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«Si no hubiese leído las historias deFelisberto Hernández en 1950, hoyno sería el escritor que soy».

Gabriel García Márquez.

«No es casual que la abrumadoramayoría de sus relatos haya sidoescrita en primera persona (pero“Las Hortensias”, gran excepción,parecería volcarlo igualmente en elpersonaje central del cuento en loque toca a las pulsiones más

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hondas, acaso las másinconfesables dentro del contexto desu ambiente y de su tiempo). Bastainiciar la lectura de cualquiera de sustextos para que Felisberto esté allí,un hombre triste y pobre que vive deconciertos de piano en círculos deprovincia, tal como él vivió siempre,tal como nos lo cuenta desde elprimer párrafo. Pero apenas loreconocemos una vez más —buenosdías, Felisberto, ¿cómo te irá ahora,tendrás un poco más de dinero, laspiezas de tus hoteles serán menoshorribles, te aplaudirán esta vez enlos teatros o los cafés, te amará

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esa mujer que estás mirando?–, enese reconocimiento que sólo hatomado unos pocos párrafos seinstala ya lo otro, el salto fulgurantea lo único que vale para él: elextrañamiento, la indecible toma decontacto con lo inmediato, es decircon todo eso que continuamenteignoramos o distanciamos ennombre de lo que se llama vivir».

Julio Cortázar.

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Felisberto Hernández

Las Hortensias

ePUB r1.0Ninguno 15.11.13

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Título original: Las HortensiasFelisberto Hernández, 1949.Diseño de portada: NingunoIlustración: Detalle de Die Braut(unvollendet) (1917), Gustav Klimt.

Editor digital: NingunoePub base r1.0

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PRÓLOGO: «CARTA ENMANO PROPIA»

(Prólogo a Novelas y cuentos; Caracas,Biblioteca Ayacucho, 1985)

«Felisberto, tú sabés» (no escribiré«tú sabías»; a los dos nos gustó siempretransgredir los tiempos verbales, justamanera de poner en crisis ese otrotiempo que nos hostiga con calendariosy relojes), tú sabés que los prólogos alas ediciones de obras completas oantológicas visten casi siempre el trajenegro y la corbata de las disertaciones

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magistrales, y eso nos gusta poquísimo alos que preferimos leer cuentos o contarhistorias o caminar por la ciudad entredos tragos de vino. Descuento que estaedición de tus obras contará con losaportes críticos necesarios; por mi parteprefiero decirles a quienes entren porestas páginas lo que Antón Webern ledecía a un discípulo: «Cuando tenga quedar una conferencia, no diga nadateórico sino más bien que ama lamúsica». Aquí para empezar no habrá nisospecha de conferencia, pero a vos tedivertirá el buen consejo de Webern porla doble razón de la palabra y la música,y sobre todo te gustará que sea un

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músico el que nos abra la puerta para ira jugar un rato a nuestra manerarioplatense.

Esto de abrir la puerta no es un merorecuerdo infantil. En estos días en queandaba dándole la vuelta a la máquinade escribir como un perrito necesitadode árbol, encontré cosas tuyas y sobrevos que no conocía en los remotostiempos en que por primera vez leí tuslibros y escribí páginas que tanto tebuscaban en el terreno de la admiracióny del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa(mezclada con algo que se parece almiedo y a la nostalgia frente a lo que nossepara) cuando llegué a un epistolario

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recogido por Norah Gilardi (Giraldi),en el que aparecen las cartas que leescribiste a tu amigo Lorenzo Destocmientras hacías una gira musical por laprovincia de Buenos Aires. Como sinada, sin el menor respeto hacia unamigo como yo, fechás una carta en laciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembrede 1939. Así, tranquilamente, comohubieras podido fecharla en cualquierotro lado, sin demostrar la menorpreocupación por el hecho de que en eseaño yo vivía en Chivilcoy, sininquietarte por la sacudida que medarías treinta y ocho años más tarde enun departamento de la calle Saint-

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Honoré donde estoy escribiéndote al filode la medianoche.

No es broma, Felisberto. Yo vivíaentonces en Chivilcoy, era un jovenprofesor en la escuela normal, vegetéallí desde el 39 hasta el 44 y podríamoshabernos encontrado y conocido. Dehaber estado a fines de ese diciembre nohubiera faltado al concierto del TercetoFelisberto Hernández, como no faltaba aningún concierto en esa aplastada ciudadpampeana por la simple razón de quecasi nunca había concierto, casi nuncapasaba nada, casi nunca se podía sentirque la vida era algo más que enseñarinstrucción cívica a los adolescentes o

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escribir interminablemente en un cuartode la Pensión Varzilio. Pero habíanempezado las vacaciones de verano y yoaprovechaba para volver a BuenosAires donde me esperaban mis amigos,los cafés del centro, amoresdesdichados y el último número de Sur:Vos tocaste con tu Terceto en eso quellamás a secas «el club» y que conocímuy bien, el Club Social de Chivilcoydetrás de cuyo amable nombre seescondían las salas donde el caciquepolítico, sus amigos, los estancieros ylos nuevos ricos se trenzaban en elpóker y el billar. Cuando en tu carta ledecís a Destoc que la discusión para que

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te aceptaran y te pagaran el concierto selibró junto a una mesa de billar, no meenseñás nada nuevo porque en ese clubtodas las cosas se libraban así. Muy decuando en cuando, a regañadientes peroobligados a cuidar la fachada de las«actividades culturales», los dirigentesaccedían a un concierto o a una veladapresuntamente artística, que pagaban maly sin ganas y que escuchabanapoyándose entredormidos en el hombrode sus nobles esposas. Si te hablara dealgunas cosas que vi y escuché en esostiempos no te sorprenderían demasiadoy en todo caso te divertirían, vos que lescontabas tantos cuentos a tus amigos

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como un preludio para aflojar los dedosantes de refugiarte en tu cuarto de hotel yescribir tus cuentos, justamente ésos quehubiera sido imposible contar sindestruir su razón más profunda. En esosmismos salones donde tocaste con tuterceto yo escuché, entre otrasabominaciones, a un señor que primerocontempló al público con airecadavérico (probablemente teníahambre) y luego exigió silencio absolutoy concentración estética pues sedisponía a interpretar la… sinfoníainconclusa de Schubert. Yo me estabafrotando todavía los oídos cuandoarrancó con un vulgar pot-pourri en el

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que se mezclaban el Ave María, laSerenata, y creo que un tema deRosamunda; entonces me acordé de queen los cines andaban pasando unapelícula sobre la vida del pobre Franzque se llamaba precisamente La sinfoníainconclusa, y que este desgraciado nohacía más que reproducir la música quehabía escuchado en ella. Inútil decirteque en el selecto público no hubo nadiea quien se le ocurriera pensar que unasinfonía no ha sido escrita para el piano.

En fin, Felisberto, ¿vos te dascuenta, te das realmente cuenta de queestuvimos tan cerca, que a tan pocosdías de diferencia yo hubiera estado ahí

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y te hubiera escuchado? Por lo menosescuchado, a vos y al «mandolión» y altercer músico, aunque no supiera nadade vos como escritor porque eso habríade suceder mucho después, en elcuarenta y siete cuando Nadie encendíalas lámparas. Y sin embargo creo quenos hubiéramos reconocido en ese clubdonde todo nos habría proyectado el unohacia el otro, yo te habría invitado a mipiecita para darte caña y mostrartelibros y quizá, vaya a saber, alguno deesos cuentos que escribía por entonces yque nunca publiqué. En todo casohubiéramos hablado de música yescuchado los discos que yo pasaba en

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una victrola más que rasposa pero dedonde salían, cosa inaudita enChivilcoy, cuartetos de Mozart, partitasde Bach y también, claro, Gardel y JellyRoll Morton y Bing Crosby. Sé que noshubiéramos hecho amigos, y andá aimaginar lo que habría salido de eseencuentro, cómo habría incidido ennuestro futuro después de conocernos enChivilcoy; pero claro, justamenteentonces yo tenía que irme a BuenosAires y a vos se te ocurría elegir esehueco para dar tu concierto.

Fijate que las órbitas no solamentese rozaron ahí sino que siguieron muycerca durante una punta de meses. Por

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tus cartas sé ahora que en junio del 40estabas en Pehuajó, en julio llegaste aBolívar de donde yo había emigrado elaño anterior después de enseñargeografía en el colegio nacional,horresco referens. Andabas dandotumbos musicales por mi zona, Bragado,General Villegas, Las Flores, TresArroyos, pero no volviste a Chivilcoy,la batalla junto a la mesa de billar habíasido demasiado para vos. Todo esoasoma ahora en tus cartas como de unextraño portulano perdido, y tambiénque en Bolívar paraste en el hotel LaVizcaína, donde yo había vivido dosaños antes de mi pase a Chivolcoy, y no

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puedo dejar de pensar que a lo mejor tedieron la misma pieza flaca y fría en elpiso alto, allí donde yo había leído aRimbaud y a Keats para no morirmedemasiado de tristeza provinciana. Y elnuevo propietario que se llamabaMusella, te acompañó sin duda hasta tupieza, frotándose las manos con un gestoentre monacal y servil que bien leconocí, y en el comedor te atendió elmozo Cesteros, un gallego maravillososiempre dispuesto a escuchar lospedidos más complicados y traerdespués cualquier cosa con unanaturalidad desarmante. Ah, Felisberto,qué cerca anduvimos en esos años, qué

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poco faltó para un zaguán de hotel, unaesquina con palomas o un billar de clubsocial nos vieran darnos la mano yemprender esa primera conversación dela que hubiera salido, te imaginás, unaamistad para la vida.

Porque fijate en esto que muchagente no comprende o no quierecomprender ahora que se habla tanto dela escritura como única fuente válida dela crítica literaria y de la literaturamisma. Es cierto que a mí no me hizofalta encontrarte en Chivilcoy para queaños más tarde me deslumbraras enBuenos Aires con El acomodador yMenos Julia y tantos otros cuentos; es

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cierto que si hubieras sido un millonarioguatemalteco o un coronel birmano tusrelatos me hubieran parecido igualmenteadmirables. Pero me pregunto si muchosde los que en aquel entonces (y en éste,todavía) te ignoraron o te perdonaron lavida, no eran gentes incapaces decomprender por qué escribías lo queescribías y sobre todo por qué loescribías así, con el sordo y persistentepedal de la primera persona, de larememoración obstinada de tantaslúgubres andanzas por pueblos ycaminos, de tantos hoteles fríos ydescascarados, de salas con públicosausentes, de billares y clubes sociales y

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deudas permanentes. Ya sé que paraadmirarte basta leer tus textos, pero siademás se los ha vivido paralelamente,si además se ha conocido la vida deprovincia, la miseria del fin de mes, elolor de las pensiones, el nivel de losdiálogos, la tristeza de las vueltas a laplaza al atardecer, entonces se te conocey se te admira de otra manera, se te vivey convive y de golpe es tan natural quehayas estado en mi hotel, que el gallegoCesteros te haya traído las papas fritas,que los socios del club te hayandiscutido unas pocas monedas entre dosgolpes de billar. Ya casi no me asombralo que tanto me asombró al leer tus

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cartas de ese tiempo, ya me pareceelemental que anduviéramos tan cerca.No solamente en ese momento y esoslugares; cerca por dentro y porparalelismos de vida, de los cuales elmomentáneo acercamiento físico no fuemás que una sigilosa avanzada, unamanera de que a tantos años de una mesade billar, a tantos años de tu muerte, yorecibiera fuera del tiempo el signo finalde la hermandad en esta heladamedianoche de París.

Porque además también viviste aquí,en el barrio latino, y como a mí temaravilló el metro y que las parejasjóvenes se besaran en la calle y que el

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pan fuera tan rico. Tus cartas medevuelven a mis primeros años de París,tan poco tiempo después que vos;también yo escribí cartas afligidas porla falta de dinero, también yo esperé lallegada de esos cajoncitos en los que lafamilia nos mandaba yerba y café y latasde carne y de leche condensada, tambiényo despaché mis cartas por barcoporque el correo aéreo costabademasiado. Otra vez las órbitastangenciales, el roce sigiloso sin que nosdiéramos cuenta; pero qué querés, a míme tocaría encontrarte en tus libros y avos no encontrarme en nada; en esteterritorio en que habitamos eso no tuvo

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ni tiene importancia, como no la tiene elque ahora yo no lleve esta carta alcorreo. De cosas así vos sabías mucho,bien que lo mostrás en Las manosequivocadas y en tantos otros momentosde tus relatos que al fin al cabo soncartas a un pasado o a un futuro en losque poco a poco van apareciendo losdestinatarios que tanto te faltaron en lavida.

Y hablando de faltas, si por un ladome duele que no nos hayamos conocido,más me duele que no encontraras nuncaa Macedonio y a José Lezama Lima,porque los dos hubieran respondido aese signo paralelo que nos une por

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encima de cualquier cosa, Macedoniocapaz de aprehender tu búsqueda de unyo que nunca aceptaste asimilar a tupensamiento o a tu cuerpo, que buscastedesesperadamente y que el Diario de unsinvergüenza acorrala y hostiga, yLezama Lima entrando en la materia dela realidad con esas jabalinas de poesíaque descosifican las cosas para hacerlasacceder a un terreno donde lo mental ylo sensual cesan de ser siniestrosmediadores. Siempre sentí y siempredije que en Lezama y en vos (y por quéno en Macedonio, y qué hermososaberlos a todos latinoamericanos)estaban los eleatas de nuestro tiempo,

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los presocráticos que nada aceptan delas categorías lógicas porque la realidadno tiene nada de lógica, Felisberto,nadie lo supo mejor que vos a la hora deMenos Julia y de La casa inundada.

Bueno, se me acaba el papel y yasabemos que el franqueo es caro, por lomenos el que paga el lector con suatención. Acaso hubiera sido preferiblecallar cosas que siempre supiste mejorque los demás, pero confesá que lahistoria de la sinfonía inconclusa te hizoreír, y que seguro te gustó saber quehabíamos estado tan cerca allá en laspampas criollas. Esta carta te la debíaaunque no sea ni de lejos las que te

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escriben otros más capaces. A mí mepasó lo que vos mismo dijiste tan bien:«Yo he deseado no mover más losrecuerdos y he preferido que ellosdurmieran, pero ellos han soñado».Ahora llega el otro sueño, el de las dosde la mañana. Déjame que me despidacon palabras que no son mías pero queme hubiera gustado tanto escribirte. Telas escribió Paulina también demadrugada, como un resumen de lo quehabía encontrado en vos: Las más sutilesrelaciones de las cosas, la danza sinojos de los más antiguos elementos; elfuego y el humo inaprehensible; la altacúpula de la nube y el mensaje del azar

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en una simple hierba; todo lomaravilloso y oscuro del mundo estabaen ti.

Te querrá siempre.Julio Cortázar

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EXPLICACIÓN FALSA DEMIS CUENTOS

Obligado o traicionado por mí mismo adecir cómo hago mis cuentos, recurriréa explicaciones exteriores a ellos. Noson completamente naturales, en elsentido de no intervenir la conciencia.Eso me sería antipático. No sondominados por una teoría de laconciencia. Esto me seríaextremadamente antipático. Preferiríadecir que esa intervención esmisteriosa. Mis cuentos no tienenestructuras lógicas. A pesar de lavigilancia constante y rigurosa de la

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conciencia, ésta también me esdesconocida. En un momento dadopienso que en un rincón de mí naceráuna planta. La empiezo a acecharcreyendo que en ese rincón se haproducido algo raro, pero que podríatener porvenir artístico. Sería feliz siesta idea no fracasara del todo. Sinembargo, debo esperar un tiempoignorado: no sé cómo hacer germinarla planta, ni cómo favorecer, ni cuidarsu crecimiento; sólo presiento o deseoque tenga hojas de poesía; o algo quese transforme en poesía si la miranciertos ojos. Debo cuidar que no ocupemucho espacio, que no pretenda ser

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bella o intensa, sino que sea la plantaque ella misma esté destinada a ser, yayudarla a que lo sea. Al mismo tiempoella crecerá de acuerdo a uncontemplador al que no hará muchocaso si él quiere sugerirle demasiadasintenciones o grandezas. Si es unaplanta dueña de sí misma tendrá unapoesía natural, desconocida por ellamisma. Ella debe ser como una personaque vivirá no sabe cuánto, connecesidades propias, con un orgullodiscreto, un poco torpe y que parezcaimprovisado. Ella misma no conocerásus leyes, aunque profundamente lastenga y la conciencia no las alcance.

