su majestad la estupidez - césar hildebrandt

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Su Majestad La Estupidez César Hildebrandt Periodista . Yo sabía que el mundo era estúpido. Lo pre- sentí desde niño, cuando escuchaba a los adul- tos decir zonceras y al profesor de Educación Cívica gritar que la patria se hacía creyendo en ella y a radio Reloj tartamudear noticias sin pena ni gloria. Por eso huí hacia los libros, que me hacían pensar que el mundo no era tan estúpido y que, más bien, podía ser estimulante, viajero y mara- villoso. Pero, más que las historias, a mí siempre me fascinó el hallazgo verbal, el milagro de una frase bien dicha, la música de las aliteraciones, el rigor del concepto, el poder hipnótico de la belleza, la fascinación sombría del horror, la fiesta de la fantasía, el realismo de lo inventado. Amaba las palabras y en ellas me demoraba del mismo modo que un entomólogo se detiene ante una mariposa monarca que se ha posado cerca. Amaba las palabras y a ellas les pedí auxilio y refugio para huir de la estupidez. Pero en esa época –tengo que reconocerlo- la estupidez no tenía el aire recio y unánime que tiene hoy. De modo que uno podía huir de ella no solo apelan- do a las palabras de los libros, sino, de vez en cuando, yendo al cine a ver una de Elia Kazan, o a la sala Alzedo a oír a Lola Odiaga y su clave- cín, o al bosque de los olivos de Jesús María a tirarse boca arriba en el césped y crear historias con las nubes que pasaban. La estupidez estaba allí, claro, siempre al ace- cho, con sus tentaciones, sus bailes de mandril, sus sudaderas y sus diminutivos. Y no importaba que fuera de izquierda o de derecha: la estupi- dez y los estúpidos que la ejercen no tienen bandera. Entonces llegó la masiva televisión y la estupi- dez tuvo madrina y hasta puta madre. La solu- ción era, entonces, no ver televisión. Algunos cafés, muchas calles, todavía algunos barrios parecían pertenecer a eso que es ordenado, limpio y saludable y que algunos han llamado civilización. Era otra manera de huir. Pero la estupidez tomaba golpes vitamínicos, se hacía cada vez más robusta y tenía voz de trueno y espíritu de mando. No se necesitaba ser muy sagaz para prever que esa señora con tetas de Monique, sonrisa de Gise, cerebro de marabunta, armonías de Salserín, prosa de profesor de la de Lima, legañas de San Marcos, sintaxis de Villareal, almita de Du Bois, léxico del Bausate, gusto de pituco, vientre de A. Gonzá- lez, chequera de aprista en el poder, odios de Agois, enaguas de La Mecánica del Folclore, audífonos amarillentos, carné fujimorista, cupo- nes del Trome y colección de discos piratas, terminaría por imponerse. Hoy el Perú es una no declarada monarquía donde reina la estupidez y las cortesanas bailan los sábados en América Televisión. Y si alguien duda de que la estupidez reina entre nosotros, que mire lo que ha pasado con la señorita Larissa Riquelme, una potranca de cascos más ligeros que Pegaso, una ópera de dos centavos pero sin Brecht, una señorita que hace juegos con la lengua mientras le explica a Bayly, esa otra celebridad, cómo los paraguayos son expertos en el cunnilingus. Y de esta despachadísima buscona, que lucía en el Mundial de Fútbol un teléfono celular atrincherado entre las mamas y por eso se hizo famosa, la prensa peruana hace primeras planas y la radio comentarios interminables y la televi- sión entrevistas archipublicitadas. Es la estupidez reinando. Y es el absolutismo monárquico de la estupidez cuando, al costado de la señorita Riquelme, empieza a ser la comi- dilla de los medios el asunto de unos fantasmas denunciados por la esquizofrenia y el erostratis- mo. Y todos hablan de los presuntos fantasmas. Y salen expertos de egos sedientos a decir que son las almas de los que no han muerto en paz las que perturban esa casa y las que producen los terrales y hasta las traviesas llamitas que calientan el lugar. Y los señores de RPP, que es la radio más importante, comentan el asunto como si alguna importancia tuviera. Y yo siento vergüenza. Vergüenza de que esa radio sea la más impor- tante del país. Qué puede sentir ahora alguien que quiso las palabras y que las quiere todavía. Qué puede sentir ante esta estupidez coral, estruendosa, epidémica, este masivo susurro de monsergas. Qué puede sentir, en resumen, alguien que pensó que su país iba para más y que hoy ve, sin sorpresa alguna, apenas conmovido, esta Pompeya cultural cubierta de ceniza y estos seres cenicientos disputándose el botín. El único consuelo de este exiliado interior es saber –triste consuelo- que lo que pasa en su país está pasando en todo el mundo. Una vasta conspiración de los medios está cumpliendo con éxito la meta de embrutecer a la gente, de extraerla de su humanidad, de eviscerarla, de convertirla en el viejo sueño de los amos: mana- da que obedece, rebaño presto, recua al servicio de su majestad. Para eso funcionan la televisión, las radios de los 40 principales, los diarios de mayor venta (y cada día más de los que supo- níamos serios y con principios). Gutemberg jamás imaginó en qué acabaría su invento prodigioso. Jamás imaginó que los poderosos convertirían la lectura en algo in- digno. Ni Marconi ni Tesla pudieron pensar a qué infiernos descendería la radio. Ni John Logie Baird pudo suponer que la televisión iba a termi- nar en Fox News y sus hienas de guerra. Para liberarse de toda esta podre no necesi- tamos a Marx. Lo que necesitamos es, más sencillamente, otro Espartaco. _oOo_ Publicado en Hildebrandt en sus Trece, el 23/07/2010

