soledad bianchi «por lo menos mi recuerdo será el de … · ... los rumores más feroces del...

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92 92 92 92 92 NOTAS Revista Casa de las Américas No. 253 octubre-diciembre/2008 pp. 92-94 T odavía me extraña recorrer, en Santiago, una calle llamada Salva- dor Allende. Como por casualidad, sin conocerla, vine a dar a esta, no muy lejos de Macul, que no pertenece a Ñuñoa porque si usted mira el Plano de Santiago, encontrará varias, todas en comunas popula- res. Y mientras la Salvador Allende atraviesa Puente Alto, las Presidente Salvador Allende se extienden en Huechuraba, Lo Espejo, Cerrillos y San Joaquín, pareciendo enhebrar un mapa de la pobreza urbana. Como sintiéndome en falta, me detengo en los letreros que la anun- cian, sospechando un castigo por violar la prohibición de nominar al proscrito, pero, claro, nada sucede porque ya terminó la dictadura, y aunque sin ganas, la actual democracia ha autorizado estos bautizos, en sectores pobres y populosos. Y sigo mi trayecto, mientras otras gentes pasan, raudas, por esta calle Presidente Salvador Allende, sin enterarse casi de su nombre, o considerándolo, tal vez, tan lejano o desconocido como otros apelativos de avenidas, pasajes o cruces citadinos. Y así como, para algunos, Allende no resuene, hoy, más que como el apellido de un antiguo veterano, teñido por sangre, y no solo por la propia, quizá como un hombre culpable de muchas penas y dolores, para otros será el dirigente honesto que se negó a claudicar porque creía en la justicia de su quehacer y, posiblemente, nadie se pondrá de acuer- do, y será difícil que hoy, a veinticinco años de su muerte, haya consen- so respecto a su figura, al papel que desempeñó, a los logros y limita- ciones de su gobierno, a su ceguera o lucidez para enfocar (o prevenir) su derrocamiento, porque esos años del gobierno de la Unidad Popular y su Presidente fueron radicales –como esa época–; porque, hoy, a veinticinco años de su muerte, Salvador Allende está rodeado, fantas- malmente, por ese manto del olvido consensual que silencia y acalla, SOLEDAD BIANCHI «Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno»* * Las frases entrecomilladas que aparecen en el texto pertenecen al último discurso del presidente Salvador Allende, transmi- tido por Radio Magallanes, el 11 de sep- tiembre de 1973.

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Todavía me extraña recorrer, en Santiago, una calle llamada Salva-dor Allende. Como por casualidad, sin conocerla, vine a dar a esta,no muy lejos de Macul, que no pertenece a Ñuñoa porque si usted

mira el Plano de Santiago, encontrará varias, todas en comunas popula-res. Y mientras la Salvador Allende atraviesa Puente Alto, las PresidenteSalvador Allende se extienden en Huechuraba, Lo Espejo, Cerrillos ySan Joaquín, pareciendo enhebrar un mapa de la pobreza urbana.

Como sintiéndome en falta, me detengo en los letreros que la anun-cian, sospechando un castigo por violar la prohibición de nominar alproscrito, pero, claro, nada sucede porque ya terminó la dictadura, yaunque sin ganas, la actual democracia ha autorizado estos bautizos, ensectores pobres y populosos. Y sigo mi trayecto, mientras otras gentespasan, raudas, por esta calle Presidente Salvador Allende, sin enterarsecasi de su nombre, o considerándolo, tal vez, tan lejano o desconocidocomo otros apelativos de avenidas, pasajes o cruces citadinos. Yasí como, para algunos, Allende no resuene, hoy, más que como elapellido de un antiguo veterano, teñido por sangre, y no solo por lapropia, quizá como un hombre culpable de muchas penas y dolores,para otros será el dirigente honesto que se negó a claudicar porque creíaen la justicia de su quehacer y, posiblemente, nadie se pondrá de acuer-do, y será difícil que hoy, a veinticinco años de su muerte, haya consen-so respecto a su figura, al papel que desempeñó, a los logros y limita-ciones de su gobierno, a su ceguera o lucidez para enfocar (o prevenir)su derrocamiento, porque esos años del gobierno de la Unidad Populary su Presidente fueron radicales –como esa época–; porque, hoy, aveinticinco años de su muerte, Salvador Allende está rodeado, fantas-malmente, por ese manto del olvido consensual que silencia y acalla,

SOLEDAD BIANCHI

«Por lo menos mi recuerdoserá el de un hombre digno»*

* Las frases entrecomilladas que aparecenen el texto pertenecen al último discursodel presidente Salvador Allende, transmi-tido por Radio Magallanes, el 11 de sep-tiembre de 1973.

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estigmatiza o absuelve, a personas, hechos, institucio-nes, momentos, de un pasado distante o próximo, se-gún el observador, pero un pasado –hace solo veinti-cinco años, hace ya veinticinco remotos años–, quenadie puede refutar que cambió la historia de Chile, yes ridículo intentar borrarlo porque desate polémicas,y es hipócrita pensar que no hay que advertir el pasadoy comprenderlo para enfocar y construir el porvenir, yes mentiroso decir que quienes lo hacen están/estamosdetenidos en el ayer.

No obstante, digan lo que digan, todavía una partede mi vida está –y estará, para siempre– marcada porSalvador Allende y lo que él significó, una utopía quelo trasciende y abarca a muchos, a una mayoría, amultitudes. Y me niego a negar esta parte de mi vida,no quiero alejarme de ella, y si la reconstruyo y la re-tengo es porque, creo, se incorpora a lo que soy hoy, ycomienzo a recordar...

En el mismo centro de la década del 60, en 1965, yoingresaba a la universidad. Venía de un colegio particu-lar, católico, de clase media acomodada, pero paracontinuar mis estudios de Profesora de Castellano ha-bía elegido la laica Universidad de Chile y su Facultadmás combativa y atrayente, el Pedagógico. Hacía soloun año se había iniciado el gobierno de Eduardo FreiMontalva. Desde el Pedagógico, la rebeldía, la protes-ta, la ampliación del mundo, la corrida de barrerasmentales, más confianza en el mañana, el estudio, laReforma Universitaria, la taza de té de Nicanor Parracon la señora Nixon, la guerra de Vietnam, la muertedel Che, la Nueva Canción Chilena.

Todavía allí, en 1970, participé, siendo docente, enla elección del presidente Allende. (Y mi memoria re-trocede hasta 1958 cuando yo, de diez años, vivía conmi familia en una pequeña calle de Providencia donde,también, residía el senador Salvador Allende, quien enesa ocasión era candidato a la presidencia por segundavez, habiéndole correspondido el número 4 en la cédu-la electoral. El 4 de septiembre, mismo día de la vota-ción, partimos con algunas amigas a indicar los núme-ros de nuestros presidenciables predilectos a losautomovilistas que continuaban su camino, sin darleimportancia a este inofensivo grupo juvenil. Sin em-

bargo, uno de ellos se detuvo y, ante nuestro gran asom-bro, divisamos a Salvador Allende que nos saludó ycomenzó a hablarnos. Ninguna de nosotras era su par-tidaria, si bien inmediatamente intentamos disimularlovariando las cifras que hacíamos con las manos, y loúnico que recuerdo es que se refirió a la «demagogia»,para aludir a nuestros elegidos, posiblemente. Llegan-do a mi casa pregunté el significado de la palabra, ynunca olvidé el tiempo que se había dado nuestro veci-no-senador para dirigirse a unas infantiles opositoras.)

Me cuesta pensarme sola en esa época de proyectoscolectivos, prolongada hasta que desde esos mismos pa-tios del Pedagógico miraríamos desolados el bombardeode La Moneda, oyendo, impotentes –«la historia los juz-gará»–, los rumores más feroces del golpe de Estado.

Fin de una etapa y no solo para mí, brutal cierre deun ciclo para nosotros, ciertos chilenos, algunos chile-nos, muchos chilenos, que vivimos nuestra juventudimpresa por la marca de la esperanza, del optimismo,de la creencia en un futuro mejor que estaba en nues-tras manos variar, y del que, es indudable, SalvadorAllende fue su más consecuente representante y por-tavoz. Perspectivas y audacias propias de la juventud,podría pensarse, y tal vez estos rasgos lo sean, asícomo nuestra generosidad y entrega: queríamos, está-bamos seguros, y convencidos, que lo mejor sería paratodos, luchábamos –junto a otros– para que los cam-bios favorecieran a las mayorías, mucho más allá denosotros. Quizá esta certeza absoluta era la base de laalegría. La confianza podría verse como el cimiento decantos, de consignas gritadas a todo pulmón, de desfi-les y marchas, de banderas. ¿Irresponsabilidad?, tal vez,pero preñada de amor, humor, sinceridad, desdén, des-interés, y, ¡ay!, una buena dosis de sectarismo.

Y, rápido, mucho color y sol nublándose ese martes11 de septiembre de 1973 cuando quedamos sujetán-donos apenas con las uñas de las potentes rocas quenos habíamos negado a percibir en nuestras cercanías,apenas afirmados en ese terreno que se deslizaba bajonuestros pies.

Entre la fe ciega, la derrota y la añoranza, así que-damos situados en un nuevo espacio, ahora ajeno y deotros, mas, obligadamente nuestro, también, a pesar

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de nuestras diferencias: jóvenes-viejos, ahora: aterra-dos, derrotados, vencidos y con el desconcierto delcorte brutal, del fin abrupto, «este paso que coloca aChile en el despeñadero», desconcertados ante estenuevo mundo donde hasta el lenguaje había variado.Obligados a simular indiferencia, constreñidos a olvi-dar con rapidez, a fingirnos otros sin pasado, con laintención de no omitir proyectarnos, ¿a dónde, cómo,con qué, con quiénes?

