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Ó S C A R L O S A V E G A

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© Óscar Losa VegaEdiciones Tantín

I.S.B.N.: 978-84-96920-17-0Depósito legal: SA-297-2008

Imprime: América GrafiprintC/ Virgen de la Paloma, 3. 39007 Santander

[email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transfor-mación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción prevista por la ley.

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LA SOGA Y EL CUELLO

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ué siente un hombre malherido cuando levantala vista hacia su verdugo, que le acerca el arma a la cabezapara darle el tiro de gracia? ¿Qué puede expresar su miradaante esa determinación implacable que lo ha derribado en laacera sobre la que se desangra, cuando sabe que el que loapunta, que ni siquiera lo conoce, está en el fondo tandesamparado como él mismo, pero no tiene tiempo para ha-cérselo comprender? ¿Cómo se descifra la intensidad de lamirada de un hombre que sabe que va a morir a tus manos?

La mirada de aquel hombre me persigue, noche anoche, desde entonces, y cada noche es estremecedoramentedistinta. Entonces no, tuvo que pasar el tiempo. Luego, muypoco a poco, me fue calando. Me creía un héroe.

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Yo imaginaba el trópico, como todos, como un lugarlento y caliente en el que las cosas brillan con ese fulgor quesólo se encuentra en nuestros deseos más íntimos. Pero esoes únicamente la superficie falsa de las cosas. El trópico es

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un lugar mórbido, una exhibición impúdica, y nada más.Los turistas ni se dan cuenta. Ellos han pagado para ver loque quieren ver, y lo mismo se les podría dejar en el Polo sial volver traen la cámara llena de las imágenes que tenían ensu cabeza antes de salir o las experiencias sexuales quebuscaban o ese espejismo de descanso o de prestigio estran-gulado por el estrés de los horarios de los aeropuertos. Noconozco ningún occidental que soporte establecerse en estelugar de la tierra si no es porque está huyendo de algo.

Todo se desmorona aquí, todo se pudre rápidamentebajo el sol y la humedad de este lugar hostil, voluble y gene-roso en el dispendio de desgracias. Me pregunto por qué,cuanto más me repugna, más difícil se me hace la idea deabandonarlo.

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Me gusta regresar al hotel a esa hora en que la músicadel café de la playa ha cesado sustituida por el ruido de lasolas, y los vasos vacíos se acumulan en las mesas y ruedanpor el suelo. Ya sólo quedan algunas tumbonas de tecaocupadas por los últimos turistas, viejas occidentales acom-pañadas de beach boys, y el grupo de Karim y sus amigos. Esla hora en que la gran hoguera que encienden cada nochesobre la arena se ha reducido a rescoldos, el calor del trópicodesciende un poco y por fin parece que se puede respirar.

El viejo taxi que viene a recogerme anuncia su llegadacon el gemido de sus amortiguadores sobre los baches. Suboe iniciamos el retorno cruzándonos con pescadores que se

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levantan de sus charpoys situados en la misma playa, bajotechos de palma. Luego, atravesamos los suburbios sinalumbrado, entre huertas y palmeras, y entramos en la viejaciudad, cuyos palacios fosforecen con un blanco fantasmal.Pasamos junto a la lúgubre iglesia neogótica, construidasobre el antiguo mercado de esclavos, y la opresión deangustia que aún destila ese lugar no se ha disipado cuandoenfilamos hacia el antiguo puerto portugués.

Al subir las estrechas escaleras que dan a mi habita-ción del hotel, algunas noches me cuesta mantener el equi-librio. El gran ventilador del techo de la habitación estátorcido, y escucho su chirrido rítmico en la oscuridad, mien-tras me siento en la cama, la espalda contra la pared, aesperar a que amanezca. Es entones cuando siento el peso demi vida que se me viene encima como un edificio que sederrumba. No es un momento fácil. Para ayudarme, encien-do el último cigarrillo de la noche. Podría eludirlo, llegarcuando ya es de día, pero también sé que las facturasatrasadas acaban viniendo con recargo.

De la ventana emana ya una débil luminosidad. Unadifícil luz insinúa la silueta de mi bolsa de viaje, que llevameses haciendo de armario, abierta encima de una silla.Siempre dispuesta para cambiar de destino.

Luego, inesperadamente, el crepúsculo se abre comouna flor de luz, casi con violencia. Entonces me levanto y meacerco a la ventana. Al fondo veo el Océano Índico materia-lizarse en una luz imposible. Abro la ventana, me dejoinundar por el prodigio, y en él encuentro la fuerza y lapureza para irme a dormir.

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Karim es un negro enorme, siempre con un bonetebordado de oro y un interminable kanzu blanco que, a veces,cuando viene de pasear turistas, adorna con un curvo cuchi-llo omaní en la cintura. Y ese asunto de su origen árabe, delque sólo ha recibido en herencia una nariz ciertamente nadaafricana y un viejo velero que le sirve como medio de vida,es el único sobre el que no permite bromas.

Esta tarde he visto, desde mi ventana, cómo venía abuscarme al hotel, acompañado de un mequetrefe de gafasde culo de vaso al que conozco de las tertulias nocturnas,una réplica en piel oscura de aquellos teóricos sociales queabundaban en mi juventud, con la cabeza llena de ideas peroni un shilling en el bolsillo. En la puerta del hotel se handespedido, y luego él, solo, ha entrado a preguntar por mí.

Mientras nos abrimos paso entre la multitud que searremolina en la zona marítima de la ciudad, pienso queKarim, con su innegable don de gentes, es un hombre extra-ño. Debe tener un negocio floreciente, que debería llevarloa compartir intereses y amistad con ese grupo de pequeñoscomerciantes que han encontrado en el turismo un filón deoro y, sin embargo, sin eludirlos, apenas los frecuenta.Prefiere la compañía de estos estudiantes desarrapados, ode gente opulenta sin ocupación conocida, o de advenedizoscomo yo, que hoy son tus amigos y mañana desaparecen sindecir adiós.

Los mosquitos zumban rabiosos a esta hora de la tardeen la terraza en la que nos hemos sentado para tomar unascervezas, y, mientras abotono los puños de mi camisa paraevitarlos, escucho de Karim lo que debió ser la razón para

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venir a buscarme, en vez de dejar que nos encontrásemos,como es habitual, en el café de la playa.

Me habla, de ese modo tan oriental, de cosas diferentesque van perfilando indirectamente el objetivo de su visita.Parece que ha perdido un tripulante y necesita reponerlo.Después de un rato de conversación, vuelve sobre el tema yhace el comentario de que le gusta que su tripulación sóloesté formada por amigos. Luego, me confiesa que él cree queinspira más confianza a los turistas la presencia de blancosen el barco. Unas cuantas vueltas de tuerca y cambios detema después, me pregunta si quiero trabajar con él y ocuparesa plaza.

—¿Yo? ¿Y cómo sabes que sé navegar?Una vez, me recuerda, le conté que me gustaban las

regatas de vela y que incluso había participado en ellas.Hacía muchos años, admite.

Volvemos a pasear junto a las nubes de humo que levan-tan los puestos callejeros de pescado asado. Empieza a ano-checer, pero el calor no disminuye. Un porteador con un sa-co al hombro cambia inesperadamente de dirección, y entreel puzzle de colores de los vestidos de las mujeres se descu-bre por un instante la cabeza del teórico social, que nos miracomo una lechuza. ¿Qué pinta aquí? El tema por el que Ka-rim ha venido a buscarme reaparece mientras comemos pe-queños pulpos asados, y desemboca definitivamente en unaterraza frente a dos cafés aromatizados con cardamomo. Enlas transacciones mercantiles la exposición puede ser muy lar-ga, pero el acuerdo es fulminante. Karim me ofrece unas condi-ciones económicas de lujo ¿Trato hecho? No sé qué responder.

—Mañana te espero en el barco, a las siete. Tenemosturistas.

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La oferta inesperada, el que alguien de aquí desentie-rre episodios de mi otra vida que casi había olvidado, mehan revuelto por dentro. Salgo de la ciudad y camino por lainterminable playa, flanqueada por los cocoteros y el mar.No hay cosa peor que un paisaje paradisíaco para un senti-miento desabrido.

La verdad es que la oferta de Karim llega en un buen mo-mento. Me estoy quedando sin fondos y hace tiempo que laorganización ya se olvidó de mí y no me enviará más dinero.

Al principio se portaron conmigo irreprochablemente,como correspondía a la amistad que nos unía. Después delatentado, que resultó ser un éxito, un revulsivo para laopinión pública, la policía inició una caza sin precedentes.Se ocuparon de llevarme a un país-santuario del tercermundo, arriesgando quizá más de lo prudente. Allí, compa-ñeros en situación semejante, me acogieron con ese cariñoespecial que sabe dar mi gente. Las llamadas de casa y eldinero llegaban con regularidad, pero ellos no lo sabían, ladistancia comenzaba a enfriarme.

Pronto empecé a respirar otro aire distinto al del círcu-lo de compañeros que compartían exilio conmigo, y esa sensa-ción me agradó. Había todo un mundo ahí afuera, tan am-plio como asfixiante empezaba a resultarme éste. Poco a po-co me fui liberando, hilo a hilo, de la telaraña de ideas, de ritua-les, de puntos de vista que nos mantenían unidos y nos permi-tían vivir en una copia imaginaria de nuestra lejana patria.

Naturalmente, esto al principio no les gustó, y des-pués les asustó, y tuve que escuchar primero sus adverten-cias, luego sus amenazas.

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Les dije que necesitaba aclarar mis ideas y sin más mefui. Empecé a vagabundear, solo, por otros países próximos,también tercermundistas. Allí nada sabían de nuestro obse-sivo problema político, ni les interesaba ese tipo de conflic-tos, bastante tenían con sobrevivir. Allí las razones eranotras, y eran razones de tal fuerza que hicieron tambalearsemi mundo. La violencia se ejercía con toda crudeza, y losque siempre la sufrían eran los mismos; el bando al que per-teneciesen era lo de menos.

Así que, tras conocer la gloria de aquellos estadosrecientes, construida sobre montañas de víctimas, no pudemenos que cuestionarme la utilidad de nuestros objetivosdespués de ver cómo los nuevos regímenes sólo se diferen-ciaban de los anteriores en el color de su bandera. Algo mástarde le tocó el turno a ese permanente sentimiento de injus-ticia cometida contra nosotros. La violencia que nos infligíael estado era un juego de niños comparado con lo que veíaa mi alrededor. Y entonces, por primera vez, me pregunté sipara reparar la injusticia de la que éramos víctimas nocometíamos otras mucho mayores.

Así fue como dejé de creer, o como dirían ellos, comome convertí en un desertor.

Supongo que desde la cúpula ya se imaginaban lo queestaba pasando y decidieron forzar la situación hacia unlado de la balanza. Así que cuando me reclamaron de nuevoen el país de acogida para realizar un trabajo con miscompañeros de exilio, les di largas.

En respuesta, los envíos de dinero se fueron distan-ciando, y las llamadas telefónicas eran de personas cada vezmás cercanas a mí, y las conversaciones cada vez más vio-lentas. Pronto vi claro que me querían pero no me enten-

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dían, y que ante esa disyuntiva ya habían elegido previa-mente. Pero también lo comprendí. Yo había hecho conotros lo mismo en el pasado: es como cortarse un dedo parasalvar el resto del cuerpo. Uno ni se plantea que puedadisentir de su grupo. Solamente ahora que soy un dedo cor-tado sé hasta qué punto estaba justificado el miedo a ser-lo.

La última con la que hablé fue mi antigua novia, laúnica que se salió algo del guión. Me dijo que no volviesenunca, si quería seguir vivo. Perder la vida por volver a lapatria de la que tuve que irme porque estaba dispuesto aperder la vida por ella, le respondí. Entonces colgó.

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No pensé que el barco de Karim fuese tan grande, nitan hermoso: un viejo dhow árabe de casi veinte metros,construido en madera tropical, con la popa elevada al estiloantiguo y dos palos desiguales.

Karim me presentó a su tripulación, tan variada comola población de la isla: dos hermanos descendientes deemigrantes indios, uno de ellos cocinero, un grumete depuros rasgos árabes con un pañuelo con la imagen de BinLaden anudado a la cabeza, que no rebasaría los quinceaños, y el piloto, que resultó ser una austríaca de pelo casta-ño y ojos rasgados y grises, punzantes como dos estiletes.

—Es ella la que manda en el barco —me aclaró Karimcon esa sonrisa que emplea un musulmán para reconocer el

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poder femenino— y yo me ocupo del aspecto humano y elbussines.

La verdad es que cuando fuimos a recoger a los turis-tas, un pequeño rebaño de centroeuropeos orondos y sonro-sados, la mezcla de razas causaba sensación: comprendí queKarim sabía hacer bien esas cosas.

Karim me explicó también en qué consistía el trabajo:avistamiento de cetáceos, excursiones, submarinismo... cual-quier cosa que pidan los clientes. Pero en un momento enque creyó que estaba solo lo vi manipular un pequeño cajóndisimulado bajo la bitácora: en su interior me pareció ver elempavonado del cañón de un revólver sobresaliendo de unpaño.

Pronto le cogí gusto a la vida a bordo. A los momentosde emoción, cuando en mar abierta parábamos el motor, po-níamos todo el trapo con un buen viento, y aquel viejo velerose tensaba como un arco, vibraba, y volaba literalmente so-bre las olas. Y luego, aquellos atardeceres del Índico, con cal-ma chicha, cuando los hermanos ponían la mesa bajo el toldi-llo de popa y cenábamos como aristócratas en medio de un uni-verso naranja, iluminados por la llama vertical de las velas.

Los hermanos se peleaban con frecuencia, y Said, elgrumete, a veces dejaba entrever hacia los blancos unamirada luciferina cuyos pensamientos asociados resultabanun enigma. Pero la autoridad de Karim lo aplacaba todo conuna sola palabra.

En cuanto a Katty, la austríaca, le bastaba con esamirada que parecía despegarnos las uñas de la carne paramantenernos a todos a raya. Se veía que disfrutaba hacien-do su trabajo; era comunicativa con los turistas, pero raravez sonreía. Y hablaba un fluido swahili con la tripulación,

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que contrastaba vivamente con las penosas charlas que yomantenía con ellos.

—Dime, Karim, ¿qué hace esta mujer en este lugar?—¿Y tú? ¿Qué haces tú?

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Esta tarde he caminado por las callejas de la ciudadvieja para mezclarme, como acostumbro, entre los turistas,con la esperanza de escuchar el sonido de mi lengua mater-na. Pero muy rara vez sucede, y cuando es así, como hoy, meencuentro frente a un extraño que me habla de un mundoque cada vez reconozco menos.

Siento que en mi interior se está pudriendo toda unavida: los amigos que han decidido ignorarme, la lengua queya sólo hablo en sueños, los proyectos que nunca se realiza-rán, los familiares que han estrechado su círculo para cerrarmi hueco, las novias y los amores imposibles que no veréenvejecer, los lugares de la infancia a los que no podréretornar. Y con todas mis fuerzas deseo volver, pero tam-bién sé que, si pudiera, en el último momento no lo haría.

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Anoche volví a la tertulia nocturna de la playa junto aKarim y su gente, pero algo había cambiado. Yo ya sabía queaquello era bastante más que una simple reunión de amigos.

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Muchas veces me pierdo partes esenciales porque las con-versaciones son en swahili, aunque siempre encuentro al-guien que me traduce al inglés un resumen de lo que se dice,o me da charla. Pero sé que no me lo traducen todo, como séque mi presencia allí es consentida por la influencia deKarim, que siempre me invita.

Otras veces he visto discusiones apasionadas, perobastaba observar la dureza en la expresión de las caras paracomprender que anoche se trataba de algo importante. Eraevidente que el grupo se había fragmentado en dos, y nadiese ofreció a explicarme qué estaba sucediendo. Una parte dela gente, encabezada por Abdullah, un árabe que claramentelideraba las reuniones, se ha ido, manifestando un granenfado. Los que se quedaron, que arropaban al hombre delas gafas de culo de vaso, no paraban de hablar, excitados,sobre lo sucedido. Karim estaba entre ellos. Entonces decidímarcharme.

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¿Qué tiene esa mujer que parece que el mundo se paraa observarla cuando se mueve? Saíd, el chico árabe está auna banda y yo a la otra, apoyados en la regala, dispuestosa cambiar la bordada cuando nos lo ordene. Observo cómose desplaza por cubierta con esos movimientos fáciles de losgrandes felinos, siempre descalza, con una camiseta y unosshorts que muestran unas piernas delgadas pero fibrosas. Elgrupo de turistas alborota con la visión de los primerospájaros marinos, ajenos al perfecto ajuste que hace al dhow

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ceñirse al viento como una flecha, cabeceando en un mar decristal azul fundido.

Por un instante su mirada de gato se cruza con la mía:“¿Qué quieres?”, parece decirme. Intento sostenerla, y talvez una sonrisa empiece a dibujarse en su boca, pero no llegaa materializarse, o se interrumpe bruscamente.

Sigue su camino y trepa ágilmente hasta su lugarpreferido, una estructura elevada sobre la bitácora. Desdeallí busca con los prismáticos rociones de espuma y aletasdorsales que evidencien la presencia de cetáceos en el hori-zonte, mientras maneja el timón con el pie desnudo.

La excursión se prolonga hasta el atardecer. Fondea-mos al socaire de un cabo, para que los turistas vean elcrepúsculo. Nos acuclillamos todos a ambos lados de lacubierta para comer unas samosas picantes que nos ha traídoel cocinero. Katty está frente a mí. Quizá le haya mirado unafracción de segundo más de lo correcto.

—¿Qué buscas? —Me dice con un tono que casi haceque se me atragante la samosa.

—Yo ya no busco. Sólo me dejo llevar.—Pues hasta aquí nadie te ha traído. —Me responde,

mientras se cambia de sitio.

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Esta mañana el cielo es del color de la ceniza, y lasrachas de viento encrespan el mar y cimbrean los cocoteros.Densos chaparrones chocan contra los cristales. Es el peque-ño monzón de noviembre.

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A primera hora han llamado a la puerta de mi habita-ción. Era un niño, que me extendió un pequeño papel dobla-do con un mensaje de Karim: “Son sólo unos días, perodejaremos de navegar hasta que pase”.

Acodado sobre la ventana de mi habitación del hoteldejo que el transcurso de la mañana vaya diluyendo laresaca de la agitación de la noche. Debió ser en algúnmomento de la madrugada, quizás un trueno o el impactode un objeto derribado por el vendaval lo que prestó elsonido para que yo volviese a escuchar el disparo de mi viejosueño: la mirada acorralada de aquel hombre y el intervaloinsoportable desde que le apunto hasta que aprieto el gati-llo: nos miramos, la tensión crece, puedo saber lo que siente,percibo su oscuro abismo de miedo y desesperación, escu-cho sus pensamientos en los que se despide de su familia yde su vida, y yo ya no quiero disparar, pero mi dedo índicese crispa contra mi voluntad, y cuando no puedo resistir másme despierta una detonación que trastorna el universo.

Después, siempre es igual, me levanto bañado ensudor, camino un poco e intento dormir, pero la noche seenreda sobre sí misma en una espiral de sueños ansiosos yhuidas y búsquedas desaforadas que sólo desembocan ennuevas huidas y búsquedas.

Recuerdo cómo anoche me perseguía una mujer queescondía su rostro, en una noche de invierno, por entre losviejos bares de luz turbia del casco antiguo de mi ciudad.Todo estaba impregando en la atmósfera de mi primerajuventud, un mundo de cabellos revueltos, barbas y gruesosjerseys de lana, de la sana complicidad de las causas justasy de la bobalicona felicidad que da la pureza de corazón. Yoiba de un bar a otro, bebía y reía y hablaba con compañeros

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de entonces, y ella estaba siempre al fondo, de espaldas, y,aunque veces giraba un poco la cabeza, no era lo suficientepara alcanzar a reconocerla; y luego yo cambiaba de bar yvolvía a encontrarla, y así una y otra vez, y la extrañeza fuedando paso al temor, hasta que al fin, asustado, salí de laparte vieja por la calle que da al puerto, y al cruzar bajo elarco me volví, y bajo la luz de una farola, empapada, la pudever: era Katty. “Esto está muerto”, me dijo. “¿Qué hacesaquí, entre los muertos? Ven con nosotros”.

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La confianza de Katty me fue llegando muy lentamen-te, con el roce y el paso de los meses. Pero no la tuve deverdad hasta el día en que el barco frenó bruscamente sumarcha y el motor empezó a vibrar. Katty mandó pararlo ydiagnosticó que había un cabo enrrollado en la hélice. Sindar tiempo de reaccionar a nadie, Saíd se quitó el kanzu y selanzó al agua sin siquiera unas gafas submarinas. En lo queme pareció un exceso de confianza, el resto de la tripulacióninició la maniobra de fondeo.

Yo me quedé buscando bajo la superficie la figura deSaid. A veces lo veía, a veces lo perdía, pero no terminaba desalir a respirar. Cuando vi ondular entre dos aguas supañuelo de Bin Laden, cogí un cuchillo y unas gafas y saltéa buscarlo. Nunca había buceado en aquellas aguas, y laprimera imagen que me vino fue la foto de un feto flotandoen el líquido amniótico: un universo caliente, transparentey silencioso en el que parece que la luz emana del mismo

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agua. Después vi una vieja y larga red de pesca enganchadaen la hélice, y a Said enredado en ella. Ya no se movía, teníala boca entreabierta y su pecho se agitaba en violentassacudidas. Lo liberé tan deprisa como pude, y luego loremolqué hasta la borda. Los demás aún no se habíanpercatado de nada.

Tuvimos suerte. Said era joven, y apenas le hicimosvomitar el agua, volvió en sí.

Cuando pasó el susto, Katty vino hacia mí y meabrazó.

—No sabes cómo me alegra saber que puedo confiaren ti —me dijo.

—No es recomendable confiar mucho en alguien aquien gustas.

Ella soslayó la broma.—No puedo sentir ¿Lo entiendes? No quiero sentir.

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Anoche volví al bar de la playa, y aunque al principioel ambiente era tan distendido como siempre, debían haberconvenido una reunión, porque con la llegada de los últimoscontertulios hicieron un círculo cerrado y empezaron ahablar con un tono y una actitud que, salvadas las distan-cias, identifiqué claramente. Lideraba la reunión el hombrede las gafas de culo de vaso que ya hacía algún tiempo queparecía haber perdido el interés en saludarme. Aquellamezcla de recelo y complicidad me devolvía de tal manerarecuerdos de mi vida pasada, que en algún momento me

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pareció encontrarme en escenarios muy lejanos. Pero allíestaba de más; enseguida pedí un taxi y me despedí.

Karim me alcanzó cuando ya estaba en la puerta. Medijo que la situación era ahora muy delicada, y se acompañóde un gesto enfático de las cejas para darme a entender queya no debía volver por allí. Luego continuó en un tonoconfidencial, a tramos inaudible, entre rodeos y eufemis-mos, para hacerme partícipe del peligro que suponía paraellos esa gente violenta, y aunque nunca mencionó la esci-sión, nombró una vez algo así como los Justicieros de Dios,y entre líneas, más imaginando que comprendiendo, mepareció oírle dar a entender que los otros se estaban orga-nizando, que ellos tendrían que buscar un lugar oculto parareunirse, y en medio de su parlamento, un par de vecespronunció, como el chasquido de un látigo, esa palabra desonido negro, fundamentalistas, y por primer vez presentóante mí, más con gestos que con palabras o argumentos, susilusiones, o mejor dicho las de su grupo, ese espacio defelicidad y justicia en que se convertiría el país si ellosalguna vez... y también por primera vez el grupo adquirióun nombre: el partido, pero pronunciado de esa manera taníntima, tan cargada de complicidad, de ese anhelo compar-tido que traspasa los límites de lo humano, que legitimacualquier acción, por horrible que sea, para alcanzar suconsecución, que identifiqué, entre la nostalgia y la repug-nancia, viejos modos, tan remotos, tantas veces escuchadosen el pasado. El partido. ¿Qué es el partido en un régimen enel que los partidos están prohibidos?

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Sucedió durante una excursión de dos días. En elprimero alcanzamos dos islas del archipiélago, y al caer latarde fondeamos en una laguna salada, rodeada de arena.Para entonces las ausencias de Karim eran cada vez másfrecuentes, por lo que para conseguir turistas recurríamosdirectamente a las agencias y hoteles de la isla.

Era una de esas noches que se ajustan perfectamente alo que se espera del trópico: el aire recalentado dejaba lamente espesa como una taza de chocolate, una brizna debrisa traía de vez en cuando el aroma a clavo y jengibre delas plantaciones del interior, y el cielo sin luna filtraba entreuna vaga calima la inmensidad de las estrellas. El rumor deloleaje llegaba como en sordina desde la costa cercana. Yoesperaba sentado en el bauprés a reunir algo más de sueñoantes de bajar a dormir entre el calor y los ronquidos de losturistas, cuando escuché un leve chapoteo en popa. Enton-ces vi fosforescer la estela de un nadador que se dirigía haciala playa. Supe que era Katty, e imprudentemente me quité laropa y me lancé al agua tras ella.

Tal vez fue el embrujo de aquella noche, o el destino,pero, inesperadamente, Katty estaba receptiva. Me sentéjunto a su lado en la orilla de la laguna y, con una naturali-dad que ahora se me antoja irreal, empezamos a hablar,jugamos luego con la fosforescencia del plancton que chis-porroteaba sobre la superficie, y luego nos dimos cuenta deque estábamos desnudos: nos miramos, nos tocamos, y todose fue deslizando como en una corriente que nos arrastrabasin que nos diésemos cuenta. Después no sé qué sucedió,apenas recuerdo que rodábamos abrazados sobre la arena

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de la playa, y cuando sentí que ella iba a alcanzar el orgas-mo, todo lo rompió un ruido insoportable, una vibracióncomo la de un terremoto, un feo estruendo que brotaba deKatty, y la retorcía, y rompía la armonía del mundo.

Después empezó a llorar, con una rabia y una desespe-ración que yo nunca había visto en nadie. La abracé, tratan-do de contener las convulsiones que agitaban su pecho. Paracalmarme, intenté sentir la indiferencia animal que exhala-ba la noche. Luego, yo también empecé a llorar.

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Encontré a Said por casualidad, un día en que unincidente con el glamour occidental, en el barco, me habíagenerado la necesidad de darme un baño de mugre y polvo,y tener de paso la garantía de no tropezar con ningún turistabienintencionado. Así que aguanté el calor de la tarde va-gando sin rumbo, malhumorado, por los arrabales de laciudad.

Said estaba sentado en el exterior de un cafetín, dondehabían dispuesto algunas mesas y sillas plegables sobre latierra, bajo la sombra de un gran baniano. Un grupo demúsicos taarab amenizaba la pequeña plaza.

Nada más verme, se levantó y me invitó a sentarmecon él, con unos modos que dejaban claro que se sentía endeuda conmigo y que haría cualquier cosa por contentar-me. Pedí un té y me senté mientras un sol enfoscado entrenubes se ponía sobre los pobres tejados de chapa ondula-da.

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Unos días atrás lo había visto pasar en una camionetajunto a Katty, y aproveché que estábamos solos para pre-guntarle qué hacía con ella.

Supe que su padre había muerto prematuramente enel mar, y cómo Katty había buscado la manera de librar a sufamilia de la miseria.

—Llegó a pagarme el hospital, cuando tuvieron queinternarme, de niño. Para nosotros es una más de la familia—me dijo.

Luego me habló del grupo en que trabajaba Katty, enel que él también colaboraba, para sacar adelante a los hijosde las viudas de la isla.

Mientras me contaba sus proyectos, observé que teníala costumbre musulmana de mover mecánicamente entrelos dedos las cuentas negras de un rosario, éste con una solacuenta blanca. Era algo infrecuente en la isla ¿Dónde lohabía visto antes?

—¿Y eso? —Le pregunté.—Los Justicieros de Dios —me dijo en un susurro. Y

entonces recordé que se lo había visto a Abdullah y aalgunos de sus amigos.

—¿Los Justicieros de Dios?¿Qué es eso?—Son la esperanza de la gente, los únicos que aquí se

preocupan por los pobres. Casi todos los que trabajamos conKatty estamos vinculados con ellos.

—¿Y Katty?—Ella no quiere saber nada de política. No debería

decirlo, pero pronto gobernaremos el archipiélago. Y enton-ces verás cómo cambian las cosas.

—¿Y cómo vais a conseguirlo?

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Una tarde, al volver al puerto, Katty me dijo que teníaque hablar conmigo. Atravesamos en silencio la ciudad ysalimos por fin a la playa solitaria que flanquea buena partede la costa de la isla.

—Te debo una explicación y te la voy a dar —me dijo,mientras me cogía de la mano—. Prepárate, porque sé quevoy a llorar.

“Lo primero es que mi nombre no es Katty, sinoDubravka. El nombre que conoces me lo impuse durante eltiempo que viví como refugiada en Austria, cuando com-prendí que tenía que nacer de nuevo y ser otra persona. Mecostó mucho aceptarlo, y allí me ayudaron a hacerlo. Y loque nació fue una mujer completamente distinta de la queera antes, alguien que nunca sospeché que pudiera guardardentro de mí.”

Se detuvo un momento y me miró. Supe que la estabainundando la emoción, y que la costaba continuar hablando.

“Yo era una mujer normal, una persona afectuosa,supongo que feliz. Yo tenía entonces un marido que mequería y tenía dos hijos de cuatro y seis años que eran... yate puedes imaginar.”

“Mi marido tenía un buen trabajo y teníamos una casaen Split, en la costa, con un velero. Nos gustaba mucho nave-gar. Pero vivíamos en la casa que había sido de los padres demi marido, en una aldea de cuatro viviendas de las monta-ñas, próxima al mar, casi en la frontera entre Bosnia yCroacia.”

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“No, no me digas que te haces una idea; nadie puedehacerse una idea aunque lo intente, nadie puede saber deverdad cómo fue aquello si no estuvo allí.”

“Éramos croatas y estábamos orgullosos de nuestracondición, que siempre creímos reprimida por el nacionalis-mo serbio. Pero normalmente no era odio, era un ligero des-precio, algo que uno siente como natural porque lo ha vividoen casa desde niño, muchas veces motivo de chistes, una co-sa a la que no se le da importancia. También ellos te despre-cian discretamente, y eso no impide que tengas buenas rela-ciones de vecindad, de trabajo, y hasta que hagas amigos.”

“Pero aunque lo intentes, aunque parezca que ha des-aparecido, la insidia de esa diferencia siempre está presenteporque te la han inculcado desde que naciste, y al surgir losproblemas se agiganta, se desborda, se convierte en unmonstruo.”

“Cuando todo empezó a romperse, cuando el malestarde la crisis económica afectó a la gente fueron los políticoslos que empezaron a alimentar a ese monstruo. Es increíble,pero fue así. Empezaron los serbios, describiéndose comovíctimas de la tiranía de las otras etnias, y allanando así elcamino para justificar lo que vendría después. Luego, aun-que entonces no lo reconocía, les siguieron los nuestros conparecidos discursos. Nosotros caímos un día en la cuenta, ynos desentendimos de aquella espiral de odio. Pero a nues-tro alrededor, aunque todo parecía como siempre, no era así.El veneno fluía directamente desde las televisiones y lasradios, en el interior de las viviendas, hasta el corazón de lagente, y justificaba las frustraciones, los rencores inconfe-sables y las injusticias cotidianas con un odio insensato y, loque es peor, señalando a los culpables.”

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“Recuerdo a nuestro presidente diciendo que nuncapasaría lo sucedido en Croacia, que nunca llegaría la guerra.La guerra parecía tan lejana y absurda que todos le creímos.Las guerras siempre parecen lejanas y absurdas hasta que telas encuentras al salir a la calle.”

“Qué poco sabíamos de la naturaleza humana. Escú-chame, si algo he aprendido es que vivimos rodeados degente que creemos conocer, y toda tu vida puede transcurrirplácidamente sin que pase nada y nadie se salga de su papel.Pero si un día se da una situación como la que te he descrito,entonces comprendes cómo, en el mejor de los casos, una decada cincuenta personas esconde un monstruo. Gente mu-chas veces anodina, que nunca había matado una mosca, seaprovecha de la situación y se muestra de repente como loque de verdad era: seres insensibles al dolor ajeno, capacesde asesinar y torturar sólo para satisfacer sus pequeñasambiciones o sus envidias, o por la simple diversión que lesproduce hacer daño. Pero cuando veas eso, échate a temblar,porque ya es demasiado tarde.”

Nos detuvimos un momento, y me di cuenta de queella sudaba copiosamente. Por el calor, pensé, pero tambiénpor la tensión que le suponía su relato. Se había hecho denoche, y la luz de la luna reflejada en la arena blanca produ-cía una luminosidad lechosa, un estrecho camino que entreel mar y el palmeral se perdía en el horizonte. Una imagenidílica que en aquel momento me pareció una burla indecen-te.

“Aquí no va a pasar nada, decían por todas partes;pero un día, yo empecé a sentir en el ambiente, como un olor,

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la presencia de la amenaza: miradas furtivas de odio en lossitios más cotidianos, frases con un sentido violentamenteambiguo en una tienda, esas sonrisas crispadas que contra-dicen el rencor de una mirada al coger un autobús; y sobretodo, aquel gesto serbio de victoria con los tres dedos enalto, mostrado aún con disimulo, con cuyo solo recuerdoaún se me eriza el pelo.”

“Yo presentía que caminábamos sobre el filo de un cu-chillo, pero mi marido no me creía. Hasta que un día nos lla-mó por teléfono una amiga que residía en un pueblo cercanoporque había visto cómo asesinaban a un anciano y a su hijaante la puerta de su casa. Nos dijo que aquello estaba a puntode estallar, que ellos se iban esa misma tarde. No lo supehasta mucho después, pero no les sirvió de nada, porque losmataron durante el viaje.”

“Aquella noche vimos por la televisión cómo loschetniks habían iniciado su cosecha de muerte en otroslugares, y mi marido entró en razón. Acordamos que nosiríamos al día siguiente por la mañana.”

“Pero la fatalidad nos perseguía. El coche se averió alos pocos kilómetros. Sólo pudimos ver las carreteras satu-radas de gente que huía, y algunas columnas de humo negroen el horizonte.”

“Mi marido consiguió arreglar el coche aquella tardey lo dejamos todo listo para salir al día siguiente. Como esnatural, no pude dormir en toda la noche. Me levanté antesdel amanecer y bajé al sótano a recoger algunas cosas quehabía olvidado. Empezaba a creer que lo conseguiríamos,cuando se oyó el ruido de la puerta de la casa al ser forzada,luego los pasos, las voces de un grupo de hombres distorsio-nadas por la excitación que les producía el placer de matar.”

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“Muchas veces me he preguntado qué buscaban cuan-do entraron en mi casa. Porque no era aquello lo que conta-rían a sus hijos que habían hecho durante el día, ¿verdad?No creo que sólo fuera por satisfacer su venganza por lasinjusticias que habrían sufrido, ni siquiera porque habíanencontrado la excusa perfecta para manifestar el demonioque llevaban dentro de sí. Aún hay algo más, otro instinto,algo que los hermana con los políticos que nos empujaron ala guerra. ¿Sabes lo que es?”

“Cuando comprendí que estaba sucediendo lo quemás temía, me quedé paralizada por el terror. No podíamoverme de allí. No sabes cuántas veces me he maldeci-do a mí misma por no haber salido corriendo a su encuentro,y haber hecho lo que tenía que hacer, que era haber muer-to con los míos. Desde el sótano escuché cómo se levan-taba mi marido, y cómo lo mataban. Después oí la ráfa-ga de ametralladora que había acabado con la vida de mishijos. No buscaron más. Desde mi refugio oí cómo en-traban en las otras tres casas del pueblo y hacían lo mis-mo.”

“Salvo yo, nadie quedó vivo en la aldea. Me encontra-ron al día siguiente, embadurnada en la sangre de los muer-tos y vagando enajenada por las montañas. Se portaron muybien. Me sacaron de allí y me llevaron a Austria, donde meinternaron en un sanatorio mental.”

“Desde entonces he vivido para recordar ese día, hevivido para jurarme cada día que eso no volverá a suceder,que nunca más me quedaré quieta, consintiendo, que novolveré a permitir.”

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Cuando terminó, me miró a los ojos, me abrazó, y sentícómo se derrumbaba.

—No te preocupes. Ahora me siento mejor. —Me dijo.Caminamos abrazados de retorno a la ciudad. A lo

lejos se veían sus luces. Sentí que el rumor del mar iba rela-jándonos poco a poco. Entonces, ella me formuló la pregun-ta que yo más temía:

—¿Y tú, quién eres?—Un asesino.Ella calló, y caminamos separados. Luego dijo para sí:—Lo presentía.

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Los meses que pasé junto a Katty no fueron fáciles.Nos unían los períodos en los que sus demonios no se hacíanpresentes, y en los que estar era más importante que hablar.Pero para los dos fue como un bálsamo. Aquel corte de filode cuchillo de su mirada se suavizó un poco y empezó aexpresar más matices. Algunas veces pude contemplar susonrisa.

Todos los días, cuando volvíamos a tierra, mi viejo taxinos esperaba para llevarnos a un pequeño hotel construidoal borde del mar, lejos de la ciudad, donde nos encontrába-mos a gusto. Allí saboreábamos el crepúsculo, cenábamos ydejábamos pasar la noche, a ratos hablando, los más ensilencio.

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Fue en los últimos días antes de la llegada del monzón,cuando el bochorno se hace insoportable. El cielo se oscure-ce cada día con la promesa del refresco de las lluvias, peroéstas se demoran, y el deseo de que por fin llegue el alivio delcalor se posterga un día tras otro, y y eso va acumulando unairritación que no encuentra desahogo.

Para entonces Karim había desaparecido definitiva-mente del barco, ocupado, decía, por asuntos familiares, y latemporada turística tocaba a su fin. Aquel día Katty trajo losque serían, probablemente, los últimos turistas.

Ordenó poner rumbo a una de las islas del archipiéla-go, pero yo le puse objeciones y le recomendé que fuésemosa otra. Me miró con extrañeza.

—Les he ofrecido ese destino y no vamos a cambiarlo.La travesía fue desagradable. Navegamos a motor

entre una atmósfera recalentada, sin una brizna de viento, ycon una mar de fondo que hizo largar por la borda el desa-yuno de todos nuestros huéspedes. En el horizonte oscurose dibujaba de vez en cuando un relámpago, pero sólo erauna falsa promesa.

Para complicar más las cosas, el timón se estropeócuando teníamos la isla a la vista, pero aún estábamos lejosdel puerto. La familia de los hermanos vivía allí, y ellosconocían bien el terreno, de forma que nos guiaron hasta unpequeño embarcadero situado en lo profundo del manglar,lejos del pueblo.

Ocupamos la jornada en reparar la avería y en conse-guir un medio de transporte que recogiese a los turistas y losdevolviese a su hotel.

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Al anochecer, los hermanos se fueron a pasar la no-che con su familia. Said los acompañó diciendo que ha-bía una fiesta en el pueblo. Hice un gesto por detenerle,pero me devolvió una mirada que no dejaba lugar a du-das.

El aire de la noche era sofocante. Katty y yo colgamosdos mosquiteros en cubierta y tendimos debajo nuestroscoyes. El calor y la preocupación no me dejaban dormir.Recuerdo cómo pasé la noche tendido boca arriba, atento alcamino que trazaban las gotas de sudor que iban resbalandosobre mi cuerpo.

Empezaba a clarear cuando el ruido del motor de unbarco acalló los gritos de los pájaros de la jungla. Katty sepuso en pie, cogió los prismáticos, y lo observó al pasarfrente a la bocana.

—Es un barco de guerra —dijo—. ¿Qué hace aquí?Luego me miró y añadió:—¿Así que era esto por lo que no querías venir a esta

isla?

Estaba acorralado. Lo que había ocultado a Kattyconfiando en que no fuese necesario y nunca tuviese queenterarse, se volvía ahora contra mí, y me obligaba a con-tarlo en el peor momento posible ¿Cómo explicar aque-llo que uno hizo si ni siquiera sabe bien por qué lo ha he-cho?

Tuve que empezar desde el principio, hablarle del tipode gente que salía a mi encuentro en mis vagabundeos poresos países de los que en Occidente se oye hablar pocasveces, y cuando sucede, es para turbar la buena concienciade sus decentes ciudadanos.

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“...Todos saben quién eres, tanto esos que no figuranoficialmente en la nómina de la embajada del estado que tebusca por terrorrista, como la siniestra sureté del país al quehas llegado. Y estás solo. Y a veces les interesa obtener algode ti. O a ti te interesa que miren para otro lado”.

“Y tampoco voy a negar que esa vida de la que quierohuir me sigue atrayendo con tal fuerza que a veces me hacevolver la cabeza. Uno no se mete en esto por casualidad. Elque es así lo lleva desde niño ¿A quiénes manipulabas encasa, con quienes te aliabas para sojuzgar a quiénes? Unterrorista es una mezcla entre un reformador social y unasesino. Pero, ¿quién no ejerce violencia? ¿Los políticos deOccidente, con sus guerras de trastienda y su dictaduraeconómica a los países pobres? ¿Y qué cuota de responsabi-lidad asignaremos a los que les votan? El terrorista y elpolítico son los dos extremos de la misma soga, y hemosvisto a muchos desplazarse por ella de un extremo a otro atenor de las circunstancias.”