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No sabrá el grado y la manera en quela conciencia intervendrá, pero enúltima instancia impondrá su voluntad.Y enseñará a la conciencia a serdesinteresada.

Lo más seguro de todo es que yo nosé cómo hago mis cuentos, porque cadauno de ellos tiene su vida extraña ypropia. Pero también sé que vivenpeleando con la conciencia para evitarlos extranjeros que ella les recomienda.

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LAS HORTENSIAS

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LAS HORTENSIAS

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I

a María Luisa

Al lado de un jardín había unafábrica y los ruidos de las máquinas semetían entre las plantas y los árboles. Yal fondo del jardín se veía una casa depátina oscura. El dueño de la «casanegra» era un hombre alto. Al oscurecersus pasos lentos venían de la calle; ycuando entraba al jardín y a pesar delruido de las máquinas, parecía que lospasos masticaran el balasto. Una nochede otoño, al abrir la puerta y entornar

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los ojos para evitar la luz fuerte del hall,vio a su mujer detenida en medio de laescalinata; y al mirar los escalonesdesparramándose hasta la mitad delpatio, le pareció que su mujer teníapuesto un gran vestido de mármol y quela mano que tomaba la baranda, recogíael vestido. Ella se dio cuenta de que élvenía cansado, de que subiría aldormitorio, y esperó con una sonrisa quesu marido llegara hasta ella. Despuésque se besaron, ella dijo:

—Hoy los muchachos terminaron lasescenas…

—Ya sé, pero no me digas nada.Ella lo acompañó hasta la puerta del

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dormitorio, le acarició la nariz con undedo y lo dejó solo. Él trataría dedormir un poco antes de la cena; sucuarto oscuro separaría laspreocupaciones del día de los placeresque esperaba de la noche. Oyó consimpatía como en la infancia, el ruidoatenuado de las máquinas y se durmió.En el sueño vio una luz que salía de lapantalla y daba sobre una mesa.Alrededor de la mesa había hombres depie. Uno de ellos estaba vestido de fracy decía: «Es necesario que la marcha dela sangre cambie de mano; en vez de irpor las arterias y venir por las venas,debe ir por las venas y venir por las

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arterias». Todos aplaudieron e hicieronexclamaciones; entonces el hombrevestido de frac fue a un patio, montó acaballo y al salir galopando, en mediode las exclamaciones, las herradurassacaban chispas contra las piedras. Aldespertar, el hombre de la casa negrarecordó el sueño, reconoció en lamarcha de la sangre lo que ese mismodía había oído decir —en ese país losvehículos cambiarían de mano— y tuvouna sonrisa. Después se vistió de frac,volvió a recordar al hombre del sueño yfue al comedor. Se acercó a su mujer ymientras le metía las manos abiertas enel pelo, decía:

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—Siempre me olvido de traer unlente para ver cómo son las plantas quehay en el verde de estos ojos; pero ya séque el color de la piel lo consiguesfrotándote con aceitunas.

Su mujer le acarició de nuevo lanariz con el índice; después lo hundió enla mejilla de él, hasta que el dedo sedobló como una pata de mosca y lecontestó:

—¡Y yo siempre me olvido de traerunas tijeras para recortarte las cejas! —ella se sentó a la mesa y viendo que élsalía del comedor le preguntó:

—¿Te olvidaste de algo?—Quién sabe.

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Él volvió en seguida y ella pensóque no había tenido tiempo de hablarpor teléfono.

—¿No quieres decirme a qué fuiste?—No.—Yo tampoco te diré qué hicieron

hoy los hombres.Él ya le había empezado a contestar:—No, mi querida aceituna, no me

digas nada hasta el fin de la cena.Y se sirvió de un vino que recibía de

Francia; pero las palabras de su mujerhabían sido como pequeñas piedrascaídas en un estanque donde vivían susmanías; y no pudo abandonar la idea delo que esperaba ver esa noche.

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Coleccionaba muñecas un poco másaltas que las mujeres normales. En ungran salón había hecho construir treshabitaciones de vidrio; en la más ampliaestaban todas las muñecas queesperaban el instante de ser elegidaspara tomar parte en escenas quecomponían en las otras habitaciones.Esa tarea estaba a cargo de muchaspersonas: en primer término, autores deleyenda (en pocas palabras debíaexpresar la situación en que seencontraban las muñecas que aparecíanen cada habitación); otros artistas seocupaban de la escenografía, de losvestidos, de la música, etc. Aquella

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noche se inauguraría la segundaexposición; él la miraría mientras unpianista, de espaldas a él y en el fondodel salón, ejecutaría las obrasprogramadas. De pronto, el dueño de lacasa negra se dio cuenta de que no debíapensar en eso durante la cena; entoncessacó del bolsillo del frac unos gemelosde teatro y trató de enfocar la cara de sumujer.

—Quisiera saber si las sombras detus ojeras son producidas porvegetaciones…

Ella comprendió que su maridohabía ido al escritorio a buscar losgemelos y decidió festejarle la broma.

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Él vio una cúpula de vidrio; y cuando sedio cuenta de que era una botella dejólos gemelos y se sirvió otra copa delvino de Francia. Su mujer miraba losborbotones al caer en la copa;salpicaban el cristal de lágrimas negrasy corrían a encontrarse con el vino queascendía. En ese instante entró Alex —un ruso blanco de barba en punta—, seinclinó ante la señora y le sirvió porotoscon jamón. Ella decía que nunca habíavisto un criado con barba; y el señorcontestaba que ésa había sido la únicacondición exigida por Alex. Ahora elladejó de mirar la copa de vino y vio elextremo de la manga del criado; de allí

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salía un vello espeso que se arrastrabapor la mano y llegaba hasta los dedos.En el momento de servir al dueño decasa, Alex dijo:

—Ha llegado Walter. (Era elpianista).

Al fin de la cena, Alex sacó lascopas en una bandeja; chocaban unascon otras y parecían contentas de volvera encontrarse. El señor —a quien lehabía brotado un silencio somnoliento—sintió placer en oír los sonidos de lascopas y llamó al criado:

—Dile a Walter que vaya al piano.En el momento en que yo entre al salón,él no debe hablarme. ¿El piano, está

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lejos de las vitrinas?—Sí señor, está en el otro extremo

del salón.—Bueno, dile a Walter que se siente

dándome la espalda, que empiece atocar la primera obra del programa yque la repita sin interrupción hasta queyo le haga la seña de la luz.

Su mujer le sonreía. Él fue a besarlay dejó unos instantes su caracongestionada junto a la mejilla de ella.Después se dirigió hacia la salitapróxima al gran salón. Allí empezó abeber el café y a fumar; no iría a ver susmuñecas hasta no sentirse bastanteaislado. Al principio puso atención a los

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ruidos de las máquinas y los sonidos delpiano; le parecía que venían mezcladoscon agua, y él los oía como si tuvierapuesta una escafandra. Por último sedespertó y empezó a darse cuenta de quealgunos de los ruidos deseabaninsinuarle algo; como si alguien hicieraun llamado especial entre los ronquidosde muchas personas para despertar sóloa una de ellas. Pero cuando él poníaatención a esos ruidos, ellos huían comoratones asustados. Estuvo intrigado unosmomentos y después decidió no hacercaso. De pronto se extrañó de no versesentado en el sillón; se había levantadosin darse cuenta; recordó el instante,

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muy próximo, en que abrió la puerta, yen seguida se encontró con los pasos quedaba ahora: lo llevaban a la primeravitrina. Allí encendió la luz de la escenay a través de la cortina verde vio unamuñeca tirada en una cama. Corrió lacortina y subió al estrado —era másbien una tarima con ruedas de goma ybaranda—; encima había un sillón y unamesita; desde allí dominaba mejor laescena. La muñeca estaba vestida denovia y sus ojos abiertos estabancolocados en dirección al techo. No sesabía si estaba muerta o si soñaba. Teníalos brazos abiertos; podía ser unaactitud de desesperación o de abandono

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dichoso. Antes de abrir el cajón de lamesita y saber cuál era la leyenda deesta novia, él quería imaginar algo. Talvez ella esperaba al novio, quien nollegaría nunca; la habría abandonado uninstante antes del casamiento; o tal vezfuera viuda y recordara el día en que secasó; también podía haberse puesto esetraje con la ilusión de ser novia.Entonces abrió el cajón y leyó: «Uninstante antes de casarse con el hombrea quien no ama, ella se encierra, piensaque ese traje era para casarse con elhombre a quien amó, y que ya no existe,y se envenena. Muere con los ojosabiertos y todavía nadie ha entrado a

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cerrárselos». Entonces el dueño de lacasa negra pensó: «Realmente, era unanovia divina». Y a los pocos instantessintió placer en darse cuenta de que élvivía y ella no. Después abrió unapuerta de vidrio y entró a la escena paramirar los detalles. Pero al mismo tiempole pareció oír, entre el ruido de lasmáquinas y la música, una puertacerrada con violencia; salió de la vitrinay vio, agarrado en la puerta que daba ala salita, un pedazo del vestido de sumujer; mientras se dirigía allí, en puntasde pie, pensó que ella lo espiaba; tal vezhubiera querido hacerle una broma;abrió rápidamente y el cuerpo de ella se

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le vino encima; él lo recibió en losbrazos, pero le pareció muy liviano y enseguida reconoció a Hortensia, lamuñeca parecida a su señora; al mismotiempo su mujer, que estaba acurrucadadetrás de un sillón, se puso de pie y ledijo:

—Yo también quise prepararte unasorpresa; apenas tuve tiempo de ponerlemi vestido.

Ella siguió conversando, pero él nola oía; aunque estaba pálido leagradecía, a su mujer, la sorpresa; noquería desanimarla, pues a él legustaban las bromas que ella le daba conHortensia. Sin embargo esta vez había

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sentido malestar. Entonces puso aHortensia en brazos de su señora y ledijo que no quería hacer un intervalodemasiado largo. Después salió, cerróla puerta y fue en dirección hacia dondeestaba Walter; pero se detuvo a mitaddel camino y abrió otra puerta, la quedaba a su escritorio; se encerró, sacó deun mueble un cuaderno y se dispuso aapuntar la broma que su señora le diocon Hortensia y la fechacorrespondiente. Antes leyó la últimanota. Decía: «Julio 21. Hoy, María (sumujer se llamaba María Hortensia; perole gustaba que la llamaran María;entonces, cuando su marido mandó hacer

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esa muñeca parecida a ella, decidierontomar el nombre de Hortensia —comose toma un objeto arrumbado— para lamuñeca) estaba asomada a un balcónque da al jardín; yo quise sorprenderla ycubrirle los ojos con las manos; peroantes de llegar al balcón, vi que eraHortensia. María me había visto ir albalcón, venía detrás de mí y me soltóuna carcajada». Aunque ese cuaderno loleía únicamente él, firmaba las notas;escribía su nombre, Horacio, con letrasgrandes y cargadas de tinta. La notaanterior a ésta, decía: «Julio 18: Hoyabrí el ropero para descolgar mi traje yme encontré a Hortensia: tenía puesto mi

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frac y le quedaba graciosamentegrande».

Después de anotar la últimasorpresa, Horacio se dirigió hacia lasegunda vitrina; le hizo señas con unaluz a Walter para que cambiara la obradel programa y empezó a correr latarima. Durante el intervalo que hizoWalter, antes de empezar la segundapieza, Horacio sintió más intensamenteel latido de las máquinas; y cuandocorrió la tarima le pareció que lasruedas hacían el ruido de un truenolejano.

En la segunda vitrina aparecía unamuñeca sentada a una cabecera de la

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mesa. Tenía la cabeza levantada y lasmanos al costado del plato, donde habíamuchos cubiertos en fila. La actitud deella y las manos sobre los cubiertoshacían pensar que estuviera ante unteclado. Horacio miró a Walter, lo vioinclinado ante el piano con las colas delfrac caídas por detrás de la banqueta yle pareció un bicho de mal agüero.Después miró fijamente la muñeca y lepareció tener, como otras veces, lasensación de que ella se movía. Nosiempre estos movimientos se producíanen seguida; ni él los esperaba cuando lamuñeca estaba acostada o muerta; peroen esta última se produjeron demasiado

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pronto; él pensó que esto ocurría por laposición, tan incómoda, de la muñeca;ella se esforzaba demasiado por mirarhacia arriba; hacía movimientososcilantes, apenas perceptibles; pero enun instante, en que él sacó los ojos de lacara para mirarle las manos, ella bajó lacabeza de una manera bastantepronunciada; él, a su vez, volvió alevantar rápidamente los ojos hacia lacara de ella; pero la muñeca ya habíareconquistado su fijeza. Entonces élempezó a imaginar su historia. Suvestido y los objetos que había en elcomedor denunciaban un gran lujo perolos muebles eran toscos y las paredes de

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piedra. En la pared del fondo había unapequeña ventana y a espaldas de lamuñeca una puerta baja y entreabiertacomo una sonrisa falsa. Aquellahabitación sería un presidio en uncastillo, el piano hacía ruido detormenta y en la ventana aparecía, aintervalos, un resplandor de relámpagos;entonces recordó que hacía unosinstantes las ruedas de la tarima lehicieron pensar en un trueno lejano; yesa coincidencia lo inquietó; además,antes de entrar al salón, había oído losruidos que deseaban insinuarle algo.Pero volvió a la historia de la muñeca:tal vez ella, en aquel momento, rogara a

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Dios esperando una liberación próxima.Por último, Horacio abrió el cajón yleyó: «Vitrina segunda. Esta mujerespera, para pronto, un niño. Ahora viveen un faro junto al mar; se ha alejado delmundo porque han criticado sus amorescon un marino. A cada instante ellapiensa: “Quiero que mi hijo sea solitarioy que sólo escuche al mar”». Horaciopensó: «Esta muñeca ha encontrado suverdadera historia». Entonces selevantó, abrió la puerta de vidrio y mirólentamente los objetos; le pareció queestaba violando algo tan serio como lamuerte; él prefería acercarse a lamuñeca; quiso mirarla desde un lugar

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donde los ojos de ella se fijaran en losde él; y después de unos instantes seinclinó ante la desdichada y al besarlaen la frente volvió a sentir una sensaciónde frescura tan agradable como en lacara de María. Apenas había separadolos labios de la frente de ella vio que lamuñeca se movía; él se quedóparalizado; ella empezó a irse para unlado cada vez más rápidamente, y cayóal costado de la silla; y junto con ellauna cuchara y un tenedor. El pianoseguía haciendo el ruido del mar; yseguía la luz en las ventanas y lasmáquinas. Él no quiso levantar lamuñeca; salió precipitadamente de la

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vitrina, del salón, de la salita y al llegaral patio vio a Alex:

—Dile a Walter que por hoy basta; ymañana avisa a los muchachos para quevengan a acomodar la muñeca de lasegunda vitrina.

En ese momento apareció María:—¿Qué ha pasado?—Nada, se cayó una muñeca, la del

faro…—¿Cómo fue? ¿Se hizo algo?—Cuando yo entré a mirar los

objetos debo haber tocado la mesa…—¡Ah! ¡Ya te estás poniendo

nervioso!—No, me quedé muy contento con

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las escenas. ¿Y Hortensia? ¡Aquelvestido tuyo le quedaba muy bien!

—Será mejor que te vayas a dormir,querido, contestó María.

Pero se sentaron en un sofá. Élabrazó a su mujer y le pidió que por unminuto, y en silencio, dejara la mejillade ella junto a la de él. Al instante dehaber juntado las cabezas, apareció enla de él, el recuerdo de las muñecas quese habían caído: Hortensia y la del faro.Y ya sabía él lo que eso significaba: lamuerte de María; tuvo miedo de que suspensamientos pasaran a la cabeza deella y empezó a besarla en los oídos.

