stern la era de la insurrección andina

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V L RESISTENCIA REBELION Y CONCIENCIA C ampesina en los A ndes siglos XVIII al XX h/o fefta./iOiiivOí#-! b í JO »’••* Jí5.Gr .jü 'í iló 'jb r .A ! «huinsO r i,{si niSfioj?'Vv lo <vl •j..v:o;;iví j. v oiillíQíO r.v ';''jOJ.¡r.-/ilíú "J rtSVÍ 20ll'O STEVE J. STERN compilador Stern / Mórner / Trelles / Campbell / Salomón Szemiñski / Flores Galindo / Bonilla Mallon / Platt / Dandler / Torrico / Albo ' * l) sb • ' eO‘iL!nr: tO ('J U0O,£ /EP Instituto de Estudios Peruanos

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revoluciones andinas, 1780

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V

L

RESISTENCIA REBELION

Y CONCIENCIACa m p e s in a

e n l o s A n d e ssiglos XVIII al XX

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STEVE J. STERNcompilador

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/EP Instituto de Estudios Peruanos

LA líKA DE LA INSURRECCION 51

2____La era de la insurrección andina, 1742-1782: una reinterpretación

S te v e J . S tern

University of Wisconsin - Madison

E ntre 1720 y 1790, las poblaciones andinas nativas del Perú y Bol i via, a veces acompañadas o dirigidas por castas o blancos disidentes, se levantaron

bastante más de cien veces en violento desafío a las autoridades coloniales1. Mucho más que en épocas anteriores, en el S. XVIII un español que asumía el puesto de corregidor de Indios, sabía que arriesgaba la vida a cambio del derecho a explotar las zonas rurales indígenas.

Dos momentos destacan en este tenso siglo de rebelión. El primero: la insurrección mesiánica desatada en 1742 por Juan Santos Atahualpa desde las zonas selváticas limítrofes con la sierra central del Perú. Autoproclamado descen­diente de los incas, anunciando la inminente reconquista del reino del Perú, Juan Santos guió a poblaciones selvícolas y migrantes serranos descontentos en sucesivas incursiones militares que expulsaron a los colonizadores de la montaña subtropical ubicada en las estribaciones orientales de los Andes.

Durante diez años de lucha intermitente, nunca las autoridades coloniales alcanzaron una sola victoria contra los ejércitos guerrilleros de Juan Santos, con base en la selva. Después de varias derrotas humillantes que costaron cientos de vidas, el Estado colonial resolvió finalmente construir una red de fortificaciones militares destinadas a impedir la expansión de la insurrección hacia la sierra. El segundo momento dcstacable fue la más grande guerra civil que abarcó los amplios territorios serranos del sur del Perú y Bolivia entre 1780 y 1782. Los insurrectos, predominante pero no exclusivamente campesinos indígenas, fue­ron inspirados y por un tiempo conducidos por José Gabriel Condorcanqui, Tomás Katari y Julián Apasa (quien tomó el nombre de Túpac Katari). Condor­canqui, un kuraka moderadamente rico del distrito deTungasuca en el Cusco, fue el hoy famoso descendiente de los Incas que adoptó el nombre de Túpac Amaru II y se convirtió en muchas regiones en el nombre y símbolo más destacado de la

1.Véase Flores G. 1981:254,0'Phelan 1985:285-98; Golte 1980:139-149; Fuentes 1859:3; 277-278; Esquivel y Navía ca. 1750: 1: xlvi-xlvü. Téngase en cuenta que las investigaciones sobre rebeliones locales están lejos de haber sido completadas, especialmente para el caso boliviano. Con el tiempo, el número de disturbios conocidos bien puede elevarse a 200 ó más.

insurrección2. Como Juan Santos Atahualpa antes de él, Túpac Amaru II proyec­tó la imagen de un indio noble desheredado que reclamaba su legítima soberanía sobre el Tawantinsuyu y liberaba por tanto a sus seguidores de la onerosa opresión colonial. Conforme la movilización masiva de los indios apartó a sectores criollos y mestizos de la coalición insurreccional, el mesianismo neo-inca adquirió importancia creciente. En este caso, las autoridades coloniales alcanza­ron una victoria decisiva. Pero dos años de intensa guerra dejó un saldo de quizás 100,000 vidas (de una población total de aproximadamente 1,200,000 personas en el territorio directamente afectado)3, y traumatizó la conciencia de indios y blancos hasta bien entrado el S.XIX. (Flores G., 1976: 305-310; 1981: 236-264; Macera 1977: 2:319-324.

Juntos, estos dos momentos definen una era que podemos llamar legitima- mente la Era de la Insurrección Andina. Durante los años 1742-1782*, las autori­dades coloniales tuvieron que enfrentar algo más que los disturbios locales y las conspiraciones insurrecionalcs abortadas de los años previos. Confrontaban, entonces, la amenaza o realidad más inmediata deuna guerra civil en gran escala, que desafiaba la estructura más general del gobierno y los privilegios coloniales. Bajo las banderas de un Inca-rey mcsiánico, la violencia y el conflicto local podían convertirse de repente en una insurrección regional o suprarregional que movi­lizara la adhesión de decenas de miles. La guerra civil tupamarista galvanizó las mejores esperanzas de las poblaciones andinas nativas, y volvió realidad las peores pesadillas de la élite colonial. Tan lejos como México, indujo a los funcionarios coloniales a tomar medidas conciliatorias para impedir que los disturbios aldeanos se convirtieran en insurreción regional (Taylor 1979:120).5 En el Perú, la insurrección dejó como legado un ataque a la memoria del pasado incaico, una reorganización de los mecanismos de control social del período colonial tardío, un amargo endurecimiento de las tcnsionesy los miedos sociales, y una tendencia de los criollos a alinearse con los realistas durante las Guerras de la Independencia (Mendiburu 1878-1890: 8: 417-418; Rowe 1954: 35-36, 51-53; Fisher 1976; Flores G. 1976b: 304-310; Mercurio Peruano 1791 y del 20 de abril,

2. Aunque Túpac Amaru fue importante en Bolivia y el norte de Argentina, la afirmación vale más para el Perú que para Bolivia donde el nombre Katari es el símbolo principal. Es importante advertir que la gran insurrección abarcó varias insurrecciones y territorios, en el mejor de los casos laxamente coordinados. Sobre Túpac Katari, véase Valle de Siles 1977.

3. Para estas cifras, Véase Vollmer 1967: 247-267; Golte 1980: 42-13; Comblit 1970: 9. Mómer (1978:123-125) duda que fueran posibles pérdidas tan grandes, y se refiere el número relativamente bajo de víctimas de la guerra del ancien régime en general. Los casos de Haití en 1792-1804 y Venezuela en 1810-1821, me convencen de que el escepticismo de Mómer puede estar fuera de lugar.

4. Como se hará evidente en las conclusiones y en la nota 39, no se deben ver los años 1742 como líricas divisorias absolutas que separan rígidamente períodos insurreccionales y no insurreccionales. Cualquier periodizarión, si se toma demasiado literalmente, amenaza volverse arbitraria y engaño­sa. Las tendencias y patrones que distinguen un período histórico de otro son con frecuencia discernióles y significativas inmediatamente antes y después de. que un periodo "comienza" ytermina . Pero esto no quiere decir que la pcriodificadón sea inútil o innecesaria, y no niega la

existencia de auténticas fronteras que separan un período de otro.5. Para otra prueba más de las importantes reverberaciones de la revolución de Túpac Amaru,

véanselos comentarios de Phelan (1978:105-109) acerca délos intentos de los disidentes colombianos para manipular el temor que despertaba la insurrección tupamarista en su propia lucha en Colombia (cf. también Loy 1981).

1794; Macera 1977:2:319-324, Lynch 1973:157-170).Estemomcntodecisivode la historia colonial andina ha producido una bibliografía histórica extensa y a veces penetrantes (véase Campbell 1979; Flores G. 1976a). Sin embargo, todavía esta­mos apenas comenzando a explorar las causas, alcances y consecuencias de la fracasada revolución de Túpac Amaru II.

El proposito de este ensayo es usar nuevos y viejos materiales, tanto publica­dos como inéditos, para criticar rumbos tomados por estudios recientes de la insurrección de Túpac Amaru, y sugerir ten tativamentc algunas líneas de rcinter- pretación. Plantearé que las interpretaciones actuales de las causas y amplitud de la guerra civil de 1780-1782 se encuentran debilitadas por:

a) Una focalización demasiado estrecha en los territorios sureños implicados directamente en la insurrección;

b) Una metodología demasiado mecánica para explicar por qué alguna regiones participaron en la revuelta, y otras no; y

c) Un descarte demasiado fácil del significado de la tradición de rebelión y mesianismo inca en la sierra central y norte del Perú en el S.XVIII.

En este contexto, un reexamen algo extenso de las repercusiones del movi­miento de Juan Santos Atahualpa en la sierra, puede resultar fructífero. Tal estudio pondrá inmediatamente en Cuestión la supuesta brecha entre la propen­sión insurreccional del sur en contraste con la sierra norte y central, y ofrecerá pistas para explicar por qué la revolución de Túpac Amaru se mantuvo realmente confinada a los territorios del sur. Sin embargo, necesitamos repasar primero brevemente el panorama historiográfico.

La historiografía de las insurrecciones andinas

Unancho golfo divide la histografía moderna de las dos grandes insurreccio­nes del S.XVIII. Se puede, sin duda, discernir ciertos patrones. El Indigenismo de los años 20 y 30, por ejemplo, dio lugar a un rcdcscubrimicnto cclebratorio de las rebeliones andinas y de héroes individuales, que incluía ambas rebeliones. En realidad, la mayor parte de la documentación actualmente disponible sobre el movimiento de Juan Santos, fue publicada por Francisco A. Loayza (1942), quien en la década de 1930 se embarcó en un esfuerzo mayor de investigación y publicaciones, para reinvindicar el pasado andino perdido. Desde la década de 1940, la tendencia nacionalista a buscar "precursores" de la independencia incor­poró ambos movimictos como cjcmplosdc la marcha inexorable hacia la concien­cia nacional y el patriotismo antihispano (Valcárcel 1946; Vallejo F. 1957; García R. 1957; Cornejo B. 1954, 1963; Campbell 1979: 17, 19-21). Pero si se quiere interpretar el significado de las dos insurrecciones como manifestaciones de la crisis de la autoridad colonial española en Pcrú-Bolivia, se encuentra un agudo contrasteen la literatura historiográfica.

En el caso de la movilización de Juan Santos Atahualpa, los estudios más penetrantes y sustanciales, bien se centran en el significado de Juan Santos para

5 2 STEVE STERN

las poblaciones de las tierras bajas y los migrantes serranos que habitaban la montaña central, o estudian el movimiento en el contexto del trabajo misionero franciscano en las fronteras de los asentamientos coloniales (Várese 1973; Leh- nertz s.f., 1974, 1972, 1970; Valcárcel 1946: 47-69; Amich 1771: esp. 179-206; Izaguirre 1922-29; 2:107-296). Sobre las repercusiones de la insurrcciónen la sierra -corazón económico y político de la colonia- la literatura sobre la rebelión se escinde. Ungrupo de intérpretes vea Juan Santos Atahualpa como una figura que estableció importantes lazos c influencias en la sierra, contribuyendo por tanto a la creciente oleada de rebelión serrana del S.XVIII (Vallejo 1946: esp. 155-165; Castro A. 1973: esp. 156-157, Chirif y Mora 1980:257-58). Quien más cuidadosa­mente expone este punto de vista (Castro A. 1973) toma nota de la clientela serrana que se unió a Juan Santos Atahualpa en la montaña, y de los aparentes lazos e influencias establecidas por los insurrectos entre pobladores y conspira­dores serranos. El problema es que la escasa evidencia (dadas las limitaciones de las fuentes), la falta de una discusión sistemática de los lazos serranos y sus implicancias, y una tendencia a la hipérbole, hacen que este enfoque sea fácilmen­te descartable. De hecho, la mayoría de los más serios estudiosos de las rebeliones andinas del S.XVIII han sido impresionados por el fracaso de las poblaciones'de las provincias vecinas de la sierra central (Jauja y Tarma) para unirseal movimien­to insurreccional que tenía lugar a lo largo de su frontera oriental, ven, por tanto, el movimiento de Juan Santos como una insurrección de frontera, más bien marginal en sus consecuencias políticas. No importa cuán importante fuera la ideología "nacionalista india" del movimiento o sus logros militares, su relevan­cia para la historia mayor de las rebeliones e insurrecciones andinas en los territorios colonizados de la sierra y la costa habría sido muy limitada (Métraux 1942; Kubler 1946: 385; Loayza 1942: ix; Vargas U. 1966; Campbell 1979: 6; O'Phelan 1985)6. Incluso Lehnertz, quien argumenta cuidadosamente que el mo­vimiento de Juan Santos se sustentó en una base social crecientemente serrana, lo hace centrándose en la gama multiétnica de renegados serranos que huían a la frontera selvática. Las bandas guerrilleras indio-mestizas de Juan Santos fracasa­ron en movilizar la sierra propiamente dicha (véase Lehnertz s.f.: capítulo 6).

El resultado claro del recuento bibliográfico es que nos movemos sobre terreno firme al evaluar el movimiento de Juan Santos como un estudio de caso en la historia de la frontera selvática, pero en arenas movedizas cuando evalua­mos sus repercusiones serranas. Cuidadosos investigadores reconocen los lazos serranos pero los juzgan relativamente sin consecuencias; estudiosos disidentes tienden a exagerar sin precisiones y se en frentan a severas limitaciones documen­tales. Nos encontramos frente a una historiografía más bien de poco calado en lo que respecta al significado del movimiento de Juan Santos para la historia de las insurrecciones serrranas.

Por contraste, la gran rebelión de Túpac Amaru, quizá el acontecimiento serrano más importante desde la conquista española, ha generado una extensa literatura. En una etapa anterior se obtuvo una visión panorámica y se formula­ron preguntas generales. Entre los resultados se incluyen un estudio magistral de

6. Una excepción pardal a esta caracterizadón es el ensayo pionero de Rowe sobre el "movi­miento naaonal Inca” (1954:40-47).

LA ERA DE LA INSURRECCION 5 3

la lucha por justicia social y sus repercusiones continentales (Lewis 1957; cf. Valcárcel 1946); un debate significativo y continuado sobre el carácter "fidelista" o "separatista" de la insurrección (Cornejo B. 1954; Valcárcel 1947,1960; García R. 1957; L. Fischer 1956;cf. Szeminski 1976; 201-4; Campbell 1979; 19-21; Choy 1976; cf. Bonilla y Spalding 1972); y un estudio pionero sobre el surgimiento de un "movimiento nacional Inca" entre los nobles andinos disidentes del S. XVIII (Rowe 1954; cf. Rowc 1951; Spalding 1974:147-193). Sin embargo, estos trabajos dejaron pendiente una explicación de la cronología y la geografía de la insurrec­ción, sus complejidades y contradicciones ideológicas, y su incapacidad para conquistar el apoyo de la mayoría de kurakas andinos. Trabajos más recientes, políticamente críticos de la búsqueda de las bases populares de la independencia criolla (Bonilla et al. 1972), y quizás influidos por tendencias metodológicas recientes en historia social y cuantitativa, se han esforzado por ofrecer una visión más precisa de las causas y la dinámica interna de la insurrección. Por un lado, una serie de investigaciones en curso, observan meticulosamente los hechos mismos de la rebelión, para indagar sus múltiples tensiones ideológicas, su precaria composición multictnica, sus patrones de organización y liderazgo, su oposición andina y no-andina y los cambios al interior del movimiento conforme la propia guerra civil se desarrollaba (Manuel Burga, comunicación personal, 1982;Campbell 1976,1978,1979,1981,capítulo4eneste volumen; FlorcsG. 1976b,1977,1981, Hidalgo 1982, 1983; Larson 1979; O'Phelan G. 1979, 1982,1985: 209- 256; Szeminski 1976,1980,1982,1984). Por otro lado, varios estudiosos observan atentamente el calendario y la geografía de la agitación en el período colonial tardío, para evaluar sus causas estructurales y sus bases sociales regionales (Comblit 1970; Golte 1980; Flores Galindo 1981: 254; 262; Mórner 1978:110-22, 128, 155; Mórner y Trcllcs, capítulo 3 en este volumen; OThelan 1985; sobre regionalismo, cf. Fisher 1979; Campbell 1979: 25-26).7

En realidad, el ámbito geográfico de la insurrección se ha convertido en el tema más importante en los trabajos más recientes e innovadores sobre las causas de la revolución tupamarista. El "verdadero problema", para usar los términos de un influyente investigador, es "por qué la rebelión estalló en sólo una parte de las provincias y no en todas" (Golte 1980:176), Oscar Cornblit (1970) fue pionero de este tipo de enfoque en un estudio sobre "Sociedad y rebeliones de masas en Perú y Bolivia durante el S.XVIII", Cornblit, como otros antes y después (véase Humphrcys y Lynch 1965; Lynch 1973, Phelan 1978), argumentaba que lasreformasborbónicasamcnazaron una variedad deinteresesestablecidosy encen­dieron, por tanto, la disidencia muí tiétnica a finesdel S.XVIII. Esto explica porqué las élites rebeldes podrían estar dispuestas a dirigir una revuelta, pero no explica cómo podrían movilizar masivamente a seguidores. A pesar de un extendido "resentimiento permanente” (Comblit 1970: 39) y de disturbios locales en la América andina durante el S.XVIII, sólo algunas regiones rurales indígenas participaron en la insurrección general de 1780-82. Cornblit encontró que el territorio insurrecto del sur del Perú y Bolivia incluía entre su población indígena un alto porcentaje de forasteros, migrantes desplazados y alienados de sus ayllus

5 4 STGVE STERN

7. Estas dos tendencias no deben ser consideradas mutuamente excluyentes.

y comunidades ancestrales. La población forastera llegaba al 40-60% (a veces hasta 80% según Golte) de la población tributaria indígena en las regiones insurrectas del sur, pero constituía una proporción bastante menor, con frecuen­cia menos del 20%, en las regiones no insurrectas del centro y el norte (Cornblit 1970: 27, 38-39, 42-43; cf. Golte 1980; mapas 5, 27). Esta variación regional resultaba lógica, ya que de acuerdo a Cornblit la población forastera resultaba en gran medida producto de fugas y desplazamientos demográficos ocasionados por el reclutamiento forzado de mano de obra {mitas) para las grandes minas de plata de Potosí en Bolivia8. Sobre la base de las distribuciones regionales de forasteros, de relatos contemporáneos sobre el "carácter" volátil y errático de esta población indígena flotante, y a partir de sus propias teorías sociológicas sobre la conducta política de poblaciones desplazadas y "no-intcgradas"-Cornblit con­cluía que los líderes disidentes encontraron en los forasteros una masa de seguidores fácilmente móvilizable. La rebelión de Túpac Amaru fue, en gran medida, un estallido de venganza violenta por parte de indios desplazados, susceptibles al carisma de José Gabriel Condorcanqui (véase Cornblit 1970:27,38- 39,42-43).