“Por todo eso, por amenazas, por dinero, porque nome resistía a conocer los entresijos de este otro lado de esasoga hecha para unirnos pero que acaba por estrangularnos,accedí a intentar enterarme de lo que estaba pasando aquí yenviarles un informe”.

“Yo sabía que, desde anoche, los Justicieros de Dios sereunían en esta isla para preparar algo que podría ser unarevuelta, quién sabe si un golpe de estado. Y no puedoocultarte que esa información, entre otras, se la he pasado amis contactos. Pero enviar al ejército... Sé cuál era su actitudy eso no estaba previsto”.

“Tengo suficientes años de experiencia en intrigaspara saber que aquí hay algo más: mi oportuna presencia

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cuando una facción política se desmarcó de la otra, el trabajoincreíble que me ofrece Karim junto a representantes de susfuturos enemigos...”.

“Y todo esto me lleva a vislumbrar una operaciónpremeditada que empieza con la escisión del grupo deAbdullah y finaliza con su eliminación política. Karim sabíaqué hacía yo aquí desde que llegué: me ha conducido paraque redacte un informe que alguien de su partido, situadoen el gobierno, esperaba para presentar como una pruebaobjetiva que justificase esta acción contra los Justicieros. Elresultado es que ahora el grupo de Karim es el único querepresenta la oposición política en el archipiélago. Karimme ha estado utilizando, nos ha utilizado a todos. Y la pre-sencia de ese barco es la prueba”.

Katty no quiso mirarme, no dijo nada. Nos quedamosen silencio.

Densos nubarrones empezaron a cubrir el cielo, y elviento arreció hasta convertirse a los pocos minutos en unvendaval que agitaba los manglares y formaba borregos enel agua gris del océano, más allá de la ensenada. Luego sonóun trueno, y un chaparrón de agua cálida nos empapó en unmomento. Había llegado el monzón.

Pero el estrépito del viento y el agua no pudieronocultar el tableteo de las ametralladoras, que se escuchabanítidamente, en la dirección del pueblo.

Entonces vi cómo Katty se doblaba y caía, como fulmi-nada por un rayo, mientras pronunciaba, una y otra vez, elnombre de Said.

La cortina de agua era tan intensa que casi no la veía.Me acerqué a ella para intentar abrazarla, pero me rechazó.

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Me aproximé otra vez, ahora sin tocarla, y le pedí perdón, ledije que si hubiera sabido que iba a pasar esto nunca lohabría hecho, y torpemente maldije el que nos hubiéramosconocido ahora, en este lugar, y no unos años antes.

—Mejor ahora —respondió con una voz como unrugido—. Unos años antes habrías sido uno de los queentraron en mi casa.

Entonces supe que lo había perdido todo. Me sentía punto de estallar. El viento y la lluvia sobre mi cara ymi cuerpo acentuaban mi confusión. Bajé al cuarto de de-rrota y me eché en el suelo, la cabeza oculta entre las ma-nos.

No sé cuánto tiempo pasé así. Me sacó de mi estado laradio del barco, que enmudeció de repente. Luego de unosminutos de silencio se escuchó una melodía islámica, ydespués un discurso de una voz familiar, en un tono heroico,que tardé unos segundos en identificar. Era la voz delhombre de las gafas de culo de vaso.

Destrocé la radio de una patada y salí a cubierta. Kattyseguía allí, indiferente a la lluvia y al viento. Los tembloresde la excitación que sufría le impedían colocar el cartucho deuna bengala en una pistola de señales.

—¿Qué haces? —Le grité.Frente a nosotros, una pequeña motora luchaba contra

el temporal, navegando en dirección al pueblo. Coincidíacon la descripción que me había dado una vez Said: era elbarco de Abdullah.

—¿No te das cuenta? Los militares no quieren testigos.Si ven esa bengala, acabarán con nosotros. Y si no, tusamigos acabarán conmigo.

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Intenté quitarle la pistola de señales, pero ella sedesasió y amenazó con dispararla contra mí. En medio delruido de la tormenta escuché la ronquera de su voz con unadeterminación que me asustó. Su cara era una máscara derabia.

—No volverá a suceder, ¿entiendes? No permitiré quemuera nadie más.

Abrí el pequeño cajón situado bajo la bitácora, y cuan-do palpé el revólver, lo saqué y le apunté con él. Le dije quese detuviera, y luego todo se ralentizó, como en una películaa cámara lenta que nos arrastra dolorosamente hacia lo queno queremos que suceda, pero que sabemos que va a suce-der. Ella no hizo caso, y siguió elevando los brazos paralanzar la bengala. Grité, supliqué con todas mis fuerzas.Luego, pude ver cómo empezaba a apretar el gatillo. Enton-ces ya no pude soportarlo más.

Una detonación inmensa lo destrozó todo.

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¿Cómo se descifra la intensidad de la mirada de al-guien que sabe que va a morir a tus manos?

Una mancha roja se extendía rápidamente por el pe-cho de Katty, pero ella no mostró ningún dolor, no diomuestras de miedo. La rabia había desaparecido de su cara.Durante unos instantes me miró fijamente, mientras en lascomisuras de sus labios se dibujó apenas un gesto de triste-za.

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Porque esta vez, antes de que en un blando movimien-to se derrumbase hacia atrás y se hundiese en las aguas, supecomprenderlo.

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EL SUEÑO DE LA NADA

Para Flantxu

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a voz que escucho detrás de mí, dice claramente:“Yo no sobreviví a la avalancha de nieve”. Estoy en unapared casi vertical, con las puntas de los crampones y el picode los piolets incrustados en el hielo. Es una voz de mujerque he dejado de escuchar para siempre hace diez años, unavoz dolorosamente conocida.

Me vuelvo. No hay nadie, sólo el abismo bajo mis pies,y en el horizonte, un paisaje erizado de picos blancos ynegras rocas, tan perfecto que parece pintado como decora-do para un teatro.

Entonces oigo un crujido largo, siniestro, un crujidoque ya guardaba en mi memoria, un largo eructo de la mon-taña seguido de un trueno interminable, y el intenso cieloazul desaparece, un enorme manotazo blanco me arranca dela pared y me arrastra ladera abajo girando en medio de unagelatina helada, oscura como la angustia que me atenaza elpecho. Presiento que no saldré vivo esta vez, y cuando elmiedo se hace insoportable, abro los ojos: a mi alrededor veola luz mortecina, las paredes y el techo de nylon de la tiendade campaña, vapuleado sin cesar por la ventisca, y compren-do que aún no ha llegado el momento.

Me revuelvo en el saco de dormir, ganando espacio acosta de Íker y Stefan, mis dos compañeros. Busco otrapostura, pero todas están ya ensayadas y agotadas desde ha-

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ce muchas horas. Contengo el impulso de mirar el reloj,podría ser por la tarde, tal vez ya esté anocheciendo. Prontohabremos hecho dos días y tres noches soportando el tem-poral en este incómodo hombro de la montaña. La acusadapendiente desliza nuestros sacos de dormir contra el bordeinferior de la tienda, y es necesario recuperar, una y otra vez,nuestro lugar para perderlo de nuevo.

Un golpe del viento, más fuerte de lo habitual deprimeel techo del iglú hasta literalmente envolvernos en él. Des-pués, un extremo de la tienda parece moverse, como si elviento hubiese hecho saltar uno de los cuatro piolets hinca-dos hasta el fondo que la sujetan al suelo. Mis compañerossiguen encerrados en sus sacos; quizá duermen y no se handado cuenta; quizás eluden toda responsabilidad para quienquiera asumirla.

Salgo del saco, me abrigo con el anorak sobre el monode pluma, y después me calzo, trabajosamente, las botas.

Afuera sigue nevando, y no se ve más allá de los dosmetros. Me muevo torpemente, con ese malestar en el estó-mago y en la cabeza que sólo se despeja por debajo de los seismil metros de altura, y la primera racha fuerte de viento metira al suelo. El lugar está dominado por un imponenteespolón de roca en cuya base asentamos la tienda. La nieblase abre y, por un instante, lo veo emerger bajo la luz comoceniza, oscuro y húmedo, una presencia siniestra que mesobrecoge. A través de la piel, como una débil presión,percibo su hostilidad. Viene en mi auxilio la eterna frase deStefan, tan suya: “La montaña en sí no existe, sólo eres túfrente a ti mismo”. Así que decido ignorar mis sensacionesy concentrarme escrupulosamente en lo que tengo que ha-cer. Los piolets siguen en su sitio, sólo se ha saltado una

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sujeción menor. La afianzo y la recubro de nieve compactada.Después recojo nieve para fundir y vuelvo hasta la entradade la tienda. Pero no dejo de percibir, tras de mí, la emana-ción maligna, materializada en una tensión que aprieta micuello y mis hombros; y en un impulso de volver la cabezaque reprimo.

Entro en la tienda. Tengo que repetir en sentido inver-so los lentos, meticulosos procesos que me permitan recupe-rar la situación anterior a mi salida: sacudirme la nieve, lascremalleras, los cierres, los cordones de botas y botines conlos dedos insensibles, las gafas de ventisca, los crampones,los guantes, el anorak... despacio, cada cosa en su sitio, conla mente abotargada por la altura y esa obligada parsimoniaque se hace insoportable cuando se repite tantas veces

¿Qué hago aquí? La vieja pregunta del desalientovuelve a asaltarme cuando por fin entro en el saco. Empiezoa cuestionarme si no me habré dejado llevar irreflexivamen-te por el entusiasmo sin valorar bien las penalidades y losriesgos, pero conozco ese tipo de pensamientos y lo corto deraíz.

No puedo hacer lo mismo frente a la segunda preguntaque ese oponente en que nos desdoblamos se apresura a lan-zarme: ¿Por qué volver precisamente a esta montaña tenien-do todo el Himalaya ante nosotros? Yo no quería regresar,me digo, por nada del mundo, a pisar esta maldita nieve.Levanto la cabeza y veo la cabeza de Stefan, más allá de Íker,roncando. De pronto abre los ojos, se da cuenta de que loestaba mirando, hace un gesto indefinible, y me da la espal-da.

Ha sido por el empecinamiento de Stefan por estacima. La idea era suya: él mantenía contactos con espónsores

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que yo ya había perdido, él lo organizaba todo y de él tam-bién había salido la propuesta de que yo participase. Undetalle inesperado y generoso, en un momento en que yodaba ya por perdida toda esperanza de volver al Himalaya.Por eso, me excusé, frente a Stefan me encontraba en unaposición de debilidad para presionarle con una propuestaalternativa. A pesar de su rigidez y egocentrismo, Stefan esun valor seguro de éxito en cualquier expedición, y a mí yano me sobran ofrecimientos desde que elegí una compañeraque nada tiene que ver con el mundo de la montaña y mebusqué un trabajo fuera de ese ámbito.

La propuesta de Stefan era una ascensión en estilo al-pino, sin cuerdas fijas ni porteadores ni peleas sobre quégrupo sube primero: sólo tres personas, una tienda de cam-paña, y una inmensa pirámide de hielo. Era tan incapaz derechazar la oferta como de olvidar la lista de fracasos senti-mentales cosechados por mi afición a las montañas. “Pro-meto que esta vez sí que es la última”, me dije a mí mismo,y también fue la frase con la que empecé a contarle el proyec-to a mi pareja, pero en cuanto terminé de hablar me encontrécon la respuesta tantas veces escuchada: “¿Dónde dices quequieres subir? Estás loco. Me dijiste que no volverías a ha-cerlo”.

Igual que otras veces, llegué solo al aeropuerto, cargan-do en un enorme petate mis pertenencias y abrumado por laincertidumbre del futuro próximo y por la sensación de huirde algo que irremediablemente se desplomaba tras de mí.

Empiezo la lenta tarea de fundir nieve. Con los dedosagrietados por la exposición al frío, manipular el infiernillose me hace un suplicio, pero la sola imaginación de ingeriralimentos sólidos me da ganas de vomitar.

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Apenas habremos comido unas barritas energéticas yunos frutos secos desde que salimos del campamento base:soy consciente de cómo la altura y la desnutrición van mi-nando mi energía. Qué difícil es dejarse llevar, aceptar larealidad de que estamos en manos de la montaña y que, endefinitiva, ella decidirá nuestro destino. Recuerdo las imá-genes de cielos azules, nieve y paisajes infinitos que hanalimentado mi ilusión para soportar el enorme esfuerzo devenir al lugar en que ahora me encuentro, y caigo en la cuen-ta de hasta qué punto nos engañamos, pero a la vez sé queno querría estar en otro sitio.

El caldo está listo y se lo ofrezco a mis compañeros. Íkerresponde que se apunta. Stefan aparenta dormir. Me ha oídoperfectamente, pero aún no se le ha disipado el enfado de laúltima discusión. Hemos discutido demasiadas veces en es-ta expedición, y ya es demasiado tarde para arreglarlo. Estáclaro que no volveremos a ir juntos a la montaña nunca más.

El paseo me ha desentumecido los sentidos y la mente.Escucho el viento, y siento una punzada de temor ante loque pueda esperarnos cuando llegue el momento de atacarla cima. A través del walkie, una expedición neozelandesaque aguarda en el campo base nos ha informado que eltiempo sólo mejorará un poco. Tendremos que decidir entreuna retirada prudente o subir arriesgando más de lo debido,si el tiempo llega a abrirse. Fracaso, muerte, cima. Nuestropermiso de ascensión se agota en pocos días y no tendremosla oportunidad de un nuevo intento. El paso de las horas yla altura nos van debilitando rápidamente. No debemosesperar más allá de esta noche.

La oscuridad ya anega la tienda y enciendo una linter-na. Íker se incorpora y compartimos el caldo. Íker es una

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aportación de Stefan a quien yo había tratado poco, pero queen nada se parece hoy a la imagen que yo recordaba, soca-rrón y expansivo, apoyado con un gesto suficiente en labarra de algún bar del casco viejo de Pamplona. Ahora hayque sacarle las palabras con tenazas. Lo siento débil e inse-guro como un niño, incapaz de decidir o actuar por sucuenta. Quizá sea su falta de experiencia, o su carácter, o unarespuesta ante el desgaste de la espera y la encrucijada de laspróximas horas. Pero, en cualquier caso, no me gusta. Lamontaña es un depredador implacable que se aprovecha dela debilidad y la inexperiencia, que es otra forma de debili-dad. Poco se puede hacer por los demás cuando no tenemosgarantizada nuestra propia supervivencia.

Apenas a un metro de nosotros emerge, entre el forrodel saco, el cogote de Stefan, poderoso y sólido como elespolón en que está clavada la tienda. Yo aún no he tomadomi decisión definitiva, pero soy partidario de descender.Stefan querrá subir, no me cabe duda, e Íker, en su estado, sedejará llevar por quien le inspire más seguridad, lo másprobable por Stefan; y lo más probable, entonces, pienso conuna sorda irritación, es que si se va con Stefan, Íker, desmo-ralizado e inexperto, se quedará en la montaña para siem-pre.

“Como ella”, y estas dos palabras se cuelan en miconciencia arrastrando consigo una oleada de emoción quederrumba mis defensas, mientras la imagen de aquella ma-ñana de luz cegadora anega mi mente. Calma perfecta, elcielo rabiosamente azul, las cimas del Himalaya a nuestrospies, una fina capa de nieve polvo y debajo el hielo con ladureza justa: la cima era nuestra. La veía progresar pordelante de mí, con aquella danza elástica que yo tanto admi-

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raba. La armonía de tantas escaladas juntos, los sueños defelicidad proyectados al futuro destrozados para siem-pre cuando escuché el estruendo terrible, y al mirar haciaarriba vi la enorme ola blanca que la engullía y corría haciamí.

Me pregunto qué me está sucediendo mientras ocultola cara en el saco y procuro disimular los espasmos quesacuden mis hombros. Es cierto que todo ha ocurrido cercade aquí, que conozco perfectamente esa ladera por la quehabremos de pasar otra vez hacia la cima, el lugar con el quetanto me he torturado durante años, la tumba que oculta sucuerpo desaparecido.

Pero esta herida había sanado y cerrado, era una deesas ramas muertas que se sustituyen por otras nuevas paraque la vida siga, y la ilusión brote por otros caminos. ¿Real-mente había regenerado en estos diez años la capacidad devivir ilusiones como aquella? ¿No ha sido mi vida desdeentonces una sucesión de vivencias mediocres, un eco, unahistoria escuchada a otro, más que vivida de verdad? Denuevo siento que me debilito, que una tristeza devastadoraamenaza con inundarme. Empiezo a dudar de todo, hasta demis justificaciones acerca de la exclusiva responsabilidad deStefan por haber elegido precisamente esta montaña, yvuelvo al punto de partida. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué me hatraído hasta este lugar?

Siento vergüenza de que mis compañeros hayan per-cibido mi desbordamiento emocional. Me doy cuenta de queel escándalo del temporal lo silencia todo, y una ojeada a miderecha me tranquiliza: parecen dormir.

Dejo fluir los recuerdos, impregnados en la atmósferade angustia de aquel día terrible: el fragor del alud mientras

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daba vueltas y vueltas de campana en la oscuridad, golpesimprecisos, tirones que parecía que iban a desgarrarme, unapresión insoportable en los pulmones, y de pronto, la luz.Cuando pude abrir los ojos vi que había sido escupido fuera,me encontraba al borde de la nieve removida mientras laavalancha continuaba imparable hacia abajo.

Estaba mareado y magullado pero me levanté co-mo disparado por un resorte. Había comprendido, en unalucidez desesperante, que sólo tenía unos minutos pararecuperarla con vida. ¿Dónde estaba? Liberé la roseta de unbastón y empecé a buscarla clavándolo frenéticamente enla nieve. La longitud del bastón era insuficiente, pero notenía otra posibilidad, y me abracé a ella, y continué hincan-do el bastón hasta caer agotado. Luego, más tranquilo, melevanté, y miré a mi alrededor. La avalancha había abiertouna franja de formas caóticas de hielo de la anchura de doscampos de fútbol, y se perdía hacia abajo, hasta llegar a unresalte desde el que se había precipitado al abismo. Sabíaque lo más probable era que ella hubiese seguido ese cami-no, pero no quise aceptarlo. Me dije que, viva o muerta, nola dejaría allí, y me dispuse a registrar minuciosamente lanieve.

Cuando cayó la noche, seguía buscando. Estaba enaje-nado. No quería vivir, pero, al final, el instinto de supervi-vencia se impuso y cavé un agujero en el hielo, me acurru-qué dentro y me cubrí con nieve. Por muchas cosas queolvide, nunca olvidaré aquella noche. El débil alivio deencontrarme vivo cuando volvió la luz.

De lo que sucedió después ya apenas recuerdo nada.Aquel día me encontraron, perdido, un alemán y dos sherpasque preparaban las cuerdas fijas para una nueva vía. Parece

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que sólo decía incoherencias sobre buscar un acceso paradescender al lugar donde había caído la nieve.

Me pregunto cuántas veces habrá pasado por mi men-te esta película. Es un laberinto miles de veces recorrido,explorado palmo a palmo en todas sus tortuosas y dolorosasramificaciones, buscando en vano una explicación nueva,una fisura que diese acceso a una imagen perdida, a unapercepción olvidada, algo que aportase algún sentido alabsurdo insoportable. Y sobre todo a ella: si no verla, si nohablarla ni tocarla, al menos volver a sentirla; el deseoinsatisfecho de ella siguió manando durante años, terca-mente ajeno a la realidad, como ha vuelto esta noche. Y,como tantas otras veces, ese deseo se rompe dolorosamentecontra el muro de lo que me dice la razón, que ella ya noexiste; y me hace inventar mundos imaginarios para forzaruna posibilidad de comunicación, sólo una, aunque sólo seauna vez, me repito. ¿Es posible que no existas, en ningúnlugar, en ninguna dimensión, que te hayas disuelto parasiempre? No lo puedo aceptar. ¿Adónde se van los muertos?Si ellos ya no son nada porque han vuelto a la nada de la quenacieron, tampoco existimos nosotros. ¿Qué somos noso-tros? ¿El sueño de la nada?

El ruido que hace Stefan al incorporarse rompe mispensamientos. Enciende una linterna, abre la cremallera dela tienda y saca la cabeza. Por la negrura del agujero se cuelauna miríada de finos copos de nieve.

—El temporal amaina —dice con su fuerte acentofrancés.

Observo que tiene razón. La intensidad del viento hadisminuido.

—¿Nos vamos? —Pregunta Íker.

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—Aún no se puede, vamos a esperar un poco. —Lerespondo, mientras busco la mirada de Stefan en espera deuna confirmación, pero éste se limita a volver al saco y darsela vuelta.

Apenas pasan unos minutos, cuando nos parece oíruna voz entre el viento, y algo que restriega el nylon de latienda.

—¡Hay un tío ahí!Íker abre la cremallera de la puerta y aparece una cara

cubierta de nieve, lívida como la de un cadáver.El frío le ha bloqueado los músculos de la boca y no

entendemos lo que dice.—Can you help me? —Escuchamos por fin.—¿Dónde está tu grupo? ¿Dónde está tu tienda?

—Truena la voz de Stefan— Si algo me revienta son estoslistos que te cargan con la responsabilidad de su vida yencima ponen en peligro la tuya. Ya he tenido que aguantara bastantes.

Íker lo hace pasar, aunque no hay espacio para cuatropersonas.

Es un austríaco, muy joven. Dice que anoche el vientodestrozó su tienda, y lleva vagando todo el día perdido, has-ta que ha visto la luz de la linterna que ha encendido Stefan.

Ha subido solo, cuenta, desde otra cara de la montaña.Íker lo escucha atónito. Yo, incrédulo. Esta vez es Stefan elque busca mi mirada en espera de una confirmación sobrecómo actuar. Es un extraño, quizás un loco, pero echarlo esenviarlo a una muerte segura, y respondo a Stefan con ungesto de resignación.

Al final, conseguimos adaptarnos, en parte amontona-dos unos sobre otros, sobre el suelo de la tienda. En la

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oscuridad, Íker y el muchacho no dejan de cuchichear eninglés. Desconfío de la cordura de Íker. No entiendo quéfascinación le provoca, pero no deja de hacerle preguntas. Elviento vapulea sin descanso las paredes de nylon. Me dueleun poco la cabeza, y siento la inquietud por lo que sucederádentro de unas horas revolviendo mi estómago. Intentodormir pero no puedo, y la historia del austríaco se cuela enmi mente y adquiere forma entre las lentas imágenes delduermevela.

Ha perdido a su hermano, dice, el año pasado, en estamisma montaña, cuando subían con otros dos amigos. Fuecasi en la cima, al terminar de remontar un espolón de hieloy roca que separa dos abismos de más de mil metros. Suce-dió en un instante, una racha inesperada de viento, y ya noestaba. Lo buscaron en vano por todas partes. Nadie lo habíavisto caer, pero no había otra explicación. Se quedaronaturdidos, impotentes, no sabían que hacer. Entonces deci-dieron que así no querían subir y se dieron la vuelta.

Siento que esa historia entra en mi corazón como unaflecha envenenada, y ya no puedo dejar de escuchar.

“Ha sido un año muy duro”, dice el muchacho. “Unaño de impotencia, de buscar y no encontrar, de esperar loque sabes que no llegará, de redefinir tu propia infancia, tupropia familia, tu propia historia. No podía seguir allí, en micasa, con mis padres, repitiendo todos los días los mismosrituales para ahuyentar la angustia y exorcizar lo que no sepuede comprender. Tenía que hacer algo, y aunque nadapuede restituir lo perdido tenía que encontrar una salida.”

“Un día lo supe: la única forma de acabar con esto eraplantarle cara y volver, esta vez solo, a enfrentarme a lamontaña y a las emociones que se quedaron aquí, y terminar

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de una vez lo que ninguno pudimos hacer aquel día”. Escu-cho ese tono conocido, que se va adelgazando hasta bordearla ruptura del que está al borde de las lágrimas. Yo tambiénlo estoy.

Me doy cuenta de que hace mucho tiempo que Íker nopregunta ni responde. Quizá se haya quedado dormido, y elmuchacho continúa hablando, tal vez inconsciente de ello,tal vez sólo para sí mismo, y su relato es una monótonaletanía de deseos rotos, un quejido viejo como el de unhombre que llora en la oscuridad, y se mezcla con el aullidodel viento y el estruendo periódico de los lejanos aludes deeste lugar imposible, y asciende hasta esa cima maldita a laque estamos encadenados; y siento que aunque hayamosvenido hasta aquí dispuestos a morir por encontrar eso quenos falta, no nos servirá de nada, seguiremos igual deindefensos; no hay escapatoria.

“...Pero también me ha traído otro motivo. Un motivotan irresistible como absurdo, un intento de repetir lo que noconté a nadie, ni a mis padres, ni a los amigos más íntimos.He vuelto en busca de lo que sucedió aquel día, cuandodescendíamos, destrozados, por la desaparición de mi her-mano. Debimos haber vuelto juntos, pero bajábamos ensi-mismados y nos fuimos separando, yo quedé el último.Sucedió cuando ya se había hecho de noche, aún faltabamucho para llegar al campamento base.”

“No es algo nuevo, muchos han tenido experienciassemejantes. Ya sé lo que se dice de estas cosas: que sonconsecuencia de la altura, que es la escasez de oxígeno en elcerebro. No lo sé, si algo no me interesa ya son las explica-ciones: yo empecé a percibir una presencia, primero difusa;apenas fui consciente de ello, hasta que de pronto caí en la

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cuenta de que mi hermano estaba a mi lado, y que podíaescuchar su voz. Me hablaba con total despreocupación deasuntos que habían quedado inconclusos durante el día,como si no hubiese pasado nada, y yo me dejaba llevar;sentía un alivio enorme al pensar que ahora estaba conmigo,y no quise indagar nada más, ya suponía lo que me esperabacuando acabase aquella experiencia.”

“Yo estaba muy cansado. Mi hermano me señalaba lasmejores opciones para descender, me recordaba que presta-se atención en los tramos más expuestos. Hasta que sucediólo de la grieta.”

“Estaba oculta bajo la nieve. Oí un crujido, y sin tenertiempo de reaccionar me envolvió un negro vacío. Me pare-ció que caía durante mucho tiempo. Cuando por fin acusé elgolpe, no percibí dolor. Luego, el silencio. Primero sentíterror, pero después también un extraño alivio por estar enaquel lugar sin salida, liberado de la pesada responsabili-dad de mi propia supervivencia. Era algo así como unrefugio, como sentirme arropado para toda mi muerte en elcorazón de la montaña. Más tarde vi una pequeña luzdorada, recordé esas historias que se cuentan, y pensé quehabía muerto y era cierto que había otra vida. Me alegrépensando que vería a mi hermano.”

“Pero no era así. El dolor en un ojo me hizo compren-der que en la caída me había clavado la punta de uno de lospiolets, que llevaba sujetos en el pecho, y ese era el origen dela luz. Estaba encajonado entre el hielo y no podía mover losbrazos, y el frío empezaba a hacerme temblar violentamen-te. Pero es dulce la muerte por frío. Cuando el temblor cesósupe que empezaba la hipotermia, y que poco después seríael fin.”

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“Entonces volví a escucharle. Has tenido mucha suer-te, me dijo. Estás empotrado boca abajo, en el hielo, en unapared de la grieta. No puedes quedarte aquí, me dijo, te vasa morir si te quedas. Seguro que puedes sacar un brazo,inténtalo, coge uno de los piolets, que tuviste la prevenciónde dejar en el pecho y libérate. Luego saca el otro y asciendepor la pared de hielo de la grieta. A qué esperas, no puedesquedarte ni un segundo más, me dijo...”.

Mi atención se diluye lentamente. En la oscuridad elchico sigue recitando su monólogo como un conjuro contrasu destino, pero mis oídos se apagan ante un recuerdo queemerge con una nitidez que ya creía imposible: veo los rizosdorados, la mirada azul, aquel tierno deseo, risas cuandopasa junto a nosotros con su grupo, mientras yo acompaño,en mi trabajo de guía de montaña, a dos lentos turistas; ellase vuelve, lleva el anorak rojo de la escuela de esquí y alcuello un hermoso pañuelo azul, destella su sonrisa.

Es un día de primavera, el sol se esconde y reapareceentre las nubes iluminando la nieve. Seguimos la huella quehan dejado sus esquís, y yo deseo intensamente estar conella, irme con ella, recuperar esa felicidad fugaz de supresencia, pero escucho detrás el resoplar de mis clientesmientras progresamos muy despacio. Al completar la curvaque bordea una colina veo una mancha azul sobre la laderablanca: es su pañuelo, lo recojo, lo acerco a la cara y esearoma que creí perdido me inunda con toda su fuerza.

Es de noche, el refugio de montaña hierve de genteocupando las mesas en los turnos de la cena. Entre carasinsípidas destaca la suya, busco su mirada, ella me mira deesa manera que me enciende, y me elude, se rodea dealumnos cuando me acerco, vuelve a estar sola cuando estoy

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ocupado. Disimulo, intento sorprenderla, pero en el últimomomento, ella siempre se mueve más deprisa. Al final, meenfado y salgo al exterior.

Una noche fría y en calma. Las estrellas cuajan el cieloy la nieve que cubre las cimas del horizonte fosforece débil-mente. Subo la cremallera de mi chaqueta térmica y mesiento en la escalera del porche, jugando con el vaho de mirespiración. Tiene que venir. Sé que vendrá.

Se abre la puerta, y sale un grupo de desconocidos.Sigo esperando. Por fin oigo sus pasos, se sienta junto a mi.Su limpia mirada azul. Un fino destello de ironía.

—¿Me buscabas?—Creo que has perdido esto. –Saco el pañuelo y se lo

entrego.—¡Ah! Lo has encontrado tú. ¿Qué te hace pensar que

lo había perdido?—Bueno, en serio. ¿Lo habías perdido o no?—Si lo has encontrado quizá sea porque lo perdí para

ti...Me pregunto por qué soy tan estúpido. Acaricio, aprieto

su mano y la observo. Ella me mira. Es como la pantalla deun cine cuando de pronto la cámara enfoca al sol. No haypalabras.

Una luz me deslumbra. Una voz informe, pero impe-riosa, llega desde un lugar lejano. Reconozco la voz de Stefan.“Es la hora...”. Siento el movimiento de un cuerpo al otrolado del saco, abro confuso los ojos y veo a Íker sentado, conla linterna frontal puesta. La voz de Stefan vuelve a insis-tir:

—El tiempo está mejorando. Faltan dos horas para queamanezca. Es el momento de irse.

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Abro la cremallera de la tienda y asomo la cabeza. Nie-va débilmente. Las nubes pasan veloces, ocultando y mos-trando las estrellas. Mi dolor de cabeza ha ido en aumento.Me incorporo. Reconozco ese dolor difuso que la escasez deoxígeno produce en las piernas. Todos empezamos a buscarlos componentes del equipo, los lentos preparativos parasalir. Pero en mi interior crece la rabia. Pienso que Stefanmanipula a su favor la situación, ocultando el riesgo objeti-vo que supone seguir hacia arriba. Es lo que me temía.

—Yo no lo veo tan claro —les digo—. El tiempo estámuy inestable, volverá a empeorar, y con tanta nieve hayexcesivo riesgo de aludes. ¿No os dais cuenta de que esto noes una merienda de domingo, que estamos hablando de másde ocho mil metros? No es prudente subir. Yo me vuelvo.¿Quién viene conmigo?

Pasa un tiempo y no hay respuesta. Observo al austriacoy comprendo que lo único que ansía es volver con su herma-no. Íker está detrás de él y busco su mirada.

—Íker, ¿estás seguro de que quieres seguir?Stefan cambia su actitud, se acerca, posa su mano en

mi hombro.—Vente con nosotros, hombre, que no es para tanto. Es la

segunda vez que vienes aquí. No tendrás más oportunidades.No sé qué hacer. Quizás están todos locos. Quizás me

está cegando mi propio orgullo.Empezamos a caminar en la oscuridad, con las fronta-

les puestas, por una empinada media ladera. Hace un fríoterrible. La nieve recién caída nos hunde primero hasta lasrodillas, luego casi hasta la cadera. Avanzamos lentamente,Stefan delante, abriendo huella, seguido a un trecho por Íkery el austriaco, y, más separado aún, yo.

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Una mancha turbia de luz empieza a desparramarsepor el cielo. El viento viene y va, trayendo a veces nubes quenos encierran en una compacta masa de niebla.

Nos reagrupamos bajo una gran roca antes de dejar lamedia ladera para enfrentarnos directamente a la pendien-te. Confieso a los otros que me duele mucho la cabeza, perooculto mi preocupación porque pueda ser un edema.

“Eso no es nada”, me grita al oído Stefan, y empieza aascender por la ladera sin esperar una respuesta. Quiere sucima y ya nada puede apartarle de esa obsesión. Lo sigue elaustriaco con una expresión perdida. Tiene algo extraño,irreal, cuando pasa junto a mí, y no puedo evitar dar unrespingo. Íker va detrás de él como un ciego conducido porsu lazarillo.

Saco el segundo piolet y afronto la pared clavando laspuntas frontales de mis crampones sobre las huellas de miscompañeros. Subir la cuesta directamente me agota y enseguida me veo obligado a parar. Tengo que recurrir a unritmo muy reducido: cuento cinco pasos y descanso, y vuel-ta a empezar. Sí, estamos muy alto, pero los otros me estándejando atrás. ¿Qué me sucede hoy? La luz ya ha perfiladolas formas de la montaña. Arriba veo la arista cimera barridapor remolinos de un viento implacable, y me pregunto otravez si sabemos a dónde vamos.

La pared finaliza, por fin, en un collado. Recupero larespiración y veo un punto oscuro en la nieve, ganandodistancia a otro, que se aleja erráticamente de nuestro obje-tivo. ¿Quién es, dónde está el que falta? Se han alejadomucho. Luego se interpone una nube y los pierdo.

Paso a paso voy ganando altura entre la niebla, con lapendiente a un lado, alternando la posición de los crampones.

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Transcurre el tiempo. De pronto, al doblar un recodo, seabre la niebla y ese sitio que nunca olvidaré se presentafrente a mí. Me sorprende descubrir que exista fuera de mimente. Todo está igual: el ancho corredor, las dos escarpadu-ras de hielo y roca que lo enmarcan, el largo tobogán y, al fi-nal, el abismo. ¿Qué tiene este lugar que siento que estáacechándome? Su desolación se adueña de mí. No quieromirar más. Camino con aprensión sin levantar la vista de lashuellas de mis compañeros, que la nieve empieza poco apoco a cubrir.

Debo seguir. Avanzo, trepo, más allá del cansancio.Siento la cabeza a punto de estallar, pero me tranquilizaobservar que mi mente funciona razonablemente bien. Es-toy a punto de llegar a la larga arista que, con la única inte-rrupción del espolón donde cayó el hermano del austriaco,lleva directo a la cima.

Al superar un pequeño tramo de roca, salto, y un trozode placa de hielo se desprende bajo mis pies, y empiezo a darvolteretas por la pendiente. Tengo suerte, y antes de cogerdemasiada velocidad consigo frenar la caída con un golpede piolet. Estoy bien, recupero mis gafas y vuelvo al lugar dela caída.

Pero ya no es lo mismo. El incidente me hace caer en lacuenta de que no he venido a por esa cima, y de que no toméla decisión de subir para proteger a Íker, como creía. Almenos no era el único motivo. Ahora veo que estaba elu-diendo tener que bajar solo; cómo pude ser tan estúpido, omejor dicho, tan débil. Me tumbo a descansar sobre la nieve.Desde allí busco vanamente a mis compañeros en la arista,que en seguida queda cubierta por la niebla. Cómo hepodido dejarme llevar hasta aquí. El cielo está cada vez más

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oscuro, el viento arrecia, y una alarma suena como un timbredentro de mi cerebro, y llena otra vez de vigor mis músculos.“Baja si quieres vivir”, me dice.

Tengo prisa. Acepto el riesgo, me siento y me dejodeslizar sobre la nieve, utilizando el piolet como freno. Enpoco tiempo vuelvo al lugar donde sucedió la avalancha. Meparece percibir otra vez su emanación negativa como unpresagio, como un embudo que trata de absorberme, eintento eludirla concentrándome en lo que hago. Ahoracamino, estoy en medio del corredor, y es entonces cuandovuelvo a escuchar ese rugido que conozco, ese rugido queparece surgir de la más profunda de mis pesadillas. Peroahora es de verdad. Miro hacia arriba y veo la inmensa olaque corre hacia mí, irreal como en un sueño. Tengo el tiempojusto de clavar en la nieve los dos piolets con todas misfuerzas y tumbarme a esperar.

Primero sólo es ruido, parece que no va a llegar nunca,y pasa una eternidad hasta que por fin me absorbe, mesumerge en el fragor y en la oscuridad, tira de mis anclajeshasta hacerme temer que me arrancará los brazos, y enton-ces los piolets se desprenden, y empiezo a girar y a sentir losgolpes. Luego viene la angustia, la agonía de la asfixia, lasconvulsiones. No puedo resistir más: es el fin.

El silencio. El dolor ha desaparecido. Entre gelatinaoscura giro y giro ajeno a mi voluntad, pero siento otrocuerpo que da volteretas siguiendo su propia inercia, y séque es ella, hace diez años, pienso, y luego me corrijo, no, noes eso, dónde estoy. ¿O es que ahora y entonces y siemprees lo mismo? Intento acercarme una y otra vez pero la vorá-gine nos arrastra, mi deseo nada puede, quizás ella también,como yo, me esté buscando con todas sus fuerzas. ¿Eres tú,

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de verdad? Le grito. ¿Existes de alguna manera, en algúnsitio? Siento cómo ella gira y gira y se acerca y se aleja, ajenaa todo o quizá sencillamente inerme, y de pronto pasa frentea mí, percibo el calor de su cara tan cercana, y mi pecho sellena de aquel calor dulce que había olvidado que sentíacuando ella me decía te quiero.

Todo es inmovilidad, pero ahora puedo mover unapierna, un poco más cada vez. Comprendo que estoy semi-enterrado, y con las últimas fuerzas giro, asomo la cabeza,aspiro, toso, escupo. La luz me deslumbra.

Consigo ponerme en pie. Mi antebrazo derecho seenganchó con el piolet y está doblado en un ángulo decuarenta y cinco grados. Posiblemente tenga una fracturaabierta, pero no siento dolor. Gracias a eso tengo un pioletpara bajar, sin el cual estaría perdido.

Me invade una extraña mezcla de sensaciones: el estu-por, el alivio, la incredulidad de estar vivo, y a la vez unasensación de pérdida devastadora.

Evalúo mis posibilidades de supervivencia con unsolo brazo. No están lejos las cuerdas fijas de otras expedi-ciones, quizá pueda llegar al campamento base.

Miro a mi alrededor, entre el caos de formas de hieloque ha dejado el alud. Es el mismo paisaje que siento en mi inte-rior. Camino a la deriva, sollozando, entre las ruinas de hie-lo. A lo lejos algo me llama la atención. Me acerco. Parece unapieza de tejido, es un viejo pañuelo, de mujer. De color azul.

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CODA

A veces, cuando estoy solo, sobre todo en la montaña,la siento a mi lado. Entonces no giro la cabeza, no me hagopreguntas cuya respuesta está más allá de mi entendimien-to. Sencillamente me dejo envolver, la disfruto sin más.

Cuando retornaba a casa comprendí por fin por quéhabía vuelto a aquella montaña. Desde que regresé las co-sas se fueron aclarando, como si estuviese libre del pesode una vieja cuenta pendiente que desconocía. No me fuedifícil llevar una vida normal y encontrar una pareja esta-ble.

Pasaron varios años hasta que volví a ver a Stefan. Fuepor casualidad, yo estaba en París unos días por motivos detrabajo y asistí a unas jornadas de documentales sobremontañismo. Nos encontramos frente a frente.

Recordé mi espera, en el campamento base, mientrasme recuperaba. Stefan apareció un día después de mí. Medijo que lo felicitase, que había logrado la cima. Le respondíque dónde había dejado a Íker. Desde ese momento novolvimos a hablarnos. Tres días después me encontré encondiciones para volver a casa. Volví solo.

Por eso nos debíamos ese encuentro. No era una recon-ciliación pero sí un reconocimiento. Me pareció verle enve-jecido, pero aún peor: lo vi desengañado. Intentó convencer-me de su ilusión por acabar de hacer los catorce ochomiles,ya sólo le quedaban dos, y tenía a punto la expedición parahacer el penúltimo. Hay que tener una fuerza sin fisuraspara enfrentarse a los monstruos del Himalaya. Cuando noshubimos despedido, sentí un impulso, me di la vuelta y lo vialejarse. En ese momento supe que no volvería.

