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El pontificado de los siglos XIX y XX Por Luis Suárez I. LA RESTAURACIÓN DEL PONTIFICADO POR PÍO VII II. PRIMEROS CHOQUES CON EL LIBERALISMO III. EL LARGO Y DECISIVO PONTIFICADO DE PÍO IX IV. EL TIEMPO DE LA «RERUM NOVARUM» V. LA BATALLA CONTRA EL MODERNISMO VI. REFLEXIONES SOBRE EL PONTIFICADO DE PÍO XI VII. PÍO XII «PASTOR ANGELICUS» VIII. EL TIEMPO LARGO DE MONTINI EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX Y XX (1) Luis Suárez Fernández * I. LA RESTAURACIÓN DEL PONTIFICADO POR PIO VII 1. Cuando, el 29 de agosto de 1799, falleció en Valence Giovanni Angelo Braschi, prisionero de los franceses que no respetaron ni su ancianidad ni su dolencia, los periódicos obedientes a Napoleón dieron la noticia con cierta sorna diciendo que había muerto «Pío VI y último». El propio Bonaparte creyó que se cerraba un último capítulo de la Historia porque la Iglesia católica iba a desaparecer, compartiendo la suerte del Antiguo Régimen. No tardaría en descubrir su doble error; no es posible prescindir de las reliquias de la vieja Monarquía ni del patrimonio de la Iglesia que, según sus propias palabras, guarda en su seno los misterios del orden social. El 13 de noviembre anterior el Papa había firmado una bula Quum nos disponiendo que, en el momento de su muerte los cardenales procedieran a reunirse en conclave en cualquier ciudad que ofreciese garantías suficientes para los católicos. De este modo se inició un tiempo nuevo en la Historia de la Iglesia dentro del cual aún vivimos. Roma y los Estados Pontificios se hallaban bajo la ocupación militar francesa que trataba de poner en marcha una República semejante a la que se había constituido bajo el régimen del Consulado. El 3 de octubre de aquel año, el cardenal decano que era Giovanni Francesco Albani (†1805) firmó la convocatoria señalando Venecia, parte entonces del Imperio austro-

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El pontificado de los siglos XIX y XX

Por Luis Suárez

I. LA RESTAURACIÓN DEL PONTIFICADO POR PÍO VII

II. PRIMEROS CHOQUES CON EL LIBERALISMO

III. EL LARGO Y DECISIVO PONTIFICADO DE PÍO IX

IV. EL TIEMPO DE LA «RERUM NOVARUM»

V. LA BATALLA CONTRA EL MODERNISMO

VI. REFLEXIONES SOBRE EL PONTIFICADO DE PÍO XI

VII. PÍO XII «PASTOR ANGELICUS»

VIII. EL TIEMPO LARGO DE MONTINI

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX Y XX (1) Luis Suárez Fernández *

I. LA RESTAURACIÓN DEL PONTIFICADO POR PIO VII

1. Cuando, el 29 de agosto de 1799, falleció en Valence Giovanni Angelo Braschi, prisionero de los franceses que no respetaron ni su ancianidad ni su dolencia, los periódicos obedientes a Napoleón dieron la noticia con cierta sorna diciendo que había muerto «Pío VI y último». El propio Bonaparte creyó que se cerraba un último capítulo de la Historia porque la Iglesia católica iba a desaparecer, compartiendo la suerte del Antiguo Régimen. No tardaría en descubrir su doble error; no es posible prescindir de las reliquias de la vieja Monarquía ni del patrimonio de la Iglesia que, según sus propias palabras, guarda en su seno los misterios del orden social. El 13 de noviembre anterior el Papa había firmado una bula Quum nos disponiendo que, en el momento de su muerte los cardenales procedieran a reunirse en conclave en cualquier ciudad que ofreciese garantías suficientes para los católicos.

De este modo se inició un tiempo nuevo en la Historia de la Iglesia dentro del cual aún vivimos. Roma y los Estados Pontificios se hallaban bajo la ocupación militar francesa que trataba de poner en marcha una República semejante a la que se había constituido bajo el régimen del Consulado. El 3 de octubre de aquel año, el cardenal decano que era Giovanni Francesco Albani (†1805) firmó la convocatoria señalando Venecia, parte entonces del Imperio austro-

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húngaro, como lugar de reunión. Allí comenzaron las sesiones el 8 de diciembre que es una fiesta señalada por la Iglesia. Las fuertes persecuciones, la división del clero francés y los enfrentamientos entre las potencias europeas hicieron que no se produjera un consenso inicial: ¿hacia dónde debía dirigir sus pasos la Iglesia católica? ¿Hasta qué punto podía o no culparse a la alianza entre el altar y el trono de las desdichas sobrevenidas?

Por eso el conclave resultó muy duradero y hasta el 14 de marzo de 1800 no se pudo alcanzar la mayoría de dos tercios gracias al secretario, Ercole Consalvi, que propuso el nombre de Barnaba Chiaramonti, que era a la vez miembro de la alta nobleza y monje benedictino, habiendo merecido la confianza de Pío VI por la serena energía que había sabido mostrar en relación con los revolucionarios franceses. En la bula con que inició su Pontificado, Diu satis, explicó las razones de que hubiera escogido también el nombre de Pío: se trataba de continuar la valiente tarea de éste demostrando a los libelistas que la Iglesia no había interrumpido su existencia. El Pontificado se preparaba, en paralelo con el autoritarismo desarrollado por Bonaparte, a asumir la autoridad espiritual sobre los fieles.

Naturalmente las circunstancias en que había tenido lugar la elección, dieron origen a algunos malentendidos. El 8 de noviembre de 1799 el golpe de Estado llamado de Brumario había dado a Bonaparte la presidencia de un gobierno que tendería a hacerse cada vez más personal. La guerra seguía en Italia, girando ahora abiertamente en favor del pequeño corso. Una guerra que podía considerarse también como enfrentamiento entre la religión y el laicismo. De aquí que, con toda lógica, el emperador Francisco II, que aún se consideraba como descendiente de los titulares del Sacro Romano Imperio, propusiesen al Papa fijar una residencia estable en alguna ciudad de sus dominios con salvaguardia de las previsibles amenazas francesas. Pío VII rechazó con mucha claridad su oferta. El Papa debía ser ante todo y sobre todo cabeza de los católicos donde quiera que estuviesen y esto sólo podía lograrlo en Roma, sobre la tumba de Pedro. En consecuencia, el 3 de julio de 1800 volvió a alojarse en el Vaticano mientras Bonaparte hacía sonar los ecos de sus victorias en Lombardía.

Pío VII pertenecía a una de las familias aristocráticas de los Estados pontificios, los Chiaramonte Chini y había nacido en Cesena cerca de Ravenna en 1742. Su primera educación, profundamente religiosa, era la que correspondía a quien iba a instalarse en ese sector social, fiel en todo momento a la potestad que ejercían como príncipes temporales los Papas. Pero en 1756 decidió ingresar en el monasterio benedictino de Santa María del Monte no muy lejos de la casa en que naciera, y aquí la orientación cambió pues fue formado profundamente en teología a fin de que pudiera actuar como profesor en varios monasterios de la Orden. No debe olvidarse que también se esperaba de él una profesión religiosa a la que siempre se mantuvo fiel. Su alto linaje y sus méritos personales le impusieron otro cambio en su vida. Contaba cuarenta años cuando Pío VI decidió otorgarle el obispado de Imola al tiempo que el capelo de cardenal. En el momento en que se inicia la Revolución francesa que conduce en pocos años a la guerra entre Austria y Francia en el norte de Italia,

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él simultanea sus dos principales obligaciones, como obispo en Imola y como miembro del Colegio en Roma.

Cuando Napoleón recibe el mando del Ejército de Italia y logra la fulgurante serie de victorias que conducen al tratado de Campoformio, el futuro Papa permanece en su puesto sin dejarse arrastrar a decisiones políticas. El es, simplemente, un seguidor de Jesucristo. Y así mientras el general trata de poner en pie una nueva estructura, la Republica cisalpina, que extiende sus dominios al Patrimonio de San Pedro, Chiaramonte prepara la famosa homilía de la fiesta de Navidad de 1797 que es como la respuesta acerada a la Revolución y a sus consignas. La forma de gobierno por el pueblo –viene a decir– no repugna a la Iglesia; pero exige, para ser correcta someterse a «todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo». Es uno de los primeros textos fundamentales en que se contiene una doctrina que la Iglesia irá desarrollando a lo largo de dos siglos. La democracia como señalaría Maritain, bebe de algunas fuentes del cristianismo, en especial de la fraternidad universal, pero se falsea cuando pretende someter los principios morales objetivos a la voluntad cambiante de los grupos políticos.

2. La primera Encíclica, hecha pública muy poco tiempo después de su elección, y a la que nos hemos referido, trataba de hacer una reconstrucción histórica. Los revolucionarios, y en especial los jacobinos, entre 1os que se contaba Napoleón antes de su sustitución por el Directorio, creían que una de las consecuencias inevitables de la caída del Antiguo Régimen iba a ser la desaparición de la Iglesia. Pasaba a preguntarse por qué no se había producido tal cosa, y daba una respuesta que pertenece a los orígenes mismos del cristianismo: la Casa de Pedro es cuerpo místico de Cristo y sobre ella reina el Espíritu Santo. Ciertamente de aquí venía también otra consecuencia. El Papa no es un soberano temporal, aunque requiera de esta condición como medio para afirmar su independencia, sino el pastor que debe estar dispuesto a dar su vida por las ovejas. Y hay muchas, también, que no son de su rebaño.

En cierto modo también su experiencia de Imola le llevaba a otra conclusión: no es importante el tamaño que deban tener los Estados Pontificios; sí, en cambio, la independencia que éstos procuran. Ahora, más que en ocasiones anteriores, había el peligro de que el Pontificado pasara a ser parte de uno de los grandes Imperios, especialmente el de Napoleón, que se estaban construyendo. En esto no era posible ceder, aunque otros muchos aspectos de las relaciones entre la Iglesia y el Estado pudieran negociarse. Mientras los cardenales trataban de llegar a una decisión en Venecia, Bonaparte y los suyos –Luciano tuvo más protagonismo que su hermano el general– habían conseguido dar un vuelco completo a la situación en Francia. La Revolución llegaba a su tercera fase como sucede en todas las semejantes y por medio de un plebiscito, es decir, aplauso de la opinión popular debidamente manejada, un hombre recibía el encargo de hacer balance definitivo de todos los logros y corrección de los errores, que no eran pocos.

Al nuevo Papa preocupaba especialmente una situación que podía contagiarse a otros países provocando una ruptura dentro de los propios esquemas

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eclesiásticos. La Constitución civil del clero, que seguía vigente después del Brumario, había convertido a los miembros de la jerarquía en funcionarios del Estado un modelo que podía ser copiado incluso por Monarquías que se declaraban católicas, provocando además una especie de cisma entre los «juramentados» y los rebeldes, a muchos de los cuales se había ejecutado.

Algunos sacerdotes exiliados trataban ahora de retornar a Francia aprovechando las leyes dictadas por el nuevo Régimen, pero eran muy fuertes las hostilidades entre los dos bandos. La prisión de Pío VI y las adhesiones que hacia su persona se produjeron revelaban también que el pueblo francés seguía siendo emocionalmente católico. De modo que si Napoleón, bautizado aunque apartado absolutamente del catolicismo, quería devolver a Francia su unidad superando los graves errores del último decenio, tenía que contar con la Iglesia.

Para Bonaparte la religión no es otra cosa que la garantía de la paz social: pone a los buenos la esperanza más allá de la muerte, y evita que puedan producirse guerras de este signo como en tiempos pasados. No debemos considerarle con todo como un ateo; se movía dentro de los límites de un deísmo que ve en las religiones obras humanas todas igualmente respetables, pero sometidas también al omnímodo poder del Estado. Inmediatamente después de la victoria de Marengo (14 de junio de 1800) y del retorno de Pío VII a Roma, amparado por tropas napolitanas, se iniciaron los contactos entre ambas potestades: el primer Cónsul aceptaba la tesis expuesta en la bula Diu satis de que nada podía convenir tanto a los gobernantes de las naciones como permitir que la Iglesia se desarrollara en libertad, guiándose por las leyes que el propio Dios había establecido y que eran, en sí mismas, un bien.

Ercole Consalvi, diácono encargado de la secretaría del conclave, aunque carente del derecho de voto, había demostrado su extraordinaria capacidad para el manejo de los asuntos políticos. Pío VII le otorgó el capelo y le encargó la Secretaría de Estado. De este modo se producía una especie de división en paralelo entre las funciones: el Papa se descargaba de aquellas que conllevaban el trato con los poderes temporales, volcándose, en cambio, en la dirección espiritual que empezaba a tener en cuenta también a los no católicos, dadas las circunstancias que se estaban viviendo. A partir de este Pontificado y, hasta nuestros días sin solución de continuidad, la tarea más importante del Vicario de Cristo consistiría en dar doctrina, respondiendo a los problemas que se iban suscitando y, sobre todo, enriqueciendo el patrimonio espiritual de la Iglesia, que no puede ser cambiado en lo sustancial pero necesita acomodarse a las formas de expresión que se están produciendo. Consalvi tendría que buscar fórmulas de coexistencia con el sistema napoleónico y con los esquemas posteriores de la restauración, suprimiendo muchas de las dificultades que nacieran en el antiguo Régimen con la alianza entre altar y trono.

El primer gran éxito de Consalvi fue la negociación y firma del concordato con Francia (15 de julio de 1801) tratando de dar respuesta a los problemas que surgieran tanto del galicanismo borbónico como de la Revolución. Era muy poco lo que la Iglesia podía reclamar. Pero bastaba el reconocimiento de su

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autoridad e independencia para que Talleyrand advirtiese que, con aquel paso, se estaba dando la victoria a los católicos. No hemos de olvidar que el poderoso ministro había sido obispo, juramentado y transferido luego al estado laico, todo lo cual dejaba en él resquicios de suma importancia. Este concordato estaría vigente hasta 1905 aunque hubo diversas alternativas en su cumplimiento. Por vez primera desaparecía en un documento de este tipo la confesionalidad del Estado, si bien la República reconocía que la mayoría de los franceses eran católicos y como tales miembros de una Iglesia que debía ser reconocida en la plenitud de sus derechos. El Papa aceptaba la enajenación de todos los bienes «nacionales» vendidos, recobrando por tanto sólo una pequeña parte de sus antiguas posesiones, relacionadas con el culto. A cambio de la confiscación, como se haría medio siglo más tarde en España, el Estado se obligaba a señalar emolumentos a todos los miembros del clero en funciones, fijándose la escala de remuneraciones como si se tratara de sueldos para funcionarios públicos.

Todos los obispos, tanto los legitimistas como los juramentados debían presentar su renuncia. En adelante Napoleón procedería a la presentación de candidatos que serían investidos por el Papado que parecía dejar a éste alguna clase de reservas acerca de la idoneidad de los designados. Se presentó una lista en la que Bonaparte incluyó a doce de los antiguos constitucionales lo qué parecía un abuso por su parte. Pío VII aplazó su respuesta durante cierto tiempo, hasta su viaje a París para la coronación del emperador, quedando entonces resuelta la cuestión. La necesidad tácita de manejar nombres que fuesen aceptables para ambas partes tuvo ya un efecto favorable para la Iglesia: los nuevos obispos abandonaron las inclinaciones al galicanismo iniciándose una corriente cada vez más fuerte en las filas del clero que afirmaba con gran rigor las vinculaciones con Roma. Esto es lo que sus enemigos calificaron de ultramontanismo, pues la ciudad eterna se halla al otro lado de los Alpes.

3. La firma del concordato debe ponerse también en relación con los tratados de Luneville (1801) y Amiens (1802). Se tuvo en consecuencia la sensación de que las guerras de la Revolución habían terminado, con resultado sin duda favorable a la República francesa que emergía, merced a sus conquistas, como la primera potencia de esa nueva Europa que estaba en trance de formación. Bonaparte no duda respecto a los dos signos que debían caracterizarla: sería francesa y laica, envolviendo en este término todos los postulados de la Revolución. No estaba llamado a sustituirla sino a completarla mediante una nueva forma de Estado unipersonal, no Monarquía sino Imperio, para que quedase bien claro que ningún compromiso previo estaba en condiciones de limitar la voluntad del omnipresente emperador.

Respondiendo a las críticas que Talleyrand y Fouché le formularan, acerca de las excesivas concesiones hechas a los católicos, el primer Cónsul decidió ejecutar sobre la marcha una maniobra de retorno al galicanismo: al publicar el concordato (Convención del año IX) agregó 77 artículos orgánicos como si siguiera vigente la ley de Luis XIV que un siglo antes provocara una verdadera ruptura ya que, con ellos y con la condición de funcionarios a sueldo que se

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otorgaba a todos los miembros del clero, la religión católica, lo mismo que las demás que en Francia se admitían, no pasaba de ser una dimensión más de la sociedad civil controlada por el Estado. Pío VII, aunque no dejó de expresar su protesta, no quiso que se rompiera el concordato; entre dos males era preciso escoger el menor. El retorno, en 1802, de todos los sacerdotes emigrados, que volvieron a asumir funciones pastorales, cambió las cosas y de un modo definitivo ya que su pensamiento quedaba lejos de los principios que informaban al nuevo Régimen, mientras que el antiguo había desaparecido; las vinculaciones del nuevo clero, que empezaba a formarse, se dirigían hacia Roma influyendo en este sentido sobre los simples fieles. El legado a latere Juan Bautista Caprara, con poderes delegados muy amplios, podía ahora entenderse directamente con los obispos.

La ambición de Bonaparte iba más lejos: las paces firmadas eran apenas una plataforma sobre la que debía edificarse el nuevo dominio francés, significado por varias repúblicas; siendo imposible retomar el término Monarquía pues eso equivalía a romper la Revolución, se buscó, por influencia romana, el término Imperio. El 4 de mayo de 1804 el Tribunado puso en marcha el decreto que con apoyo plebiscitario, convertía a Napoleón I en emperador con derecho de sucesión, aunque era de todo punto evidente que Josefina ya no podía darle hijos. Carlomagno había sido coronado por el Papa; en consecuencia se comunicó a Caprara el deseo de que Pío VII viajase a París para tomar parte en la gran ceremonia que se preparaba en Notre Dame, devuelta al culto católico. El Pontífice no quiso oponer una negativa; podía ser aquella la oportunidad para lograr más espacios libres a la Iglesia en Francia. Consalvi se encargó de comunicar a las otras potencias europeas las circunstancias en que habría de desarrollarse el viaje. Contra lo que algunos literatos o dramaturgos suelen decir, el Papa no iba a coronar y consagrar al emperador, que seguía siendo laico, sino a ser testigo de una ceremonia que recobraba al menos en parte el carácter religioso.

Pío VII salió de Roma el 2 de noviembre; como una medida cautelar dejaba a Consalvi una carta sellada con su abdicación, para el caso de que todo fuera una trampa. El viaje fue un éxito con el que muchos no contaban: gentes de muy diversa condición salieron al caminó para ponerse de rodillas y las autoridades, incluyendo antiguos jacobinos, acudieron a dar la bienvenida recordando que su país, Francia, estaba reconocido como hija primogénita de la Iglesia. Napoleón salió al encuentro del Papa en Fontainebleau y trató de convencerle de la importancia que para «Europa tenían sus decisiones». Chiaramonte echó mano a sus viejos recuerdos y le llamó en italiano, «Comediante». Sin duda, como Hitler, lo era tratando de acomodar sus gestos a la naturaleza de su interlocutor.

La ceremonia estaba señalada para el 2 de diciembre del año mencionado. En la tarde del día anterior el Papa fue informado de que Napoleón y Josefina habían contraído únicamente matrimonio civil; pudo forzar las cosas montando una ceremonia religiosa aquella misma noche, lo que más tarde obligaría al emperador a ejecutar una ruptura con la Iglesia al divorciarse de su mujer. El Papa presidió en la catedral la ceremonia bendiciendo las coronas que Napoleón ciñó por sí mismo y depositó luego en la cabeza de la esposa. Pío VII

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exigió que el juramento del emperador a la Constitución se pospusiera hasta que, concluida la ceremonia, él hubiera abandonado el templo. De este viaje deben destacarse tres aspectos. Primero, los seis obispos que aún seguían mostrándose constitucionales, volvieron a la obediencia del Pontífice. Segundo, fracasó éste en sus intentos de conseguir la anulación de los Artículos Orgánicos y la libertad para los religiosos. Tercero, pudo al menos conseguir, junto con la adhesión popular, que se abriera una puerta: aquellas Órdenes que se dedicaban a la educación y a la beneficencia, podían ser nuevamente admitidas. Tras una estancia de cuatro meses, el Papa se hallaba de regreso en Roma el 4 de abril de 1805.

4. 1805 es el año de Trafalgar y de Austerlitz, el mismo en que Inglaterra logra formar la tercera coalición. Obligado a abandonar sus proyectos de desembarco en Gran Bretaña y apremiado muy seriamente por la falta de recursos, Napoleón decidió forzar la mano sobre los nuevos territorios de Italia, los países Bajos y Alemania, asestando fuertes golpes a Austria y a Prusia, hasta obligarlas a solicitar una paz que era, sin duda una gran fuente de recursos y de reclutamiento de soldados para el ejército imperial. España, por ejemplo, olvidando su condición de supremo recurso borbónico, se había sometido a Bonaparte que, durante tres años imaginó una Europa formada por tres Imperios, francés, austriaco y ruso, con un molesto vecino al otro lado del Canal, al que resultaba imposible vencer en campo abierto.

Durante tres años pareció imposible que nadie pudiera hallar fuerzas suficientes para vencer a Napoleón. Su fama de invencible creció. Pero en el interior de su Imperio, en donde la proporción no francesa había crecido sin pausa, era necesario emprender una serie de reformas que se presentaban a sí mismas como creadoras de un nuevo orden, aunque la mayoría de ellas tuvieron corta vida y sobre las que predominaba el espíritu militar: La doctrina de la Iglesia tenía que acomodarse también a esta nueva e indestructible voluntad. Y así el emperador decidió publicar un Catecismo obligatorio para todas las Escuelas de Francia, en cuya redacción intervino personalmente, sometiendo de este modo los principios morales al pode del Estado. Por ejemplo, en el cuarto mandamiento se incluían la obediencia al poder, el pago de los impuestos y la obediencia al reclutamiento militar. Fue publicado en 1806. El 19 de febrero de este mismo año se decretó que en adelante el día 13 de agosto no se celebraría la fiesta de la Asunción de la Virgen sino la de San Napoleone, un santo hasta entonces desconocido. Ya no podía dudarse: el emperador no estaba dispuesto a someterse al concordato sino a emplearlo como instrumento para la ampliación de su propio poder.

Es un error creer que Francia haya podido alcanzar prosperidad bajo el Imperio; las finanzas de éste, sobrecargadas además por remuneraciones y recompensas, generaban una deuda que sólo podía conjugarse mediante el botín de nuevas conquistas. Había que dominar los amplios espacios alemanes y también a la Península Ibérica; el dominio de los mares por Inglaterra mermaba las posibilidades de un comercio exterior. De ahí nació la idea del que se llamó bloqueo continental (1806-1807) que no significaba otra cosa que un esfuerzo para cerrar Europa a las competencias británicas, asegurando de

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este modo a la industria interior y a sus productos agrícolas un mercado más amplio. Para que este proyecto tuviera éxito era imprescindible que todos los países aliados o en paz con el Imperio se sumasen a él. Entre estos aliados o amigos, Napoleón incluía los Estados pontificios.

En noviembre de 1806 Napoleón ordenó a sus tropas ocupar Ancona y otros territorios adyacentes exigiendo del Papa que expulsase a todos los súbditos de países en guerra con Francia y que prohibiese el comercio con los ingleses. Esto era tanto como declarar que el Patrimonio romano formaba parte del Imperio. También reclamó una sustitución de Consalvi en la Secretaría de Estado. Pío VII hubo de rechazar todas estas exigencias contrarias a la independencia de que debe gozar el Papa y al orden moral pues no es posible exigir una prohibición del comercio que es en sí mismo un bien. Tras unos meses de tensas negociaciones, en enero de 1808 las tropas francesas invadieron los Estados y el 2 de febrero entraron en Roma, reduciendo a Pío VII a una práctica prisión en su residencia del Quirinal. Alquier, embajador de Francia, se encargó de presentar sus exigencias: el Papa, en cuanto príncipe, debía incorporarse a la Confederación italiana de la que Napoleón I era rey. El Papa respondió con una absoluta negativa. Una cosa era que la Iglesia buscase vías de entendimiento y otra, muy distinta, conducía a la desaparición de su libertad. No iba a tomar las armas pero sabría morir como los mártires.

1808 es un momento de suma importancia. En mayo Napoleón suprimía el reino de los Borbones (Carlos y Fernando) en España, llevándolos prisioneros a Francia y sustituyéndolos por su hermano José. Este era gran Maestre de la Masonería y mostraba un gran empeño en imponer el laicismo, contando con una minoría escasa de españoles; de modo que la guerra que inmediatamente se inició iba a tener matices religiosos. Un decreto del 10 de junio desposeyó al Papa de sus funciones temporales declarando a Roma ciudad libre dentro del Imperio; a él respondió al día siguiente Pío VII fulminando la excomunión de cuantos participaran en la operación. Napoleón ordenó entonces apresar al Papa como hiciera ya con su antecesor y el general Radet tomó al asalto el Quirinal; no se permitió a Pío VII ni siquiera hacer el equipaje. El propio general se encargó de llevarle a Francia sin tener en cuenta la enfermedad que padecía y que estuvo a punto de costarle la vida. Cuarenta y dos días fueron necesarios para pasar de Roma a Savona. Nunca un Pontífice había tenido que sufrir tal cúmulo de vejaciones.

Significativo paralelismo. En Savona el Papa era un humilde prisionero que se negaba a recibir emolumentos públicos y, según sus propias palabras, había vuelto a vivir como un monje, en esa virtud de la pobreza en silencio. Napoleón había tomado las riendas, convocando a los cardenales y superiores de las órdenes religiosas y disponiendo obras en el palacio arzobispal de París que debía convertirse en residencia del Pontífice. Emperador y Papa, las dos cabezas, temporal y espiritual respectivamente, debían utilizar la misma capital. Estaba aplicando una fórmula semejante con los judíos: convocó en París al gran Sanedrín, ofreciendo una liberación completa a cambio precisamente de que dejasen de ser judíos para convertirse en todo en ciudadanos franceses. A fin de cuentas era lo mismo que se les ofreciera en otros tiempos, que se bautizasen a fin de lograr su libertad e integración plena en la sociedad.

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Durante casi cinco años la Cristiandad católica se vio prácticamente privada de las relaciones con su cabeza. Esto encajaba bien con el deísmo que preconizaban Bonaparte y sus consejeros: las religiones no son otra cosa que respuestas que los seres humanos improvisan para dar respuesta al problema real de las relaciones con la trascendencia; por consiguiente no deben escapar al dominio del Estado como sucede con las sociedades sabias o con las Universidades. Pío VII se negó a otorgar la investidura a los nuevos obispos de modo que muy pronto hubo diecisiete sedes que podían considerarse en régimen de vacantes. Napoleón convocó reuniones de prelados y superiores eclesiásticos y llegó a la conclusión de que debía convocar un gran Concilio nacional en 1811 a fin de que desde dentro, se hiciese la reforma de la Iglesia. Para esta fecha las cosas iban muy mal en España –ahora eran los ingleses quienes disponían de una base militar en Europa– y el bloqueo continental había dado tan malos resultados que el propio gobierno imperial se vio obligado a otorgar secretas licencias para aprovisionarse. El Concilio encabezó una actitud de protesta contra la política del emperador, que hubo de disolverlo encarcelando además a los que se habían distinguido en la oposición.

Habiendo conseguido el divorcio de Josefina para casarse con María Luisa de Austria, falseando todos los principios de la moral católica, Napoleón preparaba para la primavera de 1812 su golpe definitivo, la invasión de Rusia que debía incluir al zar en el gran sistema del que Austria y Prusia ya formaban parte. El 9 de junio de 1812, dos semanas antes de que su Gran Ejército compuesto en su mayoría por no franceses, cruzara la frontera del Niemen, se dio la orden de trasladar al Papa de Savona a Fontainebleau vestido de negro y viajando de noche para evitar los brotes de entusiasmo de la jornada anterior. Fue un viaje terrible: Pío VII yacía en una cama de hospital subida a un carro y en varias ocasiones se temió que fuera a fallecer. El 19 de junio se instaló en Fontainebleau, donde pudo recuperar la salud y las fuerzas. Las noticias, ahora, anunciaban un cambio de grandes proporciones: los franceses estaban siendo vencidos en España y la expedición hasta Moscú se cerró con un tremendo desastre. Ahora todos los reinos estaban dispuestos a unirse fuera del sistema, empleando vínculos religiosos, como proponía el zar Alejandro, y Francia, sin los recursos que le proporcionaran sus conquistas, pasaba a la defensiva con muy escasas perspectivas.

Entre los días 19 y 25 de enero de 1813 el emperador y el Papa negociaron en Fontainebleau. Se trataba de alcanzar un acuerdo que sobre la base del concordato, permitiera más libertades a la Iglesia y, por consiguiente, mayor solidez para el catolicismo recobrado que aún se hallaba en condiciones de debilidad. Se alcanzó una especie de preacuerdo que eliminaba los obstáculos que se opusieran a ciertos obispos y se sustituía el gobierno de los Estado pontificios por una renta anual de dos millones de francos. Para el Pontificado podía ser una ventaja el abandono de compromisos políticos, pero los consejeros de Pío VII le convencieron de que no podía confirmar este borrador ya que no había garantías de independencia y la voluntad del soberano parecía clara: conseguir que el Pontífice fuera un obispo más en territorio a él sujeto. A Napoleón ya no le quedaba tiempo. Vencido en Leipzig y en Vitoria este mismo año apenas si contaba con fuerzas para una defensa desesperada de su propio territorio. En el momento de firmar su abdicación autorizó el regreso de Pío VII

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a Roma en donde le encontramos el 24 de mayo de 1814. Recobrados los Estados pontificios, Chiaramonte permanecería aquí los nueve años que aún le quedaban de vida.

Como es bien sabido, Napoleón abandonó su retiro de Elba y durante cien días volvió a asumir el poder. Un tiempo breve que no podía influir sobre la vida de la Iglesia. Derrotado definitivamente en Waterloo (15 de junio de 1815) y repudiado por todas las Cortes europeas que durante años trenzaron en su torno una espesa leyenda de tiranía, el Papa tuvo la oportunidad de demostrar su altura moral: acogió en Roma a la madre del emperador, Leticia, entregándole para su residencia el palacio Venecia que da nombre a la plaza de nuestros días. Fesch, tío de Bonaparte, que había sido nombrado cardenal en el momento del concordato, siguió en su puesto, y los hermanos del emperador, Luciano y Luis, con el hijo de éste, que llegaría a ser Napoleón III, también encontraron acogida cordial en Roma. Cuando Pío VII supo que el desterrado de Santa Elena requería los servicios religiosos, le envió un sacerdote corso, el abate Vigco, que le atendió en sus últimos días hasta 1821, en que feneció.

5. En 1814 Consalvi había tenido que trabajar con detenimiento y habilidad, para conseguir que austriacos y napolitanos abandonaran los Estados pontificios por ellos ocupados tras la derrota de Francia. En apariencia se volvía a la situación quebrantada veinte años atrás y el Papa volvía a ser un soberano temporal de ciertas dimensiones. Esto significaba en cierto modo un compromiso pues los vencedores, bien dirigidos por Metternich, pensaban en imponer una restauración, la cual significaba un retorno a los viejos compromisos entre Iglesia y Estado, que en la práctica sometía la primera al poder del segundo. Entre los cardenales y el alto clero eran muchos los que entendían que esta era la buena solución: la experiencia revolucionaria demostraba que cuando se operaba una separación entre ambos poderes, la Iglesia experimentaba un proceso de debilitación y enfrentamientos. En Austria o en España, donde había regresado Fernando VII, no se formularon dudas ya que en ningún momento las autoridades que dirigieran la guerra contra Napoleón se consideraban otra cosa que continuadores del Antiguo Régimen.

Consalvi hubo de viajar a París para negociar precisamente con Talleyrand, que era ahora ministro de Asuntos Exteriores de Luis XVIII sin haber modificado su opinión. Las Constituciones republicanas fueron sustituidas por una Carta otorgada por el propio Rey, asegurando una forma de gobierno más abierta hacia la representación. El artículo VI declaraba que la Monarquía era confesionalmente católica. Pero quienes gobernaban en nombre del nuevo rey entendían esta condición como un sometimiento de la jerarquía semejante a la que Luis XIV y sus inmediatos sucesores ya impusieran. El primer ministro, duque de Richelieu, trató de conservar no sólo el concordato de 1801 sino los Artículos Orgánicos añadidos, a lo que tuvo que oponerse el Papa.

Una fuerte reacción, lógica en varios aspectos, se había producido: todos los males de la Revolución, incluyendo los muy numerosos muertos, eran la consecuencia de que se hubiese olvidado el «ser» de Francia, es decir, esa

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íntima relación entre la corona y la jerarquía, nombrada por el rey para servicio de la comunidad. Era imprescindible recuperar el espíritu francés que se identificaba con ese catolicismo: a esta tarea se entregaron intelectuales católicos de gran relieve entre los que es necesario destacar a José de Maistre, Francisco Chateaubriand, Luis de Bonald y Felicité de Lammenais, en la primera etapa de su agitada existencia.

Es importante tener en cuenta sus aportaciones, aunque dos generaciones más tarde serían abandonadas. A sí mismos se denominaban ultramontanos porque todas sus esperanzas estaban precisamente en Roma, más allá de la cadena de los Alpes. Es más correcto el término español tradicionalismo, que hace referencia a un patrimonio sobre el que se había edificado la respectiva nación católica, y que se entrega o transmite como un bien, un capital espiritual sobre el que es posible y necesario trabajar para seguir avanzando. La revolución había intentado una ruptura y por eso había finalmente fracasado, poniendo en pie un poder más despótico que cuantos la precedieran. No pensaban en ninguna forma de Estado que pudiera sustituir a la Monarquía, que formaba parte de ese mismo patrimonio, y esgrimían la experiencia de que cuando ésta se había suprimido el resultado era un laicismo radical que significaba una persecución, solapada o abierta, contra la Iglesia. Un ideario que Pío VII y sus colaboradores compartían excepto en un punto: al imponer el riguroso sistema de concordatos se daba a los monarcas católicos un poder sobre la Iglesia que coartaba su libertad y cerraba en cambio los amplios horizontes para una acción evangelizadora en aquellos países que no figuraban como católicos. Consalvi quería que el retorno al sistema de concordatos tuviese la forma de acuerdos entre Iglesia y Estado que garantizasen a aquélla, por parte de éste, las libertades y funciones que le corresponden. En tal caso no habría inconveniente en que acuerdos de este tipo se concluyesen también con Estados no católicos o simplemente abiertos como era el caso de Norteamérica.

Consalvi participó en el Congreso de Viena y obtuvo una fama merecida de extraordinario diplomático. Se negó rotundamente a entrar en la Santa Alianza que preconizaba Alejandro I y que podía significar un sometimiento del catolicismo al Imperio temporal como sucedía con la Iglesia ortodoxa rusa. Para él lo importante era que el Papa, entregado ahora a una intensa tarea de renovación y creación de dimensiones, volviera a recuperar la absoluta independencia que había perdido con los azares del siglo XVIII. Resultaba imprescindible, desde su propia mentalidad y la de los contemporáneos, la recuperación completa de los Estados pontificios ahora parcialmente ocupados por Austria y por Nápoles. Pudo contar con el apoyo de Francia y también de Inglaterra que rechazaba también la Santa Alianza. El tratado de Viena acordó en efecto la completa restauración de aquellos Estados. Para la Santa Sede era una esplendida ganancia pero también un compromiso serio ya que al despertar el nacionalismo italiano la existencia de tales Estados pasaba a convertirse en un problema. Una dura disyunción: ¿debía el Papa comportarse como un príncipe italiano o como cabeza de una comunidad religiosa universal? Por otra parte ¿era conveniente separar la Iglesia del Estado privándose de los recursos que asegura el poder? Eran preguntas a las que resultaba difícil dar adecuada respuesta.

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De momento Consalvi se negó a ese simple retorno al despotismo ilustrado que aseguraba la Santa Alianza, y logró, en cambio, recuperar los Estados Pontificios que recibieron una especie de Carta otorgada, el motu proprio de 6 de julio de 1816 que los dividieron en dieciséis delegaciones para asegurar una administración más cercana a los intereses y costumbres de cada comarca. Al mismo tiempo se suprimían los señoríos jurisdiccionales, los privilegios de la nobleza y el recurso a la tortura dentro del sistema judicial. Se trataba de este modo de proporcionar al Papa un vehículo de independencia evitando un retorno al Antiguo Régimen. Todo esto parecía imprescindible para alcanzar el nivel de expansión que Pío VII se había propuesto.

6. Dos aspectos fundamentales se hacen visibles en la actuación de Pío VII, especialmente desde que, en 1814, pudo reemprender la vida ordinaria de la Iglesia: el crecimiento y restauración de la vida religiosa, y la directa responsabilidad de la evangelización de regiones no cristianas. De nuevo fue restablecida en todas sus funciones la Compañía de Jesús a la que iba a atribuirse una tarea esencial en los sectores intelectuales y educativos, sin contar para nada con la opinión de los reyes recuperados. Para Pío VII Santo Tomás de Aquino debía utilizarse como una especie de base intelectual para el nuevo espíritu de la Iglesia; no se trataba de permanecer en el tomismo sino de emplearlo como patrimonio desde el que se debe construir por medio de la razón. Todas las demás órdenes religiosas fueron aprovechadas, tratando de volver al espíritu de sus fundadores.

Al mismo tiempo comenzaron a aparecer nuevas congregaciones o asociaciones que invocaban de alguna manera el significado de la Virgen María: en 1816 aparece la Sociedad de María (maristas de Juan Claudio Colin) y en 1817 los marianistas fundados por Chaminade. Se trataba de prestar ayuda a los pobres, desde luego, pero sobre todo de educar en la doctrina cristiana, ya que ésta es la mejor dimensión de la caridad. De estos años son también los Hijos e Hijas de la caridad (canosianos), las Hijas de la Cruz y los Oblatos de Santa María Inmaculada. Puede decirse, por consiguiente que en estos años vitales de 1816 a 1818, cuando las nubes del Imperio de Napoleón se disipaban, la Iglesia daba un giro importante reconociendo en María ese valor supremo de la obediencia en la criatura más importante de la Humanidad, y en el amor al prójimo la verdadera dimensión social.

A Pío VII preocupaban de manera especial las misiones. Entre los siglos XV y XVIII la tarea de evangelización descansaba sobre los Estados, que subvencionaban y a veces dirigían a los religiosos. El conflicto con los jesuitas en el Paraguay había sido una clara advertencia. También Napoleón había querido dotar a su Imperio de equipos de evangelizadores. Ahora el Papa pretendía que, sin renunciar a posibles ayudas, fuese la Congregación de Propaganda Fide la que se ocupase de dirigir todo el programa, tratando de desvincular al catolicismo de las empresas coloniales invirtiendo los términos en que se había planteado la cuestión al término de la Edad Media. Para ello era imprescindible allegar recursos que viniesen directamente de los fieles. En 1822 Paulina María Jaricot fundó la Obra de la Propagación de la Fe que iba a encargarse de esta tarea. Si se llegaba a disponer de recursos –tal era la idea–

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también los reinos independientes en Asia y África podían ser evangelizados. Pío VII no tuvo tiempo para comprobar los primeros resultados de esta política.

En 1822 Pío VII se hallaba con una salud tan quebrantada que tenía incluso dificultades para moverse dentro de su habitación. El 6 de julio del año siguiente sufrió una caída que le produjo ruptura del femur. A partir de este momento y durante mes y medio no pudo hacer otra cosa que preparar su espíritu para el momento de la muerte que le llegó el 20 de agosto de 1823.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX Y XX (2) Luis Suárez Fernández*

II. PRIMEROS CHOQUES CON EL LIBERALISMO

1. Liberal es una palabra española de antiguas raíces que adoptaron, para definirse, aquellos que combatieron a Napoleón sin prescindir de los ideales esgrimidos por los revolucionarios. Pronto se extendió por Europa para designar a los que no consideraban deseable volver al antiguo Régimen y prescindir de los principios de las revoluciones del siglo XVIII. Para la Iglesia, que coincidía con algunos de estos principios, podía significar un peligro porque, bajo el esquema de las libertades asomaban las dimensiones del laicismo que negaba valor positivo a la religión y convertía la verdad en opinión revisable y la libertad en independencia. El cristianismo no puede admitir una equiparación entre verdad y mentira ni someter los principios morales a la simple voluntad de las mayorías. El doceañismo ruso y el golpe militar de Riego en España habían sido señales muy claras de que estas corrientes tenían dimensiones y objetivos políticos.

En la Curia romana las difíciles circunstancias vividas habían originado también una disyunción. Algunos de los cardenales más influyentes, como Bartolomé Pacca y Agustín Rivarola comulgaban con las ideas que alcanzaran mayor prestigio en el Congreso de Viena: era preciso enfrentarse con las corrientes liberales volviendo al pasado sin vacilaciones pues sólo el ejercicio del poder político estaba en condiciones de devolver a la Iglesia al puesto de unidad que durante siglos desempeñara. No se trataba de defender el patrimonio tradicional, del que nadie dudaba, sino de restablecer las formas del Antiguo Régimen. A estos se les calificaba de zelanti. Otros, significados especialmente por Consalvi, con experiencia política y diplomática muy considerable, pensaban que ya no era posible volver al pasado. A fin de cuentas Luis XVIII no había suprimido simplemente la Constitución; la había sustituido por una Carta otorgada. Esto mismo debía hacerse en los Estados Pontificios. Acomodarse al signo de los tiempos era una necesidad. A los defensores de esta línea de acción se les llamaba politicanti. La sucesión de Pío VII se presentaba dentro de esta disyuntiva. Los politicanti decían que Consalvi debía suceder a este Papa a fin de continuar la línea marcada.

Aníbal, que usaba el apellido condal della Genga, contaba entonces más de sesenta años y era el candidato que los zelanti consideraban idóneo, por sus

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virtudes y por su vasta experiencia; fue una de las víctimas de las persecuciones de Napoleón que había exigido su destitución por considerarlo favorable a los austriacos de modo que hasta 1815 había permanecido en el monasterio benedictino de Monticelli, creándose una buena fama por sus virtudes religiosas que completaba la que ya adquiriera como diplomático en Austria y Alemania. Fue encargado por Pío VII de representarle en las negociaciones que siguieron a la abdicación de Napoleón. Aunque llegó tarde, ganándose las críticas de Consalvi, quedó incorporado al equipo de nuevos consejeros del Papa siendo incorporado al Colegio como cardenal obispo de Sinigaglia. En 1820 pasó a desempeñar las funciones de vicario de Roma.

Cuarenta y nueve cardenales entraron en el conclave de septiembre de 1823. Nadie podía suponer que della Genga fuese un candidato: su mal estado de salud le había impedido alcanzar la popularidad que su oficio de vicario podía haberle procurado. Pero los zelanti habían hecho una buena campaña contra Consalvi, al que reprochaban sus concesiones a la nueva política, mientras que el emperador de Austria pronunció un veto contra los dirigentes de los zelanti porque habían defendido la integridad de los Estados pontificios, obligándole a devolver las legaciones que le habían sido otorgadas en la paz de París. La afirmación de sentimientos italianos preocupaba ahora a los miembros de la Santa Alianza, y también a Luis XVIII. De modo que, como en otras ocasiones semejantes, se impuso la voluntad de nombrar un Papa de transición, esto es, un anciano de mala salud que no duraría mucho. En efecto nos hallamos ante un Pontificado de poco más de cinco años. La mayoría alcanzada fue de 34 frente a 15; los dos tercios holgadamente. Cuando le fue requerida la aceptación, Genga hizo una reflexión amarga: «habéis elegido a un cadáver». Pero aceptó. Y esos cinco años iban a revestir gran importancia.

Estamos en los años que sirven de prólogo a las revoluciones de 1830. El nuevo Papa escogió el nombre de León, explicando que se trataba de la memoria del Magno, que estableciera los fundamentos para el dominio de Roma, enfrentándose a un mundo de bárbaros confuso y difícil. Los zelanti consideraron que habían triunfado: Consalvi fue sustituido por uno de los suyos, el cardenal Somaglia, de 80 años, lo que venía a significar que sería el Colegio quien tomaría las riendas. Así fue. Sólo que este partido tenía puesta su atención casi exclusivamente en devolver a los Estados Pontificios el peso político y la estructura que antes poseyera. Las concesiones otorgadas por Pío VII desaparecieron y se estableció un régimen de gran rigor, justificado por los desórdenes que los bandoleros y la sociedad secreta de los carbonarios, un equivalente de la mafia siciliana, estaban causando. Comenzaron las represiones que vinieron acompañadas de ejecuciones capitales, algo que la prensa de otros países pudo manejar contra el principio de autoridad del Papa. Los problemas no cesaron sino al contrario: comenzaba a extenderse la idea de que la liberación de aquella vasta parcela de la Península dependía de que fuese suprimido el poder del Pontificado.

Maese Pasquino conoció una de las criticas: todo era «ordini, contrordini, desordini». No comprendía que se estaba viviendo una etapa de reajustes: los zelanti, que creían haber conquistado el poder a través de un Papa anciano y enfermo, y un Secretario de Estado, della Somaglia, que no estaba en

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condiciones de ejercer los difíciles cometidos de esta magistratura, estaban comenzando, ahora, a verse desplazados. Porque León XII, aunque había detenido la marcha en el sentido marcado por su antecesor, estaba buscando un camino que permitiera superar los errores de uno y otro bando. Para la Iglesia lo verdaderamente importante no radicaba en opciones políticas sino en un reencuentro con la conducta cristiana capaz de superar las terribles discordias pasadas. Esta fue su elección que añadía dimensiones nuevas a la labor restauradora emprendida por Pío VII. Los grandes defensores del ultramontanismo estaban incurriendo en una posible debilidad al creer que las circunstancias políticas debían ostentar la primacía.

Y entonces León XII convocó un Año Santo para 1825, cincuenta años después del último que se celebrara: era una llamada al arrepentimiento y a la indulgencia plena, que equivale a establecer un nuevo punto de partida. La Curia se opuso en términos muy duros porque temía un fracaso y, en definitiva, un perjuicio. Los monarcas absolutistas también, porque pensaban que podía repetirse el caso de 1300, dando al Papa posesión del vértice sobre la sociedad europea. Pero el Papa no cedió. Al contrario, en la bula de convocatoria explicaba con detalle cuál era la meta: al superar los efectos del pecado y limpiar el alma se alcanzaba la verdadera libertad, «la de los hijos de Dios» que acompaña también a la verdadera igualdad ya que todos los hombres son creados y, con la caridad, el amor, se alzaba por encima de todas las demandas de fraternidad. Aunque las dificultades para viajar eran entonces de gran calibre, miles y miles de peregrinos acudieron a Roma para lucrar la indulgencia y renovar el vínculo directo con el Vicario de Cristo que es, a fin de cuentas, la cabeza. León XII superó el límite impuesto por su mala salud y participó, descalzo, en las procesiones.

2. El jubileo de 1825, que coincide con la difusión por Europa de las corrientes liberales, que habían tenido en España su primera manifestación pragmática, aunque abortada por los miembros de la Santa Alianza, trataba de llamar la atención sobre una alternativa que, desde la Iglesia, se formulaba contra dichas corrientes. Es lo que en su encíclica, Ubi primum, y en su bula Quod divina Sapientia, ambas de 1824, León XII explicara con muy notoria claridad. El cristiano, y con mucha mayor razón el sacerdote o el obispo, no pueden limitarse a asumir una determinada fe, que habla al intelecto; importa sobre todo la conducta ya que no es la palabra, sino el ejemplo, la que logra comunicar la fe y conducir al supremo secreto, que es el amor. De ahí la necesidad de ese gran jubileo; era urgente hacer borrón y cuenta nueva devolviendo a la jerarquía conciencia de su ejemplaridad y superando los odios que alzamientos, guerras y revoluciones llevan inevitablemente consigo. Para León XII, y así lo exponía, el peligro mayor venía de esta doctrina que reduce la religión a una estructura, creada por los hombres y a la que uno puede adherirse o no de acuerdo con su opinión.

La encíclica no se estaba refiriendo únicamente a las consecuencias de 1789 sino que se remontaba a los daños y errores que galicanismo y josefinismo causaran al someter las estructuras y la vida religiosa al poder absoluto de los reyes. Los sistemas restaurados tras la tremenda experiencia de Bonaparte no

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estaban dispuestos a modificar las líneas políticas que el emperador tomara del Antiguo Régimen. Era imprescindible dar a la Iglesia una nueva cohesión, en torno al Papa, ya que sólo él es Vicario de Cristo en la tierra, situándola además a distancia y por encima de las cuestiones políticas. Para ello era imprescindible que la selección de los sacerdotes tuviera en cuenta dos aspectos, ejemplaridad y preparación, algo que en modo alguno podía confiarse a los monarcas. León ejecutó una reforma a fondo de las siete Universidades que albergaban los Estados Pontificios y trató de impulsar estudios que hiciesen florecer una nueva ciencia cristiana, sin las reservas que antes se expresaran en torno a la moderna ciencia experimental. Entre la fe y la razón no pueden existir incompatibilidades pues ambas responden al mismo designio divino de situar al hombre dentro de la verdad.

En diciembre de 1823, es decir apenas tres meses desde su elección, León XII llamó a Consalvi, que se había retirado a Anzio, al lado del mar, y le dijo que de nuevo eran requeridos sus servicio esta vez al frente de la Congregación De Propaganda Fide, que en años próximos alcanzaría extraordinario relieve al hacerse cargo de las relaciones con los nuevos países que se estaban formando, fuera de Europa. Fue un gesto fallido pues Consalvi murió a los pocos días de asumir esta tarea, pero sus colaboradores permanecieron en la Curia y en 1828 uno de ellos, Tomás Bennetti, sustituiría a Somaglia en la Secretaría de Estado. Todo ello significa que, a diferencia de lo que estaba ocurriendo en el interior de los Estados Pontificios –malaventurado retorno al pasado– las líneas para la acción exterior retornaban a los horizontes que para ella marcara Pío VII.

Era urgente frenar excesos del absolutismo en España, hacer frente a los aspectos mesiánicos de la política rusa donde Alejandro I actuara como verdadera cabeza de la Iglesia ortodoxa; y sobre todo, ajustar las relaciones con las potencias, en línea con la política que ya perfilara Consalvi. Austria blasonaba de catolicismo pero al mismo tiempo aspiraba a consolidad un amplio dominio sobre Italia, favoreciendo las tensiones nacionalistas que podían volverse también contra la Santa Sede al considerarla favorable a la muy católica Austria. En Francia Carlos X obligaba a los obispos a someter sus comunicaciones con Roma a su placet previo; todos ellos debían su nombramiento al rey.

El Congreso de Viena había planteado nuevos y fuertes problemas a las comunidades católicas. Polonia había sido devuelta a su condición de reino, pero unido al Imperio ruso y gobernado militarmente por Constantino, hermano del zar. La oposición liberal que procuraba librar al país del dominio ruso, estaba fuertemente influida por la masonería y la fuerte comunidad judía era objeto también de persecuciones, de modo que aunque la situación económica mejoraba, las estructuras eclesiásticas sufrían daños y los católicos experimentaban los efectos de una solapada persecución. La única posible salida, una revuelta armada contra el zar, tampoco convenía a la Iglesia, pues la comunidad en ella integrada podía experimentar consecuencias muy negativas, de tal modo que cuando estalló, en las revoluciones de 1830, Roma hubo de recordar a sus fieles que tal tipo de acciones, violencia y muerte, no eran compatibles con la moral católica.

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En Viena (1815) se había decidido también restaurar la independencia de los países Bajos, incluyéndolos en un solo reino, Guillermo I (1815-1840), de la Casa de Hannover, a la que pertenecían los monarcas ingleses, y de religión protestante. De modo que las tierras belgas, de absoluto predominio católico, quedaban englobadas en una Monarquía confesional de otro signo, según el principio del «cuius regio eius religio». Guillermo reclamaba el derecho de nombramiento de los obispos y la inclusión de los seminarios en sus Universidades. Continuando la línea que ya iniciara Consalvi, León XII se mostró dispuesto a aceptar esta situación política, negociando sin embargo un concordato (1827), según el cual el monarca tendría solamente derecho de veto sobre los nombramientos episcopales, siendo obligado el clero a prestar juramento de fidelidad al soberano y a las leyes. Una fórmula que fue aceptada por la comunidad católica ya que suponía el abandono del cuius regio. El concordato fue incumplido por parte de la corona y también aquí se dio la impresión de que la única salida, para los católicos, estaba en una ruptura violenta.

La Unión decretada en 1800, que Pitt estableciera para impedir la fragmentación de Inglaterra, Escocia e Irlanda, agravaba la situación de los católicos irlandeses ya que los derechos políticos dependían del juramento de fidelidad al rey en cuanto cabeza de la Iglesia. También aquí el Pontificado rechazaba el recurso a la violencia aunque sin dejar de reclamar la libertad religiosa y la equiparación política entre católicos y protestantes. Daniel O'Connell, que procedía de una familia noble desposeída, escogió el camino que Roma marcaba: en 1825 estableció una Asociación Católica que, en términos pacíficos, mediante discursos, reuniones y manifestaciones trataba de conseguir esa igualdad. En 1828 se presentó a las elecciones al Parlamento por el condado de Clarke y obtuvo mayoría de votos. Se produjo una difícil coyuntura pues el diputado electo no podía tomar posesión de su asiento sin abandonar su fe. Fue entonces cuando lord Wellington, vencedor de Napoleón, propuso una solución: «emancipar a los católicos» obligándolos sólo al juramento de leyes civiles como en otros países se hacía y abriéndoles el acceso a la carrera política. Es cierto que esto no solucionaba el problema nacionalista irlandés pero para la Iglesia católica significaba un paso decisivo. Desde este momento experimentaría en Inglaterra un crecimiento hasta llegar a convertirse en una de las fuerzas esenciales del país.

Otro problema, de muy diversa índole, se suscitaba en Iberoamérica en donde el Pontificado de León XII coincide con los movimientos de independencia que permitían el arraigo de fuerzas no católicas especialmente la masonería. Fernando VII seguía titulándose rey e invocaba el derecho de patronato que le permitía seleccionar los obispos. Los nuevos gobiernos independientes reclamaban ese mismo derecho. Fue una fuente de conflictos que, de acuerdo con el pensamiento de Luis XII sólo podrían ser superadas aplicando el derecho canónico y encomendando a la Congregación De Propaganda Fide el control de las nuevas comunidades independizadas. León murió antes de que se hubiera alcanzado una solución en esta línea.

3. Hemos llegado al 10 de febrero de 1829, cuando todo el subsuelo europeo

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se hallaba conmovido por las corrientes del liberalismo, la etnocracia y el idealismo. Poco antes de su muerte, en prisión y durante el Terror (1794), el marqués de Condorcet había escrito un libro, Ensayo de un cuadro histórico de los progresos de la mente humana, que alcanzó después profunda resonancia y que, en línea con lo que ya pretendiera Voltaire, proponía una especie de sustitución del cristianismo, en cuanto conciencia religiosa, por una verdadera religión de la Humanidad que era presentada como producto de los progresos de la mente humana. Había como dos axiomas que venían a sustituir a los fundamentos de la fe: a) la perfectibilidad de la mente humana es ilimitada y nunca puede retroceder; y, b) cuanto más sabios seamos seremos más ricos y cuanto más ricos más felices. Era una inversión radical en los principios –de ahí nace el positivismo– y, en consecuencia un peligro directo para la Iglesia.

Por los años que corresponden al Pontificado de León XII las corrientes del nacionalismo y del idealismo estaban experimentando, especialmente en Alemania, un crecimiento. Rousseau había invertido uno de los términos esenciales de la fe católica, negando el pecado original y, en consecuencia, la necesidad de que el género humano necesitase una redención. El hombre es por naturaleza bueno y son sólo los usos y costumbres de la sociedad quienes le pervierten. Por su parte Herder, entre 1784 y 1791, había añadido que tampoco pueden considerarse los seres humanos cómo iguales pues las diferencias étnicas hacen objetivamente superior a la raza blanca, aria, lo que explica que Europa sea la cultura más avanzada del mundo. Fichte, por su parte, completando a Kant, enseñaba que la Historia tiene un origen y una meta la cual, de acuerdo con el pensamiento liberal, coincide precisamente con esta forma de cultura. Los pensadores de estas primeras décadas del siglo XIX tendían a contemplar su propio tiempo como aquel que ha conseguido la plena madurez.

