sebreli - el nacionalismo de lugones
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Critica literaria y sociologiaTRANSCRIPT
El nacionalismo de Lugones1
[…]
Si la hidalguía, la literatura hermética y el ocultismo eran formas de integrarse a una elite en la que no se estaba
muy seguro de ser admitido, aún le quedaba a Lugones un recurso más convencional: el de los blancos pobres que pueden
identificarse con los blancos ricos frente a los no blancos: indios, negros, mestizos, mulatos.
El descendiente orgulloso de conquistadores afirmaba la supuesta pureza de la raza hispánica: "Los hijos sin
mezcla del conquistador blanco, dominaron como herederos de la superioridad de aquel, al indio y el mestizo, evitando
mezclarse con ellos para conservar esa condición; y la independencia no modificó dicho estado social, sino en la letra de
las leyes inaplicables puesto que contrariaban un hecho natural, indiferente a las declaraciones políticas" (Historia de
Sarmiento).
El racismo era una adecuada justificación ideológica de los regímenes antidemocráticos: "La igualdad política y
aun social, puede declararse allí donde existe previamente la igualdad de razas" (Ibídem). El contenido clasista del racismo
se evidenciaba hasta en el comentario de una ordenanza municipal: se congratuló por el desplazamiento de la estatua del
negro Falucho desde la aristocrática Plaza San Martín, donde los Anchorena debían sufrir la afrenta de verlo desde los
balcones de sus palacios, a la plebeya Plaza Italia: "Falucho, conmemorado en un barrio 'aristocrático' sí bien con
excelentes razones históricas, acabó por salir expulsado al suburbio compatible con su clase. Es que hasta el heroísmo
tiene color en los países habitados por razas diversas" (Ibídem).
En las relaciones del gaucho con el caudillo es donde mejor parecen expresarse las diferencias raciales: "Por eso
nunca ha habido un caudillo gaucho, Todos fueron hombres decentes agauchados. Y detalles significativos: regularmente
eran rubios y de ojos celestes. El pelo rubio representa para el gaucho tal condición de nobleza, que equivale a la
hermosura en la mujer" (Ibídem).
En el mismo libro en que intenta la exaltación del gaucho —El payador—y en cuyo prólogo no escatima diatribas
contra "mulatos" y "mestizos", se trataba en realidad de oponer un gaucho mítico, una idea platónica, un arquetipo, contra el
gaucho real, afortunadamente ya muerto, pues la impureza de su sangre lo hacía indeseable: "Su desaparición es un bien
para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena" (El payador).
Estos párrafos del Sarmiento y El payador nos permiten, comprobar la falsa antinomia que nacionalistas de
izquierda como Jorge Abelardo Ramos —Crisis y resurrección de la literatura argentina— intentan establecer entre Lugones
como defensor del gaucho y los denigradores del mismo, como Borges y Martínez Estrada, quienes por otra parte se
manifestaron siempre discípulos de Lugones. Lugones no rompe de ningún modo con la línea clásica de la literatura
burguesa del siglo XIX, impregnada de racismo contra los indios, los negros, los mestizos, los mulatos: Sarmiento,
Conflictos y armonías de las razas en América; Carlos Octavio Bunge, Nuestra América; Agustín Álvarez, Las
transformaciones de las razas en América, y aun el propio Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas. Estos autores
explicaban las causas de nuestro atraso por características biológicas y psicológicas del pueblo argentino, heredadas de las
razas inferiores. El "mestizaje" adquiría la categoría de mito similar al "alma negra" o al "carácter judío". Se trataba de
justificar la transformación inevitable, la necesidad del capitalismo de destruir las comunidades primitivas indígenas y la
economía familiar de los gauchos que constituían un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas. La mala
conciencia, por la forma sangrienta con que este proceso fue realizado, llevó a sus ejecutores a las teorías racistas: la
superioridad racial hereditaria de las clases poseyentes mostraba que las clases desposeídas eran tales por ser razas
inferiores. La desigualdad y la iniquidad social no serían de ese modo el producto de la historia, sino de un designio de la
naturaleza contra el que, por lo tanto, era imposible oponerse.
