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1 SUBLEVACIONES EN EL CIELO Y EN LA TIERRA Enrique González Rojo Arthur 2012

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SUBLEVACIONES EN EL CIELO Y EN LA TIERRA

Enrique González Rojo Arthur

2012

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PRIMER CIRCULO

LA SUBLEVACIÓN

“Los buenos poetas están del lado del diablo”

William Blake

El sol, la luna, un universo en expansión de enigmas y preguntas, un etcétera de estrellas atisbado a través del cuento de no acabar del telescopio, la palabra infinito que no puede ni pujando y pujando hasta la desesperación abarcarse a sí misma, fueron recluidos

en el claustro de una noche cerrada, sin concesiones,

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sin erratas de luciérnagas, apuntalada por centenares de párpados cerrados hasta sacarse sangre.

Al súbito oscurecimiento del ambiente, reforzado por el aullido negro

de los lobos, correspondió la deshilachada conciencia

del poeta, como si de pronto se desvaneciesen, inanes, la curiosidad, la pregunta, el misterio a media la lengua. El juglar vive el pesado sopor de la benigna muerte y, tras de hojear sueños y más sueños, siente que algo hace trizas la normalidad, la noria de la rutina, el pan nuestro de cada instante, y corre a derramar sus pies por la escalera y sacar de los sótanos enmohecido y demacrado

el añejo delirio.

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El sol se arroja al precipicio del horizonte, deja a sus espaldas, como huella portentosa del suicidio, el crepúsculo más inquietante

que registra la historia. La noche pide posada en el huerto,

se arrebuja en sus sábanas oscuras

y se duerme en sus párpados cerrados

hasta el siguiente día.

En el jardín, un coro de élitros, merodeando el fortísimo, roía, presuroso, su partitura, y guardaba su discípula fidelidad al metrónomo obsesivo del movimiento perpetuo.

Alguien hizo una seña y el silencio se escondió

detrás de los atriles. La sordina y su dedo en la boca desconfió de la mudez amarilla de un canario; un timbal enloquecido

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desordenó los aires y un lejanísimo trombón aulló al cielo sus tresillos. El griterío encontró el juguete de la progresión geométrica.

Los ruidos, bautizados, convirtiéronse en música. El estruendo aplastó al barco de papel de un canturreo

que bogaba en el río.

Una ráfaga de viento desbocado

deshojó el tararear de un árbol.

Y la batuta se quedó a la expectativa.

El huracán -que venía de talar árboles, leñador enloquecido- ahora llegó de puntitas, alisándose el cabello y sacudiéndose el polvo.

“ Te he estado buscando” –dijo la voz en los registros graves

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de lo sobrenatural. Carraspeó enseguida para dejar sus palabras impolutas, desempolvadas,

con la buena dicción de quien goza

de irrecusable divinidad.

El portaliras captó la voz, vio cruzar en el aire, veloces,

las diferentes letras. Despellejó su sentido, olfateó las implicaciones y saboreó cada una de las sílabas; pero no atinaba a descubrir el origen del rumor, en qué rendija de lo numinoso se horadaban los muros de azabache.

“Ha tiempo mi profesión es buscarte”

-añadió la voz que, estentórea primero, se adelgazó al final hasta el suspiro que, a golpe de aliento, dispersó los puntos suspensivos.

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El vate no lograba descubrir de dónde diablos emergía el sonido o por qué lo invisible, tomando de la mano a las palabras, las había escondido debajo de las piedras o detrás de los árboles.

Buscó por todas partes, hurgando, los tímpanos en ristre, el espacio ennegrecido. “Mientras no halle el cuerpo, la cabeza, la boca y la lengua de donde mana el puñado de letras que me golpea el rostro, creeré que es otra de las alucinaciones que amasan mi cerebro y moldean las desatadas fantasías de mi demencia” -se dijo.

II

Irrumpió poco a poco de entre la niebla, con el sonido peculiar

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con que brota de su envoltorio para regalo la sorpresa, la silueta alta, delgada y macilenta de un individuo que, si no irradiara luz por todos los poros

de su cuerpo, como un panal de luciérnagas, se diría que se trataba de un ser humano de gestos nobles y sentimentales, ademanes de ancestros redivivos, palabras pastoreadas por la discreción y la agudeza y mirada inquietante de cazador furtivo.

“Quién eres” –se apresuró a preguntar el liróforo con un temblor de labios que se continuaba en las letras que emitía.

“A quién tengo frente a mí?”

Las preguntas tomaron de las solapas a la entidad que, nueva Esfinge, mascullaba adivinanzas inviolables, exigiendo una respuesta que llegase a los suburbios del ahora. “Soy –habló la efigie-

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uno de los miles y miles de demonios que, volutas de azufre, pululan en los aires, con los pies sumergidos en andar imposible por la tierra movediza

de su incertidumbre,

y las alas húmedas, enlodadas por sus vuelos subterráneos,

o, si prefieres, del turbión de ángeles venidos a menos, transcielados, después de la desigual batalla que nos arrojó al infierno de la derrota, y tanto que tienen la sensación de vivir como un cero a la izquierda

del oxígeno”. “¿Quién dices ser? Insistió el poeta. Y la voz, rumiando dicciones impecables, se situó en el preciso canal de lo accesible. “Mi nombre es Gregorius y soy uno de los muchos ángeles que fueron arrojados desde el peñasco de la rebeldía (con su plantío de puños blasfemantes) hasta el hambre nunca satisfecha de precipicio.

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“Soy un mensajero. No cargo las alas en los pies ni tengo la manía, como el polvo, de ponerme la mochila a la espalda y salir a coleccionar caminos, pero, cómplice del viento, sé acortar distancias en el rápido de la línea recta. “Vengo con un encargo, una misión, la búsqueda en el rebaño de lo múltiple de un especial balido de lo singular. Y he encontrado en ti, poeta, el cronista que busco, una pluma capaz de tomar al dictado la más fundamental y decisiva historia de lo portentoso”.

Ante la estupefacción del individuo, que no daba crédito a sus tímpanos -a los que sentía drogados por su propia locura- y se pellizcaba en la carne la dudosa realidad de su existencia, el ángel, deletreando el sentido de su aliento, prosiguió:

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“Así como el Prometeo de vuestra mitología, sin importarle el precio que sus entrañas habrían que pagar, le entregó a la especie humana el inapreciable don del fuego y sus obras completas, yo estoy aquí, cara a cara con tu asombro, tu jauría de preguntas, tu sentir a mi labio como el borde, la rendija, la borrosa imagen de lo ignoto, para brindaros, los dejados de la mano de la providencia, el más grandioso presente imaginado:

vengo a donarles el arcón de secretos del arcano, los agónicos estertores del cielo, las entrañas del silencio infinito”.

III

Añadió que buscaba

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una pluma de altos vuelos para hacer La vera biografía del más allá:

un cronista o un poeta, alguien que supiera de versos, tazas de café y arremangar de brazos. El portaliras supo entonces que él -un poeta de tantos, leído sólo por su familia- fue seleccionado, sabe Dios por qué, para ser el narrador de la sublevación celeste, la inmemorial batalla de los ángeles y sus muchas y vastísimas consecuencias”. Sin abandonar perplejidades y sintiendo que se le arremolinaban en la lengua multitud de preguntas, el panida inquirió: “¿Pero cómo puedo ser ese cronista, si no he roto el cascarón de la ignorancia, si me pierdo en el laberinto de mi propio cerebro, si soy un militante de la torpeza, si tengo un postgrado en la miopía. Si, carajo, no sé nada de nada?”.

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El demonio apuntó que ninguna circunstancia, ningún desperfecto en lo posible, era irremediable: algo que no se pudiera zurcir, como la desnudez que prescinde de la ropa echa jirones por los tijeretazos de lo inservible; añadió que la palabra fatal, a diferencia del ave fénix, debe arrojarse al basurero a formar parte de las inmundicias que no podrán nunca reciclarse. Dijo que su aparición antes que nada se debía a la imperiosa necesidad de instaurar en la frente del cronista un nido para el ave de Minerva. Subrayó que su aparición -milagro humilde, discreto, sin mayores pretensiones- tenía por objeto develar a su interlocutor los acaecimientos centrales (ignorados en lo esencial por los humanos) del otro mundo, el que se halla a la vuelta del aire,

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a unos cuantos cabeceos en la almohada: y que incluye instantes necesitados de reflector, acaecimientos que reclaman micrófonos con don de ubicuidad, y todo para que al juglar le sea dable fungir como informante, catalejo orientado hacia el allende, guía por los oscuros litorales de un arcano que sólo se entrega a cuentagotas y a regañadientes, pantalla chica para reproducir, con la música de fondo del mayor estruendo registrado por la historia, no sólo el diluvio de demonios tras la lucha, sino el derrumbe de la porción de cielo que les pertenecía. Para entender lo sucedido en las planicies de lo eterno, Gregorius invitaba al poeta a conocer los anales del más allá, los documentos secretos de la perfección, las fuentes primarias del inenarrable cataclismo cósmico que rubricara el caos, en una palabra, los entresijos de la metafísica

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y los códices que recogían, al pie de sus labios, las exultantes palabras del Señor,

IV Gregorius inició su prédica como si él, ángel o demonio, fuera la mayúscula de ornato del más asombroso de los libros, donde, desde el preámbulo hasta el colofón, la maravilla y la tragedia se ensartaban en contienda feroz, como la de los atletas que hablan del segundo lugar como un despeñadero hacia la asfixia. El cronista, grabadora en mano, atención a todo volumen, libreta escolar rayada, incansable bolígrafo ambulante de todos los virtuales senderos de la página en blanco, fue todo oídos. El demonio asentó que él, con su pronombre personal en armas y la rabia circulándole en las venas,

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era uno de los ángeles rebeldes, indignado de tiempo completo, guerrero sin reposo contra las mentirosas catedrales de la perfección; ángel cismático, con herejías a flor de labio, con la blasfemia de su puño levantado hacia el cielo por el griterío del brazo. “Doy comienzo a mi historia -dijo- con la sublevación en los cielos, conspiración fraguada en las catacumbas de lo absoluto”. “Los cielos. El mundo sobrenatural que no posee en común con el otro (el que está en el arriba, en el blanco de las miradas antiaéreas) sino un nombre que, víctima de la ley de gravedad, confunde, en su caer, la física con la metafísica. “Antes de esta insurrección –agregó-, de este agrietarse el cielo y las almas de todos sus habitantes, los ángeles de diversas categorías

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-desde los serafines del más alto rango hasta los ángeles plebeyos y andrajosos, pasando por las virtudes y potestades- vivían en santa paz. En santa. Pero era una paz embustera y aparente, una bandera de blancura sucia, un aire oxigenado por la calma como la que se propaga por la noche cuando descansan a pierna suelta y a fusil dormido dos ejércitos contrarios. Es cierto que los agravios se hallaban escondidos en la resignación. Pero algo se estaba incubando en la tierra nutricia de la tolerancia. En compañía de la deidad suprema -que ocupaba el entero piso de la perfección-, había legiones de criaturas celestiales organizadas de manera tal que este Imperio perduró un incontable número de siglos tan increíblemente largo que el mal fisonomista no podría dejar de confundirlo con la eternidad. “Este reino sobrenatural no existió desde siempre.

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No deja de tomar -en simbiosis de locomotora y ferrocarril- el “no sé de dónde vengo” de las 8.35 para arribar años o siglos después al “ ignoro a dónde voy” de las doce de la noche. No fue contemporáneo del cuento de nunca acabar y de nunca empezar. Ni jamás vio a la Nada desde los ojos filiales y amorosos de la criatura. El cielo actual, llámalo secundario, emergió de un cielo antiguo del que poco o nada sabemos y cuya oscuridad pantanosa e irrespirable asfixia hasta la pálida luz de la conjetura. “El cielo de Miguel, Gabriel, Rafael, pero también de Mefisto, Belial, Samuel, Belcebú y el reguero de ángeles miserables y pordioseros, surgió de ese antiquísimo cielo que transcurrió eras y más eras a espaldas de la historia y antes de nuestro tiempo.