Las conclusiones de Comblit no han logrado resistir el escrutinio de los estudiosos, pero su innovación metodológica ha florecido. Estudios más fina­mente graduados de los porcentajes variables de forasteros en los corregimientos -unidad de análisis más pequeña que las de Comblit- no logran predecir que regiones y subregiones serranas apoyaron la gran insurrección (véase Mórner 1978:118; Gol te 1980:182-83, mapas 5 ,27)9. Pero el uso délas variables espaciales para probar las causas aparentes y explicar la amplitud geográfica de la revolu­ción de Túpac Amaru ha dejado una fuerte huella metodológica en trabajos recientes (Mórner 1978: 91, 110-112, 128, 155; Golte 1980; Flores G. 1976b: 275, 278, 285-295; 1981: 262; Mórner y Trcllcs, capítulo 3 en este volumen).

En realidad, el estudio reciente más ambicioso sobre las causas y amplitud de la insurrección general, hace un uso extenso y refinado del método espacial*. En un estudio detallado de población, economía y rebelión en el S.XVIII, Jürgen Col- te (1980) trata de demostrar el papel clave del reparto de mercancías (distribución forzada de bienes) en la insurrección de Túpac Amaru. Los repartos, manejados por corregidores que actuaban como comerciantes monopolicéis en sus distritos, fueron el mecanismo clásico de extracción de excedentes en los Andes durante el S.XVIII (véase Tord N. 1974; Lohmann V. 1957; 126-31; Moreno C. 1977; Larson y Wasserstrom 1983; Montero 1742: 45-47; Feyjoó 1778: 338-40). La burguesía

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* Este comentario se escribió originalmente en 1984, antes de la publicación igualmente ambiciosa de O'Phelan 1985.

8. Sobre los orígenes e importancia de los forasteros véase Sánchez-Albornoz 1978; Larson 1979: 197-204; 215-226; Wightman 1983; Stcrn 1982; 126-127,154-155,173-174.

9. Cornblit también puede ser criticado por su aceptación más bien acrítica de los estereotipos contemporáneos sobre los forasteros, y por basarse en teorías sobre la conducta de masas y multitudes por parte de marginales no integrados, que resultan cuando menos altamente cuestiona­bles. Sobre este último punto, véase por ejemplo Rudé 1964; Perlman 1976. Entre las investigaciones sugerentes sobre las relaciones sociales de los forasteros se incluyen Larson 1979; Wightman 1983.

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comercial limeña y sus agentes, los corregidores locales, se basaron crecí entórnen­te en los repartos para expandir artificialmente el mercado interno y drenar simultáneamente mercancías y tiempo de trabajo de "consumidores" indígenas endeudados. La Corona legalizó los repartos en 1754, y estableció un arancel de cuotas -permitidas y por tanto sujetas a tasación- en cada corregimiento. De acuerdo a Golte, la intensificación de los repartos, que según el se triplicaron a partir de la mitad del siglo, los convirtió en algo más que un método para extraer un gran "excedente" del campesinado indígena, y de expropiar los ingresos de algunos kurakas, mestizos, pequeños comerciantes y hacendados que conforma­ban las reducidas burguesías provincianas. Durante las décadas de 1760 y 1770, los repartos, en conjunción con la política impositiva de los Borbones y varias variables secundarias (pp. 151 -53), crearon una coyuntura en la cual maduraban las condiciones favorables para una revuelta multiétnica, dirigida porlos kurakas andinos. En conclusión, "las actitudes de la población, especialmente indígena, frente a la sublevación general (de 1780-82), se explican a partir de sus posibili­dades económicas para satisfacer las exigencias de los corregidores" (p. 182).

Para demostrároste punto, Golte se enfrasca en un estudio espacial ingenioso pero defectuoso sobre el impacto destructivo de los repartos en las poblaciones indígenas en vísperas de la rebelión de Túpac Amaru ,0. Calculando distrito por distrito la carga per cápita del reparto, y el ingreso per cápita de los indios, Golte mapea las variaciones regionales en la capacidad estimada de los indios para soportar las cargas de tributos y repa rtos (pp. 100-114,176-183, mapas 27,28). Los resultados son impactantcs. El área en la cual la capacidad de pago excedía la carga por tributos y repartos por 20 pesos o menos (cayendo a veces a cifras negati vas, lo cual quiere decir que los indios no podían cumplir con las cargas por tributo y reparto) "coincide casi exactamente con las regiones sublevadas durante la rebelión deTúpac Amaru" (p. 178). El área donde la diferencia es igual o inferior a 35 pesos "coincide con el área de expansión de la sublevación general" (p. 179).

Algunas excepciones escapan a esta regla general, pero Golte las explica exitosamente dentro de los términos de su argumento. En los territorios del sur, tales anomalías ocurren porque algunas particularidades económicas significa­tivas descuidadas en su fórmula general de cálculo distorsionaban la capacidad per cápita de pago estimada para algunas provincias que, por tanto, dejan de ser anomalíascuando se corrige la distorsión de la fórmula general. La gran distancia 10

10. Los problemas técnicos en el estudio de Golte son lo suficientemente sustanciales como para requerir una reseña aparte para tratarlos ampliamente. La seriedad de estos problemas está indicada por el hecho de que dos bases estadísticas claves para su interpretación sean más bien hipótesis y problemáticas. Que los repartos se hayan supuestamente triplicado durante 1754-1780, es una tendencia que se encuentra más declarada que demostrada (Golte 1980: 117-118). Las evidencias citadas por Golte demuestran la preponderancia de abusos ilegales en el reparto, pero no una tendencia como la que él sugiere. Sin embargo, la supuesta triplicación de las cuotas legales de reparto es crucial en la fórmula que mide las exigencias que pesaban sobre los indios en varias provincias (ibid.: 177-78). Además, el cálculo de la capacidad de pago ("índice de producción") de las varias provincias descansa sobre datos de 1792 (ibid., 111-113, 177-178) que pueden o no reflejar variaciones regionales en la capacidad de pago durante las décadas previas a la explosión insurrec­cional de 1780. Anotemos a su favor, que Golte advierte con frecuencia al lector de los límites de las evidencias y de los procedimientos usados en su estudio pionero. Pero característicamente procede inmediatamente a ignorar sus propias advertencias y reservas.

LA ERA DE LA INSURRECCION 5 9

que separaba a la sierra norte del territorio insurrecto impidió que varias provincias norteñas, que de otra forma hubieran mostrado una fuerte propensión a rebelarse, se unieran a la revolución de Túpac Amaru. El aislamiento del norte se derivaba, en gran medida, de la comparativa estabilidad de la mayor parte de provincias de la sierra central durante la crisis de la década de 1780 (véase mapa 3 de este libro). De acuerdo a la fórmula de Gol te, los distritos centrales de Huanta, Angaraes, Jauja, Tarma y Huánuco, se hallaban singularmente dispuestos a no rebelarse. Su capacidad de pago excedía la carga de tributo-repartos por 35 a 249 pesos (p. 180); era por tanto lógico que no se hubieran unido a la insurrección de 1780-82, y que en ninguna excepto Huanta, se hubieran producido sublevaciones locales durante el período 1765-1779 (mapas 26,27). En dos provincias centrales, Huarochirí y Yauyos, estallaron revueltas en nombre de la causa tupacamarista en 1783. Pero éstas parecerían confirmar la interpretación de Golte, ya que la capacidad de pago en Huarochirí y Yauyos excedía la carga de reparto-tributo en sólo 21 y 20 pesos respectivamente (véase cuadro 2.1)

CUADRO 2.1.

Propensión a estabilidad o rebelión en la sierra central de acuerdo al modelo de Golte.

Distritos de la sierra central

Excedentes de capacidad de pago por sobre la carga reparto-tributo

Huánuco 249Tarma 212Huanta 178Jauja 94Angaraes 55Canta 29Huarochirí 21Yauyos 20

Fuente: Golte 1980.180.

Para resumir el complejo argumento de Golte: el reparto, instrumento central del proyecto económico de la burguesía comercial limeña, desató en diferentes regiones grados variables de destrucción y conflicto que llevaron, en el territorio sureño más intensamente saqueado, a una insurrección multiétnica pero con predominancia indígena.

La perspectiva espacial abierta por Cornblit y refinada considerablemente por Golte, ha adquirido importancia fundamental para los estudiosos de las insurrecciones andinas del S.XVIII. Es por esa misma razón que la marginadón de Juan Santos Atahualpa de los estudios serios de la insurrección serrana resulta espedalmente desafortunada. En la medida en que continuemos considerando el movimiento de Juan Santos principalmente como un episodio fronterizo sin

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mayores implicaciones para la historia serrana, continuaremos concentrándonos en explicar porque la sierra sur explotó mientras que la sierra central permaneció dormida. Pero un estudio cuidadoso de nuevas y viejas fuentes, levanta preocu­pantes interrogantes sobre los supuestos que se encuentran tras esta línea de investigación. Es que, como veremos: (1) El activo insurreccional de un Inca-rey mesiánico tal como Juan Santos Atahualpa, fue mucho mayor en la sierra central de lo que usualmente se reconoce; (2) Violencia y rebeliones indígenas sí estalla­ron en la sierra central durante la era de Túpac Amaru II, aunque no se expandieron tcrritorialmente ni se "engancharon" con la insurrección sureña; y (3) Si las revueltas de la sierra central en la década de 1780 no desembocaron en una insurrección en gran escala fue menos por el bienestar reía ti vo o la aquiescen­cia de la población regional, que por la insólita fortaleza del aparato militar represivo en la sierra central. Estos hallazgos deberían, creo yo, replantear nuestra interpretación de la Era de la Insurrección Andina. Pero antes de seguir adelante con nuestra historia, demos una mirada detenida al movimiento condu­cido por Juan Santos Atahualpa.

U n In ca R ey am enaza la sierra, 1742-1752

Cuando Juan Santos Atahualpa "Apu-Inca"aparecióenla montaña central en mayo de 1742, proclamó el comienzo de una nueva era (véase para lo siguiente, Loayza 1942:1-7; Amich 1771:180-181). Juan Santos, un serrano descendiente del asesinado Inca Atahualpa, llegaba para reclamar su reino ancestral y sus vasallos. El nuevo Inca Rey, educado por los jesuítas, y enviado por Dios para enderezar el mundo, dividía a éste en tres reinos soberanos: España para los españoles, Africa para los africanos, y América para "sus hijos los indios y mestizos" (Amich 1771:182).'1 El nuevo orden liberaría a los indios de sus opresiones y traería pros­peridad a los vasallos americanos del Inca. El cataclismo comenzaría en la selva,

11. Esto no quiere decir que Juan Santos no era consciente de la existencia de otros pueblos europeos, tales como los ingleses, con los cuales afirmaba haber establecido una alianza política (Loayza 1942:2; Izaguirrc 1922-29:2:116). Los datos básicos disponibles sobre la biografía personal do Juan Santos se repiten en casi todas las fuentes disponibles, pero muchos de los detalles desu vida antes de 1742 permanecen oscuros o no confirmados (el de Juaniz 1960 es un recuento fantasioso). Juan Santos tenía apariencia mestiza (véase Lchnertz s.f.: cap. 6,18-20) a pesar de su identificación con la sociedad indígena y la nobleza incaica. Podría haber nacido en Cajamarca (Loayza 1942: 29), probablemente fue educado por los jesuítas en el Cusco, en la escuela para los hijos de curacas y nobles nativos, y afirmó inicialmente que los jesuítas podían ir a enseñar a su reino selvático (ibid.: 4). Contemporáneos suyos afirmaban que había hecho un intento de organizar una alianza insurrec­cional entre curacas alrededor de 1730 o 1731 (véase Várese 1973:179; AGN1752:44r), y sus críticos afirmaban que era un criminal fugitivo, que había asesinado a un jesuíta durante el virreianto de Castclfuerte (1724-1736) y había escapado posteriormente de prisión. Várese (1973:177-178) critica inteligentemente la historia de asesinato y prisión basándose en el análisis minucioso de las fuentes, que se hallaban disponibles mientras realizaba su investigación. Sin embargo, un documento fechado en 1752 corrobora la historia de la prisión, aunque deja sin resolver el problema del asesinato. Se refiere de una manera directa a los archivos del corregidor local sobre un apresamiento anteriorde Juan Santos Atahualpa por el virrey Castelfuerte y su exilio a "La Piedra", una isla-prisión cerca del Callao. Pero vincula la prisión a la subversión política dejuan Santos Atahualpa y no menciona el asesinato de un jesuíta (véase AGN 1753: 47; sobre "La Piedra" como isla-prisión, véase Armen- daris 1725). Este hallazgo documental sobre su anterior prisión y fuga, añade sentido a la afirmaciónde Juan Santos Atahualpa en 1742, de que "su casa se llama Piedra" (Loayza, 1942: 2).

se extendería a la sierra y culminaría con la coronación del nuevo Inca Rey en la propia Lima. En pocos días, mensaje y mensajeros alejaron a indios de las misiones y los pueblos coloniales formados a principios del S. XVIII. Se inició así un retroceso de la penetración franciscana y comercial que colocó por más de un siglo la mayor parte de las tierras bajas subtropicales al margen de los territorios de colonización.11 12

La historia militar de esta reconquista indígena es bien conocida (véase Várese 1973:190-204; Castro A. 1973; Loayza 1942; Amich 1771:179-206; Izaguirrc 1922-29: 2: 107-164, 291-96), y aquí sólo necesitamos revisar sus rasgos más generales. Las autoridades, usando tanto soldados profesionales enviados del Callao (principal centro militar del virreinato) como milicias locales reclutadas en los distritos serranos de Tarma y Jauja, emprendieron expediciones militares de envergadura en 1742,1743,1746 y 1750. Todas fracasaron. El golpe más contun­dente fue tal vez el que recibieron en 1746. Un nuevo virrey, José Antonio Manso de Velasco, Conde de Superunda (1745-1978), veterano de las guerras de indios de Chile (Campbell 1978:11), envió contra Juan Santos Atahualpa a un nuevo jefe militar, el general José de Llamas, a la cabeza de una fuerza de 850 hombres. Llamas, el militar más prestigioso del Perú, había comandado las 12 mil tropas movilizadas para defender la costa en la reciente guerra imperial contra Inglate­rra. Pero Llamas no pudo obrar milagros contra Juan Santos Atahualpa. Como de costumbre, los sobrevivientes de la expedición regresaron a la sierra exhaustos, frustrados y desmoralizados.

Durante esos años se advierte un ciclo recurrente en las actitudes militares de las autoridades virreinales y los comandantes locales (véase especialmente Izaguirrc 1922-29: 2: 129; 133-134; Loayza 1942: 57-67, 11-114, 120-23, 233-234; Fuentes 1859:3:382-383; 4:102-105). Invariablemente, al principio tales funciona­rios expresaban menosprecio hacia los arrogantes "sal va jes" de la sel va, y confian­za en que el poder militar colonial prevalecería rápidamente. El aire'de desdén daba luego paso a la desmoralización y a un respeto otorgado a regañadientes. Finalmente, se replegaban hacia una estrategia defensiva de contención destina­da a aislar la sierra de los rebeldes. A estas alturas, el desprecio por los rebeldes; cuando se expresaba, se centra en su "cobarde" negativa a enfrentar a las tropas coloniales en batalla frontal en la sierra.

Hacia 1750, cuando la reconquista indígena de la selva era completa, Tarma y Jauja se habían convertido en una suerte de campamento militar. Cinco compañías de infantería y caballería entrenadas, apoyadas por milicias locales, ocupaban varios fuertes en la sierra y a lo largo de la frontera con la selva. Una patrulla móvil de vigilancia se encargaba especialmente de interceptar los contactos entre la sierra y la selva. Además, aún cuando algún civil compraba el título de corregidor de Tarma o Jauja en España, el virrey cubría estos cargos de corregidor con militares profesionales (Moreno C. 1977:140-41).13 Los coloniales

12. Sobre el reverso de la penetración colonial en la frontera y sus consecuencias de larga duración, véase Mallon 1983: 48-49, 59; Ortiz 1975-76: 1: 143; Mercurio Peruano 1791-94: 4: 28-29 [enero, 12,17921; Bueno 1764-79:46-47.

13. La cobertura de los puestos de corregidor con funcionarios militares fue parte de una tendencia política más general, pero más acentuada en los distritos considerados más peligrosos (véase Moreno 1977: 159-165; 140-141).

LA RRA DE LA INSURRECCION

STEV E STERN

no podían al menos impedirle amenazar el corazón serrano. (Sobre la militariza­ción de Tarma y Jauja entre las décadas de 1740 y 1780, véase Várese 1973:190- 204; Campbell 1978:11-13,17,38-39,83-84; Mendiburu 1874-90:5:106,140-41; 8: 273; Loayza 1942: 13, 57-58, 66-667, 11-14; Amich 1771: 190-191, 197, 202-203; Fuentes 1859:4:104-105; Moreno C. 1983:60-61, mapa éntrelas pp. 390-391,420, 447; Bueno 1764-79:47 Amat 1776:306-307 392-394,399; Ruiz L. 1777-88; 1:92; 2: figura 12.)

El problema central, para los con temporáneos del S.XVIII y para nosotros, era si el mensaje mesiánico de Juan Santos Atahualpa podía ganar apoyo en la sierra. Y como hemos visto, es precisamente sobre este punto que nos confrontamos con una historiografía no sistemática, evidencias inadecuadas y el fracaso innegable de los pueblos de la sierra central en llevar adelante una insurrección. Revisemos en primer lugar la evidencia sobre apoyo serrano, real o potencial, a Juan Santos Atahualpa, para luego explicar el aparente adormecimiento político de Jauja y Tarma. Parte de la evidencia sobre lasactitudcs y conductas serranas se encuentra disponible en fuentes conocidas pero a veces obscuras; otras evidencias provie­nen de expedientes criminales hasta el momento no utilizados, en contra de supuestos espías y agentes de Juan Santos Atahualpa.'4

Juan Santos dirigió un movimiento multiétnico y multiracial compuesto en parte por serranosque vivían en la selva central. Durante siglos, tanto por razones económicas como políticas, la montaña central limítrofecon Huanta, Jauja, Tarma y Huánuco había sido testigo de contactos considerables entre poblaciones serranas y selváticas. Para las poblaciones serranas, el comercio y la colonización en la montaña central proporcionaba acceso a coca, frutas, madera, sal, algodón y otros recursos valiosos (Murra 1975: 62-71; Várese 1973:115-117; Lchncrtz s.f.: cap. 2,10-12; Chirif y Mora 1980:230-231). Cuando los Incas ocuparon la ceja de selva, la selva baja pasó a servir como "zona de refugio" para serranos disidentes (Chirif y Mora 1980:232). La colonización española intensificó la mezcla sierra- selva. Por un lado, misioneros y terratenientes llevaron consigo sirvientes y trabajadores serranos a las misiones y haciendas de la selva central. Estos serranos, predominante pero no exclusivamente indios, conformaban significa­tivos bolsones demográficos a principios del S.XVIII (Lehnertz s.f.: cap. 3,15-19; Ortiz 1975-75:1:132). Por otro lado, ios límites de la colonización convirtieron a la selva central en una importante "zona de refugio" para disidentes indios, negros y castas que escapaban a las opresivas condiciones de vida de la sierra'5. Fuentes de los siglos XVII y XVIII confirman repetidas vcccsque habitaba la selva central una población mixta de indígenas selváticos y de emigrados serranos que con sus descendientes probablemente sumaban varios miles (véase Lehnertz s.f.: cap 2,24-26, cap. 3,33-34; Fuentes 1859:3:141; Izaguirre 1922-29:2:294-295; 7:232,

14. Después de haberme encontrado con estos casos criminales, descubrí que uno había sido citado en el panorama del Perú colonial tardío por Tord y Lazo (1980:307-308), y otro en la visión general de la experiencia femenina por Prieto de Zegarra (1981:1:378-380). Estos autores no analizan, sin embargo, las implicancias de estos documentos para la historiografía de la insurrección.

