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SELECCIÓN DE CUENTOS

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Joseph Conrad

Józef Teodor Konrad Korzeniowski nació el 3 de diciembre de 1857 en la ciudad de Berdýchiv (entonces parte del Imperio ruso, actualmente ubicada al norte de Ucrania). Adoptó el inglés como lengua literaria y es considerado uno de los escritores más importantes en lengua inglesa del siglo XIX.

Fue hijo de padres polacos, y quedó huérfano a los 11 años, por lo que permaneció bajo el cuidado de su abuela y su tío paterno hasta los 16 años, edad en que partió a Marsella y se inició como marino mercante. Comenzó a escribir su primer libro La locura de Almayer en 1889, el mismo que culminaría cinco años más tarde, 1895.

En los años siguientes conoce a los escritores británicos Rudyard Kipling, Henry James, H. G. Wells y Ford Madox Ford. Con este último realiza la colaboración de las obras Los herederos (1901), Romance (1903) y La naturaleza de un crimen (1923).

Una de sus obras más representativas es El corazón de las tinieblas (1902), novela inspirada a partir de las atrocidades y bajezas de las que era víctima la población indígena del Estado Libre del Congo y de las que Conrad fue testigo en su recorrido por África. Otras de sus obras más populares son El Negro del ‘Narciso’ (1897), Lord Jim (1900), Nostromo (1904), El agente secreto (1907), Suerte (1913) y Victoria (1915).

A partir de 1898, comienza a tener problemas económicos debido a su afición al juego y, en los años siguientes, padece depresiones y otras complicaciones en su salud. Fallece el 2 de agosto de 1924 de un ataque al corazón en Bishopsbourne, Inglaterra.

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SELECCIÓN DE CUENTOS

JOSEHP CONRAD

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Selección de cuentosJoseph Conrad

Juan Pablo de la Guerra de UriosteGerente de Educación y Deportes

Doris Renata Teodori de la PuenteAsesora de Educación

Kelly Patricia Mauricio CamachoCoordinadora de la Subgerencia de Educación

Alex Winder Alejandro VargasJefe del Programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juarez ZevallosSelección de textos: Claudia Daniela Bustamante Bustamante Corrección de estilo: Manuel Alexander Suyo Martínez, Claudia Daniela Bustamante Bustamante, Katherine Lourdes Ortega Chuquihura, Yesabeth Kelina Muriel Guerrero y María Grecia Rivera CarmonaDiagramación: Leonardo Enrique Collas Alegría, Marlon Renán Cruz Orozco, Ambar LizbethSánchez García, John Martínez Gonzáles.Concepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por: Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300 - Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa “Lima Lee”, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado Covid-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de interacción social y desarrollo personal; y la cultura

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de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección “Lima Lee”, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa “Lima Lee” de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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Amy Foster

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Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas, una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular de un faro, no mayor que un lápiz desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra.

Detrás de Brenzett, los campos son bajos y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa, que acecha al borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales para

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delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».

Desde la parte más alta del acantilado se ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook. La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco. Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama.

En ese valle que baja hasta Brenzett y Colebrook y asciende hasta Darnford, en el mercado comarcal a catorce millas de distancia, ejerce de médico mi amigo Kennedy. Empezó su carrera como cirujano de la Armada, y después acompañó en sus periplos a un famoso viajero, en los días en que todavía quedaban continentes con tierras inexploradas en su interior. Sus escritos sobre la flora y la fauna le han dado cierta fama en los círculos científicos. Y ahora ocupa un puesto de médico rural… únicamente porque él quiere. Sospecho que su agudeza mental, al igual que un ácido corrosivo, ha destruido su ambición. Su inteligencia es de naturaleza científica,

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amante de la investigación, y hace gala de esa insaciable curiosidad que cree encontrar una partícula de verdad universal en cualquier misterio.

Hace muchos años, cuando volví del extranjero, me invitó a pasar unos días con él. Acepté encantado y, como no podía abandonar a sus pacientes para estar conmigo, me llevaba en sus visitas con él… y a veces recorríamos más de treinta millas en una sola tarde. Yo le esperaba en el camino; el caballo arrancaba jugosas ramitas y yo, sentado en lo alto del carruaje, podía oír las carcajadas de Kennedy a través de la puerta entreabierta de alguna casa. Tenía una risa franca y atronadora, más propia de un hombre que le doblara en tamaño, unos ademanes enérgicos, un rostro bronceado y unos ojos grises a los que no parecía escapárseles nada. Tenía la habilidad de hacer que las personas le abrieran su corazón y una paciencia inagotable para escuchar sus historias.

Cierto día en que salíamos trotando de un pueblo bastante grande por un camino muy umbroso, divisé a nuestra izquierda una casa de ladrillo, con cristales romboidales en las ventanas, una enredadera al final del muro, un tejado de tablones y algunas rosas que trepaban por las desvencijadas celosías del diminuto porche. Kennedy se detuvo junto a la entrada. Una mujer, a pleno sol, tendía una manta mojada entre dos viejos

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manzanos; y, mientras el caballo zaino y rabón de largo cuello intentaba mover la cabeza tirando bruscamente de su mano izquierda, enfundada en un grueso guante de piel de perro, el médico preguntó por encima del seto:

—¿Qué tal su niño, Amy?

Tuve tiempo de ver su rostro inexpresivo y colorado, no por efecto de la vergüenza sino como si sus mejillas hubieran sido enérgicamente abofeteadas, y reparar en su figura rechoncha y en sus cabellos castaños, poco abundantes y sin brillo, recogidos en un apretado moño por encima de la nuca. Parecía bastante joven. Con voz entrecortada, respondió tímidamente:

—Bien, gracias.

Nos pusimos nuevamente al trote.

—¿Es una de sus pacientes? —pregunté.

Y el médico, chasqueando distraídamente el látigo, masculló:

—Solía visitar a su marido.

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—Parece una criatura muy simple —comenté con desgana.

—En efecto —dijo Kennedy—. Es terriblemente pasiva. Basta mirar esas manos enrojecidas al final de unos brazos tan cortos, y esos ojos castaños, saltones y poco despiertos, para comprender la inactividad de su cerebro… una inactividad que cualquiera habría creído eternamente a salvo de todas las sorpresas de la imaginación. Pero ¿quién está a salvo de ellas? En cualquier caso, ahí donde la ves, tuvo suficiente imaginación para enamorarse. Es la hija de un tal Isaac Foster, que de modesto granjero pasó a ser pastor, y cuyas desgracias comenzaron cuando huyó para casarse con la cocinera de su padre viudo, un rico ganadero apopléjico que, presa del furor, borró su nombre del testamento y, según dicen, profirió amenazas contra su vida. Pero este viejo asunto, suficientemente escandaloso para servir de argumento en una tragedia griega, tuvo su origen en la similitud de sus caracteres. Hay otras tragedias, menos escandalosas y de un patetismo mucho más sutil, que surgen de diferencias irreconciliables y de ese miedo a lo incomprensible que siempre se cierne sobre nuestras cabezas…sobre todas nuestras cabezas…

El caballo zaino, agotado,aminoró el paso; y el cerco del sol, completamente rojo en un cielo inmaculado,

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se apoyó confiado en la lisa superficie de una tierra de labranza cercana al camino, tal como se lo había visto hacer innumerables veces en el mar, allá en el lejano horizonte. El monótono color pardo de los campos arados brillaba con un tinte rosáceo, como si los terrones desmenuzados hubieran sudado en diminutas perlas de sangre el trabajo de incontables labradores. Un carro tirado por dos caballos avanzaba lentamente por la cima, dejando un pequeño bosque a su costado. Por encima de nuestras cabezas, se recortaba contra el horizonte sobre la luz rojiza del sol, triunfalmente grande, inmenso, como una cuadriga de gigantes tirada por dos parsimoniosos corceles de proporciones legendarias; y la torpe silueta del hombre que caminaba penosamente delante del primer caballo se perfilaba sobre el infinito con heroica rusticidad. El extremo de su látigo se agitaba en las alturas, en medio del azul del cielo.

—Es la hija mayor de una familia muy numerosa —señaló Kennedy—. A los quince años, la enviaron a servir en una granja llamada New Barns. Yo era el médico de la señora Smith, la mujer del arrendatario, y fue allí donde conocí a la joven. La señora Smith, una mujer elegante de nariz aguileña, le hacía vestirse de negro todas las tardes. No sé qué me impulsó a fijarme en ella. Hay rostros que nos llaman la atención por una extraña falta de definición en sus rasgos, de igual modo que, caminando en medio de la

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niebla, miramos con atención una forma borrosa que, al final, puede ser algo tan poco singular e inesperado como un poste indicador. La única peculiaridad que percibí en ella fue su ligera vacilación a la hora de expresarse, una especie de tartamudeo inicial que desaparecía en cuanto pronunciaba la primera palabra. Cuando se dirigían a ella con brusquedad, tendía a enfadarse; pero era sumamente bondadosa. Jamás se le había oído criticar a nadie y trataba con ternura a cualquier ser viviente. Quería con verdadera devoción a la señora Smith, al señor Smith, a sus perros, gatos y canarios; y, en cuanto al loro gris de la señora Smith, sus peculiaridades ejercían sobre ella una poderosa fascinación. Sin embargo, cuando ese extravagante pájaro fue atacado por el gato y gritó pidiendo ayuda con voz humana, ella se apresuró a huir al patio tapándose los oídos, en vez de impedir que se perpetrara el crimen. Para la señora Smith aquello era otra prueba de su estupidez; aunque la falta de atractivo de la joven, dada la ligereza de su marido, resultaba muy recomendable. Sus ojos miopes se llenaban de lágrimas cuando veía un pobre ratón atrapado en una ratonera, y, en cierta ocasión, unos niños la habían encontrado de rodillas en la hierba mojada ayudando a un sapo en dificultades. Si es verdad, como ha dicho algún alemán, que sin fósforo no hay pensamiento, aún lo es más que no hay bondad sin cierta dosis de imaginación. Y ella la tenía… incluso más de la necesaria para comprender el

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sufrimiento y compadecerse de él. Se enamoró en unas circunstancias que no dejan la menor duda al respecto; pues se necesita imaginación para formarse un ideal de belleza, y todavía más para descubrirlo bajo una forma poco común.

Cómo adquirió esa cualidad, y qué supo avivarla, es un misterio inescrutable. La joven había nacido en el pueblo, y jamás había ido más allá de Colebrook o quizá de Darnford. Vivió cuatro años con los Smith. New Barns es una granja apartada, a una milla de la carretera, y ella se contentaba con mirar día tras día los mismos prados, cerros y hondonadas; los mismos árboles y setos vivos; los rostros de los cuatro hombres que trabajaban en la granja, siempre los mismos… día tras día, mes tras mes, año tras año. Nunca mostró el menor interés por conversar, y mi impresión es que no sabía sonreír. Algunas tardes de domingo, cuando el tiempo era bueno, se ponía su mejor vestido, un par de botas resistentes y un enorme sombrero gris con una pluma negra (la he visto personalmente así ataviada), cogía una sombrilla ridículamente fina, saltaba dos vallas y recorría tres campos y doscientas yardas de carretera… Jamás iba más lejos. Allí estaba la cabaña de los Foster. Ayudaba a su madre a preparar el té de los más pequeños, fregaba los platos, daba un beso a los niños y volvía a la granja. Eso era todo. Todo el descanso, todo el cambio, todo el

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esparcimiento. No parecía desear nada más. Y entonces se enamoró. Se enamoró silenciosa, obstinada… tal vez irremediablemente. Fue un sentimiento que la invadió poco a poco, pero que acabó dominándola como un poderoso hechizo; fue un amor como se entendía en la Antigüedad: un impulso irresistible y fatídico… ¡una posesión! Sí, era su destino obsesionarse y dejarse embrujar por un rostro, por una presencia, funestamente, como una adoradora pagana de la forma bajo un cielo luminoso… para terminar despertando de ese misterioso olvido de sí misma, de ese encantamiento, de ese éxtasis, a causa de un miedo muy similar al inexplicable terror de un animal…

Con el sol ocultándose por el oeste, los extensos pastizales enmarcados por los escarpes del terreno más elevado cobraban un aspecto maravilloso y sombrío. Una sensación de profunda tristeza, muy semejante a la inspirada por unos acordes graves de música, se desprendía del silencio de los campos. Los hombres con que nos cruzábamos pasaban lentamente, sin sonreír, con los ojos en el suelo, como si la melancolía de una tierra oprimida hubiera añadido peso a sus pies, y hubiese inclinado sus espaldas y abatido su mirada.

—Sí —dijo el médico, cuando oyó mi observación—, es como si esta tierra estuviera maldita, pues, de todos

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sus hijos, los más apegados a ella son de cuerpo tosco y andar pesado, como si llevaran los corazones llenos de cadenas. Pero aquí, en este mismo camino,habría podido ver, entre todos esos hombres tan fornidos, a un ser delgado, ágil y esbelto, derecho como un pino, con algo en su porte que parecía luchar por elevarse, como si su corazón rebosara optimismo. Es posible que solo fuera la intensidad del contraste, pero cuando se cruzaba con uno de esos aldeanos, las plantas de sus pies no parecían rozar el polvo del camino. Saltaba las cercas, y subía y bajaba esas cuestas con unas zancadas largas y elásticas que le hacían reconocible a una gran distancia, y sus ojos eran negros y brillantes. Era tan diferente a cuantos le rodeaban, con sus movimientos ágiles, su mirada dulce… incluso un poco temerosa…, su tez aceitunada y su figura grácil, que yo tenía la impresión, al verlo, de que su naturaleza era la de una criatura de los bosques. Vino de allí.

El médico señaló con el látigo, y, desde lo más alto del declive, por encima de las copas onduladas de los árboles de un parque situado junto a la carretera, apareció la superficie del mar muy por debajo de nosotros, semejante al suelo de un gigantesco edificio en el que hubieran insertado bandas de oscuras ondas, con estelas brillantes y armoniosas que desaparecían en una franja de agua cristalina al pie del cielo. La tenue humareda que salía de

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un invisible barco de vapor se desvanecía en la inmensa claridad del horizonte, como un aliento que empañara un espejo; y cerca de la costa, las velas blancas de un barco de cabotaje, que parecían desplegarse lentamente bajo las ramas, ondeaban libres del follaje de los árboles.

—¿Naufragó en la bahía? —pregunté.

—Sí, era un náufrago. Un pobre emigrante centroeuropeo con destino a América que fue arrastrado por las olas hasta la orilla en medio de una tempestad. Y para él, que no sabía nada del mundo, Inglaterra era un lugar desconocido. Pasó cierto tiempo antes de que conociera el nombre de este país; y no me extrañaría que hubiera temido encontrar bestias salvajes y hombres feroces cuando, arrastrándose en la penumbra por el espigón, cayó rodando en una acequia donde fue un nuevo milagro que no se ahogara. Pero luchó instintivamente como un animal atrapado en una red, y aquella ciega contienda lo arrojó fuera del agua. Debía ser más duro de lo que parecía para sobrevivir a semejantes golpes, a sus violentos esfuerzos y a tanto miedo. Algún tiempo después, en un inglés rudimentario curiosamente similar al que habla un niño, me contó que se había encomendado a Dios, convencido de que no seguía en este mundo. Y, en realidad —añadía—, ¿cómo iba a saberlo? Logró abrirse paso a gatas en medio de

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la lluvia y del temporal, y avanzó a rastras hasta unas ovejas que se amontonaban al socaire de un seto. Estas se alejaron corriendo en todas direcciones, balando en la oscuridad, y él acogió con alegría el primer sonido familiar que oía en aquellas costas. Debían de ser las dos de la madrugada. Y es todo cuanto sabemos del modo en que llegó, aunque no puede decirse que lo hiciera solo. Pero su pavorosa compañía no empezó a aparecer en la orilla hasta muy avanzado el día.

El médico cogió las riendas, chasqueó la lengua y bajamos trotando la colina. Después de doblar, casi en seguida, la pronunciada esquina de High Street, avanzamos traqueteando por el empedrado y nos detuvimos ante su casa.

Al caer la noche, saliendo del abatimiento en que parecía haberse sumido, Kennedy reanudó su historia. Mientras fumaba su pipa, paseaba de un lado a otro de la habitación. Una pequeña lámpara proyectaba su luz sobre los papeles del escritorio; sentado junto a la ventana abierta, yo contemplaba, después de aquel día abrasador y sin viento, el frío esplendor de un mar brumoso inmóvil bajo la luna. Ni un murmullo, ni el ruido de algo que cayera al agua, ni el movimiento de un guijarro, ni una pisada, ni un suspiro, surgían de la tierra a nuestros pies… ninguna señal de vida, excepto

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la fragancia de los jazmines trepadores. Y la voz de Kennedy, a mis espaldas, atravesaba el ancho marco de la ventana antes de desvanecerse en la fría y maravillosa quietud del exterior.

—Los relatos de viejos naufragios nos hablan de grandes sufrimientos. A menudo los náufragos se salvaban de morir ahogados para perecer ignominiosamente de hambre en algún árido lugar de la costa; otros sufrían una muerte violenta o se veían convertidos en esclavos, y pasaban largos años de existencia precaria entre gentes que desconfiaban de ellos, los odiaban o temían por el mero hecho de ser extranjeros. Leer estas cosas nos inspira una gran lástima. Es duro para un hombre encontrarse en una tierra extraña, indefenso, sin nadie que comprenda su lengua, procedente de un misterioso país en algún rincón recóndito de la tierra. Pero de todos esos viajeros que han naufragado en los lugares más salvajes de la tierra, no hay uno solo, en mi opinión, que tuviera un destino tan trágico como el hombre del que hablo, el más inocente de ellos, arrojado por el mar en la ensenada de esta bahía, casi a la vista desde esta ventana.

No conocía el nombre de su barco. Y con el tiempo descubrimos que ni siquiera sabía que los barcos tenían nombre… como «los cristianos»; y, cuando apareció el mar ante sus ojos, desde lo alto de la colina de Talfourd, su mirada se perdió en la lontananza, desbordante de

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asombro, como si jamás lo hubiera contemplado antes. Y es muy probable que así fuera. Según entendí, lo habían metido a empujones con otros muchos en un barco de emigrantes en la desembocadura del Elba, demasiado aturdido para observar lo que le rodeaba, demasiado triste para ver nada, demasiado angustiado para interesarse. Antes de zarpar, los bajaron al entrepuente y los dejaron allí encerrados. Era un camarote de escasa altura con mamparos y baos de madera —explicaba él—, como los de su tierra, aunque se entraba por una escalera. Era un lugar muy espacioso, muy frío, húmedo ylóbrego, y tenía unas extrañas cajas de madera donde debían dormir los emigrantes, uno encima de otro, y que siempre se balanceaban en todos los sentidos. Subió como pudo a una de ellas y se tumbó vestido, con la misma ropa que llevaba al salir de casa muchos días antes, sin separarse de su bastón y de su fardo. La gente se quejaba, los niños lloraban, el techo goteaba, las luces se apagaban, los mamparos crujían y todo se zarandeaba de tal modo que nadie se atrevía a levantar la cabeza. Había perdido el contacto con su único compañero (un joven del mismo valle, según nos contó) y siempre se oía en el exterior el rugido del viento y unos fuertes golpes: «¡bum!, ¡bum!». Se había mareado de un modo espantoso, hasta el punto de olvidar sus plegarias. Además, era imposible saber si era de día o de noche. En aquel lugar nunca parecía amanecer.

