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Composición V Por: José Flores Sosa - Son lo más hermoso de este mundo, ¿no, mi joven? Me cae que los únicos que no piensan eso son los puñales. Asentí. El auto avanza tranquilamente a través de las impredecibles calles de una bochornosa noche. Un par de relámpagos a la lejanía pregonan una lluvia que se aproxima. Alguien toca el piano en la radio. Últimamente los músicos abusan del acompañamiento de piano. Me molesta. - ¿Tendrá cambio de uno de quinientos? Ningún ser humano en su sano juicio le paga a un taxista con un billete de alta denominación. Ni siquiera con el doscientos pesos. - Ahorita nos paramos en la gasolinera a que lo cambien. - respondió amablemente. Bien pude haberlo gastado hace rato y ahorrarme esa pequeña demora en el camino. No importa, no tengo prisa en llegar a casa. Aún tengo fresco en las papilas el sabor del café. El auto arrancó y proseguimos. ¡Cuán trillado es salir a tomar un café so pretexto de intercambiar desventuras, sentimientos, consejos y premoniciones! Pero, después de todo, ese capuccino frappé no tuvo tan mal sabor. - Entonces qué mi joven, ¿o no es bien rico el intercambio de saliva? Ella no es mi novia. Normalmente uno no habla de una chica para enseguida introducir el término 'mejores amigos'. Está prohibido, es tabú. O te atrae o eres joto. Punto. No hay de otra. No existe en la lingüística una palabra que defina eso que está ubicado un poco más lejos que la amistad, pero ligeramente menos próximo que el amor. Otro grave error de la Real Academia. Complicidad es el término más adecuado. Marina pidió un té de kiwi con fresas y yo ordené mi eterno café. Hablamos de todo un poco. Sonrisas, carcajadas, guiños, y sonrisas de nuevo.

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Composición VPor: José Flores Sosa

- Son lo más hermoso de este mundo, ¿no, mi joven? Me cae que los únicos que no piensan

eso son los puñales.

Asentí.

El auto avanza tranquilamente a través de las impredecibles calles de una bochornosa noche.

Un par de relámpagos a la lejanía pregonan una lluvia que se aproxima. Alguien toca el piano

en la radio. Últimamente los músicos abusan del acompañamiento de piano. Me molesta.

- ¿Tendrá cambio de uno de quinientos?

Ningún ser humano en su sano juicio le paga a un taxista con un billete de alta denominación.

Ni siquiera con el doscientos pesos.

- Ahorita nos paramos en la gasolinera a que lo cambien. - respondió amablemente.

Bien pude haberlo gastado hace rato y ahorrarme esa pequeña demora en el camino. No

importa, no tengo prisa en llegar a casa. Aún tengo fresco en las papilas el sabor del café.

El auto arrancó y proseguimos.

¡Cuán trillado es salir a tomar un café so pretexto de intercambiar desventuras, sentimientos,

consejos y premoniciones! Pero, después de todo, ese capuccino frappé no tuvo tan mal sabor.

- Entonces qué mi joven, ¿o no es bien rico el intercambio de saliva?

Ella no es mi novia. Normalmente uno no habla de una chica para enseguida introducir el

término 'mejores amigos'. Está prohibido, es tabú. O te atrae o eres joto. Punto. No hay de otra.

No existe en la lingüística una palabra que defina eso que está ubicado un poco más lejos que

la amistad, pero ligeramente menos próximo que el amor. Otro grave error de la Real

Academia.

Complicidad es el término más adecuado.

Marina pidió un té de kiwi con fresas y yo ordené mi eterno café. Hablamos de todo un poco.

Sonrisas, carcajadas, guiños, y sonrisas de nuevo.

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Mejores amigos.

Las definiciones y los tecnicismos están de sobra.

Llegué a casa poco antes de las once. No entré. Sin titubear, me dirigí con rumbo a un

pequeño puesto alumbrado por la tenue luz de un foco. Dos calles después, estaba devorando

una orden de tacos al pastor. Con piña y cilantro, por supuesto, porque si no, no saben igual.

*

- ¿Qué no tenías un examen o debías entregar un trabajo o algo así?

Esperé cerca de cuarenta minutos tras la reja metálica que divide la calle de su casa. Se

asomó por la ventana y me saludó afectuosamente a lo lejos. Bajó las escaleras a brinquitos,

de dos en dos, hasta llegar a la planta baja. Lanzó la cabeza hacia delante y luego hacia atrás,

acomodándose el sedoso cabello morado. Me observó, entre curiosa y animada, imaginando la

excusa de mi ausencia a la universidad.

- No importa, el profesor es buena onda, yo creo que comprenderá que tuve asuntos más

importantes que atender.

Me limité a encogerme de hombros y sonreír. Ella siempre encuentra la manera de sacarme

una sonrisa.

Marina llevaba una playera negra ajustada y una peculiar falda que le llegaba por debajo de la

rodilla. No es que no tuviera piernas hermosas y torneadas, sino que le gusta dejar las cosas a

la imaginación. Afortunadamente, una coqueta abertura en el muslo combatía fieramente la

seriedad de la prenda.

- Pues vamos a desayunar ¿no? Por aquí hay lugares donde se come riquísimo.

Caminamos un par de calles y, quince minutos después, estábamos de pie afuera de una

cafetería. Enclavada en una privada, a escasos treinta metros del centro comercial, estaba un

local de aspecto pulcro. A través de los amplios ventanales se podía ver el interior. Sillones

cómodos con una mesa al centro, paredes de un inconfundible amarillo, cuadros y afiches de

gente famosa por doquier. Atraídos por el aroma del pintoresco sitio, entramos.

- A mí me traes el paquete uno, por favor.

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Marina tiene esa inexplicable conducta de tutear a quien sea.

- Yo quiero el que trae huevos con machaca, por favor.

- ¿Desean que les traiga el cóctel de frutas? – inquirió el mesero.

Ella dijo que sí, pero yo me negué. No es que le tenga aversión a las frutas. Solamente existe

una en el mundo que mi paladar no tolera bajo ningún motivo. Y estaba presente en ese

combinado que el camarero nos ofrecía.

- ¿Cómo? ¿Entonces no te gusta la papaya?

Río tan fuertemente que incluso las personas de mesas contiguas alargaron el cuello para

intentar enterarse que originaba semejante alharaca. Yo ya me había acostumbrado. Marina

siempre tiene un comentario jocoso bajo la manga.

- No te preocupes, ya verás que con la edad le irás agarrando gusto.

Otra risa, ligeramente menos escandalosa que la anterior. Puse los ojos en blanco y sonreí

tímidamente. No me enfadé. A las mujeres hermosas se les perdona cualquier cosa.

Acabamos el desayuno. Charlábamos animosamente acerca de su nuevo pretendiente. Su

nombre es Joaquín. Es casi un año mayor que ella, y lo conoció hace apenas un par de

semanas. Él llegó a presentarse, armado de valor. Marina estaba a punto de mandarlo a la

goma, pero surgió un detalle que los orilló a iniciar una conversación.

El cumpleaños de Joaquín.

- Increíble ¿no? Me estaba diciendo que hace un mes cumplió los veinticinco. Entonces, para

no ser grosera, le pregunté el día.

Mi cumpleaños es el 23 de marzo.

El del amable muchacho con afán de cortejarla, también.

- Entonces, le mencioné que tenía un amigo que nació el mismo día y me puse a platicar de tí –

continuó, mientras jugueteaba con el cenicero haciéndolo girar con su dedo índice.

Después de esa casual conversación, Marina y Joaquín intercambiaron teléfonos y los

galanteos se hicieron más frecuentes. Yo era testigo mudo de esa relación, una especie de

confidente de todo cuánto en la vida de Marina pasaba. Un oráculo que respondía con

precisión sus interrogantes.

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Continuamos detallando impresiones y dándonos consejos durante poco más de una hora.

Bebíamos café, aunque en realidad ella aún no había acabado la primera taza y yo ya llevaba

cuatro. En ese momento, fue cuando lo vi.

- Mira, ahí está – le dije, señalando con el dedo hacia un punto indefinido detrás de ella.

Un cuadro colorido colgando de la pared.

La Composición V.

Marina y yo nos conocimos gracias a ese cuadro, hace poco más de un año. Yo recién había

cumplido los veinte años. Había tomado un curso de apreciación del arte porque dentro de mis

planes estaba irme a conocer Francia. Así que decidí instruirme en caso de visitar el museo del

Louvre.

Desde el primer instante en que la vi, me cautivó por completo. Marina y yo nos sentábamos en

pupitres contiguos. Lo primero que me llamó la atención fue su cabello. Lo tenía color negro,

sin embargo, se le veía un infrecuente tono morado a contraluz. Su vestimenta siempre era

original, pero nunca demasiado estrafalaria. Era amante de los accesorios. Pulseras, collares y

un piercing casi imperceptible en la fosa nasal derecha. Medía quizá cinco centímetros menos

que yo, y su cuerpo dejaba adivinar formas curvilíneas excelsas. Sus ojos avellana eran

vivaces y parecía tener tatuada la sonrisa en el rostro.

