sanchez ferlosio rafael ensayos y articulos vol ii pdf

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ROBERTOKLES ROSANAE FECIT «El criterio de esta selección no ha sido el del acuerdo actual por parte del au- tor con cada una de sus páginas. Y no se trata de que sobre cualquiera de ellas tendría siempre aun otra palabra que decir, sino de que textos cuyas conclu- siones podría hoy discutir y hasta alte- rar han sido conservados por creer que ello no quita la utilidad de la argumen- tación. Más todavía; aun dentro de la propia selección se hallarán sentires en- contrados o al menos divergentes. Cua- tro lecturas y cuatro ideas propias están detrás de casi todos los textos recogi- dos; de ahí que la “temática” sea mu- cho menos extensa que intensa. En cuanto al juicio de valor, el autor no puede permitirse más que remitirlo al hecho mismo de haber dado a la im- prenta esta recolección, como indicio de que, ni con modestia ni sin ella, esti- ma su aparición justificada y conve- niente su lectura.» El volumen 11 de los Ensayos y artículos de Rafael Sánchez Ferlosio integra los trabajos de mayor extensión del autor, inéditos algunos y otros publicados ya en libros o revistas. ________________ RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO - Ensavos v artículos II Rafael Sánchez Ferlosio Ensayos y artículos Volumen II Ensayos / Destino

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Page 1: Sanchez Ferlosio Rafael Ensayos y Articulos Vol II PDF

ROBERTOKLES ROSANAE FECIT

«El criterio de esta selección no ha sido el del acuerdo actual p o r parte del a u ­to r con cada una de sus páginas. Y no se t ra ta de que sobre cualquiera de ellas tendría siempre aun o tra palabra que decir, sino de que textos cuyas conclu­siones podría hoy discutir y hasta alte­rar han sido conservados p o r creer que ello no quita la utilidad de la a rgum en­tación. M ás todavía ; aun den tro de la p ropia selección se hallarán sentires en ­con trados o al menos divergentes. C u a ­tro lecturas y cua tro ideas propias están detrás de casi todos los textos recogi­dos; de ah í que la “ tem ática” sea m u ­cho m enos extensa que intensa. En cu an to al juicio de valor, el au to r no puede permitirse más que remitirlo al hecho m ism o de haber d ad o a la im­prenta esta recolección, com o indicio de que, ni con modestia ni sin ella, esti­m a su aparición justificada y conve­niente su lectura.»El volumen 11 de los Ensayos y artículos de Rafael Sánchez Ferlosio integra los t rabajos de m ayor extensión del autor, inéditos a lgunos y o tros publicados ya en libros o revistas. ________________

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Rafael Sánchez Ferlosio

Ensayos y artículos

Volumen II

Ensayos / Destino

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«Rafael Sánchez Ferlosio, hijo de padre español y madre italiana, nació el 4 de diciembre de 1927 en la ciudad de Roma.A la edad de catorce años, en el texto de literatura española de Guillermo Díaz-Plaja y en la frase en la que el autor, retratando al infante Don Juan M anuel, decía literalmente: “Tenía el rostro no roto y recosido por encuentros de lanza, sino pálido y dem acrado por el estudio” , conoció cuál era su ideal de vida. N o obstante, ha sido siempre demasiado perezoso para llegar a empalidecer y dem acrarse en medida condigna a la de su ideal em ulatorio, y su m áxim o título académico es el de bachiller. H abiéndolo em prendido todo por su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se tiene a sí mismo por profesional de nada.»

Ensayos/Destino

1 . Rafael Argullol El fin del mundo como obra de artez. Eugenio Trías Lógica del límite3 . Emanuele Severino El parricidio fallido4 . Karl ReinhardtSófocles5 . M ario BenedettiLa realidad y la palabra (Serie Letras)6. George Steiner Presencias reales7 . Peter Szondi Estudios sobre Hölderlin8. Rafael Sánchez Ferlosio Ensayos y artículos I

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Ensayos / Destino

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RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

ENSAYOS Y ARTÍCULOS

Volum en II

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Colección d irig id a porRafael Argullol, E nrique Lynch,F em ando S av a te r y E ugenio T rías

D irección ed ito ria l: Felisa R am os

No se perm ite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistem a informático, ni su transm isión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u o tros m éto­dos. sin el perm iso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Diseño de la colección: Ramón Herreros

O Rafael Sánchez FerlosioTextos de Las semanas del jardín, © 1974.Textos de «El ejército nacional», © 1986.Textos de «Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado», © 1986.Textos de «La homilía del ratón», © 1986.Para los textos aparecidos en la prensa y no incluidos en los volúmenes anteriores, el © es el del año de publicación que se indica a pie de página.Textos inéditos: «Músculo y veneno», © 1991; «Las azoteas de Damasco», © 1991; «Apunte sobre la Wiedervereinigung»,© 1991.© Ediciones Destino, S.A., 1992 Conseil de Cent, 425. 08009 Barcelona Primera edición: mayo 1992 ISBN;Depósito legal:Impreso por Limpergraf, S.A.Carrer del Riu, 17. Ripollet del Vallès (Barcelona)Impreso en España - Printed in Spain

índice

P r i m e r a p a r t e E n s a y o s v ie j o s

Personas y anim ales en una fiesta de bautizo 11 Sobre la transposición 47Sobre el Pinocchio de Collodi 86La predestinación y la narrativ idad 97

Apéndice: El caso Dimna 135El llanto y la ficción 138

Apéndice: El caso José 141El caso M anrique 186

S e g u n d a p a r t e I d io t é t ic a

Discurso de Gerona 245Apéndice n.° 1 279Apéndice nP 2 284Apéndice n.° 3 285Apéndice n.° 4 287

Tal para cual 290Apunte sobre la W iedervereinigung 298

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T e r c e r a p a r te E n s a y o s n u e v o s

O Religión o H istoria 311M ientras no cam bien los dioses, nada ha cam biado 352

Corolarios 435Apéndice: La m entalidad expiatoria 455

Cuando la flecha está en el arco, tiene que p a rtir 475

Cuarta parteE s a s Y n d ia s e q u iv o c a d a s y m a l d it a s

Texto 517Notas 1, 2, 3, 4, 5 y 6 569Apéndice I 589Apéndice II 596Apéndice III 607Apéndice IV 752Apéndice V 792

P rim e ra p a r te

E nsayos v iejos

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Personas y anim ales en una fiesta de bautizo

MARCO • S» G • ANNIS • IV • PATRVVS • IN • MEMORIAM

Repara en el enojo tan fuera de m edida que te pro­ducía esta tarde esa chica que se com placía en m en­ta r una y o tra vez por nom bre propio al casi recién nacido niño de su am iga. ¿Se recreaba realm ente en hacerlo m uchas veces o te lo ha parecido a causa de que cada vez que lo hacía te producía la m ism a gri­m a que el ch irrido de la tiza reseca en la pizarra? Te d irán que eres hipersensible para lo que gustan de llam ar «m era cuestión de palabras», con ese m á­gico empleo del «mero» o el «no es m ás que», que es como un pase de pecho con el que uno puede sa­carse de encim a cualquier toro; pero tú no te cuides de darles ni qu itarles la razón a tus hum ores: haz­los objeto de tus reflexiones. A la m uchacha, inclu­so, le harás, en este caso, m ás justicia si en vez de envenenarte en repetir «es una cursi» —acción tan infecunda como cualqu ier sentencia inapelable—■, m iras a ver de esclarecer la cualidad de aquello que autom áticam ente has detectado com o cursilería y

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afectación. ¿Qué hay de afectado, qué hay de im per­tinente en m entar por su nom bre de pila a una c ria ­tu ra que todavía no tiene el don de la palabra ni atiende por su nombre, y qué im pulso secreto pue­de mover a una persona a prodigarse en sem ejante tratam iento?

«¿Pero por qué no dice el niño?, ¿por qué no dice el niño?», me repetía con rabia para mis adentros, y en ello me parecía erigirm e en defensor de los fue­ros m ás genuinos del recién nacido que dorm ía en su cuna —¡y cuán profundam ente!— en la hab ita­ción contigua. D ictam inar «mera cursilería» es da r­le un carpetazo a la cuestión, carpetazo que servirá para clasificarla y archivarla, pero que no resuelve nada. ¿No ha sido bautizado?, ¿no ha sido inscrito en el registro?, ¿no he com partido yo m ismo esta ta r­de la ta rta bautism al, para revolverme ahora contra la civil intención de concederle, desde hoy en ade­lante, estatu to de persona? Enhorabuena que se le considere persona de derecho; no era eso, sea de ello lo que fuere, lo que me sublevaba, sino que fuese ipso facto concebido como persona de hecho, como si el solo derecho se bastase para sacarnos de la na tu ra­leza e in troducirnos en la hum anidad. Esto debía de ser lo que, en mi irritación, venía advirtiendo en la desenfadada, en la m ás que tem eraria fam iliaridad de la m ención con nom bre propio, que hería mis oídos como una falta de respeto, como un allana­m iento de m orada, como una villanía. ¿Villanía en denotar a una c ria tu ra por el nom bre propio, que le concede rango de persona, y respeto en m entarla por medio del común, que la m antiene en la fungible im­personalidad de lo animal? Pues sí, en efecto; así mis­mo lo sentía.

Entre los nom bres propios se distinguen, en p rin ­cipio, dos clases principales: topónim os y prosopó- nimos; es decir, nom bres de lugar y nom bres de persona. Digo «en principio» porque después la cosa

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es bastante m ás compleja: así el nom bre propio «Roma», que en contexto geográfico es un nom bre de lugar —«ver Roma», «dejar Roma»—, en contex­to político se convierte en un nom bre de persona —«m achacar a Roma», «levantar a Roma»— (aunque este «a» no se pueda definir, en rigor gram atical, a p a rtir del concepto de persona, con todo, uno de sus efectos de significación es el que redunda en indicio de un tra to personal); y esto no hay que inscrib ir­lo en el equívoco capítu lo que se llam a «lenguaje fi­gurado», como algo que ocurriese solam ente en el seno de los nombres, porque no sólo pasa que el nom­bre de Roma se convierte en un nom bre de persona, sino que Roma m ism a se pone a funcionar —aunque lo haga en nom bre de su nom bre— realm ente como tal, ni m ás ni menos que cualquier o tra persona hu­mana, a todos los efectos form alm ente exigibles, es decir, como una unidad de responsabilidad, ya que unitariam ente, como un solo hombre, responde de sí m ism a ante Cartago. No es necesario, pues, acu­d ir a la retórica —como sí lo sería, por ejemplo, en el caso del Tíber o en el del T irreno— para ju stifi­car semejante personificación: basta la realidad. De la naturaleza, no poco interesante, de tales realida­des ya tra taré otra vez con la delicadeza que merece; aquí sólo quería quedarm e con la vinculación etim o­lógica de «responsabilidad» con «responder», de «responder de las acciones» con «responder a las pa­labras» o «responder a una llamada», y de la de «pro- sópon» y «persona» con el papel teatral, es decir, con el interlocutor. Una persona es un interlocutor, es un hablante o por lo m enos alguien que pueda hacerse, de algún modo, parte —siquiera sea asim étrica— del comercio verbal; alguien que atienda por su nombre: un perro es, rigurosam ente hablando, una persona, aunque lo sea tan sólo en la m edida en que es capaz de asum ir uno de los dos papeles —el de receptor— en la función apelativa. Respecto de ella hay tres cla­

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ses de anim ales: los que no se llegan a da r por a lu­didos a ninguna señal de voz hum ana —un niño re­cién nacido, una to rtuga—; los que gregariam ente acuden a llam adas específicas —los gatos («ps-bs- bs»), las gallinas («pita-pita»)—; los que singularm en­te atienden por su nom bre individual —un perro adulto, los bueyes de una yunta. Sólo a esta últim a clase es pertinente la im posición y em pleo de pro- sopónimos o nom bres de personas. En los bueyes del carro o del arado es donde más estrictam ente se ejer­ce la función, pues hay que e s ta r apelando de conti­nuo ora a uno ora a otro buey, si se retrasa o si hay que da r la vuelta, y ellos han de saber a quién habla en cada caso el labrador o el carretero.

No creo que habría mayor dificultad para enseñar a los caballos a responder a un nombre propio —res­ponder con la acción, se sobreentiende—■, pero el tra ­to y el em pleo que se les suele d a r —dado que se gobiernan con la b rida— no ofrecería la ocasión de usarlo, de modo que sería un nom bre apelativam en­te ocioso; lo que pretendo dejar por definido es que los nom bres de persona, como categoría gram atical, quedan p rim ariam ente vinculados a la función ape­lativa. Y que esta función es la determ inante en el caso general se m anifiesta en el hecho de que de ella dependa el que se ponga nom bre o se deje de poner: en el m undo ru ra l no se les pone nom bre a los caba­llos, y cuando hay que m entarlos se dice sim plem en­te «la yegua torda» o «el caballo blanco». En cuanto a la costum bre de ponérselo —otra com plicación— en el artificioso m undo del caballo de carre ras (el mundo está lleno de mundos), está bien claro que res­ponde a una función exclusivam ente clasificatoria y no ya apelativa —para hablar de y no para hablar a— y en una p luralidad lo suficientem ente grande de individuos como para que no pueda ser abarcada m ediante la diacrisis de la determ inación común; de suerte que los nom bres de los caballos de carreras

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no han de equipararse a nuestros nom bres de pila, sino al conjunto de nom bre y apellido (donde, por cierto, el instrum ento apelativo pasa a funcionar como p rim er m iem bro —prim ero en el orden, aun­que últim o en la determ inación— de la fórm ula cla­sificatoria), com o lo p rueba el que a m enudo se jueguen las iniciales como índices patronímicos, que inscriben al caballo en el correspondiente pedigrí, y el que las hom onim ias se subsanen como las de los reyes: «Sirio III», «Trafalgar II», e incluso, aunque no estoy seguro de ello, el que se form en series su- prafam iliares por m edio de grupos hom ogéneos de nombres: nom bres de estrella, nom bres de batalla, etc. Todo esto se refiere al valor gram atical de sem e­jantes denominaciones; de otros aspectos, no menos interesantes, habla tan bella como agudam ente Lévi- S trauss en La pensée sauvage\ si bien, atento exclusi­vamente a los sistem as clasificatorios —que es el asunto de su libro—, descuida, a mi entender, la fun­ción apelativa, tan p rim aria en el origen de los nom ­bres propios, y que a m enudo interfiere con la o tra y acaso alguna vez la condicione de modo decisivo. Al tra ta r de nom bres propios no puede dejarse a un lado un fenómeno lingüístico tan fundam ental como el de que una m ism a palabra sea —cuando lo sea, que no siem pre lo es— la que se emplea para hablar a una persona y para hablar de ella; incidencia que por lo menos da lugar, por lo que entiendo, a la curiosa aparición del artícu lo determ inado en los apodos y en algunos empleos del nom bre bautism al. Y un ejemplo de esto último, no poco in teresante para la sociología, es el a rtícu lo segregador y secundaria­mente infam atorio que se antepone al nom bre de las m ujeres públicas.

Para echar yo tam bién mi cuarto a espadas y apun tar un terreno interesante en la sociología del lenguaje —dem asiado ceñida, por cuanto se me al­canza, a lo sem ántico y olvidada de lo gram atical—,

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voy a ser m ás preciso en este punto: un hilo conduc­to r para ilu s tra r cum plidam ente la form a de actua­ción de dicho artículo, jun to a la concepción que lo acom paña, nos lo puede ofrecer la expresión caste­llana «ser una cualquiera» —donde una no vale por pronom bre sino por artículo, y por lo tanto cualquie­ra se trueca, funcionalm ente, en sustantivo—, refe­rida, tam bién, a las m ujeres públicas, o a quien con ellas se intenta com parar. En efecto, a la que es con­cebida como una cualquiera, a la que ha dejado de ser alguien, a la que ya no es nadie —porque no es de nadie, porque nadie quiere reconocerla como suya en tanto que persona, lo que tiene por correlato el ser de todos como puro objeto, pura mercancía— el nom­bre propio se le vuelve por fuerza advenedizo. Pero ¿dónde ha dejado form alm ente de ser alguien?, ¿en qué aspecto específico de la categoría de persona, de aquello que el nombre propio nos confiere? Nos lo d irá el artícu lo antepuesto. Éste —basta escuchar­lo: «la Luisa», «la Esperanza»— opera sobre el nom ­bre al que antecede como una especie de supposi- tio materialis, como si lo pusiese en tre com illas o como si dijese «la llam ada Esperanza». No es, pues, Esperanza, tan sólo se la llama, porque ser Esperan­za es serlo de derecho, es ser reconocida como tal con todos los a tribu tos de persona: el nom bre pro­pio es, socialmente, como un documento, como un certificado de ciudadanía; si precedido del artículo equivale a decir «la llam ada Esperanza», he aquí que el artícu lo funciona sobre él exactam ente como una anulación. Al decir «la Esperanza», extendemos ya anulado el docum ento que concede el estatu to de persona, libram os un docum ento que circula de he­cho —porque Esperanza m ism a continúa, con todo, circulando, para su desventura, por este m undo ab­yecto que la engendra, la usa y la m antiene, al tiem ­po que la niega, la infam a y la abom ina—■, pero que ya no tiene vigencia de derecho; Esperanza, por tan­

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to, es aceptada como hablante de hecho, como inter- locutora m eram ente in terina y eventual, pero nega­da como hablante de derecho, excluida del núm ero de los que cuentan, segregada de aquellos a quienes se tribu tan honores de persona, a quienes se reco­noce voz y voto en el llam ado concierto social. (Ya que hom bre alguno ha urdido tal cosa en su cabe­za —nada que sea formal, en el lenguaje, puede ja ­m ás deberse a consciente invención de hom bres concretos—, se echa de ver cuán refinadam ente des­piadado sabe ser cuando quiere el inconsciente y suprapersonal esp íritu de la hum ana sociedad.) Por lo demás, el artícu lo antepuesto a nom bres propios no tiene siem pre este efecto de significación; ante el apodo, por ejem plo —incluso ante el apodo de uso apelativo, es decir, el m ote—, actuando de forma gra­m aticalm ente idéntica, o sea equivaliendo a «el lla­mado», tom a distinto valor significante: no se le niega aquí al m entado el rango de persona, sino al apodo el carác te r de nom bre verdadero —diferencia que el instinto lingüístico tiende tal vez, aunque no estoy seguro de ello, a señalar gráficam ente poniendo con m ayúscula el artículo, que quedaría así integra­do al propio apodo en su em pleo no apelativo: «El rubio» (o «El Rubio»), «El Zaragoza». Ante nom bres de ríos no se tra ta siquiera de la m ism a función gram atical. En cuanto a la función del artícu lo an­tepuesto a legítim os nom bres de pila, sin ninguna connotación infam atoria, como se oye usar en m u­chos pueblos de lengua castellana, no he consegui­do todavía averiguar de qué se trata; para ello sería preciso determ inar las situaciones exactas de su em­pleo, que acaso se relacionen con el hecho de que los nombres de pila tengan por cam po de funcionam ien­to d iacrítico —al m enos en nuestras lenguas— el área fam iliar; dicho regulativamente: que su única ley de im posición sea la de que no pueda repetirse el m ismo nom bre en dos herm anos del m ism o o de

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distin to sexo.1 ¿Dependería en principio el m encio­nado empleo del artículo de la circunstancia —consi­guiente a d icha ley— de que el valor del nom bre propio sea diferente en situaciones verbales intrafa- m iliares y extrafam iliares? De ser así, ¿cuál es o cuá­les son, de las cinco situaciones com binatorias que pueden producirse —a saber: parientes hablando de pariente, parientes hablando de extraño, extraños ha­blando de pariente del hablante, extraños hablando de pariente del oyente y extraños hablando de extraño—, la o las que lo hace o hacen aparecer? Ave­riguándolo podrían conocerse la función y el valor de dicho artículo, aunque, fundado en mis someros escarceos, m ucho me tem o que no pueda encon trar­se la deseada regularidad y que el sistem a, si es que efectivamente se vincula a estos supuestos, se halle ya en franca descom posición, como parecería darlo a entender tam bién el hecho de que haya fenecido en las ciudades. Com oquiera que sea, todo esto po­dría ac la ra r cuál es el m ecanism o gram atical o ri­ginario del a rtícu lo antepuesto al nom bre de las m ujeres públicas; su aparición se podría referir correctam ente al hecho de que, teniendo, como he apuntado, los nom bres de pila el área fam iliar por contexto diacrítico propio, al transferirse su empleo, en el caso de las m ujeres públicas, a un cam po ex­traño y trascendente a ella, tom asen el artícu lo pre­cisam ente como explicitador genérico de ese nuevo contexto en que funcionan; y el caso sería entonces gram aticalm ente idéntico al que he propuesto supo­ner para el artícu lo sin nota infam atoria. En gene­ral la tendencia a señalar ese cam bio de contexto

1. AI menos hasta el siglo xv esta ley no era como hoy: el mis­mo nombre del santoral podía repetirse en hermanos de distinto sexo; así Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla bautizaron a dos de sus hijos, Juan, el malogrado príncipe heredero, y Jua­na, la desventurada reina loca, con el mismo nombre. (Nota del 28 de diciembre de 1991.)

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se observa en toda clase de menciones que habilitan, tom ándolos en prèstito, los instrum entos de la ape­lación; así sucede tam bién con el apelativo fam iliar común: m ientras en el seno de la fam ilia la mención se hace con la m ism a form a que se em plea para el vocativo, «papá» —y nótese que esta form a implica el tú, la segunda persona, y quedará excluida allí don­de los hijos traten a su padre de usted—> en el mo­mento en que se sale de ella se dice «mi padre», por la sencilla razón de que en ese m om ento ha dejado de ser unívoca la form a apelativa —«papá» para mí, pero no para ti—; alternancia que no puedo por me­nos de relacionar con fórm ulas como la de «mi Ju ­lián», usual en algunas regiones españolas, en boca de una m adre que habla a un extraño de su propio hijo. N aturalm ente «Julián» no dice, sem ánticam en­te, relación fam iliar alguna, pero es sentido, sin duda, como funcionando en esa relación. Es curioso obser­var, por o tra parte —y en este m ism o terreno de las interferencias entre mención y apelación—, en cuán­tas fórm ulas distin tas se despliega una m adre de fa­m ilia para m en tar a su único esposo: con los hijos, «papá»; con las cuñadas, «Paco»; con los amigos, «Francisco»; con los subordinados del marido, «Don Francisco»; con la vecina, la desconocida, o la que no conoce a su marido, «mi m arido»; con la criada, «el señor» —¿no quedan m ás?—; bara ja de m encio­nes en la que se atiende siem pre a la relación del m entado con el oyente, donde, adem ás, la posición jerárquica se manifiesta, divertidamente, en el carác­ter irreversible del sistem a: el inferior no m ienta nunca al superio r según su relación con el oyente; si un día la criada o el subordinado dicen «su m ari­do» o el hijo «tu marido», ello es para la señora el más seguro indicio de una sublevación, de un fran­co pronunciam iento sedicioso, que rompe de una vez con el acatam iento de sem ejante jefe, señorito o pa­dre. Volviendo al caso de las m ujeres públicas, re­

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su ltará, pues, que el artícu lo al ind icar el cam bio de contexto de sus nom bres propios connotará tam bién la índole form al de ese nuevo contexto en que fun­cionan y se les volverá, por consiguiente, especifica- dor. El artícu lo saca, en efecto, sus nom bres —y con ellos a e llas— de una com unidad y los inscribe en una especie, en una ralea; el artícu lo está a indicar que el nombre individualiza especímenes y ya no per­sonas. La persona pertenece a una p luralidad finita y estructu rada, a una com unidad; una especie se cumple en un núm ero indefinido de individuos —no la afecta ese núm ero—, m ientras que una com uni­dad se com pone de un núm ero finito de miem bros (se forma parte de una com unidad, pero no de una especie); la especie puede predicarse de sus indivi­duos, pero la com unidad no puede predicarse de sus m iem bros; de ahí que la persona sea, en cuanto tal —contra la pretensión de Duns Escoto—, el ser sin notas, el ser absolutam ente individuado y absolu­tam ente no caracterizado; y por eso, el efecto de especificación se corresponde con el de despersoni­ficación: adem ás de «una cualquiera» se oye decir «una individua» y aun «una de esas», con el caracte­rístico énfasis especificador del dem ostrativo ese.

Reabsorbiendo de nuevo estas derivaciones, para volver a los nom bres de los caballos de carreras, he de añad ir que su sistem a clasificatorio se podría com parar, en razón de un aspecto decisivo, m ucho m ás con el de los topónim os o nom bres de lugar que con el de los nom bres de persona; aquellos, en efec­to, a diferencia de los prosopónim os, constituyen un sistem a universal y unívoco para toda la com unidad de los hablantes, y en esto, justam ente, serían aná­logos a ellos los nom bres de los caballos de carre ­ras, bien que restringidos a la m onom aníaca y pintoresca com unidad de los turf-men. Por o tra p a r­te, no sólo a los caballos de carre ras se les ha pues­to nom bre propio: ¿quién no recuerda a Babieca y

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a Bucéfalo? Pero los caballeros (¿cómo se le escapó esto a Don Quijote?) le ponían nom bre propio hasta a la espada: Tizona, Durandal; si bien se mira, no deja de ser lógico que se le ponga nom bre a lo que ha de ser famoso, que etim ológicam ente significa «lo que ha de dar qué hablar». Y en alas de la fam a —no siempre necesariam ente honrosa— nos llega, de aún m ás lejos, el nom bre de Incitatus, el caballo de Calí- gula. Se conoce que la cursilería es tan antigua como la civilización occidental.

Hoy la cursilería se ensaña, por ejemplo, en los ci­clones; y así, se dice «el ciclón Daisy», en lugar de decir sencillam ente «el ciclón del 14 de febrero»2 —fecha que habrá que añad ir de todos modos cuan­do haya que entenderse, ya que con «Daisy» no se ha dicho nada. Pero hay sin duda un movimiento m ági­co en tal denom inar, como lo hay tal vez detrás de cualquier cursilería; un gesto de exorcismo muy se­m ejante al que puede reconocerse, a mi entender, como función prim ordial de los refranes.

El refranero es, en verdad, un cajón de sastre en que convergen o del que divergen varias cosas no poco heterogéneas; a reserva de lo que pueda escla­recerse no del m ero hojear —que es lo que he hecho yo por el m om ento—, sino de un tan deseable como prom etedor estudio clasificatorio desde el punto de vista funcional, o sea, el del cómo y para qué pue­den usarse los refranes, se me presenta alguna ob­servación que contradice su in terpretación más tópica y usual. Por una parte hay m uchísim os refra-

2. Me ha dicho un amigo que esto está equivocado, pues parece ser que e! ciclón es un ente ubicuo y duradero, que abarca mu­chas fechas y que no ofrecería criterios muy estables para ser coor­dinado a una de ellas, inicial o crítica que fuese. De todos modos ya podían escoger para su denominación otras palabras más dignas y discretas al efecto, más asépticas (e incluso palabras in­trínsecamente clasificatorias, tales como cifras) que no esos ani- místicos nombres de mujer.

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nes que no pueden tener nada de consejo, que no pue­den e n tra r más que post factum, como meros comen­tarios con los que se responde a posteriori a un hecho recurrente, como indica de modo indiscutible su fórm ula in troductoria prototípica, su mise en scène: «Ya lo dice el refrán»; verbi gratia, «El conejo ido y el consejo venido», refrán que podría aplicarse a su vez perfectam ente a esta clase de refranes. Para el capítulo de los que obedecen en efecto a la idea m ás corriente en torno al refranero, se pueden se­p a ra r nítidam ente las sentencias m orales positivas, las cuales no pueden ser m ás que consejos. Y final­mente queda un inmenso acervo de refranes que, for­malmente, pueden tener m ás o menos aspecto de consejos o bien de previsiones, pero que hacen sos­pechar muy fuertem ente que antes que guías para la acción o avisos de lo que cabe esperar de los indicios que enuncia su prem isa, para ob rar en con­secuencia, son, en verdad, fórm ulas mágicas, exor- cizadoras, para tener respuesta, para al menos no quedarse con la pa lab ra en la boca, frente a lo ine­luctable. Su tem a son fenómenos que el hom bre no gobierna, especialm ente la clim atología. No hay duda de que en rigor podrían usarse como guías para la acción, pero no es ese su designio ni creo que na­die se confiase a ellos como se entrega a su experien­cia propia y percepción actual; servirán a lo sumo para complementarlas. Cuando se tra ta realmente de actuar, el hom bre no suele andarse con refranes, usa d irectam ente la experiencia: m ira al cielo y se dice «amenaza torm enta; sacaré el paraguas»; los refra­nes se quedan de reserva para cuando no cabe otra acción que la palabra. Su función no es gu iar la ac­ción del hom bre: el refrán m ism o es la acción con que él se enfrenta a aquello a lo que no puede opo­ner más que palabras; acción mágica al fin, si es que la magia se define como la pretensión —sea cual fue­re el creer concom itante— de a lterar de algún modo

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el mundo real m ediante la palabra. En esta in terp re­tación abunda el hecho de que el refranero especia­lizado m ás copioso sea, con mucho, el del m ar; es en el m ar precisam ente donde el m ortal se ve m ás desvalido y m ás amenazado, m ás a m erced de la na­turaleza —«juguete de los elem entos», como gustan algunos de decir— y, por lo tanto, m ás propenso y circunscrito, en zozobras sin cuento, a una respues­ta puram ente mágica. Y el exorcismo más p rim ario es «¡a ti ya te conozco!». Para p restarse a oficios se­mejantes, el refrán cum ple tam bién, estrictam ente, el requisito form al característico de la palabra m á­gica: ha de tra tarse de fórm ulas, es decir, de m ode­los verbales acuñados de una vez para siempre, literales e inm ém ores de origen como el don del cie­lo, el solo don capaz de responder al cielo; mas no es preciso creer, en modo alguno, en su eficacia con­tra los elementos, para que sea eficaz en las carnes y en el ánim o de aquel que lo profiere; esta eficacia —y no aquella creencia, si es que ha tenido alguna vez auténtico vigor— es lo que sobrevive, con m alig­nos efectos para la mente hum ana, en la superstición.

Supersticioso igualm ente es el im pulso que rige la costum bre de poner nom bre propio a los ciclones; nadie cree que con ello se am ansen sus furores, pero el im pulso se alim enta de aquel m ism o sen tir irre ­flexivo —por otra parte no siem pre infundado— que hace que el verbo «controlar» pueda usarse, de modo anfibológico, para las ideas de registrar, vigilar y go­bernar. Y, reanudando finalm ente la hebra tan la r­go tiem po in terrum pida, ¿han de entenderse como comportam iento mágico los actos, a rriba contempla­dos, de poner nom bre propio, sin intenciones clasi- ficatorias, a un animal que no atiende por su nombre y de m entar po r el nom bre bautism al a una c ria tu ra aún del todo extraña al uso del lenguaje y carente, por tanto, del rango de persona, supuesto que éste, que no es ficción ju ríd ica o retórica, sino condición

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real, se encuentra vinculado a la función apelativa? Si es que, en efecto, hay magia, no basta haber m os­trado la im propiedad lingüística del hecho, sino que hay que decir por qué y de qué m anera, con tales ac­tos mágicos, se pretende afectar lo que se nom bra. Bien entendido que la m agia se atribuye al im pulso original y no es preciso suponerla en cada uno de los casos singulares, donde a m enudo puede no que­d ar más que inerte y g ratu ita im itación de sus mo­delos, en m era función lúdica, que es cuando cabe decir m ás propiam ente «simple cursilería».

Como a la vista del peligro el avestruz esconde la m irada en la arena del desierto, así el hom bre la en­tu rb ia en el espesor de la palabra. No era, a mi en­tender, sino el oculto miedo a tener que reconocer como naturaleza al que, sum ido en im penetrable al- teridad, dorm ía en aquella cuna, el m iedo a aventu­rar, para alcanzarlo, la m irada más allá de los límites de lo inm ediatam ente com prensible, del m undo es­tatu ido y familiar, lo que im pulsaba a la joven casa­dera a echarle encim a el arnés de un nom bre propio, para ahogar la inquietud de lo apenas vislum brado en el profundo ensim ism am iento de su sueño. Lo vis­lum brado era la naturaleza perteneciéndose a sí m is­ma en su absolu ta alteridad, en su extrañeza, en su soberanía irreductible. ¿Cómo ha de operar, por tan ­to, el exorcismo? No hay que dejarle al niño que sea naturaleza, es necesario con jurar su autonom ía ex- trahum ana, su indeterm inación: se ac tuará sup ri­miendo la distancia —un suprim ir que no es más que ignorar. Precisam ente el nom bre propio, el nom bre de persona, en cuanto se vincula a la función apela­tiva y, por lo tanto, al uso m ismo del lenguaje —ya que nos m ienta como in terlocutores—, es la palabra que resuena en el propio corazón de esa distancia, el conjuro que salta justam ente sobre aquello que media entre hum anidad y naturaleza: el don de la pa­labra.

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Pero es propio del miedo, apenas ahuyentado, re­volverse en olímpica jactancia: resplandecía toda ella en un gesto sonriente y desenvuelto —lleno de afec­tación por lo dem ás— y pronto desplegó un com por­tam iento ardientem ente penetrado de complicidad intrafemenina, en el que se ponía, toda experta y ha­cendosa, en un mismo nosotras con la madre, haciendo su gran papel frente a los hom bres y como riéndoles llena de indulgencia una torpeza nunca com probada —«vosotros no entendéis»—, y acudió, tan solícita como insolicitada, a m udarle al neonato los pañales, hablándole sin tregua con una voz dulzastra y depor­tiva y un adem án de tierno menosprecio, de persona mayor frente al mocoso —«sé cómo hay que tra ta r­te»—, como hacia algo tan dócil, tan sencillo, tan fá­cil de manejo, que ni siquiera es posible tom arlo demasiado en serio, que requiere actuar como jugan­do (no pudiendo ya más de rabia, de dentera y de ver­güenza ajena, abandoné violentamente la fiesta en aquel punto). Así el recién nacido, exorcizado en su naturaleza, venía a colocarse, no en la pasividad so­lamente relativa de un ser sin duda impotente para valerse por sí mismo, pero dotado, con todo, de la autóctona, incesante y progresiva actividad de un o r­ganismo vivo, sino en la inerte y total pasividad de una muñeca. De suerte, pues, que el tratam iento me­diante nom bre propio, presuntam ente respetuoso y dignificador —por concederle rango de persona—, caía sobre él, por el contrario, con su grotesca ficción de humanidad, como una m áscara de escarnio, como un objetivador y despiadado precinto de control, me­diante el cual el bloqueo de la sociedad constituida venía a organizársele ya en torno de la m ism a cuna. Lanzando sus artejos con larga antelación, la socie­dad trata así de defenderse contra la amenaza de lo indeterminado, de abortar in nuce aquello que cada nuevo nacim iento puede trae r de posibilidad, de ori­ginalidad capaz de confundirla y desbordarla.

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Y en este punto es justo señalar cómo las lenguas germ ánicas, en casi todo inferiores a las neolatinas, dan, sin embargo, un ejem plo adm irable de cu ltu ra en el em pleo del neutro para el niño, uso que, lejos de resu ltar reificador, viene a constituir, por contras­te con lo nuestro, el m ás sabio y delicado acto de respeto hacia su indeterm inación sexual. Alguien po­drá pensar «¡cuestión de formas!, ¿qué im portancia tiene?»; otros, dispuestos a reconocérsela en el caso de que las víctim as perciban el tratam iento que se proyecta sobre ellas, se la negarán, en cambio, a he­chos como el de que, por ejemplo, la dualidad sexual se señale ya en los recién nacidos con colores d istin ­tos en las ropas —rosa para las hem bras, azul para los varones—, dado que, efectivamente, parece vero­símil suponer que los lactantes son del todo insen­sibles a sem ejante discrim inación. Pero el respeto no tiene que entenderse, cualesquiera que sean las circunstancias, y conform e a prejuicios harto difun­didos, como un ocioso protocolo cortesano sin con­secuencias en la realidad; vendrá a tener, por el contrario, tantas consecuencias cuantas pueda tener nuestra disposición cognoscitiva, que tan estrecha­mente depende del respeto: guardar celosam ente las distancias con las cosas, reconocer su inconmovible alteridad, es la prim era condición de todo conocer.

Así, una doble afrenta, una doble villanía cognos­citiva —y, por tanto, real, en la misma m edida en que interfiere en nuestra relación con lo real— se perpe­tra, de un golpe, en el allanam iento del enorm e hia­to que separa a la naturaleza de la hum anidad; allanam iento que redunda en una m ism a violencia para am bas y que rem ite a la obsesión centrípeta de una hum anidad acobardada y capitidism inuida, que aborrece asom arse a la intem perie de cuanto la re­basa, que pugna sin descanso por echar sus ten­táculos sobre cuanto am enaza desm andársele —ya natural, ya hum ano que ello sea—, para aherro jarlo

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en el cerco de lo propio. Y m ixtifica a la naturaleza en cuanto quiere ella m ism a suplan tarla, en cuanto quiere hacerse pasar por «natural», o sea, por defi­nitiva e inamovible; al par que, cam uflando los lím i­tes en que se circunscribe, escam oteando el so lar sobre el que se halla edificada, logra ignorarse y mix­tificarse. Quien mienta, pues, por nom bre propio a un niño que no habla no sólo afren ta a la natu rale­za, sino tam bién y en igual grado a la propia hum a­nidad, pues al considerar irrelevante, para hacerlo, que hable o que no hable, presupone una ahistórica y total continuidad entre el anim al de hoy y el hu­mano de m añana, estim a que nada hay por decidir ni por c rear en el anfibio y peregrino desarrollo que separa lo uno de lo otro, pensándolo sin m ás como un mero desarrollo, es decir, como una simple, ex­pedita ejecución de algo ya prefigurado y program a­do sin residuo en el presente. Si hoy se le puede ya tener por el m ism o de m añana (huelga decir, que el nombre propio y la idea de persona se aparejan tam ­bién a la noción de identidad), su fu turo no es ya un futuro histórico, sino un fu tu ro «natural», al que no le faltaría determ inarse, sino sólo advenir; no, pues, un libro en blanco, sino un libro ya escrito, solamente pendiente de lectura. Así, al echarle encim a antes de tiem po —antes de todo tiem po concebible— la red de un nom bre propio, de un nom bre de persona, la sociedad se adelanta a exorcizar en él precisam ente lo que ese m ism o nom bre podría representar: la li­bertad, la historia, em peñada en ganarlas por la mano; arrod illada a la vera de la cuna, parece su­su rra rle «date preso: el nom bre propio soy yo quien te lo da» —donde, por o tra parte, y al m argen de tan torvas intenciones, tam poco se podrá decir que m iente—, acudiendo a encajarlo en un modelo, a fi­jarlo en un destino, frente al cual no podrá ofrecer sorpresas; y de este modo, aunque imposible sin ella en todo caso, el don de un nom bre propio —que no

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anuncia, a la postre, sino el don de la palabra— deja ipso facto de ser un don gracioso y sale ya gravado de antem ano con la expresa restricción que lo des­nuda de cuanto no revierta en el estrecho interés de la donante. (No obstante, por v irtud de su propia in­tegridad, el don llega a heredarse intacto y renovado, a despecho de cualqu ier disposición testam entaria y, m adurando y reventando como un fruto en las ma­nos de los hijos, puede im pulsarlos a alzarse con la hacienda de la m adre y a denunciar su am biguo tes­tamento.)

Pero no ha de im portarnos demasiado llam ar «má­gico» o no, «supersticioso» o no, a tal o cual com por­tamiento. Justam ente porque la actitud m ágica se encuentra perm anentem ente agazapada en los alre­dedores de cualquier palabra y d ispuesta a im preg­nar y oscurecer la transparencia de su empleo significante, hemos de precavernos contra ella tam ­bién en el m anejo de esos mismos predicados, m á­xime porque, precisam ente por e s ta r cargados, de modo tópico e inmediato, de prestigio negativo en los oídos de la civilización, se prestan al abuso de for­m a peculiar: a que su m era aparición confiera au to­m áticam ente autoridad al texto que los saca a relucir con adem án condenatorio, como cuando se dice «¡Magia! ¡Superstición! ¡Con eso ya está dicho todo!»; y es justam ente en cuanto se pretende que está dicho todo cuando no queda nada de lo dicho, pues toda palabra nubla y pierde su significación desde el m om ento en que se queda sola, en que se absolutiza e h ipostasía en la opacidad de un guaris­mo irreductib le —y eso es, exactamente, una pala­bra mágica. No querría , por lo tanto, abusando de cargas de valor, convertirm e en agente de tan im pro­ductivo terrorism o verbal, por el placer de hallar una aquiescencia tan fácil como vana; se trata, por el con­trario, de ab rir alguna efectiva lucidez, proponien­do una vía interpretativa para el esclarecim iento del

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fenómeno en sus fundam entos, en su significado y consecuencias.

Se reconozca o no un com portam iento propiam en­te mágico en el acto de im ponerle nom bre propio a un anim al que no atiende po r su nombre, lo cierto es que se tra ta en todo caso de una actitud que no puede dejar de rem itirse a funciones bastardas, la­terales, del lenguaje, ya que no puede ser justificada en las instrum entalm ente pertinentes. (Hablo, pues, de los casos en que el nom bre aparece com pletam en­te ocioso en su papel lingüístico, es decir, cuando no sólo falta una función apelativa, sino que tam poco la clasificación o la mención pueden da r suficiente razón de su presencia.) Esa función bastarda es, se­gún creo, la de ahuyen tar el desconcierto y la zozo­bra que la naturaleza puede producirnos, superar la inquietud frente a lo que podría poner en duda, y por ende en movimiento, la inerte convicción de lo inme­diato: urge, en una palabra, «hum anizar» al animal.Y aunque me ofenda y me llene de rubor, he de ci­tar, por m ucho que me cueste, el caso m ás escanda­loso que, por mi m ala estrella, he podido llegar a presenciar, toda vez que ha sido la experiencia sin­gular que ha dado nacim iento a estas mis sospechas; aquí está, pues: a cierto camaleón se le había impues­to nada menos que el nom bre de Currito. Nunca he visto c ria tu ra m ás dolorosam ente envilecida; me pa­recía que, a un tiempo, de la naturaleza y de la cien­cia, de las anónim as oscuridades de las selvas como de la espesura de las páginas de Linneo, Buffon, Cu- vier, Lamarck, Darwin... se levantaba ai unísono un clam or y un llanto airado ante tam aña afrenta. Bien podría ser que en el m ismo hecho concreto de seme­jante imposición de nombre no hubiese más que iner­te imitación de una costum bre difundida —aunque se precisaba una gran falta de sensibilidad para seguirla—, o sea, que los resortes que la fundan no estuviesen directam ente vivos en aquellos fautores

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singulares; pero al socaire de sus individuales inten­ciones yo sentía actualizarse el anónim o instinto ge­neral, que no podía soportar por un m omento la presencia de aquel dios fascinador, de aquel parsi­monioso, absorto, inescrutable anim al de ojos inde­pendientes, de color mudable, cola prensil y lengua cazadora y, no obstante, tan dócil, tan im pávido en sus manos. (Un anim al que huye a nuestra vista nos causa menos inquietud que otro que, sin fam iliari­dad alguna con el hombre, se deja desde el p rim er instante abo rdar y ap resar tan dócilmente.) Y si en el acto singular no recurrían de modo orig inario los motivos, la m ism a falta de resistencia a la costum ­bre ¿no venía a atestiguar que el exorcismo había alcanzado ya en ellos plenam ente sus efectos, consi­guiendo b o rra r de sus m iradas el últim o residuo de extrañeza, la postrera vislum bre de lo Otro?

Ya he dicho que lo m aligno de las supersticiones, lo que asegura su perduración, no es la ilusoria efi­cacia —m uy pronto desm entida— de la palabra so­bre el mundo, sino su reflejo real sobre los hombres; no es el error, sino la m ala fe —siem pre m ás re­sistente que el e rro r— lo que en ellas sobrevive: la voluntad de autoobnubilación, la sistem ática obs­trucción de la experiencia. (Esta actitud se puede proyectar, por lo demás, sobre cualqu ier doctrina, incluso sobre las inicialm ente nacidas de una acti­tud científica genuina; de ahí que no sea una doctri­na en sí, sino el modo de hallarse recibida en nuestra mente, lo que decide de su fecundidad.) Visto a través del prism a de ese nom bre que no quiero repetir, fiso- nómicamente interpretado al trasluz de esa m áscara impostora, de ese papel de farsa antropom órfica, no quedaba de él, sino el contraste, la fricción, entre su personalidad postiza y su imagen real; figura y mo­vimientos venían a ser leídos bajo la ficticia inten­cionalidad que se les atribu ía , bajo la significación de un rostro, una ac titud y un gesto humanos, y la

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admirable cria tu ra se eclipsaba del todo ante los ojos de los espectadores, reducida al denigrante papel de mero acto r de aquella m iserable pantom im a. Otro espectáculo de este mismo jaez es el que cotid iana­mente puede presenciarse delante de la jau la de los monos; allí, en virtud de su sem ejanza con el hom ­bre, ni siquiera es precisa la mediación de un nombre propio para operar la mixtificación: risas desenca­jadas, chillidos de m ujeres, celebran la agitada ac­tuación de los bufones, que, antropom órficam ente interpretados, aparecen como una especie de hum a­nidad degenerada y caricaturesca. ¡Jam ás darán un solo paso en la experiencia y en el conocim iento de la naturaleza quienes se entregan a tan sádica e in­digna hilaridad!

Los monos, y en especial m anera el benigno chim ­pancé (recuérdese cómo se le viste y se le hace sen­tarse a com er en torno de una mesa), son blanco favorito de todas las afrentas; y no hay que pensar que semejante preferencia se deba únicam ente a que se presta a ello más que ningún otro animal, sino que, a mi entender, concurre otro motivo m ás profundo: el de que, por su sem ejanza con el hombre, sea tam ­bién el que de modo m ás urgente reclam a el exor­cismo. Es el extraño próximo, si se me adm ite la expresión, el testim onio fronterizo estratégicam en­te situado en el lugar preciso en que la naturaleza puede volvérsenos inquietante y agresiva; pues poco hay que tem er m ientras lo Otro pueda presentarse como definitiva e indiscutiblem ente otro, lo malo es que comience a revelarse no tan otro, o dicho inver­samente, que lo Uno (perdón por esta jerga) se des­cubra m ás o tro de lo que se pensaba, m enos uno de cuanto desearía furiosam ente ser; pues, vuelvo a re­petirlo, el m iedo a la naturaleza se funda sobre todo en el conocim iento de la hum anidad que de rechazo podría provocar. ¿Cómo salir al paso de tan desagra­dable semejanza? Poniéndola en ridículo —visto que

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se resiste a ser negada—, m ediante el expediente de acogerla como una pretensión de identidad, y des­plazando arteram ente la com paración, del terreno biológico —en que se lo com pararía con el hom bre como especie anim al— al ilegítimo terreno en el que queda contrastado con un hom bre histórico concre­to —precisam ente aquel que como «el hom bre» se pretende absolutizar—■, como un hombre vestido, ves­tido, incluso, según la últim a moda. En tan sangrien­ta burla de sus supuestas pretensiones, acaso pueda hablarse de una «afrenta» tam bién en el sentido sub­jetivo e intencional; parece que hay una verdadera punición: «¿De modo que tú eras el que quería pare­cerse a los hum anos? Pues yo te voy a enseñar, de una vez para siempre, el bonito papel que vas a ha­cer» y, como colocándole el INRI encim a de la fren­te, se lo presenta así al espectador: «¡Mirad: uno que quería se r como nosotros!».

Pero esta actitud podría parecer contradictoria con las que he señalado m ás arriba; se hablaba allí, en efecto, de un im pulso a ignorar la alteridad de la na­turaleza, de una obsesión cen trípeta em peñada en allanar toda distancia, m ientras que aquí se diría que m ás bien se pretende exorcizar la cercanía; convie­ne, por tanto, detenerse en algunas precisiones: la al­teridad que se quiere violentar es la alteridad como mera resistencia, cualquiera que sea su signo en cada caso, la a lte ridad de lo que es como ello quiere, de lo que se rebela a recibir definitivam ente un puesto en la llam ada arm onía universal; y cuando se habla de falta de respeto, de rom per las distancias, se en­tiende la m anipulación cognoscitiva del objeto, sea cual fuere el sentido de sem ejantes m anipulaciones. En el caso del niño se tra ta rá de negar la disconti­nuidad, con la indeterm inación que ésta supone —y que aparejaría , a su vez, la posibilidad de hum ani­dades diferentes—; en cuanto al chim pancé, es la se­m ejanza lo que se tra ta de poner fuera de juego; la

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cuestión es que todo, y en especial la hum anidad, sea idéntico a sí mismo, que cada cual se esté en su pues­to, que no haya am bigüedad. (En lo que al niño se refiere, la m anipulación de su imagen en el conoci­miento del adulto se com penetra, form ando una uni­dad inextricable, ya con la m anipulación de sus conocimientos —adonde iré a parar m ás adelante—■, ya con la m anipulación del niño mismo, asunto que 110 es de este lugar.) En fin, se tra ta siem pre de esca­m otear cuanto am enace hacernos caer en extrañe- za, cuanto pueda m ostrarse resistente a nuestros estatutos, y po r ende invalidarlos o al menos soca­varlos.

Un atentado total contra estos estatutos, contra sus mismos fundam entos, es la experiencia crucial y te­merosa, rara vez alcanzada, de que el cosmos se m uestre de pronto de verdad como el dueño de sí mismo, de que, como a la luz de un relámpago, se nos descubra por un instante otro de su imagen, de esa tupida red de predicados en la que, como en un tapiz ad usum Delphinis, lo pretendíam os ya tener borda­do para siempre; esta experiencia de desidentifica­ción —auténtico choc perceptivo y epistemológico— es la naturaleza la que puede ofrecerla especialm en­te. No he de se r yo, ciertam ente, quien reniegue de la legítima y fecunda pretensión cognoscitiva de ta­les predicados en su adem án intencional hacia su objeto; sí, en cambio, de su eco en nuestro oído, de su reflejo en nuestros ojos. Tampoco es necesario, ni seria resistible, vivir constantem ente en la tensión de esa experiencia, pero es acaso indispensable ha­berla tenido alguna vez, para fundam entar en su re­cuerdo el abstracto respeto que la sustituye, como un lugarteniente, y le sabe guardar fidelidad y nos aparta de manipulaciones. La idea m anipuladora por esencia, la m anipulación de m anipulaciones, la m a­nipulación como sistem a, es la idea de la Armonía Universal. Ese es el exorcismo Urbi et Orbi, el exor­

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cismo solem ne y general que term ina con todos los demonios.

Como la naturaleza por sí m isma, frente a la m i­rada —ingenua o cultivada— que sepa serle res­petuosa y se sepa ser leal, confuta de rechazo la presunta arm onía del m undo humano, será preciso m anipular su imagen, condicionar y em botar esa mi­rada ya desde la infancia. H abiendo evolucionado, en este últim o siglo, el sistem a de las ideologías des­de la ideología que podríam os llam ar dogm ática o de contenido hacia procedim ientos ideológicos que apuntan directam ente a los procesos, a las formas, del propio conocer, no es de ex trañar que la ideolo­gía para la infancia, antaño un mero apéndice de la confeccionada para adultos, se haya convertido hoy en objeto de una auténtica especialización (más aún, podría decirse que todos o casi todos los recursos ideológicos m odernos —como puede observarse sin más en las m arcadas tendencias infantiles del d ibu­jo public itario— bajan hoy a beber en los veneros de esta especialidad, beneficiándose de sus hallaz­gos, lo que podría d a r razón de la característica in- fantilización de nuestro mundo). Se trata, en efecto, de una ideología «educativa», que no atiende ya tan ­to a lo que m uestra, cuanto a la propia m anera de m ostrar; ya no dirige la m irada hacia esto o hacia lo otro, sino que prefiere proyectarse sobre aquello hacia lo cual con interés m ás espontáneo se halle ya vuelta la m irada: «¿Te gustan los anim ales. Pues yo te los voy a enseñar». La historia natural, y en espe­cial la zoología, es el terreno de elección para m ani­pu lar las m entes infantiles.

Walt Disney, con el dos veces doble frente de la fo­tografía y el dibujo, del argum ento y el docum ental, nos ofrece de ello el paradigm a m ás completo. No es de este lugar —ni podría ser faena de mi agrado— em prender un análisis concreto de sus obras; me quedaré, por tanto, en señalar la dirección a mi en­

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tender m ás relevante en sus m ixtificaciones. ¿Pue­de m ixtificarse en lo que hoy gustan de llamar, tan pomposa como autoritariam ente, «documentos foto­gráficos»? Todos sabem os ya que sí, y yo no tengo la culpa de que lleven valor peyorativo —anterio r o posterior— en el lenguaje cotidiano las palabras con que el lenguaje técnico contesta sobre el cómo: «la truca» y «el montaje». En cuanto al «objetivo», está muy lejos de serlo lo bastan te como para que la m a­nipulación no pueda com enzarse ya en la toma; des­pués, los trozos de película rodada se cortan y se barajan a voluntad del jugador, y, gracias a la frag­m entación de la escena en planos parciales sucesi­vos, los docum entos se pueden hacer corresponder en el relato a situaciones diferentes a las que había realm ente en el momento de la toma: un anim al que huía puede ahora convertirse en un anim al persegui­dor. De este modo, se confecciona un argumento, se organiza una sucesión lineal de acciones, con un sen­tido infinitam ente m ás coherente y un itario del que pudiera tener lo retratado; se da una dirección se­gura y perm anente a los designios y se crean verda­deros personajes, es decir, unidades unívocas y unidim ensionales de conducta y de intención (cosa, por lo demás, ya m entirosa con respecto a los hum a­nos, pues un hom bre podrá tener designios, incluso a veces obsesivos, pero —a despecho de todos los es­fuerzos que desde tiem po inm em orial viene hacien­do en tal sentido la ideología en trañada en la form a m ism a de la épica y de la h istoriografía— una exis­tencia no es nunca, por fortuna, una función argu- mental), que, por su sola naturaleza estructural, nos llevan de la mano al agonism o y nos sugieren inm e­diatam ente una tom a de partido —y hay siem pre un solo partido que tom ar—, toma que hasta nos pue­de ser recom pensada, haciendo que el malvado re­sulte al final puni par les évenem ents. Ya con esta antropom orfización estruc tu ra l la naturaleza se

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vuelve perfectam ente congruente e inm ediatam en­te inteligible; no es necesario dar un solo paso para comprenderla: viene ya totalm ente interpretada; con eso, acreditado por la suprem a autoridad de la foto­grafía, queda excluida, por lo pronto, cualqu ier in- certidum bre, cualquier curiosidad intempestiva. Pero a esto, p o r si no fuera bastante, se le añade to­davía, con el concurso de la palabra y de la música, el contenido moral de la lección, el «mensaje» de la naturaleza; o sea, que, no contentos con p resen tár­nosla dopada y disfrazada, se la hace incluso hab lar —a ella, que es el silencio por antonom asia. Mien­tras, en tal pasaje, la m úsica no dejará de subrayar, con sublim es acentos y coros celestiales, la ternu ra de la fiera para con sus cachorros, la del ave para con sus polluelos, la del ofidio para con sus c r ía s - prolongando con puntos suspensivos la serie incon- cluida, para que el propio espectador, de m anera autom ática, la complete en su mente con el hombre, en tal otro m om ento la voz en off se cu idará de enfa­tizarse, con épicas y filosóficas palabras, en torno a la dura ley de la selva, a la struggle for Ufe, para, del m ismo modo, ratificar y perpetuar, con la pre­sunta sanción de la naturaleza, la violencia im peran­te en la jungla de asfalto. En este m ismo sentido, que induce a la capitulación y a la conform idad, es sig­nificativo el títu lo de un libro de anim ales destina­do a los niños, publicado en Francia: C’est la vie. Se trata, aquí y allí, de poner por testigo a la natu rale­za —un testigo com prado y aleccionado ya hemos visto cómo— sobre la afirm ación de que esta, la pre­sente, es la verdadera hum anidad, la única hum ani­dad que puede haber; en una palabra, de que hay «tiempo de am ar y tiempo de morir», de que «la vida es así».

En cuanto a los dibujos, aparte su propio esp íritu —que no es de este lugar— y al m argen de que nos vuelven a traer (y de m anera realmente vomitiva —no

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puedo contenerm e de decirlo—) sobre el asunto de la cursilería, hay que decir que su m anipulación de la naturaleza se produce sobre todo en el campo per­ceptivo: com oquiera que sus personificaciones de anim ales no van por el registro sim bólico o esque­mático, sino por el plástico, expresivo y descriptivo (estoy pensando en «Bambi» y sem ejantes, m ás que en la serie Mickey, Donald & Co.), resu lta de ello esa extraña falsificación natu ra lística —si se me adm i­te la antinom ia— cuyo carác te r fundam ental es la hiperfisonom ización; se saturan, por una parte, los rasgos fisonóm icos característicos del anim al —ver­bigracia: los incisivos y el rabo en el conejo—, por otra, se le m ultiplican los m úsculos faciales hasta alcanzar la com plejidad, la riqueza de juego, de los del rostro humano. Es una doble m anipulación, en la que la exageración de los rasgos propios del ani­mal, su hipercaracterización, com pensa los efectos desnaturaiizadores de su hum anización expresiva y la hace acep tar como legítima; el anim al conserva el parecido, sin darse cuenta de haber sido asesina­do en su condición fundam ental: en su silencio. Por esas circunstancias peculiares, la inmediatización es capaz de in terferir y de condicionar la percepción en vivo de la naturaleza, supeditando la experiencia a la interposición de sus antropom órficos m odelos interpretativos. Los resultados son análogos a los que, operando en el público otra de las grandes a tro ­fias cognoscitivas, producen, en su terreno, las pelí­culas h istóricas (renuncio aquí a decir de qué manera); en efecto, por el procedim iento de «adap­tar», de hacernos inm ediato lo distante, lo m ediado a través de un testim onio (siniestram ente revelador de ese subjetivo y centrípeto objetivism o que, al me­nos desde Roma, viene siendo una de las peores ten­dencias de Occidente y que hoy toca sus extremos, es el que con «historia» se designe a la vez, am bigua­mente, tanto el acontecer como sus testimonios), se

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obstruyen los cam inos —ya de suyo tan difíciles— para la imaginación de lo remoto: la imagen cinem a­tográfica se apresura a ocupar ese lugar vacío y ya es casi im posible destronarla e im pedirle que ap las­te, por superposición, la fugitiva e inacabada im a­gen del pasado —allanam iento que, por lo demás, ya se prefiguraba, antes del cine, en las ilustraciones de los textos escolares. Tanto en el caso de los caríoons como en el de las películas históricas se tra ta de una sistem ática inmunización contra el conocim iento de lo extraño. Y en lo que se refiere a la obra de Walt Disney no se puede dejar de encarecer la circunstan­cia de que el m undo contra el que vuelve su a ten ta­do, el m undo de los anim ales, viene a ser para los niños el lugar fundam ental en que se cuaja y se p e r­fila la prim era llam ada a un interés centrífugo, la prim era experiencia de lo Otro. Al hab lar de la an- tropom orfización de la naturaleza, de su «hum ani­zación» con m iras a ra tificar y hacer pasar por «natural» el m undo humano, no se podía dejar de lado la figura de quien, por la enorm e abundancia y difusión de sus repugnantes producciones, debe ser considerado como el m áxim o co rrup to r de m enores de este m edio siglo.

No es necesario pensar en oscuras intenciones; por el contrario, se tra ta justam ente de tendencias iner- ciales, autom áticas, centrípetas, d im anantes de las propias circunstancias de lo dado, y pensar en de­signios sería hacerles dem asiado honor; es lo que se conduce p o r sí mismo, lo que ya está apuntado y sugerido en la cadencia m ism a de las cosas, en su sistem a de reproducción, del que los propios agen­tes son pacientes; precisam ente el m ito del malvado —con la concomitante práctica mágica del holocaus­to de chivos expiatorios— es un típico m ito exorci­zados es la tin ta de ca lam ar tras de la cual pretenden, puestas entre la espada y la pared, zafar­se y sobrevivir las anónim as tendencias, de las que

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nadie es en verdad sujeto y que precisan, como del aire, justam ente de nuestra inconsciencia (o, lo que es lo mismo, de nuestra buena conciencia, o senti­miento de im perfectibilidad) para poder sostenerse y perdurar: les urge la inocencia universal. Ante la buena conciencia de sus propios fautores, ese anó­nim o im pulso m anipulador reviste las figuras m ás ingenuas; así, puede presentarse, por ejemplo, como «necesidad de adaptare 1 objeto a la m ente infantil». Empezando por la segunda cosa subrayada, d iré que esa presunta mente infantil es una mente im agina­da por el m undo adulto a la m edida de su cobardía, aparte de una verdadera afren ta para los abnegados hijos de los hom bres; la acción que se camufla, en realidad, detrás de ese «adaptar el objeto a la m ente infantil» es la de ad ap ta r esa mente al modelo para ella concebido, a través de un objeto m anipulado ad hoc para su horm a. Sería preciso escrib irlo en las paredes, por obvio que ello sea: no hay una mente infantil ni una mente femenina, no hay más que una sola m ente hum ana; la in fantilidad es un invento de la misma ralea que el de la fem inidad y estrecham en­te coordinado a éste: los niños y las m ujeres son, por antonom asia, «los que se quedan en casa». La idea de adaptación es una idea centrípeta por excelencia, que piensa el conocer como asim ilación de los obje­tos; y asim ilarlos, fam iliarizarlos, hacerlos semejan­tes a lo propio, es despojarlos justam ente de cuanto en ellos había po r conocer; se diría, pues, que se trata de desv irtuar la actividad cognoscitiva, sup lan tán­dola por su fingimiento.

Cuando aludía de pasada, m ás arriba, al eco y al reflejo sobre el hom bre de la red de predicados que éste lanza sobre el cosmos, pretendía referirm e a la actitud que viene a interpretarlos como «la respuesta de las cosas» —una respuesta, por cierto, que se re­cibe como unívoca, que se absolutiza respecto de cualquier pregunta— y, por lo tanto, como el rostro

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de las cosas mismas; pues bien, esta allanadora con­cepción es la que yace im plícita debajo de la idea de adaptación. En efecto, solam ente en el caso de que la significación no sea un movimiento hacia las co­sas, sino su propio rostro, revelado y fijado para siempre, se puede im aginar como legítimo y posible un viaje de retorno, en que el viajero —la palabra— adaptase a la lim itada com prensión de los paisanos, por referencia a lo propio y fam iliar, la visión de lo exótico y desconocido. Pero si, como ocurre en rea­lidad, la significación no es el punto de llegada, sino el viaje mismo, o sea, el irreversible m ovimiento de la mente hacia las cosas (un movimiento, en cuanto tal, es siem pre irreversible; solam ente un cam ino —es decir la objetivación de un movimiento— pue­de ser reversible), entonces no es posible poner a otros sujetos en relación con ellas m ás que hacién­dose acom pañar consubjetivam ente en ese m ism o movimiento centrífugo —lo que, a la postre, no quie­re decir, sino que todo proceso intelectivo ha de ser, por esencia, actividad; no puede ser pasiva recep­ción. Y toda adaptación, siendo un viaje de retorno, lo que pretende hacer es justam ente invertir el sen­tido de sem ejante movimiento, es desandar la signi­ficación, desvirtuándola de hecho en cuanto pueda tener de referencia intencional hacia las cosas —es decir, de real conocim iento— y suplantando a éstas por la imagen del propio movimiento objetivado y, por lo tanto, convertido, po r su parte, en cosa. La significación se entenebrece y muere, deja de ser sig­nificante, en el instante m ism o en que la palabra se detiene, en que deja de ser un movimiento, para cua­jarse en cosa. Quien cree que puede adap tar las sig­nificaciones (usando «otro lenguaje m ás sencillo y asequible», como si lo m ás sim ple fuese capaz de expresar lo m ás com plejo y como si la significación perm aneciese —al igual que una cosa— idéntica a sí misma, y toda diferencia de lenguaje no fuese sino

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adecuación a distintos receptores) se com porta con ellas como si fuesen cosas y a la vez las cosas a las que se refieren. De ahí que el respeto a las palabras, el saber conocerlas como tales, coincida exactamente con el respeto hacia las cosas, a las que por principio no cabe trib u ta rle s —como he dicho m ás a rr ib a — más que un respeto abstracto, es decir, tram itado a través de las palabras.

Al proceder con la significación como si fuese una especie de alam eda, po r la que uno pudiese pasear­se para adelante y para atrás, la adaptación la des­naturaliza y desvirtúa de todo su poder cognoscitivo, y muy a m enudo en nom bre de una com unicación a ultranza, que no repara en d estru ir su propio con­tenido —la referencia hacia las cosas— ni en tra i­cionar, del m ismo golpe, su propia condición fundam ental. Esta no es, en efecto, sino la partici­pación consubjetiva en el m ovimiento de la signifi­cación, frente al cual, la com unicación sí que es, o debe ser, en cambio, un cam ino reversible: una reci­procidad de las dos partes en cuanto a los derechos de em isor y receptor. La adaptación, curiosam ente, al hacer reversible —aniquilándolo— el movimiento de la significación, convierte en irreversible —destru­yéndolo igualm ente— el tráfico de la comunicación, que justam ente no debería serlo, y en cuyo nom bre se cree justificada. Al despachar por cosas —opacas y por lo tanto irreductib les— las significaciones, la adaptación convierte el noble tráfico de la com uni­cación en una acción unilateral y au to ritaria , term i­nando de tra icionar con ello, en todos los terrenos, la santa libertad de la palabra. He aquí, pues, cómo al socaire de los ya tópicos clam ores en favor de una comunicación a ultranza —clam ores que corren hoy, sin restricciones, por m oneda dem ocrática, sin que nadie se tome el cuidado de sonarla— puede am pa­rarse y prosperar, del modo más artero, el dogm a­tismo autoritario . Que estas no son suspicacias de

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palurdo lo sabe bien cualquiera que contemple el pa­noram a del tinglado cultural, con sus poderosísim os medios de difusión, en los que llega incluso a m ate­rializarse la irreversibilidad de la sedicente com u­nicación, sobre una inm ensa grey de exclusivos receptores, al p a r que, contra la propia evidencia de los sentidos corporales, se insiste cada vez m ás en designarla como «diálogo», y «medios de com unica­ción social» a sus unilaterales instrum entos, em pe­cinados, con un ardor digno en verdad de m ejor causa, en m eternos en casa el universo entero. Una significación adaptada a un receptor determ inado ya no es una verdadera significación, es —aparte de un instrum ento au to ritario— un vil sucedáneo, vacío de toda virtud cognoscitiva y bueno solam ente para aplacar y reprim ir las im pertinentes y peligrosas cu­riosidades del Delfín.

Poner el mundo en casa es la m anera de lograr que jam ás se acceda a él; dando de la naturaleza una ima­gen «adaptada», y por ende inm ediata y asequible, es justam ente como se la hace inaccesible a la expe­riencia, como se la defiende contra el conocimiento: «el universo al alcance de la mano» ya no es tal un i­verso. «Animales dañinos» se titu la cierto álbum para niños que circula por mi casa. ¿Qué habría sido de las ciencias naturales si se hubiesen querido o r­ganizar sobre la base de sem ejantes criterios de cla­sificación? C lasificar los anim ales por la dicotom ía «útiles/dañinos» es repartir el zoo universal según su relación con el sujeto cognoscente; estos puntos de vista subjetivos, pragm áticos, u tilitarios, y por lo tanto esencialm ente anticientíficos, caracterizan un tipo muy frecuente de adaptación de la naturaleza a las mentes infantiles. Reduciendo el objeto a la cen­trípe ta inm ediatez de su relación con el sujeto, con­cretándolo en un puro papel, en una m era función contextual —y de un contexto en que el sujeto sea él mismo parte—, se lo sustrae a la actitud catego-

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rial en que se asienta la experiencia: ocupado el lu­gar del anim al por el papel que le ha sido asignado, polarizado p o r ese sentido, se desaloja de él toda eventual consideración distante y objetiva, se desvía de él toda atención m ediata y circunspecta, todo po­sible interés centrífugo. Huelga decir que la prim era d istancia y el p rim er respeto que ha de tom ar cual­qu ier conocim iento que pretenda tildarse de cien­tífico es deponer toda actitud pragm ática —que, aparte su im productividad para la ciencia, se halla siem pre abocada a realizarse como saber lo que con­viene, siem pre expuesta a cum plirse como voluntad de ignorar. Pero m ientras todo el esfuerzo de la cien­cia, desde que se conoce como tal, se ha concentra­do justam ente en el ejercicio de la epojé, en la difícil ascesis epistem ológica de la tom a de distancia, he aquí que para iniciar a los niños en el esp íritu cien­tífico se los viene a o rien tar precisam ente en el sen­tido inverso, en el de la actitud pragm ática —y por ende subjetiva— frente a los objetos; y aun se racio­naliza de m anera explícita la tendencia inercial que a ello se dirige —que no es sino la de m antener a los niños, m ientras estén a tiem po de ofrecer sorpresas, en la triste clase de «los que se quedan en casa»— con la fam osa ideología de que para que los niños se interesen por las cosas de este m undo es necesa­rio referirlas de algún modo a su propia persona, darles sentido en el circuito de sus inmediateces. ¡Si al menos fuera cierto! ¡Si tan anticientífico criterio iniciador estuviese justificado por lo menos por ha­ber observado en los niños el predom inio privativo de una polarización cen trípeta de su interés! Pero esto es com pletam ente falso, y sólo es cierto para ese niño títere, para esa mente in fantil prefabricada, a cuyos represivos estatu tos se querrían a ju sta r y so­m eter las m entes de los niños verdaderos, en los cua­les, y particu larm ente en lo tocante a su interés por la naturaleza, resplandece precisam ente lo contra­

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rio. Según la ideología susodicha, prim ero habría que interesarlos en las cosas de cualquier forma que fuese, para hacerles acceder m ás adelante a una ac­titud científica objetiva; pero, siendo la mente de los niños ya la mente hum ana —la única que hay—> cua­litativam ente idéntica a la de los adultos en punto a su actitud, se encuentra ya d ispuesta por sí m is­ma a la actitud categorial que con la ciencia se con­viene, y toda reversión de ese interés centrífugo en la infancia tan sólo redundará en com prom eter de forma decisiva su futuro. Compenetrada con esta m a­nipulación que se perpetra en el terreno de sus co­nocimientos, y m aestra de ella, la m anipulación del niño m ism o p o r parte de los padres le proporciona al pedagogo la más eficaz de las ayudas, a veces hasta el punto de que para cuando el niño cae en sus m a­nos ya se ha hecho casi verdadero el torvo m ito de la infantilidad. Desde el día m ism o en que los niños se empiezan a mover físicam ente se desata sobre ellos el flagelo de las tácticas y de las técnicas para que se estén quietos —cosa, por lo demás, que siem ­pre, y m ás tarde ya no en sentido físico tan sólo, se va a querer de ellos. Este manejo, m ás que m anipu­lación, despliega sobre el trato con los niños, de modo sistemático, la astucia y la mentira, la com pra­venta y el chantaje —que la víctim a aprende, c ie rta ­mente, muy pronto a devolver— y erige la deslealtad como sistema. Junto a la deslealtad, como herm ana gemela, surge la ñoñería; un lenguaje, una voz, una sintaxis para pobres tontos (y los niños imitan la pro­pia imitación). De m anera pareja a lo que ocurre en la relación del poder con los vasallos, este trato prag­m ático que se usa con los niños evoluciona tam bién desde las antiguas form as au to ritarias hacia form as dem ocráticas, cuanto m ás dulces tanto m ás deslea­les y m ás profundam ente inm unizantes y confor­m adores. No se podía om itir la referencia a estos m anejos —aunque no fuesen de mi asunto—, por su

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indudablem ente decisiva colaboración con las m a­nipulaciones a rrib a contem pladas, en la infantiliza- ción de las inteligencias.

Y así, por todas partes se observan los efectos de sem ejante proceder: jun to al enorm e prestigio de la Ciencia —beaterío tan fideísta como incondicional— pueden reconocerse en la actitud de jóvenes y adu l­tos hacia sus pom pas y sus obras, las huellas de una niñez m anipulada y perpetuada, m anifiestas en las más ñoñas y acientíficas tendencias infantiles —lla­m ando así no a inclinación alguna que los niños de­finan por su presunta esencia, sino a la configurada por el triste papel que se les quiere a todo trance ha­cer representar. Pues ¿en qué otro capítu lo habría de inscribirse el entusiasm o por las desm elenadas invenciones de la ciencia-ficción?, ¿qué son éstas sino una visionaria y agonística inversión del escéptico, lúcido, p rudente —y no por eso exento de pasión— esp íritu científico? La necia superchería de los p la­tillos volantes —am pliam ente acreditada con docu­mentos fotográficos— es buen índice de la puerilidad interpretativa que dom ina en la colectividad, y pone de m anifiesto hasta qué punto el persistente fu ro r por escam otear la imagen de lo extraño acaba por hacer que, cuando se lo pretende imaginar, la fan ta­sía ya no tenga m ás recurso para ello que el de un mero desplazam iento de lugar, que el de una sim ple trasposición antropom órfica; lo nuevo, lo posible, lo distinto, tan sólo le es concebible en otro sitio, al par que guarda el m ism ísim o rostro de lo dado. La falta de respeto y de sorpresa hacia lo nuevo, el afán por echarle anticipadam ente la red de lo fam iliar y es­tatu ido («alunizar»), la sordidez, la sesuda tristeza burocrática ante el cosmos, por parte de la técnica oficial —con ese am biente paleto y jactancioso al m ism o tiempo, como de chiste de m arcianos, en que se c ircunscribe— descorazonan de todos los porten­tos. ¿Qué ilusión nos podría quedar por ellos y por

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las novedades que pueden ser capaces de alcanzar, si al propio tiem po vemos que previsoram ente ya se está elaborando para ellos un «derecho espacial»? Por lo demás, esta actitud tam poco es nada nuevo: tam bién América, sin haber sido descubierta, salió de las Capitulaciones de Santa Fe ya em paquetada, inventariada, am ojonada e inscrita en el catastro de Doña Isabel: y, por cierto, tam bién aquella vez el tris­te allanam iento tom aba su ocasión de una mezqui­na rivalidad entre dos Estados, que eran, en aquel caso, Castilla y Portugal.

Madrid, abril de 1962 y noviembre de 1965; publicado en Revista de Occidente, junio de 1966

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Sobre la transposición 1

A una niña de cinco años le oí en cierta ocasión em plear la pa labra «afluente» —que se le había en­señado exclusivam ente en relación con el asunto de los ríos— para aplicarla a la idea de una relación de «bocacalle», concretam ente en la frase «no sabía que esta calle era afluente de la calle ta l» (esta segunda calle era una avenida m ucho más larga, ancha y tran-

1. Este artículo había sido publicado como uno de los «comen­tarios del traductor» en la traducción castellana del libro Les en- fants sauvages, de Lucien Malson, profesor de psicología social en el Centre National de Pédagogie de Beaumont, que recogía tam­bién, en apéndice, la «Mémoire sur les premiers développements de Víctor de l’Aveyron» (1801) y el «Rapport sur les nouveaux dé­veloppements de Víctor de l'Aveyron» (1806), ambos de Jean Itard. Pero habiendo habido un disgusto, justamente por culpa de la ex­cesiva longitud de tales «comentarios del traductor», entre el autor y el editor franceses, de una parte, y el editor español, de la otra, al respecto de dicha traducción, y habiendo sido ésta, consiguien­temente retirada de la venta y condenada a la guillotina, el tra­ductor y tal vez un tanto prolijo comentarista culpable de tal desaguisado ha rogado a la Revista de Occidente que quiera dar acogida a la presente reflexión, única, entre sus desventurados comentarios, que sigue estimando no del todo merecedora de caer bajo el tajo implacable de la cuchilla jacobina.

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sitada que la prim era); lo m ás notable es que lo dijo con la m ás espontánea y autom ática naturalidad, es decir, sin la m ás mínima conciencia de im propiedad o de m etáfora. Igualm ente y por aquella m ism a épo­ca, pelando yo para ella una m anzana y com o nos hubiésem os planteado la cuestión de si tendría o no gusano, volvió a sorprenderm e con la siguiente fra­se: «Si tuviese gusano tendría que verse alguna tube­ría». (La frase está reproducida aquí no aproxim ada sino literalm ente, puesto que la apunté en el acto y tengo la anotación ante mis ojos.) Tampoco en este caso se detuvo un solo instante a buscar la expresión, como si ésta estuviese ya del modo m ás inm ediato a su disposición, para aplicarla a sem ejante asunto, ni dio el m ás leve indicio de un sentim iento de me­táfora. Fue para mí realmente un gran placer lingüís­tico escuchar la palaba «tubería» en contexto sem e­jante, con la notable felicidad analógica que suponía tan original transposición, donde hay que subrayar la precisión de elegir justam ente «tubería» y no ya «tubo», pues «tubería» nom bra la resultante funcio­nal del tubo ya ubicado en las en trañas de los opa­cos muros; no es ya la m anga de plomo sino el vacío de sección c ircu la r que ésta determ ina, concebido en la función de conducto, de vía c ircu latoria que corre por el in terior de una m asa sólida, que al pare­cer lo m ism o podía ser cal y ladrillo que carne de manzana, al igual que, por lo visto, el ser que la re­corre lo m ism o podía se r agua que gusano. El vivo numen del lenguaje se me representó resplande­ciente en toda su fecunda libertad. Soberanam ente abstraíb le de su asunto de origen —de su contexto- situación de aprendizaje— se me m ostraron aquellas dos palabras —«afluente» y «tubería»—, para apli­carse del modo más afortunado a la aprehensión y expresión —no literaria, lúdica, sino rigurosam ente funcional— de dos contenidos extraños a la esfera m aterial en que habían sido aprendidas, confirm an­

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do la autonom ía y la firm eza de la figura ideal que habían conseguido convocar, d ibujar y separar. Quie­ro insistir aquí en esa im presión tan clara como in­definible que suscitó en mí el modo de emisión de aquellas frases, en esa inevitable y súbita evidencia del sen tir y del pensar que me hizo decirme: «Aquí no hay m etáfora, sino una acción directa, inm edia­ta, autóctona, del concepto vivo, aún no sujeto a de­term inación y restricción de esfera: no hay una m anufactura deliberada, reflexiva, electiva y secun­daria de un ingenio lingüístico personal, sino una obra espontánea y natural de la palabra misma; no hay un producto individual del hablante, sino un im­personal y anónim o producto de la lengua». La me­táfora del adulto, la m etáfora propiam ente dicha, implica —según la fórm ula de Karl Bühler— una su­perposición de «esferas m ateriales» o «campos se­mánticos» y, por lo tanto, la conciencia de que se pone en juego un elemento léxico perteneciente a una esfera intrusa, una palabra ajena al acervo propio del contexto en cuestión. Esta licencia o autodispensa ocasional de las reglas de juego del tráfico lingüís­tico, o, m ejor todavía, este recurso eventual a reglas de emergencia, que, como tales, se encuentran a otro nivel de convención y de legalidad (al igual que esos dispositivos de seguridad, igualmente reglamentados en las constituciones del Estado moderno, que se lla­man expresamente «estados de excepción»), tiene in­cluso en la emisión oral de la palabra su propio signo indicador, que consiste en una no por leve menos ine­quívoca inflexión en el tono de voz, acom pañada casi siem pre de una pausa de valor relativo doble, que precede inm ediatam ente a la palabra m etafórica, como indicando el cambio de nivel significante a que el oyente tiene que atenerse para la correcta in ter­pretación del texto; señal que concurre m ás inde­fectiblemente todavía cuando la intención de la m etáfora es puram ente funcional, comunicativa, que

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cuando es expresiva, lúdica, ornam ental o literaria. Es como un guiño de la voz que advierte y anuncia al que escucha el especial plano de ficción en que sus entendederas se han de colocar para seguir la intención referencial presente de tal palabra in tru ­sa, para ace rta r con el modo de referencia según el cual, a despecho de su origen, se integra en el con­texto dado con un preciso rendim iento significativo (y no estará de m ás reconocer en el expediente de la metáfora improvisada y sobre todo en su rápida com­prensión por parte del oyente el recurso a aquella m ism a capacidad general que perm ite el em pleo de señas o señales m im éticas ocasionales: la m etáfora im provisada está con el léxico «propio», y aún con las «figuras» socialm ente sancionadas, en la m ism a relación que la seña ocasional —el ideograma mimé- tico, o pictogram a— con las señas, señales o signos convenidos y codificados). En el lenguaje escrito esta advertencia de cam bio de nivel dispone de toda una baraja de expedientes, desde las m eras com illas —equívocas, en principio, a este respecto, po r reu­n ir una m ultiplicidad de funciones diferentes— has­ta fórm ulas tan explícitas como «por así decirlo», «si se me adm ite la expresión» o «valga la m etáfo­ra»; fórm ulas que nos dicen por sí m ism as hasta qué punto la m etáfora propiam ente dicha es —sin dejar de ser un recurso norm al y reglam entado del lengua­je hum ano— un producto consciente y deliberado del hablante y no ya una moción propia y autom ática de la lengua misma; algo, en fin, de algún modo m ás he­cho con la lengua, que por la lengua. Ni el m ás m íni­mo indicio de cosa sem ejante pude reconocer en la veloz, segura, inm odulada y absolutam ente seria elo­cución por parte de aquella niña al em itir la frase: «Si tuviese gusano tendría que verse alguna tubería»; nada en su voz, ni siquiera en su rostro, delataba la conciencia m ás rem ota de que la palabra «tubería» entrase allí desde una esfera extraña al contexto en

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cuestión y funcionase a otro nivel de significación, o sea teniendo que entenderse conform e a un modo de referencia diferente, desde o tra posición signifi­cante, frente a los que valían para las dem ás pala­bras de la frase y del contexto entero. Esto fue lo que me hizo concebir la fortísim a sospecha de que no ha­bía habido en verdad m etáfora ninguna, sino una aplicación inm ediata, autom ática y absolutam ente propia del concepto de «tubería» tal como estaba configurado en su m ente a la sazón. Esto, de ser ver­dad, querría decir lo siguiente:

Que el contexto de aprendizaje —sin excluir de ello lo inexpreso de la situación o asunto concreto res­pecto del cual se oye po r p rim era vez ap licar una palabra— no compromete necesariam ente al concep­to allí configurado, en el sentido de restring ir la per­tinencia de su aplicación a la m ateria de que se trate, sino que, por el contrario, la vocación p rim aria del concepto sería la de sustraerse inm ediatam ente a un monopolio sem ejante y lib rarse abstractivam ente a un grado de generalidad respecto del cual el contex­to de aprendizaje no sería sino un ejemplo, el caso particu lar accidentalm ente constituido en modelo originario. (O, dicho con palabras mayores, que la «generalidad» sería lo p rim ario y la especialización lo derivado.) Así la hidrografía, que para nosotros es la esfera m aterial exclusiva en que la palabra «afluente» funciona en sentido propio, no habría sido para aquella niña o tra cosa que ía m ateria ocasio­nal en que se m odeló para ella la figura de relación formal puramente predicativa del concepto dicho, sin que ese contexto de aprendizaje tuviese que signifi­ca r para ella ningún «contrato en exclusiva», ni aun provisional, que hiciese su aplicación al sujeto «ca­lle» m ínim am ente m enos propia y legítim a que su aplicación al sujeto «río». Quiero decir que si para la experiencia y conciencia lingüística del adulto el asunto «hidrografía» —o m ás exactam ente el sujeto

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«río»— tenía la vigencia de una esfera m aterial que retenía en exclusiva para sí la aplicación propia de la palabra «afluente», haciéndole sentir, correlativa­mente, com o translaticias, m etafóricas o figuradas todas las eventuales aplicaciones extrañas o exterio­res a esa concreta esfera, para el niño, en cambio, el hecho de o ír precisam ente en tal contexto por pri­m era vez la aplicación de esa palabra no tenía por qué constitu irse en modo alguno ni siquiera provi­sionalm ente en indicio de un contrato en exclusiva con el asunto en cuestión, es decir, en indicio de una esfera m aterial que sujetase el uso del concepto de «afluente» a nada semejante a ese límite singular que en la conciencia lingüística del adulto separa más o menos nítidam ente los dos modos de referencia —o posiciones de cum plim iento significativo— que co­nocemos como «sentido propio» y «sentido figura­do». La ordenación del léxico en esferas, o sea, las restricciones de uso a una m ateria determ inada que caracterizan lo que llam aríam os «palabras especia­lizadas» —frente a la abstractiva libertad de apli­cación de las «palabras generales»— no es una tendencia prim aria del concepto en el acto del apren­dizaje, sino, po r el contrario, el resultado de una ex­periencia secundaria y positiva que reobra después restrictivam ente, recortando, como la imposición de una vigencia de hecho, aquel prim er im pulso orig i­nario y espontáneo del concepto a trascender inm e­diatamente, en su capacidad de aplicación, el asunto de aprendizaje. Para aplicar esto a nuestros ejemplos d iré que la p rim era configuración en la mente del niño de dos conceptos como los de «afluente» y «tubería» no tendría, en principio, por qué incluir necesariam ente, en modo alguno, entre sus determ i­naciones específicas, ninguna clase de vínculo exclu­sivo con los sujetos o asuntos que presiden su contexto de aprendizaje. El conocim iento de que «afluente» se dice propiam ente tan sólo de los ríos,

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es decir, la vinculación especializada del predicado «afluente» al solo sujeto «río», eso es lo que puede ser resultado únicam ente de un aprendizaje secun­dario y positivo, pues que tan sólo positivas —es decir, vinculadas a una determ inada facticidad sin­crónica— son las convencionales vigencias de uso de un acervo semántico, como lo dem uestra sin más, en la evolución «filogenética» de un léxico, el incesan­te trasiego de los usos sem ánticos desde el estatu to de «figurados» (aunque ya la m era publicidad o so­cialización de una «figura» constituye un estadio dig­no de ser tenido en cuenta para d istinguir bien tales «figuras» de las ocasional e individualm ente im pro­visadas) al esta tu to de acepciones «propias». (Y hay que decir que, a este respecto, los diccionarios, em ­pezando por el de la Real, suelen tener un retraso a veces secu lar en cuanto a elim inar la anotación de «fig.» —«figurado»— que puede preceder a los usos secundarios que dan de una palabra, de tal suerte que la inm ensa mayoría de las significaciones que en el diccionario de la Real aparecen precedidas de la abreviatura «fig. y fam.» muy a m enudo no son ya en absoluto «fam.» y casi nunca siguen teniendo lo más m ínim o de «fig.», sino que son puras y pin­tas acepciones; en tanto que las verdaderas «figu­ras», todavía vigentes bajo el solo estatu to de tales figuras en la conciencia lingüística social, apenas si hacen aparición allí, ya que como para incluirlas se espera a verlas definitivam ente asentadas y fijadas en el habla, el resultado es que para cuando al fin se las incluye ya han abandonado, en realidad, des­de hace tiempo, el esta tu to transito rio de «figuras» para pasar al de auténticas «acepciones».) De esta, siquiera relativa, positividad de la ordenación del lé­xico con arreglo a esferas m ateriales, que daría, a mi entender, a las vigencias del uso sem ántico el ca­rác ter de fenómenos de hecho —o sea, extraños en alto grado a las leyes de necesidad in terna de la len­

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gua, y superpuestos a ellas como determ inaciones ju risp rudencia les— he de dar todavía una ilu stra ­ción em pírica: ¿qué fuero interno de necesidad lin­güística en la evolución sem ántica podría nadie encontrar para da r razón del hecho de que m ientras la palabra «afluente» mantiene su sentido propio p ri­vativamente adscrito a la esfera m aterial «hidrogra­fía» y al papel predicativo en frases presid idas por el grupo de sujetos «río», «ribera», «arroyo», etc., siendo sentida como m etafórica, figurada, transla- ticia, su aplicación predicativa al sujeto «calle», en cam bio una palabra tan próxim a a ella, y aun tan es­trecham ente articu lada a su núcleo conceptual, como «confluencia» haya llegado a extender su apli­cación, con entera propiedad, a una y o tra esfera? ¿Cabe pensar que el investigador de la palabra en cuanto tal pueda encontrar para esto alguna vez algo que como ley lingüística de necesidad in terna fuese o tra cosa que un artificio ad hoc\ algo capaz de disi­par de veras la im presión de irreductib le gratuidad que, en cuanto hecho lingüístico, suscita una incon­gruencia semejante? ¡No! Este, como hecho que afec­ta a unas palabras, tiene que ser aceptado como un hecho «de la lengua», pero no, en modo alguno, como un hecho «de lengua», porque sus causas saltan in­m ediatam ente fuera de su h istoria propia; es, en una palabra, para ella, un hecho absolutam ente padeci­do, y, como tal, absolutam ente gratuito y a rb itra rio con respecto a su interna autoconsecuencia causa­tiva. La lengua —y de form a extraordinariam ente más inerm e y acusada en su dimensión sem ántica— se presenta como un blanco constante de acciones que son naturalm ente gratu itas al respecto de su congruencia y causativ idad internas. Su evolución sintáctica o m ás aún su historia fonológica son infi­nitam ente m ás inm unes a la h istoria exterior —ya sea por cuanto la falta de transparencia se convier­te en gran parte en inm unidad, ya sea por cuanto in­

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cluso las acciones que las alcanzan encuentran en ellas organism os mucho m ás capaces de integrar, re­ducir, reabsorber y asim ilar rápidam ente a su pro­pia congruencia causativa el cuerpo extraño que alojan en su seno, ya, en fin, y acaso sobre todo, por cuanto las únicas acciones exteriores que pueden pa­decer no son sino las que proceden de otras lenguas. Por el contrario, el léxico es, por naturaleza, inm e­diatam ente vulnerable a la acción de infinidad de agentes no lingüísticos; está constantem ente bom ­bardeado desde fuera por los acontecim ientos. Pen­semos, por ejemplo, en lo exterior y lo circunstancial de una etim ología com o la de fait-divers: en la pá­gina del periódico en que se notificaban los acciden­tes se hizo habitual el encabezam iento faits divers (= sucesos varios), com o en España se ha hecho el de «sucesos», y de ahí un fait divers pasó a signi­ficar tout court «un accidente», o «un hecho c ruen­to». La positividad o facticidad del reparto del léxico en esferas m ateriales de significación no tiene, pues, a la vista de estas consideraciones, por qué consti­tu ir el m ás pequeño motivo de perplejidad.

La propia posibilidad de d istinguir uno del otro como tales —y aun de reconocerlos inm ediatam en­te— el uso llam ado «propio» y el uso llam ado «figu­rado» o «metafórico» de tal o cual palabra dem uestra ciertam ente, ya sin más, la m arcada vigencia de la efectiva y nada latente ordenación y distribución del léxico en esferas: si éstas no existiesen o sim plem en­te obrasen bajo una form a de latencia, es evidente que todos los empleos habrían de parecem os igual­mente «propios» o —lo que entonces no haría dife­rencia de sentido— igualm ente «figurados»; pero, a su vez, la m era posibilidad de la m etáfora como re­curso referencial capaz del m ás completo rendim ien­to significativo despeja inmediatam ente, haciéndola sa ltar afuera del m ás íntim o núcleo conceptual de la palabra, esa m ism a condición de pertenencia en

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que consiste su adscripción a una determ inada es­fera; con lo que la ordenación del léxico en esferas m ateriales queda como una circunstancia de la que no depende en absoluto, de modo decisivo, la produc­tividad sem ántica esencial de una palabra, queda como el nivel más exterior, la determinación m ás res- cindible, de cuanto constituye su capacidad signifi­cativa. El núcleo activo, negativo, diferencial, de la palabra es lo que sobrevive a la neutralización de las esferas, o sea, precisam ente aquello que la m etáfora conserva.

Tan vasto y m ultiform e es, sin embargo, el univer­so de las palabras, de los conceptos y de las referen­cias, que para decir qué es ese presunto «núcleo», al que el niño sabe —y aun tal vez necesita— guar­dar fidelidad, y qué puede tenerse por el m omento derogable, trascendible, exterior, del contexto- situación de aprendizaje —respecto del que, según mi hipótesis, el concepto del niño m antendría a me­nudo una determ inada libertad de aplicación— se­ría precisa una investigación em pírica caso por caso, esto es, palabra por palabra. Con todo, de una cala estadística abundante y cualitativam ente avisada de la variedad form al de las posibles situaciones del aprendizaje de palabras, podría esperarse el esbozo de unas d irectrices o tendencias generales a que se sujeta la línea de dem arcación que separa entre los elem entos dados en el contexto-situación de apren­dizaje los que son entendidos por el niño como fac­tores ocasionales y sustitu ib les (es decir, los que constituirían propiam ente contexto) de los que lo son como factores necesarios (es decir, lo que entiendo como «núcleo conceptual interno» de una palabra; aquello de ella que obliga a la fidelidad). Y aun el propio estudio de la m etáfora propiam ente dicha, o sea, de la metáfora de adulto, que implica la concien­cia de la esfera de pertenencia y de la transposición, podría ilu s tra r (interpretando sus resultados con

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toda la prudencia que pueda exigir la ex traord ina­ria libertad literaria que en este punto se ha llegado a alcanzar) de reflejo sobre aquello, pues tal vez la m etáfora tienda predom inantem ente a volver sobre las m ism as líneas a las que se atiene la libertad con­ceptual orig inaria. Donde la pregunta sería: ¿qué es lo que la m etáfora tiende a conservar y qué lo que a dejar de cuanto com prende el llam ado «sentido propio»? Por tom ar un ejem plo tópico de la precep­tiva literaria clásica, llam ar «rubíes» a los labios de la am ada implica conservar del rubí sólo el color y de su esfera propia (un puro «género» en este caso: el de «piedras preciosas» —«género» en cuanto co­lección clasificatoria transversal, frente a los grupos m etoním icos o longitudinales, como «pluma y tin te­ro y papel», regidos por un verbo de acción: «escri­b ir»—) tal vez el precio, la rareza: todos los labios son rojos, pero sólo los de la am ada son, en su rojez, «rubíes», por cuanto su rojo es tan único y precioso, como único y precioso es el rubí entre todos los mi­nerales rojos. La idea de precio, de rareza, de unici­dad, que pertenece a la voluntad encarecedora, encom iástica, de la m etáfora en cuestión —dejando aparte el mal gusto que supone el criterio que rige esta form a de encomiar, es decir, el criterio del va­lor de cam bio—, es lo que decide la elección de la esfera «piedras preciosas»; este es, pues, un m omen­to m etafórico conservado no del elem ento «rubí», sino de su propio género o esfera. Pero ¿qué repre­senta el o tro momento metafórico, o sea la rojez, que sí se toma ya de la propia especie «rubí»? Represen­ta precisam ente el a tribu to diferencial de esta pie­dra entre las dem ás piedras preciosas (y no se puede objetar la legitimidad de la dimensión «color», como criterio diferencial fundam ental y probablem ente único entre las piedras preciosas de la lengua común, alegando com o más «esencialm ente» diferenciales propiedades fisicoquímicas, que, por lo demás, eran

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todavía totalm ente desconocidas cuando ya el rubí estaba harto de c ircu lar por el m ercado m aterial y lingüístico, como algo absolutam ente diferenciado); significa su núcleo conceptual negativo y especifi­cados el predicado que lo singulariza en el seno de la colección com puesta por «diamante», «esm eral­da», «zafiro», etc. El rojo es, pues, el momento más inalienable del núcleo conceptual de la palabra «rubí», aquel al que ningún uso m etafórico (siempre que quiera seguir siendo lingüísticam ente rentable, es decir, accesible al oyente sin necesidad de ningún inseguro y enojoso acto de descifram iento) debería traicionar, pues pertenece a la nota «color», que es la única dim ensión diferencial interna de la esfera de donde se toma. Con todo esto sólo he querido da r un ejemplo de jerarquía entre los momentos concep­tuales, y de la tendencia de la m etáfora a sujetarse a esta jerarquía. Pero volvamos a los niños.

Cuando el niño del herrero visite por p rim era vez la carp in tería es casi seguro que no ha de quedarse m udo al ver al carp in tero m anejando la escofina, sino que inm ediatam ente cuajará en sus labios la pa­labra «lima»; y, recíprocam ente, cuando el niño del carp in tero visite, por su parte, por p rim era vez, la fragua, tam poco es probable que no sepa de qué modo pronunciarse viendo al herrero m anejar la lima, sino que como un rayo se d ibu jará en su boca la palabra «escofina». Tanto uno como otro ven y sa­ben que en uno de los talleres se trabaja el h ierro y en el otro la m adera; ven que en el uno no se m ane­ja el fuego y en el otro no se hace uso de la cola, y apreciarán, en fin, toda una m ultitud de diferencias más; y esto no obstante, cada uno de ellos reconoce­rá inm ediatam ente la lim a o la escofina de su padre en la escofina o la lim a del hom bre del otro taller, y para ello no les a rred ra rá siquiera el observar al­guna diferencia entre los instrum entos respectivos, como la de que la superficie erosiva del que se apli­

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ca al h ierro es rayada, m ientras que la del que se aplica a la m adera es escamosa; los respectivos asun­tos de aprendizaje han sido lo bastante generosos como para no detener siquiera en tales diferencias de figura descriptiva el trascendente im pulso apre­hensivo del concepto que han sabido librar.

Observación com plem entaria: una de las acepcio­nes castellanas —no precisam ente especializada, pero sí en algún grado restringida todavía al m edio ru ra l— de la palabra «mano» es la de «extremidad delantera de un cuadrúpedo» y particularm ente «del caballo»; pues bien: este em pleo de «mano» —que es sin lugar a dudas una auténtica acepción y no con­serva el m ás lejano asom o de figura— com porta un tipo de transposición en el que, en cambio, jam ás de los jam ases incurriría , a mi entender, un niño. (Esto, naturalmente, al igual que el ejemplo de los niños del herrero y del carpintero, es pura suposición g ratu i­ta mía, y no pretendo despacharla como argum ento probatorio de una tesis, sino como simple ilustración de algo que no quiere tra sp asa r los lím ites de hipó­tesis, dada la insuficiencia probato ria de los únicos hechos em píricos que hay aquí, o sea, de los dos ca­sos de la niña referida, de la cual alegaré todavía otros dos m ás adelante.) Proponiendo la hipótesis de que un niño no haría jam ás, espontáneam ente, una transposición así, observem os ahora en prim er lu­gar y a m ayor abundam iento la enorm e diferencia que media, en cuanto a la m agnitud del salto de m a­teria, entre una transposición como la que apareja el empleo de «afluente» para una relación de calles, o m ás aún como la que apareja el em pleo de «tube­ría» para la galería o el túnel del gusano en la m an­zana, y la que apareja, en cambio, la aplicación de «manos» para las patas delanteras del caballo: al ca­ballo ya se le han reconocido, en estric ta y legítim a propiedad, cabeza, cuello, ojos, boca, dientes; y tan inmediata, estrecha, evidente y espontánea ha sido

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la correspondencia establecida entre su cuerpo y el del hom bre que casi no ha lugar a pensar que esas palabras hayan tenido que salvar la m ás m ínima dis­tancia para ser aplicadas al caballo. ¡Cuánto no es, en cambio, lo que ha habido que q u ita r de en m edio o lo que ha habido que sa ltar para pasar del asunto de aprendizaje «instalación del agua» al asunto de aplicación «m anzana con gusano»! Y, sin embargo, es lo segundo, justam ente, lo que, conform e a la ley constitutiva orig inaria del concepto, a sus particu ­lares principios de fidelidad, sería lo m ás directo y accesible. No habría, pues, que proceder por crite ­rios de proxim idad práctica, como lo es el del con­cepto de «esfera», para encon trar qué es lo que le im portaría —según mi hipótesis— y qué lo que no le im portaría al p rim ario m andato de fidelidad que preside la configuración conceptual de una palabra en la mente del niño que la aprende. Nada le im por­taría que la «lima-escofina» se aplique sobre m ade­ra, por el carp in tero y en la carp in tería , o sobre hierro, por el herrero y en la fragua: nada le im porta­ría que su figura descriptiva presente en su dibujo de erosión una form a rayada o una form a escamosa: lo que le bastaría es que siga haciendo lo m ismo en uno y otro taller, funcionando del m ism o modo en unas u otras manos, produciendo el m ism o efecto sobre uno u otro m aterial; nada le im portaría que sea agua o sean, en cambio, coches y personas lo que dis­cu rre por aquella «vía» que en virtud de su rela­ción de subordinación respecto de otra m ás ancha, larga y principal merece unívocamente el nom bre de «afluente»; nada le im portaría , finalmente, que sea pared o carne de m anzana la m asa m aterial por la que discurre y gusano y no agua el ser que lo recorre aquello que, únicam ente en nom bre de su índole de «vía» practicable, como dicen los escenógrafos tea­trales, de sección circular, y ab ie rta en las entrañas de una m ateria opaca a beneficio de cualquier usua­

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rio de errabunda condición, reúne ya, por lo visto, todas las circunstancias legítim am ente exigibles en estricto derecho conceptual para a traer inm ediata­mente sobre sí, al igual que el platino llam a al rayo, el instantáneo haz de luz de la palabra «tubería». ¿Qué clase de traición a ese supuesto fuero orig ina­rio del concepto, qué infracción de los principios fundam entales que form an la im prescriptible Cons­titución de aquella república cuyos súbditos serían las palabras, es la que, por el contrario, se com ete­ría, al m enos en principio, en una transposición como la que apareja llam ar «manos» a las patas de­lanteras del caballo, acepción con la que incluso un oído relativam ente acostum brado al léxico rural como es el mío no term ina de avenirse sin reservas, suscitando, a despecho de toda la sanción fáctica del habla, una sensación de rechazo o repugnancia, bien extraña, por cierto, a ese sim ple entendim iento de un cam bio de nivel de referencia que constituye el sentimiento de metáfora? La respuesta ya ha sido im­plícitam ente anticipada por la propia m archa argu- m entatoria de esta hipótesis: la «impropiedad» de la palabra en uso m etafórico se refiere fundam ental­mente a la esfera de aplicación; en tanto que esta otra im propiedad se referiría a determ inaciones concep­tuales in ternas a la esfera misma. Puesto que he pre­tendido m ás arriba ilu strar la idea de ese núcleo con el ejem plo de la palabra «rubí» en un uso m etafóri­co y por referencia a su propia esfera material, el «gé­nero» «piedras preciosas», voy a atenerm e a ello para fundam entar mi acusación, explicando, por estric ta analogía, cómo entiendo que se produciría aquí ese presunto delito de allanam iento o de infidelidad, esa traición a los fueros constituyentes del concepto. Si queremos, pues, aplicar aquel mismo criterio a la pa­labra «mano», para buscar la nota predicativa que, como la rojez para «rubí» constitu iría el m omento m ás íntimo y m ás inalienable de su prim ario núcleo

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conceptual (a fin de ver si efectivamente ha sido ho­llada en la acepción que aquí se impugna), hemos de proceder de fuera a dentro, buscando, en p rim er lu­gar, los opuestos inm ediatos de la palabra en cues­tión, es decir, las palabras que ocupan con respecto a ella, en el seno del acervo, un lugar equivalente al que respecto de «rubí» ocupaba, conform e se ha su ­puesto, el grupo de nom bres que constituye el géne­ro «piedras preciosas», para proceder a d iscern ir seguidam ente la dim ensión diferencial interna con arreglo a la cual se contraponen —a la vez que se articu lan— en tre sí los diferentes m iem bros de ese presunto grupo de palabras. Los opuestos inmediatos de «rubí» eran, como se ha dicho, «diamante», «za­firo», «esmeralda», etc. ¿Cuáles son los de «mano»? La pregunta no resiste tan siquiera un instante de vacilación: si preguntam os a la lengua con qué se agrupa y a qué se opone «mano», apenas será preci­so que la palabra llegue del todo al pensam iento, puesto que casi desde la m ism a m otricidad parece precipitar, ciega, autom ática e instantáneam ente, la respuesta: ¡a «pie»! (Si se recuerda que no se tra ta aquí ni aun m ediatam ente de objeto alguno que po­dría ser propio de la fisiología, la anatom ía, la bio­logía o cualesquiera o tras ciencias parecidas, y por lo tanto no de cosa prensible ni indicable con el índice extendido, sino de la palabra en la lengua co­m ún en cuanto tal, y se com prende a fondo y recta­mente lo que esto significa, se entenderá hasta qué punto el referido autom atism o, lejos de ser —como sí lo sería sin duda alguna en esas o tras ciencias— radicalm ente nulo e inadm isible como indicio o c ri­terio de verdad, tom a aquí, en cambio, toda la au to ­ridad de una suprem a garantía. Y recíprocam ente, la determ inación de los colores en térm inos de lon­gitudes de onda de la luz, o la reordenación clasifi- catoria de las p iedras preciosas con arreglo a sus respectivas naturalezas quím icas o a cualesquiera

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o tras caracterizaciones enciclopédicas serían noti­cias que no p in tarían absolutam ente nada en el es­tudio de los nom bres de color o en el de los de las piedras preciosas, respectivamente.) Tenemos, pues, en este caso, un único elem ento como opuesto inm e­diato de la pa labra «mano». Encontrada la pareja «mano-pie», aparece en seguida la dim ensión dife­rencial interna, la cual, a diferencia de lo que ocurría con el género de las piedras preciosas, ya no es una cualidad descriptiva estática como el color, sino la función. M ientras el fundam ento para ag rupar la mano con el pie es su semejanza anatóm ica —ambos están situados en lugares homólogos del cuerpo, am ­bos form an parejas sim étricas, am bos tienen «de­dos» y «uñas», etc.— y por lo tanto una semejanza estructural, fisonómica, descriptiva, en cambio en su dim ensión diferencial in terna dom ina, a mi enten­der, el criterio funcional; las diferencias de forma son reabsorbidas tras la dualidad de funciones: coger y andar. Podría objetarse que la noción de función que hay que ap licar para reun ir en una sola dim ensión «coger» y «andar» es dem asiado laxa, que le falta aquella hom ogeneidad estrecha que se da en la se­rie «rojo-verde-azul», etc., o bien en una serie funcio­nal como «ver-oler-oír», etc., pero para funcionar como dimensión en el sentido que aquí puede im por­ta r basta con que am bas funciones se reúnan en el género «mano-pie», justificado por las antedichas se­m ejanzas descriptivas, y se repartan , excluyéndose m utuam ente, entre sus miembros, como lo hacen en la m ano y en el pie del hombre. El grupo, pues, se resolvería en conform idad con este esquema:

coge (no coge)M ANO................................. PIE

(no anda) anda

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El coger y el andar definen, respectivamente, la m ano y el pie del hom bre —objeto y m odelo induda­ble de la fijación de am bos conceptos— y el concep­to de «coger» sería para el de «mano» lo que el de «rojo» es para el de «rubí» y el de «verde» para el de «esmeralda», o sea el m omento íntim o e inalie­nable del concepto, el que ninguna traslación tende­ría, en principio, a traicionar. En la acepción según la cual se designan como «manos» las patas delan­teras del caballo no se respeta ni conserva o tra cosa que la determ inación topològica de «extrem idades más próxim as a la cabeza», de modo que la acepción se pondría en flagrante contradicción con la que he supuesto com o nota predicativa diferencial m ás ín­tima del concepto en cuestión. Esa traslación, de fun­dam ento exclusivam ente topològico, com porta, al m ismo tiempo, o tra infidelidad que, por el contra­rio, no tendría en modo alguno el carác te r de tra i­ción a lo que llamo núcleo conceptual interno del concepto; es la siguiente: hablando en térm inos de «patas», usam os las determ inaciones «delanteras» y «traseras», que, al menos al respecto de la coordi­nación del cuerpo del caballo con el del hombre, no son topológicas sino topográficas, toda vez que en el hom bre —y esta vez no en la lengua común sino en la ciencia— se habla de «extrem idades superio­res» y «extrem idades inferiores». Nada hay de obje­table ni de extraordinario, sin embargo, en que la discutida acepción de la palabra «mano» opere so­bre el reconocim iento de la correspondencia topo­lògica —es decir de la referencia de las partes del cuerpo a su propia disposición espacial relativa—, neutralizando el sistem a de referencias topográfico —o sea el que tiene por coordinadas las de la grave­dad, conform e al cual se oponen en tre sí las dim en­siones «de lan te ro -trasero» //«superio r-in ferio r»— haciendo, en nom bre de la topología, respectivam en­te equivalentes «delantero» y «superior» como igual

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a «más próximo a la cabeza», y «trasero» e «inferior» como igual a « más distante de ella». Lo correcto aquí —es decir, en la coordinación de partes entre dos es­truc tu ras anatóm icas anim ales— viene a ser preci­sam ente la prim acía del c riterio topològico (esto es, el que se atiene al orden in terio r del espacio relati­vo configurado por los cuerpos) sobre el c riterio to­pográfico (esto es, el que se atiene a las coordenadas absolutas del espacio exterior). No hay aquí a trope­llo alguno, sino todo lo contrario, ni desde el punto de vista de la lengua ni desde el de la anatomía. Cosa bien distin ta es, en cambio, tam bién desde los dos puntos de vista, hacer predom inar ese mismo crite­rio topològico, no ya sobre el topográfico, sino so­bre el funcional, como sucede cuando, en nombre de una pura correspondencia relativa de lugares, se si­gue llam ando «mano» a algo que no sólo es incapaz de coger sino que, por añadidura, se dedica de modo expreso y positivo a hacer justam ente lo otro, esto es, a andar. Pero he aquí que a esta m ano que no coge y, sin embargo, sigue recibiendo el nom bre de «mano» se le adjudica, paradójicam ente, una «rodilla». Vea­mos cómo la aplicación de la palabra rodilla al cuer­po del caballo da lugar a una situación exactam ente inversa a la que se produce al encontrar algo que lla­m ar «mano» en ese m ism o cuerpo. En efecto, cuan­do a la lengua común, al pasar la m irada desde el cuerpo del hom bre al del caballo, se le antoja esta r viendo una rodilla en el carpo del segundo está ha­ciendo una doble traslación con respecto a las corres­pondencias de la anatom ía com parativa. Una de a trás adelante, o sea de las extrem idades inferiores (traseras) a las extremidades delanteras (superiores), en cuanto que no se habla de «codo» sino de «rodi­lla»; y o tra de a rriba abajo con respecto a la serie articu lada de la propia extrem idad, en cuanto que lo que llama « rodilla» no lo sitúa sobre el nivel codo- rótula sino sobre el nivel carpo-tarso. (Esta segunda

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traslación refleja, por lo demás, el desplazam iento vertical que padece la fisonom ía genérica de los ver­tebrados al pasar de un esqueleto de im plantación plantígrada a un esqueleto de im plantación ungulí- grada.) Sin embargo, esta doble traslación que hace llam ar «rodilla» a lo q u e una lengua obediente a las averiguaciones de la anatom ía com parada no debe­ría llam ar sino «muñeca» tiene una profunda ju sti­ficación fisonómica y funcional: ¿no es como nuestra rodilla un punto de articulación cuyo movimiento re­lativo —hacia adelante y hacia a rr ib a — queda ins­crito en un plano vertical —o sea paralelo al vector gravitatorio— y a la vez paralelo a la dirección de la m archa? ¿No es —y de nuevo como nuestra ro­dilla— el vértice de giro de dos radios móviles cuyo ángulo se m antiene tam bién en ese mismo plano ver­tical y paralelo a la dirección de la m archa, a la vez que se c ierra en el sentido de ésta —a diferencia del corvejón, que se cierra, como el codo en la posición más fácil, en el sentido inverso? ¿No es lo que preci­sam ente en la función locom otriz es som etido a un movimiento alternativo hacia a rrib a y hacia adelan­te, hacia abajo y hacia atrás, en su posición relativa al resto del cuerpo? ¿No es lo que se presenta, al igual que la rodilla hum ana (si nos im aginam os el espacio desde el suelo al nivel de nuestras ingles como el agua en la que navega nuestra nave corpo­ral, y como su obra viva, por lo tanto, toda la parte que baja desde aquéllas hasta la planta de los pies —y válgame esta metáfora náutica, en nombre de que tam bién se llam a «remos» a las patas del caballo), como la doble y alternante proa que va rompiendo, al frente del caballo todo, la resistencia del espacio, la densidad de la distancia, la espesura del monte, en la locomoción? Caballo u hom bre que sea quien viene cam inando por el monte, siem pre es lo que en el uno y en el o tro quiso la lengua poner sin d istin ­ción —rótu la o carpo que ello fuere— bajo el nom ­

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bre de «rodilla» lo que, apartando con su im pulso a uno y otro lado los apretados tallos de las m atas, va abriendo cam ino a todo el cuerpo. Nada, a mi modo de ver, m ás irreprochable, para la atención fi­sonómica, pragm ática, funcional, propia de la len­gua común, que esta resolución term inológica por la que, al pasar del cuerpo del hom bre al del caba­llo, se lleva al carpo de éste —a través de lo que para la anatom ía com parada supone un doble desplaza­m iento— el nom bre de «rodilla». Lo que se respeta­ba al aplicar la palabra «mano» al cuerpo del caballo (pues no había en ello ni traslación de las extrem i­dades inferiores [traseras] a las extrem idades supe­riores [delanteras] ni corrim iento de lugares en la cadena articulada, toda vez que la «mano» del ca­ballo incluye el m etacarpo) se traiciona en la aplica­ción de «rodilla» al carpo del caballo, y lo que allí se traicionaba —la función, la fisonomía funcional— se respeta, por el contrario, rigurosam ente, aquí. De ese doble desplazam iento queda tan sólo el vertical —o sea el corrim iento de lugares a lo largo de la cadena articu lada— cuando se alaba el «juego de muñecas» de un caballo; aquí, en efecto, falta la tras­lación desde las extrem idades inferiores (traseras) a las superiores (delanteras), pero se mantiene, en cam ­bio, el corrim iento de eslabones in terio r a la suce­sión articulada: el mismo corrim iento de lugares que ha hecho bajar el nom bre de «rodilla» del nivel codo- rótula al nivel carpo-tarso (o que ha subido el carpo del escalón «tobillo»-«muñeca» al escalón «rodilla»- «codo», según queram os tener por móvil o por fijo uno u otro de los dos grupos coordinados) es el que, como en un partido de béisbol, desaloja del carpo la palabra «muñeca» y lo hace correr m etacarpo aba­jo hasta la siguiente articulación, o, para mayor exac­titud, hasta las dos siguientes, puesto que lo que se alaba como buen «juego de m uñecas» de un caballo es una gracia que consiste en hacer funcionar de un

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modo afectado y refitolero el juego com binado de la articulación del m etacarpo con la p rim era falange y la de ésta con la segunda; de modo que por «m u­ñeca» del caballo se entendería ahí todo el conjunto funcional de la prim era falange con sus articu lacio ­nes superior e inferior. Como quiera que sea, la ap li­cación al caballo de la palabra «muñeca» no está asentada en modo alguno en la lengua común, como en cam bio lo está la de «rodilla» (que no sería, a mi entender, ni siquiera una acepción, sino un uso in­m ediato para cualquier cuadrúpedo ungulado, al igual que los de «cabeza», «ojos», «boca», etc., para cualquier vertebrado por lo menos) y pertenece sólo al léxico de un sector de hablantes m ás restringido todavía que el de los que tiene relación d irecta con caballos: al sector especial de los caballos de osten­tación y las jacas de rejoneo, es decir al sector en que deliberadam ente se enseñan y cultivan gracias seme­jantes; lo que no quiere decir sino que solam ente la consideración estética y, por lo tanto, expresiva, de tales m ovimientos atrae sobre esa parte de la pata delantera del caballo el recuerdo de la m uñeca hu­mana: se ve ahí una m uñeca sólo porque se le ha a tr i­buido una función de hom bres, la función expresiva de un bailarín . La aplicación se encuentra, pues, en una situación curiosa: en el momento m ism o en que uno se dispone a inscribir la expresión «juego de m u­ñecas», aplicada a un caballo, entre las expresiones m etafóricas, su sentido lingüístico vacila de repen­te y se detiene: el obstáculo no es una oscuridad, sino una evidencia: «¡Pero si la m etáfora está ya hecha de antem ano con el caballo mismo!». En efecto, si la expresión se funda en la caprichosa c ircunstan­cia de que el caballo haya tom ado el papel de baila­rín, no hay absolutam ente m etáfora ninguna en designar como «juego de muñecas» el movimiento de las falanges de sus patas delanteras, porque esas falanges están representando ahora justam ente las

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m uñecas de un bailarín (no hay m ás que ver los clá­sicos caracoleos de paseíllo de una jaca de rejonea­dor para ap reciar hasta qué punto todo el efecto de «gracia» buscado y conseguido en el «juego de m u­ñecas» reside en una expresividad vicaria o delega­da, en un momento mimètico antropom orfo que tiene por térm ino de referencia la m uñeca del bailarín, cosa que. ciertam ente, el anim al ignora, pero que sí estaba presente de uno u otro modo en el criterio se­lectivo de su domador); ya ellas m ism as se fingen, pues, muñecas, y no hay m ás m etáfora en designar­las como tales que en m entar como «Segismundo» ;i quien bajo el supuesto de tal identidad hace y ha­bla ahí delante dentro de la escena. En la m etáfora la ficción la hacen las palabras; cuando la ficción ya está fuera de ellas no ha lugar a tener por m etafóri­cas las aplicaciones léxicas que se atengan a los sen­tidos propios de lo representado.

Me he extendido sobre estas tres aplicaciones («mano», «rodilla» y «muñeca» del caballo) para en treab rir el panoram a de los criterios y de las di­mensiones de reajuste que pueden p resid ir la trans- |H>sición de las palabras de un sujeto a otro (bajo la suposición, por consiguiente, de que en el caso de estas tres el sujeto de origen —el contexto de fija­ción— es el cuerpo humano), sin preocuparm e de­masiado el que «muñeca» no pertenezca en absoluto, en su aplicación al caballo, a la lengua común, ya que ello no dism inuye su utilidad de ejemplo, y en cam ­bi«» me resu ltaba ventajoso por la circunstancia de presentar una transposición que tiene el m ismo su­jeto de origen y el m ismo sujeto de destino —y aun, dentro de este último, el m ism o sector de aplica­ción— que las de «rodilla» y «mano» aquí conside­radas; y esta hom ogeneidad de asunto m aterial en los elem entos ofrecidos a la com paración sustrae desde el principio la determ inación de diferencias ni peligro del equívoco, peligro tan difícil de esqui­

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var, en cambio, cuando la diversidad de la m ateria obliga a susten tar la yuxtaposición com parativa so­bre la fe de una nunca segura coordinación analógi­ca de las series en cuestión; aquí la necesidad de analogías ha quedado elim inada desde el m omento en que no en tra en juego m ás que un único grupo al que pertenecen todos los elem entos com parados (más a trá s no fue así, ya que para d iscern ir el nú­cleo conceptual de «mano» en tró en consideración, aunque tan sólo en funciones de modelo, el grupo «piedras preciosas», enteram ente heterogéneo res­pecto del de «partes del cuerpo», y ¿qué seguridad cabe tener de que fuese, en verdad, el m ism o tra ta ­miento el que, a la luz de puras presunciones analó­gicas, confiadas tan sólo a la circunspección del buen sentido, vino a aplicarse a la palabra «mano»?); el caballo, y, m ás estrictam ente todavía, sus solas ex­trem idades delanteras, son el sujeto exclusivo, la m a­teria homogénea, el grupo único, que sobre sí recibe la diversa moción designante de los tres actos de de­nom inación que se com paran.

El hecho de que al desplazar nuestra m irada des­de el cuerpo del hom bre al del caballo la dualidad privativa de funciones (coger/andar) que distingue en el prim ero los dos pares de extrem idades entre sí de­saparezca en beneficio de una sola de ellas (andar) tiene el efecto juríd ico de convertir en térm ino no extensible el p a r de extremidades definido en el hom­bre por la función que en tal desplazam iento se su­prim e y en térm ino extensible el definido por la que se conserva; la m anifestación concreta de este efec­to en el tráfico de las palabras afectadas será la extensibilidad o translativ idad de aplicación al té r­mino no extensible (esto es, a las extrem idades de­lanteras del caballo) de las que procedieren del par de extrem idades que retiene en el hom bre la función adscrita al térm ino extensible (esto es, de sus extre­m idades inferiores) y la inextensibilidad e intrans-

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latividad de aplicación a este m ism o térm ino (esto es, a las extremidades traseras del caballo) de las que procedieren del par de extrem idades que retiene en el hom bre la función adscrita al térm ino no extensi­ble (esto es, de sus extrem idades superiores). Dicho de otra m anera: la homogeneización funcional de las cuatro extrem idades del caballo en la exclusiva fun­ción locom otriz, con la consiguiente pérdida de la función prensora («pérdida» quiero decir precisa­mente, ya que la h istoria que se sigue aquí no es la de la evolución de las especies, sino la de la propa­gación del valor de las palabras y de los conceptos: si el hom bre es el p rim er sujeto de aplicación de los nom bres del grupo «partes del cuerpo», la u lterio r proyección de la m irada sobre el nuevo sujeto, el ca­ballo, experim enta com o pérdida el reconocim iento de la ausencia en éste de la función prensil), da lu­gar a una situación en que puede esperarse un des­plazam iento de palabras coincidente con el sentido de avance de la función que prevalece, es decir, una invasión por parte de los nom bres afectos a sus p ri­mitivos titu lares sobre el antiguo territo rio de la fun­ción desaparecida; si la función locom otriz se ha apoderado de los m iem bros de la función prensora, elim inándola del todo, ya no hay m ás que extrem i­dades locom otrices y las dos últim am ente anexiona­das tenderán a a traer sobre sí, por esa m ism a circunstancia, la representación ya configurada por sus predecesoras, y con ella los nom bres en los que se sustenta. Cualquier palabra propia de las extre­m idades inferiores (traseras) puede extenderse a las superiores (delanteras) y hacerse única e indistinta para las cuatro extremidades; pero lo inverso no pue­de absolutam ente suceder. No parece imaginable que «muñeca» o «codo», o riundas de las extrem idades superiores (delanteras), extiendan a las inferiores (traseras) su designación, y en verdad que a la pata trasera no le falta un lugar cuyo dibujo se preste

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a ser im aginado como un codo: el corvejón; pero ¿quién podría jam ás pensar en codos a propósito de lo que tan poderosa, tan tensa y tan flexiblemente balancea, con ese m ínim o m argen de flexión que le basta a lo que tiene todo el vigor de la ballesta, trans­m itiendo constantem ente al casco im plantado con­tra el suelo la descarga de un peso que la finísim a, inclinada caña parece absolutam ente desm entir, y que tan sólo el aplastante cuño de la huella perm ite adivinar? M ientras «muñeca» tiene el cam ino to­talm ente cerrado para hacerse extensivo a la a r ­ticulación correspondiente de las patas traseras, concebimos sin la m enor dificultad la aplicación de «tobillo» a las cuatro extrem idades; «pies» ya ha te­nido cuatro el caballo m uchas veces; «manos», si es que de veras se conform a con tener algunas, no ten­drá nunca m ás que dos y sólo podrá ser en las extre­m idades delanteras. He aquí, por el contrario, que se le señalan tan sólo dos rodillas, pero no se le re­conocen atrás, sino delante; nada hay a trás que pue­da tom ar representación y nom bre de rodilla; la rótula se oculta recogida en la a ltu ra y en la profun­didad de los ijares; y allí donde nos la habríam os es­perado encontram os una articulación exactam ente inversa, una articulación que vuelve hacia el vientre su concavidad; es, según los criterios de la anatom ía com parada, nuestro propio talón.