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Antes de embarcarse, había viajado largo tiempo en ferrocarril. Miraba por la ventanilla, que tenía un cristal maravillosamente transparente, y tenía la impresión de que los árboles, las casas, los campos y los interminables caminos volaban a su alrededor hasta que la cabeza empezaba a darle vueltas. Me dio a entender que, en su recorrido, había visto ingentesmultitudes… naciones enteras… ricamente ataviadas. En una ocasión, le obligaron a salir del vagón y tuvo que dormir una noche sobre un banco en una casa de ladrillo, con el fardo debajo de la cabeza; y, en otra, pasó muchas horas sentado en un empedrado, dormitando con las rodillas en alto y el fardo entre los pies. El techo parecía de cristal, y era tan elevado que el pino de montaña más gigantesco que había visto en su vida habría tenido espacio para crecer bajo él. Máquinas de vapor entraban por un extremo y salían por el otro. Había más gente aglomerada de la que rodea, en un día de fiesta, a la milagrosa Imagen Sagrada en el patio del Convento Carmelita de las llanuras, donde, antes de partir, había llevado en carro a su madre, una piadosa anciana que quería rezar y suplicar a Dios que lo protegiera. Fue incapaz de explicarme lo grandioso que era aquel lugar, su estrépito, humo y oscuridad, el estruendo de los hierros, pero alguien le dijo que se llamaba Berlín. Luego sonó una campana, y llegó otra máquina de vapor, y volvieron a llevarle millas y millas

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a través de una tierra que resultaba tedioso contemplar, pues siempre era llana y no se alzaba en ella ni la más pequeña colina. Hubo de pasar otra noche encerrado en un edificio que recordaba a un buen establo, con un lecho de paja en el suelo, vigilando su fardo entre un grupo muy numeroso de hombres, ninguno de los cuales entendía una sola palabra de lo que él decía. Por la mañana, los condujeron hasta las orillas pedregosas de un río de lodo, extraordinariamente ancho, que no discurría entre colinas sino entre casas que parecían inmensas. Una máquina de vapor se deslizaba sobre el agua, y los metieron en ella, muy apretados, pero ahora iban acompañados de muchas mujeres y niños que armaban bastante ruido. Caía una lluvia muy fría, el viento azotaba su rostro; estaba calado hasta los huesos y le castañeteaban los dientes. Él y el joven de su mismo valle se cogieron de la mano.

Pensaban que los llevarían directamente a América, pero la máquina de vapor chocó conel costado de algo que le recordó a una gigantesca casa flotante. Las paredes eran negras y lisas, y en su tejado parecían crecer árboles desnudos en forma de cruz, increíblemente altos. Esa fue su impresión, pues jamás había visto un barco antes. Aquella era la nave que les trasladaría a América. Se oían gritos, todo se balanceaba; había una escala que subía y bajaba. Trepó por ella con sumo cuidado, con un

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miedo terrible de caerse al agua, que les salpicaba con violencia. Se vio separado de su compañero y, cuando descendió a los abismos de aquel barco, se le encogió el corazón.

También fue entonces, según me explicó, cuando perdió el contacto para siempre con uno de aquellos tres hombres que, el verano anterior, habían recorrido con él todas las pequeñas aldeas de las estribaciones de su región. Llegaban en una carreta los días de mercado, e instalaban una especie de oficina en alguna posada o en casa de otro judío. Eran tres, y uno de ellos, con una larga barba, tenía un aspecto muy venerable; llevaban unos cuellos rojos y unos galones dorados en las mangas, como los funcionarios del gobierno. Se sentaban altaneros tras una mesa muy larga; y, en el cuarto contiguo, a fin de que la gente ordinaria no pudiera enterarse, guardaban una ingeniosa máquina de telegrafiar que les permitía hablar con el emperador de América. Los padres se quedaban merodeando junto a la puerta, pero los jóvenes de las montañas se agolpaban frente a la mesa haciendo toda clase de preguntas, pues en América había trabajo durante todo el año, por tres dólares diarios, y no se hacía el servicio militar.

Pero el káiser americano no admitía a todo el mundo. ¡Ah, no! Él mismo tuvo grandes dificultades

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para ser aceptado, y el hombre venerable del uniforme se vio obligado a abandonar la habitación varias veces para telegrafiar en su nombre. El káiser americano lo contrató finalmente por tres dólares, ya que era joven y fuerte. Sin embargo, muchos jóvenes muy capaces se echaron atrás, temerosos de la enorme distancia que los separaba; además, solo podían marcharse los que tenían dinero. Algunos vendieron sus cabañas y sus tierras, pues era muy costoso trasladarse a América; pero luego, en cuanto llegabas, conseguías tres dólares diarios, y, si eras listo, podías encontrar lugares donde se sacaba auténtico oro del suelo. En casa de su padre vivía demasiada gente. Dos de sus hermanos se habían casado y tenían hijos. Prometió enviarles dinero desde América dos veces al año. Su padre vendió a un posadero judío una vaca vieja, dos ponis pintos criados por él, y unbuen terreno para pastar en una soleada ladera cubierta de pinos, con el fin de pagar a los hombres del barco que llevaban gente a América para enriquecerse en seguida.

Debía de tener madera de aventurero, pues ¡cuántas de las gestas más gloriosas han empezado en este mundo con ese trueque de la vaca paterna por el espejismo de un oro muy lejano! He ido explicándole a usted más o menos con mis palabras lo que descubrí de forma fragmentaria a lo largo de dos o tres años, en los que casi nunca desaproveché la oportunidad de conversar

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amigablemente con él. Me contó sus aventuras entre numerosos destellos de sus dientes blancos y el alegre fulgor de sus ojos negros; al principio, con una especie de inquieto balbuceo infantil, y más tarde, cuando ya aprendió nuestro idioma, con enorme fluidez, pero siempre con aquella entonación suave y melodiosa, además de vibrante, que confería un poder singularmente intenso al sonido de las palabras inglesas más familiares, como si hubieran sido vocablos de una lengua misteriosa. Y siempre terminaba moviendo con énfasis la cabeza, recordando con horror cómo se le encogió el corazón nada más al pisar la cubierta del barco. Después pareció atravesar un período en blanco, al menos en lo que se refiere a los hechos. No hay duda de que debió sentirse terriblemente mareado e infeliz… aquel tierno y apasionado aventurero, alejado así de cuanto conocía, condenado a la más amarga soledad mientras yacía en su litera de emigrante; pues su naturaleza era tremendamente sensible. Lo siguiente que sabemos de él con certeza es que estuvo escondido en la pocilga de Hammond, junto al camino de Norton, a unas seis millas del mar a vuelo de pájaro. No quería hablar de las experiencias que siguieron a su llegada: parecían haber dejado en su alma una oscura huella de asombro e indignación. Gracias a los rumores que circularon bastantes días después de su llegada, sabemos que los pescadores al oeste de Colebrook se sintieron inquietos y asustados por los fuertes golpes

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que oyeron en las paredes de sus cabañas, y por una voz aguda que gritaba palabras ininteligibles en medio de la noche. Algunos de ellos llegaron a salir de sus casas, pero sin duda él huyó asustado al oír las voces hoscas y airadas con que se llamaban unos a otros en la oscuridad. Una especie de arrebato debió de ayudarle a subir por la empinada colina de Norton. Es evidente que era él a quien el carretero Brenzett había visto, al día siguiente muy temprano, tendido en la hierba (desvanecido, según creo) junto al camino; y lo cierto es que se apeó para mirarlo de cerca, pero retrocedió intimidado ante su total inmovilidad, y ante el aspecto extraño de aquel vagabundo que dormía tan tranquilo bajo el aguacero. Unas horas después, algunos niños entraron corriendo en la escuela de Norton, tan atemorizados que la maestra tuvo que salir e increpar a un «hombre horrible» que se encontraba en el sendero. Él se alejó unos pasos, bajando la cabeza, y luego escapó corriendo a una velocidad extraordinaria. El conductor del carro de la leche del señor Bradley contó a todo el mundo que había azotado con su látigo a una especie de gitano peludo que, saltando al camino en un recodo cerca de los Vents, trató de agarrar las riendas del poni. Le dio de lleno en la cara, según dijo, pues, en menos tiempo del que él había tardado en saltar, lo dejó tirado en el barro; aunque luego tardó más de media milla en conseguir que su poni parara. Tal vez en sus desesperados esfuerzos por obtener ayuda y

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en su necesidad de comunicarse con alguien, el pobre diablo había intentado detener el carro. Tres muchachos confesaron, asimismo, haber arrojado piedras a un vagabundo muy extraño que, completamente empapado y lleno de barro, andaba como si estuviera borracho en el estrecho sendero que discurre entre los hornos de cal. Todo eso fue la comidilla de tres pueblos durante días; pero tenemos el testimonio irrefutable de la señora Finn (la mujer del carretero de Smith), que aseguró haberlo visto saltar el muro de la pocilga de Hammond y dirigirse tambaleante hacia ella, farfullando algo con una voz que habría bastado para aterrorizar a cualquiera. Como llevaba a su bebé en el cochecito, la señora Finn le gritó que se alejara, pero, ante su insistencia en acercarse, ella le dio un valiente paraguazo en la cabeza y, sin volver la vista atrás, corrió como alma que lleva el diablo con su cochecito hasta el pueblo. Entonces se detuvo sin aliento y le contó lo sucedido al viejo Lewis, que estaba picando un montón de piedras; y el anciano, quitándose las enormes gafas negras de metal que protegían sus ojos, logró enderezarse con sus temblorosas piernas para mirar dónde ella señalaba. Los dos siguieron con la vista la figura del hombre corriendo por el campo; lo vieron tropezar, levantarse y echar a correr de nuevo, tambaleándose y agitando sus largos brazos por encima de la cabeza, en dirección a la granja New Barns. Fue entonces cuando cayó en las redes de su sombrío y trágico destino. No

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existe ninguna duda de lo que le ocurrió a continuación. Ahora lo sabemos con certeza: el intenso terror de la señora Smith; la firme convicción de Amy Foster, a pesar del ataque de nervios de su ama, de que aquel hombre «no quería hacer daño a nadie»; la exasperación de Smith al regresar del mercado de Darnford y encontrar que el perro ladraba desesperado, que la puerta trasera estaba cerrada con llave y que su mujer sufría un ataque de histeria; y todo por un pobre y sucio vagabundo que, según creían, continuaba escondido en el granero. ¿Sería cierto? Ya le enseñaría él a no asustar a las mujeres.

Smith tiene fama de irascible, pero la visión de una extraña criatura cubierta de fango, sentada entre un montón de paja suelta con las piernas cruzadas y balanceándose de un lado a otro como un oso enjaulado, le hizo detenerse. Entonces el vagabundo selevantó silenciosamente ante él, una masa de barro y suciedad de la cabeza a los pies. Smith, solo en el granero con aquella aparición, mientras los ladridos furiosos del perro resonaban en medio del tormentoso anochecer. Se estremeció de miedo ante algo desconocido e inexplicable, pero cuando aquel ser, apartando con sus manos mugrientas las greñas que le caían sobre el rostro, al igual que se separan las dos mitades de un cortinaje, lo miró con ojos brillantes, extraviados, blanquinegros; el misterio que rodeaba aquel mudo encuentro lo dejó

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paralizado. Posteriormente, reconoció (pues esta historia ha sido muy comentada) haber retrocedido más de un paso. Más tarde, un torrente de palabras atropelladas y sin sentido le persuadió de que tenía ante sí a un lunático escapado del manicomio. De hecho, esa impresión jamás llegó a borrársele del todo. En su fuero interno, Smith sigue convencido de que aquel hombre estaba loco.

Cuando la criatura se le acercó, hablando de un modo ininteligible, Smith (sin saber que se dirigía a él como «noble caballero» y que estaba suplicándole cobijo y alimento por el amor de Dios) le contestó firme y pausadamente mientras retrocedía hacia el otro patio. Finalmente, cuando se le presentó la oportunidad, se arrojó inesperadamente sobre él y lo metió a empujones en la leñera, echando el cerrojo. Acto seguido, se enjugó la frente, a pesar del frío. Había cumplido con su deber para con la comunidad al encerrar a un maníaco vagabundo y probablemente peligroso. Smith no es un hombre malo en absoluto, pero en su cerebro no cabía otra idea que la de la locura. Le faltaba imaginación para preguntarse si aquel hombre no estaría muriéndose de hambre y de frío. Mientras tanto, el maníaco armó, al principio, un ruido espantoso en la leñera. La señora Smith gritaba en el piso de arriba, donde se había encerrado en su dormitorio; y Amy Foster sollozaba de un modo lastimero en la puerta de la cocina, retorciéndose las manos y murmurando:

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«¡No lo haga, no lo haga!». Supongo que Smith la pasó mal aquella velada entre los chillidos de su mujer y el llanto de su criada; y aquella voz enajenada y perturbadora al otro lado de la puerta aumentó su irritación. Era imposible que pudiera relacionar al desagradable lunático con el naufragio de un barco en Eastbay, del que habían circulado rumores en el mercado de Darnford. Y supongo que el hombre de la leñera había estado muy cerca de perder el juicio aquella noche. Antes de que su agitación desapareciera y perdiese el conocimiento, estuvo lanzándose violentamente contra todo en medio de la oscuridad, tropezándose con unos sacos mugrientos y mordiéndose los puños de rabia, frío, hambre, asombro y desesperación.

Se trataba de un nativo de la cordillera oriental de los Cárpatos, y el buque hundido la noche anterior en Eastbay había zarpado de Hamburgo lleno de emigrantes y era el Herzogin Sophia-Dorothea, de infausta memoria.

Unos meses después, supimos por los periódicos de la existencia de las fraudulentas «agencias de emigración» que actuaban entre los campesinos eslavos de las regiones más remotas de Austria. El objetivo de aquellos rufianes era apoderarse de las granjas y caseríos de aquellas gentes pobres e ignorantes, y estaban confabulados con los usureros locales. Casi siempre embarcaban a sus víctimas

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en Hamburgo. En cuanto al barco, lo había visto yo entrar en la bahía desde esta misma ventana, una tarde gris y amenazadora, ciñendo al viento corto de trapo. Llegó al fondeadero marcado en la carta, frente a la estación de los guardacostas de Brenzett. Recuerdo que, antes de caer la noche, volví a contemplar las siluetas de su arboladura y de su jarcia, que se recortaban negras y puntiagudas sobre un fondo de nubes desgarradas color pizarra y, más a la izquierda, la aguja más fina del campanario de Brenzett. Al oscurecer, el viento arreció. Al llegar la medianoche, oí desde la cama el estruendo de sus terribles ráfagas acompañadas de una lluvia torrencial.

Fue más o menos a esa hora cuando los guardacostas creyeron ver las luces de un vapor en el fondeadero. De pronto desaparecieron; pero es ostensible que algún otro buque había intentado refugiarse en la bahía aquella noche infernal de escasa visibilidad, había abordado al barco alemán por el través (abriéndole una grieta, según me contó después uno de los buzos, «por la que habría podido pasar una gabarra del Támesis»), y había vuelto a marcharse intacto o dañado, nadie lo sabe; pero había salido de la bahía, ignoto, sigiloso, fatídico, para perecer misteriosamente en el mar. Jamás volvió a saberse nada de él, a pesar del revuelo que se levantó en todo el mundo, y que habría terminado por encontrarlo si hubiera seguido navegando en algún lugar sobre la superficie de las aguas.

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Ni una sola pista y un cauteloso silencio, como el de un crimen cuidadosamente perpetrado, fueron las características de aquella horrible tragedia que, como quizá recuerdes, se hizo tristemente célebre. El viento habría impedido que los gritos más desgarradores llegaran a la costa; es evidente que nadie tuvo tiempo de avisar del peligro. La muerte llegó sin el menor ruido. El navío de Hamburgo, inundándose de golpe, volcó al tiempo que se hundía, y, al amanecer, no asomaba por encima del agua ni la perilla del más alto de sus mástiles. Los guardacostas lo echaron en falta, como es natural, y al principio pensaron que había garreado o que su cadena se había roto durante la noche, y que el viento lo había empujado mar adentro. Más tarde, al cambiar la marea, el casco hundido debió de moverse un poco y liberar algunos de los cuerpos, pues el cadáver de una niña (una pequeña de cabellos rubios con un vestido rojo) llegó a la orilla delante de la torre de defensa. Por la tarde, pudieron verse, a lo largo de tres millas de playa, unas figuras negras de piernasdesnudas que aparecían y desaparecían entre la espuma revuelta; y hombres de aspecto tosco, mujeres de facciones endurecidas y niños, casi siempre rubios, fueron conducidos, rígidos y empapados, en parihuelas, zarzos y escaleras, en larga procesión más allá de la Posada del Barco, para ser colocados en una hilera bajo el muro norte de la iglesia de Brenzett.

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Oficialmente, lo primero que llegó a tierra procedente de aquel buque fue el cadáver de la niña del vestido rojo. Pero tengo algunos pacientes entre los marineros que habitan al oeste de Colebrook y, extraoficialmente, me dijeron que, a primeras horas de la mañana, dos hermanos que habían bajado a mirar su barca de pesca, varada en la playa, habían encontrado en la arena, a bastante distancia de Brenzett, el típico gallinero de barco con once patos ahogados en su interior. Sus familias se comieron las aves y, con la ayuda de un hacha, hicieron leña del gallinero. Es posible que un hombre (suponiendo que estuviera en cubierta en el momento del accidente) consiguiera llegar a la orilla agarrado a aquella enorme jaula de madera. Podría ser. Reconozco que es poco probable, pero allí estaba el hombre… y durante días, mejor dicho, durante semanas… ni se nos pasó por la cabeza que tuviéramos con nosotros al único superviviente de la tragedia. Ni siquiera él, cuando aprendió a hablar de un modo inteligible, podía explicarnos lo ocurrido. Recordaba que se había sentido mejor (después de que el barco fondeara, supongo) y que la oscuridad, el viento y la lluvia lo habían dejado sin aliento. Eso parecía indicar que pasó algún tiempo en cubierta aquella noche. Mas no debemos olvidar que le habían alejado de cuanto conocía, que había estado cuatro días mareado y con las escotillas cerradas en el entrepuente, que no tenía la menor idea de lo que era un barco o el mar y, por ese motivo, no podía

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entender con claridad lo que le sucedía. Sabía bien lo que era la lluvia, el viento y la oscuridad; reconocía el balido de las ovejas, y recordaba la sensación de desamparo y sufrimiento que había experimentado, su desconsuelo y su asombro ante el hecho de que nadie pareciera verlo ni entenderlo, su consternación al no encontrar más que hombres enojados y mujeres furiosas. Es cierto que se había acercado a ellos como un pordiosero, decía; pero en su tierra, incluso cuando no daban limosna, se dirigían a los mendigos con amabilidad. A los niños de su país no se les enseñaba a tirar piedras a quienes imploraban compasión. La estrategia adoptada por Smith lo dejó completamente anonadado. La leñera presentaba el aspecto siniestro de una mazmorra. ¿Qué iban a hacerle a continuación?… No es de extrañar que Amy Foster apareciera ante sus ojos con la aureola de un ángel de luz. La joven no había podido conciliar el sueño pensando en aquel desdichado y, por la mañana, antes de que los Smith se levantaran, se deslizó fuera de la casa por el patio trasero. Entreabriendo la puerta de la leñera, miró en su interior y tendió al hombre media hogaza de pan blanco… «un pan que en mi país solo comen los ricos», solía decir.