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Como tampoco volvió Íker. Algún tiempo después demi regreso, recibí una llamada telefónica internacional. Ungrupo norteamericano había encontrado el cadáver de unhombre en la montaña, al borde de una grieta. Estaba senta-do en el suelo, y su última acción había sido, presumible-mente, abrir las cremalleras que lo preservaban del frío. Ensu mochila encontraron casualmente mi teléfono. Despuésde las condolencias de rigor me preguntaron si sabía quéhabía sucedido. “Ni siquiera comprendo aún lo que mesucedió a mí aquella noche”, les dije. “Ya sabéis que allíarriba a veces pasan cosas extrañas. Él también estaba muyraro, creo que se dejó llevar por un espejismo, supongo queal final se desesperó”. Habían decidido arrojar el cadáver alinterior de la grieta. No podían bajarlo y les pareció másrespetuoso que dejarlo allí.

En cuanto a mí, aún me queda un asunto que tengo queresolver. Cuando veo a esos montañeros que salen en losmedios y se deshacen describiendo el amor entre ellos y lasmontañas, se me dibuja una mueca irónica. Porque ésa sóloes la parte bonita de la historia. Conozco muchas montañas,algunas me han inspirado afecto, otras me han dejado indi-ferente. Pero hay una que temo y odio a la vez, que me hahecho perder lo que más quería. Esa montaña me espera, ycaminar sobre ella y sentir su asechanza me produce tantomiedo como deseo de conquistarla.

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EL SOÑADOR

Saber, poder, atreverse, callar.

Zoroastro

En aquel sueño me encontraba en una excursión. Por un pequeño caminoatravesé un paisaje accidentado, el sol brillaba y yo divisaba un amplio panora-ma. Entonces llegué a una pequeña ermita. La puerta estaba abierta y entré.Ante mi asombro, en el altar no se encontraba ninguna imagen de la madre deDios ni ningún crucifijo, sino sólo un adorno de hermosas flores. Pero luego, vique, ante el altar, en el suelo, vuelto hacia mí, estaba un yogui sentado me-ditando profundamente. Al contemplarle de cerca vi que tenía mi rostro. Medesperté asustado pensando: ¡Ah!, éste es el que me medita. Ha tenido un sueñoque soy yo. Sabía que cuando él despertara yo ya no existiría más.

Carl Gustav Jung, Acerca de la vida después de la muerte.

Las mujeres, todas las mujeres, constituían un medio para acercarse,para estar bajo la radiante influencia del secreto del que ellas eran las guardianasy los hombres no. Mucho más tarde descubriría que por medio de los hombres seaprende cómo es el mundo; a través de las mujeres, qué es.

Cees Noteboom, Rituales.

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i verdadera vida empieza en un momento inde-terminado, en lo profundo de la noche. Entonces, en eltranscurso de cualquier sueño, en medio de una luz crepus-cular, entreveo la pista. Es mi lanzadera. Es un camino demontaña, casi imperceptible entre las sombras de los pinos,que se funde en la oscuridad. Recorro la senda, el bosqueanochece, y me invade la inquietante sensación de que algotrascendental está a punto de ocurrir. Veo la cima y aceleroel paso, cada vez más.

Al pisar la cumbre caigo en la cuenta de que estoysoñando, pero a la vez estoy consciente. Y desde mi cons-ciencia entro en el sueño, elijo libremente mi destino, voy allugar o al tiempo que deseo, exploro la tierra incógnita...

1

Te lo contaré todo. Ya no lo puedo soportar. Todoaquello que llevo tantos años escondido en mi pecho, ensecreto, como un tumor que ha ido creciendo y creciendo,hasta que un día no puedes constreñirlo más y te desborda,y necesitas reventar.

Tendría que empezar desde muy atrás, y la palabrainfancia me da miedo, me trae un sabor amargo, el olor de la

M

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vieja escalera de vecinos, siempre oscura y crujiente, lasenormes puertas de madera de las viviendas; arriba a laderecha la tuya como el acceso a la sedante claridad de tucompañía: era el lugar más deseado para mí; y la felicidadera estar en tu habitación, iluminada por el sol invernal decaramelo de aquellas tardes; y jugar sin límites, abrir juntosla vieja caja de membrillo de bordes oxidados en la queguardabas decenas de pequeños objetos maravillosos, ydejarnos llevar por su magia.

Pero aquello no duró mucho. Los pocos años que mesacabas nos distanciaron enseguida, y pronto te recluiste entu grupo de amigas, en los modos relamidos de las niñas, enaquel mundo de muñecas y maternidades excesivas y ficti-cias; y el acceso a tu cuarto quedó reducido a algunos díasfestivos en que se juntaban nuestras familias, y ya te poníasa la defensiva, o lo que es peor, me hablabas con el tono queempleabas para manipular a tus muñecos.

Me costó adaptarme a esa nueva situación. A veces ba-jaba a jugar con otros niños, pero no despertaban mi entu-siasmo. No eran sutiles como tú. Eran envidiosos y volubles.Y entonces empezó a suceder lo que sería luego una constan-te en el resto de mi vida: no ser capaz de implicarme con losotros, y la indiferencia es el trato que los humanos peor per-donan.

Empecé a quedarme solo, a jugar solo en casa. Los añosiban pasando, y recuerdo cómo te veía, siempre distantecuando nos cruzábamos en la escalera, o cuando nuestrospadres nos instigaban a relacionarnos en los encuentros delas dos familias. Asomado a la ventana, una tarde de domin-go de primavera, te vi salir a la calle con tus amigas. Ibasvestida de mayor, y había en ti algo desconocido, un brillo

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intenso y extraño, ese fulgor inexplicado que anuncia laentrada en la edad que separa la inocencia del desencanto.

A

Sí, dice usted bien, era muy extraño. Todo era muyextraño. Ya lo fue desde su aparición en el taller, un enormehangar mal iluminado con centenares de mujeres cortandoy cosiendo tela, un lugar en el que nunca había entrado unhombre, imagínese, un día sin aviso previo viene la Jefa ynos lo trae: un hombrecillo desaliñado, a punto de rebasar lamadurez, con la mirada más extraña que he visto nunca. Sinembargo, algo en él me resultaba familiar. La Jefa lo teníacogido por el brazo y al gesticular lo zarandeaba como a unpelele. Hizo callar el estrépito de las máquinas y nos lopresentó. A su vinagre habitual se sumaba la irritación detener que aceptar a alguien que obviamente venía impuestodesde arriba, con una ocupación insuficientemente defini-da, y, encima, hombre.

Martín, a partir de aquel día con una bata azul oscurocomo las nuestras, se ocupó de administrar la distribución yrecogida de los lotes de diseños que nosotras preparába-mos, algo que siempre se había hecho desde otro departa-mento, y sospeché que aún se seguía haciendo.

El trabajo requería una programación meticulosa, queMartín realizaba parsimoniosamente. Lo veía pasar junto amí, siempre concentrado y a la vez perdido en otro mundo,y me preguntaba de qué lo conocía.

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Poco a poco, Martín fue haciéndose una presenciacotidiana en el taller. Nos entregaba las telas y recogía lasprendas ya cosidas. Era feo y suave y apocado en el trato,justamente lo opuesto a lo que se esperaba allí de un hom-bre, y desde el principio no cayó bien. Las más descaradasenseguida empezaron a tomarle el pelo haciéndole proposi-ciones. Recuerdo cómo le había mirado él a una de ellas, conesa expresión que no se atrevía a llegar hasta las pupilas desu interlocutora, pero que a la vez parecía concentrarse enun punto situado por detrás de su nuca. Fue muy extraño, nohubo violencia, ella bajó los ojos y volvió al tono habitual deconversación como si no hubiera pasado nada.

2

En cuanto a mí, no te voy a engañar, me apañaba comopodía. Algo me impedía ser como los demás, y ahora sé queme iba haciendo cada vez más retraído. En las clases noconectaba con los grupos, y tarde o temprano acababa porser el objeto de burla de los inevitables gallitos. Porqueescribo para ti confesaré que nunca me importó, porque, porcaminos sutiles, paralelos o lejanos en el tiempo, conseguíaque los culpables se llevaran siempre su merecido. La genteno daba mucho por mí y yo tampoco por ella.

Mi rendimiento escolar estaba por los suelos y mispadres me cambiaron varias veces de colegio creyendo queel problema estaba fuera de mí.

Hasta que conocí a Fermín. Fue en el último colegio,un par de años antes de la adolescencia. Acababa de empe-

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zar el curso y yo ya me había reservado un pupitre sincompañero en la última fila. El profesor de Lengua ordenóa Fermín que leyese la redacción que nos había encargado eldía anterior.

Recuerdo nítidamente la escena: Fermín, larguiruchoy pálido, con su nariz enorme y sus facciones de un adultoen miniatura, empezando a leer con facilidad precoz enmedio de la algarabía de la clase.

La redacción se titulaba «Los funerales del rey Hyla-bayerar», y describía soberbiamente al viejo rey muerto,abrazando su espada sobre la pira funeraria, rodeado de sucorte y de las plañideras «cuyos llantos ahogaban los gemi-dos de la ventisca de nieve».

La narración proseguía describiendo cómo el rey teníatres hijos, de los cuales, el menor, que deleitaba a todos consu música, había partido hacía un mes en busca de un reme-dio contra la enfermedad que debilitaba lentamente a supadre, mientras el mayor y heredero se quedaba cuidándoloy administrando el reino.

El mediano, de naturaleza violenta, desafió años atrásla autoridad real, y tras intentar derrocarle había huido conun puñado de incondicionales. Construyeron barcos y vi-vieron de la piratería, asolando el reino y otros próximos, yacrecentando un ejército que decían se dirigía ahora por marhacia el castillo, ante las noticias de la enfermedad del rey.

Azerdunar, el hijo pequeño, cogió su inseparable arpay su caballo y vagó inútilmente durante días buscando elcamino de la Ciudad del Conocimiento, un lugar que acumu-laba todo el saber de la experiencia humana, con la esperan-za de frenar el deterioro físico de su padre. Lo encontró,exhausto, un eremita que vivía en el bosque, y tras recogerlo

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y curarlo, lo preparó para lo que le esperaba: «Desde quesomos hombres, conocer nos transforma y nos exige renun-ciar a lo que éramos antes. No te irás de allí sin perder lo quemás quieres de tí mismo». Después, señaló una cueva y ledijo: «La Ciudad se encuentra donde se cruzan el interior dela madre tierra y tu propio interior». Le hizo comer unextraño hongo y le dio una antorcha. Caminó hasta que seagotó la antorcha. Entonces vio a lo lejos el resplandor de laciudad.

Al entrar en la urbe vio a una mujer. Era una vestal quetenía por nombre Sylvivirgye y unos rasgos idénticos a lossuyos. Supo que era su ser femenino, la parte oculta de símismo, y se enamoraron perdidamente. Azerdunar perma-neció en la ciudad durante un año, que en el mundo exteriorfue sólo un día. En ese plazo, y adquirido el conocimiento,huyó de la ciudad con su amante para eludir la pérdida delo que más quería de sí mismo. Caminaban desorientadospor el laberinto subterráneo, cuando una gran estalactita sedesprendió y le segó el brazo derecho desde el codo. Azerdu-nar supo que nunca más volvería a tocar un instrumentomusical.

Encontraron una salida cerca del lugar en el que Azer-dunar se despidió del místico. En los alrededores aún estabael caballo. Azerdunar se sentía muy débil, pero no podíanperder tiempo. Montaron y se dirigieron hacia el reino.

La historia volvía a la escena del funeral. Azerdunar ySylvivirgye se presentan a caballo en el momento en que seiba a prender la pira funeraria. Éste ya sabía que su padrehabía sido envenenado lentamente para no levantar sospe-chas, pero desconocía al asesino. Entonces, una rama de lapira se quebró, y el cadáver del rey rodó por el suelo hasta

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quedar inmóvil, señalando con su espada al hijo mayor,Tryenebrur. Todos gritaron, espantados, ante el prodigio, yAzerdunar comprendiendo, lo acusó públicamente de ase-sino. Tryenebrur cogió rápidamente la espada de su padrey mató a Azerdunar atravesando con ella su corazón.

Aquella noche, la vestal Sylvivirgye abrió con un cu-chillo el pecho de Azerdunar, le extrajo el corazón, y loreemplazó por el de un lobo. Luego, le dio la mitad de susangre. Azerdunar abrió los ojos. «Sólo puedo darte la vidapor tres días», le dijo.

Azerdunar fue en busca de su hermano, y cuando éstelo vio, cubierto de sangre y con el pecho cosido, murió deterror.

Al día siguiente, desde las torres del castillo podíaverse cómo se iba reuniendo una enorme flota de cientos debarcos y miles de hombres. Era Walturnor el pirata, el se-gundo hermano, que venía a reclamar el trono.

Azerdunar ocupó todo aquel día y su noche en coseruna enorme estructura de tela blanca. Por la mañana, mien-tras la niebla ocultaba el sol, hizo volar el inmenso globo,que soportaba en su base una gran hoguera en un lugar dela costa, accionándolo con cuerdas. Los marinos confundie-ron el fuego que elevaba el globo con el sol, y llevaron susbarcos en medio de la niebla hacia los arrecifes.

Aquel día el mar rugía con fuerza. Azerdunar esperóvanamente en la playa, junto a sus hombres, el desembarcode algún enemigo. Durante mucho tiempo, los peces deaquel lugar, enormes y abundantes, saciaron el hambre de lapoblación.

Pero al tercer día, Azerdunar expiraba. Sylvivirgyepidió quedarse sola con él, y, cuando volvió la corte, encon-

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traron su cadáver a los pies de la cama, mientras Azerdunarvolvía lentamente a la vida.

«Y aquí empezó el reinado», recuerdo que concluíaFermín, «de Azerdunar El Manco, sabio y dos veces muerto,que gobernó durante muchos años con el coraje de un loboy la dulzura de una mujer».

Cuando terminó de leer, en la clase había un silenciodesconocido hasta entonces. Yo sentí que tomaba penosa-mente tierra después de un viaje fantástico. El profesor selevantó, enfadado, y castigó a Fermín por copiar la redac-ción.

No sirvió de nada. Fermín reapareció cada semana consu continuación de la historia, y se la ampliaba a quien qui-siera escucharle. Pero la gente se cansó pronto de sus sagas,con aquellos seres como venidos del delirio, con nombresimpronunciables, y lo tacharon de loco. Ahora sé que elprofesor de Lengua temía enfrentarse a sus redacciones.

Pronto me sentí cercano a Fermín, supongo que por-que nos unía la dura condición de inadaptados. Habíamoshablado ya algo en los recreos, pero un día que lo acompañéa su casa, vi su mundo y me deslumbró. Vivía en una casa enlas afueras, y sus padres le habían dejado toda la buhardillapara sus juegos. Con sólo once años había leído y compren-dido más libros que muchos adultos en toda su vida. Suspersonajes, dibujados o modelados en barro, abarrotaban labuhardilla. Sus historias y canciones estaban cuidadosa-mente descritas en una colección de cuadernos. En aquellosdías, me dijo, estaba creando un país. Había registrado fi-chas de unas doscientas personas, a las que llamaba instan-cias, y que manejaba de memoria, con sus nombres y vicisi-

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tudes personales que él mismo iba cambiando. A cada unole asignaba matrimonios y divorcios, hijos y cambios labo-rales.

—El país está empezando —me dijo—. Tengo quehacer más instancias. Acaba de crearse la policía, un peque-ño ejército y unos políticos provisionales que están redac-tando este borrador de Constitución. Pronto se convocaránlas primeras elecciones...

—¿Y qué papel haces tú en el juego? —Le pregunté.—¿Yo? Yo soy Dios, naturalmente.Una sensación que no supe clasificar me hizo pensar

que había encontrado mi camino.

A pesar de que nos veíamos todos los días en la esca-lera y por la calle, pasabas junto a mí como si yo fuese trans-parente. En aquellos días estaba asombrado con tu cuerpo,que parecía fluctuar de un día para otro como una plastilina:por unos sitios se estrechaba, por otros se hinchaba, y mi-rado en su conjunto me producía una extraña sensación devértigo.

Ya no recordarás que un día me llamaste: tenías unexamen de matemáticas y te habían dicho que yo podríaayudarte aunque estuviese varios cursos por detrás. Por só-lo unas horas recuperé la magia, aquella atmósfera dorada,ese sedante fluido invisible conectando nuestras miradas:¿Sería posible que tú no lo sintieras? Me ofrecí para ayudartecuando quisieras, quedamos en que me llamarías más veces.Luego, vi que tu cuarto había cambiado mucho. Te preguntépor la vieja caja de membrillo con la que tanto habíamosjugado en tu habitación, llena de objetos fascinantes.

—¿La caja? ¿Qué caja?

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B

¿Que si Martín me parecía peligroso, violento? No, nolo parecía en absoluto. Aunque sí que es cierto que si aquelhombre carecía de arrogancia, tampoco se dejaba amedren-tar por nada. Se vio ya desde las primeras semanas. La Jefahabía captado antes que yo, que era más duro de lo queaparentaba, y era evidente que le tenía ganas y lo estaba bus-cando, con sus andares bamboleantes de oca de cien kilos yese rugido sordo del perro de presa a punto de morder.

Así que tenía que suceder, y un día Martín cometió unfallo. Entregó en mi sección una partida de patrones depantalón de caballero que no podía casar con aquellosestampados multicolores del tejido.

Cuando me di cuenta, vi que algunas ya estaban cor-tando y cosiendo, mientras que la zorra situada dos mesasmás allá, una divorciada reciente que acababa de descubrirla parranda nocturna, levantaba la mano entre el estrépitopara llamar la atención de la Jefa y ganar unos puntos a costade la desgracia ajena.

Cuando se apercibió de la situación, la vi jadear deexcitación y placer ante la inminencia de la caza. Llamó aMartín con esa voz estridente que reservaba para situacio-nes terminales, y que hizo volver todas las cabezas de lanave. En un instante callaron las máquinas y se hizo undenso silencio. Cuando Martín llegó, con su habitual aire dedespiste, ya se había formado un corro de curiosas.

Sentí lástima, e intenté ayudarle tratando de confun-dir a la Jefa aduciendo un error en el albarán de los tejidos.Ella deseaba su pieza, no razones, y me apartó con el bra-zo.

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Estas escenas servían más como escarmiento para lasotras que para la víctima, que habitualmente podía darsepor despedida. Pero esta vez los gritos de la Jefa no hicieronefecto. Martín la miraba con su expresión imperturbable deno estar allí, como si hablase con un extraterrestre. Todasobservábamos el cuadro estupefactas. Cuando ya no pudogritar más alto, la Jefa avanzó hacia Martín con un ademánagresivo. Éste pareció apartarse un instante, y luego sedirigió resueltamente hacia ella. Involuntariamente, y aun-que le sacaba la cabeza, ella dio un respingo y se echó haciaatrás. Entonces comprendí, supe, cuánto había pegado unhombre a aquella mujer. En realidad, Martín no se dirigíahacia ella; sólo pretendía dar por finalizada la reprimendaalejándose, porque la rebasó sin mirarla y desapareció delescenario sin dar mayor importancia a lo sucedido.

Después de aquello estaba clara la inminencia deldespido. Pero los días pasaban y éste no llegaba. ¿Qué esta-ba sucediendo? Nunca habíamos visto aquella impotenciaen la Jefa, ni las torvas miradas silenciosas que destinaba aMartín cuando pasaba como dormido a su lado.

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Pasaron algunos años en que seguí como pude a Fermínpor aquel mundo onírico y barroco, y lo utilicé como unadefensa contra el rechazo que me inspiraba la realidadcotidiana. Pero al llegar la adolescencia, todo cambió, aquelambiente legendario empezó a dejar de tener sentido, y suspersonajes se fueron desvaneciendo como fantasmas. Está-

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bamos descentrados. Una tarde, Fermín me contó su secre-to.

Fermín vivía con su madre desde que, tiempo atrás, sedivorciase tras una convivencia violenta cuyo sólo recuerdole alteraba. A veces lo visitaba una pesadilla en la que suspadres discutían hasta enloquecer, y luego su padre lo tira-ba por la ventana. Pero una noche sucedió algo distinto. Enel momento más angustioso, a punto de caer, se dio cuentade que estaba soñando y de que a la vez no había despertado.Se le ocurrió que en un sueño podía tener más fuerza que supadre, decidió que así fuese, y la situación se invirtió. Saltóa la habitación, redujo a su padre, lo amenazó con aplicarleel mismo castigo, y le hizo jurar que no volvería a actuar así.

La pesadilla no volvió, y el olfato de Fermín le dijo quehabía encontrado una veta. A partir de aquel día aplicó todosu potencial en aprender sobre los sueños.

«Mientras duermes, hay multitud de instantes en losque la textura del sueño se agrieta y percibes por un instanteque estás soñando», me dijo. «Pero no queremos verlo y nosdejamos llevar. ¿Por qué? Nos da miedo. Las sagas, los seresde los que te hablé, no los inventé, los traje de allí. Si quieresconocer ese mundo, sólo tienes que vencer el miedo».

Fermín me explicó su método: tenía que acostarme,cada noche, con la firme intención de adquirir conciencia enmedio del sueño. Durante casi un año me desperté por lamañana después de haber dormido como un fardo. Estabadecepcionado. Fermín me prescribía paciencia.

Hasta aquella noche en que vi la luz crepuscular apa-gándose en el horizonte. Frente a mí, el camino de montaña,casi imperceptible entre las sombras de los pinos. Quiero

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llegar, camino cada vez más deprisa. Luego, la cuesta seendurece presagiando la proximidad de la cima, y yo deseollegar intensamente, y empiezo a correr en la oscuridad,cada vez más deprisa; y cuando mis pies detectan que elsuelo se allana, sé que he llegado, y también que al otro ladohay un abismo.

Ya no puedo detenerme, estoy en el vacío, y en elinstante del vértigo comprendo que estoy soñando y puedoactuar sobre lo que suceda. Siempre me sucede así, a travésde ese sueño. Es mi punto de entrada. El porqué es un mis-terio.

Lo que viene después parece fácil pero no lo es. Uno seaterroriza. ¿Qué sucede si caigo y me mato, ahora que no séen qué realidad me encuentro? ¿Y si me pierdo en esteuniverso y no puedo salir nunca de él? Es una situación querompe todas las normas conocidas, y el miedo es muy fuerte,y al perder el control sobre él, el propio miedo generaba unasucesión de pesadillas que me dejaban sin aliento, sin tiem-po para reaccionar.

Necesité muchas noches, muchas experiencias. El sue-ño tiende a cambiar el escenario de forma inesperada ybrusca, de modo que primero fue necesario aprender a fijarlas situaciones y evitar que cambiasen de forma ajena a mivoluntad. Después tuve que controlar mis movimientos enel espacio sin perder la concentración para mantener elescenario. Todo esto me llevó mucho tiempo.

Recuerdo uno de los primeros sueños en los que empe-zaba a controlar la situación. Sobrepasé la cima, perdí pie yvi el vacío ante mí: un inmenso valle entre montañas, cuaja-

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do de luces de casas y carreteras y pequeños pueblos. Estabaen el aire. Me recorrió una intensa sensación que llegó hastami cabeza como una percepción inusualmente lúcida. Abrílos brazos y planeé. Sentía el aire caliente de un crepúsculode verano tremolando en mis ropas, y lamenté que abajo lassombras empezaran a reemplazar a los colores. Hice ungesto en dirección al ocaso y el sol volvió hacia atrás,asomando como un gajo de mandarina en el horizonte. Girécon fuerte escora hacia él, llegué hasta su misma sustanciatibia y luminosa, y lo atravesé. Al otro lado había un espaciooscuro, impregnado de una luz desconocida, desde el quepodía ver la realidad en la que antes estaba inmerso comoel escenario de un teatro: allí estaba el espectáculo del solcontra las montañas, la inmensidad del valle, y una infini-dad de objetos móviles y fijos correspondientes a humanos,animales, vegetales, pero ya no estaba yo.

«¿Así que la realidad es una ilusión?», me preguntépor primera vez en mi vida. Pidiendo una respuesta, ascendíen aquel espacio extraño, y a medida que lo hacía comprendíque lo que llamaba realidad era una imagen esférica, brillan-do sobre un objeto de vidrio, que luego reconocí como unpisapapeles apoyado en una mesa. Sentado y derrumbadosobre la mesa había un hombre dormido. Seguí subiendo,aumentó mi campo de visión, y vi la ventana abierta por laque entraba la imagen que el pisapapeles reflejaba con el solponiéndose entre las montañas. Ascendí un poco más, yreconocí mi habitación. Luego observé la cara del durmientey vi que era yo.

Y yo seguía buscándote, pensando en ti. La pubertadme hizo creer que mis sentimientos hacia ti eran nuevos,

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pero sólo eran otra faceta de lo mismo. Todos los días pasa-bas a mi lado, perfecta y muda como un ídolo. Eras una obse-sión secreta, que sólo había confesado a Fermín, el deseo delo que no se puede tener, la nostalgia de lo que no se hatenido. Y ahora lo sé: eras también el vertedero de todas misfrustraciones.

Entonces me engulló el torbellino de los catorce años.Fermín empezaba a tontear con las chicas, y no se le dabamal, pero yo sentía que no tenía atractivo, y era tremenda-mente tímido. Recuerdo tantas veces a Fermín caminandocon dos chicas, y yo diez metros por detrás, solo y con lasmanos en los bolsillos, oyendo: «¿Qué raro es tu amigo, no?»

Una noche que bajaba a dejar la basura, al abrir lapuerta de la calle me di de bruces contigo y el que debía sertu novio. Todo sucedió en fracciones de segundo, supongoque percibisteis lateralmente que la puerta se abría y empe-zasteis a separaros. Yo sólo vi los labios que se retraen, loscuerpos que se alejan en una armónica curva de baile, unaimagen estética, lenta y obsesiva que me torturó duranteaños. Vi tus mejillas arreboladas y tus ojos brillantes, her-mosa e impúdica, y sentí un volcán que estallaba en mistripas y subía como un chorro de fuego hasta abrasarme lacara. Sentí que me estaban robando lo que más quería,delante de mis narices, y que no podía hacer nada. Os miréalternativamente, estrellé la bolsa de basura en el sueloentre los dos, y salí disparado escaleras arriba.

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¿Que si sentía algo por él? No, creo que no, quizás algoentre la repugnancia y el morbo, y también un poco delástima, eso que llaman el instinto maternal, ya sabe lo quese dice sobre en qué suele terminar. Yo entonces tenía muyclara mi situación: era una mujer separada de cincuenta ytantos años, había vivido muchos años de matrimonio, conépocas felices y desgraciadas, había tenido y criado hijos,que ya eran mayores; luego empezaron los problemas conmi marido, me separé y punto. Y punto quiere decir que esasáreas de la experiencia estaban sobradamente vividas, yestaba satisfecha de haberlas vivido, pero ahora queríadisfrutar de mi libertad.

Sin embargo, recapacitando, me pregunto qué es loque realmente sentí al día siguiente a aquel en que lo defendípor haber equivocado los patrones de tela.

Fue durante el cuarto de hora del bocadillo, cuando lagente se levanta de las mesas, van a las máquinas de café, ylas más chic se hacen traer croissants y tostadas del bar de laesquina. Se hacen corros, yo algunos días participo en ellospor no quedarme sola, pero son tan cotillas y tienen tantoafán de protagonismo que la mayor parte de las veces mesiento en otra mesa frente al café, mientras fumo un cigarri-llo.

En este tiempo, Martín siempre solo, se tomaba unvaso de leche en una esquina del local. Pero aquella mañanase cruzaron nuestras miradas, vi a Martín dudar, y luegoesbozar un gesto de petición. Se lo concedí, cruzó el local yse sentó a mi lado. Oculta tras aquellos ojos azules deslum-brados creí ver la suave presencia de la ternura. Temblaba

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ligeramente cuando me agradecía el apoyo del día anterior,pero mientras lo atendía no podía dejar de percibir la pre-sión de cientos de miradas indirectas escrutándonos. Luegose atascó, me habló del tiempo, capté su inseguridad, suazoramiento, intenté tranquilizarlo con una sonrisa amablepero ya era tarde, y cuando sonó el timbre que marcaba elfinal del descanso vi que se sentía aliviado.

No percibí entre las otras ningún signo externo dereacción sobre lo sucedido, pero yo estaba segura de quehabían tomado nota, y si algo temía era convertir mi vida enel objeto de su diversión. Así que estaba a la defensiva ycuando, al día siguiente, en el descanso, se repitió la situa-ción y Martín me hizo una señal, yo fingí no haberla perci-bido y miré para otro lado. Con el rabillo del ojo vi cómobajaba la cabeza, decepcionado. Durante todo aquel día mesentí una completa estúpida.

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Al fin aprendí a navegar sin miedo por el mundoevanescente de los sueños. Entonces llegó el tiempo de laplenitud. Fermín y yo viajábamos todas las noches, y decada excursión nos traíamos algo nuevo, a veces una nuevatécnica, a veces un conocimiento más profundo de nosotrosmismos.

Somos vasos comunicantes. Lo experimenté muchasveces, muy claramente, en aquel corto puñado de años, tanfelices, hace ya tanto tiempo. Pero los canales que nos co-nectan están más allá de nuestra capacidad, e intentar utili-

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zarlos es como esperar que un ciego llegue a su destinoconduciendo por una autovía saturada. Centenares de vecesintentamos encontrarnos en el sueño, mientras dormíamoslos dos, y nunca fue posible. A veces veíamos al otro, perosólo era lo que llamábamos una máscara, una proyección denuestro inconsciente. Bastaba con dar la vuelta y mirarlo pordetrás para comprobar que estaba vacío. Sin embargo, mu-chas veces encontramos indicios del paso del otro, a vecesdejados voluntariamente.

Recuerdo aquella vez que elegimos una fecha, milesde años hacia atrás, y aquella noche acordamos vernos enella en el Valle de los Reyes, en Egipto. Me recibió una luz ce-gadora, un paisaje intensamente verde, las altas palmeras yla cadencia rítmica de viejas canciones de trabajo en unalengua extraña vibrando en el aire. La gran pirámide estabainconclusa. Busqué vanamente a Fermín entre la muchedum-bre: había trabajadores, aguadores, vendedores, sacerdotes,prostitutas y soldados. Iban y venían por la explanada, entrecalles improvisadas con tenderetes de tela y palos, y un pe-netrante olor a comida especiada que brotaba de pequeñoshogares. Me pareció reconocerlo en las facciones de un capa-taz, pero enseguida descubrí que sólo era una máscara. Perió-dicamente el sueño se desvanecía y me llevaba a otro sueño,pero yo volvía a él. Busqué durante mucho tiempo, hasta quebajo los jeroglíficos de una entrada, sobre la tierra blanda, viuna inscripción hecha a mano que decía: «¿Dónde estás?»

Fue en aquel tiempo cuando dejaste la casa de tuspadres para ir a vivir con tu novio. Desde entonces mellegaban las noticias de tu vida ajenas, como referidas aterceros: nuevos novios, trabajos, al fin el matrimonio. Al-

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guna vez pasaste a visitar a tus padres, por supuesto sinverme. Luego supe que os habíais mudado de ciudad.

Era la derrota absoluta, y, sin embargo, no era el fin. Larazón me lo exigía, Fermín me lo repetía continuamente,incluso yo intenté tantas veces olvidar, pero mi determina-ción no llegaba más allá de unos días. Era incapaz de evi-tarlo: la pequeña llama de ternura y sueño en mi interiortenía tu nombre, y era inextinguible. No me atraían las otraschicas, el deseo sí, pero había en su belleza algo agresivo queme producía una mezcla de miedo y rencor, y esa soberbiade saberse portadoras de su atractivo, y esa indiferenciadespectiva para con los que no nos atrevíamos, los margina-dos, los fracasados, los desheredados en el festín de la vida.

Poco a poco fui comprendiendo que en adelante mivida sería nocturna, que sólo necesitaba de la realidad paracomer y respirar. Te había buscado desde mis primerossueños, y eras aún una figura indefinida. Asi que, noche anoche soñé contigo y el roce te fue conformando: en eseespacio inconcebible vivimos, hicimos una pareja, construi-mos un mundo para los dos.

Fermín no compartía en absoluto mi punto de vista.Vivía tan intensamente como podía. Al acabar el Institutoentró en la Universidad. Después de un período de frenéticaactividad amorosa, se estabilizó con la más guapa de su cur-so, una elección a mi juicio superficial, porque ella no com-prendía la profundidad de su mundo. Para mí reservó elrencor discreto, las zancadillas ocultas que los débiles utili-zan con los competidores de los que no pueden deshacerse.

Siempre entusiasmado con algo, Fermín me trajo undía un libro que narraba los sueños de su autor visitando a

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sus antepasados, y en el que decía haber llegado por esecamino más allá de la memoria individual. Era la perfectaexcusa para volver a trabajar sobre nuestra vieja aspiraciónde los vasos comunicantes.

Estábamos orgullosos de haber agotado las experien-cias de los libros de Saint-Denis, Víctor Sánchez y CarlosCastaneda, y la juventud nos hacía actuar con una suficien-cia que no sabes cómo lamento todavía. Creíamos saberlotodo, pero en realidad sólo pasábamos por alto la adverten-cia que tantas veces habíamos leído: el segundo enemigo delhombre de conocimiento, según Don Juan, La Claridad.

Fermín enseguida pergeñó su plan: «Lo haremos anuestra manera», me dijo. «Nada de entrar por recuerdos devivencias con parientes difuntos. Iremos al grano, a la lagu-na Estigia, directamente al país de los muertos».

Al ver mi gesto dubitativo, prosiguió con más énfasis:«Empezaremos por los antepasados recientes, y luego viaja-remos hacia atrás, cada vez más en el tiempo, hasta el origen,las ramas troncales que lo comunican todo».

Ya era de noche. Quedamos para intentar vernos alcabo de unas horas, en la laguna, dondequiera que estuvie-se. Aquella noche fue la última vez que lo vi vivo.

D

¿Que le hable de la empresa? Le diré que había ido aparar allí porque después de ser toda la vida ama de casa, undía te separas, tienes cincuenta y tantos años, y nadie tequiere ya para trabajar. Y ésa venía a ser la situación de las

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que aguantábamos allí, todas mujeres con algún tipo deproblema. El taller producía ropa de baja calidad para mer-ca-dillos y temporadas de rebajas. Nuestro departamentode diseño, por llamarlo irónicamente así, copiaba modelosde marcas de moda y los etiquetaba con un nombre semejan-te para que se prestase a la confusión.

Por esta razón, entre noviembre y diciembre, y entremayo y junio, trabajábamos doce horas que no tenían consi-deración de extras. La Jefa nos decía que ésos eran los pedi-dos que permitían sobrevivir a la empresa, que andaba muyapurada por la competencia con el tercer mundo, y que entretodas debíamos arrimar el hombro para que saliese adelan-te, lo que al final mantenía nuestro trabajo y nuestro sueldo.Una afirmación que quedaba en entredicho aquellas maña-nas en que veíamos las botellas, los vasos rotos y la basurade las francachelas nocturnas en la parte trasera de la nave,donde habían adosado una especie de patio sevillano ador-nado con una fuente, bambis y otras figuras de piedra arti-ficial.

Luego, finalizado el tiempo de superproducción, ladirección organizaba una merienda con guirnaldas de pa-pel, fritangas y licores de garrafón, por la que el dueño sepaseaba como un pavo cebado de un metro treinta, luciendosus inveteradas corbatas de lunares y unos grasientos buclesde palmero por encima de la chaqueta.

Por eso, cuando el primer día de la temporada detrabajo extra constatamos la ausencia de Martín a partir dela novena hora, una oleada de indignación se extendió portodo el taller. La Jefa aparentó no darse cuenta, pero al díasiguiente lo estaba esperando, y cuando llegó, retrasadocomo siempre, vi cómo prudentemente lo llevaba a una

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esquina. Allí gesticuló sin levantar la voz, mientras él latoreaba con su estrategia habitual, permitiéndose inclusoesbozarme una sonrisa cuando percibió que los observaba¿Quién era aquel hombre que tan fríamente bailaba sobre elfilo de la navaja?

La reprimenda no sirvió de nada. Puntual e inexo-rablemente, Martín se evaporaba transcurrida la novenahora de trabajo, que formaba el horario habitual. El perso-nal del taller, lejos de ver la justicia de su actitud, lo consi-deraba un aprovechamiento descarado, «luego querrá co-brar igual que todas», decían, e incluso a alguna le escuchéllamarlo incongruentemente esquirol cuando pasaba por sulado.

Supimos que habían llamado a Martín de dirección,pero la conversación o las amenazas que se dieron allí nohabían tenido efecto. Martín se desenvolvía con la mismaparsimonia ausente que el día de su llegada. La tensión ibacreciendo día a día. Los insultos y las miradas envenenadasya eran algo habitual, y la Jefa, que se sentía arropada, habíavuelto a vociferarle.

Una mañana, Martín llegó más tarde de lo habitual, ycon la cara tumefacta. Observé que mantener la fluidez enlos movimientos le costaba un dolor que disimulaba comopodía. La gente estaba expectante.

Durante el cuarto de hora del bocadillo lo vi, comosiempre, solo, apoyado en la pared junto a la máquina decafé, tomando su eterno vaso de leche. No pude soportar lacompasión o la curiosidad y me acerqué con el disimulo desacar un café de la máquina.

—¿Qué ha pasado?—Un paso en falso.

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—En la ducha, claro —le dije, volviendo la cabezahacia él.

Sus ojos parecieron reflejar por un instante mi expre-sión de ironía. Luego se volvieron opacos, como siempre.

—En la ducha no, en la vida. Hace ya muchos años.

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Aquella noche me sentía inquieto, y necesité variashoras para conciliar el sueño. Por fin vi el bosque anoche-ciendo, la senda de montaña, la cima, la carrera y el salto alvacío, pero aún me costó mucho tiempo llegar al destino demi cita. Una sucesión de obstáculos, muros infranqueables,seres malignos, aparecían en el sueño interponiéndose enmi camino. Entonces no lo sabía, no habíamos frecuentadoeste tipo de lugares poco recomendables: era el guardián dellugar. Cuando superé todas las pruebas, se abrió ante mí uncielo plomizo que diluía sus límites entre la niebla y unaespecie de mar de aguas muertas. Avancé entre la llovizna,bajo una atmósfera opresiva. Unas huellas recientes llega-ban hasta la misma orilla, en la que sobresalían entre el cienosucios objetos de oro, supuse que allí depositados por susdueños ante la inutilidad de llevarlos al otro lado. La barcahabía partido, había llegado tarde. Me senté un rato bajo lalluvia y la pesadumbre, hasta que comprendí que era inútilesperar.

Pasaron tres días sin que tuviese noticias de Fermín.Harto de llamarle inútilmente por teléfono, fui a buscarle a

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su casa. Se había independizado recientemente, y vivía enun apartamento situado en una última planta. Cuando lle-gué a su calle vi un corro de curiosos en torno a una granmancha de sangre sobre la acera, una ambulancia y un cochede la policía. Subí las escaleras tan deprisa como pude,estremecido por un presentimiento terrible. Llamé al timbrey no hubo respuesta. Del interior venía el sonido de unteléfono que no paraba de llamar. Tenía una copia de sullave y abrí. El apartamento estaba totalmente desordenado,el suelo cubierto de objetos desparramados, y la ventanaabierta de par en par, con las cortinas ondeando al viento. Eltimbre del teléfono seguía sonando con obstinación,desquiciante en medio de aquel caos. Me acerqué al aparato,pero al ir a cogerlo, una afortunada aprensión me detuvo.Unos instantes después quedó en silencio.

Nadie esperaba aquel fin para Fermín, era algo situa-do en las antípodas de su carácter. Sólo pude saber lo querealmente había ocurrido mucho tiempo más tarde, cuandoconseguí su diario, cuyo acceso me negaba su novia. Ella meacusó veladamente ante nuestros amigos de ser el responsa-ble del suicidio, quien le había instigado a experienciaspsíquicas absurdas que lo iban desequilibrando progresiva-mente. Nadie, salvo ella, Fermín y yo, conocía nuestro tra-bajo con los sueños, y no lo entendería aunque se lo explica-sen, así que no tuve otra elección que convertirme en elchivo expiatorio y dejar de ver a nuestro reducido grupo deamigos comunes, los únicos que tenía.

La muerte de Fermín era lo peor que me podía ocurrir,un golpe del que tardé muchos años en recuperarme. Era miconexión con este lado del mundo, mi ventana a la relaciónhumana, desde que tú te convertiste en el ser nocturno y

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estanco con el que sólo trataba en sueños. En aquel tiempo,mis padres se separaron y emparejaron cada uno por sulado, formando nuevas familias con los hijos de sus nuevasparejas, un proceso en el que no tuve interés y del que me fuidesentendiendo progresivamente. Me quedé definitivamen-te solo. Sentí que había saldado mis deudas con los demás,pero que en sentido inverso había salido perdiendo.

Y esto me hizo sentirme autorizado a desprendermedefinitivamente de esa obligación ética vinculada a las pro-pias acciones que la mayoría de los humanos comparte. Mimundo era la noche, el sueño, y cualquier actividad que mepermitiese hacer mi vida sería bienvenida. Así que entré enel mundo de la droga, pero con una buena estrategia paraevitar encuentros con la ley, es decir, sin probarla nunca, sinambición por medrar y con una frialdad absoluta.

