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Cartón filoso

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Septiembre, 2017

Editorial

Este, nuestro primer número, está formado por verdade-ras proezas de la mente y de la memoria. En un esfuerzo por ofrecer un panorama claro del mundo del acero y

los instrumentos punzocortantes, hemos creado un producto editorial que pretende rebasar las meras ex-

pectativas de un tiempo humano: quiere trascender y ser recordado como el corte profundo del acero en la piel.Hemos trabajado en una colección de textos que pro-mete ser un inventario futuro para los números próxi-mos. El arte del cuchillo, las espadas, los cuchilleros y los afiladores. Todo confluye en esta primera prueba que sólo estará completa hasta pasar por sus ojos que-rido lector: es usted el objetivo de todos nuestros es-fuerzosEsperamos que así como nosotros disfrutamos de su

hechura, disfrute usted de sus textos y su dise-ño. Todo está planeado para herir la mente y

quedarse ahí colgado, como una profunda cicatriz de posibilidades.Disfrute su lectura y haga esta publicación suya.

LOS EDITORES

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El arte del cuchilloJulio Villamar

El arte del cuchillo es un sistema que forma parte de una de las doce categorías del arte del kali: la cuarta, denominada baraw-baraw. En tiempos an-tiguos, el trabajo más avanzado era reservado ex-clusivamente a aquellos que habían demostrado su destreza en el uso del palo. Los antiguos maestros se dieron cuenta entonces, que los principios de movimiento con los palos pueden ser aplicados a los cuchillos.

Debido a estas consideraciones tendremos que re-cortar los movimientos al extrapolar las técnicas al cuchillo: la habilidad y el conocimiento en el mane-jo del cuchillo pueden llegar a ser la dife-rencia entre la vida y la muerte.

Siendo realistas, incluso siendo un experto en el manejo del cuchillo en un entrenamiento real, la posibilidad de salir sin ningún rasguño es de cero. Para comprobar esto sólo hay que hacer un pe-queño ejercicio: coger dos ro-tuladores como si fueran cuchillos y hacer un combate; hay que procurar hacerlo en pantalón corto y una vez finalizado se descubrirán las marcas en el cuerpo.

Existen básicamente dos formas de empuñar un cuchillo (con la hoja hacia arriba y con la hoja hacia abajo). Las posibilidades de movimiento son infini-tas: hay tres tipos de ataque que pueden efectuarse sobre el patrón de movimiento (cortar, clavar, gol-pear). Combinaciones múltiples sobre los tres tipos

de ataque se pueden realizar de forma fluida sobre un oponente usando este patrón de movimiento.

En el entrenamiento con cuchillo encontraremos distintos ángulos de ataque y defensa, debemos fa-miliarizarnos con ellos y posteriormente mezclarlos con ataques de puño y patadas bajas, puesto que el combate no debe estar limitado únicamente al cu-chillo, ya que si no estaríamos psicológicamente en desventaja, pues el que piensa sólo en el cuchillo ol-vidará las demás armas como puños y patadas.

Una vez familiarizado con el desarrollo de sensibili-dad y analizando los ataques dentro de

los ángulos y acoplar las distintas respuestas defensivas a estos,

deberemos trabajar como en las técnicas de defensa

personal, aprendiendo un abecedario para lue-go pasar a formar letra y oraciones, con el tiempo,

podremos dar respuestas propias dependiendo de las

circunstancias del ataque.

Y recordar: si conozco a qué me enfren-to tendré más posibilidades de salir airoso de un en-frentamiento; serán inteligentes si extrapolan esto a sus vidas.

“LA MENTE ES COMO UN PARACAIDAS SOLO FUN-CIONA CUANDO ESTA ABIERTO “

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Septiembre, 2017Guía de compra de cuchillos y navajas

Tipos de filo Alberto Hurim

Los cuchillos y navajas tienen distinto tipos de filos. Como siempre, lo primero que te debes preguntar es el uso que le vas a dar. La finalidad de los filos es conseguir un ángulo de corte que corresponde a una funcionalidad que le queramos dar al cuchillo o na-vaja. Los distintos tipos de filos pueden cambiar no-tablemente la forma de cortar del cuchillo o navaja.

Los tipos de filos más comunes son estos:

Filos rectos: Son los más simples y más extendidos de los distintos filos de cuchillos. Tienen la típica for-ma en V. Incrementan notablemente la superficie de trabajo y permiten cortes limpios. Los filos rectos de más 30º o más son ángulos para machetes y hachas, para cortes por impacto, y los de menos de 30º per-miten mayor manejo para trabajos más finos.

Filos convexos: Este tipo de filos tiene un gran núme-ro de seguidores, pero también lo tiene de detracto-res. Es un perfil muy robusto, permite un borde muy fuerte a la vez que aporta un alto grado de nitidez.

En un borde convexo el bisel de cada lado de la hoja es redondeado a medida que se estrecha para formar el borde. Es el perfil más apropiado para machetear, pero requiere cierto grado de habilidad para afilarlo. Son extremadamente durables.

Filo scandi: También es un filo muy popular gracias a su facilidad de afilado. El filo baja recto aproximada-mente desde la mitad de la hoja y no desde el lomo como sucede en los filos rectos. El resultado es un borde muy afilado que ofrece un gran control en el corte. Perfecto para tareas de talla de madera, no tie-ne ningún bisel secundario, de ahí su facilidad de afi-lado, solo hay que apoyar la hoja en la piedra y seguir el ángulo del filo.

Filo serrado: Su fun-ción es básicamente desgarrar, cortar cuer-das, cinturones… Es un filo apropiado para trabajos rudos y poco delicados y son difíci-les de afilar debido a su irregularidad.

