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Sevilla

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ArtesLAs

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555425 razones para conocer Sevilla La PoesíaLAs Artes

S evilla es la ciudad de los poetas. De los que nacieron en su seno y les dieron brillo a los versos que escribieron. Y de los paseantes que se dejan llevar por sus encantos, y leen

los poemas que la ciudad crea y recrea para quien sepa leerlos con la mirada. Sevilla es una ciudad poética, una ciudad con alma de diosa y de mujer. Encantadora como las sierpes que le dan nombre a su sinuosa calle mayor. Delicada como el aire celeste de sus breves tardes de invierno, como el cristal de las fuentes que sólo se rompe por culpa del agua que se empeña en recordarnos el paso del tiempo. Sevilla es una mujer becqueriana de mármol y de bronce, de cal antigua y de azoteas donde la luz se hace de oro en esos crepúsculos que impresionaron al escéptico de Eugenio Noel cuando proclamó: Sevilla, la de los incomparables atardeceres.

UN cipréS de los pantanos es la médula de Bécquer, el sevillano universal que abrió las puer-tas de la poesías española contemporánea. Un ci-prés clavado en la humedad sonora del parque de María Luisa, en esos jardines donde se congregan los hermanos Machado alrededor de la fuente más simbolista que hay en el mundo. Antonio Machado soñó una Sevilla sin sevillanos, de cales antiguas y silencio conventual. Su hermano Manuel la definió con un solo verso que remata el poema que le dedi-có a Andalucía:

Cádiz, salada claridad; Granada, agua oculta que llora.

Romana y mora, Córdoba callada. Málaga cantaora. Almería dorada.

Plateado Jaén. Huelva, la orillade las Tres Carabelas...

y Sevilla.

La poesía

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SiLENcio DE arrayanes y profundidad de agua clara para unir a los dos hermanos que nacieron en la ciudad que ya había despedido a Bécquer en la distancia del exilio. Ladrillo tallado y azulejos con los nombres de sus obras para otros dos hermanos: los Álvarez Quintero. otra vez el agua como sím-bolo de la literatura, que a fin de cuentas no es más que el reflejo de la vida en el azogue de las palabras. Hasta Dante tiene su estatua en este parque de los poetas donde José María izquierdo, el inventor del género de la divagación, aparece como una columna que sostiene el aire de la ciudad por la que divagaba en busca de un concepto tan etéreo como la gracia.

Toda ciudad -sobre todo la ciudad que aspira a ejercer su capitalidad y a ser corte de una realeza- debe tener una altura -una montaña, una torre...- para mirar al cielo, y a la tierra desde las cumbres, y verse en su uni-dad, y sentirse para mirarse a sí, fuera de sí, en una apariencia fugaz y profunda, y verse diversa, y sentirse fluida, y reflexionar; y un quid divinum, un no sé qué que sea como la flor de su vida y le haga ser lo que es, y saberse cómo es...

Y Sevilla tiene la Giralda, el Guadalquivir, y la Gracia...

LoS poEtAS sevillanos son luminosos a pesar de todo. poetas que han marcado el rumbo de la poesía en lengua española desde los tiempos de Alfonso X el Sabio, un sevillano de adopción que escribió algunas de sus cantigas en la tierra que le rinde culto por exce-so, y a mucha honra, a la Madre que lleva el nombre de María. poetas que en el siglo XX afloraron bajo el sol de la revista que llevaba el nombre de la luz to-tal: Mediodía. Nombres que están a la altura de sus coetáneos de la Generación del 27, como Adriano del Valle, Joaquín romero Murube, rafael Laffón o Juan Sierra. poesía exquisita y refinada, enhebrada en el alma de lo popular, culta hasta los límites de lo gongorino cuando es preciso. poesía enmarcada en

EN otroS jardines, Vicente Aleixandre rees-cribe cada mañana los versos que inmortalizó en su Historia del corazón. En esa plaza abierta sigue oliendo a existencia, a vida, a infancia recordada por los que allí disfrutaron del tiempo sin tiempo del niño, que diría cernuda. Aleixandre nació muy cerca de los jardines del cristina. Allí vio la luz que marca el rumbo de los poetas sevillanos.

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia. Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo, un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano, su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.

Recuerdo con claridad la primera vez que ofrecí un recital de piano en el enorme escenario del Teatro de la Maestranza, en la primavera de 1999. Con los naranjos en flor, la luz de abril bañando las fachadas de las casas sobre el río y la Suite Iberia de Albéniz en el programa de aquel concierto. Fue el principio de una relación con la ciudad que habría de dar mu-chos frutos desde entonces.Muchas veces he vuelto a ese escenario con la Orquesta West-Eastern Divan que fundé hace ya tantos años con mi amigo Edward Said. El cen-tenar de jóvenes procedentes de Israel, los países árabes de Oriente Próximo y España ha sido capaz de crear una de las mejores orquestas del mundo, tanto por su valentía y compromiso como por su calidad musical y artística, y ha encontrado en Se-villa un hogar donde el proyecto que protagonizan cobra verdadero sentido. Aunque hemos actuado juntos en cuatro continentes y un sinfín de audito-rios para un número incalculable de personas, pa-rece que en ningún sitio suenan mejor los aplausos que en Sevilla, una de las ciudades más musicales que conozco, llena de mujeres y hombres que nos reciben siempre con cariño y expectación. La crea-ción de la Fundación Barenboim-Said en Andalucía demuestra la implicación de esta tierra con nues-tro proyecto, una prueba de que esta es nuestra casa, el lugar donde siempre deseamos volver.»

Daniel Barenb oim

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esta ciudad donde los poetas nacen de dos en dos para no morirse nunca, pues la inmortalidad consis-te precisamente en eso. ciudad de interiores como esos jardines ocultos que describió romero Murube para buscar la esencia de la ciudad.

Ya lo hemos dicho muchas veces: Sevilla no es ciudad de perspectivas ni horizontes. Es ciudad de secreto in-terior, de veladuras misteriosas. Como en su cante jon-do, Sevilla tiene calles llenas de duendes y falsetas... Pues igual en sus jardines íntimos, en los jardinillos. No le busquéis grandes geometrías, trazos ni pesadum-bres arquitectónicas: un rincón de tierra con sol, un chorro de agua, un arriate lleno de humildad. Paz, silencio, y arriba, sobre la tapia blanca, el cielo. ¡La vida está muy lejos!

ANtES DEL rey Sabio, otro rey sevillano escribía versos donde el erotismo se mezclaba con el poder. Se llamaba Al Mutamid, y sufrió lo peor que puede sufrir un hombre entregado a la belleza de la ciudad que se llamaba ixbiliya y de su alcázar: el destierro. Al Mutamid vivió en el mismo suelo que romero Murube, en el mismo recinto de ese alcázar que cambiaría con los siglos, pero que siempre fue un lugar cerrado a cal y canto para que reinara el esplen-dor de la Belleza.