Fueron años relativamente buenos. En mi casa, con laspersianas permanente echadas, no entraba la luz del sol.Dormía doce, catorce, dieciséis horas e incluso más, y en eltiempo de vigilia que me quedaba organizaba mis asuntosprácticos y mis negocios. En todos estos años viajé intensa-mente y aprendí muchas cosas. Comprendí que el sueño esun continente psíquico, un espacio inabarcable, poblado dedesiertos, ciudades y montañas. De seres inimaginables.Seres que cuando duermen sueñan con otro espacio situadomás allá de su mundo, que me hace pensar en la realidadcomo una sucesión desconocida, quizá circular, de mundoscomunicados por ocultos pasadizos, mundos como salascubiertas de espejos, en las que nuestros propios reflejos sonla medida para interpretar y organizar lo que nos rodea.

La gente común se acerca todas las noches a las riberasdel sueño pero nunca se adentra, y la rara vez que lo hace

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trae un recuerdo descompuesto del lugar donde mora lamaravilla. Y el horror. Pocos nos hemos adentrado, nadie,que se sepa, lo ha cruzado jamás.

Disfrutaba de una enorme libertad, pero no podíaevitar una hez de tristeza, de amargura, que empañaba missatisfacciones y mis logros, por mucho que intentaba negar-me su existencia. Algo que arrancaba de mi cambio de vidatras la muerte de Fermín. Quizá sea verdad que los humanosno estamos hechos para vivir solos.

Fue entonces cuando la novia de Fermín volvió aasomar en mi vida, esta vez como cliente. No había sabidomantenerse a flote tras la turbulencia del naufragio. Piensoque si yo sobreviví fue gracias a la compañía, al amparo quetú me diste, pero sería más verdad decir que me lo dio ese sernocturno que tanto quiero y que lleva tu nombre.

Tengo que reconocer que repetí su comportamientopara conmigo sin una pizca de compasión. Obtuve lo quequise —en primer lugar el diario de Fermín—, y le fui dandolo que me pedía. Los yonquis no suelen tener una vida larga.Una partida de droga de inusual pureza la mató por sobre-dosis.

Así supe cómo Fermín había cogido aquella barca quelo llevó al otro lado, y lo que encontró allí: una llanuradevastada y empapada por la llovizna. Vio una sombra, y amedida que le prestaba su atención se fue materializando enun ser humano. Era un antepasado suyo. Había vivido hacíacientos de años. Le preguntó que hacía allí y le dijo queesperaba. «¿A qué?», le preguntó. No lo sabía, no había otracosa que hacer, sólo esperaba. Entablaron conversación. El

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antepasado le habló de su vida con una inmensa nostalgia:su historia, sus ambiciones, sus amores y odios. Luego llega-ron otros, que habían existido en momentos dispares deltiempo. Todos deseaban que se les prestase atención, con loque volvían a tomar forma humana. Más tarde querían ha-blar de sí mismos, no podían soportar que no eran nada yhabían sido tanto. Fermín sintió una profunda conmisera-ción hacia ellos.

Pero cada vez venían más, y todos pedían un poco deatención. Pronto se formó una multitud, un ejército desombras ansiosas, que ahora lo increpaban para que lesatendiera, para recuperar por un instante su conciencia, loque fueron en vida. Al principio corrió, intentó huir, volverhasta el barquero, pero eran incontables, le rodeaban y nodejaban de acosarle. Cuando llegó a la orilla vio que la barcahabía partido. Le costó un tiempo encontrar el sosiego paraconcentrarse en escapar de allí, y cuando lo hizo no tomóninguna precaución para ocultar el lugar del que provenía.Entonces no se nos había ocurrido el peligro que podíaentrañar no hacerlo.

Así que le despertó el sonido del teléfono. Descolgó, ycon un escalofrío de terror escuchó la voz del primer muertocon el que había hablado. Le pedía que pensara en él, inten-taba alargar todo lo posible la comunicación. En cuanto col-gó, sonó de nuevo. Era otro. Desconectó el teléfono, y delaparato de televisión, inopinadamente, empezó a oírse otravoz suplicante. Luego sucedió sucesivamente con la radio,el teléfono móvil, el ordenador. Los relojes digitales dibuja-ban mensajes, los analógicos agitaban sus agujas. Desconec-tó todos los aparatos y cortó el suministro eléctrico del apar-tamento. A punto de perder el control de los nervios se sentó

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en una butaca e intentó asimilar la situación. No sabía lo quehabía desatado ni cuánto tiempo iba a durar. Pero tenía claroque no debía ver a nadie si no quería exponerle también a loque le estaba sucediendo. Comenzaba a calmarse, cuandovio cómo las gotas de lluvia de los cristales de la ventana sedesplazaban dibujando caras y mensajes de súplica.

Corrió escaleras abajo y se perdió en la ciudad, peropor caminos indirectos, siempre sorprendentes, las sombrasle perseguían, le recordaban, mansas, incansables, que lesatendiera. Caminando, siempre solo, llegó a los confines dela ciudad, y pasó un día y una noche vagando desesperadopor el campo. No había escapatoria, el problema venía de él,no podía huir de sí mismo, nadie podía ayudarle.

Las últimas anotaciones coherentes describen a Fermínresistiendo en casa, en medio del caos de los objetos que co-braban vida, abrazado a la esperanza de que quizás en algúnmomento se cansaran y le dejaran tranquilo. No sabía hastacuándo podría soportarlo. Luego venía un farfullar de fra-ses sin sentido entre las que se adivinaban intentos de des-pedirse. Después, un estremecedor, un enorme punto final.

E

Sí, sí, de acuerdo, vayamos al grano. Después del díaque Martín vino con la cara marcada por la paliza, entramosen un compás de espera. Nadie movía ficha. Fermín siguiófaltando a las horas extras, pero ya nadie le decía nada.Llegué a pensar que los incidentes habían terminado ahí,hasta la mañana en que oímos los gritos.

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La descubrió una de nosotras, que había salido adespejarse durante el descanso de la mañana, y se habíaacercado hasta el patio sevillano. La verdad es que no nosdimos cuenta de que faltaba la Jefa, yo creo que no la habíavisto ni siquiera al entrar, a primera hora de la mañana, peroya sabe, otras no dicen lo mismo.

Al oír los gritos, que hablaban de alguien muerto,salimos todas en tropel hacia el patio. Cuando llegué, ape-nas pude ver, entre la gente, las piernas como columnas dela Jefa impúdicamente abiertas encima del brocal de lafuente, que hacían pensar que su cuerpo estaría sumergido.

No me gusta ver muertos. Lo eludo siempre que pue-do. Y si, además, la muerte no es natural me deja trastornadapara una o dos semanas. Así que con esa visión tuve sufi-ciente. Volví al taller, me senté y encendí un cigarrillo paratratar de serenarme. Luego, las más morbosas no paraban debuscar a alguien que les escuchase cómo el agua de la fuenteestaba roja de sangre y el cadáver tenía una gran herida enel cuello. «No ha muerto ahogada, sino degollada», decíancon el índice alzado, las muy estúpidas.

Entonces sonaron las sirenas de la policía. Nos reclu-yeron a todas en el hangar y nos dijeron que esperáse-mos. Martín se fue a su rincón, más solo que nunca. Todas lomiraban con recelo. Por un momento me lo contagiaron, yun escalofrío de aversión erizó todo el vello de mi cuerpo.Luego me dije que lo conocía, no podía ser él, y conseguíapartar esa idea de mi cabeza.

El director se presentó muy compungido, con unpañuelito en la mano para hablarnos de la irreparable pér-dida de una compañera, y de cómo, por motivos de luto yorganización se iba a cerrar la fábrica durante uno o dos

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días, ya tendríamos noticias. Después, los policías nos orde-naron salir y tomaron nuestros nombres, avisándonos queposiblemente nos llamarían. Estábamos en la explanada quehay a la entrada de la fábrica. Cuando me di cuenta, sehabían ido todas y sólo quedábamos Martín y yo.

Le propuse tomar un café. «Bueno, un vaso de leche»,me dijo, «el café no me deja dormir». Aquella mañana,Martín estaba más despejado de lo habitual. Eludimos táci-tamente el desagradable suceso y cualquier tema relaciona-do con el trabajo, pero esa oscura desazón de la muerte y laviolencia planeaban por encima de mi cabeza como unanube de bochorno. Martín me preguntó por mi vida ante-rior, y respondí a sus preguntas, pero observé cómo éleludía con vaguedades mis intentos de conocer su pasado.

Hacía una mañana hermosa, de primavera, y dimos unpaseo. Cuando nos despedimos, vi algo, por un instante, atra-vesando su mirada: una llamada implorante, una expresiónque yo conocía y no sabía situar, en algún lugar de mi pasa-do, muchos años atrás. Me imaginé entrando sola en mi ca-sa, esa presencia pegajosa de la muerte ocultándose en las zo-nas en sombra. Me volví, lo llamé, y lo invité a comer en casa.

Martín, sentado a la mesa frente a mí adquirió unaspecto cotidiano, casi amable. Sonreía con timidez, comoun conejo. De pronto me pareció que había perdido suaspecto estrambótico, y aquí y ahora parecía normal, inclu-so agradable. Luego, el ritual de los platos y los cubiertos,los comentarios sobre la comida, fueron encerrándonos enesa atmósfera en la que todo fluye, blandamente, para des-embocar en la pasiva complacencia de la sobremesa. Enalgún momento caía en la cuenta de que me estaba dejandollevar en un tobogán suave, un tubo acristalado fuera del

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cual esperaban su turno la muerte, el sinsentido y la violen-cia, y volvía perezosamente a mi carril. Nos sentamos en dosbutacas de la sala y pasamos la tarde hablando y riendosobre nosotros, sobre lo que nos gustaba y lo que odiába-mos, y dejando pasar largos minutos de silencio sin decidir-nos a iniciar una despedida.

Ya no me cabía duda: no era sólo mi percepción:Martín se había transformado en otra persona, más segura,más cálida. Su mirada había perdido el velo opaco que loprotegía del mundo como una catarata, y ahora brillaba yfluía con la tensión de la conversación, y cuando venía unintermedio de silencio y se quedaba solo con sus pensamien-tos traslucía una ensimismada tristeza.

Así que cuando me levanté a encender la luz, caí en lacuenta de que era la primera vez, en los años que llevaba vi-viendo sola, que había pasado la tarde con un hombre en micasa, algo que hasta el día anterior me parecería inconcebi-ble tras la experiencia de mi divorcio. ¿Qué me estaba suce-diendo en aquel día en que todo forzaba sus límites más alláde lo soportable? Miré al desconocido que de espaldas a míobservaba a través de la ventana el crepúsculo de primave-ra como si hubiese estado allí toda la vida, y sentí que volvíaincontenible la ternura, y por detrás de ella aquella oscurasensación sin nombre que no recordaba desde la juventud.

En la mañana del día siguiente encontré, en la mesa dela cocina, envueltas en un antiguo pañuelo completamenteraído, dos pequeñas figuras de porcelana de un húsar y unaprincesa. En cuanto las vi supe que no me eran ajenas, quetenían algo que decirme, pero no sabía qué. El día enterotranscurrió sin noticias de la fábrica y con la extraña sensa-

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ción de resaca tras lo vivido el día anterior con Martín, y laaprensión que me provocaba la vista de las figuras.

Fue al despertar del siguiente día, tras una nocheagotadora corriendo por un laberinto sin salida de sueñosangustiosos, cuando lo supe todo: apenas abrí los ojos vol-vieron en un tropel docenas de imágenes olvidadas de laniñez cuya nostalgia me había torturado durante la noche: laplacidez de los juegos en mi cuarto, su luz dorada en aque-llos atardeceres de invierno, idos ya para siempre; la viejacaja de membrillo llena de toda la magia de la infancia, lapura mirada de Martín antes de que se la retorciese la vida;la tarde en que saqué de la caja y le regalé, porque habíamosdecidido hacernos novios, las figuras de porcelana de unatarta nupcial que me había regalado mi tía el día de su boda.

Mi orden se derrumbó como un edificio podrido en loscimientos. Aquella noche llegaron más sueños, más recuer-dos de los que podía asimilar, y noche a noche, como lasplayas tras los naufragios, recibo nuevos sueños que mehablan de lo que pasó y de lo que pudo haber pasado, y andotodo el día como ausente, perdida en otro mundo. La fábricano ha vuelto a abrir, sé que ya no abrirá nunca, y no sé dóndeestá Martín, ni cómo encontrarlo. No puedo escapar a ladesasosegante sensación de que, como él, yo también di unpaso en falso en la vida, hace ya muchos años.

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Un día me cansé de la vida que llevaba. Disfrutaba deuna libertad absoluta, del acceso cotidiano a la maravilla,

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pero caí en la cuenta de que en los últimos años sólo estabaacumulando un poso amargo de ceniza, una tristeza que meempujaba a sueños y experiencias oscuros, y me dejaba cadavez más insatisfecho. Lo atribuí a la arribada a esta edad enla que el final, siendo una perspectiva aún improbable, ya esuna certidumbre; y eso, a algunos nos empuja a la búsquedade algún tipo de coherencia, a la satisfacción de nuestrosseres profundos, que antes quedaban relegados, y nos en-frenta a aquello de lo que hemos huido durante toda la vida.

No lo sé bien. Sólo que ese malestar me llevó a laconclusión de que quería cambiar de vida, empezar denuevo, recuperar mi dignidad ante los demás: en fin, volveral mundo. A estas alturas, un trabajo penoso.

No podía empezar de cero, no tengo veinte años. Notuve más remedio que apoyarme en mi vida anterior, pormucho que quisiera desentenderme de ella. Así que recurría la empresa que alguien, al que le interesaba mantenermecallado, utilizaba como tapadera de sus verdaderos nego-cios. Era una empresa textil ubicada en una ciudad lejana.Mantener un control sobre mis jefes laborales y poner tierrade por medio para desembarazarme de mi pasado erancondiciones imprescindibles para soportar un aterrizaje conéxito en el mundo. Sería una solución transitoria, me prome-tí.

Y entonces, después de cuarenta años, me topé contigoy me aceptaste. Y sucedió en este mundo, esta vez sin sue-ños. Era la cosa más improbable que pudiera sucederme, lafantasía más absurda y más feliz. Tú sabes que me ilusioné.

He tardado algún tiempo en comprender que tú noeras la joven que soñé hace ya tantas décadas, la que en misvisitas de todas las noches se fue conformando como un ser

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independiente, la que me aconseja y me consuela desdeentonces. Recordé el mito que Fermín me relató del héroeAzerdunar, que no precisa de una pareja de carne y hueso,porque Sylvivirgye, que vive en su interior, es su yo feme-nino, su noche, la vestal y la hechicera.

Fue la mía la que me apoyó en el difícil retorno a estemundo, la que me animó a restablecer el contacto contigo, yla que en el curso de un viaje, hace ya tiempo, me señaló ellugar. Nunca pensé que pudiese encontrarse en el mundo dela vigilia. Desde entonces, ese sitio me está llamando.

Hablo del profundo valle entre montañas, salpicadode pequeños pueblos y casas comunicados por estrechoscaminos. La montaña más alta tiene una cara por la que unapista zigzaguea entre un bosque de viejos y gruesos pinoshasta morir en la cima, al pie del abismo que cae hacia elvalle, oculto hasta que se llega a su mismo borde.

Te escribo desde la base de la montaña. Aún me que-dan algunas horas de camino hasta que, al caer la noche,pueda llegar a la cima.

Aquí no me queda ya nada por hacer. La policíaempezará a tirar de la madeja, y tarde o temprano darán conmi pasado. Se hace tarde, y tengo que dejar de escribir paraempezar a caminar. No sabes cómo me duele decirte adiós.

Veo a lo lejos mi objetivo, mi vieja puerta de acceso alos sueños, y me pregunto adónde me llevará en la vigilia.No sé adónde voy, siento miedo. Pero, sea lo que sea, seráesta noche, con la última luz. Subiré los últimos metrosacelerando el paso, hasta alcanzar corriendo la cima, y comosiempre, al sentir el final de la pendiente, me impulsaréhacia arriba y abriré los brazos.

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BAJO LAS AGUAS

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a sé que sólo aparezco por aquí en tardes como ésta,preferiblemente de viento Sur, la cabeza saturada tras horasde andar y desandar hasta lo insoportable por los laberintosde la memoria, las piernas hinchadas de transitar sin rumbolos de la ciudad.

Sé que dirás que sólo vengo para contarte mis historiasde viejo que tan bien conoces, enumerar otra vez las ofensasy las pérdidas, las oportunidades perdidas y lo que nunca sedebió hacer y se hizo, y es cierto, pero, ¿a quién se lo voy acontar si no es a ti, aunque sé que no puedes escucharme? ¿Aquién se lo voy a contar?

Y, sin embargo, cuando vivíamos juntos decías que mivida era plana como la superficie de un mar en calma. No eradel todo cierto, pero yo callaba y me decía que nadie sabe loque el mar esconde. Nunca te hablé del submarino que haviajado oculto, acechante, a lo largo de mi vida, incluyendonuestros años juntos. A veces emergía durante la noche, y yodespertaba bruscamente, sudando. Después te sentía respi-rar a mi lado, y volvía a dormir. Esta mañana lo he vistosurgir a la luz del día.

Imagíname, voy a darme gusto, como era yo diez añosantes de que me conocieras, un italiano del Sur de pelorizado y ojos soñadores, infrecuentemente alto; en realidad,un niño de diecisiete años con el cuerpo y el aspecto de unhombre de veintisiete.

Y

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Entonces vivir era una maravilla. Yo era feliz con miprimer trabajo en aquella naviera norteamericana de la quete hablé otras veces, en la que hacía de camarero en uncrucero de lujo por el Mediterráneo, un circuito que partíade la Costa Azul, cargado de ricos aburridos, e iba haciendoescalas en los puertos más exóticos de sus dos orillas.

Me recuerdo a mí mismo, encantado con la eleganciade aquel uniforme blanco impecable de camarero, pajaritaincluida, moviéndome por el barco como el protagonista deun musical de Hollywood. Mis jefes estaban contentos conmi-go, me llevaba bien con el personal del barco y derrochaba sim-patía con el pasaje, rellenando con mis excedentes de encan-to las carencias sociales que había heredado de mi familia.

Sólo había visto el mar durante la travesía que me lle-vó junto a mis padres y hermanos de Italia a Estados Unidosal acabar la guerra, cuando aún era muy niño, y mi recuerdonada tenía que ver con el deslumbramiento de azules y hori-zontes sin límite que experimenté mi primer día a bordo.

Pero por la noche, en cubierta, el mundo se redujo a unpequeño charco de luz rodeado de la oscuridad de la nochea la que se añadía la del mar con su insondable profundidadnegra. El barco en el que horas antes me sentía poderoso eraahora un insecto flotando azarosamente en la línea que separa-ba dos abismos sin fondo. Imaginé que caía por la borda. Vialejarse hasta desaparecer la lenteja de luz, el débil ruido delmotor. Luego, la nada absoluta, la succión de la oscura pro-fundidad. Entonces comprendí de verdad lo que era el mar.

La vida a bordo era aburrida de puro rutinaria, deacuerdo con el talante y las necesidades de los pasajeros, ensu mayoría viejos, solos o emparejados, y la excepción dealguna familia de americanos ruidosos. Por la mañana,

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después del desayuno, venía el servicio del bar y la terrazaen la piscina: luego, las comidas, un descanso, nueva piscinao cine, y la cena, amenizada con música en vivo, que seprolongaba hasta medianoche en la pista de baile si el estadode la mar lo permitía. Era el principio del otoño, un tiempode temperaturas moderadas, días serenos y azules yatardeceres románticos.

Sucedió una mañana, atendiendo en el servicio de lapiscina. Mi mirada chocó con unas pupilas azules y cortan-tes como una espada de hielo. Vi una mujer que me llamabacon un exagerado acento alemán, algo entre chocante yprovocador en aquel ambiente norteamericano en un tiem-po que aún podía considerarse de posguerra, y quizá larazón por la que su sitio estaba rodeado de tumbonas vacías.Era una mujer madura y elegante. La cara estrecha, loslabios finos y la forma de la nariz completaban, con laintensidad de su mirada, un aspecto agresivo, de ave rapaz,que amedrentaba. Vi su largo cuerpo tendido en una hama-ca, unas piernas poderosas finalizando en un bañador negroy me acerqué.

—Was wünschen, Sie? —pregunté, seguro de gustar,utilizando el poco alemán que había aprendido de mi padre,fascista calabrés y germanófilo, motivos ambos de nuestraforzada emigración al finalizar la guerra.

Ella mudó su expresión, fugazmente a sorpresa, yluego a una sonrisa abierta y dulce en la que por un instantepareció una adolescente. Intercambiamos sólo unas pocasfrases en su lengua, hasta que se agotó mi vocabulario, perosupe que me la había ganado.

Desde entonces la encontraba varias veces al día a lolargo de mi jornada, y siempre cruzábamos algunas pala-

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bras. Se iban acumulando los días a bordo, y la gente empe-zaba a hacer amistades, pero ella siempre estaba sola. Yo lecontaba, como vividos por mí, los tópicos de la Alemaniaprebélica que había oído a mi padre, quien los había escu-chado a terceros, y ella metía un cigarrillo sin filtro en suboquilla y me escuchaba con una mirada socarrona, sonrien-do en los tramos mas inverosímiles, pero sin corregirmenunca. Era difícil saber lo que pensaba.

La rutina en el barco no me daba alicientes y empecé abuscarla. No era difícil: pasaba las horas en cubierta. La veíaa lo lejos, siempre mirando al mar, ensimismada en la calmaperfecta de aquellos días de otoño. Al acercarme, se volvía,y su perfil parecía el de una vieja águila. Hablábamos y sedulcificaba, en unos segundos huían dos décadas de su cara,se convertía en una mujer atractiva que empezaba a gustar-me.

Pero no podía entenderla: ¿Qué significaba aquellaaltiva búsqueda de la soledad, qué le empujaba a malgastarsu vida de aquella manera? Intenté sonsacarle algo de supasado sin conseguirlo. Cuando yo iba, ella había vuelto yavarias veces. Solamente quiso mostrarse una vez, cuando, alretirarle el plato, intacto, como era habitual, le pregunté:

—¿De qué se nutren los alemanes?—Algunos nos nutrimos del aire salado, del color azul

y de las caricias del sol —me dijo sonriendo.—¿Y cuando se acabe el crucero?—Para mí nunca se acaba. Cuando se acabe éste, coge-

ré otro. Hace ya años que dejé Alemania. Ahora vivo en elmar.

Sus ojos se humedecieron un instante, y enseguidarecuperó la compostura. Yo entendí menos todavía: una

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vida hecha de esperas mirando al mar, navidades solitarias,cumpleaños solitarios, enfermedades solitarias, siempre losmismos puertos desvirtuados por los mismos turistas estú-pidos... ¿Qué había detrás de esa pantalla de desolación?

Imposible comprender con diecisiete años lo que algu-nos no alcanzan a entender durante toda su vida. Tú nollegaste a conocerlo, y ahora que yo lo he experimentado, nome parece motivo de orgullo.

Quizá por eso, por el aburrimiento y la falta de estímu-los a bordo, aquella mujer me atraía. Ahora creo que era efec-tivamente excepcional. Era imposible sentirse cómodo conella, lo que no la excluía de calidez en el trato, pero parecíahaber llegado muy hondo en la experiencia, y eso es algo quelos dormidos y los ingenuos no pueden soportar cerca. Ha-bía algo en ella, la textura de su voz, su actitud, que parecíantraslucir un conocimiento de la vida inaccesible, como si estu-viese más allá de lo que para mí eran problemas irresolubles,como si hablase desde el otro lado del muro de la cárcel.

Y además me gustaba. La deseaba, y la expectativa deponer fin a mi inexperiencia en el sexo con una mujer comoella me excitaba aún más. Pero mis intentos de seducción,que entonces se me hacían irresistibles y ahora recuerdo consonrojo, no parecían afectarle, aunque a veces aceptaseestablecer cierto flirteo.

Por otra parte, agotadas las historietas alemanas quehabía aprendido de mi padre, y ante su presencia callada,empecé a desembuchar cosas de mi propia vida que nosacercaron más, aunque con el indeseado efecto de ciertaactitud maternal por su parte, y ahora creo que quizá tam-bién cariño, si es que podía sentirlo. Poco a poco le fui con-fiando cuestiones laborales y familiares, y empecé a pedirle

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consejos. Era una relación intensa y difícil: tan pronto nosencontrábamos a gusto como dos viejos amigos, o como unaprofesora y un alumno, como ella restablecía una distanciahostil con un gesto acerado de ave de presa, o nuestras mira-das giraban una en torno a la otra con una indefinible cargade deseo.

Cuando el barco atracó en Túnez me invitó a cenar enla ciudad. Acepté entusiasmado. No me cabía duda: miestrategia de seducción estaba funcionando, y esa nochedormiría con ella. ¿Qué otra cosa podía moverla a invitar-me? Y precisamente a cenar. Dispuesto a no cometer erroresque me impidiesen consumar los beneficios de mi encanto,empecé a preparar mi línea de actuación: primero necesita-ba un traje, porque la ropa que había traído conmigo eraimpresentable. Revolví el guardarropa de mis compañerosde trabajo sin encontrar nada que fuese suficientementeelegante o de mi talla. Al final me presenté en el café delpuerto en el que, para evitar habladurías, me había citado,vestido con la pajarita y el smoking blanco del uniforme decamarero. ¿Qué más daba?

Cuando me vio se echó a reír. Yo hice como que la cosano iba conmigo. Luego, me presentó su brazo para que loenlazase con el mío, y salimos juntos del café. Entonces ledije que siempre le había tratado de Frau y aún no conocía sunombre. Se volvió, y con una difícil mezcla entre la coquete-ría y la ironía, me dijo: “Helga. Llámame Helga”.

Estaba claro que ella había estado allí muchas veces.Primero me llevó a la medina, que me pareció un lugar de-masiado parecido a los pueblos de mi infancia para gustar-me, y después paseamos entre viejos árboles y bandadas deestorninos por el bulevar que partía la ciudad hasta morir

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en el lago. Mis artimañas de seducción, patéticas gesticula-ciones, supongo, no funcionaron. Simplemente, ella mirabahacia otro lado. Así que las olvidé, y sin buscarlo, se creó unambiente íntimo, una dulce serenidad compartida en nues-tras miradas, una tarde maravillosa. Cuando el sol se puso,ella llamó a un taxi que nos dejó junto al viejo edificio colo-nial que albergaba el hotel en el que había encargado la cena.

Encima de la mesa había una pequeña corona trenzadacon flores de jazmín cuyo aroma emborrachaba. Un ventila-dor sobre nuestras cabezas refrescaba el ambiente, que sehabía vuelto bochornoso. Pedimos vino tunecino. Se estababien allí, juntos y solos, con el sonido de una orquesta demúsica malouf rellenando suavemente los silencios. Fue unacena larga, emocionante, de miradas intensas y silencioscontenidos. Comimos poco y bebimos mucho, y ella habló.Sin concretar, pero me contó historias de gente, amigos,parientes, quién sabe. Historias tristes y hermosas, de amory amistad y desengaños, historias de vidas rotas por laguerra, que ahora que soy viejo sé que llevaba muchotiempo sin poder contar a nadie.

De repente, el tiempo cambió. Se oyeron truenos cadavez más cercanos, una corriente de aire entró por la ventanahinchando las cortinas, y enseguida llegó el ruido de lalluvia. Me volví a mirarla y ella también había cambiado.Estaba callada, otra vez envejecida, como encorvada por eldolor. No le pregunté, instintivamente supe que era inútil.Le ayudé a levantarse de la mesa y la saqué de allí.

Cuando el taxi nos dejó en el puerto, la tormentaarreciaba en toda su intensidad. El barco, cubierto de luces,cabeceaba suavemente en el mar agitado. Le puse mi smo-king por encima de la cabeza y los hombros, y la llevé hasta

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su camarote. En mi brazo derecho, con el que protegía sucuerpo, sentía las convulsiones del llanto.

En los días siguientes evité encontrarme con ella.Sentía un nudo de emociones encontradas que me tortura-ban y no podía resolver. Estaba un afecto claro, una atrac-ción crecida, pero también un dolor profundo que descono-cía, y un vago temor, la intuición del peligro de traspasaruna frontera que no admitía retorno.

Una mañana, me acerqué a su camarote a la hora enque limpiaban las habitaciones. En un descuido del serviciome colé dentro. Sobre el tocador había una foto enmarcadade una pareja que posaba ante el fondo de la puerta deBrandeburgo adornada con esvásticas. La mujer era ella. Elhombre, un marino cuyo retrato reposaba sobre la mesita denoche con galones de capitán y distintivo de la sección desubmarinos en la alta gorra de plato. Rebusqué apresurada-mente en los cajones. En el de la mesa encontré un cuadernocon tapas de hule negro, que parecía contener un diarioescrito en alemán. En la última página escrita, con fecha deaños atrás, había una condecoración de la que había oídohablar a mi padre: la cruz de hierro con hojas de roble.

Con el paso de los días mi ansiedad se difuminó yvolvimos a encontrarnos. Empezamos a vernos con másfrecuencia, a expresar libremente nuestro entusiasmo, nues-tro gusto de estar juntos, sin preocuparnos por las habladu-rías. Fue un tiempo feliz y breve. Hablábamos poco y conintensidad, y la mayor parte del tiempo estábamos en silen-cio, observando el mar o paseando por el barco, compartien-do una complicidad que no he vuelto a conocer.

Fue una noche, entrando en el estrecho de Gibraltar,unas pocas millas antes de avistar las luces de Tánger. El

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capitán me llamó por el interfono, lo cual era especialmenteraro, para ordenarme que fuese a recuperar a un pasajeroque estaba observando el mar apoyado en el guardamancebosde popa, un lugar no iluminado y prohibido desde la puestodel sol.

Entrar en la zona oscura del barco me daba miedo. Eraexponerme sin defensa a esa oscura sustancia que se abriríaa mi paso para dejarme caer hacia lo que me aterra. Meacerqué con prevención. Apoyada contra la barandilla depopa había un figura humana. La luz angular de una lunacasi llena emergió por el Este, inundando la cubierta desdepopa con una luz fantasmal. Era ella, y entendí entonces lacausa de la decisión del capitán y hasta qué punto nuestrarelación era un asunto de dominio público. Miraba fijamen-te al mar con la cara descompuesta, con la intensa concentra-ción del suicida antes de saltar. La abracé, le hablé concariño. No reaccionaba, y la llevé hasta un banco próximodonde nos sentamos.

Luego la llevé al comedor, la senté en una mesa aparte,y me dediqué exclusivamente a ella. Aunque estaba deservicio, el jefe comprendía y me dejaba hacer. Estaba muytriste, pero sus emociones la recorrían con la avidez del queacaba de volver del otro mundo. Me senté y cené y bebí conella. Aún me altero al recodar la intensidad de su mirada yla fuerza feroz que nos unía. El difícil camino, trastabillandoentre el abismo del dolor y la felicidad absolutos, que hici-mos aquella noche. Salimos a cubierta, iluminada por unaluna ya alta, que impregnaba de una fosforescencia irreal lacubierta blanca del barco. El mar estaba como una balsa deaceite, y la música sonaba dulcemente. Me abrazó y baila-mos sin hablar, desesperadamente felices, con la inminencia

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de que el sueño iba a interrumpirse en cualquier momento.Cuando acabó la música, la acompañé a su camarote. Meparecía natural que aquella noche excepcional tuviese sucontinuación en su cama, pero cuando fui a besarla, junto ala puerta, ella se desasió suavemente y me invitó a entrar.Allí estaban los dos retratos. Percibí que el caudal de sussentimientos había descendido, se estaba distanciando, seme escapaba. Insistí en besarla, pero me rechazó abierta-mente. Otra vez me había quedado sin noche de amor, ysentí el dolor de la decepción. Ella me vio y comprendió, yno opuso trabas a que me quedase a dormir en su cama.

Desde que me dormí soñé un único sueño, una pesadi-lla que iba y venía, sólo interrumpida por la visión de lasformas ominosas que la luz lunar proyectaba en el camaro-te. Con una intensidad hiperreal soñé o vi mil veces elsubmarino, estrecho y afilado como una daga, una presenciamaligna emergiendo en silencio entre la superficie rosadadel mar cuando acaba la noche.

Lo vi patrullar incansablemente las aguas del estrechoen busca de su presa, conocí sus hombres, sus caras, sussensaciones: miedo y claustrofobia espoleando el deseo decaza como una huida hacia adelante, la espera demoradahasta más allá del límite de los nervios; y el convoy por fin,sus columnas de humo a lo lejos como una promesa llena deveneno. Vi el miedo, inútilmente amordazado en los hom-bres de los barcos surgiendo de la base de sus espinas dorsa-les, ese terror ciego a lo que se agita en lo profundo y antelo que estamos indefensos. Vi caer la noche, con una tormen-ta otoñal que dibujaba una sonrisa amarga en el hombre dela gorra de plato, la lluvia ocultando las veloces líneas deespuma, el visitante más temido acababa de presentarse.

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Fiesta del horror, formas caóticas iluminadas por lasllamas, bajo el negro abismo luces rojas, la estrecha cárcel dehierro se retuerce más allá de su límite, la sustancia negraentra con furia, inunda la oscuridad.

Sentí que por fin escapaba de aquello con un estreme-cimiento, y, al intentar abrazarla, percibí bajo la tela el lim-pio hueso de una cadera del que arrancaba la forma de unfémur.

Abrí los ojos con un grito. A mi alrededor, las formaslechosas de la luz lunar que entraba por el portillo. Luegoentreví, muy cerca, el blanco de dos ojos que me observabanfijamente, en silencio. Sentí el frío poder de aquella mirada.Una mirada distante que sabía. Que lo sabía todo.

Me encontraba muy mal. Estaba asustado. Me levantétorpemente de la cama y me fui sin decir nada.

Pasé dos días en la cama, sin fuerzas para levantarme.Cuando lo hice, tenía miedo de encontrarla, pero ella ya noestaba en el barco. No pregunté a nadie. Nadie me hizoningún comentario.

Pasaron años antes de que supiese asimilar lo quehabía vivido. Creo que cuando salí de aquella cama yo ya eraotro. En poco tiempo había adquirido más madurez de loque correspondía a mi edad. Entretanto vinieron algunasnovias, después empezó lo nuestro, qué te voy a contar.Creo que a nuestro modo fuimos felices. Tuvimos hijos, vol-camos en ellos nuestras vidas y por eso las perdimos cuandose fueron. Nos quedamos solos, luego sucedió lo tuyo...

Desde entonces puedo entenderla. Ahora, para mipesar, comprendo el lenguaje de sus gestos, de sus miradas.Ahora sé. Porque ella, de alguna forma nunca se fue. Mevisitaba de tiempo en tiempo, siempre en la noche, siempre

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con su cohorte de fantasmas de aguas profundas, con suatmósfera de desolación y miedo, de inquietud y de deseo.Temía sus visitas pero no puedo decir que no las desease.

Durante años busqué en vano su rastro entre antiguosempleados de cruceros por el Mediterráneo. Sí, a veces escu-ché vagos relatos de una pasajera desaparecida frente a lascostas de Tánger. Incluso oí hablar más de una vez de unromance de un empleado con una dama alemana, pero no sési me estaba topando con mi propia historia.

Así que hace ya un año reservé una plaza en un crucerosemejante y partí sin decirte nada. Fue una decepción, untiempo de aburrimiento compartido con tontos insustancia-les, en lugares desnaturalizados. Pero unas millas antes deavistar las luces de Tánger, yo bien supe cuándo pasamos porencima del oscuro lugar que oculta los barcos y los muertos,de la misma manera que supe cómo ella había saltado haciael abismo en su busca. Aquella noche, cobarde o prudente-mente, eludí el sueño demorándome hasta el amanecerentre el casino, el drugstore y las cafeterías de a bordo.

Y ha sido esta mañana cuando han vuelto las ganas devivir, como cuando estábamos juntos. Se lo debo a esaantigua deuda que deseo y temo saldar esta noche. Llevabalevantado desde antes de amanecer, como siempre pateandocalles, intentando vanamente buscar una ocupación paraesta vida que me sobra. Me acerqué al puerto y vi un remol-cador llevando al desguace un barco que me resultabavagamente familiar. Estaba abollado, repintado en coloreschillones, oxidado por mil sitios, quién sabe cuántas vecesvendido y revendido para su uso en el Tercer Mundo, perolo reconocí. Ahora se llamaba Helga.

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EL PERRO QUE ESCRIBÍA SU NOMBRESOBRE LA NIEVE

Para Tiku-Kaia y su incesante misterio.Para todas sus formas de las que me he enamorado.

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YO TUVE

Yo tuve un perro al que quise como a muy pocos sereshumanos he querido. Qué importa ahora su nombre. Unavez pensé que su verdadero nombre era el que escribían suspatas cuando caminaba sobre la nieve.

Era un perro esquimal, pero de raza impura, unMalamute de Alaska de treinta y pocos kilos y patas cortaspara la longitud de su espalda. Por eso, al sentarse, ésta que-daba encorvada, con un aspecto cómico y peculiar, comopeculiares eran sus orejas caídas, que trocaban esa expre-sión lobuna y alerta de los Alaskan en un gesto pacífico depeluche. Pero su carácter no era el de un peluche.

¿QUÉ HAY AL OTRO LADO DE ESA MONTAÑA?

Es un impulso instintivo, no una pregunta, que se sien-te al coronar una cima o un collado, y enfrentarse al nuevopaisaje. Casi todos se quedan disfrutando de las vistas.

Otros olvidamos muy pronto el deslumbramiento delo nuevo para sospechar que estas montañas podrían estarocultando otro valle aún más maravilloso, quizás el que

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estamos buscando sin saberlo, tal vez en el que abandona-ríamos esta búsqueda insensata que es nuestra vida y, ¿porqué no?, en el que nos quedaríamos a vivir para siempre.

“¿Es que no te puedes estar quieto?”, me han dichotantas veces. Ya lo sé, quizá sea un error, un obstáculo parala felicidad, pero soy o me han hecho así, no tengo remedio.

¿Qué valles y qué montañas se ocultan detrás de lacara visible de las cosas?

Todos sabemos que al otro lado de esa montaña siem-pre hay otra montaña, nuevas montañas que ocultan nuevosvalles. Pero no es de eso de lo que estamos hablando.

Cuando aquella mañana de verano vi moverse a aquelperro desconocido pensé que, como yo, era de los que no sepueden parar quietos sabiendo que más allá hay otro valle.No me equivocaba.

EL AZAR ES SIEMPRE LA MEJOR CITA

Lo encontramos, perdido o abandonado, en vacacio-nes, viajando por la Costa Brava.

Antes de continuar, debo reconocer que mi forma dedisfrutar de los viajes, que mi mujer soportaba entoncesmejor que ahora, es un tanto extraña. Me gusta la Naturalezay aborrezco los sitios concurridos. Soy muy poco sensible alas incomodidades y busco la actividad física al aire libre: enverano, caminar y nadar. Necesito una independencia abso-luta y poder cambiar mis planes en cualquier momento. Nosoporto estar mucho tiempo en el mismo sitio.

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Entonces teníamos una furgoneta, y al anochecer, bus-cábamos un lugar solitario, sacábamos las sillas y la mesa,cenábamos, y dormíamos dentro del coche. Aquella noche,la anterior al encuentro, acampamos en una reserva naturalpróxima, un lugar verdaderamente perdido. Después decenar, Carmen se acostó, pero yo me encontraba inquieto yme quedé un rato más sentado en mi silla, observando lasestrellas. Tengo muy claro que, entre mis escasos dones nofigura el de la profecía, pero aquella noche, como tantasotras, yo esperaba algo especial e indefinido, algo que diesecoherencia a la desconcertante dispersión de mi vida, algoque nunca llegaba. Afortunadamente, una enorme estrellafugaz me dio la excusa para convencerme de que al díasiguiente sucedería algo importante, y me fui a dormir.

Ocurrió durante una de mis actividades preferidas a lavez que uno de los martirios de Carmen: la búsqueda de unacala solitaria y de acceso difícil. Detuvimos el coche junto aotros, en un pequeño claro entre la maleza, y allí lo vimos,echado a la sombra, con el collar desgarrado, como si hubie-se escapado de algún sitio.

En aquel tiempo no teníamos ni idea de lo que era te-ner un animal, ni entendíamos de razas de perros ni faltaque nos hacia; sencillamente llevábamos tres años viviendoen una casa con un pequeño jardín y pensamos que estaríabien tener un perro. Pero habíamos acordado que sería unanimal sin apellidos, un mil-leches, nada de esos caros y anuestros ojos presuntuosos ejemplares de raza.