El pensamiento tradicionalista francés había sido al principio muy enriquecedor para la Iglesia; más allá de las coordenadas de la Restauración, veía en el cristianismo esa columna vertebral que explica los valores de la europeidad, pues en él se había logrado una síntesis de todas las corrientes que ven en la persona humana el único protagonista digno de consideración. Pero a este movimiento había venido a sumarse desde 1816 un bretón converso, Félicité de Lammenais que en dicho año fue ordenado sacerdote. En una primera etapa de su vida cristiana, coincidiendo con los reinados de Luis XVIII y Carlos X, se dejó ganar por un radicalismo que definía con tres expresiones: «sin Papa no hay Iglesia; sin Iglesia no hay cristianismo; sin cristianismo no hay sociedad». Para defensa de esta doctrina, que será calificada de ultramontana y de meneista, escribió, en periódicos muy antirrevolucionarios, soflamas en que abundaban las injurias y denuncias. Hasta 1829 defendería con crudeza esta postura. Escritor brillante no se distinguía por el valor de sus conocimientos. El meneismo fue un sentimiento sobre todo porque su fundador descalificaba la razón con mayor énfasis aún que Lutero, viendo en ella una fuente de debilidad a diferencia de la fe. De pronto, en 1829, cambió su postura y se alineó con el liberalismo, tomando parte en las revoluciones del año siguiente.

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4. León XII acababa de cumplir 68 años cuando una breve recaída en su enfermedad le llevó al sepulcro (10 de febrero de 1829). Apenas un mes más tarde le sucedía uno de sus más eminentes colaboradores espirituales, que lo fuera ya de su antecesor, Francisco Saverio Castiglione, que decidió tomar el nombre de Pío VIII demostrando su voluntad de continuar la tarea que marcara el último Papa de este nombre. Súbdito de los Estados pontificios, pertenecía a una familia de gran relieve. Dotado de inteligencia excepcional y educado por los jesuitas, acabó volcando sus esfuerzos en el Derecho canónico. Contando 39 años de edad fue nombrado obispo de Montalto de donde pasaría a Ascoli aunque su verdadera tarea no era tanto la pastoral como la de colaborar con el Papa en aquel esfuerzo de resistencia a Napoleón y de restablecimiento de las estructuras eclesiásticas. Como otros muchos fue encarcelado y sólo pudo recobrar su libertad tras la caída del emperador. Una dolencia hepática hizo también agrio su carácter.

Pío VII había pensado en el cardenal Castiglione, a quien elevara al cardenalato como obispo de Cesena en 1816, como en el idóneo continuador de su obra, pero en el conclave de 1823 las disputas entre los dos partidos impidieron que se tomara en cuenta su candidatura. En 1829 las circunstancias habían cambiado gracias a la inteligencia y habilidad de León XII que habían conseguido un acercamiento de las posiciones, de modo que se apreciaban en él dos condiciones idóneas: vida de piedad verdaderamente ejemplar y dotes de gobierno. Por otra parte su edad, 68 años, y sus dolencias garantizaban un Pontificado no duraderos si bien no se pensaba en que fuese tan breve, menos de dos años. Ni zelanti ni politicanti parecían dispuestos a ceder en sus argumentos; sin embargo se acercaba ya la fecha decisiva para el cambio en Europa anunciado ya entonces con la independencia de Grecia, un acontecimiento presentado como ruptura del principio de la Santa Alianza. Las revoluciones liberales de 1830 liquidaron los Regimenes restaurados y afectaron a la Iglesia, pues en la conciencia de los vencedores aparecía ligada al Antiguo Régimen. Las primeras matanzas de frailes en Madrid suceden poco después.

La independencia de Grecia, aceptada por todas las potencias europeas, quebraba el principio de «legitimidad» esgrimido por Talleyrand y Metternich, según el cual la soberanía de los Estados era inquebrantable. Es cierto que se trataba en este caso del Sultán turco, esto es, un musulmán; pero poetas, periodistas y otros escritores insistieron en que lo que triunfaba era, precisamente, el sentimiento de la libertad. En todas partes surgieron movimientos que blasonaban de la nostalgia de la Revolución. Ese mismo año de 1830 Augusto Comte iniciaba la publicación de su Curso de filosofía positiva, en el que proponía una nueva periodización de la Historia en tres edades: teológica, metafísica y positiva, aceptando un papel relevante para el cristianismo sólo en la segunda. Pero, término de llegada, ahora comenzaba la etapa absoluta en que el predominio de la ciencia daría origen a una nueva religión de la Humanidad. El hombre reemplazaría a Dios en sus valores. Comte anunció que él mismo tendría ocasión de explicarla desde el púlpito de la catedral de Nuestra Señora de París. Algo que no ha sucedido.

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Carlos X no había aprendido las lecciones del pasado. Acentuó las tendencias del galicanismo y consideró que la política de la Santa Sede debía supeditarse, al menos en parte, a los intereses de los soberanos católicos. Cuando Pío VIII propuso como Secretario de Estado a uno de los colaboradores de Consalvi, José Albani, el embajador de Francia, que era precisamente Chateaubriand, opuso, en nombre de su gobierno, un veto con la simple razón de que estaba demasiado supeditado a los intereses de Austria. Esta vez Francia tropezó con un Papa de nueva dimensión: se negó a tomar el veto en consideración recordando que no se trataba de una cuestión política sino del servicio de la Iglesia, en el cual únicamente al Vicario de Cristo corresponde la competencia. Chateaubriand tuvo que presentar la dimisión.

Albani iba a influir poderosamente en la política pontificia encaminándola hacia una plena neutralidad política, lo que conllevaba también a una especie de apertura hacia países que no eran confesionalmente católicos. La experiencia recogida tras la Revolución demostraba que en países no confesionales, o incluso enemigos de la Iglesia, las comunidades católicas podían consolidarse y crecer. Por eso, cuando en el verano de 1830 los revolucionarios en Francia saquean en París el arzobispado y algunos otros centros religiosos, Pío VIII no toma medidas que pudieran considerarse de represalia. Al contrario ordenó a los obispos que permanecieran en sus diócesis, juraran fidelidad a la nueva Monarquía de Luis Felipe de Orleáns y dispusieran que, en la liturgia ordinaria se siguieran ofreciendo oraciones por los nuevos gobiernos. En Polonia donde la fracasada revuelta podía interpretarse como rechazo de la ortodoxia, tampoco se prestó ayuda a los rebeldes, sólo la paz podía ser recomendable desde el punto de vista cristiano.

5. A pesar de las reacciones negativas de los sectores tradicionalistas, que algunos historiadores recogen como si se tratara de la posición oficial de la Iglesia, un balance sereno de las revoluciones liberales muestra también perspectivas muy favorables. En Francia se alcanzó un modus vivendi que permitió un fuerte desarrollo de la vida intelectual entre los católicos. Más importantes resultan las consecuencias en Inglaterra donde la emancipación de los católicos ya no pudo detenerse. En Norteamérica las cosas fueron mejor todavía. Pío VIII promovió la celebración de un Sínodo en Baltimore. Una docena de diócesis aseguraban la solidez de una estructura jerárquica llamada a convertirse en una de las primeras del mundo. Un catolicismo típicamente americano se iba a constituir al tiempo que se edificaba una gran nación. La independencia de Bélgica permitió establecer una nueva Monarquía católica resucitando las viejas raíces que España dejara en aquellas provincias.

Frente a Austria, que consiguió superar la crisis haciendo concesiones que afectaban a las tendencias a la unidad –algo que tardaría aún bastante tiempo en mostrar sus resultados–, el dominio prusiano sobre Alemania se incrementó y los acuerdos de acercamiento entre los Estados anunciaban ya el comienzo de un sentido, aún no demasiado concreto, de nacionalidad. Pero Germania era desde el siglo XVI un espacio religiosamente dividido y el prusianismo quería presentarse como campeón de la herencia luterana reavivada desde el pietismo. Federico Guillermo III promulgó una ley que obligaba a los católicos

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que contraían matrimonio con protestantes, a someterse en todo, y de una manera especial en la educación, a las normas dictadas por el luteranismo.

Se planteaba de esta manera una cuestión de importantes consecuencias para el futuro desarrollo de la sociedad europea. De acuerdo con los requisitos establecidos en Trento, el católico, aunque su cónyuge no lo fuera, quedaba absolutamente comprometido con el sacramento, debiendo ser educada la prole en su misma fe. La apertura hacia países como Prusia, que eran confesionalmente protestantes, reclamaba una aclaración que Pío VIII ofreció por medio de un breve (documento de pequeño relieve), Litteris altero abhinc, de 25 de marzo de 1830. No modificaba en lo esencial la doctrina de Trento, y en consecuencia recomendaba –no imponía– a los católicos que evitasen matrimonios en que no se diesen las condiciones señaladas. Pero abría una puerta: aun en el caso, como sucedía en Prusia, en que no se diesen las mencionadas garantías, el matrimonio era igualmente válido y a él podía asistir un sacerdote católico, bien entendido que, desde el punto de vista católico, el sacerdote no es ministro del sacramento sino testigo. Para el gobierno prusiano era una mala solución, pero no podía oponerse a una doctrina que respetaba especialmente la fidelidad en los sentimientos.

El Papa hubo de enfrentarse también con las derivaciones doctrinales del liberalismo. No de un modo global, según ciertos sectores tradicionalistas proclamaban, sino señalando aquellas incidencias doctrinales que, al amparo del mismo, chocaban con la fe de la Iglesia, especialmente en dos puntos: el protagonismo absoluto reconocido al hombre frente a Dios y el relativismo en relación con la verdad que era sustituida por la opinión. El Papa no se mostraba opuesto al liberalismo –no podía hacerlo en determinados aspectos, como antes señalamos– sino a ciertas ideas: individualismo, antropocentrismo y relativismo, que cabalgaban gracias a él. Y aquí no tenía más remedio que definir con claridad la doctrina evitando desviaciones que el tiempo demostraría ser muy inconvenientes para el desarrollo de la sociedad occidental.

En la única encíclica de este breve pontificado, Traditi humilitati nostrae, del 24 de mayo de 1829, comenzaba rechazando el sometimiento de la religión a los poderes y funciones del Estado como afirmara el galicanismo y sostenían aún algunos sectores tradicionalistas que consideraban al rey como única garantía frente a las corrientes revolucionarias. Inmediatamente después denunciaba los dos principales errores que se estaban cometiendo. No es posible esgrimir la libertad religiosa como argumento para decir que todas las religiones son iguales ya que se trata de productos del intelecto humano. Tampoco es posible equiparar verdad y error, vicio y virtud, mentira y honestidad. Hacía una advertencia muy seria contra las sociedades secretas, en especial la Masonería, calificada como uno de los mayores peligros para la Iglesia. Esa misma Iglesia era por él presentada en fase de gran peligro por las corrientes del positivismo e idealismo que ahora nacían y, como el viejo Israel, ponía toda su esperanza en Dios.

El éxito que la difusión del liberalismo significó para algunos sectores católicos en Norteamérica, Bélgica, Inglaterra e incluso Francia, en donde liquidaba las amargas secuelas del galicanismo, hizo reflexionar a muchos católicos,

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especialmente en los ambientes intelectuales franceses. Félicité de Lammenais fue uno de estos; entre 1829 y 1830 experimentó una verdadera conversión poniendo en ella el mismo énfasis con que defendiera hasta entonces el ultramontanismo. En otras palabras entendía que los católicos debían incorporarse al liberalismo. En Jully, cerca de París, precisamente en julio de 1830, reunió un grupo de cinco personajes, que llegarían a tener gran relieve, que significaban una generación posterior a la suya (se trataba de Juan Bautista Enrique de Lacordaire, Carlos de Montalembert, Felipe Gerbet, René Francisco Rohrbacher y Prospero Luis Pascal Guéranger) y les propuso poner en marcha un movimiento que fuese, a un tiempo, católico y liberal. Para exponer sus ideas acordaron fundar un periódico, cuyo primer número salió a la luz en el mes de octubre, y bajo el titulo de L'Avenir, colocaron el lema de «Dios y libertad».

Lammenais y sus colegas defendían el principio de la libertad religiosa como afirmaba el liberalismo. Pío VIII recordaba en sus escritos que es preciso mantener las distancias: la Iglesia reclama y defiende la libertad para que el hombre pueda, sin cortapisas, cumplir sus deberes religiosos, pero la Verdad es sólo una; si bien es cierto que debe ser libremente asumida y en modo alguno impuesta. Muchos obispos franceses, que se movían dentro del tradicionalismo, acogieron con escándalo la publicación del periódico. El Pontífice no tuvo tiempo de intervenir en esta delicada cuestión pues falleció el 30 de noviembre, un mes después del primer número de L'Avenir.

6. El 14 de diciembre de 1830 se inició uno de esos conclaves largos –casi dos meses– que reflejan la existencia de muy fuertes discrepancias en el seno del Colegio. Como sucede en casi todas las ocasiones semejantes, resultó finalmente elegido un casi desconocido, Alberto Cappellari, monje camaldulense que no fuera promovido obispo. En el monasterio adoptó el nombre de fray Mauro y desempeñó funciones importantes como profesor de Filosofía y más tarde en el gobierno de su Orden de la que llegaría a ser general. No fueron tanto los servicios prestados, en especial en la Congregación De Propaganda Fide, como la intensa vida de piedad, los que decidieron a una mayoría suficiente de cardenales a poner en él su confianza. El 2 de febrero de 1831 se convertía en Gregorio XVI, tomando precisaren el nombre del creador de las misiones.

La razón principal de que los cardenales, en aquella hora de las segundas revoluciones europeas, volviesen hacia él su atención, era distinta. En 1799, cuando Pío VI se hallaba en prisión y Bonaparte anunciaba el término del Pontificado, publicó un libro que causó gran impacto, El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia frente a los ataques de los innovadores. La doctrina que más tarde defendería con ahínco, estaba ya en él esbozada. La Iglesia iba a perdurar hasta el final de los tiempos de acuerdo con la promesa de Jesucristo, y la Verdad estaba confiada a la custodia del Pontífice que, por ello, gozaba de infalibilidad. Así se planteaba una cuestión que setenta años más tarde sería definida en forma más correcta. Entre 1800, cuando las gestiones para el concordato obligaban a Bonaparte a rectificar, y 1823, Cappellari desarrolló sus

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actividades dentro de su Orden, pero sirviendo como un principal consejero en asuntos religiosos a la Santa Sede, de forma que en 1826 sería elevado al cardenalato para que pudiera encargarse de la prefectura de la Congregación Propaganda Fide, es decir, de las misiones y también de la estructura que la jerarquía debía asumir en los países que llegaban a la independencia.

Nunca quiso ser obispo; sólo monje y no otra cosa. Por eso cuando el 2 de febrero se pronunciaron en su favor treinta y dos de los cuarenta y un cardenales, hubo de intervenir su confesor, el cardenal Zurla, general de los camaldulenses, para exigirle, dentro de la penitencia, que aceptara el cargo. Hubo de ser entonces ordenado obispo. Tal vez los cardenales no fueran plenamente conscientes del paso que en 1831, como una repuesta a los movimientos revolucionarios, estaba dando la Iglesia. Con Gregorio XVI se inicia una trayectoria de Pontífices que, mediante Encíclicas, van dando respuesta, desde la doctrina cristiana, a los problemas de todo tipo que se han venido planteando. Con todos estos documentos que forman una nutrida biblioteca, se podría hacer un texto único, respuesta de la Cristiandad a las soluciones que idealismo, positivismo y marxismo, con abundantes secuelas, han propuesto llegando a convertir el siglo XX en el más cruel de la Historia.

Gregorio XVI, a diferencia de sus inmediatos antecesores, gozaba de una excelente salud y esta contribuía seguramente a darle un carácter alegre, abierto a las conversaciones. Austero como monje ya que nunca quiso cambiar su modo de vida, dormía en un colchón de paja y alcanzaría a cumplir ochenta y un años, que era para entonces una edad avanzada. La intensa vida de oración era muy propicia a la profundidad del pensamiento. Sus enemigos le presentaron como un antiliberal que se alineaba en consecuencia en el tradicionalismo, pero esta versión no es correcta. Capellari distinguía entre las tendencias liberales en su sentido amplio y los errores que dentro de ellas se habían deslizado. El primero y más importante es prescindir de la doctrina cristiana que enseña que el ser humano es criatura dotada de libertad, libre albedrío, siendo ésta una de las dimensiones de su naturaleza, para afirmar que «es» libertad, es decir, autosuficiente y capaz de establecer un orden ético producto de su voluntad y, por ello, cambiante, bajo el principio de que legal y legítimo son términos equivalentes y todo lo que no está prohibido debe considerarse permitido.

En noviembre de 1831, cuando se cumplía un año desde el comienzo de la publicación de su periódico, tres menesianos, Lammenais, Lacordaire y Montalembert, viajaron a Roma para ser recibidos por el Pontífice. Pretendían que la autoridad de Pedro respaldase y confirmase las propuestas que ellos hacían sobre un liberalismo católico, rechazando así las protestas de algunos obispos franceses. Gregorio XVI no quiso entrar en un debate. La Iglesia necesitaba de una definición doctrinal que permitiese enfocar de manera correcta y completa todo el problema y no entrar en matices en relación con un sector, el menesiano, en el que, como es lógico, podían apreciarse ventajas y defectos. Eran las escuelas y movimientos intelectuales quienes debían ajustar sus enseñanzas a las definiciones de la Iglesia, no al contrario. La acogida a los que a sí mismos se calificaban «peregrinos de Dios y de la libertad» se

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tornó para ellos decepcionante. Pasaron seis meses en Roma y volvieron a París sin haber recibido respuesta.

Gregorio XVI preparaba ya entonces el gran documento doctrinal Mirari vos, que sería publicado el 15 de agosto de 1832, y estaba destinado a todos los seres humanos, en primer lugar a los católicos aunque también a los que no lo eran. Frente a Condorcet, Comte, Hegel, Fichte o el propio Lammenais, se presentaba una denuncia incontrovertible acerca de los cuatro errores que aprovechaban las victorias liberales para penetrar en la sociedad humana. Debe leerse teniendo a la vista la ya mencionada de Pío VIII de 1829, ya que las afirmaciones de ésta no necesitaban renovarse. La Iglesia, y sólo ella, posee la plenitud de la Verdad que ha sido revelada, y a las otras religiones puede reconocerse únicamente una parte de ella. La libertad para propalar mentiras, errores o calumnias no puede considerarse como tal. Las sociedades secretas por su naturaleza son un atentado a la libertad. El matrimonio indisoluble, en sus dos dimensiones, afectiva y generativa, constituye la célula esencial de toda sociedad. Y la oración, como el nuevo inquilino del Vaticano practicaba a fondo, es el arma más eficaz de que dispone un cristiano.

Ahora el Papa añadía cuatro puntos esenciales que sirvieron como base de partida para una cada vez más amplia exposición de doctrina moral acerca de la sociedad. Si se acepta como principio general, según muchos liberales sostenían, que todas las religiones deben ser colocadas en el mismo plano de igualdad, el resultado no podía ser otro que el indiferentismo. Y éste no puede en modo alguno considerarse como un bien; ni judíos ni musulmanes aceptarían nada semejante.

La libertad de conciencia que muchos en el fondo identifican con libertad para no tener conciencia, viene a coincidir con las derivaciones del «libre examen» que había sido reiteradamente condenado por la Iglesia. En cierto modo podía decirse que los liberales lo sobrepasaban, ya que al hombre atribuían la decisión última en cuanto a lo que es verdadero y falso.

No es posible confundir la necesaria autonomía entre la Iglesia, que es sociedad completa en sí misma, con la independencia, pues ésta falsea una realidad ya que los miembros de la Iglesia son, al mismo tiempo, ciudadanos en relación con el Estado y sus derechos tienen que ser reconocidos por éste. Por ello la autoridad pontificia tiene el deber de intervenir en defensa de la moral, pues de otra manera consentiría en un daño mayor que es la invasión de las conciencias por el poder temporal.

La libertad de opinión, tal y como los revolucionarios de 1830 y todo el positivismo defendían, asociada a la libertad de prensa, se convierte en una independencia absoluta que da el mismo valor a la libertad y al error. Pero la verdad es objetiva y no puede ser rebajada al nivel de una simple opinión.

7. La reacción de los maneistas ante la encíclica mostró profundas variaciones. Lammenais rechazó la doctrina de este modo emitida y decidió que entre liberalismo y catolicismo el primero debe prevalecer. Esto fue lo que

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reflejó en su libro, Palabras de un creyente, publicado en 1834. Renunciaba a su fe en Jesucristo y afirmaba que la religión de la Humanidad era la verdadera. Perdida la fe en 1848, abandonaría el estado clerical y fallecería en 1854 haciendo declaraciones de agnosticismo laico. Ninguno de sus colaboradores le siguió en este camino; al contrario, la doctrina expuesta por el Papa les sirvió para emprender un nuevo camino, de reforma interna, salvando lo que dentro de los programas de l’Avenir había de creencia en la capacidad de los seres humanos. Para ellos lo más importante, ahora, era conseguir una maduración científica dentro del cristianismo, haciendo florecer dos de sus dimensiones principales, la compatibilidad entre fe y razón y la caridad profunda hacia todos los seres humanos.

En 1836 Comte y Lammenais celebraron varias entrevistas. Resultado de las mismas fue esa conversión espectacular del segundo a la religión de la Humanidad que consiste en sustituir a Dios por el hombre. La convergencia entre las dos corrientes, liberalismo laico y positivismo, significaba para la Iglesia un terrible desafío. Por estos mismos años Luis Bautain proponía una fórmula, opuesta al positivismo, aunque anclada en el idealismo de raíz kantiana. Expuso sus ideas en una obra, La filosofía del cristianismo, que publicó en 1835. Dando a las ideas un valor absoluto, como si retornase a la vieja querella de los universales, rechazaba los fundamentos del conocimiento racional, por vía de observación y experimentación, otorgando a la fe valor absoluto y único. Esto era considerado como fideísmo, en relación con el pietismo protestante, y fue condenado expresamente por Gregorio XVI. Bautain se sometió al Pontífice y continuó en sus funciones como teólogo y sacerdote en la Iglesia. De este modo el Papa podía afirmar que las primeras desviaciones se habían corregido –el caso de Lammenais estaba aislado–, y que el cristianismo se enfrentaba con la modernidad avanzada desde unas posiciones intelectuales sólidas.

Uno de los efectos visibles del movimiento menesiano había consistido en comprobar la falta de preparación teológica que, con algunas contadas excepciones, todos ellos demostraban. Ahí estaba uno de los principales peligros, ya que podía empujar a la aceptación de los postulados del liberalismo, que aparecían como novedosos. Ya Pío VII había intentado frenar el proceso recomendando el retorno a Santo Tomás y su racionalismo cristiano, sobre el cual debía construirse la nueva intelectualidad católica. Estos defectos eran más visibles en Francia, en donde, como consecuencia de la Revolución, se había producido un relevo del clero, al que desde Roma se insistía en que debía entregarse especialmente a la oración y al servicio de los fieles, como Luis María de Vianney, el santo cura de Ars estaba realizando.

El arzobispo de París, Dionisio Augusto Affre (†1848), tomó la decisión de comprar el antiguo convento de Carmelitas, ahora integrado en los bienes nacionales tras las confiscaciones de 1792, e instaló en él una Escuela de Altos Estudios Eclesiásticos que abrió sus puertas en 1845. Tenían que pasar todavía dos generaciones antes de que se comprobasen los espléndidos resultados de la idea. Allí se crearía, entre otras cosas, una nueva conciencia histórica, que no se detenía a la hora de someter también las fuentes cristianas a las críticas que se estaban empleando con la documentación. La idea central

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consistía en afirmar que Europa había comenzado siendo la Cristiandad, y sus valores, más allá de la política o de la ciencia, estaban en la descripción del ser humano, dotado de tanta dignidad que el mismo Dios ha escogido su naturaleza para encarnarse. El cardenal Lavigerie (†1892) puede considerarse como el modelo fundamental de los beneficios que la Escuela estaba en condiciones de producir.

Cambios mucho más importantes se estaban ya apuntando en otra dirección. En el Antiguo Régimen, el clericalismo había llegado a ser de tal manera dominante que se consideraba a los laicos como fieles de segundo rango y el matrimonio como una condición inferior, objetivamente, a la del sacerdocio o vocación religiosa. Poco después de 1831, un joven profesor de la Sorbona, que ya destacara mucho en sus tiempos de estudiante, tomó la decisión de formar en dicha Universidad una «Conferencia de Historia» cuya meta sería explicar más correctamente el Evangelio. Nos referimos a Federico Ozanan (†1853). Junto con seis compañeros fundó en 1833 las Conferencias de San Vicente de Paúl: se trataba de volcar el amor que de Cristo se recibe en los más necesitados. El Papa recibió con empeño la noticia. Justamente los más necesitados eran la figura visible de los pobres a quienes se había dirigido la enseñanza de Jesús. También las escuelas estaban recibiendo un impulso acelerado en toda Francia.

8. Una fuerte corriente de opinión favorable al catolicismo se había producido en Inglaterra como consecuencia de las leyes de emancipación. Figura clave de esa especie de renacimiento fue Nicolás Wiseman, que se había formado para el sacerdocio en el Seminario inglés de Roma, una institución que Pío VII había convertido en heredera y síntesis de los colegios que desde el siglo XVI formaban clero católico de lengua británica para enviarlos luego de retorno a su país. Paralelamente, entre los anglicanos, se formaba el movimiento de Oxford, cuya principal figura sería el pastor Juan Henry Newman, profesor y rector de la capilla de aquella Universidad. Desde bandos distintos, ambos venían a coincidir en un punto, la necesidad de profundizar en el estudio de las fuentes de la religión y en la comunicación de la doctrina por medio de la prensa a sectores cada vez más amplios de población. Pues el futuro de la sociedad dependía del grado de cultura cristiana que llegara a alcanzarse.

Gregorio XVI decidió responder al crecimiento que las leyes permitían creando en Inglaterra cuatro vicariatos. De modo que Wiseman volvió a Inglaterra con un encargo concreto, en su calidad de adjunto al de Londres: organizar conferencias y reuniones para una transmisión oral, usando el modesto calificativo de lecciones, y poner en marcha la prensa católica. De los dos diarios por él creados, Dublín Review y The Tablet, el segundo alcanzaría con el tiempo una gran resonancia. Pero en todo caso se trataba de mostrar actitud de apertura hacia el anglicanismo; era más importante destacar los puntos de coincidencia que los de divergencia. Por eso el nuevo vicario tuvo que librar una autentica batalla contra los «viejos católicos» que no estaban dispuestos a olvidar los tiempos de persecución. Wiseman contó con el apoyo de Gregorio XVI y el sucesor de éste, Pío IX, le nombraría cardenal, el año 1850. Primado de Inglaterra desde esta fecha, pasó a ser figura de relieve en la vida de

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Europa. Las autoridades inglesas tenían que reconocer el profundo amor que demostraba a su país.

Los miembros del Movimiento de Oxford mostraban preocupación por un punto en especial: la dependencia de la Iglesia respecto a la Corona era, sin duda, una traba muy seria para su libertad. Lo que ellos preconizaban era, precisamente, como en Francia y otros países, una revisión de esta circunstancia. La íntima unión entre el altar y el trono era aquí más fuerte que en el Continente. Newman y sus colaboradores comenzaron en 1833 a publicar sus Tracts for the times que, como su nombre indica, eran una propuesta de actualización, partiendo de un conocimiento más profundo de la Historia. De este modo iban descubriendo que las identidades eran verdaderamente importantes mientras que las diferencias entre anglicanos y católicos obedecían sólo a razones políticas. Condenado por sus superiores en 1843, se retiró durante algún tiempo para dedicarse únicamente a la oración y al estudio y, el 9 de octubre de 1845, anunció que se sometía a la disciplina de Roma, advirtiendo que no podía decirse que se hubiera producido un cambio de fe.

De hecho, en media docena de importantes obras que vieron la luz entre 1852 y 1870, Newman iba a insistir en este punto. La trayectoria católica inglesa no había mostrado vacilaciones hasta el desdichado asunto del divorcio de Enrique VIII. Era preciso volver a tomar el hilo de la verdad. No tuvo que cambiar su formación; en 1857 fue simplemente ordenado sacerdote en Roma y nombrado cardenal en 1879. Él y Wiseman cambiaron el sentido de la marcha: el catolicismo, gracias a ellos, pasaba a ser uno de los ejes para la cultura británica. No compartían los proyectos políticos que, amparándose en el catolicismo, estaban empezando a madurar entre la Iglesia de Irlanda.

También en Alemania las cuestiones doctrinales tuvieron hondas repercusiones pues muchos católicos comulgaban con el nacionalismo, mostrándose incluso dispuestos a apoyar la política de Prusia en la que veían una posibilidad de fortalecimiento. Dos grupos bastante fuertes se constituyeron, uno en torno a Jorge Hermes, cuyas doctrinas racionalistas habían sido censuradas por Roma en 1835, y el otro que se daba a sí mismo el significativo nombre de jóvenes hegelianos. En uno u otro caso se daba preferencia al Estado sobre la Iglesia: Berlín y no Roma debía ostentar la dirección de la vida religiosa. Algunos obispos, comenzando por el de Colonia, Fernando Augusto Spiegel (†1831), también se mostraron inclinados a un entendimiento. Spiegel había llegado a firmar un convenio secreto con Federico Guillermo III aceptando los criterios de éste y no los de Pío VIII en relación con los matrimonios mixtos.

Sin embargo, la muerte de Spiegel cambió radicalmente las cosas. El Papa presentó a Clemente Augusto von Droste zu Vischering para sucederle y el monarca prusiano aceptó el nombramiento creyendo que con él sería posible mantener el arreglo. Cuando Vischering y el obispo de Posen se negaron, manteniéndose en la fidelidad a Roma, ambos fueron encarcelados y sólo al subir al trono Federico Guillermo IV en 1840 pudieron recobrar la libertad. Se acercaba el momento en que, a través de la unión económica, pudiera alcanzarse la unidad política, reconvirtiendo a Alemania en un nuevo Imperio. El apoyo de los católicos en la futura Dieta germánica era imprescindible.

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Federico Guillermo IV creó en Berlín una Dirección de cultos católicos que ofrecía un mínimo de garantías para los que profesaban esta fe.

9. De este modo puede decirse que el balance final de los acontecimientos que van desde 1830 hasta 1848 también presenta aspectos favorables para la comunidad católica que recuperaba posiciones que dos siglos antes parecían perdidas. Además daban al Pontífice la oportunidad de hacer amplias definiciones doctrinales que preparaban el camino hacia el Concilio; éste se interrumpiría en 1870 pero llegaría a su pleno desarrollo noventa años más tarde. Los daños principales de las revoluciones de estos años se registraron en España y en los Estados Pontificios, afectando a un espacio tan esencial para la Iglesia como era la península italiana. En ambas naciones el liberalismo se presentó como una opción radical, enemiga de la Iglesia y tendente al laicismo, como ya sucediera en Francia.

Graves errores deben atribuirse a Fernando VII. Al regreso del exilio, desechando todos los cambios producidos durante la guerra de Independencia, había tratado de ejecutar un «neto» –éste es precisamente el término por él escogido– retorno al pasado absolutista. No preconizó un retorno a la España tradicional de 1700, como muchos de sus partidarios tradicionalistas le reclamaban, sino que impuso un despotismo personal que identificaba potestad y autoridad. De ahí que muchos sectores al principio adictos le abandonasen mientras que el liberalismo recurría a las sectas secretas y a los movimientos armados. A última hora, influido por su esposa Maria Cristina, que no contaba con hijos varones, intentó una rectificación anulando la ley sálica y volviendo al uso español que permite reinar a las mujeres, dándose la paradoja de que los tradicionalistas, que confiaban en su hermano Carlos, tan poco capaz como él, rechazarán esta vieja costumbre y apoyarán la ley sálica. A la heredera se impuso el significativo nombre de Isabel y su madre, llamada a ejercer la regencia, hubo de buscar el apoyo de los liberales.

Estos, que no podían olvidar las represalias sufridas diez años atrás al intervenir la Santa Alianza, reclamaron la Constitución de 1812 e hicieron alarde claro de agnosticismo. De modo que cuando isabelinos y carlistas se enfrentaron en una guerra civil, tan cruel como suelen serlo las contiendas de este tipo, se desató la primera de las persecuciones religiosas, desde el gobierno, que secularizó los bienes eclesiásticos, y desde la calle. En julio de 1834 más de ciento cincuenta religiosos fueron asesinados en Madrid, Zaragoza, Barcelona, Murcia y Reus, sin que los culpables de tal atropello fuesen castigados. Pese a todo la jerarquía católica no retiró su obediencia a Isabel II ni se pronunció en favor del otro bando. Algunos sacerdotes sí lo hicieron en aquellas regiones más apegadas a los fueros. Uno de los diputados más sobresalientes, Pascual Madoz, en su periódico, El Catalán, y en sus discursos ante el Congreso, defendió abiertamente tales tropelías, considerándolas como el antecedente imprescindible para el logro de la libertad. Una terrible herida que nunca se cerraría del todo generando corrientes de odio y de reciproca incomprensión.

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La llegada al poder de los moderados, en 1844, permitió ganar un plazo de casi dos decenios durante los cuales se afirmó también el pensamiento católico español. Su figura más relevante es con toda seguridad Jaime Balmes, muerto a edad temprana en 1848. Intentó alcanzar un acuerdo entre las ramas dinásticas que pusiera fin a las discordias, sin conseguirlo. Su tesis era que la desintegración de Europa y el comienzo de las discordias que dañaban seriamente a la comunidad cristiana debía buscarse en el luteranismo; al invertir los términos y rechazar la capacidad racional para el conocimiento especulativo y el libre albedrío, había abierto paso a una corriente que llevaba al relativismo, el liberalismo y, en definitiva al socialismo que somete al hombre al poder de Estado. Balmes falleció el mismo año en que Marx y Engels hacían público el Manifiesto comunista. En 1851, con la firma de un nuevo concordato, se alcanzó una etapa de paz. Isabel II, bondadosa y débil, nunca dejó de manifestarse profundamente católica.

10. Gregorio XVI, como todos sus antecesores, partía de la idea de que la independencia de los Estados pontificios era indispensable para la conservación de su propia libertad. El cautiverio a que los revolucionarios franceses redujeran a los dos Papas de nombre Pío, significaba una advertencia. Pero en el preciso momento en que tenía lugar el cónclave de su elección, un movimiento liberal estallaba en Modena y se extendía rápidamente por todos los territorios del norte de dicho principado. La república fue proclamada en Bolonia donde se constituyó un gobierno provisional. Gregorio trató de negociar con los rebeldes y fue rechazado. En aquellas revueltas que duraron dos meses tomó parte un sobrino de Bonaparte llamado como él Napoleón, que sería con el tiempo emperador de los franceses. Había olvidado muy pronto la acogida que se diera a su abuela y a su padre en Roma.

No quedaba otro remedio que solicitar la ayuda de Austria, el Imperio católico. No fue nada difícil para los soldados de los Habsburgo conseguir el sometimiento de los amotinados. Pero entonces Inglaterra, Francia, Prusia y Rusia protestaron. No estaban dispuestas a consentir lo que parecía un engrandecimiento del Imperio austriaco que ya dominaba en el Piamonte y el Veneto. Un Memorandum (21 de marzo de 1831) redactado a nombre de las cuatro potencias, con tono de ultimátum, reclamaba una reforma administrativa en los Estados Pontificios y la inmediata retirada de las tropas austriacas. El Pontífice no podía levantar un ejército; sería tanto como negar la calidad intrínseca a su autoridad. De modo que en cuanto se retiraron los soldados del emperador la revuelta volvió a empezar. Esta vez la fórmula consistió en una intervención paralela de modo que las fuerzas austriacas instaladas en Bolonia y las francesas en Ancona demostraran intención de abandonarlas.

Así se demostraba que era en extremo difícil conservar la independencia práctica de los Estados Pontificios. Había dos opciones: imponer el principio de autoridad reformando en sentido de consolidación de los poderes ejecutivos o prepararse para un abandono que redujera a Roma el Patrimonio. Gregorio XVI escogió la primera relevando a Bernetti, en la Secretaria de Estado, y entregando el cargo al más prestigioso de los zelanti, Luis Lambruschini. Las relaciones políticas del Pontificado, con sus súbditos y con el exterior, se

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endurecieron. Bastaron pocos años para demostrar que se había escogido el camino erróneo. El liberalismo contaba absolutamente con el nacionalismo que aspiraba a conseguir una Italia unida, en la que se incluyesen naturalmente todos los señoríos y Repúblicas que databan de la Edad Media y que permitían a Austria ejercer su dominio.

Había comenzado a moverse la Joven Italia, una creación de José Mazzini (†1872), que, invocando recuerdos de un pasado remoto y recordando que era una de las cinco naciones de Europa, reclamaba el establecimiento de una sola Monarquía. Para este movimiento el Papa constituía el principal obstáculo, aunque no faltaban algunos que soñaban con que el Vicario de Cristo pudiera asumir el control de esa unidad. De hecho el Papa no podía convertirse en un rey más, ni tampoco aceptar las ideas fuertemente penetradas de laicismo que entonces predominaban. Los nacionalistas utilizaron el término Risorgimento que equivalía a afirmar que se trataba de restaurar, para lo que era preciso remontarse a la época imperial romana. Gregorio XVI partía del convencimiento de que la conservación de la independencia completa de sus Estados era indispensable para su propia autoridad. Esta línea de conducta ha sido juzgada con gran dureza por historiadores, en especial italianos, pero era difícil entonces proponer alguna otra alternativa. El Papa no puede convertirse simplemente en obispo de la capital de un Estado; esto le habría impuesto obligaciones de fidelidad semejantes a las que los prelados de otros países debían a sus respectivos reyes.

Amargura y preocupación dominaban el ambiente en los últimos años de este Pontificado. Portugal había conocido, como España, una dura guerra civil con dos titulares, Miguel, tradicionalista, y María Gloria, liberal. Al triunfar la segunda, se desplegaron todos los sentimientos de un anticlericalismo duro, que preparaba el camino hacia la república y el laicismo. En este reino las circunstancias antirreligiosas fueron más duraderas que en España.

Más difícil resultaba entender la situación creada en Polonia, a la que ya hemos hecho referencia. Desde el siglo XVI la comunidad católica polaca se había defendido con tenacidad de las fuertes presiones, luterana y ortodoxa que la rodeaban. Algunos territorios del suroeste, incorporados al Imperio austriaco, habían podido consolidar su religión en torno a Cracovia que contaba con una de las Universidades más antiguas y más prestigiosas. Pero como consecuencia de los repartos y, luego, de la aventura napoleónica, el gran Ducado, antiguo reino, era una parte de los dominios del zar. En 1831 tropas polacas estaban preparadas, bajo bandera rusa, para someter a Bélgica, que se había independizado. Estos soldados se alzaron en armas contra Rusia, se apoderaron de Varsovia y trataron de proclamar su independencia.

No hubo apoyos desde el exterior de modo que la rebelión pudo ser fácilmente domada. Las discordias entre los propios polacos impidieron además formar el necesario frente único, de modo que, al final, como remate de una áspera represión, el zar pudo anunciar al mundo que «la paz reina en Varsovia». Para el Papa significaba un compromiso muy serio: ¿era posible, desde la doctrina católica, recurrir a la desobediencia armada y violenta para defensa de la fe? La respuesta primera, formulada a través del breve Superiori Anno, tenía que

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ser negativa. El Pontífice recomendaba a los católicos retornar a la obediencia de sus autoridades legítimas. El zar pudo presentar el breve pontificio, en el verano de 1832, como una especie de respaldo a las decisiones que asumiera. Una interpretación que no era correcta.

Gregorio XVI tardó bastante tiempo en reaccionar, esperando resultados de las negociaciones; pero el 22 de julio de 1832, transcurridos exactamente diez años, reunió el consistorio de cardenales y fijó allí la doctrina. No se trataba de una cuestión política, pero daba como seguro e indudable que la comunidad católica polaca tenía que ser reconocida en sus derechos, que les permitieran, incluso, darse a sí misma una estructura social ya que familia y asociaciones forman parte del entramado ético de una comunidad de fe. El zar Nicolás I viajó a Roma para celebrar con el Papa una larga entrevista, el 13 de diciembre de 1845 –era la primera vez que se producía un encuentro de esta naturaleza– y el resultado de la misma fue un memorial escrito, que en persona Gregorio XVI le entregó, enumerando estos derechos. Difícil punto de partida pero que no tardaría en dar frutos. Gregorio no llegó a conocerlos.

11. Para Gregorio XVI, que había sido durante años prefecto de la Congregación de la Fe, la dimensión más importante de la nueva Iglesia estaba en las misiones. En cierto modo puede decirse que eran la consecuencia de la separación entre Iglesia y Estado. Hasta entonces la evangelización era un cometido de las Monarquías católicas. Ahora tenía que ser asumida directamente, apartándose de los esquemas de la colonización que ahora dominaban en Europa. La fórmula escogida por Gregorio XVI consistía en crear una nueva forma de jerarquía, los vicariatos, dependientes de la Congregación y aplicable a todos los países que pasaban a considerarse como tierras de misión. Más de cuarenta y cuatro fueron establecidos durante este Pontificado. Esto no significaba que en territorios ya directamente administrados por las potencias no se prefiriera el establecimiento de sedes episcopales.

En un documento del 23 de noviembre de 1845, Neminem profecto, el Papa estableció las nuevas normas. Cada comunidad católica nacida en país lejano como consecuencia de la misión, debía aspirar a ser autosuficiente, esto es, disponer de su propio clero dentro de la población indígena; además aspiraba a que un día también los obispos procedieran de la propia población. En otras palabras: reconocer plena madurez a dichas comunidades. De momento se trataba de un sueño pues los fieles indígenas eran tratados entonces únicamente como elementos auxiliares. Este documento marca también el final del Pontificado de Gregorio XVI.

El Pontificado de los siglos XIX y XX (3) Luis Suárez Fernández*

III. EL LARGO Y DECISIVO PONTIFICADO DE PÍO IX

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1. Existe una vieja leyenda según la cual ningún Pontificado puede superar la duración del de San Pedro, que se estima en los veinticinco años. Dicha leyenda, que se apoya en algunos datos erróneos, ha sido superada en dos ocasiones, la de Pío IX y la de Juan Pablo II, que son considerados como venerables a la espera de que se cierre el proceso de beatificación. El gobierno de Pío IX coincide también con ciertos cambios muy radicales, que afectaron directa o indirectamente al destino de la cultura occidental: la celebración de un Concilio tras la cuenta cerrada en Trento, la pérdida de los Estados Pontificios, la fundación por Marx del materialismo dialéctico, la exposición del evolucionismo por Darwin, la victoria del liberalismo, la guerra de Crimea que abría paso a las cuatro contiendas europeas, la creación del II Reich alemán y el nacimiento de la Monarquía italiana, como única forma nacional. Al término de sus días, Pío IX reconoció que muchas cosas habían cambiado de tal forma que sus sucesores tendrían que gobernar de distinta manera, aun sin cambiar la vida de oración en la presencia de Dios como él la concebía.

Debemos, en consecuencia, partir de una fecha concreta, el 10 de abril de 1819, cuando Juan María de los condes Mastai Ferreti fue ordenado sacerdote, ya que éste es el dato primero a tener en la mente. Tenía entonces veintisiete años. Como otros muchos miembros de la nobleza italiana se le había destinado a la carrera eclesiástica, pero sin que esto significase el acceso a los altos puestos de la Curia. Lo que verdaderamente le dominaba, como después diría, era «el deseo de hacer el bien». Por eso su primer destino fue la capilla de un orfelinato, Tata Giovanni, lo que le permitió desarrollar el afecto hacia los más desfavorecidos de este mundo, los niños que carecen absolutamente de familia. Fue aquí en donde entró en relaciones con el cardenal Odeschlchi, jesuita, de quien aprendió esa doble valoración del saber teológico y del ejercicio espiritual. Tuvo incluso la idea de ingresar en la Compañía pero fue disuadido por su confesor. Su preparación intelectual y espiritual recomendaban el ingreso en el ámbito de servidores de la Curia. Y así comenzó una carrera que le llevaría pronto al episcopado y a una fuerte influencia en el Vaticano.

En 1823 recibió un encargo concreto –es el año que marca el cambio desde Pío VII a León XII– consistente en viajar a Chile como delegado apostólico e informarse de las circunstancias que acompañaban la independencia de las nuevas naciones de Iberoamérica. Era precisamente el momento en que los liberales en España se habían hecho dueños del poder, del que pronto serían desalojados por las fuerzas de la Santa Alianza. Al pasar por Mallorca las autoridades españolas detuvieron al legado aduciendo que no tenía el permiso correspondiente. No tardaron en disponer su libertad reanudando de este modo su viaje. Durante dos años pudo recorrer Chile y los antiguos virreinatos del Plata y Perú, recabando una información que la Curia consideraba muy valiosa. Dotado ahora de buena experiencia, en especial relacionada con el ejercicio de la caridad, monseñor Mastai se convirtió en uno de los predicadores que gozaba de mayor audiencia en Roma.

En 1827, al recibir la mitra de Spoleto, se inició la segunda etapa de su vida, que dura casi veinte años, primero en esta diócesis y después en la de Ímola, ambas dentro de los Estados pontificios. A las tareas de reforma, orientadas

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especialmente a la formación de un clero de talante nuevo y a la conservación de la moral en su dependencia, unía un espíritu abierto. Él no confiaba en modo alguno en las posturas políticas conservadoras, ya que estaba convencido de la necesidad de atraer a muchos liberales que, en el fondo, seguían siendo católicos. No era difícil conseguir este objetivo ya que la mayor parte de los miembros de su familia se inclinaban en favor de ese proyecto de unidad italiana que preconizaban y defendían. En cierta ocasión el cardenal Lambruschini llegó a decir que en casa de los Mastai hasta el gato era liberal. Una exageración, sin duda, pero que los ambientes zelanti difundieron contribuyendo a crear la imagen de que se trataba de un defensor de esa corriente. En España, al conocerse su elección llegaría a decirse que habían elevado a la sede de Pedro a un liberal.

Se trata de una cuestión importante a la que debemos dedicar algunas palabras a fin de entender los acontecimientos que siguieron. Para el obispo Juan María Mastai Ferreti lo importante era liberar a sus fieles de esos encadenamientos políticos que generan enfrentamientos y odio. Para ello resultaba a su juicio imprescindible cambiar el modo de gobernar. No pretendía un abandono de los Estados Pontificios, en los que seguía viendo plataforma de independencia para el Pontificado, pero sí su transformación, redactando para ello un programa de 58 puntos que entregó a Gregorio XVI el año 1845, con el título de Pensamientos acerca de la administración pública del Estado pontificio. No estaba lejos de los anhelos que preconizaban los partidarios del Risorgimento. Bonaparte había estado a punto de crear una Italia unida, dentro de su Imperio, desde luego, pero haciendo realidad el antiguo grito de Julio II de fuera los bárbaros.

Ahora bien, ¿cómo conseguir esa unidad? El Congreso de Viena había compensado las pérdidas de Austria en el espacio germánico con una compensación en los Balcanes y en Italia donde Lombardía y el Véneto habían sido incorporados y otros cuatro estados, teóricamente independientes, estaban sometidos a su protectorado, con presencia incluso de tropas. La opresión austriaca podía ser identificada con el absolutismo del antiguo Régimen. En cambio el reino de los Saboya, restaurado sobre la antigua Republica Cisalpina, era para los liberales el símbolo de la unidad nacional. La Joven Italia de Mazzini se declaraba absolutamente contraria a la Iglesia y, de un modo más general, al catolicismo, que era sin embargo la fe de la inmensa mayoría de los italianos. De ahí que Vicente Gioberti, en 1842, lanzara una nueva propuesta en su libro Del primado moral y civil de los italianos.

El nuevo movimiento, que sería llamado neo-güelfismo proponía un retorno a las raíces históricas de la nación, las cuales identificaba con su trayectoria católica. Era imprescindible que las dos fuerzas uniesen sus objetivos a fin de crear una especie de Unión de reinos, en la que el Papa debía desempeñar la presidencia con funciones de autoridad y el monarca Saboya el poder político y militar para su defensa. Naturalmente la propuesta encerraba un contrasentido ya que la autoridad del Vicario de Cristo, de carácter espiritual, no se refiere a una nación en concreto sino a toda la comunidad humana, incluyendo a los no católicos o no cristianos a quienes debía orientar en su conducta ética. De cualquier modo este contrasentido se revelaba ahora en otras dimensiones ya

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que el Papa seguía siendo soberano temporal, no de toda Italia pero sí de una parte de ella. Por eso Máximo d'Azeglio, defendiendo la postura católica, se opuso sin embargo al neo-güelfismo reclamando el abandono del poder temporal. Aquí surgía el interrogante para el que, de momento, no había respuesta. Si el Pontífice renunciaba a ese poder temporal, ¿cómo podría salvaguardar su independencia? Mastai deseaba la apertura de los súbditos a las nuevas estructuras y así lo había propuesto en su memorandum, pero seguía pensando que un Estado era imprescindible.

2. De nuevo, en el cónclave de 1846 volvieron a producirse enfrentamientos entre los sectores tradicionalista y abierto. Los zelanti confiaban en Lambruschini, que se había declarado abiertamente pro-austriaco, un apoyo que resultaba imprescindible a la vista de las amenazas revolucionarias. Estamos en 1846, cuando se notaban los estremecimientos de una revolución en Europa que sería la tercera, dentro de la cual iba a nacer el marxismo y también las nuevas formas de un colonialismo en Asia y en África, tierras de misión. Los partidarios de Azeglio contaban con el cardenal Gizzi, que gozaba de amplia popularidad. Los cardenales optaron por la vía intermedia: un cardenal obispo aperturista, con buena experiencia pastoral e independiente de las grandes potencias. Mastai se convirtió en Papa y tomó el nombre de Pío IX porque se proponía continuar en la línea renovadora de Pío VII.

Para sus contemporáneos lo sucedido era que por primera vez un Papa liberal iba a ceñir la tiara. Si entendemos el término liberal en el sentido que comúnmente damos a esta palabra, es decir, abierto y generoso, el calificativo es correcto. No lo es, en cambio, si como Lambruschini y los tradicionalistas españoles lo entendieron, que adquiere un significado político. Pío IX acogería la desaparición de los Estados pontificios como un gran revés para la Iglesia y sobre todo para su cabeza. Los datos que se han ido recogiendo para su proceso de beatificación, reabierto en 1954 después de una etapa de abandono, nos demuestran de qué modo estableció lo que podíamos llamar el horario tipo en la jornada de un Pontífice al que sus sucesores prácticamente se sujetaron. Cada mañana, despertado a las cinco, tras un descanso que no sobrepasaba las seis horas, sin que esto ejerciera efectos negativos sobre su salud, dividía su tiempo en cuatro etapas, siendo la más importante y larga la que dedicaba a la oración. Establecía de este modo un principio esencial: la tarea más importante para el sucesor de Pedro estribaba en colocarse en la presencia de Dios. Rezaba el rosario y las partes correspondientes al breviario paseando por los jardines o pasillos de su residencia.

Fue para él un percance muy serio el bloqueo establecido en 1870, ya que con anterioridad a esta fecha, hacía frecuentes paseos por las calles de Roma, tratando de acercarse a sus súbditos o conversando con los niños, como en Ímola ya hiciera. En la mañana, entre las nueve y las dos despachaba la correspondencia y se ocupaba, con los prefectos de las Congregaciones, de los asuntos ordinarios de la Iglesia. Pero eran las tardes, entre cinco y nueve, cuando se intensificaba su trabajo. En éste había siempre, además de las referencias a la fe, una preocupación por la caridad. Venía de antaño, desde sus tiempos de sacerdocio: atender a los pobres, entendiendo por tales no sólo

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los que carecen de medios materiales, sino los que necesitan el consuelo y la ayuda para encontrar la fe que es la que hace plenamente hombres.

Generoso y humilde, devoto especialmente de la Virgen María, cuya Inmaculada Concepción declararía dogma, no carecía sin embargo de algunos defectos, fruto especialmente de su empeño en alejarse de las raíces aristocráticas recibidas a través de su familia. Los sentimientos pesaban mucho más en sus decisiones que el examen crítico; tenía cierta tendencia a la ironía y a gastar bromas que a veces herían a sus interlocutores. Pero la virtud de la generosidad primaba por encima de todas las demás condiciones de su existencia. El dinero que llegaba al Vaticano, a veces abundante y generosamente donado por benefactores, era automáticamente despachado para remedio de la pobreza. Esto hizo que muchos ricos vieran en él un vehiculo idóneo para lograr la clarificación de sus riquezas. Todo ello atrajo afectos populares tan sinceros que podemos decir que se trata de uno de los Papas más queridos.

Todo ello iba a crear precedentes. Hoy los Papas se mueven por el mundo arrastrando multitudes. Pero esta tendencia tiene sus raíces precisamente en Pío IX que, durante ocho largos años sería un cautivo tras los muros de su palacio. Y fue entonces cuando se convirtió en cabeza y modelo para toda la Cristiandad, precisamente porque había sido despojado de aquellos poderes temporales que en el fondo eran un obstáculo. Ya Pío VI, y Pío VII, en condiciones mucho más duras de cautividad, habían tenido ocasión de vivir parecidas experiencias.

3. Durante los diez primeros años de su Pontificado, Pío IX colmó las esperanzas de muchos italianos: al fin había un Papa que era de los suyos, que se sentía plenamente identificado con los intereses de su nación. Pero en esto se engañaban pues los proyectos de Mastai iban mucho más lejos que los de los nacionalistas; no era Italia sino la Cristiandad entera la que reclamaba su atención. El neogüelfismo, a sus ojos, no significaba otra cosa que una reducción de cuanto Roma venía significado a horizontes estrictamente limitados. Por otra parte en el nacionalismo italiano predominaban ampliamente aquellos dirigentes que veían en la religión un obstáculo para la conquista de la libertad. De modo que la disyunción resultaba a la larga inevitable. Pese a todo es preciso reconocer que la pérdida de los Estados Pontificios, mal recibida al principio, iba a significar un ventajoso salto adelante en la construcción de esa nueva jerarquía que la Iglesia necesitaba.

No debemos olvidar que Pío IX llegaba al solio con el propósito de llevar a la práctica aquellas reformas que tres años antes recomendara: las provincias que formaban el Patrimonio tenían que acomodarse al modelo que para sí asumían los reinos europeos, adoptando todas las reformas administrativas y técnicas. Gizzi, que fuera como dijimos candidato de los politicanti, se encargó de la Secretaría de Estado e inmediatamente fue constituida una comisión de reformas. El 17 de julio, un mes después de su elección, hizo público un decreto de amnistía que permitía la libertad de los presos políticos. Se cerraba así una etapa de gobierno duro y se abrían las puertas para una participación de los súbditos en las tareas de gobierno. Una de las primeras disposiciones de

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la comisión fue, precisamente, otorgar una libertad de prensa dentro naturalmente de los límites establecidos por la moral católica.

Durante el invierno de 1846 a 1847 se vivió en muchos sectores un gran entusiasmo. Los tradicionalistas comenzaron a elevar sus oraciones para que Dios enmendase la conducta del Papa liberal. Metternich llegó a creer que Pío IX iba a colocarse al frente de los independistas italianos que amenazaban a las guarniciones austriacas, y en el verano de 1847, a fin de reforzar el dispositivo de éstas, dispuso la ocupación de Ferrara. Pío IX presentó una protesta; aquella ciudad le pertenecía y la ocupación militar fue calificada de agresión. Entre los nacionalistas hubo una onda de entusiasmo. Hasta Garibaldi, exiliado en América, escribió al Papa para ofrecerle la colaboración de sus milicias para la guerra que juzgaba indispensable contra Austria. Carlos Alberto de Saboya y Mazzini propusieron a Pío IX que encabezara el movimiento de liberación.