15. Este patrón de huídaa la frontera selvática sonará familiar a los historiadores de la esclavitudafroamericana, para quienes la fuga de "cimarrones" rebeldes a zonas de fron lera interior es un tópico de gran importancia (véase Price 1979).

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325; Ortiz 1975-76:1:127-129; Juan y Ulloa 1826: 250; Moreno C. 1977: 236-237; Várese 1973:188).

Por consiguiente, en la propia frontera selvática la clientela potencial de Juan Santos incluía un número considerable de serranos desafectos, cuyos contactos y conocimientos de la sierra magnificaban la amenaza insurrecional del movimien­to. Las au toridades tenían buenas razones para temer la habilidad de Juan Santos para organizar una red de espías y propagandistas en la sierra (véase Loayza 1942: 27-28; Eguiguren 1959: 1: 319; Amich 1771: 188). Más aún, la dimensión mesiánica y las proezas militares del movimiento expandieron aún más su composición serrana en la sel va. Cientos de serranos huían para unirse al Inca Rey (véase Amich 1771: 189), y los rebeldes incursionaban en la sierra en busca de reclutas adicionales (AGN 1752:15v, 19v, 20r, 22v; Loayza 1942:156, 207). Una sucesión de rituales ponían a tales prisioneros directamente en presencia del Inca Rey, y si resultaban exitosos, integraban a los nuevos "hijos" del Inca en los trabajos, celebraciones y vida religiosa de la nueva sociedad (AGN 1752:14v-24r; Loayza 1942:207). El reino selvático de Juan Santos Atahualpa parecía funcionar como una gran confederación de pueblos y de jefes. Un conjunto de pueblos vivían normalmente separados del campamento del Inca, de acuerdo a su vida selvática previa, pero podía ser movilizado, coordinado y reunido cuando era necesario. Otro conjunto de pueblos y de jefes, de impronta más serrana y de creación más reciente, parecía vivir bajo la influencia más inmediata del Inca (AGN 1752: 15v-16v, 19-20, 22r-24r).14 15 16 Sólo los seguidores mestizos sumaban probablemente varios centenares (Lehnertz s.f.: cap. 6, n. 43).

La composición social de las fuerzas militares rebeldes confirmaba la presen­cia de una significativa minoría serrana en el movimiento. Los informes que tenemos disponibles no permiten un cálculo preciso, pero dan la impresión de que una fuerza de combate de 400 a 500 guerrilleros podía incluir hasta 100 serranos (véase por ejemplo, los informes de 1743 y 1752 en Loayza 1942:27-28, 37-38,43,44: AGN 1752:20v). Ya en 1743, la cantidad de seguidores serranos de Juan Santos justificó la organización de una unidad separada de combate de alrededor de 50 mujeres serranas, capitaneadas poruña tal "Doña Ana", zamba de Tarma (Loayza 1942:28). Tal como en las comunidades de esclavos fugitivos del Brasil e hispanoamérica, los hombres fugitivos deben haber sobrepasado consi­derablemente en número a las mujeres (véase Price 1971:18-19: AGN 1752: 20r "composición por sexo de los prisioneros reclutas capturados").

¿Pero qué de la sierra misma? Se podría, después de todo, argumentar que el movimiento de Juan Santos drenaba de la sierra precisamente a los individuos más inquietos y desafiantes. Si desviamos nuestra atención de los seguidores serranos del Inca en la montaña, ¿encontramos evidencia sustancial de un apoyo latente entre los serranos que permanecían en la sierra central? Cinco hilos de evidencias sugieren que el mesianismo y las hazañas de Juan Santos ejercieron

16. Este interpretación de la organización e influencia política de Juan Santos Atahualpa está más en la línea de Várese (1973), que de Lehnertz (s.f.) A pesar del valor de la evidencia en AGN 1752, mis comentarios siguen siendo algo especulativos. Se necesita más investigación para corroborar o modificar la interpretación que aquí se sugiere.

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considerable atracción en la sierra, y que en ciertas circunstancias, tal simpatía podía conducir a un apoyo más activo.

Concentrémonos primero en los indios serranos reclutados para servir en las expediciones coloniales. Forzadosa jugar un papel activocn el conflicto, al menos algunos se encontraron demasiado inquietos para cumplir las tareas a las que habían sido asignados. En por lo menos dos ocasiones, estas tensiones llevaron a los serranos a cambiar de bando. La expedición de 1743 contra Juan Santos Atahualpa requirió los servicios de arrieros indios de Huarochirí para transpor­tar alimentos, municiones y otros pertrechos. Probablemente, las autoridades utilizaron arrieros de esa zona para evitar la traición de arrieros de Tarma y Jauja, distritos serranos inmediatamente adyacentes a la insurreción. (Sobre la existen­cia de arrieros en Tarma-Jauja, véase Ruiz L. 1777-88:1:84). Si ese fue el caso, la precaución no valió de nada. Después de la celebración de una misa el 17 de octubre, los españoles regresaron al campo sólo para descubrir que todo el con tingente de arrieros había huido (Loay za 1942:22). El comandante de la fuerza organizó una nueva recua de muías, pero las deserciones de arrieros continuaron plagando la expedición (ibid.: 40).

Una traición similar prefiguró la masacre de un pequeño grupo de españoles en 1747. El fracaso de la campaña militar de 1746 había dado nuevos ímpetus a los esfuerzos franciscanos para pacificar la montaña a través de la persecusión cristiana en vez de la violencia (ibid.: 121-122: Ort iz 1969:1: Apéndice, documento 5). Una misión franciscana trató de convertir a los indios de Acón, zona cocalcra de la montaña, al sur del corazón del área de influencia de Juan Santos Atahualpa. Los ind ígenas déla región sabían de J ua n Santos por lo menos desde 1743, cuando mataron también a un hacendado-sacerdote local (Izaguirre 1922-29:2:295,294). Se decía en 1747 que ellos mismos habían ped ido paz y misioneros cristianos. Tres franciscanos, acompañados por diez soldados españoles y veinte portadores in­dígenas, dejaron la sierra de Huanta a mediados de marzo de 1747. Dos semanas más tarde, los indios serranos huyeron en la oscuridad de la noche. A la mañana siguiente, una masa de indios selváticos, que incluía posiblemente fugitivos serranos acul turados, rodeó a los españoles y los mató bajo una "lluvia de flechas" (Amich 1771: 199; Izaguirrc 1922-29: 2: 143-144, 291-296).'7 Alfonso de Santa, corregidor de Tarma, concluyó en 1747 que la dudosa lealtad de los cargadores indios debilitaría siempre las incursiones a la selva (Loayza 1942:122).

Podemos obtener una segunda pista sobre las simpatías serranas preguntán­donos cómo respondían los indios serranos a los mensajes y las incursiones militares del libertador Inca recientemente proclamado. Las fuerzas rebeldes realizaron varias incursiones en territorios serranos durante los años 1742-43: las más audaces penetraron los suficiente como para poner en peligro sus propias líneas de repliegue hacia la selva.18 Para exponerse de tal modo, las bandas

17. Uno de tos veinte cargadores permaneció fiel a los españoles y después de ser testigo del episodio regresó a 1 iuanta, convirtiéndose en la fuente de nuestro conocimiento sobre la traición de los cargadores y el destino de los españoles.

18. Para referencias sobre una incursión que llegó tan lejos como Canta, un distrito serrano en la vertiente occidental de las Andes, véase Bueno (1764-79: 139) y Mendiburu (1874-90: 5: 272). Incluso si estas referencias son algo exageradas, implican una expedición que penetra profundamen­te en la sierra poniendo en peligro sus líneas de repliegue hada la selva. En años posteriores, la militarizadón de la sierra central impidió incursiones tan profundas.

LA ERA DE LA INSURRECCION

guerrilleras -a la manera de los "bandoleros sociales" de Hobsbawm (1965:16)- requerían contar con un cierto nivel mínimo de simpatía difusa. En 1743, Juan Santos Atahualpa inició un serio esfuerzo para revertir la penetración colonial en la frontera selvática. El 1 de agosto, a la cabeza de2 mil seguidores ocupó la misión de Quimiri. Pronto mandaron decir al vecino valle de Chanchamayo que el fraile Lorenzo Núñcz debería omitir su habitual visita dominical a Quimiri. Las hacien­das de Chanchamayo, una zona subtropical en las laderas orientales de Tarma, reclutaban mano de obra de la sierra de Tarma más que de la selva (Ortiz 1975- 76:1:132). Núñez envió a Quimiri dos mensajeros, uno de ellos indígena. Juan Santos Atahualpa se entrevistó con el indio, rehusó levantar la prohibición a las visitas dominicales con un importante mensaje para los indios serranos, "...con la voz que se esparció de que el inca no quería mal a los serranos, tuvieron los indios de Chanchamayo aquella noche grandes festejos, bailes y borracheras, celebran­do como los Chunchos la venida de su inca, cantando en su idioma que beberían chicha en la calavera del padre..." (Amich 1771:189:189: cf. Izaguirrc 1922-29:2: 128-130). Al romper el alba del lunes 5 de agosto, una gran fuerza de indios selváticos se concentró a orillas del río Chanchamayo y avanzó triunfante sobre las haciendas de la zona. Núñez y compañía huyeron hacia la sierra (Amich 1771: 189). Las alarmantes noticias acerca de la simpatía serrana por los insurgentes fueron las que en realidad decidieron a las autoridades limeñas a enviar más tropas y armas a Tarma y Jauja en 1743, y a emprender las desastrosas campañas militares de octubre-noviembre (Juan y Ulloa 1826:183-185; Loayza 1942:57-58).

Numerosos indios serranos podían recibir con beneplácito las triunfantes conquistas de un autoproclamado liberador Inca, y algunos podían fugar para unirse al Inca en la montaña. Pero en ausencia de una expedición triunfante conducida por el Inca, ¿se atreverían los serranos a desafiar la estructura de poder colonial en la propia sierra, donde las líneas de autoridad y control social se encontraban profundamente atrincheradas? La fuga de una pequeña minoría a la montaña y la simpatía difusa pero pasiva entre la mayoría que quedaba atrás, por ellas mismas, dicen poco acerca del potencial insurreccional del movimiento de Juan Santos en la sierra. En ausencia de evidencia conflictiva, la aparente tranquilidad de la vida política en la sierra central justificaría la tendencia historiográfica a marginar el movimiento selvátivo como una insurrección de frontera.

Debemos, por tanto, valorar una tercera área de evidencias que ha sido poco comprendida: el grado en el cual, hacia mediados del S.XVIII, las autoridades coloniales en la sierra central enfrentaron una genuina amenaza de movilización violenta por parte de una población rebelde. Una de tales amenazas -en la sierra de Huarochirí, en las alturas de Lima- ya se conoce bien” . Los indios de Huarochirí se ganaron una reputación de violenta rebeldía en el S.XVIII (véase Loayza 1942: 169: Cangas 1780: 316; Relaciones 1867-72: 3: 168: Carrió de la Vandera 1782:47-48). Revueltas estallaron en 1750, hacia 1758 y en 1783, y las tres

19. Para relatos históricos de las revueltas de 1750 y 1783 en Huarochirí, véase Mendiburu 1874- 90:5:172-173,2:252; Valega 1939:89; Valega 1940-43:1:59-60; Rowe 1954:45-47; Spalding 1984: cap.9. La revuelta de 1758 permanece más oscura, pero una descripción breve se encuentra en Carrió (1782: 47-48).

sobrepasaron las tensiones puramente locales. Las dos primeras estuvieron relacionadas con conspiraciones para destruir el dominio español en la propia Lima; la rebelión de 1783 levantó tardíamente las banderas de Túpac Amaru II. La revuelta de 1750 estalló con posterioridad a una redada de conspiradores indígenas en Lima. Los rebeldes conspiradores, inspirados parcialmente en una profecía que anunciaba la restauración de la soberanía indígena para 1750 (Loayza 1942: 165), planeaba una insurrección general para devolver el Perú indígena a sus dueños legítimos. Durante los dos años de planificación, los conspiradores buscaron contacto con Juan Santos Atahualpa, y algunos se inclinaron por nombrarlo como nuevo Inca Rey (Fuentes 1859:4:97; Loayza 1942: 166,172). Es igualmente importante mencionar que cuando la violencia eclosio- nó en Huarochirí, los rebeldes aceptaron ansiosamente un mensaje inventado que les aseguraba que Juan Santos Atahualpa enviaría un ejército liberador de 4,000 guerrilleros desde Tarma (Spalding 1984: 287).

Huarochirí experimentó movilizaciones violentas y sus pobladores vieron a Incas salvadores tales como Juan Santos Atahualpa y Túpac Amaru II con interés considerablemente positivo. Pero colocada en el contexto más general de la sierra central, ¿es Huarochirí la proverbial excepción que confirma la regla? Después de todo, los historiadores han reconocido desde hace tiempo el historial de resis­tencia violenta de Huarochirí sin concluir que la sierra central representara una importante amenaza insurreccional20. La ubicación de Huarochirí, cerca a Lima y a la costa del Pacífico, le otorgaba a su vida política un perfil especial pero la convertía también en una zona excepcionalmente vulnerable a la represión militar21. Una vez que regresamos al corazón profundo de la sierra central, ¿acaso no encontramos un potencial insurreccional muy reducido? En tanto Tarma, Jauja y Huanta, los distritos serranos que descendían directamente hacia la selva central permanecieran pacíficos e indiferentes, el poder colonial tenía poco que temer.

Pero tal como al calor de la acción las autoridades comprendieron demasiado bien, los distritos interiores de la sierra central no eran precisamente un oasis de paz ubicado entre la selva borrascosa por el Este y Huarochirí por el Oeste. Si bien necesitamos mayor exploración histórica para clarificar un panorama algo bru­moso, mi propia investigación y la de otros es ahora suficiente para demostrar la condición volátil de la escena política. Una amenaza genuina de movilización violenta se esbozaba en el período 1742-1752. En ciertos momentos, sólo la acción vigilante de agentes de la estructura de poder colonial mantuvo esas amenazas bajo control y restauró una intranquila paz social.

La evidencia en el caso de Huanta es la menos clara. Pero Lorenzo Huertas (1976: 89; 1978: 8, 10; comunicación personal, julio 1981) ha realizado ya dos

20. En el esquema de Golte, Huarochirí, Yauyos y Canta -distritos de la vertiente occidental andina en la sierra central- aparecen más parecidos al "sur" en su propensión a rebelarse (véase aiadro 2,1, p. 42; Golte 1980.180-181, mapas 27-28). Son los distritos interiores de la sierra central -Huánuco, Tarma, Jauja, Angares y Huanta- los que resultan cruciales para la interpretación de Golte, quien presenta la sierra central como una zona relativamente plácida.

21. Lima era un foco importante donde se expresaba el crecicn te malestar y la ambivalencia que frente el régimen colonial sentfan jefes y nobles andinos relativamente "aculturados . Los líderes indígenas de Huarochirí se sintieron atraídos por la vida social y cultural de la ciudad (véase Fuentes1859: 4: 98-99; Rowe 1954: csp. 42-47; Spalding 1984: esp. cap. 9)

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estimulantes hallazgos; una revuelta abierta en apoyo de Juan Santos Atahualpa, y una declaración de lealtad al nuevo Inca Rey por supuestos descendientes de los incas. En realidad, las investigaciones combinadas de Huertas, Patrique Husson (comunicaciones personales, 1977,1981), y Florencia Mallon (comunica­ción personal, 1981) demuestran una tradición de revueltas recurrentes en Huanta a lo largo de los siglos XVIII y XIX.

En Tarma, la evidencia de una simpatía secreta por Juan Santos Atahualpa, había alarmado a las autoridades ya en 1743. La fracasada campaña militar de octubre-noviembre (y recuérdese, aquí la deserción de los arrieros) no ayudó a tranquilizar a los nerviosos españoles. Al aproximarse la Semana Santa de 1744 (6-12 de abril), las tensiones se agudizaron hasta dibujar escenarios de pesadilla. Los españoles en la sierra -e incluso el virrey en Lima- parecían creer que las festividades proporcionarían a los indios la ocasión para desatar una insurrección masiva. El lunes santo, una oleada de ansiedad golpeó con fuerza en lugares tan distantes como Lima y Cusco. En Lima, el virrey indagó sobre una posible revuelta en Jauja, y sobre el estado de ánimo dé los indios en la región del Cusco (Moreno C. 1977: 171). En la ciudad-del Cusco, el corregidor reunió a los caciques de las parroquias de indios ya un misterioso extranjero, que se decía era inglés, quien llevaba consigo una lista con los nombres de varios caciques. El espanto amainó, pero no sin antes haber "alboro­tado la ciudad con junta de gente, cuerpo de guarda y otras prevenciones, por las voces que corrían del indio...alzado (Juan Santos Atahualpa) de las provin­cias orientales a esta ciudad" (Esquivel y Navía, ca. 1750: 2: 300).

En Tarma, sin embargo, el miedo no cedió. En vez de ello, estalló la violencia. Los defectos de nuestra fuentes oscurecen los detalles. Algunos documentos oficiales, tal vez para evitar la vergüenza o porque otros acontecimientos desta­caban más en los momentos en que fueron escritos22, omiten todo comentario o se refieren sólo oblicuamente a los acontecimientos de 1744. Otras exageran.

Cuando las nuevas de la revuelta llegaron al Cusco, el 16 de abril de 1744, las noticias magnificadas decían que los indios habían matado al corregidor de Tarma, Alfonso de Santa y Ortega. Decía la historia que aparentemente Santa había tratado de cobrar deudas que los indios le tenían de su anterior reparto a precios recargados. Santa trató de tomar prisioneros a aquellos que no pudieron o no quisieron pagarle, obligándolos a refugiarse en una iglesia. Más tarde, una turba habría matado a pedradas a Santa (ibid: 2 :3Ó1). Por su correspondencia de 1747 (Loayza 1942: 116-29), sabemos que en realidad Santa sobrevivió a la revuelta. Pero los otros detalles suenan verdaderos. Por lo común, los corregido­res aprovechaban las celebraciones mayores, que congregaban multitudes, como el momento apropiado para cobrar las deudas de los repartos, y disturbios locales estallaban con frecuencia en esos precisos momentos (Golte 1980:147-149). Du­rante un período anterior como Corregidor en Azángaro (Puno), Santa había

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22. Los funcionarios que redactaban informes a sus superiores, especialmente ios virreyes que hacían un recuento de su mandato al terminar sus períodos, se hallaban tentados de minimizar los peligros inminentes o los conflictos irresueltos, con el fin de demostrar su competencia. Un ejemplo instructivo es el informe del virrey Guirior en vísperas de la insurrección de Túpac Amaru Relaciones 1867-72:3: 39-54, esp. 40-41,43).

provocado una importante revuelta indígena, probablemente por la manera en la cual había manejado el reparto (Véase Esquivel y Navía ca. 1750: 2: 295, 261; Zudaire 1979:258; Loayza 1942:123-124). Varias fuentes contemporáneas confir­man independientemente que el reparto producía un fuerte sentimiento de agravio en el área Tarma-Jauja en la década de 1740 y que conflictos recurrentes durante el período 1744-45 destruyeron la autoridad de Santa como corregidor (Juan y Ulloa 1826:250; Loayza 1942:75,81; Fuentes 1859:4:102; Vallejo F. 2:301, 328-329).23 Los disturbios de 1744-45 se produjeron conjuntamente con evidencias de que los indios locales acogerían favorablemente una liberación dirigida por un Inca. Además, algunas evidencias sugieren que las autoridades coloniales descu­brieron una conspiración para organizar una insurreción en toda regla en la propia Tarma24. La amenaza de movilización violenta en la sierra era real, y exigía una respuesta.