En honor a la verdad, hay que reconocer, por ú lti­mo, que m ientras en el caso del rubí el a tribu to «rojo» es el único posible como cualificación últim a para dejarlo determ inado en el seno del género «pie­dras preciosas», en cambio, en el caso de la mano, la definición puram ente topològica de «últim a pa r­te de las extrem idades m ás próxim as a la cabeza» sería, en rigor, tan suficiente com o el predicado «coge» y aun m ejor que éste si se piensa en los p ri­mates, que tienen un pie tan capaz de coger como la mano. Pero tam bién para el rubí resu ltaría más

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segura la definición quím ica y, no obstante, de nin­gún modo pueden ni necesitan confiarse a ella ni la lengua común ni la especializada del joyero. Y ade­más en el caso de la pata delantera del caballo nos encontram os con una «mano» en la que no sólo se niega el coger, sino que se afirm a el andar, como lo prueba, sin más, el hecho de que el extrem o inferior de esa presunta mano del caballo sea llamado, en contradicción con toda congruencia léxica con esta aplicación de «mano», precisam ente «pie», al igual que su parte homologa en las extrem idades traseras. Comoquiera que sea, para que valga «mano del ca­ballo» como ejem plo de lo que puede ser una cha­puza de transposición léxica bastan esos em pleos sim ultáneos de «rodilla» y de «pie», en los que ha prevalecido el criterio funcional; y en cuanto a la su­posición de que los predicados «coge» y «anda» cons­tituyan, como yo creo, la dim ensión diferencial que decide del grupo «mano-pie», form ando por lo tan­to el núcleo interno de los dos conceptos, puede que­dar como un supuesto ad hoc, sin que por ello el caso pierda la eficacia ilustrativa que se busca en el ejem­plo. Pienso que la función, cuando la hay, tiende a apoderarse del lugar de nota predicativa que consti­tuye el núcleo del concepto, subsum iendo las notas diferenciales descriptivas que pueda, incluso nece­sariam ente, aparejar; pero tam poco es obligatorio que lo haga, como lo probaría tal vez el hecho de que incluso en tre los nom bres de los instrum entos (ob­latos funcionales, si los hay) jun to al gran núm ero ile ejem plos en que la pa labra que los nom bra se loma directam ente del verbo que designa la función, como en «raspador», no falten ejem plos de nom bres descriptivos, com o «plomada», si bien esto no afec­ta más que al c riterio usado en el acto orig inario de denom inación y hoy, de hecho, cuando junto a «plomada» existen derivados como «aplomo», «aplo­mar», «desplomarse», no es en absoluto ese momen­

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to descriptivo de la etimología, patente aún en el so­nido (que nos perm ite reconocer en el nom bre de la plom ada el sonido del nom bre de la m ateria de que estaba hecha), el que dom ina en el núcleo del con­cepto, sino, sin duda alguna, la función de señalar la vertical. Si uno se acuerda fácilm ente del plomo al contem plar en ocio la palabra «plomada», ¿quién se acordará de él al proferirla en el m anejo práctico del objeto m ism o? ¿Y, quién, en cambio, no verá irt mente indefectiblem ente el rojo cada vez que hable de rubíes?

Así pues, si el criterio funcional no tiene por qué ser siem pre el dom inante en la determ inación de la nota m ás íntim a del concepto, y, entre o tras cosas, porque no siem pre existe una función o porque a ve­ces se tra ta de d iscrim inar entre objetos de función idéntica, sí que al menos parece que cuando ésta existe tiende generalm ente a dom inar sobre las cua­lidades diferenciales descriptivas. Pero, descriptivo o funcional que sea, parece que ha de ser casi siem ­pre ese últim o predicado diferenciador el que cons­tituya la nota m ás inalienable del concepto, el que ningún empleo translaticio o m etafórico tendería, en principio, a traicionar. Digo «en principio», porque este es sólo un respeto p rim ario y espontáneo de la lengua, pero no una constricción que no se vea ven­cida de hecho en el a rb itrio secundario y delibera­do de la ac titud lúdica o literaria , y porque incluso en la lengua com ún hay ejem plos de traición: así no puede caber duda de que el núcleo conceptual de la palabra «sierra» es la función que desem peña, y, sin embargo, es, p o r el contrario, la fisonom ía descripti­va lo que se ha tom ado para llam ar «sierra» a una cordillera; aunque tam bién hay que advertir que ha sido justam ente el rasgo fisonóm ico m ás estrecha­mente vinculado a la función, la característica efi­caz —esto es, no el bastidor, no el torniquete, no la hoja, sino la dentadura de dientes triangu lares— lo

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que ha ido a conservarse en la transposición. Por lo demás, puesto que las cordilleras carecen de función, la determ inación funcional de la sierra del carp in ­tero es ignorada pero no contradecida. Esto no qui­ta para que incluso entre las m etáforas de la literatura sea raro ver aparecer una aplicación, si no que ignore, sí, al menos, que contradiga ese últim o predicado que constitu iría el p resunto núcleo del concepto. Cuando Unamuno dice «rubí encendido en la divina frente», usando «rubí» no para unos labios, sino para un astro, sigue conservando del rubí pre­cisam ente el momento predicativo de «rojo» —pues­to que A ldebarán es una estrella de color rojizo—, m ientras que de su «género», el de «piedras precio­sas», no conserva el de «valioso», sino el de «reful­gente». Ahora bien, habida cuenta de que durante una época, m ás o m enos larga, de la relojería se han usado rubíes —y no por capricho estético, sino por una pura razón técnica— para form ar los cojinetes de los ejes del reloj, nada habría tenido de extraño que hoy, aun cuando el rubí hubiese sido sustitu ido totalm ente —cosa que ignoro— en esa m ism a fun­ción por otros m ateriales de otro color, nos hubiése­mos encontrado con la palabra «rubí» para designar los cojinetes en el léxico de los relojeros. Al menos no otra cosa es lo que en la lengua común le ha ocurrido realmente a la palabra «pluma». Pero en tal caso ese «rubí» idéntico a «cojinete de reloj» esta­ría totalmente expatriado de su grupo originario —el de «piedras preciosas»— y habría recibido plena ciu­dadanía en el grupo «piezas del reloj», teniendo en­tonces exclusivamente por predicado imprescriptible de su núcleo conceptual el que define la función que «•litre estas piezas se le asigna. Así, en efecto, hoy no podemos considerar «pluma (de escribir)» como una acepción de una única palabra «pluma» que inclu­yese tam bién la de «pluma (de ave)», sino como un puro homófono de esta otra palabra. No queda ras­

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tro, que no sea el etimológico, de ligazón alguna entre los dos conceptos, y no ha lugar ya, por lo tanto, a hablar siquiera de acepciones. Todo esto es conocido y está de sobra tratado en m uchas partes y sólo sirve aquí para indicar las precauciones con que hay que tomar en este asunto cualquier alegación etimológica: hay, por lo menos, cuatro cosas que tienen, en diver­sa medida y de distinto modo, algo que ver entre sí, pero que no deben mezclarse sino según los límites de sus verdaderas relaciones; 1 : las metáforas ocasio­nalmente improvisadas por un hablante singular, 2 : los «sentidos figurados» de una palabra m ás o me­nos consagrados en el público consenso, 3: las acep­ciones de una misma palabra —en las que se habrá perdido o no habrá habido nunca un sentim iento de figura— y 4: las aparentes m etáforas con que nos en­contram os en la etimología (caso de «pluma»). Digo «aparentes» porque en el acto originario de denom i­nación que dio lugar a la actual palabra «pluma (de escribir)» no se hizo absolutam ente ninguna m etáfo­ra lingüística: la m etáfora la hizo la plum a m ism a al pasar del ala del ganso al escritorio de su amo y de la función de volar a la de escrib ir y la rem ató la téc­nica de la escritura al reem plazar la plum a de ganso por un aparato de punta m etálica en el lugar in stru ­mental de esta última función. Aquí no ha habido más que un trasiego de cosas y funciones, y una m etáfora es un trasiego de palabras. Por eso dudo incluso de que la relación que lo que se num era con el 4 pueda guardar con lo que se num era con el 1, el 2 y el 3 sea, de algún modo, una realidad capaz de ofrecer otro in­terés lingüístico que no sea el de la m era precisión de límites que introduce cualquier discriminación ne­gativa. Lo que propongo yo aquí con todo esto es aña­d ir a estas cuatro cosas (o sólo a las tres prim eras, si es que la cuarta ha de ser discriminada) una quinta (o cuarta) cosa que pretendo distinta de las otras: la para mí presunta metáfora improvisada de los niños.

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La hipótesis era, pues, la de que m uchas aplica­ciones de palabras por parte de los niños que sue­nan en los oídos del adulto como usos m etafóricos no tienen, en el sentido subjetivo, ningún carác te r de metáforas, esto es, no son figuras buscadas y en­contradas, con mayor o m enor fortuna, por un acto reflexivo de la fantasía pictórica, sino aplicaciones directas, inm ediatas, propias, del concepto tal como vive en esos m om entos en la mente; acciones p rim a­rias y autóctonas de la palabra m ism a y no m anu­facturas secundarias y deliberadas de un ingenio que ha aprendido a m anejarla y a servirse de ella, por así decirlo, desde fuera; pues la m etáfora no es un rayo directo que la lengua proyecte sobre el objeto actual de referencia, sino un reflejo indirecto en que el hablante tiene que intervenir de m anera conscien­te y deliberada, sosteniendo y dirigiendo con sus pro­pias manos el espejito m ediador. La metáfora, como su propio nom bre indica, supone una traslación; pero sólo puede trasladarse aquello que ya está en un lugar determ inado, lo que para una palabra quie­re decir e s ta r explícitam ente adscrito a una deter­m inada esfera m aterial; la m etáfora propiam ente dicha, esto es, la del adulto, presupone una clara cla­sificación, especialización y d istribución del in stru ­mental: «Estas son las herram ientas del herrero, estas las del carpintero, estas las del albañil, etcéte­ra». Pero el niño del carp in tero llam ará «escofina» tanto a la escofina de su padre como a la lima del herrero de una m anera sem ejante a como nosotros llamamos «circulación» tanto a la de la sangre como a la de los autom óviles. «Circulación» no es, por lo menos a este nivel, una palabra adscrita a ninguna esfera m aterial determ inada y ninguno de esos dos empleos puede llam arse metafórico, o al menos m ás m etafórico que el otro, en cuanto que tal palabra no tiene firm ado ningún contrato en exclusiva ni con la esfera de la fisiología ni con la del tráfico rodado.

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En estos casos de «circulación» no se trata, por tan­to, de empleos figurados, pero sí de acepciones;2 así pues, la com paración vale tan sólo para d istinguir de las m etáforas los discutidos usos «impropios» de los niños, y no debe llevar a equipararlos a las acep­ciones; éstas son usos recibidos en la lengua y san­cionados en el público consenso, m ientras que aquéllos serían aplicaciones im provisadas y novedo­sas y, en este sentido, estarían objetivam ente m ás próxim os a las m etáforas ocasionales del adulto.

Penúltimo ejemplo: la m ism a niña de los dos ejem ­plos del principio, en una edad todavía m ás tem pra­na —antes de los tres años—, entrando en la casa de fieras por p rim era vez y nada más franquear con la m irada los barro tes de la p rim era jaula, en la que se hospedaba precisam ente el tigre, se pronunció al instante sin titubear: «un gato». Por otros testim o­nios he sabido que esto de llam ar espontáneam ente «gato» a algún felino no es cosa insólita en los ni­ños. Yo, por mi parte, no corregí el «error» y aún sigo pensando que no hay que lam entarse sino congratu­larse ante un reconocim iento semejante. En efecto, esta identificación inm ediata no revela sino la vita­lidad, la carga predicativa, del concepto, su capaci­dad de atracción y de anexión y, aunque a prim era vista parezca lo contrario, la fuerza de discernim ien­to de que goza en la mente de esos niños la figura secreta vinculada a la palabra «gato». Sólo es apa­rentemente paradójico el que una anexión pueda ser demostrativa del poder de discernim iento de un con­cepto; pero basta pensar que un grado bajo de inten­

2. Quizá tampoco «acepciones», pues la idea de acepciones pa­rece sugerir dos o más especializaciones y no, como parece el caso «circulación», falta de cualquier esfera material de aplicación determinada. Compárese, sin más, con el uso que acabo de hacer de «aplicación» y el empleo de esta palabra cuando hablamos de la «aplicación» de un estudiante; aquí sí hay una genuina acepción. (Nota del 29 de diciembre de 1991.)

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sión («comprensión» de los escolásticos) no puede confundirse con falta de actividad o de firm eza por parte de las notas que com prenda: baja intensión quiere decir tan sólo escaso núm ero de notas, pero no debilidad o vacilación por parte de las mismas; el concepto no es como un ejército que es tanto más fuerte cuanto mayor sea el núm ero de soldados. Todo acto colector por parte del concepto com porta siem ­pre un acto selector. Sacrificar en aras de la riqueza léxica y de la «propiedad» esa segura y fecunda ca­pacidad de aprehensión de un reducido grupo de ca­racteres fisonóm icos abstraíbles, y por lo tanto activos como espoletas prontas a sa lta r ante solici­taciones m ás débiles que la orig inaria —es decir, a despecho de variantes insólitas e innovadoras respec­to del m odelo de aprendizaje— sería tal vez inh ib ir una capacidad cognoscitivam ente irreem plazable, destru ir la transparencia del concepto, atom izando lo dado y lo posible en una opaca pluralidad unidi­mensional. El discernim iento clasificatorio que im ­plica la aplicación al tigre de la palabra «gato» es tal vez m ucho m ás im portante para el conocim iento que cualquier cosa que pudiese aportarle el cultivo de la riqueza de vocabulario. Por lo demás, tam bién en la taxonomía clásica de los naturalistas puede en­contrarse m ultitud de ejemplos en que el nombre vul­gar del antiguo conocido ha sido habilitado como nombre titu la r de toda la fam ilia (de suerte que para designar al así erigido en epónim o se ha acudido al recurso de repetir dos veces —una como determ ina­do y otra como determ inante— aquel nombre vulgar: «lynx lynx», «rattus rattus», «dama dama»). Si yo di­jese «el caballo rayado», ¿quién no me entendería? La prim itiva figura secreta del gato se ha perfilado en un grupo muy restringido de anim ales y se com ­pone solamente de los rasgos que le bastan para iden­tificarse en m edio de ese grupo: la esfera m aterial de los anim ales dom ésticos. La figura secreta del

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gato, su imagen conceptal, es una fisonom ía sin té ti­ca constitu ida exclusivam ente por los datos diferen­ciales decantados por las discrim inaciones que han sido necesarias para una identificación a suficien­cia en el seno de esa esfera. Así pues, lo que ha deci­dido cuál tenía que ser el conjunto de rasgos que ha venido a form ar la o rig inaria figura secreta del gato ha sido la composición concreta de la nóm ina «ani­males dom ésticos», el repertorio finito de los carac­teres fisonóm icos que de hecho funcionan en el reconocim iento de cada uno de los personajes ins­critos en sem ejante dram m alis personae. A la c ir­cunstancia de hecho de que en ese reparto no figure ningún otro felino es a lo que se debe el que la figu­ra secreta del gato no contenga más rasgos que los comunes a todos los felinos y venga a coincidir prác­ticamente con la imagen virtual, con la fisonomía ge­nérica, de la felinidad; si en dicha nóm ina hubiese figurado otro felino, es muy posible que el concepto de gato resultante no habría tenido entonces la ca­pacidad de ser solicitado a la vista de un tigre, de a traer y anexionarse su imagen sensorial.

Último ejemplo: la m ism a niña, y unos m eses an­tes del ejem plo precedente, al ver una entrada de to­ros encim a de la m esa dijo: «¡Qué duro m ás raro!» (todavía los duros eran de papel, y ella llam aba «du­ros» indistintam ente a todos los billetes de dinero cualquiera que fuese su valor). Lo interesante de este ejem plo es que perm ite añad ir al an te rio r la obser­vación com plem entaria de que m ientras por una parte la tolva de entrada de una identificación fiso- nómica es siem pre m ás ancha que los lím ites dados por los modelos de aprendizaje, pues la figura secre­ta del «duro» era capaz de a traer hacia sí especím e­nes nuevos, aberran tes de la imagen positiva de los originarios, no im pedía que saltase a la vista, al m is­mo tiempo, el ca rác te r fronterizo, por así decirlo, de este nuevo ejem plar, como si su distancia del centro

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fuese una especie de tensión, de tirantez, que, a des­pecho del reconocimiento, no dejaba de poder ser re­gistrada. Un duro, sí; pero raro; la facultad de identificar no entorpecía la de extrañar. En mi opi­nión lo últim o que habría que tem er de la pobreza léxica de un niño es que pueda em bolar su d iscerni­m iento perceptivo; y cuando dice «gato» ante la jau ­la del tigre o del leopardo no hay que concluir que su m irada está aplicando la m ás torpe y m ás basta de las lentes, sino que su concepto de gato se encuen­tra todavía en un nivel más alto de generalidad, un escalón o dos m ás a rr ib a que el nuestro.

En todo lo que antecede no hay m ás cosa segura que la m era certidum bre de hecho de los cuatro ejemplos tomados del natural; el resto, todo el con­junto de consideraciones que a p a rtir de ellos se organiza, podría e s ta r equivocado. Pero de ser apro­xim adam ente cierto parece que vendría a contrade­cir, en lo que al aprendizaje de los niños se refiere, la opinión de los que conciben la form ación de los conceptos com o un proceso de generalización por abstracciones sucesivas, como un despliegue paula­tino desde lo p a rticu la r hacia lo general, a través de la audición de la m ism a palabra en contextos siem ­pre nuevos. Sin embargo, detenerm e ahora aquí en la conclusión de que la idea de la generalización no parece sostenible sería, por una parte, a tr ib u ir de­m asiado alcance a unas observaciones que no se ale­jan m ucho de lo experim ental, y, por otra, d a r —como suele decirse— a toro m uerto gran lanzada, puesto que esa opinión ha sido ya desacreditada por otros con más elaborados y fiaderos argumentos. Co­m oquiera que sea, la presunción de que las aparen­tes m etáforas de los niños no son tales, sino aplicaciones inm ediatas del concepto, conduciría a reconocer el ca rác te r de generalidad como una con­dición nativa del concepto desde el p rim er instante de su alum bram iento, al m enos lim itándom e a en­

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tender por «generalidad» algo bastan te em pírico y modesto: v irtualidad predicativa, esto es, franquía de aplicación respecto de un com prom iso res tric ti­vo con el sujeto m odelo definido po r el contexto- situación de aprendizaje. Esta franquía podría lla­m arse «predicatividad» o «actividad predicativa» de un concepto, sin que im portase el u sarla tam bién para los sustantivos, ya que el nom bre com ún im pli­ca notas explicitables como predicados, y el que su función en la frase no sea en principio la de predi­car sólo es cuestión sintáctica. Lo que se entiende aquí por «predicatividad» lo ilustrará un ejemplo ne­gativo del lenguaje adulto: una palabra como «tacho­nado» tendría actualm ente, en castellano, una carga cero de predicatividad, pues, en efecto, la recurren­cia actual de esta palabra en el habla de los hablan­tes castellanos se reduce exclusivamente al contexto «el cielo tachonado de estrellas». Que solam ente esta expresión concreta sea capaz de suscitarla indicaría el grado extrem o de indigencia predicativa que su­fre esta palabra. Indigencia que sería im prudente m eterse a identificar sin m ás con riqueza de inten­sión («comprensión» de los escolásticos), por cuan­to im plicaría desconocer la diversidad de planos en que se habla de una u otra cosa. En el cielo del léxico, «tachonado» sería como un astro muerto, totalm en­te apagado, sin luz propia alguna. Si «tachonado» sólo puede esta rlo el cielo y solam ente puede ser de estrellas, esa palabra no añadiría , en verdad, el m ás pequeño com plem ento inform ativo o descriptivo a una expresión que la omitiese, como «el cielo estre­llado» o «el cielo con estrellas». Redundante, lo es tam bién cualqu ier epítesis, pero la redundancia de «tachonado» no tiene tan siquiera el valor de lo epi- tético: si «blanco» en «la blanca nieve» tampoco aña­de inform ación alguna, tiene, no obstante, el valor de enfatizar la presencia sensible de la nieve, median­te el gesto explícito de señalarnos su blancura ha­

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ciendo resonar en ella todas las cosas blancas; pero como «tachonado» carece totalm ente de otra cosa cualquiera que hacer resonar en el cielo con estre­llas hasta esa función de aspaviento expansivo de la epítesis, suponiendo que fuese la buscada, vendría a frustrarse en este caso. Podría alegarse que «blan­co» en «la blanca nieve» alcanza casi esta m ism a situación, supuesto que la nieve ha llegado a conver­tirse en paradigm a de lo blanco, pues no sólo se ha establecido la expresión «blanco como la nieve», sino que se ha form ado el adjetivo «niveo», que vale casi lo que vale «blanco»: decir «el niveo cisne» viene a ser casi tanto —o tan poco— como decir —«el blanco cisne»; pero en el casi está lo decisivo: los plomos de esa especie de instalación lum inotécnica que la función epitética sería se nos funden de pronto, como en un cortocircuito, si, cerrando el circuito por el otro extremo, se nos ocurre decir «la nivea nieve». ¡Y me­nudo chasquido, m enudo chispazo, m enudo calam- brazo, en nuestro delicado sentido de la lengua!

La generalidad, al menos en el sentido de activi­dad predicativa, sería una condición o vocación o ri­ginaria del concepto ya presente en el acto de su prim era recepción, y la restricción a esferas de apli­cación determ inadas (con el desdoblam iento consi­guiente en la m odalidad de intervención de una palabra en un contexto dado; desdoblamiento que los adultos reconocen en la dualidad «uso propio»-«uso metafórico») sería precisam ente lo que viene des­pués, por la experiencia fáctica del habla, como una especialización con carác te r de m era norm a positi­va, jurisprudencial, superpuesta a la prim itiva fran­quía del concepto. Una norm a que será, ciertamente, susceptible de infracción, como nos lo dem uestra el uso m etafórico propiam ente dicho, pero sin que ello sea como un retorno a la generalidad originaria, ya que funcionará bajo el supuesto y la conciencia de un cam bio de nivel o de m odalidad en su actuación

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significante y en la capacidad de rendim iento signi­ficativo. Con todo, si ni siquiera la m etáfora ocasio­nalm ente im provisada por un hablante singular es sentida por nadie como un puro expediente de for­tuna, como un anárquico atentado a las institucio­nes del lenguaje y a los convenios de la comunicación (ya que, si fuese así, resultaría , entre o tras cosas, to­talm ente inexplicable su rendim iento significativo, esto es, el que su com prensión por parte del oyente no dependa de nada parecido a la resolución del enig­ma de la Esfinge ni a la interpretación del oráculo de Delfos), sino como un recurso de em ergencia re­conocido y regular, tal vez no se deba a o tra cosa que al hecho de fundarse a fin de cuentas en el preceden­te de aquella prim itiva franquía de aplicación. Quie­ro decir que la m etáfora de los adultos podría ser, en tal sentido, como una luz retrospectiva sobre la situación y la naturaleza p rim aria del concepto y tam bién sobre la índole de su capacidad cognosciti­va. Y con una m etáfora va a ser, precisam ente, con lo que voy a explicar cómo lo entiendo: cualquier constelación de conceptos realm ente fecunda para el conocimiento no habrá de ser como una colección de llaves para otras tantas puertas predeterm inadas, por num erosas que sean, sino como un tal vez pe­queño juego de ganzúas capaz de a b rir siem pre nue­vas e ignotas cerraduras. Toda com paración suele hacer agua por alguna parte, y esta no iba a salirm e m ejor encarenada: en efecto, una colección de llaves diferentes es al fin y al cabo una p luralidad que ad­mite ser clasificada en tipos y subtipos, según la d is­tribución de los dientes y las mellas, y que implica, por tanto, virtualm ente, el juego de ganzúas; no obs­tante, es justam ente esta misma condición la que sal­va de la asem ia a los conceptos especializados del adulto.

El contexto-situación de aprendizaje actuaría a se­m ejanza de una esfera m aterial o cam po sem ántico

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tan sólo a efectos de fija r el núcleo interno del con­cepto, su predicado m ás inalienable, pero no en modo alguno a efectos de retener el monopolio de sus apli­caciones; por el contrario, en este aspecto ac tuaría con una extrem a generosidad, prestándose a serv ir de auténtica ram pa de lanzam iento desde la que el concepto es inm ediatam ente proyectado al exterior, liberado como una v irtualidad activa y vigilante, siem pre pronta a ser provocada y despertada a una nueva epifanía. La gran am plitud de tal proyectivi- dad prim aria del concepto resu ltaría de que éste no recibe del contexto-situación de aprendizaje más que las notas mínimas suficientes que precisa en su seno; por eso es sólo aparentem ente paradójico el hecho de que el concepto deba su generalidad precisam en­te a la particu laridad y a la lim itación del asunto o del contexto-situación de aprendizaje, en cuanto que el reducido núm ero de discernim ientos que allí den­tro ha necesitado estab lecer le perm ite m antenerse en un grado muy laxo de determ inación. Si la figura secreta del perro no estuviese com puesta solam en­te de las escasas notas que precisa en el reducido cam po diferencial que form a el grupo de los anim a­les domésticos ¿cómo cabría com prender la extraor­dinaria variedad de especímenes nuevos que, a partir de apenas unas pocas m uestras, es capaz de a tra e r y anexionar?

Revista de Occidente, enero de 1975

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Sobre el Pinocchio de Collodi

1. Lenguajes adaptados. Cuando los colonizadores dicen que los colonizados no están «m aduros para la autodeterm inación», juzgan la cosa sobre el canon de sus propias m aneras de existencia; pero, aun dan­do por bueno ese c riterio y suponiendo que respec­to de él sea cierto el veredicto, no hay que perder de vista hasta qué punto éste se ha dictado desde el he­cho de la propia colonización y a la luz de las rela­ciones por ella establecidas. Como con los anim ales domésticos, se juzga la inteligencia del colonizado principalm ente por su capacidad para entender al colonizador, para com unicarse con él. Pero ya que la lengua es el medio en cuyo seno tiene que m edir­se tal capacidad, hay que ver en p rim er lugar qué es lo que pasa con la lengua que corre entre uno y otro; y lo que pasa es que el propio colonizador em ­pieza por fija r esa lengua —que es la suya— en un estadio de aprendizaje absolutam ente grosero y ele­mental, pues, en efecto, en lugar de decirle al colo­nizado «Si fuera usted tan am able de conducirm e a Bulawayo, es taría dispuesto a pagarle hasta diez li­bras rodesianas», lo que le dice es «Mtombo llevar

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Hombre Blanco Bulawayo y Hom bre Blanco d a r dinero Mtombo». Yo no diré que haya en tal com por­tam iento una deliberada y m aligna segunda inten­ción de b loquear al colonizado en su insuficiencia para pasar los exámenes de m adurez pertenecientes al discutible criterio a rrib a mencionado; posible­mente no se tra ta m ás que del involuntario resu lta­do de un puro egoísm o práctico según el cual lo único que le im porta de Mtombo al Hom bre Blanco es que le perm ita llegar lo m ás pronto posible a Bu­lawayo, y para conseguir a u ltranza este propósito es no sólo suficiente sino incluso m ás expedita y efi­caz esa deform e lengua: «¡Pues si cada vez que uno tiene que ir a alguna parte tuviese que pararse a dar lecciones de gramática...!». Lo cierto es que cuando los colonizadores vuelven a suspender una y otra vez a los colonizados en sus exámenes de m adurez se ol­vidan de que han sido ellos mismos quienes los han fijado en el grado m ás elem ental de las asignaturas que ellos m ism os han decidido que hay que aprobar para que un pueblo se las gobierne por su cuenta, asignaturas entre las que destaca como prim era y principal la de «Capacidad para entender al Hom­bre Blanco». Lo que me im porta señalar aquí es que para fijar las jergas coloniales no basta ría la acción unilateral del habla defectuosa de los colonizados cuando están aprendiendo la lengua del colonizador; ese habla defectuosa desaparecería prontam ente, como un m ero estadio de aprendizaje, y no llegaría a cuajarse y perpetuarse en jerga colonial, si el pro­pio colonizador no la corroborase y sancionase al im itarla cuando habla con el colonizado. Las jergas coloniales son el producto de una acción recíproca, bilateral, com parable con un juego de espejos. Se d irá que desde este m ism o origen florecieron las m agníficas lenguas neolatinas —en un principio je r­gas coloniales del latín—, pero tam poco hay que ol­v idar que tardaron mil años en hacerlo. Para la

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com paración que me interesa no hacen al caso cau­sas o motivos —egoísm o o lo que fuere—, sino tan sólo el fenómeno de ese juego de espejos m ediante el cual se cuajan en general las infralenguas y las jergas especializadas no según el asunto, sino según el receptor. Sólo el asunto tiene derecho a especiali­zar la lengua común, y toda adaptación al receptor es una perversión lingüística y un acto de despre­cio, al m enos objetivo, hacia ese receptor. Así como hay un lenguaje para colonizados, hay un lenguaje para m asas, un lenguaje para mujeres, un lengua­je para niños; en ninguno de ellos tiene cabida una palabra leal.

El Pinocho es un ejem plo de cómo un lenguaje y una intención pueden echar a perder la m ás a fo rtu ­nada de las invenciones; porque felicísim os son los hallazgos del m adero parlante y del niño m arione­ta, y verdaderam ente bien tra ídas están, jun to con algunas otras, las fúnebres imágenes del caracol con una vela encendida en la cabeza y de los cuatro co­nejos negros llevando el ataúd. Sin duda a ellas debe el Pinocho, a pesar de los pesares, su universal for­tuna; y esta m ism a fortuna ha de ser la que me ex­cuse aquí de detenerm e en las alabanzas que pueda m erecer y que no harían m ás que sum arse a las de un ya antiguo y num eroso coro, para poder cen trar­me, en cambio, en los «pesares», que son dos: el len­guaje —del que ya voy hablando— y la intención, que será objeto del próxim o parágrafo. ¡Qué herm oso li­bro habría sido éste (suponiendo que fuese lícito ha­b lar así, que no lo es) si el au to r hubiese osado dejar a solas su imaginación, lim pia de o tra intención que no fuese la propia del narrar, que es evocar y tran s­m itir lo acontecido, y se hubiese atrevido a escrib ir­lo no para los niños, sino exclusivam ente para sí, lo que equivale a decir para quienquiera!

Cuando yo era m uchacho y tenía perros, en el an­sia de hacerm e com prender m ejor por ellos, me

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echaba a cuatro patas y trataba, en la voz y en el mo­vimiento, de perrificarm e como Dios me daba a en­tender; pero mi madre, al sorprenderm e una vez en sem ejante tesitura, me dijo con sorna:

—¿Sabes lo que e s ta rá n p en san d o ah o ra los perros?

—No. ¿Qué estarán pensando?—Pues estarán pensando: «¿Pero qué es lo que

hace este cretino?».Por desventura, no creo que aquellos bondadosos

cachorrillos llegasen a concebir un pensam iento así, pero al punto reconocí que era precisam ente lo que tendrían que haber pensado, y la lección tuvo un efecto radical. Desgraciadam ente, tam poco los no menos tolerantes hijos de los hom bres suelen llegar a pensar algo sem ejante de quienes creen que rem e­dándoles el habla alcanzan una m ayor y m ás honda com prensión, pero no dejaría de ser, del m ism o modo, lo m ás ju sto que podrían pensar. El pretendi­do lenguaje infantil —en la m edida en que esta ex­presión quiera sustantivarlo en vez de concebirlo tan sólo como una serie móvil de m omentos adjetivos y transitorios en el proceso de aprendizaje de una len­gua única— es una im itación de una imitación, pro­ducida y fijada por el m ism o juego de espejos que hace cua ja r las jergas coloniales: el niño no sólo rei- m ita del adulto elem entos m ás o m enos oriundos de su habla, sino tam bién elem entos que el adulto le atribuye sin fundam ento alguno, reincorporando en su habla no sólo sus propias torpezas, sino tam bién las de la m ism a im itación. Por cuanto he oído refe­rir, parece que resu ltaría bastante desoladora una investigación por esos colegios de Dios acerca de la influencia que sobre el gesto y el habla de los niños tienen las películas de dibujos de la televisión (no habladas, sino «m aulladas», como expresivam ente dice Fernando Quiñones) y sobre todo ese siniestro num erito cotidiano de «un lecado de paite de la tele».

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Por lo demás, tam poco es necesario esto, pues m u­chas veces se bastan los papás y las m am ás para fi­ja r a un niño en esa jerga durante mucho más tiempo de cuanto podría pedir el más com pleto desarrollo de sus facultades articu la to rias y constructivas, como lo dem uestra el caso harto frecuente de los ni­ños «bilingües», que, según las conveniencias del mo­mento, echan m ano ya de esa babosa jerga, ya de la lengua común perfectam ente desarrollada. Sin duda en el caso de los padres con los hijos m edia el am or —cosa que no ocurría, por cierto, en el de las colo­nias—> y el egoísmo, si es que lo hay, cobrará, en todo caso, un color bien diferente; es verdad que los imi­tan, igualmente, bajo la comezón de sup rim ir dis­tancias (con lo que, de modo sólo aparentem ente paradójico, no se hace m ás que reafirm arlas), pero tam bién porque les hace gracia el habla de sus hi­jos, aunque tal vez tam poco falte en ello un adem án de superioridad, de donde, aun a despecho del amor, vuelve a sa lir de nuevo, al menos objetivamente, el menosprecio. Lo que se hace con la lengua con la que se les habla es algo que se está haciendo con los hom­bres mismos, y si las jergas coloniales indican la rela­ción que m edia entre colonizadores y colonizados, la jerga para las m asas revela lo que se quiere que los pueblos sean, la jerga de las revistas fem eninas lo que se quiere que sean las m ujeres o lo que se pretende que son, la jerga de los círculos only men, clubs o tabernas, expresa el tris te m odelo social de los varones. Tres cuartos de lo m ism o es lo que ocu­rre con el lenguaje para niños, que es preciso d istin­guir muy bien del habla de los niños.

No quiero yo decir, ni m ucho menos, que el au to r del Pinocho haya llegado a caer tan bajo como algu­no de los ejem plos anteriores (aparte de que en la palabra escrita no se ha llegado todavía, que yo sepa, a la reproducción fonética de la jerga infantil), pero sí que es cierto que apun ta ya en él un movimiento

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de palabra claram ente teñido de ese condescendiente retintín con que el adulto viene a abajarse al presun­to nivel de com prensión de sus pequeños interlocu­tores. Estam os en 1883: la ciencia de la pedagogía se va avispando.

2. Literatura moral. A mí me im porta poco que la an te rio r objeción y en parte tam bién esta que viene ahora pongan en cuestión la posibilidad m ism a de una literatu ra para niños como un tipo específico y bien diferenciado. Si no puede existir, pues que no exista; no hay sino que regocijarse de que no exista algo cuya existencia sólo es posible en la degrada­ción. La intención era, así pues, el segundo de los pe­sares del Pinocho. La literatu ra m oral, esto es, la literatura que tiene por intención la de llevar una de­term inada convicción a la conducta, tiene ya desde antiguo sus propios géneros, desde las éticas de los filósofos hasta los libros de máximas o de aforismos, pasando por los de reflexiones o m editaciones acer­ca de este m undo y sus postrim erías; pero no pocas veces se han intentado hab ilita r otros géneros para ese m ism o objeto. El teatro, la poesía o la narración con intención moral no son nada insólito, m as no por eso dejan de ser la m áxima inm oralidad literaria. La narración debe ser am oral, como lo es su propio ob­jeto: la evocación de un acontecer; toda o tra inten­ción que no sea esta es advenediza y bastarda en sus entrañas. Claro está que esto no es m ás que un p rin ­cipio y, como todos los principios, puede ser tran s­gredido; m as para transgred ir sin m enoscabo del producto resultante, para hacer una gran obra espú­rea, se requiere un destello de talento excepcional. Collodi no lo tuvo en modo alguno.

La novela m oral es literariam ente inm oral en la medida en que la intención bastarda se interfiere con la intención legítima; esto es, en la m edida en que para servir a la ejem plaridad siempre se m anipulan,

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quiérase o no, de uno u o tro modo, los acontecim ien­tos. Se d irá que el Pinocho es una narración fan tás­tica y que, por lo tanto, no ha lugar a hablar respecto de ella de m anipulaciones. Poco entiende del arte y de la fantasía quien piense que lo fantástico no puede ser m anipulado por ser ya ello mismo, enteram ente, puro producto de m anipulación. La obra fantástica, exactam ente igual que la naturalista , tiene sus pro­pios fueros de coherencia, más estrechas, si cabe, que los de ésta, en v irtud de su propia libertad. Y aquí que nadie me provoque desplazándom e ad hoc la imagen del manipular, porque entonces diré que aun la llam ada realidad es ya ella misma, en ese caso, otro producto de m anipulación.

Pero que la novela no deba ser moral no implica, en modo alguno, que no pueda tener por tem a pro­pio los conflictos m orales de los hom bres; antes por el contrario, este es precisam ente uno de sus m ás grandes tem as y casi el único que a mí personalm en­te me interesa. Tema es, no hay por qué decirlo, algo enteram ente distinto de intención. El modelo más ca­racterizado de las novelas que tienen por tem a un conflicto m oral es el de las que podríam os llam ar «novelas de redención». Arquetípicas son entre ellas el Crimen y castigo de Dostoievski y el Lord Jim de Conrad; en am bas encontram os el esquem a puro: un pecado original como punto de partida y, como de­sarrollo, el largo cam ino hasta la redención. En el Pinocho falta un claro pecado original (a no ser que se lo considere sim bolizado en el nacim iento a par­tir de un pedazo de madera), pero no hay duda de que entra perfectam ente entre las novelas de reden­ción. Si ahora com param os entre sí las dos prim e­ras, quedará m anifiesto lo que es m anipular: en el Lord Jim obra y funciona exclusivam ente la moral de Lord Jim y él solo es el responsable y el agente de su propia redención, m ientras que en el Crimen y castigo la redención de Raskolnikov es algo a todas

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luces querido y dirigido por la m ano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que el Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un mediocre folletón, en tanto que el Ijord Jim es una obra m aestra.

Pero en el Pinocho encontram os, adem ás de la ma­nipulación de los hechos en aras de la ejem plaridad, algo peor todavía: la inclusión de enunciados m ora­les mondos y lirondos. Véase un ejemplo:

«En este mundo los verdaderos pobres, merecedo­res de asistencia y compasión, no son más que aque­llos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos.»

En la lectura se echará de ver hasta qué punto la inserción de frases como esta —aunque artificiosa­m ente puestas, en otros casos, en boca de los perso­najes— rajan com pletam ente el espacio y el tiem po narrativos, com o si de improviso el propio au to r sa­case la cabeza desgarrando el papel de la página para espetarnos, casi oralm ente, tal admonición.

3. Im venganza del arte. Pero con la m anipulación de los hechos el au to r del Pinocho ha tenido un fra­caso casi tan sonado como el de Jorge M anrique con sus fam osas Coplas. Y es que la m usa se venga del que pretende violentarla im poniéndole intenciones extrañas a la del arte. De la m anera m ás explícita pretenden ser las Coplas una adm onición para que apartem os nuestro deseo y nuestra m irada de lo pe­recedero y los volvamos hacia lo perdurable. Pero el demon del a rte quiso que el puñado de estrofas que, en medio de versos m ediocres y hasta lam entables, alcanzan el hechizo fuese precisam ente el que tañe el fantasm a de lo perecedero. H asta las dos figuras con que se ilustra la caducidad con el propósito de que m enospreciem os lo perecedero y apartem os

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de ello nuestra querencia y nuestro corazón tienen una delicadeza y un encanto que no hacen sino en­carecérnoslo del modo más arrebatador: «¿qué fue­ron sino verdura de las eras?», «¿qué fueron sino rocíos de los prados?». El lector sale de la lectura del poem a absolutam ente dispuesto a da r la E tern i­dad a cam bio de que le fuese dado ver siquiera por la rendija de una puerta las fiestas de los Infantes de Aragón, poder escuchar, fuese tan sólo desde el últim o rincón de las caballerizas, «las m úsicas acor­dadas que tañ ían».1 Pero si a Jorge M anrique el arte se le volvió en contra en el terreno de la intención, inviniendo diam etralm ente en su poem a el p reten­dido efecto de encarecer lo perdurable y minusvalo- rar lo perecedero (en lo que al fin no fue tan cruel la venganza de la m usa, pues, aunque fuese en con­tra de sus intenciones pedagógicas, le dejó al m enos esas em briagadoras estrofas que son el m ás encen­dido canto a lo que está m arcado por el sino de la caducidad), a Collodi se le revolvió, en cam bio (y sin un consuelo análogo), en el registro de la credibi­lidad.

Las m etam orfosis son peligrosas. Collodi quiso hacer de la del m uñeco de m adera en niño de carne y hueso corona y prem io de la redención de su c ria ­tura. Observemos que ese niño de carne y hueso que aparece al final no es m ás que un niño, un espe- cim en del Bam bino Qualunque, nivelado en anóni­mos caracteres por el rodillo de la pedagogía; y la prueba de la intencionalidad pedagógica de sem e­jante m etam orfosis está explícita en el hecho de que el autor, en lugar de decir «un niño de carne y hue­so», diga siem pre un bam bino perbene, esto es «un niño como es debido». Pero las m etamorfosis son pe­ligrosas. En los cuentos encontram os un sinnúm ero

1. Esta fue la primera expresión de lo que más tarde desarro­llaría extensamente en el ensayo «El caso Manrique», que puede leerse más abajo en págs. 186-241.

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de ellas, pero tan sólo de las dos clases siguientes: o bien —como cuando el propio Pinocho se transfor­ma en borriqu ito— la m etam orfosis es un estado transitorio de desfiguración del aspecto sensible ver­dadero, que al final se recupera, o bien es un castigo para siempre. El paso de peor a m ejor es siem pre una segunda metamorfosis que deshace otra anterior y, por lo tanto, un retorno, un rescate, una liberación; el paso de m ejor a peor es siempre, eterno o transi­torio, un castigo. La concepción de la identidad que se halla im plícita en la ley del a rte prohíbe una m etam orfosis de peor a m ejor que no opere como retorno a la figura verdadera desde el estado subsi­guiente a una m etam orfosis anterior. La pérdida del sem blante verdadero es un estado de ocultación, y el verdadero sem blante tiene que haber sido sensi­ble antes alguna vez; no se puede alcanzar por vez prim era. El rostro no es el espejo del alma, sino el alm a misma. El que lo pierde la ha perdido, el que lo recupera la ha redimido. Pinocho nace muñeco de madera; esa es su p rís tina y, por lo tanto, auténtica figura. De que la pierda, herm osa o fea —sea por ci­rugía estética o por cirugía pedagógica—> jam ás po­drá hacerse un premio. (Incluso a propósito de las metamorfosis de rescate recuerdo la indignación que me produjo el final de una, por lo dem ás herm osa, película francesa que, sobre un guión de Cocteau, re­cogía el cuento de La bella y la bestia. Era algo absolutam ente intolerable cuando al final aquel mag­nífico, hum eante, doliente, lúbrico gatazo, tan in­finitam ente hum ilde en su desesperado am or de m onstruo, se transform aba escandalosam ente ante nuestros ojos en la rayante y olím pica figura del be­llo Jean Marais.)

Contra los fueros del a rte no sirve querer. En la magia, para lograr una m etam orfosis no basta la vo­luntad de producirla: hay que saber el arte. En la li­teratu ra tres cuartos de lo mismo: no bastan los más

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voluntariosos em peños del autor: hay que saber el arte. En vano el buen Collodi po rfiará en decirnos que ese niño de carne y hueso que aparece al final sigue siendo Pinocho, porque replicarem os: «Bueno, esto lo escribe usted porque le da la gana, pero no es así». El au to r miente: ese niño no es Pinocho, ¡qué lo va a ser!, ese niño es un vil sustituto, un impostor. La m usa no ha consentido que se logre y se cum pla el villano atropello pedagógico de sem ejante m eta­morfosis: nadie se la cree. No ha habido ninguna me­tam orfosis, sino la más burda de las sustituciones, el más chapucero de los escam oteos. Si fuera de los dom inios del a rte la pedagogía logra a m enudo el allanamiento, uniform ación e integración del que no es según el m undo quiere, el a rte se ha negado a ha­cerse cómplice de la discrim inación, segregación, ex­pulsión o destrucción del niño diferente, im plícita en esa m alograda m etam orfosis; haciéndola fraca­sar del modo m ás estrepitoso, sus fueros se han rebelado a la im posición y a la im postura de la pe­dagogía, y Pinocho sigue siendo aceptado, acogido, celebrado y am ado entre nosotros, en toda su dife­rencia y su singularidad, en toda su au tén tica iden­tidad de verdadero niño de m adera.

Escrito y publicado como prólogo del libro Las aventuras de Pinocho, de Cario Collodi, versión castellana de M.a Esther Benítez Eiroa, Alianza Editorial, Madrid, 1972

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La predestinación y la narrativ idad

I. No es a una revisión del juicio de valor —desfa­vorable ya desde un principio— a lo que me ha lle­vado hoy la rem emoración de la película Revuelta en Haití, que vi en los tiem pos en que aún iba al cine. Ir al cine, como una acción muy caracterizada, no es ver esta película, sino casi precisam ente lo con­trario. En lo segundo, por débiles que sean los funda­mentos de la decisión —no pocas veces sim plem ente un títu lo—, se tra ta siem pre de una acción intencio­nalm ente positiva, dirigida a un objeto específico dado, al que se liga, en un mismo movimiento, la pro­pia determ inación de ir al cine, m ientras que en lo prim ero tal determ inación queda como un m omen­to previo y separado, que proyecta ante sí un lugar vacío, para el que, en un segundo acto, se elige —y con frecuencia ni esto tan siquiera— una película de­term inada; la cual, por eso mismo, queda desposeí­da de su especificidad, al subsum irse en el sim ple papel de im plem ento ocasional para un vacío prees­tablecido en una decisión enteram ente independiente de ella. Ir al cine es lo que con tan cínica y am arga lucidez acertaron a carac terizar aquellos novios co­

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nocidos míos, cuando, al encontrárm elos por la ca­lle una tarde de domingo, me dijeron: «No encontra­mos un cine donde ahorcarnos». Y así como no parece verosímil suponer que haya sido el hallazgo de un árbol determ inado, po r herm oso que fuese, lo que haya promovido alguna vez la decisión de aho r­carse, así tam bién el que se elija con mayor o m enor grado de exigencia —expediente, a menudo, para di­sim ularse a sí m ism o el carác te r inerte y gratuito de la acción— o se deje del todo de elegir es algo que no tiene relevancia alguna una vez que la acción de ir al cine se ha configurado y definido enteram ente al m argen de su posible contenido concreto y singular, como una acción genérica a la vez que intransitiva, respecto de la cual cualqu ier película, por herm osa que sea, se transm uta —como el árbol del ahorca­do— de objeto en instrum ento y se convierte en un ente fungible e indefinido; pasa a ser, justam ente, «una película cualquiera». Por lo demás, sem ejante actitud intransitiva, como inversión form al de los contextos, se halla tan d ifundida en las acciones de los hom bres, que es con frecuencia la que adoptan hasta para casarse. ¿Qué o tra cosa sucede cuando se «busca esposa»? El proyecto y la determ inación del m atrim onio anteceden entonces a la propia a p a ri­ción de la persona —y el papel de esposa se lanza por delante como un lugar vacío, o vacante a cu­b r ir—, la cual, por esta m ism a circunstancia orig i­naria, difícilmente llegará, en los largos años de vida conyugal, a aparecer del todo como persona en sí a los ojos del esposo —en tanto que otras, p resun ta­mente m ás afortunadas, que no fueron buscadas en principio (y observa la incongruencia de este predi­cado: si no se me conoce, no se me busca a mí) se busca un hombre) en la dem anda de tal plaza vacan­te, ni elegidas para ella, sino halladas sim plem ente en la plena y ab ie rta indeterm inación contextual de la persona, desaparecen, a su vez, rápidam ente, por

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la acción corrosiva del contexto, van borrando sus rasgos personales bajo el vitriolo del papel de espo­sa. La diferencia, pues, en tre las dos acciones con­templadas —la de ir al cine y la de ver esta película—, positivísticamente indiscernibles pero completam en­te opuestas en su sentido real, da lugar a dos form as totalm ente d istin tas de vigencia de una m ism a pelí­cula en el ánim o del espectador, en cuanto que se tra­ta de m aneras inversas de ponerse en relación con ella. Pero la form a de vigencia que resulta de ir al cine —actitud infinitam ente m ás frecuente que la opuesta— repercute a su vez, de m anera decisiva, en la propia producción, dejando al m argen la cuestión de si a la postre es el consum o el que se ha configu­rado en un principio como su reflejo, pues en fenó­menos circulares como éste no tiene m ucho sentido, en lo que aquí interesa, decidir qué fue antes, si el huevo o la gallina, siempre que se distinga, claro está, entre las condiciones económ icas de la producción y el consum o cinem atográficos en cuanto tales, que es lo único de que aquí se habla, y las condiciones económicas generales de los espectadores. Al orien­tarse fundam entalm ente la producción de películas conform e a la dem anda de los espectadores del tipo de ir al cine, ya la propia invención es suscitada no ya por el objeto —de la tierra, del cielo o del infier­no— al que hagan referencia, sino por el lugar vacío que las reclam a, y se plasm a conform e a sus princi­pios de genericidad y de fungibilidad: el repertorio iia de ser am pliam ente intercam biable, y todos los ingredientes se vuelven implementos para lugares va­cíos invariantes y preestablecidos, como se manifies­ta en las fórm ulas usuales: «Ella es una chica tal y cual...», «Él es...», «el bueno...», «el malo...», etc. Se llegará así a productos extrem adam ente incapaces de susten tar la o tra función —la que les correspon­dería en el contexto de ver esta película—, alcanzan­do con ello la aplastante uniform idad de la industria

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cinem atográfica .1 Producción y consum o convergen y se condicionan m utuam ente a través del lugar va­cío en que se encuentran y que podría tal vez sim bo­lizarse por el precio de la localidad. El que pretenda saber lo que es el cine y conocerlo en sus posibilida­des tendrá, pues, que enfrentarse en prim erísim o lu­gar con estas evidencias, sin apartarse al idílico y vano panoram a de quienes piensan en él como si fue­se una form a cultural antes que un fenómeno social, como si fuese un arte antes que un comercio. Pero volvamos a Revuelta en Haití. La evocación, decía, de tal película, que sin propósito y por mero enca­denam iento asociativo se me ha venido a las m ien­tes esta tarde, no me ha conducido a revocar ningún dictam en favorable (todavía está por la prim era vez que revoque uno adverso, lo cual no ha de achacarse a la especial acedía de mi carácter, sino al ca rác te r siem pre crítico de tales revisiones), sino a caer en la cuenta de un preciso valor de sentido tácitam en­te adscrito al mero orden de sucesión expositivo o narrativo, al m argen de la cualidad intrínseca de los hechos narrados en sí mismos, y que se liga a la convención de concebir la narración como un todo completo y unitario: se tra ta , en una palabra, del fenómeno, por todos espontáneam ente asum ido y acatado —aunque no reflexivamente postulado ni m edido en sus alcances—, de que una sim ple inver­

1. Desde hace unos diez o doce años, época en que mi asisten­cia al cine ha ido disminuyendo conforme venia creciendo mi irri­tación contra el género y mi irritabilidad ante sus engendros singulares, me ha dado por reparar en la inmensa cantidad de pe­lículas (acaso superior a un 60 o 75 por ciento) que empiezan —a menudo con la simultánea superposición de los letreros— con un vehículo, generalmente un automóvil, en movimiento hacia el lu­gar donde va a empezar la acción. Ningún testimonio más deso­lador que este de la cobardía, la falta de imaginación y la sepulcral banalidad y nulidad de tal pretendido «séptimo arte». (Nota del 30 de diciembre de 1991.)

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sión de dicho orden sea capaz de provocar una total revolución del contenido intencional.

II. La película, como su propio títu lo sugiere, tra ­taría de la liberación de Haití, la prim era república de América del Sur, la cual, con una gran mayoría de negros y m ulatos y —paradójicam ente— a los acordes de la M arsellesa, arrancó, como es notorio, su plena y definitiva independencia justam ente de manos del naciente poder de Bonaparte. (No se en­tiende muy bien, por consiguiente —cosa que se me ocurre sólo ahora—, por qué el títu lo habla de «re­vuelta» y no francam ente de «revolución». ¿Tal vez porque «revuelta» se inscribe m ás en la ahistorici- dad de las h istorias de aventuras —«no turbem os al pueblo con la Historia»— y perm ite m ejor las espon­táneas sugestiones épicas en el alm a de los especta­dores?) Pero esos acontecim ientos están contados y enfocados desde la anécdota del consabido anglosa­jón que, llevado al lugar po r la invisible m ano del destino, se ve de pronto arrebatado en el torbellino de la situación y acaba jugando en ella un papel ac­tivo y relevante; o, m ejor todavía, están habilitados para sim ple m arco de su peripecia, usados como mera ocasión de sus hazañas.

Pues bien, al recorrer, no recuerdo con qué preci­so cometido, las selvas de la isla, levantada en armas, nuestro héroe venía a tener dos encuentros decisi­vos, uno al comienzo y otro al fin de su odisea —la cual abarca la m ayor parte de la h isto ria—: el p ri­mero de ellos era con un m ulato abyecto y sangui­nario, que, para toda suerte de desm anes, m andaba una cuadrilla de idóneos forajidos (si escribo «ab­yecto», «forajidos», etc., no es porque yo acostum bre a usar estas palabras para nadie en este mundo, sino porque así se lo tenía escrito en la frente —m ediante una serie de rasgos fisonómicos, gestuales o de acti­tud que m ás adelante designaré como «índices es-

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catológicos»— el propio director de la película), y de cuyas garras logra el protagonista escabullirse, gra­cias a su astucia, quedando, sin embargo, tan mal im­presionado com o es de suponer al respecto de tal revolución; el segundo de los encuentros era, en cam ­bio, con un austero y venerable negro de barba y pelo blancos, que no resulta ser sino el mismísimo, h is­tórico, Toussaint Louverture —o sea, el Máximo Gó­mez, como quien dice, de la segunda Antilla—, tópicam ente pintado como el tipo del patrio ta maz- ziniano, iluminado, virtuoso y pa te rnal,2 con la in­tención, tam bién en este caso, de indicar sin equívoco posible qué es lo que hay que pensar y sen tir respec­to de él desde el instante m ism o en que aparece; y quede aquí tam bién para el final hab lar de este que podría denom inarse «calvinismo cinem atográfico» y aun épico en general. El punto que me interesa es el siguiente: que la «verdadera» revolución es enton­ces autom áticam ente, y tanto para el protagonista cuanto para el espectador, la representada por el se­gundo personaje, y esto únicam ente por el hecho de haberse m anifestado en últim o lugar; es decir, que el valor intencional de la película depende exclusi­vamente de un factor de sucesión, o, dicho en len­guaje técnico, de un elem ento de montaje. Y aun, a mayor abundam iento, conviene señalar que si la re­lación ordinal entre los dos encuentros pertenece, para la peripecia del protagonista, al orden n a rra ti­vo, resu ltaría corresponder, en cambio, a un orden m eram ente expositivo si los considerásem os desde el punto de vista de la situación ambiente, toda vez que am bos personajes se hallan ya sim ultáneam en­te presentes en su seno, como representantes de la

2. En los mismos días de 1991 en que, al cabo de tantos años, repaso este texto ha sido recibido en Madrid, con todos los hono­res, Nelson Mandela, quien al prestigio de sus casi tres decenios de prisión añade una figura de anciano negro de extremada be­lleza y dignidad que me ha recordado al Louverture de la película.

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revolución, y sólo se suceden en el orden de conoci­miento contingentem ente dispuesto por los hados para el protagonista y el espectador, de suerte que este factor, deliberadam ente m anejado desde fuera a efectos de determ inar el sentido de la historia, se viene a d isfrazar precisam ente de lo m ás interno, de la m ás azarosa —y por ende, a la vez, m ás nece­saria— facticidad. Si se invirtiese, en fin, ceteris paribus, el orden relativo de los dos episódicos en­cuentros, la «verdadera» revolución pasaría a serlo entonces la del feroz mulato, una revolución pura­mente rapaz y destructiva, y, por tanto, una «falsa» revolución —dado que como falso se suele descuali­ficar cuanto por bueno no es tenido—, a la que, na­turalm ente, nuestro héroe negaría todo apoyo y adhesión; en tanto que, por su parte, el buen Tous­saint vendría a trocarse en un pobre visionario, en un hom bre de paja, en un santón, lleno sin duda de nobles ideales, pero com pletam ente desbordado por la realidad, en su incapacidad para ver lo que hay debajo, y su revolución sería una vana apariencia ine- sencial, un fenómeno de superficie: como tal se re­velaría al protagonista —y a los espectadores— en el encuentro u lterio r con el mulato, que tom aría va­lor de desengaño y representaría la aparición de la verdad.

III. ¿Cuál es la convención tácitam ente im plicada en todo esto? Se tra ta de un esquem a form al auto­m áticam ente proyectado por la actividad in terp re­tativa de los espectadores, de una clave herm enéutica preestablecida y no por irreflexiva menos a rb itra ria que cualquier o tra convención. Por supuesto que todo género literario —y aun el lenguaje m ism o— se constituye com o convención y desarrolla incluso, en el in terior de su sistema, convenciones especiales. (Tal era, por ejemplo, el aparte del teatro, que con­sistía en abstraer absoluta o relativam ente —o sea,

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con respecto a todos o sólo a algunos de los perso­najes presentes en escena— la audibilidad de una de­term inada frase, en hacerla «no oída» —como era no oído ni visto, para los personajes de la acción, el na­rrador, el cual se hallaba, sin embargo, físicam ente en escena, pero como en otro plano de existencia, que no era tampoco el de los espectadores—; para lo cual se servían los actores de determ inados signos de puntuación, que, como tales, se apoyaban en otra convención suplem entaria, según la cual no eran en­tendidos como gestos del personaje, sino leídos como señas del actor: volver la cara hacia los espectado­res —sólo para el aparte absoluto— o rodear la boca con la m ano en arco vertical —con la concavidad en el dorso o en la palma, form as que acaso hayan ten­dido, a su vez, a especializarse para el aparte abso­luto y el relativo respectivamente. Y es digno de no tar cómo esta seña recuerda justam ente la figura del pa­réntesis, el cual tal vez no sea sino su descendiente gráfico. Hoy los autores han dado en repud iar tan inocentes artificios, cual si no fuese artificio el tea­tro todo.) No será, pues, la convencionalidad por sí m ism a la que pueda hacer ilegítimo un recurso, sino su form a y lugar de interferencia; el que aquí nos ocupa ejerce en las en trañas del relato una función solapada y paradójica, y su precisa convención pue­de ser form ulada como sigue: «Entiende lo prim ero en el orden como la superficie y lo segundo en el o r­den como el fondo (A); entiende la superficie como la apariencia y el fondo com o la verdad (B); y por lo tanto, lo p rim ero en el orden como la apariencia y lo segundo com o la verdad (C); de suerte que si en­cuentras contradicción en tre lo prim ero y lo segun­do, deberás atenerte a lo segundo (D)». Podría, de hecho, en lo que aquí interesa, haberm e lim itado a las dos ú ltim as cláusulas —C y D—> ya que contie­nen la convención que basta, pero ello hab ría sido hacer las cosas m ás a rb itra ria s aún de lo que son;

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( no es a rb itra ria por sí m isma, sino que surge con­gruentem ente como producto o consecuencia de A v de B, que en realidad la justifican y sustentan, al par que nos perm iten descubrir una m anera típica v universal de concebir la narración. Por o tra parte, H debería figurar quizás en p rim er lugar, por ser la convención realm ente extrínseca y prim aria; si le he antepuesto A, ha sido en nom bre de que sólo ésta vie­ne a ponernos directam ente en contacto con el m e­dio narrativo.

IV. Según la prim era cláusula, la narración sería concebida como una suerte de penetración en las en­trañas de algo organizado en form a de cebolla: así como el cuchillo que co rta una cebolla toca prim e­ro las capas más externas y después las más in ter­nas, así tam bién los prim eros episodios del relato serán in terpretados com o contactos con la superfi­cie, y los postreros como contactos con el fondo. Aun suponiendo que semejante configuración fuera correc­ta, de hecho —com o he indicado—, en el caso de Revuelta en Haití, fondo y superficie resultan de una organización m eram ente episódica de la m ateria, esto es, no de una penetración por su espesor, sino de una excursión por su extensión: lo prim ero es so­lamente lo prim ero que se ha encontrado y hecho reaccionar. Pero al hab lar de fondo y superficie es­tam os im plicando que se tra ta de una sola cosa; al m ismo tiem po se supone que una sola cosa no pue­de tener m ás que una única verdad. Por otra parte, lo concebido como una sola cosa no es la h istoria narrada —a la que, por supuesto, tam bién se la con­cibe como una—, sino el objeto por cuyas en trañas se imagina esa historia penetrar; de la naturaleza y la unidad de objeto sem ejante —un objeto que pue­de es ta r com puesto de hechos contradictorios entre sí— sería casi imposible decir directam ente algo pre­ciso; tan sólo nos será dado aventurar acerca de él

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la conjetura de que su presun ta unidad no sea al fin sino un reflejo de la unidad de la propia narración. Pero la proyección no parece producirse a través de la unidad contextual o argum ental de la h istoria na­rrada, sino a través de la narración como decir com ­pleto y acabado: a la unidad de sentido de esa acción en cuanto acción lingüística se a tribuye la unidad de sentido de los decires lógicos, y con ella, igual­mente, la unidad de verdad propia de éstos. ¿Acaso no hemos oído alguna vez decir que un n arrado r se contradice, no ya en lo tocante a circunstancias de hecho —como las tan fam osas del Quijote—, sino precisamente en cuestiones de sentido? ¿Sería enton­ces la unidad de intención que —con toda justicia, al parecer— se atribuye al na rrado r la que postu la­ría la unidad de sentido y de verdad que se atribuye a la narración y a lo narrado? De ser así, tendrem os que invertir la relación, m ás a rrib a form ulada, en­tre la unidad del objeto y la de su verdad, en el sen­tido de que sería justam ente esta segunda —la unidad de verdad que se rem ite a la unidad de in­tención del na rrado r— la que haría concebir el ob­jeto entendido como uno. La totalización sería, por ende, un acto de lenguaje.

V. No parece, sin embargo, ilegítimo, en principio, el que una narración sea concebida como una pau­latina revelación de la verdad, como una epifanía des­plegada por el tiempo, ya cuando se pretende que sea la acción en sí la que lleve en su seno esa v irtud re­veladora, ya cuando, como en Edipo rey, la propia averiguación en cuanto tal es erigida en argum ento. Entre uno y o tro extrem o se da una m ultitud de gra­dos intermedios: piensa en esas novelas en que el pro­tagonista no es propiam ente un averiguador de la verdad, sino un hom bre entregado a la acción y a la pasión, pero que va proyectando, como sobre la m ar­cha, una atención reflexiva sobre la existencia, la cual

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acaba al fin por descubrirle la verdad; en o tras no es a la reflexión del personaje a lo que la verdad se m anifiesta, no a él como sujeto cognoscente, sino más bien en él como conducta: lo encontrado se dice que es, entonces, la horm a de su zapato, su destino. (Aprender a sa lir de un laberin to o encon trar sim ­plem ente la salida es algo diferente, y aun a veces opuesto, a levantar su plano: el plano puede ser veraz sin ser completo, o sin ser individualm ente utiliza- ble para d a r con la salida; en cuanto a lo justificado de lla jnar «verdad» a lo prim ero, con la visión prag­m ática e individualista que supone, es asunto que aquí no en tra en cuestión, pero yo, po r mi parte, ha­b laría en tales casos —trá tese del m atrim onio, trá ­tese del ingreso en una orden religiosa o en un partido político extrem ista, o de cualqu ier o tra for­ma de «incorporación»— de «encontrar un ajuste», un «acomodo», de sistemarsi, como suelen decir los italianos, lo que, vistas las cosas con la oportuna tru ­culencia, vendría m ás bien a ser, desde el punto de vista de las disposiciones subjetivas, perfectam ente lo contrario de cualquier relación con la verdad, la cual, para serlo, necesita, en todo caso, no ya que se la posea ni se le pertenezca, sino que se la mire; lo otro pertenece al pensam iento m ágico que piensa que puede haber con la verdad relaciones individua­les, personales, esto es, corporales y táctiles; m as toda relación con ella ha de quedar cegada en la m is­ma m edida en que abandone la m ás estric ta im per­sonalidad.) Este segundo tipo —el de la verdad encontrada en la conducta— se debe distinguir de aquel tercero en el que nadie encuentra su cam ino ni da con la verdad, sino que ésta perm anece ente­ram ente extrínseca tanto al conocim iento como a la conducta de los personajes, los cuales no perm iten entonces, en principio, ninguna suerte de partic ipa­ción. En otro extrem o esta ría finalm ente el degene­rado género de las novelas policíacas, en las cuales,

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como en Edipo rey, la m ism a averiguación es con­vertida en argumento, pero para rendirle un culto de­portivo, o sea, para com placerse en la averiguación por la averiguación. En todos estos tipos, lo in tere­sante para los esquem as es el distin to grado en que un determ inado personaje puede, como sujeto agente o cognoscente, despegarse del m undo del relato y quedarle contrapuesto, casi como del lado del lec­tor; lo que tam poco lo hace idéntico al protagonis­ta, pues un protagonista podría, en principio, no ser sino el catalizador de la reacción m anifestante y es­ta r tan proyectado en el lado del objeto como el m un­do que por su acción se nos revela. Com oquiera que sea, «verdad» se dice, en cada uno de estos tipos, de cosas form alm ente diferentes y que guardan d istin ­ta relación con lo narrado. Pero ¿por qué la verdad está en el fondo?, ¿qué esquem a fundam enta un pre­juicio sem ejante? Probablem ente es la figura ob jeti­vada y generalizada del proceso de disección de fuera a dentro de un objeto, que se erige en la imagen pro- totípica de todo conocer; al concebir la verdad so­bre ese objeto como un conjunto de datos que se van com plem entando o, m ejor todavía, como el produc­to final de todos ellos, se viene a dar, irreflexivam en­te, al últim o encontrado una posición de privilegio con respecto a los demás, puesto que sólo él —como la gota de fenolftaleína que enrojece de golpe toda la solución y nos revela espectacularm ente su na­turaleza— desencadena y redondea la plena epifa­nía de la verdad; este poder de revelarla de pronto ante los ojos lo hace no sólo el p roductor de la ver­dad, sino tam bién su portador, la clave del enigm a.3

3. Es curioso observar cómo la imagen capaz de representar un modo de concepción contrario nos la ofrece precisamente el ma­rido de la cebolla, o sea, el ajo: en éste, en efecto, en lugar de es­tratos concéntricos, nos encontramos una rueda de gajitos, o mejor de dientes —como se los llama—, ninguno de los cuales está más próximo ni más distante que otro del corazón o de la superficie. Son, evidentemente, dos *concepciones del mundo» totalmente inconciliables.

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Este orden en el conocim iento es proyectado como organización del propio objeto y hace su rg ir la aso- ladora idea del núcleo o del meollo; lo cual me hace pensar que la pareja «fondo/superficie», acaso, en úl­tima instancia, se rem ita a la experiencia tem poral de sucesión («superficie» = «lo que se topa antes» «fondo»=«lo que se topa después»), de suerte que la autónom a im agen espacial y descriptiva sería lo de­rivado, y lo p rim ario la imagen narrativa. Pero he aquí que el esquem a ha hecho fortuna y se ha abs­traído y absolutizado a tal extrem o que hasta el pre­dicador y el o rador forense —todo aquel cuyo oficio es convencer— han de aplicarlo indefectiblem ente a la organización de su discurso, echando prim era­mente por delante, de m enor a mayor fuerza, las opi­niones y los argum entos de sus contradictores, para arrojar, por últim o —tras una breve pausa en la que se estremece todo el pathos del conflicto—, como una resonante catarata , el ru tilan te caudal de la verdad: es la llegada del general B lücher al cam po de Wa- terloo (debates lógicos, com bates corporales, verdad, victoria final, felicidad final, todo ello es revuelto y refundido en este esquem a de tan vasto alcance). El orden por sí m ismo ha tom ado aquí fuerza de argumento, al par que nos hallam os lejos de verda­des parciales que m utuam ente se relativizan y co- circunstancian: ya no hay datos com plem entarios, sino opiniones autosuficientes y en contradicción. Conviene recordar, por último, cómo el esquema obli­gatorio de toda fábula cuyo argum ento consista en un certam en exige siem pre poner en últim o lugar la actuación del vencedor: «El sol y el viento se desa­fiaron a ver quién de ellos tenía m ás poder sobre el hombre, quién de ellos era capaz de despojarlo de su capa. El viento se puso a soplar y soplar, pero el hom bre se apretó cada vez más, con am bas manos, la capa contra el cuerpo. Entonces el sol se puso a calentar y calentar, hasta que el hombre, viendo que

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sudaba, se resolvió a quitársela». ¿Qué sería de esta vieja fábula, cuya intención es, evidentemente, la de represen tar la superioridad de la convicción sobre la fuerza, si la actuación del sol precediese a la del viento? Pues, simplemente, que no funcionaría en ab­soluto. La actuación del perdedor se vuelve totalm en­te ociosa e inoperante si sucede a la del vencedor. Por lo demás, el m ism o sen tir parece ser que im pe­ra en algunos certám enes no narrados: así, como buscando el m ism o efecto —dado que aquí, obvia­mente, no puede ser im puesto—, en las etapas contra reloj del Tour de France, la salida de los corredores se da en el orden inverso al de la clasificación gene­ral, y el m aillot am arillo sale, por lo tanto, en últi­mo lugar.4

VI. Retornando a la épica, resulta que así como la felicidad final tiene poder para desv irtuar y ha­cer inesenciales todas las desventuras anteriores y aun éstas —ya por contraste, ya por se r concebidas bajo la idea m ercantil de precio— increm entan, en vez de ensom brecerlo, el valor de la p rim era (Ende gut, alies gu t; Rira bien qui rira le demier), así tam ­bién, en lo que atañe a la verdad sobre la cosa, el pos­trero de los hechos viene a adquirir, por su sola aparición en sem ejante lugar privilegiado, la vicio­sa virtud de desustan tivar y convertir en apariencia todo hecho contradictorio que le haya podido prece­der. (La desustantivación implica la conversión de los hechos en m eros datos. Y una cosa son datos que se complementan, y otra, datos que se anulan. Ya no son cosas de por sí autosuficientes, al m enos en su fac- ticidad, sino el anverso y el reverso de una m ism a

4. Véase en el Volumen I, pág. 55, el texto «Músculo y veneno»; tampoco en la leyenda del desafío entre Corazón de León y Sala- dino funcionaría la inversión de las actuaciones, pues la inten­ción del cuento es que gana Saladina

cosa, esto es, datos acerca de ella, ni siquiera aspec­tos, pues los aspectos no pueden anularse unos a otros; aquí el últim o hecho no se añade a los ante­riores, sino que tiene poder para anularlos, pero la anulación de un hecho im plica ya su reducción a dato, su desfactificación; la facticidad se vuelve una ilusión. Los datos serían como asertos de los que uno pudiese desdecirse; este proceso de desnaturaliza­ción de la facticidad es correlativo al de la absoluti- zación positivística de los datos.) En este punto es necesario señalar, no obstante, una cierta asim etría: lo malo, apareciendo en últim o lugar, tiene, en p rin ­cipio, m ucha más fuerza desengañadora que lo bue­no en iguales circunstancias; cuando se dice «ya querría yo saber lo que hay debajo», se da a enten­der, sin equívoco posible, no sólo que eso que hay de­bajo es la verdad, sino tam bién que se tra ta de algo malo. ¿Tal vez porque se piensa —y acaso con razón— que lo malo es más dado a ocultarse que lo bueno?, ¿o bien por la costum bre inveterada de suponer —quizá, por desventura, con no m enor fundam ento en la experiencia— como algo indefectible la m ala fe en el mundo, y la falacia en todo lo patente y m a­nifiesto? Aun así, la viciosa concepción no deja de ser usada con frecuencia en favor de las m ás gene­rosas intenciones:

Y de mis pecaos se espanta.Toito'r mundo me condena y de mis pecaos se espanta: más pecó la Madalena y después la hicieron santa, cuando vieron que era buena.

En esta copla, que a pesar de ser andaluza habría podido e s ta r firm ada por el m ism ísim o Calvino, la existencia toda es convertida en pura m anifestación, el tiem po es reducido a decurso lógico, los hechos

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son trocados en sim ples datos: el arrepentim iento pierde, en efecto, en ella, todo vigor de acción, toda eficiencia redentora —o, lo que viene a ser lo m is­mo, su poder cancelador se hipostasía hasta el ex­trem o paradójico de convertir el ayer en un «no sido»—, para pasar a se r m era revelación, señal de aquello que ya era desde siem pre y para siempre, al par que, paralelam ente, los pecados se tornan fala­ces apariencias. «Vieron que era buena», que en el fondo era buena, que era m entira lo que a la vista de sus pecados habían inferido acerca de ella; no hay, pues, en realidad, notificación del arrepentim iento en el sentido de im plicar dos planos, uno el del a rre ­pentim iento en cuanto hecho y otro el de su noticia, sino que el arrepentim iento mismo es reducido a la categoría de noticia o de acción notificante; no qui­ta, borra o lava los pecados, sino que sim plem ente los desmiente. (Lo que tal vez nos descubra de recha­zo la índole antinóm ica de toda im putación; acabo de sen tirla o sospecharla en la perplejidad en que me he visto al buscar la palabra que oponer a «desmentir»: ninguna de las tres que se ofrecían —«quitar», «borrar», «lavar»—■, y que he acabado por escrib ir sin exclusión, me dejaba satisfecho, no con­siguiendo o írlas como algo verdaderam ente opues­to a «desm entir», sino, por el contrario, como m eras figuras m ateriales de esto mismo. ¿Sería, a la pos­tre, el propio concepto de pecado el que, de modo in­disoluble, llevase prefigurado en sus en trañas tan singular encantam iento de la facticidad? ¿Sería la idea de la predestinación la conclusión m ás genui- na, obligada y consecuente, de la idea de im putabi- lidad, de m anera que toda afirm ación del albedrío tuviese que a rrastrar, correlativam ente, la radical derogación de idea sem ejante? La índole sim bólica en principio de toda «im putación» se halla indica­da, por de pronto, en la propia etim ología de la palabra.) Pero ese desm entirlos tam poco significa

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desenm ascararlos, descubrirlos ahora como pecados aparentes; que se revelen apariencia no quiere de­cir que fuesen acciones con apariencia de pecado —siguen siendo pecados verdaderos—, ni que se les desm ienta toda suerte de im putabilidad. No se hace justicia a unas acciones mal interpretadas, sino al ser de su au to ra —y no presunta, sino verdadera—; lo mal in terpretado no son esas acciones en sí m is­mas, sino en su extrínseca vigencia de señales fide­dignas sobre el ser de la unívoca M aría M agdalena: no es, pues, que sean falsos pecados ni que no sean verdad, sino que son falaces, que no dicen la verdad; no se desm iente lo que aquellas acciones hayan sido en sí m ism as, ni que hayan sido acciones de la pro­pia Magdalena: se desm iente tan sólo aquello que de­cían o pretendían decir acerca de ella, pero, a la par, se las reduce con ello a m eros dichos. Siguen siendo im putables, predicables de ella, en tanto que peca­dos verdaderos y acciones verdaderam ente suyas, mas no en cuanto a tribu tos de su ser: no le son im­putables en cuanto palabras que convengan a su esencia: sólo palabra puede ser lo desmentido, como lo que desmiente', todo el conflicto anda en predica­ciones. (¿Ella m ism a no es, pues, m ás que su nom ­bre, m ás que una unívoca palabra de una vez para siem pre en la boca de Dios?, ¿se habrían quedado, por tanto, las cria turas como un sim ple rumor, como una espum a, en los labios del creador? ¡Ah, ginebri- no envenenado, ¿qué has hecho de la libre y la m or­tal M aría de Magdala, de la equívoca novia de Jesús de Nazaret?!)

VII. Es la m ateria m ism a, al parecer, la que me obliga a este lenguaje ab struso y conceptuoso, pero lo cierto es que o som os nosotros o son nuestras ac­ciones; si hem os de ser nosotros, nuestras acciones —aunque fuesen absolutam ente unívocas, cosa im­posible y que, por otra parte, les haría perder, de to­

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dos modos, justam ente la índole de acciones— ven­drían a convertirse en m eras señales de reconoci­miento, puros indicios que solam ente aluden a ese ser y perm iten a otros inferir —y, a menudo, como se ha visto, erradam ente— sus verdaderos atributos. La copla com entada, aunque hay que hacerle el ho­nor de destacar sus nobles intenciones salvadoras frente a los casos en que ese m ism o esquem a es es­grim ido para condenar, le hace, pues, en verdad, un flaco servicio a nuestra herm ana en Cristo M agda­lena: la borra, sim plem ente, del tiem po y la exis­tencia.

VIII. Que el ser de la persona haya de ser unívoco —esto es, no tener m ás que una única verdad— le viene de haber sido concebido desde el destino e te r­no: no som os reos m ás que una sola vez, ya que una sola vez com parecem os ante los tribunales y no nos es dado ofrecer nuestra cerviz más que para una úni­ca sentencia. La idea de salvación/condenación se­ría, por tanto, el fundam ento de la univocidad ontológica de la persona y de la consiguiente onto- logización de su existencia, dando razón, al m ism o tiempo, tan to de esa unicidad de su verdad —la que se corresponde al veredicto— cuanto de que, de ha­ber contradicción, sean los hechos postreros los que la com portan y revelan —aunque esto segundo, a fin de cuentas, no sea m ás que una circunstancia secun­daria, dependiente tan sólo de la linearidad inevita­ble del acta procesal. A la equivocidad, que hace, con todo, una postum a, tím ida y desesperanzada a p a ri­ción, se le sale al encuentro con el purgatorio, el cual, si bien no es m ás que una piadosa concesión proto­colaria y, al fin y al cabo, un trám ite para acabar de despachar cualquier residuo de equivocidad que, a despecho de todo, pudiese todavía se r alegado, se aviene, al menos, a p resta r un oído form ulario a tan inútil y obstinada apelación; es natu ral que el rigu­

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roso y consecuente ginebrino se niegue rotundam en­te a semejante componenda, a semejante transacción de últim a hora con la equivocidad. (Encomendémo­nos, por tanto, en este punto, a las Ánimas Benditas —dado que ellas habitan, siquiera fugazmente, el últim o reducto de la equivocidad—, para que no nos sea defraudada la últim a sospecha y esperanza de existir.) El fuero calvinista, con su doctrina de la pre­destinación, no hace sino explicitar —subsanando las ú ltim as inconsecuencias— la reabsorción de la existencia toda en pura ontología, que estaba ya pre­figurada en la noción de eterno veredicto: la sim ple eternidad de la sentencia es lo que hacía ya de por sí obligada la retroproyección de las postrim erías: un para siem pre dem anda un desde siempre. Nada equívoco es, a tal respecto, el capítu lo 3? («Del e te r­no decreto de Dios») de la W estminster confession —de 1647—, que hallo transcrito en parte en la ya clásica obra de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, y cuyos núm eros 3, 5 y 7 d i­cen así: «Núm ero 3: Para revelar su m ajestad, Dios por su decreto ha destinado a unos hom bres a la vida eterna y sentenciado a otros a la e terna m uerte. Nú­mero 5: Aquellos hom bres que están destinados a la vida han sido elegidos en Cristo para la gloria e te r­na por Dios, antes de la creación (subraya Ferlosio), por su designio eterno e inmutable, su decreto secre­to y el a rb itrio de su voluntad, y ello por libre am or y gracia; no porque la previsión de la fe o de las bue­nas obras o de la perseverancia en una de las dos, u o tra circunstancia sem ejante de las criaturas, le hubiesen inclinado, como condición o como causa, sino que todo es prem io de su gracia soberana. N ú­mero 7: Plugo a Dios olvidarse de los restantes m or­tales, siguiendo el inescru tab le designio de su voluntad, por el que distribuye o se reserva la gra­cia como le place, para honra de su ilim itado poder sobre sus cria tu ras, ordenándolos a deshonor y có­

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lera por sus pecados, en alabanza de su justicia». El tenebroso «antes de la creación» que a rr ib a he subrayado produce, en realidad, la consecuencia de que el creador no haya creado, puesto que ha am ado y odiado a sus c ria tu ras aún antes de echarlas a agitarse, como barquitos de papel, en el torrente de las generaciones, y les ha dado form a a p a rtir de ese am or y de ese odio, como sim ples imágenes vir­tuales o como dum m y-elem ents que le pudiesen ser­v ir de referencia; y el «torrente de las generaciones» tampoco llegaría, por cierto, a ser más que un torren­te de papel de plata, una vana ilusión de los sen ti­dos: creem os hallarnos en el día de autos, pero no es más que el juicio lo que se está celebrando en nuestras vidas; nos creem os que obram os, pero no hacem os en realidad m ás que argü ir para darle ra­zón a la sentencia, o, m ejor todavía, m ás que mi- m etizar los argum entos de nuestro fiscal, el cual no haría, a su vez, m ás que algo así com o inform aro glosar el veredicto (o, con m etáfora tom ada del terreno de la televisión, podríam os decir que la exis­tencia sería un acontecer que no tuviese o tra vi­gencia que la de su propia «retransm isión diferida»). Así, pues, aunque puestos en sem ejante tesitu ra lo m ism o nos daría , para el efecto, poner entre parén­tesis la vida terrenal y pensarla como algo en tera­mente al margen de lo que la precede y la sucede (con lo que se acabaría de quitar, por lo demás, todo po­sible resto de significación, por antinóm ico que fue­se, a las sim ples ideas de «preceder» y «suceder» aplicadas al asunto, observación que me sugiere la sospecha de que la m etafísica religiosa no es, en el fondo, verdadera metafísica, ya que revoca la discon­tinuidad entre el Allende y el Aquende allí mismo donde, con estas m ism as expresiones, los delim ita y relaciona: todo «allende» postula homogeneidad con el «aquende» por referencia al cual se ha defini­do; y así el Allende de la teología es reabsorbido al

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seno de la física), aunque —venía diciendo—, llega­dos a esta extrem osa situación, la existencia podría ya sin em pacho ser pensada como otra cosa que nada tuviese que ver, ni para bien ni para mal, con sem e­jan te veredicto, desarro llando su propio acontecer —y estableciendo incluso sus propios tribunales, si quisiese im ita r los siniestros modelos de lo alto—, de hecho, sin embargo, la doctrina mantiene —quizás a través de la índole secreta del decreto— la ya, en rigor, superflua conexión y atribuye a la H istoria el carácter de ordalía, de torneo demostrativo, en el que los cam peones se hacen la ilusión de decidir lo que ya, en realidad, está fallado —«escrito»— desde la eternidad. Mas no se puede pretender que algo esté ya escrito, sin reducirlo al m ism o tiem po a la sola vigencia de escritura; no se puede prever el porve­nir sin desv irtuar el tiem po y la existencia en una especie de fatal encantam iento literario —el fatum es lo «dicho»—: ya no es siquiera que el ser de la per­sona se dilucide a través del veredicto, sino que el propio ser se identifica con ese veredicto, es su vere­dicto; si el ver precede al propio acontecer, lo que acontece ya no es m ás que imagen. La hipóstasis de la sentencia consiste, pues, en que, siendo ella pala­bra, reabsorbe en la palabra al propio ser que apre­sa y determ ina m ediante el veredicto: la anfibiología de la palabra «determ inar» —determ inar con la ac­ción, de term inar para el conocim iento— se reinte­gra en un único y unívoco sentido indiscernible: todo es fatum .

IX. En este encantam iento literario se cuaja el fe­tichism o de la identidad, el m ito de la persona hu­m ana —m ito muy socorrido para la justicia, que encuentra así un criterio, aunque totalm ente iluso­rio, al m enos inequívoco y expedito, para encarar, vengar y exorcizar el m al—; tan sólo la am enaza de la condenación —con el carác te r secreto del de­

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creto— presta a ese mito una lúgubre y negativa rea­lidad. La reducción de los acontecimientos a noticiaso argum entos de un debate verbal (tan típica, por lo demás, de la política m oderna, que proyecta los acontecim ientos para noticias periodísticas y los concibe y prefigura en su condición de titulares) se vincula a la reducción de las acciones, bajo la presión de la persecución moral, a gesto y adem án dem os­trativo del ser de la persona: ya no hay obras, sino sólo actitudes que aspiran suplicantes a que les sea reconocido el sino, el signo que el allende, abstraído e interiorizado en el aquende, busca, con ojos im pla­cables, en la frente de todo personaje.

X. Ya que he tenido la suerte de escapar de este exacerbado e inevitable rodeo por G inebra5 y por la teología m ejor de lo que un día lograra hacerlo el infeliz Servet —el m ás genuino y m ás garrido asno salvaje de toda la Reforma, verdadera pieza real para el dios que tuviera la fortuna de cazarlo y en sa rta r­lo en su asador—, me cum ple ahora replegarm e nue­vamente, y con m ás castigados pensam ientos, a los cam inos de la representación verbal (si es que real­mente me he salido de ellos en viaje semejante, pues quizá aquí tam bién fuera vicioso p reguntar qué fue primero, si el huevo o la gallina: si es la escatología la que se ha configurado sobre los cuños de la re­presentación verbal, si ha sido ésta, en cambio, la que ha im itado a aquélla, o si, por último, una y o tra habrían de rem itirse a un térm ino común; lo que es de todos modos innegable es la m arcada afinidad form al de los esquemas); pero antes de ello, por no dejarm e a trás ninguna cosa en el retorno, he de ha­cer todavía una pequeña excursión por la pintura, donde he podido hallar la m uestra m ás palm aria de un concreto renacim iento histórico del esp íritu pre-

5. Véase el Apéndice.

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destinacionista en las form as culturales del m undo cristiano (m uestra que por tard ía no ha de im plicar que sem ejante esp íritu no estuviese ya —conform e he dicho m ás a rr ib a — prefigurado como evolución posible y aun lógicamente consecuente —aunque tam poco quiero decir que necesaria, pues ello sería caer, a mi vez, en un predestinacionism o cu ltu ral— en el propio concepto de destino eterno, ni ha de verse afectada por el hecho de que la idea teórica de predestinación hubiese sido ya explícitam ente form ulada —según me indica un am igo— desde Es­coto Erígena). Se tra ta de dos cuadros del Museo del Prado, el 2670 y el 841; ambos, para que la com para­ción resulte m ás ceñida e insoslayable, tienen por asunto el m artirio de un santo, si bien no del m is­mo. El prim ero de ellos —núm ero 38 del legado de Pablo Bosch— es una tabla de anónim o español fe­chada por los expertos hacia 1450 y que form a serie con otras tres y representa un momento del m artirio de San Vicente: aquel en que desde una barquita es arrojado al m ar con una piedra de m olino atada al cuello; pues bien, las facciones puras, ingenuas, fran­cam ente aniñadas, de la víctima, se repiten con idén­tica inocencia en los rostros de sus ejecutores, sin que ningún indicio expresivo personal, aparte la sim ­bólica aureola, se sum e a las escuetas actitudes de la acción dram ática para m arcar valores funcionales que trasciendan el contexto: los verdugos se recono­cen sola y exclusivam ente por lo que están hacien­do; se aprecia, incluso, una total despreocupación fisonóm ica por parte del p in tor (al que, por cierto, tam poco nos es dado designar m ás que como «el au to r de esos cuadros»), una convencionalidad de tratam iento que excluye cualesquiera rasgos diferen­ciales, aun escatológicamente indiferentes, con lo que todas las figuras vienen a guardar un señalado aire de fam ilia (¿el de hijos de Dios?); no hay, pues, per­sonajes, sino sim plem ente papeles eventuales; no hay

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veredicto, sino acciones, existencia. El otro cuadro es un lienzo de Juan de Juanes —nacido en 1523— que, form ando tam bién, con otros cinco, una serie hagiográfica, representa el momento en que San Es­teban es conducido al m artirio ; de m anera que aquí tenem os igualm ente ocasión de con tras ta r con la cara de un santo la de sus verdugos: el cierzo helado del lago Leman, como la abrasadora bocanada del infierno, ha golpeado de lleno en estos rostros, m ar­cándolos a fuego con los signos de la condenación. (La relativa independencia de los sentim ientos im ­perantes y de la expresión a rtística con respecto a la doctrina expresa se m uestra aquí de nuevo por el hecho de que Juan de Juanes perteneciese a la esfe­ra del catolicismo, que, como es notorio, rechazaba la predestinación; en m últiples aspectos —quizá en los esenciales, que no tienen po r qué e s ta r reg istra­dos en el papel m ojado de los dogm as— el esp íritu de la Reforma y el de la C ontrarreform a son m ucho m ás afines entre sí que cada uno de ellos con el del cristianism o medieval —lo cual, por lo demás, ha sido ya señalado m uchas veces desde hace m ucho tiempo—; esto resalta especialísim am ente en la per­sonalidad de San Ignacio, en sus escritos y en su fun­dación: la idea de la salvación como «negocio» —esto es, como ocupación y como actividad planificada—, el psicologism o m etódico de sus «ejercicios» y, en fin, el característico pragm atism o jesu ita pueden basta r aquí para d a r una idea de aquello en lo que pienso al a firm ar sem ejante afinidad, paradigm áti­ca m uestra de lo que podríam os llam ar la conver­gencia de los antagonistas, fenómeno, por lo demás, universal.) Son personajes que surgen ya juzgados, ya listos para el fuego, ya sentenciados a nativitate en sus fisonom ías; rostros que han sido m odelados del barro original lo m ism o que se escribe una sen­tencia, como si el fallo antecediese no sólo a la narra­ción, no sólo al juicio y a la querella, sino a los

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propios hechos que le han dado lugar y son su con­tenido. Pero un ejem plo todavía m ás drástico que el de este prim er grupo de figuras —es decir, el del san­to con sus verdugos— nos lo ofrece el personaje que está en segundo térm ino, cuyas facciones, lejos de aparecer m arcadas por los estigm as de la condena­ción, se d iría que ostentan las señales de la biena­venturanza. Resulta que este personaje no es otro que Saulo de Tarso, el fu turo Pablo,6 cómplice, sin em ­bargo, en esta acción, de los verdugos: «Et testes de- posuerunt uestim enta sua secus pedes adolescentis, qui uocabatur Sau lus» (Act. VII, 57); o sea, que ya el propio Saulo, es decir, Pablo-antes-de-caerse-del- caballo-en-el-camino-de-Damasco lleva en su rostro las señales de la bienaventuranza; la conversión le exigirá un cam bio de nombre, pero no necesitará lle­ga r a ella para tener las facciones de la santidad: es el hecho de ir a ser santo, de ir a m orir santo, de ha­ber nacido para la eterna bienaventuranza, el que le ha im puesto esas facciones desde que fue concebido en el vientre de su madre. Tanto nos hemos acostum ­brado desde entonces a leer, de m anera inm ediata, «el sentido» de una historia a p a rtir de estas señales, a in terpretarla , al p rim er golpe de vista, a la luz de estos estigm as, tan to nos hem os hecho al hábito policíaco de echarnos a la cara, con ojos paranoicos y m irada lom brosiana, las figuras, para reconocer inm ediatam ente quién es quién, que el prim ero de los cuadros desconcierta por completo, en un prim er momento, nuestras entendederas, nos deja como per­plejos y en vacío (tal sensación ha sido, justamente, lo que me ha revelado, por contraste, el vigor de este esquem a positivo en la disposición de los espectado-

6. Según leo ahora (1991) en el magnifico libro de José Montse­rrat Torrents, La sinagoga cristiana. Muchnik Editores, Barcelo­na, 1989, pág. 307, parece que el cambio de nombre fue al revés: «En Jerusalen, quizá cambio su nombre latino [Paulus] por el [he­braico] de Saúl».

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res), al fallarnos en él, como clave herm enéutica, el autom ático reflejo de las indicaciones consabidas. Acaso un día se venga a descubrir que las «facciones de crim inal nato» son el producto preciso de una m anera especial de d irig ir los focos y ap u n ta r la cám ara que po r instinto aprenden los fotógrafos de la policía.

XI. (El esp íritu apologético se reconoce tam bién en el viraje de la arquitectura religiosa, especialm en­te a p a rtir de Buonarroti, en la organización fallera y u ltrateatral de las fachadas del barroco jesuíta, fa­chadas oratorias, suasorias, vociferantes, gesticulan­tes, increpantes. El buen paño en el arca se vende; el tem plo ya no está seguro del tesoro que guarda —como una iglesia románica, o como la mezquita de Córdoba, con el sublim e silencio pensativo de sus puertas— y se sale a la puerta de la calle a pregonar su m ercancía. Son adem anes enfáticos, dram áticos, prepotentes, de orador sagrado, que señalan la pér­dida de la fe y su encanallam iento en propaganda: los cuernos de un frontón partido son los brazos de un predicador que grita: «¡Pasen y pasen, señores, a la gran barraca, al baratillo de la redención!». Lo que, por lo demás, tam poco excluye, ni m uchísim o menos, la amenaza.

«Sin embargo...—Oh, sin embargo,

hay siempre un ascua de veras en su incendio de teatro.»

A. Machado

Pero tam poco es ese ú ltim o rictus conm inatorio —connatural a toda propaganda, y gracias al cual, por detrás de tan ta charla tanería de m ercader, no dejaba uno de tener presente que, en ú ltim a instan-

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eia, siem pre podía ir a d a r con sus huesos en las hogueras del Santo Oficio— lo que constituye las «ve­ras» del barroco. Lo cruento acalla su propio ridículo tan sólo porque ahoga en sangre y paraliza en el terro r las risas de los espectadores y se hace, de este modo, la ilusión de ser tom ado en serio, m as no por­que su inanidad y ridiculez hayan cedido un punto: las trágicas m ascaradas siguen siendo puras m as­caradas. El «ascua de veras» del barroco hay que buscarla en el extrem o opuesto a estos conflictos, en los claros de bosque en que el a rtis ta ingenioso se deja ser, por un día, sem ejante a un niño sabio, y en modo alguno ingenuo, infantil solam ente en la insen­sata obstinación con que se em peña en continuar ju ­gando, contra viento y m area, con la regla y el compás; entonces es cuando el barroco, por virtud de los propios resabios de su técnica, acierta a b u r­lar la im postura del Sentido y levantar la pregunta «¿Y todo eso por qué?», colocando en el aire delica­das m aravillas como la literna de S an t’Ivo alla Sa­pienza, de Francesco Borromini.)

XII. Recapitulando, pues, lo dicho hasta el momen­to, resulta que el m editar sobre el fenómeno del o r­den, con la unicidad de sentido y de verdad que im plica —donde el recurso al valor de sucesión se me antojaba en realidad un acto de lenguaje, o de me- talenguaje, que escam otea su condición de tal y al que se adscribe la función de dirigir, o de orientar, como a golpe de batu ta , el sen tir y el pensar de los espectadores—, me ha traído, a través de la retropro- yección de las postrim erías, y confío que con sufi­ciente congruencia, a la univocidad ontològica de la persona —identidad del ser y el veredicto— y a la concom itante ontologización de la existencia o en­cantam iento literario de la facticidad, hasta que, fi­nalmente, la referencia a la pin tura me ha perm itido desglosar del factor de sucesión —que obviam ente

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no juega en este a rte— los puros índices escatológi- eos,1 m anejados tam bién como resortes au tom áti­cos para encauzar y fijar ya de antem ano en un único sentido obligatorio la acción interpretativa de los es­pectadores.

XIII. índices escatológicos y factor de sucesión pueden, pues —a pesar de su vinculación orig inaria en la relación que liga la univocidad de la persona con la ontologización de la existencia—, funcionar por separado y aun com plem entándose recíproca­mente, como de hecho sucede en Revuelta en Hai­tí-, allí es por la acción conjunta y desdoblada de los dos resortes como se logra el efecto de «sentido», sin que su determ inación fuese com pleta en fa ltan ­do cualquiera de los dos. El m ulato y Toussaint Louverture se reducen aquí a la condición de actos de un tercero, de cuya condenación o salvación se tra ta —y que, por tanto, no puede tener más que una única verdad—, es decir, la revolución de Haití; las figuras de aquéllos pasan, por tanto, al plano ins­trum ental: sus actos, y aun los actos que sus sim ­ples presencias significan, son acciones o datos de la revolución; ésta es el verdadero personaje, y como tal se inscribe en la exigencia de la univocidad, de ser un solo ser con un solo posible veredicto. El «sen­tido» de la h istoria —esto es, el veredicto que deter­m ina el ser de tal revolución— quedaría igualm ente

7. Recuérdese cómo he advertido más arriba (en el parágrafo II) que designaría con esta expresión aquellos rasgos —ya sea ver­balmente descritos en un texto, ya sea representados en una pin­tura o en una película— fisonómicos o gestuales que caracterizan a los personajes como signos valorativos, que son verdaderos ju i­cios de valor escritos en sus rostros y en sus movimientos y acti­tudes, de modo que prefiguran y anuncian su destino final de salvación o de condenación, o bien indican al lector o al especta­dor de cine de qué parte tiene que ponerse, por quién debe apos­tar para poder d isfrutar del happy end de la novela o la película. (Nota del 30 de diciembre de 1991.)

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indeciso si hubiese una sim ultaneidad de am bas fi­guras o si, sin suspender la sucesión, se anulasen los índices escatológicos escritos en sus frentes; con lo que los espectadores se verían entonces en el desa­pacible trance de no saber a qué carta quedarse (pues m ás que la pretensión de conocer el ju icio del autor, los dom ina tal vez el afán —consolidado por el sedi­m ento de una costum bre inveterada— de que se les sum inistre ya hecho uno inequívoco, cualquiera que éste sea), o sea de tener que juzgar po r sus propios medios, o bien de tener que renunciar simplemente a todo juicio, a todo veredicto totalizador y archivador, y resolverse por el conocim iento y po r la cualidad. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los índices escatológicos no tienen nada de eventual (de lo con­trario, no podrían ser inm ediata y autom áticam en­te aplicables), sino que, po r el contrario, están constituidos y fijados en un repertorio convencional lim itado y perm anente, como un cerrado juego de m orfem as o, m ejor todavía, de rasgos ortográficos; pero hay que diferenciar radicalm ente tales conven­ciones, tales signos de puntuación de los que dan todo su rendim iento en un plano,de afección en tera­mente form al e instrum ental (un paréntesis no ha precipitado nunca a nadie, que yo sepa, en las hogue­ras eternales): a los índices escatológicos se les pue­de llam ar «signos de puntuación» sólo por su efectiva convencionalidad, pero no, en modo alguno, por sus efectos funcionales, puesto que m anipulan directa y solapadam ente el contenido y constituyen —como vengo intentando esclarecer— una visión del m undo pura y pinta, no sólo por lo que se refiere a la opinión en torno a la existencia y al ser de la per­sona que conlleva su simple aplicación, sino también en cuanto acervo de valores definidos, ya que la cosa no para en suponer sencillam ente que hay buenos y malos, sino que avanza hasta adscrib ir a unos y a otros, a efectos de su inequívoco reconocimiento, sen­

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dos grupos de señales específicas y predeterm ina­das, que aparejan —sin duda alguna, de m anera abs­tracta, fisonóm ica, casi racial, pero por eso m ism o absoluta y taxativa— una idea positiva del bien y del mal. Como el Dios de Calvino, el na rrado r fabrica a sus c ria tu ras desde un odio o un am or preconcebi­do: m uñecos pa ra ju g ar al «pim-pam-pum»: la h is­toria ha sido urdida a posteriori, a p a rtir del «sentido»: la existencia se vuelve una ilusión. La pre­destinación es un invento de la función narrativa del lenguaje, como lo p rueba el que su lem a sea «Esta­ba escrito».

XIV. Considerando ahora los relatos orales de la vida, encuentro que no sólo se me cuentan cosas de modo absolutam ente relajado, desem bargado y p la­centero, sino que tam bién se me hacen a veces o tras narraciones menos dominicales y, por así decirlo, más interesadas: pero no quiero referirm e tanto a aque­llas que tienen una m ás o m enos definida función informativa, en el sentido de noticias de algún modo practicables, y que tal vez po r eso m ism o alcanzan raram ente caracteres de franca narración, cuanto a aquel otro caso extrem o de relatos en los que no pre­sentándose ninguna función práctica aparente —ni siquiera la de ped ir consejo—, tam poco puede ha­blarse en absoluto de gratuidad alguna; quiero de­c ir que se me antojan tan inm otivados —«¿por qué me cuentan esto?»— com o exacerbadam ente nece­sarios para el sediento narrador. El arquetipo lo en­cuentro en determ inadas narraciones de m ujeres exasperadas, relatos siem pre agonísticos, cargados de violencia y de pasión; y pienso que ello se deba, sobre todo, a que su situación no suele perm itirles otras vías de descarga que las de la palabra; en ella despliegan, pues, todo el esfuerzo y todas las tensio­nes de su guerra in terio r y con el mundo, de suerte que, m ás que hablar, uno d iría que verdaderam ente

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actúan, tan señalados son los caracteres de acción que tom a entonces su palabra. Relatos, por o tra par­te, tan llenos del sentim iento de la propia dignidad, de actitud tan lejana a la lam entación y a la dem an­da de piedad o de consuelo, de consejo o de socorro, que nos hacen sen tir cualquier palabra o gesto com­pasivo como la m ás to rpe y la m ás inoportuna de todas las respuestas, como si hubiésemos sido llam a­dos a ser testigos no ya de una derrota, sino de una victoria. Se nos ha requerido únicam ente como al­guien que «preste oído», como un alm a ju sta que se lim ite a ra tificar con su asistencia lo que ya es evi­dente por sí mismo; nuestra atención se presenta, sin embargo, com o algo absolutam ente necesario —y la sentim os literalm ente bebida como por una sed incontenible—, tal vez porque la ju stic ia cobra exis­tencia solam ente cuando se la perm ite «resplande­cer», esto es, hacerse pública en voz alta. Pues bien, no hay en el m undo h istorias m ás alejadas del cuen­to de la buena pipa, m ás vigorosam ente cargadas de sentido, y esto sin ceder un punto a la narración más relajada en cuanto a la facultad de desplegar toda suerte de referencias circunstanciales sin tem or a las ram ificaciones de segundo y tercer grado, de m ane­ra que bien puede decirse, a este respecto, que «pa­sión no quita conocimiento»; antes, por el contrario, se d iría que cuanto m ás acendradam ente pasiona­les sean tales relatos, cuanto mayores los com pro­misos afectivos del alm a con la cosa, con tan ta m ás precisión veremos hechas todas las reabsorciones, sin dejar suelto un solo cabo, tanto m ás radical y ri­gurosa será la centralización, com o si la pasión m is­ma tuviese férream ente em puñadas en su m ano las riendas del lenguaje, sacando el mayor partido a toda su riqueza, con un dom inio que no tiene igual. Saben tan bien lo que están relatando, tienen tan puesta toda la carne en el asador, que sería vano esperar que se perdiesen, por m ucho que se desvíen por ra­

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mificaciones; al cabo, todo se m uestra tan atado y tan subordinado al centro, tan poderosamente necesario, que no podrem os decir que en ningún m om ento se hayan andado realmente por las ramas. Y si el n a rra ­do r es dado al estilo directo, reaparecen incluso, y en la form a m ás pura y ejem plar, los índices esca- tológicos en los tim bres de voz que afecta para re­p roducir las palabras textuales de sus antagonistas (digo «en la forma más pura y ejemplar» porque ¿qué podría hallarse m ás ligado al mero ser de la perso­na que la voz, y que m ás lo represente?), índices que, al fin, no reproducen m ás que el encono y la acri­monia proyectados del propio narrador.

XV. Pero la radicalidad de la centralización, la ap lastan te coherencia del relato, resu ltará, a la pos­tre, un arm a de dos filos: precisam ente la total au to­suficiencia de sentido que le concede una tan extrem ada absolutización del centro de coordenadas nos presenta una discontinuidad tan categórica, nos plantea un todo o nada tan preciso, que suscita el ca­rácter de lo ambivalente; tan taxativam ente es levan­tada y agitada la bandera de la razón y la verdad, que no puede por menos de hacer flam ear al mismo tiem­po los colores contrarios. En un relato no absolu ta­mente cerrado en su centralización, los datos no estarán com prom etidos los unos a los otros y la ver­dad no será una cualidad sintética y totalizante, sino una virtud tendencial e indefinidam ente prolonga­ble de los datos, que se h a lla rá cum plida únicam en­te en su modo de apuntar; pero en cuanto éstos se constituyen en «num erus clausus», la verdad viene a ser reducida al absurdo y a la paradoja, por su mis mo carác te r absoluto, esto es, por su opacidad con respecto a o tras razones: la verdad se escapa ju sta ­mente en la m edida en que se la quiera encerrar y com pletar; la falsedad reside siem pre en la última palabra. No se trata, por tanto, en modo alguno, de

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que ningún aserto singular, en cuanto dato de hecho, sea mentira: la pretensión del narrado r no es tal que pudiese satisfacerse con el engaño consciente de su in terlocutor —como si se tra tase de hacerle ob rar en consecuencia o tom ar alguna actitud determ ina­da—; dado que la finalidad psicológica fundam en­tal es hacerse justicia ante sí mismo, no teniendo el oyente m ás que el papel de espejo —com o el espejo de la m adrastra de Blancanieves, que, m ientras no surgió la joven émula, no hacía sino confirm arle su propia convicción, hacerle resplandecer ante los ojos su propia justicia, sin que por ello le fuese m enos necesario—, ningún sentido tendría presen tarle un rostro que no se creyese honestam ente el propio, que no se reconociese como la propia efigie verdadera. Hasta el e rro r involuntario resu lta harto im proba­ble, pues el escrúpulo informativo, en lo que atañe a lo m eram ente fáctico, de tales personas dom ina­das por el deseo de cargarse de razón satisface el pa-li on más exigente. La im presión de falacia dim ana tie la rígida unidim ensionalidad que el sentido im­pone, como una camisa de fuerza, a todos los elemen­tos de la tram a, del agarro tam iento contextual de todas las acciones, reducidas a puros valores sem án­ticos precisos e inequívocos, y de la consiguiente evi­dencia y univocidad de conducta y de intención de lodos y cada uno de los personajes; la falacia reside en ese firm e y riguroso apun tar de todas las flechas hacia un m ismo blanco. Hay una concepción estric­tamente novelesca de los comportamientos, en el sen­tido de que no se les concede a las personas o tra dimensión ni o tra figura que la que adquieren en la trama en cuestión; al igual que en la baraja, donde el i alndlo de espadas jam ás llegará a ser m ás que el ca­ballo de espadas, se d iría que toda su vida y pen­samientos, sus sueños y vigilias, no trazan otro signo, no pintan otra figura ni se llenan de otro contenido que aquellos que les presta su unívoca inscripción

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en tal contexto narrativo. Arrebatados de sus exis­tencias por el violento viento del sentido, quedan subordinados funcionalmente al todo, objetivados en puros valores funcionales en las entrañas de ese todo integrador; toda la am bigüedad circunstancial de in­tenciones y designios, toda la m ultivocidad de lo real viene sacrificada en holocausto del sentido, que lo­gra perfilarse únicam ente a través de sem ejante he­chizo reductor. Cuando no queda ningún dalo gratuito, ninguna ramificación que no revierta al tex­to m otivante y motivado, ninguna circunstancia que no ejerza su estricta determinación causal, aparece invertida la relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser justa­m ente lo explicado, queda desnaturalizada y conver­tida en ilusoria, como un mero soporte sensorial de su propia explicación: el qué no es ya más que el fan­tasma o el ruido del por qué. Esta viene a se r la te­sis. Pero la gratuidad se apodera entonces del sentido mismo, com o si se vengase de que haya así querido hacerse cerrado y absoluto. Nada de cuanto el gratui­to acaso haya podido m aquinar jam ás (si es que acep­tam os oponer, como se suele, el Acaso y el Destino) alcanza la tenebrosa gratuidad, c ircu la r y secunda­ria, del destino del potro del refrán: «El potro que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua».

XVI. Y sin embargo, sería de todo punto inadecua do pedirles que relajasen las cuadernas de su apre tada convicción, que abriesen vías de agua en una nave tan bien encarenada y que han construido jus tam ente para salvar sus alm as del naufragio en la m ar del sinsentido. ¿Cómo pedirles poner en entre dicho la coherencia de un relato que han urdido y desplegado expresam ente para tener razón y cuya fundam ental prem isa constructiva era, por tanto, esa coherencia m ism a? La voluntad de d a r sentido se

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identifica aquí con la voluntad de tener razón: el sen­tido se erige, po r sí mismo, en razón; los propios he­chos son sus argum entos. Se podría preguntar: «¿para qué tener razón?, ¿no es esto apacentarse de viento?». Bueno es el viento cuando no hay otra cosa de qué apacentarse: al m enos tener razón, cuando lodo otro gozo ha sido acibarado, cuando todo otro bien se ha hecho inaccesible. Lo que da qué pensar es que para tal función ju ríd ica vaya a elegirse ju s­tam ente la form a narrativa, que se nos an to jaría en principio la más neutra en lo que atañe a actitudes vudicantes. ¿No es ello, por una parte, un alegato involuntario de que la sinrazón está en los hechos mismos, en la cruda evidencia de que haya sido así, un testim onio indirecto de que se a fe rra a ser senti­da como un dato empírico, por debajo y al m ism o tiempo por encim a de cualqu ier ley objetiva en que se la pretendiese subsum ir y disolver, y, por otra, una señal de que tan sólo es ya viable y eficiente para « I alm a precisam ente la argum entación más pri­mitiva: aquella que consiste en am añar con los dis- j fd a membra de la propia facticidad que nos rebasa v nos devora un artefacto idóneo para hacerle fren­te o al m enos sobrevivir en sus en trañas? Dar sem i­llo consiste fundam entalm ente en despejar la opacidad de lo que se padece por el recurso a una proyección y polarización, en concebirlo y p lan tear­lo a m anera de contienda (hay quien no conoce o tra iiK'ionalidad —solipsísticam ente im aginada como una m isteriosa cualidad de las figuras cerebrales en »1 mismas, independiente de toda concreta relación toiisubjetiva— que la de los ejércitos desplegados I u-nte a frente: sólo al form alizarse la batalla consi­dera llegada la verdadera claridad —aflorado a la luz ■ lo que había en el fondo»—, como si no se cum plie­re justamente entonces la extrema coagulación de las tinieblas): una neta y unívoca distribución de los pa­íteles, piezas blancas y negras en tablero blanco y ne-

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grò. Se trata, en fin, de una m itologización de la fac- ticidad. Y si el m ecanism o m itico fundam ental es la idea de la identidad de la persona, de la univocidad de su conducta y sus designios todos, tal vez no se­ria desacertado concebir la operación mitologizado- ra como una semantización; el medio narrativo seria precisamente el instrum ento de elección para una tal hipóstasis sem àntica del propio acontecer, que sim ­plem ente refractado en el prism a del lenguaje des­pliega el espejism o del sentido.

XVII. La narrativ idad se presenta, según esto, como uno de los expedientes más com unes de racio­nalización, en el sentido psicoanalítico de la pala­b ra :8 se construye con los propios elem entos de un conflicto un edificio capaz de autosustentarse, en el que el alm a encontraría una imagen m ás o menos satisfactoria de aquello que la oprim e. Aquí lo sa­tisfactorio de la imagen resid iría en a lum brar la convicción de la propia justicia —y no puede pen­sarse la ju stic ia sino donde hay sentido—, en hacer­la resplandecer ante los propios ojos. Pero, como toda racionalización, es un arreglo «doméstico», que, como tal, si ha de satisfacer su cometido, no puede en fren tar radicalm ente al sujeto con el m undo que lo oprim e —lo cual equivaldría a m antener el con­flicto en toda su crudeza—, sino que ha de consistir en alguna forma de transacción con ese mismo m un­do; yo sostengo que son precisam ente las ideas de justicia y de sentido las que se toman en prèstito del m undo en sem ejante transacción. Tan hum ilde es, por tanto, la respuesta a la sinrazón que se padece, que desau torizar tales racionalizaciones con el re­curso al a rb itra je de la objetividad sería pedir al su

8. La idea de la racionalización es para mi gusto el único hallazgo afortunado, o, al menos mínimamente creíble, de toda I;« bizantina fantasmagoría psicoanalítica.

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Jeto una capitulación sin condiciones frente a ella, desposeerlo de la últim a ventaja que a su vez se con­cede en la propia transacción: la de hacer funcionar esas ideas en un uso partisano. ¿Cómo presen tar el principio de la objetividad, el principio del «dura lex, sed Lex», frente a la racionalización po r el sentido, ni ha sido ya la objetividad m ism a la que ha incoa­do. sugerido e im puesto una tal regresión a la m ito­logía? ¿Pues qué es ese «sed Lex» sino la más gratuitaV tautológica, la m ás puram ente verbal de las racio­nalizaciones, la que consiste en la sim ple presenta- i ión de un papel escrito y rubricado ad hoc? ¿Quién si 110 la objetividad habría preparado para sus pro­pias víctim as ese precario m odus vivendi que con­siste en apacentarse de viento, para que sobrevivan bajo su satrap ía? La subjetividad viene a reprodu­cir, con su prim itivism o, justam ente la racionalidad de lo objetivo, esto es, su racionalizada sinrazón, su m itologizada irracionalidad ,9 con lo que al cabo se convierte ella m ism a en reflejo y agente, en cóm pli­ce y propagador de la propia ferocidad que la hosti-

9. Quince años después de escribir esto, leí en la Dialéctica ne- nativa de Theodor W. Adorno (Traducción castellana de José Ma­lla Ripalda, Taurus Ediciones, S.A., reimpresión, Madrid, 1984; p.ígs. 316-317) el siguiente magnífico —y terrible— pasaje: «Herido ilc muerte, el condottiero Franz von Sickingen encontró para su destino las palabras: "nada sin causa”. Era al comienzo de la Edad Moderna, y con la fuerza de la época sus palabras expresaban am- li.is cosas: la necesidad de la marcha social del mundo, que lo con­donaba a la destrucción, y la negatividad del principio de una marcha del mundo que procede conforme a la necesidad. Un tal principio es absolutamente incompatible con la felicidad, inclu­so con la felicidad del todo. La experiencia que encierra no se re­duce a la vulgaridad de que el principio de causalidad es universalmente válida La conciencia individual de la persona pre­sen te en lo que le ocurre la interdependencia de lo universal. Su destino aparentemente aislado reflexiona el toda Lo que antes fue designado con el nombre mitológico de destino no es menos mí­tico en cuanto desmitologizado que la secularizada "lógica de las to sas”. Ella marca a fuego al individuo como figura particular »uva».

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ga y obnubila, eslabón de esa racionalidad, que se asegura asi de que el circuito no quede in terrum pi­do en punto alguno. Ya la versión del n a rrad o r p a r­cial es verdaderam ente una versión objetiva de los hechos, en cuanto no repercute sino el fuero m ism o que los enhechiza; con lo que lo único que a la pos­tre, y a despecho de toda su m entira, sigue teniendo razón en relatos sem ejantes viene a ser, paradójica­mente, su parcialidad: ese incohercible gemido de si­bila que por detrás de la m ordaza de todas las razones deja escapar el testim onio de la encubierta sinrazón.

XVIII. Pero en ellos, sea de esto lo que fuere, a l­canza la narración una fisonom ía tan segura y defi­nida que se nos llega a antojar como nacida para esta función racionalizadora. La narración ocuparía así, pues, frente a la lírica, un lugar de d istin ta condi­ción entre las form as del lenguaje, ya que no perte­nece, como ésta, únicam ente a la literatura, sino que se halla ya prefigurada y funcionalizada entre los me­dios cotidianos del represen tar —el e rro r esta rá en considerarla, por esta circunstancia, como una for­ma menos cultural, menos histórica que la lírica mis­ma, casi como una form a natural, o, todavía peor, como la form a de la realidad—; tan sólo en eso es­triba la razón de que se hable de «narración realis­ta» y no de «lírica realista»: la narración realista, conform e com únm ente se concibe, sería, en p rinci­pio, la que im ita al relato cotidiano, o sea, la que re­produce el acontecer tal com o cotidianam ente se lo representa —se lo narra a sí m ism a— la conciencia inm ediata e irreflexiva, la conciencia racional izado­ra, tal como lo realiza esa conciencia; el realismo con­firma, por lo tanto, la racionalización que semejante conciencia se ha fraguado para sobrevivir en esa rea­lidad, o —dicho inversamente— ratifica la propia mi­tología en que esa realidad se transfigura para

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hacerse sobrellevar por la conciencia. Es, pues, en virtud de sus propios supuestos, un acta de capitu­lación.

Apéndice El caso Dimna

Ha sido sobrem anera injusto por mi parte apun­tar toda la a rtillería contra la ciudad del lago, pues la verdad es que allí no se enarbola m ás que una ya viejísima bandera, y no sólo cristiana, sino necesa­riam ente com ún a toda secta o religión que imagine la presciencia como posible atributo de la divinidad. Cinco años después de escrib ir esta sem ana, me en­cuentro con el pleito en el Calila e Dimna, obra de origen indo-persa, cuya prim era recopilación, escri­ta en pehleví y a p a rtir de fuentes sánscritas toda­vía m ás antiguas, parece rem ontarse al siglo VI. Aunque hasta el XIII no llegará la obra al castella­no, y solam ente a través de las aduanas del Islam, acogiendo en su seno, por lo visto, en el largo y lento viaje, añadidos islám icos y hasta cristianos, el pasa­je que voy a tran sc rib ir parece ser que estaba ya en las versiones m ás antiguas, con lo que nuestro plei­to resu ltaría haber sido com partido, como un hori­zonte y una atm ósfera común, por los distintos cielos de diferentes religiones. Reunida la corte en juicio contra Dimna, el cocinero mayor funda su acusación en los muy precisos y elocuentes índices escatológi- cos —o «señales», como allí se los llam a— que reco­noce en el sem blante y en el andar del acusado y que incluso describe y enum era a los presentes. Pues bien, acto seguido se verá cómo Dimna, a fin de de­fenderse, establece la relación m ás explícita y direc­ta entre tales «señales» y la idea de la predestinación, concibiéndolas, por tanto, expresam ente —y aunque

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sea para im pugnarlas— bajo la pretendida cualidad de auténticos índices escatológicos:

«Dijo Dimna: “ Di vos este ejem plo por que non diga ninguno de vos lo que non sabe, por facer p la­cer a otros nin por o tra cosa. Et todo hom ne haberá galardón por lo que ficiere, et yo só salvo de lo que me apusieron. Et he me entre vuestras manos, pues temed a Dios, cuanto pudieres.” Fabló el cocinero m a­yor fiándose en su dignidad, et dijo: "Oíd, sabios e ricos homnes, et parad m ientes en lo que vos diré: ca los sabios non dejaron ninguna señal de los bue­nos e de los m alos que la non departiesen, et las se­ñales de la falsedat son m anifiestas en este mal andante, et de más que ha mucho m ala fama." Et dijo al alcalld al cocinero: "Ya lo oímos eso, et pocos son los que las non conocen. Pues dinos las señales que vees en este lazrado.” Dijo el cocinero: "Fulán dijo en los libros de los sabios que el que ha el ojo si­niestro pequeño e guiña dél mucho, e tiene la nariz inclinada faza la diestra parte, e tiene las cejas alon­gadas e entre las cejas tres pelos, e cuando anda aba­ja la cabeza e cata en pos de sí, e le salta todo el cuerpo, et el que estas señales ha en sí es m esturero e falso e traidor, et todas estas señales son en este lazrado apercebidas." Dijo Dimna: "Por unas cosas judga el hom ne otras, et el juicio de Dios derecho es e sin tuerto. Et vos sodes sabios e m esurados en ra­zonar, et ya oiste lo que este dijo; pues oíd a mí, ca él cuida que non es ninguno m ás sabio que él, et cree que non ha o tro más saber que el suyo; pues si to­dos los bienes e los males que el homne face non son sinon por las señales que son en el homne, manifiesta cosa es que non habrá el religioso su buen galardón por el servicio que face a Dios, nin el que mal face non habrá pena por sus m alas obras, et que non son los hom nes bien andantes si non por las señales que son vistas en ellos, et el que mal face non se puede dello de ja r nin puede e s ta r que lo non faga, et que

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non es ninguno virtuoso, m aguer puñe en bien facer, que le tenga pro, nin ningunt malfechor, m aguer que peque, quel faga daño. Et non m ande Dios que así »ca, et si a los hom nes fuese dado pornían en sus i uerpos las mayores señales que ellos pudiesen’’.»

