sex free o el amor más puro

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SEX FREE Me ocurrió hace muchos años, allà, lejos, cuando tenía 29. Todas las tardes, a las seis, cuando daba vuelta caminando por la esquina de la 36 Poniente, para llegar caminando hasta el Sindicato, me asaltaba siempre la misma pregunta: - ¿Esto es todo? A esta edad, mi vida era una vida màs o menos completa. Acababa de adquirir una casa, tenía un hijo de nueve años, tenía un sueldo de tiempo completo; era el Presidente de la Editorial del Magisterio. Las metas de mi vida, que eran pocas, ya las había cumplido: Un dìa de mis diecisiete años jurè, frente a la Discoteca “Castillo”, allà en el viejo y querido pueblo, mi feliz Huauchinango; jurè por Dios y por sus Santos, que un dìa comprarìa todos aquellos discos y casets que eran la banda sonora de mi vida, y que no tenía para comprarlos en ese momento. Y ya lo había hecho. Mi otra meta, la de tener una gran televisión a colores, para ver el fútbol americano, también ya la había cumplido. Mi hijo era asmático, por lo que mi gato, el Punky Junior, y mi perro el Bodoque, ya habían sido erradicados del domicilio conyugal… Y el justo deseo de encontrar una mujer que me quisiera mucho, lo cancelé hace tiempo; la paternidad me sorprendió a los 20 años, y ya saben: en mi pueblo dicen “el que rompe la olla la paga, y se lleva los tepalcates.” Y nunca me había trazado otra meta. ¿Ser feliz? Me parecía algo bastante ambicioso. El amor de mi vida, la pasión de juventud, hacìa tiempo que yacían dormidas en el archivo muerto de mis sentimientos, que no guardaban un lugar ya para nadie: tenía el corazón discapacitado por la tristeza, y atrofiado por los recuerdos. Como todos, me preguntaba còmo sería la vida junto a otra mujer; o si hubiera sido feliz, si, por lo menos, hubiera

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La naturaleza del ser humano, es el amar. A cualquier edad, bajo cualquier condición.¿Cómo si no, podríamos continuar viviendo?

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Page 1: Sex Free o El amor más puro

SEX FREEMe ocurrió hace muchos años, allà, lejos, cuando tenía 29.

Todas las tardes, a las seis, cuando daba vuelta caminando por la esquina de la 36 Poniente, para llegar caminando hasta el Sindicato, me asaltaba siempre la misma pregunta:

- ¿Esto es todo?

A esta edad, mi vida era una vida màs o menos completa. Acababa de adquirir una casa, tenía un hijo de nueve años, tenía un sueldo de tiempo completo; era el Presidente de la Editorial del Magisterio. Las metas de mi vida, que eran pocas, ya las había cumplido: Un dìa de mis diecisiete años jurè, frente a la Discoteca “Castillo”, allà en el viejo y querido pueblo, mi feliz Huauchinango; jurè por Dios y por sus Santos, que un dìa comprarìa todos aquellos discos y casets que eran la banda sonora de mi vida, y que no tenía para comprarlos en ese momento. Y ya lo había hecho.

Mi otra meta, la de tener una gran televisión a colores, para ver el fútbol americano, también ya la había cumplido. Mi hijo era asmático, por lo que mi gato, el Punky Junior, y mi perro el Bodoque, ya habían sido erradicados del domicilio conyugal… Y el justo deseo de encontrar una mujer que me quisiera mucho, lo cancelé hace tiempo; la paternidad me sorprendió a los 20 años, y ya saben: en mi pueblo dicen “el que rompe la olla la paga, y se lleva los tepalcates.”

Y nunca me había trazado otra meta.

¿Ser feliz?

Me parecía algo bastante ambicioso. El amor de mi vida, la pasión de juventud, hacìa tiempo que yacían dormidas en el archivo muerto de mis sentimientos, que no guardaban un lugar ya para nadie: tenía el corazón discapacitado por la tristeza, y atrofiado por los recuerdos.

Como todos, me preguntaba còmo sería la vida junto a otra mujer; o si hubiera sido feliz, si, por lo menos, hubiera sido menos ciego en mi dolor, y menos orgulloso herido en mi amor propio, y me hubiera armado de valor para rogarle a Carmen, la dueña de mi vida, según yo, que me hiciera caso e iluminara mi existencia..

Pero no lo hice, y el hubiera no existe.

