serie "la reina del cementerio" - 1 la restauradora

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La restauradora

La Reina del cementerio

Amanda Stevens

Traducción de María AnguloFernández

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Título original: The restorer

© 2013 by Amanda Stevens

Todos los derechos reservadosincluyendo el derecho de reproducciónde toda o una parte de la obra.Esta edición está publicada en acuerdocon Harlequin Enterprises IIB.V./S.à.r.l.

Esta es una obra de ficción. Nombres,personajes, lugares y acontecimientosson producto de la imaginación del autoro son usados de forma ficticia.Cualquier parecido con personas reales,establecimientos, acontecimientos olugares es simple coincidencia

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Primera edición en este formato: febrerode 2014

© de la traducción: María AnguloFernández© de esta edición: Roca Editorial deLibros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-782-2

Todos los derechos reservados. Quedanrigurosamente prohibidas, sin la autorizaciónescrita de los titulares del copyright, bajo lassanciones establecidas en las leyes, la

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reproducción total o parcial de esta obra porcualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, y la distribución de ejemplares deella mediante alquiler o préstamos públicos.

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Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

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Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

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Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Epílogo

Agradecimientos

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LARESTAURADORAAmanda Stevens

Amelia Gray tiene veintisiete años ydesde los quince puede ver fantasmas.Heredó el don (o maldición) de supadre, y también a través de él supo lasreglas que todo médium debe respetarpara poder serlo y llevar una vidatranquila: no alejarse de los campossantos; ignorar la presencia de fantasmasa su alrededor, aunque quieran hacersepresentes y no relacionarse con personascuyos espíritus les acechan. Amelia sededica a restaurar cementerios de valorhistórico artístico y con ello cumple con

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las reglas que su padre le impuso en sumomento. Hasta que todo cambia.

Un asesinato en uno de los cementeriosen los que está trabajando la pone encontacto con un detective acechado. Yhay algo que la empuja a estar cerca deél, a pesar del peligro al que casi deinmediato se ve sometida. Los fantasmasdel detective empezarán a amenazarla,pero ella no puede evitar sentirse muyatraída por él, lo que la pone en unadisyuntiva extrema: elegir entre sussentimientos y su seguridad.

ACERCA DE LA AUTORAAmanda Stevens vive en Houston,Texas, donde se dedica a escribir. Es

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autora de más de cincuenta novelas. Laserie La Reina del cementerio ha sidoadquirida por la cadena NBC paraconvertirla en una serie televisiva.

www.amandastevens.com

ACERCA DE LA OBRA«Esto es una historia romántica contoques paranormales bien hecha.»NEW YORK JOURNAL OF BOOKS

«El principio de la serie La Reina delcementerio me ha dejado sin aliento. Laauto-ra consigue presentarnos a suspersonajes elegantemente y asienta losfundamentos de las líneas argumentalesfuturas con un estilo original y bello. Su

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historia está llena de vueltas de tuerca, ylas conclusiones de estas son deliciosasy sorprendentes. Los lectores van aquerer forzarse a ralentizar el ritmo delectura y a disfrutar de la novela enlugar de apresurarse por acabarla y,después, esperarán con ansiedad a lasiguiente entrega de esta serie soloaparentemente truculenta.»RT BOOK REVIEWS

«Me encanta este libro. la restauradorale regala al lector un personajefascinante que interactúa con otrospersonajes fascinantes. Amanda Stevensha conseguido una magistralcombinación de encanto y escalofríos.»HEATHER GRAHAM, ACTRIZ

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Dedico este libro a Leanne Amann y aCarla Luan por su apoyo incondicional.

Y a mi padre, Melvie Medlock, porcontagiarme su amor por las historias de

fantasmas.

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Capítulo 1

La primera vez que vi un fantasma teníanueve años.

Estaba ayudando a mi padre arecoger y amontonar las hojas secas delcementerio donde trabajó durantemuchos años como vigilante. Fue aprincipios de otoño, en esa época delaño en que todavía no hace suficientefrío como para ponerse un jersey. Sinembargo, aquel día, cuando el soldesapareció tras la línea del horizonte,el aire se volvió helado. Pasó una suavebrisa que desprendía un delicioso aromaa madera y hojas de pino y, cuando se

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levantó algo de viento, una bandada depájaros alzó el vuelo de las copas de losárboles y se deslizó como una nube detormenta hacia el cielo añil.

Observé que las aves desaparecíanentre las nubes. Cuando por fin bajé lamirada, le vi a lo lejos. Estaba detrás delas ramas colgantes de un roble. Debajodel musgo negro se advertía un brilloverde y dorado que envolvía a aquellafigura en un resplandor sobrenatural.Pero estaba escondido entre tantassombras que, por un momento, pensé queera un espejismo.

Cuando la luz empezó a atenuarse,pude ver con más claridad su silueta eincluso intuí sus rasgos. Era un hombremayor que mi padre. El cabello blanco

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le llegaba al cuello del abrigo y teníaunos ojos en cuyo interior parecía arderuna llama eterna.

Mi padre seguía agachado,concentrado en su trabajo. De repente,mientras apartaba las hojas de laslápidas con el rastrillo, dijo en voz baja:

—No lo mires.Me giré, sorprendida.—¿También puedes verlo?—Sí. Ahora vuelve al trabajo.—Pero ¿quién es?—¡Te he dicho que no lo mires!La severidad de su tono me dejó de

piedra. Podía contar con los dedos deuna mano las veces que me había alzadola voz. Acababa de gritarme, y la verdad

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es que no le había dado motivos paraello. No pude contener las lágrimas. Loúnico que nunca había sido capaz desoportar era la desaprobación de mipadre.

—Amelia.Su voz destilaba arrepentimiento. En

el azul de sus ojos pude ver algo delástima. Pero no lo entendí hasta muchomás tarde.

—Siento haberte hablado así, perodebes obedecerme. No lo mires —dijocon un tono más suave—. A ninguno.

—¿Es un…?—Sí.Noté un escalofrío en la espalda y

clavé la mirada en el suelo.

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—Padre —susurré.Siempre le había llamado así. No sé

por qué me acostumbré a ese apelativotan anticuado pero, en cierto modo, meparecía apropiado para él. Desde muypequeña siempre me había parecido unhombre muy mayor, aunque, por aquelentonces, todavía no había cumplido loscincuenta. Hasta donde alcanzaba mimemoria, mi padre siempre había tenidoel rostro arrugado y envejecido, como elbarro seco y agrietado de un arroyo, ylos hombros caídos, después de tantosaños encorvado sobre las tumbas.

Sin embargo, a pesar de esa posturatan humilde, tenía un porte digno, y sumirada y su sonrisa transmitían unabondad sin límites. A mis nueve años, le

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adoraba. Él y mi madre eran mi vida, mimundo. O lo fueron, hasta ese momento.

Noté que algo cambiaba en el rostrode mi padre, que, resignado, cerró losojos. Dejó a un lado el rastrillo y apoyóuna mano sobre mi hombro.

—Descansemos un rato —dijo.Nos sentamos en el suelo, de

espaldas al fantasma, y contemplamos elanochecer. Aunque todavía sentía elcalor del sol en la piel, no podía dejarde tiritar.

—¿Quién es? —murmuré al fin. Nopude soportar ese silencio ni un segundomás.

—No lo sé.—¿Por qué no puedo mirarlo?

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Y entonces caí en la cuenta de queestaba más asustada por lo que mi padreme iba a contar que por la presencia delfantasma.

—Créeme, no quieras que sepa quepuedes verlo.

—¿Por qué no?Al ver que no respondía, cogí una

ramita del suelo, clavé una hoja seca yempecé a juguetear con ella, como sifuera un molino.

—¿Por qué no, padre? —insistí.—Porque si hay algo que desean los

muertos es volver a formar parte denuestro mundo. Son como parásitos;nuestra energía los atrae y se nutren denuestro calor. Si descubren que puedes

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verlos, se aferrarán a ti como una plagade pulgas. Nunca podrás librarte deellos. Y tu vida jamás volverá a serigual.

Todavía ahora no sé si comprendí laspalabras de mi padre, pero la idea deser perseguida y atormentada porespíritus del más allá me aterrorizaba.

—No todo el mundo puede verlos —continuó—, pero los que sí podemosdebemos tomar ciertas precaucionespara proteger a los que nos rodean. Laprimera y más importante es lasiguiente: jamás admitas que has vistoun fantasma. No los mires, no les hables,no permitas que huelan tu miedo. Noreacciones ni siquiera cuando te toquen.

Me quedé paralizada.

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—Ellos… ¿te tocan?—A veces.—¿Y lo puedes notar?Tomó aliento.—Sí, lo puedes notar.Lancé la ramita y me abracé las

rodillas con los brazos. Todavía hoy nologro explicármelo, pero, a pesar de noser más que una niña, mantuve la calma,aunque por dentro estaba muerta demiedo.

—Lo segundo que debes recordar esesto —continuó—: nunca te alejesdemasiado del campo sagrado.

—¿Qué es el campo sagrado?—La parte más antigua de este

cementerio, por ejemplo, es campo

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sagrado. Existen más lugares dondetambién estarás a salvo. Son sitiosnaturales. Pasado un tiempo, tu instintote guiará hacia ellos. Sabrás dónde ycuándo buscarlos.

Intenté comprender una respuesta tanenigmática, pero no llegué a entender elconcepto de campo sagrado, aunquesiempre había sabido que la parte viejadel cementerio tenía algo especial.Situada junto a la ladera de una colina yprotegida por las inmensas ramas de losrobles, Rosehill era un rincónsombreado y hermoso, el lugar mássereno y tranquilo que uno pudieraimaginar. Llevaba cerrado al públicomuchos años. A veces, cuando mepaseaba por los exuberantes lechos de

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culantrillos y merodeaba entre lascortinas de musgo plateado, meinventaba que los ángeles desmoronadoseran ninfas y hadas del bosque, y que yoera su líder, reina de mi propiocementerio.

La voz de mi padre me devolvió a larealidad.

—Regla número tres —anunció—:aléjate de todos los acechados. Si tratande localizarte, ignóralos y dales laespalda, pues son una terrible amenaza yno merecen tu confianza.

—¿Hay más normas? —pregunté,porque no sabía qué más se suponía quetenía que decir.

—Sí, pero ya hablaremos de esoluego. Se está haciendo tarde.

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Deberíamos irnos a casa, o tu madreempezará a preocuparse.

—¿Ella puede verlos?—No. Y no le cuentes lo que has

descubierto hoy.—¿Por qué no?—Porque cree que los fantasmas no

existen, así que pensaría que te lo estásinventando o imaginando.

—¡Nunca mentiría a mamá!—Ya lo sé. Pero este será nuestro

secreto. Cuando seas mayor, loentenderás. Por ahora, intenta seguirtodas las normas, y todo irá bien. ¿Creesque podrás hacerlo?

—Sí, padre.Sin embargo, mientras articulaba mi

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promesa, me moría de ganas por echarun vistazo atrás.

De repente, se levantó una brisa ysentí un escalofrío más profundo. Aúnno sé cómo, pero aguanté la tentación dedarme la vuelta. Sabía que el fantasmase había acercado. Mi padre también sehabía dado cuenta. Estaba muy tenso,nervioso.

—Basta de cháchara. Recuerda loque te he dicho.

—Lo haré, padre.El aliento gélido del fantasma, que

hasta entonces había notado en la nuca,se fue desvaneciendo poco a poco.Entonces empecé a tiritar. No pudeevitarlo.

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—¿Tienes frío? —preguntó mi padrecon su tono habitual—. Bueno, esnormal. El verano no puede durar parasiempre.

No fui capaz de responder. Noté lasmanos del fantasma acariciándome elcabello. Deslizaba los dedos entre mismechones dorados, que todavía estabancalientes por los últimos rayos de sol.

Mi padre se puso en pie y me ayudó alevantarme. El fantasma se escabulló deinmediato, pero no tardó en regresar.

—Será mejor que volvamos a casa.Tu madre está preparando gambas paracenar.

Recogió las herramientas del suelo ylas cargó sobre el hombro.

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—¿Y gachas de maíz? —pregunté envoz baja.

—Eso espero. Vamos. Tomemos unatajo y vayamos por el viejo cementerio.Quiero enseñarte el trabajo que he hechoen algunas lápidas. Sé lo mucho que tegustan los ángeles.

Me cogió de la mano y la apretó confuerza. Después, nos dirigimos hacia elviejo cementerio, con el fantasmasiguiéndonos.

Al llegar a la parte más antigua delcementerio, mi padre ya había sacado lallave del bolsillo. La introdujo en lacerradura y la pesada puerta de hierro seabrió sin producir chirrido alguno. Sinduda, él mismo se había encargado deengrasar las bisagras.

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Entramos en aquel oscuro santuario y,como por arte de magia, dejé de sentirmiedo. Aquella valentía desconocida mealentó. Fingí un resbalón y, cuando meagaché para atarme los cordones, echéla vista atrás. El fantasma se habíaquedado vagando tras la valla. Eraobvio que no podía traspasar el umbral,y no pude evitar dedicarle una sonrisainfantil. Cuando me levanté, me fijé enque mi padre me estaba mirandofijamente.

—Regla número cuatro —dijo contono serio—: nunca tientes al destino.

Mi recuerdo de infancia se esfumócuando la camarera se acercó con elprimer plato: sopa de tomates verdes

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asados. Me lo habían recomendadoporque era la especialidad de la casa,junto con el pastel de pacanas que habíapedido de postre. Hacía ya seis mesesque me había trasladado de Columbia aCharleston, donde decidí establecer mihogar, pero nunca había salido a cenar aun restaurante tan exclusivo. No es queme lo pudiera permitir…, pero, bueno,aquella noche era especial.

Mientras la camarera me servía unacopa de champán, advertí que me mirabade reojo, curiosa, pero no dejé que esome estropeara la cena.

El hecho de estar sola no me impedíacelebrarlo.

Un par de horas antes, me había dadoel capricho de pasear tranquilamente por

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Battery, para disfrutar de una magníficapuesta de sol. A mis espaldas, un mantocarmesí cubría toda la ciudad; ante misojos, un cielo roto alternaba los colorescomo un caleidoscopio, pasando derosa, a lavanda y, finalmente, a dorado.Los atardeceres de Carolina nunca medecepcionaban, pero con el crepúsculotodo el paisaje se tiñó de gris. Laneblina que se arrastraba desde el marse deslizaba entre los árboles como unaalfombra plateada. En cuanto percibí unextraño movimiento sobre una mesa, mijúbilo desapareció.

El anochecer es un momentopeligroso para gente como yo. Es uninstante intermedio, del mismo modoque la orilla del mar y el límite de un

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bosque son lugares intermedios. Losceltas tenían una palabra para referirse aestos paisajes: caol’ ait . Lugares muyconcretos donde la frontera entre nuestromundo y el más allá no es más que unvelo tan fino como una telaraña.

Aparté la vista de la ventana y toméun sorbo de champán. No estabadispuesta a permitir que el mundo de losespíritus arruinara mi velada. Despuésde todo, que me cayera dinero del cielopor apenas levantar un dedo no era algoque ocurriera todos los días. Miprofesión consiste en invertir muchashoras de trabajo manual y meticuloso acambio de un sueldo modesto. Soyrestauradora de cementerios. Viajo portodo el sur del país limpiando lápidas

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olvidadas y abandonadas, reparandotumbas rotas y desgastadas. Es untrabajo muy laborioso, en ocasionesagotador, y pueden tardarse años enrestaurar por completo un cementerio,así que la gratificación inmediata esalgo que, por decirlo de alguna manera,no existe en mi profesión.

Pero me encanta lo que hago. Los quehemos nacido en el sur veneramos anuestros ancestros, y me sientosatisfecha porque creo que misesfuerzos, en cierto modo, permiten quela gente del presente aprecie más a susantepasados.

En mi tiempo libre, escribo en mib l o g , Cavando tumbas, dondetafofílicos, amantes de los cementerios y

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otra gente con ideas afines puedenintercambiar fotografías, técnicas derestauración y, sí, también historias defantasmas . Empecé el blog paradistraerme, pero, en los últimos meses,el número de lectores se ha disparado.

Todo empezó con la restauración deun viejo cementerio situado en Samara,un diminuto pueblo al noreste deGeorgia. La tumba más reciente tenía almenos un siglo, y las más antiguaspertenecían a la época anterior a laguerra civil de Estados Unidos.

El cementerio estaba abandonado,pues, en los sesenta, la sociedadhistórica del lugar se había quedado sinfondos. Las sepulturas enterradasestaban completamente descuidadas,

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cubiertas de maleza y hojas secas; laslápidas, casi lisas por la erosión. Losvándalos tampoco habían perdido eltiempo, así que lo primero que tuve quehacer fue deshacerme de cuarenta añosde basura.

Se había corrido el rumor de que losmuertos acechaban el cementerio, ymuchos de los vecinos se negaban aponer un pie dentro. Me costabaencontrar ayuda, aunque estabaconvencida de que no había fantasmasque rondaran por el cementerio deSamara.

Acabé por hacer el trabajo sola,pero, una vez finalizadas las tareas delimpieza, la actitud de la gente de lalocalidad cambió de forma radical.

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Según ellos, era como si alguien hubieraapartado un nubarrón que ensombrecíael pueblo, y algunos incluso aseguraronque la restauración había sido tantofísica como espiritual.

Un equipo de televisión de un canalde Atenas se desplazó hasta el pueblopara entrevistarme; cuando el vídeoapareció en Internet, alguien se fijó enun reflejo del fondo que parecía tenerforma humana. A primera vista, lasilueta flotaba sobre el cementerio,como si tratara de alcanzar el cielo.

No había nada de sobrenatural enaquel reflejo; tan solo era un efecto de laluz, pero docenas de páginas dedicadasa asuntos paranormales colgaron elvídeo en YouTube. Y fue entonces

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cuando miles de usuarios de todo elmundo empezaron a consultar Cavandotumbas, donde se me conocía con elapelativo de «la Reina del cementerio».Las visitas aumentaron hasta tal puntoque los productores de un programa detelevisión sobre fantasmas presentaronuna oferta para promocionarse en elblog.

Y fue así como llegué a tomar unacopa de champán y a saborear un pastelde pecanas en el glamuroso restaurantePavilion, junto a la bahía.

La vida me estaba tratando bien,pensé con cierta suficiencia. Y entoncesvi al fantasma.

Peor aún, él me vio a mí.

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Capítulo 2

No suelo reconocer a los espíritus queveo, pero a veces tengo ciertos déjà vu:me da la sensación de haberlos vistoantes. Tengo la gran suerte de que, enmis veintisiete años, no he perdido aningún ser querido. Sin embargo,recuerdo que una vez, en el instituto, metopé con el fantasma de una profesora.La señorita Compton había fallecido enun accidente de coche durante un fin desemana largo. El martes siguiente,cuando volvimos al instituto, decidíquedarme después de clase para trabajaren un proyecto y advertí su espíritu

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merodeando por el polvoriento pasillodonde tenía mi taquilla. Aquellaaparición me pilló desprevenida porque,desde que la conocí, la señoritaCompton siempre me había parecidorecatada, humilde y modesta. Nuncaesperé que regresara tan avariciosa,buscando desesperadamente lo que yano podría volver a tener.

No sé cómo, pero logré mantener lacompostura, recogí la mochila y cerré lataquilla. Me siguió por todo el pasillo.Sentía su aliento frío en la nuca y eltacto gélido de sus manos agarrándomela ropa. Pasó un buen rato hasta que elaire de mi alrededor se templó.Entonces supe que su espíritu habíaregresado al inframundo. Después de

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ese episodio, me aseguré de noquedarme en el instituto antes delanochecer, lo que incluía las actividadesextraescolares. Nada de deportes, nifiestas, ni bailes de final de curso. Nopodía arriesgarme a encontrarme con laseñorita Compton de nuevo. Measustaba que pudiera aferrarse a mí,pues, entonces, mi vida dejaría de sermía.

Volví a centrar toda mi atención en elfantasma del restaurante. Lo conocía,pero no personalmente. Había visto unafotografía suya en la portada del Postand Courier hacía varias semanas. Sellamaba Lincoln McCoy; era undestacado hombre de negocios deCharleston que había asesinado a su

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mujer y a sus hijos, y que después sehabía suicidado pegándose un tiro en lacabeza. Prefirió morir antes queentregarse al equipo del S. W. A. T.,que, para entonces, ya tenía la casarodeada.

Apareció de un modo bastante etéreo,sin rastro de todo el daño que habíahecho a su familia, y a sí mismo. Aexcepción de sus ojos. Eran oscuros ycentelleantes, aunque su miradatransmitía una frialdad sin límites.Cuando me miró, no pude evitar fijarmeen su sonrisa, apenas perceptible.

En vez de encogerme de miedo yapartar la mirada, le contemplédetenidamente. Se había desplazadohasta colocarse tras una pareja de

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ancianos que esperaba su turno parasentarse. Sosteniéndole la mirada, fingíque saludaba a alguien que había detrásde él. El fantasma se dio media vuelta y,justo en ese preciso instante, unacamarera que me había visto levantar lamano alzó un dedo para indicarme quevendría a mi mesa al cabo de unmomento. Asentí, esbocé una sonrisa yme llevé la copa de champán a loslabios. Después, me giré de nuevo haciala ventana. No volví a mirar al fantasmapero, apenas unos minutos después, sentísu presencia fría deslizándose junto a mimesa. Seguía detrás de aquella pareja deancianos. Me pregunté por qué se habríapegado a ellos en particular, si, de algúnmodo, eran conscientes de su presencia.

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Quería advertirlos, pero para eso teníaque delatarme. Y eso era justo lo que élquería. Lo que deseaba con desespero:que los vivos le reconocieran. Asípodría sentir que volvía a formar partede nuestro mundo.

Con pulso firme, pagué la cuenta yme fui del restaurante sin mirar atrás.

Una vez en la calle, me tranquilicé ydecidí dar un paseo por los jardinesWhite Point, sin prisa por llegar a misantuario particular: mi casa. Todos losespíritus que habían conseguido colarsedurante el crepúsculo ya estaban entrenosotros, de modo que, mientras nobajara la guardia hasta el alba, no tenía

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por qué huir de las corrientes de frío queacompañaban a aquellas figurasgrisáceas.

La niebla era densa. Los cañones ylas estatuas que conmemoraban la guerracivil apenas se distinguían desde lapasarela, y la glorieta de músicos y losimperiosos robles no eran más quesiluetas casi invisibles.

Sin embargo, sí aprecié el aroma delas flores, esa exquisita combinaciónque llegué a identificar como la esenciade Charleston: magnolia, jacinto yjazmín. Entre la oscuridad se oyó elsonido de una sirena procedente delpuerto, que anunciaba niebla, y el faroempezó a destellar avisos para losbarcos de carga que debían atravesar el

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estrecho canal entre la isla Sullivan yFort Sumter. Al detenerme paraobservar la luz parpadeante, unescalofrío incómodo me recorrió elcuerpo. Alguien me estaba siguiendo.Podía oír el sonido suave pero a la vezinconfundible de unas suelas de cueropisando el rompeolas.

De repente, las pisadasdesaparecieron. Me giré, tratando decontener el miedo. No ocurrió nadadurante un buen rato, así que creí queaquel sonido había sido producto de miimaginación. Y entonces el espírituatravesó la cortina de neblina, y a puntoestuve de sufrir un infarto.

Alto, con los hombros anchos yvestido de los pies a la cabeza de negro,

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parecía haber salido del mundo deensueño de algún cuento infantil. Apenaslograba trazar sus rasgos, pero miinstinto me decía que debía de serapuesto y con aire melancólico. Entre labruma alcancé a distinguir una miradallena de dolor y, de inmediato, sentí elescozor frío de varias agujas clavándoseen mi espalda.

No era ningún fantasma, pero, aunasí, era peligroso. No podía dejar demirarlo, era irresistible y seductor. Alacercarse a mí, me fijé en las gotas deagua que brillaban en su cabelleraazabache. Me llamó la atención unacadena de plata que relucía bajo sucamisa oscura.

Tras él, difusos y apenas perceptibles

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por la niebla, merodeaban dosfantasmas, el de una mujer y el de unaniña. Los dos espíritus me observaban,pero no desvié la mirada.

—¿Amelia Gray?—¿Sí?Puesto que mi blog se había hecho tan

famoso, a veces se me acercabandesconocidos que me reconocían por lasfotografías colgadas en Internet o poraquel maldito vídeo trucado. En el sur,en especial en la zona de Charleston,había docenas de tafofílicos ávidos,pero, por algún motivo, intuí que aqueltipo no era ningún fanático de loscementerios. Tenía una mirada fría,distante. No me buscaba para charlarsobre lápidas.

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—Soy John Devlin, delDepartamento de Policía de Charleston.

Mientras se presentaba, sacó lacartera para mostrarme su identificacióny su placa, que no dudé en mirar, aunqueel corazón me latía a mil por hora.

¡Un detective de la policía!Aquello no podía ser bueno.Algo horrible había ocurrido, seguro.

Mis padres habían envejecido. Quizáshabían sufrido un accidente, o habíanenfermado…

Procurando controlar un pánicoirracional, deslicé las manos en losbolsillos de mi gabardina. Si les hubieraocurrido algo a mis padres, alguien mehabría avisado por teléfono. Aquel

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asunto no estaba relacionado con ellos.Tenía que ver únicamente conmigo.

Esperé una explicación mientrasaquellas hermosas apariciones secernían alrededor de John Devlin, comosi quisieran protegerle. A juzgar por loque vi en sus rasgos, la mujer había sidobellísima. Las mejillas y las aletas de lanariz indicaban una herencia criolla.Llevaba un bonito vestido veraniego quese arremolinaba entre sus piernas, largasy esbeltas.

La niña parecía tener cuatro o cincoaños. Unos largos tirabuzones negros letapaban el rostro. La cría flotabaalrededor del policía y, de vez encuando, alargaba el brazo, como siquisiera cogerse de su pierna o tocarle

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la rodilla.Por lo visto, él ignoraba su

presencia, pero estaba convencida deque le acechaban. Lo notaba en surostro, en su mirada, penetrante eimplacable. No pude evitar preguntarmequé relación mantenía John Devlin conesos fantasmas.

Clavé la mirada en su rostro. Éltambién me observaba, con un aire desospecha y superioridad que me hacíasentir incómoda, aunque el problemafuera tan trivial como una multa deaparcamiento.

—¿Qué quiere? —pregunté. Sonó unpoco descortés, aunque esa no era miintención. No soy una persona a la quele guste la polémica. Tras tantos años

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viviendo rodeada de fantasmas, micarácter se ha tornado disciplinado yreservado; no dejo lugar a laespontaneidad.

Devlin dio un paso hacia delante.Apreté los puños en el interior de losbolsillos. Sentí un escalofrío en lanuca… y el impulso de rogarle que, porfavor, mantuviera cierta distancia, queno se acercara un paso más. Pero, porsupuesto, no articulé palabra alguna ydejé que los fantasmas me helaran lapiel con su aliento.

—Una conocida que tenemos encomún me sugirió que me pusiera encontacto con usted —dijo.

—¿Y puedo saber de quién se trata?—Camille Ashby. Pensó que quizás

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usted podría ayudarme.—¿Ayudarle con qué?—Con un asunto policial.En aquel instante, sentí una

curiosidad tremenda. Dejé a un lado miprudencia, lo que fue una insensatez.

La doctora Camille Ashby era una delas rectoras de la Universidad deEmerson, una universidad privada yelitista por cuyas aulas han pasado comoalumnos los más destacados abogados,jueces y hombres de negocios deCarolina del Sur. Hacía poco habíaaceptado el encargo de restaurar unviejo cementerio situado cerca de launiversidad. Una de las condiciones dela doctora Ashby fue que no colgaraninguna fotografía en mi blog hasta que

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hubiera acabado mi trabajo.Entendía su preocupación. El actual

estado del cementerio no favorecía ennada la imagen de la universidad, enteoría tan cercana a las tradiciones y laética del sur. Tal y como BenjaminFranklin dijo: «Uno puede intuir losvalores de una cultura por el modo enque trata a sus muertos».

No podría estar más de acuerdo.Lo que no sabía era por qué había

enviado a John Devlin a buscarme.—Por lo que tengo entendido, ha

estado usted trabajando en el cementeriode Oak Grove —anunció.

Contuve un escalofrío.Oak Grove era uno de esos extraños

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cementerios que me provocaban ciertaansiedad y que, literalmente, me poníanlos pelos de punta. La única vez quehabía sentido algo parecido fue cuandovisité un pequeño cementerio en Kansas,al que habían denominado como una delas siete puertas del Infierno.

Me subí el cuello de la gabardina.—¿De qué se trata?Él hizo caso omiso de mi pregunta y

prosiguió con su interrogatorio.—¿Cuándo fue la última vez que

estuvo allí?—Hace unos días.—¿Podría ser más concreta?—El viernes pasado.—Cinco días —murmuró—. ¿Está

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segura?—Sí, desde luego. Ese día hubo una

tormenta y desde entonces ha estadolloviendo. Estoy esperando a que elsuelo se seque para volver.

—Camille… La doctora Ashby mecontó que usted había tomado variasfotografías de las tumbas. —Esperó aque asintiera antes de continuar—. Megustaría echarles un vistazo.

Había algo en su tono de voz (dehecho, en toda la conversación) que hizoque me pusiera a la defensiva. O quizáfuese por los fantasmas.

—¿Puede decirme por qué? Ytambién me gustaría saber cómo me haencontrado.

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—Usted le contó sus planes a ladoctora Ashby.

—Quizá mencionara el nombre delrestaurante, pero, en ningún caso le dijeque daría un paseo después de cenar,básicamente porque ni yo misma losabía.

—Llámelo una corazonada —dijo.Una corazonada… ¿o es que me

había estado siguiendo?—La doctora Ashby tiene mi número

de teléfono. ¿Por qué no me ha llamado?—Lo intenté, pero no ha respondido a

mis llamadas.Bien, en eso llevaba razón. Esa noche

había decidido apagar el teléfono. Pero,aun así, aquello no me tranquilizaba. A

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John Devlin le acechaban dos fantasmas,y eso le convertía en alguien peligrosoen mi mundo.

Además, era persistente, y puede queintuitivo. Lo mejor sería librarse de éllo antes posible.

—¿Por qué no me llama a primerahora de la mañana? —propuse con tonodespectivo—. Estoy segura de que suasunto puede esperar hasta entonces.

—No, me temo que no. Tiene que seresta noche.

El tono de su voz me estremeció;parecía premonitorio.

—Qué siniestro suena eso. Ya que seha tomado la molestia de seguirme elrastro hasta aquí, supongo que no le

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importará explicarme por qué.Desvió la mirada hacia la oscuridad

que reinaba tras de mí, y no tuve másremedio que resistir la tentación degirarme.

—La lluvia ha destapado un cadáveren una de las antiguas tumbas de OakGrove.

No era algo inaudito que la lluviaarrastrara huesos de siglos pasados,pues las tumbas se pudrían y el suelo seerosionaba con el paso del tiempo.

—¿Se refiere a restos de esqueletos?—pregunté con delicadeza.

—No, me refiero a restos recientes.A una víctima de homicidio —respondió, sin rodeos. Me miraba

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fijamente, estudiando cada movimientode mi cara para evaluar mi reacción.

Un homicidio. En el cementeriodonde había estado trabajando a solas.

—Por eso quiere las fotografías, paratratar de precisar cuánto tiempo llevabaallí —apunté.

—Eso si tenemos suerte.Lo comprendí, así que no puse más

impedimentos para cooperar.—Utilizo una cámara digital, pero

imprimo la mayoría de las fotografías.Da la casualidad de que tengo algunasampliaciones en mi maletín, así que, sino le importa, acompáñeme hasta elcoche y se las daré. —Señalé con lacabeza el lugar donde lo tenía aparcado

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—. Puedo enviarle por correoelectrónico el resto de las imágenes encuanto llegue a casa.

—Gracias, me será muy útil.Empecé a caminar, pero él se quedó

un paso por detrás de mí.—Otra cosa —dijo.—¿Sí?—Estoy seguro de que no tengo que

recordarle el protocolo de cementerios;ya sabe que deben tenerse en cuentaciertas precauciones, sobre todo sihablamos de un cementerio como el deOak Grove. Lo último que querríamos esprofanar un lugar sagrado. La doctoraAshby mencionó algo sobre tumbas sinmarcar.

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—Como usted ha dicho, es uncementerio muy antiguo. Una de lassecciones es anterior a la guerra civil.Después de tanto tiempo, no es inusualque las lápidas se hayan cambiado desitio, o incluso que se hayan perdido.

—Y en ese caso, ¿cómo localiza lastumbas?

—Existen varios modos, en funcióndel dinero que se quiera invertir:radares, resistencia, conductividad,magnetometría. Los métodos que utilizandetectores de movimiento son los mássolicitados porque no son invasivos. Aligual que la rabdomancia de tumbas.

—Rabdomancia de tumbas. ¿Tienealgo que ver con la rabdomancia deagua?

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Me dio la impresión de que era algoescéptico al respecto.

—Sí, es el mismo principio. Seutiliza una varilla en forma de Y, o aveces un péndulo, para localizar latumba. Los círculos científicos hantratado de desprestigiar esta técnicapero, lo crea o no, yo misma hecomprobado que funciona.

—Le tomo la palabra —dijo. Y trasuna pausa añadió—: La doctora Ashbyaseguró que había completado el mapapreliminar, de modo que asumo que, deuna forma u otra, ya ha localizado todaslas tumbas.

—La doctora Ashby suele ser muyoptimista. Todavía debo hacer muchasindagaciones para cerciorarme de dónde

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está enterrado cada ente, por decirlo dealgún modo.

Ni siquiera forzó una sonrisa al oír lapalabra que había empleado.

—Pero debe de tener una ideageneral.

Había algo en la voz de aquel policíaque me inquietaba, así que me detuvepara poder examinarle de cerca. Unosinstantes antes, habría asegurado queaquel aspecto oscuro pero atractivoparecía el de un ángel caído. Sinembargo, en ese momento solotransmitía persistencia y dureza.

—¿Por qué tengo el presentimientode que no quiere solo una copia delmapa?

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—Su presencia nos ahorraría muchotiempo, la verdad. Además, tener a unexperto durante la exhumación nosserviría de cara a la galería. Lepagaríamos por su tiempo, por supuesto.

—Ya que se trata de un antiguocementerio, le sugiero que contacte conuna arqueóloga estatal. Se llama TempleLee. Solía trabajar con ella. Créame,estará en buenas manos.

—Es muy difícil, por no decirimposible, que nos manden a alguien deColumbia esta misma noche, y, como hedicho, no puede esperar a mañana. Lacuenta atrás comenzó en el mismoinstante en que hallamos el cadáver.Cuanto antes consigamos unaidentificación, más posibilidades

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tendremos de llegar a una conclusiónsatisfactoria. Por lo visto, la doctoraAshby cree que sus credencialestranquilizarán al comité.

—¿El comité?—Conservacionistas locales,

miembros de la Sociedad Histórica, lospeces gordos de la universidad. Tienenla suficiente influencia como paramontar un escándalo si no abordamos eltema según el procedimiento legal.Usted conoce el cementerio y lasnormas. Tan solo asegúrese de que nopisamos donde no debemos, por decirlode algún modo.

Esbocé una tímida sonrisa.—¿Y eso es todo?

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—Eso es todo. —Echó un vistazo ala bahía—. Cuando escampe la niebla,es posible que vuelva a llover. Tenemosque encargarnos de esto ya.

Encargarnos de esto.Esa frase me dio mala espina.—Y, como ya he dicho, le pagaremos

por sus servicios.—No es eso.La idea de adentrarme en Oak Grove

después del anochecer no me apetecíaen absoluto, pero no se me ocurrióninguna excusa creíble. A pesar de ladeuda civil, en ese momento, CamilleAshby controlaba los hilos de mi cuentabancaria. Así que mi mayor interés eratenerla satisfecha.

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—No voy vestida para la ocasión,pero supongo que si usted considera quepuedo ser de ayuda…

—Sí, lo considero. Cojamos esasfotografías y vayamos hacia allá.

Me agarró por el codo para llevarmehacia delante antes de que pudieracambiar de opinión.

El roce de su piel fue magnético,extraño. Me atraía y me repugnaba almismo tiempo y, cuando me aparté,desenterré la tercera norma de mi padre.La repetí en silencio, como un mantra:«Aléjate de todos los acechados.Aléjate de todos los acechados».

—Si no le importa, preferiríaconducir.

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Me miró de reojo sin dejar decaminar por la pasarela del parque.

—Lo que usted prefiera.Seguimos avanzando en silencio a

través de la niebla. Con un resplandorsuave y tenue, las luces de las mansionesde la bahía iluminaban a la niña quemerodeaba a nuestro alrededor. Procuréno tocarla. Al notar el roce helado de mimano en la pierna, permanecí impávida.

La mujer nos seguía por detrás. Mesorprendió que la pequeña fuera ladominante, y volví a preguntarme quérelación mantenían con aquel misteriosodetective.

¿Desde cuándo le atormentaban?¿Sospechaba que estaban ahí? ¿Habíanotado los escalofríos, los arrebatos

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eléctricos o los ruidos inexplicables enmitad de la noche? ¿Se había dadocuenta de que alguien, o algo, estabaabsorbiendo poco a poco su energía?

Su cuerpo desprendía un calor muysutil que, sin duda, debía de serirresistible para los fantasmas. Nisiquiera yo era inmune.

En cuanto pasamos por debajo de unafarola, aproveché para mirarle de reojo.Al parecer, la luz repelía a losfantasmas, pues se desvanecieron comopor arte de magia. Atisbé un fugazdestello, nada, un mero vestigio, delhombre vital que John Devlin había sidoen el pasado.

Ladeó la cabeza, distraído. Al igualque los espíritus, mi escrutinio le pasó

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desapercibido. Al principio, creí queestaba escuchando el ulular lejano de lasirena que anunciaba niebla, peroentonces descubrí que el sonido quehabía llamado su atención venía de máscerca. Era la alarma de un coche.

—¿Dónde lo tiene aparcado? —preguntó.

—Pues… allí —dije, y señalé endirección a la alarma.

Atravesamos a toda prisa elaparcamiento, que estaba ligeramentemojado. En cuanto doblamos una hilerade coches, estiré el cuello, ansiosa porencontrar mi vehículo. Localicé mitodoterreno plateado tras una luz deseguridad, justo donde lo había dejado.La puerta trasera estaba entreabierta; un

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cristal hecho añicos brillaba sobre elpavimento mojado.

—¡Es mi coche! —exclamé.Devlin me agarró por el brazo.—Espere…De pronto, alguien encendió el motor

de otro vehículo.—¡Espere aquí! —me ordenó—. Y

no toque nada.Decidí seguirle mientras serpenteaba

entre los coches y tan solo me di lavuelta cuando le perdí de vista.Entonces me acerqué a la puerta traserade mi todoterreno y me asomé. Porsuerte, había dejado el portátil y lacámara de fotos en casa, y tenía el móvily la cartera en el bolso. Lo único que

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echaba de menos era mi maletín.El rugido del motor se hizo más

evidente, y logré atisbar un coche oscuroderrapando al doblar una esquina. Losfaros me cegaron. Durante un segundo,me quedé paralizada. Sentí una ráfaga deadrenalina y de inmediato me agachépara esconderme detrás de mitodoterreno. El coche oscuro pasó a todavelocidad junto a mí.

Devlin emergió de entre la niebla yme ayudó a ponerme en pie.

—¿Está bien? ¿Le ha hecho daño?Parecía ansioso, pero en su mirada

sombría brillaba la emoción de uncazador.

—No, estoy bien. Tan solo un poco

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conmocionada…Salió disparado, zigzagueando entre

las filas de coches aparcados, en unesfuerzo inútil de atrapar al culpable yevitar que huyera. Oí el quejido delmotor y el chirrido de los neumáticoscuando el conductor aceleró.

Tanto mi imaginación como misnervios habían recibido una sobredosisde estímulos. No me hubierasorprendido oír disparos, o algoparecido; sin embargo, cuando el ruidodel motor desapareció, el aparcamientoquedó sumido en un silencio absoluto.

Devlin se acercó corriendo, con elteléfono pegado al oído. Dijo unasfrases rápidas, casi incomprensibles,escuchó una respuesta y después colgó.

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—¿Ha podido ver al conductor? —preguntó.

—No, lo siento. Todo ha ocurridomuy rápido. ¿Y usted?

—Estaba demasiado lejos. Nisiquiera he podido leer la matrícula.

—Entonces será imposible seguirleel rastro, ¿verdad? Tendré que ser yoquien pague los daños —farfullérefiriéndome al cristal roto.

Me miró algo contrariado y despuésse giró hacia el coche.

—¿Le falta algo?—El maletín.—¿Estaba en la parte de detrás?—Sí.—¿A la vista?

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—No exactamente. Estaba detrás delasiento trasero. Uno tenía que asomarsepor la ventanilla para verlo.

—¿Alguien la vio dejarlo ahí?Lo pensé durante unos momentos y

me encogí de hombros.—Es posible. He pasado la tarde en

la biblioteca de la universidad, así quesupongo que alguien podría habermevisto guardarlo.

—¿Vino directamente aquí?—No, antes pasé por casa para

ducharme y cambiarme de ropa.—¿Se llevó el maletín?—No, lo dejé en el coche. De hecho,

no acostumbro a guardarlo en casaporque nunca llevo cosas de valor. Solo

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documentos y archivos de trabajo.—¿Como fotografías del cementerio

de Oak Grove?Francamente, no se me había

ocurrido.Supongo que la soledad y la vocación

que exigía mi trabajo habían atrofiadomis instintos respecto al mundo real.

—No creerá que el robo puede estarrelacionado con el cadáver hallado en elcementerio, ¿verdad?

No hubo respuesta.—¿Tiene copias de las fotografías?—Por supuesto. Siempre almaceno

las imágenes digitales en Internet. Hetenido demasiados disgustos con discosduros para dejar algo al azar.

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Cada vez estaba más asustada. Mipreocupación no tenía nada que ver conlos fantasmas que atormentaban a JohnDevlin. De hecho, ni siquiera los veía.Era como si la energía negativa querodeaba mi coche los hubiera empujadohacia las tinieblas. O quizá se estabanarrastrando tras el velo. Fuera cual fuerael motivo, sabía que, tarde o temprano,volverían. El calor de Devlin losatraería, pues no podían existir sin él.

Me rodeé la cintura con los brazos.Estaba tiritando.

—¿Qué hago?—Avisaremos a la policía para que

redacte un informe. Presente la denunciaa la compañía de seguros, lo aceptarácomo prueba.

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—No, me refiero a que… sirealmente lo que ha pasado esta nocheestá relacionado con el homicidio, elasesino sabe quién soy. Y si haorganizado todo esto para conseguir lasfotos, no tardará en darse cuenta de quehay copias.

—En ese caso, será mejor que demoscon él cuanto antes —sentenció JohnDevlin.

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Capítulo 3

Veinte minutos después, Devlin y yollegamos a las puertas de Oak Grove.Incluso en las mejores condiciones,aquel lugar tenía un efecto perturbador.Era un cementerio antiguo, sumido en lapenumbra más absoluta, con vegetaciónexuberante y frondosa, y de estilogótico. La disposición de las tumbas erala típica de los cementerios rurales delsiglo XIX y, en su día, sin duda debió deresultar encantador y bucólico. Pero enese momento, bajo el sudario de la luzde la luna, aquel santuario en ruinasparecía estar cubierto por una pátina

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fantasmagórica. En mi imaginaciónmerodeaban presencias acechantes,entes fríos, húmedos y ancestrales.

Me di la vuelta y examiné laoscuridad, en busca de una formadiáfana escondida entre la tiniebla, peroen el cementerio de Oak Grove nohabitaban fantasmas. Ni siquiera losmuertos deseaban estar allí.

—¿Busca a alguien?Prefería no mirarle. El magnetismo

que irradiaba Devlin se podía palpar enel aire. Lo más curioso fue que, cuandocruzamos el umbral, aquella atracción seintensificó.

—¿Perdón?—Desde que hemos llegado no ha

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dejado de mirar a todas partes. ¿Estábuscando a alguien?

—Fantasmas —contesté, y esperé aver su reacción.

El tipo ni siquiera pestañeó. Se metióla mano en el bolsillo de la chaqueta yextrajo un pequeño tubo azul.

—Tenga.—¿Qué es?—Vapor de eucalipto. No puedo

prometerle que alejará a los espíritusmalignos, pero nos ayudará a soportar elhedor.

Le empecé a decir que no teníaintención alguna de acercarme tanto alcadáver, así que no necesitaba ningúnproducto para encubrir el olor. Pero

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mientras hablaba percibí el rastro dealgo fétido, un tufo maloliente queeclipsaba la suave fragancia de loshelechos y jacintos silvestres quecubrían las tumbas más cercanas.

—Venga —me animó Devlin—.Cójalo.

Unté el dedo en el tubo de cera ydespués apliqué el bálsamo sobre loslabios. El vapor medicinal me produjoun incómodo escozor en las aletas de lanariz y en la garganta. Me llevé la manoal pecho y tosí.

—Es fuerte.—Me lo agradecerá en un par de

minutos —dijo, y volvió a guardarse eltubo en el bolsillo sin usarlo—.¿Preparada?

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—En realidad, no. Pero supongo queno hay vuelta atrás, ¿verdad?

—No se ponga tan fatalista. Su parteacabará muy pronto.

Ya contaba con eso, pensé.Se giró sin más palabras y le seguí

entre el laberinto de lápidas ypanteones. Las piedras que marcaban elsendero estaban resbaladizas por elmusgo y el liquen. Avanzaba condificultad, pues tenía mucho cuidado concada paso que daba. No llevaba laindumentaria más apropiada paracaminar por un cementerio. Tenía loszapatos manchados de barro y notaba elroce de las ortigas en las piernas.

El murmullo de voces estaba cadavez más cerca y advertí varias luces de

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linterna iluminando diversos caminosdel cementerio. La escena eraespeluznante a la par que irreal. Merecordó la época en que los cadáveresse enterraban bajo la luz de las estrellas.

Un poco más allá, un pequeño grupode agentes de paisano y tambiénuniformados se había reunido alrededorde lo que asumí que era la víctimaexhumada. A pesar de la pésimailuminación, logré advertir la silueta dela lápida y distinguir los monumentosfunerarios más cercanos. De ese modotendría todos los datos para poderlocalizar la tumba en mi mapa.

Uno de los agentes se movió y, derepente, vislumbré en el suelo un rostropálido y una mirada lechosa. Sentí

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náuseas. Con las piernas temblorosas,conseguí apartarme del camino. Unacosa era saber que se había producidoun asesinato, y otra muy distinta eratoparse con un cadáver espantoso cara acara.

He pasado la mayor parte de mi vidaentre tumbas, en mi reino decementerios. Es un mundo tranquilo,resguardado e independiente donde elcaos de la ciudad parece execrable. Esanoche, la realidad había derribado laspuertas de ese mundo y había devastadosu interior.

Me quedé inmóvil, tratando decontrolar la respiración. Ojalá nuncahubiera mencionado mis planes de esanoche a la doctora Ashby. De ese modo,

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Devlin jamás me habría encontrado. Yyo no sabría que se había cometido uncrimen y no habría visto esos ojoshelados.

Pero, con o sin Devlin, no habríapodido evitar el incidente delaparcamiento, después de que merobaran el maletín. De camino alcementerio, llegué a convencerme deque había sido casualidad. Seguramente,alguien vio el maletín por la ventanilla ysintió el impulso de robarlo. Pero ahoraque había visto el cadáver, me temía lopeor. Si el asesino se sentía amenazadopor algo que aparecía en aquellasinstantáneas, podría haber actuado porpuro instinto de conservación, paracubrirse las espaldas. ¿Y si intentaba

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entrar en mi casa para llevarse lacámara y el ordenador? O peor aún,¿para llegar a mí?

Me ajusté la gabardina y observé aDevlin unirse al equipo policial querodeaba el cadáver. A pesar de estarangustiada y al borde de un infarto, nopude evitar interesarme por la formacomo interactuaba con sus compañerosde trabajo. Todos le trataban conrespeto, incluso con veneración. Perotambién intuí algo de malestar. Losdemás agentes mantenían ciertadistancia, lo cual me dejó bastanteintrigada. Pero era evidente que Devlinestaba al mando de la operación. Verlecon tanta vitalidad ante la presencia deuna muerte violenta me pareció una

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suerte de contradicción fantástica.O quizás era porque los fantasmas no

nos habían acompañado hasta elcementerio.

Me di la vuelta para escudriñaraquella oscura necrópolis, fijándome enlos mausoleos y criptas en ruinas. Sibien la mayoría de los cementeriosofrecían consuelo e invitaban a lameditación profunda y a la reflexión,Oak Grove despertaba los pensamientosmás oscuros.

Mi padre me dijo una vez que unlugar no necesitaba estar acechado porfantasmas para ser terrible. Le creíporque él sabía muchas cosas. A lolargo de mi infancia, me transmitió granparte de sus conocimientos, aunque

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también me ocultó información. Sabíaque era por mi propio bien, pero esossecretos abrieron una brecha en nuestrarelación. Aquel día en que, por primeravez, vi un fantasma, nuestra relacióncambió para siempre. Mi padre sevolvió más reservado y se encerró en sumundo particular. Pero también se tornómás protector conmigo. Se convirtió enmi punto de referencia, en mi apoyo,pues era el único que comprendía miaislamiento.

Tras el primer encuentro, nunca volvía ver a aquel extraño desconocido decabello blanco, pero hubo muchos otros.Con los años me crucé con legiones dehermosos fantasmas: jóvenes, ancianos,negros, blancos; todos se escurrían por

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el velo durante el crepúsculo, como siestuviera asistiendo a un desfileconmemorativo de la historia del sur, locual me maravillaba y aterrorizaba almismo tiempo.

Después de un tiempo, esos pasajerosfantasmales pasaron a formar parte demi vida, y aprendí a armarme de valor ysoportar su aliento frío en la nuca y sutacto gélido entre mi cabello y en misbrazos.

Mi padre hizo lo correcto alinstruirme y exigirme cierta disciplina,pero aceptar la situación no bastó paraque dejara de hacerme preguntas.

Todavía no entendía por quéprecisamente él y yo podíamos verfantasmas y, en cambio, mi madre no era

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capaz.—Es la cruz con la que nos ha tocado

cargar —me contestó un día. Recuerdoque tenía la mirada fija en una tumbacubierta de malas hierbas.

Aquella respuesta no me servía.—¿Mi verdadera madre puede

verlos?Mi padre no levantó la vista.—La mujer que te ha criado es tu

verdadera madre.—Ya sabes a qué me refiero.A mis padres no les gustaba hablar

de mi adopción, ni siquiera tiempodespués de habérmelo contado. Teníamontones de preguntas al respecto, peroal final aprendí a guardármelas para mí.

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Él ignoró por completo micomentario, así que cambié de tema.

—¿Por qué quieren tocarnos?—Ya te lo he dicho. Ansían nuestro

calor.—Pero ¿por qué? —De forma

distraída, arranqué un diente de león ysoplé todas sus semillas—. ¿Por qué,padre?

—Considéralos como vampiros —dijo al fin tras soltar un suspiro deagotamiento—. No nos chupan la sangre,pero, para vivir, se nutren de nuestrocalor, de nuestra vitalidad, a vecesincluso de nuestra voluntad. A su pasodejan cuerpos con vida pero sin energía.

Me quedé pensando en la única

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palabra que, en aquel momento, mepareció coherente y lógica, aunque sabíaque mi padre la había utilizado de formametafórica.

—Pero, padre, los vampiros noexisten.

—Puede que no —murmuró, y algirarse sobre sus talones me miródistante, perturbado. Me estremecí—.Pero a mi edad he visto cosas…,sacrilegios atroces…

Mi grito ahogado le despertó de suoscuro ensimismamiento y me cogió dela mano.

—No te preocupes, cariño. No tienesnada que temer, siempre y cuando sigaslas normas.

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Su consuelo no surtió efecto alguno.Sus palabras me habían asustadomuchísimo.

—¿Lo prometes?Mi padre asintió, pero su rostro,

lleno de preocupación, escondíasecretos…

A lo largo de los años he seguido susnormas al pie de la letra. Nunca perdíael control de mis emociones, y supongoque por eso la respuesta que le di a JohnDevlin me pareció inquietante.

Estaba tan absorta en mispensamientos que ni siquiera le oíacercarse, y mucho menos llamarme pormi nombre. En cuanto me rozó elhombro para llamar mi atención, se me

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erizó el vello de la nuca, como si mehubiera electrocutado. Me aparté sinpensar.

Mi reacción le dejó atónito.—Lo siento. No quería asustarla.—No, está bien. Es solo…—¿Este lugar? Sí, es bastante

espeluznante. Aunque pensé que estaríaacostumbrada.

—No todos los cementerios son así—rebatí—. La inmensa mayoría sonlugares hermosos.

—Si usted lo dice…Había algo en su tono que me recordó

a los fantasmas que le acechaban. Sentíacuriosidad por averiguar quiénes eran yqué habían significado para él. Seguía

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mirándome extrañado. Por alguna razón,antes no me había percatado de lo altoque era. Ahora, me parecía una torre.

—¿Está segura de que se encuentrabien? —insistió.

—Supongo que sigo un poco nerviosapor lo de antes. Y ahora, esto —dijerefiriéndome al cadáver, pero sinapartar la mirada del detective.

Lo que menos me apetecía era volvera ver aquel cadáver. No quería ponerlecara a un fantasma inquieto y codiciosoque quizás un día pudiera encontrarmemerodeando por el velo.

—Mi vida es muy insípida —dije sinironía—. No todos los días veo laescena de un crimen, la verdad.

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—En este mundo hay muchas cosas alas que debemos temer, pero un cadáverno es una de ellas.

Sabía de lo que hablaba. La voz deDevlin me invitaba a imaginarmelugares oscuros, y eso me ponía la pielde gallina.

—Estoy segura de que tiene razón —murmuré. Eché un fugaz vistazo a mialrededor, buscando entre la niebla.Quería comprobar si, después de todo,los fantasmas habían logrado colarse enel cementerio. Eso explicaría elmagnetismo artificial que parecíaenvolverlo, así como la sensación depremonición que notaba cuando estabacerca de él.

Pero no. No había nada ni nadie

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detrás de él. Tan solo oscuridad.Era ese lugar.Sentía que ese halo de energía

negativa intentaba aferrarse a mí, comolas raíces del helecho al colarse entrelas grietas y fisuras de los mausoleos, ola enredadera al deslizarse alrededordel tronco de los árboles, estrangulandolentamente los espléndidos robles, a losque el cementerio debía su nombre. Mepreguntaba si Devlin también percibíaesa energía.

Ladeó la cabeza y la luz de la luna leiluminó el rostro, suavizando sus rasgosdemacrados. Una vez más, alcancé a veral hombre que una vez había sido.Vislumbré el brillo de la niebla sobre sucabello y en las puntas de las pestañas.

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Tenía los pómulos muy marcados, y lascejas, perfectamente simétricas,encajaban con la prominente curva de lanariz. Su mirada era oscura, pero nohabía tenido la oportunidad de verle consuficiente luz para saber el verdaderocolor de sus ojos.

Era atractivo, carismático y amaba sutrabajo, lo cual me intrigaba y meperturbaba al mismo tiempo. Cada vezque me quedaba mirándolo, la terceraregla de mi padre resonaba en micabeza: «Aléjate de todos losacechados».

Respiré hondo e intenté deshacermede ese extraño hechizo.

—¿Ha descubierto algo sobre lavíctima?

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Mi voz sonó dubitativa. Me preguntési Devlin se habría percatado de miinquietud. Seguramente estabaacostumbrado a que la gente se sintieraalgo incómoda en su presencia. Despuésde todo, era policía. Un policía con unpasado muy complicado, o esoempezaba a sospechar.

—Seguimos sin identificarla, si eseso lo que quiere saber.

Así que la víctima era una mujer.—¿Han averiguado cómo murió?Hizo una pausa y miró hacia otro

lado antes de contestar.—No podemos asegurarlo hasta

conocer los resultados de la autopsia.Era como no decir nada. Y, además,

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no fue capaz de mirarme a los ojos.¿Qué me ocultaba? ¿Qué cosas horriblesle habían hecho a aquella pobre mujer?

Y entonces pensé en todas las horasque me había pasado trabajando sola enaquel cementerio. ¿Y si habíacoincidido algún día con el asesino?

Como si me hubiera leído lospensamientos, Devlin dijo:

—Lo único que puedo decirle es queno la asesinaron aquí. Alguien trasladóel cadáver hasta el cementerio apropósito.

¿Y eso se suponía que iba aconsolarme?

—¿Por qué aquí?Devlin encogió los hombros.

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—Es un buen lugar para hacerlo.Lleva abandonado un montón de años yla tierra que cubre las viejas tumbas esblanda y fácil de cavar. Coloque unpuñado de hojas secas y escombros porencima y, créame, ningún observadorcasual se dará cuenta de que se hacavado un hoyo.

—Pero llovió.Me miró fijamente.—Exacto, empezó a llover y entonces

apareció usted. Aunque el agua no sehubiera llevado la tierra, lo másprobable es que usted, cuando sedispusiera a restaurar la tumba, vieraque alguien había estado cavando.

Aunque sonara un poco cobarde, enese momento me alegré de que las cosas

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no hubieran sucedido tal como decía.—¿Quién encontró el cadáver?—Un par de estudiantes saltaron la

valla para celebrar una pequeña fiestaprivada. Los sorprendió ver una cabezaal descubierto; enseguida informaron ala seguridad del campus. La doctoraAshby avisó a la policía de Charleston;de inmediato, nos reunimos con ella,aquí, para poder entrar. —Noté unligero cambio en su voz—. Mencionóque usted también tenía una llave.

Asentí.—Me dejó una copia cuando firmé el

contrato.—No habrá prestado esa llave a

alguien, ¿verdad? Quizá la haya perdido,

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o algo parecido.—No, por supuesto que no —

respondí de inmediato, alarmada—. ¿Noestará insinuando que el asesino utilizómi copia para entrar, verdad?

—Tan solo le estoy formulando lasmismas preguntas que a Camille Ashby.Por lo visto, no forzaron la cerradura,así que lo más lógico es pensar que elasesino utilizó una llave.

—Quizá no entrara por la puerta.Pudo haber saltado la verja, como losestudiantes.

Devlin echó un vistazo a sualrededor.

—Los muros que rodean elcementerio miden casi cuatro metros de

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altura y están cubiertos de enredaderas yzarzas. Una cosa es trepar con unabotella de whisky o varias latas decerveza en la mano, y otra muy distintaizar un cuerpo hasta aquí. No es tanfácil.

—Puede que le ayudaran.—Esperemos que no fuera así —dijo.

En sus palabras percibí algo oscuro yescalofriante.

Me pregunté qué le estaría pasandopor la cabeza en ese preciso instante.Me parecía un tipo concienzudo, tanmeticuloso y obsesionado con su trabajoque le veía capaz de cualquier cosa paradar con las respuestas que buscaba.

Eso me llevó a pensar de nuevo enlos fantasmas…

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¿Seguían ligados a este mundo porél?

Tras varios años de experiencia, y apesar de todo lo que mi padre me habíacontado en relación con la naturalezaparasitaria de los espíritus, habíallegado a la conclusión de que algunosse negaban a marcharse porque teníanasuntos pendientes, aún sin resolver, yafueran propios o ajenos. Eso no queríadecir que fueran menos peligrosos paramí. Al contrario, esos fantasmas eran losque más me inquietaban, porque amenudo se mostraban desesperados yconfundidos y, en ocasiones, furiosos.

Nos quedamos en silencio. La nieblapareció acallar las voces de los agentesde policía que seguían enfrascados en su

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desagradable tarea.Le pregunté a Devlin cuánto tiempo

me tendría que quedar allí, pero cadados por tres aparecía un policía con unaretahíla de dudas y preguntas. Devlin lescontestaba entre susurros, así que nopude oír de qué se trataba. No queríaque pensara que estaba intentandoescuchar a escondidas, por lo que meaparté un poco y esperé en silencio.

Nadie me prestaba atención, así que,tras un buen rato, decidí que, si memarchaba, nadie se daría cuenta.

La idea era tentadora, y mucho. Nohabía nada que deseara más que estar encasa, sana y salva, en mi santuarioprivado, pero resistí el impulso. Nopodía marcharme después de haberle

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dado mi palabra a Devlin. Era una chicadel sur, criada por una madre del sur. Eldeber y la obligación eran dos valoresque tenía muy interiorizados. Ayudar alos demás siempre me hacía sentir bien.

Al igual que mi padre, mi madre mehabía inculcado una serie de normas queesperaba que yo siguiera al pie de laletra toda mi vida. Las reglas mássuperficiales las había desechado hacíatiempo; ya no me planchaba las sábanasy no siempre utilizaba mantel cuandocenaba sola. Pero volviendo al tema demi palabra…, solo faltaría a ella si meamenazaran de muerte.

El aire se revolvió y, de inmediato,se me puso la piel de gallina. Intuí queDevlin se había acercado a mí por la

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espalda, pero esta vez me adelanté y medi la vuelta antes de que me tocara.

—El forense ya ha terminado sutrabajo —anunció—. No tardarán entrasladar el cadáver. Después, podrámarcharse. No podremos avanzar en lainvestigación hasta mañana por lamañana.

—Gracias.—Ya le diré a qué dirección tiene

que enviar la factura.—Eso no me preocupa.—¿Por qué no? Esta noche se ha

ganado el sueldo. Una cosa. Cuando secorra el rumor de lo que ha sucedido,los periodistas se agolparán alrededorde la universidad para obtener una

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declaración. Si se menciona su nombre,como especialista, claro está, es muyprobable que quieran ponerse encontacto con usted. Le agradecería queno facilitara ningún dato sin antesconsultármelo.

—Por supuesto.No tenía intención alguna de hablar

con la prensa sobre aquel macabrodescubrimiento en el cementerio de OakGrove. Lo único que deseaba era irme acasa, meterme en la cama y poner puntofinal a ese día.

Sin embargo, el destino no quiso quela noche acabara bien. Todo mi mundoestaba a punto de cambiar para siempre.

Incluidas las normas de mi padre.

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Capítulo 4

Vivía en la avenida Rutledge, en unacasa típica de Charleston, construida abase de tablillas de madera, con unporche inmenso y un jardín rodeado poruna valla de hierro forjado.

Pero para mí lo más importante eraque por fin había encontrado uno de esoslugares que mi padre me enseñó abuscar. En aquella casa no habíafantasmas. Era un santuario, un refugioseguro. El terreno sobre el que se habíaconstruido estaba santificado, perotodavía no había logrado averiguar porqué. Llevaba viviendo allí seis meses y,

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aunque había tratado de indagar sobre suhistoria, tan solo sabía que se habíaconstruido en el año 1950, tras demolerla estructura original.

En algún momento de 1990, elpropietario instaló calefacción central yaire acondicionado en la casa y ladividió en dos apartamentos. Estabanconectados a través de un sótano muypoco acogedor. Además de tener lostechos bajos y el suelo cubierto demugre, las paredes eran de ladrillo yargamasa. De hecho, era la únicaestancia que quedaba de la estructuraoriginal. En la parte de atrás había unpintoresco jardín que, a última hora dela tarde, desprendía un aromamaravilloso, cuando las damas de la

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noche empezaban a abrirse.Un estudiante de Medicina llamado

Macon Dawes había alquilado el pisode arriba. No le conocía mucho, laverdad. Apenas nos cruzábamos. Teníaun horario de locos en el hospital, y aveces le oía llegar a horasintempestivas.

De camino a casa, lo único quedeseaba era ver su Civic aparcadodonde siempre y alguna luz encendida.Apenas habíamos charlado, pero aquellanoche habría agradecido su compañía.La idea de entrar sola en una casa vacíano es que resultara muy atractiva,aunque estuviera protegida. Losfantasmas no podían atravesar lasparedes, pero un asesino desesperado no

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dudaría en romper una ventana o forzaruna cerradura para colarse.

Sin embargo, la casa estaba a oscurasy en silencio. La entrada, donde Maconsolía aparcar el coche, estaba vacía. Alacercarme a la puerta, con la llave ya enla mano, me fijé en las hojas de helechoque colgaban pesadas e inmóviles sobrela valla. En cuanto puse un pie en eljardín, un coche patrulla dobló laesquina y paró delante de mi casa. Unagente de policía se bajó del vehículo yyo traté de mantener el control. Dehecho, sentí un poco de alivio al verlo.

Se acercó a la puerta principal y nosencontramos al pie de la escalera delporche.

—¿Señorita Gray? ¿Amelia Gray?

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—¿Sí?Asintió con elegancia y me saludó

llevándose la mano a la frente.—Buenas noches, señorita.Hablaba arrastrando las palabras, lo

que me hizo pensar en su procedencia.Era un tipo alto y atractivo que rondabalos treinta años. Era de noche, así queno pude fijarme muy bien en sus rasgos.De hecho, me interesaba mucho más elnuevo descubrimiento o revelación quele había traído hasta mi casa.

—¿Ocurre algo? —pregunté.—No, señorita. John Devlin me ha

pedido que vigile su casa esta noche.El hecho de que utilizara el nombre

completo de Devlin me resultó

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demasiado formal. Me acordé de loincómodos que se habían mostrado losdemás agentes de policía en compañíade Devlin en el cementerio. ¿Quétemían? O mejor dicho… ¿por quéDevlin me inquietaba tanto?

El agente me miró de arriba abajo,con un interés más que pasajero. Puedeque la petición de Devlin despertara sucuriosidad, o quizá tan solo fuera miaspecto empapado y desaliñado. Sacó lacartera y me enseñó su identificación.Tras lo sucedido aquella noche, no meexplico cómo no pensé en pedírselanada más verle.

—Por lo que tengo entendido, hatenido algún problema esta noche —dijo.

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—Alguien rompió la ventanilla de micoche para llevarse un maletín —respondí, señalando el todoterreno quehabía aparcado frente a mi casa. Aunquela ventana rota no se veía desde elporche.

—Se han producido varios robosúltimamente. Hay un grupo de gamberrosque no conseguimos detener. —Volvió aescudriñarme con atención—. Aunque esposible que esté relacionado con elasunto del cementerio.

Por lo visto, esperaba una respuesta,así que me encogí de hombros.

—Espero que no.—Mantenga los ojos bien abiertos,

solo por si acaso. Daré un par de vueltaspor el vecindario y la vigilaré.

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Extrajo una tarjeta del bolsillo y mela entregó.

—Tiene mi número ahí apuntado. Sive u oye algo extraño, no dude enllamarme.

Acepté la tarjeta y le di las graciasantes de subir las escaleras del porche.Una vez dentro de casa, corrí el pestilloy encendí una luz. Miré por la ventana yvi al agente subiéndose al coche.Aparcó en la curva. Tenía un teléfonomóvil pegado al oído. Me pregunté siestaría informando a Devlin. Eraextraño, pero aquello me aliviaba y meperturbaba a la vez.

Me di la vuelta y observé mi casavacía.

El resplandor de los candelabros de

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la pared iluminaban la arqueada puertade entrada y me mostraban el caminohacia el estrecho e infinito pasillo. Amano derecha había una especie derecibidor que el propietario habíaamueblado con antiguallas de segundamano. A la izquierda, una escalera decaracol conducía hacia una puerta concerradura que separaba los dosapartamentos.

Había convertido la galería de lacasa, ubicada al fondo, junto a la cocina,en mi despacho particular. Por lasmañanas se colaba una luz tenue muyagradable. Me encantaba empezar el díaallí, mientras me tomaba un café frenteal ordenador.

Sin embargo, aquella noche, lo único

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que se veía por las ventanas era unaoscuridad absoluta. Di la espalda atodas esas sombras y me senté frente alescritorio. Encendí el portátil ycomprimí la carpeta que contenía lasimágenes de Oak Grove para poderlasenviar en un único correo electrónico ala dirección que aparecía en la tarjetaque Devlin me había dado antes.

Por fin.Me recosté en el asiento y dejé

escapar un suspiro. Mi papel en aquelasunto tan escabroso ya había acabado.Había hecho todo lo posible para ayudara la policía.

Pero incluso después de pulsar latecla de enviar, seguía sintiéndomeintranquila, inquieta. A menos que el

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asesino supiera que Devlin tenía esasimágenes, sin duda continuaríaconsiderándome una amenaza. Y eraimposible que supiera que habíaenviado esas fotografías, a no ser queme estuviera vigilando, claro.

Eché un fugaz vistazo por encima delhombro.

No había nadie, por supuesto. No viojos observándome desde la penumbra.Ningún rostro reflejado en el cristal. Mellamó la atención que la parte inferior sehubiera empañado por el aireacondicionado.

De hecho, mientras miraba por laventana, me fijé en la escarcha que habíaempezado a formarse, como un grabadofantasmal, pero no había nada de

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sobrenatural en aquellas grietas. Nadamás siniestro que una superficie fría encontacto con el aire cálido.

Mi gabardina apestaba. Tal vez fueraese olor a cementerio lo que hacía queme preocupara más de lo debido.

Así que me levanté y fui a toda prisahacia el cuarto de baño. Me desnudé ymetí toda la ropa en una bolsa de basura.Después abrí la ducha y me froté elcuerpo y el cabello durante, por lomenos, unos veinte minutos, hasta quecada brizna de mugre del cementeriohubo desaparecido por el desagüe.

Envuelta en una toalla, atravesé elpasillo que conducía a mi habitación yme vestí con un pijama de algodón. Alnotar el suelo de madera tan frío, decidí

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abrigarme con un par de calcetines delana. Ajusté el termostato y regresé a lacocina para prepararme un té. Me llevéla taza al despacho, me senté frente alescritorio y una vez más encendí elordenador.

La reconfortante infusión junto con laducha caliente aliviaron un poco miansiedad. Como ya me sentía másrelajada, empecé a trabajar en un nuevoartículo para el blog: «Lilas decementerio: el divino aroma de lamuerte».

Sin duda, el aroma del cementerio nohabía sido tan divino esa noche, pensécon una mueca.

Incapaz de ordenar mis ideas, merendí y volví a echar un vistazo a las

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instantáneas de Oak Grove.Con la ayuda de un espejo para

reflejar la luz, había fotografiado casitodas las tumbas de la sección frontalantes de que la lluvia dejara elcementerio empantanado. Crear un mapavisual anterior a la restauración delcementerio siempre era el primer paso.Después pasaba a la investigación. Labase de una restauración bien hecha estáen los archivos. En el caso de noencontrar un directorio, o un mapa, serastrearían meticulosamente loshistoriales de fallecimientos delcondado, los registros eclesiásticos ylas biblias familiares, lo que a vecespuede durar semanas, o incluso meses.Siempre le dedicaba todo el tiempo

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necesario, porque no había nada mássolitario que una lápida sin identificar.

Entre la multitud de fotografíaslocalicé la tumba de la víctima. Me guiepor los monumentos y las referenciasque había memorizado en el cementerio.Agrandé la imagen a pantalla completa yactivé el zoom. Con la lupa, examiné latumba con cuidado, fijándome en cadapíxel.

Como no encontré indicios quemostraran que la tierra había sidoremovida antes de tomar la fotografía,llegué a la conclusión de que el asesinodebió de enterrar el cadáver por lanoche, ya que me había marchado aúltima hora de la tarde del viernes y latormenta se había desatado a

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medianoche.Sin embargo, reparé en un detalle

interesante.Me incliné hacia la pantalla y, sin ser

consciente de ello, acaricié la piedrapulida que colgaba de mi collar mientrasestudiaba la imagen.

La lápida no estaba encarada hacia latumba. Este detalle, en sí mismo, no eralo más extraño. A veces, las familiaspedían tal disposición para que lainscripción pudiera leerse sin pisar latumba. Sin embargo, no sabía si elasesino había tenido en cuenta laposición de la lápida para elegir el lugardonde colocar el cadáver.

Me senté sobre una pierna y pasé a lasiguiente instantánea, que mostraba la

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superficie de la lápida. En un papelamarillo, había anotado el nombre, elepitafio y la fecha de su nacimiento y lade su muerte. También había tomadonota de los objetos decorativos querodeaban aquel sepulcro: un saucellorón en cuyo tronco se entrelazabandiversas enredaderas y una pluma que sedeslizaba hacia la tumba.

Entonces abrí el correspondientearchivo y repasé la información quehabía recopilado sobre la fallecida, unatal Mary Frances Pinckney. Murió acausa de la escarlatina en 1887. Teníacatorce años.

Aquello no era algo inusual, así quevolví a mis notas y releí el epitafio:

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Sobre su tumba silenciosa,las estrellas de medianoche quieren

llorar.Sin vida, pero entre sueños,

a esta niña no pudimos salvar.

Aquellos versos me pusieron un pocomelancólica, aunque lo cierto era que nohabía nada de extraordinario en ellos.Seguramente, el asesino había elegido latumba al azar, quizá porque estababastante alejada de la verja y asíevitaría que curiosos y mirones lepillaran con las manos en la masa.

Me quedé allí sentada un buen rato,analizando las fotografías mientras mipreocupación por el robo del maletíncrecía. No podía dejar de pensar en el

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efecto que John Devlin causaba en mí;me preguntaba si, de algún modo,aquella situación estaba poniendo aprueba las normas que me habíaenseñado mi padre. Pero sobre todopensaba en la mujer que había sidoarrojada sobre una antigua tumba delcementerio de Oak Grove, abandonadaal anonimato, sin una merecidaceremonia ni la lápida correspondiente.El desolado sepulcro me inquietabatanto como el propio asesinato. El autorcarecía de conciencia, de humanidad, locual me parecía perverso.