José Maria de Mastai Ferreti no podía caer en la trampa que se le tendía, un poco desde la inconsciencia. Aquella Italia que le estaban ofreciendo, a cambio de que abandonase su compromiso como cabeza de la Cristiandad, nada tenía que ver con la antigua nación católica que, pese a sus divisiones políticas, defendiera durante siglos la forma cultural más exquisita del cristianismo. Las ideas que se estaban difundiendo, bajo la capa de un liberalismo radical y doctrinario, chocaban con la fe cristiana. En el otoño de 1846, es decir, apenas tres meses desde su elevación al solio, pidió a Lambruschini que le ayudara a redactar su primera encíclica, Qui pluribus, que fue publicada el 9 de noviembre y que contenía una primera definición de los errores a que se estaba dando amparo, bajo el pretexto ficticio de la libertad. En el documento se mencionaba, en términos condenatorios muy duros, al liberalismo al que se acusaba de despeñar moralmente a la sociedad europea. La verdad y la mentira no pueden gozar de la misma independencia como el vicio y la virtud tampoco pueden ser equiparados. El ser humano, creado por Dios, ha sido dotado en su naturaleza de libertad, es decir, libre albedrío y no de independencia que permite obrar con arreglo a la propia voluntad. Es necesario hacer una radical y clara distinción entre legitimidad y legalidad. Los hombres no son dueños arbitrarios de su propio destino sino criaturas responsables a las que Dios exigirá, finalmente, cuentas estrechas.

Pío IX recordaba muy bien algo que sus antecesores ya explicaran: la libertad de conciencia –nadie puede ser obligado o impedido en relación con su fe– no debe confundirse con la libertad para no tener conciencia. Y el deísmo, que atribuye a la razón humana la creación de todas las religiones, es simplemente un manantial de errores. No se oponía a las demandas del liberalismo en relación con las formas de gobierno. Al contrario, en el curso del año siguiente emprendió una tarea de modificación de las estructuras de los Estados pontificios, abriendo puertas a los ferrocarriles, a la industria, a los primeros medios de comunicación e incluso creando una especie de gobierno cuya presidencia fue encomendada al cardenal Jacobo Antonelli, que contaba con muy buena experiencia.

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Pero en 1848 casi toda Europa se vio sacudida por una nueva onda revolucionaria que derribó la monarquía liberal de Luis Felipe, obligó a destituir a Metternich y puso en marcha una nueva tendencia del nacionalismo, no hacia la unión, como era el caso de Alemania e Italia, sino hacia la separación en Escandinavia y sobre todo en el Imperio austro-húngaro, que seguía siendo la gran reserva católica de Europa. Las demandas de los revolucionarios se tornaron esta vez más radicales, si bien sólo en Francia se produjo la sustitución de la Monarquía por la República.

4. Una de las demandas principales de los revolucionarios de 1848 fue la unificación de Italia bajo un sistema liberal, enfrentándola al dominio que sobre ella venía ejerciendo Austria. Muchos católicos se sumaron a esta demanda ya que la unidad era indispensable para lograr un fortalecimiento en una sociedad que tenía que recurrir a la emigración para solucionar problemas de pobreza. El 14 de marzo de ese mismo año, Pío IX trató de adelantarse otorgando a los Estados Pontificios una Constitución de corte liberal; la Iglesia trataba de demostrar que no tenía prejuicios en relación con el sistema parlamentario y sí en cambio, con las consecuencias morales derivadas de una creciente secularización de la existencia. El Pontífice había querido dejar bien clara la distinción en una homilía que concluyó con estas palabras: «Bendecid, Dios omnipotente, a Italia y conservarle este don preciado de la fe».

En este momento (23 de marzo) se iniciaba la guerra contra Austria bajo el liderato de la Casa de Saboya. Los soldados aclamaban a Pío IX como si fuera el campeón de la independencia italiana. Una situación sumamente comprometida que podía convertirle en beligerante. Por eso el Papa hubo de hacer una declaración doctrinal en forma en cierto modo solemne (29 de abril de 1848): declaraba que no podía haber la menor duda acerca del carácter universal de su autoridad, como Vicario de Cristo que era; en consecuencia estaba obligado a sentir idéntico amor paternal a todos los pueblos, a todos los hombres, sin distinción alguna. Se estaba llegando a una disyunción que no tardaría en producir consecuencias. Si el Pontífice, por su calidad de tal, no podía sumarse a la causa de la independencia unificadora de Italia, no podía seguir siendo un príncipe italiano. Hasta los neo-güelfos abrazaron este convencimiento, con toda lógica: debía renunciar a seguir siendo un príncipe italiano, permitiendo a los territorios colocados bajo su potestad, sumarse a la nación que emergía de sus rotas raíces.

De este modo se planteaba, para los siguientes ochenta años, la que los políticos calificarían de «cuestión romana». Las adhesiones a Pío IX descendieron bruscamente. En esta dirección contribuyó también el hecho de que esta guerra, en la que Piamonte hubo de combatir solo –había simpatías, pero sin que se tradujesen en apoyo material–, se cerró con dos derrotas para los italianos, Custozza (1848) y Novara (1849). El Imperio austro-húngaro había conseguido recuperarse de los daños causados por la revolución y de nuevo el emperador contaba con fuerzas militares considerables. El rey Carlos Alberto entregó la corona a su hijo Víctor Manuel II y abandonó el país. Con esta abdicación se cerraba el tiempo de predominio de los elementos moderados. Ahora Mazzini y Garibaldi pasaban a ser los hombres fuertes. Ellos demolían la imagen del Papa «liberal» y planteaban la cuestión en otros

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términos. La unidad de Italia debía lograrse desde el interior lo que significaba que Roma tenía que pasar a convertirse en la cabeza de la nueva Monarquía.

Como un episodio más dentro de la guerra, los nacionalistas prepararon el asalto a Roma, que fue ejecutado con gran destreza por el propio Mazzini. Todo comenzó el 15 de noviembre de 1848 con el asesinato del presidente del gobierno de los Estados Pontificios, Pellegrino Rossi. Inmediatamente un levantamiento, reforzado desde fuera, se hizo dueño de la ciudad. De modo que todos los intentos de conciliación mediante la apertura se venían abajo. El Papa asediado en el Quirinal, pudo huir, con la ayuda de la embajada de Baviera, y fue a refugiarse en Gaeta, el principal de los puertos napolitanos, donde reinaba aún Fernando II, un descendiente de Felipe V de España. Aquí se comenzó a proponer por ciertos sectores una especie de cruzada para liberar al Papa. Los revolucionarios establecieron un gobierno provisional, reunieron una Asamblea constituyente y aprobaron una Constitución que, afirmando la permanencia de la fe en Dios, declaraba sin embargo al Papa despojado de todo su poder temporal: se refería tanto a la legitimidad de origen como a la de ejercicio.

Surgía, por consiguiente, la duda. Ante la imposibilidad de regresar a Roma, donde se le negaba hasta el permiso de residencia a menos que se resignara a una especie de sumisión a la que se titulaba ya República Romana, cabían dos opciones: cambiar la sede del Vicario de Cristo, como se hiciera en Avignon, o recurrir a otras potencias que permitieran la reconquista de la ciudad y del territorio. Es posible que la batalla de Novara y la caída de Carlos Alberto, influyeran en la decisión tomada: encargar al cardenal diácono Antonelli la Secretaría de Estado y aceptar la propuesta que éste hizo de recurrir a Austria y a otras potencias católicas. La República francesa se hallaba ahora en Manos de Napoleón, que se preparaba para proclamarse emperador. Tanto Francia como España coincidieron en reclamar la independencia del Papa ya que eran las principales potencias católicas y no les convenía un excesivo predominio austriaco.

El 24 de abril de 1849 un ejercito franco-español, mandado por generales de nombres tan significativos como Oudinot y Fernández de Córdoba, desembarcaba en Civitavecchia, expulsaba a los garibaldinos y permitía a Pío IX regresar a su palacio el 12 de abril de 1850. Su decisión era clara: permanecería allí, en sus habitaciones del Vaticano, haciendo frente a cualquier adversidad que pudiera presentarse en el futuro. Sin embargo una etapa se cerraba definitivamente. Ya no era el Papa gobernante de un territorio libre sino militarmente ocupado por tropas extranjeras que constituían su única garantía para una perentoria defensa. Pío IX hubo de abandonar sus proyectos de liberalización, reduciéndose a una mera administración y volcando sus esfuerzos principales en la explicación de la doctrina.

Desde 1850 un cambio muy considerable se produjo en Italia. Todo el entusiasmo hacia el Papa, en quien se veía el gran promotor de la unidad nacional, se disipó: ahora era muy amplia la opinión que veía en los Estados de la Iglesia el principal obstáculo para este objetivo. Víctor Manuel II cambia la política de su padre, acentuando las propuestas para una laicización de la

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sociedad, la cual, a su juicio era indispensable para conseguir las alianzas que le permitieran expulsar a los austriacos y someter a los estados que aún sobrevivían de la antigua Italia poliforme.

Como nos recuerda el gran novelista Lampedusa, era imprescindible que todo cambiase para que nada cambiara en realidad. Tal fue el designio político de Camilo Benso, conde de Cavour, que desde el año 1852 asume las funciones de primer ministro en un reino que ya identifica con Italia. Ante todo era imprescindible lograr una alianza con Napoleón III, que garantizase la neutralidad británica e hiciera posible la derrota de Austria, repitiendo las hazañas del primer Napoleón. Además era oportuno sembrar laicismo despojando al Papa de aquel prestigio que en los últimos cincuenta años adquiriera. Y utilizar a los rebeldes garibaldinos si bien con el propósito de eliminarlos tan pronto como la unidad política se hubiera conseguido. Una Italia para lo que sobrevivía de la nobleza y para la alta burguesía de los nuevos empresarios. Una Italia también que eludiera cualquier compromiso con el catolicismo sin perseguirlo, desde luego.

La conferencia de Plombières (21 de julio de 1858) estableció una estrecha alianza, que se mantuvo bajo fuertes reservas de silencio, orientada a arrebatar a Austria todos los territorios que aún conservaba en la Península. Napoleón III pensaba que, de este modo, al disminuir la potencia de los Habsburgo aumentaría proporcionalmente la de Francia. Cavour hizo un despliegue de fuerzas y amenazó ostensiblemente a sus vecinos de Lombardía. El Imperio envió una especie de ultimátum que Turín rechazó y, en consecuencia, los austriacos declararon la guerra (23 de abril de 1859). En pocas semanas los austriacos fueron derrotados (Mgenta y Solferino) y Víctor Manuel pudo adueñarse de Lombardía. Al año siguiente los garibaldinos se adueñaban de Nápoles y en 1861 Víctor Manuel II era proclamado rey de Italia. Ahora el Patrimonio de San Pedro se hallaba reducido a un pequeño perímetro en torno a Roma. Napoleón III, que buscaba el apoyo de los católicos en su propio país, mantuvo sus tropas en Roma, garantizando de este modo, aunque en precario, la independencia de la Santa Sede.

5. Desde su retorno a Roma, en esa especie de enclaustramiento que la situación militar le imponía, Pío IX se dedicó casi exclusivamente a fijar y aclarar la doctrina, tomando incluso la trascendental decisión de convocar un Concilio, norma que la Iglesia parecía haber abandonado desde la clausura de Trento. No era una actitud distinta de la que ya adoptara en los inicios mismos de su Pontificado, cuando publicó la ya mencionada encíclica Qui pluribus, enfrentándose con los muchos errores que, desde el punto de vista católico, se estaban difundiendo en el seno de la sociedad europea. Y lo hacía afirmando que al Papa corresponde, en último término, la facultad de definir, de forma infalible, las verdades que contiene la fe cristiana. Se enfrentaba con el supuesto problema de una incompatibilidad entre la fe y la razón. Repitiendo algunas de las enseñanzas de Pío VII, que recomendara un retorno a santo Tomás, negaba absolutamente tal incompatibilidad. Si Dios ha otorgado a la naturaleza humana esta facultad es indudable la intención de que deba emplearse, incluso en las verdades reveladas que la racionalidad hace más fácilmente comprensibles. En consecuencia pedía a los católicos una

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dedicación a la ciencia para la que la fe ofrece fundamentos de verdad que son sumamente importantes.

Para Pío IX, el mayor peligro que estaba sufriendo entonces la sociedad europea venía, precisamente, del indiferentismo religioso. La aconfesionalidad que preconizaban los sistemas liberales, conducía sin demora al ateísmo, pero éste es una negación. Es seguro que el cristianismo posee una verdad cierta y absoluta que le ha sido revelada por el mismo Dios, pero, en este sentido, las otras religiones comparten con él una parte, aunque sea mínima, de esa verdad, mientras que el ateísmo es un vacío, una carencia y una negación absoluta. En el mismo sentido, aunque faltaban aún dos años para la publicación del Manifiesto comunista, el Papa denunciaba el comunismo como contrario al derecho natural, pues niega las dimensiones esenciales de la persona humana, reduciendo a las criaturas a meros individuos dentro del grupo. Frente a estos peligros que acechaban a Europa –y de esto no podía dudarse– el remedio estaba en una perfecta formación del clero para que actuase con el ejemplo y la palabra.

Ninguna aportación tan importante puede atribuirse al cristianismo como aquella que se refiere a la dignidad de la naturaleza humana, que Dios ha escogido para sí en el momento de encarnarse. Esta encarnación se produce en el seno de una mujer, María, sin intervención de varón. Estamos hablando en términos de fe y no de otro modo. La consecuencia indeclinable de esta afirmación es que María debe considerarse como la criatura más excelsa y absolutamente perfecta. Durante siglos las Universidades más prestigiosas venían solicitando la definición de este punto de doctrina: no es posible admitir en la Virgen ni siquiera la sombra de un pecado. Pío IX consultó a 603 obispos acerca de la oportunidad de hacer una declaración dogmática; salvo unos pocos la respuesta fue afirmativa. Hay cierta lógica en ello pues la fiesta se venía celebrando desde finales del siglo XV y Gregorio XVI la había introducido en el canon de la misa.

Ello, no obstante la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854, llegaría a revestir una gran importancia. En ella se declaraba la infalibilidad pontificia, es decir, la fijación definitiva y, por ello no revisable, de una cuestión que afectara a la fe de la Iglesia. En esta oportunidad, contra algunas opiniones de renombrados teólogos, se ponía fin a un debate largo y se daba a María, la doncella de Israel, una especial preeminencia sobre los demás seres humanos, ya que quedaba exenta del pecado y sus consecuencias. Cuatro años más tarde, entre los días 11 y 16 de julio de 1858, una muchachita de catorce años, hija de un molinero de Lourdes, en el sur de Francia, afirmó que dieciocho veces se le había aparecido una Señora que se autocalificara a sí misma de Inmaculada Concepción. Hubo debates muy largos en relación con estas apariciones, pero la Iglesia acabaría aceptándolas y millones de peregrinos acudieron en los años siguientes con la esperanza puesta en un milagro o en la fuerte conversión interior. Incluso los que rechazan las afirmaciones de santa Bernardette Soubirous, tienen que reconocer que un cambio muy importante había tenido lugar, el cual se manifestaría sobre todo con ocasión de la Primera guerra europea. Pío IX puso también gran empeño en difundir el culto a la

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Virgen así como al valor excelso de lo femenino; dentro de la doctrina cristiana la criatura más excelsa no es un varón sino una mujer.

La idea era ahora más amplia y más profunda. Era imprescindible presentar una respuesta a las doctrinas que se difundían en nombre de una «moderna civilización». Una comisión comenzó a trabajar en el texto de una encíclica, Quanta cura, a la que se añadiría una lista de 80 proposiciones (Syllabus) que contradecían la doctrina de la Iglesia y de una manera especial los derechos naturales humanos que venía defendiendo desde mediados del siglo XIV, como una consecuencia del planteamiento racional del tomismo. En junio de 1863 el texto estaba concluido y copias del mismo se entregaron a los obispos a fin de que pudieran formular sus propuestas. Un clérigo de los que prestaban servicio en el Vaticano pasó dicho texto a un periodista y de este modo pudo publicarlo un diario de Turín en ese mismo año, acompañándolo de críticas y denuncias de muy elevado tono. La Iglesia y, en general, la religión cristiana, era denunciada como un peligro para la libertad, que se identificaba definitivamente con el laicismo y con el relativismo ético.

Aunque algunos consejeros del Papa expresaron entonces dudas acerca de la conveniencia de afrontar aquella campaña, Pío IX decidió seguir adelante. Para la Iglesia no quedaba otra opción: había además que reunir un Concilio en donde toda esta doctrina se explicase del modo más solemne. La encíclica se publicó el 8 de diciembre de 1864, cuando se cumplían exactamente diez años de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción. Desde una perspectiva actual es necesario destacar algunos aspectos que la experiencia demuestra hasta qué punto afectaban al ser mismo del cristianismo y, en consecuencia, al de Europa, que ha sido edificada sobre sus raíces. La encíclica rechazaba el aserto de que la razón humana es el único vehículo para establecer verdad y error, como si la ciencia fuera capaz de establecer verdades absolutas cuando, como la experiencia nos demuestra, y Einstein lo recordaría en famosas palabras, «Dios no juega a los dados». En aquel tiempo el positivismo se apoyaba en la idea de un Universo infinito, una tesis que ya nadie defiende. También denunciaba la tendencia a pedir al hombre que se liberara de la fe, cuando ésta es la que permite construir un orden de libertad personal. Y se defendía la indisolubilidad del matrimonio frente a las leyes divorcistas.

Es importante señalar que los errores denunciados en aquellos documentos han seguido avanzando. Y, también, que el siglo XX no sería el tiempo placentero que anunciaban los positivistas sino el más cruel de la Historia, alcanzándose metas de genocidio antes impensables. Las ochenta proposiciones condenatorias del Syllabus se agrupaban en diez capítulos. Se condenaban el panteísmo, racionalismo radical, indiferentismo y laicismo. También el socialismo, comunismo y toda clase de sociedades secretas. Defendía los derechos de la Iglesia y se adelantaba a la más tarde decisiva definición de Juan Pablo II: no es posible confundir derechos naturales, que tienen que ser absolutamente reconocidos, y derechos del hombre y del ciudadano, que dependen de la voluntad política y pueden ser variados. La moral era presentada como el orden mismo de la Naturaleza de modo que la concupiscencia puede llegar a alterar incluso la conservación de la misma.

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El documento concluía con una expresa condena de la «moderna civilización». Era suficiente para que una amplia campaña de prensa presentara a la Iglesia como un factor retardatario de la sociedad. Es bien sabido que los movimientos totalitarios, que someten incluso al Estado a la voluntad del partido, se definen a sí mismos como progresistas. Los principales defensores de la «moderna civilización» insistían por estos años en la necesidad de liberar a la sociedad del «peligro» que significa la religión. Una idea y un programa que ha llegado hasta nosotros creciendo además en nombre de una supuesta tolerancia. No debemos olvidar que el que «tolera» se refiere siempre a algo que considera específicamente malo o, cuando menos, indeseable. Pío IX nunca se desanimó, aunque muchas adversidades se volcaron sobre él. Jamás renunció a sus ideas acerca de la libertad: ésta es libre albedrío y no simple independencia y aparece asociada siempre al sentido profundo de la responsabilidad.

6. Desde 1563 la Iglesia no había celebrado ningún Concilio; para muchos se trataba de una institución ya fuera de uso. Sin embargo la polémica desatada en torno al Syllabus hacía imprescindible este recurso, ya que era preciso que las definiciones doctrinales contasen con el respaldo de toda la jerarquía. La bula de convocatoria fue cursada el 29 de julio de 1868 y las primeras palabras, Aeterni Patris, eran precisamente una invocación a la voluntad de Dios. Se trataba esta vez de una Asamblea estrictamente eclesiástica: a los monarcas o gobernantes católicos, que sin duda iban a contar con observadores que siguieran de cerca los trabajos, se les invitaba únicamente a que dieran facilidades a sus súbditos para que acudiesen. En los medios cristianos la noticia fue acogida con calor e incluso entusiasmo. En los políticos de corte liberal con marcada hostilidad. La Civiltá cattolica, revista muy significativa, dio la noticia de que teólogos franceses estaban reclamando una declaración formal acerca de la infalibilidad pontificia. Esta doctrina despertó fuerte polémica en Alemania, donde el famoso y canonista Döllinger, encabezó un grupo de oposición. Había el peligro de que retornase la vieja disyunción entre germanos y latinos, como en Basilea.

Por primera vez se había escogido la iglesia de San Pedro del Vaticano como escenario pare las reuniones. Quedaba de este modo patente la sumisión de la Iglesia universal al Papa. Una tercera parte de los asistentes, que sumaban setecientos obispos, ya no eran europeos. Pese a las dificultades en las comunicaciones se hacía patente la universalidad de la Iglesia. De algún modo todos los Continentes se hallaban allí representados. El trabajo fue intenso y las esperanzas se ampliaron. Sin duda iba a salir de allí la definición clara de la doctrina cristiana en relación con cada uno de los problemas del mundo moderno. Pío IX escogió para la sesión inaugural la fecha del 8 de diciembre de 1869 porque era la fiesta de la Inmaculada.

El primer debate en congregación general versó sobre los problemas que planteaba el racionalismo moderno. Sobre el texto original se introdujeron modificaciones, pero al final se aprobó por unanimidad (24 de abril de 1870) un documento definitorio con título de Dei Filius; por vez primera se usaba de nuevo el termino Constitución que corresponde a las leyes fundamentales de la Iglesia. Sus cuatro capítulos, avalados por la inerrancia que se reconoce al

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Concilio, con ratificación del Papa, marcaban la postura doctrinal más importante. El hombre se halla dotado de una capacidad racional que le permite descubrir la existencia de Dios aunque la revelación resulta necesaria para una completa verdad acerca de Él. No hay, en consecuencia, un enfrentamiento entre fe y razón. A los católicos se debe instar a que penetren el espacio ocupado por la ciencia pues ésta puede aclarar muchas cosas y ser a su vez clarificada desde la fe.

La mayor parte de los padres conciliares juzgaba de absoluta necesidad llegar a una clara definición de la infalibilidad pontificia pues era el medio de garantizar unidad de fe ahora que la Iglesia se extendía por todos los continentes. De este modo, dirigidos en principio por el cardenal Manning, los padres obligaron a insertar una clara referencia en el texto de la otra constitución que se preparaba acerca de lo que es la Iglesia de Cristo. Tras amplios debates se llegó a la redacción de la que se llamaría Pastor Aeternus, que fue aprobada el 18 de julio de 1870, haciéndose una referencia a un lejano precedente, el de Florencia (1439), que había creído conseguir por este camino el restablecimiento de la unidad entre las dos Iglesias, latina y griega. En el subconsciente quedaba ya esta convicción: era preciso buscar fórmulas adecuadas para que el catolicismo y la ortodoxia, que no discrepaban en la fe, definida en los seis primeros Concilio, llegaran a reunirse de nuevo. Sería el camino más eficaz para enfrentarse con las desviaciones del mundo moderno. Esta vez sólo Ignacio Döllinger opuso su negativa. El documento fue aprobado por práctica unanimidad.

Al día siguiente, tergiversando Bismarck un documento de Napoleón III, estallaba la guerra franco-prusiana. Los franceses tuvieron que retirar sus tropas de Roma porque necesitaban reforzar su defensa en el Rhin, ya que la superioridad militar alemana se hizo visible desde el primer momento. Tampoco España estaba en condiciones de prestar ayuda pues Isabel II había sido derribada y su sustituto era precisamente un miembro de la Casa de Saboya. Víctor Manuel II anunció entonces la intención de ocupar Roma, que carecía de cualquier elemento capaz de resistir. La gran hazaña del general Cadorna, premiada en él y sus dirigentes, consistió en disparar un solo cañonazo el 20 de septiembre de aquel año del mismo modo que antes se lograran otras conquistas. El Papa suspendió las sesiones del Concilio y el Secretario de Estado pidió a los generales italianos que se hicieran cargo de la Ciudad Leonina para evitar disturbios. Desde 1871 Víctor Manuel se instaló en Roma declarada capital de su reino. La unidad italiana se había logrado. Las naciones católicas guardaron silencio, con lo que quedó aceptada la disolución de los Estados Pontificios.

7. Surgía ahora una cuestión delicada: ¿qué situación correspondería en adelante al obispo de Roma que era al mismo tiempo cabeza de la Iglesia universal? El gobierno presidido por Cavour brindó una fórmula, Ley de Garantías que tenía tres aspectos fundamentales. En adelante el Pontífice carecería de cualquier clase de poder temporal, aunque no sería molestado en su persona y en sus bienes. Iglesia y Estado gozarían de reciproca autonomía pero conservándole a la Corona sus atributos. El Pontífice podría retener la propiedad privada de tres amplios edificios con su respectivo solar, Vaticano,

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Letrán y Castelgandolfo. Esto, naturalmente, le colocaba dentro de la soberanía del Estado italiano en el momento en que Bismarck lograba la unidad alemana y ponía en marcha esa política anticatólica que calificaba de Kulturkampf, lucha por la cultura.

Pío IX, que había fulminado la excomunión contra Víctor Manuel II y sus colaboradores, publicó una bula, Ubi nos (14 de mayo de 1871) rechazando la Ley de Garantías precisamente porque no significaban tal cosa. Aprobada por un Parlamento podía ser modificada o revocada en cuanto los partidos políticos así lo deseasen. Fue más lejos al prohibir a los católicos participar en la vida política de la nueva Monarquía, de modo que no podían ser electores ni elegidos, lo que venía a significar un apartamiento que prácticamente liquidaba los proyectos neogüelfos y moderados. Se encerró en el Vaticano, cuyos límites las tropas italianas respetaron, y pasó a ser un prisionero de sí mismo. Naturalmente él sabía que esta situación no podía prolongarse indefinidamente de modo que, hasta febrero de 1878 en que ambos interlocutores fallecieron, mantuvo correspondencia con Víctor Manuel disponiendo incluso que éste pudiera contar con los servicios espirituales de un sacerdote en los momentos finales de su existencia. Pío IX dijo en confianza a algunos de sus colaboradores que a quienes le sucedieran en el solio correspondería hallar una solución más adecuada, porque la independencia del Papa era, precisamente, lo que se hallaba en juego.

Puede decirse, como apunta Javier Paredes en uno de sus mejores estudios, que «el magisterio de Pío IX no estuvo nunca condicionado por intereses humanos o temporales». De hecho, continuando la tarea de aquel Papa cuyo nombre tomara, sentía el empeño de llevar a cabo una restauración de la Iglesia, pero colocando las dimensiones espirituales por encima de cualquier otra consideración. Sus ataques al desvío que significaba aquella tan elogiada cultura de la modernidad demostraron, sin tardar mucho, que eran absolutamente acertados. Europa se aproximaba ahora a los años difíciles, de los que la sangrienta guerra de Crimea había sido únicamente un prólogo. A las potencias que fueran Francia, Inglaterra y Rusia, herederas del afán de dominio de Bonaparte, se sumaban ahora otras dos, Alemania e Italia. Y a todas Bismarck invitaba a compartir la empresa de someter África a un dominio colonial –no se trataba de fundar nuevas naciones como en América sino de obtener recursos materiales sin explotar– que acabaría generando nuevos enfrentamientos.

La pérdida de los Estados pontificios, que muchos recibieron al principio como un serio perjuicio, se convirtió muy pronto en una verdadera liberación. El Papa dejaba de ser un soberano temporal y se apartaba de los compromisos políticos de este tipo. Como la doctrina cristiana indicara, el poder no es otra cosa que un mal menor necesario: Ahora el Pontífice conservaba la autoridad, liberándose para siempre, al parecer, de la potestad. Año tras año esa autoridad mediante la palabra y el ejemplo iría creciendo, extendiéndose además a todos los lugares del mundo. Dato importante es que durante el Pontificado de Pío IX se crearon doscientas seis nuevas diócesis y vicariatos de modo que iba desapareciendo la antigua relación estrecha entre el espacio europeo y la catolicidad. Se iba consiguiendo un nuevo modelo de sacerdocio,

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más preocupado por la santidad, suya y de los fieles a su cargo, que por el ejercicio de una influencia social. Comenzaba una especie de disminución en el clericalismo.

Las antiguas órdenes religiosas experimentaron un proceso de crecimiento, en cuanto al número de miembros pero, sobre todo, a la eficacia de su tarea. Por ejemplo, la Compañía de Jesús, durante este Pontificado, triplicó el número de miembros convirtiéndose sobre todo en el brazo intelectual de la Iglesia merced a sus Colegios y Universidades que formaban a la mayor parte de los católicos. Lo que más importa aquí es señalar la importancia de nuevas congregaciones que fueron establecidas, y de un modo especial la de los salesianos de Juan Melchor Bosco, a quien los files siguen invocando como don Bosco. Tenía dos ramas, la masculina que es la que emplea el calificativo salesiano, y la femenina que se presentaba bajo la advocación de María Auxiliadora. Respondiendo a las necesidades del tiempo asignaron dos metas a su tarea: la educación de los niños de bajo nivel social y las misiones en países adonde no hubiera llegado suficientemente la evangelización.

Habría que añadir otras muchas congregaciones orientadas a las misiones, que partían en general de aquellos países como Holanda o Inglaterra, más comprometidos en la colonización de África, ya que a los católicos de dichos lugares preocupaba de modo especial la utilización de dicha presencia como un medio para abundar en los beneficios de la fe. A fin de cuentas, desde el punto de vista cristiano ningún bien puede procurarse a poblaciones primitivas, y ahora sumisas al poder colonial, que la vida del espíritu. Como las misiones venían siempre acompañadas de obras de beneficencia y educativas, los gobiernos coloniales procuraban no poner obstáculos y, en ocasiones, incluso prestar apoyo. Entre las dos comunicaciones que se intentaron, en relaciones con los pueblos africanos, la técnica y la espiritual, no cabe duda de que la segunda fue la más importante. Y en este terreno destaca la iniciativa de Carlos Lavigeria, Sociedad de misioneros de Nuestra Señora, vulgarmente conocida como Padres Blancos, que intentó afianzar el cristianismo en los territorios franceses del norte de África.

Los jesuitas pusieron en marcha una devoción al Sagrado Corazón de Jesús; bajo esta forma popular se presentaba especialmente una demanda hacia el amor y la caridad pues el corazón es el órgano en donde los seres humanos sitúan sus sentimientos. Pío IX impulsaba estas devociones con un propósito doctrinal de gran envergadura: descubrir el valor que para la vida humana tiene la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Desde el principio de la Iglesia dicha presencia no había dejado de ofrecerse y, ahora, en todos los lugares del mundo se constataba su presencia. De ahí la instrucción pontificia para que la comunión de los fieles fuera más frecuente. El culto eucarístico se asociaba de un modo natural a la devoción a María ya que la Virgen había sido el vehículo mediante el cual la trascendencia divina se había incardinado en la inmanencia humana. Prácticamente todas las congregaciones nuevas aparecían utilizando el nombre de María y destacando algunos de los aspectos certeros de sus inmarcesibles virtudes.

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Por eso, tras las oportunas y minuciosas investigaciones, Pío IX aceptó la realidad de las apariciones de Lourdes y dispuso la instalación en su despacho de una imagen que reproducía los rasgos interpretados en Masabielle, donde se estaba construyendo una iglesia y disponiendo una ceremonia de coronación. Lourdes, como ya indicamos, era la antítesis del laicismo que ganaba entonces terreno en Francia. Un año después de la muerte del Papa se celebraría un acto multitudinario con la presencia de más de cien mil fieles. María Bernarda, una jovencita ignorante, era una muy peculiar versión de la santidad.

Santa Teresa de Lisieux, que falleció a la temprana edad de 24 años, nos proporciona el otro modelo, aquél que ella misma llamó la «pequeña vía». Ni por su saber, ni por su presencia fuera de las paredes de su convento carmelita, ni por la fuerza de su palabra, parecía significar nada: era, exactamente lo contrario de cuanto recomendaban los laicistas, oración y penitencia para hacer más firmes los vínculos entre Dios y los hombres. Por eso Juan Pablo II la proclamaría doctora de la Iglesia. Como Catalina de Siena lo era por su conducta y no por su saber. Pero eso era precisamente lo que Pío IX estaba tratando de comunicar a los fieles.

Otro modelo semejante es el de Juan María Bautista Vianney (†1859), el «santo cura de Ars». Sus profesores en el seminario, a la vista de sus escasas cualidades intelectuales, estuvieron a punto de prescindir de sus servicios. Las necesidades de la hora les obligaron a abrir la mano y contando 29 años fue ordenado sacerdote, enviándosele a servir en una humilde parroquia, sin otorgársele el nombramiento de párroco. Ars se convirtió en un auténtico lugar de peregrinación para quienes buscaban, en la confesión auricular y en la bondad de la penitencia un remedio para su vida. Convertido más tarde en patrono de todos los sacerdotes, Vianney poseía uno de los secretos más profundos de la doctrina cristiana: es el amor al prójimo lo que otorga valor a la existencia. Sin moverse nunca de su sitio, llegó a convertirse en uno de los pilares de la Iglesia.

Desde finales de 1877 la salud del Papa, que contaba ya entonces ochenta y seis años de edad, comenzó a declinar. La coincidencia con la muerte de Víctor Manuel II, que había retornado al seno de la Iglesia, suspendiéndose la excomunión, es un dato histórico importante. Con su fallecimiento, el 7 de febrero de 1878, se cerraba un capítulo importante en la Historia de la Iglesia. Las reformas iniciadas por Pío VII habían alcanzado su madurez. La pérdida de los Estados Pontificios demostraba, también, que era una vida nueva la que aguardaba ahora a la Sede romana.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX y XX (4) Luis Suárez Fernández*

IV. EL TIEMPO DE LA «RERUM NOVARUM»

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1. Vicente Joaquín Pecci había nacido en Carpineto, una pequeña localidad al sur de Roma el 2 de marzo de 1810. Su padre Luis era un militar de las tropas pontificias que había llegado a alcanzar el grado de coronel, lo que no significaba ingresos considerables. Su madre, Ana Prosperi, había tenido seis hijos dentro del matrimonio, ganándose el afecto de los moradores en aquella comarca por su piedad traducida en frecuentes obras de misericordia. Bajo la directa protección del obispo de Anagni, él y su hermano José hicieron carrera eclesiástica dentro de los colegios de la Compañía de Jesús en Viterbo y en Roma. José se haría jesuita. En todo caso los dos hermanos vieron coincidir sus años de formación con el desarrollo de la Orden creada por San Ignacio y restablecida por Pío VII. Su conocimiento exhaustivo del latín le permitió ser un gran poeta en esta lengua sin que hubiera incompatibilidad con su afición a los deportes y su gusto por la naturaleza. Socialmente se insertaba, dada la condición de su padre, en la pequeña nobleza.

Tenía once años cuando, para celebrar el Año Santo, sus maestros le eligieron para que compusiera y leyera un mensaje en latín delante de León XII. Como es natural no podía sospechar que un día habría de tomar para sí ese mismo nombre. Sin embargo, impulsado por los jesuitas inició una carrera eclesiástica de amplias perspectivas ingresando en la Academia de Nobles. En 1837 completaría brillantemente sus estudios con un doctorado y la ordenación de sacerdote; antes de que concluyera el año recibió de Gregorio XVI el nombramiento de prelado doméstico. Los zelanti fijaron en él su atención: era la joven promesa en unos años que se presentaban bajo el signo de la dificultad. Entre 1838 y 1843 se le encomendaron en Benevento, Spoleto y Perugia, funciones de gobierno que implicaban la represión del bandidaje y del contrabando, aplicando medidas correctoras. Gregorio XVI visitó Perugia donde fue admirablemente recibido y agasajado; pudo comprobar la eficacia con que Pecci trabajara y decidió incorporarlo a sus propias tareas, nombrándole nuncio en Bélgica en un momento en que este reino iniciaba el primer tramo de su conquistada independencia.

Tres años, de 1843 a 1846 que se cerraron, al menos en apariencia, con un rotundo fracaso. Demasiado joven y demasiado adicto a los jesuitas, no supo guardar el equilibrio entre los dos bandos católicos, liberales y ultramontanos. Apoyó a Leopoldo I que se inclinaba hacia los segundos, y mantuvo relaciones con Gioberti que en este momento residía en Bruselas. Al mismo tiempo chocó con la Universidad de Lovaina que se hallaba enfrentada con los jesuitas. De modo que en 1846 la Casa Real pidió su relevo y Pecci regresó a Roma con una cierta aureola de fracasado. Sus relaciones con el Secretario de Estado cardenal Antonelli fueron muy malas; este último le consideraba aperturista. En consecuencia fue promovido a la sede episcopal de Perugia, que conocía muy bien y allí permaneció más de treinta años. Se estaba dando la impresión de que su carrera eclesiástica había concluido.

Sin embargo este juicio no responde a la realidad pues había llegado a convertirse en un obispo ejemplar, que mostraba a los demás el camino que convenía seguir en las nuevas circunstancias. Supo promover movimientos de difusión de doctrina y de práctica de la caridad. Creó la Academia de Santo Tomás. Sus cartas pastorales seguían defendiendo la doctrina entonces

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corriente de que el Pontificado necesitaba del poder temporal, como se había instituido en tiempos de Constantino permitiendo a la Iglesia entrar en la licitud. Al mismo tiempo insistía en que el catolicismo tenía que utilizar también los recursos de la modernidad y no perder la oportunidad encerrándose en el tradicionalismo. En 1853 fue nombrado cardenal por Pío IX. Sus enseñanzas coincidían plenamente con las que se habían incluido en el Syllabus.

El 21 de septiembre de 1877, desaparecido Antonelli, Pío IX nombró a Pecci camarlengo, haciéndole abandonar de este modo la sede de Perugia. La razón fundamental era que el Papa, conociendo que su muerte estaba próxima, quería que una persona con las dotes de aquel cardenal se ocupara del gobierno interino de la Iglesia en los días de la vacante. Alto y delgado, con una apariencia que reflejaba la espiritualidad, se instaló en el palacio pontificio y atendió a las últimas horas de su antecesor. Cuando Pío IX falleció la opinión entre los cardenales era, precisamente, que Pecci era el más «papable». No es cierto que siempre fracasen las previsiones.

El conclave de 1878 es uno de los más breves en la Historia de la Iglesia, pues fueron necesarias solamente tres votaciones, entre los días 18 y 20 de febrero. A pesar de que los cardenales no italianos eran ya un contingente numeroso, más de la tercera parte, y de las presiones que se produjeron desde fuera, la decisión de los cardenales fue muy clara desde el principio. En las circunstancias que se estaban viviendo de pérdida de los Estados pontificios, era preciso elegir a un italiano. Amplia mayoría y decisión rápida. El elegido tomó el nombre de León en recuerdo de aquel Papa que le guiara en sus primeros pasos. Se esperaba de él, y así sucedió, un gobierno enérgico y, al mismo tiempo, abierto al mundo exterior porque la estructura jerárquica de la Iglesia necesitaba afirmarse en circunstancias que eran completamente nuevas. León XIII no temía dar respuesta a los problemas y, en este sentido, puede decirse que inició una nueva etapa, de progreso, en la vida de la Iglesia que era cada vez más universal.

2. Los grandes especialistas del Pontificado, como J. Schmidlin o F. Hayward, insisten en presentar a León XIII, que alcanzaría una edad de 93 años, como el Papa de la paz que supo abrir la Iglesia a los problemas del mundo moderno aunque seguía afirmando, con toda razón, que era necesario que la Santa Sede dispusiera de un territorio propio, aunque de escasa extensión. En sus negociaciones con las autoridades italianas se refería exclusivamente a la ciudad de Roma. De esa apertura formaba parte la creación de grupos católicos, para la acción dentro de la sociedad sin incurrir en el error de convertirlos en un partido político monocolor. Los fieles deben escoger entre las diversas opciones e incluso crearlas, siempre dentro de los límites que marca la moral. La visita del kaiser a León XIII en 1888 fue, sin duda de gran trascendencia para la liquidación del kulturkampf y la consolidación de la Iglesia alemana que un siglo más tarde llegaría a contar con un Papa.

Tras la pérdida de los Estados pontificios, la Iglesia corrió evidentemente el riesgo de convertirse en un sector marginal, encerrándose sobre sí misma, como hiciera el judaísmo en siglos pasados. De este modo, indudablemente, se lograría salvar la continuidad en el mensaje recibido, pero, al mismo tiempo,

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sufriendo los efectos negativos de un aislamiento que facilita toda clase de calumnias. Esto era precisamente lo que buscaban los defensores acérrimos del laicismo. León XIII, jugándose el todo por el todo, rechazó la tentación. Es cierto que, al principio, temió ser expulsado de Roma, ya que la Ley de Garantías podía ser suprimida por el Estado italiano, único titular de la misma, y que llegó incluso a negociar con el emperador de Austria, Francisco José, buscando un lugar para su residencia. Pero pronto abandonó la idea y aunque no tenía Roma, donde se mostraban todos los desvíos, decidió partir de esos tres suelos, Vaticano, Letrán, Castelgandolfo, haciendo de ellos la plataforma territorial indispensable.

El comienzo de su Pontificado coincidió con el cambio de titular en la corona italiana. Humberto I mostró mayor enemistad que su padre hacia la Santa Sede. En 1881, siguiendo la voluntad expresada por Pío IX, los restos mortales de éste fueron trasladados a la basílica de San Lorenzo Extramuros. Una multitud alborotada interrumpió la marcha del cortejo y faltó poco para que fueran arrojados al Tíber como los de Formoso, mil años atrás. Nadie fue castigado por esta tropelía. León fortificó entonces su voluntad de permanecer: aunque no se le reconocieran facultades políticas hizo de sus residencias un verdadero Estado en miniatura en donde era necesaria la invitación para entrar. No se suspendieron las prohibiciones a los católicos para intervenir en la alta política pero se autorizó la referida a la administración de modo que los católicos podían concurrir abiertamente a las elecciones municipales y provinciales.

Desde 1871 venía funcionando en Italia la Opera dei Congressi e dei Cimitati Cattolici que, tratando al principio únicamente de defenderse de la nueva situación, acabó derivando hacia la búsqueda de unidad entre los católicos incluso en el terreno político, algo que chocaba en parte con la doctrina de la Iglesia que reconoce la pluralidad en las acciones. Desde 1898 destacó como dirigente un sacerdote de veintiocho años, Romolo Murri, doctor por la Universidad Gregoriana, que consideraba la pérdida de los Estados Pontificios como «el misterio de la historia interna y del futuro de la Iglesia». En consecuencia las organizaciones católicas debían poner todo su empeño en combatir al Estado laicista. A él se uniría entre otros don Luigi Sturzo, que incrementaba las exigencias hacia una acción social en favor de los pobres. En los Congresos que se celebraron entre 1897 y 1901 se empleó ya el término «democracia cristiana» que haría fortuna. León XIII dispuso, dentro de la Congregación para Asuntos extraordinarios, que se estableciese una comisión a fin de ordenar estos movimientos católicos; eran muchos los que apoyaban el pensamiento de Murri invocando el modelo alemán en la lucha contra la Kulturkampf, y en el establecimiento del Zentrum.

El resultado de las primeras gestiones de dicha Comisión fue la encíclica Gravez de communi que fue publicada el 18 de enero de 1901 y que fijaba con meridiana claridad la doctrina de la Iglesia en este punto: «la democracia cristiana no puede tener significado político de ninguna clase». La opción de la Iglesia era espiritual y carecía por ello de una fórmula unívoca de política. No era lícito por tanto obligar a los católicos a ingresar en una especie de partido único como el materialismo dialéctico ya existía; entre las opciones que se les

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ofrecían, los fieles tenían derecho a elegir sin más limitación que aquella que imponen los valores morales que la Iglesia defiende. Romolo Murri rechazó la encíclica, se pasó en 1902 al modernismo, abandonó la Iglesia contrayendo matrimonio civil (1909) y se pasó a la izquierda radical. Poco antes de su fallecimiento († 1944) se arrepentiría reintegrándose al seno de la Iglesia.

Don Luigi Sturgo acató las disposiciones pontificias y siguió trabajando en los movimientos católicos orientados a una tarea de formación en la conciencia social. León XIII le nombraría secretario general de la Acción Católica que entonces nacía como una plataforma para la participación de los laicos en la vida de la Iglesia. Como es bien sabido la Acción Católica que crecería extraordinariamente en la siguiente generación fue la plataforma para las nuevas organizaciones laicales consagradas definitivamente por el Concilio Vaticano II. En 1919 don Luigi creó el Partido Popular, que sustentaba los ideales de la democracia cristiana y, desde él emprendió una lucha contra el fascismo que le obligaría a exiliarse. Aunque no intervino directamente en la política al regresar a Italia, fue hasta su muerte (1955) una especie de mentor para la nueva Democracia Cristiana.

3. Von Bismarck, típico representante de la nobleza prusiana, ejercía, bajo el reinado de Guillermo I, una verdadera dictadura. Ejecutó, como es bien conocido, la unidad alemana. Los pasos previos, en especial la guerra contra Austria y luego contra Francia, aunque terminaron en victorias aplastantes –el kaiser fue proclamado en el salón de los espejos de Versalles– comprometían al poderoso canciller en un enfrentamiento con dos de las principales potencias católicas de Europa. Consumada la unidad política, surgía el temor de que la reforzada población católica, que contaba incluso con un partido, Zentrum, y con un gran reino, Baviera, ejerciera una oposición peligrosa. De ahí que entre 1871 y 1878, los últimos años del Pontificado de Pío IX, ahora prácticamente un prisionero en su propio palacio, desplegara una política que definió como Lucha por la cultura (Kulturkampf); en nombre del laicismo se trataba de quebrantar definitivamente el catolicismo, al que se presentaba como contrario al progreso.

La lucha tuvo como escenario principal a Prusia, ya que se trataba de hacer de este reino el gran educador de la nueva Alemania del II Reich. Todos los nombramientos eclesiásticos quedaban sometidos a la autoridad civil, se clausuraron centenares de parroquias y se cerraron seminarios; a todos cuantos ofrecían resistencia se les castigaba sin contemplaciones. De modo que cuando León XIII ciñó la tiara sólo cuatro de los doce obispos prusianos continuaban al frente de sus sedes. León XIII no quiso hacer de este problema un vehículo hacia la lucha, convencido de que los resultados serían peores, sino un objeto de diálogo, de forma que el gobierno alemán no pudiera presentar al Vaticano como un irascible enemigo. Por otra parte la difusión de las doctrinas marxianas, a fin de cuentas nacidas en Alemania, permitían surgir en este país un movimiento político socialdemócrata de gran envergadura que podía ser peligroso para una Monarquía militar y autoritaria como la que Otto von Bismarck controlaba. Frente a la social democracia era preciso contar con el apoyo católico.

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Todos los secretarios de Estado, Franchi, Nina y Jacobino, que se sucedieron entre 1878 y 1887 siguieron esta misma línea marcada por el Papa: negociar y, de este modo ir consiguiendo un alivio en las tensiones. De hecho las sedes vacantes pudieron ser ocupadas por personas fieles aunque admitidas por los prusianos y la dura legislación se mitigó. Por otra parte, el peso que las regiones predominantemente católicas iban teniendo en el conjunto del Imperio daba un nuevo sesgo a la política alemana. El prusianismo seguiría predominando en el Ejército pero no en los otros sectores de la vida germánica. El Zentrum llegó a convertirse en uno de los principales partidos dentro del Reichstag. La subida al trono de Guillermo II cambió las cosas.

Uno de los primeros gestos del nuevo emperador fue, como dijimos, viajar a Roma para celebrar una larga entrevista con el Papa en la que ambos tuvieron la oportunidad de intercambiar ideas para un programa que debía comenzar precisamente con el relevo de Bismarck y el reconocimiento del Zentrum como principal partido, en buen de entendimiento, para los problemas importantes, como la reforma del ejército, con liberales y socialdemócratas. La crisis, muy grave, que en 1903 sacudió al Partido, restó a éste muchas posibilidades. Por otra parte la doctrina expuesta por el Papa alejaba a bastantes católicos ya que no era preciso reconocer que el Zentrum contara con la univocidad de los fieles a la Iglesia; otros partidos podían atraer sus votos compartiendo algunas de sus demandas, en relación con una reforma del Estado. Las corrientes de la democracia cristiana, que era todavía una doctrina y no un partido, comenzaban a difundirse en Alemania. De todas formas eran años que presenciaban un incremento del vigor intelectual en el catolicismo germánico, lo que resultaba verdaderamente importante desde el punto de vista de León XIII.

4. En 1887, por muerte de Jacobini, asumió la Secretaría de Estado el cardenal Mariano Rampolla que iba a permanecer en este puesto hasta el final del Pontificado en 1903. Tendría que enfrentarse con los problemas que surgían en las naciones tradicionalmente católicas de España y Francia. En Portugal, hasta la proclamación de la Republica en 1910, los gobiernos conservadores y liberales moderados que se sucedieron bajo Luis I (†1889) y Carlos I († en 1908 junto con su heredero, víctimas de un atentado) permitieron un entendimiento con Roma que tranquilizó al Papa. Reajustadas las diócesis, con tres arzobispados, y nueve sufragáneos, la amenaza para la Iglesia venía del partido republicano, fundado en 1871, porque en él la Masonería y los carbonarios cobraban predominante influencia. De este modo la batalla para lograr el establecimiento de una República tenía un matiz claramente religioso.

En España se estaba llegando, con la Restauración pilotada por Cánovas, al fin de la tercera de las guerras civiles; se tenía la impresión de que se había cerrado un ciclo. Esto era cierto desde el punto de vista político, liberales y conservadores se alternaban en el ejercicio del poder, pero no desde el religioso: era todavía muy fuerte el predominio de un clero tradicionalista especialmente en aquellas regiones en donde el carlismo había contado con mayor fuerza. Rampolla conocía bien la situación pues había sido nuncio en España en los años inmediatamente anteriores. Había un liberalismo radical antirreligioso, significado por ejemplo por Nocedal, y desde 1871 estaba en marcha el partido socialista obrero que se mostraba igualmente contrario a la

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Iglesia. La tarea encomendada por Rampolla, desde Madrid y desde Roma, al arzobispo de Toledo, era precisamente lograr unidad entre los sectores eclesiásticos; tarea ciertamente muy difícil.

León XIII no quería que en España se organizase un gran partido católico que continuase en la línea de un tradicionalismo radical. Por eso cuando Alejandro Pidal creó la Unión Católica, a la que se adhirió con entusiasmo Menéndez y Pelayo, el Papa hubo de mostrarse templado en sus elogios para evitar una guerra entre ella y los carlistas. Por las mismas razones en 1885 prestó todo el apoyo posible a María Cristina para que pudiera ejercer la regencia de Alfonso XIII, hijo póstumo. Lo que verdaderamente importaba al Pontífice era conseguir una mejor preparación del clero fomentando los seminarios, reforzando la Universidad Pontificia de Salamanca, otorgando a Comillas el rango de Instituto Pontificio y creando en Roma el Colegio Español.

Por esta vía, y mientras Francisco Giner de los Ríos creaba la Institución Libare de Enseñanza, que llegaría a desarrollar una gran labor intelectual desde el laicismo y la influencia masónica, el catolicismo español experimentaba mejoras muy considerables en la calidad, abriéndose además, en muchos sectores, a una actitud liberal en el sentido clásico del término. Los tradicionalistas, herederos del carlismo, no cesaron en su actitud crítica llegando a calificar de liberal al cardenal primado de Toledo, Sancha, pero el Papa y la Secretaría de Estado no se dejaron conmover por ello. Tímidas al principio, comenzaban a surgir pequeñas organizaciones al amparo de la doctrina de la Rerum novarum. Y el catolicismo español produjo entonces una de sus figuras más brillantes, don Marcelino Menéndez y Pelayo. Para él las corrientes del laicismo, que comenzaban a cruzar la frontera, no eran únicamente una amenaza para la fe sino la negación de la misma España. Si un día –afirmaba– esa fe llegara a perderse la unidad estallaría en mil pedazos, retornando al régimen tribal. Una experiencia de este tipo se había vivido ya con la primera República.

El clero español seguías desempeñando importante papel en América donde la independencia y fractura de los antiguos reinos había venido a revelar la escasez de sacerdotes. En gran medida este era resultado de la intensa emigración, sobre todo de poblaciones del ámbito católico, que ahora tenían que ser atendidas. En 1899 León XIII decidió reunir en Roma un Concilio de América latina al que acudieron más de cincuenta obispos. Los acuerdos tomados en esta Asamblea apuntaban a conseguir una nueva organización de aquellas iglesias, unidas por su origen y lengua, pero separadas por razones políticas. Todavía era América tierra de misión. Los monarcas españoles no habían tenido tiempo para completar su obra de modo que al lado de núcleos urbanos importantes aparecían masas de incultura y de pobreza, incrementadas a veces por los recién llegados. Predominaba, sin embargo, el catolicismo como forma de religiosidad, la cual alcanzaba también a los más amplios sectores de indígenas y mestizos. Los problemas más graves surgían ya en Méjico y eran en parte consecuencia del fracasado proyecto de Napoleón III.

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5. Aunque Inglaterra, bajo la reina Victoria, seguía permaneciendo en cierto modo al margen de las grandes cuestiones que dividían a Europa, ésta atraía cada vez más la atención del Vaticano porque el número y posibilidades de los católicos crecían a tenor de la nueva legislación. Desde 1882 Alemania, Austria e Italia habían constituido una Triple alianza, de tendencias en cierto modo conservadoras, frente a la influencia de Francia. Y ésta, que había prescindido de las opciones monárquicas para aferrarse a un sistema republicano, había tenido que firmar una estrecha alianza militar con el zar, que significaba el más opuesto extremo frente a las nostalgias revolucionarias francesas El Imperio ruso cerraba herméticamente sus puertas al estrechar los vínculos entre la Corona y la Iglesia ortodoxa. Tras la guerra del 70 los partidarios de un retorno a la Monarquía, desunidos entre las dos ramas y acechados por las nostalgias del bonapartismo, perdieron su gran oportunidad.

La República se asentó con vigor. Pero necesitaba de un resorte doctrinal sobre el que apoyar sus cimientos. Lo encontró en el laicismo, es decir, un proyecto para despojar a la sociedad de sus valores religiosos, presentando la fe como un signo de retraso ya que era científicamente demostrable que Dios no existe porque un Universo infinito –se trata de una tesis rechazada con contundencia en nuestros días– tiene en sí mismo la causa esencial de su existencia. Tras las elecciones de 1879 Jules Ferry retuvo en su mano la presidencia del Consejo de Ministros y el ministerio de Instrucción Pública. Las leyes promulgadas entre 1880 y 1882 trataban de desarraigar toda enseñanza religiosa, así como todos los signos externos de la Iglesia; en esto consistía en la práctica el laicismo. Los católicos protestaron apartándose de los partidos republicanos e inclinándose al monarquismo.

León XIII veía en esta actitud, que también adoptarían algunos obispos españoles, un peligro: no es conveniente identificar al catolicismo con una de las dos formas de Estado que se hallaban en disyunción. León XIII acudió en auxilio de las conciencias mediante una encíclica, Au milieu (16 de febrero de 1892) escrita precisamente en francés para que no hubiera dudas en cuanto a la referencia. Si la legalidad es republicana, los católicos deben respetarla, pues no existe ninguna identificación entre ellos y la Monarquía. Una forma de Estado queda siempre al buen criterio de los ciudadanos. Aprovechaba la oportunidad para definir la libre opción que tienen los obreros cuando desean constituir sindicatos y también el derecho a la huelga y otros recursos, siempre dentro del orden moral, para defensa de sus intereses.

Hubo un momento de calma poco duradero. Cuando un judío, Dreyfus, fue injustamente acusado y condenado, los radicales del laicismo aprovecharon la oportunidad para lanzar una campaña, a cuyo frente se hallaba Emilio Zola, famoso escritor bien penetrado de odio hacia el cristianismo, que profundizaba en los argumentos del laicismo tratando de presentar la injusticia en aquel caso, que tenía raíces sociales, como una denuncia contra la religión. Las elecciones de 1898 dieron la victoria a estos radicales que inmediatamente pusieron en marcha una legislación que sería copiada, treinta años más tarde por la segunda República española. Había que destruir las Órdenes religiosas y de una manera especial a la Compañía de Jesús, larga mano del Pontificado. Las nuevas leyes ordenaban a todas las congregaciones a solicitar permiso del

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gobierno; este último podía, mediante un simple acuerdo del Consejo de ministros disolver las que funcionaban. Jesuitas y benedictinos se vieron obligados a exiliarse.

En 1902 un ex-seminarista, Emilio Combes, llegó al poder. Se daba el paso siguiente de destruir toda educación religiosa. Más de 3.000 escuelas fueron cerradas y 20.000 religiosos, varones y mujeres, recibieron la orden de expulsión. Tras la muerte de León XIII, Combes suspendería las relaciones con el Vaticano invalidando el concordato de 1801, firmado por Napoleón. Arma de dos filos ya que si bien la Iglesia estaba duramente perseguida, también pasaba a una total independencia en sus compromisos con el Estado. En Francia se prohibía a los religiosos cualquier clase de enseñanza, aunque fuera en Matemáticas. Combes apuntaba a un hecho importante: la fe penetra en todos los sectores del pensamiento humano; por eso había que privar de cualquier derecho a quienes la poseían. Las proclamas de libertad, igualdad y fraternidad que se lanzaban en todos los rincones pasaban a ser una burla. El laicismo era, y es, la más eficaz fórmula de persecución religiosa.