“Una vez instalado el cielo actual y, con él, una tiranía que,

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tras de pisotear uno tras otro todos los relojes, comenzó a perpetuarse, o a desbocar sus pies en lo futuro, se generó en el bajo cielo un descontento mayúsculo

-malestar sobre todo en las rodillas del conformismo-

entre los ángeles menesterosos. El furor nos fue ganando paso a paso hasta que los más agraviados entre nosotros descubrieron, leyendo sus puños, el sentido del vocablo justicia. “Este malestar, que abarcó a la mayoría de la población celeste, no sólo arrastró a la turbamulta de ángeles comunes y corrientes o “ángeles de abajo” (con las alas raídas por vientos contrapuestos y olorosos a tierra mojada) sino que alcanzó a la mismísima cúpula de criaturas especiales que encarnaban diversas posturas de lo sublime, e hizo que un ángel, Luzbel, que, dada su efervescencia de virtudes, gozaba el grado de querubín, más alto en jerarquía que los mismos arcángeles, tronos y dominaciones

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-que sólo saben de oídas la existencia de defectos- se adhiriera al malestar

y acabara ¡bendito sea! encabezando la rebelión. “Los motivos del descontento y de la agonía que coagulaba la sangre en el corazón, no son los que repite hasta la saciedad la administración celeste -ese loro conventual disfrazado de ave del paraíso- no fueron tampoco la supuesta maldad al cubo de Lucifer, la envidia que la más bella de las aves siente por el cielo donde vuela, la soberbia, la democrática sevicia de miles y miles de sus epígonos [yo entre ellos], sino que tuvieron como sustento la atmósfera asfixiante en que vivíamos y la pobreza extrema de nuestros corazones con alas atrofiadas, asfixia y pobreza que nos impulsaron a luchar contra el despotismo del que, desde el garabato que traza

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su boca en el aire, maneja el destino de todo lo que existe incluyendo la nave del divino reino que, sedienta de mar, tendrá en el naufragio su mal puerto. “Pero Luzbel y sus seguidores cometieron yerros imperdonables en estrategia militar: usaron espadas miopes, sin filo, inapetentes, rodelas distraídas y sin nociones elementales del arte defensivo, cabalgaduras con las pezuñas desgastadas de trote senil y desdeñaron las jabalinas enmieladas por la buena puntería, las patrullas de discóbolos lanzadores de granadas. y hasta las virtudes catastróficas de la pólvora, el algebra del caos. ¡Pobres ángeles atados a la miopía de su triste ingenuidad! Las consecuencias no tardaron en llegar: los pífanos arcangélicos retiraron a codazos la música de las esferas

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y el ruidoso rechinar del infinito, y en su lugar pusieron la orgía de notas musicales de su cantar victoria. “El nuevo cielo que querían dar a luz en los pesebres de la perfección abortó con inusitada rapidez y dejó manchas sanguinolentas resbalando por los astros, porque los ángeles insurrectos -llamados demonios, diablos o demontres por las malas lenguas y peores salivas- tuvimos, entre otros, errores imperdonables cuando transformamos la escaramuza -el gemelo violento de la tregua- en batalla decisiva: arrojar fuertes cargas de lanceros y espadachines contra los puntos débiles e insignificantes del enemigo y, por contra, poner contingentes raquíticos, manada de cachorros inexpertos con dientes de leche y músculos que entonaban coplas cortesanas y no cantos guerreros, a luchar contra el grueso de las tropas del Señor, y más tarde,

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masacrados sus ímpetus, se fueron sumergiendo en la tierra movediza y pantanosa de su ineficacia, salvando de la muerte, sobre el sepulcro de su glorioso intento, tan sólo el epitafio de su rebeldía. V “Después de la caída descendió, desollando el espacio, y orquestado por inaudibles estridencias, el rayo deslumbrante. Los ángeles proscritos se vieron enjaulados en la parálisis de sus brazos o en el infructuoso aleteo de sus barrotes emplumados,

y lo peor, con ademanes enloquecidos, amarrados a sus manos desorientadas,

sin dar con el camino hacia la acción. Aturdidos, no supieron qué hacer ante la expropiación del cielo, su antigua patria,

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el sublime terruño de sus ires y venires, y se sintieron arrojados al hediondo precipicio del despojo. “Los derrotados Lucifer y sus huestes -dícese una tercera parte de la población celeste-colonizaron nuevos rumbos del cosmos, convirtieron las sepulturas en abismos y crearon, a lo largo y a lo ancho de la Tierra, el perímetro en llamas del infierno. “ Se creó el infierno como un gigantesco ergástulo que coincidía, punto por punto, continente por continente, valle de lágrimas por valle de lágrimas, con el planeta Tierra. Y así, con este indescriptible episodio que distribuyó miles de cicatrices en los corazones de los insurrectos, se vino abajo hasta los sótanos de lo invisible y a una débil respiración de lo desfalleciente, el mayor intento de emancipación en lo que va del ser. “Y aquí quiero abrir un paréntesis para dejar sentado que las múltiples historias existentes

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sobre la guerra de los ángeles son tendenciosas, unilaterales, versiones que caminan, cojeando, en el claroscuro de lo incierto.

Y lo peor, que tratan de ver lo sucedido, haciéndose de la vista gorda, por el ojo de una aguja. “La historia –¿quién no lo sabe? -la pergeñan los vencedores. Éstos, a más de colonizar un territorio y no dejar piedra sobre piedra de los tiempos idos, toman prisionera a la verdad, le inmovilizan las manos, la arrastran a trompicones y hacen con ella tres cosas: sustituyen su V mayúscula por una minúscula, le arrojan un velo para hacerla invisible y, en el más profundo y lóbrego de los calabozos, la ponen a dejar de respirar. Pero ella, a pesar de los atentados contra su pulso, y la disminución progresiva del pan y el agua que le dan los carceleros, tiene la virtud de no desvanecerse, de no dar su enflaquecido brazo a torcer

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y, aunque la sometan a tortura, no permite que el tormento le encoja la lengua y la haga desdecirse. “Entonces, por escondida que esté, hay que buscarla, atravesar las galerías de la incertidumbre hasta dar con ella, sacudirle el negrísimo polvo de la mazmorra, y dejar que su voz rebautice las cosas de este mundo… “La ciclópea pretensión de hacer añicos

el viejo cielo y acceder a otro -en que ya no fueran los ángeles lobos de los ángeles- sobrevendrá sin duda,

puntualmente, con la seguridad con que, llegado el día, una premisa encinta acuna entre sus brazos amorosos

a su criatura, del mismo modo como el cielo actual dejó a sus espaldas aquel, antiquísimo, del que nada se sabe ni existe una primera excursión de palabras para entenderlo

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y donde, se dice, tuvo lugar una gran explosión -con pretensiones de borrón y cuenta nueva- pero que, a mi entender, no le puso sandalias por vez primera a las cosas,

ni dio la inicial clase de geometría, ni el ser rugió victoria al derrotar a las pálidas huestes de la nada, sino que fue la crisis, el cataclismo, una nueva orden de romper filas, y también, la resurrección del deambular perpetuo del devenir

-la otra nominación del infinito- sin ningún mullido segundo por descanso”. “Yo pertenezco a una generación de ángeles insumisos, amantes de las letras, los puños levantiscos y la crítica en la punta de la lengua, de los que dejan a las apariencias hablando solas y buscan ir al fondo de lo que es, ahí donde invisibles motores pequeñísimos empujan a las cosas a moverse. Codo con codo con Mefisto, con Samuel

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con Asmodeo (llamado diablo de la fornicación) con Leviatán (diablo del orgullo) o con Mammón (demonio de la avaricia), y con las huestes inalámbricas de la luz en pie de guerra, participé desde joven, desde que mis puños cumplieron quince abriles, en la cruenta rebelión contra el Poder encaramado en el superlativo de su tiranía. “Y hacia el final cuando el vencedor empezó a tararear su inminente victoria y nosotros corrimos a escondernos en las infortunadas circunvoluciones de nuestro cerebro o tras los peñascos maternales del infortunio, me sacudió ser testigo del campo de matanza que dejó a sus espaldas la conflagración de ángeles contrapuestos. Me horrorizó el hedor indescriptible de las alas chamuscadas de nuestro sublime intento. El triunfo de Miguel y Gabriel arcángeles dejó las cordilleras, planicies y recodos

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donde tuvo lugar la batalla decisiva, hechos una hórrida y sobrenatural carnicería. Cierto que la carne y la sangre de lo divino y celestial difieren de las humanas: la carne no se arruga, ni envejece, ni se marchita a flor de piel, y la sangre no conoce los mudos estertores de la coagulación. Pero ¿hay algo más siniestro que vislumbrar un cuerpo de querube hecho pedazos, el rostro, tasajeado, con un ojo llorando purulencias, derruido por una flecha enamorada de la buena puntería? ¿Algo peor que descubrir una potestad despojada de la brújula de su instinto de orientación por un sablazo a medio cráneo, que corre, como alma que, llevando el diablo de sí misma, cruza los intersticios de su demencia? ¿Dar de pies a boca, al atravesar, asqueados, el muladar divino, con pies, manos, narices, muecas, miradas descosidas de sus ojos o una cabeza de serafín amoratada que continúa masticando y masticando

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una palabra en ruinas? “Del lado nuestro, en que ondeamos jirones de tela blanca como el estandarte de nuestro infortunio, las cosas fueron peores (si caben en lo imposible más desgracias): dada su supremacía, la maquinaria celeste fue dejando a su paso genocidio de puños, holocausto de corazones y la implacable acción de acorralar, amenazar y descuartizar la esperanza”.

VI

“¿Una pandemia de contagioso tiempo enfermo?” -se preguntó Gregorius. Y respondió: “No lo sé. Pero tres acontecimientos fueron casi simultáneos; se gestaron en distintos lugares pero a la misma campanada que el badajo de la oportunidad arrancó del destino: la derrota de los ángeles alzados,

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la formación del infierno y la génesis de la humanidad. Parecen tres hechos singulares nacidos de estados de ánimo muy diversos del creador del cielo, la tierra y de los más estrafalarios entes microscópicos que se mueven como erratas en el orden sublime de la mecánica. Tres hechos diferentes que parecían responder a un mismo propósito, o a un tortuoso plan del poder triunfante. Mucho hay que decir y maldecir de estos acontecimientos porque es imposible afirmar que el Bien asedió al Mal. le acorraló el aliento y le extirpó el pulso sin macharse de sangre los dedos. “¿Los ángeles subversivos fueron en verdad derrotados? Sí lo fueron y no. Sí, porque no les quedó sino arrojarse al precipicio a saborear la asfixia de su propia caída

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o porque fueron condenados al ostracismo y se les despellejó la parte del Poder o de la sumisión adheridos a su carne. Sí, porque su deseo de refundar el cielo (y hacer que las jerarquías, la sangre azul y los privilegios, pasaran a la historia en perfectísimo pretérito), se desplomó con ellos; se vino abajo y sus ideales fueron masacrados con lujo de crueldad santificada por las legiones carniceras de los serafines y sus ayudantes de campo. No, porque reanudaron su lucha de diversa manera y en otras condiciones, como el río al que se pretende enterrar a pisotones, cual serpiente que carga la ponzoña de su propia turbulencia, y resurge, más colérico, en otro lado vuelto inundación de asombros y envenenando los tesoros sembrados en la gleba por manos campesinas. No, porque se resistieron a dar su puño a torcer, y no se deshicieron de los grumos de cielo

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que cargaban aún en las pestañas. No, porque Satanás nunca se dio por vencido. ni puso su corazón en venta, ni se escondió, melindroso, detrás de algún arrepentimiento. No, porque, convirtiendo en pecado mortal

la resignación, se arrojó a la búsqueda de otra manera de enfrentar a ese Poder que enturbia los sentidos, corrompe y enloquece. Buscó la alianza con la estirpe humana, ese animal de manos hacendosas, rodillas empolvadas por la superchería, alas atrofiadas por el peso

descomunal del grillete de la fe y cerebros enjaulados en la cárcel craneana que confunde el adentro y el afuera. Pero deseoso de inaugurar jardines en las nubes, tener caballerizas de pegasos, construir escaleras, elevadores o Torres de babel. “Denostó, claro, la santurronería,

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la heroína modosa y conventual de la atmósfera del templo, execró de las Sagradas Escrituras, la Patrística y la Puta de Babilonia, el desprecio por lo físico, los instintos, la piel, los santos óleos del tacto, el invaluable tesoro de los genitales, cuya sublimación en el clímax

sintetiza el instante con lo eterno. Sin desdeñar los arpegios que en las sienes hallan en la emoción su pentagrama, se colocó del lado de quienes rinden pleitesía a la razón que le sirve de escala a los humanos para llevar terrones de tierra al firmamento. Maldijo los autos de fe, la inquisición, los catecismos envenenados, las cámaras de tortura donde el dolor, la sangre y las mentes moldeadas a golpe de martillo,

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hablan de mártires, víctimas apuñaleadas por el cielo, dignos antecesores de los campos de gas y de trabajo. Lugar en que la santa delincuencia, frotándose los leños de las manos, forma el fuego de la pira que sentencia los supuestos pecados del recluso que abjura de su cárcel fideísta. Arguyó que la quema de brujas era un crimen innombrable y que la sangre que manchaba los dedos de la Divinidad, no se limpiaría ni con toda el agua bendita que fluyese, de purificar ansiosa, por todos los rincones del arrepentimiento. “Con gesto prometeico, Lucifer puso en manos de los hijos y las hijas de Adonai el deseo;

no el crucificado por los dogmas y sufriendo la corona de espinas del más pesado de los cielos, sino el deseo liberado de prejuicios, desatado de las lianas venenosas del incienso de las lianas de incienso

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y desligado del flagelo envilecido de la culpa. “Ya desde la guerra celestial brotó la sorpresa: el choque de unos ángeles,

en realidad demonios, los angeblos, contra unos demonios

en realidad ángeles, los demonángeles, éstos, militantes del cambio, deseaban no desempolvar lo viejo, mecer lo obsoleto en nuevas cunas o podar de sus más protagónicos defectos

a lo establecido, sino ajustar su devenir al cielo imaginado por las alas ubicuas del ideal.