Sobrevivientes, débiles y fuertes, enteros y vaci-lantes, eso fuimos, eso somos, los que hablaron y losdel silencio poderoso, ni héroes ni traidores ni monu-

mentos sino mujeres y hombres rodeados de muertes,violencia, injusticia, exilio, cesantía, resentimiento,sospecha, censuras, desconfianza... y solidaridad.Ahora, más realistas, quizá demasiado pragmáticos, notan creyentes, menos militantes y, ojalá, menos secta-rios, con la amargura de un mundo ido que como todotrayecto vital es imposible de recuperar, con afanesdesmitificadores, pero sin amnesia, querer mirar ha-cia adelante para construir nuevas oportunidades ymás justicia, inventando la actualidad integrando elayer, sin negar ni negarnos: «No importa, me segui-rán oyendo». c

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La infancia no fue feliz

Siempre se dice que este momento es idílico. No lo viví así. Fuemás bien un período de grandes inseguridades. Pero tuve mo-mentos de acceso a la felicidad. Creo que Borges lo dice en algu-

na parte: la felicidad no es un continuum. Accedemos a ella por momen-tos. La felicidad son fragmentos. De ellos surge la fuerza, o la fragilidadpara la vida adulta. Creo que en mí fue la fuerza y eso posibilitó undestino vinculado a la palabra. Siempre sentí que a medida que entrabaen la adultez e incluso en la madurez de hoy estos fragmentos ibanentretejiendo una trama de sensaciones, emociones, instancias de vidaplena que me tranquilizaban y me permitían disfrutar. La entrada en laadultez iba trayendo cada vez más certezas, o más bien conciencia deincertidumbres, y posibilidades de palabra. Fue evidente cuando nacie-ron los hijos, instancias de una felicidad mayor, que también me fueamputada en un momento atroz y hubo que recomponer la vida, sin unbrazo, sin la lengua, sin posibilidades de palabra, con las piernas tem-blando: sin un hijo.

Aprendí a disfrutar entre los árboles, o arriba de ellos que eran mihábitat, entre los matorrales, los cerros y el río de la niñez en dondevivíamos la mayor parte del tiempo al sur del mundo. La conciencia dehablar desde ese lugar geográfico y ese lugar de enunciación me la diouna mujer, a través de uno de mis hijos, en el extremo sur de Chile. Vivíaen una casa aislada, ya al final de la geografía, cuando la tierra no logramás sostenerse y se disemina en islotes. Él jugaba distraído con unapelota, ella lo miraba sentada en la puerta de su casa sin tiempo. Depronto le indicó el sur, el mar, y le dijo :«Mira, ahí está el fin del mun-do». «Ahí», ahí mismo. Es decir, frente a él.

La relación con este medio construyó los fragmentos de mi plenitud.Los árboles, los insectos, las piedras, la tierra húmeda, sobre todo elolor de los aserraderos. La madera, la materia. Allí hice tempranamentemi entrada en la materia. Creo que este acuerdo primero diseñó mi

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lenguaje. De allí no he salido más a pesar de vivir eldiscurso de la vida en donde se toma el autobús, seagradece a un público, se cobra el cheque a fin de mes.Esto lo hago bien, pero tengo la certeza de que la vida noestá allí. Más bien, que las certezas básicas que necesi-tamos para vivir y para escribir no están ahí sino queestán en el sentido no siempre evidente que se le entregaa esos gestos. Creo que escribo para poner en evidenciaese sentido. De ahí mi trabajo en la crítica y también enla creación.

Una vez quisieron quitarme el derecho a mi lugar.No fue posible: llevé conmigo el lugar y la palabra.

Nací mujer, era pequeña y habitaba en la provincia:tenía todo para pertenecer a los márgenes, salvo el sec-tor social de pequeña burguesía acomodada que medaba posibilidades de formación para la escritura. Con-ciencia temprana de la discriminación, cuando hacien-do los mandados de la abuela en el almacén de la esqui-na, ¿cinco? ¿seis años? veía pasar a los adultos –los«grandes» se les llamaba– por sobre mi turno y vivía lasensación de la impotencia. O cuando tenía la voluntadde golpear pero al mismo tiempo la sensación degra-dada de ser mujer y frágil, frente a los gestos libidino-sos de hombres mayores. Algo similar a la experienciade cuando entraba en la adultez, en Francia, al tenerpor primera vez la conciencia de tener la piel oscura denuestros mestizajes. No sé si fue entonces cuando per-cibí que pertenecía a la periferia del mundo, a un lugarexcluido por la historia central, construido como sucolonia, su suburbio.

Esta serie de marginaciones dio sustento a la construc-ción de un discurso. Comencé a hablar desde allí, desdeese segundo lugar en que se asentaba mi plataforma dehabla y quise hacer de esta fragilidad mi fortaleza. Sentíaque esta fortaleza era posible con la palabra que emer-gía del primer encuentro con la madera en el sur delmundo. Desde allí he tratado de llevar adelante lo quese volvió mi impulso central de vida: entender, y cons-truirme a partir de esa comprensión.

Luego fueron las piedras. Nací en un país de mon-taña y mar, de piedras. Materia sólida, palpitante.¿Cuándo sentí que ellas tenían vida? ¿Que era posibleel diálogo y también el silencio?

Por culpa de nadie habrá llorado esta piedra, es-cribe Gonzalo Rojas. Ellas son Mistral, también ciertoNeruda. Hay algo de esta geografía de volcanes que nossecuestra la voz y ella deviene zumbido adentro de laspiedras. Las hay altas, enormes, casi colgando de loscerros, piedras precipicias, otras emergen en los sen-deros de repente, con presencia desafiante. Las haybajo las aguas, brillantes, tranquilas, las hay volcánicasy porosas, llenas de generosidad, otras constreñidas,apretándose en materia, intensas. Las hay pequeñas ydulces, planas cuando saltan en la superficie del agua,las hay cavernícolas, diseñando en su sustancia con-torsiones de una geología incierta. Estas piedras meenseñaron las formas de la existencia. Ellas me dieronel silencio necesario para escuchar sus voces. Su si-lencio me enseñó la escritura.

Tal vez ellas me transmitieron la atracción por elagua. O las imaginerías populares que leí muy tempra-no en un texto para niños de Monteiro Lobato traduci-do al español y que me llevaron a querer vivir en unaciudad encantada en el fondo del río. Un príncipe conforma de pez me conduciría allí, a ese lugar de pleni-tud. No otro sino ese fue mi cuarto propio –el cuartomás posible en este Continente– y allí permanezco to-davía en mi vida más real. No me llevó ningún príncipe–nunca logré dejarme conducir y sospeché de los prín-cipes– pero encontré el camino con la felicidad de lo-grarlo sola. Ese lugar es el que me permite escribir, mepermite vivir. Ahora, en la madurez, trabajando en laAmazonía me di cuenta de que no era yo la única que lopensaba. Son millones las muchachas ribereñas queavizoran la posibilidad de una vida diferente, princesasde una ciudad dorada, en el fondo del río. A menudolas conduce el delfín rosado, con la seducción de lavoz y los gestos. Pero también saben que es una com-pañía precaria y buscan el lugar ellas mismas. El escri-tor de mi infancia había tomado de ellas sus relatos.

Mi escritura –creación y crítica– nació de este ladodel mundo y desde allí intento hablar, con la honesti-dad que me han impuesto sus piedras. Por eso no creoen el falso regodeo de los lenguajes ni acepto sin máslas teorías adecuadas a otras realidades para mirar nues-tro imaginario. Trabajo en la escritura crítica y en la

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creación con la convicción de que construimos un sabersiempre provisorio y que el acercarnos a sus formula-ciones es un paso al conocimiento al que tienen dere-cho, pero no siempre acceso, nuestras sociedades. Rea-lizo un trabajo que quiere mostrar, con la transparenciaposible, el movimiento de una cultura de la periferiasurgida en los marcos de la colonización, de perfil he-terogéneo, tensional, plural, así como intensamente ade-cuada al disfrute, y palpitante como el continente enque vivimos.

El lugar en que establecí la primera relación con lavida diseñó las formas de mi escritura y me ha acom-

pañado por el mundo. No es ni mejor ni peor que otros,tiene momentos buenos y malos en su historia, es asíhoy y mañana no lo será, pero es el que conozco, al quehe aprendido a amar y aborrecer y son sus sociedadeslas que me producen la ternura necesaria a la reivindi-cación. Es de ahí que me nace, de repente, la palabra.Por ejemplo cuando pasan los camiones repletos detroncos amarrados, presos acarreados hacia la ciudad,en el sur de Chile o cuando los maderos heridos flotansobre el Amazonas.

Eso debe ser la pertenencia, o más bien aquello quete confiere la voz. c

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Si mal no recuerdo, creo que comencé a leer a Varas allá por losaños 60. A mediados de la década, tal vez. Fue por sugerencia deJoaquín Gutiérrez, el escritor costarricense que vivió tanto tiem-

po entre nosotros que terminó siendo un ciudadano más útil que mu-chos de nuestros compatriotas. «Lee a Varas», me dijo. Al parecer, lehice caso.

Había leído ya (en El Siglo, es casi seguro) una nota de VolodiaTeitelboim que subrayaba con fuerza la valía y novedad de un textocomo Porái (1963). De hecho, mi primer contacto con la obra de Varasse me asocia con una nueva narrativa que intentaba abrirse paso en esosdías, visible y manifiesta en los relatos tempranos de Poli Délano y en lanarrativa realista experimental de Enrique Lihn (Agua de arroz, 1964,por ejemplo, libro en que, desde un ángulo poético y con una prosadensa y límpida a la vez, el autor de La pieza oscura trataba de innovaren los temas sociales que se imponían en el Chile de ese entonces).Délano, Lihn, Varas se me juntan en la memoria; autores distintos cier-tamente, cuyos escritos se trifurcarán bien pronto en diversos génerosy con modalidades muy diversas. Se me anudan, no sé por qué, en unplexo común, cual huellas de un mismo camino narrativo. Eso lo re-cuerdo bien.