6. León XIII era perfectamente consciente de esta nueva situación que alcanzaba a los otros países de Europa, incluyendo España, en donde Canalejas, desde el liberalismo, trataba de imponer medidas semejantes. En su primera encíclica, Inscrutabili Dei consilio, inmediatamente después de su elección en 1878 hacía un examen minucioso de la situación creada: todas las grandes corrientes del pensamiento, desde el positivismo hasta el materialismo dialéctico, coincidían en considerar a la religión como un obstáculo que debía ser removido, ya que cada una de ellas se presentaba como ideología cerrada, es decir, posesora de todas las respuestas que la modernidad necesita. Por esta misma causa, aunque discurriesen en paralelo nunca podían admitirse en un espacio conjunto. Fuertes repercusiones políticas tendría esta disyunción.

Por consiguiente la tarea asumida por León XIII era la de recristianizar la sociedad, no aislando a la Iglesia del mundo moderno sino mostrando con claridad los aspectos que del mismo son también aprovechables para la fe, que puede ser también iluminada mediante el uso de la razón. Frente a esa incompatibilidad entre fe y razón, el Papa ofreció una amplia respuesta en su encíclica Aeterni Patris Filius (4 de agosto de 1879). Mostraba de qué modo santo Tomás de Aquino había conseguido explicar los rasgos esenciales de la naturaleza humana que es portadora de imagen y semejanza respecto a Dios. De ahí que se halle dotada de capacidad racional incluso para el conocimiento especulativo sin limitarse a la observación y experimentación, como hace el positivismo. El tomismo, como ya lo entendiera Pío VII, fue impulsado, pero no como un término de llagada sino como el punto de partida que permite avanzar. Así pues el cristianismo aspira a impulsar el progreso, pero poniéndolo en relación con la verdad, cuya forma absoluta corresponde a la revelación dada por Dios. La ciencia avanza, mediante la adquisición de evidencias ciertas, por ello revisables, pero al mismo tiempo seguras siempre que se pongan al servicio del hombre y no a la inversa.

Conocimiento y libertad, entendida ésta en su auténtica dimensión como libre albedrío, son las garantías de un verdadero progreso, que consiste en hacer al

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hombre mejor. Las dos grandes ideologías del estatismo idealista y del materialismo dialéctico no iban a tardar en provocar los grandes movimientos de poder que arrastrarían a Europa y luego al mundo hacia formas de totalitarismo, guerras y persecución mucho más graves que cualquiera de sus antecedentes. Estas ideas básicas, que se presentaban como formando parte de un programa que hubiera podido servir para salvación de aquella Humanidad que se abocaba a los más grandes peligros, fueron explicadas con mayor detalle en las cinco encíclicas siguientes, que, desde luego, no fueron tenidas en cuenta por quienes, al término de una etapa que los materialistas confundían con tiempo feliz, iban a asumir las grandes responsabilidades políticas. Hace años se intentó, en España, recopilar todos estos documentos para disponer de un volumen doctrinal. Poca gente tuvo en cuenta este magno esfuerzo de don Pascual Galindo, a quien se trató de desprestigiar por medio de sarcasmos.

Por ejemplo, la encíclica Diuturnum (1881) recuerda bien las diferencias que la Iglesia ha establecido siempre entre autoridad y poder. Ambos vienen de Dios, de modo que uno de los más peligrosos errores consiste en creer que todo cuanto los hombres establecen por medio de los cauces legales, es legítimo. Error claro. Jesús ya explicó a Poncio Pilato que ni siquiera él tendría poder si no se le hubiera dado de lo alto. La Inmortale Dei (1885) acepta la conveniencia de una recíproca autonomía entre Iglesia y Estado pero sin olvidar que los fieles son también súbditos y tienen derecho a que se les permita ejercer funciones de acuerdo con su fe. A esto se refiere la libertad religiosa, pues si nadie puede ser forzado a abrazar determinadas creencias, tampoco puede ser impedido u obstaculizado en las mismas.

La Libertas (1888) es una exposición doctrinal acerca de la libertad humana. No se trata de una condición que puede añadirse o restarse, cuantitativamente considerada, como puede llegar a admitirse desde el liberalismo, sino de una de las dimensiones de la naturaleza humana, aquella precisamente que hace del individuo una persona. Esta, a su vez, es responsable de sus actos. De este modo el hombre actúa desde la libertad pero resulta responsable de sus actos. Es difícil comprender por qué Dios quiso que la naturaleza humana quedara revestida de esta condición que permite escoger el mal e incluso rechazar al propio Dios.

La Sapientiae christiana (1890) parte del principio de que el cultivo de la ciencia es uno de los deberes más importantes que alcanzan al hombre, ya que el peor enemigo para la difusión de la doctrina cristiana es, precisamente, la ignorancia. Ahora bien ese saber que, en forma de ciencia se acumula, debe estar ordenado al beneficio de la sociedad, ya que el hombre puede y debe definirse como un ser social. Ahora bien se trata de un medio y no de un fin, de un instrumento y no de un protagonista absoluto como el idealismo y el materialismo han pretendido. La Iglesia se mantiene respetuosa con los sistemas políticos que los hombres construyen, pero no puede ni debe someterse a las directrices de un partido. En consecuencia León XIII insistía una vez más en lo inconveniente que para la Iglesia resulta que un partido pretenda valerse de la Iglesia como si se tratara de una dimensión suya o de un instrumento para emplear en su lucha por el poder. El ciclo de atención al

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problema de la sociedad europea se cerraba en 1894 con una nueva encíclica, Praeclara gratulationis, relacionada con todas estas verdades poniendo además una voz de alarma acerca del laicismo, que alcanzaba entonces una de sus cotas más altas.

7. El 15 de mayo de 1891 apareció la Rerum novarum cuya importancia ha sido destacada incluso por los peores enemigos de la Iglesia. Conviene matizar desde el principio un aspecto. Los autores se refieren a ella como definición de la doctrina social de la Iglesia; quizá sería preferible que la definiéramos como doctrina moral de la Iglesia en relación con la sociedad. Pues la Iglesia no propone un modelo de sociedad sino un modelo de hombre, siendo éste el que va conformando los diversos modos de sociedad que se suceden a lo largo del tiempo. Reclama, con vigor, que todos ellos respondan a un orden moral que se encuentra íntimamente unido a la realización y conservación de la naturaleza creada.

León XIII parte de considerar utópica cualquier pretensión de suprimir desigualdades. La revolución soviética no tardaría en demostrar que las diferencias entre ricos y pobres se mantienen y aún se acentúan cuando se intentan nuevas formulas desde el proletariado y la igualdad. Lo que importa, pues, es defender adecuadamente a los más débiles. Esto explica que la lucha de clases invocada por el socialismo sea una falsa solución y en definitiva un gran mal, pues cualquiera de las clases que se imponga tratará de quebrantar la defensa de la vencida. Si se elimina la propiedad privada no sólo se conculca uno de los tres derechos naturales de la persona humana sino que se introduce un gran mal: es peor que el dueño sea el Estado que no las personas particulares. A los patronos alcanza de manera inexcusable tratar a sus empleados con dignidad, teniendo muy presentes esos tres derechos a los que la Iglesia se viene refiriendo desde hace siglos. La riqueza no es un mal; a ella nos referimos al calificarla de bienes materiales, pero pesa sobre ella una hipoteca social y moral muy seria: tiene que servir para hacer el bien y para ayudar a los demás. En consecuencia la ley de oferta y demanda debe considerarse inmoral: el salario no es consecuencia de la escasez o abundancia de mano de obra, sino la parte que corresponde al trabajador en los beneficios de la empresa teniendo en cuenta que si ésta sirve para sostener a familias es indiferente la cuantía de sus beneficios.

De este modo la doctrina social de la Iglesia asestaba un varapalo al capitalismo que no dudaba en calificar de «salvaje»: el valor de una empresa depende del servicio que presta a la sociedad, y en primer término a los que dentro de ella, capital, técnica y mano de obra, se incluyen. Tal es el fundamento de una doctrina de «salario justo» que debe tener en cuenta ante todo el mantenimiento de todos sus miembros. León XIII rechazaba absolutamente la tesis socialista que atribuye al Estado todo control, y también la tesis liberal que le exige mantenerse al margen. A él corresponde, mientras vigile el cumplimiento de las leyes, actuar en defensa de la justicia prestando apoyo a las organizaciones obreras aunque sin comprometerse en su control. Unos principios que, sin darse cuenta, el socialismo de un siglo más tarde aceptaría en medida bastante considerable. Todos los Papas que han sucedido

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después han repetido y ampliado estas consideraciones calificando las de Carta Magna de la laboriosidad cristiana.

La doctrina moral de la Iglesia en relación con la sociedad quedaba de este modo definida, permitiendo a intelectuales preferentemente católicos, desarrollar una tarea intensa encaminada a llevarla al interior de la sociedad. Tanto el capitalismo como el marxismo la rechazaron. Pero las terribles convulsiones que azotaron al siglo XX, provocando sangrientas revoluciones que sometieron a verdadera esclavitud a millones de personas, el desarrollo de la violencia, que acabaría barriendo el espíritu de la caballería de la profesión militar hasta sucumbir en esa otra forma de guerra que es el terrorismo y la destrucción masiva, han venido a demostrar la importancia de aquel llamamiento moral. La lucha de clases ha conducido a situaciones siempre peores que aquellas que se pretendía remediar. Los genocidios y hasta el terrible holocausto de los judíos pueden considerarse como resultado de esta nueva ética del odio que comporta la lucha de clases.

Otro documento pontificio, en este caso bajo la forma de una carta apostólica, Testem benevolentiae (enero de 1899) se enfrentó con un problema derivado de la sociedad capitalista. Al publicarse en Estados Unidos una biografía del santo fundador de los paulistas, Isaac Tomás Hecker, se introdujo un prólogo que causó cierto escándalo entre los obispos y desde luego en el Vaticano. Pues se pedía en él una reforma de la Iglesia a fin de acomodarla al mundo moderno pasando del pasivismo que se identificaba con la oración, contemplación y penitencia, a un activismo que daba primacía prácticamente absoluta a las obras. En otras palabras se recomendaba sustituir las virtudes sobrenaturales por las naturales, la caridad por la filantropía, convirtiendo a la Iglesia en una sociedad benéfica. Hay bastante semejanza entre este activismo norteamericano y el modernismo que se estaba difundiendo por Europa, ya que uno y otro reclamaban una modificación radical de la doctrina a fin de acomodarse a las circunstancias del mundo moderno. Los obispos y sobre todo los paulistas respondieron muy positivamente a las advertencias de León XIII y, de momento, la cuestión parecía resuelta. Algo, sin embargo, permanecía en el aire y afectaría a las generaciones futuras, la minusvaloración de la vida religiosa y, con ella, de la comunicabilidad entre trascendencia e inmanencia para poner el acento en la actividad que los seres humanos son capaces de desarrollar.

8. Estamos abordando temas que serían de fondo en el Concilio Vaticano II. La sociedad se hallaba muy afectada por las corrientes que la alejaban de los valores religiosos, sustituyéndolos en cambio por los avances que la tecnología proporcionaba. Entre los años 1884 y 1885, impulsado por Bismarck, se celebró el Congreso de Berlín en el que las potencias europeas acordaron el reparto de África. No se trataba de una expansión territorial, ni tampoco de trasladar los modelos europeos al vecino continente sino de sacar a éste del atraso en que se hallaba, con niveles culturales que parecían remontarse al neolítico, creando minorías, explotando sus reservas y sosteniendo en niveles de subsistencia a poblaciones atenazadas por el hambre y las enfermedades. Como una consecuencia de esta política los gobiernos decidieron incluir a los

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misioneros, no sólo católicos, desde luego, en los sectores sociales que debían ser protegidos y ayudados en esa tarea.

Esta política planteaba a León XIII un problema, que no era nuevo aunque se revestía de condiciones distintas de las hasta entonces imperantes. Sobre la Sede romana recaía ahora una fuerte responsabilidad: había que promover los medios que se necesitaban para realizar esa tarea en la que participaban las antiguas Órdenes religiosas al lado de otras especialmente creadas para la ocasión. Este fue el tema de la encíclica Sancta Dei civitas (3 de diciembre de 1884) que hacía una referencia lejana a la doctrina de san Agustín. Durante las operaciones emprendidas por españoles y portugueses desde el siglo XVI, la Iglesia había sostenido un programa consistente en legitimar primero el establecimiento de nuevas autoridades católicas que, posteriormente, se encargaban de organizar el entramado de la jerarquía en los nuevos reinos incorporando después a los indígenas que eran bautizados. Ahora la situación había cambiado. Con la sola excepción de Argel, convertida en territorio de la República francesa, las potencias europeas establecían un sistema de dominio que conservaba la vida tribal. No eran católicas, en su mayoría, y desde luego, no se proponían la conversión de los aborígenes, aunque esto les pareciera favorable a sus intereses. Una minoría era enviada a estudiar a Europa en donde adquiría una formación que no era en modo alguno religiosa, sino laica.

Los misioneros necesitaban indispensablemente el apoyo de los nuevos poderes coloniales. Al principio, además, eran exclusivamente blancos. De modo que a los ojos de los indígenas no pasaban de ser una más entre las estructuras de dominio que en sus territorios se habían establecido. De este modo, cuando las minorías formadas retornaban, abrigando proyectos de independencia, veían en los misioneros también una estructura que era imprescindible desechar. Además las misiones católicas tenían que convivir con las protestantes de diferente signo, y las relaciones no eran siempre suficientemente cordiales: un misionero católico francés veía en el misionero luterano alemán ante todo una diferencia de nacionalídad, reflejo de las contiendas a que se estaba llegando en Europa. En amplias zonas de África además la penetración musulmana era suficientemente sólida para impedir la evangelización.

Frente a todos estos problemas asaltaba a León XIII otra preocupación. Había pasado el tiempo de la división política entre las tres cristiandades, católica, ortodoxa y evangélica y los Estados, con mayor o menor fuerza, abogaban por una separación entre Iglesia y Estado. Es cierto que esta nueva mentalidad presentaba ciertos aspectos ventajosos ya que permitía a las comunidades católicas crecer y vigorizarse en otros países. Pero para que el cambio respecto al mundo moderno fuese verdaderamente eficaz, era necesario lograr que, de alguna manera, aquellas comunidades que proclamaban a Jesucristo como redentor, se uniesen. Los teólogos e historiadores podían profundizar en los aspectos comunes, que eran mucho mayores de lo que durante siglos se creyera, pero era imprescindible descender a un terreno práctico buscando el entendimiento y la colaboración. León XIII dio un primer paso, todavía poco significativo al crear una Comisión pontificia que retomando esfuerzos del pasado, comenzara a trabajar sobre la fórmula de la reconciliación entre todos

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los cristianos partiendo siempre de la fe revelada. Un tema sobre el que se volvería más tarde.

Sobre León XIII influyeron desde luego los acontecimientos vividos en Lourdes, que se estaba convirtiendo en un gran centro de peregrinaciones y en instrumento sumamente eficaz para la lucha contra el laicismo. A esta doctrina el Papa oponía los valores esenciales de la Iglesia que descubre una íntima relación entre el Trascendente absoluto, Dios, y el hombre, ya que ella es el misterio que revela la presencia de Cristo, a través de una mujer, María, que debía ser reconocida como la más valiosa de las criaturas, inmaculada en su Concepción. De ahí que insistiera en poner el acento en el culto eucarístico, iniciando la celebración de Congresos anuales que pasaban de una a otra ciudad, a partir de Lille (1882). También insistió en la devoción al Sagrado Corazón una forma gráfica de mostrar a los hombres que Dios es amor. En todos sus documentos doctrinales mostraba extraordinaria devoción a la Sagrada Familia, y a su cabeza, San José. De un modo especial recomendaba el rezo del Rosario porque era la devoción dedicada especialmente a María.

La Iglesia universal seguía creciendo: 284 diócesis fueron erigidas durante su Pontificado. De este modo cuando falleció en 1903, la Iglesia había desbordado copiosamente sus límites y podía declararse a sí misma ecuménica.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX y XX (5) Luis Suárez Fernández*

V. LA BATALLA CONTRA EL MODERNISMO

1. En vísperas del enfrentamiento que sus contemporáneos llamaron ya «guerra europea» calificándola de grande porque en ella intervinieron también otras potencias lejanas, la Iglesia estuvo presidida por un Papa que cuarenta años después de su muerte sería canonizado. En Pío X la santidad cobra más relieve e importancia que su actividad. Y sin embargo su doctrina reviste una muy singular importancia para el desarrollo de la Cristiandad en el siglo XX. Llama especialmente la atención la humildad de los orígenes de José Sarto. Nacido en Riese, en el norte de Italia, su padre era un pobre labrador que hubo de aceptar el empleo de alguacil, y su madre costurera. Sobrevivieron ocho de los diez hijos nacidos de este matrimonio, de tal modo que el futuro Papa ocupó el primer lugar en la larga lista. Se le había preparado, en la pequeña escuela local, para seguir los pasos de su padre, pero un día el arcipreste de la zona descubrió en aquel niño dos condiciones, un singular talento y una clara vocación hacia el sacerdocio.

Sus padres carecían de recursos y tampoco funcionaba un adecuado régimen de becas, de modo que para continuar sus estudios en Castelfranco, alcanzando niveles que pudieran ser convalidados en el seminario, el niño Sarto cogía cada mañana su bolsa de comida y hacía a pie los siete kilómetros que le separaban de aquel colegio de enseñanza secundaria. Muchas veces

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caminaba descalzo para hacer durar las sandalias, que no podían ser renovadas. La entrega desde el desprendimiento más absoluto, formaba el extremo de una bien demostrada vocación. Una vecina de Castelfranco, Anetta, se apiadó de él y, a cambio de que enseñara a leer a sus hijos, le ofreció alojamiento durante los meses de invierno. Triunfó. A los cuatro años de trabajos intensos y sufridos, José contaba con las mejores notas del Colegio. Este fue el argumento que el arcipreste pudo esgrimir ante el cardenal de Venecia para que se le asignara una beca para ingresar en el seminario de Padua donde su vida cobraba visos de normalidad. La muerte de su padre no interrumpió sus estudios; su madre se encargó de guiar la familia, un varón y cuatro muchachas.

Ordenado sacerdote en 1858 José Sarto se dispuso a afrontar una vida conforme a su vocación de pastor de almas, siguiendo la vía ordinaria: coadjutor y párroco de Salzano en 1867. Pero su preparación intelectual y su vida ejemplar hicieron inevitable que el patriarca fijara su atención en él de modo que en 1875, promovido ya canónigo de Treviso, recibió dos encargos: el de secretario de la Curia diocesana y el de director espiritual del seminario. Tomó ya entonces la costumbre de preparar sus homilías por medio de las cuales podemos seguir paso a paso la evolución de su pensamiento. Ya antes de ser nombrado obispo, Sarto atraía la atención de muchas personas por la profunda dedicación al sacerdocio en sus tres dimensiones esenciales: el cuidado puesto en la liturgia, la especial atención que ponía en formar nuevas vocaciones, y las muchas horas dedicadas a la administración del sacramento de la penitencia. No parecía, sin embargo, que estuviese llamado a desempeñar cargos de relieve en la Curia.

En 1884 fue nombrado obispo de Mantua, y a esta tarea dedicaría, con singular empeño, los siete años siguientes de su vida. Era una diócesis que sufría efectos de mucho tiempo de abandono. Sarto comprendió muy bien que el futuro de la misma dependía de que lograra constituir un gran equipo de sacerdotes. Tomó por ello una decisión muy singular: hacerse personalmente cargo de la dirección del seminario, en donde impartía clases en aquellas disciplinas que carecían de adecuados profesores, y mantener contacto directo con cada una de las parroquias, celebrando misa, confesando y haciendo catequesis; un modo de demostrar al clero parroquial que nada hay tan importante como estas tres dimensiones en la labor del sacerdocio. Paseaba por las calles de Mantua y mantenía una relación directa con los pobres, a los que prestaba ayuda. Su fama era tal que en 1891 León XIII le ofreció la sede patriarcal de Venecia, lo que significaba también el capelo. Sarto rehusó: la humildad era el servicio mejor a la misericordia. Muchos no lo entendieron: ¿cómo era posible que alguien renunciara a esta promoción que muchos contemplaban con envidia?

El Papa insistió. Se trataba, entre otras cosas, de vencer el regalismo que invocaba ahora el gobierno italiano, pese a su laicismo, y Sarto aceptó pasando a ser cardenal patriarca de la antigua y más prestigiosa sede. El gobierno italiano negó su aquiescencia pero se enfrentó con el entusiasmo de la población veneciana, que organizó una entrada espectacular que tuvo lugar el 24 de noviembre de 1894. Todo, sin embargo, transcurría dentro de una

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atmósfera de paz y de concordia. El nuevo cardenal hablaba de cosas distintas a las que esperaban los políticos. Su primera y más famosa carta pastoral trataba del papel que la música debe desempeñar en el culto cristiano. Por lo demás insistía en que tenía que ser una música específicamente religiosa: el órgano sería el instrumento adecuado y el canto gregoriano la forma esencial de la monodia. La Iglesia, a su juicio, tenía que crecer desde dentro y no alterar sus raíces. Por lo demás sus costumbres en nada cambiaron; seguía haciendo la misma vida que llevara en Mantua.

Por lo tanto aplicó los mayores recursos de que ahora disponía a sembrar doctrina en torno a ese eje esencial de la Eucaristía como León XIII estaba también procurando. En 1897 convocó una gran Congreso Eucarístico. No se trataba únicamente de reparar daños a los sagrarios como se cometían, sino en valorar positivamente la presencia real de Cristo en la Eucaristía. De ahí que decidieran cambiar las normas recomendando la comunión frecuente a los adu1tos y adelantando la edad en que los niños pudieran recibirla al uso de razón.

2. El conclave se inició el 21 de julio de 1903. Sarto había expresado en un mensaje dirigido a sus fieles el anhelo sentido por los cardenales: era preciso elegir un sucesor que fuera capaz de continuar y cumplir la obra de León XIII. Para muchos de los miembros del Colegio, el Secretario de Estado, Rampolla, reunía las mejores condiciones. Tampoco faltaban los adversarios a esta candidatura, que le presentaban como excesivamente inclinado en favor de Francia contra las potencias centrales, entre las que se contaba Italia. Se esperaban cambios especialmente en la radical prohibición de Pío IX en relación con la política italiana. A Rampolla se le atribuía alguna clase de condescendencia respecto a las ideas liberales. Por eso se manejaron otros nombres, Vannutelli, favorecido por Austria, Gotti, al que se consideraba como doctrinalmente riguroso, y el propio Sarto, al que sus amigos presentaban como modelo del comportamiento eclesiástico.

Francia y España, donde Rampolla fuera nuncio, contando ahora con el primado, cardenal Sancha, apoyaban a Rampolla. Entonces el arzobispo de Cracovia, Jan Puzyna, diócesis que formaba parte entonces del Imperio austro-húngaro, amenazó con ejercer como en otros tiempos el veto sobre el Secretario de Estado a quien, entre otras cosas, reprochaba el abandono de los católicos polacos al buscar el acercamiento a Rusia. Sarto pudo contar, desde el principio con unos votos, aunque meramente testimoniales. Los alemanes y austriacos decidieron cambiar la candidatura de Gotti por la del patriarca de Venecia al convencerse de que Rampolla podía alcanzar la mayoría suficiente. El 2 de agosto, cuando Puzyna presentó oficialmente su veto, Rampolla había alcanzado 29 mientras Sarto llegaba a los 21. Los cardenales rechazaron el veto pero Rampolla vio cómo disminuía el número de sus partidarios. Finalmente se planteó la disyuntiva entre ambos y Rampolla se negó a renunciar a su candidatura. El 4 de agosto Sarto tuvo cincuenta votos mientras su contrincante disminuía hasta diez.

El nuevo Papa recordó que tomaba el nombre de Pío en memoria de aquellos antecesores que habían luchado con valor y eficacia contra los errores y las

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sectas del mundo contemporáneo. Era esta una indicación de hasta qué punto se iba a continuar la obra iniciada en 1800. Inmediatamente preparó un documento que se publicaría el 20 de enero siguiente (Commisum nobis) declarando incurso en excomunión late, sentencia reservada al Papa a cualquier cardenal que en un futuro conclave pretendiese presentar un veto obedeciendo a su respectivo príncipe. Así mismo Pío X iba a presentarse como un «simple párroco rural», recordando sin duda sus orígenes, pero esto no debe engañarnos. Había en él dos cualidades sobresalientes: una inteligencia orientada hacia el sentido práctico y una conducta correspondiente a la santidad.

El Pontificado de San Pío X coincide con dos fenómenos destructivos de grandes consecuencias: el desarrollo del terrorismo de raíces anarquistas, que causaría víctimas importantes en muchos países, hasta culminar con el atentado de Sarajevo, y los comienzos del modernismo que, procurando una puesta al día liquidaba prácticamente la doctrina cristiana. Pastor de almas, el Papa se mostró riguroso ante las corrientes del progresismo, afirmando su autoridad haciendo de la mitra y de la tiara signos de potestad. Así la Iglesia cerraba filas preparándose para los tres Pontificados siguientes, que permitirían a la Iglesia resistir los fuertes embates de las guerras, los nacionalismos y la revolución. Frente a los poderes políticos no ofrecía concesiones sino únicamente la independencia. Por esta razón no se mostraba nada partidario de la fórmula de Murri ni de la creación de partidos católicos que convertían al cristianismo en un beligerante político.

3. Instaurare omnia in Christo, este fue el lema escogido. Y trató de explicar esta idea por medio de la encíclica E supremi a postolatus (4 octubre 1903) con que inauguró su Pontificado. Resaltaba dos puntos de la doctrina tradicional: a Dios corresponde la suprema sabiduría y el hombre debe abrazar el servicio de ese plan divino. Ahora bien, el revuelto mundo que le rodeaba no era otra cosa que el resultado de haber abandonado a Dios; una circunstancia que en los años posteriores se acentuaría. Hizo extensivas a toda la Iglesia aquellas normas que estableciera en su patriarcado: comunión frecuente, admisión de los niños, protagonismo de la música religiosa. Para San Pío X no había tarea más importante que la de devolver al hombre a ese servicio de Dios. Consideraba el liberalismo como fuente de todos los errores y se rodeó de cardenales y consejeros que compartían con él sus ideas. Un tradicionalismo religioso que no debemos identificar con el político, pero que significaba un giro en relación con León XIII.

Dejando a un lado las críticas que por estas razones contra el Papa se dirigieron, es importante señalar que en esa misma encíclica hay ya un programa de acciones concretas a realizar. No se trataba únicamente de condenar errores, ya que lo importante, a su juicio, era construir desde el interior de la Iglesia poniendo atención sobre toda la tierra desde aquel rincón del Vaticano en donde permanecía aún encerrado. Lo más importante, a su juicio, era conseguir una renovación de la vida cristiana y un refuerzo de la íntima relación con Cristo. Naturalmente había en este programa, en el que la comunión frecuente desempeñaba papel esencial, aspectos que podían ser mal entendidos en un siglo de revoluciones, que preconizan alcanzar la

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sociedad perfecta «en este mundo» cuando el mensaje evangélico al que San Pío X se ceñía, advierte precisamente lo contrario; ya Jesús lo había dicho a aquel áspero funcionario de segunda fila, el procurador imperial Poncio Pilato: mi reino no es de este mundo. Una advertencia que aparece en todos los escritos del Papa Sarto. No es misión de la Iglesia resolver los problemas temporales sino guiar a los hombres hacia Dios. Insistiendo, sobre todo, en ese otro punto que señala el camino a la doctrina social: debajo de los problemas y conflictos encontramos siempre un substratum ético; si el hombre obedeciera los mandatos de Dios muchos de estos problemas ni siquiera habrían llegado a plantearse.

Entre los colaboradores de San Pió X predominaban aquellos que se mostraban enemigos acérrimos de las nuevas corrientes liberales o materialistas, los cuales contribuyeron a que se formularan duras críticas contra este Pontificado, que todavía perduran. Pero los que emiten juicios tan negativos no suelen tener en cuenta que entonces, precisamente, se iniciaba uno de los períodos más terribles de la Historia humana, con guerras que haciendo caso omiso de las limitaciones que imponía el espíritu militar, dejarían tras de sí millones de muertos, en su mayoría no combatientes, de persecución religiosa –no hay duda de que incluso el holocausto judío tiene ciertos matices en este sentido–, de genocidios en nombre de la lucha de clases y, finalmente, de terrorismo desatado que ya en aquellas primeras décadas del siglo XX, iniciaba su andadura. Pío X propugnó una reforma interior, de las personas más que de las estructuras, recomendando cuatro cosas: una atención doctrinal de los fieles, abriéndose un poco hacia el protagonismo de los laicos; una atención hacia el sacerdocio, guía espiritual; una mayor conciencia del valor que reviste la Eucaristía, y una reforma litúrgica que hiciese de los fieles participantes y no meros observadores. La redacción del Catecismo y la recomendación de valerse del misal, son importantes. Pero sobre todo lo es la decisión de fijar el tiempo de la primera comunión en el momento en que se posee uso de razón, a partir de los siete años.

Regularmente por medio de homilías y discursos cuyos borradores eran guardados, San Pío X continuaba la catequesis a que tantas horas dedicara en Venecia. A este tema dedicó su encíclica Acerbo nimis (1905) que fue el punto de partida para la elaboración del Catecismo, que debía suceder al de San Pío V, y que en 1912 fue publicado y remitido a todas las diócesis. En dicha encíclica recordaba a los obispos que ninguna tarea era para ellos tan importante como el cuidado de los seminarios, ya que de ellos debían salir los sacerdotes, que eran el instrumento esencial. En una instrucción un poco posterior, de agosto de 1908 (Haerent animo), definía los limites precisos del sacerdocio en cinco dimensiones coincidentes: espíritu de oración, apoyándose sin vacilación en el breviario y en los textos de que dispone la Iglesia; sistemático examen de conciencia que permita no sólo enderezar el camino sino fijar objetivos; celo especial por la salvación de las almas, práctica de la penitencia; regular asistencia a los ejercicios espirituales. Son los mismos que se señalarían muy pronto a los laicos incorporados a esta vida de conversión espiritual. San Pío X afirmaba con entera claridad que la recuperación de la Iglesia ahora amenazada por corrientes de disolución, dependía de manera

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absoluta de la santidad del sacerdocio. Por eso beatificó a Vianney, el cura de Ars, y le propuso como el modelo que todos debían imitar.

Dos decretos, un motu proprio y una constitución apostólica (Divino afflatu, 1911) se ocuparon del otro tema que tanto le preocupaba, el de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y, en consecuencia de la comunicación desde la inmanencia con la trascendencia. La Iglesia había insistido ya en los Pontificados anteriores y, sobre todo por medio de los decretos del Concilio Vaticano I, en el valor positivo que debe reconocerse a la ciencia, a cuya práctica eran invitados los católicos, pero bien entendido que ésta, al referirse únicamente a la inmanencia, no cubre todas las posibilidades humanas. La participación de los fieles en la liturgia, y especialmente en la misa, usando las mismas palabras que el sacerdote, y la comunión frecuente, incluso diaria, eran a su juicio el medio adecuado para introducir al ser humano en los dominios de la trascendencia. Esta doctrina sería reforzada durante los pontificados posteriores, haciendo posible una reforma interna que compensaba con la calidad de los fieles las pérdidas en la cantidad a que las corrientes laicistas afectaban.

4. Entre los numerosos consejeros que rodeaban a San Pío X, todos los cuales eran motejados de conservadores, destacaban especialmente tres: José Calasanz Vives y Tutó, capuchino, que llegaría a ser prefecto de la Congregación para los religiosos, el cardenal Gaetano de Lai, prefecto de la Congregación consistorial, a quien se encomendó la reforma de la Curia, y el cardenal Rafael Merry del Val, también español, que fue Secretario de Estado durante todo este pontificado. Todos ellos coincidieron en la necesidad de tratar con sumo rigor las desviaciones que se introducían con el modernismo. Vives pertenecía a aquel grupo de intransigentes españoles que se agrupaba bajo el lema de que «el liberalismo es pecado». Merry, que tenía sólo 37 años cuando asumió su cargo, fue probablemente el más adicto al Papa que depositó en él una absoluta confianza.

Tras estos colaboradores se hallaba la Compañía de Jesús que alcanzaba entonces un grado excelso de influencia y de preparación, despertando la enemistad en muchos gobiernos. Las últimas investigaciones demuestran que Merry del Val y el general de los jesuitas, unidos en estrecha amistad, trataron de moderar la dureza de algunas decisiones, no porque dejaran de compartir la preocupación por los peligros a que se hallaba expuesta la fe sino por razones de prudencia. Pío X negó en varias ocasiones que se dejara conducir por los tres cardenales arriba mencionados, asumiendo con ello la plena responsabilidad en las reformas que se emprendieron y en la lucha contra el modernismo.

Comenzó el Papa su tarea de reforma en las estructuras mediante las constituciones, Commisum nobis, arriba mencionada, y Vacante sedis Apostólica, que ponía fin a las ingerencias de los poderes políticos en la elección del Vicario de Cristo. Una vez aceptado el nombramiento, en un acto de libre voluntad, el Papa quedaría desligado de cualquier compromiso que, antes de la elección o durante el conclave se le hubiera requerido. Su autoridad –no su poder, desde luego– tenía que ser absoluta. Inmediatamente después

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emprendió la reforma de la Curia, que aún se regía por las disposiciones tomadas por Sixto IV y que en el transcurso de los siglos se había complicado, haciendo inútiles algunas de las veinte Congregaciones y de los otros diecisiete organismos de ellas dependientes.

El cardenal de Lai fue principal promotor y protagonista de esta reforma que reduciría a once las Congregaciones señalando con precisión los cometidos de cada una, así como de los cinco oficios y tribunales de justicia. La Secretaría de Estado experimentó un especial crecimiento ya que pasaron a depender de ella algunos países que antes pertenecían a la de Propaganda fide por ser tierra de misiones. Merry del Val, hijo de un diplomático español, había nacido sin embargo en Inglaterra, formándose después en Bélgica e Italia y llegando a dominar correctamente varios idiomas. Debido a su juventud carecía de compromisos con sectores de la Curia; así procuró mantener a su lado al principal colaborador de Rampolla, cardenal della Chiesa, que sería luego el sucesor de Pío X.

En estos años que preceden a la guerra de 1914, cuando Europa se iba dividiendo en coaliciones enfrentadas como consecuencia de los cambios económicos que el progreso de la técnica y el reparto desigual de las colonias provocaban, la tarea de Rafael Merry del Val revestía una enorme importancia. Por una parte era necesario enfrentarse con gobiernos que propendían al laicismo radical, manteniendo a la Iglesia sin comprometerla como muchos querían en opciones políticas, pero dando al mismo tiempo la seguridad de una radical defensa de la fe. Por otra era preciso ayudar al crecimiento de aquellas comunidades establecidas en países de tradición protestante. Y sobre todo garantizar la neutralidad de la Sede romana en relación con los bloques de alianzas.

5. En junio de 1902 tiene lugar un acontecimiento que repercute en la vida religiosa de toda Europa: Emile Combès, que contaba sesenta y siete años de edad y una larga trayectoria de radicalismo, asume la presidencia del Gobierno en Francia. Se trataba de un antiguo seminarista a quien, por su excesiva intransigencia, sus directores negaran el acceso a las órdenes. Doctor en Teología, experimentó entonces un cambio radical. La religión, desde su nueva postura, no pasaba de ser un signo de atraso, condenada por ello a desaparecer. La moral, reconocida únicamente como filantropía, debía sustituirla, sostenida especialmente por las enseñanzas que se imparten en las logias masónicas. Es el hombre, desde su razón, quien logra las explicaciones pertinentes a lo absoluto. A esto es a lo que definió como laicismo, un término que muchos siguen empleando en nuestros días. Algunos otros grandes políticos del radicalismo, como Clemenceau, trataron de distanciarse de él ya que no hacía otra cosa que sustituir su antiguo radicalismo católico por otro nuevo que conservaba toda su dureza.

Sin embargo el laicismo no era únicamente doctrina de una persona concreta sino todo un movimiento que, alentado desde el interior de las logias, alcanzaba sectores muy amplios. Combès fijaba los dos objetivos principales del laicismo: separar a la Iglesia del Estado de modo absoluto y convertir a la católica en una simple asociación privada sujeta por entero a leyes revisables.

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En junio de 1904 suspendió el Concordato vigente desde la época de Napoleón y rompió las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Esta política, perentoria en el resentimiento, ofrecía sin embargo alguna ventaja: los obispos y el clero dejaban de ser funcionarios y cobraban independencia desde la persecución. La Santa Sede decidió desde entonces buscar nuevos caminos que permitiesen alcanzar un apoyo directo de las masas populares que seguían declarándose mayoritariamente católicas.

Entre los varios proyectos de ley que la Cámara debía discutir figuraba la supresión de las Órdenes religiosas, al considerarlas como desobedientes al Estado y contrarias al control que éste deseaba establecer sobre toda la sociedad. Combès comenzó a preparar esa Ley fundamental que debía titularse de Separación eliminando siglos de Historia. Pero entonces estalló el escándalo: se descubrieron listas de personas a las que, sin méritos, debía promocionarse, mientras otras tendrían que ser paralizadas en su carrera. Este escándalo de los amigos o adeptos fue manejado contra Combès que hubo de dimitir en 1905. El laicismo no detuvo por ello su marcha. Maurice Rouvier consiguió, el 9 de diciembre de 1905, que la Ley de Separación fuese aprobada. No detuvo, pese a todo, la afluencia de peregrinos a Lourdes.

La Ley de Separación negaba a la Iglesia personalidad jurídica de modo que no podía ser titular de propiedades. Esto no significaba una nueva confiscación de «bienes nacionales» pero sí que había que constituir nuevos propietarios, sometidos a las mismas leyes que afectaban a todos los ciudadanos. La fórmula brindada por el gobierno francés fue que se constituyesen «asociaciones culturales» al margen de la autoridad de los obispos y formadas únicamente por laicos, las cuales, como verdaderas empresas o sociedades benéficas, podían hacerse cargo de la titularidad con los mismos derechos y deberes que aquellas. En su estricto sentido esto significaba que no eran el obispo o el párroco los que podían establecer horarios y modos para la celebración del culto sino los propietarios. Transcurrido un año desde la promulgación de la ley, todos aquellos edificios religiosos que no contaran con la correspondiente asociación serían considerados como carentes de dueño y, por consiguiente, propiedad del Estado que podría destinarlos a los fines que juzgara pertinentes.

El gobierno de Rouvier contaba con que, dadas las circunstancias, la Iglesia se sometería aceptando una situación que era incluso más dura que la impuesta en países musulmanes en los que sobrevivían reliquias de un tiempo remoto. Los obispos franceses celebraron tres asambleas consecutivas tratando de hallar alguna clase oportuna de contrapropuesta y no la hallaron; decidieron, en consecuencia, atenerse a las iniciativas del Papa. Pío X vio con claridad en dónde estaba la alternativa: se pretendía conseguir que se renunciase al Bien supremo, de la libertad evangélica, a cambio de poder conservar los bienes materiales. Él mismo, y sus antecesores, desde Pío IX, habían optado por la prisión en el Vaticano, dejando al gobierno italiano que tomara las decisiones. Ahora se trataba de repetir algo semejante: ¿hasta dónde esteba dispuesto a llegar el laicismo? La encíclica Vehementer (11 de febrero de 1906) declaró ilegitima la Ley de Separación, negándose en consecuencia a negociar sobre

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ella. Otra, Gravissimo (10 de agosto) prohibía a los católicos bajo pena de excomunión late sententiae, organizar las asociaciones culturales.

Ahora era precisamente la República francesa la que se encontraba en muy difíciles condiciones. ¿Hasta qué punto, desde un empeño liberal, era posible llegar a la confiscación de todos los edificios religiosos suspendiendo la vida cultual de la inmensa mayoría de los franceses? Como medida precautoria prolongó un año el plazo dado para las asociaciones. Pío X insistió: Une fois encore (6 enero de 1907), redactada en francés para evitar equívocos al relacionarse con otros países, negaba legitimidad a las asociaciones. Y entonces el Gobierno decidió cumplir sus amenazas. Desde el 13 de abril de 1908 el Boletín Oficial comenzó a publicar listas que acabarían siendo muy largas, transfiriendo a manos ajenas e incluso particulares, los bienes de que antes pudiera disponer la Iglesia. A pesar de todo el culto no llegó a suspenderse. Hasta el comienzo de la guerra un laicismo extremadamente duro quedó firmemente establecido en Francia.

6. Durante el Pontificado de León XIII había estallado ya un serio problema en Italia, que debe contemplarse desde dos perspectivas diferentes, una intelectual, orientada hacia el modernismo, a que más adelante nos referiremos, y la otra política que acuñaba ya el término democracia cristiana. Conviene tener en cuenta que bajo este nombre, democracia, se definen dos tendencias muy diferentes, la que se identifica con el parlamentarismo liberal multipartidista y la que se aproxima a un socialismo que da al Estado la plenitud de poder. Romolo Murri que, como ya advertimos, acabaría abandonando el sacerdocio y la misma condición de cristiano, trató de convertir la Opera dei Congressi en albergue adecuado para este segundo tipo. Merry del Val, en carta del 28 de junio de 1904, hubo de comunicar a todos los obispos la decisión de san Pío X, disolviendo la Opera dei Congressi. En el fondo el nuevo Pontífice trataba de modificar el non expedit todavía vigente, por una nueva fórmula que permitiese a los católicos intervenir en política, pero huyendo de la tentación de formar un partido oficialmente calificado de católico.

El 11 de junio de 1905 la encíclica Il fermo propósito explicaba ya con claridad este punto marcando unas directrices a las que Merry del Val se mantendría firmemente adherido. La Iglesia no tiene un modelo político; únicamente le ha sido propuesto un modelo de hombre, cuyas dimensiones pueden acomodarse a fórmulas diferentes, sin otros límites que los que propone la fe y la ética cristiana. En consecuencia un católico puede ser diputado y ostentar cargos públicos siempre que estas condiciones no le impidan el cumplimiento de su misión. Presentar un partido como opción única para los católicos sería un atentado contra la libertad y una vía para el sometimiento de la Iglesia a las estructuras políticas que son, por su propia naturaleza, contingentes.

Romolo Murri rechazó la encíclica y mostró una actitud que precisamente colocaba a la política por encima de los intereses de la Iglesia. Invitó a sus antiguos seguidores en la Opera dei Congressi a incorporarse a un movimiento político fundado en Bolonia en noviembre de 1905 a la que puso ya el claro nombre de Liga Democrática Nacional. No fueron muchos los que se sumaron a este intento y los que lo hicieron gustaron de titularse demócratas cristianos.

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Una encíclica, esta vez en italiano, Pieni 1'animo (28 de julio de 1906) desautorizó este partido y prohibió a todos los sacerdotes que se inscribieran en él. Coincidiendo estas decisiones pontificias con la condena del modernismo, la cólera de Romolo Murri alcanzó límites muy extremos, abandonando definitivamente la Iglesia. Pero la Liga Democrática tampoco tuvo larga vida; desapareció en 1922 y pronto sería relevada en sus planes por la Democracia cristiana, Partido Popular, que se mantuvo dentro de la obediencia al Papa y a la doctrina por él expuesta.

Los sucesores de San Pío X insistieron cerca de Romolo Murri para conseguir de él una verdadera conversión, que se produjo en 1943, pocos meses antes de su muerte.

Como una consecuencia de la encíclica de Pío X, en 1905 nacía el que puede considerarse como remoto prólogo de la Acción Católica, un título que aparecía de momento como un calificativo para la organización destinada a sustituir a la Opera dei Congressi con el nombre de Unione Popolare. Un término que posteriores partidos políticos también emplearían para denotar su vinculación indirecta con la doctrina moral de la Iglesia. Lo que Pío X deseaba era algo más que esto, un organismo sólido que fuera capaz de llevar el catolicismo a cuatro sectores de actividad: la formación de los laicos, el desempeño ante los problemas económicos y sociales, la participación en las elecciones en el momento en que fueran convocadas, a fin de disponer de representantes capaces de defender valores católicos, y la Juventud Católica Italiana, capaz de asegurar el relevo.

Aunque en ningún momento se produjo una renuncia expresa al non expedit de Pío IX, era evidente que la Iglesia había modificado y de modo radical su estrategia. Se veía la necesidad de conseguir, sin crear un partido concreto, a diferencia de socialistas y liberales, que los católicos participasen en la vida pública reorientando las directrices del Estado y de los propios partidos hacia una defensa de los valores cristianos. Todo ello se refería a los laicos, preparando un camino que daría a éstos un protagonismo cada vez mayor en la vida de la Iglesia. Porque a los sacerdotes el Papa santo les recordaba que su misión era mucho más alta, en el plano espiritual y en la transmisión de la gracia por medio de sacramentos; por eso no resultaba oportuno que se inscribiesen en partidos políticos. Esto era, precisamente, lo que encolerizaba a Romolo Murri y sus inmediatos colaboradores que habían pretendido hacer de la Obra de los Congresos un partido, no menos radical en sus demandas, que el socialista.

Importantes, las decisiones de Pío X abrieron un camino que sería continuado con mayor amplitud. Desde 1909 en el Congreso italiano figuraban ya 24 diputados que, abiertamente, se presentaban como católicos. Obedientes al Papa no eran un partido, pero al enfrentarse con el abanico de opciones, descubrieron que la mayor proximidad se establecía con el liberalismo moderado de Giolitti, presidente del Gobierno a la sazón. En diciembre de 1912, mientras se afirmaba el acercamiento de Italia a los aliados frente a los centrales, el presidente de la Unión Popular, Gentiloni, firmó un pacto electoral con Giolitti a fin de presentar listas conjuntas y garantizar el respaldo de los

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votos católicos al partido liberal, que, a su vez, admitía un compromiso sobre cuatro puntos: defensa de la familia y del matrimonio; respeto a la moral católica y a los principios de la Iglesia; apoyo a la enseñanza religiosa; y respeto para las Órdenes y congregaciones religiosas. De los 55 candidatos católicos presentados, fueron elegidos 35. Italia se aseguraba de este modo frente al laicismo que tanta radicalidad estaba mostrando en Francia. Esta situación se mantuvo hasta el fin de la Gran Guerra en 1918. Es importante recordar que la Iglesia había condenado algunas de las proposiciones defendidas por el liberalismo europeo, sin formular una condena total, de modo que el entendimiento era posible siempre que se compartiesen los fundamentales principios

7. Tanto el kaiser Guillermo II como el Papa Pío X coincidieron en la necesidad de cerrar herméticamente las cuentas dejadas atrás por el Kulturkampf, abriendo puertas a la enseñanza y al pensamiento católico. Esto influía directamente sobre el Zentrum. Coincidiendo con la doctrina expuesta en Il fermo propósito muchos católicos alemanes se preguntaban acerca de la conveniencia de mantener un partido político confesional. En un momento en que Alemania crecía, desempeñando papel sustancial en los proyectos coloniales, se produjo una fuerte divergencia en el partido, expresada por medio de dos Asambleas, una celebrada en Colonia, la otra en Treveris. La primera sostenía que el partido debía pasar a ser interconfesional; la segunda pretendía en cambio que se mantuvieran firmes las bases iniciales.

Merry del Val, que defendía una colaboración cada vez más estrecha con Guillermo II, se mostró muy poco partidario de las tesis formuladas en la asamblea de Colonia. Ello no obstante, desde 1906 hasta el comienzo de la guerra, las corrientes del interconfesionalismo fueron creciendo, deshaciendo en parte la unidad y debilitando al Partido. Guillermo II aprovechaba las oportunidades que le brindaban los acuerdos con la Santa Sede para incrementar la proporción de obispos de origen prusiano en los que hallaba apoyo. En las elecciones de 1912 todos los partidos contrarios decidieron establecer una cerrada alianza anti-Zentrum que consiguió arrebatar a éste la primacía que hasta entonces poseyera en la Dieta. Esta derrota no fue seguida por ninguna tendencia al laicismo como sucediera en Francia, pero sí significó el traslado del Zentrum a una posición secundaria. En adelante, sin retirar el apoyo al kaiser, su influencia iba a depender de los convenios que pudiera llegar a establecer. Veremos el desdichado papel que jugó en 1933.

La persecución religiosa en Portugal se había iniciado ya en los reinados de Carlos I y de Manuel II, que hubo de exiliarse en el año 1910 dando paso a una República de tono muy radical. Apoyado directamente por la Masonería que había incrementado su poder, el gobierno republicano extremó las medidas antirreligiosas, copiando en muchos aspectos el modelo francés. Todos los bienes de la Iglesia fueron confiscados en 1911, y desde 1913 se suspendieron toda clase de relaciones diplomáticas con la Santa Sede. La religión, expulsada de todos los centros de poder, se refugió en las zonas rústicas: así hasta 1917 en que tres niños campesinos anunciaron que la Virgen María se les había aparecido en Fátima, no muy lejos de Aljubarrota, y las autoridades laicas fracasaron en sus intentos de detener el retorno de grandes masas a la fe.

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Estaba en marcha en España el borrador de la ley de Asociaciones que se proponía reducir a las Órdenes y Congregaciones a este simple nivel, cuando estalló la llamada «Semana trágica» de Barcelona, que exigió la intervención del Ejército (1909). Durante los disturbios fueron asesinados tres clérigos, quemados cuarenta conventos y los edificios de una docena de parroquias. Fue la señal para una caída de Maura, pero, también, para un recrudecimiento de las aspiraciones del laicismo. Canalejas puso en marcha una resolución: quedaba radicalmente prohibida la instalación de nuevas congregaciones o sedes para las ya existentes hasta que estuviera vigente la nueva ley. Esta disposición de Canalejas fue popularmente conocida como Ley del Candado. Como se había fijado únicamente un plazo de dos años de vigencia, bastó con que demorase sine die la de Asociaciones para que la disposición de Canalejas se quedara en el vacío.

En este momento, y en una estrecha relación con Merry del Val, un jesuita, Ángel Ayala, partiendo de la encíclica Il fermo propósito a la que tantas veces hemos aludido, tomó la decisión de fundar en España un movimiento capaz de situarse por encima de los partidos al que decidió llamar Asociación Nacional Católica de Jóvenes Propagandistas. Sus siglas darían origen al término ACNDP, conservado hasta el día de hoy. En el acto fundacional, que se celebró el 3 de diciembre de 1909, en el Colegio de la Compañía de la calle Areneros, tomaron la medalla correspondiente diecisiete personas, todos varones, otorgando la presidencia del grupo a un joven intelectual que entonces cumplía 23 años llamado Ángel Herrera Oria. Merry del Val encomendó al cardenal arzobispo de Toledo, que tenía sobre sus hombros la responsabilidad de la Acción Católica, que hiciese llegar a los propagandistas las instrucciones que el Papa deseaba se cumpliesen al máximo.

La ACNDP no podía convertirse en un partido; era imprescindible mantener para los católicos la libertad de afiliarse a cualquier partido, siempre que no se hubiera declarado enemigo de la Iglesia o contrario, en todo o en parte, a su doctrina. El movimiento creció, dispuso pronto de una sede –es el edificio que pertenece a la Conferencia Episcopal y en el que se halla instalada actualmente la COPE– y decidió poner en marcha el firme propósito expresado en sus comienzos. Enriquecer y luego difundir la doctrina era la tarea más urgente. Con dinero de capitalistas vascos que eran a la sazón los más importantes, pudo ponerse en marcha un diario El Debate (1911-1936).

El diario desempeñaría un papel de gran importancia, sometido a la censura y orientaciones del metropolitano de Toledo y de los obispos a él sometidos, aunque mostrando en muchos casos una libertad en cuanto al modo de presentar las noticias. No fue un periódico monárquico aunque mostró exquisito respeto a las decisiones de las autoridades. En 1931 Herrera y los Propagandistas se mostraron dispuestos a aceptar la legitimidad de la República, una opción entre las posibles, pero fueron rechazados por las nuevas fuerzas de la izquierda, decididas a desatar una persecución religiosa que alcanzaría pronto extremos de gran crueldad.

8. La principal preocupación de Pío X venía, sin embargo, de otro extremo, aquel que los teólogos e historiadores de la Iglesia han denominado

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modernismo. En el fondo, como en otros aspectos Lammeenais y Murri ya entendieran, era la Iglesia quien debía cambiar acomodándose en su doctrina a las nuevas circunstancias, en este caso concreto a los dictados del positivismo y a sus consecuencias. Desde la Sede romana se percibieron los graves peligros que de esta actitud podían derivarse. Completando la línea que ya intentara Galileo se trataba de atribuir certeza absoluta a los descubrimientos de la ciencia en todas sus dimensiones, negándosela en cambio a la Revelación y a la fe, que sólo podían ser consideradas como propuestas envejecidas a las que el tiempo había venido a superar. Modernizar significaba, por tanto sustituir la tradición de la Iglesia por los nuevos hallazgos de la mente humana. A la Iglesia jerárquica se negaba cualquier capacidad; los sabios, como en el positivismo, serían los encargados de guiar en el futuro a la comunidad católica.

Los grandes directores del modernismo eran todos sacerdotes ya que trataban de cambiar el sentido de la misión a ellos encomendada, sin renunciar a ella. Junto a Romolo Murri, que se volcaba sobre todo en las demandas sociales, debemos colocar al francés Alfredo Loisy, que llegó a ejercer notable influencia también en España, el británico Jorge Tyrrel, SJ, y el italiano Ernesto Buonaiutti. Todos ellos destacaron de manera especial por dos dimensiones: el gran número de alumnos que dejaron que sus doctrinas, aunque fuese de modo parcial, penetraran en sus enseñanzas, y la voluntad firme, a diferencia de los herejes de antaño, de permanecer dentro de la Iglesia. No pretendían crear una secta o una nueva Iglesia sino convertir a ésta a su doctrina de la modernidad. Esto tornaba sumamente difícil la solución: no se trataba de denunciar una afirmación concreta sino de combatir una actitud que pretendía ofrecer a la fe una nueva interpretación. El modernismo lograría por ello sobrevivir, uniéndose a otras corrientes posteriores que se autopresentaban como «progresistas» frente a los «tradicionales». Es bien sabido que la palabra progreso goza de excelente reputación.

El modernismo comenzaba afirmando que frente a la Iglesia tradicional, que no negaba, aunque haciendo de ella una especie de provisionalidad superviviente, debía colocarse el «carisma» de su propio pensamiento llamado a conseguir una renovación. Un término, carisma, que ha sobrevivido a todas las reprensiones identificándose con la visión concreta que cada grupo puede y debe tener. Para evitar la excomunión, que sin embargo fue pronunciada en ocasiones contra sus dirigentes, recurrían a colocar bajo seudónimos sus libros. Por otra parte recurrían al procedimiento de comunicar su doctrina en medio de ambigüedades; de este modo cuando se pronunciaba el interdicto contra alguna de las afirmaciones, podían darse por no enterados como si se tratara de algo ajeno.

San Pío X respondió con gran claridad y energía: el cristianismo, doctrina revelada íntegramente por Jesucristo, no necesita de acomodos a la modernidad. Debe ser explicada, difundida y precisada, en relación con los nuevos problemas, pero no cambiada. Esta afirmación tajante se hizo a través de tres documentos importantes: el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907), la encíclica Pascendi (8 septiembre 1907) y el motu proprio Sacrorum Antistitum (1 septiembre 1910). Los modernistas no se enfrentaron abiertamente con esta

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clara y contundente doctrina, formulada desde la inefabilidad del Papa, pero trazaron, en torno a la persona de éste, una especie de nube tendente a desacreditarlo, que todavía muchos miembros del clero comparten en nuestros días: Pío X era simplemente un arcaísmo que se aferraba al tiempo pasado negándose al progreso que la modernidad había hecho necesario.

En el decreto Lamentabili se señalaban hasta 65 proposiciones sostenidas por los modernistas y que giraban entorno a una, decisiva, ya que pretendían que el cristianismo renunciase a sus dogmas convirtiéndolos en puntos de doctrina revisables. Por ejemplo los textos del Nuevo Testamento no deben considerarse como revelados e inmutables sino como fuentes históricas a las que es preciso someter a la misma crítica que todos los demás de esta naturaleza. En consecuencia no puede considerarse la resurrección de Jesucristo como una noticia histórica sino solamente como una elaboración en la conciencia de los posteriores cristianos que llegaron a creerlo porque así convenía. El mismo criterio debía aplicarse a todo el resto del texto sagrado. Jesús de Nazaret es un hombre de calidad exquisita que recibe una conciencia de su divinidad perteneciendo sin embargo a una familia numerosa y pobre.

