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SEFARAD O LOS QUE PERDIERON EL SITIO (LEYENDO LA NOVELA DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA)

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SEFARAD O LOS QUE

PERDIERON EL SITIO

(LEYENDO LA NOVELA DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA)

Sefarad o los que perdieron el sitio

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ÍNDICE Presentación ………. 3 Biografía. ………. 4 Sefarad: temas y estilo ………. 6 Estructura de la obra ………. 9 La ambición formal de Sefarad ………. 13 Eres muchos: la problemática identidad ………. 15 Muñoz Molina y Sebald ………. 17 Recepción y críticas ………. 19 Los libros de Sefarad ………. 22 Bibliografía ………. 24

Arriba: judíos del gueto de Budapest, tras la liberación de la ciudad por los rusos Foto de portada: familia sefardita de Iako Behar (es decir, Béjar); Bulgaria hacia 1930

Fuente: http://ccasconm.blogspot.com.es/2012/05/sobre-los-apellidos-bejar-bejarano-y.html

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Con más de dos décadas de retraso, a comienzos de los 90, España se incorporó al interés por el Holocausto que no dejaba de crecer en Europa desde el juicio de Eichmann. Con la publicación en el 2001 de Sefarad de Antonio Muñoz Molina se marcó, según algunos, un nuevo hito: por primera vez, una novela con éxito de crítica y público asumía el reconocimiento del Holocausto como parte capital de nuestra cultura, relacionándolo al mismo tiempo con otras persecuciones y exilios más próximos. Por lejos geográfica e históricamente que nos quedara ―parecía expresar este reconocimiento―, Auschwitz también era patrimonio común de los españoles, igual que lo era del Occidente que se fundó sobre las ruinas de sus crematorios, como un acto de rechazo frente a la intolerancia y el totalitarismo.

Pero si sólo fuera como fenómeno cultural su interés sería pasajero. Sefarad es al mismo tiempo una novela ambiciosa por su complejidad constructiva y sus procedimientos formales, pero sobre todo por plantear una cuestión crucial en nuestros días: ¿cómo mantener vivo el recuerdo del trauma, más allá de los testimonios y los libros de historia, en un asunto que parece repeler cualquier tratamiento estético? Un debate que transita por un estrecho desfiladero entre el tabú de representar lo irrepresentable (el punto ciego de las cámaras de gas) y la necesidad de recurrir a la ficción para insuflar nuevo aire a una temática sobreexplotada, en que la reiteración de testimonios e imágenes parece haber agotado nuestra capacidad de asombro. Muñoz Molina, como Sebald o Kértesz, apuesta por los derechos de la buena literatura para enfrentarse al Holocausto, salvaguardando ciertos límites. Parece una perogrullada, pero setenta años después de Auschwitz, las pocas obras del género que se recuerdan no son las que cuentan las experiencias más extremas sino las mejor escritas, de la misma manera que son sus valores literarios y no lo que relatan, lo que hace que finalmente recordemos El corazón de las tinieblas (y de paso, el genocidio belga en el Congo), Guerra y Paz (y de paso las guerras napoleónicas) o Viaje al fin de la noche (y de paso la Primera Guerra Mundial). La conclusión es clara: el único tabú en el arte es que el resultado no sea un bodrio. Por ello, no es tanto que la ficción no tenga derecho a apropiarse de ciertos temas (como pretende por ejemplo el cineasta Claude Lanzmann), sino que ante los mejores testimonios de la Shoá, cualquier obra que recurra al patetismo y la explotación morbosa del horror desentona como una falsificación moral y estética. También en nuestro país el Holocausto vende moderadamente y ha dado lugar a una literatura kitsch. Como en el anuncio de margarina, parece que añadiendo «Auschwitz» a cualquier cosa se aumenta el reclamo comercial. Por ello son tanto más necesarias obras como Sefarad, que preserven la memoria del trauma de la banalización y el oportunismo. En su vertiente positiva, esta moda editorial (que dura ya demasiados años para tildarla de pasajera) manifiesta también un interés persistente y sincero de un público lector cada vez más amplio, que considera el genocidio nazi, no sólo un pretexto para escalofríos fáciles, sino una parte fundamental de su propia historia.

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BIOGRAFÍA Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda (Jaén) en 19561. Su padre era un modesto hortelano y su madre un ama de casa. A los seis años acude al colegio de los jesuitas, donde un maestro convence a los padres para que siga estudiando. «En esa época, y en las familias trabajadoras, lo normal era que los niños dejaran la escuela hacia los doce años para ponerse a trabajar», cuenta el escritor. Acabada la primaria, cursa el bachillerato elemental en los Salesianos de Úbeda, y el superior en un instituto. Es por esos años cuando se aficiona a la lectura: «Hacia los once o los doce años empecé a leer a Julio Verne y a Mark Twain, a Stevenson, a Agatha Christie, a Dumas… Julio Verne fue el primer escritor: el que me hizo comprender que las novelas las escribía alguien, que no eran una parte espontánea del mundo. Por imitación de Verne concebí la posibilidad fantástica de hacerme yo también escritor.» El escritor de niño en su Úbeda natal

A los 16 comienza a escribir obras de teatro. A los 18 se traslada a Madrid a estudiar periodismo, aunque la intención le dura sólo un curso. Al año siguiente, 1974, se traslada a Granada y se matricula en Historia; en cuya facultad se especializaría en Historia del Arte. Acabada la carrera, obtiene una plaza de funcionario en el ayuntamiento de la ciudad. En Granada también escribiría sus primeras obras (artículos, relatos, novelas) y comienza a colaborar con la prensa a partir de 1982: «En Granada nacieron dos de mis hijos y se publicó mi primer libro. Trabajé allí siete años, en una oficina del Ayuntamiento, organizando conciertos y actividades culturales muy variadas». En 1982 se casa con Marilena Vico, de la que tendrá tres hijos. Se separan en 1991. Por aquellos años publica también sus primeros libros: El Robinson Urbano, 1984 (recopilación de artículos) y las novelas; Beatus Ille, 1986; El invierno en Lisboa, 1987; Beltenebros, 1989.

←En su etapa del ayuntamiento de Granada, con Dizzy Gillespie

De aquellos años de funcionario, una etapa más bien gris y conformista, queda un autorretrato lúcido y nada complaciente en la propia Sefarad: «Había dos mundos, uno visible y real y otro invisible y mío, y yo me adaptaba mansamente a las normas del primero para que me dejaran refugiarme sin demasiada molestia en el segundo […] »Ahora, al cabo de los años, entiendo que mi apariencia dócil no era sólo una máscara, la identidad falsa de un espía, sino también una parte

sustancial y verdadera de mí mismo: la parte amedrentada y obediente que siempre ha existido en mi carácter, la satisfacción de tener ante los demás una presencia respetable, hijo y alumno y luego empleado y marido y padre modelo. […] Durante años me gustó recordar, fabulándolas, las rebeldías turbulentas de mi adolescencia, pero ahora no creo que formasen más parte de mi carácter que el afán de conformidad que me guió tan poderosamente hasta el final de la infancia, y que volvió sin duda a actuar sobre mí en la vida adulta cuando acepté casarme y no me negué a cumplir un cierto número de obligaciones o humillaciones laterales

1 La mayoría de estos datos provienen del Autorretrato contenido en la web oficial del autor: http://antoniomuñozmolina.es/biografia/

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que en el fondo me provocaban una sorda hostilidad: la boda por la iglesia, el simulacro de comunión, el banquete familiar, todo lo que estaba prescrito desde siempre y yo obedecía sin resistencia al pie de la letra». 2

En el capítulo de Sefarad «Dime tu nombre», habla de la vida ilusoria y libresca con la que compensaba la mediocridad de aquellos años: «Vivía rodeado de sombras que suplantaban a las personas reales y me importaban más que ellas […] Vivía escondido en las palabras escritas, libros o cartas o borradores de cosas que nunca llegaban a existir, y fuera de aquel ensueño, de aquella oficina que concordaba conmigo más que mi propia casa y era, de una manera rara y oblicua, mi domicilio íntimo, no sólo el lugar donde trabajaba y recibía cartas, fuera de mis imaginaciones y del espacio desastrado y más bien vacío que limitaba sus paredes, el mundo era una niebla confusa, una ciudad que yo veía tan desde fuera como si no viviese en ella, igual que hacía mi trabajo con tanta indiferencia como si en realidad no fuera yo quien se ocupara de él. Mi vida era lo que no me sucedía, mi amor una mujer que estaba muy lejos y quizás no volviera, mi verdadero oficio una pasión a la que en realidad no me dedicaba, aunque me llenase tantas horas […] Tenía la cabeza llena de frases de libros, de películas o de canciones, y sentía que en esas palabras y en las de las cartas estaba mi único consuelo posible contra el destierro en el que me hallaba confinado […] Leía como fuma el opiómano y como bebe el alcohólico, con una voluntad metódica de enajenación. Escribir y leer era ir tejiendo a mi alrededor los hilos del capullo protector y sofocante en el que me envolvía, mi vestidura y mi pócima de hombre invisible…» (pp. 502-504).