Y dìa con dìa, sedimentando costumbres y rutinas en una vida monótona como la que llevaba en ese momento, dejaba pasar los meses ya sin luchar por una ilusión, o un poco de felicidad, las cuales creìa que eran ya definitivamente negadas para mì.

Hasta que un dìa…

Después de una tarde lluviosa, había salido el sol; el cielo se había despejado, y los rayos de luz se reflejaban en el sinfín de charcos que se hacían en los baches.

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El dìa morìa no sin luchar, haciendo pequeños arcoíris en la lluvia que empapaba a los peatones, lluvia que de abajo hacia arriba los alcanzaba saliendo de las llantas de los coches.

Y fue entonces que pasò.

Dì la vuelta a la esquina, como siempre, y la encontrè ahì, de frente, como salida de todas mis fantasías y mis desvelos.

Tenìa esa figura frágil, pero majestuosa a la vez, como las princesas de los cuentos de Disney. Su piel morena, su andar tranquilo, y esos ojos, limpios y discretos que apenas pude ver, y que apenas me vieron, hicieron que me estremeciera, admirándola, ignorando al resto de la escena, y quedè por segundos extasiado, mirándola como quien ve a la Venus nacer, de Boticcelli.

Y esa cosa muerta que llevaba dentro del pecho donde estuvo un dìa mi corazón, me volvió a doler.

Me dolió al recordar mi soledad voluntaria y egoìsta a la vez.

Me dolió al recordar esa tarde, en el 78, en que encontrè a Carmen de frente, una tarde soleada igual, allà por la Subestaciòn, y acompañada de su mamà. Esa tarde, no pude hablarle, ni decirle todo lo que había pensado, ese dìa que me pasè toda la noche armándome de valor para decirle al fin cuànto la amaba. Y sòlo la vi pasar.

Y me conformè como siempre, con sòlo ver de cerca aquella hermosa gitana, mixtura exquisita de virgen y sirena.

Y la tarde acabò, y la noche también, y esa bella visión pasò a volverse otra sombra de mujer, de esas que oscurecían mi melancolía cotidiana.

Siguió la rutina de mi vida, mecánica y precisa como un guiòn bien ensayado, y a las seis de la tarde, bajè del San Antonio en la esquina de la 36 y caminè al trabajo.

Mas cuando lleguè a la altura del la Capilla de los Dolores, mis ojos perdidos, que no distinguen nada bien a tres metros de distancia, distinguieron una bella silueta que venìa de frente, acompañada de otras dos figuras de mujer.

¡Era la misma muchacha! Pero en esta ocasión no venìa ataviada con el romántico vestido y las sandalias con que la vì el dìa anterior. La tarde estaba un poco nublada y fría, y venìa envuelta en unos pantalones y un abrigo corto, pero su pelo rizado, y su boca y sus ojos, eran los mismos. De pronto, todo se nubló para mí. Al verla así, envuelta en ese abrigo; esa bufanda, vino a mi mente todo el frío de aquellos inviernos de los 70s, allá en mi pueblo de la Sierra. Sin avisar, la niebla entraba en el Zócalo, por la esquina de la la Calle Hidalgo, y la brisa humedecía las tardes de las gentes, sobre todo la de los enamorados, que infaliblemente se daban cita a las cuatro. Bendito invierno que entibiaba de besos y caricias las tardes lluviosas, y que, sin el sol, era obligado rematar la tarde en un cine, en un café, en un hotel… Aquella visión de Madonna mestiza volvió a regalarme una mirada un poco menos furtiva, una sonrisa un poco más amplia, y con ellas, el símbolo de la comprensión del estupor y asombro que causaba en mí,

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que a mi edad, me ruboricé cuando descubrió mi evidente interés y mi mirada suplicante, como la de los pobres que miran a los comensales de los restaurantes, allá en el centro histórico, resignados pero anhelantes.

Me conformé y aún me hubiera conformado con eso; bastarían esos dos episodios para encender una estrella más en el firmamento nocturno donde me refugiaba incluso los mediosdías, para rumiar mi tristeza junto a la imprenta, junto a la música que me repetía una y otra vez la ausencia de una mujer genérica, llena de las virtudes de todas aquellas a las que había amado, y a las cuales les había erigido un altar en el vacío necio de mi corazón seco.

Y fue la mañana y la tarde del día tercero, y la rutina de mi vida me arrojó sin esperarlo, sin recordar esas dos casualidades, a la calle 36, la vía que había conducido el destino de mi vida hasta entonces.

