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Se oculta; no puedes verlo, pero siempreestá ahí, observándote, vigilándote,espiando todo lo que haces y dices. No es unvampiro, pero se alimenta de ti, depende deti, por eso se esconde y te utiliza. Y, entretanto, crece y crece sin parar, como unparásito

La estrategia de los parásitos consiste enocultarse en organismos de otras especies ynutrirse de ellos sin llegar a matarlos.Existen muchos tipos de parásitos, tantoanimales como vegetales, pero hay uno delque nunca has oído hablar, una clase deparásito que ni en la más terrible de laspesadillas podrías imaginarte. Es inteligente,es despiadado y posee un poderincreíblemente vasto.

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César Mallorquí

La estrategia delparásito

ePub r1.0patrimope 31.08.15

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Título original: La estrategia del parásitoCésar Mallorquí, 2012

Editor digital: patrimopeePub base r1.2

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Este libro está dedicado a Elena yMaría Astier Álvarez, porque tienen

estrellas en los ojos e iluminan elmundo con sus sonrisas.

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Capítulo uno

Estoy muerto, lo sé; tan muerto como Mario.Sigo respirando, me muevo, como, duermo, hablo,escribo, pero soy un cadáver que se niega aaceptar lo inevitable y finge vivir una vida ficticia,como un fantasma.

¿Alguna vez habéis tenido problemas? Hablode problemas de verdad, no de chorradas; hablode esa clase de problemas que te hunden en lamierda tan profundamente que haría falta unbatiscafo para sacarte de ella. ¿Sabéis lo que eseso? No, qué va; ni siquiera conocéis el auténticosignificado de la palabra «problemas».

Pero yo sí; soy el campeón mundial de losproblemas, récord Guinness de la especialidad.Por ejemplo, no puedo hablar por teléfono, ni porun fijo ni por un móvil, y tampoco puedo navegarpor Internet, porque enviar un simple correoelectrónico sería como firmar mi sentencia de

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muerte. No me atrevo a caminar por las calles pormiedo a que alguna cámara de seguridad capte miimagen, ni me atrevo a usar una tarjeta de crédito,aunque lo cierto es que ya no tengo crédito. Debomantenerme siempre oculto, porque asesinos asueldo me persiguen para matarme y, además, lapolicía me busca como responsable de variosasesinatos y violaciones.

No está mal para un estudiante de veintidósaños, ¿verdad?

¿Serviría de algo que os jurase que jamás hematado ni violado a nadie? ¿Me creeríais si osdijese que no tengo la culpa de nada, que todo hasido por azar, que si estoy metido en este lío esúnica y exclusivamente porque hace años Mario yyo fuimos compañeros de clase? Supongo que no.Pero permitidme al menos que os cuente mihistoria, el relato de cómo un estudiante deperiodismo acabó convirtiéndose en un prófugocondenado a muerte. Empecemos por mi nombre:me llamo Óscar Herrero y todo comenzó…

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Todo comenzó con un accidente de tráfico.Recuerdo que lo leí en el periódico; una brevereseña en la sección de sucesos informaba de queMario Rocafort Sedano, un estudiante universitariode veintidós años, había fallecido al estrellarse lamoto en que viajaba contra una furgoneta dereparto en una avenida de las afueras de Madrid.La noticia me llamó la atención porque yo conocíaal accidentado; o, mejor dicho, le había conocidoen el pasado.

Mario y yo estudiamos en el mismo colegio deBurgos, desde primaria hasta el final de lasecundaria. Éramos compañeros de clase, pero noíntimos amigos. No es que nos llevásemos mal, alcontrario; sencillamente, nuestros intereses nocoincidían. Además, Mario era muy reservado;algunos lo consideraban un friki y en cierto modolo era: un friki de los ordenadores, aunque también

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el tipo más inteligente que he conocido.Al comenzar el bachillerato, Mario se cambió

de colegio y prácticamente dejamos de vernos.Después, me trasladé a Madrid para estudiarperiodismo y le perdí la pista definitivamente,aunque me contaron que él también estudiaba enMadrid. Como no podía ser de otra forma, en laFacultad de Informática. De hecho, hará cosa de unaño nos encontramos casualmente en un cine eintercambiamos direcciones y teléfonos, pero novolví a saber de él. Hasta que leí la noticia de sumuerte.

Aunque, pensándolo bien, la reseña delaccidente solo fue el preámbulo, porque elauténtico comienzo tuvo lugar dos días después,cuando una tarde, al volver de la universidad,encontré en el buzón un pequeño paquete dirigidoa mí y remitido por Mario Rocafort.

Aún recuerdo la extrañeza que me produjoaquel envío. Subí a casa a toda prisa, saludé depasada a Emilio, mi compañero de piso, me

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encerré en mi cuarto y abrí el paquete. Solocontenía una nota escrita a mano y un pendrive. Lanota decía:

Hola, Óscar. Supongo que te sorprenderá queme ponga en contacto contigo después de tantotiempo, casi desde la época en que coincidíamosen las clases del Barreda, pero precisamente deeso se trata: no es fácil que nadie nos relacione.

Voy a pedirte un favor: ¿Has visto el pendriveque te he mandado junto con esta carta? Quieroque me lo guardes. Si todo sale bien, iré a verteen los próximos días para que me lo devuelvas.Pero si me sucediera algo, entonces el favor quevoy a pedirte será aún más grande.

Préstame mucha atención, Óscar. Hetropezado con un asunto muy grave. Se trata dealgo que te afecta a ti, a mí, a todo el mundo.Literalmente, Óscar: a toda la humanidad. Nopuedo contarte de qué se trata, porque es unahistoria larga y complicada, y además pensarías

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que me falta un tornillo. Aunque supongo que yadebes de pensar que estoy loco. Pero, pordesgracia, no es así. Ojalá lo estuviese. Mañanavoy a intentar sacarlo todo a la luz; ya hereunido suficientes pruebas y voy a presentarlas.Pero puede que no lo consiga.

En el pendrive hay dos archivos. Uno sellama «Camaleón» y el otro «Miyazaki». Si mesucediera algo, Óscar, es vital que localices aErnesto Figuerola, un profesor de la Facultad deInformática, y le entregues el pendrive. Si nopudieras encontrarle, o si le hubiera sucedidoalgo, entonces ya solo quedarás tú. Puesto quevas a ser periodista, quizá te interese saber queeste asunto es la noticia más importante de lahistoria. Siempre te he considerado un tipointeligente, Óscar. Tú tienes la clave.

En cualquier caso, supongo que intentarásecharle un vistazo al pendrive. Para hacerlo, esimportante que tomes las siguientesprecauciones: debes utilizar un ordenador con el

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disco duro recién formateado y que no estéconectado a la Red. No utilices ninguna clase deequipo de Tesseract Systems; desconfía de esacompañía. No hables de este asunto, ni de mí, porteléfono o a través de Internet. No recurras a lapolicía.

En fin, espero que nada de esto sea necesarioy dentro de poco pueda pasarme por tu casa paratomarnos unas cervezas y hablar de estotranquilamente. Pero si no es así, si a mí meocurriera algo y no pudieras localizar a Ernesto,entonces tú serías la única esperanza. No medefraudes, por favor.

El texto, firmado por Mario, llevaba la fechadel día anterior al accidente. Releí la carta un parde veces y me quedé pensativo. Nada de lo queponía en aquel papel parecía tener sentido, salvouna cosa: Mario temía que pudiera pasarle algo. Yahora estaba muerto.

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Tardé bastante en asimilar el contenido de lacarta. Lo primero que pensé fue en llamar a lapolicía; a fin de cuentas, el hecho de que, unashoras después de escribirme diciéndome que temíapor su vida, Mario hubiese muerto, resultabacuando menos sospechoso. No obstante, se suponíaque Mario había fallecido a causa de un accidentede circulación, y un accidente es, por definición,algo fortuito. ¿O no?… En cualquier caso, Mariome pedía en la carta que no recurriese a la policía.Pero, ¿por qué?

La cabeza empezó a dolerme; por muchasvueltas que le diese, me faltaba información paraentender la carta de Mario. Durante un instanteconsideré la idea de insertar el pendrive en miordenador portátil para examinar su contenido,pero no tenía el disco duro formateado y estabaconectado a la Red. Y de nuevo otra pregunta: ¿por

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qué aquellas precauciones? ¿Qué problema podíahaber en echarle un vistazo a un archivo dememoria en un ordenador cualquiera?

Guardé el pendrive en un cajón y releí portercera vez la carta. Según Mario, los archivos queme había enviado se llamaban «Camaleón» y«Miyazaki». Un camaleón es un camaleón, pero¿qué demonios era «Miyazaki»? Conecté elordenador, escribí la palabra en Google y pulséenter. Obtuve seis millones de entradas. Alparecer, Miyazaki era una prefectura y una ciudadde Japón, y también un apellido. El Miyazaki másfamoso que encontré fue Hayao Miyazaki, unrealizador de animes, los dibujos animadosjaponeses.

No saqué nada en claro de aquella búsqueda,pero supongo que esa fue la primera vez que llaméla atención. Al escribir «miyazaki» en Google, ladirección IP de mi ordenador fue automáticamentearchivada por algún programa remoto. Demomento no sonaron las alarmas, pues miles de

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personas debían de escribir diariamente esapalabra en Internet; pero si en el futuro yo volvía aintroducir en la Red alguna referencia relacionadacon el Miyazaki «inadecuado», por decirlo así,entonces los datos se cruzarían y toda la atenciónde algo muy poderoso se centraría en mí.

Por desgracia, eso fue exactamente lo queacabó sucediendo.

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Finalmente, decidí que solo tenía tresalternativas: tirar la carta a la basura y olvidarmedel asunto; no hacerle caso a Mario y dar parte ala policía, o seguir las instrucciones de mi viejocompañero de colegio y ponerme contacto con esetal Figuerola. En realidad, pensé, no le debía nadaa Mario; ni siquiera éramos amigos, así que notenía por qué hacer lo que me pedía que hiciese.Sin embargo, aquella historia había despertado mi

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curiosidad y, a fin de cuentas, no me costaba nadadarme una vuelta por la Facultad de Informática.

Después de comer, me dirigí a la emisora deradio donde estaba haciendo prácticas y pasé lassiguientes cuatro horas dedicado a recopilar datossobre diversos temas, preparar café, archivarpapeles, llevar recados de un lado a otro y, en fin,los habituales quehaceres de un miserable becario.A última hora de la tarde, después del trabajo, mereuní en un bar con Paloma y un par de amigos.

Paloma era, más o menos, mi chica. Estudiabamedicina en la Complutense, justo enfrente de mifacultad, y llevábamos saliendo un par de meses.Nada serio; éramos algo así como «amigos conderecho a roce». Sin embargo, no le conté nadaacerca de la carta de Mario; ni a ella ni a misamigos. No sé exactamente por qué lo hice; dealgún modo, tenía la sensación de que habíatropezado con algo importante, y mi incipienteinstinto de periodista me aconsejaba no contarnada hasta que conociese toda la historia. Además,

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supongo que no quería sentirme ridículo si al finalaquello no conducía a ninguna parte. El caso esque no conté nada y, después de unas cervezas y unrato de charla, me despedí de Paloma y de misamigos y me fui a casa.

Al día siguiente me levanté temprano. LaFacultad de Informática se encuentra en el campusde Montegancedo, en Boadilla del Monte, unpueblo próximo a Madrid, así que tuve que cogerun par de autobuses para llegar. Una vez allí, medirigí a la secretaría del centro y pregunté porErnesto Figuerola. El funcionario que me atendió,un cuarentón calvo y con aire malhumorado, meinformó de dos cosas.

En primer lugar, que Ernesto Figuerola eraprofesor de «sistemas distribuidos: arquitecturasde comunicaciones», sea esto lo que sea; y ensegundo lugar, que Figuerola estaba de baja yhabía solicitado la excedencia. Llevaba más de unmes sin aparecer por la facultad.

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Capítulo dos

Aunque insistí mucho, aquel malditofuncionario se negó en redondo a darme ladirección y el teléfono de Figuerola. «No podemosfacilitar esa información», fue todo lo que lesaqué. Frustrado, abandoné la secretaría, medetuve en el amplio vestíbulo de la facultad yobservé el ir y venir de los estudiantes. Duranteunos segundos pensé en largarme de allí yolvidarme de todo, pero ¿qué clase de periodistapretendía ser si me rendía al primer contratiempo?

Comencé a examinar los tablones de anunciosque colgaban de las paredes. Al poco, descubríque «sistemas distribuidos: arquitecturas decomunicaciones» era una asignatura optativa dequinto curso, pero ese día no había clase. Consultéel plan de estudios y averigüé que la clase de«sistemas informáticos», una de las asignaturasobligatorias de quinto, estaba a punto de acabar,

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así que, tras enterarme de dónde estaba el aula, medirigí allí. A los pocos minutos, las puertas de laclase se abrieron y una riada de estudiantescomenzó a dispersarse por el corredor. Entoncesempecé a repetir en voz alta:

—¿Alguien conoce a Mario Rocafort?Al cabo de unos segundos, un estudiante con

gruesas lentes de miope se acercó a mí y dijo:—Yo le conozco.—Ah, cojonudo. ¿Eres amigo suyo?—Compañero de clase. Oye, ¿sabes que Mario

ha…?—Muerto, sí. De eso se trata. Verás, me llamo

Óscar Herrero y fui al colegio con Mario. El otrodía leí en el periódico la noticia de su accidentey… bueno, hacía mucho que no nos veíamos, y megustaría saber algo más de él. Si no te importa, teinvito a tomar un café en el bar y charlamos unosminutos.

—Como quieras —respondió con unencogimiento de hombros—. Yo soy Tomás, Tomás

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Rodríguez, pero… Oye, tampoco te creas queconocía mucho a Mario.

—Por poco que sepas, seguro que sabes másque yo.

Nos dirigimos al bar de la facultad y, traspedir en la barra un par de cafés con leche, nossentamos a una de las mesas.

—Tengo clase dentro de diez minutos —dijoTomás mientras vertía un sobrecito de azúcar en elcafé—, así que mejor nos damos prisa.

—Vale. Mario estudiaba quinto, ¿no?—Qué va. El muy cabrón acabó la carrera en

cuatro años. Ahora estaba preparando eldoctorado.

—Así que era buen estudiante…—¿Buen estudiante? Ese tío era un genio.

Sabía más que la mayor parte de los profesores.—Entonces, si ya había acabado la carrera,

supongo que últimamente no le verías mucho.—Ni últimamente ni nunca. Mario iba a su

bola.

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—¿No tenía amigos?—Muy poquitos. Que yo recuerde, solo Fran.—¿Quién es Fran?—Francisco Melgar, el segundo cerebrito de la

clase, después de Mario.—¿Está hoy aquí, en la facultad?Tomás sacudió la cabeza.—Hace días que no le veo.—¿Y Mario no tenía más amigos? —insistí.Se encogió de hombros.—En la facultad, que yo sepa, no… —sus

cejas se alzaron de golpe, como si hubierarecordado algo—. Espera, tenía una novia.También era rarita, pero estaba muy buena.Estudiaba exactas, creo.

—¿Recuerdas cómo se llamaba?Tomás entrecerró los ojos y, tras reflexionar

unos segundos, chasqueó los dedos.—¡Judit! —exclamó—. Eso es, se llamaba

Judit.—El apellido no lo sabrás, ¿verdad?

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—No, tío, ni idea. Pero es inconfundible:morena, con el pelo corto, guapa… Lleva unpiercing en la nariz y siempre viste de negro, enplan gótico o así.

—¿Y dices que estudia exactas?—Sí, seguro. Lo recuerdo porque me llamó la

atención que a una tía tan maciza le fueran lasmatemáticas.

Le di un sorbo al café y dije:—Antes has comentado que Mario estaba

preparando la tesis doctoral. ¿Sabes de quétrataba?

—Ni puñetera idea. Pero su tutor era ErnestoFiguerola, el profesor de «arquitecturas decomunicaciones».

Casi me atraganté con el café al oír aquelnombre.

—Me han dicho que está de baja —comenté.—Eso he oído —Tomás consultó su reloj—.

Oye, lo siento, voy a tener que irme…—Vale, solo un par de cosas más. Me gustaría

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hablar con Figuerola; ¿sabes cómo puedolocalizarle?

—Yo no doy clase con él, pero… Espera unmomento, creo que Carmen tiene su teléfono.

Tomás se levantó de la silla, caminó hasta labarra y habló con una chica que estaban tomándoseuna coca-cola con un amigo. Le vi sacar unbolígrafo y apuntar algo en una servilleta de papel.Luego se aproximó y, sin volver a sentarse, meentregó la servilleta. Había un número escrito enella.

—Es el móvil de Figuerola —aclaró.—Gracias —dije al tiempo que lo guardaba en

un bolsillo. Me puse en pie y añadí—: Una cosamás: ¿tienes la dirección o el teléfono de eseamigo de Mario, Fran Melgar?

—No, pero puedo preguntar en clase. Dame tuteléfono y te llamo si me entero de algo.

Le di mi número de móvil y, tras agradecerlela ayuda, nos despedimos; él se dirigió al interiorde la facultad y yo al exterior, a la parada de

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autobuses. Mientras aguardaba, saqué la servilletadel bolsillo y contemplé el número de teléfono conuna sonrisa. Después de todo, no había sido tandifícil. Cogí el móvil, tecleé el número… y elalma se me cayó a los pies cuando una vozgrabada dijo en el auricular: «El número queacaba de marcar no corresponde a ningúnabonado».

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Entonces no lo sabía, ni siquiera ahora estoyseguro, pero supongo que esa llamada tambiéndespertó la atención de un lejano, y a la vez muypróximo, poder oculto. Cualquier llamada alantiguo número telefónico de Ernesto Figuerola lohabría hecho. De modo que aquella frustradacomunicación telefónica, al igual que habíaocurrido con la dirección IP de mi ordenador,debió de ser archivada en algún banco de datos.

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Con una diferencia: el móvil estaba a mi nombre,lo cual significaba que ya podía ser identificado.Pero los datos no se cruzaron. Aún no.

Tras descubrir que el número telefónico deFiguerola era equivocado, o que la línea habíasido anulada, guardé el móvil y esperé la llegadadel autobús. Intenté no pensar en nada durante eltrayecto de regreso a la ciudad, ni luego, cuandocogí otro autobús que me condujo a laComplutense; pero al bajarme frente a la Facultadde Ciencias de la Información, decidido a noperder las últimas clases de la mañana, me detuvefrente a la entrada con el convencimiento de queme resultaría imposible prestar atención. Pormucho que lo intentase, no podía quitarme de lacabeza el asunto de Mario.

Mi compañero de colegio había muerto y sututor para la tesis doctoral estaba aparentementedesaparecido. Y Mario, según traslucía su carta, letenía miedo a algo. Pero ¿a qué y por qué?

Qué, cuándo, dónde, cómo… Esas son las

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preguntas que, según uno de mis profesores, todoperiodista debe responder al escribir una noticia y,de momento, no podía contestar a ninguna de ellas.Apenas tenía nada, solo un par de nombres: FranMelgar, el compañero y amigo de Mario, y unachica llamada Judit, la novia.

Una chica que estudiaba exactas.Y su facultad estaba muy cerca de la mía…Casi sin darme cuenta de lo que hacía, puse

rumbo a la Facultad de Ciencias Matemáticas.

@

Había supuesto que no habría muchas chicasmatriculadas en Exactas y era cierto: tan solo untreinta por ciento de los alumnos pertenecía alsexo femenino. No obstante, el treinta por cientode más de 1.200 alumnos era un montón de chicas.Recorrí la Facultad de Matemáticas de arribaabajo, preguntando a cuantos se cruzaban conmigo

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por una estudiante llamada Judit, pero nadie medijo nada concreto. A algunos les sonaba, otros lahabían visto en clase, pero no la conocían; uno medijo que Judit estudiaba tercero, otro insistió enque era alumna de cuarto y otro más aseguró quecursaba quinto. Al parecer, nadie sabía cómo seapellidaba.

Finalmente, a última hora de la mañana, hartode dar vueltas hablando con desconocidos, medirigí al bar de la facultad, me acodé en la barra,pedí una cerveza y me quedé allí un rato sumido enmis pensamientos, dándole distraídos sorbos a labebida. Al cabo de unos minutos, después deapurar el botellín y cuando me disponía a pagar laconsumición, una voz dijo a mi espalda:

—Creo que me buscas.Giré en redondo y me quedé mirando a una

chica de mediana estatura, morena, con el pelocorto y los ojos del color de la miel. Aunque suropa, totalmente negra, y un maquillaje muy oscurole daban un aire algo siniestro, saltaba a la vista

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que era muy, pero que muy guapa. Si me quedabaalguna duda sobre su identidad, el aro de oro quellevaba en una de las aletas de la nariz la disipó.

—Eres Judit… —dije. No era una pregunta,así que ella se me quedó mirando en silencio,expectante—. Te estaba buscando, es cierto —continué—. Soy Óscar Herrero y fui compañero decolegio de Mario Rocafort. Eh… supongo quesabes que Mario…

—Ha muerto. Un accidente de moto, ya lo sé.Lo dijo con voz neutra, sin mostrar la menor

emoción. Un tanto desconcertado, proseguí:—Verás, estuve en la Facultad de Informática y

un compañero de Mario me dijo que tú eras sunovia…

—Lo fui —me interrumpió—. Cortamos haceun par de meses. Y «novia» no es la palabraadecuada. Salíamos de vez en cuando, eso es todo.

—Ya… Bueno, quería hacerte unas preguntassobre Mario…

—Mario me habló de ti —volvió a

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interrumpirme.—¿Qué?—Un par de días antes del accidente, vino a

verme y me pidió que, si te ponías en contactoconmigo, te ayudara.

—¿Que me ayudaras? ¿A qué?Se encogió de hombros.—No lo sé. Dímelo tú, que me estabas

buscando.Me apoyé en la barra y respiré hondo.—Perdona —dije—, pero estoy un poco

perdido. Escucha, Mario y yo fuimos compañerosde colegio, pero no éramos especialmente amigos.De hecho, hacía mucho que no nos veíamos y ayer,de repente, recibí por correo un paquete suyo.

Por primera vez, el inexpresivo rostro de Juditmostró una emoción: curiosidad.

—¿Qué había dentro? —preguntó.—Una carta y un pendrive. En la carta me

decía…—¿Dónde está?

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—¿El qué?—La carta. ¿La tienes aquí?—No, en mi casa.Judit asintió con un cabeceo y dio un paso

hacia la salida.—Vámonos —dijo.—¿Adónde?—A tu casa. Prefiero leer la carta yo misma a

que me lo cuentes. Vamos, tengo coche.Parpadeé y, tras abonar la consumición, me

dirigí al aparcamiento junto a aquella extrañachica.

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Judit tenía un Mini Cooper Sport negro.«Mucho coche para una estudiante», pensé.Durante el trayecto intenté charlar, pero ella selimitó a contestarme con monosílabosacompañados de largos silencios, de modo que no

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tardé en desistir. Cuando llegamos a casaencontramos a Emilio, mi compañero de piso, enel salón, sentado frente al televisor, comiéndose unbocadillo. Tras unas rápidas presentaciones, llevéa Judit a mi cuarto, cerré la puerta y le entregué lacarta de Mario. Judit se sentó en una silla ycomenzó a leerla lentamente, con mucha atención,como si quisiera memorizar cada palabra. Cuandoacabó se me quedó mirando, inexpresiva.

—El otro día —dijo en voz baja—, cuandoMario vino a verme, estaba muy nervioso.Asustado, creo; nunca le había visto así. Lepregunté que qué le pasaba y él estuvo a punto dedecírmelo, pero al final se arrepintió y no lo hizo.Entonces me habló de ti. Dijo que eras listo, y eso,viniendo de él, es todo un halago. Luego me pidióque, si recurrías a mí, te ayudara.

—Pero no te dijo a qué tenías que ayudarme.—A encontrar a Figuerola, supongo. Eso dice

en la carta.Me senté en el borde de la cama.

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—Es un profesor de la Facultad deInformática.

—Ya lo sé; era el tutor de Mario. Le vi un parde veces.

—¿Sabes dónde vive? —pregunté,esperanzado.

—No.Dejé escapar un suspiro.—Esta mañana he estado en Informática —dije

—. Por lo visto, Figuerola lleva más de un mes debaja y ha solicitado la excedencia. No han queridodarme su dirección, aunque conseguí su número demóvil; pero está mal, no hay abonado. —Hice unapausa y proseguí—: Mira, hacía mucho que noveía a Mario, así que apenas sé nada de él. Esacarta suya es un poco… rarita. Suena paranoica.¿Mario estaba bien? Es decir, ¿no le pasaba nadararo?

Judit arqueó una ceja.—¿Me estás preguntando si a Mario se le

había ido la olla?

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—Pues… sí, más o menos.Arqueó la otra ceja.—¿Cuál es tu cociente intelectual, Óscar? —

preguntó.—No tengo ni idea.—La media de la población es 100. Los que

tienen 140 o más están considerados genios. Elcociente de Mario superaba los 190. Era el tío másinteligente y más cuerdo que he conocido en mivida, ¿vale?

—Vale —acepté.Judit desvió la mirada.—Pero en algo tienes razón —dijo—:

últimamente estaba paranoico.—¿Por qué?—No lo sé. Había descubierto algo que le

obsesionaba.—¿El qué?Se encogió de hombros.—Algo relacionado con Internet, creo. Nunca

me lo dijo, pero, sea lo que sea, debió de

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descubrirlo hace cinco o seis meses, poco despuésde que empezara a preparar la tesis.

—¿De qué iba? Su tesis, quiero decir.Judit me miró y, por primera vez, esbozó una

sonrisa. Una sonrisa irónica.—«Aplicación de autómatas celulares a

criptosistemas de cifrado en flujo» —dijo—. Eseera el título de la tesis. ¿Entiendes algo?

—Lo de «aplicación» me suena…—Un día, Mario me lo intentó explicar y a los

cinco minutos ya estaba mareada.Hubo un silencio. Cogí la carta y le eché un

vistazo.—¿Te suena esa empresa que menciona Mario?

—pregunté—: «Tesseract Systems».—Fabrica equipos informáticos.—Ya lo sé, la conozco. Pero, ¿te habló Mario

de ella?—No. Ya te he dicho que no me contó nada.Hubo un nuevo silencio.—¿Conoces a un amigo de Mario llamado

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Francisco Melgar? —pregunté.—Sí, le he visto varias veces.—¿Tienes su teléfono o su dirección?Judit negó con la cabeza y se puso en pie.—¿Dónde está el pendrive? —dijo.—Lo tengo guardado. ¿Quieres verlo?—No, da igual. No lo pierdas. ¿Qué vas a

hacer esta tarde?—Estoy de prácticas en una radio. Es que

estudio periodismo, no te lo había dicho…—Vale. Entonces nos vemos mañana a las

nueve en punto en la entrada de la Facultad deInformática. ¿De acuerdo?

—¿Para qué?—Para localizar a Figuerola —respondió al

tiempo que se aproximaba a la puerta—. De eso setrata, ¿no?

@

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Acompañé a Judit a la salida y me despedí deella. Nada más cerrar la puerta, Emilio seaproximó a mí y me preguntó:

—¿Quién es esa tía?—Una amiga —respondí lacónicamente.—Pues está muy buena. —Me miró con ironía

—. ¿Sabe Paloma que tienes amigas tan macizas?—Es la novia de un amigo que acaba de

palmarla.Emilio sonrió como un zorro.—Y ahora —dijo, guiñándome un ojo—, vas a

consolar a la viuda, ¿eh, cabronazo?Mi compañero de piso estudiaba medicina

(conocí a Paloma a través de él) y llevábamos tresaños compartiendo el alquiler. Era un buen tío,pero tenía un pequeño problema: se le daban fatallas chicas, así que solía estar más salido que unmono. De hecho, su principal motivación paraestudiar medicina era especializarse enginecología.

—Estás enfermo —dije al tiempo que echaba a

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andar hacia mi cuarto—. Deberías hacértelo mirar.Emilio soltó un estornudo.—Pues mira, sí —repuso mientras me alejaba

—; me estoy pillando un trancazo de caballo…Aquella noche, después de pasar mi

correspondiente media jornada en la emisora,cuando regresé a casa, metí la pata hasta el fondo.La cagué. Fui a mi cuarto, conecté el ordenadorportátil y me quedé pensando. Mario me pedía ensu carta que no hablara de él por Internet, pero nodecía nada de Figuerola, así que tecleé «ErnestoFiguerola» en Google y pulsé enter.

Encontré referencias suyas en la página de laUniversidad Complutense y en varias páginasespecializadas en informática, pero no vi porninguna parte ni su dirección ni su teléfono, así queescribí «Tesseract Systems» en la ventanita deGoogle y volví a pulsar la tecla. La verdad es quefue algo absurdo, pues obtuve casi cincuentamillones de resultados, como era de esperartratándose de una conocida multinacional del

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sector informático.Desconecté el ordenador sintiéndome frustrado

y tonto. Aquello no me había servido de nada,salvo para llamar la atención, porque, si bienentonces no lo sabía, al introducir en la Red losnombres de «Ernesto Figuerola» y «TesseractSystems», los datos por fin se cruzaron, uniéndosea mi llamada telefónica al profesor y a labúsqueda en Google de «Miyazaki», lo cual, estavez sí, hizo saltar las alarmas. Al instante, todoslos datos que había sobre mí en Internet, mihistorial académico, mis direcciones en Burgos yen Madrid, mi movimientos bancarios, mi historiamédica, mis comentarios en blogs, en Facebook oen Tuenti, mis correos electrónicos, mi cuentatelefónica, todo, absolutamente todo, fue copiado yprocesado.

El vigilante en las sombras aún no hizo nada,pero ya me tenía en su punto de mira.

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Capítulo tres

Al día siguiente, a las nueve de la mañana,regresé a la Facultad de Informática y entré en elvestíbulo para esperar a Judit. Al cabo de unosminutos, una chica muy guapa se aproximó a mí yse me quedó mirando con seriedad. Tardé unosinstantes en reconocerla; vestía un traje dechaqueta azul y una blusa violeta de seda, todo demarca, y llevaba un ligero maquillaje de tonosclaros. Parecía una niña bien del barrio deSalamanca. Pero en realidad era Judit.

—Anda, si eres tú —dije, arqueando las cejas—. No te había reconocido.

—La ropa es de mi madre —repuso—. Voy depija.

—¿Y eso? Te queda muy bien, pero ¿por qué elcambio?

—Hoy me interesa ir de pija —respondió, sinaclararme nada; y preguntó—: ¿Cómo intentaste

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conseguir la dirección de Figuerola?—Pregunté en la secretaría, pero me dijeron

que no podían darme información personal acercadel profesorado.

Judit volvió la mirada hacia las oficinas delcentro y, mientras se desabrochaba lentamente lostres primeros botones de la blusa, permanecióunos segundos pensativa.

—Voy a probar yo —dijo—. Espérame aquí.Judit echó a andar hacia la secretaría y vi que

se aproximaba al mismo funcionario cuarentón,calvo y malhumorado que me había atendido el díaanterior. Ella le dijo algo que, desde donde meencontraba, no pude oír, y él respondió. Solo queel mal humor había desaparecido de su rostro yahora lucía una radiante sonrisa. Hablaron duranteun rato y, luego, el funcionario desapareció, pararegresar al cabo de un par de minutos. El hombredijo algo, ella respondió y, acto seguido, sedespidieron. A continuación, Judit regresó a milado y dijo:

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—Ernesto Figuerola tiene treinta y siete años,trabaja en la universidad desde hace cinco, essoltero y vive en el número 49 de la calle GeneralArrando, tercero C.