En 1991 recibe el premio Planeta por su novela El jinete polaco, lo que le supone el espaldarazo a su carrera de escritor. El éxito literario le permite abandonar la vida de funcionario para dedicarse en exclusiva a la escritura. En 1992 se traslada a vivir a Madrid con la que sería su actual mujer, la también escritora Elvira Lindo, con quien contraería matrimonio en 1994. Desde entonces viajaría con frecuencia a Estados Unidos, a impartir clases en diversas universidades. Recibiendo el premio Planeta 1991, junto al ex honorable Pujol y señora→

Colabora regularmente con la prensa (El Pais, entre otros medios), donde publica artículos de interés cultural o social, siempre desde posiciones políticas progresistas. Él mismo se define como de izquierda moderada:

«Políticamente, soy un socialdemócrata: defiendo la instrucción pública y la sanidad pública, el respeto escrupuloso de la legalidad democrática, la igualdad de hombres y mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y si es preciso de morir dentro de la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos.»

Como buen escritor profesional, ha venido publicando con regularidad obras de ficción, de ensayos y recopilaciones de artículos, bien recibidas por la crítica. Cabe destacar Ardor guerrero (1995), Plenilunio (1997, convertido en mediocre película), nuestra Sefarad (2001, tal vez su mayor éxito internacional), La noche de los tiempos (2009, ambiciosa y polémica novela sobre nuestra Guerra Civil) y la muy reciente Como la sombra que se va (2014), en la que de nuevo combina autoficción y ficción cuasi documental sobre personajes

2 Todas las citas de Sefarad provienen de la primera edición: Madrid, Alfaguara, 2001, pp. 231-232

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históricos. En 2004 fue nombrado director del instituto Cervantes de Nueva York, ciudad que se ha convertido en su segunda residencia desde hace años.

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SEFARAD, TEMAS Y ESTILO

Sefarad es una novela poco convencional, compuesta por multiplicidad de personajes, historias y voces, ninguna de las cuales predomina sobre las otras. Aunque se hallen unidas todas ellas por el nexo común del desarraigo, el destierro o la persecución, en ocasiones se antoja este motivo en exceso tenue como hilo conductor. Incluso cabe la duda razonable ―pese a la declarada intención del autor, como sucedía en Desciende, Moisés de Faulkner― de que se trate de una colección de relatos y no de una novela. El propio escritor la definía en una entrevista como «una enciclopedia de todos los exilios posibles», un proyecto de ambición desmesurada si se tiene en cuenta que, según la propia novela, el desarraigo y el sentimiento de extrañeza alcanza en mayor o menor medida a todo el mundo, convirtiéndose de este modo en condición universal. Según esto, podría dibujarse un mapa de círculos concéntricos que abarcase los diferentes grados del desarraigo, desde el círculo más interior, el exilio de sí mismo (el «exilio inmóvil», como se lo denomina en el capítulo «Eres») hasta el más externo, el exterminio programado por un Estado contra una minoría entera. Matrimonio sefardí de Monastir, Macedonia. Perecieron en Treblinka (Yad Vashem)↑ Entre medias encontramos diversas figuras del destierro que incluyen al emigrante, el enfermo desahuciado, el marginado por la droga o el alcohol, el perseguido político y como telón de fondo de todos ellos, el judío convertido en emblema del exiliado por excelencia.

←Deportación de judíos de Macedonia, marzo de 1943

El imperativo de recordar aparece como el único antídoto contra el desarraigo de lo que uno ha sido y perdido. Hay también un «deber de memoria» colectivo para con las víctimas: «y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que les olviden, y que se pierda del todo lo poco que va quedando de ellos» (p. 491, «Narva»).

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Ya desde el propio título, el autor hace una declaración de intenciones. Puede sorprender que, a pesar de que la temática propiamente judía ocupe sólo un tercio del libro, la palabra que la titula sea inequívocamente hebrea. Pero dicha elección encarna una de las ideas rectoras de la obra: la de que cualquiera que haya sido perseguido forma parte de una comunidad ideal de víctimas, de la cual los judíos serían los miembros más antiguos y castigados, y por ello mismo, aquellos que mejor pueden simbolizar cualquier otra persecución. De igual modo, Sefarad, nombre de una patria imposible, sin más ubicación que la de la memoria y la nostalgia, se convierte en el símbolo universal de todos estos destierros. En una entrevista, el propio escritor justificaba de esta manera la elección del título: «Porque los protagonistas de muchas historias tienen que ver con la expulsión de los judíos y Sefarad era el nombre que ellos le daban a España. Sefarad simboliza además ese lugar ideal con el que todos soñamos. Es la infancia, el hogar que añoran los perseguidos. Sefarad es una metáfora de la nostalgia.»3

También el subtítulo ―«Una novela de novelas»― es un compendio programático de su actitud hacia la ficción. La palabra «novela» figura aquí no en sentido peyorativo de invención fantástica, sin contacto con la realidad, sino como sucesión de momentos significativos de una vida real, a la que la narración trata de darle un sentido. Cualquiera, nos dice Muñoz Molina, al intentar comprender la trayectoria de su vida, actúa como lo haría un novelista que reúne momentos cruciales de una biografía y les confiere una dirección. O en otras palabras, mirar con perspectiva la propia vida es, en cierto modo, convertirla en una «novela», es decir, en una narración con sentido: «Cada cual lleva consigo su novela, tal vez no el relato entero de su vida, sino un episodio en el que cristalizó para siempre, que se resume en un nombre, y ese nombre puede que no lo sepa nadie y que no sea lícita decirlo en voz alta» (Sefarad, p. 530). En otra entrevista, el autor aclaraba esta idea: «…la palabra “novela” en este libro tiene un sentido peculiar, que parte de una cita de Galdós que hay dentro de él: que “doquiera que el hombre va, lleva consigo su novela” (Fortunata y Jacinta). No en el sentido de construcción artificiosa, sino de relato de una vida. Cada uno lleva consigo su novela, y cada historia merece ser contada, y cada historia está a la larga condenada al olvido, por diversas razones: por razones políticas a corto plazo, y por razones biológicas en un plazo más largo. Para mí era muy importante la novela, no como un género literario, sino como una experiencia vital.»4 ↑Mujeres y niños, judíos rumanos, en la rampa de selección de Birkenau, mayo-junio 1944 (Yad Vashem)

3 http://www.elcultural.es/revista/letras/Antonio-Munoz-Molina/1033

4 http://www.jotdown.es/2011/09/antonio-munoz-molina-la-imaginacion-humana-es-muy-limitada/

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Con «novela de novelas», el autor alude también a un principio metodológico de escritura: la novela debería ser como un recipiente que recogiera la riqueza de experiencias de individuos de carne y hueso, un género estrechamente apegado a la realidad que ayude a comprenderla, en lugar de ser un fabricante de mundos ilusorios que nos inciten a evadirnos. En esta apuesta por el realismo estricto, casi documental, donde la labor del novelista se limitaría a organizar los materiales de la experiencia, así como también en el recelo hacia la ficción pura, Muñoz Molina sigue de cerca a otros narradores contemporáneos, como Sebald por ejemplo, que extraen sus narraciones de su propia experiencia apenas modificada o bien de la de otros, recogida en archivos y lecturas muy diversas: «Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas» (Sefarad, p. 569). En la misma entrevista citada anteriormente, el autor profundizaba en esta idea de que la ficción no puede competir con la realidad: «La literatura está sobrevalorada. La ficción está sobrevalorada porque hay experiencias que su rareza y su radicalidad no pueden ser imaginadas». Frente al narrador decimonónico, omnímodo, cuya autoridad provenía de compartir unos mismos valores y convenciones burgueses con sus lectores, el narrador contemporáneo se encuentra de entrada con la desconfianza y la incredulidad del lector, que cuestiona su legitimidad para invadir no sólo vidas ajenas, sino aun la propia, sumergida en buena parte en la inconsciencia de los instintos y los traumas. La soberbia del novelista omnisciente ha quedado reducida a la más modesta función del rescatador de voces y memorias, del recopilador con técnica casi de historiador, que pretende hacer pasar cualquier ficción por literatura testimonial. En otras palabras, aunque la novela continúe siendo un espejo a lo largo del camino, el novelista debe emplear ahora buena parte de su obra en homologar el espejo, demostrando que cumple todas las especificaciones del lector más exigente. Tan importante como lo que cuenta, son ahora las fuentes de lo que cuenta, la garantía de que todo lo pescado en la realidad por el escritor no ha sufrido más manipulación que la de congelarlo en seguida para que se mantenga fresco.