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El llanto y la ficción

Sería preciso conocer m ejor la naturaleza psico­lógica de la participación afectiva en lo fingido: «Sed qualis tándem misericordia in rebus fictis et sceni cis?» «Lacrimae ergo am antur et dolores?» «Et hoc de illa uena amicitiae est; sed quo uadit? quo flu it?». Preguntas tan fam osas como antiguas; para San Agustín era un caso de conciencia y como tal lo re­suelve; las m ism as preguntas nos sirven a nosotros, pero vueltas hacia otro orden de respuestas. Tan sólo he de dejar aquí observado cómo el estric to llanto, en cuanto tal, es siem pre placentero, no sólo en la ficción; es la efectiva inm unidad que en ésta d isfru­tam os la que hace que, al quedar el llanto sólo, sin el daño, nos sea dado reg istrar su carác te r plácente ro. Queda en pie la cuestión de cómo sea posible que la ficción le sirva de acicate. ¿Q uerrá decir que en ella se conserva lo esencial de aquello que nos hace llorar? De ser así ¿querrá decir que en los daños no fingidos no es a la m ás inm ediata percusión de su evidencia sino a la m ediata y secundaria represen tación reflexiva a lo que hay que a trib u ir la facultad de prom over el llanto, esto es, que sólo gracias a la

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posibilidad de representarnos el daño, como en im a­gen proyectada, nos es dado acceder a un desahogo semejante? Que es la representación, y no la afección misma, lo que tam bién en los daños no fingidos de­sencadena el llanto me parece algo em píricam ente «•vidente. Se d iría que la representación proyecta el daño como imagen y, en alguna m edida, expande su opresión; podría decirse que por m edio de ella nos desdoblam os en imagen ante nuestros propios ojos. 1.a representación presta ojos al que sufre y figura til sufrim iento; tal vez por eso son precisam ente los elementos sensibles, o, m ás todavía que sensibles, ex­presivos —y aun literarios o saría decir— el agente provocador característico del llanto. El poema sen­timental m ás emotivo que conozco es un hai-ku que dice así:

Al sol se están secando los kimonos:¡Ay, las pequeñas mangas del niño muerto!'

El poema está, como se ve, drásticam ente trunca­do en dos m itades, hasta el punto de que podría de- * irse que todo su m ecanism o formal se reduce a esa fractura, la cual, por lo demás, no podría pertene­cer m ás com pletam ente al contenido; el poema en­terro bascula sobre el «ay» que da comienzo al vegundo verso. La imagen m ás aproxim ada que se me ocurre para representar la forma del poema es la ile que el poeta se lim ita en el p rim er verso a presen­tarnos una caña, para troncharla acto seguido en el wgundo y tercer versos.2 En la m añana de la muer-

1. Tomado y traducido al castellano de la versión italiana de llumo ludetts, de J. Huizinga (Giulio Einaudi editorc, Torino, 1948).

2. Segundo y tercer versos según esta versión y la italiana; ig­noro si el texto holandés de Huizinga logró conservar el metro •llábico clásico del hai-ku (5/7/5), o ni siquiera lo respetaba el ori­ginal japonés.

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te, un padre, al percibir de pronto la c laridad del día, que ha crecido del todo sin que nadie la sintiese, alza los ojos, desvelados por una larga noche de agonía, y se vuelve a m irar por la ventana ab ierta hacia el jardín, donde se le presenta una visión perfectamente cotidiana: los kimonos, tendidos el día anterior, ya­cen o cuelgan desplegados al sol, componiendo, con esa singular capacidad de los vestidos para represen­ta r a las personas, una especie de retrato fam iliar; pero de pronto la a tu rd ida m irada es asaltada por la imagen del kimono del niño que acaba de m orir: los dos últim os versos no podrán ya ser dichos en voz alta, ahogados por la ola arro lladora del sollozo —cuya irrupción es indicada por el «ay»— que sube por el pecho a rom per en la garganta. Ningún poe­ma, a mi entender, podría ilu strar más acertadam en­te cómo surge el llanto, cómo es la representación reflexiva, posibilitada, m ediada y sustentada por ele­m entos sensibles y expresivos, su desencadenador característico. ¿Por qué no el propio cuerpo muerto, que yace todavía sobre el lecho, y sí, en cambio, el kimono que se ve por la ventana, puesto a secar al sol? El cuerpo es el niño y es el lugar del hecho, el kimono significa el niño y es el lugar de la represen­tación; siem pre necesitam os un espejo, para saber lo que nos ha pasado. ¿Cuál es aquí, concretam ente, el m ecanism o de la reflexión? ¿En qué consiste la desgarradora virtud expresiva del kimono? Hay, por así decirlo, dos series de elem entos biunívocamente coordinadas: la que componen los propios miembros de la fam ilia y la que com ponen sus kimonos des­plegados al sol; ahora bien, en la prim era de las dos series causa de pronto baja un elemento, sin que haya dado, en tre tanto, tiem po de elim inar de la segunda serie el elemento correlativo: el pequeño kimono, ten dido cuando el niño todavía estaba vivo, sigue allí todavía en tre los de los que todavía viven, como si el niño todavía viviera; la superposición de las dos

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series form a como un palim psesto, en cuya repenti­na, sensible y precisa discordancia cobra vivísima expresión todo el contraste entre el antes y el des­pués, entre el todavía-y-siempre de la cotidianidad y el ya-no-y-nunca-jamás de la tragedia. El todavía de las pequeñas m angas m ovidas por la brisa des­pliega por reflexión ante los ojos todo el abism o del va no de los pequeños brazos movidos por la vida. I tablar aquí de eficacia literaria sería a tribu ir a este poema algún ardid retórico que enfatizase la na tu ­raleza de los hechos mismos; no, el poem a se lim ita ¡i enunciar con la mayor precisión y austeridad, o me­jor todavía, a reproducir literalmente, el propio acon­tecim iento psicológico: no hay en él ni una sola gota más de literatura de cuanta no contenga ya de suyo la propia psique hum ana. Todo llanto de com pasión es promovido a p a rtir de representaciones y toda re­presentación se constituye sobre elem entos sem án­ticos y expresivos y es siempre, por consiguiente, esencialmente literaria. La doble observación de que tam bién el llanto ante los daños no fingidos fuese en sí mismo igualmente placentero y se viniese a pro­vocar, como pretendo, en un desdoblam iento repre­sentativo y siem pre por m ediación de una espoleta expresiva —sensible o verbal— es algo que, de ser cierto, nos podría ayudar notablem ente a com pren­der el llanto en el teatro y la naturaleza psicológica ile la participación en lo fingido; m as creo que, por ahora, no me hallo en condiciones de aventurarm e más en este oscuro asunto.

Apéndice El caso José

Cuando en el ensayo «La predestinación y la narra- tividad» incluí en apéndice el caso Dimna, para

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ilu s tra r el asunto de los índices escatológicos, hubo un desplazamiento: m ientras en el texto desde el que se rem itía al apéndice en cuestión los índices esca­tológicos eran contem plados en su m anifestación concreta de juego de señales que corría entre el autor de una obra y sus destinatarios, en cam bio en el ejemplo del apéndice tanto los índices escatológicos como su relación con la predestinación habían pa­sado al in terior del texto; ya no eran índices que fun­cionasen en el eje de la com unicación (es decir, en el tráfico directo entre el em isor y el receptor), sino que habían saltado al eje de la significación (es de­cir, al objeto m ism o de ese tráfico); ya no pertene­cían al decir sino a lo dicho; se habían vuelto temáticos. No era el au to r quien cargaba allí a Dim- na con unas señales de valor prem onitorio capaces de orientar, como nuncios de un destino, la expecta­tiva del lector, sino los propios personajes quienes, por dentro de la historia, encontraban, reconocían, describían, consideraban e interpretaban señales se­m ejantes y las hacían ju g ar explícitam ente como ta ­les índices escatológicos en su propia querella argum ental. Pues bien, el caso José va a suponer, aunque en un sentido algo distinto, otro desplaza­m iento afín: el texto va a m eter en casa, va a hacer temático, ya que no en la conciencia, sí, al menos en la acción de un determ inado personaje, algo que sólo acostum bra a ser tem ático del texto mismo, esto es, que no suele pertenecer al movimiento interno del hacer, sino tan sólo al del acontecer. Si en el hai-ku transcrito en las páginas del texto la im prevista apa­rición de los kimonos ante los ojos del padre del niño que acaba de morir, y por lo tanto la súbita activa­ción del catalizador reflexivo provocador del llanto, aparece com o algo dado por la situación, propuesto por el poeta, y consiguientem ente, padecido por el padre (el padre se ve som etido a la prueba de ver de pronto esos kimonos al sol, sin que importe aquí aho­

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ra establecer si por designio del poeta o por la m ano invisible del destino), ahora nos vamos a encontrar, en cambio, con un caso en que esa m ism a activacióno producción de un catalizador reflexivo pasa a ser subtem ática, es decir, se convierte en objeto de una operación activa en la propia entraña argum ental de lo narrado. El caso, al m enos en la adm irable form a muda, directa, espontánea, irreflexiva, indeliberada, gratuita, inexplicable, casi fatal, en que aparece aquí, es tal vez único en la h istoria de la literatu ra y por tanto un testim onio antropológico excepcional en la pureza de su inexplicitud: «Esto es lo que pasó y así lo cuento».

(La atribución de un objeto a una cu ltura y a unas gentes puede hacerse según el em isor o según el re­ceptor, pues tam bién quien recibe ese objeto y lo hace suyo tiene que ver con él; tan sólo porque ha parecido m ás fácil m irar cómo tiene que ver con él el que lo da es por lo que ha prevalecido casi siem pre la prim era atribución. Mas no sería oportuno des­cu idar hechos tales como el de que las figuras del león y el elefante —anim ales africanos— hayan lle­gado a pertenecer a la más íntim a cu ltura de cual­quier niño europeo no m enos de cuanto puedan pertenecer a ella las del zorro y el lobo —anim ales europeos. La atribución al receptor confunde las de­m asiado fáciles y casi siem pre falsas y baratas iden­tidades que suelen form arse a p a rtir de la atribución al em isor: la Biblia pertenece al Occidente tanto como Aristóteles al Islam . ¿Cómo podría ser «orien­tal» la Biblia, si es el árbol del centro del bosque a cuya som bra se ha criado el Occidente entero du­rante casi dos mil años? Recuerdo aquí estas obvie­dades tan sólo para encarecer hasta qué punto la historia de José, sobre la cual se va a a b rir el nuevo caso, no sólo es una de las h istorias m ás antiguas en la h istoria pública de la cu ltura occidental, sino a m enudo tam bién la m ás rem ota en la h istoria per­

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sonal de cada uno de sus m iembros; juega, así pues —por em plear los térm inos del biólogo, aunque sin m ás c o m p ro m iso que el de una c o m p a ra c ió n form al—, tanto en la filogénesis como en la ontogé­nesis. Es para cualqu ier europeo lo m enos exótico de este mundo, y, por supuesto, m uchísim o menos que La Chanson de Roland para un francés de hoy o El Cantar de Mío Cid para un castellano de hoy, pues sería completamente artificioso conceder al Mío Cid, respecto de los castellanos de hoy, un lugar sem ejan­te al que cabe conceder a los poemas hom éricos res­pecto de los helenos de mil años después de Homero: la tradición no depende de un vínculo nom inal, sino de un ejercicio cotidiano, y los helenos no dejaron de ejercitarse en los poem as hom éricos desde la es­cuela misma, cosa que no puede ciertam ente decir­se de los castellanos de hoy respecto del Mío Cid. El poema fue publicado por prim era vez trescientos años después de la introducción de la im prenta en España, lo que dem uestra sin m ás su carác ter de re­liquia, y no de tradición, al m enos ya en la segunda m itad del siglo XV; en cuanto al personaje mismo, que halló m ás larga vida en los romances, tam bién fue dejado atrás y convertido en arqueología hace tal vez unos doscientos años. Por el contrario, han de ser precisam ente h istorias «orientales», como la de Abraham e Isaac, la de Jacob y Esaú, y sobre todo, por ser la m ás sugestiva, al parecer, para los oídos infantiles, la de José y sus herm anos, las que ven­gan verdaderam ente a ocupar entre nosotros un lu­gar sem ejante al que ocupaban la ¡liada y la Odisea entre los helenos. Creo que, al menos hasta los hom­bres de mi edad, podrían contarse por millones los «occidentales» que reconocerían conmigo en esta dulce h istoria la p rim era narración que han conoci­do —hasta el punto de que el m om ento de su recep­ción yace olvidado en la niñez inm em orial—, y por lo tanto la h istoria por excelencia, el modelo o a r­

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quetipo com ún de todas ellas, o sea, la caja en que nos son entregadas todas las historias.)

¿Qué hay, pues, con José? El episodio que me pro­pongo contem plar es el del reencuentro de José con sus herm anos, o, por u sa r el térm ino de la precepti­va antigua, el del «reconocimiento» o anagnorismós (ya que la h istoria de José es, como la Odisea, un ejemplo perfecto del tipo de narración que los an ti­guos, y no sé si Aristóteles por p rim era vez, caracte­rizaron como de peripéteia kai anagnorismós). El episodio com prende desde el versículo 42, 6 hasta el 45, 3 del Génesis, am bos inclusive. Extractaré todos los pasos de tan ex traord inario y aparatoso recono­cimiento, sin respetar los capítulos de la Biblia y di­vidiendo este resumen en mis propios tres apartados, cada uno de los cuales term inan con uno de los tres llantos de José:

1. Venidos los años de la carestía, José, ministro del faraón, y en funciones de supremo intendente, vende a egipcios y extranjeros el trigo almacenado durante los siete años de abundancia. 2. Entre los extranjeros que se posternan ante él para pedirle trigo, José re­conoce a sus diez hermanos mayores (Jacob ha rete­nido consigo a Benjamín, el único de sus hijos que es más joven que José y al mismo tiempo el único que, perdido éste, le queda de Raquel), pero ellos no reco­nocen a José y éste, lejos de darse a conocer, finge sos­pechar de ellos como espías que hubiesen venido a reconocer las defensas fronterizas del Imperio con­tra las rutas nómadas del Sinaí. 3. Apremiándolos a preguntas, José se hace decir lo que ya sabe: que son de Canaán, que han sido doce hermanos («el más pe­queño quedó con nuestro padre, el otro no vive ya»), y revelar, de paso, lo que ignora: que el padre vive to­davía y que Benjamín está con él. 4. José finge que­rer asegurarse de sus palabras y los conmina a que traigan a Benjamín: que uno de ellos vaya a buscarlo, mientras los otros nueve quedarán como rehenes; y de momento los manda meter a todos en prisión por

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espacio de tres días. 5. Al cuarto día, sin embargo, José cambia de acuerdo: ahora van a ser nueve los que vayan a por Benjamín y sólo uno el que se quede como rehén. 6. Los hermanos, afligidos por la situación, se recuerdan los unos a los otros, delante de José, la gran culpa que cometieron contra él veintiún años atrás, cavilando entre sí que esto de ahora es como un cas­tigo; Rubén, el primogénito, les dice a los demás: «¿No os advertí yo diciéndoos: "No pequéis contra el niño”, y no quisisteis escucharme?» 7. José, que les ha ve­nido hablando por medio de intérprete, fingiendo no conocer su lengua, tiene que apartarse para que no lo vean llorar. [Primer llanto de José.]

8. Vuelve José y se queda con Simeón como rehén mientras los otros parten hacia su tierra. 9. De cami­no para casa, los hermanos encuentran sus dineros en la boca de los costales y, no sabiendo a qué ate­nerse sobre aquello, se llenan de temor. 10. Jacob, puesto al corriente de los sucedido, no quiere acep­tar de ningún modo la idea de dejar m archar a Ben­jamín. 11. Acabadas las provisiones, vuelve el hambre a la casa, y Jacob les dice a sus hijos que vayan otra vez a Egipto; ellos, por temor al ministro del faraón, se resisten a hacerlo sin llevar consigo a Benja­mín. 12. Jacob dice: «¿Por qué me habéis hecho este mal de dar a conocer a aquel hombre que teníais otro hermano?» 13. Ellos contestan: «Aquel hombre nos preguntó insistentemente sobre nosotros y nuestra fa­milia y nos dijo: "¿Vive todavía vuestro padre? ¿Tenéis algún otro hermano?”, y nosotros contestamos según las preguntas. ¿Sabíamos acaso que iba a decirnos: "Traed a vuestro hermano”?» 14. Al fin Judá, ponién­dose por responsable de Benjamín, logra convencer a su padre para que lo deje marchar, y Jacob manda que vuelvan a llevar el dinero encontrado en la boca de los costales, por si ha habido algún error, junto con el dinero para el trigo nuevo y un presente de miel, tragacanto, astràgalo, láudano, alfónsigos y almen­dras. 15. José ve venir a sus hermanos con Benjamín y manda que les dispongan un banquete. 16. Ellos re­celan de tan extraño tratamiento y, temiendo alguna cosa a causa del dinero encontrado en la boca de los

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costales, hablan de ello al mayordomo, camino del pa­lacio; pero éste los tranquiliza diciéndoles que es Dios quien habrá puesto ese dinero en los costales, puesto que él ha recibido el pago a su debido tiempo, y que queden en paz a este respecto. 17. Se manda traer también a Simeón y al fin entra José y ellos se pos- teman ofreciendo los presentes. «Vuestro anciano pa­dre, de quien me hablasteis —les pregunta José—, ¿está bien?, ¿vive todavía?» «Tu siervo nuestro padre, está bien, vive todavía», le contestan. 18. José alza los ojos y mira a Benjamín (Benjamín tiene entonces vein­ticinco años y José tiene treinta y nueve). «¿Es éste vuestro hermano menor, de quien me habéis habla­do?», pregunta, pero, sin esperar respuesta, se vuel­ve al propio Benjamín y le dice: «Dios tenga misericordia de ti, hijo mío». 19. Aquí el texto dice li­teralmente: «Se apresuró José a buscar dónde llorar, pues se le conmovieron las entrañas a causa de su her­mano, y entrándose a su cámara lloró» (Vulgata: Fes- tinauitque, quia conmota fuerant uiscera eius super fratre suo, et erumpebant lacrymae, el introiens cu- biculum, fleuit»), [Segundo llanto de José.]

20. José se lava la cara y, reprimiéndose, manda apa­rar y se sienta a comer en otra mesa, frente a sus her­manos, mientras los egipcios presentes se sientan en una tercera (las costumbres egipcias prohibían sen­tarse a comer en la misma mesa con los extranjeros). 21. Benjamín recibe en la mesa un trato de favor3 y todos los hermanos de José se alegran y se confían de nuevo durante la comida, acabando de deponer sus suspicacias y aceptando, pese a su extrañeza y a su falta de justificación, la idea de aquel convite. 22. Cuando ya se disponen a partir, José, secretamente, manda que les pongan de nuevo el dinero en la boca de los costales y que en el de Benjamín pongan tam-

3. Una ración más abundante: cosa que sugiere la posibilidad de una temprana influencia helénica, ya sea en los egipcios, ya, más probablemente, en el autor del texto bíblico, pues coincide con la geras, la doble ración de honor que los helenos servían al comensal más importante. A menos que no haya que pensar en una transmisión helena, sino en una más arcaica tradición cultu­ral común. (Nota de 1991).

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bién su propia copa de plata. 23. Habiéndoles dado apenas tiempo para salir de la ciudad, José manda a su mayordomo que dé alcance a sus hermanos y los acuse del robo de la copa, diciéndoles: «¿Así devol­véis vosotros mal por bien?». 24. Los hermanos, se­guros de su inocencia, se ofrecen a ser registrados y a que muera aquel en cuyo costal sea encontrada la copa de plata. 25. El mayordomo acepta la propuesta, pero rebaja la condición a retener como esclavo al que sea hallado culpable del hurto, dejando a los demás en libertad. 26. La copa es encontrada en el costal de Benjamín (costal que, naturalmente, como mandan los cánones de la narración —véase «La predesti­nación y la narratividad» en este mismo volumen, pág. 110— es registrado en último lugar, del mismo modo que, en gracia a la mayor efectividad retórica que supone establecer una correspondencia biunívo- ca entre hermanos y costales, el número de éstos es reducido a once, aun a costa de la verosimilitud, pues resulta poco creíble que por sólo once costales de tri­go, esto es, por un máximo de unos 600 kg de grano —que suponen, para una familia que habría que cal­cular en más de cien personas, no más de veinte días de pan—, se emprendiese una expedición de unos 350 km como los que median entre Hebrón [?] y Tanis, o sea, entre ida y vuelta, de quince a veinticinco días de camino, gran parte de ellos por el desierto septen­trional del Sinaí). 27. Los hermanos no entregan a Ben jamín, sino que vuelven todos juntos a presentarse- ante José. 28. José los reprende y confirma la deci sión del mayordomo: Benjamín habrá de quedarse como esclavo. 29. Judá, fiador de Benjamín ante su padre, toma aparte a José y le dice unas palabras que es preciso transcribir: «Por favor, señor mío, que pue­da decir tu siervo unas palabras en tu oído sin que contra tu siervo se encienda tu cólera, pues eres como otro faraón. Mi señor ha preguntado a tus siervos: "¿Tenéis padre todavía y tenéis algún otro hermano?", y nosotros contestamos: “Tenemos un padre anciano y tenemos otro hermano, hijo de su ancianidad. Te nía éste un hermano, que murió, y ha quedado sólo él de su misma madre, y su padre le ama mucho”. Tú

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dijiste a tus siervos: "Traédmelo, que yo pueda verle”. Nosotros te dijimos: "Mira, señor, no puede el niño dejar a su padre; si le deja, su padre m orirá”. Pero tú dijiste a tus siervos: "Si no baja con vosotros vuestro hermano menor, no veréis más mi rostro”. Cuando su­bimos a tu siervo, mi padre, le dimos cuenta de las palabras de mi señor; y cuando mi padre nos dijo: "Volved a bajar para comprar algunos víveres”, le con­testamos: "Ño podemos bajar, a no ser que vaya con nosotros nuestro hermano pequeño, pues no podemos presentamos a ese hombre si nuestro hermano no nos acompaña”. Tu siervo, nuestro padre, nos dijo: "Bien sabéis que mi mujer me dio dos hijos; el uno salió de casa y seguramente fue devorado, pues no lo he visto más; si me arrancáis también a este y le ocurre una desgracia, haréis bajar mis canas con dolor al sepul­cro”. Ahora cuando yo vuelva a tu siervo, mi padre, si no va con nosotros el joven, de cuya vida está pen­diente la suya, en cuanto vea que no está, morirá, y tus siervos habremos hecho bajar en dolor al sepul­cro las canas de tu siervo, nuestro padre. Tu siervo ha salido por responsable del joven al tomarlo a mi pa­dre, y ha dicho: "Si yo no lo traigo otra vez, seré reo ante mi padre para siempre”. Permíteme, pues, que quede tu siervo por esclavo de mí señor, en vez del joven, y que éste se vuelva con sus hermanos. ¿Cómo voy a poder yo subir a mi padre si no llevo al niño con­migo? No, que no vean mis ojos la aflicción que cae­rá sobre mi padre». 30. José, viendo que ya no puede contenerse más, grita a los egipcios presentes en la sala: «¡Salgan todos! ».31. Quedan a solas José con sus hermanos, y él, rompiendo a llorar, clama por fin: «¡Yo soy José! ¿Vive mi padre todavía?». «Lloraba José tan fuertemente —dice la letra del texto— que lo oyeron todos y lo oyó toda la casa del faraón» (Vulgata: "Eleuauitque uocem cum fletu: quam audierunt Aegy- plii, omnisque domus Pharaonis"). [Tercero y último llanto de José.]

H asta aquí el largo ep isodio del reconocim iento de José y sus herm anos. La v ieja y fam osa cuestión es po r qué se m o n ta aq u í todo este espectácu lo .

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Por supuesto que toda la literatu ra está poblada de toda clase de insidias para a ten tar contra los la­crim ales del lector, desde las m ás burdas y artificio­sas hasta las más sutiles y veraces, y los reencuentros entre allegados separados durante largo tiem po pa­recen las ocasiones m ás propicias para trae r consi­go efectos emotivos, ya atacando artificiosam ente la propia situación con los ácidos corrosivos de un con­traste producido por las vicisitudes respectivas de los años de la separación (como cuando la am ada, convertida ya en m arquesa por un m atrim onio de conveniencias, reconoce de pronto al am ado de su juventud en un mendigo que su propio cochero aca­ba de d e rrib a r de un em pujón sobre los adoquines m ojados por la lluvia, cuando in tentaba acercarse a pedir una lim osna a aquella a quien no ha llegado a reconocer a su vez en la elegante dam a que des­cendía del lando para en tra r en el teatro de la ópera a ver el Rigoletto), ya cuando es la propia naturale­za inerte la que, en un incidente fortuito, tañe las cam panas del reconocim iento (así cuando Euriclea, la vieja am a de Ulises, llega a tocar con la m ano la cicatriz de la rodilla de éste, reconociéndola al tacto —y a despecho de la precaución del héroe, que ha tenido buen cuidado de ponerse en la penum bra du­rante el lavatorio, para evitar que el ama se la viese—, y, en la sorpresa y la dicha de tan inesperado reco­nocimiento, suelta de pronto el pie de Ulises, y el pie va a da r contra el borde del caldero de bronce y el bronce resuena y el caldero se vuelca y toda el agua se derram a por el suelo de la sala, como si el calde­ro dijese todo lo que el resonante y desbordante co­razón de Euriclea tiene que ca llar).4 Y nótese, de

4. Tiene que callarlo, para no contradecir la voluntad de Ulises de mantener su incógnito respecto de la propia Penélope —presente en ese momento en otro punto de la sala—, asi como de todos los demás, salvo del porquero y de Telémaco. Pero si Ulises aplaza, al igual que José, el momento de darse a conocer, en cam-

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paso, cómo en este ejem plo de la Odisea, a diferen­cia de lo que pasaba en el hai-ku y en el ejem plo de José, ni el am a ni Ulises parecen ser, en principio, los pacientes o receptores de tal representación: para ellos la cosa se queda en un incidente fortuito, sin m ás significación que la de poner en peligro el in­cógnito de Ulises ante su mujer; será sólo para el lec­to r para quien el caldero actúe como resonador emotivo del reconocimiento. La absolu ta sobriedad, la credibilidad del episodio del caldero justifican el mayor prestigio literario de que ha venido gozando la Odisea —frente a obras como las que podrían con­tener episodios como el de la dam a y el mendigo, im­provisado más a rriba— y le vienen de que no ha sido conscientem ente excogitado por el poeta como un artificio emotivo, deliberadam ente dirigido al sen­t im ie n to del lec to r, com o u n a b a la de fu s il ex ­presam ente preparada para su corazón, sino una imagen espontánea e im previsiblem ente aparecida a los ojos del rapsoda, a vueltas, en todo caso, de su propia em oción con los sucesos, de m anera a la vez tan fortuita e inevitable como el propio incidente re­latado: al rapsoda le ha sobrevenido, se le ha escapa­do la imagen del caldero golpeado y derram ado, como a la propia Euriclea se le ha escapado de las manos el pie de su señor (y por eso yo mismo, aho­ra, por el solo hecho de señalarla, en realidad la des­truyo y la falseo, lo m ism o que, en cierto modo, se falsea y se destruye cualqu ier cosa sim plem ente na-

bio, sus motivos, a diferencia de los de éste, están bien claros: es para poder cumplir los designios estrictamente «racionales» de espiar, tras la pantalla de su incógnito, la disposición y el com­portamiento de Penélope y preparar, con toda alevosía, su espan­tosa venganza contra los pretendientes. Y no ha dejado de haber quienes han pretendido «racionalizar» de manera semejante la conducta de José, achacándola a alguna motivación afín (un de­seo de poner a prueba a sus hermanos y de someterlos a una es­pecie de benigna punición); pero, a mi juicio, están completamente equivocados.

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cida, al tra ta rla como si fuese fabricada ). En el epi­sodio del caldero se siente la sola y pura voluntad, por parte del poeta, de escuchar el sonido de los he­chos mismos —y nada im porta que sean imaginarios para que tengan su propio sonido— y no una espú­rea voluntad de m eter ruido con ellos, haciéndolos chocar deliberadamente, como en el caso de la dama y el mendigo: los hechos no suenan m ás que a lata cuando se los agita para m eter ruido con ellos. El episodio del caldero no es más fidedigno porque esté m ejor inventado, sino porque eso es lo que ocurrió (y ya he dicho que no im porta que sea sólo la fan ta­sía del rapsoda el lugar donde ocurrió).

«G enitum , non factum » dice el verbo, de la pala­bra, el credo de Nicea; y esto —por u sar dos de los térm inos de la doble dicotom ía de Karl Bühler (Teo­ría del lenguaje, I, 4)— vale tanto para la form a lin ­güística como para el producto lingüístico, salvo que, m ientras para la forma lingüística, para las lenguas, se presenta m ás bien como una afirm ación de ser, para el producto lingüístico, para la obra escrita o fijada literalm ente en la m em oria, se presenta en cambio como una afirm ación de deber ser. En efecto, si es cierto que en las lenguas pueden llegar a en­tra r térm inos artificiales o de jerga (vigentes, en un principio, solamente en el habla), la manipulación de­liberada no puede, afortunadam ente, rebasar unos límites superficiales: por el contrario, en la invención literaria cabe un grado m uchísim o más grande de m anipulación. Por supuesto, el ca rác te r de g en itum que. como deber ser, se postula para la literatura ven­dría a aplicarse de muy distin to modo y en un plano diferente respecto de como, con valor de ser, se pos­tulaba de la lengua: en la literatura hay siempre, ine­vitablemente, una voluntad activa —en el sentido de no autom ática— de expresión, y por eso resultaría extrem adam ente arduo asen tar un criterio de p rin ­cipio para d ilucidar en cada caso qué es en ella lo

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factum , qué lo gen itum , o qué proceso específico del alm a y de la m ente es el que puede d a r lugar a lo uno o a lo otro. Hasta el m omento apenas hay, que yo sepa, acerca de ello un m ito y una expresión tan vaga que resu lta perfectam ente inútil: el m ito es el de la Musa y el térm ino es el de «inspiración». Sin embargo, el que una y o tra cosa sean absolutam ente hueras en cuanto explicaciones no afecta en modo alguno para que signifiquen el m ás cabal reconoci­miento del carácter de g en itum que, como exigencia ineludible, como deber ser, ha de tener la literatura; lo que com portaría , ni m ás ni menos, que la exigen­cia de una pura receptividad, de una esencial pasi­vidad por parte del literato. Nos es dado, sin duda reconocer y desenm ascarar como tales las m anipu­laciones m ás burdas y ro tundas (así con el ejem plo de la dam a y el mendigo, inventado ad hoc), pero no podríam os en cam bio describ ir cuál pueda ser el quid diferencial que distingue el proceso de lo gen i­tum (y nótese de paso cómo, m ientras para poner un ejemplo de algo factum he podido recu rrir a una in­vención in p ro m p tu , por el contrario para ponerlo de un producto que se pretenda g en itu m no cabría lal posibilidad: si pudiese inventarm e ad hoc un ejemplo de un pasaje g en itu m , dem ostraría la posi­bilidad de fabricarlo, lo que en tra ría en contradic­ción con la pretendida diferencia y vendría sin más ¡i desmentirla). Tan sólo puedo apo rta r indicios o su­posiciones, que apenas pasan de se r puras m etáfo­ras: que lo gen itu m sería algo que po r sí m ismo se presenta a la atención del que m eram ente escucha el sonido de los hechos, y por lo tanto al que se pone en una actitud pasiva, receptiva, m ientras lo factum resultaría de una m anipulación de los hechos deli­beradamente dirigida por una voluntad de m eter rui­do con ellos. (Y hasta qué punto el sonido de los hechos m ism os puede llegar a rebelarse, en ocasio­nes, a una específica voluntad de sentido del au to r

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es algo que se podrá observar del modo más escanda­loso en el caso Manrique, cuyo atestado puede leerse en este mismo volumen —páginas 213-215—. Tampoco sirve la idea de la espontaneidad, porque la volun­tad de m eter ru ido es al menos tan espontánea en el hom bre cual pueda serlo cualquier propósito de guardar ese silencio pasivo y receptivo que tradicio­nalm ente se ha querido represen tar con el térm ino de «inspiración» o con el antiguo m ito de la Musa; de nada sirve la idea de la espontaneidad, porque el resabio es en el hom bre una segunda naturaleza. Así, la ju s ta rebelión del rom anticism o contra un si­lencio no m eram ente postulado como actitud litera­ria inexcusable, sino instaurado por m edio de convenciones o de reglas (como si algo de índole ju ­rídica y form al fuese capaz de garan tizar el silencio necesario para el surgim iento de lo genitum) se re­solvió a menudo, con toda la espontaneidad del m un­do, en la m ás deliberada voluntad de m eter ruido: «Me gusta un cem enterio /de m uertos bien relle­no/m anando sangre y c ieno/que im pida el respi- rar;/y allá un sepu ltu rero /de tétrica m irada/con mano despiadada/los cráneos m achacar».5 Esta tan evidentem ente fabricada truculencia no puede hoy producirnos m ás que risa, no puede hoy sonarnos más que a lata, a un en trechocar de latas vacías las unas contra las otras. La hiperbólica gratu idad de la imagen presentada destruye la m era aparición de esa m ism a imagen; lo único que se llega a perci­b ir es la denodada voluntad del poeta de m eter ru i­do a viva fuerza, obligando con sus propias manos a ese presunto sepulturero a m achacar con esa mano presuntam ente despiadada tales presuntos cráneos. Lo m ismo el térm ino de «inspiración» que el mito de la Musa reconocerían —o deberían reconocer—

5. De la «Desesperación», poema atribuido, sin suficiente cer tidumbre, a Espronceda.

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el carác te r esencialm ente pasivo, receptivo, del pro­ceso del «trovar», tan extraño al a rb itrio del sujeto como al a rb itra je de la norm a (arb itrio y a rb itra je que tal vez vengan a coincidir m ás o menos, respec­tivamente, con el fundam ento de cada una de las dos actitudes que han dado en llam arse «romanticismo» y «clasicismo»; actitudes que, en tal sentido, estarían igualmente lejos de aquella fundam ental pasividad).

Volviendo, pues, al reconocimiento de José con sus herm anos, habíam os quedado en que la pregunta era por qué se m onta allí un espectáculo tan apara­toso, por qué llega a a rm ar José un tinglado sem e­jante, una tal fabulación. No es difícil que con respecto a ella se nos ocurra al instante la idea de una genuina ceremonia. El componente del banquete —característica institución cerem onial— vendría ya por sí mismo a reforzar una interpretación así. Cabe, además, perfectamente, hallar una justificación plau­sible a la necesidad de ceremonia: la propia m agni­tud del acontecim iento podría co arta r en el alm a de José todo im pulso de despacharlo con la sobria, mo­desta e im provisada cotidianidad en que las azaro­sas circunstancias han venido a proponerlo. Por otra parte, ¿cómo podía in terp re tar el hecho de no ser re­conocido por ninguno de sus diez herm anos, sino como que Dios, adem ás de concederle la ventura de recobrar a su padre y sus hermanos, le confiaba sólo a él la llave para acceder a ella?, pues si un recono­cim iento com porta com únm ente un papel digamos activo y otro pasivo —reconocer y ser reconocido—, he aquí que a José se le concedía el privilegio de re­tener en su m ano como activo y voluntario tam bién el segundo movimiento, convirtiendo ese ser recono­cido en un darse a conocer. ¿Cómo tom ar en las m a­nos sin tem or y reverencia las llaves de la dicha? ¿Cómo u sa r de un privilegio sem ejante sin el sagra­do respeto que un don de Dios tan inmenso, como era recobrar a los suyos después de veintiún años de

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separación, recomendaba y merecía? El alm a de José tiem bla y se paraliza ante la sola idea de irru m p ir profanam ente, de arro jarse hollando y atropellando sin unción y sin cautela sobre la gran felicidad. Pues­to que Dios, que ha dispuesto este reencuentro, le ha concedido tam bién la facultad de d irig irlo y adm i­nistrarlo a su albedrío —como si le dijese: «Organi­za tú m ism o este acontecimiento: sé tú mismo el que trace su figura, según tu beneplácito, pues todo en­tero te lo doy»—, José no siente esta r más que corres­pondiendo a sus designios al abusar de la ventaja de su incógnito para parar el suceso en su mitad, de­jándolo en suspenso hasta el momento en que llegue a ser el aire m ism o el que se colme y se desborde por sí solo, bajo el caudal del agradecim iento. En­frentado, así pues, con la responsabilidad de d a r al acontecim iento toda la solem nidad que se merece, detiene el curso de los hechos, al inhibir y retener el paso capaz de completarlos, interponiendo y orques­tando entre el m omento de reconocer a sus herm a­nos y el acto de darse a conocer a ellos la aparatosa tram a de su gran fabulación. De esta m anera, abu­sando de su incógnito, y a sem ejanza de los dioses, que se anuncian de lejos con enigm as turbadores, con señales que el hom bre no comprende, José pare­ce m erodear invisible en amplios círculos en derredor de sus herm anos, rehusando la repentina e inespe­rada cercanía que el azar le ha presentado; los ap a r­ta de sí, para poderse ir aproxim ando poco a poco, al igual que el cortejo, que, para hacerse m ás solem­ne, se tom a toda la d istancia del alcance del son de sus trom petas y sale a em pezar afuera de las puer­tas, lejos de la ciudad. La cerem onia ha de ser todo lo grande que tan inm enso reencuentro se merece.

(Pero, ¿qué son, al fin, las cerem onias? Pueden, sin duda, ser o llegar a ser —ya sea a la vez, ya sea por separado— m uchas cosas diferentes, pero m e parece

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que entre sus m otivos principales está la necesidad tic proyección. La cerem onia seria, en este aspecto

; particular, un aparato sensible que el hom bre se or­ganiza para prestar una im agen ostensib le o m ás ex ­terna e im presionan te — co m o a m anera de un

[ resonador— a aquello que, por no a b undar o carecer del todo de apariencia m anifiesta , se hurta a una

I com prensión satisfactoria. E l sacram ento es el mo- 1 ilelo de aquello que necesita cerem onia a causa de | la Índole esencia lm ente invisible del carism a; el pro­

pio Tantum ergo registra exp líc itam en te la invisi- bilidad inherente al sacram ento fv de paso nos va a proporcionar las palabras que necesitam os para nues-

! tro asuntoj, cuando dice praestet lides supplemen- tum /sensuum defectui; salvo que, a su vez, será la propia fides la que requiera un nuevo supplemen-

¡ tum para rem ediar ese sensuum defectus; y es este I nuevo supplem entum , justam ente, el que pretende- I ría prestarle el aparato sensible de la ceremonia. Pero,I al m enos en los sacram entos de la Iglesia, parece que

no se Dataria, respecto de de term inados e lem entos I esenciales del ritual, de un supplem entum m eram en­

te ilustra tivo o sugestivo, sino de algo que constituye una parte necesaria del sacram ento m ism o; es decir,

I no de un sim p le m arco sino de un a u tén tico ingre­diente, aunque, por lo dem ás, harto d ifíc il —y aun tal

I vez abstruso — de exp licar o definir, dada la peculiar am bigüedad del tipo de necesariedad que lo caracte­riza. C om oquiera que sea, la cerem onia se nos pre­senta a q u í com o supplem entum para el sensuum defectus propio del carism a. E l carism a de la reale­za, por pasar a un ejem p lo m ás pro fano [y sea cuál fuere su naturaleza, pues nada afecta en lo que a q u í nte im porta que sea o deje de ser cosa d istin ta del tra-

I je nuevo del em perador], necesita proyectarse en I el fastuoso aparato sensible de la cerem onia de la I coronación. Mas ni siquiera hace falta rem ontarse

hasta la rea leza , p u e s ya la s im p le firm a de un

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d o c u m e n to tie n e e l m ás r ig u ro so c a rá c te r s a ­cramental;6 la firm a —con el curioso com plem en­to suntuario de la rúbrica— confiere al docum ento una virtud análoga a la que la coronación confiere al rey: el escrito recibe de la firma un auténtico ca- risma; el docum ento firm ado adquiere por ella po­der ejecutivo [o m ejor fuerza ejecutiva —vigencia—, si es que querem os reservar la palabra «poder» para la capacidad previa, indeterminada y personal, en que se fundan, en derecho, todos los actos de disposición]. Conviene ahora, no obstante, señalar una interesan­te diferencia en la interpretación del elem ento sensi­ble o ingrediente material del sacramento; se trata a primera vista de una diferencia de m atiz [o, por lo menos, resulta lingüísticamente, tan escurridiza que no ha dejado de proporcionar al denodado logicismo occidental notables quebraderos de cabeza, al menos hasta el m om ento en que le fue dado agarrarse, como a la Purga de Benito, a la inagotable botica del Esta- girita], pero que puede llegar a revelarse decisiva en determinadas situaciones prácticas y que, de hecho, ha dado, históricamente, lugar a pintorescos equívocoso ambigüedades en las relaciones entre pueblos de culturas diferentes. Ya he dicho que sería harto di­fícil definir, sin siempre discutibles verbalismos, la interpretación cristiana del papel que pueda jugar el elem ento m aterial sensible en el sacramento, pero si que podría delim itarla negativam ente una com pa­ración con la interpretación mágica de ese m ism o elemento. Para la concepción mágica —siempre rigu­rosamente materialista, objetivista—, la interpreta­ción del elemento material sensible de un sacramento cristiano, de una coronación o de un docum ento ju ­rídico no ofrecería el más m ín im o problema: ese ele­

6. La extensión de un documento jurídico podría perfectamen­te llamarse «sacramento civil»; llamarle «sacramento profano» me sonaría ya un tanto violento, dada la oposición semántica es­tablecida entre las palabras «profano» y «sagrado».

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mentó sería en sí m ism o y por sí m ism o el productor y el portador del carisma; así la concepción mágica estaría, por ejemplo, com pletam ente de acuerdo con la concepción cristiana en reconocer que no surge el carisma bautism al si no se enuncian las palabras «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Es­píritu Santo», donde es de notar cómo los propios cristianos hacen hincapié en la recomendación de que no se omita el prim er «y» [«del Padre y del Hijo»], aunque no lleguen en esto a un rigor verbal tan ex­tremoso como para afirm ar que esa sim ple omisión sea capaz por sí sola de invalidar el sacramento; por el contrario, seria, en cambio, para la concepción m á­gica, completamente irrelevante y fuera de lugar cual­quier alegación de nulidad basada en una falta de intención de bautizar por parte del oficiante, siem ­pre que éste cum pla estrictamente las prescripciones concernientes al elem ento material. Está claro que ya la mera exigencia, en la interpretación cristiana, de ese concurso de la intención junto al mom ento ma­terial sensible altera notablemente el papel de este elem ento [al tiem po que hace impropia o excesiva­mente lata la aplicación retrospectiva de la palabra «sacram ento» para los actos estrictam ente mágicos], pero lo que acaba por colocarlo en una posición com ­pletamente equívoca y sólo abstrusamente defini­ble es el hecho de no renunciar, con todo, para los actos y palabras que com ponen el elem ento material sensible, a la exigencia, compartida con la concepción mágica —y apenas, respecto de ésta, débilm ente re­bajada en su rigor—•, de que esos actos tengan que atenerse, a efectos de la propia validez del sacram en­to, a precisas y estrictas prescripciones de un canon literal. Las palabras rituales del bautism o no son ca­paces, por s i solas, de hacer cristiano a un niño — no «cristianan», como se decía antaño, no producen por s í m ism a s n i p o rta n en s í m ism a s e l ca rism a bautism al—> porque precisan del concurso de la in­

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tención de bautizar, pero su ausencia o una mayoro m enor alteración de su literalidad no puede ser su ­plida o corregida, al menos en circunstancias no anor­males, por la más decidida y más sincera intención del oficiante. La m ism a ambigua y casi insostenible situación afecta al docum ento en el derecho occiden­tal: un testamento puede ser impugnado como rotun­damente nulo —no válido como tal documento— por la falta de la firma, por m ucho que se dem uestre que la letra del texto es del propio testador, que tal falta es debida únicam ente a distracción u olvido, o por m ucho que centenares de testim onios y de indicios dem uestren haber sido exactamente ésa, y no ningu­na otra, la voluntad firme, consciente y declarada del finado; pero, del m ism o modo, puede haber otro tes­tamento indiscutiblem ente firmado y rubricado de puño y letra7 del difunto, pero que se vea anulado, sin embargo, en el instante m ism o en que alguien lle­gue a dem ostrar que ha sido firm ado bajo cualquier clase de amenaza o de coacción. Aquí tam bién una interpretación mágica estaría perfectam ente confor­m e en aprobar —de acuerdo con su propia concep ción del elem ento material sensible— la nulidad del primero de esos testamentos, pero disentiría, en cam­bio, totalmente sobre la pretendida invalidez o nulidad del segundo. He aquí ahora, en un episodio colonial de 1825, un curioso ejem plo de discordia entre la concepción mágica y la otra, que me lim ito a trans­cribir de la Historia Universal siglo XXI, volumen .12 [«África»], pág. 214: «Según la tradición africana, de la que los británicos se decían respetuosos, la po sesión material de los tratados de concesión conver tía a su detentador en el efectivo propietario de la concesión. Así, cuando los achantis les quitaron a los

7. La propia expresión «de puño y letra» parece haber sido ac u ñada para especificar y enfatizar la exigencia jurídica de auten ticidad material de toda firma.

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/antis los docum entos por los que éstos habían tra­tado con los británicos afirmaron que en adelante era a ellos a quienes los británicos deberían pagar las co­misiones, puesto que ellos estaban en posesión de los títulos». Parece bastante impropio que se dé a sem e­jante práctica sim plem ente el nombre de «tradición», tal como aquí hace el texto; no se trata en absoluto de nada que pueda llamarse mera tradición, sino de algo m ucho más profundo: estamos ante una conduc­ta perfectamente consecuente con una auténtica con­cepción mágica del documento; él es aquí, en sí m ism o y por sí mismo, el productor y el portador del derecho que expresan sus palabras; la cercanía [por no decir, incluso, la peculiar identidad —semejante a la del dios con la efigie del dios; concepción que obligó al propio Moisés a resolverse por la alternati­va de la más rigurosa inconoclastia para poder afir­mar ante su pueblo la unicidad del nuevo dios], en la mente mágica, de la palabra con la cosa sería aquí lo que hace que la mera posesión material de la pa­labra que a ella se refiere —esto es, del docum ento— confiera autom áticam ente el derecho de propiedad sobre la cosa misma [pues no se trataba, evidentemen­te, de un derecho de guerra — ni m enos aún de nada remotamente parecido a la práctica, perfectam ente cínica, a que se ha dado el nombre de «doctrina Es­trada»—, según el cual los achantis, habiendo venci­do a los fantis, pretendiesen haberse convertido en depositarios de todos los derechos adscritos a la so­beranía de los segundos; pues si éstos hubiesen teni­do ocasión de quem ar a tiempo los papeles de la concesión, no hay duda de que los achantis se ha­brían sentido desprovistos de cualquier fundam ento para reclamarla en su propio beneficio]. Todo esto tie­ne, obviamente, relación con la antigua concepción «objetiva» de la culpa, o con hechos como el de que el anciano y ciego Isaac no pueda volver atrás o dar por nula su bendición sobre Jacob [a quien incluso

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ha llegado a preguntar, antes de bendecirlo: «¿De ver­dad eres tú m i hijo Esaú?», a lo que Jacob ha respon­dido «Yo soy»], con la alegación de haber sido deliberadamente engañado, en su ceguera, por su m u­jer y por su hijo, siendo su intención, explícitam ente declarada, la de bendecir, en cambio, al prim ogénito Esaú. Aquí también está bien clara la concepción má­gica, estrictamente materialista, objetivista, del sacra­m ento y del carisma. Cuando poco después, Esaú vuelve del campo y se presenta a su padre con el gui­so de caza que ha preparado para él, solicitando la bendición que, como primogénito, le corresponde, es­tas son las palabras del anciano: «¿Y quién es enton­ces el que me ha traído antes la caza y he com ido de todo ello y le he bendecido y bendecido está?», donde lo subrayado por m í expresa de manera inequívoca la irreversible validez de la bendición, aun a despe­cho del factor subjetivo del engaño, y con ella la in te rp re ta c ió n r ig u ro sa m en te m a te r ia lis ta del sacram ento8 propia de la concepción mágica, para la que los elem entos materiales —el haber comido de hecho de la caza que Jacob le ha presentado y el haber pronunciado sobre su frente las palabras de la bendición— son lo único que cuenta, haciendo abso­lutamente irrelevante, inoperante, el factor puramen te subjetivo de la intencionalidad [es de notar, no obstante, que el texto m ism o de la bendición en sí no contiene el nombre propio «Esaú», sino que se lim i­ta a decir «mi hijo»; parece más que probable que una mención explícita del nombre de Esaú en las pala bras literales que constituían la bendición m isma ha bría venido a alterar decisivam ente la cuestión]. En

8. El contenido carismàtico —o, si se quiere, el efecto jurídico que hace de esta bendición un sacramento en el sentido pleno il< la palabra está en el texto mismo de la bendición, en el que, p<nlo que afecta a la jerarquía familiar, se dice: «Sé señor de tus lu í manos/y póstrense ante ti los hijos de tu madre».

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la que se refiere a la «objetividad» de la culpa, la ley mosaica hace una notable diferencia entre lo que po­dríamos llamar culpa sagrada [que recaería más bien ha jo la noción de «mancha», y que sólo llamo «cul­pa» en nombre del hecho de que en otras culturas w' desvanece o se desplaza la distinción entre una y otra cosa]y lo que podríam os llamar culpa profana; a$í, mientras sigue siendo perfectamente mágica, ma­terialista, en lo que se refiere a la primera —ya que la mancha o impureza es estimada a llí enteramente ajena al concurso de la intención—> es, en cambio, notablemente moderna, subjetivista, en lo que se re­fiere a la segunda. Para el castigo del homicidio, por ejemplo [para el que los textos bíblicos no establecen, l>or lo demás, una diferencia precisa entre la vengan- :a pública y la privada, no habiendo derogado el de- techo —o acaso, deber— indudablemente premosaico ile la venganza de parte], reserva una importante dis­tinción entre el hom icidio involuntario y el intencio­nado, al establecer y designar las «ciudades de tefugio», donde el homicida involuntario podía po­nerse a salvo del «vengador de la sangre», mientras que el que fuese hallado voluntario, caso de que se tefugiase, tenía que serle entregado; parece, pues, cla- iamente respetar el derecho a la venganza de parte incluso contra el homicida involuntario, aunque aho- ta no sabría yo establecer hasta qué punto el refugio i onsistía en una mera protección de hecho a la que \<? obligaban más o m enos las ciudades designadas para ofrecerlo, o si había también penas supletorias bien contra el vengador que, burlando subrepticia­mente ese refugio, consiguiese alcanzar al homicida en la propia ciudad de refugio, bien contra ésta m is­ma, por no haberle sabido dar la protección debida. Mus, comoquiera que sea, el derecho de refugio com ­porta un claro reconocimiento jurídico del factor de intencionalidad en esta clase de culpas. Respecto de las culturas en las que, a diferencia de la mosaica,

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también el hom icidio se hallase afecto a la concep­ción mágica de la «objetividad» de la culpa, creo que seria un grave error pensar en una especie de total desconocimiento de la idea de «intención»: es m uy posible que la muerte en el cadalso o por venganza de parte del homicida involuntario fuese llorada con tanta compasión como la de la propia víctim a [en el caso del Lord Jim, de Conrad, me sospecho que el propio Doramin era, en verdad, el que m enos desea ba que Lord Jim —a quien había llegado a querer como a un segundo hijo— se presentase a él, obligán­dole con ello a cum plir con el deber de vengar su pro­pia sangre], Pero ni siquiera el alma de los modernos ha llegado a hacerse solidaria, en sus profundidades, de la concepción subjetiva de la culpa en que se fun­da el derecho que le corresponde: el pretendido ra­cionalismo de la intencionalidad, con todas sus distinciones jurídicas [como «culpable», «culposo», «imprudencia temeraria», «premeditación», «asesina­to», «homicidio», etcétera], no encuentra un refren­do total en lo más ín tim o de la conciencia; así lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que aun frente a un caso de hom icidio no sólo totalm ente involun­tario sino tam bién ajeno a cualquier posible grado de im prudencia por parte del homicida, a ningún automovilista le sea, en absoluto, indiferente que ha­yan sido las ruedas del coche que él m ism o condu­cía o las de otro coche cualquiera las que hayan producido la muerte de un peatón. No hay duda de que los reproches que en tal caso pueda hacerse a si misma, a despecho de todo, la conciencia se verán ex­traordinariamente aliviados por la autoridad de un derecho y una mirada social que la exculpan por com pleto, pero no siempre acallarán los últim os residuos de desasosiego y hasta remordimiento. Naturalm en­te, la arrogancia del m oderno no se recata en tachar expeditivam ente de «irracionales» a esos residuos, pero acaso no se merezcan esa tacha un punto más

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ile cuanto pueda merecerla la propia dualidad y con­traposición de «racional» e «irracional», y con ella la excesiva convicción con que el m oderno pretende saber qué es la culpa, qué la intención, qué, finalm en­te, la propia identidad de la persona. Así, con ese m is­mo, sumarisimo, veredicto de irracionalidad para cualquier residual «ya-sé-que-no-tengo-la-culpa-, -que-

| no-podría-haberlo-evitado-, -pero-a-pesar-de-todo-no- consigo-perdonármelo» acaso los modernos no estén haciendo otra cosa que defenderse de un testim onio antropológico que podría socavar los cim ientos de

i sus propias convicciones y suscitar, por ende, la sos­pecha de que éstas no dejan de comportar, a su vez, en últim a instancia, una mitología no más ni menos

I válida que otra cualquiera.E l sacramento ha sido aquí tomado como ejemplo

de lo que necesita ceremonia, y aun dentro de esa si­tuación, de dos modos distintos: el modo mágico —en el que la ceremonia es el sacramento, o sea, en el que el elem ento material sensible es en si m ism o y por si m ism o portador y productor del carisma— y el modo hilem órfico —en el que dicho elem ento apare-

I ce como ingrediente siem pre necesario, pero necesi­tado, a su vez, del concurso de la intención,9 la cual

I es, en cambio, ajena al modo mágico. Naturalmente, I el carácter de necesidad, en cualquiera de sus dos mo­

dos, ha de afectar a la naturaleza m ism a de la cere-

9. A la concepción no mágica —que hemos visto perfectamente cxtensible a los «sacramentos civiles» del Derecho moderno— se

I le puede, con toda corrección, denominar, al menos desde los tiem- I pos de la Escolástica medieval, hilemórfica, dado que de no otra I mítica que de la de Aristóteles es de donde la teología ha sacado I la receta de «materia» y «forma» que aplica al sacramento. Y es I curioso observar la absurda situación de estos dos términos es- I cuchados con el oído del castellano moderno: su aplicación se nos I antoja perfectamente reversible y hasta parece que nos sonaría I mejor justamente la inversa, es decir, la que reservaría la pala- I bra «forma» para el elemento sensible, que es el que la teología I llama «materia».

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monia y hacerla bastante diferente de los casos en que la ceremonia aparece sin ese carácter, supuesto que también hay ceremonias sin que haya sacramento, esto es, sin que haya producción de carisma; ponga­mos por caso, inauguraciones, conmemoraciones, re­cepciones, etc. Pero así com o en la operación mágica sólo se puede hablar de «sacramento» en un sentido lato y por comparación diacrònica, así también, tan­to en éste como en aquélla, sólo, igualmente, por com ­p a ra c ió n se p u e d e hoy ya, ta l vez, h a b la r de «ceremonias». Seguim os diciendo, de hecho, «la ce­remonia del bautismo», pero tal vez un teólogo rigu­roso diría que al menos la aspersión del agua sobre ¡a cabeza del niño y la enunciación de las palabras de ritual son algo más que «mera ceremonia», según lo que por esta palabra venim os a entender en el cas­tellano moderno, donde, en efecto, la palabra apare­ja o tiende a aparejar una connotación de ociosidad [cosa que puede observarse claramente en m anifes­taciones verbales como «Bueno, m enos ceremonias, y vamos al grano»], que la haría convenir más exac­tamente a festejos no sacramentales, como, por ejem ­plo, la colocación de una primera piedra o la recepción de un em bajador [a reserva de que, en este segundo caso, haya que excluir el acto de la entrega de cartas credenciales, que tal vez sea un elem ento jurídicamente necesario, y, por lo tanto, sacramental]. Así que la pura y simple necesidad de proyección apa recería más nítida precisamente en este ú ltim o tipo de ceremonias. Sin ningún com prom iso de implicar en ello una sucesión de orden temporal [que aunque no se excluya, requeriría, en todo caso, mucha ma yor circunspección], podrían establecerse tres estadoso valores distintos, en lo que en sentido lato —y por lo tanto con mayor impropiedad conform e retrocc damos del tercero de ellos al prim ero— llamo cere monia; el fundam ento para mantener, no obstante, la palabra en los tres casos se funda en el supuesto

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de un parentesco histórico de hecho entre las tres co­sas contempladas, esto es, en el supuesto de que la ceremonia en ese sentido ocioso que quiere darle el castellano de hoy —o sea, la que no comporta ni efec­tos mágicos ni acción sacramental— no sería una in­vención aislada, sino una práctica directamente descendiente de las otras dos, entre las que, a su vez, la hilemórfica sería descendiente de la mágica. La inauguración, por ejemplo, parece ser una ceremo­nia que ha pasado insensiblem ente de la concepción sacramental a la concepción ociosa. E n la Roma an­tigua, sobre todo si se trataba de obras públicas y aca­so, de manera especial, de puentes [a los que directamente nos remite la etimología de la palabra «pontífice»], debía de tener plenam ente el tipo de ne­cesidad de lo sacramental. Aún hoy basta observar cómo un sim ple tropezón de un macero en cualquier celebración municipal, aunque no sea considerado como un hecho con ninguna capacidad de consecuen­cias ni meram ente invalidadoras, como lo sería en el caso de un sacramento, ni, m enos todavía, siniestra­mente ominosas, como lo sería tal vez en el caso de lina operación mágica, no dejará de producir, no obs­tante, en el público un grado y hasta un tipo de tur­bación o de incom odidad —por m ucho que al m om ento se defienda de ella mediante una reacción de risa— m uy diferentes de los que podría producir un incidente semejante entremedias de los espectado- ies; bien podría ser esto un indicio que mostrase la huella histórica dejada en la ceremonia «ociosa» por \ i i efectivo parentesco de ascendencia con los otros dos modelos observados, o sea, con el modelo mági­co y el m odelo hilem órfico.w

10. «Alboroque» designa en mi tierra el convite que tras un trato ofrece el vendedor al comprador, y viene sin duda del árabe bá- inkii, «bendecir». ¿Otro testimonio etimológico, pues, de algo que Itivo en su día un valor sacramental, y que hoy ha pasado a ser un profano protocolo de buena convivencia?

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Este tercer modelo, el de la ceremonia ociosa, o gra­tuita, o com o quiera que queramos llamarla, habrá de ser, pues, el que, al carecer del tipo de necesidad que, aunque de dos modos distintos, afectaba a los m o­delos mágico e hilemórfico, nos m uestre en toda su pureza la necesidad de proyección, es decir, el que m ejor se nos revele com o puro supplem entum para el sensuum defectus de aquello a lo que hace referen­cia. La «necesidad» —que también, aunque en cierto sentido m uy distinto, la hay en este caso— será aho­ra exclusivam ente de carácter psicológico y a m enu­do claramente sugestivo. Esta clase de necesidad meramente psicológica, es decir, la necesidad de pro­yección, es la que más propiam ente permitiría, a mi entender, habilitar para la ceremonia las palabras que el Tantum ergo emplea para la fe: la ceremonia se presta como auténtico supplem entum para el sen­suum defectus de que determ inados hechos o acon­tecim ientos adolecen a los ojos del alma de los hombres, y, en este aspecto, vendría a ser, como he dicho más arriba, algo así como un aparato sensible, siempre espectacular, que el hombre se organiza para darse una imagen ostensible o más externa e impre­sionante de aquello que, ya por carecer del todo, ya sólo por no abundar, de apariencia manifiesta, se hur­ta a la comprensión que el alma necesita o desea tener de ello [y poco importa aquí —por echar mano de un ejemplo ya tocado— que sean los súbditos m is­mos quienes, por propia voluntad, quieran sugestio nar sus almas con la confianza y la seguridad del sentim iento de amparo terrenal que puede producir­les una aureola de inconm ovible y a m enudo divina fortaleza en la imagen de la soberanía, o que sea, en cambio, el propio emperador el que, para consolidar su poder y autoridad sobre los súbditos, urda y pro yecte sobre los sentidos de éstos el poderoso instru mentó sugestivo de la coronación, así como el de todo el fastuoso aparato cerem onial que lo acompañara

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sein Leben lang; de quien quiera que surja la dem an­da, siem pre ha sido el poder, la autoridad, una de las cosas de este m undo que más indefectiblem ente se ha visto afectada por un irremediable sensuum de- lectus, y que, por consiguiente, más invariablemente ha necesitado verse acompañada, como el cuerpo por la sombra, por el supplem entum de la ceremonia has­ta el punto de que tal vez pueda decirse que la suges­tión es el fundam ento m ism o de todo poder y toda autoridad, el constituyente, ingrediente o componente absolutamente insustituible para su simple perviven- cia, como lo era el hum o de la pipa para la de Feat- hertop].11 Mas lo que yo querría entender aquí con las palabras «necesidad de proyección» pretende ser tan amplio como para abarcar también una tendencia o impulso general del alma humana a reaccionar frente a la muda y arrollante inm ediatez de aquello que —como una rauda, invisible, incontenible mano que le alcanzase el vientre— le sobreviene y la rebasa, me­

tí. En el cuento de Hawthome que lleva por título el nombre de rste personaje (cuento recogido en la antología Horrorscope de I A. Molina Foix; Nostramo editores, Madrid, 1974) me encuen­do con una coincidencia con la antigua fábula de «El traje nue­vo del emperador» (ya traída a Europa por Don Juan Manuel, pero difundida sólo por Andersen, contemporáneo de Hawthome): «En medio de la admiración general que despertó la presencia del fo- i uslero sólo se elevaron dos voces discordantes. Una fue la de un «•■/quejo impertinente que, después de olfatear los talones de la irsplandeciente figura, metió la cola entre las patas y corrió a re- I n^iarse en los fondos de la casa de su amo, emitiendo un aullido ttliominable. El otro disidente fue un chiquillo que berreó a todo IHilmón y balbuceó algún disparate ininteligible acerca de una i ulabaza» (como se sabe, la cabeza de Feathertop había sido he- i lia con una calabaza); también en «El traje nuevo del empera­dor» (fábula de la que Archer Taylor, tratando de explicar su |>ri vivencia sólo literaria y nunca popular, dijo que era, tal vez, íimi bittera pill para el pueblo llano) es un niño el que grita «¡El emperador está desnudo!», salvo que lo que aquí era producto de l.i mera coacción social, en «Feathertop» aparece como resulta­do del encantamiento de una bruja, con lo que vendríamos a ten­del un puente directo con la magia.

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diante el expediente de abrirle un escenario sensorial, esto es, de desdoblar en una escena y una platea ese espacio unitario en el que, como en un bloque opa­co, como en una única maraña, se siente de pronto inextricablemente aprisionada y englobada con el he­cho feliz o doloroso que de pronto ha venido a inva­dirla y envolverla. En la ceremonia del duelo por un muerto, el papel de los asistentes no es en absoluto el de callar, sino el de hablar, hablar incluso y en pri­m er lugar de la muerte y del difunto, o sea, proyectar el hecho en la palabra, doblarlo, representarlo en el escenario del lenguaje, abriendo para los deudos y allegados justamente el vacío capaz de permitirles se­parar de s i m ismos, del espacio adherente con su alma o del aire adherente con su cuerpo, el hecho que los oprime y los embarga, creando la transparen­cia necesaria al surgim iento de una imagen o, en una palabra, la distancia de la reflexión. No serán sólo las palabras, será también, y en no m enor medida, el es­pectáculo bien caracterizado de la rueda de personas enlutadas, con su sistem a de vela permanente, regu­lado por turnos sucesivos, que constituye la reunión típica y convencional del duelo, lo que incoe semejan­te movim iento reflexivo, por el procedimiento de una especie de generalización; pues serán esos m ism os ca­racteres de tipicidad y convencionalidad, en cuanto tales, los que perm itan a la viuda reconocer como un duelo la reunión que en su propia casa se celebra, y, por lo tanto, identificarlo, equipararlo y agruparlo con otros duelos a los que ella haya asistido, de suer­te que, al reflejarse el duelo de su casa en la imagen de otros duelos en la casa ajena, el dolor de aque­llas otras viudas surgirá ante sus ojos como espejo para su propio dolor. No ciertamente por hallar un espejo en que mirarse se extinguirá el dolor [¿qué po­dría haber jamás, en la tierra, en el cielo o en el in­fierno, capaz de destruirlo?], pero el alma tendrá ya un espacio para la transparencia, para la distancia

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mediadora — una distancia, si se quiere, de apenas pocos pasos; los que bastan para m edir el vano de una habitación, com o cuando uno se quiere ver de cuer­po entero en la luna del armario—, y podrá dar figu­ra a su dolor: se ha hecho una luz; tristísima, desgarradora incluso — tan desgarradora como pue­da serlo la de aquel prim er rayo del alba que, en el hai-ku transcrito, ilum ina de pronto los kim onos ten­didos en el aire del jardín—, pero ¡se ha hecho una luz!

En esta particular función o posibilidad [la de acu­dir a la necesidad de proyección, más lim piam ente aislada en el m odelo de ceremonia «ociosa» — que acabo de ilustrar con el duelo por el d ifunto— que en los modelos mágico e hilemórfico], la ceremonia no vendría a apuntar al fin a nada diferente de lo que por la visión de los kim onos al sol se alcanzaba y con­seguía en el caso del hai-ku que ha dado pie para este apéndice. Tanto allí com o aquí es la representación sensible y expresiva la que se presta a servir de m e­diador para restablecer la transparencia y disolver el grumo de la opacidad en que el alma se ha visto de repente sumergida y confundida, aglutinada casi como una piedra en la masa de hormigón, por el sú­bito golpe del dolor. Sólo la imagen proyectiva, refle­xiva, puede incoar y propiciar el llanto, y éste jamás se conmesura, por lo tanto, en modo alguno, a la vi­rulencia del dolor en sí, sino a la expresividad y a la elocuencia —a la fuerza retórica, incluso, si se quiere— de la representación: no llora más el que se afecta más, el que más «muere» en el dolor o el que más «nace» o «renace» en la alegría, sino el que más plásticamente acierta a imaginar, el que más diáfa­namente consigue percibir. La convencida arrogan­cia del m oderno [mientras acepta sin resquemor, y sin reservas sobre su «racionalidad» —cosa de que hace tanto mérito—, el avieso carácter verdaderamen­te sugestivo del fasto ceremonial que acompaña a to­

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das partes, de modo inexcusable, al ejercicio del poder y de la autoridad; fasto en el que sí que realmente po­dría legitimarse, en alguna medida, la acusación de «irracionalidad» que sólo guarda para los arcaicos instrum entos de dom inio del chamán sobre la tri­bu, como si el fasto en cuestión no fuese, a fin de cuen­tas, una perpetuación, inalterada en sus caracteres esenciales, de aquellas remotas prácticas]suele mirar con un recelo y hasta un repeluco no m uy diferentes de los que siente ante todo lo que ha dado en llamar «superstición», o sea, como una reliquia de un pasa­do «irracional», la ceremonia del duelo; o la tacha, en el m ejor de los casos, de insincera y de convencio­nal, ignorando cuánto hay de honrado, de cabal, de veraz, de inteligente —de lealmente inteligente, no de astuto—, en esa m ism a convencionalidad, que no se­ría, a m i entender, sino el más legítim o expediente de generalización y, en consecuencia, un modo no de sugestionar, sino de ilum inar con la más genuina luz hum ana el corazón de la viuda en la percepción de su propio caso personal; pues si en tratar de decirle escuetamente: «Esta m uerte es la muerte, tu dolores el dolor, la pena de tu viudez es la pena de todas las v iudas» h u b ie se su g e s tió n — o sea, engaño y embriaguez—> no podría por menos de haberla, de igual modo, en toda palabra y en todo entendim ien lo humano. Ciertamente que no puede excluirse de manera absoluta y taxativa tal posibilidad — la de que toda palabra y todo entendim iento hum ano sean en gaño y embriaguez o, como dijo el poeta, sound and fury—, ¿quién podría saltar sobre su propia sombra?; salvo que entonces no sólo empezaría por serlo ya in­cluso esta m ism a afirmación, sino que se volvería to­davía más huera de sentido, más «irracional» de lo que es, la presuntuosa distinción entre «racionalidad» e «irracionalidad» con que la m entalidad moderna defiende a capa y espada las convicciones que sus pro pias prácticas esconden y aparejan.)

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Si el caso del hai-ku, donde no cabe, ciertam ente, hablar de ceremonia, se une, no obstante, a ésta por la presencia de la necesidad de proyección, tam bién ha sido la presunción de la concurrencia de ese m is­mo móvil o resorte lo que respecto del reconocimien­to de la historia de José ha venido a suscitar aquí la posibilidad de in terpretarlo como una ceremonia. Mas, si se ha de ser estric to y riguroso, tal in terpre­tación viene a fallar incluso en este caso en un punto decisivo: a la cerem onia le pertenece esencialm ente el ca rác te r de institución convencional, y la conduc­ta de José parece ser toda ella una tabulación abso­lutam ente im provisada (improvisada incluso parte a parte, como lo m uestran las vacilaciones y las rec­tificaciones sobre la m archa que van surgiendo en su propio desarrollo, de modo que no parezca tan s iq u ie ra re sp o n d e r a n in g u n a c lase de p lan p re ­estab lec ido); a la fa lta de convenciona lidad que necesariam ente apareja ese carác te r de im provisa­ción se añade todavía la falta de toda apariencia de acción deliberada y consciente de su móvil, que se­ría capaz de p restarle por lo m enos un mínimo as­pecto externo de institucionalidad. Tan sólo, pues, de la manera más implícita cabría seguir hablando aquí de ceremonia, y sólo en nom bre del supuesto de que el móvil (ni siquiera «motivo», pues «motivo» con­notaría, frente a «móvil», al menos algún grado de consciencia con respecto al designio o al sentido de la propia acción) de tan insólita y fantástica conducta siga siendo, con todo, la ya dem asiadas veces m en­cionada necesidad de proyección. En la conducta fa- bulante de José nos hallaríam os, así pues, en todo caso, con una especie de ceremonia «avant la léttre»; pero esta m ism a expresión com porta una contradic- tio in terminis, en la m edida en que ese «avant la lét- tre» excluye el carác ter de convencionalidad —y, por lo tanto, de institucionalidad— que es inherente a toda ceremonia: ésta es siempre, y por naturaleza,

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«léttre», texto, repetición; no tiene primera vez. Ni siquiera las cerem onias personales, como los tiernos ritos que, especialm ente a la hora de acostarse, sue­len exigir, con adm irable rigor litúrgico, los niños a sus padres —y que por esto m ismo m erecen plena­mente llam arse cerem onias—, pueden jam ás haber tenido una prim era vez: proceden, con toda proba­bilidad, de palabras, de actos o de gestos que algún día tuvieron que ser dichos o hechos, oídos y acep­tados por vez prim era, pero que tan sólo en su repe­tición —esto es, en una condición esencialm ente ubicua— pudieron ad q u irir los caracteres de lo ce­remonial. Por lo demás, tal vez se tra te aquí de cere­monias m ás cercanas a los m odelos mágico e hilem órfico (en la m edida en que el padre o la m a­dre actuarían ya sea como cham anes, ya sea como m inistros de un sacram ento capaz de conferir el ca- rism a indispensable para que el cielo otorgue la be­néfica gracia del sueño) que al modelo puram ente proyectivo que guarda relación con nuestro asunto.

Descartada la hipótesis de una cerem onia en sen­tido estricto com o propiam ente aplicable a la con­ducta de José, el largo excursus puede haber servido, al menos, para dejar bien ilustrado y bien localiza­do el móvil que, en mi opinión, desencadena esa con­ducta: este móvil se relaciona con la cerem onia tan sólo en la m edida en que viene a coincidir con uno de los im pulsos del alm a hum ana que parecen ha­llarse a la base de lo cerem onial: la ya abusivam en­te repetida necesidad de proyección. Si no hay, pues, en el caso de José, propiam ente cerem onia, queda de ella, no obstante, precisam ente aquello que lo em­parienta con el caso del hai-ku de los kimonos. Por otra parte, el fenómeno general de la proyección sen­sible halla en el cam po de la literatura diferentes lu­g a re s y d is t in to s m o d o s de m a n ife s ta c ió n y cum plim iento: en el caso del caldero de Euriclea, nada, en principio, nos perm ite pensar, como ya he

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dicho, que el resonar del bronce o el derram arse del agua por el suelo de la sala lleguen a ser para el am a y para Ulises algo m ás que un fortuito incidente m a­terial sin significación alguna, sobre el que no de­tendrán sus alm as un instante m ás de lo que les exige el riesgo de que a causa de él el héroe pueda ser reconocido por Penélope; solam ente en el alm a del lector podrán llegar a doblar, como un espejo y un resonador, el curso y el sentim iento de los hechos. No es así en el caso del hai-ku ni en el de la h istoria de José: ni la imagen del kimono del niño que acaba de morir, ni la larga y aparatosa tram a del reconoci­miento de José tienen en absoluto al lector como pri­m er paciente de reacción, sino que es para el propio padre para quien en prim er lugar la vista del kimo­no se erige en espejo y resonador de su propio sen ti­miento, al igual que el propio José es el único «lector» para cuyo llanto van siendo paso a paso ta ­bulados todos los avatares del reconocimiento, para cuyos ojos y cuyos oídos se urde expresam ente el es­pectáculo, como resonador y como espejo de su so­brecogido y ofuscado corazón. En estos dos últim os casos, frente a lo que ocu rría en el del caldero de Euriclea, los hechos observados funcionan ya, en su específica vigencia de representación sensible, refle­xiva y emotiva, por dentro y hacia dentro del suce­so, es decir, tom an esa vigencia para sus propios personajes. Cosa que, por lo demás, nada tiene de sorprendente en el caso del hai-ku, ya que dim ana necesariam ente de las condiciones de la lírica pro­piamente dicha, donde, por o tra parte, tampoco cabe hacer —como sí, en cambio, de la narración— nin­guna distinción legítim a y m ás o m enos fundada en­tre un «hacia dentro» y un «hacia fuera».

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Una definición

A este respecto, com plem entando lo ya dicho en otro lugar,12 anticiparé aquí el fundamento de lo que ha de llam arse «definición de la lírica a p a rtir de su modo de empleo» y que ha de ser, sin perjuicio de m anifestaciones híbridas o lim inares, la más inequí­voca y m ás rigurosa de su esencia. Sujetándom e a un principio ya seguido en el lugar de la cita en nota a pie de página, no buscaré el peculiar modo de em ­pleo de la lírica en la situación m ás culta y m ás so­fisticada, sino en la m ás espontánea, cotidiana y popular: cuando nos llega por el patio in terior la voz de una criada que canta «Sin tiii,/m iran mis ojos sin veer...», ¿quién entendemos que es el «yo» de ese «mis ojos» y quién el «tú» de ese «sin ti»? Jam ás se nos ocu rriría pensar que en ese instante el «yo» pueda ser otro que el de la propia voz que está cantando, ni el «tú» pueda ser otro que el de alguien, no im­porta si real o imaginario, que sea un verdadero tú singular, personal y privativo para esa m ism a voz. El au to r de la canción, por m ucho que haya podido ponerse a sí m ism o y a su am ada, im aginaria o efec­tivamente, en ese «yo» y en ese «tú» del texto, los ha entregado, sin embargo, al público como lugares va­cíos indefinidam ente capaces de impleción. Pero cuando el poem a épico dice «Arma uirum que cano»o «Fabló el rey don A lfons/odredes lo que diz», ¿qué ocurre en el im plícito «yo» de «cano» y el implícito

12. El gesto constitutivo de la lírica es la repetición; la palabra lírica nace ya como palabra repetida, y es tanto más esencialmente lírica cuanto más acierte a sonar como algo que ya se ha dicho alguna vez. Preguntemos al usuario más común y cotidiano: el triste que se aplica una copla, ¿no centra todo su recurso en la ficción de haber sido ya otro al que esa misma desventura le ha sucedido ya otra vez? El acto psíquico que corresponde a esto pue de tomar prestado del lenguaje jurídico la palabra capaz de defi­nir, por analogía, su carácter: sería un acto de «subrogación».

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«tú» (vosotros) de «odredes»? Que ese «yo» sigue siendo siem pre el yo de Virgilio, y en su solo papel de em isor de tal poema (o a lo sum o el de un recita­dor que ante un público cualquiera reencarne en su m era voz, y a guisa de vicario, ese m ism o papel), y que ese «tú» (vosotros) será siem pre el del eventual lector u oyente del poema, pero sólo, correlativam en­te. en su mero papel de receptor. Mas si esto está de­m asiado lejos de aquello, por tra ta rse de un tráfico m etalingüístico —en la m edida en que conlleva sólo referencias que hablan del propio hablar—, vengá­monos a un caso m ás cercano; en una narración en prim era persona —donde, no im porta en qué grado de ficción, surge un «yo» que supone una incidencia gram atical del em isor con uno de los personajes—, ¿se pone, acaso, el lector en el lugar de ese «yo» em i­sor y personaje, al igual que la criada que cantaba se ponía a sí m ism a por «yo» de la canción que salía de sus labios? ¡No!, sino que, por intenso que pueda se r su g rad o de p a r tic ip a c ió n con ta l em iso r- protagonista, perm anece en su propio «yo» y en su virtual segunda persona de puro receptor (digo «vir­tual», porque, aun sin dejar de ser destinatario, o sea, en sentido lato, receptor, de hecho es raro que lo sea en el sentido estric to de un «tú» gram atical; caso de ser apelado de algún modo, es m ás frecuente que se lo distancie con la mención de «el lector», que pide verbos en tercera persona). Se distingue aquí, pues, nítidamente, entre la «Einfühlung» (o «empatia») que sustenta la participación en lo narrado y la «subro­gación», que constituye la base del modo de empleo de la lírica. Positivísticam ente hablando, tam bién respecto del hai-ku de los kimonos nos cabría seña­lar los tres papeles aquí diferenciados: un em isor (el poeta o su vicario el recitador), un receptor (el even­tual lector u oyente del poema) y un personaje (el pa­dre del niño, real o imaginario, incidente o no incidente con la persona del poeta); pero el m isterio

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de la lírica consiste en que esta trin idad sean tres papeles distintos y un solo yo verdadero. La lírica lle­ga a cum plirse de veras como tal únicam ente cuan­do, como ha sabido m ostrarnos, sin lugar a dudas, la criada que cantaba por el patio, el usuario —y ya no «receptor»— se subroga en el «yo» de la letra como em isor y personaje, es decir, se hace él m ism o tal p rim era persona que habla por sí y de sí, y cuan­do, correlativam ente, en el «tú» de la letra, si es que lo hay, ese yo de la voz que canta o lee pone un tú suyo privativo y personal. No hay, pues, en la lírica, propiam ente un receptor, sino un usuario : el genui­no y singular modo de em pleo que la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poema no soy uno que escucha, sino uno que dice. Lo m ás pare­cido a ello es la oración: tam poco cuando se reza una oración textualm ente fijada se es un receptor, sino un usuario; el que reza se hace un auténtico yo em i­sor de ese texto leído o recitado de m em oria, así como el tú a quien se dirige es la divinidad apelada como un tú propio y personal, por com partida que sea por todos los creyentes.

En todo el episodio del anagnorism ós de la his­toria de José, esto es, en todos los hechos que están entre el m om ento en que reconoce a sus herm anos y el m om ento en que se da a conocer a ellos, nos en­contram os con un aparato reflexivo-emotivo no sólo recibido, padecido, sino tam bién emitido, producido, por el propio José; no ofrecido a sus ojos y a su alma por el azar, por el destino o por la voluntad del narra­dor, sino fabricado por el personaje m ism o para sí. No hay un solo incidente, un solo albur, que ven­ga a cruzarse con la conducta de José, una sola ini­ciativa de reacción por parte de los herm anos, cuya conducta se reduce a obedecer, a seguir pasiva y te­m erosam ente las líneas de acción y de respuesta que a cada paso va m arcándoles la iniciativa del prime-

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ix j; los herm anos vienen a ser los títeres de la ficción que éste se organiza para sí mismo, pues no sólo es el au to r del espectáculo, sino tam bién el espectador a cuyos ojos y a cuyos oídos expresam ente se desti­na. Pero a la vez tampoco está inequívocamente fuera de los hechos como un puro espectador, pues aun­que es cierto que él sabe o cree saber que ninguna amenaza se va llevar a térm ino, que todo temor, toda zozobra, toda incertidum bre son infundados, el he­cho de que su padre y sus herm anos sí presten, en cambio, fe a lo que sucede, sí se inquieten o tem an de verdad, es justam ente lo que en el alm a de José presta sentido a la fabulación entera, sólo sobre esta ambivalencia de los hechos se ferm enta en el alm a de José el ardiente vino que ha de ap lacar la sed de su insaciable corazón, en la m ism a m edida en que a través de su padre y sus herm anos, a través de su creencia respecto de los hechos, logra él tam bién, y como de reflejo, alguna forma de creencia, que le per­mita hacerse personaje de su propia tram a. Más aún: si cabe, ciertam ente, a tribu irle un total protagonis­mo en todos los sucesos, no hay, sin embargo, fun­dam ento alguno —sino, por el contrario, indicios justam ente opuestos, como el ya m encionado carác­ter de im provisación sobre la m archa, con sus vaci­laciones y rectificaciones— para poder a trib u ir a su conducta ningún carác te r cierto de deliberación ni de consciencia; se tra ta indudablem ente de acciones voluntarias, pero la voluntad no tiene por qué apa­rejar siempre, necesariam ente, en modo alguno, la deliberación y la consciencia («voluntario» —¡y en qué altísim o grado!— lo es tam bién el denodado, so­brehum ano y único posible esfuerzo del náufrago por alcanzar la playa): la voluntad bien podría no signi­ficar aquí m ás que m era iniciativa, mero papel gra­matical de agente por parte de José, donde ni él mismo sabe tal vez lo que se hace ni m enos todavía por qué lo hace. Antes bien, se d iría que él es el p ri­

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m er esclavo de sus propios actos, y no como suele entenderse com únm ente esta expresión (o sea, la de una esclavitud que revertiría sobre uno de retorno, desde las consecuencias), sino ya en el m ismo movi­m iento de ida de la iniciativa. José padece su propia conducta, es, si se me perm ite la antinom ia, pacien­te de su propio incontenible im pulso de papel de agente (al fin y al cabo como en toda acción en la que la libertad no es punto de partida, sino meta; en que no es punto de apoyo, como la tie rra firm e para el navegante que se hace a la mar, sino señuelo del de­signio, como esa m ism a tie rra firm e para el náufra­go que intenta llegar a ella). No por saber, o, si se quiere, por creer saber, que ninguna am enaza deja­rá caer su brazo levantado, no por autor, o, si se quie­re, por presunto au to r de su fabulación, logra verse José más fuera de ella que su padre y sus herm anos, menos prendido en las estrechas espiras de una tra ­ma a la que ni él m ism o sabe por qué se ve impelido de modo irresistible.

Con toda su apariencia, puram ente externa, de cálculo y de prem editación, su conducta es al fin como un oscuro debatirse a manotazos, como un ciego y sordo forcejeo de los miembros por abrirse camino en la espesura y en la opacidad, por rom per la pa rá ­lisis en que el alm a se ha visto bloqueada ante la re­pentina inmediatez, ante el arro llador y desbordante asalto de la gran felicidad que ha venido a sorpren­derla y rebasarla. Así, tam bién sus propios actos vie­nen a ser, de alguna forma, algo que ocurre, que le ocurre; actos tan suyos y tan poco suyos como el im­pulso autom ático que nos lleva a proteger el vientre ante el súbito am ago de una espada que se viene de­recham ente sobre él. No es aquí, ciertam ente, la es­pada mala, la espada verdadera del dolor, sino la buena espada de la dicha, a cuya em briagadora he­rida bien querría José ofrecer las carnes de su alma; pero su brillo cegador lo ofusca y sobrecoge, su

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terrible fulgor lo paraliza, como una luz deslum bra­dora encendida de pronto ante los ojos en la tiniebla del tiem po y la distancia. No puede así de pronto y lisam ente convertirse en un hoy cierto y palpable el m ás lejano y añorado ayer, ni trocarse en cerrada cercanía la m ás rem ota y am ada lontananza: «¡Se­párate, ventura; llégate lentam ente, que yo te vea ve­nir, que pueda vislum brarte poco a poco, atalayarte y avistarte prim ero desde lejos, adivinarte por tus pasos; que acierte a reconocer tu rostro sin que an­tes no me ciegues con el irresistib le brillo de tus o jos!».

Es de este doble juego de fuerzas encontradas —el im pulso de sa lir derecham ente al encuentro de la gran felicidad y de abrazarse a ella y el sobrecogi­m iento que ofusca sus sentidos y agarro ta sus en trañas— de donde nace y se desencadena, como una larga y oscura pelea de su alma, la gran fabula­ción. Los ojos de José constatan pero no ven, sus oídos advierten pero no oyen, sus sentidos registran

Eero no perciben, su m ente entiende pero no conci- e, su corazón acusa pero no comprende. Toda la tra ­

ma surge a m anera de una larga y tenaz explicación con la que el alm a tra ta de esclarecerse y a lum brar­se a sí m ism a toda la inm ensidad del acontecim ien­to. No basta con que los ojos atestigüen y los oídos presten testimonio; es necesario que los ojos lleguen a ver de veras y los oídos oigan verdaderamente. Sólo podrá saciarse el alm a y llevar el suceso a cum pli­miento cuando realm ente sea capaz de m edir y de abarcar, con todas sus potencias y sentidos, la mag­nitud de su ventura.

Tiene, pues, que ag itar aquellas m eras presencias, que remover aquellas simples figuras todavía fantas­m as de un ensueño (a la m anera en que en los gran­des encuentros en lugar y ocasión inesperados se sacude al am igo por los hombros, como se agitaría cualquier cosa que suena, al tiempo que se exclama:

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«¡Pero, ¿es posible que seas tú?!»). Su corazón, ansio­so hasta la voracidad, necesita zarandear y a je trear a su padre y sus herm anos; sobar, m anosear sus co­razones hasta hacerles daño: que ellos vayan y ven­gan, que ellos se inquieten, que ellos teman, que ellos se sientan confusos y turbados; que hablen, que pro­nuncien los nom bres de su padre y de su madre, que digan cosas como que Jacob se m oriría si perdiese tam bién a Benjamín; José no lo quiere o ír para sa­berlo, sino para palpar la idea con todo el corazón; necesita que la fam ilia ponga en acto y en expresión sus vínculos de amor, que se tensen y suenen, aun­que tenga que ser por el tem or y la zozobra, las cuer­das fam iliares, como quien necesita volver a o ír y a reconocer el tim bre de una cítara desde hace tiempo muda. Sólo cuando las cuerdas de esa c ítara alcan­cen la tensión que necesitan para d a r su m ás alta nota podrá José finalm ente hacer sa lta r los cerro ­jos de su alm a, rom per los frenos de su corazón. Así lo m uestra el crescendo de los tres llantos: por dos veces el alm a ha estado a punto de vencer la resis­tencia de la opacidad, de abrirse una salida, y por dos veces el agarrotam iento del oscuro corazón la ha obligado a replegarse y esconderse. ¡Todavía no; no basta! Será preciso que el h ierro se ponga al rojo vivo, que la caldera llegue a su extrem a ebullición para que pueda al fin echar la tapadera por los aires y desbordarse y derram arse:

«¡Yo soy José! ¡¿Vive mi padre todavía?!»; él ya sabe que vive, ya ha preguntado dos veces por él, pero entonces ha dicho «vuestro padre»; únicam ente aho­ra le es dado al fin poder decir «mi padre». Esta pre­gunta inm ediata, sim ultánea —com o si todo fuese un m ismo contenido indiscernible— a su darse a co­nocer, confirm a rotundam ente, en su propia ociosi­dad informativa, todo el sentido de la fabulación entera: ¡Este era, pues, el punto de destino! ¡Aquí era adonde se quería llegar! El obstáculo que la fabula-

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ción tan denodada y trabajosam ente pugnaba por vencer, la insoslayable distancia que había que cu­brir, está representada del modo m ás preciso en la d istancia que m edia entre decir «vuestro padre» y volver a poder decir verdaderam ente «mi padre» a boca llena y con todo el corazón al fin desem barga­do, ilum inado, y rescatado de su opacidad. ¿A qué repetir ahora la pregunta, sino porque aquel p rim er otro preguntar no era más que un indirecto y distante averiguar (incluso m aterialm ente distanciado por el intérprete interpuesto, como si hasta la lengua de sus padres se sustrajese al alcance de sus labios) y sólo éste de ahora es para el alm a el verdadero pregun­tar? Veintiún años de apartam iento y de distancia son m uchos años para que el alm a pueda salvarlos llanamente y en un solo instante. La larga fabulación del reconocimiento de José con sus herm anos es ju s­tam ente el m ediador reflexivo y expresivo, la caja de resonancia, que el secreto resorte aním ico de la pro­yección sensible hubo de u rd ir y desplegar ante los sentidos y ante el corazón para que el acontecim ien­to pudiera llegar a cum plirse enteram ente en la con­ciencia: ahora el llanto rom pe y se levanta inmenso y desbordante como la felicidad que pregona y que celebra, en un clam or que resuena, llenándolo con su anuncio, por todo el palacio del faraón. Si en el hai-ku de los kimonos teníamos el que podría llam ar­se «procedim iento especular», aquí se nos ofrecería el «procedim iento fabulante».

La historia del am or entre José y Jacob toca real­mente la cima del am or patriarcal, pues aquí el am or grande, el am or principal, al que se subordinan to­dos los dem ás am ores de la fam ilia de Israel, es, ob­viamente, el m utuo am or de Jacob por José y de José por Jacob. El gran am or de éste por Raquel había sido sin duda la fuente y la semilla; su am or por Ben­jamín, único herm ano también de m adre de José, era el bálsam o que aliviaba su desolación tras la desa­

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parición del predilecto. Jacob vendrá ahora a Egip­to con toda su fam ilia y todos sus ganados y obten­drá del faraón, gracias al rango y al prestigio de José, una tie rra de pastoreo en la región de Goshén, o sea, en la esquina noroeste de la península del Sinaí, pe-

f'ando con el istmo. Corram os un tupido velo sobre a inhum ana conducta política de José, que sabrá

aprovecharse de los excedentes tan previsoram ente alm acenados en los años de abundancia, para expo­liar, con su venta, al pueblo egipcio del modo m ás inicuo y despiadado durante los siete años de ham ­bre, hasta lograr su absoluta depauperación, convir­tiendo toda la tie rra de Egipto en propiedad del faraón, y pasem os al final. Llegada para Jacob la hora postrera —tras diecisiete años ae vida en tie­rra egipcia—, decidirá adop tar por hijos suyos a los dos hijos m ayores de José: Efraím y M anasés,13 es

13. Nunca había yo entendido el sentido que pudiese tener estaadopción, ni. por lo tanto, el porqué de que, en lugar de una «Tribu de José», hubiese dos tribus, a nombre de sus dos hijos mayores, puesto que la bipartición de aquella posible tribu unitaria en las tribus de Efraím y de Manasés se deriva obviamente de este acto de adopción. Pero hoy se me ha ocurrido una explicación tan plau­sible de la cosa, que, a reserva de lo que sobre ello tengan averigua­do los doctores, tiene todo el color de una evidencia: José no podía ser ya cpónimo de una tribu porque, habiendo sido vendido por esclavo a Putifar, no era ya un hombre libre, y, por muy alta que hubiese llegado a ser su posición social tras pasar a poder del faraón, seguía teniendo condición de esclavo y ya no pertenecía a Jacob sino al propio faraón; de ahí que Jacob, para poder perpe­tuar en su pueblo, como descendencia propia, la sangre de su hijo más amado, no tuviese más opción que la de adoptar por hijos a sus nietos Efraím y Manasés. Quedaría la dificultad de la posi­ble condición jurídica de éstos; ignoro lo que las leyes egipcias disponían a este respecto, pero la conjetura que, entre otras va­rias, me parece más probable es la de que, aunque hijos de escla­vo. bastase la sola sangre egipcia de su madre Asenet —mujer, por añadidudra, de casta sacerdotal— para que fuesen libres de nacimiento. Aun en el caso, también muy posible, de que José hu­biese sido emancipado por el favor del faraón para con él, Jacob podía, no obstante, estim ar como indeleble, a los efectos, la man­cha de la vieja esclavitud, o bien excluir desde el principio la al­ternativa de pedir que le fuese devuelto para su propia casa el hombre a quien el mismo faraón había encumbrado hasta el pues­to más alto del imperio v a quien necesitaba y estimaba como su mano derecha en el gobierno del país.

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decir, ascenderlos de una generación, poniéndolos a la a ltu ra de sus tíos y equiparándolos a ellos en la distribución tribal. Y, ya en el lecho de muerte, lla­m ará junto a s í a sus doce hijos, para darles, uno a uno, su últim a bendición. No me resisto a tran scri­b ir aquí la increíble bendición que reservará para José, su hijo m ás amado:

José es un novillo hacia la fuente; a la fuente se encamina, los arqueros le hostigan, los tiradores de saetas le atacan; pero la cuerda de su arco se rompe y su poderoso brazo se encoge, por el poderío del fuerte de Jacob, por el nombre del pastor de Israel.En el Dios de tu padre hallarás tu socorro, en El-Sadaí que te bendecirá con bendiciones del cielo arriba, bendiciones del abismo abajo, bendiciones del seno y de la matriz.Las bendiciones de tu padre y de tu madre sobrepasan las bendiciones de mis progenitores, suben por encima de los eternos collados; que caigan sobre la cabeza de José, sobre la frente del príncipe de sus hermanos.14

14. Según la primitiva versión de Nácar y Colunga, versión real­mente admirable, que, por razones para mí del todo ignotas, ha sido lamentablemente alterada y destrozada en ediciones poste­riores, sin por eso dejar de presentarse bajo los mismos nombres y como la misma versión. Neftalí era allí, por ejemplo, en estas mismas bendiciones, «un terebinto que echa muchas ramas, / ra­mas altas y espléndidas»; aquí —en la novena edición— resulta ser, en cambio, «una cierva en libertad». Ya, pues, que aquella pri­mera edición se diferencia de las posteriores a veces tanto como un terebinto pueda diferenciarse de una cierva, ¿por qué la BAC no tiene con nosotros un detalle delicado y, aparte de seguir edi­tando la versión adulterada, no reedita también la primitiva, que a tantos nos apasionaba y que yo mismo, habiéndola extraviado, sólo he podido citar, en este caso, gracias a recordar de memoria las bendiciones de Jacob?

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El caso M anrique 1

«La destrucción de los valores es la restauración de los bienes.»

(Jacinto B atalla y Valbellido)

Antiguo y recurren te es el pleito entre los bienes y los valores, y, por añadidura, parece condenado a tener que volver a em pezar siem pre por el juzgado de instrucción. Si alguna vez pasa de ahí, esto es, si alguna vez se dicta un auto de procesamiento, éste acostum bra a tom ar todo el aspecto de un auto de fe. Pero un auto de fe a lo que se parece, m ás que a un auto de procesamiento, es a la ejecución de una sentencia pura y pinta. De modo que se d iría que la m ateria m ism a produce como una especie de agarro­tam iento procesal, que obstruye cualqu ier posible intervención de instancias interm edias. Por otra parte, es absolutam ente imposible decir una palabra unívoca sobre qué es realm ente lo que arde en esos

1. Este ensayo es, en parte, un desarrollo de algo ya apuntado en el texto «Sobre el Pinocchio de Collodi» (en este mismo Vo lumen, págs. 93-94).

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autos de fe; sobre qué era, por ejemplo, lo que ard ía en la hogueras de Savonarola, ni aun si seguía sien­do lo m ism o antes de la quem a y después de ella. La quema m ism a era, sin duda, generadora de valor: un tesoro en el cielo, pero ni en esto m ism o se puede es­tablecer si ese valor no nacía m ás bien del propio luego que de lo quemado. Com oquiera que sea, la idea del tesoro en el cielo viene a lanzar sobre los bie­nes una maldición equivalente a la que sufren bajo el signo de la cu ltu ra predatoria. Y en esta m ism a en­contram os, por cierto, otra form a bien caracteriza­da de quem a o destrucción de objetos (y digo, simplemente, «objetos», por cuanto aquella m ism a antedicha ambigüedad sigue impidiéndome decir, de modo unívoco, «bienes» o «valores»): el potlach. Cuan­do un jeque, en desafío con otro jeque, prende fuego a sus propios pastos o cosechas y degüella a sus diez mejores caballos, a sus cien m ejores camellos, a sus mil m ejores ovejas, para m ostrar cómo él está por encima de su propia posesión y para hacerse así más grande que el otro, tam poco hay duda de que lo que­mado, m atado o destru ido pasa autom áticam ente a uenerar valor: el dueño m ism o recibe de la aniqui­lación voluntaria de su propia hacienda un aum en­to de valor prácticam ente equivalente al que pudiese recibir de una gesta predatoria que pusiese en sus manos el botín de o tra hacienda semejante: ahora «vale más» (y recuérdese cómo en El Cantar de Mío ( 'id la fórm ula canónica del desafío —del reto a due­lo en el cam po del honor— era el lanzam iento oralv público de la «tacha de menos valer» al rostro del tlesafiado), pero, ¿quién, a nuestro propósito, podría, tampoco aquí, decir ya una palabra unívoca sobre aquellos pastos dados a las llamas, sobre aquellas ovejas pasadas a cuchillo, sobre aquellos caballos cu­yas carroñas hieden ahora en el silencio del desier- to, ese m ism o silencio que aún ayer rom pían y alegraban con el lejano llam ar y responder de sus

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relinchos? Nunca habrá univocidad acerca de estas cosas m ientras el sólo e s ta r en el cuenco de la m ano de un niño sea capaz de transfigu rar o transform ar ante nuestros propios ojos la m ás valiosa de las es­m eraldas en algo no d istin to de cualqu ier lindo gui­ja rro pulido por el río.

Pero mi intención no era la de m eterm e en averi­guaciones sobre la m ás íntim a esencia de tan oscu­ro asunto, sino la de considerar el curioso conflicto que im pensadam ente viene a su rg ir en las en trañas de una de las m ás fam osas recurrencias del pleito de los bienes y los valores, o sea, las Coplas de Jo r­ge M anrique po r la m uerte de su padre. Estas co­plas son, en conjunto, un gran fracaso (aunque ya se verá cómo ese m ism o fracaso ha sido, paradójica­mente, para bien); de ellas las hay malas, las hay m e­diocres, las hay m ejores y las hay detestables; pero no es este p rim ario juicio de valor puram ente a rtís ­tico lo que hace al caso en la cuestión que me inte­resa, o, al menos, el aspecto que ese juicio toca no concierne ni afecta a mi asunto de modo sustancial, pues el conflicto al que pretendo referirm e viene a salirse de lo que propiam ente llam am os literario, aunque tam bién sobre ello repercutan sus graves consecuencias.

Para poner en claro lo que quiero decir, nada me­jo r que em pezar por considerar el curioso contras­te que ofrecen las opiniones de Menéndez Pelayo y de Juan de M airena al respecto de las coplas en cues­tión. Don M arcelino agarra el poem a por el asa de la intención explícita del au to r y, sin dejar de repro­charle las dos coplas realm ente deplorables a que aludo m ás arriba, o sea, la 27 y la 28 («apenas pue­den tacharse dos estrofas pedantescas y llenas de nombres propios»), lo elogia sin restricciones en todo lo demás como un «doctrinal de cristiana filosofía», esto es, bajo el concepto de serm ón de encarecimien­to de los valores y menosprecio de los bienes en que

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la intención m anifiesta del poeta lo quiso colocar. Mairena, por el contrario, dem ostrando a la vez la más im perdonable despreocupación en cuanto c rí­tico literario y el m ás fino y seguro oído en cuanto lector de lírica, se olvida po r com pleto de la inten­ción m anifiesta de M anrique y se va derecham ente ¡il corazón de las únicas coplas verdaderam ente líri­cas del poema, para encom iarlas justam ente en el sentido radicalm ente contrario al que quisieron te­ner para el poeta en la totalidad de la elegía. Su des­cuido o su distracción son tan escandalosos que llega incluso a decir: «El poeta no comienza por asen­tar nociones que traduc ir en juicios analíticos, con los cuales constru ir razonamientos. El poeta no pre­tende saber nada; pregunta por damas, tocados, ves­tidos, olores, llamas, amantes...»; pues bien, ya que la referencia al soneto de Calderón nos perm ite corregir la imprecisión del lenguaje de M airena y en­tender lo que quiere decir con esto, a poco que se re­pare en las coplas de M anrique se verá que en casi todas las que anteceden a la que comienza «¿Qué se hizo el rey don Joan?» (que es la 16) el au tor ha venido haciendo justam ente lo que M airena niega que haga en la copla que tom a como ejem plo (que es la 17); si c iertam ente en ésta no lo hace, dicho del poema entero, es falso de toda falsedad lo de que el «poeta no comienza por asen ta r nociones, etc.» y lo de que «el poeta no pretende saber nada; pregunta, etc.». Pre­cisam ente ha com enzado por asen ta r nociones, por saberlo todo, y, lejos de preguntar, no ha estado ha­ciendo otra cosa que responder. Pero sigamos la cita de M airena tal como Antonio M achado la tran sc ri­be en el parágrafo El «Arte poética» de Juan de Mai­rena, que fo rm a p a r te de su in tro d u c c ió n al «Cancionero apócrifo de Juan de Mairena»: «El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individuali­za ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiem ­po, en un pasado vivo, donde el poeta pretende

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in tu irlas como objetos únicos, las rem em ora o evo­ca. No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estam pados en la placa del tiempo, conmueven —¡todavía!— el corazón del poeta. Y aquel trovar y el danzar aquél —aquellos y no otros— ¿qué se hicieron?, insiste en p reguntar el poeta, hasta llegar a la m aravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Ara­gón —o quienes fueren—, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, m aterializando casi el pasado, en una trivial anéc­dota indum entaria. Terminada la estrofa, queda toda ella vibrando en nuestra m em oria como una melo­día única, que no podrá repetirse ni im itarse, por­que para ello sería preciso haberla vivido. La emoción del tiem po es todo2 en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es m ás profunda de lo que a p rim era vis­ta parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lí­rica tiene todavía un porvenir, y en Calderón —nuestro gran barroco— un pasado abolido, defini­tivamente m uerto».

A tenor de estas palabras, no es nada aventurado suponer que M airena se habría opuesto del modo más rotundo al dictam en de Don Marcelino, supues­to que leídas las coplas como lo que eran para éste,o sea, como un «doctrinal de cristiana filosofía», no podría escucharse en ellas sino el m enosprecio de lo perecedero, y mal podría haber en ellas nada de «emoción del tiempo», ningún pasado efím ero que «conmoviese —¡todavía!— el corazón del poeta», nin guna clase de añoranza (versión retrospectiva o re- troactiva del deseo) de cuanto pueda es ta r m arcado por el signo y el sino de la caducidad. Así que Don

2. Sic: «es todo», en lugar de «/o es todo», como sería correcto,tanto en la edición de Espasa-Calpe como en la de Losada.

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Marcelino, por su parte, fundándose en el principio de la identidad de la persona, que aquí significaría identi­dad del autor consigo mismo y consiguientemente uni­dad de la intención y univocidad de la obra, habría ape­lado, a su vez, a la exigencia crítica de que el poemaI uese considerado como un todo y hab ría impugnado las apreciaciones de Mairena como apoyadas en la más arb itraria extrapolación. Mas por mucho que Don Marcelino pudiese abundar en toda suerte de razones —que no se podría decir que le faltaran—, sólo tenía razones; pero era Mairena quien tenía razón, porque la t ontradicción está en las entrañas mismas del poema.

(El diálogo del «Gran Café de Nápoles»)

(A este propósito, en las memorias inconclusas, iné­ditas, prácticamente anónimas —pues sólo hay una más o menos plausible conjetura sobre la identidad de \u autor, cuyo nombre, por tanto, omitiré— y acaso in- i luso apócrifas —como lo son, por lo demás, de uno u otro modo, todas las memorias—> de cierto oscuro pe- liodista sevillano aparece, como único y nunca corro­borado testimonio, el relato de un insospechado encuentro entre Juan de Mairena y don Marcelino Me- néttdez y Pelayo, con un diálogo que versa, en su ma- yor parte, justamente sobre las coplas de Manrique.3

V Debo la gentileza de haberme permitido hojear (yo antepongo »lempre la «h» a esta palabra que suele escribirse sin ella —de- livándola de «ojo», como «pasar los ojos», pero creo que, sea o lio por etimología popular, el oído común la refiere a «hoja», como • pasar las hojas» —de un libro, por supuesto—) tan pintoresco manuscrito y transcribir el episodio que recojo extractado en es- la s páginas a doña Rosa Hernández, viuda de O’Connor. Al mani­festarle desde aquí mi gratitud, me cumple, de igual manera, lonsignar, por expreso deseo de Doña Rosa, que ningún paren­tesco próximo o remoto la une con el autor de las memorias, las i uales han venido a su posesión sólo a través de una serie de cir-i unstancias, altamente fortuitas, que no hace al caso detallar aquí.

