silogistica de la imagen

92
JOSÉ LUIS OMAÑA Caracas y 2010 SILOGÍSTICA DE LA IMAGEN una lectura de Paradiso de José Lezama Lima

Upload: jose-omana

Post on 22-Feb-2016

229 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Tesis de maestria de Jose Luis Omaña realizada en la Maestria de Estudios Literarios de la Universidad Central de Venezuela (sin acentos porque ISSUU no comprende nuestra lengua)

TRANSCRIPT

Page 1: Silogistica de la imagen

JOSÉ LUIS OMAÑACaracas y 2010

SILOGÍSTICA DE LA IMAGENuna lectura de Paradiso de José Lezama Lima

Page 2: Silogistica de la imagen

2

A la tríada pitagórica: H, A, G.

A Joussette y a Quisaira.

Page 3: Silogistica de la imagen

3

Índice

5

Para llegar a la Montego Bay (a manera de introducción)

11 Capítulo I

Silogística de la imagen

29 Capítulo II

Escritura de la imagen: lenguaje y estilo

47 Capítulo III

La imagen escrita. Poética de la imagen

67 Capítulo IV

Silogística de la imagen: la iniciación en la metáfora (a manera de conclusión)

87 Bibliografía

Page 4: Silogistica de la imagen

4

Una antigua leyenda India nos recuerda la existencia de un río, cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y

comienza a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y con

coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo, de aproximaciones. Sin embargo, es

el río que va hasta las puertas del Paraíso. En los reflejos de sus ondas desfilan el vestíbulo del farero, el árbol de coral, la cadena del ojo del

tigre, el Ganges celeste, la terraza de malaquita, el infierno de las lanzas y el reposo del perfecto. La incesante contemplación del río va

entregando su dualismo, la aventura del análogo y las parejas que se retiran a sus isletas. Un árbol frente a unos ojos, un árbol de coral frente

al ojo del tigre; las lanzas frente a la terraza, después las lanzas infernales frente a la paradisiaca terraza de malaquita. Dichosos los efímeros que podemos contemplar el movimiento como imagen de la

eternidad y seguir absortos la parábola de las flechas hasta su enterramiento en la línea del horizonte.

La cantidad hechizada

Page 5: Silogistica de la imagen

5

Para llegar a la Montego Bay (a manera de introducción)

Este trabajo tiene todos los signos de un gesto pretencioso. En primer lugar, porque

me he propuesto ofrecer una lectura de Paradiso a partir de la poética de Lezama, que es

como leer Paradiso desde Paradiso o a Lezama desde Lezama. Y, en segundo lugar,

porque el sentido de la lectura está casi siempre impregnado de esa misma poética, de las

imágenes, de las expresiones y hasta de algunos de los giros estilísticos del escritor de

Trocadero. Ello porque, por un lado, mi corpus crítico se confunde con mi corpus literario,

y por otro, porque al familiarizarse con la obra de Lezama uno corre el riesgo de literalizar

esa familiaridad.

Así que con este trabajo no sólo propongo una lectura sino una manera —casi un

estilo— de leer Paradiso. Una manera que, desde luego, no es ajena a una tradición. Casi

todos los comentaristas de la obra de Lezama terminan siendo contagiados por su prosa, por

su manera de estar ante el idioma —salvo en contadas ocasiones, como ocurre con

estudiosos como Remedios Mataix y Julio Ortega—. Severo Sarduy, Reinaldo Arenas,

Guillermo Sucre, cuando debieron escribir sobre Lezama, se vieron seducidos por su labia,

por el criollismo de su verba. Ensayos como “El logos de la imaginación”, de Guillermo

Sucre, demuestran que hablar sobre Lezama es también estar dispuesto a ser ingurgitado

por su escritura, por sus giros estilísticos. Todo el aparente hermetismo de ese ensayo es, a

mi parecer, la marca del idioma amasado, horneado y servido por Lezama. Otro ejemplo lo

vemos en “Dispersiones, falsas notas”, ese texto en el que Severo Sarduy se promete no

repetir los tics lezamianos, los accidentes de su lenguaje, promesa que afortunadamente

Sarduy no cumple a cabalidad.1

Yo ni me atrevo a proponerme evadir las seducciones del texto lezamiano. En cambio

las he asumido así, como textus, como urdimbre que se teje sobre y dentro del lector,

asumiendo que esa urdimbre es el testimonio de una carcajada que Lezama siempre nos

1 Sobre este asunto Carmen Bustillo ha escrito lo siguiente: “Abordar Paradiso resulta entonces una labor en extremo difícil, aunque se escoja explorar una sola de sus vetas… La crítica —muy abudante, sobre todo en artículos cortos— no aporta mucha ayuda, pues, con las excepciones de rigor, tienden a mimetizarse con el código del autor sin añadir ni aclarar gran cosa” (1996:297).

Page 6: Silogistica de la imagen

6

echa en cara, oblicuamente, claro, desde atrás de las páginas de sus obras. Allí, invisible,

está El Etrusco2 con su puntuación, con sus expresiones sacadas del más radical de los

cronistas de Indias, con su marea de palabras barroquísimas por americanas.

Por eso me parece que el sentido del humor es indispensable para leer Paradiso. De

allí que todos mis giros manieristas, todos mis juegos de palabras sean, en verdad, el gesto

de quien le sigue la corriente a algún Hans Staden o algún Bernal Díaz del Castillo

moderno. Pero son también el testimonio de una cuestión ineludible: el hecho de que es

posible leer críticamente la obra de Lezama desde el interior mismo de su escritura y de sus

palabras, desde su poética, su vocabulario y también desde su sentido del humor. Además,

como él mismo dijera, esa obra es un cuerpo homogéneo, aunque su homogeneidad no

eluda el caos. Sus disertaciones ensayísticas se pueden leer a la luz de su poesía, su novela

puede ser revisada a partir de su obra poética y de sus ensayos. Y es en esa dimensión de

totalidad en la que he querido comenzar a hilvanar el sentido de mi investigación.

He decidido acercarme a la poética de Lezama desde ensayos como “Las imágenes

posibles”, “La dignidad de la poesía”, “Introducción a un sistema poético”, “Preludio a las

eras imaginarias” o “Confluencias”, pero también a partir de poemas como “Dador”, “Peso

del sabor”, “Danza de la jerigonza”. Desde ellos, o con ellos he querido estudiar cómo

Paradiso cifra una noción de conocimiento desde la imagen, un saber poético que, además,

recorre toda la obra lezamiana. A este conocimiento Lezama lo llamó “silogismo de

sobresalto” o “silogística poética” (2000:612-619), frases que en la novela quieren

descubrirnos la actitud cognoscente del hombre frente a la imagen. Se trata de una

concepción de la metáfora como conocimiento y del poeta como el hombre que conoce en

la resurrección, como el ser-para-la-resurrección, dice Lezama, en lugar del heideggeriano

ser-para-la-muerte.

Centrado en el problema del conocimiento de la imagen omito otros temas que son

importantísimos para poder hacer una lectura justa de Paradiso. La presencia de la madre,

de lo materno —que anunciara con tanto tino Ana Nuño (2001:56)—, el problema de lo

erótico, las relaciones entre Cemí, Fronesis y Foción, algunos capítulos como el VII —tan

revisado por la crítica—, la gastronomía, lo cubano, la presencia de Martí, etc., son asuntos 2 En sus últimos años, Lezama acostumbraba firmar sus cartas con ese nombre, El Etrusco, que además se relaciona con su poética y, por su puesto, con toda su obra.

Page 7: Silogistica de la imagen

7

que decidí tocar sólo tangencialmente, cuando no abandonar por completo. Pero es que

Paradiso es un tokonoma, para usar una imagen querida por Lezama, un infinito en

cuatrocientas páginas. Y para intentar hilar fino, para no perderme en la telaraña lezamiana,

he decidido revisar, partiendo de la imagen de José Cemí y de Oppiano Licario, así como

del cuerpo de la escritura y de la estilística de la novela, la relación entre conocimiento e

imagen que podemos identificar en algunos fragmentos de Paradiso.

El trabajo se divide en cuatro capítulos. En el primero intento un acercamiento a la

noción de “silogística poética” o “silogismo de sobresalto”, tal como es planteada por

Lezama en algunos de sus ensayos y en la novela. También propongo una revisión

panorámica de los estudios literarios que han abordado la obra lezamiana concentrándose

en el problema del conocimiento de la imagen. Algunos escritos de Fina García Marruz, de

Cintio Vitier y de Emir Rodríguez Monegal conforman el corpus crítico de buena parte de

este capítulo. Así finalizo sentando las bases documentales, teóricas y críticas para estudiar

en Paradiso el problema de la silogística de la imagen, atendiendo específicamente al

lenguaje o al estilo de la escritura del Etrusco, a la urdimbre de esa escritura que, creo, es el

preludio de la iniciación en la imagen, y que en la novela se presenta como un saber, o al

menos como una posibilidad de conocimiento.

En el segundo capítulo procuro explorar la escritura de Lezama, concentrándome,

desde luego, en Paradiso, en las particularidades de su ritmo y de su estilo. Allí se hallan

las claves para empezar a entender la relación entre la poética lezamiana, el acaecer de la

novela y el problema de la imagen como conocimiento. Pero el principal objetivo de este

segundo capítulo es estudiar cómo en la forma, en el cuerpo de la escritura de Paradiso —y

en su manera golosa y serpentina de construir imágenes— encontramos ya una primera

concreción o una primera evidencia de la noción lezamiana de conocimiento poético. Me

valgo para ello de una herramienta crítica que es, en lugar de un texto segundo, una obra de

creación: El Quijote. Intento establecer un vínculo entre Cervantes y Lezama que me ayude

a entender el problema de la escritura (del estilo) de y en la novela. Cervantes me interesa

porque, como ya se sabe, Lezama es un heredero de la tradición barroca americana e

Page 8: Silogistica de la imagen

8

hispánica, y no sería atrevido afirmar que los accidentes de su estilo y el cuerpo de su

escritura continúan, reordenando y reinventando, las formas posibles de esa tradición.

El tercer capítulo es una extensión del anterior. En él desarrollo la tesis de que la

novela es también una poética, como si Lezama nos hubiese dejado en ella las claves para

leerla y para estar frente al resto de su obra. Esa poética no es literal, hay que buscarla en el

peso de la escritura y en la resonancia sensual de sus imágenes. Pero además sostengo que

esa poética contiene una ética, una manera de estar del hombre ante la imagen: la conducta

del ser cuando es habitado por la metáfora.

El cuarto capítulo representa el cierre de mi interpretación. Con él regreso al punto de

partida de mi trabajo. Allí intento estudiar con más detenimiento el problema del

conocimiento poético en algunos pasajes de la novela. Para ello me concentro en los hilos

que conducen el despertar de ese conocimiento a lo largo de Paradiso, en José Cemí, que es

un personaje en tránsito hacia la iniciación en la imagen, y en Oppiano Licario, su

iniciador. Se trata de la entrada del ser en lo poético y en la poesía, y por ello en la

conciencia del hombre como ser-para-la-resurrección, “guardián del etrusco potens”, al

decir de Lezama (1981:296).

La noción de “silogismo de sobresalto”, encarnada en Oppiano Licario, será la

columna vertebral de mi estudio. A ese silogismo poético lo buscaré en el estilo de la

escritura lezamiana, en los accidentes de sus imágenes, en los episodios de su sintaxis y en

la particular respiración de sus palabras, como ya lo dije, pero también en la corporeidad

estética del entramado imaginario que constituye la novela, en José Cemí y en Oppiano

Licario, personajes vinculados al problema de la creación artística y al de la iniciación del

hombre en el reino de la imagen.

¿Pero por qué parto de Lezama, de su poética, para leer su novela? La respuesta a esta

pregunta quizás esté en una afirmación y en otra pregunta de Gustavo Pellón, inscritas en su

libro La visión jubilosa de José Lezama Lima:

El autodidactismo y la erudición de Lezama también son un obstáculo serio cuando uno trata de situarlo en el contexto de la teoría literaria. ¿Cómo establecer un contexto intelectual para un escritor que desde un punto de vista filosófico parece a veces un contemporáneo de Dante, pero que también ofrece otras veces enfoques

Page 9: Silogistica de la imagen

9

que treinta años más tarde se han convertido en lugares comunes del pensamiento literario? (1979:63).

¿Cómo en verdad leer a Lezama desde un contexto intelectual único o al menos

uniforme, cómo leer su erudición hipertrofiada, polimorfa y a la vez compacta desde el

lente polifémico de las teorías artísticas de las vanguardias, por ejemplo, o desde Mallarmé

o Proust, o desde el existencialismo, el estructuralismo, la deconstrucción, el

postmodernismo, el americanismo, etc.? ¿Cómo leerlo si no es desde una visión que busque

también ser polimórfica, o al menos que siga de cerca la hipertrofia verbal y semántica

lezamiana? Por eso en este trabajo he intentado respetar y acechar (con humor) esa

hipertrofia, esa cualidad total de la novela.

Y cuando pienso en ese cuerpo de columna salomónica que es Paradiso, pienso en un

comentario de Eloísa Lezama Lima que me recuerda los vaivenes palatales de la expresión

lezamiana:

Para hablar de mi hermano hay que traducirlo del barroco al barroco. Tratar de interpretarlo es más que una hazaña peligrosa, e intentar traducir su código interno de señales y símbolos a los valores de un significante sobrepasa la insensatez (2005:11).

Traducir del barroco al barroco sería algo así como formular un espacio crítico,

exegético, donde las obras de Lezama —la voz que hay en esas obras— dicte la medida o al

menos los límites de la lectura. Y en lugar de decodificar las señales internas de Paradiso,

su intrincado movimiento icónico, quisiera más bien ironizar un poco esas señales —leerlas

riéndome— para, como Gustavo Pellón, “destacar y preservar, en lugar de resolver las

contradicciones esenciales” de los escritos lezamianos (2005:3-4).

Yo he querido seguir el ánimo de escritores como Fina García Marruz y Severo

Sarduy, cuyas maneras de acercarse a Lezama me ayudan a formular otra de mis

principales premisas: la posibilidad de leer a Lezama, no sólo desde el contenido de sus

escritos o desde su condición de escritor barroco o antropófago cultural, sino también desde

el espíritu de sus obras, desde la atmósfera poética que el cuerpo de sus escritos evoca. Se

trata de una manera de leer que, como acabo de decir, fue enunciada por Fina García

Marruz en su ensayo “La poesía es un caracol nocturno”:

Page 10: Silogistica de la imagen

10

…quisiera proponer, más que una tesis sobre algún aspecto de la obra de Lezama, su modo mismo de acercarse a la poesía, no el desciframiento de un cuerpo de imágenes o de ideas, sino más bien su incesante ruptura en “anillos y fragmentos”, ya que él se acercó también así a los textos ajenos, desinteresándose de su coherencia circular interna, para buscar tangencialmente su relación con otros órdenes poéticos o sistemas. Su lectura no era lineal, sino algebraica, buscaba interrelaciones inesperadas, como quien frota maderos para el salto de la chispa inmortal intermedia (1984:249).

Estas palabras de García Marruz determinan muy bien los límites de la metodología

que busco. Límites señalados por la cadencia, las pulsiones y la hipertelia de los textos

lezamianos. Desde allí me interesa, sobre todo, descubrir a Lezama en tanto lector, en tanto

consumidor de los hechos culturales o incorporador del cuerpo de la cultura. Con esto

pretendo señalar el lugar desde donde quiero ubicarme como escritor, la voz que deseo

articular para hablar sobre Paradiso. Esa voz será la de quien pretende, con ingenuidad,

compartir su “estar ante” el cuerpo de la novela: compartir la exhalación de su asombro

ante la obra de Lezama, que es como una manera de llegar a la Montego Bay, como

Lezama, pidiendo permiso para un leve sobresalto.

Page 11: Silogistica de la imagen

11

Capítulo I Silogística de la imagen

Se trata de trazar otro canon, de otra región, donde lo primigenio

indistinto sea la pieza de apoderamiento...

La dignidad de la poesía

Si mi memoria no se vuelve sobre sus excesos menos comprobables, resultaría

verosímil decir que José Lezama Lima nunca utilizó la expresión “silogística de la imagen”.

En sus ensayos y en su Paradiso aparecen las frases “silogística de sobresalto”, “vivencia

oblicua”, “silogismo poético”, “ethos de la poiesis”, pero no la aludida expresión. Se

preguntará entonces el lector por qué quiero detenerme, como quien rastrea un inexistente,

ante la posibilidad de algo así como una “silogística de la imago”, por qué me doy esta

licencia que además titula este capítulo y este trabajo. La intención de estas líneas es aclarar

esas preguntas, justificar la licencia tomada y empezar a preparar un espacio en el que la

duda —el dudar hiperbólico siempre manifiesto en quien se acerca a Lezama— se recueste,

permitiendo así al apetito descifrador, a la hermenéutica palatal, acodarse sobre la mesa de

lo indescifrable.

Comencemos por el último capítulo de Paradiso, el XIV. Hay allí como una voluta

de capitel jónico; el narrador expone:

El ente cognoscente lograba su esfera siempre en relación con el tercer móvil errante, desconocido, dado hasta ese momento por las disfrazadas mutaciones de la evocación ancestral. Si pensamos en los paseos de Robespierre en Arras y en su compañía de pobreza y castidad, precisamos de inmediato que el tercer punto desconocido es aquí el nombre de su perro. Por eso, en todos aquellos años de su vida, es su perro Brown el punto móvil dominante, al cual hay que arribar para que su pobreza y su castidad se visualicen y se rindan al sentido. Así, en la intersección de ese ordenamiento espacial de los dos puntos de analogía, con el temporal móvil desconocido, situaba Licario lo que él llamaba la Silogística poética. Se apoyaba en un silogismo de Dante, que aparece en su De monarchia, donde la premisa menor, “Todos los gramáticos corren”, lograba recobrar en un logos poético sobre la lluvia de móviles no situables, puntos errantes y humaredas, no dispuestos sino a enmallarse en dos puntos emparejados de una irrealidad gravitada como conclusión (2000:618-619).

Page 12: Silogistica de la imagen

12

Vemos aquí cómo la “silogística poética” presupone, al parecer, una posibilidad de

deducción. ¿Pero qué clase de deducción es esa que concluye en una “irrealidad gravitada”,

en una ausencia, en un imposible capaz de cobrar existencia a partir de premisas

sospechosas? ¿Acaso la frase “los paseos de Robespierre en Arras” puede ser la premisa de

un silogismo? Tendríamos que cambiarla por algo así como “Robespierre pasea por Arras”,

y convertirla, al menos, en una proposición particular afirmativa. Pero que el perro Brown

sea la conclusión aclaradora de los paseos de Robespierre y de “su compañía de pobreza y

castidad”, es ya un gesto de fuga, casi una parodia de la estructura del silogismo

aristotélico.

En su Analytica Priora el estagirita plantea cuatro modos de la primera figura del

silogismo deductivo categórico, sustentos de la lógica occidental. Cada uno opera causalista

y teleológicamente. Todos parten de dos premisas que tienen, en potencia, una conclusión

específica, determinada siempre por las características de esas premisas. Los modos son

organizados por Aristóteles según las tipologías de cada conclusión. El primero comporta

todas aquellas figuras lógicas que concluyen en una proposición universal afirmativa; el

segundo reúne las que terminan con una proposición universal negativa, el tercero las que

acaban en una proposición particular afirmativa y el cuarto en una particular negativa

(Abbagnano: 2005:34-40).

Pero ninguno de estos modos pareciera coincidir con las capacidades deductivas de

Licario. Y es que la silogística lezamiana no es filosófica sino poética. Aparece en “la

intersección”, en la encrucijada entre dos premisas (“puntos errantes de la analogía”) y un

“móvil desconocido” o instancia tercera y oscura que es traída a la luz. Pues, como dice el

narrador en las primeras páginas del citado capítulo XIV, la virtud deductiva de Licario

estaba “en demostrar, hacer visible algo que fuera inaceptable para el espectador, o

provocar dialécticamente una iluminación que encegueciese por exceso de confianza al que

oía, en sus conceptos y situaciones más habituales y adormecidas” (2000:610). Así, ante la

pregunta hecha al niño Licario —en examen ordinario de escuela—: “¿Cómo se llamaba el

perro que acompañaba a Robespierre en sus paseos por Arras?”, la respuesta de “diablo

joven” era: “Brown” (2000:614).

Page 13: Silogistica de la imagen

13

Se trata acaso de una iluminación, de una claritas, de un traer a la luz que actúa desde

y en el lenguaje. En Paradiso esa claritas se relaciona con la dignidad de la familia Cemí

Olaya, con el espíritu de la infancia de José Cemí y con su formación sentimental y estética.

Es una iluminación o una fuerza poética que marca el carácter de los personajes más

importantes de esa familia. La encontramos en la abuela Augusta, en su trato con la muerte,

con el alimento y con el imperio de la casa, territorio donde lo familiar recoge y proyecta su

dignidad. También se nos muestra en el simpathos endemoniado de Alberto Olaya, “en

quien el lenguaje se hace naturaleza” (2000:309), y en los encuentros con la presencia de la

ausencia, la pesadilla, la angustia y la enfermedad (es decir, los encuentros con la metáfora)

del hijo del Coronel.

A lo largo del trabajo intentaremos ir vislumbrando cómo y de cuáles maneras esta

iluminación de silogismo recorre Paradiso, por qué las habilidades deductivas concentradas

en Licario forman, según creo, el cuerpo sentimental, el ethos de toda la novela. Por ahora

pensemos en que, al parecer, la iluminación silogística comporta también un logos, una

forma de conocimiento. Licario, nos dice el narrador, posee desde su nacimiento una

“poderosa res extensa”, una “cogitanda” o “manera de saber” que penetra la causalidad de

la lógica occidental para ensancharla, llevando esa misma causalidad hacia una estancia

desconocida que al ser nombrada, al ser alcanzada por la res extensa, adquiere cuerpo,

presencia. Empieza entonces a cobrar sentido la frase de Lezama: “lo imposible

moviéndose en la infinitud engendra un potens que es la imagen posible” (1992:134).

Atiende, lector, a esa frase. Guárdatela en la memoria.

La res extensa se puede vincular con lo que en algunos de sus ensayos José Lezama

Lima llama “extensión de la poesía”. En “Introducción a un sistema poético” dice: “…la

duda hiperbólica está en directa proporción, cima de coordenadas para que la poesía logre

su extensión, en la situación hiperbólica” (1981:262). A esta extensión quisiera entenderla

como una cualidad abarcadora, “antropófaga” e “ingurgitante” de lo poético3: la posibilidad

de abrazar lo ausente para cumplir la lezamiana hipertelia de la imagen, la pluralidad de

thelos que en la poesía va más allá de todo concepto de finalidad. Allí la duda tiene un 3 Aludo al Manifiesto antropófago publicado por el brasileño Oswald de Andrade en 1928. Se trata de una teoría americana de la deglución bárbara y salvaje del otro, del civilizado, para hacer nacer al nuevo sujeto antropófago, un individuo hambriento que sabe convertir, como diría Lezama, “al enemigo en auxiliar”. “Sólo me interesa lo que no es mío”, es una de las premisas de la antropofagia oswaldiana.

Page 14: Silogistica de la imagen

14

papel principal, como hemos visto. En otra hoja se lee: “la duda hiperbólica, lo que debe

aparecer en todo comienzo sobre la poesía” (1981:261), y es plausible entonces considerar

lo hiperbólico de la duda actuando luego en aquello que Lezama llama “potens etrusco” y

“terateia griega”, es decir, las posibilidades de la metáfora (“la imagen posible”) y el

sentido griego de lo excepcional y lo maravilloso (1992:133-136).4

La res extensa debe ser hiperbólica. En el capítulo XIV de Paradiso vemos a

Oppiano Licario ejercitar la hipérbole de su extensión en la imagen. Su endemoniada

“cogitanda” lo lleva a proponer un juego de sobremesa: el “Cubilete de cuatro relojes”.

Exponía Licario ante su auditorio cuatro “sonetos de tema relojero”. Cada participante

escogía uno de esos sonetos según una hora específica del día; luego el soneto era leído en

voz alta para que Licario diera con la hora exacta escogida por el jugador.

La esposa de Crochane se fijó en el soneto de Francisco López de Zárate (1619-1651) Al que tenía un reloj con las cenizas de su amada por arena, y había entonado en cántico de sílabas los dos versos:

…culto y reliquias restituye al templo,

que de un color son todas las cenizas.

Licario le otorgó las dos y cuarto nocheriegas, traído el papelito juguetón, se comprobó el acierto de la primera prueba del juego. Los escogedores de este soneto de tema macabro y lunático son dados a señalar empinadas horas de la medianoche. Se fijaba en la sílaba subrayada por los labios y el aliento de los dos versos, y Licario recobraba los minutos del señalamiento virtuosista (2000: 621-622).

El “Cubilete de cuatro relojes” no es un juego de adivinación, es más bien un

momento lúdico en el que la res extensa de Licario (la hipérbole de su extensión) se

convierte en habilidad cognoscente, en “cogitanda”. Estamos quizás ante el mismo

conocimiento poético del cual hablaba María Zambrano, un conocimiento que, a su manera,

recorre toda la obra de José Lezama Lima, desde sus ensayos hasta sus novelas. La razón

poética de Zambrano se parece mucho a la silogística lezamiana. Veamos, a manera de

4 Lezama ha escrito, acaso mientras exhalaba una carcajada: “Definición de potens: lo imposible moviéndose en la infinitud engendra un potens que es la imagen posible” (1992:134). Y también: la “…terateia, maravilla y excepción, para los griegos; lo maravilloso natural, la Fata Morgana de los surrealistas, están en la revolución. El poeta se sacraliza en las eras imaginarias, cuya raíz es la revolución” (1992:14).

Page 15: Silogistica de la imagen

15

abreboca, hasta qué punto esta comparación tiene sentido. En su libro Pensamiento y poesía

en la vida española María Zambrano dice:

El conocimiento poético se logra por un esfuerzo al que sale a mitad de camino una desconocida presencia, y le sale a mitad de camino porque el afán que la busca jamás se encontró en soledad, en esa soledad angustiada que tiene quien ambiciosamente se separó de la realidad. A ése difícilmente la realidad volverá a entregársele. Pero a quien prefirió la pobreza del entendimiento, a quien renunció a toda vanidad y no se ahincó soberbiamente en llegar a poseer por la fuerza lo que es inagotable, lo que nos rebasa, a ése la realidad le sale al encuentro y su verdad no es nunca verdad conquistada, verdad raptada, violada; no es alezeia, sino revelación graciosa y gratuita; razón poética (1939:42).