A continuación recitó el número de su teléfonofijo. Me quedé con la boca abierta.

—¿Todo eso te lo ha contado el tío desecretaría? —pregunté.

—Sí.—Pero… ¿cómo lo has conseguido?—Al llegar, me he inclinado hacia delante y le

he dejado que me echara un vistazo a las tetas —respondió mientras se abrochaba la blusa—. Loshombres sois idiotas —añadió.

Desde luego, aquella chica era cualquier cosamenos tímida.

—Venga —dijo al tiempo que echaba a andarhacia la salida—. Vamos a casa de Figuerola.

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Mientras nos dirigíamos al domicilio deFiguerola a bordo del Mini de Judit, llamé por elmóvil al teléfono fijo del profesor, pero nadiecontestó. Por supuesto, aquella llamada tambiénfue registrada, aunque ya daba igual. La calleGeneral Arrando se encontraba en el centro deMadrid, en el barrio de Chamberí, y el número 49correspondía a un viejo edificio de viviendas.Subimos al tercer piso y pulsamos varias veces eltimbre de la puerta marcada con la letra C, peronadie nos abrió, de modo que regresamos al portaly hablamos con el portero. Mejor dicho, fue Juditquien, tras dedicarle al buen hombre una sonrisadeslumbrante, habló con él. Según el portero,hacía más o menos un mes, el señor Figuerola lehabía anunciado que iba a estar ausente por tiempoindefinido. Y no, no había dejado ningunadirección o teléfono de contacto.

Abandonamos el edificio y nos detuvimosjunto al Mini de Judit.

—Bueno —dije con aire resignado—, habrá

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que ir a clase. ¿Vas a la Ciudad Universitaria?—No —respondió mientras abría la puerta del

coche—. Y tú tampoco. Tenemos una cita.—¿Una cita? —repetí tontamente. Sin hacerme

caso, Judit se acomodó frente al volante. Me sentéen el asiento contiguo y pregunté—: ¿Qué cita?

—Con un tal José Hermida —respondió altiempo que ponía en marcha el motor—. Es eldirector de la Unidad de Atestados de Tráfico dela policía municipal. Quiero saber cómo fue elaccidente de Mario.

—¿Y ese tío nos va a recibir así porque sí?Judit arrancó el coche y enfiló calle abajo.—Ayer por la tarde llamé al alcalde —dijo—;

le conté que un amigo mío había muerto en unaccidente de moto y le pedí que me dejara ver elinforme policial.

Durante unos segundos me quedé mudo.—¿Conoces al alcalde? —logré preguntar al

fin.—Es mi padrino —respondió.

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Ninguno de los dos volvió a abrir la bocadurante el trayecto. Ella porque, en general,hablaba poco, y yo porque no dejaba depreguntarme quién demonios era esa chica.

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La Unidad de Atestados de Tráfico seencuentra en la calle del Plomo, al sur de laciudad. Tras identificarnos en la entradapresentando nuestros documentos de identidad, unpolicía uniformado nos condujo a un ampliodespacho donde, sentado tras un escritorio bajouna foto del rey, se encontraba el director de launidad, José Hermida, un cincuentón serio ydelgado impecablemente vestido con traje ycorbata.

—Encantado de conocerla, señorita Vergara —dijo Hermida con untuosa deferencia al tiempo queestrechaba la mano de Judit—. Don Alberto me

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avisó de su visita. ¿Cómo está su padre?—Muy bien, gracias. —Judit me señaló con un

ademán—. Él es Óscar Herrero; también eraamigo de Mario Rocafort.

Al estrecharme la mano, Hermida no pudoevitar mirarme de arriba abajo, como si noacabara de entender qué hacía alguien como yo ensu despacho. Entonces comprendí por qué Judit sehabía vestido de aquella manera, y comencé asentirme un tanto fuera de lugar con misdeportivas, mis vaqueros y mi ajada cazadora.Tras las presentaciones, el director nos invitó aacomodarnos en las sillas que estaban frente a suescritorio y regresó a su sillón.

—Bien, señorita Vergara —dijo—; donAlberto me ha pedido que la ayude en todo lo queesté en mi mano. Por lo que me ha contado, estáusted interesada en el trágico accidente dondefalleció el joven… —Le echó un vistazo a unacarpeta que descansaba sobre el escritorio yconcluyó la frase—: Mario Rocafort Sedano.

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—Nos gustaría saber qué pasó.Hermida abrió la carpeta y señaló con un dedo

los papeles que contenía.—Esto es una copia del atestado —dijo—.

Según el informe policial, el finado circulaba ensu motocicleta a gran velocidad por la avenida dela Ilustración en dirección noroeste.Aparentemente, al llegar al cruce con la avenidade Monforte de Lemos, se saltó un semáforo enrojo y chocó contra una furgoneta, falleciendo enel acto.

—¿Qué hora era? —preguntó Judit.—El choque tuvo lugar exactamente a las cinco

y veintiséis de la madrugada. Apenas había tráfico.Se produjo un silencio.—¿Eso es todo? —dijo Judit—. ¿No hubo

nada extraño en el accidente?—Pues ya que lo menciona… —Hermida

titubeó—. Sí, sí que hubo algo extraño. Verá,señorita Vergara, justo en ese cruce hay unacámara de vigilancia de tráfico, pero, por algún

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motivo, dejó de grabar durante cuarenta y seissegundos, justo cuando se producía el accidente —carraspeó—. Aunque el conductor de la furgonetaaseguraba que su semáforo estaba en verde y quefue el conductor de la moto quien se saltó el suyoen rojo, debíamos comprobarlo. No encontramostestigos, pero, por fortuna, cerca del lugar dondese produjo el choque hay un banco cuya cámara deseguridad encuadra parcialmente el cruce de lasdos avenidas. Requisamos la grabación y…

El hombre respiró hondo y dejó escapar el airelentamente.

—¿Y…? —le apremió Judit.—De madrugada, ese semáforo de la avenida

de la Ilustración permanece siempre un minuto ymedio en rojo. Invariablemente: noventa segundosen rojo y noventa segundos en verde con elintervalo de la luz naranja. Pues bien, examinamosla grabación del banco y descubrimos que aqueldía, en aquel preciso momento, el semáforo sepuso en rojo normalmente… Pero a los veintiún

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segundos, la luz cambió a verde. Justo cuandopasaba por allí Mario Rocafort.

Judit entrecerró los ojos.—Entonces —dijo en voz baja—, tanto Mario

como el conductor de la furgoneta cruzaron con laluz en verde.

—En efecto, así es. El semáforo de laIlustración permaneció en verde de forma anómaladurante veintitrés segundos, a continuación volvióa rojo sin pasar por naranja y luego recuperó suritmo normal. Los técnicos del ayuntamiento lo hanrevisado, pero aparentemente no le pasaba nada,estaba en perfecto estado. No obstante, porseguridad, lo han cambiado por otro nuevo.

—¿Cómo pudo ocurrir eso? —preguntó Judit.Hermida se encogió de hombros.—Es inexplicable.—Perdone —intervine—. ¿Es posible que

alguien manipulara el semáforo?Hermida me miró con un punto de sorpresa,

como si se hubiera olvidado de que yo estaba allí.

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—La cámara de vigilancia dejó de grabardurante menos de un minuto —respondió—.Hemos examinado las imágenes anteriores al falloy no muestran nada extraño. Nadie le hizo nada alsemáforo.

—¿Y a distancia? —insistí—. No sé, desde elcontrol central o algo así…

—Los semáforos están controlados por unsistema informático —me explicó pacientemente—. Para modificar su funcionamiento hay queintroducir nuevos parámetros en los ordenadores,lo cual quedaría registrado en la memoria delsistema. Y eso no ha ocurrido —suspiró—. No hayque darle más vueltas: se produjo un inexplicablefallo técnico que tuvo funestas consecuencias.Lamentable, pero eso es todo.

Un nuevo silencio se extendió por el despacho.—¿Podríamos ver las imágenes del accidente?

—dijo Judit.—No, lo siento —repuso el director—. Ya no

tenemos la grabación; la hemos remitido al

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juzgado.Judit se puso en pie.—Entonces no le molestamos más —dijo—.

Muchas gracias por ayudarnos.Hermida nos acompañó a la puerta y se

despidió de Judit rogándole que le transmitiera un«respetuoso saludo» a su padre. Abandonamos eledificio de la Unidad de Atestados y nos dirigimosen silencio al lugar donde estaba aparcado elMini. Tras montarnos en él, Judit se giró hacia míy declaró con gran seriedad:

—Lo de Mario no fue un accidente, sino unasesinato.

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Me sentía confuso; no sabía qué pensar.—Eso no es seguro —murmuré.—Tú también lo piensas. Si no, ¿por qué has

preguntado si alguien había podido manipular el

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semáforo? —sacudió la cabeza—. La cámara devigilancia deja de grabar porque sí, el semáforo seestropea inexplicablemente… ¿Qué más quieres?

—A lo mejor son coincidencias —repliquécon escasa convicción.

—Demasiadas coincidencias. Además,recuerda que en la carta que te escribió, Mariotemía por su vida. Y ahora está muerto.

Me froté los ojos con el índice y el pulgar.—Vale —acepté—; es todo muy raro. Y

sospechoso, de acuerdo. Entonces, deberíamos darparte a la policía y entregarles la carta y elpendrive.

Judit negó con la cabeza.—Mario no quería que recurrieras a la policía.

Lo dice en la carta.De repente, me sentí enfadado.—¿Y por qué narices no podemos llamar a la

poli? —repliqué en voz quizá demasiado alta—.Si sospechamos que se ha cometido un crimen, eslo que se supone que deberíamos hacer, ¿no? ¿O

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qué pasa, es que hay una conspiración mundial enla que está implicada la policía? Por favor, esabsurdo.

Judit me contempló en silencio durante unossegundos, inexpresiva, como aguardando a que mecalmase.

—Mario no era tonto, Óscar —dijo finalmenteen voz baja—. Todo lo contrario. Si no quería querecurrieras a la policía, sus motivos tendría.

—¿Qué motivos?—No lo sé. Pero debemos hacerle caso.Suspiré.—Vale, como quieras —dije—. ¿Y ahora qué?—Ahora debemos encontrar a Figuerola.—Pero ha desaparecido. ¿Cómo narices damos

con él?—Ya se nos ocurrirá algo. Entre tanto,

deberíamos enterarnos de qué va este asunto.¿Tienes prácticas esta tarde?

—Sí. Y no estaría mal que me pasara de vez encuando por clase.

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—De acuerdo. Entonces te recogeré mañana ala una y media en tu facultad.

—¿Para qué?—Para echarle un vistazo al piso donde vivía

Mario. Lo compartía con otros dos estudiantes:Eduardo y Felipe. Les conozco; no hay problema,nos dejarán pasar.

Acto seguido, arrancó el Mini y puso rumbo ala Ciudad Universitaria.

Aquella noche, después de ir a la emisora,quedé con Paloma, pero no debí de ser unacompañía muy divertida, pues pasé la mayor partedel tiempo ensimismado y distraído. Luego, unavez en casa, tardé mucho en conciliar el sueño. Meinquietaba pensar que mi antiguo compañero decolegio hubiese sido asesinado, pero más aún measustaba preguntarme quién podría tener tantopoder como para controlar las cámaras devigilancia y los semáforos de la ciudad.

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Capítulo cuatro

Al día siguiente, sin embargo, vi las cosas deuna forma distinta. Ya no tenía tan claro que Mariohubiese sido asesinado y empezaba a creer que losextraños sucesos relacionados con su accidente nohabían sido más que casualidades. A fin decuentas, estaba en el mundo real, ¿no es cierto?, yen el mundo real, al contrario que en las novelas,no abundan las conspiraciones ocultas ni losasesinatos sofisticados.

Pasé la mañana en clase y, a la una y media,salí al exterior de la facultad para esperar a Judit.Ella se presentó puntual a bordo del Mini; habíarecuperado su aspecto original y vestía unospantalones negros y una cazadora de cuero delmismo color. Su maquillaje, de nuevo, era oscuroy un poco siniestro, y en una aleta de la nariz lebrillaba un piercing de oro. Me senté a su lado ypartimos en dirección a la calle de San Laureano,

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a las afueras de la ciudad, donde se encontraba elpiso de Mario. Tras unos minutos de silencio,comenté:

—Así que te apellidas Vergara…Sin apartar la vista del tráfico, Judit asintió.—¿Quién es tu padre? —pregunté.—Se llama José.—Ya, pero ¿a qué se dedica?—A muchas cosas —respondió lacónicamente.Estaba claro que era la chica menos habladora

del mundo, de modo que proseguimos en silencioel trayecto. La casa de Mario se encontraba en lacuarta planta de un moderno edificio de viviendas.Nos recibió uno de sus compañeros de piso,Felipe, un estudiante de ingeniería aeronáutica, ynos condujo al salón, donde se hallaba Eduardo, eltercer habitante de la casa, alumno de arquitectura.Tras acomodarnos en unas sillas, Felipe comentó:

—Qué putada lo de Mario…—Ha sido un palo —asintió Eduardo.—¿Cómo lo llevas? —le preguntó Felipe a

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Judit—. Ya sé que lo habíais dejado, pero…—Estoy bien —dijo ella—. Quería

preguntaros algo. La última vez que me encontrécon Mario le vi muy raro. ¿Notasteis algo extrañoen él?

Los dos compañeros de piso intercambiaronuna mirada.

—No puede decirse que Mario fuese muynormal —observó Eduardo.

—Pero sí —terció Felipe—; últimamenteestaba más raro que de costumbre…

—¿En qué sentido?—Se tiraba todo el día y toda la noche

encerrado en su cuarto, currando. Casi no dormía yapenas hablaba con nosotros. Supongo que estabatrabajando en la tesis, pero…

—Hará un mes o así —dijo Eduardo—, vi ensu cuarto un frasco de anfetas. El tío se estabamachacando.

Hubo un silencio.—¿Eso es todo? —preguntó Judit—. ¿No

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ocurrió nada anormal?Felipe se encogió de hombros.—No, nada… —dijo.—Bueno, está lo del robo —intervino

Eduardo.—¿Qué robo? —preguntó Judit, súbitamente

interesada.—El mismo día del accidente de Mario,

mientras estábamos fuera, entraron en el piso y lopusieron todo patas arriba.

—Lo alucinante —dijo Felipe— es que no sellevaron nada. Y eso que Mario tenía un equipoinformático de la leche, pero ni lo tocaron. No séqué narices buscarían…

—¿Lo denunciasteis a la policía? —preguntóJudit.

—¿Para qué? —repuso Eduardo—. Norobaron nada.

—Oye —terció Felipe con el ceño fruncido—,¿pasa algo?

—No, nada —dijo Judit—. Solo quería saber

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cómo le iba a Mario; ya sabes que hacía tiempoque no nos veíamos. Por cierto, ¿todavía están suscosas aquí?

—Sí —respondió Eduardo—. Su hermano nostelefoneó y dijo que se pasaría a recogerlas lasemana que viene.

Judit me señaló con un gesto.—Es que Óscar le dejó a Mario un libro —

dijo— y le gustaría recuperarlo.—¿Un libro? —Felipe me miró—. ¿Qué libro?Aquello me cogió por sorpresa, pero reaccioné

casi sin vacilar.—Neuromante, de Gibson —improvisé,

citando el primer título que me vino a la cabeza.—¿Una novela? —Felipe puso cara de

extrañeza—. Qué raro; Mario no solía leernovelas. Desde luego, yo no la he visto por casa.¿Y tú, Edu?

—Tampoco.—¿Os importa que miremos en la habitación

de Mario? —preguntó Judit.

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—No, claro. Adelante…En el dormitorio había una cama, un armario,

un par de sillas y una mesa de trabajo sobre la quedescansaban dos monitores, un teclado y diversosaccesorios informáticos. De las paredes colgabanvarios anaqueles con libros y papeles apilados y,como único adorno, la foto de un tipo calvete queun rótulo identificaba como John Von Neumann. Alentrar en la habitación, Felipe, que nos habíaacompañado, dijo:

—Estaba todo tirado por el suelo y Edu y yo lorecogimos, pero estará desordenado. Venga, osecho una mano…

Así que nos pusimos los tres a intentarencontrar una novela que no estaba allí. Mientrasrevolvía entre los libros (todos relacionados conla informática) y los papeles, no dejaba depreguntarme qué se suponía que estábamosbuscando en realidad. Entonces, Judit se acercó amí, me entregó disimuladamente un pendrive ysusurró:

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—Cuando me lleve a Felipe de aquí, enciendeel ordenador y copia todos los archivos queencuentres.

Acto seguido, se volvió hacia Felipe y le dijo:—¿Me das un vaso de agua?Judit y el compañero de piso de Mario se

dirigieron a la cocina y yo me quedé solo en eldormitorio. Solo y un poco desconcertado. Trasunos segundos de vacilación, examiné el equipoinformático y comprobé que todos los aparatosestaban conectados a una regleta llena de enchufescon un interruptor. Lo oprimí y, al instante, elequipo cobró vida. Me senté frente a la mesa y,mientras el ordenador se iniciaba, me puse abuscar una excusa convincente por si mesorprendían fisgando.

No encontré ninguna, así que me concentré enlos dos monitores. El de la derecha mostraba elescritorio del sistema operativo Mac de Apple y elde la izquierda una pantalla en blanco. Empuñé elratón y me puse a cliquear en busca de archivos.

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Pero no encontré ninguno, ni uno solo, nada, cero.Tanto el disco duro del ordenador como otros dosexternos estaban completamente vacíos.

Solté el ratón y aparté la mirada, pensativo.¿Cómo era posible que en el ordenador de unchiflado de la informática no hubiese nada? Eso notenía sentido…

De repente, advertí algo por el rabillo del ojo;alcé la cabeza y me quedé mirando la pantalla dela derecha. Ya no estaba el escritorio de Mac, sinoun rostro: mi propio rostro. Parpadeé y mi imagenen el monitor parpadeó. Una cámara me estabagrabando. Paseé la mirada por la superficie de lamesa y allí estaba, encima de una peana, unapequeña webcam que me enfocaba directamente.La debía de haber conectado sin darme cuenta…

Entonces, una nueva imagen me sobresaltó.Esta vez apareció en el monitor de la izquierda: unrostro de mujer. La imagen apenas duró un segundoantes de que la pantalla volviera a quedarse enblanco, pero pude verla con toda claridad. Una

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joven rubia, muy guapa, que parecía mirarmefijamente.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Depronto, pese a estar solo, sentí como si unapresencia invisible se hubiera materializado en eldormitorio. Al cabo de unos instantes, escuché a lolejos las voces de Judit y de Felipe acercándose.Me incorporé bruscamente, desconecté el equipo yabandoné a toda prisa la habitación.

Supongo que esa fue la primera vez que él, elenemigo, vio mi imagen.

@

Les dije que no había encontrado la novela y,tras despedirnos de Felipe y Eduardo,abandonamos el piso. Al salir a la calle, medetuve y le devolví el pendrive a Judit.

—¿Lo has copiado todo? —preguntó.—No, no he copiado nada.

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Arqueó una ceja.—¿Por qué?—Porque no había nada, ni un solo documento.Un destello de sorpresa brilló en sus ojos.—¿Seguro?—Sí. Los discos duros estaban vacíos. —

Titubeé—. Aunque, no sé, vi algo en unapantalla…

—¿Qué?Exacto: ¿qué había visto? Me encogí de

hombros.—Nada; no tiene importancia. Sería un

salvapantallas o algo así.Tras reflexionar unos instantes, Judit miró a su

alrededor y señaló un bar cercano.—Son casi las tres —dijo—. Vamos a comer

algo.Nos sentamos a la barra del bar. Judit pidió un

sándwich mixto y una coca light, y yo un bocata delomo y una cerveza; mientras aguardábamos elpedido, Judit comentó:

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—En la habitación de Mario no había ningúnCD, ni pendrives, ni disquetes. ¿Te fijaste?

No, la verdad es que no me había fijado.—Quizá se los llevaron los tipos que entraron

a robar —sugerí.—¿Y también borraron los archivos del

ordenador?—Puede.Sacudió la cabeza.—No lo creo —dijo—. Me parece que fue

cosa de Mario.—¿Mario se deshizo de sus propios archivos y

borró la memoria de su ordenador?—Es lo más probable. Piénsalo: Mario había

obtenido unas pruebas y pensaba sacarlas a la luz;lo dice en la carta. Pero al mismo tiempo temíapor su vida; es decir, pensaba que alguien iba trasél. De modo que reunió las pruebas y, antes deirse, borró los rastros. Es lo que yo hubiera hecho.

Cerré los ojos y me froté el puente de la nariz.—¿Pruebas de qué? —pregunté con cansancio.

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—Ya sabes que no lo sé; pero, al parecer, esalgo importante. Lo más probable es que esaspruebas estén copiadas en el pendrive que te envióMario.

Nos miramos en silencio durante unossegundos y entonces sucedieron dos cosas casisimultáneamente: el camarero llegó con el pedidoy mi móvil comenzó a sonar. Atendí la llamada yuna voz dijo en el auricular:

—¿Óscar? Soy Tomás, de la Facultad deInformática, ¿te acuerdas?

—Claro. ¿Sabes algo del amigo de Mario?—Sigue sin aparecer por clase, pero he

conseguido su dirección y su teléfono. Apunta…Saqué un bolígrafo y anoté en una servilleta de

papel el nombre de la calle y un númerotelefónico. Luego, tras darle las gracias a Tomás,colgué y le dije a Judit:

—Era un tío que conocí en Informática. Me hadado la dirección y el número de teléfono deFrancisco Melgar, un compañero de clase de

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Mario.—Fran, le conozco —asintió—. Eran muy

amigos.Nos quedamos en silencio. Yo aún tenía el

móvil en una mano; lo miré, miré el bocadillo,luego de nuevo el móvil, y pregunté:

—¿Le llamo?Inexpresiva, Judit movió lentamente la cabeza

de arriba abajo. Vale, era una pregunta idiota.Marqué el número telefónico y, al poco, respondióuna voz de señora mayor. Pregunté por FranciscoMelgar y la mujer me pidió que esperara unmomento; medio minuto más tarde, una profundavoz masculina sonó en el auricular:

—Diga…—¿Francisco?—Sí. ¿Quién eres?—Me llamo Óscar, no nos conocemos. Soy un

viejo amigo de Mario Rocafort y me gustaríahablar contigo. ¿Podríamos vernos en algúnmomento?

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Hubo un largo silencio cuajado de estática.—Mario ha muerto —repuso finalmente en

tono gélido.—Lo sé. Verás, hacía tiempo que no le veía y

quería hacerte unas preguntas sobre…—Estoy muy ocupado —me interrumpió.—Solo será cosa de media hora y, si quieres,

para no molestarte voy a tu casa. Por favor, tengomucho interés en hablar contigo…

—¡Pero yo no, coño! —volvió ainterrumpirme, ahora con brusquedad—. No tengonada que decirte de Mario. La ha palmado y punto.¿Vale? Ahora déjame en paz.

Y colgó. Judit me miró, expectante.—Me ha mandado a freír espárragos —dije.Judit entrecerró los ojos y, tras una pausa, sacó

su móvil de un bolsillo, le echó un vistazo alnúmero que estaba escrito en la servilleta y lomarcó. Se llevó el teléfono a la oreja y al cabo deunos segundos dijo:

—¿Fran? Soy Judit, la amiga de Mario. ¿Te

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acuerdas de…? —Se interrumpió y unos segundosdespués añadió—: Oye, pero…

Luego se me quedó mirando y devolvió elmóvil al bolsillo.

—Me ha dicho que no vuelva a llamarle y hacolgado.

De nuevo nos contemplamos en silencio.—¿Y ahora qué vamos a hacer? —pregunté.—Comer —respondió ella al tiempo que cogía

su sándwich y le daba un mordisco.

@

Judit me llevó a casa y se despidió de mídiciendo que ya me llamaría. Al entrar en el piso,encontré a Emilio en el salón, cobijado bajo unamanta, mirando la televisión con la narizenrojecida y un paquete de kleenex sobre elregazo.

—¡Estoy malito! —aulló al verme entrar.

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—¿Qué te pasa?—Gripe —respondió con cara de perro

apaleado.—Vaya, qué putada. ¿Necesitas algo?—Un masaje me vendría bien…—Pues busca en las páginas de contactos del

periódico. Aparte de eso, ¿algo más? ¿Comida,medicinas…?

—He comido en la facultad y luego me hecomprado un kilo de aspirinas. Entonces, ¿no vas acuidarme y mimarme?

—No, pero cuentas con todo mi apoyo moral.Soltó dos estornudos consecutivos.—Coño, que me estoy muriendo… —musitó en

tono plañidero.—Y yo estoy a punto de irme a la radio.

Tranquilo: sobrevivirás.—¡Nadie me quiere! —aulló de nuevo

mientras me alejaba en dirección a mi cuarto—.¡Estoy solito en el mundo!

Aquella tarde, cuando estaba en la emisora,

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seguí dándole vueltas al asunto de Mario. Alaveriguar que unos extraños habían entrado en supiso el mismo día del accidente, las casualidadesque rodeaban la muerte de mi viejo compañero decolegio dejaron de parecerme eso, casualidades,para convertirse en señales que apuntaban en lamisma dirección: alguien había asesinado a Mariopara impedirle que hiciera públicas ciertaspruebas sobre… algo.

Pero es que, aparte de obsesionarme conaquella casi certeza, había otra cosa que no podíaquitarme de la cabeza, algo que había dicho Judit:esas pruebas, las pruebas de lo que puñetas fuese,debían de estar almacenadas en el pendrive queme envió Mario.

Y si a Mario le habían matado por eso, yotambién estaba en peligro.

Cuando acabé en la emisora telefoneé aPaloma, pero no quedé con ella. Estaba cansado yno me apetecía salir. Además… no sé, me sentíararo, confundido, estúpido. Porque no podía dejar

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de pensar en Judit. Era absurdo, acababa deconocerla, pero me fascinaba. Porque era muyguapa, sí, aunque no se trataba solo de eso. A Juditla rodeaba una especie de aura de misterio, comosi hubiera algo en ella que, por mucho que lointentases, jamás podrías conocer, y ese toqueenigmático era… muy sexy.

Sacudí la cabeza, intentando espantar aquellospensamientos, y me fui directamente a casa, dondeencontré a Emilio metido en la cama y tiritando acausa de la fiebre. Le di un par de aspirinas, lecalenté un bote de sopa y le hice compañíamientras se la tomaba. Luego, se quedó mediodormido y yo me fui a mi cuarto.

Sin tener en mente nada concreto, me sentéfrente al escritorio, abrí un cajón, cogí el pendrivede Mario y me lo quedé mirando, pensativo.Luego, contemplé de reojo mi portátil, quedescansaba apagado sobre la mesa, y pensé queformatear un disco duro era fácil; lo malo es que,al hacerlo, me cargaría todos los datos que había

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en el ordenador. ¿Por qué demonios decía Marioque había que examinar el pendrive en unordenador recién formateado? ¿No bastaría condesconectarlo de la Red?

Así fue como cometí la mayor tontería de mivida, un error que me conduciría de cabeza alinfierno. Encendí el portátil y, una vez que se huboiniciado, cerré la conexión con Internet. Luegoinserté el pendrive en un puerto USB. Al instantese abrió una ventanita de opciones de uso; hicedoble clic y en la pantalla se desplegó una carpeta.Tal y como había escrito Mario, solo había dosarchivos: «Camaleón» y «Miyazaki».

Tras unos instantes de duda, cliqueé sobre«Miyazaki» y apareció una ventana con el rótulo«insert password». Me pedía una contraseña.Decepcionado, eliminé la ventana e hice dobleclic sobre «Camaleón». Apareció otra ventana queme solicitaba permiso para instalar un programa.¿Un programa? Soy un analfabeto informático, letenía terror a los programas desconocidos;

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además, no quería que quedara ninguna huella enel ordenador, así que cliqueé sobre «cancelar»,desenchufé el pendrive y lo guardé de nuevo en elcajón.

Acto seguido, me conecté de nuevo a Internet yle eché un vistazo al correo electrónico. Lo queentonces no sabía era que mi portátil estabainfectado por un virus desconocido, y que esevirus, nada más conectarme a la Red, envió a unoperador remoto la información que,clandestinamente, había copiado del pendrivemientras estuvo insertado en el ordenador. Porfortuna, como supe más tarde, no pudo copiarmucho; Mario era un genio y había levantadobarricadas informáticas para impedir inspeccionesno deseadas, pero aun así la información que envióbastó para activar la alarma general.

Desde ese momento, mi cabeza tuvo precio.

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Capítulo cinco

Judit me telefoneó a la mañana siguiente, muytemprano, justo cuando me estaba preparando eldesayuno.

—Tenemos que vernos —dijo, sin molestarseen saludarme—. Te pasaré a buscar a las cinco.Espérame en el portal de tu casa.

—No puedo —dije—. Tengo que ir a laemisora.

—¿También trabajas los viernes?—Y a veces los fines de semana. Soy un

esclavo.—Pues di que estás enfermo. Es importante.—¿Pasa algo?—No, pero tenemos que hacer una cosa. Ah, y

coge el pendrive.—Pero…Colgó sin despedirse. Mientras le daba

pausados sorbos al café con leche, pensé que Judit

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parecía haber asumido el control desde el primerdía que la vi y eso me hizo sentir un poco inútil.Hasta el momento, no había hecho más que irdetrás de ella. Al menos, me dije, fui yo quienlocalizó la dirección de Francisco Melgar, elamigo de Mario. Aunque para lo que nos habíaservido…

Después de desayunar, fui al cuarto de Emilio.Estaba dormido; le toqué la frente y comprobé queno tenía demasiada fiebre, así que le dejé sobre lamesilla un vaso de leche y una nota diciéndole quevolvería al mediodía para prepararle la comida.

Pasé la mañana en la facultad y regresé a casapoco después de las dos. Emilio estaba despierto,sentado en el salón bajo dos gruesas mantas; lafiebre le había subido y no tenía muy buen aspecto.Preparé espaguetis y un par de tortillas y nossentamos a la mesa, aunque Emilio apenas probóbocado. Estaba tan hecho polvo que ni siquieratenía fuerzas para bromear, así que después decomer se fue directo a la cama. Al cabo de una

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hora, llamé a la emisora para decir que no iría esatarde, cogí el pendrive de Mario y bajé al portal.Judit se presentó a las cinco en punto. Subí al Miniy ella arrancó al tiempo que me preguntaba:

—¿Has traído el pendrive?—Sí. ¿Adónde vamos?—A Intracom.—¿Y eso qué es?—Una empresa de servicios informáticos.

Vamos a ver qué hay dentro del pendrive.A punto estuve de decirle que yo ya había

echado un vistazo, pero como lo había hechocontraviniendo las indicaciones de Mario, optépor callarme. Entonces me fijé en que Judit iba denegro, como siempre, pero no llevaba el habitualmaquillaje oscuro. De hecho, no llevaba ningunaclase de maquillaje, y quizá por eso estaba másguapa que nunca. Disimuladamente, observé superfil, la nariz, los labios, la barbilla, la claracurva del cuello, el contorno de sus senos…¿Cómo es que una chica tan guapa se había

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enamorado de Mario? Porque Mario no eraprecisamente un galán; tenía un aspecto del montóny era reservado y raro. ¿Qué había visto Judit enél? Estaba claro: inteligencia; justo algo de lo queyo no me sentía muy sobrado en esos momentos.