En una noche oscurallegó ella,con efluvio de sándalo,esbeltez de silueta, ycintura tentadora.Para escanciarme rosa líquidaen copa de agua helada.¡Una y otra vez!

DESDE EL otro lado del estrecho de Gibraltar, desde su cauti-verio en Agmat, nos dejó versos imborrables que si-guen emocionándonos a pesar el espacio y del tiem-po transcurrido. Ahí está el germen de los temas que retomarían muchos de los poetas sevillanos, enamo-rados de la ciudad a pesar de las críticas que puedan verter en un momento dado, como es el caso de Luis cernuda. A pesar de su odio visceral a la Sevilla que se empeñaba en ser vulgar y añeja, anclada en un pa-sado inventado por culpa de su ignorancia, cernuda escribió las mejores páginas sobre la ciudad en ocnos, un libro escrito en el destierro de Glasgow que le sirvió para recuperar su infancia sevillana. o en esos poemas donde busca aquel Jardín antiguo donde sigue viva su juventud.

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Ir de nuevo al jardín cerrado, Que tras los arcos de la tapia, Entre magnolios, limoneros Guarda el encanto de las aguas.

Oír de nuevo en el silencio Vivo de trinos y de hojas, El susurro tibio del aire Donde las almas viejas flotan.

Ver otra vez el cielo hondo A lo lejos, la torre esbelta Tal flor de luz sobre las palmas: Las cosas todas siempre bellas.

Sentir otra vez, como entonces, La espina aguda del deseo, Mientras la juventud pasada Vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.

EN SEViLLA, la muerte es siempre un asesina-to. Lo dejó escrito el periodista Manuel chaves Nogales en La ciudad, ese ensayo que pretende desvelar el alma de Sevilla. Y es cierto. El sevillano es tan vitalista que no concibe la muerte bajo otra forma que no sea la del crimen. El paso del tiem-po nos construye y nos destruye al mismo tiempo. Eso lo vieron los poetas del barroco como rodrigo caro, que en su canción a las ruinas de itálica se pregunta cómo fue posible la destrucción de esa ciudad romana que se había asentado sobre la fuerza del imperio y de la piedra.

“Este despedazado anfiteatro,impío honor de los dioses, cuya afrentapublica el amarillo jaramago,ya reducido a trágico teatro,¡oh fábula del tiempo, representacuánta fue su grandeza y es su estrago!

ESA ciUDAD perdida es, para el poeta sevillano, la que está situada en los límites difusos de su infancia. por eso hay que mirarla con ojos de niño. A Sevilla hay que acercarse desde la inocencia del asombro. como si la luz fuera el descubrimiento nuestro de cada día. Lo escribe el poeta rafael Montesinos desde su exilio madrileño en un libro cuyo título ya nos da idea de la irreversible marcha del tiempo: Los años irreparables:

¿De dónde, de qué cielos, de qué blanquísimas ciuda-des perdidas por el sur de mi mundo infantil vendrán los lejanos recuerdos míos? No sé, pero llegan hasta mí para decirme que allá en el fondo de mi pecho, en mi soledad de siempre, nunca, nunca he dejado de ser niño. Y vuelve todo: las primeras oraciones, los miedos olvidados, el chirriar de la tiza en la pizarra, las horas aquellas -horas muertas, pasadas junto a la cancela, soñando no sé qué, con toda la vida por delante... ¿Por qué, cuando el ocaso andaba aún entre las macetas y la cal del patio, en la calle era ya noche oscura? Quizá por lo mismo que ahora, cuando todo parece atarde-cer a mi alrededor, persiste en el alma un tenue claror esperanzado.

SEViLLA ES una ciudad poética. o un poema he-cho ciudad. Un poema que nunca deja de escribirse, compuesto por versos que se van superponiendo en el palimpsesto de sus calles y de sus plazas. rimas ocultas en los patios donde el silencio es palabra viva. rumor de sílabas en las fuentes que marcan el ritmo de este libro inacabable e inacabado que se llama Sevilla, la ciudad de los poetas.

Cuando yo era joven y me dedicaba pro-fesionalmente a la fotografía, Sevilla re-presentaba para mí otro mundo, el mun-

do del Sur. De Huesca a Andalucía, y a Sevilla, pasando por Madrid. Para los que nacimos en el norte siempre hay un Sur atractivo y misterio-so, más relajado, donde el sol es más caliente y luminoso, la vida es de otra manera: más plácida y sensual. Hasta el baile es diferente y eso que la jota aragonesa tiene mucho que ver con algunos aires flamencos. Pero no hay baile en pareja más hermoso que las Sevillanas. Un día, no hace mucho, paseando por las calles de Sevilla, alguien gritó: ¡Saura, Sevilla te quiere! Me emocionó, de verdad. Yo reaccioné tarde y mal pero aún así le contesté también con buena voz: ¡Yo quiero a Sevilla!»

Carlos Saura

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p ara contemplar la pintura en Sevilla no hace falta entrar en los museos. Y eso que la ciudad guarda en el Museo de Bellas Artes una colección de pintura que hace las

delicias de los amantes de la pincelada suelta y de la trabajada a golpe de oficio, de las composiciones elaboradas según los cánones de su época, de las obras concebidas para iglesias y cenobios, para al-tares donde cumplían la misión iconográfica para la que fueron encargadas. Esta inmensa riqueza pictó-rica se exhibe en el antiguo convento de la Merced, un edificio estructurado en torno a unos patios que nos elevan al misticismo del ladrillo y de la cerámi-ca, del mirto y del ciprés, del pozo y de la fuente. Allí podemos recorrer más de medio milenio de historia del Arte. Desde los barros cocidos del me-dievo, al costumbrismo del siglo XX, pasando por el renacimiento y por el gran movimiento artístico que aquí se guarda: el Barroco.

EN ESE Museo de Bellas Artes lucen especialmente los gran-des pintores del Barroco sevillano que trascendie-ron las fronteras locales y nacionales para hacerse universales. En la sala del Gran taller, que ocupa la antigua iglesia del convento mercedario, el visitante puede extasiarse ante la mejor colección de cua-

dros de Murillo que pueda admirarse en el mundo. preside la estancia la inmaculada gloriosa, vertigi-nosa, suspendida de las nubes y del cielo, puro es-pacio en blanco y azul. Esta iconografía inmaculista es el gran logro de Murillo. Ahí dejó el sello de su personalidad, y ahí está el espíritu de aquella Sevilla de la segunda mitad del XVii, golpeada por epide-mias y hambrunas, que no se resignó a la tristeza y que quiso y supo volar más allá de la realidad en que se encontraba sumida.