Cotejemos someramente este párrafo con las siguientes imágenes de Lezama,

tomadas del capítulo XIV de Paradiso:

Licario siempre estaba como en sobreaviso de las frases que buscan hechos, sueños o sombras, que nacen como incompletas y que les vemos el pedúnculo flotando en la región que vendría como una furiosa causalidad a sumársele (2000:620).

(…)

La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él [en Licario] la causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo ordenamiento absoluto del ente cognoscente. Partía de la cartesiana progresión matemática. La analogía de dos términos de la progresión desarrollaba una tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En los dos primeros términos pervivía aún mucha nostalgia de la substancia extensible. Era el hallazgo del tercer punto desconocido, al tiempo de recobrar, el que visualizaba y extraía lentamente de la extensión la analogía de los dos primeros móviles. (2000:618).

Pareciera como si el párrafo de Zambrano fuese “el cubrefuego” de la cogitanda de

Licario. Aquel conocimiento poético logrado “por un esfuerzo al que sale a mitad de

camino una desconocida presencia”, aquella “realidad que sale al encuentro” se parece

mucho a ese “estar en sobreaviso de las frases que buscan hechos, sueños, sombras”, a la

causalidad actuando “incesantemente en corrientes alternas”, que parte de Descartes, de la

progresión matemática cartesiana para hallar “un nuevo ordenamiento” o un “tercer punto

desconocido”, es decir, para encontrar la imagen aclaradora (el perro Brown, por ejemplo)

del sentido de los dos primeros puntos de la analogía (los paseos de Robespierre en Arras,

por ejemplo, su pobreza y su castidad).

Page 16: Silogistica de la imagen

16

Hay más de una confluencia entre Zambrano y Lezama. Necesitaría escribir otro libro

para poder desarrollar esta hipótesis. Por ahora sólo subrayaré que el conocimiento poético

o la silogística poética no niegan —no rechazan— el saber racional. Al inicio del ensayo

“A partir de la poesía” se lee: “Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida

en el mundo prelógico no sea nunca ilógica” (Lezama Lima, 1981:313). Como María

Zambrano, Lezama pareciera no renunciar al logos de la filosofía, pero tampoco se apega a

él pasivamente, todo lo contrario. En sus obras la tradición filosófica (Platón, Aristóteles,

Santo Tomás, Descartes, Heidegger) es deglutida, incorporada por un estómago

hipertrofiado que la digiere y que luego la devuelve artizada, enclavada en una nueva

tradición. Es como si, siguiendo la ley de la antropofagia oswaldiana, aquel estómago

incorporara el saber de la filosofía occidental para después devolverlo ensanchado,

agrandándolo en sus posibilidades históricas, temáticas, argumentativas, retóricas e incluso

interpretativas y epistémicas.

Este incorporar para ensanchar hace del conocimiento poético una puerta, una bisagra

por la que la silogística —como doctrina del silogismo— se muestra en tanto doctrina de la

imago. En “La dignidad de la poesía” Lezama Lima dice: “Se trata de trazar otro canon, de

otra región, donde lo primigenio indistinto sea la pieza de apoderamiento” (1981:294); y en

“A partir de la poesía”: “Como buscando la poesía una nueva causalidad, se aferra

enloquecedoramente a esa causalidad” (1981:313); y en “Las imágenes posibles”: “…el

nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su

testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una

concepción del mundo como imagen” (1981:218). En todas estas líneas se habla acerca de

un sentir poético, de una poiesis que incluye la conciencia de “otra causalidad”, de “otro

canon” que en la imagen se hace realidad, o al menos se convierte en un camino posible

para que el hombre se acerque al artificio de su realidad. Como si el sentir poético

circunscribiese dentro de sí un saber, una doctrina o una suma (en el sentido medieval de

esas dos palabras), un conocimiento en forma de epifanía. La silogística de Licario, su

cogitanda, pareciera trabajar con ese saber. Por ello quizás Lezama afirmó una vez en

alguna entrevista que Oppiano Licario (el Ícaro americano, el arrojado hacia lo imposible)

era la figura arquetípica del conocimiento infinito (Casas de las Américas, 1971:32).

Page 17: Silogistica de la imagen

17

Pero repare ahora el lector en una sutileza: de pronto ha aparecido entre mis

argumentos la palabra “imagen” en sucesivas reiteraciones, sobre todo cuando he

introducido la noción lezamiana de silogismo. ¿Por qué? La respuesta que ahora me doy

nace como de la resonancia de un gesto —o de una actitud ante la posibilidad de lo

ausente— que se halla en todas las obras de Lezama. Me refiero a lo que en “La dignidad

de la poesía” aparece como “sustancia de lo inexistente”, lo mismo que en el poemario

Fragmentos a su imán se llama “esperar la ausencia” y en Paradiso se llama Oppiano

Licario; pero también me refiero a aquella afinación de su sensibilidad que el niño Lezama

—según testimonio del hombre Lezama— presintió al momento de la muerte de su padre:

la hipersensibilidad al sonido y al cuerpo del reino de la imagen. Y al ser esta última una

palabra tan privilegiada, me resulta justo —y no sólo justo sino esclarecedor y

significativo— colocarla al lado de la palabra “silogística”. De esta combinación surge una

frase rebuscada que es a la vez muy concreta: “silogística de la imagen”, una frase que

marca, a mi parecer, el espíritu de las obras lezamianas, desde sus ensayos hasta sus cartas.

La vemos actuando en el logos de la poiesis y en el despertar cognitivo de la poesía en

Paradiso, es decir, en el conocimiento como revelación y en el sentido último de esa

epifanía: la hipertelia de la “cogitanda” de Licario, la progresión de las analogías, la marcha

de la metáfora hacia la imagen.

Quedémonos entonces, lector, con esa frase que a lo largo del trabajo iremos

cercando. Empecemos buscándola en la tradición interpretativa en torno a El Etrusco de La

Habana Vieja.

Entre los lectores de Lezama, que no son pocos, encontramos algunas aproximaciones

a esta idea que ahora me interesa perseguir. Desde los comentarios de Fina García Marruz

hasta los de Gustavo Pellón, pasando por los de Cintio Vitier, Emir Rodríguez Monegal y

Julio Ortega, el problema de la silogística de la imagen lezamiana ha encontrado su justa

resonancia. García Marruz, por ejemplo, en “La poesía es un caracol nocturno”, anota su

impresión sobre este asunto:

El tema central de la imago y su relación con el cuerpo, de lo inexistente —que no es lo mismo que lo fantástico e irreal— y su relación con lo que debe realizar su ser y ocuparlo, es, quizás, el tema central de toda su búsqueda de un conocimiento, y aún de una ética, por la poesía.

(…)

Page 18: Silogistica de la imagen

18

[Para Lezama] El instante de supremo riesgo es en el que el cuerpo penetra su propia imagen, y la conoce…(1984:244).

Frente a estas líneas uno quisiera subrayar las palabras “imagen y cuerpo”,

“ocupación, conocimiento y riesgo”. Pues, como ha dicho García Marruz, Paradiso está

hecha a fuerza de cuerpos ocupados por lo inexistente. En el capítulo VII, el del ethos de la

familia, nos detenemos en el instante en el que lo inexistente gravita, haciéndose presencia

y recordando la infinita posibilidad de la imagen en el ser (el potens lezamiano de los

etruscos). Allí asistimos a un juego de yaquis convertido en una invocación, en un conjuro.

José Cemí, su madre y sus hermanas, formando el cuatro, ven gravitar al quinto no

esperado: la figura epifánica del Coronel, del muerto.

Por eso cuando en el capítulo XII, el del sueño, vemos que un paseante nocturno, un

general romano y un crítico musical cataléptico coinciden en el mismo ataúd, nos parece ya

como si empezáramos a habituarnos a estas confluencias entre imagen y cuerpo, o entre el

cuerpo y su ausencia. Lo mismo nos ocurre cuando en el capítulo XIV, el del tropiezo,

precisamos a José Cemí súbitamente impulsado hacia el tercer encuentro con el muerto que

no muere —el ser para la resurrección, Oppiano Licario—. En ese último capítulo de la

novela Cemí siente el peso de lo inexistente, una sensación que se le revela en la mano

como poesía.

Hay otros dos momentos de Paradiso en los que la imagen gravita. El primero está en

el capítulo III, que nos lleva a la juventud de Andrés Olaya, hijo de la vieja Mela y padre de

Rialta, cuando aún era el protegido de la casa de los Michelena. El señor Elpidio Michelena

y su señora no habían podido “sucederse en las generaciones”, lo que representaba una

desgracia familiar. Sólo a través de una tercera presencia (cual tercer punto de un silogismo

poético), y como “sobrenaturaleza”, ocurriría el don de la fertilidad. El tres lo hacían, a la

vez, la Virgen de la Caridad —a quien se le ruega por la sobreabundancia, como nos dice el

narrador— e Isolda Manatí, imagen sexual de la transmutación y del artificio. Las

festividades orgiásticas de Isolda procuraron, “por la extensión de su naturaleza artificiosa”,

por su voz “llevada hasta las posibilidades hilozoístas del canto”, la fertilidad de la familia

Michelena. Se necesitó la intervención de lo sexual dionisiaco para que ocurriera el

milagro: la imagen actuando en el mundo, la imagen como lo súbitamente posible.

Page 19: Silogistica de la imagen

19

El segundo momento —hay muchísimos más— lo hallamos en los párrafos iniciales

de Paradiso. Allí nos encontramos con el niño José Cemí desnudo, su piel cubierta de

ronchas, sin llorar, asfixiándose entre las “emigraciones de nubes sobre su pequeño

cuerpo”. Baldovina, su cuidadora, desesperada intenta la sanación ritual, que para ella

comenzaba con la frotadura de una estopa con alcohol sobre las ronchas del cuerpo

enfermo. Continuaba con la fórmula del conjuro, la presencia de la tríada pitagórica.

Llamados por Baldovina, los otros dos empleados de la casa, el gallego Zoar y Truni,

hicieron de aquellas “emigraciones de nubes” una retahíla de besos y de cruces:

Como un San Cristóbal [el gallego Zoar] cogió al muchacho, lo puso en el borde de la cama y él se metió también en la cama que crujió espantosamente como si el bastidor hubiese tocado el suelo. (…) Cogió al niño y colocó su pequeño y tembloroso cuerpo contra el suyo y cruzó sus manos grandotas sobre sus espaldas pequeñas en aquel pecho que el muchacho veía sin orillas y cruzó de nuevo las manos.

Truni se había echado la manta sobre la cabeza y al comenzar a ayudar en el conjuro parecía un pope contemporáneo de Iván el terrible. Cada vez que Zoar cruzaba los dos brazos, ella se acercaba y con mayestática unción besaba el centro de la cruceta. La ceremonia se fue repitiendo hasta que los poderosos brazos de Zoar dieron muestras de emplomarse y la frecuencia del beso de Truni llegó hasta el asco (2000:114-115).

Luego de esto, vemos a José Cemí sin jadear, resurgiendo del encontronazo con lo

oscuro asfixiante. Su figura se parece un poco a la del resucitado, el impulsado por el

conjuro a ocupar su extensión, su posibilidad; dice: “Ahora se me quedarán esas cruces

pintadas por el cuerpo y nadie me querrá besar para no encontrarse con los besos de Truni”

(2000:116).

En esas primeras páginas de Paradiso uno siente el ritmo de toda la novela: la

enfermedad, el descenso al ritual y la pesadilla, el conjuro y la imagen de la resurrección.

Desde el inicio José Cemí es el convocado por fuerzas que lo sobrepasan, que lo amenazan

pero que él naturalmente templa. Ante su advertencia de niño marcado por los besos de

Truni y por las cruces pintadas como signos del descenso, Baldovina responde dejándonos

ver que en Cemí la naturaleza armoniza sus humores y sus riesgos: “Seguramente Truni lo

ha hecho adrede. Eso debe ser para ella un gran placer, pero esa bobería que tiene tu edad

rompe todos los conjuros” (2000:115).

Page 20: Silogistica de la imagen

20

Y es que José Cemí es imagen del ser que procura el conocimiento en la imagen. Su

signo es el de la ocupación (“como naturaleza”) de su propia sustancia. Las primeras

páginas de Paradiso, con el niño Cemí saliendo de lo oscuro, nos recuerdan cómo en la

novela este personaje se va haciendo, se va educando en la imagen. Por eso cuando García

Marruz dice: “la relación con lo que debe realizar su ser y ocuparlo, es, quizás, el tema

central de toda la búsqueda lezamiana de un conocimiento, y aún de una ética, por la

poesía”, pensamos en José Cemí, el iniciado en esa ética y en ese conocimiento.

Cemí es, como diría Julio Ortega en el prólogo a El reino de la imagen, la “persona

poética como modelo de conocer” (Lezama, 1981:XXIII). Pero el suyo es un conocimiento

que se nos presenta, en palabras de García Marruz, como un “único impulso creador que

unificaba la necesidad de fabulación y la creación de un nuevo cuerpo, el germen y el

semen de la luz cognoscente” (1984:245-246). En Paradiso esa luz se deja ver por vía de la

encarnación del conocimiento mismo, por la presencia intermitente y pasajera de Oppiano

Licario, “el que conduce a la plena realización y comunicación de lo invisible y lo visible, o

sea, a la absoluta visibilidad del cuerpo ya totalmente ocupado por la luz” (García Marruz,

1984:247).

El problema de la iniciación del ser en la imagen, del “ser para la resurrección”,

pareciera configurar la médula de Paradiso. Gustavo Pellón, en La visión jubilosa de José

Lezama Lima, revisa este asunto con algún cuidado. Alude a las experiencias epifánicas de

José Cemí a lo largo de la novela. Uno incluso se ve tentado a decir que, en verdad, toda la

novela transcurre en un mismo proceso de epifanías y de acercamientos del hombre hacia el

misterio. Ese único proceso es total. Comporta, por ello, múltiples episodios. Pero, cosa

curiosa, en casi todos —o al menos en los que más de cerca tocan a José Cemí— está

siempre como el eco de Licario: en la juventud del tío Alberto Olaya, en la muerte del

coronel José Eugenio y en el encuentro de Cemí con el ritmo iniciador, el hesicástico.

Pero la epifanía mayor, según Gustavo Pellón, alcanza su punto crítico en la lectura

nocturna en la que José Cemí transita (“contrapuntísticamente”) entre Suetonio y Goethe.

Se trata de una epifanía textual que se presenta como revelación del destino poético del

joven y “como una clave para entender la naturaleza humana” (2005:90). Además, como

sugiere Pellón, deja ver “la tarea que Lezama impone a su protagonista: la incorporación de

Page 21: Silogistica de la imagen

21

la poesía secular en una visión religiosa más vasta” (2005:102). Por ello la lectura nocturna

de Cemí, su estar ante cierta página del Wilhem Meister que se le presenta como revelación,

actúa también como una conversión a la fe secular en la imagen. De allí que, en Paradiso,

la epifanía textual “pretenda ser un puente entre el arte y la religión” (2005:57).

A partir de estos argumentos Pellón propone dos más: por un lado la semejanza entre

la epifanía textual de José Cemí y la de san Agustín de Hipona, y por otro el hecho de que

en Paradiso lo epifánico apunta hacia el desciframiento de una ética. Al parecer el “tómalo

y léelo” agustiniano, esa voz que lleva al santo a practicar la bibliomancia con la Epístola a

los romanos de san Pablo, y la conversión religiosa que devino de este hecho, resuenan en

la lectura nocturna del Wilhem Meister, en lo que me parece un claro ejemplo de

incorporación antropófaga —es decir, aprovechada, forzada y paródica— de la obra de

Goethe.

El segundo argumento, enlazado al primero, sitúa la epifanía textual de Cemí en el

ámbito del ethos. Tal epifanía “debe considerarse, nos dice Pellón, como una conversión a

su misión poética y ética” (2005:108). Y esto nos conduce otra vez a Oppiano Licario y al

ritmo hesicástico (el ritmo del “podemos empezar”, ritmo auroral), al pulso del hombre

armonioso, conciliador en la sobreabundancia, el hombre que se educa para ocupar su

extensión y que se afana por hacerse un cuerpo en la imagen.5 En este sentido, Pellón cita

un fragmento del Wilhem Meister muy útil para empezar a ubicarnos ante el ethos

lezamiano:

Qué pocos hombres están en la posesión de poder retornar regularmente como un astro, por decirlo así, y presidir tanto sobre el día como sobre la noche. O diseñar sus propias herramientas domésticas, plantar y cosechar, ahorrar y gastar, y moverse siempre en su órbita con calma, amor y un propósito en mente (Pellón, 2005:109).

5 Acaso esa ocupación de la imagen, que implica penetrar un espacio resistente, sea lo que Lezama ha llamado “sobrenaturaleza”. El pulso de la energía lezamiana, su hesicástica como anhelo y como práctica de la libertad humana, parecieran señales que nos conducen hacia un ámbito en el que, como dice Julio Ortega en el prólogo a El reino de la imagen, “no se pretende negar al mundo y su espesor real, no se intenta una fuga simple de un orden naturalizado, sino que, más bien, se reconstruye con la imagen de una naturaleza plena, libre de determinismo… y la poesía, como la literatura, la historia y la cultura, es el proceso de conversión: la vía realizadora de esa sobrenaturaleza ganada” (Lezama, 1981:26).

Page 22: Silogistica de la imagen

22

“Diseñar sus propias herramientas domésticas…”, ¿no es esto lo que procura Lezama

en la suma de sus obras? ¿No es esto lo que en José Cemí se revela como posibilidad, lo

mismo en la amistad y en la causalidad hipertélica que desde niño marca su naturaleza?6

Pues su ethos, como la epifanía textual le enseña, comporta una aisthisis, es decir, una

sensibilidad para el reconocimiento de lo relacionable, de lo metafórico que él convierte en

su órbita.7 Al centro de esa órbita se hallan, al mismo tiempo, la causalidad y lo

incondicionado, “el todo aristotélico y la nada de los taoístas”—como quizás diría Lezama

en tono de broma—.

Pero si se nos ocurriera acercarnos al centro de esa órbita seguro nos encontraríamos

con un segundo centro, más lejano, que nos invitaría a insistir en el acercamiento. Este

segundo omphalos nos pondría frente al mar, o frente a lo marino. Y en un invierno

habanero, “cuando los grises son definitivos y alegres”, nos toparíamos con Cintio Vitier

hablando de Lezama y de su teleología insular. Nos diría que ya en 1939 Lezama se

afanaba en su empeño por “algo en verdad grande y nutridor”, por una finalidad que

abarcara toda la realidad (Vitier, s.f.:47). Así Vitier sitúa su memoria en los días de

Enemigo rumor y de La fijeza, pero también en los años de “la concurrencia poética” —

amigotera— en torno a Orígenes. En aquellos días Lezama ya buscaba “el emplazamiento

de la poesía como absoluto medio cognoscitivo”:

Es la primera vez que la poesía se convierte en el vehículo de conocimiento absoluto a través del cual se intenta llegar a la experiencia de la vida, la cultura y la experiencia religiosa, penetrar poéticamente toda la realidad que seamos capaces de abarcar. (…) Porque la poesía se ha vuelto para nosotros un medio de conocimiento y únicamente de sus testimonios esperamos la verdad” (Vitier, s.f.:48).

La poesía como “menester de conocimiento”, como sustancia abarcadora, como

testimonio de la verdad. Ya desde sus primeras obras y sus primeros proyectos

“nutricionales” (Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía8), Lezama testimoniaba un

6 Lezama habla de lo hipertélico como aquello que va más allá de su propia finalidad, como la poesía y su silogística de la imagen. Pero volveremos a este asunto en los capítulos siguientes. 7 Por aisthisis entiendo las palabras “sensación”, “percepción”, “conocimiento”, que en griego se relacionan con la palabra aisthánome, que significa también “entender”, “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también significa “pista”, “huella” y “sentido” (Yarza, 1945:42) (Pavón Urbina y Echauri Martínez, 1955:101). El eros relacionable, el conocimiento erótico que ofrece la metáfora tiene que ser un conocimiento del cuerpo, una particular inteligencia de los sentidos. 8 Revistas editadas por Lezama antes de Orígenes,

Page 23: Silogistica de la imagen

23

trayecto que desembocó oblicuamente en el conocimiento del ser para la resurrección, en la

“cogitanda” de Licario y de su Paradiso. ¿Pues no es el Ícaro habanero una figura del

apetito abarcador de la imagen? Ya lo veremos. Por ahora fijémonos en ese contemporáneo

de Lezama que es Cintio Vitier, y en su conciencia de que, en última instancia, la poética

lezamiana comporta un saber —abarcador, insular, americano—, y que ese saber es un

apetito y un eros:

De entrada, para él, la poesía no puede ser un predio autónomo ni un refugio. Recordemos que, al contrario, la concibe como una “sustancia devoradora”. Su propósito, entonces, no es aislarla o rescatarla, sino penetrar con ella la realidad, toda la realidad que sea capaz de visualizar una pupila poseída por lo que él mismo ha llamado “la curiosidad barroca americana” (s.f.:62).

Así la poesía como conocimiento, o el conocimiento poético de la realidad abarcable,

sería también una “sustancia devoradora”, una “potencia apetitiva”, como nos dice Lezama

en su “Introducción a un sistema poético” (1981:259). No un refugio sino un curioseo, que

es también una cortesía barroca. Por ello Vitier insiste en que, para Lezama, ese ánimo de

penetración en lo real es también un impulso ingurgitante dirigido hacia la cultura y hacia

la historia. El poeta acecha la resistencia del tiempo historiable, como también acecha la

cultura en tanto artificio naturalizable. Se trata de “sacar la cultura de sus fríos

encadenamientos aparentes (…) para hacerla entrar en el impulso perennemente generador

del sentido poético”, nos advierte Vitier (s.f.:62). Impulso germinativo, como diría Lezama,

“fuerza germinal totalizadora” que es también un punto medio entre la cultura, la historia y

la poesía. Y ese lugar intermedio, esa estancia del ingurgite o “centro de gravitación” lo

halla Lezama en la metáfora y en sus progresiones hacia la imagen (Vitier, s.f.:62).

La imagen lezamiana, como dice Vitier, circunda el ámbito de lo posible, que es

también el de lo ingurgitable. Todo gira en torno a ese ámbito. “Un dato histórico, un

sucedido, una escena, una interpretación de una cultura o una leyenda, pasado su

escasísimo tiempo de vigencia causalista y factual, sólo puede vivir como imagen”

(s.f.:62).9 Y uno se siente tentado a pensar a Lezama pinchando la médula de ese espacio

9 A propósito de esto, Julio Ortega ha escrito que “…el orden natural está, en la obra de Lezama, en situación transitiva, tiende a ser, a conocerse y desconocerse en un espacio de indagación. De modo que aquí el drama espiritual del mundo es su posible transformación: la realidad, parece decirnos esta obra, tal como la vivimos y pensamos, es sólo una posibilidad de sentido, y no su realización mayor ” (Lezama, 1981:XVIII).

Page 24: Silogistica de la imagen

24

giratorio. Allí, como si fueran presas de caza o puntos de una analogía poética, la historia y

su temporalidad, los relatos de las culturas humanas, un recuerdo, un hecho azaroso, son

perseguidos por la verba lezamiana, acechados por la alegría de sus palabras. Pero los

puntos de la analogía se ensanchan cuando participan del “eros metafórico en el tiempo

histórico del ser” (s.f.:62).10

En Lezama la metáfora comporta siempre un eros cognoscente (acaso el Erota

filósofon ine de los socráticos). Su experiencia de la poesía como conocimiento es, ante

todo, erótica.11 Lo vemos en la oblicuidad o en la condición elíptica de su estilo, en su

manera gozosa de cercar al lector desde contrapuntos ensayísticos, en la imagen de

Oppiano Licario (el que anhela lo difícil, lo oblicuo, el que atrae hacia sí la muerte como

tropiezo). Pero el suyo es un “eros de la lejanía”, uno que cifra sus coordenadas en la fiesta

del análogo fruitivo, de aquello que desea tocar la punta de su finalidad: la distancia

iluminadora, cognoscente, “entre la metáfora y el cubrefuego de la imagen”.

Por metáfora entiende Lezama la capacidad que hay en el hombre de dirigir sus pasos hacia la claridad de la agnórisis, del reconocimiento. Esa capacidad se funda en la intuición del misterio de las analogías que lo lleva a tender una red sobre las semejanzas para precisar cada uno de sus instantes con un parecido. Pero el reino de la analogía es el umbral de la imagen y semejanza, origen sagrado de todo lo que es (s.f.:62).12

¿Y no es una forma de este reconocimiento aquel “yo” entre signos de interrogación

que escribe Cemí al borde de su lectura epifánica de medianoche? ¿No es el encuentro

(“nunca infuso”) del tercer término de la silogística de sobresalto una agnórisis por la

metáfora? ¿No es “iluminación contrapuntística” lo que procura Lezama en sus ensayos al

tejer analogías historiables que se resuelven en la elipsis del lenguaje? ¿Y no es capacidad 10 Escribe Cintio Vitier: “…la imagen entonces se revela como el reino de lo posible, donde el pasado alumbra su futuridad poética absoluta, su plasticidad en las manos de la sustancia devoradora que posee la mirada del poeta a través del oscuro desafío del ser (…) de ahí esas conjeturas, esas imágenes posibles con las que parece divertirse Lezama, dentro de una sola resistencia, la poesía de la historia y la historia de la poesía” (s.f.:63). 11 Erota filósofon ine son las palabras de Diotima a Sócrates cuando, en El Banquete, se habla acerca de la condición intermedia, daimónica de Eros (Platón, 1944:52). Pero para estudiar específicamente el problema de lo erótico en Paradiso, recomiendo un ensayo de Alicia Perdomo H, cuyo título es “Cuerpos y espejos”, y que fue publicado por el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG) en la colección Ensayo (1990:7-17) 12 Llama la atención que Vitier prefiera usar la palaba agnórisis y no anagnórisis, que es registrada por el DRAE. Es decir, prefiere usar agnoscere, que es la versión latina de la palabra. A lo largo de este trabajo yo imitaré a Vitier y utilizaré agnórisis.