Los del 50

En realidad, estos intentos (y los de otros autores) respondían a unavoluntad alternativa a lo que empezaba a divisarse ya como la fórmuladominante de la generación del 50. Lo de «fórmula» es, sin duda, algoexagerado; pero había en la literatura de Enrique Lafourcade y en elgrupo por él antologado un perfil homogéneo, sobre todo de clase (¿tie-ne aún vigencia esta noción?), un repertorio común de gestos, de tics yde exclusiones; pero –y el pero es importante, pues se trata de unaevidencia– el grupo contaba a su haber y en menos de un decenio conuna buena porción de novelas significativas. Donoso, Edwards, Blanco,los notables textos a menudo olvidados de María Elena Gertner, narra-

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dora sobresaliente como pocas, el caso complejo yexcepcional de Claudio Giaconi con La difícil juven-tud, imponían otro sello y un nuevo rumbo a la escri-tura de esa época. La fórmula era clara: «modernis-mo» en el sentido sajón, en cuanto al lenguaje, a latécnica y a la forma en general; espíritu internacional,a veces con ambientes explícitos de esa índole. Lanovela internacional, creada a comienzos del siglo pa-sado por Blest Gana con Los transplantados (1904) ymagníficamente continuada por Edwards Bello, se hacecosmopolita con Lafourcade, se «contemporaneíza»de algún modo. En su Historia personal del boom(1972), Donoso lidia obsesivamente con ese modelode renovación técnica y con la proyección internacionalque busca para sus escritos. Esto, curiosamente, sin queesté al tanto ni se dé por enterado de una preocupaciónsimilar y de los debates sobre técnica narrativa quehabían sostenido, varios años antes, Manuel Rojas ysu compañero de generación, el peruano Ciro Alegría.En una conferencia en el auditorio de la Universidad deConcepción, a la que tuve la suerte de asistir, el autorde Hijo de ladrón se refería específicamente a eso,mostrando su interés por el tema aunque también susreservas frente a la excesiva tecnificación de la novela.Yerko Moretic y Luis Bocaz (también desde El Siglo:esto ya va pareciendo un soterrado homenaje al viejo yadmirable diario que tanto contribuyó a impulsar eldebate democrático sobre el carácter y las posibilida-des de la cultura nacional) habían señalado, con lucidezy precisión, las relaciones y contrastes observablesentre ambos proyectos narrativos, el de la generacióndel 50 y otro emergente, que empezaba a implantarsecon vigor desde inicios de los 60.

Por otra parte –cosa que a veces se suele olvidar– acomienzos de 1962 se había celebrado en Concepciónel Primer Congreso de Escritores Latinoamericanos,organizado por el poeta Gonzalo Rojas, director en esetiempo del Departamento de Difusión Cultural de launiversidad local. Aunque en el espíritu de su organi-zador las perspectivas con que se lo concibió fueronmás amplias (la figura de mayor rango científico queconcurrió fue el cristalógrafo inglés John D[esmond]Bernal, presidente fundador del Congreso Mundial por

la Paz), el evento penquista significó, en cuanto a lapercepción de la literatura hispanoamericana en nues-tro país, un parteaguas definitivo. La presencia desta-cada de Alejo Carpentier, de Ernesto Sábato, de Au-gusto Roa Bastos, entre otros de igual jerarquía, trajohasta nosotros los aires de la revolución narrativa quese desplegaba silenciosa más allá de nuestras fronte-ras, determinando una línea divisoria irreversible en lasletras del subcontinente. Con terminología que solovendría a afianzarse después, ahí estaban las raíces delboom, en uno de sus momentos iniciales de aglutina-ción y autoconciencia, ahí estaban el clan y los nom-bres que definirian a la nueva narrativa latinoamericanaen los años por venir. Lafourcade y Donoso, y unoque otro más, resultaban embajadores en su propia casa–anfitriones e invitados a la vez a un festín que se tor-naría con el paso del tiempo más y más suculento.

Cahuín

La iniciación de Varas como escritor fue bastante pre-coz. Nacido en 1928, publica en plena adolescencia unlibrito con sus experiencias de colegial en el InstitutoNacional: Cahuín, de 1946. Había dejado el colegio en1944 y era ya estudiante de Derecho. Tengo ante misojos la edición original de Cahuín y trato de entrar ensu tercera lectura. La primera vez que lo hice fue entrelas prisas de la infame Biblioteca Nacional de décadasatrás, donde «todo ruido tenía su asiento» y donde ellector era el enemigo principal de la administración ysus empleados. (Creo que ahora las cosas han cambia-do, así que mejor me callo.) Al escribir el prólogo parala segunda edición, la de LOM (2002, que incluye tam-bién Porái), tuve que leer un texto electrónico que hizoque se me escaparan muchas cosas. La lectura es cosade ojos y de manos, es un pacto entre el ojo y las hojasque se van tocando y hojeando, no el espejo imposiblee impasible que nos hostiga en la pantalla del computa-dor. Ahora aterrizo con calma en las ciento treinta ycuatro páginas del volumen de la Escuela Nacional deArtes Gráficas y veo ilustraciones que –según me co-munica José Miguel Varas– fueron hechas por él mis-mo, con su propia mano (salvo una). Las ilustraciones,

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casi todas caricaturas, echan luz sobre el extraño hu-mor del librito, a medias estudiantil, un humor a veceshecho de humores adolescentes y, hacia el final, conuna mínima pizca semikafkiana (otro cuento, casi co-etáneo, «El cautiverio», implementa con más acierto elmodelo y la inspiración del escritor de Praga). A pesarde su aparente simplicidad y de la indudable simpatíaque despiertan sus personajes, el relato de Cahuín esextraordinariamente compuesto, incluso complejo. Ade-más de un breve prólogo en que el autor tira sus pullasa los críticos que no leen los libros (¡agáchate, Sema-na Santa!), el libro contiene varias partes, una eminen-temente narrativa, otra más bien ensayística, etcétera.Es curioso que uno de esos ensayos toque el constantetópico del imaginario histórico nacional, la oposiciónentre carrerinos y o’higginistas. Ya la división y polari-zacion del país, que tanto afectarían a Varas más tardeen su vida pública y privada, se presentan aquí comoleve reflexión que oculta todavía las sombras omino-sas. Varas, al parecer –sesudo y sensato ya a esa altu-ra– no toma partido y enfoca el debate entre sonrisasde tolerancia y de objetividad. «Uno y otro contribuye-ron a nuestra Independencia en forma vigorosa, por locual merecen nuestros agradecimientos y nuestra ad-miración; no esa idolatría ciega y supersticiosa quepredican los textos de estudio» (77). Lo vemos: eneste ejercicio escolar Varas plutarquiza de lo lindo, ob-servando a los héroes de la patria con ecuanimidadexenta de todo nacionalismo. Después su obra com-probará que, en cuanto a historia nacional, no haymucho pan que rebanar si uno solo se fija en el com-placiente panteón oficial.

El libro, según nos cuenta Luis Alberto Mansilla enun excelente prólogo a otro escrito del autor, fue bienrecibido por moros y cristianos, concitando una raraunanimidad entre los críticos desde Alone para abajo. Elnovel escritor podía entonces aspirar a otro tipo de pro-yecto más serio y ambicioso literariamente hablando.1

Sucede

Su próxima publicación va a ser Sucede, que sale a luzdos años después, en 1950. Con título nerudiano (ex-traído de Residencia en la tierra, II), con un largoepígrafe que transcribe el poema homónimo, con unacomposición que se despliega al hilo de los versos resi-denciarios, lo que toma Varas fundamentalmente delpoeta es una temporalidad quebrada y quebradiza juntoa una fuerte inspiración realista. De hecho, todo el li-bro trata de resolver la difícil contradicción entre unaintención realista, la de hablar crítica y socialmente delo que pasa en el país, y una organización vanguardistaen la forma y composición y, sobre todo, en la actitudante el lenguaje con que se elabora toda narración: «Peroentonces novela francesa antigua. ‘En el año de milo-chocientostres puntos suspensivos volvía yo de aste-ricó, (sur Rhone) cuando el duque de trespuntosus-pensivos me aseguró que X le había contado una historiamuy escabrosa» (p. 29 de la edición Pax, única exis-tente hasta la fecha).

Tanto la poesía de vanguardia como la prosa van-guardista han sido en Chile (y también en otras partes)prematuras y casi póstumas a la vez. En el caso de laprosa, aparte de uno que otro texto y de los grandes pre-cedentes de Neruda y Bombal en los 20 y en los 30, lavanguardia se evapora para reaparecer muy posterior-mente cuando el siglo ya está a punto de extinguirse.Sucede es una rara avis en este sentido, pues se publi-ca exactamente a mediados del siglo, en un momentoen que pocos textos comparten una orientación simi-lar. (No pienso desde luego en las prosas poéticas delos poetas mismos; las hay muchas, pero pertenecen aun género o subgénero de otro costal.) Su caráctervanguadista, inspirado en Joyce y en los maestros nor-teamericanos, se manifiesta especialmente en la desar-ticulación constante del lenguaje, en las parodias y pas-tiches momentáneos a que se entregan el narrador yuno que otro personaje, y en la deliberada heterogenei-dad narrativa en que consiste la acción. Evidentemen-te, lo que «sucede» en el relato ocurre en el país, el quees visto y entrevisto a través de rincones distintos ydistantes. Escenas de delincuencia (que marcan por

1 Para unas pinceladas menos rápidas sobre Cahuín y algunosde sus aspectos (sobre todo la interesante cuestión de la pre-cocidad de Varas), véase mi prólogo a la edición de LOM(Santiago, 2002).

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contraste el estilo no-naturalista de lo narrado), la tor-tura de un animal en un lugar rural, hombres llegando aun faro... Hacia el final del libro, en forma de collage ala manera de Dos Passos, hallamos noticias periodísti-cas que alguien lee y en que reaparece más de un per-sonaje antes mencionado. La carta de un prohombreconservador habla de una idílica escena campesina queha disfrutado con modestos trabajadores. La carta res-pira los sentimientos generosos y el alma pura de unpatrón de fundo, a quien esos hombres del campo lerecuerdan la inocencia y sencillez postuladas por «elgran ginebrino» (Pax, 154). Nosotros, lectores nadasuizos y más bien contra-oligárquicos, hemos visto alos muchachos torturar a diestra y siniestra, con in-creíble crueldad, a un pobre animal que va a servir deágape al hacendado rousseauniano. Las conexiones quearma Varas a partir de esta escena son eficaces y su-gestivas. Muy cerca se glosa «El albatros» de Baude-laire, donde el sadismo de los marineros para con elave oceánica es a todas luces semejante; y la carta estambién contigua a un banquete de buenos asados quedevoran criminales de guerra nazis en Nuremberg.Tortura de un animal, tortura poetizada, tortura a se-cas en la gran escala a que nos tiene acostumbrados lainmortal civilización europea: el triángulo no deja deprovocar una inquietante y perturbadora visión de loque «sucede» y sigue sucediendo chez nous. El librotermina en plena Guerra Fría, con la lucha de Greciapor un lado y la Bolsa de Nueva York por otro.