Al ver esto, se puso lentamente en pie entre todos aquellos desperdicios, entumecido, hambriento, tembloroso, abatido e indeciso.

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—¿Puede usted comer esto? —preguntó ella, con su voz dulce y tímida.

Él debió de creer que era una «noble dama». Devoró el pan y sus lágrimas caían sobre la corteza. Súbitamente, dejó de comer, agarró la muñeca de la joven y le besó la mano. Amy Foster no se asustó. A pesar del estado lamentable en que se hallaba, se había dado cuenta de lo guapo que era. La muchacha cerró la puerta y regresó sin prisa a la cocina. Más tarde, se lo contó todo a la señora Smith, que se estremeció ante la mera idea de que aquella criatura pudiese tocarla.

Gracias a este acto impulsivo de piedad, él volvió a formar parte de la sociedad humana en aquel nuevo entorno. Jamás lo olvidó… jamás.

Esa misma mañana, el viejo señor Swaffer (el vecino de Smith) se acercó para dar su opinión y terminó llevándose al joven a su casa. Este esperó en pie dócilmente, con piernas temblorosas y cubierto de un barro endurecido, mientras los dos hombres hablaban a su lado en una lengua ininteligible. La señora Smith se había negado a bajar del piso superior hasta que aquel loco abandonara la granja; Amy Foster, desde el interior de la sombría cocina, los contemplaba a través de la puerta trasera, que había dejado abierta; y él se esforzaba por obedecer

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las señas que le hacían. Pero Smith se mostraba de lo más desconfiado.

—¡Tenga cuidado, señor! Quizá nos esté engañando… —advirtió varias veces a su vecino.

Cuando el señor Swaffer puso en marcha su yegua, la debilidad del lastimoso ser sentado humildemente a su lado era tan grande que estuvo a punto de caerse hacia atrás desde lo alto del carruaje de dos ruedas. Swaffer lo llevó directamente a su casa. Y es entonces cuando yo entro en escena.

Mi presencia fue requerida del modo más sencillo: cuando acerté a pasar por allí, el anciano me hizo señas con el dedo índice desde la verja de entrada. Como es natural, me apeé.

—Hay algo que quiero enseñarle —farfulló, conduciéndome hasta un edificio anexo, a escasa distancia de otras dependencias de su granja.

Fue allí donde lo vi por primera vez, en una habitación muy larga de techo bajo dentro de aquella especie de cochera. Estaba casi vacía y tenía las paredes encaladas; al fondo, había una pequeña abertura cuadrada con un vidrio rajado y polvoriento. El hombre estaba

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tumbado boca arriba sobre un jergón de paja; le habían proporcionado un par de mantas de caballo, y parecía haber agotado las escasas fuerzas que le quedaban en lavarse. Apenas podía hablar; su respiración agitada bajo las mantas que lo cubrían hasta la barbilla, y sus ojos febriles e inquietos, me recordaron a unave salvaje atrapada en una red. Mientras lo examinaba, el viejo Swaffer esperó silencioso en la puerta, pasándose las yemas de los dedos por su afeitado labio superior. Le di una serie de instrucciones, prometí enviarle un frasco de medicina y, como es natural, le hice algunas preguntas.

—Smith lo atrapó en el granero de New Barns —respondió lentamente el anciano sin inmutarse, como si el joven fuera una especie de animal salvaje—. Así fue como llegó hasta mí. Toda una rareza, ¿verdad? Y ahora dígame, doctor… usted que ha recorrido el mundo… ¿cree que puede ser hindú?

Yo estaba muy sorprendido. Sus cabellos largos y negros esparcidos sobre la paja contrastaban con la palidez olivácea de su rostro. Se me ocurrió pensar que podía ser vasco. Eso no significaba que entendiera forzosamente español; pero le dije las pocas palabras que conozco en ese idioma, y luego repetí el experimento en francés. Los susurros que le oí proferir al acercar mi oreja a sus labios me dejaron completamente perplejo.

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Aquella tarde, cuando las hijas del rector (una de ellas leía a Goethe con un diccionario, y la otra había luchado con Dante durante años) vinieron a visitar a la señorita Swaffer, pusieron a prueba su alemán y su italiano con él desde la puerta. Se batieron en retirada ligeramente asustadas ante el torrente de apasionadas palabras con que, dándose la vuelta en su jergón, les respondió. Las dos reconocieron que el sonido era agradable, suave, melodioso… pero que, tal vez unido a su extraño físico, resultaba sobrecogedor… tan vehemente, tan distinto a cuanto habían oído antes. Los niños del pueblo subieron la loma para asomarse a la pequeña abertura cuadrada. Todos se preguntaban qué haría el señor Swaffer con él.

Se limitó a dejarle vivir allí.

A Swaffer le habrían tachado de excéntrico si no hubiera sido un hombre tan respetado. Cualquier lugareño le dirá que el señor Swaffer se queda levantado hasta las diez de la noche leyendo libros, y que es capaz de extender un cheque de doscientas libras sin pestañear. Añadirá que los Swaffer han sido dueños de las tierras que unen este pueblo con Darnford desde hace trescientos años. En la actualidad, debe de tener ochenta y cinco años, pero no parece haber envejecido nada desde que llegué. Es un magnífico criador de ovejas y un conocido tratante de ganado. No se pierde un solo

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día de mercado en muchas millas a la redonda, aunque el tiempo sea malo, y se inclina sobre las riendas cuando guía su carruaje, con el lacio cabello gris ondulándose sobre el cuello de su grueso abrigo, y una manta verde de cuadros escoceses sobre las piernas. La serenidad que dan los años añade solemnidad a su porte. No lleva barba ni bigote; sus labios son finos y delicados; algo rígido y monacal en sus facciones confiere cierta nobleza a su rostro. Se sabe que ha recorrido millas bajo la lluvia para contemplar una nueva variedad de rosa en un jardín, o una col gigante cultivada por un granjero. Le encanta oír hablar o ver algo que considere «extranjero». Quizá por ese motivo el viejo Swaffer cobijó a aquel desconocido. Quizá fue únicamente un absurdo capricho. Solo sé que tres semanas después divisé al lunático de Smith cavando el huerto de Swaffer. Habían descubierto que sabía usar una pala. Trabajaba descalzo.

El pelo negro le caía sobre los hombros. Supongo que fue Swaffer quien le había dado la vieja camisa rayada de algodón; pero seguía llevando los pantalones de paño marrón típicos de su país (con los que había alcanzado la orilla), casi tan ceñidos como unas medias; su ancho cinturón de cuero estaba tachonado de pequeños discos de latón. Aún no se había atrevido a entrar en el pueblo. La tierra que veía le parecía muy bien cuidada, como los campos que rodean la casa de un terrateniente; el tamaño de los caballos de tiro le llenaba de asombro; los caminos le

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recordaban a los senderos de los jardines; y el aspecto de la gente, especialmente los domingos, expresaba opulencia. Se preguntaba por qué los adultos eran tan crueles y los niños tan descarados. Recogía su comida en la puerta trasera, la llevaba cuidadosamente con ambas manos hasta su vivienda, y sentado en el jergón, completamente solo, se santiguaba antes de saciar su hambre. Al lado de ese mismo jergón, arrodillándose cuando empezaba a anochecer en los días de invierno, rezaba en voz alta sus oraciones antes de acostarse. Siempre que veía al viejo Swaffer se inclinaba ante él con veneración, y luego se quedaba muy erguido mientras el anciano, con los dedos en el labio superior, le observaba en silencio. También saludaba con una reverencia a la señorita Swaffer, que llevaba frugalmente la casa de su padre: una mujer huesuda y ancha de espaldas, de cuarenta y cinco años, con el bolsillo lleno de llaves y unos ojos grises y severos. Era anglicana (mientras que su padre era uno de los síndicos de la Iglesia Baptista) y llevaba una pequeña cruz de acero en la cintura. Vestía siempre de riguroso luto, en recuerdo de uno de los innumerables Bradley del vecindario, al que había estado prometida veinticinco años antes: un joven granjero que se rompió el cuello mientras cazaba la víspera de su boda. Tenía el rostro impasible de los sordos, hablaba muy poco, y sus labios, tan finos como los de su padre, sorprendían a veces con un gesto inesperada y misteriosamente irónico.

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Esas eran las personas a las que él debía lealtad, y una profunda soledad parecía descender del cielo plomizo en aquel invierno sin sol. Todos los semblantes reflejaban tristeza. No podía conversar con nadie y había perdido las esperanzas de llegar a comprender lo que decían. Era como si aquellos rostros fueran de otro mundo… el mundo de los muertos…, me explicaría años después. Es un milagro que no enloqueciera. No sabía dónde estaba. En algún lugar muy lejos de sus montañas… en algún lugar alotro lado de las aguas. ¿Habría llegado a América?, se preguntaba.

De no haber sido por la cruz de acero del cinturón de la señorita Swaffer, ni siquiera habría sabido, afirmaba, si se encontraba en un país cristiano. Le lanzaba miradas furtivas y se sentía reconfortado. ¡No había nada allí parecido a su patria! La tierra y el agua eran diferentes; no había imágenes del Redentor al borde de los caminos. Incluso la hierba era distinta, y los árboles. Solo tres viejos pinos noruegos que crecían delante de la casa de Swaffer le recordaban a su país. En una ocasión, lo habían visto, después del anochecer, con la frente apoyada en uno de sus troncos, sollozando y hablando solo. En aquella época, según decía, habían sido como hermanos para él. Todo lo demás era desconocido. Piense en el horror de una vida ensombrecida y dominada por las realidades cotidianas, como si fueran imágenes de una

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pesadilla. Por las noches, cuando no podía conciliar el sueño, se acordaba de la muchacha que le había dado el primer pedazo de pan en aquella tierra extraña. No se había mostrado furiosa ni enojada, ni tampoco asustada. Solo su rostro le parecía cercano en medio de aquellos semblantes impenetrables, misteriosos y mudos como los de los muertos, que poseen unos conocimientos inalcanzables para los vivos. Me gustaría saber si no fue el recuerdo de su compasión lo que evitó que se cortara el cuello. Pero supongo que soy un viejo sentimental, pues se me olvida el apego instintivo a la vida que solo una desesperación muy poco común alcanza a derrotar.

Realizaba cualquier trabajo que le encargaban con una inteligencia que sorprendía al viejo Swaffer. No tardó en descubrir que podía manejar el arado, ordeñar las vacas, dar de comer a los bueyes en el establo, y ayudar con las ovejas. Empezó a aprender palabras, asimismo, muy deprisa; y de pronto, una hermosa mañana de primavera, salvó de una muerte prematura a una nieta del viejo Swaffer.

La hija menor de Swaffer está casada con Willcox, abogado y secretario del Ayuntamiento de Colebrook. Normalmente, vienen dos veces al año a pasar unos días con el anciano. Su única hija, una pequeña que, por aquel entonces, no había cumplido tres años, salió sola de la

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casa con su delantalito blanco y, avanzando tambaleante por la hierba de los bancales, se cayó de cabeza, desde un murete, en el abrevadero de caballos que había en el patio de abajo.

Nuestro hombre estaba con el carretero y el arado en el campo más cercano a la casa y, mientras les ayudaba a dar la vuelta para empezar un nuevo surco, vislumbró, a través del hueco de una verja, lo que cualquiera habría creído el simple revoloteo de algo blanco. Pero tenía vista de águila, y sus ojos solo parecían vacilar y perder su extraordinario poder ante la inmensidad del océano. Estaba descalzo y su aspecto era todo lo extraño que el corazón de Swaffer podía desear. Dejando los caballos, para inefable disgusto del carretero, cruzó a saltos la tierra labrada, y apareció súbitamente ante la madre, puso a la niña en sus brazos y se alejó a grandes zancadas.

El abrevadero no era muy profundo; pero, de no haber tenido una vista tan extraordinaria, la pequeña habría perecido… tristemente ahogada en el lodo que había en el fondo. El viejo Swaffer se dirigió lentamente hacia el campo, esperó a que el arado llegara a su altura, miró al hombre con detenimiento y, sin decir una palabra, regresó a la casa. Pero, desde entonces, le sirvieron las comidas en la mesa de la cocina; y, al principio, la señorita Swaffer, toda de negro y con un rostro inescrutable, venía

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a ver desde la puerta de la sala cómo se santiguaba antes de comenzar. Creo que desde ese díatambién Swaffer empezó a pagarle un salario fijo.

No puedo seguir paso a paso su evolución. Se cortó el pelo, se le veía en el pueblo y por los caminos, yendo y viniendo de su trabajo como cualquier otro hombre. Los niños dejaron de gritar tras él. Se percató de las diferencias sociales, pero, durante mucho tiempo, continuó sorprendido de la pobreza de las iglesias en medio de tanta opulencia. Tampoco podía entender que estuvieran cerradas los días laborables. No había nada que robar en ellas. ¿Era para evitar que la gente rezara demasiado a menudo? La Rectoría se interesó mucho por él en aquella época, y supongo que las hijas del pastor intentaron preparar el terreno para su conversión. No consiguieron erradicar, sin embargo, su costumbre de santiguarse, aunque sí llegó a quitarse el cordel con dos diminutas medallas de cobre, una crucecita de metal y una especie de escapulario cuadrado que llevaba alrededor del cuello. Los colgó en la pared, al lado de su cama, y todas las noches se le oía rezar lentamente sus oraciones, con unas palabras ininteligibles y con el mismo fervor que había mostrado su anciano padre delante de toda la familia arrodillada, mayores y pequeños, todas las noches de su vida. Y, aunque vistiera pantalones de pana para trabajar, y un modesto traje blanco y negro los domingos, todos

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los forasteros se volvían a mirarlo cuando se cruzaban con él. Su origen extranjero había dejado en él una huella imborrable y muy especial. Con el tiempo, la gente se acostumbró a verlo. Pero jamás se acostumbró a él. Sus andares rápidos y etéreos, como si no tocara el suelo; su tez morena; su sombrero ladeado sobre la oreja izquierda; su costumbre, las noches cálidas, de llevar la chaqueta sobre un hombro, al igual que el dolmán de un húsar; su modo de saltar por encima de las cercas, como si siguiera andando normalmente y no quisiera hacer gala de su agilidad… todas esas peculiaridades, podría decirse, suscitaban el desprecio y el resentimiento de los lugareños. A ellos no se les ocurría tenderse en la hierba a la hora de cenar para contemplar el cielo. Tampoco iban por los campos cantando a gritos tristes melodías. Muchas veces oí su vozaguda desde la ladera opuesta de alguna colina por donde él conducía las ovejas; una voz alegre y aflautada, como la de una alondra, pero demasiado melancólica y humana para nuestros campos, donde solo se oye el canto de los pájaros. E incluso yo me sobresaltaba. ¡Ah! Él era diferente: inocente de corazón y lleno de una bondad que nadie parecía desear, aquel pobre náufrago era como un hombre trasplantado a otro planeta, separado de su pasado por una inmensa distancia y de su futuro por una inmensa ignorancia. Su forma de expresarse rápida y apasionada escandalizaba a todos. «Un pobre diablo muy nervioso», decían de él.

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Un atardecer, en la taberna de El Carruaje y los Caballos (después de haber bebido algo de whisky) disgustó a todos entonando una canción de amor de su tierra. Todos le abuchearon, y él se sintió apenado; pues Preble, el carretero cojo; Vincent, el herrero gordo, y los demás notables de la reunión, querían beber en paz su cerveza de la tarde. En otra ocasión, trató de enseñarles a bailar. Del suelo arenoso se levantaron nubes de polvo; dio un salto enorme entre las mesas de pino, entrechocó sus talones, se puso en cuclillas delante del viejo Preble, apoyándose en un solo talón y extendiendo la otra pierna, lanzó unos gritos desaforados de júbilo, se puso en pie de un salto y empezó a girar sobre un pie, chasqueando los dedos por encima de su cabeza… y un carretero desconocido que había entrado a beber empezó a soltar juramentos y se fue a la barra con su media pinta de cerveza. Cuando, inesperadamente, se subió a una de las mesas y continuó bailando entre los vasos, el posadero intervino. No quería «acrobacias en su taberna». Entonces le agarraron entre varios. Como había bebido un par de vasos, el extranjero del señor Swaffer intentó protestar; lo echaron de allí a la fuerza y acabó con un ojo morado.

Supongo que era consciente de la hostilidad que le rodeaba. Pero era un hombre fuerte… no solo espiritual, sino también físicamente. Solo le asustaba el recuerdo del mar, con ese terror indefinido que nos dejan las pesadillas.

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Su hogar estaba muy lejos; y ya no deseaba ir a América. Yo le había explicado a menudo que no hay ningún lugar en la tierra donde el oro esté a disposición del primero que se moleste en recogerlo. En ese caso, decía, ¿cómo iba a volver a casa con las manos vacías cuando habían vendido una vaca, dos ponis y un pedazo de tierra para pagarle la travesía? Sus ojos se llenaban de lágrimas y, apartándolos del intenso resplandor del mar, se tiraba boca abajo sobre la hierba. Aunque a veces, ladeándose el sombrero con aire seductor, desdeñaba mi sabiduría. Había encontrado el oro que buscaba. Era el corazón de Amy Foster, «un corazón de oro, capaz de conmoverse ante el sufrimiento ajeno», decía con absoluta convicción.

Se llamaba Yanko. Nos había explicado que era un diminutivo de John; pero, como repetía tantas veces que era un montañés (una palabra que en el dialecto de su país sonaba muy parecida a Goorall), se quedó con ese apellido. Y es el único rastro de él que podrán descubrir las edades venideras en el registro matrimonial de la parroquia. Allí puede leerse «Yanko Goorall», de puño y letra del rector. La cruz torcida con que firmó el náufrago, y cuyo trazado debió parecerle sin duda el momento más solemne de la ceremonia, es cuanto queda en la actualidad para perpetuar el recuerdo de su nombre.

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Llevaba algún tiempo cortejando a Amy Foster, desde que empezó a ser precariamente aceptado en la comunidad. Su primer paso fue comprarle una cinta de raso verde en Darnford. Era lo que se hacía en su país. Se compraba una cinta en el puesto de algún judío en un día de feria. No creo que la muchacha supiera qué hacer con ella, pero él pareció convencido de que nadie malinterpretaría sus honestas intenciones.