Page 25: Silogistica de la imagen

25

de reconocimiento de lo relacionable (aisthisis) lo que se cristaliza en José Cemí al término

de sus aventuras universitarias?

Lo cierto es que, como nos enseña Cintio Vitier, Lezama creía en la metáfora en tanto

“método de conocimiento de la historia a través de la poesía como reino germinal de la

imagen”. Por ello la participación del conocimiento en la poesía no podría ser sólo literaria:

…no se trata ya para él de escribir poemas más o menos afortunados, sino de convertir la actividad creadora en una interpretación de la cultura y el destino. La poesía tiene, sí, una finalidad en sí misma, pero esa finalidad lo abarca todo. La sustancia devoradora es, necesariamente, teleológica (s.f.:64).

Y como esa teleología procura la hipertelia —pues quiere ir más allá de su propio

fin—, entendemos por qué Julio Ortega dice que la obra de Lezama “no se plantea sólo

como literatura; su destino no es literario”, lo cual implica “una ambición insólita de la

poesía” (Lezama, 1981:XVIII). Esto quizás ayudaría a explicar un sentimiento que nos

perseguirá en lo sucesivo cuando estemos frente a Paradiso, la sensación de que la novela

no sólo dibuja una poética sino también una ética y una filosofía, un saber. El origen y el

vehículo de ese saber y de esa ética es, sin duda, la poesía, aunque Lezama pensase que lo

poético no se hipostasiaba sólo en la poesía, pero este es otro asunto.13

Por último, quisiera comentar un texto de Emir Rodríguez Monegal dedicado al saber

poético lezamiano, se llama “Paradiso: una silogística de sobresalto”. Allí leemos que el

problema del conocimiento de la imagen es una de las posibles vías para penetrar la novela.

Esa vía es como un imán que “resume la teoría poética de Oppiano Licario, y, por lo tanto,

del texto lezamiano” (Rodríguez Monegal, 1975:226). En torno al imán orbitan la burla y la

parodia de Lezama, que son los signos de la expresión en Paradiso. Para Rodríguez

Monegal “celebración y blasfemia, exaltación y befa, consagración y destrucción”

significan, dicen, enuncian el sentido del discurso. Por ello el silogismo de sobresalto,

contenedor de todos esos enunciados (que son también, para Rodríguez Monegal, los

13 Vale la pena recordar estas palabras de Cintio Vitier, pues aclaran la manera en que Lezama concebía la imagen y el conocimiento: “El primer encuentro real de Lezama con Martí lo tenemos en 'Las imágenes posibles', de 1948, ensayo con el que empieza a diseñar su gnoseología poética basada en la imagen: no la imagen como recuso del llamado lenguaje figurado que estudiaban las Preceptivas desde Quintiliano, sino como imago mundi que encarna en personas, instituciones, gestos de la cultura, estilos. Imágenes vivientes que no se encierran en sí, que abren una perspectiva, un relato, un Eros cognoscitivo, una concepción del hombre, una interpretación de la historia“ (2000:8).

Page 26: Silogistica de la imagen

26

signos del carnaval), ayuda a leer Paradiso desde el desciframiento de su esencial estética

de la inversión. Todo en la novela se contrae y se expande, se invierte, como cuando

comenzamos a leerla desde el final para poder acercarnos a su centro —que es, acaso, la

educación estética de José Cemí—. Pero en esa contracción está también el registro de la

poética lezamiana y la posibilidad que nos da la novela para reconstruirla, no desde la razón

sino desde el logos creador, desde la iluminación del reconocimiento (Rodríguez Monegal,

1975:528):

Al respecto señala Rodríguez Monegal:

Paradiso se propone ilustrar aquella dimensión de la realidad que es sobrenatural y mágica. En esa dimensión no rigen las leyes científicas de una visión naturalista sino otras leyes, las del silogismo poético que permiten, no sólo el salto hacia el tercer término desconocido, sobrerreal, sino el regreso a una dimensión desconocida de los términos de la analogía primaria. En una circularidad que cierra el libro en el momento en que se abre (“podemos empezar”) el ejercicio de la poesía, que postula una actividad cuando esa actividad está a punto de cesar… (1975:532).

Es como si, alcanzado el sentido inicial de las analogías, entrelazados los extremos

relacionables de la metáfora, de pronto surgiese un eco que retorna, una fuerza que se

devuelve y que se afinca sobre esos extremos para otorgarles un nuevo sentido. Por ello en

las palabras de Monegal está cifrada la cogitanda de Licario, es decir, la fe en la poesía

como conocimiento, como logos artizable.

En una conocida entrevista Armando Álvarez Bravo le preguntó a Lezama: “¿A

través de toda su obra observamos una suerte de metafísica que le da su configuración más

honda. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación?” A lo que el Etrusco respondió:

Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué metafísica y cómo penetra en mi obra. Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí el sistema poético del mundo, una concepción de la vida fundamentada en la imagen y en la metáfora (…) El azar se contrapuja en la metáfora, prosigue en la imagen, en el contrapunto que hace visible esa concurrencia en la novela.

(…) Pero mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo de esclarecimiento. Un corsi e ricorsi es mi metafísica, pero en general prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida (…) Lo que pretendo es un hechizamiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. (Casa de las Américas, 1971:57-58).

Page 27: Silogistica de la imagen

27

“Pero mi metafísica, si es que eso existe…” ¿No hay en esa frase como el gesto de

quien nos toma por el brazo para sentarnos sobre un territorio que, como vimos, no es sólo

el de la razón? Un “hechizamiento”, una “metáfora que prosigue en la imagen” y un “ritmo

de esclarecimiento” parecen ser los atributos del suelo que pisamos. El ritmo quizás sea el

hesicástico, el del tiempo para la poesía y el del final de Paradiso. El esclarecimiento —la

agnórisis de la que nos hablaba Cintio Vitier— es acaso aquella “dilatación de la imagen

hasta la línea del horizonte”. Mas lo que ahora me interesa subrayar es esa progresión de la

metáfora hacia la imagen. En ese proseguir, en ese tránsito que luego es un retorno

esclarecedor, en la posibilidad de que lo relacionable se vuelva reconocimiento (agnórisis)

es donde Lezama y Licario sitúan el silogismo poético.

En Paradiso leemos que la agnórisis, “la extensión lentamente atraída”, es también

“una irrealidad gravitada como conclusión”, un cuerpo, una sustancia que viene de lo

inexistente e ilumina las relaciones entre las cosas. Se trata de un eros, de un

reconocimiento de lo relacionable que recuerda al escolar Licario, en el capítulo XIV de

Paradiso, interpelado por la voz inquisitiva de sus evaluadores, mentando el nombre del

perro Brown. También nos recuerda a José Cemí, luego de sus travesías universitarias, en

“la búsqueda verbal de finalidad desconocida”, “desarrollando una extraña percepción por

las palabras que adquieren un relieve animista en los agrupamientos espaciales”,

entrelazados esos agrupamientos en una nueva dimensión que así rinde su sentido, su logos

(2000:532).

El espacio de ese logos, como nos dice Lezama, es el del poema, “un espacio

resistente entre la progresión de la metáfora y el cubrefuego de la imagen” (Casa de las

Américas, 1971:136):

Es uno de los misterios de la poesía la relación que hay entre el análogo, o fuerza conectiva de la metáfora, que avanza creando lo que pudiéramos llamar el territorio substantivo de la poesía, con el final de este avance, a través de infinitas analogías, hasta donde se encuentra la imagen, que tiene una poderosa fuerza regresiva, capaz de cubrir esa sustantividad. (…) La imagen es la realidad del mundo invisible. Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora, que avanza creando distintas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis. (Álvarez Bravo, s.f.: 20).

Page 28: Silogistica de la imagen

28

La “fuerza regresiva de la imagen”, la realidad del mundo invisible que revela,

aparece como un eco, como una continuidad a lo largo de la obra de Lezama. La hallamos

en las líneas del poema “Cubrefuego”, en la “babilla / pegada al nacimiento de aquella

escalera / que se pone delante del fuego merovingio” (1994:170); la volvemos a encontrar

en sus ensayos y en sus cartas, “en su conversación de todos los días”. En la novela esa

fuerza regresiva, dice Lezama, actúa como “la marcha de unos hombres que dan traspiés en

la metáfora y que caminan hacia un punto desconocido que se nos va aclarando por los

reflejos inversos de la imagen” (Casa de las Américas, 1971:43-44).

Indaguemos nosotros, pues, en esa marcha, demos un traspié hacia ese punto

desconocido, tercer término de las analogías que se aclara por la cogitanda, por el saber

poético en tanto apetito, lenguaje e iniciación del hombre en la sobrenaturaleza, en la

progresión hipertélica de su extensión.

Page 29: Silogistica de la imagen

29

Capítulo II La escritura de la imagen: lenguaje y estilo

Hablar de los errores de Lezama —aunque sea para decir que no tienen importancia— es ya no

haberlo leído.

Severo Sarduy

Sigamos la marcha de las analogías hacia su centro. Allí sorprendemos a Lezama

anotando con una tiza sobre la pared:

¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga un estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea (…). El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente a un escritor. No sé si tenga un estilo; el mío es muy despedazado, fragmentario, pero en definitiva procuro trocarlo, ante mis recursos de expresión, en un aguijón procreador (Casa de las Américas, 1971:46).

“¿Tengo yo un estilo?”, vaya pregunta que me recuerda la “suave risa cubana” de

“Las coordenadas habaneras” (1970:75). Quisiera fijarla en la memoria para con ella pensar

el tema de la palabra y de la escritura lezamianas. Aunque preferiría no recordar la frase

exacta sino más bien su tono, el cuerpo y la fina carcajada a la que invita, sólo para no

perder de vista el sentido del humor lezamiano. “El estilo se forma como una de las

resistencias del tiempo frente al lector”, “procuro trocarlo en aguijón procreador”, dice

Lezama. Sin embargo, dejemos por ahora estos rayones sobre la pared. No nos

adelantemos. Intentemos más bien, con algún cuidado, penetrar en “la boca para asistir al

paisaje”.

Comencemos esbozando una afirmación y su revés: José Lezama Lima escribe mal,

aunque su escritura sea —como dijera Fina García Marruz— una de las más claras de

nuestra lengua. En sus ensayos y en sus novelas se percibe una cadencia expresiva confusa,

estremecida por algún daimon incomprendido. Las pausas de su verbo, los accidentes de su

lenguaje, el estilo y la forma de su voz me parecen siempre indefinidas y a veces hasta

indefinibles, caprichosas, como si estuviesen tocadas por el afán de lo incompleto, por el

empeño de construir un discurso abierto que deje ver su factura, su materialidad.

Page 30: Silogistica de la imagen

30

Para intentar comprender los devenires del verbo lezamiano, y su participación en el

idioma, invitemos a Miguel de Cervantes a formar parte de un contrapunto comparativo,

tomando en cuenta que, según la opinión de Jorge Luis Borges, don Miguel no escribió una

hoja que no hubiese podido haber sido corregida por Quevedo (1999:35). En El Quijote,

como se sabe, asistimos al triunfo de la oralidad sobre la perfección estilística. La voz del

narrador, enrevesada u oblicua, se aleja de las rigurosidades gramaticales o sintácticas de la

correcta escritura. Su cadencia es también caprichosa, como si respondiera menos a un plan

esmerado que a los accidentes de la obra misma. Su estilo no es para nada sobrio, y en su

lenguaje encontramos los relatos barrocos de las fantasmagorías, los laberintos y los

espejos.

José Lezama Lima y Miguel de Cervantes, dos escritores que hacen de la

imperfección del estilo una forma acabada de la expresión. Acabada no quiere decir

cerrada. En Paradiso y en El Quijote vemos cómo esa imperfección formal de la escritura

se traduce en una lucidez del lenguaje. Lo inacabado del verbo lezamiano, su condición de

palabra que juega a la comprensión de lo ininteligible —o a lo ininteligible como forma de

conocimiento—, lo hallamos también, con sus matices particulares y sus diferencias, en la

pluma cervantina, donde el lector-decorador, el estilista, el bibliófilo amigo de los

formalismos esteticistas se ve interpelado por un lenguaje laberíntico.

En su escrito “La supersticiosa ética del lector” Borges enuncia el carácter moralista

de quien lee guiado por las rigurosidades decorativas del estilo. Estructura y no sustancia,

caparazón y no centro es lo que suele buscar ese tipo de lector, que además ambiciona un

texto arquitectónicamente correcto, olvidando rastrear el trasfondo último de la palabra.

Frente a estas exigencias del estilista, en las que los textos no pueden prescindir de ninguna

de las palabras que lo componen, Borges adelanta la imagen del escritor en quien “lo que

manda es la pasión del tema tratado”, allende la supersticiosa moral del lenguaje de etiqueta

(1999:33). Miguel de Cervantes calza en esta segunda clase de escritor. En El Quijote la

palabra emocionada —o lo que pudiésemos llamar “el pathos de la imagen”— se

sobrepone a la ética del estilista. Preocupa más la esencia argumental del relato, la

psicología y la vida de los personajes que las consideraciones formalistas de la narración,

pues, como subraya Borges, “a Cervantes le interesaban demasiado los destinos de don

Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz” (1999:34).

Page 31: Silogistica de la imagen

31

Si revisamos el prólogo de El Quijote, dirigido al lector desocupado, verificaremos

cómo el discurso de Cervantes pareciera atender a estos dilemas entre estilo y escritura,

entre los prejuicios del académico y el afán narrativo del esmerado relator de historias.

Luego de esbozar en dos párrafos iniciales la clásica retórica interesada en atraer para sí la

benevolencia del lector, Cervantes recurre a la ficción, al relato de las dificultades de la

escritura del prefacio, y cataloga su obra de “leyenda seca como esparto, ajena de

invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina”

(2000:80). Por eso inventa (o al menos suponemos que inventa) los comentarios de un

amigo que, al verlo tan pesaroso por la falta de accidentes “decorativos” en su obra, le

anuncia cómo poner fin a sus sinsabores. Ante la carencia de elogios, epígrafes, referencias

eruditas y latinismos de los que, según el preocupado Cervantes, adolece El Quijote, el

amigo recomienda inventar los elogios, hacerse de una lista de latinismos comunes y buscar

una suerte de manual de “frases célebres” para distribuirlas entre los pasajes, según sea

necesario.

Es decir, ante los requisitos del estilo, ante las exigencias formales de la retórica

escolástica, Cervantes pareciera contraponer la fruición de lo ficticio y el disfrute de la

creación. Dice: “naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que

digan lo que yo me sé decir sin ellos”, en un sutil gesto de ironía (2000:80). “Poltrón y

perezoso”, como si las cualidades de la correcta estilística fueran más una cuestión de

voluntad que de ingenio. Como si las tecniquerías de la retórica estuvieran determinadas

por la falta o no de pereza. Y quiero imaginar a Cervantes guiñándole un ojo al lector que,

ya desde el prólogo de El Quijote, se encuentra con uno de los temas recurrentes en toda la

novela: la tensión entre la “palabra narrada” —el goce del relator— y el discurso cerrado

sobre sus propias redundancias, el discurso de las novelas de caballería representado en los

libros, en el libro en tanto repetición serial y obsesiva de su propia objetividad.14

14 Vale la pena mencionar algunos comentarios de Foucault acerca de Cervantes y los libros. En primer lugar, quisiera recordar que el filósofo francés habla del libro como el espacio (el volumen) en el que el ser de la literatura se realiza, entendiendo a la literatura como un fenómeno decimonónico que inaugura, con Mallarmé y luego con Joyce, un espacio autónomo, sustitutivo y simulador de sí mismo. En el libro se cumple, para Foucault, el gesto viril y violento de la literatura sobre los libros y, más aún, sobre la esencia plástica, irrisoria y femenina del libro. Esto supone, además, una sustitución de las obras de lenguaje, que hasta el siglo diecinueve procuraban representar algo así como un lenguaje originario, mudo, sacro, en función de un nuevo espacio (el que ocupa el libro en la biblioteca) en el que “no se habla como el hombre, ni como Dios, ni como el lenguaje de la naturaleza, ni como el lenguaje del corazón o del silencio”. “La literatura es un lenguaje

Page 32: Silogistica de la imagen

32

Los requisitos retóricos del estilista se convierten para Cervantes en meros ejercicios

de legitimación, en “voces autorizadas” que dotan a las obras de importancia social. Y nada

más. Pero ante esos ejercicios de legitimación, hijos de la vanidad de quien desea erigirse

como trascendental autor, asistimos en El Quijote a otra forma de la vanidad, una que es

más bien burlona y amigotera; la vanidad de Cervantes que conforma el sentido del cuerpo

literario de sus obras, y que encarna en aquella metáfora de la ironía y la ambigüedad del

Ser moderno: la imagen del mismo Alonso Quijano transfigurado en hidalgo caballero

andante. En esa forma cervantina de la vanidad —que en verdad no es vanidad sino

“ironía” y “dignidad”— importa menos el orgullo del erudito decorador, del estilista sesudo

que el sentido ingenioso de un estilo llano, despierto ante el temperamento y la vida del

relato.

Continúa Cervantes, en boca de su inventado amigo y consejero:

Y pues esta vuestra escritura no mira más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poeta, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos o oscurecerlos (2000:84).

transgresivo, es un lenguaje mortal, repetitivo, redoblado, el lenguaje mismo del libro”. De allí que, como nos dice Foucault, en Cervantes el libro es visto como “una cosa que se había querido quemar” (1975:80). Todo esto lo escribo pensando en otra importante similitud entre la novela cervantina y la lezamiana. En las dos ocurre eso que dice Foucault, que son obras que se salen del libro, con una base sólida de lenguaje (una base sagrada, originaria) que la escritura re-presenta. Así Lezama regresa a la tradición cervantina, que es también como regresar a la tradición del lenguaje como cosa sagrada, no redoblada ni mortal, sino renovadora del silencio y del lenguaje de Dios. Un ejemplo de ello quizás lo encontremos en el hecho de que, hasta cierto punto, Paradiso y El Quijote son novelas que no tienen en el libro su morada final. La imagen del hidalgo caballero vive en el imaginario de los pueblos hispanoamericanos, literalmente “afuera” del libro. Con la obra lezamiana ocurre algo parecido, su fin no es literario, como hemos visto, sino moral y vivencial. Lezama se sale del libro y regresa a la imagen. “Creo que mi novela tiene los tres temas que pueden interesarle más al hombre: la madre, la amistad y la infinitud”, dijo en alguna entrevista (1975:70). Y estos “temas” no son, en verdad, estrictamente literarios sino que trabajan con una estofa de lo humano que es también la del mito. Más adelante, en los capítulos sucesivos, volveré sobre este asunto, sobre todo para pensar Paradiso como una mitología del individuo y de la familia americana. Con ello me separo de la idea dominante en los estudios sobre la novela lezamiana, esa que ve en Lezama a un Proust o a un Joyce americano, pues, como ya dije, Lezama no hace literatura, en el sentido que Foucault le da a esa palabra.

Page 33: Silogistica de la imagen

33

Palabras llanas, honestas, significantes… ¿El Quijote no está hecho de palabras así?

Palabras hijas de la inteligencia del corazón y no de la fría erudición. Y sin embargo la

cadencia del lenguaje cervantino, y sobre todo el devenir de sus relatos, pareciera estar

contenido por un lenguaje que sobrepasa los límites de las palabras. Pues la escritura de

Cervantes puede prescindir de la escritura, aunque, paradójicamente, sólo la letra pueda dar

cuenta de ello. ¿Cuántos malos tratos editoriales, cuántas veces no ha sido mutilado El

Quijote para complacer las más caprichosas exigencias de creativos editores? Y a pesar de

esto, la imagen del hidalgo caballero, el germen de su figura, su fantasma, pervive en el

imaginario de los pueblos hispanoamericanos. O para decirlo de otra manera: la textualidad

cervantina de la obra, la escritura originaria que yace dentro del cuerpo de su grafía, ha

sobrevivido al encontronazo con el tiempo. El estilo de Cervantes sería entonces una suerte

de voz preocupada por narrar el trasfondo de una voz mayor, una voz sustancial, invisible,

abarcadora y atemporal.

Este estilo profundo que percibimos en Cervantes, esta condición de su escritura que

apunta hacia una forma originaria de la palabra, también lo sentimos, y con cuánta fuerza,

en el Paradiso de Lezama. En esta novela el estilo cumple un rol semántico. La cadencia de

su lenguaje, el ritmo de su discurso, la disnea de su verbo, los episodios caprichosos de su

puntuación juegan un papel creador del sentido de la trama y de los accidentes de la

narración. El relato laberíntico sobre el José Cemí universitario, las descripciones

ambiguas, emocionantes y llenas como de una luz crepuscular en torno a la relación

Foción-Fronesis-Cemí, los intrincados relatos sobre lo cognoscitivo como forma de la

fruición —o el conocimiento como forma del placer y de la amistad—, nos llevan a pensar

que, para Lezama, la manera de decir las cosas guarda un fuerte nexo con aquello que se

dice. Hay una estrecha relación, por ejemplo, entre la vida y el mundo de Cemí y el carácter

fruitivo del lenguaje lezamiano. Los dos recorren un mismo derrotero contrapuntístico

hacia el fin de las analogías, hacia el final de las metáforas para fijar allí una ética de la

imagen en la palabra.

Es una intrincada relación que en Paradiso se teje entre el objeto de la narración y la

voz narrativa. Lo que sabemos sobre José Cemí no nos llega sólo a través de los vericuetos

del relato, sino, sobre todo, a través de la cadencia y del tono de la escritura, del estilo

oblicuo del propio relato. Lo mismo conocemos a Cemí por lo que el narrador nos cuenta

Page 34: Silogistica de la imagen

34

que por el estilo de la escritura de la Lezama. Por ejemplo, cuando mejor nos enteramos de

la relación entre José Cemí y la realidad de lo inexistente (el cuerpo de la ausencia

hipostasiado en la figura del Coronel), es cuando la voz del narrador se conecta con la

sensibilidad de lo que Lezama llamaría “la potencia de lo ausente”, es decir, cuando el

relato habla desde la falta, desde la hendidura, y hace que el estilo mismo de la escritura

rodee un vacío.

Un ejemplo de esto podemos verlo en un pasaje dedicado al tío Alberto, en el capítulo

IV. Por su fuerte anacronismo, ese pasaje parece romper el hilo del relato, como si se

abriera un hueco de palabras en la temporalidad de la narración. El narrador, que nos viene

contando la infancia del Coronel Cemí, de pronto nos acorrala con sus imágenes, nos habla

de figuras o personajes que están fijados en el tiempo histórico gracias a un gesto vivo,

fuerte, y que esas figuras son a veces revividas por el acontecer de otro gesto. La entrada de

Luis XIV en Versalles, “oyendo las enfáticas y solemnes fanfarrias de Charpentier”,

evocan, “como un saludo”, a “un Marat con los puños cerrados, golpeando las variantes, los

ecos o el tedio de una asamblea termidoriana” (2000:199). Así dos personajes históricos,

aparentemente desvinculados, se atraen mutua y anacrónicamente gracias a un gesto que los

fija en el presente de la narración.

Estas evocaciones anacrónicas cobran sentido en la novela cuando seguimos leyendo:

“Cincuenta años después de su muerte la cólera del tío Alberto volvía a surgir de rechazo,

al ser comparada con la del duque de Provenza”:

Su manera de retroceder, rompiendo cristales de marca y pisoteando plata martillada, ante el dictum de la señora Augusta hubiera caído en el más inhospitalario olvido, si alguien de la familia al encontrarse con la cólera peculiar del duque de Provenza, no la hubiera avivado de nuevo por una especie de analogía de sombras (2000:199-200).

Y es curioso que aquellos “cincuenta años más tarde…” se fijen con relación al

presente de la narración. No es sólo que Paradiso se haya publicado cincuenta años

después de la muerte del tío Alberto, el de Lezama, sino que el presente del relato marca

esos cincuenta años como la evocación de una temporalidad gelatinosa. La historicidad, la

enunciación de un hecho detenido en lo temporal, se vuelve gelatina ante el presente de la

imagen —que es también, desde luego, el presente de la lectura—. La cólera del duque de

Page 35: Silogistica de la imagen

35

Provenza evoca, “por una especie de analogía de sombras”, la cólera del tío Alberto frente a

su madre y frente al lector de la novela.

En ese pasaje hay una marca en la temporalidad de Paradiso que se cierra o se abre

—es lo mismo— ante la figura de Alberto. Como la del Coronel, esa figura señala el

timbre, el color de una noción de tiempo. Los dos son personajes que desde el principio de

la novela “viven en la muerte”. Reaparecen siempre para recordarnos la educación estética

de José Cemí. Por eso el tema de aquel pasaje sobre Alberto debe ser el tiempo, y por eso

también es que su escritura se parece a una masa gelatinosa, expandiéndose lentamente en

lo temporal, donde la historicidad se quiebra para que el relato hable desde la muerte —o

para que nos la anuncie—. Todo el fragmento es como una gota que acaba de caer sobre

una estalactita (para usar una figura querida por Lezama), y que cuando empieza a

solidificarse nos recuerda la presencia ausente de las gotas por caer, las invisibles. Todo el

fragmento es, en definitiva, como el tío Alberto.

A esta complicidad entre estilo y relato le llamaré, acaso por razones metodológicas

(o por no hallar un mejor término), “escritura de la imagen”. Se trata de una cadencia del

lenguaje, de una textura de la expresión en la que lo importante no es sólo el relato sino la

corporeidad y la sensualidad de la lengua que lo dice. En esta escritura de la imagen, tan

presente en Paradiso, vemos aquello que en el prólogo de El Quijote parecía una posición

crítica —o irónica— ante la retórica del frío erudito. Pues en Lezama la erudición se nos

muestra como apetito o ansia por devorar a la cultura toda, cocinándola para engullirla y así

convertirla en fina degustación del paladar. Frente a las preocupaciones del estilista

decorador, frente a la retórica de escuela, Lezama nos enseña su “imaginación de ojos de

lince”, trastocando así la estructura referencial de su discurso. Y lo que debería ser corpus

crítico —legitimador de la voz autoral— se convierte en un banquete en el que las

referencias son incorporadas al cuerpo del escrito, a su textura y a su movimiento, no para

legitimarlo sino para hacerlo participar de la oblicuidad de la expresión. Ni Pascal ni

Mallarmé ni Góngora o Aristóteles son “utilizados” por Lezama para sustentar,

retóricamente, su discurso. En lugar de ello a cada uno de esos autores los vemos desfilar

por Paradiso con un nuevo color, con una nueva vida que, incluso, puede llegar a

corromper el sentido original o literal de sus obras. De esta antropofagia cultural, de esta

Page 36: Silogistica de la imagen

36

incorporación “salvaje” del corpus crítico o referencial, surge —creo— el timbre de la voz

narrativa de Paradiso.

