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etiqueta negra FEBRERO 2011 Un texto de Larisa MacFarquhar Traducción de Diego Salazar EN ESTADOS UNIDOS DONAR ÓRGANOS A UN EXTRAÑO ES UN ACTO GENEROSO Y COTIDIANO TAN SIMPLE COMO AUXILIAR A UN DESCONOCIDO EN LA CALLE TAN SIMPLE COMO IR AL HOSPITAL TAN SIMPLE COMO BUSCAR EN INTERNET RINONES SE OBSEQUIAN ¿QUÉ CLASE DE PERSONAS REGALAN SU RIÑÓN A UN DESCONOCIDO? 28 órganos www.elboomeran.com

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Un texto de Larisa MacFarquharTraducción de Diego Salazar

EN ESTADOS UNIDOS DONAR ÓRGANOS A UN EXTRAÑO ES UN ACTO GENEROSO Y COTIDIANO

TAN SIMPLE COMO AUXILIAR A UN DESCONOCIDO EN LA CALLE

TAN SIMPLE COMO IR AL HOSPITALTAN SIMPLE COMO BUSCAR EN INTERNET

RINONESSE OBSEQUIAN

¿QUÉ CLASE DE PERSONAS REGALAN SU RIÑÓN A UN DESCONOCIDO?

28 órganos

EN ESTADOS UNIDOS DONAR ÓRGANOS A UN EXTRAÑO ES UN ACTO GENEROSO Y COTIDIANO

TAN SIMPLE COMO BUSCAR EN INTERNET

RINONESSE OBSEQUIAN

¿QUÉ CLASE DE PERSONAS REGALAN SU RIÑÓN A UN DESCONOCIDO?

www.elboomeran.com

No habían tenido una buena relación –ella había tenido problemas con la heroína mientras él crecía, y Wagner atribuía su salud mental y valores a la escuela para muchachos proble-máticos en que había sido ingresado de adolescente— sin em-bargo, su muerte lo había afectado de manera profunda.

Wagner se consideraba una persona seca: cortante, mal-humorado, a veces brusco. Creía que la gente que no lo co-nocía lo consideraba un tipo poco sentimental, quizá incluso no demasiado cuerdo, aunque en realidad no era en absolu-to así. Tenía dos gatos y dos viejos cocker spaniel que había rescatado de un refugio para animales. Se había encargado durante tres años de la campaña de recaudación de fondos de la United Way y había organizado colectas de alimentos para comedores de beneficencia locales. No consideraba que estas actividades fueran ejercicios de virtud, sino una obli-gación. Creía que si tenía sus necesidades cubiertas y poseía un excedente –de dinero o tiempo o recursos— estaba en la obligación de compartirlo. Compartirlo, no entregarlo todo. Le gustaban las cosas bonitas. No tenía pensado convertirse en un menonita. Pero era muy muy importante para él que cuando estuviera frente a frente con su Creador (no se con-sideraba una persona religiosa pero creía en Dios) estuviera en capacidad de decirle que había dado más que recibido.

Antes de que fuera contratado por Peirce-PhelPs, Wagner trabajaba en un banco. Pasó de trabajar en un call-center a administrar una sucursal en sólo dos años, pero renunció, según cuenta, porque creía que la estructura de incentivos del banco no era ética, ya que lo premiaba por vender pro-ductos financieros que no eran beneficiosos para los clien-tes. Cuando era joven había trabajado en una guardería, hasta que un día escuchó a uno de los jefes hablar con mali-cia acerca de otro empleado. Wagner se encargó de informar al último de lo que había dicho el otro, pero su intervención

incomodó tanto a todos que fue despedido. De esta expe-riencia, concluyó que algunas veces era mejor ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en el trabajo de Dios.

Mientras leía el periódico, Wagner encontró un artículo que hablaba de una página web llamada MatchingDonors.com, donde las personas que necesitaban un trasplante de riñón describían su situación y a sí mismos, y quizá incluso adjuntaban una foto. Su esperanza era que algún desconoci-do viera el perfil y se conmoviera hasta el punto de conver-tirse en donante. Wagner tipeó el nombre de la página en su computadora. Cliqueó en la casilla de “búsqueda de pacien-tes” y tipeó “Filadelfia”. La primera paciente que vio fue Gail Tomas. Agrandó su foto en la pantalla para poder examinar cada detalle. Gail estaba sentada en las escaleras de lo que parecía su cuarto de estar. Era una mujer mestiza de sesen-ta y tantos. Wagner la contempló un rato, buscando rasgos de personalidad en su corte de pelo y en la manera como estaba maquillada. Casi de inmediato, sintió que era ella. Supo que su sangre y la de ella serían compatibles y que le donaría su riñón. No había vuelta atrás. Tras ver su foto, se sentía ya comprometido. Era como si hubiese visto un coche estrellarse: si no echaba una mano, se sentiría mezquino.

Volvió a casa y le dijo a su pareja: «Aaron, hay esta señora sobre la que he leído, va a morirse si no recibe un riñón nuevo, y he decidido darle uno». Aaron dijo que no. Wagner le dijo que lo sentía, pero iba a hacerlo de todas formas. Se lo contó a su hermana y ella, medio en broma, le dijo: «¿Y qué pasa si yo necesito un riñón algún día?». Wagner pensó que su hermana estaba siendo egoísta. Le dijo que ella tenía un marido y dos hijos, que podría recurrir a ellos, pero esta mujer iba a morirse

ra el día previo a Acción de Gracias, y Paul Wagner se encontraba leyendo

el periódico durante su pausa para el almuerzo. Wagner trabajaba como

gerente de compras en Peirce-Phelps, en Filadelfia, una distribuidora de

aparatos de calefacción y aire acondicionado. Tenía cuarenta años y vi-

vía con su pareja, Aaron, en un pequeño departamento. Era pálido y algo

corpulento. Fumaba y tenía la piel porosa de los fumadores. Su madre

había muerto seis meses antes, a los cincuenta y tantos, de sarcoidosis.

1. United Way es una red nacional que agrupa a cerca de mil trescientas organizaciones

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ahora. Hablar con su padre fue más difícil. Unos años antes, la segunda esposa de su padre había tenido una enfermedad renal. Wagner se había ofrecido a donarle un riñón, pero tanto ella como su padre sentían que iba contra sus principios pe-dirle algo así a alguien, incluso a un hijo. Así que rechazaron la oferta y, mientras esperaba el riñón de un donante fallecido, ella murió. Su padre estuvo muy callado por un momento y luego dijo que preferiría que no lo hiciera.

Pero una vez que Wagner decidió donar, sentía como si fuera un llamado superior. Por lo general no era valiente a la hora de los procedimientos médicos, pero de alguna for-ma esta vez realizó todas las pruebas sin inmutarse. Llega-ba tarde al trabajo casi todas las mañanas, pero en punto a todas sus citas en el hospital. Ni el dolor ni las posibles complicaciones le producían ansiedad. Por una vez en su vida, sentía que las instrucciones dictadas por Dios estaban absolutamente claras.

traño y complicado, y lo mejor iba a ser evitarlo. Tomas, sin embargo, tenía algo distinto en mente.

Gail Tomas era una cantante de ópera retirada que, tras ser descubierta por Licia Albanese en un master class, ha-bía actuado por toda Europa. Si Wagner era seco, ella era todo lo contrario: vivaz, habladora y abiertamente emocio-nal. Llevaba un año buscando un donante. Ninguno de sus familiares era compatible con su tipo sanguíneo, y no había querido pedírselo a sus amigos, así que su hija le dio de alta en MatchingDonors.

En principio, hubo algunos descartes obvios: un hom-bre escribió desde India diciendo que él se haría todos los chequeos ahí si le enviaban cinco mil dólares. Luego, según cuenta, hubo una mujer de Texas que parecía ser una do-nante válida y estaba deseosa por ayudarla. Se escribieron durante meses, pero su hijo, que medía dos metros quince centímetros, había crecido más de lo que su hígado podía re-

Además de todas las pruebas, había otros obstáculos que sortear. El cirujano responsable del trasplante estaba desconcertado por Wagner. No tenía claro que quisiera lle-var a cabo la operación, le preocupaba que intervenir a una persona sana que ni siquiera tenía relación con el receptor pudiera suponer una violación de su juramento hipocrático. Se reunieron y hablaron por más de una hora. Y, casi al final de la conversación, Wagner descubrió con asombro que el cirujano lloraba.

Wagner asumió que él y Tomas no se harían amigos des-pués de la operación. Había reflexionado con detenimiento acerca del tema. ¿Cómo iba a ser posible que tuviera una re-lación saludable?, razonó. Sería pernicioso para ella sentirse en deuda con él, y sería pernicioso para él llegar a creerse una especie de santo. Todo el asunto sería demasiado ex-

sistir y necesitaba un trasplante, con lo que la mujer desapa-reció. «Era como si alguien te hubiera llevado hasta el altar y, de pronto, todo el decorado se viniera abajo y tú dijeras ‘Pero se suponía que iba a casarme’», dice Tomas. «Pensé que nunca volveríamos a encontrar a otra persona, porque ¿cuánta gente quiere hacer algo así?».

