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794 Med Clin (Barc) 2004;123(20):794-7 52 90.610 «Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta seme- jantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas; en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos.» El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Quizá debiera empezar este relato intentando encontrar una respuesta a la pregunta que oigo a menudo: ¿qué me im- pulsa a dirigir un pequeño hospital rural, con escasísimos medios, en un lejano país que está todavía en los albores del desarrollo, y que atiende a una población que en su ma- yoría vive en la miseria y de forma no muy distinta de como lo hicieron sus antepasados durante siglos? Relato personal Buena parte de mi generación –estudiantes en los años seten- ta– creímos que un mundo mejor era posible. Mas los cambios políticos en aquellos años y el resultado poco alentador de la mayoría de las revoluciones nos dejaron huérfanos de objetivos y de medios. La lucha política no sólo, de pronto, parecía estéril sino que también empezaba a ser innecesaria. Acabados nuestros estudios, tuvimos que olvidar nuestros sueños, arrin- conar ideales y empezar a movernos en la realidad cotidiana. Mas durante mis años de formación en Estados Unidos, un corto viaje a las Antillas para interrumpir el largo invierno neo- yorquino me dejó entrever una situación social por mí insospe- chada: ¡Haití no era desde luego Hawai, y tampoco Tahití, tal como muchos pensaban equivocadamente! Un mundo de mi- seria y hambre se encontraba en las mismísimas puertas de la nación más rica del mundo 1 . La visita efectuada al Hospital Al- bert Schweitzer, situado en el hermoso valle del Artibonita, me permitió iniciar una larga amistad con sus fundadores, miem- bros de la acaudalada familia Mellon (y constatar que el dis- frute de grandes riquezas heredadas no siempre tenía que ir acompañado de estulticia y mezquindad) 2 , y me hizo recordar las palabras de un viejo rabino de Brooklyn al que poco antes había tratado: «Si puedes salvar una vida salvarás al mundo». No fue el ánimo de salvar al mundo (que ya por entonces consideraba insalvable), pero sí el de recuperar la vida y algo de dignidad de alguno de estos seres que, en el siglo que vio al ser humano deambular por la Luna, apenas podían tener- se en pie en el umbral de sus hogares, lo que, aliado a mi impenitente tendencia al nomadismo, me ha impulsado a un trabajo profesional que ha transcurrido en lugares que no se destacan ni por su elevado grado de bienestar social o de desarrollo económico ni, en general, por su estabilidad políti- ca: los países del Sahel, Bolivia y otras naciones andinas, la isla de la Hispaniola en el Caribe, Etiopía y, desde hace 3 años, Uganda. Puedo afirmar pues que mi práctica profe- sional no ha sido fácil pero tampoco nada monótona; el calor humano compartido ha compensado con creces la falta ha- bitual de tecnología moderna o la incapacidad frecuente de aplicar los conocimientos científicos con rigor. La historia de Sofía En forma de dietario abreviado, quiero ahora contar aquí la historia de Sofía, o mejor dicho, de lo que fueron los últimos días de una muchacha de 13 años que un día tuvo la mala suerte de caerse de una bicicleta. El relato de su triste final constituye un buen ejemplo de los múltiples escollos que se interponen en el camino de aquellos que trabajamos en un entorno pobre de un país con escasos recursos (eufemísti- camente mal denominados «en vías de desarrollo»). Día 1 Una mañana, como suelo siempre hacer antes de iniciar la visita, echo una ojeada a los enfermos que esperan en el pasillo atestado. Me llama la atención una niña que, en bra- zos de un hombre, tiene aspecto de estar muy enferma. Los hago entrar a mi despacho y acostamos a la niña sobre la camilla mientras el padre explica que su hija –la segunda de 8 hijos– enfermó hace 2 meses después de caerse de una bicicleta. Sofía no es más que piel y huesos, unos gran- des ojos que me miran asustados, su temperatura es alta y está extremadamente pálida (fig. 1); diversas partes del REPORTAJE Sofía se cayó de la bicicleta y yo me tomaré pronto un descanso Jaime E. Ollé Goig Director médico. St. Francis Hospital. Buluba. Uganda. Asociación Catalana para el Control de la Tuberculosis en el Tercer Mundo (ACTMON). Correspondencia: Dr. J.E. Ollé. P.O. Box 3017. Kampala. Uganda. Correo electrónico: [email protected] Recibido el 5-10-2004; aceptado para su publicación el 14-10-2004. Fig. 1. Sofía antes de ser hospitalizada.