Cuando Horacio estuvo solo, de

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nuevo, en la oscuridad de su dormitorio,puso atención en el ruido de lasmáquinas y pensó en los presagios. Élera como un hilo enredado queinterceptara los avisos de otros destinosy recibiera presagios equivocados; peroesta vez todas las señales se habíandirigido a él: los ruidos de las máquinasy los sonidos del piano habíanescondido a otros ruidos que huían comoratones; después Hortensia, cayendo ensus brazos, cuando él abrió la puerta, ycomo si dijera: «Abrázame porqueMaría morirá». Y era su propia mujer laque había preparado el aviso; y taninocente como si mostrara una

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enfermedad que todavía ella misma nohabía descubierto. Más tarde, la muñecamuerta en la primera vitrina.

Y antes de llegar a la segunda, y sinque los escenógrafos lo hubieranprevisto, el ruido de la tarima como untrueno lejano, presagiando el mar y lamujer del faro. Por último ella se habíadesprendido de los labios de él, habíacaído, y lo mismo que María, no llegaríaa tener ningún hijo. Después Walter,como un bicho de mal agüero,sacudiendo las colas del frac ypicoteando el borde de su caja negra.

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II

María no estaba enferma ni había porqué pensar que se iba a morir. Perohacía mucho tiempo que él tenía miedode quedarse sin ella y a cada momentose imaginaba cómo sería su desgraciacuando la sobreviviera. Fue entoncesque se le ocurrió mandar a hacer lamuñeca igual a María. Al principio laidea parecía haber fracasado. Él sentíapor Hortensia la antipatía que podíaprovocar un sucedáneo. La piel era decabritilla; habían tratado de imitar elcolor de María y de perfumarla con susesencias habituales; pero cuando María

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le pedía a Horacio que le diera un besoa Hortensia, él se disponía a hacerlopensando que iba a sentir gusto a cueroo que iba a besar un zapato. Pero alpoco tiempo empezó a percibir algoinesperado en las relaciones de Maríacon Hortensia. Una mañana él se diocuenta de que María cantaba mientrasvestía a Hortensia; y parecía una niñaentretenida con una muñeca. Otra vez, élllegó a su casa al anochecer y encontró aMaría y a Hortensia sentadas a una mesacon un libro por delante; tuvo laimpresión de que María enseñaba a leera una hermana. Entonces él había dicho:

—¡Debe ser un consuelo el poder

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confiar un secreto a una mujer tansilenciosa!

—¿Qué quieres decir? —le preguntóMaría. Y en seguida se levantó de lamesa y se fue enojada para otro lado;pero Hortensia se había quedado sola,con los ojos en el libro y como sihubiera sido una amiga que guardara unadiscreción delicada. Esa misma noche,después de la cena y para que Horaciono se acercara a ella, María se habíasentado en el sofá donde acostumbrabana estar los dos y había puesto aHortensia al lado de ella. EntoncesHoracio miró la cara de la muñeca y levolvió a parecer antipática; ella tenía

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una expresión de altivez fría y parecíavengarse de todo lo que él habíapensado de su piel. Después Horaciohabía ido al salón. Al principio se paseópor delante de sus vitrinas; al rato abrióla gran tapa del piano, sacó la banqueta,puso una silla —para poder recostarse— y empezó a hacer andar los dedossobre el patio fresco de teclas blancas ynegras. Le costaba combinar los sonidosy parecía un borracho que no pudieracoordinar las sílabas. Pero mientrastanto recordaba muchas de las cosas quesabía de las muñecas. Las había idoconociendo, casi sin querer; hasta hacíapoco tiempo, Horacio conservaba la

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tienda que lo había ido enriqueciendo.Todos los días, después que losempleados se iban, a él le gustabapasearse solo entre la penumbra de lassalas y mirar las muñecas de lasvidrieras iluminadas. Veía los vestidosuna vez más, y deslizaba, sin querer,alguna mirada por las caras. Élobservaba sus vidrieras desde uno delos lados, como un empresario quemirara sus actores mientras ellosrepresentaran una comedia. Despuésempezó a encontrar, en las caras de lasmuñecas, expresiones parecidas a las desus empleadas: algunas le inspiraban lamisma desconfianza; y otras, la

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seguridad de que estaban contra él;había una, de nariz respingada, queparecía decir: «Y a mí que me importa».Otra, a quien él miraba con admiración,tenía cara enigmática: así como le veníabien un vestido de verano o uno deinvierno, también se le podía atribuircualquier pensamiento; y ella, tan prontoparecía aceptarlo como rechazarlo. Decualquier manera, las muñecas teníansus secretos; si bien el vidrierista sabíaacomodarlas y sacar partido de lascondiciones de cada una, ellas, a últimomomento, siempre agregaban algo por sucuenta. Fue entonces cuando Horacioempezó a pensar que las muñecas

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estaban llenas de presagios. Ellasrecibían día y noche, cantidadesinmensas de miradas codiciosas; y esasmiradas hacían nidos e incubaban en elaire; a veces se posaban en las caras delas muñecas como las nubes que sedetienen en los paisajes, y al cambiarlesla luz confundían las expresiones; otrasveces los presagios volaban hacia lascaras de mujeres inocentes y lascontagiaban de aquella primera codicia;entonces las muñecas parecían sereshipnotizados cumpliendo misionesdesconocidas o prestándose a designiosmalvados. La noche del enojo conMaría, Horacio llegó a la conclusión de

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que Hortensia era una de esas muñecassobre la que se podía pensar cualquiercosa; ella también podía transmitirpresagios o recibir avisos de otrasmuñecas. Era desde que Hortensia vivíaen su casa que María estaba más celosa;cuando él había tenido deferencias paraalguna empleada, era en la cara deHortensia que encontraba elconocimiento de los hechos y elreproche; y fue en esa misma época queMaría lo fastidió hasta conseguir que élabandonara la tienda. Pero las cosas noquedaron ahí: María sufría, después delas reuniones en que él la acompañaba,tales ataques de celos, que lo obligaron

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a abandonar, también, la costumbre dehacer visitas con ella.

En la mañana que siguió al enojo,Horacio se reconcilió con las dos. Losmalos pensamientos le llegaban con lanoche y se le iban en la mañana. Comode costumbre, los tres se pasearon por eljardín. Horacio y María llevaban aHortensia abrazada; y ella, con unvestido largo —para que no se supieraque era una mujer sin pasos— parecíauna enferma querida. (Sin embargo, lagente de los alrededores había hechouna leyenda en la cual acusaban almatrimonio de haber dejado morir a unahermana de María para quedarse con su

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dinero; entonces habían decidido expiarsu falta haciendo vivir con ellos a unamuñeca que, siendo igual a la difunta,les recordara a cada instante el delito).

Después de una temporada defelicidad, en la que María preparabasorpresas con Hortensia y Horacio seapresuraba a apuntarlas en el cuaderno,apareció la noche de la segundaexposición y el presagio de la muerte deMaría. Horacio atinó a comprarle a sumujer muchos vestidos de tela fuerte —esos recuerdos de María debían durarmucho tiempo— y le pedía que se losprobara a Hortensia. María estaba muycontenta y Horacio fingía estarlo,

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cuando se le ocurrió dar una cena —laidea partió, disimuladamente, deHoracio— a sus amigos más íntimos.Esa noche había tormenta, pero losconvidados se sentaron a la mesa muyalegres; Horacio pensaba que esa cenale dejaría muchos recuerdos y trataba deprovocar situaciones raras. Primerohacía girar en sus manos el cuchillo y eltenedor —imitaba a un cowboy con susrevólveres— y amenazó a una muchachaque tenía a su lado; ella, siguiendo labroma levantó los brazos; Horacio violas axilas depiladas y le hizo cosquillascon el cuchillo. María no pudo resistir yle dijo:

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—¡Estás portándote como unchiquilín mal educado, Horacio!

Él pidió disculpas a todos y prontose renovó la alegría. Pero en el primerpostre y mientras Horacio servía el vinode Francia, María miró hacia el lugardonde se extendía una mancha negra —Horacio vertía el vino fuera de la copa— y llevándose una mano al cuelloquiso levantarse de la mesa y sedesvaneció. La llevaron a su dormitorioy cuando se mejoró dijo que desde hacíaalgunos días no se sentía bien. Horaciomandó buscar el médicoinmediatamente. Éste le dijo que suesposa debía cuidar sus nervios, pero

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que no tenía nada grave. María selevantó y despidió a sus convidadoscomo si nada hubiera pasado. Perocuando estuvieron solos, dijo a sumarido:

—Yo no podré resistir esta vida; enmis propias narices has hecho lo que hasquerido con esa muchacha…

—Pero María…—Y no sólo derramaste el vino por

mirarla. ¡Qué le habrás hecho en el patiopara que ella te dijera: «¡Qué Horacio,éste!».

—Pero querida, ella me dijo: —¿Qué hora es?

Esa misma noche se reconciliaron y

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ella durmió con la mejilla junto a la deél. Después él separó su cabeza parapensar en la enfermedad de ella. Pero ala mañana siguiente le tocó el brazo y loencontró frío. Se quedó quieto, con losojos clavados en el techo y pasaroninstantes crueles antes que pudieragritar: «¡Alex!». En ese momento seabrió la puerta, apareció María y él sedio cuenta de que había tocado aHortensia y que había sido María quien,mientras dormía, la había puesto a sulado.

Después de mucho pensar resolvióllamar a Facundo —el fabricante demuñecas amigo de él— y buscar la

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manera de que, al acercarse a Hortensia,se creyera encontrar en ella, calorhumano. Facundo le contestó:

—Mira, hermano, eso es un pocodifícil; el calor duraría el tiempo quedura el agua caliente en un porrón.

—Bueno, no importa; haz comoquieras pero no me digas elprocedimiento. Además me gustaría queella no fuera tan dura, que al tomarla setuviera una sensación más agradable…

—También es difícil. Imagínate quesi le hundes un dedo le dejas el pozo.

—Sí, pero de cualquier manera,podía ser más flexible; y te diré que nome asusta mucho el defecto de que me

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hablas.La tarde en que Facundo se llevó a

Hortensia, Horacio y María estuvierontristes.

—¡Vaya a saber qué le harán! —decía María.

—Bueno querida, no hay que perderel sentido de la realidad. Hortensia era,simplemente, una muñeca.

—¡Era! Quiere decir que ya la daspor muerta. ¡Y, además, eres tú el quehabla del sentido de la realidad!

—Quise consolarte…—¡Y crees que ese desprecio con

que hablas de ella me consuela! Ella eramás mía que tuya. Yo la vestía y le decía

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cosas que no le puedo decir a nadie.¿Oyes? Y ella nos unía más de lo que túpuedes suponer. (Horacio tomó ladirección del escritorio). Bastantesgustos que te hice preparándotesorpresas con ella. ¡Qué necesidadtenías de «más calor humano»!

María había subido la voz. Y enseguida se oyó el portazo con queHoracio se encerró en su escritorio. Lode calor humano, dicho por María, nosólo lo dejaba en ridículo sino que lequitaba la ilusión en lo que esperaba deHortensia cuando volviera. Casi enseguida se le ocurrió salir a la calle.Cuando volvió a su casa, María no

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estaba; y cuando ella volvió los dosdisimularon, por un rato, un placer deencontrarse bastante inesperado. Esanoche él no vio sus muñecas. Al díasiguiente, por la mañana, estuvoocupado; después del almuerzo paseócon María por el jardín; los dos teníanla idea de que la falta de Hortensia eraalgo provisorio y que no debíanexagerar las cosas; Horacio pensó queera más sencillo y natural, mientrascaminaban, que él abrazara sólo aMaría. Los dos se sintieron livianos,alegres, y volvieron a salir. Pero esemismo día, antes de cenar, él fue abuscar a su mujer al dormitorio y le

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extrañó el encontrarse, simplemente, conella. Por un instante él se había olvidadoque Hortensia no estaba; y esta vez, lafalta de ella le produjo un malestar raro.María podía ser, como antes, una mujersin muñeca; pero ahora él no podíaadmitir la idea de María sin Hortensia;aquella resignación de toda la casa y deMaría ante el vacío de la muñeca, teníaalgo de locura. Además, María iba de unlado para otro del dormitorio y parecíaque en esos momentos no pensaba enHortensia; y en la cara de María se veíala inocencia de un loco que se haolvidado de vestirse y anda desnudo.Después fueron al comedor y él empezó

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a tomar el vino de Francia. Miró variasveces a María en silencio y por fincreyó encontrar en ella la idea deHortensia. Entonces él pensó en lo queera la una para la otra. Siempre que élpensaba en María, la recordaba junto aHortensia y preocupándose de suarreglo, de cómo la iba a sentar y de queno se cayera; y con respecto a él, de lassorpresas que le preparaba. Si María notocaba el piano —como la amante deFacundo— en cambio tenía a Hortensiay por medio de ella desarrollaba supersonalidad de una manera original.Descontarle Hortensia a María era comodescontarle el arte a un artista.

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Hortensia no sólo era una manera de serde María sino que era su rasgo másencantador; y él se preguntaba cómohabía podido amar a María cuando ellano tenía a Hortensia. Tal vez en aquellaépoca la expresara en otros hechos o deotra manera. Pero hacía un rato, cuandoél fue a buscar a María y se encontró,simplemente con María, ella le habíaparecido de una insignificanciainquietante. Además —Horacio seguíatomando vino de Francia.— Hortensiaera un obstáculo extraño: y él podíadecir que algunas veces tropezaba enHortensia para caer en María.

Después de cenar Horacio besó la

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mejilla fresca de María y fue a ver susvitrinas. En una de ellas era carnaval.Dos muñecas, una morocha y otra rubia,estaban disfrazadas de manolas con elantifaz puesto y recostadas a unabaranda de columnas de mármol. A laizquierda había una escalinata; y sobrelos escalones, serpentinas, caretas,antifaces y algunos objetos caídos comoal descuido. La escena estaba enpenumbra; y de pronto Horacio creyóreconocer, en la muñeca morocha, aHortensia. Podría haber ocurrido queMaría la hubiera mandado buscar a lode Facundo y haber preparado estasorpresa. Antes de seguir mirando,

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Horacio abrió la puerta de vidrio, subióla escalinata, pisó una careta; después larecogió y la tiró detrás de la baranda.Este gesto suyo le dio un sentidomaterial de los objetos que lo rodeabany se encontró desilusionado. Fue a latarima y oyó con disgusto el ruido de lasmáquinas separado de los sonidos delpiano. Pero pasados unos instantes mirólas muñecas y se le ocurrió que aquéllaseran dos mujeres que amaban al mismohombre. Entonces abrió el cajón y seenteró de la leyenda: «La mujer rubiatiene novio. Él, hace algún tiempo, hadescubierto que en realidad ama a laamiga de su novia, la morocha, y se lo

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declara. La morocha también lo ama;pero lo oculta y trata de disuadir alnovio de su amiga. Él insiste; y en lanoche de carnaval él confiesa a su noviael amor por la morocha. Ahora es elprimer instante en que las amigas seencuentran y las dos saben la verdad.Todavía no han hablado y permanecenlargo rato disfrazadas y silenciosas».Por fin Horacio había acertado con unaleyenda: las dos amigas aman al mismohombre; pero en seguida pensó que lacoincidencia de haber acertadosignificaba un presagio o un aviso dealgo que ya estaba pasando: él, comonovio de las dos muñecas, ¿no estaría

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enamorado de Hortensia? Esta sospechalo hizo revolotear alrededor de sumuñeca y posarse sobre estas preguntas:¿Qué tenía Hortensia para que él sehubiera enamorado de ella? ¿Él sentiríapor las muñecas una admiraciónpuramente artística? ¿Hortensia, seríasimplemente un consuelo para cuando élperdiera a su mujer? y ¿se prestaríasiempre a una confusión que favorecieraa María? Era absolutamente necesarioque él volviera a pensar en lapersonalidad de las muñecas. No quisoentregarse a estas reflexiones en elmismo dormitorio en que estaría sumujer. Llamó a Alex, hizo despedir a