Poco antes de la operación, Wagner y Tomas se encon-traron por primera vez. Ambos estaban en el hospital, so-metiéndose a pruebas. Wagner se había descrito a sí mismo diciendo que era flacucho, así que Tomas echó un vistazo en la sala de espera, buscando al tipo más delgado de la habita-ción, se dirigió hacia él y se presentó. Para ella, el encuentro fue fantástico: sintió como si se conocieran de toda la vida. Wagner se las arregló para ser amigable, pero estaba bas-tante turbado. No sabía qué hacer con esta mujer exuberan-

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sólo para ver su reacción. Ahora todo eso había acabado. Aún peor, Tomas había dejado de devolverle las llamadas de pronto. ¿Estaba enfadada con él?, se preguntaba.

Buscando consejo empezó a escribir en una página web, Living Donors Online, donde descubrió que muchos donan-tes tienen que lidiar con sentimientos peculiares luego de la operación. Leyó acerca de un caso en el que una mujer había donado un órgano a su hermana, pero el cuerpo re-chazó el riñón y la hermana murió. Uno de los miembros de un matrimonio donó un órgano al otro, luego el receptor abandonó al donante, quizá porque el peso de la gratitud había distorsionado por completo la relación. Era algo que, al parecer, había ocurrido unas cuantas veces.

Preocupado, al final Wagner comenzó a llamar a diferen-tes hospitales, y encontró a Tomas. Había estado bastante enferma y no había querido asustarlo, pero ya estaba mejor y quería que Wagner formara parte de su vida. Wagner es-

te a la que iba a dar su riñón; no conseguía saber qué sen-timientos podía permitirse experimentar. Su propia madre había muerto hacía menos de un año, y ahora estaba invo-lucrándose potencialmente con otra mujer mayor enferma. ¿Y qué significaba eso? Donar un riñón para encontrar una nueva madre, ¿qué cosa más retorcida podía haber? Tam-bién le preocupaba haber hecho mal permitiéndose conocer a Tomas. Le hacía sentir culpable. ¿Aceptar esa gratitud res-taba valor a su acción? ¿No sería una mejor persona si no la hubiera conocido y no hubiera recibido su agradecimiento? ¿Sería que la donación se había convertido ahora solo en un masaje para su ego? Para cuando llegó a casa, se sentía completamente agotado.

La propia operación lo dejó maltrecho y exhausto. Luego de ella, mientras estaba sentado en su cama de hospital, el teléfono sonó. Al otro lado de la línea, una mujer que había oído acerca de él en las noticias locales le dijo que esperaba

A Wagner le preocupaba haber conocido a la receptora de su riñón. Le hacía sentir

culpable. ¿Aceptar esa gratitud restaba valor a su acción? ¿No sería mejor persona

si no la conociera y no recibiera su agradecimiento?

que el riñón que le quedaba fallase y lo matara, porque su ma-rido era el siguiente en la lista de espera y él, Wagner, le había dado el riñón a otra persona. Tras este episodio, Wagner pidió al hospital que cortara el teléfono de su habitación, pero luego alguien escribió un artículo en el Daily News de Filadelfia, en que se preguntaba si era justo que Wagner eligiera al recep-tor, eligiendo así quién vivía y quién moría. No podía ente-derlo, había oído acerca de una mujer enferma que vivía cerca de él y la había ayudado, ¿cómo podía eso enfadar a la gente?

Una vez que le dieron de alta en el hospital y volvió a casa, empezó a sentirse muy triste. Todo el tiempo. Admitió para sí mismo que era difícil bajar de las alturas del heroísmo. Antes de la operación, todos sus conocidos habían hecho bastante alboroto respecto a lo que estaba haciendo, en el hospital había habido una gran excitación que había conci-tado la atención de la prensa local. Le había encantado con-tarle a la gente que estaba donando un riñón a una extraña,

taba aún resentido y no lo veía claro. Tomas lo invitó a la boda de su hijo. Él rehusó la invitación, varias veces, hasta que al final ella se enfadó y le gritó, lo que de alguna ma-nera puso las cosas en su sitio para Wagner. Si ella podía gritarle, entonces no era un ser perfecto a sus ojos y podrían tener una relación normal. No era su madre, y él lo sabía, así que todo saldría bien. En realidad, Tomas sí se se veía a sí misma, más o menos, como su madre. Quería tenerlo en casa los días de fiesta, lo acosaba para que dejara de fumar y tomara su medicina para la presión alta. Pero aun así, la cosa iba bien.

¿Y qué opina usted de Paul Wagner? ¿Encuentra noble la idea de donar un riñón a un extraño? ¿O estrafalaria? Si es esto último, ¿es lo extremo del acto lo que le desconcierta? ¿Le parece una locura entregar algo así de valioso a una per-sona por la que no siente nada, y por la que, si la conociera, podría llegar a sentir antipatía?et

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Quizá no es tan alocado como suena. Los riñones se extraen hoy en día con una laparoscopía, lo que deja cicatrices diminu-tas. Un donante recupera la normalidad después de dos o cua-tro semanas, ya que el riñón restante crece para compensar al ausente. Y el riesgo de complicaciones es bajo. Si una persona contrae una enfermedad renal, esta afecta a ambos riñones, así que un donante no está regalando su pieza de recambio (pese a ello, un riñón extra resulta útil si el otro se daña en un accidente de auto, digamos, o si una persona contrae cáncer de riñón). Aun así, lo carnal del asunto, la profanación del cuerpo, parali-za a la gente. Su lógica moral resulta, a ojos de algunos, de una racionalidad inhumana, incluso suicida: Si vamos a empezar a pensar en nuestros cuerpos como almacenes de piezas de re-puesto para otras personas, ¿por qué no donar todos nuestros órganos y así salvar muchas más vidas?

truismo apasionado, irreflexivo, puede hoy en día escapar de esa mala reputación, de esa suspicacia que nos lleva a dudar acerca de la verdadera razón del compromiso de la gente cuando piensa que está ayudando a alguien (sublima-ción, colonialismo, selección de grupo, potlatch2, socialismo, codependencia…y la lista sigue y sigue).

Darle un riñón a un extraño es mucho más común de lo que podríamos pensar. Casi todos los días se registran nue-vos donantes potenciales en MatchingDonors.com y hasta ahora lo han hecho más de siete mil (aunque, en realidad, muchos de ellos no irán más allá del registro). Ya sea a través de MatchingDonors.com o de un hospital, unas seiscientas personas han pasado por el quirófano, cada una por sus pro-pios motivos.

MatchingDonors.com fue ideado hace cinco años por un emprendedor de cuarenta años de Canton, Massachusetts, llamado Paul Dooley, dentista de profesión y que antes ha-

2. Potlatch: Ceremonia practicada por los pueblos indios de la costa del Pacífico en el noroeste de Norteamérica, tanto en Estados Unidos como Canadá. En ella el anfitrión muestra su riqueza e importancia regalando sus posesiones, queriendo dar a entender que tiene tantas que puede permitirse hacer muchos regalos. N.T.

La mayoría de la gente encuentra admirable, sin mayores complicaciones, que una persona arriesgue su vida para res-catar a un desconocido en medio de un incendio o a alguien que está ahogándose. ¿Qué es lo que hace que cuando se tra-ta de salvar a un desconocido dándole un riñón, con mucho menos riesgo, la gente lo encuentre tan extraño? ¿Sienten que ese acto comprende algún tipo de agresión contra ellos, como si el donante estuviera reprochándoles de manera tá-cita por no hacer lo mismo? (No hay reprimenda en el acto de salvar a un extraño de ahogarse: uno no estaba ahí, no podía hacerlo. Y siempre se puede imaginar que lo hubiera hecho llegado el caso). O quizá es que, a diferencia de un rescate, la donación de órganos es una acción concebida con la cabeza fría, y el altruismo realizado así puede parecer tan siniestro como los crímenes premeditados. Quizá solo el al-

bía fundando una página web que ponía en contacto a em-presarios y personas en busca de trabajo. El padre de Doo-ley había necesitado un trasplante de riñón pero le habían dicho que no tenía ninguna posibilidad de llegar al primer puesto de la lista de espera. Tras su muerte, Dooley se pre-guntó si una página web como la de anuncios de trabajo po-dría haberlo salvado. Le preguntó a su médico qué pensaba al respecto. El médico, Jeremiah Lowney, pensaba que era una idea estrafalaria. ¿Por qué alguien daría su riñón a un extraño que ha encontrado en Internet? No tenía sentido.

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Pero luego entró en la página web de la Fundación nacio-nal del Riñón y descubrió una encuesta en la cual casi una cuarta parte de los encuestados decía que estaban deseosos de donar su riñón a un extraño. Lowney llamó de vuelta a Dooley, y juntos crearon la web.

El hecho de que Lowney fuera médico le dio credibilidad a la compañía, pero en realidad MatchingDonors no ofre-cía servicios médicos. Proveía a pacientes y donantes de un foro donde conocerse, nada más. Una vez que un pacien-te y un donante entraban en contacto, era responsabilidad suya descubrir si el otro estaba diciendo la verdad. ¿Estaba el paciente tan enfermo, o tan sano, como decía? ¿Inten-taría después el donante extorsionar al paciente? ¿Era tan simpático como parecía? Era Internet, y no había forma de saberlo. (Un par de años atrás, una mujer de Michigan donó un riñón a través de MatchingDonors. Dos meses después, fue arrestada por intentar asesinar a su marido).