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Page 1: Sofía se cayó de la bicicleta y yo me tomaré pronto un descanso

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«Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta seme-jantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas; en lascuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una orejamenos.»

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes

Quizá debiera empezar este relato intentando encontrar unarespuesta a la pregunta que oigo a menudo: ¿qué me im-pulsa a dirigir un pequeño hospital rural, con escasísimosmedios, en un lejano país que está todavía en los alboresdel desarrollo, y que atiende a una población que en su ma-yoría vive en la miseria y de forma no muy distinta de comolo hicieron sus antepasados durante siglos?

Relato personal

Buena parte de mi generación –estudiantes en los años seten-ta– creímos que un mundo mejor era posible. Mas los cambiospolíticos en aquellos años y el resultado poco alentador de lamayoría de las revoluciones nos dejaron huérfanos de objetivosy de medios. La lucha política no sólo, de pronto, parecía estérilsino que también empezaba a ser innecesaria. Acabadosnuestros estudios, tuvimos que olvidar nuestros sueños, arrin-conar ideales y empezar a movernos en la realidad cotidiana.Mas durante mis años de formación en Estados Unidos, uncorto viaje a las Antillas para interrumpir el largo invierno neo-yorquino me dejó entrever una situación social por mí insospe-chada: ¡Haití no era desde luego Hawai, y tampoco Tahití, talcomo muchos pensaban equivocadamente! Un mundo de mi-seria y hambre se encontraba en las mismísimas puertas de lanación más rica del mundo1. La visita efectuada al Hospital Al-bert Schweitzer, situado en el hermoso valle del Artibonita, mepermitió iniciar una larga amistad con sus fundadores, miem-bros de la acaudalada familia Mellon (y constatar que el dis-frute de grandes riquezas heredadas no siempre tenía que iracompañado de estulticia y mezquindad)2, y me hizo recordarlas palabras de un viejo rabino de Brooklyn al que poco anteshabía tratado: «Si puedes salvar una vida salvarás al mundo».No fue el ánimo de salvar al mundo (que ya por entoncesconsideraba insalvable), pero sí el de recuperar la vida y algode dignidad de alguno de estos seres que, en el siglo que vioal ser humano deambular por la Luna, apenas podían tener-se en pie en el umbral de sus hogares, lo que, aliado a miimpenitente tendencia al nomadismo, me ha impulsado a untrabajo profesional que ha transcurrido en lugares que no sedestacan ni por su elevado grado de bienestar social o dedesarrollo económico ni, en general, por su estabilidad políti-ca: los países del Sahel, Bolivia y otras naciones andinas, laisla de la Hispaniola en el Caribe, Etiopía y, desde hace 3 años, Uganda. Puedo afirmar pues que mi práctica profe-

sional no ha sido fácil pero tampoco nada monótona; el calorhumano compartido ha compensado con creces la falta ha-bitual de tecnología moderna o la incapacidad frecuente deaplicar los conocimientos científicos con rigor.

La historia de Sofía

En forma de dietario abreviado, quiero ahora contar aquí lahistoria de Sofía, o mejor dicho, de lo que fueron los últimosdías de una muchacha de 13 años que un día tuvo la malasuerte de caerse de una bicicleta. El relato de su triste finalconstituye un buen ejemplo de los múltiples escollos que seinterponen en el camino de aquellos que trabajamos en unentorno pobre de un país con escasos recursos (eufemísti-camente mal denominados «en vías de desarrollo»).