En su conversación con Armando Álvarez Bravo, Lezama nos habla de su

incorporación gozosa de autores y de escritos. Comenta Álvarez Bravo:

En su sistema, que en sus líneas generales usted esboza, aparecen una serie de frases, pertenecientes a diferentes etapas y autores, con un significado que no es exactamente el que tienen en sus textos originales. ¿Fue necesaria esta alteración o exaltación para integrarlas al mismo? (s.f.:23-24).

Y Lezama contesta:

Lo fue. El conocimiento, el encuentro con esas frases, la meditación me sirvió para entrar en la vía de las posibilidades. Mi sistema poético se desenvuelve, como es lógico pensar, dentro de la historia de la cultura y de la imagen, no dentro de un frenesí energuménico…”(s.f.:23-24).

Lo que quiero subrayar es ese “me sirvió para entrar en la vía de las posibilidades”.

Como si ante una frase de Pascal lo que interesara fuera la potencia creadora de la frase, y

no la letra escrita o el contenido de la escritura. Lezama no sigue a los autores y a sus ideas

“al pie de la letra”, porque como lo que yace bajo la letra es la muerte, el Cristo, vale más

seguir al verbo vivo en las obras de escritura, seguir al “espíritu de la letra”.15 Lezama no

hace como nosotros, que creemos respetar a los autores citados cuando los repetimos

literalmente. En cambio hace como deberíamos hacer: se detiene ante una frase de Nicolás

de Cusa y no la lee literalmente sino que la incorpora a su verba transformándola, y así la

lectura de Nicolás de Cusa adquiere un sentido verdaderamente interpretativo, un sentido

creador.

15 En su ensayo La decadencia del analfabetismo, José Bergamín nos regala esa imagen del cuerpo muerto del Cristo “al pie de la letra” (2006:33). Con ello Bergamín critica a la literalidad, es decir, a la asunción alfabético-céntrica del lenguaje, como una actitud decadente frente a la verdad trascendental de la palabra. El alfabetismo ha dejado a las letras sin espíritu. Pero, como sugiere Barthes, en su libro Lo obvio y lo obtuso, hay un espíritu de la letra que la tradición de la visualidad restituye. Una tradición profundamente analfabeta y por ello profundamente trascendental. Yo creo que Lezama se inserta en esa tradición; analfabetiza la escritura; nos pone otra vez, paródica y paradógicamente, frene al logos sagrado.

Page 37: Silogistica de la imagen

37

Pues Lezama es, ante todo, un lector. Lo que más debería importarnos es su manera

de leer, de estar ante la cultura para rehacerla y así dignificarla. Su respeto de las obras

ajenas no es el del purista del estilo que cree en la acumulación cuantitativa del

conocimiento. No. El suyo es el respeto que ensancha, que se inserta en la tradición, no

para volverla a enunciar sino para otorgarle un nuevo sentido, que es la verdadera manera

de estar del hombre ante la tradición:

En realidad las mejores lecturas son las que se hacen con infinitas interpolaciones. Ni que el autor pueda precisar y dibujar a su presunto lector, ni que el lector fije sus lecturas y sus autores, esto es lo ideal (Casa de las Américas, 1971:21).

Y ello implica, desde luego, alterar la tradición. Pero no para quebrarla sino para

hacerla surgir en el pálpito de una nueva sucesión. En la conversación con Álvarez Bravo,

Lezama enuncia algunas frases que, dice, leyó en escritos de San Pablo, de Pascal, de Juan

Bautista Vico y de Nicolás de Cusa. Y luego subraya:

Le he dicho cuatro frases que aparecen diseminadas en la obra de estos autores, sin que tengan la intención explícita que les comunico en mi sistema. Frases que dentro de mi mundo poético son puntos referenciales que forman una proyección contrapuntística para lograr su unidad en esta nueva concepción del mundo y su imagen, del enigma y del espejo (Álvarez Bravo, s.f.:23-24).

Las frases de los autores se convierten en segmentos distantes de una contrapuntística

de analogías, segmentos que tienden puentes entre sí y que hacen que las frases citadas y

sus autores participen activamente en la tradición, o en una lectura interesada de la

tradición tendiente a la búsqueda de una unidad en el contrapunto. Esto me recuerda varias

cosas. Primero, aquella “marcha de las analogías hacia la imagen que luego retorna como

una claridad”, la marcha del silogismo poético que dejamos en el capítulo anterior. La

lectura contrapuntística de Lezama, sus analogías entre libros, hechos y frases, sigue un

sentido de unidad que se resuelve en el movimiento del contrapunto y de las analogías. Su

escritura, como su lectura, se mueve entre segmentos erráticos y distantes que, por

imantación poética, desembocan en una forma aclaradora, sorpresiva, capaz de volver sobre

los segmentos erráticos para iluminarlos, para descubrirlos actuando en una dimensión que

Page 38: Silogistica de la imagen

38

antes no veíamos.16 Se trata de una operación parecida a la que, según Edgar De Bruyne,

los teólogos medievales ejercían ante el poder sorpresivo de la metáfora: “el alegorismo

medieval tiende un misterioso puente entre formas de especies o géneros distintos, por

ejemplo, entre Cristo y un pelícano”, “en la alegoría se degusta el placer de la sorpresa”,

dice De Bruyne (1994:24-25).

El contrapunto lezamiano, su escritura silogística, su “aguijón procreador” está

cargado del mismo placer por la sorpresa. Y no se trata de un simple estupor sino del

despertar de la fruición por el eros de lo relacionable. Es decir, la fruición del estar en la

marcha hacia la imagen —que es, según Lezama, la verdadera forma de viajar—, o en la

marcha hacia Dios, hacia la infinitud de lo posible, según los teólogos medievales.

Y vuelve el cubano:

En la novela persigo el contrapunto del hombre, sus infinitos entrelazamientos, que son sus infinitas posibilidades (Casa de las Américas, 1971:19).

El potens, la posibilidad cifrada en el contrapunto, es lo segundo que ahora me viene

a la mente, pero me llega como con el eco de Severo Sarduy, con su fineza que pone la

palabra “espejeo” en lugar de “contrapunto”. Ese espejeo es el “análogo vocal” con que

Lezama acecha los referentes de su habla hasta suplantarlos por una nueva realidad. Pero

no se trata de una realidad negadora de los referentes sino de una realidad de

“sobrenaturaleza”, es decir, un apoderamiento gozoso, burlón, paródico y transmutador del

sentido original de las palabras y de sus significados. Sobrenaturaleza como “doble virtual

que irá asediando, sitiando al original, minándolo de su imitación, de su parodia, hasta

suplantarlo”:

Era la forma, la foné misma de Lezama lo que instauraba en el lenguaje no una descripción, ni siquiera una percepción profunda, sino un análogo vocal, una danza fonética (Sarduy, 1969:62).

La novela lezamiana puede leerse como una poética de esa danza verbal que hilvana

una tela de araña, puede leerse como la construcción de una morada, como la hechura de

16“Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética verdad realizada y aprovecha un material verificable que se libera de la verificación” (Lezama, 1981:224).

Page 39: Silogistica de la imagen

39

una nueva naturaleza en la que habita el lenguaje mismo, nuestro idioma, no haciendo

malabares sino aconteciendo en un paraíso. La metáfora es la vía que aclara ese paraíso,

que lo hace, “que aleja lo cercano y acerca lo lejano”. O como nos dice Sarduy: “poco

importa la justeza cultural de las metáforas lezamianas, lo que ponen en función son

relaciones, no contenidos” (1969:62). Y como la araña, tan querida por Lezama, el poeta es

el vigilante de esas relaciones metafóricas, “el guardián del etrusco potens”. Sabe, al

parecer, que en medio de esas relaciones una claridad será dada. Aunque no la aguarde sino

que la resguarde. Pues lo que cuida es la posibilidad de la llegada de lo claro, el fin de la

marcha de las metáforas y del ejercicio del eros relacionable, de esa aisthisis que hilvana,

que recorre las señales, los colores, las formas de los semas. Las palabras crean así un

espejeo entre las palabras, construyendo una presencia, pinchando, parodiando sus sentidos,

destruyendo y reconstruyendo, no sólo el lenguaje sino a la naturaleza (que es aquí lo

mismo):

Si su Historia, su Arqueología, su Estética son delirantes, si su latín es irrisorio, si su francés parece la pesadilla de un tipógrafo marsellés y para su alemán se agotan en vano los diccionarios, es porque en la página lezamiana lo que cuenta no es la veracidad —en el sentido de identidad con algo no verbal— de la palabra, sino su presencia dialógica, su espejeo. Cuenta la textura “francés”, “latín”, “cultura”, el valor cromático, el estrato que significan en el corte vertical de la escritura, en su despliegue de sapiencia paralela (Sarduy, 1969:63).

Con Lezama “el lenguaje se hace naturaleza”, se ovilla en la metáfora para engordar

el sentido de las analogías, de lo relacionable. Escribe en uno de sus ensayos: “El

soconusco, regalo de su severa paternidad, fue incorporado con delicadezas cartesianas,

para evitar la gota de fina amatista” (1981:201). Y el lector desprevenido del Paradiso

lezamiano, de la sobrenaturaleza de su verba, “traduce” la frase más o menos así: si

“soconusco” quiere decir “taza de chocolate”, entonces es que Lezama está describiendo a

un prudente caballero que, para evitar la enfermedad de la gota, ingiere en medidas dosis,

“cartesianas”, el chocolate caliente. Pero me cuesta encontrar en aquella frase alguna

descripción —“en el sentido de identidad con algo no verbal”, como dice Sarduy—. Me

parece estar más bien ante una construcción. Esa frase tiene un sonido, un ritmo de araña

afanosa, un habla erigiendo un habla que no se puede traducir. O se puede, pero sería como

derrumbar una casa. Pues Lezama no busca en esas frases la posibilidad de un discurso

Page 40: Silogistica de la imagen

40

segundo —crítico, descriptivo, una “metáfora de justo valor cultural”—, sino una imagen,

una segunda naturaleza, una extensión “lingüística que descifra lo real”.

“La metáfora como conjuro”, dice Sarduy, como invocación de una sobrenaturaleza

(1969:65).

Y seguimos a Lezama:

“¿Qué es la sobrenaturaleza? La penetración de la imagen en la naturaleza engendra

la sobrenaturaleza”:

En esa dimensión no me canso de repetir la frase de Pascal que fue una revelación para mí, “como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza”; la terrible fuerza afirmativa de esa frase, me decidió a colocar la imagen en el sitio de la naturaleza perdida; de esa manera frente al determinismo de la naturaleza el hombre responde con el total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruida (Lezama Lima, 2001:393).

La imagen penetrando en las cosas les brinda, les teje un nuevo cuerpo. Se trata de un

artificio que se vuelve naturaleza “al colocar la imagen en el sitio de la naturaleza perdida”.

Es el artificio del verbo haciendo de esa pérdida la ganancia de una construcción, de un

Paradiso: la palabra acariciando la realidad de lo ausente. En ese tránsito caricioso la

herramienta de la araña es, insisto, la metáfora, el “como” lezamiano que libera a las

palabras de las exigencias de la literalidad:17

Para los egipcios, el único animal hablador era el gato, decía un como que lograba unir las dos puntas magnéticas de su bigote. Esos dos puntos magnéticos, infinitamente relacionables, están en la raíz del análogo metafórico. Es un relacionable genésico, copulativo. Únanse los puntos magnéticos del erizo con los del zurrón, en ejemplo que nos es muy querido, y se engendra una castaña. El como magnético despierta también la nueva especie y el reino de la sobrenaturaleza (Lezama, 2001:393).

17 Pareciera como si la escritura de Lezama, más que significar, edificara un cuerpo que es puro significante liberado de las exigencias de la significación. Aunque no podríamos afirmar que en sus obras la analogía quiebre la relación entre las palabras y el mundo. Todo lo contrario, regresa las palabras al mundo. Como los románticos, en él el lenguaje procura hacerse naturaleza. La metáfora es la sustancia sustitutiva, pero no una sustancia que se separa de la realidad en la sustitución, sino que, al configurar una naturaleza posible, una sobrenaturaleza, la palabra vuelve a recordar su esencia, su silencio inicial: el hecho de ser respiración, exhalación y silencio hipostasiado, misterio.

Page 41: Silogistica de la imagen

41

Lezama escribe la imagen. Su escritura persigue a la escritura. Su espejeo es lo

“relacionable genésico, copulativo” que procura la unidad en el reconocimiento de lo

posible. Lo suyo es, pues, una aisthisis.

Al espejeo de Sarduy, Lezama le llamaba “impresionismo sinfónico”, que es la

cultura a la cual, según él, aspira el poeta, “la única unidad posible” entre las formas de lo

relacionable. El poeta, escribe Lezama en su diario, “puede ser el aprendiz displicente, el

artesano fiel e incansable de todas las cosas, pero en su poesía tiene que mostrarnos una

tierra poseída, un cosmos gobernado de lo irreal-real”. Y esa tierra poseída, esa unidad

lograda pasa por la transformación de las cosas cuando son pinchadas por el verbo, por la

fruición del hombre que reconstruye una imagen, “única excursión de la vida sobre lo

desconocido” (Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, 1998:112-113).

Con el verbo el hombre “asimila un espacio y lo devuelve como un logos, con un

sentido”; “los dos espacios, el interior y el exterior, el invisible y el visible se comunican, o

mejor, están ya en la unidad” (Lezama, 1992:132). La escritura de Lezama, creo, hilvana

una “cantidad”, una región artizable o una bisagra en medio de esos dos espacios. De ahí su

espejeo o su contrapunto, el grano de mandrágora de “La dignidad de la poesía”; de allí

también su búsqueda de una escritura de la imagen y su hacer de la palabra un cuerpo

posible, morada de la imagen. “No sé si tenga un estilo”, le oímos decir, “el mío es muy

despedazado, fragmentario” (como la fragmentariedad restituida en la reminiscencia de una

corporeidad perdida),18 “pero en definitiva procuro trocarlo en un aguijón procreador”

18 Esta imagen, que tomo de Derek Walcott, es de mucha utilidad para entender la escritura lezamiana. En su discurso de aceptación del premio Nóvel de Literatura, Walcott nos deja una imagen de las Antillas que es también la imagen del poeta. Dice: “Rompemos una vasija, y el amor que reúne los fragmentos es más fuerte que el amor que dio por sentada su simetría cuando estaba intacto. El pegamento que une los trozos es la costura de su forma original. Es este amor el que reúne nuestros fragmentos africanos y asiáticos, las agrietadas reliquias cuya restauración aún muestra sus blancas cicatrices. Esta labor de unir los pedazos rotos es el cariño y el dolor de las Antillas, y cuando los pedazos son dispares, cuando no encajan bien, contienen más dolor que su forma original, que esos iconos y vasijas sagradas cuya presencia en los lugares ancestrales se daba por sentada. El arte antillano es la restauración de nuestras historias rotas, nuestros fragmentos de vocabulario, y nuestro archipiélago se convierte en sinónimo de fragmentos desgajados de su continente original. He aquí el proceso exacto de la creación poética, o de lo que tal vez debería llamarse no su “creación” sino su recreación… (2000:101)”. La escritura de Lezama es así, como un cuerpo que restituye una totalidad fragmentada, quebrada, y que esa restitución deja ver siempre los hilos de su costura, las marcas de su fragmentariedad. La tradición literaria, la

Page 42: Silogistica de la imagen

42

(otorgándole a esa corporeidad la posibilidad de ser-en-la-imagen, es decir, de ser-siempre-

comenzando-a-ser).

Por eso lo que más me importa de su escritura, lo que quiero ahora rescatar es su

condición de “horno transmutativo” de la lengua. El mismo Lezama, en sus ensayos,

pareciera recordarnos la textura de su tela. Dice en De la conversación:

Desconfío de aquella afirmación renacentista de Castiglione, cuando se habla bien, se puede escribir como se habla. Pero aun en Cervantes, por ejemplo, o en casi todos los más esenciales escritores, la diferencia entre lo que entra y lo que sale del horno, es su delicia, su hechizo más permanente. En Cervantes mismo, si entrase la conversación en su horno, lo que sale es su hálito, su aliento, cubriendo con italiana e increíble ligereza su extensión, hasta donde puede extender la masa transparentándola (1970:73).

Lo que me interesa es “lo que sale del horno” lezamiano, su masa extendiéndose en la

transparencia: el Pascal saliente, el Pascal de Lezama, el que es transmutado en “hálito”, en

“aliento” con una forma propia, con una foné y con un cuerpo ganado por el verbo que lo

construye, su “ceniza convertida en cristal”.

“Estilo profundo”, “escritura de la imagen”, quizás estas frases nos sirvan para

empezar a hilvanar la cadencia del lenguaje en la novela de Lezama. Busquemos ahora un

nuevo hilo e intentemos seguir hacia el final del carrete. Imaginemos que en ese final

hallamos tres semejanzas y una diferencia entre la voz de Cervantes y la de Lezama.

Apuntemos aquí, como mera guía, las semejanzas: en las dos novelas sentimos la presencia

de lo que pudiésemos llamar una “anamorfosis”19 del lenguaje; también percibimos un goce

exuberante por la palabra en su estado bruto y, sobre todo, una retórica de la imagen que a

cotidianidad, la familia, los amigos, la historia de las ideas, el imaginario oriental y el occidental, todo pasa por la verba lezamiana, todo pasa restituido, resemantizado, por su aguijón procreador. 19 Entiendo aquí la palabra “anamorfosis” en el sentido que le dan los estudiosos de las artes visuales, es decir —tal como la define el Diccionario de Arte de Ian Chilvers—, como “dibujo o pintura ejecutada de tal manera que ofrece una imagen distorsionada del objeto representado, pero que, si se observa desde cierto punto de vista o reflejada en un espejo curvo, muestra sus verdaderas proporciones. La primera referencia a la anamorfosis aparece en los apuntes de Leonardo da Vinci. El término empezó a popularizarse en el siglo XVII. Ejemplos muy conocidos de anamorfosis en pintura son el retrato de Eduardo V de la NPG de Londres (de atribución incierta) y el cuadro de Holbein Los embajadores (1533), donde se representa una calavera distorsionada, probablemente símbolo de la brevedad de la vida (1995:41).

Page 43: Silogistica de la imagen

43

ambas obras atraviesa. La diferencia radicaría, en cambio, en la condición visual de cada

obra. Frente a la visualidad literaria de la palabra cervantina hallamos el problema

específicamente lezamiano del lenguaje como forma de la visión sensible, de lo visible

palpable.

Por “anamorfosis del lenguaje” quiero entender la cualidad trasmutativa

—mutante— del cuerpo expresivo y del estilo lezamiano y el cervantino. Veamos un

ejemplo tomado de Paradiso. Dice el narrador: “El solarete entrelazado a la rifosa casa del

Vedado, produce una escasez de pinta sobresaltada, abundoso el parche se hace montura y

se ramea con una corbata Zulka, regalo del patrón de carantoñas a la tía dulcera”

(2000:132). ¿Qué tenemos aquí? ¿Una oración en la que el entendimiento queda como sin

referencias? ¿Una trampa para que el lector busque en el diccionario palabras inexistentes?

¿Una oración afanosa por dejar en vilo las rigurosidades demasiado solares del

entendimiento? ¿O acaso, como ahora prefiero interpretar, se trata de una mancha, de una

costura pictórica que, como en los cuadros barrocos, sólo es posible vislumbrar desde una

privilegiada perspectiva?

Una mancha, esa oración parece una mancha. Invita a ser percibida desde la posición

de quien tuerce la cabeza, de quien se ladea un poco para descifrar lo que la oración no deja

ver, que es paradójicamente lo más evidente y claro. “El solarete entrelazado a la rifosa

casa del Vedado”, dice, y nosotros sentimos allí un ritmo, una cadencia que exige ser

interpretada musicalmente. Mas al intelecto escudriñador de conceptos se le olvidan sus

conocimientos musicales y por ello levanta una protesta: “rifosa, rifoso son palabras que

uno no encuentra en el diccionario, ¿cómo entender entonces qué le da su carácter a la casa

del Vedado?”. Y en verdad el intelecto tiene razón, pues desde su particular perspectiva

analítica la frase de Lezama no tiene sentido. Pero si ahora invitamos al entendimiento del

corazón (el que reconoce las pulsiones musicales de las palabras) veremos, sin apuros,

cómo una nueva perspectiva se nos aproxima. Ladeamos entonces la cabeza y volvemos a

leer: “...abundoso el parche se hace montura y se ramea con una corbata Zulka, regalo del

patrón de carantoñas a la tía dulcera”. Y ya se puede apreciar en esas líneas un color

melódico, un timbre que sobrepasa a la expresión del estilista-decorador y nos pone ante el

lenguaje como quien está ante un cuerpo que se puede, a ratos, alcanzar.

Page 44: Silogistica de la imagen

44

Hay en las líneas de Lezama una pulsión agradable a los sentidos; eso determina el

artificio de la anamorfosis de su verbo. En El Quijote ocurre algo similar, pero no sólo con

la cadencia del lenguaje sino con la estructura de la novela. En ella percibimos un constante

trabajo con la mancha. Todos los personajes de El Quijote están manchados, sobre todos ha

caído el don de la trasmutación y a todos los vemos desde un particular ladeo de cabeza.

Pero es el relato el que nos hace desviar la mirada, convidándonos a presenciar una historia

sobre “ladeos de cabeza” y perspectivas anamórficas. El cuerpo de la novela cervantina se

parece a un espejo cóncavo en el que las imágenes se van retorciendo sobre sí mismas. Son

imágenes encantadas a las que llegamos a través de un relato insistente en su verosimilitud,

en su condición de “historia real”: la verdadera historia de un mundo dispuesto —por

voluntad propia o por necesidad de las almas que lo habitan— a desdoblarse, a disfrazarse.

La anamorfosis de la estructura de El Quijote se sustenta en una retórica de la imagen

que constituye, creo, la sustancia del cuerpo estilístico cervantino. Esa anamorfosis llega a

su límite cuando el lector, el que participa de una realidad concreta, se sitúa frente a la

“realidad de la ficción”, que, paradójicamente, también se asume a sí misma como concreta

y objetiva. Mas esta verosimilitud se sostiene sobre una voz narrativa elaborada por un

autor (Cervantes) cuyo tema, hijo del ingenio, es el de una historia compuesta por otro

autor (Cide Hamete Benengeli, cronista árabe y por ello mentiroso) quien, a su vez, ha

escrito sobre la vida de un hombre que se convierte en el creador de su propio disfraz, de su

propia mancha. Y este hombre disfrazado, además, va procurándose a sí mismo otros

disfraces, otras máscaras capaces de transformar todo lo que se le acerque en una gran

mascarada.

Estos diversos momentos de la imagen hacen que en El Quijote la noción de autoría

sea también una mancha, un aparente desliz oblicuo de tinta sobre un lienzo al que

llegamos como torciendo la mirada. Pues en la novela cervantina la noción de autor se

parece a una constelación de figuras manchadas. Y es curiosamente la ironía —la de

Cervantes, claro— la que da cuenta de este hecho. El capítulo VI de la primera parte de la

novela muestra la raíz de esa ironía cuando en el examen de la biblioteca de Alonso

Quijano es salvado del fuego cierto libro de un tal Miguel de Cervantes, amigo además del

Canónigo, del censor. Es entonces cuando todo aquel enrevesado paisaje autoral vuelve

sobre su propio núcleo, sobre el omphalos del que surgió. El impulso retórico de la novela

Page 45: Silogistica de la imagen

45

cierra la trayectoria de su elipsis. Nuestra vista, obligada por las exigencias del texto, se

tuerce, y la anamorfosis de la obra se descubre así ante nuestros ojos: El Quijote se nos

muestra como un disfraz (como novela) que relata una historia de máscaras, de dobles y de

un paisaje encantado y encantador, un simulacro que va fingiéndose a sí mismo, que va

conscientemente inventándose.

“El Quijote define y forma una sintaxis; Paradiso un habla”, escribió Severo Sarduy

(1969:78).

La anamorfosis cervantina actúa en el relato, la lezamiana, en cambio, actúa en el

verbo, en el decir. Esto tiene que ver con aquella diferencia que ya enuncié entre la

visualidad literaria cervantina y el lenguaje lezamiano en tanto forma palpable de la visión.

¿Cómo es esto? Asombra, por ejemplo, el carácter visual de cada episodio de El Quijote.

Los momentos, las estancias y hasta los gestos de los personajes van apareciendo ante los

ojos del lector con una fuerte carga de plasticidad. Recordamos los retratos cervantinos

sobre el cuerpo y el rostro del Quijote cada vez que termina (apaleado) sus épicas hazañas.

La ligereza con la que Cervantes nos narra tales acontecimientos va dibujando sobre la

pupila del lector el cuerpo desbaratado del héroe. Vemos al Caballero de la Triste Figura

pintado con la precisión de un colorista. En cambio con las imágenes lezamianas el

problema es otro. Paradiso es más una obra escultórica que pictórica. Sus plasticidades son

de otro orden. Sus personajes no se nos muestran esbozados en un lienzo sino sobre algún

soporte cincelado. No percibimos visualmente a José Cemí como sí vemos a don Quijote,

pues lo que adquiere visibilidad palpable en Paradiso es el espesor del lenguaje de Lezama.

Un lenguaje entramado, como ya dije, creador de un tejido palpable que va como logrando

una textura, una corporeidad. Es casi como si las palabras de Paradiso pudieran ser sentidas

con el tacto, o al menos respiradas en una muy particular frecuencia pulmonar.

Quizás sea por esa frecuencia, por ese ritmo en la respiración, que Sarduy ha dicho

que

Lezama cuando quiere algo lo pronuncia. Lo inmoviliza fonéticamente, lo diseca, lo congela en un movimiento —escarabajo, mariposa en el vidrio de un pisapapel…—. Lezama fija (1969:65).