ENtrE LoS lienzos de Murillo destaca aquél que el mismo pintor llamaba ‘mi cuadro’. Santo tomás de Villanueva está en el momento preciso de dar-le una limosna a un pobre tullido que se arrodilla ante su magnificente y humilde presencia. En el ángulo inferior izquierdo, una madre y una niña se sorprenden del brillo de la moneda que acaba de entregarles el santo. En el ángulo opuesto, como

La pintura

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trazando una diagonal de tiempo, los que esperan el óbolo miran al santo, que está tocado por la gracia de la luz a través de la mitra que corona su cabeza. pasado, presente y futuro en una misma escena. El cuadro vence las ataduras del tiempo y no se limita a plasmar el presente.

ALGo pArEciDo sucede con el cuadro de la Adoración de los pastores y con la piedad que se encuentra a su lado. En el primero, la luz que nace del cuerpo se-midesnudo del Niño. Es una luz que impregna de inocencia y de ternura a los pastores que se acer-can a verlo, sobre todo al que tiene más edad, que se queda literalmente arrobado ante el prodigio. El otro cuadro representa el doloroso misterio de la piedad. Sola en la negrura de la muerte, la Virgen implora al cielo. Sus manos abiertas se ofrecen para el mismo Dios que le anunció la gestación del Verbo

en sus entrañas. Un Verbo que yace muerto en su regazo. Un Verbo que nos recuerda el mejor ende-casílabo de Quevedo: “Soy un fue, y un será, y un es cansado”. Belén y Jerusalén enfrentadas en dos cuadros de Murillo. Y otro verso de Quevedo para hilar las dos escenas en el suspiro del tiempo, ese hilván que pasa antes de que podamos descoserlo de nuestra vida: “Junto pañales y mortaja”.

EN ESE mismo Gran taller se pueden contemplar otros cuadros de Murillo, como la deliciosa Virgen de la servilleta que sostiene al Niño a duras penas: el pequeño Jesús quiere salirse literalmente del cua-dro. Y allí están colgados los grandes cuadros de al-tar que firmaron los grandes pintores sevillanos que cumplían los encargos en los siglos de oro del arte hispalense. Allí se encuentra Zurbarán, que des-pliega por otras salas su habilidad para que crujan

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En el año 1971 llegué a Sevilla para sustituir en la dirección de Radio Sevilla a nuestro querido Manuel Alonso Vicedo. Desde que la conocí como turista sentí verdadera fascinación por la Ciudad; algo bas-tante habitual entre la gente del norte. A quienes somos del País Vasco nos fascina el Sur.Mi llegada a Sevilla supuso un gran contraste, so-cial y geográfico: su luz cegadora, sus costumbres tan distintas; me encontré con gente fascinante, no sólo en la Ciudad, sino también en sus pueblos. Recuerdo a esa Sevilla de los años 70, con ese resi-duo caciquil que me impresionó, en contraste con la gente común por la que quedé entusiasmado des-de el principio. Todos tan brillantes, tan luminosos... Eran los últimos años del Franquismo, un momento de gran efervescencia social que viví con toda su emoción y desde entonces quedé empadronado en Sevilla para siempre.Descubrí una gran belleza que estaba dispuesto a repasar de arriba abajo. Me volvió loco, me metí hasta el cuello y me enamoré de verdad.

Iñaki Gab ilondo

También fui atrapado por la Semana Santa. Y dis-fruto como un niño de la Medalla de Andalucía y de ser Hijo Adoptivo de Triana. Pero un recuerdo ver-daderamente emocionante es aquel en el que me veo subido a una carroza como Rey Mago de la Ca-balgata del Ateneo; desde esa altura tuve la suerte de disfrutar de Sevilla desde una perspectiva que pocos pueden. Fui un privilegiado al poder cruzar el Puente de Triana a la misma altura en que lo hacen La Esperanza o El Cachorro. Desde ahí, Sevilla se dibuja y se siente de una manera distinta. Cuando llego a Sevilla me alegro de ver a la ciudad, y de que la ciudad se alegre de verme a mí, pero un rincón especialmente hermoso es la Plaza de San Lorenzo. Que un día me pille la muerte sentado en uno de sus bancos. En esta plaza está concentrado todo lo que siento por la ciudad.Me gusta desayunar temprano en Triana, tomar un aperitivo en la tabernita Moreno e ir por la calle Za-ragoza a tomar vinos. Me encanta salir de la ciudad cuando empiezan a brotar las flores en las cunetas y pasear por los caminos, antes de que reviente el azahar, hacia la Sierra Norte. Es de lo más bonito que hay en España.Una cita inolvidable en Sevilla es el Domingo de Ra-mos por la mañana, muy temprano. Es algo que dis-fruto plenamente con mis amigos. Y el Lunes Santo, y Santa Marta, y esa gota de sangre que brota de la rosa… con la que siempre me cito y que cuando falto no me importa porque la llevo dentro.Sevilla es una amiga. Tanto que hay épocas en las que si no voy, enfermo.Tengo mucha vida vivida allí. Muchas ciudades son importantes para mí, pero lo que siento por ella no lo comparto con ninguna otra. Sevilla, donde habita mi otro yo, mi yo de enfrente. Aquí no solo lo he pasado bien, he tragado amar-guras muy grandes. Pero no hablo del amor por ella como el turista que se enamora de una postal. Es un vínculo profundo. Sé que Sevilla no es perfecta, pero asumo sus errores como cualquier enamorado.Ya sólo me faltaría torear en La Maestranza.»

EN LoS muros laterales, los cuadros que le encar-garon a Murillo y que se llevó el mariscal Soult du-rante la invasión francesa. pueden verse las copias que nos dan una idea del rico y certero programa iconográfico. Desde esa muerte que nos topamos al entrar en este recinto que responde al espíritu de Miguel Mañara, a las obras de caridad que nos ayudan para cambiar la espesura de la murte por la claridad de la caridad, por esa luz de vida eterna que nos promete Dios. Las siete obras de caridad se rematan con el gran retablo de pedro roldán y Bernardo Simón de pineda donde se representa la última de esas obras: enterrar a los muertos, que en este caso es el mismo cristo. todo queda cerrado y bien atado, como disponía la mentalidad barroca.