Y ese monstruo seguía por ahí.Continuaba merodeando por las calles,quizá con el aroma de su próximavíctima ardiendo en su interior.

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El aroma de su próxima víctima…Estaba tan absorta mirando las

fotografías que apenas me percaté de lafragancia que había invadido midespacho.

Cerré los ojos y respiré hondo.No era la fragancia de las lilas de

cementerio, sino de jazmín…Era un perfume dulce y persuasivo.

Por un momento, pensé que me habíadejado la ventana abierta. El jardíntrasero estaba lleno de arbustos dejazmín. Ciertas noches, el olor se volvíatan empalagoso que se hacíainsoportable.

Pero ese aroma era distinto. Másprofundo, más embriagador, con un

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toque de algo que no me atrevía ni aimaginar.

Al levantarme para echar un vistazopor la ventana, oí el suave tintineo delcarillón de viento en el patio.

Fue extraño, porque no soplaba niuna brisa.

Asustada, bajé la pantalla de miportátil sin molestarme en apagar elordenador.

Me quedé temblando en la oscuridad,observando el patio y el jardín a travésdel cristal.

A pesar de la niebla, la luz de lasestrellas iluminaba las flores de luna ylas gardenias del jardín. Tambiénadvertí el manto de jazmín que cubría la

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verja de la casa. Un antiguo robleprotegía el rincón más sombrío deljardín. En una de sus ramas más nudosasse balanceaba un viejo columpio. Semecía suavemente, como si alguienacabara de bajarse del asiento demadera. Hacia atrás y hacia delante…,hacia atrás y hacia delante…, hacia atrásy hacia delante…

El chirrido de las cadenas oxidadasme ponía el vello de punta.

Alguien estaba merodeando por eljardín.

Un hombro distraído había hechosonar el carillón de viento. Y una manoperezosa había hecho balancear elcolumpio.

Quise creer que Macon Dawes, al

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llegar a casa del hospital, habíadecidido dar un paseo a medianoche porel jardín, para despejarse. Pero ¿nohabría oído el motor de su viejachatarra?

Alguien, o algo, andaba por ahí fuera.Notaba una presencia en la penumbra,una mirada clavada en mi ventana.

Sin apartar la vista del cristal, palpéel escritorio en busca de mi teléfonomóvil y de la tarjeta que el agente mehabía entregado minutos antes. Lailuminé con la pantalla del teléfono ymarqué el número. Justo antes de pulsarla tecla de llamada, me di cuenta de quese trataba del teléfono personal deDevlin.

Dejé el pulgar suspendido sobre el

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botón de llamada. No sé por qué vacilétanto, supongo que por instinto, porquepresentía lo que iba a suceder. En aquelmomento solo sentí miedo. Un terrorespeluznante por lo que se estabapaseando por mi jardín.

Pero, aun así, no era capaz de pulsarla tecla que traería a Devlin de nuevo ami vida.

Y entonces lo vi. Una forma nebulosay misteriosa que se deslizaba bajo lapálida luz de la luna.

La niña fantasma de Devlin.Al principio creí que eran

alucinaciones. Recé para que miimaginación hubiera conjurado suespíritu a partir de mis miedos másprofundos.

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Pero ahí estaba.Percibía el fuego helado de sus ojos

en la oscuridad. El columpio y elcarillón habían dejado de moverse. Elúnico sonido que oía era el latido de micorazón.

¿Cómo era posible? Aquella casa eraun refugio, un lugar sagrado que meprotegía de todas las invasiones de losespíritus.

Allí estaba a salvo, o lo había estadohasta conocer a Devlin.

Me quedé inmóvil, fingiendo estarcontemplando el jardín. Pero en cuantodesvié la mirada de la niña fantasma,noté su fastidio.

Antes de que pudiera comprender del

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todo lo que estaba ocurriendo, sedesplazó hacia un claro del jardín.Contuve la respiración. Era el ser máshermoso y delicado que jamás habíavisto.

Bajo su fina aura, advertí una pieltranslúcida y una espléndida cabellerarizada de color negro azabache. Llevabaun bonito vestido azul con un ramilletede jazmín entrelazado con el cinturón.Levantó la mano y señaló la ventanadesde donde yo la estaba vigilando. Noparaba de temblar.

Fue entonces cuando algo brillantecaptó mi atención. Debía de llevar undiminuto anillo en el dedo.

Lo cierto es que no estabaequivocada.

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La niña sabía que yo estaba allí.Sabía que podía verla.Y quería hacerme saber que lo sabía.Nunca antes me había relacionado

con un fantasma. ¿Cómo podía habermepasado si había seguido cada una de lasnormas de mi padre al pie de la letra?

Algo había cambiado. No sabíacómo, pero alguien se había saltado lasnormas.

Una tormenta de emociones se estabadesatando en mi interior pero, sobretodo, me sentía confundida. Aquellasensación duró un solo segundo.

El fantasma bajó la mano, retrocedióhacia la penumbra y, muy lentamente, sedesvaneció entre la niebla.

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Capítulo 5

Al día siguiente, me desperté con la luzdel alba. Todavía no eran las seis de lamañana, así que faltaba una hora paraque sonara el despertador, pero decidíapagarlo. Recordé lo que habíasucedido la noche anterior y me tapé losojos con el brazo.

Quizá porque todavía estaba mediodormida, todo lo ocurrido me resultabavago y confuso: el cadáver desenterradodel cementerio; la visita de la niñafantasma; incluso mi extraña reacciónrespecto a John Devlin.

Me giré hacia un lado y miré por la

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ventana. Pensé en llamar a mi madremás tarde. Estaba segura de que, si seenteraba de la historia de Oak Grovepor las noticias, se preocuparía, pero measustaba que al pronunciar el nombre deJohn Devlin notara mi inquietud.Además, ¿cómo explicar algo que nisiquiera yo entendía? Le perseguían dosfantasmas, lo cual siempre había sido untema tabú en mi casa, así que, como todolo prohibido, me suscitaba muchointerés. Sin embargo, dudaba de que nohubiera algo más. ¿Qué otro motivo,además de los fantasmas, podríaprovocarme tal nerviosismo?

Había soñado con él. Lo cierto eraque no solía ocurrirme, ni siquiera conlos hombres con los que salía. No fue un

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sueño vívido, ni erótico, tan solo unaserie de peculiares viñetas que avivarontodavía más mi enfermiza curiosidad.

Por supuesto, si fuera una chica lista,me habría sacado a Devlin de la cabeza.Había hecho lo que me había pedido y,por lo tanto, no tendría excusa paracontactar con él. Y, si volvíamos aencontrarnos, tendría que ingeniar unaexcusa eficaz, porque no podíaarriesgarme a recibir otra visita de suhija fantasma. ¿Y si la próxima vezlograba atravesar el jardín? La idea deque pudiera irrumpir en mi refugiosagrado me atemorizaba, pero, aun así,no podía negar que la noche anteriorhabía sido, sobre todo, estimulante.Conocer a Devlin había hecho tambalear

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los cimientos de mi pequeño mundo.Mientras me vestía y salía a por elperiódico no dejé de darle vueltas atodo lo que había pasado.

El suceso de Oak Grove ocupaba laprimera plana del Post and Courier. Leíel artículo por encima mientras, sentadaante la encimera de la cocina, metomaba un zumo de naranja. No sehabían filtrado muchos detalles, pero taly como Devlin había predicho, en ladeclaración oficial de la universidad ala prensa, Camille Ashby me habíacitado como una «asesora experta»contratada para proteger la integridadhistórica del cementerio. Aunque ese noera mi trabajo, no iba desencaminada.

Doblé el periódico y lo dejé a un

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lado. Después, salí de casa para dar mipaseo diario y, tras tomar la avenidaRutledge, me dirigí hacia el sur. Trasdos manzanas, doblé hacia la derecha,donde los primeros rayos de solempezaban a asomarse por el horizonte.Una suave brisa agitaba las hojas de laspalmeras e intensificaba el perfume delas magnolias, que se confundían conpalomas acurrucadas entre nidos dehojas oscuras y brillantes.

En una mañana como aquella, con losfantasmas deslizándose hacia su mundopor el velo, no podía imaginar un lugarmás hermoso. Algunos la llamaban laCiudad Sagrada, por la cantidad deiglesias y edificios religioso que habíanconstruido. Charleston representaba el

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antiguo sur, un estado mental, el lujosopaisaje de los sueños perdidos. Alládonde fuera, tenía la sensación de que elpasado me envolvía.

Tan solo llevaba seis meses viviendoen aquella ciudad, pero sentía un granarraigo. Mi madre había nacido allí.Había abandonado su ciudad natal paracasarse con mi padre hacía ya cuarentaaños, pero nunca había cambiado sucarácter, típico de Charleston. Suhermana Lynrose y ella se habían criadoen una casa situada en el barriohistórico. Sus padres eran maestros,personas cultas que habían viajado portodo el mundo, pero su sentidotradicional y su refinamiento les habíapermitido pasar desapercibidos entre

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los suburbios de la sociedad, a pesar desu educación.

En cambio, mi padre había crecidoen las montañas de Carolina del Norte.Cochambre de pueblo en comparacióncon la burguesía que vivía en la zona surde Broad Street. En la Charleston de1960, con la sociedad dividida según laclase social, la herencia de mi padre lesituaba un escalón por encima de losesclavos negros con los que trabajabaantes de casarse.

Por mi parte, al igual que mis abuelosmaternos, había recibido una buenaeducación y había tenido la oportunidadde ver mundo. Había obtenido unadiplomatura de Antropología en laUniversidad de Carolina del Sur tras

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cumplir los veinte años. ¿Qué más iba ahacer aparte de estudiar? Despuésconseguí la licenciatura de Arqueologíaen la Universidad de Carolina del Norte,en Chapel Hill. Era miembro delInstituto Norteamericano para laConservación de Obras Artísticas eHistóricas, y también formaba parte dela Asociación para la Conservación dela Región del Sur, la Asociación deEstudios de Lápidas Sepulcrales y laAlianza para la Preservación del PaisajeHistórico. Tenía mi propio negocio ymuchos me consideraban una experta enel tema. Además, gracias al viral quehabía aparecido en YouTube, me habíaconvertido en una pequeña celebridadentre los tafofílicos y los cazafantasmas

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de Charleston. Sin embargo, a pesar detodos mis logros y de la efímerareputación que había alcanzado, unaparte de la opulenta sociedad deCharleston se negaba a aceptarme por laclase social a la que pertenecía mipadre.

Pero eso no me importaba lo másmínimo.

Estaba orgullosa de mi herencia. Sinembargo, seguía sin conocer su historiade amor. Teniendo en cuenta el abismoque separaba a mis padres, me llamabamucho la atención averiguar cómo sehabían conocido y enamorado. Despuésde tantos años de preguntas, tan solohabía obtenido respuestas vagas y pocoprecisas.

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La única pista sobre su romance laobtuve escuchando a hurtadillas unaconversación entre mi madre y la tíaLynrose. Fue durante una de sus visitas acasa. Vivíamos en Trinity, un pueblecitosituado al norte de Charleston donde nosmudamos cuando mi padre empezó atrabajar como conserje de loscementerios del condado. Cada tarde,las dos hermanas se sentaban en elporche para disfrutar de un té dulce queservían en vasos largos que guardabanen el congelador. Así, mientras la brisales acariciaba los pañuelos de seda,contemplaban el atardecer.

Con la barbilla apoyada en el alféizarde la ventana, me sentaba a escucharlas.Su pronunciación, encantadora y lírica,

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me fascinaba. Con los años, aprendí aimitar el toque hugonote francés y lasinfluencias gullahs que hacían que suacento sonara tan característico. Mimadre nunca perdió las vocalesintermedias, así que, a una niña tanprotegida como yo, su acento exótico meparecía glamuroso y lleno de misterio.

Una noche, mientras las escuchabaconversar, percibí un punto de tristezaen la voz de mi madre mientrasrememoraba épocas pasadas.

La tía Lynrose le acarició la mano.—Las cosas no siempre salen como

una espera, pero tenemos queaprovechar lo que tenemos. Tienes unabuena vida, Etta. Un hogar encantador yun marido trabajador que te adora. Sin

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olvidar a Amelia, que ha sido unabendición. Después de todos esosterribles abortos…

—¿Una bendición? A veces mepregunto…

—Etta —la interrumpió mi tía, comosi quisiera censurar algo—. ¿Por qué teobsesionas con algo que no puedescambiar? Recuerda lo que mamá solíadecir: vivir en el pasado no puede traernada bueno.

—No es el pasado lo que mepreocupa —murmuró mi madre.

Tras un buen rato de silenciocambiaron de tema de conversación,pero yo me quedé pegada al alféizar,asustada y sola, y sin entender por qué.

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Nunca le pregunté a mi madre sobreaquella charla con su hermana.

Tal y como aconsejaría un buenabogado, uno no debe formular unapregunta a menos que ya conozca larespuesta o esté preparado para asumirlas consecuencias. Y yo no lo estaba.Preferí quedarme sin saber por qué mimadre no consideraba que habermeadoptado hubiera sido una bendición.

Tomé Tradd Street a mi derecha ydejé atrás ese oscuro recuerdo y lascampanas de la iglesia de Saint Michael.

Ante mis ojos, la ciudad estabacobrando vida. Me embriagó el aroma acafé y pastas recién horneadas queflotaba alrededor de las panaderías y lascafeterías que servían el desayuno a los

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clientes.A medida que me acercaba al agua,

el ambiente se tornaba más denso por lasalinidad. A paso ligero, tracé el mismocamino que la noche anterior; recorrí eltramo de las casas de colores, enRainbow Row, y pasé por delante de lasmansiones de la bahía, con sus elegantespiazze y la joya de la corona: el jardín.

Caminé hasta el punto másmeridional de la península y me detuvepara observar el alba. Un solitariopelícano volaba en círculos sobre mí. Leseguí la pista unos instantes y despuésdesvié la mirada hacia Fort Sumter, unicono de la historia del sur del país. Lasilueta de sus derruidos muros se alzabaen medio del puerto de Charleston.

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Por el rabillo del ojo vi que alguiense acercaba a la barandilla y me giré.Debo reconocer que esperabaencontrarme a John Devlin. Eldesconocido tenía la misma estatura ycomplexión que el detective. A juzgarpor su apariencia, parecía tan cauto ymeticuloso como él.

Y eso me hizo pensar, no en Devlin,sino en sus fantasmas. La tez de aqueltipo también era oscura, lo cual sugeríauna herencia mestiza. Sin embargo, suporte era recto, en absoluto solemne, ysus rasgos eran hermosos, en lugar deexóticos. O eso me pareció a mí.Llevaba la ropa un poco descolorida ygastada, pero no era un mendigo. Y, poralguna razón, intuía que no era un turista.

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Por lo visto, estaba tan absortocontemplando la inmensidad del puertoy del mar, que ni siquiera se percató demi presencia.

Empecé a angustiarme. Allí reinabaun silencio absoluto, pues erademasiado temprano. Quienquiera quehubiera reventado la ventanilla de micoche para robar el maletín seguía ahífuera, en algún lugar. El asesino de lapobre chica que había aparecido muertaen el cementerio de Oak Grove seguíaen busca y captura. ¿Era una simplecoincidencia que aquel desconocido sehubiera detenido allí en el precisoinstante en que yo daba mi paseomatinal?

Quería alejarme, pero lo último que

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deseaba era llamar su atención.Tampoco sabía si debía darle laespalda.

Como si hubiera leído mispensamientos, esperó un rato a queamaneciera por completo. Después sedio media vuelta y desapareció entre elfollaje exuberante de los jardines deWhite Point.

De camino a casa, paré a compraruna rosca de pan y un café para llevar. Amedida que me iba acercando a misantuario, aumentaba mi inquietud. Untemor espeluznante que me llevaba adarle vueltas y vueltas a lo mismo:¿cómo diablos la niña fantasma deDevlin había logrado colarse en mijardín? ¿Y qué haría la próxima vez que

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regresara?Cuando llegué a casa, lo primero que

hice fue comprobar el jardín. Las floresde luna se habían marchitado, pero losrayos de sol empezaban a despertar loslaureles de día.

Atravesé los lechos de polemonioslilas y fui hasta donde había visto elfantasma de la pequeña. Todavía no séqué esperaba encontrar. Nada tanmundano o humano como unas huellas.Pero sí hallé algo: un diminuto anillogranate semienterrado en el suelo.

Si no fuera porque estaba empeñadaen encontrar una prueba que demostraseque un fantasma había estado vagandopor ahí, nunca lo habría visto.

A primera vista parecía que llevara

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sepultado allí mucho tiempo. Quizás, aligual que el cadáver de Oak Grove, laslluvias lo habían destapado. Queríacreer que algún antiguo inquilino lohabía perdido, pero no pude evitarrecordar el momento en que la niñaseñaló la ventana desde donde laobservaba. Entonces distinguí algobrillante en su dedo.

Me arrodillé sobre el césped, con lasmanos sobre las piernas y me quedéinspeccionando el anillo un buen rato.

¿Lo había dejado allí como unmensaje? ¿Un aviso? ¿Un fantasmapodía hacer eso?

Desde niña, me había acostumbradoal roce de sus dedos en mi cabello, alsusurro de su aliento frío en la nuca,

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pero jamás había encontrado una pruebafísica de su presencia. Y, sin embargo,ahí estaba: un anillo justo donde uno delos fantasmas de Devlin se habíaesfumado entre la niebla.

No me parecía muy apropiadodejarlo medio enterrado en el suelo,pero tampoco quería tenerlo en casa. Yaestaba demasiado conectada a ese ser.Lo último que necesitaba era unainvitación involuntaria.

Tras unos instantes, me levanté yentré en casa para buscar una antiguabaratija plateada que tenía guardada enla cómoda. También cogí una bolsallena de guijarros y caracolas que, deniña, había recogido del cementerio deRosehill, el patio de recreo de mi

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infancia.Todos esos extravagantes objetos

provenían de suelo sacro, al igual que lapiedra pulida que colgaba de mi collar.No tenía la menor idea de si teníanpropiedades protectoras, pero megustaba pensar que sí.

Regresé al jardín y, utilizando lapunta de una pala, saqué el anillo delsuelo húmedo. Lo guardé dentro de lacaja plateada. Después cavé un hoyo yla enterré. Para saber el lugar exactodonde había ocultado la caja, dibujé uncorazón con los guijarros.

Estaba tan absorta y concentrada enmi tarea que dejé de prestar atención ami alrededor. Ni siquiera me distrajecuando el aspersor de mi vecino empezó

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a regar el jardín. Tan solo alcé lamirada cuando oí unas pisadas sobre laacera. Para entonces, ya era demasiadotarde. John Devlin ya estaba ahí. Me diola sensación de que llevaba un buen ratoobservándome desde la verja de hierroforjado. Creo que una parte de mí sabíaque estaba allí, pero preferí ignorar laadvertencia.

En ese momento, con su siluetaensombreciendo el suelo, le miré y, deinmediato, el corazón empezó a latirmecon fuerza.

—¿Qué ha muerto? —preguntó.

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Capítulo 6

—Nada ha muerto —dije con tonodistraído para disimular los nervios. Abase de práctica, había aprendido aocultar mis sentimientos y a controlar miexpresión. No podía permitirme que untic nervioso me traicionara y revelara acualquier fantasma que podía verlo.

Y, hablando de fantasmas, Devlinestaba solo. No era sorprendente, puesel sol brillaba con toda su fuerza en elcielo. Sus acompañantes del más alláhabrían cruzado el velo para regresar asu mundo. En ese instante, estaríanesperando el crepúsculo, ansiando que

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llegara ese momento en que ambosmundos están tan cerca, ese momentoque les permitiría volver.

—Pensé que podía invertir mi díalibre en arreglar un poco el jardín —ledije—. En un día normal, a estas horasestaría en el cementerio tratando desoportar el calor.

—Un asesinato suele fastidiar todoslos planes —contestó, sin una pizca deironía o una sonrisa. Señaló el corazónde guijarros y añadió—: ¿Qué significaese corazón?

—Tan solo es un símbolo decorativo.Puede significar lo que uno quiera. Paz.Amor. Armonía.

Le miré con los ojos entornados. Erala primera vez que le veía a plena luz

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del día; me pareció mayor de lo quehabía imaginado en un primer momento,pero, tras una segunda ojeada, cambiéde opinión. Tenía la tez tersa, exceptopor las pequeñas arrugas que lerodeaban los ojos y la boca. A pesar dellevarlo corto, era evidente que tenía elcabello espeso y oscuro. Le otorgaba unestilo propio, al igual que el tipo depantalón y el patrón de la camisa. Dabala impresión de ser un hombre quecuidaba su apariencia, y tenía motivospara hacerlo. Era muy atractivo, de esostipos que parecen melancólicos y quetanto gustan a mujeres de todas lasedades. Y yo no era ninguna excepción,por supuesto.

Debía de rondar los treinta años,

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pero las ojeras y los pómulos algohundidos le envejecían al menos unadécada, en función de la luz y el ángulo.Su mirada tenía algo alarmante, algo queme hacía pensar que sabía ciertas cosas.Era alguien que había sido testigo deepisodios muy oscuros.

Pero esa especulación tan morbosano encajaba con el escenario donde nosencontrábamos, en mitad de un jardíncon aroma a magnolias.

Me ofreció la mano y, aregañadientes, la acepté, permitiendoque me ayudara a levantarme. Sentí unescalofrío por todo el brazo, unadescarga eléctrica que detuvo mi mundopor un instante.

Me solté enseguida y me pregunté si

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él también había sentido lo mismo.O si bien no había notado nada en

absoluto, o si era todo un experto, comoyo, en ocultar sus sentimientos.

Entonces ladeó la cabeza y advertíuna curiosa vibración en la sien, lo cualme hizo pensar que algo había notado.

Estuve dándole vueltas al asunto unbuen rato. ¿Su reacción me había hechosentir mejor o peor? Sin duda, me habíapuesto más nerviosa. El corazón me latíaa mil por hora y respiré hondo en unintento de calmarme.

Con torpeza, me sacudí las manos enlos pantalones.

—¿Cómo es que ha venido tantemprano? No ha encontrado mi maletín,

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¿verdad?—No, lo siento. Quisiera comentar

esto con usted —dijo, y después sacólas copias de las imágenes que le habíaenviado la noche anterior. Reconocí laprimera fotografía de inmediato. Era latumba donde habían enterrado a lavíctima—. ¿Les ha echado un vistazo?

—Sí, de hecho, ayer mismo analicéesa foto en particular con una lupa. Noencontré ninguna prueba que demostraraque alguien había removido la tierra.

—¿Cuándo tomó estas fotografías?—El viernes pasado. Tendré que

consultar la copia digital para poderfacilitarle la hora exacta, pero, teniendoen cuenta la ubicación de la tumba, fuepor la tarde. Terminé el trabajo en esa

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zona sobre las tres de la tarde y, justocuando iba a trasladarme a la secciónmás antigua, el cielo se tapó y perdí todala luz, así que recogí mis cosas y me fuiantes de las cuatro. ¿Eso ayuda a sucronología?

—Es un inicio.Echó un vistazo a la imagen y

aproveché para observar sus manos.Eran fuertes y elegantes a la vez. Ycálidas. Todavía notaba el calor denuestro contacto anterior. Empecé ahacerme otro tipo de preguntas. Si elmero roce de su piel había provocado enmí una reacción tan intensa, ¿qué pasaríasi me besaba?

No es que fuera a ocurrir. De hecho,no podía permitir que sucediera. Por

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muy atractivo que me pareciera.Me estudió con sus ojos, tan oscuros.

Me alegré de que no pudiera adivinarlas ideas tan inapropiadas que se mepasaban por la cabeza, aunque mehubiera gustado mucho leerle la mente.

—Dice que no ha encontrado señalesde que la tumba fuera manipulada, pero¿ha visto algo extraño? ¿Algo pocohabitual o fuera de lugar en esta o encualquiera de las otras fotografías?

—¿Como qué? —pregunté mientrasme inclinaba para coger la bolsita decaracolas y guijarros.

Se cayeron unas cuantas al suelo.Devlin se agachó para ayudarme arecogerlas. Volví a advertir un destelloplateado alrededor de su cuello, pero

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esta vez vislumbré un medallón oscuroque se balanceaba bajo su camisa.

Al incorporarse, el medallón volvióa desaparecer bajo la tela.

—Usted es la experta.—No he tenido tiempo de examinar

las demás imágenes con tantaminuciosidad, así que no puedoasegurarle nada. Lo único que me llamóla atención sobre esa tumba es lasituación de la lápida. La inscripción noestá orientada hacia el cadáver.

Echó otro vistazo a la fotografía.—¿Cómo lo sabe? En este

cementerio las tumbas no estánordenadas por filas, y la vegetación estan abundante que apenas pueden verse

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algunas de las lápidas.—Porque, tal y como ya le he dicho,

tomé esa fotografía por la tarde. Hacíaun sol espléndido. La siguiente imagenes la cara de la lápida, y el sol está amis espaldas.

—¿Y?—Si la inscripción estuviera

orientada hacia la tumba, el cadáverdebería de estar mirando hacia el oeste.¿Lo ve?

Cogí la fotografía, procurando norozar sus dedos, y traté de explicarle aqué me refería.

—Lo más habitual en los cementeriosdel sur es que las tumbas esténenterradas hacia el este, por donde sale

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el sol. La gente suele pensar que laorientación es una tradición cristiana,pero, en realidad, proviene del antiguoEgipto.

—¿Esa disposición oeste-este es algoconocido o es un detalle en el que tansolo alguien como usted se fijaría?

—Desde luego, no es un secreto.Todo lo que acabo de contarle puedeencontrarlo en Internet. Aunque dudomucho que a la gente le interese ladisposición de una lápida, ya seareciente o antigua.

De forma distraída, cogí una de laspiedrecitas de la bolsa y empecé ajuguetear con ella.

—¿Cree que al asesino le interesanlos cementerios?

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—No descarto esa posibilidad. Detodas las tumbas del cementerio, ¿porqué escogió esa en particular? ¿Quésignifica una lápida mal orientada?

Encogí los hombros.—En general, es una cuestión de

preferencia. A veces, la disposición delcementerio dicta la ubicación de laslápidas, pero es evidente que ese no esel caso de Oak Grove. Por supuesto,también existe una vieja supersticiónque asegura que bajo una lápida malorientada se esconde la tumba de unabruja. Pero no creo que debamosconsiderar esa opción —dije, y volví amirar la fotografía—. Aquí estabaenterrada una niña de catorce años quehabía muerto a causa de la escarlatina a

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finales del siglo XIX. No encontré nadaextraño sobre su muerte en losdocumentos del condado, ni tampoco enlos archivos de la universidad.

—¿Y qué hay del epitafio? ¿O de losdibujos de la lápida? ¿Qué significan?

—El epitafio es un verso victorianobastante habitual; los símbolos estánabiertos a todo tipo de interpretaciones.Si pregunta a cinco expertos diferentes,es muy probable que obtenga cincorespuestas distintas. Además, lossignificados son muy cambiantes, enfunción del lugar, o incluso del año. Ajuzgar por la inscripción y la edad de laniña, me atrevería a decir que el saucellorón simboliza la pena de una familiadestrozada y que la enredadera con

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flores representa la resurrección. Estetipo de enredadera, llamada «mañana degloria», también se utiliza comoemblema de la juventud y la belleza.

—¿Y la pluma que hay sobre lapiedra?

—Insinúa el vuelo del alma, aunquees un poco más ambigua que unapaloma, o una efigie alada.

Me miró con extrañeza.—¿Qué diablos es una efigie alada?—Pues precisamente eso: un rostro

con alas. A veces se utiliza unacalavera. También las llaman «efigiesdel alma», o «cabezas de la muerte».Este tipo de símbolos son mucho másfrecuentes en los cementerios de Nueva

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Inglaterra, porque los canteros máspuritanos favorecían una representaciónmás morbosa y literal, como la calaveracon los huesos cruzados, cuerpos enataúdes, esqueletos… —Me quedécallada y le miré—. Perdón, me hedejado llevar.

—No, está bien. Continúe.Mi discurso, algo disperso e

incoherente, no le impacientó en lo másmínimo, cosa que agradecí.

—No fue hasta finales del siglo XIXcuando el arte lapidario se volvió másetéreo y simbólico, más abierto a unsinfín de interpretaciones, como las deesta lápida.

—Lo que me está diciendo es que elsignificado de estos símbolos depende,

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casi siempre, de la persona que los mire—concluyó algo pensativo.

—Así es —confirmé, y guardé elguijarro dentro de la bolsa—. ¿Quiereentrar? Si de verdad quiere informarsesobre la simbología que llena loscementerios, tengo algunos libros quepodrán serle de gran ayuda.

Sin duda, invitarle a entrar en casa noera buena idea, pero necesitaba miayuda y sabía que, en aquel momento,sus fantasmas estaban escondidos tras elvelo.

Atravesamos el jardín lateral yentramos en casa. Pasamos por la cocinay por fin llegamos a mi despacho. La luzque se colaba por las ventanassuperiores, agradable y amarillenta,

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titilaba en contacto con el polvo.Escogí un par de volúmenes de mi

colección privada y me giré paraentregárselos a Devlin, pero se habíaquedado abstraído contemplando variasfotografías que había enmarcado ycolgado en una misma pared.

Se acercó para verlas mejor.—¿Las ha hecho usted?—Sí.Su análisis me ponía nerviosa.

Aparte de las que colgaba en el blog,nadie había visto mis fotografías.

—Ha utilizado una doble exposición.Es muy curioso cómo ha sobrepuestoesos viejos cementerios sobre un paisajeurbano. Es un punto de vista distinto, sin

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duda. Aunque sospecho que tambiénoculta un mensaje.

Me acerqué a él.—En realidad, no. Al igual que el

arte lapidario, el mensaje depende dequién lo observe.

Estudió las instantáneas unossegundos más.

—Me transmiten… soledad. Sonhermosas, pero inmensamentedesoladas. Me hacen sentir incómodo —confesó. Después me miró de reojo yañadió—: Lo siento. No pretendíainsultarla.

—No me lo he tomado así. Me alegrode que le trasmitan algo.

Volvió a analizar las imágenes, como

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si buscara algo.—Le gustan los cementerios,

¿verdad?—Es a lo que me dedico —dije.—Pero intuyo que hay algo más —

murmuró. Se dio la vuelta, con el ceñofruncido—. Hay un toque deaislamiento, pero no en los cementerios,sino en las ciudades. Entre la gente. Enmi opinión, estas imágenes son muyreveladoras.

Contuve la respiración. Su análisisme hacía sentir expuesta y, por lo tanto,vulnerable.

—No lea tanto entre líneas. Me gustajugar con composiciones interesantes yutilizar técnicas distintas. Ahí no hay

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ningún mensaje profundo.—Discrepo —dijo—, pero quizá sea

mejor dejar esa discusión para otro día.

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Capítulo 7

—Tome —dije, y le entregué los libros—. ¿Por qué no los hojea mientras voy alavarme las manos?

Antes de apresurarme hacia el pasilloque conducía al cuarto de baño, le viapoyado sobre el diván, echando unvistazo a uno de los volúmenes.

Una vez en el lavabo, me lavé la caray las manos. Me recogí la melena en unacoleta y me cambié de camiseta. Pero enningún momento me molesté en mirarmeen el espejo. Suelo ser muy exigenteconmigo misma, aunque soy conscientede mi atractivo. La gente me considera

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bastante guapa. Rubia, ojos azules,buena presencia y unos labiosapetecibles. Soy una chica delgada, peroestoy en forma gracias a tantos añostrabajando en cementerios. Reconozcoque me gusta que me miren, pero enningún caso soy exótica o voluptuosa,como la mujer que acechaba a Devlin.Pero no quería pensar en ella en esemomento.

Era imposible que hubiera estado enel baño más de diez minutos, pero,cuando regresé al despacho, me encontréa Devlin recostado sobre el diván,medio adormilado. Tenía uno de loslibros apoyado sobre el pecho, y el otroen el suelo, junto a él.

Sin duda, esa imagen me dejó

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perpleja.Me acerqué y le miré con

detenimiento. Al ver que un mechón decabello oscuro se le había deslizadosobre la frente, tuve que contener lasganas de apartarlo.

Tocarle estaba fuera de lugar, así quele llamé por su nombre, pero no sedespertó.

Parecía estar sumido en un sueño tanprofundo que temía sobresaltarle.Después de todo, era un detective depolicía armado.

¿Debía dejarlo descansar odespertarlo? Probablemente estabaagotado, así que se merecía unosmomentos de tranquilidad. Pero fueextraño. Al menos para mí.

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Decidí aprovecharme de la situacióny continué observándole. Tenía unacicatriz debajo del labio, en la que nohabía reparado antes. Aunque eraminúscula, era obvio que algo muyafilado le había perforado la piel. Uncuchillo, quizá. La mera idea me hizoestremecer.

Arrastré la mirada hacia abajo,donde descansaba el medallón metálico,en el hueco de la garganta. Cuando meincliné para ver la insignia más decerca, ocurrió algo curioso. De repente,me quedé sin respiración. No sentí laagitación que produce la emoción o elmiedo, sino un efecto paralizante, comosi alguien me hubiera cortado larespiración.

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Retrocedí a trompicones y me llevéla mano al pecho. Guau.

Devlin murmuró algo entre sueños, yme alejé varios pasos más. Estaba tandesconcertada que choqué con elescritorio y, con las piernastemblorosas, me senté en la silla.Nerviosa, volví a mirarle mientras mecolocaba un mechón de cabello detrásde la oreja. ¿Qué acababa de suceder?

No quería parecer una histérica, niuna exagerada, pero no podía soportar lapresión que sentía sobre el pecho. Notenía ni la menor idea de lo que estabaocurriendo.

Tras tranquilizarme y recuperar elaliento, decidí que debía tratarse de unaconsecuencia extraña de la ansiedad, o

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de una imaginación demasiadoestimulada. Necesitaba dejar de prestaratención a Devlin, así que encendí elordenador para mirar las respuestas a laentrada del blog de la semana pasada,titulada: «Detective de cementerios: unsabueso para los muertos». Resultó serun artículo profético, lo cual me hizodudar de si publicar mi siguienteentrada: «Sexo en el cementerio: tabúeslapidarios».

Miré a Devlin de reojo. Seguíadormido.

Después de una hora, por fin sedesperezó. Abrió los ojos y miró a sualrededor, confundido. Cuando me pillómirándole, se incorporó de inmediato yse frotó los ojos con ambas manos.

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—¿Cuánto tiempo llevo dormido?—Una hora, más o menos.—Maldita sea —murmuró, y

comprobó la hora. Después, se pasó lamano por la cabeza y añadió—: Losiento. No suelo hacerlo. No sé qué meha pasado.

Encogí los hombros.—La verdad es que es un rincón muy

acogedor, y más ahora, que le da el sol.Siempre que me siento ahí, meadormezco un poco.

—Pero estaba más que adormecido.Estaba desconectado del mundo. Nohabía dormido tan profundamentedesde… —Hizo una pausa, frunció elceño y miró hacia otro lado.

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Me pregunté qué había estado a puntode decir.

—Anoche se quedó despierto hastatarde. Estaría agotado.

—No ha sido eso. Es este lugar —adivinó. Sacudió la cabeza, como siquisiera despejar las ideas—. Aquí, unose siente en paz.

Al cruzarnos la mirada, sentí unadescarga eléctrica en todas y cada unade mis terminaciones nerviosas.

—No había descansado tanto desdehacía años —susurró.

Quizá fuera mi imaginación, perotenía un aspecto distinto. Las ojeras sele habían atenuado y parecía tranquilo ysereno. Rejuvenecido, me atrevería a

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decir.En cambio, a mí me temblaban las

rodillas y, aunque la presión del pechose había suavizado, sentía un vacíodesagradable en la boca del estómago yun letargo general que me resultabadesconocido. Al sentarnos, uno frente alotro, tuve la repentina sensación de queDevlin se había nutrido de mi energíamientras dormía.

Pero eso era imposible, pordescontado. No era un fantasma.

En aquel momento, no recordaba anadie que pareciera más vivo que él.

—¿Se encuentra bien? Está un pocopálida —apuntó.

Tragué saliva.

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—¿Ah, sí?—Quizá sea por la luz. —Recogió

los libros que le había prestado y selevantó—. ¿Le importa que me losquede un par de días? Se los devolveréen perfecto estado.

—No, quédeselos —respondí. Y mepuse en pie, aunque reconozco que mecostó mantener el equilibrio—. ¿Sabecuándo podré volver al cementerio?

—Mañana por la tarde volveremos arastrear el terreno. Me gustaría queviniera, si tiene tiempo, claro.

Las reglas de mi padre cruzaron micabeza como un rayo.

—¿No estaría fuera de lugar?—Al contrario. Usted está más

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familiarizada con ese cementerio quecualquiera de nosotros. ¿Quién mejorpara reconocer cualquier detalledistinto?

—No sé si podré ir —farfullé.—Si es por una cuestión

económica…—No lo es. Es una cuestión de

horarios.—A la una, si puede venir. Es

posible que tardemos varias horas, paraque lo tenga en cuenta.

Le acompañé por el mismo caminopor el que habíamos entrado. Tras ladespedida, corrí hacia una de lasventanas frontales para verle partir.

Cuando dobló la esquina, su aspecto

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volvió a dejarme atónita. Sus andareseran pesados, como si arrastrara lospies, y no pude evitar pensar en susfantasmas. Los imaginé a su vera,invisibles bajo la luz del sol, uno encada brazo, aferrados a él para siempre.

Pudiera verlos o no, los fantasmas deDevlin siempre le acompañaban. Y esole convertía en el hombre más peligrosode Charleston para alguien como yo.

Ya no hubo más incidentes durante elresto del día… o casi.

Llevé el coche al mecánico parareparar la ventanilla rota y, mientrasesperaba, no dejé de darle vueltas a miencuentro con Devlin. Recordé lapeculiar analogía de mi padre; los

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fantasmas eran como vampiros que, envez de sangre, se alimentaban de nuestravitalidad. Eso describía a la perfeccióncómo me había sentido antes, como si seme hubiera agotado la energía. Pero enmi despacho no había habido ningúnfantasma. Tan solo Devlin.

Si el detective había conseguidoalimentarse de mi energía, ¿era posibleque estuviera, de alguna forma, unida aél, al igual que un vampiro a su víctima?

Era una idea descabellada, pero enaquellas circunstancias dejé volar miimaginación. Sin embargo, tras unosminutos intenté darle sentido a aquellaexperiencia. Decidí coger el coche paravisitar un sepulcro familiar, situado alas afueras de una antigua plantación de

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arroz.Los nuevos propietarios de la finca

me habían pedido un presupuesto parallevar a cabo una restauración completa.Me pareció que un buen paseo por unlugar de reposo como aquel sería unadistracción agradable.

Y, puesto que estaba tan cerca deTrinity, tal vez fuera la oportunidadperfecta para hacerles una visita a mispadres. Hacía un mes que no veía a mimadre, y a mi padre mucho más.

Cuando aparqué el coche, mi madre ytía Lynrose estaban sentadas en elporche de nuestro precioso chaléblanco. Bajaron las escaleras entreexclamaciones y reprimendas. Alencontrarnos en el jardín, nos fundimos

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en un tierno abrazo.Su aroma era maravilloso, como

siempre. Una mezcla única demadreselva, familiar a la vez queexótica, madera de sándalo y fraganciade Estée Lauder White Linen. Yo era lamás bajita de las tres. Tenían unapostura ejemplar, con la espalda recta yerguida, y seguían tan esbeltas yhermosas como el día en que me graduéen el instituto.

—Qué sorpresa encontraros aquí —dije abrazando a mi tía por la cintura.

—Afortunada, me atrevería a decir—bromeó mientras me acariciaba lamejilla—. Es una pena que haya tenidoque venir hasta aquí para ver a mi únicasobrina, que vive a cinco minutos de mi

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casa —protestó.—Lo siento. De veras quería ir a

verte, pero últimamente he estado muyatareada.

—¿Con un nuevo pretendiente?—Me temo que no. Entre el trabajo y

el blog, no tengo tiempo para vidasocial.

—Pues deberías encontrarlo. Noquerrás acabar siendo una solterona,como tu tía favorita, ¿verdad?

Sonreí.—Se me ocurren futuros menos

prometedores.Mi tía no pudo evitar emocionarse.—Sin embargo, siempre hay un

tiempo para el trabajo y otro para el

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ocio.—Déjala en paz, Lyn.—¿Que la deje en paz? Etta, ¿has

visto la piel de tu hija? Oscura y llenade pecas. ¿Qué te pones antes deacostarte? —preguntó.

—Lo que tenga más a mano.—Bobadas —dijo tras chasquear la

lengua para mostrar su desacuerdo—.Conozco a una mujer en Market Streetque vende la mejor crema del mundo.No tengo ni idea de qué ingredientesutiliza, pero el olor es divino y lafórmula funciona como magia. Lapróxima vez que vengas a verme, teregalaré un bote.

—Gracias.

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—Ahora deja que vea esas manos.Las extendí para que pudiera

inspeccionarlas, y mi tía soltó unsuspiro.

—Siempre, repito, siempre ponteguantes. Es fundamental en un trabajocomo el tuyo. Las manos traicionan laedad de cualquier mujer.

Me fijé en las palmas, llenas decallos.

No me había dado cuenta, pero mimadre había entrado en casa a buscarlimonada casera. Me sirvió un vaso yme dejé caer en el escalón superior.

—Te quedas a cenar.El modo en que arrastraba las

vocales me seguía fascinando. Puesto

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que no era una pregunta, me limité aasentir.

—¿Qué has preparado?—Pollo con puré de patatas y salsa, y

panecillos. Col silvestre acompañada derodajas de tomate. Maíz asado al horno.Y de postre, pastel de arándanos.

—Se me está haciendo la boca agua.Y hablaba en serio, en especial por

las verduras, porque eran de cosechapropia.

—Nunca he sido capaz de freír unpollo —murmuró Lynrose. Después seacomodó en la mecedora metálica, que,al balancearse, producía un sonidohipnótico bajo aquel calor tanadormecedor—. Es un arte, ¿sabes? He

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debido de probar cientos de recetasdistintas a lo largo de los años. Masa abase de suero de leche, pan de harina demaíz. Al final me rendí. Ahora, cuandotengo antojo de muslos de pollo, loscompro hechos, pero no es lo mismo —reconoció con un suspiro—. Etta sellevó los genes cocineros de la familia.

—Y tú te quedaste con el don de laconversación —rebatió mi madre.

Esbocé una sonrisa cómplice haciatía Lynrose, que me respondióguiñándome un ojo. Era la única personaque conocía con quien podía bromearsobre el lúgubre y taimado sentido delhumor de mi madre. Cuando era niña,me encantaba que viniera de visita. Mimadre siempre se comportaba de forma

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despreocupada con su hermana.La última vez que las había visto

juntas fue en el cumpleaños de mimadre, que vino en coche hastaCharleston para pasar el fin de semanacon ella y celebrarlo. Nos tomamosvarias copas de vino durante la cena.Cuando mi tía nos arrastró a ver unaobra de teatro absurda, no pudimoscontener la risa tonta. Nunca había vistoa mi madre tan juguetona. Sin duda,mereció la pena. A pesar de cumplir lossesenta ese mismo día, no aparentabamás de cuarenta, al igual que mi tía.Desde niña, me habían parecido lasmujeres más hermosas del mundo.

Observé sus rasgos, esperandoencontrar un vestigio de la alegría de la

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que fui testigo aquel día de sucumpleaños. En lugar de eso, me topécon un aspecto frágil y demacrado.Parecía agotada. Las ojeras que leensombrecían la mirada me recordaron aJohn Devlin.

Sentí un escalofrío y aparté lamirada.

—¿Dónde está padre? —pregunté.—En Rosehill —contestó mi madre

—. Le gusta pasar el tiempo allí, aunqueel condado contrató a un vigilante ajornada completa el año pasado.

—¿Ha acabado los ángeles?Sonrió.—Sí. La verdad es que no están mal,

¿verdad, Lyn? Tendrás que bajar a

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verlos antes de irte.—Lo haré.—Y hablando de ángeles —dijo mi

tía con voz perezosa—, ¿te acuerdas deAngel Peppercorn? ¿Un tipo alto condientes de conejo? Me topé con él hacepoco, en una pequeña tienda de té, enChurch Street. Ya sabes cuál es, la de lamarquesina negra y amarilla tan bonita.En fin, resulta que su hijo, Jackson, estámetido en el negocio audiovisual. Por lovisto, es muy famoso en Hollywood,pero un pajarito me ha dicho que, enrealidad, se dedica al entretenimiento deadultos. Mentiría si dijera que mesorprende. Ese chico siempre ha sido unpervertido —dijo con un regocijomalicioso.

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Mientras mi tía seguía parloteando,empecé a relajarme. Mi preocupaciónpor la salud de mi madre y los sombríosrecuerdos de Oak Grove sedesvanecieron. Pasamos una tarde de lomás agradable, contándonos chismes yanécdotas en el porche de casa, y tansolo nos movimos cuando mamá selevantó para preparar la cena. Mi tía yyo ofrecimos nuestra ayuda, pero larechazó de plano.

—No sé quién es más inútil de lasdos en la cocina —espetó—. Lo últimoque necesito es que me estorbéis.

Cuando entró en la cocina, volví asentarme en el escalón, con la espaldaapoyada en un poste, y mi tía se enfrascóen una nueva historia. En un momento de

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sosiego, le pregunté fingiendodesinterés:

—Tía Lynrose, ¿conoces a algúnDevlin en Charleston?

—¿Te refieres a los Devlin que vivenal sur de Broad Street? —comentó,refiriéndose a la mejor zona de laciudad, la histórica.

—No creo. El Devlin que conozco esun policía.

—Entonces no es uno de esos Devlin,sin duda. A menos que sea un primolejano, o algo así. Imagino que haymuchos Devlin en el condado, porquesus ancestros se instalaron en la zona enel siglo XVII. Aunque es un linaje que seestá extinguiendo. El hijo único y lanuera de Benett Devlin murieron en un

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accidente de barco hace años. Su críosobrevivió y se mudó a casa de suabuelo, pero tuvieron una gran discusióny me suena que el chico acabóimplicado en un escándalo, o algo así.

Aquello me puso en alerta.—¿Qué tipo de escándalo?—Lo típico. Tenía malas compañías

y escogió a la mujer equivocada —resumió—. He olvidado los detalles.

Intenté recordar si había visto unaalianza en el dedo de Devlin. Estabaconvencida de que me habría fijado enalgo así.

—¿Y dices que el Devlin que hasconocido es policía? No te habrásmetido en un lío, ¿verdad? —bromeó mi

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tía.—No, no. Estoy trabajando como

asesora para el Departamento de Policíade Charleston.

—Santo Cielo, eso suena importante.Me miraba con una curiosidad

desvergonzada.—De hecho, por eso he venido aquí

esta tarde. Quería contárselo a mamáantes de que se enterara por otro lado.Han encontrado un cadáver en elcementerio donde estoy trabajando. Esuna víctima de asesinato.

—Por el amor de Dios —dijo mi tíacon una mano en el corazón—. Cariño,¿estás bien?

—Sí, estoy bien. En ningún momento

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estuve en peligro —aseguré, y preferícallarme el detalle del maletín robado—. Aunque es una colaboración externa,mi nombre ha salido en el artículo delPost and Courier de esta mañana. Mesorprende que no lo hayas visto.

—He pasado la noche aquí, con Etta.No he leído ningún periódico.

—De todas formas, el detectiveDevlin me ha pedido que esté presentedurante la exhumación, y he aceptado.

—¿Te refieres a que estarás allícuando desentierren el cadáver? —parafraseó la tía Lynrose mientrasestiraba el brazo—. Mira: me has puestolos pelos de punta.

—Lo siento.

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Atisbé un movimiento extraño tras larejilla metálica de la puerta y mepregunté cuánto tiempo llevaría mimadre escuchándonos.

—¿Mamá? ¿Necesitas que teechemos una mano?

—Ve a buscar a tu padre y dile que lacena está en la mesa.

—De acuerdo.Crucé el jardín delantero, en

dirección a la carretera, y oí el chirridode la puertecilla metálica. Miré porencima del hombro y vi que mi madre sehabía sentado en el porche. Estabacharlando con su hermana entresusurros, tal y como solían hacer cuandoera pequeña. Aunque, esta vez, estabaconvencida de que hablaban de mí.

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En lugar de caminar por la carreteraprincipal, preferí tomar un atajo yatravesar el bosque. Así llegaría a lazona más antigua del cementerio en unsantiamén. La valla estaba cerrada conllave, pero sabía dónde guardaba mipadre una copia.

Una vez dentro, cerré la puerta. Paseépor los senderos cubiertos de helechos yserpenteé por las cortinas plateadas demusgo negro que caían de los ángeles.

Había cincuenta y siete ángeles.Cincuenta y siete esculturas que

adornaban cincuenta y siete tumbasdiminutas. Habían sido víctimas de unincendio que arrasó un orfanato en 1907.

Los vecinos del condado decidieronorganizar una colecta para comprar el

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primer ángel y, desde entonces, cadaaño se añadía una escultura, con laexcepción del periodo de las dosguerras mundiales y el de la GranDepresión.

Cuando se colocó el último ángel enla tumba correspondiente, variasestatuas ya habían sufrido lasinclemencias del tiempo y otras tantashabían sido víctimas del vandalismourbano. Mi padre llevaba añosrestaurando las cincuenta y sieteesculturas, con poco más que pacienciay un conjunto de herramientas dealbañilería muy antiguas.

Cuando era una cría, aquellos ángeleshabían sido mis únicos amigos. Nohabía otros niños cerca de mi casa,

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pero, a decir verdad, no creo que lasoledad tuviera mucho que ver con eso.Era algo inherente en mí. Cuandoaparecieron los fantasmas, se convirtióen una constante.

El sol ya había comenzado adescender hacia el horizonte. Y en esepreciso momento encontré un clarorepleto de tréboles, y no pude evitartumbarme en el suelo. Me abracé lasrodillas y esperé.

Tras unos instantes, el viento sequedó inmóvil, un preludio de que elverano estaba muy cerca.

Y entonces ocurrió.Tras un hermoso destello de luz, el

sol desapareció tras las copas de losárboles, lanzando flechas doradas entre

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las hojas. El resplandor titilaba sobre lapiedra y, durante ese segundo, losángeles parecieron cobrar vida. Esaimagen siempre me dejaba sin aliento.

Mientras el crepúsculo tapaba con susuave manto todos y cada uno de losángeles, decidí esperar a mi padre. Alfinal, me levanté y me dirigí hacia lapuerta principal. Advertí una siluetaapoyada en la verja y empecé allamarlo.

Me quedé helada cuando me dicuenta de que no era él, aunque sí queconocía a quien había estado llamando.Era el fantasma que había visto cuandotenía nueve años. Estaba en terrenosagrado, lo que significaba que nosuponía una amenaza inmediata. Sin

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embargo, estaba aterrorizada. Despuésde tantos años, la presencia de aquelespíritu me resultaba amenazadora, unamanifestación de la inquietud que habíapuesto patas arriba mi pequeño reino.

Era tal y como lo recordaba: alto,delgado y con el cabello blancorozándole el cuello de su americana.Tenía una mirada glacial y un porte algosiniestro. Percibí otra presencia y mirépor encima del hombro.

Mi padre estaba detrás de mí.También tenía el cabello blanco, pero lollevaba muy corto. Su mirada eraapagada; su aspecto, distante; sinembargo, en ningún caso resultabaamenazador.

Parecía estar concentrado en un punto

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lejano, pero sabía que el fantasmatambién había llamado su atención.

—Tú también puedes verlo, ¿verdad?—susurré, y volví a echar un vistazo a lavalla.

—¡No lo mires!Ese tono severo me sorprendió, pero

fingí no reaccionar.—No lo estoy mirando.—Ven aquí —me ordenó. Me cogió

del brazo y me giró hacia los ángeles—.Sentémonos un rato.

Nos sentamos sobre el suelo, deespaldas al fantasma, tal y comohabíamos hecho cuando tenía nueveaños. Durante un buen rato, ninguno delos dos articulamos palabra. Pero

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advertí que él estaba tenso y, quizás,asustado. Sumidos en una absolutaoscuridad, empecé a tiritar de frío, asíque encogí las piernas y apoyé labarbilla en las rodillas.

—Padre, ¿quién es? ¿Qué es? —pregunté al fin.

Tenía la mirada pegada a los ángeles.—Un presagio…, un mensajero. No

lo sé.El frío se intensificó. ¿Un presagio de

qué? ¿Un mensajero de quién?—¿Lo has visto antes? Me refiero…

¿desde aquel día?—No.—¿Y por qué ha regresado? ¿Por qué

ahora, después de tantos años?

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—Quizá sea una advertencia —dijomi padre.

—¿Qué tipo de advertencia?Poco a poco, se volvió hacia mí.—Dímelo tú, cariño. ¿Ha ocurrido

algo?Y entonces lo supe. Algo había

ocurrido. Algo había cambiado en estemundo, y también en el más allá. Todohabía cambiado desde el momento enque John Devlin había aparecido entrela niebla.

Me abracé las piernas con másfuerza. No podía dejar de temblar.

Mi padre me rodeó el hombro con elbrazo y me preguntó:

—¿Qué has hecho, Amelia?

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En ese momento, era yo quien nopodía mirarle a los ojos.

—He conocido a alguien. Se llamaJohn Devlin. Es inspector de policía. Leacechan dos fantasmas, una mujer y unaniña. Anoche la niña fantasma vino a mijardín. Padre, sabía que podía verla ytrató de comunicarse conmigo. Y estamañana he encontrado un anillo diminutojusto donde la vi desaparecer.

—¿Qué has hecho con ese anillo?—Lo enterré donde lo encontré.—Tienes que deshacerte de él —

dijo. Y en ese instante percibí un tono devoz que nunca antes había oído. Nosabría cómo describirlo—. Tienes quedevolverlo al lugar de donde salió.

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Le miré sin dar crédito a lo queacababa de oír.

—¿Devolvérselo… al fantasma?—Lleva el anillo a donde la niña

murió. O a su tumba. Deshazte de él, ypunto. Y prométeme que no volverás aver a ese hombre nunca más.

—No es tan sencillo.—Sí, sí lo es —insistió—. Si rompes

las reglas, hay consecuencias. Y losabes.

La severidad de su voz hizo que mepusiera a la defensiva.

—Pero no he roto las reglas…—Aléjate de todos los acechados —

recitó—. Si tratan de localizarte,ignóralos y dales la espalda, pues son

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una terrible amenaza y no merecen tuconfianza.

Recordé a Devlin, adormilado en eldiván de mi despacho, nutriéndose de mienergía. No me atreví a contárselo.

—No debes permitir que ese hombreentre en tu vida —me advirtió—. Notientes al destino.

—Padre…—Escúchame, Amelia: existen entes

que nunca has visto. Fuerzas de las queni siquiera me atrevo a hablar. Son seresmás fríos, más fuertes y más hambrientosque cualquier otra presencia que puedasimaginar.

Contuve la respiración.—¿De qué estás hablando? ¿Te

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refieres a… espectros?—Los llamo «los otros» —susurró

con una voz que destilaba pena ydesesperación.

«Los otros.» El corazón me latía tanrápido que incluso me dolía.

—¿Por qué no puedo verlos?—Siéntete afortunada, cariño. Y

procura no dejarlos entrar. Una vez queabras esa puerta… no podrás cerrarla.

Bajé la voz.—¿Los has visto tú, padre?Cerró los ojos.—Sí —contestó—. Los he visto.

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Capítulo 8

El modo en que mi padre habíadescrito a «los otros», seres más fríos,más fuertes y más hambrientos quecualquier otra presencia que pudieraimaginar, me había aterrorizado. Decamino a casa, me puse a pensar por quéhabía escogido precisamente esemomento para explicarme aquello. ¿Porqué hablarme de otro reino de fantasmasque no podía ver?

¿Era porque temía el poder de loprohibido, la fascinación por lostabúes? ¿Quería asustarme para que mealejara de Devlin?

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Y habría funcionado si CamilleAshby no hubiera llamado por teléfonoal día siguiente.

O al menos eso quise creer.Aparte de ser mi actual jefa, era una

de las personas con más contactos deCharleston. Además de su puesto actualen la Universidad de Emerson, eramiembro de la junta directiva de casitodas las asociaciones para laconservación histórica de la ciudad. Suaprobación bien valía una mina de oro.Así que cuando llamó para que nosreuniéramos en el cementerio, no tuvemás remedio que aceptar la invitación.

Después de la advertencia de mipadre, la idea de volver a ver a Devlinme puso nerviosa, pero conseguí llegar a

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convencerme de que mi suposición,basada en que me había absorbido laenergía mientras dormía, no era más queuna rotunda tontería. Tan solo unfantasma podía nutrirse de la vitalidadhumana y, desde luego, Devlin no erauna aparición. Era un tipo de carne yhueso, atractivo y con un carisma algooscuro. La debilidad que había notadono era más que una manifestación físicade lo mucho que me gustaba.

Sí, me sentía atraída hacia él. Yapodía admitirlo, aunque jamás se lohabría reconocido a mi padre. La miradasigilosa de Devlin y su comportamientotan taciturno y melancólico eran doscualidades irresistibles para cualquierromántica empedernida como yo. A

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pesar de su aspecto moderno, tenía unaire anticuado que me fascinaba.

Una fusión embriagadora de Byron,Brontë y Poe con un toque demodernidad.

Y, como era de esperar, tenía unpunto débil, como todos los personajesficticios creados por esos autores. Eraun hombre acechado.

Por razones obvias, la niña fantasmame había impresionado mucho, pero nopodía dejar de pensar en la mujer.Todavía no sabía qué relación guardabacon la pequeña. Advertía ciertadistancia entre ambas, una desconexiónimpropia de un lazo materno-filial.Parecía más su guardiana que suprotectora materna.

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El asunto era muy retorcido, y teníamuchas preguntas al respecto. ¿Por quéla niña había acudido sola al jardín? Sihabía dejado el anillo con la intenciónde que yo lo encontrara…, en fin, ¿quésignificaba eso? ¿Tenía razón mi padre?¿Debía encontrar el modo dedevolverlo?

En ese momento, cuando ya habíanpasado un par de días desde su visita, laidea de comunicarme con un fantasma nome parecía tan aterradora. Y eso measustaba, pues sin duda estaría alentandoa la niña a volver a contactar conmigo.Pero lo más inquietante de todo era queuna parte de mí ansiaba descubrir quéquería decirme. En lugar de eso, deberíaestar pensando en cómo fortalecer mis

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defensas contra ella.Supuse que, al igual que sucede con

las pesadillas, la luz del día habíadiluido su poder y, puesto que micuriosidad natural me cegaba, tuve querecordar, una vez más, las normas uno ycuatro: no reconocer la presencia de unfantasma, y nunca, ni por asomo, tentaral destino.

Ojalá hubiera seguido esas normas.Si hubiera hecho caso a la advertenciade mi padre…

Pero una tarde de verano tanagradable como aquella invitaba a dejara un lado las dudas y los recelos, así queaparqué detrás de una fila de cochespatrulla y vehículos sin matricular, alfinal de la calle.

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Oak Grove no era un cementerio muyvisitado. Tiempo atrás, había uncaminito de tierra que conducía hacia lapuerta principal, pero la maleza se habíaapropiado del sendero, y ahora apenasse distinguía entre las enredaderas y layuca espinosa que, en un principio, sehabía plantado alrededor dedeterminadas tumbas para impedir quelos espíritus deambularan por elcementerio. Con el paso del tiempo, esavegetación se había extendido por todoslos muros, impidiendo así que losintrusos se colaran en el cementerio,aunque, por lo visto, no funcionaba conlos asesinos.

Me quité las sandalias y me calcé lasbotas, que siempre llevaba debajo del

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asiento del coche. Nunca me cansaba depasear por cementerios antiguos, a pesarde los peligros ocultos que escondían.En los cementerios del sur, era típicoencontrar tumbas hundidas o lápidasderruidas. Una vez mi padre me contóque había hallado un nido de serpientesde cascabel en un pequeño cementeriocerca de Trinity. Mató veintitrés en unsolo día.

Durante la etapa de limpieza de larestauración, solía encontrarme con todotipo de serpientes, lagartijas y tritones.Los reptiles normales y corrientes no mepreocupaban; de hecho, apenas lesprestaba atención. Pero las serpientesvenenosas me ponían histérica, como lasarañas. Así que, mientras avanzaba entre

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las malas hierbas, no aparté la miradadel suelo.

Un agente uniformado hacía guardiaen la entrada, y tuve que facilitarle minombre para que me dejara pasar.

Puesto que había llegado pronto parami reunión con Camille y no la vi porallí, pregunté por Devlin.

—Me está esperando —le dije alagente.

—Usted es la experta en cementerios,¿verdad? La puerta está abierta. No sesalga del camino y permanezca fuera dela zona acordonada.

Asentí.—¿Sabe dónde puedo encontrarle?—No, pero esto está muy tranquilo.

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Pegue un grito. La oirá.Le di las gracias y crucé el umbral,

dejando a mi espalda las gigantescaspuertas de hierro forjado. Una vezdentro, decidí quedarme quieta y mirar ami alrededor. No vi a Devlin; de hecho,no vi a nadie, pero no tenía intenciónalguna de violar la solemnidad delcementerio gritando como unaenergúmena. Mi padre me habíaenseñado a comportarme como unainvitada cuando entraba en uncementerio: «Respeta a los muertos,respeta la propiedad. No te lleves ni tedejes nada».

Pensé en la cesta de caracolas yguijarros que había recogido cuando eraniña del campo sagrado, en Rosehill.

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Nunca le revelé mi pequeño alijo ami padre, del mismo modo que habíapreferido no mencionar el episodio conDevlin en el despacho. Él no era elúnico que guardaba secretos.

En ese instante, el sol se escondiótras unas nubes y una agradable brisaempezó a soplar entre las tumbas.Arrastraba el murmullo lejano de unaconversación. Intuí que la policía estabaconcentrando a su equipo de búsqueda.

Me arrodillé sobre una piedracubierta de musgo para atarme el cordónde la bota y percibí una voz femenina alotro lado del sendero, seguida por untono más bajo y familiar.

¿Por qué el mero sonido de su voz mehacía sentir incómoda? No lo sabía. Mi

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primer impulso fue salir corriendo antesde que alguien pudiera verme. Pero nohice caso de mis instintos y me quedéclavada en el suelo. Entonces noimaginaba que esa decisión sería unpunto de inflexión en mi relación conDevlin. No tardaría en darme cuenta deque ese fue el momento en que abrí lapuerta sobre la que me había advertidomi padre.

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Capítulo 9

La presencia de Devlin me habíacogido por sorpresa, tanto que tardéunos segundos en reconocer la voz deCamille Ashby, y otros tantos en darmecuenta de que estaba escuchando unaconversación privada. Sin embargo,opté por disimular y me deshice elcordón de las botas para volverlo aanudar.

—… algún familiar o amigo debe deestar echándola de menos. Estoy segurade que alguno relacionará sudesaparición con la noticia que ocupa laprimera plana de todos los periódicos

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—explicaba Camille.—Esperemos.Una pausa.—Sea quien sea, no podemos

permitir que la relacionen con Emerson.Creo que comprende lo que quierodecir. Lo último que necesitamos es unperiodista entrometido que trate derelacionar este asesinato con el otro.

—Encontramos los dos cadáveres enel mismo cementerio —apuntó Devlin—. Es de esperar que haya ciertaespeculación al respecto.

Noté un suave hormigueo en la parteinferior de la espalda. ¿Habíanencontrado otro cadáver en Oak Grove?

Las voces estaban cada vez más

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cerca, así que me levanté e hice un pocode ruido sobre las piedras del senderopara avisarles de que andaba por allí.Pero, aun así, rodearon el monumentotras el que me había escondido; alverme, se quedaron mudos. No entendípor qué se sorprendierontanto, ni porqué el hecho de verlos juntos me hizosentir tan violenta. Sospecho que esoúltimo tenía algo que ver con el modo enque Camille rozó el brazo de Devlin alverme plantada en mitad del camino. Lafamiliaridad del gesto me dejó depiedra, porque el detective siempre mehabía parecido un tipo distante,inalcanzable e intocable. Por lo visto,Camille Ashby no tenía el mismoconcepto de él.

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Fingí no haberme percatado de esepequeño detalle ni de la miradacómplice que intercambiaron cuando mearmé de valor y decidí romper el hielo.

—Oh, hola. Precisamente la estababuscando.

—¿No llega un poco pronto? —preguntó Camille con voz tensa.

Devlin echó un vistazo al reloj.—Quedamos sobre la una, así que

llega justo a tiempo.Asentí, agradecida por cómo me

había defendido.—Por lo que veo, la búsqueda ya

está en marcha.Miró hacia el cielo y dijo:—Se está nublando. Queremos

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adelantarnos a la lluvia.—Entonces supongo que todos

deberíamos empezar a trabajar —añadióCamille con cierta brusquedad—. Si nole importa, me gustaría hablar conAmelia a solas.

—Ningún problema.Devlin se alejó varios pasos y sacó

su teléfono móvil.Intenté concentrarme en Camille,

pero notaba la mirada del detectiveclavada en mi espalda. Me observabacon intensidad, lo cual medesconcertaba. Además, no pude evitarpensar en lo poco que me habíaarreglado ese día. Llevaba la melenarecogida en una cola de caballo y, con lahumedad, se me había quedado lacia. El

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único cosmético que me habíamolestado en aplicarme era una cremacon factor solar del treinta, además delimprescindible repelente de insectos.Incluso en un lugar tan lúgubre como elcementerio, un estilo más elegante mehabría otorgado una mejor imagen.

Camille, en cambio, estabaespléndida.

—Lo siento, no quería interrumpirles—me disculpé.

—No pasa nada. De hecho, deberíadarle las gracias por llegar antes detiempo. La falta de puntualidad es muyhabitual en los tiempos que corren. Y esalgo que detesto —dijo. Relajó el ceñoy, poco a poco, abandonó su frialdad. Elacento de Camille me recordaba al de

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mi madre y mi tía, aunque no arrastrabatanto las vocales y ciertos sonidos lospronunciaba de forma más sutil.

Parecía distinta a las otras veces queme había reunido con ella en sudespacho. Siempre la había consideradouna mujer atractiva, pero la CamilleAshby que me había contratado pararestaurar el cementerio de Oak Grove sedistinguía por ser una mujer de edadindeterminada, estirada y remilgadatanto en los modales como en la formade vestir. De hecho, hasta entonces laveía como la personificación de unaniña de familia rica que había recibidouna educación impecable.

En cambio, aquel día aparentaba sermás joven, más descarada y, sin duda,

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mucho más cercana. Vestía una camisablanca y unos pantalones vaqueros muyajustados. Solía llevar una mediamelena lisa como una tabla, pero en esemomento, debido a la humedad que secernía sobre el cementerio, se le habíaondulado un poco, lo que la favorecíamuchísimo. Y, sin las gafas, me percatéde que tenía los ojos de un violeta muyintenso.

Devlin era su equivalente masculino,alto, esbelto y tremendamente atractivo.El día anterior no había podido ignorarlo bien que le quedaban la camisa y lospantalones; en ese momento, me fijé enla hechura experta de cada pieza de ropaque llevaba. Sin duda, invertía un buendinero en su armario. Una vez más, me

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di cuenta de que no era un detectivenormal y corriente. Tenía un pasado,unos antecedentes que me moría deganas por descubrir.

Yo era la única persona extraña allí;con aquellos pantalones militares y micamiseta de tirantes era evidente que noseguía ningún tipo de moda.

—Le pedí que nos reuniéramos aquí,en el cementerio, por un par de razones—empezó Camille—. Primero, necesitoque esté presente durante la búsqueda.No quiero que nadie cuestione nuestrosmétodos. Los sepulcros deben tratarsecon la máxima dignidad y respeto eneste proceso, tan horrendo y traumático.Y segundo… —continuó. Miró a sualrededor y frunció el ceño—. Si quiere

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que le sea sincera, me parece que lacantidad de trabajo que queda por haceres alarmante. Lo cierto es que esperabaver más progresos.

—Perdí casi toda una semana por lalluvia, justo antes de que esto ocurriera—le recordé.

—A pesar de la lluvia, o de otroscontratiempos, acordamos un plazo detiempo.

—Soy consciente de cuál es mi fechalímite, pero no puedo empezar lalimpieza hasta que me permitan entrarpara fotografiar la antigua sección. Nose puede proceder a la restauraciónhasta que dispongamos de un registroclaro y preciso del terreno.

Consideró el problema durante unos

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instantes.—¿Y si le consiguiera algo de

ayuda? ¿Podría avanzar con másrapidez?

Traté de mantenerme diplomática.—Los voluntarios siempre son

bienvenidos, pero antes de empezar atrabajar deben recibir una formaciónapropiada, lo cual lleva mucho tiempo.Créame, yo misma he visto a decenas depersonas que, a pesar de su buenaintención, se entrometen en un viejocementerio con sierras mecánicas yhachas, y que empiezan a talar árbolesancestrales sin reparo alguno y sinprestar atención a la estética o alsignificado simbólico.

—Sí, supongo que podría ser un

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problema —musitó.—Además, no creo que debamos

preocuparnos. No vamos tan mal detiempo y, en cuanto reanude mi tarea,podré contratar a alguien que me ayude.Es un cementerio pequeño. Una vez quela investigación haya concluido, lalimpieza será rápida.

—Usted es la experta. Ocúpese delos detalles, pero, por favor, no olvideque el trabajo debe finalizar a principiosdel primer semestre, ni un día más tarde.Este año es el bicentenario de Emersony el comité ha decidido incorporar OakGrove en el Registro Nacional.

Eso explicaba por qué, después detantos años de bochornoso abandono, eltiempo era esencial.

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Se me ocurrieron varias respuestas,pero preferí ser prudente y guardármelaspara mí. Ni siquiera me atreví apuntualizar lo difícil que sería incluir uncementerio, incluso uno tan antiguocomo Oak Grove, en la lista de lugareshistóricos del Registro Nacional.Camille Ashby sabía lo estrictos queeran los criterios a la hora de escoger uncementerio.

Así que esbocé una sonrisa y asentí.Le aseguré una vez más que, salvoposibles complicaciones, acabaría elproyecto a tiempo y dentro delpresupuesto.

Por suerte, a Camille le llegó unmensaje de texto y, mientras lo leía, sedistrajo de nuestra conversación.

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—Ha surgido algo —dijo con la vozentrecortada antes de guardar el teléfonoen el bolso—. Tengo que regresar aldespacho. Mandaré a alguien para quese ponga en contacto con usted y puedamantenerme informada de los progresos.

—De acuerdo —murmuré, aunque nohabía nada que odiara más que tener aalguien tras de mí vigilándome.

Miró de reojo a Devlin, que seguíapegado al auricular del teléfono.

—Dígale a John que ya le llamaré. Ytambién que… cuento con él. Ya sabrá aqué me refiero.

Se marchó a toda prisa. Estabamolesta conmigo misma por haberlepermitido intimidarme. Aunque carecíade otras cualidades, confiaba

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plenamente en mi pericia profesional,incluso en cementerios tan deterioradosy destrozados como Oak Grove.Arreglar tantos años de negligencia eracomo restaurar una pintura: requeríapaciencia, habilidad y una dedicacióncasi obsesiva.

Hacía dos años que había decididofundar mi propio negocio. Desdeentonces, había trabajado intensamentepara labrarme una reputación impecable.Nadie podía criticar mi preparación,pero mi edad y mi escasa experienciasolían jugar en mi contra, a pesar dehaberme pasado toda la infancia y laadolescencia aprendiendo a mantener ycuidar un cementerio.

Me consideraba una artesana

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dedicada, pero también era una mujer denegocios y, como tal, necesitaba labenevolencia y las recomendaciones dealguien como Camille Ashby cuandofinalizara el proyecto. Así que me traguémi enfado y decidí enviarleactualizaciones semanales, tanto escritascomo visuales, sin esperar a que me laspidiera.

De espaldas a Devlin, esperé a queacabara de hablar por teléfono. Al igualque había ocurrido las veces anteriores,enseguida noté que se había acercado.Se me erizó el vello de la nuca y tuveque frotarme las manos para deshacermede ese hormigueo incómodo.

Creí oír la voz de mi padresusurrándome: «Prométeme que no

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volverás a ver a ese hombre».Respiré hondo y, de forma

deliberada, le desobedecí. Lo siento,padre.

—¿Camille se ha marchado? —preguntó Devlin.

La había llamado por su nombre depila.

—Sí. Ha tenido que volver a sudespacho. Me ha encargado que le digaque le llamará y que… cuenta con usted.Me ha asegurado que ya sabría a qué serefería.

Devlin encogió los hombros, como siel mensaje no le pareciera importante,pero advertí un parpadeo de irritación,lo cual alimentó mi curiosidad por saber

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qué relación le unía a Camille Ashby. Sellamaban por su nombre de pila, así quededuje que no eran simples conocidos.Además, no podía olvidar cómo ella lehabía rozado el brazo. Era mayor que él,aunque no mucho. Sin embargo, para unamujer tan atractiva y seductora comoCamille, la edad no supondría ningúnproblema, sin duda.