Estos ángeles endemoniados y estos demonios angelicales encarnaban un asombroso intercambio de vísceras, trueque de contrarios, permuta de corazones, realizado en un ámbito de enigmáticas y distintas

dimensiones. “Los ángeles custodios,

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los de las 7.35, los que carecen de espalda, los que sirven de modelo a los pinceles del Greco, Murillo, Zurbarán, los que cruzan aleteando -dícese- por el cielo que instauran los silencios familiares, bien vistos son angeblos. Tienen alas doradas, miel en vez de saliva, hablan en versos de arte mayor, reverberan incienso por las axilas; mas si se les radiografiara, descubriría nuestro asombro o nuestro infarto cardiaco

dragones, machos cabríos, serpientes que están prestas para hincar sus emponzoñados colmillos en la huidiza epidermis del terror, buitres carroñeros, vestiglos y alebrijes que cargan pecho adentro la caja de Pandora de sus malas intenciones. “Lucifer y sus huestes entregaron a vosotros ¡oh don inapreciable!

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el Deseo sin amarras y sin bridas y no, como arguyen los angeblos, las conductas envenenadas por su propia vileza. No la crueldad. No el egoísmo. No las guerras de nunca acabar. No el amor al Poder y al canto de sirenas del dorado tintineo. ¡Falacia! Tales acciones no son inspiradas por los tercetos sulfurosos de Dante, los demonios carnavalescos del Bosco o por el vals Mefisto. Lucifer no es responsable de las atrocidades instituidas por los humanos, como no atar de manos al Santo Oficio y canonizar la tortura, o construir sillas eléctricas para sentar a los hombres a su muerte o electrocutar en un cerebro la infinitud del mudo. Luzbel no es responsable de la conducta de los humanos que, siendo libres, dueños de sus acciones y copilotos de sus instintos son susceptibles de ser seducidos, manipulados,

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convertidos en juguetes de cuerda, desorientados en su peregrinar por una caótica mezcolanza de puntos cardinales. Son susceptibles de seducción por corruptos angeblos custodios que los arrojan, en nombre del amor, a crímenes perfectos e imperfectos. No es Satán quien induce a los humanos al tráfico de drogas, armas, niños y a las mil y una atrocidades que terminan por glorificar a Marte y beatificar a Caín. “¿De dónde brota, de qué manantial putrefacto proviene la afición de los hombres y mujeres por el odio y la vesania, el codazo, el egotismo, la tramposa invitación a despeñarse en el primer precipicio que salga a nuestro paso? Sin pelos de culpa en la lengua, digo: surge como obra y desgracia de los angeblos triunfantes y su Demiurgo en jefe, que se infiltran entre los demóngeles para rodearlos de una atmósfera

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asediada por el temor, el rechinar de dientes, el infarto de las doce de la noche; para causarles desprestigio, deshonor y el estigma de ser los malditos pastores que arrastran el rebaño al momento supremo, único, definitivo de su carbonización sin perder el aliento en las flamas infernales. Se infiltran, como en una manifestación pacífica de agraviados el Poder introduce subrepticiamente

individuos violentos, de un supuesto extremismo oloroso a pólvora para desvirtuar la protesta. Los ángeles-demonios (y no los otros, los derrotados, los militantes, los que no dan sus alas a torcer y tienen desordenadas las extrañas, y pasan hambres y sedes y noches en terribles luchas libres con el frío)

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sino los responsables de manipular y atraer a los humanos a la crueldad y a la fiereza de lo inhumano para manchar el nombre y el prestigio de los ángeles en rebeldía que, mientras entonan cánticos religiosos cortan cartucho, y continúan su pugna permanente contra el cielo y la despótica cúspide del Rey de reyes” “Un angeblo es un ángel comparable al hipócrita humano que traiciona sin el menor pudor a otra persona con el gesto ficción de un rostro amable en el fondo mentido y miserable. Es un ángel que encarna la impostura, que carraspea incienso y asegura ser la misma verdad. Mas por la oreja introduce su soplo y aconseja la canonización de la tortura” “Víctimas del temor y del mal trato, demonángeles hay en todo el globo. Suspicaces, se ocultan de los ojos en las casas vacías o debajo de las camas o atrás de los retratos.

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Pero están muy conscientes del instante en que han de aparecer con sus mensajes contra la hipocresía delincuente, la supuesta avería del hereje y el horror sospechoso por la carne”. “Es cierto que nosotros –prosiguió Gregorius- ‘tentamos’ también a las almas. Pero esta ‘tentación’ no es, como se pregona en las ocho columnas del púlpito, incitar al ‘pecado’, envilecer una buena intención desde su primera bocanada de oxígeno, agusanar al beso que madruga para ir al encuentro de la mejilla amada; no es promover la corrupción que nacida en el ovillo del encéfalo es tejida por la punta de los dedos, ni busca romper los diques del criadero de microbios -de ferocidad descomunal en sus hocicos microscópicos- para inundar los litorales de la inocencia. No, nuestra misión, nuestra sagrada militancia es llevar al cadalso los prejuicios, la hipocresía que desdobla la lengua

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en ella y la saliva, el odio por el cuerpo, la cultura de la intolerancia, la falta de respeto por lo diferente. Al ‘tentar’ exorcizamos al ángel de la guarda y su amarga compañía, angeblo solapado, que nos sopla a la oreja su breviario de mentiras, que maneja con destreza el contoneo de sierpe de su lengua y, valiéndose de su carácter de ‘satélite moral’ de la criatura, logra introducirse, zás, en los entresijos de la gente. Nuestra misión es hacer una muy fina operación quirúrgica y extraer ese tumor maligno, depredador, falsario y expansivo hecho de palabras benditas con aleación de azufre. “Los ángeles rebeldes, tras la lucha contra las huestes de la Divinidad, fuimos arrojados al abismo,

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las alas paralíticas, y todo un cielo en armas hostigándonos y persiguiéndonos. Fuimos arrojados a un precipicio que no es un valle subterráneo -como el Mictlán azteca- sino que coincide punto por punto con la Tierra. Los hombres y los ángeles en rebeldía vivimos en idéntico lugar. El tercer planeta del sistema solar es el infierno.

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SEGUNDO CÍRCULO

LILITH

Como Dante, que tuvo en Virgilio el báculo, la brújula sabuesa, la mano guía de hermano mayor y el colega en decires -¡a ambos no les era ajena la orfebrería de los gorriones!-, hoy, a la curiosidad en punto, el poeta cronista, que lleva en su tintero sangre de cisne moribundo, del que a la hora de la muerte, entona el cantabile de su último suspiro, sabiéndose guiado por Gregorius, comenzó un diverso itinerario por paisajes inéditos: crepúsculos, ciudades olvidadas, mares y riachuelos que corren tarareando canciones delicadas y barrocas desde el día en que, dícese, llevaran en su oleaje barcos de papel pautado,

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y pudo ver en la pantalla chica de su frente grandes murales de la historia humana tal como ocurrieron: sin retoques, con la honradez de lo comprobable, sin respirar la edulcorada atmósfera de su propia falacia, sin la mano negra y la turbiedad de la saliva que dejan en la pulcritud del hecho los manchones de la adulteración y las lenguas retorcidas del infundio. El día menos pensado, Dios, o el Poder responsable de todo, creó a su imagen y semejanza primero al hombre, después a la mujer -haciendo de cada puñado de polvo metáfora menesterosa, pordiosera, del que lleva la eternidad bajo del brazo-, ambos salidos de sendos puñados de polvo después de su milagroso embarazo con el hálito divino

o, lo que tanto vale, paridos por el vientre abultado de la nada.

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Adán se llamó el varón, y se pasaba días y más días no sabiendo qué hacer con el juguete nuevo de sus manos. Una vez nacido, y dejarse las primicias de barba y experiencia, pretendió fumigar el aire de familia que tenía con los simios, haciendo ejercicios de lógica y deletreando el vocablo de su nombre. Lilith, la hembra. Y esta mujer -eximida, como Adán, también de cola, pero que, ay, nunca olvidó, con la gracia del recato, su vaivén libidinoso- asimismo buscó diferenciarse de las bestias y pudo hacerlo al fin al hallar en sus manos extendidas el primero de los libros y ponerse a leer de cabo a rabo lo que narran en bajísima voz las líneas de la vida y al aprender a contar con los dedos de las manos y seguirse después con las estrellas.

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Antes de que naciera la mujer, el primer hombre, en el via crucis de su soltería, cuando cambiaba concupiscencias tan sólo con el aire, había fornicado con diversos animales para evadirse del autismo que tenía a la mano. Hay quienes murmuran, sin fundamento, que, enloquecido por la excitación, formó, con un puñado de aire, una mujer imaginaria, y que, al parearse con ella, el semen expelido, lejos de fecundar los recovecos de su fantasía, cayó en el suelo desplegando ahí el enturbiado espejo de Narciso. Sea como sea, Adán se hallaba lejos de sentirse satisfecho con esos cabalgamientos estrafalarios o ese andarse besuqueando perversiones contra natura. Cierto que el semen salta en estampida

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y que Adán lo imaginaba, desparramado en la fémina espectral, barnizando su embeleso con pinceladas de asombro. “Mas el orgasmo solitario -se condolía Adán- no es placer, es felicidad agusanada”. El aguacero de esperma formaba charcos turbios en el suelo donde corrían a abrevar insectos moribundos, nomeolvoides borrados de la lista, pedazuelos de vida luchando a manotazos con la muerte, mientras Adán se quedaba de pie, desnudo, con un áspid de hielo entre las manos. Cuando el lobezno de su brama empezó a aullar a la luna, el Creador, que oyó su queja, la cantata nupcial de sus hormonas, el quejido que se halla interpretando la partitura de la herida, tomó del suelo edénico un poco de polvo de extremada finura

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e hizo con él a Lilith. Si el rostro de esta mujer, que inauguró los rostros femeninos de la historia, dio una lección de simetría y elegancia al universo mundo, su vientre, donde la mano masculina podía oír poemas de tibieza y cuentos de terciopelo; sus senos, encaramados a su propio orgullo para tenderle trampas al deseo; sus caderas, que describían sinuosos recorridos de serpiente; inmolaban indiferencias y sacaban de quicio hasta los pobres árboles que no sabían qué hacer con la excitación que los sobrecogía. Adán le miró a los ojos. Le besó uno de sus suspiros. Acarreó sus huellas digitales a los hombros, al cuello y a las nalgas que dan, con su meneo, griteríos de entrega. Le puso las manos en el vientre. Le hizo preguntas a su consentimiento y dejó flotando su virginidad en un charco de sangre descosida.

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Aunque sea el deseo el Sísifo que una vez y otra y otra accede, jadeando, a la cumbre del placer, para resbalar de nuevo a la planicie, la pareja tan curiosa como imaginativa no puede dejar de intuir la infinidad de posturas que, en un malabarismo placentero, la dualidad puede inventarse. Adán, hecho a imagen y semejanza de su Creador, tenía ademanes y gestos de patriarca e ínfulas de cielo. Y, con la lujuria royéndole los testículos, quería ayuntarse una vez y otra y otra a Lilith, su mujer. “Soy el cielo fornicando con su tierra”, susurraba al oído femenino y se retorcía de placer paladeando cada instante con la furia de quien sabe que, salvo en el orgasmo, el tiempo jamás se detiene. “Soy varón –insistía- y cubro a mi mujer

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-formada con el polvo sensual de la lascivia- con la presión del cielo en mis espaldas”. Pero Lilith se cansó de esa postura, de tener el trasero amoratado por la rutina, de sentirse aplastada por el minero que no se daba tregua en buscar pepitas de oro en la veta complaciente; y en esa maldita posición lejos de vislumbrar el cielo, veía la cabeza sudorosa y descompuesta del patriarca. “Fuimos creados iguales –replicaba- y no debe existir, querido, una sola forma de saborear la ambrosía, o de encontrarse llamando al paraíso” Habló de otras posturas. “El amante –arguyó- no debe ser la camisa de fuerza de la amada”. Sugirió que el tacto debe ponerse en guardia frente a los prejuicios, que los dedos han de ser sordos a las fanfarrias de la moralina, que los besos, con su punto y seguido,

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y más que nada la lengua, no debían dejarse fuera del juego. Desechó la posición amorosa donde el movimiento era tenido como pecado, y hasta, podría decirse, que arrojaba cubetazos de agua bendita a la libido. “¿Por qué iba a hacer Adán siempre de cielo cohabitando con la tierra? Lilith habló de las mil y una maneras con que los cuerpos podían rozarse, penetrarse, incendiarse; insistió en que había que hacer añicos la costumbre, guardarla en la cara oculta del cerebro. Habló de que, para hacerlos deleitosos, hay que quitarle su veneno de serpiente a los pellizcos; que las manos deben anteponer los lentos al vivace que ignora la virtud del paladeo; dijo que las caricias, y el suave galanteo de los cuerpos, es preferible que la posesión abrupta