El caso es que aquel perrillo nos vendió el productocomo no lo supo hacer ninguno de los candidatos que enocasiones anteriores habíamos valorado. Salió a nuestroencuentro y nos acompañó en todas nuestras pesquisas por

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los senderos de la costa: era bonito, cariñoso, vivaz, listo, yparecía abandonado. ¿Qué más podíamos pedir? Desisti-mos de encontrar la cala, abrimos el portón trasero de lafurgoneta y el perro saltó al interior como movido por unresorte.

Era una hermosa mañana de agosto junto al mar, está-bamos de vacaciones y éramos una pareja a ratos bien aveni-da que, a pesar de todo, se quería, a unos meses de entrar enla delicada cuarta década de nuestra vida.

Son esas situaciones que se presentan de repente, enlas que uno mira a su alrededor y hace una evaluacióninstantánea en la que cabe toda su vida ante la aceptación deun compromiso, y decide. Cargar con la responsabilidad deatender a un animal desconocido durante quizá quince añosno es ninguna bagatela. Aún me maravillo al pensar que loshumanos necesitamos menos tiempo para decidir cuantomás importante sea el objeto de nuestra decisión. No recuer-do qué palabras cruzamos, pero sí que Carmen me sonrió,subimos al coche y nos alejamos, imprudentemente, de allí.

Pasado el primer impulso de entusiasmo, empezaron,como era de esperar, a gotear los problemas. Bastaron dosdías. Bien es cierto que yo me veía a mí mismo extraño ydivertido, hasta con cierta dignidad, paseando mi perro.Pero pronto comprendimos la servidumbre que suponíallevar a un un animal de vacaciones bajo el sol de agosto,más aún si estás acostumbrado a disponer de total libertad.Por otra parte, el perro rara vez atendía a lo que se leordenaba. Aún no sabíamos que era demasiado joven —unveterinario lo dató al volver a casa en un año— y que su razaera especialmente renuente a la obediencia. Pero si algo nos

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sacaba de quicio era su impulso compulsivo a comer mierdahumana: le gustaban todas, grandes y pequeñas, nuevas yviejas, y como guarnición engullía los trozos de klínex quesolían acompañarlas. ¿Quién acariciaba después el morrodel animal y se exponía a que te diese un lengüetazo en lacara?

Fue entonces cuando pensamos que quizá habíamosactuado impulsivamente. No estábamos seguros de que elanimal estuviese abandonado y no perdido, y ya habíamosresuelto esa posibilidad cuando decidimos adoptarlo, argu-mentando que era mejor para él llevarlo aunque estuvieseperdido que no hacerlo y dejarlo a su suerte si estaba aban-donado. Pero ahora, cuando pensábamos en devolverlo allugar en que lo habíamos encontrado, nuestro argumento sevolvía en contra, porque su hipotético dueño ya no estaríapor allí buscándolo.

Así que, poco a poco, incidente a incidente, el perronos fue amargando las vacaciones. Un día apareció deimproviso, con la cuerda que lo sujetaba al coche, partida amordiscos, en la cala a la que habíamos acudido precisa-mente para escaparnos de él, precedido por las protestas delos otros bañistas. Aquella misma tarde empezamos a vis-lumbrar las intrincadas relaciones entre violencia y jerar-quía entre los cánidos, por no hablar de la creciente invasiónde aquel fino pelo blanco que empezaba a alfombrar lafurgoneta. Y así todos los días.

Poco a poco, el fantasma de la depresión fue ensom-breciendo mi horizonte mental. ¿Dónde nos habíamos meti-do? ¿Todos los días estaríamos así hasta el fin de su vida?Empecé a sentir angustia. Nuestras discusiones de pareja sehiceron más frecuentes de lo habitual, que ya era bastante.

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Teníamos muy clara nuestra responsabilidad para con elperro y no íbamos a abandonarlo, pero a Carmen se leocurrió que podríamos llevarle otra vez al lugar en que lohabíamos encontrado, y quizás allí sucediese algo.

—Reconocerá el lugar, y, si vivía cerca de allí, seguroque regresa a su casa, o encuentra un rastro conocido, oaparece el dueño.

Allí estaba el mismo claro, con sus coches aparcados,con esa vibración extraña de los lugares anodinos en los quese piensa demasiado. Recuerdo cómo nos bajamos del co-che, entre ilusionados y culpables. Abrimos el portón trase-ro, el perro saltó, miró alrededor, y se sentó a nuestro lado.Era un cachorro inquieto, pero, en el cuarto de hora queestuvimos esperando, no movió ni una pestaña.

LA DELICADA CUARTA DÉCADADE NUESTRA VIDA

¿Qué tiene esa edad emblemática del fin de la juven-tud para ser tan temida? Entonces no lo entendía, y llegué alos cuarenta tratando de convencerme de que no pasabaabsolutamente nada.Y así es en el día a día, pero ya habíaobservado algunos comportamientos preocupantes que ve-nían aumentando desde un par de años atrás.

Por una parte, uno llega a una edad en la que por for-mación y experiencia se convierte en alguien valorado, si noimprescindible. Y esa sed nunca saciada de importanciapersonal, o de su correspondencia monetaria, nos lleva a

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cargar con unas responsabilidades que pueden romper nues-tro equilibrio.

Por otra, iba adquiriendo consciencia de que cada vezme reía menos, mi percepción de mis semejantes estabamenos mediatizada por la simpatía que me inspiraban, y eramás profunda pero también más amarga. Y luego, esa sen-sación tan propia de la juventud de ausencia de límites, deinfinitud de posibilidades, se iba desvaneciendo lentamentepara dar paso a la certidumbre de un recorrido vital limitadoy cada vez más estrecho, que desemboca irremediablementeen el final.

Uno va aceptando lenta, cansinamente, que no es elprotagonista de la epopeya de su vida, sino un extra anóni-mo, pronto reemplazado, de una superproducción en la quesólo está para hacer número. Para esa generación de adultosinsatisfechos, mimados por la opulencia, en la que me inclu-yo, esto era adquirir la dura condición de rey destronado, yasumir la propia debilidad y lo ridículo de todas aquellasposes rebeldes en que nos habíamos apoyado.

No sé si será esta la causa de esa desesperación sordaque se iba desarrollando en lo más profundo, y que aflorabaen forma de ansiedad, de persecución de felicidadesinexistentes junto a la incapacidad de disfrutar de las cosascotidianas. También tendrá su peso eso que dicen de que alentrar en esta edad la química cerebral inicia un lentoproceso de degradación, que cada uno acusará según sulotería genética. O el resultado de una manera incorrecta deasimilar las propias experiencias, un acumulador de sinsa-bores que empieza a descargarse cuando se ha saturado y yaes demasiado tarde para remediarlo. En cualquier caso meparece un mal común de esta hermosa manzana, podrida

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por dentro, que es Occidente. Me avalan toneladas diariasde fármacos para paliar los efectos de la infelicidad en unlugar que el resto del mundo identifica con el paraíso.

Estaba cruzando, en resumen, ese profundo río de lavida que te permite comprender, por fin, por qué la mayorparte de los viejos están tan amargados.

UN EXTRATERRESTRE EN CASACUBIERTO DE PELO Y CON UN RABO ENORME

Así que, como empezaba a ser habitual, aquel viaje devacaciones a la Costa Brava fue un alivio, pero no cumpliólas expectativas de felicidad para las que había sido proyec-tado.

Pronto estuvimos en casa, y con un nuevo problema.Para empezar, era necesario madrugar y trasnochar un pocomás para satisfacer las dos o tres salidas diarias de la masco-ta, y esto dio lugar a nuevos descubrimientos sobre la natu-raleza humana y animal: la irritación de los propietarios delos campos próximos, hartos de la contaminación que pro-digaban los canes, y el grado de agresividad de los perroscon los que coincidíamos, así como el de sus propietarios. Elresultado era un fino encaje de bolillos para eludir a unos ya otros, y conseguir una evacuación del animal serena,digna y eficiente. Algo en lo que me fui transformando en unmaestro.

El adiestramiento del perro tampoco fue moco depavo. Me dijeron que estaba en la edad justa para iniciarlo,y me dieron algunas normas básicas, que en el fondo son de

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sentido común: tenemos el estímulo positivo, la galleta, y elestímulo negativo, el palo. Como la sola visión o imagina-ción de la galleta lo alteraba tanto que impedía el aprendi-zaje, lo basé todo en el segundo. Quizá por eso, quizá por lanaturaleza independiente de las razas esquimales, el proce-so era desesperadamente lento. Sin embargo, con los años,se convirtiría en un perro ejemplarmente obediente.

Otro cambio significativo se dio en la urbanización.Ante el recién llegado, los niños aparecieron en tropel, y lospadres tomaron una actitud defensiva. Rápidamente cons-truí una valla móvil que permitiese el acceso del coche a lacasa e impidiese la propensión exploratoria de los cacho-rros, especialmente agudizada en la raza del mío. Perofuncionaba a medias. Como el preso que lima un barrote, díaa día se iba comiendo una de las tablas de la valla, y cuandoyo calculaba que aún no era necesario reponerla porque lequedaba trabajo para un par de días más, encontraba la tablarota y el perro escapado. Entonces venía la iracunda fase debúsqueda, andando o en coche por los alrededores, y elconsecuente encuentro con llanto y crujir de dientes. Yvuelta a empezar.

Recuerdo cuando llegó el otoño, y supimos lo que erauna muda: el pelo cayéndosele a puñados, la casa ya de porsí saturada parecía un campo de algodón, y los pelos delperro aparecían hasta en la comida. “El puto perro”, era ladenominación que recibía con más frecuencia en aquel tiem-po. Pero los días habían pasado a su favor, y poco a poco unose acostumbra a todas las servidumbres y se olvida de cómoeran las cosas antes.

Lentamente, el perro se va introduciendo en tu vida,con su alegría, sus gracias, con sus travesuras; se hace un

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hueco en tus emociones y no puedes prescindir de él. Tuperro siempre está dispuesto, al contrario que los humanos,a la actividad que le propongas. Para tu perro siempre serásel mejor, el más admirado, y hagas lo que hagas nunca vasa decepcionarle. ¿Quién puede resistirse a esta oferta emo-cional que ni la mejor de nuestras madres podría superar?

Pero tampoco nos engañemos con esas monsergas deque los perros son mejores que los humanos, que sólo lesfalta hablar (que no lo hagan, por favor, qué pesados serían),o que lo dan todo por sus amos. Mi perro me traicionóinnumerables veces por un plato de carne, por una hembraen sazón o por la llamada de un paisaje desconocido. Aun-que en su descargo haya que decir que esa falta de fidelidadtiene que ver con su incapacidad de imaginar otro futuroque no sea el inmediato, que les impide valorar lo que puedasuceder después de su elección.

Una característica esta inadecuada para la supervi-vencia, pero muy eficiente para la felicidad y tranquilidadpersonal, y que trae consecuencias como que los perrossepan saludar pero ignoren lo que es despedirse. Algo en loque por fin creo que nos superan.

LA PAREJA: QUÉ INVENTO

Siempre me inspiraron desconfianza esos conocidosque al emparejarse abjuraban de las tiernas complicidadesde su grupo de corazones solitarios, se desdecían de susconfesiones anteriores y actuaban ahora movidos por inte-reses incomprensibles.

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Los veías alejarse por la vida, abrazados a su nuevapareja, salpicando satisfacción y suficiencia, mientras tequemaba por dentro el despecho de la traición o, mejordicho, la envidia, y te preguntabas qué paraísos esperabanal otro lado sin imaginar siquiera que para mantenerlostuvieras que poner algún esfuerzo por tu parte. Luego,fuimos entrando, trastabillando más bien, por aquel mundocuántico de lo femenino, siempre entre la maravilla y elabismo, donde lo que es no siempre es y donde lo que no esa veces es y hasta en algunos casos es y no es a la vez.

Como eterno analfabeto emocional no dejaban de asom-brarme las piruetas de aquellos que vinieron al mundo sa-biendo que era de verdad esa cosa misteriosa que no sabíandefinir, pero por la que se movían como pez en el agua.Cómo saben lo que quieren sin saber explicarlo, sin dejarsedesnortar por el magma de sentimientos que a otros nosconfunden, cómo pueden expresar o entender esos intensosmensajes que dicen lo contrario de lo que se está hablandoen una conversación banal, y que yo nunca sabré captar.

Ay, cuántos palos hemos tenido que llevar los otros,los situados en los pupitres de atrás para lo poco que hemossabido aprender y cuántos nos faltan aún.

“Tú no sirves para vivir en pareja”, es quizás el repro-che que más veces escuché seguido de los de independenciay egoísmo. Hasta que un día descubrí que esa independienciay ese egoísmo sólo eran una manifestación de mi enormenecesidad de sentirme querido, junto con la certidumbre deque saberlo no resolvía el problema.

Montaña rusa del deseo y la frustración, de la búsque-da de la felicidad personal que quizá sólo se obtenga cuandose renuncia a ella, de los que se buscan desesperadamente y

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no pueden encontrarse, de los que llegan a la estacióncuando el tren acaba de partir. Qué difícil superar la limita-da visión de uno mismo, cuántas miles de horas perdidasesperando ese gesto que no llega, o atracándote de amargasrazones para justificar las propias miopías. Menos mal quealgunas veces los trenes viajan hacia atrás, o que un rostrotransfigurado por la emoción puede desmoronar en uninstante los muros que tan dolorosamente construimos du-rante días o meses o años. Los muros del miedo.

EL DESAMPARO DE TODOS LOS SERES

Entrado el otoño, las cosas cambiaron inesperadamen-te. A Carmen, que llevaba años sin encontrar trabajo, y quevivía el desempleo como una afrenta a su dignidad perso-nal, le surgió una buena oferta a mil kilómetros de casa, enla otra punta del país. Era el fin de una carencia que había-mos vivido, como una pesadilla, durante demasiado tiem-po, desde que ella dejó su empleo en otra ciudad para venir-se a vivir conmigo, y que le había llevado a no pocos brotesdepresivos. Ya creíamos que no iba a suceder nunca, y aun-que por fin lo había conseguido, la distancia imponía unascondiciones tan duras que en realidad sólo habíamos cam-biado de problema. Pero un problema nuevo es siempremejor que uno viejo, al menos hasta que el nuevo se convier-ta en viejo. Y eso ya es mejorar.

Así que de un día para otro me encontré solo. Losprimeros quince días fueron como cuando tienes catorceaños y tus padres se ausentan un fin de semana. También

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Carmen se lo estaba pasando bien. Después de años deaburrimiento en casa, disfrutaba con aquel desfile de carasy situaciones y lugares nuevos, y con recuperar el entusias-mo y la satisfacción de ser valorada y remunerada.

Luego, poco a poco, se fue imponiendo el desierto. Lavanidad, la forma de amor más abundante en el génerohumano, me había llevado a aceptar demasiadas responsa-bilidades laborales, y volvía a casa sobrecargado de unatensión que no podía desahogar en aquel edificio vacío yplagado de recuerdos. Cada día era una nueva vuelta detuerca sobre la infelicidad del anterior, y el resultado, unaespecie de cansancio crónico, una mezcla de apatía y ansie-dad que me alejaba de las relaciones sociales.

El perro, con sus rutinas, sus paseos y su capacidad decompañía, era un alivio enorme.

Recuerdo aquellas noches interminables del final delotoño, sentado y apoyado en la mesa de la cocina, el perroechado en el suelo, frente a mí. Estoy demasiado cansado pa-ra hacer nada y demasiado estresado para descansar. Nosmiramos en silencio. Pasan los minutos. Afuera llueve. Elperro mueve lentamente el rabo de derecha a izquierda, yese gesto transparenta lo que siente. Yo lo miro fijamente alos ojos, intentando atravesar esa mirada y alcanzar esamente, profundamente distanciada de la mía por océanos detiempo de evolución y adaptación. ¿Cuál es la naturaleza desu sentimiento?

De la sala llega el parlotear insípido de la televisión,mundos humanos ficticios que acentúan mi vacío. Prefierodejar pasar el tiempo aquí sentado, sintiendo la mirada delperro, su callado afecto, mientras la música de la lluviaenvuelve la casa.

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Los meses de convivencia me han acostumbrado a queuna parte de mi conciencia esté siempre pendiente de lo quehace: aún es un cahorro y todo lo destroza. Ese punto deatención ajeno a mi persona, difícil para alguien habituadoa vivir exclusivamente para sí mismo, me ha hecho adquirirla costumbre de meterme dentro de su cabeza para preveersu próxima jugada. Pero este proceso me lleva a un lugarinesperado: una sensación de estupor ante los caprichos conque el azar entrelaza nuestras vidas.

Me inquieta el misterio que rodea el origen de esteanimal, la barrera infranqueable que me impide acceder a sumente: cuál era su anterior nombre, su pequeña historia, lascaras, los olores de sus dueños, la razón por la que loencontramos allí. Me cuesta aceptar que no lo sabré nunca,me cuesta aceptar que flotemos en un mar de incertidumbre.

Y sobre todo me fascina esa mansa aceptación de loscaprichos del destino, común con los niños y esos que llama-mos los primitivos. Ante un cambio como el suyo yo habríaclamado contra la injusticia, habría pataleado, me habríadeprimido y me habría jurado que nunca lo aceptaría.

Y en lugar de eso, en pocos meses se ha adaptado a sunuevo ambiente, y ahí está, con los deberes bien hechos,echado con esa dignidad de patricio romano frente a mí.

El perro se levanta, toca con su trufa mi mano, se acer-ca hasta el cubo vacío de su comida y se vuelve a mirarme.Siento que nos hermana el común desamparo ante el sufri-miento, la enfermedad y la muerte, que sólo somos dos serescompartiendo ese instante que es el relámpago de una vida.

No comentaba con nadie este tipo de pensamientos.Temía que fuesen desatinos de la soledad. No lo eran.Sencillamente, había traspasado el umbral: me había puesto

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en el lugar del perro. ¿Como si yo fuese otro perro o como siél fuese humano?, apuntarán socarronamente algunos.

Éste es un paso delicado, un paso que no dan todos losdueños, y que tanto puede sacarnos por un instante de lamiopía de nuestra visión antropocéntrica, como llevarnos aproyectar sobre el animal una imagen humana que nadatiene que ver con su realidad y sólo sirve para esclavizarse aél. En cualquier caso, nada bueno para los propios intereses.

LOS VIAJES INTERPLANETARIOS

Había empezado una nueva época en nuestra vida,que yo definía como la de los viajes interplanetarios. Inter-minables viajes por carretera, siempre con prisa, estanciasintensas y fugaces, con un punto de desesperación, que sedistribuían por los puentes del año, en que uno se acercabaal lugar de residencia del otro, y algunos fines de semana enlos que nos encontrábamos en un punto intermedio. Y entreviaje y viaje un páramo interminable de dos, tres semanas,a veces cuatro.

Ciertamente, acabamos con las rutinas de años depareja, pero también recordamos que la pareja se asientasobre rutinas. El primer año, con el entusiasmo de losencuentros, con la novedad de los hoteles y lugares, fueduro pero rejuvenecedor.

El viernes cargaba en la furgoneta algo de ropa, unpoco de comida, y al perro, y me presentaba en cualquierlugar del país sin ninguna misericordia con la hora o lasituación metereológica. Necesitaba estar alli, y punto.

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Este modo de vida, entre la depresión y el salto demata nos permitió experimentar hasta qué punto nos nece-sitábamos, pero no contribuía precisamente a nuestro equi-librio emocional. Recuerdo cómo, de la misma forma que laropa apesta tras una noche de juerga, la música que llevabaen el coche para el viaje quedaba impregnada de la tristezade aquellas tardes de domingo del retorno, y a partir deltercer uso tenía que deshacerme de ella.

Fue en este tiempo cuando en nuestra relación se dioun cambio que hará sonreir a no pocos: hasta entonceséramos dos, una pareja, bastante excluyente, por lo demás.Pero ahora había un tercer personaje emocional, presente entodos los encuentros, objeto de muchas atenciones y servi-dumbres, y también válvula de escape de enfrentamientos ytensiones que entre dos no tenían salida. Cómo expresarlo:nos convertimos en una pareja enriquecida, por no atrevermedecir que con lo que aquello tenía más en común era con unafamilia.

La avidez de vivir los encuentros y la bonanza econó-mica que suponía ingresar dos sueldos, nos llevó a recupe-rar un gusto por los placeres mundanos que ya habíamosolvidado. En la primera cena juntos, la de los viernes,después de ponernos al día en nuestras vidas, le contaba aCarmen mis avances en la educación del animal.

Ahora que se quedaba solo en casa durante mi horariolaboral, había empezado a hacer agujeros en la parcela. Mirespuesta represiva de meterle el hocico en el agujero ypegarle no obtuvo el efecto esperado. Aunque no cabía dudade que había aprendido, porque a mi regreso del trabajo, elanimal corría a demostrármelo metiendo el hocico en algu-

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no de los agujeros que había hecho durante el día. Lamisteriosa lógica de los perros.

—Es otra cosa —me dijo una vecina—. Está tratandode llamar la atención porque no soporta quedarse solo tantotiempo. Con mi perra me pasa lo mismo. A veces, cuandollego a casa, me encuentro con que se ha subido en mi camay se ha meado encima.

Me quedé pasmado.—Y entonces, ¿qué hago?—Es la psicología de los perros. Seguramente se le

pasará, acabará aceptándolo. O no. Pero no sirve de nadaque lo pegues.

Durante varios días me dediqué a rellenar mansamentelos agujeros que el perro había excavado, y que volvería aexcavar al día siguiente. Luego pensé que ésa era su sicología,pero no la mía. Y continué pegándole.

Así que entramos en una nueva fase. Ahora, al regre-sar del trabajo, el perro salía disparado en dirección contra-ria. Pero no se escondía del todo. Podía ver su morro sobre-saliendo de la esquina de la casa para observarme mientrasbuscaba sus nuevos destrozos en el suelo de la parcela.

LA SOMBRA DE LA NUBESOBRE LA MONTAÑA

Sucedió un luminoso día de fiesta, durante la Navi-dad. Había nevado a poca altura, así que cargué en lafurgoneta mis esquís de fondo, y dejé subir al perro. Era laprimera vez que lo llevaba conmigo a la nieve.

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Fuimos a un pequeño altiplano próximo, rodeado decumbres nevadas. Al coronar el puerto me deslumbró lainmensidad azul del cielo, ese fulgor perfecto de los paisajesnevados. El animal estaba entusiasmado. Era evidente queaquello le gustaba mucho más que otras excursiones que había-mos realizado anteriormente por las montañas. Entonces,ya había observado cómo inesperadamente salía disparado,para volver a aparecer un rato más tarde, con frecuencia porel lado opuesto al de su partida. Lo atribuía únicamente a sucuriosidad natural y no le había dado más importancia.

Pero esta vez la duración de su ausencia empezó apreocuparme. Acabé perdiendo el interés en el paisaje,renuncié al itinerario que había previsto, y empecé a buscar-le en la dirección por la que había salido. Esquié sorteandoa media ladera una serie de pequeñas lomas. Luego descen-dí a un pequeño valle, pero no lo vi, ni tampoco su rastro enla nieve. Entonces vi a dos hombres que me hacían señas yse dirigían hacia mí. Eran dos mocetones de pueblo, conbuzo desgastado y botas de goma. Me sentí un tanto ridículocon mis esquís, mis mallas y mi ropa multicolor de montaña.

—¿Es usted el dueño de un perro gris, que parece unlobo?

Aquello sonaba francamente mal, así que me preparépara lo peor.

Me dijeron que había mordido en el cuello a una cabra,que esas heridas se infectaban y el animal estaba perdido. Yhabía que pagarlo.

¿Que mi perro ha atacado a un animal? Imposible,respondí. Me llevaron hasta un redil. Cuando vi las huellasde perro, y luego la cabra rodeada de sangre y con el cuelloacribillado a mordiscos, no tuve más remdio que aceptar los

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hechos. Pero una mezcla de decepción, de incredulidad y derepugnancia me torturaba por dentro. ¿Cómo era posibleque un animal tan cariñoso pudiese hacer esa atrocidad?

Pusieron mala cara cuando les expliqué que no lleva-ba dinero encima, pero que el perro estaba asegurado. Tam-poco me gustó a mí la vaguedad de su respuesta cuándo lespregunté dónde estaba ahora el perro.

Así que, en un ambiente bastante tenso, me llevaron aver a su padre. Llegamos a una vieja cabaña pasiega, hechade piedra y pizarra. Al traspasar la penumbra del umbralsentí que retrocedía cientos de años en el tiempo.

El ambiente estaba cargado del humo de la leña. Len-tamente, mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad,y distinguí la figura sentada del padre. Estaba reparando,sólo con el tacto, la urdimbre vegetal de un cuévano desmo-chado. A mi derecha vi el resplandor de un fuego, y luego ala madre, afanándose entre cacharros viejos y tiznados hastael borde.

Como buenos pasiegos, no se fiaban de que yo lespagase si me iba. Les dejé el carnet de identidad y apuntaronsus datos en un papel grasiento, pero no les parecía suficien-te. El padre parecía detentar una autoridad absoluta, perofue la madre quien finalmente zanjó el asunto.

En un viejo Land Rover los varones de la familia y yofuimos hasta el puesto de la Guardia Civil más cercano. Merodeaban como a un reo. Por el camino no dejaba de pregun-tarme por qué no había aparecido el perro por ningún sitio,si estaría vivo o enterrado en la nieve, junto a la cabaña, conun golpe de azada en la nuca.

Afortunadamente, en el cuartelillo dimos con un nú-mero joven que les hizo entrar en razón.

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Al regreso, me dejaron junto a la cabaña, me calcé losesquís e inicié el retorno. La situación me había alteradobastante. Decidí dar un rodeo por si encontraba al animal,pensé que quizás estuviese escapado o herido. Poco a pocoempezaba a asimilar lo sucedido, a atisbar lo que sería unpermanente motivo de inquietud en nuestras salidas almonte.

El perro no aparecía por ningún sitio. Me angustiaba laidea de no encontrarlo y tener que dejarlo allí aquella noche.Sabía que si los habitantes de la cabaña lo encontrabanacabarían con él.

Llegué a la solitaria furgoneta cuando estaba anoche-ciendo. Al principio me asusté, pero después lo vi salir dedebajo del coche. Entonces comprendí toda su astucia. Elperro vino hacia mí con la mirada limpia de quien ha sose-gado su espíritu tras una apacible jornada en el campo.

ADQUIERO LA ENVIDIADA CONDICIÓNDE HOMBRE DE MI TIEMPO

Los meses de verano Carmen no trabajaba y volvería-mos a estar juntos. Quizá por eso la primavera se hizointerminable. La obsesión por llegar a julio desdibujabaotros intereses y gustos, y la vida perdió sus matices y sehizo más monótona. En los últimos encuentros, a mitad decamino, acusábamos un cansancio que se prolongó duranteel verano, una apatía de la que solo empezamos a salir en losprimeros días del mes de septiembre.

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Fue entonces cuando Carmen me llevó a cenar a unaterraza junto al mar para decírmelo:

—Quiero volver. Estar allí es muy duro, pero no so-porto continuar aquí sin perspectivas de trabajo. Me preocu-pa qué será de nosotros.

Le dije que la comprendía.Así que pedí unos días de permiso, cargamos sus cosas

en la furgoneta, y llegamos los tres hasta la ciudad en la quepasaría otros nueve meses, hasta julio. Le ayudé a buscar unpiso y a instalarse, y entonces se me acabó el tiempo.

Nunca olvidaré la imagen que guardo de aquella tardedel retorno, un viento enloquecido aullando por los pára-mos de La Mancha, la perspectiva hacia el futuro como unadensa neblina de angustia.

Volvieron las agobiantes travesías de la soledad, brus-camente interrumpidas por un cóctel de horas de autopistay de un contacto intenso pero siempre insatisfecho. Hastaeso se convertía en rutina.

Volvimos a vernos un fin de semana a mitad de cami-no. Luego, ella vino en el puente del Pilar y yo me acerquéen el de Todos los Santos.

En los regresos, lo peor era al abrir la puerta. Losespacios vacíos que se extendían en la penumbra, más alláde donde alcanzaba la luz de la entrada. Sentía que esa cosaque me estaba envenando se ocultaba allí.

Fue al llegar a casa del último encuentro, ya de madru-gada. La ausencia del ruido del motor, tras diez horas deviaje, parecía un zumbido extraño. Bajé del coche, dejé saliral perro y fui a abrir la puerta. El mecanismo de la cerradurasonó lúgubre, como cuando se carga un arma. Abrí y vi ladesolación, y al entrar sentí un peso insoportable, una ava-

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lancha, algo que me arrastraba con violencia más allá demí mismo. Tuve el tiempo justo de cerrar la puerta antesde dejarme caer al suelo, sollozando. Cuando me recupe-ré, vi al perro sentado muy cerca de mí, mirándome. Conesa expresión que traslucía cuando no comprendía algunacosa.

Quince días más tarde empecé a tomar una medica-ción para los trastornos ansioso depresivos. Carmen resistiódos meses más, para acabar haciendo lo mismo. Ya podía-mos sentirnos orgullosos: habíamos cumplido el últimorequisito para acreditarnos como dignos representantes delmundo civilizado.

EL PERRO DEL VECINO

Una mañana de invierno. Llovía. Desde la ventana dela cocina vi al vecino de enfrente, el viejo cascarrabias, cerrarla cancela de su casa y entrar en mi patio con una enormebolsa de pienso para perros al hombro. Parecía el hombredel saco.

Le esperé tenso detrás de la puerta, rumiando mental-mente los argumentos de nuestra última discusión.

Me dijo que su perro se había muerto, y venía aofrecerme el pienso que le quedaba para el mío.

Vivía solo con un Rottwyler enorme, violento, quehabía mordido a medio barrio, incluido mi perro, y me locontó con un tono intrascendente que me heló la sangre.Casi lo empujé para que entrase en casa a tomar algo.

—Sólo una cerveza —me dijo.

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Sentado en mi cocina, explicándome cómo lo habíallevado al veterinario porque llevaba varios días hinchado,parecía otro hombre.

—Pasó allí la noche, y esta mañana lo abrían, así que nofui a trabajar. Tenía un tumor en el hígado del tamaño deuna berenjena. Me aconsejaron que lo dejara, que no merecíala pena...

Yo lo escuchaba atentamente, y en algún momentosucedió lo que ninguno de los dos quería que sucediese, unapausa en la conversación, un cambio en la inflexión de la vozcasi imperceptible. Yo miraba entonces el gollete de mibotella, esperando que pasara.

Luego intenté que hablásemos de perros. Dijo que noquería tener más. Se levantó para irse, pero de pronto sevolvió, como si hubiese olvidado algo importante:

—No lo dejé allí. Me lo traje y lo he enterrado en eljardín, en el sitio que más le gustaba estar. En casa.

Se fue bruscamente, sin volverse, y al pasar acariciópor primera vez la cabeza de mi perro.

Cuando me di cuenta llevaba un rato viendo llover porla ventana. Había imaginado cómo las gotas de lluvia sefiltraban por la tierra hasta llegar a la boca del animal ente-rrado, y le devolvían la vida. Luego pensé que eran tonte-rías, estaba confundiendo al perro con el trozo de carne enque se había convertido. Y es que me costaba tanto hacermea la idea de que ya no había perro.

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LA TRISTEZA DEL REY MIDAS

Has llegado a la segunda mitad de tu vida y has conse-guido tener lo que razonablemente querías, puedes conse-guir casi todo lo que quieres, sospechas que muchos quierenlo que tú tienes. Sin embargo, cuando vas a disfrutar de algo,se desmorona, se convierte en ceniza, descubres que lo quedeseas está envenenado por dentro, y cuando vas a materia-lizar tu deseo comprendes que no te da la satisfacción queesperabas. A lo sumo, alivio.

Por el rabillo del ojo, en el carnaval vertiginoso de lavida, en esa fiesta de disfraces perenne que antes nos embe-lesaba y ahora nos marea, ves pasar a amigos y a enemigos,a seres sueltos, emparejados y a familias, y te preguntasquiénes son felices de verdad, quiénes sienten lo mismo quetú y lo callan, quiénes están aún peor y ni siquiera lo saben,y quiénes están tan ocupados con sus luchas o superviven-cias que no pueden llegar a sentirlo.

¿En qué oculto rincón del alma, en qué recodo del ca-mino de la infancia, bajo qué sueño de opulencia o qué qui-mera de felicidad material perdimos la estrella del Norte?

DE NUEVO, LA ILUSIÓN

Cuando finalizó el tercer año separados, ambos convi-nimos en que no podíamos seguir así. Estábamos desquicia-dos. Carmen pudo abandonar el trabajo por un año y cobrarel desempleo que había acumulado, sin comprometer susposibilidades de volver a incorporarse en el futuro.

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Intentamos que las cosas volviesen a ser como antes.¿Por qué siempre parece que éramos más felices cuanto máslejano es el recuerdo en el tiempo?

Y en cierto modo lo conseguimos, pero no del todo.Nosotros ya no éramos los mismos: veía esa pátina de can-sancio a veces en su mirada, a veces también en la mía,habíamos envejecido en aquellos tres años.

Era más difícil encontrar momentos de complicidad,la alegría de estar juntos se había sustituido por el alivio deno estar separados, discutíamos por naderías. ¿Qué nospasaba?

Todos los veranos hacíamos un viaje. El anterior, quehabíamos volado a Canarias, dejamos al perro en un hotel deanimales.

Cuando volvimos a buscarlo, en un principio no nosreconoció. Parecía ido, con esa apatía de los animales enfer-mos. Nos sentimos culpables.

Así que, con lo que ahora considero el error de humani-zar al perro —que no es lo mismo que ponerse en su lugar—,decidimos que en adelante lo llevaríamos con nosotros devacaciones, lo que supuso un enorme desgaste, aunque tam-bién —y sobre todo para mí—, la satisfacción de mantenerese todo redondo en el que los tres nos habíamos convertido.

Aquel verano vagabundeamos por la costa salvaje delSur de Portugal, antes de llegar al Algarbe. Un universo anuestra medida: vastas extensiones deshabitadas, largospaseos por los acantilados, buena comida y algunos pueblospequeños casi intactos.

En aquel ambiente relajado tuvimos tiempo para recu-perarnos. Y en la serenidad de esos días de vacaciones en

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que uno retoma la rutina después de un viaje, vimos claroque ya no podía demorarse más el proyecto, siempre poster-gado, de ampliar la familia. Por nuestra edad, tendría queser una adopción, y si queríamos formar una familia debía-mos estar juntos. Esto limitó el tiempo máximo para conti-nuar separados a la duración de las gestiones de la adop-ción, y de rebote pusimos también un límite para recuperarnuestra convivencia.

Yo, que en el pasado era el que siempre eludía estecompromiso por no perder mi pura y miedosa libertad, fuiel primero en asombrarme por la facilidad con que ahora loaceptaba.

Había varias razones para ello, y la más importante eraque la educación, al contrario de lo que parece, es un procesoque actúa sobre las dos partes. Me explico: el perro tambiénme había educado a mí. Me había hecho descubrir que lasservidumbres de convivir con un ser irracional y emocionalme llenaban mucho más que la cuota de libertad que habíacedido a cambio.

Luego, había consideraciones propias de la edad. Comodije antes, en la madurez uno cae en la cuenta de su limitadaimportancia personal y de su inevitable caducidad. Antessentía que aún me faltaban cosas esenciales por vivir, peroen los últimos años ya creía haber encontrado los límites delo que la vida podía ofrecerme, y seguir invirtiendo todasmis energías en mí mismo, en mi diversión o en mi creci-miento, empezaba a parecerme un trabajo fútil o pretencio-so.

El goteo de muertes familiares, los abuelos, los tíos, lostíos-abuelos, iba desplazando a los elementos del clan: nues-tros padres ocupaban ahora su lugar, y nosotros el de

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nuestros padres. Debajo de mí había un vacío que un impul-so atávico me empujaba a llenar.

Así que, cuando volvimos de vacaciones, empezamosa informarnos, a buscar agencias de adopción, iniciar lostrámites legales. Las adopciones internacionales llevaban elestímulo de viajar, de conocer otro país, de unirse a él porfuertes lazos emocionales. Se veía por delante un trabajoingente, pero sentíamos correr por nuestras venas un fluirde algo dulce que nos vivificaba. Era, de nuevo, la ilusión.

EN BUSCA DEL BECERRO DE ORO

El verano terminó llevándose consigo a Carmen y elpoco orden emocional que habíamos conseguido recuperar.Volvían los tiempos difíciles.

Era en este trance cuando sentía la cercanía del perrocomo un bálsamo. Con la madurez se había convertido en unanimal tranquilo, con esa digna independencia de las razasesquimales. Habíamos pasado tanto tiempo juntos y solosque Carmen se asombraba del grado de comunicación quenos unía. Casi no utilizaba el lenguaje con él, salvo parahacerle carantoñas, un lenguaje con una entonación cómica,con palabras inventadas que lo hacían quedarse como enstandby y tragar ininterrumpidamente saliva. La mayor par-te de las órdenes eran gestos, sonidos y una amplia varie-dad de silbidos, que habíamos ido desarrollando a lo largodel tiempo.

También es cierto que yo no desperdiciaba ningunaoportunidad de llevarlo conmigo, de viaje, a la montaña, a

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correr, algunas veces a la ciudad. Mi terquedad para nodejarlo en casa cuando hacía travesías sobre esquís conamigos había hecho de mí el objeto de algunas bromas, comoque a mis espaldas me llamasen No-sin-mi-perro.

Bien observada, la situación había mejorado muchocon respecto al pasado: ahora había un objetivo e incluso unplazo para recuperar nuestra vida en común. En los añospasados y en los que faltasen para la llegada del niño,Carmen iba acumulando méritos laborales que luego podríahacer valer para continuar con su mismo trabajo en nuestraregión, cuando volviese a casa. De pronto, todo aquel es-fuerzo y sufrimiento podría servir para algo más que lasatisfacción inmediata de su autosuficiencia.

Y luego estaba ese fin de trayecto de formar una fa-milia, una promesa de estabilidad y riqueza de emociones,que yo deseaba, pero a veces aún rechazaba y a ratos temía,como un desafío ante el que no me encontraba seguro desaber estar a la altura de las circunstancias.

“En un remanso de vuestras vidas”, había dicho elpsicólogo que nos entrevistó, a la vista del historial de susinterlocutores, y yo pensé para mí: “Un remanso será latuya, capullo”. Aún vivía el prejuicio de la incompatibilidadentre la vida familiar y la pasión por vivir, después de habervisto a tantos amigos arrumbados por la pereza tras haberdado este paso. Todavía me dolía el recuerdo de aquellasparejas de amigos recién casados en la primera juventud,enajenados y encorvados sobre el carrito del bebé, incapacesde ver otra cosa que no fuera el objeto de su devociónabsoluta. Los adoradores del becerro de oro, les llamabapara mí.

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Y mientras tanto, volvimos a sumergirnos en la bara-húnda de ansiedad, cansancio crónico y encuentros apresu-rados que tan bien conocíamos. Recuerdo que un día caí enla cuenta de la permanente tensión que atenazaba mi cuello,mi mandíbula, mis ojos, mis hombros, los músculos delabdomen, el pubis, las nalgas... Desde el principio habíadeshechado engancharme a las benzodiacepinas, y las pas-tillas que tomaba no me servían para conciliar el sueño. Misataques de cólera, y mis episodios de angustia empezaban atrascender en mi trabajo y entre mis amigos. Tenía que haceralgo con urgencia e indagué por ahí. Eludiendo las terapiasclásicas y la verbalidad del psicoanálisis, al final terminé poraceptar el riesgo de algo nuevo, la bioenergética, llevado poruna recomendación que me inspiró confianza. Y así desopetón, con pastillas y loquera alternativa, consolidé defi-nitivamente mi posición a la cabeza de esta locura colectivaque llamamos Occidente.

Creo que la psicóloga era buena. Durante muchosmeses pensé que perdíamos el tiempo, pero luego, cuandoempecé a llorar en esas posturas insoportables que ella meimponía, y cuando me fui dando cuenta de que al salir de laconsulta veía el mundo con cierta serenidad, entreví una luzal fondo del áspero camino.

Hurgamos en mi mente como esos buitres que pico-tean las cabezas abiertas de los muertos en las Torres del Silen-cio. Ella me enfrentó a mi dificultad para aceptar y vivir misemociones, rastreó como un sabueso por mi infancia bus-cando el origen de ese rechazo visceral hacia mi propia debi-lidad que me había hecho independiente, exigente y arisco.

Me observaba con la frialdad de un entomólogo frentea un escarabajo disecado cuando yo le hablaba de mi nece-

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sidad de sentir la Naturaleza, de mis sueños de exploracio-nes, de la intensidad de mi relación con el perro. No seprodigaba en juicios, pero me dio a entender que eso sóloeran compensaciones, soluciones erróneas que surgen cuan-do hay bloqueos en la comunicación con los humanos.Siento diferir. Veo muchos mas caminos que el trato connuestros semejantes, por central que sea, para nutrir nues-tros afectos y el sentido de nuestra vida. Hay gente que nopuede pasar más allá de las relaciones humanas, y lo lamen-to por ellos. Como lamento esa labor imposible para loshombres, la de ejercer de dioses, que les ha tocado a lospsicólogos en este mundo sin Dios.