Conocemos al menos tres medidas tomadas para restaurar una difícil paz social en la sierra central. En 1744, las autoridades virreinales excepturaron a Tarma de su cuota de mitayos para las minas de mercu; iodeHuancavelica(Zavala 1978-80:3; 52-53). El virrey Villagarcía (1736-1745) definió francamente la medida como "medio para su quietud". (Fuentes 1859:3:383)2S. La excepción permaneció en vigencia por lo menos hasta 1761 (Mendiburu 1874-90:5:179), y quizá hasta mucho después. Hasta 1772, por ejemplo, los indios de Tarma no eran presiona­dos para proporcionar una cuota de mitayos para las. importan tes minas de plata locales de Lauricocha (Zavala 1978-80: 3:59). Sospecho que lo mismo era válido para el caso de Huancavélica: en 1782 Tarma se encuentra conspicuamente ausente de la lista de distritos obligados a la mita en Huancavelica (Fisher 1977: 92). En 1745, el recién llegado virrey Supcrunda tomó dos medidas adicionales. Primero, el corregidor de Tarma, como un capataz al cual se le acabó su período útil en una plantación de esclavos, tenía que ser reemplazado. Rápidamente Supcrunda llamó a Lima al desgraciado Santa (Loayza 1942: 75, 125; Esquivel Navía ca. 1750:2:239). Segundo, el Estado tenía que mostrar su habilidad y sus intenciones de acallar la disidencia. Supcrunda envío 100 tropas entrenadas y al más destacado general peruano, José de Llamas, para reemplazar a Santa. Así comenzó una concentración de fuerzas militares cuyo propósito explícito era intimidar a los serranos tanto como derrotar o aislar a Juan Santos Atahualpa (Loayza 1942: 75). Las tropas se acuertelarían no sólo en fuertes ubicados en el borde déla selva, sino también en los principales luga res de la sierra (véase Amich 1771:203; Ruiz L. 177-88:1:92:2: lámina 12; Amat 1776:399; Mendiburu 1874-90:

23. Como veremos más adelante, Santa fue relevado por la fuerza de sus obligadones, reinstalado más tarde y, en su segundo trabajo como corregidor, fue aparentemente menos capaz de reposar en el reparto como fuente sustancial de ingresos.

24. Eguiguren (1959: 319) se refiere al litigio contra Severino Yancapaucar, el organizador de una de tales conspiraciones en Tarma, y dice que la documentación abarca los años 1733-1774. Desafortunadamente, no proporciona detalles cruciales sobre la conspiración o su calendario. El fiscal fue un tal "Don Francisco", y sabemos que Don Francisco Obregón compró el puesto de corregidor de Tarma en 1749 (Moreno 1977: 94). Cualquiera que haya sido el cronograma preciso de los cargos iniciales levantados contra Yancapaucar, y la recolección de evidencias formales, es probable que hacia mediados de la década de 1740 corriera la voz dando cuenta de tales intentos organizativos.

25. En realidad, la supresión implicaba dejar de pagar el dinero que los indios de Tarma habían estado pagando en vez de enviar mitayos a las minas (Zavala 1978-80: 3:162).

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5:141; 8:273). Para 1760, más de la mitad de las 241 tropas fijas entrenadas, asig­nadas teóricamente al Batallón de Infantería del Callao, prestaban servicio en ; realidad enTarma y Jauja (Campbell 1976:36, esp. n.2: 1978:17). La combinación de tropas entrenadas y una milicia auxiliar ampliada (véase Campbell 1978:60- 63), ambas dirigidas por oficiales veteranos, no sólo fortaleció el aparato represi­vo del Estado en Tarma y Jauja sino que, como veremos más adelante, permitió a estos distritos, especialmente Tarma, servir como una plataforma desde donde se debelaban disturbios en otras provincias serranas.

Así, hacia mediados del S.XVIII, la sierra central no ofrecía un panorama muy diferente al de la explosiva política de la frontera selvícola. En este sentido, la vio­lencia en Huarochirí fue sólo una dramática manifestación local de una amenaza regional mucho más amplia. A lo largo de la década de 1740, los pueblos de la sie­rra central mostraron una erizada disponibilidad para montar violentos desafíos a la líneas de autoridad establecidas si se les provocaba o inspiraba adecuada­mente. Cuando luego del fracaso del General Llamas en derrotar a Juan Santos Atahualpa, Alfonso Santa fue reinstalado como corregidor de Tarma y coman­dante militar en 1747, evitó los costosos errores del pasado. Más sabio a partir de su amarga experiencia, Santa no puso demasiado a prueba su suerte en la ex­plotación de los repartos, y parece haber experimentado considerables dificulta­des financieras, en parte porque los repartos ya no le proporcionaban grandes in­gresos. En vez de ello, Santa centró sus esperanzas materiales en la posibilidad de que un exitoso final al caso Juan Santos Atahualpa le proporcionaría una jugosa recompensa déla Corona (véase Loayza 1942:116-129,esp. 118-119,123-124,128).

De esta forma, con buenas razones, las autoridades coloniales actuaron vigorosamente para asfixiar el potencial insurreccional de la sierra central y sellarla de mayores influencias sediciosas de Juan Santos y sus emisarios. Luego de la derrota de la rebelión huarochirana y la conspiración limeña de 1750, y con la mayor concentración de fuerzas en Tarma-Jauja (Várese 1973:199), la sierra central parecía protegida de la subversión.

Pero esto nos lleva a una cuarta área de evidencia: la respuesta de las poblaciones serranas ante la audaz invasión de Juan Santos Atahualpa en 1752. Para entonces, la división del control militar parecía clara. Los pueblos de la selva habían recobrado sus terri torios perd idos, pero las fuerzas coloniales gobernaban con autoridad en la sierra. En agosto, diez años después de su declaración de soberanía incaica sobre el Perú, Juan Santos Atahualpa buscó quebrar el control colonial sobre la sierra: invadiría la región de Comas (Jauja), establecería allí una cabecera de playa serrana, esperaría varios meses a que las provincias serranas se plegaran a su causa, y emprendería finalmente la conquista de la sierra y la toma de Lima (AGN 1752: 12r, 16v, 20v). Comas y sus anexos de Andamarca y Acobamba, se ubican en una zona serrana semiaislada al Este del valle del Mantaro, a lo largo del cual se aglomeran la mayoría de pueblos y del tráfico de Tarma-Jauja (Véase mapa 4; Amich 1771:31-32). En el S.XIX, guerrillas campesi­nas armadas durante la Guerra del Pacífico (1879-1883) establecieron y defendie­ron una "república campesina" independiente en la zona de Comas desde 1888 hasta 1902 (Mallon 1983:80-122, esp. 111-121; y Mallon cap. 9 en este volumen). Dentro del área de Comas, Andamarca era el último pueblo serrano en la ruta a la montaña de Jauja. Una topografía extrema haría que la transición de sierra a

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selva fuera abrupta y no gradual. Había que trepar primero para cruzar las punas frias y pantanosas de Andamarca antes de descolgarse bruscamente hacia la montaña subtropical (Amich 1771:32,36).

En este territorio difícil pero algo aislado, Juan Santos Atahualpa jugó sus cartas serranas. Las fuerzas rebeldes tomaron fácilmente Andamarca el 3 de agosto, pero el corregidor de Jauja desplegó rápidamente sus fuerzas para el contraataque. Advertido por un serrano convertido en espía, Juan Santos se replegó de Andamarca antes que arribaran las fuerzas coloniales (Loayza 1942: 183-205; Vallejo F. 1957: 285-86). La ocupación había durado sólo dos días completos. A primera vista, Juan Santos Atahualpa parecía haber obtenido otra victoria dramá tica: otra incursión guerrillera que eludía las fuerzas coloniales. En realidad, teniendo en cuenta las intenciones originales del Inca, la incursión marcó un punto de viraje decepcionante; el fracaso en establecer un territorio liberado permanente en la sierra. Como si aceptaran el status quo, ninguno de los dos bandos emprendió acciones militares contra el otro después de 1752.

El repliegue de Juan Santos Atahualpa de Andamarca subraya los formida­bles obstáculos para una insurrección serrana. Tales obstáculos adquieren aún mayor significación si, como ha sostenido Stcfano Várese (1973:183-85,203), Juan Santos Atahualpa esperaba inaugurar una nueva era sin recurrir a gran derrama­miento de sangre (cf. nota 29, más adelante).

Sin embargo, más importante para lo que aquí nos interesa, la invasión de 1752 demostró que la idea de una liberación conducida por el Inca ejercía todavía una poderosa atracción popular. La historiografía franciscana oscurece este punto al presentar la imagen de un impostor frustrado y vengativo, incapaz de encontrar seguidores serranos. Como sostiene Amich: "No pasó el tirano Juan Santos mucho tiempo en Andamarca, antes reconociendo que los serranos no estaban a su devoción, pues no le daban la obediencia, saquéo el pueblo, y le pegó fuego antes de retirarse..." (1771: 205-206; cf. Izaguirre 1922-29: 2: 163, 181-82). Pero tras una lectura cuidadosa, incluso las cartas y testimonios publicados por Loayza (1942: 183-231, esp. 204-205, 208, 215, 229) contradicen esta mitología. Cuando arriban Juan Santos y sus fuerzas, los preparativos de defensa organiza­dos por los "vecinos" respetables de Andamarca se derrumban. Sólo dos disparos fueron hechos antes de que una voz indígena gritara: "nuestro Inca es, vénganse para acá" (Loayza 1942: 208). Entonces Juan Santos ingresó pacíficamente, mar­chó hacia la plaza y aceptó el homenaje de sus nuevos vasallos. Tal como un horrorizado testigo recordó más tarde, los indios y mestizos que traicionaron la defensa de Andamarca, "le besaron manos y pies al Rebelde" (ibid.: 204). El incendio provocado por Juan Santos Atahualpa, lejos de aparecer como un estallido de frustración, parece haber tenido como objetivo casas y símbolos seleccionados, incluyendo la iglesia local (ibid.: 215).

Sin embargo, más reveladores que la colección documental de Loayza son los expedientes criminales contemporáneos en contra de supuestos agentes-espías de Juan Santos (AGN 1752). Porque es en estos registros, levantados inmediata­mente después de la invasión de agosto, que afloran el sentido de conmoción, urgencia y amenaza insurreccional. La herejía de la mayor parte de la población india y mestiza de Andamarca escandalizó y aterrorizó a los leales a la Corona.

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Igualmente importante, los seguidores y simpatizantes de Juan Santos Atahual- pa, no pudieron olvidar fácilmente los varios d ías dramáticos cuando un cataclis­mo transformador pareció posible e inminente. En breve, la vida no "volvió a la normalidad" luego de la partida de Juan Santos Atahualpa.

En medio de este estado de nervios, el 17 de agosto tres indios serranos pasaron por la zona de Comas preguntando por el paradero de su Inca Rey. Los tres eran cargadores de provisiones de Juan Santos, dejados atrás en la montaña durante la invasión de Andamarca. Perdidos, mal informados y ansiosos de encontrar al Inca en Andamarca, se tropezaron con tres mestizos fingieron simpatía y se ofrecieron como guías para llevar el trío a Andamarca, pero los condujeron en realidad a Comas, donde fueron inmediatamente encarcelados. Tres semanas después, el 9 de setiembre, los indios colgaban de la horca. Al día siguientes sus cabezas y miembros fueron distribuidos para su despliegue simbólico en postes ubicados "en los cilios y Paraxcs que parescan combatientes en estas fronteras y en los caminos de los pueblos de esta dicha provincia (Jauja) donde si rvan de cxcmplo y escarmiento" (AGN1752:41 v). El corregidor de Jauja, Marques de Casatorres, juzgó inicial mente a los tres por espionaje así como por traición. La rápida investigación demostró que los prisioneros eran cualquier cosa menos espías u organizadores de Juan Santos Atahualpa. Los testimonios más comprometedores los revelaban más bien como desventurados y desorien­tados súbditos del reino selvático del Inca, cuya desgracia fue extraviarse en el lugar erróneo y en el momento erróneo. Conforme se desarrollaron los procedi­mientos judiciales, las acusaciones de espionaje pasaron a un segundo plano (Véase ibid.: 26r-29r). Pero los cargos de devoción a Juan Santos Atahualpa persistieron. Esta traición era suficiente para merecer la pena capital, explicó el fiscal, "porque es constante que la tierra pide prompto exemplar, con demonstra- cion Notoria, en las partes que parescan conveniente con los cuerpos, o cavezas de los Reos, para que horrorisados, y atemorisados del castigo los yndios ,<asi como> los que no son <es decir, castas y blancos disidentes>, abandonen qualquier pensamiento que su mala inclinación les aya sugerido..." (ibid.: 28v) El corregidor estuvo de acuerdo, Julián Auqui, Blas Ibarra y Casimiro Lamberto fueron tres clásicos chivos expiatorios.

¿Porqué? La decisión de Casatorres no fue ligera, la tomó a sabiendas de que arriesgaba problemas con autoridades superiores. Un consejo legal le había advertido (ibid.: 41 r) que de acuerdo a las leyes coloniales, debería suspender temporalmente las sentencias de muerte mientras los expedientes se elevaban a la Real Audiencia de Lima para su aprobación. A principios de agosto, Casatorres si' había seguido el procedimiento normal: envió a Lima las acusaciones contra otros tres supuestos espías -dos indios y un mestizo- para las audiencias finales y la sentencia (Ibid.: 43r, 46v; AGN 1756: Ir, 5r-v). Los tres, especialmente el mestizo Joseph Campos, habían tenido una participación mucho más directa y amenazante en la invasión a Andamarca que las tres víctimas propiciatorias (véase AGN 1752:46v; AGN 1756; Loayza 1942: 204-205). Casatorres sabía que impulsar el juicio y ejecución sumaria de Auqui, Ibarra y Lamberto basándose en su sola autoridad lo enredaría en una disputa de jurisdicción con la Audiencia. ¿Por qué, entonces, Casatorres corrió esta vez abiertamente el riesgo? ¿Y porqué

lo hizo tratándose de subversivos más bien benignos, poco después de haber enviado como correspondía a rebeldes más peligrosos a Lima? El súbito viraje del Corregidor le costó una dura multa de 6 mil pesos (reducida más tarde a 4 mil), que consumieron por lo menos 9,600 varas del comercio de textiles del Corregidor en 1753 (AGN 1752: 43r-76v).26

Para entender la conducta del corregidor, debemos regresar a la turbulenta atmósfera de agosto-setiembre de 1752. El 12 de agosto, poco después de la invasión de Juan Santos Atahualpa, Casa torres aprendió su amarga lección: "Lo cierto es que esto tiene más hondas raíces... que el mayor enemigo es el interno de la Provincia, parcializado en lo secreto con el Rebelde; y si no se toman otras medidas y precauciones, seremos el blanco de los tiros, con peligro de todo el Reino..." (Loayza 1942: 210). La realidad pura y simple fue que los indios y mestizos de Andamarca y Acobamba habían reconocido la autoridad de Juan Santos Atahualpa, y que cómplices serranos habían facilitado la invasión del Inca y su posterior huida (AGN 1752:44r, 46r, 43v). Más aún, muchas personas asumían que Juan Santos regresaría pronto en una segunda invasión (Loayza 1942:209-10; AGN 1752:47v-48r). En estas circunstancias, la autoridad descansa­ba sobre bases precarias. Sin embargo, en los últimos días de agosto, Casatorres se sometió a las autoridades superiores al suspender las sentencias de muerte de tres supuestos espías, incluyendo el notorio Joseph Campos, y envió a los prisioneros y sus expedientes a Lima para un veredicto final. Pero este mismo hecho creó problemas. Al abstenerse de una demostración de fuerzas, Casatorres comenzó a hacer rápidamente jirones el ya delicado y gualdraposo tejido social: "...ya empesaban alterarse, con accidentes y nobcdicntes..." (AGN 1752: 48r; cf. 44v-45r, 48v). Más aún, durante tales incidentes el espíritu de Juan Santos Atahualpa se hizo sentir a través de voces espontáneas "prorrumpiendo en su ydioma <en quechua>, palabras encaminadas á Conjura y devoción al Rebelde" (Ibid.: 48r; cf. 44v). Ansioso por asfixiar esta oleada de insolencia indígena, y temeroso de que las continuas insubordinaciones pudieran desembocar en una fuga de prisioneros, Casatorres fue preso de pánico (véase Ibid.: 28v, 44v-45r, 48; cf. Loayza 1942:222,228,230). Súbitamente, los rumores e insolencia indígenas exigían que Auqui, Ibarra y Lamberto no siguieran el camino del anterior trío de prisioneros a Lima. Estos tenían que ser ejecutados: rápidamente y en la sierra central, no en Lima. La invasión de Andamarca no sólo había demostrado la ca­pacidad de convocatoria do Juan Santos Atahualpa entre los serranos. También perturbó el firme control que mantenían las autoridades coloniales sobre la sociedad de la sierra central. Casatorres tenía buenas razones para desafiar la autoridad de los jueces oidores de la Sala Criminal de la Real Audiencia de Lima. Más aún, las ejecuciones -conducidas con la pompa y la solemnidad apropiadas en un ritual sagrado- parecieron producir el efecto deseado: "se ha experimenta­do <posteriormente>... distinto respeto; Guardando silencio en un todo especial­mente los yndios." (AGN 1752: 45r).

Enfoquemos, finalmente, una quinta área de evidencia: los rumores popula­res luego de la invasión abortada de Andamarca. Después de 1752, Juan Santos

26. Para tener una idea de los textiles perdidos por la multa, considérese que la cantidad excedía la producción textil anual de los más grandes obrajes del S.XVII1 (Silva S. 1964:119-20)

7 4 STGVP. STF.RN

se abstuvo de conflictos militares y apariciones en la sierra. Convertido en una presencia "invisible", Juan Santos se desvaneció gradualmente del escenario serrano. Por un tiempo, sin embargo, los rumores mantuvieron vivo el sueño de una liberación conducida por un Inca. En 1753 en la sierra de Cajamarca, zona norteña de frecuentes rebeliones locales hacia mediados y fines del S.XVIII (O'Phelan 1978; Espinoza S.1971,1960; Golte 1980:139-153, esp. 151-152), corrió la voz de una liberación inminente. Tanto indios como no indios murmuraban acerca de una insurrección general indígena planificada desde 1750 (año de la conspiración en Lima-Huarochirí). En julio, los indios discutían un supuesto acuerdo entre las élites indias disidentes para liberar la sociedad nativa del dominio español en seis meses. La a tención se centró en un viajero misterioso, que sedecía era emisario de Juan Santos Atahualpa. "Capa Blanca", como era llamado el hombre blanco canoso que vagaba hacia el norte desde la sierra central, supues­tamente distribuía cartas de asentimiento dando los toques finales a los planes para una insurreción general que sería conducida por Juan Santos. La conmoción provocó una redada general de sospechosos, y el exilio de "Capa Blanca" a Lima por cinco años (AGN 1753). Tres años después, en 1756, Joseph Campos, quien había escapado de su anterior prisión en Lima, reapareció en Andamarca. Para entonces, rumores que se difundían por la región de Jauja hablaban de comuni­caciones secretas entre indígenas serranos y Juan Santos Atahualpa (AGN 1756: lOv). Varios disturbios estallaron en realidad en Jauja y Tarma en 1755,1756 y 1757 (O'Phelan 1985:119,124-125,127-130). Uno se pregunta si la agudización de las tensiones sociales inspiraba los rumores de una liberación inminente, o incluso si los rumores tuvieron que ver en el estallido de los disturbios. En cualquier caso, los rumores adquirieron mayor significación en un contexto de conflicto social y rebelión. En pocas palabras, las ansiosas autoridades de Jauja sopesaban la conveniencia de repetir el ejemplo de 1752 ejecutando a Campos. Otra macabra advertencia a la población podría impedir que "aquella sorda voz que corre en esta dicha Provincia" se convierte en algo más que rumores (AGN: lOv).