Solo cuando declaró su deseo de casarse, comprendí con claridad cuán… ¿he de decir odioso?… resultaba en toda la región, y por un centenar de razones fútiles e insignificantes. Todas las ancianas del pueblo pusieron el grito en el cielo. Smith se encontró con él cerca de su granja y juró romperle la cabeza si volvía a acercarse. Pero él se retorció su pequeño bigote negro con un aire tan belicoso, y le miró con unos ojos tan enormes, oscuros y feroces, que Smith jamás cumplió su juramento. No obstante, le dijo a la muchacha que debía de estar loca para salir con un hombre que no estaba bien de la cabeza. Así y todo, al anochecer, en cuanto ella le oía silbar al otro lado del huerto un par de compases de una extraña y triste melodía, soltaba cualquier cosa que tuviera en las manos… dejaba a la señora Smith con la palabra en la boca… y corría a reunirse con él. La señora Smith la llamaba fresca y desvergonzada. Ella guardaba silencio. Sin decir una palabra a nadie, seguía

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su camino como si estuviera sorda. Solo ella y yo en toda la comarca parecíamos ser conscientes de la belleza del joven. Era muy apuesto, y tenía un porte sumamente airoso y elegante, con un algo salvaje en su apariencia que recordaba a una criatura de los bosques. La madre de la muchacha gemía y lloraba cuando esta iba a verla en su día libre. El padre se mostraba hosco, pero fingía no saber nada; y en una ocasión la señora Finn le dijo sin rodeos: «Ese hombre, querida, acabará haciéndote daño». Y así siguieron las cosas. Se les veía pasear por los caminos, ella caminando imperturbable con sus mejores galas —el vestido gris, la pluma negra, las fuertes botas, los llamativos guantes de algodón blanco que atraían las miradas de cualquiera que pasara a cien millas de distancia—; y él, con la chaqueta pintorescamente echada sobre el hombro, andando a su lado con gallardía y lanzando tiernas miradas a la muchacha del corazón de oro. Me gustaría saber si él se percataba de su falta de atractivo. Es posible que, alhallarse entre unos tipos tan diferentes a los que él conocía, no tuviera capacidad para juzgar; aunque tal vez le sedujera el don divino de su compasión.

Yanko, entretanto, estaba muy preocupado. En su país, un anciano hacía las veces de embajador en los asuntos matrimoniales. No sabía cómo actuar. Un día, sin embargo, mientras las ovejas pacían en un prado

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(ahora ayudaba a Foster con los rebaños de Swaffer), se quitó el sombrero ante el padre de la joven y le declaró humildemente su amor. «Supongo que está lo bastante loca para casarse contigo», se limitó a responder Foster. «Y entonces —contaba el padre de Amy— se puso el sombrero, me dirigió una mirada cargada de odio, como si quisiera matarme, llamó al perro con un silbido y se marchó, dejándome todo el trabajo». Los Foster, como es natural, no querían perder el salario que ganaba la muchacha, pues Amy siempre le daba el dinero a su madre. Además, Foster sentía una profunda aversión hacia aquel enlace. Sostenía que el joven cuidaba muy bien las ovejas, pero no estaba en condiciones de contraer matrimonio. En primer lugar, tenía la costumbre de caminar junto a los setos hablando solo como si estuviera chiflado; y, por otra parte, esos extranjeros se comportaban a veces de un modo muy raro con las mujeres. Tal vez quisiera llevarse lejos a Amy… o fugarse él. No le inspiraba la menor confianza. Advirtió a su hija que el joven podría maltratarla. Ella no respondió. Era como si aquel hombre, decían los lugareños, le hubiera hecho algo. El asunto se convirtió en la comidilla del pueblo. Se armó bastante alboroto, pero los dos siguieron «saliendo» juntos en medio de una fuerte oposición. Entonces ocurrió algo inesperado.

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No sé si el viejo Swaffer llegó a comprender jamás hasta qué punto su criado extranjero lo consideraba como un padre. En cualquier caso, la relación era extrañamente feudal. Así, pues, cuando Yanko le solicitó formalmente una entrevista… «y con la señorita también» (se dirigía a la severa y sorda señorita Swaffer con un sencillo «señorita»)… fue para obtener su permiso para la boda. Swaffer escuchó impasible, le ordenó con la cabeza que se retirara y luego gritó la noticia al oído menos sordo de la señorita Swaffer. Ella no pareció sorprendida, y se limitó a comentar gravemente, con voz hueca y apagada: «No conseguirá que ninguna otra muchacha se case con él».

Todos atribuyen el gesto de munificencia a la señorita Swaffer, pero al cabo de muy pocos días salió a la luz que el señor Swaffer había regalado a Yanko una casita (la que has visto esta mañana) y alrededor de un acre de tierra… y que le había traspasado la propiedad. Willcox se ocupó de formalizar la escritura, y recuerdo que me comentó haberlo hecho con sumo placer. En ella se leía: «En agradecimiento, por haber salvado la vida de mi querida nieta Berta Willcox».

Después de eso, como es natural, nada en este mundo pudo impedir su matrimonio.

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Ella siguió loca por él. La gente la veía salir de casa al atardecer para esperar a su marido. Se quedaba mirando fijamente, como si estuviera hechizada, el alto del camino por donde él aparecería, andando con su alegre contoneo y tarareando alguna canción de amor de su tierra. Cuando nació su hijo, Yanko bebió más de la cuenta en El Carruaje y los Caballos, e intentó volver a cantar y bailar, y lo echaron de nuevo. La gente se compadecía de una mujer casada con aquel bufón. Pero a él no le importaba: ahora tenía un hombre (me decía orgulloso) al que podía cantar y hablar en su lengua materna, y al que dentro de poco enseñaría a bailar.

Pero no sé. Yo tenía la sensación de que su paso se había vuelto menos saltarín, su cuerpo menos ligero, su mirada menos penetrante. Imaginaciones mías, sin duda; pero, aun hoy, no puedo evitar pensar que las redes del destino lo tenían cada vez más acorralado.

Un día me encontré con él en el sendero de la colina de Talfourd. Me dijo que las mujeres eran muy «raras». Yo ya había oído algo sobre sus desavenencias conyugales. La gente decía que Amy Foster estaba empezando a descubrir qué clase de hombre era su marido. Un día le había arrebatado al niño de los brazos cuando él, sentado en el umbral, le canturreaba una de esas nanas que cantan las madres a sus hijos en las montañas. Parecía pensar

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que estaba haciéndole algún daño. Las mujeres son muy extrañas. Y no le dejaba rezar en voz alta por las noches. ¿Por qué motivo? Esperaba que el pequeño aprendiera así sus oraciones, del mismo modo que las había aprendido él de su padre cuando era niño… en su tierra natal. Y me di cuenta de que anhelaba que su hijo creciera para tener a alguien con quien hablar en aquel idioma que a nosotros nos sonaba tan inquietante, raro y apasionado. No comprendía por qué razón a su mujer le disgustaba la idea. Pero ya se le pasaría, me dijo. Y ladeando la cabeza con mirada cómplice, se golpeó suavemente el pecho para indicar que ella tenía buen corazón: ¡nada duro, nada despiadado, muy compasivo, y misericordioso con los pobres!

Me alejé pensativo; me preguntaba si lo que había en él de diferente, de extraño, y que inicialmente había ejercido una atracción irresistible sobre la torpe naturaleza de su mujer, no estaría despertando ahora su repulsión. Me preguntaba…

El médico se acercó a la ventana y contempló el gélido resplandor del mar, inmenso en medio de la neblina, al igual que si rodeara la tierra con todos los corazones perdidos entre las pasiones del amor y del miedo.

—Fisiológicamente —exclamó, volviendo de pronto la cabeza—, era posible. Era posible.

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Guardó unos instantes de silencio, y luego prosiguió:

—En cualquier caso, la siguiente vez que lo vi, estaba enfermo… una dolencia pulmonar. Era un hombre fuerte, pero supongo que no se había aclimatado tan bien como yo creía. Era un invierno muy crudo,y los hombres de la montaña son muy propensos a sufrir ataques de nostalgia; el abatimiento debió de hacerle más vulnerable. Yacía a medio vestir en un catre del piso de abajo.

Una mesa con un hule muy oscuro ocupaba todo el centro del pequeño cuarto. Había una cuna de mimbre en el suelo, una tetera humeante en el hornillo, y algunas ropas de niño secándose en la pantalla de la chimenea. La habitación estaba caldeada, pero la puerta se abre directamente al jardín, como quizá usted haya observado.

Tenía muchísima fiebre y no dejaba de murmurar para sí. Ella estaba sentada en una silla y le miraba fijamente desde el otro lado de la mesa, con sus ojos parduzcos y tristes.

—¿Por qué no lo tiene en el piso de arriba? —le pregunté.

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—Bueno… verá —contestó, dando un respingo y con un ligero tartamudeo—, arriba no podría sentarme a su lado, señor.

Le di algunas instrucciones; y, mientras salía, insistí en que él debía guardar cama en el piso superior. La joven se retorció las manos.

—No podría. No podría. No deja de decirme algo… no sé qué.

Recordando todas las murmuraciones contra aquel hombre que habían repetido hasta la saciedad en sus oídos, la observé con detenimiento. Miré sus ojos miopes e inexpresivos que una vez habían visto una figura cautivadora, pero que ahora, al contemplarme, daban la impresión de no ver nada. Comprendí, sin embargo, que se sentía muy inquieta.

—¿Qué le pasa a Yanko? —me preguntó con cierta turbación—. No parece muy enfermo. Jamás había visto a nadie de ese modo…

—¿Acaso cree —protesté indignado— que está fingiendo?

—No puedo evitarlo, señor —contestó, imperturbable. Y de pronto juntó las manos y miró a

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uno y otro lado—. Y además está el niño… Estoy tan asustada… Hace poco me pidió que se lo diera. Le dice cosas tan extrañas…

—¿No puede pedir a algún vecino que se quede con usted esta noche? —inquirí.

—No creo que nadie quiera venir, señor —dijo entre dientes, completamente resignada.

Le insistí en la necesidad de que se esmerara en su cuidado, y después tuve que marcharme. Había mucha gente enferma aquel invierno.

—¡Espero que no hable! —le oí murmurar mientras salía.

No sé cómo no comprendí… pero no lo hice. Y, sin embargo, al volver la cabeza desde el carruaje, vi que continuaba inmóvil delante de la puerta, como si estuviera pensando en huir por el camino embarrado.

Por la noche, le subió aún más la fiebre.

Se revolvía en la cama, gemía, y de vez en cuando profería un quejido. Y Amy Foster seguía sentada al otro lado de la mesa, vigilando cada movimiento y cada

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sonido, mientras el terror, el terror irracional a aquel hombre que no podía entender iba apoderándose de ella. Había acercado la cuna de mimbre hasta sus pies. El instinto maternal y aquel miedo incomprensible la dominaban por completo.

Volviendo en sí de pronto, muerto de sed, Yanko le pidió un poco de agua. La muchacha ni se movió. No había entendido sus palabras, aunque es posible que él creyera estar hablando en inglés. El joven esperó con la mirada clavada en ella, ardiendo de fiebre, asombrado de su silencio e inmovilidad, y luego gritó impaciente:

—¡Agua! ¡Dame agua!

Ella se puso en pie de un salto, cogió al niño y se quedó quieta. Yanko le habló, y sus apasionados reproches solo agudizaron el miedo de Amy a aquel hombre extraño. Supongo que siguió dirigiéndose a ella mucho tiempo, suplicando, preguntando, argumentando, ordenando. La joven asegura haber soportado hasta el límite aquella situación. Y entonces él sufrió un ataque de ira. Se sentó y, con voz destemplada, pronunció una palabra… alguna palabra. Después se levantó como si no estuviera enfermo, dice ella. Y cuando, delirando de fiebre y presa de la indignación, intentó acercarse a ella, la muchacha simplemente abrió la puerta y salió

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corriendo con el niño en brazos. Oyó desde el camino que él la llamaba dos veces, con una voz terrible… y huyó… ¡Ah! ¡Si hubieras visto en sus ojos opacos e inexpresivos el espectro del miedo que la persiguió aquella noche durante más de tres millas hasta la casa de los Foster! Yo lo vi al día siguiente.

Fui yo quien encontró a Yanko tendido boca abajo en un charco, justo al otro lado del portillo.

Esa noche me habían llamado para atender un caso urgente en el pueblo y cuando regresaba a casa, al amanecer, pasé por delante de su vivienda. La puerta estaba abierta. Mi criado me ayudó a trasladarlo dentro. Lo tumbamos en el catre. La lámpara humeaba, el fuego se había apagado, las paredes empapeladas de un triste amarillo rezumaban el frío y la humedad de la tormentosa noche. Grité «¡Amy!», y mi voz pareció perderse en el vacío de aquella casa diminuta como si hubiera gritado en el desierto. Yanko abrió los ojos.

—Se ha ido —dijo con claridad—. Solo le había pedido agua… un poco de agua…

Estaba cubierto de barro. Lo tapé y esperé en silencio, entendiendo de vez en cuando alguna palabra dolorosamente articulada. Había dejado de hablar en

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su lengua materna. La fiebre había remitido, llevándose con ella el calor vital. Y su pecho jadeante y el brillo de sus ojos me recordaron de nuevo a una criatura salvaje atrapada en una red, a un pájaro cogido en una trampa. Ella lo había abandonado. Lo había abandonado… enfermo… desvalido… sediento. La lanza del cazador había atravesado su alma.

—¿Por qué? —gritó con la voz penetrante e indignada de un hombre que increpara a un Creador culpable.

Una ráfaga de viento y un fuerte aguacero fueron la única respuesta. Cuando me volví para cerrar la puerta, pronunció la palabra: «¡Misericordioso!», y expiró.

Finalmente, certifiqué que un paro cardíaco había sido la causa de su muerte. Sin duda debió fallarle el corazón; de lo contrario, también habría podidosobrevivir a aquella noche de tormenta y frío. Cerré sus ojos y me marché. A escasa distancia, me crucé con Foster, que caminaba muy decidido entre los setos empapados con su perro collie pegado a los talones.

—¿Sabe dónde está su hija? —le pregunté.

—¡Desde luego! —exclamó—. Le diré a ese hombre un par de cosas. ¡Asustar así a una pobre mujer!

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—No volverá a hacerlo —dije—. Ha muerto.

Foster golpeó el barro con su bastón.—Y tenemos al niño…

Luego, tras unos instantes de reflexión, añadió:

—Tal vez sea lo mejor.

Esas fueron sus palabras. Y Amy Foster nunca dice nada. Jamás menciona a su marido. Jamás. ¿Acaso la imagen de Yanko ha desaparecido de su pensamiento del mismo modo que su figura saltarina y su voz alegre han desaparecido de nuestros campos? Él ya no está ante ella para avivar en su imaginación la pasión del amor y del miedo; y su recuerdo parece haberse desvanecido en su embotado cerebro, al igual que una sombra en una pantalla blanca. Ella sigue viviendo en la casa y trabaja para la señorita Swaffer. Para todos es Amy Foster, y el niño es «el hijo de Amy Foster». Ella lo llama Johnny… el diminutivo de John.

No sabría decir si ese nombre trae algún recuerdo a su memoria. ¿Piensa alguna vez en el pasado? La he visto inclinada sobre la camita de su hijo llena de ternura maternal. El pequeño estaba acostado boca arriba, algo asustado de mi presencia, pero muy silencioso, con

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sus enormes ojos negros y el aire agitado de un pájaro atrapado en una red. Y, mientras lo contemplaba, creí ver nuevamente al otro… al padre, misteriosamente arrastrado por las olas hasta la orilla para acabar muriendo en el horror supremo de la soledad y la desesperación.

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Juventud: un relato

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Esto no podía haber ocurrido más que en Inglaterra, donde los hombres y el mar se compenetran, por así decirlo: el mar entra en la vida de la mayoría de los hombres, y los hombres saben algo o todo acerca del mar, ya sea por diversión, por los viajes o como forma de ganarse el pan.

Estábamos sentados alrededor de una mesa de caoba que reflejaba una botella, los vasos de vino, y nuestras caras al apoyarnos en los codos. Éramos un director de compañías, un contable, un abogado, Marlow y yo mismo. El director había sido un Conway; el contable había servido cuatro años en el mar; el abogado, un excelente y curtido Tory, High Churchman, el mejor de los compañeros, la esencia del honor, había sido oficial jefe al servicio de la P&O en los viejos tiempos, cuando los correos arbolaban al menos dos palos en cruz y solían bajar por el Mar de China con un bonancible monzón, y con la alas altas y bajas desplegadas. Todos empezamos en la marina mercante. A los cinco nos unía el fuerte lazo del mar y, también, la camaradería de un oficio que no valora el entusiasmo por las regatas, los cruceros, y todo lo que estos nos puedan ofrecer, ya que lo uno solo es la diversión de la vida, y lo otro es la vida misma.

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Marlow (al menos, creo que así escribía su nombre) contó la historia, o más bien, la crónica de un viaje:

Sí, he visto algo de los mares de Oriente; pero lo que mejor recuerdo es mi primer viaje allí. Ustedes conocen ya esos viajes que parecen como destinados a ilustrar la vida y que llegan a erigirse en un símbolo de la existencia. Tú, peleas, trabajas, sudas, casi te matas, a veces te matas realmente procurando hacer algo, y no puedes. No es por tu culpa. Sencillamente, no puedes hacer nada, grande ni pequeño, nada en este mundo, ni siquiera casarte con una solterona o transportar un mísero cargamento de 600 toneladas de carbón a su puerto de destino.

Todo él fue un asunto memorable. Era mi primer viaje al Oriente y mi primer viaje como segundo de a bordo; también era el primer barco que mandaba mi patrón. Admitirán que ya era hora. Tenía alrededor de sesenta años: era un hombre pequeño, con unas espaldas anchas y no muy derechas, los hombros arqueados, y una pierna más zamba que otra, que le daba esa curiosa apariencia retorcida que con tanta frecuencia se observa en los hombres que trabajan en el campo. Tenía una cara que parecía un cascanueces, la barbilla y la nariz tratando de unirse por delante de una boca hundida, enmarcada en una pelusilla de color gris metálico, semejante a un barboquejo de algodón hidrófilo, que la rociaba como con

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polvo de carbón. Y en aquella vieja cara tenía unos ojos azules asombrosamente parecidos a los de un muchacho, con esa cándida expresión que algunos hombres comunes preservan hasta el final de sus días, merced a una rara cualidad interior de sencillez de corazón y rectitud de espíritu. Qué lo indujo a admitirme, es un misterio. Yo procedía de un clíper australiano de primera clase, donde había servido como tercer oficial, y daba la impresión de que él albergaba algunos prejuicios contra esos clíperes de primera clase tan aristocráticos y de gran tonelaje. Me dijo: «Hazte a la idea de que en este barco tendrás que trabajar». Le respondí que siempre había tenido que trabajar en los barcos donde había estado. «Ah, pero este es diferente; y ustedes, los caballeros que llegan de los grandes barcos… Me atrevo a decir que aquí tendrás que hacerlo… Preséntate mañana».