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Según el manuscrito de este olvidado y dudosam en­te identificado reportero, el fugaz conocim iento en­tre ambos personajes se habría producido con ocasión de una breve estancia en Sevilla de Don Mar­celino, «sin otro objeto —son palabras textuales que el autor de las m em orias pone en labios de Don Mar­celino en la conversación de éste con Mairena— que el de confirm ar ciertos extremos que me interesaban en los archivos de la Metropolitana». Parece, pues, que, siempre según el poco conocido y aun menos acreditado manuscrito, «corriendo a la sazón la pri­mera quincena del mes de julio y sin ninguna de esas beneméritas torm entas que tanto suelen aliviar los inmisericordes rigores de las noches sevillanas, Don Marcelino, que se hospedaba, por lo que pude co­legir, en el Parador del Sol, sito, como es notorio, en la calle de la Cabeza del Rey Don Pedro, aleda­ña con la Alfalfa, y por ende en uno de los puntos más interiores y menos ventilados de la urbe, aterra­do, sin duda, ante la sola idea de meterse en cama, vino a buscar el consuelo, por cierto más ilusorio que real, de un espacio más am plio y despejado com o es el de la Alameda de Hércules, donde existía hasta hace pocos años el Gran Café de Nápoles, que tanto yo como un señor Mairena, profesor de gimnasia —y con quien yo no tenía otro conocim iento que el del sim ple saludo que se usa entre asiduos de un m ism o establecim iento—> solíamos frecuentar». Sigue des­pués contando el periodista cómo Don Marcelino, des pués de haberse paseado de acá para allá unas cuantas veces, con las m anos cogidas por detrás de la chaqueta, «concentrado, a todas luces — nos dice textualmente—, en las más arduas reflexiones, abstraí do en los más elevados pensamientos, entre las dos parejas de colosales y m onolíticas colum nas roma ñas que adornan los extrem os de la célebre alame­da, y de las que ésta tom ó sin duda el nombre», se resolvió por fin a entrar en el Gran Café de Nápoles,

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en donde, por lo visto, fue reconocido en el acto por el autor de las memorias, ya que «su im ponente efi­gie —según nos explica el texto—, gracias a cientos de grabados y de fotografías, era tan fam iliar en el circuito de las personas instruidas como famoso era su nombre entre las mismas». Im puesto en su profe­sión, el autor de las m em orias vio en seguida la posi­bilidad de una entrevista-reportaje, del que confiesa incluso los diferentes títulos que llegó a barajar: «Don Marcelino en la ciudad de A lm utam id», «Menén- ilezy Pelayo rinde visita a Im Giralda», y otros por el estilo, más un últim o «más serio —dice—, de re­serva, por si el director los estimaba una mijita atre- vidillos y me los echaba para atrás: "El sabio don Marcelino Menéndez y Pelayo viene a consultar los tesoros documentales de nuestra capital"». Pero estan­do en aquel m om ento acompañado por una m ujer llamada La Sagrario, «una m ujer que me quería —comenta—, una m ujer buena, una Magdalena, de la i/ue si un tum or impío, un cáncer inhumano, no me la hubiese Dios arrebatado, tal vez habría llegado a hacer la compañera de m i vida y el sagrario de m i ancianidad» [sic; anacolutos como este, en que el pa­pel de sujeto de «hubiese arrebatado» queda am bi­guamente repartido entre Dios y el tum or impío, no son infrecuentes en el manuscrito, casi carente, porlo demás, de correcciones: y, en cuanto a lo de «sa­grario de m i ancianidad», sería injusto sacar la con- i lusión de que el autor tenía un tan elevado concepto de sí m ism o como para considerar su propia ancia­nidad digna de la veneración de un tabernáculo; más conforme parece con la actitud general del m anus­crito pensar que sólo quiso encontrar todo un s ím ­bolo —aunque tuviese que ser algo forzado— en el nombre de pila de la mujer, deseoso tan sólo de ren­dir homenaje a su memoria, sin andarse parando de­masiado en el sentido de lo que decía]. «Viéndome y o , así pues —sigue el autor— > en la precisión de des­

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pacharla antes de presentarme a Don Marcelino, m an­dándole, como me parecía lo más correcto, una tarjeta de visita a través del camarero, se me adelantó, ga­nándome la acción, el tal señor Mairena, que igual­mente lo había reconocido, y, produciéndose de la forma más desenvuelta, lo abordó sin más ni más, tendiéndole la mano y anunciándole su nombre, sin haberle dejado tan siquiera el tiempo de acomodar­se, y en el acto pegó la hebra con él. Con lo que, aun­que al día siguiente me personé a mediodía en el Parador del Sol, fue sólo para enterarme de que el sabio había partido, así que al fin no pude redactar más que una sim ple nota de su fugaz estancia.» Casi en seguida, al parecer, la conversación se fue centran­do sobre el tem a de la literatura. «No sé con qué pre­dicam ento —comenta aquí, tal vez con una punta de rencor por haber visto frustrada su entrevista, el autor de las m em orias— se atrevía aquel señor Mairena a departir de literatura con el insigne M enéndez y Pe- layo, siendo, como era, profesor (aunque m ejor diría mos "instructor" por m uy titulado que estuviese) de gimnasia.» Omitiré reseñar aquí los párrafos del m a­nuscrito que recogen, a m enudo con frases literales de los interlocutores, la primera parte de la conver sación, hasta el m om ento en que, habiéndose al fin polarizado sobre la lírica castellana, salieron casi en seguida a relucir las coplas de Manrique a ¡a muerte de su padre; parece ser, pues, que ambos personajes coincidieron con el m áxim o entusiasmo en encomiui este poema con especial predilección, llegando inclu so a recordar de memoria algunas partes y a ponde rarlas con tono admirativo. «No dejaba de ser un e sp e c tá c u lo c h o c a n te — d ice el a u to r de las me m oñas— ver cómo aquel profesor de gimnasia se sabia de corrido las coplas de Jorge Manrique, y la manera en que se las recitaba a M enéndez y Pe/ayo, casi como si fuesen versos propios, o como si se las estuviese dando a conocer, acompasándose con ciet

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tos exquisitos m ovim ientos de la mano, pero juntas las yemas del pulgar y el índice, igual que un can- taor.» Un conato de roce parece que lo hubo, sin em ­bargo, cuando Mairena empezó a poner en entredicho la figura del conde de Paredes, aseverando que don Ro­drigo Manrique, al igual que don Fadrique Enríquez, había sido, en realidad, más bien un m al bicho, hen­chido de soberbia y de ambición, y contrastando su actitud y la de su familia con la responsabilidad, la dignidad y la franqueza que durante todo el reinado de Enrique IV habían sabido mantener, en cambio, los Mendoza. Pero si este conato de fricción no pasó a mayores fue gracias a la intempestiva intervención de un tercer personaje, un anciano solitario, sentado en un velador casi contiguo, que había aguzado el oído a la conversación, en especial desde el instante en que ésta había derivado hacia juicios históricos, y que con la desmesura de su interpelación rebasó cualquier posible medida que hubiese amenazado al­canzar el desacuerdo entre Mairena y Menéndez y Pe- layo. Cuando el segundo, en efecto, replicó, con una punta de viveza, que si consideraba Mairena a Don Enrique un rey merecedor de lealtades incondiciona­les o escrupulosos m iram ientos y com enzó a expla­yarse sobre el gran beneficio que tanto para la sucesión de Enrique de Castilla como para la de JuanII de Aragón había supuesto la actitud de persona­jes como Don Rodrigo y el almirante Don Fadrique,4 cuya clarividencia, aun después de fracasar, por la muerte del infante Don Alfonso, la tentativa de Ávila, había llevado finalm ente al glorioso reinado de Fer­nando y de Isabel, el anciano no pudo contenerse más y «se arrancó —según dice textualm ente el autor de las m em orias— como un cárdeno chorreao, lleván­dose por delante la puerta del toril de la urbanidad,

4 Véase, sobre este personaje, el Apéndice n.° 1 al texto «Discurso de Gerona» (en este mismo Volumen, pág. 279).

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del civism o y de la buena educación», y se encaró, por lo visto, con Don Marcelino, espetándole a que­marropa: «¡Sí, por cierto! ¡Coincide con la versión mía!¡La clarividencia de la intriga y la calumnia, de la traición y del veneno!¡Esa fue la clarividencia del almirante y de su hija, doña Juana Enríquez, que con­dujo al glorioso reinado de Fernando! ¡La calumnia de Don Fadrique, que encizañó a Juan II contra el principe de Viana, al padre contra el hijo, y las hier­bas de su madrastra Doña Juana, que acabaron con él! ¡Así es com o sacaron adelante la madre al hijo y el abuelo al nieto! ¡Linda manera de velar al m ism o tiem po por la grandeza de la patria y el interés de la familia! ¡A esto suelen salir con que Dios escribe de­recho con líneas torcidas, pero toda la plana, toda la resma, se torció, y no hay quien haya vuelto a ende­rezarla!...», y por este tenor siguió apostrofando el an ciano — «el energúmeno», como lo llama el autor de las m em orias— contra Isabel, a quien calificó de «bruja beatorra y marisabidilla», contra Fernando, del que dijo que era «más falso que la rama de una higuera», pero que «bien tenía a quien salir», contra el Gran Capitán, en cuyas campañas de Italia veía los prolegómenos del Saco de Roma, contra Cisneros, «con sus Búcherverbrennungen, por no hablar de otras quemas», contra los Colones, de los que salva ba sólo a Fernando, ensañándose con «Dieguito», como lo llamaba, y sobre todo con Bartolomé, que «con perversas m aquinaciones se dio buena mana para borrar de la faz de la tierra a un pueblo ente ro», y reservando para Cristóbal el dictamen de «buen marinero en la mar, pero en tierra un orate visiona rio, al que debieron dejar amarrado de por vida a la barra del timón, sin perm itirle pisar jamás más que sobre madera ni conocer más tierra que la de su pro pia sepultura». Era tan virulenta la andanada, que en un prim er m om ento Mairena y Don Marcelino no acertaron a hacer casi otra cosa que escucharla b<>

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i/uiabiertos y solam ente el segundo hizo un intento ile atajar, diciendo: «¡Está usted disparatando, caba­llero!», pero el anciano, cada vez más crecido, prosi- Huió: «¡Si no hubiese sido por la clarividencia, como usted la llama, de sus M anriques y de sus Fadriques, iilinra tendríamos todavía la dulce España de los cua­tro reinos, la España de Lisboa, de Segovia, de Zara- Hn.a y de Granada; ahora tendríamos allí —y señalaba con el brazo y el índice extendido hacia al- Hiin punto remoto, más allá de los m uros del café— un reino islámico europeo, próspero, pacífico, culto, n'finado, la esmeralda de Alá como remate del collar ile los pueblos cristianos, que seria hoy el orgullo de I uropa, a la vez que el espejo en que se miraría todo el Islam occidental, pues sus naves, flanqueadas bor­da con borda, remo con remo, vela con vela —se exal­t a b a el anciano—, por las galeras hermanas de Aragón y de Castilla, jamás habrían perm itido que los turcos pasaran de Cairuán ni del estrecho de Pan- leleria!». Aquí Mairena, tal vez porque veía que la ten­s i ó n aum entaba por mom entos, quiso terciar, Intentando quitar hierro con una observación inofen­s i va . y «habituado sin duda —comenta textualm en­te el autor de las m em orias— a exigir precisión de movimientos en la ejecución de la tabla de g im na­s ia», aprovechó una pausa en la proclama del ancia­no. para decirle: «Si como creo colegir de sus palabras, es a Granada a donde quiere usted apun- Uti. le ruego que varíe el ángulo del brazo unos cua­terna grados hacia el este, porque así está usted Indicando más o menos a Ronda o a Estepona». Perovi anciano rehusó la transacción y em palm ó de vo­lea. vin dejar rebotar, con sorprendente rapidez: «¡Tan­to daría ya que señalase a Peña Labra, a Santander H a los m ism ísim os infiernos! ¡Nada de aquello vol­een! ya más! Por m i parte —añadió, m odulando aho- m su cólera con cierto tono de solem ne unción—> no he vuelto a reconocer más reyes en España que m i

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señor Don Carlos, Principe de Viana, en La Aljafería de Zaragoza, que m i señora doña Juana de Trastama- ra —Beltraneja que fuere o que dejase de ser, si eso les place—> en el Alcázar de Segovia y que m i señor Abu Abdallah M uhám m ad, Boabdil, en la Alhambra de Granada». Don Marcelino, entendiendo sin duda el apenas velado ataque ad hom im em —o «puñala­da trapera», como lo califica textualm ente el autor de las m em orias— en lo de Peña Labra y Santander, replicó excitadamente: «¡Creo que se está usted ya pa­sando un tanto de la raya, señor mío! ¡Y ya le hemos consentido por demás, no habiéndole dado nadie vela en este entierro!». Mas el anciano volvió a demostrar su implacable rapidez: «Ah, ¿conque se trataba de un entierro? —dijo con voz sardónica— ¡Ya decía yo! ¡Del entierro de España, me atrevo a suponer! Pues hay otros difuntos bastante más recientes que enterrar... ¡La Italia de Venecia y de Florencia, de Lombardía, de Módena, de Parma...! O ¿por qué no, más todavía, la Alemania de Hesse, de Hannover, de Sajonia, de Ba- viera, de Wurtemberg, de Badén...? ¡La Alemania de las ciudades libres: Frankfurt, Hamburgo, Bremen...! ¡Cadáveres calientes todavía, para llorar sobre ellos la destrucción de Europa!». Don Marcelino, viendo de pronto un hueco para su florete y acertando a encon­trar finalm ente su estocada, no le dejó seguir e, in­terrumpiéndole, logró im poner su voz firme y sonora: «¿Sabe lo que le digo, amigo mío?¡Que ni Bremen ni Hamburgo ni Florencia, ni Segovia, ni Zaragoza ni Granada!¡¡¡A Cartagena: a eso es a lo único que huele aquí!!! ¡Que m e despide usted un tufillo cartagenero que trasciende!» [se conoce que el recuerdo juvenil de la revolución cantonalista, encabezada por la ciu­dad de Cartagena, aún debía de ofender y escandali­zar el acendrado españolismo de Don Marcelino!. Sorprendido en su guardia por este contrataque tan ajeno a sus supuestos tácticos, el anciano, perplejo, no encontró ya su reconocida prontitud para recoger

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v devolver, y por toda reacción se lim itó a mirar a Don Marcelino con una media sonrisa o casi mueca de desdén, acompañada de un fuerte resoplido que pa­rada decir: «Si no; si ya se sabe; si es inútil; ¿a qué va uno a meterse a hablar de nada?». Luego, m uy dig­namente, se levantó para marcharse, aunque no sin pararse unos instantes al cruzar por delante de la mesa de Mairena y de Don Marcelino, para, con una levísima inclinación de la cabeza, sibilarles entre dientes: «Rubén Segovia Francos, catedrático de His­toria y Geografía, jubilado, en los Institutos de Me­dina del Campo y de Jaén, para servirles». Cuando, pagada su consumición, atravesaba ya el anciano el cilindro de la puerta giratoria, «cuyas cuatro alas —precisa el manuscrito— permanecían, por el calor ile la estación, plegadas dos a dos sobre su eje, cual pareja de gigantescas mariposas en el acto de la cópu­la» [es evidente que el autor de las m em orias tenía una imagen un tanto antropomórfica de las prácti­cas nupciales entre los lepidópteros], Don Marcelino se volvió a Mairena: «¿Ya ha oído usted qué nombre- cito?». Mairena: «¿Judío, se refiere usted?». Don Mar­celino: «¡Hombre!¡Más que Maimónides!¡Y dispuesto, si de él dependiera, a franquearle otra vez el paso del Estrecho a la morisma!». Mairena: «Bien, bien, Don Marcelino; no es más que una opinión lo que ha ex­presado; una opinión discutible, como cualquier otra, pero también respetable, como toda opinión». Don Marcelino: «Las opiniones se enuncian, no se ladran». Mairena: «Todos, Don Marcelino, si Dios no dispone antes otra cosa, hem os de ser ancianos algún día». Restablecida del todo la tranquilidad con tan piado­sas y conciliadoras palabras de Mairena, fue llama­do de nuevo el camarero. Ya debía de haberse corrido la voz por el local entero sobre quién, nada menos, honraba con su presencia aquella noche el Gran Café de Nápoles, pues, según dice textualm ente el m anus­crito, «no fue sino al propio som noliento Humberto,

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con aquellos sus ojos como las rendijitas de una ce­losía, que ninguno jamás llegó a saberle el color de las pupilas, decano del personal del establecim iento y el más lento y abúlico de todos los camareros de Sevilla, no fue sino a este Hum berto a quien se le vio acudir com o una exhalación a las palmadas de Don Marcelino, después de haber cortado en seco la ini­ciativa del garçon de turno diciéndole con voz sorda y con gesto autoritario: “¡Deja tú!"». Don Marcelino pidió, así pues, su segundo café [«una segunda ma- quinilla», en palabras textuales del autor, pues el café debía de ser de los que se llamaban «maquinillas»o «de maquinilla», en los que todo el m isterio con­sistía en un cilindro de lata, con asa y tapadera, que escondía en su interior un juego de dos filtros y se adaptaba a la boca de un vaso de cristal, sobre cuyo fondo se veía gotear, lentamente, la infusión] y Mai- rena otra cazalla de la marca «El Bandolero», bebi­da de la que el autor de las m em orias — tras dejar consignado que Mairena ya se había tomado tres o cuatro copas antes de entrar Don Marcelino— nos asegura que «haciendo honor a su nombre —palabras literales del autor—-, arreaba verdaderos trabucazos de metralla a las paredes del estómago», complacién­dose incluso en describirnos, sin venir m uy a cuen­to, la etiqueta, que al parecer representaba, en colores m uy chillones, la estampa de un jinete —caballo ala­zán tostado, montera redonda negra, pañuelo de co­lor sobre la frente ciñéndole las sienes hasta ir a anudársele en la nuca, pistolas en la faja, trabuco en el arzón— en el acto de quitarse devotamente la m on­tera, inclinando la cabeza, al pasar por delante de una ermita [sin duda, de la Virgen] que blanqueaba so­bre un fondo de riscos verdinegros — tal vez cual si el artista hubiese pretendido, al escudarlas tras el áli- bi de un gesto semejante, conciliar y asegurar las sim palias del público para la torva y proscrita identidad del personaje, bajo cuya maligna advocación había

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i¡nerido la gerencia de la marca garantizar la autén­tica vesania del turbulento trago que ofrecía. Dejan­do, pues, prudentem ente irresoluto aquel vidrioso punto de fricción sobre la personalidad de Don Ro­drigo, que había llegado a desencadenar la furibun- ila intervención del viejo catedrático, Mairena volvió i Ir nuevo a las coplas de Manrique, pero ciñéndose va, del modo m ás escrupuloso, a los aspectos estric­tamente literarios del poema, y de nuevo Don Mar- n 'lino se dem ostró concorde con sus apreciaciones, «aportando, no obstante —dice literalmente el m a­nuscrito—, con sus siempre concisas y ajustadas puntutilizaciones, rigor y precisión a los a cada ins­tante más eufóricos y m enos matizados transportes del señor Mairena». E l autor se detiene aquí por un momento en revelar la extraordinaria tensión a la que «*/ m ism o se hallaba sometido, repartido como se veía filtre el afán, por una parte, de no perderse una pa­labra de la conversación y de apuntar lo más fielm en­te que pudiera, pero guardando a la vez el conveniente disimulo, cuantas frases pudiese recoger [«cuando po­día», declara textualm ente, «en m i cuaderno de im ­presiones, y cuando no, según se emparejara, ora en los puños de la camisa, ora en el propio m árm ol de la mesa, como un vulgar jugador de dominó»] y la necesidad de apaciguar, por otra, las reiteradas pro­testas de la m ujer que lo acompañaba, cada vez más dolida de que, absorbido en la conversación de aque­llos dos señores, ya no le hiciese caso, o «no le echase m enta», como, con expresión sevillanísima, dice li­teralmente el texto del autor. Discurría, pues, de nue­vo la conversación de Mairena con Don Marcelino en medio de la mayor concordia y la mayor conform i­dad, cuando he aquí que, de pronto, al em itir Don Marcelino su dictam en de «doctrinal de cristiana fi­losofía» con respecto a las coplas de Manrique, Mai- lena pegó un respingo en el raído peluche del asiento

según las propias palabras del autor de las memo-

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rías, «levantó un par de orejas como las de una lie­bre». «Un momento, Don Marcelino —dijo, haciendo un gesto de parada con la mano—> perm ítam e un m o­mento.» Don Marcelino, para quien la estocada final con que había logrado poner fuera de combate al ju ­bilado debía de haber sido altamente compensatoria de todos los sofocos anteriores, estaba ahora extre­m adam ente afable con Mairena y, lejos de tomarle en cuenta la interrupción, se apresuró a decirle: «Diga, diga, señor Mairena; hable, se lo ruego». Mai­rena, «como esforzándose en recobrar—consigna tex­tualm ente el autor de las m em orias— la precisión y la soltura de palabra que se le habían ido escapando por momentos», alzó pausadamente la cabeza y dijo: «Si he com prendido bien lo que hem os venido ha­blando hasta este instante, no creo equivocarme al tener la impresión de que las coplas de Manrique han sido aquí sacadas a relucir, consideradas y encomiadas precisamente como poem a lírico...». Como la suspen­sión tenía el valor de una pregunta, Don Marcelino confirmó: «En efecto, así es, ¿qué duda coge? Y como uno de los más grandes poemas de la lira hispana». Mairena: «Bien, pues entonces, siendo como usted dice, ¿cómo se compadece con ese presupuesto la afir­mación que acaba usted de hacer acerca de ella, quie­ro decir la de que son un doctrinal de cristiana filosofía? ¿Debo entender, entonces, que considera us­ted que un doctrinal de filosofía, cristiana o lo que fuere, puede sera la vez un gran poema lírico?». Don Marcelino: «Pourquoi pas, mon ami? ¡Pues claro que está que puede!». Mairena: «¿Claro? Perdón, Don Mar­celino, no tan claro... Yo no lo veo tan claro». Don Mar­celino: «¿Ah no? Pues, ¿cómo asi, señor Mairena? Pero, calma; m archemos paso a paso. Oigamos cuál es su dificultad. No dejará por eso de ser siempre un punto de vista interesante, capaz tal vez de arrojar luz, con su sola discusión, sobre alguno de tantos ex­tremos com o perm anecen todavía en ¡a penum bra o

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en la sombra para el hum ano conocer, y tanto más viniéndonos com o nos viene de una m ente sagaz como la suya, de un poeta tan...». «Profesor de g im ­nasia» — le atajó Mairena con cierta sequedad. «... de un profesor de gimnasia —prosiguió, rectificándose, Don Marcelino sin inmutarse ni alterar su cortesía— tan sensible y tan inspirado como usted. Veamos pues, veamos pues, señor Mairena qué dificultad es ésa. Para eso estamos. Para dilucidar y resolver cuantas dificultades puedan presentársenos; para esto esta­mos aquí los dos sentados, en amigable charla, en esta maravillosa noche sevillana.» [«En esto ú lti­mo de m aravillosa noche sevillana — comenta aquí el autor de las m em orias—, Don Marcelino se pasaba ya un poquillo, si va a decir verdad, de impasible o de magnánimo, porque ya había sonado el tercer cuarto para la una de la madrugada, y aún se habría podido freír el pescaíto, sin necesidad de hacer lum ­bre, a la clara de la luna, en m itad de la Alameda.»] Animado, así pues, al parecer, por las cordiales ins­tancias de Don Marcelino, y con la excitación carac­terística de todo aquel que se ve puesto en el trance de declarar sus más propias y personales opiniones, Mairena se extendió en exponer m uy vivazm ente sus ideas sobre la lírica, su «poética de la temporalidad»; exposición que om ito transcribir o resumir, supuesto que en las palabras que el autor de las memorias pone aquí en labios de Mairena, podem os reconocer no sólo sin ninguna variante digna de notar, sino hasta literalmente en algún caso, las ideas ya extractadaso transcritas por Antonio Machado en sus páginas so­bre el «Arte poética» de Juan de Mairena, de las que se ha citado algún trozo más atrás, y que toman, como es sabido, su punto de partida en una comparación entre ¡a estrofa 17 de las Coplas de M anrique a la muerte de su padre y el soneto de Calderón «Estas que fueron pom pa y alegría». «Don Marcelino escu­chó al señor Mairena — dice literalmente el autor de

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las m em orias— con la atención más deferente, a lo largo de toda su prolija explicación», lim itándose a asentir de vez en vez, con gesto pensativo, al tiempo que decía «Comprendo, comprendo», o bien «Ya, ya me hago cargo de lo que quiere usted decir.» A l fin Mairena hizo una pausa y concluyó, diciendo: «Con­que estos vienen a ser, Don Marcelino, en líneas sus­tanciales, los supuestos de principio que harían, en m i sentir, incompatibles las nociones de doctrinal de filosofía y de poem a lírico reunidas en las entrañas de una m ism a obra». Don Marcelino: «En efecto, en efecto, m i buen señor Mairena, a tenor de las ideas, siempre estimables, siempre interesantes, que acaba de exponerme, así tendría que ser; no otra, en rigor de estricta lógica, tendría que ser la conclusión. Punto de vista harto su til el suyo, créame, señor Mairena, lleno de enjundia y de penetración y al que, sin duda, no puede negarse el interés, y hasta la sugestión, casi diría, que ejerce siempre sobre nuestro ánim o lo ver­daderamente original. No faltan, ciertamente, la ob­servación brillante, el distingo certero, la matización feliz, y en sum a ideas m uy meritorias por su parte y atisbos indudablem ente aprovechables...». Mas al ver que Mairena lo miraba con una cierta expresión de gélida paciencia, que el periodista no se recata en tachar de «arrogancia», de «soberbia» y hasta de «in­gratitud», Don Marcelino se apresuró a añadir: «Pero lejos de mí, lejos de mí, toda intención de empala­garle con halagos que estoy seguro no podrían resul­tar sino enfadosos para un espíritu altivo y superior como es el suyo; no dudo de que usted sabrá enten­der que hablo tan sólo ex abundantia cordis. Paso, pues, a cum plir con el honroso deber de contestar a sus bien razonadas objeciones, y tanto más gustosa­mente cuanto que usted m ism o ha acertado, con tanta perspicacia, a situar la discusión en aquel punto jus­to desde el que más promete llegar a ser fructífera». En este punto, Mairena, sin necesidad de interrum-

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pircon un ruido de palmas las palabras de Don Mar­celino, ya que los tres camareros del salón, Humberto incluido, permanecían, desde el otro extremo del café, solícitamente atentos a la mesa ocupada por el sabio, pidió, por señas, una tercera maquinilla para éste y una sexta, o tal vez séptima, cazalla para sí. «Al gra­no, pues —prosiguió Don Marcelino—: El objeto de nuestra discusión se deja, por sí mismo, desglosar en dos cuestiones nítidam ente separables: una cuestión de iure y una cuestión de facto. La de iure es si un doctrinal de filosofía puede o no puede ser al m ism o tiempo un buen poema lírico; la de facto es si las Co­plas de M anrique son o no son, en efecto, un sem e­jante doctrinal ¿Conforme, señor Mairena, en este punto?» [Don Marcelino se ponía mayéutico] «Con­forme» —dijo Mairena, apuntando una sonrisa ape­nas perceptible [«No sé yo qué m isterio se traería», comenta aquí el autor de las memorias]. Don Marce­lino: «Bien. Para m antener nuestro debate sobre la misma línea de argumentación en la que usted, tan sagazmente, ha sabido centrarlo, imprim iéndole tan­ta claridad, comenzaré por la cuestión de facto, y tra­taré de mostrarle cómo nuestro poema es en efecto un doctrinal de filosofía, para enfrentarle seguida­mente con la alternativa de que o bien deponga su actitud en cuanto a sostener la incom patibilidad que tanto ha encarecido, o bien conserve su opinión a tal respecto, pero renuncie, entonces, a estim ar las Co­plas de M anrique como un poema lírico, por dejar de acomodarse a una exigencia que usted propugna como consustancial a la naturaleza m ism a de la líri­ca. Ahora pues, a tenor de lo que ha expuesto y asen­tado por fundam ento de su dificultad, nuestra cuestión de facto viene a parar de entrada, y como prim er punto, a lo siguiente: ¿convendría usted con­migo en que si hallásemos en las Coplas de Manri­que esa clase de nociones genéricas, de imágenes puram ente conceptuales, que a usted tanto le enfa­

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da en Calderón, estarían ya sentadas por lo m enos las premisas para que dichas coplas puedan ser, en efecto, un doctrinal de filosofía y por ende un poema falsamente lírico conform e a su opinión?». Mairena: «Convetidría». Don Marcelino: «Corriente. Dígame, ahora pues, señor Mairena: ¿Qué diferencia encuen­tra usted, en cuanto a la conceptualidad de las im á­genes, en cuanto a la genericidad de las nociones, entre ‘‘la noche fría" o ‘‘el albor de la m añana” del soneto de Calderón y “los ríos que van a dar en la mar", o "la hermosura, la gentil frescura y la tez de la cara, la color e la blancura", o "las mañas e ligere­za e la fuerza corporal de juventud", o "el arrabal de senectud" de nuestro gran Manrique? ¿No hay, acaso, en estas últimas nociones idéntica genericidad que en las primeras, y, por lo tanto, el carácter de ideas universales que las hace, en principio, idóneas para constituirse en términos de aquella forma de jui­cio que llam am os filosófica, aunque no sea aquí el caso de hablar de filosofía raciocinante, sino de filo­sofía moral o sapiencial, aquella otra eterna veta su­perior de la filosofía, cuya form a es la sentencia y cuyo contenido es la sabiduría del vivir y del morir? Puede a usted no gustarle el soneto de Calderón. Es usted m uy dueño. Ni yo tampoco tengo especial in­terés en defenderlo, ni m enos todavía frente a las Coplas de Manrique, para las que ha quedado bien claro hasta qué punto, en coincidencia con usted, re­servo la m ayor predilección. Pero si rechaza aquél y adm ite éstas, tendrá que ser por razones diferentes, quiero decir con otro argumento que no sea el de que allí hay nociones genéricas, imágenes conceptuales, y aquí no». Mairena apuró su copa de cazalla, refle­xionó un instante y al fin reconoció: «Touché! No me diga usted más, Don Marcelino; puede, en efecto, afir­marse que esas que señala son nociones genéricas, intemporales; ideas universales, como las llama us­ted». Don Marcelino: «Quod erat dem onstradum . Ya

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tenemos, por consiguiente, las premisas. Tan sólo las premisas, desde luego, pues no pretendo que la s im ­ple presencia de un sujeto universal se baste por si sola para hacer necesariamente filosófico el juicio en que se inscribe. Vayamos, pues, con la segunda par­te. Busquemos la intención que presidió la génesis del poema; busquémosla, en prim er lugar, en las concre­tas circunstancias que pudieron incoar, inspirar o ro­dear la acción creadora que le insufló el aliento de la vida. Y aquí, ¿qué más verosímil, qué más apro­piado que suponer que un hijo quisiera honrarla me­moria de su padre justam ente con algo así como una glosa de unos versos en que el propio padre hubiese dejado impresa, como el más precioso legado fam i­liar, la huella de su espíritu? ¿Qué más probable que la suposición de que Jorge M anrique tomase, como primera incitación para el sentido que quiso dar a su elegía, una canción de Don Rodrigo que reza como sigue: "Lo seguro de la vida/tiene el m uerto que re­posa,/que el m undo es tan fiera cosa/que no hay cosa conocida.//Lo más cierto es desear/lo que ha de per­manecer;/ gloria para descansar,/muerte para fene­cer". Y le ruego se fije por ahora especialmente en los versos. "Lo m ás cierto es desear/lo que ha de perm a­necer"» «Si, como la zorra con las uvas» — m urm uró Mairena. Don Marcelino: «Perdón, ¿qué dice usted, señor Mairena?». Mairena: «Digo que el conde de Pa­redes hablaba como la zorra de la fábula de Lafon- taine, que al ver que no podía alcanzar las uvas se retiró diciéndose: "Están verdes". Ese es, en el fondo, el com portam iento de todos los que ponen sus miras en lo permanente. E l m iedo a la fugacidad de toda dicha terrenal. Así las palabras del duque de Gandía ante el cadáver de su reina doña Isabel de Portugal: "No más, no más servir a señor que se me pueda m o­rir"». Don Marcelino: «No es justo, señor Mairena, no es justo que intente usted d ism inu ir y rebajar de esa manera toda la nobleza y toda la sinceridad del de­

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sengaño por el que el espíritu de Francisco de Borja supo hallar el camino que había de conducirle hasta la santidad. No puede usted menoscabar así, de m a­nera indiscrim inada y uniforme, la indubitable dig­nidad humana, cuando no el valor verdaderamente sobrenatural, que puede tener el menosprecio del si­glo, el contem ptus mundi, que se expresa en la can­ción de Don Rodrigo y que tan m agníficam ente supo su hijo recoger en las coplas que a su m em oria dedi­cara. Cierto que Jorge M anrique no alcanzó la santi­dad, como s í hubo de alcanzarla en cambio el duque de Gandía, pero no hay razón alguna para dudar de la profunda sinceridad de sentim ientos con que el poeta aparta su corazón de las pom pas y vanidades de este mundo, para volverlo hacia los valores per­manentes; sinceridad que desde el prim er verso alien­ta el poema entero y sin la cual jamás habría podido elevarse hasta tan alta nota». Mairena:

— Sin embargo...—¿Sin embargo qué, señor Mairena?—¡Oh, sin embargo —clam ó Mairena, como si des­

pertara, tras una larga pausa pensativa—> hay año­ranza, Don Marcelino, hay añoranza!¡Hay un pedazo de añoranza tan enorme com o la catedral que nos contempla!¡Una añoranza tan incontenible como las aguas desbordadas de ese Guadalquivir que nos flan­quea! ¡Otra cazalla, camarero! ¡Otra cazalla para m i y otro café para el señor! [«El propio señor Mairena —comenta aquí el autor de las m em orias— parecía desbordarse por momentos»!. «¡¿Porqué, si nó, verdu­ras de las eras?! ¡¿Por qué, si nó, Don Marcelino, ro­cíos de los prados?!» Don Marcelino: «Cálmese, amigo Mairena, sosiegue usted un m om ento y trate de po­ner en orden sus ideas. Veamos, ¿qué es lo que quie­re usted decir?». Mairena: «Quiero decir que ¿por qué, entonces, se comparan las que usted llama vanida­des de este m undo con las verduras de las eras y los rocíos de los prados?». Don Marcelino: «Cosas menos­

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preciables, cosas de poco valor, cosas efímeras, que no duran nada y nada dejarán en pos de sí». Maire­na: «¡Oh, si, Don Marcelino, de poco, de poquísim o valor!¡De absolutamente ningún valor, añadiría!¡Pero de una belleza y una delicadeza únicas, de un encan­to arrebatador, irresistible!». Don Marcelino: «Bien, bien, señor Mairena; conform e con la indudable be­lleza de esas dos imágenes. Pero esto lo más que po­dría significar es que yo le concediese, si es que usted se empecina, la posibilidad de que tal vez las sólidas convicciones del poeta padeciesen ah í unos instan­tes de vacilación; de que el poeta, como hum ano que era, flaquease un m om ento ante el engañoso hechi­zo de las vanidades mundanales. Pero, aun adm itién­dolo así, en seguida, en todo caso, supo recobrarse con una reacción viril». Mairena: «¡Cómo si flaqueó!¡¡Se vino abajo!! ¡¡Se derrum bó del todo!!». Don Marceli­no: «Calma, amigo Mairena... No sea precipitado en sus afirmaciones. Seamos circunspectos; tom em os más detenidamente la cuestión. Le mostraré...». Pero Mairena ya no le escuchaba y, cada vez más arreba­tado, redoblando el volum en de su penetrante voz de tenor y agitando en el aire el erguido dedo índice, en el que parecían ahora concentrarse de pronto todas las escasas fuerzas de su cuerpo, exclamó: «¡Se canta lo que se pierde, Don Marcelino, se canta lo que se pierde! ¡Y sólo se lo canta porque se lo pierde! ¡Sólo porque se la pierde o se la puede perder, sólo por eso, se canta a la amada! ¡Sólo por eso existe la poesía de amor! ¡Si la amada fuese imperdible, inm ortal o in­marcesible, jamás se la habría cantado!». Don Mar­celino: «¡Según ese principio, señor Mairena, y para ser consecuentes con sus afirmaciones, tendríamos i/ue borrara la Beatriz del Paradiso de los anales de la poesía universal!». «Nuevamente cogido entre la es­pada y la pared —dice el autor de las m em orias—, Mairena no estaba ya dispuesto a claudicar como an­tes, sino que ahora, con tal de sostenella y no enmen-

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dalla, no tuvo el m enor empacho en hacerse reo de la más audaz, de la más desaprensiva y arbitraria ico- noclastia: "¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Beatriz? Ya, sí, claro, Beatriz, Beatriz— la del Paraíso... ¿Y qué? ¡Pues se la borra! ¡Si hace falta borrarla se la borra, ya, tanta Beatriz!’’» Mairena respiraba ahora con fa­tiga e hizo una pausa para tom ar aliento; luego, de pronto, «como iluminándose» —dice el autor de las memorias—> con voz más lenta, pero igualmente alta, prosiguió: «Nos quedaremos con Laura... ¡Oh, Laura! ¡Laura, Laura! —y parecía invocarla en un lugar a la vez ín tim o y remoto, cercano e inm em orial— ¡Tú sí, Dios mío, Laura, tú sí!». En este punto había em pe­zado a asirse con la izquierda al velador, hasta lograr ponerse, torpemente, en pie, y al fin con voz pastosa y quebrada, los ojos ya vidriosos del alcohol, tamba­leándose, con la izquierda sobre el m árm ol y la dere­cha alzada con el índice erguido hacia el techo del café, com enzó a recitar:

Erano i capei d'oro a l'aura sparsi, che 'n mille dolci nodi gli avolgea...

Don Marcelino, tratando acaso de acallarlo o de cu­brir su voz, se apresuró a decir, interrumpiéndole: «¡Camarero!¡Otra copa de cazalla para el señor Mai­rena! ¡A m i no más café, que ya me voy!». Pero Maire­na, dejando pasar la breve interrupción, enlazó con más ahínco, haciéndosele hasta más clara la dicción:

e 7 vago lume oltra misura ardea di quei begli occhi, ch'or ne son si scarsi...

Mientras Mairena seguía declamando, Don Marce­lino se levantaba, recogiendo su chistera y su bastón, y pagaba a Humberto, que entretanto había acudido; luego, tratando de ser escuchado por Mairena, le decía cortésmente: «Señor Mairena, ha sido un gran

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placer y una grata e interesantísima velada. Me gus­taría...». Pero Mairena, acrecentando todavía más la voz, ya totalmente nítida, en medio del silencio ab­soluto e impresionado que se había hecho entretan­to en todas las mesas del café, y fijando intensamente en los ojos de Don Marcelino sus ojos ya empañados de lágrimas por la emoción poética, pero tal vez tam ­bién por el recuerdo de un dolor antiguo, al tiem po que esgrimía aquel terrible índice en el aire, som o si no sólo de versos, sino también de suprem os argu­mentos se tratara, recitaba los dos últim os versos del soneto, elevando la curva melódica hasta dejar col­gada una pausa patéticam ente suspensiva tras la úl­tima palabra del treceavo:

fu quel ch’i' vidi; e se non fosse or tale...,

para dejarse finalm ente caer con todo el peso de la voz; recreándose, espaciándose, recargando la suerte sobre las cuatro aes acentuadas del catorceavo, de aquel endecasílabo inm ortal que ha arrebatado el alma del Occidente entero por seiscientos años:

piaaaga per allentaaar d'aaarco non saaana,

«como en cuatro verónicas lentísimas, hondísimas, templadas —dice literalmente el autor de las memorias— del propio Juan Belmonte»; y acto segui­do se derrum bó de golpe, como un trapo, naufragan­do, desapareciendo, en las profundidades del rojo terciopelo del sofá, para quedarse inm óvil, como un títere caído, con la mirada muerta del beodo, m ien­tras Don Marcelino cruzaba ya el um bral hacia la ca­lle. Pero tan sobrecogedoramente había recitado Mairena el soneto de Petrarca, que la propia Sagra­rio, tan dolida hasta entonces por la actitud del pe­riodista, se había sum ado al fin, apasionadamente, a su interés por los sucesos de la mesa próxima y, per­

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donándole del todo su desvío, le preguntaba ahora con la mayor urgencia: «¿Qué quiere decir esa poe­sía que ha dicho? ¡Yo lo quiero saber! ¡Tradúcemela! ¡Venga!¡Tradúcemela, tradúcemela!». «Sin duda ella —observa aqu í el autor de las m em orias— había sa­bido adivinar, con la sola bondad de su piadoso co­razón, que aquel señor Mairena debía de haber tenido algún gran am or desventurado.»)

Siem pre me he im aginado el «estreno» de las co­plas de M anrique como una lectura en voz alta por parte del autor, ya sea desde el pulpito de una igle­sia, ya en la sala de un palacio, ante la reunión so­lemne y en lu tada de los fam iliares, los amigos, los deudos, los criados del difunto. El auditorio escucha, aburrido como en misa, la ru tinaria admonición del sesudo y prosaico doctrinal. La estrofa 15 es un avi­so parentètico de carác te r m etalingüístico: el poeta dice de qué no va a hab lar y de qué se dispone a ha­blar: «Dejemos a los troyanos,/que sus males non los vim os,/ni sus g lorias;/dejem os a los rom anos,/aun­que oimos o leim os/sus hestorias;/non curem os de saber/lo d ’aquel siglo pasado/qué fue d ’ello;/venga­mos a lo d ’ayer,/que tan bien es olvidado/com o aque­llo». Es decir, que el poeta —m ejor diríam os hasta aquí «el predicador»— desiste de argum entar con objetos históricos (es evidente —y aun más por el en­cabalgam iento de «ni sus glorias», como el de «glo­ria Teucrorum» de Virgilio— que por un m omento le ha cruzado por la m em oria el «Fuimus Troes, fuit Ilium et ingens/gloria Teucrorum» del poeta mantua- no), dem asiado ajenos, dem asiado indirectos, dem a­siado fríos para da r fuerza de convicción, en el corazón de los presentes, a la verdad que intenta pro­ponerles, y se resuelve por apelar a la experiencia personal, rem itiendo a un objeto más inmediato, más cercano, a un objeto todavía sensiblem ente vivo en la m em oria de los viejos o apenas m ediado por un

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testim onio verbal directo en la de los m ás jóvenes.5 |Fatal error!, pues he aquí que no bien resuenan en el aire los prim eros versos de la estrofa 16, el audi­torio se siente transportado por el m ás radical y re­pentino quiebro de voz que jam ás se haya dado en las entrañas de un m ismo poema; las m urallas de Je-i icó de los em pedernidos corazones, lejos de ver con­solidados sus cim ientos en la convicción de lo perdurable, se derrum ban de pronto ante el asalto más inesperado y m ás irresistib le de lo perecedero:

¿Qué se hizo el rey don Joan?Los infantes d'Aragón ¿qué se hicieron?¿Qué fué de tanto galán qué de tanta invinción que trujeron?

Es una voz que parece llegar desde el extremo dia­m etralm ente opuesto de la sala; el predicador ha de­saparecido como por encanto y, en un puro milagro, tañe ahora de veras la m úsica acordada de la lira. ¡Traición, traición! ¡Una hueste de fantasm as, la frá ­gil, inerme, etérea hueste de lo perecedero, ha lan­zado el m ás sutil y alevoso golpe de m ano por el lugar m ás im previsto y vulnerable, y, sin trae r una lanza, sin b landir una espada, sin m ontar una balles­ta, señorea ya el baluarte m ás defendido de la ciu- dadela y el grave defensor se rinde a ella en una capitulación sin condiciones! En m ala hora se le ocurrió al predicador que propugnaba la estimación de los valores, de lo perdurable, y el m enosprecio de

5. Jorge Manrique está a medio camino entre los unos y los otros: U nía 14 años a la muerte de Juan II de Castilla (35 a la de Juan II de Aragón, que, según algunos, sería el de las Coplas, lo cual ni» tiene mucho fundamento, por ser éste, junto con el primogé­nito Alfonso, su antecesor en la corona, y además de Enrique y l’edro, precisamente uno de los llamados «infantes de Aragón»)V tiene en este momento 36.

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los bienes, de lo perecedero, decir aquello de «ven­gamos a lo d'ayer»: quiso desafiar a la m em oria viva, y com etió la m ás funesta de las equivocaciones.

Ahí m ism o fue donde, por obra del propio m inis­terio fiscal, el pleito de los valores contra los bienes quedó definitivam ente sentenciado a favor de los se­gundos. La acusación había creído tener su testigo de cargo m ás irrebatib le en el recuerdo de un ayer cercano, todavía vivo en la m em oria del jurado, pero ha sido justam ente este testigo el que se le ha revuel­to m ás rotundam ente en contra, alzando su testim o­nio como el argum ento más demoledor de la defensa; hasta el tipo de fórm ula interrogativa de los tres úl­tim os versos de la estrofa 166 tiene en principio la fisonom ía retórica característica del estilo forense («¡Díganlo ustedes m ism os señores del jurado; con­téstense ustedes m ism os!»); la form a de pregunta no hace aquí sino p resen tar a desafío una afirm ación que se da por verdadera:

Las justas e los torneos, paramentos, bordaduras e cimeras,¿fueron sino devaneos?¿qué fueron sino verduras de las eras?

Pero —¡increíble situación!— cuando el fiscal lan­za su reto de «¿qué fueron sino verduras de las eras?» no hace ya m ás que acabar de a rra sa r en lágrim as los ojos de un ju rado ya vencido, seducido y a rreba­tado de añoranza al conjuro de un ayer inolvidable. Tampoco en lo que sigue, y a lo largo de siete o nue­ve estrofas, el buscado ca rác te r retórico fiscal del

6. Hay quien los antepone a los otros tres, pero tal preguntarredoblado, y cargado con el apremio excluyeme del «sino», no so­porta una posición catafórica respecto del sujeta

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preguntar7 llegará como tal a los oídos del jurado, sino que sólo logrará sonar como el m ás encendidoV emocionado acento de añoranza. Después, a nadie le im portará ya nada lo que se diga o se deje de de­cir a lo largo de las 16 estrofas que quedarán toda­vía desde la 25 hasta el final, puesto que el testigo de cargo que se creía m ás contundentem ente acusa­torio se ha pasado con arm as y bagajes y sin palia ti­vo alguno al acusado, resultando el testigo capital de la defensa, y aun de la querella entera, con lo que ésta m ism a quedaría ya virtualm ente fallada, de for­ma irrevocable, a favor de los bienes, de lo perece­dero, desde la propia estrofa 16.

Es lógico que Mairena se obnubilase, dejándose se­ducir por esas pocas estrofas en que la lira sonaba de verdad, sin percatarse de cuán drásticam ente con- Iradecían el sentido del poema considerado en su to­talidad, y hablase de M anrique como si éste hubiese querido hacer un canto de añoranza, pues tal es, en verdad, y a despecho de la intención declarada del autor, el resultado estrictam ente lírico del poema.

7. La fórmula de la interrogación como expresión de la añoran­za del ayer aparece ya en Walther von der Vogelweide (1170-1230 uprox.) en el poema «Einst und jetzt», por lo demás muy dis­tinto de las Coplas de Manrique; François Villon, nacido apenas llueve años antes que éste, pero muerto en 1463, vuelve de nuevo ¡i preguntar en su celebérrima «Ballade des dames du temps ja ­dis» (y en su mucho menos afortunada «Des seigneurs du temps jadis»); ésta sí pregunta —y sólo pregunta— por personas con nom­bre propio, pero la única próxima es Juana de Arco, quemada por los ingleses el año mismo del nacimiento del poeta. ¿Es verosí­mil que Jorge Manrique hubiese conocido las dos baladas de un poeta maldito como Villon? No tengo base para contestar. Por fin,ii mediados del siglo xix, el norteamericano Edgar Lee Masters, en su poema-prólogo a la Antología de Spoon River, compuesta de epitafios, pregunta, uno por uno, por los sucesivos difuntos

personas comunes de su pueblo— a quienes va a dedicar los epitafios, entre los que resalta el de Emily Spaarks. La sorpresa I inal y afortunada del prólogo está en que el último por quien pre­gunta, el violinista Jones, aparece vivo todavía, ¡hablando del ayer!

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Tanto pueden contra esa intención las nueve estro ­fas m encionadas (que ocupan exactam ente el centro del poema: 15+9+16=40 —y cuarenta son las estro­fas de que se com pone—), hasta tal punto apagan y borran el sonido de todas las demás, que el lector sale de la lectura absolutam ente dispuesto a vender su alm a, a d a r la propia E ternidad, a cam bio de po­der ver, siquiera por la rendija de una puerta, las fies­tas de los infantes de Aragón, de poder volver a oír, aunque sea desde el últim o rincón de las caballeri­zas, «las m úsicas acordadas que tañían». El doble e rro r de Don M arcelino consistió en no saber que un doctrinal de filosofía, cristiana o lo que fuere, no pue­de nunca ser un buen poema lírico y en no advertir que justam ente en cuanto doctrinal de filosofía el poema fracasaba de la m anera m ás estrepitosa por obra y gracia de aquellas nueve estrofas que se ha­bían rebelado contra el predicador, o sea precisam en­te allí donde triun faba como poem a lírico. A la posible objeción de que el poema seguiría triun fan ­do como doctrinal de filosofía, salvo que en el senti­do inverso al deseado, se puede con testar con la sim ple observación de que los bienes no acaban ob­teniendo para sí m ás que su propia absolución, y, si se quiere, el conmovido llanto del jurado, pero no, en modo alguno, ningún triunfo ético, cual podría ha­ber sido el de lograr para los valores una condena­ción análoga a la que éstos buscaban para ellos (y en el supuesto de que hubiesen podido siquiera pro­curarla sin dejar de ser tales, pues en el instante mis­mo en que se hiciesen objeto de una ética —lo que significaría señalarlos con el dedo como térm inos de un «lo que se debe buscar», «lo que se debe que­rer y desear»—, los propios bienes se verían autom á­ticam ente trocados en valores). El doctrinal resulta, pues, sim plem ente reventado, por la intempestiva irrupción de una genuina m úsica de lira, pero no in­vertido, no vuelto del revés, no convertido en otro doc­

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trinal, de signo inverso al que se pretendía; no es que triunfe una filosofía contraria: triunfan los bienes —y sólo en el corazón de los ju rados—, no ninguna «filosofía de los bienes», ninguna «ética de lo pere­cedero» (en el supuesto, tam bién, de que estos m is­mos rótulos no com portasen ya de por sí una contradictio in terminis). Pero M airena, a su vez, no supo aprovecharse del inapreciable testim onio que las coplas, leídas en su escandalosa contradictorie- dad, podrían haberle ofrecido en favor de su poéti­ca. Si en lugar de ir a buscar en Calderón esas «imágenes conceptuales», esas «nociones genéricas» traducibles en «juicios analíticos, con los cuales constru ir razonamientos», con el fin de ilu s tra r lo que no es lírica y lo que no debe ser la lírica, hubie­se sabido encontrarlas en el propio poema de Man­rique, del que tomó la estrofa con que ilustra lo que sí es la lírica y lo que sí debe ser la lírica, no habría tenido entre sus manos solamente ejemplos, sino que habría dispuesto de una au tén tica prueba experi­mental, no m eram ente ilustrativa, sino realmente de­m ostrativa de sus apreciaciones. Si M airena hubiese considerado m ás atentam ente, por ejemplo, esos «ríos» de la tercera estrofa, habría advertido no sólo hasta qué punto cuadra para ellos el dictam en de «nociones genéricas», de puras «imágenes concep­tuales», como el que reserva para las figuras del so­neto de Calderón (tal como, si dam os crédito a las memorias del periodista sevillano, tan acertadam en­te le señala Don M arcelino en el diálogo del «Gran Café de Nápoles»), sino incluso algo peor aún, pues en el caso concreto de esos «ríos», que con las vi­das de los hom bres se com paran, el ca rác te r de «imagen conceptual» está incoado por la inercia de un puro verbalismo, en cuanto la equivalencia «ríos»=«vidas» se aprovecha de una figura preexis­tente y corriente en el habla cotidiana: la de que para el «surgir» y el «desem bocar» que se predica de los

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ríos sean usuales las figuras de «nacer» y de «mo­rir». Aun sin llegar a tal extremo, otros m uchos lu­gares de las coplas presentan lo que M airena critica en Calderón; así, por ejemplo, en la estrofa 5: «Este mundo es el cam ino /para el otro qu 'es m orada/sin pesar;/m as cum ple tener buen tin o /p ara andar esta jo rn ad a /s in e rrar./P artim os cuando nascem os,/an­damos m ientras vivim os,/y llegam os/al tiem po que fenecemos;/así que cuando m orimos/descansam os». Aquí la correspondencia «m undo» = «camino» («jor­nada») no se la encuentra el poeta ya en parte hecha, im plícitam ente anticipada, en el habla común, sino que la fabrica él mismo, pero después procede con la «imagen conceptual» con idéntica inercia verba­lista: Si «m undo»=«cam ino» («jornada»), entonces «nacer» (surgir al m undo)=«partir» , «vivir»=«an- dar», «fenecer»=«llegar» y «m orir» (estar muer- to)=«descansar». ¿Cabe m ayor conceptualism o, m ayor vacuidad intuitiva, mayor indigencia de todo halo empírico, de cualqu ier connotación sensible, mayor banalidad? No hay aquí ni la som bra de un acento lírico, ni siquiera de un acento lírico fallido; la estrofa no podría se r m ás infam em ente mala.

Pero hágase el milagro y hágalo el diablo. ¿Por arte de quién en la estrofa 16 da el poema esa increíble vuelta de cam pana, por la que de pedestre serm ón de lo perdurable se trastrueca y transfigura en el más arrebatado canto de lo perecedero? ¿Es que hay más fantasía, m ás riqueza expresiva, más ingenio verbal, más talento literario, en las estrofas 16 a 24? ¿Es que ese zoquete, ese m arm olillo de Don Jorge ha recibi­do de pronto, po r gracia del E spíritu Santo, la inteli­gencia, el genio lírico, que jam ás en su vida, ni antes ni después, parece que acertó a dem ostrar? No; si se va a m irar, las siete o nueve estrofas en cuestión no están form adas —p or decirlo burdam ente— con m ateriales ni recursos lingüísticos d istintos de los que juegan en las que las preceden o suceden; hay

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en ellas la m ism a simpleza de lenguaje8 y aun proli- leran las puras enumeraciones. Bajo este aspecto, in­cluso, si se me apura, entre las 15 estrofas iniciales podemos hallar alguna que, en lozanía de expresión, supera a la m ayoría de las nueve subsiguientes (en­tre las cuales tam bién hay, a su vez, versos harto me­diocres); así, la 9 (siempre según el orden de Foulché Delbosc; la 8 en otras m uchas ediciones): «Decidme: la herm osura,/la gentil frescura y tez/de la cara ,/la color e la b lancura,/cuando viene la vejez/¿cuál se para?//Las m añas e ligereza/e la fuerza corporal/de

{uventud,/todo se torna graveza/cuando llega el arra- >al/de senectud». El milagro procede todo él, de m a­

nera exclusiva, de aquella ocurrencia de la estrofa 15: «vengamos a lo d ’ayer» —ocurrencia de imprevi­sibles resultados y tan funesta para el p redicador como involuntariam ente feliz para el poeta— y se cumple del todo ya desde el p rim er verso que la pone l>or obra: «¿Qué se hizo el rey don Joan?». No es sólo, como dice M airena, el preguntar; es sobre todo el nom bre propio, y ese concreto nom bre propio; un nombre todavía capaz de alcanzar, como un conju­ro, lo nom brado, porque lo nom brado, con todo su ajuar, toda su atm ósfera y todo su paisaje, vive y a lienta todavía como una imagen em pírica y sensi­ble en la m em oria com ún de los presentes; porque «el rey don Joan», «los infantes d ’Aragón» no son

H. De la convencionalidad del lenguaje de Manrique puede dar­nos idea un hecho como el de que Tas mismas tres palabras que tullamos en los versos 8 y 9 de la estrofa 8 (según el orden de Foul- i lié Delbosc; de la 7 para otros editores): «dellas casos desastra­dos/que acaecen» nos las encontramos reunidas de idéntica manera en el titulo de un capitulo de la crónica de Enrique IV, r se rita por su capellán —contemporáneo, por tanto, de Manrique, iiiinquc quizás algo más viejo que él— don Diego Enríquez del I astillo: «De los casos desastrados que en este tiempo acaescie- mu por el reyno» (subrayado mío). Se trataba, por tanto, de una tin muía estereotipada en el habla corriente de su tiempo.

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nom bres vacíos9 del santoral, ni aun nom bres ex­traídos de las inscripciones del panteón legendario de los héroes, sino nom bres todavía realm ente habi­tados. (No porque inm ortalicen, sino precisam ente porque logran m ortalizar, o remortalizar, al rey don Juan, a los infantes de Aragón, es por lo que esos ver­sos consiguen hacerlos revivir, pues tan verdad como que sólo lo que vive m uere es que tan sólo lo que m uere vive. Y sólo porque era un ayer verdadero del poeta puede seguir sonando hoy —¡todavía!—, tam ­bién para nosotros, como un verdadero ayer.) El en­cantam iento consiste, pues, en que la vacía y silenciosa sala de un serm ón se llene de pronto al conjuro de esos nom bres y se convierta en una casa habitada, iluminada, resonante de voces y de música.

Pero, m ás todavía: en esas m ism as siete o nue­ve estrofas sigue habiendo «imágenes conceptuales» en el sentido m ás estricto, y, sin embargo, el conjuro lo ha descom puesto y alterado todo hasta tal pun­to, que dos de esas imágenes, y justam ente las dos más «conceptuales» —o sea, m ás conceptualm ente m otivadas— traicionan de la m anera m ás escanda­losa la intención doctrinal, m arran com pletam ente el blanco «filosófico» al que iban dirigidas, y se van a sonar entre los m ás altos acordes líricos de la com­posición entera. La prim era de ellas es la de las «ver­duras de las eras» del final de la estrofa 16, ya citada más arriba; la o tra es la de los «rocíos de los pra­

9. De intento uso aquí la figura de «vacío», con miras a enlazar, aunque sea con todas las reservas, con el lenguaje de Mairena, en cuyo uso de las palabras «intuición» y «concepto» no pareceresonar sino la célebre formulación kantiana de que «los conceptos sin intuición son conceptos vacíos». Sin duda, los nombres pro pios son nombres asémicos —denotan, pero no designan—, y, poi lo tanto, el «llenos» que de ellos se pueda predicar se dirá de manera diferente de la que vale para los nombres comunes, de signantes, los únicos respecto de los cuales cabe hablar de «con ceptos»; por eso, para los nombres propios, he preferido la figura, filosóficamente menos comprometedora, de «habitados».

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dos», con que se cierra la copla 19 (segunda de las dos que se refieren al rey Enrique IV), cuyos seis últimos versos dicen como sigue: «los jaeces, los caballos,/de su gente, y a tav íos/tan sobrados/¿dónde irem os a buscallos?/¿qué fueron sino rocíos/de los prados?». Veamos, pues, la motivación tan apretadam ente con­ceptual de la elección de estas figuras: las «verdu­ras de las eras» son el ralo brote espontáneo de los escasos granos de cereal que, tras el levantam iento de la parva, han quedado adheridos a la tie rra y que una torm enta de agosto ha hecho germinar, pero que, por lo avanzado de la estación, jam ás llegarán a ha­cer espiga ni a engranar, y m orirán, por tanto, sin ilar fruto, sin posteridad alguna; los «rocíos de los prados» son la hum edad del aire que la noche ha de­jado condensar sobre la hierba, pero que el p rim er sol de la m añana hará que se evapore y vuelva al aire de donde ha venido. El m arcado carác te r «concep­tual» de estas imágenes reside en que am bos obje­tos están expresam ente buscados, no ya por su apariencia sensorial inmediata, sino en razón de esas determ inaciones m etoním icas concom itantes,10 que les perm iten traducirse en paradigm as o represen­taciones de lo efímero que muere sin dejar fruto, que se desvanece sin dejar huella, y, por tanto, de la m ás

10. Si, como supongo —a reserva de que los eruditos me saquen del error—, es poco verosímil que Manrique tuviese noticia de la halada de Villon, tanto más sorprendente —amén de más demos­trativo de la anónima esencia de la lírica— sería la convergencia analógica total de «las verduras de las eras» y los «rocíos de los prados» de Manrique con «las nieves de antaño» («Mais ou son/ les neiges dtintan?») de la balada de Villon, también tomadas a Ululo del factor metonímico de su caducidad. Si los eruditos lo­grasen destrozarme esta coincidencia (quitándole a esta palabra Inda connotación de «casual») y sustituírmela por una influencia, que es lo que a ellos les divierte pero que a mí no me ofrece e¡ más mínimo interés, me sentiría defraudado, al verme privado de un argumento en favor de la primacía del género sobre el poeta, de la cultura sobre el individuo, tal como alegaré más adelante.

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estéril caducidad. Pero ¡cómo se han vuelto las to r­nas!: esas m ism as figuras que pretenden denigrar y suscitar el menosprecio de lo perecedero suenan aho­ra, predicadas de lo p a rticu la r em pírico y sensible, hecho presente a la m em oria por el conjuro de los nom bres propios, como la caricia m ás enam orada, como el m ás nostálgico y m ás delicado de los enca­recimientos. Y esto, no retrayéndose a la m era belle­za sensorial de su apariencia, sino conservando y hasta recalcando la propia concom itancia concep­tual que las motiva. Verduras de las eras, rocíos de los prados: dulces, efímeras, frágiles, baldías, gratui­tas, espontáneas cosas sin porvenir y sin provecho que nadie podrá com prar ni conservar; por eso preci­sam ente seducen la m irada y em briagan el corazón como el m ás inolvidable de los dones. Al igual que la form a interrogativa del a rranque de la copla 16, que de pregunta retórica, de enfático gesto desa­fiante («¿Hay alguien que ose decir lo contrario?», pues ya el «decidme» de la estrofa 9 le ha m arcado explícitam ente ese carácter: «Decidme, la herm osu­ra ,/la gentil frescura y tez/de la ca ra ,/la color e la b lancura,/cuando viene la vejez/¿cuál se para?»), se ha trasm utado en fórm ula de conjuro, y, como per­diendo en el aire toda su arrogancia de alegato fis­cal, ha ido a h e rir los oídos del ju rado como un lam ento de añoranza, revolviéndose en contra de la voluntad de convencer que la promueve, así también las propias imágenes buscadas para mover al menos­precio de lo perecedero le han hecho defección y no logran sonar en los oídos del ju rado m ás que como el más incondicional de los encarecim ientos. Buscó, sin duda, dos im ágenes conceptualm ente bien tra badas para la representación de la caducidad más carente de todo porvenir, pero la lira se le fue irre sistiblem ente de las m anos y, aun sin desobedecer un punto su exigencia conceptual, dejó escapar pre­cisam ente las m ás bellas y delicadas que tenía. Si

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en este punto el fiscal hubiese levantado la vista de sus papeles, para m irar los rostros del jurado, tra ­tando de ad iv inar en ellos el efecto de sus argum en­tos, habría pegado un carpetazo como un disparo de escopeta y hab ría dicho sin más: «¡Se retira la acu­sación!».

A partir, pues, de estas observaciones, puedo m os­tra r al fin cum plidam ente lo dicho m ás a rriba de cómo y hasta qué punto Mairena, si, en lugar de to­m ar el soneto de Calderón para com pararlo con una de las coplas de Manrique, hubiese acertado a tom ar esas coplas en su totalidad, contrastándolas, no con ese soneto que adolece de lo que él pensaba ser acha­que casi exclusivo del barroco, sino consigo mismas, habría encontrado una prueba experim ental inapre­ciable de lo acertado de sus tesis acerca de la lírica, en las que la tem poralidad, el sentim iento del tiem ­po, ocupan el lugar fundam ental. Y la prueba es tan­to más fuerte, tanto m ás genuina, cuanto fortuito e involuntario es el propio experimento: nos encontra­mos ante el caso de un poeta que quiso hacer un «mal» uso de la lírica —un uso contrario a las tesis de M airena—, al echar mano de la lira para hacer un doctrinal de filosofía, destinado a im poner en el alm a del oyente el m enosprecio de los bienes, de lo perecedero, y el aprecio de los valores, de lo perdu­rable, pero al que en la m edida en que la lira se so­metió a sus intenciones no le salieron m ás que prosaicos ruidos y en la m edida en que le dio notas arm ónicas, m úsica verdadera, su voluntad y sus de­signios se vieron contrariados del modo m ás ro tun­do. Es como si la lira m ism a hubiese sido som etida a prueba: «Toma este instrum ento e intenta tocarlo en tal sentido; verás cómo cuando llegues al m enos­precio de lo perecedero, todo tu empeño, todo el es­fuerzo de tus dedos, se estrellará contra sus cuerdas, y la anónim a y antigua m elodía del tiem po consun­tivo sonará incontenible una vez más». Y es que la

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consecuencia inm ediata que casi necesariam ente se desprende de la poética de M airena, en cuanto pone la tem poralidad como esencia de la lírica, es que ya la propia lira como tal instrumento, antes de tañer, la lírica m ism a, como forma, como género, está ya por definición contra lo perdurable, o sea, los valores y a favor de los bienes, de lo perecedero. En las coplas la cosa resulta tanto m ás relevante y más escandalosa precisam ente en la m edida en que esa m úsica surge en el medio de una intención contra­ria, de un contexto adverso; por ese modo de elevar­se de pronto tan a despecho de lo que las precede y las motiva es por lo que esas pocas coplas han con­seguido siem pre fascinar a los lectores con una fuer­za que jam ás por sí solas podrían haber tenido: «... las coplas de Manrique —dice Quintana— son una declaración, o m ás bien un serm ón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida, y sobre el poderío de la m uerte. El m etro en que están hechas es tan cansado, tan poco arm onio so [de esto protestará directamente, y con razón, Don Marcelino], tan ocasionado a aguzar los pensam ien tos en concepto o en epígrafe [aquí Q uintana advier­te lo que a M airena pasará desapercibido, pero se lo atribuye, no se sabe por qué razón, a la fórm ula mé­trica elegida], que contribuye no poco a dism inuí i el gusto de su lectura [...]. Sin em bargo [¡oh, sin em bargo!], ha obtenido siem pre un grande aprecio en tre los am antes de nuestras antigüedades, y seguirá m ereciéndole de los inteligentes. La razón de ello es que la dicción en el tono y dirección que el autoi ha querido tom ar [de nuevo el supuesto de la idenli dad del au to r consigo m ism o y de la univocidad tic la obra, como si ese «tono» y esa «dirección» no se le hubiesen ido de las m anos del modo más dram a tico y ejem plar], es igual, firm e y perfecta, que la lengua parece que ya está fijada, que los pensamien tos son altos y generosos, y que el trozo en que su

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hondo de las m áxim as vagas y triviales, hace aplica­ción de ellas a las cosas de su tiempo, toca casi en lo sublim e» [subrayado mío]. No entraré, por mi p a r­le, en si ese trozo toca efectivamente, como dice Quin­tana, casi en lo sublime, pues no me im porta aquí el juicio de valor, sino el de cualidad: el de que ése es el único trozo genuinam ente lírico; sólo pretendo señalar cómo ni aun Quintana, con todas sus preven­ciones críticas, ha podido negar esas estrofas; una impresión tan desm edida como la que tuvieron que producir en él para llegar a m erecerle un elogio se­mejante no se debe, a mi juicio, sino a la singularísi­ma circunstancia de que el poeta can ta malgré lui, de que se tra ta de coplas desm andadas, escapadas de los dedos del poeta o, más aún, arrancadas a sus iledos por las propias cuerdas de la lira, insoborna­blemente fiel a lo perecedero. La im presión que pro­ducen esas pocas coplas no está —como Quintana parece pretender— en virtudes de oficio literario, como la cualidad de la «dicción» (desde este punto de vista no son, en modo alguno, m ás afortunadaso brillantes las estrofas líricas que las doctrinales; algunas de éstas están incluso —como ya he dicho más a rrib a— m ejor trovadas que no pocas de aqué­llas, ni hay, por lo demás, en el poema entero, ape­nas otro talento literario, otro saber hacer, en el sentido estric tam ente artístico, que una cierta des­treza en la versificación, y rara vez algún verso so­bresale un poco de la m ediocridad o la indigencia expresiva dominante); esa im presión reside, en ú lti­ma instancia, en lo siguiente: ¿A qué negar, una vez más, los bienes, lo perecedero, como cosas m enos­preciables y engañosas frente a lo perdurable, si no siguiesen siendo en el últim o y m ás íntim o redue­lo de los corazones, y a despecho de toda voluntad moral, objetos irrenunciables y jam ás renunciados, ni menos todavía desarraigados, del deseo? (El re­traim iento hacia los valores, hacia lo perdurable, es

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una fuga ante la fugacidad de los bienes; m as la re­nuncia al deseo escarm entado no logra ser su des­trucción. Nada de extraño, pues, en que la negación expresa del deseo redunde, muy a despecho del que niega, en su m ás patética, en sus m ás enfática con firmación.) Basta incu rrir en la tem eridad de ir a de­safiarlos en la m em oria viva —y, peor aún, mediante el instrum ento expresam ente conform ado por los si­glos bajo el im pulso de su evocación y labrado y templado en la expresión de su añoranza—, para que redobladam ente se revelen resistentes a todas las ra­zones y prevalezcan de cualquier doctrinaria impug­nación. Así com o una bola de b illar im pulsada por fuerza hacia adelante, pero llevando oculto en sí un efecto de rotación contrario — en relación con el pla­no de la m esa— al del sentido de su traslación, avan­za patinando por el paño, m as no bien choca con la roja esfera del m ingo contra el que ha sido impulsa da, agotando del todo contra ella ese obligado im­pulso, libera espectacularm ente ante los ojos la oculta y no extinguida rotación y desde el punto m uerto del encuentro recelera de pronto en vivo re­troceso en el sentido exactam ente inverso al que avanzara, así tam bién la palabra de M anrique, que predica esforzadam ente la estim a del futuro, tratan do de a rra s tra r los corazones en el sentido del tiem ­po adquisitivo, al ir a d a r contra el m ingo del ayer cercano, el rojo mingo de un recuerdo vivo —rojo como la roja esfera del sol c repuscu lar—, deja pre­valecer de pronto la persistente rotación in terna del deseo inextinguido («piaga per a llen tar d ’arco non sana») y retrocede irresistiblem ente en el sentido del tiem po consuntivo, al reencuentro, al abrazo de ese m ismo ayer tan contra corazón negado y abjurado Si antes he dicho que M airena tenía razón extrapo lando la copla 17, para o ír en ella un incondicional y verdadero canto de añoranza —y, de m anera im plícita, un encarecim iento de los bienes, de lo

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perecedero—, ello no quiere decir, en modo alguno, que no sería el mayor de los errores resolverse a se­parar, como un poema aparte, las siete o nueve co­plas que la incluyen, sustrayéndolas al contexto y a la atm ósfera form ados por las quince antecedentes, pues sería ignorar hasta qué punto su m ayor fuerza ••»tú precisam ente en el hecho de su rg ir bajo el im­pulso y en el ám bito de una intención contraria . El milagro lo hace verdaderam ente el diablo; y como tal milagro digno de él, es en el púlpito donde se pro­duce, es en el púlpito m ism o en donde se perpetra la impiedad. La m úsica del tiem po consuntivo rom ­pe a sonar precisam ente en las palabras que lo nie- tiun, brota de las en trañas m ism as de una enfáticaV adm onitoria afirm ación del tiem po adquisitivo: es lustam ente la fricción producida por la forzada in­tención del doctrinal, que violenta el recuerdo a con-I la r rueda, como argum ento en su favor, lo que hace que el ayer se arrebate y se inflam e como llanta dei ai ro a la fricción del freno y se levante ante los ojos en un puro incendio. ¿Qué im porta ya la innegable pobreza de la letra, que casi se lim ita a enum erar? 14i llama viva del ayer lo abrasa todo, lo ilumina todo.

Jam ás hubo serm ón m ás contraproducente ni doc­trinal m ás estrepitosam ente fracasado: si el poeta quiso en friar la querencia de los bienes, sofocar la iinoranza de lo perecedero, no halló, en verdad, m ás que la m ejor forma de prenderles fuego. Así pues —y esto es lo decisivo—, no a pesar de, sino precisam en­te gracias a, gracias a que M anrique, lejos de querer hacer un canto de añoranza de los bienes, quiso, por el contrario, hacer un doctrinal de los valores, se logra que el ayer controvertido se encandezca y hc incendie por su propio fuego y con su propio icsplandor. D eliberada y com placientem ente traídoV conducido de la m ano del poeta, el ayer no habría Nido m ás que un objeto inerte, algo cantado, y no, como realm ente consigue ser en esas coplas, lo que

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canta. H abría sido un ayer dom esticado, herm oso pero pasivo y sin peligro alguno, como un leopardo de salón, y no ese ayer activo, que tira zarpazos de verdad, que arro lla la palabra y se apodera de la voz y abriéndose cam ino por sí solo hasta las cuerdas de la lira se alza con el poema y tañe su propia m ú­sica y canta su propia canción. Porque no son ya los dedos del poeta los que hacen v ibrar las cuerdas de la lira, sino éstas las que mueven los dedos del poe­ta contra su voluntad; ya no es él quien verdadera­mente actúa, sino la propia condición natural del instrum ento, la virtualidad intrínseca del género. La consecuencia, por extrem osa que pueda parecer, re­sulta inevitable: las siete (o nueve) coplas en cues­tión son sustancialm ente anónim as; no anónim as en el sentido puram ente anecdótico y superficial de que no conozcamos el nom bre del autor, sino en el senti­do m ucho m ás real de que no han sido hechas por autor alguno, sino que han sido partenogenéticamen te engendradas en el vientre de la lira misma. Es un triunfo del género sobre el autor, de la cu ltu ra so bre el individuo, frente al cual la cuestión de un m a­yor o m enor talento literario no es más que un nimio problem a de facundia, que bien se puede resolver con un puñado de guijarros debajo de la lengua. La poesía tendrá siem pre su m orada en las anónim as cuerdas de la lira, nunca en los dedos ágiles o tor­pes del autor.

Ahora tenem os completo el atestado. Es esta lucha secreta entre la lira y la m ano que la tañe —pro­vocada y actuada aquí tan sólo por aquella desdichada y felicísima ocurrencia de «vengamos a lo d ’ayer»—lo que hace que la ficticia querella m anifiesta de los valores contra los bienes se trastrueque y se cuín pía, por debajo y por encim a de la letra expresa, y entre las m ism as partes querellantes, en un pleito real. La querella fingida o representada de Manrique resulta suplantada, confutada y destru ida por ese

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otro pleito auténtico, no representado, que ocurre de verdad en el poema, y que, como solapándose a la (merella de ficción y robándole el suelo de debajo tie los pies, concede justam ente a la parte contraria —esto es, a aquella parte a la que la ficción tenía asignado el papel de parte perdedora—, no ya la vic­toria o la razón —que jam ás podrían ser para los bie­nes más que el hom enaje m ás artero y el m ás venenoso de los reconocimientos—, sino la gracia. El pleito, pues, se ha vuelto, por así decirlo, real desde el instante m ism o en que la acusación ha convoca­do a juicio a un testigo real, el recuerdo sensible de un ayer vivido. Desafiado en la m em oria viva del ju-i ado, expresam ente invocada y apelada como testi­go de cargo contra él, ese ayer no sólo ha resistido Incólume, sino que ha rem ontado y revolcado, con el solo sonido de su propio testimonio, todo el ím pe­tu de la acusación, hasta lograr alzarse con el pleito entero y obtener de la sala la m ás unánime, la m ás Inapelable y sobre todo la m ás em ocionada de las absoluciones. Lo que hace toda la fuerza del poema rs ese revolvérsele al poeta la palabra en los labios, la música en los dedos o, por volverlo a decir en nues-11 a m etáfora forense, lo que hace tan inatacable la limpieza del proceso, alejando del ánim o de todos la inás rem ota sospecha de prevaricación o de cohe- t ho al respecto de tan enardecido fallo absolutorio, rs el hecho de que el testim onio decisivo en favor del tu usado haya venido justam ente por boca de un tes­tigo de cargo capital: sólo porque hay aquí de veras linos labios que a sí m ism os se desm ienten, una voz que a sí m ism a se destruye, confutando, sin querer­lo y sin saberlo, con los acordes de la lira, el propio ur^üir de sus palabras, el a firm ar de sus razones,i l valorar de sus figuras, sólo por eso llegan a ser lus coplas de M anrique el m ás acendrado canto de los bienes, de lo perecedero, de cuanto alienta bajo «I lánguido arco del oro del tiem po consuntivo y

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está m arcado por el dulce, am argo sino de la cadu­cidad.

Codicilo 1.° Se habrá observado cómo al referirm e a las coplas que para mí form an el cuerpo lírico del poema, he estado diciendo todo el tiem po «siete o nueve», o sea, vacilando en tre el grupo restringido de las copas 16 a 22 y el algo m ás dilatado de las co­plas 16 a 24; la duda afecta, pues, a la 23 y la 24 y me interesa ac la ra r su fundam ento. Las siete prim eras y no cuestionadas coplas del eventual grupo nonario se refieren todas ellas a personajes del ayer cercano m entados ya por sus nombres, ya po r determ ina­ciones: el rey Don Juan y los infantes de Aragón, con las fiestas de su corte (coplas 16 y 17); el rey Don Enrique, con su prosperidad, sus liberalidades y el fasto de su gente" (coplas 18 y 19); el m alogrado in­fante Don Alfonso, sediciosam ente proclam ado rey en el sim ulacro de Avila por la facción rebelde a En­rique IV, en la que el propio conde de Paredes tuvo, por cierto, un papel muy relevante (copla 20); don Al varo de Luna (copla 21); Juan Pacheco, m arqués de

1 1 . En lo qu e se re fie re a esto s dos reyes, no e s ta r ía de m ás re­cord ar, p o r lo qu e toca al prim ero, la p atética e in o lv id ab le frase

3ue en el lech o de m uerte d ijo al am igo de su h ora p o strera (ju ío, probablem ente): « ¡B a c h ille r C ib d ad rrea l, n a ciera yo fi jo de

un m ecán ico, e o viere sid o fra ile del A brojo , e non rey de Casti lia !» («m ecán ico» v a lia en tonces m ás o m en os p o r lo qu e hoy lia m am os «artesano») y, p o r lo qu e to ca a l segundo, los sigu ientes d atos extractad o s, s in orden, de la c ró n ica : «rey sin n in gun a u fa ­nía» - «h acía m uy poca estim a de s í m esm o» - « la s in s ig n ia s e ce- rim on ia s rea les a g en as fu eron de su con d ición » - «a ninguno h ablando jam ás d ecía de tú, ni con sin tió que le besaran la mano» «a su s p u eb lo s m u y p o cas veces se m ostraba: h u ía de los negó c io s; d esp ach á b a lo s m uy tarde» - «com p añía de m u y p ocos le pía c ía ; toda con versació n de gentes le d a b a pena» - « estab a siem pre retraído» - « p reciáb ase de tener cantores, y con e llos can tab a nni chas veces» - «tañía dulcem ente el laúd» - «todo canto triste le daba deleyte»... Pero no es éste e l lu g a r p a ra e x p re sa r m is s im p atías

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Villena, y su herm ano Pedro Girón12 (copla 22). La si­guiente, o sea la 23, arranca, en rigor, enlazando, sin discontinuidad alguna, con lo que la precede, como mu prolongación más natural, al recoger globalmen- Itl a todos los no nom brados en las coplas an ten o ­tes, en un resum en, ya sin m enciones nominales, peto evidentemente referido a personajes de ese m is­mo ayer: «Tantos duques excellentes,/tantos m arque­ses e condes/e barones/com o vimos tan potentes», tle m anera que nada hasta este instante justifica su exclusión; la duda sobreviene en el repentino quie- lito que pega el quinto verso, donde surge de pronto una segunda persona a la que se dirige una interro- Kueión, que conlleva, a su vez, un cam bio de tiem po verbal respecto del que se ha venido m anteniendo desde el p rim er verso de la estrofa 16 («¿Qué se hizo el rey don Joan?») hasta el cuarto de esta m ism a 23 («romo vim os tan potentes»): «di, Muerte, ¿dó los es- rondes/e traspones?» (donde, por cierto, se registra ni .iso el único ard id propiam ente literario del poe­ma, en la m edida en que la súbita e inesperada apa- t li ión de esa segunda persona, así apelada tan de pronto con su im perativo y su vocativo, parece mi- tnetizar, y no sin eficacia, el rápido, furtivo, intem ­pestivo, «supitaño» golpe de m ano de la m uerte misma, que se llega a nosotros tam quam latro, se- ytin la clásica expresión de la Vulgata). Y lo m ismo mu ederá en los otros seis versos de la estrofa: «E las

I ¡ Don Ped ro G irón , m aestre de C alatrava, y no —com o d ice en noi a don Jo a q u ín de E n tram b asagu as en la ed ición de la que tom o In» i'itas de Q uintana y de Don M arcelin o— don B eltrán de la Cue- Vii, <|tic ja m á s fue, que se sepa, h erm an o de V illen a (la cop la em- Iile/ti «E los o tros dos h erm an os/m aestres tan prosperados/com o n v e s » ) , y qu e s i fue, en efecto, m ae stre de San tiago , p arece se r i|iie ap en as llegó a lu c irle , pues el p ro p io V illen a su p o m uy pron­to Ingen iárselas, rod ean do y p resionand o, p a ra que el rey a c ce ­d im i a d esp o seerlo poco tiem p o d esp u és, en u n as v is ta s que tuvieron en tre C ig a les y Cabezón.

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sus claras hazañas,/que hicieron en las guerras/y en las paces,/cuando tú, cruda, t'ensañas.lcon tu fuer- 9a las atierrasle desfaces». Este imprevisto dirigirse a la m uerte a tú por tú, pero m ás todavía el hecho de que com porte el cam bio de la form a de pasado —sostenida, con sus im perfectos pertinentes, desde- la copla 16— por la form a de presente, aunque en juego entrecruzado, todavía, con la de pasado en cada una de las dos m itades de esta estrofa 23, significa ya, por sí solo, y en la m edida en que el presente es la fórm ula de los juicios universales, un movimien­to de generalización, y por tanto una cierta vuelta al lenguaje de «doctrinal de filosofía» de las quince prim eras coplas («Nuestras vidas son los ríos», etc.); sólo ese juego cruzado con el pasado —que sigue ase­gurando la filiación em pírica de las víctim as en la m em oria viva del poeta, el afincam iento en lo parti cu lar sensible de sus claras hazañas atierradas y desfechas por la saña y la fuerza de la m uerte—, man tiene todavía la am bigüedad que justifica m is vaci laciones en lo tocante a separar esta estrofa de las siete precedentes. Y en cuanto a la 24, que no con tiene ya, ciertam ente, pasado alguno («Las huestes innum erables,/los pendones, estandartes le bande­ras,/los castillos im punables,/los m uros e baluai tes le b a rre ras ,/la cava honda, chapada, lo cualquier otro reparo,/¿qué aprovecha?/Cuando tú vienes aira da,/todo lo pasas de claro/con tu flecha»), se me ap;i rece, sin embargo, a su vez, como continuación natural de lo que inm ediatam ente la precede, pues la fisonom ía m ism a de los objetos que enum era n o s rem ite claram ente al despliegue de fuerza de aque­llos m ism os duques, m arqueses, condes y barone s, «tan potentes», por los que se ha preguntado a la m uerte en la copla anterior. Con todo, aquí se plí­senla una nueva am bigüedad, tan im portante y tan representativa de la equivocidad que afecta a las en trañas m ism as del poem a entero com o la de univei

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sal/particu lar que cruzaba y recorría la copla 23. Se trata de lo siguiente: am bas estrofas term inan con un reconocim iento del sobrehum ano poder de la muerte, dirigido en segunda persona a la m uerte m is­ma, pero no sin un cierto concom itante acento de (|ueja por lo im placable de sus obras; sin embargo, mientras en la 23 la acción es representada como un simple y nada brillante ejercicio de fuerza, casi como un abuso de poder: «Cuando tú, cruda, t ’ensañas,/con tu fuerza las a tie rra s /e desfaces», en la copla 24 la cosa tiene ya o tra luz: «Cuando tú vienes a ira ­da,/todo lo pasas de c laro /con tu flecha». La acción c-s aquí airosa, gallarda, el tiro es diestro, limpio, lu-1 ido; el an te rio r «cuando tú, cruda, t ’ensañas» se ha eonvertido ahora en un «cuando tú vienes airada»: mientras la saña afea inevitablem ente un rostro, la lia puede a m enudo em bellecerlo; asimismo, echar por tie rra («las atierras») y deshacer («e desfaces») no son acciones cuya ejecución sea capaz de produ-1 ir en nadie una im presión de belleza, en tanto que «todo lo pasas de c laro /con tu flecha» es una repre­sentación llam ada a suscitar la más viva adm iración de los contem poráneos, tan propensos al culto de esta clase de proezas. Item, ¿cuándo se ha oído ya otra vez de un tan mortífero, tan infalible arquero?, ¿dónde hem os visto antes de ahora otro parejo a ira ­do flechador? ¿No ha sido acaso bajando sobre las eostas de la Tróade, precipitando, «como torva no-1 he», contra las playas de Dardania? Sí; nada menos <|ue la no por terrib le menos m agnífica figura del di­vino Febo, el m ás herm oso de los dioses todos, a rro ­lándose —lleno, tam bién, de ira y de igual modo arm ado de arco y flechas— sobre las naves de los dáñaos varadas en la arena, ha prestado su atuendoV su apostu ra a esta segunda imagen de la muerte. Sigue habiendo un lam ento contra lo inexorable de sus obras, pero, m ientras en la copla 23 la represen­tación se resolvía en una pura negatividad, aquí,

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como al costado de la queja misma, asom a ya el ade­mán de un sentim iento admirativo: es ya la tentación de ponerse del lado del m ás fuerte, de subirse al carro del vencedor. El poeta parece haber tem ido de pronto indisponerse y m alquistarse con La Inexora­ble, con La Todopoderosa, y haberse decidido a ven­der y a traicionar, sin el m enor empacho, a los vivos y a los m uertos, para rend ir vil hom enaje de acata­miento y de respeto a la tirana de todos los destinos. Cuando en la copla siguiente el poeta em prenda al fin el elogio de su padre, del gran bellaco del conde de Paredes, la lira —que tan inm erecidam ente ha querido concederle durante nueve estrofas su más pura m elodía—, espantada y ahuyentada de golpe ante ese atisbo de reverente y adm irado culto a la fuerza y al poder, tal como aflora en los tres últimos versos de la copla 24, le habrá negado ya del todo el regalo de su m úsica, para no volvérselo a otorgar nunca jam ás.

Codicilo 2? Com oquiera que este hasta ayer tan equívoco y tan oscuro caso no ha sido, aquí, en ver­dad, sacado a revisión por el m ayor o m enor interés que pudiese ofrecer para los lectores de lírica (entro los cuales sólo un dem asiadas veces repetido desen­gaño impide, ciertam ente, que me cuente), sino para ilu stra r el m ilenario pleito entre los bienes y los va lores, y como, por consiguiente, la cuestión propia m ente literaria de las coplas no me ha interesado en absoluto por sí misma, sino precisam ente en la me­dida en que tan singular y ejem plarm ente resulla desbordada y trascendida, al desencadenar —sin duda a vueltas del propio pleito interno, explícito y fingido del poema, pero también, desde luego, al mar­gen y extram uros de la letra en sí— esta o tra queit lia externa, im plícita y real, en la que la cultm a predatoria, la cu ltura del tiem po adquisitivo, de l< valores, de lo perdurable, viene a encontrarse y a cho

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car (en la jo rnada m ás infausta que sus arm as ha­yan podido conocer) no con una presun ta «cultura «le los bienes» —que ni existe tal cosa ni jam ás po­dría existir sin que los bienes mismos dejasen de ser la les13—, sino con los meros, tím idos y m arginales Imites de verduras de las eras que aquí y allá se obs­tinan —¡todavía!— en seducir y conmover la m em o­ria y el corazón de los humanos, no podría por menos •le ponerm e a mí m ism o la objeción de cómo pue­den las coplas de M anrique presentársem e como ese Inn encendido canto de añoranza de los bienes, sien­do así que muchos, casi todos, si es que no incluso lodos, los objetos en los que se despliega y configu-iii el sem blante del ayer no resultan ser o tra cosa,ii I in de cuentas —y de la forma m ás unilateral y más

IV Una idea aproximada de lo que podría ser una «cultura de lo*, bienes», con la total perversión de los bienes y de su concep- i Inn que por sí misma implicaría, pueden dárnosla esos aspec­to» o tendencias (sólo aspectos o tendencias, ya que, por lo demás, Mibrcvive ampliamente la cultura predatoria) de la época moderna i|iir han dado en llamarse «sociedad de consumo». Nombre, por i Ir t ln, extremadamente impropio, en la medida en que su carac- li'iislica más específica la haría, por el contrario, doblemente Hi i redora al de «sociedad de producción»; doblemente, digo, por­que esa característica prácticamente definitoria de la llamada «so- i li dnd de consumo» consiste, en efecto, en el hecho de que la t>lnniesa no produzca ya sólo el producto, sino también el consu­midor. Y ésta no es una afirmación meramente psicológica, sino Imnhién y antes que eso, rigurosamente económica: un porcenta­je de la inversión productiva de la empresa que pata algunos ti- Imii de productos llega a ser tan elevado como el 75 por 100 del Imul se destina a la producción del consumidor (llámesele pre- ImmI.k ion, publicidad, promoción, o como se quiera), quedando fiinii la producción del producto e¡ 25 por 100 restante. Una «cul- Iii■ o de los bienes» sería, al igual que una «filosofía de los bie-

o una «ética de los bienes», una contradictio in terminis: los mi mínelos de la llamada «sociedad de consumo» son la más san- IIIrnlii caricatura de los bienes, así como esc consumidor expre- Í h i i i i ule producido para ellos por la empresa misma es la más {Mullí lenta caricatura del hombre venturoso, del hombre capaz Í» morir «lleno de días», según la hermosa expresión del Anti- giin testamento.

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incontrovertible en muchos casos—, que inequívocos fastos del tiem po adquisitivo. En efecto, justas, to r­neos, param entos, bordaduras, cimeras, tocados, ves­tidos, olores, ropas chapadas, vajillas febridas, jaeces, caballos, atavíos (o «ataujíos», según otra lec­tura), ¿no eran acaso, todos, piezas de un puro apa­rato ostentatorio, trofeos o meros signos del valor de la persona? No lo serían, tal vez, aunque tampoco esté excluido, el trovar y el danzar o «las m úsicas acor­dadas que tañían», pero sí que, en principio, habría de serlo, desde luego, por su naturaleza, por su ori­gen, por su significado y su función, todo lo demás, constándonos como nos consta, por añadidura, has­ta qué punto el aspecto de ostentación de la cultura predatoria alcanzaba en el siglo XV uno de sus mo­m entos de m ayor intensidad y hasta qué punto, por ende, la riqueza se ejercía y se cum plía como puro fasto, es decir, como ornato cortesano que revertía sobre la persona m ism a, redundando en a tribu to y en criterio de m edida de su propio valor social ¿Cómo, pues, puede oírse ningún canto de los bienes, de lo perecedero, en una evocación que reverbera la imagen de un m undo de cosas tan intensam ente em­pavonadas y bruñidas por el metal de los valores, tan fuertem ente m arcadas por el signo del tiem po ad quisitivo, y hurtadas, por consiguiente, a la gratui dad y al sinsentido connaturales a la índole misma de los bienes? Si es que, en verdad, mis oídos lo han oído bien, ¿cómo ha podido lograrse un canto se­mejante? ¿Con qué ojos adm irados de niño que se em peñase en ig n o ra r o en o lv id a r la d esafian te rapacidad competitiva que se esconde detrás del res p landor de tan ta gala o con qué delicadas, piadosas, im precavidas m anos de niña que se agachase a re coger del suelo el cuerpo de un azor aliquebrad»• se ha conseguido que toda esa panoplia de valores lle­gue a erigirse, revivida en el recuerdo, en verdadera imagen de los bienes? Bien poco hay que buscar: esos

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ojos y esas m anos están en las dos figuras centrales del poema; no son sino las dos humildes, tímidas, co­tidianas figuras de las «verduras de las eras» y los «rocíos de los prados» —expresam ente urdidas por el poeta como imágenes conceptuales de lo fútil, de lo efímero, de lo m enospreciable, lo carente de todo porvenir y, por tanto, de sentido y de valor alguno— las que, una vez m ás —y aquí de modo todavía m ás decisivo—, se nos revelan como los verdaderos pro­tagonistas del poema, o mejor, de la querella, pa ra ­lela y con traria al m ism o tiempo, que desde él, pero como por fuera y por encim a de él, la siem pre anó­nima lira consigue levantar. Ellas serán el Cristo que retorne a rescatar a los valores mismos, fundiendo el perpetuo hielo que los aprisiona, y que, redim ién­dolos de la condena de futuro, de la m aldición de eternidad, a la que por su propia naturaleza de valo­res se hallaban sentenciados, los devuelva en im a­gen a la m ortalidad del tiem po consuntivo. (La lírica más alta, el «cante grande» de la lira, en el que ésta llega a cum plir las últim as virtualidades escondidas en sus cuerdas, no es, ciertam ente, aquel en que las figuras se lim itan a ilu s tra r o enfatizar —esto por descontado—, pero tampoco aquel en que alcanzan a expresar —por legítim o que les sea tal com etido y por hondo y genuino que pueda ser el sentido en que tomemos la idea de «expresión»—, sino aquel en que las figuras logran realm ente actuar, obrar, no sóloI meando el tim bre de voz y confundiendo y hasta su­plantando los sentim ientos del poeta, sino tam bién trastornando el sentido m ismo de lo representado; aquel en que las figuras, por sí m ism as y sin dejar «le ser tales figuras, llegan a ser una auténtica ac-i ión de la palabra, es decir, de la anónim a mente im­personal, sobre el depósito existencial del individuo. Si. literariam ente consideradas, las coplas de Man-i ique no pasan de ser, incluso en las siete o nueve estrofas involuntariam ente líricas, una pieza medio-

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ere, las salva, sin embargo, la imprevisible acción que en ese últim o estrato m etaliterario llega a cum plir la lira desde las propias en trañas del poema.) Trataré de exponer exactam ente este proceso de rescate. Cuando una figura lleva en sí escondida una fuerza virtual autóctona m ayor que la de la motivación que la promueve, tiene el poder de adueñarse de la com ­paración entera, con el efecto de a tra e r a su propio carác te r de figura —y con ello a su propia, indepen­diente atm ósfera cualitativa— aquello m ism o que con ella se com para. Al fracasar, pues, las verduras de las eras y los rocíos de los prados como in stru ­mento intencionado de negación y menosprecio, al resistirse y m antenerse con sus solas fuerzas como imágenes que por sí m ism as y en sí m ism as susci­tan el deseo de los sentidos, lo que consiguen es ha­cer igualm ente atractiva la imagen de las cosas que habían de ser menospreciadas, pero ya no bajo el sig­no de valores que de suyo les pertenecería, sino pre­cisamente bajo la opuesta luz en la que atraen los ojos esas verduras de las eras y esos rocíos de los prados con los que se las quiso comparar, param entos, bor- daduras, cim eras, todas aquellas cosas que no fue­ron en su día sino fastos del tiem po adquisitivo se vuelven así tan figura de los bienes como las propias figuras de las verduras de las eras y los rocíos de los prados; pero no sólo esto, sino que al equipararse, al hacerse iguales a las verduras de las eras y los ro­cíos de los prados, al ser restitu idas y rem em oradas como pura im agen sensorial, son, a su vez, redim i­das de la m aldición de e tern idad que pesaba so­bre ellas y retroactivam ente revividas en la luz de la tem poralidad y de la m uerte, porque allí donde los valores logran hacerse imagen de los bienes, com plementariamente, la imagen de esos valores se transfigura y se transforma realmente en un bien. Refractado en el tornasol de la añoranza, el m etá­lico fulgor de los valores se vira y se reenciende

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en el recuerdo con los cálidos colores de lo perece­dero.

Codicilo 3.° Habiéndom e tomado, una vez c e rra ­do y redactado el presente caso, el escrúpulo de ir a consultar directam ente los textos de Don M arceli­no, a fin de com pulsar las citas que de él hace don Joaquín de Entram basaguas en la edición que ten- no de las coplas (y de la que he recogido, a mi vez, las palabras de Don M arcelino y de Quintana, aun­que para las coplas m ism as me he atenido a Foul- ehé Delbosc), me he encontrado con una gran sorpresa. No —quede bien claro— con la de que las eitas de Entram basaguas no sean enteram ente fie­les, sino con la de que Don M arcelino dice tam bién, sobre el asunto, o tras cosas bastante m ás sagaces y más afortunadas. Primero, po r em pezar con lo me­nor, reconoce de cara el ca rác te r de tópico que tiene el propio tema de las coplas: «Grandes y eternam ente eficaces lugares comunes sobre la m uerte» (aunque, eomo creo haber satisfactoriam ente demostrado, en este caso excepcional esa eficacia falla, po r fortuna, del modo m ás estrepitoso, y es tal vez únicam ente la inexorable eficacia de la m uerte misma lo que, sólo a prim era vista, puede seguir haciendo aparecer aquí también como eficaces los lugares comunes mencio­nados). Y, por seguir con lo mayor, he aquí un párra- li> literal del com entario de Don Marcelino: «Cuando el m arqués [Santillana en su «Pregunta de Nobles»] pregunta fríamente, después de tantos otros, "qué fue del hijo de Aurora y de Aquiles y de Ulises, Ayax de Telamón, Pirro, Diomedes, Agamenón”, no hace m ás que repetir por centésim a vez un lugar común, al m al quitan todo valor los nom bres mismos de los personajes rem otos y fabulosos por los cuales se in­terroga, y que sólo en ficción e rud ita podían intere­sar al autor. Cuando Jorge M anrique, dejándose de griegos y troyanos, evoca los recuerdos de su juven­

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tud, o m ás bien lo que oyó con tar a su padre, sobre los esplendores y m agnificencias de la corte de Don Juan II y de los infantes de Aragón, y sus alegres fies­tas y las ju stas y torneos, y aquel trovar y aquel dan­zar y aquellas ropas chapadas que traían, habla de algo vivo, que todavía conmueve las fibras de su alma» (subrayado mío). De todo lo cual parece ine­vitable sacar las siguientes conclusiones: Prim era: que Don M arcelino llegó a encontrarse tan cerca, tan extrem adam ente cerca de la verdad, que con sólo un paso m ás habríam os podido aplaudirle, diciendo: «¡Fuego, fuego!». Segunda: que si se repara en las palabras m ás a rrib a subrayadas y se las com para con un pasaje del texto del «Arte poética» de Juan de M airena transcrito en las prim eras páginas del atestado del presente caso, resulta casi imposible elu­d ir la suposición de que M airena escribió sus ap re­ciaciones acerca de las coplas sobre la falsilla del texto de Don Marcelino, aunque para seguir su pro­pia, independiente línea de valoraciones y de pensa­mientos. Y tercera: que esta m ism a suposición hace todavía m ás insegura la exactitud del diálogo reco­gido en las m em orias del periodista, pues si M aire­na conocía ya el texto de Don M arcelino mal podía pillarle tan de sorpresa, como, según tales memorias, le pilló, el dictam en de «doctrinal de cristiana filo­sofía» form ulado por Don Marcelino, y si aún no co­nocía el texto de éste, teniendo —como a juzgar por las m ism as m em orias parece que tenía— ya escrita, a la sazón, su «Arte poética», nos veríam os forza­dos a a tr ib u ir a un azar casi increíble la coinciden­cia señalada en la segunda conclusión. Sólo invertir la relación de sem ejante coincidencia entre uno y otro texto (o sea, pensar que Don Marcelino escribió el suyo no antes, sino después del diálogo del Gran Café de Nápoles, dando en sus páginas crédito y albergue a algunas de las observaciones de M airena) podría sacarnos de tan ardua alternativa y hacer, sobre este

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punto, verosímil, el diálogo presentado en las memo­rias; pero esta opción de urgencia nos llevaría indu­dablem ente a nuevas y todavía m ás invencibles im posibilidades. Por o tra parte, la canción de Don Rodrigo, a la que, según el diálogo de las m em orias, tanta im portancia concedía Don Marcelino como pri­m er punto de apoyo en la génesis de las coplas de Don Jorge —a las que incluso llega allí a considerar casi una glosa de la canción pa te rna—, no sólo no se le da tal importancia, sino que, si no recuerdo mal, creo que ni tan siquiera aparece m encionada, como eventual antecedente de las coplas, en el texto com ­pulsado.

«La predestinación y la narratividad» fue escrito, salvo el apéndice, en los años 1968-1969; «El llanto y la ficción», sin el apéndice, en 1969-1970; ambos apéndices, así como «El caso Manrique», fueron escritos en 1973-1974. Todo ello formaba parte del libro Las semanas del jardín, NOSTROMO, Mau­ricio d’Ors, editor, Madrid, junio de 1974 y diciem­bre de 1974

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S e g u n d a p a r te

Id io té tica*

* La palabra «idiotética» fue acuñada expresamente para el con­greso de Gerona, del 23 de febrero de 1984, a partir del griego idió- les, que significa particularidad, carácter peculiar, etc., de modo que «idiotética» seria algo asi como «cuestión o tratado de las particularidades»; a éstas también se las llama «rasgos diferen­ciales» o «peculiaridades distintivas», que constituirían las no­tas sobre las que se erige ese fantasma o fetiche llamado identidad.

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Discurso de G erona1

I. Declaración personal

Siem pre me han producido una gran vergüenza ajena ciertos títu los de libro en que se com binaban, de uno u o tro modo, las palabras «España» y «pro­blema» (verbi gratia: «España como problema»), li­bros a los que me daba grim a hasta a largar la mano; de modo que a la vista del asunto y orden del día de este sínodo, «el ser de España» (que aunque no ten­ga la palabra «problema», evoca fuertem ente la ac­titud de aquellos títulos), confieso que he sentido desde el principio una gran refractariedad o reluc­tancia a resolverm e o a que me resolvieran a venir, ya que, viniendo, aquella vergüenza ajena iba a te­ner que sen tirla como propia.

En efecto, la pregunta que se nos hace en este exa-

1. Este «Discurso» no llegó nunca a ser leído, sino que fue sus­tituido por unas notas mucho más breves, pero su ocasión fue­ron unas jornadas que bajo la pregunta y título «¿Qué es España» se «celebraron» en Gerona a partir del 23 de febrero de 1984. Para ese mismo día se escribió exprofeso, en El País, el artículo «Ra­biosamente español» (Véase en el Volumen I, pág. 142).

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men: «¿Oué es España?» no puede hacerse la inocen­te sobre la carga enfática con que usa el verbo ser; no puede fingir en su «es» un uso ingenuo de asémi- ca cópula gram atical como mero instrum ento de pre­dicación, tal que pudiese darse por conform e con respuestas del tipo de la consabida descripción geo­gráfica (« España lim ita al norte con el m ar Cantá­brico y los Pirineos, al este con... etcétera») o de una más o menos extensa o resum ida reseña historiográ- fica de todas las predicaciones diacrónicas en que la palabra «España» aparezca como nom bre propio en cualquier posición gram atical. No, sino que, pues­to que para sem ejante viaje no habíam os m enester de alforjas, no parece infundado presum ir que el «es» de la pregunta no viene a preguntarnos con el noble, lim pio y vacío «ser» copulativo del gram áti­co, con el «ser» como verbo blanco —o sea in stru ­mental y asém ico—, sino que, por el contrario, viene a in terpelarnos con ese tem ible SER «preñado de sentido», como d iría un periodista, «cargado de sig­nificación» (carga, por cierto, tanto m ás explosiva, justam ente, cuanto m ás huera y m ás falaz o, por ha­cer un juego de palabras, doblem ente m ortífera como tal carga hueca), que es el «ser» con pretensio­nes ontológicas; un ser, en fin, del que —así como del Bar^a se dice que es algo m ás que un e q u ip o - puede decirse que es algo m ás que una inocente có­pula gram atical. Y no es que crea —aunque jam ás me será dado averiguarlo definitivam ente— que al fin y al cabo pudiese yo tener ninguna taxativa en­m ienda a la to talidad contra la ontología en general como saber legítim o y posible, pero sí que la tengo —y enm ienda aún agravada con denuncia de falacia en docum ento público, cohecho y corrupción ad­m inistrativa— contra la ontología histórica, o por decirlo gramaticalmente, contra la ontología de nom­bres propios. H asta la aristo télica analogía del ser tendría que hincharse de forma tan abusiva, tan vana

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y tan flotante como una pom pa de jabón o, peor to­davía, tan sucia y explosiva como un globo de chi­cle, si hubiese de hospedar al m ism o tiem po en sus entrañas algo tan respetablemente honesto y aun mo­desto como el ser del gato y algo tan indudablem en­te fraudulento e incluso sospechoso de m aldad como es el pretendido ser de España-, una hinchazón cuya desconsiderada im pertinencia a rras tra a su costado la contradictoriedad fundam ental del «campo uni­ficado» que buscó con su ecceitas Duns Escoto. El hic et nunc de su ú ltim a e irreductib le determ ina­ción deíctica hace a la individualidad totalm ente in­conm ensurable con respecto a los órdenes propios de la cualificación intensional semántica, único cam ­po lingüístico aceptable, a mi entender, como can­cha de juego para cualqu ier posible ontología. Pero sobre esto ya reincidirá probablem ente la ponencia propiam ente dicha.

Antes he de añad ir que el ya dicho motivo de mi reluctancia se prolonga en el tem or concomitante de que, por la propia índole de la presunta cuestión a examinar, este honorable sínodo venga a reproducir, aun en áulicas form as de burocratizada y ritualiza- da politesse, la m iserable onfaloscopia en que cada día m ás se van encenagando las relaciones públicas sociales de los hom bres en general y de los españo­les en particu lar; relaciones en que las relaciones m ism as (a la vez siem pre iguales por siem pre reno­vadas y siem pre cam biantes por siem pre renovables) se erigen prácticam ente en único asunto a tra ta r y con qué traficar, único asunto que cotidianam ente vuelve a d a r motivo a su reproducción, al pa r que los propios sujetos —en perpetua ansiedad de cono­cer, evaluar, mejorar, celar, conservar o confirm ar cada día que am anece sus «posicionam ientos» rela­tivos y de seguir y vigilar la fluctuación de cada per­sonal valor en bolsa— se convierten en objeto exclusivo de tales relaciones, todo ello a semejanza

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de un activo tráfico m arítim o que po r única y exclu­siva m ercancía motivadora del más ferviente, acucio­so y continuado intercam bio com ercial, no tuviese m ás que m aderas para cuadernas, tablazón y a rbo ­laduras, h ierro para clavazón y guarniciones, cáña­mo y brea para calafates, m arom as, velas... y, en fin, todos y a la vez sólo aquellos m ateriales que exigie­se la construcción, manutención y reparación de esas m ism as flotas únicam ente consagradas a la perpe­tuación del propio tráfico m otivante y motivado. De ahí que el saber chismes —y, consiguientemente, dis­poner de fuentes— es hoy el elem ento decisivo para verse solicitado en sociedad, ya que tal m ercancía gregaria o personal en torno a los sujetos y sus rela­ciones es el único objeto intercam biable y comercia- lizable en sem ejante tráfico social c irculatorio y autorrealim entado. Un círculo centrípeto, con la fuerza orien tada en el sentido justam ente inverso a la fuerza de fuga por tangente, donde el onfalosco- pio individual de cada Yo se reproduce, reenfoca y reorganiza hacia el com ún om bligo de los Yos plu­rales, de los grupos, de los grupos de grupos, hasta llegar a las presuntas identidades étnicas, como om bligos mayores que convocan en torno suyo, en m ucho m ás poderosos rem olinos de succión, la ro­tación centrípeta de nuevos y m ás vastos circuitos onfaloscópicos. El hecho, pues, de que aquí se rein­cida una vez m ás en la ya insoportablem ente em pa­chosa y asfixiante situación onfaloscópica de que los propios españoles se pregunten qué es España me hace tem er la estéril reproducción de la eternam en­te repetible sesión de narcisism o con m asturbación, que, en la m ism a m edida en que com place el deseo cada vez m ás incontinente, hace acendrarse el vicio. De modo, pues, que he de decir lealm ente que si he venido es con toda la m ala intención del mundo para intentar m eter cristales rotos entre mano y verga, con el arduo designio terapéutico de que, sacándole to­

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dos m ás dolor que gusto a la sesión, acabe de rom ­perse de una vez este juguete indigno y vergonzoso. Por eso, sólo tendría por éxito del venerable sínodo presente una tan com pleta destrucción de los feti­ches de la Identidad y la Conciencia H istórica como para que sesión como ésta no vuelva a repetirse.

Pero este m ismo intento lo veo desesperado, ya que precisam ente por tener ese supersticioso culto —el de la Identidad y la Conciencia H istórica— un espe­cífico com ponente m asoquista, tanto m ás im proba­ble será el éxito de una terapia dolorosa. El no conocer yo o tra que me parezca leal y el negarm e a cam biarla por o tra m ás astu ta pero desleal ha cons­tituido, así pues, otro motivo de mi reluctancia: ve­n ir a tum ba abierta, con la lanceta de sangrar desenvainada y el cauterio al rojo, puede llegar a ser no sólo ineficaz sino hasta contraproducente.

En este sentido, el últim o conato de echarm e para a trá s me ha acom etido incluso después de haber aceptado en principio la idea de venir, y ha sido, expresamente, a causa del descorazonam iento y el hastío provocados por las deprim entes respuestas ca­talanas —en artícu lo o ca rta al d irector— publica­das en El País en réplica al incluso dem asiado respetuoso artículo de Juan Luis Cebrián. Así, la más a rrib a tem ida contraproducción o contraproducen- cia de una actitud crítica, franca y ab ierta —no as­tu ta y desleal— frente al nacionalism o catalán, se preanuncia en la carta de Albert de la Hoz Bofarull (El País, 30 de enero de 1984), donde se lee: «... los que se aproxim aban al problema Catalán estaban conde­nados a la parcialidad que com porta no hacer m en­ción alguna del nacionalism o español. / El problem a es que el nacionalism o español no siente siquiera la necesidad de m anifestarse como tal en tanto que está plenam ente asumido. Tiene razón J. J. Solozá- bal Echevarría en “Por un nuevo concepto de na­cionalism o” (núm ero seis de Leviatán): "Reparam os

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en la irracionalidad del discurso nacionalista de nuestro oponente sin darnos cuenta de la base na­cionalista de nuestro reproche”. Y eso estaba tanto en M arías como está en Cebrián. Por ejemplo, el ex­celente editorial sobre la desafortunada decisión del Patrim onio Nacional de no au to rizar la representa­ción de la ópera Don Cario en el Escorial encerraba el defecto de "olvidar” la precisión de que dicha de­cisión era nacionalism o quím icam ente puro». En es­tas frases se m uestra el modo en que una crítica franca y ab ie rta puede no sólo ser ineficaz sino has­ta contraproducente; comoquiera que toda identidad vive y se nutre del antagonismo, quien quiere autoa- firm arse como catalán se resistirá como gato panza a rriba a acep tar la posibilidad de que no seas nacio­nalista castellano ni español, porque si no lo eres les rompes el juguete. Necesitan absolutam ente que seas castellano o español, porque es condición indispen­sable para poder ellos ser y sentirse catalanes. Es inú­til que vengas aquí dispuesto a quem arles en efigie a todos tu s antepasados castellanos y leoneses has­ta Fernán González y hasta Don Pelayo; dirán que no es m ás que carnaza dem agógica que les echas para im presionarlos o engañarlos, ya sea con la insidia consciente de un caballo de Troya (« Timeo Dañaos et dona ferentes»), ya sea con una voluntad conscien­tem ente leal y bien intencionada, pero tras la cual aun a ti m ism o te escondes inconscientem ente los oscuros im pulsos de im perialism o castellano-espa- ñol que en el fondo conservas. La situación es, en lo desesperante, bastante parecida a la de los pacifistas frente a los occidentalistas: ya pueden desgañitarse los prim eros abom inando del modo m ás explícito de los m oscovitas y de su cohetería, que los occiden­talistas —que necesitan la excluyente y escatológi- ca b ipolaridad del mundo, que justifica y perpetúa su papel— reacom odarán siem pre la in terpretación según su conveniencia diciendo que los pacifistas,

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aunque abom inen de Moscú, en el fondo lo hacen —sea con insidia, sea con buena pero ingenua inten­ción— para poder echar pestes de Reagan y m inar la defensa de Occidente. Lo que vive y alienta en el antagonism o y por el antagonism o necesita negar y reducir la sim ple posibilidad de cualquier cosa que, sustrayéndose a él, lo ponga en entredicho: «El que no está conmigo está contra mí». Así mi desesperan­za y desesperación, el tem or o la convicción de que no sólo no iba a hacer mella alguna en su creencia y en su autoafirm ación sino que iba a venir a sa tis­facerla, alim entarla y encallecería se expresaban así: «Como, a través de sus gafas azulgrana, te van a ver, quieras o no, porque así lo necesitan y hasta ansian, con la cam iseta blanca del Real M adrid, no vas a ir m ás que a darles el gustazo de jugarles el partido que están deseando, para poder una vez m ás sen tir­se y reafirm arse catalanes», según aquel refrán tan castellano como falso y co rru p to r de «Ladran, lue­go cabalgamos».

Otra de las réplicas a las que m ás a rrib a me refie­ro es el a rtícu lo de Josep M aria Puigjaner, titu lado «Cataluña vista desde dentro», del que entresaco las frases siguientes: «El que m ira y observa la realidad com pleja de un ser vivo —un país es eso, un ser vivo— no puede olvidar que lo decisivo es la pers­pectiva vista desde el interior. La clave de in terpre­tación de un país está en la en traña de su ser, en el alma, ese sitio ilocalizable, pero om nipresente en la acción y en la pasión, en donde se albergan todos los elem entos de su esencia, en donde se d isparan todos los resortes de su existencia». Por lo pronto —y un poco al m argen de la cuestión— conviene adver­t ir que la m etáfora de considerar a un país como «un ser vivo» es de las m ás peligrosas y en ocasiones per­versas de este mundo. Así, por ejem plo el eufem is­mo absolutam ente hipócrita de «países en vías de desarrollo» (hipócrita porque finge ignorar la eviden­

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cia del carác te r cada vez m ás redundante de la ri­queza capitalista, en el sentido de cada vez m ás incapacitada para reinvertir en otros m ercados que los ya capaces de asegurarle una determ inada velo­cidad de reciclaje) se funda en el supuesto demos- tradam ente falso y conscientem ente falaz de que la riqueza creciente de los ya ricos y sobrealim entados acabará extendiendo el beneficio de la abundancia a los pobres y ham brientos, pero con el agravante de que esta indigna coartada del capitalism o com porta además la m etafórica e ideológica falacia de orientar la representación que los sobrealim entados se han de hacer de los ham brientos precisam ente en térm i­nos de «países» (¿qué será un país ham briento?) y no ya de individuos, de tal suerte que los ham brien­tos de m añana resultan concebidos —por sem ejan­te juego de prestidigitación— como si fuesen los mismos que hoy aguardan a la puerta y que al fin serán hartos, y no los sucesores de todos los que en­tretanto se hab rán muerto. Pero volviendo m ás es­trecham ente a nuestro asunto, hay que advertir cómo las c itadas frases de Puigjaner vendrían irrem edia­blem ente a su straer al nacionalism o, al menos en últim a instancia, a cualquier clase de crítica o refle­xión racional. Por mucho que, a renglón seguido, aña­da: «A uno le gustaría que alguien de fuera hiciera el arduo, pero no imposible, trabajo de m irar a Ca­taluña no desde fuera, sino desde ella misma», ya él m ism o ha puesto en las frases anteriores —al c ifrar la esencia en la acción y en la pasión— los funda­mentos de una últim a y definitiva imposibilidad. Por lo demás, se olvida de la posibilidad de comprensión por analogía: pues si Cebrián —es una m era hipóte­sis de trabajo— fuese y se sintiese «algo» al modo en que Puigjaner es y se siente catalán, decirle que no puede com prender lo que es ser y sentirse catalán, sería desca rta r el modo m ás común, y sobradam en­te satisfactorio y suficiente, de com prenderse los

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hom bres los unos a los otros en sus respectivas que­rencias subjetivas; si un día un padre le dijese a otro: «No puedes absolutam ente com prender lo que es el am or que les tengo yo a mis hijos», el otro padre se echaría a re ír y le contestaría: «¡Pero no me seas ne­cio! ¡Claro que lo comprendo, de una m anera tan com pleta y tan perfecta como si estuviese en tu m ism ísim o pellejo, por el am or que les tengo yo a los míos! ». Lo único que ocurre es que en la hipótesis de estos dos padres estam os ante el supuesto de una analogía de pasiones, lo que seguram ente no se da en el caso de Cebrián y Puigjaner, donde sólo el segundo padece el mal de am ores de que aquí es cuestión.

Ser y sentirse catalán es una decisión abstracta pa­sionalm ente asum ida, como ser del Atlético de Ma­drid o del Real M adrid. (Y no es que tenga nada yo contra las abstracciones; hacen un papel dignísim o en el órgano del conocimiento, pero no deberían ba­ja r al corazón.) Constituidos en pasión, el ser de Ca­taluña, la esencia catalana, se sustraen a toda posible impugnación presentando por carta credencial la in­contestable facticidad de toda pasión en cuanto tal. No habiendo piedra m ás ciega y m ás concreta que la de la pasión, la presentan por prueba irrefu tab le de la concreción y de la realidad ontològica de una esencia catalana. Es como los que dicen: «Fíjese si será mi Causa auténtica y concreta, verdadera y ju s­ta, que estoy dispuesto hasta a m orir por ella», o bien «No me diga que el Bar?a no es más, muchísimo más, que un equipo, cuando hasta los hay que m ueren en las gradas por un ataque al corazón ante una derro­ta catastrófica o ante una victoria estrepitosa». Pero lo único que dem uestran estos hechos es la capaci­dad del hom bre para vincular y com prom eter pasio­nalm ente su Yo con cualquier cosa por abstracta que sea, con cualqu ier fetiche m ental, y especialm ente si es de índole agonística. La realidad de la pasión no dem uestra absolutam ente nada sobre la realidad

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de su presunto contenido. Si según los versos de Juan de M airena «... no prueba nada / contra el am or que la am ada / no haya existido jamás», nada prueba tam ­poco a favor de la am ada, de su sim ple existencia o de la índole de su realidad, la efectiva existencia del amor.

Pero ¡dígaselo usted a quien se encuentra poseído por la pasión! P redicar una nueva Fe entre p rac ti­cantes de un viejo culto anim ista, tibio y desgasta­do puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticism o y el agnosticism o en­tre gentes en tusiasm adas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios, no sólo parece tarea desespe­rada, sino tal vez tam bién el m ejor modo de a tizar el fuego, ya que para la llam a de la creencia no hay m ejor leña que el hostigamiento, porque perm ite in­flam arse a los creyentes en eso que suele llam arse santa indignación.

El que alguien tenga derecho a se r y sentirse ca ta­lán y a consagrarse en cuerpo y alm a a la pasión de serlo, al igual que el barcelonista tiene derecho a ser del Bar^a y a llevarse un disgusto de m uerte o a rre ­batarse en delirios de alegría según que pierda o gane, es un derecho que nadie debe discutirle; lo que, en cambio, no parece que deba p retender que sea a su vez y para siem pre igualm ente indiscutible es el contenido, la racionalidad, la justificación, la funda- m entación, la u tilidad y, en fin, la respetabilidad de pasiones sem ejantes. No obstante, todas las religio­nes y creencias tienden a reclam ar para sí m ism as el derecho a que se las respete, y esto no tan to ni ne­cesariam ente por prepotencia absolutista —pues no siempre disponen a su lado de poderes terrenales con los que hacerse respetar, como en el caso de todos conocido—, sino por la razón, tan peculiar, de que el creyente se identifica y confunde con su creencia hasta tal punto que tom ará por violación de un de­recho personal y sen tirá como ofensa a su persona

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m ism a cualquier posible falta de respeto a su creen­cia. Y lo realm ente dram ático del caso es que a la postre al que se siente ofendido de este modo no le falta su punto de razón, pues está ya en la propia ín­dole de toda creencia en cuanto tal —índole que con­siste justam ente en que no quepa hablar de «creencia en sí» sino tan sólo de «creencia en uno, dentro de uno»— el que la falta de respeto a una creencia sea tam bién, de algún modo, inevitablemente, falta de respeto, y por lo tanto ofensa, a sus creyentes. ¡Gra­vísimo y obstructo r inconveniente, p o r cuanto toda crítica de creencias, por bondadosos, am ables y bien intencionados que puedan ser su gesto y su disposi­ción hacia los hom bres, tenderá siempre, de modo inevitable, a la arrogante y an tipática actitud de la asebeia o sea de la irreverencia, la im piedad y la fal­ta de respeto, de suerte que el tener que soportarla es too b ittera pill como para esperar que los creyen­tes la acepten sin rechazo!

Otra de las referidas réplicas a Cebrián que vinie­ron a renovar mi desaliento y a reforzar mi convicción de la total inutilidad y aun la probable contrapro- ducencia de este honorable sínodo, fue el artículo de Lluís Sala Molins, titu lado «Cataluña, frente al pro­blem a español» (El País, 28 de enero de 1984), del que entresaco las siguientes líneas: «... nos augura­ba el filósofo [se refiere a Aranguren] mucho de na­ción y nada de Estado. / Nada m ás ni nada menos nos dice Cebrián cuando coteja dos nacionalism os ca­talanes. Uno, el de aquellos tiem pos en que, con Franco en M adrid, era "m ás un sentim iento que un partido, m ás una actitud que un program a’’ [...]. Otro, el actual, pesado, inútil, agresivo, electoralista, sin otra actitud que la "peculiar de todo poder que tien­de a sacralizarse a sí m ismo y descalificar al otro". O sea —sigue Sala M olins—, si nos entendem os bien: buenos ingredientes son el buen sentim iento y la ac­titud buena que no desem bocan en program a pro-

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pió, y m ala cosa son ellos cuando la gente se m ete a sen tir y a ac tu a r con ganas de p rogram ar el senti­do de su actitud o la acción de su sentido. ¿No dijo alguien que un buen indio es un indio muerto?». El párrafo da en el clavo, salvo que del revés, o sea con la plana cabeza del clavo sobre la m adera y descar­gando contra la pun ta puesta boca a rrib a el certero martillazo. Justam ente lo único que, en todo caso, po­dría haber de hum ano y respetable tras el naciona­lismo o, por m ejor decir, de trás del patrio tism o (ya que estas m ism as dos nociones connotan hoy por hoy su m utua negación), o sea el sentim iento que llam a­ré «querencia del lugar» o «am or de aldea» es lo que, lejos de cum plirse y de triu n fa r —como cree Sala Molins— en la program ación y la institucionaliza- ción, queda, por el contrario, irremediablemente per­vertido o destruido. Tal vez no sea sino el inverterado y em pedernido principio burocrático de «Quod non est in acíis non est in m u n d o » lo que sustenta la en­gañosa confianza de que el sentim iento solam ente se logra y se corona cuando se ratifica, consagra y perpetúa al objetivarse en documento; la misma idea que hace creer a m uchos que el triunfo y el sentido del am or sólo se cum ple y llega a plenitud cuando es intercam biado por el certificado de m atrim onio; y, es bien sabido cómo precisam ente este papel es, a menudo, el m ortal enemigo del amor. Así hoy lo úni­co hum anam ente defendible que aún podría quedar tras la noción de «patria» está representado por esa superviviente clase de ám bitos geográficos que ca­recen de toda docum entación; me refiero a las que se llam an «com arcas naturales», que por no ser per­sonas —por no e s ta r oficialm ente constitu idas en personas ju ríd icas— conservan, en los topónim os que las denotan, el artículo: «La Lora», «La Bureba», «La Armuña», «El Ampurdán»... Sólo ellas represen­tan todavía «la patria» como un puro regazo m ater­nal hacia el que tiende la querencia y hacia la que

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se vuelve un sentim iento absolutam ente ajeno a toda suerte de autoafirm ación y antagonismo.

De cómo el docum ento o el sacram ento, al susti- lu ir —ya sea superponiéndose o incluso an ticipán­dose— al sentim iento que, al menos presuntam ente, ratifican y suponen, pueden tener la aviesa conse­cuencia de corroerlo, vaciarlo, impedirlo y hasta des­truirlo, baste el ejemplo del sacram entado principio de unidad de la nación, explícitam ente alzado y es­tatuido como prim er axioma fundacional de todo Es­tado. La unidad erigida como tabú abstractivo por encim a de las cabezas de los hom bres y de sus con­creciones tam poco debería, por lo demás, se r causa de mayor incordio en lo que pueda tener un huero form ulism o burocrático, sino que lo peor de ella es que encarnándose y aguzándose, del modo más ac­tivo, en pugnaz actitud conm inatoria puede llegar a encizañar y envenenar la propia posibilidad del sen­tim iento que dice tener por contenido y de cuya conservación y dignificación presuntam ente se en­comienda: la am istad. A sem ejante tabú como cás­cara hueca o zapato ortopédico para un pie o que no lo precisa o no lo quiere, las responsabilidades pú­blicas de los individuos pueden, y acaso a veces de­ban. concederle, pacientem ente, acatam iento y obediencia, pero jam ás respeto, porque ningún tabú abstractivo como esc puede ser digno de respeto a l­guno. Así, hace ya algunos años, decía yo en un a r ­tículo: «La unidad concretam ente referida a los hombres, es decir, la que une a los hom bres como hombres, ha de ser caracterizada por la condición de éstos; cuando le falta esa caracterización, permanece abstracta con respecto a ellos, y es una referencia pu­ram ente mecánica; cuando tiene esa caracterización se llam a "am istad” (no hay otra clase de "unión” verdaderam ente humana). Unidad sin am istad es algo exterior y m ecánico respecto de los hom bres como tales, lo que quiere decir que no los une como

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hom bres, sino com o cosas; no es m ás que u n a a rb i­tra r ie d ad re ificadora , una ab stracc ió n fo rzada y d e­prim ente. El exacerbam ien to de tal idea abstractiva , provocado p o r su rem oción, puede in co ar tal g rado de d esq u ic iam ien to que lleve a a lg u n o s defensores a u ltran za de la u n id ad de E spaña a adop tar, de m odo tan insensato com o pintoresco, el m ism o lem a que los d efenso res a u ltran z a del m atrim on io : “An­tes m a ta rse q u e se p a ra rse ”. F rente al d e lirio au ten- tic is ta de las id en tid ad es vernácu las, fren te a la v iru len ta regresión m ítica de las au to afirm ac io n es étnicas, no se r ía extraño ver suscitarse un m uerasan- sonism o, no m enos ciego y loco que se m o strase p ro ­clive al sin sen tid o de sa c r if ic a r incluso E sp añ a m ism a a su p ro p ia un idad» (El País, 11 de m arzo de 1980).

O tra de las rép licas ca ta lan as al a r tíc u lo de Ju an Luis C ebrián es la ca rta al d irec to r de don Jaim e Llo- pis (El País, 30 de enero de 1984). A d iferencia de las o tras, es e s ta una rép lica to ta lm en te co n c iliad o ra y bien in tencionada, pero es ju s tam en te en el pun to de lo bond ad o so donde m e parece que debe se r c r it ic a ­da, no po rq u e nu n ca la b ondad en sí m ism a pueda m erecer c ritica , sino po rq u e en su fa lta de m alic ia deja in tac ta la real m alic ia de la s ituación . El texto em pieza p o r d e f in ir una nación com o «un con jun to de individuos unidos por una serie de vínculos cu ltu ­rales (históricos, lingüísticos, etcétera) que les im pul­sa a e rig irse com o unidad» y m ás ad e lan te afirm a: «Podríam os d e c ir que d esd e la in d iv idua lidad de cada c iu d ad an o h asta la to ta lid ad de la hum an id ad , el hom bre se e s tru c tu ra en u n id ad es de d is tin to n i­vel, las cu a le s se van su p erp o n ien d o unas a o tras» . V erdaderam ente hay que se r buena persona p ara re­p resen ta rse un p an o ram a así, pero d esg rac iad am en ­te es un ideal id ílico que tiene en co n tra suya todo el peso del testim on io h istórico , do n d e lo que ap a re ­ce, ju s tam en te , es, p o r el con tra rio , que todo pueblo

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con «conciencia h istó rica» de tal, toda iden tidad pa­tr ió tic a se ha co n stitu id o en el an tagonism o, p o r el an tag o n ism o y con el an tagonism o.

Si, com o d ijo H eráclito , la g u e rra es el p ad re de todas las cosas, de n inguna lo es tanto, en tal g rado y tan exclusivam ente com o de los pueblos. Pero ya en la ponencia propiam ente d icha se tra ta rá de cóm o la noción m ism a de id en tid ad lleva esencia lm en te im p líc ita la re lación de an tagonism o.

En cu an to al p rop io a r tíc u lo de C ebrián , d iré que, p o r mi parte , no m e ha de p re o cu p a r tan to la cu e s­tión de los sen tim ien to s ca ta lan is ta s en la m edida en que puedan se r hoy o m añ an a ob je to de uso o m an ipu lación política . Puesto que n u n ca se u sano m anipu lan sen tim ien tos inexistentes o im posibles, d irig iré preferentem ente mi atención al fenóm eno ge­neral de la ex istencia y de la p o sib ilid ad de la u n i­versal necesidad de au to a firm ac ió n que acom ete a las colectiv idades, an tes que al hecho, m ás anecdó­tico y c ircu n stan c ia l, de su posib le explo tación polí­tica. Lo que m ás podero sam en te excita mi atención e irritac ió n c r ític a es el hecho de que ex ista en tre los hom bres una necesidad tan em inen tem en te a b s tra c ­ta y h u era com o el p ru r ito de am o r p rop io que les mueve a sen tirse com placidos p o r una m anifestación tan p u ram en te verbal com o la de g r i ta r a coro p o r las calles: «¡Som os u n a nación!».

E sta dec larac ión personal es, com o sería inú til ne­gar, una acusación encadenada de preju icios a tr ib u i­dos, pero co m p o rta a su vez, y p o r mi parte , una m anifestación de p re ju ic ios acaso aún m ás injustos. Es verdad, vengo con un m o rra l co m p le tam en te lle­no de p re ju ic ios, lo confieso; pero si son in justos no d u d o de que los reverendos pad res sinodales in ju s­tam en te p re juzgados sab rán q u itá rm e lo s de la c a ­beza.

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II. Tres definiciones de la patria

La definición de Ortega y Gasset: «Un proyecto su­gestivo de vida en común» la encontré siem pre una solemne tontada con la añadidura de la grim a que da la cursilería del epíteto «sugestivo». Las defini­ciones tienen que com prom eter en algún grado a quien las hace; y en consecuencia quienquiera que hable de un proyecto tiene que e s ta r en condiciones de presentar, de modo fidedigno, un sujeto real que lo conciba y lo respalde, que en este caso será un su­jeto histórico. Quiero decir que hay que poder con­testar con los docum entos en la mano cuál fue ese proyecto, quién lo hizo, cuándo se hizo, y para quién, de qué modo y por qué fue sugestivo. No vale respon­der a posteriori inventándose, por m ás o m enos fun­dadas o infundadas inferencias, cualqu ier falso sujeto, ni responder a esas preguntas con quienes hoy se las encuentran respondidas ya desde antes de na­cer, como se encuentran ya hechos y consum ados los proyectos, por sugestivos que les antojen. Aparte de lo cual, de añadidura, en cuestión de sujetos, sólo de modo muy condicionado es legítimo andar jugan­do con plurales y nom bres colectivos. Sujetos, lo que se dice sujetos, no existen en principio más que el individuo hum ano o anim al. ¿Fue —me pregunto yo— algo tan acrítica e incondicionalmente elogiado —aun por el propio Ortega— como el Imperio de Ale­jandro «un proyecto sugestivo de vida en común» en­tre macedonios, griegos, persas, egipcios, sirios, saces, indios, bactrianos, sogdianos, etcétera, o fue una aventura guerrera que a su antojo fue improvi­sando sobre la m archa y conform e se terciaba aque­lla m ala bestia? No vale, pues, una definición a la que pocas veces puede contestarse de modo un poco más com prom etido y docum entado que el de una pura elucubración a posteriori de los historiógrafos.

No obstante, a este respecto, el caso de España se

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presenta como una de las pocas excepciones singu­lares. Respecto a España sí puede, en efecto, docu­m entarse historiográficam ente, y casi con la más exigente certidum bre, cómo realm ente existió, hacia mediados del siglo XV, ese sujeto h istórico concre­to, con un proyecto plenam ente consciente y delibe­rado, cuán sugestivo era y cómo fue llevado felizmen­te a térm ino con el reinado de Femando y de Isabel.2

En cuanto a la definición de José Antonio Prim o de Rivera: «Una unidad de destino en lo universal», tan sólo se debe a la apariencia un tanto esotéricao sofisticada del lenguaje el que no haya sido com ­prendido todo lo que hay en ella de clarividente y de certero. A mi entender, esta definición, referida a la concepción más auténtica, más fuerte y m ás vigen­te de la patria, es una flecha que da en la m ism a d ia­na. B astará una som era y casi obvia operación de descifrado para m ostrarlo con toda claridad. «Des­tino» aparece enseguida como la palabra clave: ¿Qué es el «destino»? El m omento paradigm ático del des­tino, aquel en que, desde el rey Acab hasta el m aestre del Conde de Niebla, pasando por los m ercenarios lacedemonios al servicio de Ciro el Joven y todos los generales de la Hélade y de Roma, han estado apren­sivamente atentos a cuanto pudiese in terpretarse como signo de los cielos, atendiendo a estornudos, escrutando los vuelos de las aves, consultando ad i­vinos y exam inando visceras de anim ales sacrifica­dos, ese m omento ha sido por excelencia el de la batalla. La batalla, es pues, antes y por encim a de cualquier otra cosa en este mundo, la ocasión del des­tino, el trance de su m anifestación y determ inación. El cam po de batalla es el lugar de encuentro del destino. La batalla eleva y abate, colm a y despoja, asciende y degrada, otorga y deniega, hace, en una palabra, las partes entre los contendientes. Por eso

2. Véase Apéndice n.° 1.

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la batalla tiene tam bién el nom bre de «partida», y «¡Pártalo Dios!» era la fórm ula ritual que se em plea­ba cuando, no habiendo llegado a la avenencia, se de­cidía com batir. Y «la parte de uno» era aquello que el destino le había reservado y en cuanto ya m arca­do con tal o cual signo preciso. Las partes que el des­tino m anifiesta o asigna en la batalla no son m ás que dos: la de vencido y la de vencedor. Todos los com ­batientes —fuera cual fuere su avatar individual en la batalla— a cuya insignia el destino se digne con­ceder la parte de vencedor constituyen un m ism o y único sujeto: no otra es su unidad de destino. Pero es que, además, esta unidad de destino constituye —a menos que pretenda negarse el ap lastan te testim o­nio de la h istoria— el resorte fundamental de la crea­ción, consagración y plasmación de patrias. La patria es la unidad de sujeto en el reparto de las partes de vencido y vencedor. En cuanto a «lo universal», que se le añade en la definición de José Antonio tam po­co encierra ningún m ayor arcano que el de referirse al ex terior com ún que engloba a todos los «otros» —y en cuanto tales siempre virtuales enemigos— res­pecto de los cuales, vencida o vencedora, cada patria vendrá a ser tal unidad de destino com partida, en el más implacable pro-indiviso, por cada comunidad unificada bajo una m ism a enseña. El hecho de que la guerra sea el m omento de m áxim a plenitud para los pueblos y la victoria el éxtasis de su autoafirm a- ción dem uestra hasta qué punto la violencia creado­ra es el c riterio últim o y secreto al que a la postre tendrá que rem itirse toda noción de «identidad» en sentido histórico, que así, po r ende, se m uestra indi­solublem ente vinculada con el antagonismo. Bien que lo sabían ya, inequívocamente, los Helenos, cuan­do por toda carta credencial, por todo documento na­cional de identidad, se lim itaban a decir: «Nosotros somos los de M aratón y Salam ina, Platea y Micala» (y probablemente con un orgullo tan insufrible como

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el de quien dice «¡casi nadie al aparato!»). Y en ge­neral, me parece que el testim onio de la historia no puede ser más apabullante para dar fe de que la iden- lidad de toda pa tria está fundam entalm ente consti­tuida por el nom bre de sus victorias.3 La pa tria de losé Antonio era, pues, rigurosam ente m ilitar, m ili­tarista incluso.

Claro está que la especificación de la definición ¡oseantoniana que añade «en lo universal» no debe ser referida solam ente a la dimensión sincrónica del conjunto internacional de los países contra los cua­les cada patria es, activa o virtualm ente, una unidad de destino m ilita r en un m om ento dado, sino tam ­bién, tal vez de m anera aun más enfática, a la dimen­sión diacrònica del alto y perdurable destino histórico reservado a los pueblos verdaderam ente grandes en los fastos de la H istoria Universal e in­m arcesiblem ente registrado en sus anales. Así es como la nada vaga e irresponsable, sino aguda y pre­cisa definición joseantoniana de la patria, en su no­ción m ás real, m ás operante, m ás efectiva y m ás auténtica, viene a ponernos, en últim a instancia, toda posible concepción de «identidad» en conexión ne­cesaria e inevitable con una relación de antagonis­mo. Precisam ente el pueblo que m ás acendrada y rigurosam ente ha sabido exacerbar y conservar, a despecho de toda dispersión y contingencia a lo an­cho de la tie rra y a lo largo de los siglos, la «concien­cia histórica» de su propia identidad ha construido, delimitado, fijado y conservado esa m ism a identidad sobre la contraim agen perm anentem ente invocada v repintada de un enemigo eterno. Así, al hab lar del Libro de los Salm os —por él considerado como la obra de uso más difundido y cotidiano durante dos milenios de cu ltura occidental— el profesor Morton

3. Véase «Notas sobre el terrorismo», nota n? 8, en el volumen I. pág. 214.

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Smith, no sin un punto de irónica malicia, nos dice lo siguiente: «Más de las tres cuartas partes de los Salmos invocan a Yahvé en cuanto protector y defen­sor de su pueblo elegido con respecto a enemigos cuya precisa identidad suele quedar inespecificada. La identificación histórica —si es verdad que la hay— de tales enemigos sigue siendo un enigma. Las consecuencias que de sem ejante obsesión por "el enemigo” y por la liberación respecto de él puedan haberse derivado para la cu ltura occidental exceden el contenido de esta obra». En efecto, ya el propio Moisés conoció perfectam ente el insustituible papel de la guerra como violencia creadora de pueblos, como contenido constituyente de su identidad en cuanto Yo colectivo, en cuanto «nación». ¡Por algo los a rra s tró de un lado para otro durante cuaren ta años por un desierto no mucho mayor que la provin­cia de Ciudad Real! Sólo la guerra puede determ i­nar y defin ir de modo taxativo quiénes somos Yo y quiénes son «lo otro» (para Israel, más que «los otros» definidos —como para los atenienses pudie­ran ser los espartanos—, el m agm a indeterm inado e im personal de los «no-Yos», como pudiera ser el de los «bárbaros» para helenos o romanos); sólo el cruento antagonism o de las arm as es capaz de p a r­tir con un tajo inconciliable las m eras otreidades cualitativam ente indefinidas; sólo la guerra m arca el trance crucial y decisivo en que una colectividad se aglom era en sí m ism a y se recorta respecto de las otras, cuajando en un com ún y único Yo, cuya uni­dad no puede, por ese m ism o origen, definirse más que por referencia a tal destino bélico.