Juan Santos Atahualpa y la sierra central: un balance

Nuestro repaso detallado de las fuentes ha vuelto insostenible la marginali- zación de Juan Santos y de la sierra central de la historia más amplia de la agitación y las movilizaciones serranas. Los serranos constituyeron una minoría significativa entre los seguidores activos del Inca en la selva central, hecho que facilitó el desarrollo de una red de inteligencia y organización en la sierra. Allí mismo, las autoridades tuvieron queenfrentar la traición de arrierosy cargadores indios reclutados para servir en las expediciones coloniales. La respuesta de los indios de Tarma a las incursiones y mensajes de Juan Santos en 1742-1743 sugieren que esas deserciones eran sólo síntomas de una receptividad más difusa a los planes del Inca. Entre 1744 y 1750, disturbios en Tarma, Huanta y Huarochirí probaron que la sierra central constituía, por derecho propio un escenario de conflicto social, violencia y movilización indígena en contra de las autoridades establecidas. (Para el caso de Jauja, podemos confirmar disturbios en 1755-1756). En loscasosde Huanta y Huarochirí, sabemos también que los rebeldes apoyaban

LA EKA DE LA INSURRECCION 7 5

explíci tamenteaJuanSantos,oabrigaban laesperanzadequeél pudiera conducir un ejército liberador en su auxilio. En 1752, la bienvenida que indios y mestizos dispensaron a la invasión de Comas por Juan Santos, demostró que la idea de una redención conducida por el Inca tenía todavía importante asidero en la imagina­ción popular. Este atractivo resulta tanto más impresionante si tenemos en cuenta la previa militarización emprendida por las autoridades coloniales; una escalada que forzó a Juan Santos a replegarse hacia la selva. Después de 1752, el sueño de un resurgimiento Inca-andino reapareció en forma de rumores sobre conspira­ciones y comunicaciones secretas no sólo en Jauja sino también en Cajamarca.

Entre nuestras evidencias no hay ninguna "pistola humeante", ninguna insurrección serrana de importancia, ningún evento particular que por sí mismo pruebe que Juan Santos Atahualpa pudiera haber conducido una insurreciónde esa magnitud. Pero la totalidad de la evidencia señala con fuerza la amenaza de una insurrección importante. Hacia mediadosdel S.XVIII, lasinquietas poblacio­nes de la sierra central constituían prometedora clientela para una insurrección dirigida por un Inca. Incluso la sierra norte, en vista de su historia de rebelión y los rumoresde 1753, podría haber constituido un terreno fértil para tal movimien­to. Aún cuando exageradas, la palabras del fraile José de San Antonio (Loayza 1942:158) en vísperas de la revuelta dé Huarochirí en 1750, captan una verdad esencial: ...por verse libres de tantas tiranías, pensiones y cargas pesadísimas acompañadas de crueles violencias, se van muchos huyendo a los montes... Muchos de los referidos <es decir, indios, mestizos y blancos desposéidos> desean con ansias las <invasiones> del rebelde Atahualpa, y si este (lo que Dios no permita) saliera para Lima con doscientos indios flecheros, se pudiera temer... la sublevación general de los indios...". José de San Antonio, comisario de las misiones de la selva central, hablaba por experiencia propia.

La realidad de este fermento insurrecional explica una curiosa anomalía en las fuentes del S.XVIII. Después de la guerra civil de 1780-1782,y hasta el día de hoy, son las poblaciones "sureñas" -los aymara-hablantes de Puno y del altipla­no boliviano- las que han concitado la atención por su belicosidad y su historia de rebelión violenta. En la década de 1940, una descripción etnográfica de los pueblos aymaras vecinos al lago Titicaca se esforzaba por explicar y calificar su reputación particularmente violenta y desafiante (LaBarre 1948: 39-40). Un reciente libro de texto menciona la misma reputación "guerrera y agresiva" (Klein 1982:15; cf. Valle de Siles 1977:643,657). Pero si se regresa a las fuentes del S.XVIII anteriores al estallido de la rebelión deTúpac Amaru, se encuentra un "mapa" algo diferente de los agitadores connotados. Antes, eran los pueblos de Huarochirí, Tarma-Jauja y Azángaro (Puno) los que llamaban la atención de los españoles por su "temperamento" especialmente difícil y violento (véase Cangas 1780:310-335, esp. 315,316,335; Relaciones 1867-72:3: 56; Loayza 1942:169). Con excepción de Azángaro, los agitadores renombrados se encontraban en la sierra central27. En

7 6 STLVF. STF.KN

27. También vale la pena advertir, sin embargo, que la sierra central adquirió notoriedad después de 1742, el año en que Juan Santos Atahualpa inidó su insurrecdón. Para el "mapa" de los lugares problemáticos más destacados en 1742, véase Montero (1742: 31-31).

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estrictos términos económicos, Jauja se encontraba entre los distritos más lucra­tivos que un corregidor podía encontrar en el S.XVIII (véase Macera, en Carrió » 1782:20-21). Pero tal como anotó un observador, para realizar esas ganancias el corregidor tenía que sobreponerse a "algunas dificultades que ofrece el espíritu, y carácter de sus ha vi tantes" (Cangas 1780:315). Teniendo en cuenta la reputación de la sierra central, la respuesta del virrey Agustín de Jáuregui ante la amenza de invasión británica en 1780, resulta fácilmente comprensible. Luego de asumir su cargo en julio, Jáuregui mejoró la seguridad enviando armas y municiones no sólo hacia puntos estratégicos a los largo de la costa del Pacífico, sino también a Jauja y Tarma:lospun tos neurálgicos de conflicto en la sierra (Relaciones 1867-72:3:188- 89).

Si la sierra central representaba una amenaza insurreccional considerable, ¿por qué entonces Juan Santos Atahualpa no logró desatar una insurrección serrana de envergadura? Este fracaso constituye, después de todo, el sustento más fuerte de la tesis que afirma que Juan Santos condujo una insurrección fronteriza de importancia política relativamente marginal para la sierra. Debe­mos comenzar con una distinción fundamental. Una evaluación sutil del fermen­to políticoen la sierra central debería distinguir entre undesafío popular creciente a la autoridad -desafío, más aún, receptivo a la idea de una liberación incaicá- y las circunstancias concretas que podrían o no transformar tal mar de fondo en realidad. En otras palabras, debemos distinguir entre "coyuntura" y "hecho", y nuestra interpretación histórica debe funcionar en ambos niveles de análisis. Nuesta hoja de balance debe reconocer no sólo la realidad de una amenaza insurreccional, sino también el hecho de que esta amenaza, aunque genuiná y seria, sin embargo no se materializó. ¿Qué fuerzas impidieron que una coyuntura crecientemente insurreccional anunciara, en realidad, el inicio de una insurrec­ción general?

Responder adecuadamente tal pregunta requeriría una cantidad sustancial de investigaciones adicionales y la redacción de otro ensayo. Sin embargo, algunos indicios pueden proporcionar los elementos para una explicación inicial tentativa. Debemos reconocer desde un principio, la inmensa dificultad de organizar una insurrección indígena de proporciones en los Andes del S.XVIII. Investigaciones recientes arrojan crecientes dudas sobre la idea de revueltas indígenas "espontáneas" que encienden fuegos insurreccionales de dimensiones regionales o suprarregionalcs. Insurrecciones de envergadura tomaron años de preparación; los conspiradores podían discrepar en detalles de liderazgo, inclu­sive sobre a quién reconocer como nuevo Inca Rey; una vez desencadenada, una insurrección que se extendía por amplios territorios era en el mejor de los casos un conjunto laxamente coordinado de revueltas regionales y subregionales (véase Szemiríski 1976:225-243; Campbell 1981:677-678,680-681,690; O’Phelan 1982,1979; Zudaire 1979: 79-83; Loayza 1942:123,163,166,172; Beltrán A. 1925; 54-55; Vargas U. 1966-71: 4: 207; Lewin 1957: 118; Cornblit 1970: 11-14; Kubler 1946: 386-387).

El trabajo organizativo insurreccional enfrentaba dos obstáculos peligrosos: una red sorprendentemente efectiva de inteligencia (es decir, espionaje) y clien- telaje colonial, que permitía a lasautoridades descubrir y aplastar conspiraciones "secretas"; y una estructura de "dividir para reinar" a través de la cual las

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autoridades ganaban aliados y clientes indios una vez estallada la revuelta. La historia colonial andina está llena de conspiraciones insurreccionales fracasadas (véase Lohma n n V. 1946:89-91; Ro we 1954:39-40,45-46;VargasU.l966-71:4:207- 208; Carrió 1782: 47-48). Probablemente cuanto más tiempo tomaba organizar una insurrección y cuanto más grande la red de implicados en ella, tanto más difícil resultaba impedir su descubrimiento prematuro. Las perspectivas de recompensa, o de venganza en conflictos intranativos, podían proporcionar valiosos informantes al régimen colonial. Incluso cuando ningún informante delataba deliberadamente un secreto, las autoridades coloniales se enteraban de complots a través de confidencias hechas a sacerdotes católicos en confesión. Su familiaridad con los comuneros indígenas y su papel de confesores, les permitían a los sacerdotes cumplir delicadas tareas de "inteligencia" y "pacificación" en la vida colonial (véase Rowe 1954:46, Lohmann V. 1946:91; Maúrtua 1906:12:143).

Si una conspiración lograba ser mantenida en secreto, o si llegaban a estallar disturbios, los dirigentes de la rebelión debían enfrentar divisiones que volvían extremadamente difícil la organización de un "frente indígena unido", especial­mente en niveles regionales o suprarrcgionalcs. Incluso en los primeros tiempos de la colonia, diversas fuerzas sociales proporcionaron al régimen colonial instrumentos con los cuales controlar la amenza de resistencia indígena. La persistencia de rivalidades étnicas y familiares entre los indios, el clientela je y los privilegios ofrecidos a los colaboradores, la integración de las élites indígenas en "grupos de poder" multirraciales, faciltaron el surgimiento de una estructura de "dividir para reinar" (véase Spalding 1974:31-87; Stern 1982:92-102,132-135, 158-159,163-164; Stern 1983). En el S.XVIII, a pesar de los intentos por forjar una unidad andina más amplia, estas divisiones constituían sin embargo una fuerza todavía poderosa. En la sociedad andina provincial, las divisiones de clase probablemente se habían acentuado (véase Larson 1979: 202-5, 213-14, 220-29: Sánchcz-Albornoz 1978: 99-110; Spalding 1974:52-60; Stern 1983: 35-40), a pesar del surgimiento de ideologías indigenistas a veces radicales entre una fracción de la élite indígena (Rowe 1954; Spalding 1974:187-190; Tamayo 1980:77-112). Las redes previas de cohesión andina se habían erosionado o desintegrado, disgre­gando a la sociedad provincial en núcleos más pequeños y ensimismados de identificación y cooperación primarias (Spalding 1974: 89-123; Spalding 1984; Stern 1983). En sus momentos de crisis, el Estado colonial ganaba fuerzas de esta estructura social tipo "dividir para reinar". Tanto en la sierra norte como en la sierra sur, funcionarios indígenas ayudaron a sofocar los disturbios locales y ganaron honores especiales, incluyendo puestos militares (Fuentes 1958: 3: 279; BNP 1783; cf. Fuentes 1859: 4: 99; Loayza 1942: 173). En la rebelión de 1750 en Fluarochirí, un español, Sebastián Francisco de Meló, actuó sobre las "líneas de quiebre" (término de Karcn Spalding) de la sociedad provincial,, y sobre las sospechosas lealtades de las élites andinas, para desorganizar la revuelta (Spal­ding 1984:282-283,288-289). La guerra civil que envol vió el sur de Perú y Bolivia entre 1780 y 1782, fracturó a la élite indígena de manera compleja. En generadlas capas superiores de la jerarquía curacal parecen haber apoyado a las fuerzas de la Corona y no a los rebeldes (véase O'Phelan 1982:477,480; O'Phelan 1978:181- 182; Campbell 1981:681-685,689; Campbell 1979:10-11). El orgullo que los nobles

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indígenas sentían por el pasado incaico no les impidió mantener en muchos casos una conservadora lealtad a la corona española (Burga 1981:250-252).

El fracaso de Juan Santos Atahualpa para conducir una insurrección en la sierra central se explica entonces, en parte; por las condiciones generales del S.XVIII. Más que confianza en una erupción cuasi espontánea, la insurrección indígena requería un considerable trabajo organizativo para vencer difíciles obstáculos. La correlación de fuerzas permitía que las autoridades desmontaran conspiraciones, aplastaran revueltas locales antes de que se expandieran y ganaran fuerzas, y conquistaran aliados y ejércitos indígenas en medio de aparentes "guerras raciales". Por tanto, no nos debe sorprender que, incluso cuando una conjunción determinada de fuerzas volvía la insurrección altamente probable, la guerra civil no llegara a estallar. Tal conjunción y tal fracaso tuvieron lugar no sólo en la sierra central en la década de 1740, sino también -como era claro para los contemporáneos- en partes do la sierra central y del sur en 1776- 1777 (Golte 1980: 137-138; Campbell 1978: 101; Zudairc 1979: 76-77).

A estas circunstancias generales debemos añadir algunas particularidades de la región Tarma-Jauja. La evolución de la estructura de poder indígena en la región proporcionó ventajas suplementarias al régimen colonial. Desde el S.XVI, el régimen colonial consolidó su autoridad en las provincias serranas, en parte estableciendo "grupos de poder" multiracialcs que entrelazaban élites de origen indígena y no-indígena (Stern 1982:92-102,158-159,163-164, Spalding 1974: 31- 87, Larson 1979). El éxito de esta estrategia variaba ciertamente según las regiones, períodos y estratos dentro de la élite indígena. Además, tendencias contrapuestas volvían con frecuencia la colaboración indios-blancos un asunto ambiguo, frágil e internamente contradictorio, más que una franca alianza de intereses. Lo más importante para nuestra discusión, sin embargo, es que el entrelazamiento regional del poder hispano-colonial y el indígena, asumió formas peculiares e inusualmente intensas en la región de Tarma-Jauja. La débil presencia inicial de los españoles, la alianza entre éstos y los huancas en el S.XVI, la ausencia de minas y al mismo tiempo la proximidad a centros comerciales como Lima, Huacavélica y Huamanga, son peculiaridades de la historia colonial temprana de la región, que junto con la astuta política de los curacas favorecieron el eventual surgimiento de poderosas dinastías andinas en Tarma-Jauja. Los señores de estas dinastías alcanzaron éxito excepcional en el aprovechamiento de la colaboración indios-blancos en beneficio propio, y fueron excepcional mente reticentes, por tanto, para atacar la estructura del poder colonial. En la sierra central, durante el S.XVIII, apellidos como Astocuri, Apoalaya y Limaylla, designaban a poderosas familias regionales cuyos matrimonios entre ellos y con españoles colocaban la región bajo el dominio de lo que era en realidad una nobleza mestiza. Estas familias eran propietarias de las mejores haciendas de Tarma-Jauja, dominaban los cacicazgos y cofradías andinas del valle del Manta­ra, establecían exitosas alianzas matrimoniales con corregidores y funcionarios españoles y asumían con orgullo una historia de ancestral nobleza andina y fiel servicio a la corona española (véase Dunbar T. 1942; Celestino 1981; Celestino y Meyers 1981; Espinoza S. 1973a; Espinoza S. 1973b: 230; Arguedas 1975:80-147).

En Tarma-Jauja, por tanto, una insurrección conducida por un foráneo como Juan Santos Atahualpa, enfrentó una fusión excepcional mente intensa entre el

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régimen colonial y las capas superiores de la estructura de poder indígena. Por ejemplo Don Benito Troncoso de Lira y Sotomayor, gobernador y capitán de la frontera Tarma-Jauja en 1745, era además esposo de Doña Teresa Apoalaya, una destacada cacica-matriarca de Jauja desde principios del siglo. Su nieta, doña Josefa Astocuri Limaylla estara a su vez casada con don Francisco Dávila, corre­gidor y aspirante a curaca enHuarochirí (DunbarT. 1942:154-156,172-173 n.30). Los curacas serranos habían patrocinado el trabajo de los misioneros franciscanos y habían adquirido tierras y ganado en la selva central, región abierta inicial men­te por los franciscanos y en ese entonces amenazada por Juan Santos Atahualpa (Lehnertz s.f.: cap. 2,19-20, cap. 5,33). En Tarma-Jauja, las capas superiores de la estructura de poder indígena era en ciertos aspectos indistinguibles de la estruc­tura de poder colonial. Estas circunstancias imponían obstáculos especialmente grandes a la insurrección en la sierra central, incluso antes de la militarización colonial: En 1742, un curaca de Tarma y "Maestre de Campo" del ejército colonial, don José Calderón Conchaya, condujo una temprana expedición contra Juan Santos Atahualpa (Loayza 1942:13). En 1745, el virrey Manzo de Velasco informó que un leal "cacique principal" había tomado medidas para asegurar "la aprehen­sión de dicho Rebelde y la desunión de sus secuaces" (Ibid.: 76). Hacia mediados del S.XVIII en la sierra central podían producirse.y en realidad se produjeron rebeliones locales, incluyendo disturbios en contra de curacas abusivos (Celesti­no 1981: 23-24; OThclan 1985:127-130; cf. Amat 1776:10 Mendiburu 1874-90: 7: 164; Eguiguren 1959:1:319). Pero los posibles organizadores de una insurrección mayor enfrentaban obstáculos organizativos excepcionalmente formidables en Tarma-Jauja.