Y toDo queda abierto en la pintura costumbrista que pue-de verse en el citado Museo de Bellas Artes. Allí nos encontramos con monaguillos que tienen cara de pícaros, con gitanos y toreros, con el bo-rracho que apura su vasija de vino, con los veci-nos durmiendo al relente de una calurosa noche de veano, con la Sevilla en fiestas que vence la oscuridad de la noche gracias a la luz anaranja-da y amarilla de sus frutos y sus faroles. Firmas como las de García ramos, Esquivel, Bacarisas o Alfonso Grosso nos dan una idea de esa Sevilla que a partir del romanticismo se reinventó a sí

los tejidos de los monjes en el silencio claustral de la pintura. Allí se encuentra la magna crucifixión de San Andrés, de Juan de roelas, o las adoracio-nes de los reyes y los pastores de Juan del castillo, un mensaje subliminal en estos tiempos que siguen corriendo: nadie es más que nadie cuando adora al Niño.

ESE BArroco llevado al extremo se puede con-templar en los lienzos de Valdés Leal que flanquean la entrada a la iglesias del Señor San Jorge, vulgo la caridad. En esos dos cuadros están representa-das las vanidades del mundo que sucumben ante la llamada atroz e inasequible de la muerte. La au-toridad del obispo se queda en los despojos roídos de sus huesos. El valor del militar, en la capa car-comida por los gusanos. La luz de la vela se apaga. Una mano de esqueleto tapa el pabilo mientras una leyenda nos ilumina en la oscuridad: “in ictu oculi”. En un abrir y cerrar de ojos termina todo. Estos dos cuadros de Valdés Leal representan nítidamente la Sevilla más barroca, la que esa capaz de enfrentarse con la muerte. El espíritu de la contradicción está aquí más presente que en ningún otro lugar de la ciudad. El sevillano, vitalista y amante de la luz, se viene abajo en cuanto piensa en la muerte, esa gua-daña cuyo filo lo rebana todo.

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ESA MirADA es la que convierte la ciudad en un inmenso fresco al aire libre, en un cuadro con mil va-riaciones que puede pintar el paseante si tiene la pa-ciencia y la habilidad para ello. Sólo basta detenerse un instante y dedicarse al impresionismo sin pinceles. Un mediodía de luz cenital y absoluta colándose por las hojas de los plátanos de indias nos convierte en renoir: destellos mezclados con esas sombras que provocan una sensación impresionista en la pupila. cézanne está en las pinceladas que usa la ciudad para colorear las naranjas que una tarde de marzo fueron azahar hiriente, y que ahora se redondean con el pin-cel del color ligeramente pastoso que contrasta con el verde perenne de las hojas umbrías del naranjo. En el Alcázar, los nenúfares nos traen la memoria de Monet hundiéndose en el óleo ligerísimo de los estanques

No HAcE falta entrar en los museos para contemplar los ce-lajes de Velázquez en un suave atardeder de otoño. Ni para escuchar el silencio conventual de Zurbarán en los ropajes de las monjas que curzan la calle sin pisar el suelo. No hace falta entrar en un museo para contemplar la belleza y la dulzura femeninas en los rostros de esas sevillanas que encienden los candi-les del deseo a su paso. para contemplar la pintura en Sevilla sólo hay que dejarse llevar por la luz y el color, por las formas que van cambiando a medida que se pasean sus calles y se detienen sus plazas. Sevilla es una ciudad para ser admirada con ojos de pintor. Y para ser amada con el espíritu de ese artista que todos llevamos dentro.

misma para agradar a los que vinieran a visitar-la. Un curioso juego de espejos, pues el sevillano termina por parecerse a la imagen que le crean los viajeros como Borrow o irving.

ENtrE ESoS cuadros destaca el retrato que le hiciera a Gustavo Adolfo Bécquer su hermano Valeriano. Ahí podemos contemplar la hondura y la sensibi-lidad del poeta que abrió un nuevo camino en la poesía española con esas rimas que son tan memo-rables como inmortales.

Por una mirada, un mundo.Por una sonrisa, un cielo.Por un beso... yo no séqué te diera por un beso.

donde el agua sigue embebida en el sueño acristalado de su propia belleza. Un mediodía de invierno, frío y solead, la luz de pissarro se cuela por las calles don-de todo es humildad y silencio, transparencia fina de un aire desprovisto de partículas. Y si el espíritu está pronto, las pinceladas vigorosas de Van Gogh le im-primirán el mismo ritmo frenético al poderío vegetal de los árboles y las macetas, de las volutas barrocas y de la cerámica encendida, del mármol trabajado y de los rincones donde el laberinto islámico se retuerce sobre su propio desequilibrio.

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N o es lo mismo una escultura que una imagen. Eso es algo tan evidente en Sevilla, que nadie repara en ello. La escultura que se exhibe en una plaza, o en el ángulo

de una calle, sirve para representar a un prócer, a un héroe, a un artista. La dureza del bronce le infiere un espíritu que linda con el ansia de eternidad, de per-manencia en el tiempo. El sevillano pasa a su lado y apenas la mira. Forma parte del paisaje cotidiano, de ese paisanaje que le permite vivir en tiempos pa-sados, como si la historia fuera una sucesión de pre-sentes encadenados.

HAY EScULtUrAS elevadas al pedestal de la estatua que nos reconcilia con la heroicidad de esos personajes ligados a la ciudad por su nacimiento, como es el caso de Daoíz, aquel militar que demostró su valor enfrentándose a los invasores franceses. Su autor, Antonio Susillo, fue el rodin sevillano de finales del siglo XiX. El mismo que utilizó el bronce para repre-sentar al gran artista que ha dado la ciudad: Diego rodríguez de Silva y Velázquez. Encaramado a un esbelto pedestal, Velázquez pinta los celajes de su ciudad natal desde la plaza del Duque. con su pa-

leta en una mano y el pincel en la otra, el pintor uni-versal se enfrenta con la luz que lo acompaña como una sombra invertida.

EL MiSMo Susillo trabajó el cemento para dejar-nos esa galería de los doce personajes ilustres que se asoman a la fachada que servía de entrada a los carruajes en el palacio de San telmo. ilustres artis-tas como el imaginero Juan Martínez Montañés o el propio Diego Velázquez junto al inmortal Murillo. El poeta renacentista Fernando de Herrera y el drama-turgo Lope de rueda. El historiador Diego ortiz de Zúñiga y el clérigo Arias Montano, uno de los gran-des pensadores del Siglo de oro. Miguel Mañara es el hombre barroco por excelencia, y Daoíz o ponce de León representan al militar. Bartolomé de las casas encarna el espíritu humanitario que impreg-nó la conquista de las indias,, al igual que Fernando Afán de ribera es el encargado de representar al mecenas que une en su personalidad las armas y las letras.

La escultura

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de la obra, a la contemplación que nos lleva direc-tamente a las secretas galerías de la mística, a los al-tos miradores de la Verdad. En Sevilla, las imágenes van mucho más allá del arte. trascienden la belle-za con que fueron concebidas. Y entran de lleno en ese territorio inmaculado y difuso, en ese lugar sin coordenadas ni cartografías, en ese espacio donde la razón sitúa al alma.