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Su Majestad La Estupidez - César Hildebrandt Publicado en Hildebrandt en sus Trece, el 23/07/2010

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Page 1: Su Majestad La Estupidez - César Hildebrandt

Su Majestad La Estupidez

César Hildebrandt Periodista .

Yo sabía que el mundo era estúpido. Lo pre-

sentí desde niño, cuando escuchaba a los adul-

tos decir zonceras y al profesor de Educación

Cívica gritar que la patria se hacía creyendo en

ella y a radio Reloj tartamudear noticias sin pena

ni gloria.

Por eso huí hacia los libros, que me hacían

pensar que el mundo no era tan estúpido y que,

más bien, podía ser estimulante, viajero y mara-

villoso.

Pero, más que las historias, a mí siempre me

fascinó el hallazgo verbal, el milagro de una

frase bien dicha, la música de las aliteraciones,

el rigor del concepto, el poder hipnótico de la

belleza, la fascinación sombría del horror, la

fiesta de la fantasía, el realismo de lo inventado.

Amaba las palabras y en ellas me demoraba del

mismo modo que un entomólogo se detiene ante

una mariposa monarca que se ha posado cerca.

Amaba las palabras y a ellas les pedí auxilio y

refugio para huir de la estupidez. Pero en esa

época –tengo que reconocerlo- la estupidez no

tenía el aire recio y unánime que tiene hoy. De

modo que uno podía huir de ella no solo apelan-

do a las palabras de los libros, sino, de vez en

cuando, yendo al cine a ver una de Elia Kazan, o

a la sala Alzedo a oír a Lola Odiaga y su clave-

cín, o al bosque de los olivos de Jesús María a

tirarse boca arriba en el césped y crear historias

con las nubes que pasaban.

La estupidez estaba allí, claro, siempre al ace-

cho, con sus tentaciones, sus bailes de mandril,

sus sudaderas y sus diminutivos. Y no importaba

que fuera de izquierda o de derecha: la estupi-

dez y los estúpidos que la ejercen no tienen

bandera.

Entonces llegó la masiva televisión y la estupi-

dez tuvo madrina y hasta puta madre. La solu-

ción era, entonces, no ver televisión. Algunos

cafés, muchas calles, todavía algunos barrios

parecían pertenecer a eso que es ordenado,

limpio y saludable y que algunos han llamado

civilización. Era otra manera de huir.