El primer paciente en registrarse en la página web fue Bob Hickey, un psicólogo de cincuenta y tantos años que había des-cubierto que tenía cáncer de riñón. Antes había hecho lo que su médico le había indicado: fue a hacerse el tratamiento de diá-lisis, se inscribió en la lista de espera oficial de su región para recibir un riñón procedente de un cadáver y confió en alcanzar los primeros puestos de la lista antes de morir. Las probabili-dades de que lo consiguiera eran regulares. Dado que vivía en Colorado, era posible que recibiera un riñón antes que en casi cualquier otra zona del país, en el año 2000 el tiempo de espe-ra promedio en Colorado era más o menos de dos años y me-dio, menos de la mitad del de Nueva York, por ejemplo. Pero su centro de trasplantes le dijo que se preparara para esperar unos cuatro años. No es posible sobrevivir a base de diálisis para siempre, y mucha gente muere mientras espera un riñón,

un promedio aproximado de nueve personas al día. La lista de espera en todo el país ascendía a cincuenta mil nombres.

La diálisis puede ser una especie de muerte en vida. El tratamiento en sí es espantoso, y algunas veces doloroso: te conectan a una máquina durante varias horas cada vez, por lo general tres o cuatro veces por semana, la máquina extrae toda la sangre del cuerpo, la limpia de toxinas y la inyecta de nuevo. Con frecuencia, el proceso te deja demasiado ex-hausto para trabajar, o para hacer cualquier otra cosa que no sea convalecer. Después de cuatro años y medio de diáli-sis, todavía en la lista de espera, Hickey decidió que ya había sido suficiente. Prefería dejarse morir. Habló con su mujer y ella aceptó su decisión. Habló con un amigo creyente –lo hizo con nerviosismo, pensando que intentaría disuadirlo— y el amigo le dijo que lo intentara por un mes más.

Menos de un mes después, Hickey vio un artículo en el denveR Post acerca de esta nueva compañía, MatchingDo-

nors.com. Telefoneó, y Dooley le dijo que para los pacien-tes el servicio costaba doscientos noventa y cinco dólares al mes, o cinco mil noventa y cinco por una suscripción vitali-cia. Hickey le dijo que era un aprovechado y un timador, y colgó el teléfono. Después de otra semana de diálisis, volvió a llamar y se inscribió. Durante el primer mes recibió una docena de ofertas. Casi la mitad de ellas eran de gente inte-resada en recibir dinero a cambio o en obtener una tarjeta de residencia, pero el resto parecían legítimas. Hickey no tenía idea de cómo manejarlas. Dooley tampoco. No había pensado en que un exceso de donantes supusiera un proble-ma. Hickey fue a su centro de trasplante, el PResbyteRian st. luke’s Medical centeR, en busca de consejo, y ahí le dijeron que dado que él era un hombre bastante grande, de un me-tro noventa y seis de estatura, debía encontrar a alguien de

Una sociedad en la que todos firman su cartilla de donantes en un alarde de alegre

racionalidad sería un horror, opina un experto en ética. Él cree que la entrega de un

órgano, por parte de un vivo o un muerto, no debería ser un acto sin angustia

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su mismo tamaño. Eso eliminó a todas las mujeres. Luego descartó a todos los hombres mayores de cincuenta y cinco, puso el resto de los nombres en un sombrero y sacó el de Rob Smitty.

Rob Smitty tenía treinta y dos años, y era de Chattanooga, Tennessee. Su vida se encontraba en una situación difícil. Había abandonado la escuela secundaria y pasado un tiem-po preso por posesión de LSD. Estaba divorciado y llevaba retrasados los pagos de la pensión de su hija. Trabajaba como vendedor de puerta en puerta para una compañía de productos cárnicos. Un día estaba jugando a las cartas en Internet cuando apareció un anuncio solicitándole que se inscribiera como donante de órganos. Googleó «donación de órganos» y descubrió que había todo tipo de gente bus-cando riñones online, y alguna de esa gente estaba dispuesta a pagar por ellos. A Smitty le sonó bien que alguien le pagara por donarle un riñón. Había alguien que quería pagar dos-

y condujo varios cientos de millas desde Vail, donde vivía, hasta el centro de trasplante en Denver para darle las bue-nas noticias. Les dijo que tenía docenas de donantes y podía emparejar a todos los pacientes en lista de espera de inme-diato. La gente del centro, sin embargo, no reaccionó como él esperaba. Le dijeron que fuera cauto, no sabía dónde se estaba metiendo, negociando con desconocidos en Internet. Pese a ello, aceptó a Smitty como donante.

El 18 de octubre de 2004, Hickey y Smitty estaban tum-bados en sus camillas con una intravenosa en el brazo, es-perando a que comenzara la operación, cuando el cirujano se acercó enfadado a Hickey, agitando el periódico. Acaba de descubrir—le dijo— que Hickey encontró a su donante a través de una página web y, dado que era obvio que eso sig-nificaba que le estaba pagando, la operación quedaba can-celada. «Se me plantó delante y me dijo, ‘Si crees que voy a realizarte el trasplante, deberías pensarlo de nuevo’ », dice

cientos cincuenta mil dólares. Luego descubrió que vender un riñón era ilegal y pensó que, dada su suerte, con toda seguridad lo atraparían. Pero para entonces ya se había en-ganchado a la causa y decidió donar sin esperar nada a cam-bio. Le parecía que no había hecho demasiado con su vida hasta ese momento y que esto era algo que podía llevar a cabo, sintiéndose bien consigo mismo. Smitty quería elegir al receptor, así que pasó meses buscando online. Lo con-movió un perfil que encontró en una página web, era de un hombre de cincuenta años de edad, llamado Joshua que ne-cesitaba un riñón. Así que llamó al número que aparecía. La mujer que contestó le dijo que era demasiado tarde, Joshua había muerto. «Bueno, me sentí como si acabara de soltar una gran cagada y hubiera retrocedido para meter el pie en ella», dice Smitty. Luego llegó a MatchingDonors.

Cuando Hickey habló con Smitty por teléfono y concluyó que iba en serio, su excitación fue tal que se lanzó al auto

Hickey. «Yo le dije, ‘No sé quién demonios eres para tratar-me así pero si este trasplante no se realiza hoy mismo llo-verán más demandas de las que puedas imaginar’». Había periodistas y unidades móviles de televisión en la puerta. Y, mientras se marchaban, Hickey preguntó en voz alta a su mujer si habían encontrado a Elvis Presley vivo en el hospi-tal. No había caído en cuenta de que estaban ahí por él. Su intención de presentar una demanda había llegado a las no-ticias locales y el comité de ética del hospital de inmediato convocó una junta. Hickey y Smitty juraron que no habían habido ningún pago ilegal y el cirujano realizó la operación dos días después.

Desde entonces, Hickey ha hecho de los riñones el traba-jo de su vida. La gente cuyo centro de trasplantes no desea tratar con donantes localizados por Internet lo llama y él los dirige a cirujanos que sí lo harán. Recauda dinero para com-pensar a los donantes por los gastos e ingresos no percibidos

Una psiquiatra que necesitaba un riñón no quería pedir ayuda a nadie. Para ella lo ideal

sería pagarle a alguien por un riñón: el pago mantendría sencilla la transacción, sin

ataduras emocionales

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(ese tipo de compensación es legal). Hickey está peleando contra el establishment del mundo de los riñones en dis-tintos frentes. Sospecha, por ejemplo, que la UNOS (la Red Unida para Repartición de Órganos), la compañía sin áni-mo de lucro que el gobierno de Estados Unidos subcontrata para la gestión de la lista de espera para los órganos pro-cedentes de cadáveres, presiona a los centros de trasplan-tes para que rechacen a los donantes de Internet. De hecho, UNOS se ha pronunciado contra MatchingDonors.com di-ciendo que «explota a un sector vulnerable de la población y socava la confianza del público en la distribución equitativa de órganos». Hickey cree que es la postura de UNOS la que hizo que su cirujano cancelara el trasplante (acogiéndose al secreto profesional que rige las relaciones médico-pacien-te, el cirujano declinó comentar el asunto. Un portavoz de UNOS negó que la organización estuviera involucrada en intimidación alguna, en el caso de Hickey o cualquier otro).

una mano, pero Smitty siente que nunca quedará absuelto a ojos de la opinión pública. Antes de la operación, quería que los medios cubrieran el caso porque pensaba que sería bue-no publicitar la falta de riñones, pero algunos artículos que se escribieron sobre él tenían una postura escéptica o de abierta hostilidad. Un reportero de ASSOciAted PreSS escribió un artí-culo muy desagradable en la que citaba a la hija de diez años de Smitty diciendo que no pensaba que su padre era un héroe porque le debía dinero a su madre. La nota también insinuaba que Smitty había entregado su riñón con la intención de recibir dinero a cambio con el que pagar la pensión alimentaria, lo que no tenía sentido ya que la persona que le dio el dinero no había sabido nada de Smitty hasta después de la operación.

Smitty fue a un programa televisivo llamado «Detector de mentiras» y se sometió a la prueba del polígrafo. Declaró que no le habían pagado por el riñón, pero falló la prueba. Toda-vía hoy sigue enfadado por ello. Sospecha que la prueba estuvo

Smitty se considera afortunado por haber tropezado con un receptor del que puede sentirse orgulloso. «¿Qué tal si le hubiera dado un riñón a alguien que resulta ser un alco-hólico?», dice Smitty. «Nunca lo pregunté. Podría haberse emborrachado una noche y matado a una familia, y yo me hubiera sentido fatal. Me hubiera preguntado si debía sal-varlo y qué ocurriría cuando se reincorporase a la sociedad. Estamos jugando con el futuro aquí. Alguien que estaba por morir y de pronto está vivo», recuerda él.