Pero acaecido ya el exterminio del indio y del gaucho, un nuevo peligro comenzó a cernirse sobre la burguesía
argentina. Las mismas clases dirigentes que habían fomentado la inmigración europea en gran escala, comenzaron a advertir
atemorizadas que ésta se revelaba inesperadamente como un dinámico elemento de agitación social, habían desencadenado
fuerzas que amenazaban con arrollarla y que parecían difíciles de controlar. El mismo odio de clase que antes se sentía por
el gaucho se trasladaba ahora al inmigrante europeo. Sarmiento que, como siempre, se adelantaba a su clase, vio el peligro
antes que otros, y quien había sido el más grande propulsor de la inmigración la atacó duramente en una serie de artículos,
La condición del extranjero en América, especialmente dirigidos contra los italianos, aunque no faltaba tampoco el
antisemitismo.
1 Sebreli, Juan José. (1997). Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades (1950-1997). Sudamericana. Bs As: Argentina. Pags 66-78
Las condiciones estaban preparadas para comenzar ahora la reivindicación del gaucho, ya totalmente inofensivo,
pues estaba muerto y transfigurado en sumiso peón de estancia. Lugones la inició con El payador, idealización nostálgica
del noble primitivo en el seno de la naturaleza, donde contraponía un gaucho legendario a los inmigrantes extranjeros.
Tampoco faltó en Lugones, como en Güíraldes, la idealización del capataz de la estancia paterna, en la figura de Juan Rojas
de Poemas solariegos. El hombre de campo está determinado por la tierra, por la sangre, enraizado en la naturaleza, es por
lo tanto el sustento de la tradición. La glorificación del campesino ha sido una constante del pensamiento de derecha y sobre
todo del fascismo. Heidegger es su ejemplo más elevado. El campesino era contrapuesto a las masas inmigrantes urbanas,
del mismo modo que el campo, la tierra, la naturaleza pura e incontaminada eran contrapuestos a la ciudad antinatural,
cosmopolita y corrompida. En Romances del Río Seco, Lugones como tantos otros escritores de su época —Manuel Gálvez
en Senderos de humildad—emprende la vuelta al campo, el retorno simbólico a la provincia natal. El campo es lo estático,
todo sigue siendo siempre igual, sumido al ciclo repetido de la naturaleza. "La naturaleza es de derecha", decía Ramuz. La
ciudad, en cambio, producto del hombre, es dinámica, todo cambia en ella permanentemente. El campesinismo es, por lo
tanto, otro de los modos de oponerse al progreso, al cambio, a lo nuevo. Además la ciudad es detestable porque en ella se
concentran las masas obreras; las grandes ciudades —París, Petrogrado, Berlín, Barcelona, Buenos Aires— han sido los
escenarios más adecuados para los grandes movimientos de masas. La total incomprensión del proceso económico le hace
ver a Lugones la ciudad no como el producto típico de la burguesía, sino de la consecuencia inevitable de la burguesía, el
proletariado: "La legislación obrerista ha desarrollado filertemente el urbanismo: otra calamidad para una república
agraria como la nuestra" (La Grande Argentina). "El obrerismo artificial que desarrolla esa hipertrofia urbana por
notorios motivos de propaganda política y de sentimentalismo superficial y descaminado" (ibídem).
Los ataques a la ciudad, al mercantilismo, a la clase obrera y a la democracia son todo uno: las instituciones
democráticas —entre ellas las organizaciones obreras— están, indisolublemente ligadas a la historia del capitalismo
comercial e industrial, y se desarrollan a través de la ciudadpuerto, tan denigrada por los nacionalistas, que le oponen el
tradicionalismo retrógrado de las provincias atrasadas.