Finalmente, las propias políticas coloniales deben también figurar en la explicación del fracaso insurreccional. La insurrección era difícil de organizar, especialmente en Jauja y Tarma. Pero las autoridades coloniales no querían correr riesgos. Los agentes del Estado usaron tanto la zanahoria como el garrote para mantener el control, y para inclinar todavía más a su favor la correlación de fuerzas. Recuérdese, por ejemplo, la suspensión de la mita a las minas en Tarma; el reemplazo del corregidor Alfonso de Santa, innecesariamente provocador; y la acusación y ejecución deliberadamente pública de "espías". Recuérdese, tam­bién, la transformación de la sierra central en un campamento militar poblado en parte por tropas españolas entrenadas, de calidad superior a las milicias provin­ciales ordinarias. (Para el contexto militar social más amplio, véase Campbell 1976,1978.) Esta militarización regional, acompañada en 1759 por nuevas medi­das de seguridad en la sierra norteña de Cajamarca-Huamachuco (Espinoza 1971; Moreno 1983:430-433), alteraron el balance de fuerzas militares más allá de las propias Tarma y Jauja. En realidad, Tarma se convirtió en una plataforma para la represión en otras partes de la sierra central y norteña. Las tropas acantonadas en Tarma ganaron reputación como veteranas hábiles en la represión, y ayudaron a sofocar disturbios en Huarochirí, 1750; Huamalíes, 1777; Jauja, 1780 y Caja mar­ca, 1794, (Loayza 1942:171; Relaciones 1867-72: 3: 36, 53; Mendiburu 1874-90: 4: 193,196; Silva S. 1964: 99).28

28. Recuérdese que esta es una lista de casos conocidos. Otros ejemplos han eludido, al menoshasta el momentos, los registros históricos.

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A mediados del S. XVIII, la sierra central representaba una seria amenaza insurreccional para el orden colonial. El que no se materializara un hecho insurreccional no prueba ni la ausencia de una coyuntura insurrecional, ni el carácter marginal del atractivo de Juan Santos Atahualpa en la sierra. El fracaso de la "coyuntura" para convertirse en "hecho", testifica más bien las dificultades para organizar una insurreción en gran escala en cualquier región serrana en las postrimerías de la colonia; el entrelazamiento especialmente intenso, incluso la fusión, del poder indígena e hispánico en la región Tarma-Jauja; y la efectividad de las medidas de seguridad tomadas para consolidar el control colonial en la sierra central.29 Si esta interpretación es correcta -si la amenaza de insurrección fue tan seria e inmediata en la sierra central en 1745 como lo fue en la sierra sur en 1776-1777y en 1780-debemos entonces revisar profundamente los supuestos cronológicos y geográficos que apuntalan nuestras interpretaciones de la guerra civil en que quedó inmerso el sur durante 1780-82.

El centro y el norte durante la era de Túpac Amaru II

Enfoquemos, entonces, la Gran Rebelión. Ya anotamos la preocupación his- toriográfica por los límites geográficos de la guerra. Excepto por un breve estallido en Huarochirí en 1783, la insurrección estuvo confinada al sur del Perú

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29. Creo que los puntos que acabamos de mencionar son tanto necesarios como suficientes pa­ra explicar el fracaso en materializar un hecho insurreccional en la sierra. Sin embargo, debo destacar que otra variable relevante puede ser el empuje ideológico y estratégico del propio movimiento de Juan Santos Atahualpa. A veces pareciera que Juan Santos hubiera buscado minimizar la violencia (véase Várese 1973:183-185, 203; Loayza 1942: 3; AGN 1752:20v), y hubiera esperado expresiones de apoyo y simpatía serrana tan obvias y abrumadoras que por sí solas hubieran empujado al virrey a aceptar el advenimiento de un reino Inca. Durante los preparativos para la invasión de Andamarca, parecía que Juan Santos planeaba "conquistar" la sierra residiendo en Andamarca tres meses mientras las provincias serranas se volcaban a su causa; ordenó a sus jefes y guerreros que no se concen traran en matanzas, sino en la captura de prisioneros vivos para integrarlos a engrosar las filas del Inca. Esta "conquista" relativamente no violenta y espontánea (que describe adecuadamente cómo Juan Santos conquistó Andamarca) habría bastado presumiblemente para convencer al virrey de abandonar el Perú (véase AGN 1752:20v). Si esta estrategia describiera adecuadamente los planes de Juan Santos, podría revelar un profundo énfasis espiritual dentro del movimiento de Juan Santos Atahualpa: énfasis en la curación de espíritus heridos en preparación de una era justa, saludable y próspera, más que en la organización de ejércitos y alianzas políticas para un asalto directo a las ciudadelas del poder colonial. Nótese al respecto las sorprendentes condolencias ofrecidas a una mestiza atemorizada por los tres indios apresados y acusados más tarde de "traidores". Ellos le aseguraron que no tenía que preocuparse o llorar, "porque luego que viese a su Apo Ynga, le llenaría de consuelos, que asi lo experimentaban ellos en sus travajos". El Inca la aliviaría de todas sus aflicciones, penas y enfermedades (AGN 1752:12r). Este énfasis en la curación espiritual más que en el asalto político-militar no resulta extraño para los estudiosos de movimientosmilenaristas, y difiere sustancialmente del empuje militar y estratégico que caracterizaría las insurrecciones tupamarista y katarista en la década de 1780.

El problema con la hipótesis aquí delineada es su carácter altamente especulativo, dado lo escaso y contradictorio de las evidencias actualmente disponibles. Si nuevas investigaciones prueban que esta hipótesis tiene méritos, podría significar muy bien que Juan Santos y sus emisarios no se preocuparon demasiado en organizar un asalto militar insurrecional a la sierra -a pesar de la inquietud y rebeldía existentes en la sierra en los años 40 y 50 del S.XVIII. Más impor tan te habría sido "correr la voz" de una inminente transformación y de las intenciones benévolas del Inca. De todas maneras, esto no bastaría para explicar por qué la insurrección no abarcó la sierra central de todas maneras, ni descartaría la explicación sugerida en este ensayo. Pero añadiría otro obstáculo para que la "coyuntura" se materialice como "hecho".

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y a Bolivia30. También vimos que la imagen de una sierra central relativamente tranquila, que separaba a núcleos rebeldes en el norte y el sur, sé basa en una lec­tura errónea y superficial de la política serrana de mediados de siglo. Más especí­ficamente, este enfoque subestima las repercusiones de la visión redentora de Juan Santos Atahualpa en la sierra. Pero ¿qué podemos deducir de la incapacidad de la sierra central, especialmente Tarma-Jauja, para sumergirse en la violenta movilización que conmocionó el sur hacia fines de 1780? Incluso si refinamos el análisis y la periodificación de los disturbios en la sierra central, y revisamos nuestras ideas sobre el impacto de Juan Santos Atahualpa hacia mediados de siglo, ¿no quedaría todavía por explicar la brecha existente hacia 1780 entre la propensión a rebelarse en el sur en comparación con la sierra central? La difusión espacial y los límites de la gran insurrección ¿no nos llaman aún a investigar los cambios estructurales que volvieron al sur especialmente vulnerable a la movi­lización violenta en contraste con otras regiones?

El problema con estas interrogan tes es su presunción sobre el nivel denuestro conocimiento. Asumen que nuestro conocimiento de la sierra central hacia 1780 es más confiable que lo que fue nuestro conocimiento de la misma región hacia 1750. Sin embargo, investigaciones recientes y nuevos documentos demuestran que precisamente durante la era de la gran rebelión sureña, la sierra central y la sierra norte fueron escenario de una interacción mucho más compleja de rebelión, subversión ideológica y represión de lo que se asumía previamente31. Una historia completa de la política y la agitación en la región centro-norte cae fuera de los marcos de este ensayo (Sobre el norte, véase O'Phelan 1978; Espinoza 1960, 1971,1981; sobre íos límites de nuestro conocimiento sobre la sierra central, véase Celestino y Meyers 1981: 170). Para los propósitos de nuestra discusión, sólo tenemos que probar tres puntos: durante la era de Túpac Amaru sí estallaron revueltas violentas en Tarma-Jauja; una desfavorable correlación de fuerzas político-militares volvió especialmente problemático el tránsito de rebelión a insurrección en Tarma-Jauja; y en general, durante 1780-1782 el centro y el norte experimentaron mucho mayor intranquilidad, violencia y receptividad ideológi­ca a una revolución andina de lo que por lo común hemos reconocido.

Sí estallaron revueltas en Tarma-Jauja, el corazón estratégico de la sierra central, incluso mientras la insurrección barría el sur. No me refiero aquí a las rebeliones locales que estallaron durante los primeros meses de 1780 en lugares dispersos del Perú, incluyendo Jauja, Pasco (el más grande centro minero de Tarma) y otros lugares hacia el norte y el sur. Estas revueltas locales, en parte resultado de las provocaciones de José Antonio de Areche, Visitador General del Perú, son bien conocidas por los historiadores y no han jugado un papel importante en la interpretación de la insurrección de Túpac Amaru. (Sobre la ola de rebeliones locales a principios de 1780 y la inspección de Areche, véase Lewin

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30. En realidad la insurrección abarcó también lo que hoy es el norte de Argentina y Chile. Utilizo "sur del Perú y Bolivia" como una gruesa referencia a los territorios y a las culturas serranas de los Andes del sur antes asociados con el imperio incaico: Tawantinsuyu.

31. En realidad, Dunbar (1942: 160. 176 N.44) conocía uno de los documentos hasta aquí notrabajados sobre la sierra central (AGN1781), pero lo usó para otros propósitos que oscurecieron su significado para la historia de la rebelión andina.

1957:184-85; Relaciones 1867-72:3:39-54;Palacio 1946;Mendiburu 1874-90:1:316- 338,4:193-196,8:124-125; BNP 1780; CD IP19710-75:2-2:148-151,158; O’Phelan 1978:74,106; Espinoza 1981). Hacia julio, cuando el virrey Guirior dejó el cargo, el orden había sido restaurado en los diferentes lugares, localidad por localidad. El virrey saliente supuso que el Estado colonial gozaría en adelante de un período de calma que permitiría una investigación a fondo de las causas de las rebeliones locales lo cual permitiría, a su vez, evitar su recurrencia (Relaciones 1867-71:3:40- 41,43). Sabemos, por cierto, que esta suposición interesada no se sostuvo en el sur. Para diciembre, los movimientos insurreccionales combinados dirigidos por Túpac Katari y Túpac Amaru II habían transformado el panorama político del sur del Perú y Bolivia. La "paz" sería totalmente restaurada recién a mediados de 1782.

Igualmente importante para nuestros objetivos: Jauja y Tarma no permane­cieron de ninguna manera tranquilas durante la guerra civil de 1780-82. La región presenció disturbios, invasiones de tierras y la destrucción del obraje más importante de Tarma, San Juan de Colpas. Durante 1780-81, Jauja fue escenario de por lo menos tres casos separados de rebelión. El tercero, como veremos, puede describirse mejor como un proceso en desarrollo que como un "caso". El primer disturbio -aquel descrito por Guirior en su informe de julio de 1780- tuvo lugar en Mito y alrededores32, en la parte sur del valle del Mantaro, los primeros días de julio (véase Relaciones 1867-72:3:40,53-54; AGN 1780 esp. Ir , 6r-7r, 12r; Mendiburu 1874-90:1:319,8:125). Como en muchas rebeliones del sur del Perú y de Bolivia, los rebeldes concentraron su ira en el corregidor. Don Vicente de Séneca, corregidor y comandante militar de Jauja, resultó "herido malamente" (Relaciones 1867-72:3:53). Pero Jauja no se tranquilizó de la manera anticipada por Guirior (ibid.: 54, 56). Hacia fines de julio, escribió Séneca, la revuelta de Mito había inspirado violencia en otros lugares, especial mente en Chongos. Allí, de acuerdo a varios testigos, una muchedumbre armada con palos, rocas y cuchillos enarboló su propia bandera en el edificio municipal. Nuevamente, los blancos de la multitud sugieren resentimiento por los repartos mercantiles manipulados por los corregidores y sus aliados comerciantes. El gentío amenazó con quemar la casa de Don JuandeUgarte,el cajero local del corregidor, y matar a Don Francisco Alvarez, prominente comerciante local. Sólo las súplicas del cura local y de un alcalde indio disuadieron de cumplir sus amenazas a los amotinados armados con piedras (AGN 1780: esp. lr-4v, 6v, 10r-14v). Los disturbios en Mito y Chongos, aunque serios a nivel local, no parecían presentar un peligro más amplio o sostenido. Los disturbios se apagaron solos -aparentemente- antes del estallido de la insurrección de Túpac Amaru en noviembre.

Pero tal vez los contemporáneos sabían mejor que los historiadores posterio­res, no confiar en las apariencias. El desafío más ambicioso de todos estremeció la sierra central precisamente cuando en el su r la guerra civil entraba a su fase más violenta y amarga. En Jauja, de enero a octubre de 1781, don Nicolás Dávila, un

32. Aunque el informe oficial del virrey se centraba en un pueblo llamado "Rento", no he podido localizar tal pueblo y sospecho que una transcripción errónea en el informe virreinal publicado puede dar cuenta de la misteriosa referencia. En cualquier caso, AGN 1780 deja en claro que el primer disturbio tuvo lugar en o cerca de Mito.

LA ERA DE LA INSURRECCION

"pretendiente" de 22 años al cargo de curaca, y doña Josefa Astocuri, su madre, viuda de un curaca recientemente fallecido, condujeron una campaña de crecien­te desobediencia (a mcnosque se indique lo contrario, véase A G N 1781 para los tres párrafos siguientes). Astocuri y su esposo, que murió en 1781, habían jugado anteriormente un papel destacado en el entrelazamiento ya descrito de la estruc­tura de poder hispano-andina. Pero una compleja rivalidad entre nobles resque­brajó las redes de poder y llegó a su clímax con el aislamiento de Astocuri y su esposo de la estructura regional de poder hacia 1779-1780 (Dunbar 1942:155-161, 173-74n. 34). A pesar de su riqueza y pasado conservador, el nuevo giro de los acontecimientos convirtió a Astocuri y su hijo en líderes subversivos.

En lo esencial, los dos usurparon la autoridad en el valle del Mantara, en alianza con indios del común, ciertos alcaldes indios y, hacia el final, con algunos mestizos si n fortuna. A principios de febrero, comenzaron a circular a lo largo del valle del Mantara órdenes que alteraban el status quo. Dávila y Astocuri advertían a los indios que no tenían que obedecer a los sacerdotes y funcionarios coloniales; les ordenaban que dejaran de suministrar fuerza de trabajo (mitas), sirvientes (pongos) y provisiones domésticas como leña y alfalfa a sus antiguos amos. Tal vez lo más serio de todo: las palabras se sustentaron en hechos. En.el S.XVIII, el valle del Mantara, cuyas tierras y ubicación invitaban a la inversión comercial y a la inmigración mestiza, sufrió presión sobre la tierra y competencia por dicho recurso (véase Adams 1959:12-14,19-21; Argucdas 1975:94-97,100; Cangas 1780: 313; Juan y Ulloa 1748: 3:155-156; Mallon 1983:37-38; AGN 1781: 8r). Dávila y Astocuri enfrentaron el problema -y se hicieron de seguidores- emitiendo edictos que redistribuían tierras. Conforme sus ambiciones crecían, establecieron un código de multas y castigos corporales para aquellos que osaran desafiar las nuevas órdenes, o mal tratar indígenas. En los primeros meses de desobediencia, don Pedro Nolasco de Ylzarve, corregidor y jefe militar de Jauja trató de evitar una confrontación directa, "atendiendo a los movimientos de las tierras de arriba <os decir, el sur del Perú y Bolivia>, y que hasta esta Provincia llegaban sus amenazas" (AGN 1781: 5r; sobre "tierras de arriba" como referencia a la sierra sur, véase Juan y Ulloa 1748: 3:156; Cangas 1780: 313).

Pero conforme la autoridad colapsaba, los protagonistas -cualesquiera hubieran sido sus intenciones originales- se orientaron inevitablemente hacia la confrontación violenta. Dávila y Astocuri evitaron un desafío abierto a la autori­dad del rey de España (incluso Túpac Amaru II ambiguo y contradictorio en este punto, así como los patriotas criollos de Hispanoamérica al inicio de la crisis de la independencia). Pero de todos modos siguieron adelante con edictos y acciones revolucionarias que ignoraban la autoridad de los representantes locales del rey y de los sacerdotes católicos, abolían los derechos consuetudinarios de estos funcionarios al trabajo o la servidumbre indígena y redefinían las reglas de poder y propiedad. Conforme una nueva realidad se desarrollaba, don Nicolás informó a sus seguidores "que no tenían que temer á nadie". Horrorizados españoles presenciaron "la ninguna subordinación de todos los yndios, cholos, y mestizos a la Rejusticia y a todos losespañoles de esta Provincia" (AGN 1781: 6r, 8r). A pesar de la exagerada referencia a "todos" los indios, mestizos y cholos, lo im­portante era el desmoronamiento de la realidad y las expectativas de deferencia que eran tan centrales a la jerarquía social tradicional. Dávila y Astocuri nunca

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proclamaron lealtad a Túpac Amaru II o Tomás Katari. Esto no debe sorprender­nos, si recordamos que los conspiradores de 1750 en Lima-Huarochirí no pudie- ■ ron ponerse de acuerdo sobre la identidad de un nuevo Inca-Rey; que los insurrectos del sur estaban ellos mismos en el mejor de los casos laxamente coordinados, en el peor,' tensionados por lealtades contradictorias (véase Camp­bell, cap. 4 en este volumen); y que Dávila y Astocuri podían haber albergado sus propias ambiciones. La ausencia de un abierto desafío a la corona o de una declaración de lealtad a los rebeldes surandinosno le quitaba seriedad o ambición al desafío jaujino. Los residentes de la región sabían perfectamente bien que una oleada insurreccional había barrido el sur (véase AGN 1781: 5r, lOr; cf. Eguiguren 1959: 395, para el caso de Huaraz). Igualmente importante: las acciones de Astocuri-Dá vila hicieron vibrar una cuerda mesiánica en la sierra central. Corrían rumores, entre algunos seguidores, que "brebe" dón Nicolás "se sentaría... en el trono" (AGN 1781: 6r). O como explicó el corregidor Ylzarve, la región había sido "conmovida a una general sublevación" (ibid.: 16r). El conflicto llegó a su clímax el 6 de octubre, cuando amotinados apedrearon a los soldados y ciudadanos rcu nidos en Jauja por el corregidor para restaurar el orden. Como explicó Ylzarve, sus fuerzas tuvieron que abrir fuego para defenderse de la lluvia de piedras. Pero media hora después de su huida, enfurecidos amotinados regresaron con un gentío aún mayor. Sólo abriendo fuego por segunda vez, las tropasdel corregidor lograron finalmente dispersar la turba (ibid.: 16r).

También Tarma fue afectada por disturbios en 1781, pero en este caso, los detalles permanecen frustrantemente oscuros. Lo que sabemos (véase Millán de A. 1793: 133-134) es que dos complejos hacienda-obraje y un chorrillo fueron invadidos y destruidos por los indios. Entre los objetivos de los invasores se hallaba San Juan de Colpas, "el obrage más célebre" de Tarma (ibid.: 134). Antes de la invasión, San Juan de Colpas producía un ingreso anual de 8,800 pesos por renta e intereses33-cifras que implican un enorme complejo que explotaba varios cientos de trabajadores en cualquier momento. No por casualidad, los corregido­res de Tarma ponían tradicionalménte considerables atenciones mercantiles en San Juan deColpa, que servía como centro laboral al cual los indios eran enviados para pagar con su trabajo las deudas producidas por las sumas excesivamente altas de los repartos de mercancías (Alcedo 1786-89: 4: 30). Sin embargo, en diciembre de 1780 la revolución de Túpac Amaru cambió súbitamente las reglas tradicionales. Con la esperanza de acelerar la pacificación del sur insurrecto, el virrey Jáuregui abolió los repartimientos de mercancías. En Tarma, la abolición produjo efectos contraproducentes. Cuando los indios supieron de la medida, "exci tados del deseo déla libertad, arruinaron sus oficinas (de San Juan de Colpa), y pusieran en obra los medios convenientes para radicarse (en las tierras del obraje), constituyéndolo, un pueblo... y repartiendo entre sí las tierras" (Millán de

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33. De acuerdo a Millán de A. (1793:134), San Juan de Colpas pagó 6 mil pesos de renta y el interés sobre los principales que sumaba 56 mil pesos. A un interés del 5%, el porcentaje estándar por obras país en el período colonial, los ingresos por intereses representarían otros 2,800 pesos al año.