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Walter y quedó solo con el ruido de lasmáquinas; antes pidió al criado unabotella de vino de Francia. Después seempezó a pasear, fumando a lo largo delsalón. Cuando llegaba a la tarimatomaba un poco de vino; y en seguidareanudaba el paseo reflexionando: «Sihay espíritus que frecuentan las casasvacías ¿por qué no pueden frecuentar loscuerpos de las muñecas?». Entoncespensó en castillos abandonados, dondelos muebles y los objetos, unidos bajotelas espesas, duermen un miedo pesado;sólo están despiertos los fantasmas y losespíritus que se entienden con el vuelode los murciélagos y los ruidos que

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vienen de los pantanos… En esteinstante puso atención en el ruido de lasmáquinas y la copa se le cayó de lasmanos. Tenía la cabeza erizada. Creyócomprender que las almas sin cuerpoatrapaban esos ruidos que andabansueltos por el mundo, que se expresabanpor medio de ellos y que el alma quehabitaba el cuerpo de Hortensia seentendía con las máquinas. Quisosuspender estas ideas y puso atención enlos escalofríos que recorrían su cuerpo.Se dejó caer en el sillón y no tuvo másremedio que seguir pensando enHortensia: con razón en una noche deluna habían ocurrido cosas tan

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inexplicables. Estaban en el jardín y depronto él quiso correr a su mujer; ellareía y fue a esconderse detrás deHortensia —bien se dio cuenta él de queeso no era lo mismo que escondersedetrás de un árbol— y cuando él fue abesar a María por encima del hombro deHortensia, recibió un formidablepinchazo. En seguida oyó con violencia,el ruido de las máquinas: sin duda ellasle anunciaban que él no debía besar aMaría por encima de Hortensia. Maríano se explicaba cómo había podidodejar una aguja en el vestido de lamuñeca. Y él, había sido tan tonto comopara creer que Hortensia era un adorno

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para María, cuando en realidad las dostrataban de adornarse mutuamente.Después volvió a pensar en los ruidos.Desde hacía mucho tiempo él creía que,tanto los ruidos como los sonidos teníanvida propia y pertenecían a distintasfamilias. Los ruidos de las máquinaseran una familia noble y tal vez por esoHortensia los había elegido paraexpresar un amor constante. Esa nochetelefoneó a Facundo y le preguntó porHortensia. Su amigo le dijo que laenviaría muy pronto y que las muchachasdel taller habían inventado unprocedimiento… Aquí Horacio lo habíainterrumpido diciéndole que deseaba

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ignorar los secretos del taller. Y despuésde colgar el tubo sintió un placer muyescondido al pensar que seríanmuchachas las que pondrían algo deellas en Hortensia. Al otro día María loesperó para almorzar, abrazando aHortensia por el talle. Después de besara su mujer, Horacio tomó la muñeca ensus brazos y la blandura y el calor de sucuerpo le dieron, por un instante, lafelicidad que esperaba; pero cuandopuso sus labios en los de Hortensia lepareció que besaba a una persona quetuviera fiebre. Sin embargo, al poco ratoya se había acostumbrado a ese calor yse sintió reconfortado.

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Esa misma noche, mientras cenaba,pensó: ¿necesariamente la trasmigraciónde las almas se ha de producir sólo entrepersonas y animales? ¿Acaso no hahabido moribundos que han entregado elalma, con sus propias manos, a un objetoquerido? Además, puede no haber sidopor error que un espíritu se hayaescondido en una muñeca que se parezcaa una bella mujer. ¿Y no podía haberocurrido que un alma, deseosa de volvera habitar un cuerpo, haya guiado lasmanos del que fabrica una muñeca?Cuando alguien persigue una ideapropia, ¿no se sorprende al encontrarsecon algo que no esperaba y como si otro

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le hubiera ayudado? Después pensó enHortensia y se preguntó: ¿De quién seráel espíritu que vive en el cuerpo de ella?Esa noche María estaba de mal humor.Había estado rezongando a Hortensia,mientras la vestía, porque no se quedabaquieta: se le venía hacia adelante; yahora, con el agua, estaba más pesada.Horacio pensó en las relaciones deMaría y Hortensia y en los extrañosmatices de enemistad que había vistoentre mujeres verdaderamente amigas yque no podían pasarse la una sin la otra.Al mismo tiempo recordó que esoocurre muy a menudo entre madre ehija… Pocos instantes después levantó

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la cabeza del plato y preguntó a sumujer:

—Dime una cosa, María, ¿cómo eratu mamá?

—¿Y ahora a qué viene esapregunta? ¿Deseas saber los defectosque he heredado de ella?

—¡Oh! querida, ¡en absoluto!Esto fue dicho de manera que

tranquilizó a María. Entonces ella dijo:—Mira, era completamente distinta

a mí, tenía una tranquilidad pasmosa; eracapaz de pasarse horas en una silla sinmoverse y con los ojos en el vacío.

«Perfecto», se dijo Horacio para sí.Y después de servirse una copa de vino,

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pensó: no sería muy grato, sin embargo,que yo entrara en amores con el espíritude mi suegra en el cuerpo de Hortensia.

—¿Y qué concepto tenía ella delamor?

—¿Encuentras que el mío no teconviene?

—¡Pero María, por favor!—Ella no tenía ninguno. Y gracias a

eso pudo casarse con mi padre cuandomis abuelos se lo pidieron; él teníafortuna; y ella fue una gran compañerapara él.

Horacio pensó: «Más vale así; ya notengo que preocuparme más de eso». Apesar de estar en primavera, esa noche

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hizo frío; María puso el agua caliente aHortensia, la vistió con un camisón deseda y la acostó con ellos como si fueraun porrón. Horacio, antes de entrar alsueño tuvo la sensación de estar hundidoen un lago tibio; las piernas de los tresle parecían raíces enredadas de árbolespróximos: se confundían entre el agua yél tenía pereza de averiguar cuáles eranlas suyas.

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III

Horacio y María empezaron a prepararuna fiesta para Hortensia. Cumpliría dosaños. A Horacio se le había ocurridopresentarla en un triciclo; le decía aMaría que él lo había visto en el díadedicado a la locomoción y que tenía laseguridad de conseguirlo. No le dijo,que hacía muchos años, él había vistouna película en que un novio raptaba asu novia en un triciclo y que eserecuerdo lo impulsó a utilizar eseprocedimiento con Hortensia. Losensayos tuvieron éxito. Al principio aHoracio le costaba poner el triciclo en

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marcha; pero apenas lograba mover lagran rueda de adelante, el aparatovolaba. El día de la fiesta el buffetestuvo abierto desde el primer instante;el murmullo aumentaba rápidamente y seconfundían las exclamaciones que salíande las gargantas de las personas y delcuello de las botellas. Cuando Horaciofue a presentar a Hortensia, sonó, en elgran patio, una campanilla de colegio ylos convidados fueron hacia allí con suscopas. Por un largo corredor alfombradovieron venir a Horacio luchando con lagran rueda de su triciclo. Al principio elvehículo se veía poco; y de Hortensia,que venía detrás de Horacio, sólo se

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veía el gran vestido blanco; Horacioparecía venir en el aire y traído por unanube. Hortensia se apoyaba en el eje queunía las pequeñas ruedas traseras y teníalos brazos estirados hacia adelante y lasmanos metidas en los bolsillos delpantalón de Horacio. El triciclo sedetuvo en el centro del patio y Horacio,mientras recibía los aplausos y lasaclamaciones, acariciaba, con una mano,el cabello de Hortensia. Después volvióa pedalear con fuerza el aparato; ycuando se fueron de nuevo por elcorredor de las alfombras y el triciclotomó velocidad, todos lo miraron uninstante en silencio y tuvieron la idea de

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un vuelo. En vista del éxito, Horaciovolvió de nuevo en dirección al patio;ya habían empezado otra vez losaplausos y las risas; pero apenasdesembocaron en el patio al triciclo sele salió una rueda y cayó de costado.Hubo gritos, pero cuando vieron queHoracio no se había lastimado,empezaron otra vez las risas y losaplausos. Horacio cayó encima deHortensia, con los pies para arriba yhaciendo movimientos de insecto. Losconcurrentes reían hasta las lágrimas;Facundo, casi sin poder hablar, le decía:

—¡Hermano, parecías un juguete decuerda que se da vuelta patas arriba y

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sigue andando!En seguida todos volvieron al

comedor. Los muchachos que trabajabanen las escenas de las vitrinas habíanrodeado a Horacio y le pedían que lesprestara a Hortensia y el triciclo paracomponer una leyenda. Horacio senegaba pero estaba muy contento y losinvitó a ir a la sala de las vitrinas atomar vino de Francia.

—Si usted nos dijera lo que sientecuando está frente a una escena —le dijouno de los muchachos— creo queenriquecería nuestras experiencias.

Horacio se había empezado ahamacar en los pies, miraba los zapatos

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de sus amigos y al fin se decidió adecirles:

—Eso es muy difícil… pero lointentaré. Mientras busco la manera deexpresarme, les rogaría que no mehicieran ninguna pregunta más y que seconformen con lo que les puedacomunicar.

—Entendido, dijo uno, un pocosordo, poniéndose una mano detrás de laoreja.

Todavía Horacio se tomó unosinstantes más; juntaba y separaba lasmanos abiertas; y después, para que sequedaran quietas, cruzó los brazos yempezó:

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—Cuando yo miro una escena… —aquí se detuvo de nuevo y en seguidareanudó el discurso con una disgresión—: (El hecho de ver las muñecas envitrinas es muy importante por el vidrio;eso les da cierta cualidad de recuerdo;antes, cuando podía ver espejos —ahorame hacen mal, pero sería muy largo deexplicar el porqué— me gustaba ver lashabitaciones que aparecían en losespejos). Cuando miro una escena meparece que descubro un recuerdo que hatenido una mujer en un momentoimportante de su vida; es algo así —perdonen la manera de decirlo— comosi le abriera una rendija en la cabeza.

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Entonces me quedo con ese recuerdocomo si le robara una prenda íntima; conella imagino y deduzco muchas cosas yhasta podría decir que al revisarla tengola impresión de violar algo sagrado;además, me parece que ése es unrecuerdo que ha quedado en una personamuerta; yo tengo la ilusión de extraerlode un cadáver; y hasta espero que elrecuerdo se mueva un poco…

Aquí se detuvo; no se animó adecirles que él había sorprendidomuchos movimientos raros…

Los muchachos también guardaronsilencio. A uno se le ocurrió tomarsetodo el vino que le quedaba en la copa y

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los demás lo imitaron. Al rato otropreguntó:

—Díganos algo, en otro orden, desus gustos personales, por ejemplo.

—¡Ah! —contestó Horacio—, nocreo que por ahí haya algo que puedaservirles para las escenas. Me gusta, porejemplo, caminar por un piso de maderadonde hay azúcar derramada. Esepequeño ruido…

En ese instante vino María parainvitarlos a dar una vuelta por el jardín;ya era noche oscura y cada uno llevaríauna pequeña antorcha. María dio elbrazo a Horacio; ellos iniciaban lamarcha y pedían a los demás que fueran

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también en parejas. Antes de salir, porla puerta que daba al jardín, cada unotomaba la pequeña antorcha de una mesay la encendía en una fuente de llamasque había en otra mesa. Al ver elresplandor de las antorchas, los vecinosse habían asomado al cerco bajo deljardín y sus caras aparecían entre losárboles como frutas sospechosas. Depronto María cruzó un cantero, yencendió luces instaladas en un árbolmuy grande, y apareció, en lo alto de lacopa, Hortensia. Era una sorpresa deMaría para Horacio. Los concurrenteshacían exclamaciones y vivas. Hortensiatenía un abanico blanco abierto sobre el

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pecho y, detrás del abanico, una luz quele daba reflejos de candilejas. Horaciole dio un beso a María y le agradeció lasorpresa; después, mientras los demásse divertían, Horacio se dio cuenta deque Hortensia miraba hacia el caminopor donde él venía siempre. Cuandopasaron por el cerco bajo, María oyóque alguien entre los vecinos gritó aotros que venían lejos: «Apúrense, queapareció la difunta en un árbol».Trataron de volver pronto al interior dela casa y se brindó por la sorpresa deHortensia. María ordenó a las mellizas—dos criadas hermanas— que labajaran del árbol y le pusieran el agua

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caliente. Ya habría transcurrido una horadespués de la vuelta del jardín, cuandoMaría empezó a buscar a Horacio; loencontró de nuevo con los muchachos enel salón de las vitrinas. Ella estabapálida y todos se dieron cuenta de queocurría algo grave. María pidió permisoa los muchachos y se llevó a Horacio aldormitorio. Allí estaba Hortensia con uncuchillo clavado debajo de un seno y dela herida brotaba agua; tenía el vestidomojado y el agua ya había llegado alpiso. Ella, como de costumbre, estabasentada en su silla con los grandes ojosabiertos; pero María le tocó un brazo ynotó que se estaba enfriando.

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—¿Quién puede haberse atrevido allegar hasta aquí y hacer esto? —preguntaba María recostándose al pechode su marido en una crisis de lágrimas.

Al poco rato se le pasó y se sentó enuna silla a pensar en lo que haría.Después dijo:

—Voy a llamar a la policía.—¿Pero estás loca? —le contestó

Horacio— ¿Vamos a ofender así a todosnuestros invitados por lo que haya hechouno? ¿Y vas a llamar a la policía paradecirles que le han pegado una puñaladaa una muñeca y que le sale agua? Ladignidad exige que no digamos nada; esnecesario saber perder. La daremos de

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nuevo a Facundo para que la compongay asunto terminado.

—Yo no me resigno —decía María—, llamaré a un detective particular.Que nadie la toque, en el mango delcuchillo deben estar las impresionesdigitales.

Horacio trató de calmarla y le pidióque fuera a atender a sus invitados.Convinieron en encerrar la muñeca conllave, conforme estaba. Pero Horacio,apenas salió María, sacó el pañuelo delbolsillo, lo empapó en agua fuerte y lopasó por el mango del cuchillo.

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IV

Horacio logró convencer a María de quelo mejor sería pasar en silencio lapuñalada a Hortensia. El día queFacundo la vino a buscar, traía a Luisa,su amante. Ella y María fueron alcomedor y se pusieron a conversar comosi abrieran las puertas de dos jaulas, unafrente a la otra y entreveraran lospájaros; ya estaban acostumbradas aconversar y escucharse al mismotiempo. Horacio y Facundo seencerraron en el escritorio; elloshablaban en voz baja, uno por vez ycomo si bebieran, por turno, en un

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mismo jarro. Horacio decía:—Fui yo quien le dio la puñalada:

era un pretexto para mandarla a tu casasin que se supiera, exactamente, con quéfin.

Después los dos amigos se habíanquedado silenciosos y con la cabezabaja. María tenía curiosidad por saberlo que conversaban los hombres; dejó uninstante a Luisa y fue a escuchar a lapuerta del escritorio. Creyó reconocer lavoz de su marido, pero hablaba como unafónico y no se le entendía nada. (En esemomento Horacio, siempre con lacabeza baja, le decía a Facundo: «Seráuna locura; pero yo sé de escultores que

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se han enamorado de sus estatuas»). Alrato María pasó de nuevo por allí; perosólo oyó decir a su marido la palabraposible; y después, a Facundo, la mismapalabra. (En realidad, Horacio habíadicho: «Eso tiene que ser posible». YFacundo le había contestado: «Yo harétodo lo posible»).

Una tarde María se dio cuenta deque Horacio estaba raro. Tan pronto lamiraba con amable insistencia comoseparaba bruscamente su cabeza de la deella y se quedaba preocupado. En una delas veces que él cruzó el patio, ella lollamó, fue a su encuentro y pasándolelos brazos por el cuello, le dijo:

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—Horacio, tú no me podrás engañarnunca; yo sé lo que te pasa.

—¿Qué? —contestó él abriendo ojosde loco.