Me presenté a la mañana siguiente. Hace veintidós años; yo solo tenía veinte. ¡Cómo pasa el tiempo! Fue uno de los días más felices de mi vida. ¡Imagínense! Segundo oficial por primera vez; un oficial con verdadera responsabilidad. No habría cambiado mi nuevo destino por una fortuna. El primero me examinó cuidadosamente. Era viejo también, pero tenía otro aire. Tenía una nariz romana, una larga barba blanca como la nieve, y su nombre era Mahon, aunque él insistía en que se pronunciase Mann. Pese a que estaba bien relacionado, tuvo mala suerte y nunca prosperó.

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En cuanto al capitán, este había navegado durante muchos años en barcos de cabotaje; después, en el Mediterráneo, y últimamente, en el comercio de las Indias Occidentales. No había doblado los Cabos. Apenas sabía escribir unos pocos garabatos, pero le traía sin cuidado. Desde luego, ambos eran buenos marinos y, entre aquellos dos mozos, me encontraba yo como un niño entre dos abuelos.

El barco también era viejo. Se llamaba Judea. Curioso nombre, ¿verdad? Había sido de un tal Wilmer, Wilcox, o algo así, que había quebrado y muerto veinte años antes, o quizá más. El nombre no importa. El barco estaba fondeado en la dársena de Shadwell desde entonces. Podrán imaginar el aspecto. Todo era herrumbre, polvo y tizne: hollín arriba y mugre en cubierta. Para mí, era igual que salir de un palacio y entrar en una choza en ruinas. Tenía cuatrocientas toneladas aproximadamente, un cabrestante rudimentario, picaportes de madera en las puertas, ni rastro de bronce y una enorme popa cuadrada. Bajo el nombre pintado con grandes letras, un montón de filigranas, ya sin dorados, y una especie de escudo de armas con el lema «Hazlo o muere» debajo. Recuerdo que despertó infinitamente mi imaginación. Había una pincelada de novelesco en todo aquello, algo que me hizo querer al viejo trasto ¡algo que llamaba a mi juventud!

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Dejamos Londres en lastre, lastre de arena, para cargar carbón en un puerto del norte, con destino a Bangkok. ¡Bangkok! Me estremecí. Llevaba seis años en el mar, pero solo había conocido Melbourne y Sydney: sitios muy buenos y, a su manera, con encanto, pero… ¡Bangkok!

Salimos del Támesis a vela, con un práctico del Mar del Norte. Se llamaba Jermyn y se pasaba el día entero perdido en la cocina, secando el pañuelo en el fogón. Daba la impresión de que no durmiera nunca.

Era un hombre desgraciado, con una lágrima perpetua centelleando en la punta de la nariz, que alguna vez había tenido problemas, o los tenía, o esperaba tenerlos: no podía ser feliz si algo no iba mal. Recelaba de mi juventud, de mi sentido común y de mi capacidad como marino, y se dedicó a demostrarlo de cien formas diferentes. Tal vez tuviera razón. Me parece que yo sabía muy poco entonces y que ahora no sé mucho más, pero he seguido sintiendo hasta hoy el mismo odio por aquel Jermyn.

Nos pasamos una semana maniobrando para llegar hasta la rada de Yarmouth, y entonces nos metimos en un temporal, el famoso temporal de octubre de hace veintidós años. Hubo viento, relámpagos, cellisca, nieve

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y un mar terrorífico. Íbamos dando tumbos, y ustedes podrán imaginar lo malo que fue aquello cuando les diga que las bordas estaban deshechas y la cubierta anegada. En la segunda noche, el lastre se corrió a la banda de sotavento; en ese momento, ya habíamos derivado hasta algún punto del Dogger Bank. No nos quedaba más remedio que bajar con palas y tratar de enderezarlo; y allí estábamos, en aquella inmensa bodega, tenebrosa como una caverna, las vacilantes bujías de sebo clavadas en los baos, el temporal rugiendo arriba y el barco arrastrándose de costado como un loco. Todos estábamos allí, Jermyn, el capitán, todos, sosteniéndonos a duras penas en pie, tratando de arrojar paladas de arena húmeda a barlovento, empeñados en aquel trabajo de sepultureros. A cada bandazo del barco, vagamente, se veía en la penumbra caer a los hombres en una aparatosa floritura con las palas. Uno de los grumetes (llevábamos dos), impresionado por lo irreal de la escena, lloraba como si fuera a rompérsele el corazón. Lo oíamos llorando a mares entre las sombras.

Al tercer día cedió el temporal y, al cabo de cierto tiempo, nos recogió un remolcador nórdico. ¡Tardamos dieciséis días en total para llegar desde Londres al Tyne! Cuando atracamos en el muelle habíamos perdido el turno para cargar y nos pusieron en cola durante un mes. La señora Beard (el nombre del capitán era Beard)

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llegó desde Colchester para ver al viejo. Vivía a bordo. Los desertores nos habían dejado y solo quedábamos allí los oficiales, un grumete y el camarero, y un mulato que atendía por Abraham. La señora Beard era una anciana con toda la cara llena de arrugas, colorada como una manzana de invierno y con el tipo de una jovencita. Una vez me vio cosiendo un botón e insistió en repasar mis camisas. Era diferente a las esposas de los capitanes que había conocido en los clíperes de primera clase. Cuando le llevé las camisas, dijo: «¿Y los calcetines? Les hará falta algún remiendo, estoy segura; todas las cosas de John (el capitán Beard) están ya en orden. Me encanta hacer algo». Bendita anciana. Me repasó el equipo y, mientras tanto, leí por primera vez el Sartor Resartus y el Ride to Khiva, de Burnaby. Entonces no entendía muy bien al primero, pero me acuerdo de que por aquella época antepuse el soldado al filósofo; una preferencia que la vida me ha confirmado plenamente.

Uno era un hombre, y el otro lo era, más o menos. En cualquier caso, ambos están muertos, y la señora Beard está muerta, y la juventud, la fuerza, el genio, los ideales, los logros, los corazones sencillos… todo muere. No importa.

Al fin, cargaron el nuestro. Enrolamos una tripulación. Ocho marineros competentes y dos grumetes. Una tarde

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navegamos hasta las boyas, junto a las compuertas de la bocana, listos para zarpar, con la hermosa perspectiva de emprender el viaje al día siguiente. La señora Beard tenía que salir hacia su casa en el último tren. Cuando el barco estuvo amarrado, fuimos a tomar el té. Durante la merienda, Mahon, el viejo matrimonio y yo permanecimos sentados, y más bien en silencio. Acabé el primero y me escabullí a fumar un cigarro. Mi cabina se encontraba en una camareta sobre la cubierta, pegada a la popa. La marea estaba alta, había viento fresco y lloviznaba. Las dobles compuertas se encontraban abiertas, y los vapores de carbón iban y venían en la oscuridad con las luces encendidas brillando, un enorme chapoteo de hélices y el repiquetear de los cabrestantes se oían muchas voces al final del muelle. Observaba la procesión de las luces de tope deslizándose por arriba, y las luces verdes deslizándose por abajo a través de la noche cuando, de pronto, un resplandor rojo me deslumbró, se desvaneció, volvió a aparecer, y se quedó fijo.

La proa de un vapor se nos echaba encima. Grité abajo, a los de la cabina: «¡Suban, rápido!»; y entonces, en la oscuridad, a lo lejos, oí una voz espantada diciendo: «Párelo, señor». Repicó una campana. Otra voz gritó avisando: «Corremos derechos hacia ese barco, señor». La respuesta fue un destemplado «Perfectamente», a lo que siguió un fuerte estrépito cuando el vapor golpeó

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oblicuamente con la amura nuestro aparejo de proa. Hubo un momento de confusión, con gritos y carrerasaquí y allá. El vapor rugió. Luego se oyó a alguien decir: «Ya está libre, señor». «¿Se encuentran todos bien?», preguntó la voz destemplada. Yo había saltado a proa a comprobar los daños, y me volví gritando: «Eso creo». «Atrás, despacio», ordenó la voz destemplada. Repicó una campana. «¿Qué vapor es ese?», gritó Mahon. En ese momento, para nosotros no era más que una sombra voluminosa maniobrando para separarse. Nos vocearon un nombre, un nombre de mujer, Miranda o Melissa, o algo así. «Esto significa otro mes en este espantoso agujero», me dijo Mahon, mientras inspeccionábamos con las lámparas la borda astillada y las brazas rotas. «Pero ¿dónde está el capitán?».

No lo habíamos visto ni oído en todo el tiempo. Fuimos a buscarlo a popa. Una voz quejumbrosa se alzó en medio de la dársena llamándonos: «¡Judea, ah, del barco!». ¿Cómo demonios había llegado allí? «¡Hola!», voceamos. «Estoy a la deriva en el bote, no tengo remos» gritó. Un barquero, a quien la noche había sorprendido allí mismo, nos ofreció sus servicios, y Mahon cerró el trato para remolcar a nuestro patrón hasta el costado del barco por media corona. Fue la señora Beard la que subió primero por la escala. Habían estado flotando en la dársena con aquella llovizna fría, cerca de una hora. No me había sentido tan asombrado en toda mi vida.

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Según parece, cuando el capitán me oyó gritar «¡Suban!»y comprendió en el acto lo que ocurría, levantó en brazos a su mujer, cruzó corriendo la cubierta, y bajó a nuestro bote que se encontraba amarrado a la escala. Nada mal para un viejo de sesenta años. Piensen en el viejo salvando heroicamente a la anciana, a la mujer de su vida, en sus propios brazos. La sentó en el banco del bote y ya estaba listo para subir a bordo cuando la amarra, sin saber cómo, se soltó dejándolo al garete, y se alejaron juntos. Por supuesto que, entre la confusión, no lo oímos gritar. Se le veía avergonzado. Ella dijo jubilosamente «¿Creo que no importa ahora que haya perdido el tren?». «No, Jenny, baja y caliéntate», refunfuñó él. Y después, a nosotros: «Un marino no debe embarcar a su mujer, digo yo». Y yo, ahí, fuera del barco. Bien, esta vez no ha pasado nada importante. Vamos a ver lo que ha destrozado ese necio vapor.

No era mucho, pero nos demoró tres semanas. Al cabo de este tiempo, mientras el capitán estaba ocupado con los agentes, llevé la maleta de la señora Beard a la estación e instalé confortablemente a la anciana en un vagón de tercera clase. Bajó la ventanilla para decirme, «Eres un buen muchacho. Si ves a John —el capitán Beard— de noche, sin su bufanda, le recuerdas de mi parte que se abrigue bien la garganta». «Por supuesto, señora Beard», le dije. «Eres un buen muchacho; ya he visto lo atento

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que eres con John —con el capitán—». El tren arrancó de golpe; me quité la gorra para despedir a la anciana: no volví a verla nunca… Pasa la botella.

Nos hicimos a la mar al día siguiente. Al salir esta vez para Bangkok llevábamos ya tres meses fuera de Londres. Habíamos confiado en tardar una quincena, más o menos.

Fue en enero, y el tiempo era espléndido; ese espléndido tiempo soleado de invierno que tiene más encanto que en verano, porque es imprevisto y frágil, y uno sabe que, aunque quiera, no puede prolongarse. Es como la suerte repentina, como una dádiva de los dioses, como un poco de fortuna que no esperas.

Duró toda la travesía del Mar del Norte y a todo lo largo del Canal, y se mantuvo así hasta que nos encontramos a unas trescientas millas al oeste de los Lizards. Entonces el viento roló al sudoeste y se puso a silbar. En dos días soplaba un temporal. El Judea, al pairo, se arrastraba en el Atlántico como una vieja caja de velas. Soplaba día tras día: soplaba con odio, sin intervalos, sin piedad y sin descanso. El mundo no era sino una inmensidad de gigantescas montañas de espuma embistiéndonos bajo un cielo tan próximo como para tocarlo con la mano, y sucio como un techo ahumado. En la tormentosa

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atmósfera que nos rodeaba había tanta espuma volando como aire. Día tras día y noche tras noche, alrededor del barco no existió otra cosa que el aullido del viento, el tumulto del mar, y el ruido del agua rompiendo sobre la cubierta. No había descanso para él ni para nosotros. Se movía, cabeceaba, enderezaba la testa, se sentaba sobre la cola, daba vueltas, se quejaba, y nosotros teníamos que sujetarnos mientras tanto en cubierta, y atarnos a nuestras literas cuando estábamos abajo, en un constante esfuerzo del cuerpo y preocupación de la mente.

Una noche, Mahon me llamó por la ventanilla de mi camarote. Daba directamente sobre mi propia litera, donde yacía insomne con las botas puestas. Me sentía como si llevara años sin dormir y no lograba hacerlo cuando lo intentaba. Dijo agitado: «¿Tienes ahí la sonda, Marlow? No consigo que funcionen las bombas. ¡Por Dios! Esto no es ningún juego de niños».

Le di la sonday me recosté de nuevo, tratando de pensar en otras cosas, pero solo pensé en las bombas. Cuando subí a cubierta aún seguían en ello, y mi turno los relevó en las bombas. A la luz de la linterna traída a cubierta para ver la sonda, alcancé a vislumbrar aquellas caras serias y fatigadas. Achicábamos las cuatro horas enteras. Achicábamos toda la noche, todo el día, toda la semana, turno tras turno. Se iba abriendo y hacía

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agua continuamente; no tanta como para hundirnos de golpe, pero sí la suficiente como para matarnos con el trabajo de las bombas. Y mientras achicábamos, él se deshacía poco a poco: las bordas desaparecieron, los candeleros estaban arrancados, los respiraderos destrozados, la puerta de la cabina reventó. No quedaba un sitio seco en todo el barco. Iba despanzurrándose poco a poco. Como por arte de magia, el bote grande se había convertido en astillas sujeto a sus bozas. Yo mismo lo amarré, y estaba bastante orgulloso de mi obra, que había resistido tanto tiempo la malicia del mar. Y bombeábamos. Y no cambiaba el tiempo. El mar estaba blanco como una sábana de espuma, como un caldero de leche hirviendo; no se veía un solo claro entre las nubes, no, ni del tamaño de la mano de un hombre, ni durante diez segundos siquiera. Para nosotros no existía ni cielo ni estrellas ni sol ni universo; nada, salvo nubes coléricas y un mar enfurecido. Achicábamos para salvar nuestra preciada vida turno tras turno, y aquello parecía durar meses, años, toda una eternidad, como si hubiéramos muerto y nos halláramos en el infierno de los marinos. Olvidamos el día de la semana, el nombre del mes, el año, y si habíamos estado alguna vez en tierra.

Las velas volaron; el barco iba atravesado al mar con una vela de capa, el océano rompía contra él y nos traía sin cuidado. Le dábamos vueltas a aquellas manivelas y

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teníamos ojos de idiotas. Nada más subir a cubierta solía pasar un cabo alrededor de los hombres, las bombas y el palo mayor, y dábamos vueltas, dábamos vueltas sin parar, con el agua por la cintura, por el cuello o por encima de nuestras cabezas. Todo era igual. Habíamos olvidado lo que se siente al estar seco.

Y en alguna parte de mí surgió el pensamiento: «¡Por Júpiter! Esto es una aventura del demonio, algo que uno lee; se trata de mi primer viaje como segundo oficial y solo tengo veinte años, y aquí estoy, resistiendo hasta el final tan bien como cualquiera de estos hombres, y manteniendo en su puesto a mis muchachos». Estaba contento. No habría cambiado aquella experiencia por nada del mundo. Pasé por momentos de júbilo. Cada vez que el viejo y desmantelado barco hundía pesadamente la proa mostrando al aire la bovedilla, me imaginaba que elevaba a las alturas, como en un ruego, en un desafío o en un grito a las nubes sin piedad, las palabras escritas en su popa: Judea, Londres. Hazlo o muere.

¡Oh, juventud! ¡Su fuerza, su fe, su imaginación! El barco no era para mí un viejo y destartalado carro arrastrando a través del mundo un flete de carbón; para mí significaba el esfuerzo, la prueba, el juicio de la vida. Pienso en él con gusto, con afecto, con pena; como piensas en alguien muerto que has amado. Nunca lo olvidaré…—Pasa la botella—.

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Una noche, mientras estábamos sujetos al palo, como he explicado, achicando ensordecidos por el viento y sin fuerzas suficientes como para desearnos la muerte, un pesado golpe de mar rompió a bordo con violencia y nos barrió limpiamente. Nada más al recobrar el aliento grité, como era mi deber,«Continúen, muchachos», cuando de pronto sentí que algo pesado que flotaba por la cubierta, me daba en la pantorrilla. Traté de cogerlo y fracasé. Estaba tan oscuro que no podíamos ver la cara de otro a un pie de distancia, ya saben.

Después del golpe, el barco se quedó quieto un rato, y la cosa, sea lo que fuere, me dio en la pierna otra vez. Entonces la atrapé, y era una cacerola. Al principio, idiotizado por la fatiga y no pensando más que en las bombas, no supe lo que tenía en la mano. De repente, me di cuenta y grité: «Muchachos, la camareta ha desaparecido. Dejen eso, y vamos a buscar al cocinero».

Había una camareta alta en proa donde estaba la cocina, la litera del cocinero, y el sollado de la tripulación. Como hacía tiempo que esperábamos verla desaparecer, los hombres recibieron la orden de dormir en la cabina, el único sitio seguro en todo el barco. Sin embargo, Abraham, el camarero, se obstinó en aferrarse a su litera estúpidamente, como una mula, creo que por puro pánico; como un animal que no quiere dejar

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el establo que se desploma en un terremoto. Así que fuimos a buscarlo. Era aventurarse a morir, ya que sin la seguridad del cabo nos arriesgábamos tanto como en una balsa, pero fuimos. La camareta estaba deshecha, como si una bomba hubiera explotado dentro. Casi todo se había ido por la borda, el fogón, el cuarto de los hombres y sus enseres; todo se había perdido menos dos postes que aguantaban parte del mamparo donde la litera de Abraham estaba sujeta, y que resistieron de milagro. Buscamos a tientas entre las ruinas hasta que llegamos; y allí estaba él, sentado en su litera, en medio de la espuma y los restos del naufragio, farfullando animadamente consigo mismo. Se encontraba fuera de sí; loco, ya sin remedio, para siempre, por culpa de este shock repentino que había sobrepasado los límites de su resistencia. Lo cogimos, lo arrastramos hasta la popay lo echamos de cabeza a la cabina. Comprenderán que no teníamos tiempo de bajarlo con infinitas precauciones y esperar a ver cómo reaccionaba. Los de abajo lo recogerían al final de las escaleras. Teníamos prisa por volver a las bombas. El asunto no admitía espera. Una vía de agua mala es algo inhumano.

Se podría pensar que el único propósito de aquel diabólico temporal hubiera sido convertir en un lunático al pobre diablo del mulato. Amainó antes de la mañana.Al día siguiente, aclaró el cielo, y, como el

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mar se calmó, la vía de agua se cerró. Cuando íbamos a izar un juego de velas nuevo la tripulación exigió que volviéramos. Lo cierto es que ya no quedaba nada por hacer. Los botes perdidos, las cubiertas barridas limpiamente, la cabina destripada, los hombres sin otra cosa que lo que llevaban puesto, las provisiones echadas a perder, el barco forzado. Pusimos proa a casa y ¿podrían creerlo?, el viento roló al este, justo de cara. Soplaba fresco, soplaba sin parar. Necesitábamos ganarle cada pulgada al camino. Aunque el barco no hacía agua tan alarmantemente y, en comparación, el mar estaba tranquilo, dos horas achicando de cada cuatro no es ninguna broma, pero se mantuvo a flote hasta llegar a Falmouth.