34. Romero (1937:148) y Silva S. (1964:161) estaban al tanto de la destrucción de San Juan de Colpas, pero confundieron la fecha y atribuyeron erróneamente el hecho a los seguidores de Juan Santos Atahualpa.

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A.: 1793:134 )34. Similares invasiones de tierras destruyeron el obraje de Michi- vilca, y el chorrillo "Exaltación de Roco". En los tres lugares los indios construye­ron "pueblos con sus Iglesias, Casas de Ayuntamiento^ Cárceles" (ibid).33.

La primera de nuestras interrogantes centrales al evaluar la región centro- norte durante la era Túpac Amaru II, queda entonces clarificada. Revueltas y a veces ambiciosas estallaron en Tarma-jauja, provincias estratégicas deda sierra central, precisamente mientras la guerra insurreccional se desarrollaba en el sur. Incluso después del debelamiento de la insurrección sureña, la autoridad colonial en la sierra central reposaba sobre bases más bien precarias. El virrey Jáuregui (1780-1784) informó sobre disturbios en Chupaca (al sur de Jauja), y conflictos por tierras se mantuvieron latentes en el valle Yanamarca (justo al norte del pueblo de Jauja) durante 1784-1791. En 1791, la tensión forzó a los terratenientes y jueces de tierras coloniales a retirarse de Jauja por razones de seguridad. (Sobre lo anterior, véase Relaciones 1867-72: 3: 121-122; Yanamarca 1840-42; esp. 575; cf., para Tarma, Eguiguren 1959:1:339-350).

A este primer punto, debemos añadir inmediatamente un segundo: el balan­ce militar de fuerzas en Tarma-Jauja durante 1780-1782 hizo especialmente difí­cil que los rebeldes se conviertan en insurrectos., A estas alturas, recordemos, Tar­ma-Jauja se había convertido en un centro de seguridad cuyos experimentados veteranos de la represión colaboraron en suprimir revueltas dentro y fuera de sus propios distritos. La rápida disponibilidad de tropas y oficiales regulares de Tar­ma, Jauja y, si era necesario, Lima hizo reía ti vamente fácil para las au toridades su- primir o aislar con rapidez rebeliones en la sierra central. (Para ejemplos especí­ficos de las revueltas jaujinas, sobre las cuales la evidencia es más abundante que en el caso de Tarma, véase Mcndiburu 1874-90:8:125,4:193; Relaciones 1867-72: 3:53-54; AGN 1780:6r; AGN 1781:6v, lOr, 16r). En general, a partir de la década de 1750 fue en la sierra centro y norte, así como a lo largo de la costa, donde se reforzó la seguridad para contrarrestar los peligros de rebeliones indígenas y ataques británicos. Gobernadores militares y tropas gobernaban Tarma-jauja; las defensas costeras fueron reformadas; y el extenso corregimiento de Cajamarca fue dividido en tres (Huambos, Huamachuco y Cajamarca), cuyo tamaño más pequeño y cuyas milicias indígenas harían el norte más manejable (véase Camp­bell 1978: 60-61; Espinoza 1971; BNP 1783: esp. 5v-9v; Espinoza 1981:183).

El balance de fuerzas en la sierra sur contrasta nítidamente. Allí las autorida­des gobernaban sobre un vasto y accidentado territorio, más aislado de los centros costeños del poder militar colonial, teniendo que confiar en milicias provinciales poco confiables. Bajo estas condiciones resultaba más difícil que las autoridades impidieran la organización de ejércitos insurreccionales, o la expan­sión de la rebelión de una localidad a la siguiente. (Sobre la efectividad compa­rada de milicias provinciales y tropas regulares, véase Campbell 1976: 45-47; Campbell 1978: 99,106-111,1147;Campbell 1981:676). 35

35. □ 29 de julio de 1981, Don Moisés Ortega, de Acolla (norte de Jauja), me informó en conversación personal que otros documentos que registran disturbios violentos en Tarma en 1780- 81 existían en manos de uno de su parientes lejanos, pero que el propietario no estaba dispuesto á permitir el acceso a la documentación. Don Moisés Ortega es historiador y maestro de escuela con profundas raíces familiares en Acolla y el valle de Yanamarca, eximio conocedor de la historia regional.

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Finalmente, deberíamos ubicar la experiencia de Tarma-jauja en el contex­to más amplio del centro-norte. No es necesario explayamos aquí en un análi­sis detallado de la vida política y la agitación popular en otras provincias del centro-norte. Es suficiente decir que investigaciones recientes arrojan du­das sobre presunciones anteriores de que las provincias centro-norteñas perma­necieron en gran medida al margen o no fueron afectadas por la explosión an­dina de agitación, violencia y utopías en 1780-82. Las nuevas investiga­ciones están modificando nuestra comprensión de dos regiones importantes; Ca- jamarca-Huamachuco, provincias de la sierra norte adyacentes a las coste­ñas Lambayeque y Trujillo; y Huamanga, la región serrana ubicada al sur de Jauja.

Cajamarca y Huamachuco experimentaron repetidas rebeliones locales en el S.XVIII (O'Phelan 1978, 1976; Espinoza 1960,1971). Pero antes su historia de rebelión parecía más bien desconectada de la agitación en el sur. Esto especial­mente porque Cajamarca-Huamachuco aparecían tranquilas durante los tres años posteriores a una revuelta local en Otusco, en setiembre de 1780 (véase O'Phelan 1978:72-74). Ahora sabemos, sin embargo, que la rebelión de Otusco, a diferencia de los clásicos disturbios de aldea estudiados por Taylor (1979) en México, no se extinguió por sí sólo en algunos pocos días o semanas; que en enero de 1781 circularon rumores de que un emisario de Túpac Amaru II había llegado a la costa de Lambayeque y se había contactado con los rebeldes de Otusco; que con el fin de conjurar el peligro, las autoridades coloniales montaron una campaña de seguridad para controlar indios y castas en Lambayeque y alrededo­res; y que hacia abril, la volátil mixtura de rumores y patrullas de seguridad provocaron el pánico masivo y el éxodo en el pueblo para escapar de soldados que se creía marchaban desde Lima y Trujillo para descuartizar a los habitantes (Espinoza 1981: 169-201, esp. 181-193; para miedos similares en Huancaveli- ca para restablecer el orden allí, véase Relaciones 1867-72: 3: 51-51). Sabemos también que Lorenzo Suárez, un jefe de Huamachuco, estuvo implicado en la abortada revuelta tupamarista que tuvo lugar en Huarochirí en 1783 (O'Phelan 1978:71).

De modo similar, sometida a un escrutinio más estrecho la aparente calma huamanguina se revela engañosa. Lorenzo Huertas (1976,1978) ha comprobado un complejo fermento de disturbios, rumores y represión. A pesar de las varias precauciones tomadas hacia fines de 1780 y principios de 1781 para organizar pequeñas guarniciones militares y desarmar a los indígenas (Zudaire 1979:159- 160: Huertas 1976:86-91), durante 1781 estallaron algunos disturbios y otros más estuvieron a punto de estallar en el norteño distrito huamanguino de Huanta. Los disturbios fueron provocados en parte por los repartos de mercancías y en parte por intentos de reclutar indios y castas al ejército que Huamanga enviaría para combatir a Túpac Amaru en el Cusco (Huertas 1976:93-94). En Chungui, donde Huanta oriental desciende hacia la selva, los españoles enfrentaron un desafío de mayor envergadura. Pablo Challco, un "hechicero de fama" (ibid.: 97) proclamó públicamente la coronación de Túpac Amaru II como rey en diciembre de 1780, y lideró un movimiento cuyos seguidores rechazaron la autoridad de curas y corregidores hasta su derrota final en octubre de 1781 (ibid.: 95-102). Poco antes, en agosto de ese mismo año, una partida de mercaderes españoles que atravesa-

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bar» Vischongo (en la zona del río Pampa, considerablemente al sur de Huanta), se horrorizaron al tropezar con un gran festejo indígena en celebración de Túpac Amaru II (quien para entonces ya había sido ejecutado). Los mercaderes, que o bien estaban armados o acompañados por soldados, atacaron para impedir las celebraciones, pero los indios "se tumultuaron" y "posesionaron de los cerros por razón de ser rebeldes" (ibid.: 95). Incluso después de la derrota final de las insurrecciones sureñas, la memoria de Túpac Amaru II continuó evocando simpatía y represión. Antes de su recaptura en 1784, Diego Jaquica, un prisionero fugitivo, curandero nativo y autoproclamado pariente de Túpac Amaru, recorría la región y asistía a celebraciones públicas tales como matrimonios y fiestas religiosas. Durante sus erranzas, Jaquica recibía tratamiento respetuoso cuando recapitulaba la historia épica de la revolución de Túpac Amaru (Huertas 1978:10- 16).

El fracaso de las grandes insurrecciones sureñas para expandirse hacia el centro y el norte es un problema histórico más complejo de lo que previamente habíamos reconocido, y no resulta reducible a tendencias de la estructura socio­económica que habían vuelto a los pueblos de la sierra centro y norte menos predispuestos a rebelarse o menos receptivos a ideas mesiánicas e insurrecciona­les. No sólo hemos subestimado gravemente las repercusiones del movimiento de Juan Santos Atahualpa en la sierra central hacia mediados de siglo. Hemos confiado, además, en una base de datos que resulta sumamente incompleta y engañosa para interpretar las bases regionales de las movilizaciones andinas en la década de 1780 (véase mapa 3). Incluso en el sur, la base de datos es defectuo­sa36. Probablemente, el fracaso de la insurrección en el centro y el norte tuvo que ver tanto con variables organizativas, militares y políticas -algunas de ellas, irónicamente, consecuencia de la propia gravedad de la crisis de mediados de siglo en la sierra central- como con diferencias "estructurales" demográficas, económicas, de explotación mercantil u otras similares37.

Colocados en el contexto de las investigaciones recientes sobre Cajamarca, Huamanga y Tarma-Jauja, ya no podemos seguir descartando más otros ejem­plos de revueltas, intenciones insurreccionales o simpatías tupamaristas en el centro y el norte como meras aberraciones. En norte, centro y sur encontramos tanto conciencia acerca del proyecto tupamarista como también rebeliones violentas. Como advertía un panfleto en Huaraz en las navidades de 1781, poco antes de que estallara una rebelión local: "si en la tierra de arriba «del sur» han existido dos Túpac Atnarus José Gabriel y su primo y sucesor Diego Cristóbal», aquí hay doscientos" (Eguiguren 1959: 1: 395). A final de cuentas, la muy conocida rebelión de Huarochirí en 1783 lejos de ser una aberración, encaja bien dentro del panorama más amplio que ofrecían el centro y el norte durante la era de Túpac Amaru EL Esta fue una revuelta al mismo tiempo ambiciosa y visionaria en términos ideológicos, pero severamente constreñida en términos prácticos y

36. Jorge Hidalgo (1983:127,130; y comunicación personal, 1983), ha descubierto rebeliones en la provincia andina sureña de Arica durante la revolución de Túpac Amaru, pero Arica no está incluida entre los territorios rebeldes mapeados por Golte (1980: mapa 27).

37. Para sagaces comentarios comparativos que subrayan aún más la importancia de los asuntosmilitares en la geografía de las revueltas coloniales tardías, véase Phelan 1978: 30-31; 99-100.

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organizativos. Para los al tos oficiales endurecidos en las grandes guerras del sur, la de Huarochirí fue una rebelión más bien fácil de aislar y reprimir (véase Valcárcel 1946:133-138; Mcndiburu 1874-90:2: 252-253; 8: 295-298).

Profundamente enraizada en la cultura política del S. XVIIII, la idea de un neo-inca liberador pudo resurgir incluso después que su época histórica hubiera pasado (cf. Flores Galindo, cap. 7 en este volumen). Más de una generación después de la derrota de Túpac Amaru, ideas mesiánicas neo-incas pulsaban todavía una cüerda sensitiva en la sierra central. En 1812, durante la crisis de la independencia, miles de indios invadieron Huánuco, la pequeña "ciudad" capi tal de la provincia ubicada al nortedeTarma (véase Varallanos 1959:452-477;cf. Roel 1980:101-106). La revuelta de Huánuco llevó a don Ygnacio Valdivieso, intenden­te interino de Tarma (una intendencia que incluía en su jurisdicción a los antiguos corregimientos de Huánuco, Tarma y Jauja), a emprender una investigación secreta para detener posibles desbordes hacia Tarma y Jauja (véase CDIP1971-75: 3-1: 121-248, y el "Prólogo" de Dunbar Temple iii-xcvii). Para su consternación, Valdivieso descubrió una corriente subterránea preexistente de rumores mesiá- nicos y amenazas de violencia, y tuvo que emprender acciones decisivas, inclu­yendo una redada de cabecillas, para desactivar posibles rebeliones. En extensas zonas de Tarma y Jauja, "emisarios" del Inca habían corrido la voz, ya en mayo de 1811, de que un inminente cambio de eras liberaría a los indios y eliminaría a los europeos (chapetones). En ese mismo mes, el abogado patriota bonaerense Juan José Castelli, quien había conducido una expedición patriota a Bolivia, declaraba en las antiguas ruinas de Tiahuanaco que las fuerzas pa triólas abolirían el tribu to indígena, redistribuirían la tierra, establecerían un sistema escolar universal y decretarían la igualdad legal de los indios (Lynch 1973:120-124). Los esfuerzos de Castelli para ganar una base social indígena confiable en Bolivia resultaron infructuosos. Sin embargo, desde la distancia de Tarma-Jauja los indígenas lo vie­ron como un liberador neo-inca: "decían, que ya venia el hijo del ynca, y que Casteli (sic) tema rosón" (CDIP 1971-75: 3-1: 124). En 1812, durante la violencia en Huánuco, los indígenas hablaban de la llegada del "Rey Castelli" o de "Casteli Inga" (Dunbar Temple, ibid.: L).

Hacia un replantamiento

Si la tesis de este nuevo ensayo es correcta, debemos emprender un rcplan- teamiento de proporciones de la cronología, geografía y explicación de la insu­rrección andina. Por largo tiempo hemos reconocido, por cierto, que la violencia recurrente en desafío explícito a la autoridad colonial, así como el mito de una liberación inminente liderada por un Inca38, constituyeron fuerzas poderosas en el S.XVIII. La mayoría de los investigadores andinistas estarían de acuerdo en que el crescendo de rebeliones y utopías insurrecionales en intcrrclación dinámica, crearon, al menos en el sur y en la década de 1780, una crisis mayor de la dominación colonial.

38. Uso "milo" en un sentido neutro más que en sentido valorativo, en el espíritu de la antropología y la sociología del conocimiento más que en términos despectivos que ubican el "mito" en el reino de la ficción y de la fábula. Vale la pena recordar que por breves períodos y en algunos territorios, el mito de una liberación Inca se convirtió en verdad vivida.

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9 0 STKVi: S ÍlíR N I.A ERA DE LA INSURRECCION 91

En los recientes esfuerzos para discernir con mayor rigor las bases sociales y económicas de la insurrección, se ha perdido, sin embargo, una apreciación de la amplitud de la crisis y sus causas subyacentes. Hemos restringido demasiado nuestro foco de atención. Es tiempo de reincorporar la visión más panorámica de investigadores como Valcárccl, Lewin y Rowe,sin sacrificar nuestra búsqueda de un entendimiento más preciso del tiempo, geografía, casualidad, liderazgo, contradicciones internas y demás. (Un libro pionero en esta dirección esO ’Phelan 1985). El colapso de la autoridad colonial española sobre indios y castas pobres -manifiesto en el desafío explícito y violento a la autoridad hasta entonces aceptada, y en el surgimiento de nuevas ideologías que avisoraban un orden social transformado- fue aún más grave de lo que admitimos. Su alcance territo­rial incluía la sierra nortedel Perú tanto como el territorio sureño que se convirtió en campo de batalla insurreccional. La crisis de autoridad incluyó distritos de la estratégica sierra central -Huarochirí, Tarma y Jauja- en las alturas de Lima, la capital, y que constituían un pasaje principal entre el norte y el sur. Por último, el despunte de una urgente amenaza insurrecional se remontó por lo menos hasta la década de 174039, y abarcó cuarenta añoso más antes de su supresión definitiva. Por cierto, detalles de tiempo, intensidad, capacidad organizativa y similares variaron de región a región, y estas variaciones regionales influyeron en el resultado de la crisis insurreccional. Pero ésta fue una crisis de gobierno cuyas proporciones la aproximaron a aquella que destruyó la autoridad colonial francesa en Haití. La gravedad y la escala de la crisis son tanto más soprendentes si se consideran las diferencias en geografía y medio físico, repertorio de instru­mentos,de control social (cooptación y clicntclajc, represión, contrainteligencia, etc.), densidad demográfica y composición étnico-racial, experiencia colonial y política metropolitana, que dieron a los gobernantes coloniales españoles una gran ventaja sobre su contraparte francesa40.

Conforme indagamos por explicaciones más satisfactorias de la Era de la Insurrección Andina, tendremos que revisar no sólo nuestra cronología y geogra­fía, sino también nuestras herramientas metodológicas. Tendremos que alejamos

39. Tal como Rowe señaló hace ya tiempo (1954:37-40), y O'Phelan más recientemente (1985: 58-92,275-276), podría ser posible hablar de una coyuntura insurredonal inidal tan temprano como en la década de 1730. Intentos de organización insurredonal en gran escala incluyen los esfuerzos ¡nidales de Juan Santos Atahualpa en 1730-31 (AGN 1752: 44, 47); la rebelión de Azángaro en 1737, que fue parte de una conspiradón que implicaba 17 provincias (Loayza 1942:123; Esquivel y Navía ca. 1750: 2: 261; Rowe 1954: 39); y la conspiración de 1739 en Oruro, planificada por Juan Vélez de Cordova, que parece haber organizado algún apoyo andino a lo largo de la costa del Pacífico si no en el altiplano boliviano. (Beltrán 1925:54-84; Maúrtua 1906:12 143; Fuentes 1859:3:378-580; Lewin de rebeliones potencialmente significativas en Cochabamba y Paraguay (véase Montero 1742:32,38- 40). Otras evidendas del fermenta político y espiritual existente ya durante el virreynato de Castelfuerte (1724-36), induyen el caso de un indio forastero que recorría Puno como un Jesús de Nazareth viviente -"cem su cruz al hombro y corona de espinas descalzo y con su soga al cuello". El indio ganó inmediatamente seguidores y fue saludado en procesiones conforme sus seguidores lo llevaban por los pueblos cargado sobre sus hombros. En tres días, el corregidor local y la milida capturaron al "Nazareno" y lo ahorcaron. (Para el incidente completo, véase Carrió 1782^39).