—Estás así por Hortensia.Él se quedó pálido:—Pero no, María; estás en un grave

error.Le extrañó que ella no se riera ante

el tono en que le salieron esas palabras.—Sí… querido… ya ella es como

hija nuestra —seguía diciendo María.Él dejó por un rato los ojos sobre la

cara de su mujer y tuvo tiempo de pensarmuchas cosas; miraba todos sus rasgoscomo si repasara los rincones de un

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lugar a donde había ido todos los díasdurante una vida de felicidad; y porúltimo se desprendió de María y fue asentarse a la salita y a pensar en lo queacababa de pasar. Al principio, cuandocreyó que su mujer había descubierto suentendimiento con Hortensia, tuvo laidea de que lo perdonaría; pero al mirarsu sonrisa comprendió el inmensodisparate que sería suponer a Maríaenterada de semejante pecado yperdonándolo. Su cara tenía latranquilidad de algunos paisajes; en unamejilla había un poco de luz dorada delfin de la tarde; y en un pedazo de la otrase extendía la sombra de la pequeña

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montaña que hacía su nariz. Él pensó entodo lo bueno que quedaba en lainocencia del mundo y en la costumbredel amor; y recordó la ternura con quereconocía la cara de su mujer cada vezque él volvía de las aventuras con susmuñecas. Pero dentro de algún tiempo,cuando su mujer supiera que él no sólono tenía por Hortensia el cariño de unpadre sino que quería hacer de ella unaamante, cuando María supiera todo elcuidado que él había puesto en organizarsu traición, entonces, todos los lugaresde la cara de ella serían destrozados:María no podría comprender todo el malque había encontrado en el mundo y en

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la costumbre del amor; ella no conoceríaa su marido y el horror la trastornaría.

Horacio se había quedado mirandouna mancha de sol que tenía en la mangadel saco: al retirar la manga la manchahabía pasado al vestido de María comosi se hubiera contagiado; y cuando seseparó de ella y empezó a caminar haciala salita, sus órganos parecían estarrevueltos, caídos y pesandoinsoportablemente. Al sentarse en unapequeña banqueta de la salita, pensó queno era digno de ser recibido por lablandura de un mueble familiar y sesintió tan incómodo como si se hubieraechado encima de una criatura. Él

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también era desconocido de sí mismo yrecibía una desilusión muy grande aldescubrir la materia de que estabahecho. Después fue a su dormitorio, seacostó tapándose hasta la cabeza y,contra lo que hubiera creído, se durmióen seguida.

María habló por teléfono a Facundo:—Escuche, Facundo; apúrese a traer

a Hortensia porque si no Horacio se vaa enfermar.

—Le voy a decir una cosa, María; lapuñalada ha interesado vías muyimportantes de la circulación del agua;no se puede andar ligero; pero haré loposible para llevársela cuanto antes.

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Al poco rato Horacio se despertó; unojo le había quedado frente a unpequeño barranco que hacían las cobijasy vio a lo lejos, en la pared, el retrato desus padres: ellos habían muerto, de unapeste, cuando él era niño; ahora élpensaba que lo habían estafado; él eracomo un cofre en el cual, en vez defortuna, habían dejado yuyos ruines; yellos, sus padres, eran como dosbandidos que se hubieran ido antes queél fuera grande y se descubriera elfraude. Pero en seguida estospensamientos le parecieronmonstruosos. Después fue a la mesa ytrató de estar bien ante María. Ella le

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dijo:—Avisé a Facundo para que trajera

pronto a Hortensia.¡Si ella supiera, se dijo Horacio, que

contribuye, apurando el momento detraer a Hortensia, a un placer mío queserá mi traición y su locura! Él dabavuelta la cara de un lado para otro de lamesa sin ver nada y como un caballo quebusca la salida con la cabeza.

—¿Falta algo? —preguntó María.—No, aquí está —dijo él tomando la

mostaza.María pensó que si no la veía,

estando tan cerca, era porque él sesentía mal.

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Al final se levantó, fue hacia sumujer y se empezó a inclinar lentamente,hasta que sus labios tocaron la mejillade ella; parecía que el beso hubieradescendido en paracaídas sobre unaplanicie donde todavía existía lafelicidad.

Esa noche, en la primera vitrina,había una muñeca sentada en el céspedde un jardín; estaba rodeada de grandesesponjas, pero la actitud de ella era lade estar entre flores. Horacio no teníaganas de pensar en el destino de esamuñeca y abrió el cajoncito dondeestaban las leyendas: «Esta mujer es unaenferma mental; no se ha podido

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averiguar por qué ama las esponjas».Horacio dijo para sí: «Pues yo les pagopara que averigüen». Y al rato pensócon acritud: «Esas esponjas debensimbolizar la necesidad de lavar muchasculpas». A la mañana siguiente sedespertó con el cuerpo arrollado yrecordó quién era él, ahora. Su nombre yapellido le parecieron diferentes y losimaginó escritos en un cheque sinfondos. Su cuerpo estaba triste; ya lehabía ocurrido algo parecido, una vezque un médico le había dicho que teníasangre débil y un corazón chico. Sinembargo aquella tristeza se le habíapasado. Ahora estiró las piernas y

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pensó: «Antes, cuando yo era joven,tenía más vitalidad para defenderme delos remordimientos: me importabamucho menos el mal que pudiera hacer alos demás. ¿Ahora tendré la debilidadde los años? No, debe ser un desarrollotardío de los sentimientos y de lavergüenza». Se levantó muy aliviado;pero sabía que los remordimientosserían como nubes empujadas haciaalgún lugar del horizonte y quevolverían con la noche.

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V

Unos días antes que trajeran a Hortensia,María sacaba a pasear a Horacio; queríadistraerlo; pero al mismo tiempopensaba que él estaba triste porque ellano podía tener una hija de verdad. Latarde que trajeron a Hortensia, Horaciono estuvo muy cariñoso con ella y Maríavolvió a pensar que la tristeza deHoracio no era por Hortensia; pero unmomento antes de cenar ella vio queHoracio tenía, ante Hortensia, unaemoción contenida y se quedó tranquila.Él, antes de ir a ver a sus muñecas, lefue a dar un beso a María; la miraba de

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cerca, con los ojos muy abiertos y comosi quisiera estar seguro de que no habíanada raro escondido en ningún lugar desu cara. Ya habían pasado unos cuantosdías sin que Horacio se hubiera quedadosolo con Hortensia. Y después Maríarecordaría para siempre la tarde en queella, un momento antes de salir y a pesarde no hacer mucho frío, puso el aguacaliente a Hortensia y la acostó conHoracio para que él durmieraconfortablemente la siesta. Esa mismanoche él miraba los rincones de la carade María seguro de que pronto seríanenemigos; a cada instante él hacíamovimientos y pasos más cortos que de

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costumbre y como si se preparara pararecibir el indicio de que María habíadescubierto todo. Eso ocurrió unamañana. Hacía mucho tiempo, una vezque María se quejaba de la barba deAlex, Horacio le había dicho:

—¡Peor estuviste tú al elegir comocriadas a dos mellizas tan parecidas!

Y María le había contestado:—¿Tienes algo particular que

decirle a alguna de ellas? ¿Has tenidoalguna confusión lamentable?

—Sí, una vez te llamé a ti y vino laque tiene el honor de llamarse como tú.

Entonces María dio orden a lasmellizas de no venir a la planta baja a

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las horas en que el señor estuviera encasa. Pero una vez que una de ellas huíapara no dejarse ver por Horacio, él lacorrió creyendo que era una extraña ytropezó con su mujer. Después de esoMaría las hacía venir nada más quealgunas horas en la mañana y no dejabade vigilarlas. El día en que se descubriótodo, María había sorprendido a lasmellizas levantándole el camisón aHortensia en momentos en que no debíanponerle agua caliente ni vestirla. Cuandoellas abandonaron el dormitorio, entróMaría. Y al rato las mellizas vieron a ladueña de casa cruzando el patio, muyapurada, en dirección a la cocina.

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Después había pasado de vuelta con elcuchillo grande de picar carne; y cuandoellas, asustadas, la siguieron para ver loque ocurría, María les había dado con lapuerta en la cara. Las mellizas se vieronobligadas a mirar por la cerradura; perocomo María había quedado de espaldas,tuvieron que ir a ver por otra puerta.María puso a Hortensia encima de unamesa, como si la fuera a operar, y ledaba puñaladas cortas y seguidas; estabadesgreñada y le había saltado a la caraun chorro de agua; de un hombro deHortensia brotaban otros dos, muy finos,y se cruzaban entre sí como en la fuentedel jardín; y del vientre salían

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borbotones que movían un pedazodesgarrado del camisón. Una de lasmellizas se había hincado en unalmohadón, se tapaba un ojo con lamano y con el otro miraba sin pestañearjunto a la cerradura; por allí venía unpoco de aire y la hacía lagrimear;entonces cedía el lugar a su hermana. Delos ojos de María también salíanlágrimas; al fin dejó el cuchillo encimade Hortensia, se fue a sentar a un sillóny a llorar con las manos en la cara. Lasmellizas no tuvieron más interés enmirar por la cerradura y se fueron a lacocina. Pero al rato la señora las llamópara que le ayudaran a arreglar las

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valijas. María se propuso soportar lasituación con la dignidad de una reinadesgraciada. Dispuesta a castigar aHoracio, y pensando en las actitudes quetomaría ante sus ojos, dijo a las mellizasque si venía el señor le dijeran que ellano lo podía recibir. Empezó a arreglartodo para un largo viaje y regaló algunosvestidos a las mellizas; y al final,cuando María se iba en el auto de lacasa, las mellizas, en el jardín, seentregaron con fruición a la pena de suseñora; pero al entrar de nuevo a la casay ver los vestidos regalados se pusieronmuy contentas; corrieron las cortinas delos espejos —estaban tapados para

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evitarle a Horacio la mala impresión demirarse en ellos— y se acercaron losvestidos al cuerpo para contemplar elefecto. Una de ellas vio por el espejo elcuerpo mutilado de Hortensia y dijo:«Qué tipo sinvergüenza». Se refería aHoracio. Él, había aparecido en una delas puertas y pensaba en la manera depreguntarles qué estaban haciendo conesos vestidos frente a los espejosdesnudos. Pero de pronto vio el cuerpode Hortensia sobre la mesa, con elcamisón desgarrado, y se dirigió haciaallí. Las mellizas iniciaron la huida. Éllas detuvo:

—¿Dónde está la señora?

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La que había dicho «qué tiposinvergüenza» lo miró de frente ycontestó:

—Nos dijo que haría un largo viajey nos regaló estos vestidos.

Él les hizo señas para que se fuerany le vinieron a la cabeza estas palabras:«La cosa ya ha pasado». Miró de nuevoel cuerpo de Hortensia: todavía tenía enel vientre el cuchillo de picar la carne.Él no sentía mucha pena y por uninstante se le ocurrió que aquel cuerpopodía arreglarse; pero en seguida seimaginó el cuerpo cosido con puntadas yrecordó un caballo agujereado que habíatenido en la infancia: la madre le había

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dicho que le iba a poner un remiendo;pero él se sentía desilusionado yprefirió tirarlo.

Horacio desde el primer momentotuvo la seguridad de que María volveríay se dijo para sí: «Debo esperar losacontecimientos con la mayor calmaposible». Además él volvería a ser,como en sus mejores tiempos, unatrevido fuerte. Recordó lo que le habíaocurrido esa mañana y pensó quetambién traicionaría a Hortensia. Hacíapoco rato, Facundo le había mostradootra muñeca; era una rubia divina y yatenía su historia: Facundo había hechocorrer la noticia de que existía, en un

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país del norte, un fabricante de esasmuñecas; se habían conseguido losplanos y los primeros ensayos habíantenido éxito. Entonces recibió, a lospocos días, la visita de un hombretímido; traía unos ojos grandesembolsados en párpados que apenaspodía levantar, y pedía datos concretos.Facundo, mientras buscaba fotografíasde muñecas, le iba diciendo: «Elnombre genérico de ellas es deHortensias; pero después, el que ha deser su dueño, le pone el nombre que ellale inspira íntimamente. Éstos son losúnicos modelos de Hortensias quevinieron con los planos». Le mostró sólo

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tres y el hombre tímido se comprometió,casi irreflexivamente, con una de ellas yle hizo el encargo con dinero en lamano. Facundo pidió un precio subido yel comprador movió varias veces lospárpados; pero después sacó unaestilográfica en forma de submarino yfirmó el compromiso. Horacio vio larubia terminada y le pidió a Facundoque no la entregara todavía; y su amigoaceptó porque ya tenía otras empezadas.Horacio pensó, en el primer instante,ponerle un apartamento; pero ahora se leocurría otra cosa, la traería a su casa yla pondría en la vitrina de las queesperaban colocación. Después que

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todos se acostaran él la llevaría aldormitorio; y antes que se levantaran lacolocaría de nuevo en la vitrina. Porotra parte él esperaba que María novolvería a su casa en altas horas de lanoche. Apenas Facundo había puesto lanueva muñeca a disposición de suamigo, Horacio se sintió poseído poruna buena suerte que no había tenidodesde la adolescencia. Alguien loprotegía, puesto que él había llegado asu casa después que todo había pasado.Además él podía dominar losacontecimientos, con el impulso de unhombre joven. Si había abandonado unamuñeca por otra, ahora él no se podía

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detener a sentir pena por el cuerpomutilado de Hortensia. La vuelta deMaría era segura porque a él ya no se leimportaba nada de ella; y debía serMaría quien se ocupara del cuerpo deHortensia.

De pronto Horacio empezó acaminar como un ladrón, junto a lapared; llegó al costado de un ropero,corrió la cortina que debía cubrir elespejo y después hizo lo mismo con elotro ropero. Ya hacía mucho tiempo quehabía hecho poner esas cortinas. Maríasiempre había tenido cuidado de que élno se encontrara con un espejodescubierto: antes de vestirse cerraba el

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dormitorio y antes de abrirlo cubría losespejos. Entonces sintió fastidio depensar que las mellizas, no sólo seponían vestidos que él había regalado asu esposa, sino que habían dejado losespejos libres. No era que a él no legustara ver las cosas en los espejos;pero el color oscuro de su cara le hacíapensar en unos muñecos de cera quehabía visto en un museo la tarde queasesinaron a un comerciante; en elmuseo también había muñecos querepresentaban cuerpos asesinados y elcolor de la sangre en la cera le fue tandesagradable como si a él le hubierasido posible ver, después de muerto, las

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puñaladas que lo habían matado. Elespejo del tocador quedaba siempre sincortinas; era bajo y Horacio podíapasar, distraído, frente a él e inclinarse,todos los días, hasta verse solamente elnudo de la corbata; se peinaba dememoria y se afeitaba tanteándose lacara. Aquel espejo podía decir que élhabía reflejado siempre un hombre sincabeza. Ese día, después de habercorrido la cortina de los roperos,Horacio cruzó, confiado como decostumbre, frente al espejo del tocador;pero se vio la mano sobre el génerooscuro del traje y tuvo un desagradoparecido al de mirarse la cara. Entonces

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se dio cuenta de que ahora la piel de susmanos tenía también color de cera. Almismo tiempo recordó unos brazos quehabía visto ese día en el escritorio deFacundo: eran de un color agradable ymuy parecido al de la rubia. Horacio,como un chiquilín que pide recortes aalguien que trabaja en madera, le dijo aFacundo:

—Cuando te sobren brazos o piernasque no necesites, mándamelos.

—¿Y para qué quieres eso,hermano?

—Me gustaría que compusieranescenas en mis vitrinas con brazos ypiernas sueltas; por ejemplo: un brazo

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encima de un espejo, una pierna que salede abajo de una cama, o algo así.