Es posible que el proyecto de Varas haya sido el deconstruir, paradójicamente, una totalidad fragmenta-ria. No un mosaico como el viejo «Chile, país de rin-cones» del proyecto naturalista de Latorre, en que es-tos tenían una valencia primariamente geográfica oecológica, sino más bien el de una multiplicidad socialsincrónicamente percibida, a través del diario y de unmedio de comunicación como la radio. Los discursosde un partido de derecha en el interior del territorio seescuchan allá en la costa, en un lejano faro del litoral.Heterogeneidad humana, social, económica y laboral,precisamente a la manera de Dos Passos, que coexistecon diversos grados de densidad y en temporalidadeshistóricas divergentes.

Creo, sin embargo –y aprovecho la ocasión parapontificar a posteriori– que el conjunto no está resuel-to. El aspecto de fondo y el componente formal no seamalgaman, no entran en coalescencia ni alcanzan unpunto de fusión. ¿Era el proyecto de Varas tal vez pre-maturo? Cabría aventurar que la lección más útil que elautor saca de su ambicioso aunque fallido experimentosea el distanciarse de una estética que no le cuadra ni lecalza. Entrará en un largo hiato de silencio, que dividesu producción literaria por un lapso de trece años. Suactividad de militante, su variado e intenso trabajo pe-riodístico aguzarán su mirada para profundizar en larealidad nacional y forjar un proyecto más maduro yeficaz. Su arte saldrá ganando en claridad y solidez.

Porái y Chacón

Sucede concluía con el autor entrando a la radio dondeiba a empezar a trabajar: «Esta carta, creo que es parausted. –A qué nombre está? –José Miguel Varas. –Sí.Para mí» (164). El lugar de su próxima novela, Porái,se llamará Varazón. ¿Pura coincidencia?

Esta novela –más bien novela corta o nouvelle–inaugura una década de intensa productividad del es-critor que dará por lo menos tres textos, o colecciónde textos, esenciales en el conjunto de su obra: el mis-mo Porái del 63, Chacón de 1968 y el puñado de rela-tos contenido en Lugares comunes, de 1969. Constitu-yen un trío de espléndidos escritos que destaca conrelieve en la literatura de la segunda mitad del siglo XX.

En Varazón, modesto y olvidado Macondo de la zonacentral de Chile, vive un grupo de pobres marginales.Es básicamente una caleta de pescadores. Porái va aser entonces, y antes que nada, un texto clásico y de-cisivo sobre la condición del marginal en concretas ydeterminadas circunstancias de la vida. La noción, quese elabora justamente por esos mismos años sobre todoen el área de la sociología rural brasileña y en el estudiode los migrantes del campo a la ciudad (influirá prontoen la teología de la liberación de Hélder Câmara y en lapedagogía del oprimido de Paulo Freire), significarádespués muchas cosas disímiles y dejará de tener unsentido unívoco y real. En los Estados Unidos llega a

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ser tema de la sociología cultural y se usa a veces parareferirse a escritores consagrados que publican en edi-toriales poderosas y hasta oficiales. Marginales en sen-tido propio (el que aquí me importa subrayar) son lospersonajes de Varazón en Porái debido a su condiciónde humildes trabajadores subproletarios, a la existen-cia inestable y errante que llevan muchos de ellos y porsituarse «al margen» de la cultura escrita. Varios deellos son analfabetos. Vidas vagabundas, sin estabili-dad ninguna –gente del pueblo que ha perdido sus raí-ces, separada incluso de los pobres inquilinos que vi-ven muy cerca, tierra adentro, pero que, a pesar deuna indudable precariedad, resultan menos miserablesy desprotegidos que esos habitantes de la caleta coste-ra–. La finura de percepción social en Varas es a todasluces sorprendente, por las modulaciones que introdu-ce en el diálogo popular y el seguro dominio para cap-tar el gesto significativo que identifica y da vida a suspersonajes. Diálogo, caracterización y trama transcu-rren con notable fluidez a lo largo de toda la novela.

Mezcla de relato picaresco, de conseja popular ofolclórica, historia de amor entre jóvenes pobres (unpoco lo que de otro modo intentaba hacer Lihn en Aguade arroz, en uno de sus relatos, «Huacho y Pocho-cha», que acaba de reeditar Luis Íñigo Madrigal), Po-rái resulta así –en mi opinión– un clásico reciente des-de cualquier punto de vista que se le juzgue. Fábricanarrativa precisa e impecable donde todo es justo, tonoemocional y humano hecho con alquimia de risas y delágrimas, etcétera, todo alcanza un señorío de profun-da sencillez. Y el arte del título una vez más (ya «ca-huín» era un hallazgo) lo encapsula todo: indicio deoralidad popular, signo de una localidad incierta yerrabunda, atmósfera de interacción o comunión en lacocina o a la intemperie, «porái» es también la voz deun personaje enterizo que se nos impone magistral-mente en la narración.

A propósito de Chacón escribí en otra oportunidadque me parecía uno de los tres o cuatro libros funda-mentales sobre algunos dirigentes del movimiento obre-ro chileno. Junto al libro de Jobet sobre Recabarren, dela Vida de un comunista, de Lafertte, y de la biografíade Corvalán sobre Ricardo Fonseca, esta biografía pre-

parada por Varas es un testimonio de primer orden so-bre el gran responsable campesino, Juan Chacón Co-rona. Hábil en su técnica, ágil en su composición, esteChacón une los procedimientos de la entrevista conlos del reportaje, la crónica con la noticia, la construc-ción novelística y el documento sociológico. Varas seadelanta con mucho a la importancia que va a adquirirmucho después el género de la historia oral en el cam-po de la historiografía y al reconocimiento posterior,principalmente por el Premio Casa de las Américas, delgénero testimonial como categoría nueva y represen-tativa de las sociedades latinoamericanas. Produce conél uno de los testimonios más cabales y expresivos denuestra verdadera historial social y sobre la actividadpolítica de un sector decisivo de la población chilena.Dentro de la obra de Varas, Chacón da un nuevo giro altratamiento de la dialéctica entre escritura y oralidad,esto es, la auscultación del habla popular y su recrea-ción por medio de textos impresos –la voz detrás, através y en lo hondo de la letra.

Los cuentos

La trayectoria de Varas cruza seis décadas, desde 1946hasta el día de hoy. En el marco de esta cronología susinnumerables cuentos dejan huella de los cambios queal escritor le ha tocado vivir (geográficos, laborales,políticos) y de las inflexiones que el propio género ex-perimenta en sus temas y registros estilísticos. Tam-bién se refleja en ellos un nuevo modo de ver las co-sas, que no rompe con las convicciones básicas delautor. Este no ha salido indemne del golpe militar(¡cómo!) ni de su larga estancia en el mundo socialista(Checoslovaquia, la Unión Soviética) que se derrum-baba a vista y paciencia de sus dirigentes. Reunidos acomienzos del nuevo siglo por la editorial Alfaguara(2001) forman un volumen harto considerable de casisetecientas páginas, que incluye por lo menos cuatrocolecciones previas: Lugares comunes, ya menciona-da; Las pantuflas de Stalin y otras historias, de 1990,que sale a luz poco después del retorno del autor, ydonde se despliegan historias con la obsesión y deliriode un viejo dictador o en torno a las aventuras del fas-

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cinante personaje que fue el historiador José Grigulie-vich; Exclusivo, de 1996, con un impresionante relatode igual nombre dedicado a un gran periodista, y Cuen-tos de ciudad, su última colección hasta donde sé, de1997. Como todas las piezas aparecen fechadas, esfácil observar su distribución cuantitativa en el cursode los años. Hay solo un par anterior a 1950 («Cauti-verio» y «Relegados»), muy pocas entre ese año y 1960,aumentan sensiblemente en los 60 hasta el punto dedar origen a un primer libro aparte, ralean de nuevo enlos 70 (con la notable excepción que señalaré) y, desdefines de los 80 y sobre todo en la década final del siglo,se aglomeran en una escritura caudalosa y torrencial.Naturalmente, se trata de una cronología externa y algoengañosa, pues es patente, a través de temas, asuntosy en razón de otras circunstancias, que muchos deellos han estado en la mente del escritor (decir «enbarbecho» sería poco cortés) por largo tiempo, espe-rando ese toque de gracia que García Márquez, conacierto sin igual, asocia con el arte de la cocinera cuandoadivina instintivamente que la comida ya está en supunto. En el volumen de Alfaguara los cuentos se des-granan en ochenta unidades. Hay entre ellos, con cri-terio exigente, un puñado de cuentos de primer orden,perfectamente antologables, que justifican con crecesel juicio que algunos buenos catadores nacionales (Uribe,Valente) han vertido sobre Varas, considerándolo comouno de los mejores cuentistas que escriben actualmen-te en Chile.

A mi ver, el primer cuento de Lugares comunes,«Nosotros», comparte ese rango y pertenece a estacategoría. En contrapunto ceñido con la letra del fa-moso bolero de Pedro Junco, la riña de una pareja queviaja en un taxi hace pendant con una historia de sepa-ración y abandono que brota de un programa radial.De modo elíptico y eficaz, yendo rectamente al fondodel asunto, Varas da cuenta de una relación destruidaentre dos amantes, de su caricatura radial y de los efec-tos sicológicos que sobre el personaje masculino ejer-ce el medio de comunicación. Sicología de la ruptura,reflejo tecnológico y mediático, comicidad al borde delmelodrama, producen una impresión sintética, un efectoglobal de increíble autenticidad. En varios de los cuen-

tos con ambientación o elementos radiales (Varas co-nocía bien y desde dentro este espacio donde trabajócomo locutor), hay quizá vecindad con la gran novelade Nathanael West, Miss Lonelyhearts (1933), tradu-cida al francés en 1946 y encarecida por Sartre en suinfluyente ensayo ¿Qué es la literatura? Si tal es elcaso, si hubo tal nexo, Varas habría aprovechado sa-gaz y creativamente la lección del norteamericano.«Radioteatro» es otra narración del mismo tipo.