Pío X señalaba en el modernismo una tendencia a invertir los términos: es el hombre en su conciencia el que elabora la idea de Dios, que pertenece a cada uno de acuerdo con su especial carisma y que varía. Así pues, la fe es el producto de una experiencia personal, lo que convierte a la Iglesia en una sociedad de creyentes en la cual el principio de autoridad significado por la inefable doctrina de la infalibilidad tendría que ser sustituida por los principios democráticos de la sociedad contemporánea. Cada grupo cristiano debe tener derecho a elegir a sus dirigentes. El Papa dispuso que todos los profesores de centros eclesiásticos prestaran juramento antimodernista y fue obedecido; sólo se registraron cincuenta excepciones.

Los últimos días de la vida del Papa santo se vieron amargados por el anuncio de la guerra que sería Grande. El 2 de agosto, cuando acababan de iniciarse las hostilidades, publicó una exhortación, Dum Europa, que tenía el profundo valor de un presagio. Para la vieja Europa aquello significaba el fin. No podía hacer ya otra cosa que hincarse de rodillas y rezar. Su final llego en la madrugada del 20 de agosto de 1914 dejando a su sucesor una pesada herencia.

9. Las circunstancias en que debía producirse la nueva elección, en agosto de 1914, no podían ser más difíciles: la guerra iba a ser larga, a todas luces, y había católicos implicados en uno y otro bando, afectando a la Iglesia ya que los obispos debían respeto y obediencia a los respectivos Estados. La Sede romana, en una situación de hecho ya que carecía del reconocimiento de ser un Estado, tenía bien clara su obligación: insistir en la línea marcada por Pío X y Merry del Val, lograr una paz mediante negociaciones que permitieran superar odios y problemas. Giacomo Paolo Battista della Chiesa, que había colaborado con Rampolla y luego con el propio Merry del Val, era quien a juicio de muchos de sus coetáneos, tenía las mejores disposiciones para asumir la tarea. Nacido en 1845 iba a cumplir 69 años, una idónea edad desde el atisbo de la experiencia.

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Hijo de una noble familia genovesa, de los marqueses della Chiesa, su padre había insistido en que, antes de entregarse al sacerdocio, cuya vocación mostró desde la primera juventud, completase estudios civiles, a fin de asegurar mejor la preparación, dispuesta para el servicio a que su inteligencia reflexiva le empujaba. De modo que era ya doctor en derecho cuando, en el otoño de 1875, ingresó como seminarista en el Colegio de Capranica. Contaba pues 33 años cuando fue ordenado sacerdote, ingresó en la Academia de Nobles y pudo dedicarse plenamente al Derecho canónico. Ahí estaba la clave de la personalidad de della Chiesa: un jurista de mucho relieve, que se entregaba sobre todo con empeño a su labor sacerdotal. Ingresó muy pronto en el equipo de auxiliares de la Secretaría de Estado.

En 1882, cuando Rampolla fue nombrado nuncio en España, decidió llevar consigo a della Chiesa. Durante cinco años iba a permanecer en Madrid. Los habitantes de la capital recordaron siempre los servicios prestados a los enfermos durante la gran epidemia de 1885. Cuando Rampolla fue nombrado Secretario de Estado por León XIII, della Chiesa, que desempeñaba funciones de minutante, se convirtió en secretario y hombre de confianza de Rampolla. Este se resistió a que le nombrasen obispo de Génova, lo que sería volver al punto de partida, porque le necesitaba para otras tareas esenciales en la diplomacia. Hasta 1901, sin embargo, no fue ascendido al grado de «sostituto»; las misiones que desempeñaba precisaban de una humilde y reservada condición.

En 1907 se produjo una vacante en Bolonia, donde las diversas facciones enfrentadas tornaban muy difícil la sucesión. San Pío X decidió que sólo un hombre de la categoría de della Chiesa podía asegurar una diócesis y una ciudad de tanta importancia para el futuro de la Iglesia romana, en sus esfuerzos de apertura hacia el Estado italiano. La Secretaría de Estado se opuso pero esta vez el Papa no se dejó convencer, y para demostrar que se trataba de una decisión personal suya, ofició en la consagración episcopal que tuvo lugar en el Vaticano y en presencia de Rampolla, Merry del Val y los demás miembros de la Secretaría.

Como obispo de Bolonia realizó una tarea que le atrajo fama y afecto entre sus diocesanos. Buscaba la cooperación de los párrocos, visitando cada una de sus parroquias y participando de este modo en una vida que, al margen de la evolución política, creaba en los italianos conciencia católica. En la catedral tenía su confesionario en el que permanecía muchas horas haciendo posible a los fieles llegar a un contacto directo. Los congresos diocesanos tenían en su programa otro papel importante que era precisar la doctrina acomodándola a la solución de los problemas concretos de cada régimen. Merced a obispos de la calidad de della Chiesa se iban borrando los efectos del laicismo que nunca revistió en Italia la importancia y rigor que en Francia. El 25 de mayo de 1914, en la última de las promociones por él efectuadas, recibió el capelo cardenalicio.

Casi todos los cardenales pudieron viajar a Roma en aquel mes de agosto, sacudido por la guerra en Europa. Italia aún no participaba en la contienda. De modo que el conclave pudo comenzar el 31 de agosto con una asistencia de 57

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cardenales de los 65 entonces existentes; un porcentaje que puede considerarse elevado. En las conciencias de los reunidos pesaban sobre todo dos preocupaciones: la de buscar los medios adecuados para frenar el peligro del modernismo, ya que no eran suficientes las declaraciones doctrinales, y la de mediar entre los contendientes para conseguir, al menos, paliar los daños que una guerra moderna con recursos técnicos podía causar entre los combatientes y también entre la población civil. El nuevo Papa podía contar con el apoyo de España pero con muy poco más. Por dos tercios justos de votos della Chiesa fue elegido Papa Benedicto XV. El anterior Pontífice de este nombre había sido también obispo de Bolonia.

Benedicto XV ha pasado a la Historia como el Papa de la paz; no porque lograra convencer a los contendientes sino porque, en su firme doctrina estaba afirmando que ella es la plataforma inexcusable del orden moral. Y el siglo XX, en su segunda década, se hallaba inmerso en las encrucijadas del odio. Habiendo fallecido el candidato en quien pensaba, hubo de encomendar la Secretaría de Estado al cardenal Pedro Gasparri, jurista como él, que hasta entonces se había encargado de la redacción del nuevo Código de Derecho canónico. Los profesores de la Gregoriana tomaron el relevo aportando uno de los documentos esenciales, que sería revisado en profundidad después del Concilio Vaticano II: se trataba de que el Código fuese obra viva y no un mero memorail del pasado.

10. La Gran Guerra se había iniciado en agosto de 1914 mediante un plan, elaborado durante años por el Alto Estado Mayor alemán, que adolecía de los mismos defectos del programa napoleónico un siglo antes. La enorme superioridad del ejército germánico, que esgrimía incluso el jactancioso lema de Gott mit uns, como si Dios hubiera de hablar también en alemán, aseguraría, como en 1870, un rápido descalabro de franceses e ingleses que no habían sabido acomodarse a las nuevas técnicas, ni a la disciplina prusiana. Para muchos, como Oswald Spengler, fue una especie de sorpresa que venía a cambiar el rumbo de la Historia, revelando la decadencia de Occidente. Se pasó de la guerra de maniobras a la batalla estable en las trincheras donde el dolor, la muerte y la noche cobraban tremendo protagonismo. Las últimas cargas de la caballería ligera se apagaron en un terrible silencio desde septiembre de 1914. Se confirmaban los temores del Papa: la batalla del Marne había dejado tras de sí cuantiosas víctimas e Italia se preparaba ya para sumarse a la contienda.

Había católicos, como anotamos, en ambos bandos. Ahora los contendientes apelaban a todos los medios de comunicación para difundir por ellos su propaganda: el enemigo había pasado a ser el malvado boche o el pérfido gabacho. Era muy importante conseguir que la Iglesia se pronunciase también en este sentido, denunciando las crueldades del enemigo, aunque no las propias. La Gran Guerra tuvo, como las contiendas napoleónicas, ciertos visos de contienda civil, como si se enfrentaran dos modos distintos de gobernar. Para los aliados ellos eran defensores del liberalismo y por tanto de los derechos humanos que sus adversarios conculcaban. Una propaganda que volverá a repetirse treinta años después sumiendo en el olvido la destrucción de Montecassino por la aviación norteamericana y el salvamento de la vieja

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Florencia por algunos generales alemanes. Que París no ardió en 1944 porque un alto mando boche dejó de cumplir deliberadamente las órdenes.

A esta confusa y doliente situación tendría que enfrentarse Benedicto XV, cuya esplendida tarea humanitaria apenas ha sido tenida en cuenta. El 1 de noviembre de 1914 publicó su primera encíclica, Ad Beatissimi, en la que, pese a dedicar su mayor extensión al conflicto bélico, el lugar más importante lo ocupa el modernismo contra el que previese en nuevos términos: no se trataba únicamente de denunciar los errores como ya hiciera Pío X, sino «las tendencias» y también «el espíritu modernista» que sobrevivían. Pues para él las causas de la guerra se hallaban en los aspectos morales y en el desarrollo del materialismo que había despertado las ambiciones de las potencias. Por eso proponía, como solución única, que éstas, suspendiendo el uso de las armas, se reuniesen a discutir en torno a una mesa, haciendo uso de los principios jurídicos y no de otros recursos. Naturalmente el llamamiento del Papa no fue escuchado; cada uno de los beligerantes montó una propaganda como si la propuesta favoreciera al adversario. Solicitó Benedicto XV, al menos, una tregua para el día de Navidad y aunque esta vez fue aplaudido, tampoco fue escuchado: los disparos siguieron sonando aquel día 25 de diciembre de 1914.

Como ya advirtieran otras potencias neutrales, como España, había ahora secuencias susceptibles de una labor humanitaria: cuantioso número de muertos, heridos que debían ser asistidos en hospitales ajenos, desplazados por el avance de las tropas enemigas y desaparecidos. El Papa encargó a uno de los «sustitutos» de la Secretaría de Estado, Federico Tedeschini, que montara en Roma una oficina a la que incumbiría la tarea de ponerse en contacto con las familias de desaparecidos, movilizando después los recursos de la Iglesia para descubrirlos. Luís Maglione se encargaría en cambio de llevar adelante negociaciones con los gobiernos para conseguir intercambios o rescates de prisioneros. Desde la primavera del año siguiente, 1915, se realizó, a través de Suiza, un intercambio de prisioneros que no podían retornar a su lugar de origen pero sí instalarse en países neutrales comenzando por la propia Confederación Helvética. Alrededor de cien mil prisioneros se beneficiaron de estas gestiones. Alfonso XIII, rey de España, hizo una tarea no menos importante.

Los servicios diplomáticos españoles se pusieron a trabajar en esta línea con gran empeño: se trataba de identificar a 250.000 desaparecidos, de los cuales una parcela bastante considerable fue descubierta con vida y rescatada. Había que persuadir a los gobiernos para que suspendiesen la ejecución de penas capitales; no fue mucho lo conseguido. Lo más importante fue impedir que los turcos expulsasen de Tierra Santa a los judíos. Fue el comienzo todavía mínimo en sus dimensiones, de una nueva tarea de acercamiento. No podemos olvidar que la Gran Guerra se cerró con un saldo de 23 millones de muertos, de los que casi la mitad figuraban como población civil.

Al comienzo del año 1917 la contienda parecía haber llegado a un nivel de estancamiento. Las revoluciones que estallaron en Rusia, y que se contagiaron después, aunque sin éxito, a otros países, establecían un equilibrio de fuerzas

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que sólo se alteraría con la entrada de Estados Unidos en la contienda. En mayo, Benedicto XV tomó una decisión: consagrar obispo a Eugenio Pacelli, miembro importante en el equipo de la Secretaría de Estado y le encargó de la nunciatura de Baviera. Desde Munich debía entrar en contacto con todos los grandes responsables del bando alemán y descubrir las posibilidades de que aceptasen una especie de mediación que permitiera hacer una propuesta de paz negociada.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX y XX (6) Luis Suárez Fernández*

VI. REFLEXIONES SOBRE EL PONTIFICADO DE PÍO XI 1. La apertura de los fondos del Archivo Secreto Vaticano correspondientes a este Pontificado van a dar oportunidad a los católicos, y a los historiadores en general, de descubrir aspectos importantes sobre este tiempo que va del 6 de febrero de 1922 al 10 de febrero de 1939, lo que incluye para los españoles la Dictadura de Primo de Rivera, la II República y, prácticamente, toda la guerra civil. En Europa se estaba viviendo una primera fase de aquel que, con toda razón, podemos llamar «el siglo más cruel de la Historia». No habiéndose cerrado las tremendas heridas de la primera guerra mundial, y estallando una crisis económica de gran extensión, capitalismo y socialismo se enfrentaban en medio de una crisis de perniciosas consecuencias, como señalaría el propio Papa en sus abundantes y enjundiosos documentos. La gran depresión de 1929 había venido a demostrar uno de los puntos de la doctrina social de León XIII: no es aconsejable dejarse arrastrar por la macroeconomía financiera como el capitalismo positivista recomendaba. En el extremo opuesto la victoria del leninismo había desembocado en el que el propio Lenin calificara de totalitarismo, es decir, sometimiento del Estado al partido; la democracia, de acuerdo con su mentalidad, significaba que el pueblo, demos, estaba representado únicamente por ese mismo Partido el cual podía olvidar hasta las últimas reliquias de respeto a la dignidad de la persona humana.

Al totalitarismo recurrieron también los socialismos que se autocalificaban de nacionales. El Partido único asumía toda la autoridad, convirtiendo en meros instrumentos a los resortes del poder. Todos coincidían con el liberalismo más riguroso en un punto: la religión debía ser destruida porque constituye, en sí misma, un signo de atraso. Por esta vía las ideologías ahora dominantes repudiaban la noción de persona que es esencial en el cristianismo, y aceptaban como científicamente demostrable que la noción de Dios no pasa de ser una invención humana. El Papa, en estos años difíciles, tendría que combatir con denuedo, defendiendo precisamente estas ideas que resultan esenciales para Europa.

Cometemos con frecuencia un error, debido a la propaganda marxista, cuando calificamos de extrema derecha a los totalitarismos que surgieron en Italia y

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Alemania. Ya indicamos cómo fascio era el nombre que se daba en Italia a las células del socialismo. En Alemania Hitler se afilió al que se llamaba Partido Socialista Obrero, un título al que agregó el término Nacional. El término laicismo que todos empleaban adquirió un nuevo y vehemente significado ya que reclamaba para el Estado y, en definitiva, para el Partido también, la plena autoridad moral. Las religiones, en esta nueva mentalidad debían resignarse con alcanzar una simple tolerancia, refugiándose en un ghetto hasta que llegara la hora del agotamiento final. No olvidemos que esta fue la fórmula inicialmente aplicada a los judíos, aunque la premura del tiempo obligaría a recurrir a asesinatos masivos. Cuando, en agosto de 1939, Hitler y Stalin firman una estrecha alianza para repartirse Polonia se saludan como verdaderos hermanos. Claro que esto no impedía un odio, también fraterno, en la lucha por el poder. Tres grandes problemas se planteaban a la Iglesia en aquella coyuntura de los comienzos de la década de los años 20: uno, el más importante, es el de la mencionada secularización radical de la existencia. El otro venía del empeño de superar las miserias causadas por la guerra. El tercero era el de ajustar las relaciones de la propia Iglesia, que estaba sufriendo amplias y en ocasiones muy sangrientas persecuciones, a las nuevas estructuras de poder que se estaban adoptando en el mundo, tanto por parte de la democracia liberal parlamentaria como del totalitarismo. Tarea extraordinariamente difícil ya que era preciso descubrir ventajas e inconvenientes antes de tomar cualquier decisión. En muchos sectores el catolicismo carecía de suficientes fuentes de información. El Pontificado de Pío XI puede dividirse en tres períodos separados por las fechas de 1922 y 1929. El primero corresponde a los tiempos anteriores a su elección y de modo especial a los cuatro años que nos llevan de 1918 a 1922 en que se vive bajo un esfuerzo de reajustes consecuentes con la guerra. Es imprescindible exponerlo con detalle si queremos entender la gran obra de este Pontificado. Las doctrinas socialistas dan origen por primera vez a regímenes políticos que hacen del liberalismo una especie de nuevo Ancien Regime. Se consolida la revolución en el Imperio ruso al establecerse los soviets. Aquí, y en Méjico con el PRI, que continuaba la barbarie del zapatismo, las persecuciones religiosas adquirieron tanta dureza que superaron a todas las anteriores incluyendo a las del Imperio romano.

Luego entramos en un momento engañoso en que el mundo occidental parecía a punto de superar todas las dificultades económicas viviendo el sueño dorado de «los felices años veinte». Hasta que llegó aquel martes 24 de octubre de 1929 en que la Bolsa de Wall Street estalló y una profunda y rápida depresión se extendió por todos los países capitalistas, afectando muy seriamente a sectores católicos. Esto favoreció de modo especial a los totalitarismos; en España fue barrida la Monarquía, y en Alemania los votos permitieron a Hitler y al Partido nacionalsocialista implantar el totalitarismo. Contaba, en un primer momento con el apoyo del Zentrum y ofrecía a Pacelli llegar a la firma de un concordato en plazo próximo, garantizando a los católicos un status favorable. Promesa ésta que no tardarían en invertir reclamando de los católicos una sumisión completa al nuevo Estado que a sí mismo se calificaba de III Reich. 2. Achille Ratti era un hombre mayor en el momento de la muerte de Benedicto

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XV, ya que había nacido en Desio, cerca de Milán, el 31 de mayo de 1857. No procedía de una familia noble, como fuera el caso de sus inmediatos antecesores, sino de ese sector de medianos empresarios textiles que vivían con holgura. De modo que Francesco Ratti y Teresa Galli habían formado una familia, numerosa por sus cinco hijos, y tranquila por sus circunstancias económicas, con inclinaciones religiosas muy firmes, como era normal en Lombardía en las postrimerías del siglo XIX. Achille acudió, como los otros niños de su generación, a una modesta escuela privada que dirigía un maestro de nombre Giuseppe Volontieri. Sin embargo el cuidado espiritual fue encomendado a un tío suyo, Damián, que era párroco en la aldea de Asso y a quien a veces servía en calidad de acólito.

Fue entonces cuando descubrió su vocación, al principio sin grandes aspiraciones: quería ser sacerdote, con la complacencia y apoyo de sus padres, de modo que en 1867 ingresó en el Seminario menor de Seveso, en donde permaneció hasta 1875 en que hubo de pasar al Seminario mayor que se hallaba instalado en Milán. Concluyó, con gran éxito, sus estudios en 1878, pero no tenía aun edad suficiente para recibir las órdenes, de modo que se trasladó a Roma a fin de continuar sus tareas de formación que fueron, desde luego, muy importantes. Para la familia todo esto significaba un gasto que estaba en condiciones de afrontar sin mucha dificultad. Los estudios se le daban muy bien: superaba todos los exámenes con las mejores notas. Sin embargo se hacía valorar de manera especial por su conducta. Era aficionado a la música, como Benedicto XVI y al deporte de montaña como sería el caso de Juan Pablo II. Se afilió al Club Alpino Italiano y practicó escaladas, a veces muy difíciles: uno de los senderos que hoy permiten ascender al Mont Blanc sigue llevando en nombre de «vía Ratti». Es una muy peculiar forma de guardar su recuerdo.

El futuro Papa llegó a convertirse en uno de los intelectuales más importantes de que podía disponer la Iglesia en aquellas postrimerías del siglo XIX. Después de su ordenación sacerdotal, en 1879, dedicó tres años a obtener doctorados en tres Universidades distintas, la de Santo Tomás de Aquino (Teología), la Gregoriana, de los jesuitas (Derecho canónico) y la Sapienza que pertenecía a la administración estatal (Filosofía). Con esta preparación abandonó Roma, al parecer definitivamente, para instalarse en Milán. Primero trabajó en el Seminario diocesano y en la Universidad lombarda, en donde enseñaba Teología y también lengua hebrea. Luego pasó a la Biblioteca Ambrosiana, de la que llegaría a ser director en 1907. Desarrolló aquí una tarea que no era únicamente de cuidado y estudio de los fondos que, al hacerse cargos de ellos, superaban la cifra de los 15.000 manuscritos. Era un momento en que, por las presiones que se ejercían desde el laicismo, se otorgaba especial importancia al descubrimiento de fuentes diversas referidas a los orígenes mismos del cristianismo. A Ratti preocupaban de manera especial, en su calidad de investigador, las corrientes que en los primeros siglos se generaran fuera del ámbito de la cultura latina, ya que significaban una novedad en el espacio de la ciencia. Gnósticos y coptos atrajeron especialmente su atención. Pudo comprar en Arabia un total de 1.610 manuscritos, lo que iba a permitir a los estudiosos católicos penetrar a fondo en el vasto mundo de los apócrifos, en los que

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podían hallarse noticias importantes, junto a leyendas, desde luego, pero que servían para explicar algunas de las mentalidades supervivientes. No debe olvidarse que la Biblioteca Ambrosiana es uno de los patrimonios más importantes de que ahora disponemos para el conocimiento de esos siglos oscuros que jalonan la primera etapa del Cristianismo.

Para comprender la gran importancia que el Pontificado de Pío XI va a revestir en la vida de Europa, en unos tiempos que hemos de calificar como extraordinariamente duros, es imprescindible tener en cuenta otros datos. Los treinta años de estancia en Milán se llenaban también con una muy completa actividad sacerdotal, como canónigo y como capellán de las Damas del Cenáculo y de una asociación de maestras que él mismo creó. Largas horas en el confesionario le ayudaron a penetrar a fondo en los problemas que aquejaban a los fieles laicos, tanto italianos como extranjeros, ya que él administraba el sacramento en tres lenguas distintas. Siguiendo la pauta que marcara San Pío X, cuyo nombre acabaría tomando en signo de fidelidad a su memoria, estaba convencido de que el futuro de la Iglesia dependía, en gran medida, del impulso que pudiera darse a la Acción Católica.

La Iglesia comenzaba su andadura hacia esa nueva dimensión que establecerán los movimientos laicales, definidos luego por el Concilio Vaticano II dentro de la llamada universal a la santidad. No resulta extraño, pues, que el primero de tales movimientos naciera precisamente en 1928, durante su Pontificado y en un rincón de Madrid, sin que su fundador se apercibiera de la importancia que iba a revestir; éste, San Josemaría Escrivá de Balaguer, siguiendo la sugerencia de un eclesiástico, utilizó un término Opus Dei que, más de mil años atrás, ya tomara San Benito de Nursia. En la Asociación de Maestras católicas, en la Congregación de Hijas de María y en las Damas del Cenáculo, se estaba poniendo también en marcha el valor de la feminidad. Las primeras decisiones importantes en torno a las apariciones de Fátima corresponden también a este Pontificado. 3. En 1912, cuando los rumores de guerra se extendían desde los Balcanes al resto de Europa, San Pío X tomó la decisión de encomendar a Ratti la prefectura de la Biblioteca Vaticana sucediendo a uno de los más importantes historiadores eclesiásticos, Franz Ehrle. Esta prefectura no era concebida únicamente como un cargo administrativo de relieve sino como el asesoramiento de la Santa Sede en todas aquellas cuestiones que obligan a hacer un repaso de sus antecedentes históricos. Este era el caso de Polonia, en otro tiempo reino unido, bastión para el catolicismo en la frontera oriental, y ahora dividida entre Austria, Alemania y Rusia, la última de las cuales ejecutaba una honda política de cambio, reduciendo obispados y disminuyendo el papel del catolicismo, vinculado a su conciencia nacional. Canónigo de San Pedro y protonotario apostólico, Achille Ratti quedó desde entonces incorporado a la Corte pontificia iniciando, de este modo, una carrera de servicio.

Vino la guerra. En la primavera de 1918 era ya evidente que los Imperios centrales la perderían; el Imperio de los zares se había desplomado a consecuencia de la gran revolución comunista. El 19 de mayo de dicho año Benedicto XV tomó una decisión de largo alcance: encomendar a Ratti el oficio de visitador apostólico en Varsovia, a fin de que pudiera seguir de cerca los

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acontecimientos que se avecinaban, de restauración del antiguo reino. Cuando, en noviembre del mencionado año se proclama la República independiente de Polonia, que cuenta con la presencia de un enérgico militar, Pilsusdki, procedente de las filas de un socialismo bastante radical, se cursan a Ratti instrucciones muy precisas: debían ser restablecidas todas las diócesis que en un tiempo existieran. El 19 de julio de 1919, normalizadas las relaciones con el nuevo Estado, se restaura una nunciatura en Varsovia, que va a permanecer veinte años sin dificultades. Achille Ratti pasará a ser nuncio y no simple visitador.

Pocos meses más tarde, en una minúscula ciudad, Wadowice, nacía un niño al que llamaron Karol Wojtila. Resucitaba Polonia en medio de tremendas dificultades. Los soviets pretendieron someterla de nuevo mediante una durísima operación militar que, tras la derrota de Kiev, alcanza las inmediaciones de Varsovia en el verano de 1920. Todas las representaciones diplomáticas abandonaron la capital temiendo las represalias, mientras Pilsudski se preparaba para una batalla que al final ganaría. El futuro Papa anunció que él permanecería en la nunciatura porque era imprescindible, en aquella hora suprema, prestar apoyo moral a todos los católicos polacos. Preparaba, entretanto, el texto de un concordato que él mismo llegaría a firmar al convertirse en Papa. Su papel fue, en consecuencia, importante, en el renacimiento de la conciencia histórica polaca, que tanta importancia tendría en la obra posterior de Karol Wojtila. Firmados los acuerdos de Versalles los aliados creyeron que la guerra era una cuestión que podía sepultarse en el olvido. Sin embargo, en la mayor parte de Europa la inquietud y el desasosiego persistían. Los nacionalismos renacían o se iban extendiendo con marcadas tendencias al odio. Vacante ahora la diócesis de Milán, por fallecimiento del cardenal Ferrari, Benedicto XV decidió promover, al tratarse de la persona más indicada, al actual nuncio en Varsovia. De modo que el 13 de junio de 1921 Achille Ratti, que ya figuraba como obispo in partibus con título de Lepanto, se convirtió en arzobispo y cardenal. Resultó imprescindible que permaneciera varias semanas en Roma, porque era preciso resolver antes los asuntos pendientes. Y, después, durante un mes, se encerró en Montecasino con los benedictinos a fin de hacer una preparación espiritual más intensa; trataba de asumir, allí mismo, una de las más fuertes raíces de Europa. También estuvo en Lourdes, presidiendo la peregrinación nacional antes de hacer su entrada en la sede el 8 de septiembre de 1921. Sólo cinco meses, hasta febrero de 1922, pudo llevar las riendas de esta diócesis que despertaba en él, como en la mayor parte de los historiadores católicos, la memoria insigne de San Carlos Borromeo; en el fondo él mismo se consideraba un borromino, habiendo estudiado con detenimiento la vida y la obra del más famoso de los obispos del siglo XVII, cuando Lombardía se hallaba dentro de la Corona española. De ahí el único acto importante que se asocia con su gobierno: la fundación de una Universidad que abriría sus puertas el 8 de diciembre de 1921, cuando la Iglesia celebra la festividad de la Inmaculada Concepción. 4. Muchas fueron las razones que impulsaron la elección de Ratti a tan corto plazo de su ingreso en el Colegio de cardenales. Destaquemos algunas de ellas. En primer término la capacidad de trabajo que alcanzaba dimensiones poco frecuentes entre sus coetáneos del mismo nivel. Era una forma de actuar

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que transmitía a todos sus colaboradores, que le seguían con verdadero entusiasmo. Al mismo tiempo demostraba una profunda y sincera fe, recomendando siempre la oración como un medio para superar cualquier dificultad. Cuando ya contaba 80 años seguía practicando las mismas normas de piedad que se fijara a sí mismo en los comienzos del sacerdocio. Por último es preciso insistir en su firme voluntad, asistida por una vida austera. No fueron necesarios más de cuatro días para que el conclave otorgara los votos necesarios para la elección de Achille Ratti que, de inmediato, anunció que tomaba el nombre de Pío XI, en honor de su protector, el santo, y que impartiría su primera bendición desde un balcón de la plaza, dirigiéndolo a todo el mundo, urbi et orbi, lo que significaba una apertura hacia Italia con voluntad de llegar a alguna clase de acuerdo con esta Monarquía poniendo así fin a las disyunciones de 1870. Desde entonces este gesto en el balcón de San Pedro se convertiría en norma usual. El cardenal Pedro Gasparri se hizo cargo de la Secretaría de Estado hasta el año 1930, compartiendo con el Papa la idea de que era conveniente llegar a la firma de concordatos, no sólo con países católicos o de mayoría católica, sino con todos los demás. La Iglesia necesitaba leyes fundamentales de esta naturaleza para poder moverse en todos los países, ya que la comunidad católica iba creciendo como una consecuencia también del abandono de la confesionalidad por parte de los Estados. Después de 1930 se produjo el relevo de Gasparri, y Eugenio Pacelli, que tan importantes gestiones realizara en Alemania, asumiría una plena responsabilidad que habría de continuar luego desde la silla de Pedro. Es importante puntualizar: un concordato no significa el reconocimiento de plena legitimidad al Régimen establecido en aquel Estado, sino una garantía de los derechos que la Iglesia debe ejercer en connivencia con el principio de libertad religiosa que el mundo occidental presentaba como una de sus bases fundamentales. La destrucción del Imperio austrohúngaro obligaba a tomar desde nuevas bases las relaciones con los países del Este. En total, Pío XI conseguiría la firma de 23 tratados –no todos merecen el nombre de concordatos– lo que significaba una reafirmación. Los más importantes fueron con Francia (1926), liquidando el laicismo; con Italia (1929), resolviendo la cuestión romana; y con Alemania (1833), dando unidad en todo el Reich a la comunidad católica. No todos los acuerdos se cumplieron de la misma forma: las autoridades temporales trataban de servirse de ellos más que de servirlos, obteniendo ventajas. Las negociaciones con Italia databan de algunos años atrás. Para la Iglesia era indispensable que el Papa pudiera disponer de un suelo propio, con independencia completa, y no bastaba para ello la ley de garantías que, por su propia naturaleza era revisable. Un Estado vaticano tenía que ser reconocido, siendo negociable la extensión que a él debía darse. En 1926 comenzaron las negociaciones con Benito Mussolini que ejercía ahora un poder completo sin tener en cuenta a los otros partidos políticos. De ellas se encargó, en nombre del Papa, Francisco Pacelli, hermano de Eugenio, abogado de gran fama. Las negociaciones condujeron a la firma de los Pactos Lateranenses, el 11 de febrero de 1929. En realidad se trata de tres documentos. El primero es un convenio entre el Estado italiano y el «Estado de la ciudad del Vaticano bajo la soberanía del Romano Pontífice». Se trataba de un territorio muy reducido, que incluía Letrán y Castelgandolfo, pero con la doble ventaja de ser absolutamente

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independiente y carecer de los problemas políticos atribuidos al gobierno de una amplia comunidad. A partir de este momento el Papa podría disponer de embajadores, conservando los viejos títulos de nuncios, y también recibirlos. Sería posible disponer de medios de comunicación, incluyendo un ferrocarril para unos cuantos metros. El segundo era un concordato que permitía a la Iglesia mantener enseñanza católica y ver reconocidos efectos civiles para los matrimonios sacramentales. El tercero era una indemnización, reducida en la práctica, por la pérdida de aquel antiguo Patrimonio de San Pedro, pero que significaba punto de partida para el comienzo de una Hacienda Pública de amplias posibilidades para el futuro. Indudablemente Mussolini creía haber alcanzado un éxito que justificaba su régimen político, si bien en la misma línea agnóstica, y utilitaria, que podía atribuir a la desecación de las lagunas pontinas que permitían el saneamiento de Roma. Pero era la Iglesia la que obtenía las principales ventajas. Ella nada tenía que ver con el fascismo: era una cuestión que atañía únicamente a los italianos; suya era la responsabilidad de proporcionarse un determinado régimen político. Cuando éste sucumbió el concordato continuó vigente, hasta 1984. Y en cuanto a la soberanía del Estado Vaticano ya no sería puesta en cuestión. Para el Papa se trataba de una plataforma para las relaciones con el exterior a las que se iba a dar cada vez más importancia. Incluso países agnósticos o declaradamente anticonfesionales tratarían en adelante al Pontífice con respeto. Pío XI agradeció directamente a Mussolini la firma de los Tratados de Letrán: demostraban una clarividencia que había permitido resolver un problema de siglos. La Iglesia descubría que esa extensión mínima de su Estado era mucho más ventajosa que la que arrastrara durante siglos. 5. En Alemania la creación de la República de Weimar había consagrado una separación entre Iglesia y Estado poniendo fin al cuius regio que institucionalizara Lutero. Protestantes y católicos eran ahora comunidades religiosas que podían moverse en pie de igualdad. Más aún, los católicos comenzaban a cobrar primacía por su profunda consolidación interna. Desde 1924 existía un concordato con Baviera, antiguo reino católico, que permitía a Roma hacer los nombramientos de obispos si bien con el compromiso de comunicar sus nombres para que el Estado pudiera presentar sus objeciones si existían. Enseguida se firmó el concordato con Prusia (13 de agosto de 1929) venciéndose en este caso una fuerte oposición por parte de la Iglesia Evangélica. En toda Alemania Pacelli había conseguido plena igualdad para los católicos. Este año de 1929 coincide con la gran depresión, que acabó con la esperanza de recuperación en Alemania dentro de la política liberal y dio fuerza al nuevo totalitarismo socialista y nacionalista de Adolf Hitler, que se apoyaba de modo especial en el repudio de los judíos a quienes consideraba culpables del capitalismo. Los católicos del Zentrum, liderados por Franz von Papen, trataron de convencer a los obispos, que expresaban sus temores por aquel ascenso de un nuevo paganismo racista, llegando a un acuerdo con los nazis en un intento de moderarlos y de evitar también un crecimiento del comunismo. Así, el 29 de enero de 1933, siendo el Partido más votado, aunque sin alcanzar la mayoría completa, el nacionalsocialismo se instaló en el poder y Hitler ocupó la Cancillería que no abandonaría hasta su muerte en 1945, en medio de un hundimiento general. Al principio el que a sí mismo se llamaba Führer, como Jacob Burckhardt

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anunciara mucho antes, trató de emplear los buenos servicios de los católicos, acelerando las conversaciones con Pacelli, ahora Secretario de Estado, consiguiendo que los dos acuerdos anteriores pasaran a ser un concordato válido para todo el Reich (20 de julio de 1933). La Iglesia parecía alcanzar todos los objetivos propuestos. Tendría independencia para manejar sus asuntos en todo el territorio, con garantía de libertad para los católicos y también para la enseñanza religiosa desde el primer nivel. La comunicación de los obispos con la Santa Sede sería libre y también el nombramiento de obispos, aunque siempre con la obligación de comunicar las candidaturas por si el Estado tenía razones políticas que oponer. La Iglesia podía establecer Facultades de Teología en cualquier Universidad. Los obispos prestarían el acostumbrado juramento de fidelidad al Führer y a las autoridades constituidas legalmente. Tras la caída del nacionalsocialismo, la Republica Federal conservaría este concordato, lo que demuestra que, en la letra, era aceptable para la Iglesia. Muchas veces se ha presentado el concordato como si fuera un apoyo encubierto por parte de Pacelli, que se rodeaba de colaboradores alemanes, al nacionalsocialismo. Es una atribución falsa. Sin embargo las intenciones de Hitler eran torcidas y las había expresado ya en su difundido libro, Mi Lucha, repartido por toda Europa. Faltaban sin embargo dos años para que se aprobasen las leyes de Nürenberg. Edith Stein, ahora sor Teresa Benedicta de la Cruz, al convertirse e ingresar en el Carmelo, escribió al Papa una dramática carta, que Pacelli pudo también conocer, en la que anunciaba las tormentas que iban a desatarse sobre Europa, y no tardando mucho. El concordato era bueno para la Santa Sede. Pero Hitler no cumplió ni siquiera una línea del documento. Para él los tratados internacionales eran meros instrumentos para su afirmación en el poder. Llegó a éste por medio de elecciones; nunca más fueron convocadas. Garantizó la paz y preparó, armándose, la más cruel de las guerras que Europa ha conocido. Algunos obispos, como el de Milán, que sucediera a Ratti, comenzaron a formular preguntas relacionadas con el totalitarismo que en Europa comenzaba a abrirse camino. La respuesta de Pío XI fue clara, tanto en este terreno como en el del racismo. Si por totalitarismo se entiende que el Estado se halla completamente al servicio de los ciudadanos, no habría nada que oponer. Pero si se invierte el término y son los ciudadanos los que se colocan absolutamente al servicio del Estado, se entra en una línea condenable desde la doctrina de la Iglesia. Esto último era lo que en la Unión Soviética, en Alemania e Italia, se estaba abriendo camino en estas décadas de la primera mitad del siglo XX. Lo que, en opinión del Papa, se estaba produciendo, era una batalla moral, hacia la que se arrastraba a los jóvenes. La política quedaba en segundo término. En la URSS la Iglesia católica estaba prohibida y la ortodoxa sometida a una tutela de grandes proporciones que tenía como meta la disolución de cualquier idea religiosa, partiendo de un axioma según el cual es científicamente demostrable la no existencia de Dios. Italia actuaba con mayores cautelas: a fin de cuentas el Duce, aunque agnóstico, necesitaba contar con el apoyo de sectores católicos. Inmediatamente después de la firma de los Pactos Lateranenses, se había iniciado un programa de supresión de todas las asociaciones juveniles que no estuviesen integradas en los fascios: Cadetes y balillas debían ser el modo exclusivo de organizar a la juventud. En consecuencia se lanzó un duro ataque contra la Acción Católica a la que se

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presentaba como desobediente o enemiga del Estado. Pío XI publicó su primer documento contra el fascismo el 25 de abril de 1931: Dobbiamo intrattenerla, defendiendo a la Acción Católica. En junio de este mismo año, con Non abbiamo bisogno, el Pontífice se mostraba más explícito: era profundamente inmoral que el Estado intentara apoderarse de todas las generaciones jóvenes. Mussolini siguió adelante, al principio con cierta moderación. Pero al producirse el acercamiento de su régimen al alemán y el cambio de política separándose de los aliados para consolidar un Eje Roma-Berlín, sus presiones se hicieron más fuertes. La guerra civil española, en la que los italianos intervinieron de manera directa, proporcionó al Duce un incremento de prestigio. Pío XI preparó un documento, que la muerte le impidió publicar en la forma solemne que proyectaba, Nella luce, que ha llegado a nosotros en copias posteriores, en el cual se condenaba al fascismo como contrario a la doctrina cristiana. En los medios vaticanos se insistía en que se estaba volviendo al paganismo, anterior a la simiente cristiana. Desde el verano de 1933 Hitler estaba poniendo en marcha su programa racista, dirigido en primer término contra los judíos, aunque no de una manera exclusiva: otros muchos seres humanos estaban en el punto de mira. Pío XI hizo en cierta ocasión un comentario, en el fondo todos somos judíos, que marcaba un cambio en la conciencia católica respecto al judaísmo, iniciándose de este modo una trayectoria que conduciría a posiciones radicalmente nuevas y más acordes con lo que fuera, en sus orígenes, el cristianismo. 6. La documentación ahora puesta a la luz del día permite rectificar muchas falsedades que se han vertido en torno a Pío XI y su Secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Desde el verano de 1933, al tiempo que se publicaba el concordato que no iba a observarse por parte del nuevo Estado alemán, éste iniciaba su política racista –lograr un arrianismo puro mediante una fecundación bien controlada– y radicalmente antisemita tratando de llevar a la conciencia de los alemanes una especie de axioma: los judíos son nuestra desgracia. Edith Stein, ahora desvelaba lo que tras estas disposiciones se estaba ocultando. La Santa Sede presentó en Berlín un total de 55 notas, sin encontrar respuesta: la religión católica y sus principios éticos constituían un gran estorbo en el camino del III Reich; por consiguiente también debía ser eliminada. Pacelli, instalado ahora en la Secretaría de Estado, tomó contacto con los arzobispos alemanes, especialmente con Michael von Faulhaber, de Munich, que preparó el borrador para una de las dos encíclicas que el Papa se proponía publicar condenando los dos totalitarismos entonces en auge. Reunidos en Fulda, en agosto de 1936, los obispos alemanes habían solicitado de Pío XI que aclarase las ideas fijando de este modo la conducta de los católicos. El 14 de marzo de 1937 el Pontífice firmó este documento escrito excepcionalmente en alemán, Mit brennder Sorge (Con ardiente angustia), que hubo de ser introducida subrepticiamente para que las autoridades nazis no pudieran impedir que se leyera en todas las iglesias el siguiente domingo, de Ramos, que era 21 de marzo. En Francia se publicó una traducción, no demasiado correcta. En España, entonces en guerra civil, la prensa de ambos bandos se abstuvo de publicarla, pero el arzobispo de Toledo, Gomá, utilizó el texto francés para difundirla en todos los medios de comunicación de que disponía la Iglesia, y Franco frenó los intentos de Serrano Suñer para impedirlo.

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La Encíclica aludía a la implantación de un neopaganismo porque la raza, el Partido y el Estado eran divinizados con culto idolátrico. Con claridad se advertía que, ya desde el principio, el movimiento alemán se había propuesto la aniquilación de los valores religiosos, de tal modo que la nueva Europa que los nazis invocaban, destruiría hasta las raíces del cristianismo. No era sólo la falta de libertad religiosa; se denunciaban las muy graves desviaciones morales visibles sobre todo en el control de la educación que se proponía cambiar la mentalidad de los jóvenes. Sucedía esto precisamente en los años en que el nacionalsocialismo iba despertando, incluso fuera de Alemania, entusiasmos y masificaciones. La gran explanada Nürenberg recogía, a través del film de Leni Riefensthal, el descenso del Führer sobre la muchedumbre uniformada y alineada, viajando en avión ciertamente.

Naturalmente la Encíclica fue acogida por los nacionalsocialistas como un signo de ruptura. Muchos católicos fueron encarcelados; otros simplemente despojados de sus oficios. En 1938 había 304 sacerdotes en el campo de Dachau donde, según el eufemismo, se procedía a su rehabilitación. Poco antes del comienzo de la guerra se prohibió la enseñanza católica y el gobierno inspiró una obra de un supuesto historiador que demostraba que Jesús no era judío, sino ario, procedente de aquellas poblaciones instaladas en Israel tras el desarraigo de las diez tribus del norte. Cuando Hitler visitó Roma (mayo de 1938) el Papa se encerró en Castelgandolfo y la Iglesia evitó toda clase de contactos. Para Pío XI nada más triste que ver, precisamente el día de la festividad de la Santa Cruz, ondear en el cielo de Roma la otra cruz pagana, svastica. 7. La otra encíclica, publicada en latín (Divini Redemptoris, 19 de marzo de 1937) atendía a otros tres escenarios de persecución religiosa, Rusia, en donde el estalinismo se afirmaba, Méjico y España. La República, proclamada en España el 14 de abril de 1931, había hecho suyos, con especial rigor, los principios del laicismo francés. Una situación que fue definida por uno de sus principales dirigentes, Manuel Azaña, con la estimación de que «España había dejado de ser católica». Pronto se iniciaron persecuciones, incendio de edificios religiosos y supresión de la Compañía de Jesús por su voto de obediencia a una potencia extranjera. Una victoria parcial de la derecha en 1932 parecía señalar un término de moderación. La Santa Sede intentó un acuerdo reconociendo la legitimidad del nuevo Régimen pero no pudo conseguirlo. Cuando los socialistas y comunistas en 1934 intentaron el asalto al poder, fracasando (revolución de octubre) algunos sacerdotes y religiosos fueron asesinados, haciéndose además alarde de tales atrocidades.

El 18 de julio de 1936 un grupo de militares con amplio apoyo de sectores monárquicos y derechistas provocó un alzamiento que degeneró en guerra civil. La Iglesia no tuvo posibilidad de elegir ya que en la zona que a sí misma se llamaba «roja» la persecución sangrienta alcanzó cifras antes inexplicables. Alrededor de cien mil personas murieron por ser católicos; entre ellas todos los obispos que permanecían en la zona, salvo uno, demasiado anciano, más de cuatro mil sacerdotes, casi tres mil religiosos y un total de 283 monjas. Investigaciones posteriores han ido proporcionando un aumento en las cifras. A pesar de todo la Santa Sede trató de mantener la nunciatura en Madrid y tardó tiempo en establecer relaciones con el otro bando. Algunos detalles en los

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asesinatos parecen indicar un retorno al pasado. En consecuencia, y en años posteriores, la Iglesia se sentiría movida a canonizar a varios centenares de estas víctimas en condición de mártires. La Divini Redemptoris hace alusiones, más bien indirectas, a esta situación, que se coloca dentro de unas líneas de alcance universal: en todo el siglo XX la Iglesia no ha dejado de acumular listas de mártires en diversos países y circunstancias. La Encíclica trataba de descubrir las raíces de esta situación señalando de modo especial al materialismo dialéctico. El triunfo de la ideología comunista traería como inevitable consecuencia una deshumanización de la sociedad. Ya que el Universo deja de ser considerado como una realidad creada y armónica, en la que puede descubrirse el reflejo del amor de Dios y sustituye a éste por el odio que es el elemento sustancial de la lucha de clases. Si aceptamos que toda la Historia, hasta hoy, no es otra cosa que una sucesión en esa lucha, tenemos que llegar automáticamente a la conclusión de que el odio constituye el eje en torno al cual debe organizarse toda la vida humana. Las secuelas dejadas por los sistemas políticos comunistas han venido a confirmar el pensamiento de Pío XI.

La influencia de los materialismos sobre el ejemplo mejicano es también indudable aunque en éste hallamos características propiciadoras de la persecución. El indigenismo, en algunos autores, operaba como un rechazo de la evangelización que emprendiera España. Sin embargo se daba un contrasentido: laicismo y masonería eran predominantes en los sectores elevados de población mientras que la población ordinaria y especialmente en sus sectores más humildes, se mantenía firme en la fe. Guadalupe sigue siendo el lugar de peregrinación más frecuentado del mundo. Esta antinomia obligaba a Pío XI y sus colaboradores a preguntarse por las causas y buscar los remedios.

La victoria de Juárez, que operaba dentro del indigenismo, estableció ya en 1859 una separación radical entre la República y la Iglesia católica. Se agitaban rescoldos muy pronto de la intervención francesa en favor de un emperador extranjero, Maximiliano. Esta primera ruptura interior, salpicada de represalias, fue atenuada durante la larga dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910) que no restableció, sin embargo, el gran papel que desempeñara el patrimonio católico heredado. Una serie de revoluciones, con héroes amargos como Emiliano Zapata o Pancho Villa, vino a alterar profundamente el país en los años que sucedieron a la dictadura porfiriana. La consolidación de un partido revolucionario institucional, el PRI, que reducía las elecciones a una simple fórmula, endureció todavía más el odio a la religión, aunque procurando una estabilización del orden público que favorecía a la burguesía.

Desde 1924 el presidente Plutarco Elías Calles, a quien, en 1935 prácticamente sustituiría Lázaro Cárdenas, consolidó el laicismo más radical. Calles, que había sucedido en 1924 a Obregón, se proponía ejecutar una reforma que cambiase las estructuras de Méjico procediendo a una redistribución de la tierra y a una reeducación de los ciudadanos. Entendía que el principal obstáculo se hallaba en la Iglesia católica y trató de destruirla. Durante dos años estuvo prohibido cualquier acto de culto, incluyendo las misas y también el uso de ropas que denotasen la condición religiosa. Hubo,

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por parte del pueblo, una resistencia, al principio pacífica. Pío XI, en su encíclica Paterna sane sollicitudo (2 de febrero de 1926) dejó bien claro que las leyes dictadas por ese gobierno carecían de legitimidad y atentaban contra los más elementales derechos humanos. Pero no estimulaba ninguna clase de resistencia esperando que el desarrollo de la Acción Católica y las negociaciones que iba a proponer, alcanzaran una enmienda de tal error.

En marzo de 1926 llegó a Méjico un legado apostólico, monseñor Caruana, con poderes para alcanzar alguna clase de acuerdo. Pero como sucedería en España pocos años más tarde, Calles rechazó la mano que se le tendía, expulsó a Caruana y reformó el Código penal convirtiendo en delito las prácticas religiosas por los sacerdotes. Los obispos hicieron un llamamiento a la resistencia suspendiendo el culto en toda la Republica y el Papa se vio obligado a publicar una nueva encíclica, Iniquis afflictissimi, que era un llamamiento a la calma y, en cierto modo, un reproche a los obispos. Masas de campesinos, que veían en la virgen de Guadalupe el signo de su existencia, tomaron las armas: en 1927 comenzó la llamada «guerra de los cristeros» porque invocaban el nombre de Cristo Rey. Esta guerra, muy dura como todas las civiles, duró hasta 1929. El gobierno ejecutó durísimas medidas de represión pero hubo de reconocer que era imposible alcanzar la meta fijada por Calles, que ya no era presidente por agostarse los plazos, pero seguía dominando el gobierno.

Pío XI reaccionó de una forma muy diferente a la que esperaban muchos católicos mejicanos, pero acorde con la raíz profunda de la fe cristiana: no es posible responder a la violencia con la violencia, porque el odio es antinomia de la fe. Envió un nuevo delegado, monseñor Ruiz Flores, para negociar. Calles, que seguía como ministro dentro del gobierno y se sentía apoyado por el Partido revolucionario, aceptó la negociación que condujo a unos Arreglos (22 de junio de 1929) que parecían garantizar un mínimo en las condiciones de vida de la Iglesia: se devolvían a ésta los lugares de culto y se declaraban en suspenso las leyes antirreligiosas. Como en el caso de Alemania o de España, el incumplimiento de tales acuerdos era una decisión tomada de antemano por el gobierno. Este se mostraría tan partidario de la Republica española que tras la derrota de ésta en la guerra civil continuaría reconociéndola como única legítima hasta 1975.

Calles no había modificado su mentalidad. Mientras se reanudaba el culto en las iglesias, siempre bajo presión y vigilancia estrechas, él hacía un nuevo llamamiento a la revolución, conocido como Grito de Guadalajara de 1934. Modificando la Constitución establecía un único modelo para la educación de los mejicanos, socialista y antirreligiosa, prohibiendo cualquier otro tipo de enseñanza. El modelo de la Unión Soviética podía transmitirse de este modo al Nuevo Mundo. A los niños se les formaría en la ciudadanía y en la libertad sexual. Aquel año se produjo un nuevo alzamiento popular, más violento que el primero, buscando sus víctimas especialmente en los altos funcionarios. Aunque los obispos, esta vez decretaron la excomunión contra todos los violentos, la paz no llegó. Fue entonces cuando Lázaro Cárdenas rompió con Callas e intentó una nueva institucionalización del Partido al que dio la forma PRI (Partido Revolucionario Institucional), que duraría mucho tiempo. No

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disminuía el totalitarismo ya que el Estado quedaba enteramente sometido al Partido, pero se trataba de lograr una pacificación de los espíritus.

Desde principios de 1936 Cárdenas comenzó a aflojar las ligaduras con que se sometía a la Iglesia. La denuncia de la Divini Redemptoris, que apuntaba a las doctrinas y no a las acciones gubernamentales, fue seguida por una nueva carta del Pontífice, Firmissimam constantiam (28 marzo 1937), que coincidía con las primeras declaraciones de apoyo a los católicos de España, donde los obispos procedían a publicar una carta conjunta condenando al Frente Popular como perseguidor inicuo de lo católicos. En aquel precioso documento, Pío XI elogiaba la capacidad de resistencia de los católicos mejicanos, que agrupados en torno a la Virgen guadalupana, habían conseguido superar la peor persecución, condenaba la violencia, incluso la de aquellos que la usaban en nombre de Cristo, e invitaba a los católicos a agruparse en la Acción Católica, porque el mal sólo puede ser vencido por una sobreabundancia de bien. Al final del Pontificado de Ratti el problema mejicano presentaba aristas menos graves. La segunda guerra mundial obligarla a Méjico a reagruparse al lado de Estados Unidos y a renunciar a muchas de sus extremosidades.

8. En 1924 el laicismo, en Francia, creyó hallarse en condiciones de resucitar las viejas consignas del laicismo. Inspirándose en algunas de las propuestas soviéticas a través de la III Internacional, Eduardo Herriot había conseguido organizar una coalición de izquierdas, dominada y dirigida desde el socialismo ganando así las elecciones. En su programa el desarraigo de la religión figuraba como uno de los vectores principales. La victoria no era suficiente para imponer un sistema de partido único y Herriot no tuvo más remedio que mantener las relaciones con la Santa Sede, buscando además la vía de la negociación. En enero de ese mismo año Pío XI había dado un paso importante al aceptar la fórmula de que asociaciones diocesanas fuesen titulares de la propiedad de todos los edificios dedicados al culto (Maximam gravissimamque, 18 enero 1924). Las asociaciones estaban presididas por los obispos que a su vez podían designar sus componentes, de modo que se retornaba en cierto modo a una situación anterior. Hasta 1926 no dispuso el Gobierno francés la restitución de aquellos bienes que no habían sido vendidos, lo que significaba en el fondo una carga para la Iglesia, pero con este cambio de actitud la comunidad católica podía emprender la constitución de un patrimonio que crecería en los años siguientes. El laicismo comenzó entonces una etapa de retroceso, convirtiéndose en una opción personal, aunque todavía muy abundante. Las relaciones diplomáticas no se interrumpieron, como Herriot había propugnado en su propaganda electoral. Pero sobre todo debemos llamar la atención sobre los profundos cambios de calidad en el catolicismo francés. Lourdes era ya un centro para la concentración de masas; las curaciones espirituales eran allí muy frecuentes, superando las esperanzas médicas. Hubo sobre todo un giro intelectual, Ahora muchos de los que aparecían como figuras destacadas en el campo de la literatura o de la ciencia, como Mauriac, que obtendría el premio Nobel en 1952, o Montherlant, se declaraban abiertamente católicos. Poco a poco el Gobierno, aunque seguía siendo izquierdista, abría sus puertas. Algunas congregaciones misioneras pudieron instalar allí sus centros de formación y las revistas y editoriales católicas iban en aumento.