—¿Algo va mal? —preguntó.—¿Qué? No…, lo siento. Estaba

soñando despierta.Me preguntaba si conocía el poder de

su mirada, si se imaginaba el efecto quetenía en mí. No podía apartar la vista deél, y quizás eso era otra advertencia. Encierto modo, era como un imán para mí,aunque no era culpa suya. Yo era la

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única responsable de mis actos. Nohabía hecho el viaje hasta el cementeriopara reunirme con Camille Ashby. Ellatan solo me había puesto las cosasfáciles. Había ido hasta allípersiguiendo lo prohibido. Nunca habíahecho algo tan imprudente y temerarioen toda mi vida.

Varios agentes se aproximaron anosotros y traté de apaciguar misnervios centrando toda mi atención enellos.

—Debe de ser como buscar una agujaen un pajar —murmuré—. ¿No esposible que la lluvia haya eliminadocualquier prueba física, como huellasdactilares o manchas de sangre?

Tantos años de autodisciplina me

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habían servido para hacer que mi vozsonara normal, aunque el corazón melatiera a mil por hora.

—No todas. Siempre queda algo. Tansolo tenemos que seguir buscando, hastaencontrarla.

—¿Y si no la encuentran?Una vez más, cruzamos las miradas y

sentí un escalofrío por todo el cuerpo.—Entonces dejaremos que sea ella

quien nos guíe hasta el asesino.—¿Ella?—La víctima. Los muertos tienen

mucho que decir si uno está dispuesto aescucharlos.

Era irónico. De repente, me vino a lamente la imagen de la niña fantasma,

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tirándole del pantalón, pateándole lapierna, haciendo todo lo posible porllamar su atención. ¿Qué quería decirle?¿Y por qué él no la escuchaba?

También había acudido a mí, perotenía buenas razones para rechazarla. Mipadre no estaba equivocado. Conocíamuy bien las consecuencias de romperlas normas. Reconocer que veía a lapequeña era como invitarla a entrar enmi vida. De ese modo, le ofrecía micalor y mi energía como sustento. Con eltiempo, pasaría a ser un esqueletoviviente. Daba igual lo que quisiera demí, tenía que protegerme a toda costa.Para seguir a salvo, debía distanciarmede Devlin y de sus fantasmas.

Y, sin embargo ahí estaba, cautivada

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por su cercanía.Se giró para echar un vistazo al

cementerio. Parecía tan absorto que, porun segundo, me dio la impresión de quese había olvidado de mi presencia.Aproveché la oportunidad para estudiarsu perfil, persiguiendo la línea de sumandíbula hasta la barbilla. Me detuveen ese punto sombrío y sensual, justodebajo del labio, donde tenía unacicatriz que caracterizaba su perfil casiimpoluto. Por alguna razón, esaimperfección me hipnotizaba. Cuantomás intentaba desviar la mirada, másatracción sentía.

—Tengo que confesarle algo —anuncié.

Al principio creí que no me había

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oído, pero luego se dio media vuelta yalzó una ceja. Estaba claro que leinteresaba lo que tenía que decirle.

—Este mediodía, al llegar, le he oídohablar con la doctora Ashby. Le estabacomentando que aquí habían descubiertootro cadáver.

No alteró la expresión, pero noté sucautela, como un animal en busca de unaposible amenaza.

—¿Y qué quiere saber?—¿Cuándo ocurrió?—Hace años —respondió de forma

imprecisa.Una respuesta tan imprecisa no hizo

sino aumentar mi curiosidad. Aqueldetective aún no lo sabía, pero mi

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insistencia a veces podía rozar laobsesión.

—¿Atraparon al culpable?—No.—¿Es posible que los dos asesinatos

estén relacionados? Tan solo lopregunto —me apresuré a añadir—porque voy a pasar mucho tiempotrabajando sola precisamente aquí. Ytodo este asunto es un poco perturbador.

Permaneció impasible, sin mover unsolo músculo.

—Después de quince años, no meatrevería a asegurar que estánrelacionados, pero no le aconsejo quevenga sola. Aunque se encuentra dentrode los límites de la ciudad, este

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cementerio está bastante aislado.—Y los cementerios metropolitanos,

en especial los más remotos, son comoun imán para los criminales —apunté.

—Sí, exacto. ¿No tiene a alguien quela ayude? ¿Un asistente o algo así?

—Tendré mucha ayuda durante laetapa de limpieza. Hasta entonces,andaré con cuidado.

Pareció que quería decir algo más,pero, en lugar de continuar, se dio mediavuelta.

—¿Puedo preguntarle algo?—Sí.Otra vez ese titubeo. Esa misma

cautela encubierta.—He pasado horas y horas

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investigando Oak Grove, y hasta hoy nome había enterado de que se habíaproducido otro asesinato justo aquí.¿Cómo es posible?

—Quizá no haya mirado en el lugarapropiado.

—Lo dudo. Siempre busco toda lainformación disponible sobre elcementerio que voy a restaurar. Y no merefiero únicamente al registro delcondado o a la biblioteca de la iglesia.Paso muchas horas releyendo losarchivos de periódicos.

—¿Y qué sentido tiene?—Es difícil de explicar, pero

sumergirme en la historia meproporciona una perspectiva única.Restaurar no solo consiste en cortar

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malas hierbas y fregar lápidas, sino enrecomponer.

—Es evidente que es una apasionadade su trabajo.

—Tendría que dedicarme a otra cosasi no fuera así, ¿no cree?

Devlin por fin desvió la mirada, loque me hizo sentir más cómoda.

—Supongo que sí —murmuró conuna voz suave como la seda.

—Sobre ese cadáver… —meaventuré a decir.

Cambió de tema con desgana.—No ha encontrado nada en los

periódicos por una razón.—¿Y cuál es?—Ciertas partes, incluida la familia

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de la chica, aunaron esfuerzos para quelas investigaciones no salieran a la luz.

—¿Y cómo lo lograron?—En esta ciudad, todo funciona por

contactos, sobre todo en asuntos queafectan a la clase alta. La gente conpoder e influencias tiende a ocultar sushistorias.

Su voz desveló un viejo desdén, yrecordé el comentario de mi tía sobrelos Devlin del sur de Broad, una familiaadinerada y aristocrática cuyas raíces seremontaban a la fundación de la ciudad.Tal vez ese desprecio a la clase altatenía algo que ver.

—En el momento del asesinato, eljefe de policía, el alcalde y el editor delperiódico local más importante de la

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ciudad eran alumnos de Emerson —apuntó—. Un asesinato dentro de suspropiedades habría dañado, y mucho, lareputación de la propia universidad.

Me rasqué la parte interior del codo,donde un mosquito me había picado,justo en la zona donde no me habíaaplicado loción antimosquitos.

—Pero ¿por qué la familia de lavíctima participaría en un encubrimientocomo ese?

—Los Delacourt representan unasuerte de realeza de Charleston. La clasealta de esta ciudad está dispuesta aevitar un escándalo a toda costa. Hesido testigo de muchas irregularidades.Aun así, cada vez que veo hasta dóndeson capaces de llegar para proteger el

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apellido de la familia, me quedo atónito.—¿Incluso encubrir un asesinato?—Si ese asesinato conlleva

humillación y desgracia para la familia,sí. Afton Delacourt era una chica dediecisiete años a la que le gustabamucho la fiesta. Una joven promiscuaque buscaba emociones fuertes yconsumía drogas y alcohol. Hay quienesdecían que coqueteaba con… ciertaclase de misticismo, por así decirlo. Locierto es que ese caso es carne de cañónpara la prensa más sensacionalista.

Había algo en su voz, en esa miradacautelosa, que me aceleraba el pulso.

—¿A qué se refiere con quecoqueteaba con el misticismo? ¿A untablero güija?

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—Algo más oscuro que eso.—Más oscuro… ¿Cómo?Pero no respondió.—¿Cómo murió exactamente? —

insistí.—Créame, no quiera conocer los

detalles —contestó en voz baja.Recordé su reacción el primer día

que, en el cementerio, le habíapreguntado sobre la causa de la muerte.Me preguntaba si su reticencia adivulgar cierta información relacionadacon los asesinatos, tanto antiguos comorecientes, se debía a su discreciónprofesional o si su educación ypersonalidad tenían algo que ver con laprudencia con que respondía a mis

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preguntas. La verdad era que me parecíaun hombre un poco chapado a la antiguaque aplicaba su papel de protector másallá de sus obligaciones como policía.

Era extraño, pero esa actitudanticuada no me ofendía. De hecho, es lafantasía de toda adolescente que, durantelargos y solitarios años, se haalimentado a base de Jane Eyre y Mr.Rochester, de Buffy y Angel. De todasformas, estaba decidida a enterarme detoda la historia. Al parecer, Devlin lointuyó, así que, para mi sorpresa,prosiguió sin que tuviera que insistirlemás.

—¿Qué sabe de las sociedadessecretas de los campus universitarios?

—No mucho, en realidad. He oído

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hablar de Calavera y Huesos. Tambiénsé que ese tipo de organizaciones sueleutilizar imágenes mortuorias y que susemblemas y símbolos a veces aparecentallados en lápidas antiguas.

—La simbología no es algo arbitrario—añadió—. La mayoría se usa paracrear una sensación de seriedad, inclusopara intimidar.

—¿La mayoría?Aunque no se movió ni un ápice, noté

una sutil tensión en los músculos de lamandíbula, un cambio casiimperceptible.

—La sociedad de Emerson esconocida como la Orden del Ataúd y laZarpa. Goza de una larga tradición en elcampus. Los compromisos heredados se

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remontan a generaciones anteriores. Hayquien piensa que antes de sufallecimiento, Afton Delacourt se lio conun zarpa. Este la engatusó para acudirhasta el cementerio y la asesinó en unaespecie de ritual de iniciación.

Entre los viejos robles se colaba unabrisa húmeda que, en aquel momento,me pareció tan siniestra como tocar uncadáver helado.

—¿Le arrestaron?—Nadie sabe quién era y, por

supuesto, ningún miembro de la ordentraicionaría a uno de los suyos. Lalealtad se valora, aunque no tanto comola discreción.

—¿Se valora? ¿Ese grupo todavíaexiste?

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—Después del asesinato, la propiauniversidad denunció a la orden, peromuchos opinan que, en vez dedisolverse, la organización se unió másen la clandestinidad. Actualmente,siguen presentes en el campus, como unasombra.

No sé si lo percibí en su voz o fuepor otra cosa, pero, de repente, los datosencajaron.

—Las personas que ha mencionadoantes…, el jefe de policía, el editor delperiódico, el alcalde…, ¿eran zarpas?

—Como ya he dicho, la pertenencia ala orden es uno de los secretos mejorguardados.

—Pero tiene sentido, ¿verdad? Noocultaron el asesinato para salvar la

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reputación de Emerson, sino paraproteger a otro zarpa —aventuré. Meanimaba saber que estaba dando en elclavo—. Ahora entiendo por qué ayerpor la mañana vino a mi casa con suretahíla de preguntas sobre simbolismose imágenes lapidarias. Piensa que elautor de este último crimen pudiera estarrelacionado con la orden.

No tuvo la oportunidad de responder.Alguien gritó su nombre y Devlin segiró.

—¡Estoy aquí!—¡Hemos encontrado algo! —

respondió el policía—. ¡Tiene que venira verlo!

—Espere aquí —dijo por encima delhombro, y siguió el sendero del

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cementerio.Y esperé… pero no mucho. No pude

resistir la tentación de seguirle entre eldesorden de lápidas que reinaba en laparte más antigua del cementerio.

Tras cruzar unas enormes arcadas,vislumbré un tejado puntiagudo en elhorizonte. El mausoleo Bedford era elmás antiguo del cementerio. Seconstruyó en 1853, en conmemoracióndel fallecimiento de Dorothea PrescottBedford y su descendencia. Era de estiloneogótico. En lo más alto se podían veruna serie de cruces. El cuerpo de laestructura había sido tallado en la piedrade un altozano, lo que lo hacía único.Los terrenos elevados eran muy pococomunes en esa parte del país. De

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hecho, por eso Oak Grove me parecíatan inquietante. Era como si latopografía no encajara.

Al adentrarme en la parte más oscura,la temperatura descendió en picado. Lascortinas de musgo rizado bloqueaban lamayor parte de la luz, lo que permitíaque los tentáculos de hiedra seenroscaran alrededor de estatuas ymonumentos, todos ennegrecidos por elliquen. Allí donde los rayos lograbancolarse, las gotas de rocío titilabancomo cristales sobre filodendrosgigantes. Era como sumergirse en elcorazón de una prístina selva amazónica.

Perdí de vista a Devlin, pero, cuandome fui acercando al final del descuidadosendero, empecé a oír de nuevo su voz.

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Andaba por la parte derecha delmausoleo. Mientras trataba de zafarmede una vid silvestre, le localicé. Estabajunto a un grupo de hombres embarradosque llevaban la camiseta sudada y elpantalón manchado de lodo hasta lasrodillas, reunidos alrededor de unatumba marcada con una lápidarectangular.

Poco a poco, me acerqué. Esperabaque, en cualquier momento, Devlin sediera la vuelta y me ordenaramantenerme alejada. Pero ni siquieracuando me coloqué a su lado musitópalabra alguna.

Tenía la mirada puesta en aquellatumba, observando lo que había llamadola atención de sus hombres.

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Y entonces lo vi.El esqueleto de una mano

asomándose por las hojas secas, comoun azafrán que hubiera brotadodemasiado temprano.

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Capítulo 10

Al cabo de una media hora, elcementerio estaba abarrotado. Agentesde paisano y policías uniformadosespantaban mosquitos y se secaban elsudor de la frente cuando por finlograban salir de la maleza que rodeabael último descubrimiento. Eranprofesionales, así que mantenían unadistancia prudente mientras la forensedel condado de Charleston, una chicadiminuta y pelirroja llamada ReginaSparks, analizaba los restos. Nuncahabía conocido a alguien a quien lepegara tan bien su propio nombre.

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Aunque estaba inmóvil junto a la tumba,aquella mujer irradiaba una especie deenergía desenfrenada que contradecía suporte aparentemente sereno y sosegado.

Preferí retirarme de la escena delcrimen, hasta un lugar donde pudieraobservar sin molestar. Tras consultarcon algunos de sus colegas, Devlin vinoa buscarme.

—¿Está bien?—Todo lo bien que una puede estar

en estas circunstancias —admití. Noquería decir nada sobre los terriblespensamientos que rondaban por micabeza—. Esto no es una coincidencia,¿verdad? ¿Y si hay otros cadáveres quetodavía no han hallado? ¿Y si fuera elprincipio de algo…?

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Intenté encontrar la palabra másapropiada, pero no conseguí dar conella.

—Ya sabe a lo que me refiero.La expresión de Devlin seguía siendo

precavida, pero percibí una ansiedadque en absoluto alivió mi temor.

—No nos precipitemos, esperemos atener todas las pruebas para llegar a unaconclusión. Me gustaría hacerle algunaspreguntas sobre Oak Grove. Necesitoconocer cierta información sobre estelugar, y usted es la única que puedeayudarme.

Asentí. Por fin podía hacer algo útil.—¿Qué es lo primero que hace

cuando acepta un encargo como este?

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La pregunta me pilló un poco porsorpresa, pero respondí sin titubeos.

—Paseo por todo el cementerio,incluso antes de empezar a tomarfotografías.

—Deduzco, entonces, que tambiénhabía visitado esta parte, ¿verdad?

—Sí, había caminado por aquí. Justoel viernes pasado, cuando se desató latormenta, empecé a tomar las primerasfotografías.

—¿Se fijó en si había algo fuera delo habitual?

Miré de reojo los restos delesqueleto.

—Nada parecido a eso, se loaseguro.

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—Me refiero a algún detalle extraño,como la lápida mal orientada de la queme habló ayer. ¿Vio algo más?

—No que yo recuerde.El detective arrugó la frente.—¿No se acordaría de algo así?—No necesariamente. Ya se lo dije

ayer, una lápida colocada al revés no estan inusual, todo depende del contexto.Las características de Oak Grove, encambio, sí me parecieronextraordinarias.

—Como por ejemplo…—Siete tumbas con sarcófagos

desmontables y con las tapas todavíaintactas. Son muy poco frecuentes, sobretodo en Carolina del Sur.

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—¿Qué es un…? ¿Qué acaba dedecir?

—Un sarcófago desmontable, tal ycomo suena. Una tumba horizontal enforma de caja. Se tallan unas ranuras enla tapa para que encajen con las piezasverticales y la pieza inferior. Solo me hetopado con este tipo de tumbas en elnoreste de Georgia. Y, por supuesto, nopodemos olvidarnos del mausoleoBedford.

Me di media vuelta y estudié lastorres y las puntas, que apenas podíandistinguirse entre la exuberantevegetación.

—Está construido sobre una ladera,de modo que, dependiendo de dóndeesté uno, es invisible.

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—¿Es artificial?—¿La ladera? No hay otra

explicación. Toda la estructura estácubierta de kudzu, así que no puedodecirle mucho más. Ese tipo de cosasfue lo único que me llamó la atención.No recuerdo otras lápidas malorientadas, aunque podría haber más.Tendríamos que rastrear el cementeriopara asegurarnos.

—No sería mala idea —murmuró.Y entonces apareció Regina Sparks,

con la piel reluciente por la sudoración.Se levantó la melena y se abanicó lanuca con la mano.

—Tengo un calor de mil demonios.Debe de haber una humedad del cien porcien. —Me miró de arriba abajo con una

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sonrisa amable—. No me puedo creerque por fin nos conozcamos. ReginaSparks.

—Amelia Gray.—Es la experta de la que le hablé el

otro día —añadió Devlin.Regina le observó durante un

instante. Por lo visto, ella tampoco erainmune al magnetismo de Devlin.

—¿A la que llaman «la Reina delcementerio»?

—Sí… ¿Cómo lo ha sabido?El hecho de que conociera mi apodo

me avergonzaba y me gustaba al mismotiempo.

—Mi tía vive en Samara, Georgia.Me envió el vídeo de su entrevista y del

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«fantasma» —explicó—. Fue la noticiamás comentada de los últimos cuarentaaños. No dejaba de hablar de eso.

—El mundo es un pañuelo —musité.—Hablo en serio. Espere a que se

entere de esto. No tendrá un calco deuna lápida o algo parecido para firmarun autógrafo, ¿verdad?

—Eh, no, lo siento. Y, por cierto, norecomiendo el uso de calcos. El procesopuede dañar la lápida.

—¿De veras? Qué lástima, se habríapuesto como loca de contenta con algoasí.

—¿Le importa? —interrumpió Devlin—. Si no es mucho pedir, me gustaríaescuchar su evaluación inicial.

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—¿De Amelia? —bromeó Regina, yme guiñó el ojo—. Una chicaencantadora que hace maravillas con unacámara.

—Me refiero a los restos —puntualizó él con sequedad.

—Oh, eso. Más muerto que muerto.Las ocurrencias de Regina no

cuadraban con un tipo como Devlin. Élse centraba en su trabajo y, desde que leconocía, no había visto ni el menoratisbo de una sonrisa. Pero losacechados por fantasmas suelen tener uncomportamiento triste, inclusoamargado. Nadie puede culparles.

Regina dejó las bromas a un lado yadoptó un semblante más serio.

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—No tenemos mucho con quetrabajar, la verdad. Ni siquiera puedoasegurar que se trate de un entierroindiscreto. La mano parece estar limpia,maldita sea. Ni un músculo niligamentos. Tan solo hueso. Pobredesgraciado, debe de llevar años ahí.

—Desgraciada —dije. Los dos memiraron con las cejas arqueadas—. Silos huesos pertenecen al cadáveroriginal, los restos deben de ser de unamujer.

—No me diga —susurró Regina antesde aplastar un mosquito. El brazo lequedó manchado de sangre. De formadistraída, se limpió la mano en losvaqueros—. Me pica la curiosidad.¿Cómo ha llegado a esa conclusión? La

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inscripción de la lápida es ilegible.—Si se fija en la parte superior de la

piedra, verá un motivo floral…, unarosa. Siempre se utiliza para representarla femineidad. La rosa puede apareceren forma de capullo, o de flor, lo cualindica la edad de la difunta. Un capullo,una niña menor de doce años. Siempieza a florecer, una adolescente, yasí sucesivamente. Una rosa en plenafloración junto a un capullo suelenrepresentar el entierro conjunto de unamadre y su hija. En esta lápida enparticular solo vi una rosa en plenafloración.

Regina se volvió hacia Devlin.—Supongo que no la llaman la Reina

del cementerio porque sí.

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—Parece obvio —murmuró Devlin.En la sombra, sus ojos parecían tannegros como un tizón—. ¿Algo más quepueda decirnos?

—Sí, aunque teniendo en cuentanuestra anterior charla, puede ser unacoincidencia. Si se fijan aún másatentamente, distinguirán la silueta deuna efigie alada. No es una calavera,sino un querubín, un símbolo bastantecomún en el siglo XIX.

—Me he perdido —reconocióRegina, que no dejaba de rascarse lapicadura del mosquito.

Le expliqué la versión reducida.—La calavera, la cabeza de un

muerto, se utilizaba para representar losaspectos más adustos de la muerte, como

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la mortificación y la penitencia. Sinembargo, los querubines simbolizan unavisión más esperanzadora, como el almaen vuelo o el ascenso hacia el Paraíso.

—El alma en vuelo —repitió Devlin,pensativo—. ¿Como la pluma de aquellaotra tumba?

Ahí estaba: un lazo que unía elcadáver de la noche anterior y los restosdescubiertos hacía menos de una hora.Nadie pronunció palabra alguna, peroestaba convencida de que todosestábamos pensando lo mismo.

Regina no dejaba de mirar a todoslados.

—¿Y bien?Devlin no tardó en contarle los

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detalles de nuestra conversación. Reginale escuchaba con el ceño fruncido.

—Debo de admitir que nunca me heparado a pensar en cómo adornan laslápidas, pero, teniendo en cuenta que esun cementerio cristiano, ¿no es bastantecomún que aparezcan alas, plumas yquerubines?

—No es extraño —coincidí—. Sobretodo en un cementerio tan antiguo comoOak Grove. Si bien cada época de lahistoria utiliza imaginería distinta,existen ciertos símbolos que se repitenuna y otra vez. Tan solo evolucionan.

Regina se dirigió a Devlin.—¿De veras cree que ambos

crímenes están relacionados?

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—No quiero precipitarme, prefieroesperar. Es demasiado temprano paracreer que esos símbolos son algo másque una observación interesante.

—Sí, interesante sí que es, sí —confirmó Regina. Después me miró ypreguntó—: ¿Tiene algo más paranosotros?

—Solo eso. Si los huesos son losoriginales, deberán notificarlo a laarqueóloga del estado. Los restos demás de cien años están bajo sujurisdicción. Se llama Temple Lee.Puedo ocuparme de contactar con ella,si quieren.

Regina se encogió de hombros.—No estará de más. Necesitaremos a

Shaw para exhumar el cuerpo. Después

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tendremos que buscar a un entomólogopara que nos eche una mano y determineel IPM.

—¿Qué es el IPM?—El intervalo post mortem. El

tiempo transcurrido desde la muerte.—Creí que Shaw seguía en Haití —

dijo Devlin.Regina no tardó ni un segundo en

sacar el teléfono del bolsillo.—Solo hay un modo de averiguarlo.Se alejó varios metros para hacer la

llamada, dejándome una vez más a solascon Devlin.

—¿Está hablando con el mismísimoEthan Shaw?

Parecía sorprendido.

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—Sí. Es el antropólogo forense conquien solemos colaborar en este tipo decasos. Supongo que lo conoce, ¿no?

—Le conocí hace tiempo, a través desu padre.

—¿El cazafantasmas?—Rupert Shaw es más que un

cazafantasmas. Dirige uno de losinstitutos de estudios parapsicológicosmás respetados de todo el estado —puntualicé.

—Menuda promoción —dijo Devlin—. No me diga que cree en esapalabrería.

—Intento tener la mente abierta.¿Conoce al doctor Shaw?

—Nuestros caminos se han cruzado

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en alguna ocasión.Algo en su voz me puso en alerta.—¿Profesionalmente?—Mire, es probable que yo no sea la

persona más apropiada para hablar deRupert Shaw. Creo que es un chiflado yun farsante, aunque no me sorprende quese haya labrado un nombre en estaciudad. Los habitantes de Charlestonsienten debilidad por todo lo excéntrico.

—Excepto usted.De pronto, se le oscureció el rostro.—No suelo apostar por algo que no

puedo ver con mis propios ojos.Algo me decía que dejara el tema

pero, por lo visto, no estaba dispuesta aescuchar ninguna advertencia, lo cual

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parecía haberse convertido en unacostumbre.

—¿Y qué hay de las emociones?Miedo, soledad, avaricia. O inclusoamor. Que no puedan verse, o tocarse,no significa que no existan.

Se quedó de piedra. Y entoncesobservé un titubeo, una oscuridad queme hizo estremecer. Acto seguidosacudió la cabeza, como si quisieralibrarse de esa sensación.

—Deje que le dé un consejo deamigo sobre Rupert Shaw: no sé quétipo de asuntos se han traído entremanos, pero le recomiendo que se andecon mucho cuidado.

—Agradezco su preocupación, pero,a menos que pueda facilitarme datos más

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concretos que su menosprecio por laprofesión del doctor Shaw, no veo lanecesidad de cambiar mi opinión sobreél. Siempre ha sido muy amableconmigo.

—Allá usted —farfulló.Di por sentado que, con esa frase,

había cerrado el tema, pero de repenteme cogió por el brazo y me apartó haciala penumbra, donde nadie podría oírnos.Estábamos tan cerca que inclusopercibía el olor a cementerio en su ropa.No era el hedor a putrefacción de lamuerte, sino el aroma sensual de unjardín secreto.

Qué injusto, pensé. Se suponía que elcementerio era mi terreno. ¿Por qué erayo a quien le costaba respirar? ¿Por qué

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era a mí a quien se le ponía la piel degallina?

Él debió darse cuenta de que mesentía incómoda, porque enseguida mesoltó el brazo.

—Antes me ha preguntado sobre unarresto por el caso del asesinato deAfton Delacourt. No imputaron a nadie,pero interrogaron a Rupert Shaw.

—¿Por qué?—En aquella época trabajaba como

profesor en la Universidad de Emerson.Impartía clases sobre las distintasprácticas de enterramiento, ritualesfunerarios primitivos, y ese tipo decosas. Tras el asesinato de Afton,algunos de sus estudiantes acudieron aDirección y contaron que habían asistido

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a varias sesiones espiritistas en casa deShaw y en un mausoleo ubicado aquí, eneste cementerio. Decían que tenía unateoría sobre la muerte y que estabaobsesionado con demostrarla.

—¿Que consistía en…? —presioné.—Según Rupert Shaw, cuando

alguien muere, se abre una puerta quepermite a cualquier observadorvislumbrar el otro lado. Cuanto máslenta sea la muerte, más tiempopermanece abierta la puerta. Así, unopuede pasar al otro lado y regresar atiempo.

De repente oí la voz de mi padreresonar en mi cabeza: «Una vez queabras esa puerta… no podrás cerrarla».

Asustada, le miré directamente a los

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ojos.—¿Y qué tiene que ver esa teoría con

Afton Delacourt?Devlin se quedó impasible.—Sufrió tales torturas que su muerte

fue muy, pero muy lenta.—Eso es horrible, pero no demuestra

que…—Encontraron el cadáver justo en el

mausoleo donde, presuntamente, Shawhacía sus sesiones de espiritismo.

No pude rebatir eso. De repente, seme secó la boca.

—No afirmo que sea culpable denada —añadió Devlin—. Tan solo ledigo que tenga cuidado. No se impliquedemasiado, y vigile ese instituto que

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dirige.Hacía menos de cuarenta y ocho

horas que nos conocíamos, pero eraevidente que John Devlin era un tantoentrometido en relación con mis asuntospersonales.

—¿Cómo es que sabe tanto sobre eseasunto? —pregunté, incómoda—. Ustedmismo ha reconocido que lainvestigación no salió a la luz pública, ydeduzco que, por aquel entonces, erademasiado joven como para formarparte del cuerpo de policía.

—Mi esposa era una de lasestudiantes de Rupert Shaw —dijo envoz baja.

Después se dio media vuelta y semarchó.

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Capítulo 11

Un millón de preguntas giraban comoun torbellino en mi cabeza. Quería sabermás sobre la esposa de Devlin, acercade sus fantasmas, pero preferíquedármelas para mí. Observé aldetective caminando por el cementerio,en dirección a Regina Sparks. Quizá noestaba preparada para escuchar lasrespuestas. Tenía la esperanza de que, siseguía siendo un desconocido para mí,conseguiría mantener cierta distancia.

Nada más lejos de la realidad, porsupuesto. Después de todo, nuestrosdestinos ya se habían cruzado. Pero

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todavía no lo sabíamos.Con mucho esfuerzo, conseguí

centrarme en otras cosas y regresé alcoche. No sabía qué opinar respecto a loque acababa de averiguar sobre AftonDelacourt, pero empezaba a temerme lopeor. El hallazgo de tres cadáveres en elmismo cementerio no podía ser unasimple coincidencia, aunque hubierantranscurrido varios años entre losdistintos asesinatos. Sin embargo, si losrestos de huesos pertenecían al sepulcrooriginal, podría llegar a aceptar que lasdos muertes, la de Afton y la de laúltima víctima, eran fruto de unacasualidad. Tal y como Devlin habíaseñalado, quince años eran muchotiempo, y un cementerio abandonado era

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un lugar más que propicio para ocultarun cadáver.

La única certeza que saqué de todaslas revelaciones de Devlin fue suantipatía por Rupert Shaw. En miopinión, su juicio no podía ser máserróneo.

Había conocido al doctor Shaw pocodespués de mudarme a Charleston.Alguien le había enviado el vídeo deSamara y, a través del blog, se puso encontacto conmigo. Desde entonces, nosenviábamos correos electrónicos eincluso en una ocasión cenamos juntos.De hecho, gracias a uno de susinvestigadores asociados encontré lacasa en la avenida Rutledge. Solo poresa razón, tenía una opinión favorable

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de él, no como Devlin.Tras atravesar unas hierbas más altas

que yo, corrí hacia mi todoterreno enbusca del móvil. Estaba escondido entremi asiento y la pequeña guantera, detrásdel cambio de marchas. Imaginé que seme había caído del bolsillo mientras mecalzaba las botas.

Temple no estaba en su despacho, asíque le dejé un escueto mensaje en elcontestador para explicarle la situacióny pedirle que me devolviera la llamadalo antes posible.

En cuanto cerré la puerta del coche,me fijé en un tipo que estaba apoyadojusto en el vehículo aparcado delantedel mío. Aunque estaba nublado, llevabagafas de sol. Se estaba tapando la boca

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con la mano, así que no pude distinguirsus rasgos. Pero le reconocí deinmediato. Era el mismo hombre quehabía visto en Battery el día anterior.

Y en ese momento estaba aquí, enOak Grove.

Eché un vistazo al otro lado de lacalle, donde un agente de uniformehablaba por radio fuera del cochepatrulla. Al oír el ruido de latransmisión me tranquilicé, pues estabalo bastante cerca como para oírmegritar, si es que surgía la necesidad.

Rodeé mi todoterreno y, por elrabillo del ojo, vi que el desconocidolevantaba la cabeza.

—¿Amelia Gray?

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Se me dispararon todas las alarmas.—¿Cómo es que sabe mi nombre?—Lo he visto en el periódico —

contestó—. Soy Tom Gerrity.En vez de estrecharme la mano, se

cruzó de brazos y se reclinó sobre elvehículo. Por lo visto, estaba cómodo ytranquilo. No podía decir lo mismo demí.

—¿Nos conocemos?—No, pero la he visto alguna que

otra vez.—¿Como ayer por la mañana, en

Battery?Dibujó una sonrisa.—Me halaga que se acuerde.Volví a mirar al policía. Seguía

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hablando por radio, igual de cerca.Gerrity me observaba detenidamente.

Me desconcertaba no poder mirarle alos ojos, aunque la parte visible de surostro era, sin duda alguna, atractiva.Era más apuesto que Devlin, pero notenía su encanto, así que no suponía unaamenaza para mis reglas.

En ese momento pensé que el destinotenía un sentido del humor algo peculiar.Cuando por fin había conocido a unhombre que me despertaba un deseocarnal, resultaba que le acechabanfantasmas.

Sin embargo, no podía distraermepensando en eso. Tom Gerrity me habíaestado siguiendo, y debía averiguar porqué.

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—¿Qué quiere, señor Gerrity?—Directa al grano —dijo—. Me

gusta. Lo que quiero, señorita Gray, esuna vía directa con el departamento depolicía.

Le miré sin disimular mi sospecha.—¿Una vía directa? ¿Es periodista?

¿Realmente espera que le paseinformación sobre la investigación?Porque eso no va a ocurrir.

—No soy periodista, y no buscoinformación. Quiero que le dé a JohnDevlin un mensaje de mi parte.

Señalé el cementerio.—Todavía está ahí. Puede decírselo

usted mismo.—Hay un guardia en la puerta. Jamás

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me permitiría pasar.—Pero si tiene información…—Da lo mismo. En este mismo

momento, soy persona non grata para eldepartamento de policía de Charleston—contestó.

Espanté una mosca que no paraba dezumbar a mi alrededor.

—¿Y eso?—Digamos que los agentes de

policía y los investigadores privados nose llevan bien. Devlin jamás estarádispuesto a responder a mis llamadas, ymucho menos a verme. Necesito que seami intermediaria.

—¿Y por qué tendría que aceptar unacosa así?

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—Porque sé quién es la víctima.Aquello me pilló desprevenida.—Se llamaba Hannah Fischer —

continuó—. Su madre me contrató paraencontrarla.

—¿Encontrarla? ¿Habíadesaparecido?

Durante todo ese tiempo, Gerrity nohabía cambiado de postura: de brazoscruzados, la cabeza ladeada y apoyadoen el coche. Me sorprendió que fueracapaz de mantenerse inmóvil.

—El jueves pasado, el día antes de latormenta, la señora Fischer encontró asu hija haciendo las maletas. Según suversión, Hannah parecía no haberdormido desde hacía varios días. Era

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evidente que se estaba escondiendo dealguien, pero no se atrevió a decirle dequién. No quería poner a su madre enpeligro. Hannah le pidió el dinero quenecesitaba para desaparecer e insistióen que era el único modo de que ambasestuvieran a salvo. La señora Fischer ledio todo el dinero que tenía a mano y lasllaves del coche. Hannah huyó y, desdeentonces, la he estado buscando. Hastahace un par de días, no tenía ningunapista sobre su paradero.

—¿Por qué está tan seguro de que esella? El periódico no facilitó ningunadescripción.

Gerrity levantó un hombro.—Llamémoslo una corazonada,

instinto. Mi abuela le diría que es un

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don. Lo único que puedo decirle es quenunca me equivoco con estas cosas.Nunca. Por eso me llaman «el Profeta».

Se me puso la piel de gallina.—¿Sabe quién asesinó a Hannah

Fischer?—Eso es algo que tendrá que

resolver usted misma.—No hablará literalmente, espero.—El cadáver de Hannah Fischer

apareció sobre esa tumba por un motivo.Si lo averigua, encontrará al asesino.

—No soy detective.—Pero conoce los cementerios. Y

quizás esa sea la clave.Aquella idea no era muy

reconfortante.

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El sonido discordante de mi teléfonome sobresaltó. De mala gana, desvié lamirada de Gerrity para comprobar quiénme estaba llamando. Era Temple, queme devolvía la llamada.

—Tengo que responder —dije—.¿Quiere que le diga algo más a Devlin?

—La última vez que vieron a Hannahcon vida, llevaba un vestido de verano,blanco, con flores rojas y amarillas.Dígale eso.

Me llevé el auricular a la oreja y mealejé un poco del coche. No quería queGerrity pudiera escuchar miconversación con Temple.

—Gracias por llamarme tan pronto—susurré.

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—Por lo visto, tienes un asunto muypeliagudo entre manos.

—Lo único que puedo decirte es queestán a punto de exhumar una tumbaanterior a la guerra civil. Pensé quequerrías estar presente cuando esosucediera.

—Sí, pero… espera un segundo.Temple farfulló algo incomprensible

y oí varias voces emocionadas de fondo.—¿Dónde estás? —pregunté.—Por tus tierras, en una de las islas.

Estamos excavando en una colina dondees posible que haya un cementerio.Acabamos de encontrar unos objetosbastante interesantes, así que no podré iral cementerio hoy.

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—¿Mañana?—Haré lo que pueda. ¿Con quién

tengo que hablar para coordinarnos?—Con John Devlin, del departamento

de policía de Charleston, aunque hancontratado a un antropólogo forensellamado Ethan Shaw.

—Conozco a Ethan. En cuantocuelgue, le llamaré. Hasta entonces, ¿porqué no me invitas a cenar esta noche yme cuentas qué tal te va? Ya veo que tehas metido de lleno en una investigaciónpor asesinato.

Antes de colgar, acordamos una horay un lugar. Cuando volví, Tom Gerrityse había esfumado.

Miré a ambos lados de la carretera.

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Como no lo vi por ningún lado, regreséal cementerio. A medio camino, me diola extraña sensación de que alguien meobservaba. Miré por encima delhombro, esperando encontrar a Gerritytras mis pasos, pero no había nadie. Nopercibí ningún movimiento, a excepciónde las hermosas espigas que crecíancerca del bosque. Me di el capricho decontemplarlas durante un segundo, ydespués seguí caminando.

Tras varios pasos, volví a notar lamisma sensación.

Activé todos mis sentidos yescudriñé los alrededores. Vislumbré unmovimiento fugaz y se me aceleró elpulso.

Fingiendo normalidad, me di la

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vuelta y vi algo justo detrás de un árbol.Una silueta oscura que se escabullía porel bosque.

La sombra se movía de formasigilosa entre los árboles y arbustos. Encuanto la vi, volvió la cabeza hacia mí.

Aquella quietud me ponía nerviosa.Era como si una fiera salvaje estuvieratanteando a su presa. Y, de repente, lasmalas hierbas empezaron a formar unsendero. La impresión era que unaguadaña invisible se estaba abriendocamino hacia mí.

Fuese lo que fuese, se acercaba comoun tren descontrolado, precedido poruna oleada de frío que parecía de otroplaneta. Me quedé ahí quieta,aguantando la respiración. Aquella

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pesadilla me había paralizado.Vi revolotear varias pelusas de

algodón en el aire. Acto seguido, unaráfaga de viento helado me rozó el pelo.S e estaba aproximando. De hecho,estaba tan cerca que notaba una humedadsobrenatural en la piel, pero seguía sinpoder moverme.

Entonces me dio un vuelco el corazóny sentí un chute de adrenalina. Deinmediato, me di la vuelta y eché acorrer.

No oía nada detrás de mí. Ni pasos niramas partiéndose. Sin embargo, sabíaque seguía allí y que no podría escaparde esa… cosa, esa entidad oscura.

No aminoré el paso.

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Tras unos segundos, salí de entre lamaleza y vi a Devlin. Estaba solo yreaccioné por puro instinto. Meabalancé sobre sus brazos. Por unmomento dudé, pero él me agarró sinvacilar.

Era tan cálido, tan fuerte, tan…humano. Me sentía tan bien entre susbrazos que, en vez de apartarme, que eslo que debería haber hecho, me hundí ensu abrazo.

—¿Qué ocurre?No fui capaz de articular palabra.

Seguía sin aliento y no dejaba detemblar. Me estrechó aún más fuerte ypor fin sentí esa protección que habíaintuido en él. Me ofreció consuelodurante un buen rato, y después se apartó

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para mirarme a los ojos.—Explíqueme qué ha pasado.El miedo me hizo hablar sin pensar.—He visto algo en el bosque.—¿Qué era? ¿Un animal?—No…, una sombra.Una entidad. Un fantasma. Uno de los

otros.Me observaba fijamente, atónito pero

tratando de comprender mis balbuceos.—¿Ha visto la sombra de alguien?De alguien no, de algo.—No he podido verla bien. En

cuanto se ha acercado, he echado acorrer.

Me cogió por ambos brazos.

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—¿Se ha acercado? ¿Alguien laestaba persiguiendo?

—Sí. Al menos…, sí.—Pero no le ha visto la cara.—No, no le he visto la cara.Escudriñó el bosque que se alzaba

tras de mí.—Tal vez fuera un alumno de la

universidad, que quería asustarla. Iré aechar un vistazo.

—¿Devlin?No sé muy bien qué quería decirle,

pero enmudecí en cuanto vi una luz quecentelleaba entre las hojas.

Un segundo más tarde, sus fantasmasse deslizaron por el velo del anochecer.

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No encontró nada en el bosque, locual no me sorprendió. La silueta quehabía visto entre los árboles no teníasustancia suficiente para dejar unahuella. Aunque sí tenía fuerza, porquenunca había sentido nada parecido.

Pero en ese momento tenía algo máspor lo que preocuparme. Estábamosjunto a mi coche, y los fantasmas deDevlin le acompañaban. El frío quedesprendía su presencia me consumía.Hice todo lo posible para no tiritar ydelatarme. La niña estaba a su lado, conla mejilla apoyada en su pierna. Sinembargo, esta vez la mujer se habíadistanciado un poco. Su audacia yatrevimiento me inquietaban. Su mirada,fría y ardiente al mismo tiempo, me

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aterrorizaba. No me atreví a mirarladirectamente, pero la veía. Había sidouna mujer muy hermosa. Exótica yvoluptuosa. Incluso muerta, su esenciaera poderosa. Se podía notar.

Devlin se inclinó para mirarme.—¿Está segura de que se encuentra

bien?Me acarició el brazo y sentí una

descarga en mi interior. El aire que nosrodeaba vibró con electricidad y noté unhormigueo en todas y cada una de misterminaciones nerviosas.

Atraída por aquella explosión deenergía, la mujer se deslizó a mi lado.Posó la mano sobre mi brazo, imitando aDevlin. Todavía tenía el calor del díapegado en la piel, así que la

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desconocida me rozó el brazo,saboreando mi calidez, mientras flotabaa mi alrededor. Notaba el tacto de sumano entre el cabello, su aliento en mioído, sus labios en el cuello. Supresencia era heladora. Entonces supeque lo que buscaba no era el calor de micuerpo. En realidad, se estaba burlandode mí.

Estaba atrapada entre ella y Devlin.No podía imaginar un ménage à troismás inquietante. Me concentré paraignorar esas caricias fantasmales.Devlin me había dicho algo, pero noentendí ni una sola palabra.

Le miraba atentamente, tratando de nodesviar mi atención. En ningún momentocambió de expresión. Desconocía todo

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lo que nos rodeaba.—Casi me olvido de decírselo —

susurré—. Antes me he encontrado conalguien. Es un detective privado. Sellama Tom Gerrity.

Y, de pronto, todo cambió. Elfantasma dejó de mover las manos yDevlin adoptó una expresión rígida,severa. La mujer planeó hacia él y cogióa la pequeña de la mano. Ambasdesaparecieron entre los árboles, comosi esa tensión repentina les hubierarepugnado.

—¿Qué quería? —dijo con tono fríoy entrecortado.

Tuve que contener otro escalofrío.—Me pidió que le diera un mensaje.

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—¿Qué mensaje?No me anduve por las ramas y le

conté todo lo que podía recordar. Devlinno dijo palabra, pero sabía que solo oírel nombre de Gerrity le habíamolestado.

—Dijo que necesitaba unaintermediaria porque es una personanon grata para la policía —añadí—.¿Qué hizo?

Devlin apretó la mandíbula.—Antes formaba parte del cuerpo.

Un caso no fue bien y un agente muriópor su culpa.

Deduje que la historia era mucho máslarga, pero no parecía dispuesto acontármela, lo que no me importó. Había

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llegado el momento de irme a casa yterminar de una vez por todas ese día.Quería alejarme de él y de susfantasmas, de Oak Grove y de esa cosaque había vislumbrado en el bosque.Habían sucedido muchas cosas, y nohabía nada que deseara más que estar enmi casa, sana y salva. Sola en mipequeño santuario podría asimilar todolo ocurrido.

Sin embargo, en cuanto subí al coche,empecé a añorar el tacto de Devlin. Yentonces recordé las normas de mi padrey me las repetí en voz alta.

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Capítulo 12

Esa noche quedé con Temple enRapture, un restaurante de cocina fusiónubicado en un precioso edificio antiguode Meeting Street que antaño habíaservido como rectoría. No tenía ni ideade si el terreno sobre el que estabaconstruido era sagrado o no, pero erauno de los pocos lugares de Charleston,a excepción de las iglesias, donde mesentía segura y en paz. Y eso eraprecisamente lo que necesitaba esanoche, más que nunca.

Tras abandonar el cementerio, fuidirecta a casa para darme una ducha y

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cambiarme de ropa. Intenté no pensar enaquella cosa que me había estadoobservando en el bosque. Ni en Devlinni en sus fantasmas. Quería creer que miimaginación me había jugado una malapasada ese día, pero, incluso horasdespués, seguía alterada.

Ni de niña había sentido tanto pavor.Mi padre me había inculcado ciertomiedo por los fantasmas, pero tambiénme había enseñado a protegerme deellos. En ese justo momento, dudaba deque esas normas bastaran paramantenerlos alejados. Nunca había vistonada parecido a la criatura que se habíaasomado entre los arbustos.

«Son seres más fríos, más fuertes ymás hambrientos que cualquier otra

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presencia que puedas imaginar.»La advertencia de mi padre me

espantaba. Me preguntaba de qué modopodían encajar todas las piezas; losfantasmas de Devlin, la reaparición dela entidad de aquel anciano y, en esemomento, esa criatura misteriosa. Y, enel centro de todo, mi imparableatracción por un hombre acechado. Creíque no me costaría mantener unadistancia prudente, pero, incluso cuandoestábamos separados, no podía evitarpensar en él.

Encontré un aparcamiento a variasmanzanas del restaurante. Comprobé quenadie me estuviera siguiendo y recorrí apaso ligero las calles del centro, todavíallenas de vida a esa hora. Aquella noche

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no solo me inquietaban los peligros delmás allá. Mientras el asesino anduvierasuelto en la ciudad, no podía permitirmeel lujo de bajar la guardia. La agradablebrisa marina dejó de soplar de repente.Se me empezó a erizar el cabello, lo quesignificaba que la presión barométricahabía descendido, atrapando así a laciudad en una quietud incómoda. Lainquietante calma que precede acualquier tormenta.

Cuando llegué, Temple me estabaesperando en la barra del restaurante.No me extrañé al ver que había invitadoa Ethan Shaw a cenar con nosotras. Sucompañía no me molestaba en absoluto.Había heredado el encanto y el carismade su padre, así que pensé que sería muy

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agradable compartir la velada con él.Pero si bien Rupert tenía los rasgos deuna estrella de cine, Ethan era más biendel montón.

No tardé en descubrir que Temple yShaw se habían conocido durante susestudios, en Emerson. Me moría porsaber algo más acerca del asesinato deAfton Delacourt y los rumores quecorrían sobre la Orden del Ataúd y laZarpa, pero, dado que Rupert habíaestado implicado en el caso, preferíesperar a que Temple y yo estuviéramosa solas. Tras ponerles al día deldescubrimiento de Oak Grove, di unsorbo a mi copa de cabernet sauvignon ydejé que charlaran.

Me había sentado frente al arco de la

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ventana del restaurante, de modo quepodía ver el jardín desde la silla. Justodetrás de la fuente se percibía unfantasma, escondido entre las sombras.A juzgar por lo poco que podía ver,debió de morir muy joven. Deduje quetodavía iba al instituto, pues llevaba unachaqueta granate con una W doradacosida en el pecho y en la manga. Era unchico corpulento, musculoso y conademán obstinado.

Tenía los pies separados y los brazoscolocados en una postura simiesca,agresiva. Los fantasmas jóvenes, sobretodo los niños, siempre me conmovían,pero este era distinto. Había algo en él,aparte de estar muerto, que me parecíamuy desagradable. Incluso aterrador. Sin

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importar lo que habían hecho en vida, atodos los espíritus los envolvía un auraneblinosa y etérea. En cambio, aquelchico estaba rodeado de absolutaoscuridad; la hostilidad y la rabia lehabían deformado las facciones y no megustaba mirarlo.

Con cierta indiferencia, cogí mi copade vino y aparté la mirada del cristal.Me preguntaba si buscaba a alguien delrestaurante.

Temple, tan hábil como siempre, selas había ingeniado para desviar laconversación hacia su tema preferido, sutrabajo. Aquella noche estaba fantástica.Llevaba vaqueros y una túnica blanca dealgodón. Lucía una serie de mostacillasensartadas en el cuello de la camisa, lo

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que le otorgaba un aire bohemio queencajaba a la perfección con su carácter.

—Después de dos años todavía no heencontrado a la sustituta apropiada paraAmelia —se lamentó a Ethan—. Era mipersona de confianza. Una tiquismiquisque podía ser más molesta que un granoen el culo. Una vez removimos todo uncementerio, y Amelia se empeñó en quetoda réplica tenía que ocupar el mismolugar que su original. Me volvía loca,pero ahora desearía tener a dos comoella.

—Aduladora —acusé.—No, es cierto. Es difícil encontrar a

alguien con tanta ética del trabajo.—Supongo que es cuestión de

educación.

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—Supongo que sí —respondió conuna sonrisa.

—Mi padre me ha dicho que teconcedieron el contrato de Oak Grove.Enhorabuena —me felicitó Ethanlevantando su copa de vino.

—Gracias, pero ¿cómo se enteró eldoctor Shaw de ese contrato? Teníaentendido que toda la operación semantendría en secreto hasta lainauguración del cementerio.

—Forma parte del comité que acabódando el visto bueno.

—Ahora lo entiendo. Bien, agradezcosu fe en mí, pero, a menos que realiceprogresos significativos en un plazobastante corto, mucho me temo queprescindirán de mis servicios.

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—El retraso no es culpa tuya —dijoEthan—, el comité lo entenderá.

—El comité quizá. Pero de la doctoraAshby no estoy tan segura.

—¿Camille Ashby? —preguntóTemple con tono burlón.

—¿Conoces a la doctora Ashby? —pregunté.

—Camille estudió con nosotros enEmerson —respondió Ethan.

—De hecho, fuimos compañeras dehabitación durante una buena temporada—añadió Temple. Después, con sumadelicadeza se limpió los labios, dejandola servilleta manchada de carmín rojo—. Éramos muy amigas, hasta queintentó matarme.

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—¿Intentó qué? —repetí. No dabacrédito a lo que acababa de decirme.

—Lo que oyes.Temple encogió los hombros, como

si una acusación de intento de asesinatofuera algo que ocurriera todos los días.

—Una noche me desperté y laencontré junto a mi cama, con un par detijeras en la mano. Y no eran horas dehacer manualidades.

—Eso es una locura. ¿Por quéquerría matarte?

Temple no solía exagerar, y muchomenos inventarse historias, pero aquellaacusación parecía un poco inverosímil.Era incapaz de imaginarme a CamilleAshby con unas tijeras en la mano para

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atacar a su compañera de habitación, ymás aún teniendo en cuenta queaborrecía cualquier tipo de desorden.

—Es una anécdota un pocoindecorosa —dijo Temple, a quien letitilaban los ojos a la luz de las velas—.¿Queréis que os la cuente?

—Por favor —rogó Ethan, y mededicó una sonrisa.

—Está bien. Sucedió en el penúltimoaño de universidad. —Tras un gestodramático, prosiguió—: Habíamoscoincidido en varias clases el añoanterior, así que ya nos conocíamos. Yentonces circunstancias externasconspiraron para arrojarnos a la mismaarena. Descubrimos que teníamos muchoen común: libertad de expresión y

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experimentación, y también en lorelativo a lo social y sexual.

—Esta historia me empieza a gustar—intervino Ethan, entusiasmado.

—Iré al grano. Camille no era tanliberal como me hizo creer. Era unapersona competitiva, celosa y una zorravengativa. Se tomó nuestra aventuraamorosa muy en serio…

—Espera, retrocede. ¿Has dichonuestra aventura amorosa? —preguntóEthan con mirada afligida—. ¿Por qué tehas saltado los detalles másinteresantes?

—Tienes imaginación; utilízala —leaconsejó Temple—. En fin, cuando,cierta noche, Camille me pilló con untío, las cosas se pusieron muy feas. Hizo

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pedazos toda mi ropa y me rompió elordenador. Empezó a contar las mentirasmás hirientes sobre mí. Intenté salvarnuestra amistad, pero, después delincidente con las tijeras, me fui de allí.Hace años que no la veo pero,conociéndola, no creo que hayacambiado mucho.

—Continúa un poco pirada —apuntóEthan.

Temple alzó su copa.—Pasarte toda tu vida pretendiendo

ser algo que no eres debe de resultaragotador. Con el tiempo, los secretosmejor guardados se convierten en cargasdemasiado pesadas.

Pensé en los secretos de mi padre yen los míos propios, y me sentí un poco

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deprimida.—¿Por qué se empeña en ocultar su

orientación sexual? —pregunté de formainocente—. No creo que a la gente leimporte mucho su vida personal.

—No te engañes, OptimistaRedomada. Aunque Emerson sea unescuela artística liberal, tanto la juntadirectiva como el alumnado son muyconservadores. Y la familia de Camillees aún peor, sobre todo su padre. Alviejo le explotaría la cabeza si su hijasaliera del armario. Aunque no estaríamal —añadió Temple, irónica.

Horas antes, había visto a Camille ya Devlin juntos en el cementerio. Mehabía precipitado al creer que tenían unaaventura. Al enterarme de esa noticia,

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me sentí aliviada.Recordé cómo me había cogido del

brazo y las caricias burlonas delfantasma, y sentí un escalofrío. Elepisodio en el cementerio me habíaafectado de muchas formas, y pordistintas razones. Devlin era másinalcanzable para mí que un verdaderofantasma. Y, sin embargo, no podíadejar de pensar en él.

La mesa se quedó en silencio cuandollegó el primer plato, sopa de cangrejopara Ethan y Temple, y ensalada deremolacha y rúcula para mí. Cuando elcamarero acabó de servirnos los platos,volví a ver al fantasma.

Su mirada gélida se cruzó con la mía.De inmediato, sentí frío. Pero podía

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controlar perfectamente la situación, loque me resultaba imposible cuandoestaba con Devlin…, hasta que escuchéun cristal hacerse añicos.

Por un momento, pensé que elespíritu había roto la ventana. Peroenseguida caí en la cuenta de que elsonido venía de nuestra mesa. La copade Temple se había caído sobre el bolde sopa. Me quedé paralizada y con lamirada fija en los dedos de Temple,manchados de un líquido carmesí.

—¡Temple, la mano!—Tranquila, solo es vino ¿ves? —

dijo mientras se limpiaba la mano con laservilleta—. No sé qué ha pasado. Lacopa… se desintegró.

Ethan voló hacia su lado.

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—¿Estás segura? Déjame echar unvistazo.

—No me he cortado —insistióTemple, y arrastró la silla hacia atrás—.Voy al baño a lavarme las manos.Empezad a cenar.

Sin esperar a que se levantara, varioscamareros vinieron a toda prisa parabarrer los cristales y fregar el suelo. Lohicieron de una forma tan discreta quetan solo los comensales de alrededor sepercataron del incidente.

Colocaron otra copa de vino en lamesa y sirvieron más vino. Miré dereojo por la ventana. La ciudad estabacubierta por un manto de neblina. La luzde las velas se reflejaba en el cristal yme pregunté dónde se habría escondido

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el fantasma.De repente, un cliente se levantó de

la mesa de al lado y se acercó a Ethan.Deduje que era un colega, así que nopresté especial atención a lo que decían,hasta que oí mi nombre. Alcé la mirada,alarmada.

—Perdón. Estaba en Babia.—¿Conoces a Daniel? —preguntó

Ethan—. Es uno de los historiadoresmás importantes de Carolina del Sur.

—Dependiendo de a quién lepreguntes, por supuesto —añadió elhombre, con una sonrisa nostálgica,humilde—. Daniel Meakin.

—Amelia Gray.—Si necesitas información sobre

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Charleston, Daniel es tu hombre —dijoEthan.

—Me lo apunto.Ethan se giró hacia Meakin.—Amelia también es historiadora. Es

restauradora de cementerios.—Oh. Vaya, qué profesión tan

intrigante —comentó Meakin. Tenía lasmanos entrelazadas, un gesto tímido queparecía utilizar para disimular algúntipo de tic nervioso—. Me encantan loscementerios. Hay tanto que aprender delos muertos.

Justo lo mismo que Devlin habíadicho antes, pero en un contextocompletamente distinto.

—Te alegrará saber que el comité ha

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contratado a Amelia para restaurar OakGrove —informó Ethan, que enseguidame miró con cierto pesar—. Lo siento.Sé que me he ido de la lengua, pero,teniendo en cuenta lo ocurrido, no creoque importe.

Una sombra oscureció los rasgos deMeakin.

—Un asunto espantoso. Noentiendo…

—Sí, horrible —acordó Ethan.Ambos intercambiaron una misteriosa

mirada.—¿Llevaba mucho tiempo trabajando

en el cementerio cuando encontraron elcadáver? —se interesó Meakin.

—Unos días. Justo había empezado a

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tomar fotografías.El tipo meneó la cabeza.—Qué lástima. De veras espero que

pueda reanudar la restauración cuandolas cosas vuelvan a la normalidad, loque sea que eso signifique —agregó conuna sonrisa irónica—. Oak Grove hasido como una piedra en el zapato paraEmerson. No entiendo por qué handejado que se deteriore tanto. Un temade presupuesto, supongo.

—Es comprensible. El mantenimientode un cementerio es costoso, y hay otrasprioridades. Cuando un cementerio seabandona y se cierran sus puertas, todoel mundo olvida que existe.

—Y usted es la encargada deconcederle una segunda vida —señaló

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con una sonrisa de oreja a oreja—. Dehecho, Oak Grove alberga doscementerios separados. La parte másantigua posee unas característicashistóricas de gran importancia, como unpar de lápidas talladas por los Bighams—dijo, citando a una familia de canterosmuy conocida.

—El mausoleo Bedford me tienefascinada, la verdad —confesé—. Perono he podido encontrar muchainformación al respecto.

—Oh, sí, los Bedford —murmuró, eintercambió una segunda mirada conEthan—. Me encantaría quedarme ycharlar sobre el tema, pero el pobreEthan se está aburriendo con nuestraconversación.

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—En otra ocasión, entonces.—Sería un placer. Tengo el despacho

en la Facultad de Humanidades, en elsegundo piso. Pase a verme cuandoquiera.

—Gracias. Le tomo la palabra.—Eso espero. Mientras tanto…

disfrutad de la cena.Y cuando se dio media vuelta, a

punto estuvo de chocarse con Temple.—Daniel.—Temple.Tras unas pocas palabras, Temple

regresó a la mesa.—Es un bicho raro.—¿Daniel? No es para tanto —dijo

Ethan—. A veces sufre de visión

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tubular.—Me da escalofríos. No confío en

nadie que tenga la piel tan blanca. Amenos que esté muerto, por supuesto —aclaró mientras se colocaba la servilletalimpia sobre el regazo—. Intentósuicidarse, no lo olvides.

—¿Qué? No, no es de esos —protestó Ethan con el ceño fruncido—.¿Qué te hace pensar eso?

—Un día le vi salir del laboratoriode biología. Se estaba ajustando el puñode la camisa. ¿Acaso no te has fijado enque siempre lleva manga larga, inclusoen verano? El caso es que vi la cicatriz—explicó alisando la servilleta—.Supongo que no debería hablar así deese pobre hombre. De hecho, todos

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somos un poco raros. Camille, Daniel,tú, yo. Quizás el agua de Emersontuviera algo extraño.

—Puede que tengas razón —añadióEthan—. Por lo visto, la única normal enesta mesa es Amelia.

Lo que sea que eso significara.—Y hablando de rarezas —continuó

Temple—. ¿Ese no es John Devlin?Mi sonrisa se desvaneció de

inmediato cuando me di media vuelta.—¿Dónde?—No seas tan descarada —regañó

Temple—. Justo ahí. En la esquina.Estaba solo, sentado en una mesa

apartada. Cualquier otro hubiera pasadodesapercibido. Pero no Devlin. Incluso

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en aquel restaurante tan abarrotado, sumagnetismo era evidente, casi palpable.

Le observé unos segundos.—¿Cómo es posible que conozcas a

Devlin? No, no me lo digas. Mantuvisteun tórrido affaire con él en Emerson —dije medio en broma.

—Ya me hubiera gustado —respondió con una sonrisita—. Aunqueambos fuimos a la misma universidad,nos movíamos en círculos distintos.Antes, cuando me has hablado de él, nohe reconocido el nombre, pero, ahoraque le veo, le recuerdo claramente. Nosconocimos hace unos años aquí, enCharleston. Estaba en la ciudad paraanalizar unos restos humanos que habíandescubierto en una obra, y Devlin y su

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compañero estaban a cargo de lainvestigación. Era muy joven y leacababan de ascender a detective. Losdemás agentes se mofaban de él porquesu primer homicidio se basaba en unpuñado de dientes y vértebras. Laverdad es que le tomaban mucho el pelo.Y entonces apareció una chica, laesposa de Devlin. Y el ambiente cambiópor completo. No puedo explicarlo,pero fue como si nos hubiera hechizadoa todos. Su mera presencia nos cautivó,nos dejó embobados.

Me incliné hacia delante, aunque memoría de ganas por mirar a Devlin porel rabillo del ojo. En silencio, animé aTemple a continuar con la historia,aunque era innecesario. Después de

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todo, ella disfrutaba como una niñarelatando ese tipo de anécdotas.

—Devlin se acercó a hablar con ella,aunque todavía no me explico cómoconsiguió encontrarle, y durante eltiempo que estuvieron charlando nopude dejar de mirarlos —explicóTemple, que no dejaba de juguetear conla cadena de oro que llevaba—. Era lapareja más atractiva e increíble quehabía visto en mi vida. Aunque estabanen medio de una discusión acalorada,Devlin la miraba de un modo primigenioy hambriento… Sus cuerpos se atraíande una forma inconsciente, como sinada, ni el tiempo, ni la distancia, nisiquiera la muerte, pudiera separarlos.

Me sentía acalorada y con la

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respiración acelerada. Perdí la batallacontra la tentación y me aventuré amirarlo.

Y lo vi observándome con recelo.

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Capítulo 13

—Se llamaba Mariama —susurróEthan.

Temple y yo nos miramos extrañadas.—Qué nombre tan poco común. Y no

creas que no me he dado cuenta de quete has referido a ella en pasado —puntualizó Temple.

Ethan asintió, pero no aclaró nada.—Mi padre conocía a su familia y

ayudó a Mariama a entrar en Emerson.Era una jovencita muy brillante, perosolía mezclar sus creencias personalescon la ciencia.

—¿Y cuáles eran sus creencias

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personales? —preguntó Temple.—El resultado de unir superstición y

religión. Un poco de religión metodistapor aquí, un poco de brujería por allá, yuna pizca de vudú. Su familia descendíade los gullahs —añadió—. Criollos delAtlántico.

—Eso explica por qué era tanseductora —murmuró Temple.

Conocía un poco la historia de losgullahs que habitaron en las islas delMar. Durante los años de esclavitud,trabajaron en las plantaciones costerasde arroz. Hasta hace algunas décadas,varias aldeas habían estado tan aisladasde la sociedad que ciertas palabras,nombres o incluso canciones de sulengua procedían de Sierra Leona. Sus

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creencias en joso, brujería, tambiéntenían raíces africanas.

—Cuando menos, es peculiar que seenamorara de un detective de policía —apuntó Temple—. Sin duda debió de serun choque cultural.

—Sobre todo si tenemos en cuenta laprocedencia de Devlin. Nació en lamisma Charleston que Camille Ashby.La gente de su pedigrí no acepta amanteslesbianas o esposas criollas. Pero Johnnunca ha sido tan tradicional. Ya se leconsideraba una oveja descarriadamucho antes de conocer a Mariama.

—No me digas —exclamó Temple,que tenía la barbilla apoyada en lamano.

—No te emociones —dijo Ethan—.

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No es tan decadente como tu historia.—Qué pena.Ethan sonrió.—John renunció a un puesto en el

bufete de abogados de su familia paraentrar en el cuerpo de policía. Puedeque parezca poca cosa, pero su decisióniba en contra de un legado milenario yde toda una vida de expectativas. Nocreo que haya cruzado más de dospalabras con su abuelo desde el día enque se graduó.

Temple se recostó en su silla.—¿Cómo es que sabes tanto sobre

él? ¿Sois amigos íntimos?—Pues la verdad es que sí —

respondió Ethan con una sonrisita—. De

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todas formas, estamos en Charleston,cielo. Todo el mundo se conoce.

Yo no dije nada. De hecho, meresultaba un poco descortés eirrespetuoso chismorrear sobre la vidapersonal de Devlin, con detalles tanprivados. A pesar de que sabía que nopodía oír nuestra conversación porquesu mesa estaba en la otra punta y habíamucho alboroto en el restaurante, no mesentía cómoda cuchicheando sobre eso.Pero, por lo visto, Temple y Ethan nosentían el mismo reparo. Eran como unpar de cotorras parlanchinas.

—¿Y qué le pasó a su esposa? —preguntó Temple.

A Ethan se le nublaron los ojos.—Falleció en un terrible accidente.

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El coche se salió de la carretera,atravesó la barrera metálica y se hundióen el río. Mariama quedó atrapadadentro del automóvil y se ahogó.

De repente pensé en los fantasmasque acechaban a Devlin.

—¿Iba sola? —pregunté sin pensar.—No. Por desgracia, su hija de

cuatro años iba con ella. Su muerte casidestrozó a John. Pidió al departamentode policía una excedencia de seis mesesy desapareció de la ciudad. Nadie sabíaadónde había ido, pero corrían rumoresque aseguraban que se encontraba en unmanicomio privado.

—No creas todo lo que oyes —avisóTemple—, aunque así la historia es másjugosa.

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De pronto, sus voces sedesvanecieron y el aire se tornóeléctrico. Quería creer que era productode mi imaginación, pero sabía que noera así. Los fantasmas de Devlinandaban cerca. No podía verlos, peropercibía su presencia. Tal vez estabanen el jardín, con el otro fantasma,esperando a que alguien los reconocieray cruzara la extraña línea que losseparaba.

A lo mejor estaban esperando a queperdiera el control. Me recogí el cabelloy me levanté de la silla.

—¿Me perdonáis? Voy al baño.Serpenteé entre las mesas del

restaurante sin mirarle. Una vez en elbaño, me refresqué la cara y observé mi

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reflejo en el espejo.No podía permitir que esa

fascinación por Devlin llegara máslejos. Estaba en una situación peligrosa,y todo por culpa de mi atracción por él,pero no era demasiado tarde. Todavíapodía frenarla. Podía encerrarme en misantuario hasta que él y sus fantasmas seolvidaran de mí. Lo único quenecesitaba era un poco de sentido comúny mucha, pero mucha, voluntad. Siempreme había caracterizado por un exceso deambas cualidades.

Me sequé la cara y salí con labarbilla bien alta.

Devlin me estaba esperando en unaesquina. Si quería volver a mi mesa,tendría que pasar delante de él. Vacilé

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unos instantes, pero seguí caminandohacia delante.

Tenía un hombro apoyado en la paredy los brazos cruzados. Me vigilaba conlos ojos más oscuros que jamás habíavisto. Ojos de hechicero, pensé.Espirituales e hipnotizadores.

Entonces me percaté de que, hicieselo que hiciese, Devlin y yo estábamoscondenados a entendernos, dadas lascircunstancias. Si las pistas queseñalaban al asesino estaban escondidasentre los símbolos lapidarios, yo era delas pocas personas que sabríainterpretarlos. Me necesitaba, y eso meentusiasmaba más de lo que debiera.

El pasillo era bastante estrecho, asíque cuando alguien me empujó, no pude

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impedir pegarme a él. Durante ese brevemomento de contacto, distinguí el aromamasculino de su colonia y un olorcillo awhisky. Y algo más. Un ligero aroma aalmizcle que solo podía pertenecer aDevlin.

Apenas unos milímetros separabannuestros labios. Por un instante, creí queme besaría y me puse a pensar en cómosería mi reacción. De solo pensarlo seme cortó la respiración. Cerré los ojos eimaginé el tacto de su boca. Noté que meacariciaba el cuello y me rozaba elpulgar por mis labios. Me estremecí.Pero cuando abrí los ojos, Devlin no sehabía movido ni un milímetro. Me lohabía imaginado todo. Sentía untorbellino de emociones, pero no sabía

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si era de alivio o de arrepentimiento.Aturdida, me aparté de él, de mi

fantasía. Aquellos ojos magnéticos nodejaron de mirarme. Me daba lasensación de que, allá adonde fuera, lamirada de Devlin siempre me perseguía.

—Pensé que apenas conocía a EthanShaw —dijo.

Al salir de mi ensoñación, su voz fríay distante me pilló por sorpresa.

—¿Qué?—Le conoció hace tiempo, a través

de su padre. ¿No es eso lo que me dijo?—Sí…—Y, sin embargo, aquí están,

cenando juntos.Su voz sonaba desdeñosa, lo cual me

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sirvió para sacarme de aquelensimismamiento absurdo y peligroso.

—¿Hay algún motivo por el que nodebería cenar con Ethan Shaw? —lesolté, con el ceño fruncido—. Y, no esque importe, pero ha sido Temple quienle ha invitado. Son amigos de toda lavida.

—Me alegra saberlo. No hace faltaque discutamos por esto.

—No, tiene razón.Qué encuentro tan extraño. Qué

conversación más embarazosa. Noquería volver a dar rienda suelta a miimaginación, pero parecía celoso, lo quesignificaba que… Me obligué a volver aponer los pies en el suelo. No podíaregresar ahí. No después del día que

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había tenido. No después de todas lasadvertencias de mi padre. Había abiertouna puerta, y algo terrible había entradoen mi vida. Tenía que alejarme deDevlin y de sus fantasmas. No podíapermitir que esa puerta siguiera abierta.

Pero, aun así, su presencia tenía unefecto tan poderoso e hipnótico en míque me resultaba imposible separarmede él.

La música del restaurante se colabapor el pasillo donde estábamos. Lamelodía era triste, oscura, y algoprimitivo se movía en mi interior. Algoque nunca había sentido antes.

Observé los rasgos de Devlin,buscando una respuesta. No tenía lamenor idea de la guerra que se estaba

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librando en mi interior. Y ni por asomose imaginaba el caos que él mismo habíadesatado en mi vida.

Tenía su mirada, tan oscura, clavadaen mí. Me estremecí, pero logré reunirfuerzas para apartarme de él.

—Debería volver.Se hizo a un lado para dejarme pasar,

pero me quedé inmóvil, presa de mipropia debilidad.

De repente, Temple se acercó anosotros y puso una mano sobre mibrazo.

—Aquí estás. Empezábamos a pensarque nos habías abandonado —dijo, yestudió mi expresión con curiosidad.Después se giró hacia Devlin y extendió

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la mano—.Temple Lee. Nos conocimos hace

años, pero supongo que no me recuerda.Sin embargo, su tono dio a entender

que esperaba lo contrario. Era TempleLee.

Devlin esbozó una sonrisa evasiva.Por lo visto, todavía no la ubicaba y, nosé por qué, eso me divertía.

—Me alegra volver a verla. Recibísu mensaje —añadió—. Todavía no seha establecido una fecha para laexhumación. La mantendré informada.

—Gracias —respondió, y me cogiódel brazo—. Deberíamos volver. Elpobre Ethan pensará que lo hemosabandonado.

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No sabía qué decir. En cierto modo,agradecí que Temple se encargara deaquella situación.

—No he podido evitar fijarme en queestá cenando solo —le dijo a Devlin—.¿Le gustaría unirse a nosotros?

El corazón me dio un brinco. Le mirécon la esperanza de que rechazara lapropuesta. No me veía capaz de soportaruna charla con él.

—Gracias, pero esta noche no —contestó al fin—. No sería muy buenacompañía. Tengo muchas cosas en lacabeza.

Y entonces bajó la mirada. Aquelgesto apaciguó el torbellino deemociones que me habían revuelto lastripas. Y me vinieron a la mente las

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palabras de Temple: «Devlin la mirabade un modo primitivo y hambriento…Sus cuerpos se atraían de una formainconsciente, como si nada, ni el tiempo,ni la distancia, ni siquiera la muerte,pudiera separarlos».

Cuando Ethan se marchó a casa,Temple y yo nos quedamos fuera delrestaurante, charlando. Seguíalloviznando, pero no nos importó aninguna de los dos. Nos apoyamos en lafachada para observar el cielo.

—Me encanta el olor a lluvia —dijocon un suspiro—. Es vigorizante,limpio. Y aquí arrastra un aroma floralque me tiene enamorada. En mi opinión,es la ciudad más bonita del sur. Si bien

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Nueva Orleans encarna la medianoche,Charleston es el crepúsculo. Es un lugarprecioso, envuelto en bruma y dulzura.

—Eres una romántica empedernida—bromeé.

—Solo en momentos de debilidad. Ocuando he bebido demasiado vino.

—Temple…, ¿puedo hacerte unapregunta?

—Ajá… —respondió, como siestuviera soñando.

—¿Estabas estudiando en Emersoncuando asesinaron a Afton Delacourt?

De repente, abrió los ojos de par enpar.

—¿Conoces la historia de AftonDelacourt?

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—Encontraron su cadáver en OakGrove, ¿verdad?