Lugones soñaba con la utopía reaccionaria de una sociedad agraria seudofeudal, donde la gente con prosapia pero
sin dinero, como él, pudieran seguir siendo lo principal. La burguesía era para él, más que una clase económica, un
estamento moral, el filisteísmo, el materialismo egoísta y grosero, culpable por su codicia de la crisis del noventa que
arruinó a su familia. Los verdaderos valores —la sangre, la tierra, el heroísmo— eran menoscabados por la sociedad
moderna, por la ciudad, por el progreso, por la educación de las masas. "De esta suerte concluiremos que la enseñanza
laica, la inmigración y la prosperidad económica (...) fueron también causas del materialismo egoísta, que es efectiva
inmoralidad como ahora se ve" (Roca), dicho con palabras del hombre común, más vale la pobreza con honradez. Su
antimodemismo se confunde con los vagos recuerdos de su Córdoba natal, la sociedad más cerrada de la época y
seguramente no la hubiera reconocido en la ciudad de las chimeneas, de las huelgas de masas, de los cordobazos, uno de los
cuales tuvo por objetivo derribar a un descendiente de su ídolo, Uriburu.
Lugones, que junto a Roca, se entretenía en París en ir a ver cómo la policía francesa disolvía brutalmente los
mítines obreros en Place de la République, se convirtió a partir del Centenario en el portavoz más exacerbado de las
inquietudes de la clase dirigente frente a las masas populares. No escatimaba diatribas contra ellas; "Masa extranjera
disconforme y hostil", "plebe descontenta y equívoca", "plebe gringa", "plebe ultramarina", "ralea mayoritaria'',
"extranjeros estériles e inaceptables". Alertaba sobre el peligro de la perturbación social que traían los inmigrantes: "Todo
extranjero disconforme con el país es un enemigo" (La Grande Argentina) "La instalación privilegiada del extranjero va
resultándonos una ocupación colonial, pues a ella equivale efectivamente" (Ibídem).
Lugones, que trató de resolver sus problemas de identidad mediante la integración a diversas élites, terminó
finalmente por integrarse a lo que Sartre —Reflexiones sobre la cuestión judía— llama "la elite de los mediocres". El
nacionalismo sirve para que un individuo mediocre en tanto poseedor de valores inefables inherentes al ser nacional, se
sienta superior al más inteligente y culto de los extranjeros, más aún llega a reivindicar las propias carencias de su nación
frente a la superioridad del extranjero. Tal la actitud de Lugones cuando proclamaba: "Por el mero hecho de ser argentino,
soy mejor que cualquier extranjero en la República Argentina" (La patria fuerte).
Será uno de los primeros en recurrir al expediente — luego muy usado por los dictadores militares y sobre todo por
Perón— de confundir la lucha de fraude practicado por los gobiernos oligárquicos no merecía sino la justificación de
Lugones: "Prácticamente hablando, el delito electoral no existe" porque los que lo denunciaban invocaban "la pureza de
una doctrina impracticable" (Roca).
Refiriéndose a las elecciones de 1931, donde fue derrotada la dictadura de Uriburu, reflexionaba escépticamente:
"Las elecciones de Buenos Aires enseñan una vez más que el sistema vigente no tiene cura. Aplíquela quien lo aplique, el
resultado es que entrega la suerte de la Nación al instinto de sus turbas inorgánicas".
Es obvio señalar que se oponía decididamente a la participación política de la mujer: "Las mujeres no han pedido
acá nunca derechos políticos" (La Grande Argentina).