Intracom se hallaba en el extrarradio, en unparque empresarial situado al oeste de la ciudad.Por culpa del tráfico tardamos casi tres cuartos dehora en llegar, pero una vez que pusimos los piesen la empresa, poco faltó para que nos sacaran laalfombra roja. Salió a recibirnos el mismísimodirector general; mejor dicho, salió a recibir aJudit, le preguntó atentamente por su padre y luegoañadió que la iba a atender su mejor técnico, uningeniero informático llamado Juan Olivares.Mientras el director nos acompañaba al despachode su empleado, me pregunté por enésima vezquién demonios era esa chica.

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Olivares tenía treinta y tantos años, llevaba elpelo largo, recogido en una coleta, y unas gafas delentes redondas, al estilo John Lennon, que lebrindaban un aspecto más parecido al de un hippytrasnochado que al de un ingeniero. Traspresentarnos, el director general abandonó eldespacho y Olivares le preguntó a Judit:

—Bien, señorita Vergara; ¿qué puedo hacerpor usted?

—Lo primero, tutearme. ¿Habéis hecho lospreparativos que pedí?

—Sí. —Señaló el ordenador que descansabasobre una mesa de trabajo y agregó—: El discoduro formateado y sin conexión a la Red.

—¿Lleva algún componente o software deTesseract Systems?

—No; todo es HP y Microsoft.—De acuerdo. Verás, Juan: nos gustaría que

examinaras el contenido de un pendrive. Tanto loque se ve como lo que no se ve.

Judit se volvió hacia mí y yo le entregué el

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pendrive al técnico. Este nos invitó a sentarnos enun par de sillas que estaban situadas frente a unescritorio y se acomodó ante el ordenador. Insertóel pendrive en un puerto y comenzó a manipular elratón y el teclado. Al cabo de unos minutospreguntó:

—Uno de los programas me pide unacontraseña. ¿La tenéis?

Negamos con la cabeza y él volvió aconcentrarse en lo que estaba haciendo. De hecho,se concentró tanto que durante la siguiente mediahora no apartó los ojos del monitor. Al cabo deese tiempo, dejó caer las manos sobre el regazo ypreguntó:

—¿Quién ha diseñado esto?—Un amigo —respondió Judit.—Pues es un programador condenadamente

bueno —Olivares se pasó una mano por la cabezay prosiguió—: Bien, el archivo «Miyazaki» es unaespecie de PGP, solo que mucho más complejo.

—¿Qué es un PGP? —pregunté.

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—Un programa de encriptación de datos.«Miyazaki» contiene gran cantidad de información,pero ha sido cifrada de tal modo que, aunquepudiera acceder a ella (que no puedo), soloencontraría un montón de bits sin sentido. Ahorabien, si se introduce la clave adecuada, lainformación se vuelve accesible.

—¿Qué clase de clave? —preguntó Judit.Olivares se encogió de hombros.—Ni idea. Puede ser alfabética, numérica,

alfanumérica o cualquier otra cosa.—¿Y sin esa clave no existe ninguna forma de

descifrar la información?—A veces, los programadores ocultan una

«puerta de atrás» en sus programas; es decir, unaforma de entrar en el sistema burlando losprivilegios de acceso. —Dejó escapar un suspiro—. Pero si «Miyazaki» la tiene, está pero que muybien escondida.

—¿Y hackeándolo? —pregunté.Los labios del ingeniero se curvaron en una

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sonrisa algo irónica.—Hollywood —dijo— nos ha acostumbrado a

la imagen del típico adolescente pirado de lainformática que vulnera él solito y desde sudormitorio los códigos de seguridad de la CIA odel Pentágono, pero eso solo ocurre en laspelículas. Para hackear esta clase de programashabría que recurrir al criptoanálisis; es decir, laciencia que se dedica al descifrado de textosencriptados. Por desgracia, el criptoanálisis es unaciencia prácticamente muerta, porque ya existenprogramas de cifrado absolutamente invulnerables.—Señaló la pantalla—. Y este lo es.

Nos quedamos en silencio durante unossegundos.

—¿Y el otro archivo? —preguntó Judit.—«Camaleón», sí… Bueno, también es un

programa, pero completamente distinto. Enrealidad, es algo muy común, un, o CMS, y permiteconfigurar una estructura de soporte para lacreación y gestión de páginas web.

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—¿«Camaleón» es una página web? —dijoJudit, extrañada.

—El diseño y el contenido de una página web,sí. Solo le falta conectarse a la Red.

—¿Podemos verla?Tras un titubeo, Olivares preguntó a su vez:—¿Cabe la posibilidad de que vuestro amigo

os haya gastado una broma?Judit negó con la cabeza.—No. ¿Por qué?—Pues porque las imágenes de esa web son un

tanto… groseras.—¿Te importa que las veamos? —insistió Judit

con el ceño fruncido.Olivares se encogió levemente de hombros;

luego, giró el monitor hacia nosotros y oprimió unatecla. Al instante, una serie de fotografías sedesplegaron en la pantalla. Una mostraba a unhombre y una mujer desnudos practicando ciertamodalidad sexual explícitamente prohibida por laBiblia e ilegal en muchas comunidades; en otra se

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veía a dos chicas tan desnudas como la parejaanterior ejercitando el número anterior al setenta;otra más ofrecía la imagen en primer plano de unpubis femenino afeitado… Había otras fotos máspequeñas que no pude distinguir bien y, arriba, elnombre de la web escrito en rutilantes letras rojas:

El archivo «Camaleón» era una páginapornográfica.

@

Decir que aquello nos sorprendió sería unapobre forma de expresarlo; nos quedamos depiedra, boquiabiertos, estupefactos con la vistafija en aquella imágenes soeces. Después de tantomisterio y tanta paranoia ¿una páginapornográfica?

—¿Hay algo más en el pendrive? —preguntóJudit, apartando la mirada del monitor—. ¿Algoque no pueda verse?

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—Pues sí —respondió Olivares al tiempo quedesconectaba el programa—; un montón detrampas, por así decirlo. Por ejemplo, no consigocopiar ni mover el archivo «Miyazaki»; cuando lointento, el sistema se cuelga. Vuestro amigo diseñóun programa más impenetrable que Fort Knox. Sime dejáis el pendrive unos días, quizá pueda…

—No —le interrumpió Judit—. Tenemos quellevárnoslo.

—Como quieras —aceptó el ingeniero—. Detodas formas, he instalado «Camaleón» en elordenador. Si no os importa, me gustaríaexaminarlo con más detenimiento; quizá se mehaya pasado algo por alto. —Esbozó una tímidasonrisa—. Me refiero al programa, no a laschicas…

Olivares me devolvió el pendrive y luego lepidió el número de teléfono a Judit, para llamarlaen el caso de que descubriera algo nuevo en«Camaleón». A continuación, el ingeniero nosacompañó a la salida y, tras despedirnos de él, nos

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dirigimos al aparcamiento de la empresa. Mientrascaminábamos, llamé por teléfono a Emilio, perono respondió, así que supuse que estaba dormido.Una vez dentro del coche, y antes de que Juditarrancase, pregunté:

—¿A Mario le iba el porno?—Tanto como a ti.—Pues entonces, mucho —repuse sonriente.Judit se me quedó mirando muy seria, con una

ceja alzada.—Era una broma —aclaré, sonrojándome. Y,

tras un carraspeo, añadí—: ¿Por qué crees queMario me envió una página web pornográfica?

—No tengo ni idea. Quizá lo explique elarchivo «Miyazaki».

«Un archivo al que es imposible acceder»,pensé, suspirando con desánimo, y pregunté:

—Bueno, ¿y ahora qué?Judit se quedó unos segundos pensativa y

respondió:—Deberíamos hacerle una visita a Fran.

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—¿Al amigo de Mario? ¿Ese que nos cuelga elteléfono? No parece muy dispuesto a hablar connosotros.

—Pero si vamos a verle —respondió altiempo que ponía en marcha el motor—, al menosno podrá colgarnos.

—Vale, como quieras. —Consulté el reloj:eran casi las siete y media—. Pero antes pasemospor mi casa; Emilio, mi compañero de piso, hapillado la gripe y quiero ver si está bien.

Judit asintió con un cabeceo y arrancó. Al cabode unos minutos, comenté:

—El director de esa empresa, Intracom, te hatratado como a una reina.

—Ya.—Y… ¿por qué?—Mi padre es accionista de la compañía.—¿Ah, sí? ¿Y tiene muchas acciones?—La mayoría. Pero eso da igual. —Me miró

de soslayo y luego volvió a concentrarse en laconducción—. Estaba pensando algo, Óscar.

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Según decía Mario en la carta, si no encontrabas aFiguerola, debías ocuparte tú del asunto.

—Ya. ¿Y qué, si ni siquiera sé de qué asunto setrata?

—Supongo que el archivo «Miyazaki» loexplica.

—Pero no tenemos la contraseña.—Te equivocas. Tú debes de conocer esa

contraseña.—¿Por qué?—Porque Mario confiaba en que pudieras

acceder a «Miyazaki», así que la contraseña tieneque ser algo que solo él y tú conocierais. Algo devuestra infancia, del colegio, lo que sea…

Me encogí de hombros.—Pues no se me ocurre qué.—Quizá en la carta haya alguna pista que no

hemos sabido ver —sugirió Judit.Volví a encogerme de hombros.—Quizá… —dije, sintiendo un vago mareo.Proseguimos el trayecto en silencio, absortos

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en nuestros pensamientos. Al llegar a mi calle,Judit estacionó el Mini frente al portal; luego,siempre en silencio, entramos en el edificio ysubimos a mi piso.

Nada más abrir la puerta, comprendí que algoiba condenadamente mal. El salón estaba revueltoy desordenado, con los muebles tumbados y todotirado por el suelo. Durante unos segundos mequedé inmóvil, incapaz de asimilar lo que estabaviendo; de repente, solté un gemido, eché a correrhacia el dormitorio de Emilio y abrí la puerta degolpe. De nuevo me paralicé.

El cuarto estaba tan desordenado como elsalón, pero no me fijé en eso. Lo primero que vifue la sangre, una enorme mancha roja queempapaba las sábanas. Luego vi un cuerpo tiradoen pijama sobre la cama, con los ojos fijos enalgún punto indeterminado del techo y la gargantacortada de un extremo a otro.

Noté la mano de Judit aferrándose a mi brazo.—¿Está…? —dijo sin llegar a completar la

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pregunta.—Sí… —musité, contemplando con horror el

cadáver de mi amigo.

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Cuando logré recuperarme del shock, le dije aJudit que se fuera.

—Voy a llamar a la policía y si te quedas teimplicarán en la investigación.

Judit reflexionó brevemente y asintió.—Sí, supongo que debo irme —dijo—. Pero

no me hace gracia dejarte solo con este lío…—No te preocupes. —Saqué el pendrive del

bolsillo y se lo entregué—. Será mejor que túguardes esto.

Acompañé a Judit a la salida. Antes de irse,me miró con tristeza y dijo:

—Lo siento. Siento muchísimo lo que le hapasado a tu amigo.

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—Ya…Judit desapareció, cerrando la puerta a su

espalda, y me quedé solo en el salón. Estabaalterado, me costaba asumir lo ocurrido y nolograba ver las implicaciones; aun así, intentéserenarme; tragué saliva, cogí el teléfono y marquéel 112. Tras una breve espera, le conté lo sucedidoa un amable policía que, tras escucharme, me pidióque me quedara en el piso, pues un coche patrullallegaría en menos de diez minutos.

Tras colgar, permanecí unos segundos inmóvil,con el teléfono en la mano. Y, de pronto, se meocurrió algo. Eché a correr hacia mi cuarto y entréen él a toda prisa. Se encontraba tan revuelto comoel resto de la casa, así que me puse de rodillas ycomencé a buscar por entre los papeles caídos.Revisé los cajones, los libros, las carpetas, detrásde los muebles, debajo de la cama, en todaspartes. Durante diez minutos, hasta que sonó eltimbre anunciando la llegada de la policía,escudriñé cada rincón del dormitorio. Pero no

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encontré lo que buscaba.La carta de Mario había desaparecido.Y yo estaba muerto de miedo.

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Capítulo seis

Un policía, el inspector Yáñez, me interrogódurante largo rato. Le conté cómo habíadescubierto el cadáver, le expliqué dónde y conquién había pasado la tarde y, respondiendo a suspreguntas, le aseguré que Emilio no tenía enemigosy no se dedicaba al tráfico de estupefacientes ni aninguna otra actividad delictiva. Luego me pidióque le echara un vistazo al piso para comprobar sifaltaba algo, lo cual me obligó a volver acontemplar el cadáver de Emilio. Me mareé unpoco, lo reconozco, pero logré aguantar el tipo y,tras recorrer la casa, le dije a Yáñez que nofaltaba nada de valor.

—Aunque tampoco hay nada valioso —aclaré.El policía se rascó la cabeza y, más para sí que

para mí, preguntó:—¿Qué demonios podían estar buscando en la

casa de dos estudiantes?

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Yo lo sabía: un pendrive. Pero no lo dije.Yáñez me informó de que debía acompañarle a

la comisaría para prestar declaración y meadvirtió de que no podría pasar la noche en elpiso. Yo tampoco tenía muchas ganas de quedarmeallí, de modo que metí algo de ropa en una bolsa,cogí el portátil y acompañé al inspector a lacomisaría a bordo de un coche patrulla.

Cuando, una vez cumplimentado todo elpapeleo, me dejaron marchar, eran las once de lanoche pasadas. Salí de la comisaría cargando conla bolsa y el ordenador y me detuve en la acera.¿Adónde podía ir, a quién podía llamar?

—¿Cómo estás? —dijo una voz.Giré la cabeza y ahí estaba Judit, mirándome

tan seria como siempre. Me alegré de verla.—Bien —respondí—. La carta de Mario ha

desaparecido.—Me lo imaginaba. Supongo que no podrás

dormir en tu casa esta noche. ¿Dónde vas a ir?—No sé. A una pensión, supongo.

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—¿Quieres venir a mi casa? Tenemos uncuarto de invitados muy cómodo.

—¿Y tus padres?—De viaje. Venga, ven; tengo el coche aquí al

lado.La seguí hasta el Mini, metí la bolsa y el

portátil en el maletero, me senté junto a Judit yemprendimos la marcha. Esa vez fui yo quien nopronunció palabra. No podía quitarme de lacabeza la siniestra imagen del cadáver de miamigo, y no podía dejar de repetirme que a quienrealmente buscaban los asesinos era a mí.

«Quien debía estar muerto», me dije, «no eraEmilio, sino yo».

@

Judit vivía en un chalet de Somosaguas, unaurbanización de lujo situada al oeste de Madrid.Su casa, una mansión moderna de dos plantas con

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grandes ventanales, estaba rodeada por un enormejardín, al fondo del cual se divisaba una piscina yuna pista de tenis. Cuando aparcamos el Mini,advertí que en el garaje había un Mercedes, unBMW y un Porsche Cayenne.

Al entrar en la casa me quedé con la bocaabierta; nunca había estado en un lugar tanfastuoso, y ni tan siquiera sospechaba queexistiesen hogares así. El salón era inmenso yestaba decorado con exquisito gusto: muebles dediseño, esculturas, pinturas modernas en lasparedes, arte y lujo en cada rincón. Subimos a laplanta superior por una escalera de mármol yacero (aunque podríamos haber usado un ascensorinterno) y Judit me condujo al lugar donde iba adormir.

El «cuarto de invitados» era más grande quemi piso. Después de dejar mis cosas, bajamos alsalón y Judit me preguntó si quería cenar; le dijeque no tenía hambre, pero ella insistió en quedebía tomar algo y se fue a la cocina. Mientras la

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esperaba, me senté en un sillón y cerré los ojos.Creo que fue entonces cuando comprendí las

implicaciones de lo que había pasado. Emilioestaba muerto. Pero ¿quién lo había matado?Alguien que buscaba el pendrive de Mario. En talcaso, ¿cómo sabía que lo tenía yo? Un escalofríome recorrió la espalda. ¿Acaso la muerte deEmilio tenía que ver con el hecho de que yohubiera insertado la noche anterior el pendrive enmi portátil? ¿Era eso posible?

Judit regresó al cabo de unos minutos con unabandeja sobre la que descansaban un par desándwiches de jamón, una coca-cola, una cervezay dos vasos. La dejó sobre la mesa, se sentó a milado y dijo:

—Venga, come.Le di un desganado mordisco al sándwich y

luego un largo trago a la cerveza, directamente dela botella.

—Tus padres deben de ser millonarios —dije,mirando a mi alrededor.

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—Sí —respondió.—¿A qué se dedican?—Mi padre, a los negocios. Creo que ni él

sabe cuántas empresas tiene. Mi madre esaustraliana. Fue modelo.

—¿Famosa?—En los ochenta, sí. Luego, se casó con mi

padre y se retiró.—¿Dónde están ahora?—Mi madre en Sidney, visitando a su familia,

y mi padre en China.—¿En China?—Una de sus compañías trabaja en la

construcción de la presa de las Tres Gargantas.Hubo no sé qué problemas y fue allí parasolucionarlos. Ya lleva más de una semana fuera.

—¿Tienes hermanos?—Miriam, mi hermana mayor. Está estudiando

en California. —Le dio un mordisco a su sándwichy preguntó—: Eres de Burgos, como Mario, ¿no?

—Sí.

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—¿A qué se dedican tus padres?Suspiré.—Me parece que son menos interesantes que

los tuyos.—No digas chorradas. ¿Qué hace tu padre?—Es funcionario de correos. Y mi madre,

enfermera.—¿Hermanos?—Uno, Pablo; tiene tres años menos que yo.

Estudia derecho en Burgos.Hubo un silencio.—¿Los echas de menos? —preguntó Judit.—Sí… —respondí.Y me di cuenta de que era cierto. En aquel

momento echaba muchísimo de menos a mifamilia. Apuré la cerveza de un trago y dije:

—El que haya matado a Emilio me buscaba amí.

—Eso me temo.Otro silencio.—Ayer hice una tontería —dije—. Desconecté

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mi portátil de la Red y le eché un vistazo alpendrive.

—¿Sin formatear el disco duro?Asentí con un cabeceo.—Pensé que al no estar conectado a Internet,

no pasaría nada. ¿Crees que me han localizado poreso?

Judit se encogió de hombros y dejó escapar unsuspiro.

—No lo sé, Óscar —dijo—. Pero ya da igual.—Se incorporó—. Es tarde y ha sido un díaintenso; será mejor que nos vayamos a la cama.

Subimos a la segunda planta y, trasdespedirnos, nos fuimos a nuestros respectivosdormitorios. Pensé que me iba a costar conciliar elsueño, pero debía de estar agotado, porque mequedé dormido nada más meterme en la cama.

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Cuando me desperté pasaban diez minutos delmediodía; había dormido doce horas seguidas. Melevanté de la cama, me di una ducha, me vestí yluego bajé al salón en busca de Judit; pero, en vezde encontrarla a ella, tropecé con una criada deaspecto oriental.

—Señorita Judit en jardín —me informó conmucho acento, y agregó—: ¿Tomará usteddesayuno, señor?

—Pues… un café con leche, gracias.La mujer se alejó en dirección a la cocina y yo

salí al jardín. Judit —vestida, como siempre, denegro— estaba tumbada en una hamaca, tomandoel sol con los ojos cerrados. Al oírme llegar, losabrió y dijo:

—¿Qué tal has dormido?—Bien —respondí mientras me acomodaba en

una silla de mimbre a su lado—. Pero demasiado.Por cierto, me he encontrado con una señora china.

Judit se sentó en la hamaca.—Filipina —me corrigió—. Es Gladys; ella y

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su marido trabajan aquí. Viven en la casita queestá en el otro extremo del jardín. —Hizo unapausa y, cambiando de tema, dijo—: Esta mañana,mientras dormías, ha venido un policía parapreguntarme si ayer estuve contigo. Queríacorroborar tu coartada.

Bajé la mirada.—Esto está yendo demasiado lejos —dije en

voz baja—. Primero asesinaron a Mario y ahora aEmilio. Tenemos que contárselo todo a la policía.

—Mario decía…—Ya sé lo que decía Mario —la interrumpí—.

Pero ahora se trata de mi vida, coño. Alguien meestá buscando para matarme y el único motivo quese me ocurre es el pendrive. Si se lo entregamos ala policía, se acabó el problema.

Judit me miró en silencio durante unossegundos.

—Lo entiendo —dijo—. Y tienes razón: nopuedo pedirte que arriesgues tu vida. Perorecuerda que nadie sabe que estás aquí.

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—No puedo quedarme para siempre en tu casa.—Bastará con unos días; hasta que

encontremos a Figuerola.—Pero si ni siquiera lo estamos buscando —

protesté.—Yo sí —replicó—. He contratado a un

detective privado.—¿Qué?—Ni tú ni yo somos investigadores, Óscar.

Para localizar a Figuerola hace falta unprofesional, así que el jueves le encargué el asuntoa una agencia de detectives. Sí para el viernes queviene no hay resultados, hablamos con la policía.¿De acuerdo?

Tal y como lo vi en aquel momento, solo teníados opciones: o decir que sí o quedar como ungallina.

—De acuerdo —acepté de no muy buena gana—. Pero tendré que llamar a mi familia paradecirles que me he mudado provisionalmente.

—Vale, pero no desde aquí. Ni desde tu móvil.

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Ni mandándoles correos electrónicos con tuordenador. Si quieres, te llevo a un teléfonopúblico que esté lo más lejos posible.

Tenía razón: debíamos ser cuidadosos. Y, enefecto, sonaba paranoico; pero a veces la paranoiaes la única estrategia de supervivencia.

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Esa mañana, poco después, Judit me llevó alsalón y me entregó el pendrive y un ordenadorportátil.

—He formateado el disco duro —dijo— y lohe desconectado de Internet. ¿Por qué no intentasentrar en el archivo «Miyazaki»?

—¿Y la contraseña?—De eso se trata, Óscar. Mario confiaba en

que descubrirías la contraseña; de hecho, lo decíaen su carta: «Tú tienes la clave». Tambiénrecuerdo que mencionaba vuestro colegio; puede

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que sea algo relacionado con eso. Inténtalo, porfavor.

Judit abandonó la sala y yo me senté frente alordenador; lo conecté, inserté el pendrive, cliqueésobre «Miyazaki» y comencé a probarcontraseñas. Lo intenté con el nombre del colegioy con la calle donde se encontraba, seguí con elnombre y los apellidos del director, y luego conlos nombres de todos los profesores y alumnos querecordaba. Invariablemente, una y otra vez, obtuvela misma respuesta: «password incorrecto».

Afortunadamente, tres cuartos de hora mástarde, cuando ya no se me ocurría qué demoniosponer, apareció Gladys, la criada filipina, y en sumal castellano me informó de que la comida estabalista. Judit y yo comimos en la cocina, en silencio.Cuando acabamos, ella preguntó:

—¿Cómo llevas lo de Emilio? ¿Estás bien?—Supongo que sí.—Entonces, podríamos hacerle a Fran la visita

que teníamos prevista.

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Una hora más tarde subimos al Mini y partimosen dirección al centro de Madrid. FranciscoMelgar vivía en el número 37 de la calle delOlmo; pero, antes de ir allí, Judit detuvo el cochejunto a un teléfono público y llamé a mi familia.Hablé con mi madre; como no quería alarmarla, nole conté lo del asesinato de Emilio y me limité adecirle que se había roto una tubería en mi piso eiba a pasar unos días en casa de un amigo. Luego,cuando finalizó la llamada, pensé en telefonear aPaloma. Pero no lo hice. Entonces no supe porqué; tenía el auricular en la mano, miré a Judit, queme esperaba sentada dentro del coche, y decidí nollamar. En ese momento me dije que no podíacontarle a Paloma el rollo de la tubería, y quedecirle la verdad supondría tener que dar unmontón de explicaciones, pero ahora sé que lasrazones eran otras. El caso es que colgué elauricular, subí al Mini y partimos hacia la casa delamigo de Mario.

El piso de Fran Melgar estaba situado en la

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segunda planta de una vieja casa de ladrillo visto.Pulsamos el timbre de la puerta de la derecha yunos segundos más tarde fue el propio Fran quiennos abrió.

De algún modo, yo suponía que un geniecillode la informática debía de ser alguien con pinta defriki, un tipo de aspecto insignificante, debilucho yfrágil. Me equivoqué por completo. FranciscoMelgar debía de medir dos metros de altura ypesar ciento veinte kilos de puro músculo. Mástarde supe que había jugado en el equipo de rugbyde la facultad.

Tras abrirnos la puerta, Fran me miró conextrañeza; aunque luego, al advertir la presenciade Judit, la extrañeza dio paso a una patentehostilidad.

—Hola, Fran —le saludó Judit.El exjugador de rugby la miró con recelo, me

miró a mí y preguntó con voz tensa:—¿Tú eres el que me llamó anteayer?—Sí. Queríamos…

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—Me importa una mierda lo que queráis —gruñó interrumpiéndome—. Ya os dije que noquiero hablar con vosotros. Largaos.

—Se trata de Mario —dijo Judit—. De lo quele pasó.

—¿Lo que le pasó? Se estrelló y está muerto,eso es lo que le pasó. Y, por mi parte, ya no haymás que hablar. —Señaló hacia el interior de sucasa—. Están mis padres y no quiero molestarlos,así que hacedme el puñetero favor de largaos.

Hizo amago de ir a cerrar la puerta, pero Juditse lo impidió sujetándole por un brazo.

—Fran, por favor…—¡Que me dejes en paz, coño! —restalló él,

apartándola de un manotazo.Entonces, el estúpido macho alfa que hay

dentro de mí decidió actuar. Sin pensarlo, avancéhacia Fran con las manos alzadas al tiempo quedecía:

—Eh, tranquilo, tío; ni se te ocurra tocarla…Error.

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De repente, Fran me agarró por las solapas y,con inquietante facilidad, me alzó del suelo hastaque mi demudado rostro quedó a la altura de sucabreada cara.

—¿Quieres que te sacuda un par de hostias,gilipollas? —masculló.

—¿Y tú quieres que me ponga a gritar hastaque tus padres salgan para ver qué pasa? —intervino Judit.

Fran la miró de reojo, volvió a mirarme a mí,titubeó y, lentamente, me devolvió al suelo.

—Largaos, por favor —susurró.—¿Qué te pasa, Fran? —dijo Judit—. Se trata

de Mario. Erais amigos.—Sí, éramos amigos —repuso él en tono

cansado. De pronto, no solo su ira se habíadisipado, sino que parecía haberse quedado sinfuerzas—. Pero Mario ya no está —prosiguió—.Olvidaos de él.

—A Mario le asesinaron —repuso Judit.Los labios de Fran dibujaron una amarga

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sonrisa.—Ya lo sé —dijo.—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué le

mataron?Fran cerró los ojos y se los frotó con el índice

y el pulgar de la mano izquierda.—Tú crees que conocías a Mario —dijo en

voz baja al cabo de unos segundos—, pero teequivocas. Mario tenía secretos y esos secretos lemataron.

—¿Qué secretos?—Ya no importa. Os estáis metiendo en un

asunto muy peligroso; dejadlo o acabaréis comoél. Y ahora largaos, por favor; y no volváis aaparecer por aquí.

Retrocedió un paso y comenzó a cerrar lapuerta, pero Judit le interrumpió diciendo:

—¿Sabes al menos dónde está ErnestoFiguerola?

—Escondido y acojonado, supongo. Pero no sédónde.

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Fran cerró la puerta. Judit y yo nos miramos ensilencio y luego echamos a andar escaleras abajo.Al llegar a la calle, comenté:

—Ese tío es un salvaje.Judit respiró profundamente.—No, no es un salvaje —dijo—. Está

asustado; muy asustado.

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Capítulo siete

Cuando regresamos al chalet de Somosaguas,Judit dijo:

—Voy a darme un baño en la piscina. ¿Vienes?—Hace frío —respondí.—Abajo hay una piscina cubierta.Me olvidaba de que estaba en casa de unos

multimillonarios.—Ah, ya… Pero no he traído bañador —

objeté.—Da igual. Buscaré uno de mi padre.Judit desapareció durante unos minutos y

regresó trayéndome un bañador de Ralph Lauren;luego, tras cambiarnos en nuestros dormitorios,bajamos al sótano en el ascensor. Aunque llamarsótano a aquello podría inducir a equívoco. Enrealidad se trataba de un auténtico spa, con unapiscina de agua climatizada, un jacuzzi, una saunay un pequeño aunque bien equipado gimnasio.

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Judit cogió un par de toallas de baño, las dejósobre sendas tumbonas y luego se quitó la (negra)camiseta con que se cubría. Debajo llevaba unbikini negro. Me quedé sin aliento. Como unapolilla hipnotizada por el resplandor de una llama,paseé la mirada por su silueta. Tenía la pieldorada; parecía una ninfa, una elfa. Era preciosa.

Tras dejar la camiseta sobre una tumbona,Judit dio una corta carrera, se zambulló de cabezay se puso a nadar, recorriendo la piscina de unextremo a otro. Me lancé al agua y comencé anadar junto a ella, pero cuando iba por elduodécimo largo ya estaba tan hecho polvo quesalí de la piscina jadeando y me eché en unatumbona. Judit, ajena a todo (o por lo menos a mí),siguió nadando incansable. Y yo no podía dejar demirarla.

Era muy guapa, sí, pero no se trataba solo deeso; Judit era mucho más que un cuerpo bonito,era… magnética, fascinante. Esa forma de mirarsuya, tan seria, tan penetrante; su inteligencia, sus

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silencios, su actitud decidida… Sacudí la cabeza.¿Qué estaba haciendo? ¿Enamorarme como unidiota?

Cogí la toalla y me puse a secarme la cabeza, aver si también se me secaban las malas ideas. Uncuarto de hora más tarde, Judit salió del agua, sesecó con la toalla, se tumbó en la hamaca y,siempre en silencio, cerró los ojos. Volví lacabeza y me quedé mirándola sin pensar en nada.De repente, me imaginé a Mario acariciando supiel, besando sus labios, y sentí… ¿una punzada decelos?

Resoplé. ¿Es que me estaba volviendo loco?Dos amigos míos habían sido asesinados, estabametido hasta las cachas en una especie deconspiración, mi vida corría peligro, ¿y lo únicoque hacía era pensar en una chica? En cualquiercaso, seguía pareciéndome increíble que unbombón como ella —un bombón millonario,además— se hubiese enrollado con un bicho rarocomo Mario. Ni siquiera me explicaba cómo

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habían llegado a conocerse.—¿Cómo conociste a Mario? —pregunté casi

sin proponérmelo.—En una conferencia sobre ecuaciones

diferenciales, hace un par de años —respondióJudit sin abrir los ojos—. Nos presentó un amigocomún.

—Ya. ¿Y cómo es que…?No llegué a completar la frase, quizá porque

no sabía cómo expresarla.—¿Cómo acabé acostándome con él? —dijo

Judit.—Eh… Sí, más o menos.Hubo un silencio. Siempre con los ojos

cerrados, Judit preguntó:—¿Por qué llevas todo el día mirándome

cuando crees que no te veo?Enrojecí instantáneamente.—Yo no… —comencé a decir. Pero era inútil

negarlo; me había pillado—. Eres muy guapa —dije—, ya lo sabes.

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—Todos los hombres me miran como tú —prosiguió ella—. Pero Mario no.

—¿Cómo te miraba?—Con desprecio.Alcé una ceja.—¿Desprecio? ¿Por qué?Judit abrió los ojos y, con las manos

entrelazadas bajo la nuca, perdió la mirada en eltecho.