Ocho días después de la operación, Smitty fue encarcelado por no pagar la pensión de su hija. «Pensé que quizá el juez podría darme algo de tregua. He donado un riñón, no puedo ser tan mala persona. Pero no funciona de esa manera», dice. Poco después estuvo en posición de pagar porque un hom-bre que leyó acerca de su caso en el periódico decidió echarle

manipulada. «Los medios querían crucificarme», dice. «Mu-cha gente desea odiarme por lo que hice porque ellos no son capaces de hacerlo». Después contrató a un ex jefe del equipo del polígrafo del FBI para que llevara a cabo una segunda prue-ba, que esta vez sí pasó. Pero nadie quiso hacer eco de ello. Aun así, no se ha arrepentido de la donación en ningún momento. «Es la cosa más brillante que he hecho en mi vida», dice. «El solo hecho de saber que hay alguien viviendo una vida mejor allá afuera gracias a mí, al viejo y pequeño Smitty».

El escepticismo del cirujano de Hickey y Smitty ante los donantes altruistas no es una postura inusual. Los médicos tienden a sospechar de ellos. A finales de los sesenta y princi-

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pios de los setenta, en los primeros tiempos del trasplante de riñón, muchos doctores veían las donaciones altruistas a tra-vés de los lentes del psicoanálisis, y en consecuencia las en-contraban problemáticas. ¿Qué era el «altruismo» después de todo? Una motivación que chocara de tal manera con el instinto primario de supervivencia debía suponer algún tipo de patología. ¿Era masoquismo? ¿Alguna culpa no resuelta? Algunos doctores sentían que «no se podía confiar» en los donantes altruistas, que eran unos «chiflados». «Para hacer algo así, esta gente debe ser anormal», dijo un cirujano de trasplantes. Los doctores pensaban que donar un órgano a un desconocido no sólo no era admirable sino que era perverso, ofendía la conciencia. Iba en contra de la naturaleza humana.

En 1967, comenzó un estudio a largo plazo sobre donantes de riñón vivos y sin relación entre sí. El objetivo era ayudar a los centros de trasplantes a proponer políticas para el tra-to con estos desconcertantes individuos. El estudio sometía

El estudio, sin embargo, no cambió nada. Cuarenta años atrás, incluso los familiares que se convertían en donantes eran vistos con suspicacia. A finales de los años sesenta, dos académi-cas, Renée Fox y Judith Swazey, comenzaron a vigilar centros de trasplante, lo hicieron durante años, y descubrieron que los cirujanos y psiquiatras alcanzaban extremos heroicos para en-contrar conflictos y ambivalencias ocultas en la supuesta buena disposición de los donantes deseosos de someterse a la cirugía. Si la motivación del donante potencial les parecía sana de un modo inadecuado, lo rechazaban. Billy Watson (es un seudó-nimo), un niño de diez años, necesitaba un trasplante de riñón para seguir viviendo y su madre quería ser la donante. ¿Pero era la motivación de la señora Watson aceptable o patológica?, se preguntaban los doctores. La señora Watson tenía otros nue-ve hijos. ¿Estaba mostrando un insano favoritismo por Billy al intentar mantenerlo con vida dado que la operación la dejaría por un tiempo incapacitada para cuidar de manera adecuada del

Cuando la feminista católica Frances Kissling supo que necesitaba un riñón,

envió un email a sus amigos para explicarlo. «Compartir cuerpos es genial, de la

manera en que el sexo es genial», cree esta militante

a los donantes a entrevistas de libre asociación, interpreta-ción de los sueños, tests de Rorschach y tests de apercepción temática. Cuando se publicó en 1971, el estudio encontró en los donantes evidencias de masoquismo primitivo, formación reactiva contra sadismo temprano, conflicto homosexual, simbolismo del embarazo y envidia del pene. Pero a la vez se-ñalaba que, en esto, los donantes no eran diferentes al resto de la humanidad, y que, después de la operación, todos los donantes explicaron que tenían un sentimiento profundo de autoestima aumentada, el sentimiento de que «había hecho algo sano y natural, sin indicios de arrepentimiento». («La única cosa buena que he hecho en mi vida», dijo un donan-te que, según el estudio, sufría de personalidad inadecuada. «Soy mejor por haberlo hecho»). No se habían registrado de-presiones postoperatorias ni dolencias físicas.

resto? ¿Cuán estable era el matrimonio de los Watson? (Tras dos meses de debate, los médicos decidieron permitir a regaña-dientes que la señora Watson donara el riñón).

Un hombre quería donar un riñón a su hermano, pero su mujer se oponía. El nefrólogo sospechaba que el hom-bre quería donar para así romper con su dominante esposa, y lo rechazó como donante. Otro caso involucraba a Susan Thomas (también un seudónimo), una mujer soltera de veintiséis años. Su madre decía que quería salvar a su hija, pero durante los tests previos, el equipo responsable del trasplante notó que la señora Thompson mostraba proble-mas gastrointestinales y palpitaciones cardiacas. El equipo decidió que, en un nivel inconsciente, la señora Thompson en realidad no quería dar su riñón, así que le dijeron que no «tenía un tejido compatible» y la rechazaron.

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Los doctores empezaron a darse cuenta de que trasplan-tar un órgano suponía revolver la mugre de las emociones familiares, lo que traía consecuencias imprevisibles. Las do-naciones tendían a crear lazos entre el donante y el receptor, a veces de amor, otras de culpa o gratitud, o a veces creando un sentimiento de unión física, debido a la presencia del ór-gano de uno en el cuerpo del otro. La fuerza de esos lazos podía debilitar otros, dejando a las familias crispadas y con-fundidas. Si, por ejemplo, una persona donaba un órgano a un hermano, ¿no cabía la posibilidad de que su relación con él se estrechara demasiado, en perjuicio de su relación con su pareja? Un médico especializado en trasplantes creía que, luego de que una hermana donara un órgano a su hermano, la hermana «se había sentido con control absoluto sobre el hermano, como si lo hubiera castrado». Luego de la opera-ción, en lugar de volver a casa con su mujer e hijo, se mudó a casa de su hermana para pasar ahí la convalecencia. Otro

Incluso en el caso de donantes muertos, las emociones opacaban el trasplante. De hecho, la carga de gratitud po-día ser incluso más pesada cuando el donante está muerto, sobre todo si, como solía ser habitual, el donante era una persona joven y su muerte había sido repentina y horrible. Las familias donantes, que entendían la magnitud del re-galo, a veces sentían que el receptor se había convertido en miembro de la familia, alguien a quien podían amar y reclamar como suyo. El padre de un muchacho muerto le dijo al padre de la chica que había recibido el corazón del muchacho: «Siempre habíamos querido una niña pequeña, ahora la tenemos a ella y vamos a compartirla con ustedes». Mucha gente sentía, de una manera casi animista, que el ser querido fallecido sobrevivía en el cuerpo del receptor. «Mi sangre ha adoptado una niña / que se revuelve en mi pecho / llevando una muñeca», se lee en un poema de 1970, TrasplanTe de órgano, acerca de un adulto que ha recibido

hombre se encontraba tan sobrecogido por el sentimiento de compromiso para con la hermana que le había donado un órgano que no era capaz de mirarla a los ojos. Un chico rechazó el riñón de su madre porque, según le dijo al ciru-jano, «ella ya me ha devorado lo suficiente». La fuerza de la gratitud podía ser espantosa cuando el regalo era un órgano, situación en la que ningún agradecimiento parecía adecua-do y la reciprocidad era imposible. Había, según observa-ron Fox y Swazey, algo tiránico en el regalo, como decía el antropólogo Marcel Mauss. «¿Por qué el benefactor ama al receptor más de lo que el receptor ama al benefactor?», re-flexionaba el especialista en bioética Leon Kass a propósito de los trasplantes, haciendo alusión a un pasaje de ÉTica a nicómaco, de Aristóteles: «Porque el benefactor vive en el receptor de la manera en que el poeta vive en el poema».

el corazón de una niña muerta. La gente se preocupaba de una forma profunda por lo que pasaba con los restos de sus muertos, incluso cuando esos restos no eran más que cenizas. Cuánto más fuerte era entonces esta preocupación cuando los restos consistían, por el contrario, en un riñón palpitante o un corazón que todavía latía.

Todas estas emociones fuertes y atávicas hacían que los equipos responsables de los trasplantes se sintieran incómo-dos, por lo que, con el paso del tiempo, se crearon protocolos para mantener el proceso anónimo y a las familias aparte. Se estableció un régimen de higiene emocional. Quizá en el futu-ro, se pensaba, cuando los trasplantes fueran más habituales, estas precauciones no serían necesarias. Quizá ese apego a los órganos de un muerto llegaría a ser visto con la misma extra-ñeza con que observamos la creencia de que los mechones del

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cabello o las uñas cortadas de alguien se pueden ser usar para echarle una maldición. Quizá la idea de un órgano viviendo por su cuenta, separado de su dueño, no resultara ya extraña, gótica, como salida de un relato de Poe. Y quizá ese cambio relajaría también la renuencia que muchas familias tienen a la hora de donar los órganos de un ser querido.