Muy a pesar de quedar deslumbrado por su belleza, mi primera impresión de ella fue muy

distante a su verdadero yo. Pensé que sería una cabeza hueca, que estudiaba arte mientras

encontraba a alguien con quien casarse. Sin embargo, con el transcurrir de las semanas, fui

descubriendo lo contrario. Sus respuestas siempre eran acertadas. Sus conocimientos, que

eran equiparables con los de nuestro profesor, contrastaban radicalmente con mi innata

incapacidad de apreciación artística.

- Me rindo, jamás voy a entenderle a esta maraña de líneas.

Impotente, confrontaba aquel cuadro que endemoniadamente pintó Kandinsky, el cual carecía

en ese instante de cualquier significado o sensación.

- Quizá algún día te lo explique – dijo una voz tras de mí.

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Al voltear, observé a Marina mirándome fijamente. Tenía la mano derecha en la cadera y

mordía un bolígrafo. Se retiró la pluma de los labios, la guardó en su bolsillo trasero y me la

extendió.

- Marina Arvizu, creo que somos vecinos – dijo, dirigiendo una fugaz mirada hacia nuestros

asientos.

Ciertamente me hallaba bastante perturbado de tener a semejante mujer frente a mí,

saludándome. Tan desconcertado que tardé un par de parpadeos en reaccionar.

- Calma Rey, ya me sé tu nombre. No muerdo, no te traumes.

Su sonrisa era cálida y agradable. Incluso Reynaldo, un nombre feo como el mío, sonaba

increíblemente melodioso emergiendo de sus labios.

- Bueno, un gusto platicar contigo, nos vemos mañana – dijo y se dio la vuelta, despampanante

como siempre. Justo cuando iba llegando al vilo de la puerta, dije la frase más inteligente que

he profesado en mi vida entera.

- ¿Quieres-ir-a-comer-a-algún-lado? – dije, presa de los nervios.

- ¿Qué? – respondió a la lejanía, alargando la letra e durante varios segundos.

- Dije que si te gustaría ir conmigo a comer – repetí, esta vez mucho más lentamente.

Cerré los ojos por puro instinto, como si esperara el golpe de una bala de cañón o el impacto

de un garrote.

- Va, me parece perfecto, pero yo elijo el lugar.

Mientras caminábamos hacia un destino para mí desconocido, platicábamos levemente acerca

de la vida. Le comenté acerca de mis planes futuros y vagamente utópicos de visitar Francia.

Sus grandes ojos avellana se abrieron. Ella también planeaba un viaje hacia allá. El resto de la

caminata fue una charla acerca de los excepcionales paisajes galos.

- ¿Sabes?, creo que deberíamos ir juntos – me dijo, sonriente y cálida.

Llegamos a un puesto de tacos. De todos los alimentos que imaginé que comeríamos, la carne

al pastor fueron la última opción que me pasó por la mente.

- Me das una orden para mí y otra para mi amigo – le dijo al joven que masacraba con su

cuchillo al trompo de carne.

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Mi amigo.

Le sonreí.

- Oye, pero con cilantro y piña ¿no? – volteó a verme rápidamente y después aclaró – es que si

no, no saben igual.

Así nos conocimos.

De regreso al día de hoy, Marina y yo conversábamos de aquel día en que nos conocimos. El

tiempo vuela cuando uno se la pasa bien. A pesar de la diferencia de casi cuatro años, nos

comprendemos y compenetramos de maravilla. El mesero llegó con la cuenta y pagué. Justo

cuando estábamos a punto de salir, ella giró sobre sus talones y le gritó al mesero.

- ¡Hey! ¿Cuánto por el cuadro?

El mesero, extrañado, nos dijo que no estaba a la venta. Marina arremetió una y otra vez, hasta

hallarnos frente a frente con el gerente del lugar. Determinada a poseer esa réplica bien

enmarcada de la Composición V, empleó su potencial femenino para obtenerlo.

Salimos de la cafetería. Yo llevaba el cuadro bajo el brazo. No nos costó ni un solo centavo.

- Es que lo quiero de recuerdo, lo colgaré en mi habitación – me dijo alegremente.

Justo cuando llegamos a la planta baja de su departamento, su celular sonó. Rápidamente vio

la pantalla, frunció ligeramente el ceño y apretó una combinación de teclas con una rapidez

impresionante. Estaba mandando un mensaje.

- Lo siento, aquí me quedo. Rafael viene por mí.

Rafael es el nombre de su novio.

- ¿No habían cortado el jueves pasado? – pregunté, extrañado.

- Sí, pero regresamos ayer.

Silencio.

- En ese caso, nos vemos mañana ¿te parece? – le dije.

- Márcame por la noche – respondió

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Despedida, besos en la mejilla y abrazos.

De nuevo, silencio.

Me fui lentamente. Ella emprendió camino hacia arriba. Sostenía en la mano el cuadro. Aquel

cuadro que nunca pude entender.

*

“Hola, ¿ya ves lo que te conté? Por eso estoy así. Te dije que yo pagaba la cena y tú pagaste.

La próxima me toca. Te quiero, eres mi mejor amigo. Si algo más pasa te aviso ¿va?”

Cuando salí del menú de mensajes de mi celular, la sangre me dejó de hervir. Una ola de

tranquilidad me refrescó por completo. Apagué el televisor, a pesar de que segundos antes

estaba enfrascado en una película francesa. La luz suave de mi lámpara inundó cálidamente la

habitación, acariciando las paredes y las fotografías. Un último vistazo a su rostro enmarcado

en un cuadro, un beso de buenas noches dado al aire y una plegaria elevada como de

costumbre. Me quedé dormido, con una sonrisa en la cara, trazada gracias a aquella

pequeñísima misiva.

Por la tarde habíamos salido a tomar un café, siguiendo nuestro ritual semanal preestablecido.

El calor era inclemente. En cuanto nos sentamos, nos miramos a los ojos y su voz comenzó a

fluir como un torrente imparable. Esta vez no hubo distracciones. Me platicó de su novio, de su

rompimiento, de la vida, de la familia y los nuevos pretendientes que la acechan. La escuché

atentamente como siempre. Su cara lucía cristalina. Clara. Sus grandes ojos avellana se movía

frenéticamente de un lado a otro, tratando de jalar imágenes, reacciones y sentimientos desde

lo más profundo de su ser. Sus labios temblaban ligeramente y se distraían de la plática, sólo

para sorber un poco de café frío. Aún así, tensa y desorientada, se daba el lujo de verse

hermosa y sonriente. Radiante.

- Te lo juro, ya llevo tres días con el celular apagado, no quiero que nadie me localice.

Un pequeño silencio entre nosotros. Un mesero tiró una orden y la horda de aplausos y

rechiflas no se hizo esperar. Reímos a carcajadas. Cuando todo volvió a su lugar, sus manos

estaban sobre las mías. No las quitó de ahí.

- No quiero hablar con nadie

Otra pequeña pausa. Miradas entrecruzadas. Vistazos distantes. Sonrisas francas. Almas

tocándose a través de las palmas.

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- Sólo quería hablar contigo

Salimos del café. Marina encendió su celular para ver la hora: eran apenas las diez.

Caminábamos parsimoniosamente rumbo a su casa. El calor seguía azotando, pero se

empequeñecía cuando la ráfaga del viento hacía acto de presencia. Plática amena. Risas. Y a

lo lejos, un carrito de hot-dogs.

- Yo invito la cena – dijo, señalando el asador donde una salchicha se retorcía al crepitar.

Comimos cobijados por la luna y las estrellas. Ella lo hacía lentamente, dando mordisquitos.

Yo, por más que lo intenté, acabé por consumir la mitad de mi porción en un dos por tres. Allí,

juntos, sentados en los bancos de polímero azul del establecimiento, disfrutábamos

plenamente de una soledad acompañada.

- Espérame un segundo. Es Rafael.

Apenas un par de minutos antes de que el timbre se hiciera presente, estaba platicándole

acerca de las últimas semanas. Problemas. Conflictos. Dudas. Justo cuando decidí reabrir

algunas viejas heridas, liberar a los fantasmas de mi pasado, él llamó. Marina se levantó

apresuradamente y fue rumbo a la esquina. Pude escuchar como conversaban melosamente.

Ella me dejó ahí, sentado. Me quedé con el alma en la boca, un puñado de servilletas

arrugadas y sucias, y una multitud de ilusiones quebrantadas. Sueños que se esfumaron con el

humo de la parrilla de las salchichas.

- Ya me voy, dice Rafael que él me lleva, te quiero, hasta luego

No fue difícil ver su Passat desde la lejanía. El saludo de manos fue frío. Mero trámite.

Incomodidad. Me excusé para irme y pagué los casi treinta pesos de la cena. Caminé hacia la

parada del autobús y me seguí de largo, con la frenética idea de llegar a pie a mi hogar.

- Te vas derechito a tu casa ¡eh!