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién te hahablado de Afton Delacourt?

Nunca hubiera pensado que fuera areaccionar así, con aquella brusquedad.

—Antes de empezar la restauración,estuve haciendo averiguaciones,¿recuerdas?

No parecía convencida.—¿Qué quieres saber?—Me he enterado de que la policía

interrogó a Rupert Shaw. ¿Crees queestuvo involucrado en el crimen?

—Por supuesto que no. Había alguienque se la tenía jurada al doctor Shaw,así que se inventó toda esta situación

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para arruinar su reputación. A puntoestuvieron de lograrlo. Le pidieron queabandonara Emerson.

—Supongo que debió de ser unaépoca muy difícil para él, y para Ethan.

—Fue una época difícil para todosnosotros. El campus al completo teníalos nervios a flor de piel. Creíamos quehabía un asesino en la universidad —explicó. Después miró el reloj y fruncióel ceño.

—¿Conociste a alguien queperteneciera a la Orden del Ataúd y laZarpa?

—¿Qué es esto? ¿La SantaInquisición? ¿A qué vienen tantaspreguntas sobre algo que ocurrió hacesiglos?

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—Fue hace quince años, y handescubierto dos cadáveres más en elmismo cementerio. Podría llegar a creerque dos son coincidencia, pero tres esun patrón.

—Dios, Amelia. ¿Quieres que tengapesadillas esta noche? ¿Te importa quehablemos de algo más agradable antesde que me meta sola en la cama?

—¿De qué preferirías hablar?—Oh, no sé. ¿Del detective Devlin,

por ejemplo?Con tan solo mencionar su nombre, se

me aceleró el pulso.—¿Qué quieres saber de él?Temple me lanzó una mirada pícara.—Oh, vamos. No te hagas la tonta.

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He visto cómo te mira. Y cómo le miras.¿Qué hay entre vosotros?

—Nada. Apenas le conozco.—Pues deberías poner remedio a

eso. Un hombre como Devlin te iría lamar de bien.

—¿Qué se supone que significa eso?—Pasas demasiado tiempo sola en

compañía de los muertos.—Mira quién fue a hablar.Temple se encogió de hombros.—Sí, pero al menos sé pasármelo

bien. Tú, en cambio, siempre vas sobreseguro. Sal de tus cementerios y suéltate.Vive al límite de vez en cuando.

—¿Crees que Devlin es peligroso?—¿Acaso tú no?

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—No sé nada sobre él —murmuré.—No es cierto. Esta noche te has

enterado de muchas cosas queignorabas. Nació y se crio en la altasociedad de Charleston, aunque ahora nose habla con su familia. Se casó con unamujer exótica que murió en un trágicoaccidente, y es probable que tuviera queingresar en una institución mentaldurante un tiempo —resumió—. Meatrevería a decir que todo eso conviertea John Devlin en un hombre peligroso.Deliciosamente peligroso, para ser másconcreta. Recuerda que le he visto enacción.

—¿Te refieres a aquel incidente consu esposa?

—Una escena como aquella no se

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olvida, Amelia.Nunca me he considerado una

voyeur, pero fue como colarme en lahabitación de Mariama. Dominante,explosivo…, fuera de control.

El corazón me latía a toda prisa.—No sé si la idea me convence.—No es de extrañar, después de

conocer a todos los pusilánimes conquien has salido.

No quería enfadarme.—Me gusta la tranquilidad.—No, te gusta la seguridad, pero ha

llegado el momento de ampliarhorizontes.

Procuré mostrarme indiferente, perono podía negar que las palabras de

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Temple me habían llevado a imaginarescenas provocadoras y excitantes.

Inclinó la cabeza, pensativa.—Mariama. Tan solo su nombre me

provoca escalofríos. Todavía veo aDevlin dirigiéndose hacia su esposa conpaso amenazador, tan oscuro, tanfurioso. Y a Mariama lanzándole unarespuesta desafiante y lujuriosa. —Temple cerró los ojos y dejó escapar unsuspiro—. Aquella noche soplaba unasuave brisa que le levantó la falda. Porun momento admiré su silueta, elcontorno de sus muslos, de sus…

—¡Ya lo he pillado!De repente me pregunté dónde estaría

Devlin en ese momento. ¿Se habría ido acasa o tendría otros planes?

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—¿Imaginas cuánta intensidad haacumulado durante todos estos años decelibato?

Miré de reojo a Temple.—¿Qué te hace pensar que se ha

mantenido célibe? Dudo mucho que nohaya estado con otra mujer desde lamuerte de su esposa.

—No seas aguafiestas. No arruinesmi fantasía sexual.

—¿Perdón?—Deja que adapte la historia para

satisfacer mis necesidades personales.—De acuerdo, pero no me incluyas,

por favor.—No te preocupes. No eres mi tipo.

Demasiado blanda y seria. Aunque… —

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de repente, su voz se tornó sedosa,ladina— siempre he presentido que bajoesa capa de vainilla se esconde algopicante. En las manos apropiadas…

—Para, por favor.—Tienes razón. No me hagas caso.

Es el vino, me atonta y me hace hablarde amor. O lujuria. Dejemos el tema,pero antes prométeme algo.

—Lo dudo mucho. A diferencia de ti,estoy sobria.

Pero hablaba en serio. Frunció elceño y dejó caer una mano sobre mibrazo.

—Cuidado con Devlin. Coquetea conél, acuéstate con él si quieres…, peroten cuidado.

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—¿Qué quieres decir?—Hay algo en él… No sé cómo

explicarlo. He conocido hombres comoél. Parecen controladores, protectores,pero dependiendo de lascircunstancias… y de la mujer… —Sequedó callada y me miró a los ojos—.¿Sabes a qué me estoy refiriendo?

—En realidad, no.—Mariama era una mujer que sabía

cómo provocarle. Hacía todo lo queestaba en su mano para hacerle perder elcontrol, porque así se sentía poderosa.Pero tú…

—¿Qué pasa conmigo?—Tú misma lo has dicho. Te gusta la

seguridad. Y Devlin puede ofrecerte

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cualquier cosa menos eso. No es unhombre para ti.

—Hace un minuto has dicho que erajusto lo que necesitaba.

—Para una aventura sexual, sí. Perocomo compañero de vida, de ningúnmodo. Un chico como Ethan concuerdamás contigo.

—¿Ethan? ¿De dónde has sacado esaidea?

—Tan solo es un ejemplo. Necesitasa un hombre que…

—¿Que me cuide? Por favor, eso eslo último que quiero.

—Alguien que priorice tus interesesa los suyos —insistió—. Y ese hombreno es John Devlin.

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—¿Cómo lo sabes?Sonrió.—Soy una frívola, pero conozco a

los hombres. Confía en mí. Te estoyahorrando meses de pena y desamor.

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Capítulo 14

Esa noche, al llegar a casa, me encerréen el despacho. Encendí el portátil y meacomodé en el diván para empezar unabúsqueda de sabueso por la Red. Lainvestigación era un aspecto fundamentalen mi trabajo y, si disponía del tiemposuficiente, solía averiguar todo lo quenecesitaba. Pero esa noche, a pesar deque estuve un buen rato, no encontrénada nuevo sobre Afton Delacourt. Nohallé nada en absoluto sobre ella, ni deantes ni de después de su muerte. Por lovisto, Devlin había dado en el clavo alhablar de esa especie de bloqueo

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mediático. Era como si cualquier huellade la vida de aquella chica se hubieraesfumado tras el asesinato.

Sin embargo, Rupert Shaw no fue unhueso tan duro de roer. La búsqueda enGoogle me facilitó un sinfín de enlaces,la mayoría de ellos relacionados con sutrabajo en el Instituto de EstudiosParapsicológicos de Charleston. Casitodos los artículos le dejaban en unaposición bastante favorable; le definíancomo un erudito, un caballero algoexcéntrico que tenía una evidente pasiónpor lo paranormal, lo cual cuadrababastante con mi opinión sobre él.

Rebusqué y encontré una entrevistaque había concedido a una página localdedicada a los cazafantasmas. Al doctor

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Shaw le preguntaron sobre casasencantadas y experiencias cercanas a lamuerte, pero la parte de la grabaciónque llamó más mi atención fue lapequeña charla espontánea del final.

El entrevistador había elogiado unanillo que llevaba en el meñiquederecho. Yo misma me había fijado enél cuando conocí al doctor Shaw. Era deplata y ónice, y lucía un símboloengastado en la gema. Me dijo que erauna reliquia familiar; en cambio, en elvídeo aseguraba que había sido unregalo de un colega. Era perfectamenteposible que se tratara de dos anillosdistintos, pero sospechaba que no eraasí. De todos modos, no lo considerémás que un detalle curioso.

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Seguí con mi búsqueda…Y averigüé que la infame Sociedad

de la Calavera y Huesos de laUniversidad de Yale, así como la Ordendel Ataúd y de la Zarpa, se habíanfundado a principios del siglo XIX, yque entre sus miembros figuraba partede la élite más poderosa de Carolina delSur. En 1986, se modificó la políticamachista de ambas universidades, demodo que, a partir de entonces, cada añoaceptaban a dos chicas de tercer curso.

Encontré varias referencias asímbolos ocultos, numerología, retirossecretos y ceremonias de iniciaciónclandestinas; pero ningún enlacemencionaba el asesinato de AftonDelacourt. Tampoco se había escrito

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sobre la desaparición de laorganización.

Después, tecleé el nombre de HannahFischer y, aunque el buscador mostró almenos una docena de resultados, tansolo uno me condujo hacia una mujerque vivía en los alrededores deCharleston y que hacía poco habíacelebrado su noventa y nuevecumpleaños.

Cuando le mencioné el nombre deTom Gerrity a John Devlin, percibí algode rencor, de resentimiento. Pero estabatan ansiosa por marcharme delcementerio que había preferido noseguir hablando del tema. En esemomento, en cambio, me arrepentía deno haber obtenido más respuestas.

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Con la mirada fija en la pantalla,deslicé los dedos por el teclado. Solome quedaba una búsqueda.

Mariama Devlin.Escribir su nombre me hizo sentir

culpable, porque, por mucho queintentara justificar mi interés, estabafisgoneando en la vida personal deDevlin. No era mejor que Ethan niTemple, que habían disfrutado comoenanos diseccionando la vida de Devlindurante la cena, como buitres devorandouna res muerta.

Que esa tarea me repugnara no bastópara frenarme. El primer enlace mellevó a un artículo de periódico querelataba el accidente. La versiónencajaba bastante con la de Ethan. El

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coche se había estampado contra elguardarraíl, se había deslizado por unpuente de piedra y había acabado en elrío. Lo único que Ethan no habíacontado era la llamada desesperada al911 que Mariama había realizadoinstantes antes de su muerte, justocuando el auto empezó a hundirse. Eraevidente que ella sabía que el equipo derescate jamás llegaría a tiempo parasalvarla. Atrapada por el cinturón deseguridad, no pudo salvarse, ni tampocoa su hija de cuatro años.

Apoyé la cabeza en el diván y cerrélos ojos. No tuve que esforzarmedemasiado para imaginarme aquellaescena tan espeluznante. El golpe secode la colisión inicial. El fango del río

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colándose por el parabrisas. El ruidodel coche mientras se sumergía. En elinterior, Mariama tirando del cinturónde seguridad mientras observaba que elautomóvil se iba cubriendo de agua; ellaprocurando calmar a su hija,aterrorizada.

Y oscuridad cuando el coche se posóen el fondo del río.

«No me dejes aquí… Mami, porfavor…»

Los llantos eran tan reales que abrílos ojos y miré a mi alrededor.

Estaba sola, pero el corazón me iba amil.

Me llevé una mano al pecho y respiréhondo. ¿Cuántas veces habría aparecido

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esa escena en las pesadillas de Devlin?¿Cuántas veces los terribles gritos de suhija le habrían despertado?

No era de extrañar que necesitaraestar un tiempo alejado de la ciudadpara asumir lo que había pasado.Soportar el peso de la culpa y loseternos «¿y si?» debió de conllevar unaagonía indescriptible.

Aunque no pudiera verlos, susfantasmas se encargaban de mantenerese tormento. Mientras siguieranacechándole, jamás podría curar lasheridas.

Tardé un rato en ordenar las ideas, ydespués continué leyendo.

El accidente se había producido enuna zona remota del condado de

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Beaufort, cerca de un pueblo llamadoHammond. Mariama y su hija iban avisitar a unos parientes.

El artículo contenía dos fotografías;un primer plano del guardarraíl y unainstantánea de los curiosos, que sehabían amontonado en la orilla del ríoesperando ver a los buzos de rescatesalir a la superficie.

No quise fijarme en las caras deaquella multitud porque no queríaencontrar allí a Devlin. No me apetecíaver sus ojos en aquel momento tanhorrible.

Cerré la ventana del artículo y abrí elsiguiente enlace, que me llevó a lasección de obituarios. No habíafotografías, pero ya sabía qué aspecto

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tenían, tanto Mariama como Anyika, suhija de cuatro años.

Anyika.Ese nombre no encajaba con la niña

fantasma que había visto aferrada alpantalón de Devlin y merodeando por mijardín.

Empecé a decir el nombre en vozalta, y de inmediato cerré la boca.

Regla número cuatro: nunca tientes aldestino.

No tardé en apagar el ordenador ydejarlo a un lado. Había hechosuficientes averiguaciones por unanoche.

Me tumbé de lado y apoyé la mejillasobre una mano. Cerré los ojos, pero mi

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mente no podía descansar. Demasiadasideas e imágenes se me agolpaban en lacabeza. Demasiadas preguntas aún sinresponder…

Continuaba viendo a Mariama y aAnyika atrapadas en aquel coche,intentando respirar y con el agua hasta elcuello…

Imaginé cómo se debió de sentirDevlin al enterarse de la noticia… ycómo habría acudido a toda prisa al río,rezando pero temiendo lo peor. Ydespués el largo viaje de vuelta a casa,a sabiendas de que seguiría vacíacuando llegara, consciente de que jamásvolvería a abrazar a su hija…

Pensé en el cadáver desfigurado deAfton Delacourt en el mausoleo, en el

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mismo lugar donde se suponía queRupert Shaw llevaba a cabo sussesiones de espiritismo. Reflexionésobre su teoría. Él sostenía que, justo almorir, se abría una puerta que permitíaque alguien cruzara al otro lado. ¿Y sialguien había atravesado esa puertacuando Hannah Fischer había fallecido?¿Y si esa persona, al volver a deslizarsepor el velo, había traído algo consigo?Algo tan oscuro, fétido y frío como lacriatura que merodeaba por el bosque…

Recordé lo que Temple habíacontado esa noche. Camille Ashby habíaquerido asesinarla con unas tijeras en launiversidad, y Daniel Meakin habíaintentado suicidarse, o eso dedujoTemple al ver una cicatriz en su muñeca.

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Me acordé de la charla que habíamosmantenido fuera del restaurante. Noparecía dispuesta a hablar del asesinatode Afton ni de la Orden del Ataúd y laZarpa. ¿Era posible que estuvierarelacionada con esa sociedad? ¿YEthan?

Todas esas preguntas me bailabanpor la cabeza junto con un carruselincesante de caras distintas. CamilleAshby. Ethan y Rupert Shaw. Temple.Tom Gerrity. Daniel Meakin. Loscadáveres maltratados de AftonDelacourt y Hannah Fischer. Los rostrosetéreos de Mariama y Anyika. Y Devlin.Siempre Devlin.

Por fin me había entrado el sueño,pero me daba pereza levantarme y andar

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hasta la habitación.Una suave brisa agitaba las hojas de

los palmitos, provocando un murmulloreconfortante. Noté que los músculosempezaban a dar ligeras sacudidas.Durante un buen rato, floté en eseagradable y borroso vacío delduermevela, antes de caer dormida en unsueño profundo. Pero entonces todosesos pensamientos caóticos setrasladaron a mis sueños, creando asíunas imágenes inconexas y extrañas.

Estaba en el cementerio de OakGrove, sobre el primer escalón delmausoleo Bedford. Temple tambiénestaba allí. Desde el último escalónalargaba el cuello para mirar a través deuna puerta medio abierta.

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—¿Qué estás haciendo? —lepregunté.

Llevaba la misma túnica blanca quese había puesto esa noche para cenar,pero los adornos eran mucho másexóticos. Distinguí el destello de variaspiezas de bisutería cosidas alrededordel cuello.

—Nunca me he considerado unavoyeur, pero no puedo dejar de mirarlos—dijo.

—¿Mirar a quiénes?Su sonrisa era astuta y sugerente.—Ven a verlo con tus propios ojos.

Te irá la mar de bien.Poco a poco, subí los peldaños y me

coloqué a su lado. Por la rendija vi que

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la habitación estaba iluminada por la luzde unas velas. Era como mirar a travésde un velo.

Y entonces los vi…Devlin y Mariama…Bajo aquella luz tan tenue y cálida,

sus cuerpos, con tonos de piel tanopuestos, se veían hermosos. La largacabellera de Mariama se balanceaba deforma erótica sobre su espalda desnuda.Devlin le acariciaba los pechos mientrasambos se movían a un ritmo primitivo.

Seguimos ahí de pie mirandoboquiabiertas. Entonces, de repente,Mariama se giró hacia mí con los ojoscaídos y humedeciéndose los labios.Una invitación tentadora que medesconcertó.

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—No deberíamos estar aquí —farfullé, y retrocedí varios pasos.

—No seas tan pacata. Es evidenteque disfrutas mirándolos.

Mientras bajaba las escaleras oí lacarcajada burlona de Mariama.

Noté un escalofrío en la espalda yeché un vistazo por el rabillo del ojo.Una sombra pasó como un rayo, pero,cuando me giré, el fantasma de la niñame había cerrado el paso.

Una fragancia de jazmín meembriagó. La pequeña levantó la mano ehizo una señal para que la siguiera.Procuré aferrarme a las reglas de mipadre, pero no las recordaba. Y no puderesistirme a aceptar su invitación.

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Me alejó del mausoleo y me llevó auna zona del cementerio donde no habíaestado. Había un grupo de gente que sehabía reunido alrededor de una lápida.Todos se giraron al oírme llegar. Losreconocí a todos: Camille, Temple,Ethan, Daniel Meakin. Incluso el doctorShaw estaba allí. Con una sonrisaenigmática, se hizo a un lado para quepudiera unirme al círculo.

Me acerqué lentamente y miré alsuelo, buscando aquello que, por lovisto, había captado su atención.

Solo vi una tumba vacía.De pronto, noté una presión en la

espalda. Alguien me había empujado,así que me caí en ese hoyo oscuro einfinito.

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Mi propia tumba…Casi sin aliento, me incorporé en el

diván.Tardé unos momentos en ubicarme, y

otros tantos en tranquilizarme.Mientras dormía, el despacho se

había enfriado. Había dejado en marchael aire acondicionado cuando salí acenar porque la casa estaba demasiadocaldeada. No había reparado en ajustarel termostato al llegar, así que hacía talfrío en la habitación que los cristales delas ventanas se habían empañado.

Alargué el brazo para coger la mantaque siempre tenía doblada a los pies deldiván y, de pronto, me quedé quieta, conla mano suspendida en el aire, pendientesolo de mi olfato. La esencia a jazmín

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flotaba en el ambiente, tan débil ydelicada que quizá fuera fruto de misueño.

Pero sabía que era real. Estaba ahí.Me tapé con la manta y me quedé

temblando en la oscuridad. No podía verel jardín a través de la ventana, perosabía que estaba ahí.

Contuve la respiración y esperé…Un dedo invisible trazó una imagen

sobre el vaho.Un corazón.Idéntico al que yo había dibujado en

el jardín con guijarros y caracolas.La imagen tan solo permaneció unos

segundos. Después, se fundió con lasgotas de condensación. El olor a jazmín

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desapareció.La pequeña también se había

desvanecido entre la niebla, pero sabíaque volvería. No me dejaría en paz hastaque yo averiguara qué quería.

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Capítulo 15

Al caer la noche, la llovizna seconvirtió en un aguacero. Así pues,tuvieron que posponer la exhumaciónhasta que el tiempo mejorara y la tierrase secara. Para poder analizar losgranos de tierra en la pantalla, tenía queestar filtrada y suelta. Puesto que nopodía trabajar en el cementerio, me pasétoda la mañana en Emerson. Todavíaquedaban por identificar bastantestumbas, la mayoría situadas al norte delcementerio. Era irónico, pero no lograbaubicar el sepulcro de dos difuntos, cuyosnombres había encontrado en un antiguo

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libro de familia.Crear el mapa de un cementerio tan

antiguo como el de Oak Grove siemprerepresentaba un tremendo desafío,comparable al de unir las piezas de unrompecabezas. Lápidas sin identificar,registros perdidos, caligrafías ilegibles,tumbas cubiertas de maleza… El pasodel tiempo causaba estragos en el mundode los muertos, igual que en el de losvivos.

Estaba tan absorta en lo que teníaentre manos que, al principio, no reparéen un sonido de rasguños.

Después, levanté la cabeza y mequedé como una estatua. Quizás un ratónhabía logrado roer alguna de las cajasde archivos.

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Construida en los sótanos de labiblioteca de Emerson, la sala dearchivos era un espacio repleto derincones sin luz y pasillos oscuros queserpenteaban entre filas y filas deestanterías abarrotadas.

Por lo general, los espacios cerradoscon poca luz no me angustiaban, pero elhecho de no identificar aquel sonido meprodujo una sensación de aislamientoque me asustó. Estaba completamentesola ahí abajo. El escritorio dondetrabajaba estaba delante de unagigantesca escalera que conducía alprimer piso. No había entrado nadie entodo el tiempo que llevaba allí.

No es nada, me repetía una y otravez. El edificio era antiguo y

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sobrecogedor, y estaba cargado desonidos y olores de épocas pasadas. Dehecho, no era distinto a la decena desótanos donde había pasado largastardes hojeando archivos, inmersa en lasvidas de los difuntos.

Decidí no hacer caso al ruido y meconcentré en mi trabajo.

Y entonces volví a oírlo, rasguñosdesesperados seguidos de un golpe seco.

Sin duda, una de las cajas habíacaído al suelo. No era cosa de un ratón,de eso estaba convencida.

Muerta de miedo, ladeé la cabeza yescuché con atención. Al fondo de unode los pasillos apareció una sombra.Dejé escapar un grito ahogado y pocodespués me percaté de que era una

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persona, y no aquella espeluznantecriatura que me había encontrado en elbosque de Oak Grove.

—¿Hola? —llamé.—¡Hola! —respondió el

desconocido, que parecía sorprendido—. No sabía que había alguien más aquíabajo. ¿Lleva mucho tiempo aquí?

—Un par de horas —contestémientras intentaba distinguirle entre laoscuridad—. No le he visto bajar lasescaleras.

—He utilizado la escalera trasera.Por eso no nos hemos cruzado.

El tipo se fue acercando poco a poco,pero no le reconocí hasta tenerlo defrente.

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—La señorita Gray, ¿me equivoco?Daniel Meakin. Nos conocimos enRapture.

—Sí, por supuesto. Me alegro devolverle a ver, señor Meakin.

—Llámeme Daniel, por favor.Bajé la cabeza y respondí:—Amelia.Echó un vistazo a los archivos y

libros de registros que tenía esparcidospor la mesa.

—¿Investigando Oak Grove?—Sí.Le expliqué todo el asunto de los

sepulcros sin identificar y de las lápidassin tumbas vinculadas.

—Menudo problema, ¿verdad?

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—Pues sí —respondí con unasonrisa.

—¿Y no coinciden?—Por desgracia, no. Pero quizá

pueda echarme una mano. Tengoentendido que había una iglesia junto alcementerio.

—Así es. De hecho, la sección másantigua de Oak Grove pertenecía a ella.Cuando se destruyó el edificio, lasautoridades municipales seaprovecharon de lo que entonces era unlugar remoto para inaugurar uncementerio nuevo. Con el tiempo, lagente se olvidó de ese lindero y amboscementerios pasaron a llamarse OakGrove.

—¿Sabe si algunos registros se

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perdieron o desaparecieron junto con laiglesia?

—Es muy probable. La mayor partede los registros más antiguos se quemódurante y después de la guerra civil.Quizás algunos estén mal colocados omal archivados —supuso, y miró a sualrededor con la frente arrugada—. Aligual que Oak Grove, estos archivos sehan descuidado durante años, y es unapena. Este lugar necesita unareorganización completa y urgente.

—No se lo discutiré. Me he pasadodemasiadas horas aquí abajofisgoneando entre esas cajas viejas.

—Mi afición favorita —murmuró conuna sonrisita.

—Y la mía.

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—¿No le angustia la soledad de estelugar? —preguntó—. A mucha gente leresulta deprimente.

—Nunca me ha importado trabajarsola. —La soledad era una vieja amiga—. Aunque me encantaría encontrar loque necesito.

—¿Sabe qué? Creo que tengo algunoslibros en mi despacho que hacenreferencia a Oak Grove. Les echaré unaojeada, a ver si contienen algo quepueda serle útil en su investigación.

—Gracias. Me haría un gran favor.Durante todo el tiempo que estuvo

allí, no dejó de sujetarse la muñecaizquierda. Recordé lo que Temple habíadicho sobre la cicatriz y su intento desuicidio. Me debió de leer la mente,

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porque, de repente, se retiró hacia lassombras del pasillo.

—No la entretengo más. Supongo quetodavía le queda trabajo por hacer.

—Una cosa antes de que se vaya…En vez de inventarse cualquier

excusa, se quedó a escuchar lo quequería decirle.

—Anoche estuve cenando conTemple y Ethan, y me comentaron queusted había sido compañero suyo enEmerson. Por lo visto, lleva muchotiempo ligado a esta universidad.

—A veces creo que demasiado —puntualizó. Y volvió a esbozar esasonrisa de menosprecio.

—He consultado miles de archivos y

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artículos, y he advertido que algunoscontienen referencias a una sociedadsecreta. Se llamaba la Orden del Ataúdy la Zarpa. ¿Sabe algo de eso?

No parecía muy dispuesto aresponder. De hecho, se mostróindeciso.

—Algo he oído, pero no creo que esainformación le ayude a resolver suproblema con las tumbas y las lápidas.

—Ya lo sé, pero en los cementerioshay un sinfín de símbolos e imágenespertenecientes a sociedades secretas.Pensé que esa organización podría estarrelacionada con Oak Grove.

—No puedo ayudarla con el tema delos símbolos. Por algo se considera unasociedad secreta. Lo que sí puedo

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decirle es que, en el siglo XX, la ordense transformó en una organización muydistinta de la fundada en 1800. Laevolución, a mi modo de ver, no fuebuena.

—En algún sitio he leído que en losochenta se reformaron los estatutos paraincluir mujeres.

—Fue una de sus etapas mástolerantes; aunque «tolerante» no es eltérmino más apropiado para describir auna organización que, por naturaleza, esexcluyente.

—Deduzco que no siente muchoaprecio por ese tipo de sociedades.

Daniel se encogió de hombros.—Tengo un problema con el elitismo

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en general. Soy más de los de «tomar laBastilla».

Tuve que contener la risa. No meimaginaba a Daniel Meakin con unmachete, y menos todavía blandiendouna espada o un mosquete.

—La exclusividad de pertenecer auna sociedad secreta es el único motivo,el único —dijo— que los empuja aproteger el statu quo… a toda costa.

—¿Qué quiere decir con «a todacosta»?

—Justamente eso.—¿Cree que la Orden tuvo algo que

ver con el asesinato de Afton Delacourt?Al parecer, la pregunta le incomodó,

pues empezó a mirar hacia las escaleras.

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—Es un tema muy delicado. Creo quelo más sensato sería dejar que esa pobrechica descanse en paz.

—Pero, ahora que se ha producidootro asesinato, es lógico que se planteenciertas preguntas al respecto —insistí.

—Esas preguntas son asunto de lapolicía.

—Desde luego, pero…—Tendrá que perdonarme, pero llego

tarde a una reunión.Se marchó tan rápido que no pude ni

despedirme.Aquel modo de huir me recordó

cómo Temple había hecho oídos sordosa mis preguntas sobre el asesinato deAfton Delacourt. Habían pasado más de

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quince años, pero aparentemente todosse negaban a hablar del tema.

Vi que Meakin se escabullía por unode los pasillos y fue entonces cuando medi cuenta de que no estábamos solos. Nosabía cuánto tiempo llevaba CamilleAshby en el sótano, ni por qué no noshabía saludado al entrar. Estabaagazapada en la sombra del hueco de laescalera. Lo bastante cerca como parahaber oído toda nuestra conversación.Entreví su silueta y, de pronto,retrocedió varios pasos. Acto seguido,percibí el sonido de una puerta alcerrarse.

No quería pasar ni un minuto mássola entre los archivos. El sótano estabademasiado aislado del resto del

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edificio, así que recogí todas mis cosasy me fui.

Ese día no volví a Emerson. A mediatarde, cuando por fin dejó de llover, memonté en el coche, camino del condadode Beaufort, y tomé la carretera quebordeaba la costa.

Desde que salí de la sala dearchivos, no había dejado de lucharcontra un deseo algo morboso; ansiabaver con mis propios ojos el lugar dondeMariama y Anyika habían fallecido.

No tenía sentido ir hasta allí, perotampoco lo tenían el corazón que habíaaparecido dibujado en el vaho delcristal ni la oscura criatura que me habíavigilado oculta tras los arbustos del

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bosque de Oak Grove. Era una chica queveía fantasmas. De hecho, desde quehabía cumplido los nueve años, nada enmi vida había sido lógico ni habíatenido mucho sentido.

Si hubiera hecho caso a mi sentidocomún, habría regresado a casa paradesenterrar el anillo escondido en eljardín, tal y como mi padre me habíaaconsejado, pero no lo hice. Manteneruna conexión con el fantasma de aquellaniña no era, de ningún modo, lógico,pero, en ese momento, cuando sabíaquién era, no me sentía capaz de arrojarel anillo al río donde la pequeña sehabía ahogado. Me parecía demasiadofrío, incluso un insulto, tanto para ellacomo para Devlin.

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Cuando salí de la US 17, la ruta sevolvió enrevesada. Si no hubiera sidopor el sistema de navegación del coche,me habría perdido entre aquel embrollode carreteras de asfalto y tierra que seentrecruzaban en la zona rural. Sinembargo, había sido precavida y habíaprogramado la ruta antes de salir deCharleston. Aquella voz, tan eficiente einformatizada, me guio directamente ami destino.

Tras aparcar el coche a un lado de lacarretera, me apeé y me dirigí hacia elmuro del puente.

Durante el tiempo que estuve allí, tansolo vi pasar un coche. El conductorbajó la ventanilla para preguntarme sinecesitaba ayuda. Le di las gracias y con

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un gesto le indiqué que estaba bien.Después, continué contemplando el río.

El nivel del agua apenas alcanzaba elpuente. Si el río hubiera bajado lleno eldía en que Mariama se estrelló contra elguardarraíl, el agua podría haberamortiguado el impacto, aunque elresultado habría sido el mismo.

¿Qué le hizo perder el control esedía? Las carreteras eran angostas. Quizátuvo que esquivar un coche queavanzaba en dirección contraria. Opuede que quisiera sortear un animal queapareció en mitad del asfalto. Tal vez elpuente había estado resbaladizo, y porello había derrapado hasta chocar con elquitamiedos. Toda aquella especulaciónera absurda. Nadie sabría nunca qué

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había ocurrido aquel día.El cielo estaba gris. Respiraba un

aire cargado de humedad y de la esenciasalobre de los estuarios. Todo a mialrededor estaba quieto y en silencio.

Me quedé allí de pie durante un buenrato, pero no percibí su presencia.

Al final, volví al coche, programé elnavegador y me fui de allí sin miraratrás.

El cementerio de Chedanthy era misiguiente parada. Estaba a varioskilómetros al noreste de Hammond. Elcamino de gravilla que me condujo hastaallí era de una sola dirección y a amboslados se alzaban majestuosos robles.

Los obituarios mencionaban el

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cementerio donde habían enterrado aMariama y a Anyika, pero todavía nolograba entender esa necesidad casiobsesiva de visitar sus tumbas, ni elimpulso de ver el túnel con mis propiosojos. Lo único que sabía era que nopodría descansar hasta visitar amboslugares.

Un arco metálico y oxidado marcabala entrada del cementerio, pero el arcénera tan estrecho que no pude dejar elcoche allí, así que di media vuelta y loaparqué junto a una zanja llena de aguanegra.

Las tumbas de aquel cementerio eranantiguas y estaban decoradas según latradición gullah: relojes que marcabanla hora de la muerte, lámparas

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maltrechas que iluminaban el caminohacia la otra vida, cerámica hechaañicos, cántaros, jarras, tazas, soperaspara romper la cadena de la muerte. Elsuelo del cementerio estaba cubierto dearena blanca para protegerlo de losbakulu, espíritus incansables quedeambulaban por nuestro mundo paraentrometerse en los asuntos de los vivos.

Estaba en territorio desupersticiones, en la tierra de Boo Hag.Según las viejas leyendas que relatabami padre, era una mujer que practicababrujería y magia negra. Cuando caía lanoche, la hechicera abandonaba sucuerpo y deambulaba a sus anchas porlos campos de cultivo para alimentarsede la fuerza vital de sus víctimas. Nadie

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podía verla, pero todos la sentían. Mipadre solía decir que su piel tenía lamisma textura que la carne cruda.

—Entonces no es un fantasma —señalé, siguiendo mi lógica particular—.Su tacto es frío y húmedo. Como elinterior de una tumba.

—Chis —siseó mi padre—. Noquiero que tu madre te oiga hablar deesas cosas.

Cerré el pico como la hija obedienteque era, pero me molestaba no podercompartir esa parte de mi vida con mimadre. Tras mi primer encuentro con unfantasma, anhelé su cálido abrazo, queme sujetara con fuerza, que meprotegiera de todos los peligros quemerodeaban tras nuestras ventanas al

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anochecer.A partir de la primera vez que vi un

fantasma, la relación con mi padrecambió. Las normas crearon un abismoentre mi madre y yo. Jamás podríamostener la relación que tanto ansiaba, puestenía que ocultarle demasiadas cosas.

Mi padre tampoco era sincero conella, así que nuestros secretos seconvirtieron en una carga muy pesada.

Las tumbas de Mariama y Anyikaestaban en la sección más nueva delcementerio, cerca de la entrada. Estabanjuntas, bajo la sombra de las nudosasramas de un gigantesco roble.

La de Mariama contenía unadecoración similar al resto, pero eldiminuto sepulcro de Anyika apenas

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tenía adornos. Una lápida sencilla yvarios buccinos y erizos de maresparcidos por la tumba.

Me quedé perpleja al leer la fecha denacimiento en la lápida. Aquel díahabría sido su cumpleaños. Me arrodilléy, con suma cautela, aparté varias hojassecas, dejando al descubierto un corazónque alguien había formado con unasconchas.

Repasé su contorno con la yema delos dedos, sin dejar de pensar en elcorazón que quien fuera había dibujadoen mi ventana empañada. De repente, oíel crujir de la gravilla. Esperé a que elcoche pasara de largo, pero se detuvo y,un segundo más tarde, oí un portazo.

Me levanté enseguida y empecé a

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correr. No puedo explicarlo, pero noquería que me encontraran junto a esastumbas. Como no tenía tiempo de llegarhasta el coche, me escondí detrás de unárbol, con la esperanza de que nadie medescubriera.

Agachada tras el gigantesco tronco,observé al visitante cruzar la entradaarqueada. Caminaba con los hombroscaídos y la cabeza ligeramente gacha. Loreconocí al instante.

Devlin.

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Capítulo 16

Devlin se detuvo justo en el umbral.Levantó la cabeza para escudriñar elcementerio, como si hubiera presentidomi presencia.

Tras tantos años trabajando en elcuerpo de policía era normal que semostrara cauteloso al entrar en cualquierlugar aislado. Como pude, pegué elcuerpo al tronco del árbol. Al nopercibir pisadas aproximándose, mearriesgué a echar un segundo vistazo. Lelocalicé enseguida, entre las tumbas deMariama y Anyika. Estaba de espaldas amí, así que no pude ver su expresión, de

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lo cual me alegré. Me despreciaba porestar espiándolo en un momento tanprivado, pero era incapaz de apartar lamirada. O simplemente no quería. Meconvencí de que ese era el verdaderomotivo dada la conexión que me uníacon la niña fantasma, con él, y creíhaberme ganado el derecho de estar ahí.Contempló la lápida de Mariamadurante un buen rato y después searrodilló para dejar algo sobre la tumbade Anyika.

El cementerio estaba sumido en unsilencio sepulcral. Soñaba con oír suvoz.

Tras unos minutos, se puso en pie yabandonó el cementerio.

Oí que cerraba la puerta de su coche

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y esperé a que el ruido del motordesapareciera. Fue entonces cuando salíde mi escondrijo. En vez de huir delcementerio, decidí acercarme a lastumbas para comprobar qué habíadejado Devlin. Me avergonzaba, perome dio lo mismo. Más tarde descubriríaque había cometido un gran error.

En el centro del corazón de conchashabía colocado una muñeca antigua enminiatura, pintada a mano. Tenía la teznegruzca y lucía varios adornos, unasombrilla de lazos, un traje de seda yunos zapatos con cordones. Era el objetomás delicado que jamás había visto.

Aquella ofrenda me revolvió lasentrañas. De repente, se mehumedecieron los ojos de lágrimas. Y

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entonces percibí una voz tan suave comoel susurro de los árboles. Un nombre…

—Shani…Por un momento, creí habérmelo

imaginado, pero al levantar la miradaadvertí que no estaba sola en elcementerio. Una anciana y una niña dediez años me vigilaban escondidas traslas ramas de los árboles.

Asustada, me puse en pie.—Hola…La anciana alzó la mano y yo me

callé. Vestía una falda roja un tantodescolorida que le llegaba hasta lostobillos y una camisa verde abotonadahasta la garganta. Tenía el pelo gris yáspero, y lo llevaba recogido en un

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moño, a la altura de la nuca.La niña era la personificación de la

juventud; iba vestida con unos vaqueroscortos y una blusa de color amarillolimón que resaltaba su hermoso tono depiel. La cabellera salvaje y rizadacontrastaba con su rostro angelical,donde brillaban unos ojos verde claroespectaculares.

El contraste no podía ser mássorprendente, aunque me costaba decidirquién era más hermosa o elegante.

Las dos iban descalzas, pero lasramillas y las piñas que habíaesparcidas por el suelo no parecían serningún obstáculo para llegar a lastumbas.

La anciana avanzó hasta colocarse

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entre las lápidas y murmuró algo que nologré entender. Después sacó un paquetedel bolsillo, echó algo sobre la palma ysopló. Vislumbré un fugaz destello deluz azul antes de que la brisa se llevaralas partículas titilantes.

Después clavó su mirada en mí, perono articuló palabra.

—Soy… Amelia —susurré cuandono pude soportar más ese silencio.

La niña alcanzó a la mujer y la cogiódel brazo.

—Me llamo Rhapsody, y ella es miabuela.

—Rhapsody, qué nombre tan bonito—dije.

—Significa entusiasmo excesivo. Un

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estado de felicidad exaltada.Presumió como un pavo real y

después se agachó para rascarse la partetrasera de la rodilla.

—¿Has venido para el cumpleañosde Shani?

—¿Quién es Shani?La niña me señaló la tumba más

pequeña.—¿Por qué la llamas Shani? Según la

lápida se llama Anyika.—Shani es su nombre de cesta.Había leído acerca de la tradición

gullah de poner dos nombres. Cada niñorecibía, al nacer, un nombre formal y unapodo más íntimo que solo utilizaba elcírculo familiar, un nombre secreto que

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se les asignaba cuando todavía eran lobastante pequeños como para caber enuna cesta de arroz. Rhapsody jugueteabacon uno de sus rizos.

—Mi nombre de cesta es Sia, por serla primogénita.

—¿Qué significa Shani?Dibujó un símbolo con los dedos.—Mi corazón.De inmediato me empezaron a

temblar las rodillas. Sentí que el cuerpoentero se me paralizaba: recordé elcorazón que había aparecido en elcristal de mi ventana. Shani quería quesupiera quién era, y había usado sunombre de cesta para comunicarseconmigo…

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El sol brillaba con fuerza, así quetodavía faltaban varias horas para que elvelo se estrechara. Pero en ese momentonotaba la presencia de aquella niñacomo si estuviera a mi lado.

Ajena a las emociones que measaltaban, Rhapsody continuóparloteando sobre los distintos nombresde cesta que había en su familia. Trasunos minutos, su abuela le pellizcó elbrazo.

—¡Auch! ¡Qué diablos…!La anciana le hizo un gesto para que

cerrara el pico.—Ja. Te hajbías pensao que era un

mojquitoh, ¿o qué?Rhapsody no respondió, pero puso

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unos morros que hablaban por sí solos.—Y no me pongá esój morroj, ¿eh?—Sí, señora.Y entonces se giró hacia mí y, con un

tono imperioso, exclamó:—¡Eh, tú! ¡Amó!—¿Perdón?La pequeña, a quien ya se le había

pasado el enfado, se acercó y me cogióde la mano.

—La abuela quiere que vengas connosotras.

—¿Ir con vosotras… adónde? —Noestaba segura de que fuera una buenaidea.

—A su casa —dijo, y señaló elcaminito de grava—. Está justo ahí.

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La mujer farfulló algo, pero noentendí ni una sola palabra. De modoque la niña, muy amablemente, me lotradujo.

—Dice que si quieres saber mássobre Shani, es mejor que nosacompañes. Yo, en tu lugar, le haríacaso —añadió mirándola de reojo—. Laabuela dice que sin su ayuda Shanijamás te dejará en paz.

No pude declinar aquella invitacióntan irresistible.

Las tres caminamos por la carreterade grava juntas. Rhapsody danzaba entrenosotras, con movimientos tan ágiles yligeros que parecía flotar.

Se pasó todo el camino parloteando

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sin parar sobre su padre, que estaba enuna especie de viaje por África y acercade su casa en Atlanta, que era un millónde veces más grande que la de suabuelita. Tenían piscina propia, así queRhapsody podía invitar a sus amigassiempre que quisiera. En cambio, suabuela no tenía ni televisión, y muchomenos conexión a Internet. Si queríachatear con sus amigas del colegio, notenía más remedio que ir a Hammond yutilizar el único ordenador de labiblioteca.

A pesar de las quejas, parecía unaniña feliz. Deduje que mantenía una granrelación con su abuela, Essie. Al finalde la carretera se alzaba una pequeñaaldea de casas de tablillas rodeada de

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pilas de neumáticos, cochesabandonados y un batiburrillo deaparatos electrónicos oxidados. Todaslas casas eran de una sola planta y sehabían construido sobre pilares demadera.

Al pasar por delante de la primeracasa, me fijé en una chica de catorceaños que nos observaba desde la sombradel porche hundido. Cuando Rhapsodyla saludó, la joven se levantó y seescabulló hacia el interior de su casa.

—Es Tay-Tay —explicó Rhapsody—. No le gusta que la mire.

—¿Por qué no?—Porque le doy miedo.—¿Y por qué le das miedo?

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—Mi abuela es experta en medicinanaturista, y soy la única niña viva de lafamilia —dijo con aire misterioso.

Essie murmuró algo entre dientes,imaginé que una advertencia, queRhapsody ignoró por completo.

—Tay-Tay va diciendo por ahí quepuse algo en su Pepsi para que se lecayera el pelo, pero no es verdad.Aunque podría hacerlo si quisiera —apuntó. Deslizó su hermosa melenahacia atrás con toda la arrogancia queuna niña de diez años podía exhibir.

—Sé de una niña que se vaj a ij adormíj sin cená ejta noche —avisóEssie.

—Lo siento, abuela —se disculpóRhapsody. Pero, cuando la miré, estaba

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sonriendo con malicia. Después pateóuna piedra y la lanzó directamente haciala casa de Tay-Tay.

Seguimos caminando. En la segundacasa había un chucho atado en el jardín;al vernos pasar, dejó escapar un aullidoque helaba la sangre. Essie levantó lamano y el perro enmudeció, igual quehabía hecho yo en el cementerio.

—Esa casa de allí es la de miabuelita —dijo Rhapsody refiriéndose auna diminuta casita blanca que se alzabaal final de la calle. Era, sin lugar adudas, la más bonita del vecindario, conun jardín arreglado; la ropa reciénlavada ondeaba en el tendedero.

Subimos unas escaleras de cemento yatravesamos el hermoso porche con

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suelo de tablones de madera y el techoazul, el mismo color añil que, según latradición gullah, alejaba tanto a lasavispas como a los fantasmas. Despuésme guiaron hacia un estrecho recibidorque olía a salvia y a hierbaluisa. Deinmediato reparé en tres detalles: unespejo colgado al revés, una escoba depaja escondida tras la puerta y variascaracolas que servían como adorno deun pequeño banco.

Essie se escabulló a la cocina, y dejóque fuera Rhapsody la encargada deenseñarme el resto de la acogedorasalita. Me fascinó el espacio queocupaba la mesa, pues estabaornamentado con unas cestas de mimbrepreciosas. Al decirle lo bonita que me

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parecía esa decoración, Rhapsodyencogió los hombros con indiferencia ysoltó:

—¿Esas cosas viejas? La abuelita sepasa el día haciéndolas.

Por lo visto, no le impresionabantanto como a mí.

Después señaló con la mano unapared llena de retratos.

—Todos son parientes míos, pero nome preguntes cómo se llaman. Murieronhace mucho tiempo. Mi abuela dice quenosotros, los Goodwines, tenemos lacostumbre de morir jóvenes. Menos ella,digo yo. Seguramente estemos malditos,o algo así.

Entonces me confesó que su abuela

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era, en realidad, su bisabuela. Su padrey Mariama eran primos hermanos, peroal haberse criado juntos se querían comohermanos.

—Antes has dicho que tu abuela esexperta en medicina naturista. ¿Qué hasquerido decir con eso?

—Es una bruja —respondió lapequeña con la misma sonrisa maliciosaque había visto antes—. Y como soy laúnica niña que queda en la familia, voya ser su ayudante. Por eso he venidoaquí a pasar el verano, para aprender aser una hechicera de verdad.

—¡Sia! ¡Chitón, home!No la habíamos oído llegar, así que,

al oír los gritos de Essie, Rhapsody y yonos sobresaltamos. Llevaba una

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bandejita con una jarra de té dulce, tresvasos y un plato a rebosar de galletas desemillas de sésamo. Antes de quepudiéramos ofrecernos a ayudarla, laanciana se dio media vuelta ydesapareció por el angosto pasillo. Unsegundo más tarde, oí el chirrido de lapuerta del porche.

La seguimos hasta allí. Essie seacomodó en una vieja mecedora demimbre y nos sirvió a cada una un vasode té. Cuando su nieta alargó la manopara coger una galleta, le asestó unmanotazo tremendo.

Acto seguido me ofreció el plato. Nopude negarme; si lo hacía, se lo tomaríacomo un insulto imperdonable. Además,me gustaban las obleas, y se solía decir

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que traían buena suerte.Me senté en el último peldaño de la

escalera. La pequeña se apoyó sobre laendeble barandilla que rodeaba laterraza. El té sabía a miel y limón,aunque también percibí un matiz denaranja. Era un sabor dulce y delicioso,igual que el té que solía preparar mimadre.

Mientras nosotras saboreábamos lasgalletas y el té, Essie contemplaba elcielo. Por fin se había despejado. Amedida que la brisa se calmaba, el calorempezó a hacerse insoportable. Meacerqué el vaso frío a la cara y mepregunté cómo abordar el tema de Shani.

Tras unos minutos, estaba tanacalorada que me sentía un poco ida. Me

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arrastré por el suelo y dejé el vasovacío sobre la bandeja que Essie habíacolocado junto a su balancín. Alincorporarme, el mundo empezó a girara mi alrededor. Me quedé sinrespiración y me apoyé en el poste máscercano para no caerme.

Rhapsody bajó de un brinco de labarandilla y vino como un rayo hacia mí.

—¿Qué te pasa?—Estoy mareada…Colocó una mano sobre mi frente.—No parece que esté bien, abuelita.

Quizá deberías darle una dosis de vidaeterna.

De repente, sentí la imperiosanecesidad de marcharme de allí. Intenté

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ponerme en pie, pero todo me dabavueltas.

Rhapsody me cogió por los hombrosy me reclinó hacia los tablones demadera.

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Capítulo 17

Un tremendo dolor me martilleaba lacabeza.

Me costó media vida abrir los ojos.Ante mí tan solo distinguí caras borrosase indefinidas, que me miraban curiosas.

—Está viniendo —dijo alguien. Intuíque era Rhapsody.

Intenté levantarme, pero en vez deeso me sumergí todavía más en el objetomullido y suave que había amortiguadomi caída.

—¿Estás segura de que la ha visto,abuelita?

—Puej claro que sí.

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Reconocí la voz de Essie deinmediato y, por extraño que pareciera,en ese momento podía entenderla. O laanciana había cambiado su forma dehablar o ya me había acostumbrado alacento gullah de sus palabras.

—¿Puedes curarla?—No, hija. Ninguna raís puede curá

a ehta niña. Ha entrao, ha pasao al otrolao. Ha cruzao el velo y ha vuelto, yahora su ejpíritu no tie ni idea de aondepertenese.

—¿Por eso puede ver a Shani?—Eso creo.Siguió un silencio que se me hizo

eterno y durante el cual me pareciópercibir cierto movimiento, como si

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alguien estuviera moviendo una manoante mis ojos. Olí algo dulce, algoamargo y, tras unos segundos, nada.

—¿Qué pasa, abuelita? ¿Qué ves?Otra pausa. Y otra extraña esencia.—Alguien ha venío a por ejta chica.

Alguien con un alma tan oscura como lanoshe. Alguien que camina entre lojmuertoj.

Quise preguntarle a qué se referíacon eso, pero fui incapaz de articularuna sola palabra. Notaba la lenguademasiado gruesa y pesada, y no podíamover los labios.

Cerré los ojos y las voces sedesvanecieron.

La segunda vez que me desvelé

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estaba totalmente despierta, con unligero dolor de cabeza que merecordaba que había estado indispuesta.

No me costó adivinar dónde estaba:en la casa de Essie, tumbada sobre unacama que, antaño, había pertenecido aMariama. Me incorporé y miré a mialrededor.

En la habitación tan solo había unarmario de madera de caoba y elarmazón de hierro forjado que albergabala cama. La colcha sobre la que estabatumbada había sido tejida a mano hacíadécadas.

Miré a través de la ventana. Todavíaera de día, aunque estaba empezando aanochecer. Así que me levanté, recogílas botas del suelo y salí de la

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habitación a hurtadillas.Essie estaba bordando una manta

mientras la niña jugaba al fútbol conotros niños en la calle. Era más pequeñaque los demás, pero presentía que sabíadefenderse sola.

La anciana me echó un fugaz vistazo yvolvió a la tarea que la tenía ocupada.

—¿Mejó?—Sí, gracias. No sé qué ha ocurrido.—Debej de habej sufrío una

insolación.—No creo que haya sido eso.

Trabajo al sol casi todo el tiempo. ¿Quétenía el té?

—No había na malo en ese té. Lohise yo misma.

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Su respuesta no terminó deconvencerme.

—Algo ta absorbío la energía —dijocon una mirada astuta.

De inmediato pensé en Devlin.—Essie, ¿podemos hablar sobre

Shani?Clavó la aguja en la tela y dejó a un

lado la labor.—Esa niña no pué descansá.—¿Por qué no?—No quiere abandoná a su papi. No

se irá hasta que él la deje marchá.De repente sentí una punzada en el

estómago. Recordé el primer día quevislumbré los fantasmas de Devlin.Shani no se había apartado de él en

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ningún momento.—Creo que no sabe que su hija está

aquí —murmuré.—Sí lo sabe —rebatió Essie. Se

llevó la mano al corazón y alzó lacabeza—. Aquí dentro, lo sabe.

Cerré los ojos.—¿Y qué quiere de mí?—Que se lo digáj.—No puedo hacerlo.Me miró afligida.—Pue que ahora no, pero llegará el

d í a . Entonse él tendráj que hasé suelección.

—¿Qué elección?—O lój vivój, o loj muertoj.

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Me giré hacia el jardín y vi queRhapsody y sus amigos seguían jugandocon la pelota. Era una estampa de lo máscomún.

Essie se levantó del balancín y mecogió ambas manos. Después dejó algosobre mi palma. Era un diminuto pedazode tela atado con un lazo azul.

—¿Qué es?—Déjalo debajo de la almohada po

la noshe. Aleja a los maloj espírijtuj.Después sacó un paquete de hierbas

secas del bolsillo del delantal y me loofreció.

—Vida eterna. Lo cura too.—Gracias.Entonces hizo un gesto con los

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brazos, como si quisiera espantar a unmolesto insecto.

—Y ahora vete. En tu casa deben deestá preocupadoj por ti.

Nadie me esperaba, pero no quisediscutir. Me senté en la escalera y mecalcé las botas. Me levanté y, cuando fuia despedirme, vi a Essie mirando elcielo con gesto preocupado.

—Date prisa, chica. Ejtáanochesiendo.

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Capítulo 18

Rhapsody y sus amigos meacompañaron andando hasta elcementerio, pero ninguno se atrevió aponer un pie dentro. Me adentré solaentre las lápidas; al llegar a las tumbasde Mariama y Shani miré hacia atrás.Rhapsody seguía en la carretera,vigilándome. Había algo en su expresiónansiosa que me hizo pensar en una partede la conversación que había oído entreella y su abuela: «Alguien ha venío apor ejta chica. Alguien con un alma tanoscura como la noshe. Alguien quecamina entre loj muertoj».

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Sentí un escalofrío y empecé ainquietarme. Qué tontería, pensé. Me reíde mí misma por tomarme sus palabrasde forma literal. Estaba exagerando.Quizás Essie tenía la capacidad de curarciertos males con raíces, bayas y su vidaeterna, pero eso no significaba quegozara del don de la clarividencia.

Aceleré el paso, ansiosa poralejarme del cementerio antes delcrepúsculo. El sol todavía se asomabapor las copas de los árboles. Bajo aquelsuave brillo, las hojas de losmajestuosos robles se confundían contiras de lentejuelas. Tenía tiempo desobra, pero empezaba a notar elhormigueo incipiente que siempreprecedía al ocaso.

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Pulsé el botón del mando para abrirel coche mientras me deslizaba a todaprisa por un pequeño terraplén y saltabala zanja que daba a la carretera. Pero encuanto vi el vehículo, aminoré el trote ymaldije entre dientes.

La rueda delantera del lado delconductor estaba completamentedeshinchada. No era la primera vez queme pasaba, tanto tomar carreterassecundarias… De hecho, siempreprocuraba llevar una rueda de recambioy un gato que funcionara a la perfección.

Me tragué el enfado y empecé aarrastrar todo el equipo necesario paracambiar la rueda.

Aflojar las tuercas de las llantas erala parte más complicada. Me costaba

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muchísimo esfuerzo desatornillarlas.Cuando por fin pude alzar el coche ysacar la rueda, el sol ya habíacomenzado a esconderse por elhorizonte.

En algún lugar del bosque que sealzaba a mis espaldas ululaba uncolimbo. Aquel sonido tan espeluznanteme puso los pelos de punta. Me sentíaexpuesta y vulnerable, así que coloquéla rueda de repuesto en el radio yatornillé las tuercas con torpeza.Después me ayudé del gato para bajar elcoche y comprobé de nuevo las tuercas.Miré por encima del hombro y vi quetodo estaba despejado.

Y entonces volví a oír el colimbo, untrémolo esta vez. Mi padre decía que

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ese sonido siempre indicaba agitación omiedo. Arrojé todo el material almaletero, sin preocuparme porordenarlo, y me puse al volante.Después, me marché por donde habíavenido.

Los árboles que bordeaban el caminode grava estaban tan inclinados quehabían formado una cúpula que hacía lasveces de túnel, de donde caían largashebras de musgo negro. Los farosdelanteros se iluminaron de formaautomática. De vez en cuando advertíael brillo de unos ojos desconfiados queme espiaban entre los arbustos y veíacorretear a alguna pequeña criatura porla zanja.

Deseaba alejarme de aquel

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cementerio, de la advertencia de Essie,pero los baches de la carretera meimpedían conducir más deprisa. Al final,cuando cogí la autopista, pisé fuerte elacelerador. Tras cada kilómetrorecorrido, la luz del sol iba menguando,apagándose tras las ciénagas y dejandotras de sí una estela bermeja.

No había conducido ni sietekilómetros cuando oí un ruido sordo queauguraba lo peor.

¡No!No, no, no. ¡No!No me podía estar pasando eso. Otro

pinchazo no, por favor. No aquí. Y nojusto en ese momento.

Procuré controlar el pánico, actuar

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con frialdad.Podía seguir conduciendo y llegar lo

más lejos que pudiera antes de que elneumático se saliera del armazón. Opodía dar media vuelta e intentar llegara Hammond, que estaba a unos diezkilómetros en dirección opuesta. Pero, ajuzgar por el sonido de la goma, dudabaque lo consiguiera.

A regañadientes, aparqué el coche ycomprobé que tuviera cobertura. Tansolo había una barra que se iluminaba deforma intermitente. Me apeé y meencaramé hasta el techo, donde di variasvueltas sin apartar la mirada de la señalde cobertura.

Estaba anocheciendo rápido. A mialrededor, una quietud absoluta. El

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silencio del crepúsculo. La hora del díaen que los fantasmas salían de suescondrijo.

¡En ese momento!¡Otra barra!En un santiamén, busqué el teléfono

del servicio de carreteras y traté deubicarme antes de perder la cobertura denuevo. No sabía si enviarían una grúa ome arreglarían el pinchazo, pero en esemomento me daba lo mismo.

Seguí dando vueltas sobre el cocheen busca de más cobertura. Tras unossegundos, vislumbré un movimientojusto detrás de una hilera de árboles.

Sentí una brisa fría en la nuca, pero,en lugar de reaccionar, dibujé otro

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círculo para escudriñar el bosque por elrabillo del ojo.

Lo vi ahí mismo, escondido entre lapenumbra.

Fuese lo que fuese me había seguidodesde el condado de Beaufort. Y en esemomento estaba agazapado entre losárboles, vigilándome.

No me moví. De hecho, no me atrevíani a respirar.

Aquella criatura era distinta a todaslas apariciones que había visto hastaentonces. No percibí su aura ni su etérealigereza. Aquella cosa era oscura, fría yhúmeda, con menos sustancia que unasombra. Sin embargo, percibía supresencia. El mal que emanaba desde elbosque era palpable.

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Al notarlo, se me erizó el vello delos brazos. Intenté tomarme mi tiempopara bajarme del techo del coche, peroresbalé y me caí de culo. Me deslicé porel parabrisas y, tras rodar por el capó,aterricé sobre el barro y la gravilla.Tenía las manos y las rodillas llenas decortes y rozaduras, pero no presté muchaatención al escozor. Me puse de pie deun salto, entré en el coche y cerré dandoun portazo.

Como si eso fuera a impedir queaquella criatura entrara en mitodoterreno.

Busqué el móvil en el bolsillo yencontré el amuleto que me había dadoEssie. Lo guardé en mi puño.

A pesar de tener las ventanillas

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subidas, por todas partes rezumaba unfrío fétido que me revolvió las tripas. Elcorazón estaba a punto de salirme por laboca. De repente advertí un destellojunto a la ventanilla del copiloto. Fue unsolo segundo.

Ajusté el espejo retrovisor esperandoencontrar a la criatura al acecho, perono vi nada.

No…, había algo…A unos doscientos metros distinguí la

figura de un coche aparcado en lacuneta.

Por un momento me sentí eufórica,antes de advertir que no había oído elmotor ni había visto las luces.

Aquello era muy extraño. Y

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espeluznante.Seguí comprobando los espejos, para

intentar captar cualquier movimiento.Nada.Pero al menos aquel coche era real y,

por lo tanto, el conductor era unapersona de carne y hueso.

Me retorcí en el asiento y cogí lallave que había utilizado para cambiarla rueda; entonces volví a acomodarmetras el volante. Una vez más, miré por elretrovisor y me pregunté si debería deacercarme al desconocido para pedirleayuda.

Esperé.Me pareció una eternidad, pero, tras

unos minutos, por fin distinguí una luz

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trémula en el horizonte que, poco apoco, se fue concretando en un par defaros.

Sin duda, el conductor del otrovehículo también había visto aquellasluces, porque oí que encendía el motor.No sé cómo ocurrió, pero en cuestión desegundos aquel coche pasó volando porla cuneta. Cogió tal velocidad que, porun momento, creí que iba a arrollarme.

Contuve el aliento y me agarré confuerza al volante, esperando el choque;sin embargo, en el último instante, giróbruscamente y me esquivó. Puesto queseguía con los faros apagados, tan solopude apreciar una silueta oscura en elinterior de una berlina de últimomodelo. El otro automóvil se

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aproximaba en silencio, así que me apeédel coche y me quedé temblando en lacarretera. Me aterraba la idea de que elconductor no me viera, así que corríhacia la mitad de la vía y me puse agritar a pleno pulmón mientras hacíagestos con los brazos como una loca.

El vehículo aminoró la velocidadhasta frenar. Oí que el conductor abríala puerta y percibí el crujido de la suelade sus zapatos sobre la gravilla. Yentonces ocurrió un milagro, alguien mellamó por mi nombre.

—¿Amelia?Qué alivio.

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Capítulo 19

Devlin rodeó el coche, acompañado desus fantasmas. No me sorprendió queestuvieran con él. Acababa de anochecery estábamos en mitad de la nada, lejosde cualquier campo sagrado.

No le había visto desde nuestroencuentro en el restaurante, y las cosasque había averiguado sobre él desdeaquella noche no dejaban deatormentarme. De hecho, el detective erauno de los famosos Devlin, que se habíadistanciado de su padre porque habíaescogido la profesión equivocada y sehabía casado con la mujer más

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inapropiada. Eso decía mucho de él, delhombre que había sido antes de que latragedia y el dolor le convirtieran en unapersona tan reservada.

Era extraño, pero cuanto más sabíade él, más inalcanzable me parecía.Pensándolo bien, eso era algo positivo.Me habían sucedido demasiadas cosasdesde el día en que Devlin entró en mivida. Su hija fantasma había merodeadopor mi jardín, su difunta mujer se habíamofado de mí en el cementerio, y elespíritu del anciano había reaparecidodespués de muchísimos años, quizás amodo de advertencia. Y por si todo esofuera poco, se había abierto una puertapor la que se había colado una presenciafría y aterradora que me seguía el rastro.

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Por suerte, logré controlar misimpulsos cuando lo vi aparecer. Hubieradeseado lanzarme a sus brazos, tal ycomo hice en Oak Grove, pero ver a susfantasmas me contuvo. A medida queDevlin se aproximaba, noté ese fríoincontenible que desprendían.

—¿Qué ha pasado? —preguntóentrecerrando los ojos.

—Un pinchazo. Gracias a Dios queestá aquí. No imagina cuánto me alegrode verle —respondí. Estaba orgullosade mí misma; mi voz sonaba aliviada,pero nada más.

Miró a su alrededor.—¿Y qué está haciendo aquí?¿Era sospecha lo que percibí en su

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voz?—He venido a ver un cementerio —

contesté. No era ninguna mentira, aunquedejé que asumiera que no le estabadiciendo toda la verdad—. ¿Y usted?

—Asuntos personales —dijo con voztan desinflada como mi rueda.

—¿Tiene rueda de recambio?—Está en el coche. Es el segundo

pinchazo de hoy. Qué suerte la mía. Meha debido de mirar un tuerto, o algo así.

Quizá fueran imaginaciones mías,pero tenía los ángulos del rostro másmarcados, y las ojeras más oscuras de lohabitual. Entonces me acordé de suvisita al sepulcro familiar y de la fechaque marcaba la diminuta tumba de su

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hija.Aparté la vista, pues no soportaba

mirarle a los ojos. La predicción deEssie me vino a la mente. Me eraimposible concebir una situación lobastante apropiada como para sacar eltema del fantasma de su hija.

—Dos pinchazos, ¿eh?—Sí. He llamado al servicio de

carreteras, pero apenas tengo cobertura.Ni siquiera sé si la operadora haentendido la dirección. Si no hubieravenido…

Esta vez el temblor de mi voz metraicionó. Devlin se giró y me preguntó:

—¿Qué?—Seguramente no era nada, pero

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había un coche aparcado en la cuneta.No oí el motor ni vi los faros. Estaba…ahí. Y justo cuando usted apareció, elconductor salió escopeteado. Por unmomento pensé que iba a arrollarme.

—Esta zona del condado es bastanterural y pobre. Por aquí se mueve muchadroga y se cometen muchos crímenes.

—¿Cree que me he topado con untraficante?

—No me sorprendería —murmuró.Echó un vistazo a la llave que tenía en lamano—. ¿Tiene un gato?

—Sí, por supuesto.—Entonces arreglemos la rueda.

Conozco a un tipo en Hammond quetiene un taller mecánico. Quizá podamos

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convencerlo para que repare elpinchazo.

—Gracias.Se arrodilló para aflojar las tuercas.—Ningún problema. No la dejaría

aquí tirada.—Lo sé, pero… —vacilé. Contemplé

el bosque y me estremecí—. De veras,no se imagina cómo me alegro de verle.

El mecánico de Hammond se dejópersuadir, pero fijando un precio.Sesenta dólares y dos neumáticosreparados después, por fin pudeconducir por el puente Ravenel haciaCharleston.

Devlin me acompañó con su cochedurante todo el trayecto y esperó sobre

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el bordillo hasta cerciorarse de quehabía entrado en casa. Corrí a toda prisapor el pasillo, encendí varias luces ydespués salí a la terraza paracomunicarle que todo estaba en orden.Si fuera más hábil en las relacionessociales, le habría invitado a tomar uncafé. Quizá no quería pasar esa nochesolo, pero tantos años de soledad yprudencia habían hecho mi carácterantisocial, así que me quedé allí de pie,mirando cómo se alejaba su coche.

Y, para ser sincera, me daba un pocode miedo estar con Devlin a solas en micasa. Lo que hacía que me sintieraincómoda en su compañía no era lo quehabía pasado el día que se habíaquedado dormido en mi diván, cuando

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se había nutrido de mi energía, sino algoque Temple había comentado durante lacena: «Hay algo en él… No sé cómoexplicarlo. He conocido hombres comoél. Parecen controladores, protectores,pero dependiendo de lascircunstancias… y de la mujer…».

¿Qué era lo que más me preocupaba?Que perdiera el control de lasituación… ¿o que no lo hiciera?Aquello era una locura. Tenía asuntosmucho más importantes de los queocuparme.

Así pues, cerré la puerta principalcon llave, me duché en un santiamén yme preparé para acostarme. Estaba tanagotada después de la espantosaexperiencia de ese día, que no había

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nada que me apeteciera más que unsueño largo y reparador.

Sin embargo, era incapaz dedesconectar el cerebro. En cuanto apoyéla cabeza en la almohada, me invadieronun sinfín de ideas.

No había querido revelarle a Devlinlo que había visto en el bosque porqueno tenía la menor idea de cómoexplicárselo. ¿Qué le diría? «Por culpade la relación que tengo con usted y consus fantasmas, algo oscuro ha cruzado elvelo y no sé si las normas de mi padrepueden protegerme.»

Sin embargo, había algo más quetambién me asustaba: el sedán que habíahuido a toda velocidad al advertir losfaros del coche de Devlin. Quería creer

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que me había topado con un pequeñodelincuente, que había sido algo casual.Eso explicaría el extrañocomportamiento del conductor, peroaquella teoría no acababa deconvencerme.

El coche que había estado a punto depasarme por encima también era unsedán de color negro, como el del día demi primer encuentro con Devlin.

Me repetí hasta la saciedad que elasesino no tenía motivos para andar trasde mí por haberle enviado lasfotografías a Devlin, pero me sentíaintranquila…

¿Y si se me había escapado algo?¿Y si había algo en aquellas

imágenes, un símbolo escondido, que

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solo yo sabría interpretar?¿Y si yo era la clave para resolver el

misterioso asesinato de Hannah Fischer?Se había levantado viento. Oía el

murmullo de las hojas y el lejanotintineo de los carillones en el jardín.Aunque la noche era agradable y cálida,no dejaba de tiritar entre las sábanas.

Cogí el amuleto de Essie de la mesitade noche. La bolsa desprendía un aromaque no había apreciado antes. Me lopensé dos veces, pero al final decidídejarla bajo la almohada.

Me había asegurado que alejaba a losmalos espíritus. Esperaba que tuvierarazón.

Cerré los ojos y por fin relajé los

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músculos.Me sumergí en un sueño tan profundo

que no oí ni el chirrido de la puerta deljardín ni el aullido del perro de mivecino. E igualmente desapercibidos mepasaron los ojos que brillabanenloquecidos al otro lado del cristal demi habitación.

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Capítulo 20

La sede del Instituto de Estudios deParapsicología de Charleston estaba enun callejón sin salida, en el corazón delcentro histórico de la ciudad. Hastahacía algunos años, el barrio se hallabaen plena decadencia, casi en ruinasdespués de la guerra, pero una oleada deremodelaciones había devuelto alvecindario su antiguo encanto.

Gracias a la restauración, en aquellaspretenciosas avenidas se podíaencontrar un sinfín de negocios nuevos ymodernos; galerías de arte, marcas dediseño y anticuarios compartían espacio

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con tiendas de tatuajes y de alquiler depelículas para adultos que, durante losveinte últimos años, habían multiplicadosu presencia en la zona.

El edificio del IEPC era, sin lugar adudas, la joya de la corona. Laedificación de tres plantas se apoyabasobre unas hermosas columnas blancas ycontenía preciosas piazze conaparcamiento privado. Localicé unhueco a la sombra y bajé un poco lasventanillas para ventilar el interior delcoche.

De camino a una de las entradaslaterales, no pude evitar fijarme en elparpadeo de un letrero de neón justo alotro lado de la calle, donde unaquiromántica llamada Madame

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Sabiduría había establecido su propionegocio. Era bastante irónico que unlocal de tales características estuvieratan cerca del noble y destacado Institutode Estudios de Parapsicología deCharleston. Por primera vez desde hacíadías, me reí a carcajadas.

No era la primera vez que visitaba elinstituto, así que conocía la dinámica.Tras tocar el timbre, esperé a que meabrieran la puerta y pasé del calorbochornoso del mediodía a un ambientefresco más que agradable. El recibidorconsistía en un salón muy elegantedecorado con candelabros de cristal ypapel pintado brocado. En algún rincóndel edificio repicaba un reloj de caja, loque aumentaba todavía más la sensación

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de haber retrocedido en el tiempo.Sin embargo, la jovencita que vino a

recibirme no llevaba enaguas ni unafalda de aro. Era el prototipo de unamuchacha del sur: cabello rubio, pieldorada y sonrisa amable. Llevaba sumirada azul perfilada de negro, lo queañadía un toque de misterio a suapariencia. Lucía unos pendientes deplata y varios collares con colgantesexóticos.

Debía de ser nueva, pues la últimavez que estuve allí no la había visto,pero me reconoció enseguida. Meacompañó por un pasillo hasta llegar auna sala con una gigantesca puertacorredera. La abrió para anunciarme yme hizo un gesto invitándome a entrar.

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La falta de estilo de la habitaciónquedaba compensada por las vistas queofrecía de un jardín trasero muyacogedor. Además, tenía una majestuosachimenea de mármol y libros, cientos ycientos de volúmenes apiñados enlarguísimas estanterías de madera,apilados sobre el suelo, esparcidos portodo el escritorio. Los volúmenes concubierta de cuero olían a moho. Portodas partes, grandes libros se repartíanel espacio con novelas de bolsillomanoseadas.

Me habría sentido mucho máscómoda allí si hubiera podido ajustar elaire acondicionado.

El doctor Shaw se levantó pararecibirme y me saludó con dos besos en

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las mejillas. Después me señaló unsillón de cuero al otro lado de suescritorio, ofreciéndome así un cómodoasiento. Llevaba su ya habitual atuendoandrajoso: pantalones de franela, unchaleco con estampado de pata de gallo,una camisa azul cielo que hacía juegocon sus ojos y un casco de cabelloblanco. Era más alto que su hijo Ethan,más larguirucho y desgarbado. Tenía unporte muy elegante que, a pesar de suaspecto harapiento, sugería una vida deopulencia.

Me senté frente a él y recordé el díaque le conocí. Alguien le había hechollegar el vídeo de Samara, así que sepuso en contacto conmigo a través delblog y me animó a que me diera una

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vuelta por el instituto. Después, él y suasistente (una estudiante de penúltimocurso que había aceptado una ofertacomo profesora al otro lado del océano)me invitaron a cenar. La chicanecesitaba subarrendar su apartamentode la avenida Rutledge. Y resultó que enaquella época yo me estaba planteandomudarme a Charleston. Y como todavíano había encontrado un piso quecumpliera todos mis requisitos, le pedísi podía echar un vistazo a suapartamento. Nada más poner un piedentro, supe que aquello era lo queestaba buscando. Una semana más tardetrasladé todos mis trastos. Después deunos meses, la asistente me escribiópara decirme que había decidido

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quedarse una buena temporada en sunuevo destino, así que empaqueté todassus cosas, las guardé en el sótano yfirmé mi propio contrato de alquiler.Había vivido en ese apartamento enperfecta armonía hasta…, hasta que laniña fantasma de Devlin apareció en mijardín.

Pero ese no era el propósito de mivisita.