El aspecto más reaccionaria de Lugones no está en la imaginación que deliraba con el peligro "comunista" sino en
confundir ese fantasma con la realidad de la democracia burguesa. "El liberalismo racionalista cuya realización existencial
es el comunismo soviético" (El escritor ante la verdad, junio de 1937). En La Grande Argentina llega a afirmar que el
módico radicalismo yrigoyenista era ya un socialismo obrerista, ese obrerismo que "es en realidad corrupción, iniquidad,
desorden". Para Lugones la "revolución social" consistía en modestas reformas aceptadas por las burguesías de las
sociedades capitalistas más avanzadas: libertad de los obreros paró sindicarse, derecho a la huelga, fijación de salarios
mínimos, disminución de las horas de trabajo, jubilaciones. "La fijación del salario mínimo, y la limitación de la jornada de
trabajo, suprime, pues, la libertad primordial del hombre" (La Grande Argentina). "O sea lo que hace la huelga al
interrumpir servicios públicos, sacrificando el bienestar común al interés y la voluntad de un grupo o de un gremio. Este
sistema de reclamar mejoras debe quedar, pues, prohibido. Toda interrupción de servicios públicos en nombre de intereses
particulares, es atentado antisocial." (Ibídem).
La legislación laboral de los cañeros de Tucumán y Sama Fe, limitada a la fijación de salarios mínimos y jornadas
de ocho horas, realizada bajo el gobierno radical, le provocó la siguiente visión apocalíptica: "Conforme a los intereses de
Moscú, defendidos aquí por agentes de ruidosa notoriedad, el corruptor sectario aprovechó la falsa situación creada por el
obrerismo urbano, que es el fundamento de la dictadura proletaria, para trasladarse a las colonias con el objeto de
malograr las cosechas mediante pretensiones inaceptables, creando así el estado de miseria y desorden en que prospera el
socialismo". (Ibídem).
Todo intento de mejorar la situación de las clases trabajadoras era calificado por Lugones, paradójicamente, de
injusticia social y defensa de privilegios: "Toda legislación de clase comportará un privilegio violatorio la equidad
republicana. La legislación de carácter socialista que protege por medio de salarios fijos, indemnizaciones y jubilaciones
propias a los trabajadores manuales, por el solo hecho de serlo, es violatoria de la igualdad, reconoce las clases que la
niegan y violan, y crea un privilegio social a favor de los mismos" (La patria fuerte). La desigualdad entre los hombres es la
base de la sociedad, lo que hace imposible todo intento de justicia social: "Jerarquía, disciplina y mando, son las
condiciones fundamentales del orden social que no puede así subsistir sin privilegios individuales, empeaindo por la
propiedad, célula de la patria: lo cual supone cierta dosis de iniquidad en el sistema, o sea su imperfección inevitable, y
con ello la necesidad de mantenerlo a la fuerza. Siempre habrá individuos predestinados a trabajar para otros y a padecer
por ellos" (La patria fuerte). Por ese camino Lugones llegará a justificar la esclavitud con citas de Aristóteles.
La sociedad según Lugones no se dividía en clases sociales sino, como en los maquiavelistas, en elites
aurodesignadas por su propio mérito, y masas informes incapaces de gobernarse a sí mismas. Pero el elitismo se basa en
algunas falacias, si como el mismo Lugones reconoció la elite por el hecho de serlo tiene el derecho a gozar de privilegios
materiales, de los que está despojada la masa, ¿cómo saber si no es el privilegio material el que hace que una elite sea tal?
¿No es la necesidad de defender un privilegio lo que otorga a éste un signo de distinción que lo autojustifica? Lugones, por
supuesto, no se planteó nunca estos interrogantes. Tampoco consideró que la masa que él describía como "siempre
ignorante, anárquica, concupiscente" (La Grande Argentina) no es así por ninguna predestinación étnica o biológica, sino
porque las elites están interesadas en mantenerlas sumidas en un estado de miseria y de ignorancia.
La teoría de las elites fue pensada por Lugones en un momento especial de la vida argentina —entre 1916 y
1930—, es decir en el breve lapso en que se intentó una experiencia, por cierto tímida y vacilante, de democracia política.