Por otra parte, el proceso de adopción inició su curso.Después de decidirnos por un país y una agencia con sufi-cientes garantías de seriedad, arrancó el largo trámite,lastrado de postergaciones, con sus interminables papeleos,declaraciones, pagos anticipados, visitas a notarios, cam-bios legales, plazos inaplazables y perlas como aquelladeclaración jurada de que no utilizaríamos al niño paravender sus órganos en el mercado negro.

Luego, uno va siguiendo el discurso del expedientepor los tortuosos canales burocráticos del país de adopción,que como en un juego de la oca, avanza, se detiene o vuelvehacia atrás para reiniciar un trámite defectuoso o ante ladecisión de un juez antojadizo, o porque la ley de repente hacambiado.

Como un embarazo que dura años, con sus esperanzasy temores, es un proceso irreal sobre cuyo desarrollo, ajenoa nuestras acciones, y sujeto a la voluntad perversa de remo-tos funcionarios, siempre pesa el temor de que en cualquier

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momento todo se desbarate como un castillo de naipes anteuna racha de viento.

En ese tiempo la pareja va acumulando ilusiones ypromesas de felicidad, y cuando los plazos incumplidos seacumulan sobre otros plazos incumplidos una tensión queno se ve a simple vista crece por debajo, y uno se para derepente y se pregunta si alguna vez conseguirá eso que afuerza de desear y postergar cree desear ya como nada en elmundo.

Recuerdo el día a día de los dos años que duró estetiempo como una pesadilla. El estrés se iba acumulandodesde el lunes y llegaba a su epicentro en la tarde del jueves,en que sentía mi cabeza, y de rebote mi cuerpo, como unacentral telefónica colapsada.

Verdaderamente era libre, y podría salir de casa, bus-car gente y divertirme, pero no me sentía con fuerzas. Por lasnoches, y especialmente los jueves, finalizados mis compro-misos laborales, las obligaciones de otros órdenes, los debe-res higiénicos y domiciliarios, y la administración de losmúltiples artefactos domésticos, ya no podía más. Cenaba yme sentaba en la butaca de la sala como el rey del caos en sutrono. Cuando llegas a esto, ya no quedan salidas. Si ponesla televisión tienes que soportar que te traten como si fuerasun cretino. Si la quitas, el silencio hace que la casa se te vengaencima. En cualquiera de los casos, la mente no para de darvueltas, como una fiera enjaulada.

Intento dejar que el tiempo pase. Observo al animal,echado junto a mí, que me mira con mansedumbre, indife-rente al vendaval que agita nuestras vidas.

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LA MUSARAÑA Y EL CIERVO

Fue un viernes de finales de mayo, al volver a casa deltrabajo. Abrí la puerta, y sentí la presencia de mi viejaenemiga, esperándome, en un lugar indeterminado de lapenumbra del hueco de la escalera. Ya conocía lo que ven-dría después. Pero ese día tuve la lucidez y la fuerza dereaccionar a tiempo. Cargué algo de comida, un saco dedormir, las botas y la ropa justa. Cuando terminé, el perro yaestaba echado en su sitio del coche, expectante.

Aún no había pensado adónde ir, lo decidiría por elcamino, y enfilé hacia las montañas.

A medida que me alejaba de la casa, me sentía másligero. Fui dejando pasar estrechos valles flanqueados demontañas que descendían por mi izquierda mientras medirigía hacia el oeste. Cuando el corazón me lo dictó, elegíuno. Luego, fui ascendiendo a lo largo de él, a través decarreteras progresivamente más estrechas y deshabitadasque desembocaron finalmente en una pista. Cuando la pistaterminó, había ascendido mucho y me rodeaban las monta-ñas. Abrí la puerta del coche, y sentí el silencio.

Metí las cosas en la mochila. Salí al exterior y medetuve un momento para ver el lugar y dejarme inundar porsus aromas. La tarde ya estaba avanzada. Empecé a subir, enla misma dirección de la pista, ahora por una estrechavereda paralela al río que formaba la cabecera del valle.

Hacía algo de bochorno, y la humedad lo impregna-ba todo, desdibujando los verdes del paisaje en una finaneblina. Empecé a sudar copiosamente, y mi tensión inicialse fue diluyendo en algo semejante a una borrachera impre-cisa.

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Entré en la atmósfera verde de un bosque de hayasretorcidas. Hojas nuevas rezumando humedad, el dulcetacto del musgo bajo mis pies, enormes hongos de colornaranja entre los árboles grises. El perro iba y venía a mialrededor, se sentaba a esperarme en las bifurcaciones. Supeque había acertado.

El bosque se abrió en un enorme claro, un pastizal conla hierba hasta la altura del pecho, brillando con ese verdeintenso de la plenitud de la primavera. Al fondo se veía unavieja ermita.

De pronto, el perro salió disparado, y un ciervo ocultose materializó entre la hierba, dando grandes saltos, hastaperderse en el bosque. El perro lo siguió inútilmente. Meparé a escuchar, y enseguida percibí el sonido creciente desu respiración agitada.

Empezaba a oscurecer, y volvimos a caminar montearriba, de nuevo a través del bosque. El río se iba bifurcandoen arroyos cada vez más estrechos, y la pendiente se hacíamás acusada. Aún caminamos un rato en la oscuridad, entrelas sombras apenas insinuadas de los árboles, eludiendo laspequeñas barrancas de los arroyos, cuando salimos a unapradera. Desde allí se divisaba, encima de nosotros, la largasilueta de la cresta de la montaña contra el azul pálido delcielo de poniente.

Junto a la linde del bosque encontré un prado con unapendiente razonable para dormir, próxima a un manantial.Extendí allí la estera y me senté a descansar.

No pude resistir la tentación de infringir la normativay hacer un pequeño fuego para prepararme una infusióndespués de la cena. El perro se echó junto a mí, pero a unadistancia prudente de la hoguera. Las ondulaciones de la

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pequeña llama atraían mi conciencia como un imán. Me dejéarrastrar por su baile voluptuoso de luces y formas. Eltiempo fluía por fin sereno y satisfecho como el curso bajo deun río.

El perro empezó a mover las patas en un remedo decarrera y a emitir el ladrido apagado de los sueños. Apaguécuidadosamente el fuego con agua del manantial y me intro-duje en el saco. En el cielo estaban todas las estrellas.

Luego dejé pasar el tiempo, parsimoniosamente, escu-chando el silencio. A veces me llegaban débiles secuenciasde sonidos de los pequeños animales del bosque. Las orejasdel perro se movían casi impercepetiblemente con cada unode ellos, pero otras veces se movían y yo no alcanzaba acaptar nada.

Cuando volví la vista, las estrellas habían girado en elcielo, y por el este asomaban nuevas constelaciones. Recuer-do que sentí cuál era la simple, la única verdad.

Entreabrí ligeramente los ojos, y vi las siluetas de tresfiguras recortándose contra la luminiscencia de la Vía Lác-tea. La primera era la de mi perro, que seguía echado, peroahora mirando hacia los otros. Enfrente había un ciervo,sentado como lo hacen los perros, y cerrando el corro, muypróxima a mí, una musaraña, de pie, cuya voz era la que mehabía despertado.

—No te preocupes, está dormido —dijo.—Y si está despierto, es igual, éstos ni se enteran, ja, ja,

ja —respondió el ciervo.—Son muy listos para sus cosas, pero como tengan que

salir de su lógica humana, ya puedes ponerles la mayor

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evidencia delante que ni la huelen. Buena nos la ha hechoTiku-Kaia con esto del zoológico humano para que vayandespertando.

—¿Quién es Tiku-Kaia? —Terció mi perro, con unahermosa voz de barítono que le sentaba muy bien.

La musaraña se impacientó:—¿Pero aún no lo sabes? Estos animales domésticos,

tan humanizados, son iguales que sus dueños.—Tiku-Kaia en realidad no tiene nombre —atajó el

ciervo con tono doctoral—. Los pájaros lo llaman así. En sulengua significa “El que no tiene forma”. No tiene forma,pero desea tenerla, y no para de generar nuevos seres yformas que nacen de él y vuelven a él cuando mueren.

—Bueno, a mí, madre me habló de las hazañas deHayku, el ancestro de los perros esquimales...

—No, no es eso, eso son cuentos de viejas para hacerossentir especiales —cortó la musaraña.

—Cuando esta tarde me viste en el claro del bosque yme perseguiste —prosiguió el ciervo— ¿No te diste cuentade que todo era simulado, como una obra de teatro?

—Pues, no...La musaraña y el ciervo se miraron con aire resignado.—En qué mundo vives, hijo. Hace ya milenios que

todos los animales superamos nuestra etapa instintiva. Es-tamos más allá de eso. Pero los humanos siguen absortos ensus maquinitas, sus laberintos morales y políticos, y susrelaciones contractuales, y no despabilan. Así que todas lasdemás especies tenemos que seguir montando el paripé ymantener esta especie de zoo virtual para que vayan evolu-cionando a su ritmo.

—¿Y por qué no se lo decimos?

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El ciervo respondió con vehemencia:—¡Si se lo estamos diciendo a todas horas! El planeta

entero se lo está gritando. Pero es igual, son estúpidos.Hasta que no lo vean por sí mismos no sirve de nada.

—...Y eso del paripé, no lo entiendo. Yo disfruto cazan-do, y comiendo... —dijo mi perro.

—Toma, y yo también —replicó la musaraña—. Soytan buen actor que me creo completamente el papel quecorresponde con la forma que me ha tocado. Pero eso noquita que también está ahí presente, como sobreescrito, elrecuerdo de lo que de verdad soy, y eso da a las cosas unadimensión diferente.

—¿Así que yo también soy Tiku-Kaia?—¡Vaya una pregunta inteligente! Eres igual que tu

dueño, que escuchaba maravillado los ruidos de los anima-les del bosque sin darse cuenta de que todo aquel escándalosólo habría podido servir para ahuyentarlos. Y el perro y elamo moviendo las orejas. Vaya par. Menudo zapateado queles bailé mientras me partía de risa.

Vi la luz de las estrellas reflejarse en lo que debía ser elpequeño ojo de la musaraña. Entonces se volvió hacia mí ypor un momento dejó de brillar. Esta vez no fui tan estúpido.Supe que me lo había guiñado.

¿Y USTED, POR QUÉ QUIERE TENER UN HIJO?

Esta pregunta, una auténtica joya extraída de uno delos cuestionarios oficiales para el proceso de adopción,empezó a martillearme la conciencia cuando llegó el terrible

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día. Aquella abstracta fecha que con cinco meses de antela-ción nos habían reservado para ir a recoger a nuestra niña,se presentó como un tren que supones lejano y que irrumpede pronto, arrollando cuarenta y tantos años de costumbrede ser el ombligo del mundo. Los padres biológicos tambiénhan experimentado lo mismo, y hay abundante literatura alrespecto, así que no me extenderé.

Ante lo que se avecina, debo confesar que, salvo esca-sos episodios de empatía, los niños eran para mí esos seresfastidiosos y consentidos que sólo servían para interponerseen mi relación de amistad con sus padres y para echar aperder nuestras conversaciones y proyectos en común consus enfermedades, pataletas y caprichos. A lo que añadiréque la acumulación de sonrisas y carantoñas forzadas, sólopor no decepcionar a sus padres me había dejado un gruesoposo de obligación y hastío en relación con ellos.

Para mí fue un alivio saber que, por nuestra edad, nosasignarían un niño de algunos años, que al menos manejanunas normas básicas de higiene, comportamiento y comuni-cación, y parecen vivir en un mundo de magia e inocenciapor el que experimentaba cierta desconfiada curiosidad.

Porque si algo temía de verdad eran esos humanos deproporciones deformes y cortísima vida que ni hablan, nirazonan ni saben comportarse, sólo mamar, llorar, cagarse ymearse encima, y que, para colmo, encantan a todo el mundo.

Bien pertrechado, como puede observarse, para lapaternidad responsable, bajé las escalerillas del avión alaeropuerto del país de adopción con la gallardía del terro-rista suicida cuando ve nacer el día que lo hará mundial-mente famoso.

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Y un día, después de un viaje de recogida que, porcómodo que resulte, siempre es vivido como una odisea,desembarcas en casa con un ser desvalido y extraño que nohabla tu lengua y sólo quiere volver al mundo del que lo hasarrancado. Ya tienes lo que querías, te dices, y luego tepreguntas:

¿Y ahora qué?

¿HIJOS? SÍ, TENGO DOS; EL MAYOR ES PERRO

Mi instinto compulsivo de huida-o-ataque complicóaún más las cosas. En un impulso insuficientemente medita-do, acepté la oportunidad que me ofrecieron, por causas dereunión familiar, para desarrollar mi trabajo por un año enla provincia en que Carmen trabajaba.

Ante ella, la maniobra le permitía acumular un añomás de méritos, que facilitarían su ingreso laboral en nues-tra región sin renunciar a nuestra prometida reunión. Paramí satisfacía la vieja inquietud por conocer otros lugares.Pero por debajo había una actitud de escapismo que lapsicóloga supo ver y denunciar desde el principio. No lesirvió de mucho, porque ella fue otra víctima del cambio,una carambola a dos bandas con la que me libré de suagotadora disección de cada martes.

Así que insuflados de un encomiable espíritu de pio-neros modernos, y con un despiste más que considerable ennuestra función parental tras sólo tres semanas ejerciendo,

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cargamos en la furgoneta los trastos imprescindibles, lafamilia y el perro, y partimos hacia el sur.

Nunca olvidaré aquel año. Me gustan las epopeyas,aunque tenga que dejarme en ellas la piel. Y esta sí que fueuna epopeya.

Cómo olvidar aquel mar de olivos tras los grandesventanales del piso que alquilamos, así como la desesperan-te semana para encontrarlo, con el perro asfixiado en elcoche por el calor de setiembre y la niña llorando por eltemor a ser abandonada ante tanta provisionalidad.

Imposible olvidar la luz del sur y sus montañas rese-cas, el bullicio y el aroma de sus bares de tapas, el escasopuñado de buenos amigos que hicimos en aquel tiempo. Nocreo que en nuestra vida haya habido un año y un lugar tandenso en desafíos y dificultades como éste.

Porque fue muy difícil. Por una parte, nuestra trayec-toria personal, sobradamente descrita más arriba, arrastra-ba una desequilibrio que nos llevaba a continuos enfrenta-mientos entre nosotros. A la extrañeza de un lugar nuevo sesumó la dificultad de nuestros trabajos: Carmen tenía quehacer doscientos kilómetros cada día para ejercer en unpueblo perdido de la sierra, y yo tenía que actualizarme a unritmo que me obligaba a continuar mi trabajo en casa.

Por otra, aunque la capacidad de la niña para adaptar-se y establecer afectos era sobresaliente, la nuestra dejabamucho que desear. No estábamos a su altura, la intensidadde la relación nos axfisiaba, y no teníamos amigos ni parien-tes que pudiesen descargarnos un poco. Luego, estaba lapresión para que la niña aprendiese la lengua y pudieseavanzar en la escolarización cuanto antes. Muchas veces letransmitimos la ansiedad que nos devoraba por dentro con

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impaciencias y exigencias desproporcionadas, y cuandoéramos conscientes del exceso ya era demasiado tarde.

El papel del perro fue aquí, como antes en nuestrarelación de pareja, un lugar de encuentro para la armonía yel desahogo de tensiones y enfrentamientos. Y con respectoa la niña, un recurso continuo para apelar al afecto o lacapacidad de superación. Y es que, durante los primerosmeses, el perro fue una especie de hermano menor.

Desde el principio fuimos especialmente precavidoscon los celos del animal, que no quedó relegado nunca, ni sequedó a solas con la niña. Fue inútil, pues a lo largo de losaños que vendrían, y por diversas circunstancias excusa-bles, el perro acabó mordiendo a todos menos a ella.

Como todos los que han sido padres conocerán, peromás aún si debes comprimir seis años de vida ya irrecupe-rables en uno, pasar por esta experiencia es revivir la propiainfancia, un tiempo que oculta mucho más que aquello quenos gusta recordar. Yo no pude, por ejemplo, aceptar aspec-tos de la personalidad de la niña, como su indefensión, sunecesidad de amparo, o sus —a mi juicio— impúdicas exhi-biciones de debilidad, hasta que no acepté que yo había sidotan débil y necesitado de cariño como ella, y después mehabía prohibido a mí mismo esa imagen propia y la expre-sión de esas emociones.

No puedo decir que fuéramos felices. Pero sí quevivimos, y que por encima de todo nos quisimos. Y que losgrandes esfuerzos conllevan grandes satisfacciones. Viaja-mos mucho y aprendimos mucho. Con todas sus imperfec-ciones, a partir de aquella relación tan estrecha y a vecesagobiante nos reinventamos, todos, en nuestro nuevo papelde elementos de una familia.

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WEREWOLF

Un día caí en la cuenta de que se me saltaban laslágrimas tras ver en la prensa las fotos de los lobos abatidosen una cacería, y no reaccionaba tan intensamente ante losotros animales. O de qué bien me sentía cuando escuchabaal perro aullar al filo del anochecer. A veces, me descubríafantaseando con la idea de tener una segunda naturalezaanimal. En estos casos, en que a uno le pica algo y no sabebien qué, lo normal es ocupar los ratos perdidos buscandopistas en Internet. Allí encontré la palabra, alemana, que lodescribía: werewolf. Algo así como hombre lobo.Ya sé que aestas alturas unos se estarán tronchando de risa mientrasotros habrán encontrado por fin el argumento que les falta-ba para colgar este libro del portarrollos de su cuarto debaño, pero entonces comprendí hasta dónde llegaba miidentificación: había convertido al perro en una extensiónde mí mismo, una expresión de mi naturaleza instintiva,bastante reprimida por cierto, en este mundo tan normaliza-do y racionalizado. Sin pretensiones de violencia, no estabatan lejos sin embargo de los sanguinarios licántropos de latradición europea, porque con ellos compartía ese profundoarquetipo de nuestra doble naturaleza.

Creo que hay buena parte de verdad en la idea de quelos demás no son otra cosa que la forma en que los percibi-mos, lo que representan para nosotros, aquella parte nuestracon la que los hemos identificado.

A veces sobredimensionamos la importancia de laspersonas y cómo no, otras hacemos lo mismo con la de losanimales. Eso, al fin y al cabo es cosa de cada uno, así como

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su responsabilidad de no hacerse daño a sí mismo ni a losdemás, incluyendo el peligro, que tanto preocupaba a mipsicóloga, de utilizarlos como tapadera de las propias ca-rencias emocionales, de los propios pozos negros.

Cuando el afecto hacia un animal nos lleva a eliminarlas barreras y los prejuicios que nos han enseñado hacia losno-humanos, para verlo en esencia como un igual, como unser que sufre y goza y participa del mismo desamparo quenosotros ante el destino y la muerte, suelen surgir proble-mas.

Algunos les asignamos automáticamente la condiciónhumana, y nos costó comprender, por ejemplo, que la justi-cia, la moral y la compasión no tienen nada que ver con ellos:no los esperan ni los entienden, ni los practicarán nunca. Sonsólo un mecanismo de entendimiento entre humanos, y nonos engañemos, tampoco son el modo en el que el mundoespera ser ordenado.

Igual sucede con la pena que a veces nos produce sudesvalimiento, en el fondo no tan diferente del nuestro antelas circunstancias de la vida, que nos lleva a sobreprotegerlosa costa de nuestra libertad. ¿Cuántas veces los buenos sen-timientos y la compasión no son otra cosa que una forma deconjurar el temor a sufrir una situación que nos aterra?

Una vez se ha dado el paso de considerar como iguala nuestra mascota. ¿Por qué no extenderlo al resto de losseres? De pronto podemos descubrir la cosificación a la quehemos sometido a todo nuestro entorno vivo: desde esasgallinas ponedoras que pasan su vida en una jaula con elpico cortado para no atacar a sus compañeras en su inevita-ble enloquecimiento, hasta esos cerdos o vacas encerradosen una cuadra, con una cadena al cuello, que viven y duer-

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men sobre sus propias heces, y que morirán sin habersobrepasado la infancia.

A veces la lucidez y el dolor de esta comprensiónpuede llevarnos a extremos: no es obligatorio dejar de comercarne o intentar aplicar los tres principios de la revoluciónfrancesa al mundo animal y vegetal, porque no tendríansentido. Pero sí que hace falta una profunda revisión denuestra relación con el entorno, que erradique esa ideaperversa de que la naturaleza existe sólo para nuestro bene-ficio, y arbitre un orden entre nuestros deseos y necesidadesy los daños que suponen para ésta. No hablo de justicia, nide derechos ni de compasión, sino de un término que desco-nozco si está acuñado, al que yo llamaría algo así comodignidad animal, y que establecería las restricciones paranuestro respeto a que todo ser vivo nazca, se desarrolle ymuera de acuerdo con las condiciones para las cuales estáconstituido.

DE NUEVO EN EL PUNTO DE PARTIDA

Y un día de junio, sin creérnoslo del todo, nos encon-tramos de nuevo juntos y en casa. Han pasado siete añosdesde el verano que inicia este relato, y parece que se hacompletado un ciclo. Siento que he cambiado: las dificulta-das compartidas con mi pareja, y sobre todo la convivenciacon dos seres irracionales me han permitido dejar atrás laúltima fila de pupitres en la escuela de los sentimientos.Pero también noto que he envejecido. De una pareja restric-tiva hemos pasado a ser una pequeña tribu y hemos conse-

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guido objetivos que nos parecían tan necesarios comoinalcanzables, aunque bien tuvimos que pasar por caja ypagarlos a tocateja en sustancia de nuestra propia piel.

Pero aún faltaban dos años, hasta casi completar ladécada, para cerrar el círculo definitivamente. Recién llega-dos a casa, era necesario más tiempo para compactar ysoldar nuestros vínculos y para intentar recuperar el equili-brio perdido.

NO EXISTEN LOS FINALES FELICES

Como todos aquellos que quieren a sus mascotas, yoera consciente de la diferencia entre el ciclo vital de los canesy el nuestro, algo que evidencia lo antinatural de nuestrocariño. Siempre temí la llegada de ese día.

Todo empezó como suele suceder, con unos indiciosque no se valoran. Pasa el tiempo, y cuando empiezan aaparecer verdaderos síntomas, aparentemente sin impor-tancia, aún lo postergamos un poco. El veterinario tampocolo consideró significativo, pero fue en el chequeo generalque le siguió —estaba en torno a los nueve años— cuando sele cambió la cara. “El lunes lo abrimos y te diré lo queencuentro”, me dijo, “pero no tiene buena pinta”. Era unjueves.

Volví a casa llorando como un crío al que han asustadoen el colegio. Afortunadamente, la niña estaba fuera esasemana. Fueron cuatro días muy difíciles, en los que no eracapaz de separarme del animal, pero tampoco de disfrutar-

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lo. No podía dejar de torturarme pensando que estábamosllegando al final. Carmen trataba de animarme con la posi-bilidad de una solución feliz el lunes, pero no me servía. Elperro empeoraba, nos despistó con una leve mejoría, yvolvió a empeorar.

El lunes por la mañana me levanté con ese malestarque producen la mezcla de insomnio y angustia. Saqué alperro a dar su paseo de la mañana, lo cargamos en el cochey nos dirigimos a la ciudad, hasta la consulta del veterinario.En esos momentos, y por algún compasivo mecanismo delcerebro, uno está como anestesiado, hasta llega a convencer-se en los momentos más duros de que todo saldrá bien, yencima cree que es objetivo. Hasta el día siguiente no adqui-rí consciencia del creciente sufrimiento que iba invadiendomi mente a lo largo de las acciones descritas arriba, y queculminaron con un ruido ensordecedor cuando nos despe-dimos con una caricia, cuando afrontamos por última vezesa mirada que parece querer decir todo eso que nos con-mueve profundamente y no puede expresarse. Una miradaque me perseguirá toda mi vida.

Luego, salimos y esperamos la llamada telefónica enun café próximo. “Esta mucho peor de lo que esperaba”, medijo el veterinario. “No hay nada que hacer, si lo cerramos ylo dejamos como está, creo que no sobrevivirá al postopera-torio, y si lo hace es para morir rabiando. Hazme caso, lepongo una sobredosis y no se enterará”.

“¿Lo sacrificaste?”, he tenido que oír muchas veces. Yaestá bien de eufemismos: no, no lo sacrifiqué, lo mandématar. O “en esas circunstancias era lo mejor para él”.Mentira, no sabemos lo que él elegiría, quién sabe si morirrabiando junto a los suyos. Hacemos lo que creemos que

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pediríamos para nosotros, pero sólo se puede saber lo que sepediría si uno se encuentra en esa situación que a nadiedeseo. Creo que otras culturas tendrían más reparos a lahora de cambiar el curso de los acontecimientos. Y tambiénque no resulta cómodo tener en casa un animal muriéndose,y soportar la indignidad de su degradación y el propio dolorde asistir a ella. Que se engañe quien quiera, pero que noesperen mi complicidad. Lo más suave que puedo decir esque en estas circunstancias no hay ninguna decisión buena.

Luego vinieron esas noches plagadas de sueños in-quietos y sonidos familiares que parecían provenir de suárea en el garage. No puedes dormir, y en esa atmósfera enfe-brecida del duermevela bajas a buscar el origen del ruido.Sientes su presencia, por el rabillo del ojo crees percibir unasilueta imposible. Luego, ves la desolación del Varikannevacío, los platos de comida y agua, y vuelves a tu cama comoescapando del infierno.

Es en este tiempo de duelo, cuando recuerdas el verda-dero valor de las cosas, cuando comprendes que a pesar detodos sus defectos, de todos los problemas que generó,aquel animal parecía haber elegido el momento oportunopara llegar y estar, y cuando dejó de ser imprescindible, salirdiscretamente de la escena. Y entonces duele aún más.

Cuando no soporto la frustración de recuperar a al-gún ser querido, me refugio en la fantasía de que todo loque ha vivido no puede haberse disuelto para siempre.Imagino que el pasado, y con él todos los seres que conoci-mos siguen existiendo en esa infinitud de presentes eternosal que los que estamos sujetos al tiempo ya no tenemosacceso.

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Entonces sueño que un día descubrirán un camino quelleve a ese espacio oculto donde aún pervive todo aquelloque perdimos.

Si alguna vez es así, que me dejen volver, por favor, aese lugar que tan bien recuerdo: bajo la luz perfecta de unamañana de julio, aquel claro perdido entre la maleza, sobreel azul del Mediterráneo.

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EL GUARDIÁN DE LA AUTOVÍA

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er el mar. Siempre soñó que al jubilarse vendería elpisucho de obrero del extrarradio, y junto con los ahorros detoda la vida se instalaría en un apartamento, no importabael sitio, con tal de que tuviese una terraza sobre el Mediterrá-neo. Había consumido su vida entre la fábrica y la vidafamiliar, en casa, y recordaba tantos atardeceres apoyado enla barandilla del balcón, imaginando en azul la inmensidadamarillenta del sur de Madrid mientras intentaba cambiar elrumor del mar por el estruendo de la autopista situada bajola casa.

La muerte prematura de su mujer, justo antes de lajubilación, cambió su vida; pero no impidió que se adaptasea su nuevo papel como siempre había hecho, con pulcritud:un jubilado discreto, económico, sin perro ni desborda-mientos emocionales; reacio a los hogares de jubilados yamigo de los paseos y los parques, de vez en cuando unapartidita en el bar con compañeros jubilados de su mismaempresa.

Había retomado el proyecto de vivir junto al mar,cuando el incompetente de su hijo, incapaz de encontrar untrabajo estable como asalariado, se presentó por casa pidién-dole financiación para montar su propio negocio. No tepreocupes, papá, esto va a ser un chollo, en seis meses tedevuelvo el dinero. Ese fue justamente el plazo que tardó en

V

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volver por casa para recordarle lo duros que suelen ser losprincipios, la falta de liquidez le apretaba y necesitaba li-brarse del pago del alquiler del piso por algún tiempo, a tiseguro que te viene bien un poco de compañía, cada vez teveo más raro de tanto estar solo.

El recogimiento y la penumbra del pisito de viudo seesfumó entre el estruendo de tiros y música de la televisiónhasta altas horas, los chillidos histéricos de la nuera, a la que,no importaba donde se colocase, siempre parecía estorbar (yera difícil cambiar de sitio en aquel piso tan estrecho), y lamarabunta de los insoportables nietos que la joven pareja sehabía apresurado en engendrar.

Los sacrificios no eran algo nuevo para él, que habíaconstruído su vida sobre ellos, y para echar una mano seresponsabilizó de la limpieza de la casa mientras el matri-monio trabajaba. Unos meses después, cuando los preco-cinados y el microondas amenazaron con resucitar su viejaúlcera, ensayó algunas recetas de su mujer, y con su calladatenacidad los fue perfeccionando hasta conseguir aquelloséxitos del silencio en los que los platos se vaciaban deprisay no se oía una palabra. Pero aquel tiempo apacible terminóabruptamente con la finalización del contrato de trabajo desu nuera. Se había quedado definitivamente en la calle, yandaba revoloteando por la casa, sin un papel definido.Primero fueron las miradas torvas, la sensación de que mas-cullaba terribles ofensas imaginarias, y luego una oleadacreciente de descalificaciones, ironías corrosivas y calum-nias dirigidas a probar su negligencia senil para las tareas dela cocina. Era un chorro verbal de inmundicias que no admi-tía diálogo y que él intentaba capear acercándose a la sala,donde su hijo y sus nietos, aletargados frente al televisor, a

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veces tomaban partido favorable. Pero ella debió apretarleslas clavijas por debajo, porque a partir de cierto día cuandose les acercaba pidiendo ayuda parecían hipnotizados por lapantalla.

La batalla de la cocina terminó con la ocupación sincondiciones de ésta por la nuera, pero no fue el fin de laguerra: ella continuó su juego sucio para hacerse, palmo apalmo, con el control de toda la casa ante la indiferenciacómplice del resto de la familia. Después de la toma de lagestión de las compras, vino la de la limpieza, y más tardeempezó a ponerle trabas a su libre paso por las habitacionescon la excusa de que manchaba. Quería que se quedase en lasala, a ser posible con la televisión puesta, idiotizado, pensó,como hace con los otros.

Podía poner fin a aquella situación, pero era incapazde abandonar a su hijo y a sus nietos ahora que lo necesita-ban. Sabía por experiencia que, aunque parece que estassituaciones no van a finalizar nunca, los malos tiempospasan y todo acaba por solucionarse. Despreciando la ofertade la sala se refugió en el balcón, que para ella no teníainterés estratégico, y se acostumbró a dejar correr allí lashoras, observando el paso de los coches como si fuesenpájaros, soñando con el mar, esperando tiempos mejores.

El fin de la guerra restableció la convivencia, peroya no podía ser lo mismo. De vez en cuando pasaba porla sala en horas de audiencia televisiva, y tras la estampidade la nuera por alguna misión urgente, se quedaba charlan-do con su hijo, aunque éste ya no le describía el inminentedespegue del negocio ni se acordaba el préstamo; luegoaprovechaba para hacer unas gracias a aquellos seres egoís-tas y malcriados que tenía por nietos, a cuyas virtudes se

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añadía ahora una actitud esquiva, sin duda imbuida por lamadre.

Todo va bien, se decía a la vuelta al balcón, donde fueprolongando sus estancias, cada vez más enfrascado en lacontemplación del tráfico de la autovía. Se estaba quedandosordo y el ruido ya no le molestaba, pero había algo más;empezaba a sentir una atracción irresistible por dejarsellevar por aquella danza errática de los coches, ese suavefluir ondulante en el que se entrelazan y se separan y entre-tejen una filigrana improvisada, destruida a cada instante;lo mismo que observar el juego de las olas, pensaba, me traeel mismo anhelo de armonía, el mismo sueño de libertad.Así pasaba las tardes sin apenas darse cuenta, y se iba a lacama tranquilo, impregnado en el silencioso baile de losfocos trazando estelas contra el fondo amoratado del cre-púsculo.

Un día constató el incontenible crecimiento de la barri-ga de la nuera, y barruntando futuros incidentes por falta deespacio, puso en práctica una idea que llevaba tiempo pos-tergada. Cerró el frente del balcón con una estructuraacristalada, hizo una prolongación del techo y en los ladoslevantó dos tabiques. Después llenó el hueco con un camas-tro, la mesa estrecha de la cocina, y una silla. Aquellarelativa independencia le hizo sentirse mucho mejor. Mástarde instaló una cocinilla de camping para los desayunos ylas cenas, acción que su nuera aprovechó para eliminar suplato del almuerzo en la mesa familiar. Qué más le daba.Ahora podía centrarse en lo que verdad quería, dedicar todoel tiempo posible a la concienzuda observación del tráficode la autopista, una observación sin análisis ni juicios, enrealidad un volcarse, un anegarse en ella.

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Pasaban los días iguales, y sin embargo, llenos; des-pués los meses y los años. De vez en cuando bajaba a saludara los conocidos de la empresa, y en casa se le invitaba enNavidad y fiestas semejantes, tratándole con la considera-ción e incomodidad de un pariente que viene de visita desdeuna ciudad lejana. Nadie conocía su pasión, la experienciaque vertebraba su vida y a la que dedicaba la mayor parte desu tiempo, aunque se sabía espiado por su nuera, que ten-dría jugosas hipótesis sobre su actividad. Sin ningún esfuer-zo de aprendizaje distinguía espontáneamente los cocheshabituales, sabía por instinto cuándo viajaban fuera de suhorario, e incluso cuáles estaban faltando ahora mismo a suhorario. Y cada coche le suscitaba una oculta sensación, algoindefinible y sin embargo diferenciado acerca de su dueño.Pero un día que se dejaba llevar por una fantasía en coloresazules, vio que por la autovía sólo pasaban coches de esecolor. Cambió al verde, y sucedió lo mismo, luego al rojo,después quiso ver sólo camiones... una punzada de pánicolo hizo saltar de la silla. No podía ser, había sobrepasado ellímite, pensó, y salió huyendo del balcón.

¿Adónde le estaba llevando aquello? ¿Era la locura o loque no tiene nombre? Tenía miedo, y decidió dejarlo, reha-cer la vida que llevaba cuando aún vivía solo en el piso. Laprimera semana no lo soportó mal, pero en la segunda supoque estaba en una encrucijada y también que quería seguiradelante. Tuvo que dedicar varios días a la difícil tarea deaceptar lo que implícitamente ya sabía y asumir su respon-sabilidad.

Cuando volvió a sentarse de nuevo, tras dos semanasde ausencia, la autovía estaba hecha un asco. Atascos fre-cuentes, tensión por todas partes, individuos sobreexcita-

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dos que hacían maniobras peligrosas. Necesitó todo el díapara recuperar el equilibrio del conjunto. Al anochecer, conel tráfico sincronizado y redondo como una mar en calma, sefue derrengado a la cama.

Desde entonces cuidó aquel tramo de autovía con susvehículos y sus pasajeros como una parte de sí mismo.Nunca perdió el tiempo en buscar explicaciones, ni le pre-ocupó si los viajeros percibían lo que él o si no se dabancuenta de que lo sentían. Se limitaba a ocupar todo el día ensostener la belleza en aquel lugar, que por otra parte era loque necesitaba para sí.

Sucedió mientras soñaba con el mar, durante la siestade una calurosa tarde de agosto en que el tráfico estaba tanpesado como se encontraba él internamente.

Su nuera, al otro lado del tabique, se movía ansiosa-mente de un lado para otro, mientras rellenaba las maletasde ropa. Estaba tan excitada con la expectativa del viaje quehabía olvidado su hábito de espiar con regularidad al viejoloco (¿qué cara pondrá cuando se vea solo durante quincedías?), y no pudo ver cómo éste se iba deslizando lentamen-te por la silla hasta quedar tendido en el suelo, definitiva-mente inmóvil, con los ojos semicerrados. Qué nervios,pensaba, por fin llegó el momento, después de casi quinceaños, es que no me lo puedo creer, el negocio funcionandoa todo trapo, por fin unas vacaciones como todo el mundo,se dijo, mientras cerraba la última maleta. Había terminadode recogerlo todo y no sabía qué hacer. Se sentó en la sala ypuso la televisión, como siempre a todo volumen. Imposibleescuchar otra cosa, ni siquiera el formidable estruendo de lacolisión en cadena en la autovía, ni tampoco los estallidos delos depósitos de gasolina, luego las llamas, los gritos entre

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el caos, el olor a plástico quemado y a carne quemada, lassirenas de la policía, las sirenas de las ambulancias, de losbomberos.

Cogió un cigarrillo de la mesa de la sala y lo encendió.Miró el reloj. Ya deberían haber llegado, pensaba, cada vezmás nerviosa, seguro que están dejando el coche en elgarage, subiendo las escaleras, pero qué importan unosminutos, lo importante es escapar de esta miseria del fin demes, de los trabajos, de los vecinos, y ver el mar, el mar,pasar unos días en un apartamento, no importa el sitio, contal de que tenga una terraza sobre el Mediterráneo.

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TUAMOTÚ

Para los amigos muertos

Así se nos apareció, perdida en el azul del mar y del cielo; de blancasplayas, un anillo de bosque verde, palmeras que mecían sus brazos cargados depiedras preciosas; de una fantástica y celestial belleza. Las olas la rodeaban,blancas como la nieve, y rompían a lo lejos contra un arrecife que no figura enlos mapas.

Robert Louis Stevenson, Las Tuamotú.

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odos los días, cuando empieza el tamborileo, alprincipio indeciso, caótico después, luego un murmullo quese transforma en fragor, una densa cortina, una catarata deagua que anega y ciega la pequeña isla, desconecto el orde-nador, abandono mis compraventas de acciones y mis chis-morreos financieros y me siento frente a la gran ventana sincristal que da a la laguna del atolón. Dos cocoteros de troncoerrático, que nacen bajo a la casa, enmarcan, como una pan-talla, la inmensidad gris del océano fundido con el cielo:cada día fijo ahí mi vista y me digo, en términos cinemato-gráficos, que es el tiempo de proyectar lo grabado (de recor-dar, de recuperar, de vomitar), la razón oculta y absurda yperentoria de mi estancia en este lugar que creí no llegar aconocer nunca después de haber soñado tanto: sueños se-pultados por la vorágine de la vida que dan a mi vivenciaaquí un sabor de eco, revenido, como un amor de juventudconseguido en la vejez.

Es la misma atmósfera que envuelve el tiempo en queurdimos el viaje, aquella edad en la que todo parecía posi-ble, en la que por algo semejante a la presunción de inocen-cia, cualquier recién llegado era automáticamente consi-derado un amigo, y todos teníamos muchos, y yo especial-mente a Sergio, y Míguel, y Andrés, y algunos, muchosmás.

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Recuerdo tantas carreras por el barrio, aquellas perse-cuciones de gatos en el taller del padre de Andrés, ya desdeniño con las uñas enlutadas de la grasa de los motores; yMíguel, algo más joven que yo, un crío serio y reservado,siempre detrás de mí, haciendo lo que yo hacía.

Y Sergio, viejo compinche, confidente y ariete insus-tituible en azarosas tardes de domingo detrás de las chi-cas; Sergio, siempre intrigando, alto, desgarbado y de piesenormes, ahora sé que el más inquieto e inteligente delgrupo, el que nos embarcó para comprar a precio de chatarraaquel velero de seis metros que había encontrado, unazapatilla de fabricación polaca que sólo cogía viento por lapopa. El primer fin de semana que salimos a un puertocercano, lo amarramos tan firme que la bajamar lo dejócolgando de los norays del muelle, como tendido a secar.Pero aprendimos a manejarlo, y luego vinieron muchosazules índigo y muchos rociones de espuma y algunos ratosde miedo, pero sobre todo, y lo más importante, esa claridaden la mirada de aquellos en los que confías plenamente, porlos que darías cualquier cosa, con los que irías al fin delmundo.

La pasión de navegar nos ganó, y cuando obtuvimostítulos y hasta cierto prestigio regateando en buenos barcosajenos, Sergio nos sorprendió con otra de sus ideas: He vistoun casco de madera de catorce metros, nos dijo, antiguo peromarinero, un año de trabajo para ponerlo a punto, y a salir...para no volver.

Nos dejó helados. Era más de lo que nos atrevíamos adesear. El desierto de agua no había ido minando por den-tro, estábamos terminando unos estudios en los que había-mos perdido el interés, y la perspectiva de un año vestidos

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de caqui seguido de décadas de trabajo y responsabilidadesno valían mucho comparados con la infinitud de horizontesy vagabundeos que nos ofrecía Sergio con su barco. Lasensación de burlar el destino propio y el de la mayor partede los mortales no tiene paragón. Aquel fue un año maravi-lloso. Nunca olvidaré la noche que Sergio se presentó con lascartas de navegar y dijo teatral: “Señores, tenemos que darun destino a nuestro viaje. Después de escudriñar el Pacífi-co, propongo la tierra firme más perdida”. Extrajo unalámina que cartografiaba el archipiélago de Tuamotú, y loextendió sobre la mesa. “Esta isla”, dije, adelantándome alresto. Había señalado un pequeño atolón solitario, el mismoen el que me encuentro ahora.