Filo mixto: Una de las mejores opciones para cuchi-llos y navajas de rescate gracias a la versatilidad que ofrecen, capaces tanto de realizar cortes limpios en madera como de desgarrar cuerdas o cinturones.

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Fotorreportaje

El primer corte es el más profundo

Desde hace milenios las espadas y sus formas intempestivas han maravillado a la humanidad. Muchas cul-turas incluso se funden con la forma de una espada y es así como identificamos al Islam con la cimitarra, al cristianismo con la espada del cruzado o a la cultura japonesa con la katana. Ofrecemos un compendio de imágenes que nos maravillará.

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Fotorreportaje

El primer corte es el más profundo

Desde hace milenios las espadas y sus formas intempestivas han maravillado a la humanidad. Muchas cul-turas incluso se funden con la forma de una espada y es así como identificamos al Islam con la cimitarra, al cristianismo con la espada del cruzado o a la cultura japonesa con la katana. Ofrecemos un compendio de imágenes que nos maravillará.

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Juan MurañaJorge Luis Borges

Durante años he repetido que me he criado en Paler-mo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblio-teca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cu-chillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la venta-nilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames. Roberto Godel lo recordará. Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo: —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí ha-blás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos? Me miró con una suerte de santo horror. —Me he documentado —le contesté. No me dejó seguir y me dijo: —Documentado es la palabra. A mí los docu-mentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente. Al cabo de un silencio agregó, como si me con-fiara un secreto: —Soy sobrino de Juan Muraña. De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápa-ni continuó: —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte. Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería. “—A mi madre siempre le disgustó que su her-mana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado: y para Tía Florentina un hom-bre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron mu-

chos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su ca-rro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él. Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puer-ta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la ha-bía trastornado La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola. La casa era de propiedad de un tal señor Luches-si, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía re-petía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Este, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída. Yo me veía durmiendo en los huecos de la ca-lle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.

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Septiembre, 2017No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado pa-dre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó gra-bada la frase. Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bi-gote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una es-pecie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quién está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: He cambiado mucho. Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad. Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había esta-do nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: ‘Le había llegado la hora’. El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento. Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo. Durante meses no se habló de otra cosa. Los críme-nes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero.

La única persona en Buenos Aires a quien no se le mo-vió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez: —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo. Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanquea-das había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero. Sin levantar los ojos mi tía me dijo: —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó. —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años. —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo? Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal. Siguió hablando con suavidad: —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro. Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos hue-sudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando. Nunca sabré si Le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo.” Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus he-chos, creo entrever un símbolo de muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles fami-liares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.

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El afilador, oficio que se resiste al tiempo

Rafael Romero

A sus casi 51 años, para Rafael Zamudio “rodar” por calles de las colonias Centro, Guerrero y Buenavista a bordo de su bicicleta para dar filo a utensilios y herramientas, sigue siendo el trabajo “más dignificante” que pudo haber teni-do.

Con su trabajo por cuenta propia, afilando cuchillos, ti-jeras o herramientas varias da vida a un oficio que va en desuso y obtiene el ingreso con el que busca mejorar sus condiciones de vida.

“Estudie hasta quinto de primaria, pero no me fui de vago como mis amigos, preferí trabajar. Fui albañil, cargador, hasta de jardinero le hice, pero después conocí a un amigo de la Merced que me enseñó a darle filo a los cuchillos, tijeras, palas y machetes”, recuerda en en-trevista para Notimex.

Con su bicicleta y a la mano silbato con el que desplie-ga las inconfundibles no-tas, desde hace 20 años recorre calles y mercados para afilar herramientas utilizadas en el hogar y ne-gocios, principalmente de cocina.

Inicia su labor a las 09:00 de la mañana y termina entre las 17:00 y 18:00 horas. Orgulloso, comenta que ha llegado a afilar hasta ocho cuchillos al día y por cada uno cobra entre 15 y 20 pesos, según el tamaño.

“Lo que más se afila es el cuchillo, también las tijeras en los mercados, pero los cuchillos es lo que más afilo”.

En su labor no hay un contrato de por medio que le garan-

tice un ingreso fijo, ni acceso a las prestaciones sociales que sí recibe un trabajador asalariado.

Su oficio, que al igual que otros como el de organillero, za-patero, mecanógrafo o relojero, se ha visto afectado con la llegada de la modernidad y la globalización, está a punto de extinguirse de no ser por personas que, como él, man-tienen la “tradición” a pesar de los cambios.

Su bicicleta está provista de una estructura plegable sobre la que eleva la llanta trasera para poder pedalear sin des-plazarse. Así, hace girar su rueda y rotar la piedra de esme-ril con la que desgasta una orilla de los objetos metálicos que cada vez “son de menos calidad”.

Ya no son como antes que eran de verdadero acero -afir-ma Don Rafa-, ahora son más delgados, como de papel y si se “amellan” es más fácil tirar-los que volverlos a afilar. “Por eso casi no hay trabajo, más que con las señoras que tie-nen sus buenos utensilios, o en los mercados”.

El próximo miércoles, para él será un día normal, de reco-rrer calles haciendo sonar el

silbato que identifica sus servicios; mientras millones de trabajadores, tanto en el país como en diferentes partes del mundo, conmemorarán el Día del Trabajo con marchas y actos para reivindicar derechos.

“Pues está bien que celebren marchando, pero para mí es como cualquier otro día, sigo trabajando. Sólo cuando estoy mal, o cuando ya no pueda, ya no saldré. La mejor forma de celebrar el día es trabajando”, considera desde “su trinchera”.

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