Volteé y la observé fijamente. Silencio prolongado.

- Te conozco – espetó.

- Pues… ¿hacia dónde más quieres que vaya? – respondí, encogido de hombros.

Al darme la media vuelta, proseguí calle y media. El auto desapareció en el horizonte. Sentí

que mi sangre hervir sin razón aparente. Tengo que contarle esto a alguien, pensé. Pero no lo

hice. Tomé un taxi de regreso a casa.

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Maldita sea, exclamé, mientras me resignaba a reconocer que Marina me conoce mejor que

nadie.

*

- Entonces estaba checando mi celular y vi el mensaje ¿no? Ya lo abrí y era de Joaquín. Te lo

enseño.

Marina tomó su bolsa, una de esas tan pequeñas que ignoras cómo caben tantas chucherías

dentro. Presionó un par de teclas de su celular y lo alargó hacia mi rostro, asegurándose de

que viera cada uno de los pixeles de la pantalla.

Señorita Arvizu, le tengo una propuesta indecorosa…

- ¿Y cómo les fue? – pregunté.

- Pues, bastante bien. Era la fiesta de un amigo de su primo o algo así. – dijo mientras

jugueteaba con su cabello. Llevaba puestos unos tenis Converse, unos pantalones pesqueros

de mezclilla y una sudadera cuyos puños y cuello se hallaban completamente deshilachados. A

las modas, como a las mujeres, no hay que comprenderlas. Sólo aceptarlas.

- Llegamos más menos como a las once. Ya sabes, típico que es bien temprano y ya hay

tirados en el piso, Unos bailando, otros discutiendo, y una que otra pareja en el atasque.

Normal. Había pomos de tequila y de vodka. Y bien sabes que a mi el José Cuervo me pone

loca.

Dio otro pequeño sorbo al café. Momentos después, me di cuenta de que ella no había

ordenado y que bebía mi moka frappé. Me sonrió y no pude más que resignarme a que por

millonésima vez me había ganado.

- ¿Y cuántas te tomaste?

- No sé. Perdí la cuenta. Pero fueron casi puros caballitos. El punto es que como a las tres

pusieron un disco de José José. Y ahí nos tienes, cantando la de “El Triste” y una que me

fascinó. Yo me sentí mareadísima y Joaquín dijo que me llevaba a su casa para que

conversáramos un rato. Ah, si, se llama “Almohada”.

Por eso regreso borracho de angustia, te lleno de besos y caricias mustias…

Se sonrojó ligeramente y comenzó a batir los fragmentos de hielo del café con fuerza. Sorbió lo

poco que quedaba y me miró, ansiosa de que le preguntará qué sucedió. Estaba esperando

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que yo hiciera un movimiento, que la cuestionase, para que su revelación tuviera cierta

justificación. Aguardó durante un par de minutos mi atrevimiento forzado.

- Y… pues… entonces, fuiste a su casa y…

- Sí – me interrumpió, feliz de poder descargar su bagaje emocional en la memoria de alguien

más – llegamos a su casa y nos pusimos a conversar un poco. Luego se me acercó y me besó

el cuello. Y ya así pasó el tiempo y ya hubo un poquito más de acción.

Se sonrojó y me miró con una expresión de confianza incondicional. Bajó la cara. Detuvo su

relato unos segundos.

A veces las palabras sobran.

- Bueno, hubo un momento en que me sacó de onda. Todo romántico. Pero entonces, cuando

estábamos en el sofá, voltea y me susurra algo al oído. Te juro que enseñó el cobre. ¿Sabes

que me dijo?

Negué con la cabeza.

- Pégame unos chivos.

Me quedé anonadado. Obviamente, sabía el significado de la expresión. Entrecruzamos

miradas, sin saber si reír o de qué manera reaccionar. No me habría imaginado tal vulgaridad

profesada hacia Marina por parte de Joaquín. Uno pensaría que alguien que viste normalmente

de traje, corbata y fistol es una persona refinada. Si bien la figura y forma de ser de ella inspiran

las más bajas pasiones, hay maneras más propias de expresar deseos.

Recordé ese célebre “¿y a ti ya te gratinaron el mollete?” que le dirigió un amigo de la

secundaria a una novia que tuve. También recuerdo la patada dolorosa que casi le ocasiona la

prematura pérdida de su descendencia. Sentí ganas de lanzar un puntapié de esa magnitud y

colocación.

- Y… ¿que hiciste? – pregunté, sin resistir a la curiosidad de escuchar los pormenores del

relato.

- Pues… me tuve que enjuagar después la boca con Listerine.

Sonrió.

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Al terminar el café, me pidió que la llevara a casa. Saqué las llaves del bolsillo derecho de mi

chamarra. Nos fuimos. Lloviznaba y el silencio en el auto sólo era interrumpido por el casi

imperceptible golpeteo de las gotas. Debo mandar a arreglar el estéreo. No hablamos durante

el trayecto. Marina parecía demasiado entretenida viendo las luces de los faroles citadinos

como para mantener una plática racional. Luego cerró los ojos y se recostó tibiamente en el

asiento.

Llegamos a su casa. La acompañé a la puerta. Nos despedimos. Debía pasar a donde un

amigo a recoger un suéter que olvidé la semana anterior. Pero antes, sentí la obligación de

telefonearle para asegurarme de que estuviese en casa.

- Oye Marina, me preguntaba si podrías….

No me dejó terminar la frase. Entrecerró los ojos y se rió. Dirigiéndome una mirada que

emulaba ser seria, me dijo:

- Mira, si quieres lo mismo que Joaquín, no se va a poder. Uno, porque estás muy joven

todavía. Y dos, ya tuve mi dosis de la semana.

Abrí la boca, primero por asombro y después en un vano intento por explicar que únicamente

quería usar su teléfono. Ella puso su índice en mis labios, silenciándome.

- Te dije que hoy no – musitó.

Rió alegremente. Agitó la mano y se besó la palma de la mano, como si depositara ahí un

ósculo. Luego sopló el contenido hacía mí. Cerró la puerta frente a mi atónito rostro.

Confundido, bajé las escaleras del edificio. Tuve la extraña sensación de que algo había

pasado. Pero no podía identificar qué paso. En mi mente retumbaba su última frase

Te dije que hoy no

Hoy no.

Robotizado e hipnotizado por ese peculiar indicador temporal, me dirigí sin escalas a mi casa.

Sobra decir que nunca jamás volví a ver o a saber acerca del paradero de mi suéter olvidado.

*

- ¿Tienes algo que hacer mañana por la noche?

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Eran las 2 am. Estaba sentado frente al ordenador. Alejé mi vista del monitor y me froté los

ojos.

- Pensé que ibas a salir con Joaquín.

- Así es. Por eso quiero que vengas

A las 8 de la noche del día siguiente, estaba sentado en el asiento trasero de una lujosa Jeep

blanca. En el lugar del copiloto iba Marina. Ella charlaba animosamente con un hombre bigotón

de chamarra de ante, con indicios prematuros de calvicie, quizá diez o doce años mayor que

yo. Marina llevaba una blusa azul cielo, de manga corta. El pantalón, blanco como el nácar, se

ajustaba cual lycra a su cuerpo. A pesar de siempre expeler sensualidad por cada poro, ese día

era una de las contadas ocasiones en que se había arreglado con especial esmero para lucir

aún más impactante.

Yo, por mi parte, observaba el ir y venir de los automóviles. En las bocinas del aparatoso

equipo de sonido de la camioneta retumbaba un disco de Ministry of Sound que, lejos de

disfrutar, comenzaba a aturdirme. El gordito de mostacho espeso seguía platicando con

Marina, ignorando todas y cada una de las señalizaciones de tránsito. Me sentí aliviado de traer

puesto el cinturón de seguridad.

- Y a ti, ¿qué te gusta tomar?

“Mi amigo va a pagar” fue una de las tretas que ocupó Marina para convencerme de

acompañarla y dejar de lado mis planes.

Dudé durante varios segundos. En mi opinión, la cerveza es lo más fantástico del mundo. Pero

parece que no iba ad hoc con el momento. Así que evalúe todas las posibilidades y me fui por

la que me parecía más segura para romper el hielo.

- El brandy ¿Qué acaso hay otra cosa?

Hice mi mejor sonrisa acartonada. Sobra decir que erré la respuesta.

- Lo que pasa es que a Pancho le gusta el vodka.

Strike uno.

- Oh, perfecto, ¿que tal si compramos un Stolinchnaya?

- A mí me gusta el Absolut – respondió.

Strike dos.

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- Genial, a mí también, ¿ya probaste el Absolut Raspberri?

Lancé la última pregunta en un fútil intento de salvar la empatía con un poco de mi escaso

conocimiento en coctelería.

- Absolut Azul – gruñó

Strike tres.

Me hundí en el asiento, mientras Pancho y Marina retomaron su conversación.

No dije palabra alguna hasta que llegamos.