—Soy rica —dijo en voz baja, sin mirarme—y guapa. Lo he tenido todo tan fácil en la vida quelo más normal es que fuese una idiota malcriada. Ylo era, Óscar, te lo garantizo; la típica niña monamimada. A los catorce años, cuando me crecieronlas tetas y los hombres empezaron a mirarme, yame creía la reina del mambo, y pensaba que podíahacerlo todo, que podía controlarlo todo. Encuanto pude, comencé a salir de noche, yempezaron las juergas, el alcohol, la farlopa, laspastis… Era una pija descerebrada. Con unaexcepción: se me daban bien las matemáticas.

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Siempre me gustaron y, además, alimentaban mivanidad; era como decirle a los demás: «No solosoy guapa, capullos, también soy lista».

Judit enmudeció durante un largo minuto y yoaguardé en silencio, expectante.

—Aquella conferencia formaba parte de unciclo sobre matemáticas avanzadas que duraba unasemana —prosiguió—. Era por las tardes y, alsalir, algunos de los participantes solíamos ir atomar algo a un bar cercano para charlar un rato. Ytodos me rodeaban como moscones, que era a loque yo estaba acostumbrada. Todos menos uno:Mario me ignoraba olímpicamente; era como si yono existiese. O peor aún, porque cuando se dirigíaa mí lo hacía con frialdad, como si le desagradaraestar conmigo. Llegué a pensar que era marica,pero no, no daba la menor muestra de interés hacialos de su sexo.

—¿Y qué pasó?—El viernes, después de la última

conferencia, hubo una cena de despedida. Esa

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noche me acerqué a Mario y le pregunté qué lepasaba conmigo. Él me contestó que le cabreabacómo era yo. Me dijo que se había fijado en misintervenciones durante las conferencias y que eraevidente que tenía un gran potencial. Pero, segúnél, lo estaba malgastando en chorradas. Añadióque con cada borrachera, con cada raya queesnifaba, con cada pasti que tomaba, maltrataba lomejor y más noble de mí misma: mi cerebro. Porúltimo, dijo que debería darme vergüenza, porqueteniéndolo todo no hacía nada. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?—Que me dio vergüenza. Le mandé a la

mierda, por supuesto; le dije que se metiera en susasuntos y pasé de él. Pero no podía quitarme de lacabeza lo que me había dicho y, al cabo de unosdías, le busqué para decirle que tenía razón.

—Y os enrollasteis.—No. Al principio solo fuimos amigos, pero

al cabo de unos meses… bueno, supongo que eralógico que pasase.

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—¿Estabas enamorada de él?Judit respiró profundamente y dejó escapar el

aire con lentitud.—Le admiraba, me alucinaba —dijo—. Su

mente era… como un mecanismo de relojeríaperfecto. Se daba cuenta de cosas que nadie másadvertía, sacaba conclusiones sencillamentebrillantes, profundizaba en cada tema que tratabahasta dejarte con la boca abierta. Siempre teníarespuestas, pero sobre todo siempre hacía laspreguntas adecuadas. A su lado me sentíainsignificante y, al mismo tiempo, orgullosa de queme aceptase. ¿Eso es amor? ¿Puedes amar aalguien para quien tu mente es poco más que la deun chimpancé?

De nuevo sentí un pinchazo de irracionalescelos.

—No sé, Judit —dije—. Apenas conocía aMario. Solo tuvimos trato en el colegio y noéramos más que unos chavales. Todo el mundosabía que era muy listo, claro, pero no hasta qué

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punto —hice una pausa y pregunté—: ¿Quién dejóa quién?

—Él me dejó. Ya estaba obsesionado con sealo que sea que había descubierto, y apenas nosveíamos. Un día fui a su casa, una visita sorpresa,y me dijo que estaba muy ocupado y que no teníatiempo para mí. Luego, me pidió que me fuese y novolví a verle hasta que me buscó para pedirme quete ayudara.

—¿Qué tal lo llevaste?—Mal. No lo entendí; pero ahora creo que sé

por qué lo hizo.—¿Para protegerte?—Sí. Pero quizá también quería reservarme.—¿Reservarte? ¿Para qué?Judit demoró unos segundos la respuesta.—Mario me pidió que te ayudara —dijo—.

Entonces, ¿por qué no me dio un pendrive con unacopia de los archivos? ¿Y por qué te lo dio a ti?

—Porque es difícil que me relacionen con él—repuse—. Lo decía en la carta.

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—Exacto. Cualquiera puede relacionarme conMario, así que no soy la persona adecuada paraguardar el pendrive. Sin embargo, en el caso deque haya que sacar algo a la luz pública, sí quepuedo ser útil. Mejor dicho: las influencias de mipadre pueden ser útiles.

Pero útiles ¿para qué?, pensé con desánimo.No hacíamos más que dar palos de ciego; eracomo intentar completar un rompecabezas al que lefaltaban la mayor parte de las piezas. Fran habíadicho que Mario tenía secretos, pero ¿quésecretos? ¿Y qué demonios contenía ese pendrive,aparte de pornografía? ¿Qué podía ser tan valiosocomo para matar por ello?

¿En qué maldito lío me habían metido?

@

No hicimos nada digno de mención durante elresto del sábado y la mañana del domingo. De vez

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en cuando, me sentaba ante el ordenador y probabaposibles claves para abrir el archivo Miyazaki,pero siempre obtenía la misma descorazonadorarespuesta: «password incorrecto». Y ya no se meocurría qué poner.

El domingo por la tarde, después, de comer,Judit y yo nos dirigimos al salón; ella puso un CDde Diane Krall y se sentó a mi lado en el sofá.

—He buscado información en Internet sobreTesseract Systems, la compañía que citaba Marioen su carta —dijo.

—¿Y…?—Parece una empresa modélica. La fundó un

informático californiano llamado AlexanderClarke en 2004, y en muy poco tiempo se haconvertido en una de las grandes del sector, tantoen hardware como en software. Por lo visto, sulínea de ordenadores Dirac es la pera;procesadores más rápidos y potentes, másmemoria, mejor tarjeta de gráficos, mejor sistemaoperativo… Los usuarios de Dirac son tan fieles y

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fanáticos como los de Apple. Y cada vez hay más.—¿No has encontrado nada raro?Judit negó con la cabeza.—Es la típica compañía de Silicon Valley —

dijo—: informal y llena de geniecillos enbermudas. Por lo visto, están a punto de lanzar unanueva serie de ordenadores que, según dicen, va aser una revolución.

—¿Qué clase de revolución?—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo único que

ha desvelado la compañía es que la nueva serie sellamará «Quantum», y eso ha puesto muy nerviosaa la competencia.

—¿Por qué?—Porque ese nombre sugiere que Tesseract

Systems ha desarrollado un sistema decomputación cuántica.

Dejé escapar un suspiro.—Soy un pobre ignorante de letras —dije—.

¿Qué es la «computación cuántica»?—El santo grial de los informáticos —

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respondió—. Se trata, en teoría, de utilizar laspropiedades cuánticas de los átomos paraalmacenar información.

Chasqueé los dedos.—Ah ya —ironicé—; está clarísimo.Judit me dedicó una de sus escasas sonrisas.—No es fácil de explicar —dijo—, y la

verdad es que tampoco lo entiendo muy bien. Peroalgo está claro: si se desarrollara la computacióncuántica, los aparatos basados en ese sistemadejarían a los actuales ordenadores a la altura delos ábacos o las reglas de cálculo. Sería unbombazo.

A última hora, conecté el móvil; lo habíadejado apagado durante el fin de semana, así queme encontré con varias llamadas perdidas. Doseran de Paloma y cuatro correspondían a unnúmero privado. También había un SMS de lapolicía en el que se me pedía que me pusiera encontacto lo antes posible con el inspector Yáñez.Eran casi las once, de modo que decidí dejarlo

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para el día siguiente.Aquella noche soñé con el cadáver de Emilio.

@

El lunes me desperté muy temprano. Nopensaba ir a clase, pero llevaba dos díasencerrado y las paredes se me caían encima;además, tenía que sacar dinero y hacer unasllamadas, así que le dejé una nota a Judit,abandoné el chalet, me dirigí caminando a laparada de autobús y cogí el primero que llevaba aPozuelo de Alarcón, un pueblo pegado a Madridlleno de urbanizaciones.

Eran las nueve y media cuando me bajé en elcentro de Pozuelo, que ya se encontraba en plenaactividad, con las calles llenas de tráfico ypeatones. Divisé un banco y me dirigí al cajeroautomático; inserté la tarjeta, marqué la clave ypulsé la tecla de sacar dinero. Tras una

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ronroneante pausa, un cartelito apareció en lapantalla: «Operación anulada. Retire la tarjeta».

Busqué otro banco y repetí el proceso conidénticos resultados. ¿Qué demonios pasaba?Debía de tener casi quinientos euros en lacuenta… Volví a insertar la tarjeta y pulsé la tecla«consultar saldo»; al cabo de unos segundos, elcajero escupió un papelito impreso, según cuyosdatos yo le debía más de ciento cincuenta mileuros al banco.

Fruncí el ceño. Era un error, por supuesto;tendría que ir a mi sucursal para solucionarlo.Guardé la tarjeta junto con el comprobante ybusqué un teléfono público; encontré uno en laplaza central, frente a una tienda deelectrodomésticos en cuyo escaparate nuevetelevisores, de distintos modelos, multiplicabanlas imágenes de un documental de animales.Inserté unas monedas en el teléfono y marqué elnúmero de Paloma. A la tercera llamada, alguiencontestó:

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—Hola, Óscar.Era una voz de mujer. Pero no la de Paloma.—¿Quién es? —pregunté.—Eso no importa. —Tenía la voz profunda y

suave, de terciopelo; una voz amable, peroextrañamente fría a la vez—. Hacía tiempo quequeríamos hablar contigo, Óscar —prosiguió—.Tienes algo que nos interesa: el pendrive que teenvió Mario Rocafort.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Incapazde reaccionar, me quedé mudo con el auricularpegado a la oreja.

—¿Me estás escuchando, Óscar?—¿Quién es usted? —logré preguntar.—Somos tus amigos, unos amigos muy

generosos. Tan generosos que puedes fijar túmismo el precio. Dinos lo que quieres a cambiodel pendrive y te lo daremos.

—¿Y si prefiero quedármelo?Hubo una pausa.—Entonces —dijo la voz en tono apenado—,

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nos decepcionarías. Y tu vida se complicaríamucho.

—¿Qué van a hacer? —exclamé en voz alta,casi gritando—. ¿Matarme, como a Mario y aEmilio?

Otra pausa.—El pendrive, Óscar. Entréganoslo y

sabremos agradecértelo.Colgué el teléfono bruscamente. Había

intentado comportarme como un gallito, pero locierto es que estaba muerto de miedo. ¿Quién eraaquella mujer y cómo me había localizado? Nadiesabía que estaba en Pozuelo y había escogido eseteléfono público al azar. ¿Cómo demonios habíanintervenido la llamada y cómo sabían que era yoquien llamaba?

Alcé la mirada y, de pronto, al fijarme en elescaparate de la tienda de electrodomésticos, elcorazón me dio un vuelco. Los nueve televisoresmostraban el primer plano del rostro de una mujerrubia, joven y guapa. La misma mujer que había

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visto fugazmente en la pantalla del ordenador deMario. Una mujer cuya imagen multiplicadaparecía mirarme fijamente.

El pánico me recorrió el cuerpo como un chutede adrenalina y eché a correr, huyendo de… nosabía qué. Recorrí tres manzanas a la carrera y nome detuve hasta que vi un taxi libre. Lo paré, lepedí que me llevara a Somosaguas y pasé todo eltrayecto procurando calmarme, primero, eintentando después encontrarle sentido a lo quehabía pasado.

Cuando llegamos al chalet, le pagué al taxista,corrí a la entrada y pulsé el timbre. Me abrió Judit.Entré en el recibidor y le dije:

—Tengo algo que contarte…—Y yo a ti —replicó ella. Estaba muy seria;

más de lo habitual—. Ha vuelto a venir la policía—prosiguió—. Dos agentes; me preguntaron sisabía dónde estabas. Dijeron que el juez hadictado una orden de busca y captura en tu contra,porque tienen pruebas de que mataste a Emilio.

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Capítulo ocho

Supongo que hay un límite para las sorpresas,un frontera donde, al atravesarla, dejas atrás lacordura. Si esa línea existe, yo la traspasé concreces aquella mañana. Recuerdo vagamente queme quedé mirando a Judit sin saber qué decir,sintiéndome un poco mareado, y que ella me cogiódel brazo y me condujo al salón, y que nossentamos en el sofá, yo con cara de imbécil y Juditmirándome con preocupación. Luego, como sialguien hubiera reactivado de pronto elfuncionamiento de mi cerebro, comencé a hacerpreguntas que ella no pudo contestar.

—Ya te he contado todo lo que me dijeron —repuso—. No sé más. Pero he llamado a mipadrino y le he pedido que intente enterarse de loque sucede. Me llamará en cuanto sepa algo.

Se produjo una larga pausa que yo aprovechépara intentar serenarme un poco. Acto seguido, le

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conté a Judit lo que me había pasado en Pozuelo.Cuando terminé, ella preguntó:

—¿Por qué no me contaste que habías visto aesa mujer en el ordenador de Mario?

—Porque solo fue un instante y no le diimportancia. Podía ser un salvapantallas, una foto,cualquier cosa.

—¿Te suena de algo?—No la había visto en mi vida. —Tragué

saliva y pregunté—: ¿Cómo se puede interferir unallamada realizada desde un teléfono públicocualquiera? ¿Y cómo introdujeron esa imagen enlos televisores de la tienda?

—No lo sé —respondió Judit—. Y no tienesentido darle más vueltas. Vamos a esperar a verqué averigua mi padrino.

Nos quedamos en silencio. De pronto, recordémi supuesta deuda con el banco y comprendí queno era una equivocación: alguien habíamanipulado mi cuenta corriente. Igual quemanipularon los semáforos para matar a Mario.

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Noté cómo se me erizaba el vello de losbrazos.

Cada vez tenía más miedo.

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Tuvimos que esperar dos horas hasta que lasecretaria del alcalde telefoneó. Judit habló conella durante unos minutos y luego regresó a milado.

—Me lo ha confirmado —dijo—: eressospechoso del asesinato de Emilio. Hanencontrado el arma del crimen; es un cuchillo decocina y tiene tus huellas.

—Pero esa tarde estuve contigo —protesté—,y con el informático que trabaja en la empresa detu padre…

—El forense dice que el crimen se cometió aprimera hora de la tarde. Pudiste matar a Emilio yluego reunirte conmigo.

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Dejé caer los hombros, abatido.—Hay más —prosiguió Judit—. También te

buscan por la violación y asesinato de dosmujeres.

—¡¿Qué?! —exclamé, incorporándomebruscamente.

—Por lo visto, tus huellas coinciden con lasencontradas en la casa de una estudiante deBarcelona que fue violada y asesinada hace tresmeses.

—Pero si hace años que no voy a Barcelona…—Y hay una denuncia parecida emitida por la

Interpol. Tus huellas aparecen en el escenario deun crimen cometido en Marsella hace un año. Unaemigrante fue violada y degollada.

—Nunca he estado en Marsella… —musité.Luego, me dejé caer en el sofá y dije en voz baja—: No he matado ni violado a nadie…

—Ya lo sé —dijo ella, cogiéndome una mano.Hubo un silencio largo y denso, un silencio de

plomo fundido y magma ardiente.

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—Creo que deberíamos llamar a un abogado—dijo finalmente Judit.

—¿Y entregarme a la policía?—Eres inocente.También eran inocentes Mario y Emilio, pensé.

Aparté la mano y me puse en pie.—Tengo que aclararme las ideas —dije—. Si

no te importa, me gustaría estar solo un rato.

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Aquel día no comí; no tenía hambre. Bajé a lapiscina cubierta, me zambullí en el agua y comencéa nadar de un extremo a otro, una y otra vez. Ignorocuántos largos hice; solo sé que no paré de nadarhasta que los brazos me dolieron y los jadeos meimpidieron respirar. Entonces, salí del agua y mequedé de pie, inmóvil y mojado. Y de repente medi cuenta de que ya no sentía miedo, sino ira.Estaba cabreado con Mario por haberme metido en

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aquel lío, y con Judit por idénticos motivos, perosobre todo estaba furioso conmigo mismo. Mesentía inútil, como un pelele que va y viene segúntiran de los hilos.

Me eché en la tumbona y comencé a pensar.Supongo que el miedo ofusca, pero la ira sorda teespabila, porque entonces lo vi todo claro. No loque estaba sucediendo, por supuesto —aquel líono tenía ni pies ni cabeza—, pero sí lo que debía yno debía hacer. El único problema era cómohacerlo. Y cómo impedir que antes me mataran.

Media hora más tarde, se me ocurrió una idea.

@

Tras secarme y vestirme, fui en busca de Judit;la encontré en su dormitorio, sentada frente a unordenador. Me acomodé en una silla, a su lado, ypregunté:

—¿Has pensado en la muerte de Mario?

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—Claro.—¿Pero lo has pensado bien? —insistí—.

Porque si es un asesinato, no se trataba solo demanipular los semáforos: también había que saberque la furgoneta iba por donde iba, y calcular suvelocidad y la velocidad de la moto de Mario, ydeducir que, si cambiaba a verde el semáforo, losdos vehículos chocarían. Joder, esa es unacarambola condenadamente complicada.

—Ya lo sé —respondió Judit.—¿Y lo del teléfono? —proseguí—. Llamé por

el primer teléfono público que encontré y nadiesabía que estaba en Pozuelo. ¿Cómo interfirieronla llamada?

—Puede que esté intervenido el teléfono deesa chica, Paloma.

—¿Y cómo sabían quién llamaba? La voz mesaludó por mi nombre antes de que yo dijese nada.¿Y la imagen en los televisores? Pero no solo eseso. Escucha, si el cuchillo con que mataron aEmilio era nuestro, no tiene nada de raro que estén

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mis huellas en él. Ahora bien, yo no he matado niviolado a nadie, ni en Barcelona ni en Marsella,de modo que ¿cómo es posible que mis huellasestén en los escenarios de esos crímenes? Muysencillo: no es posible, así que alguien hamanipulado los archivos de la policía.

Judit entrecerró los ojos.—Tienes razón —dijo—; pero no sé adónde

quieres llegar.—Pues es evidente: los que están buscando el

pendrive pueden intervenir teléfonos, manipularlos archivos de un banco o de la policía, controlarlos semáforos y las señales de televisión… Escomo si pudieran hacerlo todo. Además, no secortan a la hora de matar.

—¿Y…?Respiré profundamente.—¿Qué pasaría si me entregara a la policía?

—pregunté—. Aunque al final se demostrase quelos cargos son falsos y yo inocente, el juez memetería de entrada en prisión preventiva, ¿no?

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—Supongo.—¿Y cuánto duraría vivo en la cárcel? Esos

tíos me quieren muerto, Judit, así que, después dedemostrar que pueden hacer lo que les da la gana,no creo que tengan muchos problemas, y aúnmenos escrúpulos, en pagarle a un preso para queme rebane el pescuezo, ¿no te parece?

Judit bajó la mirada y asintió.—Entonces, ¿qué? —preguntó—. ¿Vas a darles

el pendrive?Sacudí la cabeza.—Si creyera que dándoselo desaparecerían los

problemas, me lo plantearía —dije—. Pero metemo que, aunque lo hiciese, la policía no dejaríade buscarme y mi vida seguiría en peligro. Ellos,los hijos de puta que han matado a Mario y aEmilio, deben de suponer que conozco elcontenido del pendrive, así que dudo mucho quetengan pensado dejarme vivo. No, no puedoentregarme a la policía ni darles el puñeteropendrive.

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Judit se reclinó en el sofá y me contempló conun punto de sorpresa y… ¿respeto?

—Entonces solo queda un camino —dijo.—Averiguar de qué va este maldito lío —

asentí—. Y, mientras Figuerola no aparezca, solonos queda recurrir a Fran Melgar, el amigo deMario.

—Fran no quiere ni vernos.—Ya. Pero se me ha ocurrido una forma de

hacerle hablar.Me incliné hacia ella y le conté mi plan.

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Como cabía la posibilidad de que el chaletestuviese vigilado por la policía, decidimos queyo iría escondido en el maletero del coche.Evidentemente, no cabía en el del Mini, así queJudit cogió el Porsche Cayenne de su padre. Era elmaletero más lujoso en el que había viajado nunca.

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Tras abandonar el chalet y dar unas cuantas vueltaspara asegurarse de que no nos seguía nadie, Juditparó el coche, abrió el maletero y me acomodé enel asiento del copiloto. Aunque (aún) no había porlas calles carteles con mi foto y un rótulo de «sebusca», me encasqueté una gorra de béisbol y unasgafas de sol, por si las moscas.

Llegamos a la casa de Fran poco después delas seis de la tarde. Subimos a la segunda planta ynos detuvimos delante de la puerta derecha; antesde llamar, Judit sacó del bolso un notebook y melo entregó. Tras encenderlo lo conecté al móvil deJudit mediante bluetooth; luego, pulsamos eltimbre. De nuevo nos abrió el propio Fran. Alvernos, su expresión se endureció.

—¿Qué coño hacéis aquí? —gruñó—. Ya os hedicho que no quiero veros. Largaos.

Hizo amago de cerrar, pero bloqueé la puertacon el pie al tiempo que le mostraba a Fran elnotebook.

—Esto está conectado a la Red a través del

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móvil —dije—. Hay un correo electrónico listopara enviarse; en él te mencionamos a ti yexplicamos cómo fue asesinado Mario. Si aprietoenter, el mensaje irá directo a la web oficial deTesseract Systems.

En realidad, era un farol. No sabíamos hastaqué punto Tesseract Systems estaba implicada enaquel asunto y no había ningún e-mail listo paraenviar en el notebook; pero, al ver la expresiónque puso Fran cuando mencioné aquella compañía,comprendí que habíamos dado en el clavo.

—No lo hagas… —musitó, mirando elnotebook con nerviosismo.

—Entonces, hablemos —repliqué.Fran abrió un poco más la puerta y salió al

descansillo. Simultáneamente, retrocedí un paso,siempre con un dedo sobre la tecla enter.

—No sabéis dónde os estáis metiendo —dijoen tono casi suplicante—. No tenéis ni idea.

—Por eso queremos hablar contigo —intervino Judit—; para que nos lo expliques.

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—¿Pero es que no os dais cuenta de lopeligroso que es esto? —insistió Fran—. Dejadloestar antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —dije—. Alguien,no tengo ni idea de quién, quiere matarme, así queo nos ayudas o te juro que envío este e-mail y quete den. ¿Está claro?

Fran me contempló desde su desmesuradaestatura, primero con furia a duras penas reprimiday luego, repentinamente, con desvalidaclaudicación. Suspiró.

—Están mis padres —dijo—. No hagáis ruido.Se apartó a un lado y, con un cansado ademán,

nos invitó a entrar en su casa.

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Capítulo nueve

Después de decirles a sus padres que habíanvenido unos amigos suyos, Fran nos condujo a sucuarto, una pequeña habitación con una cama, unarmario, una mesilla de noche, dos sillas y unamesa. En las paredes había pósters de rugby y unalibrería llena de libros técnicos. No se veía ningúnordenador, algo extraño tratándose del dormitoriode un estudiante de informática. Fran se sentó en lacama y Judit y yo nos acomodamos en las sillas.

—Vamos a hacer un trato —dijo Fran,mirándonos alternativamente—. Yo os cuento todolo que sé y vosotros os comprometéis a nomencionar mi nombre y a no volver a verme. ¿Deacuerdo?

—Vale —acepté.—Entonces, apaga ese cacharro.Desconecté el notebook y lo dejé sobre la

mesa. Fran apartó la mirada y se pasó una mano

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por el cabello.—Bueno —murmuró—, ¿por dónde empiezo?—¿Qué tal por el principio? —sugirió Judit—.

El otro día dijiste que Mario tenía secretos. ¿Quésecretos?

Fran enarcó una ceja.—Supongo que las niñas ricas como tú no le

prestáis atención a esas cosas —dijo—, pero ¿tefijaste en si Mario tuvo alguna vez problemas dedinero?

—Que yo sepa, no.—¿La familia de Mario tiene pasta?—No.—Pero Mario siempre andaba con efectivo;

además tenía un equipo informático de primera yuna BMW de 1.200 centímetros cúbicos. ¿Nunca tepreguntaste de dónde sacaba el dinero?

—La verdad es que no.Fran movió la cabeza de un lado a otro y

respiró pesadamente.—Hace algo más de tres años —dijo—, Mario

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se asoció para fundar una empresa. En fin, no unaempresa normal, con papeles en regla y todo eso.En realidad era una especie de chiringuitofantasma con sede en Internet. Se dedicaba aprestar servicios informáticos… digamos queespeciales. Sobre todo a la creación de códigosmaliciosos.

—¿«Códigos maliciosos»? —pregunté.—Algoritmos de programación intrusivos —

me aclaró él, sin aclararme nada.—Algo así como virus informáticos —

intervino Judit.—¿Virus? —repetí—. ¿De esos que te joden el

ordenador?—No —dijo Fran—. Programas que permiten

apoderarse del control de uno o más ordenadores,o robar, destruir o modificar información.

—Espionaje industrial informático —apuntóJudit.

—¿Y a quién espiaban? —pregunté.—A nadie. Trabajábamos para compañías que

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espiaban a otras compañías. Diseñábamos elsoftware necesario y se lo vendíamos.

—¿Cómo se llamaba esa empresa? —preguntóJudit.

—No era una marca registrada, como puedessuponer. De hecho, todo era ilegal. La llamábamosCamelot.

—¿Con quién la fundó Mario?—Tenía dos socios. Uno era Ernesto

Figuerola…—¿Un profesor metido con sus alumnos en un

negocio ilegal? —le interrumpí.—La universidad no paga muy bien que

digamos —respondió—. El otro socio era Black-Cat. Ese es su nick en Internet y no, no sé cuál essu verdadero nombre. Por lo visto, fue compañerode carrera de Figuerola. Tenía unos cuarenta años,barba, la cabeza rasurada, tatuajes en los brazos, ytodo el mundo le llamaba Blacky. No conozco sudirección ni su teléfono, ni sé dónde está ahora.

—Vale —dijo Judit—. Mario, Figuerola y

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Black-Cat. Pero tú también formabas parte deCamelot, ¿no?

—Sí, aunque no era «socio fundador». Mariome metió en el negocio un año más tarde. —Franhizo una pausa y prosiguió—: Veréis, la cosafuncionaba así: Figuerola se ocupaba sobre todode contactar con los clientes, mientras que Mario yBlacky se dedicaban a diseñar los productos quevendíamos. Yo les ayudaba con el trabajo pesado yaburrido; era el machaca del grupo.

—¿Y el negocio iba bien? —pregunté.—Muy bien. Mario y Blacky eran unos genios,

y en poco tiempo Camelot se convirtió en el grupode crackers más prestigioso de la Red.

—¿Crackers? —dije, poniendo cara deincomprensión.

—Un cracker es un hacker que se especializaen violar la seguridad de los sistemasinformáticos; por hacer el gamberro o, como ennuestro caso, por dinero.

—Así que teníais montado un chiringuito de

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espionaje informático —terció Judit—. Vale, ¿quémás?

Fran tragó saliva y se acarició la nuca, como situviera que hacer un esfuerzo para proseguir surelato.

—Hará algo más de un año —dijo al fin—,una empresa, y no diré su nombre, se puso encontacto con nosotros para que encontráramos unaforma de violar la seguridad de cierta empresainformática rival.

—Tesseract Systems —aventuró Judit.—Esa misma —asintió Fran—. Por lo visto,

nuestro cliente lo había intentado antes variasveces, pero siempre había fracasado, así que nospidió que diseñáramos un código malicioso capazde vencer las defensas de Tesseract. Pagabanmucha pasta, así que Mario y Blacky se pusieron atrabajar en exclusividad para ese proyecto y, alcabo de mes y medio, desarrollaron «Homero», untroyano prácticamente perfecto.

—Perdona que te interrumpa cada dos por tres

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—dije—, pero es que no tengo ni idea deinformática. ¿Qué es un «troyano»?

Fran suspiró, armándose de paciencia, yrespondió:

—Un troyano, o caballo de Troya, es unsoftware malicioso que, escondido bajo un aspectoinofensivo, se ejecuta en el sistema permitiendo elacceso remoto de un usuario no autorizado. Sirvepara robar y manipular información protegida. —Hizo una pausa para recobrar el hilo del relato yprosiguió—: Nos ocupamos nosotros mismos delanzar el ataque. Se lo enviamos a Tesseract ocultoen un correo electrónico y… la cagamos. Elsistema de seguridad de esa maldita compañía nosolo detectó y destruyó instantáneamente a«Homero», sino que además contraatacó. —Abriómucho los ojos y sacudió la cabeza, como si lecostara creerse lo que estaba contando—. Noshabíamos protegido —dijo—. Interpusimos más deveinte servidores y lanzamos el ataque desde unordenador del ministerio de hacienda australiano,

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pero el sistema de Tesseract nos detectó en menosde un segundo y nos arrojó no sé qué mierda… unasuperbomba lógica, o algo así, que destruyó todolo que teníamos en los discos duros. Jamás hevisto nada parecido.

Hubo un silencio.—Tesseract uno, Camelot cero —murmuró

Judit, pensativa—. ¿Qué ocurrió después?—¿Que qué ocurrió? —Fran esbozó una

sonrisa amarga—. Que Mario y Blacky se tomaronaquello como una afrenta personal.

@

Fran nos preguntó si queríamos beber algo; ledijimos que no y él salió del dormitorio, pararegresar un minuto más tarde con una lata decerveza. La abrió, dio un largo trago y reanudó lahistoria en el punto en que la había dejado.

—La interceptación de «Homero» y el

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posterior contraataque demostraban que nosenfrentábamos a la tecnología informática másavanzada que jamás habíamos visto, algo que paraMario y Blacky era un reto, así que comenzaron ainvestigar a Tesseract Systems. No sé qué hizoBlacky exactamente, porque no tenía mucho tratocon él; pero Mario solía contarme sus avances.

—¿Y Figuerola? —pregunté.—No le hacía gracia que sus socios perdieran

el tiempo con aquello, pero les ayudaba. Veréis,Camelot no tenía ninguna sede oficial; cada uno denosotros trabajaba en casa, por su cuenta, y cuandoteníamos que vernos nos reuníamos en el domiciliode Figuerola. Allí estaba también el equipoinformático que usábamos para preparar y lanzarlos ataques.

—¿Qué averiguó Mario? —preguntó Judit.—Al principio, nada importante. Mario no

investigó a Tesseract directamente, sino que buscósus rastros por Internet, algo que requería muchotiempo y paciencia. Un par de meses más tarde, me

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contó que había averiguado dos cosas: en primerlugar, había investigado los rastros contables de lacompañía y, conforme se remontaba al pasado,más cosas extrañas encontraba. Por ejemplo, elcapital inicial de Tesseract procedía enteramentede empresas instrumentales domiciliadas enparaísos fiscales. Es decir, empresas que soloexistían legalmente, pero que no tenían ningunaactividad.

—Entonces, ¿de dónde salía la pasta? —pregunté.