Y en la esquina de la 35 norte, la casualidad vuelta destino me la puso en el camino de nuevo. Vestida de pantalones de mezclilla, una blusa coral de manga larga y amplia, peo suelto y largo, y unas sandalias blancas, como una reminiscencia de los años setentas, cuando los hippies y la liberación sexual escandalizaron todas las escenas de la civilización de entonces. Pero ella era una aparición así, intemporal. Yo había aprendido a amar a esas figuras de las revistas de modas que por el 68 compraba mi abuela en México, y que le traía a mi madre junto con todos sus patrones gratis, y que mi madre utilizaba para hacer los vestidos de las señoras ricas. Así se veía ella, y apenas pude reconocerla, con esos brillos o rayos que se había hecho, amén de que se había alaciado el pelo. Esta ocasión, el hecho de que la hubiera reconocido provocó en sus compañeras algunos comentarios y yo, en un acto de contemplación casi mística, la ví pasar como quien ve pasar a la imagen de una procesión. Me quité a su paso el ridículo sombrerito que usaba emulando a mi padrino de confirmación (un hombre bueno) , y los lentes de fondo de botella que en realidad me ayudaban muy poco, Creo que sin ellos la veía mejor. Ella me observó un poco más que de costumbre y vió realmente quien era yo, puesto que bajo el sombrerito se hallaba una cabellera de mucho tiempo, pues yo odiaba las peluquerías desde los doce años, cuando mi madre me tuzó para la graduación de primaria y ya no pude declararle lo que sentía a la hermosa niña que fue mi primer amor. Desde entonces, dejar que el pelo creciera y esconderlo era una paradoja de mi vida que en ese momento, destruí. Aquella chica desconocida y sus amigas, -sentí-, que se burlaban de mi apariencia de rata de imprenta que había adoptado en esos tiempos, y juré cambiar de look a partir de ese momento, la volviera a ver o no.

Y entonces, ya lo pensé de otra manera. Así como yo tenía un horario más o menos establecido para volver al trabajo, acaso ella también trabajaba por ahí, quizá era alguna de las damas voluntarias que ayudaban en el orfanatorio de Nuestra Señora de los dolores. Seguramente eso era. Por eso eran esas recatadas formas de vestir. ¡Claro! Nada más propio para dar consuelo a los niños y guiarlos a Dios, que unas santas mujeres rebosando amor, alegría, y, por supuesto, templanza. Mi abuela y mi madre, en su momento, también habían sido, en su momento, piadosas damas voluntarias que ofrecieron compañía y amor a los niños anónimos, población excedente irresponsablemente echada al

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mundo “siguiendo la voluntad de Dios”…. Y sí, yo a diario que pasaba, veía a esas santas mujeres catequizando a los niños, organizando juegos… ya la veía yo reclinada en un oratorio, en ferviente diálogo con Dios, rodeada de olor a Santidad.

Yo era casado por entonces, y el derecho Canónico dice que el matrimonio es para toda la vida, o por lo menos, hasta que la muerte los separe. Pero no dice el Sacerdote oficiante la muerte de quien, pues aparte de los contrayente, está el amor, la vocación paterna, el respeto entre las parejas, y otras virtudes más, las cuales van muriendo con los hechos o con los años, hasta que ambos contrayentes, los otrora enamorados, son un conjunto de huesos, achaques, resentimientos y enfermedades que a veces, clínicamente, es mejor separarlos.