Día 1

Una mañana, como suelo siempre hacer antes de iniciar lavisita, echo una ojeada a los enfermos que esperan en elpasillo atestado. Me llama la atención una niña que, en bra-zos de un hombre, tiene aspecto de estar muy enferma. Loshago entrar a mi despacho y acostamos a la niña sobre lacamilla mientras el padre explica que su hija –la segundade 8 hijos– enfermó hace 2 meses después de caerse deuna bicicleta. Sofía no es más que piel y huesos, unos gran-des ojos que me miran asustados, su temperatura es alta yestá extremadamente pálida (fig. 1); diversas partes del

REPORTAJE

Sofía se cayó de la bicicleta y yo me tomaré pronto un descansoJaime E. Ollé Goig

Director médico. St. Francis Hospital. Buluba. Uganda. Asociación Catalana para el Control de la Tuberculosis en el Tercer Mundo (ACTMON).

Correspondencia: Dr. J.E. Ollé.P.O. Box 3017. Kampala. Uganda. Correo electrónico: [email protected]

Recibido el 5-10-2004; aceptado para su publicación el 14-10-2004. Fig. 1. Sofía antes de ser hospitalizada.

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cuerpo se encuentran hinchadas, y especialmente su pier-na izquierda, flexionada, caliente y de gran volumen. Lasáreas hinchadas están cubiertas de pequeños cortes quedemuestran que lleva tiempo en manos de los curanderosque aplican este tipo de remedio con frecuencia (denomi-nado tea tea). Ello me sorprende, porque el padre ejerce deboda boda, trae y lleva enfermos en su bicicleta. Le interro-go, señalándole las cicatrices, y me mira en silencio. Por lovisto, el hecho de conocernos y el fácil acceso que tiene anuestro centro no han sido suficientes para que nos confia-ra a su hija desde un principio. Sospecho una piomiositis,muy frecuente en estas latitudes que, en general, aparecede forma espontánea. Prosigo el examen y advierto que lamuñeca izquierda está cubierta con un paño sucio. Al des-taparla descubro una herida infectada de la cual sobresalela extremidad del cúbito: ese es el origen de la sepsis, pien-so. Limpio la herida, inmovilizo la fractura y hago los trámi-tes para internarla. En estos momentos tengo a mi cargo lassalas de adultos porque los 2 médicos encargados estánatendiendo un seminario promovido por la OrganizaciónMundial de Salud relacionado con un estudio sobre el trata-miento del sida en los enfermos con tuberculosis.

Día 4La doctora encargada de la sala donde Sofía se encuentraencamada ha vuelto ya del seminario. Durante la visita dis-cutimos el caso. Ella es partidaria de drenar las posibles co-lecciones de pus inmediatamente; yo pienso que anestesiara la enferma en su estado actual es muy arriesgado y es me-jor esperar un par de días, hidratarla, administrarle sangre(la hemoglobina es 3 g/dl; el valor normal es de 14-16 g/dl) yantibióticos; quedamos en que así lo hará.

Día 6Ayer estuve en la capital, adonde fui para participar en lareunión que tiene lugar en el pabellón de tuberculosis delhospital de Mulago, de la conocida Universidad de Makere-re. Al volver, voy a la sala y no encuentro a Sofía. La enfer-mera refiere que durante mi ausencia la doctora la trasladóal hospital gubernamental de la vecina ciudad de Jinja. Mienojo es grande cuando pienso lo que allí le espera: en loshospitales públicos teóricamente todo es gratuito, pero enrealidad para lo único que no hay que pagar es para estartumbado en una cama. Es fin de semana y antes de hacer la compra en el mercadome persono en dicho hospital. Puedo constatar que, enefecto, mis temores se han cumplido. La paciente yace enuna cama sin ningún tratamiento. Hablo con la madre y conla enfermera de la sala y dejo un dinero para la compra delos antibióticos y de la comida.