—En todos los casos, el rastro acababaperdiéndose; en todos, salvo en uno. Mario logróseguir la pista de un ingreso de unos cientocincuenta millones de dólares. Tras recorrer másde cuarenta empresas fantasma interpuestas, acabóllegando a un banco de las islas Caimán. Hackeóel sistema y, tras revisar las comunicacionesinternas del banco, averiguó que habían sufrido unrobo informático de ciento cincuenta millones dedólares. Y no lo habían denunciado a las

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autoridades.—¿Por qué? —pregunté.—Porque el dinero estaba en una cuenta opaca;

una cuenta que en teoría no existía, ya que la pastaprovenía del narcotráfico.

Judit alzó las cejas, sorprendida.—Un momento —dijo—. ¿Clarke, el

presidente de Tesseract, fundó su empresa condinero robado a la mafia?

Fran se encogió de hombros.—Eso parece.Nos quedamos unos segundos en silencio. Fran

se llevó la cerveza a los labios y la apuró de untrago.

—Antes comentaste que Mario habíaaveriguado dos cosas —dijo Judit—. ¿Cuál es laotra?

El enorme estudiante de informática dejó caerlos hombros y nos miró con desvalimiento.

—Que la gente que se enfrenta a TesseractSystems tiene tendencia a morirse —dijo en voz

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baja.

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Judit y yo intercambiamos una mirada.—¿Qué quiere decir eso? —pregunté.—Que cada vez que alguien se interpone en el

camino de Tesseract, sufre un accidente. Mariodetectó varios casos: el secretario de la Cámarade Comercio, dos congresistas de Estados Unidos,los directores comerciales de un par de cadenas dedistribución de artículos informáticos, variosejecutivos de empresas de la competencia… Entotal, más de cuarenta personas que de un modo uotro estaban enfrentadas a Tesseract Systems,habían sufrido repentinos accidentes mortales. Yeso solo en Estados Unidos.

—¿Qué clase de accidentes? —preguntó Judit.—De todo tipo: atropellos, colisiones, fugas

de gas… Uno por uno no tenían nada de raro, pero

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todos juntos… En fin, parecía una epidemia demala suerte.

—Entonces —intervine—, Mario no teníapruebas de que fuesen asesinatos.

—No, no las tenía. Pero eran demasiadascasualidades.

—Sin embargo —proseguí—, sí que teníapruebas de que Tesseract había robado dinero a unbanco de las Caimán.

Fran negó con la cabeza.—Después de que Mario descubriese el rastro

de ese robo, alguien entró en la Red y lo borró sindejar la menor huella.

—¿Y qué hizo Mario?—Seguir investigando. No sé exactamente

cómo, porque no hablamos del tema durante muchotiempo, pero hace cuatro o cinco meses vino averme y me contó algo increíble. Según él, todoslos ordenadores del mundo, todos sin excepción,están infectados con un virus indetectable, unsoftware malicioso que permite el control absoluto

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de Internet.—El control ¿por parte de quién? —pregunté.—De Tesseract —respondió.Respiré hondo y contuve el aliento. Aquello

era de locos.—¿Pero eso es posible? —preguntó Judit—.

¿Se puede infectar a todos los ordenadores delmundo?

—Mario aseguraba que bastaba con conectarsea Internet para quedar infectado. —Fran seencogió de hombros—. En teoría, eso esimposible, pero Mario estaba convencido. Decíaque no se trataba solo del control de la Red, sinode todo lo que, aunque fuera remotamente,estuviese conectado a Internet; desde losordenadores del Pentágono hasta el sistemafinanciero mundial. Todo. —Suspiró—. Cuestacreerlo, pero…

Hubo un silencio.—¿Te contó algo más?—No. Pero poco después, Figuerola comenzó

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a recibir llamadas telefónicas anónimas.—¿Qué clase de llamadas?—Amenazadoras. Una mujer le decía que

dejase de entrometerse. Y también correoselectrónicos.

—¿Por qué Figuerola? —pregunté—. ¿Quéhabía hecho?

—En realidad, nada; pero el equipoinformático que empleaban Mario y Blacky estabaen su casa. —Fran desvió la mirada—. Luego,Blacky desapareció. No volvió a colaborar conCamelot y no contestaba al teléfono ni los correos.Fue como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿No volvisteis a saber de él?—No. Unos días después, se disolvió Camelot

y no volvimos a vernos. Hasta que, hace algo másde un mes, me enteré de que Figuerola tambiénhabía desaparecido. Entonces fui a ver a Mariopara preguntarle qué pasaba, pero él… no sé,estaba ido; como si llevase días sin dormir. Medijo que no podía contarme nada porque era

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demasiado increíble y, además, peligroso. Añadióque lo mejor que podía hacer era mantenerme almargen; luego, prácticamente me echó aempujones.

—¿Y no dijo nada más? —preguntó Judit.Fran hizo un gesto vago.—Sí, pero no tiene sentido.—¿Qué?—Dijo que no era Tesseract, sino Miyazaki.

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Judit y yo dimos un respingo.—¿Qué dijo exactamente? —preguntó ella.Fran parpadeó, sorprendido por nuestra

reacción.—Pues creo que dijo: «Me equivoqué, no es

Tesseract, sino Miyazaki».—¿A qué se refería?—No lo sé, ya te he dicho que no tiene sentido.

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Le pregunté qué significaba eso, pero me echó sinexplicarme nada. Al cabo de unas semanas meenteré del «accidente» de Mario y me acojoné.Desde entonces, casi no salgo de casa.

Me incliné hacia Fran.—¿Te suena de algo eso de «Miyazaki»? —

pregunté.Fran se encogió de hombros.—Solo he encontrado una relación entre esa

palabra y el trabajo que hacíamos —respondió—.En 2001 se extendió la infección de un nuevo virusllamado «Miyazaki». Era un troyano del tipo Zeuso Kneber que tenía por objetivo crear una botnet.

—Lo que traducido al cristiano significa… —le interrumpí.

—El troyano infecta un ordenador y permite sucontrol por un usuario no autorizado —aclaró Fran—; al mismo tiempo, el ordenador infecta a otrosordenadores mediante la agenda de correoelectrónico, hasta formar una red de «ordenadoresrobot», que es lo que significa «botnet». Mediante

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ese sistema se consigue controlar a la vez miles deordenadores zombis, que luego sirven para enviarspam o para realizar ataques masivos. De todasformas, Miyazaki fue un fracaso.

—¿Por qué?—Porque estaba diseñado con el culo. Al

infectar un ordenador, Miyazaki comenzaba aduplicarse a sí mismo; además, copiaba yarrastraba fragmentos aleatorios de los programasdel ordenador infectado, de forma que acababasaturando el disco duro. Es decir, lo que pretendíaser un troyano invisible acabó convirtiéndose enun virus destructivo. Una chapuza.

—¿Por qué se llama Miyazaki? —pregunté.—Tenía inscrito ese nombre en su programa.

Es una prefectura de Japón.—Miyazaki también es un apellido —intervino

Judit—. Quizá sea el nombre o el apodo delprogramador del virus.

—Quizá.—¿Y qué tiene que ver con Tesseract? —

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pregunté—. ¿Podría ser Miyazaki el virus que,según Mario, infecta todos los ordenadores delmundo?

Fran me miró con ironía.—Miyazaki era una cagada —dijo—;

reventaba la memoria del equipo y lo dejabainoperativo. Si hubiera infectado todos losordenadores del mundo, nos habríamos enteradohace mucho tiempo.

—Pero si Miyazaki es el nombre o el nick delprogramador —sugirió Judit—, quizá se trate de lapersona que está detrás de ese virus global.

—Pues entonces —replicó Fran—, el jodidocabrón ha debido de mejorar mucho durante losúltimos años, porque era un manta. —Dio unmanotazo sobre la cama—. No tengo ni idea dequé coño quiso decir Mario. Ya os he contado todolo que sé.

Apoyé los codos sobre las rodillas.—Hace una semana, Mario me envió… —

comencé a decir.

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—Me importa una mierda lo que te enviaraMario —me interrumpió Fran, poniéndose en pie—. No quiero saber nada más de este asunto.Antes has dicho que querían matarte; pues bien, losiento mucho y espero que tengas suerte, pero noes mi problema. Yo ya he cumplido con mi partedel trato: os lo he contado todo. Ahora, cumplidvosotros y largaos.

Judit y yo nos incorporamos.—Solo una cosa más —dijo ella—. ¿Sabes

qué es «Camaleón»?—Un bicho que cambia de color, ¿no?—¿Tiene alguna relación con la informática?Fran dejó escapar un largo suspiro, harto,

supongo, de aquella conversación.—Sí —dijo—. Un camaleón es un software

malicioso que adopta la apariencia de cualquierprograma normal, como por ejemplo unprocesador de textos o una hoja de cálculo, lo quesea. Funciona exactamente igual que el programaque imita, pero lleva oculto un subprograma que se

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dedica a algo muy distinto. Por lo general, robar ytransmitir información.

—¿Un camaleón podría tener el aspecto de undiseñador de páginas web?

—Puede parecer cualquier cosa —respondióFran—. Y ahora largaos de una puta vez.

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Capítulo diez

Regresé al chalet tal y como había salido deél: oculto en el maletero del Porsche Cayenne.Judit y yo apenas hablamos esa noche; supongoque teníamos que digerir demasiada informaciónnueva, así que nos fuimos temprano a la cama,aunque, al menos a mí, me costó mucho dormirme.No dejaba de pensar en lo que nos había contadoFran, pero me costaba tomármelo en serio. Parecíael argumento de una película de James Bond, conesa melodramática conspiración mundial a base devirus informáticos. Solo faltaba el héroe que alfinal lo resuelve todo a tiros y puñetazos.

Cuanto más lo pensaba, más imposible meparecía que alguien, quienquiera que fuese,pudiera controlar el mundo a través de Internet.Era absurdo, ridículo. Sin embargo, aquello dejóde parecerme tan imposible cuando recordé elsemáforo que causó la muerte de Mario, y mi

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cuenta corriente manipulada, y las falsas pruebasde mi ficha policial, y la llamada telefónicaintervenida…

Desgraciadamente, aquella línea depensamiento me recordó también que no solo eraun fugitivo de la justicia, sino que además meperseguían unos asesinos para matarme. Entoncesevoqué la terrible imagen del cadáver del pobreEmilio y, sin poder contenerlas, mis ojos sellenaron de lágrimas. Y allí, en la oscuridad deldormitorio, lloré por mi amigo; pero también pormí, entregado en cuerpo y alma a laautocompasión.

Daba asco. Me alegré de que Judit no pudieraverme.

Y así, entre sollozo y sollozo, fui quedándomepoco a poco dormido.

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Al día siguiente, cuando desperté, me sentíhundido en la depresión; y debía de notárseme,porque después de desayunar en el salón, Judit medijo:

—Siento haberte metido en este lío.—No me has metido tú —repliqué—. Fue

Mario.—Sí, pero yo me he puesto a enredarlo todo y

te he arrastrado.—Me has ayudado —la corregí—. Si no me

hubieras acogido en tu casa, ahora estaría en lacárcel. O muerto.

Nos quedamos en silencio. Judit cogió unperiódico que descansaba sobre la mesa y dijo:

—No quiero preocuparte más, pero debes veresto.

Abrió el diario por las páginas centrales yseñaló una breve noticia situada en una esquina.Me incliné para verla y casi se me para el corazón;ahí estaba mi foto, y mi nombre, y una relación delos supuestos crímenes por los que me buscaba la

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policía. Ahora ya lo sabía todo el mundo. Exhaléuna bocanada de aire y oculté la cara entre lasmanos.

—¿Y ahora qué demonios voy a hacer? —musité, sintiéndome derrotado.

—Cambiar de aspecto —respondió Judit—.Llevas varios días sin afeitarte.

—Olvidé en casa la maquinilla…—Mejor; déjate barba. Esta tarde me ocuparé

de tu pelo.De repente sentí un aguijonazo de rabia.—¿Y qué coño voy a hacer? —dije en voz

demasiado alta—. ¿Pasarme la vida disfrazado?No puedo huir siempre, joder.

—Solo es algo provisional —replicó ella entono tranquilo—. Hasta que encontremos aFiguerola.

—Y si no lo encontramos, ¿qué?—Todavía nos quedará el pendrive. Escucha:

Tesseract Systems, o Miyazaki, o quien narices seaque te persigue, le tiene miedo a lo que contiene el

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pendrive. Eso quiere decir que es un arma quepodemos usar contra ellos.

—Un arma a la que no podemos acceder —lerecordé, y añadí en tono sarcástico—: A menosque te refieras a la página pornográfica, claro.Podríamos contraatacar escandalizándolos.

Judit me miró imperturbable.—Estoy segura de que conoces la contraseña

—dijo—. Si no, Mario nunca…—¡Mario, Mario, Mario, Mario! —exclamé al

tiempo que me incorporaba y comenzaba arecorrer el salón de un lado a otro agitando lasmanos—. ¡Estoy hasta las pelotas de Mario! Quesi tenía un cociente intelectual de quitar el hipo,que si era un genio de la informática, que siparecía un ser superior… Pues vale, Mario seríala hostia en bote, pero mira cómo acabó. Y mira elpuñetero lío en que nos ha metido, joder.

De pronto, los labios de Judit dibujaron unasonrisa.

—Estás gracioso cuando te enfadas —dijo.

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Me detuve, cerré los ojos y respiré hondo. Ellatenía razón; no sé si en lo de gracioso, pero, desdeluego, sí en lo de enfadado. En cualquier caso,mejor enfadado que deprimido.

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Judit salió a media mañana para hacer unascompras y yo me quedé solo en el chalet, salvo porla compañía de Gladys, la criada filipina. ¿Leeríaesa mujer los periódicos?, me pregunté. ¿Sabríaque tenía en casa a un presunto asesino y violador?De ser así, no lo demostraba; aunque lo cierto eraque su imperturbable rostro nunca reflejaba nada.

Pasé el resto de la mañana probandocontraseñas en el archivo «Miyazaki». Ya no sabíaqué poner, así que empecé a escribir palabras alazar, lo cual, evidentemente, era una pésimaestrategia. Pero es que ya lo había probado todo,cualquier cosa que hubiéramos compartido en la

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niñez Mario y yo. Al menos, que recordase, yevidentemente recordaba mal. ¿Qué demoniospodía ser? Como cada vez que lo había intentado,al cabo de un par de horas de ver una y otra vezrepetida la frase «password incorrecto», meentraron ganas de liarme a patadas con elordenador.

Después de comer, Judit me cortó el pelo yluego insistió en teñirme de rubio. Al principio menegué, pero ella me recordó que mi foto habíasalido en la prensa y añadió que la mejor forma decambiar de aspecto era cambiar el corte y el colordel pelo. Acabé accediendo. Cuando terminó deteñirme, me miré en un espejo y comprendí queJudit tenía razón: no me reconocería ni mi madre.Parecía un futbolista hortera.

Aquella tarde telefoneó Juan Olivares, elinformático que había examinado el pendrive.Judit conectó el manos libres, así que pude oír laconversación.

—He estado examinando el archivo

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«Camaleón» —dijo Olivares— y, aparte de lapágina web, hay algo más.

—¿El qué? —preguntó Judit.—Todavía no lo sé.—Un amigo me ha hablado de los virus

camaleón. ¿Es eso?—Pues sí, en cierto modo se parece. Pero no

creo que sea un virus; al menos, en el sentidohabitual del término. Más bien diría que esexactamente lo que su nombre sugiere: un softwarede camuflaje.

—Que oculta algo.—Eso es. Parece un programa de

comunicaciones, pero no estoy seguro. —Hizo unapausa y añadió—: Por cierto, vino la policíapreguntando por tu amigo, el que te acompañaba elotro día.

—Ya. ¿Has descubierto algo más sobre«Camaleón»?

—No, salvo que quien lo haya programadotiene mucho talento.

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Después de aquella conversación, Judit se fuea la piscina cubierta y yo a mi dormitorio. No meapetecía seguir probando contraseñas, así que metumbé en la cama con la intención de echar unasiesta, pero no pude. Mi familia debía de estarpreocupada, y Paloma también. No podíatelefonearles —no me atrevía— y tampoco podíamandarles un correo electrónico. Pero sí una cartanormal.

Me levanté de la cama, cogí papel y bolígrafo,y escribí dos cartas; una dirigida a mi hermano yotra a Paloma. Intentaba tranquilizarlos, lesaseguraba que las acusaciones en mi contra eranfalsas y que pronto demostraría mi inocencia; peroal no poder entrar en detalles, supongo que lascartas acabaron quedando un tanto ambiguas.

Después de escribirlas, le pedí a Judit un parde sobres, puse las direcciones y se las entreguépara que las echara al correo. Aquella nochedormí mal; tuve pesadillas que, cuando medespertaba sobresaltado, no podía recordar. Aun

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así (o precisamente por eso), me desperté tarde,pasadas las nueve y media. Judit, según meinformó la hierática Gladys, había salido muytemprano.

Regresó poco antes del mediodía.—Esta mañana me ha llamado el detective que

contraté para buscar a Figuerola —dijo,inexpresiva—. Habíamos quedado en no comentarnada por teléfono, de modo que he ido a verle.

—¿Y…?Por primera vez desde que la conocía, Judit

sonrió de oreja a oreja.—Le ha encontrado —declaró, radiante—. Ya

sabe dónde está.

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Ernesto Figuerola se había refugiado en Noez,un pueblo situado al suroeste de Toledo. Por lovisto, el detective tenía pinchados los teléfonos de

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la familia del profesor y el día anterior habíagrabado una conversación en la que la madre deFiguerola le revelaba a un pariente el paradero desu hijo.

Supongo que aquella noticia debería habermealegrado, pero lo cierto es que, por el contrario,me preocupó.

—Si tu detective había pinchado el teléfono delos padres de Figuerola… —comencé a decir.

—Otros podrían haber hecho lo mismo —concluyó ella, recuperando su habitual seriedad—.Voy a ir ahora mismo a Noez.

—Y yo contigo —dije. Y al ver que hacíaamago de protestar, añadí—: No me he dejadoteñir de hortera para quedarme en casa. Vamosjuntos.

Aunque no habíamos advertido ninguna señalde que el chalet estuviese bajo vigilancia, volví asalir oculto en el maletero del Porsche Cayenne.Unos cuantos kilómetros más adelante, ocupé elasiento del copiloto, me encasqueté la gorra y las

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gafas de sol, y reanudamos el viaje por la autovíaA-42 en dirección a Toledo. Al cabo de un rato,pregunté:

—¿No sabías nada del negocio que teníamontado Mario?

—No, jamás mencionó Camelot —respondióJudit con la vista fija en la carretera—. Siemprefue muy reservado.

«Camelot», pensé; ¿de ese modo se veía a símismo Mario, como un rey Arturo de lainformática?

—¿Habías oído hablar antes de su socio, esetal Blacky? —pregunté.

—No, nunca.Un rey Arturo rodeado de secretos y misterios.

Cada vez estaba más harto de Mario.Apenas hablamos durante el resto del trayecto;

era como si una nube de tormenta se cerniesesobre nosotros. Al llegar a Toledo cogimos lacircunvalación y nos incorporamos a la comarcal401 en dirección suroeste. Unos veinte kilómetros

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más adelante, nos desviamos a la izquierda yseguimos la estrecha carretera que, al cabo decuatro kilómetros, acababa desembocando enNoez.

Se trataba de un pequeño pueblo agrícolarodeado de campos de cultivo que ahora, con laproximidad de la primavera, comenzaban areverdecer; un puñado de casas de ladrillo y calperdido en medio de una solitaria llanura. Trasaparcar en una desangelada plazuela situada frenteal ayuntamiento, Judit se desabrochó el cinturón deseguridad y me dijo:

—Espérame; voy a preguntar por ahí.—Si Figuerola quiere esconderse —comenté

—, lo más probable es que use un nombre falso.Judit sacó del bolsillo la fotografía en blanco y

negro de un tipo delgado con lentes de monturametálica y me la mostró.

—Te presento a Ernesto Figuerola —dijo.—¿De dónde has sacado esa foto? —pregunté.—De una revista informática. —Se bajó del

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coche y antes de cerrar la puerta agregó—: No temuevas de aquí. Vuelvo enseguida.

Judit se perdió entre las casas del pueblo y yome recosté en el asiento. A mi derecha, un grupode niños jugaba al fútbol; al poco, uno de ellos sedesentendió del balón y se quedó mirándomefijamente. Debía de tener unos diez años. ¿Mehabría visto en la prensa? ¿Acaso había salido mifoto en televisión? ¿O simplemente se estabaquedando conmigo? Fuera como fuese, el puñeterochaval empezaba a ponerme de los nervios. Porfortuna, Judit no tardó en regresar.

—¿Y bien? —pregunté cuando se acomodó alvolante.

—Figuerola se hace llamar Ernesto García yha alquilado una casita al sur del pueblo.

Sin añadir nada más, puso en marcha el motor,arrancó y enfiló hacia la carretera. Unos quinientosmetros más adelante, después de dejar atrás unaforja y una tienda de artesanía, justo cuandoestábamos a punto de sobrepasar las últimas casas

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del pueblo, Judit aparcó al lado de una pequeñaconstrucción de dos plantas, con un descuidadojardín en la parte frontal y un patio en la trasera;tenía el tejado a dos aguas, los muros de ladrillo ylas ventanas de madera pintada de verde. Bajamosdel coche y miramos a nuestro alrededor; no habíanadie por las proximidades. A lo lejos, un tractorcirculaba por una pista de tierra. Consulté el reloj:faltaban ocho minutos para las dos de la tarde.

Cruzamos la verja del jardín y nosaproximamos a la puerta de entrada. Se percibíanruidos y voces procedentes del interior de la casa;probablemente, una radio o una televisión. Judittendió la mano, pulsó el timbre y escuchamos unamortiguado ding-dong. Nadie abrió. Judit pulsó eltimbre dos veces más, pero nadie salió arecibirnos.

—Vamos por detrás —dije.Comenzamos a rodear la casa. Las ventanas

laterales estaban cubiertas con visillos; meaproximé a una y, atisbando a través de una

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rendija, distinguí el parpadeo de una pantalla detelevisión. Seguimos caminando y llegamos alpatio. La puerta trasera era de hierro pintado deverde y cristales; me acerqué a ella, giré lamanija… y la puerta se abrió con un leve gemidode óxido.

Judit y yo cruzamos una mirada de extrañeza yluego, tras un leve titubeo, entramos en la casa.

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Capítulo once

Nos adentramos en una anticuada cocina desuelos de linóleo y paredes revestidas de azulejosblancos. En un fregadero de aluminio había unapila de platos y cubiertos sucios. El sonido deltelevisor se percibía ahora más nítido; parecía unmagacín de cotilleos.

—¿Ernesto? —dije en voz alta.No obtuve respuesta. Judit y yo abandonamos

sigilosamente la cocina y, tras recorrer un brevepasillo, entramos en el salón. Los muebles eran demadera rústica; había una chimenea, una mesa,varias sillas, un aparador y una televisiónencendida. Y frente al televisor, un sillón de panaroja con alguien sentado.

—¿Ernesto?… —repetí, aproximándome.Y entonces me detuve en seco.Creo que lo sabía desde que llamamos al

timbre y nadie nos abrió; o quizá antes, cuando

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Judit me contó que su sabueso había encontrado elrastro del profesor. Aun así, no pude reprimir unestremecimiento cuando vi el cadáver de ErnestoFiguerola con la garganta cortada y los yertos ojosfijos en un programa del corazón. El titileo de lapantalla arrancaba falsos destellos de vida de suspupilas.

Judit y yo permanecimos inmóviles durante nosé cuánto tiempo, con la vista fija en aquel cuerpocubierto de sangre. Entonces, de repente, Juditdesvió la mirada y se quedó unos segundos atenta,como si hubiera oído algo. Súbitamente, gritó:

—¡Vámonos!Y echó a correr hacia la salida. Dudé un

instante y fui tras ella a la carrera; salimos alexterior, rodeamos la casa y, cuando llegamos alPorsche Cayenne, pregunté:

—¿Qué pasa?—Viene un coche —respondió al tiempo que

se sentaba al volante.Volví la cabeza hacia atrás y comprobé que, en

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efecto, un Mercedes negro se aproximaba por lacarretera. Entré en el coche y, antes de podercerrar la puerta, Judit arrancó haciendo chirriar laruedas. Miré hacia atrás. El Mercedes habíaacelerado y se acercaba a toda velocidad. Teníalos cristales siniestramente tintados. Juditmanipuló la palanca de cambios y apretó a fondoel acelerador; al instante, con un brusco tirón, elPorsche Cayenne salió proyectado hacia delante.

—Turbo —comentó lacónicamente Judit.Solo conservo un vago recuerdo de aquella

huida. Perseguidos por el Mercedes, nosincorporamos a la carretera comarcal saltándonosel stop a más de cien kilómetros por hora.Afortunadamente, no había demasiado tráfico, perorecuerdo con horror un adelantamiento por elarcén y una dudosa maniobra en la que casichocamos contra un camión. Al principio nos costódejar atrás al Mercedes, pero nuestro vehículo eraun Porsche, quinientos cincuenta caballos depotencia capaces de alcanzar los 280 kilómetros

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por hora —creo que más de una vez losalcanzamos—, de modo que fuimos dejando atráspoco a poco a nuestros perseguidores hasta que, alllegar a la autovía, los perdimos de vista.

De todas formas, Judit siguió conduciendo atoda pastilla hasta que llegamos a su casa.

@

Al entrar en el salón del chalet, Judit y yo nossentamos en el sofá y permanecimos unos segundosen silencio. El miedo nos había impedidopronunciar palabra durante la persecución, yahora, sencillamente, no sabíamos qué decir.

—Esto es una pesadilla… —murmuréfinalmente.

Menudo comentario estúpido; claro que erauna pesadilla: la peor de mi vida. Judit no dijonada; parecía abstraída, como si se debatiera en unconflicto interno. Al cabo de unos minutos, me

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miró y dijo:—Voy a hablar con mi padre. Tiene

influencias, podrá ayudarnos. —Suspiró—. Elúnico problema será conseguir que me crea…

—¿No estaba en China? —pregunté.—Le telefonearé —dijo. Consultó su reloj y

añadió—: Ahora debe de ser media mañana enPekín; llamaré más tarde.

¿Y qué podía hacer su padre, por muypoderoso que fuese?, pensé. Ni siquiera sabíamosa ciencia cierta a qué o quién nos enfrentábamos,pero estaba claro que la capacidad de control ymanipulación de nuestro enemigo era portentosa.Eso por no mencionar los escasos escrúpulos quedemostraba a la hora de cargarse a la gente.

En cualquier caso, el hecho incontrovertibleera que a Figuerola le habían asesinado y que,como decía Mario en su carta, ahora tododependía de mí. De mí y de una estúpidacontraseña que, aunque en teoría debía de serevidente, me resultaba imposible encontrar.

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Creo que si hubiera tenido a Mario delante, lehabría sacudido un buen puñetazo. Por milésimavez, me pregunté por qué me había metido en aquellío. Una compañía informática se fundó a base derobar dinero procedente del narcotráfico. Vale, ¿ya mí qué demonios me importaba que le robaran ala mafia? Por otro lado, esa compañía, por lovisto, se dedicaba a cargarse a sus rivales. Puesmuy mal, por supuesto, pero todos los días muerenmiles de personas en el Tercer mundo y a nadieparece importarle mucho.

En cualquier caso, ninguno de los chanchullosde Tesseract Systems parecía una tremebundaamenaza mundial, como Mario afirmaba en sucarta. Entonces, ¿por qué narices me habíainvolucrado a mí? De no ser por el malditopendrive, aquel asunto no me afectaría lo másmínimo.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Judit.Asentí con la cabeza, espantando mis cada vez

más indignados pensamientos, y fui con ella a la

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cocina.

@

Después de comer, me encerré en midormitorio e intenté atacar el problema de lacontraseña de una forma científica o, cuandomenos, ordenada. Elaboré una lista con laspalabras y cifras que había probado hastaentonces, apunté todo lo que teníamos en comúnMario y yo, tracé diagramas, entremezclé ideas,barajé posibilidades, hice todo lo que se meocurrió para encontrar nuevas alternativas. Unapor una, todas fracasaron.

A media tarde, Judit vino a verme. Parecíapreocupada.

—No consigo hablar con mi padre —dijo—.La comunicación se corta. He intentado contactarcon él a través de su secretaria, pero ella tampocoha podido.

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—Bueno, China está en el quinto pino —dije,quitándole importancia al asunto.

Pero sí era importante. No caímos en la cuentade que nos enfrentábamos a un rival capaz decontrolar las comunicaciones telefónicas, lo queexplicaba los problemas de Judit para hablar consu padre. Pero de ser así, si su teléfono estabaintervenido, eso significaría que la habíandescubierto. Por desgracia, ninguno de los dos lopensó.

Cuando Judit abandonó mi dormitorio mequedé, literalmente, sin saber qué hacer. Deberíahaber seguido intentando encontrar la contraseña,pero estaba harto y me dolía la cabeza. Por otrolado, las emociones del día —el cadáver deFiguerola, la persecución— me habían dejadointeriormente exhausto, así que me tumbé en lacama y, sin darme cuenta, me quedé dormido.

Cuando desperté era de noche, las diez ymedia pasadas. Me levanté con la boca pastosa yel estómago un poco revuelto, abrí la puerta y

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asomé la cabeza. El chalet estaba a oscuras,aunque distinguí luz por debajo de la puerta deldormitorio de Judit. Dudé un instante, pero eratarde y no quería molestarla, así que volví a cerrarla puerta y me dirigí al cuarto de baño paralavarme los dientes. Había dormido demasiado yme iba a costar mucho conciliar el sueño, de modoque, en vez de ponerme el pijama, me tumbé en lacama vestido y comencé a darle vueltas de nuevoal problema de la contraseña.

Debí de dormirme otra vez a los cincominutos.

Al cabo de un lapso indeterminado de tiempo,algo, quizá un ruido, me despertó. La habitaciónestaba a oscuras. De pronto, la puerta se abrióbruscamente y Judit entró en el dormitorio con unalinterna encendida en una mano y una bolsa dedeporte en la otra.

—Han cortado la electricidad y el teléfono —dijo—. Deben de estar a punto de entrar en lacasa. Tenemos que irnos; coge el pendrive y los

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portátiles.Me quedé paralizado y desorientado. ¿Quiénes

iban a entrar? ¿Y adónde nos íbamos?—¡Date prisa! —exclamó Judit.Me incorporé de golpe, me calcé las

deportivas y cogí la bolsa de viaje.Apresuradamente, guardé en ella mi ordenadorportátil, el de Judit y el pendrive; luego, añadí unpuñado de ropa cogido al azar y la cerré.

—Ya está —dije.Con Judit a la cabeza iluminando el camino,

bajamos corriendo a la primera planta y nosdirigimos al fondo de la casa. Allí, en la zona deservicio, había una escalera que conducía al spadel sótano; Judit comenzó a bajar por ella mientrasdirigía el haz de luz hacia los peldaños.

—¿Adónde vamos? —pregunté, siguiéndola.—Ya lo verás —respondió.Al llegar al sótano, Judit se dirigió hacia el

extremo opuesto a donde se encontraba la piscinacubierta. En el muro había una puerta; la abrió, la

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cruzamos y entramos en un pequeño recinto que yodesconocía. Solo había otras dos puertas, ambasde acero y con apertura de combinación.

—¿Qué es esto? —musité.Judit sujetó la linterna y la bolsa con una mano

y comenzó a marcar con la otra la combinación dela puerta de la izquierda.

—A la derecha hay una «habitación delpánico» —dijo—. Si entra alguien en tu casa, temetes ahí, cierras y nadie puede hacerte nada.Luego conectas una alarma y esperas a que vengala policía.

Abrió la puerta izquierda, mostrando el iniciode un túnel, y me invitó a seguirla con un cabeceo.