↑Miembros de una familia sefardí de Ioannina, Grecia, antes de la guerra. Casi todos perecieron en Auschwitz (Yad Vashem)

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ESTRUCTURA DE LA OBRA Sefarad lo forman diecisiete historias independientes de muy diferente factura. Se pueden distinguir, sin embargo, dos grandes grupos temáticos que se alternan a lo largo de la obra, a veces dentro de un mismo capítulo: por una parte, relatos autobiográficos, de carácter costumbrista, presididos unas veces por la tonalidad de la nostalgia del terruño (nostalgia en la que resuenan ecos del Cernuda de Ocnos) y otras por el deseo contrario de escapar a los opresivos límites de una vida familiar segura y conformista (la vida de oficinista del joven autor en Granada). Por otro lado, se encuentran los relatos de persecución y destierro, provenientes de lecturas muy variadas o de historias contadas por alguien.

←Margarete Buber-Neumann, superviviente del horror estalinista y también del nazi

A partir del primer grupo de relatos es posible reconstruir una autobiografía de algunos momentos significativos de la propia vida del autor. Así podemos seguir a un personaje que no nos cuesta identificar con Muñoz Molina a través de su infancia de niño acomplejado (ese «niño gordito y apocado entre los fuertes y brutos del patio de la escuela» que menciona en «Eres» o al comienzo del capítulo «Sefarad»); el joven funcionario y padre frustrado, que compensa la mediocridad de su vida con las ensoñaciones que le proporcionan la

literatura y el cine (capítulos «Olympia» y «Dime tu nombre»), o el escritor ya maduro y consagrado, que viaja por el mundo conociendo a todo tipo de gentes que le narran sus historias («Copenhague», «Oh tú que lo sabías», «Sefarad»), acompaña a su mujer al pueblo donde agoniza una pariente («Valdemún») o explora el paisaje humano del barrio en que vive con la familia («Doquiera que el hombre va»). Relacionados muy de cerca con este grupo de relatos, están los que tienen por protagonistas a personajes de su lugar natal (el emigrado a la capital de «Sacristán», el zapatero de su pueblo en «América», el amigo que le cuenta su aventura galante en un tren en «Copenhague»). En un círculo más exterior, encontramos los relatos que le han sido confiados al narrador por algún amigo o conocido casual. Es el caso de la sefardí Camille Safra en «Copenhague», del psicólogo José Luis Pinillos, veterano de la División Azul (capítulos «Tan callando» y «Narva»); del sefardí de Tánger Salama (en «Oh tú que lo sabías»); una amiga de la familia de la mujer («Cerbère»); Amaya Ibárruri, hija de la Pasionaria, que fue uno de los «niños de la guerra» («Sherezade»); Adriana Seligmann, una exiliada argentina («Dime tu nombre») o Emile Roman, otro sefardita escapado de niño de Bucarest («Sefarad»). El psicólogo José Luis Pinillos, veterano de la División Azul, uno de los múltiples protagonistas de Sefarad→

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Todos ellos tratan de diversas figuras de la persecución política y el exilio: la diáspora sefardita, la huida de la persecución nazi de los judíos, la de los republicanos españoles o la de los perseguidos por la dictadura argentina de Videla… En su mayoría se trata de personajes reales, aunque hay algunos ficticios que siguen muy de cerca a los reales (por ejemplo, el sefardita Salama, basado en diversos individuos reales según Muñoz Molina, o el también sefardita y escritor Emile Roman, cuyo verdadero nombre es Alexandru Vona). Por último se hallarían las historias más alejadas de la experiencia del autor, aquellas provenientes de lecturas de testimonios reales, que se hallan repartidas por casi todos los capítulos, como una especie de contrapunto o música de fondo sobre la que se dibujan el

resto de historias. Más que como narraciones completas (que también las hay, por ejemplo «Münzerberg»), este tipo de testimonios aparece de forma rapsódica, es decir, como colección de citas y evocaciones breves que se retoman de capítulo en capítulo con pequeñas variaciones. Son los mismos nombres, pertenecientes a víctimas de Hitler o Stalin, los que se repiten con modulaciones a lo largo de toda la novela: Primo Levi y Jean Améry, Kafka y Milena Jesenská, Willi Münzerberg y Margarete Buber-Neumann, Victor Klemperer y Walter Benjamin… (capítulos «Copenhague», «Quien espera», «Münzerberg», «Eres»). Tales nombres actúan como motivos conductores o temas transversales que atraviesan toda la novela, marcando con su reaparición el tono general de la obra.

Franz Kafka

Tres de estos nombres adquieren una especial relevancia a lo largo de la narración. Uno de ellos es Franz Kafka (1883-1924), que reunía en su persona varias condiciones de desarraigo: judío, tuberculoso, escritor de vanguardia, solitario e introvertido… lo que le permitió reflejar como nadie en su escritura la naturaleza de desterrado nato del hombre contemporáneo. Muñoz Molina ejemplifica en dos personajes kafkianos el extrañamiento más radical: el Gregori Samsa de La metamorfosis y el Josef K. de El proceso, dos culpables sin culpa que prefiguran como una profecía a las víctimas de los inminentes totalitarismos que el escritor checo no llegaría, por fortuna, a conocer: «…Franz Kafka inventó anticipadamente al culpable perfecto, al reo de Hitler y Stalin, Josef K., el hombre que es condenado no porque haya hecho nada, o porque se haya distinguido por algo, sino porque ha sido designado culpable, y no tiene defensa porque no sabe cuál es la acusación, y cuando van a ejecutarlo en vez de rebelarse acata con mansedumbre la voluntad de los verdugos, incluso con vergüenza de sí mismo» (p. 457).

Primo Levi→

Los otros dos nombres son los de Primo Levi y Jean Améry, ambos supervivientes de Auschwitz y años más tarde suicidas, autores de dos de los testimonios más sobrecogedores sobre el Holocausto y símbolos de todos aquellos a quienes convirtieron en judíos a su pesar (pues hasta entonces la cuestión judía no tenía importancia para ellos). Tanto en sus vidas como en sus obras, los dos encarnaron de manera elocuente a la víctima por antonomasia, la que es perseguida y condenada no por lo que hace, sino por lo que es: «los dos, al ser detenidos, al ser confrontados con la elección de una identidad, eligieron declararse judíos, unirse al número de las víctimas absolutas, los que eran

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condenados no por sus actos ni por sus palabras […], sino por el simple hecho de haber nacido» (pp. 451-452). ←Jean Améry

Todos estos personajes actúan no como excepciones, sino como referencias de una fatalidad que puede afectar a cualquiera. Lo fundamental es que cualquiera de nosotros, al igual que estos personajes, puede perder su sitio de la noche a la mañana y verse convertido en un indeseable por causa de la persecución, la enfermedad, la pobreza o la marginación… Nadie está a salvo de despertarse transformado en un monstruo para los demás ―como le sucedía al protagonista de La metamorfosis de Kafka―, alguien que «mira su normalidad perdida desde el otro lado del cristal que te separa de ella...» (p. 463).