Día 8Durante nuestra reunión de los lunes pregunto a la doctoraqué la impulsó a trasladar a nuestra enferma. Escucho consorpresa e incredulidad su explicación: ¡temió que si no latrasladábamos a tiempo la Unión Médica podría enjuiciar-nos! No sé si echarme a reír o mostrar mi enfado reprimido.¡Un juicio por mala actuación profesional en un país dondelos enfermos son abandonados a su suerte en todos loshospitales públicos! Me viene a la memoria el fin de los pa-cientes que hemos tenido que transferir: la mayoría de re-sultados han sido desastrosos y, con frecuencia, despuésde tener que pagar cantidades nada desdeñables.

Día 11Vuelvo al hospital de Jinja a efectuar mi visita semanal, peroantes voy a ver a Sofía: nada han hecho y no ha recibido

aún los antibióticos. Le pregunto al interno las razones y mecontesta que la familia de la enferma carecía del dineropara comprarlos. Le indico extrañado que dejé el dinero su-ficiente para obtenerlos. «Ese dinero se gastó en tomar unaradiografía de tórax en la consulta particular de nuestro ra-diólogo porque el aparato del hospital no funciona», mecontesta. Le digo que tiene las prioridades equivocadas, yaque lo verdaderamente importante es drenar las coleccio-nes de pus y administrar el tratamiento. «Pues dé más, démás», me contesta dándose la vuelta y echándose a reír.

Día 12He pasado el día pensando en Sofía y sintiéndome terrible-mente culpable. De retorno a la ciudad, puedo constatarque están cortando con ahínco la hermosa arboleda quebordeaba el camino que lleva al hospital (fig. 2). Sofía estáapenas cubierta con un paño mojado lleno de agujeros. Metoma ansiosamente la mano y se queja de tener frío y sed;es obvio que la enferma está perdiendo peso y que cada díatiene un aspecto más deteriorado; empiezo a dudar de quepueda sobrevivir. Voy en busca de los antibióticos y doy asu madre (que no se ha separado de su lado y lleva a lasespaldas al pequeño de 3 meses) con qué comprar algo debeber y comer; antes de marchar le pido a la enfermera quecubra a la paciente con una sábana limpia y para facilitar sulabor le dejo algo de dinero.

Día 15El aspecto de la enferma no puede ser más deplorable; estádesarrollando varias úlceras de decúbito y la otra piernatambién ha empezado a hincharse. Encima de la mesita al-guien ha garabateado en un papel: cloxacilina, azúcar, sigiki(hornillo), sepiki (sartén) y dinero para carbón. Llamo al mé-dico encargado y me responde que Sofía debería esforzarseen ambular; por suerte nuestra conversación es telefónica yasí puede evitar ver mi cara de incredulidad y lo que ya em-pieza a constituir una sensación de asco y agotamiento.

Día 17Parece que la furia taladora también ha llegado al hermosojardín del hospital y están ahora cortando varios árboles gi-gantescos que daban sombra a los diversos pabellones yeran refugio de familiares y visitantes. Me cruzo con el di-rector que, ante mi mirada interrogadora, me contesta conuna sonrisa: «Es el progreso». Contra mi pronóstico Sofía no ha fallecido: parece un cadá-ver pero su mente sigue despierta; me mira con sus ojos

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Fig. 2. Camino a Jinja: el «progreso» o la arboleda perdida.

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que parecen haber visto al mismísimo diablo y me conmina:«Me has engañado; me dijiste que me traerías un vestido yque nos iríamos de aquí». Decido llamar al jefe del servicio.«Sí, sí, hay que comprar los antibióticos pero esta niña nocome, no está motivada –oyen mis oídos incrédulos–. Hare-mos que la vea el fisioterapeuta para que con unos ejerci-cios le estimule el apetito». Mi paciencia ha llegado a su finy, después de rellenar todos los documentos necesarios queafirman que la enferma se va en contra del parecer médico,la instalamos con cuidado en la parte trasera de mi camio-neta, encima de varias almohadas y protegida del sol conunas toallas, e iniciamos lentamente el camino de vuelta.