Por otro lado, mi sólida formación religiosa me impedía pensar en esos ojos hermosos, en ese pelo, mucho menos en ese cuerpo. La negación constante procura la paz del hombre en muchos aspectos, siguiendo preceptos tales como “no desearás la mujer de tu próximo”, o “El respeto al derecho ajeno es la Paz…” pero hay momentos en la vida que debemos decidir si la vamos a dejar así, triste y monótona como está, o debemos darle la luz de lo nuevo, de lo alternativo, quizá de lo prohibido…. Alguna vez, una anciana francesa me dijo: “La gente no debe vivir en blanco y negro. Lo bueno y lo malo; viviendo así sólo eso es lo que podemos conocer. Y entonces nos perdemos de toda esa gama de colores y posibilidades que surge cuando lo blanco deja de ser blanco, pasa por el hueso, el amarillo, toca el rosa de la ilusión, el rojo de la pasión, el verde de la esperanza, hasta llegar al negro de “la dignidad y la decencia” No olvides que hasta una estrella, cuando muere, deja una ominosa oscuridad. Pero aún desde el negro. Dios hace amanecer un nuevo día. No vivas sólo del blanco o del negro… vive a colores todos tus días…” Y yo que en mis ratos de ocio soy pintor por vocación más que por talento, conozco los colores, y mi favorito es el azul de los cuentos de hadas, de los cielos pinceleados de Van Gogh, o rasgados como los del Dr Atl. Y entonces decidí autorizarme: dejaría entrar en la ilusión de mi vida, un poco de la casta luz que arrojaba a mi espíritu la imagen de aquella mujer. Una aspiración justa y casi mística de poder un día establecer una conversación con ella, para hablar de lo elevado de las virtudes de la caridad, del amor, de la esperanza. Hablar con ella, llenarme de la luz de sus ojos, de la música de su voz. Un estado de elevación espiritual como el que ella me inspiraba, bien sabía Dios que era para llenar de alegría mi espíritu, una palabra de ella bastaría para sanar mi alma. Así que decidí hablar. Preguntarle su nombre para grabarlo en mi corazón por siempre; quizá invitarla a salir, un café tal vez. Las parejas saben que tomar un café es una epifanía de un despertar, de una sobremesa, que el valor de una mujer no está en la medida de sus caderas, sino en el número de besos que lleva en la boca, el verdadero privilegio del amor es saber que los brazos de la mujer que amamos están hechos a la medida de nuestra necesidad de cariño. Yo debía hablar con ella, y no guardarme para siempre el hecho de que ella era el resumen de mis ilusiones y deseos. Ahora sí esperé la tarde. Ensayé muchas estrategias: desde preguntarle la hora, hasta invitarla a salir, pero era un deseo vano, ya que algo en serio no podía ofrecerle. Esta vez llegué un poco antes. Aguardaba

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nervioso desde las cinco y media, para no fallar, y los minutos se me hicieron eternos ante la incertidumbre de preguntarme: ¿Vendrá o no vendrá?

Ví pasar mucha gente delante de mí, jóvenes y niños que salían de las vespertinas, obreros de vuelta a casa, señoras que iban por el pan, muchachas con su perro, etc. Muchas vidas pasaron frente a mí en 25 minutos, y ella no aparecía. La tarde iba cayendo con el sol, y me dije: así son los sueños: ellos vienen cuando lo desean, jamás cierra uno los ojos y sabe uno lo que va a soñar. Las ilusiones, la buenaventura, no se programan. Qué se le va a hacer? La vida es así. Resignado, tomé mi eterna mochila y dirigí mis perdidos pasos hacia la 35 norte, cuando, de pronto, a las seis y 20, Ella estaba ahí, radiante y majestuosa como las Minervas de los frisos romanos. Bajo el sol somnoliento de las 6 y media, y el cálido viento de la primavera, lucía majestuosa enfundada en ese vestido blanco, como las túnicas de las matronas griegas, generosas en formas y en belleza. Las mujeres que la acompañaban, aunque no desmerecían en belleza, no se le comparaban en edad y en el aire triunfante de ese andar ligero y divino. Ante tanta belleza quedé transfigurado a su paso, y no pude más que verla y suspirar; ella me reconoció, y una ligera sonrisa asomó a su rostro: ¡Me había reconocido! A mí, el más humilde de sus admiradores. La seguí con la mirada, y entonces, ocurrió lo inesperado: ella se volteó y, con el ademán más femenino y gracioso que le hubiera visto a mujer alguna, me dijo adiós! Sus amigas la codearon, y las tres rieron y yo, pasmado ante mi sorpresa, frustrado por no poderle decir nada, y de súbito entristecido porque quizá ya no la vería más, agradecí a Dios haberla conocido aunque fuera de vista, y se la encomendé a toda la corte celestial. Seguí a mi trabajo y el alegre vaivén de la prensa me distrajo, junto con las canciones de mi desvencijada grabadora. Ver la figura de esa mujer, y haberme hecho acreedor a su atención, era ya un gran logro para mí, a quien la vida le había cobrado con creces lo poco que había gozado en este mundo. Pero esa grácil mano, etérea como lo fuera aquella que recibió la Excalibur cuando Arturo murió, quedó en mi mente como tallada en piedra, como escrita a tinta. Algo me decía que si las aguas del Mar Rojo se habían abierto para liberar al pueblo de Israel, también el muro entre ella y yo iba cayendo. Sin amenazas ni plagas, y sólo tenía que tocar la trompeta para hacer caer esas murallas curvilíneAs y sensuales. La imprenta iba y venía. El cassette de Nicola Di Bari que recién había comprado corría una y otra vez alegrando la noche con su voz, con sus expresiones de amor y alegría, que era lo que me embargaba en ese momento. Todo sería diferente mañana: le hablaría, la seguiría, le propondría que nos conociéramos y aún podía ofrecerle el resto de mi vida. Terminé el trabajo, fui a mi casa arreglarme y pasé toda la mañana esperando las seis, creando diálogos y situaciones ficticias para el logro de mis obtusas metas. 5:30. Me planté a 10 metros de la capilla de Dolores. Estaba seguro que ella estaría allí, y la encontraría. Pasaron los minutos. La campana del pequeño templo llamó al rosario, los niños de la catequesis fueron saliendo y los evangelistas, unos se despedían, otros se quedaban a rezar.