- Joaquín me dijo que nos alcanzaba aquí

Entramos al Cliché. Así se llama el bar. O lounge, tal y como Pancho me corrigió. Las paredes

eran completamente blancas y resplandecientes gracias a la ligera iluminación de unos focos

azules. De fondo, bossa nova, extrañamente combinado con ritmos electrónicos. Podría casi

jurar que era Antonio Carlos Jobim. Se respiraba estilo por todos lados. Incluso los meseros

parecían tener más garbo y mejor guardarropa que el mío. Nos sentamos alrededor de una

curiosa mesa hexagonal de vidrio. Nadie baila. Nadie habla. Parecería que, inmersos en esa

nívea esfera asfixiante, nos limitaríamos a beber.

Ponerle Cliché a un bar es un cliché.

Había una multitud de hombres engalanados con traje, dispersos por todo el lugar. Algunos

parloteaban frenéticamente de negocios prósperos y sueños de poder. Otros iban

acompañados de mujeres despampanantes, sacadas de pasarelas europeas o catálogos de

moda. Carteras rebosantes, esclavas de oro, pendientes de diamante, escotes pronunciados.

Creó que inclusive el aire que respirábamos era de importación.

- Ya quita esa cara. De seguro regresarán el año que viene.

Traté de fingir una sonrisa, pero el triste resultado fue una mueca. Había rehusado ir a un

concierto de Jarabe de Palo. Mariana encendió un cigarro, Rehusé tomar uno. No me gustan

los Capri. Me sentía incómodo. En mi mente, tarareé las canciones que me estaba perdiendo

por no asistir.

Como quieres ser mi amiga, si por ti daría la vida….

De golpe, una horda de treintañeros se dejó venir hacia nuestra mesa. Saludaron efusivamente

a Pancho y Marina. Uno que otro no perdió la oportunidad de asirla de la cintura o de la cadera.

Me presentaron individuos cuyos nombres olvidé prácticamente tres segundos después.

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Supongo que ellos recordaron el mío por si llegase a ser necesario solicitarme el encendedor,

servir una bebida, o hacer un brindis ocasional.

Las horas transcurrieron y tanto las botellas como el agua quina comenzaron a escasear.

Cometí la osadía de pedir una jarra de jugo de uva, la cual permaneció casi intacta por el resto

de la velada, salvo por ocasionales chorritos que Marina vertía en su vaso de manera solidaria.

“Lo siento, No voy a poder ir. Me siento mal, creo que tengo gripe. Besos guapa. Joaquín”

Desde el preciso momento en que cómo se descomponía la expresión de Marina al ver la

pantalla de su celular, pude adivinar que algo malo ocurría. Explotó en una sarta de insultos

iracundos y rabiosos. Nunca había visto a alguien tan enojado por un pequeño resfriado. La

escuche mientras se desahogaba, para después empinarse tres vasos seguidos de vodka puro.

Se sumergió en la desesperación, y se aferró de mí, abrazándome cual náufrago a un

salvavidas.

- Bueno, no vino ese desgraciado pero ¿y qué? Por lo menos nos divertimos.

El aspecto desaliñado que la leve ebriedad le otorgaba la hacía lucir tremendamente sensual.

El cabello cubriéndole las mejillas y ese botón abierto de más en su blusa incrementaban

prominentemente su sex appeal. Si bien mi idea de diversión dista mucho de pasar una noche

en un lugar tan inmaculado que requiere movimientos precisos y protocolarios en compañía de

treintañeros snob, una simple sonrisa sincera y la cabeza de mi carismática y escultural amiga

recargada en mi hombro lo compensó todo.

- Me debes una – le dije.

Marina sonrió ante mi intento de amenaza. Parece que se dio cuenta del descomunal esfuerzo

que hice para sobrellevar esa noche.

- Perfecto, la próxima vez tú decides para dónde ir. Tú di rana y yo salto.

- Te tomo la palabra, será en dos semanas.

- Y ¿a que lugar?

- No te preocupes, ya lo sabrás.

*

- Sube. Dejé el portón abierto. No se te olvide cerrar.

Salté por los escalones rápidamente hasta llegar al último piso. La puerta estaba entreabierta.

No tener vecinos tiene sus ventajas. Sobre todo viviendo en un penthouse tan hermoso.

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- Ponte cómodo. Si quieres hay unas revistas en mi cuarto. Y porfa, pon el disco de Sixpence

¿no? Yo me doy un baño rapidísimo, no me tardo.

Marina me dirigió una última mirada antes de entrar al baño, toalla en mano. El golpeteo de las

gotas irrumpió en mis oídos. Tardará máximo media hora, pensé, y por reflejo vi hacia mi

muñeca desnuda. El reloj se rompió la semana pasada.

Me levanté del sofá multicolor, adornado por cojines de interior granulado. Uno con forma de

lagartija me pareció chusquísimo. Caminé hacia la puerta que confronta a la del baño y giré el

pomo. Entré.

El sol se filtraba por las blancas persianas al mismo tiempo que yo leía un artículo de en el

Letras Libres. Marina compra revistas de ese tipo. En las paredes de la habitación había una

gran cantidad de afiches varios. Junto a una fotografía en blanco y negro de Al Pacino en

‘Scarface’, estaba el más interesante de todos: la ‘Composición V’ de Kandinsky, colgada en la

pared, fina y perfectamente aprisionada por un marco de carey. Cine y pintura. La combinación

ganadora.

There she goes, there she goes again…

Coloqué el compacto dentro del reproductor y subí todo el volumen para que el sonido

alcanzase la regadera. Me recosté sobre el suave colchón, no sin antes desprenderme de mi

calzado y mi gorra, dejando libre al fin mi alborotada y desaliñada cabellera. Tomé entre mis

manos el libro que se encontraba sobre su buró. Ciudades Perdidas de José Agustín. Me

quedé absorto en la lectura durante poco menos de veinte minutos.

El cuarto de Marina es muy peculiar. Hay repisas cargadas de libros de arte, novelas, revistas y

uno que otro inclasificable. De un lado, está un Nacional Geographic aún dentro de su

empaque plástico. Por otra parte, una montaña diminuta de Cosmopolitan. Contrastante. Un

zapatista de tela observa desde el borde de una taza navideña. Un pila de películas de todos

los géneros y tipos se yergue casi imponente. Bajo el televisor, en un entrepaño, está un

PlayStation 2. No la imagino jugando. Seguramente está condenado a reproducir

incesantemente los filmes durante las soporíferas y tediosas tardes de aburrimiento.

- Y bien, dime, ¿cuál de las dos debo ponerme para esta ocasión especial?

Marina me miraba sonriente y fijamente. En la mano izquierda sostenía una playera tipo polo,

Lacoste color rosa pálido; en la otra llevaba una ajustada playera Abercrombie amarilla, de

aspecto maltratado. Ahora resulta que vestirse bien implica vestirse mal. Me quedé

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ensimismado, observándola. No era para menos. Cuando alcé la vista del libro para

responderle, vi que me cuestionaba acerca de su indumentaria ataviada únicamente con su

ropa interior.

Su escultural e impresionante figura se encontraba frente a mi, separados a lo sumo por metro

y medio. Su semidesnudez era impactante. Sus senos eran firmes y contrastaban radicalmente

en tamaño con su reducida cintura. Tenía diminutas pecas en el pecho, una constelación de

estrellas que salpican el espacio. Los músculos de la cintura se veían fuertes y marcados

gracias a la rutina severa del gimnasio. Sus piernas, torneadas y alargadas, lucían poderosas y

a su vez inimaginablemente hermosas. Un aura rodeaba su figura, como una musa, como un

ángel. Simplemente no podía despegar mi mirada de ella. Inmediatamente lo notó.

- Soy 32-C ¿sabías? Toma eso en cuenta para cuando me regales algo.

Tragué saliva.

Enrojecido y maravillado, solamente alcancé a asentir.

Ella me dedicó otra sonrisa.

Pícara.

- ¿Qué te pasa, por qué te ruborizas? ¿Quieres que te las muestre?

En ese instante se me acercó. Abalanzó su cuerpo sobre el mío. Se situó a gatas, poniendo

sus brazos en la cabecera de la cama y dejando su rostro escasamente a centímetros de mi

cara. Estiró un brazo hacia el buró, hurgando con la mano en el cajón. Sacó una caja y, antes

de que pudiera verla, la agitó en mi oído. Me sonrió de nuevo. Era una cajetilla de cigarros. Se

levantó. Me miró, lanzó la cabeza hacia atrás y soltó una sucesión imparable de carcajadas.

Yo, por mi parte, permanecí atónito e impactado.

Entonces caí en cuenta.

- Debiste ver tu cara. ¿Qué pensabas: esta ingenua ya me las enseñó? Te equivocas mi rey.

Carcajadas de nuevo.

No me moví, seguía sobre su cama, con un extraño sudor frío en la frente.

Parpadeé.

Poco a poco me fui recuperando.

Me había engañado.

Había caído por completo.

Me limité a sonreírle.

De pronto, me vio fijamente, y mordiéndose el labio, me dedicó un pequeño golpe de gracia.