La buena gente de allí vive de los accidentes marítimos, y no hay duda de que se alegraron al vernos. Un ávido tropel de calafates afiló sus escoplos a la vista de aquel cadáver de barco. ¡Y por Júpiter que nos lo dejaron más roto que antes! Supongo que el propietario ya estaba en un aprieto. Hubo demoras. Entonces se decidió sacar parte de la carga y calafatear la obra muerta. Una vez hecho esto, terminadas las reparaciones y reembarcada la carga, subió a bordo una tripulación nueva y zarpamos —hacia Bangkok—. Al cabo de una semana, estábamos otra vez de vuelta. La tripulación dijo que ellos no iban a ir a Bangkok

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—ciento cincuenta días de viaje— en una especie de carraca que había que achicar ocho horas de cada veinticuatro; y los periódicos náuticos insertaron de nuevo la reseña: «Judea. Bricbarca. De Tyne a Bangkok. Carbón. Arriba a Falmouth haciendo agua y con la tripulación en rebeldía».

Hubo más demoras —más chapuzas—. Un día, el propietario vino a bordo y comentó que estaba tan afinado como un pequeño violín. El pobre capitán Beard, acosado y humillado, parecía el fantasma del patrón de un Geordie. Recuerden que tenía sesenta años y se trataba de su primer mando. Mahon afirmó que era una empresa de locos y que acabaría mal. Yo amaba el barco más que nunca y deseaba desmesuradamente llegar a Bangkok. ¡A Bangkok! Nombre mágico y bendito. En comparación, Mesopotamia no era nada. Recuerden que tenía veinte años, que era mi primer destino como segundo, y que el Oriente estaba esperándome.

Salimos y fondeamos en la rada exterior con una tripulación nueva, la tercera. Hacía más agua que nunca. Era como si aquellos condenados calafates le hubieran abierto en realidad un agujero. En esta ocasión, ni siquiera zarpamos. La tripulación, simplemente, se negó a manejar el cabrestante.

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Nos remolcaron otra vez al interior del puerto y nos convertimos en un adorno fijo, en una peculiaridad, en una institución del lugar. La gente nos señalaba a los visitantes: «Ese es el bricbarca que iba a Bangkok, lleva seis meses aquí; ha vuelto tres veces». Los días de fiesta, los chiquillos que remaban en botes alrededor del barco, chillaban «¡Judea, ah, del barco!», y si asomaba alguna cabeza por encima de la borda, se burlaban «¿Adónde iban, a Bangkok?». Solo quedábamos tres a bordo. El abatido y viejo patrón vagaba por la cabina como un lunático. Mahon se hizo cargo de la cocina y, súbitamente, desarrolló todo el ingenio de un francés preparando pequeños ranchos exquisitos. Yo cuidaba lánguidamente de la jarcia. Nos volvimos ciudadanos de Falmouth. Todos los tenderos nos conocían. En la barbería o en el estanco, nos preguntaban amistosamente «¿Crees que vas a llegar a Bangkok alguna vez?». Mientras tanto, el propietario, los aseguradores y los fletadores se peleaban en Londres, y nosotros seguíamos cobrando…—Pasa la botella—.

Fue horrible. Moralmente era peor que achicar de por vida. Era como si el mundo nos hubiera olvidado, como si no dependiéramos de nadie y como si nunca fuéramos a llegar a ningún sitio. Era como si, por un embrujo, tuviéramos que vivir por los siglos de los siglos en el interior de aquel puerto, como irrisión y objeto de

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burla de generaciones de vagos de puerto y barqueros deshonestos de toda la costa. Conseguí la paga de tres meses y cinco días de permiso, y salí disparado hacia Londres. Me costó un día llegar y casi otro volver, pero el sueldo entero de los tres meses desapareció igualmente. No sé lo que hice con él. Fui a un musichall, creo, comí, merendé y cené en un local selecto de Regent Street, y, a su debido tiempo, estuve de vuelta sin otra cosa que enseñar que una edición completa de las obras de Byron y una manta de viaje nueva, a cambio de tres meses de trabajo. El marinero que me acercó remando al barco dijo:«¡Oiga! Pensaba que había dejado ese vejestorio. Eso no llegará nunca a Bangkok». «Eso es lo que usted cree», le respondí despectivamente, pero aquella profecía no me gustó nada.

De pronto, un hombre, cierta especie de agente de alguien, apareció con plenos poderes. Tenía toda la cara llena de venillas sanguinolentas, una energía indómita, y era una criatura alegre. Otra vez volvimos a la vida. Una gabarra se abarloó, embarcó nuestra carga, y entramos en dique seco a examinar el cobre desguarnecido. No resultaba extraño que hiciera agua. El pobre trasto, forzado hasta el límite por la tormenta, había expulsado, como con repugnancia, toda la estopa de las juntas más bajas. Se volvió a calafatear, se puso cobre nuevo, y se dejó tan estanco como una botella. Nos acercamos a la gabarra y reembarcamos la carga.

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Entonces, en una hermosa noche de luna, todas las ratas abandonaron el barco. Nos habían invadido. Habían destrozado las velas; consumido más víveres que la tripulación, compartido amigablemente nuestras literas y nuestros peligros, y ahora, cuando el barco estaba listo, decidían marcharse. Llamé a Mahon para disfrutar del espectáculo. Una tras otra, aparecían en la tapa de regala, echaban un último vistazo por encima de sus hombros, y saltaban con un golpe sordo a la gabarra vacía. Tratamos de contarlas, pero pronto perdimos la cuenta. Mahon dijo: «¡Bueno, bueno! No me hables de la inteligencia de las ratas. Deberían haberse ido antes, cuando nos libramos de hundirnos por un pelo. Aquí está la prueba de lo tonta que es la superstición. Abandonan un barco en condiciones y se van a una vieja gabarra podrida donde no tienen nada que comer ¡las muy locas…! Creo que no distinguen lo bueno y lo seguro mejor que tú o que yo».

Y tras añadir alguna cosa más, resolvimos que la sabiduría de las ratas había sido burdamente sobrevalorada, no siendo, en realidad, mucho mayor que la de los hombres.

La historia del barco ya se conocía en todo el Canal, desde Lands’ End hasta los Forelands; en consecuencia, no pudimos conseguir una tripulación en la costa del sur. Desde Liverpool nos enviaron una completa, y de nuevo zarpamos hacia Bangkok.

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Tuvimos brisas favorables, mar en calma en los trópicos, y el viejo Judea remoloneaba pesadamente bajo el sol. Cuando iba a ocho nudos, todo crujía en lo alto, y nos atábamos las gorras a la cabeza; pero normalmente vagaba a razón de unas tres millas por hora. ¿Qué otra cosa podíamos esperar? El viejo barco estaba cansado. Su juventud se hallaba dónde está ahora la mía, donde está la de ustedes, compañeros que siguen este increíble relato. ¿Y qué amigo les echaría en cara sus años y su cansancio? No nos quejábamos de él. Para nosotros, al menos los de popa, era como si hubiéramos nacido en él, nos hubiéramos criado y vivido en él durante años, y no hubiéramos conocido nunca otro barco. Sería como renegar de pronto de la vieja iglesia de tu pueblo por no ser una catedral.

En lo que a mí atañe, la misma juventud me hacía ser paciente. Allí estaba ante mí todo el Oriente y toda la vida, y la convicción de que en aquel barco había pasado por una prueba, y la había superado bastante bien. Y pensé en los hombres de la antigüedad que, siglos antes, hicieron el mismo viaje en unos barcos que no navegaban mejor, hacia la tierra de las palmeras, las especias y las arenas doradas; y pueblos de tez oscura gobernados por reyes más crueles que el romano Nerón y más espléndidos que el judío Salomón. El viejo barco se movía dificultosamente por culpa de la edad y el peso de

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la carga, y yo, mientras tanto, vivía la vida de la juventud en el desconocimiento y la esperanza. Avanzaba él, sordamente, a través de una interminable sucesión de días, y los nuevos dorados, resplandeciendo en las puestas de sol, parecían pregonar,por encima de un mar que se iba oscureciendo, las palabras pintadas en la popa, «Judea, Londres. Hazlo o muere».

Entonces entramos en el Océano Índico y gobernamos al norte, hacia la punta de Java. Los vientos eran débiles. Las semanas pasaban. Él reptaba «hazlo o muere», y la gente de casa empezó a pensar en anunciarnos como «retrasados».

Un sábado, al atardecer, estando fuera de servicio, los hombres me pidieron un cubo extra de agua, o algo así, para lavar ropa. Como no tenía ganas de accionar la bomba del agua dulce tan tarde, me encaminé silbando a proa con una llave en la mano, para abrir la escotilla de la bodega y sacar el agua del tanque de reserva que llevábamos allí.

El olor de abajo me resultó tan inesperado como espantoso. Se diría que miles de lámparas de parafina habían estado ardiendo y echando humo en aquel agujero días enteros. Me alegré al salir. El hombre que me acompañaba tosió y dijo:«Extraño olor, señor». Le

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contesté descuidadamente:«Según dicen, es bueno para la salud», y me dirigí a popa.

Lo primero que hice fue meter la cabeza bajo el marco del respiradero central. Al alzar la tapa, un soplo visible, algo parecido a una neblina, una bocanada de lánguida bruma ascendió por la abertura. El aire era caliente y tenía un fuerte olor a parafina y hollín. Aspiré una vez y abatí suavemente la tapa; no era cuestión de asfixiarse. La carga estaba ardiendo.

Al día siguiente empezó a echar humo en serio. Fíjense en que ya nos imaginábamos algo por el estilo porque, pese a que era carbón de seguridad, la carga había sido tan manipulada y se había esparcido tanta con el manejo, que más parecía carbón de fragua que otra cosa. Y se había mojado en más de una ocasión. Mientras lo estuvimos cargando desde la gabarra había llovido todo el tiempo, y ahora, con un viaje tan largo, se había recalentado produciéndose otro caso de combustión espontánea.

El capitán nos llamó a la cabina. Tenía una carta desplegada sobre la mesa y parecía descontento. Dijo: «La costa occidental de Australia está cerca, pero pretendo continuar hacia nuestro destino. También estamos en el mes de los huracanes, pero mantendremos

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la proa hacia Bangkok y combatiremos el fuego. No nos retrasaremos más en ninguna parte, aunque nos asemos todos. En primer lugar, intentaremos sofocar esta maldita combustión mediante la falta de aire».

Lo intentamos. Sellamos todos los resquicios, y aún echaba humo. Seguía saliendo por hendiduras imperceptibles; traspasaba mamparas y cubiertas; rezumaba aquí y allá, por cualquier parte, en finas hebras, en una telilla invisible, de forma incomprensible. Se colaba dentro de la cabina, en el castillo de proa; envenenaba los lugares a resguardo de la cubierta; podía olerse desde la verga del palo mayor. Estaba claro que si el humo salía el aire entraba. Era descorazonador. La combustión se negaba a ser sofocada.

Decidimos echar agua y abrimos las escotillas. Grandes cantidades de humo blancuzco, amarillento, espeso, grasiento, nebuloso y sofocante llegaban hasta las perillas. Nos quitamos todos de en medio yéndonos a popa. Entonces, la nube venenosa se disipó, y reemprendimos el trabajo entre una humareda que, ahora, no era más espesa que la de la chimenea de una fábrica.

Preparamos la bomba impelente, enchufamos la manguera y, al poco rato, reventó. Bien, era tan vieja como el barco; una manguera prehistórica, reparada ya

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anteriormente. Entonces bombeamos con la endeble bomba de proa y sacamos el agua con baldes. De este modo nos las arreglamos para verter, al cabo del tiempo, buena parte del Océano Índico en la bodega principal. El chorro resplandecía brillando al sol, se derramaba sobre una capa de serpenteante humo blanco, y desaparecía bajo la negra superficie de carbón. El vapor subía confundiéndose con el humo. Era como verter agua salada en un barril sin fondo. Nuestro destino era bombear en aquel barco: bombear afuera, bombear dentro. Después de echar agua afuera para salvarnos de morir ahogados, ahora, frenéticamente, echábamos agua dentro para salvarnos de morir abrasados.

Y él reptaba«hazlo o muere» bajo un tiempo sereno. El cielo era un prodigio de pureza, un prodigio de azul. El mar estaba pulido, azul, cristalino, centelleando como una piedra preciosa, abriéndose por todas partes, por todo el horizonte, como si el globo terrestre entero fuera una joya, un zafiro colosal, una gema única transformada en planeta. Y sobre el brillo de las grandes aguas en calma, el Judea se deslizaba imperceptiblemente, envuelto en lánguidos y sucios vapores, en una perezosa nube arrastrada a sotavento, liviana y lenta; una nube hedionda que corrompía el esplendor del mar y el cielo.

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Como es lógico, no habíamos visto el fuego en todo el tiempo. La carga ardía echando humo en alguna parte del fondo. Una vez, Mahon, mientras estábamos trabajando codo con codo, me dijo con una sonrisa extraña: «Ahora, con que solo se abriera una vía de agua limpia, como cuando salimos del Canal la primera vez, se acabaría este fuego, ¿no es así?». Comenté irrelevantemente:«¿Te acuerdas de las ratas?».

Luchábamos con el fuego, y también gobernábamos el barco con tanto cuidado como si no ocurriera nada. El camarero cocinaba y se ocupaba de nosotros. De los otros doce hombres, ocho trabajaban mientras cuatro descansaban. Todos tenían un turno, incluido el capitán. Existía igualdad, y si no exactamente fraternidad, al menos, había buenos sentimientos. De vez en cuando, un hombre, al echar un balde de agua por la escotilla, daba un alarido «¡Hurra, por Bangkok!» y los demás se reían. Pero, normalmente, estábamos taciturnos y serios; y sedientos. ¡Oh, qué sed! Debíamos tener cuidado con el agua. Raciones estrictas. El barco echaba humo, el sol abrasaba… Pasa la botella.

Lo intentamos todo. Incluso hicimos un intento de llegar al fuego cavando. Sin resultado, por supuesto. Ningún hombre pudo permanecer más de un minuto abajo. Mahon, que fue el primero, se desmayó allí mismo,

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e igual le ocurrió al que bajó a buscarlo. Los halamos hasta la cubierta. Entonces salté a la bodega, para demostrar lo fácil que era aquello. A estas alturas ya se habían vuelto más prudentes, y se contentaron con pescarme con un garfio atado a un mango de escoba, creo. No me ofrecí a buscar mi pala que se había quedado abajo.

La cosa empezó a tener mal aspecto. Echamos al agua el bote grande. El segundo estaba listo para ser botado. También teníamos otro de catorce pies, en el pescante de popa, donde estaba bastante seguro.

Entonces, observamos que el humo disminuyó de pronto. Doblamos nuestros esfuerzos para anegar el fondo del barco. En dos días no había humo. Todos mostraban una amplia sonrisa. Esto fue un viernes. El sábado no se trabajaba, aunque, por supuesto, maniobramos el barco. Por primera vez en quince días, los hombres se lavaron la ropa y la cara, y hubo una comida especial para ellos. Hablaban de la combustión espontánea con desprecio, entendiéndose que ellos eran los tipos adecuados para sofocar combustiones. De algún modo, nos sentíamos todos como si cada uno hubiera heredado una gran fortuna. Pero un olor a quemado brutal flotaba alrededor del barco. El capitán Beard tenía los ojos y las mejillas hundidos. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo encorvado y retorcido que era.

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Mahon y él merodeaban juiciosamente alrededor de las escotillas y los respiraderos, husmeando. Descubrí de pronto que el pobre Mahon era un hombre viejo, muy viejo. En cuanto a mí, estaba tan satisfecho y orgulloso como si hubiera contribuido a ganar un gran combate naval. ¡Oh, juventud!

Fue una noche hermosa. Por la mañana, un barco que iba de vuelta a casa se cruzó con nosotros sin que distinguiéramos el casco. Era el primero que veíamos en varios meses. Por fin nos íbamos acercando a tierra; la Punta de Java se encontraba a unas 190 millas, casi enfilada al norte.

Al día siguiente, tuve guardia en cubierta de ocho a doce. En el desayuno, el capitán advirtió: «Es prodigioso cómo ronda ese olor por la cabina». Sobre las diez, con el patrón en la popa, bajé un momento a la cubierta principal. El banco del carpintero estaba detrás del palo mayor. Me apoyé en él mientras fumaba una pipa, y el carpintero, un chico joven, se acercó a charlar conmigo. Observó: «Parece que lo hemos hecho muy bien, ¿no es verdad?», y entonces comprobé fastidiosamente que el muy loco estaba intentando ladear el banco. Le dije bruscamente «No, Chips», y acto seguido tuve una sensación extraña, una ilusión absurda; de algún modo me pareció que estaba en el aire. Todo lo que oía a mi alrededor era

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como si se hubiera liberado un suspiro contenido, como si mil gigantes hubieran dicho simultáneamente ¡Fu!, y sentí una sorda conmoción que, de golpe, hizo que me dolieran las costillas. No cabía duda, estaba en el aire, y mi cuerpo iba describiendo una corta parábola. Pese a lo breve que fue todo, tuve tiempo de pensar varias cosas, recuerdo que en este orden: «Esto no lo puede hacer el carpintero. ¿Qué es esto? Algún accidente. ¿Un volcán submarino? ¡Carbón, gas! ¡Por Júpiter, hemos explotado! Han muerto todos. Estoy cayéndome por la escotilla de popa. Veo fuego dentro».

El polvo de carbón suspendido en el aire de la bodega se había encendido al rojo vivo en el instante de la explosión. En un abrir y cerrar de ojos, en una infinitesimal fracción de segundo desde la primera trepidación del banco, me vi tendido a todo lo largo que era sobre la carga. Me repuse solo y trepé afuera. Fue tan rápido como un rebote. La cubierta era un páramo de maderas rotas entrecruzadas como los árboles de un bosque tras un huracán. Una inmensa cortina de andrajos sucios flameaba ante mí blandamente: era la vela mayor hecha jirones. Pensé «los palos se van a caer en seguida»; y, para esquivarlos, salté de pronto y me fui gateando a la escala de popa. Al primero que vi fue Mahon, con los ojos como platos, la boca abiertay su largo pelo blanco erizado alrededor de la cabeza como

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un halo de plata. Justo cuando iba a bajar, la visión de la cubierta principal agitándose, palpitando y haciéndose astillas ante sus ojos lo dejó petrificado en el primer peldaño. Fijé la vista en él, incrédulo, y él fijó la vista en mí con una extraña especie de curiosidad perpleja. Yo no sabía que no tenía ni pelo ni cejas ni pestañas, que mi incipiente bigote había desaparecido quemado, que mi cara estaba negra, que tenía abierta una mejilla, la nariz cortada, y la barbilla sangrando. Había perdido la gorra, una zapatilla, y tenía la camisa hecha jirones. No me había enterado de nada. Me asombraba contemplar el barco aún a flote, la cubierta de popa entera, y más que nada, a todo el mundo vivo. También la paz del cielo y la serenidad del mar eran verdaderamente sorprendentes. Creo que esperaba verlos crispados por el horror… Pasa la botella.