Se ha criticado a veces el desigual peso que tienen los dos bloques temáticos: lo autobiográfico posee más sustancia y presencia narrativa que lo meramente documental (historias oídas a otros o leídas), a veces meras divagaciones y notas de lectura, y en otras ocasiones demasiado cerca del reportaje periodístico de contenido humano, igual que podríamos encontrarlo en cualquier suplemento dominical, como sucede por ejemplo en el capítulo «Doquiera que el hombre va». Los episodios que tratan del antisemitismo y el Holocausto. Pese a que la persecución antisemita sea sólo uno de los temas del libro, el autor ha querido condensar en la figura del judío, ya desde el propio título, a la víctima más universal, por ser el objetivo del odio más antiguo, persistente y extendido. El judío representa en todo tiempo a la «víctima absoluta», «los que eran condenados no por sus actos ni por sus palabras […], sino por el simple hecho de haber nacido». La elección del nombre de la patria perdida de los sefarditas para titular la obra apunta en esa misma dirección: Sefarad es el símbolo de cualquiera que haya perdido sin culpa algo decisivo, porque cualquiera a quien la fatalidad o la persecución hayan convertido en un extraño a los suyos puede empezar a sentirse como un judío. Victor Klemperer, otra de las presencias constantes de Sefarad→

Muñoz Molina ha subrayado en diversas entrevistas esta condición de símbolo universal de la exclusión que tiene en la novela la figura del judío:

«Es una novela de judíos en el sentido de que son una construcción de aquellos

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que quieren expulsarlos de los sitios. En este sentido, todo el mundo es judío o puede ser judío en cualquier momento […] Cualquiera puede tener su Sefarad. Todos somos posibles condenados»5. En la memoria histórica de los judíos, la expulsión de Sefarad y el Holocausto forman sólo distintos episodios de una misma persecución que se remonta hasta la Roma antigua y busca en cada momento ―también en el nuestro― nuevos motivos para perpetuarse. El autor subraya esta continuidad en las palabras que pone en boca del escritor sefardita Alexandru Vona (Emile Roman en la novela): «Ser judío era imperdonable, dejar de serlo era imposible… A mí me hizo judío el antisemitismo» (p. 549). Muñoz Molina habla de numerosos judíos en la novela, pero muestra predilección por los sefarditas como las víctimas más cercanas que tenemos los españoles, en cierto modo «nuestras» víctimas. Los sefarditas constituyen la verdadera columna vertebral de la obra, en cuanto símbolo de lo que la intolerancia excluyó de nuestra identidad, y que es preciso reintegrar como parte de nuestra memoria. Reintegración que debe ser no sólo literaria, sino también real, como muestran diversos proyectos, como el actualmente en marcha de concesión de la nacionalidad a los descendientes de los expulsados. Son diversas las figuras de sefarditas que se mencionan en la novela: Camille Safra («Copenhague»), Salama («Oh tú que lo sabías»), Primo Levi («Eres»), la joven pelirroja que conoce el protagonista de «Narva», Emile Roman («Sefarad»)… Aunque de manera más episódica, también se trata del antisemitismo desde la parte del verdugo y del perseguidor: en el capítulo «Berghof», donde aparece uno de tantos nazis refugiados en España, o en «Sherezade», donde el autor pone en boca del personaje, basado en Amaya Ibárruri, hija de la Pasionaria y uno de los niños de la guerra refugiados en Rusia, una declaración de antisemitismo «rojo», digna de Stalin: «muchos judíos se habían apoderado de puestos clave en el gobierno y conspiraban a favor de los Estados Unidos e de Israel» (p. 372). Amaya Ibárruri, hija de la Pasionaria, antisemita de izquierdas→

Una figura tan importante o más que la del perpetrador, y sin cuya colaboración pasiva el Holocausto no hubiera podido llevarse a término, es la del cómplice necesario que decidió mirar hacia otro lado, como el protagonista del capítulo «Narva», que toma conciencia demasiado tarde de su indiferencia criminal: «Yo no sabía nada entonces, pero lo peor de todo era que me negaba a saber…» (p. 476). El capítulo «Sefarad» cuenta también un viaje a Göttingen del autor para ofrecer una lectura (pp. 552-562), donde el narrador toma contacto con los antiguos verdugos. En una cafetería rancia, llena de vejestorios, se siente observado con menosprecio por su aspecto latino y, de repente, cae en la cuenta de que todos aquellos viejos fachas debían, por edad, haber sido nazis en su juventud.

Son también numerosas las menciones a las víctimas del estalinismo, otro de los motivos recurrentes de la novela, que reaparece en diversos episodios, especialmente en los capítulos «Quien espera», «Münzerberg», «Sherezade», «Eres»… Willi Münzerberg y Margarete Buber-Neumann, Nadhezna Mandelstam y Evgenia Ginzburg son algunos de estos perseguidos por el terror rojo que surgen con frecuencia, varios de ellos comunistas fervorosos hasta el instante de la persecución.

5 http://elpais.com/diario/2004/01/08/cultura/1073516404_850215.html

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Otros en cambio, como la hija de la Pasionaria antes citada, continúan proclamando, como en una ilustración más de los que se niegan a saber, la fe del carbonero en las virtudes del estalinismo: «Lo decía Lenin, libertad para qué» (p. 377). ←Nadezhda Mandelstam, víctima del estalinismo

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LA AMBICIÓN FORMAL DE SEFARAD Sefarad es una novela presidida no por un protagonista o un argumento, sino por un concepto: el del desarraigo y el de sus víctimas inocentes, todos aquellos que, de la noche a la mañana, por diversos motivos (la persecución política o racial, la emigración económica, la marginación, la enfermedad, un trabajo alienante…), pierden su sitio y quedan a la intemperie. Esa abundancia de historias y personajes, cada uno con su propia voz, la convierten en una obra peculiar, de una estructura más compleja de lo acostumbrado. Se ha hablado a menudo en relación con esto de una estructura musical. Los mismos nombres y temas reaparecen una y otra vez a lo largo de los capítulos, como frases o motivos musicales, que se repiten con pequeñas variaciones, añadiendo algún detalle nuevo a la mención anterior. El discurso hecho de digresiones que se suceden sin un argumento único recuerda la estructura fluida de una composición sinfónica, organizada a partir de una tonalidad común y de repeticiones con variaciones. Se ha hablado también de polifonía de voces narrativas, en que los diferentes testimonios entonan un tema común modulándolo cada una a su manera, como en una fuga musical. Algunos personajes se retoman en diversos episodios desde distintos puntos de vista (la prima gamberra de la mujer del narrador, la monja libertina, Zapatón, Pinillos, Juan, el oficinista de Granada…) como en un ritornello. Milena Jesenská, su historia de amor con Kafka es otro de los «motivos musicales» de la novela→

La organización en episodios independientes permite también un tratamiento más flexible del tejido narrativo, así como el empleo de numerosos recursos estilísticos y de género. Entre estos últimos se encuentran muestras de muy diferentes géneros literarios: desde la ficción más o menos pura («Berghof»), la narración de suspense («Tan callando»), la comedia de enredo («América»), la literatura autobiográfica y de autoficción («Valdemún», «Olympia», «Dime tu nombre»), la crónica periodística («Doquiera que el hombre va»), la literatura de viajes («Copenhague», «Sefarad»), las notas de lectura y la recensión literaria («Münzenberg») o la divagación ensayística y filosófica. Son acaso estos últimos capítulos los más innovadores de estilo y también los que proporcionan más información sobre los propósitos y el pensamiento del autor. Por ello quizá sea útil detenerse un poco más en su análisis. Se trata de los capítulos «Copenhague», «Quien espera» y «Eres» que se estructuran alrededor de un leitmotiv (los viajes en tren en el primer caso; la espera de la catástrofe en el segundo; la identidad personal en el tercero) y que transitan de personaje en personaje y de historia en historia, unidos por un mismo hilo conductor. Poseen un estilo más libre y divagatorio, a mitad de camino entre lo ensayístico y lo narrativo, que permite el tratamiento de diversas vertientes de un mismo tema e incluyen abundantes citas de lecturas. En el capítulo «Copenhague», por ejemplo, se discurre sobre la parte benéfica del viaje, como ocasión de escuchar y contar historias, tanto como de escapar de la rutina y de la propia identidad («Qué descanso para el alma, estar lejos de todo, aislado de todo, como un monje en su celda…»); pero también se incide en su lado siniestro («La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros…»). En «Quien espera» es el motivo de la espera impotente de una catástrofe anunciada (condensado en la frase de uno de sus personajes, Evgenia Ginzburg: «La espera de un desastre inevitable es peor que el desastre mismo») el que sirve para evocar la persecución de diversas personajes históricos. Del