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del que muerde la manzana sin mirarla, sin olerla, sin gozar sus redondeces. Lilith, por primera vez en la historia, sacó de su escondrijo

el arriesgarse, el “tener la valentía de”, el “no retroceder ante”…

Convirtió el ars amatoria no en un recetario de posiciones o un malabarismo de concupiscencias, sino en un manual de viajes, aventuras, sueños que no logran evadirse de los ojos al quedarse en las pestañas. Adán sintió que su control y sus exigencias de patriarca del tálamo se le agusanaban en las sienes y en las manos y no se le ocurrió otra modo de accionar que la de ser el déspota siempre dispuesto a escuchar los consejos de la voz serpentígera del látigo. Intentó someter a sus órdenes la desbocada libertad del aire y hasta hacer que el agua, tras de secarse y arrojar de sí

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las “veleidades” de su libre arbitrio, diera el salto mortal hacia la rígida y tediosa compostura de lo sólido. Pero Lilith, mujer independiente, militante de la autonomía, era como la cometa que, enamorada del horizonte, rompe con el cordón umbilical que la ata al mundo. Supo en ese momento que la brújula es el mejor atajo para dar con los pies. E inventó las sandalias. Giró sobre sí misma. Le regaló a Adán, al ir recopilando lejanías, diversas versiones de su espalda en fuga y huellas que eran epitafios del regreso. Y al llegar a las fronteras del Edén (donde terminaban los dominios de la perfección) dudó un momento, meditó en el mundo glorioso que arrojaba a los pies del pasado. Pero, alumbrando a la mujer que llevaba en las entrañas, se arrancó del pecho y los oídos

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los escrúpulos que seguían ladrando inútilmente. Quiso creer entonces que el hormigueo de sus plantas eran las voces de su primer destino. Hojeando uno tras otro todos los milímetros que cubrirían su próximo viaje, midió las consecuencias y dio el primer paso. Abandonó motu proprio el paraíso y se internó en las orillas del Mar Rojo. cerca de este mar, allí donde la tierra amontonada, adormecida por el fluir cantarino de las olas, forma, al bostezar, un reguero de cuevas, Lilith, con la vida y la sangre entremezcladas recorriendo sus venas, trocando la belleza inmarcesible del Edén por la tosca arquitectura de la piedra, se aposentó, dichosa, ensimismada, dirigiéndose plegarias a sí misma, en el palacio de una gruta que daba aún sus primeros pasos

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de vivienda. La mujer, embriagada de entusiasmo, arremangándose los ímpetus, y tomada de la mano de su autonomía, hurgó en los entresijos del buen gusto, y amuebló su caverna con los rústicos enseres del capricho y un feliz griterío de floreros. Fue dueña entonces de una casa de abovedados muros, fantasías rupestres y tinieblas amigas; gozó de un ánimo, descobijado de patriarcas, de un cuerpo que, botín de su conquista, se enseñoreó en sí mismo y fue sede del Edén en miniatura de un pubis en que fráguase el discreto incendio de sus ansias. Narra la leyenda -ese tropel de fábulas que nombramos de tradición oral porque las dice el viento- que Lilith, en llegando a su morada,

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dejó abiertas las puertas de su gruta, los brazos de su arbitrio y las piernas del consentimiento, para que un ente singular, que tenía un amor a primera vista con la excitación, diera con los jadeos que construyen el principio de identidad. “Se trataba de Asmodeo, -dijo Gregorius- al que los ángeles endemoniados presentan como la maldad en persona, con las axilas olorosas a azufre y una cornamenta que oculta las protuberancias de sus malas intenciones, cuando no es sino un ángel rebelde, un demonángel, un ente sublevado que coloca en su cabeza la pólvora y el ideal en la luminosa secuencia de medio vuelto manos y fin

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sin los complejos del continuo y pudibundo desplazarse. “Asmodeo nada tiene en común con los truhanes Miguel o Rafael, Asael o Gabriel ni con Eruviel que aún hoy cuida como la niña de sus ojos su pedazo de cielo, para no despeñarse y caer redondito en la desgracia. Lilith conoció a Asmodeo y empezó a engendrar hijos y más hijos, hechuras del instante que amasa con sus manos la lujuria, criaturas de la libertad, el goce desatado. “Lilith da la bienvenida por primera vez en la historia a lo prohibido, al atrevimiento, a la hemorrgia y catarsis de pecados, al aleteo de lino que no siempre lo es

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de sábanas cigüeñas. Ella es quien, antes que nadie, puso el micrófono en manos del deseo. “Adán empezó a extrañar a Lilith. El recuerdo le fue mudando sus almohadas en piedras. El insomnio secuestró sus noches y terminó por advertir que la memoria más viva no resucita una sola de las células de la mujer ausente. No pudo más, y el hilo de su voz enredado en un nudo en la garganta se le deshilachó en sollozos. La buscó por todo el paraíso. Recomendó a su locura que se encargara de ella, que la buscase entre los árboles, los peñascos, el cortinaje de las cascadas. Yendo tras de su rastro, lanzó alaridos con su nombre y escudriño hasta el último rincón de su delirio. Despellejándose las ansias, sintió que el áspid de la soledad, descolgado de un árbol,

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le caía en el hombro, reptaba por su espalda y descubría en su cuello el lugar indicado para que sus colmillos encontraran su tierra prometida. “Dícese que el Señor no fue insensible a su aislamiento, a la soltera angustia en que gemía, a las gotas de purulencia que tramitaban sus ojos y al aullido que si salía de su boca, no brotaba de su lengua o de su cuello sino de sus entrañas. “¿Qué haré -se dijo- para que este hombre desolado, sin mujer, huérfano de caricias, entregado a monólogos de carne, encuentre el bálsamo de la serenidad? Requiere de alguien que en nada se parezca a Lilith, a esa mujer que, enferma de libertad e independencia, nació con pies que son sandalias hechas a la medida

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de la inquietud que nunca la abandona. Adán desea tener cerca de sí, junto a sí, bajo de sí, a la hora de la carne, la incondicional aceptación de sus manías de erótico patriarca. Quiere ayuntarse con la obediencia. Ver a la mujer como un dorado y grande instrumento de masturbación. Eyacular esbozos de hijo para que la sumisa matriz de su mujer construya poco a poco la urdimbre celular del nuevo niño. “¿Qué haré? –repitió el Señor- mientras sus ojos (clavados en el desnudo cuerpo que sus dedos modelaran en el polvo) ascendían y bajaban por el costillar del mozalbete. Meditó los segundos indispensables para fraguar un milagro, una insólita ocurrencia estrafalaria o un corto circuito en la materia dócil

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y dio con la respuesta: sacaré a una mujer de su costilla. “Eva será su nombre. No saldrá, como Adán, o como Lilith, del polvo terrestre, donde, con mi dedo meñique, forjé dos fosas nasales e introduje el hálito de vida y el cayado del tiempo. Eva, hija de una porción de Adán, ha de ser en realidad nieta del polvo, entidad disminuida y sojuzgada. “Me acerqué a su oído y le dije: ‘Eva, has sido hecha para tu consorte. Tu cuerpo será patrimonio de tu marido. A él pertenecerá tu deseo. Cohabitarás tan sólo con la Ley y retozarás en la cama -si puedes- sólo con sus mandatos. La fidelidad -que le pone anteojeras al corazón- es tu destino”. Gregorius continuó su relato:

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“Lilith, aun siendo mujer de Asmodeo -figura imprescindible de los demonángeles- tuvo amores con dos o tres demonios, de esos que no sabían qué hacer con el incendio libidinoso que avanzaba y avanzaba descubriendo, conquistando, colonizando células. “Mujer en pie de furia contra los principios morales caídos del firmamento, accedió, motu proprio, a las demandas del famélico aullido de las manos fatigadas de sólo acariciar mentidas redondeces en el aire. “Lilith prohijó varios demonios niños, diablillos del tamaño de un susto, criaturitas que mamaron en la leche libertaria de su madre canciones de cuna guerreras, alfabetos de iracundias indomables, ideas del bien y del mal que se hallaban no en la pulpa de un fruto agusanado de prejuicios,

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sino en el coro de voces que, formado con los órganos internos, entonan la canción de su presencia, de su “aquí estamos”, “no nos olviden”, “no sabemos qué hacer con nuestra carne enardecida”. Lilith se enfurecía si le daban nombre de ángel o diablo. Se sentía simplemente mujer, mujer rebelde, nacida no de un puño de tierra, sino más bien de pólvora, insuflado por el hálito oscuro de Luzbel. Mujer hecha de carne polvorienta, olorosa a principio, y no con el origen genealógico de una rama desgajada del árbol masculino. Un día, pecho tierra, concibió a su primogénito esencial: el bebé de su puño, levantado en armas desde el día en que la luz le construyó los ojos.

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“Los angeblos y, con ellos, los curas. los ermitaños, los Padres de la Iglesia, las vírgenes encinta de deseos, las monjas y sus hábitos, los frailes que se andan por el mundo desfaciendo pecados, todos al unísono han creado la leyenda negra de que Lilith es la madre de los demonios. Dicen que Adán, antes de que Eva fuera un vislumbre, una ocurrencia en los dedos de Dios, lamentó tanto la partida de Lilith que pidió de rodillas a Yaveh su retorno mientras sus ojos inauguraban el primer llanto que registra la historia. “Yaveh escuchó a Adán, y designó a tres ángeles para recobrarla, para volverla al redil de los grilletes. Estas tres criaturas (en realidad angeblos,

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entes para quienes la obediencia era el primer mandato que les caía del cielo) le exigieron en llegando a su cueva que tornara a las heredades de su obligación, a las manos de su dueño, al lugar especial que Dios había reservado para ella. Le dijeron que no rechazara la felicidad que se le ofrecía. Pero no hablaron (o los metieron bajo su lengua) de los cepos que ocultaba su mandato. También la amenazaron: un gran bloque del cielo podría venirse abajo y apachurarla con todo y respiración. La sentenciaron a que si se oponía y elevara la rebeldía de su No a oídos de Yaveh, matarían a su progenie, frutos de los repugnantes amoríos con sus pecados. “Lilith negó con la cabeza

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y se atrincheró en su lengua silenciosa. Entonces los angeblos inventaron que la mujer contratacó y dijo que si ellos cumplían su amenaza, ella pasaría por sus uñas a los hijos de Adán y dejaría a la historia sin absolutamente nada que contar, y también que se acercaría a los hombres dormidos, y haría que, con la sabiduría de sus caricias, se les despertara la concupiscencia, conocieran entrada por salida la felicidad y derramaran la mocosa promesa de futura vida, que Lilith se ingeniaría en robar para poder dar a luz, con la orfebrería de su matriz, miles y miles de demonios”. El portaliras transplanta las voces con que Gregorius resume su apreciación de los ángeles demonios, a la dorada escritura de la Comedia de Dante -que empolla su canto en versos

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que son trinos y también aves que rubrican trinos- con el deseo ilusorio de que así, con esa métrica y esa rima, sea dable suavizar a los oídos la repelente existencia de semejantes criaturas. “Los angeblos promueven la contienda contra Lilith. Sus lenguas viperinas tejen con sus agujas la leyenda. Calumnias, distorsiones, una inquina de insondable furor que tiende el vuelo y a todo entendimiento contamina. Punto a punto el engaño forma un velo, un párpado de todos, que reparte la ceguera en la tierra y en el cielo. Pero nada es verdad. Sólo es el arte de una metamorfosis mentirosa que Javeh con sus ángeles comparte. Todo lo que vomita, venenosa, la lengua del poder y del machismo, con su saliva turbia e insidiosa, son palabras que caen al abismo y dan con los suburbios del no ser,

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y Lilith, siendo ya plena mujer, pone en sus propias manos su bautismo.