Facundo se pasó una mano por lacara y miró a Horacio con disimulo. Esedía Horacio almorzó y tomó vino tantranquilamente como si María hubieraido a casa de una parienta a pasar el día.La idea de su suerte le permitíarecomendarse tranquilidad. Se levantócontento de la mesa, se le ocurrió llevara pasear un rato las manos por el tecladoy por fin fue al dormitorio para dormirla siesta. Al cruzar frente al tocador, sedijo: «Reaccionaré contra mis manías ymiraré los espejos de frente». Ademásle gustaba mucho encontrarse con

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sorpresas de personas y objetos enconfusiones provocadas por espejos.Después miró una vez más a Hortensia,decidió que la dejaría allí hasta queMaría volviera y se acostó. Al estirarlos pies entre las cobijas, tocó un cuerpoextraño, dio un salto y bajó de la cama;quedó unos instantes de pie y por últimosacó las cobijas: era una carta de María:«Horacio: ahí te dejo a tu amante; yotambién la he apuñalado; pero puedoconfesarlo porque no es un pretextohipócrita para mandarla al taller a que lehagan herejías. Me has asqueado la viday te ruego que no trates de buscarme.María». Se volvió a acostar pero no

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podía dormir y se levantó. Evitaba mirarlos objetos de su mujer en el tocadorcomo evitaba mirarla a ella cuandoestaban enojados. Fue a un cine; allísaludó, sin querer, a un enemigo y tuvovarias veces el recuerdo de María.Volvió a la casa negra cuando todavíaentraba un poco de sol a su dormitorio.Al pasar frente a un espejo, y a pesar deestar corrida la cortina, vio a través deella su cara: algunos rayos de sol dabansobre el espejo y habían hecho brillarsus facciones como las de un espectro.Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas yse acostó. Si la suerte que tuvo cuandoera joven le volvía, ahora a él le

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quedaría poco tiempo paraaprovecharla; no vendría sola y éltendría que luchar con acontecimientostan extraños como los que se producíana causa de Hortensia. Ella descansabaahora, a pocos pasos de él; menos malque su cuerpo no se descompondría;entonces pensó en el espíritu que habíavivido en él como en un habitante que nohubiera tenido mucho que ver con suhabitación. ¿No podría haber ocurridoque el habitante del cuerpo de Hortensiahubiera provocado la furia de María,para que ella deshiciera el cuerpo deHortensia y evitara así la proximidad deél, de Horacio? No podía dormir; le

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parecía que los objetos del dormitorioeran pequeños fantasmas que seentendían con el ruido de las máquinas.Se levantó, fue a la mesa y empezó atomar vino. A esa hora extrañaba muchoa María. Al fin de la cena se dio cuentade que no le daría un beso y fue para lasalita. Allí, tomando el café, pensó quemientras María no volviera, él no debíair al dormitorio ni a la mesa de su casa.Después salió a caminar y recordó queen un barrio próximo había un hotel deestudiantes. Llegó hasta allí. Había unapalmera a la entrada y detrás de ellaláminas de espejos que subían lasescaleras al compás de los escalones;

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entonces siguió caminando. El hecho dehabérsele presentado tantos espejos enun solo día era un síntoma sospechoso.Después recordó que esa mismamañana, antes de encontrarse con los desu casa, él le había dicho a Facundo quele gustaría ver un brazo sobre un espejo.Pero también recordó la muñeca rubia ydecidió, una vez más, luchar contra susmanías. Volvió sus pasos hacia el hotel,cruzó la palmera y trató de subir laescalera sin mirarse en los espejos.Hacía mucho tiempo que no había vistotantos juntos; las imágenes seconfundían, él no sabía dónde dirigirse yhasta pensó que pudiera haber alguien

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escondido entre los reflejos. En elprimer piso apareció la dueña; lemostraron las habitaciones disponibles—todas tenían grandes espejos—, éleligió la mejor y dijo que volveríadentro de una hora. Fue a la casa negra,arregló una pequeña valija y al volverrecordó que antes aquel hotel había sidouna casa de citas. Entonces no seextrañó de que hubiera tantos espejos.En la pieza que él eligió había tres; elmás grande quedaba a un lado de lacama; y como la habitación que aparecíaen él era la más linda, Horacio mirabala del espejo. Estaría cansada derepresentar, durante años, aquel

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ambiente chinesco. Ya no era agresivo elrojo del empapelado y según el espejoparecía el fondo de un lago, colorladrillo, donde hubieran sumergidopuentes con cerezos. Horacio se acostóy apagó la luz; pero siguió mirando lahabitación con el resplandor que veníade la calle. Le parecía estar escondidoen la intimidad de una familia pobre.Allí todas las cosas habían envejecidojuntas y eran amigas; pero las ventanastodavía eran jóvenes y miraban haciaafuera; eran mellizas, como las deMaría, se vestían igual, tenían pegado alvidrio cortinas de puntillas y, recogidosa los lados, cortinados de terciopelo.

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Horacio tuvo un poco la impresión deestar viviendo en el cuerpo de undesconocido a quien robara bienestar.En medio de un gran silencio sintiózumbar sus oídos y se dio cuenta de quele faltaba el ruido de las máquinas; talvez le hiciera bien salir de la casa negray no oírlas más. Si ahora Maríaestuviera recostada a su lado, él seríacompletamente feliz. Apenas volviera asu casa él le propondría pasar una nocheen este hotel. Pero en seguida recordó lamuñeca rubia que había visto en lamañana y después se durmió. En elsueño había un lugar oscuro dondeandaba volando un brazo blanco. Un

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ruido de pasos en una habitaciónpróxima lo despertó. Se bajó de la camay empezó a caminar descalzo sobre laalfombra; pero vio que lo seguía unamancha blanca y comprendió que su carase reflejaba en el espejo que estabaencima de la chimenea. Entonces se leocurrió que podrían inventar espejos enlos cuales se vieran los objetos pero nolas personas. Inmediatamente se diocuenta de que eso era absurdo; ademássi él se pusiera frente a un espejo y elespejo no lo reflejara, su cuerpo nosería de este mundo. Se volvió a acostar.Alguien encendió la luz en unahabitación de enfrente y esa misma luz

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cayó en el espejo que Horacio tenía a unlado. Después él pensó en su niñez, tuvorecuerdos de otros espejos y se durmió.

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VI

Hacía poco tiempo que Horacio dormíaen el hotel y las cosas ocurrían como enla primera noche: en la casa de enfrentese encendían ventanas que caían en losespejos; o él se despertaba y encontrabalas ventanas dormidas. Una noche oyógritos y vio llamas en su espejo. Alprincipio las miró como en la pantallade un cine; pero en seguida pensó que sihabía llamas en el espejo también teníaque haberlas en la realidad. Entonces,con velocidad de resorte, dio mediavuelta en la cama y se encontró conllamas que bailaban en el hueco de una

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ventana de enfrente, como diablillos enun teatro de títeres. Se tiró al suelo, sepuso la salida de baño y se asomó a unade sus propias ventanas. En el vidrio sereflejaban las llamas y esta ventanaparecía asustada de ver lo que ocurría ala de enfrente. Abajo —la pieza deHoracio quedaba en un primer piso—había mucha gente y en ese momentovenían los bomberos. Fue entonces queHoracio vio a María asomada a otra delas ventanas del hotel. Ella ya lo estabamirando y no terminaba de reconocerlo.Horacio le hizo señas con la mano,cerró la ventana, fue por el pasillo hastala puerta que creyó la de María y llamó

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con los nudillos. En seguida aparecióella y le dijo:

—No conseguirás nada conseguirme.

Y le dio con la puerta en la cara.Horacio se quedó quieto y a los pocosinstantes la oyó llorar detrás de lapuerta. Entonces contestó:

—No vine a buscarte; pero ya quenos encontramos deberíamos ir a casa.

—Andate, andate tú solo —habíadicho ella.

A pesar de todo, a él le pareció quetenía ganas de volver. Al otro día,Horacio fue a la casa negra y se sintiófeliz. Gozaba de la suntuosidad de

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aquellos interiores y caminaba entre susriquezas como un sonámbulo; todos losobjetos vivían allí recuerdos tranquilosy las altas habitaciones le daban laimpresión de que tendrían alejada unamuerte que llegaría del cielo.

Pero en la noche, después de cenarfue al salón y le pareció que el piano eraun gran ataúd y que el silencio velaba aun músico que había muerto hacía pocotiempo. Levantó la tapa del piano yaterrorizado la dejó caer con granestruendo; quedó un instante con losbrazos levantados, como ante alguienque lo amenazara con un revólver, perodespués fue al patio y empezó a gritar:

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—¿Quién puso a Hortensia dentrodel piano?

Mientras repetía la pregunta seguíacon la visión del pelo de ella enredadoen las cuerdas del instrumento y la caraachatada por el peso de la tapa. Vinouna de las mellizas pero no podíahablar. Después llegó Alex:

—La señora estuvo esta tarde; vinoa buscar ropa.

—Esa mujer me va a matar asorpresas —gritó Horacio sin poderdominarse. Pero súbitamente se calmó:

—Llévate a Hortensia a tu alcoba ymañana temprano dile a Facundo que lavenga buscar. Espera —le gritó casi en

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seguida—. Acércate —y mirando ellugar por donde se habían ido lasmellizas, bajó la voz para encargarle denuevo:

—Dile a Facundo que cuando vengaa buscar a Hortensia ya puede traer laotra.

Esa noche fue a dormir a otro hotel;le tocó una habitación con un soloespejo; el papel era amarillo con floresrojas y hojas verdes enredadas envarillas que simulaban una glorieta. Lacolcha también era amarilla y Horaciose sentía irritado: tenía la impresión deque se acostaría a la intemperie. Al otrodía de mañana fue a su casa, hizo traer

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grandes espejos y los colocó en el salónde manera que multiplicaran las escenasde sus muñecas. Ese día no vinieron abuscar a Hortensia ni trajeron la otra.Esa noche Alex le fue a llevar vino alsalón y dejó caer la botella…

—No es para tanto —dijo Horacio.Tenía la cara tapada con un antifaz y

las manos con guantes amarillos.—Pensé que se trataría de un

bandido —dijo Alex mientras Horaciose reía y el aire de su boca inflaba laseda negra del antifaz.

—Estos trapos en la cara me danmucho calor y no me dejarán tomar vino;antes de quitármelos tú debes descolgar

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los espejos, ponerlos en el suelo yrecostarlos a una silla. Así —dijoHoracio, descolgando uno y poniéndolocomo él quería.

—Podrían recostarse con el vidriocontra la pared; de esa manera estaránmás seguros —objetó Alex.

—No, porque aun estando en elsuelo quiero que reflejen algo.

—Entonces podrían recostarse a lapared mirando para afuera.

—No, porque la inclinaciónnecesaria para recostarlos en la paredhará que reflejen lo que hay arriba y yono tengo interés en mirarme la cara.

Después que Alex los acomodó

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como deseaba su señor, Horacio se sacóel antifaz y empezó a tomar vino;paseaba por un caminero que había en elcentro del salón; hacia allí miraban losespejos y tenían por delante la silla a lacual estaban recostados. Esa pequeñainclinación hacia el piso le daba la ideade que los espejos fueran sirvientes quesaludaran con el cuerpo inclinado,conservando los párpados levantados ysin dejar de observarlo. Además, porentre las patas de las sillas reflejaban elpiso y daban la sensación de queestuviera torcido. Después de habertomado vino, eso le hizo mala impresióny decidió irse a la cama. Al otro día —

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esa noche durmió en su casa— vino elchofer a pedirle dinero de parte deMaría. Él se lo dio sin preguntarledónde estaba ella; pero pensó que Maríano volvería pronto; entonces, cuando letrajeron la rubia, él la hizo llevardirectamente a su dormitorio. A la nocheordenó a las mellizas que le pusieran untraje de fiesta y la llevaran a la mesa.Comió con ella en frente; y al final de lacena, y en presencia de una de lasmellizas, preguntó a Alex:

—¿Qué opinas de ésta?—Muy hermosa, señor, se parece

mucho a una espía que conocí en laguerra.

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—Eso me encanta, Alex.Al día siguiente, señalando a la

rubia, Horacio dijo a las mellizas:—De hoy en adelante deben llamarla

señora Eulalia.A la noche Horacio preguntó a las

mellizas: (ahora ellas no se escondíande él)

—¿Quién está en el comedor?—La señora Eulalia —dijeron las

mellizas al mismo tiempo.Pero no estando Horacio, y por

burlarse de Alex, decían: «Ya es hora deponerle el agua caliente a la espía».

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VII

María esperaba, en el hotel de losestudiantes, que Horacio fuera de nuevo.Apenas salía algunos momentos paraque le acomodaran la habitación. Iba porlas calles de los alrededores llevando lacabeza levantada; pero no miraba anadie ni a ninguna cosa; y al caminarpensaba: «Soy una mujer que ha sidoabandonada a causa de una muñeca;pero si ahora él me viera, vendría haciamí». Al volver a su habitación tomabaun libro de poesías, forrado de huleazul, y empezaba a leer distraídamente,en voz alta y a esperar a Horacio; pero

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al ver que él no venía trataba depenetrar las poesías del libro; y si nolograba comprenderlas se entregaba apensar que ella era una mártir y que elsufrimiento la llenaría de encanto. Unatarde pudo comprender una poesía; eracomo si alguien, sin querer, hubieradejado una puerta abierta y en eseinstante ella hubiera aprovechado paraver un interior. Al mismo tiempo lepareció que el empapelado de lahabitación, el biombo y el lavatorio consus canillas niqueladas, tambiénhubieran comprendido la poesía; y quetenía algo noble, en su materia, que losobligaba a hacer un esfuerzo y a prestar

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una atención sublime. Muchas veces enmedio de la noche, María encendía lalámpara y escogía una poesía como si lefuera posible elegir un sueño. Al díasiguiente volvía a caminar por las callesde aquel barrio y se imaginaba que suspasos eran de poesía. Y una mañanapensó: «Me gustaría que Horaciosupiera que camino sola, entre árboles,con un libro en la mano». Entoncesmandó buscar a su chofer, arregló denuevo sus valijas y fue a la casa de unaprima de su madre: era en las afueras yhabía árboles. Su parienta era unasolterona que vivía en una casa antigua;cuando su cuerpo inmenso cruzaba las

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habitaciones, siempre en penumbra, yhacía crujir los pisos, un loro gritaba:«Buenos días, sopas de leche». Maríacontó a Pradera su desgracia sinderramar ni una lágrima. Su parientaescuchó espantada; después se indignó ypor último empezó a lagrimear. PeroMaría fue serenamente a despedir alchofer y le encargó que le pidiera dineroa Horacio y que si él le preguntaba porella, le dijera, como cosa de él, que ellase paseaba entre los árboles con un libroen la mano; y que si le preguntaba dóndeestaba ella, se lo dijera; por último leencargó que viniera al otro día a lamisma hora. Después ella fue a sentarse

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bajo un árbol con el libro de hule; de élse levantaban poemas que se esparcíanpor el paisaje como si los formaran denuevo las copas de los árboles ymovieran, lentamente, las nubes. Duranteel almuerzo Pradera estuvo pensativa;pero después preguntó a María:

—¿Y qué piensas hacer con eseindecente?

—Esperar que venga y perdonarlo.—Te desconozco, sobrina; ese

hombre te ha dejado idiota y te manejacomo a una de sus muñecas.

María bajó los párpados consilencio de bienaventurada. Pero a latarde vino la mujer que hacía la

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limpieza, trajo el diario La Noche, deldía anterior, y los ojos de María rozaronun título que decía: «Las Hortensias deFacundo». No pudo dejar de leer elsuelto: «En el último piso de la tienda“La Primavera” se hará una granexposición y se dice que algunas de lasmuñecas que vestirán los últimosmodelos serán Hortensias. Esta noticiacoincide con el ingreso de Facundo, elfabricante de las famosas muñecas, a lafirma comercial de dicha tienda. Vemosalarmados cómo esta nueva falsificacióndel pecado original —de la que yahemos hablado en otras ediciones— seabre paso en nuestro mundo. He aquí

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uno de los volantes de propaganda,sorprendidos en uno de nuestrosprincipales clubes: ¿Es usted feo? No sepreocupe. ¿Es usted tímido? No sepreocupe. En una Hortensia tendrá ustedun amor silencioso, sin riñas, sinpresupuestos agobiantes, sincomadronas».