Page 46: Silogistica de la imagen

46

Leerlo es respirar un aire que estaba detenido en la morada de la araña. Pero leerlo es

también aprender a leerlo, seguirlo en las claves de su escritura. Claves que él mismo nos

va ofreciendo en sus ensayos y en su novela. Por eso Paradiso es, insisto, una poética, pero

también una ética y una erótica. Sus páginas nos enseñan a leerla. Es un ars, en el sentido

medieval de la palabra; nos indica cómo y desde dónde leer. Pero también construye una

filosofía de la conducta, un ethos de la poiesis cifrado en el conocimiento erótico de la

imagen. Esto lo veremos en el último capítulo, mientras tanto exploremos brevemente esa

poética de la escritura y de la lectura lezamianas.

Page 47: Silogistica de la imagen

47

Capítulo III La imagen escrita. Poética de la imagen

Cuando su visión le entregaba una palabra en cualquier relación que pudiera tener con

la realidad, esa palabra le parecía que pasaba a sus manos, y aunque la palabra le

permaneciese invisible, liberada de la visión de donde había partido, iba adquiriendo una

rueda donde giraba incesantemente la modulación invisible y la modelación palpable, luego entre una modelación

intangible y una modulación casi invisible, pues parecía que llegaba a tocar sus formas,

cerrando un poco los ojos.

Paradiso.

Cuando pienso en la corporeidad palpable del verbo lezamiano tengo en mente ese

fragmento de Paradiso. José Cemí acaba de dejar la concurrencia amigotera de sus años

universitarios. Ha entrado ya en la poesía (que para Lezama es un estado del ánimo, un

ritmo del alma) y en el ejercicio del eros relacionable. Está a punto de encontrarse “con

quien interesa que se encuentre”, con Licario. Todavía le espera la muerte de su Abuela (en

mayúscula, como la escribe Lezama), y la última visión de Fronesis —a lo lejos y riendo—

y de Foción —liberado de su delirio que no engendra—. Pero lo que me asombra de ese

fragmento de la novela es que, si ladeamos un poco la cabeza y forzamos un tilín su sentido

original, podríamos leerlo como una alegoría de la escritura lezamiana. Aquella palabra que

pasa a las manos de Cemí, que se hace cuerpo palpable entre lo invisible y lo visible, ese

tocar las formas de la palabra entrecerrando los ojos, me parece que habla no sólo de Cemí

sino de la escritura de la novela.

Me explicaré. En Paradiso el sentido —el de las palabras, el de la narración— es,

más que un orden determinado por un sistema de referencias condicionado, una

luminosidad y por eso también una forma de lo corpóreo, de lo matérico. Se trata de una

claritas que cuando leemos la novela nos hace entrecerrar los ojos. Esto se repite en los

ensayos y en la poesía de Lezama. Entrecerrando los ojos es como palpamos la lejanía de

su verbo, que se nos acerca como una materia imposible pero acariciable en esa misma

Page 48: Silogistica de la imagen

48

lejanía. He allí la fuerza de su erótica. La palabra lezamiana siempre se nos está escapando

“en el instante en el que ya habíamos alcanzado su definición mejor”. O como dice Eloísa

Lezama Lima, la hermana de José, “cuando el lector cree que le va a dar el jaque mate sale

el alfil y le hace una mueca” (1979:19).

Hay un escrito de Lezama sobre don Luis de Góngora que habla acerca de esta

condición fugaz del cuerpo de la imagen y de la escritura. Yo quisiera ver en ese escrito

ciertas marcas de la poética de Lezama, que cuando habla sobre Góngora pareciera estar

hablando sobre sí mismo: “se hace lejano…—dice— es en ese único sentido que sobrevive,

que se sumerge”; y luego:

Él ha creado en la poesía lo que pudiéramos llamar el tiempo de los objetos o los seres en la luz (…). Antes de la ofrenda, reciben su tiempo en la luz; la duración y resistencia de la luz mientras rodea y define un cuerpo (2001:276).

Seres en la luz, recibiendo su tiempo en la luz… En Paradiso los personajes están

definidos por una misma claridad que los rodea. Es la iluminación de la palabra lezamiana

que cae sobre un mulato cocinero y lo pone a hablar como un shakesperiano; o sobre una

mujer del servicio doméstico que se expresa como una adelantada en el verbo iluminado; o

sobre un garzón de primeras letras que habla como un conversador acostumbrado a difíciles

peripecias lingüísticas. Pues cuando Lezama toca con su escritura el cuerpo de la imagen

sus personajes se vuelven figuras que penetran en el territorio de lo simbólico.

Por ejemplo, el mulato Juan Izquierdo, cocinero oficial de la casa del coronel Cemí,

es también imagen de la sazón de la casa. Su presencia sostiene el sentido de la primera

morada de los Cemí Olaya. Es como un dios menor destinado al fuego del hogar. Doña

Augusta, la abuela, es la figura central. Afina los límites de la casa y de lo habitable,

percibe que un hilo cosmogónico se va volviendo tejedura entre su hija y ella, y que ese

hilo es el legado de una tradición espiritual. El heredero de esa tradición será José Cemí, el

héroe de la cosmogonía del paraíso.

Lezama crea, “señala” figuras simbólicas; los suyos no son sólo personajes dentro de

una trama de ficción. Son más bien imágenes personificadas en la palabra, en una “cantidad

novelable” que es también un giro del lenguaje, una expresión, un decir, una manera de

hablar. Vemos esto en el modo en que los personajes quedan hasta cierto punto igualados

Page 49: Silogistica de la imagen

49

por un ritmo, por una sintonía del lenguaje; igualación que raya en lo paródico de una

escritura carnavalesca en la que todos los personajes confluyen en un mismo ámbito de lo

verbal. Es como si se tratara de figuras enmascaradas que desfilan en la fiesta de la página.

Sus máscaras, claro, están hechas de escritura. Por eso cuando hablan, cuando enseñan sus

disfraces, se siente el peso de una presencia velada que es también un puente hacia “la

realidad del mundo invisible”, hacia la fuerza del verbo cuando se nos acerca como imagen.

He allí, creo, el sentido del simbolismo lezamiano.

Y como todo símbolo comporta una exigencia —pues lo simbólico sólo se nos

muestra oblicuamente—, la escritura de Lezama nos pone a trabajar, nos hace perseguirla y

así nos define como lectores. Pero si no nos perdemos detrás de lo que perseguimos, si no

marchamos junto al “caballo tan alado como nadante”, entonces el sentido de esa escritura

se nos desvanece por cansancio. Se trata de un sentido tan áspero y luminoso como el que,

según Lezama, Góngora exhibía en el acaecer de su escritura. Leemos en el ensayo

“Confluencias”:

Nos damos cuenta de que [Góngora] nos exige esa tensión frente a la luminosa aspereza de su sentido, que ya no nos perdona. Haciéndonos olvidar que nuestro asiento perdurable para él no debe ser la violenta ocupación de ese sentido sino tan sólo mirarle fijamente el rostro (Lezama, 2001:276).

Mirarles el rostro como haría un perseguidor es lo que nos exigen las palabras

lezamianas. Cuando las leemos nos sentimos ante señales, ante signos que, de no ser fijados

en una dimensión simbólica y palatal, se traducirían en una visión a veces insoportable.

Pues, como en Góngora, pareciera que en Lezama hay “la presencia de un juglar hermético

que sigue las usanzas de Delfos, ni dice, ni oculta sino hace señales” (2001:274).

Lezama mismo volvió sobre este asunto en varios de sus ensayos y en algunas

entrevistas. Por ejemplo, le dijo a Jean Michel Fossey que Paradiso ofrecía “lo muy

inmediato y lo más cercano —la familia—, y lo que se encuentra en la lejanía —el mito—”.

Y de Oppiano Licario dijo que era “una figura arquetípica que representa la destrucción del

tiempo, de la realidad y de la irrealidad” (Casa de las Américas, 1971:30). De Cemí dijo

que tiene tres momentos: “el de su conversación con la madre; el momento en que sale al

mundo exterior —en que se encuentra con el destino y con el carácter— y frente a eso él

Page 50: Silogistica de la imagen

50

ofrece su mundo de búsqueda de la poesía, de búsqueda de la imagen” (Casa de las

Américas, 1971:32).

La escritura de Lezama está llena de señales. El cuerpo mismo de su verba es, en sí,

una forma matérica que se desenvuelve entre señales. (El lenguaje de la luz siempre es

oblicuo). Sus palabras, o más bien el cuerpo que definen y amasan, no se dejan ver en la

primera lectura (la escritura vela la escritura). Exigen un paladeo inicial. No se nos

muestran, no nos regalan al principio sus sentidos de estalactita. Luego, en la lectura de

“súmulas nunca infusas de excepciones morfológicas”, como diría Lezama —es decir, en la

lectura cómplice, cariciosa y atenta—, quizás las palabras se hagan cuerpo en el lector.

Pero cuando digo símbolo y señal estoy pensando en la presencia de lo mítico en

Paradiso, entendiendo el mito como un discurso en el que la destrucción del tiempo

quiebra la diferencia entre lo real y lo irreal. El mito como la restitución de una naturaleza

perdida que la atemporalidad de la palabra reconstruye, al decir de F. W. Schlegel

(1994:118-124); el verbo que restituye la realidad reinventada (como en los cronistas de

Indias) y emplazada en el centro de una cosmogonía mitológica de la familia criolla

latinoamericana, como la del mismo Lezama.

Por eso Paradiso puede leerse como la reconstrucción de una novela personal, como

un eco de la “cantidad novelable” de la vida de Lezama, que justamente por volverse eco se

hace también paradisíaca. El ámbito de esa reconstrucción es el de la imagen; no el de la

historia o el de lo histórico sino el del mito, el del cuento o el de lo narrable. Pues en

Paradiso ocurre, como en las mitologías, que el narrador, “el decidor de cuentos” trabaja

con una estofa de lo humano “como algo que mana de una fuente supraindividual”, para

usar una expresión del profesor Kerényi (1999:15-16). Esa fuente puede ser la vida de

Lezama, pero no en un sentido histórico, insisto, sino mítico. La ficcionalización de esa

vida se convierte en símbolo de la familia americana, en su trato con lo invisible acechante.

Y qué rara es esta relación entre ficción y símbolo, como si la ficción fuese nuestro único

territorio en el que lo simbólico puede cobrar posibilidad, el refugio de la vivencia mítica.

Quizás por eso es que esa materia particular que llamaríamos —en lenguaje histórico— “la

biografía de José Lezama Lima”, al hacerse cantable y paradisíaca deja de ser un relato

personal para convertirse en “una actividad de la sique externalizada en imágenes”

Page 51: Silogistica de la imagen

51

(Kerényi, 1999:15-16). ¿De la sique de quién… la de Lezama? Sí y no. ¿No es también

Paradiso el relato cosmogónico de una mitología individual de lo americano? “Paradiso,

mundo fuera del tiempo se iguala con la sobrenaturaleza, ya que el tiempo es también

naturaleza perdida y la imagen es reconstruida como sobrenaturaleza”, nos dice Lezama

(2001:398).

Pero veo que si intento responder esa última pregunta tendría que escribir otro texto.

Sólo una cosa más diré al respecto, y es que cuando hablo de la presencia de lo mitológico

en Paradiso lo hago para fijar a Lezama dentro de la tradición americanísima del mito, de

la imagen haciendo mundo y actuando en la realidad y en la historia: la tradición de los

buscadores del Paradiso, la de nuestros cronistas de Indias.20

En esa tradición, como Lezama nos deja ver, la palabra es señal que define el

contorno de lo relacionable, de lo que puede encontrarse súbitamente en el camino hacia la

imagen y su hipóstasis en lo poético (que no sólo en la poesía), y también hacia la

luminosidad de la imagen que recorre ese mismo camino pero a la inversa.21 “Existe un

triple verbo, nos dice, hay la palabra simple, la palabra jeroglífica y la palabra simbólica”

(2001b:372). La simple es la que expresa, la palabra aclaradora, el “verbo que se muestra

en una gran causalidad incandescente”. La jeroglífica es la que oculta, la hermética. Y la

simbólica es la que señala, la que “aparece en un cono de claridad en lo oscuro”, que “lleva

el deseo de aletear un gesto, demostrar sus sobresaltos en unos pasos de danza”

(2001b:373). Es el verbo desprendido de su literalidad y transformado en cuerpo, en

espacialidad sensible donde la humana causalidad y lo incondicionado (lo no causal de la

hipérbole o de la metáfora) se encuentran súbitamente. Y ese cuerpo es, para Lezama, el del

poema, “el simbolismo de lo desprendido en el nuevo signo del cuerpo adquirido”

(2000:371).

“El signo penetra en la escritura, rehusando siempre su mortandad, pues signo es

siempre señal”, escribió Lezama. Pero es el signo comprendido como neuma, como fuerza

que convoca y resguarda el espíritu de la letra, como “el afán de señalar un contorno a la

20 Hay más de una relación entre la escritura y el proyecto poético de Lezama y los textos y las vivencias de los cronistas de Indias. Quizás después de Martí y de Góngora, el estilo lezamiano se nutra del lenguaje de los “alucinantes” descubridores del Paraíso terrenal. 21 “La aprehensión análoga es el único ojo de la imagen y el acto sobre el azogado ombligo nos rinde el cuerpo irradiante” (Lezama, 1994:193).

Page 52: Silogistica de la imagen

52

extensión” (2000:371). El signo del dedo apuntador que señala hacia el cuerpo de la

escritura… el dedo indicando hacia la metáfora, hacia el “como del aliento comunicado”,

del que se nos habla en Dador (1994:194), o hacia “el como magnético que despierta

también la nueva especie y el reino de la sobrenaturaleza” (2001:394). Se trata, claro, de la

metáfora que señala hacia el encuentro entre lo conocido y lo desconocido, entre lo

invisible y lo visible. En ese punto medio, en esa bisagra el poema surge como testimonio,

como signo, casi como cicatriz o vestigio de la “batalla soterrada” entre la causalidad y el

espacio de lo incondicionado.

El último poema de Paradiso es una de esas cicatrices. José Cemí, el iniciado en la

palabra y en la imagen, recibe como súbito en su mano la marca de lo incondicionado

actuando sobre la posibilidad de lo causal, la marca de la vida de la imagen trascendiendo

la muerte: la presencia corpórea de la letra y del ser resucitado en el cuerpo de la letra.

Hablo del poema que Licario, después de muerto, y después de activar sus coordenadas

poéticas, hizo llegar a las manos de Cemí. Ese poema es también el final de una marcha, el

punto de llegada después de transitar el último (¿o el primero?) de sus descensos a la

Orplid, a “la ciudad de las estalactitas”.22 Dice Lezama en su ensayo “Confluencias”:

22 En el capítulo III de Paradiso se lee: “José Cemí había oído de niño a la señora Augusta o a Rialta, o a su tía Leticia, decir cuando querían colocar algo sucedido en un tiempo remoto y en un lugar lejano, como si aludiesen a la Orplid o a la Atlántida, o como los griegos del período perícleo hablaban de la lejana Samos, comentar cosas de cuando la emigración, o allá en Jacksonville. Era una fórmula para despertar la imaginación familiar, o esa condición de arca de la alianza resistente en el tiempo, que se apodera de la familia, cuando conservando su unidad de cercanía, se ve obligada a anclar en otra perspectiva, que viene como a tornar en mágica esa unidad familiar rodeada de una diversidad que tocan como desconocida sus miradas” (2000:158). En la edición de Paradiso del Fondo de Cultura Económica coordinada por Cintio Vitier, hay una nota agregada a ese fragmento de la novela sobre la palabra Orplid, la cito completa para tener una visión más precisa del asunto: “En respuesta a Gregory Rabassa, Lezama indica: 'Orplid, especie de ciudad mágica donde se confunde lo real con lo irreal' (…). En 'El secreto de Garcilaso' (1037), ensayo recogido en Analecta del reloj (1953), Lezama escribía: 'Ya se le van suponiendo [a Góngora] habitabilidad, hasta motivación ética, el fruto de anhelo de intimidad, de la nostalgia de una Tule, de una Orplid que a lo lejos luce, de un país donde pena y gloria se pierden y diluyen como los contornos y colores del mundo en irreal lontananza' (Vossler)'. La cita procede del estudio de Karl Vossler Lope de Vega y su tiempo (Madrid, Revista de Occidente, 1933, p.116). Otra lectura creadora llevará a Lezama a completar su imagen de la Orplid, la que hizo del siguiente pasaje de Albert Thibaudet: 'Lui aussi [Mallarmé] marche à la conquêt de la poésie pure, mais ne pensons plus ici à la moelle de sureau. Mallarmé la tiendra, cette poésie pure, pour l`inaccedible cime de diamant d`un Parnasse pur. Mais tandis que les mots débordaient chez Hugo en un fleuve pouissant et s`épandaient chez Banville en una rivière facile, ils gouttent chez Mallarmé sous un climat inhumain, formet lentement les stalactites d`une poésie miraculeuse' (Historie de la littérature française de 1789 à jours, París, Librairie Stock, 1936, pp. 479-481). La prueba de que este pasaje nutrió decisivamente la concepción lezamiana de la Orplid está en las siguientes palabras de José Cemí (Capítulo XI) a propósito de las bastedades críticas españolas: 'Pero penetrar

Page 53: Silogistica de la imagen

53

Lo desértico y su nueva aparición simbólica en el desierto se igualan, y por eso en el Paradiso, para propiciar el último encuentro de José Cemí con Oppiano Licario, para llegar a la nueva causalidad, a la ciudad tibetana, tiene que atravesar todas las ocurrencias y recurrencias de la noche. El descendimiento placentario de lo nocturno, el fiel de la medianoche, aparecen como una variante del desierto y del destierro, todas las posibilidades del sistema poético han sido puestas en marcha, para que Cemí concurra a la cita con Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible (2000:398).

Si esto es así, entonces resulta que Paradiso termina como comienza, o es que su

final es también su comienzo. En las primeras páginas de la novela asistimos al mismo

“descendimiento placentario de lo nocturno” del que habla Lezama. Al inicio, Baldovina

“separa los tules de la entrada del mosquitero” para encontrarse con el Cemí del descenso.

Gracias a la intervención hipertélica de los empleados de la casa ese descenso se transmuta

en ascenso, en la ganancia de una claridad y de un nacimiento: “un polvillo de luz, filtrado

por una persiana azul sepia, comenzó a deslizarse en su cabellera” (2000:118). La

diferencia entre el inicio y el final de la novela es que, en la última página de Paradiso,

José Cemí, que sale ascendente del desierto, de la placenta de lo nocturno, no se ve tocado

por un polvillo luminoso sino que, al contrario, pareciera como si su destino fuese penetrar

en un ámbito sin dirección finalista. “Lo acompañaba la sensación de la fría madrugada al

un escritor en el centro de su contrapunto, como hace un Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.' El peso de la recreación lezamiana de la Orplid ya no recae, como en la cita de Vossler, en la dilución de 'pena y gloria' por la lejanía, sino en la relación entre 'lo real y lo irreal' que allí se confunden. Del plano de los sentimientos pasamos a un plano 'mágico', donde la operación realizada por Mallarmé con las palabras, según el juicio-imagen de Thibaudet, constituye el otro peldaño que permite visualizar la Orplid como la ciudad de las estalactitas, la 'ciudad tibetana', el 'Eros de la lejanía y del conocimiento', patria gnóstica de Oppiano Licario. (Las lecturas de Lezama son el contexto nutricio de su obra, y pudieran estudiarse como una obra previa y en cierto modo aparte. Hay en ellas la mirada fija en un punto, y la errancia de puntos que se imantan. De esa combinación o dialéctica surgen sus 'imágenes culturales', ya sea su Orplid o su Pascal)” (Lezama, 1996:468). A esta cita erudita de Cintio Vitier yo sólo añadiría un dato de interés: Orplid también es la imagen con la que el escritor alemán Eduard Friedrich Mörike comienza su Gesang Weylas, poema escrito en 1831: Du bist Orplid, mein Land! Das ferne leuchtet; Vom Meere dampfet dein besonnter Strand Den Nebel, so der Götter Wange feuchtet. Uralte Wasser steigen Verjüngt um deine Hüften, Kind! Vor deiner Gottheit beugen Sich Könige, die deine Wärter sind.

Page 54: Silogistica de la imagen

54

descender a las profundidades, al centro de la tierra donde se encontraría con Onespiegel

sonriente”, dice el narrador, como si el final del paradiso tuviese que ser la entrada en un

infierno frío. Allí el hombre camina hacia el constante encuentro con la muerte liberada de

su finalismo. Ese infierno es el espacio de la muerte corporeizada, donde lo imposible se

verifica, donde otra región —la de la imagen— busca y muestra las formas de su nueva

realidad:

En el Paradiso van naciendo las imágenes, pero éstas son indeterminables, y estamos en el Infierno como quien se mira a un espejo, la muerte es la única respuesta. La continuación de mi obra lo mismo se puede llamar Infierno, que La muerte de Oppiano Licario, que El reino de la imagen (Casa de las Américas, 1971:45).

Así pareciera que el infierno lezamiano fuese una continuación del intento de probar

siempre lo imposible, como recomienda Rialta, para ir fijando lo inexistente en una nueva

realidad palpable, en el atrevimiento poético de superar la muerte en la resurrección. El

camino hacia esa resurrección es lo paradisiaco, la ausencia de tiempo, el mundo como

imagen del mundo. Camino que es también una filigrana tejida con palabras y con escritura.

Su fin, que es el fin de la novela y de José Cemí, es el encuentro con Licario y con la

resurrección de la imagen en la palabra.

En sus sucesivas marchas hacia la imagen José Cemí va aprendiendo a ver, a leer, a

estar ante la imagen y ante la palabra metafórica —que es el espacio donde la resurrección

acontece—. Y mientras tanto el lector, que junto al narrador acompaña a Cemí, va

apreciando cómo la escritura de la novela ofrece las claves para aprender a leerla. He dicho

antes que leer a Lezama era aprender a leerlo, ya veremos por qué.

Comencemos por el capítulo IX. Es su segundo día en la universidad, en Upsalón, y

Cemí, cansado de la escuela de Derecho, se aventura hacia los corredores de la escuela de

Filosofía y Letras. En el pasillo se encuentra con Fronesis entregado al goce de la oralidad.

El tema de su conversa es don Quijote. Ese encuentro significa la marca definitiva de una

unión fraternal, la aparición del amigo que siempre vería “como esa mano que nos recoge

en medio de un túmulo infernal y nos lleva de columna en columna” (2000:390). Mientras

hablaba, Fronesis estaba rodeado de un cortejo de orejas. Y a la par que le hacía un gesto a

Cemí para que se incorporara, contaba cómo los profesores maltrataban la obra de

Page 55: Silogistica de la imagen

55

Cervantes: “…le daban una explicación finista”, decía, “don Quijote era el fin de la

escolástica, del Amadís y de la novela medieval”. Olvidaban la presencia de la imaginería

oriental en la obra de Cervantes: el Quijote es como un Simbad pero sin el ave rok, decía:

El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l`autremond, pero Sancho y su rucio gravitan sobre don Quijote y lo siguen en sus magulladuras, pruebas de su caída icárica (2000:392).

Lo interesante de la disertación literaria de Fronesis es que en la novela aparece como

una crítica a la manera de leer, no sólo a Cervantes sino a cualquier obra de creación… una

crítica que define una conducta ante la escritura. Lo dice claramente el mismo Fronesis:

Me parece insensato opinar como el vulgacho profesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conocidas frases que lo hace por haber estado preso, no debía el Quijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su prisión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vida en que le importaba una higa el denuesto o el elogio, pues como él dice: “me llegan de todas partes avisos de que me apresure” (2000:391).

Aprovechando un respiro de Fronesis, Cemí se une a la disertación y al goce de la

palabra. En su intervención comienza señalando cómo la crítica a Cervantes “ha sido muy

burda en nuestro idioma”. Luego continúa con lo que podría interpretarse como una lección

de lectura, o al menos un indicio de cómo Lezama leía y qué buscaba cuando leía:

Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila (2000:392).

Y termina con este pinchazo:

Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente (2000:392).

“Penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto”… Esa frase nos dice que ante

las modas y la crítica impostada, el lector lezamiano, el lector barroco, debe moverse “con

Page 56: Silogistica de la imagen

56

gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid”, es decir, moverse, como Lezama, entre

el lenguaje y el cuerpo de la imagen en el lenguaje. Y ello implica una lectura

contrapuntística, una noción de crítica que trabaja desde el centro de la obra, desde su

realidad, para ir repitiendo el tejido de analogías en la urdimbre de la creación. Sobre este

asunto, Lezama dijo:

La crítica sirve de testimonio de las nuevas zonas ganadas por la expresión. Pero qué mejor testimonio que el dado por la propia obra de creación. Toda obra verdadera es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de creación? Saint-Beuve no supo nunca valorar la importancia de Baudelaire, de Stendhal o Balzac. La mejor crítica de Joyce la hicieron Eliot y Pound, no Curtius, aunque éste fuera un gran maestro de la sabiduría literaria, pero Eliot y Pound tenían una unidad más profunda con las experiencias de la ensalada filológica que está en la raíz de Joyce, por eso vieron más, pudieron profundizar más en su sones creativos (Casa de las Américas, 1971:33).

Paradiso es como esas obras concluyentes. Con José Cemí y con el narrador (que es

también a veces Cemí y a veces Lezama) vamos entrando en la novela desde un sistema

crítico que la misma novela nos ofrece. Así la obra nos entrega las claves para leerla. Es

como si Paradiso nos señalara las coordenadas para examinarla, para conducirnos en ella,

para elaborar nosotros una lectura, que es ya una forma de hacer crítica pero como ofrenda

—al decir de Octavio Paz—, como el tributo del lector que busca sus ejes interpretetativos

en el centro mismo de las obras de creación (1994:28). Algunos de esos ejes los

encontramos cifrados en varios pasajes de Paradiso. Se trata de ciertos momentos en los

que José Cemí desarrolla una actitud, una conducta ante el lenguaje, ante la palabra y ante

la escritura: la actitud de quien se inicia en el cuerpo de la imagen. A lo largo de la novela

vamos descubriendo cómo Cemí penetra ese cuerpo, es decir, cómo se va transformando en

un lector.