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TERCER CÍRCULO

CAÍN Y ABEL

Expulsados del Edén, como si zás se hubieran resbalado de la eternidad, y dejando a sus espaldas la espada de fuego que convertía el regreso al paraíso en la primera acepción de lo imposible, Adán y Eva, la pareja consentida del Señor, los infractores de las primeras reglas de tránsito, se pusieron de rodillas -acolchonadas por la devoción- a dar cumplimiento a los castigos decretados por el cielo, con la puntualidad de un reloj que paladea el sabor de lo efímero que corre a su extinción: él a ganarse el pan con el sudor de su frente y ella a parir con dolor. Adán, en la primera oportunidad que tuvo

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(cuando el temor a Dios se durmió, cansado, en algún lugar de su pecho) se acercó a su esposa, desoyó las voces pudibundas de las hojas de parra, fue pian pianito por la sigilosa vía de la insinuación, tarareó a su oído las palabras exactas que reúnen la carnada de sílabas para pescar, en el turbión de sangre de su esposa, los peces voladores de la excitación. Y entonces –el Génesis dixit- “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín”. Poco después volvióa las andadas, desempolvó su momentánea indiferencia, descifró el jeroglífico de su lujuria, convirtió las caderas de su mujer en olas de su mar en miniatura e hizo que ella concibiera y diera a luz

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a Abel. El primogénito se dedicó a labrar la tierra, a leer la música de las espigas desde la partitura de la simiente, a sembrar en los dedos de sus manos campesinas su afán de cosechar del suelo los frutos que germinan y germinan hasta romper su cascarón de tierra e irrumpir en el mundo acompañados de los primeros chillidos, multicolores, de su existencia, como lo hizo Jehová cuando sacó del polvo la mocosa contextura del primer habitante del planeta. Abel dedicó sueños y manos a ser pastor de ovejas, a traerlas y llevarlas en el campo para auspiciar la pizca de algodón de las miradas, y recordar, casa adentro, el acertijo “lana sube, la nabaja”

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para trasquilar a sus animales y derrotar en el campo del honor al mismísimo viento que va sintonizado en la más fría de sus vivencias. Un día, en que Caín quería congraciarse con las partes menos rígidas de la severidad augusta del Altísimo, trajo un don arrancado de las parturientas entrañas de la gleba: un haz de espigas donde un olfato visionario podía adivinar, sin esforzarse mucho, el santo olor que emana su futuro. Por esos días, el cielo estrenó uno de sus mejores crepúsculos -uno de esos que pasan a la historia- y fue tan bien recibido por todas las criaturas terrígenas con ojos, que el elenco completo de colores salió a agradecer los aplausos merecidos, sin dejarle a la duda

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el menor parlamento. Caín interpretó ese crepúsculo maravilloso, inigualable trazado por las partes sublimes de la inspiración, como el beneplácito del Hacedor del mundo por su ofrenda. Abel dudó de esa interpretación -la puso en el paréntesis formado por sus sienes- y se dejó llevar por la idea de que, quizás, el obsequio de su hermano había generado en el Creador un sentimiento ambiguo -uno de esos sentimientos que, aun teniendo dos caras, comparten las mismas huellas dactilares-: ¿la ofrenda era un ejemplo, una muestra, un resabio de idolatría -que baila al compás que le toca la superstición- o, aun siéndolo,

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era asimismo una actitud amable y seductora con su Señor? A pesar de su sobrio escepticismo y del rosario de dudas que todo hombre de bien reza en las noches, Abel decidió imitar a su hermano mayor y colmó una canasta “de lo más gordo” de los primogénitos de sus ovejas, como dice El libro . Y aquí aparece un hecho difícil de narrar, como una piedra en el camino del relato o una mancha de tinta que se niega a parpadear, porque Jehová, al mirar con agrado la ofrenda de Abel, pero no, como se supo, la de Caín, develó que en Él hay preferencias; que no trata por igual a sus hijos, que la mismísima perfección sufre de descomposturas cuando menos se piensa y que el Creador puede estar hecho a imagen y semejanza de sus engendros.

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A esas preferencias o predilecciones, la gente que sabe, las llama: la gracia. Todos somos iguales, dícese, ante la Divinidad; pero hay algunos que nacen con no sé qué señal en la frente, y hagan lo que hagan -porque quizás su hacer no se halle piloteado por su muy personal iniciativa- tienen la garantía de echarse el cielo al bolsillo. Lo que aconteció más allá de las nubes, nos revela que Abel estaba lleno de gracia como el ángel que vuela circundado de una turba de pájaros deformes. Las señales del cielo eran más claras que el agua de la pila bautismal, destilada de pecados, que limpia la impureza de lo anónimo. Entonces Caín “se ensañó y decayó su semblante”. Fue víctima de la pesadumbre por el bien ajeno.

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Digo pesadumbre pero fue más bien la muina que le produjo la mala distribución de la riqueza. Su cuerpo produjo los anticuerpos de la envidia, el rencor, la incertidumbre y se puso a revisar, de cabo a rabo, sus malas intenciones. Sus malas intenciones y el cadáver de un burro maloliente que las aves de rapiña, tras de llevarse al aire la carroña, desnudaron hasta sus últimas y duras consecuencias: mostrando que el esqueleto es la radiografía de lo efímero. El fémur y las vértebras dorsales no servían: en plena desmemoria de la sangre, se les podía ver, con la inutilidad en comandita, melladas de apetito. La quijada era otra cosa.

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Como la hoz -que blandía Caín cuando se hallaba en guerra contra toda maleza amenazante- era cuna de afanes homicidas y era capaz, como dueña del perlado furor indestructible de la vieja dentadura, de morder y morder a su enemigo hasta hacer que la muerte enterrara en sí misma a la criatura. Era otra cosa. Caín (inducido por no sé quién, mas oriundo de algún predio celeste) invitó a ir al campo a su hermano pastor. Fue una bajeza del tamaño de la doblez con que nos mira, cariñosa, la serpiente. O la cicuta almibarada que le hace guiños a la lengua.

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“Invitó a Abel al campo de siembra y pastoreo -narra Gregorius. Y allí, en el predio del descuido, levantó la quijada de burro a la altura en que baten su amenaza las aves carroñeras, y descargó sobre su hermano el golpe mortal que obligó a la sangre a borbotar desde el cuerpo e inundar, olfateando, pedazo tras pedazo de la tierra en busca de la nada. “Lenguas viperinas -tras de acallar sus cascabeles con la mordaza del silencio- soltaron la calumnia, el infundio, la plaga de mentiras de que Luzbel en persona hipnotizó a Caín y lo obligó a soltar el pecado mayor imaginable sobre su hermano.

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“No fue el pobre Caín (enfermo de anemia decisoria, se decía) el responsable principal. Fue el Demonio el que inoculó la envidia en él. Y no fue una envidia cualquiera, una que se pudiera curar con atinados masajes y te de manzanilla. Era una envidia que aprendió del cáncer la reproducción ampliada y la expansión sin freno. Fue Luzbel, se insistía, y nadie más quien indujo a Caín a los celos, la falacia, la mano criminal. “Pero mienten a sabiendas quienes atribuyen a Luzbel tamañas tropelías. Mienten y lo hacen con el descaro del que cree que la verdad está escondida, amarrada, muda,

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enclaustrada en paredes graníticas. “No fue, no, ‘El maligno’ -como le llaman- el que produjo tales averías en el juicio de Caín. Mentira esa tan grande que desborda la creencia de toda persona justa, como el agua del Jordán la pila del bautismo; mentira que, subida al Pegaso de la propaganda pasa por el firmamento arrojando hacia nosotros los miles y miles de volantes de su infamia. “El malhechor fue en realidad un ángel endemoniado de primer nivel -una de las eminencias grises del Eterno- quien hizo tales abusos -más dobladas de brazo que sólo tentaciones- en el alma extraviada del fratricida.

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“Jehová preguntó a Caín por Abel, como si el Señor, que lo sabe todo, no supiera lo ocurrido, y en ello no hubiese -maullando la avería- gato encerrado. A veces se interpone entre una pregunta y su respuesta una incertidumbre que cabalga en el tiempo y trota en el espacio. Hay interrogantes que, palomas mensajeras, llegan a la mano que pregunta -desde otra que responde- y depositan allí el granito de luz que se pedía, inquisiciones que vuelan, impacientes, miles de kilómetros o centenares de horas para hallar el buen puerto de la aclaración. Pero Jehová formuló su pregunta a quemarropa y Caín, desprevenido, amnésico de escudos, tuvo que responder: ‘No sé. ¿Soy acaso el guarda

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de mi hermano?’. “¿Quién lo tentó a dar semejante respuesta? ¿Qué lo obligó a arrojar la verdad a un pozo y poner, con la mano levantada, la insolencia a voz en cuello? Dicen que fue un demonio perteneciente al círculo más íntimo de Satanás, algo así como el secretario particular de la maldad infinita. Dicen, pero al decir maldicen. Es la calumnia de siempre: enturbiar el agua para impedir que salga a flote la transparencia. “Jehová, viendo de arriba abajo a Caín, y fuertemente indignado dice: ‘Qué has hecho. la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra”. La sangre, si está dentro del cuerpo, es muda,

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fluye en sordina, codeándose con el silencio. Ningún hombre le dice a una mujer: ‘qué hermoso sonido el de tu sangre’ o ‘qué griterío es ése que se escucha en tus arterias y tus venas’. Pero la sangre derramada es otra cosa: rompe a hablar, a formar letras y sílabas y palabras, y, al advertir que nadie la oye, que su cuchicheo es silenciado por el rumor de la brisa, se pone a gritar, a maldecir, a salpicar las estrellas con su saliva, y a elevar la Babel de su grito a los pies del cielo. Nadie la oye. Hay litros y más litros de sangre que tocan con los nudillos de sus imprecaciones las puertas del reino celestial y nadie corre a abrirles. La ley del Talión -ojo por ojo, muerte por muerte- le puso letra a la melodía del último suspiro de Abel.

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Su postrero pensamiento -cuando la quijada homicida tomó el lugar de la hoz, la compañera de la muerte- fue la venganza. Pero la muerte hizo polvo su intención y se mezcló con los músculos claudicantes de la materia inerte. El homicidio amarró sus manos, ay, a la impotencia. Y la impunidad sacó a la luz pública, como un humillo de su frotamiento de manos, la mejor de sus sonrisas. Mas la tierra ensangrentada que ‘abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano’ -al decir de Jehová hablándole a Caín- lo maldijo. Le llenó de serpientes venenosas su caminar futuro, hizo que la brújula de su instinto de orientación cayera de bruces en la amnesia de su pequeño faro

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y recorriese uno a uno todos los amenazantes rumbos de la desorientación. Al fondo de la tierra no sólo están los gusanos, la humanidad sepulta, los topos, los epicentros de temblores destructivos de pueblos y ciudades, sino Dios y sus juicios, decisiones, ocurrencias. La venganza soñada por Abel se realizó en la justicia de Jehová. El cielo y la tierra se asociaron para castigar al asesino. Hasta entonces, Caín había recibido la fuerza para labrar la tierra de la tierra. Los jugos nutricios del suelo subían por él y se arremolinaban en sus músculos. Pero ahora, ella, húmeda por el semen de la lluvia,

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a cada paso que Caín largaba, se iba secando como una bestia estéril cuya matriz se hallara en ruinas. Jehová lo sentencia: ‘errante y extranjero serás en la tierra’. Y ante el irrecusable mandato que desgarró las nubes, Caín no volvería a ser dueño ni del pedazo de limo regado por sus lágrimas. Pero en el alma de Caín la resignación sufrió un vahído, una descompostura; cúmulo de sentimientos olvidaron el significado de la palabra obediencia y le sirvieron como andamios para construir la escultura del atrevimiento. Dijo entonces Caín al Creador que no podía soportar el castigo, que se le había arrojado a un prematuro báratro, que no daba con la manera

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de proseguir viviendo o de cargar con la cruz insoportable de su respiración. Consciente de que el castigo no provenía propiamente de la tierra -que se hallaba en el nivel más agusanado de los grados del ser- sino de Jehová y nadie más, Caín le dice: ‘me echas hoy de la tierra, y de tu presencia me esconderé, y seré errante y extranjero en la tierra, y sucederá que cualquiera que me hallare, me matará’. Errante, apátrida y presa del temor, guiñapo que no halla donde esconderse del mandato divino, de la lista infinita de adversarios que amenazan a su corazón rebosante de palpitaciones y de su sentimiento de culpa que, como la rata del cáncer, va royendo y royendo porciones cada vez más extensas de su angustiada carne, se arroja a los pies de la misericordia y, arañándose la lengua, clama por la piedad.

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Entonces dice Jehová: ‘ciertamente que cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado’ y le puso una señal para que se respetara su vida Caín fue perdonado. En el agua lustral que le brindó el Altísimo lavó sus manos. Y mientras el agua enrojecía de vergüenza al mezclarse con la pecaminosa costra que envolvía esos dedos, Caín, con las manos y el alma reesculpidas por la limpieza, y reencarnando en el sí mismo que ahora deseaba ser (como el que, con la náusea del arrepentimiento, vomita de golpe sus entrañas, sus pasiones, el amargor de sus culpas y todo su pasado) se fue a vivir a Nod, al oriente del Edén, como una criatura más,

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oveja cuyo balido no desentonaba en el rebaño y al que Jehová -arrojando a un cadáver a los muladares del olvido- devolvió la simpatía, el calor inextinguible del beneplácito y lo eximió del peso insoportable del dedo acusador en sus espaldas. Caín, instalado en la normalidad, sacando el pan ázimo del buen entendimiento de las alforjas, de vigor colmadas, de sus músculos y la tierra labrantía, se dedicó a esperar una ancianidad que se hallaba en la punta de sus pies, a la vuelta de un crujido del tiempo. Mas antes conoció a su mujer: tomó su cuerpo e hizo con la tierra movediza de su carne lo que solía hacer con el libidinoso lote de su sembradío,

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y fue padre de Enoc. “Y ahora cabe hacer esta pregunta: ¿por qué perdonó y protegió Jehová a Caín? ¿Por qué soltó sobre él la llovizna del maná de la gracia? ¿Por qué el autor del ‘no matarás’ y sus nueve hermanos se hizo de la vista gorda, la pupila dilatada y un crecimiento selvático de pestañas y cejas, para dejar de ver al asesino, a la víctima y al homicidio? “Sospecho que no hay más respuesta a esta pregunta, que convenir en que el Hacedor de todo, el dueño del día y la noche, del arriba y el abajo, del premio y el castigo, de la vida y la muerte, hace y deshace al compás delirante

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de su arbitrio. “Si Él lo desea, el cielo se llena de parvada de pegasos, cambian de lugar los montes, el gato salta a convertirse en tigre y el tigre se disuelve en la textura polvorienta de un simple ronroneo. Si Él lo desea, el mar da zarpazos a cualquier continente llevándose consigo todas las catedrales, las bibliotecas y los niños canguros que halle a su paso. Si Él lo quiere la fría exactitud de la física, la geometría y las matemáticas, al averiarse, generará una infinidad de absurdos como 2+2=perro, 5-5=cáncer de mama, 12x4=beso nocturno de la tía. ¿Absurdos? No. Nuevas leyes o formas de existencia creadas por la arbitrariedad del que lo puede todo, del que no se sujeta a norma alguna, del dictador demente

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creador de la tierra, el cielo y todas las justicias, injusticias, premios, castigos, sonrisas y muecas de dolor que nacen al compás del timbal delirante de su arbitrio.