EN EStA ciudad que cuenta sus años por Semanas Santas, las imágenes guardan la devoción y la his-toria sentimental de sus habitantes. cada sevillano tiene su cristo y su Virgen. cada sevillano se con-mueve ante una mirada, ante una agonía, ante una forma de arrastrar el dolor con forma de cruz, ante una manera de sonreírle a la muerte desde el anun-cio esbozado de la resurrección. para acercarse a este modo de entender a las imágenes, el visitante ha de despojarse de jucios y prejuicios. Y ha de imaginarse una infancia sevillana que no ha vivido, un mundo habitado por la luz y el asombro, por la ilusión y por ese tiempo que entonces no pasaba en nuestra con-ciencia transparente del niño que se siente ajeno a la muerte.

SóLo DESDE ahí es posible acercarse a esas imágenes que nos esperan en la penumbra recapatada de sus capillas. El sevillano las visita como si entrara en su casa. porque allí viven durante todo el año, envueltas en el cariño de sus hermanos y devotos. Las Vírgenes se visten para cada ocasión de forma distinta. De luto en noviembre, de hebrea en cuaresma, de reina en los cultos donde se despliega todo el aparato de la teatralidad barroca. incluso bajan del altar para ofre-cerse en esos besamanos que permiten la cercanía del pueblo con la Madre, el contacto físico que esta-ría verdado si se considerara que es una obra de arte que ha de ser protegida de semejante agresión.

MUY cErcA de San telmo, donde estudió cuan-do era niño, el monumento a Bécquer. El parque de María Luisa, que formaba parte de los jardines de San telmo y que la infanta del mismo nombre cedió a la ciudad a finales del XiX, es un museo escultórico al aire libre donde destaca esa obra que representa al poeta romántico y simbolista, al autor de esas leyen-das que flotan en la niebla de la ciudad. El monu-mento a Bécquer está vertebrado por un árbol, por ese ciprés de los pantanos que sirve de eje a la obra en mármol y bronce donde se representan los esta-dos del amor. En el mismo parque hay esculturas dedicadas a la infanta María Luisa o a Dante. Figuras que sobresalen del verdor como si fueran fantasmas de un pasado que se resiste a quedarse en el olvido.

ArtiStAS coMo la Niña de los peines, Antonio Mairena, pastora imperio, Manolo caracol o Niño ricardo también están inmortalizados en el bronce que tanto recuerda al cante que dejaron prendido en la memoria del mejor flamenco. Algo similar ocurre con los toreros. El desplante de curro romero junto a la plaza de toros, el cartuchito de’pescao’ de pepe Luis Vázquez, junto a su hermano Manolo, frente a la puerta del príncipe, dan fe de ello. o la escultura con trazos cubistas que le sirve a Belmonte para mi-rar la Maestranza desde la otra orilla del río, desde ese Altozano trianero. De todos los monumentos consagrados a los toreros, ninguno como el mauso-leo que le sirvió al escultor Mariano Benlliure para plasmar la tragedia de Joselito. como si fueran los Burgueses de calais que esculpiera rodin, estos gi-tanos llevan el cuerpo del héroe muerto en talavera. Allí, en el mismo cementerio de San Fernando, se alza el cristo de las Mieles, la obra maestra de Susillo. Un crucificado expirante envuelto en la le-yenda: de su boca salía la miel que las abejas labora-ban en el hueco interior de su pecho.

ESE criSto de las Mieles nos sirve como gozne para unir la escultura con la imagen. pasamos del bronce a la madera. Y pasamos de le mera visión

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SóLo ASí se puede captar el magnetismo que sienten los devotos del Gran poder cuando se dejan llevar por la riada que desemboca en su panteón ro-mano de San Lorenzo. Allí conversan con el Señor en voz baja, en ese silencio ancestral que sirve para decirlo todo sin decir nada. Besan el talón de su pie y clavan su mirada en los ojos que conservan, más allá del dolor, ese hálito de ternura que recon-forta a quien lo mira de verdad. Sólo así se puede comprender la fuerza que despliega esa Muchacha leve, casi Niña, que permanece tras del Arco que le servía a cernuda para situar el lugar exacto de la felicidad. En su camarín, la Macarena hace honor a su advocación, que no es otra que la Esperanza. Allí espera a los desesperados, a los que nada tienen en este mundo, a los que buscan la playa de su mirada verde y oro, a los que se quedan perplejos ante esa asimetría de su rostro, ante esa capacidad de llorar y de sonreír al mismo tiempo.

EN LA iglesia del Divino Salvador, el Amor abre sus brazos para abrazar a la ciudad y al mundo, al que cree y al que duda, a todo aquel que necesita el nombre que lleva clavado en la cruz de su entrega. Y en una capilla de plata y equilibrio, el rostro dulce de Jesús de la pasión, el Nazareno que porta sobre el hombro de su alma todo el dolor metafísico que ha generado la humanidad a lo largo de su inaca-bada historia. La gubia de Montanés se adivina en ese perfil sin aristas, en esa suavidad que nos eleva hasta la unión que buscaban los místicos. Elevación que se hace palpable y visible al otro lado del río, en la Basílica que acoge a la misma agonía, al instante que no deja de pasar, a la muerte que no es capaz de vencer a la vida expirante del cachorro.

SúMENLE EL teatro barroco de los misterios donde se representan los pasajes pasionistas de la Exaltación de la cruz, del momento anterior al des-cendimiento plasmado en el soberbio paso de la

los reyes, la Madre de las madres de Sevilla, que salen a buscarla cada quince de agosto, cuando las gradas de su catedral huelen a nardos. o el cristo de la clemencia, obra maestra de Martínez Montañés que cumple el dictado jesuítico y ofrece sus ojos aún abiertos para el diálogo con quien se acerque a sus labios dispuestos a hablar. o esa inmaculada mon-tañesina y humilde, de mirada baja a la que el sevi-llano la ha bautizado como la cieguecita.

toDAS EStAS imágenes, y otras que brillan como la Estrella de triana o que nos sumen en el más profundo do-lor como la Amargura, forman parte indisoluble de la vida de tantos sevillanos que ven en ellas algo más, mucho más que una obra de arte digna de ser admirada. porque en Sevilla, esas imágenes van más allá de la vida misma. trascienden el tiempo. Son la imagen de ese concepto que le sirvió a romero Murube para definir la Semana Santa sevillana : Dios en la ciudad.

carretería, del Descendimiento suspendido en el aire de la Quinta Angustia, o de la bajada del cuer-po plasmada en la piedad de la Sagrada Mortaja, y comprenderán que el dinamismo barroco llegó a crear esta sucesión de secuencias como si fuera una película con imágenes del siglo XVii. Y añádanle la quietud del cristo de la Buena Muerte, la belleza equilibrada del cristo del calvario, la descarnada moribundia del cristo de la Fundación que es titu-lar de la muy antigua cofradía de los Negros, o el ensueño en que se ha quedado el cristo muerto de San Bernardo, y comprobarán que estas imágenes no son simples esculturas, pues marcan la vida de quienes se acercan a ellas.