Y en efecto, los trasplantes se han convertido en una cosa corriente, y la actitud de la gente hacia la donación de órganos de difuntos ha cambiado algo. Quienes ven en ellos un signo de una perniciosa crueldad espiritual la-mentan estos cambios. Para el especialista en ética Gil-bert Meilaender, por ejemplo, la renuencia que muchos sienten hacia la donación de órganos, incluso después de la muerte, no pasa por el egoísmo o la superstición sino que es un signo de que nuestra idea de que el cuerpo es algo íntegro, algo humano, algo sagrado, no se ha marchi-tado. Una sociedad en la que todos firman su cartilla de

lo que fuera por ellos. mi mayor defecto es ser demasiado amable con la gente que es mala conmigo o que ni siquiera me cae bien…san valentín es probablemente mi ‘feriado’ fa-vorito porque todo es rojo y rosa…me encanta ralph lauren. y creo que no hay nada más qué decir acerca de mí».

Stephens trabaja en el área administrativa de una es-cuela para niños con problemas de aprendizaje en Long Island. Antes había pensado que quería ser abogada, pero renunció a un trabajo como principiante en un estudio de abogados porque estaba horrorizada por el nivel ético de los abogados: los affaires entre trabajadores, el desdén con que trataban a los clientes. Había crecido en el norte del estado de Nueva York y había sido criada en un catolicismo estricto. Escuchó por primera vez acerca de los trasplantes de riñón en séptimo grado: un padre de familia contó en su clase de Higiene y Salud cómo se había salvado su hijo gracias a un trasplante. La historia se le quedó clavada en la

donantes en un alarde de alegre racionalidad, sin ningún reparo, sería para Meilaender un horror. La entrega de un órgano, por parte de un vivo o un muerto, no debería ser un acto libre de angustia. Para Meilaender, la tiranía de la gratitud no es una perversión del amor sino su prototipo: el lazo que existe entre padres e hijos.

Melissa Stephens tiene veinticuatro años. En su perfil de MySpace se describe de la siguiente manera: «Adoro las tor-tas, pueden preguntarle a cualquiera. mi torta favorita es la de confeti dulce con cobertura de confeti dulce…sé pintar y esculpir. sonrío mucho. me gustan las velas de yankee can-dle con aroma a ropa limpia…adoro a mis amigos y haría

cabeza desde entonces: la idea que uno podía salvar la vida de otra persona.

A principios del año pasado su abuela murió de cáncer de páncreas, y ella decidió hacer algo para honrar su me-moria. Aun cuando nunca había tenido una verdadera con-versación con su abuela, quien había emigrado desde Corea del Sur tarde en su vida y nunca había aprendido inglés, se sentía inspirada por ella, moral y espiritualmente. Su abuela tenía poco dinero, pero había acogido a viajeros en su casa, incluido alguno que había huido de Corea del Norte, y los había alimentado. Stephens quería hacer algo que fuera un digno homenaje a una persona así, algo que sentara prece-dente, que inspirase otras buenas acciones. No una camina-ta para recaudar fondos, sino algo grande, algo que la gente fuera a recordar.

Kimberly Brown-Whale nunca volvió a saber del hombre al que le dio su riñón. Sólo

sabía su nombre. En señal de agradecimiento el centro de trasplante le dio una

maceta con una planta

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Buscando en Internet, encontró MatchingDonors.com, donde buscó pacientes de su mismo tipo sanguíneo que vi-viesen en Nueva York. La primera persona no respondió a su email, así que escribió a la segunda, un rockero de cincuenta y seis años llamado Kris Randall que vivía en Manhattan. Ran-dall la llamó el mismo día. Todavía recuerda con exactitud dónde estaba cuando habló con él por primera vez: conducía camino a casa, volviendo de compras, cuando él la llamó al celular. En las semanas siguientes, mientras ella se hacía las pruebas, la llamó a diario, y hablaban durante horas. Le contó acerca de su vida, su novia, sus amigos, y acerca de cuánto sig-nificaba para él tener una oportunidad para seguir con vida. Le dijo que sentía como si estuviera ahogándose y sus amigos le hubieran lanzado chalecos salvavidas, pero sólo ella estaba nadando para salvarlo. Le habló de su carrera musical, y ella se hizo la idea de que tenía muchos amigos famosos, y que después de donar el riñón ella también sería famosa.

Antes de que apareciese Stephens, le había pedido a sus amigos que corrieran la voz de que necesitaba un donante. En el transcurso de cinco años aparecieron dieciséis per-sonas, pero ninguna había servido. Uno quería un auto a cambio de darle el riñón. Uno de los que se había ofreci-do descubrió durante las pruebas que su riñón estaba tan mal como el de Randall. Uno era portador del VIH, obeso y había intentado suicidarse tres meses atrás, y Randall lo rechazó apoyándose en que no superaría el examen psicoló-gico. Pese a todo, Randall sabía que tenía que seguir siendo positivo, porque en su mundo nadie quería hablar con un tipo enfermo: la gente amaba a los ganadores, y si no era capaz de trabajar y ganar dinero, estaba muerto para ellos.

Stephens empezó a contarle a la gente sus planes de do-nación. Su compañera de piso, sus compañeros de trabajo y casi todo el mundo tuvo la misma reacción: todos querían saber cuál demonios era su problema. Una mujer mayor en

En la época en que Stephens le escribió, a Randall le habían dicho que le quedaban seis semanas de vida. Ran-dall había empezado a etiquetar sus guitarras con post-its en los que había escrito el nombre de los amigos que quería que las heredaran cuando ya no estuviera. Había dejado su trabajo regular, como ingeniero de sonido, por-que no era capaz de seguir cargando el equipo. Desde que enfermó, había ganado una coloración verdosa alrededor de los ojos y había perdido mucho peso. Había decidido no tratarse con diálisis, había visto algunos familiares su-frirla y tenía además fobia a las agujas; en cambio estaba tratándose con remedios alternativos, sobre todo con una sustancia llamada IP6 o ácido fítico, hecha con salvado de arroz. Dejó de tomar lácteos. Durmió diecinueve veces en una cámara hiperbárica.

el trabajo le dijo que nunca permitiría que sus hijos hicieran algo así. Una enfermera de su centro de donación de san-gre (Stephens donaba sangre con regularidad) le dijo que era la cosa más disparatada que había oído jamás. Incluso una persona que tenía un familiar en lista de espera para un trasplante de riñón le dijo que nunca dejaría que uno de sus hijos donara. Stephens encontró todas estas reacciones inquietantes. Entendía que donar un riñón no era algo que pudiera hacer todo el mundo; alguna gente no aguantaría el dolor o la pérdida de control, hasta donde ella sabía. Pero le parecía más difícil entender por qué podían pensar que ella estaba loca. A ella le parecía que, sencillamente, estaba echando una mano a alguien que lo necesitaba, de la misma manera que se detendría a ayudar si alguien sufriera un ac-cidente en la carretera.

Wagner recibió la llamada de una mujer que había oído de su donación en las

noticias. Deseaba que el riñón que le quedaba fallase y lo matara, porque su

marido era el siguiente en la lista de espera y Wagner se lo había

dado a otra persona

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En determinado momento, se le ocurrió que esa gente que pensaba que ella estaba loca, de hecho, no se detendría a ayudar si vieran un accidente en la carretera. Pero esta era, en primer lugar, una de las razones por las que había decidi-do donar un riñón: para dar ejemplo a ese tipo de personas. Stephens creía que la mayoría de la gente era egoísta y mate-rialista, pero creía también que si se les recordaba que otros tenían necesidades y deseos, tan importantes como los suyos propios, entonces quizá lo fueran un poco menos. Odiaba la forma como, en la línea de cajas de la tienda TargeT, una persona con un carrito lleno no dejaba pasar a otra persona que sólo llevaba una o dos cosas. Odiaba cuando, mientras iba en el auto y cedía el paso a un peatón para que cruzara, el conductor del coche de atrás tocaba el claxon con frustración. Siempre intentaba hacer cosas buenas para los demás. En el trabajo solía comprar café para sus compañeros sin que se lo pidieran, lo que sólo conseguía desconcertar a la gente.

muy difícil mantener la mirada», dice. «No hubiese podido mirarlo a los ojos aunque de eso dependiera mi vida. Eran tan solo muy…no sé. No fue como esperaba que fuera para nada. Fue incómodo». Randall también encontró la situa-ción extraña, aunque no desagradable. «Es como conocer a una novia pedida por correo», dice. «Estás feliz, pero sigue siendo inusual».

Tras la operación, Stephens estuvo en cama durante días. Su madre cuidó de ella. Estaba adolorida, exhausta, pero lo peor es que no tuvo noticias de Randall. Estaba desolada. Ella le había dado tanto, estaba sufriendo por él, ¿y él ni si-quiera podía darle las gracias? La compasión de sus amigos sólo conseguía hacerla sentir peor. «Tanta gente decía ‘Es como si hubiera cogido lo que quería y se hubiera marcha-do’», dice con tristeza. Investigó un poco sobre él y descu-brió que no era tan famoso como ella pensaba. «Me hizo quedar como una idiota, porque yo estaba diciéndole a la

Sus padres no pensaban que estuviera loca, estaban or-gullosos de ella. Stephens escribió en su blog: «Siempre me he sentido querida, cuidada, segura, contenta, inspirada y agradecida por la familia que recibí…y quiero entregar algo del amor que he recibido (casi se me salen las lágrimas es-cribiendo esto, jaja)». Luego lanzaba su proyecto: «Estoy ayudando de una manera extrema, pero TÚ también puedes hacer cosas para ayudar... voluntariado. donaciones. dar. amor. y recibir amor a cambio».