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- ¿Estás pensando lo mismo que yo?

Yo seguía pensando millones de posibilidades. Todavía no podía desprender la mirada de ella.

Se puso una playera anaranjada que compró en el Festival Cervantino y un viejo short blanco

con el que a menudo jugaba tenis. Prendió el televisor y colocó un videojuego en la consola.

Después de un par de horas de jugar Grand Theft Auto, tomó una película al azar de su amplia

colección. Se recostó junto a mí, poniendo su espalda en mi pecho y dejándome percibir el

suave aroma de su cabello.

Volteó a verme, con un dejo indescifrable en la mirada. Bien podía ser una felicidad

melancólica o una tristeza alegre. Me fue imposible identificar cuál de las dos habitaba en el

interior de sus pupilas.

- Gracias por venir hoy – se limitó a decir.

Cerró los ojos y apretó mi mano.

Pasamos el resto de la tarde dormidos.

- Feliz cumpleaños – respondí, antes de que caer rendido también en los brazos de Morfeo.

*

- ¿Ya estás lista?

Me encontraba en el vilo de la puerta.

- Ya casi, ya casi

Salió a recibirme y me dio un par de besitos en la mejilla. Me sonrió con su rostro iluminado,

angelical, increíblemente bello a pesar de la carencia total de maquillaje. Lucía ligeramente

amodorrada.

- Me quedé dormida, perdón

Hizo su mejor cara de suplicio e inmediatamente se rió. Traía un pants gris con vivos en rosa y

una playera blanca lo suficientemente corta como enseñar su diminuta cintura. Su largo cabello

morado amarrado con una liga y esos ojos avellana con expresión adormilada eran irresistibles.

Aún más gracias al hecho de calzar pantuflas de perrito.

If you’re willing to change the world, let love be your energy…

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- ¿De que lo quieres? – gritó desde la cocina lo más fuerte que pudo, dado que se reproducía

un disco de Robbie Williams a un volumen bastante alto.

Fresa.

Chocolate.

Difícil decisión.

Marina sostenía un par de botes de medio litro de Haagen-Dazs. Me lanzó el de fresa.

Corriendo, lanzó las pantuflas hacia su cuarto, tomó una toalla y se metió al baño. Segundos

después, el ruido del agua chocando contra su cuerpo se apoderó del ambiente.

Déja – vu.

Esta vez me fui hacia la terraza.

I know some have fallen on stony ground, but love is all around…

La vista desde su departamento no es privilegiada. Ubicado en un cuarto piso, uno supondría

que el paisaje se debe apreciar en todo su esplendor. Pero no es así. A lo sumo, uno divisa un

par de edificios color ladrillo. Una parvada descomunal de palomas, unos cuantos tendederos

con ropa y el cielo tornándose oscuro, con una hermosa combinación naranja con violeta

Violeta como sus cabellos.

Últimamente no he podido sacarme a Marina de la cabeza. Siempre está presente. Su sonrisa,

su cuerpo, sus ojos. Sus labios, naturalmente pintados de un sutil rosado. Su gracia angelical,

candorosa y bendita, y a su vez, esa picardía. Travesura e ingenuidad combinadas en una sola

persona.

And I feel that love is dead, I’m living angels instead…

No se cuánto tiempo pasé escudriñando la bóveda celeste, observando cómo las estrellas

aparecían lentamente. La oscuridad comenzaba a abrazar las construcciones, mientras las

sombras hacían acto de presencia. Y yo no dejé ni un momento de pensar en ella.

Cada minuto.

Cada hora.

Cada día.

Siempre.

- ¡Listo! Perdón por la tardanza

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Volteé y la vi, más preciosa que nunca. A pesar de simplemente llevar puesta una playera color

vino, una chamarra de mezclilla y una falda negra por encima de la rodilla, lucía impactante.

Impresionante. Extraordinaria.

If there’s somebody calling on me, she’s the one…

Nos tomamos de la mano. Me sonrió, con esa franqueza que sólo ella es capaz de transmitir.

Apagamos todo. Música. Luces. Y salimos hacia la impredecible noche.

- ¿Entonces, qué pasó? – pregunté mientras sostenía firmemente el volante.

- Pues te digo, ya estoy cansada de él. Lugar al que vaya, lugar al que me va a buscar. Sí lo

quiero, pero es muy posesivo. Ya por eso tronamos como cuatro veces. Ay, no sé, neta que ya

hasta perdí la cuenta. Y más con el otro chocándome con que ya le dé una respuesta.

- ¿Y ya tienes planeado lo que vas a hacer?

Cambié a tercera.

- No, te digo que no sé. Lo único que quiero ahorita es divertirme. Ya estoy harta de los dos, te

lo juro. Otra vez tuve que apagar el celular para que no me encuentren. Uno, necio con que

regresemos. Ya ni sé que es lo que siento por él.

- ¿Y Joaquín?

Desaceleré para dar vuelta a la derecha.

- Tampoco sé que va a pasar con él. Todo el tiempo trabajando y sólo por las noches pasa a

verme. Sí, admito que es fantástico y medio me enloquecen los hombres de traje, pero hasta

ahí. Rafael es otro caso. Me enamoré de él, pero no quiere que haga nada sin consultarlo con

el primero. Lo odio por posesivo y ególatra. A veces parece que nada más me quiere para

presumirme.

Metí cuarta. Llegamos a un tramo recto bastante largo. Aún restaban como veinte minutos de

camino.

- Al día siguiente de mi cumpleaños, Rafa me llevó a cenar a un restaurante italiano. Se portó

super lindísimo. Luego en la noche salimos a bailar y otra vez sentí la punzadita esa, cuando

amas a alguien. ¿Si sabes cuál?

- Sí – respondí.

Percibía esa sensación cada vez que la veía disimuladamente.

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- Bueno, cuando regresé, tenía como mil mensajes en el celular, todos de Joaquín. Se enojó

como no tienes idea. Es que quedamos de salir esa noche. Y entonces yo me molesté con él.

¿Te acuerdas que según tenía gripe? Luego me enteré que se salió con unas viejas de su

trabajo. No se vale, ¡caray!

Mientras manejaba, continué escuchando todos y cada uno de los reclamos de Marina.

Vociferaba, manoteaba, acompañaba cada frase con un ademán distinto.

Es cierto que las mujeres lucen más guapas cuando se enojan.

Desvié la mirada hacia la guantera. Dentro había algo muy especial. Hoy por la mañana había

ido a verme mi padre. No lo veo muy seguido, si acaso una vez o dos al año. Habló conmigo,

pero nos comunicamos en canales diferentes. Me soltó un fajo de billetes, pensando que con

eso compensaría los años perdidos. Invertí bien el dinero

El regalo de cumpleaños de Marina.

En cuanto llegamos, saqué la pequeña cajita negra de la guantera y la metí en el bolsillo de la

chamarra. Yo la rodeaba con el brazo, atrayéndola hacia mí y robando la mirada de todos los

hombres. Marina me tomó de la cintura. Sonrió y recargó su cabeza un poco. Entramos.

Los acordes de la guitarra corrían raudamente por el aire hasta depositarse en nuestros

tímpanos. El lugar estaba atestado. Es uno de esos pequeños bares de trova, donde los

enamorados conviven melosamente y los abandonados cantan hasta caer en la inconsciencia.

Las pequeñas mesas redondas, rodeadas de sillas altas de madera, se encuentran distribuidas

por todo el sitio sin algún orden aparente. El caótico confluir de la gente, el dulce arpegio del

requinto y las cubetas de cerveza dotaban al sitio de un toque mágico, especial. Tome la mano

de Marina y la apreté. Ella volteó, me dedico una de sus indescifrables miradas y me sonrió

tímidamente. Podría jurar por un segundo que se hallaba extrañamente intimidada.

No me pidas ser tu amigo porque hay cosas en mí que este día no entiendo…

Nos sentamos frente a frente. Ordenamos un par de cervezas. Ella, una clara. Yo, mi

inseparable cerveza oscura. Nos sonreímos y platicamos. Vida, sueños, futuro. Yo no dejaba

de imaginarla a mi lado por siempre. Mientras tanto, Marina seguía desahogándose, dando

ocasionales sorbos a aquella cerveza que nunca terminó. Tenía la mirada vaga, perdida.

Ausente.

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Un amigo te diría que todo marcha mientras se muerde los labios…

Calladamente, frías gotas emergieron de lo más profundo de su alma, humedeciendo sus ojos.

Lentamente, las lágrimas cristalinas comenzaron a descender por sus mejillas. Bajó la mirada y

se secó rápidamente con el puño de la chamarra. Cuando alzó la cara, me dedicó otra de sus

francas sonrisas. Yo estaba perdido, hipnotizado por su belleza, demasiado ensimismado como

para notar lo que segundos atrás había pasado.

Que para mí sólo seré un extraño en paz que nunca te dejó de amar.