Con la definición de un destino explícito caímos en lacuenta del alcance de la empresa en que nos habíamos com-prometido. Era desviar, quizás irrevocablemente, la trayec-toria de nuestras vidas, y en consecuencia asumir una res-ponsabilidad y experimentar un entusiasmo nunca conoci-dos. Entonces empezó el remolino, al principio lento, perocada vez más absorbente. Todo iba girando en torno al viaje:las asignaturas pendientes que se postergaban, los trabajostemporales para conseguir dinero, los problemas con lasfamilias que se resistían incluso a nuestra mentira de unaausencia de meses, las novias que querían y no queríanvenir, las obras de adaptación en el barco que generabannuevos problemas...

Una madrugada de fiesta, más allá de la borrachera,Sergio me confesó que dudaba de la fuerza de Míguel yAndrés para romper sus vínculos y partir.

—Tenemos que ir —me dijo—. Aunque nos quedemossolos.

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—Por mí no te preocupes, Sergio, te juro que llegare-mos a esa isla.

Apenas quince días después de aquella noche, con elbarco recibiendo los últimos retoques, Sergio perdió la vidaen un accidente de coche.

Todo lo llenó el estupor, y un silencio terrible que durómeses.

Un día fui a buscar a Míguel. Estaba tratando de apro-bar las asignaturas que le quedaban, y cuando le habléde retomar el proyecto, eludió la respuesta sin poder evi-tar un gesto adverso. Andrés trabajaba en el taller con supadre, y reaccionó de forma semejante. Volví a casa con lasensación agustiosa de que algo se había roto para siem-pre.

Pasé un invierno errático, y sin asimilar lo vivido medejé llevar por la corriente y volví al redil. Mi carrera exigíauna dedicación completa, y poco a poco me fui involucrando,encontré trabajos progresivamente mejores, y un día asoméla cabeza a un planeta desconocido y sintético, cubierto decelofán, olor a traje nuevo y máscaras de satisfacción. Lanovedad aún hacía divertido trabajar, pero aún más lo eraaquella especie de partida encarnizada al Monopoly en laque apostaban y se afanaban mis compañeros y jefes sin, porotra parte, perder la compostura entre ellos: hasta el dinerode los sueldos parecía de juguete, empleado más en expre-sar relaciones de poder que su propio valor.

Yo no estaba bien. Necesitaba desesperadamente vivirpor algo. A mi alrededor todos parecían impresionadosporque, se decía, me estaba convirtiendo en un técnicobrillante. De repente todo el mundo había dejado de consi-derarme un muchacho y me trataba con deferencia. Mis jefes

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me demostraban su aprecio de esa manera tortuosa quetienen, sin perder las distancias y aprovechando para darotra vuela de tuerca, dejándome entrever impúdicamente loenvidiado que era.

Una noche desperté inquieto: había soñado con unahabitación oscura, la puerta entreabierta, del interior salíauna música hechizante. ¿Qué había dentro? Intuía que meesperaba algo o alguien maravilloso, pero el paso me estabavedado y debía ponerme un incómodo disfraz. El sueñoresultó profético a la fuerza, porque no había otra salida: conuna íntima amargura ignorada, mal sofocada con caprichos,en unos pocos años acepté sus valores, participé en suscacerías de pasillo, me hice un técnico brillante, me convertíen uno de ellos.

Tiempos de voracidad, cómo disfruté de aquel vértigode actividades intensas y fugaces, entreveradas con muchashoras de trabajo, aviones y coches veloces; mi piel y objetospersonales se habían cubierto, como en los semidioses, deuna fina película dorada, y mis modales adquirieron esaseguridad imperativa y fluida que proporciona el éxito.Había en ello algo que incomodaba a Andrés, con sus uñasmanchadas de grasa y el buzo que llevaba siempre puestoaunque vistiese de etiqueta; yo lo atribuía entonces a mibrillo natural y ahora sé que era mi pura soberbia. Lo veíacon frecuencia, lo mismo que a Míguel, que parecía incapazde aprobar las últimas asignaturas de su carrera, inevitable-mente la misma que la mía, y observaba mis progresos conuna mezcla de autocompasión y esa vieja inferioridad paraconmigo. Pero ya no nos emborrachábamos juntos. Para esotenía un selecto grupo de lobeznos ambiciosos como yo, quecompartíamos una forma sofisticada de entender la diver-

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sión, y ahuyentábamos la soledad sin olvidar que al díasiguiente podríamos ser enemigos.

En la baraúnda del cambio de rumbo, por una decisiónapresurada y estúpida, perdí a mi novia de siempre. Nosabía el hueco que llenaba, cuánto la echaría en falta en losmeses que siguieron, ni tampoco que estaba cortando laúltima amarra que me unía al tiempo de los sueños. Ahorapienso que era un proceso natural después de mi cambio depiel; como lo fue que antes de un año estuviese viviendo conAndrés, con quien compartía los valores y la sensibilidadque yo había dejado atrás. Frente a mí presentaron unaactitud de dignidad herida, guardianes ofendidos de la Tra-dición, para disimular su mala conciencia de traidores: LosPuros, les bauticé desde entonces para mí mismo.

Entré en un tiempo desolado, de satisfacciones y amis-tades frías, de compensaciones profesionales que no meservían aunque exteriormente pareciera lo contrario. Suce-dió en uno de esos momentos álgidos, cruces de caminos dela vida, una noche que había volado secretamente a Madridpara la última entrevista antes de ser empleado en unaentidad bancaria de la competencia, adiós a mis compañerosdel Monopoly y a los fantoches de mis jefes, aquí se jugabade verdad; pero además tenía el tiempo justo para llegar acenar con una rubia-ingeniero-voraz-brillante, otra pasiónfría que acabaría siendo mi mujer.

Eran fechas vacacionales y el aeropuerto estaba atesta-do. Fue entonces cuando vi, entre la multitud, a Sergio. Sentíun escalofrío: no podía ser. Me aproximé corriendo, lo perdí,volví a encontrarlo: era él, con su pinta desgarbada y sumelena adolescente, intocado por el paso del tiempo, y sinembargo vestido con ropa actual. Se alejaba deprisa hacia

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las puertas de embarque cargando con un petate de mari-no.

Me acerqué a él, el tiempo corría a cámara lenta, lo cogídel brazo: no era un fantasma. Entonces se volvió, me miróseveramente, el tiempo se detuvo.

Uno de esos cruces de miradas sin pensamientos nipalabras que no terminan nunca, una sacudida emocionalen todos sus tonos, como un dedo recorriendo el teclado deun piano. Balbucí su nombre, quise decir algo, y su expre-sión se relajó. Luego, giró para continuar su camino. ¿Adón-de vas?, fue lo único que supe articular. Se detuvo un instan-te, casi esbozó una sonrisita irónica, como diciendo: ¿A tique te parece?, y se perdió entre la multitud. Me quede allí,terriblemente solo en medio de la gente. No lo podía sopor-tar. Entré en un servicio, me encerré, y lloré compulsiva-mente. Por Sergio y por mí, y por mi novia y mis amigos. Pornuestros miserables anhelos, por nuestras pobres y frágilesvidas.

Me fui a vivir a Madrid, me casé con la ingeniero, tuvi-mos una hija. Un estimulante empezar de nuevo seguido deesos primeros años volcados en la niña, viviendo todas susexpectativas: una oportunidad única, pero para el que sepaapreciarla. Para mi mujer y para mí, nunca era suficiente.Compartíamos esa aberración contemporánea del progresoindefinido, la búsqueda incesante de nuevos objetivos em-parejada con el error de asociar cada objetivo con la conse-cución de la felicidad: cuando por fin llegaba lo deseado, lafelicidad no estaba con ello; y nos sentíamos engañados, conuna nueva posesión que había perdido todo su brillo, y labúsqueda de nuevos objetivos felices como único alivio denuestra frustración. Ahora sé, aunque no me sirva de mu-

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cho, que buscar la felicidad es la mejor forma de alejarse dedonde está. No supimos verla, y el escalofrío de la juventudque se iba, y ese cansancio adulto por los desengaños de lasilusiones frustradas pero sobre todo de las conseguidas,parecían legitimarnos al despecho, a buscar por nuestracuenta; y pusimos en marcha nuestras formidables máqui-nas de la ambición profesional, eran caminos divergentes,un palo cruzado entre las ruedas del carro del matrimonio.

La segunda vez que vi a Sergio fue en la época tempes-tuosa de los trámites del divorcio, entre un tráfago de furiascontenidas, abogados, discusiones telefónicas, sentimientoscontradictorios.

Estaba en el aeropuerto de una ciudad alemana, deregreso de un viaje de trabajo, cuando lo vi cruzar a grandeszancadas un patio interior situado por debajo de mí, carga-do con su petate de marino. Dejé a mis acompañantes con lapalabra en la boca, y corrí para buscarlo en vano por el patioy por todo el aeropuerto. Perdí mi avión y me fui a un hotel,dispuesto a pasar una noche en blanco.

¿Qué me estaba sucediendo? Tras el primer encuentro,fui a ver a Míguel, y en un momento tranquilo le dije: “Quéme dirías si te dijese que he visto...”. Su reacción me hizodesistir de contárselo a nadie. Sólo lo hablé con un psiquia-tra y con un curandero: el primero creyó resolver el proble-ma contándome sus teorías de las alteraciones de la mente yproponiéndome un tratamiento para contarme más teorías,y el otro se perdió en parecidas disquisiciones sobre realida-des paralelas. Real, irreal, paralelo, ¿qué más me daba? Yono estoy loco, y la realidad es lo que yo percibo.

Quedaba otra posibilidad, y es que Sergio estuviesevivo. El coche ardió tras el accidente, y el cadáver no debía

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ser reconocible. El azar pudo haber puesto a otra persona,incluso semejante, conduciendo el coche. Pero, ¿qué sentidotenía entonces desaparecer sin dejar rastro?

A veces me dejaba llevar por la ensoñación de queSergio vivía, y no había cambiado. Un día llamaba a mipuerta, todo era como en los viejos tiempos, metía en unpetate lo imprescindible, dejaba toda esta mierda, buscába-mos un barco, y nos íbamos a navegar.

Pero estos encuentros me traían una marea negra dedesasosiego, un doloroso aluvión de imágenes del pasado,de sueños podridos, de sensaciones angustiosas del fracasoy la esterilidad de mi vida, de culpabilidad por el estado demis relaciones con los que compartí aquel tiempo. No habíasolución, apremiado por la necesidad, tomaba a veces deci-siones drásticas para recupear aquella pureza, y al pococomprendía que eran inviables.Todo había cambiado tan-to...

Había entrado en esa edad, particularmente aburrida,que llaman la madurez; cuando el peso de los desengañoselimina cualquier acción que no esté basada en sólidasrazones prácticas; y por si no fuese así está la escrupulosavigilancia del prójimo, siempre dispuesta a pulverizar cual-quier actitud o actividad que no se permitan a sí mismos.

Sin vida familiar, y en un tiempo en que cada mochue-lo tiene su olivo, volví a volcarme en el trabajo. Los jóvenes,los técnicos brillantes me superaban en capacidad, perocarecían de la experiencia, los contactos, la estrategia huma-na que había ido ganando con el tiempo y los ascensos hastaconvertirme en una suerte de mandarín, supeditado areyezuelos de mayor calado, pero dueño y responsable deun área de la empresa, con sus recursos y sus técnicos, que

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administraba como un tablero de ajedrez; un mundo cam-biante de litigios y fronteras y competencias, con muchasruindades y también proyectos hermosos, un lugar en el queencontrar el equilibrio si no fuera porque los encuentros conSergio se repitieron. Casi en cada viaje, y estos eran frecuen-tes, en alguna ciudad o en algún aeropuerto, lo veía: cruzabafrente a mí con su gran petate de marino, o me miraba uninstante a través de una ventana; siempre insultantementejoven, sin una arruga ni una cana en su melena; y luego huíainalcanzable, sin permitirme hablar con él ni mirarle a lacara. Tras de sí dejaba ese hedor de uno mismo cuando sedesbordan los pozos sépticos del alma. ¿Qué es lo quequería? ¿Qué compromiso incumplido, qué comportamien-to me estaba recriminando? ¿Y por qué sólo a mí?

En mi vida entró otra mujer, una historia serena y a sumodo hermosa, que echamos a perder por la tentación de laconvivencia. Ya era demasiado tarde. El hábito de la inde-pendencia y la costra de desconfianza acumulada por losaños resultaron más fuertes que una vida en común sosteni-da con más voluntad que ilusión. El naufragio me empujó aotro de mis limbos erráticos y desnortados, y un nuevoencuentro con Sergio terminó de desquiciarme. En aquellosdías surgió una plaza en mi ciudad natal, y sin pensarlo máspedí un traslado, resuelto a recomenzar mi vida donde lahabía interrumpido.

La vuelta al origen me recibió con un olvidado sabor amí mismo, el confortable reencuentro con viejas caras yvoces olvidadas, largos paseos por los rincones de la ciudad,cargados de recuerdos.

Allí estaban Los Puros, manteniendo aún algo de suorgullosa dignidad, ahora de familia numerosa; y también

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Míguel, a su vez casado y con hijos, desarrollando un trabajomodesto y agradable, pero inferior a sus posibilidades.

Le llamé y empezamos a vernos; yo eliminé escrupu-losamente cualquier huella del paternalismo con el queantes lo trataba, mientras él aprovechaba cualquier ocasiónpara demostrarme su valía; pero nos sentíamos a gusto;hablamos incluso de asociarnos y montar un pequeño nego-cio. Pero llevo demasiado tiempo tratando y dirigiendo a loshombres, y he terminado por conocerlos. Había algo raro enMíguel, intuí una enorme presión oculta de la que él tal vezfuese inconsciente, un resentimiento acumulado, quizásenvidia, pensé, condensada durante años; una bomba derelojería lista para detonar en forma de traición, de vengan-za: no me sentía seguro, frené, desandé parte del caminoandado; el se extrañó, después me exigió, más tarde pasó alacoso; y por fin nada, silencio, el rencor.

Volvieron los paseos por la ciudad, los saludos a losviejos conocidos, las observaciónes de entradas y salidas debarcos en el puerto: la ciudad se me estaba quedando peque-ña.

Un día, Andrés y mi antigua novia se presentaron enmi despacho en el banco. Andrés había heredado el taller desu padre, estaba en un mal momento financiero, y necesita-ba un préstamo con cierto riesgo y condiciones especiales.Querían mi influencia para conseguirlo. Supongo que lanecesidad les había arrancado la careta de suficiencia y, depronto, eran otra vez ellos, transparentes, como antes. Sentíbrotar la vieja amistad, intacta en algún lugar de mi interior;y pasamos un par de horas maravillosas. Había vuelto laarmonía, la sinceridad, hablábamos con entusiasmo, sin-tiéndonos una piña. Les prometí todo mi apoyo. Pero al

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quedarme solo, la ilusión se empañó, los colores se apaga-ron, volvió el viejo amargado. No fui capaz, cómo es posible,no fui capaz de descolgar el teléfono y arreglar el asunto,aunque sólo fuese por fidelidad a mi palabra. La casualidadquiso que el préstamo fuese aprobado, y ellos, que lo atribu-yeron a mi influencia, multiplicaran esa dolida altivez delofendido por la chusma.

Comprendí que mi sueño del retorno al origen nadatenía que ver con lo que había: era tan incapaz de evitar elconflicto con mis amigos como de ignorarlos. Intenté que-darme con la segunda opción, y, sobre todo, dejar pasar eltiempo.

Pero el deseo de escapar se iba acrecentando. Hacíamucho tiempo que no tenía uno de aquellos encuentros te-rribles con Sergio, y llegué incluso a añorarlos. Desde aquelpunto del fluir de mi vida, mirar hacia atrás me dejaba unamargo regusto de disipación y búsquedas estériles. Unanoche desquiciada de insomnio, una idea cruzó mi mentecomo un relámpago: me levanté de un salto, abrí un atlaspor el Pacífico y busqué el archipiélago de Tuamotú. Allíestaba mi isla. Una vocecita en mi interior me decía quehabía llegado el momento. Era la última oportunidad queme quedaba, el único refugio, el definitivo cara-o-cruz paraescapar de la contradicción y el sinsentido. Esta vez nopodía fallarme.

Pero esa no fue la única causa de mi venida aquí.Desde aquella noche aún pasaron algunos años. Uno seabraza desesperadamente a lo que tiene, a pesar de lo odiosoo insuficiente que sea.

Fueron aquellos síntomas, la severa expresión de losmédicos: meses, años tal vez, dijeron. Me desentendí del

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martirio de los tratamientos y los hospitales. Ahora era deverdad que podía dejarlo todo.

Cuando no me siento débil, me levanto con el alba ycamino por la playa hasta el pequeño pueblo. En este lugarel amanecer es de una quietud y una belleza que causanescalofrío. El puerto se va llenando de pescadores que llegande faenar, algunos en antiguas piraguas de madera con unmotor fuera borda. Me gusta ver los peces, discutir losprecios, mezclarme entre esta gente que sólo posee aquellotan importante que nosotros hemos perdido. Cada tres ocuatro días arriba un viejo catamarán que trae el correo,algunos víveres subvencionados, parientes que van y vie-nen a visitarse; y carga con los cocos que secan en la playa,abiertos y esparcidos al sol. A veces viene algún turistadespistado, pero nunca es Sergio.

Pero Sergio vendrá. Yo sé que Sergio vendrá, unamadrugada inhóspita, más allá del dolor y el agotamiento,a esa hora previa al amanecer en que el frescor disuelve elbochorno, y el sueño resbala hasta la frontera con la vigilia.Desde la cama veré sus grandes zapatones, los viejos panta-lones vaqueros, y escucharé el sonido del petate al apoyarseen la tarima. Entonces le diré que ya he cumplido, que estoylisto; ya nada me ata, y si no recuperé la vieja pureza, almenos no estoy en guerra conmigo mismo.

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PIEDRA DEL RAYO

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ue por Susana, cómo lo recuerdo a pesar de los años.Fue por Susana, que, maldita sea mi suerte, era buenaestudiante y se había sentado entre la flotilla de pelotas,beatos, adictos y empollones de la primera fila. La crême dela classe, capitaneada por las repugnantes Ibáñez Sisters, degesto soberbio y tetas erizadas como los cañones de losdragaminas.

Yo siempre me he sentado atrás, me gustaba formarparte de la morralla, y eso que aquí las notas no se regalancomo en las primeras filas, pero no podía compararse elambiente.

Con el curso ya empezado me había fijado en Susana,pero desde mi puesto no había manera: apenas si podíaverla de espaldas, cuando se giraba lo justo para atisbar conavidez el relieve del pecho, la curva de su pómulo y lasnegras guedejas, y absorver la luz imposible de sus ojosgrises las raras veces que miraba hacia acá.

En los recreos, las Sisters, delegada y subdelegadarespectivamente, bloqueaban el paso a los extraños mien-tras los lameculos y meapilas babeaban indecentementesobre Susana y su amiga. No había por donde entrar, así queempecé a tratar a Julián, que se sentaba detrás de ella.

Julián era grandón y feo, algo fofo, pero su miradaadquiría a veces una rara intensidad que contradecía la

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natural placidez que emanaba de él. Pronto descubrí porqué estaba casi siempre solo: las chicas eran para él unosseres extraterrestres que le producían la misma excitaciónque su abuela, y su único tema de conversación eran loscometas. Describía con un entusiasmo difícil de compartirtodos los modelos, todas las técnicas, y sin embargo aún notenía uno. Yo le escuchaba pacientemente, esperando miturno para que me contase algo de Susana o que estimulaseen ella el interés por mí, un trabajo sutil en el que Julián nohacía ningún progreso.

Poco a poco fui aprendiendo de cometas, y un día quela charla se me hacía ya insoportable, me agencié unas cañas,un poco del papel adecuado y unas cuerdas, y me presentépor la tarde en su casa para construir uno. Cuando acaba-mos, bien entrada la noche, la impaciencia nos devoraba yestuvimos a punto de bajar a probarlo aún sabiendo que elpegamento estaba fresco y se rompería.

Al día siguiente lo bajamos al parque. Casi no habíaviento, pero pudimos atisbar que funcionaba. Pasaban losdías, y la espera del viento se hacía interminable. El viernespor la noche, por fin, lo oí silbar entre sueños. Me levantétemprano y vi los árboles cimbreándose bajo su fuerza. Porfin había llegado el gran día: subimos a una colina cercanay lo volamos, lo volamos una y mil veces, lo volamos hastahartarnos, y aún así no dejamos de pelearnos por manejarlo.Bajamos con el firme propósito de hacer otro para tener cadauno el suyo.

En clase las cosas mejoraron, pero sólo un poco. Mehice amigo de Susana, aunque cada vez que me acercaba aella tenía que soportar la soberbia de las Sisters y el gruñidodisimulado de los pelotas, que, temerosos de que me llevase

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el bombón, practicaban la vieja estrategia del perro delhortelano. Susana estaba a gusto conmigo, pero sacarla deallí aún no era posible. Ella ya sabía que me gustaba. La veíadejarse observar con vanidad, fabricar para mí esos mohinesque me deshacían, mientras yo daba vueltas y vueltas entorno a ella buscando ese gesto o imagen o mirada o palabramágica que derribase todos sus muros, y tendía incansable-mente puentes entre los dos que ella parecía aceptar paraluego deshacer de un manotazo aparentemente torpe, falsa-mente involuntario.

Mientras, Julián y yo bajábamos casi todas las tardes avolar los cometas, circunstancia que yo aprovechaba paradesahogarme hablándole de Susana, de lo que yo le había di-cho a ella, de lo que ella me decía a mí, de lo que yo pensabasobre lo que ella me había dicho, de lo que yo creía que ella pen-saba acerca de lo que yo le decía; y Julián escuchaba pacien-temente sin dejar de tirar de las cuerdas de su cometa, hastaaquella tarde en que pisé la piedra, y según la vi, semienterra-da, supe que era algo excepcional: tenía una superficie oscu-ra y cristalina, y estaba nítidamente tallada por dos carasque convergían en una arista afilada en la que los golpes dela talla se hacían progresivamente mas densos y precisos.

Al cogerla, mi mano se había cruzado con la de Julián,pero yo fui más rápido.

Sentí cómo su forma estrecha se amoldaba perfecta-mente a la palma, y luego la cercanía de Julián, que manoteabapegado a mí para cogerla de mi mano. Lo esquivé con unafinta.

—Es mía —le dije.Vi que su expresión dócil se había esfumado, dejando

en el lugar de sus ojos dos rendijas oscuras como troneras

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que podían esconder cualquier cosa. Aquella mirada medaba miedo.

—La hemos visto a la vez y es de los dos.—Puede que la hayamos visto a la vez, pero la he

cogido yo.Pasamos el resto de la tarde buscando infructuosamen-

te otras, y deteniéndonos a ratos para observar la piedra,tocarla y hablar sobre ella. Tenía que ser muy antigua. Desdeque la vi, supe que llevaba allí una inmensidad de tiempoesperando para quedarse en mi bolsillo. Era mi talismán.

Al despedirnos, Julián me pidió que le dejase llevárse-la a casa aquella noche. Le dije que no.

El profe de Historia, siempre aferrado a su papel deguaperas en decadencia —ya había observado yo ciertaatracción hacia él por Susana—, perdió la compostura cuan-do deposité la piedra encima de su mesa.

—Un raspador del Paleolítico... ¡Qué hermoso!La iba rotando lentamente entre los dedos mientras la

observaba.—Un tallado perfecto, sin duda alguien que había

hecho muchas y era hábil. Quizá sea del Magdaleniense...unos quince mil años, quién sabe, pueden ser cinco o diezmil más.

Un pensamiento desenfocó un instante su mirada, y vien sus ojos la codicia. —¿Qué vais a hacer con ella? —dijoignorando mi mano abierta para recuperarla, mientras nosexplicaba, seductor, el proyecto del museo del Instituto, yluego nos hablaba de esas notas fuera de examen que ayu-dan tanto. Ahora pienso que estuvo a punto de ofrecernosdinero. Terminó aseverando que el director debería verla.

—Ya se la llevo yo —respondí.

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Pasé indolente, ocultándola entre los dedos ante laavidez de los pelotas de la primera fila, que habían escucha-do la conversación y habrían puesto el culo por regalárselaal profe. Las Sisters me obsequiaron con esa mirada prietade odio del enamorado al que levanta la novia un braguete-ro. Luego sentí las pupilas grises que me derretían como unláser y esbocé un guiño, para disimular, y ella se puso seria.Aguanta, campeón, me dije, mantén el contoneo. Supe quecon mi piedra era invencible.

Aquel viernes, Julián, que se había quedado solo encasa, me invitó a pasar la tarde y la noche con él. Empezamospor registrar la biblioteca de sus padres en busca de libros deprehistoria. Ante nuestros ojos pasaron punzones, rayadores,hachas de mano, bastones de mando con figuras de ciervosy caballos labrados sobre el hueso.

Vimos las reconstrucciones y Julián se disparó hablan-do de los propulsores y las azagayas. Empezamos a discutirsobre cómo construirlos, pero el proyecto quedó desbarata-do al pasar frente al armario donde el padre de Julián guar-daba los licores. Nos pusimos dos cubalibres hasta arriba, yluego otros dos, después pusimos la tele y la música a tope,y seguimos con risas y chistes hasta que se nos fue pasandola melopea. Cuando nos dimos cuenta, se había hecho muytarde, y nos fuimos a dormir.

Ocupé la cama de su hermano, contigua de la suya, yaún seguimos hablando, durante mucho tiempo, en la oscu-ridad. Algo estaba cambiando en Julián: por primera vezentró en el tema de las chicas, y hasta me confesó queescondía una revista porno.

Cuando la conversación derivó hacia temas misterio-sos, Julián propuso que tomáramos la piedra en la mano y

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dejáramos la mente en blanco, a ver qué nos decía. Yo teníamucho sueño, y me quedaba dormido, apenas me llegó unasensación de decepción, de vaga tristeza; mientras que Julián,en cuanto cogió la piedra empezó a describir un ambiente detambores y hogueras en la noche, gente danzando enloque-cida antes de la batalla, caras distorsionadas entre el zumbi-do de los proyectiles y el golpe seco de los propulsores,cabezas abiertas a pedradas, y sangre, sangre brotando portodas partes... Me asusté y le ordené parar, pero Juliánseguía y seguía, como en trance, no sé si hablaba dormido ose lo estaba inventando. Después nos fuimos quedando,poco a poco, dormidos.

Durante la semana siguiente, Julián volvió a la cargacon los propulsores. Le explicaba a cualquier incauto dis-puesto a escucharle qué eran, cómo podían hacerse, y que ély yo estábamos preparando dos para salir a cazar. Entoncesyo me agachaba a buscar algo debajo de la mesa y pensabaque esta vez también me tocaría construirlos a mí.

Una de aquellas mañanas, sucedió algo extraordina-rio. Alguna mente extraviada había convocado un torneo depreguntas y respuestas en los recreos, con caramelos ranciosy copas de calamina desconchada para los ganadores, unode esos patéticos espectáculos por el que los pelotas y empo-llones pierden el culo. Al sonar el timbre les vi salir enestampida, le hice una seña a Julián que me despejó a lasSisters, y en un instante me quedé poniendo cara de tonto ysolo con el mirlo blanco.

Ella estaba seria, se olía la encerrona, y yo que noencontraba cómo romper el hielo, me estaba poniendo cadavez más nervioso. De vez en cuando echaba una ojeada alreloj, el recreo se consume, pensé, y ya no habrá otra opor-

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tunidad. Estaba desesperado, y entonces apreté la piedradentro del bolsillo y le pedí fuerza, fuerza, fuerza, y solté laprimera cosa que me vino a la cabeza, algo incongruente,absurdo, y me asombré al ver que provocaba en ella unacarcajada, y seguí hablando y ella se reía, y entonces no séque pasó, nos fue envolviendo una burbuja de un líquidodulzón y espeso, una borrachera que hacía los movimientoslentos y fáciles, como bajo el agua; y ya no sé que dijimos, nide que hablamos: todo ondulaba, dos faros grises rotulabanlentamente el aire buscando mis ojos cuando el sonidoestridente del timbre me arrojó sobre el mundo.

Pasé el resto del día creyendo que estaba en un sueño,y al día siguiente repetimos la jugada: Julián se fue con lasSisters, que se alejaban mirando hacia atrás como dos lechu-zas, y ahora Susana me recibía sonriendo. Fue igual que laotra vez, mejor aún, y terminamos quedando para vernos enel recreo del día siguiente.

Pero en la euforia de aquella tarde, maldita sea misuerte, cometí el error de aceptar una nueva petición deJulián, y dejarle la piedra. No pudo ser otra cosa, porque porla mañana en mi cabeza sonaban a la vez varias orquestas ytodas desafinaban. Era uno de esos ataques de sinusitis queme entran a veces, y tuve que quedarme en la cama, rabian-do.

Julián vino los dos o tres primeros días, todo bajocontrol, me dijo. Le prometí tener terminados los propulsoresy las azagayas para cuando volviese a clase, pero ya noapareció en el resto de la semana, y lo mío se complicó otrasemana más, y después aún otra semana.

La mañana en que volví y pude recuperar mi piedra,todo había cambiado, era como volver al primer día de clase.

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Mis amigos hablaban entre ellos como si yo no estuviesedelante. Susana estaba fría-fría, y a Julián ya no parecíaninteresarle los propulsores. Pasé la mañana entre undulceamargo sentimiento de despecho, atrincherado junto ami compañero de mesa y volví a casa abatido y confuso. Peropor la tarde cogí los propulsores y las azagayas y fui a casade Julián. Había salido, ¿con quién? Poca gente soportabasus charlas temáticas. Más exactamente, salvo yo, no cono-cía a nadie.

Decidí buscarlo por el pueblo. Lo imaginaba paseandosolo, las manos en los bolsillos, deteniéndose a veces paradejarse los mocos pegados en los escaparates de las ferrete-rías. Sin embargo, no lo encontré así, sino a la puerta de uncine, vestido con un chándal nuevo que parecía un disfrazde guacamayo en el período nupcial, y con dos entradas enla mano.

Me saludó con la efusión de un reo de muerte cuandose presenta el verdugo.

Sentí una bola de miedo corriendo por mis tripas, loque estaba pensando no podía ser, no debería ser, no queríapor nada del mundo que fuese...

—¿No habrás quedado con ella?Experimenté otra vez como su cara de honrado ru-

miante se transformaba. Los ojos se contrajeron hasta rasgarsecomo los de un felino, los papos infantiles se plegaron detrásde una sonrisa amplia, ligeramente agresiva, de dientes bienformados. Me di cuenta de que Julián parecía un hombre.Quizás ya lo era. Y me estaba respondiendo que sí.

No sé lo que me sucedió. Fue espantoso, como unestallido. No podía soportarlo. Perdí completamente el con-trol de mí mismo. Apenas recuerdo una leve sensación en el

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bolsillo derecho, un gesto involuntario, y ya vi la trayecto-ria, y escuché el zumbido viajando hacia la frente de Julián.

Ya antes de que llegase, supe que Julián iba a morir. Vicómo giraba la cabeza, luego el impacto en la sien, el crujidoterrible, esa ondulación del cuerpo sin vida deslizándoseirremediablemente hacia el suelo, y me acordé de la nocheen su casa, de su sueño de sangre y cabezas abiertas antes dedormirnos, y pensé que mi vida estaba arruinada.

Julián apartó la cabeza con un movimiento sencillo yelegante, la piedra pasó rozando su oreja y se deshizo en milpedazos al chocar contra la pared.

No habíamos reaccionado aún, cuando apareció unade las Síster, y este hecho me hizo sentir un alivio inmenso.Dios mío, era la más fea de las dos, que ya es decir, con sustetas antiaéreas y aquella mirada de águila esquizofrénica,rasgo de familia. Se me quedó mirando, y me sentí ridículo,allí, con los propulsores y las azagayas en la mano.

Me dijo que era mejor que jugase a los indios, porqueSusana estaba pirriada otra vez por el de Historia, y sinmediar más palabras se metieron en el cine.

Tiré los propulsores y las azagayas en una papelera yempecé a caminar, las manos en los bolsillos. Quizás hubie-se por allí alguna ferretería con cosas interesantes en elescaparate.

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EL CERCO DEL ABISMO

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omo cada día, al terminar el trabajo, ella no tieneprisa, se demora, dilata el tiempo de llegar a casa asomándo-se sin interés a los escaparates o tomando cafés innecesariosen los bares, postergando el momento hasta que la noche yel frío y la lluvia la echan de las calles y tiene que afrontar loshechos, y por fin emboca la puerta en tinieblas, sube conaprensión la escalera siempre oscura y solitaria, y tras elcrepitar rutinario de la cerradura aparecen las estrechasparedes comidas por la penumbra.

Parpadeo de luces eléctricas, un pasillo lóbrego, silen-cio, resonar de los propios pasos, tedioso e inevitable, elparco conjunto de actos repetitivos, sin valor en sí mismos,como un ensayo teatral reiterado hasta la saciedad y desti-nado a no estrenarse jamás: poner la calefacción, las zapati-llas raídas, el son del chorro de orina, la ducha obligatoria,el cambio de ropa siempre fría, las convulsiones del fluores-cente, en la cocina, al ser conectado: en chándal y batasentarse ya derrotada a la mesa y encender un cigarrillo.

Satisfechas las horas de trabajo que ordenan su vida,ha llegado, otro día más, al epicentro de lo sin nombre, lahora más temida: cercada por el abismo, tan sólo esperar,indefensa, las horas necesarias hasta la llegada del sueño; yrígidamente sentada en su trono de formica de la cocina,bajo la cruda luz halógena que repiten cientos de azulejos

C

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blancos pasa amortecida las horas controlando su reinoyermo, la desolación insondable de toda la casa.

El pasado es un veneno, es mejor intentar no recordar,y mejor aún, anegar su interior en lo que le rodea: sentir has-ta matar el nervio la esterilidad del silencio y luego ceder,dejarse inundar por el blancor frío, la insensibilidad heladaque mata lo que toca. Así, puede enajenarse hasta el desva-río, puede fundirse en los objetos que la rodean, comprender-los, participar de sus destinos técnicos, plegarse dolorosamen-te a sus estructuras extrañas, descifrar sus falsas sinfoníasutilitarias: ruidos vacíos, sonidos asépticos, anónimos, he-chos para que nadie los escuche: interruptores que se accio-nan, maderas que rechinan inopinadamente, el tictac obse-sivo, la cisterna del baño, un tendal que chirría girado por elviento, las erupciones súbitas de la caldera del calefactor.

Simetrías hipnóticas de los azulejos, simetrías hipnó-ticas de las baldosas, simetrías hipnóticas de los cuadros dela bata: así pasan las horas, sentada en la mesa de la cocina,escuchando nada, un cigarrillo tras otro. A veces se levantay va hasta la ventana para ver llover: todo está negro, peroquizás alguien vea en la inmensidad nocturna su lejanocuerpo blanco debatirse dentro de su jaula de luz y cristal. Aveces enciende la televisión, pero el grueso caudal de pala-bras dichas para todos y en realidad para nadie acaba porconvertirse en un borbotoneo denso, en un hervor indesci-frable y axfisiante. A veces el viento golpea la puerta yparece que alguien gira la cerradura, y piensa que enseguidase encenderán las luces del pasillo, después los pasos fami-liares, y al abrirse la puerta se verá a sí misma, ya en chándaly bata, un cigarrillo en la boca, entrando en la cocina. Aveces, las horas caen y se acumulan como lentos cadáveres,

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y el sueño no llega y no llega, y cada vez es más tarde, y ellagira enfebrecida, enroscada entre frías sábanas como alasmembranosas, enovillando y desovillando y enovillando lamadeja inacabable que sólo la luz de amanecer diluye.

Muchas veces quiso imaginar que llamaban a la puer-ta, pero ahora mismo acaba de oír nítidamente el sonido deltimbre. Nada podía ser más imprevisto, y una marea deemoción y miedo se desata y crece hasta inundarla. Desde laventana le llega la noche de invierno, la lluvia racheada quegolpea los cristales. Se queda paralizada, teme no ser capazde levantarse para abrir la puerta. Piensa que quizá seríamejor esperar al segundo timbrazo, confirmarlo, pero temeque quizás sólo llame una vez y se vaya, quizás ya todo seperdió, desesperanzada le parece oír unas pisadas que sepierden escaleras abajo. Se siente confusa, impotente. Perono, no, tiene que decidirse y abrir la puerta.

Al abrir la puerta un cuerpo voluminoso de hombre,una gran gabardina gris empapada y chorreando agua, elaliento sucio, la piel arenosa y las facciones ajenas de desco-nocido, esas facciones idénticas a las del ejército informe dedesconocidos que habitan las ciudades.

Pero la mirada no, es distinta, y enseguida se reconoceen esa intensidad opaca, en ese aullido inerte del que todoslos días, al morir la luz siente el cerco del abismo y huye desu conejera, y se entrega compulsivamente a las calles y reco-rre todos sus caminos, y se emborracha sin sentido en los ba-res, y fornica inútilmente en los prostíbulos, y descansa insatis-fecho en los cines: pero no encuentra, no encuentra; y siguecaminando, y una noche de invierno no puede más, y embocacualquier portal en tinieblas, sube una escalera siempreoscura y llama a la primera puerta que no tenga nombre.

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Se miran inexpresivamente un tiempo y después ellase aparta y le hace un gesto para que pase. Él la sigue hastala cocina y ella se sienta y le señala una silla que él rehúsa porapoyarse en la pared. Tras el cristal de la ventana se vencientos de gotas iguales resaltando contra la negrura de lanoche. A veces se miran un tiempo, a veces dejan de mirarsepara mirar por la ventana. Algunas gotas resbalan en un zigzag lento que se acelera de pronto para absorber otra gota.Él intenta balbucir algo y ella se levanta y dice no, no quieropalabras, y lo lleva hasta la alcoba. Frente a él se quita labata, y él abraza la piel translúcida, el feble cuerpo de pájaroempapado. Ella siente el tejido de la gabardina que huele atabaco, un aliento húmedo rozando su oreja, una barba dedías, unos labios fríos que se posan en los suyos.

Crece el ansia como un vértigo extraño, un frío fuegoque asciende en la noche, lentos fogonazos sombríos, un ro-ce suavísimo de dos pieles cálidas, un temblor en los cuerposviolentamente sacudidos, un fundirse helado y abrasante.

Le despierta la lluvia salpicando la ventana y una luzmezquina que empieza a nacer, hace frío, acurrucada y yasola entre las sábanas caóticas.

Pero no, no, sigue clavada en su silla, por qué no se halevantado. Espera en vano y no llega el segundo timbrazo,no hay segundo timbrazo, nunca habrá segundo timbrazo.Oye que alguien se aleja, se escapa ya para siempre. Ya esdemasiado tarde, siempre es demasiado tarde, y esconde lacabeza entre las manos, no puede derrumbarse ahora, en-ciende un nuevo cigarro, no se debe mirar al abismo, hoy yatodo se ha revuelto, esta noche será dura, de la alacena sacauna botella, un líquido color de orina, vuelve a la mesa conun vaso, el abismo acecha.

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LAS VOCES DEL BOSQUE

Mi amado las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos...

San Juan de la Cruz

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el origen: siempre deformado, como mirar atrás y ver elcamino borrándose en la niebla:

crecen las sensaciones: una pujanza joven: Un núcleo deorden, asimilando estructuras disipadas de su entorno, reorgani-zándolas a imagen de sí mismo:

la percepción se aclara: vibraciones bruscas llegan hasta elpequeño cuerpo: ritmos de calor y frío que casi lo hacen volver a lanada ciega:

ahora un terror instintivo: percibe las sacudidas cada vezmás próximas: el sabor de la muerte ante una boca cercana quedevora el paquete de huevos:

siente la embriaguez de toda su fuerza: desgarra la finamembrana que lo envuelve: experimenta el movimiento: el límitede sí mismo: la extraña sensación del espacio al desplazarse por él:disolución en una sustancia que lo llena todo, que le comunica conel alimento y con aquello de lo que él es alimento:

universo limitado: abajo la oscuridad, el cobijo: arriba laluz, la ausencia de límites, el terror, lo desconocido:

*

Al terminar la reunión todos vamos saliendo de lasala. Yo me quedo. Me llevo un cigarrillo hasta los labios, mesiento en la ventana, y aspiro con fruición.

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Siento una especie de embriaguez. He tenido un papelbrillante en la reunión. En algunos momentos me enfrentéaportando argumentos bien preparados, y me pareció quehabía hecho trastabillar a los más firmes valores del depar-tamento. Además les estaba sacando ventaja: empezaba averse que la gente a mi cargo rendía mejor. El jefe lo obser-vaba todo, sin inmiscuirse, siempre frío.

A través de los cristales domino medio Madrid. Milla-res de luces multiplicándose en la distancia mientras el grisazulado del atardecer borra el filo de los edificios. Me apro-ximo más a la ventana. Me gusta sentir la turbación de laaltura.

Este es mi gran año. Una de esas escasas temporadasen las que la vida parece un juego. En este plazo, con lacarrera recién terminada, he pasado por tres trabajos, cadacual mejor, y aún sigo recibiendo ofertas. Es como sentirserifado. Gano tanto que aún me cuesta gastarlo todo.