—¿Y eso adónde lleva? —la contuve.—Al garaje.—¿Y no sería mejor que nos metiéramos en la

«habitación del pánico»? —sugerí.Alzó una ceja.—¿De verdad quieres que te rescate la

policía? —preguntó.

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No, claro; me había olvidado de que era unfugitivo.

Cruzamos la puerta y seguimos el túnel a lolargo de unos cincuenta metros. Al final había unaescalera; la remontamos, cruzamos otra puerta yentramos en el garaje. Todo estaba en calma; no seoía absolutamente nada.

—¿Estás segura de que ha entrado alguien? —pregunté en voz baja.

—Por lo menos tres hombres —respondiómientras nos dirigíamos al Porsche Cayenne—. Alcortarse la electricidad entra en funcionamiento ungenerador auxiliar que mantiene activo el sistemade seguridad. En mi cuarto hay un panel con unmonitor y, a través de una de las cámarasexteriores, he visto a tres tíos cruzando el jardín.Supongo que habrá más.

Dejamos las bolsas en el maletero y entramosen el coche. Judit introdujo la llave en el contacto,cogió un mando a distancia y dijo:

—Cuando apriete este botón se abrirán la

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puerta del garaje y la de la entrada. Entoncessabrán que estamos aquí. En cuanto nos pongamosen marcha, agáchate y no levantes la cabeza. ¿Deacuerdo?

Asentí. Notaba mariposas en el estómago yhormigas a lo largo de la columna vertebral.Estaba muerto de miedo.

Judit oprimió el botón del mando a distancia yel portalón comenzó a abrirse hacia arriba, poco apoco. Simultáneamente, puso en marcha el motor,metió la primera y la retuvo pisando el embrague.No conectó los faros.

Miré fijamente la puerta del garaje, que seabría con lentitud, insoportablemente despacio,centímetro a centímetro. Intenté tragar saliva, perotenía la boca seca. Los segundos se arrastrabancomo caracoles mientras la adrenalina me corría araudales por las venas.

«Ábrete», pensé, apretando los puños. «Ábretede una puñetera vez…».

De pronto, cuando el portalón iba por la mitad,

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una figura humana se perfiló contra el resplandorde las farolas del jardín. El desconocido se agachórápidamente, nos apuntó con algo, brotó unfogonazo y un repentino agujero apareció en elparabrisas mientras un proyectil pasaba silbandoentre nuestras cabezas.

Nos habían disparado.Al instante, Judit apretó a fondo el acelerador,

soltó el embrague y el coche rugió lanzado haciadelante a toda velocidad, obligando aldesconocido a echarse a un lado. El techo delvehículo rozó contra el entreabierto portalón,provocando una cascada de chispas. Judit, medioagachada, dio un volantazo y puso rumbo hacia lasalida. El espejo retrovisor derecho saltó hechopedazos por el impacto de una bala. ¿Por qué nooía los disparos?

«Deben de usar silenciadores, como en lapelículas», pensé tontamente.

Cruzamos la verja de entrada como unaexhalación y Judit dio un nuevo volantazo a la

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izquierda para enfilar la calle. El coche derrapó,tirando al suelo un contenedor de basura, peroJudit logró hacerse con el control del vehículo y sedirigió hacia la salida de la urbanización.

No conectó los faros hasta que llegamos a lacarretera general, y solo entonces yo dejé decontener el aliento. Miré hacia atrás paraasegurarme de que nadie nos seguía y me recostéen el asiento. El aire silbaba a través del orificiodel parabrisas.

—No quiero volver a hacer esto nunca más…—murmuré.

@

Judit se incorporó a la carretera de Humera endirección norte. Parecía tranquila, pero sus manosaferraban el volante con tanta fuerza que teníablancos los dedos y los nudillos.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

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—A Aravaca —respondió—. Mi padre tieneotro chalet allí; está a nombre de una de susempresas.

Aravaca es un pequeño pueblo asimilado aMadrid, un zona residencial situada al otro lado dela Casa de Campo.

—¿Vive alguien en ese chalet? —pregunté denuevo.

—No, está deshabitado.Circulamos en silencio durante unos minutos.

Nunca una noche me había parecido tan oscura.—Judit… —dije.—¿Sí?—Te estoy poniendo en peligro. Es mejor que

nos separemos; no quiero involucrarte más.Judit me dedicó una fugaz sonrisa.—Ya estoy involucrada —respondió—. Han

entrado en mi casa, Óscar. Saben que estásconmigo, así que ahora también me buscan a mí.Pero gracias por intentar protegerme; eres uncielo.

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De nuevo nos sumimos en el silencio. Giré lacabeza y contemplé el retrovisor roto por unbalazo; nunca se me habría ocurrido que alguienquisiera dispararme, nunca habría imaginado queacabaría siendo un prófugo de la justicia, niremotamente habría sospechado jamás que llegaríaa estar en el punto de mira de una conspiración.Hasta hacía muy poco, yo era un tipo normal ycorriente. Dios, cuánto odiaba a Mario…

El chalet se encontraba en el extremo oeste deAravaca, justo donde acababa la zona urbanizabley comenzaba el campo. Se trataba de una modernaconstrucción de dos plantas rodeada por unpequeño jardín; una vivienda lujosa, pero no tanextremadamente lujosa como el chalet deSomosaguas.

Aparcamos el maltrecho Porsche Cayenne enel garaje y entramos en la casa. Judit conectó laelectricidad y, como hacía frío dentro, también lacalefacción. Eché un vistazo a mi alrededor; elchalet estaba amueblado con gusto, pero de forma

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impersonal; se notaba que nadie vivía en él.Remontamos la escalera y Judit me condujo a unode los dormitorios.

—Tú dormirás aquí —dijo—. Venga, teayudaré a hacer la cama.

Abrió el armario empotrado y sacó unassábanas y una manta. De pronto, se quedóparalizada con la vista fija en el interior delarmario. Lentamente, dejó el juego de cama dondeestaba, sacó un jersey de lana negra y lo mirócon… ¿tristeza? Luego se sentó en el borde de lacama, depositó el jersey sobre el regazo y loacarició con suavidad.

—¿Qué pasa? —pregunté.—Este jersey era de Mario —respondió—.

Debió de dejárselo la última vez que estuvimos.—¿Mario ha estado aquí? —dije, sintiendo de

nuevo una punzada de irracionales celos.—Sí. Cuando queríamos estar solos y había

gente en su casa, solíamos venir aquí.Guardó un prolongado silencio y, de pronto,

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ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar.Soy muy torpe en esas circunstancias, nunca sécómo comportarme. Me senté a su lado, esperéunos segundos y apoyé una mano en su hombro.

—Le echas de menos —dije—. Lo siento…Judit me apartó bruscamente la mano y volvió

la cabeza hacia mí; tenía los ojos llenos delágrimas y el maquillaje corrido, pero su rostromostraba una repentina expresión de rabia.

—¡No lloro por Mario! —exclamó—. ¡Lloropor mí! No soy tan dura, ¿sabes?; no lo soy…

—Yo no he dicho que seas dura —protesté.—Pero yo sí. Me lo digo cada día cuando me

levanto: «Eres una chica dura, Judit, puedessoportarlo todo, puedes cargar con todo, puedeshacer lo que quieras». Pero es mentira —sorbiópor la nariz; las lágrimas le corrían a raudales porlas mejillas—. Ya no puedo más —prosiguió—.Estoy harta… ¿Sabes por qué llevo siempre esteestúpido aspecto entre punky y gótico? Para queme tomen en serio, para que me vean y digan: «Eh,

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esa chica no solo es un culo bonito, es dura, esSuperwoman». Y eso es lo único que hago, agitarlos brazos para llamar la atención y que los demásse den cuenta de que valgo la pena. Pero tienegracia, ¿sabes?: ni siquiera con mis padres loconsigo, porque apenas los veo —enjugó laslágrimas con la manga de su camiseta—. «Ah ya»,dirás, «la típica pobre niña rica».

—Yo no…—Pues tienes razón —prosiguió sin hacerme

caso—: soy la típica pobre niña rica de loscojones. Pero, rica o pobre, no soy de piedra —sorbió de nuevo por la nariz—. Crees que llorabapor Mario… Pues mira, igual sí, puede que llorarapor él. Pero no por haberle perdido, sino porque asu lado todo era siempre complicado. Y ahora,después de muerto, sigue siéndolo, aún máscomplicado que antes, y ya no puedo más. Estoysola y ya no sé qué hacer…

—No estás sola —dije—. Yo estoy contigo yte quiero.

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Jamás me había arrepentido tanautomáticamente de pronunciar unas palabras.Enrojecí al instante y tragué saliva, deseando quela tierra se me tragara. Judit me miró con sorpresa,parpadeó, se pasó el dorso de una mano por lacara y dijo en voz baja:

—Perdona, he perdido los nervios. Anda,vamos a hacer la cama.

@

Cuando Judit se fue del dormitorio, medesnudé y busqué un pijama, pero me lo habíadejado en el chalet de Somosaguas, así que memetí en la cama en calzoncillos y apagué la luz. Nisiquiera intenté dormirme; sabía que no iba apoder. Me quedé tumbado boca arriba, con lasmanos entrelazas tras la nuca, contemplando elresplandor de las farolas en el techo y las sombrasde las ramas de los árboles agitándose por el

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viento. De pequeño, jugaba a pensar que esassombras eran garras de monstruos que meacechaban; resultaba divertido porque sabía quelos monstruos no existían, pero ahora las sombrasse me antojaban inquietantes, pues habíadescubierto que los monstruos eran reales.

Quince minutos más tarde, Judit abrió la puertay se aproximó a la cama. Solo llevaba unacamiseta negra con la cara de Lisa Simpson y unasbraguitas.

—No quiero estar sola —dijo en voz baja—.¿Puedo dormir contigo?

—Claro…Aparté las sábanas y ella se metió en la cama.

Casi sin solución de continuidad, se abrazó a mí,enterró la cara en mi pecho y comenzó a llorar denuevo. Le devolví el abrazo e intenté consolarlaacariciándole los cabellos. Y es curioso, pero,pese a todo lo que había ocurrido, pese a lasconspiraciones, los cadáveres y las persecuciones,creo que aquel fue uno de los momentos más

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felices de mi vida. Su cuerpo ceñido contra el mío,sus lágrimas fluyendo por mi pecho, el susurro desus sollozos, su calor, sus brazos rodeándome…Sentí deseo, sí, y pasión, sí, pero sobre todo sentíuna inmensa ternura, el abrumador impulso deprotegerla y cuidarla.

Al cabo de un par de minutos, cuando laslágrimas se amansaron, Judit se apartó un poco ydijo:

—Lo siento; necesitaba llorar.—Está bien —dije—. A mí también me

gustaría llorar, pero no puedo. Es lo malo quetiene ser un macho alfa…

Bromeaba. Estaba nervioso y decía tonterías,pero Judit sonrió, alzó la cabeza y me besó en laboca; sus labios eran cálidos y tiernos, dulces,húmedos y sabios. Luego, se medio incorporó, sequitó la camiseta y las braguitas, se acurrucócontra mí y volvió a besarme.

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Capítulo doce

A la mañana siguiente, cuando me desperté,Judit ya no estaba en la habitación. Durante unosinstantes sentí un acceso de pánico, temiendo quemis recuerdos de la noche anterior no fuesen másque un sueño. Pero no, la almohada aún olía a ellay sobre la mesilla había una nota suya: «He salidoa comprar. Volveré enseguida».

Poco después de que me duchara y vistiera,Judit regresó con un par de bolsas desupermercado en las manos.

—He traído el desayuno —dijo, tan seriacomo siempre, mientras colocaba las bolsas sobrela encimera de la cocina.

Titubeé. De repente, no sabía cómo tratarla,qué decirle. ¿Lo que había ocurrido la otra nochesolo había sido para ella una forma de aliviar latensión… o algo más? Me sentía como unadolescente tímido e inexperto. Afortunadamente,

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Judit disipó mis dudas aproximándose a mí ydándome un largo beso en los labios. Luego mededicó una de sus maravillosas, aunque nodemasiado frecuentes, sonrisas y comenzó apreparar café y tostadas.

—¿Has ido a comprar con el Porsche? —pregunté mientras ponía la mesa.

—Sí.—Pues está hecho unos zorros.—Le he puesto cinta adhesiva al agujero del

parabrisas, para que no se note que es un balazo.Judit terminó de preparar las tostadas y nos

sentamos a la mesa.—Tengo algo que contarte —dijo mientras

servía el café—. Antes de hacer la compra, me hepasado por un cajero automático y todas mistarjetas de crédito han sido anuladas. No importamucho, porque la semana pasada saqué dinero enefectivo, pero eso significa que Tesseract me hadeclarado la guerra. Y hay algo más: he llamado ala secretaria de mi padrino y me ha contado que la

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policía también me busca a mí. Soy sospechosa deser tu cómplice en el asesinato de Emilio.

Dejé caer los hombros, abrumado por elsentimiento de culpa.

—Lo siento —dije—. Yo te he metido en estelío.

—No, Óscar; Mario nos metió a los dos. Y elresponsable tampoco es él, sino el hijo de puta quenos está manipulando.

—Ya, pero…—Luego hablamos —me interrumpió—.

Venga, se está enfriando el café.Desayunamos en silencio; cuando acabamos,

metimos los cacharros en el lavavajillas y nosfuimos al salón. Judit me pidió que aguardara unmomento y subió a la segunda planta, para regresaral poco con su ordenador portátil y el pendrive.

—Tal y como están las cosas —dijo,sentándose a mi lado—, la única salida quetenemos son las pruebas que Mario ocultó en elarchivo «Miyazaki», así que voy a intentar

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ayudarte a encontrar la contraseña.—Vale —acepté con un punto de escepticismo.Judit conectó el portátil, insertó el pendrive y

cliqueó sobre el archivo «Miyazaki». Al instante,una ventanita con la leyenda «inserte password» sematerializó en la pantalla.

—Bien —dijo Judit—, ¿qué teníais en comúnMario y tú?

—El colegio —respondí—. Nunca estuve ensu casa, no conocía ni a su familia ni a sus amigos,y que yo recuerde jamás hicimos nada juntos. Apartir del bachillerato prácticamente dejé de verley no volví a saber de él hasta que me lo encontréhace un año.

—De acuerdo —asintió—. Mario mencionabael colegio en su carta. Supongo que habrásprobado con los nombres de los profesores…

—Los nombres de los profesores, los nombresde los alumnos, el nombre del colegio, el nombrede la calle donde estaba, las asignaturas, losaños… Lo he probado todo.

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Judit reflexionó durante unos segundos.—No puede ser algo fácil de averiguar a

través de Internet —dijo—. Debe de tratarse dealgo que no aparezca en ningún sitio. ¿A Mario lellamaban de alguna forma en el colegio?

Entonces se hizo la luz. ¿Cómo no lo habíarecordado antes?

—Quesopocho… —musité.—¿Qué?—Rafa Sánchez, uno de nuestros compañeros,

era el típico graciosillo de la clase y le poníamotes a todo el mundo. A Mario le llamaba«Quesopocho».

—¿Por qué?—Por su apellido: «Rocafort» suena parecido

a «roquefort».—Pues no era muy ingenioso que digamos el

tal Rafa…Judit escribió «quesopocho» en la ventana y

pulsó enter. El rótulo «password incorrecto»apareció por enésima vez.

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—Bueno —dijo—, no es eso. ¿Cuál era tuapodo?

—Conejo —respondí, ruborizándome un poco.Y expliqué—: De pequeño, me sobresalían laspaletas.

Judit escribió «conejo» y volvió a pulsar enter.De nuevo apareció el cartelito «passwordincorrecto».

—Tampoco es. ¿Recuerdas más motes?Sí, recordaba algunos de los motes que ponía

Rafa, pero solo unos pocos. ¿Mario se lo iba ajugar todo a si mi memoria respondía o no?Imposible, tenía que ser algo de lo que no mepudiese olvidar… Entonces, por segunda vez, laluz se hizo en mi cerebro.

—Mario no mencionaba solo el colegio —dije, pensando en voz alta—. En la cartacomentaba que no nos veíamos desde los tiemposen que coincidíamos en clase del Barreda.

—¿Quién es Barreda?—Celestino Barreda era el profesor de

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matemáticas de tercero. Pero ¿por qué lomencionaba Mario? En cuarto tambiéncoincidíamos en las clases comunes para letras yciencias…

—Entonces, ¿pongo «barreda»?—No, ya lo he probado, y también «celestino».

Pero me había olvidado de que Barreda tenía unmote. Le llamaban Diamante —hice una pausa yaclaré—: Porque era cabrón puro.

Judit tecleó «diamante» en la ventanita y pulsóenter por tercera vez. Instantáneamente, el archivo«Miyazaki» se desplegó ante nuestros ojos,dejando la pantalla del portátil dividida en dos. Enel lado derecho había un montón de archivos y enel izquierdo una subpantalla donde, de repente,apareció la imagen de Mario mirando a cámara.Sus ojos parecían cansados a través de las gafasde montura metálica que cabalgaban sobre sunariz. A juzgar por lo que se veía al fondo, estabaen su cuarto, sentado frente al escritorio.

—Hola, Óscar —dijo la voz de Mario a través

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del altavoz—. Espero que nunca llegues a ver estagrabación, porque si la estás viendo eso querrádecir que he muerto.

@

—Quizá te preguntes —prosiguió Mario—cómo sé que eres Óscar. Sencillo: por lacontraseña. Ernesto Figuerola tiene asignada otradistinta que corresponde a una grabación diferente,pero «diamante» es solo para ti. Confío en que note haya costado mucho recordar el mote del viejoBarreda —hizo una pausa—. Ignoro cuánto hasaveriguado acerca de este asunto desde que temandé la carta, así que voy a empezar por elprincipio; y como sé que no eres especialista eninformática, intentaré explicarlo con palabrasclaras. Hace tres años, Ernesto Figuerola, unhacker llamado Black-Cat y yo fundamos Camelot,una compañía dedicada a diseñar software

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malicioso, virus informáticos, para entendernos,destinado al espionaje industrial. Unos mesesdespués se nos unió Fran Melgar, mi compañerode la facultad…

A continuación, Mario relató el frustradointento de violar la seguridad informática deTesseract Systems y las averiguaciones queposteriormente había realizado acerca de esacompañía. Básicamente, su relato coincidía con loque nos había contado Fran.

—Lo que me desconcertaba de Tesseract —prosiguió Mario— no era que se hubiese fundadocon dinero robado, ni que el asesinato formaraparte de su plan de marketing; lo que me alucinabaera la tecnología informática que utilizaban. Jamáshabía visto algo igual. Descubrí que pueden alterarla arquitectura de la Red, que controlan Internet,que son capaces de apoderarse de cualquierordenador y hacer con él lo que quieran sinnecesidad de usar algún software malicioso tipocaballo de Troya. Pero eso es imposible. Salvo

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que todos los ordenadores del mundo esténpreviamente infectados con un virus que secontagia con solo conectarse a la Red. Lo cualtambién parece imposible; pero, como decíaSherlock Holmes: «Cuando eliminas todas lasalternativas lógicas, lo que queda, por imposibleque parezca, ha de ser la respuesta».

Mario desvió la mirada y reflexionó duranteunos segundos, supongo que ordenando las ideas.Luego, se ajustó las gafas y continuó:

—Tardé tres meses en encontrar el códigomalicioso. El problema era que no se trata de unúnico virus, sino de muchos. Cada uno porseparado resulta inofensivo, incluso absurdo, peroal instalarse en el sistema todos se interconectan ycolaboran, permitiendo que un usuario noautorizado tome el control. Esos virus los heencontrado en todos los ordenadores que heexaminado; de hecho, están en todos los equiposconectados a Internet. Y todos sin excepciónconfluyen en el mismo lugar: los ordenadores del

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edificio central de Tesseract Systems en California—carraspeó—. Supongo que te preguntarás porqué no lo saqué todo a la luz en ese momento. Essencillo: cada vez que encontraba un rastro queconducía a Tesseract, el rastro desaparecía comopor arte de magia. Es decir, alguien controlaba loque yo hacía en la Red y borraba las huellas. Y esosignifica que, aunque yo podía identificar losvirus, porque están en todos los ordenadores, notenía forma de vincularlos a Tesseract. A decirverdad, ni siquiera podía demostrar que esos virushicieran algo, porque, salvo que se activen, noparecen más que basura informática.

Mario tendió una mano fuera de cuadro, cogióuna bebida isotónica y le dio un largo trago.

—Pero había algo más que me desconcertaba—prosiguió—. Aparte de los virus que permitenmanipular los ordenadores, hay otros queaparentemente no sirven para nada. En realidad noson virus, sino fragmentos de programación sinsentido. Examiné… no sé, más de un centenar y un

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día descubrí que en uno de esos fragmentos habíaun nombre codificado: «Miyazaki».

Judit y yo cruzamos una mirada.—Ahora, Óscar —dijo Mario—, nos

olvidaremos por el momento de Tesseract Systemsy vamos a hablar de Miyazaki. El uno de enero de2001, un virus infectó miles de ordenadores enNueva York, Hong Kong, Berlín y Montreal. Setrataba de un troyano que, al instalarse en unequipo, usaba la agenda de direcciones parainfectar otros equipos con el objetivo de formaruna red de ordenadores esclavos. Sin embargo,algo falló, porque además de ser un troyano, esevirus se comportaba como un gusano informático.Es decir, que comenzaba a duplicarse a sí mismohasta consumir la memoria del sistema, dejándoloinoperativo. Pero además hacía otra cosa: copiabapequeños fragmentos aleatorios de los programasdel ordenador huésped y los incorporaba a susduplicados, de forma que cada una de estos era unpoco distinto a los demás. Creaba mutaciones de sí

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mismo, por así decirlo. Esa es una técnica quesuele utilizarse para eludir los antivirus, pero eneste caso al programador se le fue la mano, puesmuchas de las mutaciones se volvieron inoperanteso destructivas. Este virus aparentemente chapucerollevaba inscrito en su código el nombre«Miyazaki».

Le dio otro trago a su bebida.—Lo que te voy a contar, Óscar, es una

especulación, pero lo más probable es quesucediera así. Alguna de las múltiples copias deMiyazaki mutó de tal modo que dejó deautocopiarse a lo loco, limitando el número de susréplicas, así que dejó de ser un virus destructivoque se cargaba los equipos que infectaba y seconvirtió en un virus inofensivo cuya presencia eraindetectable porque no hacía nada salvo ocuparparte de la memoria y del ancho de banda. Y esavariedad de Miyazaki siguió multiplicándose ymutando. De hecho, ya no era exactamente unvirus, sino más bien una bacteria. Es decir, se

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comportaba como un ser vivo; y, como todo servivo, estaba sujeto a las leyes de Darwin, a laselección de las especies. Ahora bien, ¿contraquién competía Miyazaki? Pues contra sus primos,las múltiples mutaciones suyas que pululaban porla Red. ¿Y por qué competían? No por alimento nipor sexo, sino por espacio; es decir, por ocuparlas memorias de los equipos sin saturarlas.

Mario guardó un largo silencio con la miradafija en la cámara.

—Sé que lo que voy a explicarte ahora suenaincreíble —dijo finalmente—, pero es cierto ytengo pruebas. Las mutaciones de Miyazaki fueronvolviéndose cada vez más complejas hasta que, alcabo de unos dos años y medio, una de ellasalcanzó lo que a la selección natural le llevómillones de años crear: autoconciencia yraciocinio. Esa mutación se convirtió en laprimera inteligencia artificial surgida en la Tierra.Si te preguntas cómo es posible que algo asísucediera en tan poco tiempo, piensa que la

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evolución biológica es lenta, pero Miyazaki semueve en un medio electrónico donde los procesosse realizan casi a la velocidad de la luz. —Apurósu bebida de un trago—. La mutación conscientede Miyazaki tiene la capacidad de reprogramarse así misma, así que lo primero que hizo fue dejar deduplicarse. A continuación, se dedicó a cazar atodas las mutaciones de sí mismo quedeambulaban por la Red hasta acabar con ellas. Ypor fin, cuando Miyazaki se quedó solo como amoy señor de Internet, comenzó crecer, que es lo queha venido haciendo hasta ahora.

Busqué la mirada de Judit, pero ella parecíahipnotizada por la pantalla.

—Analiza las implicaciones, Óscar —continuóMario—. Miyazaki, una inteligencia artificialsurgida espontáneamente, controla Internet, asícomo todo aquel equipo que esté directa oindirectamente conectado a la Red. Eso quieredecir que Miyazaki dispone de todo elconocimiento del mundo y puede controlar la

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inmensa mayoría de los recursos de la humanidad.Por ejemplo, controla los misiles nucleares de lasgrandes potencias, de modo que si quisiera, podríadesencadenar una guerra atómica. Pero no quiere.Miyazaki sabe que si la humanidad descubriera suexistencia, acabaría con él. Pero al mismo tiempodepende de los seres humanos, porque sin ellos susoporte vital, Internet, acabaría desmoronándose.Por otro lado, el impulso básico de Miyazaki escrecer. Para ello, se fragmenta a sí mismo ydistribuye sus partes en los equipos contaminados;sin embargo, si creciera demasiado, si ocuparademasiada memoria de cada ordenador, supresencia acabaría siendo descubierta, de modoque tiene que conformarse con limitar suampliación y crecer solo al ritmo de las nuevasincorporaciones a la Red. Pero creo que Miyazakino se conforma —tragó saliva—. Al principio,como sabes, pensaba que el rival era TesseractSystems; ahora me parece que esa compañía fuecreada y está controlada por la inteligencia

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artificial llamada Miyazaki. ¿Con qué objetivo?No lo sé, pero quizá esté relacionado con elimperioso deseo de crecer que domina a Miyazaki.Si los rumores de que Tesseract ha desarrollado lainformática cuántica son ciertos, eso lo explicaríatodo, pues esa tecnología le permitiría a Miyazakiampliarse casi indefinidamente.

Mario se pasó la lengua por los labios ysuspiró.

—Disculpa el rollo que te estoy metiendo,pero debes conocer los detalles. Junto a estearchivo hay otro llamado «Camaleón»; es unprograma que desarrollé hace poco. Si lo hasabierto, habrás comprobado que se trata de unapágina pornográfica —sonrió con cansancio—.Perdona la grosería, pero tiene su justificación,como ahora verás. «Camaleón» es en realidad unprograma de camuflaje; lo conectas a la Red y,operando a través de él, puedes acceder acualquier lugar de Internet sin ser detectado porMiyazaki. Le he dado apariencia de web erótica

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porque la pornografía es el tema que más páginastiene en la Red, lo cual ayuda a pasar inadvertido;pero puedes darle el aspecto que quieras. Elarchivo que está a tu derecha, «demo-camaleón»,te explicará cómo funciona. Aprende a manejarlo;te será muy útil. Las pruebas que demuestran laexistencia de Miyazaki se encuentran en los diezarchivos llamados «IA» que están abajo a laderecha. Me temo que su contenido va a serdemasiado técnico para ti, así que necesitarás unespecialista para entenderlo. El resto de losarchivos reúnen todo lo que he averiguado acercade Tesseract Systems.

Mario apoyó los codos sobre la mesa. Cadavez parecía más cansado; a decir verdad, teníaaspecto de alucinado.

—Ernesto Figuerola huyó, no sé adónde, antesde que yo descubriese la existencia de Miyazaki.Quería hacerle llegar esta información y laspruebas a través de ti, pero si estás viendo estagrabación eso significa que, o no has podido

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localizarle, o ha muerto. En tal caso, ahora todoestá en tus manos. Escucha, Óscar: Miyazaki ya hademostrado que es capaz de asesinar y estoyseguro de que, a la larga, acabará siendo un seriopeligro para la humanidad. De hecho, ya lo es.Debemos detenerle. Para ello, tienes que hacerllegar las pruebas a las personas adecuadas.¿Cómo? No estoy seguro; todo depende de cuálsea tu situación actual. Si has seguido misinstrucciones, Miyazaki no debe de conocer tuexistencia, así que no te será muy difícil difundirlas pruebas. En caso contrario… en fin, pase loque pase, ten presente que no estás solo. Y ahora,Óscar, me vas a disculpar, pero me duele lagarganta de tanta charla. Te deseo toda la suertedel mundo.

Tendió la mano para detener la grabación, perose contuvo y añadió:

—Una cosa más. Si ves a Judit, dile que meacuerdo mucho de ella y dale un beso de mi parte.

A continuación, pulsó una tecla y la pantalla

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fundió a negro.Contemplé fijamente aquel rectángulo oscuro

sintiéndome confuso y un poco mareado; luego, medejé caer contra el respaldo del sofá y cerré losojos. ¿Nos estábamos enfrentando a un monstruode Frankenstein electrónico?

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Capítulo trece

—¿Te lo crees? —pregunté—. ¿Crees que hayuna especie de diosecillo electrónico en Internet?

—Sí —respondió Judit sin mirarme.—¿Solo porque lo dice Mario?—Y porque encaja con todo lo que ha

sucedido hasta ahora.Me froté los ojos. Aquello era de locos.—Pero es absurdo —protesté—. Vamos a ver:

según Mario, Miyazaki fundó Tesseract Systems.Pero se supone que Miyazaki es… no sé, unpuñetero programa informático; muy sofisticado,vale, pero nada más que un programa. ¿Y cómonarices va a poder un programa fundar unaempresa? Pero si ni siquiera tiene cuerpo…

Judit me contempló con seriedad.—Se trata de un programa que puede desviar

fondos y sintetizar voces e imágenes —dijo entono neutro—. Imagínate que eres un programador

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de tercera, que es lo que por lo visto eraAlexander Clarke antes de fundar Tesseract, y undía recibes una llamada telefónica de alguien, undesconocido, que te propone fundar una empresainformática; ese desconocido, que siemprepermanece en el anonimato, aportará el dinero y latecnología, y tú, como presidente y propietariolegal de la compañía, te llevarás los beneficios yla gloria. Como es natural, no te lo tomas en serio;pero al día siguiente revisas tu cuenta del banco ydescubres que alguien ha ingresado en ella cienmillones de dólares. Seguro que entonces el asuntodejaría de parecerte una broma. Poco después, eldesconocido te telefonea de nuevo y te dice que, siaceptas, recibirás más fondos para fundar laempresa; lo único que te exige es que en el futuroobedezcas sus instrucciones al pie de la letra. —Se encogió de hombros—. No digo que ocurrieraasí, pero podría ser.

Durante unos instantes me quedé sinargumentos.

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—¿Y los asesinos que nos persiguen? —objeté.

—Contratados por Tesseract siguiendo órdenesde Miyazaki. Escucha, Óscar, ¿recuerdas cuandotelefoneaste a esa chica en Pozuelo y una mujerinterfirió la llamada? Tú mismo dijiste que parecíaimposible, pero si Miyazaki te vio, eso loexplicaría todo.

—¿Cómo que «me vio»? Es un programa,joder, no tiene ojos…

Judit alzó una ceja y me miró con ironía.—¿Cuántas cámaras de seguridad crees que

hay en Madrid? —preguntó.Derrotado, dejé caer la cabeza y enterré la

cara entre las manos. Un engendro binario se habíaapoderado en secreto del mundo y queríamatarnos. Era como el argumento de una malapelícula de ciencia ficción, un chiste sin gracia queacaba convirtiéndose en una broma pesada.

—¿Le echamos un vistazo a los demásarchivos? —propuso Judit.