Justo antes de la operación, Stephens se encontró con Randall por primera vez. Él se acercó en la sala de espera del centro de donaciones y le tocó el hombro. Stephens, cogida por sorpresa, se quedó paralizada. «Cuando estoy enamorada de alguien –y no es que esté enamorada de él— o cuando me siento intimidada por alguien, me resulta

gente…que había tocado para Led Zeppelin y Mick Jagger, que había escrito canciones para ellos, y él decía como, ‘Vas a ser tan famosa’», dice. «Esto no era lo que yo quería en absoluto, pero él me embaucó y luego de que obtuvo mi ri-ñón…no lo sé».

Se comió la cabeza durante semanas, sintiéndose mo-lesta y miserable. Finalmente, escribió en su blog acerca de cuán dolida se sentía, y él llamó. Había leído lo que ella ha-bía escrito. Había estado adolorido, le explicó, había tenido el sueño descontrolado, así que no había podido ponerse al teléfono. Ella pensó que era una excusa bastante pobre. Él le dijo que se sentía agradecido, pero ella sintió que, en realidad, no le estaba agradeciendo. Vinieron más silencios. Ella lo llamó varias veces y él no le devolvió las llamadas y finalmente se dijo a sí misma que iba a desentenderse de et

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él. Un tiempo después, él le envió unas fotografías. «Recibí este email suyo que era como ‘¡Acabo de volver de la isla de San. Martín’!», cuenta. «Así que yo estaba como, Este imbécil se fue a San Martín –las fotos paseando por la pla-ya, sosteniendo una bebida, tomando el sol— ¿y ni siquiera puede coger el teléfono para decir algo como, ‘estoy bien, gracias’? Ahora desearía haber mantenido mi donación anó-nima, porque, bien, él obtiene el riñón, se va a San Martín, se la pasa bien, y yo ni siquiera tendría que enterarme. Su-pongo que es como cuando alguien te engaña, ¿quieres en-terarte o no? Es el mismo sentimiento». Justo después de la operación, Randall sentía como si cada nervio de su cuerpo estuviera gritando. No podía llevar ropa encima, así de incó-modo se sentía. Y estaba tomando bastante Vicodin, lo que lo dejaba insensible. No quería tocar música, no sentía nada por su novia ni su familia. «Sólo quería estar solo», cuenta. «Es como cuando un perro se esconde para sanarse». Poco a

ni siquiera llevar las palabras a mi boca para decírselo de vuelta, porque yo no lo amo. Esto puede parecer una locura para otra gente, pero para mí es lo mismo que si ayudara a alguien a llevar la compra hasta su auto. No voy a amar a esa persona debido a que la ayudé a meter la compra en su auto». Pese a ello, no se arrepiente de su donación. «Es un logro enorme», dice. «Es un hito grande en mi vida. Voy a poder contar esta historia toda la vida, para siempre».

Cinco meses después de la operación, Melissa chequeó el contador de visitas de su blog y descubrió que había te-nido ocho mil quinientas visitas. Estaba encantada, y de-cidió hacer otro esfuerzo para inspirar a la gente a hacer el bien. «Planeo hacer voluntariado por un tiempo en el centro local de repartición de alimentos para ayudar a los necesitados este invierno, y ustedes deberían considerar hacer lo mismo», escribió. «pese a que puedan sentir que (y con mucha razón quizá) están sufriendo de alguna for-

poco empezó a sentirse mejor y volvió a hablar por teléfono. «Muchos de mis amigos me preguntaban ‘¿Qué se siente te-ner un pedazo de una chica dentro? No sólo de un extraño, sino de una chica’ Yo les decía, ‘¿Sabes qué? Cada mañana me despierto y digo, Hola Melissa, ¿cómo te va?’ Es como tener a mi mejor amiga muy cerca de mí. Por lo que a mí res-pecta, es todavía suyo. Es como decir, ‘¿Cómo estás? ¿Todo bien? ¿Quieres algo de beber?’ Una chica de veintidós años, oh, me siento como el cabrón con más suerte del mundo, seré honesto contigo».

Incluso ahora, un año después, Stephens encuentra dolo-roso todo el asunto de Randall. «La gente piensa que va a ser increíble tener esa conexión que nadie más puede tener», dice. «Pero no es así. No es como si nos hubiéramos enamo-rado. Quiero decir, él dice que me ama, pero yo no puedo

ma, es muy probable haya alguien allá afuera pasándolo mucho peor. así que la próxima vez que estés en una tienda y veas a un voluntario sonando su campana para el ejército de salvación, echa un dólar o dos… no des empujones para ponerte por delante de alguien en la tienda de regalos… y da gracias a dios todas las noches por la maravillosa vida que tienes… felices fiestas, melissa».

La lista de espera para trasplantes de riñón sigue ha-ciéndose más larga, y más y más personas mueren esperan-do. Hoy en día hay unos quinientos mil estadounidenses con una afección renal en estado terminal, y alrededor de ochenta y siete mil mueren por esa causa cada año. La po-

Un estudio encontró en los donantes evidencias de masoquismo primitivo, conflicto

homosexual, simbolismo del embarazo y envidia del pene. Pero, después de la

operación, todos los donantes explicaron que sentían mayor autoestima

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sición de una persona en la lista de espera es determinada por un complejo algoritmo creado por UNOS, que intenta alcanzar un punto medio entre la productividad y la justi-cia. ¿Debería dársele el riñón al paciente que más años lo aprovechará, o sea al más joven, o al menos enfermo? ¿De-berían tener prioridad los niños, como es ahora el caso? ¿O debería la lista regirse por un estricto orden de llegada, aun cuando eso significara que los órganos fueran para los pacientes más enfermos, quienes podrían morir poco des-pués del trasplante?

El debate acerca de la justicia en la repartición de riñones está influido por la historia renal. Cuando el riñón artificial, el ancestro de la máquina de diálisis, fue por primera vez capaz de mantener a los pacientes por más de unas semanas a inicio de los años sesenta, el ArtificiAl KidNey ceNter de Seattle, que era dueño del equipo, formó un comité para que decidiera cuál de los pacientes con problemas renales en es-

afrontarlo), y porque permite a los donantes saltarse la lista de UNOS, y elegir a sus receptores. Por ejemplo, Douglas Hanto, el jefe de la sección de trasplantes del Beth iSrAel deAcONeSS MedicAl ceNter, en Boston, cree que el sistema debería funcionar de la misma manera para todos, que de-bería haber una única fila donde hacer cola. Reconoce que es posible que MatchingDonors atraiga a gente que de otra manera no donaría, gente que necesita el empujón de una historia de contenido humano para moverse, lo que es me-jor para todos, pero dado que su formato de servicio de ci-tas favorece al fotogénico, el elocuente y el informatizado, se opone a él. «Todos vamos a morir», dice. «Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos por nuestros pa-cientes, pero dentro de los límites de unos principios mora-les. Por mucho que queramos salvar a todos, no podemos».

Mucha gente piensa que la donación anónima es un acto de moral más elevada. En otras palabras, donar sin elegir

tado terminal se serviría del aparato y sobreviviría. El comi-té, que incluía a un sacerdote, un ama de casa, un banquero y un líder sindical, determinaba la valía de los postulantes considerando, entre otros factores, su asistencia a la iglesia, estado civil y patrimonio. El proceso, como era de esperar y al igual que otros similares en distintos centros, se hizo un tanto polémico. Algún tiempo después, un dictamen federal, a través del programa MedicAre, garantizaba el acceso al tra-tamiento por diálisis para casi todo el mundo. Esto tuvo el resultado de que miles de pacientes con afecciones renales, que cuarenta años atrás hubieran muerto enseguida, ahora mueren lentamente aguardando en lista de espera.

Hay quienes piensan que la justicia es primordial, y tien-den a oponerse a MatchingDonors porque cobran por sus servicios (aunque liberan del pago a aquellos que no pueden

al receptor, tan sólo apareciéndose en el hospital ofrecien-do un riñón, permitiendo que el centro de trasplante lo asigne al siguiente en la lista. Algunas veces los beneficia-rios de este tipo de transacción optan por no conocer a sus donantes; a veces ni siquiera envían una nota de agrade-cimiento. Que un donante elija a su receptor a través de un servicio como MatchingDonors puede parecer, desde esta perspectiva egoísta: un servicio que permite jugar a ser Dios eligiendo quién vivirá, y que fomenta la gratitud e induce a crear una relación con el receptor. Pero, en un sentido casi literal, una donación indirecta no es altruista en el sentido en que elegir al receptor sí lo es, debido a que en este caso no hay un otro. No hay una historia humana, tan solo un principio. Lo único que el donante puede ver es el brillo de su propia buena acción.

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En el mundo de los trasplantes de riñones existen aca-lorados debates sobre la mejor manera de atacar la cares-tía de órganos. La menos polémica implica que aumente el número de personas que se registra para donar después de la muerte. Algunos sugieren que Estados Unidos debe adoptar un protocolo de «presunción de consentimiento» para la recolección de órganos, como han hecho varios países europeos. Esto, en efecto, aumentaría el número de riñones disponibles, pero, dado que sólo un pequeño número de fallecidos posee órganos suficientemente sa-nos para poder ser trasplantados, tampoco resolvería el problema. Otra forma es fomentar las donaciones proce-dentes de personas vivas. Si se entendiera mejor lo segura que es la operación, quizá más pacientes solicitarían ayu-da de sus familiares y amigos. No todos lo hacen. Según un estudio reciente, el cincuenta y cuatro por ciento no se lo pide a nadie.

pagar a alguien por un riñón: el pago –creía ella– manten-dría la transacción sencilla y recíproca, liberaría a ambas partes de ataduras emocionales. Pero dado que el pago era ilegal, acudió a MatchingDonors.com, con la esperanza de encontrar a un desconocido, la segunda mejor opción. (En palabras de otro paciente, «Con la familia, habría un lío de culpabilidad», pero al tratarse de un desconocido «no hay compromisos. Llegados a este punto, no se trata sino de un trozo de carne»).