Y entonces ocurrió. Flanqueada por sus doncellas, cual ángeles de la guarda, ella apareció. Mi corazón se elevó hasta el cielo, acelerando sus latidos a cada paso que ella se acercaba. No se detuvo, y en la apoteosis de mi extraviada pasión, se

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dirigió lentamente hacia mí. Busqué sus ojos, de canela clara, y ví su hermoso rostro. Todo me ocurría: las piernas me temblaban, la boca se me secó, mariposas o tal vez murciélagos, revoloteaban en mi estómago, y todo empezó a dar vueltas lentamente. Al fin estuvo junto a mí, entallada con ese vestido dorado de generoso escote. Sus adornos, de bisutería exquisita, y enaltecida con esas botas de piel, elevaban su talla, y su oscurecida cabellera no eclipsaba la luna llena de ese rostro divino. Y entonces, del interior de su sagrado seno, ella extrajo un pequeño escrito. Yo no podía creerlo. Mi abuela me había contado de las usanzas antiguas, cuando alguna chica de buena cuna dejaba caer su pañuelo al pasar frente a un caballero, o de cómo se manejaba el lenguaje del abanico. Las cartitas y los recaditos de amor yo los conocía, puesto que en la secundaria los había utilizado mucho. Y ella estaba entregándome ese pequeño pliego, lo cual, sentía yo, me abría el cielo de la intimidad de sus sentimientos. Mis abuelos así se habían conocido y tratado, hasta que llegaron al altar. El momento era perfecto. El carmín de sus labios me palpitó de cerca y susurró una sola palabra: “Búscame”. Sentí sus pestañas como alas de mariposa revolotear en mi rostro, y el olor a magnolias de su perfume me llevó a mi infancia, cuando mi madrina y yo nos lanzábamos a la calle, a vender azucenas, alcatraces y magnolias, que yo subía a cortar en los árboles de la ancestral huerta, herencia de varias generaciones de cristiano abolengo. Mi vida acababa de llegar a su perfección, y esa Diosa, humana y divina a la vez, acababa de sellar un pacto conmigo. Todo sucedió muy rápido, y en un segundo el encanto desapareció. Yo me quedé ahí, extasiado, más contento que Tizoc con su pañuelito, y ella y sus compañeras se alejaron riéndose, no se yo de qué. Su paso, su acercamiento a mí, el mensaje que había depositado en mis manos, completaban el mejor capítulo de mi vida, hasta entonces. En la cúspide de la dicha, sentía ya el amor fluir por mis venas, y mis ansiosos ojos guiaron a mis manos para dar vuelta al pequeño manuscrito y poder ver su contenido. Aunque en trance, a través del tacto de mis burdos dedos, deformados por el trabajo hasta gastar sus huellas, habían sentido que no era un recado. Era una tarjeta, quizá con su nombre, su domicilio, o hasta su teléfono. Por fin, conteniendo la respiración, me atreví a ver el contenido de ese regalo que la vida me daba, y descubrí que la tarjeta decía:

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Y así como de pronto se cerró el cielo de un espejismo que sólo se forman los necios o los ingenuos, también se abrió el infierno de las dulces tentaciones que me inspiraban a recorrer las colinas blancas de esa piel. Pero no. Yo nunca había pagado por un rato de amor. Ni aún ahora lo he hecho. Entonces supe lo

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lejano que quedó el sueño de tener a una mujer que me quisiera mucho. Quizá, siendo prácticos y para compensarlo todo, si hago un recuento de los poquitos que me quisieron las muchas mujeres que yo amé, pues ya se hace un mucho entre todas. Con eso me quedo.

SAUL GONZALEZ LEAL