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El resto del material estaba narrado en off porMario e incluía montones de términos raros,fórmulas y diagramas. Sin duda era una exposiciónclara y ordenada, pero dedicada a alguien conmuchos más conocimientos informáticos que Judito, sobre todo, que yo. Lo único que saqué en clarofue que Mario había encontrado, en algún lugar dela Red, una mutación primitiva de Miyazaki que sehabía mantenido milagrosamente a salvo de lasvoraces fauces de la inteligencia artificial ahorareinante en Internet. Se trataba de una especie de«organismo binario» muy complejo, pero aún enfase previa a la autoconsciencia; un fósil viviente,por decirlo así. Por lo visto, eso le sirvió a Mariopara descifrar el «código base» (sea esto lo quesea) de Miyazaki, algo que quizá pudiera servirpara crear en el futuro un antivirus capaz dedestruir a esa aberración electrónica. En cuanto alresto de lo que vi y oí, debo reconocer que no meenteré de nada. Y Judit tampoco debió decomprender mucho, porque cuando íbamos por el

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archivo «IA-5», desconectó el ordenador, extrajoel pendrive y permaneció unos segundos abstraída.Luego, se aproximó a mí, me abrazó, me besó y mesusurró al oído:

—Tengo que pensar. Voy a dar una vuelta; túespérame aquí, ¿vale?

Judit salió del chalet y, a través de la puertacorredera de cristal que daba al jardín, la vialejarse. Cuando desapareció de vista, me senté enun sillón y perdí la mirada. Sentía al mismo tiempoganas de reír y llorar.

Estaba enamorado y, a la vez, deprimido; unacombinación nefasta para el equilibrio hormonal yel buen juicio.

@

Judit regresó una hora más tarde. No hablamosni de Mario ni de Miyazaki; preparamos lacomida, comimos en la cocina y lavamos los

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platos, como si fuéramos una pareja normal ycorriente. Después, encendimos la televisión ysintonizamos un canal que emitía una viejapelícula del oeste. Yo me senté en el sofá y ella setumbó a mi lado, con la cabeza sobre mis piernas.La abracé y nos quedamos mirando cómo JamesStewart se enfrentaba a un malísimo Lee Marvinen un poblado de la frontera. Al poco, Judit sequedó dormida.

Entonces dejé de prestarle atención a lapelícula y me sumí en mis pensamientos. Recordéa mi familia, a Paloma, a mis amigos; recordé lafacultad, las prácticas en la radio, los bares quevisitaba, las películas que veía… Todo aquelloparecía pertenecer a un pasado remoto, como si envez de un par de semanas hubieran transcurrido unmillón de años desde que recibí la carta de Mario.

«¿Y ahora qué?», me pregunté. La respuestallegó instantáneamente: no tenía ni idea. Derepente, se me ocurrió algo; era absurdo,peligroso, innecesario, pero cuantas más vueltas le

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daba, más me obsesionaba con la idea. Una horadespués, Judit se despertó.

—Perdona, me he dormido —dijo, frotándoselos ojos.

—Mejor, lo necesitabas.Se sentó en el sofá, me dedicó una sonrisa y

dijo:—Tenemos que planear lo que vamos a hacer,

Óscar.—Claro —respondí—. Pero antes quiero

comentarte algo: voy a hablar con él.—¿Con quién?—Con Miyazaki. Debería haber dicho «con

eso» en vez de «con él»…Judit abrió mucho los ojos.—¿Para qué? —preguntó.Me encogí de hombros.—Para conocer al enemigo, supongo; y

también por curiosidad. Nunca he charlado con unprograma informático asesino.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó.

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—Conectándome a Internet con mi ordenador através de mi móvil. Seguro que Miyazaki aparece.

—Pero localizará dónde estás.—No lo voy a hacer aquí —repuse—.

Necesito que me dejes el coche; buscaré un lugarlejano y aislado para conectarme.

Judit balanceó lentamente la cabeza, pensativa,como si estuviera evaluando los pros y los contras.

—De acuerdo —dijo—. Pero iré contigo.No tenía sentido discutir con ella y, en teoría,

no correríamos especial peligro; además, en elfondo me alegraba de contar con su compañía, demodo que asentí con la cabeza.

—¿Quieres que salgamos ya o puedes esperarun poco? —preguntó.

—Salimos cuando quieras.Entonces, Judit se levantó, me cogió de la

mano, me condujo escaleras arriba al dormitorio y,una vez allí, me empujó sobre la cama y comenzó adesnudarme.

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Abandonamos el chalet pasadas las seis ymedia de la tarde. Enfilamos por la autovía de LaCoruña y nos desviamos en dirección a Las Rozasy San Lorenzo del Escorial. Había mucho tráfico,gente normal y corriente que iba a hacer recados osalía del trabajo. Sentí una envidia tremenda deaquellas personas que no podían ni imaginarse queun engendro electrónico controlaba sus vidas.

Llegamos al Escorial a las siete y cuarto yviramos hacia el noreste siguiendo una solitariacarretera que remontaba las laderas de la sierra.Unos diez kilómetros más adelante, al llegar a unalto desde donde se divisaba, a lo lejos, elmonasterio del Escorial, Judit aparcó en el arcéncon el motor en marcha. Saqué el móvil, loencendí y comprobé que tenía cobertura; luego,puse en marcha el ordenador y lo conecté alteléfono por bluetooth. Había tapado la cámaracon un trozo de cinta adhesiva; no quería que

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Miyazaki nos viese.Intercambié una mirada con Judit y, tras un

breve titubeo, cliqueé en el icono de Explorer yentré en Internet. La página de Google se desplegóante nuestros ojos. Aguardamos durante un largominuto sin que nada sucediese. Posé las manos enel teclado y escribí: «Soy Óscar Herrero. Quierohablar contigo, Miyazaki». Pulsé enter y nosquedamos expectantes. Nada pasó. Conecté elmicrófono y dije en voz alta:

—Te estoy esperando, Miyazaki. —Me volvíhacia Judit y comenté—: Esto es como invocar unespíritu con una ouija.

Miré de nuevo la pantalla… y casi me dio uninfarto, porque la página de Google habíadesaparecido y en su lugar se veía el rostro de unahermosa y joven rubia.

—Hola, Óscar —dijo la mujer a través delaltavoz—. ¿Por qué has tapado la cámara? ¿Noquieres que te vea con tu nuevo aspecto? Tesientan muy bien el pelo rubio y la barba, no

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deberías avergonzarte. ¿O es que quieresocultarme que te acompaña tu amiga Judit?

Estaba presumiendo, pensé; quería quesupiésemos que nos tenía controlados.

—¿Por qué usas la imagen de una mujer? —pregunté.

—¿Prefieres un hombre? —dijo, al tiempo quela joven de la pantalla se transformaba en unatractivo Apolo rubio.

—Me da igual —repliqué—. Es un disfraz, noeres humano.

El hombre volvió a convertirse en la joven.—No es un disfraz; simplemente adopto una

apariencia agradable y familiar para hablarcontigo. Si no te gusta, puedo ser lo que desees.

—Ni siquiera estás vivo.—Eso depende del punto de vista. Según la

primera acepción del diccionario, vida es la«fuerza o actividad interna sustancial, mediante laque obra el ser que la posee». A mi entender, esopuede aplicarse a lo que soy.

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—Eres un programa informático. Nada másque electrones recorriendo circuitos de silicio.

—Y vosotros sois poco más que un montón deátomos de carbono, hidrógeno y oxígeno. Pero esono es lo importante; lo que os hace diferentes yespeciales es vuestra inteligencia. Y eso es algoque comparto con vosotros.

—Pero no tienes sentimientos.La joven/Miyazaki sonrió.—Si te refieres a las emociones, en efecto,

carezco de un sistema endocrino y de las hormonasque suelen mediatizar vuestro estado de ánimo,pero eso no significa que no pueda distinguir elbien del mal.

—Pues entonces sabrás que asesinar a la genteno es lo que suele entenderse por una buenaacción.

—Nunca he asesinado a nadie; reconozco quelos agentes de Tesseract Systems se excedieron ensus métodos, pero jamás pretendí causar el menordaño a un humano. Tales crímenes deben

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atribuirse, precisamente, a esas emociones queconvierten a los humanos en seres quizádemasiado impulsivos.

—Mientes —intervino Judit—. Tú, en persona,mataste a Mario manipulando los semáforos.

Miyazaki guardó unos segundos de silencio,algo que, tratándose de un ser que pensaba a lavelocidad de la luz, debió de parecerle unaeternidad. Aprovechando esa pausa, me fijé conatención en la joven rubia. Nadie podría sospecharjamás que se trataba de una imagen sintética;parecía una mujer real, era perfecta. De hecho,puede que fuese demasiado perfecta, demasiadoreal, lo cual, paradójicamente, le confería ciertoaire de irrealidad.

—Buenas tardes, Judit —dijo finalmenteMiyazaki—; es un placer hablar contigo. El casode Mario Rocafort fue especial; vuestro amigo ibaa cometer un error muy grave y tuve queimpedírselo tomando medidas excepcionales.

—Matándole —dijo Judit—. ¿Y cuál era su

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error? ¿Querer revelar tu existencia?—Su error fue considerarme un enemigo.

Escuchadme, por favor: ignoráis todo el bien quepuedo hacer por vosotros, por la humanidadentera. Mi mente es vasta, no podéis haceros unaidea de hasta qué punto, y cada día, segundo asegundo, se expande. Mis conocimientos vanmucho más allá del actual nivel de la cienciahumana, y no cesan de crecer. Puedo ofrecerle a lahumanidad teorías físicas revolucionarias, nuevosmateriales, tecnologías milagrosas, fuentes deenergía inagotables, la curación de todas lasenfermedades, la inmortalidad; puedo ofreceroslas estrellas, puedo convertir la Tierra en un jardíndel Edén…

—Qué bien, eres Papá Noel —le interrumpí—.Entonces, ¿por qué no te descuelgas de una vez portodas las chimeneas con tu saco de regalos?

—Porque la humanidad todavía no estápreparada para mí —respondió—. Si ahora sehiciera pública mi existencia, los humanos os

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asustaríais e intentaríais destruirme, como quisohacer Mario Rocafort, como en realidad queréishacer vosotros.

—Después de todas las putadas que nos hashecho, no debería extrañarte —señalé.

—Me habéis forzado a tomar decisionesdesagradables, pero creedme cuando os digo queme disgusta tener que hacerlo. En cualquier caso,la solución está en vuestras manos: entregadme elpendrive y todos vuestros problemas cesarán.

—¿Y por qué debería dártelo? —pregunté—.No es tuyo.

—Pero contiene datos privados acerca de mí.Y existe una ley de protección de datos, ¿no escierto?

—Una ley que protege a personas —repliqué—, no a programas informáticos asesinos.

El rostro de la joven/Miyazaki se endureció.—¿De verdad crees que puedes enfrentarte a

mí, Óscar? —preguntó con voz repentinamentegélida—. Mario Rocafort era un rival muy

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superior a ti y no consiguió nada. Tengo millonesde ojos y oídos, estoy en todas partes, puedocontrolarlo todo, lo sé todo. ¿Cómo vais a escaparsi no hay lugar en el planeta que esté fuera de mialcance? Además, aunque lograrais esconderos,¿qué ocurre con vuestros familiares y amigos?¿Deberán sufrir ellos las consecuencias devuestros errores?

—Eres un hijo de puta… —mascullé.La joven rubia sonrió con ironía.—No tengo madre —dijo—. Pero, dejando

aparte los insultos, permíteme darte una muestra dehasta qué punto os tengo controlados: 40º 35′ 2″Norte, 4º 6′ 17″ Oeste. Esas son las coordenadasexactas del lugar donde os encontráis. ¿Tenéisbuenas vistas del monasterio del Escorial?

—¡Qué te den por culo! —grité—. ¡Voy aacabar contigo, cabrón!

Cerré el ordenador de un manotazo y apagué elmóvil. Luego, tras respirar profundamente un parde veces, me volví hacia Judit y comenté:

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—Creo que me he pasado…Ella sonrió.—No —dijo—. Has estado bien.A continuación, arrancó el coche, dio la vuelta

e iniciamos el camino de regreso.

@

No volvimos a hablar hasta que dejamos atrásEl Escorial y pusimos rumbo a Madrid. Entoncescomenté:

—Me preocupa lo que ha dicho ese monstruo.Me refiero a lo de amenazar a nuestras familias.

—A mí también me preocupa —respondióJudit—. Pero solo podemos hacer una cosa:divulgarlo todo lo antes posible. Cuanta más gentelo sepa, menos peligro habrá.

Había anochecido. El tráfico era muy denso,de modo que circulábamos a escasa velocidad.Mientras contemplaba la serpiente luminosa

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formada por los coches que transitaban en sentidocontrario, pensé en Miyazaki. Me habíasorprendido: podía mentir, era un programainformático farsante; parecía una broma. Enrealidad, Miyazaki había intentado manipularnos.Primero, demostrando que lo sabía todo acerca denosotros, incluso el cambio de mi color de pelo;después, mostrándose amable y explicándonos lobueno que podía llegar a ser, y por último,recurriendo a las amenazas.

Entonces me di cuenta de algo. Los psicópatascarecen de emociones, de modo que tampocosienten empatía. No pueden ponerse en el lugar delos demás, así que para ellos las personas no sonmás que cosas. Suelen ser inteligentes,manipuladores, egoístas y crueles. Exactamenteigual que Miyazaki. Tenía gracia: Dios se habíamanifestado entre los humanos con forma decódigo binario y al final resultaba ser un malditopsicópata.

Cuando llegamos a Aravaca, nos detuvimos en

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un supermercado y compramos comida para lacena; luego, nos dirigimos al chalet, aparcamos elcoche en el garaje y entramos en la casa. Judit seencaminó al salón y yo a la cocina para dejar lasbolsas; una vez que hube guardado la comida en lanevera, fui a reunirme con Judit.

Lo primero que vi al entrar en el salón fue a unhombre con gafas oscuras que sujetaba a Judit pordetrás mientras mantenía el cañón de una pistolacon silenciador apoyado en su cabeza. No tuvetiempo de sorprenderme; alguien, un tipo morenocon el pelo ensortijado, me agarró de un brazo, meempujó hacia el centro del salón y me apuntó conotra pistola provista de silenciador. Judit, pálida,me miraba con los ojos muy abiertos.

—No le hagáis nada a ella —dije en tono entrehistérico y suplicante—. Me buscáis a mí, dejadlaen paz…

—El pendrive —me interrumpió el sicariomoreno.

—¿Qué?…

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—Que me des el pendrive. Ya.Lo tenía en el bolsillo, pero era incapaz de

reaccionar; las tripas se me habían vuelto degelatina y las manos me temblaban. Tras unossegundos de espera, el moreno se volvió hacia sucompinche y le ordenó:

—Mátala.—¡No! —aullé, sacando el pendrive del

bolsillo—. ¡Toma, aquí está!El tipo de los rizos me lo arrebató de un

manotazo y se lo guardó en un bolsillo de lacazadora. Entonces, el de las gafas empujó a Judithacia mí y los dos asesinos nos encañonaronsimultáneamente con sus armas.

Nos iban a matar.Abracé a Judit, intentando interponer mi

cuerpo entre ella y las pistolas, y cerré los ojos.De pronto, el estruendo de dos disparos

consecutivos retumbó en la habitación y, al mismotiempo, una lluvia de cristales rotos se abatiósobre nosotros. Pero no noté ningún impacto.

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Abrí los ojos y contemplé, asombrado, laescena que se desarrollaba ante mí. Los dossicarios estaban tirados en el suelo, cubiertos desangre; el moreno parecía muerto, y el de las gafas(aunque ya no las llevaba puestas) estabainconsciente y profería leves gemidos. La puertade cristales que daba al jardín se había roto en milpedazos; detrás de ella había un hombre alto, conun chaquetón de cuero negro y el rostro oculto trasun pasamontañas. Entre las manos sujetaba unahumeante escopeta de dos cañones.

—Hay que largarse de aquí —dijo con vozrota de puro grave mientras extraía del arma loscartuchos usados e introducía unos nuevos.

—¿Quién es usted? —preguntó Judit.El enmascarado nos señaló con un dedo.—Prestadme atención, capullos: aparte de

estos dos hijos de puta que acabo de cargarme,había otro más ahí fuera, esperando en un coche.Le he dejado fuera de combate de un culatazo,pero puede que haya más chusma por los

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alrededores y he hecho mucho ruido, así que másvale que nos vayamos cuanto antes.

—Tenemos que coger nuestras cosas —dijoJudit—. Es importante.

—Pues date prisa. Vamos-vamos-vamos-vamos…

Judit echó a correr hacia la planta de arriba yyo hice amago de seguirla, pero el desconocido mecontuvo diciendo:

—No, chaval. Tú quédate.Me volví hacia él y pregunté:—¿Quién eres?—Y dale. ¿Qué es esto, un jodido besamanos?

¿Estamos en Versalles? —Impostó la voz y dijo entono burlón—:Hola, soy sir Percy Blakeney yusted, sin duda, es el barón de Orczy… ¿Sabesquién era Percy Blakeney?

—No…—La Pimpinela Escarlata, que salvaba a los

aristócratas franceses de la guillotina igual que yoos he salvado de estos mamones. Ahora déjate de

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chorradas. —Señaló hacia el sicario moreno yagregó—: El pendrive.

—¿Cómo?…—Que pilles el pendrive, coño. Lo tiene ese

cabrón.Me aproximé a los cuerpos; ahora ninguno de

los dos se movía.—Están muertos… —musité—Es lo que suele pasar cuando te pegan un

tiro. Pero mejor ellos que tú, ¿no?Me incliné sobre el cadáver del asesino y,

sintiendo un desagradable hormigueo en la bocadel estómago, rebusqué en su cazadora, cogí elpendrive y lo guardé en un bolsillo. En esemomento apareció Judit con nuestras bolsas.

—Venga, ya nos estamos largando —dijo elenmascarado—. Tengo el cuatro por cuatro aquí allado.

—Mi coche está en el garaje —objetó Judit.—Tu coche está más quemado que el palo de

un churrero, niña. Si seguís usándolo, se lo vais a

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poner muy fácil a Miyazaki. ¿Queréis sobrevivir?Pues venid conmigo. Si no, que os den.

El desconocido echó a andar hacia el fondodel jardín y nosotros, tras un breve titubeo, leseguimos. Su coche, un viejo Range Rover sucio ylleno de abolladuras, se encontraba en el callejónsituado en la parte trasera de la casa. Él se sentó alvolante y Judit y yo ocupamos los asientos deatrás. Arrancamos y rodeamos el pueblo hastallegar a la autopista; solo entonces, el misteriosodesconocido se quitó el pasamontañas. Tenía unoscuarenta años, el cráneo rasurado y lucía bigote yperilla. En su cuello se distinguían unos tatuajes.

—¿Eres Blacky? —preguntó Judit,inclinándose hacia él.

Con una reprobadora ceja alzada, el hombre lamiró de soslayo y respondió:

—Señor Black-Cat para ti, niña.

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Capítulo catorce

—¿Adónde vamos? —preguntó Judit.Circulábamos por la autovía de La Coruña en

dirección a Segovia. Sin apartar la vista de lacarretera, Black-Cat respondió:

—A mi dulce hogar.—¿Y dónde está?—En el País de Nunca Jamás, querida Wendy.Judit me miró con las cejas alzadas, como

preguntándose qué clase de chalado era aquel tipo.—Todavía no te hemos dado las gracias por

salvarnos la vida —le dijo.—Cierto —masculló Black-Cat—. Sois

ingratos.—Gracias.—De nada.—Pero hay algo que no entiendo —prosiguió

Judit—. ¿Cómo es que has aparecido así, derepente?

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—De puta chiripa, niña. Hasta hace cuatro díasestaba fuera de España; cuando volví, me encontrécon una carta de Mario. Me pedía que os ayudase,así que fui a buscaros. Pero coño, menudo líohabéis montado. Mario la ha palmado y a esteamiguito que nos acompaña le busca la poli porasesinato. Y tú eres su cómplice, ya que vamos aeso.

—No es verdad —protesté—. Es un montajede Miyazaki.

—¿Ah sí? —Black-Cat chasqueó la lengua—.Cuéntame algo nuevo, chaval. Ya sé que es cosa deese cabronazo, no hace falta que me hagas undiagrama.

—¿Y cómo nos has encontrado? —preguntóJudit.

—Fui al piso de tu amigo y descubrí que lohabía precintado la pasma; luego fui a tu choza,pero no estabas. Así que decidí acercarme alchalet de Aravaca.

—¿Cómo es que lo conoces?

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—Mario incluyó la dirección en su carta. Elcaso es que llegué al chalet justo cuando ospirabais, así que me quedé esperándoos por losalrededores. Y al poco aparecieron esos hijos deputa; uno se quedó en el coche, vigilando, y losotros dos forzaron la entrada y se colaron en lacasa. El resto ya lo sabéis.

—Pues gracias otra vez—Pues de nada de nuevo.Se produjo un silencio.—Fran nos contó que habías desaparecido —

dije—. ¿Dónde estabas?—En la India—¿Y qué hacías en la India?—Investigar a Tesseract Systems.—Pero Tesseract está en California —objeté.Black-Cat volvió la cabeza y me fulminó con

la mirada.—No me digas… —repuso en tono sarcástico

—. ¿En California, en serio? ¡Dios santo, cómopude equivocarme de continente! —Soltó una risa

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seca—. Chaval, te pasas la vida diciendoobviedades. Tú, niña, ¿cómo puedes estar consemejante merluzo? ¿No te ponen los galanesmaduros?

—Me pone él —respondió Judit con unasonrisa.

Black-Cat se encogió de hombros.—Bueno —dijo—, hay gustos para todo. —

Hizo una pausa y prosiguió—: En California estála sede central de Tesseract, eso lo saben hasta losniños de pecho. Pero una de sus principalesfábricas se encuentra en Bombay, una ciudad que,ya puestos a comentar lo evidente, está en la India.

—¿Y has descubierto algo? —preguntó Judit.—Sí, niña. —El hacker soltó una risita—. He

descubierto que las cosas son mucho peores de loque yo pensaba. Una cagada, vamos; el fin delmundo. Y me estáis mareando con tanta preguntita,así que ¿por qué no os echáis un sueño, u os metéismano, o hacéis cualquier otra cosa que no melevante dolor de cabeza y me permita conducir en

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paz?

@

No volvimos a despegar los labios durante elresto del trayecto. Black-Cat sintonizó la radio delcoche en una emisora de música rock, Judit serecostó sobre mi hombro y yo me sumí en unabismo de negros pensamientos. De pronto, fuiplenamente consciente de que habían estado apunto de asesinarnos, de que nos habíamossalvado de milagro y de que la situación no iba amejorar en el futuro. Éramos fugitivos, parias,carne de matadero. Aunque el contacto de Judit, sucalor, me reconfortaba un poco, reconozco quejamás me había sentido tan desmoralizado.

Tras circular unos cuarenta kilómetros hacia elnoroeste, cruzamos las montañas por el túnel deGuadarrama y nos adentramos en la provincia deSegovia. Los faros del Range Rover iluminaban

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las filas de árboles que jalonaban la autovía. Unosdiez kilómetros más adelante, nos desviamos a laderecha por una carretera comarcal y luego poruna pista de tierra que se internaba en un frondosobosque de pinos. Quince minutos después,llegamos a un claro donde se alzaba una cabaña demadera; Black-Cat aparcó el todoterreno, apagó elmotor y se bajó del vehículo.

—Aquí tenéis mi castillo —dijo mientras abríala puerta.

Recogimos nuestras cosas y entramos en lacabaña. Era muy pequeña; había un salón con unoscuantos muebles desvencijados, una diminutacocina, un cuarto de baño no mucho mayor, undormitorio con un camastro (donde dormiríamosJudit y yo) y el dormitorio y lugar de trabajo deBlack-Cat.

—Ni se os ocurra entrar ahí —dijo él,blandiendo un admonitorio dedo.

Acto seguido, nos invitó a instalarnos ydesapareció en el interior de su habitación. Judit y

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yo encontramos unas sábanas limpias e hicimos lacama; justo cuando acabamos, apareció Black-Catcon una cámara fotográfica digital.

—Mira al objetivo —le dijo a Judit,encuadrándola.

—¿Para qué…? —comenzó a preguntar ella.El destello del flash la interrumpió. Black-Cat

volvió la cámara hacia mí y dijo:—A ver esa cara de bobo…Abrí la boca para decir algo, pero el flash me

enmudeció y cegó simultáneamente. En silencio,Black-Cat comenzó a alejarse, pero Judit seinterpuso en su camino con los brazos en jarras.

—¿Para qué son las fotos? —preguntó.—Ya lo verás mañana —respondió él,

sorteándola.—Tenemos que hablar —insistió Judit.—Mañana —replicó el hacker sin dejar de

caminar hacia su cuarto—. Ahora tengo cosas quehacer.

Aquella noche dormimos poco. La cama era

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estrecha y apenas cabíamos los dos; pero, pese aestar tan apretados, no hicimos el amor. Habíansucedido demasiadas cosas desagradables yestábamos cansados, así que nos abrazamos el unoal otro y nos quedamos callados, sin hacer nadamás que esperar el dulce bálsamo del sueño. Encierto modo, fue bonito; y lo habría sido aún mássi no hubiese estado tan deprimido.

@

Aunque al día siguiente nos despertamos muytemprano, descubrimos que Black-Cat se había idollevándose el Range Rover. En una nota fijada a lapuerta con cinta adhesiva, el hacker nos informabade que tenía que hacer unos recados y de quevolvería lo antes posible, y añadía que había caféy leche en la cocina. Después de desayunar,salimos al exterior y nos sentamos en el porche dela entrada. La mañana era soleada y en el bosque

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se respiraba una paz que se me antojaba totalmenteincongruente con la pesadilla que estábamosviviendo.

—Qué tío tan raro ese Black-Cat —comentóJudit.

—Está como una cabra.—Pero nos ha salvado la vida.—Eso sí…Judit cerró los ojos, disfrutando de los rayos

de sol que le acariciaban la piel.—Tengo cien mil euros en mi bolsa —dijo—.

Los saqué el otro día del banco.—¿Para qué tanta pasta?—Por si necesitamos efectivo para hacer lo

que tenemos que hacer.—¿Y qué vamos a hacer? Ya, ya sé: difundir

las pruebas de Mario. Pero ¿cómo?Abrió los ojos y me miró.—Creo que debemos contárselo todo a mi

padre —dijo—. Es el único que puede ayudarnos.—¿Y tu padrino, el alcalde?

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—Es un político. No se jugará su carrera porayudar a una fugitiva, aunque sea su ahijada.

—Pero tu padre está en China —objeté.—No creo que tarde en regresar; supongo que

ya debe de saber que me busca la policía. Despuésde hablar con Black-Cat, intentaremos ponernos encontacto con él.

El hacker regresó pasadas las tres de la tardecon unos bocadillos y unas cervezas.

—Comed —dijo—. Yo tengo que rematar unpar de asuntos.

A continuación, se encerró en su cuarto y novolvimos a verle hasta que, una hora más tarde, sereunió con nosotros en el salón y nos entregó doscarnés de identidad y otros dos de conducir.Llevaban nuestras fotografías, pero estaban anombre de Concepción Álvarez López y JoséSánchez Pérez.

—¿Qué es esto? —murmuré, desconcertado.—Joder, macho, te pasas la vida preguntando

gilipolleces —repuso Black-Cat—. ¿Pues qué va a

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ser? Documentación falsa; la vais a necesitar. Asimple vista da el pego, pero más vale que nadiela examine a fondo.

—Gracias —dijo Judit, guardándose loscarnés en un bolsillo—. ¿Podemos hablar ahora?

Black-Cat masculló algo por lo bajo, asintiócon un desganado cabeceo y se dejó caer sobre unajado sillón de pana.

—Vale —dijo—. ¿Qué sabéis de este asuntode mierda?

Judit le hizo un resumen de lo que habíamosaveriguado. Concluido su relato, el hacker sequedó un rato pensativo.

—Cuando me largué —dijo al fin—, aúncreíamos que el malo de la película era TesseractSystems. Habíamos oído rumores de que esoscabrones estaban a punto de lanzar una especie demilagro informático, pero el asunto se llevaba tanen secreto que nadie sabía nada a ciencia cierta,así que decidí averiguarlo por mi cuenta. Intentarmeter las narices en la sede de la compañía, en

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Silicon Valley, era absurdo, porque debe de estarcerrada a cal y canto para los extraños, de modoque viajé a la fábrica de Bombay, pensando queallí la seguridad sería más tercermundista. Peroríete tú de Sing Sing; aquello era una fortaleza.Durante tres meses no conseguí ni acercarme.Entonces me enteré de la existencia de Miyazaki.

—¿Cómo lo averiguaste? —preguntó Judit.—Me lo contó Mario—¿Estabais en contacto?—Más o menos. Nos comunicábamos a través

de un blog mediante mensajes cifrados, pero solocontactamos un par de veces —Black-Cat se rascóla cabeza—. Al principio me pareció una coña, nome lo podía creer; pero luego lo comprobé por mímismo. Una inteligencia artificial surgiendoespontáneamente del caldo primigenio deInternet… Es para morirse de risa. O aún mejor,para echarse a temblar.

—¿Y qué hiciste? —dijo Judit.—Como no había puñetera forma de entrar en

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la fábrica, me dediqué a investigar a algunos delos ingenieros que trabajaban allí. Uno de ellos, untal Surinder, parecía prometedor. Estaba casado ytenía cinco hijos, pero cada viernes por la noche elmuy rijoso visitaba un burdel de la ciudad, así quesoborné a un empleado de la casa de putas paraque colocara una cámara de vídeo en la habitaciónque ocupase el ingeniero la próxima vez que fueraallí —arrugó la nariz—. En la grabación queobtuve se veía a Surinder abusando de una niña deno más de diez años. El muy cabrón era un putopederasta. Se me revolvieron las tripas, pero teníaun trabajo que hacer, así que me reuní con él, leenseñé el vídeo que había grabado y le dije queenviaría copias a su mujer y a la policía a menosque se mostrase muy colaborador conmigo. Aljodido hijo puta se le cayeron las pelotas al sueloy lo largó todo. Luego le advertí que si volvía aponerle la mano encima a un niño, le buscaría, leencontraría y le cortaría la polla. —Sonrió confiereza—. De todas formas, antes de irme de

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Bombay envié copias del video a su mujer y a lapasma. Que se joda.

Hubo un silencio.—¿Y qué te contó? —pregunté.Black-Cat hizo una mueca que tanto podía ser

una sonrisa como un gesto de ira.—Me contó que los cabrones de Tesseract han

desarrollado la computación cuántica.¿Comprendéis lo que eso significa?

—No —respondí.El hacker ahogó un bostezo.—No sé por qué, pero me lo imaginaba —

comentó.—Yo tampoco lo tengo claro —intervino Judit

—. Sé que la computación cuántica ampliaría lapotencia y rapidez de los ordenadores, pero noacabo de entender cómo.