Después de intercambiar varioscumplidos, el doctor Shaw apoyó labarbilla sobre su mano cadavérica y memiró con curiosidad.

—Y bien, ¿qué puedo hacer porusted? Su llamada telefónica me hadejado intrigado.

—Esperaba que pudiera darme una

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explicación verosímil…, en realidad decualquier tipo, que me ayudara aentender lo que he visto últimamente…—Me quedé muda, sin saber cómocontinuar. No estaba dispuesta arevelarle que veía fantasmas.

Hasta mi conversación con Essie,jamás había hablado sobre lasapariciones de espíritus con nadie,excepto con mi padre. Aunque no erauna regla específica, se sobreentendíaque el silencio y la discreción eranfundamentales.

Pero el ser que había percibido eraotra cosa. Jamás había visto algoparecido, y no tenía la menor idea decómo protegerme.

Me recosté en el sillón y procuré

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relajarme.Relatar una experiencia paranormal,

aunque fuera con alguien como el doctorShaw, no era tarea fácil. Me sentíaexpuesta y me arriesgaba a quedar enridículo.

—Sabe que he estado trabajando enel cementerio de Oak Grove, ¿verdad?De hecho, Ethan me contó que ustedforma parte del comité que se decantópor mí para llevar a cabo larestauración. Quería darle las gracias,por cierto.

Hizo un gesto con el dedo, paraquitarle importancia.

—Su trabajo habla por sí solo.—Aun así, le agradezco su voto de

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confianza.Inclinó la cabeza, esperando,

paciente, a que le desvelara el objetivode mi visita.

—Supongo que ha oído hablar de queha aparecido el cadáver de una chicaasesinada sobre una de las tumbas. Hasalido en todos los periódicos, en lasnoticias…

Pero el doctor Shaw permaneció ensilencio. Me preguntaba si, al igual queyo, estaría pensando en la víctima dehomicidio que hacía quince años habíanhallado en ese mismo cementerio. Lapolicía le había interrogado por elasesinato de Afton Delacourt y, segúnTemple, le habían expulsado deEmerson por ciertos rumores que le

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relacionaban con el crimen.Pese a toda esa información, no temía

estar a solas con él. Le había conocidoantes de enterarme de la historia de losasesinatos, y tal vez por eso me sentíatranquila. Había tenido tiempo de sobrapara forjarme una opinión acerca de él,así que los chismorreos sobre su pasadono mancillaron ni alteraron mi impresióndel doctor Shaw; seguía viéndole comoun erudito refinado, algo excéntrico ycon detalles propios de un caballero. Nopodía imaginarme a Rupert Shawimplicado en un asesinato, y menostodavía en un crimen tan brutal y salvajecomo el que había descrito Devlin.

Su mirada azul continuabacontemplándome, pensativa.

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Con gran esfuerzo, dejé a un ladotodas esas ideas y me concentré.

—Hace un par de días vi algo en OakGrove, algo inexplicable. Estabacaminando a solas por el sendero delcementerio cuando percibí algo extrañopor el rabillo del ojo. Era como unasilueta, o una sombra, que merodeabapor el lindero del bosque. Cuando medetuve, esa cosa vino hacia mí a talvelocidad que enseguida supe que no eraun ser humano. Ni siquiera me tocó,pero sentí ese frío horrendo, esahumedad fétida. Aunque fétida no es lapalabra más apropiada, pues implica unolor, y no sentí ningún olor. Sinembargo, noté algo asqueroso, algo…putrefacto.

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Hice una pausa para observar suexpresión.

—Ayer volví a verla. Estaba a unossiete kilómetros de un cementerio delcondado de Beaufort y se me pinchó unarueda. Y vi esa… cosa, esa silueta…,primero agazapada entre los árboles, ydespués junto a la ventanilla de micoche. Pero tras un segundo,desapareció.

—Por lo que dice, deduzco que enambas ocasiones estaba a punto deanochecer cuando vio a esa figuraoscura entre los árboles, ¿verdad?

Asentí. Un lugar intermedio en unmomento intermedio.

—¿Y siempre la ha visto de refilón?

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—¿Acaso eso importa?—Quizá sí —murmuró. Se removió

en su asiento y observó el jardín—. Esposible que haya vislumbrado lo quemuchos denominan un ser de sombra.Una masa deforme que puede adoptar lasilueta de un humano.

—¿Se refiere a algo como… unfantasma?

—No. Esta entidad es diferente. Losque aseguran haber visto un fantasma lodescriben como algo borroso, casiinvisible. Pero también afirman queparece una persona, con rasgosclaramente humanos. Los seres desombra son… justo eso, sombras.Siempre los acompaña una sensaciónmalévola que induce a muchos

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investigadores a especular sobre sipueden ser demoniacos por naturaleza.

—¿Demoniacos?Sentí que se me helaba la sangre.

¿Qué tipo de puerta había abierto?El doctor Shaw cogió un volumen

que tenía sobre el escritorio y pasóvarias hojas.

—Aquí —señaló, y me ofreció ellibro—. ¿Esa entidad se parecía a esto?

Eché un vistazo al dibujo. Era unacriatura oscura con forma humana y ojoscarmesí.

—No recuerdo su mirada… —dije, yestudié la imagen unos segundos más—.Supongo que era algo parecido a esto…

—Pero es incapaz de dar una

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descripción detallada de esa criaturaporque no pudo verla con claridad.

—Supongo que tiene razón… —murmuré. Me dio la sensación de queestaba llegando a alguna conclusión ypregunté—: ¿Qué está pensando?

—Puedo darle un par deexplicaciones posibles.

—¿Aparte de lo de la entidaddemoniaca? Soy toda oídos.

—El ser de sombra que avistó podríaser la representación física de unegregor.

—¿Un egregor?—Es el producto del pensamiento

colectivo; a veces, un acontecimientoque conlleve un estrés físico o

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emocional extremo puede crear unegregor.

«¿Como un asesinato?», me pregunté.—En otras palabras, es la entidad

psíquica de un grupo. Una forma depensamiento que se crea cuando variaspersonas toman conciencia de unpropósito común. Algunas fraternidadesy organizaciones místicas han aprendidoa crear egregores mediante ceremonias yrituales. El peligro, por supuesto, es queel egregor pueda llegar a ser máspoderoso que todas sus partes.

—Pero ¿es real? —pregunté. Nuncahabía oído hablar de la existencia de talcriatura.

Él se encogió de hombros.

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—No he tenido el placer de ver unocon mis propios ojos, pero, tal y comole he dicho, es una de las explicacionesposibles.

—¿Cuál es la otra?—Hay quien cree que tan solo la

magia negra puede invocar a un ser desombra.

De inmediato pensé en el amuleto deEssie que llevaba en el bolsillo.

El doctor Shaw apoyó los codossobre el escritorio y se inclinó haciadelante.

—Por desgracia, no puedo decir queesas teorías expliquen lo que usted vio.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo loexplica?

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Agitó la mano y dijo:—Ilusión óptica.Le miré, atónita.—Es decir, que en realidad no vi

nada.—¿Está familiarizada con el término

pareidolia? Es un fenómeno psicológicoque se produce cuando el cerebrointerpreta patrones aleatorios de luces ysombras como formas familiares, comola figura humana. Esta interpretaciónincorrecta suele darse con imágenes quecaptan las zonas periféricas de la visión,y en condiciones de poca luz. Elanochecer, por ejemplo.

Arrugué el ceño.—Así pues, ¿piensa que me imaginé

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esas siluetas?—No, lo que usted vio era muy real,

aunque no lo que percibió.Me recosté en el respaldo del sillón.—He de reconocer que, viniendo de

usted, esa explicación me ha pillado porsorpresa.

Sonrió con un punto de aburrimiento.—Créame que me duele decírselo,

pero después de todos los cientos, quizámiles, de casos psíquicos yparanormales que he estudiado a lolargo de los años, tan solo un puñadosiguen sin tener una explicacióncientífica o lógica.

Me pregunté qué pensaría de todoslos fantasmas que había visto desde que

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había cumplido nueve años.Saqué el amuleto de Essie del

bolsillo y lo dejé sobre el escritorio.—¿Alguna vez había visto uno de

estos?Cogió la pequeña bolsa, le dio la

vuelta y al final se la llevó a la narizpara olisquearla.

—Tierra y canela —susurró—. En eloeste de África los llaman sebeh, o gris-gris. Lo utilizan para protegerse de losespíritus malignos. ¿De dónde lo hasacado?

—De una anciana que asegura sermédica naturista. La conocí en elcementerio de Chedathy, en el condadode Beaufort.

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Alzó la mirada.—¿Antes o después de ver el ser de

sombra?—Antes. Me ocurrió algo muy

extraño en su casa. Creo que me pusoalgo en el té —dije. Y entonces saqué elpaquete de hierbas y se lo entregué—.Llamó a esto «vida eterna».

—Vivir para siempre. La planta de laque se extraen estas hojas pertenece a lafamilia de las margaritas. Puede tenerpropiedades embriagantes si se fuma,por eso es ilegal en Carolina del Sur —explicó. Y después inhaló el aroma delpaquete de hierbas—. Se dice que curacualquier resfriado, pero es inofensivo.

—¿Inofensivo? Me desmayé.

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—Pero no por culpa de esto, se loaseguro. En más de una ocasión hetomado té preparado a base de estashierbas y no he sufrido ningún efectonegativo. De hecho, es bastantevigorizante, mejor que un chute de B12.

—Entonces tuvo que echarme algomás en el té. O quizá fueron lasgalletas…, aunque tanto ella como sunieta comieron de la misma bandeja ybebieron de la misma jarra. No sé quépasó, pero fue muy surrealista. Como unsueño. Estaba adormilada, pero le oídecir cosas realmente estrambóticassobre mí.

Él levantó la vista, interesado por loque acababa de revelarle.

—¿Qué cosas?

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—Según la anciana, he estado al otrolado, y ahora mi espíritu no sabe a quélugar pertenece.

—Interesante —dijo, pensativo yobservando el gris-gris—. ¿Alguna vezha vivido una experiencia cercana a lamuerte?

—No.—¿Ni de niña?—No, que yo recuerde.—¿Qué más le dijo?—Que alguien viene a por mí.

Alguien con un alma negra que merodeaentre los muertos. También me entregóese amuleto para que lo colocara debajode la almohada. Según ella, esoespantaría los malos espíritus.

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Me devolvió el amuleto, que meguardé en el bolsillo.

—Es más que probable que vertieraalgún alucinógeno suave en su té, tal ycomo usted sospecha. Aunque tambiéncabe la posibilidad de que hayaexperimentado un fenómeno conocidocomo «alucinación hipnagógica». Esopuede explicar los seres de sombra queasegura haber visto. Cualquier personapuede ser consciente de lo que la rodea,incluso cuando está medio dormida; elsubconsciente transmite ciertosestímulos que pueden interpretarse comosombras o voces extrañas. Estefenómeno suele ir acompañado desensaciones sombrías, como terror yparanoia, y se ha utilizado en numerosas

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ocasiones para justificar experienciasparanormales, incluidas apariciones yabducciones alienígenas.

Le sonreí con tristeza mientrasguardaba el paquete de vida eterna en elbolso y me puse de pie.

—Otra vez con sus explicacioneslógicas.

—Créame, nada me complacería másque estar equivocado —apuntó. Despuésse levantó para acompañarme hasta lapuerta—. Los casos que no puedenresolverse mediante una explicaciónsatisfactoria son los que me obligan atrabajar lenta y laboriosamente, día trasdía, año tras año. La parapsicología esuna ciencia muy frustrante, un campo deestudio muy solitario.

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Ya en la puerta, me estrechó la mano.No pude evitar volver a fijarme en elanillo de ónice que llevaba en elmeñique.

—Su anillo me sigue fascinando —dije—. El símbolo es muy pocohabitual, pero tengo la sensación dehaberlo visto en alguna parte. Quizásesculpido en una lápida.

—Supongo que es posible. Noconozco el origen. Me llamó la atencióncuando lo vi en un mercadillo y no me lohe quitado desde ese día.

En un mercadillo.Sacudí la cabeza y me despedí.—De nuevo, gracias por su ayuda.—Si le vuelve a suceder algo

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parecido, no dude en llamarme deinmediato. Es posible que no hayaacertado con mi hipótesis y que, enrealidad, una manifestación demoniacala esté persiguiendo —dijo conoptimismo.

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Capítulo 21

Cuando salí del instituto, tomé una rutadistinta de la habitual para volver acasa, con tan mala suerte que quedéatrapada en un terrible atasco cerca delmercado del centro histórico. Ademásde una verdadera pesadilla para losmotoristas, también era el paraíso decualquier turista, pues estaba abarrotadode puestecitos donde te podías llevartodo recuerdo imaginable de la zona,desde camisetas y cestas de mimbrehasta un peinado de trenzas africanas.

Aprisionada entre una bicicleta-taxi yun Toyota oxidado, recorrí con suma

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lentitud la calle Church y disfruté de lasvistas del patio de la iglesia de SaintPhilip, que albergaba las puertas dehierro forjado más antiguas yornamentadas de la ciudad. En suinterior descansaba el cadáver de JohnC. Calhoun, que habían exhumado en dosocasiones. Las piedras sepulcralesestaban en perfectas condiciones y elmantenimiento era impecable. Sinembargo, lo que me parecía másfascinante de Saint Philip era ladisposición, tan poco habitual: tenía doscementerios separados, que llamaban«Familiar» y «Desconocido». Elprimero era para parroquianos nacidosen Charleston; el segundo, paraforasteros.

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Se rumoreaba que el fantasma de unamuchacha merodeaba por el jardín,llorando por su hijo, que había muerto alnacer. Desde hacía varios años, tantoturistas como vecinos afirmaban habervisto su espíritu, e incluso un fotógrafoprofesional había capturado su imagen.

Sin embargo, yo, en todas mis visitasa la iglesia, jamás la había visto.

El taxi-bicicleta aminoró el pasopara que los pasajeros, emocionados,pudieran tomar fotografías con elteléfono móvil. Se me estaba agotandola paciencia; quería llegar a casa y pasarel resto del día a solas con Google.

Egregores, seres de sombra,pareidolia… El doctor Shaw me habíadejado sobre la mesa un plato a rebosar

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de comida exótica y estaba deseandohacer algunas averiguaciones.

Su explicación de la ilusión óptica ysus teorías sobre caminar dormida nome habían convencido, pues nadie mejorque yo sabía que, a veces, la lógica noexplicaba todos los enigmas. Sinembargo, los argumentos de Shawresultaban más tranquilizadores que laidea de tener una entidad oscura que meestuviera pisando los talones.

Todas estas preguntas daban vueltasen mi cabeza como un torbellino. Estabatan nerviosa esperando mi turno que nopodía dejar de tamborilear con losdedos sobre el volante. Mientrasavanzábamos tan poco a poco por lacalle, miré por el espejo retrovisor. Me

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quedé de piedra al ver a Devlinapeándose del coche frente a unamarisquería. El local tenía un porchesombreado y una decoración de estilotropical.

Hasta hacía unos días, nunca me lohabía cruzado por la calle, y ahora loveía por todas partes. Me resultabacurioso, excitante e inquietante al mismotiempo.

Desde niña había aprendido a noreaccionar ante ningún estímulo y, sobretodo, a no actuar por impulso. Así queno fue muy propio de mí girar hacia laizquierda, lo cual estaba prohibido, daruna vuelta a la manzana y entrar en elaparcamiento del restaurante. El sueloestaba cubierto de gravilla, así que fue

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como anunciar mi llegada a bombo yplatillo.

Para entonces, Devlin ya se habíasentado en el porche y estaba echandoun vistazo a la carta. Cuando meacerqué, levantó la mirada.

—Espero que no le importe —dijecon la misma tranquilidad y confianzaque muestra un adolescente cuando setopa con su primer amor platónico—. Lehe visto aparcar, y la verdad es quequería comentarle cuatro cosas.

—Siéntese.Tenía aquella expresión de siempre,

neutra e impasible. No sabía si miaparición le había molestado, le habíacomplacido o le era totalmenteindiferente.

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La camarera se acercó parapreguntarme si quería picar algo.

—Oh, solo un té con hielo, gracias.Devlin alzó una ceja.—¿No piensa comer nada?—No quiero arruinarle el almuerzo.

Pensé que podríamos charlar mientrasespera.

—Allá usted.Y entonces recitó los platos que

quería mientras la camarera tomabanota: gambas, burritos y una cervezaPalmetto Amber. Aproveché que estabahablando con la camarera para estudiarsu perfil: la nariz, la barbilla, lamandíbula…, ese hoyuelo bajo el labio.Todo me parecía familiar. Incluso me

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había acostumbrado a la cicatriz. Ya noconsideraba ese profundo corte comouna imperfección, sino más bien comoun secreto intrigante.

Al tener la tez tan bronceada, lacamisa parecía más blanca de lo queera. En ese instante me acordé del sueñoen que, por la rendija de una puerta, vi aDevlin y Mariama haciendo el amor. Mepregunté qué pensaba cada vez que memiraba.

¿Intuía qué se escondía detrás de micautela, tras mi disfraz de niñaprudente?

¿Percibía la agitación que sentía anteuna pasión oscura, desconocida yprohibida?

Devlin había murmurado algo, pero

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como me había dejado llevar por mipequeña fantasía, no le oí. Me sonrojé.

—Lo siento. Estaba distraída.—Parece un poco… angustiada. ¿Va

todo bien?Aunque me había acostumbrado a su

cicatriz, el sosiego de su voz seguíateniendo un efecto desconcertante en mí.

—Tan solo quería darle las graciasde nuevo…, por venir a rescatarmeanoche.

—No tiene que agradecérmelo; ustedhabría hecho lo mismo.

—Sí, lo sé. Pero si no hubieravenido, quizá me habría quedado ahítirada varias horas —insistí. Acudierona mi mente una serie de imágenes que se

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llevaron consigo la alegría que habíafingido hasta entonces. A pesar del calorde media tarde, empecé a tiritar—.Podría haber pasado cualquier cosa.

—Al final habría llegado la grúa.—Seguramente. Pero habría sido

demasiado tarde.El ventilador del techo le alborotaba

el cabello.No alteró su expresión, pero en su

mirada advertí un destello que no supedescifrar.

—¿Se refiere a aquel coche?—Sí. El sedán negro que estaba

parado en la cuneta, justo detrás de mí, yque salió disparado como una balacuando el conductor le vio llegar. En fin,

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el coche que estuvo a punto deatropellarme la noche en que me robaronel maletín también era un sedán negro.

—¿Sabe cuántos sedanes negros hayen el sur de California?

—Cientos, miles… —murmuré, yencogí los hombros—. Pero sigopensando que es raro.

Iba a decir algo, pero, al ver que lacamarera nos servía las bebidas,prefirió esperar. Le sirvió la cerveza enuna jarra helada. Desvié la mirada hacialas manos de Devlin, tan ágiles y firmes.

Nuestra mesa estaba junto a labarandilla, pero una espesa hilera delilas del sur amortiguaban el estruendodel tráfico. La brisa agitaba las flores,dejando tras de sí un rastro de pétalos

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rosas que se deslizaban por la mesa y miregazo. Al bajar la cabeza paraapartarlos, Devlin alargó el brazo y mequitó una flor del pelo.

Fue como si el tiempo se hubieradetenido; inmóvil, contuve larespiración y clavé la mirada en misrodillas.

Después, todo volvió a lanormalidad.

Se recostó en la silla y cogió la jarrade cerveza; por lo visto, no eraconsciente de la tormenta de fuego quesu gesto había desatado.

—¿Qué estaba diciendo? —preguntócomo si tal cosa. Sin embargo, había unresplandor en su mirada, un brillofundido que traicionaba su apatía. Cerró

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los ojos, como si intentara mantener laguardia en alto.

No sabía qué pensar de todo aquello,pero la idea de que podía perder elcontrol me parecía excitante. Tambiénaterradora, pero sobre todo excitante.

Tragué saliva y continué:—El sedán negro.De forma distraída, empecé a dar

vueltas a la pajita de mi vaso mientrasintentaba reagrupar las ideas.

—Empiezo a creer que vi algo en elcementerio, algo que no sé qué es… Opuede que hubiera algo en aquellasfotografías de Oak Grove, algo quetodavía no hemos descubierto.

Me quedé callada. La brisa

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arrastraba una oscuridad que anunciabauna tormenta.

—¿Y si Tom Gerrity estaba en locierto? ¿Y si mis conocimientos sobrecementerios son la clave para encontraral asesino?

Devlin, que tenía la jarra casi en loslabios, la dejó con fuerza sobre la mesa.Se le endureció la mirada. Entonces meacordé de lo que me había dicho sobreaquel detective privado. Por culpa deGerrity, un agente de policía había sidoasesinado.

Por eso se había molestado tanto.—El día en que se tome las palabras

de Tom Gerrity en serio será el día enque empiece a tener problemas —dijo.

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—Pero ¿tenía razón sobre HannahFischer?

Devlin miró hacia otro lado, furioso.—La tenía, ¿verdad? —insistí.—Sí, tenía razón. La señora Fischer

ha identificado el cadáver esta mañana.Era obvio que no le gustaba

admitirlo.—Pobre mujer. Habrá sido un golpe

muy duro. No puedo ni imaginarme elhorror de ver a tu hija muerta… —susurré. Me estaba muriendo de frío.

La ira de Devlin se esfumó en unsantiamén; tenía la mirada apagada, sinbrillo, como si hubiera visto algotrágico, algo demasiado triste. El rostrose le transformó. Pensé que si

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permanecíamos un buen rato ahísentados, se quedaría sin una gota devida.

En un abrir y cerrar de ojos se leennegrecieron las ojeras y se leacentuaron los pómulos. Podría haberleconfundido con un fantasma. Pálido,demacrado, sin vida.

Conmovida, aparté la mirada.Los dos tardamos unos momentos en

recuperar la compostura.—La señora Fischer vino a la

comisaría a prestar declaración —respondió al fin, con voz cansada.

Asentí.—¿Pudo hablar con ella?—Sí.

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Cogió la jarra de cerveza sin dejar demirarme. Me costó una barbaridad, peroconseguí no agachar la mirada.

—¿Corroboró la historia de Gerrity?—La mayor parte, sí. Es cierto que le

contrató para encontrar a Hannah. Segúnla versión de la señora Fischer, llevababastante tiempo sospechando que su hijamantenía una relación con alguien que lamaltrataba. No era nada nuevo. Alparecer su padre también abusó de ella.

—Entonces tenemos un sospechoso,¿no? ¿Le dijo cómo se llamaba?

—No lo sabía. Hannah nunca lo llevóa casa, ni siquiera le habló de él. Sabíaque su madre «intentaría salvarla»,palabras textuales.

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—En fin, con eso no hacemos nada,¿no cree?

—Ha sido suficiente. A través deunos amigos de Hannah, he logradoaveriguar quién es. Tiene una coartadaperfecta.

—¿Cómo de perfecta?—Estuvo en la cárcel durante esos

días. Es un tío detestable; apostaría aque Hannah estaba tan asustada queintentó huir de él en más de una ocasión.Pero no es quien la asesinó.

—Estamos en las mismas. Por otrolado, ahora que hemos comprobado quelo que decía acerca de Hannah era cierto—dije muy despacio—, ¿no deberíamosdar crédito a lo que dijo sobre mí?

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Devlin dejó escapar un suspiro.—No me gustaría involucrarla

todavía más en este caso. Además, noson más que suposiciones. Gerrity no esvidente ni nada parecido. Ni siquieraera un policía especialmente perspicaz.

—Él no opina lo mismo. De hecho,me dijo que su abuela cree que tiene undon. Por eso hay quien le llama «elProfeta»…

De repente, Devlin se levantó de lasilla y me cogió de la mano. Me quedéboquiabierta y aturdida. Después seinclinó sobre la mesa y me preguntó:

—¿Le dijo que me lo contara?Me lanzó una mirada asesina y su

expresión cambió por completo. Jamás

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le había visto así.—¿Qué? No. No exactamente. Asumí

que todo formaba parte del mismomensaje.

—No comentó nada al respecto laotra noche, en Oak Grove.

—Se me pasó —justifiqué, y apartéla mano—. ¿Cuál es el problema? Tansolo es un apodo, ¿no?

—Es un apodo, pero no el suyo. Loutilizó porque me la tiene jurada.

—¿Se la tiene jurada?—No importa.Le costaba dominar sus emociones.

Otra parte de él que desconocía: su ladodescontrolado.

Cada vez tenía más frío.

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—Siempre se enfada cuando hablo deGerrity. ¿Qué hizo?

—Eso queda entre él y yo —merespondió observando el tráfico—. Noquiero hablar del tema. ¿Quiere quecomentemos algo más?

—Sí. ¿Le importa que volvamos altema de Hannah? Sé que es informaciónconfidencial y que no puede desvelarla,pero si el asesino conduce un sedánnegro, podría correr un grave peligro.Hay algunas cosas que me gustaríasaber.

—¿Por ejemplo?—¿Cómo murió?Vaciló unos instantes. Supuse que

estaría meditando qué parte de la

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historia contarme.—Exsanguinación. ¿Sabe lo que

significa?—En pocas palabras, se desangró

hasta morir.—En pocas palabras, sí.—¿Cómo?—No pienso darle los detalles. No

necesita saberlos.Iba a protestar, pero me interrumpió y

murmuró:—No quiere saberlos.Temblé de miedo.—¿Cuál fue la causa de la muerte en

el caso Delacourt?—No lo sé.

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—Pero usted aseguró que sufrió unamuerte lenta y dolorosa.

—Eso es lo que oí. En aquel entoncestodavía no formaba parte del cuerpo. Mecreí los rumores, al igual que todo elmundo.

—Pero ahora es detective, ¿no puedeconsultar los archivos sobre el caso?

—Ese caso está cerrado. Nadiepuede acceder a los archivos sin unaorden judicial.

—¿Y eso es normal?—Suele ocurrir cuando hay un menor

implicado.—¿Cree que por eso se cerró el

caso? ¿O fue porque alguien coninfluencia y poder no quiso que pudiera

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reabrirse en un futuro? Si no me falla lamemoria, fue usted quien comentó quevarias personalidades destacadasestaban invirtiendo esfuerzos paramantener la investigación en secreto. Siaquella organización de la que me habló,la Orden del Ataúd y la Zarpa, fue laresponsable de la muerte de Afton, esposible que los miembros implicados enaquel asesinato ahora ocupen puestos depoder. Es un círculo vicioso que noacaba nunca.

—Por esa razón grupos como esteson tan eficaces. Los miembros debenprotegerse entre sí, pues si uno cae, caentodos.

—Entonces, ¿cómo podrá demostraralgo? Es como si hubieran trucado la

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baraja en una partida de póquer.Miró a su alrededor, incómodo.—Nos estamos desviando del tema

principal. No sabemos a ciencia ciertasi alguien de la orden cometió un crimende tal magnitud. Corren muchos rumoressobre aquel asesinato, y en la mayoríade ellos se alude a Rupert Shaw.

—Hablando del doctor Shaw… —murmuré mientras apartaba otro pétaloque había volado hasta la mesa—.Permítame decir que sigo pensando queno hizo nada malo. Es imposible queestuviera implicado en el asesinato deaquella chica. Y punto. Pero… —añadí,y le miré— hay algo que…, en fin, no esque me inquiete, pero me desconcierta.

—La escucho.

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—Lleva un anillo curioso. Es deplata y ónice, o eso creo, con unaespecie de emblema tallado sobre lapiedra. Me resulta muy familiar, pero noconsigo saber qué significa ese símbolo.Lo he visto antes en alguna parte. Perolo más extraño es que siempre explicauna historia distinta sobre cómo loconsiguió. La primera vez que me fijé enel anillo me dijo que era una reliquiafamiliar. A otra persona le contó que selo regaló un colega, y esta mismamañana me ha dicho que lo adquirió enun mercadillo. Me siento un pocoridícula por sacar este tema, es posibleque no tenga más importancia, pero,para evitar malentendidos…, necesitabadesahogarme.

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—¿Algo más de lo que necesitedesahogarse? —preguntó con vozamable pero fría.

—Eh, no. Eso es todo.Dejó la jarra a un lado y se cruzó de

brazos sobre la mesa.—¿Y qué me dice de su encuentro

con Essie? Para evitar malentendidos,¿por qué no me dijo que ayer la habíavisto?

De repente, me quedé sin aire en lospulmones. Me sentía paralizada; se mepusieron los ojos como platos. Los dosnos quedamos en silencio. Tras unossegundos, me apresuré a inventar unajustificación embarazosa.

—No entraba en mis planes. No fui

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hasta allí para verla, de hecho ni laconocía. Nos encontramos en elcementerio… —Me quedé muda al versu expresión—. Lo siento. Deberíahabérselo contado.

Su mirada se había tornado oscura,fría y despiadada.

—La próxima vez que quiera saberalgo sobre mi vida privada, le sugieroque me lo pregunte a mí directamente, enlugar de indagar a mis espaldas.

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Capítulo 22

La ira de Devlin fue como un puñetazoen pleno estómago. Nunca había sabidomanejar los reproches, ni habíaaprendido a asumir las críticas. A vecesme preguntaba si el ser adoptada teníaalgo que ver con mi necesidad casiobsesiva de complacer a los demás. Oquizá fuera por las normas de mi padre yla melancolía de mi madre.

Fuera por lo que fuera, sabía que sime marchaba en ese momento a casa, mepasaría el resto del día de mal humor,así que esa misma tarde llamé a Templey quedamos para tomar unas copas.

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Escogimos un bar con vistas al mar.Cuando llegué, Temple ya se habíasentado en la terraza del local yobservaba entretenida los veleros.

—Aquí estás —dijo, y me senté en lasilla de delante.

—¿Llego tarde?—No, es que he venido demasiado

pronto.Alzó la copa helada, que contenía un

brebaje de aspecto fuerte y potente, y ledio un buen sorbo.

—Después de diez días haciendo deniñera de esos universitarios, necesitabaesto más que tú. Aunque… —añadióladeando la cabeza— estás un pococolorada.

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—Es verano y estamos en el sur.¿Qué esperas?

—Hmm, sí, pero no estás sudando.—El sol es tan fuerte que me quema

la piel.Hizo un gesto al camarero sin dejar

de mirarme.—¿Qué? —pregunté.Temple se encogió de hombros.—Hay algo distinto en ti, pero no sé

qué es. —Esperó a que le pidiera mibebida al camarero y después se inclinóhacia mí—. ¿Te estás acostando conDevlin?

—¡Apenas le conozco! Y después dehoy —agregué con abatimiento— laposibilidad de que eso ocurra es más

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que remota.—¿Qué ha ocurrido?—Una tontería —admití. Me froté la

frente con la mano—. Me da vergüenzacontártelo.

Apoyó un codo sobre la mesa y, concuriosidad, esperó a que prosiguiera.

—Ayer fui hasta el condado deBeaufort para visitar las tumbas de suesposa y su hija.

La miré para comprobar su reacción,pero Temple se limitó a alzar una ceja.

—¿Y por qué lo hiciste?—No sé. Por curiosidad, supongo. En

el cementerio conocí a la abuela deMariama, que, por cierto es experta enmedicina naturista, y a una niña que se

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llama Rhapsody, la prima segunda deMariama. En fin, una de las dos debióde contarle a Devlin que había estadofisgando por allí, y ahora está furiosoporque siente que me he entrometido ensu vida personal. Casi me muero devergüenza.

—Si eso es lo peor que le has hechoa un hombre, es evidente que nunca hasestado enamorada —murmuró Temple—. Pero, aun así, no entiendo por quéfuiste hasta allí. ¿Qué esperabasconseguir?

—Nada. Tan solo quería ver dóndeestaban enterradas.

—Así que Devlin está enfadadocontigo —musitó, y se quedó cavilandoun buen rato—. ¿Y qué piensas hacer al

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respecto?—Esperar a que se le pase, supongo.—El enfoque fatalista de siempre. Lo

odio.Suspiré.—¿Qué harías tú?—Me estrujaría los sesos para

conseguir que se olvidara de Mariama,al menos por una noche. Hablo de mí,por supuesto. En tu caso, me temo queserá un verdadero desafío.

Reflexioné sobre lo que acababa dedecir.

—Lo que quiero no es que se olvidede ella. ¿Para qué? —respondí. Pensé enmi encuentro con el fantasma deMariama y me estremecí.

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Temple dio un sorbo sin dejar demirarme.

—Solo una noche.El camarero me sirvió la copa y

aproveché para cambiar de tema.—Por cierto, ¿cómo has llegado tan

rápido? Supongo que estabas por aquí,¿no?

—Sí. Hemos terminado el trabajoantes de lo previsto, así que no tengonada que hacer durante los dos próximosdías, tan solo tomar el sol en la piscina,a ver si así cojo un poco de color.Bueno, además tengo que redactar uninforme y clasificar una montaña depapeles —añadió.

Parecía relajada y, con aquella blusa

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de color mostaza y con estampado deflores, incluso exótica. A su lado,cualquiera podría haberme confundidocon una adolescente; llevaba vaquerosajustados y una camiseta de tirantes.

—¿Cuándo regresas a Columbia?—Antes tengo que examinar el

esqueleto que encontrasteis. Y hablandode Devlin, me ha llamado. Haprogramado la exhumación para mañana.

—Sí, lo sé. Ethan Shaw me ha dejadoun mensaje en el contestador.

—¿Piensas presentarte?¿Fue desaprobación lo que oí en su

voz? ¿O estaba demasiado susceptibletras la censura de Devlin?

—No sé por qué no. Me he implicado

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en este caso desde el primer día.Precisamente por eso quería quequedáramos hoy. He intentado investigarel asesinato de Afton Delacourt, pero nohay nada en Internet ni en los archivosdel periódico.

De repente, el sosiego del que habíapresumido hasta entonces se desvaneció.Se recostó en la silla y desvió la miradahacia la bahía. La brisa, que tambiénagitaba las hojas de helecho quedecoraban la barandilla, le habíadespeinado un poco su larga melenarizada.

—¿Por qué estás tan obsesionada conese asesinato?

—Yo no diría obsesionada, la verdad—dije a la defensiva—, pero me pica la

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curiosidad. Han hallado dos cadáveres,puede que incluso tres, en el cementeriodonde paso muchas horas sola. Creo quees comprensible que me sienta algopreocupada.

—Quizá, pero las dos sabemos loque está pasando, ¿verdad? Te estásexcediendo. Por fin te ha pasado algoemocionante en tu pequeño mundo y teestás aferrando a ello como a un clavoardiendo.

—¡No es cierto! —exclamé. Templeme había dado donde más me dolía,quizá por eso había respondido de unmodo tan vehemente—. Y, de todasformas, fuiste tú quien dijo quenecesitaba poner algo de emoción en mivida.

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—No me refería a que teinvolucraras en una investigación porasesinato.

La miré fijamente y, tras unossegundos de silencio, le pregunté:

—¿Por qué te molesta tanto hablar deAfton Dela-court?

—No me molesta. Sucedió hacemucho tiempo. No tiene sentido removerel pasado.

—¿Qué tipo de arqueóloga eres?Me sonrió con ironía, aparentemente

más tranquila.—Buena pregunta. Sé que suena raro,

pero es como si me metiera donde no mellaman. Creo que deberíamos dejar enpaz a esa pobre chica.

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—Me sorprende que digas eso.Daniel Meakin hizo el mismocomentario el otro día.

—¿Meakin? —preguntó conostensible tono despectivo—. ¿Dónde leviste?

—En la sala de archivos de launiversidad.

—Menudo personaje. Apostaría aque se pasa la mayor parte del tiempoahí abajo. Es como un topo.

—También me encontré a Camille.Creo que nos estaba espiando.

—Es muy típico de ella. Siempre hatenido tendencia a meter las naricesdonde no la llaman. Recuerdo que solíahusmear entre mis cosas cuando yo no

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estaba. No lo soportaba.—¿De veras llegasteis a las manos o

tan solo le estabas tomando el pelo aEthan?

—Camille y yo tuvimos nuestrosmomentos, por supuesto. Pero hay algooscuro en ella, algo que la empuja aactuar por impulsos y a hacercomentarios hirientes. Es esa mismaoscuridad que llevó a Meakin a tratar desuicidarse.

—¿De veras crees que intentóquitarse la vida?

Dio un capirotazo a una mota casiinvisible que se había deslizado sobresu blusa.

—Voy a decirlo de otra manera. La

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cicatriz que le vi en la muñeca no eraprecisamente un arañazo. Era reciente,profunda y no tenía muy buena pinta.Como cuando te cortas con un cuchillo.Procura ocultarla, y la verdad es que nole culpo.

—Estudiasteis en la mismauniversidad. ¿Le conocías?

—No mucho. Fuimos a varias clasesjuntos, pero nunca charlamos —explicó.Noté que volvía a perder la paciencia—. ¿A qué vienen tantas preguntas sobreDaniel Meakin? Creí que querías hablarde Afton.

—Y así es. Cuéntame todo lo quesepas.

Temple encogió los hombros.

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—Siempre que recuerdo aquellaépoca de mi vida, me acuerdo de lomucho que nos asustamos cuandohallaron el cadáver.

—¿Quiénes?—Mi grupo de amigas. Todo el

mundo solía acudir a las fiestas que secelebraban en el cementerio. Seconvirtió en un rito de iniciación enEmerson. Saber que una chica habíasido asesinada allí nos dejó destrozadas.

—¿Conocías a Afton?—Solo de oídas. Era una niña rica y

consentida que no se perdía ningunafiesta. Hasta el día en que la asesinaron,llevaba una vida más que afortunada.

No estaba segura de si la ironía era

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intencionada o no.—¿Dónde la conociste? No era

alumna de Emerson, ¿verdad?—Todos los donjuanes del campus

salieron con ella. O eso decían.—Después del asesinato supongo que

se habló mucho de su escarceo con unmiembro de la Orden del Ataúd y laZarpa, ¿no?

—Se habló bastante.—¿Conocías a algún zarpa?—Quizá, pero no lo habría sabido.—¿A nadie se le escapó nunca nada?—¿Sobre los zarpas? Jamás.—Pero Emerson es una universidad

bastante pequeña. Estoy segura de quetenías tus sospechas.

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—Siempre corrían rumores. Pero,créeme, si alguna de mis amigas sehubiera acostado con un zarpa, la ordenle habría expulsado ipso facto.

—¿Alguna vez te llegaron rumoressobre actividades ocultas?

—Nadie hacía caso de esas tonterías.Empezaba a animarme.—Así que había habladurías sobre el

tema.—Todas esas iniciaciones secretas,

orgías de medianoche, ritualesdionisiacos…, no eran más que unpuñado de sueños húmedos de loschicos de la fraternidad.

—¿Nunca acudiste?Arrugó la frente.

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—¿Por qué me da la sensación deque estás tramando algo?

Titubeé y, de repente, apareció elcamarero con otra copa para Temple.

—Creí que quizá supieras algo sobreel funcionamiento de los zarpas.

—Ya te he dicho que no.—Lo sé, pero la otra noche, durante

la cena, comentaste que compartistehabitación con Camille durante unosmeses en el penúltimo año deuniversidad. Y hace poco leí quemodificaron los estatutos de la ordenpara poder incluir a mujeres. Solo dosde penúltimo año. Así que pensé…

—¿Que soy una zarpa? —preguntó, ytras un chasquido prosiguió—: Supongo

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que eso daría un giro inesperado a lahistoria, ¿verdad? Sobre todo si dijeraque, en aquella época, salía con Afton.

Eso me dejó de piedra. No se mehabía ocurrido que Temple pudieramantener una relación amorosa conAfton Delacourt.

—Antes de que lo preguntes: no —dijo con rotundidad.

—No iba a preguntártelo. Pero laidea de que tú seas una zarpa no es tandisparatada. Imagino que cumplías todoslos requisitos que podían exigir a losnuevos reclutas: eres lista, ambiciosa yatractiva.

—Y pobre. Tuve que pedir una becapara cursar mis estudios en Emerson.Eso era como una mancha negra —

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replicó. Revolvió la bebida—. Pero nome importó. Nunca llegué a formar partede un grupo en la universidad, y detestolas ceremonias y los rituales. Por eso nosoy católica practicante.

Aquella respuesta no era una negativarotunda.

—Hablando de ceremonias y rituales,¿alguna vez has oído hablar de unegregor?

—¿Un qué?—Un egregor. Una forma de

pensamiento. Una manifestación físicadel pensamiento colectivo. Algunassociedades secretas invocan a esasentidades a través de ceremonias yrituales.

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Temple frunció el ceño.—¿De dónde has sacado todo eso?—He estado con Rupert Shaw esta

mañana.—¡Ajá! Ahora todo encaja.—¿El qué?—Tú y esa retahíla de preguntas.Encogí los hombros.—Mira, hace años que conozco a

Rupert. Era mi profesor favorito cuandoestudiaba en Emerson y le considero unode los últimos caballeros del sur. Pero,aceptémoslo, está perdiendo facultades.

—Pues a mí me parece que está igualque siempre.

Mi amiga dibujó una tierna sonrisa.—Ese es uno de sus talentos. Es un

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hombre dulce que aparenta tener los piesen el suelo. Su discurso suena tanrazonable que cuando te quieres darcuenta estás mirando por el rabillo delojo a ver si te persigue el Hombre delSaco.

No necesitaba a Rupert Shaw paravigilar si el Hombre del Saco venía apor mí.

—Ya hace muchos años que se haconvertido en un tipo inestable —prosiguió—. No me cabe la menor dudade que por eso le invitaron a marcharsede Emerson.

—Pero el otro día dijiste que ledespidieron por unos rumoresinfundados.

—Es posible que fueran infundados,

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aunque intuyo que alguien hizo correr lavoz de forma deliberada para arruinar sureputación; pero nadie habría dadocrédito a esos rumores si no fuera por sucomportamiento anterior.

—Cuando dices su comportamientoanterior, ¿te refieres a las sesiones deespiritismo que realizaba con algunosestudiantes?

—No solo a eso —contestó un tantoafligida—. Le obsesionaba el tema de lamuerte. Siempre he querido saber sitenía algo que ver con el fallecimientode su esposa. Estuvo mucho tiempoenferma. Años, creo recordar. Puedeque la agonía de verla sufrir y laculpabilidad de esperar a que muriera leafectaran demasiado. Le desquiciaron.

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No sé. Ya te lo he dicho, era uno de misprofesores preferidos, pero no mesorprende que se haya mudado de formapermanente a su poblado de chiflados.Es decir, a su ridículo instituto.

—He pasado muchas horas charlandocon el doctor Shaw y, salvo por unlapsus de memoria ocasional, siempreme ha parecido un hombre lúcido —rebatí—. No le considero en absoluto undesquiciado.

—Pero es así. Incluso alguientrastornado y enfermo puede disimularlodurante mucho tiempo —murmuró. Yentonces endureció la sonrisa—. Yentonces te despiertas una noche y leencuentras junto a tu cama con unastijeras en la mano.

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Esa noche guardé el amuleto de Essiedebajo de la almohada. No sabía siaquella bolsita contenía algo más quetierra y canela, el placebo de unamédica naturista, pero tenerla cerca mecalmaba.

Recosté la espalda sobre el cabezal yencendí el portátil para iniciar unanueva búsqueda. Leí por encima variosartículos relacionados con seres desombra y egregores. Todavía seguíamolesta por las palabras de Temple, loque empezaba a ser habitual después denuestras conversaciones. Noreaccionaba hasta pasadas unas horas.«Estuvo mucho tiempo enferma. Años,creo recordar. Puede que la agonía deverla sufrir y la culpabilidad de esperar

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a que muriera le afectaran demasiado.Le desquiciaron por completo.»

Me costó, pero al final me di cuentade por qué las especulaciones deTemple me habían incomodado tanto.Tenía que ver con la teoría del doctorShaw acerca de la muerte y con laadvertencia de mi padre sobre los otros.Cuando alguien fallecía, se abría unapuerta que permitía a cualquierespectador asomarse al otro lado.Cuanto más lenta era la muerte, mástiempo se quedaba la puertaentreabierta, hasta tal punto quecualquiera podía pasar al otro lado,echar un vistazo y regresar.

¿Era posible que el doctor Shawhubiera intentado abrir una puerta al otro

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lado asesinando a Afton Delacourt?¿Estaba tan desesperado por contactarcon su difunta esposa? Traté de apartaresa idea tan despreciable e infundada demi cabeza, pero había plantado unasemilla y en ese momento sentía el fríode algo oscuro arrastrándose a mialrededor.

«Escúchame, Amelia: existen entesque nunca has visto. Fuerzas de las queni siquiera me atrevo a hablar. Son seresmás fríos, más fuertes y más hambrientosque cualquier otra presencia que puedasimaginar.»

Me incorporé y registré cada rincónde mi cuarto. Estaba sola, por supuesto.Tan solo me acompañaban los sonidosde la medianoche. El crujido de las

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tablas de madera del suelo. El ruido delventilador. Las pisadas de mi vecino dearriba.

Miré hacia el techo.Macon Dawes casi nunca estaba en

casa, así que me sorprendió oírle. Encierto modo, me aliviaba saber quehabía alguien de carne y hueso tan cerca.

Aparté las sábanas y salté de la camapara echar una ojeada por la ventana.Los arbustos que rodeaban el jardín meimpedían ver la calle, pero también meofrecían cierta privacidad. Así no teníaque preocuparme de bajar las persianas.Pero esa noche decidí bajarlas antes devolver a la cama.

Me abrigué con la colcha y volví apensar en el doctor Shaw.

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Al preguntarme si había vivido unaexperiencia cercana a la muerte, su vozsonó más afilada. Cerré los ojos eintenté visualizar su expresión: los ojosle brillaban con… ¿curiosidad?,¿obsesión?

Lo mismo de lo que me habíaacusado Temple.

«¿Ves lo fácil que es distorsionar lasintenciones de alguien?»

Me estaba preocupando por nada, pormeras habladurías. El doctor Shaw eraalguien introvertido e inofensivo quedesempeñaba una profesión interesante.Se podría decir lo mismo de mí.

Había llegado el momento de pasarpágina.

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Me apetecía airear mi mente conpensamientos más agradables antes dedormirme. Y, por esta vez, no pensé enDevlin.

Cavando tumbas siempre me habíaparecido un pasatiempo entretenido,aunque el blog se había convertido en unnegocio bastante lucrativo. Redactarcontenidos llamativos de forma regularera todo un desafío, pero tambiénrequería mucho tiempo. Sin embargo, lamayoría de las noches no tenía nadamejor que hacer.

Ya había moderado los comentariosde la última entrada, titulada:«Envenenado por su esposa y el doctorCream: epitafios originales», así quetras filtrar varias de las respuestas, por

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fin empecé a relajarme. Ahí me sentíacomo pez en el agua, compartiendo mispasiones y experiencias con tafofílicos yusuarios de todo el planeta. En elciberespacio no tenía que mirar atráspara comprobar si me perseguía unfantasma.

A media página, leí un post anónimoque me llamó la atención, y no porque elusuario no hubiera querido revelar suidentidad, algo bastante frecuente, sinoporque, de inmediato, reconocí elepitafio.

Sobre su tumba silenciosalas estrellas de medianoche quieren

llorar.Sin vida, pero entre sueños,

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a esta niña no pudimos salvar.

Era la inscripción de la lápida dondeestaba enterrado el cuerpo sin vida deHannah Fischer. Qué raro. Y bastanteinquietante, la verdad.

Aparté la mirada de la pantalla de miportátil para escudriñar mi habitaciónuna vez más. Seguía sola. Sin embargo,en ese momento la casa estaba en unsilencio absoluto. El ventilador se habíaapagado y, justo en ese instante, lospasos de mi vecino dejaron de oírse.Por fin Macon Dawes se había acostado.

Volví a centrarme en el epitafio.El comentario se había publicado

hacía varias horas, justo después de laúltima vez que me había conectado.

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Quería creer que se trataba de algocasual, una de esas extrañascoincidencias de la vida, pero eso erapedir demasiado.

¿Quién más podía conocer eseepitafio?

Devlin, desde luego…Y el asesino…Sin pensármelo dos veces, cogí el

teléfono de la mesilla de noche, busquéel número de Devlin entre mis contactosy pulsé el botón de llamada. Saltódirectamente el buzón de voz, así que ledejé un mensaje rápido.

En cuanto colgué, me arrepentí. ¿Y siaquel post era tan solo una casualidad?

Y, de todas formas, ¿qué podía hacer

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Devlin al respecto a esas horas?Cualquiera con conocimientos

básicos de Internet sabría utilizar unservidor proxy. Así que todo aquel quetuviera algo que esconder, como, porejemplo, un asesinato, no sería tanestúpido como para usar su propioordenador, sino que acudiría a labiblioteca pública o a un locutorio.

Además, había varias personas quepodían haberse fijado en ese epitafio.Regina Sparks. Camille Ashby. Y todoslos agentes de policía y técnicos quehabían estado en la escena del crimen,ya fuera la noche en que se exhumó elcadáver o durante la investigación.

La opinión de Tom Gerrity seguíarondándome por la cabeza. Estaba

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convencido de que la clave de todo eralo mucho que yo sabía sobrecementerios. Así pues, ¿el epitafio eraun mensaje?

Mientras esperaba a que Devlin medevolviera la llamada, abrí la carpetaque contenía las imágenes de Oak Grovee inicié una meticulosa búsqueda portodas las fotografías que había tomadoel último día en que la madre de HannahFischer había visto a su hija con vida.No tenía ni idea de lo que estababuscando, así que, además de tediosa,aquella tarea se me hizo muy dificultosa.

Media hora después seguía sin haberencontrado nada.

Y Devlin no me había llamado.Eché un vistazo al reloj. Las once y

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veinte. Todavía era temprano.Quizás estuviera liado con otro caso.

Charleston era una ciudad pequeña, conun cuerpo de policía falto de personal yun índice de asesinatos alarmante, asíque un detective de Homicidios siempretenía que estar localizable.

Abrí la carpeta con toda ladocumentación del cementerio y empecéa releer mis notas.

Las doce menos cinco. Y sin noticiasde Devlin. Y sin ninguna pista. Melevanté y fui hasta la cocina a por unvaso de agua. De pie frente al fregadero,eché un vistazo al reloj que había sobrelos fogones. Me parecía muy sospechosoque Devlin no me hubiera devuelto lallamada.

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Después decidí subir al despacho;había evitado ir allí desde la noche enque un dedo invisible había dibujado uncorazón sobre la ventana. La luz de laluna llena se colaba entre las ramas delos árboles e iluminaba el jardín con unresplandor perlado. Pensé en el anilloque había enterrado y en la muñeca queDevlin había dejado sobre la diminutatumba de su hija. ¿Cuánto tiempo debióde invertir para encontrar un regalo tanexquisito?

De repente, en la esquina más lejanadel jardín, algo se movió.

Se me aceleró el corazón y me apartédel cristal al instante. No era ella. Noera nada. Tan solo luces y sombras. Unapareidolia.

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Volví a la cama para reanudar mibúsqueda. Pasada la una de lamadrugada, por fin sonó el teléfono.

—¿Hola?—¿Amelia?Devlin pronunció mi nombre con

excesiva formalidad. Típico del sur. Sinperder el control.

Me metí debajo de la colcha.—Sí.Oí una voz de fondo, una voz suave y

femenina seguida de la respuestacontenida de Devlin.

Pero enseguida volvió a nuestraconversación.

—Lo siento. ¿Sigue ahí?El corazón me latía con tal fuerza que

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incluso me dolía el pecho. No estabasolo. Estaba con una mujer.

—Sí.—¿Qué sucede? El mensaje del

contestador no era muy explícito.—Lo sé… —murmuré. Me aferré a la

colcha. Qué situación tan embarazosa—.Creí haber encontrado algo…, peroquizás haya exagerado. Puede esperar amañana.

—¿Está segura?—Sí, sí. Le llamo mañana.Y colgué. Una parte de mí deseaba

que volviera a llamarme, pero no. Elsilencio del teléfono fue atronador.

Me dejé caer sobre la almohada ycerré los ojos. Por muy ridículo que

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sonara, estaba molesta con Devlin.Apenas le conocía. No significaba nadapara mí. Y, sin embargo, no podía dejarde darle vueltas a la voz sugerente quehabía oído de fondo.

Y había algo más que tampocolograba quitarme de la cabeza: si Essieestaba en lo cierto, un día no muy lejano,Devlin se vería obligado a elegir.

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Capítulo 23

No volví a saber nada de Devlin hastala exhumación, pero apenas tuvimostiempo de cruzar unas palabras. Le contéla anécdota del epitafio que el usuarioanónimo había dejado en mi blog. Apesar de parecerle un tanto sospechoso,no creyó que fuera una pista importante.

—Dudo que sea suficiente parajustificar una orden judicial que nospermita tener acceso a los registros delproveedor del servicio de Internet, yapostaría a que el usuario utilizó unservidor anónimo. Esa información nose puede exigir, pues no la almacenan. O

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eso dicen.—Eso mismo pensé yo.—Aunque me gustaría estudiar las

fotografías de Oak Grove con usted otravez. Quizá tenga razón. Es posible quehaya capturado algo importante en susinstantáneas que todavía no hayamosencontrado. Tendremos que invertir mástiempo en ellas.

—Claro. Cuando quiera.Al parecer, se le había pasado el

enfado, cosa que me alegró. Noobstante, una parte de mí se preguntabasi su buen humor era fruto de lacompañía de la última noche.

Aquel día vestía de un modo másinformal, cosa poco frecuente en él.

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Llevaba vaqueros, una camisa dealgodón remangada hasta los codos yuna chaqueta muy liviana colgada delbrazo. Y, como siempre, llevaba lapistola en el cinturón.

Con sumo cuidado desvié la miradadel arma; la aborrecía casi tanto comome fascinaba. Encajaba perfectamentecon la descripción que Temple habíadado de él: un tipo peligroso.

—Me encargaré de enviar máscoches patrulla para vigilar suvecindario.

—Así que cree que el asesino fuequien escribió ese epitafio —dije untanto alarmada.

Tenía los párpados caídos, como sitratara de disimular sus preocupaciones.

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—Creo que más vale prevenir quecurar.

Una obviedad muy tranquilizadoradadas las circunstancias.

Había empezado a llegar parte delequipo, de modo que Devlin se marchópara hablar con otro detective. Me movíhacia una zona más sombreada yobservé que Ethan extendía una especiede rejilla sobre la tumba. Después,Temple y él cogieron unas palas yapartaron la mugre que cubría elesqueleto mientras su asistente seocupaba de la pantalla y Regina Sparksdisparaba instantáneas.

Pasados unos minutos, se acercó amí, con el flequillo pelirrojo pegado a lafrente y las axilas de la camiseta

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empapadas de sudor.—Qué calor.—Abrasador.—No es el mejor día para

desenterrar restos humanos.—¿Acaso hay un buen día para eso?

—bromeé.Me respondió con una sonrisa.—He visto todos los horrores

imaginables que puede sufrir el cuerpohumano, cosas que no podrías concebir,pero este trabajo sigue poniéndome lospelos de punta.

—¿Una exhumación? Me sorprende.—Lo sé —respondió mientras

jugueteaba con su cámara—. Sé quesuena raro, pero prefiero que el cadáver

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esté fresco, como el de la otra noche.Exhumar a una persona enterrada por susseres más queridos…, que rezaron porella, que lloraron por ella… No sé, esalgo que no me parece bien.

—Así pues, ¿preferirías trabajar conuna víctima de asesinato que con uncadáver que recibió un entierro digno?

—Ya te he dicho que era raro —espetó—. Te veo muy tranquila. ¿Algunavez has asistido a una exhumación?

—Sí, cuando trabajé para eldepartamento de arqueología estatal.Trasladamos todo un cementerio.

—¿Cuántos cadáveres?—Docenas. Había un féretro forjado

en hierro con la forma de un sarcófago

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egipcio. Estaba en perfectas condicionesde conservación y pesaba una tonelada.Nunca he vuelto a ver nada parecido.

—¿Lo abristeis?—No, no habría sido buena idea. En

el siglo XIX los embalsamadoresexperimentaban con infinidad de fluidosconservantes, incluido el arsénico.

—Eso iría de perlas para elaboraruna buena remesa de licor de ataúd, ¿nocrees? —se burló, refiriéndose allíquido negro que a veces se encontrabaen las tumbas.

Estar bajo la sombra de los árbolescharlando como si nada de algo tanasqueroso me resultaba, como mínimo,surrealista. Aunque, en realidad, nohabía mejor tema de conversación.

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Observé a Ethan y a Temple. Comoestaban a contraluz, apenas pudedistinguir sus siluetas, un par de figurassiniestras, serias, con palas y gafas desol. Vi el cráneo, limpio y sin tierra. Lamirada de aquellas cuencas vacías meestremeció, a pesar del calor que hacía.

Allí había varios agentes de policíaapiñados. Algunos hablaban entresusurros, aunque la mayoría semantenían en silencio. Oí una sonoracarcajada y me volví. Pero no habíanadie. Fue una sensación muy extraña.

—Devlin no te quita ojo de encima—apuntó Regina.

—¿Qué? —contesté, atónita.Después hizo un gesto con la barbilla

para señalarle.

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—No deja de mirar hacia aquí.Con una fuerza de voluntad

indescriptible, conseguí no mirarle.—¿Cómo lo sabes? Lleva gafas de

sol.—Oh, lo sé. Siempre lo sé. —Ladeó

la cabeza y me observó—. No serías laprimera en sucumbir a sus encantos, yalo sabes. Devlin es de esos hombrescapaces de activar el reloj biológico decualquier mujer. Son las feromonas, oeso creo.

—¿Llevas mucho tiempo trabajandocon él? —pregunté como si tal cosa.

—Lo suficiente como para saber quepara romper el caparazón de Devlin senecesita una mujer mucho más fuerte que

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yo.—¿Conociste a su esposa?Me miró con curiosidad.—La vi una sola vez, pero fue

suficiente.—¿Por qué lo dices?—Es difícil de explicar. Era la

manera en que te miraba…, como si losupiera todo sobre ti, aunque no tehubiera visto nunca. Era una mujerpeculiar. Hermosa…, pero peculiar.

Recordé el tacto de las manos deMariama en mi cabello, el roce de suslabios glaciales en la nuca. Unescalofrío me recorrió todo el cuerpo.¿Qué sabía sobre mí?

Tenía un montón de preguntas, pero

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no quería parecer entrometida, así quedejé el tema. Tras unos minutos, Reginase fue y volví a centrar mi atención en laexhumación. Había trabajado conTemple durante muchos años, así quesabía que estaría buscando pruebas deun entierro formal: algún retal del forrodel ataúd pegado al hueso; tachuelas oagujas para mantener la ropa en su lugar;y, en tumbas tan antiguas como esta,peniques de cobre que los familiareshabrían colocado sobre los párpados.

En cambio, Ethan se fijaría enpruebas más macabras: tejido suave omomificado, músculos, ligamentos,agujeritos hechos por insectos, el colordel hueso y la intensidad del olor adescomposición.

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Desde donde estaba no percibíningún olor. Teniendo en cuenta el calortan bochornoso que hacía aquel día, loagradecí.

A media tarde, Ethan y Temple yahabían recuperado el esqueleto casiintacto, la dentadura, varios trozos detela y algunas joyas. Lo guardaron tododentro de una bolsa de cadáveres yenseguida la trasladaron al laboratoriode Ethan.

Una vez que fueron retirados losrestos, la multitud empezó a dispersarse.Temple y yo nos quedamos para evaluarlos daños de la tumba. Después ellatambién se marchó, así que me quedésola ante el sepulcro. Abrí el bolso ysaqué todas las herramientas que

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necesitaba para llevar a cabo mi tarea.Con la ayuda de un cepillo de cerdas

suaves y una rasqueta de madera, limpiéla mayor parte de musgo y liquen de lalápida sin dañar la piedra. Después,cogí un espejo para reflejar la luz yajusté el ángulo hasta distinguir lasimágenes y el epitafio:

Qué pronto se marchita esta hermosarosa.

Liberada de congoja,aquí yace, y eternamente reposa.

Lo leí una vez, y luego otra, pero másdespacio. Cada palabra tenía un efectosiniestro en mí.

Las manos me temblaban por la

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impaciencia y la emoción, pero conseguísacar el teléfono. Entré en el explorador,abrí mi blog y leí en diagonal loscomentarios.

Ahí estaba, publicado unos minutosdespués del comentario que citaba elepitafio. Registré el resto de loscomentarios anónimos y enseguida medesconecté y guardé el teléfono.

Leí aquellas líneas por tercera vez ypercibí el cosquilleo de la piel degallina en la nuca.

Aunque la inscripción de una lápidamugrienta pudiera pasar desapercibidadurante décadas, si se observaba con laluz apropiada y desde el ánguloadecuado, a veces las letras aflorabande entre las capas de porquería. Era

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bastante espeluznante, de hecho. Pero¿quién sabía hacer eso?

Alguien a quien le interesaban loscamposantos. Una restauradora decementerios, como yo. Un tafofílicoc o mo los que consultaban mi blog.Puede que un arqueólogo.

O un hombre desesperado en buscade una puerta al otro lado.

Esas ideas se sucedían en mi cabeza.Y, de repente, la luz cambió y el

epitafio desapareció.

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Capítulo 24

Encontré a Devlin en el mausoleoBedford, de espaldas. Intuí que estabatan absorto en sus pensamientos que nisiquiera se percató de mi llegada. Y, derepente, se dio la vuelta. Fue unmovimiento tan rápido que, de no serpor mi habilidad para camuflar lasorpresa y el miedo, habría pegado unbrinco del susto.

—Soy yo —murmuré.—Es la costumbre —respondió

escudriñando detrás de mí paraasegurarse de que no había nadie mástratando de husmear en sus asuntos.

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No sabía si era tan receloso yprecavido por su profesión o porquepercibía la presencia de sus fantasmas.¿Alguna vez habría notado la frialdad desu aliento? ¿Las caricias de sus manosgélidas? ¿El mordisco de un besofantasmal?

En cuanto se giró de nuevo hacia elmausoleo, me quedé observándole.Estudié su perfil y recordé la suave vozque me había parecido oír anoche.Quería averiguar quién era aquellamujer, qué aspecto tenía y hasta quépunto Devlin la conocía.

¿Guardaría algún parecido conMariama?

Esos celos ridículos meavergonzaban. Dos víctimas de

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homicidio habían aparecido entre losmuros de ese cementerio y acababa depresenciar la exhumación de la quepodría ser la tercera. La vida privada deDevlin debería de ser la última de mispreocupaciones.

—He encontrado algo —le dije.—¿El qué? —me preguntó arqueando

una ceja.—Lo que ponía en la lápida de la

tumba que acabamos de desenterrar —anuncié. Después me aparté un mechónque se me había soltado de la coleta ycontinué—: Cuando todos se fueron,aproveché para leer el epitafio.

—Pero las palabras de esa lápidason ilegibles —contestó—. Hablamosde eso con Regina Sparks el otro día.

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¿Cómo se las ha arreglado para leer elepitafio?

—He utilizado un espejo parareflejar la luz. El espejo idóneo sería elde cuerpo entero, desde luego, pero notenía ninguno, así que no me ha quedadomás remedio que apañármelas con unomás pequeño. La clave está en el ángulo.Si orienta la luz en diagonal sobre lacara de la lápida, se proyectan unassombras sobre las letras. Así es másfácil leer las inscripciones.

—Muy astuta.—Sí, bueno, pero no fue idea mía. Es

un truco del oficio. Mi padre me enseñóa hacerlo hace mucho tiempo. Estemétodo no deteriora ni daña la piedra.Ni siquiera se tiene que tocar la lápida

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—dije, y después me quedé callada enseco—. Lo siento. Me estoy yendo porlas ramas otra vez.

Nueve de cada diez hombres habríanestado de acuerdo y me habrían pedidoque fuera al grano. Pero Devlin no erauno de esos.

—Continúe —me animó.Así que proseguí y puse especial

énfasis en cada una de mis palabras,como si fuera la criatura más fascinanteque Devlin había conocido. Porsupuesto, ambos sabíamos que eso noera verdad.

—En fin —dije para concluir—,alguien ha publicado el epitafio de esalápida en mi blog, al igual que el otro.

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Recité la inscripción de memoria.Devlin apartó una mosca con la mano.

—¿Cuándo?—¿Cuándo publicaron el

comentario? Un poco después delprimero. Reconocí el verso deinmediato, así que utilicé el móvil paraverificarlo.

—¿Un usuario anónimo?—Sí, pero estoy convencida de que

es el mismo.Dejé el bolso en el suelo y me

acerqué hasta él, que seguía al pie de losescalones del mausoleo. Me esperó ensilencio. Me siguió con una mirada tanintensa que, tras unos segundos, no losoporté más y bajé la vista. Habíamos

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pasado muchas horas juntos, así que lonormal era que a esas alturas hubierasuperado mi desconfianza. Obviamente,no era así, pero lo prefería. No podíapermitirme el lujo de olvidarme de susfantasmas ni de hacer caso omiso a laadvertencia de mi padre. No debíaolvidar que aquel detective representabauna terrible amenaza para mi bienestar,tanto físico como mental.

Pero Devlin era como un imán. Nopodía apartar los ojos de esos labiosmientras me preguntaba cómo seríabesarlos. Nunca antes había sentido algoasí. Lo había visto en las películas, peronunca lo había vivido en primerapersona. Temple tenía razón; siemprebuscaba hombres que no amenazaran mis

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normas ni mi paz interior. Vivía en mipropio mundo, resguardada de larealidad y alimentada por fantasías.Hasta la noche en que John Devlinsurgió de entre la niebla.

De pronto le vi parpadear. Temía quemi expresión me hubiera delatado. Asíque, sin pensármelo dos veces, me di lavuelta.

—¿Qué más puede decir sobre esainscripción? —preguntó.

—No es la inscripción lo que deberíapreocuparnos. Como he dicho, laescritura solo puede leerse bajo ciertascondiciones. El ángulo de luz tiene queser el adecuado. La pregunta es: ¿quiénmás sabría eso?

Me miró con perspicacia.

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—¿Y qué hay de los archivos? ¿Losregistros incluyen epitafios?

—A veces sí, junto a una pequeñadescripción de la lápida y susdimensiones. Pero estamos en lo mismo.Hay que saber dónde buscar. Y, en estecaso en particular, la mayor parte de losregistros del cementerio original no seencuentra aquí. Aunque es posible quealguien se haya tropezado con uno de losviejos libros de la iglesia. He estadobuscando alguno en la sala de archivos,pero el sistema es desastroso. Un caos.

—¿Quién más tiene acceso a esadocumentación?

—Los alumnos. La facultad. Yalguien como yo, con un permisoespecial, claro está.

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Devlin se quedó pensando.—Deduzco que ha pasado mucho

tiempo encerrada ahí abajo.—Sí, bastante.—¿Ha visto a alguien más?—Por supuesto. No para de entrar y

salir gente. La última persona que vi fuea Daniel Meakin, el historiador. No,espere. Lo retiro. Camille Ashby fue laúltima persona a la que vi en el sótano.

Le expliqué que había entrevisto lasilueta de Camille bajo la escalera, justodespués de mi conversación con Me-akin.

—Me dio la sensación de que nosestaba espiando, pero no tiene sentido.Meakin y Camille son colegas. ¿Le

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conoce?—Sé quién es —dijo, y después

desvió su atención hacia el mausoleo—.¿Qué puede decirme de este lugar?

—¿Del mausoleo? No mucho. No hepodido encontrar mucha informaciónsobre él, pero sé que es el más antiguodel cementerio. La familia Bedford loconstruyó en 1853, que cedió variaspropiedades a la Universidad deEmerson. La arquitectura es de estiloneogótico. Es una obra de arte quedestila pesimismo y tristeza. Aquí, en elsur, el duelo se convirtió en una especiede forma artística durante la eravictoriana, aunque nada en comparacióncon sus vecinos ingleses, desde luego.

—¿Ha entrado?

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—Me he asomado por la puerta. Estáen muy malas condiciones. Las paredesestán pintarrajeadas y hay basura portodas partes. Polvo, telarañas y todo loque pueda imaginar. Hace años, unosvándalos asaltaron las criptas y robarontodo lo que había en su interior.

Aquello pareció sorprenderle.—¿Alguien se llevó los cadáveres?Me encogí de hombros.—¿Qué se puede hacer? Saquear

tumbas es una de las profesiones másantiguas. En cementerios como OakGrove, se solía contratar a guardasarmados para que vigilaran por la nochee impidieran a ciertos estudiantes demedicina robar cuerpos frescos. Elnegocio de los cadáveres mueve mucho

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dinero.—Qué bonito —susurró, y después

apoyó el pie sobre el primer escalón—.¿Cuál es el procedimiento para restaurarun lugar en estas condiciones?

—Frotar las paredes para eliminar lapintura, sacar la porquería y sellar lascriptas. Es algo muy laborioso. Dehecho, es una tarea manual —apuntémientras echaba un vistazo a los callosde mis manos—. Aunque lo más triste esque sin los cadáveres la restauraciónnunca podrá completarse.

De repente, empecé a sospechar algoaterrador.

—¿Es aquí donde encontraron elcuerpo de Afton Delacourt?

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—Sí.—¿Por qué no me lo dijo antes?—No lo sabía. No tengo acceso a los

archivos, así que opté por localizar aldetective que se encargó de lainvestigación.

—¿Sigue en activo?—Se jubiló hace cinco años. Tiene

una casa junto al lago Marion, en elcondado de Calhoun. Al final conseguísu dirección a través de una hermanaque trabaja en el Ayuntamiento. Alprincipio no quiso recibirme…, peroaceptó en cuanto le expliqué lo ocurridocon Hannah Fischer.

—¿Y qué dijo? —pregunté ansiosa—. ¿Le dio alguna pista?

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Con una habilidad experta, Devlinignoró mis preguntas de novata.

—Estamos entrando en terrenopantanoso. No debería revelarle tantainformación sobre el caso. Las cosasvan muy rápido… —apuntó mientras sefrotaba la barbilla con el pulgar.

—¿A qué se refiere?Devlin se encogió de hombros, un

gesto que transmitía todo y nada almismo tiempo.

—Gente importante está empezando amover ciertos hilos.

—¿Una cortina de humo?—Digamos que ha surgido un interés

repentino en los niveles más altos. Elcaso es que… necesitamos una fisura,

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una grieta, y rápido, antes de que lainvestigación empiece a manchar lareputación de algunos nombres famosos.No sabemos el motivo, pero es evidenteque se está utilizando este cementeriopara deshacerse de cadáveres. Odioadmitirlo, pero Gerrity podría tenerrazón. Si el asesino está dejando pistasen los símbolos lapidarios, o en esosepitafios, quizás usted sea la únicacapaz de averiguar sus intenciones. Yala he arrastrado hasta aquí. No pretendoinvolucrarla todavía más en el caso, amenos que sepa a qué nos estamosenfrentando.

En un abrir y cerrar de ojos, se meheló la sangre.

—¿A qué nos estamos enfrentando?

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¿Qué le explicó ese detective sobre elasesinato de Afton Delacourt?

—Cómo murió, y punto. Con tododetalle.

Su voz sonaba calmada, pero intuíalgo que no logré descifrar.

Contuve la respiración.—¿Y cómo murió?—Se desangró.Algo desalentador y frío se adueñó

de mis entrañas. Pavor, miedo… yquizás un poco de emoción.

—Igual que Hannah Fischer.—Sí, igual que Hannah Fischer…Por cómo lo dijo, intuí que había algo

más. Me moría de ganas de cogerle delbrazo para que se girara hacia mí. Así

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podría mirarle a los ojos y estudiar suexpresión. Pero tocarle no era la mejoridea. Aunque me apetecía más quecualquier otra cosa.

—¿Qué más le dijo? —pregunté.—El cadáver de Afton Delacourt

tenía marcas de ataduras. Según sudescripción, son las mismas queencontramos en Hannah Fischer.

—¿Marcas de ataduras? ¿Lasamordazaron?

Devlin vaciló. Fuera lo que fuera, noestaba dispuesto a explicármelo.

—No pasa nada. Quiero saberlo —insistí.

Me atravesó con la mirada. Depronto, sentí un soplo de aire polar que

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me hizo estremecer.—Las colgaron, pero no de la forma

convencional. Las colgaron de los piescon grilletes —dijo.

Aquella explicación tan franca ydirecta me dejó aturdida, así que tardéunos momentos en asimilarlo. Despuéslo miré con repugnancia.

—¿Colgadas del techo… comocarne?

—Colgadas y desangradas —resumió.

Me entraron náuseas. Tenía calor yfrío al mismo tiempo. Notaba que unriachuelo de sudor me recorría laespalda, pero no dejaba de tiritar. Nopodía quitarme de la cabeza esas

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imágenes tan aterradoras. Cadáverescolgados de grilletes y un charco desangre.

Procuré alejar aquella visión.—¿Qué tipo de monstruo haría una

cosa así?A Devlin no le tembló la voz. Con la

expresión impasible, pero con un brilloen su mirada que me asustó, respondió:

—En mi opinión, es un cazador.

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Capítulo 25

No supe qué decir. El frío que se habíaasentado en mi interior era másespeluznante que el roce de un fantasma.

Devlin me observaba con compasiónmientras me esforzaba por recuperar elcontrol.

—¿Se encuentra bien?Asentí y miré al cielo. Me concentré

en una nubecilla iluminada por la luz delsol. Era una figura brillante y etérea queme recordó a uno de los ángelesbailarines de Rosehill.

Tomé aire y volví a asentir, paraasegurarle que todo iba bien.