M odernamente, sólo algunos autores, como Fanón, han vuelto a ad ivinar en la violencia por sí m ism a esa función creadora, redescubriendo, al menos en la práctica, la violencia creadora de pueblos y de pa­trias (lo que tácitam ente implica, de rechazo —y aun­que Fanón lo ignore o se lo calle— que el origen de

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toda identidad está en la propia relación de antago­nismo a la que tal sedicente «identidad» pretende preexistir y da r motivo). Fanón contravenía la bien- pensante lim itación m oral de la violencia, que la autoriza únicam ente «cuando se hayan agotado to­das las vías pacíficas, todos los otros medios posi­bles para el m ism o fin» según se expresa el beaterio racionalista —o más bien, racionalizador— de la guerra como medio.'* Fanón propugnaba —a efectos de construir una nación, como, por ejemplo, la argeli­na— la acción de la fuerza cruenta, o sea, la violen­cia, como siem pre preferible a cualesquiera otros posibles m edios y como algo que debería elegirse en lodo caso aun cuando esos otros medios fuesen ac­cesibles con las más seguras esperanzas de éxito. Fa­nón veía o entreveía, así pues, en la violencia un factor que la hacía irrem plazable por otro medio alguno, factor que, por esta misma circunstancia, ve­nia a revelarse, m ás que un medio o instrum ento, verdadero ingrediente o com ponente de su propio lin. Quiero decir que la adm isión de tal capacidad exclusiva significa, sin más, de modo necesario, el reconocim iento de que la fuerza c ruen ta no se ago­la sin residuo —tal com o supondría la concepción racionalista y según corresponde a la noción de me- dio propiam ente dicho— en la producción del efec­to deseado, sino que ella m ism a se conserva y se aporta como un valor de contenido que se incorpo­ra al fin. La guerra es la única cosa que hace patrias, que constituye unidades de destino; es la acción mis­ma de tejerlas, y la patria, la unidad de destino, la identidad, no es sino lo tejido. Fanón sabía que no hay otro form ador de identidades que el ejercicio del antagonismo.

Pero, naturalm ente, Fanón se guardó bien de dar

4. Véase «Notas sobre el terrorismo», nota n? 6, párrafo final, en el Volumen I, pág. 209.

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el paso decisivo de hacer el juicio de valor que en pocos puntos podría ser hoy tan necesario como en este, porque ello le habría significado la crítica y re­visión de todo el irredentism o y nacionalism o revo­lucionario en cuyas luchas se había comprom etido. Rehusó la ú ltim a clarividencia de encarar todo el ca rác te r mítico, oscurantista, sangriento, opresor e inhum ano de la identidad, el siniestro fetiche hoy re­naciente y po rtador de la mayor am enaza de regre­sión. Fanón adivinó el vínculo esencial y necesario entre la identidad y el siem pre en últim a instancia cruento antagonismo, pero prefirió u optó por hacer m ejor aprecio de la violencia en nom bre de la para él no opinable identidad, antes que proceder inver­samente, poniendo, por el contrario, en entredicho, la propia identidad, en vista de un alegato tan om i­noso y tu rb ad o r como el que el hecho de su relación de necesidad con la violencia alzaba contra ella.

Queda, por último, la definición de Franco; el su­jeto definido no es ya, como en las otras, la patria en general, sino el especim en particu la r «España», y dice como sigue: «Es el hogar com ún de todos los españoles». Cierto que, en un p rim er momento, po­d ría parecem os, frente a las o tras dos, una defini­ción tal vez un tanto insulsa y escolar. Pero no hay que dejarse llevar de esta impresión —por lo demás, justo es reconocerlo, no del todo infundada—•, y cen­tra r la atención aquí tam bién en la palabra clave; si ésta era «proyecto» en la de Ortega, «destino» en la de José Antonio, aquí resulta ser, en sorprendente di­vergencia con el com ún sesgo sem ántico de las dos anteriores, nada menos que «hogar». ¡Por los santos del cielo, que, si bien se considera, no es pequeña cosa lo que viene a quitársenos de encima! Si la «uni­dad de destino en lo universal» nos quería catapul ta r directam ente, por el Im perio hacia Dios, a las m ontañas nevadas, eso ya de momento, y si era ne­cesario hasta todo lo alto de los m ism ísim os luce­

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ros, y si, a su vez, el «proyecto sugestivo de vida en común» parecía em peñado en ponernos inm ediata­mente en ó rb ita «en un proyecto incitador de volun­tades, un m añana im aginario capaz de discip linar el hoy y orientarlo, a la m anera en que el blanco atrae la flecha y tiende el arco [...] para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el pla­neta, para crear un Im perio aún m ás am plio [...] y para ensayar o tras m uchas faenas de gran velamen» y no ya «para vivir juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas sibilantes en invierno» (España invertebrada, cap. 4, «Tanto monta»), he aquí que, por el contrario, la de­finición de Franco nos viene a devolver precisam ente aquel hogar del que sem ejante par de m angarranes quería oxearnos y desalojarnos, con el fin de em pun­tarnos hacia un nuevo u ltram ar de em presas impe­riales, y nos reenciende aquella lum bre hospitalaria en torno de la cual hace ya siglos estam os esperan­do poder sentarnos de una vez en paz los unos a la vera de los otros, justam ente cual viejas sibilantes en invierno, para ch ism orrear a nuestro gusto de lo hum ano y lo divino hasta rodar por tie rra vencidos por ei vino o rendidos por el sueño.

Es, pues, la definición de Franco5 la única que, al m argen de que lo sea de España o de o tra cualquier patria, centra la noción de ésta sobre el solo elemento m aternal, hospitalario, um bilical, de la pura «que­rencia del lugar» o «am or de aldea», que es, a mi ju i­cio —como ya he dicho en la sección I de estos

5. Ojo: se habla tan sólo de la definición en sí misma, prescin­diendo de que, en los hechos, fuese un sangriento sarcasmo en los labios de quien la profería. (Había considerado ociosa, por lo obvio, tal aclaración hasta que en la prensa de enero de 1992 leo que los anticomunistas de Georgia aun ponen a Franco por mo­delo de quien supo reconciliar vencedores y vencidos. La verdad es que mientras Franco, victorioso, propalaba tal definición, es­taba firmando decenas de miles de sentencias de muerte para los vencidos.)

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textos—, lo único que puedo hallar de hum ano y por ende, de hum anam ente defendible, en tan alótropo concepto. Parece ser que, al igual que el sistem a ca r­tográfico por el que actualm ente se gobierna la navegación precisa de un punto cero —convencio­nalm ente fijado por el cruce entre el Ecuador y el m eridiano Greenwich en un punto del golfo de Gui­nea al oeste de Libreville y al su r de Accra—, tam ­bién los hom bres, «o los seres humanos», como gustan decir las organizaciones filantrópicas, y has­ta los anim ales, suelen necesitar un punto cero p a r­ticu lar y personal como centro de referencias inm utable para ace rta r a gobernarse sin zozobra en los avatares de la vida y para poder sentirse aun a despecho del m ás irreversible alejam iento, prote­gidos contra la extrem a desolación de la últim a ex- trañeza y desam paro por la ilusión, siquiera sea desesperadam ente im aginaria, del retorno. Tal vez por eso el que es quizá el m ás alto canto de la patria m aterna, del am or de aldea, el celebérrim o soneto de Du Bellay, es justam ente un poema del retorno.6 No excluyo que otras nuevas representaciones del es­pacio terrestre, propiciadas por la fam osa facilidad de traslación y com unicación m oderna, hayan c ria ­do o crien en adelante una progenie de hom bres me­nos necesitados de ese punto cero (al menos con el ca rác te r tan concretam ente espacial que tiene el nuestro), mas, por el momento, creo que todavía so­mos inmensa mayoría los que sabemos sin vacilación alguna a dónde exactamente querríam os poder siem­pre volver —o, inversamente, a dónde nos sería ab­solutam ente insoportable la sola idea de no poder volver— y señalar, sin dudarlo ni un instante, con la punta del puntero sobre el m apa terrestre, en qué punto preciso querríam os m orirnos y hasta ser sepultados.

6. Véase Apéndice n.° 2.

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Pero el reconocimiento, tan bondadosam ente hu­mano, de que el hom bre necesite un ombligo, un lu­gar íntim o y propio que le siga sirviendo adonde quiera que vaya como últim a y p rim era referencia orientadora, para favorecer incluso su propia liber­tad de movimientos, un lugar que sea, en cierta m a­nera, el ombligo del mundo para él, no com porta que tenga que hacer m érito alguno de ese ombligo o de sus cualidades peculiares, ni menos todavía que ten­ga porqué tener por m ínim am ente m eritorio el na­tural y necesario amor, la inevitable querencia, que le tiene, ni, en fin, y sobre todo, que ese ombligo esté hecho para contem plárselo, o sea, para practicar so­bre él la onfaloscopia, o que ésta sea siquiera uno de los usos dignos y correctos que quepa hacer de él, sino, por el contrario, justam ente el más innoble, gorrino y pernicioso.

III. Diferencia, cualidad, hostilidad

La m era diferencia vive tan en paz como el rojo y el verde yacen en concordia el uno junto al otro en­tre las dem ás pastillas de colores de la caja de acua­relas y sólo cuando el semáforo los abstrae en signos de los derechos contrapuestos del autom ovilista y el peatón se convierten en antagónicos y el contenido cualitativo de cada uno se convierte en pura nega­ción del otro; el rojo es la prohibición de lo que dice el verde y el verde la prohibición de lo que dice el rojo; el rojo del autom ovilista es verde para el pea­tón, y el rojo del peatón es verde para el autom ovi­lista.

La polarización de la diferencia en antagonism o abstrae la cualidad en identidad. Todo sím bolo de identidad —el blasón, la bandera— tiene una función diferencial virtualm ente antagónica, por lo tanto más que cualitativam ente diferencial es distintiva, ya que

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conv ierte al d iferen te en s im p lem en te otro. Absolu- tiza la d ife rencia en incom patib ilidad .

La iden tidad , que se p re tende re iv ind icadora de la cu a lid ad , en rea lid ad no h ace sino d e s tru ir la , ta l com o el verde del sem áforo p ierde la cualidad de ver­de y su m atiz, a l q u ed a r a b s tra íd o en su m era fu n ­ción d is tin tiv a de negación del rojo.

La m era cu a lid ad , la s im p le d iferencia no sólo no son cosas que en sí m ism as y p o r sí m ism as necesi­ten s e r ja m á s defen d id as ni m a lq u is ta rse con n ad a ni con nad ie (la a leg re y v ario p in ta paz de la ca ja de acu are la s es la m ejo r p rueba) sino que p rec isam en ­te cu a lq u ie r antagonism o, defensa o persecución, las ab so lu tiza y ab s tra e en p u ra s o tre idades.

El n efasto fetiche de la id en tid ad —que su rg e de la po larizac ió n ab s trac tiv a de la cu a lid ad , concom i­tan te a la ab so lu tizac ió n de la d iferencia en an tag o ­nism o o de la conversión de la cu a lid ad en p retex to de una ac titu d an tagón ica— hoy en día im peran te en todas p arte s , no es sino el e sp ec tra l ec to p lasm a ine­v itab lem en te exha lado o em an ad o de las n ecesid a­des de au to afirm ac ió n an tag o n ís tica a través de la cual las co m u n id ad es hum anas, red u c id as a un g ra ­do de ind iferenciac ión c u ltu ra l y de im potencia p e r­sonal en la gestión de los negocios púb licos cad a vez m ás g ran d e y m ás desesperado , b u scan recom pen­sa rse de su n u lid ad social fren te al p o d er en las sa tisfacc io n es su ced án eas de la su p erstic ió n nac io ­n a lis ta (deportiva, si e s que no cab e o tra m ejor), como, p o r lo dem ás, qu izá en m en o r m edida, ha ve­nido o cu rrien d o desde an tig u o una y o tra vez.7

C uando es su b stan tiv ad a y ab s tra íd a en identidad, la cu a lid ad se au to d es tru y e com o tal cua lidad , tal com o la d ife rencia deja de se r d iferencia y se con ­v ierte en o tre id a d cu an d o es ab so lu tizad a p o r el an ­tagonism o.

7. V éase A péndice n.° 3.

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Convertida en identidad, la cualidad se proyecta y desdobla, dejándose sup lan ta r por su propio du­plicado, que es como el docum ento ju ríd ico acredi­tativo que se subroga en ella para ejercer su defensa, sustituyéndose así la cualidad por el mero derecho a cualidad, o en o tras palabras, sustituyendo el hue­vo por el fuero, la hacienda por la escritura.

No existe m era au to afirm ació n ; lo que llam am os au toafirm ación es m ucho m ás negación de otro. E ste es el fundam en to de la inevitable conexión en tre n a r­c isism o y parano ia .

IV. La m oral del pedo

Es su m am en te rid ícu lo el hecho de que desde el m ás en loquecido ab e rtza le o au to n o m is ta h as ta a l­guien tan rab io sam en te u n ita rio y nacional com o Ism ael M edina8 in cu rran in d is tin tam en te en la m is­m ísim a je rg a de b o rrach o s de la « identidad» y la «conciencia h istó rica» , d em o stran d o cóm o a la pos­tre todos adolecen de la m ism a d ism inución m ental. En Ism ael M edina «la conciencia h istó rica» a p a re ­ce incluso ex p lic itad a en su v igencia de té rm in o m oral: « Im perativo ca teg ó rico de la conciencia h is­tó rica» es su fo rm ulación . Idén ticos son, pues, para unos y o tro s los valores a los que rinden culto, el fe­tich e que besuquean , el a l ta r an te el que rebuznan; y au n q u e cad a u no de e llos c rea p ro s te rn a rse an te un san to to ta lm en te d istin to , en rea lid ad de verdad no se t ra ta m ás que de advocaciones d iferen tes de un solo y ún ico y el m ism o santo; advocaciones que, com o su e le suceder, p o r lo dem ás, con todo cu lto em in en tem en te id ó la tra , en m odo a lguno excluyen, sino todo lo con tra rio , el verse irreco n ciliab lem en te en carn izad as en la m ás san g u in a ria hostilidad .

8. Columnista y casi principal ideólogo de El Alcázar.

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El fundam ento filosófico de la m oral de identidad y el hálito religioso del culto a San Sim ism o no con­sisten sino en la convicción de que nadie puede en­carnar su propia vida ni darle cumplim iento más que rigiéndola y conform ándola con arreg lo a cierta pe­culiar figura em brionariam ente inscrita a nativita- te en las en trañas del sujeto. Quien no llega a a justarse en un grado apreciable a este principio no se realiza com o ser hum ano y naufraga o se desva­nece en la m entira, en la inesencia y en la inautenti- cidad. Bien a la vista está la vuelta de cam pana que ha sufrido el c riterio de la santidad, con la inversión diam etral en el sentido de la referencia por la que se gobierna la moral. El solo m orfema reflexivo «se» que aparece en el verbo «realizarse», cuya noción enuncia por lo visto el contenido y el designio pro­pios de la nueva moral, anuncia, sin equívoco posi­ble, el giro de 180 grados que ha sufrido la d irectriz de referencia con respecto a aquellos ya lejanos días en que era el libre, exterior, lejano soplo del esp íri­tu, la voz de aquel que clam a en el desierto, quien seducía las alm as y daba aliento a la naturaleza para elevarse hacia la perfección.1' Hoy, por lo visto, na­die considera que pueda hallarse en la tie rra ni en el cielo otro santo m ás digno de im itar que él m is­mo. El santo universal, el santo único es hoy única­mente San Simismo.

Referida a com unidades, la moral de la identidad se plasm a en fórm ula filogenética que ofrece a los individuos en cuanto a m iem bros de tal com unidad cánones ideales, paradigm as de estilo y de conduc­ta a los que han de atenerse si quieren realizarse como m iem bros de tal com unidad. La moral de la identidad supone que una com unidad tan sólo pue­de cum plirse como «personalidad auténtica» —es su

9. Véase el artículo « Weg von hier, das ist mein Ziel», VolumenI, pág. 449.

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jerga, yo no tengo la cu lpa—, tan sólo llega a «reali­zarse» —sigue siendo su jerga—, en cualquier come­tido o papel de su existencia, si lo hace con arreglo a la figura que en tal papel le corresponde confor­me ha venido siendo decantada, pulim entada y b ru ­ñida por la historia, depositándose en el órgano expresam ente capacitado para alm acenar, cu idar y m antener siempre vivos y dispuestos los sagrados cá­nones de las esencias pa trias en honda y perm anen­te com penetración con las m ás so terrañas raíces'0 ancestrales; las que le dicta la conciencia histórica.

La conciencia histórica es el órgano específico por el que la identidad de un pueblo se m antiene inva­riable y palpitante y se hace vigente y manifiesta. ¡Ay del pueblo que apague o dism inuya su conciencia histórica, o de cualquier individuo de ese pueblo que descuide o pierda su participación en ella! Ni pue­blos ni personas pueden hacer traición a sus raíces, contradecir su propia identidad, con estilos y formas que les son extraños. Un pueblo o sus individuos sólo se cumplen y alcanzan plenitud si su conciencia his­tórica acierta a reencarnar c iertas esencias genéri­cas orig inarias —al par que originales— que se llevan en la m asa de la sangre: de lo contrario no será m ás que un fallido, un inautèntico, una m entira, una ficción, un carnaval. Y asim ism o les pasará a los in­dividuos. Y yo ¡ay, he perdido, m albaratado, m alo­grado mi infancia y juventud! ¡Irreparablem ente, insensatam ente, irresponsablem ente, dejé desperdi­ciarse en huera afectación, en necia vanidad, los más herm osos años de mi vida! Desoí la grave voz de la conciencia histórica, la sabía adm onición que me apartaba del camino errado y me indicaba el mío ver­dadero, advirtiéndom e cuán equivocada aspiración, inexorablemente abocada a la pura inanidad que pre­cipita en el fracaso, era mi aspiración de llegar a

10. Otra palabra recientemente incorporada al nuevo culto.

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hacerm e héroe por lo fino, como Tremal Naik. ¡Oh, frívolas, disipadas, pecam inosas lecturas infantiles del co rrup to r Emilio Sálgari! ¡Oh lam entable, alo­cado, catastrófico desdén de la conciencia histórica, de la profunda, susurran te voz que una y o tra vez me repetía al oído su consejo, amonestándom e que aban­donase aquella presunción, ya que por mi condición de español, po r mi identidad, por mis raíces, jam ás podría llegar a cum plirm e y realizarm e au tén tica­mente como héroe, pretendiendo ser héroe por lo fino como Tremal Naik, sino tan sólo siendo héroe a lo bestia como el Cid Campeador!

A la m oral de la identidad, en fin, acaso el nom ­bre científico que m ejor le cuadre sea el de «moral del pedo», pues la condición p articu la r del pedo es tal vez la figura más capaz de definir con plena exac­titud la situación, en la m edida en que la escrupulo­sa selección de lo genuinam ente propio y el riguroso rechazo de lo extraño por los que se distingue la ac­tuación de la moral de identidad en ninguna otra imagen podrían estar m ejor representadas que en el pedo, a cuya esencia igualm ente pertenece la rara condición de que nos com placem os en el arom a de los propios tanto como nos causa repulsión el hedor de los ajenos."

Bastante repugnantem ente tendían ya los españo­les a com placerse narcisísticam ente en la propia imagen y a im itarse y reim itarse a sí mismos, im itan­do su propia imitación; bastante gravemente afectaba al país esta degeneración, com o para que encim a se viniese a incoarla desde a rrib a con plena delibera­ción —siendo al efecto totalm ente indiferente el que lo sea en su figura nacional o en sus contrafiguras regionales—, de suerte que si los responsables lle­gasen a darse cuenta de hasta qué punto su frívola operación política ha sido espiritual, moral y cultu-

11. Véase Apéndice n.° 4.

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raím ente corruptora, degradante, envilecedora, de­letérea, hasta qué punto ha sido una catástrofe y una infamia emponzoñar y contam inar al país entero des­pachando con receta legal y hasta recom endada y propagandísticam ente im puesta el m iserable culto que era ya m orbo endém ico en las sórdidas en tra ­ñas del alm a española, no volverían a aparecer ja ­m ás en público, se enterrarían en vida o se meterían, en fin, en un saco de ceniza.

Ya España era de siem pre y po r sí m ism a un país dom inado y aplastado como pocos en el m undo por el narcisism o y la onfaloscopia, por el desinterés ha­cia cualquier cosa que no fuese la autorreproducción concentrada. Si ahora las regiones redoblan de m a­nera especializada este repliegue sobre la propia ima­gen o im aginería, que nunca es o tra cosa que la propia m iseria, el ya paupérrim o estado espiritual, moral y cultural del país, la ya dism inuida inteligen­cia de los españoles se verá precipitada hacia una im becilidad de las de baba y sonrisilla.

Hay dos espectadores, y van a las d istin tas fiestas y ven por todas partes, en efecto, cómo las gentes tienden a form ar estilos fijos, a la vez so b re a g u a ­dos y fijados, quiero decir «hipercaracterizados» porque se adornan m ucho pero siem pre igual. Y al respecto se les ocurre pensar que alguna cosa hay en ello que necesite la fijeza ritual, como si las gen­tes necesitaran parecerse a sí m ism as y diferenciar­se de otras.

TESIS; si los adornos con que las gentes sobreac- túan, hipercaracterizan, sobredeterm inan sus fiestas y sus vestidos son no sólo continuidad en el tiempo, sino tam bién discontinuidad en el espacio, o sea, di­ferenciación de los de al lado, tendrá que resu ltar la siguiente consecuencia: que el m ayor núm ero de adornos distintivos se hallará en pueblos étnicam en­te afines, que están en una distribución territo ria l apiñada, muy próxim os y com unicados unos con

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otros; y el m enor núm ero de adornos (no hay tan ta necesidad de distintivos diacríticos, porque hay me­nos grupos de que distinguirse) se dará en pueblos étnicam ente extraños, que formen com unidades grandes y a isladas y dispersas.

¿Por qué necesitan «los pueblos» parecerse a sí mismos, reconocerse a sí mismos, etc.? En prim er lugar, ¿lo necesita cada uno? ¿cómo: para reconocer a los dem ás o para reconocerse a sí m ismo de entre ellos? La pertenencia habría sido m ucho m ás claro nom bre que la identidad, pero habría destripado el cuento, porque enseñaría las ca rtas que el rito quie­re m antener ocultas: el límite, o m ás bien, la falta de otro límite que el que establece el rito. Entonces ¿sería tal vez como un aparato benignam ente cons­trictivo y pedagógico im puesto por un deseo m ás o menos com ún y más o menos, por lo tanto, anónimo, de recordar a cada uno el pacto, el vínculo (conven­cional y verbal, aunque quiera pasar por ontològi­co) que lo com prom ete con esa pertenencia? Así el rito, o la tradición, o la identidad, o el ser, es un espectáculo que los pueblos gustan de darse a sí mis­mos, como estableciendo en esas señales m anifies­tas, distintivas del rito una especie de espejo o un m ecanism o especular. El rito m antiene el límite dis­tintivo en el espacio, igualador en el tiempo; la con­tinuidad en el tiem po es expresión y consecuencia de la vinculación del pueblo a la territorialidad (com­parad nóm adas y sedentarios: los árabes son muy tribales, pero fueron tam bién sorprendentem ente in­tegrables con el Islam; los sedentarios, por un lado no necesitan ser tan encarnizadam ente autoafirm a- tivos, tribales, y por otro son m ucho menos integra­bles; pero una vez integrados [Roma] m ucho menos separables, m ientras los nóm adas pueden de pron­to escindirse o disolverse con igual facilidad), pues ésta es d iscontinuidad espacial y distribución espa­cial del pueblo. Pero ¿por qué hoy pueden surg ir de

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pronto apetencias de identidad? No creo que respon­da al m ism o im pulso que antes, o al menos esta rá ya diversam ente fundado en la psique, como tal mo­tivación, y en tanto que m ás desm entida y desenm as­carada, será más delirante e insensata, y en tanto que más denegada (por ese m ismo desmentido), más año­rada y m ás apetecida: se desea la ficción, pero como hoy no puede susten tarse el artificio ni darse por buena la cosa con el mero espectáculo, hay que a fir­m arlo insensatam ente de la sangre.

De pronto los dos espectadores, habiendo estab le­cido que los pueblos tienden a ceñirse a unos ritos que los representan y en que se reconocen —cosa que más o menos todos los pueblos parecen necesitar en algún grado— se ponen a reñir: hay uno que ante un grupo de personas o un pueblo entero que de pronto empieza a rela jar el sistem a de identificación y em ­pieza a in troducir excentricidades y exotismos, pue­de reaccionar airado y am onestándolos con que un pueblo tiene que guardar su identidad, necesita ser fiel a sí mismo, y saca de aquello un im perativo ca­tegórico, m ientras que el otro espectador observa sin enfado la anom alía y dice: «Se ve que estos no lo ne­cesitan tanto», pero no hace, como el otro, del hecho dado norm a de conducta. Pero está claro que todo el seres rito, ficción ritual, que para ser eficaz tiene que convencer (lo que no puede hacerse sin engañar,o por lo menos, ilusionar un poco) y si necesita se­guir siendo ritual se ve que nunca acaba de conven­cer del todo. Tal como nos movemos hoy, estam os tan mal colocados, que no hay ilusión escénica que se sustente y baste, nadie se convence; entonces, es cuando unos renuncian a la hospitalidad de esa ilu­sión y acam pan en despoblado, otros se encierran, doblan su resistencia y se disponen a defenderse y hacerse fuertes en otros puntos m ás retrasados de la retaguardia: tienen que desplazar la identidad desengañada, por lo poco ilusionador de la represen­

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tación posible, a otros reductos m ás ciegos, y ju s ta ­mente menos desenm ascarabas por m ás gratuitos, pero por lo m ism o m ás resistentes. Si la identidad es una declaración que se hace sobre la base de datos sensibles, em píricos, resulta que un desenm ascara­m iento em pírico tiene validez, pero si la identidad se establece en un lugar a salvo del alcance de lo em ­pírico, a salvo de los sentidos y de la experiencia, en­tonces está tam bién a salvo de una refutación en ese campo: si se pone la identidad ora en la sangre o me­jo r dicho «en la m asa de la sangre», ora en el ser, en el espíritu , el talante, en el ayer, o sea, en lo inasi­ble, entonces, claro, puede resistir m ucho mejor: ahí reside la eficacia que tienen para hacer presa en la psique los pensam ientos delirantes. N uestros espec­tadores pueden haber llegado a convencer a dos a ra ­goneses, uno de Calatayud y otro de Daroca (que habían dicho que los de Daroca no tenían nada que ver con los de Calatayud, ni viceversa, porque a la legua se les distinguía por la forma de vestirse) a su­b ir a su habitación del hotel y hacer la prueba de desnudarse e in tercam biarse los trajes. Hecha la prueba, no porque les fuese necesaria para con­vencerles de lo que, por testarudos que, como a ra ­goneses, fueran, sabían perfectam ente; o sea que, desnudos, ya no se distinguían, sino por la curiosi­dad de p robar a ver qué sentía uno de Calatayud con la ropa de Daroca y uno de Daroca con el atuendo de Calatayud.

Naturalm ente, el que se aferra a la querencia emo­cional de la identidad, evitará, a diferencia de estos dos baturros, exponerla a la prueba en el terreno em­pírico en que la contradicción queda al alcance de la convicción por la fuerza ostensible de los datos; se re tirará a terrenos que precisam ente al quererse poner a salvo de cualqu ier argum ento que lo ponga en entredicho, en lugar de ba ja r a cam pos de m ayor sensatez, se retira al delirio de la masa de la sangre,

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de la leche m am ada, de las im presiones inm ediata­mente siguientes al nacim iento (las esquilas de las vacas) o el ser histórico de España, donde na tu ra l­mente cualquier afirmación es invulnerable, ninguna o tra puede refutarla, pero será tan válida como ella; allí, claro, todo puede ya ser equiparado como m era creencia. Allí donde tú dices que hay cosas que se llevan im presas en la m asa de la sangre desde que fuimos concebidos en el vientre de nuestras m adres, te hallas ya en un lugar privilegiado en que la a fir­m ación de que no es así puedes ya perm itirte cues­tionarla como o tra creencia que no puede tener mayor certidum bre que la que quiere recusar. (Sal­vo que esta segunda, y en eso está tu fraude, no es ya tan m era creencia allí donde se observa la con­servación y el cuidado o m enor cuidado de las tra ­diciones, y de qué modo se ha arm ado la fam osa «identidad», que en prim er lugar, tanto como distin­tiva, y antes que ésto, ha de ser considerada como relacional.)

Apéndice n.° 1

Esta alusión a un presunto «sujeto histórico» en la España del siglo XV encerraba, en realidad, una m alicia por mi parte. No era más que un cebo, o, como dicen en Extrem adura, una «picaera» puesta al auditorio, con la vana confianza y casi convicción de que alguien picaría interpelándom e acerca de tal «sujeto histórico» y exigiéndome d a r razón de cómo pretendía yo que la unión por vía m atrim onial de las coronas de Castilla y Aragón hubiese sido realm en­te un «proyecto sugestivo de vida en común» inven­tado, propugnado y solicitado —tal como debería ser ineludible para que el célebre ortegajo fuese algo más que huera alegoría— por los súbditos concre­

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tos de una y o tra corona. En realidad, Ortega no lle­gó a usar, que yo recuerde, el concepto no menos hue­ro y alegórico de «sujeto histórico» —que creo m ás bien de filiación m arx ista y em parentado con la no­ción, tan alem ana, de Volkgeist, aunque éste apunte más hacia lo cu ltu ral—, pero en m is intenciones en­traba tam bién la de bu rla rm e de tal presunto suje­to, que halaga como protagonista a quienes, en verdad, no son m ás que objetos lanzados po r el a r ­bitrio de la dom inación, por m ucho que ésta acierte a seducirlos con sus him nos y hacerles acep tar has­ta la m uerte en el cam po de batalla. Pero mi m alicia tuvo el castigo que acaso merecía, pues, aunque, por su longitud, no llegué a leer el «discurso» a viva voz, sí que fue repartido en fotocopia entre los asisten­tes; ¡en vano!, porque nadie, por distracción o por desinterés, cayó en la «picaera».

Así que sólo ahora, un poco por desquitarm e, pero sobre todo para que el pintoresco pasaje del «sujeto histórico» español del siglo XV no se me in terprete como algo que yo pudiese alguna vez decir en serio, revelaré la tram pa. A la pregunta, que yo esperaba incluso algo crispada, sobre de dónde me sacaba yo ahora de la m anga tal «sujeto histórico» español, o sea conjunta y concordem ente aragonés y castella­no, yo habría puesto una cierta cara de extrañeza y habría contestado: «¿Pues quién va a ser? El alm i­rante de Castilla don Fadrique Enríquez, por supues­to». Este Don Fadrique era nieto, como es notorio, de uno de los herm anos de Enrique II de Trastam ara, de nom bre Don Fadrique como él y M aestre de San­tiago con su m edio herm ano el rey Don Pedro, ú lti­mo de los Castilla, quien pese a ello lo m andó m atar en el Alcázar de Sevilla (según cuenta el capítulo III del Año Noveno de la crónica del Canciller López de Ayala, en las cuatro páginas que tal vez sean la más aíta cum bre de la prosa castellana paratáctica), e hijo de Don Alfonso, el p rim er Enríquez que fue a lm iran­

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te de Castilla, al que sucedió en el cargo, como a él le sucedería su propio hijo ya en el reinado de Doña Isabel. Pues bien, si mi frustrada respuesta no lle­vaba, en verdad, o tra intención que la de un chiste maligno con tra las nociones de «sujeto histórico» y de «proyecto sugestivo de vida en común», tam poco habría podido ser tal chiste si no hubiese lugar para decir que en cierto modo no lo es del todo, pues, en efecto, nuestro don Fadrique Enríquez es quizás, y de form a cada vez m ás consciente y más activa en los últim os decenios de su vida, uno de los eslabo­nes principales de la concatenación de hechos y de voluntades que acabaron llevando a la unión m atri­monial de las coronas de Castilla y de Aragón, echan­do así los cim ientos de la unidad de España.

En cuanto a su vocación natural para cualquier proyecto sugestivo de vida en com ún, ya H ernando del Pulgar nos da en su galería de retratos titu lada Claros varones de Castilla no sólo el rasgo mismo sino tam bién su signo em inentem ente fam iliar: «Amaua los parientes, e allegaualos, e trabajaua en procurar su honrra e interese». Por su parte, otro autor contem poráneo (citado entre comillas, pero sin da r el nombre, por Manuel Iribarren en su biogra­fía del Príncipe de Viana) nos lo m uestra dotado del carác te r revoltoso y obstinado idóneo a tales fines: «Era tan difícil ap a rta rle de bollicear como qu ita r a la gallina el trigo o el escarbar». Habiendo logra­do desposar en 1443 con el entonces rey de N avarra (usurpador de su propio hijo don Carlos de Viana) y más tarde Juan II de Aragón a su hija doña Juana Enríquez, de 18 años, se vio ligado a su yerno en sus querellas contra Juan II de Castilla, que era su pro­pio rey, de modo que en la prim era batalla de Olme­do, en 1445, al ser derro tado jun to con los navarros, tuvo que expatriarse de Castilla, donde fue despoja­do de sus tie rras y sus bienes. Este desastre, sin em ­bargo, fue el que lo puso en el lugar de su auténtica

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misión histórica (aunque con intervalos de fingidas reconciliaciones con Enrique IV, sucesor de Juan II en el trono de Castilla): a saber, la de padre y sobre todo la de abuelo, pues lo que su hija dio a luz el 10 de marzo de 1452 fue nada menos que el fu turo rey Fernando de Aragón. Al m orir 6 años después, sin sucesores, el rey Alfonso V de Aragón fue Juan II, precisam ente el padre de ese niño, el que le sucedió en una corona que valía quince veces el trono de Na­varra. A Don Fadrique se le iba dibujando un proyec­to cada vez m ás sugestivo. Pero aún vivía el príncipe de Viana, que tras en te rra r en Nápoles a su tío Don Alfonso había vuelto, con el consentim iento y bajo el seguro de su padre, a Cataluña. Y oigamos, en este punto, lo que nos dice al respecto el cronista de En­rique IV de Castilla, Diego Enríquez: «Aqueste Almi­rante [o sea nuestro Don Fadrique] siem pre tuvo secreta enemiga contra el Príncipe Don Carlos, hijo del Rey Don Juan de Aragón, después que su hija casó con el padre; en tanto que por toda via trabajó en poner discordia entre padre e hijo. Qual fue la cab- sa de ello, ligeram ente se podrá juzgar en el seso de los prudentes. Ansí el Príncipe Don Carlos sintiendo su propósito e sin iestra voluntad con que le trataba, un día se descom idió a le descir feas e descom edi­das palabras, de donde se quedó la enem istad a rra i­gada entre ellos. Como asi estuviesen las voluntades dañadas el uno contra el otro, después que el Almi­rante vio que era descubierto lo que ansí estaba con­certado entre él y los otros caballeros confederados, e como no podía so rtir efeto, envió secretam ente un caballero de su casa, que se llam aba Juan Carrillo, al Rey de Aragón e a la Reyna su hija, notificándoles cómo el Príncipe Don Carlos se había confederado con el Rey [de Castilla] para ser contra ellos, e daba orden como fuesen danificados e destruidos, en tal m anera, que indignada la voluntad del padre contra el hijo, rodeó cómo el príncipe fuese preso en la cib-

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dad de Lérida; de que todos los tres estados del Prin- i ipadgo de Cataluña sentidos, e aviéndolo por muy (Mande mal, se levantaron contra el Rey de Aragón, distiendo que por su m andado e sobre su real fe ellos •vían dado seguridad e sido fiadores del Príncipe Don Carlos su hijo, para que seguram ente pudiese venir a él sin tem or e sin rescelo de prisión e m uer- le, e sobre aquesta seguridad, que ansí ellos avían dado al Príncipe, se avía venido a él como hijo de obe­diencia, ganoso de serv ir e aca ta r a su padre...». La detención de don Carlos de Viana fue el 2 de di- i iembre de 1460; el 8 de febrero toda Cataluña se alza en arm as contra Juan II, tanto por am or y pena de Don Carlos, como por el propio honor de los cata la­nes fiadores de la palabra dada por el rey y u ltra ja­dos ahora por su incumplimiento. La rebelión es tan violenta, que el 12 de m arzo el rey tiene que ceder, y el príncipe, puesto en libertad, es recibido am oro­sa y triunfalm ente en Barcelona. Pero la dicha duró muy poco tiempo; seis m eses después, el 23 de sep­tiem bre de 1461, m urió Don Carlos en la m ism a ciu­dad. Pocos descartan la posibilidad de que m uriese envenenado, incluso por órdenes de su m adrastra y por mano de un tal Juan de Vezach. Comoquiera que sea, H ernando del Pulgar, en sus Claros varones de Castilla, term ina así el corto retrato-biografía del al­m irante de Castilla don Fadrique Enríquez: «En es­tos tiem pos de aduersidades que por este cauallero pasaron, conoció bien la lucha continua que entre sí tienen el trabajo de la una parte e el deleite de la otra; e como qu ier que el uno o el otro vence a vezes, pero ninguno dellos du ra en el vencim iento luenga­mente, al fin, faziendo el tiem po las m udanzas que suele, e los amigos e seruidores las obras que deuen, rodeó Dios las cosas en tal m anera, que tornó a Cas­tilla, e recobró todos sus bienes y patrim onio, e ouo logar de lo acrecentar, y fue restituido en la grand estimación que prim ero estaua, e m urió lleno de días

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e en grand prosperidad; porque dexó sus fijos en buen estado, e vido en sus postrim eros días a su nie­to, fijo de su fija, ser príncipe de Aragón, porque era único fijo del rey de Aragón su padre; e otrosí le vido príncipe de los reinos de Castilla e de León, porque casó con la princesa de Castilla, Doña Isabel, que fue reina destos reinos».

Si ha de haber un «sujeto histórico» para el «pro­yecto sugestivo de vida en común» que con arreglo al celebre ortegajo tendría que ser España, y se pide que ese sujeto no sea un sim ple figurón pintado de la m ás g ratu ita e irresponsable alegoría apologéti­ca, sino un m ortal concreto, consciente de sus deseos y tenazm ente activo en la persecución de sus desig­nios, conforme se le van esbozando y perfilando ante los ojos de la m ente y em peñando su am bición ¿qué otro personaje m ás idóneo para cu b rir la plaza po­dríam os encon trar en los anales de la historia que el alm irante de Castilla don Fadrique Enríquez,12 biznieto del rey Alfonso XI de Castilla y tatarabuelo del em perador Carlos de Augsburgo?

Apéndice n.° 2

Heureux qui comme Ulysse a fait un beau voyage ou comme cestlui-là qui conquit la toison et puis est retourné plein d'usage et raison vivre entre ses parents le reste de son âge.Quand revoirai-je, hélas, de mon petit village fumer la cheminée, et en quelle saison revoirai-je le clos de ma pauvre maison, qui m'est une province et beaucoup d'avantage?Plus me plait le séjour qu'ont bâti mes aïeux que des palais romains le front audacieux, plus que le marbre dur me plait l'ardoise fine,

12. Véasc, en este mismo volumen, «El caso Manrique», pàgs. 195-196.

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plus mon petit Lyré que le mont Palatin, plus mon Loire gaulois, que le Tibre latin et plus que l'air marin la douceur angévine.

Apéndice n? 3

(De «Opinión, locura, sociedad» de Theodor W. Adorno, publicado en versión castellana en el volu­men Intervenciones, Monte Ávila Edit.)

La form a característica de la opinión absurda es, hoy, el nacionalismo. Brota, con nueva virulencia, en todo el mundo, en una era en que, sea por el nivel alcanzado por las fuerzas de producción técnicas, sea por la determ inación un ita ria de la tie rra como planeta, ha perdido, por lo m enos en los países de­sarrollados, todo fundam ento en los hechos, habién­dose convertido com pletam ente en una ideología, como en realidad siem pre lo fue. En la vida privada, el autoelogio y las actitudes parecidas son conside­radas inconvenientes, en cuanto las m anifestaciones de este tipo revelan dem asiado la suprem acía logra­da en el individuo por el narcisism o. Cuando m ás aprisionado está el individuo en sí m ism o y cuando más em peñados están, fatalm ente, en promover los intereses egoístas que, necesariam ente, se constitu ­yen en esa actitud, y cuyo tenaz poderío justam ente se refuerza con ella, con tanto m ayor cuidado debe­rá ocultar el principio de su acción, o disimular, que, como rezaba el slogan nacional-socialista, el prove­cho com ún deriva del beneficio de cada cual. Ju s ta ­mente, es la fuerza del tabú contrario al narcisism o individual la que, al reprim irlo, da al nacionalism o su fuerza m ás perniciosa. En la vida de la colecti­vidad las cosas no pasan conform e a las reglas que rigen las relaciones entre los individuos. Basta com ­

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probar que en cualqu ier partido de fútbol, la pobla­ción nativa va a ce leb rar siempre, despreciando los derechos de los huéspedes, al equipo propio; Anato- le France, el escrito r considerado, por algún motivo, hoy como canallesco, ya verificó en La Isla de los Pin­güinos que toda p a tria siem pre está por encim a de todas las otras en el mundo. Sería necesario tom ar en serio las norm as de la vida privada burguesa y darles valor de sociales. Pero un intento tan bien in­tencionado pasa por alto la im posibilidad de lograr­lo, m ientras reinen condiciones que, al im poner a los individuos tales renuncias, defraudan en form a tan perm anente su narcisism o, los condenan en tal me­dida a la impotencia, que están condenados a recaer en el narcisism o colectivo. A modo de sucedáneo, el nacionalism o les devuelve, como individuos, parte del propio respeto que la colectividad les sustrae y cuya recuperación esperan de ella, al identificarse ilusoriamente con la misma. La creencia en la nación es, m ás que cualqu ier otro prejuicio emocional, la opinión como fatalidad: la hipóstasis al nivel de bien suprem o en general de lo que de hecho nos pertene­ce, de la situación en que se está ocasionalm ente. In­fla al nivel del bien la m iserable sab iduría de emergencia, de saber que todos vamos en el m ism o bote, convirtiéndola en una m áxima moral.

El d istingu ir el sano sentim iento nacional del na­cionalism o emocional, es cosa tan ideológica como la creencia en la distinción entre una opinión nor­mal frente a una patógena; es inexorable la dinám ica del supuesto sano sentim iento nacional a ser supe­rado, puesto que radica en la falsedad de una identi­ficación de la persona que, contingentem ente, se encuentra en esa situación, con la irracional relación entre naturaleza y sociedad.

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Apéndice n.° 4

A la «moral de identidad», opuesta a la «moral de perfección», la he llam ado «moral del pedo», porque su criterio de lo bueno y lo m alo sigue las m ism as d irectrices que nos hacen com placernos con el aro­ma de nuestros propios vientos anales y repeler, en cambio, el hedor de los que soplan desde un culo ajeno.

Pero aquí quiero señalar la circunstancia de que el o lfato13 parece adem ás el órgano sensorial m ejor preparado para fundam entar la m oral de identidado la identidad como criterio moral: no sólo aludo a la circunstancia de que sea el que m ás afina en la detección de lo propio y de lo extraño (se sabe que las ovejas paridas reconocen a sus propios hijos por el olor individual —¡capacidad de discrim inación ol­fativa inimaginable para los que sólo acertam os ape­nas con el o lor de la especie ovina, en el seno del cual ellas forman con diferencias químicas que han de ser forzosamente m ínim as au tén ticas fisonom ías indi­viduales!— y rechazan el cordero extraño que inten­ta m am ar de sus ubres), sino sobre todo al hecho de que sea el m enos im parcial de los sentidos (junto al del gusto, con el que, por lo demás, se com bina es­trechamente); pues, en efecto, no resiste ni un segun­do a la prueba frente a la vista o el oído, que pueden conservar una neutralidad fisiológica total ante lo que generalm ente oyen o ven: muy estridente tiene que ser un ruido para que llegue a provocar un de­sagrado y un rechazo análogos a la repugnancia que puede producirnos un olor, o, inversamente, ser tan inm ediatam ente grato y atractivo como un aroma; y no digamos, en cuanto a la vista se refiere: es du-

13. No se reduce aquí sólo al papel metafórico del olfato, sino que al aducirse respecto de la moral de identidad, lo tomo tam­bién en su sentido propio, en su significado físico.

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doso que una percepción visual pueda llegar a se r­nos «repugnante» en el sentido inm ediatam ente fi­siológico en que puede decirse de un olor; cuando de una percepción visual decim os que nos repugna, es dudoso que esa repugnancia no tenga que es ta r siem pre m ediada por la in terpretación afectiva se­m ántica de lo que vemos. El olfato es, en cambio, siempre, c rite rio inm ediato de aprobación o de re­chazo, no hay nada indiferente para él. Sensorialm en­te actúa de selector de lo propio y de lo extraño, de lo que es bueno o malo para uno, de lo que hay que aceptar y lo que hay que rechazar.14

Los racistas han asegurado a veces que identifica­ban a los jud íos por el olor, lo que puede explicarse por una paranoia que no puede su frir la incertidum - bre de lo no patente; pero el caso es que tam bién del negro, cuya raza es inequívocam ente identificable con la vista, han llegado a decir que tiene un olor particular. Parece como si el rechazo racista que com porta la m oral de identidad necesitase inventar una connotación olfativa para fundar su repugnancia en algo inapelable. Im presionante, a este respecto, es el pasaje de Andrés Bernáldez, el cura de Los Pa­lacios, en el capítu lo XLIII de su crónica de los Re­yes Católicos: «... las costum bres de la gente com ún de ellos ante la Inquisición, ni más ni menos que era de los propios hediondos judíos, y esto [lo] causaba la continua conversación que con ellos tenían; ansí eran tragones y comilones, que nunca perdieron el com er a costum bre judáica de m anjarejos, e olletas de adefina, m anjarejos de cebollas e ajos, refritos con aceite, y la carne guisaban con aceite, ca lo echaban en lugar de tocino e de grosura por escusar el toci­no; y el aceite con la carne es cosa que hace muy mal

14. Baste reparar en expresiones metafóricas, siempre valora- tivas: «Huele mal» (en referencia al pecado), «Olor de Santidad», «Algo se pudre en Dinamarca», etc.

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oler el resuello; y ansí sus casas y puertas hedían muy mal a aquellos m anjarejos; y ellos eso mesmo tenían el o lor de los judíos por causa de los m anja­res y de no ser baptizados. Y puesto caso que algu­nos fueron baptizados, m ortificado el ca rác te r del baptism o en ellos por la credulidad, e por judaizar, hedían como judíos...»

Es cierto que, al igual que las ovejas, reconocemos a veces olores individuales de algunas personas, y puede incluso que haya olores específicos, pero lo que aquí interesa no es que los negros y los blancos puedan o no, en efecto, ser reconocidos a oscuras por la sola diferenciación cualitativa de un olor racial, así como, a la luz, podemos distinguirlos por la del color; lo que me im porta aquí es que los racistas se sientan im pulsados a acud ir a las diferenciaciones olfativas, como las únicas que combinan de un modo tan inm ediato e inapelable como unívoco la d istin ­ción entre lo propio y lo extraño con la adm isión y el rechazo, respectivamente.

A diferencia de las de la vista y el oído, las percep­ciones del olfato com portan siempre, en autom ática e inseparable concom itancia con su identificación cualitativa del objeto, un taxativo juicio de valor, que, es además, fisiológica o biológicam ente egocéntrico, au to r refe rente (como es probable que, en un princi­pio, fueran todos los sentidos, hasta que la vista y el oído se fuesen liberando de un condicionam iento tan ceñido al estricto interés de la autoconservación). Para el olfato todavía no hay m ás que hedor y aro­ma; él nunca podría concebir la disyunción entre cualidad y valor que se explícita en aquel verso in­m ortal del «Cantar de los cantares»:

«Nigra sum, sed formosa, filiae Jerusalem ».

Apéndice del 15 de mayo de 1988

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Tal para cual

Quienes m ás im púdica y ostentosam ente gustan de reiterarnos a cada paso el testim onio del sacro­santo respeto que les m erece la bandera nacional, como la bronca y fanática carcunda que hincha las páginas del abecé, no parecen sino e s ta r deseando que llegue el verano para que el abertzalismo oligofrénico-radical vuelva a desafiarlos, citándolos con el «¡Jé, toro!» del consabido jueguito de las ikurriñas, a fin de poder replicarle bram ando de santa indignación por los agravios inferidos a la rojigual- da, y apelando a las au toridades para recrim inarles su b landura en no ex trem ar los m edios coercitivos necesarios hasta lograr im ponerles a los abertzales la bandera nacional a «¡Trágala, perro!» Y como, por lo visto, tienen la suerte de gozar todavía del don di­vino de la infancia, y no han perdido el pueril resa­bio de com placerse en el rabia-rabiña, o sea, en el chinchar, cuanto m ás a trágala-perro tenga que ser, m ás gusto parece que les da. Así, como en una espe­cie de inconfesada e inconfesable complicidad de an­tagonistas, vienen a darse cita todos los veranos, con su jé-toro los unos, con su trágala-perro los otros, en

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la m ism a secreta diversión, que cuidan de d isfrazar con los m ás graves y vitales contenidos.

La expresión «¡Trágala, perro!» parece que fue in­ventada por los constitucionalistas a raíz del pronun­ciam iento liberal de Riego; el perro —ciertam ente rabioso y pervertido, si los hay— era Fernando VII, y lo que tenía que tragarse era la Constitución de 1812. Ya entonces una m entalidad com pletam ente infan­til concebía por todo contenido de la Constitución recién restablecida el hecho de poder chinchar al rey, que tenía que tragársela, ya por la boca, ya incluso, según el capricho de Goya, por el culo, como un perro al que se le pone una lavativa. Hoy, el perro, to­davía m ás rabioso y pervertido, es el abertzalismo radical, y lo que la carcam ancia q uerría que se tra ­gase, cuanto más a la fuerza, mejor, es la bandera constitucional. También para estos niños de hoy lo más sabroso de la Constitución parece consistir en que alguien tenga que tragársela. Así, entre los del jé-toro y los del trágala-perro, viene a entablarse un juego tan imbécil como despreciable y en el que se­ría difícil decid ir quién cae m ás bajo. Por lo pronto, a los que tanto respeto y veneración declaran sen tir hacia la rojigualda (y, por cierto, con una falta de pu­dor que, m ás que la pregnancia de los sentimientos, sugiere la gratu ita desnudez de las m atronas de la alta alegoría) convendría invitarles a que reparasen en que usarla como trágala-perro es, al menos, a te­nor del significado noble que ellos m ism os intentan d a r a la bandera, una m anera de a rra s tra rla por los suelos. El que ese significado noble que querrían a tribu irles esté lejos de ser el significado connatu­ral de las banderas —el cual más bien se acerca, ju s­tamente, al innoble significado que le da su empleo como un trágala-perro—, es o tra cuestión, que toca­ré m ás adelante. Pero la santa indignación patrió ti­ca de la referida prensa está, en verdad, azuzando a los poderes políticos como quien achuchase a una

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m adre contra el hijo que ha cogido una rabieta: «¡Pé- guele más, señora! ¡No le deje que se salga con la suya!». N aturalm ente, el circuito de realim entación positiva que se organiza entre una m adre estúpida y feroz y un hijo todavía más feroz y estúpido carece de cualqu ier final posible; el niño podrá no salirse con la suya, pero seguirá arm ándola, sin c laudicar jam ás. El espectáculo que ofrecen entre am bos no puede ser m ás indigno y degradante. Cuando el de­safío es entre soberbia y soberbia no hay fuertes ni débiles, la lucha es siem pre de poder a poder. La so­berbia del niño estúpido y feroz que necesita dem os­trarse a sí m ism o su propio poder sobre la m adre será siem pre m ás fuerte que la sensibilidad de su cuerpo a los azotes, los pellizcos o las bofetadas. No hay techo alguno para la soberbia hum ana.

Que la soberbia es el único contenido profundo sustancial en el em perram iento del niño estúpido y feroz constituido por el abertzalismo radical lo de­m uestra su rotundo rechazo de la astucia en la per­secución de sus pretendidos fines. Es obvio, por ejemplo, que si realm ente deseasen la retirada de las fuerzas de orden público como tal fin en sí mismo, jam ás habrían incurrido en la torpeza, con traria al m ás elem ental sentido de la astucia, de decir cons­tantem ente a voz en cuello: «¡Que se vayan!», sino que, por el contrario, habrían callado como zorros, poniéndoles «puente de plata», según la célebre nor­ma del Gran Capitán. Diciendo «¡que se vayan!» sa­ben perfectam ente que les dificultan o hasta imposibilitan m archarse, por la correlativa soberbia connatural a todo poder constituido, para el que el prestigio es como una condena; pero el único sabor verdadero que el abertzalismo radical busca sacar­le a la retirada de las fuerzas de orden público no es el hecho de la retirada en sí m ism a —que, segura­mente, le im porta poco, y acaso hasta le fastid iaría si fuese espontánea—, sino su valor de claudicación

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por parte del Estado. No les sirve la astucia de dar «puente de plata», porque de nada les vale la re tira ­da de las fuerzas de orden público si no es en la m e­dida en que puedan apun társela como un tanto de victoria, para satisfacción de la propia soberbia, que es la única motivación profunda que rige su actitud.

En cuanto a la recíproca soberbia de los devotos de la rojigualda, tam poco parece, por su parte, inte­resada en el fin positivo de que cese el jé-toro de los idólatras de la ikurriña, sino que, po r el contrario —a juzgar por cómo, lejos de toda prudencia y toda astucia, se com place en tronar con retum bante y ca­vernosa voz—, da enteram ente la im presión de que se sentiría defraudada y desilusionada si se viese de pronto privada de la ocasión de reclam ar la im posi­ción a trágala-perro de la bandera constitucional. Sólo la efervescencia del antagonism o activo encien­de y vivifica el color de las banderas, en tanto que su falta las lleva a la palidez y al desvanecimiento. Sólo el antagonism o da arrebol de belleza al color de las banderas, al igual que tan sólo la pasión pres­ta fulgor a la m irada e inflam a las mejillas. Las so­berbias con trarias se ceban m utuam ente en el encuentro que las contrapone de poder a poder. Por eso la carcam ancia de la rojigualda acepta siem pre gustosa el juego al que la desafía el abertzalismo, en­trando brava y alegre al trapo de la ikurriña. Así, tan­to el patrio tism o nacional como el nacionalista se ab u rrirían y languidecerían si no tuviesen quien los hostigase. Si les faltase un enemigo contra el que sen­tirse cargados de razón y que les justifique el sinaí- tico placer de dejarse a rreba ta r en santa ira, no cabe duda de que lo inventarían, pues uno y o tro carecen de cualquier otra motivación o contenido que no sean los de la soberbia antagonística.

La carcunda del abecé —que, por lo demás, tam ­poco tiene la exclusiva, por cuanto los benegas y los dam boreneas le dan eco y respaldo desde el propio

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partido del Gobierno— tam bién tiene el detalle de ejercer con sus lectores la obra de m isericordia de enseñar al que no sabe, al revelarnos que las bande­ras no son sim ples pedazos de tela de colores, sino «símbolos máximos», como dice su editorial del 21 de agosto de 1987. Se agradecen tan nobles intencio­nes pedagógicas, pero, en verdad, sólo el m ás miope y m ás obtuso de los positivismos, ignorante de la naturaleza de los sím bolos y de sus im bricaciones en el alm a hum ana, ha podido in cu rrir en el e rro r de tom ar las banderas por sim ples bandas de tela de colores. Ojalá fuesen cosa tan innocua. Pero, des­venturadam ente, para desgracia de hom bres y de pueblos, no sólo tienen índole sim bólica en el senti­do más fuerte del concepto, sino que pertenecen a una clase de símbolos especialmente capacitada, por el propio carácter de su función connatural, para de­sarro lla r connotaciones sustantivas, hasta erigirse en auténticos fetiches. Esa función connatural de las banderas es soporta r la representación de las iden­tidades definidas por un antagonism o. N aturalm en­te, dar representación a esas identidades no es nunca una operación neutral, sin consecuencias —como no lo es tam poco en modo alguno, poner nom bre a las cosas—, sino una operación sum am ente activa, sin la cual ni siquiera podría llevarse a cum plim iento la propia constitución de una identidad en cuanto tal. Así como el antagonismo crea a los enemigos, así tam bién las banderas por su parte, definen y crean las identidades antagónicas que tienen por función representar. La prueba de que esa es la función con­gènita original de las banderas está en el hecho de que su uso m ás genuino sea el de expresar la toma de dom inio con que el vencedor corona su victoria, justam ente m ediante el acto de p lan ta r su bandera en la tie rra conquistada o de izarla en el m ás alto baluarte de la ciudadela, tras haber a rriad o la ban­dera del vencido. Las banderas son, pues, connatu-

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raímente, sím bolos de antagonismo, de odio, de do­minación.

Nada dice, por tanto, a favor de las banderas la en­fática afirm ación de su índole simbólica; antes por el contrario, lo malo, lo peligroso, lo nocivo de toda bandera reside precisam ente en el hecho de que no sea un inocente retal de tela de colores, sino nada menos que todo un símbolo. Consideradas en sí m is­mas, no hay, pues, una bandera que merezca m ás defensa que otra. La bandera no sólo propende a con­vertirse ella m ism a en un fetiche, sino tam bién a transfigurar en fetiche la identidad que determ ina y representa y el suelo que señala por espacio de su dominación. En su función congénita y originaria de símbolo de dom inación, la bandera tram ita la feti- chización abstractiva con que la acción dom inado­ra convierte un hábitat en territorio . O, inviniendo la frase, un territo rio es un hábitat convertido en fe­tiche por la violencia abstractiva de la dom inación. Tal abstracción consiste en a llanar o dejar en sus­penso las concreciones y determ inaciones adqui­ridas por tal o cual tie rra a través de una larga continuidad de relaciones, cada vez más cualificadas, con una determ inada actividad viviente hum ana o anim al. La acción dom inadora incide destructiva­mente en la relación entre la tierra sobre la que se impone y los hombres que la habitan. La tierra como hábitat es el suelo de la vida; la tie rra como territo ­rio es el so lar de la dominación.

Es esta fetichización, que allana toda concreción cualificada de la tie rra como hábitat y la convierte en territorio , la que, abstrayendo de la patria cual­quier rasgo de querencia o m adriguera, constituye el hueco y desnudo patrio tism o territo ria lista , cuyo único posible contenido es el instinto de dominación. No obstante, es justam ente este crudo y vacío feti­chism o territo ria lista , tan estrecham ente atado a la idolatría de la bandera, lo que hoy la gran mayoría

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de los hom bres —ya estén en contra, ya estén a favor— suele entender por patriotism o. Pero si la pa­labra «patria» puede ser todavía recuperable en un sentido humano, lo prim ero que habría que dejar bien sentado y sin equívoco posible es que no puede haber am or a tal patria restaurada que no sea al mis­mo tiem po odio al territorio.

Los rastros o las reliquias de territo ria lidad que aún pueden adivinarse en cualqu ier hábitat recons­tituido tras un secular período de m ayor o m enor sosiego histórico no son sino las cicatrices que a tes­tiguan la violencia abstractiva de antiguos vendava­les de dominación. Por ejemplo, la América de lengua castellana no ha podido borrar, a raíz de su inde­pendencia, y a despecho de toda voluntad contraria, las antiguas fronteras de audiencias, v irreinatos o capitanías establecidos por la Adm inistración espa­ñola, sino que, salvo insignificantes m odificaciones, perviven todavía hoy como fronteras internaciona­les, form ando una retícula que es el cicatrizado pero indeleble estigm a de la conquista y la dom ina­ción hispana. ¿Qué grado m ás inhum ano de abs­tracción podría im aginarse que el que com porta el hecho de que una simple desavenencia individual en­tre conquistadores como la que hubo entre P izarra y Belalcázar haya llegado a perpetuarse por fronte­ra entre los actuales territo rios nacionales del Ecua­dor y del Perú?

El correlato ecológico de la abstracción y cadave- rización que sufre un hábitat cuando el c riterio de la dominación lo fetichiza en territorio encuentra un buen ejem plo en la am enaza con que los buitres de hierro del m ilitarism o se ciernen sobre la finca de Cabañeros. Por lo demás, si la abstracción territo- rializadora es la concepción propia de la dominación, nada tiene de extraño que sea tam bién la concepción predom inante del m ilitarismo. Y, ciertamente, la m a­nifestación más expresiva y m ás ilustrativa de seme-

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j;>nte concepción territorial, con todo su carácter in­humanamente abstractivo respecto de cualquier con­creta cualificación como hábitat viviente, nos la ofreció el a lm irante Liberal Lucini con aquella céle­bre declaración según la cual la Península Ibérica le m erecía nada menos que la estim ación de «bom­bón geoestratégico».

La bandera es, en fin, específicam ente, el in stru ­mento y el vehículo sensible por el que cobra vigen­cia tal clase de abstracciones fetichistas, inherentes a toda identidad, que es siempre, activa o virtualmen- te, antagonismo, fu ro r de predominio, odio y sober­bia. Por eso, todas las banderas esconden, a la postre, Iras sus lindos colorines, el siniestro black jack de los piratas: el estandarte de la calavera y las tibias cruzadas sobre campo negro. El black jack es la ban­dera que dice la om inosa y tenebrosa verdad de to­das las banderas.

El País, 30 de agosto de 1987

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Apunte sobre la W iedervereinigung

La afirm ación del canciller de la RFA, Helmut Kohl, tachando de «antihistórica» la división de Ale­mania, no sólo me ha hecho pensar que eso, el ser antihistórica, si es que lo es, seria justam ente lo bue­no que tendría, sino que tam bién me ha traído a las m ientes el texto de una conferencia leída por Max Weber en M unich el 22 de octubre de 1916, bajo el título de «Alemania entre las grandes potencias euro­peas». ¡Ay!, es inevitable que sean precisam ente los autores que uno m ás estim a y hasta quiere los que pueden darle a veces los m ás grandes disgustos. La inteligencia, el saber, la lucidez absolutam ente ex­cepcionales de Max Weber no bastaron, por desgra­cia, para que, en puntos de política concreta, dejase de ser sentim entalm ente un bismarckiano. A un hom­bre como él no sería sino hacerlo de menos convali­darle el trance de la fecha de la conferencia (o sea, en pleno tira y afloja del «infierno de Verdun») como un atenuante de su lam entable contenido. Lam enta­ble y hasta indigno, al menos en el pasaje en el que, muy consciente de que está hablando en la capital de Baviera, evoca una no m enos indigna histriona-

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da de aquel com ediante tan llorón como iracundo míe fue el llam ado «Canciller de hierro», ensalzán­dola como ejem plo del «grandioso estilo de la polí­tica alem ana de aquellos días»; histrionada que tuvo por escenario el Bundesral y en la que, tras haberse locado «el escabroso tem a de los derechos de reser­va de Baviera», B ism arck vino a decir: «Por cierto, bajo la influencia de la guerra, el clim a político en Alemania y hasta en la propia Baviera era tal que, con una presión mayor, habríam os podido obtener mucho m ás del gobierno bávaro. Pero —continuó, tendiendo la m ano por encim a de la m esa al pleni­potenciario bávaro—, cuando un amigo ha puesto su mano en la mía, yo no la machaco», y estrechó su mano con la del plenipotenciario.

Cuesta y duele tener que acep tar que tan innoble pantom im a pudiese conmover a un hom bre como Weber. Pero, aunque ya la sola expresión, la noción misma, de «grandioso estilo» es, por m éritos propios, maloliente, y anticipa el hedor final del texto ente­ro, la anécdota del Bundesrat no es m ás que un de­talle lateral dirigido a renovar los posibles fervores bism arckianos en los concretos corazones bávaros del auditorio, y no la intención tem ática central de la conferencia. Para ap reciar cabalm ente la m aliciaV la m alignidad ideológica de ésta, lo m ás indicado es. a mi juicio, extrapolar prim ero los pasajes que, en sí mismos, presentan la apariencia m ás noble y más plausible, para después volverlos a inscrib ir en el contexto que los c ircunstancia y condiciona, re- conduciendo, por así decirlo, su toma de sentido. Va­yamos, pues, d irectam ente a ello:

«¿Por qué nos hemos convertido en una gran poten­cia?, nos preguntamos finalmente. /Son quizás las na­ciones que no constituyen grandes potencias, las «pequeñas» naciones —los suizos, los holandeses, los daneses, los noi uegos, los propios suecos, menos im­portantes? A ningún alemán se le pasa por la cabeza semejante idea. / En la existencia histórica de los pue­

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blos, tanto las grandes potencias como las naciones geográficamente pequeñas poseen una misión perma­nente. Ciertamente, una gran potencia de setenta mi­llones de habitantes [no sé de dónde saca Weber estos setenta millones, pues el II Reich nos los tenía; acaso le salían de sum ar todos los germanoparlantes, inclu­yendo a los austríacos y algunas minorías como los «centenares de miles de colonos alemanes en Curian- día», los sudetes, etcétera] puede hacer lo que no pue­den un cantón suizo o un Estado como Dinamarca. Pero en mucho aspectos puede hacer menos que ellos. Así ocurre tanto en el campo de la cultura como en el de los propios y verdaderos valores políticos. Sólo en los pequeños Estados, donde la mayor parte de los ciudadanos se conocen uno al otro o pueden llegar a conocerse, donde —aunque ya no se reúna toda la población en una plaza, como en Appenzell— la ad­ministración puede ser controlada por cada uno de sus habitantes, al menos como en una ciudad media, sólo allí tenemos la democracia genuina, sólo allí es verdaderamente posible una genuina aristocracia, ba­sada sobre la confianza personal y sobre las presta­ciones individuales. / En un Estado de masas, ambas cosas se alteran hasta el punto de hacerse irrecono­cibles: la burocracia —en lugar de una administración elegida por el pueblo o confiada a título honorífico—, el ejército adiestrado —en lugar de la milicia popu­lar— se convierten en hechos necesarios. Esta es la suerte inevitable del pueblo organizado bajo la for­ma de Estado de masas. Por este motivo el suizo Ja- kob Burckhardt, en su libro Reflexiones sobre la historia universal, ha definido la potencia como un ele­mento del mal en la historia. Todos consideramos como una decisión del destino el hecho de que un pue­blo que participa de nuestro patrimonio étnico- cultural [se refiere, evidentemente a Suiza'] haya te-

1. Appenzell, citada más arriba, es la capital de un cantón sui­zo, que se ha distinguido, por cierto, el año pasado, por haber vo­tado en concejo abierto —tal como señala Weber—, y al que muchos varones acudieron con el sable al cinto —en milenaria imitación de los comitia centuriata romanos, como expresión sim­bólica del vínculo entre ciudadanía y capacidad para las armas —cuestión tratada por el propio Weber en Economía y sociedad—, la exclusión de las mujeres del derecho al sufragio.

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nido la venturosa suerte de poder practicar las virtu­des propias de un pequeño Estado y producir su pro­pio florecimiento».

Tan generoso d erro ch e de adm irac ión y de te rn u ­ra p o r las p eq u eñ as nac iones (con todo, m ás ju s tif i­cado que el q u e el p re s id en te G onzález h a q u erid o d ilap id a r rec ien tem en te en favor de la m ás grande) p od ría in d u c irn o s a p e n sa r que W eber lam en ta p e r­tenecer a un E stad o de m asas de se ten ta m illones de h ab itan tes co n stitu id o adem ás en gran potencia m undial, con su fé rrea s y he lad as e s tru c tu ra s b u ro ­c rá ticas y su sociedad civil d isu e lta y a tom izada en anónim os e in te rcam b iab les ind iv iduos, y añ o ra los buenos viejos tiem pos en que A lem ania e ra un rico y variado m osaico de pequeños reinos, de p r in c ip a ­dos, ducados, ob isp ad o s y c iu d ad es libres. Pero no hay n ad a de éso: ni la te rn u ra p o r los pequeños p a í­ses ni el lam en to p o r la som bría , au n q u e «necesa­ria», im agen de la gran po tencia son, com o verem os, al m enos con respecto al d e sa rro llo y la in tención de este texto concreto, o tra co sa que lág rim as de co­codrilo.

Pero, an tes de seguir, creo llegado aqu í el pun to de in tro d u c ir la observación, h is tó ricam en te d iac rò ­nica, de que no es necesario llegar al «E stado de m a­sas» ni a ó rd en es de m agn itud ab so lu ta com o el de los fam osos se ten ta m illones de a lem an es de Max W eber p a ra encon trar, resp e tan d o tan sólo la re la ti­vidad proporcional de m agnitudes en tre unos y o tros tiem pos, re lac iones de causa-efecto fo rm alm ente análogas en el pasado. Podem os re tro ced e r al entre- siglo XV-XVI p a ra que la d esap aric ió n en el II Reich del priv ileg io de e je rce r esos «propios y verdaderos valores políticos» que con tan tie rn o en carec im ien ­to finge en v id ia r n u estro a u to r en los pequeños E s­tados su b s is ten tes se nos conv ierta en u n a especie de dejá vu transh istó rico : bastó, en efecto, en España,

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la unidad nacional incoada y protagonizada por las coronas de Castilla y de Aragón —que contarían, por junto, entre los ocho o nueve m illones de hab itan­tes—•, con la política de gran potencia europea que, casi como un efecto necesario, se desencadenó a raíz de semejante unión, para que de ello redundasen con­secuencias políticas in ternas sorprendem ente aná­logas —abstrayendo, naturalmente, las diferencias de vestido y guardando la proporcionalidad de m agnitu­des—•, a las que, con la fundación del II Reich por la cirugía bism arckiana, alteraron la fisonom ía de Alemania hasta hacerla tan «irreconocible» —por usar la m ism a expresión que aplica Weber— respec­to de su propia imagen anterior, como incom para­ble con la de los pequeños países de su entorno. Así el control d irecto y autónom o de los negocios públi­cos m ediante las m agistra turas locales electivas de la España medieval se vio m ediatizado y capitidis- m inuido por la instauración de los corregidores, de­signados por el poder central (y ancestros, dicho sea de paso, de los gobernadores civiles de hoy en día); las milicias concejiles, figura medieval de la «milicia popular» de que habla Weber, se fueron extinguien­do, aunque no sin resistencia, p rim ero m ediante tí­m idos y en ocasiones frustrados intentos de leva obligatoria nacional (i de cada 12 varones com pren­didos entre los 20 y 50 años, pero no sorteado sino elegido con arreglo a criterios de aptitud , en la leva de 1495) y m ás tarde por el m ercenariado, de extrac­ción casi siem pre m arginal, que form ó el núcleo de los tercios im periales; y por últim o la abolición del «concejo abierto» (especialm ente vivaz y celoso de su au to ridad en las cuatro com unidades del Aragón m eridional, es a saber: Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, creadas por las cartas de población de su reconquistador, Alfonso el Batallador), esto es, la reunión del com ún de vecinos en la plaza, para deli­berar sobre negocios públicos, literalm ente como

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en Appenzell, tan rom ánticam ente evocado por Max Weber.

No es un paralelism o artificioso; lo artificioso sería, a mi entender, a tr ib u ir tan ta im portancia a las diferencias de los tiempos, como para conside­rar casual el hecho de que los rasgos que Weber enum era com o privilegios cuya desaparición hace irreconocible la fisonom ía política de la Alemania unitaria del II Reich guarden tan rigurosa analogía con los rasgos de dem ocracia medieval que la uni­dad de España, con la concom itante política de po­tencia lanzada sobre Europa y el Mogreb, se llevó por delante para siempre. Y tal analogía ¿no vendría a convalidar, por una parte, la afirm ación de Burc- khardt señalando la potencia como fuente de m ales —o del m al— en la historia, y, por otra, una trágica y fatal vinculación entre política de potencia y uni­dad? Ortega y Gasset, en un pasaje del prim er capí­tulo de su España Invertebrada —y reuniendo para el caso su horteril adm iración por la grandeza con su m ás selecta cursilería estilística—, al tra ta r de evocar en fantasía el momento en que Mommsen, en su Historia Romana, se dispone a iniciar, tras los prelim inares, el relato de los hechos, escribe lo si­guiente: «La plum a en el aire, frente al blanco papel, Mommsen se reconcentra para elegir la prim era fra­se, el com pás inicial de su hercúlea sinfonía. [...] La pluma suculenta desciende sobre el papel y escribe estas palabras: Im historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de in­corporación». Inspirado en esta «suculenta» frase del adm irado historiador, Ortega inventa la gran virtud histórica que bautiza como «potencia de incorpora­ción» (o «de nacionalización», ya que con am bos nom bres la designa) y que enseguida hace propia de Castilla, para encarecerla como la virtud por la cual ésta protagonizó la form ación de la unidad de Espa­ña. No es m ucho suponer, por consiguiente, que lle­

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gase a sen tir la m ism a adm iración por la Prusia bis- m arckiana, y un indicio de ello puede ser el hecho de que fuese a echar m ano justam ente del vocablo alem án y tal vez bism arckiano Weltpolitik para m en­ta r la política de potencia que la unidad de España inauguró: «El resultado fue que, por prim era vez en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad espa­ñola fue hecha para intentarla» (Ortega y Gasset, España Invertebrada, 4. «Tanto monta».)

Pero volvamos a Max Weber. Al final del pasaje ci­tado, que arrancaba con la pregunta «¿Por qué m o­tivo nos hemos convertido en una gran potencia?», repite, en otros térm inos, el mismo interrogante: «En efecto, ¿por qué hemos asum ido voluntariam ente el camino de este destino político?» (Pregunta en la que conviene subrayar un rasgo muy alem án y a la vez característico de todos los devotos de la historia: ha­cer com patibles los opuestos voluntad y destino ; ras­go que en Nietsche, aunque en el plano personal, se enfatiza hasta proclam ar como deber el de am ar el propio destino.) Y acto seguido se contesta: «No cier­tamente, por vanidad, sino en razón de nuestra res­ponsabilidad ante la historia. [...] Un pueblo de setenta millones de habitantes, ubicado entre las po­tencias conquistadoras del mundo, tenía el deber de transform arse en un Estado de gran potencia. Debía­mos ser una gran potencia, e incluso, para poder ha­cer sen tir nuestro peso en las grandes decisiones sobre el fu turo del mundo, debíam os a rriesgar esta guerra». [...] «Lo im ponía el honor de nuestro p a tri­monio étnico-cultural». [...] «No sólo está en juego nuestra existencia. Las pequeñas naciones viven en torno a nosotros a la som bra de nuestra potencia. ¿Qué sería, sin ella, de la independencia de los es­candinavos? ¿Qué sería de la de Holanda y de la del Tesino, si Rusia, Francia, Inglaterra e Italia no se vie­ran ya obligadas a tem er a nuestro ejército?» La omi­sión de Bélgica en esta enum eración de pequeñas

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naciones protegidas responde, obviamente, al hecho de que ese ejército ya la tenía invadida desde 1914, si bien, en otro pasaje de la conferencia, rechaza cual­qu ier pretensión anexionista sobre Bélgica por p a r­te de Alemania, justificando, no obstante, la invasión por el hecho de que Bélgica haya preferido confiar su neutralidad a la protección anglofrancesa antes que a la alem ana: «En realidad, el elem ento decisi­vo fue que Bélgica fortificó sus fronteras con noso­tros, al tiem po que quedaba en condiciones de no poder defender de ningún modo sus fronteras fren­te a un ataque de Francia y, sobre todo, de Ingla­terra». Así que Alemania atacando a Bélgica sería sólo un mero brazo ejecutor, señalado por «el desti­no», de una especie de castigo histórico contra Bél­gica, por no haber sabido reconocer quién era el verdadero protector de las pequeñas naciones, pues, más adelante, afirm a: «Nosotros tenem os un interés cultural en que la integridad étnica flam enca no de­genere, y un interés político en que no sea globalmen­te influida en un sentido francés».

Pero tan generosa com petencia por arrogarse, en exclusiva, la protección de las pequeñas etnias o na­ciones, que Weber eleva incluso a «responsabilidad ante la historia», amén de ser la vieja coartada —no sólo alem ana— de toda política de gran potencia, re­cuerda dem asiado las guerras entre bandas de gang- sters por el m onopolio de la «protección» de uno u otro barrio de Chicago. Pero, ya en su artícu lo «En­tre dos leyes», publicado ocho m eses antes de leer la conferencia que vengo comentando, Max Weber, tras recordar tam bién (ya que el artícu lo tiene por motivo una polém ica con pacifistas suizas), no sin respeto, la apreciación del h isto riador suizo Burc- khardt sobre «el carác te r diabólico de la potencia», se digna regalar el oído de los suizos con sus expre­siones de ternura por los pequeños países: «No sólo las puras virtudes cívicas y la genuina democracia.

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aún no realizada en ninguno de los grandes Estados, sino tam bién los valores infinitam ente m ás íntim os y, sin embargo, eternos, únicam ente pueden florecer en aquellas sociedades que renuncian a la grandeza política». Pero tan noble reconocim iento «de las pu­ras virtudes cívicas y la genuina dem ocracia» que sólo las pequeñas naciones com o Suiza tienen la di­cha de poder d isfru ta r va a revelarse, en un pasaje u lterio r del m ism o artículo, solam ente una coarta ­da m iserable para darse mayor au to ridad en sus re­proches al pacifism o suizo: «En la neutralidad an tim ilitarista de los suizos y en su rechazo de la po­lítica de potencia [«política de potencia» que en aquel momento consistía nada menos que en haber desen­cadenado la guerra en toda Europa] tam bién existe en este m om ento una dosis de incom prensión ver­daderam ente farisaica del carác te r trágico de los deberes históricos que recaen sobre un pueblo cons­tituido en gran Estado». ¡Oh, Suiza ingrata, que, teniendo la ventura de poder d isfru ta r los cuasi-pas- toriles privilegios políticos de una m oderna Arcadia, no quería com prender hasta qué punto su dicha m ism a era acreedora al trágico destino que la his­toria había impuesto, como responsabilidad ine­ludible, a la gran Alemania del II Reich! Respecto de esa responsabilidad ya ha dicho en un párrafo an­terio r del m ism o artículo:

«Nos llam arán (las generaciones venideras y sobre todo nuestros propios descendientes) a nosotros [su­brayado de Weber] a responder, y con razón, porque somos un gran Estado, y porque, a diferencia de aquellos "pequeños" pueblos podem os lanzar sobre la balanza nuestro peso, el peso de nuestra posición respecto de este problem a de la historia. Y precisa­m ente por eso gravita sobre nosotros y no sobre di­chos pueblos el m aldito deber [subrayado mío] y la obligación an te la historia, es decir, frente a la pos­teridad, de contraponernos al sometimiento del m un­

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do entero por parte de esas dos potencias [Rusia e Inglaterra, «con un agregado, tal vez, de raison la­tina»]. Y en este punto, tal vez porque una arriérre pensée, ligada a la m ism a tradición, tan alem ana, de beaterio por la G recia Clásica, que le hace sen tir tanta te rnu ra por «las puras v irtudes cívicas y la genu ina dem ocracia» de las p eq u eñ as naciones, puestas en casi palm aria analogía con las ciudades- estado de la Hélade, le ha hecho sen tir la creación del II Reich como algo equivalente a la del Im perio Ateniense, m ediante la Liga m arítim a de Délos, de­fensora tanto de la cu ltu ra helénica frente a los b á r­baros de O riente (Im perio Persa, antaño; Im perio Ruso, hogaño), como de la dem ocracia ática en las islas y en la Jonia frente los pujos hegemónicos de E sparta (hoy Gran Bretaña, aunque se hayan in ter­cam biado los papeles en la form a de dominio, esto es: m arítim a o terrestre), en este punto, decía, el artícu lo adquiere, consciente o inconscientemente, perceptibles resonancias del segundo discurso de Pe- ricles (Tucídides, libro II, capítulo IX): «Si nos sus­trajésem os a este deber, el Reich alem án sería un costoso e inútil lujo de carác ter nocivo para la civi­lización, que no habríam os debido perm itirnos...»

Tales acentos pericleos recurren en los párrafos finales de la conferencia, acentuados, incluso, con la idea del «no poder volverse atrás» (y recuérdese que Pericles también defendía su guerra contra la nacien­te crítica de los pacifistas, a quienes —al igual que Weber tacha de farisaicos a los suizos— reprocha­ba el querer darse tono de justos y virtuosos):

«Si no hu b iésem o s q u e rid o a r r ie s g a r e s ta g u erra , en tonces h ab ría m o s podido re n u n c ia r a la creación del Reich y c o n tin u a r ex istiendo com o un pu eb lo de pequeños E stados. [...] N uestro d es tin o es que no so­m os un pueb lo de sie te m illones sin o una nación de se ten ta m illones d e a lem anes. E ste h echo ha co n s ti­tu ido esa irrevocable responsab ilidad an te la h istoria ,

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de la cual, aunque hubiésemos querido, no podíamos sustraemos. Es eso lo que es preciso considerar per- manemente si se nos plantea hoy la pregunta sobre el «sentido» de esta interminable guerra. El peso de este destino que debemos soportar ha elevado a la na­ción, bordeando precipicios y el peligro del derrum ­be, sobre el escarpado camino del honor y de la gloria —del cual no hay posibilidad de retorno— hacia la límpida y estimulante atmósfera donde opera la his­toria universal, en cuyo adusto pero poderoso rostro ha debido y podido mirar, para imperecedera memo­ria de la posteridad.»

Final de conferencia, donde, sobre el acorde de «ha elevado la nación», tam bién los conmovidos ecos de Pericles se transfunden de pronto y elevan la solem ­nidad de los com pases hasta el m ás alto pathos de la grandiosa tachunda hegeliana.

Inédito e inconcluso de 1990

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O Religión o H isto ria

El siguiente fragmento es la primera parte de un texto que surgió de esta manera: don José Luis Aran- guren me ofreció participar con él en ciertas «jorna­das culturales» de Navarra, que tendrían lugar en agosto de 1984. En nuestro núm ero él haría de pre- guntador y yo de contestador o para usar las deno­minaciones de los números de payasos — m uy adecuadas a una jornadas cuyo lema era «La cultura es una fiesta»— él haría de clown y yo de augusto. Yo le pregunté que cuál sería el argumento y él me dijo que lo escogiese yo. Como por entonces había an­dado yo leyendo el ensayo de Max Weber sobre el Con- fucianism o y tomado m uchos apuntes, le propuse que hablásemos sobre la religión; el profesor Aran- guren se m ostró de acuerdo y todavía le rogué que me preparase un cuestionario. Así lo hizo, pero yo no pude cum plim entarlo todo por extenso; de modo que me presenté en Navarra con estas páginas, que cu­brían sólo una parte del cuestionario, mientras el res­to de éste iba contestado sólo en apuntes. Jm fiesta fue en Sangüesa y tuvo poco que ver con lo que yo había imaginado. Tratando de cum plir siquiera par-

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cialmente con m i contrato o com prom iso con el público, qu ise que al m enos estas páginas se reprodujesen a multicopista y se distribuyesen a los asistentes, pero como la cultura era allí una fiesta, los organizadores no pudieron siquiera disponer de tan ú til aparato de reproducción de textos. Así que me volví a M adrid con estos papeles y hasta hoy. Otras circunstancias han dejado en suspenso el posi­tivo propósito de continuarlos según un programa bien determinado. Afortunadam ente, lo que ahora ofrezco escrito tiene la unidad que le presta el llegar justam ente hasta el punto en que la marcha del tex­to decide que el título pertinente no puede ser otro que el de la drástica disyuntiva «O Religión o Histo­ria», de manera que pueda presentarse como una in­troducción. De las preguntas del profesor Aranguren, transcribo sólo las contestadas, om itiendo las que no llegué a contestar por extenso, asi como las que no supe contestar por ignorancia, como una que hace re­ferencia a Bergson, cuya obra desconozco, y otra que se refiere a la diferencia entre sky y heaven, pareja semántica que me es del todo nueva en el tratam ien­to de las religiones.

Prim era pregunta de Aranguren: Me dijo que po­díam os hab lar de «lo divino y lo humano». Tradu­ciendo, entiendo que podemos hab lar de religión y de lo que m ás se acerca, en la tierra, al «paraíso» re­ligioso. ¿Cree que el paraíso terrenal o el Edén de la Biblia es una im aginería típicam ente religiosa o está más bien en la línea de la «Arcadia», de la Atlán- tida, de El dorado, es decir, de un paraíso pasado, perdido y, en el m ejor de los casos, recuperado o re­cuperable, pero que, de todos modos, es o fue real, en el sentido fuerte de la palabra?

Respuesta a la 1.a pregunta: Le propuse hablar de lo hum ano y lo divino, pero haciendo el chiste inten­cionado, aunque no sé si inútil, de ir contra el senti­

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do usual de esta expresión, que quiere decir hab la r de toda clase de cuestiones inm otivadam ente enla­zadas y repasadas, para referirm e, por el contrario, a algo sum am ente específico, la cuestión de los hom ­bres y sus dioses o creencias (o m ás bien de sus esti­maciones sobre el bien y el mal del m undo —digo «del mundo», incluyendo todo m undo posible o pen­sado, y no sólo «este m undo»—, punto en el que la esfera propia de la religión se deslinda claram ente de la de la ética y la moral, pues éstas limitan su cam ­po al «bien obrar» o el «mal obrar» del hombre, cosa que tiene mucho que ver con el bien y el mal del m un­do, pero que no se le identifica en modo alguno; la ética no trata, por ejemplo, de la m aldad o la bon­dad del C reador y su creación, que es tem a propio de la religión). Se tra taba, pues, de quitarle a la ex­presión toda su genericidad extensional, conserván­dola, sin embargo, para aprovechar su carga enfática en el sentido jerárqu ico de a firm arla como cuestión de cuestiones, o cuestión muy específica en su con­tenido, pero de máxima generalidad en sus alcances.

El tiempo, concebido como cosa obviam ente obje­tiva, tiene no poco de superchería; y no hace falta llegar a las tendencias referencialistas de ciertos ló­gicos anglosajones para señalar esa objetivación, que, lingüísticam ente, equivaldría a una especie de semantización; ya era, en la gram ática y, derivada­mente, en la epistemología (aunque aquí, por lo poco que tengo entendido, hay que hacerle honor a Kant), uno de los grandes prejuicios y perjuicios derivados de haber erigido hace ya siglos la gram ática lati­na por m odelo universal de todas las gram áticas —achaque que ni aun hoy creo que se haya acabado de reparar del todo—, pues el latín se presta acaso como ninguna otra lengua conocida a esta equívoca reificación de la tem poralidad. Ello tiene, a mi en­tender, la m ás estrecha relación con el hecho de ha­ber privilegiado la frase asertiva como oración

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neutra, presuntam ente no modal, presum iendo que en ella el hablante se refiere, como un testigo impar- cial, inm ediatam ente al denotatum , a las cosas, sin mediación de la subjetividad en cuanto actitud. (Tal vez la teoría del acto intencional de H usserl po­dría llevarnos a la aparentem ente extrem osa conse­cuencia de que en una oración declarativa habría que buscar, en principio, tan ta parte de «actitud subjeti­va» como en una injuria.) Pero tam bién para la fra­se asertiva vale el principio de que la relación del hom bre con el m undo está m ediada por la relación del hom bre con el hombre, y, en consecuencia, ha­bría que concluir que tam bién los llam ados «tiem ­pos verbales» son índices que afectan al decir mismo y no a lo dicho; y siendo este últim o carác te r el que caracteriza para m uchos a los llam ados «modos» queda desvanecida y anulada la clásica distinción, y los «tiempos» vienen a ser, a este respecto, también «modos». No es que quiera un ir yo los verbos decla­rativos con los desiderativos y familia, pues sería ne­gar un hecho gram atical tan relevante como el de su diferencia de rección, con indicativo y subjuntivo, respectivamente. Sólo quiero poner el acento en la consecuencia ilegítim a de que los tiem pos —o sea el modo indicativo— sean puestos fuera de la «mo­dalidad»; hay gram áticos que hasta definen el indi­cativo como «no modal», lo que para ellos equivale a considerar inhibida en el indicativo cualquier po­sible actitud positiva en el hablante, con lo que im­plícitamente remiten los llam ados «tiempos» a datos objetivos de lo dicho, lo que es una m anera de seman- tización. Los tiempos deberían ser considerados como a modo de modos de los uerba dicendi. El abu­so más resonante y m ás perjudicial recae sobre el futuro, al que suele otorgarse la m ás im pertinente —y, por sus consecuencias, m ás m ortífera— reali­dad. Si bien todavía El Brócense acertó a percibir y a acen tuar su ca rác te r modal —y, en cierto senti­

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do, praxiológico—, diciendo: «futuro para prometer». La prom esa y la profecía —que tanto tienen que ver con las religiones— son asertos, pero ¿quién osaría decidir si el fu turo que se usa para ellas es una mo­dalidad del decir o un dato de lo dicho?

Por eso me parecen vanas y hasta nocivas las creencias o afirm aciones de existencia acerca de un ayer o de un m añana. Una creencia «realista» sobre el mito del jard ín de Edén, lo m ism o si se proyecta hacia el «pasado», hacia el «futuro» o hacia am bas cosas a la vez, es deletérea para el m ito mismo, por­que busca su legitim ación —y sin pensar prim ero si es que hay motivo para buscar alguna— en lo dadoo en lo posible, o sea, en lo existente. Por el con tra­rio, tal vez la esencia de la actitud y de la m entali­dad religiosa (y esto se propone aquí como postuladoo axioma inicial) consiste justam ente en el rechazo del principio de realidad como criterio válido para la determ inación del bien y el mal del mundo. Podría incluso decirse que como dos cabras m ontesas muy bien encornadas, la «testarudez de los hechos», tan com placientem ente encarecida por el culto al p rin ­cipio de realidad, y la cabezonería de la obstinación religiosa están destinadas a cornearse frente a fren­te, cada vez m ás encabronadas una contra otra. Para el religioso ni la ineluctabilidad es un argum ento para convertir el mal en bien, ni la im posibilidad lo es para convertir el bien en mal. Hay un pragm atis­mo que incluso hace pecado del deseo de lo im posi­ble, sin darse cuenta de que está incurriendo en un argum ento—San Anselmo, pues inclu ir la im posibi­lidad como un defecto capaz de hacer malo el con­tenido de un deseo equivale a incluir la existencia entre las perfecciones. La posibilidad no es una nota de perfección; en contra de ello, o sea, por conside­rar que sí lo es, m uchos «realistas» han dado hoy en considerar inm oral al pacifism o en nom bre de su

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presunta im posibilidad. Aún así no se han atrevido a dar el paso de relegar a la paz m ism a entre las co­sas malas, sino que, según el sagaz dicho de La Ro- chefoucauld de que «la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud», se han visto obligados a hacer esta últim a, prudente y circunspecta reveren­cia a la religiosidad hum ana, en el preciso sentido arriba dicho de «religiosidad» como rechazo del prin­cipio de realidad por c riterio pertinente para deter­m inar el bien y el mal del mundo. Decir que la paz es buena a nada comprom ete, si se añade que su im­posibilidad hace, no obstante, mala, inmoral, la con­ducta que la toma por objeto. El pragm atism o no osa aquí ser del todo consecuente, pues no se atreve a afrontar la im popularidad de condenar la propia paz por imposible. H acer buena la paz y m alo el pacifis­mo es ponerle una vela a Dios y o tra al diablo, lo que a m enudo suele ser tanto como ponerle dos velas al diablo; si bien el dicho de La Rochefoucauld debe tam bién recordarnos que cuando el vicio se siente obligado a rend ir hom enaje a la virtud, es que ésta todavía pervive al menos como disfraz de convenien­cia, como apariencia prestigiosa; y algunas veces la v irtud m ism a ha renacido justam ente de este sim u­lacro que se sintió obligado a respetar el vicio, de tal m anera que la hipocresía puede ejercer la función ambivalente de proteger, por una parte, el vicio, y de salvaguardar, por otra, contra su voluntad, tan si­quiera la imagen de la v irtud perdida. El vicio cele­b rará su victoria total el día en que pierda hasta la necesidad de guardar las apariencias, pues en éstas es donde la v irtud podría c ifrar aún su últim a espe­ranza.

Resumiendo: aprem iado por la cuestión de la le­gitimación de las prom esas o las esperanzas de las religiones a p a rtir de la «realidad» p retérita o fu tu ­ra de un paraíso perdido, recuperable o alcanzable, no sólo he rechazado como pertinente a «lo religio­

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so» tal clase de legitim ación, sino que de pronto ese ivchazo m ism o (descrito como «rechazo del p rinci­pio de realidad como criterio pertinente para d iri­m ir sobre el bien y el mal del mundo») se me ha erigido como nota esencial definitoria del esp íritu ii'ligioso en general: es propiam ente religiosa la ac­titud para la cual los argum entos de existencia, como l;i posibilidad o im posibilidad, carecen de toda vali­dez en cuanto a d ictam inar sobre el bien y el mal del mundo. Tal caracterización de la religiosidad, como ivcién nacida, está todavía en pañales, y de m om en­to no acerta ría a responder a quien me interpelase sobre ella: confiemos en que los ejem plos y contras­tes sucesivos la pongan en su sitio, ya que, lejos de ser ninguna conclusión, es un axioma de partida. (Eni uanto a la crítica del realism o tem poral, no he he­cho m ás que seguir lo que consecuentem ente exige el ya viejo reconocim iento de las categorías gram a­ticales detrás de las categorías ontológicas de Aris­tóteles; según esta inversión de perspectiva, no tiene que ser el Tiempo el que dé razón y explique los tiem­pos verbales, sino éstos los que expliquen y den ra­zón del Tiempo. Contra esta nueva perspectiva es contra lo que se procede cuando los «tiempos ver­bales» son contrapuestos a «los modos», consideran­do a éstos como afecciones del decir y a aquellos como determ inaciones de lo dicho.)

Una copla andaluza dice así: «A la reja de la c á r­cel / viene a verme esta gitana; / tengo cadena perpe­tua / y no pierde la esperanza». A mí, personalmente, y sin el m enor prejuicio ni preconcepción teórica, oír en labios de otro la palabra «esperanza», que yo nun­ca empleo, siem pre me ha dado, sin poderlo evitar, un sonido como a m oneda falsa; siem pre me ha so­nado a un cierto voluntarism o de los sentim ientos que depone en los hechos las expectativas de un ho­rizonte m ás risueño que les perm ita m ecerse en las tinieblas del presente. Tras cada nueva y recrecida

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repetición de la catástrofe vuelve a ofrecerse el bál­samo de la esperanza, como para inhibir una vez más las fuerzas de la desesperación. Pero, además, m irán­dola como virtud, pesa siem pre un equívoco sobre la esperanza: el de si se m antiene en vilo por la lla­ma del puro corazón o si, en cambio, remite a la con­fianza en el m undo y en las cosas; en todo caso, tan sólo podría ser esa v irtud por la que pretende ser tenida, cuando alienta y se mantiene, como la de la gitana de la copla, a despecho de toda probabilidado posibilidad; cuando, vuelta la espalda a todo cálcu­lo, es sólo fidelidad incondicional. Si los hom bres estam os o no estam os condenados a cadena perpe­tua no es dato que concierna al alm a religiosa en lo que atañe a d iscern ir el bien y el mal del mundo; la ineluctabilidad de las cadenas no las haría ni un pun­to mejores, como la falta de alas no nos hace el vo­lar menos deseable. Por eso el dato que nos im porta a gitanas y gitanos no es la legitim ación por un ayer efectivamente habido o un m añana posible, sino la indisuadible e inalterable obstinación con que la idea del bien resiste a toda experiencia de lo dado. La re­ligiosidad es esa obstinación.

Un aforism o irónico, a la m anera de Juan de Mai- rena, que escribí hace algún tiem po decía así: «Sin embargo... ¡oh, sin embargo!, parecen adivinarse aquí y allá dispersas, débiles, inciertas huellas de que tal vez ha habido, o ha podido haber, o, por lo menos, ha querido haber, alguna vez, un mundo». Es la ob­jeción ingenua contra la c ruda y dura afirm ación «Jam ás ha habido un mundo», en que tím idam ente se atreve a a lzar su «sin embargo» una obstinación totalm ente indiferente a la confusión de tom ar por reliquias arqueológicas huellas que bien podrían no ser m ás que un déjà vu espejism o del deseo. La obs­tinación religiosa no sólo rehúsa la necesidad de le­gitim arse m ediante credenciales de docum entación histórica, sino que es positivam ente suspicaz ante

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» ualquier apelación a un «haber sido», por el tem or de que la inercia de unos precedentes se in terfierai ii el im pulso de la aceptación. La legitim ación his- lorica es irreligiosa, impía, como cualquier o tra le­gitimación fáctica.

La aceptación del principio de realidad y su asun- t ion positiva como norm a ética nadie la form uló tan drásticam ente como el rabí Don Sem Tob: «Si non es lo que quiero, / qu iera yo lo que es». Nada ha po­dido decirse m ás im pío ni m ás irreligioso. No obs­tante, justam ente a través de éste «quiera yo lo que es •>, de esta impía voluntad de la conducta de atener­se de buen ánim o y con la disposición más positiva n lo que m ande la facticidad, es a través de lo que se lian deslizado las m ás torvas y m ás m iserables t om plicidades de las religiones positivas con el po- dcr del mundo, desde el m omento en que la m ás horrenda e inhum ana de las facticidades puede legitim arse m ediante su adscripción a «voluntad di- \ ina». Así en Fernández de Oviedo, Historia general \ natural de las Indias, libro XXXIII, capítulo XII: «Yo veo questas m udancas e cosas de grand ca­lidad sem ejantes no todas veces anda con ellas la ra- S'on que a los hom bres paresce ques justa, sino o tra del inicion superio r e juicio de Dios que no ap a n g a ­m o s ; y como él es movedor de todo (o más servido de lo que subgede) e sin su voluntad ninguna cosa se puede concluir, tengam os por m ejor lo que vemos eletuar, pues no se alcancan los fines para que se hacen las cosas; e de la providencia de Dios no nosi onviene p laticar ni pensar sino que aquello convie­ne». Aquí vemos cómo Fernández de Oviedo, para pa­sa r del «si non es lo que quiero» («si con estas m udanzas y cosas no anda todas las veces la razón que a los hom bres parece que es justa») al «quiera vo lo que es» («tengamos por m ejor lo que vemos electuar») usa por m ediadora la inescrutable volun­tad divina («otra definición superior y juicio de Dios

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que no alcanzarnos»). La religiosidad, cuya esencia es el rechazo del principio de realidad como crite ­rio para d irim ir sobre el bien y el mal del mundo, se traiciona capitalm ente a sí m isma al esgrimir, bajo la advocación de «voluntad divina», el propio p rin ­cipio de realidad que ha rechazado. Con la voluntad de Dios puesta por testaferro del principio de reali­dad, el impío «quiera yo lo que es» puede incluso pa­sar por una aspiración piadosa. El principio de realidad, expulsado del templo por la puerta, ha vuel­to a entrar, bajo el nom bre de voluntad de Dios, por la ventana. N aturalm ente, el voluntarioso dios per­sonal judeo-cristiano reunía ya las condiciones más idóneas para se r tomado como testaferro de la irre ­ligiosidad: ¡cuántas tolerancias, complicidades y has­ta com placencias con el mal del mundo, cuántos crím enes e inhum anidades de sus m antenedores, se han aceptado, acatado, am parado, legitim ado y has­ta bendecido bajo el nom bre de «voluntad divina»! Es notable considerar de qué m anera una noción de Dios, al explotar su capacidad para constitu irse en sustitu to y hasta sosias del princip io de realidad, puede quedar d iam etralm ente enfren tada a la esen­cia misma de lo religioso, convirtiéndose en paradig­ma de lo impío. ¿Será esta convergencia de la religión positiva con el creciente culto a la facticidad —cuyo «atente a los hechos» sería ya vano tra ta r de d istin ­guir del viejo «acata la voluntad de Dios»— la señal del Anticristo?

He señalado el ca rác te r antirrelig ioso tanto de la sim ple falta de rechazo de la necesidad y la fatali­dad como de cualquier dem anda de legitimación fác- tica y en p a rticu la r histórica. En la m ism a medida en que los pueblos o las identidades étnicas o nacio­nales son siem pre invenciones o engendros cim en­tados en una legitim ación histórica, y por lo tanto hijos de la im piedad y del pecado, resu ltará que el rasgo de «universalidad» —en cuanto negación de ta­

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les diferencias— es una nota de lo religioso que se desprende por sí m ism a del rechazo del principio de realidad —al cual, precisam ente pertenece la legiti­mación h istó rica—, sin que sea necesario añadírse­la por un costado. Al considerarla como algo que se desprende por sí m ismo del rechazo del principio de realidad como criterio del bien o el mal del mundo, queda apun tada la vía por la que, m ás adelante, tra ­taré de esclarecer qué significa esa universalidad en cuanto rasgo necesario de «lo religioso».

En cuanto al mito del jardín de Edén, un testim o­nio de la obstinación religiosa que lo alienta, o al me­nos lo alentaba, lo hallamos en el modelo tradicional de cuento popular que genéricam ente podría ro tu­larse como «cuento de la condición». El esquema res­ponde a la fórm ula literaria general de la «peripéteia kai anagnorism ós», pero lo peculiar es que la pre­misa y el desencadenante de la peripéteia consista en una condición. La situación inicial es un estado de constancia y de quietud, tal como corresponde a la felicidad y a la inocencia; y en ocasiones la repre­sentación de tal estado recurre justam ente a la figu­ra de un jardín; el jard ín es un espacio inmanente, autorreferente, en equilibrio, no proyectivo, adinám i­co, no orientado, no polarizado, carente de sentido, lili en sí mismo, como la felicidad. Pero, como en el de Edén, surge la condición: a punto ya de partir para una expedición de caza, el m arido entrega a la espo­sa todas las llaves del castillo, incluida la pequeña llave de oro del cuarto de la torre, contra cuyo uso, no obstante, la previene: «... pero guárdate bien de en tra r en el pequeño cuarto cerrado de la torre, et­cétera». Pone, pues, todas las llaves en sus manos, para que pueda u sa r de todas ellas, incluso de la del cuarto de la torre, aun advirtiéndola contra la ten­tación de e n tra r en él, al igual que Yahvé pone al al­cance de las m anos de Adán y Eva todos los árboles

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del jard ín de Edén, incluido el de la ciencia del bien y del mal, diciendo: «De todos los árboles podéis co­mer, pero guardaos bien de com er del árbol de la ciencia del bien y del mal, etcétera». En uno y otro caso, la prem isa del argum ento es la propuesta de la condición (condición para conservar la felicidad presente) y su infracción es el desencadenante de la peripéteia. La curiosidad con que tradicionalm ente son infam adas las m ujeres llevará a la esposa a in­fringir la condición; no bien abierto el pequeño cuar­to de la to rre se desatan de súbito todas las fuerzas y todas las fu rias de la desgracia y la necesidad; a p a rtir de ese instante toda la peripéteia consistirá en la lucha denodada contra esas fuerzas y esas fu­rias hasta vencerlas y alcanzar el happy end del anag- norismós, que no consiste sino en la restauración del jardín originario. No sé si este tan característico m o­delo de cuento popular está tejido sobre el propio mito bíblico del jard ín de Edén o participa de otras mitologías, pero, sea como fuere, la persistencia del mito parece a testiguar que el estado del hom bre siem pre ha sido sentido como un estado de infelici­dad, y, lo que es m ás im portante, que toda la expe­riencia acum ulada de la perdurabilidad y la constancia de esa infelicidad no ha bastado para de­ja r de considerarla como anóm ala, sino que, contra toda evidencia, contra el ap lastan te y anonadador desm entido de los hechos, sigue el hom bre sin tién­dose nacido para otro muy distin to y, por supuesto, m ás feliz estado. Rem itir el origen de la infelicidad a algo que se hizo, en un principio, mal, es negarle a la infelicidad las credenciales de condición conna­tural al hom bre y a su mundo. A despecho de la to­tal y asoladora falta de experiencia de un bien del m undo nunca conocido, sigue siendo el constante y perdurable mal lo reputado como anom alía. La cien­cia del bien y del mal —del bien y el mal del mundo— no es una ciencia em pírica; antes, po r el contrario,

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os justam ente la m enos em pírica que quepa im a­ginar.

Sin embargo, los hombres, pervertidos, al igual que Don Quijote, p o r tan tas y tan tas h isto rias de aventu­ras, han acabado por sacarle m ás sabor y hallarle más sentido a los arduos e inciertos avatares de la peripéteia (por lo demás, sentido propiam ente dicho lan sólo ésta lo tiene; la felicidad, por ser fin en sí misma, carece de sentido); la fuerza y la voluntad que han de aplicarse a sa lir victoriosas de tales avatares dan lugar, a través de su ejercicio, a una hipertrofia instrum ental, que hace de la función fin en sí m is­ma, como un órgano m ayor de lo que pide su necesi­dad orig inaria que se pusiese a dem andar funciones en que poder em plearse y ejercerse. Ociosamente, se acaban inventando y prospectando objetos y funcio­nes tan sólo por da r trabajo al instrum ento y ap la­car su insaciable dem anda de ejercicio. A la índole de este extraño anim al en que consiste el instrum en­to h ipertrofiado pertenece el sujeto del progreso. El progreso es una peripéteia que ha perdido cualquier posible anagorism ós, y se ha convertido en fin en sí misma. Lo peor no es que el progreso comporte, como todo el m undo sabe, un culto al instrum ento; lo peor es que sea la exaltación, la glorificación y la santificación del hom bre instrum ental. La m aldi­ción que pesa sobre el hom bre del progreso es la de verse a rras trado a una peripéteia sin fin, sin alcan­zar jam ás el anagorism ós. Pero el m ito del Edén y el cuento de la llave del cuarto de la to rre no sancio­naban la peripéteia sin fin del hom bre del progreso como el destino y el devenir connatural a la propia condición hum ana, sino com o un estado de infelici­dad y de violencia originados por una anom alía y di­rigidos al anagorism ós de la restauración de la natal y natural felicidad perdida. El progreso, que nos fue despachado com o un instrum ento, se nos trocó en las manos en su propio, redundante fin. El progre­

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so, que se autoproclam ó instrum ento para a lcanzar el bien del mundo, ha acabado por convertirse en su renuncia m ás definitiva.

Nota sobre la legitimación. Toda legitim ación es, a la postre, irreligiosa; prim ero, porque no parece que pueda haber o tra que la que consiste en un an­tecedente, en una corroboración docum ental, y, se­gundo, porque consiste siem pre en un títu lo extrínseco al contenido de lo que legitima, y lo reli­gioso no puede tener más títu lo que el de la propia cualidad de lo que en ello m ism o queda m anifies­to. La legitim idad es una au to ridad otorgada y re­cibida. El bien y el mal del m undo no pueden determ inarse p o r sanción, p o r refrendo, por consen­so o por convenio, como se determ ina lo legítimo. Por o tra parte, la necesidad de legitim ación es una pes­te que inficiona hasta los tejidos m ás insospechados: ¿cuántos enam orados no caen en la tentación de le­gitim ar su propio am or recurriendo a la predestina­ción, que les perm ite concebirse nacidos el uno para el otro? Antes que reconocerse autores de su propio amor, creadores originarios del bien que en ese am or han encontrado, prefieren suponer sobre sí m ism os las fuerzas superiores y exteriores de un destino; lo que les proporciona ese destino es la anticipación del hecho en sus designios, es el «estaba escrito», que legitim a aquello en que se cumple. Tal vez todo pre­sente especialm ente dichoso resu ltaría tem ible para el hombre, si hubiese de percibirlo como un hoy na­tivo, como un ahora origen de sí mismo, como el agua brotando en ese instante de su propio venero prim or­dial, como algo que, bajo ningún respecto, fuese re­petición, retorno ni confirm ación de nada, sino que, de un modo absoluto, d isfru tase de la pura n a tu ra ­leza de principio. La dem anda de legitimación, que en tan diversas m aneras se presenta, responde a la necesidad de protegerse contra la irresistib le apa­rición de tan deslum bradora especie de milagro. Ya

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nólo el calendario, que legitim a con una notación e Inscripción anticipada los días venideros, es un se-

[turo abortivo contra todo posible nacim iento de un ii>y inesperado. Las fechas están agazapadas en el

calendario, igual que gatos jun to a la ratonera, para m atar los d ías en el instan te m ismo de salir.

Segunda pregunta: ¿Qué piensa, en relación con lo que acabo de preguntar, del Olimpo griego, del pa­raíso celestial cristiano y de los otros lugares de bie­naventuranza m ás allá de esta vida, según las diferentes religiones?

Respuesta a la 2.a pregunta: Siem pre me ha pare­cido que al menos la progenie de los dioses de lo alto, que hallaron la más tenebrosa representación en el exclusivo y excluyeme Yahvé, mucho m ás que satisfa­cer —como vulgarm ente se pretende— a la dem an­da de la perplejidad hum ana ante la naturaleza (si <-s que la existencia m ism a de tal perplejidad es una suposición que pueda ser creída), vino a satisfacer la de su turbación ante las incongruencias del des­tino humano, ya sea individual, ya colectivo o h istó­rico. Así como el César tiene la función de fiador de la moneda, parece que la función fundam ental de Dios era la de F iador de la Venganza. Venganza no necesariam ente en el sentido estric to de devolución ¡d victim ario po r parte de la víctim a de la injusticia padecida, sino en el sentido am plio de ném esis o compensación. En lo individual, vemos a Crises, en el prim er canto de la ¡liada, reclam ar de Febo la ven­ganza que a él no le es dado tom arse po r su mano.I '.n lo colectivo, el salm o 94 —por escoger uno entre muchos— com ienza literalm ente: «¡Dios de las ven­ganzas, Yahvé! ¡Dios de las venganzas, manifiéstate! / álzate, juez de la tierra, da a los soberbios su m ere­cido. / ¿H asta cuándo los impíos ¡oh Yahvé!, / hasta cuándo los impíos triunfarán?». Y el celebérrim o «Super flum ina Babiloniae», salmo del destierro, nos

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añade una clave, al term inar así: «Acuérdate ¡oh Yah- vé! de los hijos de Edom en el día de Jerusalén , / de los que decían ¡Arrasadla, a rrasad la hasta los ci­mientos! / Hija de Babilonia asoladora, / ¡bienaventu­rado el que un día hará contigo lo que tú hiciste con nosotros! / ¡Bienaventurado el que un día ag arra rá a tus niños y los estre llará contra las piedras!». Lo que este salm o nos añade es lo de «el día de Je ru sa ­lén». Parece ser, en efecto, que ha habido un «día de Babel» (históricam ente, la conquista de Jerusalén por Nabucodonosor en el año 597 a. C.), de la que los edomitas, descendientes de Esaú, han sido, por lo vis­to, en la toma y la destrucción de Jerusalén, los más crueles aliados. Pues bien, Yahvé es claram ente in­vocado en este salmo por fiador infalible de que ha­b rá un «día de Jerusalén», y para ese día se le recom iendan, desde el destierro, muy especialm en­te los feroces edom itas, para que vengue en ellos al pueblo elegido. El día de Jerusalén parece que ha de ser en este caso un día terrenal, h istórico podría­mos decir, pues los judíos no habían fijado todavía (y no lo harían , conform e usted me indica m ás aba­jo, hasta el siglo II a. C.) ningún supuesto de vida ul- traterrena. El paraíso del cristian ism o será la proyección y la generalización sobrenatural de este «día de Jerusalén»; y es oportuno recordar, a este res­pecto, no sólo cómo el evangelio de San Lucas hace seguir inmediatamente al enunciado de las bienaven­turanzas el de las que podríam os llam ar «las m ala­venturanzas» (un enunciado completamente paralelo de los destinos totalm ente opuestos que les esperan a los m alos al fin de sus vidas), sino tam bién cómo todavía Tertuliano ponía la contem plación de los pa­decim ientos de los réprobos entre los com ponentes de la felicidad de los bienaventurados. La invención del paraíso responde, pues, a la dem anda generali­zada de com pensación para el dolor «no merecido» (y entrecom illo este no merecido, porque ya pre­

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supone la concepción contable de lo que en otro texto he llam ado «la m entalidad expiatoria»1 que recurre al a rb itrio de abstraer como una m ism a sus­tancia intercam biable la dualidad dolor-felicidad, re­duciendo la diferencia a la anteposición de los signos MÁS o MENOS, que perm iten la respectiva inscrip­ción como partidas del HABER y el DEBE de una mism a cuenta corriente nom inal in titu lada a suje­tos ya sea sólo individuales, como en el c ristian is­mo, ya sea tam bién colectivos o h istóricos como en el judaism o, con los efectos consiguientes de m utua cobertura o descubierto, de modo que si al final de la vida esta cuenta corrien te tiene núm eros rojos, el destino es el infierno o cualquier otra suerte de m al­dición o de condena), y ya lo m ism o da si ese dolor procede de la injusticia de otros hom bres que si pro­cede de una desgracia fortuita no im putable a nadie. La bienaventuranza com unista no com parte con la cristiana su proyección ultraterrena, pero sí, en cam ­bio, muy señaladam ente, su función presuntam ente racionalizadora de los irreparables torm entos del ayer, aunque hoy cualquiera se deja despachar tran ­quilamente, sin el m enor asom o de protesta o indig­nación, expresiones tan fraudulentas como la de «el tribu to que ha habido que pagar por el progreso». ¿Por qué? ¿Por qué hab ría que pagar tribu to algu­no?, es la pregunta que es preciso hacerse para em ­pezar a desm ontar la infam e racionalización de la m entalidad expiatoria, hija de la cobardía hum ana para m irar cara a cara la evidencia de que el dolor es absolutam ente irreparable: queda clavado a la propia eternidad. La conclusión desde el punto de vista establecido en mi respuesta a la pregunta an­terior, sería que tal racionalización, aparte de frau-

1. Véase en este mismo Volumen, en el ensayo «Mientras no cam­bien los dioses, nada ha cambiado», el Apéndice «La mentalidad expiatoria», páginas 463-469 y passim.

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dulenta, es, a la postre, impía, irreligiosa, po r cuan­to im plica una actitud de aceptación o de falta de rechazo ante el principio de realidad. Lo que sí que­da en pie de todo ello es que el dolor y la infelicidad son el c riterio supremo, prima y u ltim a ratio, de lo religioso. También nos queda, para m ás adelante, despejado el preciso fundam ento de la diferencia en­tre el m odelo «día de Jerusalén» y el m odelo que com prende utopías como la de «el gran camino» de Confucio y «el monte santo» de Isaías, por cuanto estas segundas representaciones de bienaventuran­za se nos m uestran ajenas a la m entalidad expiato­ria, carecen de cualquier función de ném esis o compensación, son promesas gratuitas, graciosas, no resultan de ninguna clase de capitalización ni actúan como cobertu ras bancarias o resarcim ientos de do­lor alguno ni de in justicia alguna, ni responden por tanto a ningún deseo de ajuste o pacto con el p rinci­pio de realidad, sino que osan m irar cara a cara el mal pasado como absolutam ente irreparable, y del horror ante esa misma imagen sacan, a despecho del m undo y de la historia, contra la h istoria m ism a y contra el m undo mismo, toda la fuerza de su obsti­nación. La idea de o tra vida, de una vida perdura­ble, no parece por tanto, necesaria para la esencia de la religiosidad, y si adem ás comprende el m omen­to de la némesis, como en «el día de Jerusalén» se vuelve, por añadidura, religiosam ente rechazable.

Tercera pregunta: Sé que le interesa el tem a del confucianismo, especialm ente en relación con el Tao, el pasaje sobre «El Gran Camino», p intura idílica en contraste con «la pequeña tranquilidad», ordenada y regulada, burocrática y jerarquizada. ¿Quiere que hablem os de esto?

C uarta pregunta: ¿Cree usted que hay en la Biblia otros pasajes correspondientes a una concepción como la anterior, m ás «idílica» que arcàdica, según

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la acepción de la p rim era pregunta? ¿Debemos vol­ver los ojos para ello a algún pasaje de los libros pro- féticos?

Respuesta a la 3.a y 4.a preguntas (las fundo en una, porque me parece oportuno poner la alegoría de «el monte santo» de Isaías al costado del m ito de «el gran camino» de Confucio o del confucianism o no canónico). Se ha dicho m uchas veces que el confu- cianism o no era una religión, quizá porque el crite­rio adoptado para ello ha sido la presencia de dioseso incluso de dioses personales. Personalmente, no considero ni la presencia de divinidades ni la idea de una vida u ltra terrena como rasgos esenciales alo que quiero entender por actitud religiosa o reli­giosidad. En el confucianism o se dan, en cambio, los rasgos que yo considero esenciales. De otras lectu­ras anteriores ya tenía yo uno de ellos, que hasta hoy sólo se me aparecía como la más herm osa definición del santo, pero que hoy reconozco plenam ente ins­crito en el rasgo de «rechazo del principio de reali­dad como criterio pertinente para d irim ir acerca del bien y el mal del mundo», recién establecido como uno de los rasgos esenciales de lo religioso, o sea esa obstinación del esp íritu contra el m undo dado, con su impío principio de legitimación del «así es, así ha sido y así será por siempre». Pero antes quiero ha­blar del otro rasgo que considero esencial para la re­ligiosidad, es decir, el de la representación de una utopía, que, respecto del confucianism o, sólo he co­nocido muy recientem ente, por la lectura del libro de Max Weber Ensayos sobre sociología de la religión. Cito literalm ente de este libro: «En un extraño pasa­je de los escritos clásicos se nos describe un estado en el cual el puesto de gobernante no se ocupa por herencia, sino por elección, en el que los padres am an com o h ijos no sólo a sus propios hijos y vice­versa: niños, viudas, ancianos, personas sin hijos, enfermos se sustentan con bienes comunes; los hom­

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bres tienen un trabajo y las m ujeres un hogar; se aho­rran bienes, pero no son acum ulados para objetivos privados; el trabajo no está al servicio del propio pro­vecho; no existen ladrones ni rebeldes; todas las puertas están ab iertas y el estado no es un estado autoritario . Este es el “gran cam ino”, al que se con­trapone el orden em pírico coactivo, generado por el egoísmo, caracterizado por el derecho hereditario in­dividual, la fam ilia individual, el estado au to rita rio guerrero y el dom inio exclusivo de los intereses in­dividuales, y al que se denom ina, en una term inolo­gía característica, "la pequeña tranquilidad” » (fin de la cita).

Aplazo el com entario, para in se rta r prim ero, en este asunto, la alegoría de «el m onte santo», que Isaías, en una hora en que Yahvé no lo m iraba, a tr i­buyó erróneam ente a inspiración de su inm ortal señor —el Señor de los Ejércitos, el Dios de las Venganzas, nada m enos que todo un dios—, no sien­do sino un suspiro que le subía a los labios desde sus propias entrañas de m ortal, porque los hom bres son, con todo, siem pre m ejores que sus propios dio­ses. Dice así:

«Habitará el lobo con el cordero y el leopardo se acostará junto al cabrito; el becerro, el cachorro de león y el borriquillo andarán en compañía y un niño chico los pastoreará; la vaca y la osa pacerán juntas y juntas cuidarán a sus criaturas, y el león, como el buey comerá paja; el niño de pecho escarbará en la hura de la víbora y el recién nacido meterá la mano en la madriguera del alacrán; nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi monte santo, porque la tierra es­tará llena del conocimiento de Yahvé como henchida de agua está la mar».

Bien se puede ap reciar cómo en esta alegoría de Isaías el rechazo del principio de realidad llega has­ta el extrem o de convertir en herbívoro al mis-

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lilísim o león, c o n tra d ic ien d o uno de los rasgos definitorios de su propia condición —de sus «pecu­liaridades distintivas» como las llam aría la supers­tición actual— y al mismo tiempo, tal vez, uno de sus más queridos tim bres de orgullo, uno de los m ás arrogantes títu los de su egolátrica identidad de rey de la selva. Y esto puede relacionarse con el carác­ter electivo del em perador de «el gran camino», fren­te al ca rác te r hereditario del em perador de «la pequeña tranquilidad» y a su vez con la índole elec­tiva de la condición, o si se quiere, del yo —jam ás legitim ado o siem pre p o r legitim ar— de la m oral de perfección, frente a la índole hered itaria del yo —siempre legitimado por la sangre o, como hoy gusta tanto de decir la renaciente peste idólatra y ególa­tra, por «las raíces»— de la moral de identidad. A esta triste m oral hoy tan en boga, cuyo único m an­dam iento es el que dice «sé el que eres», «imítate a (i mismo», no por grosero me ha parecido menos apropiado darle el nom bre de «moral del pedo», por cuanto su c riterio de determ inación de lo que uno debe ser es esencialm ente olfativo, ya que en la acep­tación o el rechazo de esta o la o tra cosa juega un resorte de d iscernim iento idéntico al que hace a las personas com placerse con el arom a de los propios vientos y sen tir repugnancia ante el hedor de los que soplan desde un culo ajeno. Así, este archipám pano de toda m oral legitim ista que es la m oral de identi­dad resu lta ser profundam ente impío, irreligioso, en la m edida en que la aceptación del principio de rea­lidad llega, en él, al extrem o de e rig ir y consagrar hasta la propia, inerte condición recibida, la propia sangre, las propias «raíces» —por m ucho que no sean más que un espejismo cultivado y una pura ficción—> m ediante una aplicación superlativa de la legitim a­ción hereditaria , no sólo como dato inapelable sino tam bién como instancia norm ativa del deber ser del yo. Así, m ientras el yo de la m oral de identidad es

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una especie de m onarca hereditario, legitim ado por la sangre de una vez por todas, en cambio, el yo de la m oral de perfección sería como un m onarca elec­tivo, jam ás legitim ado o, en todo caso, si se quiere, perm anentem ente supeditado a volver a legitim ar­se ex nihilo cada vez en cada uno de sus actos, si es que esto no se sale del concepto m ismo de legitim a­ción. Toda gran moral, y tan to m ás radicalm ente cuanto m ás propiam ente religiosa, ha consistido en una apelación al albedrío para cam biar al yo de con­dición, una incitación a hacerse siempre nuevo, siem­pre distinto, siem pre mejor; esto, que el evangelio cristiano acertó a expresar certeram ente en la con­signa «niégate a ti mismo», lo vuelve rotundam ente boca abajo la m oral de identidad, diciendo «afírm a­te a ti mismo», jun to con toda la fam ilia de expre­siones de la m oderna jerga psicológica de la «autorrealización».