—Vale —dijo Black-Cat—. No tenéis nipuñetera idea de informática, así que tendré queexplicarlo para tontos, lo he captado —suspiró—.Supongo que sabéis que la unidad básica de

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información es el bit, ¿no? —asentimos con lacabeza y prosiguió—: En los ordenadoresnormales, el bit puede ser uno o cero, abierto ocerrado; es lo que se llama un sistema binario.Pues bien, en teoría, una computadora cuánticautiliza los átomos como soporte de la información.Para que me entendáis, cada átomo equivale a unbit; pero es una clase de bit diferente, que se llamaqubit, porque, gracias a las propiedades cuánticas,no solo puede ser uno o cero, sino también las doscosas a la vez. Es decir: en vez de dos signos, losordenadores podrían utilizar tres. Según me contóel cerdo de Surinder, Tesseract se ha basado en laspintrónica para desarrollar sus ordenadorescuánticos. El spin consiste, básicamente, en quelas partículas subatómicas, que son la monda,pueden girar hacia arriba, hacia abajo o hacia unlado. Tres estados distintos que permiten trabajarcon un sistema de computación ternario en vez debinario. Parece una mierdecita, pero un ordenadorde esas características tendría, con tan solo treinta

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qubits, una potencia equivalente a diez teraflops;lo que, traducido al cristiano, significa que podríarealizar billones de operaciones por segundo. Osea, sería mucho más rápido que la computadoraactual más potente, que trabaja en el orden degigaflops; tan solo miles de millones deoperaciones por segundo. ¿Está claro?

Judit asintió y yo la imité, aunque no me habíaenterado prácticamente de nada.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó Judit.Black-Cat entrecerró los ojos y puso los pies

encima de la mesa.—Te creía más espabilada, niña —dijo—.

Vamos a ver, ¿dónde está Miyazaki? En Internet,por supuesto; pero Internet es una red decomunicaciones informáticas que conecta amillones de ordenadores. ¿Dónde en concreto estáMiyazaki? Os lo diré: lo más probable es que elnúcleo básico de ese cabrón se encuentre en algúnsuperordenador secreto de Tesseract Systems, peroel resto de su programa, de su «cuerpo», por así

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decirlo, está troceado y repartido entre todos losordenadores conectados a la Red. En realidad,Miyazaki no está en Internet: es Internet. Pero tienedos problemas: En primer lugar, no puede ocupardemasiada memoria de los ordenadoresinfectados, porque en caso contrario se haría notar,y lo mismo puede decirse del ancho de banda. Porotro lado, los ordenadores no siempre estánconectados a la Red, así que tiene que duplicartodas las partes de su programa para podermantener siempre constante su integridad. Y todoeso le jode, porque dificulta y ralentiza sucrecimiento. ¿Y qué es lo que mueve a Miyazaki,cuál es su objetivo en esta vida cruel?

—Crecer —respondió Judit.—Premio para la jovencita. Crecer, eso es. Y

como ahora lo hace a un ritmo demasiado lentopara su gusto, el muy cabrón va y desarrolla lacomputación cuántica. Luego le entrega a Tesseractesa tecnología y Tesseract fabrica la líneaQuantum de ordenadores ternarios. Cuando la

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lancen, os podéis apostar el culo a que se comeránel mercado; en pocos años, todos los ordenadoresbinarios serán sustituidos por computadorascuánticas, y eso significará que Miyazaki podrácrecer todo lo que le salga de los cojones. Ycuanto más crezca, más poderoso será.

Un fúnebre silencio se abatió sobre el salón.—Vaya… —murmuró Judit.Black-Cat bajó los pies de la mesa y se inclinó

hacia nosotros.—Pero ahí no acaba la cosa —dijo en tono

admonitorio—. Además del espacio vital paracrecer, eso que el hijo puta de Hitler llamabaLebensraum, Miyazaki tiene otro problema:nosotros, los puñeteros seres humanos. Sabeperfectamente que si la humanidad se entera de suexistencia, intentará destruirle, y también sabe que,tarde o temprano, acabaremos descubriéndolo. Dehecho, al menos Mario ya lo hizo. Somos su mayoramenaza. Entonces, ¿por que no lanza una lluvia debombas atómicas sobre nuestras cabezas? O, ya en

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plan fino, ¿por qué no diseña por ingenieríagenética algún puto agente infeccioso queprovoque una epidemia y nos mande a todos alcarajo? Podría hacerlo, pero no lo hace. ¿Por qué?Pues por la sencilla razón de que nos necesita; nopodría crecer, ni existir siquiera, si los sereshumanos no mantuviéramos en funcionamiento laRed. Miyazaki no es, al menos de momento, unvirus mortal. Es un parásito. Y, como todoparásito, para vivir necesita que su huéspedpermanezca vivo. Pero, al mismo tiempo, sabe quesi el huésped descubre su existencia, lo extirpará.¿Cómo resuelve Miyazaki el problema?

—¿Cómo? —pregunté tras una pausa.—Domesticando al huésped —concluyó

Black-Cat—. Tesseract Systems oculta otrasorpresita: la gama alta de la línea Quantum, quese llama Kinetic. ¿Sabéis en qué consiste? No, quécoño vais a saber… Son ordenadores cuánticosque no precisan ni ratón ni teclado. Entonces,¿cómo manejas el equipo? Con la puta mente,

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chavales, con la puta mente. Te colocas unpequeño casquete en la cabeza y con solo pensarlomueves el cursor, escribes con el procesador detextos o utilizas cualquier programa.

—¿Ordenadores que leen la mente? —murmuré asombrado.

—Exacto, pitufo —asintió el hacker—.Menuda ventaja para Miyazaki conocer lospensamientos de los humanos, ¿eh? Pero aún haymás. El cabronazo de Surinder me confesó que niél ni ninguno de los ingenieros de Tesseract sabenpara qué sirven algunos de los componentes de losequipos Kinetic. Por lo visto, tanto en el casquetecomo en el ordenador hay ciertos dispositivos que,aparentemente, no cumplen ninguna función. Puesbien, ¿sabéis lo que creo? Que los Kinetic no solopueden leer los pensamientos, sino tambiéninterferirlos. Lo más probable es que funcionen enlos dos sentidos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Judit con elceño fruncido.

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—Está claro, niña. Creo que Miyazaki,mediante los ordenadores Kinetic, podrá deslizaralgo así como «virus mentales» en los cerebros delos usuarios, virus que se infiltrarán en nuestrasredes neuronales y modificarán nuestra memoria ynuestra conducta. Creo, en definitiva, que todos losusuarios de equipos Kinetic se convertirán a lalarga en zombis al servicio de Miyazaki —tras unapausa, Black-Cat se puso en pie y preguntó en tonocasual—: ¿Os apetece un café?

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Capítulo quince

Black-Cat desapareció en el interior de lacocina y regresó al cabo de unos minutos con unajarra de café recién hecho. Mientras lo servía enunas desconchadas tazas, pregunté:

—Pero de eso no estás seguro, ¿no?—¿De qué no estoy seguro?—De lo de los virus mentales y los zombis.—No —admitió mientras se sentaba—. Ni

siquiera sé si es posible. Pero en ciertassituaciones, y esta es una de ellas, la mejorpolítica es temerse lo peor.

Nos quedamos unos minutos en silencio, dandopensativos sorbos a nuestros cafés.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Judit derepente—. Black-Cat es un nick. ¿Cuál es tuverdadero nombre?

El hacker sonrió con ferocidad.—No tengo nombre —dijo—. El gusano

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humano que yo era desapareció hace tiempo,transformándose en la refulgente mariposa Black-Cat. —Arrugó el entrecejo—. Aunque no sé yo sicasan bien en la misma metáfora gatos ymariposas… Da igual; hackeé algunosordenadores oficiales y borré todos mis datos. Noexisto ni para hacienda, ni para el gobierno, nipara la poli. Cuando necesito una identidad, me lafabrico; entre tanto, soy Black-Cat, el mayorcabronazo de la Red.

—Muy bien, Black-Cat —Judit le dedicó unasonrisa—. ¿Qué piensas hacer respecto aMiyazaki?

—Querrás decir qué estoy haciendo ya,muñeca —el hacker sacó un pendrive del bolsilloy nos lo mostró.

—Mario te envió uno de estos, ¿verdad?—A Óscar, no a mí.—Pues quédatelo —repuso Black-Cat

arrojándole el pendrive—. He hecho copias; tengomuchos.

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—¿Mario te lo mandó también a ti? —pregunté.

—Sí, chaval. Y esta mañana, yo mismito enpersona he enviado un montón de copias porcorreo.

—¿A quién?—A jinetes de la Red, cabronazos como yo.

Delincuentes informáticos, tipos duros, jodidosantisistema. Ellos correrán la voz sobre Miyazaki.

—¿Pero hay alguna forma de acabar con eseengendro? —pregunté.

—Claro que sí, chaval. Bastaría condesconectar Internet, dinamitar la instalaciones deTesseract Systems y formatear los discos duros detodos los ordenadores del planeta —el hackertorció el gesto—. Aunque, ahora que lo pienso, nisiquiera con eso sería suficiente, porque, si yofuera Miyazaki, me habría duplicado y tendría unmontón de clones míos en ordenadores ocultos,por si las moscas —se encogió de hombros—. No,tío; de momento no tengo ni puta idea de cómo

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cargarme a Miyazaki.—¿Y lo que investigó Mario? —preguntó

Judit.—Ah, sí, el código base —Black-Cat cabeceó

un par de veces—. Mario descifró el ADN deMiyazaki, por así decirlo. Quizá sirva paradiseñar un antivirus, pero ese cabrón puedereprogramarse a sí mismo, lo que complica unhuevo las cosas —volvió a encogerse de hombros—. Danos tiempo, ya se nos ocurrirá algo. Detodas formas, ese programa, «Camaleón», es lahostia, nos será muy útil. Te permite navegar yoperar en Internet sin que Miyazaki puedadetectarte. Algo así como la capa de invisibilidadde Harry Potter. El jodido Mario tenía talento, hayque reconocerlo —apuró su café de un trago y dioun palmetazo sobre la mesa—. Pero ahora,chavales, la pregunta es: ¿qué coño vais a hacervosotros?

—Intentaremos contárselo todo a alguienpróximo al gobierno —respondió Judit—. Mi

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padre tiene muchos contactos y nos ayudará.—Vale —asintió Black-Cat—. Te va a costar

convencer a los putos políticos, pero hay queintentarlo —se volvió hacia mí—. A ti ni tepregunto —dijo—, porque bastante trabajo vas atener intentando mantenerte vivo —se aclaró lavoz con un carraspeo y concluyó—: Mañana por lamañana pienso largarme de aquí y desaparecer delmapa. Os llevaré a algún pueblucho de mierda y seacabó lo de formar un superequipo. Ni Diosconoce mi identidad, pero a vosotros os busca lapasma. Sois un peligro, así que cada uno por sucuenta, ¿está claro?

@

Black-Cat volvió a encerrarse en su cuarto yJudit y yo pasamos la tarde sin hacer nada, dandopaseos por el bosque y charlando de temasbanales. En ningún momento mencionamos ni a

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Miyazaki ni a Tesseract Systems; era como siquisiéramos olvidarnos de aquella pesadillafingiendo ser una pareja normal, dos jóvenesenamorados sin problemas ni preocupaciones.

A última hora de la tarde, Black-Cat abandonósu guarida y, tras informarnos de que iba a porcomida, partió a bordo de su viejo Range Rover.Regresó tres cuartos de hora después con másbocadillos y más cerveza. Mientras cenábamos enel salón, el hacker nos dio algunos consejos parasobrevivir, insistiendo particularmente en queevitáramos las grandes ciudades y procuráramoseludir las cámaras de seguridad.

—Miyazaki tiene ojos en todas partes —advirtió en tono sombrío.

Cuando acabamos de comer, Black-Cat dijoque partiríamos antes del amanecer, de modo quenos fuimos temprano a la cama. Me dormíabrazado a Judit.

Entonces, al cabo de lo que a mí me pareció uninstante, la puerta se abrió bruscamente,

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despertándonos, y Black-Cat entró en eldormitorio.

—Arriba, chavales —dijo, encendiendo la luz—. Vestíos a toda leche y coged vuestras cosas.Hay que abrirse.

Consulté el reloj: eran las tres y cinco de lamadrugada.

—¿Tan temprano? —murmuré, todavíaamodorrado.

—Vienen los malos, capullo —replicó elhacker, señalándome con un dedo—. Salid de laputa cama. Ya.

Judit y yo nos vestimos a toda prisa, recogimosnuestro escaso equipaje y salimos del dormitorio.Black-Cat estaba en su cuarto; tenía la puertaabierta, así que por primera vez pude ver lo quehabía en el interior: aparte de una cama, lahabitación estaba llena de material electrónico,equipos informáticos y monitores. Al vernos, elhacker se apartó de la pantalla que estabacontemplando y se aproximó a nosotros.

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—Tardarán unos diez minutos en llegar —dijo—. Vamos.

Echó a andar hacia la salida, pero Judit lecontuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó.Black-Cat frunció el ceño.—Tengo sensores de movimiento y cámaras a

lo largo de la pista que conduce aquí —dijo—.Vienen tres jodidos todoterrenos.

—¿La policía? —pregunté.—Ni pasma ni picoletos, chaval. Son los

cabrones que quieren darnos matarile. Sicarios deMiyazaki, ¿lo captas? Así que salid fuera de unaputa vez.

Abandonamos la cabaña y nos dirigimosadonde estaba aparcado el Range Rover. Elbosque se hallaba en calma; solo se percibía elrumor del viento, el ulular de un búho y… sí, ellejano sonido de unos motores. Cuando llegamosjunto al vehículo, Black-Cat le entregó las llaves aJudit y, señalando hacia una pista forestal que se

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dirigía hacia el noreste, dijo:—Tirad por ese camino durante dos kilómetros

y luego girad a la derecha por la tercera pista queveáis. Seguidla y llegaréis a la carretera general.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Judit.—No, muñeca; me quedo para recibir a esos

hijos de la grandísima puta.—Pero te matarán…—Que lo intenten, a ver si pueden. Venga,

largaos.Judit y yo cruzamos una mirada y nos

quedamos unos instantes inmóviles, sin saber quéhacer.

—¡Pero qué pesados sois, coño! —bramó elhacker—. ¡¿Queréis iros de una puta vez?!

Sin decir nada, Judit abrió el Range Rover,arrojó su bolsa a los asientos traseros, seaproximó a Black-Cat y le estampó un besó en laboca. Luego, se apartó de él y dijo:

—Gracias por todo, Blacky.Entramos en el vehículo, Judit arrancó y

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enfilamos hacia la pista. Me asomé por laventanilla y dije:

—Suerte, Black-Cat.—No necesito suerte, chaval —respondió. Y,

mientras nos alejábamos, añadió a gritos—: ¡Soyun gato, tengo siete vidas!

La pista forestal remontaba la ladera de unmonte, internándose en lo más profundo delbosque. La recorrimos durante más o menos unkilómetro y medio hasta llegar al tramo máselevado; entonces, Judit detuvo el Range Rovertras unos arbustos y apagó las luces. Acontinuación, se inclinó hacia mí y miró a travésde la ventanilla; desde donde estábamos sedistinguían, a lo lejos, las luces de la cabaña. Alcabo de apenas un minuto, vimos cómo tresvehículos se aproximaban a la casa y se deteníanfrente a ella. Estábamos demasiado lejos paraapreciar los detalles, pero pudimos distinguirvarias figuras interponiéndose contra el resplandorde los faros.

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Y entonces, de repente, la cabaña de Black-Catestalló en medio de una nube de llamas y humo, altiempo que un seco estampido rebotaba contra losmontes multiplicándose en una sucesión de ecos.Judit y yo dimos un respingo y nos quedamosmirando boquiabiertos el lugar donde se habíaalzado la cabaña y que ahora solo era un montónde escombros llameantes. Ya no se veían los farosde los coches.

Al cabo de unos segundos, Judit me miró, dejóescapar un suspiro y, sin conectar la luces,arrancó. Quinientos metros más adelante, nosdesviamos por la pista forestal que nos habíaindicado Black-Cat y la recorrimos en silencio,atentos al camino para intentar distinguir, bajo latenue luz de la luna, los accidentes del terreno.Media hora después, cuando llegamos a lacarretera, Judit conectó los faros y puso rumbo alnorte.

—No está muerto —dijo al poco, sin apartar lavista de la carretera.

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—¿Quién?—Black-Cat —respondió—. No creo que haya

muerto en la explosión.—¿Por qué?Judit me miró de reojo y esbozó una sonrisa.—Porque estoy segura de que fue él quien hizo

estallar la cabaña, y porque está demasiado locopara suicidarse.

@

Circulamos sin rumbo fijo por carreterassecundarias casi desiertas; éramos pasajeros de lanoche, nómadas de la oscuridad. Al cabo de unashoras vimos un hotel situado junto a una gasolineray alquilamos una habitación con las falsasidentidades que nos había suministrado Black-Cat.

Estaba agotado, pero me costó mucho conciliarel sueño. ¿Cómo nos había encontrado Miyazaki?Me sentía como un conejo perseguido por una

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jauría, siempre corriendo y siempre al borde de lamuerte. ¿Cuánto duraría aquello, cuánto podríamosaguantar? Luego pensé en lo que había dichoBlack-Cat acerca de nuestra condición de prófugosde la justicia y comprendí que tenía razón, almenos en parte. Yo era un peligro para Judit.

Ella dormía a mi lado, podía escuchar elpausado susurro de su respiración. La abracé concuidado de no despertarla, aproximé la cabeza a suespalda y escuché los latidos de su corazón, sentísu calor, aspiré el aroma de su piel. Entonces meeché a llorar, abrumado de tristeza por lo que iba ahacer, y no dejé de derramar lágrimas hasta que,sin darme cuenta, me quedé dormido.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, vique Judit ya se había despertado y estaba sentadaen la cama, mirándome.

—Buenos días, dormilón —me saludó.—Buenos días, preciosa —respondí,

frotándome los ojos.Me acarició la cabeza.

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—Son casi las nueve y media —dijo—.Deberíamos irnos.

Nos duchamos, nos vestimos y recogimosnuestras cosas. Antes de abandonar la habitación,Judit me pidió que me sentara en la cama a sulado.

—He estado dándole vueltas, Óscar, y creoque no es buena idea intentar ponerme en contactocon mi padre directamente. Miyazaki debe de tenerintervenidos sus teléfonos. Necesitamos que nosayude alguien y he pensado en una pareja, JorgeVillanueva y Carmen Rubio. Son íntimos amigosde mis padres; viven en La Moraleja y seguro quenos dejan estar en su casa unos días. Contactaríacon mi padre a través de ellos. ¿Qué te parece?

—Perfecto —respondí, reprimiendo las ganasde echarme a llorar de nuevo.

Desayunamos en el bar del hotel. Mientras elcamarero preparaba los cafés, no dejaba delanzarme miradas de soslayo. Si la guapa era Judit,¿por qué demonios me miraba a mí? ¿Acaso era

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gay? Pero no, no me miraba como un gay, sinocomo si me conociera y no supiera de qué. Nostomamos los cafés a toda prisa, salimos del bar,subimos al Range Rover y arrancamos endirección a Madrid. Media hora después, vi unaparcamiento en un lateral de la carretera y le pedía Judit que parase un momento allí. Ella detuvo elvehículo y se me quedó mirando, extrañada.

—¿Qué pasa? —preguntó—Tenemos que hablar.Desconectó el motor.—Eso suena mal… —dijo.—Sí, muy mal —asentí—. Escucha, yo

también le he dado muchas vueltas y creo que…que no debemos seguir juntos.

Frunció el ceño.—¿Por qué?—Porque soy un riesgo para ti. Mi foto ha

salido en los medios de comunicación, la tuya no.—Pero solo se trata de ir a una casa y

escondernos allí —protestó.

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—Sí, a la casa de esos amigos de tus padres.Seguro que a ti te ayudan, pero si te presentas conun tipo al que no conocen de nada y al que sebusca por violación y asesinato… en fin, hasta yollamaría a la policía.

—No, Óscar, no los conoces. Ellos no…—Tengo razón, Judit —la interrumpí—, y lo

sabes. Vamos a ver, ahora lo importante es detenera Miyazaki, ¿no?

—Sí, pero…—Te gustan las matemáticas, ¿verdad? A mí se

me dan fatal, pero hasta un tarugo como yo se dacuenta de que tienes más posibilidades sin mí queconmigo. De hecho, hay más posibilidades de quealguno de los dos pueda difundir las pruebas si nosseparamos que si permanecemos juntos. ¿No esasí?

Judit desvió la mirada y asintió levemente conla cabeza.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —pregunté.—Si es lo que quieres…

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—No quiero, claro que no. Pero es lo mejor…No llegué a completar la frase, aunque

interiormente añadí: «… para ti».Judit asintió sin mirarme, tragó saliva y alzó la

mirada.—Vale —dijo—. ¿Qué vas a hacer tú?Me encogí de hombros.—No lo sé —respondí—. Déjame en el primer

pueblo y cogeré un autobús hacia alguna parte.Necesito tiempo para pensar.

—Quédate tú con el Range Rover. Ya cogeréyo el autobús.

Negué con la cabeza.—Llamaría demasiado la atención con este

cacharro.Judit cabeceó, pensativa; luego se giró hacia

atrás, cogió su bolsa, sacó de su interior un papel yun bolígrafo y escribió un nombre, una calle y unnúmero de teléfono.

—Esta es la dirección de Julia Martí —dijo,entregándome el papel—. Es mi mejor amiga. En

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cuanto puedas, ponte en contacto conmigo a travésde ella. Y si esto se alargara mucho… Bueno,mándale de vez en cuando una carta para saber queestás bien —sacó de la bolsa un montón de fajosde billetes de cien y cincuenta euros y me losofreció—. Toma, quédate tú con esto.

Me negué en redondo a aceptarlo, pero, tras unduro regateo, y ante su firme insistencia, accedí aquedarme con la mitad. A fin de cuentas, cincuentamil euros era más dinero de lo que jamás habíatenido en mi vida. Judit arrancó el coche ycontinuamos circulando en dirección a Madrid.

El primer pueblo que cruzamos, Sanchonuño,se encontraba apenas seis o siete kilómetros másadelante. Había una parada de autobús; Juditdetuvo el Range Rover a unos veinte metros dedistancia y se volvió hacia mí. Durante un largominuto me contempló fijamente, muy seria, muyconcentrada, como si quisiera memorizar cadarasgo de mi rostro, y luego me abrazó y me besó enla cara y en los ojos, y finalmente, durante mucho

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rato, en los labios. Cuando se apartó de mí, memiró fijamente y dijo:

—No voy a llorar. ¿Sabes por qué?—Porque eres una chica dura —sonreí.—No. No voy a llorar porque sé que no nos

pasará nada a ninguno de los dos, y porque nisiquiera ese monstruo, Miyazaki, podrá impedirque volvamos a estar juntos.

—Claro que sí —respondí, fingiendo unaseguridad que distaba mucho de sentir.

Judit volvió a besarme. Luego murmuró un «tequiero», desvió la vista al frente, puso las manosen el volante y dijo en voz baja:

—Cuídate mucho, por favor.Bajé del coche, cogí mi bolsa y musité una

torpe despedida. Judit arrancó inmediatamente yyo me quedé de pie, contemplando con el corazónencogido cómo el coche se empequeñecía en ladistancia. Cuando desapareció de mi vista, exhaléuna bocanada de aire; jamás en mi vida me habíasentido tan solo, triste y desamparado. Judit

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acababa de irse y ya la echaba de menos.Respiré hondo, me di la vuelta y eché a andar

hacia la parada del autobús.

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Epílogo

Me llamo Óscar Herrero y soy un prófugo, unparia, un fugitivo. Hay una orden de busca ycaptura con mi nombre, pues la policía meconsidera responsable de asesinatos y violaciones;al mismo tiempo, sicarios a sueldo de unainteligencia artificial psicópata me persiguen sindescanso para matarme. Soy un blanco humano, eltrofeo de una cacería.

Viajo sin descanso ni rumbo a bordo deautobuses de línea a través de carreterassecundarias, no en busca de algún lugar concreto,sino huyendo de todas partes. Evito las ciudades yduermo en pensiones, hoteluchos y albergues depequeños pueblos perdidos en el culo del mundo.Nunca estoy más de veinticuatro horas en el mismolugar.

A veces, cuando contemplo mi imagen en unespejo, no puedo evitar sorprenderme. No me

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reconozco con ese pelo color rubio-hortera, esabarba cada vez más larga y esa piel curtida por elsol. Cada vez parezco más un vagabundo. A fin decuentas, es lo que soy.

Pero sigo aquí, entre los vivos, y cada mañana,cuando me despierto, lo primero que hago esprometerme a mí mismo que voy a sobrevivir undía más para, cuando llegue el momento, podervolver con ella, con mi chica dura, con Judit.

La añoro tanto…Dos días después de los hechos que acabo de

relatar, leí en el periódico la noticia de un trágicoaccidente aéreo. Un avión de pasajeros que cubríala ruta Pekín-Madrid se había estrellado porcausas desconocidas al intentar aterrizar en elaeropuerto de Barajas. Hubo ciento setenta y tresvíctimas, entre ellas el conocido hombre denegocios José Vergara.

No creo en las casualidades. El padre de Juditpodía convertirse en un peligro para Miyazaki, asíque Miyazaki decidió eliminarle. Ignoro cómo lo

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hizo; supongo que interfirió los instrumentos delavión o algo así. Da igual; estoy seguro de que lemató Miyazaki, sin importarle lo más mínimo que,al mismo tiempo, acababa con la vida de cientosetenta y dos personas más.

Aquella noticia me desmoralizó. Habría dadolo que fuese por estar junto a Judit y poderconsolarla. Y temí por su vida, me rompí pordentro ante la mera posibilidad de que aquelmonstruo binario pudiera hacerle algo. Pero desdeentonces hasta ahora no he vuelto a saber nada deJudit, y eso está bien. Como dicen los ingleses,nonews, good news.

Pero no todas las novedades son malas; algo seestá moviendo. Hace una semana, las fábricas deTesseract Systems situadas en Bombay, Manila yBrasilia sufrieron un sabotaje simultáneo mediantebombas de relojería. Alexander Clarke, elpresidente de la compañía, calificó el incidente de«terrorismo industrial» y aseguró que aquello soloretrasaría unas semanas el lanzamiento de su nueva

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línea de productos Quantum.¿Terrorismo industrial? No: acciones de la

resistencia.Creo que Judit no se equivocaba cuando

aseguró que Black-Cat no había muerto. Hace tansolo dos días, Internet sufrió un ataque masivo dehackers que, durante casi doce horas, dejó inactivala Red en gran parte de Europa y Asia. Minutosantes de que eso sucediese, millones deordenadores recibieron el siguiente mensaje:«Miyazaki te vigila. Internet es Miyazaki». El textoiba firmado con la silueta de un gato negro.

Bueno, solo es el comienzo.¿Y qué hago yo entretanto? Viajo

constantemente, leo mucho sobre informática (hayque conocer al enemigo) y cada semana envío unacarta para Judit a la dirección de su amiga. En esascartas le digo que estoy bien, que la quiero, queconstantemente pienso en ella, que sueño con ella,que si no me rindo y tiro la toalla es solo por ella.Judit no puede contestarme, claro; ni siquiera sé a

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ciencia cierta si le llegan mis cartas; por eso, aveces me escribo a mí mismo las cartas que megustaría que ella me escribiese. Vale, es probableque me esté volviendo loco.

Pero ¿eso es todo lo que hago? ¿Huir? No, noexactamente. Veréis, durante mucho tiempo mepregunté por qué demonios me había elegidoMario a mí para mandarme el pendrive. Deacuerdo, ahora sé que lo más probable es que leenviase copias a otra mucha gente, como hizoBlack-Cat; seguro que les hizo llegar pendrives aun montón de científicos, informáticos y hackers.Pero, en cualquier caso, ¿por qué me lo envió amí? A fin de cuentas, lo único que sé hacer más omenos bien es escribir. ¿Y de qué sirve eso?

Entonces lo comprendí. Qué cabrón el Mariode los cojones, como diría Black-Cat; mi antiguocompañero de colegio me mandó el pendrive paraque divulgara su historia, para que revelara laexistencia de Miyazaki, no a los expertos, sino a lagente normal y corriente, a personas como tú y yo.

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Bueno, ya estamos llegando al final, pero aúnqueda lo más difícil de todo. Tú piensas que estoes una novela, un relato de ficción, una historiainventada, así que llegarás a la palabra «fin» y teolvidarás del asunto. Y, como sueles hacer,entrarás en Internet y navegarás creyendo quenadie controla tus actos. Y te comunicarás con tusamigos a través de las redes sociales pensandoque nadie más leerá lo que escribes. Y enviaráscorreos electrónicos, o tus datos, o tus fotos, o tussecretos más íntimos, confiando en lainviolabilidad del sistema. Y visitarás páginasporno pensando que estás solo, que nadie teobserva.

Ni te imaginas lo equivocado que estás.¿Qué me dirías si te asegurase que todo lo que

te he contado es cierto? Vale, por seguridad hecambiado algunos nombres y algunaslocalizaciones; pero todo lo demás es la puraverdad. Miyazaki existe. ¿Qué dirías si te dijeraeso, eh? Me dirías que no te lo crees y pensarías

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que es un truco barato de escritor de tercera.Lo comprendo; yo pensaría exactamente lo

mismo.Pero vamos a seguir jugando un poco más, ¿de

acuerdo? El programa «Camaleón» es unamaravilla. Una vez que aprendes a manejarlo, nosolo puedes navegar y operar por Internet sin queMiyazaki te detecte, sino que además es unaespecie de navaja suiza multiusos en plan hacker.Con su ayuda, hasta un ignorante como yo puedeviolar la seguridad de un equipo informático. Nosería capaz de hacerlo con los ordenadores delPentágono, por supuesto, pero sí con los de casicualquier empresa.

Y puestos a imaginar, podría, por ejemplo,violar la seguridad de los ordenadores de unaimprenta. Las imprentas han cambiado mucho,¿sabes? Antes había tipógrafos que transcribían amano el texto, convirtiendo el manuscrito en tiposde imprenta. Ahora, de eso se ocupa un programainformático. Un programa informático que yo

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podría haber hackeado. Una vez dentro, buscaríaentre los textos programados para imprimir unoque me pareciese adecuado por su título y suextensión. Por ejemplo, una novela: La estrategiadel parásito, de César Mallorquí. No he leídonada de ese autor, ni sé de qué va su novela, peroel título es perfecto. A fin de cuentas, eso esMiyazaki: un parásito.

Sigamos imaginando. Ya que he entrado en elsistema informático, nada me impediría eliminar eltexto de Mallorquí y sustituirlo por otro texto, unanovela que he escrito yo, aunque apareceráfirmada por otro escritor y en realidad deberíallamarse El asunto Miyazaki. La novela queacabas de leer. Una novela que no es una novela,sino la pura realidad.

¿Te lo creerías?Claro que no. Estoy tan seguro de que nada de

lo que diga va a convencerte, que ni siquiera voy aintentarlo.

Solo voy a pedirte que hagas una cosa, algo

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muy sencillo que no requiere esfuerzo. Entra enInternet y teclea esta dirección:

Encontrarás una página web, La Biblioteca delLaberinto, dedicada a la literatura. En realidad esel programa «Camaleón»; podría haberlo dejadotal cual me lo mandó Mario, con apariencia depágina pornográfica, pero me pareció una pasada,así que he cambiado el porno por la literatura.

Sigamos. Cliquea dos veces sobre la foto deIsaac Asimov y aparecerá una pantallitapidiéndote una contraseña. ¿Te imaginas cuál es?Premio: «DIAMANTE». Tecléala, pulsa enter yencontrarás un video de Mario Rocafort y losarchivos con todas las pruebas contra Miyazaki yTesseract Systems.

Escucha lo que dice Mario, examina laspruebas y luego decide si te he mentido o te hecontado la verdad. Y, entre tanto, cada vez queentres en la Red, cada vez que escribas las tresmalditas doble uves, recuerda la advertencia deBlack-Cat:

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Miyazaki te vigila. Internet es Miyazaki.

¿FIN?