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El nuevo catolicismo francés se mostraba fiel a los principios de un cierto liberalismo; cuando se produjo la guerra civil española muchos, siguiendo el ejemplo de Mauriac, se mostraron contrarios al bando nacional, incurriendo así en una especie de contrasentido ya que en la otra zona la persecución religiosa, como dijimos, alcanzó caracteres extremos. Una línea de conducta que provocaría también divisiones en el seno de la comunidad católica francesa. Pío XI se vería obligado a intervenir, utilizando a fondo los servicios de Pacelli, que revisó y aprobó la carta colectiva de los obispos españoles, que era un mensaje dirigido de una manera especial a la opinión publica francesa. Desde hacía algunos años Charles Maurras, apoyado por León Daudet, había comenzado una campaña de ataque al liberalismo que era una demanda de retorno al Antiguo Régimen. El vehículo para la difusión de sus ideas era la revista Action Française, nombre que se utilizó también para designar el movimiento que preconizaba. Maurras era agnóstico y defendía un sometimiento de la Iglesia al Estado, del que debería ser principal instrumento cultural. Entre otros graves errores que le aproximaban al totalitarismo, reclamaba para el poder político un absolutismo que abarcaba incluso a las conciencias. Muchos católicos se sumaban sin embargo a Action Française porque veían en ella un remedio a los abusos de la República y del anticlericalismo. El movimiento reclutaba sus adeptos entre los más jóvenes, incurría en nacionalismo, y mostró simpatía hacia el fascismo y el nacionalsocialismo. Monárquicos conservadores en España emplearon el término Acción Española para la revista desde donde Maeztu, Pradera y Calvo Sotelo se proponían combatir a la República. Desde el comienzo de su Pontificado, Pío XI consideró que había allí un gran peligro para la Iglesia, no sólo por el ateísmo declarado de Maurras sino, sobre todo, por la confusión que podía sembrar en las conciencias. Comenzó haciendo gestiones dirigidas a los católicos y enderezadas a evitar el sometimiento de éstos, pero pronto comprendió que no era suficiente. El 29 de diciembre de 1926 un decreto del Santo Oficio condenaba el ateísmo y la concepción naturalista del hombre que Maurras sostenía. Este respondió con un artículo agresivo, Non possumus, que consiguió atraerse la voluntad de algunos católicos que veían en la conducta del Papa una errada sumisión a la República. El cardenal Billot, jesuita, renunció en 1927 al capelo y quedó incurso en excomunión. El golpe asestado por el Papa era, sin embargo, tan certero, que forzó una rectificación en los propios dirigentes de la Action Francaise alertados también por los sucesos españoles. En 1939, a punto de comenzar la guerra mundial, estos dirigentes redactaron una carta de sumisión al Papa, que otorgó su perdón, pero manteniendo dentro del Índice los números de la revista publicados hasta a aquel momento. Maurras, condenado después por colaboracionismo, acabaría convirtiéndose y murió en 1952 en el seno de la Iglesia. 9. Hasta aquí nos hemos ocupado de los problemas que Pío XI hubo de afrontar en sus relaciones con el mundo exterior, pero lo que otorga a este Pontificado tanta importancia es otro aspecto, de formulación de la doctrina. Ratti poseía una extraordinaria preparación intelectual cuando llegó al solio de San Pedro; se hallaba en condiciones muy singulares para hacer frente al principal de los problemas contemporáneos, una sociedad que se aparta de Dios, rechaza violentamente los principios cristianos y los sustituye por un materialismo a ultranza que da vida a un nacionalismo totalitario. Muchos

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católicos podían verse atraídos por las nuevas ideas. Por eso Pío XI, que publicó hasta treinta encíclicas, intentó, desde sus mensajes, una reeducación de la comunidad cristiana. Las dos primeras encíclicas, Ubi arcano (1922) y Quas primas (1925), trataban ante todo de la paz. La experiencia decía que en 1918 no se había alcanzado. La paz es una cuestión interna que afecta sobre todo al espíritu humano. La consiguen los pacíficos y no los pacifistas y a aquellos es a los que Cristo se había dirigido llamándolos bienaventurados. En el mundo no había paz, ni esperanza de ella porque se ha destruido el orden de Cristo y no podrá ser alcanzada mientras no sea restablecido. Llegaba a la conclusión de que el deber de la obediencia a Cristo no se limitaba a las personas particulares; alcanzaba también a los Estados y sus gobernantes. El cristianismo era de este modo definido como esencial en la conservación de la sociedad, cuyo elemento sustantivo no está en el individual concreto sino en la familia ya que hombre y mujer han sido creados para que, juntos, sean los transmisores de la vida. La familia no transmite únicamente la existencia material, sino toda la vida del espíritu, mediante ese proceso que llamamos educación y que no se limita a una simple instrucción como parecen defender los partidarios del positivismo. Esto es lo que explicó en su encíclica Divini illius Magistri de 1929. Se trataba de la versión latina de un texto preparado en italiano porque se dirige ante todo a los gobernantes de este país. Pío XI reprochaba, primero a los fascistas, y después a otros gobernantes, el propósito de someter todo el proceso educativo a la dirección y tutela del Estado, un propósito que no desaparecería con la guerra y la primera quiebra de los totalitarismos. Sigue presentándose de la misma manera en nuestros días. Las palabras de Pío XI son perfectamente aplicables en la actualidad. La Iglesia sostiene como doctrina inerrable que Dios ha dado a la familia el derecho de procrear y consecuentemente educar a los hijos, ya que la generación humana no aparece limitada a sus términos biológicos. Afirmaba también que al Estado corresponde un gran papel en este terreno pues nadie puede, tanto como él, procurar los medios adecuados para la tarea familiar. El Papa combatía la escuela «neutra» o «laica» ya que veía en estos calificativos una especie de engaño. La educación pública no debe alcanzar también a la sexualidad: esta es un cometido exclusivamente familiar. Una de las afirmaciones principales, y también la más activa aún para nuestra generación, era la que se refería a la reordenación de la sociedad. Era evidente que el siglo XIX y las primeras décadas del XX habían conducido a un desorden tal que se necesitaba edificar una nueva sociedad. La Iglesia, que no tiene ningún programa político, sí posee en cambio un elemento esencial, ético, para el levantamiento de esa nueva sociedad que necesita edificarse sobre su célula fundamental que es la familia. Si el Estado no la tiene en cuenta y, en sentido inverso, si ella no se muestra dispuesta a colaborar con las tareas del Estado, esa reconstrucción se tornaría imposible. Exactamente lo contrario de lo que el leninismo venía procurando: una ruina conjunta de ambas instituciones parecía conveniente para asegurar el predominio «total» del Partido. Una respuesta al arzobispo de Milán en este sentido es importante: si por totalitarismo se entendiera que el Estado se encuentra «totalmente» al servicio de la persona, esto podría ser aceptable. Lo contrario no. Un año más tarde aparecía la encíclica Casti connubii dedicada igualmente a la familia pero no en cuanto que es célula básica de la sociedad sino como

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resultado del designio de Dios. Todo aquello que atenta a la unión conyugal y sus consecuencias no es solamente un pecado, sino una alteración del orden de la naturaleza. Pío XI denunciaba prácticas que los sistemas democráticos impuestos tras la segunda guerra mundial, han legalizado: aborto, eugenesia, divorcio, homosexualidad o simples uniones de hecho. Contra unas corrientes que en las décadas siguientes se irían afirmando, el Papa reconoce que el matrimonio es confluencia de dos voluntades, la de Dios, que ha determinado que la vida sea producto de la unión del hombre y mujer –sin limitarla a los aspectos materiales o instintivos, como sucede con los animales– y la de los propios seres humanos que toman la decisión de unirse para formar una sola carne. Contra las corrientes malthusianas, que se iban afirmando, el Papa recordaba que, desde el punto de vista de la moral cristiana, cualquier práctica enderezada a impedir que el acto sexual se dirija a una procreación, debe considerarse como un pecado. Esto no significaba que el matrimonio no tuviera otro tipo de funciones, ya que es el espacio en donde se construye amor, de esposos, de hijos, de parientes. Y el amor es reflejo del designio de Dios sobre la Naturaleza creada.

10. Pío XI insistía en un principio que la Iglesia ha recordado como parte esencial de su patrimonio: la vida es una donación de Dios y debe ser considerada como el regalo más valioso. A diferencia de lo que los primeros existencialistas, afirmados dentro de un materialismo radical, venían sosteniendo, el hombre no es «un ser para la muerte» ni la existencia «una angustia entre dos nadas». Dios ha creado al hombre con la misión concreta de actuar sobre el mundo –«ut operaretur»– lo que incluye el trabajo pero no se limita a él. Al conmemorarse la publicación de la Rerum novarum publicó una nueva encíclica a la que llamó con precisión Quadragesimo anno (15 de mayo de 1931) en la que trataba de analizar qué cosas se habían remediado tras la denuncia de León XIII y cuáles, en cambio, estaban surgiendo. Comenzaba condenando la lucha de clases. Los años transcurridos y las experiencias revolucionarias en la URSS, Méjico, España y algunos otros países, habían venido a demostrar que lejos de poner remedio a desigualdades e injusticias, las acrecentaba. Ponía especial énfasis en defender la subsidiariedad del Estado; si éste, o el Partido que le absorbía, asumía la propiedad de los medios de producción, destruía tanto la libertad como la dignidad de la naturaleza humana. Las asociaciones, que los trabajadores tenían derecho y casi deber de constituir, no podían confundirse con organizaciones políticas, instrumentos al servicio de los partidos sino formar verdaderas corporaciones de acuerdo con cada profesión. De este modo podría llegarse a un diálogo y entendimiento entre capital y trabajo que persiguen en definitiva el mismo fin que es la prosperidad y desarrollo de la empresa. Esta doctrina, que no cerraba el paso a la organización de sindicatos en sus diversas formas, fue invocada en Austria, Portugal y España, en el sentido corporativista: en otras palabras, que una sola organización podía acoger en su seno distintas corporaciones de acuerdo con sus oficios. Ese modelo, adoptado por Dollfus, Oliveira Salazar y Franco fue duramente combatido desde las filas de un marxismo más o menos radical –Dollfus sería destruido por Hitler– porque se apoyaba en el reconocimiento de la validez de la doctrina cristiana: el trabajo debe estar al servicio del hombre, no a la inversa. También el

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capitalismo se oponía a la doctrina de Pío XI, ya que éste sostenía que el valor de una empresa no se mide por las cifras que alcanzan sus beneficios monetarios sino por el trabajo y medios de vida que proporciona a sus empleados y por el servicio que presta a la sociedad. En la Divini Redemptoris a que nos hemos referido, el Papa aclaraba que la Iglesia no presentaba ningún modelo de sindicato; solamente reclamaba la atención ética hacia la dignidad de la persona humana. En su encíclica Caritate Christi (1932) el Pontífice hubo de enfrentarse de lleno al problema suscitado por la crisis del año 29, la cual había tenido como consecuencia inesperada grandes ataques contra la religión. Estos se apoyaban en la firmeza con que la Iglesia defiende los tres derechos naturales de vida, libertad y propiedad; acusaban a esta última de ser proclive al capitalismo y contraria al principio de la lucha de clases. Para los socialistas, tanto en el marxismo como en el nacionalismo, la gran depresión era una consecuencia del predominio de la propiedad privada. Pero la Iglesia no tiene un modelo concreto de sociedad. Esta es el resultado de las iniciativas humanas. Ahora bien, una sociedad que no respeta y defiende los principios morales, que son el esquema esencial para un recto comportamiento de la naturaleza, se condena a sí misma. Aquí es en donde Pío XI veía la aportación esencial de la comunidad cristiana, la cual necesita de un sacerdocio correctamente formado. De este tema se ocupó en otras dos encíclicas, Deus scientiarum Dominus (1931) y su antecedente, Studiorum ducem (1923). Era imprescindible dar a los sacerdotes una correcta y sólida formación teológica. Como ya indicara Pío VII el mejor camino venía marcado por un retorno a las bases que constituyeran el tomismo, es decir capacidad racional no limitada a la ciencia experimental, y libre albedrío que evita confundir libertad con independencia. El hombre es, por naturaleza libre, lo que significa que debe tomar decisiones; pero ay de él si opta por el error. Para Pío XI los sacerdotes no debían convertirse en lideres sociales sino en modelos para la vida de piedad y en instrumentos eficaces para asegurar la comunicación con la trascendencia. Para ello disponen de los sacramentos. 11. El Pontificado de Pío XI se encuentra asociado a una profunda revolución en la estructura interna de la Iglesia, que conduce a un reconocimiento del papel de los laicos. Directamente el nuevo Papa había tomado en sus manos a la Acción Católica, alejándola de los movimientos y preocupaciones políticas, para convertirla en el gran instrumento de formación espiritual de los fieles, y en ayuda sustantiva para los sacerdotes. Se asignaba a sus miembros una tarea de transformación de la sociedad, ordenándola de acuerdo con los valores morales de que era portador el cristianismo. La definición que para ella buscaba el Pontífice era la de «apostolado auxiliar» del sacerdocio. Naturalmente ello implicaba el reconocimiento de un punto de doctrina que el Concilio Vaticano II hará suyo. Frente a las tendencias excesivamente clericales de los últimos siglos, la Iglesia recordaba que la llamada a la santidad es universal: todos los fieles, laicos, religiosos o clérigos, están convocados a la misma meta. Desde 1928 el Vaticano comenzó a emitir documentos en este sentido; naturalmente se registraba en ellos un alejamiento de los proyectos de dom Sturzo. Pío XI lo ejecutó de una manera expresa, tanto en relación con el Partito Popolare italiano como con el Zentrum alemán –se trataba de opciones

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en las que la Iglesia no quería verse comprometida– considerando que tanto en uno como en otro caso, se estaban produciendo desviaciones. El Popolare se haría antifascista, pero el Zentrum, a través de von Papen, ejecutaría en 1933 el serio error de llevar a Hitler a la Chancillería. Precisamente el 2 de octubre de 1928 San Josemaría Escrivá de Balaguer, siguiendo su propia afirmación una inspiración, daba un paso adelante. No se trataba únicamente de crear organismos auxiliares para el sacerdocio, sino de crear un movimiento laical autosuficiente, dentro de la Iglesia, en obediencia estrecha al pontífice pero otorgando a sus miembros libertad de opción política siempre que se mantuvieran en la más estricta fidelidad católica. Dicho movimiento, que hasta 1939 se desarrolló únicamente en Madrid y con muy escasos miembros, invocaría el termino Opus Dei empleado ya en sus primeros momentos por San Benito, y marcaría la pauta para otros muchos movimientos semejantes. Se trataba de que sus miembros, sin modificar su existencia profesional, hicieran de ésta un vehículo para alcanzar la santidad. Vivir plenamente el cristianismo dentro del mundo y modificar la sociedad por la doble vía de la palabra y del ejemplo. Los miembros del Opus Dei no serían sacerdotes, aunque pronto contarían con algunos de ellos, sino laicos, en su espíritu y en su comportamiento. También en España se produciría otro importante movimiento, Asociación Nacional de Propagandistas de Acción Católica, creado por el P. Ayala y contando con don Ángel Herrera Oria como su primer dirigente fundamental. Se trataba de dotar a la Acción Católica de una especie de elite bien preparada desde el punto de vista intelectual e incluso político, capaz de ejercer desde la prensa o desde la Universidad, una influencia decisiva. Su papel iría creciendo en el transcurso del tiempo sin perder nunca el carácter selectivo. En esta misma línea debemos situar la nueva política misional desarrollada durante este Pontificado. Es precisamente Pío XI quien, en 1926, establece el día Mundial de las misiones (Domund) que se sigue conmemorando. Los cambios rematados durante la primera Guerra Mundial, que tuvo en las colonias europeas algunos de sus escenarios, impulsaban a la Iglesia a acentuar la independencia de la evangelización. Recordando la doctrina de Cristo el Papa recordaba el mandato de predicar el evangelio a todas las gentes. Pero esto no podía hacerse confiando esta tarea únicamente a extranjeros venidos de fuera: era imprescindible despertar vocaciones religiosas y sacerdotales en los ahora bautizados. La encíclica Rerum Ecclesiae (28 de febrero de 1926) marcaba la nueva etapa de creación de un clero indígena: la iglesia de cada país necesita inexcusablemente ser dirigida por sus propios naturales. En 1927 Pío XI escogió como santos patronos de esta labor misional a Francisco Javier y a la joven Teresa del Niño Jesús fallecida cuando contaba veinticuatro años. Se trataba de hacer una llamada amplia a la oración evangelizadora. Las misiones crecieron, en forma extraordinaria durante su Pontificado. Fuertes comunidades católicas se estaban constituyendo en África y en Asia de modo que era previsible que, en plazo de no muchos años, el clero y la jerarquía, en todas ellas, fuese formado por indígenas. El Papa tomó la iniciativa de consagrar los primeros obispos chinos, y vietnamitas y japoneses. El repliegue del cristianismo en la mayor parte de los países, así como las persecuciones que se desataban contra los católicos obligaban a replantear

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otra cuestión; la de las divisiones que había experimentado el cristianismo en tiempos pasados. Desde diversos sectores evangélicos se hicieron propuestas, primero a las otras comunidades protestantes, luego también a la católica. Lord Halifax (†1934), importante político inglés que mantenía relaciones con el Movimiento de Oxford, hizo una propuesta a Fernand Portal, religioso lazarista y vicario del cardenal Mercier, arzobispo de Bruselas. Resultaba imprescindible abrir un diálogo que permitiese aclarar, ante todo, en dónde radicaban las divergencias. Mercier aceptó la propuesta aunque todavía formulada en un terreno muy limitado, pero de hecho, entre 1921 y 1926, se celebraron en Malinas las primeras conversaciones que apuntaban al ecumenismo. Pío XI vio más inconvenientes que ventajas en esta toma de contacto ya que se estaba dando la impresión de que el anglicanismo también estaba dentro de la doctrina correcta. Por eso a partir de 1926 dispuso que se suspendiesen las conversaciones. Sin embargo, la idea no fue absolutamente abandonada. Mientras tanto dos organizaciones protestantes, la Liga mundial evangélica y Fe y Orden, celebraban sus congresos en Estocolmo y Lovaina respectivamente, iniciando el camino hacia la creación de un Consejo Ecuménico que buscaba la unidad dejando a un lado las cuestiones dogmáticas. El Vaticano vio un peligro en esta alternativa porque conducía a un abandono de la unidad de fe, lo que significaba tanto como renuncia al depósito transmitido por Cristo a los apóstoles. No podía negarse, sin embargo, que la Cristiandad, con algunas excepciones que podían considerarse marginales, había llegado a dividirse en tres grandes sectores, católico, ortodoxo griego y protestante, que prefería utilizar el término evangélico. Pío XI evitó compromisos innecesarios pero decidió fijar la postura católica con la mayor claridad posible. El 6 de enero de 1928, por medio de la Mortalium animos, explicó esta postura: Cristo había fundado una sola Iglesia que entregó al cuidado de Pedro y de los once apóstoles; de modo que hay una continuidad a través de los sucesores de éstos. La unión de los cristianos no puede significar otra cosa que el retorno a este punto de partida, abandonando las disidencias que se habían producido en el camino. Esto no era tan difícil en el caso de las iglesias orientales ya que no había diferencias en relación con la fe y sí, en cambio en torno a la estructura jerárquica que es algo siempre discutible y enmendable. Atrajo en primer término a aquellas iglesias como la siria o la armenia que, manteniendo sus hábitos, estaban dispuestas a reconocer el primado de Pedro y a mantener con detalle riguroso toda la doctrina de los primeros Concilios ecuménicos. Dos encíclicas, Ecclesiam Dei (1923) y Rerum orientalium (1928) abordaron esta cuestión. Desde 1935 el patriarca de Siria ingresó en el colegio de Cardenales y, desde entonces tal presencia se ha mantenido. Durante más de setenta años y mediante encuentros entre monjes de ambas Iglesias, promovidos por Lamberto Beauduin, se ha avanzado de un modo extraordinario en este camino, hasta llegar a las concelebraciones. La cuestión del filioque ya no significa el menor problema; son modos de expresar una misma verdad, la unión divina en la Trinidad. 12. Un breve repaso a cuanto hemos expuesto nos lleva a comprender la singular importancia que reviste este Pontificado. En medio del materialismo, que conducía al mundo a la más terrible de todas las guerras hasta entonces padecidas, Pío XI ensayaba un recurso a la coherencia, desde el mensaje cristiano. La lucha de clases y los nacionalismos enfrentados en medio de

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luchas políticas, no pueden conducir a otro resultado salvo el odio. Odio es lo contrario a la Voluntad de Dios que es Amor y ordena a los hombres practicar el espíritu de la caridad. No se trata de abandonar las ideas sino de que éstas discurran por los cauces de un entendimiento. Lanzó entonces la idea de convocar un Concilio continuador del Vaticano I. Siguiendo este orden de ideas, Pío XI instauró la fiesta de Cristo Rey. No se trata de introducir una nueva opción política sino de recordar que toda autoridad viene de Dios: no tendrías ese poder si no te lo hubieran dado, es lo que recordó Cristo a Poncio Pilato, al tiempo que le recordaba que su reino no es de este mundo. Rey de las almas, la realeza de Jesucristo se ejerce en actitud de servicio y no de poder; todos sus discípulos, todos los hombres que son sus criaturas, deben seguir la misma norma. Sólo así el ejercicio de la autoridad podrá considerarse como un bien, retornando a uno de los principios axiales del cristianismo: la potestad no pasa de ser un mal menor necesario mientras que la obediencia, desde el amor es la que permite edificar una sociedad justa. Paz, concordia y libertad son algunas de las consecuencias esenciales de ese amor, que es algo más que la simple fraternidad que reclamaran los revolucionarios franceses. Por esta razón consideraba que el laicismo es esencialmente malo: reduce al ser humano a una sola de sus dimensiones, privándole de su patrimonio espiritual que es lo que importa. El nombre escogido por los creadores de este movimiento, es bien significativo ya que se trata de usurpar a la Iglesia de uno de sus elementos fundamentales; laicos son los fieles no religiosos ni eclesiásticos, pero a ellos –y de ahí la Acción Católica y los movimientos laicales que estaban naciendo– incumbe también la difusión y práctica de la doctrina cristiana, la conquista de la santidad. El laicismo trata de invertir los términos de la educación apoderándose de ella para despojarla de esa dimensión esencial que habla de la maduración del espíritu. Y sin espíritu, el hombre se aliena. No es la religión, como pretendía Lenin y después Stalin, el factor alienante sino el materialismo que destruye la faceta más importante de la dignidad de la naturaleza humana. La educación, continuaba afirmando el Papa, corresponde en primer término a la Iglesia. La familia, que es en sí misma una pequeña iglesia doméstica, célula esencial, posee las condiciones necesarias para ejercer el proceso de educación. La obligación principal del Estado, en este orden de cosas, se define con el término subsidiariedad: su obligación consiste precisamente en otorgar a la familia los medios que ésta necesita para realizar su tarea pero sin relevarla de ella. Pío XI no se engañaba: en los años 30 la familia estaba siendo amenazada en algunas de sus dimensiones esenciales, aunque nadie podía suponer, entonces, los efectos de la futura revolución sexual. De ahí la importancia que otorgó a la Casti connubi. El matrimonio no es una institución religiosa sino que forma parte de la esencia misma de la naturaleza. La Iglesia lo que ha hecho es elevarlo a la categoría de sacramento. Sin entrar todavía en detalles que sus sucesores desarrollarían, insistía en que es, por su propia naturaleza indisoluble ya que cuando un hombre y una mujer se unen para situarse en la actitud de procreación, algo irreversible se ha «consumado» entre ellos. La condición de sacramento no influye en la consideración de la dignidad que los cristianos reconocen en los matrimonios de los no creyentes, siempre y cuando se acomoden a la ley natural. Pío XI aceptaba únicamente la continencia periódica como medio para establecer una regulación en el número

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de hijos. 13. Para Achille Ratti la palabra, oral y escrita, constituye sólo uno de los elementos en la evangelización; el otro, más importante, es la acción que genera el ejemplo. Lo importante en el cristiano es la vida interior que él procuró alcanzar apoyándose en esas cuatro devociones que sus enemigos criticaron, pero que él exponía a todos los fieles para que así las compartieran. En primer término el rosario (Ingravescentibus malis, 1937) que venía como un eco del mensaje de Fátima que se estaba traduciendo en la llegada de peregrinos a este rincón de Portugal tan próximo a Aljubarrota. El rosario era, en sus mensajes, recurso a la Virgen. Venía luego la festividad, antes explicada, de Cristo Rey. Seguía la entrega al Sagrado Corazón, es decir la consideración de Cristo como sentimiento y finalmente la eucaristía que establece la comunicación entre la inmanencia y la trascendencia. Pío XI inició la cadena de canonizaciones que sus inmediatos sucesores intensificarían. Treinta y tres santos y 496 beatos corresponden a su pontificado. Pero cada decisión estaba precedida de un largo y exhaustivo estudio que permita al Papa señalar el tipo de ejemplo que en cada caso se intentaba destacar. Para él nadie tan importante como Teresa de Lisieux, una especie de «estrella», que se había entregado absolutamente desde la humildad y el recogimiento a la voluntad de Dios. A continuación venía san Juan Bosco (1934) porque la educación de niños y jóvenes era la dimensión esencial para la Iglesia del siglo XX, combatida desde tantos sectores ideológicos. San Juan Eudes y el cura de Ars eran propuestos como modelo para el sacerdocio que consiste en servicio. Tomás Moro y Juan Fisher significaban la resistencia al Estado que los totalitarismos convierte en instrumentos de opresión; lo mismo que Santa Magdalena Sofía Barat, muerta en 1865. Es difícil formular un juicio correcto acerca de la significación alcanzada por este Papa. Él proclamó doctores de la Iglesia, situándolos en el mismo nivel que los Padres de los primeros siglos, a San Alberto Magno, el dominico de la racionalidad, Juan de la Cruz, que descubrió que en último extremo sólo importaba el amor y a San Pedro Canisio y San Roberto Belarmino que fueron como certeros guías en una Europa que había llegado a su más profunda división en torno a la racionalidad. En todo caso se trataba de ejemplo y conducta. De ahí que la Acción Católica fuese, para él, obra predilecta. Desde 1936 se supo que el Papa sufría una enfermedad del corazón prácticamente irreversible. Pudo mantenerse hasta el 4 de febrero de 1939, gobernando la Iglesia con la eficaz ayuda de Eugenio Parcelli, llamado a sucederle. Años muy duros que corresponden a los de la guerra civil española, que él reconoció, de acuerdo con las tesis de Gomá, como una cruzada para salvar el catolicismo y superar el enorme número de mártires que produjo. Su recuerdo permanece asociado a esa etapa de crecimiento dentro de la Iglesia, que reconocía a los laicos un claro protagonismo en la construcción del futuro.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX Y XX (7) Luis Suárez Fernández*

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VII. PIO XII «PASTOR ANGELICUS»

1. De acuerdo con ese supuesto documento atribuido a San Malaquías, este calificativo debía aplicarse al nuevo Papa ascendido al solio en 1939. Curiosamente fue empleado en muchos comentarios de prensa y no parece que disgustara tampoco a Eugenio Pacelli porque reflejaba muy bien su imagen incluso en el aspecto físico. Se trata, sin embargo, de una figura que ha sido combatida y hasta calumniada por muchos de sus enemigos, en razón sin duda de las terribles circunstancias en que le correspondió vivir: el último Papa rey, suelen decir sus adversarios que le consideran un obstáculo para esa especie de modernización a la que aspiran con empeño. De ahí también el interés en destacar una especie de contraposición con Pablo VI, sin tener en cuenta la estrecha colaboración que, ya desde la Secretaría de Estado, existió entre ambos. Eugenio Pacelli, hijo de Filippo y Virginia Graziosi, pertenecía a una familia romana que durante varias generaciones había desempeñado cargos muy importantes en el naciente Estado Vaticano. El abuelo Marcantonio y el Padre, Filippo, se hicieron acreedores a la gratitud de los Papas que correspondieron otorgándoles título nobiliario. Por consiguiente el futuro Pío XII se había movido siempre dentro de estos ambientes elevados que requerían una cuidadosa educación. Su hermano había sido el principal negociador de los Pactos Lateranenses que permitieron la definición de la Santa Sede como Estado. Nacido el 2 de marzo de 1876 el radical cristianismo de su familia no experimentó nunca dudas en relación con el camino por donde debía transitar. Los tres rasgos que destacarían luego sus colaboradores fueron, ante todo el muy alto concepto que tenía de la autoridad del Papa en cuanto guía, más aún que cabeza para toda la Cristiandad, una profunda devoción a la Virgen, mediadora universal en todos sus documentos, y una fuerte vida interior que le impulsaba a la perseverancia en la oración. Muy elevado de estatura, por encima de 1'80 metros, era extraordinariamente delgado y acentuaba esta característica con las privaciones que a sí mismo se imponía. La familia, precisamente en estos años en que Roma se había convertido en capital de un Estado dominado por el laicismo, fue el antídoto en una carrera que hubo de comenzar en centros oficiales influidos por la nueva política. Desde muy joven, integrado en el Oratorio, hubo de participar activamente en la defensa del catolicismo contra sus enemigos.

Su carrera eclesiástica comenzó en el momento en que cumplía los 18 años, siguiendo los dos niveles, primero en el Colegio Capránica, luego en la Universidad Gregoriana que atraía a un gran número de futuros dirigentes de la Iglesia. Fue ordenado sacerdote el 2 de abril de 1890, es decir, tras una carrera relativamente corta. Mientras se preparaba para las ordinarias labores sacerdotales, no descuidaba en lo más mínimo su profunda preparación intelectual; llegó a dominar correctamente cuatro idiomas, italiano, alemán, francés e inglés. Y en la Academia de San Apolinar obtuvo dos doctorados en Derecho. De este modo se conformaba una personalidad que, años más tarde,

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se impondría sobre sus interlocutores, sin que asomasen tras ella las nubes de la vanidad o de la soberbia. Retraído, en ocasiones, muchos llegaron a considerarle como majestuoso en el porte exterior. El Papa, ahora Jefe de un Estado que, pese a las reducidas dimensiones, poseía todos los recursos necesarios, debía aparecer como una de las grandes figuras en la escena internacional.

Movido por el cardenal Vannutelli, que mantenía estrechas relaciones con su familia, se incorporó a la Secretaría de Estado en época de Rampolla, comenzando sus tareas por el nivel más bajo. Pero Merry del Val ya le ascendió a minutante, un cargo que significaba la preparación de determinados documentos, comenzando por el decreto de 1904 publicado por Pío X, que anulaba el derecho de veto sobre las elecciones pontificias que algunos soberanos católicos habían venido ejerciendo. En condición de minutante fue nombrado prelado doméstico; de modo que a partir de entonces se hablaba de él como de monseñor Pacelli. Su fama crecía hasta tal punto que la Universidad Católica de Washington, de gran fama, quiso atraerlo como catedrático de Derecho romano. Pío X, guiado por Merry le disuadió: sus servicios en la Curia vaticana resultaban ahora imprescindibles. Era, en aquellos años, docente en la Academia Pontificia, en donde se preparaba a los futuros diplomáticos. 2. Pacelli trataba de hacer compatibles tres tareas. La primera, a la que concedía mayor importancia, la pastoral; seguía formando parte, como desde su ordenación, del clero de la Chiesa Nuova, enseñando, confesando y tratando de mantener estrechos contactos con las organizaciones católicas obreras que entonces trataban de madurar. La segunda, en la enseñanza, para la que parecía poseer todas las condiciones requeridas y una gran capacidad intelectual. La tercera, diplomática, en los despachos de la Secretaría de Estado, venciendo dificultades muy serias por la situación anterior a los Pactos de Letrán.

Acabó, sin embargo, imponiéndose la tercera opción, sin duda por las presiones de Pío X y de sus colaboradores. Desde 1911 fue ya sustituto en la Secretaría de Estado; pocos meses más tarde prosecretario. Benedicto XV le encargó de la Secretaría de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (1914) enfrentándose de este modo con los problemas inherentes a la Gran Guerra, de una manera especial las ayudas humanitarias que podían prestarse en ambos bandos y la custodia de los prisioneros. Fue entonces cuando empezaron, a través de Baviera, único Estado católico dentro del Reich, sus relaciones con Alemania.

En 1917, al producirse la revolución rusa y, casi inmediatamente, la entrada de los Estados Unidos en la guerra, las circunstancias experimentaron un cambio bastante radical que apuntaba al futuro. Benedicto XV decidió que Pacelli se instalara como nuncio en Munich; podemos admitir que se le habían encomendado dos misiones. La primera era la de presentar una nota (1 agosto 1917) en cuya redacción él mismo había intervenido, en la que se formulaban las seis condiciones que el Papa consideraba imprescindibles para lograr una paz negociada, capaz de superar las secuelas del odio a que la guerra diera

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lugar. La segunda conseguir que la nunciatura de Munich abarcara a las relaciones completas con Alemania ya que las comunidades católicas se hallaban instaladas en todo el territorio. Este segundo objetivo se logró cuando el Imperio fue sustituido por la república de Weimar. Desde el 22 de junio de 1920 la nunciatura quedó instalada en Berlín. Se iniciaron ya entonces negociaciones encaminadas a conseguir que los concordatos firmados, en Baviera y Prusia, fuesen sustituidos por uno solo referido a todo el Estado alemán; no se alcanzaría la meta antes de que Hitler se instalara en el poder.

Pacelli regresó a Roma en 1929; era ya una de las grandes figuras de la Iglesia: recibió el capelo y a los pocos meses, en febrero de 1930, sucedió a Gasparri en la Secretaría de Estado. No había tenido que intervenir personalmente en la firma de los Pactos Lateranenses, si bien su hermano, laico, había desempeñado un papel decisivo. El alto cardenal, que medía más de un metro ochenta, iba a ser el primer Secretario de Estado para un poder que se reconocía independiente y en plena madurez. Su labor, durante nueve años, le define como una especie de vicepapa; resulta, en ocasiones, sumamente difícil hacer una distinción entre las gestiones de Pío XI y las de Pacelli. La identificación entre ambos fue absoluta. De su experiencia de Munich, aparte de los colaboradores alemanes como sor Pasqualina, que nunca se separaría de él, guardaba un importante recuerdo. Durante el intento de revolución bolchevique, acaudillada por Rosa Luxemburg, el motín penetró en la nunciatura. Con frialdad increíble, Pacelli hizo frente a quienes le amenazaban. La conclusión era que el comunismo significaba el mayor de los peligros para la civilización cristiana.

Aparte de las gestiones que le correspondían como Secretario de Estado, y que no debemos repetir aquí pues se han expuesto en el capítulo anterior, Pacelli hubo de ostentar, en diversas oportunidades, las funciones de legado, es decir, representante personal del Papa, que todavía se mantenía en esa especie de reducto vaticano, sin salir al exterior. En 1934 estuvo en Buenos Aires, preside el XXXII Congreso Eucarístico, insistiendo en el valor profundo de las relaciones del ser humano con la Trascendencia. De allí viaja a Brasil, para insistir en el papel de los católicos en ese mundo para cuyo desarrollo son tan importantes. En 1935 está presente en Lourdes demostrando así cómo la Sede de Pedro acepta y respalda los mensajes de María. Al año siguiente viaja a Canadá y a los Estados Unidos. Por primera vez un legado, portador de la autoridad del Papa, pisa el despacho oval y almuerza con el presidente Roosevelt, encuentro que desempeñará un papel de suma importancia en años venideros. En 1937 va a Lisieux para consagrar la iglesia dedicada a Santa Teresa del Niño Jesús y, mientras suenan en España los cañones y la Iglesia sufre en este país una de las más duras persecuciones de toda su historia, el gobierno en pleno presidido por Lebrunm va a recibirle, rindiéndole en cierto modo homenaje. Conforme se anubarraba el horizonte iban creciendo las esperanzas en el papel de la Iglesia.

En 1938, fijadas ya las posiciones frente a los totalitarismos mediante las encíclicas en cuya redacción intervino, hace su último viaje para presidir en Budapest un nuevo Congreso Eucarístico. Aquí encuentra al primado español, Isidoro Gomá, que ha conseguido eludir la persecución al no hallarse en

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Toledo. Los resultados serán importantes para frenar la marcha de España hacia el totalitarismo, perfilándose el nuevo Régimen de los nacionales como obediente a la Iglesia. La amistad con Alemania e Italia se mantiene dentro de ciertos límites que se precisan.

3. No puede sorprendernos que el conclave de marzo de 1939 fuera de extra brevedad: en la conciencia de los cardenales era bien claro que Pacelli tenía que ser el continuador de Pío XI, cuyo nombre él mismo retuvo para sí. Los tiempos se anunciaban muy difíciles. Abisinia y España exultaban los ánimos victoriosos de los italianos, que ocultaban los muchos defectos que en tales campañas habían demostrado. Por esta misma causa nombró Secretario de Estado, en su lugar, al cardenal Luís Maglione que permanecería en aquel despacho hasta el día de su muerte (22 agosto 1944). Decidió, a partir de este momento, asumir personalmente las funciones correspondientes a este ministerio, empleando a dos expertos, Juan Bautista Montini y Domingo Tardini, de caracteres muy diferentes aunque, por esa misma razón, complementarios. De modo que en los asuntos públicos, Montini, hijo de uno de los principales dirigentes del Partido Popular, y diplomático de Carrera, iban a cubrir todas las dimensiones de un tiempo difícil apoyando plenamente al Papa. Pero éste seguía inmerso en una vida interior, de oración y recogimiento que pocas personas conocían. De ella eran testigos directos y colaboradores muy estrechos las monjas que actuaban a las órdenes de sor Pascualina y formaban una especie de círculo de protección, el secretario Roberto Leiber y el confesor, Agustín Bea, ambos jesuitas y todos alemanes. Los jesuitas alemanes, que estaban ya en el punto de mira del nacionalsocialismo, proporcionaron a Pío XII apoyo muy considerable. También el colegio de cardenales, de modo especial los que residían en Roma: Nicolás Canali, José Pizzardo, Clemente Micara, Marcelo Mimmi y Alfredo Ottaviani, que les sobreviviría a todos, fueron un verdadero equipo para la conservación de la fe y el desarrollo de la doctrina en momentos difíciles. Autores posteriores han tratado de calificarlos de conservadores.

El primero y más importante de los problemas con que Pío XII hubo de enfrentarse fue la segunda Guerra Mundial (1939-1945) en que los totalitarismos se mostraron divididos, ya que Rusia y los sistemas capitalistas occidentales unieron sus fuerzas contra el Eje forzando a la Iglesia en una actitud incómoda. Las persecuciones, contra judíos y otras religiones además de la católica, también tornaban difícil la gestión: se trataba de salvar vidas humanas y no de declarar una beligerancia que, sin duda, habría provocado una mayor dureza en la represión. Con el Centrum ya no era posible contar: von Papen había franqueado la puerta a Hitler pasando luego a servir la embajada en Ankara, donde coincidiría con otro de los colaboradores de la Secretaría de Estado, monseñor Angelo Roncalli. Por todas estas circunstancias, Pío XII hubiera preferido, sin duda, una paz negociada, por la que trabajó. Y esto desató la desconfianza de los aliados cuando, desde 1942, estuvieron seguros de alcanzar la victoria.

La elección del nuevo Papa coincidía con el final de la guerra de España, victoria católica desde luego, aunque dejase abiertas demasiadas heridas, y se

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halla a mitad de camino entre dos acontecimiento, la incorporación de Austria y la supresión de Checoslovaquia que incrementaban el espacio y la fuerza del III Reich. Pío tomó la iniciativa de escribir directamente a Hitler (5 de marzo) evocando sus recuerdos de Alemania, con la esperanza de lograr un comienzo de negociación. La respuesta del Führer dejaba poco lugar para las dudas. Intentó entonces un acercamiento entre Francia e Italia, haciendo que ésta volviese a la posición diplomática que ocupara durante la primera posguerra. La respuesta de Mussolini fue la invasión de Albania en donde Víctor Manuel III fue proclamado rey. Ahora Italia se dibujaba como un vasto Imperio, que no ocultaba que tras estas demostraciones se hallaban también nuevas apetencias. A finales de abril –no se habían cumplido aún los dos meses de su Pontificado– Pío XII, que contaba con España, Portugal e Irlanda dispuesta, según le comunicó Gomá, a conservar en lo posible su neutralidad, encomendó a un religioso, Tachi Venturi, de mucha edad y experiencia, la delicada gestión de hacer llegar a los cinco gobiernos implicados, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y Polonia, una sugerencia: reunirse en torno a una mesa, plantear los problemas e intentar una solución de los mismos. La primera respuesta, absolutamente negativa, fue la de Polonia. Medía mal sus recursos o contaba con un enfrentamiento entre nazis y soviéticos, al que aludía la propaganda. Alemania e Italia habían firmado un acuerdo de tan estrecha alianza que podía ser considerada como un anuncio inevitable de guerra. Ahora el Papa pretendía, al menos, convencer a los italianos de que se abstuviesen de participar en tan descabellada aventura. Pero en la noche de 23 al 24 de agosto de 1939 el mundo se vio sacudido por una noticia: Rusia y Alemania llegaban en Moscú a un acuerdo que implicaba el reparto de Polonia y una nueva ordenación de los sectores de influencia en Europa Oriental. Advertida desde Roma, España se abstuvo de confirmar el pacto Antikommintern que ya tenía negociado. El 24 de agosto el Papa hizo un llamamiento angustioso al mundo, que no fue escuchado. Destacaba una frase a la que se intentó dar profundo significado: «nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra». Una previsión que el tiempo se encargaría de corroborar. 4. En aquellos días, el Papa tenía ya completo el borrador de su primera encíclica, Summi Pontificatus. El texto hubo de ser retocado porque antes de que se produjera su publicación, el 30 de octubre, se había producido la ocupación y reparto de Polonia, que no contaba con medios para resistir. Se trataba de un país eminentemente católico y con abundante población judía a la que los polacos tampoco habían brindado ayuda. Ahora la persecución iba a afectar a unos y otros. Muchos sacerdotes y religiosos fueron a parar a los campos de trabajo o sufrieron terribles represalias. La encíclica reclamaba ahora compasión para esa primera víctima. Todavía era imposible hacer un cálculo correcto de los sufrimientos que aguardaban al mundo. Pasó un invierno. Italia conservaba su no beligerancia lo que permitía a los embajadores ante el Vaticano residir en Roma moviéndose con cierta soltura. Pío XII aprovechó esta oportunidad para reforzar la conducta de aquellos sectores que en la Península Ibérica preferían la neutralidad, si bien las

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influencias alemanas se mostraban muy fuertes y la simpatía hacia los totalitarismos iban creciendo. En marzo de 1940, el ministro alemán de Asuntos Exteriores viajó a Roma con el propósito de pedir a Mussolini que cumpliese sus obligaciones del «Pacto de Acero», entrando en guerra y colaborando activamente en las operaciones contra Francia e Inglaterra. Pidió una audiencia a Pío XII y le fue concedida el 11 de dicho mes. El Papa y el ministro conversaron durante más de una hora. Pío pudo desplegar un amplio rimero de datos que poseía acerca de las persecuciones contra los católicos, que todavía no habían alcanzado el grado máximo de gravedad. Ribbentrop se limitó a decir que nada de esto había llegado a su conocimiento pues se trataba de asuntos que afectaban a otros Departamentos. Era ya absolutamente cierto que la mediación del Papa no iba a ser aceptada en ninguno de los aspectos. Pío XII decidió entonces poner todos sus medios al servicio de una ayuda humanitaria. Fue establecida una gran oficina a las órdenes de Montini. Había que recoger información de prisioneros o de perseguidos, notificándolo a sus familias y haciendo posible la intervención de algunas organizaciones capaces de ejecutar operaciones de rescate o intercambio. La publicación de los muy abundantes documentos permite demostrar que la ayuda se prestó también y de una manera especial a los judíos, si bien esta intervención ha sido negada por sectores intelectuales anticatólicos que, después de la muerte de Papa, se desataron en calumnias. Lo mismo ha sucedido con España que, directamente salvó la vida a varios millares de judíos, y permitió el paso por su territorio a quienes lograban alcanzar la frontera ejerciendo sobre ellos protección. Dos datos sirven para corroborar estas noticias que guardan estrecha relación con el carácter de la doctrina católica. El gran rabino de Roma, Israel Zolli, cuando la guerra acabó, se convirtió al catolicismo y quiso ser llamado Eugenio, en agradecimiento al Papa. Y en la sinagoga de Nueva York se celebraría un servicio religioso en el momento de la muerte de Franco «porque tuvo piedad de los judíos». Francia entregó a muchos pero salvó también la vida a no pocos por iniciativas individuales movidas por el sentimiento cristiano. Una gran filósofa judía, Edith Stein, carmelita bajo el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, muerta en un campo de concentración, es mártir a la vez del judaísmo y del cristianismo. Se iniciaba de este modo un cambio muy profundo en las relaciones entre judaísmo y cristianismo, que se iría acentuando en los años sucesivos. Pío XII hubo de recomendar a sus representantes que evitasen denuncias o manifestaciones públicas; se había comprobado que éstas sólo servían para incrementar la represión; salvar vidas tenía que ser una labor silenciosa si se pretendía que fuese eficaz. Así, en Francia, niños ocultos se hicieron pasar por cristianos en el seno de la familia que les acogía. De todas formas el grado que alcanzaría el holocausto, después de 1942, fue desconocido por los aliados que apenas movieron sus recursos. España quiso instalar en Marruecos a refugiados judíos pero Eisenhower se lo impidió por evitar molestias musulmanas. El Gran Mufti de Jerusalem estaba entonces en Berlín apoyando a Hitler y compartiendo algunos de sus propósitos.

En 1943, cuando ya las cosas habían ido bastante lejos, el cardenal Maglione citó en la Secretaría de Estado al embajador alemán, von Weizsäcker, que

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pertenecía a la carrera diplomática y le presentó una protesta oficial por la persecución a los judíos. El embajador británico, Francis d'Arcy, obtuvo del Secretario de Estado una información directa, ya que vivía refugiado en el Vaticano con advertencia de que sólo empleara esta noticia a título personal, pues en aquellos momentos, al borde del colapso del régimen fascista, la publicidad podía causar daños y no beneficios a las víctimas de la persecución que por momentos se endurecía. Los 10 volúmenes de documentos publicados nos permiten comprobar la conducta de la Santa Sede en aquellos años de guerra. En la mañana del 19 de julio de 1943 Roma fue bombardeada por los aliados. El Vaticano impulsó a los embajadores aún acreditados, en especial al de España, para que solicitasen de los beligerantes el reconocimiento de Roma como ciudad abierta, ya que en ella no había objetivos militares y sí en cambio monumentos que importaban a la Cristiandad. Víctima del bombardeo fue la Iglesia de San Lorenzo Extramuros y los edificios circundantes. Pío XII suspendió sus audiencias, ordenó a Montini que sacara las reservas que quedaban en el Banco Vaticano y fue, conmovido, a llorar de rodillas con las víctimas a las que pudo socorrer con los escasos recursos que allegara a reunir. Fue una onda de entusiasmo acongojado la que le sacudió. Cinco días más tarde Mussolini era privado de sus funciones y el rey buscaba el apoyo de Badoglio para controlar la situación iniciando negociaciones que permitirían a Italia cambiar de Bando. Los alemanes liberaron a Mussolini y el territorio italiano se dividió: Roma quedó sometida a la ocupación alemana, que respetó el sistema de apertura. Hubo rumores acerca de las intenciones de Hitler, repitiendo el gesto de Napoleón, para trasladar a Pío XII a Alemania. El Papa dejó bien claro que no abandonaría en modo alguno Roma.

Es importante insistir en las injusticias calumniosas de que se ha tratado de rodear la obra de este Papa, pues revelan hasta qué punto la doctrina enseñada por el Pontífice, tan opuesta a los totalitarismos de uno y otro bando, y al desorden moral que la guerra estaba produciendo, significaba un paso adelante en los proyectos de edificación de una nueva sociedad. La Iglesia reclamaba, junto al reconocimiento de la libertad para las conciencias, que no puede confundirse con la simple tolerancia, también el de los derechos humanos, pero insistiendo en su doctrina, que databa de siglos, de que se trata de dimensiones que forman parte de la naturaleza y de la dignidad de la persona. 5. Pío XII no se limitaba a exponer profundamente la fe de la Iglesia por medio de encíclicas que, sumadas a las de sus antecesores, iban formando un cuerpo de fuerte solidez y extensión, sino que aprovechaba sus discursos y en especial los mensajes, cada Navidad, para formular preguntas y respuestas a las cuestiones que estaban entonces dramáticamente en juego. En los primeros años de la contienda insistió en que se detuviesen en el uso de las armas buscando la negociación. Pero en 1942 aceptó que, con la entrada de Rusia y de los Estados Unidos y Japón, esa guerra se había hecho universal y era imprescindible poner el acento en las consecuencias que, de una victoria aliada, iban a derivarse.

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Tras el desembarco norteamericano en Marruecos, que indicaba ya un cambio en el signo de la guerra, Pío XII redactó cuidadosamente un mensaje en que trataba de llamar la atención de los aliados acerca del mundo que sería necesario construir. Negaba, por ejemplo, que la sociedad pudiera considerarse como simple suma de individuos ya que la persona humana guarda en sí misma la imagen de su Creador, de modo que deben tenerse en cuenta, además de las dimensiones naturales, también las sobrenaturales. «Todo miembro de la familia humana continúa obligado a cumplir sus inmutables fines, cualquiera que sea la legislación y la autoridad a que obedece». De este modo, al reclamar la libertad de conciencia se exige que la estructura social permita a cada ser humano cumplir en la forma debida sus obligaciones religiosas. El derecho a la vida no se refiere únicamente a la existencia física, sino también a la intelectual, lo que implica la educación que no puede imponerse desde el Estado sino responder a los designios de cada cual. También reclamaba el reconocimiento del derecho al trabajo y a la elección de matrimonio. En 1944, ya a punto de concluir la guerra, Pío XII se inclinaba en favor de la democracia, pero con serías advertencias: todos los ciudadanos tienen derecho a expresar sus opiniones y a ser es cuchados.

Para ser verdadera la democracia, que iba a presentarse como vencedora al final de la contienda –lo que significaba un contrasentido al situarse el comunismo entre los vencedores–, necesita cumplir dos condiciones: ser considerada como un servicio que se ofrece al hombre, no al contrario, y someterse a los límites insoslayables del orden moral. Esto resultaba incompatible con una tendencia que se acentuaba en los Estados, ahora fuertes en la concepción materialista, de fundir autoridad y poder en una sola vena. El Estado dice lo que puede y debe hacerse sin tener en cuenta el orden objetivo de la conducta, y después pone en marcha su poder para conseguir que todo se cumpla.

La doctrina pontificia, que no era otra cosa que una puntualización certera de las enseñanzas que, durante siglos, había proporcionado la Iglesia, coincidía con un momento en que, acordada la Carta del Atlántico, se estaban iniciando las gestiones para una Declaración Universal de Derechos. Pero era imprescindible decidir, ante todo, de dónde partían: si eran, como la Iglesia venía sosteniendo, inherentes a la naturaleza y dignidad de la persona humana, tenían que ser simplemente reconocidos y considerados además como invariables; pero si, como positivistas o marxistas afirmaban, son consecuencia de la propia voluntad de los hombres, consensuada a través del Estado, no se hallan sujetos a esa dignidad y son, en sí mismos, variables. Hay que tener en cuenta la ausencia radical a que se obligó a la Santa Sede, en el momento en que se negociaron y acordaron todos los extremos a que debía sujetarse el mundo, concluida la guerra.

El mensaje no fue, sin embargo inútil. Tres grandes católicos, Alcide de Gasperi, italiano, amigo de Montini, que había pasado la guerra en la Biblioteca Vaticana, Konrad Adenauer, que fuera alcalde de Colonia, sufriendo persecución, y Robert Schumann, alsaciano, que fuera prisionero de guerra, se reunieron para formular una propuesta que se hallaba conectada con ciertas sugerencias que ya formulara Winston Churchill, ahora apartado de la política.

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Era necesario que las antiguas naciones de Europa se unieran para formar una nueva comunidad, que se apoyase en aquellos principios que, antaño, dieran su definición a la Cristiandad. De este modo se llegaría al tratado de Roma y a la primera formulación de la Comunidad Europa. Se trataba de proporcionarla una bandera. Ganó el concurso un artista de Estrasburgo, llamado Arsenio Heitz, el cual explicó que su idea, fondo azul con doce estrellas, le había sido sugerida por la evocación de la Virgen en el Apocalipsis. No eran todavía doce los miembros de la Comunidad. Curiosamente la bandera fue izada solemnemente por primera vez el 8 de diciembre de 1955. Los ministros presentes no tenían en cuenta que aquel día era precisamente el que la Iglesia dedica a la Inmaculada Concepción.

La organización de la Comunidad acabaría alejándose de tales principios y acogiéndose en cambio a un agnosticismo poco acorde con los sentimientos cristianos y con las ideas formuladas por el Papa Pío XII. Sin embargo el empujón movió a la Iglesia a ejecutar, en su propia estructura, una profunda vigorización. Pío XII consideró necesario reunir un Concilio Ecuménico y en esta línea comenzó ya a trabajarse, aunque sería su sucesor el que se encargaría de convocarlo: Roncalli tenía la larga experiencia de Oriente y ahora era nuncio en Francia, donde trabajó con empeño para superar las reliquias que aún quedaban en pie del laicismo. Los historiadores católicos comenzaron ya entonces un trabajo intenso para descubrir y revelar las raíces cristianas de la europeidad.

6. No era posible volcar todas las energías de la Iglesia en la reconstrucción de aquella Europa de las cinco naciones cristianas que se definiera ya en el Concilio de Constanza. Los vencedores de la Guerra Mundial pertenecían a dos mundos distintos y enfrentados que se definían, respectivamente, como democracia liberal parlamentaria –o simplemente democracia sin calificativos– y como democracia popular, es decir, totalitaria por sometimiento del Estado a la férula de un Partido único. Churchill, que durante la guerra había sostenido a Stalin sin denunciar sus terribles violencias, el 5 de marzo de 1946 pronunció en Fulton un discurso, presente el presidente Harri S. Truman, distinguido masón y eficiente político, en que reconocía que un «telón de acero» había caído sobre Europa partiéndola en dos.

Desde antes que se escribiera el Manifiesto comunista, algunos intelectuales católicos entre los que se cuenta Balmes, veían en el materialismo dialéctico que se encuentra en la base de la doctrina marxista un muy grave peligro para la Iglesia. Ahora, tras la Segunda Guerra Mundial y el hundimiento de los totalitarismos nacionales, dicho peligro se manifestaba como una terrible realidad. Al otro lado del telón de acero los sistemas políticos que se definían como «democracias populares» para diferenciarse de modo radical de las que se presentaban como herencia del liberalismo, se apoyaban en las doctrinas de Marx, Feuerbach y Lenin y declaraban a la religión como el peor mal que acechaba al ser humano, del que debía ser liberado. En Rusia se estaba ejerciendo un control sobre la Iglesia ortodoxa, que estaba bajo el poder del Estado; pero el catolicismo estaba prohibido. Cuando algún católico viajaba a Moscú tenía que recurrir a la única capilla dentro de la embajada de Francia. Todos los sacerdotes y obispos ucranianos fueron encarcelados: Iosif Slipy

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permaneció 18 años en prisión hasta que el Concilio Vaticano II inició contactos que le permitieron salir de su tierra y convertirse en cardenal (1965) inspirando una de la películas norteamericanas de éxito, Las sandalias del pescador. En Hungría, Checoslovaquia, Lituania, Letonia, Polonia y Yugoslavia, la Iglesia sufrió persecución, en diversos grados de acuerdo con el número de fieles.

Pío XII, que había vivido en Munich una experiencia directa especialmente dura, hubo de referirse a los países del otro lado del telón, ahora simbolizado en un muro para impedir las fugas, con otra expresión gráfica que hizo fortuna: la «Iglesia del silencio». A pesar de todo, los primados de esas iglesias, Stepinac de Zagreb, Mindszenty de Budapest o Wyszynski de Varsovia, respondieron con entereza a la persecución y rechazaron las críticas que desde el otro lado de la verja les dirigían quienes, en nombre del progreso, proponían alguna clase de diálogo con los nuevos sistemas. La persecución fue especialmente dura hasta la muerte de Stalin (marzo de 1953). Debe recordarse que José Visarionovich Djugashvili era un antiguo seminarista de Tiflis: el abandono de la fe suele acompañarse de odio hacia cuanto ésta significa. Fue un dato favorable para la Iglesia, según el criterio de Pío XII, que los crímenes y violencias del estalinismo fuesen revelados por sus propios compañeros de armas. El catolicismo guardó también silencio, en este sentido.

El Papa hubo de enfrentarse también con el otro materialismo, el dogmático o positivista, que dominaba ampliamente en los espacios de las potencias occidentales. Sobre él se asentaba el capitalismo que Pío XII, como sus antecesores, definió como no cristiano, ni tan siquiera humano. Los regímenes de democracia parlamentaria instalados después de la contienda albergaban en su seno también partidos socialistas que revisaban el pensamiento de Marx pero sin rechazarlo. Todos partían de un axioma: la mayoría tiene razón de tal manera que la superioridad del voto pasaba a ser un medio para escoger gobernantes, en la suprema razón de la existencia. De este modo el principio moral, que caracterizara al cristianismo, era desechado y el poder se revestía de autoridad. Los gobiernos podían elaborar doctrinas incluso en los aspectos más enemigos de la naturaleza, como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad y convertirlos así en normas éticas. El descubrimiento de los métodos anticonceptivos preparaba la revolución sexual capaz de invertir los términos en la relación hombre y mujer, dando al «eros» primacía absoluta sobre el «ágape». Con ello el matrimonio y la familia iniciaban un declive que permitía suponer su desaparición.

La necesidad de enfrentarse a estos dos materialismos hizo que en torno a Pacelli se trazara una leyenda desfavorable, en los países occidentales como en los soviéticos. Se le retrata como un impasible rey, erguido en su trono, aislado en sus estancias del Vaticano y de Castelgandolfo, e incluso ajeno a algunas de las grandes calamidades de su tiempo. Todo esto es falso. La publicación de sus archivos ha permitido, por ejemplo, descubrir cuánto hizo en favor de los judíos, de los fugitivos o de los perseguidos. Sus personas de confianza, De Gasperi, Tardini, Montini, por ejemplo, serían después definidos como autores de una apertura sobre Europa. Por otra parte, en su vida privada observó un ascetismo, entrega al trabajo y a la oración, firmeza ante los peligros y corazón abierto a las calamidades, que son como los ejes de

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proceso de canonización que Pablo VI, con disgusto de quienes pretendían servirse de la Iglesia y no servirla, ordenó incoar al mismo tiempo que el de su sucesor. Fue un gran escritor, contando con colaboradores de primera magnitud y sus obras completas constituyen un grueso volumen muy rico en enseñanzas.