Día 21Ayer Sofía me pedía unos zapatos (creo que son sus ganasde vivir lo único que la ha mantenido viva) pero esta maña-na, por primera vez, no habla. Unas horas más tarde la en-fermera me llama: se está muriendo. Le administramos oxí-geno (sabiendo que es totalmente inútil), el padre y lamadre (ella siempre con su bebé amarrado a la espalda) so-llozan al pie de la cama y varios familiares nos rodean. Sofíarespira más y más lentamente. ¿Qué puedo hacer yo? Leacaricio su escuálido pecho y observo angustiado cómo seescapan los últimos restos de vida de su joven cuerpo;cuento sus respiraciones, no más de 3 o 4 por minuto: el finno puede tardar. Mas ella se aferra a este mundo con ahín-co y su corazón sigue latiendo todavía durante media horamás hasta que, por fin, su sufrimiento concluye.¿Qué factores han contribuido al dramático fin de Sofía?Pienso que su elucidación puede ilustrar las enormes difi-cultades que surgen al intentar aplicar una práctica médicamoderna en una sociedad que no lo es y la mayoría de sushabitantes, más que vivir, sobrevive en un medio que le escada día más hostil.

Natalidad

Con un 3,4% anual, Uganda padece (¡según algunos, dis-fruta!) la tasa de crecimiento poblacional más elevada delmundo. La elevada natalidad es propia de la mayoría de losgrupos humanos que viven en condiciones primitivas y conescasos medios económicos. La necesidad de mano deobra de bajo precio (los niños van a buscar leña y agua ymás tarde cultivarán el campo) y de asegurar un futuro in-cierto (los hijos cuidarán a los padres), y las elevadas tasasde mortalidad infantil que han prevalecido son algunos fac-tores que contribuyen al deseo de tener una descendenciaabundante. Mas las condiciones han cambiado, incluso enlos grupos más excluidos de nuestra sociedad «moderna», yhoy en día sobreviven muchos más niños que hace unasdécadas. La tierra de cultivo sigue siendo la misma (o másreducida), pero ahora hay que repartir sus frutos entre unaprole mucho más numerosa. La marcha hacia nuevos hori-zontes constituye la única esperanza, pero obtener unabuena educación es inalcanzable para la mayoría, y nues-tras murallas fronterizas se encargan de cortar un flujo depersonal no cualificado que de otra forma sería torrencial.Es así como estas poblaciones se encuentran atrapadas enuna jaula malthusiana3. Mas el pensamiento de algunos po-líticos parece que también se encuentra atrapado y persis-ten en promover una procreación desenfrenada sin tener encuenta las consecuencias a medio y largo plazo4. Un buenejemplo es el presidente Museveni, que pide más hijos asus ciudadanos para así constituir un gran mercado5. Notiene en cuenta, empero, que el mercado podrá ser mayorpero que el poder adquisitivo de los futuros compradoresserá escaso (no son de extrañar estos olvidos: el último par-

to de una de sus hijas nos costó más de 100.000 dólares eincluyó un avión privado para su traslado a Alemania)6.Como colofón que ilustra esta negación continua de la reali-dad en que nos movemos, valga la siguiente noticia: un titu-lar en primera página nos anuncia con orgullo que varios niños probeta están a punto de nacer; la inseminación delos óvulos se llevó a cabo en una clínica particular de Kam-pala7. No olvidemos que el promedio de niños por mujer es más de 7 y que éste es el país con más huérfanos (casi 2 millones) y con una de las mortalidades maternas máselevadas del mundo.

Medicina tradicional

Toda colectividad humana tiene un sistema de creenciasacerca de la enfermedad y formas para recobrarla. Es poreso que, por más primitivo o empobrecido que sea un gru-po social, sería una grave equivocación pensar que por ellono existen prácticas más o menos sistematizadas para resti-tuir la salud y para reinterpretar su ausencia. Los remediosaplicados a Sofía pueden parecernos brutales y, desde lue-go, no fueron nada efectivos. La práctica del tea tea, muydifundida en Uganda, además de inútil y dolorosa, constitu-ye una fuente de transmisión de infecciones8. Su aplicaciónpersistente, sin embargo, no fue producto de una falta deatención por parte de sus progenitores, sino todo lo contra-rio. La llamada medicina tradicional –un producto autócto-no– estará siempre más en sintonía con una población quehasta hace muy pocos años no podía «disfrutar» de los be-neficios de una medicina moderna, tecnificada e importadaen su totalidad; su accesibilidad y su mayor número depracticantes son otros factores poderosos que seguirán ha-ciéndola atractiva9.