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capítulo «Eres» y el problema de la identidad nos ocuparemos más adelante debido a su importancia nuclear en la estructura de la novela. No menos variedad que con los géneros, despliega el autor con el repertorio de voces. Sin pretender ser exhaustivos, se pueden enumerar los siguientes tipos de voces narrativas presentes en Sefarad: ―el narrador recuerda su vida en primera persona («Olympia», «Doquiera que el hombre va», «Dime tu nombre», «Sefarad», que incluyen a un tiempo otras voces directas a las que se cede temporalmente la palabra) ―el narrador dirigiéndose en segunda persona a su señora («Münzenberg», «Sefarad», «Valdemún») o a sí mismo, en una segunda persona cernudiana, invocatoria, cuasi lírica («Eres», «Quien espera»), que incluye frecuentes interpelaciones al lector: «Y tú qué harías si supieras…»; «Vendrán por ti, pero no sabes cuándo…» ―el narrador transcribe lo que le cuenta algún personaje con el que se encuentra, bien en estilo indirecto, bien en estilo directo (primera persona del personaje que narra su vida: «Copenhague», «Oh tú que lo sabías», «Sherezade», «América», «Narva», «Dime tu nombre», que al principio es un relato autobiográfico, «Sefarad») ―relatos más tradicionales narrados por un narrador omnisciente en tercera persona que alterna con la primera («Tan callando») o por un personaje de ficción en primera persona («Sacristán», «Berghof»), que a veces pasa la primera persona a otro personaje de ficción («Cerbère»). ―el narrador se desdobla, a la vista del lector, en un personaje de ficción («Berghof»): «De la oscuridad alumbrada por la pantalla del ordenador […] surge sin premeditación mía una figura, una presencia que no es del todo invención ni tampoco recuerdo, el médico…» (p. 266). La complejidad no reside tan sólo en la multiplicidad o polifonía de voces, sino también en la alternancia fluida de una a otra. Las transiciones bruscas de la primera a la segunda o tercera persona sin poner marcas (comillas, acotaciones) son continuas. En el capítulo «Valdemún», por ejemplo, se alternan hasta tres voces distintas (el narrador, la mujer del narrador y la madre difunta de esta última) y tres tiempos narrativos (pasado, presente, futuro). No se trata de un procedimiento arbitrario, de exhibición virtuosística, sino que responde a un propósito bien definido. Como veremos en el siguiente apartado, es la creencia en la maleabilidad y fluidez de la identidad personal la que permite el flujo entre las diversas voces y la comunicación entre identidades nada rígidas. La intención última es no diferenciar de manera tajante cada voz, como si todas ellas pertenecieran a un único organismo colectivo, un coro en el que alguna de ellas destaca por unos instantes para volver a hundirse enseguida en el anonimato común. El gran coro de las víctimas, del que a veces se singulariza durante un recitado algún solista, es quien habla en realidad durante toda la novela. Como se ve, Sefarad recoge casi todos las voces y los procedimientos narrativos, en una especie de recapitulación de recursos de la novela. Pese a ello, y en contraste con la complejidad de la estructura, el estilo resulta sencillo y legible en todo momento, gracias a una sintaxis y vocabulario accesibles y nada rebuscados. Orquesta Judía de mandolina, 1929. Monastir, Macedonia (Yad Vashem)→

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ERES MUCHOS: LA PROBLEMÁTICA IDENTIDAD Acaso se encuentre en el capítulo «Eres» el verdadero núcleo de la novela. De él se desprende la idea de que la creencia en una identidad monolítica, que divide a la humanidad en grupos irreconciliables, está en el origen de todas las persecuciones. Por ello Muñoz Molina se esfuerza en convencernos de que nuestra identidad es una realidad mucho más frágil y maleable de lo que pensamos, y que está sujeta en todo momento a influencias y préstamos de todo tipo, y, por ello, a una perpetua transformación. Uno es muchos a lo largo de su vida y es este constante cambio, este dejar de ser uno mismo para convertirse en otro, lo que nos posibilita ponernos en lugar de personas diferentes. Todo el ejercicio de empatía en que consiste Sefarad se justifica así en esta reflexión sobre la identidad contenida en el mencionado capítulo: Felix Nussbaum o la identidad impuesta: uno de tantos judíos a su pesar (Autorretrato con documento de identidad judía, 1943)→ «No eres una sola persona y no tienes una sola historia, y ni tu cara ni tu oficio ni las demás circunstancias de tu vida pasada o presente permanecen invariables. El pasado se mueve y los espejos son imprevisibles. Cada mañana despiertas creyendo ser el mismo de la noche anterior y reconociendo en el espejo una cara idéntica, pero a veces en el sueño te han trastornado jirones crueles de dolor o de pasiones antiguas que dan a la mañana una luz ligeramente turbia, y esa cara que parece la misma está cambiando siempre, modificada a cada minuto por el tiempo, como una concha por el roce de la arena y los golpes y las sales del mar. A cada instante, aunque te mantengas inmóvil, estás cambiando de lugar y de tiempo gracias a las infinitesimales descargas químicas en las que consisten tu imaginación y tu conciencia […] Durante unos segundos un sabor o un olor o una música de la radio o el sonido de un nombre te hacen ser quien fuiste hace treinta o cuarenta años, con una intensidad mucho mayor que la conciencia de tu vida de ahora […] eres cada una de las personas diversas que has sido y también las que imaginabas que serías, y cada una de las que nunca fuiste, y las que deseabas fervorosamente ser y ahora agradeces no haber sido […] Eres cualquiera y no eres nadie, quien tú inventas o recuerdas y quien inventan y recuerdan otros, los que te conocieron hace tiempo, en otra ciudad y en otra vida» (pp. 443, 444, 452).

La identidad es contemplada en la novela como una página en permanente construcción. Uno es una multitud, nos dice Muñoz Molina. Cada individuo es un compuesto de lo que uno cree que es, lo que recuerda que fue, lo que olvidó que ha sido, lo que desea ser, lo que los demás dicen que parece, lo que nunca sabrá que puede llegar a ser... Hay en realidad otras muchas personalidades ocultas en uno mismo que, posiblemente, nunca llegaremos a conocer ni saldrán a la superficie a menos que nos veamos expuestos a situaciones extremas: «Eres lo que no sabes que podrías ser si te vieras arrojado de tu casa y de tu país…» (p. 455). «No sabes lo que hubieras sido, lo que podrías ser…» (p. 456). De este caleidoscopio siempre cambiante de reflejos, el individuo controla tan sólo una mínima parte a la que decide llamar ‘yo’, y a veces ni siquiera esa mínima parte, como sucede cuando la identidad le viene impuesta inapelablemente desde fuera por el Estado, como fue el caso de todos aquellos que, de un día para otro, se vieron convertidos en judíos y sólo en judíos. Lo que finalmente decidimos llamar ‘yo’ no es más que una transacción entre lo que nos gustaría ser y lo que los demás están dispuestos a ver en nosotros, pero otros muchos yos

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posibles han quedado excluidos por el camino. Como cualquier imagen especular, el yo resulta en cierto modo algo extraño a nosotros, que miramos desde fuera. Cualquier identidad, pues, supone un extrañamiento desde un principio. Aquí reside la paradoja: aquello que nos constituye como unidad proviene de un desdoblamiento y de un observarnos desde fuera; lo más propio de uno mismo es en realidad alguien ajeno con el que nunca terminamos de coincidir, tan ajeno que podemos dialogar con él como con otra persona (como en el capítulo «Eres»). Es decir, el yo es un ‘tú’ en la intimidad de nuestra conciencia, e incluso, en casos extremos, hasta un ‘él’, como sucede con esas celebridades que hablan de sí en tercera persona («Lola os quiere», decía Lola Flores, actuando de portavoz de sí misma, esa entidad mítica e inalcanzable), o como en nuestras relaciones con la Administración («el abajo firmante hace constar…»), para quien carecemos por completo de historia personal, a menos que tengamos antecedentes penales. De igual manera que ese violonchelista de la película de Woody Allen, que desfila con una banda callejera y nada más sentarse para empezar a tocar, ya tiene que volver a levantarse y correr apresuradamente tras sus compañeros, el yo siempre va por detrás de la entidad cambiante en la que consistimos y en cuanto queremos fijarlo en una imagen inalterable, nuestra propia realidad la desborda y la vuelve obsoleta. Lo único que permanece constante en esta fuga de sí mismo es precisamente el sentimiento de extrañeza, «el miedo a que de golpe se nos rompa todo, se nos deshaga la vida», como dice un personaje de «Berghof». De ahí la paradoja de que el único fondo inalterable en esta identidad flotante, del que no arraiga en ningún sitio, sea el propio sentimiento de desarraigo: «…queda algo que permanece siempre, que está en ti desde que tienes memoria y mucho antes de alcanzar el uso de razón, el núcleo o médula de lo que eres […]: eres el sentimiento del desarraigo y de la extrañeza, de no estar del todo en ninguna parte…» (pp. 453-454). Woody Allen en Toma el dinero y corre: siempre detrás de sí mismo→