«La denuncia», relato que destaca en el mismo li-bro, revela una preocupación dominante del autor enesa época, a la par que constituye una penetrante ex-ploración del contraste entre los que trabajan y los queobservan desde fuera, entre los que llevan ropa y uten-silios de trabajo y los que miran con sorna, desprecio oindiferencia. Cuento muy ligado al desarrollo de la au-toconciencia de clase, parte mostrando el complejoracial y racista frente al trabajador para describir ense-guida el malestar y el temor inconsciente del grupoprivilegiado. ¿Han cambiado tanto las cosas, hoy, en elTercer Mundo?

En los Cuentos completos figura un haz de historiasque se ha agrupado bajo un rubro apropiado, «Del exi-lio». Todos son relatos viscerales donde Varas ha puestolo mejor de su intensidad como narrador. Sobresale,sin duda, «La terraza», que no por nada lleva la fechade 1974. En Alemania, un grupo de exiliados se juntapara conmemorar el sombrío año de ratas que terminay el nuevo que comienza. Hay garra, desesperación,mucho de rabia contenida en este cuento formidable.Hay todo eso, pero el vigor de la escritura no rompe eldesignio profundo de la historia. El español que haciael final del cuento y en medio del llanto general de to-dos espeta brutalmente: «¡Coño! No lloréis como mu-jeres lo que no supisteis defender como hombres!»,creo que habla más allá de los personajes del cuento.Este debería ser lectura obligatoria para todos los par-lamentarios de izquierda que gozan hoy de buena saluden el Congreso, arriesgando la vida día a día por unsalario suculento y soez. Dios los bendiga, a ellos quelloran a manos llenas. Maldiciones aparte, el cuentoconsuma de modo ejemplar un sutil manejo de la fun-ción del llanto, característico y recurrente en la obra

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de Varas. Lejos de ser elemento de compasión o melo-dramático, el llanto siempre desdramatiza o contrame-lodramatiza en las situaciones en que aflora. Allí laslágrimas –Brecht mediante– aportan siempre su gotitade Verfremdung.

Hoy

Me he detenido con amplitud en el primer Varas, antesdel 73 o antes del 89, porque sospecho que su obradurante ese tiempo es poco conocida por las jóvenesgeneraciones. Después de su vuelta al país, en 1988,sus escritos se han hecho parte de la producción másimportante de las letras chilenas y latinoamericanas enel gozne del siglo –cosa que el reciente Premio Nacio-nal de Literatura en 2006 ha venido a ratificar–. Su opusmagno, la novela El correo de Bagdad (ya con dosediciones, 1994 y 2002), es un vasto friso de épocadesplegado en un triángulo espacial y cronológico quecubre la Praga socialista, el Chile del 73 y el Iraq pos-monárquico de los 60. Se trata de una extraordinarianovela internacional e intercultural que termina en me-dio de la aguerrida rebelión kurda. También es signifi-cativa La novela de Elena y Galvarino, ambientada entorno a los sucesos del 73. Y en 2005 publicó un tomode conversaciones y recuerdos del pintor Julio Escá-mez (Los sueños del pintor). Todo esto sin tomar encuenta la rica «veta nerudiana» que hay en él, un vastofilón en que se explora el humor, el anecdotario y lagénesis de libros y poemas de Neruda (Canto general,«El pueblo») sobre la base del conocimiento mutuoentre los dos escritores. La falta innata de pedanteríapor parte de ambos –Neruda y Varas– impidió que sur-giera algo afín a Conversaciones con Eckermann, pero,a falta de pan, los numerosos textos están ahí, espe-cialmente ese notable Neruda clandestino de que hehablado en otra ocasión. Igualmente, habría que recu-perar alguna vez los apuntes y fragmentos, muchos deellos brevísimos, que esbozaba a la rápida el periodista

de El Siglo o de Vistazo, junto a sus crónicas políticascomo corresponsal en Praga o en Moscú, entre otroslugares. Varas destaca en el arte de la viñeta y en elartículo dedicado a cuestiones de historia política. Perotodo esto es aún programático. Terminemos de una vezesta nota estimulando al autor a que concluya Milico,2

manuscrito que sí ha estado en barbecho ya sus buenosañares y que habrá de constituir sin duda (he visto algu-nas páginas) una incisiva recreación de una fase dura-mente conflictiva en el pasado reciente del país.

***

Aprender a leer no es fácil, en la medida en que lalectura no es una operación simple ni elemental. SegúnIrenée Marrou, los antiguos se demoraban cuatro añosen hacerlo. Por mi parte, desde que Joaquín me dio laseñal de partida, me he pasado cuatro veces ese lapsoleyendo a Varas. Ha sido algo fructífero y no me quejo.Su obra sigue religiosamente las lecciones que Brechtdestinaba «al uso de los lectores» en el prólogo de susHauspostille (¿Breviario casero?, Sermones domésti-cos, 1927): apelar al sentimiento y al intelecto a la vez,hablar de las catástrofes «naturales» que el hombre haido sembrando a su paso por el planeta, etcétera. Esoestá en Varas y por ello me ha servido leerlo dentro yfuera del país. Fuera de Chile, me ha ayudado a paliarla misantropía de la patria inherente a la situación deexilio; dentro de Chile, me permite comprobar cuandovuelvo de vez en cuando que el «universo Varas» –lamiseria, la desigualdad, la marginalidad que ha mos-trado y no ha parado de denunciar– sigue vivito ycoleando. Todo está allí, igualito, en un país que sigueteniendo mucho de cahuín y que yace porái sin nada deChacón.

2 Milico, en proceso de escritura a comienzos de 2007 cuandofue redactado este texto, vio la luz a fines de septiembre de eseaño, publicado por la Editorial LOM.

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-109E l puente oculto tituló el poeta Waldo Rojas su primer libro publica-

do en el exilio, en 1981, por Ediciones LAR, donde recogía poe-mas de sus libros editados en Chile antes del golpe de Estado de

1973 y otros, escritos en su exilio en París, textos en los cuales el pesode esta nueva noche que caía sobre nuestro país sumaba una nueva einevitable experiencia poética a su obra. El puente oculto fue una metá-fora sumamente expresiva sobre la manera como comenzó a estable-cerse un diálogo complejo, pero pertinaz, para los escritores chilenosque tuvieron que salir del país, perseguidos y vetados por el nuevorégimen dictatorial. Un puente entre Chile y diversos puntos del globodonde nuestra bandera se clavaba y desde donde los libros entraban enla clandestinidad para no perder el diálogo entre los escritores de aden-tro y afuera y así armar un puzle anómalo de una misma realidad, dondela permanencia del contacto de nuestras letras fue fundamental paramantener viva no solo una tradición sino una forma de vida. SoledadBianchi, que desde su exilio en Francia reunió a los poetas de la «diáspo-ra» en dos volúmenes antológicos fundamentales, Entre la lluvia y elarco iris y Poetas de ida y vuelta, en el prólogo del segundo recuerda

TOMÁS HARRIS

El puente oculto: la literaturachilena en el exilio (1973-2008)

A Soledad Bianchi y Carlos Geywitz I. M.

La muerte canadienseSe desliza hacia míRauda sobre el hieloComo un jugador de hockeyEsgrimiendo su guadaña de palo.Yo no sé patinar,Yo juego fútbol, le digo.

GONZALO MILLÁN: «Hockey»

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que Roberto Bolaño y su amigo Bruno Montané seña-laban: «Nos convertimos en poetas porque si no nosmoríamos».

En ese mismo prólogo, Soledad Bianchi nos recuer-da que en Suramérica «el exilio no es de hoy ni espropiedad de los chilenos», y nos conmina a entenderla diáspora como «un signo de nuestros tiempos». Unsigno de nuestros tiempos que aún persiste en muchospaíses del mundo, y que en Chile dejó una huella imbo-rrable y una literatura dispersa, por lo cual la tarea dedibujar ese mapa de la dispersión no se ha acabado,sino es una labor permanente mientras no se terminede configurar el rostro desmembrado por el exilio decerca de un millón de chilenos por diversos países delmundo, a los que volaron, navegaron o caminaron parafijar su residencia donde se produjo este fenómeno oanomalía de una producción extranjera, pero que sereconoce inserta en el contexto de la literatura chilena.Algunos, muchos de ellos han regresado, otros, vinie-ron y volvieron, otros, siguen en el exterior y otrosmurieron fuera de Chile, como Roberto Bolaño o Gon-zalo Santelices. Si bien Bolaño gracias al Premio Ró-mulo Gallegos que le dio reconocimiento internacio-nal, y a su magnífica obra, hay que decirlo, ahora esleído y estudiado profusamente en nuestro país, la tam-bién excelente poesía de Gonzalo Santelices no es leí-da y, creo, tampoco recordada ni conocida hoy porhoy en Chile. Es esta dispersión entonces como unaherida permanente que parece no cerrarse: la del olvi-do. Pero una herida que hay que restañar.

Si bien hacer listas que rescaten nombres no ayudaen mucho –también se hicieron listas pero negras du-rante la dictadura– establecer catastros es un primerpaso, ya que los libros que se publicaron fuera no tu-vieron la circulación mínima para ser recordados –salvoexcepciones notables– y las antologías que han reco-gido la escritura de la diáspora, en su gran mayoría, nose han reeditado y, tampoco, se han hecho nuevas edi-ciones que aumenten los nombres que se deben regis-trar, mientras nuestros escritores siguen produciendoafuera una literatura en español, cada vez más deste-rritorializada, pero no por eso menos latinoamericanani chilena. Además, hay que considerar que el fenóme-

no de la globalización se ha intensificado de maneracada vez más vertiginosa desde la segunda década delos 70 hasta los primeros años del siglo XXI. Por lotanto, también hay que buscar en los múltiples sitiosweb que se mantienen en el ciberespacio por escrito-res chilenos que parece que definitivamente no regre-sarán a Chile, como «Mi Patagonia», en la Argentina, o«Poetas Antiimperialistas de América», de Jorge Et-cheverry, en Canadá.