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CUARTO CÍRCULO

El Diluvio

Ni el delirio de grandeza del aguacero, ni el tornado y su círculo vicioso itinerante, ni el ciclón y la vorágine que enloquecen la atmósfera y hacen de la amenaza el más veraz de los profetas, se comparan con el Diluvio, con el agua de nunca acabar, con el naufragio de los puntos cardinales, con los manotazos de las montañas antes de sumergirse, con toda el agua desatada que, gozando del santo y seña para ir al don de ubicuidad, no surge de las nubes o de leyes físicas trabajando a todo vapor, sino de las manos de Jehová. Todo comienza cuando una brisa se sale de las normas y, subiendo el volumen de su cólera, hace que una palmera,

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con todo y su campanario de cocos, caiga de bruces y muerda el polvo de su derrota. Después, consciente de su fuerza, se sube al más alto de los montes y ahí se golpea el pecho cual orangután que toca a doble puño los tambores de la dignidad o, como lo diría la ingenuidad poeticista, se pone a jugar al burro con los montañas que descubre al paso, hasta que pisa el acelerador de sus tobillos y se convierte en un huracán de pura sangre. En un cielo que gruñe sin cesar, estalla de pronto un trueno que ensordece a los ángeles, hace cohabitar la beatitud de la música de los astros con la sensualidad de la estridencia y deja a su paso una lluvia torrencial de vocales. Un corto circuito se alarga hasta convertirse en tempestad eléctrica. Los relámpagos fraguan, a mitad de la noche, días tan efímeros

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como un parpadeo, como una corazonada en las neuronas, como el ósculo al que rozan los novios más tímidos del planeta. Los rayos, arrojados por una flota de nubes bombarderas, dan en los blancos de una choza, de una niña que acaba de descubrir (hace 10 minutos) el perfume de las flores, de un simio que busca en su entorno las palabras requeridas para pedir piedad, de un hombre con el cabello en llamas que busca una pila de agua bendita -tomada del diluvio- para apagar su incendio. Es difícil aceptarlo, pero Jehová no pudo evitar la torpeza manual en el primer intento de creación de hombres, mujeres, infusorios del tamaño de la nada y gigantes, como los hijos de Anac, que agarraban al vuelo nube tras nube.

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Del mismo modo que todo verdadero poeta es, debe ser, ha de ser la fe de erratas de lo que acaba de pergeñar, y, tras de asumirlo, devenir quien esculpe, aconsejado por su goma de borrar, la escultura de la nueva cría, el Creador, descontento de su primera muchedumbre de adefesios -arrepentido incluso del muestrario de monstruos engendrados por su descuidada fantasía- puso, respectivamente, el borrón y la cuenta nueva en sus dos manos. Quizás la nueva producción, sin todo lo que arrastraba: el hedor de almas torcidas, las concesiones a la imperfección, la moral agusanada o la mala levadura del pan inaccesible, impida el paso

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a la epidemia de defectos. Quizás la reconstrucción de todo sea la única salida cuando los pilotos del castillo estén pudriéndose y las ratas de la nave han terminado por devorar el timón del barco. Jehová estaba furioso con su creación primera. Se le había ido de las manos y los demonios (habría que preguntarse quiénes) se inmiscuyeron en la obra y destornillaron las excelencias del propósito. Y es que “se corrompió la tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia”. Hay que decir, ay, que no sólo multitud de ángeles y demonios estuvieron mal hechos: jorobados, con los labios leporinos indispensables para decir mentiras, con las alas raídas hasta la impudicia,

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sino que la mayoría de los hombres y mujeres dejaron mucho, si no es que todo, que desear. En El libro leemos: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal”. Estas criaturas tenían brazos, manos y dedos cortos, pero uñas que crecían y crecían hasta rasguñar las goteras del latrocinio. En los primeros ensayos de formar al hombre, las criaturas no habían logrado aún darle al órgano de su pecho forma de corazón. Éste parecía más bien un mazo, un avispero, un tarro de miel envenenada, una quijada de burro, un puño en pie de guerra

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sintonizado en la venganza. Es cierto que, bajo la influencia de los árboles frutales, la víscera intentó cambiar de forma, suavizar sus contornos y destilar sílabas en almíbar. Pero el mal, su obra maestra, ganaba a las vencidas al más hercúleo de los vendavales amorosos. Por eso, el autor del Génesis asienta que: “Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón”. ¿Cómo está eso de que Dios puede arrepentirse? ¿Acaso padece el canceroso mal de la imprevisión? ¿Su lengua, como húmedo borrador, es capaz de desdecirse? ¿El carromato divino está dotado de reversa? No lo sé. En mi mente no caben, ni en versiones hechas expresamente para débiles mentales, la omnipotencia, el arcano,

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el infinito de Dios Padre. No lo sé. Pero la Biblia añade: “Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos hecho” Y fue entonces el momento de la segunda Creación. De usar el jabón en cantidades industriales. De desinfectar hasta la piedra más humilde. De hacer que el edén cambiara de forma, tomara el aspecto de Arca y se deslizara por las torrenciales aguas de lo inédito. Los manotazos de agua fueron también contra los animales de toda especie. No sé qué pecados habían cometido, en qué encrucijada del tiempo se habían desviado o qué nuevo proyecto del Creador los había transmutado en basura, materia viviente desechable. No todos fueron víctimas del Diluvio.

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Los peces vieron en él su paraíso. Saltaron de los ríos, lagunas, lagos, fuera de su límites. Ya no estaba la muerte allá en lo seco con su guadaña de oxígeno blandiendo el filo de sus malas intenciones. Ya no. Se subieron a los árboles y jugaron a ser hojas, flores, frutos. Jugaron a las escondidillas en los templos. Entraron a las casas y se burlaron de las peceras. Ascendieron al cielo e hicieron burbujas a las orillas de los astros. Cuando fue ya un hecho la ecuación de igualdad entre agua y espacio, empezaron a metamorfosearse, a cambiar de perspectiva y mudar de nombre. Un pez, que atisbaba la formación de los círculos concéntricos, se convirtió en pez globo para decir al mundo que había sido espectador de un plenilunio. Varios peces se volvieron voladores

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después de acurrucarse en los nidos abandonados de un ramaje. Uno tropezó con un yunque y un tanto atolondrado se puso a ser, herrero armonioso, un pez martillo. Otro, tarareando una marcha militar de su invención, devino pez espada y se vivía tasajeando cabezas en medio de los corales. Antes de venirse abajo toda el agua habida y por haber como señal de castigo, muerte y resurrección, “Noé halló gracia ante los ojos del Señor”, dicen las Escrituras. Quién sabe qué encontró en él, o puso en él o creyó ver en él. Pero fue de su agrado. Tal vez su corazón había tomado finalmente forma de corazón. Y sus manos habían rumiado y rumiado su deberes hasta dar con la obediencia. Tal vez Eloim tuvo preferencias por él

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-hasta hacerlo el segundo Adán y pasarle la antorcha de la humanidad agonizante- porque todo padre tiene debilidad por alguno de sus hijos, aunque se encarame a las mayúsculas de lo absoluto. Y no sólo por Noé, la primera persona del designio, sino por su entera familia. Después de que Jehová dijo a éste: “He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia”… le ordenó construir un Arca de tres pisos, con aposentos y calafateada con brea por fuera y por dentro. Y mandó que se aposentaran en ella él, el elegido, su mujer, sus hijos y las esposas de sus hijos. Si el primer intento creativo sorprende por su fracaso -con Lilith dejando tras ella la inútil pretensión de unas hojas de parra de velar la falocracia o Eva haciendo pudorosos incestos

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con sus hijos-, el rescate del mundo ahora debería realizarse modificando el trazo. En medio de las aguas turbulentas y voraces, fue necesario, para retomar el paso por los imprevisibles vericuetos de la historia, que lo salvado en el Arca de Noé fuera la familia. La familia. El grupo familiar fue protegido, y las parejas que la constituían salvaron a los sexos bipolares que no se andaban por las ramas de imaginarios árboles genealógicos sino que los sembraban, los regaban y les daban como meta de crecimiento los andurriales de las nubes. Y Noé, con el que pactó Jehová, hizo subir a la embarcación elefantes y elefantas, leones y leonas, caballos y yeguas,

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hipopótamos e hipopótamas, y un etcétera de especies animales -con inclusión de criaturas invisibles que, escudadas en su velo impenetrable, ponen en el rostro ojos de vidrio. Las pobres bestias (apretadas inmisericordemente, sin jaulas, sin espacio, sin pronombres personales en la frente, con la identidad puesta en entredicho por días y más días) cupieron, al parecer, en ese pequeño zoológico marítimo, aunque no, por más que nos esforcemos. en la imaginación, porque aquí, confesémoslo, no se pueden superar las dificultades de lo imposible. La lluvia duró 40 días y 40 noches: “Fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron abiertas”.

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Los templos, las casas, los árboles, las montañas, todo lo que gozaba de un lugar en el espacio y el tiempo, desapareció engullido por las espumosas mandíbulas del agua. La barcaza proseguía en medio de un oleaje furibundo que lanzaba salvajes alaridos de saliva conjurando a la muerte. Mas el Arca se agarraba a dos manos a su instinto de supervivencia y girando y girando sobre sí lograba anclarse a orillas -¡sólo a orillas!- del peligro. Después de varios días de respirar “las cataratas del cielo”, todo, sin el seco portento de una sola excepción, todo, digo, acabó por ahogarse, bajo un efímero epitafio de burbujas.

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Alrededor del Arca cualquier forma de vida (al comprobar que, para vivir o sobrevivir, había que ponerse a respirar) fue sucumbiendo hasta hacer del planeta un camposanto de cadáveres flotantes. Con sus manazas de agua fue Dios en realidad quien asfixió a todo ser viviente. Mas se dijo: ya basta. No dejemos que la exageración se salga con la suya y coloque grilletes en los pies de mi arbitrio. Y abruptamente, sin miramientos, sin decir agua va, le arrebató a la muerte su guadaña y con un golpe seco, le cercenó las manos. Después hizo pasar sobre la tierra una caricia de aire, una brisa, las aguas se fueron agostando

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y el Arca ancló en el monte Ararat. Al término del diluvio, cuando Javeh arrojó desde el globo en que viajaba el lastre de toda su iracundia, y logró elevarse y amoldarse a la perfecta curva de su cielo, para conmemorar la ocasión tomó con una mano un pincel y con la otra la paleta del espectro, y, de una sola pincelada, trazó, acompasadamente y de un horizonte al otro, la mitad multicolor del infinito. Desde el Arca, varias aves, oyendo las lejanas voces de la libertad, tendían el vuelo, pero después de algunas horas tornaban al único punto seco de la tierra ganadas por la fatiga y con los ojos inundados por la visión desoladora. Un cuervo hizo un viaje redondo y volvió diciendo, a cuerpo entero,

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que la noche se resistía a desaparecer. Una paloma, al volver, lo contradijo: el alba ya había sacado a codazos a la oscuridad, aunque el agua no daba los brazos de sus olas a torcer. Todo era nuevo, en torno al Arca, inédito, original, nunca visto. Los árboles estrenaban pájaros. Un polluelo picoteaba su cascarón y estrenaba un mundo. Un borriquillo tataraviejo de Platero, estrenaba pulmones y preguntaba dónde se hallaban los naranjos en flor. Las aves, cuervos y palomas, volando desde el Arca, trazaban un irregular movimiento translaticio alrededor de un punto. Después de algunas horas, tornaban al único lugar seco de la tierra y cargando en sus alas toneladas de cansancio.