Puesto que Lugones repudiaba a la democracia burguesa que confundía, como ya vimos, con un cuasisocialismo, se
planteaba un nuevo problema: las antiguas elites dirigentes —las del tiempo de su amigo Roca o de Quintana, cuya
candidatura apoyara— parecían demasiado débiles y decadentes, pues se habían dejado arrebatar por las masas el derecho
de mandar. Era preciso, por lo tanto, que surgiera una nueva elite o para emplear el término de Pareto, que se produjera una
"circulación de elites". A Lugones le cabe el triste mérito de descubrir —o inventar— al nuevo sujeto histórico destinado a
reemplazar tanto a la oligarquía liberal ilustrada como a las masas electorales: el Ejército.
Ya en 1915, cuando pronunció una conferencia en el Círculo Militar sobre "El ejército de La Illiada", su intención
era elevar a los militares argentinos a la categoría de héroes homéricos vistos a través de Nietzsche. La teoría del Ejército
corno nueva elite será lanzada en las famosas conferencias del teatro Coliseo, en 1922, auspiciadas por el Círculo
Tradicional Argentino y por la antisemita Liga Patriótica Argentina de Manuel Carlés. "Estamos ya en la situación que
impone a todos los ciudadanos una actitud militante, parecida a la militar" "necesidad de una enérgica adhesión a las
instituciones militares"... "Y desde 1914 debemos otra vez a la espada esta viril confrontación con la realidad... El sistema
constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia."
En la conferencia de Lima de 1924, proclamó: "Ha sonado otra vez la hora de la espada", identificando
nuevamente al Ejército con la aristocracia: "El Ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de
organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento
histórico la vida superior que es belleza, esperanza, fuerza".
En La patria fuerte, libro publicado por el Circulo Militar, reconocía "que por muy manchada que se halle la
espada, conserva, al menos, la limpieza de su valor". En su obra póstuma, Roca, trataba de mostrar que "la personalidad de
Roca definese, y se explica por su condición militar", y a toda la historia argentina como indisolublemente ligada a su
historia militar: "La índole profundamente militar del país". "El carácter militar de todo cuanto es definitivo en nuestra
historia".., de acuerdo, pues, con su historia, el pueblo argentino, predestinado a la espada, como se verá, no obstante las
apariencias y errores de un falso liberalismo, debe tener por constructores a individuos de formación cristiana y militar".
En esta obra formulaba también la teoría de la insubordinación del Ejército al poder civil, es decir la apología del golpe de
Estado destinado a tener una influencia nefasta en los años siguientes: "Así aquella acción decisiva del Ejército moderaba
por sí sola el exotismo, mantenía un elemento fundamental de nuestra formación histórica, y contenía la perversión
doctrinaria que pretende reducirlo a instrumento de poder civil cuando es también un poder político" (Roca).
Pocos meses antes del golpe militar de 1930, publicó La Grande Argentina, en cuyo último capítulo
significativamente llamado "La hora del destino" anunciaba lo que se venía y trataba de mostrar su positividad, señalando
las virtudes de los militares para gobernar el país: "Creo inútil recordar que debido a su preparación científica y
administrativa, a su espíritu de sacrificio, su vida ordenada, su punto de honor y su disciplina, la oficialidad moderna
forma de suyo el mejor cuerpo gubernativo que puede concebirse; resumiéndose además en ella, el doble concepto de
gobierno y de mando, cuya desintegración ideológica es, por cierto, una de las principales fuentes de desorden actual" (La
Grande Argentina). No es posible releer esta página a la distancia, sin una melancólica sonrisa.
El militarismo que asolaría el país durante medio siglo no fue tina creación de los militares sino de prestigiosos
intelectuales civiles como Lugones, Carlos Ibarguren o Ernesto Palacio, o de periodistas que redactaban los periódicos
nacionalistas de los años treinta y cuarenta que leían pero no escribían los militares. La idea del Ejército quitando el mando
a una sociedad civil supuestamente incapaz de gobernar, no es de ninguna manera una creación ideológica do los militares,
éstos eran demasiado poco intelectuales, por emplear un término suave, como para formular esa idea, o ninguna idea.