En el capítulo IX, después de su primer día universitario, sustituidas las aulas por el

tumulto de una protesta estudiantil, Cemí llega a su casa y es recibido por su madre que lo

esperaba. Lo que luego ocurre es, para mí, uno de los centros de la novela. Rialta recibe a

su hijo con las palabras “más hermosas que Cemí haya escuchado en su vida”. En el centro

Page 57: Silogistica de la imagen

57

de aquel discurso percibimos la presencia del ideal icárico lezamiano, el “sólo lo difícil es

estimulante…” de La expresión americana.23 Leemos la voz de Rialta:

Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. (…) Cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad (2000:380).

En esas palabras está cifrado el destino de Cemí y su andar hacia ese destino. Se

podría pensar que aquel “intento de lo más difícil” es, desde luego, el riesgo de acercarse a

la imagen, a la escritura de la imagen y a su eros. Pero es también el icárico afán del

hombre por lograr su humanidad, su sentido de unidad (su artificio mayor), esto es, el afán

hipertélico del conocimiento poético, la visión de “los peces en la canasta estelar de la

eternidad”. En Cemí esto comporta una conducta ante la creación, que es la herencia de una

conducta familiar, de una dignidad o una areté de la familia que en él se cumple como

destino. El encuentro con la poesía y con Oppiano Licario es la forma en la que ese destino

se resuelve. Y a lo largo de la novela vamos viendo cómo José Cemí afina su exhalación, su

aistho, su “estar despierto” ante esa dignidad, que es también una manera de afinar su

entronque con el reino de la imagen, con la metáfora y con la sustancia de lo inexistente.24

23 “Sólo lo difícil es estimulante, sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento; pero en realidad ¿qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan sólo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla interpretación hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica” (Lezama Lima, 1993:7). 24 Uso aquí la palabra griega aistho, no sólo por su relación con la palabra aisthisis, sino por que, según el diccionario griego-español de Florencio Sebastián Yarza y el de los padres escolapios, significa “exhalar”,” soplar”, “aliento”. Pero, desde luego, se trata de la exhalación como creación, como el gesto de poner en el mundo una nueva naturaleza. Lezama mismo lo dice en un texto breve llamado “Sobre poesía”, compilado en el libro Imagen y posibilidad: “Existe una función creadora en el hombre, trascendental-orgánica, como existe en el organismo la función de crear sangre. La poiética y la hematopoiética tienen idéntica finalidad. Instante en que lo orgánico se transforma en respirante, es decir, en que aparece el espacio asimilado, pues la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. En una superficie de metal, ágata o piedra, el aire es refractado, devuelto, el vegetal lo incorpora, pero sin posibilidad de diálogo. El hombre solamente asimila el espacio y lo devuelve como un logos, con un sentido, es el verbo. El verbo era Dios y Dios era el verbo, los dos espacios, el exterior y el interior, el visible y el invisible se comunican, o mejor, están ya en la unidad. En la frase de Heráclito, 'en el sueño el alma tiene ojos de lince', y la de Bloy, 'la mejor música es la respiración de los santos', coinciden por igual la vigilia y el sueño, la agudeza y lo vegetativo, el oleaje y el mirador. En el sueño, tal como aparece en las teogonías, el alma unida al aliento universal se refugia entre dos cejas, el O H M, por eso los antiguos afirmaban que si en el sueño golpeáramos esa región con un partillo de plata, el

Page 58: Silogistica de la imagen

58

En el capítulo VI, después de una noche signada por la pesadilla, el niño José Cemí se

encuentra con su padre y con la metáfora. Dice el narrador:

El Coronel le hizo una seña para que se sentara en una de las banqueticas, que acompañaba a las sillas muy torreadas, con muchas rejillas y piñas. El libro, voluntariosamente muy abierto, sonando la cola aún olorosa del lomo, para ofrecerse a un plano extendido, y el dedo índice del padre de José Cemí, apuntando dos láminas en pequeños cuadrados, a derecha e izquierda de la página, abajo del grabado dos rótulos: el bachiller y el amolador (2000:267).

Cada uno con sus atributos. El bachiller, en su cuarto de estudio “en la medianoche

apoyaba sus codos en la mesa, repleta de libros abiertos o marcando con cintajos el paso de

la lectura”. El amolador con su “rueda envuelta en un chisporroteo duro, como los

rosetones de la lluvia de estrellas en el plenilunio”. Pero por accidente —o, más bien, como

por la acción súbita de lo incondicionado— cuando el padre nombraba al amolador Cemí

fijaba el grabado del estudiante, y lo contrario. De modo que cuando el Coronel fue a

comprobar sus enseñanzas y preguntó: “¿cuándo tengas más años querrás ser bachiller?

¿Qué es un bachiller? Cemí contestó: “un bachiller es una rueda que lanza chispas, que a

medida que la rueda va alcanzando más velocidad, las chispas se multiplican hasta aclarar

la noche”. Y el Coronel “se extrañó del raro don metafórico de su hijo, de su manera

profética y simbólica de entender los oficios” (2000:267).

Aquí la metáfora se presenta ante Cemí como por accidente, como lo no buscado que

quiebra la literalidad referencial de lo metafórico para ponernos ante el poder

incondicionado de las analogías, de lo invisible que así, accidentalmente (o como

sobrenaturaleza, más bien) se aclara. Ello implica una manera contrapuntística de leer, es

decir, una manera de seguir en la lectura las coordenadas entre los nombres y lo nombrado.

En este caso, el contrapunto o la lectura contrapuntística se nos señala, paralelamente, a hombre muere. De tal manera que el verbo aparece como la imagen de lo estelar. Voz, verbo e imagen, trilogía que sólo acompaña al hombre. En la respiración del hombre se conjuga por instantes el verbo, la voz, la imagen como lo telúrico de las entrañas. El espacio más secreto del hombre se transfigura en la llegada de lo estelar” (1992:132-133). Ahora compare el lector ese párrafo con las siguientes líneas de Paradiso, tomadas de un fragmento en el que Inaca Eco Licario habla de su hermano, Oppiano Licario: “Cuando nos dice que lo menos interesante de la persona es su alma, y lo más la forma, es decir, la materia constituida, en qué forma, lo que se vio y tocó reobra sobre el cuerpo sutilizando más el tegumento. Puedo estar rodeando un sorite, me decía, pero lo que hago es observar con mucho cuidado el húmedo coral de la boca del perro dálmata. Hasta que una persona no se constituye en su viabilidad, como un colibrí pinareño o un caracol de Nuevitas no logro soplarla por la boca, reencontrar allí un alma” (2000:612-613).

Page 59: Silogistica de la imagen

59

nosotros y a José Cemí. Aquel dedo apuntador del Coronel nos indica cómo situarnos ante

la lectura. Nos dice, en principio, que leer es seguir un dedo señalando cosas aparentemente

desligadas, pero que cuando las volvemos a ver se nos descubren entretejiendo un nuevo

cuerpo, una nueva marcha hacia una imagen. El grabado del amolador y la voz del Coronel

enunciando la palabra “bachiller” se unen por un dedo oblicuo capaz de crear un ámbito de

nuevas relaciones, quebrando así la causalidad y haciendo surgir la visión del estudiante

que será Cemí y que de seguro fue Lezama: la de una rueda que lanza chispas hasta aclarar

la noche, una imagen con su propio cuerpo, una imagen escrita.

El índice demuestra, señala la inflexible llanura de la nieve, demuestra. El índice demuestra la carreta sobre un hilo, la diagonal con cuerpo de cocodrilo y cabeza de gavilán, el anillo de oro en el tumor de la luna. (Lezama, 1994:376).

En otro capítulo de la novela el dedo apuntador es sustituido por la figura de

Demetrio (el tío abuelo de José Cemí), quien luego del banquete de la señora Augusta lee

en voz alta una carta escrita por Alberto Olaya, el tío Alberto, el que, como nos dice el

narrador, aparecía ante los menores de la casa “como un héroe medieval… llegaba su

heraldo precedido por la tradición oral”. Por eso, ya antes de estar frente a la carta de su tío,

el niño Cemí había reconocido el lugar que Alberto ocupaba en el panteón de las deidades

menores del mito familiar. Al comenzar la lectura de la carta, Augusta y Rialta salen de la

escena; la hija diciéndole a la madre: “otra muestra más del histrionic power de Alberto”. Y

lo que sigue es, creo, un ejemplo de lectura contrapuntística, una muestra de la palabra

deseosa por formar un cuerpo, un entramado de escritura que va hilvanando, mostrando y

escondiendo, no sólo una “manera de decir” y de afirmar el poder de las palabras, sino,

sobre todo, una “impostación natural” de la lengua. “Por primera vez vas a oír al idioma

hecho naturaleza, con todo su artificio de alusiones y cariñosas pedanterías”, dice Demetrio

antes de empezar a leer la carta (2000:309).

La escritura del tío Alberto hace que el idioma se abra frente al niño, igual que se

abre una fruta o un velo. Es el verbo criollo que, ante Cemí y ante el lector, vuelca su

Page 60: Silogistica de la imagen

60

expansión como una totalidad paladeable, gozosa y cariñosamente pedante, es decir,

juguetona y oscura. He aquí un fragmento de la carta:

Mucho cuidado con la yerbecita llamada yerbabuena, pues las del sur tienden a prender mejor su vacuna. Pues hay espléndidos sirénidos de la costa norte, que en el arco del sur comen la yerbecita, y empiezan a caérsele punta de la nariz, punta del potrerillo y punta de los dedos de la monja. Su potrerillo, respetable tío, disminuye y hay que vigilar sus naturales salidas del cafetal (2000:309).

La carta está llena de alusiones zoológicas y botánicas de especies cubanas. Según

una nota a pie de página añadida por la hermana de Lezama, Eloísa, todas esas especies “en

verdad” existen. La nota al pie se sucede de otras en las que Eloísa Lezama Lima explica,

como quien ha consultado diccionarios, el sentido de algunos de los nombres de las plantas

y animales que la carta contiene. Pero a mí ese gesto “aclarador” me confunde y también

me hace ver un par de cosas. Me confunde porque, en principio, no entiendo cuál es la

función de esas notas “aclaratorias”. ¿Saber que las especies citadas existen ayuda a

entender mejor la carta del tío Alberto? A lo sumo nos ayuda a intuir que Lezama, el

amateur de tout les choses, le poliphile —como él decía recordando a La Fontaine—, se

ingurgitó una biblioteca de libros sobre zoología y botánica. Pero también nos ayuda a

confirmar que esas notas ni le ponen ni le quitan nada al contenido ni al sentido de la carta.

Los comentarios de Eloísa no nos hacen entender mejor la misiva, y sin embargo aclaran

cómo Lezama, o Alberto, en este caso, tenía la capacidad criollísima (y antropófaga) de

convertir un tema cualquiera en paladeo, en fruición copulativa de la lengua y de la

escritura. Es decir, la carta de Alberto pone al lector, y acaso a Cemí, en estado de

degustación lingual. Más que el contenido de la carta, que importa muchísimo, lo que

interesa ver en ella es el idioma, su entramado, su tejido, su “mundo lento del vértigo

girando en torno a ese punto intocable que está entre la creación y la destrucción del

lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma”, como ha dicho Octavio Paz

(González Cruz, 1993:300).

Ese tejido construye un cuerpo, una naturaleza. La novela misma explica esto de una

manera tan clara que, creo, justifica la extensión de la siguiente cita. Dice el narrador:

La retirada de su abuela y de su madre había sido para Cemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pronto, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba a decir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos. Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba a escuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de

Page 61: Silogistica de la imagen

61

los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando, no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía la misma sensación que cuando, sentado en el muro del Malecón, veía a los pescadores extraer a sus peces, cómo se retorcían, mientras la muerte los acogía fuera de su cámara natural. Pero en la carta esos retorcidos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su silla y ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía no oír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces (2000:313).

¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí,

entrar en un recinto en el que él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “iba a escuchar

un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino,

como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia,

diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que, y aquí está el

asunto central, no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban

una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban

relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro

mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las

palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las

impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por

instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”.

Pareciera como si el narrador enunciara que leer es algo así como acercarse a un

secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y

como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del

lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez

despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de

la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran

una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría

Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad,

seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se

Page 62: Silogistica de la imagen

62

escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: en su marcha ascendente, oscilante,

hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. El motor y el vehículo

de esa marcha son, desde luego, la escritura y el idioma. Pero no la escritura que busca

“significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una

estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia

tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra

ganada del señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del

artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca.

Si en Lezama podemos encontrar una estética del carnaval, como ha sugerido

Rodríguez Monegal (1975:84), es justamente porque, en principio, su escritura transmuta la

escritura. Esa transmutación hace que todo en la novela se disfrace de verbo, se convierta

en palabra, al mismo tiempo palpable y oscilante. Cuando en Paradiso los personajes

“empiezan a hablar” es como si se vistiesen de lenguaje, de escritura. La fuerza del verbo

los impulsa a dibujar columnas y edificios enteros de palabras. El lenguaje es su máscara,

su cuerpo irreal, artificioso, pero también es su suprema realidad, su naturaleza.

Por ejemplo, sería un error interpretar el discurso de Alberto como un acontecimiento

“no natural”, como si Alberto fingiera una condición, una manera de ser y de decir. En

cambio, o además de esto, su discurso no es sólo impostado sino, sobre todo, natural; o es

natural justamente porque es impostado… En todo caso hay una naturaleza en sus palabras

llenas de artificio. Pues, para Lezama, lo artificial y lo natural no son valores absolutamente

divergentes sino valores que confluyen en la unidad resguardada por el poeta —en quien el

idioma (el artificio) se hace naturaleza—.

Uno podría decir que Paradiso, tanto su escritura como el devenir de su trama, es el

relato del humano intento por acercarse al artificio hecho naturaleza, que es el sentido

último de la cultura: el intento del hombre por acercarse al reino de la imagen y al

reconocimiento de lo relacionable en la poesía. José Cemí es la personificación de ese

icárico intento, como ya lo dije, por eso su marcha lo lleva hacia Licario. Pero por eso

también lo vemos como un aprendiz, como un iniciado que vuelca su curiosidad sobre el

acaecer del lenguaje y de lo narrable.

Page 63: Silogistica de la imagen

63

La presencia de José Cemí en los primeros capítulos de la novela va construyéndose

como desde una lejanía sigilosa, que todo lo toca y a todo le llega pero desde la distancia.

En esa lejanía Cemí va contemplando cómo la familia sustenta su dignidad en las delicias

de las palabras, en los juegos del lenguaje… Es decir, va contemplando cómo la familia

logra alcanzar una naturaleza en el artificio del idioma elaborado. En el capítulo VI, el de la

muerte del Coronel, vemos a doña Augusta mostrando la gracia criolla de su verba. Frente

al niño Cemí la abuela descarga sobre las más diversas situaciones el poder abrasador del

refranero, que aparecía entre sus “relatos entrecortados, dispersados por los arenales de las

generaciones, pero reconstruidos por la calidad muy firme de sus proverbios” (2000:271).

El refranero de su abuela hacía que José Cemí viese “el camino trazado entre las cosas y la

imagen” (2000:270). Pues pareciera como si doña Augusta —como Rialta y el Coronel—

actuasen en la infancia de Cemí tejiendo puentes entre la realidad visible y la invisible. Esto

se nos aclara cuando vemos al niño que, sin ser notado, oye los relatos que su abuela le

hace a Rialta. Uno de esos relatos trata justamente sobre la trasmutación de la materia en

imagen, en presencia fugaz. Doña Augusta recordaba el día en que el cuerpo de su padre

fue exhumado, movido del sitio original de su entierro, y que en ese tránsito, casi como una

señal interpretada por Augusta, el ataúd cayó al suelo y se abrió, haciéndose evidente el

cuerpo del muerto que apenas se dejó ver un instante antes de volverse polvo. “Fue como

una visión”, contaba Augusta, “pues con una levedad inaudible fue a esconderse entre las

sombras. Al regresar me sentía como roída por una alegría indefinible, pues entre el polvo y

la sombra lo había vuelto a ver de nuevo… (2000:273)”.

Ante esas palabras uno no puede dejar de recordar aquellos versos de Lezama, de los

Fragmentos a su imán:

Vi de nuevo el rostro de mi madre. Era una noche que parecía haber escindido la noche del sueño.

Esa misma escisión y esa misma visión las hallamos actuando en José Cemí cuando,

después de escuchar el relato de su abuela, hizo de la noche la vivencia de una pesadilla en

la que “veía, con fingida inmutabilidad, cómo los cuerpos se trocaban en los polvosos

remolinos y después volvían a rehacerse de nuevo en las falsas seguridades de sus

Page 64: Silogistica de la imagen

64

acostumbradas figuras” (2000:274). En ese sueño la presencia fugaz de la ausencia del

padre de Augusta reiteraba sus posibilidades. Eran la muerte y la imagen de la resurrección

—es decir, las delicadas fronteras entre la materia y la imagen— hipostasiándose en el

sueño del niño.

Algo parecido ocurrió otro día en el que Augusta y Rialta llevaron a José Cemí a la

iglesia. Frente a una figura de cera la abuela le dijo al nieto: “Es una santita que está ahí

muerta de verdad”. Y vale la pena anotar la impresión del niño a continuación, no sólo por

lo que allí se dice sino por la manera en que el narrador dice lo que dice:

La cera de la cara y de las manos perfeccionaba lo que yo, por indicación de mi Abuela y por desconocimiento de que existen esos trabajos en cera, creía que era la verdadera muerte. Que allí no había una imagen siquiera, sino un corrientísimo molde de cera, ni siquiera trabajado con un excesivo realismo que se prestara a la confusión, no podía ser precisado por Cemí, a sus seis años… (2000:275).

¿Quién narra en ese fragmento? Es claro: lo hacen el narrador y José Cemí, que a

veces parecieran ser el mismo. Esta confluencia de voces se repetirá a lo largo de Paradiso,

sobre todo cuando toque contar la infancia de José Cemí. Entonces una nueva

transfiguración parecerá operarse en el cuerpo de la novela: el narrador y el personaje se

transforman, a ratos, en el mismo. Pero este asunto es a la vez muy delicado y muy sencillo

como para tratarlo ahora. Concentrémonos más bien en el hecho de que, ante la figura de la

santa, Cemí no puede precisar la diferencia entre la materia y la imagen. A mí me parece

que esta confusión entre la vida y la muerte anuncia ya un aprendizaje para el

reconocimiento de una poética de la resurrección, del verbo en el acto de hacer visible la

sustancia de lo inexistente. Pues se trata, a fin de cuentas, de un aprendizaje ante “la

extendida sombra violada de la muerte”, reconocida luego por Cemí en las sonrisas de su

abuela y de su madre.25 Esas sonrisas son un gesto que distingue la fuerza de la familia para

tratar con lo invisible. Son, como dice el narrador, una marca “donde lo artificial ancestral

se decantaba finalmente en la bondad y la confianza, dándonos el reverso de un mundo de

iluminación, liberado de toda causalidad, en la dorada región de un sereno prodigio”

(2000:275). 25 “Esas sonrisas su imaginación volvía a inaugurarlas cada vez que era necesaria una introducción al mundo mágico”, “era el artificio de una recta bondad, manejada con delicadeza y voluntad, que parecía disipar los genios de lo errante y lo siniestro” (2000:275).

Page 65: Silogistica de la imagen

65

Toda la novela se sostiene sobre ese artificio que ilumina el espacio de una serenidad.

Toda la novela pareciera levantarse sobre las palabras y las historias que señalan una

entrada, un umbral que conduce hacia la imagen, hacia la visión de lo invisible, de lo

ausente, de lo esperado con ansias que se mantiene en la lejanía, de lo oculto que se

muestra ocultando. La palabra, sobre todo la palabra oral, es el vehículo a través del cual

Cemí traza sus coordenadas y su marcha hacia la imagen. Marcha que lleva el signo de la

familia, la herencia del ancestro, como diría Lezama, la herencia que se presenta ante Cemí

como un destino. Rialta se lo recuerda en aquel “intenta siempre lo difícil…”, pero también

el mismo Cemí nos lo recuerda a nosotros cuando, ante el lecho de muerte de doña

Augusta, dice:

Abuela, cada día siento más lo que mamá se va pareciendo a usted. Las dos tienen lo que yo llamaría el mismo ritmo interpretado de la naturaleza. En los últimos tiempos, la mayoría de las personas me causan la impresión de que están encerradas, sin salida. Pero ustedes dos parecen dictadas, como si continuasen con unas letras que les caen en el oído. Nada más que tienen que oír, seguir un sonido… No tienen interrupciones, cuando hablan no parece que buscan las palabras, sino que siguen un punto que es el que lo aclara todo (2000:546).

Aquel ritmo interpretado de la naturaleza, que Cemí identifica con la palabra, con

esas “letras que caen en el oído”, es el signo de su familia. Pero, como se ve, no se trata de

la palabra buscada sino de una marcha y de un ritmo en el lenguaje dirigidos hacia el

encuentro con un punto desconocido que aclara una lejanía. ¿Y no es ese un ritmo de

interpretación de la naturaleza, no es esa marcha del lenguaje la misma del silogismo de

sobresalto —la marcha del contrapunto del análogo, del eros de lo relacionable

desembocando en una luminosidad resistente que, por necesidad, ofrece la dote de una

iluminación y de una nueva realidad—? Creo que sí. En la escritura de Lezama ocurre lo

que Cemí ve en su abuela y en su madre, que sus palabras van como al encuentro de un

punto “al que sale a mitad de camino una desconocida presencia”, como diría María

Zambrano.26 Ese punto es una iluminación lejana que se deja ver ocultándose. Por eso

muchas veces los lectores de Lezama se sienten cabalgando sobre un ciclón de relaciones

metafóricas que en algún momento entrega una doble posibilidad de la visión: la primera, la

26 Según Lezama “la expresión de Heidegger 'salir al encuentro' sólo puede tener sentido acompañada por otra, 'nos viene a buscar'” (1953:49).

Page 66: Silogistica de la imagen

66

del cuerpo mismo del ciclón —la morada de la imagen—, y la segunda, el cuerpo de luz de

la imagen, el umbral hacia la posibilidad infinita, hacia el agujero en la pared.

No quisiera terminar este capítulo sin antes trascribir la respuesta de la abuela a las

palabras de su nieto. Lo hago porque esa respuesta encierra el sentido de lo que hasta ahora

he intentado decir, pero también porque me permite empezar a asomar ciertos asuntos que

serán el centro del siguiente capítulo. Cierro, pues, con la voz de la señora Augusta:

Mi querido nieto Cemí, tú observas todo eso en tu madre y en mí, porque lo propio tuyo es captar ese ritmo de crecimiento para la naturaleza, frente al cual tú colocas una lentitud de observación, que es también naturaleza. (…) Tú hablas del ritmo de crecimiento de la naturaleza, pero hay que tener mucha humildad para poder observarlo, seguirlo y reverenciarlo. En eso yo también observo que tú eres de la familia, la mayoría de las personas interrumpen, favorecen el vacío, hacen exclamaciones, torpes exigencias o declaman arias fantasmales, pero tú observas ese ritmo que hace el cumplimiento, el cumplimiento de lo que desconocemos, pero que, como tú dices, nos ha sido dictado como el signo principal de nuestro vivir. Hemos sido dictados, es decir, éramos necesarios para que el cumplimiento de una voz superior tocase orilla, se sintiese en terreno seguro. La rítmica interpretación de la voz superior, sin interrupción de la voluntad casi, es decir, una voluntad que ya venía envuelta por un destino superior, nos hacía disfrutar de un impulso que era al mismo tiempo una aclaración… (2000:546-547).

Page 67: Silogistica de la imagen

67

Capítulo IV Silogística de la imagen:

la iniciación en la metáfora (a manera de conclusión)

Todo lo que se puede imaginar gravita, o si queréis, el posibiliter de la

imago tiene su gravitación en la nueva sustancia de lo inexistente, o también, todo lo que se puede imaginar tiene análogo. ¿Y qué cosa puede

ser ese análogo, esa metáfora que rota hacia sus enemistades, sino el cuerpo del eidos y el de la imago, que es en su aleluya, en su tiempo paradisíaco, el

cuerpo misterioso del hombre cuando atraviesa una región hechizada?

La dignidad de la poesía

Las palabras finales de la abuela Augusta —“la rítmica interpretación de la voz

superior, casi sin intervención de la voluntad… nos hacía disfrutar de un impulso que es al

mismo tiempo una aclaración”— marcan uno de los límites de Paradiso. Por un lado,

señalan el fin de la marcha del Cemí adolescente; por otro, anuncian su entrada en la

adultez, en el desierto y en la agnórisis de lo posible —que es el reconocimiento de la

realidad de lo inexistente—. Pero también esas palabras develan una conducta, una manera

de entrar en cierta “región del ethos”, como diría Lezama. Se trata del cumplimiento de un

destino familiar y por ello moral. El General José Eugenio Cemí, Rialta, la abuela Augusta,

el tío Alberto, la madre del General, sus virtudes en el trato con la imagen, desembocan y se

ensanchan en José Cemí. Esos personajes configuran una ética, una conducta que a su vez

implica una noción de ser… ser en tanto impulso aclarador del hombre cuando “atraviesa

una región hechizada”.

La entrada en esa región comporta la vivencia de un tiempo paradisiaco. Allí el ser

es “marcha”, es “recorrido” hacia un horizonte que cuando es tocado se desvanece, se hace

distante, discontinuo, resistente, y entonces la marcha vuelve a comenzar y a fijar, en la

distancia entre el hombre, las cosas y la imagen, un vestigio, un continuo poético. O en

palabras de Lezama: “La poesía que es instante y discontinuidad ha podido ser conducida al

poema que es un estado y un continuo” (Lezama, 1981:235). La vivencia del tiempo

paradisiaco ocurre, creo, en aquella discontinuidad convertida en figura, en “el cuerpo del

Page 68: Silogistica de la imagen

68

eidos”, pues en medio de esa conversión pareciera que el ser va tejiendo una conducta

cognoscente en la palabra, en el continuo. Es la marcha hacia la finalidad sin fin de la

imagen, hacia “la raíz hipertélica de la poesía” concebida dentro de una “coordenada de

irradiaciones”, al decir de El Etrusco:

La distancia entre las personas y las cosas crea otra dimensión, una especie de ente del no ser, la imagen, que logra la visión o unidad de esas interposiciones. Pues es innegable que entre la jarra y la varilla de marfil, existe una red de imágenes, participadas por el poeta cuando las concibe dentro de una coordenada de irradiaciones (Lezama, 1981:235).