HAY otrAS imágenes que no salen en Semana Santa, y que se reservan para los paladares más ex-quisitos de la ciudad, como la Virgen de la Antigua que sigue esperando en la catedral a los indianos que venían a agradecerle sus favores. o la Virgen de

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Sevilla es ciudad de grandes edificios, y de recoletos adar-ves donde la calleja se retuerce en el estertor de un final sin salida. Sevilla es ciudad de grandes espacios abier-

tos para que la luz pueda llover sobre esos lugares sin más límite que el fulgor cegador del mediodía. pero Sevilla también es ciudad de patios recoletos, de rincones donde la sombra es una parte indiso-luble de su esencia misteriosa. Sevilla es la calle trazada a cordel, pero es más propio el divagar por ese devenir urbano de taracea islámica, trazado por la mano caprichosa de ese azar que adelanta fachadas y retranquea el perfil de las casas, y que convierte el damero de la ciudad en un intrincado e irresoluble laberinto.

EN SEViLLA hay edificios inmensos y colosales, como su catedral gótica, la más extensa del mundo en su es-tilo, y sólo superada por San pedro del Vaticano y San pablo de Londres en la clasificiación de los ma-yores templos de la cristiandad. pero Sevilla también es la ciudad de la plaza de Santa Marta, de las calles Aire y Mariscal, del minimalismo urbano llevado a

la cerrada expresión del callejón de Dos Hermanas. Enorme es la antigua Fábrica de tabacos donde vaga el espíritu de carmen, la cigarrera imposible, pero eso no impide que dentro de su actual recinto uni-versitario se pueda disfrutar de una tarde en el patio recogido de esa facultad que le da nombre: el patio de Arte.

EL MiSMo parque de María Luisa es de una ex-tensión considerable. Sin embargo, su estructura fragmentaria nos permite disfrutar de pequeñas glo-rietas donde no faltan nunca esos materiales fami-liares que le hacen la vida más dulce al sevillano y al paseante: el ladrillo trabajado con minuciosidad de orfebre, la cerámica simbolista y alegórica, la reja que se recrea en el barroquismo, y el agua que flu-ye de las fuentes donde blandea el mármol, o que reposa en la quietud de esos espejos horizontales que tienen aspecto de estanques. Lo más grande y lo más pequeño se dan cinta en esas arquitecturas que se complementan y se superponen para dar origen a la gran Arquitectura de la ciudad.

La ar quitectura

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esta torre de ladrillo esbelto encarna el alma fe-menina de Sevilla. Sus sebkas le sirven para que pueda erizarse su piel de mujer cuando los fríos cortan las aristas de sus ángulos. Su campanario es la mejor orquesta que pueda acoger esta ciu-dad tan silenciosa como musical. Y la veleta del Giraldillo que la corona es el símbolo mayor del carácter contradictorio de los sevillanos: el símbo-lo de la Fe, que debería ser inamovible por defini-ción, es una veleta que gira al albur de los vientos que soplen cada día.

SEViLLA ES ciudad llana como la palma de una mano que es mitad agua, mitad materiales sedimentados tras el largo curso del río Guadalquivir que le da el ser. por eso sus torres cumplen esa función mística de apuntar a los cielos que recortan los acuchillados tejados y las clarividentes azoteas. torres que se empinan sobre la naturaleza terrenal del ladri-llo para alcanzar el infinito del aire. Entre todas ellas destaca, como es evidente, la Giralda. Mitad mora, mitad cristiana. Almohade y renacentista,

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La Sevilla cervantina sería motivo suficiente para visitar la ciudad. Aquí transcurrió una época tras-cendental en la vida del escritor, en aquella Sevilla babilónica de finales del XVI. Anduvo por todas par-tes, por los garitos, por la mancebía, por el mundo bullicioso del Arenal, mezclado con la gente que iba o provenía de América; aquí fue trasegando de la experiencia a su memoria muchos de los perso-najes que aparecen en sus libros: en las Novelas Ejemplares, en El Persiles y, por supuesto, en El Quijote. Esa época fue fundamental en su vida y en su obra.

José Caballero Bonald Sin embargo, como fue una etapa tan gris no se sabe con certeza por dónde anduvo. Moraba en la posada de un amigo, pero se le pierde pronto la pista. Estuvo prisionero en la Cárcel Real de Sevi-lla en su último tramo de su estancia en la ciudad y fue por poco tiempo. Y aunque el propio Cervan-tes dijo que El Quijote se engendró en la cárcel, «donde todo ruido tiene su asiento», después de haber leído el libro de Cristóbal de Chaves sobre lo que era esa prisión me cuesta trabajo pensar que en la cárcel de Sevilla Cervantes pensara en otra cosa que no fuera sobrevivir.Imagino una Ruta Cervantina en la ciudad… Los corrales de comedias, en primer lugar; en ellos asistió a representaciones de los cómicos, mu-chos de ellos amigos suyos; el Arenal, a pesar de ser tan distinto a como era; el muelle del río que tanto frecuentaba y los garitos de la época de la calle Resolana, ahora cerca del Puente de la Bar-queta.Pero Sevilla es también la evocación de las cua-tro estaciones: el invierno, la pérdida; el otoño, el recogimiento; la primavera, el renacer, y el verano: la caló.»

ESE cArÁctEr contradictorio se observa en las maneras arquitectónicas de la ciudad. por un lado podemos encontrarnos con la imponente fachada principal del palacio de San telmo. Ahí está todo el Barroco concentrado en volutas y atlantes, en el esfuerzo que desarrollan sus petrificados personajes míticos, y en la esbeltez que le permite a San telmo estar encerrado en una hornacina de aire. Esta sun-tuosidad contrasta con la sencillez de la casa sevilla-na que ha resistido los embates de las modas y sus consecuencias. Fachada sencilla, al estilo romano que heredarían los musulmanes. Entrada a través de un zaguán en penumbra cerrado a cal y canto con la cancela que deja ver lo que hay dentro, pero que impide el paso. El sevillano es muy celoso de su in-terior, de ahí que sea poco dado a abrir su casa a los demás, a pesar de la hospitalidad que lo define.