Transcurrieron las horas. Cada vez que intentaba abrazarla, tiernamente se sacudía,

alejándome de su lado. Ya no podía vivir sin ella. Ella me observó con una mirada penetrante,

sus pupilas escudriñando las mías. Transmitía una tristeza iracunda, una rabia melancólica. En

ese momento, hice lo que me parecía más sensato.

- Te amo – le susurré al oído, besándole el cuello inmediatamente después.

Atónita, se alejó un poco. No alcancé a leer la negación que se formó en sus labios. Justo

cuando metí mi mano en el bolsillo, el trovador terminó de tocar y todos aplaudieron. Marina se

apresuró a levantarse a vitorear. La tomé del antebrazo y la así fuertemente.

Ella volteó y me miró fijamente, comunicando en silencio algo que no quería o podía

comprender.

Giró, y se fue, abandonándome.

- Estoy hasta la madre de ti, eres un hipócrita. No te quiero ver de nuevo.

Marina estaba frente a mí, a la lejana distancia de tres metros. Había un abismo entre los dos.

- ¿Por qué? Eres como los demás, creí que serías diferente – musitó.

Sus labios temblaban. Sus puños, cerrados con una rabia impresionante, se enrojecían ante la

presión. El viento agitaba sus cabellos, que debido a la noche que nos envolvía, se veían

negros. La lluvia comenzaba a precipitarse sobre nosotros, cada vez con mayor fiereza.

- Pero, yo no quería, yo…

Me quedé callado, inexpresivo. El gélido céfiro nos separa como una barrera invisible.

Indestructible.

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- Entonces, dime, ¿qué es lo que quieres? – vociferó retadoramente.

Se me quedo viendo con esa mirada penetrante, esos ojos fijos en mi mirada. La lluvia seguía

cayendo incansablemente. Las gotas empapaban su cabello y corrían por sus hombros. Las

lágrimas se confundían con el agua que las nubes manaban. Silencio y estruendo, ambos

conjugados aquella tarde, mientras los dos nos confrontábamos.

Quietud.

- Sólo quiero ser tu ángel –respondí

Ruido.

- Lo siento, Reynaldo, los ángeles no existen

Lluvia.

Se dio la media vuelta y caminó hacia la lejanía.

Se fue.

El agua calándome los huesos. Sus palabras, mi alma.

El cielo dejó de llorar por unos segundos.

Yo apenas comenzaba a hacerlo.

*

- Esto puede ser considerado secuestro, te aviso

Marina me vio fijamente. Su voz sonaba imperativa, muy seria. No había rastro alguno de

broma en su última frase.

- Tú accediste a venir – le respondí tajantemente, sin perder la carretera de vista.

Después de aquella fatídica noche, perdí contacto con ella durante una semana. Extrañamente,

nunca estaba en casa. Tampoco es que la haya buscado con especial ahínco. Necesitaba

despejar mi cabeza, aclarar mis sentimientos.

¿En qué había errado? No lo sé. La confusión nublaba mi criterio. El regalo de Marina quedó

olvidado en la guantera del auto, junto con mis trizadas ilusiones y mis pensamientos rotos.

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Una mujer sabe perfectamente cómo agradarle a un hombre. Sabe activar los mecanismos

necesarios para atraerlo. Una abertura en la falda, un escote más o menos revelador, un aura

de misterio, un par de sonrisas, una forma coqueta de caminar. Pero no existe un manual para

el sexo masculino. Mientras ellas flirtean, nosotros inventamos artilugios, conquistamos países,

escalamos montañas. ¿Realmente creen que nos gusta hacer eso? Lo hacemos por captar su

atención.

Los hombres abocamos nuestra vida a cumplir sus sueños.

Cumplir sus sueños.

“¿Sabes?, creo que deberíamos ir juntos”

Francia.

Esa era la respuesta: llevarla a Francia.

Pero ¿cómo?

- Ni se te ocurra venir para acá, te juro que si te veo te rompo la cara, ¡imbécil!

Me colgó.

Al día siguiente, casi a las nueve de la mañana, tomé el teléfono. Sorpresivamente, la primera

vez que marqué me contestó. Antes de que pudiera decirle nada, me vociferó y amenazó.

Eso es una buena señal. Significa que está en casa.

Subí a mi auto con una improvisada mochila, cargada de un par de playeras, ropa interior y un

suéter. Metí un estuche repleto de discos. Había aprovechado esa semana sin Marina para

mandar a arreglar el estéreo. Pasé rápidamente a cargar el tanque, compré un poco de víveres

en la tienda y me lancé hacia su casa, rogando porque ella aún estuviese ahí.

- ¡Que carajo haces allá abajo! – gritó desde la ventana

- Baja, por favor – supliqué desde la planta baja

- ¡No! ¿Por qué habría de hacerlo?

- Porque me voy a quedar aquí hasta que bajes

-¡No! – se aferró a su idea.

Extrañamente, no había cerrado la ventana. Seguía asomada, observándome.

- Aún no tiras nuestro cuadro – dije, como último recurso.

Me vio, con una fusión de furia pero un extraño dejo de angustia.

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Funcionó.

Maldita sea - debió exclamar al darse cuenta que la conozco mejor que nadie.

En cuanto bajó, abrió la puerta y se puso delante de mí, desafiante. Justo cuando abrí la boca,

me soltó un puñetazo. Físicamente no me dolió en demasía. Me cortó ligeramente y un

imperceptible hilo de sangre corrió por mis comisuras. Me quedé ahí, impasible.

Por un momento, parecía que Marina tambaleaba, dudaba. Seguía mostrando esa careta dura,

áspera, casi cruel. Pero sus hermosos ojos avellana siempre la han traicionado.

- ¿Quieres venir conmigo? – dije, extendiéndole la mano.

Subió al auto sin hacer ninguna pregunta.

- ¡Estás loco! ¿Cómo que me vas a llevar a Francia?

Asentí.

Rió sarcásticamente. Se cruzó de brazos y comenzó a observar el paisaje citadino que iba

tornándose cada vez más rural. Casas de adobe, silos, vacas. La carretera surcaba las

montañas. Ninguno de los dos hablaba. Marina jugueteaba con el cinturón de seguridad, leía

algún volante que estuviese dentro del auto y posteriormente lo convertía en avioncito de papel.

Para combatir el silencio durante el trayecto, puse algunos discos.

Soda Stereo. La Historia

- Eres un estúpido, ¿lo sabes? ¿Por qué me dijiste eso? ¿Por qué? Yo no quería echar a

perder nuestra amistad. No se puede, digo, tú tienes cuatro años menos que yo. ¡Cuatro años!

¿Por qué Rey? Se me hace que ni lo pensaste. Te juro que me sacó horrible de onda. ¡Mínimo

respóndeme! Ay, te juro que te odio. Te odio. No sé ni porque vine contigo.

Coldplay. A rush of blood to the head.

- Las cosas no iban nada bien. Joaquín se acababa de enojar conmigo y Rafael ya sabes como

se pone. Y luego tú, llegas a echarlo a perder todo. Te tenían que salir las hormonas de

chamaco. Si bien que lo tenías planeado ¿verdad? El lugar, con trova y toda la cosa. Pero yo

no soy de romance y cancioncitas. ¿Te acuerdas que te conté del tipo ese que me dio serenata

y que lo mandé a la goma? Te salió lo novato, en serio.

The Cranberries. Wake up and smell the coffee.

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- Te juro que me sentí super sola toda la semana. Es que ya sabes que soy bien orgullosa.

Pero eso sí, acuérdate que tú fuiste el que metió la pata. Y yo toda histérica, más con Joaquín

molestando a cada ratito. Pero fíjate que me enteré que anda con una babosa de su trabajo. Sí,

sí, ya sé que lo agarré de juego, para divertirme. Pero no se vale. Luego que regresemos de tu

Francia, lo mando a freír espárragos. ¿Todavía falta mucho Rey?

Manu Chao. Próxima estación: Esperanza

Ya lo de Rafael ya terminó. Me rompió el corazón, pero era muy intoxicante la relación. Lo

bueno es que medio acabó bien. No le he hablado desde hace buen rato. Fue un par de días

antes de nuestra pelea. La neta es que perdón. Estaba destrozada. Tienes que comprenderme.

Pero tú también tienes un montón de culpa. Para que veas que no soy rencorosa, te perdono.

Que bueno que te tengo de vuelta, tú siempre me has sabido escuchar. Me tuve que regresar

toda empapada en el taxi. Y luego que son bien indiscretos los conductores, todo el tiempo se

la pasaba viéndome. Casi chocamos. Quiero ver para donde me llevas. Me cae que nomás me

quieres raptar. Siempre has estado bien loco. Te confieso algo: me dio un buen de cosa tirar el

cuadro. La verdad es que deberías sentirte bien de que te perdono. Bueno, yo también exageré

pero ya pasó ¿no? Que bueno que todo se arregló. ¿Oye, y no podemos parar a comer algo?

Ya llevamos muchísimo tiempo en el auto, ya hasta se me durmieron las poquitas.

Nos detuvimos en el primer pueblito que vimos.