Presupuesto de salud

Los presupuestos del Estado en los países pobres no se ca-racterizan, lógicamente, por su abundancia, pero además, yparadójicamente (ya que sus ciudadanos sufren graves defi-ciencias sanitarias), suelen destinar a la salud una propor-ción mucho menor que en los países industrializados. No esde extrañar pues que los servicios públicos experimentende forma crónica graves déficits de financiación que se tra-ducen en una falta de equipamientos, de personal sanitarioy –no menos importante– de motivación y estímulos. Estosdesequilibrios, siguiendo las tendencias políticas actuales ylas imposiciones de organismos internacionales, no tiendena disminuir con el tiempo. Para suplir dichas insuficienciasse ha caído, a veces, en la tentación de imponer al enfermo(que se convierte en «cliente» y, por tanto, si no paga nopuede comprar) una contribución que le permita el disfrutede los servicios de salud. Se ha demostrado, sin embargo,que dicha estrategia aumenta las desigualdades y repercuteen una menor utilización de dichos servicios por parte delos grupos más desfavorecidos y que más los necesitan10.Concretamente, en Uganda se vio cómo la implantación depagos por servicios constituía una barrera que impedía elacceso a los grupos más vulnerables11 y que en nada ayu-daba a obtener una mayor equidad.

Intervención externa

Ante esta situación no es de extrañar que la ayuda externadesempeñe un papel importante en las aportaciones finan-cieras necesarias para el desarrollo de los programas de sa-lud. Ayudas bilaterales y de organismos internacionales,proyectos de investigación de universidades extranjeras,

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apoyos de las organizaciones no gubernamentales y un largoetcétera son algunos de los actores que mueven los hilos delas políticas sanitarias de los ministerios de salud de nuestrospaíses, que a menudo encuentran sus manos atadas en com-plicadas redes de intereses que poco tienen que ver con lasprioridades locales. Esto se traduce en la aparición de un nú-mero –que a veces parece infinito– de programas con diversosacrónimos que para su ejecución exigen abundantes reunio-nes preparatorias, una contabilidad específica, la participaciónde «expertos» extranjeros y la celebración de seminarios, cur-sos, talleres, jornadas de sensibilización y demás actividadesdocentes en las que deberá tomar parte el personal sanitariolocal (ya de por sí deficiente), y que lo hará a expensas de sutrabajo diario. En palabras del director del Programa Conjuntode las Naciones Unidas sobre el VIH/sida: «Los directores deprograma no son con frecuencia más que procesadores de in-formación para los donantes que tienen que pasar cantidadesobscenas de tiempo proveyendo informes requeridos repeti-das veces y recibiendo visitas de evaluación mes tras mes»12.A menudo la misión de nuestro personal hospitalario, más queatender a los enfermos, parece que sea la de llenar las aulas yrecibir certificados de participación en una serie de eventoscuyo impacto dista mucho de tener algún significado en nues-tro quehacer diario y en la salud de nuestra población.