María despertaba a sacudones:—¡Qué desvergüenza! El mismo

nombre de nuestra…Y no supo qué agregar. Había

levantado los ojos y, cargándolos derabia, apuntaba a un lugar fijo.

—¡Pradera! —gritó furiosa—,¡mira!

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Su tía metió las manos en la canastade la costura y haciendo guiñadas parapoder ver, buscaba los lentes. María ledijo:

—Escucha —y leyó el suelto—. Nosólo pediré el divorcio —dijo después— sino que armaré un escándalo comono se ha visto en este país.

—Por fin, hija, bajas de las nubes —gritó Pradera levantando las manoscoloradas por el agua de fregar lasollas.

Mientras María se paseaba agitada,tropezando con macetas y plantasinocentes, Pradera aprovechó aesconder el libro de hule. Al otro día, el

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chofer pensaba en cómo esquivaría laspreguntas de María sobre Horacio; peroella sólo le pidió el dinero y en seguidalo mandó a la casa negra para quetrajera a María, una de las mellizas.María —la melliza— llegó en la tarde ycontó lo de la espía, a quien debíanllamar «la señora Eulalia». En el primerinstante María —la mujer de Horacio—quedó aterrada y con palabras tenues lepreguntó:

—¿Se parece a mí?—No, señora, la espía es rubia y

tiene otros vestidos.María —la mujer de Horacio— se

paró de un salto, pero en seguida se tiró

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de nuevo en el sillón y empezó a llorar agritos. Después vino la tía. La mellizacontó todo de nuevo. Pradera empezó asacudir sus senos inmensos en gemidoslastimosos; y el loro, ante aquelescándalo gritaba: «Buenos días, sopasde leche».

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VIII

Walter había regresado de unasvacaciones y Horacio reanudó lassesiones de sus vitrinas. La primeranoche había llevado a Eulalia al salón.La sentaba junto a él, en la tarima, y laabrazaba mientras miraba las otrasmuñecas. Los muchachos habíancompuesto escenas con más personajesque de costumbre. En la segunda vitrinahabía cinco: pertenecían a la comisióndirectiva de una sociedad que protegía ajóvenes abandonadas. En ese instantehabía sido elegida presidente una deellas; y otra, la rival derrotada, tenía la

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cabeza baja; era la que le gustaba más aHoracio. Él, dejó por un instante aEulalia y fue a besar la frente fresca dela derrotada. Cuando volvió junto a sucompañera quiso oír, por entre loshuecos de la música, el ruido de lasmáquinas y recordó lo que Alex le habíadicho del parecido de Eulalia con unaespía de la guerra. De cualquier maneraaquella noche sus ojos se entregaron,con glotonería, a la diversidad de susmuñecas. Pero al día siguiente amaneciócon un gran cansancio y a la noche tuvomiedo de la muerte. Se sentía angustiadode no saber cuándo moriría ni el lugarde su cuerpo que primero sería atacado.

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Cada vez le costaba más estar solo; lasmuñecas no le hacían compañía yparecían decirle: «Nosotras somosmuñecas; tú arréglate como puedas». Aveces silbaba, pero oía su propiosilbido como si se fuera agarrando deuna cuerda muy fina que se rompíaapenas se quedaba distraído. Otrasveces conversaba en voz alta ycomentaba estúpidamente lo que ibahaciendo: «Ahora iré al escritorio abuscar el tintero». O pensaba en lo quehacía como si observara a otra persona:«Está abriendo el cajón. Ahora esteimbécil le saca la tapa al tintero. Vamosa ver cuánto tiempo dura la vida». Al fin

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se asustaba y salía a la calle. Al díasiguiente recibió un cajón; se lomandaba Facundo; lo hizo abrir y seencontró con que estaba lleno de brazosy piernas sueltas; entonces recordó queuna mañana él le había pedido que lemandara los restos de muñecas que nonecesitara. Tuvo miedo de encontraralguna cabeza suelta —eso no le hubieragustado—. Después hizo llevar el cajónal lugar donde las muñecas esperaban elmomento de ser utilizadas; habló porteléfono a los muchachos y les explicóla manera de hacer participar las piernasy los brazos en las escenas. Pero laprimera prueba resultó desastrosa y él

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se enojó mucho. Apenas había corrido lacortina vio una muñeca de luto sentadaal pie de una escalinata que parecía elatrio de una iglesia; miraba hacia elfrente; debajo de la pollera le salía unacantidad impresionante de piernas: erancomo diez o doce; y sobre cada escalónhabía un brazo suelto con la mano haciaarriba. «Qué brutos —decía Horacio—;no se trata de utilizar todas las piernas ylos brazos que haya». Sin pensar enninguna interpretación abrió el cajoncitode las leyendas para leer el argumento:«Ésta es una viuda pobre que caminatodo el día para conseguir qué comer yha puesto manos que piden limosna

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como trampas para cazar monedas».«Qué mamarracho —siguió diciendoHoracio—, esto es un jeroglíficoestúpido». Se fue a acostar, rabioso; yya a punto de dormirse veía andar laviuda con todas las piernas como sifuera una araña.

Después de este desgraciado ensayo,Horacio sintió una gran desilusión delos muchachos, de las muñecas y hastade Eulalia. Pero a los pocos días,Facundo lo llevaba en su auto por unacarretera y de pronto le dijo:

—¿Ves aquella casita de dos pisos,al borde del río? Bueno, allí vive el«tímido» con su muñeca, hermana de la

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tuya; como quien dice, tu cuñada…(Facundo le dio una palmada en unapierna y los dos se rieron). Viene sólo alanochecer; y tiene miedo que la madrese entere.

Al día siguiente, cuando el solestaba muy alto, Horacio fue solo, por elcamino de tierra que conducía al río, ala casita del Tímido. Antes de llegar elcamino pasaba por debajo de un portóncerrado y al costado de otra casita, máspequeña, que sería del guardabosque.Horacio golpeó las manos y salió unhombre, sin afeitar, con un sombreroroto en la cabeza y masticando algo.

—¿Qué desea?

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—Me han dicho que el dueño deaquella casa tiene una muñeca…

El hombre se había recostado a unárbol y lo interrumpió para decirle:

—El dueño no está.Horacio sacó varios billetes de su

cartera y el hombre, al ver el dinero,empezó a masticar más lentamente.Horacio acomodaba los billetes en sumano como si fueran barajas y fingíapensar. El otro tragó el bocado y sequedó esperando. Horacio calculó eltiempo en que el otro habría imaginadolo que haría con ese dinero; y al fin dijo:

—Yo tendría mucha necesidad dever esa muñeca hoy…

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—El patrón llega a las siete.—¿La casa está abierta?—No. Pero yo tengo la llave. En

caso que se descubra algo —dijo elhombre alargando la mano y recogiendo«la baza»— yo no sé nada.

Metió el dinero en el bolsillo delpantalón, sacó de otro una llave grande yle dijo:

—Tiene que darle dos vueltas… Lamuñeca está en el piso de arriba… Seríaconveniente que dejara las cosasesatamente como las encontró.

Horacio tomó el camino a pasorápido y volvió a sentir la agitación dela adolescencia. La pequeña puerta de

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entrada era sucia como una viejaindolente y él revolvió con asco la llaveen la cerradura. Entró a una piezadesagradable donde había cañas depescar recostadas a una pared. Cruzó elpiso, muy sucio, y subió una escalerarecién barnizada. El dormitorio eraconfortable; pero allí no se veía ningunamuñeca. La buscó hasta debajo de lacama; y al fin la encontró entre unropero. Al principio tuvo una sorpresacomo las que le preparaba María. Lamuñeca tenía un vestido negro, de fiesta,rociado con piedras como gotas devidrio. Si hubiera estado en una de susvitrinas él habría pensado que era una

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viuda rodeada de lágrimas. De prontoHoracio oyó una detonación: parecía unbalazo. Corrió hacia la escalera quedaba a la planta baja y vio, tirada en elpiso y rodeada de una pequeña nube depolvo, una caña de pescar. Entoncesresolvió tomar una manta y llevar laHortensia al borde del río. La muñecaera liviana y fría. Mientras buscaba unlugar escondido, bajo los árboles, sintióun perfume que no era del bosque y enseguida descubrió que se desprendía dela Hortensia. Encontró un sitioacolchado, en el pasto, tendió la mantaabrazando a la muñeca por las piernas ydespués la recostó con el cuidado que

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pondría en manejar una mujerdesmayada. A pesar de la soledad dellugar, Horacio no estaba tranquilo. Apocos metros de ellos apareció un sapo,quedó inmóvil y Horacio no sabía quédirección tomarían sus próximos saltos.Al poco rato vio, al alcance de su mano,una piedra pequeña y se la arrojó.Horacio no pudo poner la atención quehubiera querido en esta Hortensia;quedó muy desilusionado; y no seatrevía a mirarle la cara porque pensabaque encontraría en ella la burlainconmovible de un objeto. Pero oyó unmurmullo raro mezclado con ruido deagua. Se volvió hacia el río y vio, en un

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bote, un muchachón de cabeza grandehaciendo muecas horribles; tenía manospequeñas prendidas de los remos y sólomovía la boca, horrorosa como unpedazo suelto de intestino, y dejabaescapar ese murmullo que se oía alprincipio. Horacio tomó la Hortensia ysalió corriendo hacia la casa delTímido.

Después de la aventura con laHortensia ajena, y mientras se dirigía ala casa negra, Horacio pensó en irse aotro país y no mirar nunca más a unamuñeca. Al entrar a su casa fue hacia sudormitorio con la idea de sacar de allí aEulalia; pero encontró a María tirada en

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la cama boca abajo llorando. Él seacercó a su mujer y le acarició el pelo;pero comprendió que estaban los tres enla misma cama y llamó a una de lasmellizas ordenándole que sacara lamuñeca de allí y llamara a Facundo paraque viniera a buscarla. Horacio sequedó recostado a María y los dosestuvieron silenciosos esperando queentrara del todo la noche. Después éltomó la mano de ella y, buscandotrabajosamente las palabras, como situviera que expresarse en un idioma queconociera poco, le confesó su desilusiónpor las muñecas y lo mal que lo habíapasado sin ella.

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IX

María creyó en la desilusión definitivade Horacio por sus muñecas y los dos seentregaron a las costumbres felices deantes. Los primeros días pudieronsoportar los recuerdos de Hortensia;pero después hacían silenciosinesperados y cada uno sabía en quiénpensaba el otro. Una mañana, paseandopor el jardín, María se detuvo frente alárbol en que había puesto a Hortensiapara sorprender a Horacio; despuésrecordó la leyenda de los vecinos; y alpensar que realmente ella había matadoa Hortensia, se puso a llorar. Cuando

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vino Horacio y le preguntó qué tenía,ella no le quiso decir y guardó unsilencio hostil. Entonces él pensó queMaría, sola con los brazos cruzados ysin Hortensia, desmerecía mucho. Unatarde, al oscurecer, él estaba sentado enla salita; tenía mucha angustia de pensarque por culpa de él no tenían aHortensia y poco a poco se habíasentido invadido por el remordimiento.Y de pronto se dio cuenta de que en lasala había un gato negro. Se puso de pie,irritado, y ya iba a preguntar a Alexcómo lo habían dejado entrar, cuandoapareció María y le dijo que ella lohabía traído. Estaba contenta y mientras

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abrazaba a su marido le contó cómo lohabía conseguido. Él, al verla tan feliz,no la quiso contrariar; pero sintióantipatía por aquel animal que se habíaacercado a él tan sigilosamente eninstantes en que a él lo invadía elremordimiento. Y a los pocos días aquelanimalito fue también el gato de ladiscordia. María lo acostumbró a ir a lacama y echarse encima de las cobijas.Horacio esperaba que María sedurmiera; entonces producía, debajo delas cobijas, un terremoto que obligaba algato a salir de allí. Una noche María sedespertó en uno de esos instantes:

—¿Fuiste tú que espantaste al gato?

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—No sé.María rezongaba y defendía al gato.

Una noche, después de cenar, Horaciofue al salón a tocar el piano. Habíasuspendido, desde hacía unos días, lasescenas de las vitrinas y contra sucostumbre había dejado las muñecas enla oscuridad —sólo las acompañaba elruido de las máquinas—. Horacioencendió una portátil de pie colocada aun lado del piano y vio encima de latapa los ojos del gato —su cuerpo seconfundía con el color del piano—.Entonces, sorprendidodesagradablemente, lo echó de malamanera. El gato saltó y fue hacia la

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salita; Horacio lo siguió corriendo, peroel animalito, encontrando cerrada lapuerta que daba al patio, empezó a saltary desgarró las cortinas de la puerta; unade ellas cayó al suelo; María la viodesde el comedor y vino corriendo. Dijopalabras fuertes; y las últimas fueron:

—Me obligaste a deshacer aHortensia y ahora querrás que mate algato.

Horacio tomó el sombrero y salió acaminar. Pensaba que María, si lo habíaperdonado —en aquel momento de lareconciliación le había dicho: «Tequiero porque eres loco»—, ahora notenía derecho a decirle todo aquello y

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echarle en cara la muerte de Hortensia;ya tenía bastante castigo en lo que Maríadesmerecía sin la muñeca; el gato, envez de darle encanto la hacía vulgar. Alsalir, él vio que ella se había puesto allorar; entonces pensó: «Bueno, ahoraque se quede ella con el gato delremordimiento». Pero al mismo tiemposentía el malestar del saber que losremordimientos de ella no eran nadacomparados con los de él; y que si ellano le sabía dar ilusión, él, por su parte,se abandonaba a la costumbre de queella le lavara las culpas. Y todavía, unpoco antes de que él muriera, ella seríala única que lo acompañaría en la

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desesperación desconocida —y casi conseguridad cobarde— que tendría en losúltimos días, o instantes. Tal vez murierasin darse cuenta: todavía no habíapensado bien en qué sería peor.

Al llegar a una esquina se detuvo aesperar el momento en que pudieraponer atención en la calle para evitarque lo pisara un vehículo. Caminómucho rato por calles oscuras; de prontodespertó de sus pensamientos en elParque de las Acacias y fue a sentarse aun banco. Mientras pensaba en su vida,dejó la mirada debajo de unos árboles ydespués siguió la sombra, que searrastraba hasta llegar a las aguas de un

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lago. Allí se detuvo y vagamente pensóen su alma: era como un silencio oscurosobre aguas negras; ese silencio teníamemoria y recordaba el ruido de lasmáquinas como si también fuerasilencio: tal vez ese ruido hubiera sidode un vapor que cruzaba aguas que seconfundían con la noche, y dondeaparecían recuerdos de muñecas comorestos de un naufragio. De prontoHoracio volvió a la realidad y violevantarse de la sombra a una pareja;mientras ellos venían caminando endirección a él, Horacio recordó quehabía besado a María por primera vezen la copa de una higuera; fue después

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de comerse los primeros higos yestuvieron a punto de caerse. La parejapasó cerca de él, cruzó una calleestrecha y entró en una casita; habíavarias iguales y algunas tenían cartel dealquiler. Al volver a su casa sereconcilió con María; pero en uninstante en que se quedó solo, en elsalón de las vitrinas, pensó que podíaalquilar una de las casitas del parque yllevar una Hortensia. Al otro día, a lahora del desayuno, le llamó la atenciónque el gato de María tuviera dos moñasverdes en la punta de las orejas. Sumujer le explicó que el boticarioperforaba las orejas a todos los gatitos,

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a los pocos días de nacidos, con una deesas máquinas de agujerear papeles paraponer en las carpetas. Esto hizo gracia aHoracio y lo encontró de buen augurio.Salió a la calle y le habló por teléfono aFacundo preguntándole cómo haría paradistinguir, entre las muñecas de la tienda«La Primavera», las que eranHortensias. Facundo le dijo que en esemomento había una sola, cerca de lacaja, y que tenía una sola caravana enuna oreja. La casualidad que hubiera unasola Hortensia en la tienda, le dio aHoracio la idea de que estabapredestinada y se entregó a pensar en larecaída de su vicio como en una

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fatalidad voluptuosa. Hubiera podidotomar un tranvía; pero se le ocurrió queeso lo sacaría de sus ideas: prefirió ircaminando y pensar en cómo sedistinguiría aquella muñeca entre lasdemás. Ahora él también se confundíaentre la gente y también le daba placeresconderse entre la muchedumbre.Había animación porque era víspera decarnaval. La tienda quedaba más lejosde lo que él había calculado. Empezó acansarse y a tener deseos de conocer,cuanto antes, la muñeca. Un niño apuntócon una corneta y le descargó en la caraun ruido atroz. Horacio, contrariado,empezó a sentir un presentimiento

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angustioso y pensó en dejar la visitapara la tarde; pero al llegar a la tienda yver otras muñecas, disfrazadas, en lasvidrieras, se decidió a entrar. LaHortensia tenía un traje delRenacimiento color vino. Su pequeñoantifaz parecía hacer más orgullosa sucabeza y Horacio sintió deseos dedominarla; pero apareció una vendedoraque lo conocía, haciéndole una sonrisacon la mitad de la boca, y Horacio sefue en seguida. A los pocos días yahabía instalado la muñeca en una casitade Las Acacias. Una empleada deFacundo iba a las nueve de la noche, conuna limpiadora, dos veces por semana; a

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las diez de la noche le ponía el aguacaliente y se retiraba. Horacio no habíaquerido que le sacaran el antifaz, estabaencantado con ella y la llamabaHerminia. Una noche en que los dosestaban sentados frente a un cuadro,Horacio vio reflejados en el vidrio losojos de ella; brillaban en medio delcolor negro del antifaz y parecía quetuvieran pensamientos. Desde entoncesse sentaba allí, ponía su mejilla junto ala de ella y cuando creía ver en el vidrio—el cuadro presentaba una caída deagua— que los ojos de ella teníanexpresión de grandeza humillada, labesaba apasionadamente. Algunas

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noches cruzaba con ella el parque —parecía que anduviera con un espectro—y los dos se sentaban en un banco cercade una fuente; pero de pronto él se dabacuenta que a Herminia se le enfriaba elagua y se apresuraba a llevarla de nuevoa la casita.