EN ESA casa está la clave de la arquitectura sevi-llana, y de la psicología profunda de la ciudad: sus patios. El patio es algo más que una apertura al aire para que puedan ventilarse las habitaciones, que aquí se llaman los cuartos. El patio es el lugar íntimo donde se cifra la felicidad para el sevillano. Bajo un cartón de aire cuadriculado en el azúl índigo o co-balto, la luz va trazando diagonales que nos sirven para medir el tiempo que pasa. El rumor de la fuente cae a compás, como una soleá de agua que buscara el momento definitivo del mármol. Macetas cuida-das con esmero le ponen un verdor de aspidistra al recinto acotado por todas partes menos por una: el cielo. La armonía de los arcos de medio punto se

sostiene en la gracia aérea de las columnas, como si el patio fuera una logia renacentista recogida sobre sí misma. En ese lugar se siente, se ama, se vive. Allí se lee en tardes interminables de velas echadas para defenderse del ardor masculino del verano. Libros de poemas que están hilvanados en los rin-cones más hondos de la ciudad. Novelas e historias legendarias que nos transportan a las indias donde se hablaba con acento sevillano. En el patio siem-pre hay un canto de pájaro, un silencio de claridad sin fecha, un susurro del espíritu que nos reconcilia con el ser a través de esta forma de estar en el mun-do. El patio es la esencia de Sevilla abierta, como una flor de muros y ladrillos, al cielo que se recrea en sus aromas.

Si EL patio es la apertura recatada, la azotea es la visión sin más límites que el horizonte, esa muralla de aire que pro-tege a esta polis del resto del mundo. Azoteas abiertas al cielo estrellado de la noche, o entregada a esos soles que abandonan las calles envueltas en la penumbra de la tarde y que dejan sus últimos besos de luz sobre ese espacio sin techo, sobre ese lugar que le sirve al sevillano para vivir en el aire que perfila el alma de la ciudad. patios y azoteas se abren al exterior mien-tras los templos se cierran a la intimidad para buscar a Dios. contraste absoluto que el sevillano vive sin ningún problema. Los templos forman en Sevilla una malla de afectos y devociones, un círculo cerrado y abierto donde se inscriben las imágenes que profesan los nativos y que sirven a los que llegan para que pue-dan enamorarse de la ciudad a través de su belleza.

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pEro EL lugar más frecuentado por el sevillano es la calle. Ahí se dan cita todas las arquitecturas posi-bles e imposibles. Las fachadas de los templos ba-rrocos pueden servir como telón de fondo para la charla y la cerveza, para compartir la vida bajo un sol que pasa su mano silente por la cabeza de los que se entregan a ese placer. cualquier rincón sirve para apalancarse en un velador, para establecer una conversación que irá divagando de un tema a otros, como es costumbre en la personalidad del sevillano. En las calles se vive hasta el límite, ya que las casas siguen reservadas, apartadas, discretamente cerra-das para quien no vive en ellas.

EN LA calle se palpa el estado de ánimo de la ciudad, se observa la tranquilidad del invierno, la melancolía del otoño, la incandescencia sanguínea del verano, y la efervescencia de esa primavera que se desarrolla en las calles por donde discurren las cofradías. para el sevillano, la calle no es el lugar por el que se va de un sitio a otro. La calles es el sitio donde se está. Y si apuramos el concepto y observamos a muchos nativos que practican esta religión sin más dios que la diosa Híspalis que preside la entrada a la ciudad por la puerta de Jerez, en las calles es donde el sevillano despliega las categorías metafísicas del ser.

ESAS cALLES pueden presentarnos casas antiguas, señoriales, pintadas con los colores que le dan nobleza y esti-lo a la ciudad: la calamocha y el almagre, lo rubio y lo rojizo. pero también puede tratarse de edificios modernos sin personalidad alguna que adquieren este rango por encontrarse en la ciudad, y por sa-berse imprescindibles para conformar ese espacio compartido de la calle. Así, las calles y las plazas se convierten en puntos de reunión, en plateas apro-piadas para verse y para dejarse ver. Algo que no se entiende en ciudades donde las vías sirven para el mero tránsito de peatones y vehículos. El sevillano vive en la calle, en ese lugar sin más tejado que ese cielo que le sirve para marcarle el ritmo pausado de las estaciones, los estados de ánimo que van ligados con el sol y con la lluvia, con el calor y el frío, con la tibieza de esas tardes diseñadas para la eternidad que se van con el soplo de la noche. La arquitectura más conseguida de Sevilla es la calle, ese lugar don-de todo es posible e imposible al mismo tiempo.

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Sevilla es una ciudad de ópera y de flamenco. De gran-des tenores y de sutiles sopranos, y de cantaores que se dejan el el alma en ese compás abierto de la seguiriya

que es asta encendida de la muerte. En Sevilla se han situado tantas óperas, que aún no se ha podi-do realizar el cómputo exacto. Siguen aparecien-do viejos y olvidados libretos donde se reseña la situación de la ópera con una frase que se repite: En una plaza de Sevilla.

SiN ÁNiMo de ser exhaustivo, porque el propósito iría mu-chísimo más allá de este libro, consignemos algunas de las más importantes. El genial Mozart, que tie-ne su monumento junto al teatro de la Maestranza, nos dejó dos de sus mejores óperas ambientadas en Sevilla. por un lado, Las bodas de Fígaro; y por otro, Don Giovanni, inspirada en el mito de Don Juan, esa aportación de Sevilla a la mitología europea que ha cuajado como el gran seductor que no es capaz de reprimir sus impulsos y que incluso se atreve a en-frentarse con la vida eterna en el mismísimo infierno.

otro AUtor que se fijó en una plaza de Sevilla fue el genial Ludwig von Beethoven. Sólo escribió una ópera, y la tituló Fidelio. pues a pesar de esa cortísima producción operística, da la casualidad de que la ópera Fidelio está ambientada en una cárcel sevillana. también en Sevilla situó Verdi la acción de una de sus mejores composiciones operísticas: La fuerza del destino. Algo similar hizo rossini cuando creó o recreó ese personaje que pasaría a la historia con el nombre de la ciudad unido al de su oficio: El barbero de Sevilla.

La Música

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¿EStArÁ EN esos ministriles que tocaban en las grandes fiestas civiles y litúrgicas el antecedente de las bandas de cornetas y tambores que marcan la música procesional sevillana? Lo cierto es que Sevilla suena a corneta y a tambor antes de que lle-guen los días grandes de su Semana Santa. Las ban-das ensayan al aire libre, anunciando la fiesta que está por llegar. En los días de la pasión, esas bandas acompañan a los pasos de cristo, mientras los palios que llevan a las Vírgenes son acompañados por au-ténticas bandas sinfónicas que interpretan marchas escogidas de grandes compositores como los Font de Anta, Gómez Zarzuela o López Farfán. Música culta que no deja de ser popular, y que se escucha mientras se contempla la belleza de una imagen en medio de la devoción de todo un pueblo. Entre esas músicas destaca, por su minimalismo, la música del Silencio. En la cofradía que lleva tan hermoso nom-bre, un trío compuesto por oboe, clarinete y fagot precede a las imágenes, dejándonos una música dulce, pausada, que se parece al mejor sonido de la ciudad: el silencio.