Pero es necesario hacer un poco de historia paradar con los primeros balbuceos de la diáspora, que,posteriormente, se transformaría en un potente coroliterario intentando no perder el puente con Chile y lalengua española, sobre todo de aquellos autores quevivieron o viven en países donde se hablan otros idio-mas o en español con las especificidades de otras cul-turas y sus constructos lingüísticos y culturales.

El recorrido retrospectivo necesario para la recons-trucción arqueológica que nos permita un mapeo máso menos tentativo e inicial es una tarea bastante difi-cultosa, y sobrehumana si se quiere, por la dispersión,clandestinidad y falta de espacios para la produccióncultural que tuvieron que vivir en los primeros años losescritores exiliados. Por lo tanto, nos parece adecuadoacudir a los primeros textos compilatorios que se rea-lizaron en condiciones anómalas y adversas, las más,y posteriormente en forma más sistemática o, por lomenos, con una compilación de materiales más ex-haustiva y un corpus in crescendo más pesquisable yrepresentativo. Me refiero fundamentalmente a las an-tologías y a las revistas de literatura que comenzaron aaparecer en los diferentes países donde se congregóun mayor número de exiliados, como Canadá, los Es-tados Unidos, la República Democrática Alemana, Sue-cia y México, entre los más importantes, tanto por elnúmero de exiliados como por la posibilidad de esta-blecer diferentes formas de organizaciones culturales,por la calidad intelectual de los exiliados, como por losdiferentes apoyos de los gobiernos en cuestión u orga-nizaciones independientes (principalmente las O.N.G.)de los países en cuestión.

No hay que olvidar, aunque sea como un recordato-rio epocal, que el proceso de restauración arqueológi-

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ca o mapeo de la literatura producida en el exilio quepodemos realizar en la actualidad, si bien tiene la ven-taja de contar con medios mucho más eficaces en tan-to recolección de datos, como los que posibilita el cre-ciente proceso de globalización y las tecnologíasinformáticas, en la época en que se comenzó a escribirfuera de Chile no solo las condiciones políticas erandiversas, sino también las comunicaciones, por lo quetanto construir un corpus poético o narrativo –intentoque realizó por ejemplo Soledad Bianchi en su proyec-to antológico Entre la lluvia y el arco iris– eran tareascuya dificultad rayaba en lo heroico y prometeico, dondehabía que lanzar una suerte de botella al mar ya no delciberespacio, que no existía aún, sino del primitivocorreo aéreo, y esperar la posible respuesta de los poe-tas dispersos en el mundo y, también, de aquellos quepermanecían en Chile en una situación compleja yarriesgada en materia no solo cultural, sino tambiénvital, y, diría yo, sus primeros libros dentro de Chiletambién se escribían en esa especie de exilio interior alque Grínor Rojo llamó acertadamente in-xilio.

Si hacemos un recorrido por las antologías que co-menzaron a aparecer después del golpe de Estado, po-dríamos citar algunas que fueron señeras, y otras sibien de menor presencia, no por eso de menos impor-tancia en el momento de reconstruir esta arqueologíade restos de un discurso que primero debemos «ar-mar» y, posteriormente, comprender para poder en unfuturo, ojalá no muy lejano, lograr analizar. Pero antesde entrar en los nombres y procesos que podemos vis-lumbrar en estas antologías y revistas, creo que esnecesario dar una breve mirada al estado de cosas lite-rarias en el momento en que se produjo el quiebre re-publicano en nuestro país y algunas de sus implican-cias dentro de Chile, que aún permanecen o que,definitivamente, han cambiado la manera como se articu-la el tejido poético –y narrativo– chilenos.

La forma de concebir la tradición literaria en Chile,además de haber logrado un notable descentramientoen relación con Santiago, sobre todo en universidadesde provincias, como la Universidad de Concepción y laUniversidad Austral de Valdivia, propiciaron focos deinvestigación y creación poética universitaria, fenómeno

que no se había producido de forma sistemática ante-riormente, sino más bien parcial y un tanto eclécticaen la generación del 50, donde, por ejemplo, en la Uni-versidad de Chile o en el Parque Forestal, la cultura sehacía con la conjunción –o conjura– de intelectualesformados en la academia, como Jorge Millas o LuisOyarzún, o bien intelectuales con un pie dentro de launiversidad y otro fuera, con una formación literariaacadémica relativa, como el caso de Nicanor Parra oEnrique Lihn, o intelectuales sin formación formal ri-gurosa, pero de una vasta experiencia lectora y vital,como Jorge Teillier. Ahora bien, todo esto cambia enun giro notable en la generación del 60, que fue la quepadeció directamente la ruptura de la idea de Chile taluna República, hacia una universidad que no solo for-mó una generación de poetas, sino también una gene-ración de poetas raciocinantes y con formación, entorno al oficio de las letras, que cumplieron funcionesacadémicas de distinta índole y trabajaron en revistasfundacionales de un nuevo momento cultural, que nosabemos qué rumbo habría tomado de no ser por elgolpe militar del 73. Pensamos en las revistas comoTrilce, de Valdivia, dirigida por Omar Lara, y Arúspice,de Concepción, dirigida por Gonzalo Millán y JaimeQuezada indistintamente, Tebaida, de Antofagasta, yla tradición de encuentros universitarios que tendíancada vez más hacia una profesionalización entretejidade teoría y praxis. Esto fue lo que se rompió en tantomantención y dialéctica de la tradición –y sus ruptu-ras– y cuya rearticulación, si es que se ha producido,ha tomado otras características y especificidades cul-turales, que no es este el lugar de analizar. Pero loscreadores de la generación del 60 más importantes,dispersos, intentaron mantener la relación creación yacademia, siendo la mayoría absorbidos por universi-dades extranjeras, como los casos de Waldo Rojas,Gonzalo Millán, Oscar Hahn, Naín Nómez, Jorge Et-cheverry y Juan Armando Epple, entre otros.

Al comenzar a revisar las antologías poéticas edita-das en el exilio, o producto de una investigación hechafuera de Chile, nos damos cuenta de que fue el géneromás escurridizo y dúctil, de mayor facilidad de circu-lación, y, por qué no decirlo, de una aparente libertad

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técnica, lo que en estos primeros años de exilio, sobretodo, propició una producción mucho mayor que lanarrativa o dramática, y, además, la aparición de poe-tas cuya prioridad no fue precisamente la estética, sinodar cuenta de la contingencia, tanto personal comocolectiva del momento histórico traumático y anómaloque se estaba viviendo no solo en el ámbito cultural eintelectual, sino también en el vital y privado. En unamirada a las muestras más significativas y sistemáticasque se hicieron en los primeros años de dictadura, aposteriori, citamos las siguientes, como las más perti-nentes en la búsqueda arqueológica que habría que pro-ponerse para ir completando el mapa poético que décuenta de las voces que profirieron discursos válidosy necesarios por esos años oscuros y que, muchos deellos, se han olvidado o, simplemente, se desconocenen nuestro país, o dentro de las fronteras territoriales ycronológicas actuales: Chile, poesía de la resistencia ydel exilio. Selección de Omar Lara y Juan ArmandoEpple; Los poetas chilenos luchan contra el fascismo.Prólogo y selección de Sergio Macías, Berlín, RDA,Comité Chile Antifascista, 1977; Chile: Poesías de lascárceles y del destierro, Madrid, Ediciones Conosur, 1978;La libertad no es un sueño. Antología de la poesía chi-lena de la resistencia. (Del exilio, las cárceles y los cam-pos de concentración), Raúl Silva-Cáceres y EdgardoMardones, editores. Con prólogo de Julio Cortázar,Estocolmo, Tidens Bokforlang, 1980; Entre la lluvia y elarco iris. Algunos poetas jóvenes chilenos, Rotterdam,Instituto para el Nuevo Chile, 1983; Soledad Bianchi:Poets of Chile. A Bilingual Anthology (1965-1985).Selección y traducción de Steven White, Greensboro,Estados Unidos, Unicorn Press, 1986; Bevingade Lejon.11 chilenska poeter i oversattning. En antología compi-lada por Sun Axelsson, Suecia, Bonniers, 1991 y Viajesde ida y vuelta. Poetas chilenos en Europa. (Un pano-rama). Selección y prólogo de Soledad Bianchi, San-tiago de Chile, Ediciones Documentas/Ediciones Cor-dillera, 1992.

Las condiciones en que se compilaron estos traba-jos y su contexto de escritura (salvo las dos últimas,que son una mirada a la poesía chilena en el exterior yadesde la democracia restaurada) queda bastante clari-

ficado en el siguiente fragmento del «Prólogo» de En-tre la lluvia y el arco iris, de Soledad Bianchi, dondeella ya comienza a hablar de una «generación disper-sa», como rasgo diferencial de los poetas que comien-zan a publicar en un contexto de represión y diáspora:

Cuando ya ciertos nombres comenzaban a repetir-se, cuando muchos de los nuevos recibían premios,cuando se veía que su dedicación a la poesía eraelegida, voluntaria y la asumían seriamente, se ha-cía necesario dar a conocer obras y autores. Circula-ron, entonces, cartas en todas las direcciones, porqueera preciso reunir a los escritores chilenos ya que,por desgracia, los que hoy comienzan, los que hoysurgen a las letras, están marcados negativamentedesde el inicio de su trabajo: son una generación dis-persa que no se conoce entre sí, a diferencia de lasanteriores. Francia, España, Chile, Inglaterra, Cana-dá, Estados Unidos, son los países donde viven losdieciséis poetas aquí reunidos por primera vez en elpapel, pero –con toda seguridad– en los cincuentapaíses donde se encuentra el Chile desterrado hayjóvenes que ya escribían antes de su exilio o quehan comenzado a escribir en él.