Ética

Nuestro personal sanitario está bien formado, pero adolece,en general, de una falta de interés extraordinaria por el pa-ciente. Mejor dicho, ha adquirido los conocimientos técni-cos y científicos para tratar la enfermedad, pero suele olvi-dar al enfermo. Factores tales como entorno social,situación familiar, problemas económicos o actitudes religio-sas ni interesan ni se tienen en cuenta. De esta forma, lasmedidas diagnósticas y terapéuticas se aplican (o se inten-tan aplicar) en un vacío casi absoluto, en una realidad quesólo se encuentra en las bibliotecas. ¿Exceso de trabajo?¿Sentimiento de impotencia y consecuente pasividad anteuna situación que nos desborda? El hecho es que llevar acabo cualquier acción que esté fuera de la tarea médicaasignada o de nuestro papel específico implica –al romperun equilibrio– ser mirado con suspicacia e incluso con des-confianza por parte de los colegas. Me sigue provocandoviva inquietud (pero ya no me extraña) cuando el familiar deun enfermo me pide ayuda para comprar un fármaco; elmédico se ha limitado a escribir la receta y que se obtengay administre no es en absoluto de su incumbencia. Es posi-ble que, si se preocupara de ello, se hubiera arruinado hacetiempo o hubiera caído en una profunda depresión... El concepto de ética en sociedades tan desiguales e injustasrepresenta un lujo que escasea. La miseria y la virtud noson buenas compañeras.

Naturaleza

Finalmente, las agresiones contra la naturaleza no han teni-do una influencia directa sobre el curso de Sofía pero, nohay duda, las tendrán sobre nosotros, al menos sobre todosaquellos que logremos sobrevivir unos años. Desde que loshomínidos pisaron nuestro planeta, la manipulación del me-dio natural ha sido una constante. Ya fuera mediante la agri-cultura, la ganadería o, más tarde, transformando más radi-calmente nuestro entorno (perforación de montañas,construcción de embalses, abertura de canales y otras obrasde ingeniería), no hemos ahorrado esfuerzos para mejorarlas condiciones en que vivimos y hacerlas más soportables,más placenteras, menos arduas. No ha de sorprendernos

que cuando éramos pocos, ante una naturaleza abundante ygenerosa, pudiéramos pensar que sus bienes no tenían fin.La explotación de la flora y la fauna no ha sido nunca motivode preocupación en estas latitudes y por ello se ha practica-do apenas sin freno y siempre que fuera necesario. Ahora,no obstante, la situación ha cambiado radicalmente (puestoque somos muchos y disponemos de métodos mucho másagresivos), pero nuestro enfoque sigue siendo el mismo deantes: de «uso y abuso» y de «usar y tirar». A todo ello hayque añadir el agravante de que muchos están convencidosde que ser «modernos» implica cubrir el planeta de asfalto,construir rascacielos desmesurados, consumir electricidadcuando se podría dejar entrar la luz del Sol, quemar gasolinacuando se podría andar a pie y eliminar cualquier vestigio decrecimiento natural no estrictamente controlado. Seguro que existen otros factores que tienen un impactomás o menos directo sobre nuestra situación: la guerra queasola el norte del país y que brinda un magnífico argumentopara justificar el aumento constante del presupuesto militar,la corrupción imperante, las enfermedades que, como elsida, ponen a prueba un sistema sanitario muy deteriorado,los mercados internacionales que ahogan a nuestros campe-sinos13, las condiciones de explotación y menoscabo que su-fre la mujer en nuestra sociedad y en su misma familia14...Pero estoy cansado y creo que fue Josep Pla quien dijo queera propio de hombres luchar, pero que lo era de hombresinteligentes luchar y ganar. Me gustaría, a veces, ganar al-guna batalla y empiezo a dudar de mi capacidad intelectual.Quizá ha llegado el momento de hacer una pausa y tomar-me un descanso. No por ello, cuando lejos de aquí estécontemplando el mar, dejaré de pensar en Sofía y en que yano debiera haber ninguna razón en el mundo que le impi-diera seguir montando en su bicicleta.

PS. Unas horas después de la muerte de Sofía, su padrevino a mi encuentro para explicarme que no podía llevarseel cadáver a menos que pagase la factura pendiente.– ¿Cuánto es? –pregunté.– Ochenta y dos mil chelines (40 euros) –respondió.Quedamos en que yo pagaría la cuenta pero, a cambio, medebía prometer que si uno de sus hijos enfermaba lo traeríainmediatamente y no lo sometería a ninguna escarificación.Así lo hizo, y yo quiero (y necesito) creer que la muerte deSofía no fue totalmente inútil.

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