ESE MiSMo silencio ritual es el justo y necesario para que el flamenco pueda expresarse con toda su intensidad dramática. como dicen los viejos aficionados, en el flamenco es tan importante saber cantar, como sa-ber escuchar. El flamenco va unido al alma de Sevilla dese sus orígenes en la segunda mitad del siglo XViii. triana fue considerada la capital mundial del cante. En aquel arrabal vivían gitanos y desterrados, herreros que ablandaban el metal a golpe de martinete, alfareros que modelaban la soleá de triana con el barro cocido de su voz. otro punto importante del flamenco en la ciudad, ya en las primeras décadas del siglo XX, fue la Alameda de Hércules. En sus tabernas y colmaos se

por úLtiMo, reseñemos la ópera que le ha dado rango de mito universal a su protagonista. Una mu-jer cigarrera cuyos atractivos son capaces de enlo-quecer a un militar francés o a un torero sevillano. Se llama Carmen, a secas, y se ha convertido en el epí-tome del deseo. carmen nació en la mente viajera del romántico próspero Merimée, que visitó la ciu-dad una sola vez, y que extrajo de ella toda su carga exótica. Merimée se fijó en la Sevilla pintoresca que causaba el asombro de los viajeros europeos cuando se internaban en aquella Andalucía que nada tenía que ver con lo que se vivía en las grandes ciudades de Europa. De ahí surgió este personaje mítico, al que Bizet le pondría una música que se ha conver-tido, sin dejar de ser culta, en algo tremendamente popular.

SEViLLA YA fue ciudad de músicos exquisitos en su pasado andalusí, cuando las artes refinadas como la poesía tenían su lugar de honor en los palacios de los califas y los reyes taifas. Se cuenta que quien qui-siera vender una biblioteca tenía que ir a córdoba. pero si quería hacer lo propio con un instrumen-to musical de categoría, su destino era ixbiliya, la Sevilla musulmana que nos dejó un eco, una caden-cia que se adivina en los compases más melancó-licos del flamenco. En el siglo XVi, una vez termi-nadas las obras de la catedral, el panorama musical sevillano se enriqueció gracias al renacimiento. Las fiestas, tanto las religiosas como las civiles, atrajeron a músicos de gran calidad. Así surgen los grandes organistas, o los maestros de capilla, entre los cuales destacan cristóbal de Morales y Francisco Guerrero. De aquella tradición musical quedan los ministriles, conjuntos musicales que tocaban en las grandes ce-lebraciones y en las procesiones, y que se compo-nían de instrumentos de viento como las chirimías, las trompetas y las cornetas, y con instrumentos de percusión como los atabales y los tamborinos.

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reunían las grandes figuras de la Edad de oro del cante, como Manuel torre, la Niña de los peines y su hermano tomás pavón, Manuel Vallejo, Antonio Mairena o Manolo caracol. Sevilla ha dado al baile flamenco figuras indis-cutibles que forjaron ese estilo elegante que se dio en llamar la escuela sevillana: pastora imperio, el inmortal Antonio o Matilde coral son buenos ejemplos de ello.

AL iGUAL que la ópera cuenta con el teatro de la Maestranza para disfrutarla en esta-bles temporadas que ofrecen lo mejor cada año, el flamenco actual se estruc-tura en torno a la Bienal que se cele-bra en el otoño de los años pares: por aquí pasan todas las figuras, con los mejores espectáculos que aguardan su estreno para semejante ocasión. Músicas de otras épocas seguidas con sumo interés por las generaciones ac-tuales. Así se puede definir el gusto musical de esta ciudad donde se si-túan muchas de las grandes creaciones que dieron lugar al género de la copla. comopositores como rafael de León, Salvador Valverde, Quintero, León y

ESE SiLENcio bien cortado puede sorprendernos en la mole gótica de la catedral, cuando suena el órgano que vuela gracias a los ángeles que lo escuchan desde el triforio. o en medio de una procesión, cuan-do se mezclan los aromas de la cera y el azahar, cuando las notas van marcando la nostalgia de la infancia pasada, cuando se atreven a endulzar el dolor del crucificado o la angustia de la Madre. Música inesperada en la plaza de los toros, cuando surge la chispa del arte sobre el albero y todo parece tan fácil, que el torero se juega la vida a compás de un pasodoble. Fandangos o se-guiriyas que nos confunden y nos matan en una noche de juerga, como cantó Manuel Machado en una soleá definitiva. La música llega cuando menos se la espera. De pronto, Mozart. o Bizet. o ese silencio bien cortado en las fuentes donde la música es viento en vez de agua.

Quiroga, utilizaron las calles y las plazas, el embru-jo urbano de Sevilla para inspirarse en sus cancio-nes, dejándonos obras maestras del género como Ojos verdes, Mari Cruz o Triniá. Este género de la copla entronca con el pasodoble, esa composición que se interpreta en la plaza de toros cuando la faena consigue entusiasmar al público, cuando se torea con esa lentitud que le permite al torero de-tener el tiempo con sus muñecas mientras la em-bestida del toro se templa hasta convertirse en algo armónico, musical.

ESE SUStrAto musical se fundió en los años 70 del pasado siglo XX con el rock, dando lugar a un curioso fenómeno que ha resistido el paso de las modas. El rock andaluz tuvo en Sevilla uno de sus centros neurálgicos, por no decir el más importan-te. Sones flamencos mezclados con instrumentos propios del rock. Voces que unían uno y otro géne-ro. Grupos como Triana o Alameda dejaron crea-ciones de un inmenso valor artístico. Y un rockero genial, de nombre Silvio, consiguió unir esos dos géneros que hasta entonces parecían enfrentados, y que sólo eran complementarios. Silvio nos dejó la mejor definición de la música: el silencio bien cortado.

25 razones se quedan cortas para venir a cono-cer Sevilla, aunque solo con una sería una razón de peso para disfrutar de esta maravillosa cuidad, la magia y el embrujo que se respira en el aire es real, no es ninguna fábula, maestra en el saber vivir, y dueña de callejones de vida y agua que dan vida al espíritu más dormido. Sevilla en una palabra y en una razón... Sevilla es arte, arteSano, SEVILLA es arteSana.»

Miguel P oveda