En Entre la lluvia y el arco iris los poetas reunidosson: Eduardo Parra (1943), Juan Armando Epple(1946), Gonzalo Millán (1947), Javier Campos (1947),Miguel Vicuña (1948), Gustavo Mujica (1948), RaúlZurita (1950), Carlos Alberto Trujillo (1950), GregoryCohen (1953), Roberto Bolaño (1953), Mauricio Re-dolés (1953), Erick Pohlhammer (1954), Jorge Mon-tealegre (1954), José María Memet (1957), BrunoMontané (1957) y Bárbara Délano (1961). Pues bien,no deja de ser sintomáticamente inusual que de la ma-yoría de los nombres antologados en esta muestra,aunque su fin era dar cuenta de las nuevas voces de lapoesía chilena de la época, solo seis poetas estabanresidiendo y produciendo en Chile: Zurita, Trujillo,Cohen, Pohlhammer, Memet y Montealegre. Por lo tan-to, en este primer intento de reunir en un volumen an-tológico la novísima poesía de la época, podríamosdecir que en un número considerable de autores, esta

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comenzó a escribirse en el exilio, aunque la compila-dora aclara en el prólogo que esta antología «no sepropone mostrar un amplio panorama de lo que es lapoesía chilena hoy». La muestra es, como decíamos,una convocatoria de la poesía que hacían en la épocalos más jóvenes, aunque también tiene un criterio se-lectivo que excluye a un número significativo de poe-tas emergentes antologados en dos textos que es nece-sario mencionar acá: Poesía para el camino, Santiagode Chile, Unión de Escritores Jóvenes, 1976, y Unopor uno. Algunos poetas jóvenes, Santiago de Chile,Nascimento, 1979, en las que se reúnen nombres quetuvieron pertinencia en la época y aún la tienen hoy enChile, como Antonio Gil, Armando Rubio, Teresa Cal-derón y otros.

En Viajes de ida y vuelta. Poetas chilenos en Europa,a la misma Soledad Bianchi se reúnen aquellos poetasque, más allá de un criterio generacional, aún seguían–y siguen la mayoría de ellos– escribiendo y publicandoen Europa: Efraín Barquero, Mauricio Rosenmann Taub,Patricio Manns, Orlando Jimeno Grendi, Sergio Macías,Guillermo Deisler, Luis Mizón, Eduardo Parra, WalterHoeffler, Waldo Rojas, Ximena Godoy, Alberto Gallero,Tito Valenzuela, Andrés Morales, Eugenio Llona, GustavoMujica, Sergio Infante, Carlos Tapia, Patricia Jerez,Miguel Vicuña, Radomiro Spotorno, Leonora Vicuña,Roberto Bolaño, Alejandro Lazo, Ricardo Cuadros, Cris-tián Vila, Felipe Tupper, Cristóbal Santa Cruz, BrunoMontané, Antonio Arévalo, Mauricio Electorat, LuisCociña, Gonzalo Santelices y Manuel Espinoza Cáce-res. El número de antologados no es menor, y de ellossolo están de regreso en Chile, hoy, Patricio Manns,Walter Hoeffler, Miguel Vicuña, Cristián Vila, Luis Coci-ña, Eugenio Llona y Andrés Morales. Gonzalo Santeli-ces, Guillermo Deisler y Roberto Bolaño murieron enEuropa y, con justicia tardía, Efraín Barquero recibió elPremio Nacional de Literatura en 2008.

En la antología Bevingade Lejon. 11 chilenskapoeter i oversattning, aparecen otros nombres que co-menzaron a escribir en Suecia o mantuvieron un lar-go exilio en el país nórdico, como Sergio Badilla, JuanCameron, Sergio Infante, Carlos Geywitz y Adrián

Santini. Infante y Santini aún viven en Suecia. CarlosGeywitz murió trágicamente en agosto de este año. Sesupo de su lamentable fin a través de correos electró-nicos y blogs personales. La prensa nacional, que se-pamos, no ha dicho hasta el momento nada al respec-to, y dudamos incluso que supieran de la existencia deeste importante poeta chileno radicado en Suecia.

Sobre el papel que desempeñaron las revistas litera-rias en la difusión de la poesía chilena de la diáspora,Soledad Bianchi acota en «Un mapa por completar: lajoven poesía chilena»:

El vínculo literario que es difícil alcanzar entre laemigración chilena lo establecen, con frecuencia,las revistas: Literatura Chilena que existe desde 1977en California; Araucaria, que apareció en 1978 enMadrid, y en torno a la cual funciona un taller litera-rio en París. Pero no pueden dejar de mencionarse:Canto Libre, que durante doce ediciones parisinasreunió diversas voces de la poesía chilena elegidas,casi siempre, con criterio de semejanza relativa,agrupando a los «diaspóricos» con la «generacióndel roneo», ni la reciente Palimpsesto de Roma [...]no deben dejar de indicarse la especial labor quecumplen las ediciones LAR en Madrid, y «El Mai-tén», de Nueva York, esta última dedicada exclusi-vamente a la poesía, dirigidas, respectivamente, porDavid Valjalo, Omar Lara y Jaime Giordno, impor-tantes poetas también ellos, nombres a los que ha-bría que agregar a Enrique Giordano, Raúl Barrien-tos, Hernán Castellano Girón, Oliver Welden yHernán Lavín Cerda.

La única certeza que nos queda de esta funesta con-secuencia de la dictadura militar es que por lo menosde la palabra no nos despojaron, pero que aún quedamucho por hacer para completar aquel mapa fractura-do del que habla Soledad Bianchi para reunir un corpuspertinente de la poesía producida por lo vates chilenosdesde 1973 hasta el día de hoy.

Santiago de Chile, septiembre de 2008 c

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Siempre he querido escribir sobre libros. No practicando la crítica,por supuesto, sino ensalzando las obras literarias que me hanimpresionado y marcado a lo largo y ancho de estas vastas siete

décadas de vida que estoy calzando. En su transcurso, encontré librosque me buscaban y descubrí libros que parecían regirme. La lectura esuna aventura prodigiosa, como lo es también la escritura. Una vez leí unlibro vasto, profundo y rupturista. Su lectura me tomó solo algunosmeses. Cuando terminé la lectura, lo dejé cerrado sobre una mesa. Per-manecí un rato reflexionando sobre lo que me había sucedido, y derepente me di cuenta de que al cerrar el libro había envejecido por lomenos unos treinta años. O tal vez había madurado envejeciendo a cau-sa del peso de los nuevos conocimientos. El libro me había cambiadotodo el sentido de la vida, la percepción de la realidad, el sonido y elsentido de las palabras. En suma, una experiencia vertiginosa y maravi-llosa. Comencé a leerlo siendo un adolescente, y lo terminé ya conver-tido en un adulto. Por eso me sorprende siempre ese seudodebate enque algunos sostienen que un libro no puede cambiar al mundo. Si pue-de cambiar al hombre, que es el mundo ¿cómo no va a cambiar al mun-do, cuya percepción es una facultad privativa del hombre? Por lo de-más, un libro puede cambiar al mundo si cae en las manos justas, aquellasque están facultadas precisamente para cambiarlo. Ese libro se llamaUlises, del escritor irlandés James Joyce, quien provocó la más grande,inesperada y viva transformación de toda la literatura mundial, en 1922.

No logro concebir mi vida sin los libros. Desde mi infancia estuvie-ron allí, rodeándome, incitándome. Me provocaban, me desafiaban. Antesde entrar a mi primer colegio, ya había logrado descifrar el misterio dela lectura, de manera que esta relación de amistad y de pasión comenzómuy temprano. Por aquella época ya reculada leí el libro memorableRecuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales, del cual existe hoy día

PATRICIO MANNS

De Chile a Chile a travésde la escritura

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una edición muy reciente –una de las tantas–, esta veza cargo de Ediciones B, en su colección Dulce Patria.

El caso de Vicente Pérez Rosales es verdaderamentenotable. No creo que pueda considerársele un escritorprofesional, al menos en el sentido que esta definicióntiene hoy en día. Este es su único libro de factura na-rrativa. Tiene otros dos, pero son pequeños opúscu-los de promoción de la República de Chile para con-quistar a los inmigrantes que a mediados del siglo XIX

estudiaban la posibilidad de abandonar sus países deorigen en busca de un destino mejor. Nuestro autorfue un hombre de cometidos múltiples y contradicto-rios. Estudió en Santiago y luego en París, ciudad en laque conoció numerosas obras literarias de carácter tras-cendental que los suramericanos de su tiempo no te-nían entonces oportunidad de leer, sobre todo por laescasez de traducciones. Pérez Rosales provino de unafamilia de dignatarios chilenos poseedores de gran for-tuna. Su abuelo materno, don Juan Enrique Rosales,fue miembro de la Primera Junta Nacional de Gobierno,cuando José Miguel Carrera regresó desde España parainiciar la revolución libertadora. Toda la familia de Vi-cente Pérez Rosales, incluido él mismo, fueron testigosy partícipes de las guerras por la Independencia. Co-noció en su casa a los Carrera, a O’Higgins, a ManuelRodríguez, a San Martín y a muchos otros próceresconvocados por la causa revolucionaria de las colo-nias españolas de América. En tal sentido, es un testigoprivilegiado de su tiempo, y las páginas de sus Recuer-dos... lo confirman. Por azares de esa mágica historiapersonal que es la suya, cuando niño, y habiéndosefugado a Mendoza con su familia, después de una de-rrota de las armas nacionales, se integró allí a una mi-licia infantojuvenil, promovida por la Gobernación dela ciudad, para ayudar a protegerla en el caso de quelos realistas cruzaran la cordillera de los Andes. En talcarácter asistió a los fusilamientos, una primera vez,de Juan José y Luis Carrera, y en una segunda y trági-ca oportunidad, a la de don José Miguel Carrera y unode sus soldados, muy joven. El relato tiene dos instan-tes magníficos: el fusilamiento en sí, y la frase quepronunciara don José Miguel para tranquilizar a su ju-venil acompañante, quien había comenzado a sollozar

presa del pánico. En el atroz silencio que precede a losdisparos, José Miguel Carrera se vuelve hacia su subal-terno y le dice con toda naturalidad: «No temas: lamuerte es solo una sombra que pasa».