Ese estar siempre fuera de sí mismo y no coincidir nunca del todo con lo que uno es, justo esta movilidad perpetua es lo que nos permite viajar a otras identidades y comprender otras vidas: «Eres cualquiera y no eres nadie…» El estar exiliado de sí mismo nos abre las puertas a la comprensión de otros exilios más reales y públicos. De ahí que el autor eleve este sentimiento de desarraigo a condición universal. En realidad, todo el que lleva una vida que no desea está exiliado de sí mismo, en un «exilio inmóvil», con una doble vida de sueño y realidad frustrante. Una inmensa mayoría podría suscribir la siguiente declaración del oficinista frustrado del capítulo «Dime tu nombre»: «Había dos mundos, uno visible y real y otro invisible y mío, y yo me adaptaba mansamente a las normas del primero para que me dejaran refugiarme sin demasiada molestia en el segundo» (p. 231). Estilísticamente, «Eres» adopta, ya desde el mismo título, un discurso casi lírico, invocatorio, construido sobre una segunda persona de influencia cernudiana, que apostrofa directamente al lector para que adopte los sucesivos papeles de desarraigo que se le presentan. La nómina de exilios es muy amplia y abarca casi todas las posibles figuras del extrañamiento físico o psicológico: la enfermedad, el destierro, la persecución política, la marginación social o económica, la alienación laboral… una gama tan vasta que cualquier lector podría hallar el punto de identificación en algún momento.

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La conclusión es que los muchos en que uno consiste no están tan sólo en nuestro interior, sino también repartidos en todas aquellas vidas con las que uno empatiza, las vidas de otros con las que uno se identifica y que le sirven a uno como referencias vitales.

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MUÑOZ MOLINA Y SEBALD

Se ha hecho notar alguna vez los paralelismos entre Sefarad y la obra narrativa del escritor alemán W.G. Sebald (1944-2001). Ya el crítico del New York Times llamó la atención sobre este parentesco: «Como Sebald, Muñoz Molina viaja entre ficciones, recuerdos, memoria, lecturas ―muchas de ellas privadas y aparentemente sin conexión con la maldad de la historia― como el dueño de una casa que vuelve a su domicilio y lo encuentra devastado por un ciclón que no ha dejado nada intacto»6. El propio autor hablaba de ello en una entrevista: «―W. G. Sebald no aparece en el repertorio onomástico, pero ¿hasta qué punto ronda su mirada sobre la realidad y la escritura? ―Es curioso, porque empecé a leer a Sebald cuando comencé a escribir el libro. Me impresionó mucho su manera de escribir y me siento muy identificado con lo que escribía. Puede parecer que hay inspiración suya en algunas partes; podía haberla, pero no la ha habido. Hay una confluencia. Es como lo que me pasó cuando escribí «El jinete polaco», que el protagonista era un traductor simultáneo y Javier Marías publicó a los pocos meses otra novela cuyo protagonista era un traductor simultáneo. Era una confluencia. Por algún motivo esa metáfora coincide. La manera de escribir de Sebald es una de las formas posibles de marcar un futuro para la literatura. Es una escritura que me parece limpísima, literariamente de primera categoría y con una fuerza política y moral muy grande.»7

Es cierto que pueden señalarse algunos puntos en común entre ambos escritores: la desconfianza hacia la ficción pura y la preferencia por lo documental es uno de ellos. «He inventado muy poco en las historias y las voces que se cruzan en este libro», declara el autor de Sefarad en sus «Notas de lectura», al final de la obra, y es una frase que podría haber suscrito el propio Sebald. Existen todavía más líneas de confluencia: la predilección por las digresiones, la metaliteratura (el hablar de otros escritores y otras obras), la mezcla de ficción y realidad para obtener un disfraz de literatura testimonial, por no mencionar el tema de fondo del Holocausto, que, no obstante, nunca se trata de manera directa en ninguno de los dos (en Sefarad, tan sólo el capítulo «Narva» es lo más cerca que nos hallamos de una descripción del crimen masivo). W.G. Sebakl→

Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre uno y otro a la hora de acercarse al material real: mientras que Muñoz Molina utiliza la empatía como método, Sebald la critica y desconfía de ella en todo momento. Esa negativa a ocupar el lugar de la víctima se manifiesta en Sebald en el tratamiento exterior de los personajes, de los que siempre habla desde fuera, a partir de datos fragmentarios e inconexos. Una buena prueba de ello es el uso constante del «dijo» en el autor alemán como un procedimiento para mantener la distancia entre el testimonio y quien lo recibe, y evitar toda identificación entre uno y otro. Sebald nos previno en sus escritos contra la tentación de asumir el papel de víctimas: sólo podemos acceder a esas vidas extremas desde fuera y con pudor, reconociendo en todo momento los límites de cualquier esfuerzo por comprender una experiencia infernal que no es la nuestra, comprensión que siempre quedará comprometida por la distancia que nos separa de ella.

6 http://www.revistadelibros.com/articulos/herederos-o-imitadores-de-w-g-sebald

7http://www.abc.es/hemeroteca/historico-25-12-2002/Cultura/antonio-mu%C3%B1oz-molina-no-preveia-

disfrutar-tanto-de-la-vida_151895.html

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Muñoz Molina, por el contrario, tiende a borrar las separaciones entre voces para sumirlas todas en una voz coral, la de las víctimas, categoría tan dudosa y abstracta como la de los verdugos. Y ello porque las víctimas no son intercambiables, al igual que no lo son los verdugos, puesto que cada uno posee su propia «novela» particular, por emplear la terminología del propio autor. Imaginemos una novela simétrica de Sefarad pero centrada en los verdugos, una «enciclopedia de los perpetradores» de toda clase; es evidente que incluirlos a todos ellos en una patria de los verdugos, donde resulten indistinguibles, no nos ayudará a comprender los mecanismos del genocidio. Lo relevante entre unos y otros son las diferencias; no es igual Stalin que Hitler, dejando al margen las cifras. Stalin, por ejemplo, no tuvo leyes raciales ni una política sistemática de exterminio de los judíos, ni siquiera en los peores momentos de antisemitismo durante los años 50. La mayoría de los judíos rusos no vio en peligro su vida en dicha época, pese a que la discriminación los convirtiese en ciudadanos bajo sospecha. No se trataría de ningún modo de establecer una jerarquía entre las víctimas o de pretender que algunas valen más que otras. Es evidente que para alguien torturado primero por los comunistas y luego por los nazis, como le sucedió a Margarete Buber-Neumann, las diferencias entre unos y otros resultan irrelevantes. Pero al asimilar a todas las víctimas o a todos los verdugos en una sola categoría, borramos la singularidad del Holocausto, y con ello nos privamos de un elemento fundamental para comprender el límite de horror alcanzado por el nazismo. Lo que sobrecoge a cualquiera que se acerca a la Shoá con la intención de comprender es que, a diferencia de otros totalitarismos, el exterminio no perseguía ningún objetivo práctico (la eliminación de enemigos políticos, el expolio, la conquista territorial), ni era un medio para otra cosa, sino un fin absoluto, un fin en sí mismo. En el caso del nazismo, no existía ninguna contradicción, como sucedía en el comunismo, entre una ideología liberadora y una práctica asesina, sino que la propia concepción del mundo se asentaba sobre el crimen. Nunca la humanidad había llegado tan lejos a la hora de proclamar abiertamente el asesinato de inocentes, y de proclamarlo no como un mal menor que se superaría en el futuro, sino como un mandamiento de Estado del que había que sentirse orgullosos. Nunca tampoco la complicidad en un crimen colectivo había sido tan vasta. Los crímenes del estalinismo fueron, después de todo, obra

de un aparato represivo reducido, por muy nutrido que estuviera; mientras en el Holocausto participó, de palabra o de obra, con su acción o su omisión, la inmensa mayoría de un pueblo, con la complicidad de amplias capas de población en otras naciones. Para el que sufre los golpes, poca diferencia hay en que la mano que los propine sea comunista o nazi. Pero la hay y mucha a la hora de explicar por qué con el nazismo se llegó a un límite extremo, incomparable, de aberración, nunca antes alcanzado, ni siquiera por el estalinismo. El esbirro estalinista que asesinaba a un inocente sabía que estaba acabando con un ser humano; pero para el nazi, el judío que exterminaba había dejado de pertenecer a la humanidad y no se diferenciaba de una rata o un piojo. ←Preservar la singularidad del Holocausto, no sólo es un deber moral, sino una necesidad imprescindible para explicarlo