Pero la estupidez tomaba golpes vitamínicos,

se hacía cada vez más robusta y tenía voz de

trueno y espíritu de mando. No se necesitaba

ser muy sagaz para prever que esa señora con

tetas de Monique, sonrisa de Gise, cerebro de

marabunta, armonías de Salserín, prosa de

profesor de la de Lima, legañas de San Marcos,

sintaxis de Villareal, almita de Du Bois, léxico del

Bausate, gusto de pituco, vientre de A. Gonzá-

lez, chequera de aprista en el poder, odios de

Agois, enaguas de La Mecánica del Folclore,

audífonos amarillentos, carné fujimorista, cupo-

nes del Trome y colección de discos piratas,

terminaría por imponerse.

Hoy el Perú es una no declarada monarquía

donde reina la estupidez y las cortesanas bailan

los sábados en América Televisión.

Y si alguien duda de que la estupidez reina

entre nosotros, que mire lo que ha pasado con la

señorita Larissa Riquelme, una potranca de

cascos más ligeros que Pegaso, una ópera de

dos centavos pero sin Brecht, una señorita que

hace juegos con la lengua mientras le explica a

Bayly, esa otra celebridad, cómo los paraguayos

son expertos en el cunnilingus.

Y de esta despachadísima buscona, que lucía

en el Mundial de Fútbol un teléfono celular

atrincherado entre las mamas y por eso se hizo

famosa, la prensa peruana hace primeras planas

y la radio comentarios interminables y la televi-

sión entrevistas archipublicitadas.

Es la estupidez reinando. Y es el absolutismo

monárquico de la estupidez cuando, al costado

de la señorita Riquelme, empieza a ser la comi-

dilla de los medios el asunto de unos fantasmas

denunciados por la esquizofrenia y el erostratis-

mo. Y todos hablan de los presuntos fantasmas.

Y salen expertos de egos sedientos a decir que

son las almas de los que no han muerto en paz

las que perturban esa casa y las que producen

los terrales y hasta las traviesas llamitas que

calientan el lugar.

Y los señores de RPP, que es la radio más

importante, comentan el asunto como si alguna

importancia tuviera. Y yo siento vergüenza.

Vergüenza de que esa radio sea la más impor-

tante del país.

Qué puede sentir ahora alguien que quiso las

palabras y que las quiere todavía. Qué puede

sentir ante esta estupidez coral, estruendosa,

epidémica, este masivo susurro de monsergas.

Qué puede sentir, en resumen, alguien que

pensó que su país iba para más y que hoy ve,

sin sorpresa alguna, apenas conmovido, esta

Pompeya cultural cubierta de ceniza y estos

seres cenicientos disputándose el botín.

El único consuelo de este exiliado interior es

saber –triste consuelo- que lo que pasa en su

país está pasando en todo el mundo. Una vasta

conspiración de los medios está cumpliendo con

éxito la meta de embrutecer a la gente, de

extraerla de su humanidad, de eviscerarla, de

convertirla en el viejo sueño de los amos: mana-

da que obedece, rebaño presto, recua al servicio

de su majestad. Para eso funcionan la televisión,

las radios de los 40 principales, los diarios de

mayor venta (y cada día más de los que supo-

níamos serios y con principios).

Gutemberg jamás imaginó en qué acabaría su

invento prodigioso. Jamás imaginó que los

poderosos convertirían la lectura en algo in-

digno. Ni Marconi ni Tesla pudieron pensar a

qué infiernos descendería la radio. Ni John Logie

Baird pudo suponer que la televisión iba a termi-

nar en Fox News y sus hienas de guerra.

Para liberarse de toda esta podre no necesi-

tamos a Marx. Lo que necesitamos es, más

sencillamente, otro Espartaco.

_oOo_

Publicado en Hildebrandt en sus Trece, el 23/07/2010