Pero lo infinitamente admirable es que esta frase atri-buida a Carrera pertenece al dramaturgo inglés WilliamShakespeare, cuyo conocimiento por parte de Carreranunca ha quedado claramente explicado, aunque, al pa-recer, nadie ha reparado en ella. Si bien Carrera peleó allado de las armas españolas contra Napoleón, y obtuvojinetas de brigadier, la España de entonces no era unsitio donde pudiera representarse a Shakespeare todoslos días y, menos aún, en castellano.

Recuerdos del pasado es un libro que se anticipa, comoun fulgurante adelantado, a lo que a literatura iberoame-ricana concierne. Se anticipa y con mucho, también, atodas las tendencias y géneros que, a partir de él, dieroncuerpo y prestancia a la literatura americana. En efecto,hay en sus páginas una suma de formas literarias entrelas que cabe mencionar la novela, la crónica de costum-bres, el relato de aventuras, la narrativa de viajes, el en-sayo político, la novela picaresca y muchas otras. Dota-do de un agudo sentido de observación, el autor describecon trazos precisos el mundo que a lo largo de sus via-jes va descubriendo. Los caracteres humanos reseña-dos en este libro constituyen una suma gigantesca ycolorida de retratos, cada cual más sorprendente y en-trañable. Son personajes que se graban en la memoriapara siempre. Es esta dimensión de su escritura la quelos jóvenes que se inician en el tráfago infernal de laescritura pueden observar con atención. En ella se esta-blece cómo la acumulación de las experiencias del autorvan organizando su narrativa, la hacen ágil, sorprenden-te, vital, regocijante a ratos, trágica en otro momento,pero siempre verosímil y portentosa. El escritor chilenoCarlos Droguett afirmó en más de una ocasión que Re-cuerdos del pasado es la primera gran novela latinoame-ricana de toda la historia literaria de nuestra región, yvaya que se necesitan argumentos de talla mayor pararefutar semejante afirmación. No en vano, por cierto,este libro ha tenido múltiples ediciones y traduccionesdesde que fuera publicado por primera vez en formacompleta, en 1886.

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Es una obra vastamente conocida en América, Espa-ña y países de habla inglesa. Su influencia es reconocidaunánimemente y sus seguidores, es decir, aquellos in-fluenciados por la escritura de Pérez Rosales, son muynumerosos a ambos lados del Atlántico.

No es raro [precisa un comentador de su obra], queuna vez terminada la lectura de este libro, el lectorse pregunte, perplejo, quién fue en realidad el autorde tantas andanzas, ese hombre que llegó a ser des-tilador de aguardiente «a la europea», como gustabadecir de su sorprendente oficio, durante su estanciaen San Fernando, curandero, periodista polémico,agricultor, contrabandista, vendedor ambulante,minero, buscador de oro en California, donde alter-nó sus labores de prospección de oro con las detendero y tabernero. Allí dio rienda suelta a su face-ta de explorador, compinche de bandidos legenda-rios, arriero y ladrón de ganado en Argentina, bes-tias que hacía atravesar la cordillera de los Andespara venderlas en los mercados ganaderos de Chile.Más tarde fue nombrado, agente de colonizacióndel gobierno de Chile, para traer al país a los alema-nes que poblaron Valdivia y Llanquihue, cónsul enHamburgo, diplomático, político –e intendente y par-lamentario hacia el final de su vida–, y muchas otrascosas que no solo cuesta enumerar sino tambiéndenominar.

Este es el ejemplo más flagrante que se pueda en-contrar acerca de cómo las experiencias vivencialesde un escritor contribuyen a estructurar poderosamentesu potencia narrativa y a reforzar los meandros de suimaginación, llave maestra de toda literatura.

Aquí voy a tocar un tema que me concierne direc-tamente. En 1850 Vicente Pérez Rosales es nombradoagente de colonización en Valdivia. En aquel entonces,Valdivia era solo un lugarejo, un pequeño villorrio concasas de madera de un piso y calles de barro. No habíaplazas públicas, parques, y en el lado del río se carecíaabsolutamente de embarcaderos adecuados para el trá-fico comercial que venía de los poblados y campos delinterior. Conviene recordar aquí que Valdivia –caso

único en el mundo– cuenta con cuarenta y nueve ríosde gran envergadura, que caen en los alrededores de laciudad y en las campiñas adyacentes, todos proceden-tes de la cordillera de los Andes y de los lagos arriba-nos, todos navegables.

Pérez Rosales desplegó un intenso trabajo de capta-ción, y finalmente logró que la primera partida de ciuda-danos alemanes, procedentes de Hamburgo, llegara alas aguas del Puerto de Corral, y luego remontara el ríoValdivia para, en los lechos, refundar la ciudad, o talvez, fundarla definitivamente. Esta partida de colonosllegó en 1851, y entre ellos venían los dos primeros Mannsque escogieron a Chile como su segunda patria: uno deellos era pastor protestante y el otro dentista.

Esta parte del libro muestra con portentosa claridadcómo el hombre transforma su entorno y el medio geo-gráfico que ha escogido para vivir. En muy pocos años,la floreciente ciudad se llenó de arboledas, de huertos,de embarcaderos multiplicados como los hongos a lolargo y ancho de los ríos. Estos se llenaron de lanchas,de lanchones, y más tarde, de remolcadores y navíos deregular calado que iban y venían del puerto marítimode Corral, por donde se exportan los productos valdivia-nos, primero a la zona central de Chile, y luego al mun-do. No tardó en aparecer la industria gruesa, y nacieronastilleros y fábricas que transformaron mágicamente laregión entera por el esfuerzo de los colonos alemanes.

El pasaje más regocijante del libro, emparentadoolímpicamente con la narrativa picaresca, es la esta-día del autor y sus hermanos en la California de lafiebre del oro. Ya desde la partida de Valparaíso, el au-tor parece decidido a explorar su vena humorística yno poco sarcástica. Entre los rudos viajeros de sexomasculino que abordaron el barco para dirigirse a loslavaderos del oro californiano, se encontraba una dama,joven, de mucha donosura, que a todas luces se dirigíaa San Francisco con el fin de ejercer la profesión de laseñora Warren. El hombre que fiscalizaba el embarquepidió a la joven la documentación correspondiente, ycuando leyó su nombre, puso el grito en el cielo. Enefecto, según Pérez Rosales, ella se llamaba en ese ins-tante Rosario Améstica, en circunstancias que, asegu-ra «era fama que había nacido Izquierdo en Quilicura,

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que fue Villaseca en Talcahuano, Toro en Talca, Zam-brano en San Rosendo, Oyarzún en Coñaripe, y ape-nas el día anterior, Rosa Montalvo en Valparaíso». Nadapudo el intento del oficial de embarque por bajar de lanave a Rosario Améstica. Todos los pasajeros se opu-sieron amenazantes y lograron conservarla a bordo.

Las aventuras de viaje de este notable y entrañablepersonaje femenino le otorgan al libro un encanto par-ticular, aparte de que traza con pulso magistral un es-bozo del espíritu solidario de los que iniciaban la trave-sía en pos de la fortuna. Cuando lean o relean estelibro, recuerden lo que acabo de decir de la bella Rosa-rio Améstica, que, solo en el curso del viaje, reunió eldinero suficiente como para instalarse semanas mástarde, con su propio local en San Francisco.

Por oposición a estos pasajes picarescos, la prosade Vicente Pérez Rosales se ensombrece más tarde,cuando describe la dificultosa operación de la atribu-ción de tierras a los inmigrantes, en la región de PuertoMontt. Y este es el signo que destaca a los grandesescritores: abordar la literatura desde diversos ángu-los, sean ellos cómicos, poéticos o dramáticos.

Narra Vicente Pérez Rosales que habiendo recibidoa los inmigrantes en la provincia de Llanquihue, co-menzaron a estudiar la ubicación y distribución de lastierras fiscales que se les había asignado. En determi-nado día y momento, algunos de ellos le propusieronuna caminata de exploración para reconocer los luga-res en que se asentarían. Partieron en fila india dosdocenas de hombres, fuertes y decididos, cruzando através de la selva enmarañada, tan espesa, pantanosa yhúmeda, que los primeros de la columna debían abrir-se paso a machetazos. Tan espesa era la selva, que lasramas que abrían los que marchaban adelante se ce-rraban, de inmediato, de manera que los que los se-

guían debían redoblar la atención para no quedar reza-gados. Cada cierto tiempo, Pérez Rosales detenía lamarcha para contar a los integrantes de la caravana.De repente, realizando uno de los tantos conteos, PérezRosales se percató de que faltaban dos expediciona-rios. Ambos eran jóvenes, fuertes, arriesgados, estabanarmados, y los dos eran casados y jefes de familia, loque excluía toda veleidad de deserción. Se llamabanRolf Lincke y Andrés Wehle. De inmediato se organizóla búsqueda. Dispararon las armas al aire para llamarsu atención, rehicieron el camino dando grandes vo-ces, voces que reverberaban al interior del bosque re-botando contra los inmensos troncos mojados de losalerces, con un eco lúgubre y desesperado. Pero noresonó una sola voz pidiendo ayuda. Regresaron a labase y pagaron a algunos mapuches que se encontra-ban a su servicio para que recorrieran el camino reciénabierto, buscando a los desventurados. Los mapuchesconocían la selva como la profundidad de sus bolsi-llos. Toda la tarde se buscó, se los llamó, pusieronperros en la infructuosa cacería. Incluso, los cañonesdel barco Meteoro, que se encontraba amarrado un pocomás lejos, dispararon salvas sucesivas para orientar-los, pero nunca más se volvió a saber de ellos. Ni unahuella, ni sus armas, sus ropas, sus botas, aparecieronjamás, hasta el día de hoy. Se pensó en algún momentoque a la comitiva la siguieron algunos mapuches beli-cosos, que raptaron súbitamente a los dos últimos, perolos indígenas juraron que no tenían nada que ver en elasunto, y de hecho, había varios mapuches que ayu-daban a los inmigrantes trasladando sus enseres de unlado a otro. Es el mayor misterio ocurrido en la épocadel poblamiento de la provincia de Llanquihue. Y nadieha podido adelantar una hipótesis de lo que realmenteaconteció ese día. c