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—Estoy bien.Por supuesto, no estaba bien. ¿Cómo

lo iba a estar ante la amenaza de unsádico loco? Pensé en los epitafios queel desconocido había publicado en miblog. ¿Serían mensajes o una meraadvertencia?

Una vez más, me vino a la mente laimagen del sedán negro. ¿Había sidopura coincidencia o es que me estabanvigilando?

—¿En qué está pensando? —mepreguntó Devlin.

—En la presa de un cazador.Se me quedó mirando detenidamente

durante un buen rato. Si queríaconsolarme, podía haberme cogido de la

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mano, o haberme dado unas suavespalmaditas en la espalda. O, aún mejor,haberme estrechado entre sus brazos.Pero no hizo nada de eso. El resplandorsalvaje que advertí en su mirada measustó. Entendí entonces que el cazadorse iba a convertir en presa.

Quizá, después de todo, su consuelono era lo que más ansiaba.

—No tiene por qué implicarse enesto, ya lo sabe. Puede irse a casa ydejar todo este asunto atrás —dijoDevlin—. No tiene ninguna obligaciónde quedarse.

—¿Y si de veras vi algo aquel día?¿Y si todo lo que sé sobre cementeriosfuera la clave para resolver el misterio?Usted mismo lo ha dicho, necesita una

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grieta antes de que alguien cierre elcaso.

—Esas no han sido mis palabrasexactas.

Me encogí de hombros.—Más o menos. Sé leer entre líneas.—Ya lo veo.—¿Puedo hacerle una pregunta?—Sí, pero no hay mucho más que

pueda contarle.—Ayer me dijo que si tenía alguna

pregunta acerca de su vida personal,podía hacérsela.

Me miró con recelo, pero asintió conla cabeza.

—¿Cuál es la pregunta?—Es sobre los estudiantes que se

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presentaron en la comisaría después deque Afton muriera. Los que destaparonla caja de Pandora y hablaron de lassesiones de espiritismo del doctor Shawy de su teoría sobre la muerte.

—¿Qué pasa con ellos?Hice una pausa, pensando en cuál

sería el mejor modo de preguntarlo. Alfinal decidí ser directa.

—¿Su esposa era uno de ellos?—Entonces todavía no era mi esposa.

Pero, en respuesta a su pregunta, síasistió a una de las sesiones de Shaw.Salió tan asustada que no se atrevió avolver.

—¿Qué ocurrió?—Le repugnó lo que Shaw estaba

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tratando de hacer. Según las creenciasde Mariama, el poder de una persona nose evapora con la muerte. Unfallecimiento repentino o dolorosopuede liberar un espíritu furioso que,armado con ese poder, decida interferiren las vidas de los vivos. En el peor delos casos puede llegar a esclavizarlas.La idea de visitar a los muertos laaterrorizaba.

Devlin no podía imaginarse la trágicaironía de sus palabras.

—Era una mujer muy supersticiosa—añadió—. Llevaba amuletos para labuena suerte y pintó todas las puertas ylas ventanas de color azul para alejar alos espíritus malignos. Me pareciócautivador…, al principio…

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Pensé en el amuleto que guardabadebajo de la almohada y noté el tactofrío del colgante que llevaba al cuello.Me habría gustado preguntarle a Devlinqué opinaba de las normas que habíaseguido durante toda mi vida.

«Me pareció cautivador…, alprincipio…»

—Voy a entrar —anunció de formarepentina.

—¿Al mausoleo? Después de tantotiempo no encontrará prueba alguna.

Pero su decisión no tenía nada quever con el asesinato de Afton Delacourt,sino con su esposa.

—¿Le espero aquí fuera?—Si le asusta entrar, quédese ahí.

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—No me asusta en absoluto. Heestado en muchísimos mausoleos, ynunca me ha importado entrar. Y, aunqueme asustara, forma parte de mi trabajo.

—Tiene usted una actitud muysensata. A veces me sorprende.

—¿Ah, sí?Vaciló.—No se lo tome mal, pero las

fotografías que tiene colgadas en sudespacho son muy reveladoras —dijo—. Apuesto a que se siente más seguraen un cementerio solitario que en unaciudad, en compañía de personas.

—No es una opinión descabellada —admití.

Devlin asintió.

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—Por lo visto, ha creado su propiomundo tras esas paredes, aunque a vecespuede ser asombrosamente pragmática.

Sí, una mujer pragmática queconsultaba con directores de institutosde parapsicología sobre la existencia deseres de sombra y egregores. Que seguíaal pie de la letra las normas de su padrepara evitar que los fantasmas que sedeslizaban por el velo durante elcrepúsculo se aferraran a ella yabsorbieran su fuerza vital.

—Por cierto —dije mientras leseguía por la escalera—, a lasserpientes de cascabel les suelen gustareste tipo de lugares. Así que tengacuidado cuando toque una cripta.

—Lo tendré en cuenta.

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Abrió aquella destartalada puerta deun empujón y cruzó el umbral.

El sol de media tarde se colaba porlos cristales rotos de las ventanas, eiluminaba las telarañas que colgaban deltecho y adornaban cada rincón. Percibíun olor a tierra vieja.

Al entrar me quedé inmóvil y miré ami alrededor. Ningún animal se escurriópor el suelo. Tampoco percibí el sonidorevelador de un cascabel. Qué alivio.

Las zarzas espinosas y lasenredaderas se colaban por cadaagujero. El suelo de ladrillo estabaforrado por un manto de musgo. Capas ycapas de polvo lo cubrían todo. Mepregunté si algún intruso habría osadoentrar allí después del asesinato de

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Afton Delacourt. Habían pasado quinceaños.

—¿Dónde la encontraron?En la quietud absoluta del mausoleo

mi voz sonó severa e indiscreta.—En el suelo. Por ahí, diría.Sin embargo, la voz de Devlin sonó

suave como la seda.Eché un vistazo al suelo. Las

manchas de sangre habían desaparecidoentre los escombros y la argamasa.

—¿Quién la encontró? —preguntémientras espantaba una mosca quezumbaba a mi alrededor.

—En aquella época había un guardiade seguridad. No se ocupaba delmantenimiento, eso es evidente. Su

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trabajo consistía en ahuyentar a losintrusos, la mayoría de ellos alumnos dela universidad que saltaban el muro enbusca de diversión. Descubrió elcadáver aquí dentro. La puerta estabaabierta y entraba la luz del sol…

«Igual que ahora», pensé.—¿Fue uno de los sospechosos?—Le interrogaron, pero era un

anciano. Murió de un infarto semanasdespués de hallar el cadáver.

—¿Conmoción o coincidencia?—Un poco de ambas cosas, supongo.Me deslicé hasta la pared del fondo,

donde los sepulcros parecían estar enmejores condiciones. Limpié parte de lasuciedad con la mano y leí una línea

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vertical de nombres: Dorothea PrescottBedford, Mary Bedford Abbott, AliceBedford Rhames, Eliza Bedford Thorpe.Me fui inclinando hasta quedarmesentada en cuclillas ante la última cripta.Allí habían enterrado a la hija pequeñade Dorothea, Virginia Bedford, quemurió tan solo unas semanas despuésque su madre.

El día se rompe…Las sombras huyen…

Los grilletes se abren…

Encima de la inscripción distinguí elsímbolo de una cadena rota que colgabade una mano incorpórea. Una cadenarota, una familia rota.

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Retrocedí y volví a leer las dosúltimas líneas del epitafio:

Los grilletes se abren…Y viene el sueño bendito.

Me fijé en otro símbolo que ocupabala parte inferior de la placa. Casi tuveque apoyar la cabeza para verlo. Tresamapolas unidas con un lazo: el símbolodel sueño eterno.

Regresé al verso mientras, de formadistraída, espantaba otra molesta mosca.El insecto se posó sobre una esquina dela placa y se coló por una grieta de lalápida hasta desaparecer. La miré conasco y vi que una segunda mosca secolaba por la misma ranura. Y después

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otra y otra.Me arrastré por el suelo sin dejar de

alborotarme el pelo.Al verme en ese estado, Devlin se

acercó a toda prisa.—¿Está bien?—Odio las moscas.—¿Qué?—¿Es que no las ve? Debe de haber

docenas.Se arrodilló a mi lado y le señalé la

lápida. Una a una, las moscas se fueronintroduciendo por aquel hueco.

—¿De dónde han salido? —preguntésin dejar de rascarme la cabeza.

—La cuestión es adónde van —murmuró Devlin.

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Se sacó una diminuta navaja delbolsillo e introdujo la hoja en el cantode la lápida. Haciendo palanca,consiguió abrirla. Después se tumbósobre el suelo para averiguar qué habíaallí dentro.

—¿Ve algo? Es imposible que hayaun cadáver.

Temía su respuesta.—No hay ningún cadáver, pero creo

que hay algo en el fondo. Necesito unalinterna.

—Tengo una en el bolso —dije, y mepuse de pie—. Espere un minuto, ahorala traigo.

El sol empezaba a perder fuerza.Emitía una luz carmesí que bañaba los

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árboles y todos los monumentos delcementerio. En el aire se intuía el aromaa pino y madreselva. Aunque el olor quepredominaba era el de todos loscementerios: el suave perfume de lamortalidad.

Se respiraba quietud, aunque creí oírvoces a lo lejos. Eran los agentes, quedeambulaban por fuera de los muros delcementerio. Charlaban sobre lo quehabían presenciado. Cada uno ofrecía suparticular visión sobre el asesinato.

Bajé las escaleras a toda prisa. Justocuando me agaché para coger el bolso,habría jurado que alguien me estabavigilando.

Con suma lentitud, me puse de pie yme di la vuelta. Nada. Tan solo el

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chirrido de la puerta que conducía almausoleo.

Agarré las asas del bolso con fuerzay me apresuré a entrar, a volver junto aDevlin.

Cuando llegué, tenía medio cuerpodentro de la cripta. Tan solo podía verlede rodillas para abajo.

—¿Qué está haciendo? —le pregunté,un tanto alarmada.

Salió del agujero y se sacudió elpolvo de la camisa. Se le había quedadouna telaraña pegada a las pestañas, asíque alargué el brazo para quitársela. Migesto debió de pillarle por sorpresa,porque me agarró la mano en un actoreflejo, como si fuera una respuestaautomática a un movimiento inesperado.

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—Perdone. Tiene una… —farfullé, ehice un gesto con el dedo—. En lapestaña.

Se frotó el ojo y se deshizo del hilo.Bajo aquel resplandor grisáceo, sumirada continuaba siendo inescrutable.

—¿Ha encontrado la linterna?—Ah, sí, aquí tiene.Aquel incidente me había inquietado

un poco. Con torpeza, rebusqué entre mibolso alguna de las dos linternas quesiempre llevaba a mano.

Devlin la encendió, comprobó lafuerza de la bombilla sobre la pared ydespués volvió a tumbarse en el suelopara iluminar el interior de aquelespacio.

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Acto seguido, me agaché junto a él yme asomé por la abertura.

—¿Lo ve? —quiso saber Devlin.Entorné los ojos.—¿El qué?—Al fondo de todo.Había algo en su voz que

transmitía…, no emoción exactamente,sino tensión.

Ayudándome con los codos, avancéunos centímetros.

—¿Qué se supone que tengo que ver?—Faltan algunos ladrillos en la

pared del fondo. Cuando enfoco lalinterna hacia el agujero, tan solo veo unespacio vacío.

—Lo que significa…

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—Es ahí donde van las moscas. Debede haber un túnel u otra cripta al otrolado de esa pared.

Mi emoción iba en aumento.—He oído hablar de laberintos de

túneles construidos debajo decementerios antiguos. Había una red derutas secretas, denominada UndergroundRailroad, que utilizaba estos túnelespara liberar esclavos. ¿Se da cuenta delo que esto podría significar? Unhallazgo como este sería justo lo queCamille Ashby necesita para que OakGrove forme parte del RegistroNacional.

—Yo en su lugar postergaría lacelebración —me replicó—. Quizá noes más que un agujero en la pared. Pero

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solo hay un modo de averiguarlo.Se deslizó por la pequeña abertura,

metiendo primero la cabeza, después loshombros, el torso, las piernas y, al final,los pies, mientras yo hurgaba en mibolso en busca de la otra linterna.

—¿Ve algo?Su voz sonó amortiguada:—Siempre que recuerdo aquella

época de mi vida, me acuerdo de lomucho que nos asustamos cuandohallaron el cadáver.

—¿Quiénes?—Hay una habitación… o una sala a

unos seis metros.Salió de la cripta arrastrándose por

el suelo. Tenía la cabeza cubierta de

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telarañas, pero esta vez no traté dequitárselas.

—La abertura es muy estrecha. Esimposible que pase por ahí, pero creoque el agujero está a la misma altura queel techo.

—Yo soy más pequeña. Echaré unvistazo.

Se mostró algo escéptico.—No sé si es una buena idea. Es un

espacio cerrado. Si piensa dóndeestamos, es un poco aterrador, ¿no cree?

—Para usted quizá. En mi caso, nosolo soy una restauradora decementerios, también soy arqueóloga.Vivimos de esto.

Alzó una ceja y me invitó a entrar con

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un gesto elegante.—Por favor…Comprobé que la linterna funcionara

y miré a Devlin por última vez antes dearrastrarme hacia el interior de aquellacripta sagrada.

Los desechos de la argamasa mecortaban las manos. En ese instante,deseé haber hecho caso al consejo de latía Lynrose sobre lo de siempre llevarguantes.

Arrastrándome hacia la abertura,encendí la linterna e iluminé un mariridiscente. Nunca había visto tantastelarañas. Me habría gustado sabercuánto tiempo llevaban allí.

Me apoyé sobre una mano y asomé la

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cabeza por el agujero. Con la otra manoagarré la linterna e iluminé todas lasparedes de ladrillo. Intuí que tras unasespesas columnas de telarañas seescondían las esquinas.

—¿Ve algo? —preguntó Devlin.Al girarme para responderle, advertí

el destello de algo metálico por elrabillo del ojo. Intenté alumbrar en esadirección, pero el suelo estabasosteniendo demasiado peso. En cuantola argamasa empezó a desintegrarse, losladrillos se desplomaron y me caí debruces. Me di un buen golpe en labarbilla.

Solté la linterna y oí que el cristal sehacía añicos al topar con el suelo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó

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Devlin, alarmado.Antes de que pudiera responderle,

los ladrillos sobre los que me apoyabase derrumbaron y caí rodando.

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Capítulo 26

¿Estaba muerta?Seguí tendida en el suelo, aturdida,

sin aliento y con el sabor metálico de lasangre en mi boca. Todo estaba aoscuras. No podía ver nada.

—¡Amelia!La voz de Devlin penetró en la nube

de polvo. Tras un tremendo esfuerzo,logré incorporarme. Me froté la cabezapara calmar el dolor y comprobé que nome había roto ningún hueso.

—Amelia, ¿puede oírme?—Sí. ¡Sí! ¡Estoy aquí abajo! —grité

—. No veo nada. Está más oscuro que la

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boca de un lobo.—¿Se encuentra bien? ¿Está herida?Sacudí la cabeza para librarme de las

malditas telarañas.—Creo que estoy bien.Muy lentamente, me puse de pie.

Noté un terrible escozor en las palmasde las manos y en las rodillas. Me dolíala cadera derecha, que se me habíahinchado, y sentía un pinchazo en lanuca. Y todavía tenía ese sabor metálicoen la boca, lo que indicaba que, en algúnmomento, me había mordido la lengua.

Busqué el teléfono móvil en elbolsillo. Me podía dar algo de luz, perome lo había dejado en el bolso. Avancétambaleante entre aquella oscuridad y

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palpé la pared. Estaba fría, húmeda y unpoco viscosa. Aparté la mano con asco.

Cuando por fin se me despejó lamente y recuperé los cinco sentidos,sentí algo de pánico. ¿Qué era aquellugar? ¿Y cómo diablos iba a salir deallí?

Alcé la cabeza y advertí la luz de lalinterna de Devlin. Iluminó la estancia ydespués me deslumbró.

—¿Está segura de que está bien? —insistió.

—Sí. Creo que no me he roto nada —dije. Inspiré hondo en un intento decalmar los nervios. El aire olía a rancio,como si fuera una cueva húmeda—.¿Puede sacarme de aquí?

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—Sí, pero tendrá que aguantarmientras voy a pedir ayuda. Espere ahí,¿de acuerdo?

Y en un abrir y cerrar de ojos, la luzse desvaneció.

—¡Espere!Devlin volvió a asomarse por la

ranura de la cripta.—Tengo que hacer una llamada y

avisar a…—Lo sé. Es que…—De acuerdo, le daré mi linterna.

Prepárese para cogerla.Me moví para ponerme justo debajo.—A la de tres. Una…, dos…, tres…Devlin soltó la linterna, con la luz

apuntando hacia el techo. La atrapé sin

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problemas.—Vuelvo enseguida —dijo—. No se

preocupe.Tardó una eternidad.Pero, con la linterna en la mano y la

seguridad de que no me había roto nada,me sentí más tranquila. Me di mediavuelta y estudié el espacio que merodeaba alumbrándolo con la luz. Másparedes y suelos de ladrillo. Desde cadarincón, las telarañas recordaban alalgodón de azúcar de las ferias.

Alumbré la pared que había justoenfrente de la abertura y advertí unosgigantescos símbolos pintados sobre elladrillo. Distinguí un ancla, una brújulay un timón roto. Todos formaban partede la simbología común que

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ornamentaba los cementerios. Debajo delas imágenes había otra abertura, losuficientemente grande como para queuna persona se colara por ahí. Quizádetrás se escondía un túnel cuyo destinoera la ansiada libertad.

Orienté la luz hacia el agujero y vique algo se escurría por el suelo ydesaparecía entre los ladrillos.

Di un brinco y se me aceleró larespiración.

Era una rata, nada más.Desvié la luz de la abertura e iluminé

de nuevo los símbolos. Quién podíasaber lo antiguos que eran, o cuándo fuela última vez que alguien los había visto.Era fascinante, aunque lo cierto es queaquel lugar empezaba a asustarme.

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Además de la rata, en aquel agujerohabía algo más que me inquietaba. Siconducía a la libertad, también podíallevar a alguien desde fuera hacia allídentro. Hacia mí. Me sentía una presafácil.

Sin darme cuenta, me había alejadode la abertura. Me había distraídoobservando el espacio y, de repente, mequedé inmóvil al toparme con algo queprodujo un sonido metálico al caerse alsuelo. Me giré e iluminé el objeto con laluz de la linterna. Solté un suspiro dealivio. Alguien había dejado una sillametálica plegable en el centro de lahabitación.

Un lugar muy extraño para dejar algoasí. Quizá no había pasado tanto tiempo

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desde la última vez que alguien habíaestado allí.

¿Qué se vería desde esa silla?Me coloqué detrás y alumbré la

pared de delante. Nada.Poco a poco, deslicé la luz por la

pared y por el techo. Aquel lugar seaguantaba gracias a unas viejas vigas demadera. Justo cuando la luz atravesabala oscuridad, volví a advertir el brillode algo metálico.

Seguí estudiando el techo hastadarme cuenta de lo que había: una seriede cadenas y poleas colgaban de untravesaño. En cada extremo pude verunos grilletes.

«Los grilletes se abren… Y viene el

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sueño bendito.»—¿Devlin?No obtuve respuesta.—¡John!Oí un sonido y después su voz.—¿Qué ocurre?—¿Puede ver esto? —pregunté

iluminando las cadenas y las poleas.—Desde aquí no. ¿Qué hay?Cogí aire.—Cadenas con grilletes que cuelgan

del techo. Una polea. Y otro artefacto.Dijo algo, pero no le entendí. No

podía dejar de mirar esas cadenas.—Aquí es donde las traía, ¿verdad?

—balbuceé.

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Odiaba cuando me temblaba la voz,pero era normal teniendo en cuenta loque estaba viendo.

—Aquí es donde lo hizo.Devlin intuyó que estaba al borde del

colapso. ¿Y quién no lo estaría?—Ahora no está aquí —dijo para

intentar calmarme—. No hay nadie ahíabajo. Está a salvo.

El corazón me iba a mil. Me eraimposible pensar con claridad.

—Tengo que salir de aquí.—La sacaremos enseguida. Respire

hondo e intente calmarse. Es unaarqueóloga, ¿recuerda? Su trabajoconsiste en esto.

—Ya no.

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—Tranquilícese. Todo va a salirbien.

Le obedecí y cogí aire.—Pero… no me deje aquí, ¿de

acuerdo?—No pienso irme a ningún sitio —

respondió—. Ahora mismo, usted es misojos. Explíqueme qué más ve.

Sabía que Devlin estaba intentandodistraerme, así que le agradecí elesfuerzo y le seguí el juego.

—El suelo y las paredes son deladrillo. Las vigas, de madera —dije.Me di media vuelta muy despacio ycontinué—: Hay un agujero en la pared,justo delante de usted. Creo que conducea un túnel. —Otra salida, otra entrada.

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Me estremecí—. Alguien ha pintadounos símbolos en las paredes.

—¿Qué tipo de símbolos?—Arte mortuorio. Creo que se

utilizaban en la época del UndergroundRailroad. También empleaban patronesde colchas o letras de canciones paraocultar mensajes. Un timón roto, portierra; un ancla, por mar…

—¿Qué más?—No se imagina lo gruesas que son

algunas de estas telarañas.Desvié la luz hacia una zona aún por

explorar.—Las esquinas están tapadas con una

masa de telarañas, pero el centro estámás despejado.

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La luz atravesó las fibras hastacolarse en los recovecos más oscuros dela habitación. Noté un hormigueo en elbrazo. Al iluminarlo vi que una arañadel tamaño de mi puño estaba trepandohacia mi hombro.

Estaba asustada y con los nervios aflor de piel, así que solté un grito y laaparté de un manotazo. Me tambaleé ytropecé con la silla. Perdí el equilibrio yse me cayó la linterna. En cuanto tocó elsuelo, la luz se apagó.

Contuve la respiración. Estabasumida en la oscuridad más absoluta.Entonces oí un batacazo detrás de mí yme giré.

—¿Amelia? —me llamó Devlin.Estaba allí, conmigo. Al oírme gritar

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había dado un salto de seis metros paracaer en la completa oscuridad.

Vaya.—Estoy aquí.Quizá fueran cosas de mi

imaginación, pero habría jurado quesentí el calor que emanaba de su cuerpoy que me atraía como un imán. Con losbrazos extendidos, caminé hacia él.Cuando nos topamos, me cogió de loshombros y acercó su cara a la mía.

—¿Se encuentra bien? ¿Qué hapasado?

—He visto una araña y me ha entradoel pánico —confesé—. ¿Alguna vez hemencionado que no las soporto?

—Y, sin embargo, ¿le ha parecido

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buena idea colarse entre un puñado detelarañas?

—En general es un miedo quemantengo bajo control —dije—, perolas arañas peludas hacen que lo pierda.

—Bueno es saberlo.—De todas formas, gracias por venir

a rescatarme. No puedo creer lo que hahecho.

Se quedó en silencio durante unosinstantes.

—Cuando la he oído gritar…Esa ligera vacilación en su voz me

aceleró el pulso. Había pensado queestaba en peligro y había acudido deinmediato en mi ayuda, sin pensar en lasconsecuencias. Eso era… significativo.

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Es cierto que también formaba parte desu trabajo, pero preferí no verlo así. Miprimera impresión encajaba mejor conmi romanticismo.

—He soltado la linterna —murmuré.Necesitaba decir algo, y, claro, no podíaser sincera.

—¿Se ha roto?—Creo que no. La he oído rodar en

aquella dirección —dije, lo cual no fuemuy útil, porque en aquella penumbraera imposible que Devlin viera adóndeseñalaba.

Oí un chasquido y acto seguido unallama nos iluminó la cara. Bajo aquelresplandor parpadeante, Devlin tenía unaspecto pálido y macabro. Jamás habíatenido tan cerca un rostro tan hermoso.

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Me buscó entre las sombras.—¿Está segura de que está bien?—Sí, de veras. He exagerado. Ha

sido una tontería.—No lo ha sido, no en este lugar —

dijo, y miró a su alrededor—. ¿Dóndeestaba cuando dejó caer la linterna?

—Ahí.—Ya la veo —murmuró. Se agachó

para recogerla del suelo y me ofreció elmechero—. Tome, sujete esto.

Le obedecí y levanté la llama paraque pudiera ver. Desenroscó el cristal,apretó la bombilla y volvió a montar elarmazón. Ajustó las pilas, le dio un parde golpecitos y, de repente, se encendió.

Dejé de apretar la palanca que

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mantenía la llama del encendedor y se lodevolví a Devlin. Estaba decorado conflorituras y pesaba bastante. Debía deser muy antiguo.

—No conozco a nadie que todavíause este tipo de encendedores.

—Era de mi padre. Lo llevo conmigodesde hace años.

—¿Le da buena suerte?—Es solo un recuerdo —respondió

—. Nada más.Se lo guardó en el bolsillo. En ese

instante me acordé de los amuletos queMariama solía llevar encima para atraerla buena suerte. Me palpé el colgante deRosehill que llevaba bajo la camiseta.Todos teníamos nuestros talismanes,

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nuestros placebos. Incluso Devlin,aunque no lo reconociera.

Sujetó la linterna a la altura delhombro y recorrió con su luz nuestraprisión temporal. Iluminó los símbolospintados en las paredes, las telarañas delos rincones y, al fin, las cadenas.

Devlin avanzó varios pasos y sequedó contemplando la bóveda, dondela polea estaba sujeta a una viga demadera. Siguió el rastro de las cuerdas ydescubrimos que el extremo estabasujeto a un clavo que habían incrustadoen la pared de ladrillo. Los grilletesestaban atornillados a las cadenas que, asu vez, permanecían amarradas a unextraño artilugio que podía alzarse ybajarse con la polea.

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Devlin soltó la cuerda. Las cadenasse desplomaron. Ante aquel estruendometálico no pude más quesobresaltarme. Una serie de imágenessalvajes se me pasaron por la mentemientras Devlin levantaba el artefactocon la polea y lo ataba en su lugar.

Después se agachó para examinar elsuelo. Desde mi posición, los ladrillosparecían más oscuros. Sentí un retortijónen el estómago cuando le vi sentarse encuclillas y limpiar con las manos lasuperficie. Tras unos segundos, selevantó y reanudó su búsqueda. Aquelsilencio se me hizo eterno.

—¿Para qué utilizaba la silla? —pregunté al fin—. ¿Cree que se sentabaahí… y las miraba?

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—O bien eso, o bien tenía público —contestó Devlin de una forma tan fríaque sentí que se me helaba la sangre.

Volvió a iluminar las paredes. Enciertos lugares, las telarañas eran tangruesas y espesas que la luz no podíapenetrar.

Devlin soltó una blasfemia y le vimenear la mano. Al principio pensé quehabía visto una araña gigante… o, peortodavía, al asesino. Pero la luz seguíaalumbrando la pared. Y entonces lo vi.Justo detrás de un enorme montón detelarañas, en el rincón más oscuro: unesqueleto humano encadenado a lapared.

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Capítulo 27

El esqueleto estaba atado por lasmuñecas, y no por los pies, tal y comoDevlin había descrito antes. Intuí queera un detalle importante, pero en aquelmomento estaba demasiado impactadapara poder elaborar una teoría.

Tras la cortina de telarañas no seveía mucho más: algún jirón de ropa,mechones de pelo que tapaban parte dela calavera.

—A primera vista, diría que llevaaquí muchos años —murmuró Devlin,sin dejar de iluminar el cadáver—. Mesorprende que no esté más deteriorado.

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Es probable que conserve másligamentos y tejidos, pero desde aquí esimposible verlos. —Olisqueó el aire—.No huele a nada —concluyó. Después sesacó el teléfono móvil y, tras mirar lapantalla, dijo—: Tampoco haycobertura. Necesitaremos a un equipoforense aquí abajo. Y la ayuda de Shaw.

Aunque lo había dicho susurrando, suvoz resonó de una forma siniestra enaquel lugar.

Llevaba un buen rato en silencioporque no me fiaba de mis impulsos.Temía que, si abría la boca, me pondríaa chillar como una demente.

Devlin recorrió de nuevo toda laestancia con la linterna.

—Lo que me gustaría averiguar es

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adónde han ido todas esas moscas.Ni se me había ocurrido pensar en

eso. Le miré horrorizada.—No creerá que hay otro cadáver

aquí abajo, ¿verdad? ¿O alguien todavíacon vida? Alguien…

Alguien que está sufriendo unamuerte lenta y dolorosa.

Una semana antes, habría sidoincapaz de concebir tal atrocidad. Enese momento, sin dejar de observaraquel agujero en la pared, aquella puertaoscura y amenazadora, comprendí que síque era posible.

—Entraré dentro para comprobarlo—murmuró Devlin. Creí percibir unpunto de temor en su voz.

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—¿Y tiene que ser justo ahora? —pregunté. No quería ni imaginarme loque se escondía tras esa abertura.

—Si existe la posibilidad, por muyremota que sea, de que haya alguien ahí,sí: tiene que ser ahora.

—Pero… ¿no deberíamos esperar almenos a que lleguen los refuerzos?Usted mismo ha dicho que no tardaránen llegar.

—Quizá sea demasiado tarde. Aveces un minuto lo cambia todo —bisbiseó. La serenidad con la quehablaba me hizo pensar en su esposa yen su hija, atrapadas en aquel coche—.Tengo que averiguar qué hay ahí dentro—dijo al fin. Parecía decidido, así queno merecía la pena tratar de convencerle

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de lo contrario.—Entonces voy con usted —resolví,

aunque en realidad lo hacía por miedo,no por altruismo. No quería quedarmeatrás, a oscuras en la sala de loshorrores. Prefería arriesgarme a ver quése escondía detrás de esa pared. ConDevlin.

Daba igual si él no estaba deacuerdo. Pero, al revisar las cadenas,asintió con la cabeza.

—Creo que será lo mejor.Iluminó el agujero y se introdujo

arrastrándose por el suelo. Y yo fui trasél.

El espacio que había al otro lado erabastante grande, así que nos pusimos de

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pie. Las paredes también eran deladrillo y estaban cubiertas de limoresbaladizo. Cuando Devlin dirigió lalinterna hacia delante, distinguí un túnelinfinito.

El pasadizo era tan estrecho quetuvimos que avanzar en fila india. Echéla vista atrás y solo vislumbré unanegrura casi opaca.

—He estado pensando en la logísticade todo esto —murmuré mientrascaminaba por aquel extraño corredor—.La madre de Hannah aseguró que laúltima vez que vio a su hija con vida fueel jueves pasado. Asumamos que elasesino enterró el cadáver después deque me marchara del cementerio, a lascuatro de la tarde del viernes. A la

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medianoche de ese mismo día se desatóla tormenta. Eso implicaría que la pobrechica habría estado aquí abajo mientrasyo me dedicaba a fotografiar lápidas.Incluso podría haber caminado por aquícuando la colgó de esas cadenas. Sihubiera oído algo… o si hubiera vistoalgo, podría haber alertado a lapolicía…

Devlin me miró de reojo, conexpresión adusta y sombría.

—Pare. No habría podido hacernada.

—Lo sé, pero no puedo dejar dedarle vueltas.

—La vida siempre nos coloca ensituaciones difíciles —dijo—. Pero notiene que castigarse por algo que escapa

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a su control.Me habría gustado saber si Devlin

seguía su propio consejo, o si todavíajugaba a ese terrible juego del ¿y si? enmitad de la noche, cuando no lograbaconciliar el sueño y sus fantasmas leacechaban.

Nos quedamos en silencio y seguimosnuestra marcha por el túnel. Me dio laimpresión de que descendíamos, pero noestaba del todo segura. El pasadizo eraangosto, casi claustrofóbico; laoscuridad, completa. Eso nosdesorientaba.

Y en todos lados sentía las telarañas.No habría sabido calcular cuántasarañas se habían necesitado para tejertodas esas fibras.

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—Las noto correteando por el pelo—dije, y me estremecí.

—¿Qué?—Arañas. Están por todas partes.

Debe de haber miles. Millones…—No piense en eso.—No puedo evitarlo. Tengo fobia a

las arañas. Cuando tenía diez años, memordió una viuda negra.

—Pues a mí me mordió una serpientecabeza de cobre cuando cumplí losdoce.

—De acuerdo, usted gana —acepté.Me pasé los dedos por el pelo paralibrarme de esos molestos visitantes.

—No sabía que era una competición—bromeó Devlin—. ¿Quiere que

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comparemos las cicatrices?Le agradecí el intento de subirme el

ánimo.—¿Dónde estaba cuando le mordió la

serpiente?—Mi abuelo tiene una cabaña en las

montañas. Cuando era niño solía pasarallí una semana cada verano. Tenía unavieja bicicleta que utilizaba paramoverme por los caminos de montaña.Recuerdo que estaba anocheciendo yque la serpiente estaba en mitad delcamino, pero no la esquivé a tiempo y laatropellé. Quedó enroscada en losradios de mi bici; cuando intentéapartarla con el pie, me atacó. Memordió en la espinilla y atravesó losvaqueros.

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—¿Fue grave?—No fue para tanto. Mi abuelo

guardaba un antisuero en la cabaña. Mepuso una inyección y me dio antibióticospara curar la infección.

Iba a preguntarle si su abuelo eramédico, pero me acordé de que Ethanhabía dicho que Devlin venía de unafamilia de abogados. De hecho, leconsideraban la oveja negra por habersenegado a continuar con el legadofamiliar.

—¿No fue al hospital?—No. Según mi abuelo, un poco de

sufrimiento fortalece el carácter. Estuveenfermo durante un par de días, pero yaestá. Su viuda negra debió de ser muchopeor.

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—No es una competición.—Exacto. ¿Dónde le mordió?—En la mano. Moví una lápida

antigua y perturbé la paz de su hogar y lade sus bebés. Fue culpa mía.

—Ha pasado mucho tiempo de suvida de cementerio en cementerio,¿verdad?

—Es mi trabajo.—¿Incluso cuando era una niña?—Más o menos. Mi padre trabajaba

como conserje de varios cementerios.Se ocupaba de unos cuantos, pero mifavorito era el que estaba al lado decasa. Rosehill. ¿Ha oído hablar de él?Está rodeado por docenas y docenas derosales. Algunos tienen más de cien

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años. En verano, el aroma es celestial.Me encantaba jugar allí cuando era unaniña.

—¿Jugaba en un cementerio?—¿Por qué no? Era un lugar tranquilo

y hermoso. Un reino perfecto.—Es usted una mujer muy peculiar,

Amelia.—Creí que era pragmática.—Peculiar, asombrosa y pragmática.Se me aceleró el pulso. Me gustó su

descripción, aunque, por lo visto,carecía de carácter. Por algún motivoque todavía desconozco, me hizo pensaren Rhapsody. Peculiar, asombrosa ypragmática. Una niña capaz de jugar alfútbol y de elaborar hechizos.

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La luz de la linterna no desvelabanada nuevo, sino más paredes deladrillo y más penumbra. Tan solollevábamos unos minutos caminando,pero me daba la sensación de que noshabíamos alejado muchísimo del primeragujero. Quizá ya habían llegado losequipos de refuerzo. Devlin les dijo queestaba atrapada en aquella estancia,pero ¿cómo iban a buscarnos aquí?Habíamos avanzado muchos metros, ydudaba de que pudieran oírnos aunquegritáramos.

De repente, él se detuvo, y a puntoestuve de chocar con su espalda.

—¿Qué ocurre?—Otro agujero.Enfocó la linterna hacia la parte

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inferior de la pared que se alzaba anuestra derecha. Alguien había rotovarios ladrillos para abrir un agujero lobastante grande como para que unapersona pudiera deslizarse por él.

Se arrodilló ante el agujero e iluminóel interior.

—¿Es otro túnel?Mi pregunta rebotó en las paredes

varias veces.—Eso parece —murmuró sin dejar

de comprobar el espacio—. Huele amoho y a podrido. Este lugar es muyantiguo.

—¿Para qué cree que se utilizaba? —susurré. Me quedé inmóvil. El aire erafrío y húmedo, como el tacto de un

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fantasma. Me abracé la cintura.—Debieron de tardar años en cavar

estos túneles.—Es posible que hubiera una vieja

plantación antes de que construyeran elcementerio. Este laberinto de pasadizospodría formar parte de un sistema desótanos. A veces hospedaban a losesclavos bajo tierra.

Habitaciones para esclavos. Esoexplicaría la tristeza que emanaba deOak Grove.

Levanté la cabeza. A esas horas elsol ya habría empezado a ponerse.

—¿No se inundará cada vez quellueva?

—Seguramente por eso hay tanto

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moho y limo por todas partes.Miré a mi alrededor, nerviosa.—¿Cómo cree que encontró este

lugar?—Viejos registros, escrituras. O

quizá lo descubrió por accidente, comonosotros.

—¿Asumimos que se trata de unhombre?

—Casi todos los asesinosdepredadores son hombres —respondióDevlin.

Se levantó y le señalé la ranura.—¿Vamos a colarnos por ahí?—No. No deberíamos salir del túnel

original. Siempre podemos dar mediavuelta. Continuemos.

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Y reanudamos la marcha.—Este lugar me recuerda a una

pesadilla recurrente que tenía cuandoera una cría —comenté, siguiéndole lospasos. Procuraba mantener la vistaclavada en su espalda para no perder elcontrol—. Era aterradora. Fue tantraumática que cualquier psicólogollegaría a afirmar que, en algún momentode mi infancia, me había perdido en untúnel o en una cueva. Pero en el lugardonde me crie no había nada parecido aeso.

—Puede que el túnel representaraotro tipo de trauma.

—Quizás. En un extremo veía unpequeño punto de luz, y en el otro,penumbra absoluta. Solía empezar a

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caminar hacia la luz, pero siempre habíaalgo que me obligaba a dar media vueltay a correr hacia la negrura. Y en micarrera desesperada me topaba con otroobstáculo que me empujaba a tomar elcamino contrario. Y así una y otra vez.Varios pasos hacia la derecha, mediavuelta, y otros pasos hacia la izquierda.Era como el juego de tirar de unacuerda, pero en versión macabra.

—¿Estaba sola?—Sí. Aunque de vez en cuando oía la

voz de una mujer. Me hablaba ensusurros. Nunca logré entender lo quedecía, pero siempre escuchaba yescuchaba, con la esperanza de que merevelara hacia dónde tenía que ir. Y sime quedaba quieta demasiado tiempo,

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brotaban unas manos de las paredes.—¿Manos?Se me puso la piel de gallina.—Decenas de manos. Pálidas y

codiciosas. Sabía que si conseguíancogerme, me arrastrarían hacia un lugarmás aterrador que el que me esperaba acada extremo del túnel. Así que meponía a caminar. Unos metros hacia laluz. Media vuelta. Unos metros hacia laoscuridad.

—¿Nunca llegó al final?—Nunca. Me despertaba

desorientada, perdida. No tenía ni ideade dónde estaba.

—Suena a una de esas experienciascercanas a la muerte —dijo Devlin—.

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Yo no creo en nada de eso, pero ladescripción de su sueño se parecebastante a otras historias que he oído.Salvo lo de las manos —añadió—. Esoes nuevo.

—La de las manos era la parte másaterradora.

Alumbró las cuatro paredes delpasadizo.

—¿Ve? No hay manos.—Gracias.Me tropecé con la esquina de un

ladrillo suelto y me apoyé en su espaldapara mantener el equilibrio. Me apartéenseguida.

—¿Alguna vez ha tenido unapesadilla recurrente?

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—Sí —musitó. Hizo una pausa antesde continuar—. Y después me despiertoy recuerdo que es real.

Nos quedamos en silencio.

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Capítulo 28

Llevábamos un buen rato avanzandopor el túnel. Ya era demasiado tardecomo para dar marcha atrás. Sentía unfrío helador en la espalda, y vi unfantasma merodeando entre las sombras,nutriéndose de mi energía, absorbiendomi calor.

Creía que el corazón se me iba a salirpor la boca, así que me giré.

—¿Ha oído algo?—No —respondió Devlin, que se

giró e iluminó el túnel con la linterna.Atisbé el resplandor de unos ojos

pequeños y brillantes. Solo era una rata.

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Seguimos adelante. Saber que lossonidos que oía a mis espaldas no eranmás que ratas que roían los ladrillos metranquilizó y recuperé el ritmo de mirespiración. Era curioso, pero el haberleconfesado mi pesadilla a Devlin mehabía animado. De hecho, sentía como sipor fin me hubiera liberado de ese terrorde infancia que me había acosadodurante tantos años. Además, eso leconvertía en mi confidente. Nunca lehabía explicado esa pesadilla a nadie.Me asustaba saber cuáles eran missentimientos hacia él.

Habíamos mantenido un pasoconstante. Oí un extraño ruido queperturbó el silencio y me quedé quieta.Di un paso hacia delante y miré por

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encima del hombro.—Hay algo ahí.Devlin hizo caso omiso.—Será otra rata.—No, no es una rata. Escuche.Un silencio sepulcral.Y entonces volví a oírlo, como si

alguien arrastrara los pies. Se me erizóel vello de la nuca.

—¡Ahí! ¿Lo ha oído?Devlin enfocó el túnel con la linterna.

Pero la luz solo mostró oscuridad.—Mantenga la calma.—Ya lo hago —protesté, aunque el

corazón me latía desbocado en el pecho—. ¿Qué puede ser?

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—No lo sé.No era un fantasma, desde luego.

Aquel sonido provenía de algo muy real,algo sólido y vivo.

El detective cogió la linterna con lamano izquierda y, con la derecha,extrajo la pistola de la funda. Alládonde apuntara, la luz tan solo revelabaopacidad.

—Póngase delante de mí —dijo, yme entregó la linterna.

—Está ahí detrás, ¿verdad? —murmuré.

—Siga caminando.Avanzábamos en silencio. El ruido se

desvaneció y por fin pude calmar losnervios. En ese instante me percaté de

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que estábamos ascendiendo. Y justocuando creía que estábamos a punto dealcanzar el final del túnel, nos topamoscon una sólida pared de ladrillo. Era unpasadizo sin salida.

La idea de dar media vuelta ydirigirnos hacia ese sonido, haciaaquella sala de los horrores, mesuperaba. Emocionalmente, no teníafuerzas. Quería dejarme caer y echarmea llorar.

—Ahí —dijo Devlin, y me cogió dela mano con la que sostenía la linternapara iluminar hacia la izquierda.

Otra ranura. Otra salida.Me arrebató la linterna y alumbró el

agujero.

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—¿Es una salida? —pregunté, casihistérica.

—Eso creo. Vamos.Él entró primero y me esperó al otro

lado.Aparecimos en un espacio circular de

unos dos metros de ancho. Había unosescalones metálicos fijados en la paredy sentí el impulso de subir por ellos,pero me di cuenta de que no llevaban aningún sitio. No había ranura alguna enel techo. Tan solo tinieblas.

—Supongo que estamos en un pozo, oen una cisterna —dijo Devlin. Su vozsonó metálica al retumbar en aquellasparedes circulares.

—¿Cómo salimos de aquí?

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—Tiene que haber una tapa, o algoasí —comentó. Tras echar un vistazo altecho, me ofreció la linterna junto con supistola.

—¿Sabe cómo utilizar un arma?—No, la verdad es que no.—He quitado el seguro. Si ve que

entra alguien por ese agujero, apunte yapriete el gatillo. No piense, dispare.

Asentí.—Ilumine el techo —ordenó—. No

me mire. Vigile el agujero.—De acuerdo.Comprobó que la escalera soportara

su peso y le oí subir los peldaños. Alcabo de unos segundos, Devlin se habíaencaramado unos siete metros por

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encima de mi cabeza. Oí el chasquidodel encendedor y varios gruñidos. Sabíaque estaba tratando de desplazar lacubierta, pero resistí la tentación demirar hacia arriba.

—¿Está atornillada?—Es una puerta. Veo bisagras y un

pomo, pero han colocado algo muypesado encima. La he movido, pero nopuedo abrirla del todo.

Seguía con la mirada pegada en elagujero, sujetando la pistola en unamano y la linterna en la otra. Por unsegundo, habría jurado que…

¡Ahí estaba! Ese sonido escurridizo ysigiloso. Alguien estaba avanzando porel túnel, merodeando en la negrura parano revelar su posición.

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—Está cerca —murmuré.Mi voz se oyó en cada recoveco de la

cisterna. Oí a Devlin descender por losescalones metálicos. Cogió la pistola yla linterna, y me mostró la escalera.

—Suba hasta arriba. He conseguidoabrir la puerta unos centímetros. Mire aver si puede colarse por ahí.

—¿Y usted?—Suba. Estaré detrás de usted.Pero en cuanto subí el primer

escalón, eché la vista atrás y vi que laluz desaparecía por el túnel.

—¿Devlin?No obtuve respuesta.Dudé. No sabía si seguir subiendo o

bajar el peldaño. Aquella tortuosa

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indecisión era idéntica a mi pesadilla.No me había movido ni un ápice cuandovi a Devlin escurrirse por el agujero.

No dijo palabra. Esperó a quehubiera alcanzado el último escalón yme siguió.

Me colé por la ranura, arañándomelos codos y las rodillas con el ladrillo.Una vez fuera, empleé toda mi fuerzapara apartar una gigantesca roca y abrirla puerta.

Devlin salió y los dos miramos anuestro alrededor. Estábamos en mitaddel bosque, fuera de los muros delcementerio.

Todavía no era de noche. Aún sedistinguía un punto de luz dorada en elhorizonte. En dirección este, la luz de la

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luna bañaba los árboles con un mantoplateado. Soplaba una suave brisa quehacía susurrar las hojas y distinguí elaroma a jazmín del crepúsculo.

Devlin me cogió de la mano y nosalejamos de allí. En ese instante, susfantasmas se colaron por el velo.

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Capítulo 29

Cuando por fin me fui del cementerio,había multitud de agentes pululando porallí. Los técnicos expertos en escenas decrimen habían descendido hasta aquellugar y un pequeño ejército de policíasestaba peinando los túneles. Asumí queDevlin estaría ocupado varias horas, asíque me quedé de piedra cuando sepresentó en mi casa esa misma noche.

Había tenido tiempo para ducharme yprepararme una cena ligera, aunqueapenas pude comer más que unaensalada. Después de haber estado enaquella sala de los horrores, mucho me

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temía que pasarían días, si no semanas,hasta que pudiera dormir toda una nochede un tirón.

Devlin trajo un portátil para querevisáramos las fotografías de OakGrove juntos. Intuí que había llegado ala misma conclusión que yo: HannahFischer había estado en aquellahabitación, viva o muerta, mientras yomerodeaba por el cementerio tomandofotografías de las lápidas. El robo de mimaletín confirmaba mis sospechas. Elasesino creía que había captado algo enesas instantáneas que podíaincriminarlo.

Pero ¿cómo había sabido que esasfotografías estaban en mi maletín? Teníaque haberlas visto, sin duda.

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El día en que se descubrió el cadáverhabía pasado toda la tarde en Emerson,en la biblioteca principal, situada en elprimer piso, y en la zona de losarchivos, en el sótano. No habíaprestado atención al maletín durantehoras. Había estado enfrascadabuscando entre cajas de archivos ybases de datos informatizadas. Si elmaletín estaba abierto, cualquiera quehubiera pasado por ahí podría habervisto las imágenes, lo que significaríaque, en algún momento del día, elasesino había estado muy cerca de mí.Quizá nos topamos en el pasillo ointercambiamos un saludo. Después delo que habíamos encontrado, la idea dehabérmelo cruzado me revolvió las

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tripas.Antes de que Devlin llegara, había

elaborado un gráfico con toda lainformación sobre las tumbas de cadavíctima, empezando por la de HannahFischer.

Junto a un diseño floral, la lápidapresentaba una pluma y un epitafio:

Sobre su tumba silenciosa,las estrellas de medianoche quieren

llorar.Sin vida, pero entre sueños,

a esta niña no pudimos salvar.

La piedra sepulcral de la tumbadonde se habían encontrado restos sinidentificar mostraba una rosa en plena

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floración, una efigie alada y unainscripción:

Qué pronto se marchita esta hermosarosa.

Liberada de congoja,aquí yace, y eternamente reposa.

Como el cadáver de Afton Delacourthabía aparecido sobre el suelo delmausoleo, en lugar de enterrado, nocontenía arte mortuorio ni epitafio, asíque no pude compararlos. Pero pensé enla decoración y la inscripción queencontré en la cripta que nos condujohasta la estancia secreta. Quizá fuera unapista fundamental. La cadena rota sedesviaba del motivo del alma en vuelode las otras dos lápidas, pero el verso

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me intrigaba:

El día se rompe…Las sombras huyen…

Los grilletes se abren…Y viene el sueño bendito.

Eché un segundo vistazo a aquelesquema y subrayé «pluma», «efigiealada», «cadena rota» y «grilletes».Noté una oleada de entusiasmo. QuizáTom Gerrity tuviera razón. La respuestaestaba ahí, ante mis ojos. Tan solo teníaque interpretar el mensaje del asesino.

No sabía de cuánto tiempodisponíamos antes de que matara a supróxima víctima.

—¿Qué pasa? —preguntó Devlin.

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Estaba tan absorta en mispensamientos que me sobresalté. Casihabía olvidado que estaba allí, lo cualme sorprendió todavía más.

—No dejo de darle vueltas a losepitafios y los símbolos. Creo que TomGerrity podría haber dado en el clavo.Ahí hay un mensaje escondido, pero nologro descifrarlo —expliqué, y tras unapausa, añadí—: ¿Ha encontrado algo?

—Por desgracia, no —respondió.Sonaba tan frustrado como yo.

—¿Sabe qué es lo que más meinquieta? Me pregunto cómo diablos elasesino conocía la existencia de esostúneles.

—Ya se lo he dicho antes, viejosregistros, escrituras…, por casualidad

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—repitió—. Le diré lo que más meinquieta a mí: cómo estaba encadenadoel esqueleto.

—¿Porque rompe el patrón?—Sí, por eso.—¿Cuándo tendrá noticias de Ethan?—Pronto. Es un asunto de máxima

prioridad. Al menos él puede compararcualquier anomalía o detalle queencuentre en ese esqueleto con los restosque desenterramos de la tumba.

Nos quedamos en silencio mientrascontemplábamos las imágenes de OakGrove.

Entonces me vino a la cabeza otrotema que quería consultar con él.

—¿Recuerda que le mencioné que vi

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a Daniel Meakin en la sala de archivosde Emerson? Le pregunté si cabía laposibilidad de que se hubieran perdidolos registros que almacenaba una viejaiglesia que, hace muchos años, estabadentro de los dominios de Oak Grove.Me contestó que tanto durante comodespués de la guerra civil se destruyeronun montón de registros, pero recalcó quealgunos se podían haber extraviado oque tal vez los habían puesto en el lugarequivocado, pues aquella sala era undesastre. Y en eso le doy toda la razón.Alguien podría haberse llevadocualquier documento o libro que hablarade esos túneles, y nadie lo habríaechado en falta.

—¿Le dijo si había algo más en la

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propiedad, aparte de una iglesia?—No. Y hablamos sobre ello. Me

aseguró que tiene algunos librosantiguos en su despacho que contienenreferencias a Oak Grove. Iba a buscarinformación para mí, pero no le hevuelto a ver desde ese día.

Devlin asintió.—Iré a verle.—Es una buena idea. Él es la única

persona que puede saber qué había ahíantes de la iglesia —murmuré. Yentonces se me ocurrió algo—. Tal vezesto no tenga que ver con nada, peroTemple me dijo que, en cierta ocasión,Me-akin intentó suicidarse.

Devlin levantó la vista.

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—Sé que son habladurías pero, porlo visto, Temple le vio una cicatriz muydesagradable en la muñeca. Fíjese,siempre intenta hacerlo todo con lamano izquierda. Lo podrá comprobarcon sus propios ojos cuando vaya averle. Suele entrelazar las manos, comosi intentara ocultar la cicatriz que lerecuerda lo que intentó hacer.

—Siempre ha sido un tipo un pocoraro —apuntó Devlin.

Ladeé la cabeza, sorprendida.—¿Le conoce? Cuando me dijo que

sabía quién era, asumí que estabafamiliarizado con su trabajo, nada más.

—Iba un curso por delante del mío.—¿Un curso? ¿En Emerson? ¿Usted

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estudió en Emerson?Al percibir cierto tono acusatorio en

mi voz, frunció el ceño.—¿Algún problema?—No…, no lo es, pero… ¿Por qué

no lo ha mencionado antes?Encogió los hombros.—No hablo de mi vida privada, a

menos que sea relevante.Clavé la mirada en mi esquema y me

pregunté si consideraría mi próximapregunta relevante o molesta.

—¿Conoció a su esposa en launiversidad?

A punto estuve de llamarla Mariama,pero reaccioné en el último momento.Devlin nunca la llamaba por su nombre,

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lo cual también era extraño.Vaciló, pero al fin respondió.—Sí.—¿Conocía al doctor Shaw?—Todo el campus conocía a Shaw.

Era un tipo enigmático, por no decir otracosa.

—¿Alguna vez acudió a una de sussesiones de espiritismo?

—No se me ocurre una mayorpérdida de tiempo.

Demasiado desdén para alguien aquien le acechaban sus fantasmas.

—¿Conoció a algún zarpa?De repente, bajó la pantalla de su

portátil.—Es evidente que esta noche hace

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muchas preguntas.—Lo siento.—Me atrevería a decir que se siente

como pez en el agua haciendo dedetective.

No tenía claro que lo dijera como uncumplido, pero preferí tomármelo comotal.

—En cierto modo, su trabajo no estan distinto del mío. Y me gustan losmisterios. Por eso me intriga tanto laOrden del Ataúd y la Zarpa. ¿Se hafijado en que nadie quiere hablar de susmiembros?

Soltó un sonido evasivo que no pudeinterpretar.

Le miré por el rabillo del ojo y

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decidí proseguir.—Antes me ha dicho que gente de las

altas esferas ha empezado a moverciertos hilos. ¿Cree que estánrelacionados con la orden? Cuentan congrandes influencias que han cultivadodurante generaciones y, por lo visto,nadie está dispuesto a desafiarlos.¿Están cerrando filas para proteger aalguno de sus miembros?

Devlin se frotó la frente con la mano.Parecía agotado y estaba pálido, aunqueapenas unos segundos antes parecíarelajado.

—No lo sé. He visto señales demanipulación, pero no sé de dóndeproceden.

—No pueden tapar lo que está

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ocurriendo, ¿verdad?—No. No después de lo que hemos

encontrado hoy, pero pueden controlarla situación si contratan a sus propiosinvestigadores.

—Pero es su caso.—Tiene razón, y no estoy dispuesto a

rendirme sin luchar.Su mirada me asustó un poco.—¿Qué pueden hacerle si no

coopera?—Nada —respondió—. No pueden

tocarme.

Con aquella respuesta tan confiadatodavía zumbándome en la cabeza, melevanté y fui a la cocina a preparar té.

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Me tomé mi tiempo para hervir el agua yservir las tazas porque queríaaprovechar la oportunidad parareflexionar sobre nuestra charla. Habíadescubierto cosas importantes sobreDevlin. Averiguar que había estudiadoen Emerson me resultaba muyinteresante, y todavía me parecíacurioso que no lo hubiera mencionadoalguna de las muchas veces quehabíamos hablado sobre el asesinato deAfton Delacourt. Aunque a lo mejor tansolo era un hombre discreto respecto asu vida personal.

Llevé las tazas de té al despacho yme encontré a Devlin tumbado sobre eldiván. Se había dormido.

Me senté frente al escritorio y volví a

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abrir la carpeta de imágenes, perocuanto más tiempo observaba los yafamiliares símbolos y epitafios, menosme entusiasmaba la tarea. Empezaba asentirme cansada. Apenas tenía fuerzasen las rodillas y notaba un vacíoincómodo en el estómago. Los mismossíntomas que había sufrido la última vezque Devlin se había quedado dormidoen mi despacho.

Esta vez decidí no acercarme para noperturbar su sueño. Le dejaríadescansar. Cuando se despertara, yadecidiríamos si seguir con la tarea odejarlo ahí por esa noche. Y punto.

No pensaba acercarme a él.Y, por supuesto, acabé acercándome

a él, porque era incapaz de mantenerme

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lejos. Me quedé de pie, a su lado,esperando la sacudida, aguardandoaquella presión en el pecho que meimpediría respirar. Sin embargo, cuandosucedió, me pilló desprevenida. Medesplomé y me caí sobre el diván, justoa su lado.

Devlin abrió los ojos de inmediato.Me observó detenidamente, peropresentía que, en realidad, no me veía.Quizá no se había despertado del todo.

En su mirada distinguí un brillo quese apagó tras un parpadeo, pero habríajurado ver una tristeza insoportable. Meacordé de las pesadillas de las quehabíamos charlado esa misma tarde.

«Y después me despierto y recuerdoque es real.»

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Se incorporó y miró a su alrededor.—¿Qué ha pasado?—Nada. Estábamos revisando las

imágenes de Oak Grove y se ha quedadofrito.

Se recostó sobre el respaldo deldiván y se frotó los ojos.

—¿Qué tiene este lugar? —murmuró.—No es este lugar. Es usted —dije

—. Ha tenido un día muy largo. Y yotambién. Lo cierto es que me sientoagotada.

Arrugó la frente.—¿Cuánto tiempo he dormido?—Media hora. Cuarenta y cinco

minutos a lo sumo.Entonces pensé que quizá se estaría

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preguntando qué hacía sentada a su lado.Así que, rápidamente, cogí la manta quetenía en el respaldo.

—Supuse que tendría frío.Le tapé con ella. Él me cogió de la

mano. Sabía que debía apartarla. Elintercambio de energía que se producíaentre nosotros me mareaba, pero no memoví.

—Tengo la sensación de haberdormido durante horas.

Sin dejar de mirarme, acomodó lacabeza en el respaldo. Se produjo unsilencio bastante incómodo y contempléla posibilidad de levantarme y regresaral escritorio, pero seguía teniendo mimano atrapada en la suya. Si la quitaba,se produciría una situación muy

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embarazosa, y no quería eso.—¿Por quién lleva su nombre? —

preguntó de forma inesperada.Le miré atónita.—Por nadie que yo sepa.—¿No hay una historia detrás de su

nombre?—¿Debería de haberla?—Pensé que era un nombre de la

familia, aunque le va como anillo aldedo. Es un poco anticuado.

No me gustó que me dijera eso.—No hay nada de anticuado en mi

nombre ni en mí.Distinguí un destello pícaro en su

mirada.—No pretendía insultarla. Yo

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también soy un anticuado. Así es comonos criamos aquí, en el sur. Aferrados alas tradiciones, a las expectativas. Y atodas esas malditas normas.

—Sé de normas —dije—, no seimagina cuánto.

Me soltó la muñeca y entrelazó losdedos con los míos. No podía creer loque estaba ocurriendo. Estabatemblando y no quería que se percatara.

—No debería estar aquí —dijo conun suspiro. Después levantó nuestrasmanos y las estudió, como si tratara deadivinar algún mensaje escondido entrenuestros dedos.

—¿Por qué no?Sabía perfectamente por qué Devlin

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no debía estar ahí, pero me moría poroírlo de su boca.

—No soy una chica tan anticuadacomo para no poder estar a solas con unhombre en mi propia casa.

—No me refiero a eso. Lo que quierodecir es que… no debería estar aquí.Con usted —repitió, poniendo un sutilénfasis en el pronombre—. Usted me damiedo.

—¿Yo?Se quedó muy quieto.—A veces me hace olvidar.El corazón me latía con tal intensidad

que pensé que, en cualquier momento,me explotaría el pecho.

—No sé. Llevo tanto tiempo

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conteniéndome… que no sé si estoypreparado para dejarme llevar.

—Entonces no debería hacerlo.Y entonces pronunció mi nombre.

Solo eso. Amelia. Pero lo dijo con eseacento sureño de los aristócratas deCharleston, arrastrando las sílabas conun ritmo elegante e imperioso, con undeje de decadencia e indulgencia queescondía los secretos que se pudrían enlas sombras más oscuras del sur.

Me sujetó la cara con ambas manos yme atrajo hacia él sin dejar de mirarmea los ojos. Pensé que iba a besarme, asíque me anticipé y cerré los ojos. Pero,en lugar de eso, me rozó con suavidad ellabio inferior con el pulgar, tal y comome había imaginado en el restaurante.

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No fue un beso, ni siquiera una caricia,pero había sido el gesto más sensual queme habían regalado en toda mi vida. Eracomo si me hubiera leído la mente,como si hubiera adivinado mis deseosmás profundos.

Me rodeó con sus brazos y nosquedamos tumbados en silencio. Yvolvió a dormirse. Notaba su latidoconstante bajo la mano. A medida quepasaba el tiempo, me sentía más débil,pero, aun así, no me moví.

Preferí quedarme entre sus brazos,hasta que el aroma a jazmín se hizoinsoportable.

Entonces me levanté y me acerqué ala ventana para buscarla. Shani estabaen el columpio, balanceándose muy

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despacio. La brisa le alborotaba elcabello.

Esta vez no había venido sola.Distinguí a Mariama entre las sombras,vigilándome.

Oí a Devlin marcharse justo antes delamanecer. Me había acostado vestida,así que aparté las sábanas y corrí haciala ventana para verle marchar. En cuantoabrió la puerta del jardín, Mariama yShani aparecieron a su lado. Leacompañaron por la acera hasta elcoche.

Justo cuando cruzaban la calle, elfantasma de Mariama se giró. Me apartédel cristal, pero era evidente que sabíaque yo estaba allí, observándolos. Y, al

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igual que el fantasma de Shani, queríaasegurarse de que yo supiera que ella losabía.

No volví a mirar por la ventana, perono me hizo falta para saber que Devlinse había ido. Cuanta más distancia nosseparaba, más fuerte me sentía. Por lovisto, aquella casa, aquel santuariosagrado, podía protegerme de losfantasmas, pero no de él.

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Capítulo 30

Esa misma mañana, tras una ducha bienfría, salí de casa con las ideas claras.Mi primera parada del día sería elInstituto de Estudios Parapsicológicosde Charleston. En cuanto rodeé laesquina hacia la entrada lateral, mepregunté si Madame Sabiduría meproporcionaría los mismos servicios.Mi última visita al doctor Shaw mehabía dejado con más dudas quecertezas.

La misma chica rubia con la mismabisutería plateada me saludó en laentrada y me acompañó hasta el

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despacho del doctor Shaw. Con sumadiscreción, deslizó las puertascorrederas a mi espalda.

La luz que se colaba por losventanales que daban al jardín medeslumbró, así que tuve que parpadearvarias veces para acostumbrarme. Eldoctor Shaw no estaba sentado tras elescritorio, sino al fondo de lahabitación. Sumido en penumbra,ojeando un tomo muy grueso concubierta de cuero.

No pareció importarle que estuvieraallí, porque dejó ese libro a un lado ycogió otro de la estantería. Verle pasarlas hojas con aquel frenesí me dejóbastante perpleja. Siempre habíaconsiderado que su aspecto andrajoso

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tenía cierto encanto, pero en esemomento me pareció un mendigo; teníala camisa y los pantalones tan arrugadosque supuse que había dormido con ellospuestos. Y aquella hermosa cabellerablanca, que sin duda debía de ser loúnico que requería un poco más deatención, estaba grasienta y sin vida.

Permanecí en silencio unos minutos.Quizá no se había dado cuenta de quehabía llegado, así que me aclaré lagarganta y di un paso al frente, perosiguió sumido en su tarea. Estabapasando las páginas de otro libro. Eraevidente que buscaba una perla que, porlo visto, era muy escurridiza.

—Deje de moverse —dijo sinlevantar la mirada—. Ya sé que está ahí.

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—¿He venido en un mal momento?Llamé para avisarle.

—No, está bien. Me temo que estoyteniendo una mañana exasperante.

—¿Puedo hacer algo para ayudarle?Soy una investigadora nata.

Alzó la vista y esbozó una débilsonrisa. Después descartó otro libro.

—No puede ayudarme; ni siquiera sélo que estoy buscando.

—Sí, eso me suena.Después se acercó al escritorio.

Ahora que le veía con más claridad medi cuenta de que mi primera impresiónhabía sido superficial. La ropa arrugaday el pelo despeinado eran lo de menos.No tenía buen aspecto. Tenía la piel de

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un tono amarillento, y los ojoscompletamente rojos, como si llevaradías sin dormir.

Sus modales habían desaparecido,pues, en lugar de sentarse como uncaballero, se dejó caer en su sillón. Meindicó que tomara asiento y advertí unligero temblor en la mano que no habíavisto antes.

—¿Qué le trae por aquí tantemprano? ¿Debo suponer que ha vueltoa toparse con su extraño perseguidor?—preguntó. Su sonrisa transmitía dolor,como si le costara recurrir a su habitualgenialidad.

—De hecho, no. He venido por otromotivo. Por otro… acontecimiento.

En ese momento, la luz del sol reveló

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su verdadero estado. Apenas era piel yhueso. Tenía la sensación de estarhablando con un cadáver. Por suerte, serevolvió en la silla y aquella ilusión sedesvaneció.

Me aclaré la garganta de nuevo.Pensé que había cometido un tremendoerror al ir allí. El doctor Shaw parecíamolesto y preocupado, pero no podíalevantarme y marcharme sin dar unaexplicación. Me observaba con aquellamirada vidriosa, esperando a quecontinuara.

Por tercera vez, carraspeé.—Me preguntaba si sería posible que

un ser humano absorbiera, de formainconsciente, la energía de otro. Y no merefiero a energía emocional, sino física.

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—No estoy seguro de que ambosconceptos puedan entenderse porseparado —puntualizó—. Después detodo, el bienestar emocional determinael estado físico de cualquier persona,¿verdad? Y viceversa.

—Sí, desde luego.—Pero creo saber de qué habla, y la

respuesta es… quizás. ¿Estáfamiliarizada con el concepto de«vampirismo psíquico»?

—He oído hablar del tema.—Existen dos escuelas filosóficas

que tratan lo que algunos llaman:«psivamp». Una asegura que todo serhumano contiene una entidad paranormalque se alimenta de la energía psíquicade los demás. La otra lo relaciona con el

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parasitismo social. La gente que sufretrastornos de personalidad o algunosindividuos que se hallan en un estadoemocional o espiritual débil puedentener cierta influencia sobre los demás,hasta el punto de dejarlos físicamenteagotados y emocionalmente vacíos, oincluso sumidos en una profundadepresión.

Pensé en lo que Ethan habíacomentado acerca del estado emocionaldel detective tras el accidente. Tambiénnos había contado que corrían rumoresque aseguraban que había estado internoen una especie de manicomio. Si la penay sus fantasmas le habían mermado tantoa nivel físico como mental, ¿era posibleque su subconsciente buscara un modo

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de reponerse?—¿Cómo se puede detener? —quise

saber.—La forma más sencilla y eficaz es

evitar a ese individuo. Cortar de raíztoda relación con él —dijo imitando elgesto con la mano.

—¿Y en el caso de que eso no fueraposible?

—Puede intentar enfrentarse a ellos,aunque dudo mucho que sirviera de algo.De hecho, da la casualidad de que… —murmuró. Se quedó mirándomefijamente. Tenía los ojos tan rojos queparecían inyectados en sangre—. Meencuentro en una situación parecida.

—¿Tiene un vampiro psíquico? —

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pregunté, atónita.—Peor. No me está chupando mi

energía física, sino el trabajo de toda mivida.

—¿Alguien le está robando?Hizo un gesto de impotencia.—Años de anotaciones y de

búsquedas… se han ido consumiendotan despacio que, cuando me he queridodar cuenta, ya era demasiado tarde.Ahora tienen todo lo que necesitan.

Respiré hondo. La nota de miedo desu voz disparó todas mis alarmas.

—¿A qué se refiere?Tardó un buen rato en responder.—Mucho me temo que el asesino de

aquella pobre mujer está entre nosotros.

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Es alguien sutil, audaz y sin un perfilrelevante. Alguien de quien nuncasospecharíamos…

Me llevé la mano a la garganta y sentíque me palpitaba la yugular.

—¿Está insinuando que sabe quién esel asesino?

Se resistía a decírmelo, y quisoquitarle hierro al asunto haciendo ungesto con la mano. En ese instante,percibí el destello del emblemaplateado que lucía en su anillo. Lo habíavisto antes. Sabía que sí…, pero¿dónde?

—Es solo una hipótesis —dijo al fin—. Solo sé lo que publican losperiódicos.

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Pero no sabía si creerle.—¿Ha charlado con Ethan sobre esa

hipótesis? ¿O sobre el robo de suspapeles?

—¿Con Ethan? No, no he habladocon mi hijo de todo esto —aseguró.Después giró la silla para contemplar eljardín que se extendía tras el ventanal.

Sin mediar más palabras, me fui desu despacho.

Devlin me había dejado un mensajeen el contestador. Se reuniría conmigoen Oak Grove para queinspeccionáramos juntos el cementerio.De camino, hice una parada en labiblioteca de la universidad porquequería revisar unos archivos.

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Atravesé el campus a toda prisa,comprobando en todo momento sialguien me seguía. Todavía no habíapodido quitarme de la cabeza laenigmática advertencia del doctor Shaw:el asesino estaba entre nosotros. Alguiende quien nadie sospecharía. Hasta el ecode mis pisadas al descender laescalinata de piedra que conducía a losarchivos sonaba siniestro.

Había pasado mucho tiempo en aquelsótano, así que sabía perfectamentedónde estaba almacenada toda ladocumentación de Oak Grove. El doctorShaw había afirmado que le habíansustraído archivos, y eso me hizo pensaren aquel libro eclesiástico que habíaestado buscando.

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Me arrodillé y revisé las etiquetas delas cajas. Y, de repente, una sombra sealzó detrás de mí. Estaba tan asustadaque giré sobre mis talones y casi perdíel equilibrio.

—¿Está bien? —preguntó DanielMeakin, un tanto preocupado—. Noquería asustarla. Pensaba que me habríaoído llegar.

No había oído nada.Se agachó a mi lado. Cuando apoyó

el brazo izquierdo sobre una de lascajas, se le subió la manga y vi lacicatriz. Pero no era una cicatrizcualquiera. Vi una serie de crestas quese sobreponían las unas sobre las otras.No se había intentado quitar la vida unasola vez, sino varias.

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Aparté la vista enseguida. La luz eramuy débil en el sótano, así que tenía laesperanza de que no hubiera visto micara de espanto.

Tras un instante, cambió de posición.Bajó la mano, escondiendo así todasesas cicatrices detrás de la manga de lacamisa.

—¿Todavía anda buscando nombresque puedan corresponderse con lastumbas sin identificar? —preguntó.

—Sí. No pierdo la esperanza de queaparezca ese libro eclesiástico.

—Lo entiendo —dijo—. Habrérevisado estas cajas docenas de veces,pero todavía bajo con la ilusión deencontrar información que se me hayaescapado. Es como una búsqueda del

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tesoro.—Es una tarea adictiva —añadí.Sonrió.—Sí, eso es.Después se volvió hacia las cajas y

les echó un rápido vistazo.—Qué coincidencia encontrarla aquí

esta mañana. La verdad es que venía aconsultar algunos de los archivos deOak Grove.

—¿De veras? ¿Por qué?—Hoy mismo me ha contactado un

detective de la policía. Por lo visto,tiene varias preguntas acerca de lahistoria del cementerio. No me ha dichomucho más, solo que pasaría por aquíesta tarde. Pero ha dejado caer algo que

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me tiene intrigado. Me preguntó si sehabían construido otros edificios en lapropiedad, además de la vieja iglesia,antes de levantar el cementerio.

—¿Y los habían construido?—No… No que yo sepa —vaciló.—Pero si fuera así, lo sabría, ¿no?

Usted mismo acaba de decir que haestado aquí muchas veces.

—Sí, pero los registros estánincompletos. Tal y como mencioné elotro día, durante y después de la guerrase destruyó mucha documentación.

—¿Puede decirme algo sobre lapropiedad que no esté en los archivos?

—Nada en concreto, pero siempre hesostenido que Emerson se construyó

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sobre la vieja plantación de losBedford. A finales del siglo XVIII, lacasa quedó arrasada por un incendio,pero estoy convencido de que lavolvieron a levantar en la parte másantigua. Ahora que el detective Devlinha vuelto a poner el tema encima de lamesa, me pregunto si Oak Grove era ellugar donde se erigía la casa original.

—¿No aparecería en las escriturasdel condado?

—No si alguien las hubiera destruidode forma deliberada.

Levanté la mirada.—¿Por qué hacer eso?Parecía nervioso y antes de contestar

comprobó que siguiéramos a solas.

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—Para proteger lo que el detectiveDevlin ha desenterrado en elcementerio.

El corazón me dio un brinco.—Está insinuando que alguien se ha

dedicado a eliminar documentación delcondado, registros eclesiásticos,archivos de la universidad…

—Alguien con el suficiente dinero ola influencia necesaria puede hacerdesaparecer cualquier cosa —susurró.

—Una observación muy interesante—dije.

Lanzó otra mirada furtiva por encimadel hombro y se inclinó un poco más.

—Después de nuestra charla del otrodía, he hecho mis pesquisas sobre la

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Orden del Ataúd y la Zarpa. Muchoantes de que asesinaran a AftonDelacourt, mucha gente sospechaba quela sociedad secreta estaba relacionadacon Oak Grove.

—¿Cree que alguien de laorganización destruyó los archivos?

—Un alguien colectivo, quizá. No losé. Estoy especulando, pero… puedeque haya encontrado algo que le interesea usted.