Recuerdo las renuncias de los años de estudiante. Untiempo en el que entretejí, junto a mis compañeros de pro-moción, un universo de sueños de éxito que ahora se estácumpliendo puntualmente. Éramos un grupo heterogéneo,unido por vínculos que van desde la amistad al discretodesprecio. Pero todos compartíamos la certeza de ser acree-dores de un futuro de cielo de verano. Traíamos una forma-ción puntera, éramos la élite superviviente a una dura criba,y habíamos aprendido juntos el hábito de hacer notar nues-tra diferencia, llevándolo incluso hasta la propia imagen.Pulcramente inaccesible.

Es una halagadora complicidad, jamás expresada, laque nos mueve a apoyarnos en la vida y a competir evitando

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hacernos daño entre nosotros. El único refugio para mí ypara los que hemos venido al mundo sin tarjeta.

Enciendo otro cigarrillo y miro por la ventana. Afuera,la noche ha disuelto ya, como un ácido, los volúmenes y lasformas.

Miles de luces de colores. La velocidad de los coches.La velocidad de la sangre por mis venas. Los mil senderossin nombre de la ciudad nocturna. Siento que los merezcotodos, que los exploraré todos.

El reloj señala el fin del horario laboral, y me quito la cor-bata. Siento cansancio, pero no hay tiempo para descansar.

He quedado con una economista que trabajaba en unatorre cercana. Es una primera cita. Tomaremos algo y luegobuscaremos un buen sitio donde cenar, para centrar lanoche. Espero que merezca la pena aumentar los númerosrojos de mi sueño atrasado. Aún es miércoles.

*

Cuelgo el teléfono con rabia. Podía haber buscado aotras tías, por qué llamé a ésta. Con una excusa banal acabade dejarme colgado todo el fin de semana, media hora antesde salir. Doy una patada a la bolsa de viaje.

Mi compañero de piso ha volado. Estoy solo. Viernes,ocho de la tarde, ¿qué hacer?

Me siento como un globo desinflándose a toda veloci-dad. Me receto calma. Me sirvo un whisky generoso, uncigarrillo. Pongo la televisión y busco algo relajante: tiros,estrépito, coches por los aires, esto servirá. Me tumbo en elsofá esperando a que me llegue alguna idea.

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Ya todos se han ido. No puedo permitirme desperdi-ciar el tesoro de un fin de semana. Me desespero solo de pen-sarlo.

Pasa el tiempo. Me pongo otro whisky, pero compren-do que ya no servirá de nada. Imagino el fin de semanaencerrado en casa. Solo. No puedo aceptarlo: me invade laangustia. Siento el miedo a dejarme llevar, a caer. Es comohundirse rápidamente en arenas movedizas: si no actúoahora, no habrá salida. Tengo que escapar. A alguien encon-traré por ahí.

El sonido del motor de arranque me serena un poco.Luego, las luces, el ruido, las caras conocidas de un sitiohabitual. Enseguida me siento a gusto.

Me encuentro con Pablo, un conocido reciente. Prontosintonizamos: está aquí porque le ha ocurrido casi lo mismoque a mí. Vamos a cenar, ya algo borrachos, y luego conti-nuamos de copas. Compartimos esa alegría salvaje de lasnoches de huída. Y también esa íntima desazón que elalcohol no borra.

Pablo está más borracho que yo, y no deja de hablarmede dos hermanas a las que llama las ecologistas. Quiere quevayamos a verlas hasta no sé que pueblo en la cordilleraCantábrica. Me repite una y otra vez que tenemos que ir, quelo pasaremos bien.

Falta poco para amanecer, y no tengo ganas de volvera casa. Imagino el sábado y el domingo como dos recuadrosen blanco, espantosamente vacíos. Dejamos las copas sobrela barra, subimos a mi coche y salimos.

*

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Un trayecto interminable. Tenemos que parar paraechar una cabezada. El laberinto se desanuda por fin amediodía, ante una gran casa de sillares. Todo está invadidopor una espesa niebla. Al salir del coche, frío, humedad, elaroma del humo de leña.

Entramos en la casa. En una habitación grande hay ungrupo humano, entre veinte y cuarenta años, en torno a unachimenea. Dicen recordar a las ecologistas, se han ido de allíhace meses.

Son gente comunicativa, sencilla. Cuando saben dedonde venimos nos invitan a quedarnos el resto del fin desemana.

Elaboran miel y productos de agricultura biológicaque distribuyen por las capitales. Después me entero de quesólo unos pocos viven en la casa. El resto es poblaciónflotante: pasan temporadas trabajando aquí por la comida yel alojamiento. No hacen nada fijo. Ocupan su vida en largosviajes desordenados y estancias en lugares parecidos a éste.

Esto me hace sentirme violento. Pienso en mi deporti-vo aparcado afuera. Lo habrán visto: rojo brillante, tapizadoen cuero. Me parecen pobres diablos, vidas sin rumbo,desperdiciadas. Pero también algo más: en el fondo, irritan-te, una atracción morbosa.

*

Tras la cena, aparece un hombre alto, barba entrecana,melena trenzada al estilo rasta. Pablo y yo nos cruzamos ungesto irónico. Se llama Elías, y tiene una voz profunda, algoteatral. Una voz de profeta.

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Para conversaciones profundas, Elías no se sienta: seacuclilla sobre un banco, y desde allí nos absorbe con su voz.

Hablamos hasta la madrugada, las últimas horas él yyo solos. Me cuenta su pasado revolucionario, su decepciónde la política, lo que el llama su decisión de trasladar la revo-lución a sí mismo. En realidad, habla él casi todo el tiempo.

Me describe el mundo actual como un fracaso por lapérdida de valores presentes aún en las sociedades primiti-vas. Occidente, me dice, se ha perdido en un juego de espe-jos que combina y repite hasta el infinito sus viejos esque-mas, incapaz de encontrar otra salida.

Yo lo escucho sin saber qué pensar. Nunca me interesóla filosofía.

Sus ideas son sorprendentes. Desprecia el progreso.Me habla de la cercanía de la naturaleza, de la tranquilidadíntima, del sentido de los ritos.

—¿Y tú, Elías, eres feliz?Achica los ojos como un gato.—Me parece que más que tú, sí.

Tantas palabras me embotan la mente, y salgo a daruna vuelta. El cielo está estrellado. El frío de la nocheevapora mi congestión en un instante.

Es un lugar hermoso, pero esta gente no es normal.Miro hacia la casa y los imagino dejando pasar allí encerra-dos las tardes de invierno, hablando de la felicidad. Asípasarían los meses, los años. De pronto se miran a la cara, yya son viejos. Están a punto de morir.

*

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La mañana del domingo. Nos levantamos tarde. En lacomida me siento junto a una chica que no conocía. No esguapa ni fea, es diferente. Tiene fuerza. Una mirada omnis-ciente, serena.

Pablo no le encuentra nada especial, pero yo sientorodar, inquieto, esos ojos cada vez que se mueve por la habi-tación.

Salimos a media tarde. En la despedida aparece Elíaspara invitarme a volver cuando quiera.

Al volver la vista hacia el grupo, desde el coche, perci-bo otra vez la intensidad de la mirada de Silvia. Me mira sóloa mí. Mantengo el contacto mientras puedo. Es como meterlos dedos en un enchufe.

*

Día de año nuevo, las ocho y diez. Un amanecer deniebla. Me quito el reloj y lo lanzo lejos. Olas grises, verdes.Mar.

Ha sido una noche increíble. No sé dónde estará mifiesta, ni los que me trajeron a ella desde Madrid. Los dejé yestuve en todas las fiestas.

La niebla se ha tragado la bahía, la isla, las colinas querodean San Sebastián.

Empiezo a sentir el peso de la resaca en mi cabeza. Metambaleo un poco al bajar las escaleras que dan a la playa.

El aroma a profundidad me satura. Frente al mar mesiento siempre como un niño. Me dejo hipnotizar por suvieja canción.

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Un impulso repentino, y me adentro entre las olas conel último vaso vacío en la mano, sin quitarme los zapatos. Elagua me cubre hasta los muslos. Qué importa que esté fría.

Músculos de agua retiran la arena bajo mis pies. El mares un ser vivo. Recuerdo las historias de Elías: la fuerza delo elemental, los ritos de la purificación.

Lleno un vaso de agua marina y bebo largamente.

*

se siente grande, fuerte: sabe que ha llegado el momento:quieto en el fondo, absorbe la energía que llega de lo alto: cuandoestá colmado nada velozmente: placer:

el techo de luz: de donde viene todo: una membrana flexible,deslumbrante: más allá:

un impulso, se acerca, casi ha llegado: siente el terror comoun latigazo: retorna al cobijo oscuro del fondo:

escondido, observa la membrana de luz: lo está llamando:noche: silencio: una reverberación blancuzca impregna el

fondo de la charca: la membrana emite una luz azulada: irresisti-ble:

es el momento: se arrastra por el fondo hasta la orilla: asomala cabeza:

sonidos extraños: el corazón latiendo intensamente: la fuer-za del oxígeno saturando su cuerpo: un instinto desconocido almoverse en tierra firme: levanta la cabeza, percibe el mundonuevo:

*

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Cielo azul de junio, vacaciones, volar a ciento treintaentre los trigales verdes de Castilla.

Primero decidí ir a USA, luego al Caribe, después aAustralia, de nuevo a USA... el último día de trabajo no teníabilletes para ningún sitio. Esto sólo se explica si en realidadno me interesaba ir a ninguno de ellos. Parece que sóloquería volver a ese lugar sin nombre del norte, aunque no sépor que razón, ni el tiempo que lo soportaré. Pero sí; sé porqué voy: estos días he perdido el interés en divertirme, noquiero estar con nadie. Sólo necesito comprender lo que hapasado.

Todo sucedió en apenas diez días. Inesperadamente,un puesto quedó vacante. Era una subdirección, bastantemás que un cargo técnico, un auténtico caramelo. Tenía quemanejar asuntos en los que yo estaba fogueado. Quizás yofuese aún algo joven, pero los que se encontraban a mi nivelno tenían talla. Apostar por mí, entre el personal de laempresa, podía ser arriesgado, pero era la única posibilidadcon dinamismo.

Estaba claro que yo estaba en el punto de mira. Todosme lo decían. El jefe me lo dio a entender. Por eso me dormíen los laureles, pensé que los otros, el sector geriátrico, quesiempre se me oponía, estaría temblando. Pero no era así. Seestaban moviendo desde hacia mucho tiempo. Tenían máspoder de lo que yo imaginaba.

Trajeron a uno de mi promoción, amigo mío, apoyadopor amigos comunes, para quitarme el puesto. Todos calla-ban. No tenía mi preparación, ni mi experiencia. Su labor esbailar al ritmo que le toquen.

He sido tan ingenuo. Hasta temo que mi jefe, al quesiempre creí un corredor solitario, como yo, esté involucrado.

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Pero eso no es lo peor. El trabajo, en el fondo, no meimporta demasiado.

Yo me creía más independiente. No sospechaba quenecesitase tanto a mi grupo. Me siento descorazonado. Si mehan traicionado mis compañeros, ¿en quién puedo confiarahora?

*

Hoy hace el segundo día de mi reclusión en esta espe-cie de convento. A veces resulta evasivo, a veces agobiante.Trabajamos unas pocas horas, y ocupo el resto del tiempo enlargos paseos por las montañas cercanas.

No dejo de pensar en lo sucedido. La tranquilidad dellugar me lleva a ello. Más allá de la decepción de las perso-nas, busco qué esperanzas, qué ilusiones me habían hechoconfiar en ellas. Toda una revisión de mis puntos de vista.

*

No puedo dormir. Me he acodado en la ventana de laalcoba, enciendo un cigarrillo. Todos duermen. Un silenciosólido, inviolable. Una noche de junio en las montañas: hacefrío, la luna ilumina un paisaje estático de bosques y laderasde roca.

Qué mundo tan extraño éste. Tan opuesto a Madrid.Hoy estuve a punto de irme. Todo me parecía absurdo:

lo que pensaba, el sentido de mi estancia aquí. Pero tampocosabía adónde ir. No quería ir a ningún sitio, y menos aún vera nadie conocido. Una contradicción irresoluble.

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La enajenación fue creciendo a lo largo del día, hastaque por la tarde sentí que no aguantaba más.

Cogí mis cosas y fui hasta el coche. Tampoco teníaganas de despedidas. Elías debía estar alertado, porque depronto lo encontré sentado en el asiento del copiloto. Habla-mos un rato, y le conté parte de mis problemas. Me aconsejóque me quedase y que ya no diese más vueltas a las cosas: eramejor dejar que se fuesen definiendo por sí mismas.

Después de vomitar el veneno me sentí estupendamen-te. Demasiado estupendamente. Recordé las construccionesmentales que habían justificado mi visión de las cosas hastahacía un rato. Eran tan alejadas de la realidad como debíanserlo las que validaban mi euforia de aquel momento.

Para mí las cosas siempre habían sido claras y senci-llas. Cuando tenía un problema, lo analizaba, encontraba lamejor solución, y lo ponía en práctica. Estas situacionessiempre les sucedían a otros, y yo las consideraba secreta-mente un signo de debilidad.

*

Hoy ha llegado Silvia. El encuentro ha sido más suaveque la otra vez. Presiento una fuera imponente oculta bajosu delicadeza de mujer. Eso que le hace moverse con lagracia y la seguridad de un animal salvaje. Pero no formaparte de su personalidad: es algo anterior, pre-consciente.Me atrae y me intimida a la vez.

*

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Una pequeña araña roja en la pared. Se queda inmóvilcuando me acerco.

Un atardecer de verano. El fin de un día de trabajoduro.

El aire aún está caliente. Siento los músculos agrada-blemente hinchados. Observo atentamente a la araña queme mira: sus ojos, su respiración. La textura de su carne através de las patas translúcidas.

El último sol derramándose por mis mejillas. Mi ima-gen en los ojos de la araña. Dos nudos en la tierna malla dela vida.

*

La gente que vive aquí es sosegada y extraña. Hablocon todos, pero no puedo profundizar con ninguno. Haydos parejas, bien entradas en la treintena, con hijos. Gentepasiva. Además, una pareja de irlandeses, muy tímidos. AElías lo visita una hija adolescente, y a veces su mujer, de laque está separado pero bien avenido. También hay dosyugoslavos, bastante brutos. Quedamos Silvia y yo, y Car-los, un antiguo compañero de Elías, de melena ensortijada ybarba. Un poco colgado por algún mal viaje. Se encarga dedistribuir, con una furgoneta, los productos que factura-mos.

Estos días Elías no trabaja. Se pasa las mañanas ense-ñando castellano a los yugoslavos. Creo que no es capaz dehacer lo mismo durante mucho tiempo. El resto de la genteparece considerarlo como algo natural. Aquí no hay jefes,

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pero cualquier propuesta pasa, directa o indirectamente,por su opinión. Cuando habla todo el mundo calla. Elíastiene buenas ideas. Y una voz de ensueño.

*

Noche de San Juan. Elías ha preparado una buenafiesta. Estamos en un prado cercano a la casa, echados sobrela hierba. Nos ilumina una gran hoguera. El embrujo de unaguitarra resalta la armonía de las canciones.

Hemos asado carne para cenar. Ahora el alcohol correen abundancia, junto al hachís que trajo Carlos.

La gente, de ordinario tan apacible, está muy animada.Alguien intenta saltar la hoguera de forma grotesca, y todosnos reímos estrepitosamente.

Silvia está echada cerca de mí, observando el fuego.Quiero pensar que prefiere mi compañía. Desde aquí elresplandor rojizo ilumina sus pómulos.

En el bulto de sombra de su cuerpo, reconstruyo laforma de los muslos, de las nalgas; la situación exacta delorificio de su sexo.

Me he alejado del grupo para hacer una necesidad.Apenas camino veinte metros, y me aturde el mazazo desilencio. Mi espíritu festivo se escurre como si escapase porun sumidero. Lo reemplaza una vaga sensación de peligro.No escucho el consejo que me dice que vuelva con el grupo.Es como un desafío, y me alejo mucho más.

Camino tenso, rechazando la idea de que algo mesigue. Me vuelvo.

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A lo lejos, la burbuja de luz de la hoguera. Insignifican-te en la inmensidad del firmamento.

Apenas distingo al pequeño grupo humano, protegi-dos por el cerco de luz, afanándose en compartir los sueñosde la fiesta. Están absortos unos en otros. La luz les impidepercibir la oscuridad.

No sé por qué, esa imagen me trastorna. Me empujamás allá. Hacia la noche. Abandonar el control, la embria-guez de romper los propios límites. Mis pies empiezan amoverse. Me adentro en la oscuridad, sin rumbo fijo.

Cuando me detengo, no distingo nada. Me tumbo en elsuelo, inmóvil. Dejo pasar el tiempo.

Un sapo silba muy cerca. Crujir delicado de ramitas,de hojas. Algo cruza por encima de mi brazo. Dos autillos sellaman desde algún lugar de la noche.

A mi alrededor siento las presencias. Es como estarciego y escuchar por la piel. Es como si no fuese yo y fuesela noche por mí.

Más allá. En el límite de la percepción. Justo al otrolado de esa frontera, como una llamada.

Parecen interferencias de radio. Después, retazos demúsica. Como un coro de voces. Me está llamando. Unallamada cautivadora. Una nostalgia indecible. Viene delbosque.

*

Corro hacia el bosque. Percibo la armonía en los movi-mientos de mi carrera como un prodigio. Me desborda laalegría. Cada vez más deprisa, hasta el límite de mis fuerzas.

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Me interno entre los árboles. Recupero la respiracióny me echo en el suelo contra el tronco de un haya.

Las voces han callado. El misterio lo impregna todo.Oculta tras los árboles, la luna empieza a salir. Su luz

se extiende lentamente por el suelo. La hojarasca se cubre deun tinte azulado.

Escucho que alguien se acerca. Después, reconozco lasilueta de Silvia. ¿Me está buscando?

Continúo inmóvil, formando parte del paisaje. Cuan-do pasa de largo, me levanto y salgo a su encuentro.

Llevo conmigo toda la fuerza del bosque. Como sifuera transparente y el paisaje pasara a mi través.

Todo es inmediato. Me acerco a ella, siento el deseo, labeso en la boca.

Lanza una exclamación de sorpresa, y por un instante,pierdo el contacto, y mi cabeza vuelve a llenarse de ideas, depalabras, de confusión. Me dejo llevar y recupero el equili-brio.

Me acerco, la beso otra vez: yo soy el bosque, le digo.Ella me mira con ironía. Se cruzan nuestras miradas.

Un mensaje sin letras, intenso como una conmoción.Ven, bosque, me dice. Yo soy la tierra.

*

Entro en la vieja cuadra que hace las funciones degaraje. Mi coche espera en una esquina, semioculto en lapenumbra.

Hoy es el último día de vacaciones. Compruebo otravez que todo está listo para el viaje.

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He pasado el día dando vueltas al garaje, retrasando lapartida con pretextos sin importancia. Salgo al exterior.

La inmensidad de la tarde.Apoyado en la pared veo serpentear la carretera que

me llevará a Madrid.El tiempo parece haberse parado.La carretera se aleja, flanqueada de árboles, de campos

verdes. Observo los tramos que se ocultan a mi vista. Buscolos puntos en que reaparece. La veo perderse para siempretras una loma, casi en el horizonte.

No sucede nada.Intento recordar con agrado el ambiente de trabajo: las

caras, las situaciones. Las imágenes de mi vida cotidiana seabren como una flor extraña.

Siento angustia. Es todo tan lejano.Como la vida de otro.

*

No sé qué me sucede. Qué hago aquí, por qué dejopasar los días sin un fin preciso. No reacciono según acos-tumbraba. En estos días algo dentro de mí se está desmoro-nando.

Siempre valoré como esencial tener bien definido cómoera yo, y comprobar que mi comportamiento se ceñía a esasnormas.

Pero ahora reacciono y pienso de una forma que des-arma todas esas estructuras, y ya no sé quién soy, y encuanto empiezo a cuestionar esquemas que cuestionan a su

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vez otros esquemas, me envuelve la confusión. ¿Dónde estáel camino? ¿Hay algún camino?

*

flota inmóvil en el agua recalentada: abandono: ha perdidosus límites: es agua:

abre los ojos: es agua que ve: el cielo violeta: el agua violeta:una corriente eléctrica cruza su cuerpo:

asoma la cabeza: la inmensidad del crepúsculo: el frescor dela brisa, la tierra liberando su calor, el aire impregnado de aromasvegetales:

excitación: nada, trepa por una planta acuática: a lo lejos,empiezan los cantos:

noche: calor: la charca es una lámina encharolada:griterío: abre la boca, hincha la garganta, emite el sonido: su

canto se diluye entre los otros:canta una y otra y otra vez, hasta que se confunde con su

sonido: una voz común que respira los perfumes de la noche: unsolo deseo vibrando en todas las gargantas:

el brillo fugaz de un cuerpo entre el follaje: el deseo como unestallido: fuerzas desbocadas: persigue, palpa, abraza, se funde:

los cánticos son ahora un rugido: la noche se fragmenta enmil esquirlas: de pronto, nada, vacío: en un instante inmenso,presiente la frontera, toda la fuerza del misterio:

alta la luna en la noche: el zumbido del silencio: los huevosrecién fecundados fosforecen como perlas:

*

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Niebla. Una llovizna desganada.El bochorno de la mañana, que acrecienta mi dolor de

cabeza, parece llevar adherida a su sustancia pegajosa laturbiedad de los sueños de anoche. Un sueño obsesivo queno deja de perseguirme también durante el día.

Son sensaciones de una pureza tan deslumbrante comono recuerdo haber vivido nunca. Quizás en la primerainfancia, cuando todo es nuevo y las cosas brillan comoenvueltas en celofán.

Imágenes como traídas desde otros ojos a través de untúnel retorcido: humedad, frías viscosidades, percepcionestoscas, hiperreales: frío, cansancio, placer; la propia vitali-dad fluctuando, como en los seres de sangre fría.

Impregnándolo todo una sustancia ancestral, algo queemerge con el poder de la lava.

*

Llevo toda la mañana desmontando y limpiando unavieja bicicleta. Trabajo a disgusto, con torpeza. Es un díadesagradable. A veces salgo de la vieja cuadra y me dejohumedecer por la lluvia pulverizada. Cuando deja de llover,el resol daña la vista.

Es inútil seguir. Dejo el trabajo y me siento en una viejasilla de enea. De una oquedad abierta en el sueño mana unpus de recuerdos, tan lejanos que parecen de otra vida.

Apoyo la cabeza en una mano y los dejo fluir con lamirada perdida en el recuadro de la única ventana.

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Es la infancia enterrada. Brotan a borbotones, reprimi-dos durante años, fermentados por el olvido.

Son mis parientes, mis abuelos, mis padres amordaza-dos. Una comarca deprimida, un pueblo miserable en lasmontañas.

Es lo que nunca quise ser, el lugar del escapé en cuantopude. Al que nunca he vuelto.

El olor de las cabras, de los pajares, el olor de las casas.Son los colores de la infancia. Frío, barro negro en los

caminos, la luz torturada de invierno, nieve en las lejanascumbres.

Recuerdos, recuerdos, golpeando mi conciencia, enca-denándose unos con otros en una ristra interminable.

Entre el rechazo y la culpabilidad, a veces, sientonostalgia.

Es la primera vez.

*

Una tenada de pastor asentada en un saliente de lamontaña. De la pared de roca nace un arroyo que cruza lacornisa haciendo verdear la hierba. En derredor, el caos decimas del puerto. Neveros verticales lucen desde las altasmontañas del fondo, apenas destacadas contra el azul páli-do de la mañana.

Fue la última idea de Elías: abandonar poco a poco lahuerta ecológica por la elaboración de queso fresco de oveja.Se informó, aprendió trucos de los pastores, y adquirimosuna pequeña partida de ovejas y un perro para probar. Silvia

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y yo nos ofrecimos enseguida para mantenerlas en lospastizales del puerto.

Echado frente a la puerta de la cabaña, me dejo ador-mecer por el sol de la primera tarde. Calor, zumbar deinsectos, moscas aterrizando en mi cara.

Me incorporo y observo mis uñas enlutadas, las manosllenas de rasguños, la ropa sucia. Debo apestar a humo yoveja a kilómetros.

Recuerdo mi idea de la felicidad cuando vivía enMadrid: chicas, playas del trópico, las luces de Manhattanen la niebla.

Al atardecer suben Carlos y Elías en el Land Rover, apor la leche. Recojo las ovejas, ordeño y hablamos un rato. Aveces se quedan y cenamos juntos.

Cuando se hace de noche, Silvia y yo subimos al pajar.Con unas brazadas de hierba hacemos un colchón sobre elque extendemos sábanas y mantas.

Afuera hace frío. Entre las sábanas, la suavidad de doscuerpos desnudos entrelazados. Por encima de nuestrascabezas, la cúpula del cielo.

*

Me despierta el frío previo al amanecer. Me desen-redo de los brazos de Silvia, y en la oscuridad bajo a lacocina. Reavivo el fuego para vencer el frío y preparar eldesayuno.

Salgo al exterior. La humedad, el aroma de la tierra.Me alejo, me acuclillo para hacer una necesidad.

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Esta noche, como todas desde que estoy aquí, havuelto el sueño. La elementalidad, las imágenes acuáticas.Me despierto lleno de un conocimiento arcaico.

Cuando el globo amarillo se despega del horizonte,me levanto y camino hacia la cabaña. Desde aquí veo elparpadeo de una vela a través de la ventana. Silvia. Sientoternura por ella.

*

La luz, los brillos del agua, los sonidos del agua:un rumor de élitros: una acción refleja, veloz: la emoción de

la caza: lo ha atrapado, lo traga: placer:Llega la noche, empiezan los cantos: una fuerza arrasadora:

oculto entre las hojas, siente la embriaguez, hincha la garganta: sediluye en la voz colectiva, en la sustancia del crepúsculo:

ahora, un giro inesperado, un instante en blanco: como caerpor un abismo: más allá de la frontera, en el envés de la noche:

su mente se abre como un párpado: se inunda de luz:los límites se ensanchan, la experiencia de lo complejo: la

diferenciación con lo que lo rodea:en el punto álgido, una llamarada, una chispa de conscien-

cia: comprende:

no hay cánticos, no hay luna, silencio:

*

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Noche de septiembre. Estoy sentado en el banco depiedra adyacente a la entrada de la casa, junto a Elías. Unsilencio en medio de una conversación relajada.

Hemos vuelto a la casa. La experiencia en el puertoha terminado satisfactoriamente, y seguimos con el proyec-to.

No queríamos volver. Silvia y yo hemos ocupado lasmismas habitaciones de antes. Las mismas caras insípidas,las mismas rutinas.

Los días han menguado ostensiblemente. El frío vacercando cada vez más las noches. Pensar en esto me des-pierta una tristeza lejana.

De pronto, Elías se levanta, vuelve con una linterna, yecha a andar. Ven conmigo, me dice.

Caminamos ligero bajo la escasa luz de la noche.Pronto empezamos a subir. Entramos en el bosque, y misensibilidad se multiplica, como si brotasen de mi cuerpohaces de antenas táctiles.

Dejamos el camino y tiramos monte arriba. Cerca deun pequeño pico cónico, junto a un manantial, Elías se detie-ne. Enciende la linterna y se pierde tras la vegetación quecubre una roca. Hay una grieta. Un paso estrechísimo, luegoun túnel que desemboca en una estancia mayor. Elías lailumina. No es más grande que una habitación.

—Quería enseñarte mi refugio. —Me dice.— Me gustavenir aquí a pensar.

Después dirige el haz de luz de la linterna hacia lapared, y veo un relieve que me recuerda vagamente algo.Poco a poco, empiezo a reconocer, adaptándose al saliente,los trazos semi-borrados que conforman el dibujo de unacierva. Es muy hermosa.

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Le comunico a Elías mi sorpresa, pero no me escucha.Ahora señala con la linterna otra zona de la pared, cubiertacon signos indescifrables. Después me muestra un caballocompleto; luego la cabeza y el lomo de un bisonte.

Siento el deslumbramiento de lo maravilloso. Se me haerizado el vello.

Arranco la linterna a Elías y me pego a la pared escru-tando, palpando cada uno de sus pliegues. Entre trazos nofigurativos, algo apartada, hay una pequeña mancha decolor. Tiene el contorno de una rana.

Me invade una sensación extraña, como un vértigo.Tengo que sentarme.

*

Hace una noche serena. Es fácil escuchar con calma,hablar olvidando el paso del tiempo.

Me siento junto a Elías y le cuento lo sucedido desdeque llegué aquí, las experiencias que me están cambiando yno sé clasificar.

Cuando termino me dice que no sabe orientarme. Sólosé combinar ideas, eso cae fuera de mis límites. En sus pala-bras hay un rastro de amargura. Se hace un silencio.

Me parece verle dudar. Por fin hace un gesto resoluti-vo. Empieza a hablarme de su búsqueda, de los años espe-rando materializar el tipo de vivencias que acabo de descri-birle. La razón esencial de su decisión de venir a vivir alcampo.

Es un mundo presentido y deseado que le cierra suentrada, el único acceso, me dice, al sentido de las cosas.

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Me confiesa que ahora se encuentra desmoralizado. Leaburre mortalmente la rutina de su vida aquí. Necesitaempezar algo nuevo.

Elías me habla de sí mismo. Es la primera vez que sequita la careta estando conmigo. Sospecho que soy el únicocon quien ha hablado de esto. Cuando nos despedimos, elcielo empieza a clarear.

*

He vuelto varias veces a la cueva. Es un lugar denso.Me dejo hipnotizar por los dibujos. Están empapados detierra, de bosque, de formas de vida. De la fuerza que loscomunica.

En la oscuridad deslizo lentamente la mano sobre elrelieve de la pared. La roca es un ser vivo. Mis dedos seadaptan a sus pliegues y captan un contacto sutil. En mimente son imágenes, historias que brotan espontáneamen-te.

Aquí, desde el corazón del bosque, puedo sentir lafrontera.

El misterio está ahí, al otro lado, pero no sé lo que es.Es abrumadoramente bello. Está lleno de significados, perono tienen traducción. Me está llamando.

*

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Otoño. Tiempo de hongos, tiempo de venenos.El trabajo decae. El paisaje suena como el clarinete de

un concierto barroco.Escucho llover toda la noche. Es el monzón del norte.

Bosques anegados, profundos, como las selvas de un fondosubmarino.

Atardece sin levantarnos de la cama. El fragor de lalluvia, las sábanas revueltas. Silvia desgreñada y desnudaentre una luz agonizante. Ojos de ave nocturna, una y otravez me extingo frente a ellos tras el secreto de esa fuerza quetanto ansío.

Siento que algo en mi interior se está pudriendo.

*

Un día sin nombre. Otoño, el cielo encapotado. Des-ciendo de la cabaña, campo a través, atajando por las esco-bas.

Abajo, en la carretera que cruza el puerto, hay un co-che estacionado. Reconozco el coche de la mujer de Elías. Meacerco. Dentro están ellos dos y su hija. Me estaban esperan-do.

Elías se va. Ha decidido cortar con todo esto. Habla-mos de prisa, sin acertar a expresarnos como quisiéramos.

Elías me anima a continuar. Yo le ofrezco, en broma, elpuesto de trabajo que dejé en Madrid. Nos deseamos suerte.

El coche da la vuelta y se aleja. Me quedo parado alborde de la carretera, hasta que una lluvia fina me saca de midesconcierto.

*

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La lluvia, los días oscuros, el frío absorbiendo su fuerza:todo es difícil: somnolencia: sentidos que distorsionan:

movimientos torpes:se desliza hacia el fondo en el agua turbia: se entierra en el

fango:calma: la tierra absorbe lentamente su calor, difumina

sus límites: apenas la mente, dibujando lentas imágenes oníri-cas:

*

Hace frío en la cabaña, estoy solo. La hoguera raquíticailumina apenas la estancia.

Me acerco al calor, arrebujado en una manta. Sólo seescucha el borbotoneo de un puchero suspendido sobre elfuego.

El tiempo pasa lentamente.Un día me cansé de la gente de la casa. Algo me

empujaba, cada vez más, a venir aquí, a prescindir de todos,incluso de Silvia.

Quizás hoy sea Nochebuena. No sé cuánto tiempohace que me fui. He abandonado la cuenta de los días. Enrealidad lo he abandonado todo: mis cosas, mis recuerdos,mis planteamientos mentales, mis hábitos de hombre civili-zado.

Siento que toda complicación me impide profundizaren lo que busco. Eso que necesito y no sé definir, quesiempre se me muestra y se me escapa, tan cercano y sinembargo tan inaccesible. Este lugar está impregnado de ello.No me iré de aquí hasta conseguirlo.

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Retiro el puchero del fuego y se acalla el hervor delagua. Me sirvo un caldo de vegetales que yo mismo coseché.Lo mezclo con un pan de maíz recién hecho.

Cuando termino de comer vuelve el silencio. A veces seoye el granizo, o el ulular del viento. La noche es muy larga.Observo el fuego sin pensar, esperando la llegada del sueño.

*

Un océano de silencio. Un paisaje obsesivo de monta-ñas congeladas.

Sólo yo estoy vivo. El silencio es una lupa que amplíael más pequeño movimiento en mi interior. Nada se oculta,y a todas horas escucho el fluir de mi mente como un motora ralentí. Cuando no suena redondo, la soledad puede serterrible. Hay pensamientos que rugen como cañonazos.

*

Estoy desmoralizado. Los sueños me abandonaron enotoño, y no han vuelto desde entonces. Ya no sé qué hagoaquí, nada es como antes. El aire, el sol, las montañas, semantienen indiferentes. Me niegan su acceso. Sólo quierenser paisaje.

No sé adónde voy. He perdido todo lo que fui en elverano. No sé por qué continúo aquí, qué fuerza me empujaa soportar cada día la llegada del siguiente.

*

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Va faltando la luz. El cielo metálico empieza a oxidar-se. El horizonte se difumina, la nieve adquiere un fulgoropaco.

Me abrigo con una capa de lana tejida por mí, como laropa que me cubre, y salgo al exterior. Necesito traer agua.

El arroyo discurre en el fondo de un agujero en lanieve. Está parcialmente cegado, y tengo que agrandarlo.Entre la hierba sepultada encuentro un botón. Enseguida loreconozco: es de Silvia.

El botón es un trozo de verano que ha cruzado eltiempo hasta mí, directo como una flecha. Miro en derredor,y reconozco el lugar a pesar de la nieve que lo cubre.

Los verdes pastizales de julio. Silvia y yo riendo,revolcándonos desnudos aquí mismo, sobre la hierba de altamontaña. El olor de Silvia, su aliento, la textura de su piel.Los aromas de la tierra. Bajo la luz del mediodía hacemos elamor al aire libre, en medio de un paisaje grandioso.

Lleno el recipiente de agua y vuelvo a la cabaña. Elviento helado me azota la cara. En el camino, veo de reojo lahilera de cumbres afiladas. Parece la quijada de una fiera.Me da miedo.

Anochece, pero no tengo fuerzas para la tediosa tareade preparar el fuego y la cena. El frío será intenso. No meimporta. Me siento a la mesa acariciando el botón, buscandoen su tacto algún reflejo de la felicidad perdida.

Sé que algo se está agrietando en mi interior. Unacuesta abajo que se transforma en un tobogán imparable porel que me deslizo hacia las tinieblas.

*

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Me despierta una luz dorada. Abro los ojos. Gorjeo depájaros, el sol de marzo dibuja franjas luminosas en lospliegues de los visillos. Una alcoba silenciosa. La suavidadcasi olvidada de las sábanas. Escucho pasos amortiguadosal otro lado del tabique: estoy en la casa, he vuelto.

Cierro los ojos, y un recuerdo esparce el miedo por micuerpo.

*

Hoy me sentía con fuerzas y he subido con Silvia hastalas ruinas de la cabaña. El espectáculo es sobrecogedor. Sóloquedan cascotes y maderas calcinadas.

Se me ha revuelto todo, pero tenía que verlo. Silviaestaba impresionada.

No tengo un recuerdo claro de los días finales. Lasinquietudes enervantes y la confusión fueron creciendojunto al desorden en la cabaña. En los últimos días, losrecuerdos y los sueños se mezclaban con la realidad.

Una noche me despertó el estampido de un alud quehabía sepultado la cabaña sin salida posible. Otra vez fueronlos ruidos de decenas de lobos rodeando la cabaña, corrien-do por el tejado, buscando un hueco para entrar a devorarme.

No recuerdo qué sucedió la última noche. Creo quedecidí incendiar la casa y abrasarme con ella. Sólo recuerdolas altas llamas reflejándose en la nieve, las sombrasalucinantes, el frío, el horror no descriptible hasta que llególa luz.

*

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Me despierto bruscamente. Oscuridad. Sólo la respira-ción de Silvia dormida. Va, viene, como el oleaje de unaplaya en el Cantábrico.

Entrecierro los ojos, escucho atentamente. El ritmo desu respiración me atrapa hasta confundirme con él. Menteserena, mar en calma. Pulsos de pensamiento regularescomo olas.

Han vuelto los sueños.No sé cuánto durarán ni hacia dónde me llevan. Sólo

importa que ahora experimento esa certidumbre inconcreta,la solidez de mis piernas hundiéndose en la tierra.

Soy consciente de que puedo perderla en cualquiermomento. Y de que el camino es una noche cerrada, pobladade presencias.

*

Noche de junio. La excitación de la partida. Termino,con mucho retraso, los preparativos. Me voy.

Llego hasta la cuadra, retiro la manta que cubre alcoche. Relampaguea la pintura roja, las formas aerodinámicasdel deportivo.

La casa y las montañas quedan enseguida atrás. Lacarretera es una cinta de asfalto abrazada por el bosque.

Primero iré al pueblo donde nací. No sé si aún vivenmis padres. Tengo que olerlo, caminarlo, estar con los quequeden el tiempo necesario.

Después iré a Madrid. Quiero experimentar allí cómome siento, integrar ese pasado. Espero que el bosque siga

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conmigo, adónde quiera que vaya, y pueda recogerme en élcuando lo necesite.

Si me adapto quizá busque trabajo allí. Me divertiríavolver a la misma empresa, ver a aquellos tontos presuntuo-sos corriendo por los estrechos laberintos-jaula que ellosmismos se levantan.

Después de todo esto espero tener claro qué formaexterior darle a mi vida. Volveré aquí y hablaré con Silvia.Ella es mi asignatura pendiente. Sin darse cuenta rezumaeso que debo ser, por lo que lucho, lo que nunca alcanzarédel todo.

*

Atravieso el último valle antes del puerto que da a lospáramos de Castilla. El bosque me inunda.

De pronto, el estupor de un flash. Como una ventanaabierta violentamente por la que entra un vendaval deemociones. Se me eriza el cabello. Apenas me da tiempo adisminuir la velocidad.

En un instante, percibo claramente la frontera, y alotro lado, la región oscura; y más allá de nuevo otra frontera,desde la que algo o alguien me está llamando. Trae consigolas sensaciones por las que aprendí a desprenderme de mislastres. Reconozco a la criatura de mis sueños. Me estállamando, y su fuerza debilita mi voluntad, me obliga casi adetener el coche.

Sospecho que si lo hago nunca saldré de aquí. El instin-to me dice que no es el momento, ahora necesito irme, másadelante volveré, me quedaré para siempre si es necesario.

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Crispo las mandíbulas, me cierro, piso el acelerador.El coche zumba con rabia, sale disparado como un proyectilque zigzaguea a toda velocidad bajo el túnel de espesura.

*

la noche: la tibieza del aire:se deja flotar inmóvil: los ojos semicerrados: percibe cómo el

calor recarga lentamente sus células:alejado del grupo: oscuramente consciente de sí:le llega la conmoción como una luz cegadora: vuelve la

sensación, más intensa que nunca: está muy cerca: capta lapresencia, la presencia:

se despierta el deseo: su mente ansía comprender: una sedirresistible:

excitación: sale de la charca, avanza precipitadamente: lapresencia lo llama como la luz de un faro en la noche:

la vegetación termina en una extraña superficie lisa: dosojos despiden luz en la distancia: un sonido que no está en sumemoria, creciendo velozmente hasta envolverle: la vibración enel suelo de algo inmensamente pesado:

un contacto brutal: una energía sin medida: su cuerpo sedilata más allá de lo soportable: su mente se diluye en el misterio.

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ÍNDICE

La soga y el cuello .............................................................. 5

El sueño de la nada ............................................................ 39

El soñador ............................................................................ 63

Bajo las aguas ...................................................................... 99

El perro que escribía su nombre sobre la nieve .......... 113

El guardián de la autovía ................................................. 163

Tuamotú ............................................................................... 173

Piedra del rayo .................................................................... 189

El cerco del abismo ............................................................ 201

Las voces del bosque ......................................................... 207

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Este libro se terminó de imprimirel día 23 de abril de 2008,festividad de San Jorge,

Día del Libro,en los talleres de América Grafiprint

—Santander—.

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