En general, la aceptación, no por lo m enos resig­nada, sino en tusiasta de la realidad es para mí una actitud tan chocante e incom prensible —salvo que me la explique por la m iseria y la pusilanim idad de conciencia del alm a acobardada ante el poder del m undo— com o la de quien sintiese devoción por la ley gravitatoria, y hasta una devoción tan en tusias­ta que aun antes de que los cuerpos llegasen por sí solos hasta el suelo saltase para alcanzarlos con las m anos en el aire y acom pañarlos en la caída con la ayuda de sus propias fuerzas. ¡Ya es bastante pesa­da la m ano del Altísimo sobre las pobres cervices de los hom bres como para que encim a éstos la apoyen con su acatam iento y hasta con su aplauso! Afirma­ciones como la del m arxism o cuando ensalza a la m ism ísim a Necesidad como «m otor de la H istoria y del Progreso» incurren en esta aberración, que es como bendecir las ham bres y las carestías del pasa­do porque incitaron a los hom bres a inventar la in­dustria conservera.

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Pero basta de esto. Todavía, sin embargo, deseo ex­tenderm e un poco sobre las representaciones de lo que yo llamo aquí utopías, tales como la alegoría del «monte santo» de Isaías y «el gran camino» de Con­fucio Veo que usted hace una distinción entre «lo idí­lico» y «lo arcàdico», pero no se me alcanza cuál pueda ser la diferencia a la que se refiere, salvo que sea precisam ente la que quedó de alguna form a re­ducida o confundida en mi respuesta a su p rim era pregunta, al postu lar la concepción m odal de los lla­m ados tiem pos. O tra dicotom ía, que creo im portan­te, voy a considerar. Siem pre me han dejado frío, o, m ejor dicho, me han producido verdaderos escalo­fríos las tradicionalm ente llam adas utopías, como por ejemplo, la de Tomás Moro o la del padre Cam­panella. Dejando aparte lo positivam ente siniestro que hay en ellas, ya por lo pronto no son representa­ciones de un estado de cosas, sino program as in stru ­m entales para su posibilidad, y, en este sentido, cualquiera que sea su atm ósfera o su motivación, hay que expulsarlas decididam ente de lo religioso, para inscrib irlas sin m ás en lo político, tal como, por lo demás, hace generalm ente el buen sentido de cual­quier lector. ¿Cómo considerar el fascinante fragmen­to LXXX (o XXX, conform e a o tra ordenación) de Lao Tse? Tal vez, bajo ciertos aspectos, podría con­siderarse «político», pero a mí me parece digno de ser incluido entre las verdaderas utopías religiosas. Dice así:

Un reino pequeño, de poca población, no emplearía todas sus cosas.Los habitantes temerían la muerte y no se alejarían en largas expediciones.Aunque tuvieran barcos y carros, no los utilizarían.Aunque tuvieran armas y corazas, no las mostrarían.El pueblo volvería a ocuparse

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de anudar cuerdas.Y encontraría sabrosa su comida, buenas sus ropas, tranquilas sus casas, alegres sus costumbres.En dos reinos vecinos,tan cercanos que mutuamente se oirían entre

[sí del uno al otro los perros y los gallos, las gentes m orirían muy viejas sin haberse visitado jamás.

Bien es verdad que para los hom bres de hoy, tan habituados a la universal com unicación cosm opoli­ta, ese no conocerse jam ás los habitantes de los rei­nos vecinos les produce un notable desasosiego en cuanto al rasgo de la universalidad, que en la res­puesta a la p rim era pregunta he considerado tam ­bién como sustancial para lo religioso; pero en un m undo como el de Lao Tse, regido po r el principio de la «no-acción», ese m aravilloso oírse y responder­se los unos a los o tros en m edio de la noche, los perros y los gallos de los dos reinos vecinos bien po­dría representar suficientem ente el factor de univer­salidad que echábam os de menos. A pesar de esto luego verem os cóm o el taoísm o en general, frente al confucianism o falta precisam ente a esta exigencia de la universalidad, a m enos que se tenga por tal la que Max W eber llam a «fraternidad acósmica».

Tal como he hecho en mi p rim era respuesta, al se­ñalar la pervivencia popular del mito del pecado ori­ginal en un esquem a argum ental muy frecuente en los cuentos tradicionales, voy a referirme ahora a dos ejemplos de m anifestación de la utopía, el prim ero, com pletam ente popular y el segundo, sem iculto en su origen pero popular en su empleo. H ará m ás de unos 20 años com pré en Córdoba p o r dos pesetas una hoja im presa en papel am arillo ilustrada con re- cuadrillos como los tebeos, afín a las llam adas «ale­luyas» salvo que éstas venían en tiras y con un

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pareado al pie de cada una. Mi hoja, que todavía con­servo, lleva tam bién epígrafes al pie de cada recua- drito, pero m ás breves y sim plem ente indicativos. El argum ento general, expresado en el títu lo que enca­beza la hoja, estuvo lo bastante difundido en otros tiempos como para que las personas de mi edad para a rriba todavía lo recuerden: «El m undo al revés». Todo el juego venía a consistir en p resen tar una un i­versal inversión de los papeles: el oficial obedecía al soldado, el am a a la criada, el m arido a la mujer, e t­cétera. Había m uchos crueles, como los del buey arando con una yunta de hombres, el cerdo conver­tido en m atarife o carnicero, los árboles leñadores, cuyas ram as em puñaban hachas para podarles b ra ­zos y p iernas a los hom bres, de m odo que, en este aspecto había poca utopía y la representación se pa­recía, m ás que al «monte santo», al «día de Jerusa- lén», aunque algunos eran un poco m ás benignos, como el rotulado «la oveja pastora», que era por cier­to especialm ente tierno y gracioso aun dentro de la general tosquedad de los dibujos. Pero lo que me re­veló que, a pesar de esta falta de im aginación utópi­ca, en que el m undo soñado era sólo el inverso negativo del em píricam ente conocido, o sea el an ti­m undo de este antim undo, lo que me reveló, decía, que aquel «mundo al revés» podía inscribirse, con todo, en el esp íritu utópico del hom bre fue la inape- labilidad de los dos últim os cuadritos; en el penúlti­mo veíamos al hom bre dando alcance a la m uerte con su guadaña, con un pie que decía «LLEGÓ MI HORA», y en el último, al hom bre que se llevaba al diablo cargado a las espaldas, con un pie que decía «¿ADONDE ME LLEVAS, PICARO?». A juzgar por las trazas, calculo que esta hoja de «El m undo al revés» debe de ser del siglo XIX, aunque la im presión con­creta del ejem plar que yo com pré sería sin duda m ás reciente. También del siglo pasado, o tal vez de fina­les del XVIII si no me engaña el oído con respecto a

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la lengua y al estilo usados, debe de ser la o tra re­presentación que deseo c ita r aquí. Si, literariam en­te, el diapasón poético de la alegoría del monte santo de Isaías se eleva hasta una a ltu ra inalcanzable, no sé si debo a tr ib u ir tan sólo a circunstancias perso­nales el hecho de que, por lo que atañe a la em otivi­dad, yo por lo m enos bien puedo poner a su costado el al m enos en otros tiem pos tan fam iliar «respon- sorio de San Antonio», que me hacían rezar en mi niñez. Decía así:

Si buscas milagros, mira: m uerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos.El m ar sosiega sus iras, redímense encarcelados, miembros y bienes perdidos recobran mozos y ancianos.El peligro se retira,los pobres van remediados;¡díganlo los socorridos!¡cuéntenlo los paduanos!Ruega a Cristo por nosotros,Antonio divino y santo, para que dignos, un día, de sus promesas seamos.

Hoy hasta los cristianos se avergüenzan de estas cosas y las tienen por n iñerías e ingenuidades, pero el que, creyente o agnóstico, cristiano o no c ris tia ­no, se sonría, con suficiencia de realista y de hom ­bre que tiene los pies bien puestos en la tierra, ante el responsorio de San Antonio no es solam ente un necio sino tam bién un bellaco. Teodoro Adorno, aje­no a cualqu ier suposición de una vida u ltra terrena y que en no pocos puntos de su obra le concede a Freud un crédito injustificado y hasta fatigoso, se indigna, sin embargo, ante la célebre y celebrada declaración de éste: «El cielo se lo dejam os a los

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ángeles y a los pájaros», llam ándola «chocarrería de viajante de comercio». Y, en efecto, podría desenm as­cararse en el realista una versión pulida y universi­taria del cazurro popular, del listorro que hace de la desconfianza una especie de filosofía, del que se pretende muy chistoso escribiendo en su tienda «Hoy no se fía, m añana sí», del que despacha la mezquin­dad y la vileza por experiencia de la vida y por sa­ber del mundo. Pero a esta raza de tontiastu tos ya le vendrá m ás tarde su tu rno en estas páginas.

Antes deseo volver sobre Confucio, para indicar en él el otro rasgo de la religiosidad —ya, por lo demás, implícito en su utopía de «el gran cam ino»—, el del rechazo del principio de realidad com o criterio per­tinente para d irim ir sobre el bien y el mal del m un­do. Sabido es que los tao ístas tendían m ás bien a retirarse al monte y hacerse anacoretas, m ientras que los confucianos perm anecían en el llam ado «m un­do», hasta constitu ir pronto —pues ninguna religio­sidad, como m ás tarde veremos por extenso a propósito del cristianism o, está inm une a la co rru p ­ción ligada a su institucionalización— aquella céle­bre oligarquía burocrática que siem pre dom inó en China y acaso siga, con distintos collares, dom inan­do hoy. El sím bolo del filósofo es en China la botao la calabaza de vino, porque los prim itivos confu­cianos eran eternos cam inantes, y, com o dice el re­frán, «Pan y vino andan camino», de m anera que estaban siempre yendo de una ciudad a otra. Así, ante los taoístas, que se recogían y aposentaban en m on­tes apartados, Confucio solía decir quejosam ente: «¿Cómo podría yo vivir entre los pájaros y los an i­males? ¿Qué p in ta ría yo entre ellos? ¿Acaso no soy un hom bre? Pues tendré que vivir entre los hom ­bres». Parece pues, que, en c ierta ocasión, un taoís- ta anacoreta que, a la entrada de su cueva, conversaba con un confuciano que había venido a vi­sitarlo, divisó desde lo alto del m onte al m ism ísim o

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Confucio que, allá abajo, pasaba en aquel m om ento andando p o r el cam ino de los valles; reconociéndo­lo, el taoísta se dirigió a su visitante y, pretendiendo hacer de Confucio un juicio adverso, desdeñoso, dijo de él, contra su voluntad, la frase m ás elogiosa que cabía decir: «¿Ese es aquel de quien decís que sabe que nada puede hacerse y sin em bargo continúa?». Difícilmente podría form ularse m ás inequívocamen­te que en ese «y sin em bargo continúa» el rechazo del principio de realidad, la obstinación del esp íri­tu contra el imponente poder del mundo, en que con­siste este segundo rasgo de la esencia de lo religioso.

Pero he aquí que la anécdota nos ofrece por sí sola una nueva cuestión: la de la religiosidad de los ana­coretas. Es evidente que si el taoísta pretendía que su frase com portaba un ju icio descalificador de la conducta de Confucio, en ello estaba apelando al pro­pio principio de realidad, al alegar como objeción valedera el hecho de que en el m undo no hubiese nada que hacer, realidad ante la que consideraba que Confucio tendría que haber claudicado. Y si acepta­mos, tal com o tengo propuesto en estas páginas, el rechazo del principio de realidad com o rasgo nece­sario para la esencia de lo religioso, será forzoso con­c lu ir que la actitud del tao ísta ante la conducta de Confucio era, por lo que a su juicio se refiere, irre li­giosa, impía. Voy a hacer, así pues, una pequeña ti­pología provisional en relación con la religiosidad. En el extrem o opuesto al religioso pondré al prag­mático, o sea al que no sólo se resigna a la necesi­dad, a la ley de la caída de los cuerpos, sino que adem ás la hace, entusiásticam ente, su propia ley; en­tre el pragm ático y el religioso voy a poner al cínico y al anacoreta. De ningún m odo puede decirse que el cínico sea, religiosamente, un hom bre totalm ente corrom pido; el cínico se distingue po r e s ta r rabioso contra el mundo, lo que quiere decir que, a diferen-

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fia del pragm ático, le deniega, por invencible que se le represente, las credenciales de legitim idad y que, i-orrelativamente, reconoce todavía como bien del inundo el bien que incluso él mismo, con su propia conducta resignada, pisotea. Diógenes de Sínope, el pudre de los cínicos, es tan atípico com o represen­tativo. Atípico, por sus rasgos de ascetismo, de recha­zo de las propias ventajas que el m undo podría ofrecerle, aspecto que nos lo a rrim a a los anacore­tas; pero a la vez plenam ente ilustrativo, porque ¿adonde se le ocurre ir a vivir con un tonel por toda m orada y todo techo y un andrajoso palio por toda vestimenta? No a la espesura y a la soledad de m on­tes apartados, sino a la ciudad de Atenas, a la mis- jn ísim a m etrópoli de todo el m undo helénico. Al mismo tiem po la leyenda quiere hacerlo el p rim ero de quien se sepa que se haya declarado «ciudadano del mundo». Así, frente al anacoreta y al igual que el confuciano, parece haber considerado que nada tenía él que hacer entre los pájaros y los anim ales, sino que, siendo hombre, le cum plía vivir entre los hombres. La insuficiencia religiosa del cínico —in­cluyendo lo que m odernam ente se entiende por cí­nico sobre todo en la cu ltu ra anglosajona— no está, así pues, en la legitim ación del mundo, sino en la re­nuncia a toda posible representación utópica posi­tiva del bien.

Y ahora ¿qué hay con el anacoreta? Ya acabo de señalar cómo el tao ísta del m onte aplicaba el an ti­rreligioso principio de realidad para descalificar la conducta «m undana» de Confucio. Pero aquí se im­pone una distinción: una cosa es considerar perti­nente o im pertinente el principio de realidad como criterio estrecham ente moral, o sea aplicado al dis­cernim iento del «bien obrar» o el «mal obrar» de la persona, y otra considerarlo pertinente o im pertinen­te en el sentido propio de lo religioso, o sea aplicado al bien o el mal del ser o el deber ser del mundo. El

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anacoreta se retira del m undo precisam ente porque rechaza su realidad como perversa, y, en este sen ti­do, desautoriza el «así es, así ha sido y así será por siempre» como principio de legitimación, tanto como pueda hacerlo el alm a religiosa; en esto está en la m ism a posición que el confuciano o incluso el cíni­co, por cuanto aquí los tres se contraponen igualmen­te al pragmático, el antirreligioso total, que legitima y aplaude lo dado en cuanto dado y por m eram ente dado, no opone como heterónom os realidad y espí­ritu y cuyo principio ético consiste en inducir o de­ducir el deber ser del propio ser. Tanto el anacoreta como el cínico piensan que el m undo es m alo y que no basta para legitim arlo la aplastante inamovilidad de su poder, pero para el cínico, «ciudadano del m un­do», carece de sentido la pretensión individual de no querer hacerse cómplice de su maldad, m ientras que para el anacoreta, «ciudadano tan sólo de sí m is­mo», sí tiene sentido, y se retira al monte, para bus­ca r una pretendida salvación personal. Por eso el anacoreta le reprocha a Confucio, como un pecado, que «sabiendo que nada puede hacerse», esto es, co­nociendo la radical heteronom ía entre realidad y es­píritu, siga queriendo vivir entre los hombres, lo que le reprueba como una complicidad con la maldad del mundo. Pero en esto el anacoreta falta a un p rinci­pio que ya he considerado como im plícitam ente ne­cesario de lo religioso: la universalidad. A ella faltan, desde luego, las utopías políticas de Moro y Campa- nella; y la de éste hasta un extrem o tan siniestro como el de p recep tuar que se repute y tra te sin más como «no hum ano» a quien no quiera integrarse en su Ciudad del Sol. A pesar de lo que he dicho más atrás, a propósito de la utopía de Lao Tse, en cuanto a cómo la universalidad podía es ta r representada en él por el oírse y responderse los perros y los gallos de los reinos vecinos, en todo caso no puede, por bue­na voluntad que le pongamos, sa tisfacer suficiente­

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mente la universalidad verdaderam ente «m undana» de las grandes religiones.

Pero incluso en estas religiones la introducción del supuesto de una vida perdurable personal puede vol­ver a d a r un sentido autónom o y autosuficiente al rechazo de com plicidad con el m undo y a la búsque­da de una perfección personal (y el propio Max Weber en su excurso «Teoría de los estadios y di­recciones del rechazo religioso del mundo» hace un examen m inucioso de los aspectos que en esta búsqueda pueden darse y entrecruzarse). Para quie­nes no se hallan bajo el supuesto de una vida perdu­rable, la virtud individual sólo puede cobrar un sentido delegado, siem pre referido al prójimo, a la universalidad concreta de los hom bres, nunca au tó ­nomo ni autosuficiente, o sea únicam ente susten ta­do por la idea de un bien universal que tenga a la postre que ape la r forzosam ente a alguna suerte de representación utópica. Esto es lo que le falta, p re­cisamente, al cínico —que es, sin duda, universalis­ta, «ciudadano del m undo»—■, y de ahí que para él la aspiración a la perfección individual no sea más que una vanidad como otra cualquiera; y en él la re­ligiosidad sólo se conserva como un rechazo de cual­qu ier aprobación o acatam iento del m undo como es y de cualqu ier legitim ación de la realidad por el m ero hecho de serlo. El cínico se hace cómplice del m undo en el sentido de resignarse a no ofrecer re­sistencia a sus pom pas y a sus obras, pero no en el sentido de reverenciar sus leyes y asum irlas de modo positivo como instancia ética, que es lo que, en cam ­bio, hace el pragm ático.

Por su parte, para el individualista, para el que nie­ga su «ciudadanía del mundo» y se retira a «ciuda­dano de sí mismo», obstinándose en seguir dando sentido a la perfección individual, no hay m ás que dos derivaciones: o la de extrapolar la utopía m is­ma en una supervivencia personal ultraterrena (aun­

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que hay que no tar de paso cómo tam bién aquí se da, a su modo, la pérdida de la universalidad, por cuan­to toda concepción de vida perdurable com porta la dualidad de salvados y condenados) o la de a b rir la espita a toda suerte de regresiones mágicas, sec­tarias y supersticiosas. Expresam ente contra la som­bría, viscosa, m ultiform e y hoy tan refloreciente sel­va de los gurús, de los elegidos, de los iniciados, Confucio afirm ó en su día, de m anera inequívoca, la universalidad, la «mundanidad», esencialmente inse­parable de lo religioso: «Que en el m undo no reina ¡a verdad, ya lo sabemos, pero purificar únicam ente la propia persona es in troducir la confusión en las grandes relaciones de los hom bres entre sí».

Aunque a m enudo busque proyectarse hacia el lla­mado futuro, hacia un presunto porvenir, sin em bar­go el afán de sentirse purificado, salvado, santificado, etcétera, tiene psicológicamente por función la de sa­tisfacer una necesidad aním ica surgida del presen­te y reclam ada para él y dentro de él; es para hoy, para ahora mismo, para cuando el alm a exige resta­blecer o conservar el íntim o equilibrio de sentirse en paz consigo misma. Y es así como tal afán llega a d a r lugar a toda suerte de delirios no pocas veces neuróticos y hasta psicopáticos. Como el supuesto es siem pre contraponerse al mundo, sustraerse a su contam inación, sentirse «no m anchado», el im pul­so apareja inevitablem ente alguna form a de cua­rentena, de autosegregación con respecto a «lo m undanal» y, por lo tanto, a «los m undanos», a la gran grey m ayoritaria en que se encarna y que lo re­presenta. Así, lo m ism o en la m ás sofisticada de las sectas esotéricas que en la m ás simple, ingenua y ab ierta asociación nudista, na tu rista , vegetariana, macrobiótica, hay que reconocer tal vez el mismo im­pulso de autom arginación antim undana, de autoa- lirm ación como «ciudadano de sí mismo», que mueve al anacoreta a recogerse a m ontes apartados.

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La psicopatología de la purificación individual lle­ga a presentarse incluso en cofradías surgidas de las iniciativas m ás aparentem ente racionales y aun pre­sididas por intenciones o pretextos orientados, del modo m ás sensato, al bien del prójimo. Tal es, por ejemplo, el caso de los donantes de sangre desde que se han constitu ido en asociación; no es infrecuente, al parecer, que en éstos el acto de donar sangre lle­gue a m anifestarse claram ente como una necesidad neurótica de los sujetos m ism os y destinada a satis­facer su propio afán de autopurificación o san tifi­cación com pletam ente a espaldas de las necesidades efectivas de los posibles receptores. No sólo se pre­sentan a veces a la donación acom pañados por sus propios hijos, probablem ente para iniciarlos con su propio ejemplo, sino, sobre todo, que cuando, en oca­siones, se les dice en el centro receptor que ese mes las existencias de sangre a lm acenada cubren los cu­pos previstos para cualquier eventualidad y no se ne­cesita su donación, rom pen de pronto en voces indignadas, proclam ando su condición de donantes e incluso agitando a veces en el aire su carné de ta ­les, como si se les negase acceder al beneficio de la purificación periódica a que por su pertenencia a la asociación tienen derecho. Ya desde el siglo V a. C. lo había dicho Confucio: «Purificar únicam ente la pro­pia persona es introducir la confusión entre las gran­des relaciones de los hom bres entre sí». ¿No es esto literalm ente lo que pasa cuando una institución de sentido inicialm ente a ltru is ta como la de los donan­tes de sangre da lugar a tal suerte de inversiones psi- copatológicas? La relación hum ana concreta que en este caso queda confundida y hasta obturada es, ob­viamente, la que hay entre donante de sangre y re­ceptor. Este es, por lo demás, un ejem plo de lo que puede o cu rr ir con toda actuación m oralm ente con­cebida: la reversión de la finalidad sobre el propio sujeto con pérd ida u olvido del único objeto m oral­

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mente alegado: en este caso la donación de sangre revierte sobre la purificación del sujeto donante con olvido de la necesidad del receptor como objeto ini­cialm ente m otivador del sentido de la asociación misma, y único objeto moral legítimo.

Queda, finalmente, el pragmático, el doblem ente irreligioso, el impío por excelencia. Hay un célebre verso de Lucano que, refiriéndose a Catón de Otica, el últim o gran santo romano, contiene el mayor en­comio que quepa hacer de un hombre. Dice así: « Vic- trix causa Deis placuit, sed uicta Catoni», es decir, «La causa vencedora plugo a los Dioses, pero la ven­cida a Catón». Uno de los principales atribu tos de los dioses es su función arb itra l en la batalla, lo que da origen a la conocida concepción ordálica de la ba­talla y de la guerra y a la institución del «duelo ju d i­cial», donde por definición tiene razón quien vence, en la m ism a m edida en que el com bate es una ape­lación al a rb itra je divino. (Un gracioso sarcasm o so­bre esta función arbitral de la divinidad son aquellos famosos versos: «Vinieron los sarracenos / y nos mo­lieron a palos, / que Dios protege a los malos / cuan­do son m ás que los buenos».) Claro está que si hemos establecido el rechazo del principio de realidad como rasgo necesario de la esencia m ism a de lo religioso, y habida cuenta de que la victoria de la fuerza es la facticidad suprem a, resu ltará que justam ente este a tribu to de la divinidad en tra en contradicción ine­vitable con lo religioso propiam ente dicho y es un ejem plo que se puede poner al lado de lo ya obser­vado en la respuesta a la p rim era pregunta sobre cómo la voluntad divina podía ser puesta por testa­ferro del propio principio de realidad. Bajo el nombre de Dios este principio no resulta, aquí, al cabo, sino reafirm ado, reforzado y consagrado como una su- prarrealidad trascendente, tanto más aplastante o ina­pelable cuanto m ás autorizada. Naturalm ente, nada

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hay que les garantice a las religiones positivas, h is­tóricas, no poder abrigar en sí m ism as usos y esque­mas profundam ente irreligiosos hasta representar precisam ente el an tiesp íritu . De modo que en la fra­se de Lucano los dioses vienen a ser precisam ente la voz de la realidad, la fatalidad, la necesidad y, en fin, lo impío. Objetar, como hace Lucano, el veredic­to del a rb itra je de los dioses, puesto de m anifiesto en la victoria, con la au toridad m oral de Catón, aun a despecho de ser éste el derrotado, equivale a ne­garle a la victoria au toridad d irim ente acerca de la Causa. Si la v irtud de Catón puede ser contrapuesta al propio veredicto de los Dioses, si el derrotado pue­de tener razón, ya no son los hechos los que tienen la últim a palabra sobre el bien y el mal, y, en conse­cuencia, queda im plícitam ente sobrentendido el su­puesto religioso de la heteronom ía entre realidad y esp íritu y rechazado el principio de realidad como criterio. La victoria como razón ju ríd ica es el c rite ­rio fáctico por excelencia, el que consagra el p rinci­pio de la fuerza creadora de derecho, que constituye el fundam ento del Estado, que es lo antirreligioso por antonom asia. Aquí tiene el pragm ático su sitio.

«Come se il cielo, il sole, li elementi, li uom ini fus- sino variati di modo, di ordine e di potenza da que­llo che essi erano antiquam ente»; «gli uomini... nacquero, vissero e morirono sempre con uno medesi­m o ordine»; «giudico il m ondo sempre essere stato ad uno m edesim o m odo», dice en distintos lugares Maquiavelo. Aquí tenemos, pues, según la prim era de las tres frases, el principio de realidad, el princi­po del «así es, así ha sido y así será por siempre», puesto sobre las cabezas de los hombres de modo tan inconmovible como los m ism os cielos, como el m is­mo sol, como los elem entos mismos. ¡Tan en lo alto, remoto e inaccesible como los cielos, el sol y los ele­m entos ha ido a buscarse la au toridad que lo acre­dite y legitime!, pero tam bién dem asiado en lo alto

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como para que el au to r no se nos haga sospechoso de una secreta o inadvertida voluntad de im ponerlo y consagrarlo: contra alguien arguye, contra algo lo defiende. Si la inconm ovilidad de la condición hu­m ana fuese tan obvia y tan indiscutible como la del sol, no hab ría necesidad de recordárnoslo señalan­do hacia éste con el dedo; el que se necesite tal ape­lación quiere decir que, a despecho de la experiencia m ás acriso lada del m undo y de la historia, hay una obstinación que aún lo pone en duda. Es esta obsti­nación lo que el pragm ático empieza por tener que desanim ar, desau torizar y m achacar; m as para ello no tiene o tras razones que los hechos mismos.

La historia, la facticidad cruda y desnuda, es su principio ético; el éxito, la victoria, su criterio: «To­dos los profetas arm ados vencieron, los desarm ados fracasaron», d irá Maquiavelo ante la hoguera en que ardió Savonarola. Con éste, como se sabe, fue restau­rada la república en Florencia, tras la expulsión de los Médicis a finales de 1494; fue un puritano que hizo de ella una ciudad fanatizada y penitente, y go­bernando, por así decirlo, desde el púlpito, valiéndo­se a m enudo de teatrales e im presionantes artificios, pero sin protegerse nunca ni rodearse de hom bres de arm as; hizo, eso sí, quem ar como pom pas y vani­dades de este mundo, m uchos tesoros en la plaza pú­blica, mas, en cuanto a personas, el único que acabó ardiendo en la hoguera no fue m ás que él. Aliviada, así pues, en 1498, la república de cuatro años segui­dos de cuaresm a y autoflagelación, se confió a Ma­quiavelo el doble cargo de secretario de la Segunda Cancillería y secretario del Consejo de los Diez. En 1502, convertido, a im itación de los dogos de Ve- necia, el cargo de gonfaloniere —prim er responsa­ble y jefe del gobierno y del E stado— en cargo vitalicio, fue nom brado para el puesto Piero Soderi- ni, a cuya índole bondadosa y confiada, que le hizo creer que podía pac ta r lealm ente con los desterra-

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i I d s Médicis, se debió diez años m ás tarde la caída ile la república y el retorno de la oligarquía medi-i ini. Soderini había sido el único que había estima-i lo verdaderam ente a Maquiavelo, conservándolo en m i s cargos y aconsejándose de él; el pago que, tras n i m uerte en el destierro, supo darle, por todo agra­decimiento, aquel malnacido, fue la increíble vileza ilc escarnecer su m em oria con el siguiente epitafio epigramático:

«La noche en que murió Pier Soderini, / llamó el alma a la puerta del infierno; / "¿Infierno a ti?” gritó Plutón. "¡Oh, necio; I súbete al limbo con los demás niños!”».

(«Im notte che m orí Pier Soderini, / L'anima ando ile / ’inferno a la bocca;/G ridó Pluton: “Ch’infiem o? anima sciocca, / Va su nel lim bo fra gli altri bam bi­ta"»). Por el contrario, con los Médicis, que a su re- lorno habían llegado incluso a torturarlo , que lo depusieron de todos sus cargos, echándolo de la ciu­dad y residenciándolo en San Casciano; con aquellos mismos de cuya vuelta incrim inaba a Soderini, sin i*l m enor em pacho de infam ar su bondad y traicio­nar su m em oria, con ésos, ya en diciem bre de 1513

o sea apenas un año y cuatro m eses después de sui «ida— se m ostraba tan indigno y tan rastrero como para sup licar que se le diese en la ciudad cualquier empleo po r insignificante que tuviese que ser, aun­que no fuese m ás que «hacer rodar una piedra» («dcsiderio avrei che quiesti signori M edid m i co- ntinciassino ad adoperare, se dovessino cominciareo farmi voltolare un sasso», dice literalmente en carta a Francesco Vettori); m ás tarde esta rá a punto de dedicarle El príncipe a Ju lián de Médicis, el nuevo déspota, pero como éste se le muere, la dedicatoria es autom áticam ente transferida al sucesor, el segun­do Lorenzo de Médicis, «II Pensieroso» de Miguel

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Ángel. Pero será tan sólo el cardenal Julio de Médi- cis, sucesor en 1519 de Lorenzo y futuro pontífice Cle­mente VII, el que finalm ente le dé el encargo tanto tiem po esperado; ¿y cuál va a ser la piedra que se le dé a rodar? La de encerrarse en los archivos y es­c rib ir la obra que, bajo el nom bre de Istorie fioren- tiñe, no será m ás que la adu lato ria apología de la ilustrísim a casa gobernante, y que en abril de 1525 será llevada a Roma por el propio au to r para ofre­cérsela, rodilla en tierra, a Julio, ya encaram ado al solio de San Pedro. ¡Tal era el tipo!

En esas «historias florentinas» recuerda y celebra del viejo Cosme, por ejemplo, vulgaridades tales como la de decir que los Estados no se conservan con padrenuestros, gracia penosam ente picarona, destinada a provocar la autom ática, desganada y obligada risa, «je-je», del oficioso y obsequioso sé­quito de aduladores, o triste «chocarrería de viajan­te de comercio», como d iría Adorno. También del m ismo Cosme celebró el que, como alguien, en c ier­ta ocasión, le reprochase hasta qué punto deste rra r de Florencia a tantos hom bres era ofender a Dios y estropear la ciudad, contestase que era m ejor una ciudad estropeada antes que una ciudad perdida; donde no puede sino entenderse que con «perdida» quería decir «perdida para su propio poder», esca­pada de sus manos. Y aquí el fin del pragm ático di­verge nítidam ente del fin del religioso: el del prim ero no es sino el poder, el del segundo, la felicidad. Por eso el m ism o Maquiavelo, que no apeaba ni un solo momento de la boca el nom bre de la virtud, querien­do rem itir con él a la uirtus del romano, se olvida enteram ente —ya sea por conveniencia, por ignoran­cia o por necedad— de atenerse a su contenido pro­pio y primitivo, cim entado en un fuerte y explícito com ponente religioso. La uirtus no es más que un nom bre retórico y vacío para quien como él propug­na que no le tiem ble la m ano al poderoso ante la ale-

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vusía y la crueldad, siendo así que las dos colum ­nas centrales en que se susten taba el tem plo de la uirtus del romano eran precisam ente la fides y la pie- /«i.v, cualidades que obraron de consuno en la con­ducta de Camilo en el sitio de Falerios, m ereciendo de sus enemigos, los faliscos, el elogio explícito de ■ haber puesto la ju stic ia por encim a de la victo-i la». Siendo precisam ente la victoria, la eficacia, el r \ilo , el c riterio exclusivo de justicia del pragm áti-i o. o por lo m enos aquello a lo que se ha de subord i­nar toda justicia, vemos en el contraste que nos ofrece esta noción de «poner la justicia po r encim a dr la victoria» el rasgo de la negación del principio di* realidad com o criterio, y de reconocim iento de la hrleronom ía entre realidad y espíritu , ya que a fir­m ar una ju stic ia ajena e independiente de la factici- dnd de la victoria —al m argen de que el ob rar opte • > no opte por superponerla a és ta— equivale a de­clarar, tal como hace Lucano en su elogio de Catón, iiu om petente el tribunal suprem o de la divinidad

ile los dioses de la guerra, del Señor de los E jérci­tos—, en sus funciones de árbitro, que, otorgando o dm egando la victoria en la batalla, es decir, decidien­do los destinos y repartiendo los papeles de vencidoV vencedor, pretendía d irim ir la justicia o la injus-I u ia de una u o tra causa en las querellas de los hombres.

Ix> religioso es, así pues, negarles a los fastos de la historia au to ridad alguna en torno a la cuestión tl«-l bien y el m al del m undo y de los hom bres, y de ahí que sea perfectam ente congruente que, correla- (Ivamente, veamos al pragm ático, o sea al irreligio- ho por excelencia, aferrado a los testim onios de la historia como única guía de conducta y hasta —como lan necia y puerilm ente se observa en M aquiavelo— vudcmecum casuístico del acierto y el error. Pero si Maquiavelo era dem asiado tonto y estaba dem asia­do falto de recursos, de astucia y de im aginación in-

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telectual para proteger una doctrina tan mal enca- renada com o la suya, que hacía agua por todas p a r­tes, ya vendría quien estuviese dotado de un talentolo bastan te tenebroso como para inventarle podero­sa apariencia de fundam entación racional y filosó­fica, quien le prestase ese espejism o de legitimación que es para los hom bres la congruencia lógico- conceptual de un sistem a bien trabado, de un apa­rato bien incardinado. El que llevó a cabo la hazaña,o sea el que nos hizo a los m ortales la lúgubre faena de legitim arnos, par dcssús le marché, con contun­dente documentación histórico-jurídica (pues me pa­rece que, a la postre, toda form a «diacrònica» de legitim ación de un determ inado statu quo, y legiti­mación, p o r consiguiente, olím picam ente indiferen­te a lo cruento o repugnante que ese statu quo pueda m ostrársenos en sus efectos sincrónicos, equivale a la exhum ación de docum entos histórico-jurídicos para fundam entar cualquier derecho dado), al Saba- hoz, al iracundo Señor de los Ejércitos, y por si no teníamos ya bastante con sus sangrientas a rb itrarie­dades, parece ser que fue, m odernam ente, Hegel, si bien, probablem ente, sobre la falsilla del preceden­te antiguo de Polibio, inventor de la fórm ula de la legitimación de la sincronía por la d iacronia y de las partes p o r el todo.

Hegel vino a reducir la radical heteronom ía entre realidad y esp íritu —fundam ento, según vengo d i­ciendo, de lo religioso— y rescató el principio de rea­lidad hasta el extrem o de hacer de la facticidad histórica el grandioso periplo o epopeya de lo que él llam aba esp íritu en su autocum plim iento o auto- rrealización, tal como veinte siglos antes había he­cho Polibio al reducir todas las d ispersas h istorias particu lares de las gentes y pueblos del m undo co­nocido a m eros episodios m oleculares o avatares anecdóticos, que, a la m anera de las irreconocibles piezas de un rompecabezas, carecían de sentido por

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«I mismas y sólo lo recibían subordinada y delega- ilmnente del cumplim iento del destino de un gran su- |i’to total, único y verdadero, hacia el que de consuno11 divergían y en cuyo grandioso plan o ciclo históri- 11» habían de insertarse: Roma o el Im perio Roma- un Este fetiche, este prosopónim o retórico, cuya nlcgórica anim ación es encarnada fraudulentam en­te en realidad, fue, así pues, erigido en único sujetoii partir de cuya autorrealización habían de explicar-

todos los destinos particulares. El Im perio Roma­no. contem plado en la cim a de su plenitud, sei onvertía de esta m anera en único legítimo portador v dador de sentido. N aturalm ente, para el religioso, lina tal figura de único, abstracto, sobrehum ano y ex- t Invente sujeto no puede ser sino la personificación misma de la im piedad, del an tiesp íritu , del esp íritu l>»ijo especie de cadáver, o sea, en una palabra, aque­llo m ismo contra lo cual la obstinación religiosa se luí venido desde siem pre sublevando, la uictrix cau­so a la que todavía se atreve a p lan ta r cara la derro ­tada causa de Catón. En este preciso sentido la utopía debe específicamente caracterizarse como an- Ithistoria, y en el m ism o debe entenderse tam bién la forma de disyuntiva que he dado al títu lo de estos papeles: «O Religión o Historia».

Escrito en junio-julio de 1984 y publicado en la revista El urogallo, diciembre de 1986

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M ientras no cam bien los dioses, nada ha cam biado

I. El desprestigio popular del espacio era comple­tam ente norm al. Cuando las inform aciones televisi­vas pretendían dem ostrar docum entalm ente que unos hom bres habían arribado a la luna, la obliga­toria obediencia al testim onio gráfico —m ás au to ri­tario que una im posición dogm ática— forzaba, por una parte, a los espectadores al acatam iento, m ien­tras, por otra, el contenido m ism o de ese testim onio les infundía el oscuro sentim iento de que, contra lo pretendido, nadie de este m undo había alcanzado de verdad la luna. Era un sentim iento que respondía, por lo demás, a una verdad de Pero Grullo: la luna es inhum ana, y los hom bres pueden alcanzarla tan sólo en la m ism a m edida en la que se m antengan apartados de ella. En efecto, el descomunal conjunto de las prótesis absolutam ente indispensables —bo tas lastradas, trajes especialísimos, bombonas de oxí geno, escafandras, etc—, neutralizando el medio lunai y trasladando o reproduciendo el terrestre, les per­m itían e n tra r en contacto con la luna justam ente m erced a su capacidad para m antenerlos apartados

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il<* ella. Si te pones un guante de goma y luego me­tí". la mano en sosa cáustica, no puedes decir que lias tocado sosa cáustica —no o tra es la verdad de l'eilro Grullo a que me refería. Pero de ningún modo «•* mi intención decir que sólo es experiencia hum a­namente válida la que se alcanza a cuerpo gentil y no la que tan sólo es accesible por un mayor o me­nor núm ero de prótesis o artilugios ad hoc\ bien le­los están ya los buenos tiem pos de Arquímedes, que acertó a descubrir el célebre principio al que dio nombre sim plem ente jugando, lo m ism o que un cha­val, en la bañera. Sólo quiero decir que la bara ta li­teratura que se desencadenó a raiz de la llegada a la luna dio en ignorar tan enorm e diferencia, remas- tlcando el hecho en una representación pueril. El pú­blico, que percibía cóm o las prótesis separaban al astronauta de la luna tanto como le perm itían andar por ella, reprodujo en sí mismo, en cierto modo, unai elación análoga, sintiéndose tan obligado a p resta r

I le a la noticia como intuitivam ente distante e indife­rente frente al hecho. Los primeros, emocionados en­tusiasm os no me hacen objeción; el concepto en vacío puede po r un m om ento ser «caldera al rojo», romo decía Mairena; pero si la intuición tarda en lle­narlo, se enfría y descubre su inconsistencia em pí­rica. El desdeñoso enfriam iento popular ante los g ra n d e s noticiones del espacio era, por tanto, tan pre­visible como natural. En vano los prom otores y ges­tores de la alta pirotecnia in ten tarían recalen tar al público a base de prosopopeya y de grandilocuencia.

II. Para tan precarios éxitos de público no com­pensaba tanto desgaste de altavoces, tan ta retórica y tanto tam borearse el pecho con los puños; la sen­cillez y la m odestia propias de la ciencia son mucho más baratas. La m odestia es un rasgo propio de la ciencia, no ya porque el científico se la proponga, deontológicamente, como una virtud, sino porque,

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siendo lo más característico de su condición y su ac­titud el m antenerse volcado totalm ente hacia el interés p o r el objeto, tiende a sum irse, de m anera es­pontánea, en mayor o m enor olvido de sí mismo. Pero ¡a figura del sabio d istraído que, aunque con ánim o benigno, quería carica tu rizar precisam ente tal d is­posición, se ha quedado an ticuada en la m ism a me­dida en que la actitud científica se ha deportivizado.Y en lo que se refiere a la relación sujeto-objeto, no hay dos cosas más diam etralm ente contrapuestas que la ciencia y el deporte. Cuanto m ás prevalece el interés del sujeto por sí mismo, por su propio logro, por su propio mérito, sobre el interés por el objeto, tanto más nos acercam os a la que es evidentem ente la actitud m ás propia del deporte, que es el culto a la pura hazaña inmanente, sin objeto, o carente de otro objeto que no sea el reflejo de la hazaña sobre el sujeto mismo, como un trofeo —m edalla en su pe­chera o copa en su anaquel—> como un autocum pli- miento, en que el grito I did it! m anifiesta y agota el contenido entero del motivo, sin que el it, el qué concreto en que pueda consistir el térm ino del lo­gro (la síntesis de la urea, la últim a m arca de los cien metros lisos, el descubrim iento de las ondas hertzia- nas o la coronación del Everest) tenga otro valor ni relevancia que los de haber servido de instrum ento para ese I did it! o kikirikí autoafirm ativo.

III. En los proyectos espaciales, el predom inio de esta m otivación deportiva, em ulativa, y po r ende anticientífica, estaba ya presente por lo m enos en las perentorias incitaciones de Kennedy a la NASA («Busquen ustedes algo en que podam os ade lan ta r­nos a los rusos, y háganlo»), que term inaron con la llegada a la luna. Esto no debe hacer pensar, por lo demás, que la actitud deportiva necesita de un rival hum ano con el que com petir lateralmente; la dificul­tad del espacio por sí m ism o podría haberla susci-

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lado. La ac titud deportiva puede sentirse provocada por cualquier accidente natural con cuya dificultad pueda el sujeto medirse, ponerse a prueba, dem os­trarse a sí m ism o quién es Él. Es evidente que a Hi­llary le m ortificaba que el Everest fuese más alto que él; la comezón de la soberbia insatisfecha, del orgu­llo oprim ido por alguien que ponía techo a su es ta ­tura, lo consum ía, le qu itaba el sueño, no podía aguantarlo: tenía que ponerle los pies encima, tenía que quedar por encim a de él. Cuando, tras la ascen­sión, y a la pregunta «¿Por qué subió usted al Eve­rest?», contestó con aquella m em orable estupidez: «Porque estaba ahí», bien podía adivinarse que lo que querría haber dicho es: «Porque me jodía que fuese m ás alto que yo».

IV. La creciente deportivización de las motivacio­nes que hoy dom inan en todo em peño humano, o sea la reversión sobre el interés por el sujeto de m uchas cosas en que antaño pudo predom inar el interés por el objeto, se m anifiesta en el habla cotidiana con el auge que han tom ado en los últim os decenios las pa­labras «reto» o «desafío». Los hom bres de hoy pare­ce que sienten los obstáculos con que se encuentran —pongam os po r caso un río que se le atraviesa al am ante en el cam ino que conduce al castillo de la am ada— no ya com o problem as que tendrán que re­solver o soslayar de alguna form a si es que preten­den d a r alcance al objeto final de su designio —la amada, en nuestro ejem plo—•, sino como provocacio­nes a su autoestim ación, incitaciones a poner a prue­ba el Yo, para dejarlo, superando el lance, crecido y reafirm ado. Ve el río y no dice: «Caramba, si hubie­se por aquí alguna barquita, sería todo m ás fácil y más rápido», sino que recreciéndose en su enyosa- m iento se trasm u ta de Leandro en Narciso, ahogan­do y olvidando en am or propio el am or y el deseo de la am ada y, em pezando en el acto a descalzarse

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y desnudarse, se dispone a dem ostrarse a sí mismo, al río y al m undo quién es él. El fin y el contenido de c ru zar a nado el río ya no es llegar hasta la am a­da sino condecorarse a sí m ism o con la hazaña. No o tra cosa entraña la concepción de los problem as en térm inos de reto o desafío. El transbordador espa­cial que a prim eros de año fue, con sus siete trip u ­lantes, víctim a del accidente que todos conocemos había sido bautizado con el nom bre de Challenger, que significa justam ente «retador», «desafiador»; así que la concepción subjetivista, deportiva, de la em ­presa estaba ya connotada en el nom bre m ism o de la nave.

V. La execrable jerga pedagógica m oderna ha in­troducido recientem ente la horrísona palabra «mo­tivar». Al chico —ya pasaba en mis tiempos, aunque tal vez no hasta el extrem o de hoy— no se consigue que le interese el contenido de las asignaturas por sí m ismas, o sea el objeto que se le quiere dar a co­nocer (digamos la form ación geológica de la corteza terrestre, con esas m ism as costas o m ontañas a don­de está deseando irse a veranear, para retozar por ellas como un borriquito con chándal). Entonces, no para c rear en él un interés auténtico por el objeto en sí —interés que en el objeto m ismo tendría su úni­co motivo y hallaría su propia recom pensa—, sino para rem ediar esa falta de in terés con un sustituti- vo que lo estim ule a aplicarse, a despecho de su fo- bia, en el estudio de la asignatura, para obtener a la postre un resu ltado de conocim iento que solam ente una pedagogía ignara o francam ente falaz y desho­nesta podría p retender equivalente al resultado de conocim iento obtenido a p a rtir de un verdadero in­terés por el objeto, entonces, digo, se lo somete a la terap ia sintom ático-behaviourista de crearle o apli­carle, como de costado, alicientes exteriores capaces de «motivarlo» o, con aún m ás horrísona palabra,

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• Incentivarlo» para que abra algún libro de una vez. I'ilns motivaciones o incentivos son siempre, indefec­tiblemente, de naturaleza deportiva, ya en el senti-ilo lato que he usado más a rriba de interés del sujeto |tni sí mismo, por su propio logro en cuanto suyo, rn euanto autoafirm ación, ya en el sentido estricto rn que, desde la tradición decim onónica norteam e- l li ana, el volumen e im portancia de las actividades deportivas escolares crece de vez en vez, hasta el ex- liemo de que un colegio que hoy pusiese en su puer­ta «Aquí no disponem os de gim nasio ni de cam po ile deportes», «se prohíbe en tra r con chándal» se ni ru inaría el día m ism o de su inauguración.

VI. Ya he dicho cómo, pese a ofrecer la em presa fkpacial elem entos capaces, en principio, de consti­t u i r s e en alicientes deportivos, desfallecía, no obstan­te, ante el gran público, m ostrándose cada vez m ás Impotente para ganarse su entusiasm o, debido a la Inevitable im presión distanciadora, como de expe- I tinento de laboratorio, que suscitaba incluso en sus ha/añas más espectaculares. Parece que se pensó que n este m ism o m al efecto contribuía, a su vez, la im a­nen de profesionales altam ente cualificados —amén ile m ilitares o cuasi m ilitares— que ofrecían los as- lioiiautas; una imagen inevitablem ente distanciada i esperto del gran público, por ese m ism o carác te r ile élite superespecializada con la que era difícil la necesaria identificación: se decidió, así pues, al pa- tvi er, buscar la form a de m odificar esta imagen tan Inadecuada como sujeto protagonista de una haza­ña colectiva (pues com o común y colectiva se que­na que fuese sentida y participada por toda la na« ión), para tra ta r de volver a «motivar» o «incen­t i v a r» al público con respecto a la industria del es­lía* io. La solución por la que se optó fue la de ¡ n t roducir en la tripulación, junto al especialista, un lienuino representante del average people, una per­

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sona corrien te de la calle, com o usted o com o yo; y este papel fue el asignado a la m aestrita provincia­na C hrista McAuliffe. Ella tal vez podría recobrar para el decaído deporte del espacio la participación y el entusiasm o de las grandes m asas. Los recobró mil veces m ás de cuanto habría soñado, gracias al accidente en que perdió la vida, convirtiéndose en la p rim era heroína nacional de las hazañas espacia­les. La industria deportiva del espacio se ha asegu­rado así para un decenio la venta de boletos en el gigantesco estad io pirotécnico de Cabo Cañaveral. ¡La m uerte vende más!

VII. No es, en modo alguno, paradójico, como a prim era vista pudiera parecer, el hecho de que las sie­te m uertes del naufragio del Challenger hayan reha­bilitado y revalorizado la em presa del espacio, dándole incluso un nuevo prestigio popular, del m is­mo modo y por idénticos resortes psicológicos en que, cuatro meses antes, la m uerte del Yiyo, por cor­nada de toro, en Colmenar, puso fin al redondo y pro­longado bostezo dom inical de las plazas de toros españolas, resucitando el fervor y el entusiasm o de los aficionados, para quienes el au ra de la m uerte era, sin más, dem ostración de la verdad de la fiesta nacional y de la profundidad de los valores esp iri­tuales que encerraba, como rasgos distintivos de nuestra identidad, de tan honda raigam bre popular al par que señorial, inalienables peculiaridades gra­badas a fuego en las en trañas m ism as de la españo- lía, españolidad o españolez. Así, del m ism o modo que José Luis Castillo Puche («Muerte en la arena», Diario 16, prim ero de septiem bre de 1985) daba por bien em pleada la m uerte del Yiyo «para que no todo en el toreo se haga rutinario, funcional o com ercial», así tam bién, en el caso del Challenger, no han falta­do voces que hayan encarecido el accidente por el saludable efecto de haberle hecho perder a la «aven­

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tura espacial» su «carácter rutinario»: «Ha sido, qui­zá necesario el cataclism o para cap ta r de nuevo la envergadura de la carre ra espacial (...) que ha vuelto h i tinvertirse de nuevo en noticia sorprendente y con­movedora para toda la hum anidad» (Editorial, Dia­na 16, 29 de enero de 1986). Es evidente que aquí lo tiue tácitam ente se opone a «carácter ru tinario» (es decir, repetitivo, cotidiano, habitual) es nada menos «iue carácter histórico, carácter del que la m uerte es, hí no el único, sí por lo menos el m ás fiadero y pres-I idioso aval. Por su parte, y tam bién a propósito de In m uerte del Yiyo, Vicente Zabala, crítico taurino de ABC, decía en su crónica: «Un diestro más que en­tra en la h istoria del a rte de to rear ofreciendo su jo ­ven vida para engrandecerla y purificarla de tan tas i ampañas injustificadas...» («Con el dolor en el alma», ABC, 31 de agosto de 1985), frase que se podría para- li asear perfectamente, para aplicarla a Christa Mi Auliffe, con sólo poner «maestra» en donde dice «diestro» y «ciencia del espacio» en donde dice «arte de torear». Pero la arrière pensée de la contraposición i ut ¡na/historia y de que sólo la m uerte es la que hace de verdad historia nadie la ha dejado traslucir tan cla- i ámente como el ex astronauta, hoy senador, John ( ¡Icnn: «Estábam os acostum brados al éxito, sin d a r­nos cuenta de que tarde o temprano algo así tenía que ocurrir. La Historia es esto, triunfo y tragedia, y el avance del hombre se hace sólo a costa de golpes t omo éste». Por lo dem ás parecidos alm íbares de la más pía y babosa sentim entalina han em badurnado sin recato ni respeto el nombre y la m em oria del jo- vencísimo torero y la m aestrita provinciana, llegan­do, especialm ente en el segundo caso, a verdaderos extremos de indecencia en el esquilm o del filón de su indudable rentabilidad propagandística.

VIII. Todos a una, los periódicos de Oriente y Oc­cidente se han anticipado al contraataque en la de­

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fensa de la carre ra espacial, frente a un ataque que era com pletam ente equivocado esperar de la ca tás­trofe del Challenger; tan sólo una gran falta de cla­rividencia sociológica podía hacer tem er que el accidente fuese capaz de m enoscabar m ínim am en­te el prestigio del espacio. Todo lo contrario. Nunca los m uertos em pañaron la gloria de una guerra ni deslucieron el esplendor de una batalla, sino que la sangre fue siem pre su guirnalda más herm osa y más em briagadora. No hay nada en este m undo equipa­rable al au ra arrebolada de la sangre y de la m uerte para ad o rn ar y ennoblecer, ante los ojos de los hom ­bres, los estandartes de cualqu ier em presa. La san­gre y la m uerte no solam ente aducen convicción, generosidad, altura de m iras en los muertos, sino que tam bién reflejan elevación, dignidad y certidum bre para la Causa po r la que m urieron. Nadie logró ja ­m ás tener tan ta razón como los m uertos, ni hubo nunca argum ento m ás poderoso que sus m uertes para dejar a la Causa irrefutablem ente convencida de sí m ism a y convencidos de ella a los demás. Las m uertes son las que siem pre han consagrado como verdadera y ju sta y grande y santa cualquier Causa, y poder decir de ella «Es la Causa po r la que d e rra ­m aron su sangre nuestros padres y nuestros abue­los» ha sido siem pre un argum ento legitim ador infinitam ente m ás fuerte y m ás definitivo que el con­tenido de la Causa misma. Nunca es el contenido de la Causa el que se alega pa ra legitim ar y ju stificar la sangre derram ada, sino ésta la que siem pre es es­grim ida como el aval indiscutible de la justicia, la razón y la bondad de cualqu ier Causa, po r deliran­te, estúpida, inicua, crim inal o sórdida que sea. Que la llam ada Causa del Progreso —hoy prácticam ente reducida a la innovación cualitativa en la tecnolo­gía— esté sujeta a accidentes no es considerado como un defecto o culpa que haya que achacarle, sino como una suerte de portazgo o de peaje que legiti-

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imt la entrada en circulación de la nueva m ercancía,o hasta la credencial que avala y ennoblece al po rta ­dor para poder p resen tarla dignam ente ante cual­quiera. Se d iría que la sangre y la m uerte son a los tilos de los hom bres el m ás seguro y acreditado títu ­lo de garantía sobre el valor de cualquier cosa; y aquello que haya costado sangre y m uerte aquello mismo tienen por lo m ás valioso.

IX. Francisco G. Basterra, corresponsal de El País en Washington, ha percibido con gran clarividencia la ágil m aniobra de los m andam ases norteam erica­nos —dotados de una envidiable reprise para estos volantazos de 180 grados—, no ya para convertir en éxito el fracaso, pero sí para explotar las v irtualida­des del fracaso en cuanto tal, v irtualidades que se cifran especialm ente en las enorm es posibilidades de capitalización em ocional que ofrecían los m uer­tos. Nada podía llegarle m ás a punto que este ines­perado ingreso de fondos heroico-lacrim ógenos a una em presa em ocionalm ente tan devaluada como la del espacio; acciones que ya casi no cotizaban en la Bolsa de las emociones populares han rem onta­do espectacularm ente el signo del m ercado y han al­canzado en dos días sus m ás altas cotas entre los valores del Ego nacional. «Seguimos siendo un pue­blo de pioneros», les ha dicho Reagan a los nortea­mericanos, «y pioneros eran los m iem bros de la tripulación del Challenger». Si en España alguien dijese «seguimos siendo un pueblo de conquista­dores» haría reírse a m andíbula batiente hasta a los gatos, por el contrario, el desaforado neonacio- nalismo norteam ericano se siente halagado y enor­gullecido por estas niñerías y hasta casi se las cree. El Presidente se ha aproxim ado incluso, peligrosa­mente, al m ussoliniano «vivere pericolosam ente»: «El m undo es un lugar peligroso —ha llegado a decir—•, siem pre lo ha sido cuando se es pionero, y

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nosotros sabem os que siem pre ha habido pioneros que han dado su vida en la frontera». Así, Francisco G. B asterra dice en su crónica: «... por encim a del im pacto psicológico inicial (...) se observa ya un de­seo de que la catástrofe estim ule el esp íritu pionero que creó a esta nación (...) Para m uchos se tra ta de un precio que hay que pagar por m antener a Esta­dos Unidos como número uno. Ronald Reagan (...) ha sabido con gran habilidad reconducir el dolor nacio­nal y convertirlo en un sentim iento positivo (...) El Presidente (...) ha m anifestado que el fu turo "no es de los débiles sino de los valientes. Y los tripu lan tes del Challenger nos estaban llevando al fu turo y les seguiremos”». «El espíritu de aventura —dice en otro lugar B asterra—, muy vivo aún en un país tan joven como Estados Unidos, está siendo utilizado por el Presidente, en esta hora triste, para convertir el fra­caso en acicate.» Aquí parece que B asterra se deja él m ismo engañar po r el invento, pues eso de «pue­blo joven» no quiere decir nada y aunque quisiese decir algo tam poco cuadraría , dado que el neonacio- nalismo norteam ericano debería ser catalogado, por sus m arcados rasgos regresivos, m ás bien como en¿ ferm edad senil. Y el sedicente «espíritu de aventü- ra» no es sino el elem entalism o emocional vinculado a la m ala litera tu ra resu ltan te del rem ozam iento de­cim onónico de las arcaicas sagas fundacionales, o una regresión senil hacia las lecturas de la infancia, con su percepción del m undo en clave de tebeo, por m ucho que ese tebeo adopte los m odernos escena­rios de la ciencia-ficción. Por lo demás, no veo que tengan nada que envidiarle —en cuanto a visión del m undo en clave de tebeo— a los delirios beduinos de un Gadafi los dos grandes señores de la tie rra y de la guerra, que entre las pocas y muy generales cuestiones a tra ta r en su entrevista de G inebra no dejaron de incluir la de su deber de aliarse y un ir sus fuerzas en defensa de la hum anidad contra la

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eventual invasión de un enemigo exterior extraterres- Ire, o m ejor dicho, alienígena, que es como ú ltim a­mente se lo designa en los tebeos.

X. El ex com batiente herido o m utilado incurre con frecuencia en el abuso de em plear el respeto car­nal que todo bien nacido siente por cualesquiera cicatrices —en cuanto puros estigm as de dolor, independientem ente de su causa— como un in stru ­mento de coacción para obligarnos a extender y convertir ese respeto carnalm ente otorgado a sus heridas en un respeto esp iritual hacia la Causa por la que combatiera, esgrimiendo, de esta manera, esas heridas como un derecho a im ponernos tal acata­miento. Las cicatrices son para él como títulos o pó­lizas que lo autorizan a pasar al cobro el crédito social que, según su criterio, ha adquirido m ediante el sacrificio que esos m ism os estigm as representan. No es sino un caso m ás del fuero inm em orial y aún hoy no derogado que quiso hacer de la sangre y de la m uerte creadoras de derecho. Y así nos lo confir­mó hace poco tiem po el general Jerem y Moore, ven­cedor de las Malvinas, cuando dijo: «Ahora las Falkland son nuestras, porque las hemos pagado con vidas de jóvenes británicos, y todo intento de cues­tionar este derecho es, sin más, una ofensa a los m uertos». El respeto y la fidelidad a los m uertos, abusando del tem or reverente a profanarlos, es u sa­do como instrum ento de chantaje para im poner si­lencio sobre la Causa po r la que m urieron y obligar al respeto hacia la clase de em presas de que se tra ­te. Por lo que atañe al Challenger, José María C arras­cal, corresponsal de ABC en Nueva York, viene a entonar análoga cantata: «Por debajo de las lágrimas está la determ inación norteam ericana de continuar el program a espacial. No sólo porque el espacio es un desafío, sino porque es tam bién el futuro, y de­ja rlo ahora sería una traición a los que han m uerto

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para conquistarlo». (Pero el respeto a los m uertos no es respeto a sus m uertes y a sus Causas, sino respe­to a las vidas que perdieron; hacer que sus m uertes sirvan para algo es negarles a las vidas que han per­dido el derecho a no haber servido para nada, el p ri­vilegio de ser fin en sí m ism as. Mas para esto véase el corolario 1.°) La sacralización de la m uerte, su transfiguración en sacrificio, es una form a de capi­talización. Los sacrificados son una inversión; no está claro si una inversión hecha por ellos mismos, por los supervivientes o por todos juntos. Comoquie­ra que sea, parece que los depositarios de ese capi­tal son los supervivientes, que habiéndolo recibido como fideicom iso se obligan a m antener activa su rentabilidad; de lo contrario, habría defraudación. Esto es lo que se expresa, con palabras m ás pías, cuando se dice que el sacrificio de nuestros padres y nuestros herm anos nos obliga a hacer que su san­gre sea fecunda.

XI. M ientras el esfuerzo norm al que se aplica a cualquier obra del progreso es racionalizable bajo la relación de causa a efecto, no pasa lo m ism o con el accidente; éste es fortuito, no com putable ni pro- porcionable, se sustrae por tanto a la transparente ' relación de causa a efecto. Pero tam bién es raciona­lizado, aunque el recurso para hacerlo sea fraudu lento —esto es, una racionalización en el sentido psicoanalítico de la palabra—, y, en consecuencia, un recurso irracional. Consiste en su inscripción en esa extraña p artida de «precio» o de «tributo». La irra ­cionalidad de este recurso racionalizador lo aboca inevitablem ente a restau rar arcaicas conexiones mí­ticas. En una palabra, que la noción de precio o de tribu to que hay que pagar por el progreso es una ro­tunda superstición. Las fuerzas adversas que el pro­greso consigue som eter y poner a su servicio se cobrarían, según ésta, en sangre y m uerte los pode-

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íes que entregan; las Causas profanas han hereda­do así los vicios de los viejos dioses. La restaurada tonexión m ítica funciona, y la superstición del tr i­buto o del precio del progreso es universalm ente aceptada, sin una m ala cara ni un m al gesto, como lina verdadera explicación: acarrear accidentes m or­tales y hasta estragos a los hom bres no es conside­rado como una calam idad o como un inconveniente dol progreso, sino como su m ejor legitim ación, del mismo modo que exigir víctim as en sacrificio para olorgar sus bienes, nunca fue considerado como un «buso, una injusticia o hasta una canallada de los dioses, sino la parte que les correspondía en la rela­ción de intercam bio. La relación de intercam bio es la que ejerce y m antiene la alianza entre los hom bres v sus dioses; por esta alianza los dioses otorgaban a los hom bres el d isfru te de los bienes de la tierra; el sacrificio era, pues, el fundam ento de legitimación dol usufructo de esos bienes. La relación de in ter­cambio nada tiene que ver con una relación de cau­sa a efecto o m edio a fin; es una relación jurídica; la relación ju ríd ica que se ejerce en este caso, me­diante la oblación del sacrificio, es, como he dicho, la del pacto o alianza por los que el hom bre se reco­noce trib u ta rio de los dioses y estos lo acogen como su vasallo. Esta conexión m ítica es la que se m antie­ne inalterada cuando se habla de precio o de tribu to que hay que pagar por el progreso. La H istoria, el Progreso y el Futuro, lejos de su sc itar recelo algu­no, se vuelven dioses en quienes se puede confiar en cuanto exigen tribu to de sangre, y justam ente gra­cias a exigirlo. El sacrificio, como ejercicio de in­tercambio, renueva respecto de ellos la arcaica conexión, el m ítico sentim iento de alianza, de reci­procidad y de protección. En últim a instancia —y osta es mi cuestión— es totalm ente indiferente de­cir «precio» o «tributo» o decir «sacrificio», porque tan religiosa sigue siendo la concepción que yace

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bajo la idea fiscal o com ercial de un tribu to o de un precio que tengam os que pagar por el progreso, como era ya, en su tiempo, com ercial o fiscal la con­cepción que yacía bajo la idea religiosa de un sacri­ficio que hubiese que ofrendarles a los dioses a cam bio del usufructo de sus bienes. Por eso, cuando André Fontaine, d irecto r de Le Monde, no vacila en titu la r su artícu lo sobre el Challenger precisam en­te «Sacrifice» (Le Monde, 30 de enero de 1986), para arrancarse acto seguido con la siguiente afirmación: «No hay una sola etapa de la aventura hum ana que no haya sido pagada con su precio de sangre», está bien lejos de querer hacer una m etáfora de la con­tingencia fáctica de los accidentes, o sea de la cons­tatación em pírica de que los m ortales están expuestos a accidentes, si se están quietos, menos, y si se mueven, más. No; ya la form a totalizante del a rranque «// n ’est pas d ’étape de ¡'aventure humai- ne...» anuncia la pretensión racionalizadora de seme­jante contingencia; acep tar la excepción sería m enoscabar la racionalidad: sólo si ocurre siempre, el pretendido accidente puede perder el irracional carác ter de fortuito o de casual que como tal acci­dente lo define, a fin de poder ser racionalizado como «prix de sang», expresión con la que el lenguaje mo-i derno restablece la conexión mítica del sacrificio. El accidente es así rescatado de la contingencia —con lo que deja de ser propiam ente accidente— y tran s­ferido a la necesidad. (La consagración de la m uer­te, o sea su conversión en sacrificio, inserta al accidente en una función de intercam bio, le hace ju ­gar en ella un papel determ inado; y esta asignación de papel se le hace equivalente a una tom a de senti­do. El sentido le qu ita al accidente su propia condi­ción definitoria: su gratuidad absoluta, su facticidad irreductible. Deja, así pues, de ser un accidente y en­tra en el reino racional de la necesidad. Suplantado así el hecho por lo que se pretende su sentido, esca­

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moteado, por así decirlo, de trás de su disfraz, por la im postura que lo convierte en sacrificio, el acci­dente es aceptado como la oblación debida a los dio­ses del progreso, o la parte por ellos reclam ada.) En esta transferencia a la necesidad está la racionali­zación ideológicamente productiva, o sea la que hace el suceso aceptable ante el sen tir del público previ­niendo las c ríticas que podrían poner en entredicho las pruebas espaciales y la tecnología en general.

XII. Bien es verdad, como ya he apuntado antes, que tales contraataques anticipados suelen ser pasos en falso de la ideología oficial, siem pre m ás tem ero­sa y suspicaz de cuanto la experiencia de las reac­ciones populares podría justificar; una defensa que suele acarrearse un cierto efecto de ridículo, por ade­lantarse, con paranoica precipitación, a ataques que nadie iba a lanzar en realidad, d isparando a un m is­mo tiem po y desde todos los fortines de opinión, como en un único pedo atronador, la entera batería de los m ás grandes y solem nes topicazos, porque el prontuario de las recetas ideológicas es de fácil m a­nejo y se halla siempre a mano, y todos saben al pun­to qué es lo que tienen que decir, de qué se trata, cuál es el valor exacto de los hechos, la recta in terp re ta­ción de su sentido (mas para esto véase el corola­rio 2.°). Así, «el precio o tribu to que hay que pagar por el progreso» ha sido el leitm otiv unánim e con­tra la inexistente conjura antitecnológica que han vis­to en sus delirios paranoicos: «Con toda seguridad (dice el editorial de Diario 16 del 29 de enero de 1986), saldrán ahora de sus guaridas todos cuantos abom i­nan de esta m agna tarea de investigación, los dem a­gogos que preferirían u tilizar las inversiones en tecnología en m enesteres pedestres y terrenos, a pe­d ir que la NASA cierre sus puertas y que los Estados Unidos desistan de esta em presa, que, a su parecer, no aporta rendim ientos m ateriales a la hum anidad.

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Siem pre ha habido, en toda época, partidarios de la oscuridad, del unam uniano "que inventen ellos", de la im aginación rom a y la inteligencia en el estóm a­go. Pero esa m uerte dram ática de siete personas, entre ellas la profesora Christa McAuliffe, ha de en­tenderse (subrayado mío) como el precio exorbitan­te que hay que pagar por la osadía de descubrir, por el atrevim iento del progreso, por la arrogancia de la conquista». (H asta aquí la cita.) El didáctico y prcs- criptivo «ha de entenderse» subrayado por mí seña­la ya las ínfulas de recta doctrina, de ortodoxia, con que la ideología oficial se siente responsable de am o­nesta r e ilu s tra r a la opinión. Por lo demás, es pinto­resco ver cómo el editorial quiere batir con una única andanada dos frentes hasta hoy bien diferenciados e incluso contrapuestos: el que vulgarm ente se sue­le designar como «m aterialista», que el diario llam a «de la im aginación rom a y la inteligencia en el estó­mago» y al cual achaca que preferiría «utilizar las inversiones (...) en m enesteres pedestres y terrenos», y el que solía ser vulgarm ente designado como «es­piritualista», al que el d iario se refiere como el «del unam uniano “que inventen ellos” », que, a diferencia / del prim ero, no im pugnaba la tecnología por su inu­tilidad, sino por su ciego, acéfalo y hasta inhum ano utilitarism o, que olvidaba y aun escindía la perspec­tiva plena de la persona hum ana. Pues bien, tal vez el editorialista anduvo más acertado de lo que él mis­mo se pensaba en este novedoso contubernio entre esas dos facciones presuntam ente opuestas, al inten­ta r rebozarlas y aba tirlas con esa única perdigona­da de «partidarios de la oscuridad». Y anda acertado especialm ente si los contrapone, en un bloque uni­tario, a los que, en cambio, aceptan y entienden la m uerte «como el precio que hay que pagar por la osa­día de descubrir, por el atrevim iento del progreso, por la arrogancia de la conquista», o sea los de la vida como autoafirm ación deportiva, los de la esté­

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tica de la dom inación, los del m ussoliniano «vivere pericolosamente», pues, en efecto, aquella estética de los cam isa negra, que tom aron la calavera como bla­són, de los am antes del peligro, de la dom inación y de la m uerte, fue, sin la m enor duda, tan enem iga de la carne como del esp íritu . La carne y el esp íritu podrían tener, pues, el mismo amigo, dado que al me­nos tienen el m ism o enemigo.

XIII. Pero, volviendo al texto de Fontaine, es de no­ta r cómo tal género de racionalizaciones y pseudo- explicaciones sólo se hacen posibles en la atm ósfe­ra retórica de la alegoría. La ideología oficial, en su función de d a r razón al mundo, recurre hoy, sobre todo, a presen tarlo y explicarlo en form a de repre­sentaciones alegóricas; mueve sus razonam ientos m anejando, com o sujetos totalm ente evidentes ante los sentidos, personajes que no podría determ inar más que pintados en una alegoría, tal y como en las lám inas o los frescos del siglo XIX podíam os seña­lar con un puntero tanto La Industria como La Tole­rancia, La Edad Media, El Siroco o El Destino; casi bastaba con que los de género femenino tom asen form as —por cierto, siem pre notablem ente exube­rantes— de m ujer, y los de género masculino, de va­rón, o, a lo sumo, con que La Tolerancia, por ejemplo, no tuviese fruncido el entrecejo. No otro es hoy el sistem a m ás com ún de hab lar de todo lo que nos ro­dea. Ahora mismo, sin i r más lejos, está pasando a toda pastilla, por lo visto, por nuestra red ferrovia­ria, cierto im portantísim o convoy llam ado El Tren de la Tecnología, que sería —según dicen los exper­tos— totalm ente catastrófico perder. Así, «l ’aven- ture hum a ine» del d irector de Le Monde es ya, para empezar, una alegoría sum am ente elaborada; y, sin embargo, está ya tan recibida y tan asim ilada, se ha hecho tan de curso legal, que, sin parar m ientes si­quiera en su índole alegórica y no digam os ponerse

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la cuestión de si hay o no hay tal aventura, todo el m undo da por bueno el razonar directam ente sobre ella, sin preocuparse de convalidar la legitim idad ló- gicoconceptual de lo que, por pura y sim ple cohe­rencia iconográfica, nos quiere despachar como plausible sem ejante lenguaje figurado. La arm onía con la que se cruzan y revuelven, se tu rnan y acom ­pasan las figuras en la danza fingida de la alegoría pretende convalidarse como verdad de lo represen­tado. Pero hab ría que em pezar por señalar cómo ya «la aventura» m ism a es un invento de la literatura de ficción; ya Hom ero lo había intuido en la Odisea: «Los dioses tram an y cum plen la perdición de los m ortales, para que los venideros tengan qué contar» (VIII, 579-580) y Cervantes lo dem ostró con el Quijo­te. La acción hum ana por sí m ism a —sin los m alos ejem plos de las novelerías—> si aún fuese lícito, que no lo es, concebir semejante situación, sería sin duda m ucho m enos insensata.

XIV. Los hom bres que no somos de ficción —o al menos lo creemos sinceram ente así— tenemos vidas, pero no aventuras; aunque, por cierta malicia apren­dida en las novelas, a veces nos pasan cosas o em ­prendem os excursiones a las que, no sin cierto/ narcisism o, creem os poder d a r el nom bre de aven­turas. Pero, por suerte para nosotros y aun m ás para nuestros deudos y allegados, sólo los individuos no­velescos tienen de veras aventuras propiam ente di­chas. La aventura, por dilatado que sea el espacio en que se desarrolle, exige en prim er lugar una univoci­dad y unilateralidad del ám bito de acción; lo que quiere decir que todos sus tiem pos y todos sus luga­res se copertenezcan; y no hay m ás que una forma de que se copertenezcan: que puedan ser referidos a un único, prim ero y último, centro de coordenadas, al que podamos rem itir subordinadam ente todos los demás. Lo cual huelga decir que, afortunadam ente,

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al menos hasta hoy, está bien lejos de poder hacerse con el ám bito de las vidas no fingidas, que se carac­teriza justam ente por ser multívoco y m ultilateral. Naturalmente, el expediente m ás viable, más común, e inm ensam ente m ayoritario, de fija r ese centro de coordenadas capaz de hacer unívoco y unilateral el ám bito de acción que exigen la ficción y la aventura es encarnarlo en un sujeto hum ano al que se privi­legia como «protagonista». Hechas estas observacio­nes, veamos ahora cuántas ficciones representativas nos exige la construcción de una alegoría como la de «la aventura hum ana», según lo que por tal quie­re entender André Fontaine. El protagonista de fic­ción, o sea el único m odelo de sujeto idóneo para la aventura suele tom ar la form a de un individuo em ­pírico, singular determ inado, llám ese Ulises, llám e­se Don Quijote; justam ente el poderlo determ inar como protagonista, que es algo así como decir «pri­m er actor en el reparto» o «prim er espada en el coso v el cartel», indica la univocidad y unilateralidad del ám bito de acción que la ficción literaria logra ju s ta ­mente tom ándolo a él por único y absoluto punto cero de todas sus coordenadas de tiem po y de lugar, haya o no subsistem as secundarios. Por eso es redun­dante decir, como yo m ism o he dicho m ás arriba, «protagonista de ficción»; fuera de la ficción no hay en verdad protagonistas, aunque no falte quien pre­tenda serlo, y el ám bito de acción de las vidas no fin­gidas es, por lo mismo, como he dicho, siem pre multívoco y m ultilateral. Cierto que, para el buen concierto de la navegación, la cartografía m oderna decidió señalar en el Océano Atlántico, aguas afue­ra del Golfo de Guinea, a unos 10 grados escasos de longitud Oeste de Libreville, capital del Gabón, y a unos 5 grados de latitud Sur de Accra, capital de Gha­na, un punto im aginario en alta mar, para que fuese intem acionalm ente convenido como punto 0-0, o cen­tro de coordenadas del sistem a reticu lar de locali­

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zación geográfica form ado por los paralelos (absci­sas) y los m eridianos (ordenadas). Cierto tam bién que, para la buena m archa de las Administraciones, se han señalado no pocas veces puntos cero en la pre­sunta línea de los tiempos, determ inando «Eras», como la rom ana (anno... ab urbe condita), la c ris tia ­na (año... an tes/después de Cristo), la islám ica, que tom a por punto cero el lím ite inextenso entre las 0 horas de la m adrugada del día de la Hégira y las vein­ticuatro horas de la noche de su víspera, 15 y 14 de julio de 622 después de Cristo, o respectivamente, fe­cha y víspera de la huida de Mahoma de La Meca a Medina. En am bos casos, el cartográfico y el crono­lógico, se busca, ciertam ente, estab lecer una univo­cidad y unilateralidad del ám bito de acción, una copertenencia de tiem pos y lugares, que orientando los derroteros del océano facilite el encontrarse y destrozarse a cañonazos las escuadras enemigas, o que datando por una m ism a cuenta uniform ada las fechas de extensión de los m ás diversos docum en­tos oficiales increm ente el poder de los controles de la Adm inistración. Cierto que éstas son convencio­nes en las que el ám bito de acción hum ana ha sido som etido a unos criterios de copertenencia de tiem ­pos y lugares sem ejantes o siquiera equivalentes a los que rigen para la ficción, salvo que impuestos so­bre lo que pretendem os no fingido. Con todo, y sin detenernos m ás en ello, dejem os apun tada la cues­tión de si no sería el caso de exam inar hasta qué pun­to estas m ism as convenciones, la cartográfica y acaso todavía m ás la cronológica, aun dirigidas, en sus motivaciones aparentes, por designios más prag­máticos, no son, a su vez, cóm plices o corresponsa­l e s , por participación o permisión, en la elaboración de nuestra sofisticada y fraudulenta alegoría de «La Aventura Humana». ¿H asta qué punto por ese uni- cum mare, sobre ese solus orbis, en ese tem pus unum , que la cartografía y la cronología quisieron

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decretar po r unos y los mismos, estatuyendo la to­tal copertenencia de tiem pos y lugares, no se im agi­nará tam bién como único y el m ism o el héroe que navegue y que conquiste, que aprenda y que madu- le, que invente y que construya, prospere y predo­mine? Y esto es lo que se ha hecho; como la categoría literaria del concepto de aventura dem andaba como protagonista un individuo singular unívoco y aun Idéntico a sí mismo, como un docum ento nacional de identidad, fue preciso construir, para sujeto del.;i Aventura Humana, cierto individuo bastante com­plicado. Prim eram ente, hubo que proceder a hacer de cada generación sincrónica o coetánea de hom ­bres y de pueblos «desde la noche oscura de los tiem ­pos» (ABC, «Challenger: el desafío», editorial de lecha que no puedo precisar), probablem ente me­diante un tratam iento de com presión lateral, un úni­co individuo definido por el a tribu to propio de su sincronía —un hacha de piedra tallada, una vasija de cerám ica, un arco, un carro de dos ruedas, etcé­tera. Establecida así una sucesión diacrònica de individuos diversam ente caracterizados, aunque o r­denados según la prelación jerárquica de los respec- tivos atributos, vino lo m ás difícil: hubo que hacer que m ediante u r ^ especie de m etem psicosis o tran s­migración longitudinal (casi como la entrega del tes­tigo en una carrera de relevos), cada uno de aquellos individuos, alineados en colum na según la diacronia, siguiese siendo, de alguna forma, el an te rio r y pasa­se, a la vez, en cierto modo, a ser el subsiguiente, que­dando así form ada la identidad diacrònica de toda la colum na que definía finalm ente el individuo idó­neo para protagonista de La Aventura Humana.

XV. Sin embargo, a este héroe tan versátil, que reú­ne en la identidad de su persona tanto al caverníco­la descubridor del fuego como al astronau ta que pone el pie en la luna, se le atribuyen, en cambio,

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unos rasgos de carác te r extrem adam ente lim itados, generalizando en él, de modo harto abusivo, un m o­delo ideológico de hom bre histórica, social y hasta geográficamente muy determinado: el ideal del euro­peo burgués aparecido con la revolución industria l del siglo XVIII, al menos según las cosas que los tex­tos dicen de él. En efecto, en opinión del propio An­dré Fontaine, «l'hum anité est ainsi faite qu'elle a besoin de regarder au loin, en avant et au-dessus d'elle»', M itterrand, por su parte, en telegram a d iri­gido a «M onsieur le président et Cher Ron», decla­ra, entre o tras cosas, que «nous savons que rien ne décourage l ’hum anité dans sa marche en avant»-, al par que el ed itoria lista de Le Monde del m ism o 30 de enero de 1986 dice a su vez: «La conquête de cette "nouvelle frontière" que constitue l ’espace figure au nombre de ces aventures auxquelles l ’hom m e ne sau­rait échapper, sauf à renoncer à être lui-même: hier la découverte du feu; aujourd'hui l'avènem ent des transportes terrestres ou aériens; demain peut-être la maîtrise de l'univers». H arto dudoso es que estos tan anim osos y em prendedores rasgos de carác te r pue­dan ser hechos extensivos a otros hom bres que no sean el m odelo ideológico ideal que de sí m ism os se hacen los propios inventores de la alegoría de La Aventura Hum ana. Pero ese «a m enos que renuncie a ser él mismo» que el ed itoria lista aplica al propio cavernícola descubridor del fuego parece no d udar de la identidad de un hom o universalis que ya en la caverna m ism a daba m uestras de ese carác te r indo­mable que m añana tal vez ponga en sus m anos el dom inio del universo. Cuanto m ás m iserable y m ás ram plón es el libreto, m ás grandiosa y solem ne pa­rece querer se r la partitu ra; así esta últim a cita ha creído potenciar su efecto acústico m ediante el a r­did de com binar sinérgicam ente la jerga de la iden­tidad con la estética de la dom inación {«la maîtrise de l 'univers»).

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XVI. La alegoría de l'aventure hum aine le ha per­mitido a Fontaine la racionalización del accidente como prix de sang precisam ente porque el fantasm a­górico protagonista de tal alegoría es transcenden­te a toda contingencia. Se hallará por naturaleza tan ajeno a la facticidad del accidente como supeditado a la necesidad del sacrificio. Curiosa observación la que sigue a la prim era frase del artículo. Esta, como el lector recordará, decía: «Il n'est pas d'étape de l'aventure hum aine qui n'ait été payée de son prix de sang»; la otra, a renglón seguido, dice así: «Ce n'est pas par hasard que non seulem ent les religions mais les idéologies nationalistes ou collectivistes qui se sont si souvent, depuis deux siècles, substituées à elles font une telle place à la notion de sacrifice». («No es ninguna casualidad el hecho de que no sólo las reli­giones sino tam bién las ideologías nacionalistas o co­lectivistas que, desde hace un par de siglos, han venido tan a m enudo a reem plazarlas hayan llegado a d a r tanto relieve a la noción de sacrificio»). Al de­cir que no es po r casualidad (il n'est pas par hasard) quiere decir que sus buenas razones hab rá cuando también las ideologías agnósticas, como antes las re­ligiones, conciben el vivir y el devenir hum anos su­peditados a esa clase p articu la r de relaciones de intercam bio en que consiste el sacrificio. La obser­vación es tan indiscutiblé como em inentem ente can­dorosa. La im portancia otorgada al sacrificio por las ideologías revolucionarias excede en m ucho a la que le otorga el cristianism o, y va desde la m era acepta­ción de la esclavitud por parte de Engels, como sa­crificio necesario para un determ inado desarrollo («Por paradójico y herético que pueda parecer [...] la im plantación de la esclavitud representó, en las c ir­cunstancias de aquel tiempo, un gran progreso», An- tidühring), hasta la aceptación de la necesidad de la sangre y de la m uerte como único m otor revolucio­nario. Como es natural las tendencias izquierdistas

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se acercarán m ás al m odelo cristiano (martirológi- co) del culto a la m uerte, m ientras que las derechis­tas se inclinarán preferentem ente hacia el pagano; para los prim eros el sacrificio es redentor, para los segundos es rem uneratorio (v. gr.: «precio o tribu to que hay que pagar por el progreso»). Pero el candor de Fontaine está en haber dado irreflexivamente por supuesto que los dioses han cam biado. Y los dioses no han cambiado.

XVII. En el principio no fueron, ciertam ente, los dioses de los cielos los que im pusieron sacrificios a los hom bres en la tierra, sino los sacrificios de los hom bres de la tie rra los que pusieron dioses en el cielo. Por consiguiente, no es que el sacrificio haya sobrevivido al cam bio de los antiguos dioses, sino que es la perpetuación del sacrificio lo que dem ues­tra que los dioses no han cambiado. ¡De nom bre ha­brán cambiado, y de vestido, no de condición, como dem uestra la renovada aceptación del sacrificio! Si­guen siendo los viejos dioses carroñeros, vestidos de paisano, con los nom bres de H istoria o de Revolu­ción, de Progreso o de Futuro, de Desarrollo o de Tec­nología. Los mismos perros sangrientos con distintos aunque no m enos ensangrentados collares. Más va­lía haber dejado en paz los dioses en sus cielos y quebrantado, en cambio, la m ítica conexión del sacrificio, que era la fuerza que los sustentaba; ya ellos solos se habrían venido abajo desde las a ltu ­ras, en vez de reflorecer y renovar sobre nosotros su cruento señorío. La H istoria Universal no es sino el nombre, el d isfraz y el m aquillaje, tan pudorosa como fraudulentam ente laicos, con que el arcaico y sangriento Yahvé-Señor-de-los-Ejércitos, iam senex sed deo uiridisque senectus, c ircula y se las bandea hoy en día impunemente, como un viejo verde, por los salones de moda del agnosticismo. La prueba de que no es el dios el que demanda el sacrificio, sino que es,

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por el contrario, el sacrificio el que postula al dios la hallam os m ás a rrib a en el pasaje en que se obser­va cómo nunca es la Causa lo que se esgrim e para justificar el sacrificio y la sangre derram ada, sino siempre, por el contrario, el sacrificio, la sangre derram ada, lo que se esgrim e para legitim ar la Cau­sa. El sacrificio es el que crea, pues, la Causa; no ya la Causa la que promueve el sacrificio. Y las Causas tienen el lugar de dioses, dado que son lo que Fon­taine designa como «ideologías nacionalistas o co­lectivistas que, desde hace un par de siglos, han venido a reem plazar a las religiones».

XVIII. Fontaine d irá todavía unas líneas más aba­jo: «Nés (Les États-Unis) d'une guerre de libération, ils ne sont vraiement devenus une nation qu'après la terrible épreuve de la guerre de Sécession. Comme celle de la France selon de Gaulle, leur histoire a été écrite par l'épée». Nadie lo pone en duda salvo que, en modo alguno, nos hallam os ante una suerte de ra­reza o de curiosidad histórica; antes, por el contra­rio, la rareza, hasta hoy no conocida, sería la de un pueblo o una nación que no fuese producto de la es­pada. En esta apelación al sacrificio, Fontaine se ha desplazado a o tro terreno; ya no se tra ta de la frau ­dulenta transfiguración del accidente en prix de sango en sacrifice: entre la sangre derram ada por la es­pada y la creación de pueblos y naciones no hay ya una relación accidental. Los pueblos no pueden ser más que productos de la sangre y las naciones no han llegado a ser jam ás sino creaciones de la espada. El paso es im portante: la noción general de sacrificio es transferida de la ficción que la aplica a transfor­m ar el accidente en tribu to que hay que pagar por el Progreso a la constatación que la reconoce por su­prema gestora de la Historia. A fin de hacernos acep­ta r la idea del accidente como prix de sang, Fontaine quiere ofuscarnos con la contem plación de cómo

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toda creación, toda grandeza hum ana —y la grandeur de la France en especial— se han levantado sobre el sacrificio. Pero la espada hiere o m ata, no acciden­ta. La espada no fue un peligro al que hubieron de exponerse cuantos tom aron parte en levantar a Fran­cia, sino el propio instrum ento con que fue edifica­da. Los golpes de la espada no son, en modo alguno, accidentes que ocurran durante los trabajos de cons­trucción de una nación, sino la propia y norm al ac­tividad del instrum ento idóneo para levantarla. Las heridas que se reciben y se infieren durante la b a ta ­lla no son el precio que hay que pagar por la victo­ria, sino el m edio de ganarla o de perderla. El derram am iento de sangre que ha inundado —y, a la vez, ha hecho— su historia no es el precio que ha ha­bido que pagar por la creación de Francia, sino el impulso, el procedim iento y la argam asa con que ha sido creada. Quiero decir que aquí estam os ante una verdadera relación de causa a efecto y una verdade­ra relación de m edio a fin entre la sangre derram a­da y la p a tria construida; aquí, pues, la relación de intercambio, la relación sacrificial, no sustituye sino que se superpone, dado que es bien patente hasta qué punto se habla de «sacrificios» con respecto a los su­frim ientos por la patria. El artificioso giro de pasar­se sin m ás de la invención, fabricación y prueba de artefactos pirotécnicos a la form ación histórica de pueblos y naciones, m anteniendo, no obstante, su­brepticiamente unívocas respecto de ambos casos las expresiones prix de sang y sacrifice, lleva tal vez por único designio el de hacernos sentir m ás apropiadas y menos sospechosas las dichas expresiones, hasta dejarlas indistin tam ente hom ologadas en orden de razón tanto aplicadas al accidente técnico del Cha­llenger como aplicadas a la h istoria de los pueblos y la creación de las naciones; pues la H istoria es, por cierto, y sobre todo la H istoria Universal, la que más generosa, contundente e indiscutiblemente abona, ra-

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tifica y legitim a la concepción, universalm ente aca­tada, de la necesidad del sacrificio, bajo las m últi­ples y tan diversas fórm ulas de su interpretación.

XIX. El ya referido ejemplo del ex com batiente es nòlo un caso extremoso, aprem iante y personal del peculiar fenómeno, mucho m ás am plio y generaliza­do, de que todo patrio ta suela encarecer su patria pix-cisamente en nom bre de los inm ensos sacrificios que, según dice, costó construirla a lo largo de su his­toria, cifrando en ellos tanto lo que la hace a sus ojos tan valiosa como lo que motiva su deber de am ar­la y respetarla. Aquí, pues, el valor del sacrificio- privaciones, esfuerzos, sangre y m uerte de cien ge­neraciones p recursoras— toma, con toda precisión, forma de crédito; y tal como sobre el crédito de la m aterna leche que m amamos se nos reclama el am or debido para con nuestras madres, así tam bién el cré­dito de inm em oriales sangres derram adas hace a la patria que aún hoy les sobrevive acreedora a un tri- liuto de am or y reverencia po r parte de quienes hoy somos sus hijos, y aun, si fuese preciso, al tribu to de nuestras propias vidas, yendo, «por verla tem ida y honrada, contentos tachunda chim pún a la m uer­te». Entonces nosotros mismos pasaríam os, m urien­do por ella, a engrosar el monto total del crédito, haciéndonos, a nuestra vez, conjuntam ente cyh la pa­tria, acreedores de nuestros descendientes. La fun­ción de intercam bio sacrificial entre la pa tria y sus m iem bros constituye, así pues, una especie de flujo continuado y reciclante. El sacrificio crea, por tan ­to, la p a tria y la recrea; los sacrificados, haciéndola acreedora, pasan a form ar parte de tal divinidad. Los sacrificados son ya la pa tria misma; la h istoria de la patria no es sino la h isto ria de sus sacrificios. Mas si la p a tria es una creación del sacrificio, y el sacrificio com porta la creación de un saldo acree­dor, entonces la función de intercam bio creadora de

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la p a tria sería una form a de conexión m ítica del hom bre con tal o cual pasado que reconoce como su acreedor. Cuán sumam ente lábiles llegan a ser —con­form e a lo que de ello se desprende— los lím ites en­tre patria e h istoria de la p a tria nos lo m ostró De Gaulle, que po r decir que Francia era obra de la es­pada, prefirió el giro m etoním ico del enunciado «La historia de Francia ha sido escrita con la espada». Esa historia, al igual que todas las h isto rias nacio­nales, no difiere tal vez de la contabilidad de un tem ­plo azteca; el pueblo que requería de los poderes de sus dioses el terrenal dom inio de un imperio, los fue haciendo insaciables acreedores de víctim as hum a­nas; la contabilidad de tales víctim as constitu iría a la vez la h isto ria del im perio y el registro de su ad­m inistración. Mas, puesto que la sangre ha sido, a la postre, siempre, la única genuina creadora del de­recho y legitim adora del poder, nada tiene de extra­ño que toda historia se vea reducida, esencialm ente, a contabilidad de víctim as de sangre, o a cifra del pasado como saldo acreedor. El hom bre que tiene pa tria y tiene h istoria es el que reconoce en su pasa­do algún saldo acreedor, y que, en compensación, se reconoce a sí mismo, a su vez, como acreedor respec­to del futuro. El Futuro ha acabado definitivam ente con los dioses, al conseguir por fin hacerse con el puesto, tan de antiguo y tan encarnizadam ente d is­putado, de P rim er Pagador Universal. El m onto de los depósitos confiados a las inm ensas cám aras aco­razadas de los subterráneos de sus Susas y sus Per- sépolis, conform e a las m ás diversas operaciones crediticias con las que los hum anos le confían has­ta el postre r m aravedí de sus ahorros, podría m ulti­plicar mil veces mil los tesoros en cualqu ier tiem po acum ulados en los tem plos de todos los dioses de la tierra. Jam ás, anteriorm ente, en otro siglo alguno co­nocido, se tuvo conocim iento ni noticia de o tra m a­yor m iseria del presente como la que al presente

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padecemos. La titánica y vertiginosa turb ina del Fu­turo aspira a sus en trañas hasta las últim as y m ás m enudas briznas de h ierba del presente, apelando a un m añana en el que volverán al acreedor hechas pradera de verdor perenne. El Futuro se ha vuelto, pues, hoy, tanto en Oriente como en Occidente, el opio de los pueblos, en un sentido bastante pareci­do al que se dijo antaño en referencia con la religión. Nunca ha sido el Futuro tan causa del presente como ha llegado a serlo hoy. No en vano ese m ism o Futu­ro es la m orada perenne de esos designios ideales que precisam ente denom inam os Causas (v. gr.: «la Causa de la Libertad», «la Causa de la Humanidad», «la Causa del Proletariado», etcétera), las cuales nun­ca son exactam ente fines, situados en el horizonte, por rem oto que sea, de lo alcanzable, sino m ás bien como representaciones siem pre igualm ente ausen­tes y presentes, en la particu lar equidistancia de todolo virtual. Y perm ítasem e ilu strarlo con una cita de otro texto mío («Notas sobre el terrorism o», 1980), que dice así: «Así pues, si es que de alguna form a es posible segu ir hablando de fines (el texto alude a los móviles de una lucha irreden tista como la del IRA irlandés), respecto de estas luchas, no lo^erá en el sentido específico de unos designios prospectados, algo que, por rem otam ente que sea, se representa de­lante, sobre el horizonte, sino m ás bien como si el punto ideal del fin se hubiese levantado del horizon­te y, recorriendo un arco de noventa grados en el me­ridiano celeste, hubiese ido a colocarse en el cénit, como una estrella polar, que ya no es nunca propia­mente un fin, pero que lo reem plaza en lo que tiene de térm ino de referencia de una intención y una con­ducta, como cuando se dice de una Causa: "Es la es­trella que ha m arcado el sentido de mi vida, la luz míe ha a lum brado mi camino, el norte que ha d irig i­do todas m is acciones", etcétera. La diferencia con el designio reside en que esta estrella no está para

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ser alcanzada, sino tan sólo para ser apuntada como una referencia v irtual perm anente, en una especie de fu turo perpetuo...».

XX. Si De Gaulle, que logró da r salida a la revo­lución argelina, accediendo por fin a la independen­cia de Argelia, dijo aquello de que la h istoria de Francia había sido escrita con la espada, recordemos ahora cómo, a su vez, el m artiniqués Fanón, principal ideólogo tanto de aquel m ovimiento irredentista como de la organización revolucionaria que lo pro­tagonizó, el FLN, venía a concebir en térm inos p rác­ticam ente idénticos el modo en que debía crearse la nueva Argelia independiente, como nación inscrita en los registros de la H istoria; tam bién para Fanón solam ente la espada, la violencia, era el único ins­trum ento idóneo para hacer definitiva, histórica, se­m ejante inscripción: no un m edio a falta de otros más benignos, sino el único m edio propio de la H is­toria, el único auténtico in tegrador de pueblos y hacedor de naciones. Bien es verdad que Fanón estim aba que no cabía pensar en o tra form a au tén­tica de independencia que la que fuese a la vez so c ia lm en te rev o lu c io n aria : «El cam pesino , el desclasado, el ham briento es, entre los oprim idos, el prim ero que descubre cómo tan sólo la violencia es rem uneradora »; de aquí que postule la sangre, no ya como única vía restante, una vez fracasadas las de­más, sino com o positivam ente recom endable y pre­ferente sobre cualqu ier otra, por ser el único medio capaz de consolidar como un solo y el m ism o pue­blo las élites y las m asas, al hacerlas copartícipes en el esfuerzo de la liberación, dando así a la fu tura nación independiente la garantía de «estar fundada en el sufrim iento y la esperanza (subrayado mío) de todos los antiguos colonizados». En esa unión del su­frim iento y la esperanza, subrayados por mí —no de una cita literal de Fanón, sino de su glosador Caichi

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Novati, en La rivoluzione n e ll’Africa ñera—, vemos lácitam ente im plicada la concepción del sacrificio como creador de un saldo acreedor, supuesto que lince, como a su m ism o yugo, la esperanza. N atura l­mente, la violencia tan enfáticam ente propugnada como única vía realm ente creadora y rem uneradora no podía ser ya la m era violencia instrum ental, prag­mática, en la que lo que cuenta es exclusivam ente el saldo del daño producido sobre el enemigo; no, esta violencia destinada a ag lu tinar m ísticam ente a linos combatientes para hacer de ellos un pueblo uni­tario y fundar una nación no podía poner el acento sobre los daños inferidos —que pertenecen al orden de lo instrum ental— sino sobre los sufrim ientos pa­decidos, las heridas recibidas, o en una palabra, el propio sacrificio. Jam ás quienes, en las m ás diver­sas e incontables arengas, usaron la expresión «san­gre fecunda» estaban pensando en la del enemigo, sino en la derram ada por las propias huestes. N un­ca es, pues, a la violencia inferida, sino a la padeci­da a la que se le atribuye la capacidad creadora, y ¿i menudo bajo la imagen de un aporte de sangre que se fuese acum ulando y acum ulando en un caudal que no puede volver a descender y está abocado por ende u colm ar un día la vasija y desbordarla , derram an­do por fin en torno suyo el cum plim iento de su re­dención. Es una representación sublim inar, pero que rige, a menudo, con convicción de realidad. En el es­crito r uruguayo M ario Benedetti, de querencias iz­quierdistas, el a rdo r sacrificial entona acentos todavía m ás drásticos: «En América Central» —dice en un artículo: «Cuatro años después», El País, 2 de abril de 1984—, «la m uerte devasta los pueblos, pero educa a los sobrevivientes. El ham bre y la m iseria debilitan, m enoscaban, hacen mella, pero la m uerte enseña a buscar y encon trar la vida. Es la lección más im borrable. No hay propaganda encubierta, ni penetración cultural, ni lim osna desem bozada, ni

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elecciones ridiculas, capaces de conseguir que un pueblo olvide lo que le ha enseñado la muerte». (Has­ta aquí la cita de Benedetti.) Este arrebatado cánti­co a la m uerte como magistra vitae m uestra cómo la concepción revolucionaria puede hacer resucitar los m ás arcaicos dioses cruentos, con sus a ltares siem pre sedientos de sangre, o tam bién puede ilus­tra r lo dicho m ás arriba sobre cómo m ientras las ten­dencias derechistas se arrim aban m ás al modelo pagano del sacrificio, al cuasi contractual do u t des del precio o del tributo, po r el contrario, las ten­dencias izquierdistas propenden m ás hacia la in­condicional generosidad del modelo m artirológico cristiano, que no pesa su sangre para conm ensurar la equivalencia de una felicidad com prada, sino que espera la bienaventuranza no como pago sino como premio, de tal suerte que el venal m ercado del do ut des que predom ina en la concepción sacrificial pa­gana se trueca en el cristian ism o en una especie de libre y gratu ito intercam bio de generosidades, don­de ninguna de las partes andará m irando en quién da más. A eso se refiere la noción de Gracia; la divi­nidad da siem pre gratis el amore, cualquiera que sea el peso del sacrificio ofrecido por el hombre, que nunca sería bastante, com putado como precio, fren­te a la m agnitud de Dios, y siem pre será bastante como oblación dirigida a su misericordia. Así, la obs­tinada confianza en el valor de la m uerte por sí m is­ma, la fe incondicional en su v irtud purificadora, ilum inadora, liberadora, que no creo injusto poder extrapolar de la enfática apología de Benedetti de esa «m uerte (que) enseña a buscar y encon trar la vida», rem iten fuertem ente a la concepción c ris tia ­na del sacrificio como vía de redención, sin que, puestos en semejante tesitura, importe ya mucho que se trate de la redención individual u ltra te rrena o de una redención colectiva terrenal. La aceptación de la necesidad del sacrificio y aun el culto, no sólo al

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mero sacrificio, sino incluso a su necesidad, no des­mienten aquí su filiación cristiana. Los hom bres no solo aceptan que el sacrificio sea necesario, sino que parece que incluso quieren que lo sea y no deje de serlo. En otro texto an terio r («El discreto encanto de la derrota». El País, 19 de septiembre de 1983), el m is­mo Benedetti, in terpelando a los que critican deter­minadas intransigencias y rigores en las que él llama «revoluciones triunfantes», dice: «Si la hum anidad lia dado pasos hacia adelante, ello se ha debido a esas sacudidas inconfortables pero victoriosas. Y cabe preguntarse: si a estos puros y estrictos de hoy les merecen tantas objeciones las gestas cubana o san- dinista, angoleña o vietnam ita, ¿qué les habría pa­recido la Revolución Francesa, que m arcó su época a golpes de guillotina? Y, sin embargo, ¿acaso esa in­clem encia poco menos que institucionalizada hizo que fuera menos cierto e influyente el m em orable tríptico (liberté, égalité, fraternité) que desde enton- i es invade y transform a la historia?» (hasta aquí la i ita). Nos encontram os nuevam ente en la argum en­tación de André Fontaine: sin sacrificio no habría po­dido haber ni historia, ni naciones, según la fam osa liase de De Gaulle, que deja en la am bigüedad la cuestión de si la diosa Francia es ella m ism a crea- i ión del sacrificio, o, inversamente, el sacrificio el precio de sangre por ella im puesto a quienes quisie­ron ser sus hijos. Pero Benedetti refiere el sacrificio a las revoluciones, gracias a las cuales, según él «la hum anidad ha dado pasos hacia adelante», ponien­do, pues, el sacrificio, no ya en la h istoria y form a­ción de las naciones, sino como gestor y gestador de la h istoria en general, concebida en cuanto M archa ile la H um anidad hacia el Futuro.

XXI. Pero ya en esta M archa de la Hum anidad ha­cia el Futuro estam os de nuevo en el plano altam en­te alegórico de La Aventura Humana, en los dominios

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de una H istoria Universal, que com prende tanto la sucesión de las cu ltu ras —siem pre en pretendida progresión autosuperadora— como los progresos po líticos, hum anísticos y hasta científicos. Si la racio nalización del accidente del Challenger se hizo m ediante el recurso habitual para racionalizar todo sufrim iento, o sea a través de su reconducción a la conexión m ítica del intercam bio sacrificial (y para hacer honor a quien se lo m erece convendrá recor­d a r las excepciones de m uchos accidentes particu ­lares que son im píam ente aceptados en su absoluta facticidad de desgracias, en su irreparab le e incon solable contingencia de «cosas que pasan»), no fue tanto por la preocupación de racionalizar aquel caso particular de accidente tecnológico, por tem or al me noscabo que ello pudiese acarrearle a la industria pirotécnica en sus actuales térm inos concretos, cuan to por lo que la ausencia, por silencio, de una tal ra­cionalización pudiese, perjudicialm ente, repercutir sobre el principio m ism o de la ideología oficial que tiene concedido, de una vez por todas, al Progreso el privilegio de cobrarse su precio de sangre, su tri­buto en vidas hum anas o, en fin, su sacrificio. Lo que se ha pretendido poner a salvo de entredicho no ha sido tanto la em presa del espacio o la tecnología, como particu lares ram as del Progreso, cuanto el principio sacrificial como condición m ism a del Pro­greso Hum ano en general, de La Aventura Humana, del Futuro, o, en fin, com o sistem a inexorable de la propia H istoria Universal. Pero la circularidad de cir­cunstancias de que sea tan to el sacrificio quien de­m anda dioses, como los dioses quienes dem andan sacrificios hace difícil ad ivinar si lo que, en última instancia, se defiende es la grandeza de los dioseso la necesidad del sacrificio. Con todo, lo que sí pue­de decirse es que la cuestión está, bajo otro aspecto, aprisionada en el m ás riguroso dogm atism o. Pues, aun cuando, en contados casos, se nos adm ita la re-

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VflHÍbilidad genética, jam ás se nos tolera la inver- llOn jerárquica; tan sólo nos es lícito decir: «El sa- i t l in io es bueno porque com place a los dioses», mientras que nos está totalm ente prohibido decir:• lo s dioses son malos porque se com placen con el •ni i il icio». Así De Gaulle m irará con buenos ojos a Im espada por haber escrito la h istoria de Francia, |t r 11 > nunca m irará, en cambio, con malos ojos a Fran- i I m por haber sido escrita su h istoria con la espada.Il.-I m ismo modo, Engels en vez de condenar los pro­c e so s económicos que sólo la esclavitud hizo, según #1, posibles, perdona a la esclavitud po r haber pro- |ili lado esos progresos. Y en general, en vez de po­lín reparos a las Revoluciones o al Progreso o a la Historia Universal por haber costado tantos ríos de «migre, tan incontables m uertes y en fin tan enorm es •iic rificios, se bendicen y ensalzan la muerte, la san­óle, el sacrificio por haber propiciado las Revolucio­nes, el Progreso y la H istoria Universal. La dirección del signo de la preferencia está excluida de la mate- i la opinable; luego la aceptación del intercam bio es i Igurosamente dogm ática.

XXII. He oído, sin embargo, hace pocos días— cuando ya iba adelante con estos papeles—, por la indio de un taxi, una excepción. Como ya he señala­do m ás a rrib a , al hab la r de la equivocada paranoia de los portavoces de la ideología oficial, no hay ra- /ón para esperar que la ideología popu lar deje de11 im partir la m ism a concepción en lo que atañe a la conexión m ítica del sacrificio con que in terpreta todo sufrim iento habitual. Así, en efecto, la copla po­pular que voy a c ita r reconoce del todo la conexión mítica del sacrificio y acepta su necesidad, pero, cu- i losamente, difiere de la ideología oficial en que, por el contrario, no com parte ni la valoración ni el sumiso acatam iento. Dice así: «Los im puestos de la m ar/no se pagan con d inero ,/que la m ar es traicio­

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nera /y se cobra en m arineros». Como se ve, la racio­nalización del accidente mediante una interpretación fiscal —«los im puestos de la m ar»— subsiste idén­tica a la de la m ás sofisticada ideología oficial; aquí tam bién el accidente se racionaliza com o un in ter­cambio: el dios N eptuno concede al pescador el be­neficio de sus peces, pero tan sólo a cam bio de cobrarse alguna vez el precio en sangre de su vida. La diferencia con la ideología oficial está en el hecho de que esta copla popular, aun aceptando la necesi­dad del sacrificio, se niega a da r por buena, a reco­nocer como justa , la in justicia del sistem a, ya que «la mar», que es como se designa aquí a Neptuno, es claram ente insultada com o «traicionera», lo que equivale a im pugnar como malvado, como usu rpa­torio, su pretendido derecho a cobrarse ese im pues­to en vidas de hom bres como con trapartida de la riqueza en peces que concede. Ya sería, cuando me­nos, un gran paso para la alta ideología oficial el que, aun sin salirse de la racionalización tribu ta ria , aun m anteniendo la superstición sacrificial, osase tan siquiera tom ar ejem plo de la copla, increpando de traicioneros, de tiránicos, de injustos a sus dioses, blasfem ando de la Historia, del Progreso, de la Tec­nología, del Futuro, de cuantos dioses antiguos o mo­dernos sigan queriendo cobrarse su precio de sangre a cambio de sus tan dudosos dones. Mas, por lo poco que sé, creo que ni tan siquiera el m ism o Hegel, de quien se dice haber llegado a conocerla íntim am en­te, se haya atrevido, al m enos en un día de m alhu­mor, a llam ar hija de pu ta a la H istoria Universal, tal como, de creerle a él, se tenía mucho más que me­recido.

XXIII. Había pasado apenas una semana larga del naufragio del Challenger, cuando héte aquí que al Santo Padre, de viaje por la India, celebrando en M angalore una Misa p o r los 2.500 m uertos envene-

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liados por la fuga de gas de la factoría de Bhopal de lu em presa norteam ericana Union Carbide, no se le ocurre o tra cosa que decir en su hom ilía sino que no trataba de «víctim as de la tragedia que acom pa­ña a veces los esfuerzos del progreso hum ano». No noy tan mal pensado como para sospechar siquiera que las intenciones pontificias fuesen, en esta frase, ni aun rem otam ente, las de saca r la cara por la em ­presa Union Carbide. Ya, por lo pronto, la expresión ■ tragedia que acompaña» está bien lejos de la de «tri­buto que hay que pagar» y, consiguientem ente, se- i la injusto decir que busque expresa y positivamente ln conform idad de las víctimas. Queda en pie, sin em­bargo, la apelación a «los esfuerzos del progreso humano»; y este elem ento de la tragedia, inevita­blemente presentado como positivo, sí que hiede n atenuante, puesto que esos esfuerzos se dan por bien intencionados y orientados a m ejorar la vida de los hombres. Lo m ás probable es que se le escapase ni Papa como una muletilla, como un comodín, como nlgo en lo que ya, de tan aceptado y recibido, ni se detiene siquiera el pensam iento; y al párroco de esta modesta parroquia de Cracovia en que hoy se ha con­vertido la C ristiandad Universal no se le va a pedir uno haga cuestión teológica de si el om nipotente y desenfrenado progreso tecnológico es obra acepta a los ojos del Señor o tiene más de perversa y engaño­sa m aquinación de Lucifer. Por lo pronto, sabem os que las factorías de la Union Carbide no ejercen ac­tividades en vías de experim entación, sino que es­tán en fase de plena producción, y que su instalación en un país como la India responde al hecho de que países m ás ricos las rechacen, por no reunir las con­diciones de seguridad que sólo esos países m enos necesitados pueden perm itirse exigir. Y así, en el Instante m ism o en el que la m oneda deje de presen­tarse escrupulosam ente por su anverso y se deje m ínim am ente entrever por el reverso, la palabra

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«progreso» tiene ya tan indelebles connotaciones de coartada, apesta tanto a justificación, que aun de la­bios del Papa a los católicos indios de Goa no pudo sonarles sino a mala pata, como quien les dijese «son gajes del oficio». Lo pintoresco fue que quienes pro­testaron de este m entar la soga en casa del ahorca do en que venía a redundar la emisión por los labios pontificios de la palabra «progreso» en aquellas c ir­cunstancias fueron los m iem bros de una asociación de Goa denom inada justam ente Unión de Estudian tes Progresistas (pues, por lo visto, hay progresos y progresos), que el m ismo día presentó un com uni­cado contra las m ultinacionales que financian en Goa progresos tipo Carbide. Comoquiera que sea, es curiosa la contradictoria multivocidad que puede lle­gar a tener una palabra cuando las vicisitudes de su empleo ideológico han sido lo bastan te habilidosas como para conseguir que tenga siem pre y en todas partes buena prensa. Así parece h aber pasado con «progreso», lo que hace hoy casi im posible rastrear hasta qué punto la noción m ism a de progreso nació ya como coartada del fu ro r del lucro, como ju stifi­cación del sacrificio y m otivante de su aceptación.

XXIV. La estancia de Alejandro de Hum boldt en Nueva España, de casi un año de duración, se remon­ta casi a los albores del culto al dios Progreso, pues transcu rrió a caballo de los años 1803 y 1804. Cita­ré ahora unos párrafos de su Ensayo político sobre el reino de Nueva España, escrito en gran m edida a p a rtir de los estudios y averiguaciones hechos en aquel viaje. H ablando de la gran variedad de vegeta­les susceptibles de elaboración industria l y com er­cialización que ha podido observar silvestres en la Intendencia de Veracruz, concluye: «Sólo esta inten­dencia basta ría para vivificar el com ercio del puer­to de Veracruz, si fuese m ayor el núm ero de los colonos y si su desidia, efecto de la m ism a benefi-

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in ic ia de la naturaleza y de la facilidad con que pro­veen sin trabajo a las prim eras necesidades de la villa, no entorpeciese los progresos de la industria» (libro tercero, cap. VIII). En otro lugar, tras haber elogiado por encim a de toda ponderación las cua­lidades nutritivas y la facilidad de cultivo de los píntanos, nos cuenta lo siguiente: «En las colonias i'ftpañolas se oye repetir muy a m enudo que los ha­bitantes de las tierras calientes no saldrán de la apa­tía en que hace siglos están sum ergidos hasta que una real cédula m ande d estru ir los platanares. A la vendad el rem edio es violento y los que lo proponen t o n tanto ardor generalm ente no despliegan m ás ac­tividad que el común del pueblo, al que quieren ha- «oí trabajar aum entando la masa de sus necesidades. I speremos que la industria progresará entre los me- Iaanos sin que se em pleen medios destructivos» (li­nio cuarto, cap. IX). Hablando m ás adelante de la Ulan abundancia de cachalotes en las costas del Pa­rtí ico y lam entando que los habitantes de las colo­nias españolas no aprovechen las ventajas que, para su pesca, tendrían sobre los ingleses y los norteame- i nanos (ya que éstos, para llegar al Pacífico, tenían nuil, en aquel tiempo, que rodear el continente des­de el Atlántico), com enta: «No es la falta de brazos la que podría im pedir a los habitan tes de México el dedicarse a la pesca del cachalote; doscientos hom ­bres bastarían para a rm a r diez barcos pescadores v recoger anualm ente cerca de mil toneladas de es­perm a de ballena; esta substancia podría ser en lo venidero un artícu lo de exportación casi tan im por­tante como el cacao de Guayaquil y el cobre de ( oquimbo. En el estado actual de las colonias espa­ñolas, la desidia de los habitantes es un obstácu­lo para la ejecución de estos proyectos. En efecto, ¿cómo se pueden encontrar m arineros que quieran dedicarse a un oficio tan duro, a una vida tan mise- rable cual es la de los pescadores de cachalote?

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¿Cómo hallarlos en un país en donde, según la opi­nión del com ún del pueblo, el hom bre es feliz sólo con tener plátanos, carne salada, una ham aca y una guitarra? La esperanza de la ganancia es un estím u­lo muy débil, bajo una zona en donde la benéfica naturaleza ofrece mil medios de procurarse una existencia cómoda y tranquila, sin apartarse del pro­pio país ni luchar con los m onstruos del Océano» (li­bro cuarto, cap. X). Si Alejandro de Humboldt parece m ostrar todavía el grado de hum anidad y buen sen­tido suficiente como para rechazar el dem asiado evidente exceso de la creación de m ano de obra m ediante la destrucción de los p latanares por real cédula, ello es porque tan sólo en su extrem o escan­daloso se c ierra el cortocircuito que, como en un chispazo, desgraciadam ente apenas instantáneo, pone en evidencia el sinsentido y el contrasentido que, lejos de ser el extrem o delirante —como sin duda pensaba ingenuam ente Hum boldt—, son la ver­dad profunda del Progreso todo, tal como, con c ru ­dísim a evidencia, se m ostraría m ás tarde.

XXV. De paso diré que creo que esas poblaciones, probablem ente indias en su mayoría, a las que esos c rio llo s de «esto-lo-arreg laba-yo-en-vein ticuatro- horas» (de estilo tan español, por lo demás) querían echar al tajo de la mano de obra asalariada m edian­te la coacción de un ham bre artificialm ente produ­cida, no son sino las que han dado lugar a la palabra o rig inariam ente am ericana «aplatanado»; de suer­te que éste sería el p rim er insulto con que el neófito de la industria y el progreso, protagonista ad hoc de la grandiosa alegoría de La Aventura Hum ana, des­precia y deja a trá s al hijo del presente. El caso es que de la prim era cita de Hum boldt podemos extra­polar, sin a lte ra r una palabra, la siguiente afirm a­ción de hecho, realm ente contenida en la letra y el esp íritu del texto: «La m ism a beneficencia de la na-

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linaleza y la facilidad con que proveen sin trabajo n las necesidades de la vida entorpecen los progre­sos de la industria»; a lo que, sin m odificación algu- int, podemos agregar, palabra por palabra, la últim a ilc la tercera cita: «La esperanza de la ganancia es lili estím ulo muy débil, bajo una zona en donde la llené! ica naturaleza ofrece al hom bre mil m edios de procurarse una existencia cóm oda y tranquila, sin i ipartarse del propio país ni luchar con los mons-li nos del Océano». Hum boldt no se avendría, a te- inn de sus palabras, a com eter el atropello deili s tru ir los platanares para proveer de mano de obra Iiis actividades industriales, pero, ¿p o rq u é ¡en nom ­ine del Cielo! sigue siendo una pena para él que el lilenestar, o aun el buen conform ar, de los ap la tana­dos sea un entorpecim iento para los progresos de la Industria? ¿Por qué ¡en nom bre del Cielo! sería pre- lefible que el estím ulo de la ganancia fuese lo bas- mnte fuerte como para mover a quien se siente feliz i mi unos plátanos, unos tasajos de carne en salazón, lina ham aca y una gu ita rra a apartarse de una exis­tencia cómoda y tranquila en su país, para tom ar un ul icio tan duro y una vida tan m iserable como la del liallenero e ir a enfrentarse con los m onstruos del l >i cano? Alejandro de Hum boldt no era ni un navie- m que necesitase «vivificar el com ercio del Puerto• le Veracruz», con m iras a fundar ninguna Sociedad I'i lisiaría Transatlántica de Importación y Exporta­ción, ni nada podía e s ta r m ás lejos de su mente i|iio la idea de c rear alguna suerte de Compañía Mr\icano-Prusiana de M anufacturas de Esperma de ñallena’, no habían de se r más que sus puras, ciegas, i mivicciones progresistas las que lo obligasen a sa­ber siem pre a qué atenerse ante aporías de tan des- i iincertante y turbadora gratuidad, aun m ostrándose el mismo consciente de la obviedad del quid pro quo que com portaban. Ya he dicho más a rriba que la ale­a r í a de La Aventura Hum ana, la grandiosa y solem-

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ne ópera del Progreso, es una com edia vieja, falsa y mala, señalando cómo el protagonista ad hoc, que tiene que abarcar en un solo sujeto desde el caverní­cola descubridor del fuego hasta el pirotécnico de Cabo Cañaveral, está, sin embargo, construido sobre un m odelo ideológico de hom bre tanto histórica como geográfica y socialm ente muy determ inado: el burgués europeo de la revolución industria l del si­glo XVIII. El año del nacim iento de Alejandro de Humboldt, 1769, coincide justam ente con la fecha de la invención de la rueca h id ráu lica de Arckwright y con el año en que Watt paten ta su m áquina de vapor de doble efecto, dos piezas im portantes de tal revo­lución, y la segunda de ellas especialm ente relacio­nada con el prim er empleo de juventud de Alejandro: intendente de minas. Se ha criado y ha crecido, pol­lo tanto, casi al com pás de la revolución industrial. Pero las representaciones generales capaces de ha­cer ju stic ia a la nueva situación y adecuadas a dar razón de ella se elaboraron y difundieron muy ap ri­sa, y para los años de la juventud de Hum boldt ha­cía ya tiem po que de trás de un defensor a ultranza del Progreso no había por qué buscar un em presa­rio, sino que podía perfectam ente hallarse un joven científico humano, honesto y desinteresado.

XXVI. Una vez que los rasgos del burgués em ­prendedor habían sido universalizados sincrónica y diacrònicam ente como los rasgos del hombre, el pro­pio em presario burgués quedó escondido detrás de su universalización en el personaje alegórico de El Hombre, «el anim al que inventa, em prende y se su­pera»; la em presa del em presario pasó, a su vez, a cam uflarse tras su correspondiente universalización, tom ando la alegórica veste de La Gran Em presa de la Hum anidad, y el enriquecim iento em presarial fue despersonalizado como «creación de riqueza», sin más determ inaciones, como un interés universal hu­

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mano. Y así como fue unlversalizado el sujeto con sus intereses tam bién lo fue su dios: el auge de la empresa se trocó en El Progreso, dios de todos, igual­mente benéfico para todos. Puesto que el universal se había erigido en instancia dirim ente, para Hum- boldt se tra taba ya de que las naciones, extraindivi- d ua lm en te c o n sid e rad as , o aun la h u m an id ad , aprovechasen mediante el progreso las riquezas inex- plotadas de la corteza terrestre; la creación de rique- :a, como principio autosuficiente, esto es, abstraído• le cualquier determ inación de destinatario , era mi- lada por él como una em presa com ún a todos los hombres, a la que se subordinaban como m eras cir- i (instancias contingentes las diferencias de papel en- l re el em presario y el asalariado, entre el arm adorV el arponero; todos a una eran, indiscrim inadam en­te, «el hom bre que progresa», unidos por algo muy superior a lo que, m odernam ente, entendem os por un «pacto social», por su convergencia esencial en un univoco y universal program a hum ano (convergen­cia que se vería reducida en el m ejor de los casos a /meto social, cuando la evidencia de la lucha de cla­ses, o —por no usar palabras escabrosas— de cier­tos conflictos de intereses entre el a rm ador y el arponero, em pezando por el hecho de que éste se ju ­gaba la vida en cada lanzam iento de arpón, vino a i esquebrajar un tanto el panorama). Habida cuen­ta, pues, de que se razonaba en tal suerte de térm i­nos universales y no se trataba, po r tanto, de la empresa del em presario sino de la Em presa de la Hu­manidad, la falta de ductilidad del aplatanado para i (invertirse en mano de obra de actividades hasta en­tonces extrañas a su vida no podía ser considerada i orno una m era condición, como una diferencia ca- iai teriológica, etnológica, geográfica o cultural («No tengo vocación de ballenero, no me tira la mar, me cusía más la tierra»), sino como una deficiencia hu­mana en general: a aquel hom bre le pasaba alguna

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cosa, tenían que haberle sentado mal los plátanos, porque no respondía a los rasgos prescritos y pre­conizados como propios de la hum anidad universal. De m anera que si el aplatanado hijo del presente des­m entía con sus rasgos el m odelo universal, tanto peor para el aplatanado; el modelo tenía que perm a­necer incuestionable. Y así el aplatanam iento era efectivamente concebido, con plena convicción, como un estado anómalo, un estado de postración o de de­gradación. Se hablaba de él como de una especie de enferm edad social, se hablaba de «desidia», de «apa­tía»: «la apatía en que hace siglos están sumergidos», dice Hum boldt. Así pues, un estado de hum anidad enferm a del que había que sacar a esas poblaciones, incluso quirúrgicam ente, como pretendían los crio­llos que prescrib ían como rem edio la tala de los pla­tanares, pero que no debía de exasperar m enos a Hum boldt, aunque se detuviese ante el extrem o de sem ejante cirugía. Cirugía que no era, por cierto, la aberración que desbordaba unos presuntos lím ites «sanos» del Progreso, como probablem ente imagina­ba Hum boldt, sino la zona crítica en que el progra­ma entero del Progreso se ponía en evidencia, descubriendo su íntim a verdad; y los hechos se han encargado de dem ostrar después hasta qué punto la cirugía del desarraigo obligatorio, de la destrucción dem ográfica y social, no era la excepción sino la re­gla, hasta qué punto la Revolución Industrial ha lle­vado adelante su program a precisam ente a golpes de sem ejante cirugía.