—¿Ah, sí?—Quería saber si se había topado

con alguno de sus símbolos en laslápidas. Pues bien, esta es la únicaimagen que he podido vincular a laorden.

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Sacó un papel arrugado del bolsillo ylo extendió en el suelo, justo frente a mí.

El emblema era una serpienteenroscada a una garra.

Observé el dibujo durante un buenrato. Temía mirar a Daniel a la cara yque mi expresión me traicionara.

Era el símbolo que aparecía en elanillo del doctor Shaw. Por fin meacordé de dónde lo había visto antes: enel medallón que Devlin llevaba colgadodel cuello.

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Capítulo 31

Aquello me dejó fuera de juego. Devlinera miembro de la Orden del Ataúd y laZarpa, la sociedad secreta que habíaestado implicada en el asesinato deAfton Delacourt. En ningún momento seme había ocurrido que pudiera estarinvolucrado.

Recordé la conversación entreDevlin y Camille Ashby que escuché ahurtadillas. Ella se había mostradofirme. Insistía en que el descubrimientodel cadáver de Hannah Fischer en OakGrove no estaba relacionado conEmerson ni con el primer asesinato.

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¿Acaso pensaba que Devlin encubriríacualquier vínculo con la universidadporque era un zarpa?

La orden tan solo aceptaba a lacrème de la crème de Emerson,estudiantes que pertenecían a familias deprestigio, como Devlin. Mientrasestudiaba en Emerson, la orden habíatenido muchos motivos para creer que,algún día, se convertiría en el amo yseñor del bufete de abogados de sufamilia. Era su indiscutible heredero. Yaentendía por qué había dicho con tantarotundidad que no podían tocarle.Porque era uno de ellos.

No pude hablar con él cuando lleguéa Oak Grove. Demasiada gentemerodeando por allí. El cementerio

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estaba abarrotado de agentes. El propioDevlin se había pasado casi toda lamañana indagando por los túneles.Paseé por el cementerio a solas,buscando indicios de tierra reciénremovida o tumbas profanadas. Queríahallar pistas ocultas tras la simbología ylos epitafios de las lápidas. Pero aligual que el doctor Shaw, no tenía niidea de lo que estaba buscando.Confiaba en que, si lo veía, lo sabría deinmediato. O eso esperaba.

No era aún mediodía, pero no podíamás. El sol era abrasador y todavía nohabía recuperado del todo las fuerzasque me había absorbido Devlin la nocheanterior. Me había puesto mi atuendo decementerio habitual: botas, camiseta de

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tirantes y pantalón de camuflaje. Losenormes bolsillos de los pantalones eranideales para guardar mis herramientas,pero no eran muy favorecedores. Teníael pelo pegado a la cabeza y no mehabía maquillado. Tampoco me habíaaplicado crema solar, un despiste de lomás estúpido, pues ya empezaba a notarel escozor de las quemaduras en lasmejillas.

Devlin, en cambio, estaba radiante,sospechosamente revitalizado. Le visalir del laberinto de túneles. Cuandoempezó a avanzar en mi dirección, vique Ethan Shaw se acercaba desde otroángulo, y sus caminos convergieron justodelante de mí. A diferencia de Devlin,Ethan tenía peor aspecto después de su

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incursión subterránea. Se sacudió elpolvo y las incontables telarañas que sele habían quedado enganchadas a laropa.

Aquellos dos hombres no podían sermás distintos: Devlin con su pelo negro,mirada penetrante y porte taciturno;Ethan, un moreno bronceado de sonrisafácil y unos ojos avellana con motasdoradas.

Son la noche y el día, pensé. Poralguna razón que no logré entender,aquella analogía me incomodó.

—Estoy listo para ir al laboratorio—anunció Ethan—. Pero si tienes unminuto, me gustaría hablarte de losrestos que exhumamos ayer.

Fue una situación un tanto

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embarazosa para mí. No sabía qué era lomás apropiado, si dejarles un poco deprivacidad o quedarme y escuchar loque Ethan tenía que decir.

Puesto que a ninguno parecióimportarle que estuviera allí, decidí nomoverme.

—Es una chica de raza blanca, deunos veinte años —informó Ethan—. Unmetro setenta y siete, cincuenta y cuatrokilos. Más o menos.

—¿IPM? —quiso saber Devlin.—Entre cinco y diez años. Más bien

diez, en mi opinión.Devlin frunció el ceño.—Estuvo enterrada mucho tiempo.—En general, eso habría entorpecido

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la identificación, pero en este casoteníamos restos dentales y el cuerpopresentaba muchas heridas pre mortem.

—¿Cómo de pre mortem?—Meses. Clavícula y varias costillas

rotas; pelvis y fémur derechofracturados y diversas vértebraspartidas. Supongo que sufrió un graveaccidente. Quizás, un terrible accidentede tráfico. Se estaba recuperando, peroimagino que sufría dolores crónicos y leesperaban meses, si no años, de terapiafísica.

—Eso estrecha el cercoconsiderablemente —murmuró Devlin.

—Ya la hemos introducido en elsistema. Es cuestión de tiempo.

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Sonó el teléfono de Devlin, que sealejó para atender la llamada. Mientras,yo hacía mis cálculos. Habían asesinadoa Afton Delacourt hacía quince años.Los restos exhumados el día anteriorllevaban enterrados entre cinco y diezaños. Hannah Fischer había muertohacía varios días. Me preguntaba si elasesino se ajustaba a un patrón, o sitodavía habría más víctimas suyasesparcidas por el cementerio.

—¿Estás bien? —preguntó Ethan,devolviéndome a la realidad.

—Solo estoy cansada.Me miró de arriba abajo.—Estás colorada. ¿Estás segura de

que no estás trabajando demasiado?

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—No, estoy bien. ¿Por?—Me he enterado de que Devlin y tú

fuisteis quienes descubristeis los túnelessecretos y la sala de los horrores.

Y el esqueleto —añadió, conseriedad—. Eso pone nervioso acualquiera.

—Fue un poco traumático —admití.—¿Has podido dormir algo?Pensé en la noche anterior. Mientras

Devlin disfrutaba de una cabezadaplácida, yo no fui capaz de conciliar elsueño. Me quedé tumbada sobre lacama, inquieta y mirando el techo todala noche.

—No mucho.—Pero eso no ha impedido que

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vengas hoy. Hay al menos media docenade agentes que en lugar de estar ahíparados podían estar patrullando por elcementerio.

—Conozco el terreno, y sé lo queestoy buscando. Más o menos.

Encogió los hombros.—Como prefieras. Pero si necesitas

un descanso, tómatelo. John es muyexigente consigo mismo, pero eso nosignifica que tú también tengas queserlo.

Eché un vistazo por encima delhombro. Devlin se había alejadobastante, así que no podía oír nuestraconversación.

—¿Hace mucho que le conoces?

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—Sí. A veces puede parecer un pocotaciturno, pero no siempre ha sido así.El accidente le cambió. No creo quepueda pasar página.

—Bueno, es comprensible. Perdió asu familia.

Ethan soltó un suspiro.—No es solo el dolor. Es la culpa lo

que le consume.Ansiosa, miré a mi alrededor.—No sé si es una buena idea que

hablemos de esto.—Te equivocas, Amelia. Necesitas

oírlo.—Podría volver en cualquier

momento.Ethan se dio media vuelta para

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comprobar el sendero.—Si viene, le veremos.—Da lo mismo, me parece una

indiscreción.—A mí también me incomoda. Lo

que John y tú os traigáis entre manos nome incumbe. Pero eres una buena chica,y John es como de la familia.

Le observé un poco sorprendida.—No sabía que estuvierais tan

unidos.—Ya no —murmuró Ethan—.

Después del accidente, apartó de su vidaa todos sus amigos. En mi opinión,quería deshacerse de todo lo que leimpulsara a recordarlas. Pero hubo untiempo en que Mariama, él y yo éramos

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inseparables. De hecho, era el padrinode Shani.

—Yo… no tenía ni idea. Lo siento.Asintió con la cabeza.—Estaba con él cuando le llamaron

para notificarle el accidente. Ese mismodía nos habíamos reunido todos en sucasa. Mariama había preparado unabarbacoa. Llevaba toda la semanaplaneando el almuerzo, y justo por lamañana llamaron de comisaría porquehabía mucho trabajo. Se pasaron todo eldía discutiendo, pero aquella llamadatelefónica fue el detonante.

—¿El detonante de qué?Ethan vaciló.—Mariama era una mujer apasionada

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e impulsiva. Aquel carácterimpredecible formaba parte de suencanto y, de hecho, creo que fue una delas razones por las que John se enamoróde ella. Era tan diferente a él. Perotambién era una celosa, posesiva ycapaz de guardar rencor. Sentía celoshasta de su trabajo. Sabía cómo ponerlecontra las cuerdas, y disfrutaba con ello.Aquel día dijo cosas horribles paraprovocarle.

—¿Y lo consiguió?Se pasó una mano por el pelo y

apartó la mirada.—Claro que sí. La discusión se puso

muy fea. No llegaron a las manos, porsupuesto, pero la ira les hizo decir cosasde las que después se iban a arrepentir.

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Pero lo peor fue que Shani lo oyó todo.Recuerdo a la pequeña golpeando lapierna de John para llamar su atención.Creo que intentaba consolarle, pero élestaba furioso…, demasiado inmerso enla discusión. Salió de casa hecho unaauténtica furia. Cuando se subió alcoche, Shani se despidió desde detrásde una ventana. Fue la última vez que lavio con vida.

La imagen de la niña fantasmaaferrada a las piernas de Devlin me vinoa la cabeza. Y tuve ganas de echarme allorar.

—No puedo imaginármelo —musité.—¿Quién podría? Estoy convencido

de que Devlin daría su vida para volveratrás en el tiempo. Si pudiera abrazar a

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su hija una última vez…Aquel relato me entristeció. Por una

parte, no quería saber más, pero, porotro lado, no podía evitar quererescuchar el resto.

—Cuando acabó de trabajar, mellamó y nos tomamos unas copas. Johnnecesitaba desahogarse. En algúnmomento, Mariama trató de localizarle.Vio su nombre en la pantalla, pero optópor ignorarla. Más tarde se enteró deque Mariama había llamado al teléfonode emergencias segundos después. Sehabía precipitado al río y no podíasoltarse el cinturón de seguridad. Ella ysu hija estaban atrapadas en un cocheque se hundía. Quizá Mariama intuía quela ayuda llegaría demasiado tarde. Quizá

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llamó a John para darle la oportunidadde despedirse. Pero él no respondió lallamada.

Me había entrado frío, así que merodeé la cintura con los brazos.

—Y vive con eso —dijo Ethan—.Esa es su cruz. Me temo que no hayespacio en su vida para nada más.

—Para mí, querrás decir.Ethan me miró compasivo.—Pensé que deberías saberlo.

Me sentí tan disgustada que me paséel resto del día esquivando a Devlin. Noestaba lista para enfrentarme a él. Nodespués de todo aquello. No podíaimaginar por lo que había pasado. Nitampoco quería. Pero su mirada lo decía

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todo, al igual que los fantasmas que leacechaban día y noche.

Cuando llegué a casa decidí que lomejor que podía hacer era sumergirmeen una tarea cotidiana, para variar, comoponer una lavadora o ir a la compra. Alvolver del supermercado, me serví un téhelado y me senté en el porche paradisfrutar del jardín.

Las campanillas se habíanmarchitado hacía días, pero losdondiegos de noche que había plantadojunto a la casa habían florecido y a sualrededor pululaban abejas y colibríes.Me paseé por el jardín y me senté en elcolumpio donde había vislumbrado elfantasma de Shani. Después me agachépara examinar el pequeño montículo

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donde había enterrado su anillo. No séqué esperaba encontrar, pero nadiehabía removido la tierra, y el corazón deguijarros seguía tal y como lo habíadejado.

La visita de Mariama me habíaperturbado más que la de Shani, así queprocuré olvidarme de la imagen deaquellos ojos fantasmagóricos que mevigilaban desde la penumbra yconcentrarme en el delicioso perfumeque exhalaban las peonías.

Me agaché para coger un par deflores y me percaté de que la puerta delsótano estaba entreabierta.

Me extrañó.Esa puerta siempre estaba cerrada

con llave, a pesar de que no

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guardáramos nada valioso allí abajo.Había una entrada al sótano desde elinterior, pero cuando dividieron eledificio en apartamentos, se cerró conpestillo, al igual que la puerta situada enlo alto de la escalera, junto al vestíbulo.

La idea de que hubiera entrado unintruso, aunque fuera a plena luz del día,me aterrorizaba, sobre todo teniendo encuenta lo ocurrido en los últimos días.Me había dejado el teléfono en casa.Tendría que entrar para llamar a lapolicía, pero no quería adelantarme alos acontecimientos. A lo mejor elcerrojo no estaba echado y el vientohabía abierto la puerta.

Me acerqué lo suficiente como paraasomarme por la ranura. Vi que alguien

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había encendido la luz y estabamoviendo unas cajas.

Entonces vi una sombra y volvícorriendo al jardín.

Unos segundos más tarde, MaconDawes apareció por la escalera con unamaleta negra en las manos. Al verme enel jardín, me saludó con la mano.

—Hola.—Hola —respondí, y me llevé una

mano al corazón—. Me has dado unsusto de muerte. Pensé que alguien sehabía colado en el sótano.

—No, era yo. Estaba buscando esto—explicó refiriéndose a la maleta—.Perdona si te he asustado. Supongo queno esperabas verme por aquí a estas

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horas. O a cualquier hora. Llevo variassemanas que parezco un espectro.

—¿Un mal horario en el hospital?—Para morirse —dijo con una mueca

—. Acabo de salir de un turno de setentay dos horas.

—No sé cómo puedes.—Cafeína y desesperación. He

acumulado muchos favores que tengoque devolver.

Señalé la maleta con la barbilla.—¿Te vas a algún sitio?—Sí. Tengo por delante dos semanas

de vacaciones; un colega me dejaquedarme en la casa que tiene su familiaen la isla Sullivan. Mi intención esdormir y comer, nada más. Y beber. Y

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dormir.—Justo lo que necesitas.Apenas nos conocíamos, así que la

charla sonó un poco forzada. MaconDawes siempre me había intimidado,aunque ignoraba por qué. Lo único quesabía de aquel chico era que estudiabaMedicina, trabajaba mucho y era unvecino silencioso. Un espectro, como élmismo había dicho.

—¿Podrás estar un poco pendiente demi apartamento? No es que espereproblemas —añadió con una sonrisita—. El vecindario es tan tranquilo queaburre.

—Claro. Ningún problema.—Gracias. Recuérdame que te invite

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a una copa cuando vuelva.Se marchó escaleras arriba y me

quedé rumiando en aquel último giro delos acontecimientos. ¿Una copa conMacon Dawes?

Quizás el universo estaba tratando dedecirme algo.

Alrededor de las nueve y media de lanoche, ya había fregado los platos, habíadoblado la ropa, había quitado el polvoy había barrido el suelo. Pero seguíateniendo por delante una noche tan largacomo los túneles que serpenteaban bajoel cementerio de Oak Grove.

La soledad era una vieja amiga, pero

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esa noche no quería su compañía. No meapetecía estar sola y no tenía a nadie aquien llamar. Con Temple mantenía unarelación más bien de jefa-empleada quede amigas. Y aparte de algún comentarioocasional durante una cena o entrecopas, apenas sabía nada de su vidapersonal.

En mis veintisiete años nunca habíatenido una mejor amiga o un confidente.Y jamás me había enamorado. Desdeque cumplí los nueve años, los muertosque merodean entre nosotros me habíanaislado de los vivos. Aquel primerencuentro había cambiado mi vida parasiempre. Al igual que mi padre, habíaaprendido a vivir con mi secreto,incluso a disfrutar de la soledad, pero

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había momentos, como el de aquellanoche, en que me preguntaba si detrásdel velo también me esperaba la locura.

Pero la soledad que vivía no podíacompararse con la desolación que debíade sufrir Devlin cada vez que entraba ensu casa vacía. No pretendíamortificarme por su tragedia ni por misituación. Me parecía que el destino mehabía jugado una pasada muy cruel almeter en mi vida a un hombre quesiempre lloraría la muerte de su esposa.Me rompía el corazón saber que Devlinno estaba hecho para mí, pero no podíaconcebir mi vida al lado de otrohombre.

Deambulaba por casa como unfantasma, deslizándome de una

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habitación a otra, buscando sin cesar.Hice grandes esfuerzos para no encenderel portátil. Necesitaba desconectar unpoco. Me había acostumbrado adepender de la compañía dedesconocidos sin rostro. Sin embargo,media hora más tarde, me metí en lacama con el ordenador apoyado en lasrodillas. Sin más rodeos, abrí el blog ycomprobé la sección de comentarios.Alguien había dejado una nueva entradahacía menos de una hora.

Una vida tranquila, una muerte tranquila.Duerme ahora, querida.

Nuestro secreto está a salvo.

Sabía que aquellas líneas pertenecíana un antiguo poema. Había leído ese

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verso aquel mismo día, tallado enpiedra, en Oak Grove.

Con la mano temblorosa, cogí elteléfono y llamé a Devlin.

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Capítulo 32

Era tarde, así que el cementerio estabaen calma. El ejército de agentes se habíaretirado de los túneles y caminitos, y tansolo había un par de guardiascustodiando la puerta principal. Los dospolicías nos siguieron mientrasserpenteábamos por el lúgubre laberintode lápidas y panteones hacia la secciónnorte del cementerio, donde los sieteataúdes desmontables resplandecíanbajo la luz de la luna.

Alumbré la tumba central con lalinterna, apuntando directamente alepitafio y los símbolos esculpidos sobre

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la tapa.Encima del nombre y del año de

nacimiento y muerte se apreciaba unúnico tulipán, símbolo de amor y pasión,y una mariposa, que representaba elalma en vuelo.

—Las está liberando —musité.Devlin levantó la vista y me miró.—Las imágenes son siempre las

mismas: la pluma, la efigie alada y,ahora, una mariposa. El alma en vuelo.Pero no solo libera su alma, también laslibera de sus cadenas terrenales —anuncié. Después observé la lápida—.La madre de Hannah Fischer aseguróque su hija había sido víctima de muchasrelaciones en las que habían abusado deella, empezando por su padre. La chica

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mantuvo la identidad de su último novioen secreto porque sabía que su madreintentaría salvarla. ¿Recuerda el epitafiode la tumba donde fue enterrada? «Sobresu tumba silenciosa, las estrellas demedianoche quieren llorar. Sin vida,pero entre sueños, a esta niña nopudimos salvar.»

Devlin me observaba en silencio.—Los restos que se exhumaron

ayer… Ethan sospechó que había sufridoun terrible accidente antes de morir. Lasheridas eran tan graves que con todaprobabilidad padecería dolorescrónicos y necesitaría terapia físicadurante meses, o incluso años. «Quépronto se marchita esta hermosa rosa.Liberada de congoja, aquí yace, y

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eternamente reposa.» Calamidadesmundanas. Dolor físico. Y ahora esto.

Los cuatro observamos la tumba. Acada lado de la tumba estábamos Devliny yo. Los agentes, en cambio, se habíanpuesto uno en cada punta.

Leí el epitafio en voz alta:—«Una vida tranquila, una muerte

tranquila. Duerme ahora, querida.Nuestro secreto está a salvo.»

—Maldita sea, es asqueroso —murmuró uno de los policías.

Inspiré hondo sin apartar los ojos delsímbolo.

—Tendremos que levantar la tapapara separarla de las otras piezas.

—¿No necesitamos una orden

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judicial para eso? —preguntó el otroagente, que estaba hecho un manojo denervios.

—Este tipo de tumbas, como unacaja, se construían para engañar a losprofanadores de tumbas. El cadáver, almenos el primero que se enterró aquí,está a varios metros de profundidad. Silevantamos la tapa, no dañaremos losrestos.

—Me haré responsable —dijoDevlin, y creí ver el destello de sumedallón de plata—. Levantémosla.

Los agentes alcanzaron a levantar latapa apenas varios milímetros, pero esobastó para que se escapara un hedornauseabundo. Reprimí una arcada y metapé la boca y la nariz con la camiseta.

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Ambos policías soltaron un gruñido,tanto por el peso como por el olor aputrefacción.

—Un poco más —ordenó Devlin, queenseguida se arrodilló e iluminó elinterior del ataúd con su linterna. Sellevó la otra mano a la nariz y exclamó—: ¡Jesús!

Y tras unos segundos reconocí elcuerpo sin vida que se escondía dentro.Era Camille Ashby.

El barullo de luces de policíailuminó la oscuridad del cementerio.Devlin me acompañó hasta el coche yme repitió una infinidad de veces que uncoche patrulla me seguiría hasta casa.También me prometió que vigilarían mi

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casa toda la noche. Le di las gracias ypermanecimos en silencio el resto delcamino.

Una vez más, parecía que todo elDepartamento de Policía de Charlestonhubiera acudido a Oak Grove. Noshabíamos topado con al menos seisagentes caminando fatigosamente entrelos arbustos. En cuanto salimos a lacarretera, la furgoneta forense delcondado de Charleston se detuvo enmitad de la curva. Vimos a ReginaSparks apearse del vehículo yadentrarse en la oscuridad.

—¿Qué va a suceder ahora?Supuse que se iniciaría otra

búsqueda, lo que implicaba que sedeberían profanar más sepulcros. La

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idea de una profanación en masa merepelía, pero la santidad de Oak Grovehacía mucho tiempo que estabamanchada. El mal llevaba añosacechando a ese cementerio.

—¿Por qué tengo la horriblesensación de que destrozarán este lugarsin tener todas las cartas sobre la mesa?

—Haremos todo lo que esté ennuestra mano para proteger las tumbas—aseguró Devlin—, pero deduzco quevamos a encontrar más cadáveres.

Más cadáveres. Más epitafios.Estaba aterrorizada.

Devlin me miró pensativo.—No debería venir mañana al

cementerio. Quédese en casa y descanse.

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Olvídese de todo este asunto duranteunos días.

—¿Olvidarme de este asunto? ¿Ycómo podría hacerlo? El asesino se estácomunicando conmigo. ¿Y si escribeotro epitafio en mi blog? ¿Lo ignoro?

—Por supuesto que no. Me llama. Mellama a mí, y a nadie más.

Bajo la pálida luz, su mirada meestremeció. No veía la cadena, perosabía que estaba bajo su camisa, con elmedallón de plata. El símbolo que leprotegía y le permitía estar por encimade la ley, al menos en Charleston.

—Es una investigación complicada—dijo—. Se mezclan asuntos políticos ytodo el mundo se señala con el dedo. Yahora, con el asesinato de Camille, las

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cosas van a empeorar todavía más. Sugente es muy influyente. Y querránrespuestas.

—Bien. Quizás esta vez nadie pongatrabas a su investigación.

—No es tan sencillo. Ya le he dichoantes que el interés que ha generado estecaso alcanza las altas esferas. No quieraplantarles cara. Ni siquiera que sepan sunombre.

—¿Y quiénes son?—Agentes de bolsa con mucho

poder. Los ricos y los privilegiados. Lagente que mueve los hilos de estaciudad.

«¿Y eso le incluye a usted?», quisepreguntar.

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De repente, la boca se me quedóseca.

—No se atreverían a implicarme,¿verdad?

—Eso no ocurrirá jamás —dijo conuna certeza absoluta—. Pero sigopensando que necesita descansar unpoco y alejarse de todo esto.

Quería preguntarle cómo diablos ibaa alejarme de la investigación cuando,según lo visto, aquel sedán negro podríaestar esperándome a dos manzanas deallí. Pero no sabía si se refería a lainvestigación. Tal vez estaba tratando dedecirme que debería distanciarme… deél.

—Si es lo que quiere, lo haré.

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—No es que no valore su ayuda —añadió, y me abrió la puerta deltodoterreno.

Estar cerca de él me estabaafectando. No me sentía débil, tal ycomo había sucedido cuando se quedódormido en mi casa, sino que era unasensación distinta: un sutil intercambiode energía. Me aproximé a Devlin ypercibí el aroma de su colonia y aquellapoderosa esencia que le pertenecía soloa él.

Feromonas. Así lo había llamadoRegina Sparks. Fuera lo que fuera, mecautivaba.

Y acababa de abandonar la tumba deCamille Ashby. ¿Qué decía eso de mí?¿De mi control?

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Devlin cogió aire. Cuando habló,sonó un poco cansado. Y me acordé delo que me había dicho sobre su control.

—Váyase a casa, Amelia. Descanse.Me encantaba el sonido de mi

nombre en sus labios. Su forma dehablar, alargando las palabras, mehechizaba. Quería que volviera adecirlo, esta vez en un susurro, a mioído.

Cerré los ojos y dejé por un instanteque mi mente siguiera fantaseando.

—Llámeme si me necesita —dijo.Noté su aliento en mi cabello, y no pudeevitar sentir un escalofrío. Alcé lacabeza y nuestras miradas se cruzaron—. Buenas noches…, Amelia.

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No fue un susurro ni tampoco me lodijo al oído, pero estuvo muy cerca.Solté un suspiro y me despedí.

—Buenas noches.No fue hasta unos momentos más

tarde, cuando me había alejado bastantedel cementerio, cuando una preguntaacudió a mi mente: ¿dónde estaban susfantasmas?

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Capítulo 33

¿Se habían esfumado?Pensé en ello durante todo el camino

a casa. Nunca había conocido a otrapersona acosada por fantasmas, aunqueen multitud de ocasiones me habíacruzado con espíritus que seguían elrastro de sus seres más queridos. Asípues, no sabía si alguien había logradozafarse de ellos. Mi padre siempre decíaque una vez que una entidad se aferra aalguien, esa persona jamás recupera suvida. Sin embargo, presentía que unfantasma podía pasar página, quizácambiar de huésped o incluso

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desplazarse a otro reino.Si la culpa era lo que mantenía a los

fantasmas de Mariama y Shani atados aél, ¿qué pasaría si ese sentimientoempezaba a desvanecerse? ¿Quésucedería si Devlin superaba esetrauma?

Recordé las palabras de Essie. Algúndía no muy lejano Devlin tendría queelegir entre los muertos y los vivos. ¿Ysi ya había tomado su decisión? Una vezmás, me estaba haciendo demasiadasilusiones. Intenté quitarme eso de lacabeza para no obsesionarme. CamilleAshby había aparecido muerta, y elasesino me había enviado a su tumba.Por la razón que fuera, había decididoexpresarse a través de mi blog, y la idea

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de ser la vía de comunicación de unpirado me inquietaba.

Devlin había dejado bien claro queno quería que me implicara en el caso,pero quizás el asesino no opinaba lomismo. Estuve un buen ratoreflexionando sobre el asunto, hasta quesonó el timbre. Eché un vistazo por laventana lateral y me quedé perpleja alver a Devlin en el porche. Asumí queestaría ocupado en el cementerio variashoras.

Le invité a entrar y subimos a midespacho. Por lo visto, después de dejarOak Grove, él también se había dadouna ducha y se había cambiado de ropapara deshacerse del hedor putrefactoque desprende la descomposición

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humana. La casa estaba a oscuras.Mientras me seguía por el pasillo,percibí el aroma a menta de su jabón yunas notas de colonia. Tras cadarespiración, exhalaba un suspiro.

Retomamos nuestros puestos yahabituales; yo me dejé caer sobre lasilla del escritorio y él se acomodó en eldiván. Había algo que le rondaba por lacabeza, pero no parecía tener muchaprisa en hablar. Puesto que habíadesarrollado una especie de aversión alos largos silencios en su compañía y nopodía pensar en otra cosa, le preguntéacerca de Camille.

—¿Qué hay de las heridas?—Recibió varias puñaladas, pero las

heridas son distintas. Fue una muerte

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rápida. Tampoco presentaba señales deataduras. A juzgar por los cortes en lasmanos, Camille opuso resistencia.

—¿Por qué no la colgó, como a lasdemás?

—Quizá le interrumpieron, o se leechó el tiempo encima —supuso Devlin—. O puede que esté jugando connosotros. Establece un patrón que, deforma deliberada, rompe. AftonDelacourt fue asesinada hace quinceaños. Los restos que hemos exhumadollevaban en esa tumba entre cinco y diezaños. Y ahora se producen doshomicidios en pocos días.

—No se olvide del esqueleto queencontramos en aquella habitación —apunté.

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—Es verdad —dijo pasándose unamano por la cabeza—. Este tipo estáempezando a tocarme las narices.

Entendía su frustración.—Me pregunto cuándo mató a

Camille. La última vez que la vi fue enla sala de archivos de Emerson.

—El mejor modo de calcular la horade la muerte es averiguando quién fue laúltima persona que la vio con vida. Esposible que fuera usted. —Bajo la luzfría de la lámpara, se le veía agotado—.Camille llevaba muerta al menosveinticuatro horas cuando laencontramos, pero la autopsiadeterminará una hora más precisa.

—¿Recuerda el día que la vimos enOak Grove? Recibió un mensaje de texto

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y, acto seguido, se marchó. Quizá fuesedel asesino. Si pudiera dar con suteléfono, podría rastrear el mensaje.

—No necesitamos el número deteléfono, solo comprobar los registros.

—Ha pensado en todo, por supuesto—murmuré.

—No en todo. No había caído en elsignificado de esos epitafios. En lossímbolos sí. Después de que explicaraque las imágenes representaban el almaen vuelo, era bastante obvio. Pero elasesino escogió con sumo cuidado lasinscripciones de cada una de susvíctimas. Y las hemos descifradogracias a usted.

—Aunque no estoy segura de adóndenos llevan.

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—Pero son útiles. Esos epitafios yesos símbolos son elementos esencialespara interpretar su motivación.

—¿Acaso tiene un motivo? Eseartilugio que encontramos en aquellaestancia, y el modo en que torturó a esasmujeres… —Tan solo pensar en ello meponía la piel de gallina—. En miopinión, mata por placer.

—No estoy de acuerdo, aunque sinduda disfruta arrebatando la vida de susvíctimas. A juzgar por el simbolismo ylos epitafios, me atrevería a decir que seha creado un personaje. Quizá seconsidere un libertador… o un ángel dela muerte. Así puede justificar sus actos.

—Pero, ese tipo de criminales, ¿nosuelen ser mujeres? —pregunté.

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—Sí, aunque no siempre. Y esahipótesis tampoco explica cómoasesinaron a Camille.

—¿Sabía que era lesbiana?Devlin encogió los hombros.—Llevo años oyendo ese rumor, pero

nunca he hecho demasiado caso, laverdad.

—Según Temple, Camille nuncasalió del armario porque sabía que suorientación sexual le acarrearía muchosproblemas, y no solo a ella, sinotambién a la universidad y a su familia.

Me miró, pensativo.—¿Adónde quiere llegar? ¿Cree que

fue un asesinato pasional?—El epitafio parece muy personal:

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«Una vida tranquila, una muertetranquila. Duerme ahora, querida.Nuestro secreto está a salvo». ¿Qué eslo que dijo Temple cuando nos relató supequeño incidente con Camille?«Tuvimos nuestros momentos.»

—Pero la inscripción no era paraCamille —me recordó Devlin—. Esatumba tiene más de ciento cincuentaaños. Pero puede que el asesinoinvestigara su vida personal y escogieraese epitafio porque tenía un doblesignificado. A lo mejor creía que,matándola, la liberaría de la carga de susecreto.

—Está convencido de que es unhombre —apunté.

—Ya se lo he dicho, la mayoría de

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los asesinos depredadores lo son. Quecrea que sus crímenes están justificadosno significa que no escoja a susvíctimas.

Varias imágenes horripilantes secolaron en mi cabeza.

—¿Y cómo podemos averiguar quiénserá su próxima víctima?

—Tenemos que establecer unarelación entre las muertes. Si ha pasadomucho tiempo entre unos homicidios, esdifícil establecer una conexión, así quelo más lógico sería empezar a tirar delhilo a partir de las dos víctimas másrecientes, Camille y Hannah Fischer.

Jugueteaba con un sujetapapeles. Nose atrevía a decir en voz alta lo queestaba pensando.

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—¿Cree que Camille podría haberestado merodeando por los túnelesmientras nosotros estábamos allí? —pregunté al fin. Y levanté la mirada—.No llegamos a descubrir adónde sedirigían todas aquellas moscas.

Por la expresión de Devlin, intuí queestaba pensando lo mismo.

—Teníamos a todo nuestro personalpeinando el cementerio y los pasadizosal cabo de menos de una hora. Esimposible que saliera de la cripta ypasara desapercibida.

—A menos que haya otra salida de laque no tengamos constancia. Esprobable que haya un agujero queconduzca a otro mausoleo. El asesinopodría haber esperado a que todo el

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mundo se fuera para regresar a aquellaestancia. Si seguía entre los muros delcementerio, los guardias que custodianla puerta no le habrían visto.

—Supongamos que se las ingeniópara trasladar el cadáver a la superficie.Habría necesitado ayuda para levantarla tapa de aquel ataúd.

—Pero ¿no la habría necesitadoantes?

—No tiene por qué. Por lo visto, esun experto en poleas. Con el tiemposuficiente, podría haberlo conseguidocon tan solo una cuerda y la rama de unárbol.

—Pero la silla que encontramos en lahabitación…

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—Sí —murmuró—. Aquella silla.No fui capaz de asimilar que pudiera

haber dos asesinos. Y uno de ellos comosimple voyeur. Me levanté de la silla.

—Prepararé té.Como si una camomila o un té

Darjeeling pudieran suavizar lasmonstruosas imágenes que nuestraconversación había evocado.

Me tomé mi tiempo para calentar latetera, servir las tazas y remojar lasbolsitas de té. Todavía no teníarespuesta a mi dilema. No era lógicoque Devlin se hubiera presentado en micasa después de insistir en que debíaalejarme de la investigación y, muyposiblemente, de él. Justo cuando mehabía convencido de que tenía razón…,

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ahí estaba, en mi casa. ¿Cuántas de lasreglas de mi padre me había saltado aldejarle entrar?

¿Albergaba la esperanza de quetuviera algo que ver con la ausencia desus fantasmas?

Cuando por fin me fui de la cocinacon las dos tazas de té listas, pensé queme encontraría a Devlin adormilado enel diván. Sin embargo, lo vi frente alventanal, observando la oscuridadnocturna. Parecía absorto en suspensamientos y no quería distraerle, asíque dejé el té sobre el escritorio y toméun sorbo en silencio.

La cortina de nubes tras la que seocultaba la luna se fue deslizando pocoa poco. Y un manto de blancura cayó

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sobre el jardín. Un jardín de luna. Quedéabsolutamente fascinada cuando lodescubrí por casualidad una noche.Durante el día permanecía escondidotras exuberantes plantas de colores,pero, bajo la luz de la luna, el follajetomaba un matiz plateado cautivador.Hubo un tiempo, antes de Devlin y antesde los asesinatos, en que solía sentarmeallí durante horas, con los ojos cerrados,disfrutando de los perfumes de lasflores, flores con nombres tanrománticos como el propio jardín:corazones sangrantes, nomeolvides,flores de luna, lavanda y adelfasblancas.

Era el escenario perfecto para losfantasmas de Devlin. Sin embargo,

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aquella noche el jardín estaba vacío,salvo por una sombra que se inmiscuíaentre los arbustos.

Devlin parecía agotado, sin fuerzas,pero cuando se giró hacia mí percibí undestello de anhelo en sus ojos.

—¿Por qué ha venido? —le preguntéen voz baja—. Hace unas horas insistióen que me alejara de la investigación.

—Y lo mantengo.—Entonces, ¿por qué ha venido?—Porque no puedo estar lejos de

usted.Y entonces lo comprendí. Por fin me

di cuenta de que no era la única quesentía ese magnetismo. Devlin tambiénnotaba una atracción hacia mí. Saberlo

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debería haber disparado mi confianza,pero, en lugar de eso, me sentía todavíamás vulnerable. ¿Qué expectativastendría? No era una mujer exótica, tansolo una restauradora de cementerioscon las manos llenas de callos y queveía fantasmas. Alargó el brazo y meacarició la mejilla con los nudillos.

—No tiene ni idea, ¿verdad?Cerré los ojos y disfruté del calor de

su piel.—Se me ocurren muchas cosas.

Algunas puede que incluso lesorprendan.

—Estoy intrigado —murmuró. Bajola luz de la lámpara me pareció ver lasombra de una sonrisa. Deslizó la manopor mi pelo y jugueteó con un mechón

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suelto, enrollándoselo entre los dedos.—¿Siempre lo lleva recogido?Al oír la pregunta me quedé sin

respiración. Fue tan inesperada, taníntima.

—Me gusta tener la cara despejadacuando trabajo.

—Pero ahora no está trabajando.Mariama lucía una cabellera larga,

espléndida. Me imaginé sus rizosazabache balanceándose sobre suespalda, como en el sueño, y meestremecí. ¿Por eso quería que mesoltara el pelo? ¿Para compararnos?

Tenía que dejar de pensar así,leyendo entre líneas todas las palabrasque decía. Se había presentado en mi

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casa por voluntad propia. Para verme amí, no al fantasma de su difunta esposa.

—Me gusta recogido —murmuré—, yes el mío.

—Sí, lo es. Con esta luz reluce comooro puro —susurró—. Y huele muy bien.

—¿Cómo puede olerlo desde ahí?—Buena observación.Y entonces me cogió de la mano y me

atrajo hacia sí. No opuse resistencia.Cerré los ojos y me recosté a su lado.

Devlin temblaba. Inclinó suavementela cabeza y nuestros labios se tocaron.Una explosión de energía me recorriótodo el cuerpo. Paralizada, noté que meestrechaba entre sus brazos. Le rodeé elcuello con los míos y nos besamos

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apasionadamente. Aquel beso mepareció eterno, nada parecido a los quehabía vivido hasta entonces. Percibíauna carga eléctrica fluyendo entrenuestros cuerpos. Subía y bajaba comolas mareas de un océano, intensificandomis cinco sentidos, llevándose consigotodas mis fuerzas.

No quería que aquel beso se acabara,pero sabía que no había otra salida. Menotaba más débil por momentos. Devlinestaba absorbiéndome, en términosliterales.

Se apartó de forma repentina y unpoco alterado.

—No sé qué está pasando.—¿A qué se refiere? —pregunté con

voz entrecortada. También me sentía

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bastante alterada.Apoyó la frente sobre la mía.—Es extraño, pero, a veces, cuando

estoy con usted, percibo su presencia,como si estuvieran aquí mismo, a milado. Pero al mismo tiempo… noto quese alejan de mí. Sé que no tiene sentido.Es como aquella pesadilla recurrente desu niñez.

No fue necesario que dijera nadamás. Sabía que se estaba refiriendo a losfantasmas. Aunque para él, eran solorecuerdos. Me abrazó con fuerza y meacomodé sobre su pecho, para poderobservar el jardín.

Después de todo, sus fantasmasseguían ahí fuera. Fue como si Devlinlos hubiera invocado. Dos figuras casi

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transparentes emergieron flotando deentre las sombras. Shani se deslizó haciael columpio y empezó a balancearsesuavemente. No sé si era mi imaginacióno no, pero creí escucharle entonar unacanción etérea.

Mariama, en cambio, me vigilaba conlos ojos encendidos de un espectro.Incluso a través del cristal podía palparel poder de aquella mirada fría, tortuosay seductora.

El despacho estaba sumido en un fríoglacial, pero el calor del abrazo deDevlin me ayudaba a soportarlo. Unasdiminutas líneas empezaron a abrirsepaso por la escarcha que cubría lasventanas. Fascinada, observé cómoaquellas líneas se iban multiplicando. Y

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entonces reparé en que las fisuras noagrietaban la escarcha, sino el propiocristal. Pero ya era demasiado tarde. Eracomo si alguien, o algo, tuviera unamano apoyada al otro lado del vidrio yestuviera empujando con todas susfuerzas.

Incluso cuando oí el chasquido delcristal, mi reacción fue lenta. Procurélevantarme, pero Devlin me agarrócomo si no soportara verme marchar.Como si no pudiera dejarme ir.

Le cogí por el pecho de la camisa yle empujé con tal fuerza que dio untraspié. No me soltó la mano, así que,sin querer, me tiró al suelo. Me caíencima de él y un segundo más tarde elcristal se hizo añicos. Y entonces noté el

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escozor de miles de pinchazos en miespalda.

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Capítulo 34

Una rama podrida que se había partidodestrozó el cristal. Aunque esa noche nosoplaba ni una brisa de viento y habíavisto con mis propios ojos que el cristalse había rajado segundos antes deestallar.

Pero era la única explicación lógica.Aquel extraño accidente había

funcionado como un toque de atenciónpara Devlin. Me ayudó a subir unatablilla de madera contrachapada queguardaba en el sótano y, entre los dos, laclavamos sobre el agujero. Y después semarchó a toda prisa, casi sin despedirse.

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Y hasta dos semanas después no volví asaber de él.

Me llegué a convencer de que era lomejor. El accidente también había sidouna advertencia para mí, un recordatoriode las terribles consecuencias que podíasufrir si me saltaba las normas de mipadre. Las afiladas esquirlas podríanhabernos hecho mucho daño acualquiera de los dos, o inclusomatarnos. Me consideraba afortunadapor haber logrado escapar con tan solounos rasguños en la espalda.

No podía ser una mera coincidenciaque la ventana hubiera estallado justo enese momento, pero quizás estabaexagerando un poco al pensar queMariama se las podía haber ingeniado

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para que la rama se partiera. En todosmis encuentros con fantasmas, jamáshabía presenciado una manifestaciónfísica, salvo el anillo granate que Shanidejó en mi jardín.

Pero… aquel era el fantasma deMariama Goodwine Devlin. Una mujerque, en vida, había sabido muchascosas. Cosas oscuras. Cosas de brujas.Una mujer que creía que el poder de unser humano no menguaba con la muerte.Que pensaba que una muerte violentapodía enfurecer al espíritu, y que esteutilizaría esa fuerza para interferir en lasvidas de los vivos. Incluso paraesclavizarlas, en algunos casos.

Después de mi pequeña charla conEssie, sabía que el espíritu de Shani no

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podía seguir adelante porque no queríaabandonar a su padre. Pero después medi cuenta de que Mariama se resistía amarcharse; estaba atrapada entre su hijay su marido, a quien se negaba a dejaratrás. Quizá Temple tenía razón. Laconexión que mantenían Devlin yMariama era tan fuerte que nada en estemundo, ni el tiempo, ni la distancia, nisiquiera la muerte, podría separarlos.

Aquella noche, después de cenar conTemple, me había ido directa a casa yhabía soñado con Devlin y Mariama.Últimamente habían vuelto a aparecer enmis sueños. Las visiones siempreempezaban igual: Temple rogándomeque me acercara a aquella puertaentreabierta, los redobles primitivos que

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marcaban el ritmo frenético de la pareja.Y entonces Mariama se daba la vuelta y,a veces, me veía reflejada en ella.

No estaba poseída, pero me temíaque estaba al borde de la obsesión.

Menos mal que la vida real decidióinterferir. Con la restauración de OakGrove pospuesta de forma indefinida,me vi obligada a aceptar un nuevoproyecto. Por mucho que disfrutara demis elucubraciones sobre lainvestigación (y sí, ahora lo reconozcoabiertamente), no podía ignorar lasnecesidades de mi cuenta corriente.

Sin embargo, no perdí la pista delcaso. Gracias a Internet y a losperiódicos locales, me enteré de todo loque iba pasando. Así, averigüé que

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habían identificado los restosexhumados de la segunda tumba.Pertenecían a una tal Jane Rice, unaenfermera de urgencias del MUSC, elhospital universitario de Carolina delSur. Estaba soltera y vivía sola; segúntodos los testigos, había desaparecidohacía nueve años de camino al trabajo.

Incluí esta información en mi carpetatitulada «Oak Grove».

Como me había alejado bastante dela investigación y, por lo tanto, deDevlin, veía las cosas con un poco másde perspectiva. Todo muy extraño. Elasesino seguía suelto, pero no habíaadvertido ningún comentario sospechosoen mi blog, y tampoco había visto unsedán negro merodeando por mi

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vecindario.A medida que pasaban los días me

fui tranquilizando. Además, no tenía másalternativa. La policía no podía estarvigilando mi casa las veinticuatro horasdel día, y yo no podía permitirmehibernar para siempre.

Tenía que pasar página, y punto.Durante los siguientes días estuve

trabajando en un pequeño cementeriosituado a unos setenta kilómetros alnorte de Charleston. Era un camposantorural, con lápidas sencillas y parcelasseparadas por vallas. Habían podadolos árboles para dejar que la luz del soliluminara todo el terreno. Los recuerdospersonales que decoraban las tumbas,como muñecas, juguetes, fotografías

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enmarcadas o pedazos de joyería barata,me enternecían.

Las muñecas me recordaron a Devlin,que había dejado ese mismo recuerdosobre la tumba de su hija.

Un día, a última hora de la tarde, mepuse a pensar en esa muñeca, y enDevlin, y noté un escalofrío que merecorrió la espalda. Enseguida supe quealguien me estaba observando.

Todavía faltaba un buen rato para queanocheciera, pero, aun así, escudriñé elpaisaje. Al no captar ningúnmovimiento, ni ver una figura oscuravagando por el bosque, alcé la cabeza ypeiné el horizonte.

Y al fin lo vi, justo debajo de unroble, entre las sombras más oscuras.

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Inmovilizada, le observé por encima delas lápidas.

Después dejé el cepillo a un lado, mequité los guantes y me acerqué a él.

Estaba igual que la última vez que levi. Tan apuesto y precavido comosiempre. Aquel día llevaba gafas de sol,así que no pude estudiar su mirada.

Fue un momento incómodo. Aunqueestábamos solos en aquel paraje taninhóspito y la casa más cercana sehallaba a un par de kilómetros, no measusté. Devlin parecía convencido deque Tom Gerrity no era el asesino. Yconfiaba en su buen juicio. De quien nome fiaba era de Gerrity. Había algo enél que me ponía los pelos de punta.Quería algo. Y la intuición me decía que

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tardaría bastante tiempo en descubrircuál era su verdadero objetivo.

Cuando por fin llegué hasta él, fruncíel ceño.

—¿Qué hace aquí?—He venido a verla.Miré a mi alrededor.—No veo ningún coche. ¿Cómo ha

llegado?—He aparcado en la carretera y he

venido caminando. Hay una señalcolgada en la puerta principal queprohíbe la entrada a los coches. Fuiagente de policía, no quería saltarme lasnormas.

¿Por qué no le creía?Entorné los ojos y eché un vistazo a

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la carretera. Justo más allá de la puertadistinguí el brillo cromado del vehículo.Miré a Gerrity a los ojos.

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?—Ha subido algunas fotografías a su

blog. Reconocí el lugar de inmediato.Conozco a alguien que está enterradoaquí.

Empecé a hacerle una serie depreguntas al respecto. Pero… ¿cuántotiempo llevaba consultando mi blog?¿Era uno de mis seguidores? ¿Tendría unnombre de usuario?

Contempló el cementerio.—Ya era hora de que le hicieran un

lavado de cara a este lugar.—Así pues, ¿conocía a alguien que

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está enterrado aquí?—Un agente. Fue asesinado estando

de servicio. Aquel caso nunca llegó aresolverse.

Devlin me había comentado que unagente murió por culpa de Gerrity.

—Si me dice el nombre, le prometoque tendré especial cuidado de sutumba.

—Fremont —dijo—. RobertFremont.

Aquel nombre me produjoescalofríos. Tuve una especie de déjàvu. Me sonaba de algo…

Notaba la mirada de Gerrity clavadaen mí, pero había algo más. No supeexplicarlo, pero me daba la sensación

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de que alguien había derribado un muroentre nosotros, y no estaba tan segura deque eso fuera bueno.

—¿Qué quiere de mí? —pregunté envoz baja.

—Su ayuda.—¿Por qué yo?—No hay nadie más que pueda

ayudarme, Amelia.Me estremecí de nuevo y aparté la

mirada.—Si se trata de Devlin…—No, no es él. Es Ethan Shaw.Alcé las cejas, sorprendida.—¿Ethan?—Necesito saber qué ha averiguado

respecto al esqueleto que encontraron en

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la sala subterránea de Oak Grove.—¿Y por qué no va usted mismo a

hablar con él?—No querrá verme.Me crucé de brazos.—Deje que lo adivine. No se llevan

bien.Gerrity encogió los hombros.—No es eso, pero desde que dejé el

cuerpo no me resulta fácil averiguarciertas cosas.

—Y a mí tampoco. ¿Qué le hacepensar que me dará esa información?

—¿Y qué le hace pensar a usted queno lo hará? —replicó.

Dejé escapar un suspiro exasperado ycontinué:

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—Esto es ridículo. ¿Qué interés tieneen ese esqueleto? Pensé que la madre deHannah Fischer le había contratado.Ahora que ya se ha identificado elcadáver, ¿qué más quiere?

—Justicia, por encima de todo —contestó—. Y, de una forma u otra, estoydispuesto a hacer lo necesario para quese haga justicia.

Una alarma se disparó en mi interior.—¿De qué esta hablando?—Vaya a ver a Ethan Shaw. Todo

está ahí.—¿El qué? ¡Oiga!Se me ocurrieron un millón de

preguntas, pero no lo detuve. Alcontrario, deseaba que se marchara y se

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llevara consigo aquellas malasvibraciones.

Al cabo de poco, lo vi desaparecertras las puertas del cementerio, pero miinquietud duró varias horas.

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Capítulo 35

Aunque hubiera querido, no habríapodido ir a ver a Ethan esa misma tarde.De camino a casa, la tía Lynrose mellamó para decirme que habíanhospitalizado a mi madre en el MUSC,donde Jane Rice, una de las víctimas,había trabajado. Una mañana, se habíalevantado para ir a trabajar, y no habíavuelto.

Aquello no tenía nada que ver con mimadre, pero esa mera coincidenciasirvió para que casi me dejara llevarpor el pánico.

Paré un momento en casa para darme

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una ducha rápida y cambiarme de ropa.Después recorrí la avenida Rutledge.Tras aparcar el coche, me dirigí hacia elgigantesco edificio de ladrillo y cristalque albergaba el hospital principal.

Cuando por fin encontré el ala y elpiso correctos, mi madre estabarecibiendo la visita del médico, demodo que tuve que esperar en elvestíbulo con mi tía, que se negaba acontarme nada.

—Se va a poner bien —me asegurabaLynrose mientras se balanceaba haciadelante y atrás en la sala de espera—.Pero es ella quien debe contártelo.

Cuando por fin nos permitieronentrar, me imaginaba lo peor.Reconozco que me quedé un tanto

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sorprendida. Su aspecto era mejor queel de la última vez que la había visto.Tenía buen color, y parecía fuerte ydespierta. Me incliné para darle unfuerte abrazo y un beso, y después meacomodé a los pies de la cama. Lynrosecolocó una silla junto al lecho. Duranteun momento, las tres nos quedamos ensilencio.

No quería presionar a mi madre, perono pude soportar aquel silencio ni unminuto más.

—Mamá…—Tengo cáncer —dijo.Casi de forma automática, los ojos se

me llenaron de lágrimas.Le cogí la mano y la estreché con

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ternura.—Es cáncer de pecho —continuó—.

Han detectado un tumor en la últimamamografía.

—El médico ha dicho que puedetratarse —añadió Lynrose—. Nos haasegurado que tiene motivos suficientespara mostrarse optimista. Cree que serecuperará.

—Eso no es exactamente lo que hadicho —la corrigió mi madre—. Eldiagnóstico es favorable, pero el estadodel tumor es avanzado, así que puedeextenderse muy rápido. Por eso debosometerme a un tratamiento agresivo yser realista sobre mis posibilidades.

Era como si alguien me hubieraclavado un cuchillo en el corazón.

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Tragué saliva y procuré controlar misemociones.

—¿Y qué hacemos? ¿Cuál es elsiguiente paso?

—Entro en quirófano a primera horade la mañana.

—¿Tan pronto?Me acarició la mano.—No es tan pronto. Hace tiempo que

lo sé.—¿Desde cuándo lo sabes?Y entonces se me iluminó una

bombilla.—Por eso viniste a Charleston para

celebrar tu cumpleaños. Entonces ya losabías. ¿Por qué no me lo contaste?

—Nos lo estábamos pasando tan bien

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que no quise arruinar el momento. Ydespués… No quería que lo supierashasta que no quedara otro remedio.

—¿Por qué? Te habría apoyado entodo momento.

El silencio de mi madre fue como unapuñalada en la espalda.

—Lyn no se ha separado de mí. Meha cuidado mucho.

—Pero me habría gustado estarcontigo.

—No habrías podido hacer nada. Ytenías mucho trabajo.

—Pero, aun así…—Amelia —llamó la tía Lynrose.

Sacudió la cabeza y me quedé callada.Furiosa, me giré hacia la ventana y

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observé la puesta de sol sobre el ríoAshley.

—Espero volver a casa dentro de unpar de días —dijo mi madre conaparente alegría—. Estará toda lahabitación llena de tubos y gasas…, unincordio, la verdad. No quiero quetengas que lidiar con todo eso. Y porsupuesto, la quimio…

No podía creer que mi madre hablarasobre ese tema tan escabroso con talnormalidad. Siempre la habíaconsiderado una persona frágil, pero supragmatismo me dejó estupefacta. Leesperaba una cirugía complicada,semanas de quimioterapia, y su mayorpreocupación era que yo no lidiara contubos y gasas.

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Hasta entonces, la tía Lynrose sehabía mantenido muy entera, pero en esemomento la veía sollozar y secarse laslágrimas con un pañuelo de lino.

—Lyn, por el amor de dios —laregañó mi madre.

—Lo sé, lo sé. Ya he visto lapelícula Magnolias de acero. Pero tupelo, Etta. Vas a perder esa magníficacabellera.

—Es solo pelo —espetó mi madre—.Quizá después me crezca rizado. ¿Nocreéis que me lo merezco después deldinero que me he gastado enpermanentes?

Decidí reprimir el llanto. Le ahuequélos cojines, le serví un vaso de agua y,cuando no tuve nada más con que

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entretenerme, se lo pregunté:—¿Dónde está padre?—Es un hombre y, como tal, un inútil

en una situación como esta —dijo mi tía,que, por lo que sabía, nunca habíamantenido una relación seria con nadieen su vida, y mucho menos con unmarido.

—Ha venido antes —aclaró mimadre—. Ha salido a tomar el aire.Nunca ha soportado los espacioscerrados.

—¿De veras? No lo sabía.—Hay muchas cosas que no sabes

sobre tu padre —murmuró. Había unanota de misterio en su voz que me hizomirarla a los ojos y estudiar su

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expresión.—Etta, no sé si es el momento más

apropiado…—Cállate, Lyn. Esto es entre mi hija

y yo. Es posible que no sobreviva a laoperación.

Y al ver que mi tía y yo nosdisponíamos a protestar, levantó unamano para frenarnos.

—Es una posibilidad muy remota,pero… hay algo que debes saber sobreCaleb…

Lynrose cerró el pico y sacó unasagujas y un par de ovillos de lana. Bajóla cabeza y se concentró en su labor,pero sabía que no nos quitaría ojo deencima. Sentía la tensión que emanaba

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su cuerpo.—Mamá, ¿qué pasa? —murmuré.¿Sabía que mi padre veía fantasmas?

¿Habría descubierto mi secreto también?Vaciló y, por primera vez desde que

había llegado, vi un resquicio de lamujer delicada y melancólica que nosolo me había adoptado, sino que mehabía criado y querido como a su propiahija. La misma mujer que nunca mehabía dejado conocerla a fondo.

El continuo chasquido de las agujasde mi tía era el único sonido que rompíael silencio. No sabía si estaba tejiendo,o si lo fingía para estar ocupada.

—Tu padre…Me incliné hacia ella, y creo que mi

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tía también.—¿Sí?—Tu padre… —repitió. Parpadeó

varias veces y se quedó con la miradaperdida.

Entonces, vi a mi padre en el umbral.Permaneció ahí unos segundos, con elrostro desencajado y agotado. Sinmediar más palabra, regresó al pasillo.

Di la vuelta a la camilla para estarmás cerca de mi madre.

—¿Por qué no ha querido entrar?—Supongo que prefiere que pasemos

tiempo juntas.—No te pongas tan dramática —

supliqué, pensando en Devlin y en susdespedidas fallidas.

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—No era mi intención.—Mamá, cuéntamelo.Intercambió una mirada con su

hermana.—Tu padre es un hombre complicado

con un pasado igual de complicado —sentenció Lynrose—. Dejémoslo ahí.

—¿Un pasado complicado? —lepregunté a mi madre—. ¿Qué significaeso?

Era evidente que estaba librando unabatalla interna. No sabía hasta dóndecontarme, y esa indecisión la estabaconsumiendo. Cerró los ojos y suspiró.

—Lo único que debes saber es que tequiere. Más que a nada en este mundo,incluso más que a mí.

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Pero eso no era lo que habíapretendido desvelarme. La conocía losuficiente como para saberlo.

—Mamá…—Estoy cansada. Necesito dormir un

poco.—Será lo mejor —murmuró Lynrose.Lo último que quería era disgustarla

en la víspera de la operación, así quedejé correr el tema. Tras un rato, melevanté y salí de la habitación ahurtadillas, dejando a mi madre y a mitía cuchicheando, tal y como solíanhacer en el porche de casa.

Cuando salí al pasillo, mi padre yano estaba allí.

Dos días más tarde, mi madre recibió

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el alta en el hospital. Mi intención eraquedarme en casa unos días,acompañando a mi madre en elpostoperatorio, pero mi tía y ellaconsiguieron engatusarme para queregresara a Charleston.

—Tienes asuntos de los queocuparte, y no es necesario que pasesapuros económicos por nuestra culpa.Además, otra cosa no, pero tengo tiempode sobra —insistió mi tía. Y mi madre,por supuesto, la respaldó.

La última noche que pasé allí, mipadre se fue de casa justo después decenar, así que decidí darme un paseohasta Rosehill para despedirme. Elsendero que conducía al cementerio olíaa rosas. Lo vi junto a los ángeles,

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esperando a que aquellos rostros fríoscobraran vida con la luz del atardecer.Después se dio media vuelta y echó unvistazo a la puerta. Sabía que estababuscando a aquel fantasma. A medidaque se acercaba el crepúsculo, crecía sumiedo.

—¿Lo has vuelto a ver, padre?Su respuesta me dejó helada.—Últimamente viene muy a menudo.—¿Qué quiere?Me miró con los ojos llenos de

lágrimas. Me sentí paralizada al verlollorar. Nunca había mostrado susemociones. Al igual que yo, vivía en supequeño mundo.

Y entonces me vino una idea a la

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cabeza. Me llevé una mano a la boca.—¿Crees que ha venido a por mamá?Cerró los ojos y se estremeció.—Ojalá lo supiera, cariño. Ojalá lo

supiera.

La vuelta a casa se me hizo eterna ysolitaria. Comprobé si tenía mensajes.Uno de Ethan, otro de Temple; sinnoticias de Devlin.

Ethan me había invitado a unapequeña reunión en el Instituto deEstudios Parapsicológicos deCharleston el viernes, para celebrar elsetenta cumpleaños de su padre.

Entré en mi casa, completamente aoscuras, y no pude evitar pensar en si mimadre seguiría con nosotros para su

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próximo cumpleaños.

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Capítulo 36

El día de la fiesta del doctor Shaw, medesperté aletargada y de mal humor. Nosabía si estaría incubando algo o si lapreocupación por el estado de salud demi madre me había pasado factura. Nofui capaz de trabajar más que unas pocashoras en el cementerio. Me sentía débil,sin fuerzas.

A media tarde di por finalizada mijornada laboral y me fui a casa. Mepreparé una bañera con agua biencaliente y un té vigorizante, pero seguíaigual. Rebusqué en el cajón de lasmedicinas algún tubo con pastillas de

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vitamina C y un comprimido deibuprofeno. Justo en el fondo del cajónencontré el paquete de Vida Eterna queme había regalado Essie.

«Lo cura too», había dicho. Según eldoctor Shaw, la planta de la que seextraían las hojas pertenecía a la familiade las margaritas, y producía el mismoefecto que un chute de vitaminas. Justolo que me había recetado el médico. Noesperaba que aquellas hierbas fueranmilagrosas, pero creía firmemente en elvalor medicinal de los remediosnaturales que durante tantos años sehabían utilizado.

Así que me preparé una infusión conesas hojas y me la llevé a la cama. Conla espalda apoyada sobre el cabezal, di

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un pequeño sorbo. Aquel té tenía unsabor dulce y amargo. Me gustó. Mebebí la mitad de la taza y la dejé sobrela mesita de noche. Me deslicé entre lassábanas y me sumí en un profundosueño.

Cuando volví a abrir los ojos, mesentía mucho mejor. O el té de VidaEterna había surtido efecto o,sencillamente, necesitaba una siestareparadora.

Mi habitación estaba a oscuras, asíque deduje que era de noche. Me quedéen la cama unos minutos más,regocijándome y disfrutando de mibienestar, y me terminé el té, que sehabía quedado frío. No podía permitirque se me volvieran a pegar las sábanas,

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así que me levanté, me puse un vestidonegro y llegué al Instituto de Estudios deParapsicología de Charleston un pocotarde.

El edificio estaba totalmenteiluminado y tenía las puertas abiertas depar en par. Fue como regresar al pasadoy contemplar aquella antiguaconstrucción en sus días de gloria, antesde que estallara la guerra civil. Cerrélos ojos e imaginé a una banda tocandoel violín. Incluso podía percibir el frufrúde las faldas deslizándose por la pistade baile.

La misma chica rubia me saludó en laentrada lateral y después desapareciópor un enorme pasadizo con mi regalo,una réplica del mazo de cartas del tarot

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Visconti-Sforza, del siglo XV, pintada amano. En cuanto entré a un majestuososalón repleto de personalidades quenunca antes había visto, mi primerimpulso fue dar media vuelta e irme pordonde había venido. Pero entonces vi aTemple charlando con alguien al otrolado de la sala que me saludaba con lamano.

—No sabía que vendrías —dije trasabrirme paso entre la multitud—. ¿Hasconducido hasta aquí solo para asistir ala fiesta?

—Bueno, tenía otros asuntos queatender en Charleston —respondió.Cogió una copa de champán de unabandeja y me la ofreció. No había vueltoa ver a Temple desde el día de la

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exhumación. Esa noche, parecía otra;llevaba un vestido plateado muyelegante que brillaba como mercuriolíquido.

Por fin su acompañante se dio lavuelta. Era Daniel Meakin.

—¿Te acuerdas de Daniel? —dijoTemple, sin disimular su desdén.

—Sí, por supuesto. Me alegro devolver a verle.

—Lo mismo digo —respondió, conuna cálida sonrisa—. Hace días que nola veo en la sala de archivos.

—Ahora que han aparcado larestauración de Oak Grove, no tengo querevisar la documentación. De hecho,estoy trabajando en otro cementerio.

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Daniel arrugó la frente.—Qué lástima. Tenía muchas

esperanzas puestas en esa restauración.¿Tiene idea de cuándo la reanudarán?

Pero antes de que pudiera responder,Temple me pellizcó en el brazo.

—¿Ya has visto a Rupert?—Acabo…, acabo de llegar.Temple lo sabía, pues me había visto

entrar. Me cogió del brazo y, sindemasiado disimulo, me arrastró conella.

—Deberíamos buscarle parafelicitarle. Me parece que le he vistoentrar a su despacho. ¿Nos perdonas,Daniel?

—Ah…, por supuesto —balbuceó, un

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tanto desolado.—Pensaba que no podría librarme de

él en toda la noche —murmuró Temple—. Lo he tenido pegado todo el tiempo.

—Chis, te va a oír.—Me da lo mismo. Ese tío me pone

los pelos de punta.—Para ya —la reprendí, y le eché

una última mirada a Daniel—. Pues a míme parece muy tierno. ¿Te has fijado encómo sostiene el brazo izquierdo? Lascicatrices deben de ser un incordioconstante.

—¿Cicatrices? —recalcó Temple—.¿Tiene más de una?

—Un día, en la sala de archivos, seagachó y se le subió la manga. Entonces

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me fijé en que tenía varias marcas enforma de cruz, como si hubiera intentadocortarse las venas varias veces. Laverdad es que, si lo piensas, es muytriste. ¿No tiene familia?

—No sé mucho de él, la verdad.Creo recordar que alguien mencionó quehabía estudiado en Emerson gracias aalgún familiar adinerado. Cuando estabaen la universidad no le presté muchaatención. Era un alumno que pasabadesapercibido.

Igual que yo, pensé.—¿Cómo es que no conociste a

Mariama en la universidad? —pregunté—. No creo que pasara desapercibida.Ni Devlin tampoco.

—¿Devlin estudió en Emerson?

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Supongo que iba a otro curso. No solíarelacionarme con alumnos de cursosinferiores. De hecho, ya en el penúltimoaño de universidad, tan solo salía concompañeros con quienes compartíaintereses.

—¿Como Camille?Temple cerró los ojos.—Todavía no me lo creo. Teníamos

nuestras diferencias, pero jamás lehabría deseado una muerte así.

—¿Cuándo la viste por última vez?Me miró molesta, casi ofendida.—Ah, no. Ni te atrevas. No pienso

someterme a tu interrogatorio estanoche. Estamos en una fiesta y, si no teimporta, no me apetece pensar en qué le

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ocurrió a la pobre Camille. Porque si…Temple enmudeció.Nos detuvimos al fondo del pasillo,

donde estaba el despacho del doctorShaw. Las puertas correderas no estabanajustadas. Oímos una fuerte discusión.Temple y yo intercambiamos unamirada. Pero antes de que pudiéramosmarcharnos de allí, Ethan corrió laspuertas y salió del despacho. Al vernos,se quedó helado.

—No sabía que estabais aquí.—Acabamos de llegar —respondió

Temple en voz baja.Su respuesta pareció tranquilizarlo.

Era obvio que su padre y él se habíanpeleado. Y Ethan no quería que nadie se

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enterara de sus riñas.—Hemos venido a desearle a Rupert

un feliz cumpleaños —añadió Temple.Ethan nos invitó a entrar.—Quizá vosotras podáis

convencerle. Se niega a salir de ahí y aunirse a la fiesta —dijo un tanto molesto—. Parece un niño pequeño.

—Haré lo que pueda.Temple entró en el despacho a

felicitar al doctor Shaw y yo me quedéen el pasillo para charlar con Ethan.

—¿Va todo bien? —pregunté.Parecía irritado.—Lleva varias semanas histérico.

Uno de sus antiguos asistentes va apublicar un libro. Ha utilizado parte de

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la investigación de mi padre y no le haotorgado el reconocimiento que merece.

—Eso debe de ser un golpe duro,sobre todo si el asistente le robó elmaterial.

—¿Cómo te has enterado? —mepreguntó Ethan, sorprendido.

—La última vez que vi a tu padre mecomentó que alguien le había robado eltrabajo de toda una vida.

—Sí, bueno, como te he dicho antes,está muy alterado. Quiere denunciarle,pero el proceso judicial es muy caro. Mipadre nunca se ha tenido que preocuparpor el dinero, así que está desesperado.Pero basta de este asunto —dijo, ydespués esbozó una sonrisa algo forzada—. ¿Cómo está tu madre?

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—De momento el tratamiento vabien, y ella está muy animada. Más queyo, de hecho, aunque hago lo que puedo.Por eso he venido a la fiesta. Pensé queme iría bien para despejarme un poco.

—Pareces más descansada que laúltima vez que te vi.

Traté de recordar cuándo fue: en OakGrove, horas antes de descubrir elcadáver de Camille, cuando me contó loque había pasado el día en que Mariamay Shani murieron. Más tarde, Devlin sehabía presentado en mi casa y me habíabesado, pero no quería pensar en eso.

Como las puertas del despachoestaban abiertas, varios de los invitadosse acercaron para felicitar al doctorShaw.

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—Debería saludarle.Ethan asintió con la cabeza.—No está de humor, pero estoy

seguro de que le hará ilusión verte.Sin embargo, el doctor Shaw estaba

perfectamente bien. Ni rastro delhombre desaliñado y preocupado porque estaba convencido de que alguien lehabía robado el trabajo de su vida.Quería preguntarle sobre el tema, peroera su cumpleaños y no deseabaarruinarle el día.

Me miró con aparente entusiasmomientras movía una copa de brandy encírculo.

—¿Cómo ha estado, Amelia?¿Alguna otra cosa que quiera contarme?

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—Por suerte, no. Nada de seres desombra ni vampiros psíquicos. Comodecirlo…, en lo que hace referencia aasuntos paranormales, he pasado unassemanas tranquilas, sin incidentes.

Un desconocido se acercó asaludarle; cuando el doctor Shaw alargóel brazo para estrecharle la mano, vi eldestello plateado de su anillo. Nuncahabía podido distinguir el símbolo,pero, después de ver el dibujo que habíatrazado Daniel Meakin, me resultó másque evidente que se trataba de unaserpiente enroscada alrededor de unagarra.

El mismo símbolo que Devlinllevaba colgado del cuello. Aparté lamirada del anillo y examiné las caras de

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los amigos del doctor Shaw. Eranhombres de todas las edades, vestidoscon trajes elegantes, cultos eintelectuales. La flor y nata de Emerson.Me pregunté cuántos de ellos lucían esemismo símbolo en secreto.

Murmuré una excusa y me escabullídel despacho. Mientras recorría elextenso pasillo, empecé a sentir unaextraña claustrofobia y me volvíparanoica. Ningún invitado teníamotivos para hacerme daño, pero nopodía quitarme de la cabeza laconclusión a la que había llegado eldoctor Shaw. El asesino estaba entrenosotros. Alguien de quien nosospecharíamos para nada…

Noté una mano desconocida sobre el

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hombro y pegué un brinco. Me llevé lamano al corazón para calmar los latidos.

—¡Ethan! Me has asustado.—Perdona —se disculpó—. No

estarás intentando escaquearte, ¿verdad?—Me temo que sí. Mañana tengo que

madrugar, o el calor del mediodíaacabará conmigo.

—Vaya, qué lástima. Pero loentiendo. A mí mañana también meespera un día muy largo.

Le miré con un interés descarado.—¿Estás trabajando en un nuevo

caso?—Sí. Hoy mismo han desenterrado

unos restos.—¿En Oak Grove? —pregunté, algo

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ansiosa.—No, no en Oak Grove. No hay

novedades en ese frente, por suerte.—Me preguntaba si… ¿Has podido

identificar el esqueleto que encontramosen el subterráneo? No ha salido nada enel periódico.

—Todavía no tenemos un nombre,pero he identificado algunascaracterísticas interesantes.

—¿Y cuáles son?Apoyó un hombro sobre la pared.—Depende de lo aprensiva que seas,

puedo proponerte algo mejor que eso.Hice una mueca.—Siempre y cuando no haya arañas,

por mí ningún problema.

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—Nada de arañas, lo prometo.Pásate por el depósito de cadáveres delMUSC mañana por la tarde y teenseñaré lo que he descubierto.

El depósito de cadáveres. Quizá síera un poco aprensiva después de todo.

—¿Me dejarán pasar?—Colaboras en el caso de Oak

Grove, ¿verdad? Al menos eso ponía enel periódico.

—Bueno, no exactamente, pero, máso menos…

—Bastará. Llámame cuando llegues ysaldré a buscarte. Hasta entonces… Sisigues empeñada en irte tan pronto,déjame al menos que te acompañe hastael coche. Hay algo que me gustaría

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comentarte.Entré en el gigantesco salón para

darle las buenas noches a Temple yvolví a reunirme con Ethan en la puerta.De camino al aparcamiento, me pareciópreocupado. Puede que todavíaestuviera disgustado por la discusiónque había tenido con su padre.

—¿De qué querías hablarme?—De John.No me lo esperaba. Solo oír su

nombre me dejó sin respiración.—¿Qué ocurre?Ethan se apoyó sobre la puerta del

coche y continuó.—¿Le has visto últimamente?—No, hace días que no le veo —

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contesté. No me había llamado, ni yotampoco a él. Me había convencido deque eso sería lo mejor.

—Tiene un aspecto horrible, Amelia.Creo que la investigación le estápasando factura. Además esta época delaño siempre es difícil para él. Se acercael aniversario.

Sentí un nudo en la garganta.—No lo sabía.—Probablemente por eso no has

sabido nada de él. La culpa… —murmuró, e hizo un gesto de impotenciacon la mano—. Pasa demasiado tiemposolo. Me preocupa, la verdad. Necesitasalir más.

Pensé en la voz femenina que había

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oído de fondo la noche en que hablamospor teléfono y me pregunté si Devlinsalía más de lo que su amigo creía. Perono quería restarle importancia al hechode que estuviera preocupado, sobre todoen ese momento, al ser consciente delsentimiento de culpabilidad quearrastraba.

—He intentado convencerle para queasistiera a la fiesta esta noche —continuó Ethan—, pero este es el últimolugar donde le apetecería estar.

—Por lo visto, el trabajo que serealiza aquí no merece su respeto —dijecon sumo cuidado.

—No solo eso. Aquí fue dondeconoció a Mariama.

—¿En el instituto?

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—Entonces no era el instituto, sinonuestro hogar. Mariama vivió connosotros durante un tiempo. Y John erapupilo de mi padre.

—¿Pupilo? —repetí, sin dar crédito alo que acababa de oír—. Es decir, ¿unprotégé? Pero si Devlin no cree en eltrabajo de tu padre.

—Ahora puede que no. Pero hubouna época en que John era uninvestigador ávido.