Yo sospecho que esa “coordenada de irradiaciones” es lo que en Paradiso y en

algunos ensayos Lezama ha llamado las “coordenadas del Sistema Poético del Mundo”, una

forma de conocimiento que como ligadura, como eros relacionable se presupone. ¿Y no

estaremos hablando de una concepción de la metáfora como conocimiento? La metáfora

convertida en la casa del ser, como diría Elizabeth Schön (2003:17-26). El ser-siendo hacia

la imagen, no hacia la muerte. Ser-para-la-imagen, y no el heideggeriano ser-para-la-

muerte, “la superación del acto naciente aristotélico en puro Nacimiento” (1981:303). Por

eso la resurrección —“lo inexistente hipostasiado en sustancia”— es su signo; pues en su

marcha la metáfora elabora su tejedura, y su fin es un comienzo que aclara la marcha en la

visión de la unidad de las analogías. Entonces “nos sorprende la existencia de un flujo (todo

hacia uno)”, como dice Lezama, en el que el ser es atención fijada sobre lo irradiante y

sobre “la distancia vacía evidenciada en la metáfora” (1981:303).

“La metáfora es la metamorfosis del ser” (Lezama, 1981:235). La relación entre el

ser y las cosas crea un vacío y un sentido de unidad en lo relacionable, como hemos visto.

Reparar en ese vacío y rasgar la resistencia de la imagen es, en definitiva, la forma en que

la existencia empieza a hacerse posible. “Crea el ser su caracol”, dice la primera línea del

poema “Danza de la jerigonza”, y así se va configurando en un cuerpo que es un baile de

palabras. Mas se trata de una configuración huidiza, inacabada, pues “si el ser tomase

proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la

imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible” (1981:219).

Page 69: Silogistica de la imagen

69

El cuerpo no termina de ajustarse al ser. Una distancia inexorable se abre entre

ambos. Esa distancia es el ámbito de una erótica que sustituye el vacío de la extensión,

receptáculo de lo distante que se aproxima, de lo inacabado que se enuncia como un eco.

Cómo ocurre el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, sus sobrantes, las libres exploraciones que cumple antes de regresar a su morada. Cómo ese ser puede contemplar el cuerpo formando la imagen o el mismo ser recuperando el cuerpo para formar un objeto. Pero tanto el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, como sus vicisitudes, o en ocasiones su oscuro desenvolvimiento, sólo puede ser testificado por la imagen (1981:219).

No se trata de que el ser se convierta en imagen, o que la imagen misma tenga un

carácter ontológico. No. Es que, al parecer, la imagen enuncia una existencia auroral del

ser-siendo-hacia-la-imagen, intentando lo imposible, intentando vencer la resistencia de la

imagen en la metáfora. Lezama lo dice en su “Danza de la jerigonza” (1994:176):

El ser nace y su nacimiento cumple la mirada, sus vapores en agua se deshacen, su dureza se cierra con su aurora. (…) No importa la construcción estable del objeto ni la mirada que eternamente repasa su pareja de plurales. También el caracol distrae su guarida con los distintos jugos terrenales y la sorpresa jamás se rinde en una academia de maduras flores.

Esa marcha del ser hacia la imagen (que es la historia de José Cemí) implica la

exigencia de una conducta. Por eso su transcurrir, como dije en el primer capítulo, es

hipertélico. Con ello Lezama plantea una noción de ser sin teleología, una noción que

tampoco es del todo circular (no es un morderse la cola sin solución posible), sino que es

una elipsis en rotación, una esfera. Allí el ser procura “la potencia concurrente”, la fuerza

de la metáfora para acercarse al otro lado de la esfera, a su lado inalcanzable, perdido en un

revés que no podemos precisar. O podemos, pero sólo tangencialmente, fijando por

instantes un cuerpo entre el tejido de las analogías, allí donde ese cuerpo toca su sentido de

unidad mientras adivinamos el revés de la esfera. De esta manera se calma ¿por instantes?

la ansiedad de la marcha. Pero luego, en la agnórisis, un ritmo del alma se hace cuerpo en

el ser, el ritmo hesicástico que, como ocurre en Paradiso, anuncia una nueva marcha (el

“podemos comenzar” de Licario) del ser habitado por la imagen.

Page 70: Silogistica de la imagen

70

Esto comporta, para Lezama, dos cosas. En primer lugar, una superación de la

muerte en la imagen, en el ser-para-la-resurrección. Y, en segundo lugar, comporta una

cogitanda, como él dice, una forma de conocimiento. Conocimiento de la imagen,

hipertélico, erótico y silogístico.

El tema de la resurrección es uno de los más recurrentes en la obra de Lezama.

Está relacionado con su catolicismo y, sobre todo, con su manera de concebir “la realidad

del mundo invisible”. Por ello cuando habla de resurrección alude a la celebración católica

de la conversión de la materia en sustancia, más allá de la muerte y en presencia de la gloria

divina. No se refiere a las imágenes antiguas u orientales de la resurrección. Fija su

discurso en torno a “la imagen en su plenitud”, el Cristo resucitado, aunque —cosa

curiosa— casi nunca escriba su nombre27. Sí habla, en cambio, de “quien llegaba mejor que

Sócrates a una conversación, aunque no me atrevo ni a citarlo por irreverencia” (1970:319).

Así el hijo de Dios es a la vez el resucitado y el portador del verbo. Pues, como veremos,

para Lezama la palabra poética, la metáfora y la resurrección participan de un mismo

sistema de creencias. Por eso me parece que su catolicismo es poético y no dogmático. No

se detiene en la culpa o en el dolor del Cristo, sino en su participación en la metáfora y en

la realidad de la sustancia de lo inexistente:

Llegué a la conclusión [dice] de que la posibilidad infinita tiene que encarnar en la imagen. Y como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía, la imagen, tenía que expresar su mayor abertura de compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la teoría heideggeriana del hombre para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer una causalidad prodigiosa del ser para la resurrección, el ser que vence a la muerte y a lo saturniano. De tal manera que si me pidiera que definiera la poesía, una coyuntura casi desesperada para mí, tendría que hacerlo en los términos de que es la imagen alcanzada por el hombre de la resurrección (Álvarez Bravo, s.f.:22).

La resurrección es, pues, la plenitud de la imagen, “la encarnación de la

posibilidad infinita”. Participa de una causalidad ajena a los condicionamientos

27 Leemos en el ensayo “A partir de la poesía”: “Sólo han podido habitar la imagen histórica tres mundos: el etrusco, el católico y el ordenamiento feudal carolingio, pero es innegable que la gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente, y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección” (1981:322).

Page 71: Silogistica de la imagen

71

teleológicos… una causalidad que es prodigiosa y que vence a la muerte. Pero también

participa de la palabra poética, de la poesía que “es la imagen alcanzada por el hombre de la

resurrección”. Lezama subraya esto en sus ensayos: “el poeta, el ser-para-la-resurrección,

es el bienaventurado en quien la imagen habita. El poeta es el ser que crea la nueva

causalidad de la resurrección” (1992:135).

En la educación estética de José Cemí, así como en los personajes que más de

cerca tocan el espíritu del joven, conocimiento, ética y resurrección conforman la unidad de

un destino moral y poético. El trato con lo invisible acariciable, que es la herencia de la

familia espiritual, le conduce a participar de un orden de la conducta que “es como si se

siguiera absorto la parábola de las flechas hasta su enterramiento en la línea del horizonte”

(Lezama, 2001:414). Por ello ese orden implica un ritmo hesicástico, un comportamiento

contemplativo que es, en verdad, el reconocimiento (como iluminación) de la acción de la

imagen en las cosas, esto es, el reconocimiento de la unidad en la gravitación de lo invisible

resucitando en el cuerpo de una nueva naturaleza.

A lo largo de Paradiso asistimos continuamente al espectáculo de la resurrección.

Por ejemplo, en aquel juego de yaquis de Rialta y sus hijos —en el que la sustancia de lo

inexistente (la figura del Coronel) gravita en un instante que es el del puro presente de la

imagen—. O también en la cólera del tío Alberto, “que cincuenta años después de su

muerte volvía a surgir al ser comparada con la del duque de Provenza” (2000:119). O en el

gossá familia del padre del Coronel, que es la evocación del pasado familiar actuando en el

presente de un gesto que lo aviva:

La gorda punzada del padre del Coronel al teléfono, ahora, ¡ay!, venía la llamada desde el recuerdo, desde los cañaverales de la otra ribera convocando para una de las fiestas en su casa, que él con dejo burlón de los mestizos sibiliantes llamaba un “gossá familia” (2000:124).

Esa manera de evocar el espíritu de los tiempos pasados, o el pasado perdido en la

boca del tiempo, se parece a las resurrecciones súbitas de los sentires vividos, esos que, por

azar, vuelven a surgir en el presente de nuestra sensibilidad. En su ensayo Contra Saint-

Beuve, Marcel Proust habla sobre ello:

En realidad, como ocurre con el alma de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada hora de nuestra vida se encarna y se oculta en cuanto muere en algún objeto

Page 72: Silogistica de la imagen

72

material. Queda cautiva para siempre, a menos que encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la invocamos, y se libera” (Proust, 1971:43).

A esa invocación liberadora Proust luego la llama “resurrección poética”, la

animación de un sentimiento oculto para la inteligencia pero vivo en el presente de la

sensación y del cuerpo. La manera en que el tío Alberto aparece en la novela está marcada

por esa misma invocación liberadora. Nos da la impresión de que es un personaje entrenado

para “volver a comenzar”, para lidiar con lo inexistente y, sobre todo, para actuar más allá

de la muerte. Es, sin duda, un personaje hermético. Ata, entrelaza, está en el centro de todas

las ataduras, de todas las imantaciones familiares. Su muerte, grotesca y burlona, vuelve en

la madurez de José Cemí justo antes del encuentro con el ataúd de Licario (el ser-siendo-

imagen). Es como si la poiesis de la muerte de Alberto, y la condición truncada de su

destino, abriese el camino y la posibilidad de la realización del destino familiar en José

Cemí.

Pero lo que me interesa es ver cómo la resurrección poética de la muerte de

Alberto, justo cuando Cemí está a punto de recibir la imagen en la palma de su mano,

ocurre como poesía. Los versos de la muerte del tío, cuando lo acompañaba el charro

Mefisto, regresan a Cemí en la última (¿la primera?) senda de su paraíso, “separando los

cañaverales de la Orplid, en su avance dentro de la noche”, y hacia su encuentro con

Licario (2000:664):

Un collar tiene el cochino calvo se queda el faisán, con los molinos del vino los titanes se hundirán. Navaja de la tonsura, es el cero en la negrura del relieve de la mar. Naipes en la arenera, fija la noche entera la eternidad… y a fumar.

Después, en la cumbre de su Orplid, y al encontrarse “de nuevo” con el Ícaro

habanero, Cemí…

Page 73: Silogistica de la imagen

73

recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible, se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen del cuerpo evaporado. De nuevo la voz de su padre, escondida detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros estábamos vivos, andábamos por ese otro—. Cobró vivencia de la frase “andar por el otro camino” (2000:651).

Es como si al final de la novela Cemí viera resucitar las formas más sutiles de su

niñez y de su juventud. El tiempo vuelve a descomponerse y seguimos así en la quebradura

de la temporalidad. Llegamos al Paradiso. Los rasgos más finos de la educación estética del

joven, su manera de estar ante la imagen, su trato con la sustancia de lo inexistente,

resucitan en esa última noche, “donde la lejanía y la cercanía, lo real y lo irreal, lo estelar y

lo telúrico, la obediencia y la rebeldía, forman un punto que vuela la línea de lo infinito”,

como dice Lezama en una de sus cartas (1979:94). Es la resurrección de la tradición

espiritual de la familia Cemí Olaya que ocurre en la palabra y como poesía. Pues los

fantasmas de esa última noche son las figuras más entrenadas en la metáfora y en el paladeo

criollo del idioma. El tío Alberto, la abuela Augusta, la presencia latente del Coronel… los

tres muertos de la familia espiritual son evocados justo antes de recibir —oblicuamente—

el poema de Licario.

Se cumple así “el regalo del prodigio de la imagen en la resurrección”, como ha

dicho Lezama en sus ensayos (2001:338). Y esa es justamente la dimensión de Licario, la

dimensión del prodigio y del súbito, de “la realidad que sale al encuentro”, la realidad del

tiempo paradisiaco que es la plenitud de lo posible, “el Eros del conocimiento” (2001:399).

“Entregué ya a la imprenta el Paradiso —escribió Lezama a su hermana Eloísa—.

Termina con la muerte de Oppiano Licario, el homúnculo que representa el conocimiento

puro, el infinito caudalismo del Eros cognoscente” (1979:172).

Esas líneas me recuerdan a Diotima, ese personaje de Platón que inicia a Sócrates

en el conocimiento erótico, que enseña a mirar en lo semejante, en la “afinidad de lo

distinto que se revela tan viva al reunir la pluma con la enjundia”, para usar una expresión

de Ida Gramcko (1988:51). Aquella extranjera de Mantinea comparaba a Eros con un

filósofo y con un daimón: los tres procuran siempre aclarar la lejanía, la distancia entre el

hombre y la imagen. Por eso Eros es afirmación del alma cuando se nos sale del cuerpo,

Page 74: Silogistica de la imagen

74

afanosa, extasiada ante lo indistinto. Pero como es deseo y posibilidad, lo erótico enlaza y

crea una dimensión en la que lo imposible se sustantiviza en lo bello sensible, recuerdo

claro, hipóstasis del sentido original del alma. Ese Eros platónico es cognoscente

justamente porque procura la hipóstasis, la realidad sustitutiva, el espacio humano de la

metáfora como conocimiento. “Todo lo reduce a materia comparativa”, como diría Lezama

(2001b:384). Todo se vuelve un espejo en el que se refleja la realidad de lo invisible.

Siempre estoy tentado a decir que en El Banquete hay una poética de la filosofía.

El centro de esa poética es la metáfora, lo bello del mundo sensible como imagen y

semejanza, y el conocimiento erótico que inicia al enamorado en la verdad de lo impalpable

hipostasiado en la belleza corporal. En ese diálogo filosofía y poesía confluyen, se imantan,

como siempre nos recuerda María Zambrano. Y hoy creo que la justificación de esa

confluencia se halla en la metáfora, en la realidad sustitutiva de la poiesis que en Platón se

vuelve sabiduría de la Unidad, iniciación del hombre en la filosofía y, ¿por qué no decirlo

de una vez?, iniciación en el conocimiento del Dios de la metáfora y de la resurrección.

El Eros de Diotima es imantador. Procura la concurrencia de lo diferente, la

inefabilidad de lo individual convertido, eróticamente, en plenitud trascendental. Pero si el

individuo, el accidente, no se puede nombrar, el enamorado conoce el nombre de su manía.

Y nombrándose abraza un cuerpo invisible que es todos los cuerpos sentidos en su unidad.

Así lo individual se vuelve metáfora, bisagra que convoca los puentes tendidos por las

analogías hacia el uno creador, hacia la imagen que luego, al mejor estilo platónico, ilumina

al enamorado y le permite ver la distancia recorrida por el análogo, la lejanía insuperable, la

verdad de lo velado o la veladura como la suprema verdad.

El lezamiano Eros del conocimiento, el don más preciado de Licario, es también

imantador. Su dominio es el de la analogía, el de lo relacionable que, como súbito, regala el

peso de una dimensión inesperada, el espacio, el territorio de la metáfora:

Licario respondía, siempre en sobreaviso, como si siguiera cada hecho en puntillas, hasta poderlo pellizcar… como si esperase que de un cúmulo tal de nubes tuviese que salir invariablemente la chispa de esa pregunta. (…) Cuando un hecho cualquiera de su cotidianidad le recordaba una cita, una situación histórica, no sabía si sonreírse o gozarse de esa realidad sustitutiva, que a veces venía mansamente a ocupar la anterior oquedad (2000:608).

Page 75: Silogistica de la imagen

75

A la aparición de esa realidad sustitutiva, ocupante, Lezama la llamará en sus

ensayos “vivencia oblicua”, “que es como si un hombre, sin saberlo desde luego, al darle la

vuelta al conmutador de su cuarto inaugurase una cascada en el Ontario (Álvarez Bravo,

s.f.:24):

En aclaración de esa vivencia oblicua vayamos en busca de San Mateo, el alcabalero, el cobrador de cuentas. Dice: “Siego donde no sembré y recojo donde no esparcí”. He ahí la entrada de un rompimiento de toda causalidad en la conducta, del que se escapa para adquirir relieve un imperativo, una ordenanza que fabrica su gravedad en la causalidad de las excepciones (Lezama, 1981:298).

Creo que esa nueva causalidad excepcional, que proviene de una “causalidad en la

conducta”, es el territorio de la metáfora cuando configura un conocimiento (una

“cogitanda”, como la llama Lezama) y un acaecer de la conducta ante ese conocimiento. La

excepción no buscada que acontece, que súbita pero nunca infusamente se regala, es el

laberinto de Oppiano Licario. Es también el laberinto del poeta en su marcha hacia la

imagen.

La marcha de la metáfora restituye el ciempiés a la urdimbre, el vuelco del Eros relacionable logra las tersas equivalencias siderales y las coordenadas donde las palabras se hunden en las semejanzas (1994:196)

Sentado en su cuarto de estudio Cemí empezaba a desarrollar un extraño sentido

de imantación erótica, un particular “sentido de agrupamiento espacial”, aunque de raíz

temporal, “una evaporación coincidente” (2000:530). Las palabras desfilaban ante él con un

“relieve animista”, liberadas de “la visión de donde habían partido” (2000:529). También

desfilaban algunos objetos. Un buey, una bailarina y un guerrero, tres piezas de vitrina, y

las estatuillas de una bacante, de un Cupido y un gamo chino de madera, ante la gracia de la

mirada de Cemí “estaban en secreto como impulsadas por un viento de emigración”

(2000:530). Cada pieza “era un punto que lograba una infinita corriente de analogía”. Las

Page 76: Silogistica de la imagen

76

figurillas eran reacomodadas por Cemí que seguía un orden dictado por los objetos mismos.

Así las piezas adquirían un nuevo sentido en esas agrupaciones impulsadas por Eros:

De pronto observó que todos aquellos objetos adquirían una dimensión, una cantidad que se movilizaba en una dirección, observó también que esa cantidad y esa dirección se expresaban (2000:533).

A esta erótica de la confluencia, que describe el acto del poeta, el narrador la llama

“pensamiento creado”. Y a mí me parece que se trata de una conducta en la poesía que en

Cemí, como en Licario, se presenta como inteligencia serena, la intelligere de la que habla

Lezama en sus cartas, la sabia contemplación (Lezama, 1979:94). Ante ese gesto

cognoscente, ante esa erótica del conocimiento, los objetos y las palabras regalan el espesor

de una nueva textura.

Al dormirse la materia blandamente surge priápico y tumultuoso el eros relacionable, poniendo en lugar de este árbol aquella hoguera. La urdimbre es la piscina de la metáfora, nos regala el conocimiento sin asombro, alguien aguarda. (1994:196)

Esa urdimbre cifra el conocimiento en la imantación erótica de las cosas y del

hombre. Por eso la analogía crea una nueva causalidad en la concurrencia de lo diferente.

Digamos que el gamo chino, la bacante y el Cupido participan cada uno de una corriente

condicionada en lo temporal. No tienen por qué imantarse, pues todos están determinados

por una causalidad visible y aristotélica. El bronce y la madera pueden ser sus causas

materiales; el carácter antropomorfo del Cupido y de la bacante, así como la animalidad del

gamo son, quizás, sus causas formales; la conversión artesanal de la materia en forma, su

causa eficiente; su cualidad de objetos dados al adorno en la mesa de noche, su causa final.

Los objetos pierden así su erotismo al ser tratados con una lógica que les precede y que

olvida el animismo que los diferencia.

Pero esa causalidad finalista, de nexos condicionados y visibles —que quizás

ofrezca la raíz de una silogística filosófica— no ofrece una silogística de la imagen. No

puede ofrecerla porque su finalismo la deja sin Eros. Los objetos, la naturaleza que los

anima, permanecen aislados. Hace falta el pinchazo de la analogía para que ese finalismo se

Page 77: Silogistica de la imagen

77

vuelva hipertélico, para que la causalidad se torne incondicionada y la concurrencia se

enuncie fatalmente como respuesta:

El agrupamiento de variaciones inconexas, donde la causalidad se libera de la igual distribución de la potencia, nace de un margen espacial que se destrenza como condicionante. Recordemos a nuestro queridísimo Oppiano Licario, en la edificación de su “Súmula nunca infusa de excepciones morfológicas”. La respuesta es la única condicionante fatal, de imposible escapatoria (…) Si se pregunta el nombre del perro que acompañaba a Robespierre en sus paseos, más que la respuesta Brown lo que nos recorre es la fatalidad de esa respuesta (…) Como si en una orquesta se le diese la entrada a un instrumento, cuando en realidad el ejecutante, como si avanzase en una ensoñación, despierta en la obligación de entrar con un sonido, que era, por otra parte, el único que podía emitir para despertarse (Lezama, 2001b:358-359).

El causalismo de raíz erótica, lo incondicionado de nexos invisibles, tiene que

ofrecer fatalmente una respuesta. Pues un logos poético lo ordena y lo anima. Ofrece una

certeza oblicua que es siempre inesperada, incondicionada, pero “que es la única

condicionante fatal” (2001b:359). Ese Eros, esa causalidad incondicionada anuncia una

región que es concurrente e imantadora, una sustancia antropófaga, incorporadora. Allí el

hombre es bisagra entre lo imposible y lo posible, testimonio del encuentro entre la

causalidad y lo incondicionado. Es la región del acontecer de la imagen como vivencia

oblicua “que parece crearse su propia causalidad”, “un imposible engendrando una realidad

igualmente imposible”, el súbito de “lo incondicionado actuando en la causalidad”

(2001b:378-379). Es también la estancia del doble, de lo semejante, de la posibilidad

infinita, de la poesía y del poema como testimonios del encuentro y de la tensión entre la

causalidad y lo incondicionado. Es la región de la araña en la que el poeta “reduce, por la

metáfora, a materia comparativa toda la realidad” (2001b:384).

Por la metáfora el hombre se libera de su causalismo, “de la igual distribución de

la potencia”. Por la metáfora aprendemos a leer. José Cemí es el hombre que participa en la

unidad de su eros. Su “cogitanda”, como la de Licario, se sustenta en la atención calmada

ante las variaciones de las analogías. Por eso el pensamiento creado de Cemí es como la

silogística poética de Licario, en ambos casos el cuerpo de una solución concreta sustituye

el caos de las disgregaciones, por un lado, pero también sustituye el orden de la potencia

finalista y causal. Frente a ello la poesía se presenta como un conocimiento auroral,

Page 78: Silogistica de la imagen

78

hipertélico, y que conduce a Cemí a palpar con su cuerpo el peso de lo posible actuando en

lo imposible. Toda la novela está como imantada hacia un centro que es el del desierto y el

de la imagen. Toda la novela está hecha a base de una confluencia tejida, secreta y

delicadamente, en torno a la resurrección poética de Licario y a la posibilidad de la vivencia

paradisiaca. Con la muerte del Ícaro habanero el tiempo se descompone, y Cemí, que ya ha

vivido sus años placentarios y amigoteros, puede (y nosotros con él) empezar a recorrer (o a

resucitar) la suma de ese tiempo en el tiempo de la imagen.

Se trata de un tiempo que es también el de la metáfora, con su logos y con el peso

de su causalidad. Abrimos al azar uno de los ensayos de Lezama y leemos: “en esa

dimensión el hombre aparece como una metáfora…” “El hombre actuando dentro de la

región del ethos se presenta siempre como vivencia oblicua… entre la situación simbólica y

el espacio de encantamiento o hechizo” (1981:297). El hombre metáfora, el Ícaro habanero,

ha puesto a funcionar todas las coordenadas poéticas para que al final, cuando la novela nos

invite a repasarla, el joven Cemí pueda penetrar en su infierno. Pero no sin que Licario

extienda su cogitanda en el joven a través de su resurrección poética, no sin que la llama

sea transferida al nuevo portador de la imagen.

Esa transferencia es la de la metáfora como conocimiento. El conocimiento de

quien resguarda la imagen, de quien “contempla el movimiento como imagen de la

eternidad”, el bienaventurado. Y creo que Lezama esperaba que sus lectores tendiesen hacia

la bienaventuranza, que es justamente lo que esperaba también de José Cemí. El vehículo

de esa doble iniciación debía ser el de la escritura poética, la de Lezama, claro, una

escritura que teje y nos teje en el análogo. El lector participa de la segunda naturaleza

conjurada en el lenguaje lezamiano. La novela nos pone a perseguir el sentido hipertélico

de sus analogías. Y generalmente terminamos en el centro de un remolino o de un desierto,

como le ocurre a Cemí.