XXVII. Pero ya unos 300 años antes de Humboldt (y sin que se hubiese im portado aún el plátano ca­nario o cam buri en las grandes Antillas, donde no hay noticia de que se conociese ninguna especie autóctona, a diferencia del continente, donde se co­nocían y comían, no siem pre cultivadas, o tras espe­cies, com o el plátano artón de Nueva España) los

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españoles habían notado la falta de am bición de me­tí ro en los tainos de La Española y en los restantes pueblos caribeños, apresurándose a considerarla ya »»•a como una falta que indicaba su m inoridad hu­mana, ya sea como una tara o un estigm a que testi­moniaba su degradación, haciéndolos, en cualquiera tie los casos, incapaces para gobernarse por sí m is­mos, lo que quería decir sin la tu tela de los españo­les. Se estaba todavía muy lejos de la Revolución Industrial, que habría de requerir grandes m asas de mano de obra para la actividad fabril; y la única for­ma de industria no extractiva que habría por m ucho tiempo en las Antillas, a saber, los trapiches y los in­genios para la fabricación del azúcar de caña, cubrió t asi toda su necesidad de m ano de ob ra con negros Importados del otro lado del Atlántico en régim en de esclavitud. Pese a lo cual, el c riterio de m edida para dictam inar de la m adurez hum ana de los indiosV de su capacidad para autogobernarse sin la tutela do los blancos fue, entre otros, como en tiem pos de Humboldt, su ductilidad para servir de mano de obra cu actividades ajenas a sus hábitos de vida y extra­ñas a las necesidades que podían sen tir y percibir tom o propias e inm ediatas. Karl Polanyi, en un pa­saje de su obra La gran transformación, escribe lo siguiente: «Sólo la civilización del siglo XIX fue económica en un sentido diferente y distintivo, por- tpie eligió basarse en un motivo que rara vez es re­conocido como válido en la historia de las sociedades humanas, y que ciertam ente nunca fue elevado an­tes al nivel de un justificativo de acción y conducta en la vida cotidiana, a saber, la ganancia (...) El me- t .mismo que el motivo ganancia puso en movimien­to fue com parable en eficacia sólo a los estallidos tie fervor religioso m ás violentos de la historia». De­jando al m argen la observación general de que el li­bro de Polanyi parece retrasar sus fechas —al menos |>or lo poco que un profano como yo cree saber de

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ello— en unos tres cuartos de siglo (de tal suerte que, por ejemplo, en el propio párrafo citado, donde él es­cribe «siglo XIX» yo habría esperado leer «siglo XVIII»), tam bién sería preciso c ircunstanciar o rela- tivizar la precedente afirm ación. C ierto que lo que Polanyi denom ina «motivo ganancia» como dim en­sión determ inante de la vida, la conducta y la perso­na sólo llega tal vez a cum plirse plenam ente en el protagonista de la revolución industrial, aunque, con­forme el au to r m ism o nos señala, eso no quiere de­c ir que no haya sido reconocido como uno de tantos móviles posibles del com portam iento hum ano ya desde Aristóteles; y, sin embargo, ¿cómo compagi­n a r esto con el hecho de que ya apenas a principios del siglo XVI ese m ism o «motivo ganancia» o, con m ejor castellano, «estím ulo del lucro», aun referido a diferentes térm inos de situación y de personas, haya ocupado quizá el lugar más relevante, no ya en­tre los m uchos y diversos ítems recogidos en una neutral y desinteresada caracterización descriptiva de la índole natural de los nuevos pueblos descu­biertos, sino entre las siete estric tas e ineludibles preguntas consideradas como pertinentes en el cues­tionario de la encuesta que había de decidir de la capacidad o la incapacidad de aquellos pueblos para poder regirse por sí m ism os o tener que que­dar sujetos a tu tela? E x tractaré la tercera pregunta del cuestionario de 1517 m andado hacer por los je- rónimos enviados a La Española por el cardenal Cis- neros: «Si saben, creen, vieron y oyeron decir que los tales indios (...) son de tal saber y capacidad (...) que sean para ponerlos en libertad entera, y que cada uno de ellos podrá vivir políticam ente, sabiendo adqui­r ir por sus m anos de qué se m antengan, ahora sacan d o o ro p o r su b a tea (...) o cog iéndose [em­pleándose] por jo rnales o de cualqu ier o tra manera, según acá los castellanos viven; y que sepan guar­da r lo que así adquiriesen, para lo gasta r en sus ne­

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cesidades, conform e a la m anera que lo h a ría un hombre lab rador de razonable saber, de los que en ( astilla viven». Como puede observarse, la dosis de estím ulo del lucro requerida para pasar los exám e­nes de m adurez hum ana era sum am ente modesta: la que pudiese tener un labrador castellano deseoso de un buen p asar y de una vida holgada y, a lo sumo, de poder dejar m edianam ente heredados a sus hijos. Por lo demás, a nadie a quien se haya requerido para mano de obra asalariada se le han pedido mayores ambiciones, ni menos todavía algo que pueda llam ar­se afán de medro. Con todo, entre las diversas res­puestas al in terrogatorio de los jerónim os, aparece la de un licenciado Cristóbal Serrano, el cual (cito de Hanke, La lucha española por la justicia en la lonquista de América) «consideraba que, puesto que los indios no m ostraban am bición o deseo de ri­queza —siendo éstos los principales móviles que im­pulsaban a los hombres, según el licenciado, a trabajar y ad q u irir bienes—, inevitablem ente care­cerían de lo necesario en la vida si no los vigilaban los españoles». Si la conclusión de Serrano era des- i aradam ente falaz, como lo prueba la propia super­vivencia y aun buena vida de los tainos antes de la llegada de los españoles, ¿cuál era, en el fondo de todo, la cuestión? ¿En qué sentido el estím ulo del lu- i it> había sido elevado a criterio decisivo de la igual­dad o la inferioridad de los indios respecto de los españoles? Interpretando las cosas a tenor de las ob­servaciones de Polanyi —si es que las he entendido i orrectam ente—, no era el estím ulo del lucro, por sí mismo, lo que se echaba de menos en los indios, sino la ductilidad, la indeterm inación, la disponibilidad individual que tan característicam ente lo acom pa­ña. o sea la independencia del móvil económico fren­te a determ inadas concreciones de vida y sociedad, l a pretendida inferioridad del indio, a este respec­to. no era sino su denodada resistencia a salirse de

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su propio, autónom o y autosuficiente circuito de autorreproducción socio-económica, para desgajarse individualm ente de él e ir a engranar, tam bién indi­vidualmente, en el sistem a de circulación econó­m ica de los e spaño les . E sto s n e c es ita b a n h a c e r desaparecer tales circuitos económ icos autónom os, para poder incorporar a toda la población indígena como m ano de obra en su propio sistem a de in ter­cam bios económicos. Pero la desaparición de esos circuitos económicos autónom os no era una m era di­solución de cooperativas agrícolas, sino la franca destrucción de una entera sociedad. Ser capaces de civilización venía, así pues, a identificarse, según los españoles —y aunque perm aneciesen inconscientes de ello—, a ser capaces de desin tegrar la propia so­ciedad autóctona y venir a integrarse, individuo a in­dividuo, a la nueva to talidad económ ica un itaria establecida por los españoles. No fueron los indios capaces de ap robar este examen de m adurez hum a­na, y el p resunto rem edio fue la tutela que vino a re­ducirlos a siervos de la gleba, o sea, la encomienda. Pero, tal incorporación pretendida y fracasada de los indios a la imposible sociedad colonial que reque­rían la prosperidad de los colonos, el lustre de las Indias y la siem pre endeudada hacienda real, ¿no parece, m utatis m utandis y a escala reducida una imagen en que se prefigura la ulterior, y esta vez exi­tosa, atom ización y reintegración de toda sociedad hum ana en el homogéneo, único y centrípeto turbión de circulación económica que exigirá el Progreso? ¿No son precisam ente el desarraigo, la disponibili­dad, la versatilidad y la adaptación, por cuya falta catearon los españoles a los indios en sus exámenes de m adurez hum ana, las cuatro prim erísim as v irtu ­des que ha de reunir el hom bre de la sociedad indus­tria l? Por último, tal vez convenga señalar que la com paración puede e s ta r muy favorecida tanto por el hecho de que los castellanos de la época del des­

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cubrim iento y la conquista de América estaban, pro­bablemente, entre los pueblos más dúctiles de Euro­pa —como podría m ostrarlo, sin más, la inm ensa proporción de hom bres de tie rra adentro que se lan­zaron a un m ar que m uchos veían por vez prim era, sin m arcar diferencia relevante con los o riundos de la costa—, como por el de que las expediciones se nutriesen de una población ya preseleccionada en cuanto al porcentaje de individuos im pulsados por el estím ulo de la ganancia.

XXVIII. Si recordam os ahora la grandilocuente banalidad exudada por el editorialista de Le Monde: «La conquista de esta "nueva frontera” que es para nosotros el espacio figura en esa clase de aventuras ¡i las que el hom bre no puede sustraerse, so pena de ivnunciar a ser él mismo: ayer, el descubrim iento del luego; hoy, el advenimiento de los transportes aéreos v terrestres; m añana, tal vez el dom inio del univer­so», tendrem os que concluir que tanto los tainos de la encuesta de 1517, que no querían «cogerse por jo r­nales» como m ano de obra de los españoles, como los aplatanados m ejicanos de 1803, que no querían enrolarse de arponeros, para ir a enfrentarse con los m onstruos del Océano, representan la triste y malo- f ia d a grey del hom bre «que ha renunciado a ser él mismo», que ha traicionado su identidad hum ana, supuesto que sus rasgos no se corresponden con los• I«- su m odelo universal, ya tomemos el de la encues­ta de 1517, ya el del progresism o hum boldtiano, ya el del editorialista de Le Monde. Así, las críticas que, poeo más adelante, Polanyi refiere al siglo XIX, pue­den hacerse extensivas a los españoles de principios del xvi, por cuanto éstos anticipan, aunque fuese en la situación especial de las Indias, los rasgos que l'olanyi refiere a la filosofía liberal: «En punto algu­no ha fallado tan notablem ente la filosofía liberal• orno en la com prensión del problem a del cambio.

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Inflamada por una fe emocional en la espontaneidad, la actitud de sentido com ún hacia el cam bio fue des­cartada en favor de una disposición mística a aceptar las consecuencias sociales de la m ejora económica, cualesquiera que fuesen (...) ...verdades elem entales del arte de gobernar tradicional, que con frecuencia reflejaban las enseñanzas de una filosofía social he­redada de los antiguos, fueron borradas (...) de los pensam ientos de la gente educada, con el ácido de un crudo utilitarism o com binado con una confian­za poco crítica en las supuestas v irtudes curativas del crecim iento inconsciente». No hay por qué en­carecer hasta qué punto cuadra esto con lo que los españoles (aun descartando el factor de m ala fe y el valor de coartada del fu ro r del lucro que todo ello tenía, elementos, por lo demás, tam poco ausentes en la conform ación de la ideología liberal) pretendían constru ir en las Indias y, aun más, con su ignoran­cia de lo que, bajo el m ism o golpe, destru ían . Así, la resistencia que los indios opusieron a esos cam bios —cam bios que, para ellos, equivalían a la destruc­ción de un mundo, de su m undo— fue in terpretada y valorada hasta por los españoles m ás desintere­sados y de m enos m ala fe como un estigm a que certificaba su inferioridad hum ana. En todo esto, naturalm ente, lo que yo no soy capaz de defin ir en concreto es justam ente el quid de la cuestión; este quid habría que buscarlo en el análisis de los res­pectivos sistem as de vida específicos de un taino, por una parte, y de «un labrador castellano de razona­ble saber» por la otra, con las respectivas actitudes económ icas resultantes, pues fue este el punto con­creto de la com paración en el que el indio no superó la prueba. Pero de nuevo citaré a Polanyi: «El descu­brim iento sobresaliente de las recientes investigacio­nes h istóricas y antropológicas es que la economía del hombre, por regla general, queda sum ergida en­tre sus relaciones sociales. No obra para proteger su

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interés individual en la posesión de bienes m ateria­les; obra en forma de proteger su posición social, sus am biciones sociales, su caudal social (...) Esos inte­reses serán muy distintos en una pequeña com uni­dad pesquera o cazadora de los existentes en una vasta sociedad despótica, pero en cada caso el siste­ma económico será regido conform e a motivos no económicos». Polanyi retrasa, como ya he señalado, al siglo XIX la generalización de lo que él llam a el «motivo ganancia», «que ciertam ente nunca fue ele­vado antes al nivel de un justificativo de acción y de conducta en la vida cotidiana»; no obstante lo cual, ya hemos visto cómo el licenciado Serrano, en su dic­tam en al cuestionario de 1517, tras señalar que los indios no m ostraban am bición o deseo de riqueza, dice que estos son los principales móviles que im­pulsan a los hom bres a trab a ja r y adqu irir bienes. De donde se concluye que aun aceptando en sus té r­minos extrem os el dictam en de Polanyi, ya al m enos en el siglo XVI tenía que percibirse una notable di­ferencia, en cuanto al aislam iento y a la asunción individual del estím ulo de la ganancia «como ju sti­ficativo de acción y de conducta en la vida cotid ia­na», entre el «labrador castellano de razonable saber» y el indio de las Grandes Antillas. Parece fuera de dudas que el p rim ero estaba al m enos bastante m ás próxim o a la actitud que Polanyi quiere hacer propia sólo del siglo XIX; pero la explicación del cómo y el porqué sólo podría sacarse de una m inu­ciosa com paración entre am bas sociedades.

XXIX. En 1517 no existía todavía El Progreso; quiero decir que no se había fraguado una noción de progreso tal como la que, no sin c iertas variacio­nes —relativas, quizá en su mayor parte, al lugar que ocupa en ella la tecnología—, viene siendo vigente desde los tiem pos de Hum boldt hasta hoy. Pero, sí es obligado reconocer, en cambio, que había una es-

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pecie de concepción filogenètica del crecim iento o desarrollo hum ano de los pueblos, acaso am bigua­mente situado entre lo biológico y lo cultural, y de­finido sobre todo en térm inos de m ayor o m enor «uso de razón», a im itación del c riterio com únm en­te aplicado al desarrollo ontogenético del niño des­de la infancia hasta la m adurez. Así, una y o tra vez, aun los m ejor intencionados —que, po r supuesto, re­husaban achacar la condición del indio a un pro­ceso de degeneración— coincidían en decir que los indios eran «como niños», precisando a veces, como la psiquiatría moderna, hasta la edad m ental que de­bía atribuírseles; el adulto indio venía a ser, por ejemplo, filogenèticamente, como un español de unos diez o doce años. No era, pues, un hom bre de razón, ni siquiera en la m edida en que podía serlo «un la­b rador castellano de razonable saber» (un hombre, en aquellos tiempos, frecuentem ente analfabeto). Pero fijém onos una vez m ás en el c riterio distintivo: el indio no m uestra am bición o deseo de riqueza y es incapaz de ah o rra r («para sus necesidades», se añade, porque no se ha abstra ído todavía la idea del ahorro capitalizador). Pues bien, si las sociedades in­dias respondían al siguiente postulado de Polanyi: «Los sistem as económicos, por regla general, están incrustados en las relaciones sociales; la d istribu ­ción de bienes m ateriales es asegurada por motivos no económicos», lo prim ero que faltaba para que sim plem ente se diese la posibilidad de esa ambicióno deseo de riqueza era el sujeto idóneo. Pues, ¿qué significa o apareja el hecho de que el sistem a econó­mico estuviese incrustado en las relaciones sociales, sino que ningún individuo pudiese siquiera conce­birse a sí mismo, aisladam ente, como individuo eco­nómico, requisito absolutam ente indispensable para do tar m eram ente de sujeto a móviles o pasiones in­dividuales como el deseo de riqueza o la am bición?Si ahora ponemos el acento de la ambición en el aho-

i ix), tendrem os un motivo en el que si los indios con- tinstaban ya notablem ente con «un labrador caste­llano de razonable saber», habrían de contrastar diez veces m ás con la población preseleccionada de es­pañoles movidos a c ruzar el Océano Atlántico por el estím ulo del enriquecim iento. Ese motivo, que todo ahorro implica, es la proyección del alm a hacia el mañana. Y Hum boldt describe bien la persistencia de esta falta de proyección todavía en los m ejicanos de 1804, al echar de menos, no sin un cierto deje de desdén, que no salgan siquiera doscientos hom bres capaces de «dedicarse a un oficio tan duro, a una vida tan m iserable como es la del pescador de ca­chalotes (...) en un país donde, según la opinión co­mún del pueblo, el hom bre es feliz sólo con tener plátanos, carne salada, una ham aca y una guitarra», para apartarse de él e ir «a luchar con los m onstruos del Océano». Dicho con la franqueza y la ingenuidad con que lo dice Hum boldt, puede hacernos incluso sonreír, al parecem os obvia la actitud de los hijos del presente, y la del arponero sólo una opción para desesperados. Pero la proyección hacia el m añana, la eterna renovación de los futuros, ha sido el ner­vio y la dem encia del Progreso desde la Revolución Industrial hasta hoy, y el prim ero y tal vez el más alto «precio que ha habido que pagar por el progre­so» es, sin duda, el presente. Desde el presente de que se priva el ahorrador por m ejorar de casa y vecin­dad hasta el presente que se va robando a sí m ismo el asegurado por un en tierro y un ataúd más osten­tosos, puede form arse todo un abanico de imágenes privadas que reflejan o im itan el espectro de la re­nuncia universal. La m ism a subsunción de la econo­m ía del indio en la to talidad de sus relaciones sociales que im pedía la extrapolación individual de un sujeto económico consciente de sí mismo, y en consecuencia de un sujeto para el deseo de riquezao la ambición de medro personal, obstru ía igualmen­

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te la posibilidad de la tensión proyectiva del alm a hacia el m añana, la enajenación del hoy, y perm itía a los indios autopertenecerse en su presente, perm a­necer quedos en sí, presentes a sí mismos. A esta for­ma de tiem po distenso y sin fu turo del taino o del aplatanado se contrapone la form a del tiem po pro- yectivo, vendido o hipotecado a su propio porvenir, tiempo tenso al igual que la m arom a que, desenro­llándose vertiginosam ente, sigue al arpón del arpo ­nero que ha hecho blanco en el ojo o en la cerviz del cachalote.

XXX. Lo que los españoles concibieron como una diferencia de edad filogenètica entre ellos m ism os y los nuevos pueblos conocidos era, de d a r por váli­das las apreciaciones de Polanyi, una diferencia de inserción de lo económico en la vida social y coti­diana de los unos y los otros y, en consecuencia, una distinta configuración tanto del tiem po como del in­dividuo. Venció, por ser m ás fuerte, el español, y así pudo autoproclam arse también el más adulto y cons­titu irse en exam inador de la m adurez del indio. No habiéndolo encontrado suficiente en «uso de razón» y mayoría de edad, lo incapacitó como a un m enor y optó por su jetarlo a su tutela. Esto quiere decir, en el terreno de los hechos, que al ver la resistencia de los indios a emplearse, individualm ente, por sa­lario, como m ano de obra de los españoles, quienes, según declararon m uchas veces, sin el trabajo de los indios habrían tenido que volverse a España (lo cual indica ya un reparto de papeles prefijado, en el que los españoles se reservaban el de patronos, asignan­do a los indios el de trabajadores), no hallaron otro modo de ponerlos a su servicio que el de reducirlos a siervos de la gleba, m ediante el sistem a de adscrip­ción personal de las encomiendas, nominalmente ju s­tificado como una form a de tutela, en la que el indio hallaría la guía y la protección del español hasta que

llegase a a lcanzar la m adurez de «un labrador cas­tellano de razonable saber». Cosa d istin ta es que esto no resultase, al menos en su m ayor parte, m ás que un pretexto para la más despiadada explotación; y o tra tercera cosa es su total ineficacia pedagógi­ca, al m enos en ciertas partes, como lo dem uestra el que tres siglos después Hum boldt hallase todavía verdaderos hijos del presente, entre los que un arm a­dor de balleneros no encontraría ni diez tripu lacio ­nes de a 20 hom bres cada una, para ir a «luchar con los m onstruos del Océano». Pero habiendo ya im­puesto el progreso su particular modelo hum ano por modelo del hom bre universal, aquella particu la r idiosincrasia de los indios a la que los españoles ha­bían calificado únicam ente como m inoría de edad filogenètica se habría de ver diagnosticada ahora —conform e al taxativo y excluyente criterio de sa­lud hum ana universal— como una especie de enfer­medad colectiva en que podían caer algunos pueblos, un cierto estado m órbido de postración social, sin­tom áticam ente caracterizado por una denonada fo­bia hacia un oficio como el de arponero o cualquier otro que se le asemejase. No ha de ex trañar que la idiosincrasia del hijo del presente fuese m irada como una enferm edad, si reparam os en cómo todavía hoy, después de tantas y tan grandes catástrofes como las que han resquebrajado el propio pedestal de la no obstante im perté rrita esta tua del Progreso, se nos ofrece, para buena m uestra, el ap reciar cuán obsti­nada y eminentemente proyectivo sigue siendo el mo­nigote m odelado en miga de pan de sobrem esa por el director de Le Monde, para protagonista de «l’Aven- tu re Humaine»: «Mais l ’hum anité est ainsi faite qu'elle a besoin de regarder au loin, en avant et au- dessus d ’elle. Le progrès a besoin d'un moteur». Sea de ello lo que fuere, y retom ando el hilo del descu­brim iento y la conquista, el caso es que, con enco­m iendas o sin ellas, fue el tiem po de los españoles.

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el tiempo adquisitivo —en que se prefiguraba ya el tiem po del progreso— el que se im puso a sangre y fuego sobre el tiem po consuntivo en que vivían los hijos del presente. Si el dios Progreso no había aso­m ado aún al horizonte, ya el vendaval de la dom ina­ción preparaba los cam inos de este nuevo Señor y hacía rectas sus sendas. El descubrim iento de Amé­rica fue verdaderam ente una nueva puesta en m ar­cha de la Historia, porque ofreció de pronto infinitos territorios e innum erables pueblos a la dominación, y no hay m ás H istoria que la H istoria de la dom ina­ción.

XXXI. Pero viniendo a p a ra r a la dominación, vol­vemos a darnos de lleno, frente a frente, y sin posi­ble escapatoria, con la sangre y la m uerte, con la persecución y el sufrimiento. Con respecto al inm en­so m artirio que cayó sobre América cuando, por mano de los españoles, vio venírsele encim a el viejo m undo con todo el ingente peso de la Historia, no voy a considerar los ju icios y las actitudes de los de aquel tiempo, con frecuencia d ispares hasta lo irre ­conciliable y, a pesar de ello, siem pre más honestos, menos torticeros y, por decirlo de una vez, menos ideológicos, que los de los hom bres de hoy, sino los de estos últim os precisam ente. La razón de ello es que las apreciaciones de los hom bres de hoy sobre hechos del pasado, al no gravar sobre ellas la pre­sión de intereses inmediatos, parece que deberían tom ar m ás librem ente el ca rác te r de puras con­cepciones. Un rasgo que hasta la fecha he hallado prácticam ente com ún a todas las hodiernas con­sideraciones o valoraciones sobre hechos del pasado es el de e s ta r regidas por el supuesto tácito de una concepción proyectiva de la H istoria. Hechos y ac­ciones son siem pre ponderados en función ya de aquello que subjetivam ente se cree que pretendían, ya de lo que efectivamente consiguieron, como éxito

o fracaso, ya, en fin, de aquello que objetivam ente tenían prefigurado y a lo que objetivam ente acaba­ron conduciendo. La H istoria es vista como una in- latigable elaboradora de proyectos y fabricante de cosas m ás grandes o más chicas, m ejores o peores, pero todos sus hechos son m irados en función de una tal actividad. Me pregunto si sem ejante concepción proyectiva de la H istoria se corresponde, analógica­mente, una vez más, con la índole em inentem ente proyectiva del individuo m oderno y de la form a de tiempo en que respira. Mas preguntábam os por los sufrim ientos de los pueblos de u ltram ar cuando las garras del águila bicéfala se clavaron sobre ellos y los arrebataron de sus vidas para sojuzgarlos y un ir­los bajo una nueva ley, un nuevo Dios y un nuevo Im ­perio. La concepción proyectiva de la H istoria es la que ofrece a Menéndez Pidal el fundam ento para su apología del Im perio Español. En su ensayo «Vito­ria y Las Casas», Menéndez Pidal contrapone las res­pectivas actitudes de esos dos personajes en lo que atañe a cuestiones del descubrim iento, la coloniza­ción y la conquista, cuestiones todas la cuales van a la postre a parar, tácitam ente, a la m ás tenebrosa y escabrosa, y única, al fin, trascendental: el m arti­rio de los indios. Este se deja adivinar, a vueltas de lo escrito y lo callado, como el único y verdadero punctum pruriens que mueve el texto entero. La rea­lidad y la atribución de ese m artirio, que había sido también, por lo demás, tem a exclusivo de toda la lar­ga vida de Las Casas, es la cuestión que para sí sola acapara la preocupación del propio Menéndez Pidal. Para lo que aquí interesa, los pasajes m ás útiles de la comparación entre ambos personajes son, a mi jui­cio, los que se refieren a la actitud de cada uno de ellos frente al Im perio Romano, todos los cuales fi­guran bajo el últim o epígrafe del ensayo, aunque no voy a espigarlos por el orden en que se suceden, sino por el que a mí m ás me convenga. Cito, pues, del

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autor: «Vitoria lo recuerda [el Im perio Romano] para tom arlo como guía al juzgar el im perio español, m ientras Las Casas lo recuerda para condenarlo jun ­tam ente con el im perio hispano». Casi inm ediata­mente antes leemos lo siguiente: «Los historiadores [romanos] refieren fríam ente las crueldades y las fe­lonías de cónsules o pretores que degüellan m illa­res de indefensos iberos rendidos, m intiéndoles el seguro dado; la presión b ru tal con que estru jan a los pueblos para sacarles m iles a miles las libras de la codiciada plata hispana y oscense y del m ás codicia­do oro galaico; Diodoro Sículo refiere el agotador la­boreo de las minas, donde los esclavos ibéricos perecían a montones, trabajando día y noche sin res­piro bajo el látigo del capataz; y por ahí adelante, otras m uchas inhum anas atrocidades sem ejantes a las que no ya indignan con razón, sino irritan y des­m esuran con pasión a Las Casas». Y un poco m ás abajo del prim er texto citado, añade todavía: «César refiere del modo más natural toda la dureza destruc­tora de la guerra, los helvecios diezmados, los ner­vios aniquilados, los aduáticos, los vénetos, los eburones vendidos todos como esclavos, los germ a­nos, los aváricos acuchillados hasta los viejos, las m ujeres y los niños...»; enum eraciones de cruelda­des e iniquidades de la antigua Roma, en las que la intención de Menéndez Pidal parece ser la de que s ir­van de rejilla tras la cual el lector pueda entrever, como por transparencia, las de los españoles (un poco al modo en que, según cuenta Fernández de Oviedo, contem pló Pedrarias la ejecución de Balboa y sus com pañeros: «...e desde una casa que estaba diez o doce passos de donde los degollaban, como a carneros, uno a par de otro, estaba Pedrarias mi­rándolos por entre las cañas de la pared de la casao buhío...»), com poniendo como un palim psesto que haga a la vez coincidir y con trasta r en una sola las imágenes de los dos Im perios, para poder, sobre el

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fundam ento m ism o de tan negros y horrendos testi­monios, apelar a la opinión y a la valoración de los mitiguos Padres de la Iglesia con respecto al Impe- i io en que vivieron. Vuelvo a c ita r del texto: «Vito­ria invoca a San Agustín cuando el santo obispo de llipona aprueba como legítim o el im perio romano, escribiendo que Dios, no pudiendo dar su Ciudad ce­laste a los antiguos rom anos por su paganismo, les concedió el magno imperio, como prem io terrenal debido a las grandes v irtudes terrenas que ellos m ostraron en su am or a la patria, a la gloria, a la dominación...»; y m ás a trás ya ha dicho: «César es considerado por San Agustín como uno de los in­signes paganos que am bicionando un gran poder m ilitar y una gran guerra para ganarse gloria, en­grandeció con sus v irtudes terrenas, nada c ris tia ­nas, el im perio otorgado po r Dios a Roma». En otro lugar apela al testim onio de Prudencio: «Prudencio adm irando a Fabricios, Drusos, Camilos, piensa que el im perio tuvo el alto destino de un ir m ultitud di­versa de pueblos, igualándolos por las leyes, por el comercio, por los m atrim onios, unidos todos en una sola familia, de modo que la fraternidad rom ana pre­paró el m undo para la venida de Cristo, en quien to­dos los hom bres han de herm anarse, conform es en corazón y en mente. Dentro de esta elevada concep­ción no queda lugar para ningún criticism o de ren­cor». Tomando en fin por m odelo el ejem plo de gratitud de estos cristianos provinciales (hijos, por tanto, de pueblos sojuzgados) hacia el Im perio Ro­mano, aun a despecho de su paganismo, parece su­gerir que el m ism o fundam ento proyectivo —la creación de la C ristiandad universal— que sustenta la indulgencia de los Padres de la Iglesia con las atro­cidades de la conquista y la dom inación romanas, ha de servir de criterio de valor para enjuiciar, con cabal percepción del sentido de la Historia, el impe­rio creado por los españoles. Aún m ás claram ente

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nos perm ite ap reciar tal connivencia entre la valo­ración de cada acontecer y la ya dicha concepción proyectiva de la H istoria, el párrafo siguiente: «Se­gún este grandioso y firm e providencialism o de Pru­dencio y de San Agustín, nada significa el catalogar las crueldades del dom inio romano, las alevosas m a­tanzas, los latrocinios de guerreros y de gobernan­tes, el inicuo despojo de tantos reyes, la opresión de tantos pueblos, los perjurios, falsías y deslealtades que en la form ación republicana del im perio de Roma denuncia Paulo Orosio. La grandeza del fin mi­nimiza la m aldad accidental que consigo pueden lle­var los m edios empleados». Lo que se dice de aquel de quien se habla va referido a aquel de quien se ca­lla, o como dice el refrán, «A ti te lo digo, hijuela; entiéndelo tú, mi nuera». Con respecto al Imperio Es­pañol, Menéndez Pidal se abstiene de aportar —como hace, en cambio, con Roma— la prem isa de los he­chos, para luego alegar la, a pesar de todo, favora­ble apreciación de los cristianos, sino que pasa directam ente a sacar las conclusiones, como si la va­lidez de lo que atañe al Im perio Español se despren­diese de lo argum entado acerca del Romano con el autorizado apoyo de Vitoria: Las Casas no tendría, pues, razón en su condena de las acciones de los es­pañoles en América, porque no aprueba las de los romanos, pero, además, porque el éxito de éstos en su imperio, siem pre según la concepción proyectiva de la H istoria, dem uestra el grave yerro de Las Ca­sas en su valoración de los hechos de las Indias; y cito una vez más: «Evidente es que los mil pueblos de todo el Nuevo Mundo no se habrían unificado en religión, lengua y cu ltu ra jam ás, si las utópicas nor­mas ju ríd icas excogitadas por Las Casas hubiesen sido aceptadas por España en lugar de las de Vito­ria». Y aun rem ata Menéndez Pidal su ensayo con es­tas últim as palabras: «...bajo las adm irables leyes hum anitarias de los Reyes Católicos y del Consejo

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de Indias, con trarias a la teoría ju ríd ica de Las Ca­sas y conform es con la de Vitoria, el cristianism o, la civilización m oderna, nació para las Indias de América, uniéndolas al Occidente europeo, ap a rtán ­dolas de las Indias del Oriente asiático».

XXXII. A la doctrina de San Agustín pertenece, por lo demás, la idea de que el Señor gobierna la His­toria m ediante el sufrim iento. Si tal idea tendiese a funcionar gratuitam ente, como un a priori, e s ta ría ­mos tocando con la conexión m ítica del sacrificio. Bien es verdad que Menéndez Pidal no dice, que yo sepa, en parte alguna, las palabras «tributo», «pre­cio» o «sacrificio», a los respectos que aquí nos in­teresan; pero, por su tan innegable como intensa concepción proyectiva de la historia, el sufrim iento de los pueblos som etidos a la dom inación rom ana y española se encuentra, a efectos prácticos, en relación de intercam bio con las tan m agnificadas creaciones de la H istoria conseguidas por tal dom i­nación. Como quiera que sea, lo que para Menéndez Pidal parece indiscutible es que el único medio pro­pio de la H istoria es la dom inación. En su libro El padre Las Casas, llegamos a leer: «Los im perios, a pesar de las vitandas injusticias y calam idades de m uerte inherentes a toda vida hum ana, son en la Bi­blia y en la teología c ris tiana el grandioso in stru ­mento con que la Providencia divina gobierna a los pueblos»; y en un pasaje an te rio r recoge tam bién la idea del im perio «como clave en el desarrollo provi­dencial de la humanidad». Dominación y sufrimiento están de todos modos en el centro de su imagen de la Historia, como fuerzas preponderantem ente po­sitivas y creadoras, o, a veces, en el peor de los ca­sos, al menos necesarias. Pero, al representarse el ejercicio h istórico especialm ente como dominación, propende m ás a la imagen instrum ental del su fri­m iento h istórico —la sangre en la ba ta lla—, que a

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la sacrificial. Pero, sobre la m ism a línea apologéti­ca de Menéndez Pidal, m entes de m ás barroca fan­tasía que el sobrio Don Ramón han alcanzado, en ese mismo intento de en jugar todo un Océano y todo un Continente de m artirio m ediante el a rte de la alego­ría, extrem os del m ás hediondo virtuosism o, como el de quien jun tando en uno todas las m uertes y to­dos los torm entos de indios y españoles, ha osado representárselos como los inmensos dolores del plu- risecu lar y gigantesco parto que la M adre H istoria hubo de padecer para poder llegar a dar a luz la gran­diosa y ubérrim a prole de naciones herm anas de la Hispanidad. ¡Sólo faltaba esta abyección suprem a de venerar a la sangrienta diosa bajo nom bre y con tí­tulo de m adre que con dolor da a luz im perios o cul­turas o naciones! Com oquiera que sea, la idea del sufrimiento, con m ás o menos explícita connotación sacrificial, como algo siem pre positivam ente vincu­lado al devenir h istórico (y digo «positivamente» porque siem pre es cargado a su favor), así como la general aceptación de su necesidad, es algo asombro­samente com partido por las ideologías más distantes y las m entalidades m ás dispares. Se presenta como una condición connatural a la índole m ism a de la His­toria, y tanto m ás acentuada, a mi entender, cuanto mayor intensidad llegue a cobrar el rasgo proyecti- vo en la m anera de sentirla y entenderla. Las posi­ciones revolucionarias serán, pues, naturalm ente, en cuanto m ás fuertem ente proyectivas, las que rindan m ás culto al sacrificio y se m uestren m ás prontas a aceptarlo y a justificarlo. No obstante, como ha de­m ostrado Menéndez Pidal, no le van muy a la zaga en indulgencia frente al sufrim iento las predisposi­ciones m otivadas por c ierta debilidad sentim ental hacia la apología de un pasado, especialm ente si me­dia en ello un lazo personal, por fantasm agórico que­sea, que dé pábulo a sentim ientos narcisistas. Mas parece que todos, a derecha e izquierda, por el ayer

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como por el m añana, necesitan ju stifica r el su fri­m iento h istórico y a m enudo tam bién rendirle cul­to: el sufrim iento no puede ser gratuito, infundado e irreparable, ¡tiene que ser creador y motivado! ¡tie­ne que tener sentido!, así parecen clam ar los más sin­ceros.

XXXIII. Alrededor de esta hoguera fantasm al, que no calienta a nadie, pero a todos les hace im agi­nar que se calientan, se han congregado San Agus­tín y Fanón, Benedetti y Menéndez Pidal; los cuatro están inquietos, impacientes: «¿Vendrá esta noche él? —se pregunta cada uno de ellos en silencio—, ¿No es ya m ás de la hora? ¡Parece retrasarse! ¡Qué no­che negra y glacial si él no viniera! Mas, ¡bendito sea Dios! que ya se oye el gemir de la cancela: ¡Hegel está ya aquí!». Saluda el recién llegado a los presentes con un leve asen tir de la cabeza, y apenas, como un mero autom atism o, se sacude la nieve de sobre la esclavina, e indiferente a quedar más lejos de la lum­bre, habla por fin: «Al contem plar la H istoria tam ­bién se puede tom ar la felicidad como punto de vista; pero la H istoria no es buena tie rra para que brote la felicidad. Los tiem pos felices son en la H istoria páginas vacías. Bien es verdad que en la Historia Uni­versal se da lo que entendemos por satisfacción, pero ésta nada tiene que ver con la felicidad, pues la sa­tisfacción lo es siem pre sólo de fines que rebasan cualquier interés particular. Los fines que tienen im­portancia para la H istoria Universal exigen volun­tad abstracta, energía, para ser llevados adelante. Los individuos con significación para la H istoria Univer­sal, que han perseguido fines sem ejantes, han pro­bado sin duda una satisfacción; pero han renunciado .1 la felicidad».1 Hegel para de hablar, y los demás,

I. Tanto esta cita de Hegel como la que más adelante se verá < itán tomadas del ensayo «La revocación de la historia» de Fer- ii.indo Savater, cuya lectura no ha dejado de ser provechosa para rulas mismas páginas.

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ahora m ás confortados, creen percib ir algo m enos vagamente el calor nebuloso de las llamas. ¿Quién fue aquella figura vertical, inmóvil, aquella frente al­tiva, los ojos aquilinos en la quietud segura del do­minio, aquel cuerpo todo él como un solo y continuo dolor sobreviviente, secreto tras la pú rp u ra im pasi­ble, que jam ás conoció felicidad? Richelieu, carde­nal, c reador de Francia, he ahí el ejem plo de la satisfacción sin mezcla alguna de felicidad; he ahí el ave rapaz que hace la H istoria, la que m ejor me cuadra con la imagen que sugiere Hegel. Que el c ri­terio de la felicidad no sea un criterio pertinente para evaluar los hechos de la H istoria se desprende del propio com ponente histórico de la dom inación; quienquiera que en cualqu ier tiem po habló de His­toria dio ya tácitam ente por supuesto que el único m etro idóneo que tenía que tom ar para evaluar sus hechos no podía ser m ás que el de la dom inación. Que los tiem pos felices sean en la H istoria páginas vacías no quiere decir sino que en ellos no se ejerce ningún nuevo proyecto de la dominación, no se cum ­ple ninguna nueva etapa del Progreso. Pero antes de seguir con la actitud de Hegel respecto al sufrim ien­to, tengo que in terponer o tra cuestión.

XXXIV: Si la autoconcepción eminentemente pro- yectiva del individuo del Progreso (hoy presunto mo­delo del hom bre universal), m adurado del todo con la Revolución Industria l del XVIII, tiene o no tiene algo que ver —en analogía con o tras ya com entadas universalizaciones— con la concepción proyectiva de la Historia, que, por lo visto, alcanza su coronación en Hegel —el cual, por lo demás, a este respecto, y para que nos cuadrasen bien las cosas, no podría en­contrarse, cronológicam ente, m ás en su lugar—, es algo que ni siquiera mi ya m ás que sobrado atrevi­miento osaría, ni aun con el m áxim o grado de reser­va, establecer. Y de ello tiene la culpa (si es que no

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longo m ás bien que agradecerle el haberm e salva­do, en realidad, del m ás fatídico de los deslizam ien­tos) el absolutam ente anóm alo y desconcertante antecedente de Polibio, quien ya en el siglo II antes de Cristo form uló expressis uerbis, sin equívoco po­sible, la concepción proyectiva (y acaso teleológica2) de la Historia, singularm ente en cierto pasaje ina­pelable, que resulta obligado transcrib ir: «La pecu­liaridad de nuestra obra y la m aravilla de nuestra época consisten en esto: en que según la Fortuna ha hecho inclinar a una sola parte prácticam ente todos los hechos del mundo, obligándolos a tender a un solo y único fin, del m ism o modo tam bién (es nece­sario) al valerse de la historia, concen trar bajo un único punto de vista sinóptico, en beneficio de los lectores, el plan de que se ha servido la Fortuna para el cum plim iento de la totalidad de los hechos». Aquí nos encontram os, por lo pronto, con una form a de veracidad —o una dimensión de la verdad— tan nue­va como insólita: una veracidad que haría resid ir su verdad o falsedad fuera de cualesquiera proposicio­nes o grupos de proposiciones singulares; una ver­dad o falsedad que, aun dando por supuesta la verdad de todas y cada una de las proposiciones de que el texto se compone, pendería aún de la particu ­lar organización expositiva que haya adoptado la to­talidad textual. Con arreglo a este aspecto de la veracidad indicado por Polibio, la historia podrá tam ­bién ser falsa o verdadera según la exposición res­ponda o no «al plan de que se ha servido la Fortuna para el cum plim iento de la totalidad de los hechos». En segundo lugar nos encontram os con que Polibio al establecer tal correspondencia entre la historia de

2. Hegel se preocupa expresamente de excluir el teleologismo, haciendo inmanente el proceso de despliegue de la Historia Uni­versal. En Polibio no hay un grado de determinación equivalente, para excluir una interpretación teleológica.

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los hechos y los hechos de la historia, esto es, al agre­garle a la correspondencia el com ponente proyecti- vo o teleológico, se com prom etió en el grado más superlativo a ser in térprete bajo la sola incontras­table fe de su palabra: ni nadie le podría nunca refu tar que el orden de su exposición venía a corres­ponderse con el verdadero plan de la Fortuna, ni él, a su vez, podría refu tar jam ás a quienes le acha­casen haber a tribu ido al plan de la Fortuna lo que no era o tra cosa que el orden adoptado a su albedrío para la exposición: aun más, ni a él ni a nadie sería dado p robar nunca, de modo fidedigno, si la Fortu­na tenía siquiera un plan —fuese éste o cualquier otro— o no tenía ninguno. El m isterio es el mismo que golpea al refrán: «El potro que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua». ¿Quién podrá dem ostrar si había ya todo un perver­so plan de la Fortuna al propiciarle el buen parto de la madre, al m arrar su garganta la m ortal dentellada de los lobos, para ir llevando, paso a paso, al potro hasta el ho rro r de la batalla a m orir despanzurrado por una bala de cañón? Sea de ello lo que fuere, la presencia de una concepción como la de Polibio en el siglo II antes de Cristo pone en graves dificultades a quienes quiera que, de un modo o de otro, postu­lan una cierta relación de necesidad entre las condi­ciones h istóricas de una época y los pensam ientos que en tal época llegan a ser form ulados, pues para dar razón del hecho indiscutible de la analogía en­tre Polibio y Hegel, en cuanto a su concepción radi cálm ente proyectiva de la Historia, o bien tendrían que buscar ad hoc en los tiem pos de Polibio una si­tuación histórica suficientem ente análoga a la que caracterizó el entorno histórico de Hegel como para justificar la enorm e semejanza, o bien reducir esa semejanza a una apariencia superficial, pero al cabo profundam ente incom parable, o bien, en fin, relati vizar fuertem ente o renunciar del todo a la prem isa

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misma de tal relación de necesidad entre los pensa­mientos de una época y el entorno histórico en que surgen, o sea rechazar la tesis misma. Venía esto a cuento de un caso tan ex traordinariam ente sólido y congruente como el de Hegel para confirm ar la te­sis, por cuanto él, como máximo representante de la concepción proyectiva de la H istoria, viene a surgir precisam ente en el m omento m ism o en que la auto- concepción proyectiva del individuo incoada por la Revolución Industrial ha alcanzado su coronación. Reconoceré, pues, que si la duda recae sobre este ejemplo, también tendrán que quedar en mayor o me­nor grado de entredicho todos los dem ás ejemplos de «universalización» propuestos m ás a trás en estas mismas páginas, como casos en los que el hom bre ile cada época alza sus propios rasgos históricos par- liculares por modelo de un hom bre pan-histórico universal; pero a la vez, ¿cómo dejar de sospecharlo I uertem ente ante proclam aciones como la ya repeti­da de Fontaine: «L'humanité est ainsi faite q u ’elle a besoin de regarder au loin, en avant et au-dessus d'elle. Le progrès a besoin d ’un m oteur»? ¿Cómo no ver en sem ejante estupidez el producto retórico y ce­g a t o de una incoercible necesidad de autoapología de la propia época? Pero quede aquí en pie, en este estado de terrib le duda, el m isterio de Polibio, que aun se agrava si consideram os su fecha tan holga­damente precristiana, por cuanto ni siquiera po­demos apoyarlo en el teleologismo sobrenaturali l istiano, siendo m ás bien Polibio, con su «plan de la Fortuna», probable inspirador de San Agustín, que le lue cinco siglos posterior.

XXXV. La concepción proyectiva de la H istoria la lie descrito m ás a trás como aquella en que hechosV acciones son siem pre ponderados en función ya de aquello que subjetivam ente se cree que pretendían, va de lo que efectivamente se estim a que alcanzaron,

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ya, en fin, de aquello que objetivam ente tenían pre­figurado y a lo que objetivam ente acabaron condu­ciendo. Sólo esta concepción —y este es aquí el asunto— se presta de un modo u otro a dar razón del sufrim iento. Antes conviene, no obstante, dejar dicho que, naturalm ente, no pretendo que ni la pro­yección ni los proyectos sean, por sí mismos, un in­vento interpretativo de los historiadores, ni que sólo en la h isto ria y no en la vida cotidiana los hom bres se vean sujetos y aun se m uestren dispuestos a acep­ta r trabajos y fatigas para a lcanzar proyectos, o sea, cum plir designios prefijados. Pero ya en este terre ­no individual aparece toda una gradación de los dis­tintos com ponentes de un designio; quiero decir que ya en algo tan conveniente y tan sensato como el pro­yecto de hacerse una casa, puede en tra r un mayoro m enor suplem ento de gastos y fatigas destinado exclusivamente a satisfacer impulsos antagónicos de em ulación con el vecino: ese lujo osten tatorio que Thornstein Veblen supo ver como sustitutivo de la dom inación, y, sin el cual, no obstante, el arquitecto no habría dispuesto jam ás de presupuestos que le perm itiesen llevar su a rte a mayores esplendores. Por otra parte, hoy m ás que nunca conocemos el caso de m illares y m illares de deportistas que se someten denodadam ente a la cotidiana m ortificación de los entrenam ientos, tratando, por así decirlo, su propio cuerpo a puro golpe de fusta, como si fuese su pro­pio caballo de carreras. Asombra que el deporte se llame culto al cuerpo, cuando consiste justam ente en som eterlo al m ayor grado de opresión, privación y explotación posible, sacrificándolo por com pleto al solo fin de llevar hasta la m eta al Yo que lo cabalga. ¡Hay que ver hasta qué punto la victoria deportiva recuerda lo que Hegel, en el párrafo citado, distin­guía como «satisfacción», como d istin ta y casi in­compatible con la «felicidad»! El deportista renuncia literalm ente a la felicidad corporal y sacrifica su

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cuerpo a la satisfacción em ulativa de un agonism o lúdico, que al fin rem ite a la dom inación. Pirro, el rey de Epiro, tenía —según cuenta Plutarco en la vida que le dedica— un amigo tesaliano llam ado Cíneas, a quien tenía, por su talento, en la mayor estima. «Cí­neas, pues —sigue literalm ente Plutarco—•, como vie­se a Pirro acalorado con la idea de m archar a Italia, en ocasión de hallarle desocupado le movió esta con­versación: “Dícese, oh Pirro, que los rom anos son guerreros e im peran a m uchas naciones belicosas; por tanto, si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríam os de esta victoria?”. Y que Pirro le respon­dió: "Preguntas, oh Cíneas, una cosa bien m anifies­ta, porque, vencidos los romanos, ya no nos quedará allí ciudad ninguna, ni bárbara, ni griega, que pue­da oponérsenos, sino que inm ediatam ente serem os dueños de toda Italia, cuya extensión, fuerza y po­der menos pueden ocultársete a ti que a ningún otro”. Detúvose un poco Cíneas y luego continuó: "Bien, y tomada Italia, oh Rey, ¿qué harem os?”. Y Pirro, que todavía no echaba de ver adonde iba a parar: "Allí cerca —le dijo— nos alarga las m anos Sicilia, islai ica, muy poblada y fácil de tomar, porque todo en ella es sedición, anarquía de las ciudades e im pru­dencia de los demagogos desde que faltó Agatocles”. “Tiene bastante probabilidad lo que propones —con­testó Cíneas—, ¿pero será ya el térm ino de nuestra expedición tom ar a Sicilia?”. "Dios nos dé vencer y triunfar —dijo P irro—, que tendrem os m ucho ade­lantado para mayores em presas; porque ¿quién po­dría no pensar después en África y en Cartago, que no ofrecería dificultad, pues que Agatocles, siendo un fugitivo de S iracusa y habiéndose dirigido a ella01 ultam ente con muy pocas naves, estuvo casi en liada el que la tomase? Y dueños de todo lo referido,, podrá haber alguna duda de que nadie nos opon- di a resistencia de los enemigos que ahora nos insul­tan?". "N inguna —replicó Cíneas—; sino que es muy

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claro que con facilidad se recobrará la M acedonia y se dará la ley a Grecia con semejantes fuerzas; pero después de que todos nos esté sujeto, ¿qué hare­mos?". Entonces Pirro, echándose a reír, "Descansa­remos largam ente —le dijo— y pasando la vida en continuos festines y en m utuos coloquios, nos hol­garem os”. Después que Cíneas trajo a Pirro a este punto de la conversación, "Pues ¿quién nos estorba —le dijo— si queremos, el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios, supuesto que tenem os sin afán esas m ism as cosas a que habrem os de lle­gar entre sangre y entre m uchos y grandes trabajos y peligros, haciendo o padeciendo innum erables m a­les?".» H asta aquí Plutarco. Naturalm ente, ningún historiador está hoy dispuesto a tom ar en serio a Pirro (quien apenas si debe algún renom bre al hecho de habérselo prestado proverbialm ente a las victorias muy desventajosas), y m enos todavía si tuviese que acep tar como no legendaria la anécdota transcrita . Un tipo de «condottiero» como Pirro, un rey que, se­gún la anécdota, hace un auténtico deporte del ejer­cicio de la dominación es, ya en principio, una figura que la h istoriografía m oderna no puede to lerar en­tre sus páginas, porque iría en detrim ento de la autoridad que hoy la H istoria pretende mantener. ¡Aviados estaríam os si hubiésem os de acep tar y de incluir en la cadena de la causación histórica móvi­les tan poco serios como las lúdicas fantasías heroi cas de un joven rey amigo de las arm as! Pues, sí, en efecto, aviados estaríam os y bien aviados que esta­mos, ya que precisam ente la exclusión, la ocultacióno el cam uflaje de ese elem ento lúdico hace desde el principio fracasar cualqu ier intento de com prender y desenm ascarar la naturaleza m ism a del impulso de dom inación. Los goces de los presentes festines y coloquios que Cíneas encarecía ante los ojos de Pirro, frente a las guerras y los innum erables trabajos y peligros que éste le prospectaba, por infantil y jo­

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cosa o legendaria que pueda ser la anécdota, contie­nen ya cuanto pueda hacer falta para sostener la dualidad entre la «felicidad» y la «satisfacción» de la frase de Hegel. La puerilidad del P irro de la anéc­dota puede incluso serv ir de buen antídoto frente al h istoriador que, defendiendo el prestigio de la His­toria junto con la esencial seriedad de la dominación, nos señale, en la galería de retratos, la adusta e im­placable serenidad de Richelieu o el fatigado e infa­tigable ceño de águila imperial de Bismarck. Por tan terrible renuncia a la felicidad como la que en estos dos veracísim os retratos queda m anifiesta, la dom i­nación ha conseguido hacerse tom ar en serio por la Historia, como el incontenible carro de bronce que la lleva. Richelieu hizo a Francia, Bismarck creó el II Reich, P irro no fue m ás que un aventurero —diría un h isto riador—•, y hay que qu itarlo de esa galería de los hom bres serios. Pirro desacredita, desautori­za el principio de la dominación a causa de su livian­dad de «condottiero», pero, a la vez, las m uertes infligidas, la sangre derram ada, el dolor y el estrago producidos en todas sus cam pañas no clam an al cie­lo con voz ni con palabra diferentes de las de otro cualquier episodio del principio de dom inación por históricam ente respetable que se lo considere; el pe­ligro está en que las víctim as de esa dom inación te­nida por históricamente respetable se miren y lleguen ;i verse en el espejo de las víctim as de Pirro como gratuitas com parsas de un capricho y se les venga de pronto abajo la convicción de la necesidad histó-i ica de sus propios sufrim ientos.

XXXVI. Ya antes he dicho cómo sólo la concep­ción proyectiva de la H istoria se presta a fundam en­tar la justificación del sufrimiento, como se ha visto i|ue hacía Menéndez Pidal al d a r por bien em plea­dos todas las m uertes y todos los torm entos de la do­minación rom ana por haber hecho posible la magna

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creación h istórica del Im perio Romano, y por igual­mente bien em pleados todas las m uertes y todos los m artirios de la dom inación hispánica en América por haber hecho posible la no m enos m agna crea­ción histórica del Im perio Español. Si los proyectos de la proyección histórica naciesen en la consciente voluntad de un individuo como sujeto agente, en vez de responder —como decía Polibio— a un «plan de la Fortuna», sólo su m ala calidad como dom inador o su mal tino en determ inado trance contingente dis­tinguiría el proyecto de dominación de Pirro de otros proyectos m ás a fo rtu n ad o s . Si p o r el co n tra rio , los proyectos de la H istoria responden sólo a un «plan de la Fortuna», entonces Pirro no alcanzó sus designios de dom inación porque no estaba entre los elegidos para d ar cumplimiento al plan de la Fortuna. En uno u otro caso, como siem pre hay que esperar al porvenir para d a r razón de los padecim ientos del pasado, se tiene la maloliente sensación de estar ante un rastrero y m endaz acto de reparación o desagra­vio, casi como si la propia proyectividad histórica hu­biese sido excogitada ad hoc para hacer acep tar el sufrim iento y su necesidad; que fuese ya el Im perio Español lo que se estaba edificando en los prim eros atropellos infligidos a los tainos de Haití en modo alguno parece una declaración fundada en la nece­sidad de explicar cómo surgió ese imperio, sino en la voluntad de exonerar a los autores de tales a tro ­pellos. Pero este quid pro quo puede depender del hecho de que Menéndez Pidal se encuentra ya en la posición de un apologista de dos m undos culturales en los que cree y cuyas instituciones, de las que es un buen conocedor, ap rueba y hasta admira; tam po­co se le escapa que esos m undos han surgido los dos bajo la fórm ula de im perios y, en consecuencia, no han podido tener otro instrum ento que el de la do­m inación. Pero parece haber considerado y pon­derado antes los resultados institucionales de tal

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dominación, que el ejercicio de la dom inación m is­ma como un acontecer po r separado, ya en su decur­so, ya en su asentam iento. Tal vez, m ás que o tra cualquier cosa, ha sido la im ponente mole de las re­liquias testim oniales de cualquier orden, de los do­cumentos, que todo im perio suele dejar detrás de sí, lo que ha suscitado en él una im borrable sensación de «grandeza»; los hombres son tan sensibles a la du­dosa emoción, al sospechoso sentim iento que soli­cita en ellos la cualidad difícilm ente objetivable de «grandeza», que llega a cegarlos hasta el punto de no ver tan siquiera cómo la configuración de un gran imperio es siem pre la de un m onstruo adm inistra ti­vo arterioesclerótico, anquilosado casi hasta la pa­rálisis, inabarcable, ingobernable, anárquico y, sobre lodo, creador constante de desequilibrio, injusticia y sufrimiento; y, en fin, incluso desde el punto de vis­ta político, una construcción detestable. Sospecho que esa dorada aureola de «grandeza» que deja tan boquiabiertos a los espectadores de un im perio no se refiere, en el fondo, a su presente actualidad de informe y gigantesco m onstruo antediluviano, sino a su todavía no apagado resplandor de trofeo de una em presa de dom inación. (De igual m anera, no es la perfección de la belleza actualm ente presente y pa­cíficam ente poseída de los cuatro caballos de bron­ce del estadio de Constantinopla instalados en la lachada de San Marcos de Venecia lo que podría dar razón del aura de incom parable gallardía que pone en el corazón de quien los m ira una emoción que no puede resistir, sino su naturaleza de trofeo depreda­do por la violencia de las arm as, cuando Venecia, en­cañando a la entera Cristiandad, desvió la C uarta Cruzada y capitaneó con sus galeras el asalto y la loma de Bizancio. A despecho del hondo y clarividen- tc análisis de Thornstein Veblen, ninguna sincera y l)ien asim ilada voluntad moral podrá por sí sola raer de la emoción estética ese maligno ingrediente de

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violencia y de depredación; no, ninguna moral podrá jam ás tener éxito alguno con adm oniciones perfec­tam ente razonadas de «esto debe gustarte y esto no», pretendiendo —por poner un ejem plo m ás pal­m ario— que la universal predilección estética por las rapaces y por los felinos —fam ilias depredado­ras por antonom asia y m ás ostensiblem ente dotadas para la agresión— sea sustituida, de la noche a la m añana, por preferencias regidas por im pulsos más pacíficos.) Así, no puedo llegar a creerme plenamente que la pretendida adm iración por las «m agnas crea­ciones de la Historia» sea ajena a su c arác te r de tro­feo, o sea, que no com porte un elem ento principal retrospectivo de admiración por el imperio en cuanto «gesta de la dominación». Sólo cuando ha de enfren tarse a las víctim as del ejercicio de la dominación, que clam an por la justicia de sus sufrim ientos, se­para Menéndez Pidal el acto de creación de lo crea do; con esta separación com pletam ente artificiosa pretende a b rir el hiato que haga sitio para la rela­ción proyectiva entre una y o tra cosa, que sólo él ha establecido que sean dos distintas. Lo creado se ha extrapolado del conjunto y se refleja ahora sobre lo restante como ya implícito desde el principio en ello, y por ende capaz de sancionarlo. Mas esta apelación a lo creado, ¿no trata, a fin de cuentas, de salvar la gesta misma, de quitarle infam ia y darle dignidad? Es posible que en un determ inado estrato de su con­ciencia le tu rbasen a Menéndez Pidal las tribuía ciones de los indios; si no le hubiesen quitado en absoluto el sueño no habría tenido necesidad de re­cobrar su equilibrio de conciencia, reconciliando, como Dios le diese a entender, la realidad innegable del m artirio am ericano con su acendrado deseo de salvación m oral de aquello que él m ás estim aba: la imagen histórica de España, la fam a de su pasado, su buen nombre. No se puede decir que sólo esto le im portase y quisiese defender, sin dársele un comi

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no de los indios, pues en tal caso nada habría tenido que reconciliar en su conciencia; si justificó, con toda la torpeza que se quiera, aquellos sufrim ientos, fue |xjrque verdaderam ente se le interponían, como muy espinosas objeciones de conciencia, a la devoción his­tórica que, en modo alguno, quería menoscabar. Pero el hecho de que necesitase, po r falaz y am añado que til cabo resultara, hallar, en su conciencia, cualquier suerte de hueco en que los sufrim ientos de los in- ilios encontrasen cobijo y acomodo, no es sino una m uestra m ás de que el dolor jam ás dejará de ocu­par el p rim er puesto en la m ala conciencia univer­sal. Todas las tram pas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta universal m ala conciencia y en el denodado em ­peño por rehu ir el trance de m irar cara a cara el es­pantoso rostro del dolor.

XXXVII. Mas, sea cual fuere el grado en que a Me- nendez Pidal pudo turbarle la irreparable imagen del dolor pasado, m enor parece ser, en cualquier caso, el grado en que esa afección del alma, referida a los hechos de la Historia, llegó a afectar a Hegel. Im pa­sible, im pertérritam ente, como el m ás distanciado espectador —o tal vez implacablemente, como el más próximo cóm plice— no m antiene reservas en reco­nocer todo el espanto de la Historia, o lo que viene a ser lo mismo, el infinito suplicio de la dominación.I I mismo, el máximo rapsoda de la diosa, ya hemos visto cómo ni tan siquiera ha accedido a buscarle el más modesto banco a la felicidad en el aula de la His­toria, sino que sin m ás ha procedido a echarla fuera tle las puertas de la cátedra: la felicidad no es un cri­terio de m edida pertinente en la ponderación de las cosas de la H istoria, como la lum inosidad no es una dimensión que pertenezca a la evaluación de los so­

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nidos. Pero después de consta tar el absoluto ho rro r que ofrece a nuestros ojos el panoram a de la H isto­ria, Hegel se hace la pregunta: «Cuando considera­mos la H istoria como el a ra sobre la cual han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sab iduría de los Estados y la virtud de los individuos, inevitable­mente surge la pregunta: ¿para qué últim o fin han sido ofrecidos tales y tan enorm es sacrificios?». La pregunta, por lo menos así aislada, es ya desde la pre­m isa com pletam ente fraudulenta, capciosa, y sería fulm inantem ente rechazada en cualquier tribunal anglosajón. En efecto, ya en su arranque m ism o pre­senta una alegoría sum am ente elaborada: la Histo­ria no es solam ente una piedra cualquiera, sino una piedra extrem am ente especializada: una piedra sa­crificial, un ara; esta m ism a especialización dem an­da ya m etoním icam ente que la sangre que sobre ella se derram e no sea efecto de un «m atar» todavía in­definido, sino de un «m atar» igualm ente especiali­zado, o sea, un «sacrificar». La imagen no ha querido quedarse en «piedra sobre la que se mata», sino que ha querido elaborarse, determ inarse y especializar­se hasta la alegoría de «ara sobre la que se sacrifi­ca». Ya se adelanta, así pues, en esta alegoría toda una interpretación muy determ inada de la Historia, a p a rtir de la cual se procede a preguntar, sin que al que ha de responder se le perm ita volver a trás la propia alegoría, diciendo: «No, ¿por qué un ara? So­lam ente una piedra todavía...». El previo condicio­nam iento que la alegoría sacrificial impone a la pregunta subsiguiente reside en el hecho de que sien­do el sacrificio una m uerte definida por e s ta r a r ti­culada y tram itar una relación de intercam bio, da por supuesto el otro térm ino de la función y hace le­gítimo, sin necesidad de m ás explicaciones, el pre­guntar po r él. Así, dicho concretam ente, la pregunta «¿para qué últim o fin han sido ofrecidos tales y tan enorm es sacrificios?» sólo cobra sentido y legitim i­

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dad dentro del precedente contextual de la alegoría del ara. Si la infinita sucesión de ejecuciones consu­m adas sobre el tajuelo de la H istoria por el hacha de la dom inación no hubiese sido previamente in ter­pretada por la alegoría bajo la idea de una intención sacrificial, nada podría haber condicionado la pre­gunta acerca de un «fin último», que tan sólo resul­ta postulado por la función de intercam bio inherente al sacrificio. Tiene que haber, pues, un fin últim o para la H istoria tan sólo porque a la alegoría se le ha antojado suponerle a la infinitud de su ho rro r y su m artirio una función sacrificial. Pero, ¿y si la ale­goría fuese mendaz? Careceríam os entonces de todo fundam ento para preguntar por fin últim o alguno. La alegoría del ara ejerce, pues, una vez más, el co­metido de a ta r el sufrim iento a la necesidad.

XXXVIII. Polibio, cuya concepción proyectiva de la H istoria se distingue de las de los m odernos en ser totalm ente ajena a la necesidad de d a r papel a l­guno al sufrim iento —por el que no parece m ostrar, por lo demás, mayor preocupación— puso por fin úl­timo de su H istoria Universal (pues verdaderam en­te es, y será todavía por m uchos siglos, la prim era que realm ente merece ser llam ada así), hacia el que, según el «plan de la Fortuna», convergían todas las historias particulares, la coronación del Im perio Ro­mano. ¿Por qué Hegel, cuyo fin últim o tam poco es nada más apacible y m ás risueño que aquel im pe­rio que Polibio supo tan clarividentem ente ver venir, se sintió, en cambio, obligado a dar alguna razón del sufrim iento? No le ofreció consuelo, pero le prestó sentido; y para el m iserable estado de la condición hum ana en la era del Progreso, da r sentido es, por desgracia, tam bién d a r consuelo. El que expulsó de la Historia a la felicidad, hubo de hacer rentable para esa m ism a H istoria el sufrimiento. Quien viene dan­do sentido al sufrim iento se hace m arcadam ente sos­

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pechoso de traer por secreto com etido el de im pedir que el doliente se rebele. Los hom bres están siem ­pre dispuestos a creer a muchos que les dicen «vues­tro dolor será fecundo», cuando, por el contrario, deberían confiar en quien les dice: «Vuestro dolor es absolutam ente inútil, gratuito, irreparable». ¿Acaso pide la felicidad tener sentido? Niégate, pues, a d á r­selo al dolor. Sea de ello lo que fuere, ha de haber, sin embargo, algún motivo profundo y bien funda­do, para que sólo el viejo Polibio —de entre los his­toriadores que adoptaron la concepción proyectiva de la H istoria— no se sintiese m ínim am ente obliga­do a da r cuentas a nadie de los infinitos sufrim ien­tos infligidos, a lo largo de la H istoria, por el azote de la dom inación. Menéndez Pidal m ira la instru- m entalidad de la dominación para las «grandes crea­ciones de la Historia» con un racionalism o práctico y casero. Jam ás se le hab ría ocurrido, por ejemplo, un pliegue conceptual como el de la astucia de la ra­zón. Tal vez precisam ente porque en Hegel la obra de la H istoria tiene un tinglado de desarrollo y cau­sación infinitam ente m ás indirecto y m ás complejo es por lo que no puede recurrir, para d a r lugar al sufrim iento, a nada m ás inm ediato y transparente que a la alegoría del sacrificio. No es de creer que, bajo la idea de «sacrificio», Hegel quisiese conscien­tem ente aproxim arse a nada que com portase algu­na form a de restauración de la conexión mítica. No obstante, hay que notar cómo, a despecho de ello, está bien lejos de m ostrarse hipotético o titubeante, sino, por el contrario, fuertem ente au to rita rio y taxativo en tocante a a firm ar la necesidad de ese sacrificio y a dem andar la aceptación de tal necesidad. Lo p ri­m ero no casa nada bien con lo segundo: su idea de «sacrificio» podrá e s ta r todo lo lejos que se quiera de la inhum ana, irracional y tenebrosa tiran ía del mito, pero la categórica e im placable severidad con que su necesidad se nos impone recobra todo el tono

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«le inapelables m andatos ancestrales: «La voz es la v<>/ de Jacob, pero las m anos son las de Esaú». No querría Hegel in troducir la idea del sacrificio bajo l.t forma ciega de la conexión mítica, pero pidió para él y para su necesidad tan ciego acatam iento, que el Idolo que parecía querer deiar de serlo se vio forza­do a renovar su condición de ídolo por el poder del acto de la ofrenda. («El concepto de E sp íritu univer­sal —dice Theodor W. Adorno— secularizó el p rin ­cipio de la om nipotencia divina en el principio unificador, el plan del m undo en un acontecer im­placable. El E sp íritu universal d isfru ta de la vene­ración que correspondió a la divinidad, despojada en él de su personalidad y de todos sus a tribu tos de providencia y gracia. (...) ...el esp íritu desdemoniza- do y conservado se acopla al m ito o retrocede hasta convertirse en el te rro r sagrado ante lo que es tan gigantescamente superior como amorfo».) No im por­ta, pues, que el ídolo haya querido a legrar y alige­rar sus rasgos; serán los tenebrosos, im placables rasgos del acatam iento prestado al sacrificio y a la necesidad del sacrificio los que al fin determ inen el ca rác te r de la relación, y, con ella, la propia fiso­nomía del ídolo. Pero, ¿por qué, salvando a su inven­tor Polibio, las dem ás concepciones proyectivas de la H istoria cabalgan siem pre, y con un énfasis p a r­ticular, sobre la m uerte y sobre el sufrim iento? ¿Se debe ello, tal vez, únicam ente al hecho de que toda historia es, por naturaleza, historia de la dominación, y a la dom inación siem pre acom pañan m uerte y su­frimiento? Estos historiadores organizan proyectiva- mente el haz disperso de las dominaciones singulares en una convergencia polarizada hacia un único punto; esta tendencia centrípeta, esta querencia por la uni­cidad, podría, sencillamente, no ser más que una cua­lidad unida a la esencia misma de la dom inación.3

3. Si tanto la convergencia centrípeta hacia la unidad como el pro­pio carácter proyectivo resultasen rasgos necesarios de la domi nación antes que de la Historia, se podría concluir aue la Historia es centrípeta y proyectiva porque es siempre historia ae la dominación.

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XXXIX. M ientras la ofrenda de víctim as hum a­nas no deje de bañar de sangre el a ra de la Historia, Dios guardará y renovará a su pueblo su palabra de victoria y de engrandecim iento de su dom inación, m anteniendo sus planes de extenderla a nuevas tierras y sobre nuevos pueblos, hasta llegar a coro­nar su frente con el altísim o destino que le tiene re­servado en el fin últim o de hacer de todo un solo y vasto imperio. Así podrían decir las escritu ras de cualquier mito de dominación, que tom aría también, en cierto modo la forma propia de la concepción pro- yectiva de la Historia, lo que me hace pensar en la posibilidad de si la concepción proyectiva de la His­toria no pueda ser tam bién algo inducido de la na­turaleza m ism a de la dom inación. Sea como fuere, un mito así tam poco d iferiría esencialm ente del pa­pel que Menéndez Pidal le reserva al sufrim iento y a la necesidad del sufrim iento en la creación de ese grandioso instrum ento de la divina providencia para el gobierno de los pueblos que, según su opinión, son los im perios. Ni d ista ría tam poco demasiado, un mito semejante, de la im placable exigencia de infi­nitos sacrificios que el ara de la H istoria reclam a de los hom bres para poder llevar a cum plim iento su propio últim o fin. Uno de los motivos que m ás cla­m orosam ente se esgrim ieron por justificación de la conquista y la destrucción del Im perio Azteca por el ejército de H ernán Cortés fue el de acabar con el horror de los sacrificios hum anos que aquellos pue- blos ofrendaban a sus dioses. Entre esos dioses, pa rece ser que por patrono especial de la victoria do las arm as y protector de la dom inación era consido radoy venerado Huichilobos. Huichilobos propicia ría la dom inación de los aztecas sobre todos Io n pueblos circundantes y, desde el altiplano, extende ría las lindes del imperio hasta hacerlo llegar de mai a mar. Huichilobos era el fiador del altísim o desti no reservado a los aztecas, el que guiaría las arm as

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del naciente im perio de victoria en victoria hasta su coronación. Noche tras noche, por toda la extensión del agua inmóvil de la laguna en sombra, repercutía el oscuro y lúgubre zum bar de los tam bores, cuan­do el gran Huichilobos recibía, saltando de un cora­zón recién partido, su oblación de sangre. Pero él se gozaría en el sacrificio, alegraría su corazón noche tras noche, y un día les concedería todo un imperio. La inquebrantable fe de los aztecas en la conexión m ítica por la que se tram itaba la función de in ter­cam bio entre aquellos sacrificios de víctim as hum a­nas y el im perio que aquel gran Huichilobos pondría al fin en sus m anos convirtió la defensa y la resis­tencia de Tenotichlán en una de las m ás heroicas y más desesperadas epopeyas que se conozcan de un pueblo vencido. ¿En nom bre de qué destru iste is la gran ciudad de la laguna, la incom parable Venecia de U ltram ar? ¿Qué Dios hacedor de im perios como instrum entos de su providencia invocáis por consen­tidor de tan incontables m uertes y m artirios por ejer­cicio de la dominación, designada para autora de las grandes creaciones de la H istoria? ¿En qué ara sa­crosanta de la Historia pudo verse inm olada con sus gentes nada menos que la entera ciudad de Tenotich­lán? Si a la condición m ism a de la H istoria hacéis pertenecer la eternidad del sacrificio, junto a lo ine­luctable de su necesidad; si al sacrificio m ismo ha­céis ya activo mediador, ya positivo instrum ento im prescindible de las grandes creaciones de la His- toria, ¿en nom bre de qué, ¡por Dios crucificado!, pudo agraviaros, cam peones de la H istoria y la do­minación, la ferviente oblación de sangre derram a­da sobre el ara de aquel gran Huichilobos, hacedor• lo imperios? ¿No es acaso aquel mismo cruento Hui-i liilobos, hoy viejo, aniquilado y recambiado de nom­ino y de figura, m ultiplicada por mil su sed de sangre, este dios de la H istoria que invocáis y en cuyo nombre acatáis el sacrificio y su necesidad? ¡En esto

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ha venido a da r tanto aspaviento, tanto horror al san­griento Huichilobos, tanto m artirio sobre el pueblo azteca, tan ta saña contra la gran Tenotichlán! En que al cabo los dioses no han cambiado... ni nada haya cambiado.

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Corolarios

Corolario 1? En otro ensayo, titulado «O Religióno Historia» se dice en cierto lugar: «Hegel vino a reducir la radical heteronom ía entre realidad y es­píritu —fundam ento, según vengo diciendo, de lo religioso— y rescató el principio de realidad hasta el extremo de hacer de la facticidad histórica el gran­dioso periplo o epopeya de lo que él llam aba Espí­ritu en su autocum plim iento y autorrealización, tal como veinte siglos antes había hecho Polibio, al re­ducir todas las d ispersas h istorias particu lares de las gentes y pueblos del m undo entonces conocido a meros episodios m oleculares o avatares anecdóti­cos, que, a la m anera de las irreconocibles piezas de un rom pecabezas (y él m ism o usa la m etáfora de las partes sueltas de un cuerpo desmembrado), carecían de sentido por sí m ism as y sólo lo recibían subordi­nada y delegadam ente del cum plim iento del desti­no del gran sujeto total, único y verdadero, hacia el que de consuno convergían y en cuyo grandioso plano ciclo histórico total habían de insertarse: Roma o el Im perio Romano. Este fetiche, este prosopónim o retórico, cuya alegórica anim ación es encarnada

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fraudulentam ente en realidad (...), fue, así pues, e ri­gido en único sujeto a p a rtir de cuya autorrealiza- ción habían de explicarse todos los destinos particulares. El Imperio Romano, contem plado en la cim a de su plenitud, se convertía de esta m anera en único legítim o portador y dador de sentido» (hasta aquí la cita). Ya se ha visto cómo Menéndez Pidal vie­ne a tom ar —aunque con menos declaraciones de principio—, y separada pero com paradam ente para el Im perio Romano y para el Español, una actitud sustancialm ente parecida: sólo el todo, la totalidad histórica hacia la que determ inados avatares de un movimiento de dom inación han acabado por conver­ger y redundar tiene derecho a erig irse en instancia portadora y dadora de sentido y a cuya luz ha de mi­rarse y evaluarse todo el resto, que queda así subor­dinado y reducido a episódico y a circunstancial. Pues bien, una de las tachas m ás com unes que sue­len afeársele a los regímenes políticos genéricamente designados com o «totalitarios» es la de subordinar, sin instrum ento in term ediario alguno, los intereses de los particulares, ya como individuos, ya como gru­pos mayores o menores, a una últim a y única to tali­dad, representada por el Estado, de m anera que, al suponérsele a esta totalidad la facultad y el com eti­do de diverger de nuevo, centrífuga y redistributiva- mente, hacia los intereses particu lares en cuya titu laridad se ha subrogado, se la convierte en ges­tora universal del interés unificado que de tal suerte adm inistra y en instancia exclusiva de legitimación de cada acto de aplicación p a rticu la r del derecho atribuido a los adm inistrados. Cada particu lar situa­ción de hecho ve, así, desautorizados sus inm edia­tos o m ás próxim os criterios de sentido y órdenes de medida, como estim aciones no válidas o erróneas de su valor y m agnitud reales; pues por reales sólo le son reconocidos los que lo evalúen conforme al o r­den de conm ensuración de la totalidad establecida.

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Así como siem pre tuvo entre sus funciones la de de­term inar la validez de la moneda, la de fijar, unifi­car y dar vigencia obligatoria a los sistem as de pesos y medidas, así el Estado, cuando es totalitario, pare­ce arrogarse tam bién, m ás que otro Estado alguno, la de convalidar por única y exclusiva m edida de cuanto aspire a ser tenido por «real» —sea lo que fue­re lo que por tal se entienda— la que lo conm ensure al orden de m agnitud de la «totalidad». Pero invali­d a r cualqu ier apreciación histórica que no tuviese por orden de m agnitud, con respecto al cual tom ase proporciones tal o cual hecho p a rticu la r considera­do, o tro orden que no fuese el de la to talidad del Im ­perio Romano o del Im perio Español, tal como hacía Menéndez Pidal, viene a ser como in cu rrir diacròni­camente en el m ism o achaque cuya form a sincróni­ca tanto se les afea a los totalitarism os; en uno y otro caso nos topam os con la imposición de un orden de m agnitud, m ás aun que privilegiado, excluyente de cualquier otro posible, virtualm ente postulado como la escala propia de la pretendida «realidad». La m a­nera en que, en uno y otro caso, resulta im puesta una tal escala exclusiva, en la que, además, la única eva­luación legítim a de lo m enor es la que lo conm ensu­ra al orden de las unidades máximas, perm itiría hablar, con respecto a tales form as de ponderación histórica, de « totalitarism o diacrònico». Este to tali­tarism o histórico desdeña como una especie de mio­pía h istórica el detenerse en el detalle de cada singular m artirio infligido en m iríadas de puntos di­m inutos por el vendaval transoceánico de la dom i­nación: quien, a rrim ando la lupa y la m irada a cada uno de ellos, va recorriendo uno a uno todos esos puntos, no percib irá el sentido del movimiento ge­neral, que tan sólo aparece bajo la perspectiva de una mayor distancia. Una vez m ás repite el conocido re­curso contra la contingencia puntual del sufrim ien­to: suped itarlo a un sentido, pues, tal como ya he

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dicho en el texto, en la era del Progreso, da r sentido es, por desgracia, tam bién da r consuelo. Dar sen ti­do a las m uertes de los náufragos del Challenger ha sido, en efecto, la principal de las pías ficciones ofre­cidas por consuelo. Para el público en general habrá servido como un ingrediente m ás del convencional artificio emotivo; para las personas próxim as tan sólo hab rá servido en la m edida en que haya logra­do funcionar como el engaño que es. Cuando el ún i­co consuelo no engañoso que hay frente a una m uerte —si es que consuelo puede ser llam ado— nunca es­ta rá en el tiem po adquisitivo o proyectivo, sino tan sólo en el tiem po consuntivo, en el que en su propio presente se cum ple y se consume; lo que implica que cada m uerte buscará su consuelo en lo que tuvo la vida que por ella ha concluido: «murió lleno de días» es la expresión que para la m uerte del hom bre ven­turoso reserva el Antiguo Testamento. El consuelo de una m uerte —que la m entalidad del tiem po ad­quisitivo busca en el haber servido la m uerte m is­ma para algo, que es lo que entiende por «tener sentido»— la m entalidad del tiem po consuntivo lo buscará en la generosidad con que a esa vida aquí acabada le haya sido respetado el derecho a no ha­ber servido para nada, o, dicho de otro modo, le haya sido guardado el privilegio de ser fin en sí misma, lo que es, precisam ente, «no tener sentido». El con­suelo que ante una m uerte busca la m entalidad del tiempo consuntivo dem uestra —en la m edida en que lo irreparable pueda sustentarlo—, por su propio ca­rácter, no ser engañoso, pues al fin rem ite la m uerte sólo a la propia vida que trunca o que consume, y mide esa vida por el rasero propio de la felicidad. En lo que atañe a la felicidad, ni nadie se ha puesto a buscarle algún sentido que constituya el fundam en­to de su índole de felicidad, ni nadie le ha exigido jam ás tener sentido, porque a ella, como hija del pre­sente, com o flor del tiem po consuntivo, le pertenece

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por esencia el no tenerlo, el ser fin en sí misma. «Mo­r ir lleno de días», «m orir colm ado de días», como m orían los patriarcas del Antiguo Testamento, remite en p rim er lugar a la m era dim ensión de la longevi­dad; pero su representación no como de pasos que se suceden, ni de sucesivos hitos alcanzados, ni de núm ero de leguas recorridas, sino como de am ane­ceres a cuya luz se abren las puertas de la casa para que cada día entre con su presente a hab itarla y consumirse en ella, parece a tribu ir a tales días la vir­tud de saciar cada uno por sí solo, como cumplimien­tos autosuficientes, sin referencia al valor de la suma en que se integren. Hoy la longevidad se in terpreta m ediante la expresión, tan opuesta, de «m orir ca r­gado de años». Los días que polarizados por algún sentido, puestos cada uno de ellos en función del an­terior y el subsiguiente, enhebrados en la tensión del tiem po adquisitivo, privados de detenerse cada uno en su presente, no han podido dejar de sí ninguna saciedad capaz de «colmar» la vida, y han acabado por agolparse en años sobre las espaldas, grum os de pura tem poralidad vacía, im paciencia y expectación acum uladas y al fin depositadas donde la proyección pierde su impulso, como el g laciar deposita inerte su m orrena donde la lengua de hielo se deshace y pierde su capacidad de arrastre . Ahora los días de ¡a vida no vivida, la vida desvivida en la insaciable fuga del sentido, aparecen de pronto como un saco de años m uertos cargado a las espaldas del ancia­no; años que sólo pesan y no colman.

Corolario 2? Es muy notable la indefectibilidad y la constancia de rasgos de la reacción, por no decir, incluso, del reflejo, que desencadena en el universo periodístico un tipo de sucesos como el del naufra­gio del Challenger. La im presión m ás saliente del movimiento prácticam ente común a todos los perió­dicos es cierto rasgo urgente que podría describ irse

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como «gesto de sa lir al paso». El periodista parece, en tales trances, sentirse ante su público un poco como un párroco ante sus feligreses cuando públi­cam ente sobreviene algún escándalo o sim plem ente caso inesperado: hay que co rre r a o rien tar a la opi­nión, adelantándose a cualquier sesgo torcido que pueda desviarla. Nunca como en tales casos el pe­riódico aparece como el portavoz de la ideología vi­gente y ortodoxa. A la velocidad con que el párroco m anda repicar y corre a subirse al púlpito vuelan los d iarios m atutinos a anticiparse o a ab o rta r ab ovo cualquier posible opinión que pueda iniciarse en los corrillos. En cuanto al tem a, una vez m ás me ha re­sultado sorprendente que el máximo grado de sen­sibilidad del tem or com ún de los periódicos a la opinión pública sea el referido a asuntos relaciona­dos con la tecnología. No llego a entender porqué, pero, si hubiese que juzgar por la reacción tan ce­rrada y beligerantem ente defensiva de la prensa a cuanto le concierne, no se d iría sino que la tecno­logía, lejos de ser uno de los embelecos hoy m ás unánim e e incondicionalm ente respetados por toda suerte de personas, estaría entre los dos o tres asun­tos más escabrosa y hasta explosivamente im popula­res. Pero mi sorpresa ante esto viene probablem ente del e rro r de pensar que lo que m ás denodadam en­te se defiende ha de ser lo que corre más peligro. No ha sido así, ciertam ente, con la Fe: cuando m ás pú­blica, reiterada y expresivam ente se la defendía iue justam ente cuando de modo m ás absoluto e indis­cutible señoreaba en lo ab ierto de las calles y en lo in terior de las conciencias. Al m ism o tiem po pode­mos observar que si algo hoy puede todavía llevar alguna carga de blasfem ia ,1 es el u ltra je a la tecno-

1. Todavía no le han perdonado la suya a Miguel de Unamuno («que inventen ellos»), donde el carácter de blasfemia lo indica el hecho de que el rechazo que produce no sea un simple disentir en materia opinable, sino un disentir escandalizado.

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logia; y así, tal vez podríam os pensar que haya efec- livamente en torno a ella como una cierta atm ósfe­ra, no digo religiosa, pero algo así como religionosa. Tampoco me gusta decirlo de este modo, pero es po­sible que la configuración actual del m undo necesi­te esa Fe. Como quiera que sea, estos desm elenados arrebatos de defensa de la tecnología tienen no poco de ridículo y me traen a la m em oria aquella anéc­dota (no sé ya si leída en el Diógenes Laercio) del jo ­ven orador que se acerca a Alejandro, diciéndole que ha escrito un largo discurso en defensa de Marte, a lo que Alejandro contesta: «Quis eum uituperat?» («¿Pues quién se mete con él?»). En efecto, si algo hay hoy particularm ente a salvo de que nadie se meta con ello y, por lo tanto, no necesitado de defensa alguna ni en el cam po de la opinión y las palabras, ni m u­cho menos todavía en el de los hechos, es, como digo, la tecnología. Queda entonces por reg istrar este par­ticu lar fenómeno social de que lo m enos discutido, lo m ás en auge y m ás en candelero en cada circuns­tancia sea justam ente el objeto de los más unánimes, acalorados y reiterativos movimientos de aplauso y de defensa. ¿R esponderá tal vez a una especie de os­cura necesidad de pedir disculpas a diestro y sinies­tro incesantemente y sin saber bien a quién por parte de quienes han entregado sus alm as a tal ídolo y lo han entronizado en el a lta r mayor, y la m ala concien­cia de quienes lo saben un ídolo tan falso y despre­ciable como cualqu ier otro? Pero es el em perador’ que m ás firme, poderosa, ind isputada e indestrona- blem ente se halla seguro sobre el trono el que se m uestra m ás intolerante frente a cualquier crítica y m ás exigente al debido acatam iento, siendo preci­sam ente el que m ejor podría hacer frente a las p ri­m eras y prescindir del segundo. A menos, claro está, que el trono m ism o de todo em perador sea, por na­turaleza, de la condición del traje nuevo del em pe­rador del cuento.

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Pero no menos notable que esta reacción com ún de los periódicos es la clase de jerga que para tal oca­sión se desenfunda. Se esperaría siquiera, en sem e­jantes circunstancias, ver esgrim ir los últimos y más sólidos principios, los m ás serios y profundos argu­mentos, las m ás difícilm ente discutibles concepcio­nes, el m ás resistente núcleo de la convicción. En la lección m agistral, pongo p o r caso, de la asignatura «Cortesía», yo al m enos me esperaría un comienzo como este: «Si los hom bres no conviniésemos nor­mas de tra to de alcance general, nos en trechocaría­mos constantem ente de un lado para otro y nos d isputaríam os las cosas lo m ism o que animales...», pero jam ás ninguno del tenor siguiente: «¡La Corte­sía...! La cortesía, mis queridos m uchachos y m ucha­chas, fue siem pre la flor, la gala y la m edida de la exquisitez de un alma...». Pues bien, a este segundo tono es al que tira poderosam ente la verborrea que los periódicos desencadenan en las circunstancias en cuestión. Precisam ente entonces, cuando parece que el lenguaje debería esm erarse en el m ás cu ida­do registro conceptual, es cuando, por el contrario, se abandona a los más sobados com odines de la re­tórica com ún y a las m ás indignas baratijas de la im aginería emotiva, hasta el extrem o de que no deja de asaltarle a uno poderosam ente la sospecha de si no será, al fin, únicam ente en esa im presentable bi­su tería em ocional donde realm ente halla arra igo en la convicción de cada uno el imponente tinglado uni­versal que se defiende; de si esa vagorosa m úsica ce­lestial de «¡’aventure hum a ine» será efectivamente la ultim a ratio que sustenta el sistem a de conviccio­nes personales de quienes prestan incondicional apo­yo a la tecnología y ju ran y perju ran en su nombre. Tal vez sea un rasgo propio de toda ideología este de ser sum am ente desm oronable y andrajosa en sus úl­tim as y m ás íntim as razones. De lo contrario, qué ex­plicación podría tener la señalada indigencia de

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estos discursos suscitados por ocasiones máximas, incluso en plumas que cotidianam ente m uestran bas­tante m ás elevados coeficientes de agudeza y de sa­gacidad. ¿Cómo es posible que no se les ocurra una palabra m ínim am ente m enos ingrávida y m ás con­vincente? ¿Será verdad, entonces, que las responsa­bilidades directas o indirectas que conciernen a las múltiples opciones o determinaciones que gobiernan el curso de la tecnología están depositadas en per­sonas cuyas ú ltim as convicciones se resuelven al cabo en algo tan infantil y elem entalm ente vaporo­so, en algo que excede incluso la penosa bara tu ra emocional de cualquier frase de borracho, como lo que puedan querer decir las palabras «la hum ani­dad está constitu ida de tal form a que necesita mi­ra r siem pre a lo lejos, siem pre hacia adelante y siem pre por encim a de sí m isma»? Pero es una vieja exclamación de a larm a de señorones de club b ritá ­nico o de casino nacional esta de preguntarse como quien cae ahora de pronto de las nubes: «¿En m a­nos de qué raza de ineptos e irresponsables está, pues, nuestra existencia, cuando el propio director de uno de los m ás respetados órganos de opinión europea sólo sabe salim os, ante una preocupación de tal calibre, con semejante clase de memez?». Creo que lo equivocado es el supuesto tácito que subyace a tan súbitas explosiones de sorpresa: pensar que algo está realmente en manos de alguien, ignorar que lo m áximo corre, en verdad, abandonado a la to rtí­sima corrien te de su propia inercia; una corriente a la que los pretendidos fautores y propugnadores no hacen a fin de cuentas o tra cosa que integrarse. De m anera que, puestos a la prueba, estos aparen­tes convictos y en tusiastas de la m archa del mundo, sus pom pas y sus obras no encuentran, frente a la interpelación del suspicaz, otra respuesta que esa es­pecie de balbuceo emocional, inconsistente como la espum a de agua jabonosa que se hincha y se suelta

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al aire en levitantes e irisadas pom pas de jabón. La defensa del poder de aquello que ya tiene todo el que le hace falta para m andar y aun m ás sólo m ínim a­mente tiene por motivo en las personas el interés m a­terial que puedan recabar de ser tenidos por leales; m ayoritariam ente es la trem enda turbación del áni­mo que se sigue de cualquier pérdida de confianza en lo que tan om nipotentem ente impera; de ahí que no sólo sean los tiranos personales (los únicos res­pecto de los cuales la adhesión puede e s ta r m otiva­da por la espera de cualqu ier beneficio material), sino, en m ucho m ás alto grado, los im personales, como el Progreso o la Tecnología (de quienes nues­tra adhesión m al podría esperar la recom pensa de prebenda alguna), los que imponen tan gratu ita ac­titud de acatam iento: sería dem asiado intranquili- zador, a estas alturas, perder la fe en el porvenir de algo que ha llegado a ser tan invencible como la tec­nología.

De esta m anera es como vienen a orquestarse y a ponerse en escena las falacias m ás hediondas. Cuan­to más arrastrados nos vemos por la incontrolable necesidad de autorreproducción del capital, tanto más a tronarán nuestros oídos con la gran tachunda de la indom able voluntad de autosuperación del ser humano. Así, por ejemplo, nous savons que rien ne décourage l hum anité dans sa marche en avant es la versión poética que el presidente M itterrand ha dado de lo que en lenguaje propio expresaríamos con las palabras: «No hay m ás rem edio que adm itir que nadie puede detener al capital en su fuga hacia ade­lante». La farsa ha disfrazado de anim osa energía del alpinista que sube a la m ontaña lo que no es más que inerte aceleración del que viene rodando por la pen­diente abajo. La magnificación del sujeto del Progre­so está sirviendo para escam otear su real carencia de sujeto. La propia alegoría del Tren de la Tecnolo­gía desm iente sin quererlo cualquier control que de­

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note la presencia de un sujeto hum ano que lo lleve y lo gobierne, o sea, para nuestro caso, un m aquinis­ta consciente y responsable, capaz de demostrar, por rigurosos que fuesen sus horarios, siquiera coño un mínimo de consideración con los viajeros. Pero no; parece que ese tren no espera a nadie, pasa una vez tan sólo y sin parar, y hay que cogerlo en m archa y el que lo pierde ya no lo coge más. Realmente un tren robot descontrolado, al menos a juzgar por el te rro r a perderlo que dem uestran países como el nuestro, que están a si lo cogen/no lo cogen. Presum ir la pre­sencia de algún sujeto hum ano —conciencia y voluntad— tras el gobierno de la Tecnología no es sino hacer el avestruz con respecto a la evidencia de que el fam oso tren ni va ya adonde quiere ni a la ve­locidad que quiere ni lleva las m ercancías que serían de desear, sino que se parece cada vez m ás al tren de «La Adelita», con una ris tra de cincuenta vago­nes blindados, repletos de arm am ento y explosivos, y dos furgones de cola con quincallería de plástico y caram elitos de bazofia para a rro ja r al paso a los chiquillos de la población civil. Un tren u ltram oder­no, que —si es que se me perm ite lo escabroso de la expresión—, «por su propia dinám ica interna», corre cada vez más inevitable e insensatam ente acelerado, pero por unas vías tan absolutam ente m achacadas y herrum brosas que si no descarrila en cualquier curva, volando en mil pedazos por la propia na tu ra ­leza de su carga, tam poco alcanzará jam ás destino alguno —ya que no puede transform ar sus m ercan­cías en m archa— donde sea recibido como quien vie­ne a satisfacer necesidades hum anas verdaderas.

Quien no acoge con nueva fe teológica la supersti­ción tecnologista suele verse acusado de cobarde ante el futuro. ¿No teme sem ejante acusador que él podría ser, a su vez, contra-acusado de terro r a mi­rar cara a cara el tenebroso porvenir, de m iserable wishful thinking, por cuanto aún defiende su sosie­

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go y confianza con el recurso infantil de taparse la cara con el embozo de las sábanas ante la evidencia, cada vez m ás palm aria, de la desesperada fuga ha­cia adelante de la econom ía m undial en que consis­te el auge, cada vez m ás ciego, de la tecnología? La coartada, totalm ente falaz, del desarrollo tecno­lógico es la de que el continuado progreso y en ri­quecim iento de los países ricos acabará algún día beneficiando a los más pobres. Así lo atestiguaba Emilio M enéndez del Valle en su artícu lo «El ham ­bre como causa de la guerra» (El País, 20 de enero de 1984); cito literalmente: «Cuando se reprocha a al­gunos dirigentes occidentales (...) su egoísta, inso- lidaria y excluyente preocupación por su propia economía, suelen contestar éstos que la paulatina pero constante recuperación económica acabará contagiando beneficiosam ente a las econom ías sub- desarrolladas» (hasta aquí la cita). El au to r dem os­traba después un fino oído ideológico al denunciar la acuñación de la expresión «países en vías de de­sarrollo», como sustitu tiva de la de «países sub- desarrollados», en cuanto que la propia necesidad de explicitar la prom esa en el sustitutivo traiciona­ba la secreta conciencia de la incertidum bre de la prom esa m ism a. Este procedim iento de denotación que evita servirse de la designación directa de lo que actualm ente es un país («país subdesarrollado») me­diante un circum loquio que rodea por el punto de vista supuesto de un m añana, que es como disfra­zar su mal presente con su bien futuro, suscita fuer­tem ente la sospecha de una total falta de convicción en quienes lo han excogitado, ya que si fuese hones­tam ente sincera la confianza en que el aum ento de la riqueza de los ricos va a redundar pronto en be­neficio de los pobres, nadie le haría m elindres ni m ostraría tem or a la franqueza de la expresión «paí­ses subdesarrollados», fiel al presente, y no necesita­ría sustitu irla por el eufem ism o de una designación

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desde el futuro. O ír «países en vías de desarrollo» suena tan ridiculamente deshonesto como oír llam ar a los parados «trabajadores en vísperas de empleo». Pero veamos ahora cómo pensar en térm inos de «paí­ses» o de «pueblos» es ya pensar en térm inos de fu­turo y las falacias a que la correspondiente identifi­cación equívoca puede llevar. Entre los llamados «paí­ses en vías de desarrollo» estarían los llam ados «países en vísperas de comer» o «países ham brien­tos»; mas, ¿qué será, incluso, «un país ham briento»? Ya el m ero representarse a los ham brientos (aun su­poniendo ciertas o por lo menos sinceras —que sin duda no son ni lo uno ni lo otro— las calendas grie­gas de ese «en vías de desarrollo») en térm inos de países y no de individuos se abre paso a una iden­tificación a distancia, del fu turo al presente, com ­pletam ente fraudulenta, donde los ham brientos resultan concebidos como si los de m añana fuesen los m ism os que hoy aguardan a la puerta, con la es­cudilla en la mano, y que al cabo serán hartos, y no los descendientes —¿hijos, nietos, biznietos?— de to­dos los que en tretan to se hab rán muerto. Así, pen­sar en térm inos de pueblos, de países está siem pre im plícitam ente abocado a pensar en térm inos de fu­turo y a añad ir a los riesgos de falacia que ya la sim ­ple unificación sincrónica supone, los aun mayores fraudes derivados de toda identificación diacrònica, fraudes aun m ás incontestables en todo lo que a la m uerte y al sufrim iento se refiera. Y sobre la per­versión sem ántica encerrada en sem ejante identifi­cación deberían recapacitar tanto los que, por la exaltación del sacrificio, son incitados, como «pue­blo», a ofrecerse al m artirio de la revolución, como los que, como «pueblo», son apaciguados por las pro­m esas de la tecnología. Una exaltación de la m uerte como la que m ás a rrib a he recogido con la cita de Mario Benedetti sólo se hace aceptable extrem ando la ficción sem ántica de la palabra «pueblo» hasta el

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punto de fraude en que vengan a ser uno y el m ism o el sujeto de la m uerte y el de la liberación. «Todo esto lo rem edia una noche de París», dijo Napoleón ante el gran núm ero de franceses m uertos que yacían en el cam po de batalla, porque para él Francia era el único sujeto real, y como un cuerpo sano se cura rá ­pidam ente de un rasguño, así ella se repondría en una sola noche del m enoscabo sufrido en su pobla­ción por lo cruento del combate. En térm inos de His­toria esa era, en efecto, la única dim ensión real; la cifra censitaria m erm ada por las m uertes sería rá­pidam ente realcanzada por los nacim ientos.

No obstante —y volviendo al tem a—, por lo que hoy puedo ver, parece ser que la tecnología empieza incluso a cansarse un poco de sus falsas promesas. Así, en efecto, en un editorial de El País de hoy 31 de mayo de 1986, titulado «El continente del hambre» y a propósito de una sesión de la Asamblea General de la ONU dedicada al ham bre en África, se lee: «La actitud de los países ricos en la Asamblea General de la ONU ha com binado frases m ás bien positivas ante los proyectos africanos, afirm aciones generales en favor de la solidaridad, pero una negativa poco disim ulada a asum ir com prom isos concretos tanto en cuanto a la ayuda como en el tem a de la deuda. El hecho es grave. Las esperanzas que se levantaron en el Tercer M undo después de la cumbre de Can- cún, en 1982, de un esfuerzo serio para reducir las injusticias radicales de la relación Norte-Sur han sido enterradas. Pero ni siquiera un esfuerzo m ás l¡ mitado y concreto, centrado en los problemas de Áfri­ca, parece tener posibilidades de provocar una revisión de las políticas de los países ricos, en los cuales el increm ento de los gastos de arm am ento es una constante —salvo escasísim os casos—, m ientras se declaran incapaces de abordar en serio un plan para sacar a África del hambre. Felizmente, algunos países, como Canadá, Holanda y Dinamarca, han

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sido una excepción y han asum ido compromisos con­cretos de m oratoria en la cuestión de la deuda./La actitud de EEUU, presentando la em presa privada como la única panacea para resolver todos los pro­blemas, ignora una realidad africana en la que el Es­tado asum ió funciones económicas no por doctrinas, sino por necesidad, porque no había o tra cosa, como ha escrito el antiguo m inistro francés Edgar Pisani. Pero lo m ás grave ha sido su negativa a considerar la deuda como un problem a político y general y su declaración de que a duras penas m antendrán su nivel actual de ayuda, ya que necesitan reducir el dé-I icit de su presupuesto. Peor aún, por propagandís- tica, ha sido la actitud del delegado soviético, que ha reiterado la tesis de la URSS según la cual los pro­blemas del m undo subdesarrollado, al ser conse­cuencia del colonialism o y del im perialism o, no conciernen a la URSS; es o tra forma de eludir la res­ponsabilidad de todos los países industrializados ante un problem a como el ham bre de África, aunque se acom pañe con frases de solidaridad con el Ter­cer Mundo y de crítica a las potencias occidentales» (hasta aquí la cita). En verdad, nunca se sabe hasta qué punto no es, incluso, m ás tem ible que se deje de mentir. A veces en la m entira es donde está, precisa­mente, la últim a esperanza. Por aquello de que la hi­pocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, que im plica que ésta conserva al m enos el resto de luerza suficiente para im ponerle al vicio sem ejante disimulo, la hipocresía se convierte en un últim o in­dicio de esperanza de que la virtud podría volver a ser tom ada en serio. Cuando el lobo no necesita ya ni siquiera disfrazarse con pieles de cordero es cuan­tío podemos decir que todo está perdido. Cuando la nicnología no necesite ya ni siquiera la hipocresía de decir «países en vías de desarrollo» es cuando ya noi abrá confiar siquiera en un últim o residuo de m ala conciencia o de vergüenza del que quepa esperar una

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reacción contra sí m ism a y su propia falacia y per­versión.

Corolario 3.° Otra de las indecentes comedias pues­tas en escena para exprim irle el jugo a los sentim ien­tos públicos con las víctim as del naufragio del Challenger ha sido la representación del espacio bajo figura de frontera. Ya se sabe lo que «La Frontera» significa en la im aginería nacional de los norteam e­ricanos y lo que se ha ido a buscar y a explotar en tal representación: la ilusión de un ám bito de pro­yección heroica para un gratuito y nuevo vívere pe- ricolosamente servido a la medida y en la inmunidad de los sueños de butaca, como un opio barato para engañar la cerrazón total del horizonte y el senti­miento de esa cerrazón en quien se sabe a la vez pro­tegido y asfixiado en una seguridad de la que, sin embargo, ni querría ni sabría prescindir. La fruición con que se ha exclamado «¡Se acabó la rutina!» res­pondía a la evidencia de que el accidente perm itiría acred itar de nuevo con una sim ulada aureola de aventura los proyectos espaciales, volviendo a a traer sobre ellos la participación de los sentim ientos pú­blicos, unos sentim ientos como los de la civilización actual predom inantem ente educados para las emo­ciones del agonismo, la em ulación y la preponde­rancia. Veteranas de la dom inación en tiem pos en que ésta carece, por una parte, de objeto sobre el que ejercerse, m ientras sufre, por otra, de interdicción moral, y sin dejar, no obstante, de seguir siendo cul­tivadas, van esas em ociones vagando ociosas como ex com batientes tras el perpetuo anhelo de un obje­to sobre el que fingirse o desencadenarse. La indig­na farsa no responde sino a la am bigüedad crucial de un m undo em ocionalm ente educado en los valo­res y en la estética de la dominación y al mismo tiem­po en ¡a proscripción m oral de cualqu ier acto de agresión. La vieja dualidad entre el com erciante y

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el caballero, que ligaba al prim ero al interés y al segundo a la generosidad, con lo que éste venía a que­dar muy mejorado, ha pervivido in tacta como dua­lidad estética, aún m ucho después de que el interés ya no avergüence, dism inuya ni acom pleje a nadie. I-a em presa del tecnólogo sufría ante el público del m enoscabo estético de no e s ta r adornada por el va­lor caballeresco de la generosidad. Y el riesgo era lo que aureolaba de generosidad al caballero. La m uerte ha sido, al fin, la que dem ostrando el riesgo ha perm itido reconducir la em presa del tecnólogo a la estética caballeresca o de la dom inación. Así lo hemos visto en la evocación de los pioneers de «la frontera», en la invocación del m undo como «lugar peligroso», así finalm ente en las ya c itadas efusio­nes de Diario 16 sobre «la osadía de descubrir», «el atrevim iento del progreso» y «la arrogancia de la conquista».

Corolario 4? A propósito de la justificación de las guerras de conquista po r Menéndez Pidal, en nom ­bre de los fines de una sedicente civilización su­perior que se siente au torizada para im poner su dom inación a la que le parece inferior, hay que re­cordar que no sólo fue ya un dictam en de Aristóte­les, al que se agarraron en el siglo XVI los defensores teóricos del Im perio Carolino (tam bién llam ado Im ­perio Español) en las Indias, como, preem inente­mente, Sepúlveda, sino que tam bién había sido, en plena form ación del Im perio Romano, la respuesta de Posidonio a la cuestión propuesta por Carnéades: «¿Puede el conquistador ser justo?». Es graciosa la forma en que Vázquez de Menchaca, en su Controuer- siarum lllustrium , im pugna la solución aristotélica y menéndezpidaliana, también, a su vez, en plena for­mación del Im perio Carolino (tam bién llam ado Im ­perio Español), pero aludiendo a éste por vía de reflejo o caram bola, a través de la conquista po rtu ­

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guesa, según la fórm ula «A ti te lo digo, hijuela; en­tiéndelo tú, mi nuera». En el libro prim ero, capítu lo décimo, parágrafos 10 y 11, M enchaca dice, en efec­to, así: «De lo expuesto, es tam bién clara la respues­ta acerca de la guerra que suele hacer el Serenísim o Rey de Portugal a los pueblos y regiones de las In­dias, sobre lo cual tra ta Domingo Soto en su opúscu­lo sobre el modo de prom ulgar el Evangelio./M as por lo que hace a los infieles y m oradores del Nue­vo Mundo, defiende Alonso G uerrero en su obra Es­pejo de Príncipes, que si no están dispuestos a servir al muy poderoso Rey de las E spañas y señor nues­tro, pueden justam ente ser sometidos. Opinión que ni ap ruebo ni repruebo, pues al presente no tengo tiempo para estud iarla o para escrib ir sobre ella» (subrayado mío). La indirecta es com pletam ente evi­dente, tanto m ás si se considera que el giro personal subrayado «al presente no tengo tiempo» traduce dos solas palabras del latín y con form a impersonal: «quia non uacat inuestigare aut scribere», donde «non uacat» es simplemente «no hay tiem po».2 ¿Qué excusa podría ser m ás evidentem ente y hasta más irónicam ente excusa? Y sobre todo si se tiene en cuenta que el im personal non uacat puede hacer re­sonar por afinidad el igualm ente im personal non ti- cet, o sea «no está perm itido». Y adem ás ¿a qué nom brar, si no, uno tras otro el rey de Portugal, de quien sí hab ría habido tiem po de ocuparse, y el rey de España, de quien en cam bio no habría habido tiem po de lo mismo? Y m ás aun si se consideran los párrafos inm ediatam ente an teriores (8 y 9 del m is­mo capítulo y el mismo libro), donde difícilmente po­dría hallarse un m atiz diferencial que separase las pretensiones y los com portam ientos del rey de Por tugal y del de España, párrafos que el comienzo de

2. Y también «no hay lugar», «no hay ocasión», «no hay posibi lidad».

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los dos citados recoge con la expresión «de lo expues­to», y que a continuación transcribo: «Muy a propó­sito de todo esto es la respuesta del Rey Antígono caudillo de los lacedemonios, que hacen tam bién suya Plutarco y Erasm o en las anotaciones a los Apophoreta: com o cierto ju ris ta le presentase un li­bro acerca de la justicia, No estás en tu juicio —le respondió Antígono—, si viéndome d es tru ir con mis arm as ciudades ajenas, te atreves a d ise rta r en mi presencia sobre la justicia. Porque sabía en verdad que cuantos hacen guerra ni pueden, ni tienen vo­luntad de proteger las leyes de la justicia; sino que la mayor parte de las veces se guerrea por el ansia de agrandar la dom inación y la gloria, aunque pre­textando m ás noble causa, como sería en nuestro caso si siguiendo el ejemplo de Aristóteles, m aestro y en esta m ateria bien poco disim ulado adu lador de Alejandro Magno, quisiéram os decir que aquel p rín ­cipe, que llevaba la guerra a regiones extrañas, lo ha­cía solam ente para p rocurar el bien de aquellas regiones y habitantes, a fin de que en lo sucesivo pu­dieran llevar una vida más civilizada. Oh dulce, hu­mano y caritativo am or que no se avergüenza de violar los derechos del natu ral parentesco que liga a los hom bres, sino que se apresura a ello y que con multitud desenfrenada, que el furor y la locura arras- tran, se apresura por medio de todo género de ex­terminios, de torm entos, de m uertes y de incendios, a lanzar a las som bras del Erebo, com o heridos por un rayo, a innum erables m illares de hombres, a in­cendiar ciudades, a a rra sa r campos, a violar donce­llas y a d a r cruel m uerte a ancianos, niños y m ujeres sin avergonzarse de d a r el nom bre de beneficio a to­llos estos crím enes y a otros aun mucho peores, más nefandos y dignos de m ayor execración. De un p rín ­cipe sem ejante bien podemos decir con Terencio: Te engañas si juzgas que no conozco tu intención. O tam ­bién con Ovidio: Viejo y ord inario recurso es el en-

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ganar bajo títu lo de am istad. Y con Cicerón cuando dice que no hay peste m ás funesta de toda justicia que la de aquellos hom bres que en el mismo momen­to en que cometen los mayores fraudes, tra tan con todo de aparecer como hom bres honrados. / Tercera conclusión. De lo expuesto antes dedúcese también, no haber sido sojuzgados con derecho por Alejandro Magno todas aquellas regiones que de todos son co­nocidas, aunque aquellas m em orables y célebres ha­zañas, llevadas a cabo en realidad sólo por la pasión de dominar, haya pretendido justificarlas pretextan­do un deseo ardiente de a tra e r aquellos pueblos a una vida m ás culta y a m ás hum anas costum bres, y aunque hubiera obligado a dichos pueblos a aban­donar ritos y costum bres propios de fieras; porque sem ejante género de vida es acaso m ás parecido y allegado a aquella edad dorada no sólo celebrada y alabada po r antiguos y m odernos, sino tam bién llo­rada, que el género de vida que Alejandro les ense­ñó e introdujo entre ellos». (Hasta aquí la cita de Menchaca.) Como se ve, no hay aquí nada específico que perm ita incluir la conquista portuguesa y sus­pender el juicio sobre la española, como no sea la prudencia personal del au to r frente a su propio so­berano, prudencia que le induce a salvaguardar su im punidad form al tras la indirecta, sin renunciar a lanzarle la m ás clara acusación. Así ya desde el si­glo XVI contestaba Menchaca anticipadam ente a Me- néndez Pidal.

Madrid, marzo, abril y mayo de 1986

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ApéndiceLa m entalidad exp iato ria 1

I. En una entrevista de hace ya algunos años, Ra­món Tamames decía que Fraga había fracasado «por ir contra la historia». H asta aquí, norm al, como di­cen en Bilbao; eso de ir a favor o en contra de la h is­toria es un decir al que estam os acostum brados desde hace largo tiem po y que ya oím os sin hacer m ucho caso, como quien oye llover. Lo inesperado, lo que hizo dispararse de repente, como en un flip- per loco, todos los tim bres y todas las bom billas de mis entendederas, fue esto que Tamames añadía a renglón seguido: «¡y m ira que se lo advertimos!». Un com entario así abatía de tal modo la frase preceden­te de «ir contra la historia» desde el consueto regis­tro celestial de la pura alegoría hasta el nivel de lo inm ediatam ente sensible y cotidiano, que para per­seguir la referencia donde Tamames parecía llevar­la tuve que im aginárm elos a los dos en el Alberche, Fraga en el agua, enérgico y tozudo tratando de avan­zar contra la ráp ida corrien te con todo el vigor de sus brazadas, entre un blanco y fragoroso borbollón

1. Por parecerme muy concurrente con el texto principal, en la primera publicación de este ensayo agregué aquí, en apéndice, este texto inédito anterior (de 1982).

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de espuma y salpicones, y Tamames, apolíneo y elásti­co en la orilla, meneando la cabeza con una bonda­dosa sonrisa de adversario leal e intentando hacerse oír, con las manos en bocina, por su obstinado com­pañero, entre el estrépito del agua ferozmente batida por éste con sus brazos: «¡Manolo, por favor! ¡Pero Manolo! ¡Parael otro lado, hombre, para el otro lado!».

II. Las alm as pecadoras no acabam os de hacernos a la teresiana idea de que tam bién entre los puche­ros anda el Señor, de modo que si quería yo in ter­p reta r debidam ente ese tan cotidiano y pucheril «y m ira que se lo advertimos», para ponerm e en el fue­ro interno de Tamames tenía que esforzarm e en en­carnar en mí m ismo una m irada para la cual el curso de la h istoria fuese algo tan obvio, tan em pírico y tan sensible com o para los ojos de los dem ás m orta­les es el co rre r de un río y el sentido de sus aguas. Pero sea lo que fuere de tan insospechable intim i­dad entre Ramón Tamames y la sangrienta Clío, el caso es que empecé a pensar con inquietud en la apretada realidad que acaso en la fe de m uchos ad­quiría lo que yo había tenido desde siem pre por áuli­cos, ociosos, fantasm ales y nada convencidos ni com prom etedores figurantes de alta alegoría. Aho­ra tenía que vivir yo menos tranquilo que cuando me d istraía en la im prudente confianza de que eso del «sentido de la historia»— siem pre de peor a m ejor— no era m ás que un retorem a destinado en el fondo tan sólo a a lim entar las esperanzas —o m ás bien ali viar las desesperanzas— de quien lo profería, sin que por eso tuviese convicción alguna de que todo esto vaya realm ente a alguna parte. Ahora tenía que en­fren tarm e con la posibilidad terrib lem ente peligro sa de que «el sentido de la historia» fuese algo percibido por algunos con una fe tan sólida como la que se presta a lo que ven los ojos de la cara ante el co rre r de un río.

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III. Entre los muchos adictos a la droga del escán­dalo, están los que —a semejanza de quienes van •lempre a los toros con el reglamento en el bolsillo— llevan siem pre consigo el siglo XX, como quien lle- vu un detector de m ercancías trasfechadas y pasa­das de sazón; son los que dicen: «¡Y que tenga que o ír uno estas cosas en pleno siglo xx!». La frase pa- iece indicar que indefectiblem ente ha de tra tarse de lo que en los accidentes de aviación se llam a un fa­llíi humano, jam ás de lo que se llam a un fallo técni-• i*, tal com o a fallo estric tam ente hum ano teníam os «iiic achacar, según Tamames, el fracaso político del laga. La perfecta aeronave de la h isto ria no puede, por lo visto, equivocarse, siem pre está en su hora en punto, en su altitud exacta, en la velocidad de cruce­ro prefijada. La aparición de un león en D usseldorf tft un error del león, nunca un erro r del principio que •Ktablece que en D usseldorf no hay ni puede haber Irones. Si, aun echándole una rápida m irada pano­rámica al pasado, no se me quiere tolerar poner fran­camente en duda que la h istoria sea y haya sido »lempre un apara to técnicam ente infalible, si todo I r ha de achacar a fallo humano, entonces no tengo mas rem edio que decir que los pilotos, copilotos y ayudantes de vuelo jam ás han estado a la a ltu ra de la maravilla técnica que m anejaban. He de observar también que aquello que realm ente alim enta y da Iticrza al escándalo inherente a tan típicas protes­tas c alendario en mano no es la referencia m eram en­te externa del veinte en «siglo XX», como índice ni dinal, sino el valor cum ulativo del veinte en cuan­to veinte veces uno, es decir, su valor cardinal. De lo íiue se escandalizan no es de que el objeto del escán­dalo se halle en un lugar de orden diferente del que Ir corresponde, sino de que su m edida sea de m ag­nitud inferior a la del grado en que osa presentarse. I'.n cuanto a lo que mide esa medida, ha de tratarse, ni parecer, de caracterizaciones ordenadas de m enor

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a m ayor com plejidad. Entonces la m ateria de la his­toria resu ltaría e s ta r ya de antem ano pedagógica­mente organizada, para ir aconteciendo de lo más fácil a lo m ás difícil, a sem ejanza de una asignatu­ra: de N eanderthal a Kissinger, de Cro-Magnon a Brzezinsky, probablem ente a fin de que podamos es­tud ia r h isto ria al tiem po que nos pasa, para encon­trarnos el día de m añana, como quien no quiere la cosa, hasta con una licenciatura o doctorado. Para los del «parece m entira que en pleno siglo XX», et­cétera, el siglo XX vendría a ser nada m enos que el vigésimo curso de h istoria universal, y el motivo de su escándalo es taría esencialm ente en la vergüenza académ ica que supone el hacer o el decir cosas que indican un nivel de conocim ientos inferior al del si­glo en que se vive, que, po r lo visto, es lo m ism o que decir el curso en que se está m atriculado. El hecho de que, no obstante, pueda haber fallos humanos, v por lo tanto alum nos borricos junto a chicos listos, venaría a descartar en cierto modo que la historia esté ya escrita en el detalle de lo que, por lo demás, quedaría reducido a trances anecdóticos o superes- tructurales; pero a su vez el que los fallos técnicos estén, por definición, completamente excluidos de en tre lo posible, querría decir que sí estaría, en cambio, total y rigurosam ente escrita en cuanto asignatura.

IV. Cuando piensa en la h istoria como «m aestra de la vida» el no iniciado, com o yo, es decir, el que no ha llegado a tener intim idad alguna con la san grienta Clío o no ha tenido acceso a los secretos de la caja negra de su olím pica aeronave, tiende más bien a im aginar tal m agisterio en el m ejor de los ca­sos como una sucesión ab ierta y contingente de es­carm ientos y rectificaciones, ya que no de obcecadas reincidencias, siem pre sujeta a la probabilidad y a la fortuna y, por lo tanto, im ponderable y conflict i va. Es, en cambio, la pretendida ciencia de la histo

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l ia la que, efectivamente, parece concebirla como un curso orgánicam ente program ado ab initio desde lo más elem ental hacia lo m ás complejo, sin sorpresas, sin intentos fallidos, ni vías m uertas ni productos o electos residuales. No faltarían probablem ente aquí hegelianos o m arxistas que rechazasen la idea de te­ner por conflictiva la concepción ingenua y por no conflictiva la científica, siendo así que es en ésta ju s­tamente donde se le reserva un papel principalísi­mo a la contradicción —casi, como quien dice, el de motor o com bustible de lo que los m arxistas gustan de llam ar «la dinám ica interna de la historia»—■. Pero ni la contradicción ni tan siquiera el traum a com­ido rtan necesariam ente lo que yo querría aquí enten­der por realmente conflictivo. Cabe, sin duda, llam ar contradicción, o incluso, no sin alguna excesiva tru ­culencia, traum a, a lo que han de sufrir, sin ir m ás lejos, los propios núm eros naturales cuando se los somete al violento sinsentido de una resta con m i­nuendo m enor que el sustraendo; pero no llega a ha­ber conflicto en el sentido fuerte que quiero reservar, i*n el m omento en que, tal como sucede, la con tra­dicción es reabsorbida y reintegrada —o reparado el traum a— m ediante un desarrollo regulado y con­gruente, como es el del sistem a am pliado de los nú­meros enteros (y otro tanto puede decirse de la ampliación siguiente, que perm ite p asar de los en­teros a los racionales y así sucesivamente). Por trau ­máticas que lleguen a ser tales contradicciones en su m om ento de explosión, se pretende que form an parte del sistem a mismo, como algo ya de antem ano previsto por el mando, que se halla preparado para nacerles frente sin la m enor fisura ni el m enor que­branto para sus propios supuestos estratégicos: la contradicción —traum a— no es expulsada afuera del decurso h istórico como un cuerpo extraño irresta- nable e irreductible, sino que encuentra tam bién su hueco y su acom odo en las en trañas del sistema, to­

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m ando en él una función determ inada como m iem ­bro operativo y factor de equivalencia. No hay con­flicto, por el doble motivo de que en prim er lugar el arreglo no es obra de ningún deus ex machina, de una intervención externa, sino mero cum plim iento de una prefiguración virtualm ente inducida en las determ inaciones m ism as del sistem a y en segundo lugar porque la paz y la coherencia quedan restable­cidas sin aniquilam iento ni m enoscabo alguno de uno de los opuestos a expensas del contrario. Mis pocos conocim ientos al respecto no alcanzan tan si­quiera para saber si Hegel llegó a hacer alguna refe­rencia, en la concepción de su dialéctica, a modelos m atem áticos, pero creo que la form ación de los nú­meros enteros a p a rtir de la contradicción suscita­da en los naturales por la resta con sustraendo mayor que el m inuendo podría servir, si es que no como ejemplo, sí al menos por m etáfora de la noción de «Aufhebung», ya que los núm eros naturales se ven, en conform idad con la exigencia del concepto hege- liano, superados a la vez que conservados en los nú­meros enteros. En la medida en que sólo la invención de los enteros hizo posible la concepción y represen­tación del Debe, con el ahora inevitable correlato del Haber, en toda suerte de contabilidades, desde la del negocio de la banca hasta la del negocio de la sal­vación pasando, naturalm ente, por el de la historia, la contraposición entre núm eros naturales y núm e­ros enteros queda aquí de reserva, para en tra r en com bate a su debido tiem po.2

2. Creo que la inspiración evangélica de los arranques de He gel —y en especial respecto del initium de San Juan: «In princi pió eral uerbum, etc.»— es un dato comúnmente reconocido Sospecho, aun sin poder acreditarlo por falta de lectura, que la inspiración más directa para su noción de Aufhebung la recibió Hegel con toda probabilidad de las palabras de Cristo: «No In­venido a derogar la ley antigua, sino a cumplirla» (y aun aquí el «cumplimiento» puede recogerse justamente como el acto de li quidación y realización cash del inmenso saldo acreedor acumu lado por los tristes destinos de los hombres bajo la ley antigua).