Me costaba creerlo.—¿Estamos hablando del mismo

hombre?—Así es.—¿Y qué ocurrió? Ahora desprecia

el instituto.

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Ethan se encogió de hombros.—Poco a poco, se fue distanciando,

como nos ocurrió a todos. Íbamos a launiversidad y queríamos forjarnos unacarrera profesional. La verdad es quenos lo tomábamos como un juego, salvomi padre, por supuesto —explicó.Distinguí un punto de amargura en suvoz, y recordé la discusión de hacíaunos minutos—. La noche después delaccidente, John vino aquí a ver a mipadre. Quería que le ayudara a contactarcon los espíritus de Mariama y Shani. Lesuplicó que abriera una puerta, parapoder cruzarla y verlas por última vez.

No podía concebir ese nivel dedesesperación. Con solo pensarlo, se meencogía el corazón.

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—Eso es…—Lo sé. Imagino que el dolor le

volvió loco, y tocó fondo. Se convirtióen un hombre violento, descontrolado.Le dijo a mi padre que era un farsante, ycosas peores. Mi padre se vio tanapurado que a punto estuvo de pedirayuda, pero al final John se marchó. Fueentonces cuando desapareció. Nadiesabía adónde había ido. Todos nostemimos lo peor. Después empezaron acorrer esos rumores que aseguraban queestaba internado en un manicomioprivado. Seguramente solo fueronhabladurías. A la gente le encantaexagerar las cosas. Pero John volviórenovado. Pensé que se habíarecuperado, pero, ayer, cuando lo vi…

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—dijo con preocupación—. Es esa casa,seguro.

—¿Qué casa?—La de Mariama. Poco después del

accidente, John alquiló un apartamentoen la isla Sullivan, pero no quisodeshacerse de su casa. Es unimpresionante edificio de estilo reinaAna, justo al lado de Beaufain. AMariama le fascinaba. Pasé por delantehace poco. El jardín estaba cuidado yalguien le había dado una mano depintura azul al porche. Creo que se hamudado allí.

—Quizá piense que está preparadopara volver a casa.

—Quizá —susurró Ethan, pero noparecía del todo convencido.

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—¿Por qué me cuentas todo esto?—La verdad es que no lo sé, pero

pensé que… Toma —dijo, y me entregóun trozo de papel—. Esta es ladirección, por si te apetece ir.

No me apetecía. Me repetí una y milveces que iría directa a casa. Puede queme preparara otra taza de la infusión deEssie y me metiera en la cama. Meesperaba un largo día de trabajo en elcementerio y necesitaba descansar.

Y creo que lo hubiera hecho si nohubiera visto a Devlin salir del local dequiromancia que había al otro lado de lacalle.

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Capítulo 37

Acababa de salir del aparcamiento delinstituto. Justo cuando iba a girar haciala calle, le vi en el porche de MadameSabiduría.

Devlin y una mujer, deduje que era laquiromántica, habían salido del local.No podía apreciar sus rasgos en laoscuridad del coche, pero intuí que eramuy atractiva. Lo supe por cómoandaba, por cómo se movía. Las mujereshermosas tienen un algo que lasdistingue del resto. Temple y Camilletambién lo tenían. Incluso el fantasma deMariama lo tenía.

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Por lo visto, Devlin se disponía amarcharse, pero la mujer le tocó elhombro para que se girara. No habíanada particularmente sexual en su modode tratar con él, pero por cómo lemiraba y cómo le rozaba los brazos seentreveía que había cierta intimidad.Tenía la ventanilla bajada, pero no logréoír ni una palabra de su conversación.

No me sentía orgullosa de escuchar ahurtadillas su conversación, ni tampocode seguir el coche de Devlin. Lo hice sinpensarlo dos veces. No sé en qué estaríapensando. No me habían educado así. Enmi casa me habían enseñado que ladiscreción y el decoro eran dos valoresque iban cogidos de la mano. Derepente, imaginé a mi madre

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avergonzándose por mi comportamiento.Escuchar conversaciones privadas.Seguir a un hombre sin suconsentimiento ni permiso. Sureprobación imaginaria me apenaba,pero no bastó para detenerme.

No tenía la menor idea de cómoseguir el rastro de alguien, mucho menosde un agente, sin ser descubierta, pero elinstinto me decía que mantuviera unadistancia prudente. No había muchotráfico, así que dejé un espacio de casiuna manzana entre nosotros. Estaba tanlejos que temía perderle si dabademasiadas vueltas.

Sin embargo, gracias a Ethan,presentía hacia dónde se dirigía Devlin.De la avenida Rutledge, giró hacia la

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derecha, en dirección a Beaufain, ydespués hacia la izquierda, por una callelateral. Crucé la intersección y giré en lasiguiente rotonda. Quería darle tiempo aque aparcara y entrara en casa.

Encendí la luz interior del coche ycomprobé la nota de Ethan. Despuésrecorrí la calle muy lentamente,buscando una preciosa casa de estiloreina Ana con un porche azul y un jardínbien cuidado. Cuando la localicé, mefijé en que las ventanas estaban cerradasa cal y canto. Además, no veía el cochede Devlin por ninguna parte. Supuse quehabría aparcado en la calle de atrás, oque me había visto por el espejoretrovisor y había decidido seguirconduciendo.

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Eché un vistazo a mi espejoretrovisor para asegurarme de que noestaba detrás de mí.

No vi nada. Todo despejado.Y ahora, ¿qué?Aparqué el coche en la curva, apagué

el motor y las luces, y me quedé ahísentada, cavilando. ¿Por qué había idohasta allí? Quería echarle la culpa de miimpulso al té de Essie, o a la copa dechampán que me había tomado en lafiesta del doctor Shaw. No estabaactuando como la mujer que siemprehabía vivido ciñéndose a una serie denormas estrictas. Contemplé mi reflejoen la ventanilla del coche y pensé: «Nosoy yo. Tiene mis ojos, mi nariz, miboca, pero no soy yo. Es una criatura

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insensata y extraña que no sé quién es».—Vete a casa, Amelia —dije en voz

alta. Tal vez escuchar mi propia voz meconvencería. A casa, a mi vacío yagradable santuario donde estaríaprotegida de los fantasmas, donde meregía según las advertencias de mipadre.

Pero no encendí el motor, ni apreté elacelerador ni me fui a casa. En lugar deeso, me quedé ahí sentada un rato más.Y después salí del coche.

Crucé la calle. Cuando alcancé lospeldaños del porche, miré al cielo. Laluna se escondía tras las nubes y notabaalgo extraño en el aire. Se acercaba unatormenta. La temperatura descendió enpicado y noté un escalofrío por la

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espalda. Y entonces, en un arrebato deemoción, levanté los brazos y dejé queel viento me azotara.

Fue un momento muy liberador, comosi me hubiera desatado de unas atadurasinvisibles. Y entonces me giré hacia esacasa, la casa de Mariama, y noté quealgo muy tenebroso fluía por mis venas.Había alguien tras un ventanal. Unasombra que se desvaneció en cuanto lavi.

Me temblaba todo el cuerpo. Llamé ala puerta, pero estaba entreabierta. Consuma cautela, entré.

—¿Devlin?Tardé unos instantes en

acostumbrarme a la oscuridad. Justoante mí se alzaba una elegante escalinata

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en curva que conducía al segundo piso.Tras la escalera se extendía un largopasillo que recorría toda la casa. A miderecha, vi un vestíbulo espeluznante.

Atravesé la entrada arqueada y mepermití contemplar los muebles de lacasa. Eran antiguos, incluso pasados demoda, así que deduje que no había sidoDevlin quien se había encargado de ladecoración. Me quedé de piedra cuandoadvertí el imponente retrato deMariama, apoyado sobre la repisa de lachimenea. Olía a salvia y hierbaluisa,igual que la casa de Essie, pero distinguíun trasfondo rancio de polvo, abandonoy desconsuelo atroz.

La luz de la luna se colaba por elgigantesco ventanal. Por un momento,

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creí ver a Shani vigilándome desde eljardín. Buscaba a Devlin. Esperaba queregresara y se despidiera.

La veía diminuta y luminiscente. Laobservé con detenimiento, y después seesfumó.

La mano de pintura azul que habíanaplicado sobre el porche no habíaalejado a los fantasmas. El frío gélidode su presencia me rodeaba. No meacompañaban los fantasmas de Shani yMariama, sino los de otra vida, los deuna familia feliz. El fantasma delhombre que un día Devlin había sido.

Retrocedí hacia el vestíbulo. Derepente, advertí una luz parpadeante enel segundo piso. Pude oír una melodíaexótica y tribal. Un tamborileo que

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desataba mis instintos más primitivos.Con suma lentitud, subí los peldaños

sin dejar de llamar a Devlin. Percibí elroce de algo frío, una suave caricia deun vestido de seda, y de inmediato supeque era ella. Había un espejo colgado enla pared y, cuando pasé por delante,vislumbré mi reflejo. Aunque esta vez…no vi mis ojos, ni mi nariz, ni mi boca.Habría jurado que era Mariama,observándome desde el cristal. Pero lailusión fue tan fugaz que un segundo mástarde me reconocí. Con los ojos comoplatos, la tez pecosa y el cabellorecogido en una coleta despeinada.Nada más lejos de la imagen de unamujer seductora.

Y, sin embargo, a medida que me

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acercaba al segundo piso, me sentía másatrevida, más libre. Cuando alcancé elúltimo peldaño, me solté la coleta y mesacudí la melena. Eché la cabeza haciaatrás y empecé a contonearme al ritmode la música.

El sonido provenía de la habitaciónque había al fondo del pasillo. La puertaestaba abierta y el ritmo parecíaintensificarse a medida que meaproximaba.

El cuarto estaba iluminado por lasuave luz de las velas. Era comoadentrarse en un sueño ajeno. La brisaque entraba por las puertas del balcónhacía vibrar las diminutas llamas yremovía la tela sedosa que envolvía ellecho. La pared estaba decorada con

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multitud de máscaras africanas, cuyosojos vacíos parecían observarmemientras cruzaba la estancia.

Devlin estaba en el pequeño balcón,contemplando el jardín. Tenía la camisadesabrochada. Cuando se giró, noté unapresencia fría que se deslizaba entrenosotros.

Sentí su roce, su gélido aliento y meestremecí. Pero no estaba asustada, locual era extraño, porque allí, en su casa,su espíritu tendría más fuerza, máspoder. Ya había visto de lo que eracapaz y, sin embargo… No estabaasustada.

Clavé la mirada en Devlin, y unaoleada de calor me recorrió el cuerpo.Él sintió lo mismo. Se le encendieron

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los ojos y se quedó inmóvil.Nos mantuvimos así segundos.

Minutos.Y entonces Devlin se acercó y

susurró:—Sabía que vendrías.Pero no estaba segura de que se

refiriera a mí.Alargué el brazo y acaricié el

medallón de plata con la punta de losdedos. Un símbolo de su enigmáticopasado, el talismán de todos sussecretos. El metal estaba frío, peropercibí el calor que emanaba de su piel.Sin duda, ese ardor que tanto mecautivaba tendría el mismo efecto en susfantasmas.

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Me puse de puntillas y le ofrecí miboca. La besó con un profundo gemido yme sostuvo entre sus brazos. Aquelabrazo salvaje me resultó familiar a lavez que desconocido, desesperado y,sobre todo, controlado.

Sabía a whisky, a tentación y a misfantasías más oscuras. Quería oírlepronunciar mi nombre con ese acento tanseductor y decadente. Ansiaba lamercada centímetro de su piel, besarle layugular para notarle el pulso y unirnuestros cuerpos para que nada pudierainterponerse entre ellos. Ni el tiempo, nila distancia, ni siquiera la muerte.

Me empujó contra la pared y medespojó de toda la ropa allí mismo, enel balcón, mientras una vocecita en mi

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cabeza me decía: «Esta no eres tú,Amelia. No eres tú».

Pero sí lo era. Mías eran las manosque le arrancaron la camisa, la boca quese abría para atrapar la suya y ladecisión de desobedecer las normas quehasta ese momento habían dominado mivida.

Le rodeé las caderas con las piernas.Embriagada de deseo, eché la cabezaatrás para mostrarle el cuello. Medevor ó con avidez, mordiéndome ychupándome la piel de la garganta paraaliviar el dolor con su lengua.

Entreabrí los ojos y vislumbré unmovimiento en el jardín. Cuando volví amirar, tan solo vi hojas agitadas por elviento.

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Y entonces Devlin me arrastró haciala habitación y me olvidé de todo. Elaire gélido nos acompañó hasta la cama,acariciando nuestra piel desnuda. Sentíaun curioso hormigueo en cadaterminación nerviosa.

Tumbada en la cama, me fijé en elespejo del vestidor de Mariama,ovalado y un tanto recargado deflorituras. Devlin se inclinó sobre mí y,bajo la luz de las velas, distinguí cadamúsculo de su espalda. Tenía la extrañasensación de estar fuera de mi cuerpo,de estar presenciando algo prohibido, unpeligroso tabú.

Me escapé de su abrazo y, cuando sedio la vuelta, le empotré contra la pared.Mientras le besaba el pecho le quité el

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cinturón y le bajé la bragueta. Ledediqué una buena sonrisa y me puse derodillas. Entonces le ofrecí un placerque, hasta entonces, nunca pensé quesería capaz de dar a un hombre. Seestremeció y, cuando noté que estaba alborde del orgasmo, me aparté para echarun vistazo al espejo. Mi sonrisa eraastuta, lasciva. La invitación de unaseductora.

Me levanté y acerqué los labios aloído.

—Nunca te abandonaré —susurré,pero no sabía de dónde habían salidoesas palabras.

A Devlin le ardían los ojos. Antes deque pudiera alejarme, me cogió por labarbilla y me levantó la cara para

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estudiar mi expresión.—Amelia —dijo, aunque sonó más

bien como una pregunta.El sonido de mi nombre me hizo

estremecer.—Sí, sí, sí —jadeé, y enrollé los

brazos alrededor de su cuello. Ansiabasus besos, así que le empujé haciaabajo.

El viento que se colaba por la puertaapagó todas las velas y agitó las cortinasde seda. Devlin me penetró con lamirada durante un buen rato y murmuróalgo lascivo. Después me cogió envolandas y me llevó hasta la cama. Latela se sentía fría y, antes de que pudierarecuperar el aliento, nos deslizamoshacia un mundo oscuro y lujurioso. El

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mundo de Devlin.El mundo de Mariama.De la música que sonaba tan solo oía

los redobles. Aquel sonido primitivoresonaba en mis oídos.

Dejé caer los brazos por encima demi cabeza. Devlin me sujetó por lasmuñecas y empezó a besarme por todoel cuerpo. Besos largos, ardientes yfuera de control que me hicierontemblar. Que me hicieron suplicar.Cerré los ojos y gemí de placer cuandome acarició el vientre con los labios yempezó a bajar suavemente.

No me había cambiado de postura,pero, de repente, los dedos que mesujetaban las muñecas se enfriaron.Procuré moverme, pero no podía. Algo

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me mantenía clavada en la camamientras sentía la lengua de Devlinrozándome el interior del muslo.

Me retorcí e intenté soltarme. Tratéde llamarle por su nombre.

Devlin me levantó las caderas parapenetrarme con su lengua y, en el mismoinstante en que sentí un placer candenteen mi interior, la oí reírse.

Poco a poco, abrí los ojos.Un fantasma se cernía sobre la cama.

Me observaba con ojos ardientes y unasonrisa espantosa.

Procuré no reaccionar, pero ¿cómono hacerlo?

Logré deshacerme de aquel extrañopoder que me agarraba las manos e

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intenté apartar a Devlin. Al notar mireticencia, alzó la cara y me miró condeseo.

—¿Qué ocurre?Estábamos rodeados. La habitación

se había llenado de espíritus hechizadospor el calor y la energía que desprendíanuestra encuentro sexual. Atraídos por elacto más fundamental de la vida…, poraquello que jamás podrían volver aexperimentar. Nos observabanhambrientos, llenos de deseo. Nosmiraban con lujuria desde los rinconesmás oscuros. Se asomaban comogárgolas desde los pilares de la cama.Todos se tocaban las partes diáfanas delcuerpo en una parodia grotesca.

Solté un grito de pavor. Devlin se

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recostó a mi lado.—¿Amelia? ¿Qué ocurre? ¿Te he

hecho daño? ¿Te he asustado?Por supuesto, él ni siquiera intuía que

estábamos acompañados. ¿Cómo eraposible que no notara el frío húmedoque nos rodeaba? ¿El mal que arrastrabala brisa?

Al otro lado de la habitaciónreconocí a la entidad que había visto enel jardín, en Rapture. Se habíadesplomado sobre una silla. Llevabaunos grilletes: uno, cerrado; el otro,colgando, abierto. Levantó la esposa quetenía libre y se la colocó delante del ojoizquierdo para mirarme a través delagujero.

Devlin me acarició el hombro, pero

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ese dulce gesto tan solo me produjorechazo.

—Yo… tengo que irme.—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?Me deslicé en la cama y recogí mi

ropa.—Me… —vacilé. En mi cabeza

resonó una sola palabra: «acechan»—.¡Tengo que irme!

Sin pensármelo dos veces, me fuicorriendo de aquella habitación, sinhacer caso a la voz de Devlin:

—¡Amelia!Incluso días después, cuando

intentaba acordarme de aquella noche,no recordaba haberme vestido ni habersalido de aquella casa. Quizá, si no

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hubiera huido despavorida ytraumatizada, hubiera reparado en lasombra que me espiaba desde el balcón.Puede que incluso hubiera reconocidoaquel rostro perturbado que no mequitaba el ojo de encima.

Asimismo, también se habían borradolos recuerdos de cómo había llegado acasa. No me cabía la menor duda de quehabía conducido como alma que lleva eldiablo. Cuando Devlin llamó a mipuerta, ya estaba encerrada en mipequeño santuario.

Empezó a aporrearla mientras gritabami nombre, pero no le dejé entrar. Metumbé en el suelo y me abracé laspiernas. No dejaba de tiritar. Y entoncesla advertencia de mi padre retumbó en

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mi cabeza. «Y procura no dejarlosentrar. Una vez que abras esa puerta…no podrás cerrarla.»

—Padre —musité—, ¿qué he hecho?

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Capítulo 38

El timbre del teléfono me despertó.Hacía una mañana radiante. Estaba enmi habitación, pero no tenía ni idea decómo había llegado hasta allí. Losdetalles de la noche anterior seguíansiendo borrosos. Y algo me decía queera mejor así.

Me tapé la cara con las sábanas y lacolcha con la esperanza de que quien mellamara se rindiera y colgara el teléfono.Todavía no estaba de humor paraenfrentarme a la realidad. Preferíaquedarme allí, ajena al mundo, un ratomás. Pero, poco a poco, la realidad se

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fue haciendo patente, y empecé asentirme sola y asustada.

No tenía a nadie con quien hablar, aquien recurrir si tenía un problema. Nopodía contárselo a mi padre. Nosoportaría decepcionarle. Tampocopodía explicárselo a Devlin, porque, pormucho que me esforzara, no meentendería.

Había pasado la noche en el porche,a escasos centímetros de mí. Aunque,para lo que había servido, podría haberestado a un millón de kilómetros y nohabría notado la diferencia. No podíaabrirle la puerta. Los imaginaba ahífuera, vigilando como buitres.

Mientras permaneciera en misantuario, no podrían tocarme. Mientras

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me mantuviera alejada de Devlin, no meacecharían.

O eso me dije. Pero no podría estarsegura de ello hasta el anochecer.

Cuando el sol brillaba con toda sufuerza, por fin se marchó, llevándose alos fantasmas consigo. Por lo visto, melas había ingeniado para ponerme en piey llegar a la habitación. Una vez allí, mehabía dejado caer sobre la camacompletamente vestida. No recordabahaberme quedado dormida, pero sinduda había disfrutado de un sueñoprofundo, pues sentía esa sensación deresaca perezosa que suele seguir a unabuena siesta.

Me habría encantado volver aconciliar el sueño, pero no podía

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permitirme el lujo de perder el díadurmiendo. Tenía trabajo que hacer,asuntos de los que ocuparme. La vidacontinuaba, tanto para mí como paraDevlin…, pero por separado. A menosque hallara un modo de apartar a susfantasmas.

Pero incluso allí, en mi santuario, nome sentía a salvo. Al menos no deDevlin.

El teléfono volvió a sonar. Esta vezcontesté la llamada, pensando que quizáfuera él, aunque no habría sabido quédecirle. Todavía no estaba lista paraenfrentarme a él. Eso era lo único quesabía.

—¿Hola?—¿Amelia? Soy Ethan. ¿Te has

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olvidado de nuestra cita?Me senté.—¿Nuestra cita?—Habíamos quedado que pasarías

por el depósito. A no ser que hayascambiado de opinión.

Me acaricié la sien con los dedos.—Hablamos sobre eso anoche,

¿verdad? ¿En la fiesta de tu padre?—Sí. ¿Estás bien?—Un poco atontada. He dormido

demasiado.Se hizo una pausa.—¿Demasiado? Son casi las dos de

la tarde.Eché un fugaz vistazo al reloj.

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—Es imposible.Pero no, sí que era posible. Eso

decía el reloj con sus números deesmalte azul.

—¿Estás segura de que estás bien?—insistió Ethan, que parecíapreocupado.

—Dame un minuto para arreglarme.Por descontado, iba a necesitar

mucho más de un minuto, pero metranquilicé al saber que tendría la menteocupada con otras cosas que no fueranfantasmas. O Devlin. De repente, sentí eldeseo irreprimible de salir de casa yrodearme de personas. No es que unamorgue fuera la mejor opción, pero yahabía quedado con Ethan y sentíacuriosidad por los restos del esqueleto

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que habíamos encontrado en aquellahabitación.

—Llegaré dentro de veinte minutos.—Pégame un toque cuando estés aquí

y saldré a buscarte. Y…, ¿Amelia?—¿Sí?Otra pausa.—Nada. Hasta luego.Un solo pensamiento me rondaba la

cabeza cuando colgué el teléfono. ¿Decuánto tiempo disponía hasta elcrepúsculo?

Ethan salió del MUSC a recibirme.Subimos en ascensor y, durante todo eltrayecto hasta la morgue, no me quitóojo de encima. Mi aspecto debió de

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sorprenderle, pero Ethan era todo uncaballero, así que no se atrevió apreguntarme. Después de la ducha, mehabía mirado en el espejo paraconfirmar mis sospechas. Estabademacrada y con los ojos hundidos. Porlo visto, ya había adoptado la aparienciacadavérica de la gente que es acechadapor fantasmas.

—¿De veras consideras que estás dehumor para esto? —preguntó Ethanmientras avanzábamos por un estrechopasillo.

Solté la primera excusa que se meocurrió.

—Estoy un poco cansada, eso estodo. Nada grave.

—Si tienes el estómago revuelto, te

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advierto que este no es el mejor lugar…—murmuró.

—Tranquilo, estoy bien.Dos palabras que últimamente repetía

demasiado.Ethan empujó una puerta y entramos

en una sala en la que hacía muchísimofrío. De inmediato nos abrumó el oloracre del antiséptico que camuflaba laesencia putrefacta, y ligeramente dulce,de la muerte. Se me revolvieron lastripas cuando entramos en el vestuariopara ponernos los trajes de autopsia. Meentregó varias piezas de ropa quirúrgicay después me dejó a solas paracambiarme. Unos minutos más tardevino a buscarme y me llevó a la saladonde habían colocado los restos del

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esqueleto, sobre una mesa de acero.—Ahora mismo es solo un número —

informó Ethan—. Ni nombre ni cara,aunque sabemos algo de él.

—¿Él?—La forma de las caderas nos indica

que los restos pertenecen a un hombre.Las otras víctimas eran mujeres. El

patrón había cambiado, otra vez. Si esque había un patrón, claro.

—¿Has informado a Devlin sobreesto?

Ethan asintió.—Ya conoces a John. No es muy

expresivo.Me pareció extraño que incluso en un

lugar como el depósito de cadáveres me

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acompañara la presencia de Devlin.Mientras charlábamos, Ethan no dejó

de caminar alrededor de la mesa. Encambio, yo me quedé quieta dondeestaba, por miedo a que se merevolviera todavía más el estómago,aunque, a decir verdad, el olor erasoportable y los huesos parecían limpiosy desinfectados. Pero, aun así, eranrestos humanos.

—El cráneo apunta a que era de razablanca, de complexión fornida yachaparrada. Era joven, entre dieciochoy veinticinco años. Los huesos muestranque seguía creciendo —explicó mientrasseñalaba la clavícula—. Esasrugosidades pertenecen a un adultojoven. Si las tocas, lo notarás.

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—No, da lo mismo. Te creo.Esbozó una sonrisa.—Todavía tiene algunos dientes,

pero no en buenas condiciones. Nopodremos identificarle por esa vía.

—¿Cuánto tiempo pasó en aquellahabitación?

—A juzgar por la falta dearticulaciones y los mordiscos…

—¿Los qué?—Ratas —resumió—. Pueden llegar

a provocar muchos daños. He advertidomarcas de roedores en las costillas, lapelvis, los carpianos y losmetacarpianos —añadió. Despuésseñaló con la barbilla el esqueleto yprosiguió—: También hay un agujero en

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el cráneo, seguramente causado porroedores o insectos, y buena parte delhueso y del cartílago están podridas.Deduzco que debió de pasar unos diezaños allí abajo.

—¿Tanto tiempo?—Puede que más.Repasé los asesinatos mentalmente.

Afton Delacourt había fallecido hacíaquince años; ese desconocido, al menoshacía diez; Jane Rice, nueve años atrás;y Hannah Fischer y Camille Ashbyllevaban muertas tan solo unas semanas.

A primera vista, el asesino no seguíaun ritmo temporal regular. No había unpatrón claro en relación con las víctimaso los métodos que empleaba, aunque esevacío temporal podía deberse a que,

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fuera por la razón que fuera, no habíapodido asesinar durante un tiempo. Sinembargo, también cabía la posibilidadde que todavía no se hubierandescubierto todos los cadáveres.

—¿Crees que aparecerán máscuerpos?

—Eso es lo que opina John.—¿Y cómo encontrarlos? —murmuré

—. ¿Combinando la resistencia eléctricay la conductividad del terreno? ¿Con laayuda de un radar que penetre el suelo?Si tenemos que comprobar cada tumba,no acabaremos nunca.

—Imagino que lo más sencillo seríadar con el asesino —dijo Ethan.

Miré el esqueleto.

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—Debía tener familia, amigos.Seguro que hay alguien que lleva todoeste tiempo echándole de menos.

—Supongo.Estudié los restos. Sentía una gran

opresión en el pecho. El asesino lehabía abandonado en aquella sala paraque le olvidaran.

—Anoche me aseguraste que habíaisidentificado algunas característicasinteresantes.

—Así es. No puedo decirte quién es,pero sí cómo murió. Tiene el esternónperforado, y los cortes en las costillasindican heridas en ambos lados delpecho, y dos más en la nuca. En total,siete heridas profundas. Y podría habermás que penetraran el tejido sin tocar el

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hueso. Hubo ensañamiento, sin duda. —Al advertir mi mueca, se apresuró aañadir—: Deja que te comente otroshallazgos menos espantosos.

Asentí con la cabeza.Abrió una bolsa de plástico negra y

extrajo el contenido.—Me parece cuando menos

interesante que la ropa que encontramosjunto con los restos del cadáver sea laúnica pista para identificarle.

—¿De veras? Tan solo vi trocitos detela, poca cosa más.

—En el cadáver, sí, pero hallaronotros objetos cerca de la escena delcrimen: unos zapatos, un cinturón y, másimportante aún, una chaqueta deportiva

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de cuero. Las ratas se pusieron lasbotas, pero…

—Espera un segundo. —De repentetodo a mi alrededor empezó a darvueltas. Apoyé la mano en la pared parano perder el equilibrio—. ¿Has dichouna chaqueta deportiva?

—De color granate, con una letradorada, una V o una W —respondió. Meobservó con preocupación y despuéscerró la bolsa—. Vamos, salgamos deaquí. Te has puesto más blanca que esasábana.

De hecho, era una W dorada. Losabía porque había visto esa chaqueta enel fantasma que había advertidomerodeando por el jardín de Rapture, yotra vez anoche, cuando le había pillado

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observándome con lascivia por elagujero de las esposas que colgaban desu muñeca.

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Capítulo 39

Una simple búsqueda en Google mecondujo hasta la biblioteca del institutode Westbury, situado al norte deCrosstown, en una zona que duranteaños había sido marginal, pero que enese momento estaba muy de moda.Emery Snow, una atractivabibliotecaria, me acompañó hasta unasala donde almacenaban todos losanuarios.

—Están todos, hasta el año 1975 —dijo mientras recorría con un dedo losdistintos volúmenes de cubierta granatey dorada—. Fue cuando se inauguró

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Westbury.Puesto que Ethan sospechaba que el

esqueleto llevaba en aquel lugar almenos diez años, utilicé ese periodo detiempo como punto de referencia. Fueuna tarea muy tediosa. Tras hojear unpuñado de volúmenes, todas esassonrisas brillantes y alegres empezabana mezclarse, y ya no sabía si podríareconocer el rostro del fantasma entrelas páginas de los anuarios.

Y entonces lo encontré.Se llamaba Clayton Masterson.

Observé su fotografía y se merevolvieron las tripas. Tenía la bocatorcida, la misma sonrisa burlona quehabía visto la noche anterior, la mismamirada que brillaba con una crueldad

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maliciosa.Miré por encima del hombro para

comprobar si alguien, o algo, me habíaseguido el rastro hasta allí.

Gracias a Dios, no había nadie. Tansolo oía a Emery tatareando una cancióndetrás de su escritorio. Me reconfortabasaber que estaba cerca.

Volví a examinar la fotografía yprocuré mostrar algo parecido a lacompasión. El asesino le había torturadocuando no era más que un muchacho, yel cadáver había estado oculto durantetodos estos años. Lo normal habría sidosentir pena por el chico, pero no podía.Su mirada destilaba odio, una emociónque parecía rezumar de su alma. Asípues, no era de extrañar que hubiera

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sufrido un final violento. Reprimí unescalofrío y llevé el anuario hasta elescritorio de Emery. Como era verano,la biblioteca estaba casi vacía y en unsilencio absoluto. Mientras pasaba laspáginas del libro, sentí la irreprimibletentación de volver a mirar atrás, perome resistí.

—¿Ha encontrado lo que buscaba?—preguntó.

No le había dicho mucho sobre loque estaba buscando, tan solo queintentaba localizar a un antiguo alumnode Westbury que había desaparecidohacía unos diez años.

—Eso creo, pero me gustaría hablarcon alguien que le hubiera conocidocuando asistía al instituto.

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—Yo misma me gradué en Westbury.Así que depende del año… —Labibliotecaria giró el anuario y miró lacubierta—. Ese fue mi primer año deinstituto. Entonces no éramos muchosalumnos, así que quizá pueda ayudarla.Aunque, si quiere que le diga la verdad,no me acuerdo de que desaparecieraningún estudiante.

Señalé la fotografía de ClaytonMasterson.

—¿Le recuerda?Tuvo la misma reacción de rechazo

que yo.—Apenas. Era varios años mayor,

aunque sí que me acuerdo de algúnescándalo. Mi tía mencionó algo ciertavez. Un arresto quizá. Su madre vivía en

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el mismo vecindario.—¿Cree que a su tía le importaría

charlar conmigo?Emery sonrió.—Oh, tía Tula habla con todo el

mundo. Lo difícil es hacerla callar.

Tula Mackey me estaba esperando enel porche de su casita de campo enHuger. Tal y como su sobrina habíavaticinado, aquella mujer empezó aparlotear en cuanto me vio aparecer porla calle y no paró ni para respirar hastaque llegamos a la cocina. Era un espaciomuy luminoso y amarillento. Una vezallí, me ofreció té dulce y galletas.

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Acepté el té porque hacía bastante caloren aquella casa y con la taza al menostendría las manos ocupadas.

Por fin, se sentó junto a la mesitaauxiliar, delante de mí. Me observabacon ojos voraces mientras yo tomaba elté.

—Emery me ha dicho que estábuscando al muchacho Masterson.

—No le estoy buscando exactamente,tan solo intento averiguar qué le ocurrió—expliqué—. No sé nada de él, así quele agradecería cualquier cosa quepudiera contarme.

Se deslizó un mechón canoso tras lasorejas.

—Vivía con su madre un poco más

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abajo, en aquella casa azul de laesquina. Así que tengo muchosrecuerdos de aquel chico, y ningunobueno.

—¿Puede ser más precisa?—Era un matón —respondió—. El

chico más mezquino que jamás he visto.Y no me refiero al típico niño pícaroque incordia a los demás, sino a un niñotan cruel y sádico que hasta su propiamadre le tenía pavor.

—¿Puede describir su aspecto físico?—No recuerdo que fuera

especialmente alto, aunque sí erabastante corpulento. Pero no seconfunda, no era un gordinflón, sinopuro músculo. Hombros anchos, brazosfuertes. Tenía las manos del tamaño de

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la pata de un cerdo. Me parecía capazhasta de levantar un coche si le venía engana. Jugó al fútbol durante un tiempo,pero incluso para eso era demasiadoviolento. Un día le pegó tal paliza a uncompañero que le expulsaron delequipo. Recuerdo que aquello le sentófatal, porque le encantaba hacer deporte.

Nunca le veíamos sin aquellachaqueta, incluso en pleno verano.

—Me ha dicho que era un matón.¿Qué tipo de cosas hacía?

—Asesinó a mi pobre Isabelle —murmuró, y se agarró el cuello deldelantal de flores—. La gatita persa másbonita que ha existido, cariñosa y dulce.Era una gata doméstica, pero un díasalió al jardín y desapareció. Di varias

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vueltas por el vecindario, hasta que alfin la encontré colgada de un árbol, en laparte de atrás de mi casa. La habíaahorcado como a un ciervo al quequieren destripar.

Al imaginarme esa imagen, sentínáuseas. La colgó…, la misma muerteque habían sufrido Hannah Fischer yAfton Delacourt. Pero cuando Hannahfue asesinada, Clayton Masterson yallevaba muerto varios años. Le habíantorturado con saña y su cadáver se habíapodrido en aquella sala subterránea.

—El modo en que mató a esa pobrecriatura… —sollozó Tula, que no pudocontener más las lágrimas—. Nunca losuperé. Todavía no puedo salir al jardínsin ver a aquella preciosa gatita colgada

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del árbol.Le dije que lo sentía y me tomé un

momento para pensar sobre lo que meestaba contando. Cuanto más sabía, másconfundida me sentía. ¿Quién se habíaencargado del legado de Clayton?

—¿Cómo supo que el responsable fueese chico?

—Tuvo la desfachatez de presumirde ello —dijo Tula, que parecíaenfadada de repente—. Tambiénsacrificó al pequeño pequinés de MyrtleWilson. Lo mató igual que a la pobreIsabelle. Y hubo más animales: ardillas,conejos, hasta comadrejas. Aquello erainsoportable. Teníamos miedo de saliral jardín porque no sabíamos quépodríamos encontrarnos colgando de los

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árboles.Aquellas imágenes tan grotescas me

pusieron la piel de gallina.—¿Alguien alertó a la policía de lo

que estaba sucediendo?—Aquel muchacho era muy listo y

sabía muy bien cómo escapar de la ley.Incluso de niño ya sabía cómo escondersu rastro. Cuando creció, nadie delvecindario se atrevía a llamar a lasautoridades, pues temíamos que nosquemara la casa mientras dormíamos.Justo después desapareció aquella niñade Halstead. Se presentó una pareja dedetectives para interrogarle, pero nuncapudieron demostrar que estuvierarelacionado con su desaparición.Aunque estoy convencida de que

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encontraron algo. Le enviaron a uno deesos centros de detención para jóvenesdelincuentes. O quizá fuera un hospitalmental. Aprovechando que estabainternado, su madre se mudó de ciudad ynunca la volví a ver, ni a él tampoco. Dehecho, ahora que lo pienso, tampocovolví a ver al otro.

—¿El otro?Se le suavizó el rostro.—Era un crío silencioso y muy

flacucho. Su madre alquiló una casa avarias manzanas de aquí. Por lo quetengo entendido, no era una buenamadre. Se rumoreaba que eraalcohólica. Siempre llevaba hombresextraños a casa. Así que imagínese elejemplo que tenía el pobre crío. Estaba

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condenado, la verdad. Solía verle por lacalle a todas horas. A veces se quedabasentado en el porche, solo. Supongo quepor eso empezó a relacionarse conClayton Masterson. El pobre estaba mássolo que la una. Se hicieroninseparables, pero no creo que tuvieranada que ver con la muerte de esosanimales. Al menos, no por voluntadpropia.

—¿A qué se refiere?Se inclinó hacia delante, con la

mirada turbia.—Antes había un solar junto al río.

Muchos niños del vecindario jugabanallí. Cierto día, uno de ellos aseguró quehabía visto a Clayton y a su amigoescondidos en el bosque. Clayton había

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colgado a un viejo perro callejero de unárbol y animaba a su amigo a matarlo.Cuando este se negó, Clayton le ató porlas muñecas y le obligó a clavar uncuchillo en el corazón del perro. —Recostó la espalda en el respaldo y sellevó una mano a la garganta—.

¿Se lo imagina? ¿Sabe cómo llamo yoa alguien así? Un asesino por naturaleza,eso es lo que era.

Empecé a sospechar que no andabamuy desencaminada.

—¿Cómo se llamaba el otro niño?—Nunca me lo dijo. Su madre y él

eran muy reservados. Había quien decíaque eran de familia adinerada, y que loshabían desheredado años atrás. —Derepente, Tula se quedó callada,

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pensativa—. Decían que era una Dela-court. Pero ya sabes que a la gente leencanta hablar más de la cuenta.

En cuanto salí de casa de TulaMackey, mi primer impulso fue llamar aDevlin. Aquello era todo undescubrimiento, pero desvelarlo podíajugar en mi contra. ¿Cómo explicarleque el fantasma de Clayton Masterson ysu chaqueta deportiva me habían llevadohasta allí?

Tenía que pensar en cómo abordar eltema. Entonces decidí ir a ver a TomGerrity. Fue precisamente él quien merecomendó acudir a Ethan Shaw y, porlo visto, sabía muy bien qué encontraríaallí.

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A través del navegador del teléfonolocalicé la dirección de GerrityInvestigations. Su despacho estaba alnorte de Calhoun, no muy lejos de dondeestaba en ese momento. Hacía años,había sido una zona residencial, pero enaquel momento la mayoría de las casasoriginales se había convertido enapartamentos u oficinas. Incluso habíanderribado algunas para construirhorrendos edificios comerciales quealbergaban diferentes tipos de negocios.

Aparqué en la curva y eché un vistazoa los alrededores. La oficina de Gerrityestaba en uno de los edificios másviejos de la zona, revestido de tablillascarcomidas y pintura desconchada. Nohabía jardines, tan solo una maraña de

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arbustos y de maleza que no se habíacuidado desde hacía meses.

Mientras avanzaba por aquella aceraagrietada, volví a mirar a mi alrededor.Desde mi conversación con TulaMackey, tenía un horriblepresentimiento: daba igual lo quehiciera, o a donde fuera, mi destino eratoparme con el asesino.

La puerta no estaba cerrada conllave, así que entré en lo que una vezhabía sido un elegante recibidor. En esemomento, aquel espacio roñoso juntocon su decoración harapienta, un sillónde terciopelo dorado, una alfombra llenade polillas y unas persianas venecianasandrajosas hacía las veces de vestíbulo.Busqué en la hilera de buzones el

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nombre y el número, y subí las escalerashasta el segundo piso. El despacho deGerrity Investigations se encontraba alfinal de un largo y oscuro pasillo.

La puerta estaba entreabierta, pero nohabía nadie en la oficina. Me quedé enel umbral y eché un vistazo. Igual que elresto del edificio, aquella sala era unaruina. Delante de la puerta había unescritorio metálico. El único mobiliarioque vi fue un archivador y un par desillas de plástico.

No había más puertas. Por lo visto,Gerrity Investigations ocupaba tan soloese despacho.

Miré a ambos lados del pasillo yentré en la oficina. Me acerqué alescritorio para fijarme en los objetos

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que había tirados por allí: bolígrafos,lápices rotos, una libreta amarilla,grapadora, sujetapapeles, nada fuera delo habitual.

De repente oí el chirrido de lasescaleras. Alguien estaba subiendo, asíque me deslicé hasta la puerta. Vi a unhombre que avanzaba por el pasillo,pero no era Gerrity. Debía de tener máso menos su misma edad, pero aquel tipoera blanco, unos centímetros más bajitoy con unos kilos más que Gerrity.

Después volví corriendo al escritoriopara seguir buscando. El único objetopersonal que localicé fue una fotografíaenmarcada. En ella aparecían varioscadetes de policía el día de sugraduación. Examiné las caras y

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enseguida reconocí a Tom Gerrity y aDevlin. Y, demasiado tarde… al tipoque acababa de ver en el pasillo.

Noté su presencia. Me giré y le vi enel umbral, con una mano bajo suamericana caqui, como si tratara dedesenfundar un arma.

—¿Qué cree que está haciendo? —gruñó.

Con torpeza, dejé la fotografía en susitio y retrocedí varios pasos con lasmanos en alto para demostrarle que norepresentaba ninguna amenaza.

—Estoy buscando a Tom Gerrity.Tengo información para él.

Tras oír mi respuesta, alzó las cejas.—¿Qué tipo de información?

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Estaba bastante nerviosa, pero si algose me daba bien era ocultar el miedo.

—¿Trabaja con él?—Podría decirse que sí.Dejó caer el brazo y, muy lentamente,

entró en el despacho.Como, al menos de momento, había

decidido no apuntarme con un arma,respiré más tranquila.

—¿No sabrá por casualidad dóndepuedo encontrar al señor Gerrity?

—Lo tiene justo delante de usted.Me quedé mirándole con

desconcierto.—Lo siento. Estoy buscando a Tom

Gerrity.—Y yo soy Tom Gerrity. Al menos

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hasta ahora.El Tom Gerrity que había conocido y

aquel tipo no guardaban ningúnparecido. ¿Era posible que hubiera dosdetectives privados en Charleston con elmismo nombre?

Entonces miré de reojo la fotografía ypresentí que, una vez más, el destino mela tenía jurada.

—¿La señora Fischer contrató susservicios para que encontrara a su hija?—murmuré.

—Eso es información confidencial—espetó—. A menos que quieradecirme a qué demonios ha venido, creoque hemos acabado.

—He estado trabajando con John

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Devlin en el caso de Hannah Fischer —revelé al fin. Después señalé lafotografía y proseguí—: Deduzco que leconoce.

La sonrisa de suficiencia y desdénque dibujó me puso la piel de gallina.

—Oh, le conozco pero que muy bien.Y usted, ¿de qué le conoce?

No me gustaba cómo me miraba nicómo hablaba de Devlin, pero fuiprecavida y disimulé. No queríaofenderle. De momento.

—Ya se lo he dicho, el detectiveDevlin y yo hemos estado trabajandojuntos.

—Pero usted no es policía.—No, he colaborado en el caso.

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Me repasó con la mirada una vezmás.

—Bueno, ¿y cuál es esa informaciónque tiene para mí?

—Me temo que ha habido unmalentendido. Este es el hombre queestoy buscando —dije. Cogí lafotografía y señalé al cadete que sehabía hecho pasar por Gerrity.

De repente, se le encendió la miraday dio un paso amenazador hacia mí.

—¿Qué es esto? ¿Una especie debroma pesada?

Pero no me dejé intimidar.—No, en absoluto. Se lo vuelvo a

decir, creo que ha habido unmalentendido…

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Me quitó la fotografía de la mano y ladejó sobre el escritorio, boca abajo,como si el mero hecho de que la hubieravisto o tocado fuera un insulto para él.

—No sé quién es ni qué estábuscando, pero dígale a Devlin que lapróxima vez que envíe a alguien a meterlas narices en mi despacho será mejorque se cubra las espaldas. No piensomolestarme en rellenar una queja formal.Ya me las arreglaré. En cuanto a usted—dijo estrechando los ojos—, ¿quiereencontrar a Robert Fremont? Bien, puesle sugiero que busque en el cementeriode Bridge Creek, en el condado deBerkeley.

—¿Robert Fremont?¿Dónde había oído ese nombre?

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Y entonces lo recordé. RobertFremont era el agente que había muertoestando de servicio. Había prometido aGerrity, o mejor dicho al tipo que fingíaser Gerrity, que prestaría especialatención a su tumba.

Me quedé helada.¿Cómo no me había dado cuenta? Era

tan obvio.Fremont estaba muerto, y yo era su

enlace entre este mundo y el más allá.

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Capítulo 40

Me quedé un buen rato sentada en elcoche, perpleja. Después puse el motoren marcha y arranqué, aunque metemblaban tanto las manos que no sabíasi llegaría a casa sana y salva.

¿Cómo no me había dado cuenta deque era un fantasma?

¿Cómo era posible que no hubiesesentido el aliento gélido de la muerte enla nuca? ¿O su fría presencia?

Un fantasma disfrazado de serhumano se había colado en mi mundo.No estaba preparada para enfrentarmecon algo así.

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Miré al cielo. El sol todavía brillaba,pero ya había iniciado su suavedescenso hacia el oeste. Dentro de pocoanochecería. Y justo cuando la luz fuesemás tenue, el velo se diluiría y todos losfantasmas aprovecharían para colarse.La única protección con la que contabaeran las cuatro paredes de mi casa. Asípues, cuando llegué, me encerré. Elcerrojo no los mantendría alejados, porsupuesto, pero también tenía quepreocuparme por un asesino.

¿Cómo había podido llegar a esto?En un intento de controlar los

nervios, me preparé una taza de té yanduve por mi casa, vacía y silenciosa.Me sentía más sola que en toda mi vida.¿Mi vida sería así a partir de ese

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momento? ¿Encerrada a solas en mi casapara protegerme de los fantasmas?

Pensé en Devlin, y me preguntédónde estaría en esos momentos. No sehabía puesto en contacto conmigodurante todo el día, pero… ¿cómoculparle? Le había apartado de unempujón y había huido de su casa comouna loca. Me había seguido hasta casa yme había suplicado una explicación. Yyo había hecho lo mismo que en esosmomentos: encerrarme a cal y canto.

Me regodeé un buen rato en mipropia desgracia, olvidándome porcompleto de Clayton Masterson, lo cualfue un terrible error.

Me acerqué al ventanal para echar unvistazo al jardín. Cuando me giré, sentí

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un vacío en el estómago y estuve a puntode desmayarme. Di un traspié y derraméel té. La casa estaba extrañamente ensilencio, pero, por algún motivo quetodavía desconozco, miré hacia arriba.Daniel Meakin estaba allí, en lo alto delas escaleras, como una sombra tímida yrecelosa que me vigilara. Tras él, lapuerta que separaba mi apartamento delsegundo piso estaba abierta de par enpar.

Y por fin até cabos. Macon Dawesme había dicho en el jardín que habíahecho un turno de setenta y dos horas,pero había oído pisadas en suapartamento dos noches antes. Alguienhabía estado merodeando por allí esanoche y alguien había desatornillado la

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puerta. Parpadeé varias veces e intentéenfocar las escaleras.

Todo me daba vueltas, así que meapoyé en la pared para no perder elequilibrio.

—¿Qué está haciendo aquí?Pensaba que se abalanzaría sobre mí,

pero en lugar de eso bajó variospeldaños.

Lo más sensato habría sido intentaralcanzar la puerta principal. Mi libertadestaba a tan solo unos metros, pero noera capaz de dar un paso. Me fijé en elté que había derramado. ¿Me habríadrogado?

Con gran esfuerzo, levanté la cabeza.—¿Qué…?

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—Un sedante y un relajante muscular.Tranquila, no le hará daño —dijoDaniel Meakin—. Debería sentarse.

No quería obedecerle, pero no teníaotra opción. Doblé las rodillas y medesplomé sobre el suelo.

—Oh, vaya —murmuró, y seapresuró hacia mi lado—. Ha sido másrápido de lo que esperaba.

Intenté levantarme, pero Daniel mecogió por los hombros paraimpedírmelo.

—Quédese quieta. No tendré reparosen hacerle daño si intenta moverse,aunque sospecho que es casi imposible.

Tenía razón. No sentía ni los brazosni las piernas. Me tumbé sobre el suelo

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y clavé la mirada en el techo.—Espere —dijo—, le voy a traer

algo para que esté más cómoda.Le oí revolviendo en la cocina e intuí

que estaba fregando el té que habíavertido. Después me trajo un cojín delvestíbulo y lo colocó con sumo cuidadodebajo de mi cabeza.

—¿Mejor?—¿Por qué? —farfullé.Enseguida comprendió a qué me

refería. Soltó un suspiro y se sentó en elsuelo, con la barbilla apoyada sobre lasrodillas.

—No sabe cuánto odio esto —comenzó—. Usted era una de las pocaspersonas que podía verme, verme de

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verdad. Pero también le vio a él, ¿no esasí?

Sacudí la cabeza e intenté hablar,pero no sirvió de nada.

—Tranquila —me dijo—. No pasanada. Lo sé. Conozco su secreto.

¿Cómo era posible? A menos que…Recordé la descripción que Tula

Mackey había hecho del otro niño:«Estaba condenado, la verdad. Solíaverle por la calle a todas horas. A vecesse quedaba sentado en el porche, solo.Supongo que por eso empezó arelacionarse con Clayton Masterson. Elpobre estaba más solo que la una».

Desplacé la mirada hacia la muñecade Daniel. La manga de la camisa

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escondía las cicatrices, pero eraimposible olvidarse de aquella marca,de aquella señal agónica.

«Clayton le ató por las muñecas y leobligó a clavar un cuchillo en el corazóndel perro.»

El fantasma de Clayton Mastersonllevaba grilletes la noche anterior. Unoalrededor de la muñeca, y el otrosuelto…, porque Daniel le estabaesperando en el jardín. La silueta quevislumbré escondida en el balcón…

Sin dejar de abrazarse las piernas,Daniel empezó a balancearse haciadelante y hacia atrás, murmurando algoincomprensible. Apoyó una mejilla enlas rodillas y siguió observándome.

—¿Sabe por qué esta casa es segura

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para usted? —preguntó al fin.Negué con la cabeza.—Hace muchos años en esta zona

había un pequeño orfanato. Aquí esdonde estaba la capilla. Pero habíatantos niños que tuvieron que construirotro edificio a las afueras de la ciudad.En 1907 se produjo un terrible incendio:murieron muchos de los huérfanos.

Los ángeles, pensé. Los ángeles demi padre guardaban relación con estacasa. Por eso me sentía tan segura aquí.Hasta ese momento…

Levantó la cabeza y miró a sualrededor.

—En cuanto puse un pie en esta casasupe que era especial. Tiene suerte de

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haberla encontrado…, aunque, bueno, nocreo que solo fuera cuestión de suerte.Todo sucede por una razón. ¿Por qué, sino, cree que la enviaron a Oak Grove?Para liberarme.

—¿Desde… cuándo…?—¿La he estado vigilando? Desde

aquella noche en Rapture. Vine hastaaquí siguiéndole el rastro. Necesitabaconocer sus debilidades, su rutina. Erael mejor modo de acercarme a usted.Como el horario de su vecino es tanerrático, reconozco que me resultóbastante fácil. Pero cuando se fue devacaciones, se me ocurrió la idea demudarme aquí. Pensé que en esta casatambién estaría a salvo. Pero tan solofue un aplazamiento. Tan solo hay una

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forma de librarme de él.Se agachó y, con suma cautela,

comprobó si tenía las pupilas dilatadas.—Vi la cara que puso en el

restaurante, ¿sabe? Vislumbró elfantasma de Clayton en el jardín. Nadiemás habría reparado en su mirada,excepto yo.

Y volvió a mecerse hacia delante yatrás.

—En todos estos años no habíaconocido a nadie que pudiera verlo. Noimagina lo solo que me he sentido.

—Está… equivocado…Me acarició el brazo, arrepentido.—Perdóneme. He hablado antes de

tiempo. Usted es la única, quizás en todo

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el mundo, que puede entender por lo quehe pasado.

En su voz percibí admiración ymelancolía.

Sin previo aviso, Daniel se echó allorar.

—Es imposible deshacerse de ellos,ya lo sabe.

—Lo… sé.—Por mucho que tratara de apartarle

de mí, nunca lo conseguí. Y después, enRapture, vi que compartíamos esahabilidad y pensé que a lo mejor habíaesperanza. Esa noche, al llegar a casa,empecé a tramar un plan para ponerpunto final a esta historia. Me llevóbastante tiempo, pues tenía que andarme

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con mucho cuidado para que Clayton nose diera cuenta de la jugada. Sabía quese las ingeniaría para encontrar el modode pararme, pero esta vez fui más listoque él. Acabé el libro, puse todos misasuntos en orden y después me dediqué aenviarle pistas que le permitierandescubrir los cadáveres. Intenté darlesuna muerte digna, tratarles con elrespeto que merecían, pero no siemprefue posible…

—¿Cuántos…?Cerró los ojos y se puso a temblar.—No lo sé. He perdido la cuenta.

Intenté ser sensato con la selección…Quería elegir solo a las almas quedeseaban ser liberadas. Del resto seocupó Clayton. Los grilletes, la

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tortura… —explicó, susurrando laúltima palabra—. Cuando éramosjóvenes fui un estúpido al pensar quepodría pararle los pies. Nunca olvidarélo contento que me puse cuando learrestaron. Sentí que había vuelto anacer, pero, después de unos años, salióde la cárcel y se presentó por sorpresaen Emerson. Cuando me confesó lo quele había hecho a mi prima Afton…, quehabía estado planeando su muertedurante años para burlarse de mí, parahacerme daño…, supe que tendría queencontrar el modo de poner fin a todoaquello, pues él nunca me dejaría enpaz.

—Usted…—Sí, le maté. Y llevo todos estos

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años atado a su fantasma, que me alientaa no dejar de matar.

Daniel Meakin me observabaatormentado, acechado.

—No imagina las cosas que me haobligado a hacer. Esas pobresmujeres… —sollozó. Y, una vez más, sepuso a balancearse con los ojoscerrados—. Traté de acabar con esto deuna vez por todas…, quise quitarme lavida, pero él siempre encontraba elmodo de retenerme. Un día me di cuentade que, aunque lograra suicidarme, sufantasma me estaría esperando al otrolado… y quedaría atado a él para todala eternidad…

Le oí gimotear. A pesar de todo, nopude evitar sentir lástima por él, porque

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sabía que me había contado la crudarealidad. El fantasma de Clayton lehabía llevado al borde de la locura.

Se sorbió la nariz y se secó laslágrimas con la manga.

—Pero no pasa nada, porque ahorasé cómo terminar con esto. He apartadoel último obstáculo.

—¿Camille…?Volvió a lloriquear.—No me gustó matarla. Si hubiera

habido otra alternativa…Daniel había asesinado a Camille, no

Clayton. Quisiera creerlo o no, en suinterior habitaba un pequeño monstruo.

—Al principio creí que habíafotografiado algo que podía delatarme,

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pero usted nunca supuso una amenaza.Camille, en cambio, sí. Una noche mepilló caminando por la carretera quelleva a Oak Grove. Le dije que estabacon una investigación para el nuevolibro, pero era demasiado lista, así queempezó a hacer preguntas. Si hubieraesperado un poco más, no habría pasadonada. Podría haber acudido a la policía,explicarles lo que sospechaba. No mehabría importado, porque a esas alturasya me habría librado de Clayton parasiempre.

—¿Cómo…?—Dejándole que viniera a usted,

Amelia.Sentí un escalofrío.—Después de esta noche, no me

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habría importado —repitió, con tristeza.Y entonces lo comprendí. En cuanto

el fantasma de Clayton se aferrara a mí,Daniel se suicidaría. Solo así podríadespojarse de su fantasma. Parasiempre.

—Ahora duerma —murmuró—. Todoesto terminará muy pronto.

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Capítulo 41

Me desperté con un regusto a vómitoen la boca y el inconfundible hedor aputrefacción pegado a la nariz. Estabasobre una superficie fría y rugosa.Notaba un corte en la mejilla. Traté delevantar la cabeza. Al mínimomovimiento sentía náuseas y empecé atener arcadas.

Me desplomé de nuevo sobre el sueloy no volví a moverme hasta tener lacabeza un poco más despejada. Poco apoco fui recordando lo que habíapasado. Daniel Meakin había estado enmi casa y me había confesado que había

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asesinado a Clayton Masterson. ¿Quéhabía dicho Ethan sobre esa muerte? Almenos siete navajazos. Fue un asesinatoviolento y despiadado.

En un intento de deshacerse de suverdugo, había descubierto que seguíaatado al fantasma de Clayton. Y queríautilizarme como cebo, para que Claytonpicara y poderse librar de él.

Todavía aturdida, me levanté yavancé arrastrando los pies hasta lapared. La palpé y advertí que estabahúmeda y viscosa, como las paredes deaquella estancia construida debajo deOak Grove.

Hurgué en los bolsillos y mesorprendí al encontrar mi teléfonomóvil. ¿Por qué Daniel no me lo había

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quitado?Pero allí abajo no había cobertura:

no podía pedir ayuda. Eso sí, al menosla pantalla daba algo de luz. Quizá poreso no me había quitado el móvil. Mehabía dado la sensación de que Danielquería que pensara bien de él; leimportaba que entendiera por qué habíahecho lo que había hecho.

Y, claro, lo entendí, por supuesto,pero no podía justificar ni perdonar susactos. Levanté el teléfono parainspeccionar mi celda. Paredes viejasde ladrillo. Telarañas espesas y tupidas.Tenía el presentimiento de que estabaencarcelada a varios metros bajo tierra,seguramente en una parte todavía pordescubrir del entramado de túneles.

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Examiné a mi alrededor y no vi aberturaalguna, ninguna puerta ni salida. Estabarodeada de paredes sólidas.

¿Cómo era posible? Él me habíametido ahí, así que tenía que haber unasalida.

A menos que hubiera sellado la pareddespués de dejarme allí tirada…

Ahogué un grito. No podía dejarmellevar por el pánico. Si perdía losnervios, estaría condenada a una muertesegura.

Recorrí la habitación una y otra vez,arranqué las telarañas pegajosas y forcécada ladrillo. Minutos más tarde teníalos dedos en carne viva y sangrando.

Agotada, me dejé caer sobre el suelo

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y enterré la cabeza entre las manos.Estaba desesperada. Era imposible quea alguien se le ocurriera buscarme trasuna pared sólida.

Me quedé allí sentada. De repente,noté una presencia fría. Alguien, o algo,me removió el pelo y me acarició lanuca. Y entonces me tiró de la mano…

Estaba asustada, así que pulsé unbotón del teléfono para iluminar ellugar. Pero no vi nada extraño.

¿Acaso Clayton ya había llegado? Lamera idea de que pudiera estar allí mehorrorizó, y mi primer impulso fueretroceder hasta la pared.

Tras unos instantes, el frío se disipóy me convencí de que había sidoproducto de mi imaginación. Lo más

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probable era que siguiera sufriendo losefectos secundarios del sedante queDaniel me había puesto en el té. Eraevidente que llevaba mucho tiempovigilándome. Conocía mis hábitos lobastante bien como para adivinar que metomaría una taza en cuanto llegara acasa. Quizás había colocado una seriede mirillas en el apartamento de Maconpara espiarme.

Me estremecí y me abracé la cintura.Estaba helada, asustada y muy perdida.Pensé en mis padres y en Devlin. Entodas las personas que me importaban.¿Volvería a verlas algún día?

En algún momento debí de quedarmedormida. Soñé que corría por un túnelsin fin de cuyas paredes sobresalían

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unas manos que querían atraparme.Recorrí varias habitaciones en las quehabía cadáveres colgando y fantasmasque se deslizaban tras de mí. A lo lejos,en algún lugar por encima de aquellaberinto, oía la voz de Devlin: «¡Poraquí! ¡Date prisa!».

Pero no era Devlin quien me guiabapor aquellos pasadizos, sino Shani.

Me tiraba del brazo, obligándome aseguir hacia delante. Y entonces, justoenfrente de mí, distinguí el fantasma deRobert Fremont. Se cernía tras loscuerpos sin vida, esperándome. ConShani tirando de mí, me acerqué a él. Depronto, cuando se dio media vuelta,desapareció entre los ladrillos de lapared.

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Escuché pasos detrás de nosotros y elchirriante sonido de unas cadenas que searrastraban por el suelo. Me abrí pasoentre la multitud de telarañas, cerré losojos y seguí a Fremont. Miré la mano.Shani se había desvanecido. Por algunarazón, no había atravesado la paredconmigo. Quise volver atrás parabuscarla, pero la pared se había vuelto atransformar en un bloque sólido. Lahabía perdido…

Sobresaltada, alcé la cabeza y miré ami alrededor. Estaba sola en aquellahabitación, pero, por un solo instante,capté su presencia…

Con torpeza logré ponerme de pie yarrastrarme hasta la pared donde, en mipesadilla, había visto desvanecerse al

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fantasma de Fremont. Con la ayuda delteléfono, escudriñé cada centímetro delmuro, pero tan solo encontré argamasa apunto de desmoronarse.

Y entonces la vi. Mi salida.Hacía unos días, había sido una

mosca la que nos había mostrado elcamino hasta aquella primera salaoculta, así que en ese momento debía serotra mosca la que me ayudara a salir deallí. Nunca me hubiera fijado en lagrieta de la pared si no hubiera sido porel brillo iridiscente de aquel insecto quese colaba por un diminuto agujero de laargamasa. Palpé la fisura con la yema delos dedos. Era una puerta secreta,tallada de forma que los ladrillosencajaran a la perfección al cerrarla.

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Dejé a un lado el teléfono y empujé conambas manos, pero la puerta no semovió. Opté por apoyar un hombro yutilizar el peso de mi cuerpo, perotampoco sirvió de nada. Al final, decidítumbarme en el suelo y patear sobre losladrillos con todas mis fuerzas. El panelse vino abajo y dejó al descubierto otrahabitación.

De aquella abertura emergió una nubede moscas. Acto seguido me embargó unhedor a podredumbre. Sentía elhormigueo de los insectos en los brazos,en la cara, en los labios. Las espantécomo pude y, tapándome la nariz y laboca con la manga de la camisa, crucé elagujero. Era obvio que la peste venía deallí dentro. Se me revolvió el estómago

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e incluso perdí el equilibrio. Mehorrorizaba imaginar qué se escondíaallí.

Cadáveres. Cuerpos sin vida queDaniel no había tenido tiempo deenterrar.

Me pregunté cuántos habría.«Intenté ser sensato con la

selección… Quería elegir solo a lasalmas que deseaban ser liberadas.»

No hice caso del cosquilleo de mediocentenar de patas trepando por todo micuerpo y enfoqué la pantalla hacia elagujero. Más paredes de ladrillo. Mástelarañas. Y la silueta de lo que intuíaque podía ser un cuerpo colgando.

Y ese olor. Estaba por todas partes,

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impregnando cada grieta y fisura,adhiriéndose a mi ropa, a mi piel, a miolfato…

Me arrimé todavía más la camisa a lanariz.

Me adentré en la otra sala y deinmediato se me empaparon las botas.Se levantó otra oleada dedescompos i c i ón más intensa ypenetrante que la anterior. ¿Qué eraaquel líquido que me había mojado lospies?

No quería ni pensarlo…, no en esemomento…

Al dar otro paso resbalé y caí debruces sobre aquel charco. Me salpiquéla cara y me puse a gritar a plenopulmón. Conseguí levantarme, jadeando

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y con arcadas. Con sumo cuidado parano volver a caer, avancé en laoscuridad. No podía quitarme de lacabeza el constante zumbido de lasmoscas, y agradecía no poder ver másallá de la débil luz que irradiaba lapantalla de mi teléfono.

Caminé en línea recta hasta alcanzarotra pared. Examiné todos los ladrillos,buscando una abertura. Al final la hallé.Empapada y temblando, me agaché y mecolé por el agujero, que me condujo auna sala casi idéntica a las anteriores.

Justo cuando había perdido laesperanza de salir de aquella maraña dehabitaciones, me escurrí por otroagujero que daba a un estrecho pasadizo.El aire era más fresco, y el olor fétido

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se desvaneció. Confiaba en que esosignificara que estaba cerca de unasalida. Una agónica indecisión me dejóinmovilizada durante un buen rato. ¿Quécamino tomar? Entonces oí pasos detrásde mí. Lo último que quería era esperara ver quién aparecía de entre lassombras. ¿Quién sino Meakin?

Me di media vuelta y eché a correrpor el túnel, con la débil luz del teléfonoiluminándome el camino.

Encontré otra ranura y, sinpensármelo dos veces, me deslicé haciadentro. Miré a mi alrededor y reconocíaquellas paredes circulares. Sabíaperfectamente dónde estaba. Alcé lamirada y aprecié el tono lavanda delcielo, que anunciaba el crepúsculo. No

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pude contener las lágrimas de alegría.Empecé a trepar. Entonces, justo

cuando estaba a punto de alcanzar losúltimos peldaños, volví a oír pasos, elsusurro de un cuerpo que se deslizabapor la ranura y el sonido metálico de unaescalera metálica sobre el suelo. Quienme estaba persiguiendo estaba en lamisma habitación que yo.

Y entonces pronunció mi nombre.Solo eso: «Amelia». Con ese acentosuave y exótico que tanto me gustaba.Miré hacia abajo y vi a Devlin, que meobservaba horrorizado. Un segundo mástarde noté una mano extraña que mesujetaba la muñeca.

Nunca habría pensado que DanielMeakin fuera tan fuerte. Me arrastró

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contra mi voluntad hacia la abertura quedaba al exterior. Una vez fuera deslizóla cubierta y la atrancó con un pestilloque no había estado allí semanas antes,cuando Devlin y yo habíamos logradoescapar por el mismo pozo.

Devlin aporreaba la puerta sin cesare intenté abrirla, pero Daniel me agarró.Me abalancé sobre él como un demonio,arañándole, pateándole y golpeándolecon los puños.

Daniel desenfundó un cuchillo. Conuna agilidad inesperada, se giró y merasgó la parte superior del brazo. Meencogí de dolor. De la herida empezó abrotar sangre, me tambaleé y, casiinconsciente, caí al suelo. Se acercó consigilo hacia mí, pero Daniel ya no estaba

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solo. Como ya había anochecido, elfantasma de Clayton Masterson se habíadeslizado por el velo.

El fantasma mantenía sujeta la manoizquierda de Meakin.

Había sido Clayton quien habíatratado de acuchillarme…

Daniel empezó a lloriquear.—Puede verlo. Sé que puede. Lo

único que tiene que hacer es reconocerque puede verlo, y todo habrá acabado.Por favor…, por favor…, deje quetermine.

Terminaría para él, pero no para mí.No podía admitir que podía ver alfantasma. Mantuve la mirada clavada enDaniel sin dejar de presionar la herida,

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para evitar desangrarme.Meakin se desplomó sobre las

rodillas, desesperado. Por unosmomentos, el fantasma y él seenzarzaron en una terrible pelea.Aproveché esa oportunidad y me lancéhacia la cubierta del pozo. Agarré elcerrojo y conseguí deslizarlo justocuando Daniel se levantaba, con elcuchillo en la mano. Sabía muy bien quépretendía. En cuanto abrió la puerta ysalió del pozo, Devlin vio a Daniel a milado, empuñando un cuchillo manchadode sangre. Como era de esperar, no vioa Clayton. No podía saber la batalla quese estaba librando entre ambos.

Gritó el nombre de Daniel una y otravez, y luego disparó.

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Estaba tumbada sobre el suelo. Lacabeza no dejaba de darme vueltas.

Los paramédicos por fin habíanllegado. Uno me estaba tomando lapresión en el brazo mientras los demásse ocupaban de Daniel, pero ya erademasiado tarde. Había muerto. Vi suespíritu marcharse a la deriva, todavíaunido al fantasma de Clayton Masterson.Para el resto de la eternidad.

Y entonces, por el rabillo del ojo,vislumbré una silueta oscura emergiendodel bosque. Después advertí otra y otra.Los dos fantasmas quedaron rodeados yuna muchedumbre de sombras negras losengulló.

Después de todo, los seres de sombrano habían venido a por mí, sino a por

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Daniel Meakin.

Tenían que darme unos puntos en laherida, pero ya había dejado de sangrar.Me senté en la parte trasera de laambulancia y observé a Devlin, hastaque distinguí un rostro familiarmerodeando en el fondo. Me extrañó quenadie le prestara atención, y entoncesrecordé por qué.

Me acerqué a él con paso poco firmepor el efecto de los analgésicos.

—Estabas allí abajo conmigo,¿verdad? Me mostraste la salida. —Shani y él me habían salvado la vida—.¿Por qué?

Me observaba con frialdad a travésde las gafas de sol.

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—Porque mi obligación es hacerjusticia —dijo el agente asesinado—. Ytú eres la única que puede ayudarme.

—¿Amelia?Devlin se acercó a mí. Me miraba

extrañado.—¿Con quién hablabas?Miré a mi alrededor. No había nadie.Colocó una mano sobre mi hombro.—¿Estás bien?—No —respondí con voz temblorosa

—, pero lo estaré.Quería preguntarle cómo me había

encontrado, pero estaba hecha un lío.Tenía la corazonada de que RobertFremont había sido una pieza clave paraque Devlin hubiera logrado sacarme de

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allí. No sabía qué quería ese fantasmade mí, y eso me ponía los pelos depunta. Sin embargo, decidí que yatendría tiempo para preocuparme de eso.En aquel momento, lo único que queríaera disfrutar de estar con Devlin.

Apoyé la cabeza en su pecho. Él meabrazó con tal ternura que sentí ganas dellorar.

Sin embargo, apenas tuve tiempo dedisfrutar de él. Había anochecido y susfantasmas le estaban esperando.

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Epílogo

Después de varios días seguía sincomprender cómo Devlin me habíaencontrado aquella noche. Según él,habían rastreado la señal de mi teléfonomóvil hasta el mausoleo, lo cual meparecía poco creíble, teniendo en cuentala profundidad a la que me encontraba.No le había dejado de dar vueltas alpapel que había jugado Robert Fremont.No solo había sido determinante a lahora de guiar a Devlin a mi lado, sinoque además nos había ayudado a Shani ya mí a salir de aquella especie delaberinto. Estaba en deuda con él, pero

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solo de pensar en qué me exigiría acambio se me helaba la sangre.

Había tantas preguntas…, tantosmisterios…

Preferí dejarlo todo atrás yrecuperarme en Trinity, junto a mispadres. Me quedé allí una semana. Elprimer día que estuve en mi casa,desenterré aquel diminuto anillo quehabía escondido en el jardín y condujehasta el cementerio Chedathy, donde locoloqué justo en el centro del corazónde conchas. Era mi forma de darle lasgracias, o quizá de despedirme, aunquetenía la sensación de que volvería a verel fantasma de la niña.

Al marcharme distinguí el coche deDevlin. No sé si le extrañó encontrarme

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allí. Al menos, no hizo ningúncomentario al respecto. Le esperé a laspuertas del cementerio. Al verme, mecogió de la mano. Nos quedamos allíparados durante un buen rato. Él queríaentrar; yo, salir. Intenté soltarme, pero élse negaba a dejarme marchar.

—¿Algún día vas a contarme quépasó aquella noche? —me preguntó,atravesándome con la mirada—. ¿Porqué huiste de mí?

Me estremecí. No podía mirarlo a lacara.

—Algún día te lo explicaré, peroahora no. No es nuestro momento.

No intentó convencerme de locontrario. Él también lo sabía. Devlintenía sus fantasmas; yo, mis demonios.

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Desenredé mis dedos de los suyos yfui hacia el coche.

Lo observé por el retrovisor. Seguíaa las puertas del cementerio, con unaspecto desolado y abandonado, pero noestaba solo. Mariama y Shanicontinuaban a su lado. Pensé que susfantasmas siempre estarían con él, tal ycomo la soledad siempre estaría a milado.

Pero aquello no fue una despedida.Nuestra historia todavía no habíaacabado.

En aquel momento no lo sabía, peroallí, en algún lugar, me estaba esperandouna tumba oculta. Muy pronto tomaría ladecisión de destapar los secretos de mipadre.

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Desviando la atención hacia lacarretera, me encaminé hacia el ocaso.

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Agradecimientos

Se necesita mucha gente para lograrque una idea dé sus frutos. Mi másprofundo agradecimiento a todo elequipo MIRA por ayudarme en estalabor. Quisiera dar las graciasespecialmente a mi editora, DeniseZaza, por su apoyo incondicional y suinfinita paciencia. A Lisa Wray y AlanaBurke por su entusiasmo y experiencia.Y al Departamento Artístico por suasombrosa interpretación visual de mihistoria.

Toda mi admiración y mi apreciopara Funhouse: Leanne Amann, Lucas

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Amann y David Warner. Gracias pordotar de tanta creatividad y originalidada la Reina del cementerio.

Muchas gracias a Mary Talbot porresponder a todas mis preguntas sobrecementerios, y a Kathy D. y Lucas A.por compartir sus historias de fantasmas.

Gracias también a todos losblogueros literarios que me habéisayudado a correr la voz. Sabéisperfectamente a quiénes me refiero;habéis marcado la diferencia.

Y, por último, quisiera darle lasgracias a mi agente, Lisa Erbach Vance,por darme una oportunidad, cuidarme yno perder la fe en mí.