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RECEPCIÓN Y CRÍTICAS

Como también sucede con la obra de Javier Marías, Sefarad recibió una acogida internacional más entusiasta que la nacional. Algunos medios influyentes lo saludaron con comentarios de lo más elogioso. The New York Times se refirió a la obra en dos críticas sucesivas como «un libro maravillosamente alarmante en todos los aspectos», además de «emocionante y muchas veces asombroso»8. Le Monde (28/02/2003) consideraba que «Sefarad es una obra maestra tanto más saludable cuanto que jamás hasta ahora se había ocupado la literatura española de las fechorías del estalinismo y del nazismo».

Walter Benjamin, otra de las víctimas que aparecen en Sefarad→

Uno de los más prestigiosos novelistas ingleses del momento, Colm Toibin, hablaba de «una brillante meditación sobre el legado de la historia, narrada desde múltiples puntos de vista»9. Menos unanimidad hubo entre los críticos nacionales. El hispanista austriaco Erich Kackl arremetió con inusitada dureza contra la novela, acusándola de inexactitudes históricas de detalle (corregidas en posteriores ediciones), de equiparar el fascismo con el comunismo y de propiciar el revisionismo histórico sobre nuestra Guerra Civil10. Se trataba de críticas en buena parte injustas, a las que el propio autor se molestó en responder. Desde el punto de vista de una víctima como Margarete Buber-Neumann, encarcelada y torturada primero por los comunistas y luego por los nazis, las diferencias teóricas entre ambos totalitarismos debían de antojárseles bizantinas. A estas alturas, acusar a alguien de revisionismo histórico o de justificar el golpe de estado franquista por sacar a colación los crímenes estalinistas es privilegio tan sólo de comunistas antediluvianos, que se enternecen todavía ante la momia de Lenin. Hackl apelaba a un pomposo «tabú de Auschwitz» para criticar la mezcla de personajes reales y de ficción en la novela de muñoz Molina. El supuesto precepto, promulgado por la mediocre escritora alemana Christa Wolf, proscribiría «novelar historias del Holocausto mezclándolas con testimonios de los sobrevivientes», según el crítico austriaco. Que una antigua soplona de la Stasi se permita impartir lecciones morales a nadie ya resulta cómico, pero lo es aún más si reparamos en la nómina de autores proscritos por esa prohibición de mezclar personajes reales y de ficción en una misma obra: Dante, Shakespeare, Tolstoi, entre otros muchos, por no mencionar a Kertész o Sebald en el tema del Holocausto. Más enjundia contenían otras críticas que reprochaban a Sefarad la falta de unidad y coherencia del conjunto. El hilo conductor se antoja en ocasiones demasiado tenue y vago (los desarraigos de muy distintas especies, tan distintas que resulta un tanto artificioso unificarlas todas bajo una misma categoría). Los materiales y tratamientos serían demasiado

heterogéneos para conformar una novela. Un crítico apuntaba: «muchos relatos (véanse

8 http://elpais.com/diario/2004/01/08/cultura/1073516404_850215.html

9 http://www.nybooks.com/articles/archives/2014/jul/10/lust-and-loss-madrid/

10 http://www.trazegnies.arrakis.es/sefarad.html

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“Ademuz” o “América”) mantienen un vínculo excesivamente vago y lejano con el drama central del exilio y la persecución»11. No es sólo la naturaleza muy dispar de lo narrado en cada episodio lo que impediría hablar de novela, sino sobre todo la ausencia de una voz que unifique las historias. El autor, según estas críticas, se limita a enunciar un mensaje de denuncia demasiado explícito y obvio (¿a quién no le horrorizan los crímenes del nazismo o del estalinismo?) y en lugar de «novelarlos», es decir, de transmitirnos literariamente el horror, se conforma con ilustrarlos mediante reiterados ejemplos. En otras palabras, ¿qué sentido tiene parafrasear la biografía de Primo Levi, Jean Améry, Klemperer o de otros perseguidos, cuando ya ellos mismos la han contado mejor que nadie? Se trata nuevamente de hacer valer uno de los principios más básicos que aprende cualquier principiante de taller literario: no me cuentes algo, muéstramelo; no me hables de ello desde fuera, como quien relata una película a la salida del cine, házmelo revivir. «Seguramente», sostiene otro crítico12, «una de las cuestiones más problemáticas que plantea el juego retórico que despliega la novela de Muñoz Molina sea precisamente el intento de identificación que pretende alcanzar el intra-autor con la víctima». La apelación de Muñoz Molina al lector para que se solidarice (imagina que, ponte en el lugar de, «qué harías tú si»…) es una petición de principios; es él quien tendría que ponernos en el lugar de la víctima mediante su capacidad literaria para hacer que nos identifiquemos con el personaje. La identificación con el personaje no es algo que el autor deba solicitar al lector, sino una conquista que tiene que conseguir por medios literarios. Equivalencias imposibles: Willi Münzenberg, en un mitin comunista, años 30. ¿Cómo equiparar a un revolucionario profesional, liquidado en las luchas por el poder, con las víctimas inocentes de las cámaras de gas?→

Tal vez resida aquí, en la crítica de la empatía, la objeción de más calado contra la novela. Ponerse en el lugar del otro a partir de experiencias equivalentes (núcleo del método actoral de Stanislawski) es también el principio que guía Sefarad. Pero eso presupone la creencia de que las experiencias humanas fundamentales (entre ellas, el sufrimiento del desarraigo) son comunes e intercambiables, algo más que discutible. También en los padecimientos existen cantidades inconmensurables. No es igual la nostalgia del terruño del que emigra a la capital, en busca de mejores condiciones económicas, que la del exiliado político; ni la desesperación del enfermo de sida ―que, después de todo, cuenta con un sistema sanitario dispuesto a atenderlo― que la del judío convertido en ciudadano de segunda clase y privado de casi todos sus derechos, incluido el de la sanidad; ni tampoco la del niño apocado y sometido a acoso escolar que la del niño judío condenado a la inanición en un gueto. No estamos autorizados a ponernos en la piel de individuos en situaciones extremas y si lo hacemos, resulta una desfachatez, un acto de soberbia. «Eres Jean Améry […] Eres Evgenia Ginzburg […] Eres Margarete Buber-Neumann […] eres Franz Kafka», escribe el autor (p. 463). Pero no es cierto: ni Muñoz Molina ni la mayoría de sus lectores somos Klemperer,

11

http://www.revistadelibros.com/articulos/ambicion-malograda

12

https://cdr.lib.unc.edu/indexablecontent/uuid:1ca323ef-6a58-4b9c-9386-9abdf132ddff