Una voz llamaba al barco desde algún sitio, desde el aire o desde el cielo, no podía decirlo. En ese momento vi al capitán, quien estaba loco. Me preguntó impacientemente «¿Dónde está la mesa de la cabina?». Oír tal pregunta me supuso un shock espantoso. Yo acababa de volar, ¿comprenden?, y temblaba a causa de la experiencia. No estaba totalmente seguro de que siguiera vivo. Mahon se puso a patalear con ambos pies, y le dijo a gritos: «¡Buen Dios, no ve que ha volado la cubierta!». Recuperé la voz, y como si fuera culpable de una crasa negligencia contra

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el deber, dije balbuciendo «No sé dónde está la mesa de la cabina». Era como un sueño absurdo.

¿Saben qué es lo que el capitán que quería hacer a continuación? Pues bien, quería orientar las perchas. Muy plácidamente, y como perdido en sus pensamientos, insistió en que había que aparejar la percha del trinquete. «No sé si hay alguien vivo allí», dijo Mahon, casi llorando. «Por supuesto, le respondió apaciblemente, habrán quedado suficientes hombres para cruzar la verga del trinquete».

Según parece, el viejo estaba en su litera dándole cuerda a los cronómetros cuando la sacudida lo catapultó fuera dando vueltas. De inmediato se le ocurrió, como después dijo, que el barco había chocado con algo, y se fue corriendo a la cabina. Allí, vio que la mesa había desaparecido. Habiendo volado la cubierta, sin duda, habría caído en el lazareto. En el sitio donde desayunamos aquella mañana solo encontró un enorme agujero en el suelo. Le pareció tan solemnemente misterioso y le impresionó de un modo tan vivo que, en comparación, lo que vio y oyó después de subir a cubierta fueron simples menudencias. Y fíjense en que se dio cuenta en seguida de que no había nadie a la rueda del timón, y que su bricbarca estaba fuera de rumbo; y entonces, el único pensamiento fue poner la proa de

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aquel miserable cascarón de barco, desgarrado, sin cubierta y echando humo, enfilando de nuevo su puerto de destino. ¡Bangkok! Es todo lo que quería. Les aseguro que ese tranquilo, encorvado, patizambo, y casi deforme hombrecito era inmenso en la sencillez de sus ideas y en la plácida ignorancia de nuestra ansiedad. Nos puso en movimiento con un gesto autoritario, y él mismo se encaminó a coger el timón.

Sí, eso fue lo primero que hicimos ¡orientar las vergas de aquella ruina! No había muerto nadie, ni siquiera había alguien impedido, pero todos estaban más o menos lastimados. ¡Deberían haberlos visto! Algunos iban en harapos, con las caras negras como cargadores de carbón, como deshollinadores, con las cabezas tan redondas que parecían cuidadosamente rapadas, y de hecho tenían chamuscada la piel. Otros, los de la guardia siguiente, que se despertaron al salir disparados de sus literas, temblaban sin parar, e incluso seguían gimiendo cuando reemprendieron el trabajo. Pero todos ellos trabajaron. Aquella tripulación de casos difíciles de Liverpool tenía buena madera. Mi experiencia dice que siempre es así. Es el mar quien lo da: la inmensidad, la soledad envolviendo sus oscuras e impasibles almas. ¡Bien! Tropezamos, nos arrastramos, caímos, nos dejamos la piel en un naufragio, y nos levantamos. Los palos aún se sostenían, aunque no sabíamos hasta

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donde podrían estar quemados por debajo. Estábamos casi encalmados, pero llegó una racha del oeste e hizo de las suyas. Podían irse en cualquier momento. Los contemplábamos con recelo. Uno no podía adivinar hacia dónde acabarían cayendo.

Entonces retrocedimos hasta la popa y miramos alrededor. La cubierta era un caos de tablas de canto, de tablas de pie, de astillas, de maderamen destrozado. Los palos se alzaban en aquel caos como enormes árboles sobre una maleza enmarañada. Los intersticios de aquella masa de despojos estaban llenos de algo blancuzco, pesado, vivo; de algo parecido a una niebla grasienta. El humo de un fuego invisible ascendía otra vez, rastrero, como una espesa neblina venenosa en un valle repleto de broza. Perezosos mechones de humo empezaban ya a rizarse entre el montón de astillas. Aquí y allá, un trozo de madera, enhiesto, parecía un poste. Parte del cabillero había atravesado la vela del trinquete, y el cielo era un parche de azul glorioso en la vil lona sucia. Algunas tablas sujetas entre sí habían quedado atravesadas encima de la tapa de regala, con un extremo que sobresalía de la borda, como una especie de plancha que condujese al mar profundo, hacia la muerte; como si nos invitase a pasar por allí de una vez y acabar con nuestras ridículas preocupaciones.

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Y en el aire o en el cielo, un fantasma, algo invisible, seguía llamando al barco.

Alguien tuvo el buen juicio de mirar alrededor, y allí apareció el timonel, que había saltado impulsivamente por la borda, ansioso por volver. Vociferaba y nadaba enérgicamente como un tritón, manteniéndose junto al barco. Le echamos un cabo y al momento lo tuvimos ante nosotros chorreando agua, muy abatido. El capitán había pasado a otro el timón, y aparte, con un codo en la regala y la barbilla en la mano, miraba el mar melancólicamente. Nos preguntábamos: ¿Y ahora qué? Pensé: «¡Esto es de primera! Algo grande. Me pregunto qué pasará». ¡Oh, juventud!

De repente, Mahon divisó un vapor a lo lejos, por la popa. El capitán Beard dijo: «Aún podemos hacer algo con él». Izamos dos banderas que en el código internacional de señales marítimas significan: «Fuego a bordo. Necesitamos ayuda inmediata». El vapor aumentó de tamaño rápidamente y, al poco rato, nos comunicó izando otras dos banderas en el trinquete «Voy en su ayuda».

En media hora estaba al lado, a barlovento, al alcance de la voz, balanceándose ligeramente con las máquinas paradas. Perdimos la calma y empezamos a vociferar

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emocionados, todos a la vez. «Ha habido una explosión». Un hombre con un casco blanco nos gritó desde el puente: «¡Sí! ¡Está bien, está bien!».Asintió con la cabeza, sonrióe hizo ademanes para calmarnos, como si fuéramos un montón de niños aterrorizados. Bajó uno de los botes al agua, que se dirigió a nosotros con sus remos largos. Cuatro calesas bogaban acompasadamente. Fue la primera vez que vi marineros malayos. Los he conocido después, pero lo que me sorprendió en ese momento fue su indiferencia: se abarloarony, aunque el remero de proa estaba de pie sujetando con un bichero el cadenote, ni siquiera se dignó alzar la cabeza para echar una ojeada. Pensé que la gente que ha sufrido una explosión merece más atención.

Un hombre pequeño, seco como una astilla y ágil como un mono, saltó a bordo. Era el primer oficial del vapor. Dio un vistazo, y dijo: «Muchachos, será mejor que lo abandonen».

Nos quedamos mudos. Durante un rato estuvo hablando aparte con el capitán; parecía discutir con él. Y entonces, se fueron juntos al vapor.

Cuando nuestro patrón volvió, nos enteramos de que el vapor era el Somerville, del capitán Nash, con correo desde el oeste de Australia hasta Singapur vía Batavia, y

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que el trato era que nos remolcaría hasta Anjer o Batavia, caso de que fuera posible. Allí podríamos apagar el fuego por inmersión y luego seguir nuestro viaje… ¡a Bangkok! El viejo parecía emocionado. «Todavía podemos conseguirlo», le dijo a Mahon, con fiereza. Levantó el puño al cielo. Nadie más dijo una palabra.

A mediodía, el vapor empezó a remolcarnos. Iba por la proa esbelto y arrogante, y lo que quedaba del Judea lo seguía desde el extremo de un cabo de remolque de setenta brazas; lo seguía velozmente, como una nube de humo con los topes de los palos sobresaliendo por encima. Subimos a aferrar las velas. Empezamos a toser en las vergas, pero tuvimos cuidado con las bolsas de las velas. ¿Nos imaginan a todos plegando esmeradamente las velas de aquel barco condenado a no ir a ninguna parte? No había un solo hombre que no pensara que los palos podían venirse abajo en cualquier momento. Por culpa del humo no veíamos el barco desde arriba, pero trabajaron cuidadosamente pasando los tomadores en cada vuelta. «¡Pliéguenlas, ahí arriba!», gritó Mahon desde abajo.

¿Lo comprenden? No creo que uno solo de aquellos muchachos esperara bajar de la forma habitual. Cuando lo hicimos, oí que uno le decía a otro «Bueno, pensaba que nos íbamos a ir por la borda, con los palos y todo; di

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que no». «Lo mismo creía yo», respondió cansinamente otro apaleado y vendado espantapájaros. Pensarán que eran hombres que no tenían inculcado el hábito de la obediencia. Para cualquier testigo, no habrían sido más que un montón de profanos costrosos sin redención posible. ¿Qué los llevó a hacerlo? ¿Qué los llevó a obedecerme cuando, a sabiendas de que era lo adecuado, les mandé deshacer dos veces los pliegues de la vela del trinquete para que estuviera mejor? ¿Qué? No tenían una reputación profesional, ni ejemplos ni elogios. No era por un sentido del deber; todos sabían demasiado bien cómo esconderse, hacer el vago y escurrir el bulto cuando les venía en gana y, la mayoría de las veces, lo hacían. ¿Eran las dos libras y diez peniques al mes lo que los condujo allí? Consideraban que su paga no era ni la mitad de lo que debía ser. No, era algo que había en ellos, algo innato, sutil e imperecedero. No digo que la tripulación de un mercante francés o alemán no lo hubiera hecho, pero dudo que lo hubieran hecho de la misma forma. Había entereza en ello, algo tan firme como un principio y magistral como un instinto, el descubrimiento de algo secreto, de algo recóndito; un talento para el bien o el mal que provoca las diferencias raciales, que conforma el destino de las naciones.

Fue esa noche, a las diez, cuando por primera vez desde que lo combatíamos vimos el fuego. La velocidad

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del remolque había aventado aquella destrucción latente. Un fulgor azul apareció delante brillando bajo los restos de la cubierta. Vacilaba, agitándose y ascendiendo como la luz de una luciérnaga. Lo vi primero y se lo comenté a Mahon. «Ahora, el juego ha terminado», dijo. «Será mejor dejar el remolque o, si no, el barco reventará de pronto, desde la proa hasta la popa, antes de que podamos soltarlo». Les dimos un grito, tocamos la campana para llamar su atención, pero seguían remolcándonos. Al final, Mahon y yo fuimos gateando a la proa y cortamos el cabo de remolque con un hacha. No había tiempo de soltar la amarra. Cuando regresábamos a popa, vimos unas lenguas rojas lamiendo la maraña de astillas bajo nuestros pies.

Desde luego, en el vapor advirtieron en seguida que el remolque se había soltado. Dio un sonoro pitido, sus luces rastrearon un amplio círculo, se aproximó hasta situarse cerca de nuestro costadoy se paró. Todos estábamos apiñados mirándolo desde la popa. Cada hombre llevaba un hatillo o una bolsa. De repente, una llama cónica con la punta retorcida se elevó por delante proyectando en el mar negro un círculo de luz, con las dos embarcaciones en medio, costado con costado, cabeceando ligeramente. El capitán Beard, que había permanecido durante varias horas en el enjaretado, inmóvil y mudo, se puso en pie despacio y pasó por delante nosotros dirigiéndose a los

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obenques de mesana. El capitán Nash gritó: «¡Vamos! Dense prisa. Llevo a bordo sacas de correo. Los remolcaré con los botes a Singapur».«¡Gracias! ¡No!» dijo nuestro patrón. «Tenemos que ver el final del barco».«No puedo esperar más tiempo» voceó el otro. «El correo, ya sabes».«¡Sí, sí! Estamos todos bien».«¡Muy bien! Informaré en Singapur… ¡Adiós!».

Saludó con la mano. Nuestros hombres dejaron caer sus hatillos silenciosamente. El buque de vapor avanzóy, al salir del círculo de luz, desapareció en el acto de nuestra vista, deslumbrados por el fuego que ardía ferozmente. Y entonces supe que vería el Oriente por primera vez al mando de un pequeño bote. Pensé que era hermoso; y que la fidelidad al viejo barco también era hermosa. Íbamos a asistir a su final. ¡Oh, el encanto de la juventud! Su fuego, más cegador que las llamas del barco que ardía arrojando una luz mágica sobre el ancho mundo, saltando audazmente hacia el cielo para, enseguida, ser extinguido por el tiempo, más cruel, más inhumano, más amargo que el mar, y como las llamas del barco ardiendo, envuelto por una impenetrable noche.

*****

El viejo, según su apacible e inflexible estilo, nos previno de que formaba parte de nuestras obligaciones

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recuperar para los aseguradores todo lo que se pudiera de los aparejos del barco. Así pues, nos fuimos a trabajar a popa, mientras el barco ardía en proa para brindarnos luz en abundancia. Sacamos fuera un montón de trastos. ¿Qué es lo que no recuperamos? Un viejo barómetro, sujeto con una disparatada cantidad de tornillos, estuvo a punto de costarme la vida: una repentina bocanada de humo se me vino encima, pero me escapé justo a tiempo. Había variedad de pertrechos, cabillas de velas, rollos de maroma; la popa parecía un bazar náutico, y los botes estaban llenos hasta la borda de trastos viejos. Uno hubiera pensado que el viejo pretendía llevarse con él todo lo posible de su primer mando. Estaba muy, muy sereno, pero desequilibrado, evidentemente. ¿Pueden creerlo? Quería llevarse en el bote grande un trozo de cable viejo y un anclote. «Sí, sí señor» dijimos con deferencia, y los echamos tranquilamente al mar. El pesado botiquín tuvo el mismo destino, al igual que dos bolsas de café verde, latas de pintura —Se imaginan, ¡pintura! — y un buen montón de cosas más. Entonces me enviaron con dos hombres a estibar los botes y dejarlos listos, mientras llegaba el momento de abandonar el barco.

Colocamos todo en su sitio; pusimos el palo del bote grande para nuestro patrón, que iba a hacerse cargo de ély, cuando me senté un momento, no me dio pena.

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Tenía la cara desollada, las extremidades me dolían como si estuvieran rotas, notaba todas las costillas, y hubiese jurado que me había retorcido la espina dorsal. Los botes, amarrados a popa, estaban en una completa oscuridad, y todo cuanto podía ver era el círculo del mar iluminado por el fuego. Una llama gigantesca se elevó delante, tiesa y limpia. Brilló ferozmente haciendo ruido, como un aleteo con estruendos de trueno. Hubo crujidos, explosiones, y las chispas volaban hacia arriba desde el cono de la llama, de la misma forma que el hombre ha nacido para los problemas, para los barcos que hacen agua y para los barcos que arden.

Lo que me preocupaba era que estando el barco de costado a la ola y con un viento como el que había, un mero soplo, no se mantuvieran los botes a popa, donde estaban amarrados y seguros, sino que se empeñaran, con esa terca manía que tienen los botes, en meterse bajo la bovedilla y que entonces chocaran con el costado del barco. Estaban dándose golpes peligrosamente y se aproximaban a las llamas al mismo tiempo que el barco se venía sobre ellos y, por supuesto, siempre existía el peligro de que los palos cayeran de lado en cualquier momento. Los dos hombres que vigilaban los botes y yo los manteníamos separados lo mejor que podíamos, con remos y bicheros, tan separados como nos era posible; pero seguir así continuamente resultaba

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exasperante, y no había razón para que no nos fuéramos de una vez. Ni podíamos ver a los que estaban a bordo ni imaginarnos el motivo del retraso. Los marineros de los botes renegaban por lo bajo, y yo no solo tenía mi trabajo, sino que también debía mantener en su puesto a dos hombres que manifestaban una inclinación continua a abandonarse y a dejar correr las cosas.

Al final, grité «¡Los de cubierta!» y se asomó alguien. «Aquí estamos listos», dije. La cabeza desapareció y en seguida volvió a aparecer: «El capitán dice que muy bien, señor, y que mantenga los botes bien separados del barco».

Pasó media hora. De pronto se produjo una barahúnda terrible, un chirrido, un rechinar de cadenas, un silbido de agua, y millones de chispas se elevaron con la vacilante columna de humo que seguía inclinándose levemente sobre el barco. El fuego había consumido las serviolas, y las dos anclas, al rojo vivo, se habían ido al fondo llevándose con ellas doscientas brazas de cadena, también al rojo vivo. El barco se estremeció, las llamas se inclinaron prestas a desplomarse, y el mastelerillo de perico se vino abajo. Se precipitó como una flecha de fuego, se sumergió y al momento emergió con ímpetu, a menos de un remo de distancia de los botes, para terminar, flotando mansamente y muy negro, en el mar

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luminoso. Llamé a los de cubierta otra vez. Al cabo de cierto tiempo alguien, en un tono inesperadamente jovial, aunque apagado, como si quisiera hablar con la boca cerrada, me comunicó: «Vamos en seguida, señor», y desapareció. Durante un buen rato solo oí el zumbido y el rugido del fuego. Se oían silbidos también. Los botes cabeceaban, tiraban con fuerza de las amarras, se iba uno contra otro estrepitosamente, y chocaban de costado sin parar; hasta que al final, pese a nuestros esfuerzos, se arracimaron contra la banda del barco. No pude soportar más aquelloy trepé por una maroma encaramándome a bordo por la popa.

Estaba tan iluminado como si fuera de día. La lengua de fuego que estaba frente era una visión terrible y, al principio, solo pude soportar el calor a duras penas. En un almohadón del sofá que habían sacado con garfios de la cabina, el capitán Beard, con las piernas en alto y la cabeza apoyada en un brazo, dormía mientras la luz del fuego jugaba sobre él. ¿Saben, más o menos, a lo que se dedicaba el resto? Estaban sentados en la cubierta, a popa, alrededor de una caja abierta, comiendo pan y queso, y bebiendo cerveza negra embotellada.

Sobre el fondo de llamas que se entrelazaban en feroces lenguas por encima de sus cabezas daba la impresión de que se encontraran tan cómodos como las salamandras,

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con todas las trazas de una banda de piratas terribles. El fuego rutilaba en el blanco de sus ojos y relampagueaba en la piel blanca que asomaba por los rotos de las camisas. En todos se veían las huellas de la batalla: cabezas vendadas, brazos inmovilizados, un jirón de harapo sucio alrededor de una rodilla; cada hombre tenía una botella entre las piernas y un pedazo de queso en la mano. Mahon se levantó. Con su elegante y alborotada cabeza, su perfil aquilino, su larga barba blanca y una botella abierta en la mano parecía uno de aquellos temibles corsarios de antaño disfrutando en medio de la violencia y la desgracia. «La última comida a bordo», declaró con solemnidad. «No hemos comido nada en todo el díay no tenía ningún sentido dejar todo esto aquí». Blandió la botella y señaló al patrón dormido. «Dijo que no podía tragar nada, así que lo acosté en el suelo», añadió; pero como me quedé mirándolo asombrado, dijo: «Yo no sé si tú sabes, joven, que el hombre no ha dormido en varios días, y maldito sea lo poco que dormirá en los botes». «Pronto no habrá botes si sigues tonteando más» contesté indignado. Me acerqué al patrón y lo sacudí por el hombro. Al final abrió los ojos, pero no se movió. «Es hora de dejarlo, señor», dije con serenidad.

