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Sobre dos piezas de Cuauhtémoc Islas La cultura popular, usada como recurso para la producción gráfica, no es nada nuevo en el mundo del arte mexicano. Sin embargo, la gran mayoría de los artistas que hacen uso de ella realizan su trabajo sin detenerse a pensar qué significa que exista algo tal como una cultura popular, y mucho menos qué significaría realmente que el arte le fuera fiel a dicha cultura. Es decir, el artista de lo popular (que no se confunda esto con el artista popular) suele aceptar un conjunto de premisas estéticas (iconografía, símbolos lingüísticos, paleta cromática, etc.) como pertenecientes a algo de lo cual él mismo no pertenece, y por lo mismo de lo cual no tiene conocimiento directo, siendo que su contacto con el objeto de su inspiración es a través (más veces de las que no) de un discurso construido históricamente como método legitimante de formas de expresión que han sido rechazadas por las instituciones culturales hegemónicas por no ajustarse a los cánones y dogmas que éstas proponen (ya sea como universales, ya sea como superiores). Por desgracia, este discurso discurso se presenta actualmente como subsumido por las mismas instituciones contra las que luchaba, pervirtiendo así su intención original de legitimación de la diferencia, y transformándola en un criterio analítico y discriminatorio, es decir que lo que antes servía para incluir, ahora sirve para excluir. Para sustentar esta tesis sería necesario un extenso estudio de los procesos discursivos en la historia cultural mexicana, pero veamos de manera superficial la historia que propongo para nuestro análisis: Para defender algo en contra de un agresor es necesario determinar el objeto de la agresión y al actor de la agresión. En el caso de la cultura popular la cuestión era bastante sencilla durante el siglo XX, bastaba para definir al agresor y su discurso con ver el desdén y menos precio con que las instituciones artísticas (como ya hemos mencionado) trataban a toda expresión que no se ajustara a los cánones que proponían. Por otro lado, definir a la misma cultura popular, para posteriormente defenderla, no fue tan sencillo. Para ello fue necesario el trabajo de grandes figuras de la intelectualidad nacional que se encargaron de estudiar los fenómenos de la cotidianeidad, la expresión cultural de clase y otros tantos que son parte de lo que podemos llamar propiamente la cultura popular (en esto sobresalió Carlos Monsiváis, gran defensor y cronista de la vida de a pié en la Ciudad de México), para posteriormente articular al rededor de dichos fenómenos un discurso en defensa de la cultura

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Sobre dos piezas de Cuauhtémoc Islas

La cultura popular, usada como recurso para la producción gráfica, no es nada nuevo en el mundo del arte mexicano. Sin embargo, la gran mayoría de los artistas que hacen uso de ella realizan su trabajo sin detenerse a pensar qué significa que exista algo tal como una cultura popular, y mucho menos qué significaría realmente que el arte le fuera fiel a dicha cultura. Es decir, el artista de lo popular (que no se confunda esto con el artista popular) suele aceptar un conjunto de premisas estéticas (iconografía, símbolos lingüísticos, paleta cromática, etc.) como pertenecientes a algo de lo cual él mismo no pertenece, y por lo mismo de lo cual no tiene conocimiento directo, siendo que su contacto con el objeto de su inspiración es a través (más veces de las que no) de un discurso construido históricamente como método legitimante de formas de expresión que han sido rechazadas por las instituciones culturales hegemónicas por no ajustarse a los cánones y dogmas que éstas proponen (ya sea como universales, ya sea como superiores). Por desgracia, este discurso discurso se presenta actualmente como subsumido por las mismas instituciones contra las que luchaba, pervirtiendo así su intención original de legitimación de la diferencia, y transformándola en un criterio analítico y discriminatorio, es decir que lo que antes servía para incluir, ahora sirve para excluir. Para sustentar esta tesis sería necesario un extenso estudio de los procesos discursivos en la historia cultural mexicana, pero veamos de manera superficial la historia que propongo para nuestro análisis:

Para defender algo en contra de un agresor es necesario determinar el objeto de la agresión y al actor de la agresión. En el caso de la cultura popular la cuestión era bastante sencilla durante el siglo XX, bastaba para definir al agresor y su discurso con ver el desdén y menos precio con que las instituciones artísticas (como ya hemos mencionado) trataban a toda expresión que no se ajustara a los cánones que proponían. Por otro lado, definir a la misma cultura popular, para posteriormente defenderla, no fue tan sencillo. Para ello fue necesario el trabajo de grandes figuras de la intelectualidad nacional que se encargaron de estudiar los fenómenos de la cotidianeidad, la expresión cultural de clase y otros tantos que son parte de lo que podemos llamar propiamente la cultura popular (en esto sobresalió Carlos Monsiváis, gran defensor y cronista de la vida de a pié en la Ciudad de México), para posteriormente articular al rededor de dichos fenómenos un discurso en defensa de la cultura agredida. Hecho el trabajo definitorio, la lucha a favor de estas expresiones alternativas terminó en la apertura de las vetustas instituciones que abrazaron y subsumieron este contradiscurso, integrándolo (o reconciliándolo) a sus cánones, con lo que pasó a formar parte de un nuevo canon estético, y por consiguiente de un nuevo discurso institucional. El discurso institucional define al otro siempre como negación de sí mismo, es decir como diferencia, como lo que no es él, y al ser aceptadas en el discurso las premisas estéticas de lo que constituye a la cultura popular, todo lo que no sea parte de ellas queda necesariamente excluido como negación de la identidad discursiva. Sin embargo, la cultura no es un objeto estático, sino que se trata de un proceso que se desarrolla históricamente y cuyos momentos se nos presentan como actualidad cuando los percibimos en el presente. Por ello, no podemos hablar de cultura popular (ni de ningún modo de cultura) sin acotarnos histórciamente al momento en que se presenta, a la forma que toma en un momento particular, pero esto va contra la naturaleza de los discursos y cánones institucionales, los cuales se presentan como cuerpos valorativos terminados e inmutables. Por ello, el discurso institucional siempre estará en contradicción con el modo que la cultura tome después de que ésta sea subsumida en su interior, y por ello la lucha por la legitimación de la cultura popular nunca terminará mientras se le juzgue desde su exterior, por individuos que no participan de ella y con cánones que no le pertenecen. Baste esto para subrayar una primera diferencia que será de suma importancia en lo consecuente: la cultura popular se expresa a través de aquellos individuos que existen en su interior, así que cualquier esfuerzo por parte de alguien externo a ella para representarla no puede ser más que una interpretación, y por ello una propuesta acerca de cómo debe ser entendida, una premisa a favor o en contra de lo que el discurso institucional usa para delimitarla. Y

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con esto podemos ya emitir opiniones sobre el trabajo de Cuauhtémoc Islas, quien recurre a las ya clásicas premisas estéticas de la lucha libre y la paleta cromática propia de la gráfica popular para realizar su trabajo, con lo cual nos otorga dos piezas técnicamente interesantes, pero temáticamente estériles. Cuauhtémoc se encierra en una idea de lo que es la cultura popular sin ver realmente a lo concreto de la misma, a su configuración presente, y con esto reafirma el discurso institucional que identifica esta iconografía con algo aceptable y seguro, evitando la confrontación con el mismo y, por lo mismo, su posible desarrollo. Es decir, no hace nada nuevo ni interesante, sino que, en el mejor de los casos, hace un estudio más sobre temas que ya han sido explorados hasta sus más profundas determinaciones. Puede que este trabajo esté provisto de atractivo estético, pero carece de cualquier significación que sea relevante para el estado actual de la cultura más allá del evidente estancamiento en el que se ha caído en el tema del arte como interpretación de la cultura popular. Si realmente se quiere explorar nuevas formas en este campo, es necesario redefinir las premisas usuales, desecharlas si es necesario, mandar al diablo las convenciones y comenzar desde cero con nuevas valoraciones estéticas sobre lo que es realmente aquello que nos interesa. Por desgracia, nada de ello lo encontramos aquí.

Pablo J. Valle.Estudiante de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras UNAM, director editorial en Revista Callejero.