40. Esta comparadón no intenta negar los enormes obstáculos que enfrentaron los revolucio­narios haitianos, ni la magnitud de sus conquistas. Para un estudio apasionado yelocuente de sus logros, véase James 1963. Sin embargo, los factores mencionados en el texto hadan más enorme, entérminos políticos y organizativos, la tarea de una revoludón indígena en Perú-Bolivia.

de los enfoques mecanicistas de causalidad que explican el "por qué", "cuándo"' y "dónde" de las movilizaciones insurreccionales mayormente en términos redu- • ciblcs a categorías de estructura social (los forasteros de Comblit), o a grados de saqueo económico (los índices de Golle sobre la incapacidad de los campesinos para hacer frente a las demandas de reparto de los corregidores). Metodológica­mente necesitamos avanzar en dos direcciones. Primero, debemos mostrar mayor respeto por la interacción de diferentes niveles de análisis: estructural, coyuntural y episódico (véase Braudcl 1958). Es esta multiplicidad de escalas temporales y niveles de causalidad la que puede ayudamos a entender la erosión de la autoridad colonial, en el largo plazo, sobre un área andina bastante amplia que incluía la mayor parte de Perú y Boli via; las variaciones de tiempo y lugar que crearon "minicoyunturas" dentro de la coyuntura insurreccional mayor de 1742- 1782; y la transformación, en determinados momentos, de serias amenazas insurreccionales en hechos insurreccionales, revueltas o conspiraciones aborta­das o "no-hechos" bloqueados. Un segundo correctivo metodológico consistiría en otorgar mayor atención a la interacción entre explotación o penurias materia­les por un lado, y conciencia o indignación moral, por otro (véase Thompson 1971; Scott 1976). Es la memoria moral -o mito- de un orden social alternativo de base andina, una memoria cultural alimentada y sostenida por las poblaciones andi­nas durante un período más temprano de "adaptación en resistencia" a la autoridad colonial (véase Huertas 1981, FloresGalindo 1986;Stcrn 1982:187-193, esp. 188), la que explica en parte por qué el saqueo económico no condujo sólo a revueltas locales, ni siquiera a conspiraciones insurreccionales bajo banderas milenaristas hispano-cristianas, sino más bien a soñar en una gran transforma­ción bajo auspicios nativistas o neo-incas.

Nuestra metodología revisada no implica que las variaciones regionales no sean dignas de investigación, o que el método espacial del cual Comblit y Golte son pioneros tenga poco queofrcccr. Si seartieula el análisis espacial comparativo con una base de datos mejor desarrollada y una metodología menos mecanicista, puede rendir resultados verdaderamente estimulantes. El detallado microanáli- sis de distritos ubicados dentro de provincias insurrectas, por ejemplo, podría clarificar aspectos de liderazgos, composición social, interés económico y simila­res que hicieron que, una vez en marcha la insurrección, un distrito se inclinara por los insurrectos o por los realistas. (Véase Mómer y Trellcs, capítulo 3 en este volumen). De modo similar, si regresamos al nivel macro, las particularidades de las diferentes regiones introducirán sin lugar a dudas importantes matices en la historia más amplia de la insurrección andina. En el caso de Tarma-Jauja, por ejemplo, sospecho que la presión sobre la tierra, una creciente población de "mestizos aindiados", y la fluidez de los linderos raciales en la cultura plebeya de los campamentos mineros de Tarma y de las aldeas indio-mestizas de Jauja, adquirían mayor importancia en la discusión de las causas y la cul tura política de la rebelión, que en Cusco-Puno41. El reconocimiento de tales variaciones ilumina-

41. Por "mestizos aindiados" quiero decir los mestizos cuya lengua (muchos sólo hablaban quechua) y cuyas relaciones sociales en el campo los volvían virtualmente indistinguibles de los "indios", a pesar de su privilegiado status tributario como "mestizos". (Sobre la población colonial

ría sin duda importantes aspectos de la crisis insurreccional, aún si se cree -como y o - que tendencias comunes subyacentes erosionaron la autoridad colonial en ambas regiones, y crea ron una coyuntura insurrecional mucho antes de la década de 1770.

Mi propia hipótesis, sujeta por cierto a verificación y revisión conforme se desarrolla la investigación histórica, es que hacia la década de 1730, la cambiante economía política de la explotación mercantil había socavado las anteriores estrategias y relaciones del gobierno colonial y de la resistencia andina, virtual­mente a todo lo largo de la sierra peruana y boliviana. Las cambiantes relaciones de explotación mercantil amenazaban directamente la continuidad de la autori­dad política colonial y su legitimidad más bien frágil y parcial entre el campesi­nado andino. Durante el anterior período de expansión comercial y prosperidad hacia fines del S. XVI y principios del S. XVII, los corregidores, jueces y sacerdotes podían acceder más fácilmente a las presiones indígenas para transformarlos en figuras de autoridad "mediadoras", parcialmente "cooptables". Los diversos caminos hacia la prosperidad comercial que se abrían ante los empresarios aristócratas y funcionarios coloniales, divididos por sus propias rivalidades internas, permitieron a los indios un cierto "espacio institucional" para manipu­lar, doblegar o sobornar a las autoridades y a los intermediarios coloniales para beneficio parcial de los propios indígenas. (Para un cuadro más completo de las bases históricas y materiales de tal patrón, las formas de "resistencia cotidiana" que éste hizo posibley los límitesde tal "rcsistcncia", véase Stcrn 1982:89-102,114- 137; véase también Stern, 1983). Ala larga estos patrones facilitaron el surgimien­to de pactos clientelistas paternalistas [paternal quid pro quos] que permitieron una significati va resistencia y autoprolección indígena frente a algunas de las peores depredaciones, pero dejaron al mismo tiempo intacta la estructura de explotación y autoridad colonial formal. En la práctica, tales pactos entre patrones o interme­diarios colonialesy clientes indígenas proporcionaron probablemente un espacio creciente para la autoprotccción andina conforme transcurría el tiempo y se des­madejaban el éxito y la eficacia anteriores del sistema colonial. Hacia mediados del S.XVII, el modelo Augsburgo de gobierno colonial y prosperidad, perfeccio­nado por el virrey Francisco de Toledo (1569-1581) había entrado en profunda de­cadencia y revisión (Stern 1982: 114-132, 138-157, 189-192; Colé 1983; Larson

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tardía en el Perú, y el carácter desproporcionadamente "mestizo" de la sierra central, véase Vollmer 1967; Browning y Robinson 1976; Celestino 1981:11-12). En mis propias investigaciones, encontré mestizos que necesitaban intérpretes españoles, fui impactado por el temor aparentemente justifi­cado de las autoridades al hecho de que Juan Santos pudiera contar con seguidores mestizos tanto como indios, y resulté igualmente impresionado por la evidente buena voluntad e induso simpatía (AGN1752; esp. 12r)de Auqui, Ibarra y Lamberto hada los acompañantes mestizos que los llevarían a su captura y ejecución. Un conjunto de fenómenos tornaban borrosas las fronteras y las distandas sodales: la preponderancia de inmigradón mestiza al valle del Mantaro, la migradón indígena a trabajar en los campamentos mineros de Tarma y (en menos medida) Jauja (Haénke 1901: 90), el arrieraje indígena y la movilidad vinculada al comercio; los cambios individuales de la categoría "indio" a la categoría "mestizo" para escapar al tributo y a la mita. En la cultura relativamente "diola" de plebeyos y campesinos de Tarma-Jauja, especialmente en los campamentos mineros y en el valle del Mantaro, los indígenas aparecían más "mestizos" que en otras partes, y los mestizos, más "indios". Para un caso similar, véase la sugerente discusión de Larson sobre el cambio de "indio” a "mestizo” en las postrimerías de la Colonia en Cochabamba (1983:173-81).

1979). La propia habilidad de los indígenas para "cooptar" parcialmente figuras paternalistas de au toridad y para convertir tales "cooptaciones" en una importan­te estrategia de resistencia y autoprotccción, pueden también ayudar a explicar la tendencia de loscampesinosa mirar al rey de España como el "protector" último y definitivo, situado por'encima o fuera del sistema local americano (véase Stern 1982:135-137; Szcmiñski, cap. 6 en este volumen; para una perspectiva compara­da, véase Phelan 1978; Taylor 1979).

Sin embargo, hacia principios del S.XVIII los esfuerzos decididos de la Corona y de la burguesía comercial limeña para incrementar la eficacia de la explotación mercantil, en vista del estancamiento de los mercados en la América andina y de la debilidad de España como competidor imperial, habían destruido en la práctica el patrón anterior. Después de la "reforma" de 1678 que transformó sus cargos en aventuras especulativas subastadas en España al mejor postor, los corregidores se encontraban abrumados por enormes deudas al comenzar sus períodos de cinco años en el cargo. Además, enfrentaban ahora una economía comercial más bien estancada cuyos mercados internos se expandían principal­mente por la fuerza. Las presiones combinadas de las deudasy del estancamiento comercial transformaron a los cofregidorcs en despiadados explotadores unidi­mensionales de las tierras y el traba jo indígena a través del reparto de mercancías, es decir, la distribución forzada de bienes no deseados a precios recargados. El estado colonial español -aliado a la burguesía comercial limeña, empeñado en lograr un sistema imperial más eficiente, vitalmente interesado en los ingresos provenientes de la venta de los cargos de corregidor al mejor postor y de la imposición tributaria a una economía comercial que se expandía por la fuerza- no contemplaría seriamente la posibilidad de reformar la nueva estructura de explotación mercantil hasta las crisis políticas de las décadas de 1750 y 1770. En realidad, el estado colonial había tornado la situación política de los corregidores todavía más volátil a través de sus considerables esfuerzos, especialmente durante los virreyes Palata (1686-1689) y Castclfuerte (1724-1736), para expandir la recolección de tributos, poner al día las cuentas censales y revitalizar la mita, institución por la cual las comunidades campesinas enviaban rotativamente trabajadores a las minas y otras empresas coloniales, o pagaban en efectivo para contratar sustitutos (véase Sánchez-Albomoz 1978: 69-91; Colé 1985: 105-115; O'Phelan 1985; 58-86).

En estas circunstancias y an te una creciente población indígena necesitada de más tierras y recursos productivos, se derrumbaron los pactos clientelistas, las estrategias de resistencia na ti va y las frágiles legitimidades coloniales anteriores. Los corregidores se volvieron blancos especialmente predilectos de la ira popu­lar. (Para evidencias de una crisis naciente en las relaciones corregidor-campesi­no bastante antes del período 1754-1780 relievado por Golte, véase Fuentes 1859: 3: 139-140, 277-178; Moreno 1977: 171, 227-228 [incl. n. 153], 236-237). Pero las nuevas presiones económicas sobre los corregidores colocaron a todos los miembros de los grupos de poder local bajo nuevas tensiones que restringían las posibilidades de su "cooptación" parcial por los indígenas, y elevaban los riesgos políticos de tales acomodos. Aunque la investigación sobre las actividades sociales y políticas de los sacerdotes está todavía en su infancia, las nuevas circunstancias del S.XVIII agudizaron probablemente las rivalidades latentes

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entre curas y corregidores, forzaron a algunos sacerdotes a recurrir a nuevos cobros y reclamos de tierras provocadores para asegurar sus propios ingresos y por lo general erosionaron la habilidad de los curas para jugar papeles significa­tivos como mediadores sin desafiar directamente la autoridad de los corregido­res (veáse O'Phelan 1985: 53-260 passim; Golte 1980:164-171; cf. Hünefeldt 1983; Cahill 1984). En la mayoría de casos, los sacerdotes trataron probablemente de evitar situaciones extremas y peligrosas, pero el caldero político a veces rebosaba y convertía a algunos sacerdotes en aliados comprensivos e incluso instigadores y a otros, como en Jauja en 1781, en blancos de la rebelión (véase especialmente O'Phelan 1985:53-160 passim). La crisis política también afectó profundamente la habilidad de los curacas andinos para defender su propia legitimidad como "brokers" (intermediarios) entre los campesinos y el régimen colonial (véase Larson 1979).

Investigaciones futuras pueden encontrar equivocada o insuficiente está hipótesis y en todo caso, sería necesario complementarla con una explicación del surgimiento de "utopías insurreccionales" neo-incas conforme la autoridad y la legitimidad colonial entraban en crisis (véase, al respecto, Burga 1988). Pero sea como fuere que expliquemos la Era de la Insurrección Andina, la severidad, alcance y componentes ideológicos de la crisis insurreccional levantarán impor­tantes interrogantes a través del tiempo y el espacio. Colocados en un marco comparativo hispanoamericano, los contrastes con Ecuador y México son nota­bles. A pesar de importantes revueltas en Ecuador (Moreno 1976; Bonilla 1977), un mito Inca benévolo no logró convertirse en poderosa fuerza política. ¿Qué explica el carácter contrastante de las revuel tas y de la cul tu ra política en Ecuador y Perú-Bolivia? Las investigaciones de William B. Taylor (1979) sobre las rebelio­nes campesinas en México, subrayan nuevamente la particularidad de Perú- Bolivia. En el corazón indígena de México los campesinos se rebelaron repetida­mente en el S.XVIII, pero en la mayoría de los casos las rebeliones resultaban ex­tremadamente controlables. Los disturbios, aunque significativos para reparar agravios locales,implicaban poco peligro para el orden social más amplio. Temas ideológicos neo-aztecas, cuando se dieron, se fundían den tro de la ideología pro- tonacional criolla que comenzaba a emerger en el S.XVIII (Phclan 1960; Lafaye 1976). En Perú-Bolivia, por contraste, las tensiones y la violencia local parecían re­petidamente amenazar con posibles insurreciones que cnarbolaran las banderas de una gloria andina perdida y pronta a ser restaurada. La ideología protonacio- nal criolla, lejos de subsumir los motivos neo-incas, se encontró en peligrosa com­petencia con ideologías protonacionalcs más "nativistas". Otra vez, ¿qué explica el carácter contrastante de la revueltas y la cultura política en México y Perú- Bolivia?42

42. En sus comentarios a la conferencia en la cual se basa este libro, Friedrich Katz propuso una prometedora línea de análisis comparativo, demasiado compleja para reproducirla enteramente aquí. Dos puntos claves merecen mención en este contexto, aunque los lectores deben estar advertidos de que su comentario no puede ser "reducido" sólo a estos dos puntos. Primero: México experimentó un boom económico en el período colonial tardío, y esto permitió reposar más en formas indirectas de extracción de excedente, basadas en mecanismos mercantiles cuyas implicaciones políticas diferían grandemente del énfasis puesto en Perú en los impuestos directos tales como tributos, distribución forzada de mercancías y derechos forzados sobre la fuerza de trabajo. Segundo: en su evolución, la memoria de las tradiciones Inca y Azteca tomó trayectorias radicalmente

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Una vez que reconocemos las particularidades de la cultura política de los campesinos andinos del S.XVIII, encontramos nuevas repercusiones a través del tiempo. En el período colonial tardío, los campesinos de Perú-Bolivia no vivían, luchaban o pensaban en términos que los aislaran de una emergente "cuestión nacional". Por el contrario, símbolos protonacionalcs tuvieron gran importancia en la vida de campesinos y pequeños propietarios. Sin embargo, estos símbolos no se hallaban vinculados a un nacionalismo criollo emergente, sino a nociones de un orden social andino o incásico. Los campesinos andinos se veían a sí mismos como parte de una cultura protonacional más amplia, y buscaban su liberación en términos que, lejos de aislarlos de un Estado unificador, los vincularía a un Estado nuevo y más justo. El mito de Castelli como Inca liberador, surgido en la misma región andina que también parece haber apoyado a bandas guerrilleras patriotas más "criollas" durante las guerras de la independencia (Rivera 1958; Mallon 1983: 49-51), debería forzamos a ver con escepticismo la aplicación de presunciones sobre el "provincialismo" campesino y el localismo "antinacional" para el caso de las poblaciones andinas. Que en el S.XIX la mayoría de las poblaciones andinas nativas fueran campesinas no les impedía necesaria­mente considerar sus destinos en relación a una identidad y a un proyecto nacionales (véanse los capítulos 9 y 10 por Mallon y Platt en este volumen; también Platt 1982). Las verdaderas interrogantes son cómo y en qué medida, nociones andinas de nacionalidad cedieron paso a versiones más criollas en el S.XIX y en qué medida el eventual surgimiento de la nacionalidad criolla excluyó de tal forma a las poblaciones andinas de una "ciudadanía" significativa (es decir, parcialmente interesada), que las forzó a una postura "antinacional".

Pero nos hemos adelantado más allá de los marcos de nuestra historia. Las últimas palabras pertenecen a un compositor anónimo cajamarquino del S.XVIII. Atado a un ritmo regional de vida y rebelión tan aparentemente desconectado de las guerras insurreccionales que asolaban el sur, nuestro compositor fue sin embargo atraído -a raíz de las noticias de la muerte de Túpac Amaru II en 1781 (véase Espinosa 1981: 193)- a los cercanos baños termales, que alguna vez ofrecieron esparcimiento a los visitantes Incas y que hoy constituye atracción turística. Allí, nuestro compositor pudo meditar sobre el profundo sentimiento de pérdida (CDIP 1971-75: II, 3:916-917):

(canción)

"De los baños donde estuve luego vine a tu llamada sintiendo yo tu venida confuso de tu llegada."

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diferentes en las dos regiones culturales y efectivamente impidió el surgimiento de una ideología insurreccional popular neo-azteca. En los Andes, por ejemplo, sería difícil encontrar, como en el centro de México, tradiciones orales que registran hambrunas bajo la férula de los emperadores nativos. Sobre la historia de las utopías neo-incas, véase el excelente ensayo de Flores Galindo 1986.

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DOCUMENTACION CITADA Archivos Referidos

ACI (Comisión Nacional del Bicentenario de la Rebelión Emancipadora de Túpac Amaru)1982 Actas Coloquio Internacional "Túpac Amaru y su Tiempo ". Lima.

AGN (Archivo General de la Nación, Lima, Perú)1752 "Causa seguida contra Julián Auqui, Blas y Casimiro Lamberto... por

traidores a la Corona..." Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 15, C. 159.

1753 "Causa seguida contra D. Miguel Luis de Cabrera 'por el atroz delito de ser convocante, explorador y espía del indio rebelde... de Tarma.'" Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 16, C.174.

1756 "Causa seguida contra José Campos, vecino de La Concepción... por espía...." Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 18, C. 198.

. 1780 "Causa seguida contra Paulino Reinoso por 'motor de los tumultos habidosen el Pueblo de Chongos...."’ Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 47, C, 544.

1781 "Autos criminales que siguió Dn. Pedro Nolasco de Ilzarbe, Justicia Ma­yor.... de Jauja, contra Dn. Nicolás Dávila,... contra su madre Dña. Josefa Astocuri...." Sección Derecho Indígena, Leg. 17, C. 397.

BNP (Biblioteca Nacional del Perú, Sala de investigaciones, Lima)1780 "Expediente... sobre los sucesos ocurridos en las Cajas Reales... de Pasco...."

Ms. C 394.1783 'Testimonio de las certificaciones de los méritos al real servicio... del Crncl.

Dn. Tomás Fernández de Segura Cóndor Quispe..." Ms. C 2859.

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