Se levantó trabajosamente.Miró las llamas, el mar resplandeciendo en torno al barco, que a lo lejos estaba negro, negro como la tinta; y miró las estrellas brillando

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oscurecidas a través de un fino velo de humo en el cielo negro, tan negro como el Erebo.

«Primero, los más jóvenes», dijo.

Uno de los marineros, después de secarse la boca con el dorso de la mano, se puso en pie, gateó al coronamiento y desapareció. Los demás fueron siguiéndolo.

Uno, a punto de saltar, se paró un momento a apurar la botella y con un amplio giro del brazo la arrojó al fuego. «¡Toma esto!», gritó.

El patrón se iba quedando atrás, desconsolado, y lo dejamos solo durante un rato para que intimara con su primer mando. Luego subí otra vez, y me lo llevé definitivamente. Ya era hora. Los herrajes de popa quemaban al tocarlo.

Entonces, se cortó la amarra del bote grande y los tres botes juntos se separaron del barco. Cuando lo abandonamos, habían pasado exactamente dieciséis horas desde la explosión. Mahon se hizo cargo del segundo bote, y yo, del más pequeño, de 14 pies. Todos cabíamos en el grande, pero el patrón había dicho que debíamos recuperar cuanto pudiéramos para los aseguradores, y de este modo conseguí mi primer mando. Llevaba dos

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hombres conmigo, una caja de galletas, unas pocas latas de carne y un pequeño barril de agua. Tenía orden de mantenerme cerca del bote grande, para que en caso de mal tiempo pudiéramos pasar a él.

¿Y saben lo que pensé? Pensé abandonar su compañía en cuanto me fuera posible. Quería mi primer mando solo para mí. No iba a navegar en formación cuando tenía la oportunidad de viajar a mi aire. Quería llegar a tierra por mí mismo. Quería vencer a los otros botes. ¡Juventud, la eterna juventud! La necia, encantadora y bella juventud.

Pero no nos fuimos en seguida. Debíamos presenciar el final del barco, y los botes se mantuvieron alrededor de él esa noche, yendo y viniendo entre las olas. Los hombres dormían, se despertaban, suspiraban y gemían. Yo contemplaba el barco ardiendo.

Entre las tinieblas de la tierra y el cielo, el barco ardía ferozmente sobre un disco de mar púrpura tornasolado por el juego de unos resplandores rojos como de sangre, sobre un disco de agua resplandeciente y siniestro. Una llama alta, limpia, enorme y solitaria se alzaba desde el océano, y desde su cénit el humo negro se derramaba continuamente en el cielo. Ardía furioso, triste e imponente, como una pira funeraria en la noche, rodeado

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por el mar y velado por las estrellas. Le fue concedida una muerte magnífica, como una gracia, una dádiva, una recompensa al viejo barco al término de sus laboriosos días. La rendición de su agotado espíritu a la custodia de las estrellas y el mar fue tan conmovedora como la visión de un glorioso triunfo. Los palos se vinieron abajo poco antes del amanecer, y se produjo una explosión y un torbellino de chispas que, en un instante, pareció inflamar la noche paciente y desvelada, la noche inmensa yaciendo silenciosa sobre el mar. A la luz del día, el barco solo era ya un casco carbonizado, flotando inmóvil, bajo una nube de humo, y soportando en el interior una carga de carbón ardiendo».

Entonces sacamos los remos, formamos con los botes en fila, y empezamos a dar vueltas alrededor de su cadáver, como en una procesión, con el bote grande a la cabeza. Mientras remábamos a la altura de la popa, un fino dardo de fuego salió disparado envenenadamente hacia nosotrosy, de pronto, justo en ese momento, empezó a hundirse, la proa primero, con un gran silbido de vapor. La popa intacta fue lo último que se hundió; pero la pintura se había perdido, se había cuarteado, descascarillado, y ya no había letras, ni una palabra, ni la obstinada divisa, que era como su alma, para que resplandeciera bajo el sol naciente su credo y su nombre.

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Pusimos rumbo al norte. Se levantó una brisa, y todos los botes siguieron juntos hasta el mediodía. Como no tenía ni palo ni vela en el mío, coloqué un remo haciendo de palo, e icé un toldo como vela con un bichero por percha. La realidad es que el bote iba pasado de palo, pero tenía la satisfacción de saber que con el viento de popa les ganaría. Tuve que esperarlos. Después le echamos un vistazo a la carta del capitány, tras una amistosa comida a base de pan duro y agua, recibimos las últimas instrucciones. Eran simples: gobernar hacia el norte y permanecer juntos todo lo posible. «Se prudente con ese aparejo de fortuna, Marlow», me advirtió el capitán; y Mahon, cuando pasé su bote orgullosamente, arrugó la nariz aquilina y gritó: «Como no tengas cuidado, te vas a ir al fondo en ese bote, joven». Era un viejo malicioso, ¡ojalá que el mar profundo donde duerme ahora lo acune con dulzura, lo acune tiernamente hasta el fin de los tiempos!

Antes de la puesta de sol, un sombrío chubasco pasó por encima de los dos botes, que navegaban lejos por la popa, y eso fue lo último que vi de ellos. Al día siguiente, iba sentado al timón gobernando mi barquichuelo, mi primer mando, solo con agua y cielo a mi alrededor. Por la tarde, distinguí en la lejanía las velas altas de un barco, pero no dije nada y mis hombres no se enteraron. Comprendan que tenía miedo de que fuera de vuelta

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a casa, y no era mi intención regresar estando ante las mismas puertas del Oriente. Me dirigía a Java, un nombre bendito como Bangkok, ya me entienden. Estuve al timón durante muchos días.

No necesito contarles lo que es ir dando bandazos en un bote abierto. Recuerdo días y noches de calma en los que remábamos y remábamos, y daba la impresión de que el bote estuviera inmóvil, como si lo hubieran encantado dentro del círculo del horizonte del mar. Recuerdo el calor, los aguaceros de los chubascos que nos obligaban a achicar por nuestra preciada vida (pese a que llenaron nuestra pipa de agua), y recuerdo dieciséis horas seguidas con la boca seca como la ceniza, y un remo en la popa haciendo de timón para mantener mi primer mando de proa al mar encrespado. No supe hasta entonces lo bueno que era. Recuerdo las caras chupadas, los cuerpos abatidos de mis dos hombres, mi juventud y la sensación de que nunca volvería, de que yo existiría siempre sobreviviendo al mar, a la tierra, y a todos los hombres; la falsa sensación que nos empuja a las alegrías, a los peligros, al amor, a los esfuerzos inútiles, a la muerte; el victorioso convencimiento en la tenacidad, el calor de la vida en un puñado de polvo; la vehemencia del corazón, que cada año se apaga, se enfría, se empequeñece y muere, y muere demasiado pronto, demasiado pronto, antes que la vida misma.

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Y así es como veo el Oriente. He visto sus lugares secretos y he penetrado su alma; pero ahora lo veo siempre desde un pequeño bote, como una alta hilera de montañas, azul y lejana, al amanecer; como una neblina tenue al mediodía; como una mellada pared de púrpura al ocaso. Aún conservo el tacto del remo en la mano y la visión de un ardiente mar azul en los ojos. Y veo una bahía, una bahía ancha, bruñida como el vidrio y pulida como el hielo rielando en la oscuridad. Entre las tinieblas de la tierra, una luz roja arde a lo lejos, y la noche es apacible y cálida. Íbamos tirando de los remos con los brazos doloridosy, de pronto, una racha de viento, una racha lánguida, tibia y saturada de extraños olores de flores y de aromáticas maderas, vino de la quietud de la noche: ese fue el primer suspiro del Oriente en mi cara. Nunca lo olvidaré. Era algo impalpable y esclavizante, como un hechizo, como el susurro de una promesa de misteriosos deleites.

En el último turno estuvimos remando durante once horas. Dos remaban y el que estaba de descanso iba sentado al timón. Habíamos descubierto una luz roja en aquella bahía y allí nos dirigimos suponiendo que señalaría algún pequeño puerto de la costa. Pasamos junto a dos embarcaciones estrafalarias y altas de popa, fondeadas al giro; nos acercamos a la luz, ahora muy débil, y enfilamos la proa del bote al extremo de un

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embarcadero que sobresalía. Estábamos ciegos por culpa del cansancio. Mis hombres dejaron caer los remos y se tumbaron sobre los bancos, como muertos. Amarré a un pilote. La corriente rizaba el agua suavemente. El oscuro perfume de la costa se concentraba en vastas masas, una densidad de colosales macizos de vegetación, con formas probablemente mudas y fantásticas. El semicírculo de la playa centelleaba desmayadamente a sus pies, como un espejismo. No había luces, ni agitación ni ruido. Tenía el misterioso Oriente frente a mí, perfumado como una flor, callado como la muerte, oscuro como una tumba.

Y me senté más fatigado de lo que puede expresarse, victorioso igual que un conquistador, desvelado y fascinado como ante un profundo y fatal enigma.

Un chapoteo de remos, una rítmica zambullida al nivel del agua exagerada ruidosamente por el silencio de la costa me hizo saltar. Un bote, un bote europeo se estaba acercando. Invoqué el nombre del muerto; los saludé: ¡Ah, del Judea! Una voz débil respondió.

Era el capitán. Le había ganado al buque insignia por tres horas, y estaba encantado de oír de nuevo la voz del viejo, temblorosa y cansada. «¿Es usted, Marlow?». «Cuidado con el extremo del embarcadero, señor», grité.

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Se acercó con cautela y frenó el bote con el arrastre de la sonda que rescatamos para los aseguradores. Largué mi amarra y me abarloé a su costado. Él se sentó: era una figura rota al timón, calado de rocío, y abrazándose con las manos el regazo. Sus hombres ya estaban dormidos. «Ha hecho un tiempo terrible», murmuró. «Mahon viene detrás, no muy lejos». Hablamos entre susurros, en débiles susurros, como si temiéramos despertar a la tierra. Pero ni cañonazos, ni truenos ni terremotos podrían haber despertado a los hombres entonces.

Mirando alrededor, mientras hablábamos, vi en el mar, a lo lejos, una luz brillante que atravesaba la noche. «Es un vapor que está pasando frente a la bahía», dije. No estaba pasando, estaba entrando, e incluso llegó cerca de nosotros y ancló. «Quiero que te enteres de si es inglés —dijo el viejo—. A lo mejor pueden darnos pasaje para alguna parte». Parecía nervioso y ansioso. Así que a fuerza de puñetazos y puntapiés puse a uno de mis hombres en cierto estado de sonambulismo, le di un remo, cogí otro, y remamos hacia las luces del vapor.

Del interior salía un rumor de voces metálicas que retumbaban huecas en la sala de máquinas y se oían pisadas en la cubierta. Las portillas brillaban redondas como ojos agrandados. Algunos cuerpos se movían, y había un hombre en la penumbra, de pie en el puente. Oyó mis remos.

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Entonces, antes de que pudiera abrir la boca, el Oriente me habló, pero fue con una voz de Occidente. Un torrente de palabras abocado al enigmático y fatal silencio; palabras extrañas, coléricas, mezcladas con otras palabras, y hasta con oraciones enteras pronunciadas en buen inglés, menos raro, pero, en cualquier caso, más sorprendente. La voz blasfemó y maldijo violentamente, estremeciendo la solemne paz de la bahía con una andanada de injurias. Para empezar, me llamó cerdo, y desde ahí fue in crescendo hasta adjetivos que no deben mencionarse en inglés. Arriba, el hombre rabiaba en voz alta en dos idiomas y con tal sinceridad en su furia que, de algún modo, casi me convenció de que yo había pecado contra la armonía del universo. Aunque solo lo veía a duras penas, pensé que le iba a dar un síncope.

De pronto paró, y lo oí resoplando y bufando como una marsopa. Dije:

«¿Qué vapor es ese, por favor?»

«¿Eh? ¿Qué es esto? ¿Y quién es usted?»

«Los náufragos de un bergantín inglés que ha ardido en el mar. Arribamos aquí esta noche. Soy el segundo. El capitán está en el bote grande y desea saber si usted podría darnos pasaje a alguna parte».

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«¡Oh, Dios mío! Digo… este es el Celestial, que viene desde Singapur, en viaje de vuelta. Lo arreglaré con su capitán por la mañana… y… digo… ¿me ha oído usted ahora mismo?».

«Diría que le ha oído toda la bahía».

«Pensé que era un bote de la costa; pero, mireahí— ese endemoniado vigilante, vago y canalla, se ha ido a dormir otra vez— maldito sea. La luz está apagada, y por poco embisto el saliente de ese condenado muelle. Es la tercera vez que me la hace. Y ahora yo le pregunto: ¿puede soportar uno esta clase de cosas? Es suficiente para sacar a un hombre de sus casillas. Daré parte de él… Haré que el ayudante del Residente lo despida ¡por…! No hay luz, vea. Está apagada ¿no es cierto? Lo tomo por testigo de que la luz está apagada. Debería haber una luz ¿sabe usted? Una luz roja en el…».

«Había una luz», dije indulgentemente.

«¡Pero, hombre, está apagada! ¿Qué sentido tiene decir eso ahora? Puede ver usted mismo que está apagada ¿no? Si tuviera que gobernar un vapor tan costoso en esta costa dejada de Dios, también querría una luz. De un puntapié voy a enviarlo al otro extremo de su miserable muelle. Ya verá si lo hago. Voy a…».

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«¿Así que puedo decirle a mi capitán que nos llevará?, lo corté.

«Sí, los llevaré. Buenas noches», dijo bruscamente.Volví remando, amarré al embarcadero de nuevo, y

por fin me dormí. Me había encontrado con el silencio del Oriente y había oído un poco de su lengua. Pero cuando abrí los ojos otra vez, el silencio era tan perfecto como si nunca hubiera sido roto. Estaba echado en medio de una marea de luz, y el cielo nunca me había parecido antes tan alto y lejano. Abrí los ojos y seguí tendido sin moverme.

Y entonces vi a los hombres de Oriente —que me miraban a mí—. Todo el embarcadero estaba lleno de gente. Vi caras morenas, bronceadas, amarillas, ojos negros, el brillo, el color de la muchedumbre en el Oriente. Aquellos seres nos observaban fijamente, sin un murmullo, sin un suspiro, sin moverse. Tenían la vista clavada en los botes, en los hombres que dormían y que habían llegado hasta ellos desde el mar, por la noche. No se movía nada. Las frondosas palmeras permanecían inertes contra el cielo. No se agitaba ni una rama en toda la costa, y los tejados pardos de las casas ocultas se asomaban a través del follaje verde y de las grandes hojas que colgaban brillando quietas, como hojas forjadas en metal pesado. Este era el Oriente de los navegantes antiguos, tan viejo, tan misterioso; resplandeciente y

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sombrío, vivo e intacto, lleno de peligros y promesas. Y estos eran sus hombres. Me incorporé de pronto. Una ola movió a la muchedumbre desde un extremo al otro, pasó entre las cabezas, ladeó los cuerpos, corrió a lo largo del embarcadero como una onda en el agua, como un soplo de viento en un campo, y todo quedó inmóvil de nuevo. Ahora lo estoy viendo: la vasta extensión de la bahía, las arenas resplandecientes, la abundancia de los infinitos y variados verdes, el mar azul como el mar de un sueño, la muchedumbre con caras curiosas, el incendio de vivos colores, el agua reflejándolo todo, la línea curva de la costa, el embarcadero, la estrafalaria embarcación de popa alta flotando quietamente, y los tres botes donde los agotados hombres llegados de Occidente dormían ajenos a la tierra y a los habitantes, y a la violencia de la luz del sol. Dormían tumbados en los bancos o hechos un ovillo en el suelo de tablas, con las indolentes posturas de la muerte. La cabeza del viejo patrón, apoyada en la popa del bote grande, se había desplomado sobre el pecho y parecía como si nunca fuera a despertarse. Más allá, el rostro del viejo Mahon miraba al cielo con su larga barba blanca cubriéndole el pecho, como si le hubieran disparado sentado al timón; y otro hombre, completamente encogido, dormía entre las amuras del bote abrazando la roda con ambos brazos y con la mejilla pegada a la borda. El Oriente los miraba sin un sonido.

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Desde entonces, he conocido su fascinación. He visto las costas misteriosas, las aguas en calma, las tierras de los pueblos cobrizos donde una recatada Némesis acecha, persigue, y atrapa a tantos y tantos hombres de la raza de los conquistadores, que se sienten orgullosos de su sabiduría, de su conocimiento y de su fuerza. Pero, para mí, todo el Oriente cabe en esta visión de mi juventud. Está todo en ese momento cuando abrí mis jóvenes ojos y me encontré con él después de una pelea con el mar, y yo era joven, y lo vi mirándome. ¡Y esto es cuanto queda! Solo un instante; un momento de fuerza, de ensueño, de fascinación ¡de juventud…! Un destello del sol en una orilla extraña, el tiempo que dura un recuerdo, el tiempo que dura un suspiro, y ¡adiós! La noche. ¡Adiós…!

—Bebió—.

«¡Ah! Los viejos tiempos, los viejos tiempos. La juventud y el mar. ¡La fascinación y el mar! El bueno y duro mar; el salado y amargo mar, que te podía susurrar algo, y rugirte y cortarte la respiración».

—Bebió otra vez—.

«Aunque lo más maravilloso de todo es el mar, creo, el mismo mar, ¿o es la juventud sola? ¿Quién puede

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saberlo? Todos ustedes han conseguido aquí algo de esta vida: dinero, amor —todo cuanto se obtiene en tierra—, pero díganme ¿no fue esa época la mejor? La época cuando éramos jóvenes en el mar; jóvenes y sin nada, en el mar que no da nada salvo duros golpes, y a veces, una oportunidad para medir nuestra fortaleza, solo eso; ¿no es lo que todos echan de menos?».

Y todos asentimos: el hombre de las finanzas, el hombre de la contabilidad, el hombre de leyes, todos asentimos sobre la mesa pulida que, como una lámina inmóvil de agua parda, reflejaba nuestras caras con surcos y arrugas; nuestras caras marcadas por la fatiga del trabajo, las decepciones, los éxitos, el amor; nuestros ojos cansados mirando fijos, mirando siempre, mirando ansiosos ese algo fuera de la vida, que mientras se espera ya se ha ido, que ha pasado sin ser visto, en un suspiro, en un instante, junto con la juventud, con la fuerza, con la nostalgia de las ilusiones.

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ÍNDICE

Amy Foster ...............................................................................................9

Juventud: un relato ................................................................................65

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