Al poco tiempo se hizo una granexposición en la tienda «La Primavera».Una vidriera inmensa ocupaba todo elúltimo piso; estaba colocada en elcentro del salón y el público desfilabapor los cuatro corredores que habíandejado entre la vitrina y las paredes. Eléxito de público fue extraordinario.(Además de ver los trajes, la gente

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quería saber cuáles de entre las muñecaseran Hortensias). La gran vitrina estabadividida en dos secciones por un espejoque llegaba hasta el techo. En la secciónque daba a la entrada, las muñecasrepresentaban una vieja leyenda delpaís, La Mujer del Lago, y había sidointerpretado por los mismos muchachosque trabajaban para Horacio. En mediode un bosque donde había un lago, vivíauna mujer joven. Todas las mañanas ellasalía de su carpa y se iba a peinar a laorilla del lado; pero llevaba un espejo.(Algunos decían que lo ponía frente allago para verse la nuca). Una mañana,algunas damas de la alta sociedad,

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después de una noche de fiesta,decidieron ir a visitar la mujer solitaria;llegarían al amanecer, le preguntaríanpor qué vivía sola y le ofrecerían ayuda.En el instante de llegar, la mujer dellago se peinaba; vio por entre suscabellos los trajes de las damas ycuando ellas estuvieron cerca les hizouna humilde cortesía. Pero apenas unade las damas inició las preguntas, ella sepuso de pie y empezó a caminarsiguiendo el borde del lago. Las damas,a su vez, pensando que la mujer les iba acontestar o a mostrar algún secreto, lasiguieron. Pero la mujer solitaria sólodaba vueltas al lago seguida por las

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damas, sin decirles ni mostrarles nada.Entonces las damas se fueron enojadas;y en adelante la llamaron «la loca dellago». Por eso, en aquel país, si ven aalguien silencioso le dicen: «Se quedódando la vuelta al lago».

Aquí en la tienda «La Primavera», lamujer del lago aparecía ante una mesade tocador colocada a la orilla del agua.Vestía un peinador blanco bordado dehojas amarillas y el tocador estaba llenode perfumes y otros objetos. Era elinstante de la leyenda en que llegabanlas damas en traje de fiesta de la nocheanterior. Por la parte de afuera de lavitrina, pasaban toda clase de caras; y

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no sólo miraban las muñecas de arriba aabajo para ver los vestidos; había ojosque saltaban, llenos de sospecha, de unvestido a un escote y de una muñeca a laotra; y hasta desconfiaban de muñecashonestas como la mujer del lago. Otrosojos muy prevenidos miraban como sicaminaran cautelosamente por encima delos vestidos y temieran caer en la pielde las muñecas. Una jovencita, inclinabala cabeza con humildad de cenicienta ypensaba que el esplendor de algunosvestidos tenía que ver con el destino delas Hortensias. Un hombre arrugaba lascejas y bajaba los párpados paradespistar a su esposa y esconder la idea

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de verse, él mismo, en posesión de unaHortensia. En general, las muñecastenían el aire de locas sublimes que sólopensaban en la «pose» que mantenían yno se les importaba si las vestían o lasdesnudaban.

La segunda sección se dividía, a suvez, en otras dos: una parte de playa yotra de bosque. En la primera, lasmuñecas estaban en traje de baño.Horacio se había detenido frente a dosque simulaban una conversación: una deellas tenía dibujado, en el abdomen,circunferencias concéntricas como untiro al blanco (las circunferencias eranrojas) y la otra tenía pintado peces en

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los omóplatos. La cabeza pequeña deHoracio sobresalía, también, con fijezade muñeco. Aquella cabeza siguióandando por entre la gente hastadetenerse, de nuevo, frente a lasmuñecas del bosque: eran indígenas yestaban semidesnudas. De la cabeza dealgunas, en vez de cabello, salíanplantas de hojas pequeñas que les caíancomo enredaderas; en la piel, oscura,tenían dibujadas flores o rayas, comolos caníbales: y a otras les habíanpintado, por todo el cuerpo, ojoshumanos muy brillantes. Desde el primerinstante, Horacio sintió predilección poruna negra de aspecto normal; sólo tenía

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pintados los senos: dos cabecitas denegros con boquitas embetunadas derojo. Después Horacio siguió dandovueltas por toda la exposición hasta quellegó Facundo. Entonces le preguntó:

—De las muñecas del bosque,¿cuáles son Hortensias?

—Mira hermano, en aquella sección,todas son Hortensias.

—Mándame la negra a LasAcacias…

—Antes de ocho días no puedosacar ninguna.

Pero pasaron veinte antes queHoracio pudiera reunirse con la negra enla casita de Las Acacias. Ella estaba

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acostada y tapada hasta el cuello.A Horacio no le pareció tan

interesante; y cuando fue a separar lascobijas, la negra le soltó una carcajadainfernal. María empezó a descargar suvenganza de palabras agrias y aexplicarle cómo había sabido la nuevatraición. La mujer que hacía la limpiezaera la misma que iba a lo de Pradera.Pero vio que Horacio tenía unatranquilidad extraña, como de personaextraviada y se detuvo.

—Y ahora ¿qué me dices? —lepreguntó a los pocos instantes tratandode esconder su asombro.

Él la seguía mirando como a una

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persona desconocida y tenía la actitudde alguien que desde hace mucho tiemposufre un cansancio que lo ha idiotizado.Después empezó a hacer girar su cuerpocon pequeños movimientos de sus pies.Entonces María le dijo: «espérame». Ysalió de la cama para ir al cuarto debaño a lavarse la pintura negra. Estabaasustada, había empezado a llorar y almismo tiempo a estornudar. Cuandovolvió al dormitorio Horacio ya sehabía ido; pero fue a su casa y loencontró: se había encerrado en unapieza para huéspedes y no quería hablarcon nadie.

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Después de la última sorpresa, Maríapidió muchas veces a Horacio que laperdonara; pero él guardaba el silenciode un hombre de palo que norepresentara a ningún santo niconcediera nada. La mayor parte deltiempo lo pasaba encerrado, casiinmóvil, en la pieza de huéspedes. (Sólosabían que se movía porque vaciaba lasbotellas del vino de Francia). A vecessalía un rato, al oscurecer. Al volvercomía un poco y enseguida se volvía atirar en la cama con los ojos abiertos.Muchas veces María iba a verle tarde en

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la noche; y siempre encontraba sus ojosfijos, como si fueran de vidrio, y suquietud de muñeco. Una noche seextrañó de ver arrollado, cerca de él, algato. Entonces decidió llamar al médicoy le empezaron a poner inyecciones.Horacio les tomó terror; pero tuvo másinterés por la vida. Por último María,con la ayuda de los muchachos quehabían trabajado en las vitrinas,consiguió que Horacio concurriera a unanueva sesión. Esa noche cenó en elcomedor grande, con María, pidió lamostaza y bebió bastante vino deFrancia. Después tomó el café en lasalita y no tardó en pasar al salón. En la

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primera vitrina había una escena sinleyenda: en una gran piscina, donde elagua se movía continuamente, aparecían,en medio de plantas y luces de tonosbajos, algunos brazos y piernas sueltas.Horacio vio asomarse, entre unas ramas,la planta de un pie y le pareció una cara;después avanzó toda la pierna; parecíaun animal buscando algo; al tropezar conel vidrio quedó quieta un instante y enseguida se fue para el otro lado.Después vino otra pierna seguida de unamano con su brazo; se perseguían y sejuntaban lentamente como fierasaburridas entre una jaula. Horacio quedóun rato distraído viendo todas las

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combinaciones que se producían entrelos miembros sueltos, hasta quellegaron, juntos, los dedos de un pie y deuna mano; de pronto la pierna empezó aenderezarse y a tomar la actitud vulgarde apoyarse sobre el pie; estodesilusionó a Horacio; hizo la seña de laluz a Walter, y corrió la tarima hacia lasegunda vitrina. Allí vio una muñecasobre una cama con una corona de reina;y a su lado estaba arrollado el gato deMaría. Esto le hizo mala impresión yempezó a enfurecerse contra losmuchachos que lo habían dejado entrar.A los pies de la cama había tres monjashincadas en reclinatorios. La leyenda

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decía: «Esta reina pasó a la muerte en elmomento que daba una limosna; no tuvotiempo de confesarse pero todo su paísruega por ella». Cuando Horacio lavolvió a mirar, el gato no estaba. Sinembargo él tenía angustia y esperabaverlo aparecer por algún lado. Sedecidió a entrar a la vitrina; pero nodejaba de estar atento a la mala sorpresaque le daría el gato. Llegó hasta la camade la reina y al mirar su cara apoyó unamano en los pies de la cama; en eseinstante otra mano, la de una de las tresmonjas, se posó sobre la de él. Horaciono debe haber oído la voz de Maríapidiéndole perdón. Apenas sintió

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aquella mano sobre la suya levantó lacabeza, con el cuerpo rígido y empezó aabrir la boca moviendo las mandíbulascomo un bicharraco que no pudieragraznar ni mover las alas. María le tomóun brazo; él lo separó con terror,comenzó a hacer movimientos de lospies para volver su cuerpo, como el díaen que María pintada de negra habíasoltado aquella carcajada. Ella sevolvió a asustar y lanzó un grito.Horacio tropezó con una de las monjas yla hizo caer; después se dirigió al salónpero sin atinar a salir por la pequeñapuerta. Al tropezar con el cristal de lavitrina sus manos golpeaban el vidrio

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como pájaros contra una ventanacerrada. María no se animó a tomarle denuevo los brazos y fue a llamar a Alex.No lo encontraba por ninguna parte. Alfin Alex la vio y creyendo que era unamonja le preguntó qué deseaba. Ella ledijo, llorando, que Horacio estaba loco;los dos fueron al salón; pero noencontraron a Horacio. Lo empezaron abuscar y de pronto oyeron sus pasos enel balasto del jardín. Horacio cruzabapor encima de los canteros. Y cuandoMaría y el criado lo alcanzaron, él ibaen dirección al ruido de las máquinas.

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FELISBERTO HERNÁNDEZ nació enMontevideo el 20 de octubre de 1902.Aunque en su autobiografía dice habernacido en el barrio Atahualpa, hayversiones tanto familiares comoliterarias que suponen su nacimiento enel Cerro. Por error se le inscribió en el

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Registro Civil como Feliciano FélixVerti, siendo que su bisabuelo maternose llamaba Felisberto. Fue el mayor delos cuatro hijos del matrimonio dePrudencio Hernández, natural deTenerife (Islas Canarias, España) y deJuana Silva, de la ciudad de Rocha(Uruguay). A los nueve años comienzasus estudios de piano, con CelinaMoulié (evocada en El caballoperdido). En 1917 con el grupo scout«Vanguardias de la Patria» cruzó a piela Cordillera de los Andes, llegando acuatro mil metros de altura yrecorriendo casi quinientos kilómetros.El joven pianista animó, tempranamente,

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veladas particulares y, a los 16 años,comenzó a trabajar acompañandomusicalmente las películas de cinemudo.

El pianista

En 1920 conoce al profesor francés,Clemente Colling, con quien estudiaráarmonía y composición, para luegoimpartir clases de piano en el interiordel país y en su Conservatorio de lacalle Minas (Montevideo).

Trabajó como solista y con unapequeña orquesta en cafés de

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Montevideo y realizó numerosas giraspresentando conciertos por el interiordel país, la Argentina y Brasil. Fuecompositor, destacándose entre susobras: Canción de Cuna, Primavera,Negros, Marcha Fúnebre, Crepúsculo.

Se casó en 1925 con la maestraMaría Isabel Guerra y ese mismo añopublicó su primer libro, Fulano de Tal.En 1926 nació en Maldonado, suprimera hija, María Isabel (Mabel).Libro sin Tapas apareció en 1929, Lacara de Ana en 1930 y La envenenadaen 1931. Su interés por la filosofía, lapsicología y el arte, lo llevó a integrarel círculo de amigos al que pertenecían

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Carlos Vaz Ferreira, Alfredo y EstherCáceres y Joaquín Torres García, entreotros.

En 1935 se divorció de María IsabelGuerra. En 1937 se casó con la pintoraAmalia Nieto; Ana María, su segundahija, nació en 1938. En 1939 estrenóPetruschka de Stravinsky en el Teatrodel Pueblo de Buenos Aires, Argentina.

El escritor

Hacia 1940 abandonódefinitivamente su carrera de pianista yse dedicó a la literatura. En 1942

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publicó Por los tiempos de ClementeColling y en 1943 El caballo perdido,obteniendo un premio del Ministerio deInstrucción Pública. Ese año se separóde Amalia Nieto.

En 1946 viajó a París con una becadel gobierno francés. La EditorialSudamericana publicó en 1947, Nadieencendía las lámparas. A fines de eseaño, su mentor y amigo, JulesSupervielle, lo presentó en el Pen Clubde París y en el anfiteatro Richelieu deLa Sorbonne. Apareció en La Licorne,dirigida por Susana Soca, la primeratraducción al francés del cuento «Elbalcón». En 1948 regresó a Montevideo

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donde se casó con la española África(María Luisa) de las Heras, de la que seseparó en 1950. En Escritura apareciópor primera vez Las Hortensias en1949.

En 1954 se casó con la pedagogaReina Reyes. En 1955 publicó su«manifiesto estético»: Explicación falsade mis cuentos en Entregas de LaLicorne.

Ingresó de taquígrafo en la ImprentaNacional; él mismo había inventado unsistema taquigráfico en el que escribióalgunos de sus cuentos y el cual, aún, noha podido ser descifrado. En 1958 seseparó de Reina Reyes. En 1960 publicó

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La casa inundada y ese mismo añocomienza su noviazgo con MaríaDolores Roselló. En 1962 se editó enMilán, Italia, La casa allagata («Lacasa inundada») y salió la primeraedición de El cocodrilo, reeditada en1963. Murió de leucemia aguda, el 13de enero de 1964. En 1965, se publicóTierras de la memoria.