Después de la tormenta, viene la calma

- ¿Y dónde carambas queda Montman... eso? – le pregunté

- Montmartre. Pues, en Francia – me respondió.

Una boteresca señora de gruesos brazos, facciones endurecidas y cabello azabache daba

vueltas a las quesadillas que habíamos ordenado. Un par de moscas gordas revoloteaban

cerca del bote de la salsa verde. Enclavados en un pueblo sin nombre, estábamos sentados,

uno frente al otro.

- Has de cuentas que allí se encuentran los mejores cafés y restaurantes de toda Francia. Te

sientas y un pintor llega a retratarte. Tomas tu café y sales a pasear por las calles, viendo el

paisaje o a la multitud de artistas.

La señora nos pasó nuestros alimentos en sendos platos de plástico. Nos dio trozos de papel

estraza a manera de servilletas. Justo después de que hubo dado la primera mordida a la

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quesadilla de chicharrón con champiñones, prosiguió. Debo admitir que hablar con la boca

semillena no le restó ni un gramo de gracia angelical.

- Por ahí se encuentra la Catedral de Sacre Coeur. Dicen que es bellísima. En las fotos que he

visto luce imponente, con su blanca arquitectura y sus jardines. Además, en la cima de

Montmartre se encuentra el famosísimo Moulin Rouge.

Recordé la película, esa en la que sale Nicole Kidman y ese actor que da vida a Obi-Wan

Kenobi. No recordé su nombre.

- Se llama Ewan Mc Gregor. ¿Sabes? No todos somos fanáticos de la Guerra de las Galaxias.

Sonrió. Sabía que esa clase de comentarios me hacen enfadar. Pero no hoy. No viniendo de

ella. Menos estando en un pueblito enclavado en la nada, a muchos kilómetros de casa.

Estábamos ahí, sentados bajo el sol abrasador, la tolvanera de polvo y el calor agobiante. Pero

felices. Nos teníamos el uno al otro y una quesadilla para domar al hambre.

- Pásame uno ¿no? – le dije, estirando la mano.

Sujetó el envase con su delicada mano y me lo hizo llegar, no sin antes destaparlo. El cuerpo

demanda líquido. Lo exigía. Puse la boquilla de la botella en mis labios y bebí la mitad de

golpe. A veces se me olvidan los buenos modales.

- Te apuesto lo que quieras a que no hay nada más delicioso que el Boing de fresa. – le dije.

- ¿Estás seguro? – me sonrió maliciosamente - ¿lo que quieras?

-Si, lo que quieras.

Me vio fijamente. Alzó la mirada, pensando, mientras mordisqueaba ligeramente su labio. Se

me acercó. Sonrió y, acto seguido, me plantó un beso. Fue largo, salvaje. Tomó mi cabello

mientras me besaba y lo estrujó entre mis dedos. El calor de su boca inundó todo mi ser y los

malabarismos de su lengua me elevaron por sobre las nubes. Cuando retiró sus labios de los

míos, me dedicó una mirada de complicidad y una sonrisa tímida. Su fleco, color violeta a

causa del reflejo del sol, caía en su frente. Regresó a su asiento y me volvió a observar para

después clavar los ojos en el piso.

- “Ejem… bueno. Aparte de eso, por supuesto” – dije, esbozando una sonrisa que ella

correspondió. Me había ganada la apuesta. Y yo, me encontraba increíblemente feliz de haber

perdido. No cruzamos palabra. A la par que las quesadillas fallecían en nuestros paladares, un

silencio nos rodeaba.

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Un silencio alegre.

- ¡Ya sé donde estamos!

A la lejanía, se asomaba un resplandeciente puerto. Las construcciones eran en su mayoría

blancas. Los buques navegaban, las lanchas descansaban apaciblemente. Un mercado de

artesanías repleto de miles de chucherías. Llaveritos, destapadores, bolígrafos. Una exposición

de arte improvisada, donde un ancianito se empeñaba en vender cuadros de sandías y

bodegones. Un vendedor de raspados, tocando alegremente su campana. Turistas y más

turistas, yendo y viniendo por doquier, ataviados de playeras holgadas, pantaloncillos cortos y

huaraches. Un albeo y cosmopolita lugar aparecía frente a nosotros.

- ¡Es Veracruz! – gritó, volteándome a ver con los ojos increíblemente abiertos

El sol amenazaba iba disminuyendo su poder, amenazando con pronto tornarse anaranjado,

para dar paso al crepúsculo. Aún eran las cinco y media de la tarde. El aire de la costa se

respiraba ligero, agradable.

- No – corregí a Marina – fíjate bien.

Marina escudriñó exhaustivamente el lugar.

Los cafés. Los restaurantes. La blancura y resplandor. La galería de arte improvisada. La

gente. El albedrío.

Antes de que pudiera exclamar, la observé sonriente y afirmé.

- Sí, es Montmartre

.

Me tomó de las mejillas y me plantó un hermoso beso en la frente. Me dedicó aquella sonrisa

repleta de franqueza que por un momento pensé que había perdido.

*

- Gracias por todo – dijo, recargando su cabeza en mi pecho, mientras yo jugueteaba con su

resplandeciente y húmedo cabello. El sol lo hacía lucir, dotándolo de ese peculiar tono morado.

La hamaca oscilaba de un lado a otro, mientras nosotros perdíamos nuestra vista en la

vastedad del apacible mar. Sentía todo el peso de su cuerpo recargado sobre el mío.

Estábamos abrazados. Unidos.

- En verdad que este es el paraíso – me dijo mientras sostenía mi mano.

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Los dos últimos días habían sido increíbles. Inolvidables. Recorrimos todos los puntos de

Francia. Nuestra Francia. De pronto, el Malecón de Veracruz se convirtió en Montmartre.

Recorrimos todas las calles, imaginando parajes de la ciudad Luz. El Acuario se convirtió en

nuestro improvisado Louvre, y las maravillosas criaturas acuáticas fungieron como las más

grandiosos obras de arte. Reímos, bebimos y disfrutamos.

E incluso, por la noche, fuimos a nuestro Moulin Rouge de petate.

Mesa, mesa, mesa que más aplauda, le traigo, le traigo a la niña…

Cansados, en la madrugada, llegamos a un hotel barato. El cuarto sólo tenía una cama. Marina

llegó completamente ahogada, tambaleándose. La arropé y le besé la frente. Se durmió

inmediatamente. Me senté en una silla y pasé el resto de la noche observando descansar a mi

ángel de melena violeta.

A la mañana siguiente, partimos hacia la aventura. Después de manejar un par de horas,

llegamos a una pequeña iglesia inmaculada, nívea. La puerta lateral tenía una leyenda, y al

acercarnos a leerla, no tuvimos más remedio que sonreír.

“Aquí descansa el Sagrado Corazón de Jesús.”

Sagrado Corazón.

Sacre Coeur.

Eran las diez de la mañana y el alcohol había hecho estragos en nuestro organismo. Marina

lucía una playera mía, ya que debido a las circunstancias, no traía ninguna muda de ropa.

Admito que su sensualidad no tiene nada que ver con la vestimenta que traiga encima. La sed

y el hambre nos agobiaba, así que caminamos hacia el puesto frente a la pequeña Catedral.

- Te prometí Francia – le dije, guiñando el ojo – vino incluido.

Nos dieron pozol.

Compré aquella bebida extraña, compuesta de masa con cacao,. Marina sujetaba con sus

manos el vaso de unicel y miraba con cierto desgano el contenido color grisáceo. Lo bebió con

muecas de repugnancia en el rostro, pero al instante en que el líquido hizo contacto con sus

deliciosos labios, su expresión cambió. Pidió otros tres vasos más.

Manejé hacia la costa. En el camino, nos detuvimos en una casucha de madera que vendía

pelotas de plástico, flotadores y demás accesorios. Compramos trajes de baño. Marina lucía

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impactante en tan diminutas ropas, no obstante la extraña combinación rosa mexicano con

verde limón del bikini. Se cambió en el asiento trasero del auto.

Dios bendiga los retrovisores.

Llegamos a Paraíso, un municipio enclavado en Tabasco. Ubicamos una playa y nos lanzamos

a nadar. La expresión ‘como un pez en el agua’ adquirió nuevo significado.

Marina en la mar.

- Pero, ¿y la torre Eiffel?

Entre mis planes estaba llevarla a una plataforma petrolera, ya que es lo más parecido a una

torre. Pero el lanchero nos habló de los riesgos del inclemente mar abierto y decidimos mejor

tirarnos en una hamaca a disfrutar del atardecer. Mis brazos alrededor de su cuerpo y mi alma

fusionada con la suya.

- No importa Rey – me dijo Marina tocando mis labios con la yema de sus dedos – en serio no

importa.

Decepcionado, observaba al sol ocultarse tras el mar, ahogándose. Atrás habían quedado las

peleas, los rencores, los malentendidos.

Nada de Rafael.

Nada de Joaquín.

Sólo Marina y yo.

No había rastro alguno de aquella fatídica noche de pelea.