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Améry, Primo Levi o Margarete Buber-Neumann por mucho que lo pretendamos; no hemos vivido, por fortuna, sus experiencias extremas y con suerte, no las viviremos jamás. Lo cual no impide que nos estremezcamos al conocerlas, como se estremece quien contempla al surfero cabalgando la ola o al que hace puenting arrojándose al vacío, sabiendo que nunca experimentará tales sensaciones. No es necesaria la empatía para tratar de comprender a las víctimas de una maldad extrema, pero sí se requiere pudor para no atrevernos a compararnos con ellas, sabiendo que nuestro intento quedará incompleto y nuestra comprensión será siempre exterior. Es más, ni siquiera haber pasado por trances similares garantiza la empatía con otras víctimas; la experiencia nos enseña con cuánta frecuencia sucede lo contrario: no pocas veces la antigua víctima se transforma en verdugo como demuestra el repetido caso de una minoría perseguida que, en lugar de solidarizarse con otra en circunstancias similares, se convierte en su hostigadora (baste recordar el caso de polacos y judíos durante la ocupación nazi de Polonia). Se vivió también en los propios campos de concentración y de exterminio, donde unos judíos recelaban de otros (lo cuenta, por ejemplo, Schlomo Venezia en sus memorias del Sonmdekommando), y unas nacionalidades acosaban y despreciaban a otras, todas igualmente sometidas a la misma tiranía. «Eres después de todo judío y sabes lo que es el temor», escribe el autor en otro momento; pero en un país con un elevado índice de antisemitismo como el nuestro, esa frase es cuanto menos la expresión de un deseo piadoso. La empatía es mal método de interpretación de la experiencia ajena más extrema, como ha recalcado en su obra Sebald, con quien Muñoz Molina ha sido comparado algunas veces. En un pasaje significativo de Los emigrados, Sebald trata de imaginarse con la mayor nitidez el final trágico de uno de sus personajes reales (Paul Bereyter); pero en último término se ve obligado a renunciar, decepcionado con el método, el mismo que emplea el autor de Sefarad, y al que Sebald califica de impostura: «Sin embargo, tuve que reconocer que estos intentos de reconstrucción mental no me acercaron más a Paul, a lo sumo por breves instantes, al calor de ciertos excesos del sentimiento que me parecían inadmisibles; precisamente para anotarlos he anotado todo cuanto sé de Paul Bereyter y he podido averiguar a raíz de mis indagaciones acerca de su persona»13. Por mucho que no fuera esa la intención del autor de Sefarad, resulta inevitable, al meter todos los desarraigos y exilios en un mismo saco, que la especificidad del más sangrante de todos ellos, el de la Shoá, termine diluyéndose en el muy vago concepto de la exclusión. Y así llegamos a la paradoja de que una obra que pretendía poner de relieve la importancia crucial del Holocausto en nuestra cultura, termine banalizándolo al equiparar a sus víctimas con otro tipo de víctimas de desgracias más comunes y en absoluto equiparables.

¿Qué tiene que ver el «niño gordito y apocado» ―y bien cuidado por su familia― que fue Muñoz Molina (en la foto de la derecha) con el niño abandonado por todos y condenado a la inanición del gueto de Varsovia (foto de la izquierda)? ¿Cómo atreverse a compararlos?

13

W.G. Sebald, Los emigrados,

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LOS LIBROS DE SEFARAD A lo largo de Sefarad y sobre todo en el epílogo final titulado «Notas de lecturas», Muñoz Molina menciona los libros que le han servido de fuente de inspiración para la novela, algunos de ellos aún no traducidos en el momento de su publicación.

Margarete Buber-Neumann, Prisionera de Stalin y Hiler, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2005 [Signatura BPM 343 BUB]

Margarete Buber-Neumann, Milena, Barcelona, Tusquets, 1997

Evgenia Ginzburg, El vértigo Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2005 [Signatura BPM: B GUI]

Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, Barcelona, Acantilado, 2012

Victor Klemperer, Quiero dar testimonio hasta el final, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003, 2 vols. [Sig. BPM: B KLE]

Kafka, El proceso, Barcelona, Debolsillo, 2005

[Sig. BPM: N KAF pro]

Kafka, Cartas a Milena, Madrid, Alianza Editorial, 2010 [Sig. BPM: N KAF car]

Primo Levi, Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik, 1998 [Sig. BPM: N LEV sie]

Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pre-Textos, 2004 [Sig. BPM: 94 CON AME]

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Alexandre Vona, Las ventanas cegadas, Madrid, Debate, 1998

Giorgio Bassani, El jardín de los Finzi-Contini,

Barcelona, Tusquets, 2007 (capítulo «Copenhague») [Sig. BPM: N BAS jar]

Walter Benjamin, Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1989 [Signatura BPM: 7.01 BEN]

Charles Baudelaire, Las flores del Mal, Madrid, Alianza, 1999 (poema «A une passante», cap. «Oh tú que lo sabías»)

[Sig. BPM: P BAU flo]

Fernando Pessoa, El libro del desasosiego, Barcelona, Acantilado, 2002 (capítulo «Dime tu nombre») [Signatura BPM: N PES lib]

Luis Cernuda, La realidad y el deseo, Madrid, Alianza Editorial, 1991

[Signatura BPM: P CER rea] («… el aguachirle conyugal del que habla Cernuda, a quien yo leía mucho entonces, discípulo y aprendiz suyo en la amargura de la distancia inviolable entre la realidad y el deseo», capítulo

«Olympia»)

Stephen Koch, El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales, Barcelona, Tusquets, 1997 [Signatura BPM: B MUN]

Babette Gross, Willi Münzenberg: una biografía política,

Vitoria, Ikusager, 2008

François Furet, El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX,

Madrid, FCE, 1995

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BIBLIOGRAFÍA Ediciones de Sefarad: existen diversas ediciones de la obra en varias editoriales;

mencionaremos aquí sólo dos, la primera y la última:

Antonio Muñoz Molina, Sefarad, Madrid, Alfaguara, 2001, 1ª ed. [Signatura BPM: N MUÑ sef]

Antonio Muñoz Molina, Sefarad, Madrid, Cátedra, 2013

(se trata de la última edición corregida por su autor)

Estudios y artículos sobre Sefarad: ―Beilin, Katarzyna Olga, Conversaciones literarias con novelistas contemporáneos, Londres, Támesis, 2004 ―Corbellini, Natalia, Trayectoria poética de Antonio Muñoz Molina, (tesis doctoral), http://sedici.unlp.edu.ar/bitstream/handle/10915/3216/Documento_completo__.pdf?sequence=1

―Gómez García, Carmen, ¿Herederos o imitadores de W.G. Sebald?, en: Revista de Libros, nº 98, febrero 2005, http://www.revistadelibros.com/articulos/w-g-sebald-herederos-o-imitadores

―Guillén Claudio, «Muñoz Molina y la congoja del desespacio», en: De leyendas y lecciones, Barcelona, Crítica, 2006, pp. 485-494 ―Hackl, Erich, El caso ‘Sefarad’, Revista Lateral, junio 2001, nº 78, http://www.trazegnies.arrakis.es/sefarad.html

―Hristova-Dijkstra, Marije, Memoria prestada: el Holocausto en la novela española contemporánea, http://dare.uva.nl/cgi/arno/show.cgi?fid=342563

―López Navarro, María Jesús, Estudio crítico de Sefarad, novela de novelas, http://annali.unife.it/lettere/article/viewFile/91/46

―Loureiro, Ángel G., ‘Sefarad’, moradas y viajes, en: revista Mercurio, nº 115, noviembre 2009, número monográfico dedicado a Antonio Muñoz Molina, http://www.revistamercurio.es/images/pdf/mercurio_115.pdf

―Martín Galván, Juan Carlos, Realismo documental en la narrativa española del siglo XXI, (tesis doctoral), https://cdr.lib.unc.edu/indexablecontent/uuid:1ca323ef-6a58-4b9c-9386-9abdf132ddff

―Muñoz Molina, Antonio, Escrito en un instante (página web oficial del escritor), http://antoniomuñozmolina.es/category/escrito-en-un-instante/

―Peinado, Juan Carlos, Ambición malograda, reseña publicada en: Revista de Libros, nº 54, junio 2001, http://www.revistadelibros.com/articulos/ambicion-malograda ―Pye, Michael, I'm a Stranger Here Myself , The New York Times, 21/12/2003, http://www.nytimes.com/2003/12/21/books/i-m-a-stranger-here-myself.html

―Toibin, Colm, Lust and Loss in Madrid, The New York Review of Books, 10/07/2014, http://www.nybooks.com/articles/archives/2014/jul/10/lust-and-loss-madrid/

―Zamora, José A., Estética del horror: negatividad y representación después de Auschwitz, http://www.google.es/url?url=http://isegoria.revistas.csic.es/index.php/isegoria/article/download/543/542

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