7. Ya hemos señalado cómo la primera encíclica de su Pontificado, ratificando las dos de su antecesor en las que colaborara, fue una condena bastante radical del totalitarismo, de uno u otro color, aclarando que significaba un salto atrás en la Historia a los tiempos anteriores al cristianismo. Reclamaba, pues, una devolución del protagonismo a la persona humana, doctrina a la que la Iglesia estaba adherida desde el comienzo de su existencia. Era inevitable que de sus páginas emanara cierto pesimismo: la guerra había comenzado con la destrucción de un país católico por excelencia y no eran muchas las esperanzas de que los contendientes suspendieran el uso de las armas y procuraran un restablecimiento de la paz.

Mientras la guerra llegaba a su punto culminante que marcaría una inflexión en favor de los aliados, Pío XII trabajaba en su despacho redactando la encíclica Mystici Corporis Christi que vería la luz en junio de 1943. La pregunta capital es: ¿qué es la Iglesia? Se estaban enfrentando dos corrientes teológicas que daban primacía, unos, partidarios del cambio, a los carismas o movimientos del Espíritu, otros, defensores de la consolidación lograda, a la estructura jerárquica. Los primeros se inclinaban a considerar al Papa únicamente como el ejecutor de la voluntad colegiada de los obispos –en definitiva de las iglesias nacionales– y estaban en cierto modo en contra de la doctrina acerca del primado que formulara el Concilio Vaticano I. Los segundos estaban dentro de la continuidad señalada por Pío IX y Pío X; no debe olvidarse, entre otras razones, que éste era precisamente el nombre escogido por Pacelli después de su elección.

El 23 de junio de 1943, en un momento en que las tensiones bélicas llegaban al máximo, el Papa publicó su encíclica Mystici Corporis en que rechazaba los exclusivismos de una y otra posturas: la Iglesia no es una simple sociedad humana, formada por la agregación de sus miembros, sino el Cuerpo místico de Cristo en que todos los fieles se hallan inmersos por acción del Espíritu Santo, que es en definitiva quien la gobierna a través de sus instrumentos humanos. Completaría pocos meses más tarde esta doctrina con un segundo documento, Diovino afflante Spiritu, en que recordaba a todos los teólogos que la doctrina revelada se encuentra definitivamente en la Escritura, que debe ser conocida y enseñada con profundidad. El mundo necesitaba entonces con urgencia y rigor que se enseñase y defendiese la verdad última que se contiene en esa revelación ya que en ella aparece clara la dimensión de la persona humana, que lleva en sí misma la imagen y semejanza de Dios. Esto significaba, sin duda, una reafirmación de la comunicabilidad entre trascendencia e inmanencia, cuyo abandono, en los últimos siglos, estaba en la raíz de las desdichas, guerras e injusticias que asolaran a Europa. En la Eucaristía, explicó el Papa en la Mediator Dei (noviembre de 1947) se produce, de un modo constante e ininterrumpido desde el momento mismo del

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nacimiento de la Iglesia, esa comunicación. De este modo el sacerdote –recuérdese que en su forma plena el sacerdocio pertenece a los obispos, en cuanto sucesores del colegio apostólico–, cuando celebra, no es el representante o el presidente de una comunidad, sino, como se expresa en la liturgia, alter Christus, ipse Christus, que pronuncia en la consagración las palabras clave, sacrificio mío y vuestro.

En el Cuerpo místico hay dos vías –explicaba el Papa– para establecer la comunicación: los sacramentos y la oración. Otorgaba especial importancia a la confesión y comunión en la primera, y al culto a la Virgen en la segunda. Por esta razón introdujo algunas modificaciones tendentes a hacer más frecuente el acceso. El ayuno eucarístico, que hasta entonces obligaba desde las doce de la noche del día anterior, quedó reducido a tres horas, pudiéndose además beber agua durante ellas. Se autorizó la celebración de misas en la tarde del sábado o antevíspera a fin de hacer más accesible el cumplimiento del precepto. Y se enriqueció la liturgia de la Semana Santa para que los fieles pudiesen penetrar más hondamente en ella.

La decisión más importante, aquella que atrajo mayor oposición en los sectores que se consideraban progresistas fue la de proclamar dogma de fe la Asunción de María en carne mortal (1 de noviembre, 1950) coincidiendo con un año santo que produjo abundante afluencia de peregrinos. Podía constituir un obstáculo para el entendimiento apenas iniciado con ciertos sectores protestantes si bien reforzaba la postura de la Iglesia oriental. Pío XII instituyó la fiesta de Santa María Reina y consagró el mundo a su Sagrado Corazón, respondiendo en cierto modo a las demandas de los videntes de Fátima. Era importante, frente a un feminismo desbordado, establecer, una vez más que la Iglesia tiene a una mujer en la cúspide de la Creación.

Al mismo tiempo Pacelli se enfrentaba con el problema que ya fuera objeto de atención en el Vaticano I: las relaciones entre fe y ciencia. Aprovechó su encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950) para condenar las nuevas corrientes teológicas que continuaban las pautas del modernismo tratando de someter también la investigación en este terreno a los métodos de la ciencia experimental Pero rechazaba cualquier disensión. Fe y ciencia buscan un mismo objetivo, descubrimiento de la verdad aunque por vías diferentes. No puede, en consecuencia, haber oposición entre ellas si se procede con rectitud. Pero recordaba también la doctrina de la Iglesia, que reconoce verdad absoluta en la revelación y advierte sobre las rectificaciones que, constantemente, las ciencias de la observación y experimentación, están obligadas a efectuar. No se oponía a los debates entre las diversas escuelas de teólogos, aunque todas debían mostrarse obedientes a la autoridad infalible de la Iglesia. Se hacían advertencias muy serias en relación con los dos relativismos que se estaban abriendo camino, el de la interpretación de la Escritura y el de la moralidad. A fin de cuentas, los Mandamientos son una explicación del orden reinante en la Naturaleza y su abandono tiene las peores consecuencias. Estas advertencias fueron acogidas por los dominicos de Le Saulchoir, Yves Congar y Domique Chenu, y también por los jesuitas de Francia, Henri de Lubac y Jean Danéliou, que en aquel tiempo gozaban de amplia fama. Todos

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respondieron de la misma manera: sus investigaciones estaban siempre sometidas a la autoridad del Pontífice y sólo pretendían hacer más claro el conocimiento de la fe en aquellos momentos de cambio. Todos estaban ya en íntima relación con Montini, cuya influencia sobre el Papa seguía siendo muy grande, aunque pronto sería alejado de Roma y enviado a Milán para restablecer el papel de San Carlos Borromeo. No hubo, pues, una resurrección del modernismo, pero sí una contribución muy notable al progreso de la fe. 8. Una cuestión se estaba planteando. ¿Sería conveniente convocar nuevamente al Concilio Vaticano I para continuar los trabajos interrumpidos o, acaso, una nueva Asamblea? Pío XII ordenó estudiar el tema, pero las dificultades que en su realización se apreciaron fueron causa de que se decidiese posponer una convocatoria. Los que más insistían en el tema juzgaban que era llegado el momento de formular una condena formal hacia los dos materialismos. Pero el Papa estaba pensando en otra cosa, dar a la Iglesia dimensiones más universales. No hay que olvidar que fue el primero en ordenar obispos de distintas razas. Las misiones ocupaban la principal atención en su gobierno.

En dos encíclicas, Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957) explicaría bien su pensamiento. Había llegado el momento de reconocer que la Iglesia no era europea, incluyendo en este concepto las amplias proyecciones en América, ni la misión debía ser contemplada como una parcela del colonialismo. Las misiones, sin negar la importancia de las Órdenes religiosas en la tarea de evangelización, debían ser sustituidas por la construcción de iglesias jerárquicas autosuficientes en cada uno de los países. De ahí la importancia que debía atribuirse al clero secular especialmente indígena. Europa seguía teniendo una gran responsabilidad pues debía emplear todas las reservas disponibles en esta nueva tarea.

Esto implicaba también profundas reformas en la Curia romana. Nacido en Roma, y formado intensamente dentro del Vaticano, era un Papa con amplia experiencia al respecto. El colegio de cardenales, cuyo número de miembros se había fijado en un máximo de setenta, poseía una abrumadora mayoría de italianos desde tiempos muy lejanos. Ahora contaba con 32 vacantes. Pues bien, en el primer consistorio convocado por Pío XII, la promoción incluyó solamente cuatro italianos siendo los veintiocho restantes de diversas partes del mundo. El segundo consistorio, en 1953, incluyó a ocho italianos: el resto, hasta veinticuatro, eran también de muy diversos países. Una autentica revolución, pues a partir de este momento el Colegio sería expresión de ese carácter universal de la Iglesia.

Algunas iniciativas, que venían de fuera, apuntaban todavía más lejos, a implicar a la Iglesia en los problemas del mundo, lo que podríamos llamar la revolución laical, que sería consagrada más tarde por el Concilio Vaticano II. En 1943 la Santa Sede había otorgado un reconocimiento al Opus Dei, que en 1947 fue ya reconocido por el Pontífice de una manera oficial. Nacida en 1928 esta organización laical, que había sobrevivido a la guerra civil española, sostenía que la santidad no necesita apartarse del mundo ya que puede

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conseguirse también dentro de él, permaneciendo cada uno de los miembros de esta asociación en su puesto de trabajo. El modelo, que precedía a la llamada universal a la santidad elaborada por el Concilio en 1963, indicaba ya un aumento en la dimensión estructural de la propia Iglesia. En Francia el arzobispo de París, monseñor Suhard, ensayó otra experiencia a partir de 1943, cuando Francia aun estaba ocupada por los alemanes: que algunos sacerdotes se introdujeran en el mundo laboral compartiendo con los trabajadores su modo de vida. Pero este movimiento de sacerdotes-obreros fracasó; muchos de los que participaban en él abandonaban su condición sacerdotal porque no es posible ser dos cosas dispares al mismo tiempo. Tras recabar el consejo de los obispos franceses, Pío XII hubo de disponer en 1953 que se pusiera fin al movimiento. Tampoco Montini se mostró dispuesto a apoyarlo. El defecto principal de este proyecto, que los movimientos laicales tendrían muy en cuenta, fue el de su excesivo clericalismo, en giro a la izquierda. Los curas obreros, como se les llamó, tendían a convertirse en dirigentes. Pío XII padeció una larga enfermedad de origen neurovegetativo, que se reflejaba en dolencia gástrica. Desde 1953 hasta su muerte el 6 de octubre de 1958 su existencia fue una lucha contra esta dolencia que, al final, le venció.

EL PONTIFICADO DE LOS SIGLOS XIX Y XX (8) Luis Suárez Fernández*

VIII. EL TIEMPO LARGO DE MONTINI

1. Durante muchos años una gran parte de los cardenales y de modo especial los obispos de Francia, habían visto en Juan Bautista Montini un verdadero continuador de Pío XII, a cuyo servicio y obediencia se mostrara íntimamente unido durante largos años. Para amplios sectores de la Curia, en cambio, se trataba de una baza muy peligrosa dada su participación en la política por el compromiso adquirido por su padre don Giorgio con el Partido Popular. Nadie pensaba en 1958 en la posibilidad de elegir un Papa no italiano. Al producirse la enfermedad de Pío XII, aquellos que influían poderosamente en su contra, consiguieron el apartamiento de Montini mediante la fórmula vaticana del «promoveatur ut amoveatur». Montini fue promovido arzobispo de Milán pero no se le otorgó el capelo cardenalicio como la importancia de esta sede parecía requerir.

De modo que en el conclave que se reunió en octubre de 1958 los que se oponían a que el nuevo Pontificado no fuera una simple continuación del de Pío XII, se encontraron ante una difícil coyuntura. Tras los nombramientos efectuados por Pacelli, la mayoría en los votos, aunque todavía no suficiente, pertenecía a cardenales no italianos. Y estos se decidieron por una persona con extraordinaria fama de bondad, larga experiencia en países fuera de Italia y edad suficiente para que no pudiera personificar un Pontificado largo. De hecho

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su reinado no cumpliría los cinco años. El nombre que, con alguna sorpresa se comunicó, era el de Ángelo Giuseppe Roncalli. Uno de sus primeros gestos fue otorgar a Montini el capelo. De modo que monseñor Gianattista podría sucederle a él y no a Pío XII.

Roncalli había nacido en Sotto il Monte, una aldea de Bergamo, en el seno de una familia de campesinos, numerosa –cuarto entre trece hermanos– y muy modesta, pero dotada de ese sentido del clan familiar tan importante en las tierras del norte de Italia. De modo que para Ángel José la figura más influyente no fueron sus padres, Juan Bautista y Mariana, sino su tío abuelo Javier a quien llamaban «el Barba» y que era una especie de patriarca, ejerciendo el cargo de intendente en la casa de los condes Morlini. Cada tarde reunía en la cocina de su casa al vasto clan familiar para el rezo del rosario. Fue este anciano el que descubrió las cualidades de piedad, inteligencia y vocación que adornaban al futuro Papa. Influyó en él sobre todo para que se mantuviera en un riguroso desprendimiento de los bienes materiales.

Para Ángel José la pobreza era una garantía de piedad y por eso nunca quiso cambiar el status económico de su familia. Muy pronto manifestó, siendo monaguillo en su parroquia, la voluntad de ser sacerdote. Sus compañeros, para quienes era imposible adivinar su futuro, comenzaron a embromarle con el apodo de Angelito, el cura. Como no había dinero en casa para enviarle al seminario, el párroco, dom Rebuzzini, organizó con sus padres y su tío abuelo, un plan: debía ir todos los días, andando, hasta Cervico, a dos kilómetros de allí, pues el que desempeñaba esta parroquia, dom Pietro Bolis, contaba con preparación suficiente para enseñarle latín y las materias que correspondían a los primeros pasos de un seminarista. Dos años y, evidentemente, un éxito que pudo comprometer a toda la familia. Unos parientes, que vivían en Celana, se avinieron a alojarle en su casa mientras acudía al segundo grado, en el Colegio episcopal de esta ciudad.

Pudo beneficiarse entonces del sistema de becas para ingresar en el seminario de Bergamo. Contaba entonces once años y a los catorce recibió las órdenes menores, lo que permitía, con la tonsura, usar ropa talar. Nunca abandonaría ya esta condición. Pudo ingresar entonces en la Congregación de la Anunciación de Maria Inmaculada, sometiéndose a la «regla breve». En ésta sólo eran aceptados aquellos seminaristas que habían demostrado dotes sobresalientes. La Congregación daba especial importancia al examen espiritual que sus miembros debían realizar cada día. Para no equivocarse, Roncalli decidió hacerlo por escrito, y así lo mantuvo hasta su muerte, dando origen con sus notas al Diario de un alma que podemos considerar como una de las fundamentales obras de espiritualidad del siglo XX. Constantemente introduce en sus notas un pensamiento: el objeto de su vida, de cualquier vida, es obtener la santidad. Y a esto se enderezaría su trayectoria: quienes le conocieron de cerca no dudaron nunca de conceptuarle como el Papa «bueno», es decir santo en el sentido más neto de esta palabra.

A lo largo de su prolongada existencia, Roncalli manifestó el mayor cuidado en la búsqueda de la santidad, basándola de modo especial en el cumplimiento de un plan de vida cuidadosamente organizado. En medio de las obligaciones

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abrumadoras que, a veces, pesaban sobre él, nunca descuidaba el rezo del breviario. Ordenado como diácono en Bergamo el año 1900, el obispo de esta diócesis, a quien correspondía administrar becas de una Fundación, le escogió con otros compañeros para ir a Roma a seguir estudios más elevados en el Ateneo de San Apolinar. Hubo de interrumpirlos al ser llamado a filas; los doce meses de servicio militar le permitieron alcanzar el grado de sargento, aunque para él fueron meses negativos ya que significaron un paréntesis en su carrera sacerdotal. En 1904 cerró un tramo de su existencia: obtuvo el grado de doctor, siendo Eugenio Pacelli uno de los miembros de su tribunal y fue ordenado sacerdote el 10 de agosto.

El 11 de agosto de 1904 celebró su primera misa; había podido conseguir para ella el altar de la confesión de San Pedro, es decir, en el lugar donde la tradición situaba la tumba de San Pedro, cuya exploración arqueológica sería iniciada precisamente durante el Pontificado de su antecesor. Terminó la ceremonia con una acción de gracia en que incluyó las palabras que los Evangelios ponían en boca del príncipe de los Apóstoles: «Señor, tu que lo sabes todo, sabes que te amo». A los 23 años de edad, a punto de comenzar una carrera sacerdotal, Roncalli definía de este modo todo su sentimiento.

2. Los diez años siguientes pueden resumirse con dos términos complementarios, plenitud de servicio y vocación de historiador a fin de transmitir a sus alumnos el conocimiento de aquellos momentos culminantes que esmaltan la vida de la Iglesia. Su primer destino fue el de secretario del arzobispo de Bergamo, Joaquín María Radini Tedeschi, a cuyo lado permaneció hasta su muerte en agosto de 1914. En una biografía cuidadosa de su prelado, Roncalli insiste en la influencia que la santidad de éste significó para él. Completaba sus obligaciones en la secretaria con el cargo de profesor de Historia en el Seminario. Como Tedeschi, sufragáneo de Milán, tenía que hacer frecuentes viajes a esta ciudad, Roncalli aprovechó la oportunidad para utilizar libros y manuscritos de la Biblioteca Ambrosiana. De aquí vinieron, para él, dos amistades preciosas: la primera con el prefecto de dicha biblioteca que era, como sabemos, Achille Ratti, futuro Papa; la segunda con el símbolo del pasado milanés, San Carlos Borromeo. La documentación de este último, cuidadosamente recogida, sería fuente preciosa para el futuro. San Carlos es, no lo olvidemos, principal ejecutor del Concilio de Trento.

En 1915 Italia entró en guerra. La legislación laicista entonces imperante no permitía a seminaristas o sacerdotes en edad militar que se excluyesen de la movilización. De modo que Roncalli, primero en calidad de sargento del Cuerpo de Sanidad y luego como capellán militar, hubo de participar en la contienda. Una experiencia, desagradable en sí, pero que sirvió para la afirmación de su carácter. Antes de ser desmovilizado, pero cuando las hostilidades habían llegado a su fin, el obispo de Bergamo le encargó la dirección espiritual del seminario. Desde ella entró también en contacto con los ambientes estudiantiles, en donde las circunstancias producían un alejamiento de la vida cristiana. Imaginó para esta situación un remedio, que años más tarde se intentaría en España: la creación de residencias en donde los pensionistas pudiesen recibir una formación complementaria al tiempo que estudiaban en instituciones estatales.

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En enero de 1921, siendo Papa Benedicto XV, Roncalli hubo de trasladar su residencia a Roma porque el cardenal von Rossum, prefecto de la Congregación de Propaganda Fide le nombró secretario para que se ocupase de los asuntos italianos. Su cometido era contactar con todos los obispos de aquel reino a fin de recaudar y ordenar las contribuciones italianas para sostenimiento de las misiones. Benedicto V le otorgó la calidad de prelado doméstico y le encomendó tareas que le obligaron a viajar a Francia, Alemania y los países Bajos, adquiriendo una gran experiencia en los problemas eclesiásticos con que la Iglesia debía enfrentarse en aquellos años de postguerra y también de esperanza. Su posición dentro de la Curia se vio afirmada cuando en 1922 un antiguo amigo, Ratti se convertía en Pío XI.

En sus tareas como investigador, Roncalli había puesto su principal atención en las obras de Baronio, contemporáneo del Concilio de Trento; de este modo llegaba a la conclusión de que una de las necesidades de nuestro tiempo consiste en disponer de un buen conocimiento de la historia de la Iglesia y del Pontificado. Esto le llevaría especialmente a analizar en profundidad las relaciones con la Iglesia griega, las diferencias entre ésta y la latina y las posibilidades de entendimiento sobre la base común de los grandes concilios ecuménicos. Sólo los ocho primeros pueden considerarse plenamente ecuménicos, ya que los que vinieron después abarcaban únicamente a la Iglesia latina. La disolución del Imperio turco había permitido al Vaticano entrar en contacto con comunidades católicas que sobrevivían, pequeñas y fatigadas, en sus antiguos territorios.

Pío XII encomendó a uno de los altos funcionarios de la Curia, futuro cardenal Eugenio Tisserant, que realizara un viaje a fin de redactar un informe acerca de la situación de dichas comunidades. Tisserant llegó a la conclusión de que era necesario contar con un representante estable de la Santa Sede a fin de defender y coordinar las acciones. Recordemos de pasada que una de las familias afectadas por esta situación era la de la madre Teresa de Calcuta, albanesa. El Papa decidió nombrar a Roncalli visitador general (3 de marzo de 1925) estableciendo su residencia principal en Sofía (Bulgaria). Fue entonces ordenado obispo in partibus con el titulo de Aeropoli. Escogió para sí un lema, «obediencia y paz» al que permanecería fiel toda su vida.

Bulgaria, en donde reinaba Boris III, estaba atravesando una situación muy difícil. Pocos días antes de la llegada del visitador el monarca escapó de un atentado gracias a haber suspendido a última hora ir a un funeral previsto en la iglesia de Santa Nedela que fue volada. Autores del atentando y de los disturbios que siguieron eran los comunistas que, ayudados desde la URSS, intentaban hacerse dueños del poder. Boris recurrió a medidas muy duras y buscó apoyo entre las potencias occidentales, entre las que situaba al Vaticano. De ahí que el rey recibiera calurosamente a Roncalli, ofreciéndole en todo momento su ayuda. Lo primero que el visitador hizo, tras ser recibido con calor y afecto por el rey, fue establecer contacto con el santo sínodo de la iglesia ortodoxa. De este modo se pretendía establecer una ordenada convivencia entre ambas obediencias. Los católicos eran poco más de 40.000 y estaban regidos por dos obispos.

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De este modo la Iglesia católica búlgara se preparaba para afrontar dos desafíos, el inmediato superar las rencillas que, a veces con violencia, se habían sucedido durante siglos; el siguiente resistir la dura persecución comunista que provocó algunos casos de martirio. La Congregación para las Iglesias Orientales entendió mal la política seguida por Roncalli, regateando a éste los recursos que necesitaba para llevar adelante su labor. Pero es indudable que estaba señalando ya un futuro que el tiempo se encargaría de confirmar: era llegado el momento de remover los obstáculos y, sin que hubiera que renunciar a ningún punto de doctrina, alcanzar una especie de entendimiento. En 1934, a sus funciones de visitador se sumaron las de delegado apostólico en Turquía y Grecia. En ambos lugares las dificultades para los católicos se incrementaban. El régimen establecido por Mustafá Kemal Ataturk al sustituir el Sultanato por la República, era muy duro, especialmente para las confesiones religiosas. De modo que Roncalli, cuando viajó allí, carecía de cualquier clase de reconocimiento oficial. Estaba rigurosamente prohibido el uso del traje talar.

No resultaba muy diferente la situación en Grecia: aquí las suspicacias aumentaban por incluirse a los dos países, profundos enemigos, en una misma misión. De modo que cuando el delegado apostólico quiso viajar a Atenas, las autoridades griegas le extendieron un visado como turista y por un tiempo de ocho días. Roncalli contaba con un rasgo en su carácter de valor espiritual: sabía contemplar a cualquier persona ajena con los brazos abiertos. Marcaba por consiguiente un camino con tres vertientes: el refuerzo de la comunidad católica –lo único importante es alcanzar la santidad– un claro acercamiento a la jerarquía ortodoxa –había llegado el momento de destacar lo que une por encima de lo que separa– y ayuda, a veces con riesgo, a la comunidad judía que estaba siendo cruelmente perseguida. Es famosa la anécdota de cómo detuvo un tren de judíos impidiendo que se les repatriase a Alemania. A través de Roncalli, el Vaticano pudo recibir importante información acerca del holocausto en sus primeras fases.

3. En el verano de 1944 los aliados recobraron Francia suprimiendo el régimen de Vichy. El nuncio acreditado ante este gobierno, Valerio Valeri, regresó a Roma y se vio la necesidad imprescindible de sustituirle para evitar confusiones. El nuevo régimen implantado por De Gaulle, con participación de comunistas, se mostraba hostil a la Iglesia; acusaba incluso a algunos obispos de haber actuado como colaboradores con el régimen ahora sustituido. Mediante un telegrama se ordenó a Roncalli que, pasando por Roma, fuera a tomar posesión de la nunciatura en París. La guerra aún no había terminado. El 29 de diciembre el nuevo nuncio era recibido en audiencia por Pío XII, y aunque desconocemos la conversación, no cabe duda de que se trataba de lograr un acercamiento entre el Vaticano y la IV República.

El 1 de enero de 1945 Roncalli presentó sus cartas credenciales y fue inmediatamente reconocido, según era costumbre, como cabeza de todo el cuerpo diplomático acreditado en la capital francesa. Inmediatamente, y recurriendo a métodos que se remontaban a Napoleón, se le exigió la destitución de treinta y tres obispos, a los que se acusaba de colaboracionismo. Eran los meses en que las represalias, en Francia, estaban alcanzando un rigor

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y amplitud que más tarde serían olvidados. Roncalli no opuso una resistencia a ultranza, que hubiera sido contraproducente y favorable a las izquierdas que deseaban consolidarse en el poder, pero entró en cautelosas negociaciones consiguiendo que se fuera reduciendo el número de exonerados. Finalmente sólo tres habían de ser privados de sus sedes. Al menos el gobierno galo había conseguido sentar y reconocer un principio: la colaboración con Vichy era delito. Es indudable que el nuevo nuncio, que permanecería ocho años en su puesto, supo acomodarse a la situación mostrándose favorable a la autoridad establecida que, gracias a las presiones americanas y a las amenazas significadas por el comunismo soviético, experimentaría un cambio importante. En ciertas ocasiones Roncalli hizo manifestaciones contrarias al sistema español, representado entonces por Franco, provocando disgusto en Madrid.

No cabe duda de que la nunciatura parisina del futuro Papa constituyó un éxito. Pero no faltaban las dificultades. El alto clero francés se mostraba ahora, fortalecido con los relevos, poco inclinado a respaldar al Vaticano. Pío XII parecía demasiado conservador; es indudable que se le reprochaba que, durante la guerra, no se hubiera alineado con los aliados, incluyendo entre estos a Rusia. El arzobispo de París quiso poner en marcha un programa de introducción de sacerdotes en el mundo obrero, pero abandonando la sustantividad del sacerdocio para adquirir la del trabajador. Las consecuencias de este experimento, como sabemos, fueron negativas; prácticamente los que participaban en él acababan abandonando sus hábitos y adquiriendo la costumbre de aquellos con quienes vivían, incluyendo las relaciones femeninas. Roncalli se vio obligado a cumplir las órdenes del Papa que dispuso que se pusiera fin a este ensayo. Roncalli se sintió inmerso en profunda tristeza ante aquellos numerosos ejemplos de sacerdotes que abandonaban su condición. Años más tarde, en calidad de Papa, tendría que tomar medidas aun más severas.

A finales de 1952 se le comunicó que iba a ser promovido cardenal y arzobispo de Venecia. Invocando una vieja costumbre el presidente Vincent Auriol le hizo entrega del capelo en una ceremonia que tuvo lugar en el palacio del Elíseo el día 15 de enero de 1953. Antes de abandonar París, ofreció un banquete de despedida al que invitó a los que fueran presidentes o destacados políticos con quienes mantuviera relación durante su estancia. De este modo Roncalli pudo contar con el respaldo de personas muy divergentes de su ideario político o religioso, como Herriot, Bidault, Faure, Pinay, Pleven o Mayer. Hizo el viaje de retorno atravesando España sin duda para rectificar o compensar algunos gestos contrarios al régimen imperante. Alberto Martín Artajo, ministro de Asuntos Exteriores, y Ángel Herrera Oria, ambos de los Propagandistas, le acompañaron en una visita al Valle de los Caídos, explicándole la intención, para él sorprendente, de que se iba a reunir bajo el signo de la Cruz, a caídos de ambos bandos, a diferencia de lo acostumbrado en otros países. Roncalli se sintió favorablemente impresionado por la idea y cuando subió al solio, hizo dos regalos: una reliquia del Lignum Crucis y la indulgencia plenaria que acompaña a la adoración de la cruz el día de Viernes Santo.

Hizo su entrada en Venecia el 15 de marzo. Pasaba a convertirse, desde ahora, en una de las figuras claves en el Colegio de cardenales y en la Iglesia

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universal. Durante cinco años, creyendo además que se hallaba en la última etapa de su vida, viajó a los principales santuarios marianos de Europa, incluyendo Lourdes, Fátima y Czestochowa, y desplegó en sus relaciones con sus súbditos directos y con altas personalidades de la vida política y cultural de Italia, una cordialidad tan amplia que se ganaba siempre la voluntad de sus interlocutores. Era, ya, a los ojos de muchos, «el bueno». En un momento en que las divisiones dentro de la Iglesia se acentuaban, ya que eran muchas las críticas formuladas contra Pío XII, a quien se reprochaba cierto solemne hieratismo conservador. De hecho Pío estaba defendiendo con empeño la doctrina tradicional, sintiéndose preocupado por ciertas tendencias excesivas hacia la apertura.

4. A finales del año 1958 Ángelo Roncalli iba a cumplir 77 años y en los apuntes personales que de él se conservan insinuaba ya una necesidad de retirarse. Toda su vida giraba en torno a la oración, siendo la humildad, la paciencia y el amor a Jesús y María sus virtudes más sobresalientes. Al culminar una tarea y considerar ya próxima su retirada –tras el Concilio él hubiera sido ya un obispo dimisionario–, consideraba que toda su existencia, desde los humildes orígenes hasta el patriarcado de Venecia, uno de los más importantes en la Iglesia católica, había sido un remontar en el camino espiritual. Y con este ánimo emprendió el viaje a Roma para participar en el conclave en el que iba a procederse a la elección del sucesor de Pío XII que acababa de fallecer.

Los cardenales entraron en el aula un sábado 25 de octubre y por primera vez la sección italiana dejaba de ser predominante en el Colegio. La división entre conservadores, fieles a la memoria de Pío XII, y revisionistas, especialmente franceses y norteamericanos, era muy profunda. De este modo resultaba muy difícil alcanzar la necesaria mayoría de dos tercios. Montini hubiera podido, sin duda, contar con apoyos más que suficientes, pero no era todavía cardenal –el anterior Papa había evitado designarle compensándole con la sede de Milán– y entre los cardenales era muy firme la convicción de que el Papa debía salir del colegio, aunque las leyes de la Iglesia son a este respecto muy amplias. De modo que la candidatura de Roncalli surgió por dos razones, su acrisolada fama de santidad, y la edad avanzada que hacía presuponer un Pontificado breve. Algunos creyeron además que de mero tránsito. Montini, inmediatamente nombrado cardenal, podía ser firme e indiscutible candidato a su sucesión.

Roncalli decidió tomar el nombre de Juan. Surgió entonces una duda, en relación con el número que debía adoptar: la tradición de la Iglesia negaba cualquier legitimidad a los titulares de Avignon durante el Cisma, de modo que los nombres de Clemente VII y Benedicto XIII se habían repetido. Pero el primero de los elegidos en Pisa, Alejandro V, había sido respetado; Rodrigo Borja se había titulado Alejandro VI. En este caso ¿debía Roncalli denominarse Juan XXIV? Pero el colegio pronto decidió: sólo los romanos, sucesores de Urbano VI, debían permanecer en la lista. Por consiguiente el nuevo Papa comenzó a ser titulado Juan XXIII, como lo fuera en tiempos Baldasare Cossa. Y con este nombre fue coronado, el 4 de noviembre de 1958, coincidiendo,

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aposta, con la fiesta de San Carlos Borromeo. Se preparaba a seguir los pasos de éste en el servicio firme a los fieles.

Dos corrientes se afirmaban en la Iglesia, creando verdaderos peligros, como se demostrara con el fracasado intento de los sacerdotes obreros y las corrientes sostenidas por ciertos teólogos que se mostraban partidarios de cambiar el sentido jerárquico de la Iglesia y aceptar algunos aspectos de la revolución sexual, que por estos años se iniciaba y que proponía cambiar el sentido de las relaciones entre hombre y mujer, disminuyendo el papel de la procreación. Por eso eran muchas las voces que reclamaban la convocatoria o reanudación del Concilio pues solo él podía decidir en nombre de la Iglesia toda.

Desde el primer momento pudo comprobarse que se iniciaba un tiempo nuevo en la vida de la Iglesia, favorecido, sin duda, por las nuevas circunstancias que hacían del Vaticano un reducto independiente, de dimensiones muy reducidas. Juan XXIII no se presentó con el revestimiento solemne de la autoridad sino con la sencillez humilde de un hermano que habla a sus hermanos, es decir, a todos los hombres. La Iglesia debía estar dispuesta a ofrecer su verdad en un acto de servicio. Esta será, precisamente, la misión recogida por el Concilio. Aunque muy breve, cinco años, este Pontificado desempeña un papel esencial en la vida de la Iglesia. No debemos sin embargo olvidar una de las afirmaciones del propio Juan XXIII: es Dios quien la dirige y gobierna, impulsando a los hombres en el sentido que mejor conviene.

La decisión de promover a Montini, que había iniciado desde Milán los contactos con sectores protestantes en busca de un ecumenismo, no significaba que se le devolviese a Roma: era más importante la mitra de Milán que cualquiera de los grandes oficios de la Curia Vacante desde 1944 la Secretaría de Estado, Juan XXIII la restableció, nombrando en noviembre de 1958 a Domenico Tardini, que había sido el paralelo de Juan Bautista. Murió, sin embargo, antes de que se cumplieran los tres años. Era difícil hallar un relevo. Fue escogido el cardenal Cicognani, que acumulaba larga experiencia diplomática en España y Estados Unidos; permanecería en el cargo hasta su muerte en 1973. También operó sobre la Curia ensayando algunas novedades, en especial el nombramiento de no italianos. Toda la alta burocracia vaticana llegó a sentirse molesta ante estas novedades. Debe añadirse que Juan XXIII no fue un Papa manejable.

5. La vida del Papa cambió por completo. Definitivamente había dejado de ser el solitario que se aislaba en las estancias del Vaticano. Quería salir fuera, de momento sólo a las calles de Roma. El primer día de Navidad de su Pontificado, tras cumplir el rito de la misa con bendición urbi et orbi, frente a la multitud que ya no faltaría nunca a la cita en la gran plaza, fue a ver un colegio de huérfanos, compartió la tertulia con los ancianos de un asilo y acabó reuniéndose con los presos de la cárcel de Regina Coeli, a los que llamó hermanos. La popularidad de Juan XXIII se disparó, pues de esta hora en adelante ya no faltaron las salidas, ventana abierta, hacia un mundo exterior al que quería convocar para, entre todos, buscar esa paz que sólo se alcanza por la vía del amor a los semejantes. Había sobrevenido algo nuevo. Por eso en el

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momento de su muerte fueron muchos los que reclamaron que se le titulase santo por aclamación. Lo era en el fondo de su mente.

Junto a esta vida pública hay que considerar también la privada, apoyada siempre por el secretario Capovilla, que ha conservado por escrito muchos datos y abundantes recuerdos. Se levantaba antes de amanecer a fin de celebrar misa en su capilla privada a las siete de la mañana. Una larga meditación precedía al breve desayuno, muy frugal, que era prólogo de una intensa jornada de trabajo con abundante documentación. Durante el almuerzo le leían libros espirituales como si se tratara de un monje y luego empezaba la jornada vespertina de trabajo hasta las siete y media en que rezaba el rosario con todos sus colaboradores, dándoles así imagen de constituir una familia. todavía dejaba un tiempo para contestar cartas, despachar con Capovilla o redactar los borradores de sus discursos.

Desde la época de Sixto V, el número de cardenales estaba limitado a setenta. Juan XXIII convocó un consistorio el 15 de diciembre del mismo año de su elección y promovió a 23 personas, con lo que el número total alcanzaba los 75; era imprescindible, explicó, porque la Iglesia ya era universal y era necesario que todos los continentes estuviesen allí representados. Más adelante se incrementaría hasta un total de 87, dejando abierta todavía la puerta para nuevas promociones. El primer nombre de la lista era Montini de modo que podemos decir que con este nombramiento se hacía descansar sobre sus hombros todo el futuro de la imprescindible renovación. Por vez primera un negro, Rugambwa, un japonés, Tatsuo Doi, y un filipino, Rufino Santos, iban a ceñir el capelo.

Hubo algunos errores en el juicio que algunos altos dirigentes de la Iglesia se formaron acerca de lo que significaba la elección de un Papa de tal carácter. El cardenal arzobispo de París, Maurice Feltin, volvió a poner en marcha la que llamaba Misión de Francia, aunque a los ojos de los fieles se trataba de los sacerdotes obreros: pretendía que se les autorizase a realizar un trabajo en las fábricas a tiempo completo, a fin de insertarse en las filas del proletariado. Juan XXIII, que ya había tenido que oponerse durante su nunciatura, pasó el asunto a la Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir, el Santo Oficio: se trataba de enfocar el tema como un muy serio error doctrinal. En julio de 1959 el prefecto, cardenal Pizzardo, pasó a Feltin la sentencia final: «es incompatible el trabajo en fábricas y talleres con la vida y obligaciones sacerdotales». Feltin viajó a Roma, pero no pudo conseguir que esta sentencia se modificara.

La decisión más importante, aquella que, al principio, también sumió a Montini en cierta perplejidad, fue el anuncio, hecho el 25 de enero de 1959, festividad de San Pablo, de que un nuevo Concilio iba a ser reunido en el Vaticano y no como una simple continuación de aquel que fuera interrumpido en 1870. Anunció, después, que tenía el propósito de viajar a Loreto y a Asís, para lograr, en estos santuarios tan ligados a la vida de Italia, la ayuda espiritual que necesitaba en favor del Concilio. En el fondo se trataba de romper con una norma. Desde 1870 el Papa no había salido del territorio vaticano, ni siquiera después de los acuerdos lateranenses ya que Letrán, como Castelgandolfo, era tierra propia. Ahora el gobierno italiano puso un tren a disposición del

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Pontífice para un trayecto de más de seiscientos kilómetros. Todo el recorrido estuvo orlado por una amplia muchedumbre que aclamaba al Papa. Ya no había obstáculo para que los viajes se repitieran e incluso se ampliaran. Suprema cabeza de la Iglesia, el sucesor de Pedro se disponía a reunirse con ella en cualquier rincón del globo en donde se hallara establecida.

6. Muchas de las dudas y desconfianzas que, al principio, se detectaron acerca de la eficacia y posibilidades de una Asamblea tan numerosa como iba a ser el Concilio, se disiparon con el paso del tiempo, al imponerse sobre las conciencias la voluntad de trabajar. Era inevitable que se reflejaran en la práctica algunas disonancias en torno a cuestiones tan importantes como la estructura jerárquica de la Iglesia, la liturgia latina en un mundo que mayoritariamente era ajeno a esta lengua, el papel del matrimonio y la actitud que debía adoptarse en relación con los problemas sociales contemporáneos. Juan XXIII tomó algunas decisiones previas de gran importancia: no se trataba de continuar el Concilio Vaticano I ni de condenar doctrinas que ya habían sido explicadas y censuradas, sino de poner el cristianismo al servicio de la sociedad operando un aggiornamento de acomodar las estructuras eclesiásticas a las circunstancias del mundo moderno dejándolas bien definidas en evitación de errores.

Los documentos elaborados por diversas comisiones previas pasaron después a una comisión central preparatoria, dominada por la Curia y presidida por el Papa (5 de junio de 1960). Una vez concluida esta tarea previa, Juan XXIII firmó la convocatoria oficial, Humanae salutis, el 25 de diciembre de 1961. La comisión central funcionaría tan solo hasta el final de la vida de Roncalli; Montini la sustituiría por un equipo de moderadores que de este modo sustituían a la Curia. En la bula de convocatoria se proponía el establecimiento de diez comisiones, presididas siempre por un cardenal. De este modo se fijaba el abanico de los asuntos que iban a ser contemplados.

La ceremonia inaugural tuvo lugar el 11 de octubre de 1962. El estado de salud del Papa permitía conjeturar que no vería el día de aquella magna Asamblea formada por 2.540 padres con derecho a voto, aparte de los numerosos observadores y consultores que aportaban también su trabajo. Menos de la mitad de los asistentes eran europeos, y de ellos solo 379 italianos. Bastan estas cifras para comprender hasta qué punto nos hallamos ante una novedad. Los reunidos no se limitaron a examinar y discutir los documentos que habían sido preparados; al contrario, los sustituyeron por otros nuevos que a muchos de los asistentes causaron preocupación. La Curia comprendió que estaba siendo desbordada y sustituida. En su discurso inaugural el Papa dejó bien asentadas dos cosas: se trataba de hacer llegar a todos los seres humanos el mensaje que se contiene en la tradición de la Iglesia, y no, en modo alguno, de pronunciar sentencias condenatorias. La primera fase del Concilio, hasta el 8 de diciembre del mismo año, fue la menos constructiva.

Por una muy amplia mayoría, el 14 de noviembre se aprobó la primera de las decisiones, en la cual se venía trabajando desde mucho tiempo: se reformaba la liturgia, con abandono del latín a fin de poder celebrar la misa y los sacramentos en la lengua correspondiente a cada país. Se apreciaban en esto

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las ventajas: los fieles iban, en adelante, a participar de un modo directo en las celebraciones; tampoco dejaban de tenerse en cuenta posibles defectos ya que la traducción de los textos a las lenguas vernáculas podían acarrear algunas imprecisiones. La experiencia, sin embargo, fue considerada como un éxito. A esta decisión acompañaría también una revisión del canon romano. La participación de los laicos en las lecturas y la respuesta también a las invocaciones del sacerdote fueron consideradas como camino hacia el establecimiento de un diálogo.

Las otras tres cuestiones que debían tratarse en las últimas semanas de aquel mes, no condujeron a ningún logro de esta naturaleza. El esquema acerca de las fuentes de la revelación, que implicaba cambios muy sustanciales en la heurística, fue retirado, al tiempo que se aceptaba el uso de los medios de comunicación, que iban a procurar algunas confusiones en torno a lo que el Concilio estaba realizando. También hubo de retirarse una propuesta acerca de las relaciones con las Iglesias orientales, porque el trabajo aún no había madurado. El esquema De Ecclesia fue fulminado en seis congregaciones sucesivas. había aquí un enfrentamiento entre dos posturas: la defendida por la Curia, mantener rigurosamente la estructura jerárquica, partiendo de la infalibilidad reconocida al Pontífice por el Concilio Vaticano I, y la que muchos obispos del exterior presentaban haciendo de la Iglesia universal una suma de comunidades episcopales colegiadas en comunión desde luego con Pedro. En estas circunstancias Juan XXIII clausuró la primera etapa del Concilio el 8 de diciembre, coincidiendo con la fiesta de la Inmaculada.

7. Fueron muchos los que extrajeron consecuencias negativas de esta primera etapa del Concilio, sin advertir, acaso, que se había entrado en una etapa de profunda renovación. La Iglesia estaba haciendo frente a los grandes problemas del mundo y daba para ellos respuestas muy útiles. Por ejemplo, en un momento en que se mitificaba la democracia, reduciendo al hombre al nivel de un simple individuo, ella recordaba que en la esencia misma del sistema democrático se encuentra el respeto al orden moral, sin el que el ser humano pierde sus valores y su carácter de persona. No trataba de rechazar la democracia sino de otorgarle su dimensión correcta. Lo mismo sucedía con el ecumenismo, ahora puesto en marcha.

Sus viajes en el exterior y de una manera especial la larga estancia en los Balcanes, habían permitido a Roncalli comprender que eran menos graves de lo que en principio se pensara los factores de separación, de una manera especial con aquellas Iglesias, anglicana, presbiteriana o episcopaliana, que habían conservado una parte sustancial del patrimonio común. Estableció una relación de amistad con el patriarca de Constantinopla, Atenágoras –era más difícil el contacto con Moscú, demasiado sumiso a las autoridades soviéticas–, intercambiándose regalos. En 1960, el arzobispo de Canterbury, Geoffrey Fisher, cabeza de la Iglesia de Inglaterra, fue recibido en el Vaticano celebrándose una primera y larga conversación de la que era preciso destacar un punto: ambas partes juzgaban conveniente un acercamiento. El papel de Montini, que en Milán estaba realizando encuentros de esta naturaleza, debe ser destacado. Ya no había obstáculo para que el Papa dialogara directamente con otros dirigentes, Craig, que representaba a la Iglesia escocesa, o

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Lichtenberg, cabeza de los episcopalianos norteamericanos. Todas estas visitas eran un precedente, y no una consecuencia, de la doctrina del Concilio.

Juan XXIII llamó a Agustín Bea, jesuita, confesor de Pío XII, cuya confianza tuviera, y nombrándole cardenal, le encomendó la puesta en marcha de un nuevo Secretariado para la Unión de los Cristianos. La tarea, muy a largo plazo, iba a consistir en poner orden y método en las conversaciones con aquellas Iglesias que, ahora, se calificaban simplemente de «separadas»; las reciprocas excomuniones quedaban relegadas al silencio. Un paso decisivo adelante, que ya no se detendría, y que impulsaba a los católicos a poner preferentemente la atención en lo que une y no en lo que separa.

El problema fundamental del mundo en que a Juan XXIII correspondió vivir, era otro: la «guerra fría». Desaparecido Stalin, el comunismo de corte soviético seguía en vigor, y las victorias en Cuba, China y otros países, podían considerarse como una amenaza para la fe católica. El nuevo Papa decidió que el modo correcto y evangélico de enfrentarse con él, no consistía en situarse al lado de uno de los contendientes ni en inclinarse hacia la agresividad. Al contrarío, había que superar al mal con la abundancia de bien. Por otra parte tampoco la Iglesia dejaba de reconocer los errores en que incurre el otro materialismo, capitalista. Cuando en octubre de 1962 estalló la crisis de los misiles en Cuba, Juan XXIII medió entre Kennedy, primer presidente católico, y Khruschev, que buscaba una desestalinización. Hubo un difícil acuerdo, pero la guerra inminente fue evitada.

Entonces el Papa recibió en audiencia privada a una hija del dirigente soviético, Rada Khruschev, y a su marido, Alexis Adjubei, que era precisamente el director del diario oficial, Izvestia. El Pontífice eludió hablar de política: fue una conversación distendida en que el matrimonio y los hijos cubrieron toda la atención. El Papa, siguiendo la costumbre, regaló a Rada un rosario, que ella no había visto nunca, y le explicó que servía para recitar las alabanzas a la Madre de Dios. Y departió con ellos como un amigo a quien complacía que uno de los hijos del matrimonio, Iván, llevara su mismo nombre. El periodista quedó verdaderamente desarmado. Era el polo opuesto a lo que esperaba: un amor profundo a sus semejantes y a la Iglesia, lejos de cualquier planteamiento político.

8. Este planteamiento profundamente humano, que hizo de Juan XXIII una de las figuras más carismáticas de su tiempo, no debe alejarnos del otro aspecto, la formulación de una doctrina que, por su elevada procedencia, venía a instalarse en el magisterio y la tradición de la Iglesia. Nueve encíclicas constituyen un número abrumador, si tenemos en cuenta la brevedad de su Pontificado. En la primera, Ad Petri cathedram (29 de junio de 1959), establecía los tres ejes en torno a los cuales debía girar ahora la misión de la Iglesia. En primer término la búsqueda de la verdad, para cuyo cometido el magisterio y luego el Concilio se ofrecían, ya que los fundamentos mismos de la Revelación reconocen con exactitud dimensiones para la persona humana. En segundo término venía la unidad, referida ante todo a los creyentes separados aunque no limitada a éstos: el respeto al prójimo debía ser fuente de inspiración para construir el tercero de la paz. En momentos tan tensos como aquellos se

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trataba de un fuerte compromiso. Juan XXIII no eludía dar en publico, un abrazo a los judíos.

Es fácil apreciar que tras el texto de la encíclica se vislumbraba un trabajo de varios colaboradores. Pero la autoridad del Papa asumía todo en un cuerpo de doctrina que se apoyaba en un magisterio de siglos. La verdad que la Iglesia transmite no se refiere únicamente a la vida presente sino a la salvación eterna que cada hombre debe conquistar con su conducta. El amor solidario no es tampoco una simple filantropía sino algo más profundo, reflejo de ese Amor de Dios que se halla inserto en la Creación. Y la paz es algo más que la dejación de las armas, aunque por esto se debía comenzar, sino una convivencia en profundidad. Evidentemente el Pontificado había asumido una nueva norma: hablar a todos los hombres, creyentes o no. Y hablar con el corazón en la mano. Algo muy difícil de entender en el siglo XX pero capaz de sorprender y desconcertar a sus visitantes soviéticos. La Iglesia no respondía con odio a las persecuciones.

Al cumplirse el centenario de la muerte de San Juan María Vianney, publicó su segunda encíclica, Sacerdoti nostri primordia (1 agosto 1959). No se trataba únicamente de mostrar el ejemplo del santo cura de Ars sino de desvelar qué debe ser el sacerdocio. El centro de todo se encuentra en la oración, y el de ésta en la santa misa. La expresión que entonces circulaba con abundancia, «puesta al día», en italiano aggiornamento, era interpretada por Juan XXIII como un esfuerzo para desarrollar la santidad dentro de las circunstancias en aquel momento imperantes. Pues la finalidad del sacerdocio sigue siendo la misma de siempre, conducir a sus fieles por el camino hacia la santidad.

Dentro del mismo año 1959 el Papa hizo llegar a la imprenta otros importantes documentos. La encíclica Grata recordario (26 de septiembre) está pensada íntegramente en relación con el próximo Concilio, que muchas dudas despertaba en importantes sectores eclesiástico. No se trataba de una Asamblea para que los participantes pudieran tomar decisiones, sino de un instrumento que se confiaba en manos del Espíritu Santo. Por ello todos los fieles debían elevar sus oraciones y ninguna tan eficaz –como el espíritu de Lourdes y de Fátima recomendaban– como el rosario, que se dirige a María, ya que por ella pasa, de acuerdo con la doctrina católica, el gran misterio de la incardinación de la trascendencia en la inmanencia. Desde tiempo atrás la Iglesia dedicaba de una manera especial el mes de octubre a esta práctica religiosa que ahora el Papa presentaba como garantía del éxito para el Concilio.

Princeps pastorum (28 noviembre 1959) es la encíclica que dedica a la función esencial de las misiones, volviendo sobre la doctrina que cuarenta años antes expusiera Benedicto XV. Había terminado el tiempo en que la evangelización era una consecuencia de la política asumida por los Estados en relación con los dominios o colonias creadas por los europeos. Si en América el clero era en su conjunto parte de la población allí asentada, era preciso llevar el ejemplo, por otras vías, también a los otros Continentes. Una Iglesia negra debe nacer en África, partiendo de la preparación intelectual y doctrinal de los indígenas. Para la Iglesia los términos raciales carecen de significación, pero cada

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comunidad debe ser regida desde dentro. Para Europa el deber misional se inclinaba ahora en allegar recursos para que esta tarea se hiciera posible. La doctrina del Papa llegaba precisamente en el momento en que comenzaba el gran proceso que denominamos descolonización, y que era en gran medida la devolución del territorio a tribus previas; para la Iglesia este cambio podía resultar peligroso: los nuevos tiranos que se alzaban con el poder tendían a ver en el cristianismo una dimensión más de las que revistiera el sistema colonial.

La encíclica Inde a primis (2 julio 1960) tuvo escasa resonancia: se trataba especialmente de abordar una cuestión teológica, la de la preciosísima sangre de Cristo, derramada para redención de toda la Humanidad. En cambio, tras largos meses de preparación, apareció la Mater et Magistra (15 de mayo de 1961) que intentaba poner a los padres conciliares delante de un cuerpo de doctrina al que debían mostrarse fieles. No se trataba únicamente de volver a recordar la Rerum novarum y las otras encíclicas sociales de sus sucesores, sino de ir más lejos. Reconociendo que algunos progresos se habían logrado en el orden social, destacaba sin embargo que nuevos problemas de injusticia habían surgido. La tesis de este Papa apuntaba a convertir la doctrina social de la Iglesia en una doctrina moral acerca de la sociedad. Ésta debe buscar soluciones para los problemas que en el orden económico y social se tienen planteados: únicamente si se tienen en cuenta los principios morales que contiene la doctrina de la Iglesia, serán adecuadas.

La encíclica comienza contraponiendo las dos concepciones acerca del ser humano, aquella que, de acuerdo con el liberalismo radical del siglo XIX, le reduce a ser mero individuo dentro de la sociedad, y la que ha venido enseñando la tradición cristiana que le califica de persona con sus deberes y sus derechos. Pero sólo se es persona si se acepta la relación entre la criatura y su creador de quien proceden su imagen y semejanza. El mal de nuestro tiempo coincide precisamente con la búsqueda del hedonismo. El Papa pues se sitúa en una línea de oposición radical a la revolución sexual norteamericana, que ha prevalecido y que, a su juicio, consiste en hacer de los sentidos un fin y no, como son en realidad, medios. Una sociedad que se distancia de Dios entra en un mundo confuso y que carece de sentido.

De las tres dimensiones de los derechos naturales humanos reconocidos por la Iglesia desde el siglo XIV, Juan XXIII procura destacar la propiedad, tan combatida en su tiempo desde los dos sectores extremos del marxismo y del capitalismo. La propiedad privada es un medio indispensable para la realización de la persona y debe hallarse presente en todos los estratos de la sociedad. A veces esta propiedad queda reducida al trabajo individual que merece por ello ser tratado como una de las dimensiones para la autorrealización y no como una parte o instrumento de la producción en que coinciden marxistas y capitalistas. También el Estado tiene, a veces, que ejercer esa propiedad al tratarse de medios o instrumentos que no están al alcance de la economía privada, como sucede con aquellos servicios públicos que no son rentables. Aquí veía Juan XXIII dibujarse un peligro: que el Estado se sintiese dominado por la codicia ampliando sus propiedades como medios para el ejercicio del poder.

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La Mater et Magistra tuvo un éxito sin precedentes en cuanto a su difusión: los principales periódicos del mundo entero la reprodujeron y muchos de los grandes líderes políticos hicieron de ella grandes elogios. La Iglesia demostraba de este modo que se hallaba muy por encima de Adam Smith o de Carlos Marx y que el orden moral adecuado a la naturaleza humana resulta indispensable para una solución adecuada de los grandes problemas que afrontaba la sociedad del siglo XX.

Las encíclicas séptima (Aeterna Dei sapientia, 1961) y octava (Poenitentiam ageere, 1962) no alcanzaron el mismo relieve aunque tampoco deben olvidarse ya que significaban pasos de importancia en el camino doctrinal elegido por Roncalli. Conmemorando la muerte, quince siglos atrás, de San León Magno, recordaba a los fieles y de una manera especial a quienes trabajaban en la vía del ecumenismo, que el primado de Pedro es siempre un elemento esencial a pesar de que en sus intervenciones orales abría puertas para que esto se entendiese como vía de acercamiento entre iglesias separadas y no como un vínculo de poder. Del mismo modo insistía en la necesidad de recurrir a la confesión, como vehículo único para alcanzar el perdón de los pecados; sólo la comunión de los santos, que por vía de penitencia se puede afirmar, garantizaba los frutos que del Concilio se esperaban.

Juan XXIII se despidió deliberadamente de su Pontificado mediante la encíclica Pacem in terris, publicada tres meses antes de su fallecimiento, dándole el sentido de un verdadero testamento espiritual. Una palabra clave, paz, se hallaba íntimamente asociada al destino de la Humanidad en una coyuntura especialmente difícil. Ahora bien, ¿de qué paz tenemos que hablar? No, como piensan los políticos, de aquel deponer las armas a que normalmente se refieren los políticos cuando firman tratados, sino de la que reside en lo más íntimo del alma. La verdadera paz es imposible de conseguir si, previamente, el ser humano no pone su conciencia en relación con la Voluntad de Dios, que es Amor, y también con la observación de sus mandamientos. Juan XXIII se insertaba en una larga trayectoria cristiana, que recuerda que derechos y deberes de la persona humana son «naturales», es decir, insertados por Dios en la naturaleza de sus criaturas y no el resultado de consensos que por su propia naturaleza pueden ser cambiados.