La teoría de las elites lleva a otro de los temas lugonianos: el culto carlyniano del Grande Hombre; ambos están
íntimamente unidos, ya que la cohesión interna de una elite se da frecuentemente por la figura del Jefe. El mito del salvador
supremo, del predestinado, del libertador de pueblos, del líder carismático, había sido revivido en la década del veinte por
Mussolini y sus reminiscencias del cesarismo clásico y de los condottieros renacentistas. Lugones, admirador de Mussolini,
consideraba que la Argentina necesitaba dioses tutelares, padres míticos, héroes legendarios y reales, que sirvieran de
ejemplo. Trató de hacer de Martín Fierro el héroe de la epopeya nacional, que supuestamente todo gran pueblo debiera
tener; idealizó a personajes históricos —Güemes, Sarmiento, Ameghino, Roca— al mismo tiempo que Ricardo Rojas
consagraba a San Martín "el santo de la espada". Finalmente se postuló a sí mismo como héroe literario, mito viviente.
Estaba preparando sin saberlo el terreno para el surgimiento del culto a Perón y Evita, y la sustitución del mítico cantor
Martín Fierro por —lo que habría horrorizado a Lugones— otro cantor: Carlos Gardel.
En su conferencia de Lima expondrá una concepción ya netamente totalitaria —coincidente con el "decisionismo"
de Carl Schniitt— según la cual la autoridad del líder, por encarnar la voluntad de la Nación, está por encima de la ley, y no
puede ser puesta en tela de juicio por razones de índole moral, social o jurídica. "Pacifismo, colectivismo, democracia, son
sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir al hombre que manda por su derecho de
ser mejor, con o sin la ley, porque ésta, corno expresión de potencia, confúndese con su voluntad".
En una nota periodística aclamaba "la gloriosa tiranía en el individuo considerablemente superior" (El Hogar, 10
de abril de 1925). En Roca afirmaba: "Unos nacen jefes y otros no, sin mengua, pues, del común destino", y admitía la
superstición de que los latinos, no sabemos por qué misterioso mandato de la sangre, estamos destinados a las dictaduras:
"Lo causa está en que, conforme o la índole latina, el gobierno representativo es para nosotros encarnación individual y
ejecutiva, no principalmente parlamentaria como lo prescribe la Constitución, copiándolo de un país anglosajón y
protestante" (Roca).
[…]
Resulta llamativo y debe destacarse que un explícito despreciador de las masas, que negó hasta las más mínimas
reivindicaciones sociales, haya podido merecer el elogio de los ideólogos del peronismo de izquierda como Hernández
Arregui —Imperialismo y cultura y La formación de la conciencia nacional— y, aunque con salvedades, de Jorge Abelardo
Ramos, quien en Crisis y resurrección de la literatura argentina le adjudicó el dudoso mérito de haber "fundado una
literatura nacional". Sería conveniente que sus jóvenes acólitos, demasiado agitados corno para desempolvar un libro de
Lugones en alguna biblioteca, se enteraran alguna vez de quién era el maestro de sus maestros.
Por otra parte, también resulta llamativo que Lugones sea igualmente reivindicado por la intelligentzia liberal:
Martínez Estrada, Borges o los miembros de la Sociedad Argentina de Escritores presidida por Borges y Mujica Lainez,
quienes declararon Día del Escritor al de su nacimiento, haciéndonos sentir profundamente avergonzados a todos los
escritores que vincularnos el destino de la literatura a la libertad de la persona y a la democracia política.
La transformación del liberalismo burgués en autoritarismo ya ha sido analizada por Marcuse —La lucha contra el
liberalismo en la concepción totalitaria del Estado— y en la sociedad argentina comienza a darse, como ya hemos
señalado, en el momento en que la posibilidad de una democracia de masas se volvía un peligro para las clases dirigentes.
[…] El punto clave de esta transición inacabada entre liberalismo y autoritarismo en la sociedad argentina, que mejor que
nadie representa Lugones con sus contradicciones, es el secreto de por qué un escritor tan poco leído en su época y
absolutamente nada leído hoy sigue, sin embargo, dando que hablar.