Pero el joven protagonista de Paradiso, que ha llegado a “la ciudad de las

estalactitas”, no hace como nosotros, malos lectores, que nos perdemos en el desierto. Su

hesicástica, su eros relacionable, le permite seguir el ritmo de las estalactitas, las

coordenadas poéticas trazadas por Licario. Y llega, a diferencia de nosotros, a la cumbre de

Page 79: Silogistica de la imagen

79

la casa iluminada (tan parecida a la casa incendiada de Martí).28 Allí, sin que lo llamaran,

aparece. Se cumple entonces su destino de hombre-metáfora. Se teje a la urdimbre de la

noche para encontrar el centro del tornado. Él mismo se ha visto como una analogía más,

como un incondicionado que ve detener su marcha cuando toca la casa iluminada, la

imagen, que le regresa su doble, la semejanza y su contrarréplica, el cuerpo sin vida de

Licario y su resurrección en el cuerpo del poema:

JOSÉ CEMÍ No lo llamo porque él viene, como dos astros cruzados en sus leyes encaramados la órbita elíptica tiene. Yo estuve pero él estará, cuando yo sea el puro conocimiento, la piedra traída en el viento, en el egipcio paño de lino me envolverá. La razón y la memoria al azar verán a la paloma alcanzar la fe en la sobrenaturaleza. La araña y la imagen por el cuerpo, no puede ser, no estoy muerto. Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza. (2000:652)

La elipsis de su órbita nos recuerda el barroquismo lezamiano, pero también, y con

cuánta fuerza, su catolicismo. Esa figura geométrica, que según Foucault está en la raíz

epistemológica de la cultura barroca (2005:47-57), cifra también el sentido medieval de lo

divino y su contracifra en la imagen. La elipsis, como Dios para los creyentes, es un círculo

28 En el último párrafo de su “Curiosidad barroca” Lezama nos da una imagen de Martí que se parece muchísimo al final de Paradiso. Martí, al igual que Licario y Cemí, se nos presenta como un iniciado y como un iniciador en el conocimiento poético de la imagen, el conocimiento del ser-para-la-resurrección. Escribió Lezama: “José Martí representa, en una gran navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible. En él culmina el calabozo de fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez, la muerte de Francisco de Miranda, pero también el relámpago de las siete intuiciones de la cultura china, que le permite tocar, por la metáfora del conocimiento, y crear el remolino que lo destruye: el misterio que no fija la huida de los grandes perdedores y la oscilación entre dos grandes destinos, que él resuelve al unirse a la casa que va a ser incendiada. (…) Cuando agotemos, por el conocimiento poético, su sepulcro, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica, a la poesía como preludio del asedio a la ciudad, no su forzosa unión con la casa incendiada, que comienza aclarando un destino” (1993:79).

Page 80: Silogistica de la imagen

80

que ha decidido mostrar su verdad en el ocultamiento, es la raíz de la esfera. Ante el

elíptico Cemí se ofrece el conocimiento infinito de la imagen como respuesta, “el egipcio

paño de lino”, la quebradura del tiempo y la fe en la sobrenaturaleza, “la araña y la imagen

por el cuerpo”. Nuevo regreso, ahora egipcio, al primer párrafo de la novela, cuando “las

linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de

los charcos ahuyentando a los escarabajos” (2000:109).

En aquel último poema, que preludia la corporeidad resucitada de Licario, Cemí es

el llamado a oficiar los actos fúnebres. “La piedra traída en el viento”, la quebradura de la

causalidad de nexos visibles, y el paño de lino egipcio, son los instrumentos del oficio. Así

el oficiante se inicia en ese doble misterio de la resurrección y la metáfora.

El ethos lezamiano, la dignidad de la poesía, se configura justamente en el ser

como metáfora. Se trata, creo, de la conducta de quien está siempre dispuesto a

transformarse, como le ocurre a Cemí. La ética que la silogística convoca es, por ello, la de

la resurrección. El hombre metáfora es el que, sin jactancia, está dispuesto a verse

sumergido en una corriente asombrosa en que él es el primer asombro. El hombre dispuesto

a reconocerse como un punto en una telaraña de analogías que marchan hacia la agnórisis,

hacia la sabia contemplación platónica y cristiana del ser habitado por la imagen. El ritmo

hesicástico es el estado del alma cuando penetra en esa marcha, cuando se sabe que en un

instante todas las coordenadas pasarán por el ombligo del hombre como una respuesta del

cuerpo que se asombra de sí mismo, de su participación en la analogía.

El hombre actuando dentro de esa región del ethos se presenta siempre como una vivencia oblicua, como una metáfora que genera un móvil incesante entre A y B, entre acto primigenio y configuración de la bondad, entre situación simbólica y espacio de encantamiento y hechizo” (1981:297).

Este hombre metáfora guarda la dignidad de lo poético. Licario aguarda toda su

vida el encuentro con Cemí. Fue el vigilante de la poiesis que desembocó en el joven. Inició

al tío Alberto y lo cuidó hasta que pudo, en la lejanía. Y al final de la novela, entendemos el

sentido de ese resguardo:

Lo espero para que usted no tenga que esperar [le dice Licario a Cemí]. Conocí a su tío Alberto, vi morir a su padre. Hace veinte años del primer encuentro, diez del segundo, tiempo de ambos sucedidos importantísimos para usted y para mí, en que

Page 81: Silogistica de la imagen

81

se engendró la causal de las variaciones que terminan en el infierno de un ómnibus, con un gesto que cierra un círculo. En la sombra de ese círculo ya yo me puedo morir (2000:604-605).

Licario es el hombre metáfora, el que “genera un móvil incesante entre A y B”, el

que transforma, el que inicia a Cemí en un nueva causalidad. Su silogística muestra el

sentido de esa iniciación. En el último capítulo de Paradiso el narrador nos cuenta que

desde niño Licario había hecho visible una particular manera de conocer. “El ancestro lo

había dotado desde su nacimiento de una poderosa res extensa. La cogitanda había

comenzado a irrumpir, a dividir o a hacer sutiles ejercicios de respiración suspensiva en la

zona extensionable” (2001:618). Esas dos delicias de Descartes, el cogito y el espacio, el

pensamiento y la sustancia de la materia, se mezclaban en Licario provocando que “la

causalidad y sus efectos reobraran incesantemente en corrientes alternas, produciendo un

nuevo ordenamiento absoluto del ente cognoscente” (2001:618), engendrando la

posibilidad de un conocimiento simultáneo y análogo, en lugar de sucesivo y racional. Allí

las causas y los efectos no se suceden, se enredan y se manifiestan como pares. Acontecen a

la vez. Por eso aquel “nuevo ordenamiento del ente cognoscente” se basaba en “el hallazgo

de un móvil desconocido”, un tercer punto del silogismo que se presentaba súbitamente

como conclusión. “Así, en la intersección de ese ordenamiento espacial de dos puntos de

analogía, con el temporal móvil desconocido, situaba Licario lo que él llamaba la

Silogística de sobresalto” (2000:618).

Vemos cómo Lezama representa (pone en escena) a un Descartes salido del horno

de las transmutaciones. La res cogitans y la res extensa, tan diferentes en la filosofía

cartesiana, se encuentran en Licario como “corrientes”, como neumas que actúan en su

naturaleza.29 Esa transmutación puede leerse también como la clave de una filosofía

29Lezama lee a Descartes interesadamente; así transforma el sentido de la filosofía del pensador francés y la expande en sus posibilidades interpretativas, esto es, la hace pasar por el horno transmutativo de lo americano. Ello se evidencia en el uso que hace de la noción cartesiana de cogitans, que llama “cogitanda”, y de res extensa. La interpretación canónica concibe que Descartes le dio valores distintos a esas dos nociones. A la res cogitans le atribuye ser la esencia del yo, el ámbito de la conciencia y del pensamiento; es, como dice Alfredo Vallota, el atributo principal de todo lo espiritual. En cambio la res extensa es el atributo principal de todo lo corpóreo y por ende del espacio mismo. Se trata de “la concepción de lo material como extenso, y en consecuencia como lo esencialmente cuantificable...”, permitiendo así la “inteligibilización de la naturaleza”.

Page 82: Silogistica de la imagen

82

poética, de una “razón poética” que en la lectura comporta una transformación constante de

la tradición. Los valores cartesianos, ingurgitados y no negados por Lezama, se convierten

ahora en el sustrato del conocimiento de la imagen. El cogito y la res extensa actúan

poéticamente, se configuran como el sustrato de la marcha de las analogías hacia la imagen.

Así Lezama trasmuta la física y la metafísica cartesianas. Sobre el espacio y el pensamiento

reobra ahora un ámbito desconocido que se muestra como asombro, como lo no esperado

que fatalmente tiene que dejarse ver. En ese ámbito se sitúa el nuevo orden del

conocimiento, “la ascensión del germen hasta el acto de participar, y luego en el despertar

poético de un cosmos que se revertía del acto hasta el germen por el misterioso laberinto de

la imagen cognoscente” (2000:620).

La ascensión hacia el acto, el encuentro con un cosmos y la posterior reversión del

acto en germen, describe la función erótica del silogismo de sobresalto. Ese despertar

poético del que habla el narrador se parece al cuerpo de Eros cuando es iluminado por la

lámpara oleosa de Psique. La luz de la lámpara, indecisa, oblicua, deja ver un cuerpo sin

posibilidad de posesión, un cuerpo ficticio, profundamente real en su ficción, e

inalcanzable. O alcanzable sólo en ese acercamiento distante, y que exige en el

contemplador, en quien marcha hacia ese cuerpo, el retorno al inicio de una búsqueda que

debe siempre reinventarse. En Lezama la función erótica de su silogística actúa ofreciendo

los cuerpos de su lenguaje. La misma ascensión del germen al acto, y el descenso del acto

al germen, acontece continuamente en una “cantidad” visible de extensión. Allí el lector,

frente a la hoja escrita, debe leer con la esperanza (afanosa) de dejarse alcanzar por las

coordenadas del silogismo poético, de lo lejano que se acerca en el eros alumbrado del

idioma criollo (el eros de un lenguaje que formula los referentes de su función analógica).

La razón y la memoria al azar

“La extensión es indicativa de la naturaleza de los cuerpos, en tanto que existen objetivamente en la mente” (Vallota, 2001:68-80). Según el profesor Vallota, Descartes diferencia la propiedad del pensamiento, la imaginación y el sentimiento, que dependen de la res cogitans, y la idea del movimiento, de la forma o de los tamaños, que depende de la extensión. El filósofo francés lo subraya en una de sus cartas: “Los actos intelectuales no guardan afinidad con los corpóreos, y el pensamiento —que es aquello en que concuerdan los primeros— difiere por completo de la extensión, que es común a los segundos” (Vallota, 2001:83). Es interesante la manera en que Lezama lee, no sólo a Descartes sino también a Aristóteles, a Santo Tomás y a Heidegger. Evidentemente hace falta escribir otra tesis sobre este asunto, pues creo que nos ayudaría a ver cómo Lezama, igual que otros pensadores americanos, elaboran una particularísima lectura de la historia de las ideas occidentales.

Page 83: Silogistica de la imagen

83

verán a la paloma alcanzar la fe en la sobrenaturaleza

Se trata entonces de una silogística erótica, no analítica ni mental; aunque, como

hemos visto, Lezama no niega a la razón, pero la reinventa y así la salva, incorporándola a

su sistema poético. A inicios del siglo XIX Friedrich Schlegel había propuesto algo similar,

había promulgado la necesidad de hacer una nueva mitología en un mundo sin dioses. Una

nueva fe podría surgir, pensaba Schlegel, incluso de la ciencia de su tiempo, pues los

científicos —y esto parece confirmarse hoy— son en el fondo hombres de fe. Reinventar la

ciencia poéticamente, extraer poiesis del discurso científico era, para el filósofo alemán, la

tarea del hombre religioso (1994:122-125). Y yo creo que en Lezama esa ambición

romántica se cumple. Descartes se convierte en la base de la silogística de sobresalto. La

tradición de la razón, y su inexorable causalismo, se vuelven materia para la reinvención de

la causalidad. La filosofía cartesiana se erotiza. La razón se hace poética. Incorporamos a

Descartes en la lista de los poetas. Aristóteles es recibido otra vez por los ángeles del

paraíso y aprende a tañer el laúd, como nos contaba María Zambrano.

Hay un momento más de la novela que no quisiera dejar de recordar. Retrata, para

mí, el sentido del conocimiento y de la ética que subyacen en la silogística de la imagen.

Me refiero al final del capítulo XIII, que termina con la visita de José Cemí a Oppiano

Licario. Esa visita está llena de signos pitagóricos. Al principio, y por accidente, Cemí es

llevado al séptimo piso por el mozo del elevador. Desde esa altura contempló el

apartamento de Licario, que en verdad quedaba en la planta baja del edificio. Y lo que

desde allí vio fue una suerte de ritual pitagórico y dionisiaco, un ritual de transmutación.

Estaban en el apartamento Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino, nombres de tres

personajes vinculados a la infancia de Cemí, y, hasta cierto punto, vinculados también al

Coronel. Pero estos tres que acompañaban a Licario no eran exactamente los mismos del

inicio de la novela. Es como si esos nombres, o los personajes que los llevaban, se hubiesen

repetido en el presente de la narración, casi como si fueran la evocación de un tiempo

perdido. En todo caso, los tres estaban allí, en la dirección Espada 615 donde Licario vivía.

Y desde el piso siete Cemí observó cómo Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino, movidos

Page 84: Silogistica de la imagen

84

por la onda del sonido de un triángulo golpeado por una varilla de metal, y por la voz de

Licario, entraban en el ritmo sistáltico o “de las pasiones tumultuosas”, “apresurando sus

movimientos, como aconsejados por una danza que inauguraba un frenesí” (2000:605).

Pitagóricamente, todos los números que aparecen en ese pasaje están vinculados

con el tres: el triángulo de Licario, los personajes de la infancia de Cemí y hasta el 615 de

la dirección. Es como si una corriente de causalidades invisibles determinara el orden de la

escena. Se trata de puntos diversos que tejen una red de analogías (numéricas, temporales)

marchantes, sistálticas, y que determinan la aparición de un nuevo punto que cierra el

sentido de esa tejedura, la aparición del cuarto esperado (esperado por veinte años). Lezama

siempre relaciona el número cuatro con el Tetragrámaton, con Dios. En este pasaje de la

novela todas las analogías se cierran en ese cuarto personaje —el ausente esperado— que

será recibido por Licario. Y, claro, se trata de Cemí, que luego es conducido por el mozo

del elevador hasta el apartamento del Ícaro habanero. Pero entonces la escena se transforma

radicalmente, Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino —los imbuidos del ritmo sistáltico—

ya no están, y Licario abre la puerta antes de que Cemí la toque. Esa transformación del

apartamento pareciera ser también la de Cemí, que así llega a Licario “con la imagen del

huevo celeste” (2000:606):

—Veo, señor —le dijo Cemí—, que usted mantiene la tradición del ethos musical de los pitagóricos, los acompañamientos musicales del culto de Dionisos. —Veo —le dijo Licario con cierta malicia que no pudo evitar—, que ha pasado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, al estilo hesicástico, o del equilibrio anímico, en muy breve tiempo. Licario golpeó de nuevo el triángulo con la varilla y dijo: Entonces, podemos ya empezar (2000:606).

Ese episodio demuestra hasta qué punto en Paradiso el silogismo se hace estético,

se sobresalta en el azar concurrente, y, sin embargo, no deja de ser silogismo.30 Sufre una

transformación. Se configura en análogo. Se vuelve metáfora. Es “lo redundante que

sobrevive como residuo de identidad”, “concatenación no cotidiana, alianza del estiércol y

30 En Lezama, acaso por americano, no ocurre eso que A.H. Murena apunta sobre la metáfora, que “se instala no sólo más allá de la lógica, sino contra la lógica” (1973:63). Frente a esto, aquellas línea de Lezama: “Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida en el mundo prelógico, no sea nunca ilógica. Como buscando la poesía una nueva causalidad, se aferra a esa causalidad” (1981:313).

Page 85: Silogistica de la imagen

85

el polen, de la plegaria periódica y la llovizna”, para decirlo con palabras de Ida Gramcko

(1983:51). Encuentro súbito de un espacio como posibilidad. Búsqueda esperanzada, sin

finalidad. Metáfora. “No hay ámbito enemigo. (…) Un lirio, adversario inmediato de la

sombra, se familiariza con el vaho nupcial de la noche” (1983:51).

Metáfora; transformación. Escritura y transformación. La novela se transforma en

un libro de culto, pierde su condición literaria. Se convierte en un edificio verbal hecho de

significantes. Se vuelve naturaleza. Llega hasta el mito americano de la familia criolla. Le

exige al lector transformación, le pide que viva su propia muerte literaria y que, en su “estar

ante la imagen”, reviva en otra cosa que puede ser literatura, pero que también puede ser

una era imaginaria o el recuerdo de la niñez y de los amigos, o la concurrencia histórica de

una cultura en otra, o la ausencia posible de nuestros héroes, o la continua reinvención de

nuestra circunstancia.

La novela nos reinventa como lectores. ¿Leemos? Sin duda. La poiesis, que según

Lezama no es exclusividad de la poesía, acontece en Paradiso como poesía. Acontece, ya

lo he dicho, en la palabra y en el idioma, es verdad, pero en una dimensión transformadora,

glotona y gozosa de la palabra y del idioma. Esa reinvención es la de un cuerpo palpable

hecho de sonoridad impresa. La hoja con sus letras se expone ante el tacto. También se

hace paladeable; sabemos que podríamos hincarle el diente. La tocamos con el cuerpo

entero. Reconocemos allí un cuerpo de letras analfabetas, como diría José Bergamín, que

nos restituye como lectores de lo sonoro y de lo visual, de la imagen en su plenitud verbal,

y que nos vuelve contemporáneos de los aurigas y de su auditorio, contemporáneos del

chamán. La escritura deja de ser la palabra, logos significador, y empieza a reobrar en el

lenguaje, en el eros del lenguaje (la exigencia de su muerte y de su resurrección) que esa

escritura corporal, sonora y analfabeta, evoca.

En su resurrección la metáfora se extiende “como una masa hasta transparentarse”.

A trasluz vemos la raíz de una episteme necesaria en las premisas del logos lezamiano:

regresar a los orígenes, vivir en el conocimiento de la incorporación antropófaga,

americanísima, que revierta lo reversible en el juego de las posibilidades; dejar que la

imagen se almuerce al pensamiento, que se harte, y que luego lo devuelva, en el sueño,

erotizado de muerte. Disfrazar. Cultivar el sympathos, la continuidad de la simultaneidad.

Page 86: Silogistica de la imagen

86

Encontrar dentro de la serpiente a los maestros cantores. Hacer que la ciudad crezca

mientras duerme. Percibir el flechazo de una serie de variantes inconexas en el centro del

ombligo. Reinventar la historia cuando la imagen actúa en el tiempo. Esperar la ausencia.

Gozar el instante de la conversación. Hacer de la sobremesa el espacio del recuerdo

paradisiaco. Hacer de la familia el centro de todas las irradiaciones éticas y poéticas.

Compartir soledades con los amigos. Meternos más seguido en la cocina y, como japoneses

en el trance de un invierno habanero, empezar a raspar con la uña el tokonoma, el infinito

en la pared.

Page 87: Silogistica de la imagen

87

Bibliografía

OBRAS DE LEZAMA Lezama Lima, José (2001): “Confluencias”, en Ana Nuño: José Lezama Lima. Ediciones Omega. Vidas Literarias. España.

Lezama Lima, José (1953): “El secreto de Garcilaso”, en Analecta del reloj. Editorial Orígenes. Cuba, La Habana.

Lezama Lima, José (1981): El reino de la imagen. Prólogo de Julio Ortega. Biblioteca Ayacucho. Caracas, Venezuela.

Lezama Lima, José (1992): Imagen y posibilidad. Edición, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba.

Lezama Lima, Eloísa (1979): José Lezama Lima. Cartas (1939-1976). Editorial Orígenes. Madrid, España.

Lezama Lima, José (1993): La expresión americana. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba.

Lezama Lima, José (1996): Paradiso. Edición coordinada por Cintio Vitier. ALLCA XX / Fondo de Cultura Económica. Madrid, España.

Lezama Lima, José (2000): Paradiso. Edición crítica a cargo de Eloísa Lezama Lima, Editorial Cátedra. Madrid, España.

Lezama Lima, José (2001b): “Preludio a las Eras Imaginarias”, en Ana Nuño: José Lezama Lima. Ediciones Omega. Vidas Literarias. España.

Lezama Lima, José (2001c): “Para llegar a la Montego Bay”, en Ana Nuño: José Lezama Lima. Ediciones Omega. Vidas Literarias. España.

Lezama Lima, José (1994): Poesía completa. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba.

Page 88: Silogistica de la imagen

88

Lezama Lima, José (1970): Tratados en la Habana. Ensayos estéticos. Editorial Orbe. Santiago, Chile. ESTUDIOS SOBRE LEZAMA Álvarez Bravo, Armando (s.f.): “Órbita de Lezama”, en la revista Voces. José Lezama Lima. Nº2. Montesinos Editor. Barcelona, España. Bustillo, Carmen (1996): Barroco y América Latina. Un itinerario inconcluso. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.

Casa de las Américas (1971): Interrogando a Lezama Lima. Centro de Investigaciones Literarias. Cuadernos Anagrama. Barcelona, España.

Casado, Cristóbal (1981): Acercamiento al lenguaje poético en Paradiso de José Lezama Lima. Tesis de grado para optar al título de Licenciado en Letras, Universidad Central de Venezuela, Facultad de Humanidades y Educación, Escuela de Letras. Caracas, Venezuela. Cortázar, Julio (1967): "Para llegar a Lezama Lima", en La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. México.

García Márruz, Fina (1984): “La poesía es un caracol nocturno”, en Cristina Vizcaino (edit.): Coloquio Internacional sobre la obra de José Lezama Lima. Poesía. Editorial Espiral. España.

Fornieles, Javier (edit.) (2006): Correspondencia entre José Lezama Lima, María Zambrano y María Luisa Bautista. Ediciones Espuela de Plata. España.

Kizer, Gabriela (1993): Convergencias en la reflexión sobre la poesía moderna y contemporánea: Borges, Lezama, Paz en sus voces. Tesis de Maestría, Universidad Simón Bolívar, Decanato de Estudios de Postgrado, Maestría en Literatura Latinoamericana. Caracas, Venezuela.

Pellón, Gustavo (2005): La visión jubilosa de José Lezama Lima, Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.

Mataix, Remedios (2000): La escritura de lo posible: el sistema poético de José Lezama Lima. Universitat de Lleida. Lleida, España.

Page 89: Silogistica de la imagen

89

Mataix, Remedios (2000b): Paradiso y Oppiano Licario: una "guía" de Lezama. Universidad de Alicante. Alicante, España.

Nuño, Ana (2001): José Lezama Lima. Ediciones Omega. Vidas Literarias. España.

Ortega, Julio (enero, 1969): “Aproximaciones a Paradiso”, en Imagen. Caracas, Venezuela.

Perdomo, Alicia (1990): “Cuerpos y espejos, notas sobre heterosexualidad, homosexualida y androginia en Paradiso”, en Voces nuevas. Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Caracas, Venezuela.

Revista de la Biblioteca Nacional José Martí (Nº 2, mayo-agosto de 1988): José Lezama Lima. La Habana, Cuba.

Rodríguez Monegal (1975): “Paradiso: una silogística del sobresalto”, en Revista Iberoamericana. NºXLI/92-93 (julio-diciembre).

Sarduy, Severo (1973): "Barroco y neobarroco", en César Fernández Moreno, edit.: América Latina en su literatura. Siglo XXI. México.

Sarduy, Severo (1969): Escrito sobre un cuerpo. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina.

Sucre, Guillermo (1975): “Logos de la imaginación”, en La máscara. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.

Vitier, Cintio (s.f.): “La poesía de Lezama y el intento de una teleología insular”, en la revista Voces. José Lezama Lima. Nº2. Montesinos Editor. Barcelona, España.

Vitier, Cintio: 2000: Martí en Lezama. Centro de Estudios Martianos. La Habana, Cuba.

Yurkievich, Saul: "José Lezama Lima: el eros relacionable o la imagen omnívoda y omnívora", en La confabulación con la palabra. Editorial Taurus. Madrid, España.

Zambrano, María (1948): "La Cuba secreta", Orígenes, Nº 20. La Habana, Cuba.

Page 90: Silogistica de la imagen

90

OTRAS REFERENCIAS

Abbagnano, Nicola (2005): Diccionario de filosofía. Fondo de Cultura Económica. México.

Aristóteles (2005): Tratados de lógica. Gredos. Madrid.

Barthes, Roland (1986): "El espíritu de la letra", en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Paidós. Barcelona, España.

Bergamín, José (2006): “La decadencia del analfabetismo”, en La importancia del demonio. Editorial Siruela. Madrid, España.

Borges, Jorge Luis (1999): “La supersticiosa ética del lector”, en Fundación Metrópoli: El arte de la prosa ensayística 1. Colección Umbrales. Caracas, Venezuela.

De Bruyne, Edgar (1994): La estética de la Edad Media. Ediciones Visor. Madrid, España.

Gadamer, Hans-Gerog (2005): La actualidad de lo bello. Editorial Paidós. Barcelona, España.

Heidegger, Martin (1997): Arte y poesía. Fondo de Cultura Económica. México.

Cervantes, Miguel de (2000): El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Editorial Cátedra. Vigésima Edición. Madrid, España.

Pabón Urbin y Martínez Echauri (1955): Diccionario griego-español. Publicaciones SPES. Barcelona, España.

Foucault, Michel (1996): De lenguaje y literatura. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, España.

Foucault, Michel (2005): Las palabras y las cosas. Siglo XXI editores. México.

Page 91: Silogistica de la imagen

91

González Cruz, Iván (1993): Fascinación de la memoria. Textos inéditos sobre José Lezama Lima. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba.

Goytisolo, Juan (1977): "La metáfora erótica: Góngora, Joaquín Belda y Lezama Lima", en Disidencias. Seix Barral. Barcelona, España.

Gramcko, Ida (1983): Poética. Ediciones del Congreso de la República. Caracas, Venezuela.

Kerényi, Karl (1999): Los dioses de los griegos. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.

Octavio Paz (1994): “De la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista. Fondo de Cultura Económica. México.

Patzig, Günther (1968): Aristotle's Theory of the Syllogism: A Logico-Philological Study of Book of the Prior Analytics. Dordrecht, Holland Reidel Publishing, Holanda.

Platón (1944): “Banquete”, en Banquete e Ión, versión directa, introducciones y notas por el Dr. Juan David García Bacca. Universidad Autónoma de México. México.

Proust, Marcel (1971): Contra Sainte-Beuve, Edhasa. Barcelona, España.

Schlegel, Friedrich (1994): “Diálogo sobre la poesía”, en Poesía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid, España.

Schön, Elizabeth (2003): La granja bella de la casa. Grupo Editorial Klepsidra. Caracas, España.

Vallota, Alfredo (2001): Mecánica cartesiana de la res extensa. Editorial Innovación Tecnológica. Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. Caracas, Venezuela.

Walcott, Derek (2000): “Las Antillas: Fragmentos de la memoria épica”, en La voz del crepúsculo. Alianza Editorial. Madrid, España.

Yarza, Sebastián (1945): Diccionario griego-español. Editorial Sopena. Barcelona, España.

Page 92: Silogistica de la imagen

92

Zambrano, María (1939): Pensamiento y poesía en la vida española. La casa de España en México. México.