A este respecto la Pacem in terris se colocaba por delante, y no sólo en el tiempo, de la Declaración universal de los Derechos Humanos, que había tergiversado un tanto esta doctrina. El documento estaba formado por una introducción, en que esta raigambre se explica, y cuatro partes que trataban de fijar las dimensiones de esta virtud. La primera insiste: en el centro de todo se encuentra la dignidad de la persona humana que debe ser respetada mediante el reconocimiento de tales derechos y deberes. La segunda se ocupa de la obediencia legítima que los súbditos deben al Estado, siempre que éste cumpla las condiciones morales a que se obliga la sociedad. La tercera se emplea en explicar las relaciones entre los Estados, no de hecho ni mediante la fuerza, sino en razón de esa legitimidad ética que también a ellos obliga; sin una relación de amor es imposible alcanzar la paz. La cuarta apoya las nuevas estructuras creadas para el orden internacional. Y en la quinta el Papa llamaba

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a los cristianos a participar, desde su propia posición doctrinal, en las cuestiones temporales.

9. Un cáncer, que durante siete meses soportó con heroica santidad, acabó con la vida de Juan XXIII el 3 de junio de 1963. Sería beatificado junto con Pío XII, a cuya memoria se le consideraba unido. Dos semanas fueron suficientes para que tras un conclave muy breve, Montini se convirtiera en su sucesor. Esta vez no se cumplió el dicho tantas veces mencionado, pues el candidato con quien todos contaban pasó a convertirse en Papa tomando para sí el nombre del apóstol San Pablo, como una muestra de su profunda devoción. Le correspondería, en la lista de sucesores de San Pedro, el sexto lugar dentro de este nombre. A pesar de que podemos incurrir en repeticiones, es importante hacer aquí un repaso a su vida. Entre 1933 y 1978 podemos hablar con exactitud de una era Montini, dentro de la Curia. Su preparación e inteligencia resultaron en ocasiones providenciales.

Ludovico, Juan Bautista y Francisco Montini eran hijos de un matrimonio instalado en Brescia, formado por Jorge y Giuditta que se habían conocido y enamorado en una peregrinación a Roma, precisamente en las escaleras de San Pedro. El futuro Papa nació en 1897 en una aldea, Concesio, cercana a Brescia, en medio del campo. Jorge, don Giorgio, como sus compañeros políticos le llamaban, fue uno de los miembros destacados del Partido Popular de dom Sturzo, dirigiendo además el periódico titulado Il cittadino di Brescia, que fue censurado, saqueado y finalmente suprimido por el régimen fascista, obligando a sus titulares a pasar a una oposición ilegal conocida como aventiniana. La influencia de don Giorgio sobre su hijo ha sido expresamente reconocida por éste que siempre mostró aversión a los sistemas totalitarios o simplemente autoritarios. Giuditta supo transmitir a su hijo una profunda devoción cristiana y un espíritu de caridad.

Juan Bautista Montini fue un niño de salud muy frágil, la cual le impedía muchas veces realizar trabajos y esfuerzos que le eran necesarios. Alumno de los jesuitas en el Colegio Arici, no pudo seguir los cursos normales, tenían que permanecer largas temporadas en su domicilio. Tuvo que completar los estudios de bachillerato en un centro estatal, en donde era posible optar por la enseñanza libre, como entonces se llamaba. Pero no había dificultades para que aquel alumno superara los exámenes requeridos. Completaba su formación religiosa con los oratorianos de San Felipe Neri. Aquí conoció al padre Julio Bevilacqua que, hasta su muerte en 1965, ejerció sobre él muy considerable influencia. Siendo todavía muy joven entró en contacto con las obras del gran pensador francés, Jacques Maritain, que sostenía, entre otras cosas, que la democracia era un sistema que tenía origen cristiano. La influencia de Maritain fue muy considerable, tanto entonces como después, cuando rectificó una gran parte de su pensamiento.

Entre los años 1913 y 1914 se consolidó en Montini la voluntad de hacerse sacerdote. Dado su mal estado de salud el obispo de Brescia hubo de concederle una licencia especial para que siguiera su carrera en condición de alumno externo, asistiendo a las clases y viviendo fuera del seminario. Estas mismas razones de salud explican que pudiera eludir el servicio militar durante

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la primera Guerra. Por esta fecha puede decirse que estaban profundamente definidos los rasgos esenciales de su carácter.

Dotado de una profunda fe católica, Montini permanecería vinculado a los principios que inspiran la futura democracia cristiana. Por su madre Giuditta, que pertenecía a la más importante familia de Brescia, los Alghisi, se vio inspirado por un sentido aristocrático en la conducta que le aproxima a Pío XII. Bastantes personas tendrían la oportunidad de comprobar que en momentos especialmente difíciles, el Papa se vería acometido por el llanto. Hasta 1925 don Giorgio se mantuvo dentro del Parlamento creyendo que era posible ejercer una oposición legal al fascismo dentro del sistema.

10. Al convertirse en seminarista, el joven Montini no interrumpió las relaciones y actividades que venía desarrollando en organizaciones católicas como las Congregaciones Marianas, o las Conferencias de San Vicente de Paúl, e incluso políticas, relacionadas siempre con los ideales que profesaba su padre. Un amigo, de nombre Andrés Trebeschi, creó una Organización de bachilleres católicos que desde 1915 –al tiempo que Italia entraba en guerra– lanzó un periódico, La Foinda (La Honda), que el propio Montini presentaría luego a Pío XI como un medio adecuado para que profesores y alumnos pudieran extender, en una sociedad penetrada de laicismo, la palabra y doctrina católicas. G.B.M., sigla mediante la cual ocultaba y revelaba su nombre, publicó varios artículos en esta primera etapa del periódico que, en 1918, concluida la guerra, daría origen a una organización, (FUCI) Federación de Estudiantes Universitarios Católicos de Italia, con aspiraciones políticas de gran relieve. Siendo sacerdote, años más tarde, Montini actuaría eficazmente como asesor religioso de la FUCI. La ordenación para el presbiterado tuvo lugar en Brescia el 29 de mayo de 1920. Terminaba de este modo la que podríamos considerar como primera etapa de su vida. En este momento su padre, don Giorgio, estaba realizando la carrera política, en calidad de miembro del Parlamento. El obispo de Brescia dispuso que el joven sacerdote se trasladara a Roma a fin de completar su formación en Teología y Derecho Canónico. Cursó estudios en la Gregoriana, en la Sapienza, Universidad estatal, y en 1921 ingresó en la Escuela de Nobles Eclesiásticos. Se le prepara pues para el servicio directo al Vaticano. Su primer puesto fue de agregado a la nunciatura en Varsovia que entonces desempeñaba Lorenzo Laconi, que prestaría una ayuda preciosa al mariscal Pilsudski, permaneciendo en la capital cuando se produjo el ataque soviético que aquel consiguió rechazar. Montini se mantuvo apenas unos meses, entre mayo y octubre de 1923, puesto que el nombramiento era sólo parte de un aprendizaje. Pero esta experiencia, que le permitió establecer contacto personal con el mariscal, también fue importante en el establecimiento de diferencias entre los sistemas totalitarios, soviético, fascista o nazi, y las dictaduras de emergencia que brotaban de un deseo de defender o restaurar el orden. De regreso a Roma y mientras continuaba sus estudios de doctorado, recibía dos encargos más sólidos: la asistencia espiritual al Circulo Universitario Romano que formaba parte de la FUCI y el de minutante (simple oficinista) en la Secretaría de Estado del Vaticano. Dentro de ella haría carrera

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durante casi treinta años, ascendiendo, grado a grado, en el difícil camino de las responsabilidades.

Entre 1925 –precisamente el año en que era incautado el periódico de Brescia y don Giorgio pasaba a la oposición, perseguido por los mussolinianos– y 1933, Juan Bautista Montini desempeña, a través de las FUCI, un papel de suma importancia, entrando en estrechas relaciones con aquellos jóvenes que, como Aldo Moro o Alcide de Gasperi, construirían la democracia cristiana como un gran partido, primero en la clandestinidad, más o menos velada, luego en la sucesión al fascismo. Las FUCI aspiraban a ser algo muy diferente de la Acción Católica, y serían inspiradoras de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, ACNDP, creada en España por el P. Ayala y don Ángel Herrera: mediante conferencias, charlas doctrinales y publicaciones periódicas, pugnaban por conseguir una modernización del catolicismo aplicándolo también al campo de la política. Era, según este punto de vista, imprescindible que los católicos desempeñasen un papel decisivo en la política a fin de implantar la doctrina moral también en las venas de la sociedad. Esta línea de conducta implicaba un enfrentamiento directo con el fascismo ya que este Partido pretendía ejercer un dominio absoluto sobre las organizaciones juveniles. Para el Vaticano se trataba de una opción difícil pues era el momento de la negociación de los Pactos Lateranenses (1929), que incluían, con el reconocimiento pleno del Estado Vaticano, un concordato que devolvía a la Iglesia muchas de sus funciones dentro de la sociedad italiana. Montini no expresó nunca la menor duda: el totalitarismo fascista, moderado al principio, se iría radicalizando con una negativa hacia las libertades. Esto afectaba a la Iglesia, cuyas organizaciones juveniles eran suprimidas para incorporar a todos los universitarios al fascismo. Julio Bevilacqua fue expulsado de Brescia y Montini hubo de ofrecerle alojamiento en su casa. Durante algunos años el Vaticano trató de mantener un equilibrio, protegiendo de hecho a las FUCI y a su consiliario, sin mostrar una actitud abierta contra el Régimen, al que constantemente censuraba en ciertos detalles. Pero surgió entonces una cuestión interna: el padre jesuita Gragnani, que controlaba las Congregaciones Marianas, sostuvo que las FUCI significaban una seria amenaza tanto para la Acción Católica como para las organizaciones dependientes de la Compañía: la Iglesia debía hacer apostolado y no comprometerse en política. Este razonamiento fue aceptado por la Santa Sede y en marzo de 1933 el consiliario general de Acción Católica, José Pizzardo, publicó la noticia de que Montini, debido a las ocupaciones crecientes en la Secretaria de Estado, había decidido presentar su dimisión. 11. Comenzó entonces a trabajar directamente a las órdenes de monseñor Alfredo Ottaviani, que era sustituto en la Secretaría de Estado, es decir una especie de vicesecretario de Pacelli, cuyo papel en el gobierno de la Santa Sede ya hemos explicado. Cuando Ottaviani disfrutaba de vacaciones reglamentarias, Montini ocupaba su puesto. Muchas veces comentó que, pese al relieve que tal circunstancia tenía, no le era grato aquel oficio. Hubiera preferido permanecer, como antes, en una consiliaria espiritual dentro del mundo de los universitarios. Se sentía un intelectual católico más que otra

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cosa. Ottaviani abandonó su cargo en 1935 convirtiéndose pronto en uno de los más decisivos miembros del Colegio de cardenales. Desde aquel despacho, con la mesa llena de papeles, Montini pudo ir adquiriendo experiencias muy diferentes de las que hasta entonces viviera. Son los años de la cruel persecución religiosa en Méjico, de la caída de la Monarquía en España seguida de persecución para la Iglesia y la guerra civil con decenas de millares de mártires, de la llegada al poder de Hitler y de las primeras alarmas ante las persecuciones que en Alemania se detectan contra judíos en primer término, pero también contra católicos. Pío XI había encomendado a Pacelli hacer frente a esta nueva situación. Montini pudo aprender entonces cómo los sistemas que se presentaban como democráticos no eran mejores que sus adversarios: el laicismo radical en Francia, la imposición de los Frentes Populares y la política del presidente Callas que convertía el sacerdocio en delito, ayudaron mucho al futuro Papa. En diciembre de 1937, al ser promovido Pizzardo al cardenalato, hubo de procederse a una remodelación de la Secretaria de Estado, y Montini fue ascendido a la categoría de sustituto para los Asuntos Ordinarios mientras que Domenico Tardini se convertía en sustituto para los Asuntos Extraordinarios. Desde este momento Montini despachaba a diario con Pacelli, negociaba en su nombre y le acompañaba en algunos de sus importantes viajes. Hemos de destacar su asistencia al Congreso Eucarístico de Budapest (julio de 1938) en que coincidió con el primado de España, Gomá. A partir de este momento las relaciones con el Gobierno español que pocos meses más tarde liquidaría la guerra civil, se hicieron más frecuentes. El y Tardini cooperaban muy estrechamente en conseguir que la política española se sujetara a los intereses y proyectos de la Sede romana.

Montini se había identificado ahora con la política de Pacelli y sin que ello significase ningún cambio en su mentalidad que seguía firme dentro de los principios de la democracia cristiana y de la escuela de Maritain. Fue una de las personas que se hallaban presentes cuando murió Pío XI (10 de febrero de 1939). Pío XII nombró Secretario de Estado al cardenal Luis Magione, pero manteniendo en sus puestos respectivos a Montini y Tardini, cada vez en mejores relaciones. Al fallecer Maglione (1944) el Papa anunció que se haría personalmente cargo de los asuntos de la Secretaría; poco después nombró a los dos sustitutos arriba mencionados prosecretarios de Estado. Durante la guerra el futuro Papa no ocultó que consideraba un serio error por parte de Italia intervenir en la guerra; personalmente mantuvo conversaciones con el representante de Roosevelt, tratando de conseguir alguna forma de apartamiento y de negociación.

En razón de su oficio como sustituto y luego prosecretario, todos los asuntos relacionados con España pasaban prácticamente por su despacho. Desde 1943, caído Serrano Suñer y aceptada como un hecho la próxima derrota del Eje, se incrementó en este país la influencia de los sectores procedentes del catolicismo laico, en especial de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. De ahí que Montini pudiera establecer buenas relaciones con ministros o embajadores como Martín Artajo –que recabó de la Santa Sede una

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especie de respaldo antes de aceptar su cartera– Castiella o Ruiz Giménez. Este último se decantó con mayor claridad en favor de las normas de la democracia cristiana. Nuevos acuerdos para el nombramiento de obispos (seisenas), el sostenimiento económico de la Iglesia y la enseñanza religiosa fueron parte de su cometido.

Montini colaboró directamente con algunos hechos de la diplomacia española muy significativos, como la ayuda a los judíos o la negociación para que los beligerantes aceptaran considerar a Roma como ciudad abierta. Cuando el Régimen español fue condenado por la ONU, intervino de modo directo, para evitar que se entrara en negociaciones secretas con la URSS y buscó la ayuda del cardenal Spellmann para mejorar o cambiar las relaciones con USA. Montini es figura clave también en la negociación del concordato de 1953, muy favorable para los intereses de la Sede romana.

Pese a las estrechas relaciones con Pío XII, cuya memoria Montini siempre enalteció, no fue promovido cardenal, cerrándose el camino para una posible sucesión que ciertos sectores del alto clero romano contemplaban como una posibilidad que había que cerrar. Las querellas internas, que se habían agudizado durante la guerra, y después, haciendo del siglo XX un tiempo de duras persecuciones, se traducían en enfrentamientos. Había quienes, como Ottaviani, juzgaban que lo mejor para la Iglesia era consolidarse y afirmar posiciones tradicionales. Otros consideraban que, a fin de cuentas, la democracia había traído como consecuencia una expansión del socialismo y del comunismo de muy graves consecuencias. Y no faltaban quienes pensaban que era preciso aceptar la realidad existente, tratando de negociar acuerdos que permitieran a la Iglesia conservar o recobrar su libertad. Montini era clasificado entre estos últimos: sostenía que era preciso prepararse y afrontar cualquier circunstancia ya que su misión es espiritual y no temporal; aunque no es posible permanecer indiferente ante el sesgo de un sistema político, era indispensable acomodarse a él para evitar riesgos mayores.

12. Se trazó en torno a su persona una verdadera leyenda que le presentaba como «izquierdista». No olvidemos que la democracia cristiana, que ahora gobernaba Italia, tenía que mostrarse aperturista en relación con el socialismo a fin de frenar al comunismo de nuevo cuño. No cabe duda de que se vertieron, en torno a su persona, verdaderas calumnias. En 1954, con ocasión de la enfermedad de Pío XII, que anunciaba el final del Pontificado en un plazo no demasiado largo, circularon rumores acerca de que Montini estaba manejando posibles candidaturas en orden a la sucesión. Entonces Pío XII decidió apartarle de la Secretaría de Estado mediante el procedimiento vaticano del «promoveatur ur amoveatur», elevándole a la sede arzobispal de Milán, pero absteniéndose de designarle cardenal, como hubiera parecido lógico. Durante nueve años su vida iba a transcurrir fuera de Roma. Desde luego con más libertad que la que otorgaban los estrechos despachos vaticanos. El nombramiento se había hecho en la fiesta de San Carlos Borromeo, como si se quisiera indicar de este modo, que su misión consistía en emular la del famoso santo que le precediera en aquella misma sede. A causa de su enfermedad, Pío XII hubo de delegar la consagración, que tuvo lugar en San

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Pedro, en el cardenal Tisserant. Hizo su entrada en Milán el 6 de enero de 1955 en coche descubierto y con aplauso popular; a su derecha iba el alcalde socialista de la ciudad, Virgilio Ferrari. Un dato, difundido gráficamente, que permitía a los críticos confirmarse en su razonamiento sobre el izquierdismo de Montini. Sin embargo, su homilía en la catedral en aquella jornada, giraba en torno a una de sus ideas esenciales ya que estaba allí por mandato de la Iglesia y únicamente para servirla.

Para acallar rumores se adelantó a publicar una carta pastoral cuyo título, Omnia nobis Christus est (Cristo es todo para nosotros), refleja bien su pensamiento y programa en la que podemos llamar etapa milanesa entre 1955 y 1963: la Iglesia, desvinculada de los partidos políticos, aunque no puede desentenderse de las grandes cuestiones sociales, no tiene otra misión que la de llevar el mensaje de Cristo a todos los rincones; necesita, en consecuencia, obtener las circunstancias favorables que le permitan cumplir esta tarea. Añadía que la mediación de María, madre del Verbo encarnado, debe considerarse esencial. Una de sus primeras acciones como Papa consistirá en lograr que el Concilio proclame a la Virgen Madre de la Iglesia, algo que a ciertos reformadores molestó.

Para Montini la tarea más importante, como arzobispo y más tarde como Papa, consiste en poner la doctrina, en actitud de servicio, al alcance de la sociedad moderna sin hacer distinciones entre cristianos o no. Por eso preparó cuidadosamente durante dos años la que llamaría Misión urbana de Milán (5 al 24 de noviembre de 1957) en que más de medio millar de predicadores intervinieron intentando explicar dicha doctrina. La sencillez –tal era la consigna–, debía permitir que calara hondo en cada familia. Cristianizar la sociedad. Como una de las consecuencias de la misma se produjeron en Milán contactos entre diversos representantes de las confesiones cristianas separadas. Había que intentar descubrir en sus raíces los puntos comunes. Aunque no gozaba de buena salud, lo que daba al arzobispo un aire frágil, no cabe duda de que se estaba convirtiendo en una de las figuras más representativas de la Iglesia. Esto no significaba que se hubieran borrado opiniones adversas en torno a su persona. Ese aperturismo hacía suponer a los sectores más conservadores que el Concilio podía convertirse en un daño para la Iglesia, despojándola de las estructuras que constituían la prueba de su vigor. Ya hemos señalado en otro lugar cómo una de las primeras decisiones de Juan XXIII fue elevar al cardenalato a Montini y Tardini a los cuales profesaba un gran afecto y confianza. De modo que el 17 de noviembre de 1958 Montini recibió el capelo. Desde este momento un amplio sector de opinión en torno a los altos mandos de la Iglesia coincidió en señalar que él estaba llamado a ser el próximo Papa. Los sectores de la izquierda también comulgaban con estos deseos pues le consideraban como el posible factor de la apertura. Así se explica bien el incidente de 1962 que ejerció cierta influencia en España. Por los días en que se celebraba el Congreso de Munich, que reclamaba que no se negociara desde el Mercado Común mientras no se hubiera cambiado el régimen en España, y tenían lugar en este país algunas huelgas, un grupo de

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jóvenes izquierdistas visitó al arzobispo de Milán para pedirle que intercediera para salvar la vida de tres agitadores que habían sido condenados a muerte en Barcelona. Un gesto de humanidad que movió a Montini a cursar la petición. Desde España el ministro Castiella, que colaborara con él durante varios años, le advirtió que había sido engañado pues ninguna sentencia de muerte se había dictado por aquellas fechas. Montini hubo de rectificar, recordando además que eran precisamente los países comunistas los que no respetaban los derechos humanos. Y entonces la prensa izquierdista pudo montar una durísima campaña contra su persona presentándole como un partidario de los Regímenes autoritarios. También esto era falso.

Pocos días después, al coincidir en las ceremonias de apertura de la Asamblea conciliar, Castiella y el cardenal pudieron celebrar una sosegada entrevista que nos permite fijar con precisión las repetidas posiciones de Montini. Éste aceptaba la tesis de que la Iglesia debía agradecimiento a Franco, ya que la había rescatado de la persecución restableciéndola en sus derechos; pero era imprescindible que el Régimen evolucionara hasta acomodarse a los modelos imperantes en Europa. Seguía firmemente convencido de los méritos de la democracia cristiana. Castiella tampoco se hallaba lejos de esta postura aunque compartía con Franco el convencimiento de que se debía operar con cautela. 13. Dos semanas después de la muerte de Juan XXIII se reunió el conclave. Las comunicaciones aéreas permitían acortar los plazos de vacante. Era el día 19 de junio de 1963. El 21, en la quinta votación, Montini, que desde el principio era candidato de principal referencia, obtenía los dos tercios necesarios para una elección que respondía a las expectativas que se formularan. En la coronación utilizó una tiara con valiosas joyas que le habían regalado sus diocesanos. Después ordenó venderla para repartir el dinero en obras de caridad. Este atuendo fue en adelante suprimido de manera definitiva. Poco a poco el Pontificado iba a prescindir de los costosos ornamentos que formaban su ceremonial.

No cabe duda de que Montini, que tomó para sí el nombre de Pablo en memoria del Apóstol de los gentiles, había sido elegido para que encauzara las tareas del Concilio Vaticano II que, al término de su primera etapa, parecía haber llegado a un cierto grado de estancamiento. Rompiendo con la cronología debemos comenzar ocupándonos de él. No cabe duda a los historiadores de que las gestiones del nuevo Papa fueron a este respecto decisivas. El 29 de septiembre de 1963 dio comienzo la segunda etapa de sesiones con un discurso del Papa de gran importancia en que fijaba las cuatro tareas esenciales que debían emprenderse: exponer con claridad la doctrina de la Iglesia, usando términos que fuesen comprensibles a todos; renovar su propia organización; promover la unidad entre todos los cristianos; abrir el diálogo con el mundo contemporáneo. En definitiva era indispensable redactar documentos que firmados por el Papa, encauzasen la vida de la Iglesia. Ottaviani, que representaba al sector más conservador de la Curia presentó un esquema, De Ecclesia, que fue muy ampliamente discutido porque los sectores más progresistas querían modificar sustancialmente la doctrina expuesta por

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Pío XII en la encíclica Mystici Corporis que defendía la tesis tradicional de que la Iglesia es Cuerpo místico de Cristo. Pablo VI había nombrado moderador al cardenal Suenens, que defendía las tesis contrarias a Ottaviani, y el esquema, mediante el recurso a amplias votaciones, fue modificado y devuelto a la comisión correspondiente. Se trataba de afirmar la colegialidad episcopal, rebajando de este modo el poder de que gozaran los Papas desde la época de Avignon y sobre todo desde Trento. Con el retorno a la comisión, Pablo VI había ganado un tiempo precioso, evitando el rechazo claro y firme. Por otra parte, se había entrado también en el tema clave de la llamada universal a la santidad, que no fue discutido por nadie. En esta segunda etapa se trató también de la colegialidad de los obispos dando paso a las conferencias episcopales de cada nación o Estado y del restablecimiento del diaconado. El 4 de diciembre de 1963, al cerrarse la segunda etapa, se habían aprobado dos extremos: la reforma litúrgica que abría paso al empleo de las lenguas vernáculas y la definición de la conducta a seguir con los medios de comunicación social.

La tercera etapa del Concilio iba a desarrollarse entre el 14 de septiembre y el 21 de noviembre de 1964. La nueva liturgia fue ya practicada en la sesión inaugural dando de este modo paso a una práctica que ciertos obispos rechazaban, alguno con amenazas como es el caso de monseñor Lefebvre, ya que el uso de lenguas vulgares podía provocar diferencias en los textos que se apartaban de la deseable unidad. Las discordias renacieron. Algunos sectores, franceses, holandeses y norteamericanos sobre todo, querían dar mayor énfasis a la colegialidad, disminuyendo en la práctica la autoridad infalible del Papa. Pablo VI hubo de enviar una Nota explicativa previa que recordaba que la infalibilidad pontificia definida por el Concilio anterior, no podía ser modificada. En esta etapa se aprobó el decreto Lumen gentium quizás el más importante de todos, y decretos acerca de la libertad religiosa, un derecho que los católicos deben exigir y otro sobre ecumenismo.

Lumen gentium pasó a ser objeto de enseñanza en los meses siguientes. La Iglesia se definía a sí misma como verdadero Cuerpo, Pueblo de Dios, del que forman parte todos los bautizados. En consecuencia la santidad no es una llamada que se hace sobre determinados sectores escogidos, religiosos o sacerdotales, sino sobre todas las almas. La colegialidad de los obispos, consecuencia de ser los sucesores de los apóstoles en el tiempo y no los presidentes de la comunidad, se ejerce siempre en comunión con el vicario de Cristo y nunca al margen de su autoridad.

Pablo VI estaba decidido a que la siguiente etapa, tercera, fuese la última. Se inició el 14 de septiembre de 1965 con un discurso anunciando la creación o restauración de un órgano intermedio llamado Sínodo de obispos. De este modo la colegialidad podía ejercerse sin necesidad de recurrir al Concilio, demasiado costoso y complicado. Decretos que habían sido preparados en las comisiones, se aprobaron ahora con bastante rapidez: libertad religiosa, ministerio de los obispos, renovación en los programas de formación del clero, la vida religiosa, la educación y el dialogo entre las distintas confesiones. La gran batalla se libró en torno al esquema 13, que acabaría aprobándose en el ultimo momento, 7 de diciembre, bajo el título de Gaudium et Spes. La Iglesia

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se preparaba, bajo la dirección de Pablo VI a enfrentarse con el mundo moderno. El 8, festividad de la Inmaculada, el Pontífice clausuró el Concilio. 14. Durante los primeros años de su Pontificado la atención de Pablo VI estuvo volcada prácticamente en el Concilio. Aunque no es necesario incrementar la nota sí puede decirse que hasta 1965 no empiezan a registrarse novedades. Él se sentía llamado a poner en marcha las reformas estructurales aprobadas o recomendadas por el Concilio. Esto significaba poner en marcha las comisiones pertinentes que debían redactar los documentos precisos. Amleto Cicognani, que había sido nuncio en España, permaneció al frente de la Secretaría de Estado, pero las funciones de ésta se rebajaron. La idea de Montini era que se convirtiese verdaderamente en un Ministerio de Asuntos Exteriores. Era el modo de disminuir también el poder que la Curia venía ejerciendo. Se generalizó la norma de que en cada nación se constituyera una Conferencia episcopal, redefiniéndose la colegialidad. Es cierto que las Conferencias no iban a tener poder ejecutivo siendo instrumentos consultivos, pero de hecho sería en adelante muy difícil que los obispos operasen al margen de los acuerdos que en este organismo se adoptaran. A fin de cuentas a las Conferencias iba a corresponder la misión de transmitir y reformular la doctrina. A este fin estaban facultadas para publicar documentos conjuntos. Se estableció de un modo oficial el Sínodo de obispos mediante decreto del Concilio (15 de septiembre de 1965). Pablo VI no estaba pensando en todos los obispos ni tampoco en una especie de representación delegada de las Conferencias. Tras el primero se establecieron normas que permitían al Pontífice influir decisivamente en la selección de los asistentes. Trataba de crear un organismo intermedio entre el Concilio y la Curia: ciertos obispos seleccionados de cada país iban a colaborar en adelante de modo directo en el gobierno de la Iglesia. Se trataba de un medio, adecuado, para completar y, en cierto modo, sustituir la tarea del Concilio. Cada Sínodo, en el futuro, sería convocado en relación con determinadas cuestiones concretas. Se suprimió el Índice de Libros Prohibidos porque a juicio de Pablo VI, significaba una especie de discriminación, dando a entender que los que no figuraban en él eran legítimos. Deben ser los directores de conciencia los que pueden recomendar o vetar ciertas lecturas. Al mismo tiempo la Congregación del Santo Oficio, es decir la antigua Inquisición, que presidía Ottaviani, cambió su nombre por el de Doctrina de la Fe: lo positivo debía anteponerse a los simplemente negativo. Se intentaba, mediante este cambio, dar a la Curia nuevos aires. Lo que verdaderamente importa es fijar o explicar lo que se debe creer. Era uno de los principales cambios propuestos desde el Concilio, acerca de la actuación de la Iglesia.

Una renovación, en conjunto, afectó a la Curia, es decir a la cabeza de la Iglesia que venía funcionando de acuerdo con una Instrucción que dictara en 1908 San Pío X: La Regiminis Ecclesiae universalis (15 de agosto de 1967) permanecerá vigente durante más de veinte años, hasta las modificaciones introducidas por Juan Pablo II en 1988. Se trataba sólo de demostrar que la

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Iglesia sigue siendo un organismo vivo, capaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes del mundo. La Secretaría de Estado era el organismo máximo que coordinaba todas las acciones de la Curia en relación con las demás iglesias locales y dentro de ella se otorgaba un especial relieve al sostituto, cargo para el que sería designado Giovanni Bennelli, que gozaba de la plena confianza de Montini. A él corresponderá la ardua tarea de acometer una apertura hacia los países del Este, restableciendo el contacto con las iglesias asentadas en países comunistas. Se cambiaron también los Dicasterios introduciéndose algunos nuevos. Por ejemplo, se establece un Pontificio Consejo para los laicos y una Comisión llamada Justicia y Paz. Los nuevos organismos iban a depender menos de los cardenales pues se admitía en ellos a obispos diocesanos y otros altos mandatarios religiosos. A fin de dar a todo esto mayor agilidad y eficacia se dispuso que todos los obispos y altos dignatarios presentasen su renuncia al cumplir los 75 años. Esta medida no alcanzaba desde luego al Papa que, como vicario de Cristo, no puede tener límites cronológicos en su condición. Por esta causa en 1969 Cicognani hubo de presentar su renuncia siendo sustituido por el cardenal francés Jean Villot; las relaciones entre éste y Benelli fueron difíciles y más cuando se encomendaron las relaciones con los Estados a Agostino Casaroli. Villot trataba de imponer en todas partes el modelo francés mostrándose contrario a la confesionalidad del Estado, cosa que traía consigo profundas modificaciones.

Esto se comprueba muy claramente en el caso de España. Villot reclamó una renuncia al sistema de las seisenas a fin de poder nombrar obispos con entera independencia –lo que no sucedía en Francia donde el gobierno ejercía un derecho de veto e incluso nombraba titulares en algunas sedes– manteniendo sin embargo el resto del concordato de 1953 que era enteramente favorable a la Iglesia. El Papa, al menos en un primer momento, respaldó la actitud de Villot, ya que la Conferencia episcopal no quería verse privada de importantes ventajas económicas. Pero el Gobierno español respondió que, siendo el concordato ley fundamental confirmada por las Cortes, la única salida era prescindir de él y negociar uno nuevo en las condiciones que al Vaticano pareciera bien. Benelli se inclinaba por esta segunda solución: había que aprovechar las circunstancias de la confesionalidad política que podía ser modificada en un plano no muy largo dada la edad de Franco. La Conferencia episcopal española se decidió en favor de ganar tiempo dejando la cuestión para el sucesor de Franco que no podía tardar mucho. Tras este debate se apuntaba una segunda cuestión. Si la Iglesia aspiraba a universalizarse reclamando libertad absoluta en todos los países, la existencia de Estados declaradamente confesionales podía ser un obstáculo pues los no católicos aducían ser tratados en condiciones de inferioridad.

15. Había que poner término a una situación que se arrastraba desde la Edad Media cuando coincidían los dos términos cristianismo y europeidad. Para ello era preciso cambiar la composición del Colegio de cardenales hasta convertirlo en una especie de Senado con representación equilibrada de todos los territorios. Había comenzado siendo un Colegio exclusivamente romano, de obispos, presbíteros y diáconos. Poco a poco habían entrado en él extranjeros

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aunque las dificultades del viaje evitaban efectivas reuniones de todos. Ahora estas dificultades estaban superadas por las comunicaciones aéreas. En 1963 todavía una tercera parte de los cardenales eran italianos, otra de europeos y una tercera de otras partes del mundo. En 1978 había 33 italianos, 33 europeos y 66 de otras partes. La representación universal parecía conseguida. La Iglesia comenzaba pues a funcionar de un modo orgánico. No se prescindía de la independencia que cada obispo debe usar dentro de su comunidad. Tampoco de la supremacía en autoridad que corresponde al Romano Pontífice, reforzaba por el reconocimiento de su infalibilidad. Las relaciones con cada uno de los Estados, con independencia de su calificación religiosa, era el cometido de Casaroli que de este modo prácticamente venía a continuar la tarea de Montini durante aquellos años de sostituto. Pero tres organismos colectivos, los cardenales integrados en la Curia, las Conferencias episcopales de cada país y los Sínodos que se reunían con cierta frecuencia, tenían la misión específica de profundizar en la doctrina y comunicarla de acuerdo con los medios adecuados. Durante el Pontificado de Pablo VI el Sínodo se reunió cinco veces en los años 1967, 1969, 1971, 1974 y 1977, marcando de este modo una periodicidad deliberada. Permitieron perfilar al menos otras tantas cuestiones concretas, es a saber:

• Revisión de las leyes vigentes en la Iglesia, y en primer término aquellas que constituyen el Derecho canónico, que fue renovado o, mejor, puesto al día. Especial importancia revisten la reforma litúrgica y el replanteamiento de los matrimonios mixtos, cada vez más frecuentes. • Relaciones entre la Curia y las Conferencias episcopales. Algunos acuerdos tomados por éstas podían ser asumidas por el Pontífice y dejaban de considerarse consultas ante la Curia para convertirse simplemente en mandatos. • El ministerio sacerdotal. En torno al Concilio se habían formulado opiniones que, considerando al sacerdote tan solo como cabeza presidencial de la comunidad, indicaban que no veían razones por las que se excluya a las mujeres de la ordenación. El Sínodo aclaró la doctrina tradicional de la Iglesia: el sacerdote es un alter Christus que opera en su nombre y debe ser como Él. Esto no significa que se deje de atribuir a la mujer en la Iglesia un papel sobremanera relevante. • Problemas concretos que surgen como consecuencia del mandato incuestionable de evangelizar al mundo moderno, ya que éste se ha subsumido en el doble materialismo.

• Importancia que para el ciudadano reviste recibir una educación religiosa. En consecuencia la Iglesia tiene que reclamar en todas partes esa libertad que permite impartir la doctrina y ejercer la enseñanza. La religión no está presente tan solo en el Catecismo o en la Teología sino, en la práctica en todos los saberes humanos.

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El universalismo conducía, de forma natural, al ecumenismo o diálogo con todas las otras confesiones. Surgía de antemano una pregunta: ¿cómo lograr la reunión de todas las iglesias que se califican de cristianas, consiguiendo de este modo hacer efectivo el mensaje de Cristo? Abierto como se mostraba al diálogo, en todas sus intervenciones Pablo VI dejó bien claro que, ahora que se había resuelto la espinosa cuestión de la soberanía temporal existía un punto de doctrina que en modo alguno podía soslayarse: el poder de las Llaves fue entregado por Jesús a Pedro. La unidad ha de construirse en torno al sucesor de Pedro revisando aspectos concretos, desde luego. El Papa ya no ejerce poder pero como el Apóstol a quien sucede, posee primado de honor y de jurisdicción de tal manera que sólo la comunión de todos los obispos con Pedro puede garantizar dicha unidad. Sin ella, por otra parte, la tarea de la Iglesia se tornaría ineficaz.

Por esta razón su discurso, el 10 de junio de 1969, ante el Consejo Ecuménico de las Iglesias, tuvo por título precisamente «Mi nombre es Pedro». Fuera de esto, todos los demás aspectos podían ser materia de diálogo. Cumplía de este modo la norma que el Concilio estableciera: hay un fondo de unidad insoslayable en la doctrina, el cual debe reforzarse; pero todos los demás aspectos de la divergencia puede y deben ser sometidos a diálogo. Había diálogos y muestras de afecto con anglicanos y armenios, lo que parecía más difícil de conseguir con ciertos sectores evangélicos extremos nacidos del calvinismo. En enero de 1964 se tuvo la sensación de haberse dado un paso de gigante: durante la peregrinación a Tierra Santa –la primera vez que un Papa llegaba a Jerusalem–, Pablo VI y Atenágoras de Constantinopla se abrazaron en el monte de los Olivos. Luego, en 1968, el patriarca viajó a Roma, se declararon nulas las recíprocas excomuniones y ambos pudieron concelebrar en ritos paralelos pero compartiendo la presencia de Dios. De este modo el Cisma entre las dos Iglesias, latina y griega, quedaba reducido a una sola pregunta: ¿debe preferirse la autocefalia al primado de Pedro? 16. Comenzaban a difundirse en Europa calumnias contra Pío XII a quien se reprochaba, por ejemplo, no haber sido suficientemente eficaz en la defensa de los judíos. Pero habida cuenta de que toda esta política era responsabilidad de Montini, las denuncias, falsas, apuntaban a él. Lo mismo que sucediera con España, cuyos esfuerzos en favor de los judíos fueron silenciados, se trataba ahora de combatir a la Iglesia. Por eso Pablo VI tomó la decisión de salir fuera, al ancho mundo, para restablecer la credibilidad de la Santa Sede, que desde 1929 era ya un Estado contando con el Papa como su Jefe, con un territorio aunque sin comunidad política. Esta situación había superado la prueba de la Segunda Guerra mundial sin que ninguno de los combatientes se atreviera a alterarla, reconociéndose así las ventajas que para todos significaba. Apenas elegido, Montini, que había meditado mucho sobre el tema desde tu larga experiencia, decidió que la presencia del Papa era necesaria al menos en tres escenarios: Tierra Santa, conflictivo escenario para el enfrentamiento entre judíos y árabes, siendo además el núcleo espiritual para el origen de la Cristiandad; los foros internacionales a los que acudían también Jefes de Estado y de gobierno, en los cuales su palabra podía sumarse eficazmente a

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los programas de paz y de reconstrucción del mundo; y aquellas localidades en donde tuvieran lugar significativos acontecimientos católicos. En total realizó nueve largos viajes, marcando una pauta que después ampliaría Juan Pablo II. Tierra Santa, en enero de 1964, vino a ser, de este modo, una especie de inauguración para su Pontificado. Momento sumamente difícil para Israel que había superado dos guerras y comenzaba a perfilarse como un Estado, que invocaba la Escritura como referencia sin dotarse a sí mismo de una Constitución. La Sede romana no había establecido plenas relaciones con dicho Estado porque reclamaba una delimitación jurídica de los que para ella eran «santos lugares», con la esperanza puesta en que Jerusalem fuera dotada de una administración especial que permitiera el contacto con estas raíces. En muchos sectores de influencia judía se pensó que el viaje del Papa podía ser un perjuicio para la independencia de Israel, de modo que las ondas calumniosas contra Pío XII arreciaron. Se trataba de mera propaganda política que no tiene en cuenta para nada la verdad, ya que lo importante es desprestigiar al posible enemigo. Así y todo no se pusieron impedimentos al viaje que permitió a Pablo VI subir al Calvario y descender a ese rincón que en Nazareth recuerda el hogar de María y de José. Antes de abandonar Jerusalem, Pablo VI pronunció un discurso en el que afirmó que Pío XII había dejado firmemente establecido el principio de que la Iglesia ama a todos los pueblos aunque de una manera especial al judío ya que en él estaba la raíz misma de su origen. Esta es precisamente la doctrina que será adoptada por el Concilio, estableciéndose una rectificación en la liturgia. El 4 de octubre de 1965 –en el intervalo tuvo lugar un viaje a la India– Pablo VI intervino en la Asamblea de la ONU en Nueva York, que en este momento presidía Amintore Fanfani. El tema era naturalmente la paz: pero recordó el Papa que ésta no se consigue simplemente por medio de negociaciones y acuerdos; muchas veces llamamos paz a las condiciones que el vencedor impone al vencido. La paz es una consecuencia de las actitudes espirituales que llevan a Amor, que es Dios. Y allí, en aquella gran sala, parecía repetirse la experiencia del apóstol San Pablo: se adoraba a «un dios desconocido». En estas condiciones nadie debía sorprenderse de que la ONU fuese incapaz de alcanzar el objetivo desde el primer momento propuesto de alcanzar la paz. Los otros viajes fueron estrictamente religiosos. En diciembre de 1964 hizo un trayecto a Bombay para presidir un Congreso Eucarístico: el gobierno indio puso a su disposición un lujoso automóvil descapotable. Cuando el Congreso terminó, el Papa entregó el coche a la madre Teresa de Calcuta para que, de acuerdo con sus normas, lo vendiera repartiendo el dinero entre los pobres. En 1967 viajó a Fátima, defraudando esperanzas españolas que esperaban al menos una escala técnica, y a Turquía, donde la Iglesia católica carecía absolutamente de derechos. En 1968 estuvo en Bogotá y en Medellín, de nuevo con ocasión de un Congreso Eucarístico. Luego al Extremo Oriente, haciendo estancias en Manila y en Hong Kong. Todo esto respondía a un propósito: el Papa ya no era únicamente el obispo primado que reside en Roma, sino la cabeza que debe hacerse presente en todos los lugares en donde existan comunidades católicas. A la Cristiandad de las cinco naciones

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europeas había sustituido, definitivamente, la Cristiandad de los cinco continentes, siendo en cada país una comunidad importante pero minoritaria y sin capacidad para ejercer funciones políticas. El año 1975, haciendo ya firme la decisión de declarar Año Santo, con plenitud jubilar, cada uno de los que marcan el fin de un cuarto de siglo, se puso en marcha la gran peregrinación universal a Roma. Fueron millones de personas las que viajaron instalándose en una costumbre, llenar la plaza de san Pedro, que perduraría. Se estaban viviendo en la práctica las consignas conciliares: todos los fieles cristianos tienen obligación de penetrar en la doctrina, comunicarla a los demás, buscar, en definitiva, la santificación. El mundo no tiene que ser dominado sino santificado, desde dentro. 17. En Fátima el Papa se entrevistó con sor Lucia, la superviviente de los tres niños que recibieran el mensaje de llamada a la conversión. Para muchos de los sectores que a sí mismos se consideraban progresistas, fue un rudo golpe: para ellos las apariciones eran poco más que una fantasía para uso de crédulos indoctos. Esta decepción se acentuó a medida que iban apareciendo los mensajes doctrinales, profundos y abundantes, del Papa. Partían de una conciencia de que la Iglesia se estaba moviendo en medio de graves peligros que, en un determinado momento, calificaría de «humo del infierno». Hasta el siglo XX todos los movimientos desviados se hallaban fuera de la Iglesia, a la que abandonaban sistemáticamente los que defendían doctrinas contrarias a su Magisterio. Pero ahora el fenómeno se invertía: se trataba de cambiar, desde dentro, a la propia Iglesia.

El Concilio, firmemente regido por Pablo VI, había conseguido frenar muchas de estas corrientes que reclamaban cambios drásticos y modificados doctrinales, en la definición misma de la Iglesia. En diciembre de 1965, al cerrarse las sesiones, se disponía de documentos sólidos, que ponían nuevamente en vigor el Magisterio, mediante palabras nuevas pero con firmeza en la conservación de la doctrina. Ahora se trataba de difundirla. Al principio el Pontífice recurrió a las cartas encíclicas que, por su solemne condición, implicaban un deber de obediencia en todos los obispos y fieles. Pronto descubrió, sin embargo, que eran tomadas como textos en torno a los cuales parecía posible abrir un debate. Y de este modo se atribuyen al «posconciliarismo» dimensiones que no tenía, sembrando confusión. Por eso desde 1968 decidió recurrir a otro tipo de documentos, más directos, especialmente exhortaciones o instrucciones que hubieran debido producir, en razón de obediencia, rectificaciones en la doctrina y las enseñanzas. Tampoco tuvo mucho éxito: se estaba empleando la figura del Papa aperturista, y su adhesión a la doctrina conciliar, como bandera de reformas que iban, precisamente, en sentido contrario.

Tendrían que pasar varios años antes de que la doctrina enseñada por Pablo VI tuviera cumplido efecto. Sin embargo es preciso destacar la coherencia y profundo valor de su magisterio que comenzó en 1964 con la encíclica Ecclesiam suam en donde trata de explicar que la Iglesia es tres cosas, al mismo tiempo: una conciencia de unidad en la persona de Cristo, como ya

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explicara Pío XII en la Mystici Corporis; la fiel custodia de un orden moral sin el que la persona humana se torna incomprensible y que debe llevar a la ascesis; y un vehículo para la evangelización del mundo comunicando a todos los hombres aquello que constituye su patrimonio resultado de la Revelación y del Magisterio a través del tiempo. Inmediatamente después, en la Mysterium fidei (1965) explicó cómo la clave de esa misma Iglesia se encuentra en la Eucaristía, esto es, la incardinación de la trascendencia de Dios en la naturaleza humana, haciéndose por añadidura permanente. Desde los comienzos mismos de la Cristiandad no ha dejado nunca de existir alguna Forma consagrada en no importa cuál lugar. Para despejar dudas y dejar claramente establecido que no se estaba refiriendo a cuestiones opinables, decidió redactar y publicar un Credo del Pueblo de Dios (1968) siguiendo desde luego las pautas del de Nicea/Constantinopla, aunque enriqueciendo las expresiones para hacerlas más fecundas. Esta insistencia sobre el misterio que implica la fe que Dios procura mediante la revelación, le llevaría a plantearse, frente a ciertas corrientes que se habían afirmado de manera especial en Holanda, el papel del ministerio sacerdotal, muy distinto del sacerdocio común que corresponde a todos los bautizados. Un tema que sigue todavía suscitando controversias y claros ejemplos de desacato en algunos sectores pasado medio siglo desde la publicación de aquel documento. Su conducta nada tenía en contra de los abundantes movimientos laicales a los que Pablo VI, junto con sus colaboradores, prestó todo el apoyo posible. Hemos de volver sobre este punto. Entre 1967 y 1976 encontramos una serie de mensajes e instrucciones que hacen hincapié en un punto fundamental de doctrina católica: el presidente sacerdote no es el presidente o dirigente de una comunidad de fieles sino «Alter Christus, ipse Christus». Por eso debe ser idéntico a Cristo buscando la imitación en cuanto le sea posible: el celibato no es una carencia sino una dimensión esencial e insoslayable; por eso la Iglesia no puede otorgar la ordenación a las mujeres, sin que esto signifique ninguna otra cosa. A fin de cuentas es el cristianismo, que reconoce en María la más excelsa de las criaturas, quien ha valorado más profundamente esa cualidad. Naturalmente todas estas definiciones doctrinales despertaron oposición muy viva en los ambientes que a sí mismos se declaraban progresistas y pretendían invocar el Concilio como si éste se hubiese identificado con todas las opiniones que durante el mismo se habían formulado, muchas de las cuales fueron consideradas como fuera de lugar.

Tres documentos, Paenitemini (1966), De aborto provocato (1974), y Persona humana (1975) se dirigían especialmente contra las opiniones más peligrosas para la fe. El Papa se enfrenta en estos tres documentos a una de las cuestiones más difíciles y delicadas que en el siglo XX llegaron a plantearse. El hombre –insistió– es criatura racional que se trasciende y comienza a existir desde el momento mismo de su concepción, recibiendo no sólo una entidad biológica sino también espiritual. De ahí la necesidad de insistir en que la indisolubilidad del matrimonio no se refiere únicamente a su permanencia jurídica sino también a la recíproca fidelidad: las relaciones sexuales de

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hombre y mujer, parte intrínseca del mismo, que se refieren a la transmisión de la vida y a la comunicación del amor, constituyen una dimensión exclusiva de esa relación que la Iglesia ha elevado al nivel de sacramento. Cualquier alteración de esa fidelidad por parte de alguno de ambos cónyuges constituye pecado grave que atenta a la unidad.

Recomendaba por ello a todos los fieles poner su devoción en María, donde virginidad y maternidad, dimensiones esenciales de la mujer, se conjugan con la alegría de haber dado al mundo el Salvador. De ahí viene su concepto de «paternidad responsable» que sería después tergiversado. No significa que los padres puedan decidir el número de hijos que van a tener, aprovechando los adelantos de la ciencia, aunque siempre queda en pie la opción de abstenerse o regular las relaciones íntimas, sino la aceptación con plena responsabilidad de las obligaciones que contraen cuando ponen los medios para que una nueva vida pueda aparecer.

Al comienzo de su Pontificado se encontró con el hecho de que el Papa Juan XXIII había creado una comisión de moralistas, teólogos médicos y sociólogos a fin de estudiar dimensiones y consecuencias que se derivaban de los últimos avances. Las conclusiones fueron muy dispares; no faltaban quienes argüían que el hombre debía acomodar su conducta sexual a dichos progresos. En 1966 algunos teólogos llegaron a decir que la Iglesia se preparaba para cambiar las normas de la moral. Por eso Pablo VI se vio precisado a publicar la encíclica Humanae vitae (1967) que a muchos progresistas sentó muy mal, empleando en ella toda la fuerza de su autoridad. Hay que insistir en puntos que anteriormente hemos tocado: las relaciones sexuales se encuentren reservadas a la intimidad del matrimonio y son vehículo de santificación para los cónyuges que de este modo cooperan en el plan de Dios dentro del orden de la Creación, es decir, a la transmisión de la vida que en los seres humanos es algo más que la pura biología. Entra también el espíritu. Por eso el amor, que es una entrega al otro, desempeña papel tan sustantivo. La responsabilidad de los padres, que se inicia en el momento de la concepción, cobra pleno sentido cuando ese ser humano ha nacido. Pues el crecimiento y maduración de su persona es resultado del modo como se ejerza esa paternidad. Otros dos documentos, Populorum progressio (1967) y Octogesima adveniens (1971) aparecen referidos a un examen del orden social ya que se cumplían entonces ochenta años desde la publicación de la Rerum novarum. El Papa reconocía que muchos de los problemas que habían sido denunciados por León XIII se habían resuelto, pero como una consecuencia de los cambios económicos y sociales surgían otros nuevos a los que la Iglesia debía prestar atención. Señalaba de una manera especial dos: el desempleo, que afectaba especialmente a los jóvenes en la ciudad y para el que no parecía posible formular soluciones, y la falta de solidaridad entre los países que desarrollaban verdaderas epidemias de hambre en una parte de la Tierra. Pablo VI es el primero de los grandes dirigentes mundiales que da la voz de alarma sobre este segundo problema. Se extiende el hambre en el mundo porque el progreso técnico, en la medida en que torna a algunos países más poderosos,

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sume a otros en la miseria. Y el recurso a las armas, en guerra o en revolución, agrava todavía más esta situación.

18. El Concilio había venido a reconocer o marcar la existencia de una nueva dimensión en la Iglesia; podemos referirnos a ella como una verdadera revolución laical. Había comenzado en forma muy simple el año 1928 y en Madrid, con la idea de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, que consistía en aplicar la doctrina cristiana acerca de la llamada universal a la santidad, impulsando a sus seguidores a vivir la presencia de Dios desde cualquier actividad humana que estuviera dentro de los límites de la moral. De este modo la Iglesia cobraba una nueva dimensión, que no sustituía a ninguna de las antiguas sino que venía a sumarse a ellas. El laicado permitía penetrar más honda y eficazmente en las venas de la sociedad. Antes de que concluyera el siglo XX se registrarían cincuenta y ocho de estos movimientos reconocidos en términos de Derecho. No todos llegaron a alcanzar las mismas dimensiones y, hasta ahora, sólo el Opus Dei ha sido reconocido como prelatura personal si bien sus miembros permanecen dentro de la obediencia a los obispos del lugar en donde viven. Todos ellos pueden considerarse como frutos de la doctrina del Concilio, llamada universal a la santidad, aunque algunos le habían precedido en el tiempo. Entre ellos como el cardenal Luciani señalaría, pueden establecerse dos ramas: «movimientos para laicos» que conservaban su estructura ministerial, siendo regidos por sacerdotes, un poco al modo como en tiempos anteriores fueran las Ordenes Terceras o la Acción Católica, y movimientos puramente laicales, en los que a los laicos corresponde toda la iniciativa en la organización y directrices. No es posible hacer un recorrido completo de modo que hemos de limitarnos a los más destacados, especialmente relacionados con el mundo hispánico. Los Legionarios de Cristo fueron fundados por Marcial Maciel el año 1936, como una consecuencia de la dolorosa etapa que Méjico acababa de atravesar como consecuencia del laicismo desatado. En 1945 recibieron licencia pontificia para comenzar sus trabajos en Cuernavaca: se trataba de agrupar sacerdotes formados en seminarios propios, normalmente fuera del país, con objeto de inculcarles la imitación de Cristo y el servicio a los demás, especialmente en lo que se refiere a la propagación del Evangelio. De ellos emanaría un movimiento puramente laical, Regnum Christi, que participaría en tareas de evangelización y propaganda, recibiendo ayudas económicas de muchos cooperadores que estaban fuera de la organización. Los Focolarinos son el resultado de una decisión adoptada en 1943 por Chiara Lubich, en la ciudad de Trento, cuando aún Europa se hallaba en plena guerra. Aprobados por Pablo VI en 1964, se encuentran repartidos por todo el mundo, aunque su número no es demasiado grande. Hay como tres ramas, los consagrados enteramente a la tarea de evangelizar, los casados y los voluntarios que colaboran en sus trabajos. La principal preocupación es la familia: focolare significa en italiano hogar. Muy anterior a estos movimientos es la Institución Teresiana creada por San Pedro Pobeda, uno de los mártires reconocidos de la guerra civil española. El

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Papa le otorgó la calidad de Pía Unión, que la situaba a mitad de camino entre las simples asociaciones laicales y las congregaciones religiosas con votos. El objetivo de este movimiento era, precisamente, permanecer dentro del mundo en una vida plenamente religiosa, pero desarrollando de un modo especial las actividades intelectuales y educativas de la mujer. Ampliamente extendida por el mundo la Institución tiene su centro espiritual en Los Negrales, próximo a Madrid, donde descansan los restos del santo fundador. Comunión y Liberación ha sido fundada por don Luigi Giussani que tomó este nombre después de las revueltas estudiantiles que sacudieron a Europa en 1968. La preocupación fundamental es la siguiente: por debajo del predominio de la democracia cristiana que se había extendido por varios países de Europa, el laicismo ha conseguido recuperar sus fuerzas y se presenta de nuevo, con fuerte poder, en un intento de cambiar nuevamente la sociedad alejándola de cualquier significación religiosa. Se trata, en consecuencia, de profundizar en una cultura católica y de extenderla. Los intelectuales deben ser una parte principal en la creación de ese mundo futuro.

Renovación Carismática aparece en Estados Unidos en 1967 como una consecuencia del Concilio. Busca la conversión personal a Jesucristo acudiendo para ello al Espíritu Santo, de quien solicitan una nueva efusión bautismal por el propio Espíritu y no por el agua. La oración comunitaria y la alabanza constituyen sus manifestaciones más conocidas. El Camino Neocatecumenal se conoce vulgarmente como los Kikos por ser la obra de José Gómez (Kiko para sus amigos y familiares) Argüello, que pudo contar con la colaboración de Carmen Hernández. Surgió en Palomeras Altas, no lejos de Vallecas. Lo que se trataba, desde una experiencia izquierdista decepcionada, era promover nuevas comunidades cristianas, como si fuesen parroquias, sujetas a la autoridad del obispo. A veces se hacían verdaderamente cargo de parroquias. Cada comunidad se siente a sí misma como un retorno a los primeros cristianos, pasando a la que se llama fe adulta mediante la liturgia, la oración y la lectura sistemática de la Escritura. Ha alcanzado una expansión que es difícil de igualar. Tal fue la amplia y generosa herencia de Pablo VI que falleció el 6 de agosto de 1978. Con él se afirmaba, definitivamente, la obra del Concilio Vaticano II.