Ningún rastro, salvo…

¡El regalo!

Emocionado, di un respingo que nos tiró a ambos sobre la tibia arena. Marina cayó sobre mí.

Nuestros rostros quedaron frente a frente. La sujeté de la cintura, asiéndola como si quisiera

que nunca se quitara de ahí. Ella puso sus brazos alrededor de mi cuello. Nos besamos

fogosamente, durante largo rato, recorriendo nuestros cuerpos con las manos, sintiendo

texturas y calores.

- Ábrelo – dije, dándole la pequeña cajita negra.

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Corrí hacia el auto y saqué el regalo de la guantera. Estaba ahí, inerte, esperando que cumplir

su cometido. Marina lo recibió, y con la curiosidad de una niña ante los regalos de Navidad,

lentamente abrió el enigmático paquete.

- Te la prometí, ahí la tienes – sonreí.

Las casualidades no existen, sólo las causalidades.

Vi un par de lágrimas brotar de sus ojos. Limpias como dos pequeños diamantes e igual de

valiosas. Lo tomó en sus manos y me miró fijamente con sus encantadores ojos avellana, tan

transparentes que podía verme reflejado en ellos.

La torre Eiffel.

Una pequeña torre Eiffel de plata.

Su regalo de cumpleaños.

El manto nocturno cubrió la bóveda celeste. A la luz de la luna pálida, el dije de plata brillaba en

su pecho. Sentados en la arena, arrullados por el cadencioso golpeteo de las olas, nos

quedamos observando las estrellas. El frío comenzaba a hacer acto de presencia. Nos metimos

a la cabaña a pernoctar.

Esa noche, ninguno de los dos durmió.

Había demasiados sueños que cumplir.

Despertamos juntos, al alba, extrañamente descansados. Yo supuse que despertaría más que

exhausto, pero me sentí lleno de energía. Vivo. Al levantarse, Marina me dedico esa sonrisa

característica. Pasó su mano sobre mi alborotado cabello. Me besó y nos abalanzamos

mutuamente. Una y otra vez.

Partimos de la cabaña hasta bien entrada la tarde.

- ¿Y qué pasará ahora? – preguntó Marina, con los ojos fijos en la carretera.

- No lo sé – le respondí.

- No importa – me dijo, tomando mi mano sobre la palanca de velocidades - siempre tendremos

París.

Au revoir.

El regreso a casa fue desconcertantemente más corto que el trayecto de ida.

*

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Me despierto con el aliento a tacos al pastor todavía. Sobre el buró, un par de billetes y muchas

monedas de lo que el día anterior había sido un billete de quinientos pesos. Apenas ayer,

acababa de tomar un café con Marina, tal y como antes hacíamos.

Me levanto y me tomo un duchazo rápido. Me pongo unos pantalones de mezclilla y una

playera negra. Debo llamarle. Quizá le apetezca ir a comer a algún lado o salir al cine. Tengo

que ir al taller a recoger el auto.

Tomar taxis sale bastante caro.

Al regresar, ubico algo que no estaba a mi partida. Un rectángulo, cubierto de papel ocre.

Rasgo el papel y ahogo un pequeño grito.

Composición V.

Nuestro cuadro.

Observo las formas, las líneas y los colores. Nunca lo comprendí, pero siempre le agradecí

traer a Marina a mi vida.

Detrás del cuadro hay una pequeña nota.

¿Recuerdas que te dije que algún día te iba a explicar este cuadro? Las partes con las que

compones tu vida las representa la imagen. Colores, tanto fríos como cálidos, que conviven y

se conjugan en ésta.

Es la letra de Marina, picudita y estilizada.

Las líneas sólo marcan una división importante en la misma, puede ser lo que tú consideres

que sea: un amigo, un compañero, un amante. O un simple gesto, como una sonrisa, que

cambie el sentido de las mismas, incluso, llegando a cortarlas. Pero, también logrando unirlas.

Gracias por todo. Te amo. Marina.

Desconcertado, coloqué robóticamente el cuadro sobre la cama.

Me siento a pensar.

¿Qué hacía esa pintura ahí?

¿Por qué estaba en el frente de mi casa?

Inmediatamente le marco a Marina.

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No contestó.

Al día siguiente, lo único que encontré fue su departamento vacío.

No hay rastro de ella.

Nada.

Se esfumó.

En un principio, me inundó una tristeza amarga. Sollozaba a cada instante. Había perdido eso

que más había atesorado en toda mi vida. Desolado, intenté de todo para rastrearla. No podía

alejarse de esa manera tan abrupta, debía haber una razón. El problema era averiguar cuál.

Así transcurrieron los días

Semanas.

Meses.

Todas las noches, regreso con la misma melancolía, con el mismo desgano, con la misma

tristeza. Siempre observando ese cuadro.

Nuestro cuadro

No preguntes por qué me voy, ni exactamente a dónde me fui. Estoy perfectamente bien.

Nunca te voy a olvidar. Me has enseñado cosas que nadie más me pudo mostrar. No te lo

puedo explicar, luego entenderás. Pero es hora de que nuestras líneas se separen un tiempo,

que nuestros colores adquieran distinto tono. Sólo así, reunidos, conjugaremos una obra de

arte. Hasta siempre.

Una nota anónima. Un sobre que proviene de tierras desconocidas.

El remitente es Marina.

Una alegría inexplicable sucede a una melancolía tortuosa.

Ella está bien.

Donde quiera que esté.

Sonrío.

Con franqueza, como Marina lo hacía.

Tal y como ella me enseñó.

Tiene razón, la vida está compuesta de colores.

Cálidos y fríos.

Esa noche es la última vez que lloro por su ausencia.

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*

- ¿Y ya cuántos meses tienes? – le pregunto.

- Voy para los cuatro meses – me dice, observándome fijamente con sus ojos avellana, claros y

limpios como siempre.

Habían transcurrido casi tres años desde su partida. Con el tiempo, las cartas se hicieron más

frecuentes. La tomé de la mano, como en antaño. El anillo que tenía la marcaba como

propiedad de otro hombre. No me importaba. Somos mejores amigos.

Las definiciones y los tecnicismos están de sobra.

- ¿Y tu esposo?

- Fue a registrarnos al hotel – me dice, y hace una pausa - ¿y tu afortunada?

- Se llama Irene, trabaja en un laboratorio clínico – le respondo, mientras sus dedos juguetean

con mi barba.

- Se te ve bastante bien el cabello de color negro.

- Sí, ya me había cansado del morado, tú fuiste de los pocos que descubrió mi tono natural.

Risas.

Sonrisa, guiño, sonrisa

Un pequeño niño pasa corriendo gritando ‘mamá’ a todo volumen. Ella lo ve amablemente y

juguetea con los cabellos de su pequeño. Unos chinos extremadamente enredados y

alborotados.

- ¿Cómo se llama el chavito? – inquirí

- Es tu tocayo – responde.

Lo observo fijamente. Ha heredado los bellos ojos avellana de su madre, expresivos y vivaces.

Debe tener a lo sumo dos años. Aún camina tambaleándose.

- ¿Ya lo miraste fijamente? – me preguntó con esa picara sonrisa.

Ahí estaba. Escudriñando su vestimenta, divisé una pequeña cadena plateada colgaba de su

cuello. Un reluciente dije de plata.

La Torre Eiffel.

Un calor gélido trepó por mi espalda.

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Comienzo a hacer cuenta.

No puede ser, ¿o sí?

Marina me observa fijamente, confirmándome con los ojos mi sospecha. Sorprendido, traté de

hablar, de decir algo, pero su pícara sonrisa me detuvo. Me quedé con una mezcla de felicidad

y asombro.

- Así es – me dijo – ese dije no fue el único regalo que me diste.

Sólo así, reunidos, conjugaremos una obra de arte.

Le sonreí, abochornado y sonrojado.

- Bueno, ¿cuánto tiempo vas a estar aquí? – le pregunté.

- Un par de semanas – me respondió con el rostro iluminado.

- ¿Quieres ir a tomar un café conmigo? – dije.

Me observo con esa mirada irresistible e indescifrable, capaz de decir tantas cosas a través de

sus juguetonas pupilas. Me tomó de la mano. De nuevo, esa palabra intermedia, inexistente.

Amor, amistad.

Mejores amigos.

- Acepto – y riéndose continúo – pero yo decido dónde.

Por la tarde, llegamos a una cafetería anónima. Charlamos, como antes. Como grandes

amigos. Como los mejores. Marina ordenó un té de kiwi con fresas. Yo, mi eterno café.

- ¿Sabes? Te apuesto lo que quieras a que no existe nada más delicioso que el moka frappé –

le espeté.

- ¿Lo que yo quiera? – me miró risueña, bastante divertida.

- Sí – afirmo – te apuesto lo que tú quieras que no existe nada más delicioso en este mundo.

Soltó una carcajada, con su estruendoso sello inconfundible.

- Buen intento – sonríe amablemente y me da un sublime beso.

En la mejilla.

Complicidad es el término más apropiado.

FIN