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Un día, una paloma volvió trayendo en su pico un verdadero indicio de vida. Dícese que era una hoja de oliva, quizá lo fuera, pero a mí me parece que era más bien de yerbabuena que, desde entonces, la tenemos por tal y es una bienquista yerba perfumada por su nombre. Otra paloma ya no volvió. Se convirtió en un punto que fue devorado poco a poco por lo invisible. La tierra había recuperado sus fronteras con el aire. ¿El mundo nacido del Diluvio, del borrón y cuenta nueva realizado por las líquidas manos del Señor superó al primigenio? ¿La nueva construcción fue digna de la Perfección, que un día se arremangó los brazos y puso manos a la obra? ¿Se corrigieron los errores? ¿La ineptitud fue llevada al paredón y sus ademanes supervivientes recibieron

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el tiro de gracia? ¿Se arrojaron los desperfectos por alguna roca Tarpeya? ¿El mal estaba en el diseño, en los materiales escogidos o en la torpeza del acabado? ¿Se aprendió del error como el que deviene alumno del frentazo que se da en una de sus convicciones? ¿Noé era mejor que Adán? ¿El Arca superaba al paraíso? ¿Los gigantes, que pastoreaban nubes, merecían ser ahogados? El mundo tal como lo conocemos, lo vivimos y nos vive, brota del Padre Noé y no del viejo Adán que sólo fue el inicio de una humanidad con los pasos en falso… contados. Las guerras mundiales, el odio nuestro de todos los días, la inquisición, los genocidios, los holocaustos, la bomba realizada con la desintegración del átomo de la fraternidad,

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forman parte de su vida, historial más negro que el diluvio de ruinas que podría suceder al primero, si es que el caos se decide a reanimar sus puños. Y todo esto ¿habla de un mejoramiento? ¿Los caballos están cambiando sus pezuñas por alas? ¿El amargor de siempre está a una abeja de convertirse en miel? Lo primero que le ocurre a Noé una vez salido del Arca, dice lo contrario: empezó, como Caín, a trabajar la tierra, a introducir briznas de tiempo bajo su superficie, y la gleba, húmeda todavía, se puso a insinuar capullos, a decir flores y a gritar frutos. Y nuestro antecesor, al comprobar la fecunda disposición

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de la tierra, su generosidad sin anteojeras, formó un viñedo, tomó la semilla, la acercó a sus labios, no sé qué le aconsejó, y la enterró en el limo. Más tarde, llevó de la mano a la vid para que fuese atravesando las fases requeridas para llenar sus ramas del dulzor en miniatura de las perlas que arrancó del árbol, las correteó a sus bandejas, y , ya maduras y en su punto, las puso a fermentarse y a consumar el milagro que le hizo posible empinar el codo. El vino en las entrañas de Noé se puso a aletear -como un pequeño ángel desnutrido de cielo- hasta subírsele. Y al hacerlo se diría un pájaro florido que, nacido de la flora y la fauna

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del estómago, ahora se alimenta de migajas de cerebro. Surge entonces la euforia que trae un repertorio de canciones bajo el brazo y al reconocerlas Noé, sus pies se ponen a danzar dentro de las sandalias. Se desinhibe y, tras de desabotonar el ropaje habitual del recato, se pasea desnudo adentro de su choza, a lo largo y a lo ancho de su desvergüenza. No permite que un solo hilo de lana pugne por encubrirlo. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué lleva a cabo esta inesperada acción que deja perplejos a sus hijos y al futuro? Por lo visto, quiere tener los testículos al aire, poner, por un momento, la historia por venir a la intemperie. Por lo visto. Tal vez soñó en abrir el calabozo de tela a la criatura de su cuerpo

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enamorada de la tabla de multiplicar y tener un deshonesto connubio con el aire. ¿Dónde se hallaba su consorte? ¿Dónde estaba esta mujer de la que nada sabemos de sus mareos por sus embarazos y por los vaivenes del Arca salvadora, ni si tenía un regazo en el que cupiera la cabeza de Noé? ¿Noé era un exhibicionista? ¿Y lo era con sus hijos? ¿Era una prefiguración de Onán que, desflorando puntos del espacio, usaba como leña la madera de las cunas?¨ ¿Quería sacar del closet un instinto velludo y vergonzoso que hablaba en otro idioma? Los hijos -Sem, Cam Jafet- reaccionaron de diferente manera ante los desfiguros enigmáticos de su progenitor. El menor –Cam- le echó una mirada, contempló de reojo la infracción de las leyes morales,

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se regocijó con el escándalo, puso dentro de una pompa de saliva la más hiriente de sus burlas e hizo que el aire la deshiciera sobre la cabeza de sus hermanos. Sem y Jafet no permitieron que ni el menor esbozo de sonrisa les ensuciara la boca. Bajaron los ojos y no supieron qué hacer por un momento con la impresión que les dejó la actitud de su padre que sin pudor mostraba sus vergüenzas y la reacción incalificable de su hermano. Bajaron los ojos, divisaron sus manos y advirtieron en ellas, en esbozo, los primeros ademanes de su obligación. Corrieron a la busca no sólo de una túnica sino de la íntima prenda del recato, y entre ambos, sin verlo, cubrieron a su padre. y dejaron sin palabras

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al escándalo. ¿Por qué el nuevo hombre del nuevo mundo lo primero que manifestó, al desembarazarse de la tiranía de las aguas, era un ambiguo comportamiento sexual? ¿O no fue así? Su proceder, en el fondo natural como si fuese el embrión de un campo nudista, ¿no desenmascaró conductas impropias de los hijos (las de Cam, maliciosas y lascivas, las de Sem y Jafet, pudorosas y avergonzadas) que no debían haber surgido en un mundo pintado con la brocha de lo nuevo? Detrás de Noé y sus acciones “desvergonzadas” ¿no se hallaba algún demonio tentador, de esos que se secretean con las perversiones y les pasan el micrófono? Detrás de las burlas de Cam -a cuyos hijos maldijo Noé-

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¿no estaba algún ángel o demonio chocarreros que veían al cuerpo desnudo y la carne sincerada como la más gozosa forma de enfilar los diez dedos de los pies hacia el infierno? Detrás de los otros hermanos ¿no se hallaba uno de esos rígidos ángeles que tratan de ahogar la libertad con humaredas de incienso, o de poner a la pasión libidinosa en el banquillo de los acusados y hacer una sentencia cuyos puntos suspensivos inexorablemente conducen a la horca? Pero detrás de los ángeles o demonios que se supone están detrás de los humanos, ¿no se hallará la mano de Dios? Los angeblos y los demonángeles ¿no serán los hilos de apretado incienso con los que el Señor maneja sus marionetas de carne y hueso?

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Se dice que el Creador dotó a los hombres y mujeres -que moldearan sus manos en la manuable arcilla de la nada- no sólo de pulmones, pies con cinco dedos cada uno, pestañas, y un sexo que se encuentra en diversa clave musical, sino de libre albedrío o sea de un recinto en cuya puerta se lee: “se prohibe la entrada a lo causal” y más abajo: “Naturaleza: no hay lugar para ti en este rincón donde se halla en embrión la Trascendencia”. Se dice y se supone que el libre arbitrio le cercena las manos intrusivas a la Divinidad ¿pero en dónde queda entonces su omnipotencia, el cambiar de sitio las montañas a un tronido de dedos, el que la muerte sea la regla que se devora,

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como Saturno a sus hijos, todas las excepciones, o el que, porque le da la gana, existan “intermitencias de la muerte”? ¿En dónde queda entonces la potencia absoluta? El formar parte de un todo donde, en el movimiento de las galaxias o de los átomos, el Señor funja como agente de tránsito? Valido de esta omnipotencia, ¿el Creador mejoró la primera versión del mundo con la segunda? ¿Adán fue hecho menos a su imagen y semejanza que Noé? O ¿repitió errores, como cualquier criatura envenenada por la finitud? ¿O no será que ese Dios que construye y destruye sin ton ni son, que elige a algunos y repudia a otros, como un superhombre minusválido, y que tanto se parece a sus criaturas, ¿es en realidad una ficción, la quimera

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de la loca de la casa, una criatura que brota de la infelicidad, de un valle en que las lágrimas parecen evaporarse hasta obtener las nubes cerebrales de los fieles?

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QUINTO CÍRCULO

FINALE

VII Gregorius tomó nuevamente la palabra: “como he dicho, la guerra civil -dígola generalizada o cósmica- de unos ángeles contra otros que agrietó el paraíso a lo largo y lo ancho de su gleba algodonada e hizo que miles de criaturas divinas mordieran el cielo, no sucumbió con la derrota de las huestes luciferinas y la tempestad de rayos que documentó su exilio.

“Reapareció, recrudecida, aunque solapada,

en la Tierra,

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convertida ahora en un nuevo campo de batalla entre los angeblos y los domóngeles. “Los ángeles rebeldes eran llamados -durante la guerra sucia que sacudió los entresijos del firmamento y también después de la victoria del Hacedor del mundo- diablos o demonios o diantres o pingos o demontres. Y al mismo Luzbel, corazón y cuna de la sublevación, que había tenido cuidado de no manchar su túnica y la punta de su lengua de la menor sombra o turbiedad, le decían el Maligno,

el Tentador y otras lindezas que corrompían el aire y sembraban cicuta en los oídos. Si para los humanos la Tierra era un valle de lágrimas (donde los hombres obtenían el pan con el sudor de la frente y brazos con músculos arremangados, y las mujeres parían con dolor sus simientes de futuro),

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para nosotros (a quienes, abismados para siempre en su fracaso, se nos juzgaba

cloacas del infinito, veneros de maldad

que contaminan la atmósfera) para nosotros, digo, era el infierno, el báratro de cinco continentes, corral de condena y castigo,

debiendo ser un Cielo emancipado de las miasmas infernales en que anduvo. La lucha sin cuartel

entre los dos géneros de ángeles, entre los bienquistos y oficiales y los mal llamados espíritus del mal

(entre los que se halla este mensajero de las verdades ocultas en los últimos cajones del misterio) reaparece, tiene lugar ahora, renace en el globo terráqueo. “Ambos partidos pugnan por ganarse a su causa

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a las mujeres y a los hombres que habitan en los diversos litorales del oxígeno. “Dios, a todo, actuaba con una aparente indiferencia, jugando solitarios, como un Narciso encaramado en su excelso

promontorio, y sin decir este Verbo es mío, ni comprometer sus manos con ningún ademán conciliatorio. Aunque, bajo el agua, desde luego bendita, o entre bambalinas, allá en su arbitrio, apoyaba a sus legiones con el juego de manos de su divina providencia. “La lucha contra el cielo y en comunidad con vosotros, los humanos, nos ha hecho comprender que no somos tan distintos de ustedes, que es falso que estemos sobre vosotros en el ingrávido arriba de nuestras alas, que somos seres de carne y tiempo y que, si en vanidoso alpinismo,

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nos hemos encaramado a la copa de los árboles o a las cúpulas de las iglesias para mandar nuestras voces de orden y mando desde la altura, de manos a boca hemos dado con la imperiosa necesidad de la autocrítica, de desnudarnos desde nuestras túnicas hasta las entrañas y mirar con fría mirada de intemperie inmiscuida en las pupilas la errancia de nuestros pasos en falso que, faltos de fe (hasta de fe de erratas), conducirán al callejón sin salida del frentazo.

VIII “La lucha de los ángeles -la guerra sin cuartel entre distintas tribus de la santidad- no terminó con la derrota de las huestes ‘satánicas’ que, hilando en sus dedos su obsesión, proseguían su empeño, animados por el lejano jardín sembrado de nomeolvides

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de su utopía. Reapareció, agudizada, adornando de manera diferente sus trincheras, en el globo terráqueo. Ya lo dije: nosotros, los ángeles rebeldes, éramos llamados, en la guerra sucia de los serafines, diablos y demonios. el mal, (que existe por obra y gracia del Demiurgo nuestro que estás en los cielos), se nos atribuyó, se dijo que era nuestra hechura, el delirio del pantano creativo que tenemos por cerebro. Y al mismo Luzbel (cabeza de la sublevación, divino rayo que inauguró la ley de gravedad en la galaxia) y que merece ser llamado, instituido, proclamado Nuestro Señor, se le designaba

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el Príncipe de las Tinieblas o el Maligno. “Si la tierra es para los humanos un valle de lágrimas orquestado por vientos gemebundos, donde la muerte lleva, guadaña en ristre, la voz cantante, y tiene su ubicuidad un tiempo que devora a sus instantes con el canibalismo de la puntualidad, para los ángeles coléricos y en pie de lucha (como yo mismo) era el infierno, su tierra de nadie, su condena y castigo, su laberinto inundado de mierda y maldiciones. La crucifixión del oxígeno. “La lucha entre los angeblos y los demonángeles, ahora transcurre en tierra, en el cuadrilátero que forman las lianas invisibles colgadas de los puntos cardinales, donde tienen lugar los conflictos cainitas, los torneos del Medioevo,

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las guerras mundiales y los oscuros enfrentamientos de los ángeles. Ambos partidos pugnan por ganarse a su causa a las mujeres y hombres, poniendo entre sus labios sacrosantos y los oídos de la gente los jeroglíficos de la seducción. Dios, dizque la causa sui o la natura naturans, en apariencia se halla recorriendo, como le es habitual, las galerías de su indiferencia, o haciendo, laborioso, la estatua de sí con los ojos mirando al infinito y los brazos cruzados… mas en verdad se halla velando por la buenaventura de sus mentidos ángeles que en espirales de incienso elevan mensajes y preguntas y reciben consejos y mandatos del autor invisible de sus santas y siniestras tropelías”. “Ángeles invisibles o visibles pululan por doquier. Mas hay algunos

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que, cual si fueran nubes, se dedican a la extraña faena de cambiar de forma. ‘Lo que miras –gritonean-,

esto que parecemos o en que andamos, está lejos de ser lo que en esencia somos en realidad’.