Satel terminó aceptando el riñón que le ofreció alguien que conocía, la escritora libertaria Virginia Postrel, pero continúa dedicada a la causa de legalizar el pago por órga-nos. Con esto no se refiere a establecer un mercado libre en el que los pacientes paguen directamente a los donantes. Incluso los que favorecen esta manera de hacer las cosas, saben que, por razones de sensibilidad cultural, sería irrea-lizable. Mucha gente encuentra grotesca la idea de pagar

Pedir un riñón es un asunto complicado. Puede ser un tema que toque la sensibilidad política de la gente. Cuan-do la activista feminista católica Frances Kissling recibió la noticia de que necesitaba un trasplante de riñón, envió un email a un amplio círculo de amigos explicándolo. Decidió que, pese a que la confianza en la generosidad ajena era algo nuevo para ella, no estaba mal intentarlo. Acudir a su co-munidad en busca de ayuda, pensó, estaba estrechamente relacionado con su feminismo. «Pienso en los trasplantes como en algo que nos acerca como seres humanos», dice. «Compartir cuerpos es genial, como el sexo es genial». En el extremo opuesto, Sally Satel, psiquiatra y autora publicada por el conservador AmericAn enterprise institute, no que-ría pedir ayuda a nadie. Odiaba la idea de abusar del resto, y de estar en deuda con alguien. Lo ideal para Satel sería

por órganos, pese a que sí es legal pagar a las donantes de óvulos y, en algunos estados, a las madres de alquiler, por su tiempo, esfuerzo y sufrimiento. (La línea difusa que se-para la venta de órganos de estas otras prácticas tiene que ver con la extirpación de una parte del cuerpo, mientras que las otras dejan al cuerpo más o menos en el mismo estado, extirpando sólo «tejido», y en consecuencia pue-den ser vistas tan sólo como un trabajo de alquiler.) Por el contrario, la idea sería permitir que el gobierno o las compañías de seguros compensaran a los donantes de al-guna forma: quizá no con dinero –para evitar el riesgo de explotar a los desesperados– pero sí de una manera más dislocada y con la vista puesta en el futuro, como una pó-liza de seguro médico, un plan de pensiones o un fondo de financiación para estudios universitarios.

Smitty descubrió que había gente que buscaba riñones online y estaba dispuesta a

pagar. Le sonó bien que le pagaran por donar un riñón. Alguien ofrecía doscientos

cincuenta mil dólares. Luego descubrió que era ilegal, pero ya se había enganchado

a la causa: decidió donar sin esperar nada a cambio

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Kimberly Brown-Whale es pastora en una iglesia Metodis-ta Unida de Essex, Maryland, una ciudad pobre, plagada de casas de empeño, iglesias improvisadas en locales comercia-les y bares, al este de Baltimore. Tiene cincuenta y tres años, es delgada y pálida, tiene el cabello gris a la altura del mentón y lo lleva sujeto por ganchitos a cada lado de la cabeza. Su ma-rido, Richard, es también pastor, y ambos han pasado unos diez años en el extranjero, como misioneros: estuvieron des-tinados en dos ocasiones al Caribe, Anguila y Granada, y otras dos en África, primero en Mozambique y luego en Senegal. Casi no tienen pertenencias porque cuando deben viajar fue-ra, la iglesia no puede enviarles nada, y ellos no tienen dónde dejar sus cosas; así que cuando llega la ocasión entregan sus posesiones a personas que conocen, o a tiendas de segunda mano. Los Brown-Whale tienen tres hijos. La mayor, Sarah,

dándolo por muerto. Luego descubrieron que Peter tenía una afección cardiaca. Poco después de eso, fueron atacados por una turba que estaba convencida de que habían raptado a su hija menor y quería arrebatársela. Tras esto, la familia regre-só a casa por un tiempo, pero decidieron volver para terminar su labor. Los padres de Kimberly Brown-Whale les rogaron que no volviera, e incluso algunos en la iglesia les dijeron que deberían quedarse en casa, pero ellos sentían que volver era lo correcto. «La vida es riesgosa», dice ella. «Puedes sufrir un ataque en casa de la misma forma como puedes ser atacado en cualquier otro lugar. Puedes enfermarte en casa al igual que puedes enfermarte en cualquier otro lugar. Nosotros ha-bíamos hecho una promesa y queríamos mantenerla. Estába-mos haciendo un buen trabajo y queríamos terminar con él».

Brown-Whale no creció en un hogar religioso. Su padre, un ingeniero aeroespacial, le decía siempre que era una eterna optimista, que creía con ingenuidad que la gente

y la menor, Cassi, son adoptadas. Sarah proviene de una casa de acogida temporal en Maryland, y Cassie de una en Grana-da. También tienen un hijo biológico. No planearon construir su familia de esa manera, tan sólo fue la forma como ocurrió.

Se ofrecieron como misioneros porque querían expandir sus horizontes, pero el trabajo era difícil. En Senegal estuvie-ron en un área remota donde no abundaba la comida, y mu-chas veces tenían demasiada hambre para poder dormir. Con frecuencia la gente no era capaz de entender por qué estaban haciendo lo que hacían, y sospechaba que tenían intenciones ocultas: la gente veía que sus dos hijas no eran suyas en el sentido biológico y pensaba que habían secuestrado a dos jó-venes africanas para que fueran sus criadas. Poco después de que llegaran a Mozambique, Richard Brown-Whale fue ataca-do en la calle, le robaron, lo estrangularon y lo dejaron tirado,

era buena y que las cosas terminarían saliendo bien, pero a ella le gustaba ser así. Cuando trabajaba en el extranjero, le preocupaba que se le endureciera el corazón, que llegara a acostumbrarse a la miseria que veía alrededor, al tener que apartarse una y otra vez de la gente que le tiraba de la ropa. Pero creía que seguía siendo la misma optimista de siempre. Si alguien hacía algo cruel, ella no lo descalificaba, decía que lo que esa persona había hecho no tenía sentido para ella, o que la situación era más compleja de lo que ella podía saber; o soltaba una enrevesada explicación que hiciera parecer ra-zonable el comportamiento de esa persona. No es que sea una juez imparcial: cuando uno de sus feligreses está herido o lastimado, le afecta bastante. «Creo que la empatía es algo bueno», dice. «No todos mis colegas estarían de acuerdo. Pero no creo que el que alguien me cuente algo y me afecte

Cuando Stephens le contaba a la gente sus planes de donar un riñón, todos querían

saber cuál demonios era su problema. A ella le parecía que era como si se detuviera

a auxiliar a alguien en un accidente de carretera. Luego pensó que quizás esa gente

no se detendría a ayudar a nadie si vieran un accidente en la carretera

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tanto que me haga llorar me haga menos eficaz como pastor. Creo que cuanto más uno se preocupa, más dispuesta está la gente a escucharte. Les digo: ‘Es porque te amo’, y así es».

El año pasado, vio en el noticiero un reportaje acerca de una mujer de su comunidad que necesitaba un riñón y de inmediato llamó al hospital Johns hopkins para ofrecerse como donante. Las pruebas dictaminaron que no era compatible con esa mujer, pero la enfermera le preguntó si estaría dispuesta a donar a otra persona, y ella dijo que sí. La enfermera preguntó si necesitaba saber quién sería el receptor y ella dijo que no, que confiaba en que el hospital elegiría a la persona que más lo necesitara. Pensó que sería bonito poder conocer a esa persona después, pero si la persona no quería hacerlo, también le parecería bien.

Una parte de lo que le atraía de donar un riñón tenía que ver con su concreción: sabía que ayudaba a alguien, y sabía de forma exacta cómo lo hacía. Se veía a sí misma como parte del negocio de ayudar a la gente, pero una buena parte de su

habían tenido un largo viaje en auto y prefirió no desper-tarlos. No estaba nerviosa. Había pasado el fin de semana lidiando con su anciano padre, que había estado de visita, y entre la preocupación constante de que pudiera hacerse daño en su casa y luego haber tenido que embarcarlo en su vuelo de vuelta a casa, casi no había pensado en la opera-ción. Si acaso le hubiera cruzado por la mente, la idea de lle-var a cabo algo así mientras dormía, seguido de varios días de pasividad forzosa, le hubiera resultado atractiva.