De pronto un rayo, heraldo del derrumbe torrencial que empapa vestimentas, carne y huesos, anuncia el cernimiento de la atmósfera en lágrimas (que muda la sequía de saladas en dulces), mientras brama del cielo compungido el vendaval que fabrica palomas mensajeras para los cuatro puntos cardinales. Los pájaros de fuego, las criaturas celestes, pastoreadas por su prisa, corren a refugiarse de la lluvia debajo de los árboles, los techos de caserones viejos y olvidados o en la pequeña iglesia de sus alas. “Hay ángeles terrestres que deambulan por veredas umbrosas, vericuetos minados por terribles maldiciones o izando su soberbia en la calzada real de su exhibición a ocho columnas.

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Otros hay que caminan a caballo, en autobús, tranvía, bicicleta o en su patín del diablo; mas no buscan, turistas en sus sueños translaticios, ir de París a Roma, o recorrer punto a punto los puntos de una línea que avanza mordisqueando lo futuro sin tener estaciones intermedias, sino partir del sitio en que pernoctan a la infelicidad del pobre mundo: al insomnio que sueña pesadillas a la herida que pide cicatrices o a la angustia enclaustrada en su mazmorra dándose cabezazos en los muros. Hay ángeles de mar que chapotean muy cerca de la playa. Son muy dados a nadar “de muertito” viendo al cielo, tendiéndoles la red de su mirada a peces voladores que se evaden del aquende salado hacia el allende (donde impera el veneno del oxígeno) con el salvoconducto de las alas. En la playa los ángeles, desnudos, toman baños de sol y algunos pocos, con la hoja de parra de sus trajes de baño, se pasean contemplando a los vacacionistas, ojo en ristre,

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buscando ardientemente a quién desea la custodia, el cuidado, la presencia de un ángel junto a sí de cabecera. Algo indudable: no hay planeta arriba el más mínimo rastro de querubes o potestades, ni hay un serafín sentado, solo y su alma, en el desierto como un oasis triste, abandonado por la grey de camellos emigrantes. No los hay bajo tierra, como topos que pugnan por salir a la intemperie de sus ojos, cruzando galerías de todos los matices de lo negro. Merodean tan sólo en los lugares donde están los humanos, dedicados a la tarea diaria, necesaria, de respirar, cantando, trabajando dándole rienda suelta a sus placeres o aspirando la droga del incienso. Los ángeles de Dios o los caídos lucen escandalosas semejanzas como si el mismo molde fuera empleado para calificar de mentirosas las plenas e infranqueables distinciones. Por eso es un peligro permanente no saber quién es quién cuando uno se halla

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con ángeles que a veces en los bosques deambulan en parejas como novios, andan, peripatéticos, en grupo o vuelan en parvadas que describen rumbos de geometría no euclidiana en la pizarra gris del firmamento. Pero no. No hay peligro de caer en confusiones, viéndolos actuar o escudriñando a fondo sus pupilas. Los ángeles de Dios o los angeblos odian el cuerpo humano y sus demandas, mientras los demonángeles admiran las criaturas que Dios sacó del limo: esa carne adherida a la belleza y en que emana el perfume del deseo. que sortea las trampas del pecado y penetra otra vez al paraíso por una de sus muchas puertas falsas.

SUEÑO DE GREGORIUS

Gregorius sintió una picazón de negrura en sus pupilas. Buscó la fresca sombra de un árbol. Sintió que la fatiga dominaba su cuerpo y, acurrucándose en la parte más mullida de su sien,

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durmió a pierna suelta. Se dijo en sueños: “Las mujeres y hombres ya no ven con recelo a los ángeles satanizados por la indecencia de los dueños del cielo.

¡Qué insolencia desdibujar nuestras faces con los antifaces

de la maledicencia! Afortunadamente, para asombro de nuestros enemigos, hoy vamos hombro con hombro con los mortales, leales amigos

de nuestros esfuerzos y tragedias, compañeros en la vía que va, sin estaciones intermedias, directamente a la utopía. Adelante. No daremos pasos en falso para llevar al cadalso al poder… No escucharemos el canto de sirena del tintinear rastrero con que nos envenena

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la infame vocecilla del dinero. Esclava de los aullidos que emiten, angustiosos. los bolsillos, la corrupción gambusina logra que la ambición, por los caminos tortuosos en que camina, haga su mina. Fraternos albañiles, forjaremos, con camaraderiles ademanes, la primicia de un régimen que ofrezca el manto y la corona a la justicia, régimen que crezca sin destrucción, sin odios, donde mujeres y hombres dejarán de ser los ángeles custodios tan sólo de sus nombres. Mas será insuficiente mutar este mundo decadente en galería de ruinas humeantes, sin antes anular la presencia del allende, que las neuronas, locas de creencia,

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y a la zaga de sus mentidos ímpetus, insuflan de existencia que se prende y apaga, que se apaga y se prende en estos litorales del aquende. ´Dios ha muerto’ predicó Zaratustra, arrinconado por la verdad. Mas si es cierto que para algunos se encuentra sepultado en quién sabe qué páramos del agro que absorben el milagro, para otros (inmensa mayoría) después de cada muerte, renace y siempre lo hace al tercer día… O, enterrado, invisible, letal, pulula en los adentros de la gente bajo el limo sepulcral del inconsciente. O quizás sea mejor cosechar el último suspiro del Señor en medio de una plaza citadina: allí puede operar la guillotina, la cimitarra, el sable, donde el verdugo, marginando el cabello, haga caer, de su cuello a la mitad.

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la cuchilla inexorable de la incredulidad”. El poeta se restregó en los ojos la sucesión de imágenes fantasmagóricas que los habían empañado. Hojeó con dedos mordisqueados por la inquietud su pasado inmediato. Y preguntó a toda voz -con la entraña arrodillada ante su boca-: “¿cómo es posible que un ángel o demonio, un ente nacido en los aledaños de la perfección, una migaja de la providencia, una criatura que salió de las manos de Dios (como el perfume de los naranjos brota de la pasión creadora de la rama) decida negar a su creador y arrojarlo a las cloacas malolientes de la nada? ¿Pero, viéndolo bien, Gregorius existe? ¿Hay en el afuera de mi entusiasmo tamaña criatura? ¿No será hijo de una imaginación que tiene en el deseo el salvoconducto para arribar a un espejismo? “Oigo aún en mis oídos, dice el poeta, las últimas palabras de Gregorius que, yendo hacia el vacío,

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le pisaban los pasos al silencio: “Tan sólo ganaremos nuestra guerra cuando, valor al hombro, conformemos un regimiento de ángeles ateos que destruyan el cielo con blasfemias. “El Poder, más aún, el Sacrosanto, es el gran enemigo: nuestra acción hallará en el fusil o el paredón la justicia que habrá de exterminarlo. “Pero también vosotros, los humanos, nos tendrán que barrer de sus creencias: mientras exista un ángel, aunque sea uno tan sólo, seguiréis ahogados en el agua bendita y el arrobo de la fe y sus sicóticos delirios, atados ciegamente a los prejuicios de provenir de Dios y no del polvo. “Nosotros, oh poeta, hemos llegado a la conclusión y, para qué ocultarlo, no sin dificultad (nuestro grito transformado en nudo silencioso en la garganta)

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de que si no nos manchamos las manos con la sangre de Dios, no podremos triunfar y liberarnos. “El parricidio es el primer mandamiento de este decálogo que cargamos en las manos extendidas. De las manos que, ay, usurpadas, son un par de fantasmas que instrumenta nuestra manquedad. “¿Parricidio?, preguntáis. Sí. Ahogar al Padre en el agua verdaderamente bendita de la duda. Además, lo que llamamos Dios o Padre nuestro. no puede serlo. Ya que siempre le faltará lo que querríamos, ustedes y nosotros, que tuviese: la capacidad cósmica de fumigar el mal donde quiera que alce cabeza y reparta manotazos. Mas esto es imposible: es como dejar el arriba sin abajo, la derecha sin izquierda,

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la vida sin el zarpazo de la nada. Dios en realidad es un aprendiz de brujo al que se le ha encomendado el cuidado de todo. Y los demiurgos no son en realidad sino una especie más de ángeles metidos a creadores, componedores de mundos, con la insensata pretensión de fungir como la fe de erratas del cosmos. “Bajo el mando de Lucifer, los demonángeles, entre los que, como habrás comprendido, me incluyo, decidimos exterminar al Demiurgo, el usurpador del cielo, y a su hueste de angeblos. Y ahora ya podemos llevarlo a cabo, ya podemos, porque hemos caído en cuenta que a Dios no se le puede matar a pedradas, cargas de caballería o cañonazos, sino a fuerza de enflaquecimientos de fe, desmayos de creencia.

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“Mas antes de realizar esta batalla, y cuando incendiábamos nuestros corazones con la tea del júbilo, tuvimos la sorpresa, que nos caló hasta los huesos, de que Luzbel, nuestro guía, el faro generoso que regalaba rumbos, el donador de brújulas mentales para ciegos, pretendía ser ahora Dios, sacar a codazos al Demiurgo para ponerse en su lugar, y ser el blanco, la caja fuerte, el santuario de todas las plegarias emanadas del mundo. “Y ay de nosotros, la inesperada actitud del Demonio, el actuar como un Demiurgo más o un angeblo cualquiera, nos llenó de perplejidad, nuestras blasfemias ya no supieron a qué lugar de lo alto dirigirse, nuestros puños se sintieron alcatraces derrotados y nuestras mesnadas

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se escindieron en los fanáticos, los obsesivos, los títeres sin cabeza, y los empecinados, los que forman un invernadero para cuidar sus muinas y reverdecer sus ímpetus. Los demonángeles revolucionarios qe están dispuestos a prescindir no sólo de Dios sino de Luzbel, e intuyen que la orfandad es el precio que ha de pagarse para acceder a la liberación, la mayoría de edad, las manos sin tutela, el dejar a las rodillas subyugadas hablando solas, quieren unirse a los humanos, a las mujeres y hombres de nuevo cuño, feligreses del cambio, que pugnan por hacer que la revolución se muera de vergüenza por ser tan sólo una palabra”. Pero los humanos en cólera izados, para desgracia de los demonángeles

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y del propio Gregorius, han arribado también a la conclusión de que sin el parricidio de todo padre celestial es imposible salir del laberinto. Al interior de sus almas, con paciencia y denuedo, están poniendo las primeras piedras de un enorme campo de exterminio donde el allende será concienzudamente aniquilado. Allí Dios y sus huestes y el Demonio y las suyas serán pasados por las armas de la incredulidad. Y las mujeres y los hombres serán por fin dueños de sus manos. “Ay, dice el poeta, creo que los ángeles y demonios, los puntos cardinales del arcano, el incienso de lo divino en las fosas nasales de la vulgaridad, el rebaño de templos empeñado en hacer un viaje redondo al infinito en inmóvil caravana, todo, ay, lo que se dice todo,

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tiene que ver con la aleación de sueño y fantasía, cuento de hadas y cerebro amasado por el tiempo hasta esculpir de nuevo la edad adolescente, Todo. En realidad: imperfección del hombre y una resignación entorpecida por la altísima fiebre del delirio de grandeza. “Nada de más allá –insiste el poeta. Nada del Todo que nos convierte en nada, polvo que jamás ha oído hablar del aliento de Dios, basura que cabe exactamente en el quebradizo cuerpo de lo insignificante. “¿Qué estamos viendo ahora? Ángeles que descreen de Dios padre y se ahogan en la pila bautismal de su suicidio. La morgue atestada de cadáveres angélicos que negaron a Dios y sólo aparecieron fugazmente en una prestidigitación de la nada. Hemos formado un verdadero holocausto

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de ángeles en el pecho. Si decimos: ‘los ángeles no existen’, ni los hay custodiando las lágrimas del niño abrazado al cadáver de su madre, ni, convertidos en ungüento, se untan en el dolor insoportable de la víctima de una tarascada del destino. Si decimos: ‘Dios no existe’, se viene abajo el cielo con todos los personajes que pueblan su gloriosa fantasía. Y entonces ángeles y demonios ni siquiera tienen un simulacro de cuerpo en el cual protegerse de la destrucción general de lo sagrado”. Al súbito oscurecimiento del ambiente, reforzado por el aullido negro

de los lobos, se fue alejando paso a paso hacia los litorales de su desaparición la silueta alta, delgada

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y macilenta de un individuo que, si no irradiara luz por todos los poros de su cuerpo, se diría que se trataba de un ser humano.

México, D.F. a 26 de octubre de 2012

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INDICE

Primer círculo: La sublevación Segundo círculo: Lilith Tercer círculo: Caín y Abel Cuarto círculo: El diluvio Quinto círculo: Finale