Se recostó en la mesa de operaciones, inconsciente y res-pirando con tranquilidad. Su pelvis y sus piernas estaban ocultas bajo las sábanas; el rostro y el pecho, separados por otra sábana, eran visibles sólo para el anestesista; su torso desnudo estaba destapado. Le realizaron cuatro pequeñas incisiones en la piel, la sangre brotaba sobre el filo del bis-turí, y un quinto corte justo por encima del pubis, algo ma-yor, de unos siete centímetros y medio. Por ese último se

trabajo era solo hablar, hablar y hablar. Los sermones del do-mingo, funerales, visitar feligreses en el hospital. Con cierta frecuencia se preguntaba si algo de lo que hacía marcaba una diferencia. Ayudar era difícil. Cuando volvía a casa siempre se encontraba con gente sentada en los escalones de la puerta esperándola, y cuando no conocía a una persona le preocupa-ba que luego de darle dinero se lo gastara en alcohol o drogas, o que pasara a depender de ella. Sabía que la gente a veces mentía acerca de lo que necesitaba, y eso siempre la hacía sentirse comprometida. Y las cosas podían salir mal. Como cuando preguntó a setenta niños de un hogar de acogida que querían para Navidad, y sus feligreses gastaron bastante di-nero comprándoles esas cosas, y los regalos fueron robados.

La mañana de la operación, Brown-Whale salió a hur-tadillas de casa al amanecer, mientras Cassie y su marido dormían. Ellos querían acompañarla, pero el día anterior

insertó una cámara diminuta; en la pantalla que había sobre la mesa, resplandeciente en la oscuridad de la habitación, apareció una imagen de sus vísceras: brillantes, rebosantes y sangrientas. Le introdujeron un retractor en la segunda incisión para que apartara el hígado. En la tercera iban unas tijeras, en la cuarta unas pinzas. El cirujano Robert Montgo-mery —jefe de la operación, con bigote como un manillar de bicicleta, que le llegaba casi hasta la clavícula— tiró con sua-vidad de la grasa de debajo de la piel y del tejido conectivo, la delgada y tensa membrana que mantenía las entrañas en su lugar, para separar un trozo diminuto que cortar con las tijeras. Las pinzas estiraron, las tijeras cortaron, estiraron, cortaron, estiraron, cortaron, con cuidado, lenta e inexora-blemente, trazando un sendero a través de las capas de car-ne. Cuando la carne era cauterizada, de la incisión emergían diminutas nubes de vapor.

Un hombre se sentía tan comprometido con la hermana que le había donado un

órgano que ni siquiera podía mirarla a los ojos. La fuerza de la gratitud podía

ser espantosa cuando el regalo era un órgano. Ningún agradecimiento parecía

adecuado. La reciprocidad era imposible

52 órganos

Apartó un trozo de membrana y dejó ver un vaso rojo y palpitante: la arteria renal. Y luego otro vaso más grande, de color morado oscuro: la vena cava inferior, la vena más larga del cuerpo, que lleva sangre desde la parte inferior del cuerpo de vuelta al corazón. Saliendo de la vena cava, en el ángulo derecho, se encuentra la vena renal. Estirar, cor-tar, estirar, cortar. La glándula suprarrenal, pequeña, ama-rillenta, pegada a la parte superior del riñón. El cirujano grapa la vena suprarrenal y, con gentileza separa –estira, corta, estira, corta— la glándula, que permanecerá dentro. Y al final, el riñón mismo, rosado y turgente. El cirujano se detiene. El anestesista se da cuenta.

—¿Qué ocurre?—No lo veo claro ahora mismo. Hay una arteria con la

que no contaba.Montgomery dejó su instrumental y se giró para inspeccionar

las placas de rayos X de los riñones de Brown-Whale. Lo normal

una bolsa de plástico vacía, luego colocó el riñón sobre la palma de su mano. « ¡Mira cuán pequeño es!», murmuraron los presentes. Lo colocó con decisión en un recipiente con líquido dentro. Conectó la arteria cortada a un gotero intra-venoso para que el líquido fluyera por los vasos del riñón y lo limpiara (Si se quedara lleno de sangre, se estropearía). Según se fue vaciando de sangre, el riñón fue tornándose pálido, y el líquido en el recipiente más oscuro. Montgomery guardó el riñón limpio en tres bolsas de plástico, con líquido dentro. Lo colocó en una nevera y la enfermera se lo llevó.

Dos horas después, el receptor, un hombre de mediana edad de Rhode Island, yacía en una mesa de operaciones, mientras lo preparaban para la operación. Le habían afei-tado el vello del estómago, y los pelos sueltos se los habían retirado con tiras de cera. Tenía un estómago importante.

—Es un poco regordete— dijo Montgomery cuando lo vio. Más carne que atravesar.

era extirpar el riñón izquierdo del paciente, pero dado que había descubierto que había tres arterias que llegaban al izquierdo en lugar de sólo una, que es lo usual, habían decidido extirpar el derecho. ¿Qué era esta segunda arteria renal con la que se había topado? Echó un vistazo a las placas pero no encontró señales de ella. Volvió a coger el instrumental. No iba a ser un problema, tan solo haría que la operación fuera un poco más complicada.

Separó el uréter del riñón con delicadeza, la grapó y cortó. Con el uréter cerrado, había llegado el momento de cortar la arteria renal, el momento más delicado de la operación.

—Podemos bajar la música y estar todos callados. Gracias.Todos se quedaron en silencio y contemplaron la panta-

lla. Montgomery grapó la arteria. La cortó. Hizo una pausa. Sin hemorragia, ni filtraciones. Luego hizo lo mismo con la vena renal. Introdujo dentro de ella un tubo que contenía

Otro cirujano apareció.—¿Salió bien, Bob?— preguntó, refiriéndose a retirar el

riñón derecho en lugar del izquierdo.—Fue incómodo. Como si estuviera bailando con un hombre.El cirujano realizó una incisión larga en el estómago, unos die-

ciocho centímetros en diagonal hacia abajo, empezando justo deba-jo del ombligo. No iba a poner el riñón nuevo donde por lo general va el riñón, sino más abajo. (No es necesario retirar los riñones vie-jos, así que una persona que haya tenido más de una operación de trasplante puede tener cuatro o cinco riñones dentro).

—¿Tenemos algo de música?— preguntó Montgomery—. No quiero escuchar a Nirvana de nuevo. Pon algo de Dave Matthews.

Dentro del vientre del paciente iba el cauterizador, cor-tando a través de la grasa amarilla y reluciente, de la del-

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gada y blanca fascia, luego en el músculo abdominal color rojo oscuro. Montgomery mantenía abierta la carne separa-da mientras otro cirujano presionaba el cauterizador hacia dentro. Una toalla blanca absorbía la sangre. La habitación olía a grasa quemada. Una vez que consiguieron llegar sufi-cientemente dentro, sujetaron la incisión con retractores de metal para mantenerla abierta y empezaron a trabajar en los vasos abdominales, limpiando, aislando, grapando.

—¿Cuál demonios es ese vaso?— murmuró Montgomery.—No lo sé—dijo el otro cirujano.Una de las venas iliacas del hombre era enorme.—Guau, es increíble— dijo Montgomery— ¿Podemos

traer el riñón?Montgomery sacó el riñón de la nevera en su bolsa plásti-

ca. La bolsa estaba llena de sangre de un color rojo brillante; el riñón estaba limpio de sangre y tenía el color de la masilla. Parecía muerto.

Montgomery se introdujo dentro del hombre, grapó la vena receptora y cortó.

—Acuérdense todos, no hemos grapado la arteria aún— dijo—. Ok, cuchillo.

Montgomery mantuvo la vena renal del riñón con dos pinzas mientras el otro cirujano la cosía a la vena receptora en el cuerpo del paciente. La vena renal era muy delgada y resultaba difícil de coser. Cuando estuvo seguro de que no habría fugas, soltó la grapa y en uno, dos, tres segundos, el riñón color masilla se hinchó con el flujo de sangre del pa-ciente y se volvió rosado.

—¿No es hermoso?—dijo Montgomery feliz. Lo suje-taba con delicadeza con los dedos— ¿Cómo está esa pre-sión sanguínea?

—Uno-veintiuno sobre sesenta-y-cinco.—¿Podemos tener irrigación de la vejiga, por favor?El paciente no había orinado en diez años. Su vejiga se

había reducido al tamaño de una nuez. Ahora iba a orinar todo el rato.

Montgomery sostuvo el final del uréter que venía del ri-ñón y lo hizo soltar la primera gota de orina.

—¡Mira esto!— gritó.Kimberly Brown-Whale nunca volvió a escuchar del

hombre al que le dio su riñón. Más allá de su nombre, no sabía nada de él. Le preguntó a la enfermera si se encontraba bien y esta le dijo que sí, eso fue todo. Su propia convalecencia transcurrió sin complicaciones. Se rehusó a usar el goteo de morfina en el hospital (alegaba que nunca encontraba el botón, pese a que estaba pega-do a su cama), así que las enfermeras la enviaron a casa con pastillas de Tylenol, que tampoco tomó. El centro

de trasplante le dio una maceta con una planta en señal de agradecimiento. Al cabo de una semana, ya estaba de vuelta en el trabajo.

La mayoría de gente que dona un riñón a un extraño dice que no todo el mundo puede hacerlo, pero Kimberly Brown-Whale no está de acuerdo. «No veo por qué no», dice. «La gente solía decir lo mismo sobre el trabajo de misionero: ‘Nunca podría hacer lo que tú haces’. Y bueno, ¿por qué no? Empacas unas cuantas cosas y te vas. Intén-talo. Somos capaces de hacer más de lo que pensamos. Si estás ahí sentado con un buen riñón que usas, ¿por qué no se lo das a alguien más? Por un par de días de incomodi-dad de tu parte, alguien va a poder liberarse de la diálisis y vivir una vida plena. Por Dios santo, he tenido gripes que me hicieron sentir peor». et

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