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V. Entretanto, y para de ja r al pacientísim o Tama- mes de una vez en paz, señalaré que la idea de una «historia con sentido», la imagen de la historia como aeronave totalm ente perfecta e indefectible, hasta el extremo de excluir de m anera taxativa que ninguno tic sus innum erables accidentes pueda jam ás ser de­bido a «fallo técnico», sino siem pre a «fallo hum a­no», es una idea que se aproxim a m ucho a la idea religiosa de un mundo o un universo bien creado, que a su vez trae consigo, por cereza gemela, la noción de arm onía universal. Por eso no tiene nada de inco­herente que, en la m ism a entrevista, Tamames se m a­nifieste, m ás abajo, expressis uerbis, creyente en la arm onía universal. No le bastó a Miguel Ángel Buo- narroti con dejar bien apisonadas las cabezas y en-i ogidas las en trañas de la entera C ristiandad con la corilácea mole de ese im ponente y conm inatorio as­paviento de poder que es la basílica de San Pietro ¡11 Vaticano, form idable núm ero de halterofilia, in­discutible p rim er prem io en todo concurso m undial de culturism o o titanom anía; pues la ocurrencia de aum entar desde los ciento ochenta a los doscientos cuarenta grados la sección de las parejas de colum ­nas adosadas, que, alternando con los ya retrancados ventanales, circundan todo el tam bor del cupulón,V con el único fin de acentuar, con cualquier ángulo de luz, el claroscuro, no puede sugerir nada más pro- tuno que la preocupación del cu ltu ris ta por sacarse l*i iIlo em badurnándose de grasa, para la fotografía lie la pose, dando a la vez a la ilum inación el sesgo iiplimo para el m ayor resalte de la protuberancia de m i s m úsculos; no le bastó a Miguel Ángel con dejar­nos ese aún nunca batido ni igualado récord de la que podría llam arse arquitectura muscular, sino que iiiiii tuvo que ex trem ar su abuso sobre la buena vo­luntad de los creyentes y su abnegada predisposición para el acatam iento, presentándoles, con toda la iiuloridad de una brocha m agistral pero tam bién

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toda la astucia de un alm a pedagógica, el resonante cartelón publicitario o póster propagandístico, con la m ás incondicional apología del c reador y su crea­ción, con que decoró los techos de la Capilla Sixti- na. A falta de una exploración suficiente del asunto, no puede ser para mí m ás que una im presión mal definida —y no una constatación c ircunstanciada— la sospecha de que el cristian ism o de la Baja Edad Media carecía enteram ente de cualqu ier firm e con­vicción interna acerca de la bondad de Dios, sino más bien apenas un hosco y voluntarioso acatam iento de su ju stic ia y su poder, m agníficam ente representa­do en la Divina Comedia, por el episodio en el que Dante llora de com pasión ante el torm ento inventa­do para los adivinos, haciéndose, no obstante, repren­der por Virgilio, porque ante el juicio de Dios, la com pasión ofende a su justicia, y toda piedad tiene que naber muerto. En la Lucha Final tendrá que rea­parecer el m ism o criterio: los condenados son no- nombres, puesto que han sido negados por Dios. Los pecadores pagan con su condenación la bienaventu­ranza de los justos. Como se ve, Dante propugna aquí el acatam iento —y hasta con intenciones pedagógi­cas—■, pero no deja de consignar la incom prensión. Por lo demás, esta actitud de la Baja Edad Media se vería, para m ayor dificultad, largam ente prolonga­da y encabalgada sobre la época renacentista, ya que basta considerar que el Bosco y Bruegel el Viejo —cuyas respectivas tab las de El Jardín de las Deli cias y E l Triunfo de la Muerte nos ofrecen, tal vez, la representación más antagónica que podría oponér­sele a la de la Sixtina— son, el primero, apenas quin­ce años m ás m ayor que Miguel Ángel, y el segundo se estim a que nació cuando éste era ya un hom bre adulto. La idea, en fin, por vaga que pueda ser, es la de que el c ristian ism o medieval3 era tal vez más

3. ¡Qué manía historicista de temporizar las cosas! Mucho m;is fácil sería haber puesto aquí, en vez de «medieval», simplemente «no humanista» (nota del 7 de enero de 1992).

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obediente pero tam bién m ucho m enos comprensivo con respecto a los altos designios del Señor. Su re­conocim iento de la bondad de Dios no era ninguna convicción íntim a y sentida, sino una autoimposición forzada y exterior. Pero sea como fuere, por lo m e­nos lo que, desde luego, me resu lta im posible im agi­nar es que la Baja Edad Media hubiese podido jam ás im aginar ni m enos acep tar una representación del Creador, la creación y todo el ciclo hum ano de la alfa a la omega de tan total e im pertu rbab le transparen ­cia y arm onía como la que el pincel ’ ' Miguel Ángel consiguió ilum inando aquellos altos techos. El c ris­tianism o medieval, pese a su acatam iento —que no dejó de llevarlo, en ocasiones a las m ás inhum anas actitudes—, seguía siendo, con todo, fiel al hombre, leal a los hombres, pues, como casi todas sus repre­sentaciones parecen señalar, el nudo m ism o de su incom prensión era la oscura y denodada resistencia a comulgar, jun to con la infinita bondad del Ser Su­premo, con la negra y horrenda rueda de molino del dolor.

VI. El dolor era la torva peña inquebrantable con­tra la que una y o tra vez tenía que estre llarse todo intento de entender y acep tar de corazón la idea de la infinita bondad de Dios, todo intento de organi­zar una configuración plausible de un m undo bien creado, de acabar de o rquestar sin disonancia algu­na la gran tachunda de la arm onía universal. ¿Qué modo podría haber de rein tegrar al orden a tan obs­tinadam ente irreductib le m arginado? Darle un sen­tido, a tribu irle una función para la perfección del todo. La operación ya he dicho que al fin fue la m is­ma que la que hizo pasar de los núm eros naturales a los núm eros enteros; si el dolor era, para cualquier imagen de un universo armónico, de un m undo bien creado, un negro y deform e absceso, un cuajaron de sangre irrestañable, una aberración analógicam en­

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te equiparable a la contradicción y al sinsentido que en el cam po de los núm eros naturales suponía la res­ta con m inuendo m enor que el sustraendo (y en la metábasis eis alio genos de esta equiparación ya es­taba incoado el fraude), entonces para fundar la po­sibilidad de esa arm onía bastaba proceder con los achaques de la vida como se había procedido con los de la aritm ética; la invención de los núm eros en­teros fue analógicamente aplicada a los opuestos ava- tares de unos y otros hom bres, haciendo de la felicidad y e! frimiento una sustancia única, un nu­m erario intercam biable. A cualquier tanto de dolor —que como saldo acreedor llevaría signo m ás— se haría corresponder un tanto equivalente de ventu­ra. A cualqu ier tanto de felicidad —que como saldo deudor llevaría signo menos— se haría corresponder otro tanto equivalente de dolor. Los tres evangelis­tas sinópticos recogen las llam adas bienaventuran­zas, pero tan sólo Lucas —cosa que hasta hace poco se me había pasado, inexplicablem ente, inadverti­da— les pospone, con el paralelism o m ás completo, las que podríam os llam ar las m alaventuranzas:

«Pero ¡ay de vosotros los ricos!, pues ya habéis go­zado vuestra parte!//¡A y de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis ham bre!//¡A y de los que ahora reís, porque gem iréis y lloraréis! / / ¡Ay de vosotros cuando todos los hom bres os alaben, por­que así hacían sus padres con los falsos profetas!» Aquí se ve rigurosam ente aplicado a los destinos in­dividuales el criterio de los núm eros enteros y el sis­tema de contabilidad del HABER y el DEBE. Todo dolor adelantado es, en las bienaventuranzas, un HA BER, un saldo acreedor en la cuenta corrien te del individuo; un ahorro en el cielo o en la tierra, que le será liquidado a su debido tiempo. Toda felicidad anticipada es, en cambio, en las malaventuranzas, un DEBE, un saldo deudor, núm eros rojos que se le ha rán pagar en llam a viva en los infiernos.

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VIL Pero nótese que para que esto tenga siquiera una coherencia in terna hay que constitu ir una uni­dad o identidad cualquiera del sujeto, para fungir de titu lar constante de las colum nas com binadas de un HABER y un DEBE que haga de am bas una m ism a cuenta corriente. Los ya prehistóricos prejuicios acerca de la unidad de persona y au toría de los indi­viduos nos lo harán adm itir como m ás o menos ra­zonable m ientras tal titu laridad se lim ite a atenerse estrictam ente a ellos («el que la hace la paga»). La cosa pasa a ser, en cambio, extrem am ente más esca­brosa cuando el dolor de unos ha de considerarse re­sarcido y saldado en la felicidad de otros. Entonces empieza a inventarse toda suerte de sujetos ya rigu­rosam ente ficticios y fantasm agóricos, a fin de que tal contabilidad com pensatoria pueda seguir m ar­chando. Unas generaciones posteriores serían en su felicidad las beneficiarias de las rentas acum uladas por los sufrim ientos de las precedentes, las que da­rían sentido al sacrificio de sus antecesoras. El do­lor queda así reintegrado como en contrapunto a la m úsica del Todo, reducido a com pás armónico, a acorde al fin ya no disonante en la grandiosa y sin­fónica tachunda de la arm onía universal, que alcan­za así, por fin, la im pertu rbada y reconciliada trasparencia, m úsica celestial, pictóricam ente hecha luz, toda luz, divina luz sin sombra, en la Sixtina.

VIII. La integración del sufrim iento en la arm o­nía universal, au to ritariam ente im puesta por aquel verdadero cóm plice del poder de Dios en la apolo­gía de la Sixtina, otorga un nuevo vigor universal a la m iserable ideología que justifica el dolor como ne­cesidad de capitalización, como inversión rentable para la gran em presa de la h isto ria y de la hum ani­dad, y hace de aquellos frescos el m ás rotundo y form idable m anifiesto inaugural de todo conform is­mo, haciendo realm ente d u d ar si el pretendido hu­

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m anism o renacentista, en vez de consistir, como se admite, en el intento de incoar realm ente en este mundo un nuevo esp íritu de hum anidad, no consis­tió más bien en p in tar con colores m ás falazm ente humanos un mundo sólo dispuesto a acrecentar, bajo tal capa, el ya alto grado de su inhum anidad. El sex­to aforism o de Leonardo da Vinci dice: «Tú vendes ¡oh. Dios! todos los bienes a los hom bres al precio de su esfuerzo», m ientras el séptim o com enta: «¡Ad­m irable ju stic ia la tuya, Causa Prim era! Tú no has perm itido que ninguna fuerza falte al orden y cali­dad de sus efectos necesarios». El prim ero de ellos enuncia el principio expiatorio o contable de un in­tercam bio de opuestos; los bienes son vendidos a los hom bres a cam bio de un esfuerzo o trabajo que se considera como su con trapartida natural; el conflic­tivo desequilibrio del trabajo com o m aldición ha sido reconducido a este arm ónico balance de com ­pensación de los opuestos. El segundo de los aforis­mos citados es una exclamación adm irativam ente ponderativa de un orden cósm ico organizado como un sistem a de tal tipo de equilibrios calculables conform e a la m ecánica de la necesidad, en que se configuraría la arm onía universal. Y desde aquel momento, nótese bien, la noción del sufrim iento se veía ya lista para deslizarse desde el aspecto y el con­texto religioso, por lo m enos negativo y lam entable, hacia el actual aspecto laico, positivo y saludable, de gran generador de energías de civilización y de pro­greso. Verdaderamente, por mi parte, como explica­ción —ya que no justificación— del sufrim iento, considero más aceptable la del mito del pecado origi­nal, donde era al menos considerado como maldición y remitido a una desgracia originaria, que el de la ne­cesidad histórica, que pretendió tal vez tapar la boca de una vez por todas a todo sentim iento de in justi­cia y a todas las blasfem ias. Ahora puede llegarse hasta la cín ica indignidad de solicitar —como se ha

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visto en un reciente serial televisivo— el orgullo pa­triótico de un negro am ericano, haciéndole pensar cómo el inm enso m artirio de sus antepasados, a rre ­batados al África natal y arreados a latigazos, bajo la condición de esclavos, en el cultivo de las p lan ta­ciones, contribuyó de modo decisivo en la creación de la Gran Patria de la L ibertad, de la que él m ism o usufructúa ahora el alto privilegio de ser ciudadano.

IX. A Carlos Marx le producía, ciertam ente, irr ita ­ción la imagen del Estado como «órganon» presentada por Platón, en la que, m ientras a unos determ inados ciudadanos les estaban asignadas funciones nobles y más placenteras que mortificantes, a otros, en cam ­bio, se les reservaban las funciones m ás sacrificadas y serviles. No se dio cuenta Marx de que la objeción más fuerte contra la concepción platónica del Esta­do como unidad orgánica estaba ya en la m era elec­ción de la figura: la única representación posible del Estado como sujeto orgánico y un itario era ponerlo bajo la figura del único sujeto realm ente existente: el individuo hum ano o anim al. De haberlo adverti­do así, acaso M arx no habría incurrido en la trope­lía —no sólo teórica— de acep tar y racionalizar p a ia la sucesión d iacrònica lo que, con toda justicia, tan ­to le repelía en la sección sincrónica. ¿Qué diferen­cia puede haber entre el carácter ficticio de la unidad de sujeto cuenta-correntista de un m ism o HABER y DEBE y SALDO com puesta por clases diferentes de una com unidad sincrónica y la constitu ida po r ge­neraciones sucesivas, entre las que el sacrificio de las p rim eras sólo será saldado en cuanto beneficio de las subsiguientes? A Jovellanos cabe, en cambio, el honor de haber dicho alguna vez: «Jam ás sacrifi­caría a la generación presente en beneficio de las ve­nideras». Huelga aquí recordar en cuántos y cuántos tópicos retóricos y hueros se expresa esta m entali­dad expiatoria, tales como el de que cada patria gus­

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te de encarecer su grandeza y abolengo y legitime su perm anencia en nom bre de los inm ensos sacrifi­cios de tantas y tantas generaciones como fueron ne­cesarios para forjarla y construirla, o como el de que se justifiquen infinitos dolores, in justicias y m uer­tes como el necesario tribu to que era preciso pagar por el progreso de la civilización o la grandeza de 1a hum anidad, etcétera, ya conocen ustedes la jerga. En este sentido, en fin, tan sólo una gran falta de ima­ginación teológica puede haber im pedido que se vie­se el comunismo como el heredero legítimo y natural del cristianism o.

X. Llamo, pues, m entalidad expiatoria a esta inve­terada obstinación de que, de un lado, los bienes ten­gan que surg ir del sacrificio, y, de otro, que los sacrificios sean necesariam ente por sí m ism os ge­neradores de valor, de valor adquisitivo para com­p ra r los bienes, o de valor en el sentido de crédito moral o de sem illa que germ inará («sangre fecun­da»). Esto tiene que ver sin duda, ya como origen, ya acaso, m ás bien, como resultado, con la concep­ción de la guerra como creadora de derecho, con­cepción absolu ta y plenam ente vigente: «Ahora las Falkland son nuestras porque las hemos pagado con vidas de jóvenes británicos; todo intento de cuestio­nar ese derecho es, sin más, una ofensa a los m uer­tos». Así lo ha formulado, literalm ente, por su parte, el general Jerem y Moore, y de m anera im plícita la frase (que bien podría presentarse como modelo de c ircu laridad a la crítica de la escuela lógica de Oxford) de Cecil Parkinson, presidente del partido conservador británico, que dijo: «Si las Falkland me­recen el sacrificio de m orir por ellas, es porque merecen perm anecer bajo soberanía británica». Se­gún la m entalidad expiatoria, los m uertos, los que han hecho el mayor sacrificio, son un mérito, una in­versión, y, como tal, un HABER que ha de ser acre­

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ditado no ya a ellos mismos, pobrecitos, sino a los que la ficción contable ha constituido en cotitulares de su cuenta corriente, léase M argaret Thatcher et ulii. Si los m uertos son, pues, una inversión que tie­ne que producir su beneficio, es evidente que todo intento de volver juríd icam ente sobre el pleito de las Malvinas después de la victoria, sería una intolera­ble ofensa a los m uertos —de conform idad con el sentir de Moore— en cuanto que significaría consi­derar económ icam ente nulo el valor de su sangre, una sangre a la que se ofendería justam ente en su valor adquisitivo, al no aparejársele rentabilidad al­guna. En estas protestas de Parkinson y Moore (que no parecen ficciones retóricas, sino responder a la más profunda convicción de la real hom ogeneidad y equivalencia de la sangre y el derecho como un ita­ria sustancia de valor que susten ta los signos más o menos, como saldo acreedor y saldo deudor) se ma­nifiesta la ap lastan te vigencia, aún en el día de hoy, de la superstición y m ixtificación constituyente de la m entalidad expiatoria.

XI. En un reciente artícu lo en que Javier Tussell no acierta a d isim ular la típica reacción neurótica que suscita hoy en día el pacifism o en algunos sec­tores (reacción que, como observaré m ás adelante, tiene m ucho que ver con la gran com odidad de res­ponsabilidad y de conciencia que proporciona el ac­tual blanco-o-negro de la bipolarización universal) se cita una siniestra frase de Camus —ya parafrasea­da, por cierto, hace unos años en uno de los siem pre detestables hit-parade de Julio Iglesias—4 en la que nuevamente se esgrim e la m entalidad expiatoria, po­niéndola, en este caso, en directa relación con el esp íritu de la moral del compromiso. La fobia anti-

4. La canción que dice: «Siempre hay/por qué vivir, porqué lu- charly a quien amar».

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pacifista expresaría aquí, como ya digo, el te rro r a que se quiebre la inhibición de conciencia que per­mite la neta división del m undo en bloques, inevita­ble exudación del ecumenismo moral. La frase citada es: «Si no hay una buena causa por la que m orir, no hay tam poco una buena razón para vivir»; en esta form ulación, citada al m enos aquí con intenciones de ejem plaridad moral, la relación de intercam bio no puede aparecer m ás evidente.

XII. Un triunfo romano era sin duda un repugnan­te espectáculo de exaltación de la soberbia de la fuer­za (gorila que tam borea su hercúleo y resonante pecho con los puños). Pero tam bién es de justicia re­cordar cómo habían sabido ser los rom anos en su prim er florecimiento, con este párrafo del epítom e de Floro: «Puede form arse idea de la alegría p rodu­cida por una y o tra victoria por el cuidado que tu ­vieron Domicio Aenobarbo y Fabio Máximo de erig ir en los m ism os cam pos de batalla to rres de piedra, sobre las que colocaron trofeos form ados con las a r ­mas enem igas [a lo que, repárese bien, añade lo siguiente], costum bre desconocida para nuestros an­tepasados, pues nunca insultó el pueblo rom ano la derro ta de un enemigo vencido». Pero si un triunfo rom ano de la época im perial era tan repugnante es­pectáculo, tam poco entonces llegó Roma al grado de abyección m oral que, bajo el signo de la m entalidad expiatoria, se alcanzó en el fam oso desfile de la vic­toria celebrado en París el 14 de ju lio de 1919. Como es sabido este desfile, urdido con la m ás repelente astucia pedagógica, fue encabezado por la escalo­friante parada de toda suerte de m utilados de guerra, hom bres despedazados y llevados en carrito s con las m ás espeluznantes y variadas reliquias del horror de los combates. Un sagaz escritor, Alistair Hor- ne, que describe este episodio, continúa así: «Con paso doloroso y titubeante, la colum na continuó su

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avance por los Campos Elíseos y se dirigió hacia la tribuna preparada a los efectos. Durante un breve mo­mento, el terrib le espectáculo de aquellos hom bres destrozados tropezó con una especie de silencio car­gado de conmoción. Entonces un inmenso grito, que parecía surgir de las m ism as entrañas de la raza, su r­gió de la m ultitud, un grito que era a la vez saludo y plegaria...» (corregiría yo aquí al au to r interpretando este grito como la evidente explosión que coronaba el efecto de catarsis deliberadam ente urdido por los o r­ganizadores). Más adelante el m encionado autor pro­sigue «hubo una larga pausa en el desfile como para perm itim os un respiro o para que enjugásemos nues­tras lágrimas, después llegó LA GLOIRE. Acompaña­do por un fabuloso sonar de cornetas y tronar de tambores, atravesó el Arco de Triunfo un escuadrón de los magníficos guardias republicanos; cuarenta me­tros más a trás cabalgaban Joffre y Foch». El orden de sucesión lo dice todo: la relación de intercam bio en­tre la enorm idad del sacrificio y la embriaguez inmen­sa de la Gloria así alcanzada, no podía ajustarse, con arreglo a la m entalidad expiatoria, más que al orden en que el HABER precede al DEBE, la inversión a la ganancia. Los organizadores del desfile habían echa­do desaforadam ente mano de la tan honda y univer­salm ente acrisolada concepción del sacrificio como creador de valor, refrendando en las alm as y en la so­ciedad francesa una poderosísim a convicción de ha­ber acum ulado en sí un inconm ensurable capital moral, junto con el m ás pleno, total, inapelable auto- convencimiento de tener razón. Es extraordinario ob­servar hasta qué punto el poder del efecto catártico, el sentimiento de un inmenso saldo acreedor, suscita en las posguerras —a despecho de un estado de des­trucción moral com parable al de destrucción física y material del pueblo entero— esa delirante sensación de renacimiento, de momento ideal para el alborear de una nueva era histórica santificada y venturosa.

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XIII. Precisam ente po r aquellas m ism as fechas y asqueado ante el espectáculo que tan to franceses como alem anes habían ofrecido en las conversacio­nes de arm isticio, daba Max W eber la conferencia —recogida después en su texto de E l Político— en la que tacha de abyecta «la m anía clerical de u tili­zar la ética com o instrum ento para tener razón». Yo he denom inado esta actitud como «farisaísmo», res­tituyendo el sentido riguroso que debe recobrar esta palabra a tenor de la parábola evangélica: «Te doy gracias, Señor —es lo que dice el fariseo—, porque no soy como los otros hom bres, porque no soy como ese publicano», donde se ve cómo el farisaísm o con­siste en construir, como por arte de contraste, la pro­pia bondad con la perversidad ajena. Quien tenga la curiosidad de releer los textos franceses de la guerra del catorce no sa ld rá de su asom bro al observar a qué extrem os de delirio llegaron los franceses en el encarecim iento de lo terriblem ente execrable del cri­men que los boches hab ían com etido contra ellos y sim ultáneam ente hasta qué excelso punto dem ostra­ban sentirse ellos mismos elevados, ennoblecidos, en­grandecidos y purificados po r la guerra, como si fuese el mayor de los bienes que los cielos hubiesen podido de rram ar sobre las frentes de los franceses (cosa que, al fin, y no se me entienda po r dem asiado irónico el decirlo, tendría que haberles sugerido al­guna suerte siquiera paradójica de gratitud hacia los alemanes); difícilmente podría hallarse m uestra m ás paradigm ática de farisaísm o o, en expresión de We­ber, de «utilización de la m oral como instrum ento para tener razón». Así el inconm ensurable efecto ca­tártico de aquella guerra en los franceses se nu tría por igual del resorte de la m entalidad expiatoria y del resorte del farisaísmo. Honra extraordinariam en­te a Max W eber el que, al ponerse el problem a de la m oral del hombre público, lejos de concederse la me­nor com odidad de planteam iento, con vistas a una

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»"luí ion, aceptase, por el contrario, llevar la cues- lliin -conform e a lo que debía de parecerle la exi- i'. m ia de las cosas m ism as— hasta los térm inos más• ^diabladam ente inm anejables (me refiero a los de »•Mica de la convicción» y «ética de la responsabili­dad»), y que en vez de ir allanando y apaciguando• I problema, para acercarlo a solución alguna, ve­nían, por el contrario, a recrudecerlo hasta ponerlo lm andescente o como en carne viva. En su extrem a honradez científica y m oral supo o sintió que en este •i »unto, más que en ningún otro, la lealtad a la cues­tión era, sin m ás ni m ás, lealtad hacia los hom bres, v le prohibía sujetarse al principio positivista de mi- iai los conceptos como operadores y, por tanto, de• U nirlos según aquel crite rio de copertenencia, in- ti i penetrabilidad, transparencia y conm ensurabili- il.nl que perm ite engranarlos en el razonam iento• orno en un desarro llo de contabilidad, siem pre ca­pa/ de a rro ja r un resultado.

XIV. Cuadrar, lo que se dice cuadrar, ya sea en la tierra, en el cielo, en el infierno, en el ser o en el m a­ñana, las cuentas de la felicidad y del dolor era, al lm, lo que ya se ofrecía desde siem pre en todas las icligiones y doctrinas positivas, en cuya m ás acriso­lada tradición está ese arreglo contable de sa ldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bie­naventurados, tal como he venido rem achando ya so- Inadam ente desde que arrem etí con Buonarroti. La• nestión ética por excelencia es justam ente desm on­t a r de una vez esta m entalidad contable (en que el marxismo y otras doctrinas laicas se m uestran, como va he dicho, los m ás legítim os y rigurosos herede- io s del cristianism o), que se va haciendo, o m ás bien ya se ha hecho, la form a m ás universal de la concien­cia hum ana y que consiste en hacer de la felicidadV del dolor partidas m utuam ente reductibles por re­lación de intercambio. La cuestión ética es escuchar

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la resistente protesta de la felicidad contra ese ser concebida como Saldo Deudor, y más todavía, el irre- signado lamento del dolor contra la idea de aceptarse a sí m ism o como Saldo Acreedor, sea en figura de ahorro, de pago, de expiación, de mérito, de tributo; es rom per de una vez en mil pedazos, el espejo de la némesis como criterio de conciencia, y no sólo per­sonal, sino m ás todavía im personal, como cuando, sin a tribución de culpa, se contrapesan olím pica­m ente dolores con venturas, para reequ ilib rar la se- riación histórica; es m irar el abism o que hay detrás de tan confiada y ru tinaria contabilidad, cuestión que mal podría ser resuelta reateniéndose a reglas de contabilidad —como sería el elegir los conceptos con arreglo a su capacidad operativa—, ni aún, por tanto, siquiera, propiam ente, ser resuelta, en el sen­tido siem pre form alm ente contable que parece inhe­rente a la noción de todo resolver.

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( uando la flecha está en el arco, tiene que p a r t ir1

1. Cuando hable aquí de «síntesis de la fatalidad» debe entenderse síntesis en la acepción que se aplicó en su día al designar la operación em pírica llam ada «síntesis de la urea». H asta entonces, al parecer, se había supuesto —y quizá hasta negado dogmá- ticam ente por algunos o, en cambio, sim plem ente dudado o tem ido por los m ás p ruden tes— que las sustancias quím icas llam adas «orgánicas», por en­contrarse sólo en seres vivos, si bien eran suscepti­bles al análisis —esto es, a su descom posición en com ponentes sim ples—, no lo eran, en cam bio a la operación inversa, a la llam ada síntesis —esto es, a su recom posición a p a rtir de esos m ism os com po­nentes individuados y reconocidos m ediante el análisis—. La experiencia hasta entonces alcanzada hacía tem er que si bien Dios o La N aturaleza habían concedido a los hom bres el doble poder de hacer y deshacer en el inerte m undo de las m aterias inorgá­nicas o m inerales, por el contrario parecían haber-

I. C o n feren cia le íd a en la 5* Semana de ética y filosofía políti- ni en el In stitu to de fi lo so fía del C SIC , el 25 de m arzo de 1988.

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se reservado para sí solos el sumo privilegio de cons­tru ir las sustancias de la vida. Al hom bre del labo­ratorio le era ciertam ente dado descom poner estas sustancias en sus ingredientes minerales, pero le era negado reconstituirlas. La síntesis de la urea, prim e­ra recom posición artificial de una sustancia orgáni­ca, fue la señal de que el laboratorio había logrado robar a Dios o a La N aturaleza tam bién este últim o poder. Poder que, tenido hasta entonces por divino, a m uchos asustó ver puesto ahora en las m anos de los hom bres y de modo notorio a Mary Shelley, que, con su obra E l doctor Frankenstein o el Prometeo moderno, no sólo expresó su susto sino que, de paso, inventó un género literario destinado a alcanzar ulteriorm ente el mayor predicam ento: la ciencia- ficción.

2. Vulgarmente solemos llam ar «fatalidad» a la ca­tegoría de aquello que pretendidam ente sobreviene al m argen y a despecho de toda intervención de vo­luntad hum ana. Tal contraposición a la voluntad del hom bre queda expresa en el hecho de que la fatali­dad sea reputada por algunos —y no im porta en qué grado de personificación o alegoría— como «volun­tad del cielo», lo que, consiguientem ente, les lleva a e scudriñar su signo en las estrellas. Justam ente por tan enfatizada inm unidad frente a cualquier posible intervención hum ana, lo m ás que han pretendido nunca los astrólogos es que, m ediante el análisis de ésta o aquella configuración astrológica dada, o sea, a través de la descom posición en relaciones sim ples —y de un valor ya prefijado— de una com binación astral compleja, puede llegar a leerse la significación prem onitoria de tal conjunto astrológico determ ina­do y conocer el destino fatal que prefigura. Lo que jam ás han pretendido los astrólogos es que la fata­lidad —para ellos, como vengo diciendo, cognosci­ble m ediante el análisis de la composición estelar en

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que se anuncia— pueda tam bién fabricarse a volun­tad, o sea, por síntesis, lo que im plicaría un poder equivalente a la facultad de d istribu ir y disponer so­bre la superficie negriazul del firm am ento, como quien hace crucecitas de tiza en la p izarra totalmente vacía, aquí un planeta, allí o tro en conjunción con él, allá un tercero en oposición con el segundo, y así sucesivamente hasta com pletar la configuración as­tral correspondiente a tal o cual destino elegido a su albedrío y con arreglo a los deseos del cliente. A ningún astrólogo se le ha pasado nunca por las mien­tes pretensión tan con traria a la índole m ism a de lo que tiene por objeto propio de su ciencia: la fata li­dad. La noción de ésta se ha definido siem pre ju s ta ­mente po r contraposición al albedrío, lo que, del modo m ás directo, im plica la negación de cualquier posibilidad de construcción sintética, viniendo así a ocupar la fatalidad, en esa especie de ciencia del acontecer de la que la astrología pretende form ar

Ciarte, un lugar homólogo al que hasta la síntesis de a urea habían ocupado las sustancias orgánicas en

la ciencia de la naturaleza.

3. La frase que he puesto po r títu lo de estos pape­les, «Cuando la flecha está en el arco, tiene que p a r­tir», no es sólo un enunciado del tem a, sino el tem a mismo. Es un refrán chino que llegó a mi conoci­miento hace bastantes años por una recopilación pa- remiológica bara ta que com pré en un quiosco de periódicos. Al punto, po r arbitrio , por ley o por azar de resonancias, se me antojó como una réplica de la máxima latina «Si uis pacem para be llum » (cuya ne­cedad, por cierto, no ha tenido em pacho en consa­grar hasta una m arca de pistolas: las tristem ente famosas Parabellum), contraponiendo a tan unívoca tosquedad la sabia circunspección de quien acierta a decir y enseñar m ucho m ás precisam ente aconse­jando menos. Ya el paso a trá s que com porta pasar,

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frente a la m áxim a latina, de la segunda persona a la tercera y del im perativo al indicativo renuncia a la forma expresa del consejo, ya que lo propio de éste es d ictar directam ente la conducta ú til para un de­signio dado. Pero veremos cómo entre las direcciones de sentido del refrán del arco queda im plícitam ente envuelto no sólo un consejo, sino hasta un im pera­tivo.

4. Pero su prim a facies, su presentación explícita, es una descripción de la condición que afecta a las cosas nom bradas en el trance expuesto; en efecto, «tener que partir» es la condición que afecta a la fle­cha «cuando está en el arco». La dirección descrip­tiva es la dirección de sentido form alm ente explícita, directa, del refrán. Diré por adelantado que las otras dos direcciones de sentido, esta vez im plícitas e in­directas, que mi análisis va a considerar son la nor­mativa y la adm onitoria. La descripción nos dice que el arquero que tiende el arco transfiere a éste y acu­m ula en él la fuerza de sus brazos. Tensado el arco, la fuerza que dará im pulso a la flecha ha dejado de es ta r en los brazos del arquero y está ya en el arco mismo. La fuerza se ha separado del cuerpo del su­jeto y se ha objetivado en su instrumento. No im porta ahora la peculiar naturaleza de las prótesis y los ins­trum entos ni según qué supuestos puede ser legítimoo ilegítimo incluirlos en el sujeto hum ano o excluir­los de él, que en principio am bas cosas pueden ser plausibles. Mas, si la fuerza de los brazos del arque­ro ha sido transm itida al arco tenso y ha pasado, en verdad, a ser fuerza del arco, ya no podemos negar­le algún sentido válido a quien ose decir que tam ­bién la voluntad que ha regido el m ovimiento de los brazos que han tensado el arco ha pasado a ser, en la form a que fuere, voluntad del arco. Una voluntad que se revuelve, urgiendo y aprem iando, contra el propio sujeto que la ha em ancipado y generado, que

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lio por e s ta r sujeta es m enos voluntad, como no por es ta r som etida al freno y a la b rida del jinete dejará de serlo la del caballo ansioso de correr. Voluntad i|ue el arquero ha de sen tir tal vez a través de la plu­ma de la flecha que cosquillea los dedos con los que todavía la retiene, cual si les susurrase: «Dejadme va partir». Así pues, ya la m era descripción, que se lim ita a a firm ar ese aprem iante «tiene que partir» , nos hace p a ra r m ientes en el hecho de que el arque­ro que tiende el arco bien podría se r concebido, en cuanto tal sujeto, no sólo como fuerza que em barga luerza, sino tam bién como voluntad que delega vo­lun tad y libertad que enajena libertad.

5. Al m ism o trance de fuerza em bargada, volun­tad delegada y libertad enajenada remite, aun m ás di rectamente, el refrán castellano, no menos descrip­tivo, que reza como sigue: «Puestos a reñir, el cuchi­llo es el que m anda». La diferencia retóricam ente i elevante, frente a la im pasibilidad del refrán chino, está en el c rudo choque de ju n ta r un predicado tan hum ano como «m andar» con un sujeto inanim ado i orno «el cuchillo». Pero de ningún modo creo que el refranero quiera aquí d ivertirse a nuestra costa Inventando truculencias para am edrentarnos: si la I igura del cuchillo que m anda hace violencia —como, por definición, toda m etáfora— a los usos reconoci­dos como propios y congruentes del acervo es para dar expresión a una experiencia que violenta en me­dida sem ejante los supuestos y las expectativas en t uva constancia querem os y creem os poder descui­dadam ente confiar. Lo que tan agresivam ente resul­ta puesto en entredicho po r la experiencia que el icfrán señala no es, obviamente, sino la confiada pre­sunción de que el sujeto hum ano es —al menos en los térm inos y dentro de los lím ites que la cotidiani­dad reputa suficientes—, como suele decirse, «due­ño de sí mismo», «dueño de sus actos». El refrán

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remite, pues, a la larga experiencia de los casos en que los hom bres se han visto de pronto frente a una tragedia que nadie preveía ni deseaba y que, una ve/ sobrevenida, se les im pone con los rasgos propios de cualquier fatalidad, pero que ellos sienten diferente de las fatalidades que llegan claram ente desde fue ra, como los rayos que les caen del cielo. La tragedia del refrán es una fatalidad que ellos han visto origi­narse en sus propias voluntades, que han tenido o han creído tener entre sus manos, pero en la que las arm as, puestas por gestoras de su asunto y su que­rella, al arrebatarles, como sacándoselo de entre los dedos, el dom inio de los hechos, se han arrogado el poder de decid ir por ellos el trágico final.

6. Ya he dicho que entiendo por «fatalidad sin téti­ca» esta clase de «fatalidades» en las que, por haber intervenido de uno u otro modo la subjetividad hu mana, el carácter fatal aparece a posteriori como pro­ducido de artificio. Por muy en entredicho que podamos poner la presunción cotid iana de que el hombre es, como suele decirse, «dueño de sí mismo», por m ucho que los supuestos tácitam ente vigentes en torno al albedrío merezcan toda la desconfianza y el descrédito que pueda acarrearles su concomí tancia con una tradición puesta al servicio de las ne­cesidades de legitim ación de las instituciones de justicia —un albedrío, por tanto, que, supeditado a la función de susten tar la plausible apariencia de un castigo ajustado a la m edida del culpable, en real i dad perm ite inventar culpables capaces de a ju sta r­se a la m edida del castigo—, por grande, en fin, que, sobre esta cuestión del albedrío, haya podido hacer­se, al cabo de tan tas y tan tas desazones, el alcance de nuestras vacilaciones y reservas, m e cuesta, sin embargo, im aginar a alguien realm ente dispuesto a en tregar el últim o bastión de resistencia frente a un determ inism o tan desesperado que haga tabula rasa

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de cualquier diferencia capaz de hallar m ás motivo de queja o de protesta ante fatalidades en que el su­jeto hum ano ha jugado algún papel, que ante las que, como el terrem oto de Lisboa de 1750, hicieron, en cambio, sen tir contraria al buen sentido una actitud distinta de la resignación.

7. El refrán del cuchillo nos previene contra la par­ticular capacidad de las arm as para erigirse en fau- (oras de las fatalidades que llamo aquí «sintéticas», pero de paso nos lleva de la m ano a la reflexión ge­neral sobre cómo los instrum entos no sólo potencian y especializan las acciones de los hom bres, sino que también pueden desviarlas de sus propios designios, <i bien condicionarlas y hasta configurarlas de muy diversas formas. Yéndome ahora a otro extrem o muy remoto de esta misma relación general entre los hom bres y sus instrum entos, me im porta señalar cómo la h istoria m ism a de las invenciones parece que rechazaría una representación unidireccional, en la que el instrum ento inventado se lim itase a serv ir pasivamente a la estric ta intención de su inventor, sino que m ás bien abundan los datos que hacen m u­cho más verosímil la imagen de un movimiento de vaivén, en la que el instrum ento —naturalm ente en muy diverso grado según qué instrum ento— revela, puesto al uso, virtualidades im previstas que exceden las funciones asignadas por el inventor, reactuando sobre éste, como si solicitase su inventiva con la su­gerencia de una nueva aplicación. Por lo demás, nada tiene de nuevo esta m anera de representarse la h is­toria de las invenciones —quiero decir como un pro­ceso de interacción entre el inventor y lo inventado—, sino que es la m ás com únm ente aceptada. Lo que ya no es tan com ún es la consideración com plem enta­ria de que el reflejo del instrum ento sobre la in­ventiva del usuario no tiene por qué ser siem pre unívocamente a lum brador de posibilidades nuevas,

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sino que a m enudo puede e s ta r acom pañado por un efecto condicionante en sentido restrictivo. Por ilus­trarlo con el que es tradicionalm ente usado como a r­quetipo de todos los inventos, el torno de alfarero, nadie duda del impulso enorm e con que su invención pudo reactivar la inventiva de los alfareros, pero basta con reparar en el m uestrario que la h istoria m undial de la cerám ica nos puede presentar, para advertir en qué extrem a m edida la cerám ica de re­volución hecha posible por el torno privilegió las for­m as de sección circular, únicas accesibles al empleo del torno.2 La absoluta im posibilidad de averiguar el significado y el valor que esto haya podido tener para la h istoria de la cerám ica nos im pide tam bién saber hasta qué punto el ejem plo es válido como tal ejemplo, pero me basta con que se lo dé por bueno en cuanto sim ple ilustración del modo en que esti­mo que los inventos no tienen siem pre por qué ab rir un abanico incondicionado de posibilidades, sino que tam bién pueden ser com prom etedores para el inventor, en el sentido de com portar un condiciona­miento restrictivo. Y ahora ya puede verse cómo este rodeo por la historia de los inventos ha sido urdido ad hoc: se tra taba de p rospectar la posibilidad de ap licar el refrán del cuchillo a la h istoria m ism a de las arm as y correlativam ente a la de los antagonis­mos humanos. Ese cuchillo que de pronto manda, en la riña interindividual y tabe rnaria del refrán, y su p lanta a los hom bres en el dom inio de los hechos, hasta llevarlos a una fata lidad que nadie preveía ni deseaba, queda propuesto aquí por paradigm a de to das las arm as, panoplias y arsenales que los hom­bres han inventado, fabricado y em pleado como instrum entos de sus antagonism os.

2. La excepción im portante es. p o r cuanto yo sepa, la de la gran época de ce rá m ic a ch in a con v a s ija s de secc ión cu a d rad a.

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8. La hipótesis sería, por lo tanto, la de que la relación tanto sincrónica como diacrònica entre las arm as y los antagonism os a los que sirven de instru ­mento puede considerarse som etida a un proceso de interacción análogo al que he supuesto entre los fi­nes iniciales del artesano y el reflejo de sus propios inventos. Pero acep tar que los antagonism os hum a­nos puedan verse condicionados o alterados por la interferencia de repercusiones em itidas desde las a r­mas en sí m ism as es nada m enos que reconocer la posibilidad de un ingrediente exógeno y, por tanto, gratuito respecto de cualquier motivación posible del antagonismo, lo que pondría inm ediatam ente en en­tredicho la presunción de una iniciativa totalm ente engendrada y configurada en el seno del sujeto. Pero Homero ya dijo: «El hierro po r sí solo a trae al hom ­bre». Ya habrá podido advertirse claram ente cuál es la teoría m ás directam ente afectada por tal suposi­ción: la que halló su expresión m ás célebre, m ás inequívoca y a la vez m ás pedestre en el panfleto —integrado, po r cierto, en el corpus escritu rario ca­nónico de la ortodoxia tradicional m arxista— inti­tulado A ntidühñng, debido, como es notorio, a la pluma de Engels. Pero la fácil hazaña de desacredi­tar un texto tan vulnerable no puede hacerse pasar por la confutación definitiva de una teoría que po­dría ha llar defensa en una argum entación m ucho más inteligente y m ás circunstanciada. Si recurro, por tanto, al A ntidühñng es porque me perm ite se­ñalar el punto de incidencia en que la aceptación de mi factor de gratuidad como ingrediente del antago­nismo pone en cuestión la concepción general —en modo alguno exclusiva de Engels— que da por des­contada la racionalidad subjetiva de la guerra, ya que va a ser echando a reñir directam ente al Antidühñng con la Teoría de la clase ociosa, de Thornstein Veblen, como voy a intentar que el público vea saltar las chis­pas que denuncian el conflicto.

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9. Engels necesitaba que la guerra y las relaciones de dom inación no contuviesen factores de irraciona­lidad totalm ente irreductib les al cuadro general de una teoría fundada en el supuesto de una racionali­dad económ ica que no podía perm itir cosa alguna de que ella fuese incapaz de da r explicaciones, y lo que torpem ente pretendió en el Antidühring fue lo que ya m uchos habían hecho antes y aún otros muchos habrían de hacer después: racionalizar la guerra y la dom inación, pero en el sentido psicoa- nalítico, o sea. fraudulento, de la palabra «racionali­zar». En nom bre del autor, pido disculpas por lo burdo de la prosa, pero ahora no tengo m ás rem e­dio que c ita r del Antidühring, en donde dice así: «El ejemplo pueril inventado expresam ente por el señor Dühring para p robar que la violencia es el factor "h istóricam ente fundam ental" dem uestra en reali­dad que la violencia no es m ás que el medio y que el fin es, en cambio, el provecho económico. Y del m ismo modo que el fin es "m ás fundam ental” que los m edios utilizados para lograrlo, en la historia es más fundam ental el aspecto económ ico de las rela­ciones que el político» (hasta aquí Engels). Pero el esquinado Veblen no acertó a ver por parte alguna un m undo tan sensato como el que, sin m irar, por pura exigencia teórica, dio por supuesto el au to r del Antidühring. La motivación em ulativa y la función osten tatoria que Veblen señaló en la adquisición y la posesión de la riqueza rem itían a algo in trínseca­mente generado en el propio ejercicio del antagonis­mo: el trofeo. La historia de la riqueza se m anifestó en gran m edida como la h istoria del trofeo. No hace objeción a esto el hecho de que Veblen se centre en el lujo, pues donde quiera que se haya rebasado la economía de consum o y se haya establecido la de m ercado —con lo que podemos rem ontarnos hasta los sum erios—, el lujo no puede considerarse, en modo alguno, como «el chocolate del loro», esto es,

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un ítem m arginal en el resto de la economía, y aun su influencia ha podido ser la dom inante, pues sin necesidad de que, en cifras absolutas, tuviese un va­lor preponderante en el total de los tráficos, el pe­queño paquete de acciones que el control de la púrpura representaba fue decisivo en la economía del M editerráneo y perm itió a los fenicios cinco si­glos de hegemonía m ercantil. Fue, pues, fu n d am en ­talm ente el papel de «comadrona» de las sucesivas preñeces de la racionalidad económica que había sido asignado a la violencia en el m undo bien crea­do de Engels y de M arx el que se vio puesto en en­tredicho por la irreductib le y autóctona gratuidad que el trofeo presentaba en relación con sem ejante cuadro. Pues el ca rác te r de trofeo, que la vertigino­sa rotación de la violencia había dejado escapar por la tangente, sustrayéndolo a cualquier posible inten­to de reconducción al contexto de la racionalidad económica, es, sin embargo, una connotación prehis­tóricam ente im plicada en la concepción m ism a del valor y una dim ensión fundam ental de su actuaciónV su vigencia. Así, el puro ejercicio del antagonism o engendra y da a luz un valor enteram ente nuevo: el valor de trofeo. Este valor no lo tiene por sí ninguna cosa inerte, por preciosa que sea, sino que le es con- lerido únicamente por la hazaña predatoria que llevó « su adquisición y de la que es fehaciente testim o­nio. La violencia en sí m ism a se revela de pronto creadora de valor; la partera de Marx resultó ser par­turienta, la com adrona se nos hizo madre.

10. No es sino repetir un tópico que goza hoy de la mayor circulación decir que nada pudo nunca ofrecerles a los hom bres la m enor garantía de inm u­nidad frente al uso de instrum entos; inmunidad, que dignificaría poder servirse de ellos como prótesis que potencian y especializan al cuerpo en una u o tra ac­tividad, pero a salvo del riesgo de que, como tales

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medios, reactúen sobre los fines, desviándolos de la intención orig inaria y reconstituyéndolos a su pro­pia m edida. Y la posibilidad de sem ejante garantía parece revelarse tanto m ás rem ota respecto de las armas, en cuanto instrum entos que confieren al cuer­po el que es sentido como el m ayor de todos los po deres: el poder de vida o muerte. Así, las armas, como prótesis del cuerpo, inducen y suscitan el sentimien to y la concepción instrum ental del cuerpo mismo. La espada com unica y extiende su instrum entalidad a la m ano que la em puña y al brazo que la esgrime: el hom bre entero acaba por ser rem odelado por las arm as y convertido en órgano del antagonismo. Pero una tal especialización está inevitablem ente aboca­da a la hipertrofia; ya apenas puede decirse que haya hom bres que se sirvan de las arm as, sino tan sólo arm as que usan a los hom bres. Tal órgano h ipertro­fiado dem anda gratuitam ente su ejercicio y da lugar a la autoestim ulación inm otivada del antagonismo. El antagonismo se m uestra, así, capaz de constituir se en un contenido pleno y autosuficiente, y la victoria llega a em anciparse como fin en sí mismo. El trofeo es la credencial de gratuidad en que cobra expresión la redundante autocom placencia del sujeto en tanto que órgano del antagonismo. El culto al cuerpo, en el que los Helenos, y de modo especial los E sparta ­nos, se prodigaron hasta el m ás repugnante extremo de abyección, guarda, probablem ente, la m ás estre­cha connivencia con el descomedido predominio que, en la autoconcepción del hombre, alcanzó el carác ter de órgano del antagonismo. La entera ciudada nía espartana era, casi exclusivamente, matriz, cam ada y nicho ecológico de la falange hoplita. Tal desarrollo va configurando, en torno suyo, un mun do a su medida; relaciones de extraordinaria proyec ción histórica —figuras de poder, de dominación, de frontera, de territorialidad, en am plia variedad de concreciones— pueden no haber surgido, en un prin

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i Ipio, m ás que como algo análogo a las rayas que van npareciendo sobre las canchas de tal o cual deporte, uniform e se perfecciona el sistem a de reglas que lo i onfigura.

11. Inv in iendo el sentido de la relación que acabo de insinuar, puede apelarse a la m era existencia del deporte com petitivo como un dato difícilm ente con­testable en cuanto m uestra fehaciente de la capaci­dad, ya indicada más arriba, del m ero antagonism o pura convertirse en un contenido pleno y autosufi- i lente, dotando a la victoria de igual capacidad para erigirse, a su vez, en un fin en sí mismo. Antagonis­mo y victoria son bienes de consum o que gozan de In dem anda m ás acrisolada en el m ercado hum ano universal. Para poder explicitar hasta qué punto el ulcance de la cuestión no es baladí, nada m ejor que ¿ lla r las palabras con que, en su Excurso sobre He- \lf! y bajo el epígrafe inquietantem ente interrogativo

Es contingente el antagonismo?», de su Dialéctica negativa, nos lo plantea Theodor W. Adorno (versión castellana de José M aría Ripalda, Taurus Ediciones, Madrid, 1984):

«No son superfluas las especulaciones sobre si el ttfilagonisino originario de la sociedad hum ana es un iiedazo de historia natural prolongada, que hemos heredado según el principio hom o hom ini lupus, o *1 ha sido producido, zésev, o tam bién, si, en caso de nei un producto, surgió de las necesidades de la su­pervivencia de la especie o, por el contrario, cuasi- i on tingentemente, a p a rtir de arcaicos actos arbitra- i los con que fue asum ido el poder. C iertam ente en este últim o caso la construcción del E spíritu univer- mtl se desm oronaría. Lo universal históricam ente, la lógica de las cosas que se condensa en la necesidad de la tendencia de conjunto, se basaría en algo ca­m al y externo a ella, no se habría originado necesa- i lamente. No sólo Hegel, sino también Marx y Engels

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—seguram ente en nada tan idealistas como en la ab­lación con la to ta lidad— habrían rechazado cual qu ier sospecha de fatalidad respecto de la historia, por más que la intención de cam biar el m undo no pueda sacudírsela; en ella habrían visto no un ata que m ortal al sistem a dom inante, sino al suyo pro pió. (...) De la divinización de la h istoria era de lo que se trataba incluso en los hegelianos ateos Marx y En- gels. El prim ado de la economía tiene que fundam en­ta r con rigor histórico el final feliz como inm anente a ella; el proceso económico produce según eso las relaciones políticas de dominación y las derriba has­ta llegar a la liberación coactiva de la imposición de la economía. Sin embargo, la intransigencia de la doctrina, sobre todo en Engels, era a su vez precisa­m ente política».

A tenor de lo cual, considero abocada a la impo­tencia cualqu ier polemología que no tome ya como punto de partida, aun entre signos de interrogación si lo prefiere, la cuestión de la contingencia del an­tagonismo. Huele que apesta ya toda la flora de las explicaciones sobre la necesidad, la racionalidad, la justicia o injusticia de la guerra; un runrún cada vez m ás parecido a un gimoteo de pedir perdón. Y así, aunque no fuera más que por aquello de excusatio non petita..., la reflexión tendrá que proyectarse del modo m ás provocativam ente indistinto, cual si de una m ism a cosa se tra tara , sobre la guerra y el de­porte.

12. Del m ism o sentido descriptivo del refrán de la flecha se desprende, de la form a más llana, su inten­ción adm onitoria: «Mira, que si la flecha que está en el arco tenso tiene en sí m ism a fuerza y voluntad m ortal, ello no es sin detrim ento de tu propio albe­drío y voluntad; ya no serás enteram ente tú el que la dispare, sino que ella pondrá en la decisión la p a r­te de voluntad que le has cedido». M ientras este sen-

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liiloadm onitorio se dirige todavía al sujeto que quie- ic seguir siendo, como suele decirse, «dueño de sí mismo» y le advierte cómo, por la objetivación que entraña el arco tenso, deja de serlo en m ayor o me- mu grado, el sentido norm ativo atañe a circunstan-• las, en que, por la naturaleza de las cosas, el hombre lia depuesto toda pretensión de seguir siendo árbi- Ho de cada una de sus acciones, a circunstancias, en i|Ue el hom bre ha entregado, por así decirlo, su vo­luntad al destino y se ha resuelto a ser cóm plice de la fatalidad.

13. La intención norm ativa del refrán se refiere al mi puesto de la hostilidad o la guerra ya aceptada, de- i ulida o entablada; el «tiene que partir» ignora aho-i.i todo hiato de discontinuidad entre el arco y el ni quero, los aproxim a hasta fundirlos, y es un im pe­ditivo dirigido al sujeto convertido en guerrero y en lauto que guerrero; éste no puede ya m ontar el arco rn vano, porque ha renunciado a su subjetividad y la ha empeñado en la consecución de la victoria. Aho- i .i la objetividad del arco se ha apropiado del arque- i o mismo y no puede haber lapso entre tensar el arcoV disparar, porque el arquero es el arco y el arco es i*l arquero. La guerra es el dom inio del Yo, que ya no es el sujeto en cuando libertad, sino el sujeto en i uanto identidad. A la acción de ten sa r el arco tiene que seguir la decisión de dispararlo, porque esta es la secuencia en que el Yo cum ple su ley de m antenerse Idéntico a sí mismo. Si tras haber tensado el arco, rl guerrero, en lugar de disparar, aflojase de nuevo la tensión, haciendo retroceder el arco a su reposo, habría hecho sucederse dos acciones de intención in­versa, siendo la segunda de ellas contradicción de la prim era, o sea una sucesión de acciones que com­portaría la m ás flagrante negación de la identidad del Yo consigo mismo. N aturalm ente, esta intención normativa dirigida al guerrero no deja de rem itir de

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nuevo al sentido descriptivo del refrán, pues al en carecer como condición inexorable del guerrero el im perativo de perm anecer encadenado a su propia identidad, pone vividam ente ante los ojos la inm u­nidad de la guerra frente a cualqu ier intervención de voluntad o libertad hum ana, su carác te r de acon­tecer sustraído a toda subjetividad, o sea, plenam en­te objetivado como fatalidad. Y hay que no tar hasta qué punto los días o las horas que preceden inme diatam ente al trance de trab a r una batalla son, en la tradición, el m omento m ás característico de la atención a cualqu ier señal prem onitoria y de la in­tervención de augures y adivinos, es decir, de los que tienen justam ente a la fatalidad por objeto de su ciencia.

14. Pero si en la tragedia del refrán castellano, el «cuchillo que manda» salta de pronto bañado en san­gre ante los ojos, como la más inesperada y fatal apa­rición, ello no excluye que haya habido infinidad de casos en que los fautores hayan tenido la m ás clara conciencia del acto po r el que desencadenaban el proceso de la fatalidad y del momento exacto en que lo hacían irreversible. Nada más expresivo de una tal clase de conciencia que la frase «Alea iacta est», que la leyenda de César le atribuye haber dicho al pasar el Rubicon. Con esa frase dem ostraba saber en qué preciso instante su libertad de acción cedía irrever­siblem ente el puesto a los designios de la fatalidad, y hasta qué punto quedaba echado al tablero, de for­m a irrecuperable, el dado del destino. Pero si esto era, efectivamente, así, ello se debe al hecho de que a César ni siquiera se le pasara por las m ientes la idea de poner en cuestión la com ponente subjetiva de la síntesis de la fatalidad (o sea, precisam ente aquella com ponente po r la que tal o cual fatalidad recibe, frente a otras, el carácter de sintética): la ina- movilidad absoluta del principio de identidad con-

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•<!pi mismo, como la propia ley del ser del Yo. Si "'m otam ente le hubiese sido posible imaginar, en i mibio, como una facultad existente en él como su- |< l<>, la opción de rescindir, en cualquier momento tliulo, el com prom iso de identidad del Yo consigo mismo, se le habría m ostrado —a través de tal de- »(Mimascaramiento de la com ponente subjetiva— ..... . no natural, sino como sintética la fatalidad con1.1 que se enfrentaba. Pero al e s ta r la dicha com po­nente subjetiva objetivada en él, ya en cuanto con- vl» ción, ya en cuanto voluntad, no le era dado distinguirse a sí mismo, de entre las concurrentes lucí/.as de la naturaleza y la fortuna, en el seno de1.1 latalidad que desencadenaba. La fatal irreversi- lillidad que se expresaba en el «Alea iacta est» nos lleva, en conclusión, a preguntarnos cómo ha llega­do el Yo, o sea, el sujeto hum ano en cuanto identidad

por contraposición al sujeto en cuanto libertad—0 objetivarse de modo tan im ponentem ente constric­tivo como para esconderse a la conciencia —o, a la postre, al sujeto en cuanto libertad— hasta el extre­mo de no ser ya reconocido como tal com ponente subjetiva de la fatalidad, quedando equiparado y con-1 nndido con cualquier fuerza de la naturaleza.

15. El pragm a de la amenaza, como antiquísim a fórmula de relación hostil hum ana, es quizá el pa- ladigma en que m ás nítidam ente quedan dibujados los resortes de acción y de reacción capaces de pro­ducir la síntesis de la fatalidad. Me refiero, na tu ra l­mente, al pragm a entero, y con su doble alternativa v conclusión; no a la amenaza, según suele entender­se, como el solo acto inicial de proferirla. En este simple y estereotipado dram a entran en juego dos partes antagónicas y tres tu rnos de acción en que se alternan; de m anera que la prim era parte tendrá para sí dos de esos tres tu rnos —el prim ero y el tercero—. y la segunda tendrá para sí sólo el segun­

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do. Pero todo esto es obvio. El am enazador profiero la amenaza, que es un anuncio de hostilización con­dicionado; si el am enazado se doblega a cum plir la condición im puesta por el o tro para desistir de la hostilización, el am enazador corresponde a su vez, conform e a lo anunciado, con el desistim iento. Sólo el conocim iento del sobrehum ano e irrenunciable com prom iso de la identidad del Yo consigo m ism o' constituye la presunción que hace posible el prag­ma de la amenaza. La indefectibilidad del nexo en­tre la amenaza proferida y su eventual cumplim iento ejecutivo se constituye en criterio y credencial del Yo y en instrum ento de su autoafirm ación. Pero lo que más dem uestra la índole de necesidad y no li­bertad del princip io de la identidad del Yo consigo m ism o es la conocida proyección sobre el am enaza­do que no se doblega de la responsabilidad del cum ­plim iento de la am enaza por el am enazador; éste parece sen tir como tan necesaria, tan inexorable su propia acción de cum plir lo amenazado, que la hace ajena a su propia responsabilidad y la remite a la del amenazado, como si le dijese: «Tú eres el responsable ante la H istoria, porque tenías en tu m ano la facul­tad de cum plir m is condiciones, y no cum pliéndolas me has obligado a hacer ejecutiva mi am enaza».4 El am enazador rechaza hacerse responsable de su propia acción, proyectando la responsabilidad sobre el amenazado, porque una vez proferida la am ena­za, sustentándose ésta sobre la im ponente fuerza de la identidad del Yo consigo mismo, él ya se tiene por tan poco libre ante cualqu ier acción que tal identi­dad pueda exigirle, por tan irresponsable con respec-

3. La fó rm u la «Com o m e llam o Fu lano», con que se a se g u ra el cum plim iento de la am enaza, a lu d e en fáticam en te a la identidad , rep resen tad a p o r e l nom bre p ro p ia

4. V éase « E s a s Y n d ias e q u ivo ca d a s y m ald itas» , APENDICE III, nota a pie de p á g in a n ? 7, en la pág. 6 19 .

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lo it olla, como si de una fuerza de la naturaleza se (i atara. Pero lo que ya toca el colm o del asom bro i que el amenazado m ismo se m uestre comprensivo . un el amenazador, reconociéndole la indefectibili- i|ud del nexo de am enaza que lo obliga y asum iendol.i responsabilidad del cum plim iento de la am enaza que sobre él proyecta el propio ejecutor, aviniéndo- m .i poner a cargo de su conciencia la acción violen- I» que sobre sí m ism o ha tenido que sufrir. El amenazado, hecho ya víctim a de la violencia que ha iludo cum plim iento a la amenaza, acepta asum ir la lesponsabilidad que el propio e jecutor de la violen- i i.i proyecta sobre él, acepta hacerse responsable de uua acción ajena perpetrada contra él, porque reco­noce que —según la ley de h ierro del Yo de ¡den­udad—, una vez proferida la amenaza, ya sólo su respuesta, la del am enazado —esto es, ceder o resis­tir—, es libre, puesto que el am enazador ha encade­nado su propia identidad a la indefectibilidad del nexo de am enaza. Esta tan ex traord inaria circuns­tancia de que la víctim a m ism a llegue a legitimar, ton su consentim iento en hacerse responsable, la propia ley que ciegam ente abate su saña sobre él, y en que una ceguera voluntaria inflige tan sólo otra más ciega voluntad, pone escandalosam ente de re­lieve hasta qué punto el Yo de identidad confuta cual­quier confianza sobre el albedrío. El Yo de identidad, en cuanto órgano aním ico del antagonismo, sale por garante de la indefectibilidad del nexo de amenaza; pero, a la vez, la indefectibilidad del nexo de am ena­za se constituye en credencial del Yo de identidad y en instrum ento de su autoafirm ación.

16. Considerar la suposición de que alguien no cum pla la am enaza como algo casi tan im pensable como que una piedra se detenga en el aire en m itad de su caída y no llegue hasta el suelo, o sea, conce­der a la fatalidad sintética —y a la constricción de

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la identidad del Yo, que, como com ponente subjeti­va, la susten ta— un estatu to de necesidad equ ipara­ble al de la ley gravitatoria, pretende ser algo m ás que una am arga e hiperbólica ironía sobre la presun­ción de libertad del ser humano. Ha habido, proba­blemente, m ás casos de am enazas que no se hayan cum plido que de p iedras que hayan dejado de caer, pero eso no es objeción bastante, a mi entender, con­tra la legitim idad de tra ta r la configuración an tro ­pológica del Yo —que no es lo m ismo que decir «del hombre»—, y en cuanto fundam ento de la síntesis de la fatalidad, con algo así com o con pinzas de biólo­go y una m irada form alm ente afín a la del na tu ra­lista. Tanto menos recomendable es, en determinados casos, la confianza cuanto m ás fam iliar nos sea el objeto. ¿Y qué hay m ás fam iliar que la soberbia? Nos lo es hasta tal punto, que el célebre ortegajo: «Yo soy yo y mi circunstancia» debería sin m ás ser corregi­do y renovado con la fórmula: «Yo somos un servidor y su soberbia», pues a tanto como eso —quiero de­c ir a tanto como para quedar explicitada en su definición— llega el grado en el que la soberbia, como pasión e im pulso de la identidad, se ha hecho un solo cuerpo con el sujeto humano. El im ponente

Kder de la presión que el Yo —y de modo particu-• si es colectivo—, como el h ipertrofiado órgano

aním ico del antagonismo, puede llegar a ejercer so­bre el sujeto humano, en la tup ida red de relaciones y trances antagónicos —que aquella m ism a hipertro­fia m ultiplica—■, es algo que rebasa por completo los alcances de la psicología, o sea, cualquier form a de interpretación y examen bajo el supuesto de «de­form aciones» individualm ente reductibles y loca- lizables. Señalar como una deform idad o como un síndrom e patológico un rasgo constitutivo del mo­delo a p a rtir del cual la ciencia ha conform ado sus ideas de salud y enferm edad es in cu rrir en un equí­voco análogo al del cuento del patito feo.

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17. El Yo —siem pre en la referida caracterización como el sujeto hum ano en cuanto identidad— ha po­dido surgir filogenèticamente como el órgano aním i­co del antagonismo; o, más explícitamente, el órgano destinado a la función de concen trar y de regir las fuerzas puestas en juego en toda suerte de situacio­nes antagónicas. De ahí que se haga un solo cuerpo con el instrum ento y que conciba como instrum en­to el cuerpo mismo. Como quiera que la venganzaV su fu ro r (tema, por lo demás, característico de la literatura del destino y la fatalidad), aunque m oder­namente nos suela ser representada —por ejemplo, en el decim onónico teatro de tesis contra el duelo— en relación con la pasión personal de la soberbia, que es el afecto y el im pulso de la ley de identidad del Yo consigo mismo, tiene, sin embargo, origen, en cuanto deber, no en una relación del individuo ais­lado respecto de sí mismo, sino del individuo en cuanto m iem bro de un linaje como un deber hacia el linaje entero (y en sociedades acéfalas, en las que los vínculos de sangre ejercían una función de cohe­sión y pertenencia análoga a la que m ás tarde ejer­cería la ordenación jerárquica), uno se siente tentado a preguntarse si lo im perioso de la ley del Yo, o sea, el im placable im perativo de ser idéntico a sí mismo, que hoy suele m anifestarse como una autoconstric- ción del individuo aislado, no será la reliquia o el estigma de lo que no fue, en principio, sino la cons­tricción difusa del linaje sobre cada uno de sus miembros; lo que, al fin, equivale a preguntarse si el Yo mismo, como sujeto en cuanto identidad (y nó­tese que al exam inar la identidad, incluso individual, es bien difícil y suele resu lta r artificioso soslayar el i amino que acaba rem itiéndola de un modo u otro a la pertenencia), no ha de haber sido una in stitu ­ción colectiva antes que individual, tal como se ha corroborado que lo era una de sus m anifestaciones: la venganza. La identidad del Yo, a la que, como en

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la ley de honor, el sujeto ha de sacrificar su propia vida, seria testigo de esa pertenencia al linaje. La ven­ganza era el deber de restauración autoafirm ativa de un linaje, o, según mi supuesto, de un «Yo colectivo», puesto en cuestión por cualqu ier agravio recibido. (Que la constricción del Yo colectivo del linaje sobre cada uno de sus miembros, en el deber de la vengan­za, haya podido convertirse en autoconstricción in­terna del individuo aislado, generando el que hoy nos aparece como Yo individual, no sería un fenómeno más extraño que el de que el Yo, como órgano an í­mico del antagonismo, haya podido h ipertrofiarse más allá de la m edida a justada a los antagonism os digamos «motivados» y haya dado lugar al quid pro quo de su sc itar antagonism os gratuitos, como situa­ciones funcionalm ente idóneas para descargar el ex­cedente ocioso de su potencial, conform e a lo ya dicho m ás arriba.) Como quiera que sea, el mencio­nado carác ter autoafirmativo, o sea, de reafirmación de la identidad del Yo consigo mismo, que conservó la venganza incluso en su u lterio r form a individual hizo que la renuncia a la venganza, como renuncia a la autoafirm ación, fuese sentida com o autonega- ción. De ahí, que quien osase proponer la renuncia a la venganza tenía que saber que proponía a los hom bres nada menos que la autonegación del Yo, y quien de hecho se atrevió a pred icar esa renuncia,o sea, el perdón, no usó, en efecto, o tra fórm ula me­nos categórica que «Niégate a ti mismo». Estas pala­bras de Jesús de Nazaret han sido casi siem pre oídas como una invitación a la abstinencia y la autorre- presión —y aun aplicadas por los adm inistrado­res oficiales del m ensaje de Jesús a la represión de otros afectos, enteram ente ajenos a la única pasión propia del Yo, como sujeto en cuanto identidad, o sea, la soberb ia—■, cuando, por el contrario, justam ente al quebran tar las cadenas de la identidad consigo mismo, que hacían al hom bre fatalm ente esclavo de

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un destino, venían a ab rir de par en par las puertas al sujeto hum ano en cuanto libertad.

18. La autoconstricción m oral que Kant llam aba voz de la conciencia y Freud designó como superego ha sido reconocida como asunción y apropiación de la constricción social por p a rte del individuo en el proceso de su crianza y educación. El parentesco en- tre el llam ado superego y la soberbia puede es ta r en que m ientras los m andatos del prim ero se refieren al in terior social, como código de conducta para con los propios, los m andatos de la segunda surgieron como referencia al exterior, al extraño, y de ahí que sea un sentim iento antagónico, puesto que el Yo co­lectivo de una com unidad de pertenencia está nega­tiva y antagónicam ente definido respecto de otro ajeno. Sólo la pertenencia confería a los individuos, como una m arca carism àtica, la identidad, sin la cual no adquirían en toda su plenitud la condición hum a­na de persona. Al patroním ico y el gentilicio, como determ inaciones de pertenencia según el ius san­guinis, tal vez vino a añadirse el toponím ico sólo cuando el lugar, la ciudad, cobró alguna vigencia en cuanto com ponente del esta tu to de persona (y digo «alguna vigencia», porque, por cuanto se me alcan­za, el ejemplo de un ius loci totalm ente suficiente con independencia del ius sanguinis para conferir al in­dividuo la ciudadanía, esto es, la condición plena de persona, es sólo un caso extremo, tal como se da en ¡a form ación de la burguesía medieval, amén de que el propio ius loci se ha m ostrado bien capaz de ge­nerar una nueva pertenencia, que incluso se buscao inventa raíces o identidades en todo afines a las del ius sanguinis). Sea de ello lo que fuere, en la com u­nidad de pertenencia la función del antagonism o se concentraba en el Yo de identidad. La soberbia era el m úsculo aním ico del Yo de identidad, y en ella te­nia la com unidad la garantía de que el guerrero

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afron taría la m uerte física antes que su frir la m uer­te civil de ser excluido de la com unidad de pertenen­cia. El estado puro de tal clase de com unidades puede e s ta r representado por aquellas en las que la moral de honor bastaba como única constricción que sujetase al individuo, es decir, aquellas sociedades de que habla Jouvenel en las que, según cita de Han- nah Arendt («Sobre la violencia», apéndice XI), el úni­co castigo para el delincuente era la proscripción,o sea la separación de la pertenencia, y por tanto la pérdida de la identidad y de la propia condición de persona. Por m uchas aventuras y desventuras que, desde esta prehistoria, hayan podido su fr ir la so­ciedad y el individuo, se d iría que, en la soberbia —como en el superego—, el Yo individualizado con­serva la huella de esta acuñación orig inaria por el Yo colectivo, como lo m uestra el hecho de que carez­ca de un signo m oral unívoco. Pues, en efecto, la soberbia que, em ancipado el individuo, puede hoy re­volverse antagónicam ente contra los propios, tan sólo raram ente es en tales casos aprobada como dig­nidad o sentido del honor, m ientras que en las mo­dernas, artificiosas y abstractas reconstituciones del Yo colectivo, como es el caso actual de la nación, es encomiásticam ente encarecida como patriotismo. De modo, pues, que la últim a form a de aparición de la soberbia —lícita, por ser colectiva— es lo que pue­de distinguirse, con idénticos rasgos, en el naciona­lismo y en el auge participato rio en los llam ados deportes de m asas, cuyo desarro llo se ha carac teri­zado tam bién como «narcisism o colectivo».

19. Del hecho de que por la pertenencia se adqui­riese la identidad, que confería al individuo, en toda su plenitud, la condición de persona, se deriva pro­bablem ente el que la transacción ju ríd ica que se representaba —fuese o no por ficción— como sub­yacente al estatu to de la esclavitud fuese la de la

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conm utación de una m uerte de hom bre por una supervivencia de anim al. Quien elegía la m uerte conservaba su entera condición de persona, con su identidad y su pertenencia. A ello responde la que seguram ente es la m ás prim itiva form a del suicidio: el suicidio de honor; el clásico suicidio del general romano derrotado, y así mismo, en el bushido, el có­digo de honor del sam urai, lo que éste llam aba «el honroso cam ino de salida», esto es, el jara-kiri. En la colonización española de América, el hecho de que de los indios de las encom iendas que, de la form a que fuere, perdían a su encom endero español se di­jese que quedaban «vacos», o sea, vacantes (situación en la cual quedaban a disposición de otro encom en­dero que los reclam ase para sí), no significa o tra cosa sino que los indios en general habían perdido la m era capacidad de constitu ir pertenencias que confiriesen a sus m iem bros la identidad vinculada a la condición de persona. La disolución de las uni­dades demográficas por los repartos de la encomien­da prim itiva, o de trabajos forzados, que en algunas partes, como en Venezuela, sobrevivió jun to a la en­comienda clásica (según la term inología de Silvio Za- vala), m aterializaba, incluso, tal capitidism inución. La institución de la encom ienda se instaura, casi autom áticam ente, ya al comienzo de la dom inación española, de modo que el efecto de ésta sobre los in­dios fue la transform ación de su háb ita t en territo ­rio y de los habitantes en población. Por «población» y «territorio» entiendo el resultado de la acción abs­tractiva de la dom inación sobre los habitantes y el hábitat. La población es la abstracción de los habi­tantes, definidos por vínculos de pertenencia y de asentam iento, en puro censo total fungible y despla- zable. Nadie expresó m ejor esta abstracción que Na­poleón en el cam po de batalla de Eylau, cubierto, pese a su victoria, de cadáveres de franceses: «Todo esto lo rem edia una noche de París», donde los fran­

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ceses son concebidos como m eras unidades censita- rias de la población. En cuanto a la territorialización del hábitat, ya se puede entender que es la corre la ti­va desconcreción del país descriptivam ente caracte­rizado por cualidades físicas y biológicas que son sustitu idas por factores de control por la dom ina­ción, como son la determ inación de encrucijadas estratégicas, por las que se rige ahora la red de cam inos y la precisa determ inación de fronteras y el ajedrezado interno en unidades de adm inistración y guarnición m ilitar. En América, el desnivel que ha­bía entre el grado de individualización burguesa de los españoles y el grado en que, especialm ente los tainos, perm anecían configurados bajo una forma muy estable y vivaz de sociedad de pertenencia de­bió de ag igan tar la desventaja. La disolución del há­bitat y la dispersión de las pertenencias fueron, en las Antillas, casi instantáneas, de modo que la for­zada individualización im puesta por las encom ien­das debió de resu lta r para los tainos una pesadilla incom prensible. El m ensaje «Niégate a ti mismo», que traían los misioneros, rara vez ha podido ser un sarcasm o m ás sangriento.

20. La soberbia, la fuerza fósil del Yo colectivo, nace de la pertenencia y q uerría volver a ella. Los actuales intentos de reconstrucción de la identidad y, por lo tanto, de la pertenencia com portan —por muy com prensibles que aparezcan en cuanto movi­m ientos defensivos frente a la m ala universalidad de un mundo que, como el de hoy, ofrece, en efecto, m u­cho de qué defenderse— un carácter descarriado, im­posible y regresivo, por la inoportunidad histórica de in ten tar prosperar: 1?, después de la individuali­zación del Yo o, como dicen los filósofos, de la cons­titución del individuo emancipado; y 2.°, en medio de la anónim a m ultitud m etropolitana, que no es sino la disolución de todos los vínculos en la fungibilidad

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y la equidistancia universal. La pertenencia, que quiere restablecerse como fundam ento orgánico de identidad bajo el principio «Los buenos son los nues­tros» es tan m alignam ente regresiva porque a rra sa con su enyosamiento lo único habitable que ha deja­do la territorialización universal: un concepto de la bondad desvinculado de toda relatividad de perte­nencia.

(El C ristianism o debió de desplegarse en una si­tuación parecida a la nuestra: la producida por la territorialización, la dispersión y la desnaturaliza­ción iniciadas por el im perio m acedonio y corona­das por el romano; gracias a ellas pudo llegar a concebirse una ética como la cristiana, común y, so­bre todo, indistin tam ente vigente para todos los hu­manos. Si bien, el éxito del «Niégate a ti mismo» podría tam bién a tribu irse m aliciosam ente al hecho de que convertía en principio ético y en vía de salva­ción lo que ya la universal territorialización, desna­turalización y fungibilización m acedónico-rom ana había perpetrado contra los hom bres de todas las m aneras. Y del hecho de haber edificado sobre tan mal so lar podrían venir tam bién los gérm enes de mala universalidad que, ya desde Nicea o desde an­tes, corrom pieron al Cristianism o. También podría ser interesante buscar a ver si en el cosm opolitism o surgido de la dominación macedónico-romana nacie­ron igualm ente m ovimientos de regresión hacia la pertenencia. ¿Los zelotes, tal vez? Hay, ciertam ente, mucho de qué defenderse en este m undo de hoy, pero lo últim o que uno q uerría tener que o ír como defen­sa es ese grito, que ya no puede ser m ás que consig­na de regresión a la barbarie: «Los buenos son los nuestros».)

21. La afirm ación de Engels, en el Anlidühring, de que «la introducción de la pólvora y las arm as de fue­go no fue en modo alguno un acto de violencia, sino

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un progreso industrial y, por lo tanto, económico» es un ejem plo ideal de falsedad por univocidad ; ya el m ero esquem a «no fue A, sino B» se presta a ello, por cuanto presupone ya determ inada la relación lógico-conceptual entre A y B. Pero tal falsedad se ha ido m ultiplicando conform e se ha agilizado la po­sibilidad de los rearm es, increm entando su función de gesto, acentuando la movilidad de su valor com ­parativo, acrecentando extraordinariam ente su peso diplom ático; m ientras, por su costado tecnológico, ha alterado y hasta descabalado las condiciones de obsolescencia de las armas, en la medida en que todo rearm e apareja hoy alguna invención superadora y, en consecuencia, innovación com parativa. La obso­lescencia individual, o sea, el desgaste de cada ca­charro singular, pierde im portancia en beneficio de la obsolescencia especifica. La experiencia de otros campos económicos no es aplicable a la industria de arm am entos. La aceleración de la obsolescencia de­liberadam ente promovida por los productores, tal como en el clásico cam po de la vestim enta, donde las a rb itra ria s m utaciones de la moda sirven de ace­lerador de una obsolescencia que sería m ucho más lenta si se supeditase al desgaste m aterial de las prendas singulares, no es aplicable a la industria de arm am ento; aquí no tienen cabida, en principio, los caprichos, aunque una c ie rta golosinería infantil de los m ilitares ante los nuevos juguetes tecnológicos da tam bién qué pensar. Pero, valga lo que valiere este factor, la aceleración de la obsolescencia en el arm a­mento consiste, delirios al margen, fundam entalm en­te en perfeccionam ientos tecnológicos efectivos, dada la enorm e preponderancia alcanzada por la obsolescencia específica sobre la individual. Una in­novación en tal o cual artilugio lograda por una industria arm am entística extranjera puede poner fuera de combate, sin d isp a ra r un tiro, el 60% de la escuadra de un país. La obsolescencia de las arm as

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propias puede caerle a un país en la cabeza como una repentina catástrofe desencadenada desde la im a­ginación de un ingeniero de un país remoto. El fa­bricante de arm am entos tam poco se alegra o se entristece al unísono con su propio país; a veces lo que es una catástrofe para el país puede ser una auténtica fortuna para el fabricante, que ve ab rirse ante sus ojos la ocasión de un contrato m ultim illo­nario para renovar ese 60% de la escuadra, obsoles- cido de un golpe por la invención extranjera de un nuevo misil. A veces, inversamente, otro misil, en es­tado de puro prototipo, hace volar de un soplo de en­cima de la mesa del m agnate industrial otro contrato multim illonario. La prevención, la propia necesidad de previsión, que exige la antelación con que hay que poner en m archa los proyectos, se m uestra como el factor m ás activo para la síntesis de la fatalidad. Y en este punto, como en ningún otro, encaja la res­tricción complementaria, señalada respecto de la his­toria de las invenciones, como condicionam iento negativo, con el ejemplo de cómo la invención del torno, privilegiando inm ensam ente la cerám ica de revolución, puede haber supuesto el más grave detri­mento para o tras form as de cerám ica posibles. El «tiene que partir» sería, bajo este aspecto, la volun­tad delegada y la libertad enajenada referentes a la objetivación de la fuerza del sujeto por el em bargo de fuerzas que ha constituido el arsenal; pero hay que considerar el efecto retroactivo tanto del arse­nal existente como del proyectado o comenzado, en cuanto voluntad delegada y libertad enajenada, con­forme a lo ya dicho m ás a rrib a en relación con la cerámica, pero aquí no sólo hacia el futuro, sino tam ­bién hacia el pasado, o sea, hacia hoy mismo, que es pasado en relación con el día en que se hayan cum ­plido los proyectos. La actual industria de arm am en­tos deja al desnudo toda la falsedad y la indigencia conceptual de la citada afirm ación de Engels.

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22. Veamos ahora, por fin, el ejem plo m ás cons­picuo de em pecinam iento consciente y voluntario en la síntesis de la fatalidad, ejem plo al que le ven­dría como de molde aquella expresión orteguiano- falangista de «voluntad de destino». Se tra ta de un texto del New York Times reproducido por el ABC del 20 de diciem bre de 1985, del que entresaco lo si­guiente: «La idea que ahora prevalece es que cada vez será m ás difícil d a r m archa atrás, incluso a pe­sar de que las autoridades norteam ericanas y los le­gisladores son conscientes de que existe una enorm e confusión en torno a cuáles son los propósitos y las consecuencias de la Iniciativa de Defensa Estratégi­ca tal y como ahora se reconoce (...) Altos cargos Nor­team ericanos creen que el program a no ha alcanzado aún el punto de no retom o (subrayado mío). Dicen que están esperando la ocasión para conseguir que el presidente autorice las m edidas que com prom e­tan aún más el proyecto (subrayado mío) antes de que abandone el cargo en 1989, de form a que su sucesor quede m ás o menos obligado a seguir adelante con él». (H asta aquí el New York Times.)

Supongo que el «punto de no retorno» que se de­sea a lcanzar estará determ inado por el volumen del capital invertido en el proyecto, en el sentido de que a p a rtir de una determ inada cifra la renuncia al pro­yecto no pueda ser económ icam ente reabsorbida, al menos con un grado todavía soportable de pérdidaso no ganancias, sin conllevar una mayor o m enor ca­tástrofe económica. M ientras el interés del capital inversor no esté com prom etido con el proyecto IDE hasta ese «punto de no retorno» en que cualquier de­sistimiento com porte una amenaza sustancial de rui­na, las distintas ideas, teorías, obsesiones, doctrinas, caprichos, u opiniones políticas o geoestratégicas so­bre el asunto tendrán todavía alguna fuerza en el por­venir del proyecto. Es decir, m ientras el ilusorio o real fin objetivo del proyecto IDE en cuanto tal pue­

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da tener, de un modo u otro, apasionada o desapa­sionadamente, etcétera, la ú ltim a palabra, el porve­nir del proyecto en cuestión no está asegurado. Cuando, como propugnan los m ás puros principios del liberalism o económico, no sea ya el interés pú­blico y objetivo del producto final (ía defensa estra ­tégica) lo que, como beneficio colectivo de la entera sociedad, tenga la prim acía en las consideraciones decisorias, sino el interés privado de los inversores m axim izadores com prom etidos con el proyecto, en­tonces éste estará plenam ente asegurado. Así, cual­quiera que fuese el origen de la Iniciativa de Defensa ^stratèg ica (la paranoica obsesión de un sector de opinión política, la búsqueda de un aum ento en el sentim iento narcisista del propio poder, una preocu­pación m ás o menos delirante por la defensa nacio­nal, la deform ación funcionalista de los expertos en tecnología arm am entista o en geoestrategia, que les hace buscar lúdicam ente com placencias ajenas a cualquier ponderación de verosimilitud), una vez que, rebasado ese «punto de no retorno», su motivación quedase desplazada de modo dom inante al interés particular, con arreglo a las exigencias del m erca­do, habría quedado definitivam ente excluido cual­quier cam bio de opción.5 Si es un determ inado

5. No sé si m i ign o ran c ia econ óm ica es tan su p in a com o p a ra no co n sid e ra r eq u ivo cad a , irre a l o a l m enos h ip erb ó lica la su p o ­sición de que una inversión de ca p ita le s com prom etidos en un g i­gantesco proyecto esta ta l p a ra c o n stru ir c a r ís im a s p lan tas de producción de vacío , con d esco m u n ales recip ien tes p a ra conte­nerlo y c o n se rv a r lo — igualm en te c a rís im o s, h ab id a cuen ta del g ro so r y la p erfecc ió n de u n as p a red es ca p a ce s de su je ta r la titá­nica fu erza im p losiva del v a c ío — no ten d ría p o r qu é d a r lu g ar

-al m enos en un p rin c ip io — a ninguna catástro fe econ óm ica por »•I m ero hecho de que ta l va c ío fu ese to talm ente inútil a la so c ie ­dad y a l p ro p io Estado, s in o só lo en e l c a so de qu e éste reco n si­derase el proyecto y d esistiese de él una vez h echas las inversiones v a m edio c o n stru ir la s im ponentes in sta lac io n es, dando lu g a r a una q u ie b ra p lu r ib illo n a r ia del holding co n stitu id o y d estru yen ­do d ecen as o cen ten ares de m iles de pu estos de t ra b a ja

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partido, una ideología, una doctrina, una in terp re­tación de la situación del mundo, etcétera, lo que de­fiende la conveniencia de la IDE, el deseo de llegar al «punto de no retorno» se apoya en una denodada voluntad de hacer prevalecer esa doctrina sobre sus contradictores y se vale del expediente objetivador de llegar a com prom eter al m ercado y al capital has­ta que éstos m ism os se vean forzados —cualquiera que sea su opinión sobre la IDE, que m ás bien suele no ser n inguna— a excluir, po r económ icam ente ca­tastrófica, cualqu ier o tra opción. Cuando el m erca­do y el capital estén tan com prom etidos por las inversiones avanzadas y las expectativas concebidas, que cualqu ier o tra opción se haya vuelto ruinosa, toda discusión sobre la necesidad, la conveniencia, la oportunidad de la defensa estratégica habrá que­dado excluida del d iscurso por contem plar a lte rna­tivas que se han vuelto económicamente inaccesibles. Llegar a ese «punto de no retorno», que apareja per­der la libertad de opción, viene a ser un modo de ha­cer triu n fa r por fuerza la propia opinión, al hacer inviables las restantes; es un modo de tener razón por elim inación de las condiciones de posibilidad para cualquier opción de los contradictores, y, en fin, de p roducir una rotunda fatalidad sintética.

23. De las dos direcciones en que, aparte de la ad- m onitoria, que es comprensiva, puede moverse el análisis del refrán de la flecha, la norm ativa nos lle­va, como hem os visto, a la petrificación del sujeto en el com prom iso consigo m ism o del Yo de identi­dad, tal como ha podido contem plarse sobre todo en el pragm a de la am enaza, y la descriptiva es la que estoy desarrollando ahora. Según esta dirección des­criptiva, el sujeto objetiva su intención, al tran s­ferir su fuerza m uscu lar a la tensión del arco y acum ularla en éste, pero esta objetivación puede re­troceder al acto de em puñar el arco, al de llevarlo,

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poseerlo y hasta fabricarlo, de tal suerte que ya los arsenales de arm as son intención hum ana objetiva­da; y lo son hasta el punto de que las buenas inten­ciones internacionales de apaciguam iento, o, como suele decirse, «distensión» (y, po r cierto, en intere­sante coincidencia con la imagen del arco), necesi­tan cum plirse en la destrucción m aterial de los arsenales, dem ostrando con ello hasta qué punto és­tos son depositarios reales de intenciones hum anas.Y si la destrucción de las arm as es un acto de paz, su construcción y aun la invención que hoy general­mente la acom paña son virtualm ente, en contra de la afirm ación de Engels, actos de guerra. También, por supuesto, simultáneamente, hechos económicos, sobre todo considerados a la luz de la diabólica am ­bivalencia de lo que Eisenhow er llamó «el complejo m ilitar-industrial». Y, a este respecto, conviene su­brayar la m aligna divergencia connivente al hecho de que el fu turo proyecto IDE busque deliberada­mente convertirse, ya desde el estado de m ero pro­yecto, en subjetividad hum ana objetivada y, por lo tanto, en fatalidad sintética, precisam ente a través del mercado, o sea, a través de intereses y fines en principio ajenos a su propio, intrínseco, fin, al tra ­ta r de com prom eter, tal como ya he descrito, el inte­rés p articu la r de los m agnates industria les en un grado de inversiones anticipadas suficiente para que cualquier posible suspensión del proyecto apareje una catástrofe económica de tales proporciones que toda la nación se vea obligada a acep tar y hasta apo­yar la continuación. Así, el empeño en la objetivación, al movilizar como instrum ento objetivador intereses y fines ajenos a los específicos del proyecto, pone, m ediante una deliberada falta de transparencia en­tre el designio y su instrum ento, fuera de juego cua­lesquiera consideraciones sobre el contenido propio del proyecto. La espontánea presión del interés p a r­ticular, que el liberalism o tradicional consideraba la

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involuntaria pero a la vez m ás certera prom otora del beneficio público, es solicitada y puesta en juego aquí para d e s tru ir las sim ples condiciones de posi­bilidad de cualqu ier o tra opción que no sea la ya de­cidida de antemano, por soberano arb itrio del poder, como la m ás beneficiosa para el in terés público de la entera sociedad.

24. Visto, pues, hasta aquí, adonde hem os ido y adonde todavía podríam os ir a dar, a través de las amplificaciones institucionales y hasta estatales por la que vengo llam ando dirección objetiva de sentido del refrán de la flecha, esbozaré tan siquiera una vis­lum bre de lo que parece asom ar por la que llamo, a su vez, dirección de sentido subjetiva, si, paralela­mente, refiriésem os cosas como la am enaza o la ven­ganza, con su terrib le lema «Identidad obliga», no ya a sujetos personales —únicos sujetos vivos y ver­daderos—, sino a sujetos que, en principio, tan sólo lo serían, o deberían serlo, en el sentido gram atical de la palabra, como, po r ejemplo, el Estado. Lo p ri­mero que el cam bio me suscita es la im presión de que lo que el arquero individual enajena y objetiva en el arco y la flecha, aun sin dejar de ser genética y fisonóm icam ente relacionable, es, sin embargo, no sólo cuantitativa sino tam bién cualitativam ente in­com parable con lo que —aun dando por buena la de­sacreditada figura de un contrato— el conjunto de subjetividades vivas y verdaderas de una colectivi­dad hum ana enajena y objetiva en el arco tenso de un Estado. Conviene, sin embargo, in tercalar en este punto la advertencia de que, por m ucho que, desde cierto punto de vista, el Yo del Estado sea, en cuan­to sujeto, una ficción gram atical, un ídolo del teatro, tan sólo la miopía de un nominalismo obstinadam en­te ingenuo puede desdeñar la realidad autónom a operante de esa personalidad subjetiva m eram ente atribu ida, y —como si tal a tribución pudiese ser in-

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muñe a indeseables consecuencias— volver a rem i­tirla sin residuo a los sujetos hum anos en quienes pretendidam ente se encarna. Para tal clase de nomi­nalistas, el Estado tan sólo tom aría atribuciones gra­m aticales de sujeto como abstracción de los sujetos hum anos que, según ellos, realm ente lo encarnan, cuando, por el contrario, m ás bien sería sujeto ju s­tam ente en cuanto plasm ación autónom a v irtual­mente resultante de la vam piresca des-encarnación de esos mismos sujetos en quienes se pretende en­carnada. La subjetividad del Estado, lejos de rem i­tir a nada que lo encarne en cada sujeto singular, denota, a pesar suyo, lo que incluso en las entrañas de esos sujetos está desencarnado. El gran Yo del Es­tado vive, como un vampiro, de la desencarnación de los sujetos en los que se pretende legítimamente sub­rogado. Dicho esto, considérese ahora que, si pare­ce bastan te verosímil que, pongam os por caso, la indefectibilidad con que el Yo del Estado necesita ha­cer caer el peso de su aparato de justicia sobre la cerviz del delincuente tenga por fundam ento un prin­cipio análogo al del Yo individual: la identidad; por el contrario, m ientras con respecto al Yo individual todavía podía caber la duda sobre la suficiencia de la psicología y no disonaban palabras psicológicas, como «soberbia», en cambio, con respecto al Yo del Estado resu ltaría totalm ente risible tan sólo conje­tu rar la eventual aplicabilidad de la psicología a ma­nifestaciones como la necesidad de indefectibilidad de su justicia.

25. La indefectibilidad de la justicia estatal reside en esa actuación constante que llamam os «vigencia» y que consiste en e s ta r y m antenerse operando aun fuera de ocasión y al m argen de cualquier positiva solicitación por el agravio. Su indefectibilidad nada tiene que ver con la venganza de parte, a la que ha desencarnado, a la que ha desposeído, y en quien se

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ha subrogado, sino que es la indefectibilidad de algo estatu ido en form a de cum plim iento perm anente; algo que, como la tu rb ina del molino, no deja de es­ta r g irando noche y día, haya o no haya grano que moler. Y, a este respecto, me viene a la m em oria cier­to pasaje que mi inolvidable y m alogrado amigo don Jacinto B atalla y Valbellido dejó escrito en el orig i­nal inacabado de su libro inédito, Estam pas mejica­nas, y que dice así: «En la feria de Querétaro, en 1938, tuve ocasión de ver un insólito au tóm ata de b a rra ­ca: una figura algo m ayor que el natural, en talla policrom ada, que tenía vendados am bos ojos, que­riendo indudablem ente represen tar a la Justicia, y la espada em puñada con las dos manos; algún resor­te oculto, cuyo eje se dejaba entrever en las axilas, algo m anchadas de lubrificante negro y oleoso, le ha­cía ba ja r los brazos de modo que la espada fuese a dar sobre el tajuelo que tenía delante, para luego vol­ver a levantarse pesadam ente y repetir el golpe, todo ello a intervalos regulares. Este au tóm ata debía de estar, por entonces, incompleto, porque, lógicamen­te, uno se habría esperado hallar otro muñeco, igual­mente autom ático, que representase al reo, con el cuello apoyado en el tajuelo, y que po r resortes pro­pios separase la cabeza del tronco a cada tajo de la espada, para volverlos a ju n ta r en espera del siguien­te; pero a esta pérdida del personaje que sin duda había com pletado en un principio el conjunto del ju ­guete suplían ahora, en c ierta m anera, los chiquillos que, cuando el dueño de la barraca no m iraba, juga­ban a poner un brazo, y alguno incluso el cuello, encim a del tajuelo, como desafiándose a ver quién aguantaba m ás antes de que la espada lo alcanzase, aunque, al ser ésta de m adera, por muy repintada de p u rpu rina im itación-acero que estuviese, tam po­co podría haberles hecho dem asiado daño». A seme­janza de este au tóm ata de feria que no escapó a la m irada siem pre atenta del m alogrado Don Jacinto,

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la indefectibilidad de la justicia parece consistir en un autom atism o que hace caer sobre el tajuelo el gol­pe de la espada con intervalos m ínim os y siem pre idénticos e independientem ente de que halle o no un cuello de reo bajo su filo. La ceguera de los ojos ven­dados con que la tradicional alegoría la representa es m ucho m ás que la ceguera ante la particu laridad de cada reo; es la ceguera de la anticipación, para la cual no hay ya nada nuevo: ninguna nueva pasión de vengador ante cada nuevo agravio, sino la antici­pada desencarnación de todas las pasiones vengado­ras en una única, v irtual venganza ya cum plida en vacío y para siem pre —y por tanto, sin traum a ni pasión— por la sola instauración de un aparato de justicia, que, an terio r a cualquier posible agravio, se limita a repetir la ejecución de aquella única senten­cia ya fallada, y en la que el ejecutado es siem pre el m ism o reo: el que aparece m entado una vez sola y de una vez por todas en el código.

26. La ju stic ia codificada del Yo estatal, o sea, el derecho, anticipa la relación entre delito y castigo (incluso puede decirse que el delito es el agravio re­trospectivam ente considerado desde el juicio o des­de la sentencia), y en esta relación anticipada tiene que considerarlos como sim ultáneam ente dados, re­duciendo la sucesión al orden m eram ente lógico. Esta justicia es desencarnación de la venganza, en­tre otras cosas, por hacer caso om iso del orden tem ­poral, y con éste, de los sujetos anim ados. Pues, si bien puede decirse que el nexo de necesidad que unía la venganza con el agravio com portaba tam bién un orden lógico, este orden lógico mismo estaba inmerso y confundido en el orden tem poral en el que se fun­daba y del que no podía ser desglosado, pues al tener la relación de la venganza con el agravio el carác ter de reacción, tal relación perm anecía inm anente al orden temporal, pues obviamente el propio concepto

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de reacción ni tan siquiera puede ser pensado al m ar­gen del orden tem poral. Casi como ilustración esco­lar de ello, puede decirse que la necesidad de que toda reacción suceda a una provocación sólo quiere decir que ese es el orden lógico en que, a causa de su inm anencia al orden tem poral, habrán de suceder- se, pero no quiere, evidentemente, decir que a toda provocación suceda necesariam ente una reacción. La no necesidad de que aquí goza el segundo de los té r­minos es el privilegio característico del orden tem ­poral que llamam os contingencia. Pero al considerar tan sólo el orden lógico de la relación —donde am ­bos correlatos, delito y castigo, han de considerarse como sim ultáneam ente dados—, el derecho desen­carna a la venganza, de la que se pretende sucesor, despojándola del carácter de reacción. El derecho no es provocado por el delito, no reacciona frente a él, sencillam ente actúa, al tener perm anentem ente en juego la relación lógica preestablecida. El derecho no tiene tam poco la inexorabilidad activa y pasio­nal de la venganza, sino la inexorabilidad inerte y ciega de un organism o inanimado, como la del autó­m ata de feria que vio en Q uerétaro el llorado Don Jacinto; aunque a prim era vista parezca lo contra­rio, a su actuación no escapa nunca ningún reo, pues el que alguno se sustraiga de hecho al cum plim ien to ejecutivo, ello no es sino una contingencia relega da al cam po de la facticidad, que, para el punto de vista del derecho, no es, a su vez, más que una serví dum bre de orden técnico, respecto de la cual no ha lugar a hacer cuestión de que el derecho mismo pueda haber fallado, como lo prueba el que éste no precise la presencia del reo, ni tan siquiera su de term inación, para llevar a cabo sus propias actúa ciones. Por el contrario, que el au to r de un agravio acreedor a la venganza acabase hurtándose de lu­cho a la persecución del vengador suponía un fallo de la venganza misma, un verdadero incum plim ien

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to, por cuanto la venganza era inm anente al orden temporal y sólo podía cum plirse en su facticidad. La inm anencia al orden tem poral, con la consiguiente necesidad de encarnación en la subjetividad, supe­ditaba el nexo de necesidad entre el agravio y la venganza a las contingencias de la facticidad; con­tingencias entre las cuales no está dicho que no pue­dan incluirse la com pasión sobrevenida y el perdón. El derecho ha codificado como relaciones lógicas las correspondencias entre delitos y castigos, por cuan­to la inm anencia al orden tem poral de la reacción, como trance interm ediario, abría una grieta por la que las contingencias podrían in te rfe rir el cum pli­miento. En el derecho, el gran Yo del Estado querría deliberadam ente haber elaborado un sistem a de fa­talidad sobre las cabezas de los reos; un órgano pre­ventivo contra la delincuencia, pero no para im pedir el delito antes de que se cum pla, sino para tener al reo, aun antes de delinquir, fijado a su destino. El derecho, am asado con el producto de la desencarna­ción y expropiación de todos los im pulsos vengati­vos, com pensa a los despojados garantizando la fatalidad para los reos. Por eso el pueblo que acude a las ejecuciones públicas no aplaude porque en la fatalidad que el derecho culm ina sobre la cerviz del reo sienta cum plido su propio poder, sino porque siente vengada su impotencia. Si la venganza de parte tenía que producir activam ente, en cada caso, la síntesis de la fatalidad, el derecho es ya fatalidad sin­tetizada en el autom atism o anticipado de sus pres- i ripciones.

Madrid, febrero de 1987 y enero de 1988

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C u a r ta p a r te

E sa s Y ndias e q u iv o c a d a s y m a ld ita s

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»

I. Requirim iento

Ignoro si en el año 1525, o sea, 12 años después tic su p rim era aplicación, la práctica, tan escanda­losamente formalista, del «requirimiento» había caí­do en tal descrédito que hubiese precipitado en el desuso. Sea de ello lo que fuere, H ernán Cortés era mucho m ás escrupuloso y concienzudo que sus pre­decesores, y es difícil pensar que se contentase con i um plir form alm ente, aun a sabiendas de que los destinatarios no lo oían o no lo entendían, el m an­dato del requirim iento. Cortés hacía las cosas con i uidado y con rigor; así en la ca rta Va, donde da » uenta de su expedición a las Hibueras, nos relata un caso que, de hecho, com porta un ejem plo de apli- «ación del requirim iento por parte de Cortés.

Transcribo sus palabras: «Y ofrecióse que un es- panol halló un indio de los que traía en su com pa­ñía, natural destas partes de Méjico [extranjero, por tanto, en la región que atravesaban], comiendo un pe­dazo de carne de un indio que m ataron en aquel pue­blo cuando entraron en él y vínomelo a decir, y en presencia de aquel señor [un pequeño cacique maya que se había presentado a los expedicionarios] le hice

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quemar, dándole a entender la causa, que era por­que había m uerto1 [esto no concuerda con lo de más arriba: “que m ataron en aquel pueblo cuando en tra­ron en él”, donde parece tra tarse de una m uerte en combate] aquel indio y com ido dél, que era defendi­do por vuestra m ajestad, y por mí en su real nom bre les había sido requerido y m andado que no lo hiciesen, y que así, por le haber m uerto y comido dél, le m andaba quem ar, porque yo no quería que m ata­sen a nadie, antes iba por m andato de su m ajestad a am pararlos y defenderlos, así sus personas como sus haciendas, y hacerles saber cómo habían de te­ner y adorar un solo Dios, que está en los cielos, cria­dor y hacedor de todas las cosas, por quien todas las cria tu ras viven y se gobiernan, y dejar todos sus ído­los y ritos que basta allí habían tenido, porque eran m entiras y engaños que el diablo, enemigo de la na turaleza hum ana, les hacía para los engañar y lle­varlos a condenación perpetua, donde tengan muy grandes y espantosos torm entos, y por los apartar del conoscim iento de Dios, porque no se salvasen y fuesen a gozar de la gloria y bienaventuranza que Dios prom etió y tiene aparejada a los que en él ere yeren, la cual el diablo perdió por su m alicia y mal dad, y que así mismo les venía a hacer saber cómo en la tie rra está vuestra m ajestad, a quien el univer so, por providencia divina, obedesce y sirve, y que ellos asim ism o se habían de som eter y es ta r debajo de su im perial yugo y hacer lo que en su real nom bre los que acá por m inistros de vuestra majestad estam os les m andásem os, y haciéndolo así, ellos se rían muy bien tra tados y m antenidos en justicia y am paradas sus personas y hacienda, y no lo hacien

1. «M uerto» se ha usado h asta hace poco com o p a rtic ip io de mu lar, en el p re té rito com pu esto : «yo lo he m uerto»; hoy se p re fii n «yo lo he m atado».

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ilo así se procedería contra ellos y serían castigados conforme a justicia».2

Cortés encarece el cuidado y la paciencia con que se extendió en estas y otras consideraciones, y no hay iluda de que, a diferencia del modo form alista y ru- I inario con que en un principio había sido aplicado el «requirim iento»,3 puso todo el escrúpulo del m un­do en que el cacique se enterase bien de todo a tra ­vés de los intérpretes, pero bien puede apreciarse en lo citado con qué astucia y qué sutileza Cortés usa la religión como instrum ento de dominación: prim e­ro, el preám bulo a te rrado r del indio quem ado vivo en presencia del cacique, enseguida la explicación ild motivo de un castigo semejante y la doble subro­gación por la que Cortés se subroga en el em pera­dor, y éste, a su vez en la divinidad, en cuanto aquel «a quien el universo, por providencia divina, obede- i f y sirve», de suerte que los «muy grandes y es­pantosos torm entos» que am enazan a los que no se avienen a de ja r los ídolos y ritos que hasta allí han tenido, como ha hecho el indio quem ado vivo por practicar el rito de com er carne hum ana, vienen a confundirse, por una doble subrogación paralela con rl torm ento de m orir quem ado que ha padecido el Indio.

La infracción del m andato de Cortés contra la an- liopofagia es infracción del m andato del em perador rn quien Cortés se subroga e infracción del m anda­to de Dios en quien, a su vez, se subroga el em pera­dor. La astu ta coordinación subrogatoria de las tres autoridades confunde en uno el m andato contra la mil mpofagia, y así el castigo de m orir quem ado vivo a que Cortés condena al infractor aparece a los ojos d d cacique confusam ente relacionado o identifica­do con los «muy grandes y espantosos torm entos»

i Cartas de relación, C a rta V, 3 de sep tiem b re de 1526 .I Véase la N ota 1.

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que aguardan a quienes no «dejan los ídolos y ritos que hasta allí han tenido».

La deliberación con que Cortés urde y dirige todo el episodio de form a tal que la religión le rinda el máximo provecho como instrum ento de dominación viene ya sugerida por la palabra con que empieza el relato: «y ofrecióse». El verbo ofrecerse indica bien a las c laras que el caso es considerado como ocasión oportunam ente aprovechable para un propósito en principio ajeno a él. El pecado de antropofagia del indio ha venido ello por ello —como se dice en Ex­trem adura y podría haber dicho el propio Hernán Cortés—, o sea, como de molde para lograr la sumi sión del cacique maya y de su pueblo, y Cortés, con toda la agudeza y todo el tino del m ás perverso ins tinto de dom inación, im provisa exactam ente el es­pectáculo que conviene a sus designios, apurando hasta la ú ltim a gota la posibilidad del caso que tan oportunam ente se le ha ofrecido.

N aturalm ente, no pretendo en modo alguno que esta descripción del uso de la religión como instru ­m ento de dom inación se corresponda con la repre­sentación patente a la conciencia de Cortés. Aunque no pueda pensarse que no fuese consciente de su pragm atism o —tal como lo evidencia la palabra «ofrecióse»—, de su orientación de las cosas con arreglo a unos fines, lo dem ás apenas llegaría tal ve/ a sospecharlo, tal como es propio de lo que me he lim itado a llam ar perverso instinto, que no precisa ninguna clara conciencia racional para alcanzar, cei tero como un tiro de ballesta, la diana del designio

2. El m al sin malo

He establecido, por consiguiente, una dualidad de planos, esto es: el plano de lo claram ente manifiesto a la conciencia de Cortés, como sujeto empírico, y

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el plano de una realidad ultraindividual, el univer­sal h istórico de la dom inación, superio r y oculto a esa conciencia, pero que dirigía, no obstante, el puro instinto ciego —especialm ente receptivo en un hom ­bre como H ernán Cortés—> de suerte que acertase en cada caso exactamente con lo que había que hacer.

Es esta dualidad de planos lo que el nom inalism o del positivismo histórico se niega a reconocer, acep­tando tan sólo la realidad del sujeto em pírico y re­chazando —tal como el dogma nom inalista obliga— cualquier posible realidad u operatividad que no sea pura m etáfora al universal.

No cabe duda de que, acostum brados como esta­mos a unas instituciones de justicia que, contra la clamorosa evidencia estadística del condicionam ien­to sociológico de las conductas delictivas, inculpan v condenan como si el libre albedrío no fuese uno de los recursos más escasos entre los humanos; acos­tumbrados, digo, a este infantil reparto de papeles, bueno y malo, com prendo que a m uchos pueda re­sultar tan arduo como tu rb ad o r cualquier punto de vista que dism inuya en algún grado la responsabili­dad de los autores de tan trem endos e incontables crím enes como los que constituyen la tram a dom i­nante en la conquista y colonización de América, pero en esto consiste justam ente el mayor espanto de la H istoria Universal.

Para lo que trato de decir puede resu lta r ilustra ti­va la anécdota de aquel que le reprochaba a otro la lerocidad de su anticlericalism o, diciéndole: «¡Pero, hombre! ¿Cómo puedes envenenarte hasta tal punto la sangre con los pobres curas? Tendrán todos las nuñeterías y m ezquindades que tú quieras, las de- lorm aciones de su ya de por sí deform e profesión, peto es injusto y cruel condenarlos como m onstruos tle maldad, porque ellos no son al fin m ás que unos Infelices m andatarios; el único que es verdaderam en­te malo es Dios». El m ism o cuento puede aplicárse­

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les a los que frente a la fam osa «historia escrita des de el punto de vista de los vencedores» pretenden oponer una «historia escrita desde el punto de vista de los vencidos».

Esta segunda sería, en cuanto h istoria, tan falsa e ingenua como la prim era, a la que tra ta r ía de con futar, pues el nominalismo positivista igualmente im plicado en las palabras «vencidos» o «vencedores», que entendería las cosas com o si los sujetos empíri eos fuesen los únicos protagonistas efectivos, esca m otearía la percepción teórica fundam ental: que el verdaderam ente malo es Dios, o, lo que viene a ser lo mismo, la H istoria Universal.

«La m ediación dialéctica de lo universa! y p a rti­cu lar —dice Adorno en su Dialéctica negativa— no autoriza a una teoría que opte por lo particular, para pasarse de rosca, tra tando lo universal como si fue se una pom pa de jabón. La teoría se haría así inca­paz de com prender tan to la funesta hegem onía de lo universal en lo establecido, como la idea de una situación que, haciendo descubrir a los individuos su verdad, despojaría a lo universal de su m ala par ticularidad.»

La cosa es, pues, m ucho m ás execrable y m ás fatí­dica que si pudiese dársele rostro y nom bre huma nos. Lo que, en cuanto representación consciente, llegó a ser incluso para los m ás perspicaces de sus sujetos em píricos nada llega a expresarlo m ás aguda mente que el siguiente pasaje de s ir W alter Raleigli, capaz de hacer —por una vez acaso con razón— las delicias de cualqu ier psicoanalista: «La Guayana es una tierra que tiene todavía intacta su virginidad; ja más saqueada, arada o trabajada; la faz de la tierra sin romper; la virtud y la sal del suelo sin gastar poi el abono; las tum bas sin a b rir para sacar el oro; las imágenes de los dioses aún por d e rrib a r de lo alto de los templos».

Como puede apreciarse, un desencadenam iento de

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los peores instintos de profanación, de ultraje, de de­predación. Pero el factor desencadenante, capaz de lesponder satisfactoriam ente a la pregunta: «¿De tlúnde sale de pronto este delirio?», o sea, la esencia de lo que se pretende festivam ente conm em orar en la Disneylandia sevillana de 1992, como una efemé- i Ide que tuviese algo que ver con lo que desearíam os que se considerase humano, tiene los rasgos infor­mes de un mal sin malo, sólo con despreciables m andatarios, enajenados y como arrebatados de sí mismos po r el fu ro r de la dom inación.

En una p alab ra , la pérd ida , im p erio sa p ara qu ien n tienda al ru ido de fondo de los testim onios, la p é r­dida de u n su jeto em p írico com o ú ltim o respon­sable a qu ien in c rim in a r de tan an ch a y tan larga I ragedia —conform e a la con fiad a versión con que «•I nom inalism o h ab ía logrado q u itá rse la de enc i­m a— ha de en c o n tra r tan to en apo logetas com o en de trac to res del descubrim ien to , la co n q u is ta y la i olonización la com prensib le resistencia de quien se ve an te la tu rb a d o ra situ ac ió n de que todo, sin d e ja r de ser igualm ente h o rrib le y doloroso, es m ucho m ás Inexplicable, sobrehum ano , in frahum ano , gratu ito , timen de m ucho m ás sórdido, ra s tre ro y m iserab le «le cu an to pu ed a se rlo incluso u n a leyenda negra, que, cu an d o m enos, p o d ría v an ag lo ria rse p o r el mé- t tto, c ie rtam en te du d o so y d iscu tib le , de o s te n ta r el tenebroso re sp lan d o r de la m aldad .

Pero la capacidad teórica del conocim iento histó- t Ico quedaría lam entablem ente castrada, al verse re­ducida al mero registro de los datos, feneciendo en m i puro análisis, com paración y clasificación, y, en consecuencia, sin poder em itir una sola palabra i utica y, por ende, productiva y liberadora que decir.

El positivismo histórico desprecia, pues, como mi­tología, la presunción de que haya realm ente «desig­nios del Altísimo», «H istoria Universal», que hacen n los hom bres agentes o instrum entos de su ejecu­

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ción. La afirm ación nom inalista de que los ojos no ven al Altísimo, de que no ven H istoria Universal, de que no ven más que individuos hum anos m ás o me­nos racionales o irracionales como agentes de la historia es em píricam ente indiscutible, pero no es menos cierto que el movimiento, la acción y el pro­tagonism o de esos m ism os sujetos em píricos se do­blegan a las consignas del universal, extrapolándolo y enajenándolo de sí y poniéndolo, como su propio dueño y señor, por encim a de sus cabezas, hasta tro­carlo en una fuerza real, superior y ya completamen te sustra ída al control de sus deseos y voluntades, a sem ejanza del Yahvé Sabahoz que desde el Sinaí puso Moisés sobre las cabezas del pueblo de Israel, para lanzarlo arrebatado en puro fu ro r de dom ina­ción y de exterm inio sobre la tierra de Canaán y so­bre los pueblos que la habitaban. ¿Se atreverá algún nom inalista a a firm ar que si Yahvé Sabahoz no hu biese sido una fuerza real, aun nacida del hechizo de Moisés, ajena y superior a la pluralidad de los su jetos em píricos que form aban las 12 tribus de Israel, se habría llevado a cabo con una resolución y una eficiencia tan definitivas la conquista y dominación de Palestina?

M ientras sigan diciendo, contra toda evidencia, que el nom bre de la pa tria es un m ero flatus uocis, no sólo no lograrán nunca explicarnos como es qui­los sujetos empíricos que son los soldados individua les se dejan llevar como un solo hom bre (tal como gustan de decir los oficiales y como el propio uní forme pretende sugerir), cantando ese sacrosanto lia tus uocis, al m atadero del cam po de batalla, sino, lo que es peor, nunca afilarán el aguijón teórico precl so para despanzurrar la muy real diosa siem pre se dienta de sangre que lleva por nom bre lo que un nominalismo, ya sospechosam ente pertinaz y resis­tente a la evidencia, sigue despachando como puní flatus uocis.

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Pero mi objeción acerca de una «historia escrita desde el punto de vista del vencido» no se lim ita a su falsedad en cuanto h istoria planteada, a tenor de la intención que su propio nom bre indica, como con­trapolo a la «historia contada desde el punto de vis­ta del vencedor», que, ciertamente, se caracteriza por hacer a los singulares sujetos empíricos humanos in­discutibles protagonistas de gloriosas hazañas, con­forme a un m odelo épico m ás bien tardío, ajeno al tono dom inante en los cronistas del siglo XVI, y, a mi entender, surgido especialm ente en los textos esco­lares del siglo XIX y principios del XX, elaborando los hechos conform e a un tratam iento que los deja­ba ya d ispuestos para sa lta r directam ente al comic. Y, en efecto, el recuerdo escolar que los de mi edad tenemos de la enseñanza de la historia patria se pue­de superponer perfectam ente a cualquier h istorieta Ilustrada de tebeo.

Tal c lase de p resen tac ió n de las h is to r ia s del D escubrim ien to4 y la conqu ista , co m p o rta im plí- t itam en te un ju ic io de los hechos que p arece en ciertos casos no acabar de atreverse a ser declara­damente ético, como si un resto de pudor lo retuviese en cierto lugar ambiguo, form alm ente estético, pero •in renunciar a propugnarse tácitam ente como éti­co Por supuesto su categoría estética casi exclusiva m la de la «grandeza»; c ircunstancia que guarda, a mi entender, una concomitancia inevitable con lo que miele llam arse «historia contada desde el punto de vista del vencedor», o sea, con la h istoria concebida romo m isterio glorioso. Y en ese punto es donde con­sidero que debería desplazarse el acento tan desa­fortunadam ente colocado por quienes hablan de una posible «historia contada desde el punto de vista del voncido». El intercam bio que, a mi entender, pondría rl acento en el punto adecuado, no es el que pone al

4 Véase a N ota 2.

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vencido en el lugar del vencedor, renunciando a me­noscabar y poner en entredicho el orden m ism o de com prensión en que la h istoria quiere despacharse como un acontecer siem pre dotado de sentido hu­mano, sino el que ponga las nociones «dolor»/«feli- cidad» en el lugar del par «m iserias»/«grandezas».‘i A ello tendería, sin duda, por su propia intención, cualquier «historia contada desde el punto de vista del vencido», pero aún le fa ltaría p rivar de real pro­tagonismo al sujeto em pírico del vencedor, única for­ma de p rivar a la h istoria m ism a de su justificación por el sentido, m ostrando cómo en el sentido reside, justam ente, su malignidad, y correlativam ente cómo el sinsentido, el no tener sentido, el ser fin en sí m is­ma, es el a tribu to esencial de la felicidad; con lo que sólo la denuncia del sentido puede hacer justicia al sufrim iento. De otro modo, la grandeza agradecerá secretam ente a su buena estrella el haber logrado sa­lir, al fin y al cabo, bien librada de la venganza del do­lor, que, en su ignorancia, no ha acertado a despojar su imagen de la com pensación —estéticam ente tan gratificante como cualqu ier o tra— de poder seguir luciendo por los salones el no por negro m enos ele­gante atuendo de la perversidad. De lo que puede ser un ejemplo, aunque sum am ente mediocre, lo inten­tado por Saura en su película El Dorado.

3. Dos actitudes

De modo, pues, que, con respecto a la H istoria Uni versal, em pieza uno por tropezarse con dos actitu des de principio, que casi parecen psicológicamente determ inadas por el ca rác te r personal. La una es la que llam aré actitud estética, cuyo criterio o catego ría principal es la de la grandeza de las hazañas de

5. V éase la N ota 3.

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Itt historia y de sus creaciones. Antropológicam ente Inmersos en una historia en que el im pulso de do­minación hunde sus raíces en un ayer inm em orial, lodos seguimos siendo sensibles a los valores de la dominación, pues al mismo tiempo que una volun-

i lul iosa ética se esfuerza po r negarlos de boquilla. Como cuando a los niños se les predica en la iglesia (»enseña en las escuelas la m ansedum bre, la condes-

i tendencia, la am istad, la generosidad, etcétera, te r­minada la clase, la sinceridad estética los llevará a los sangrientos goces predatorios de películas del oeste y, en general, el m ás m anso de los hom bres se recreará en las bellezas de la depredación, y los ani-

| males m ás prestigiosos y adm irados seguirán siendo los que tengan pico de rapaz, colm illos de carnívo­ro, garras de halcón o zarpas de felino.

Tan honda parece ser tal preferencia estética p ri­maria hacia los carnívoros depredadores que no ha

I (le faltar quien diga que los hombres descubren a tra- ¡ Ws de ella la envidia hacia lo que ellos, al menos en

«Ittún rincón de su alm a y a despecho de todas las tttlmoniciones pedagógicas, siguen queriendo ser. De modo, pues, que la m entalidad estética, que juzga de lit historia según el criterio de valor de la grandeza, tillaría, a tenor de esto, bien distante de ser superfi­cial. hasta el punto de parecer antropológicam ente pie histórica.

Tenga lo que tuviere de cierto esta sospecha, lo in­dicado, por sí o por no, respecto del otro criterio de valor que rige la m irada hacia la historia, será tal

i ve/ abstenerse de toda consideración de antigüedad, m raigo o fundam ento antropológico, pues quienes ta la n por él juzgan, implícitam ente, que no tienen nliligación alguna de legitim ar su opción en antigua­llas o en sinceridades aním icas, ni menos pedir dis­culpas por su índole represiva o heterónom a, pues n i i uanto a represión y heteronom ía nada supera a lo que tal punto de vista toma por criterio frente al

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de la grandeza, esto es, al dolor en relación con quie­nes lo padecen.

Así que no hay que am edrentarse cuando el quelo sabe todo acerca de las alm as viene a decirnos: «La compasión que dices sentir por los esclavos bajo el palo del esb irro no es en tu alm a m ás que efecto de la represión de un superego heterónom o e im pos­tor que invierte en com pasión por los esclavos la ad­m iración y envidia que en el fondo sientes por el esb irro que tú querrías ser».

4. Totalitarismo diacrónico

Pero al c riterio de valoración estético no parece gustarle en muchos casos confesar el predom inio to­tal del sentim iento de grandeza que le inspiran las sangrientas hazañas en que se recrea, sino que lo es­cuda a m enudo detrás de la coartada de la fun­cionalidad política, convalidando los m ás feroces atropellos como procedim ientos dolorosos pero ne­cesarios para las grandes creaciones de la histo­ria; creaciones que para Menéndez Pidal serían por excelencia los imperios: «Los imperios», dice tex­tualmente, «a pesar de las vitandas injusticias y calam idades de m uerte inherentes a toda vida, son en la Biblia y en la teología cristiana el grandioso instrum ento con que la providencia divina gobierna a los pueblos». Frase que, ciertam ente, plantearía las más serias dificultades si hubiese que decidir quién acarrea m ayor descrédito a la gran epopeya h istó ri­ca de los españoles, si sus apologetas o sus detrac­tores. Es curioso cómo pasa M enéndez Pidal por encim a de lo que, con pintoresca expresión, llama «vitandas injusticias» y de lo que, con expresión to­davía m ás pintoresca y hasta retorcida, llam a «cala­m idades de m uerte inherentes a toda vida», donde se d iría que alude a lo que de vida, de realización

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vital, tendría, según él, la creación de un imperio. De ser así partic iparía a su m anera de las concepcio­nes hegeliana y m arxista de la violencia y la m uerte producida por unos hom bres a otros hom bres; para Hegel, la violencia es una necesidad del esp íritu en la grandiosa epopeya de su autorrealización objeti­va; para Marx, la violencia es la com adrona de la his­toria; o sea, la que ayuda a toda vieja sociedad a dar a luz —se supone que por un parto m ortal para la m adre— a la nueva sociedad que lleva en sus en tra ­ñas, o el «instrum ento», según versión de Engels, «por m edio del cual el movimiento se abre cam ino y hace saltar, hechas añicos, las form as políticas fo­silizadas y m uertas».

Aunque piense, indudablem ente, en bien d istin ta clase de engendros de la historia, Menéndez Pidal concede, sin em bargo , a la v io lencia , a la m u erte de unos hom bres por m ano de otros hom bres, un papel análogo al que se le concede en las concep­ciones de Hegel y de Marx: el de instrum ento de creación histórica. Para Menéndez Pidal ya hemos visto que esa creación se encarna bajo la form a de los grandes im perios. Y la grandiosa tachunda wag­neriana, que, a tenor de su concepción inconfesada- mente estética (como en el fondo lo eran la de Hegel y, en alguna medida, incluso la de Marx), venía a ser nara él la Historia Universal no podía detenerse ante las «calam idades de m uerte», que por ser «inheren­tes a toda vida» tenía que acarrea r para d a r vida a sus grandes creaciones.

Es curioso observar cómo incluso quienes conde­nan el totalitarism o como form a de Estado, incrim i­nándolo de e s ta r dispuesto a sacrificar al individuo en beneficio de la totalidad, no sientan el m ism o es­cándalo ni adviertan lo oportuno de análoga incri­minación cuando no es en la sincronía de un régimen político estatuido, sino en la diacronia de un proce­so histórico de form ación de una entidad política,

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im perial o no, donde sin el m enor reparo se llevan al m atadero de la h istoria todos los individuos que requiera la construcción de la totalidad, en una es­pecie de auténtico y m ás feroz to ta litarism o h istó ri­co diacrònico.6

No hace falta ser dem asiado m alicioso para sos­pechar que el criterio, inconfesadam ente estético, de la grandeza, como categoría dom inante en la valora­ción de los hechos de la historia, necesita del estruen­do de las arm as y de la efusión de sangre, como imágenes sin las cuales perm anecería en el limbo in­coloro de lo abstracto el esp íritu de dominación, que constituye el verdadero vino de quienes se em bria­gan en sentim ientos de grandeza. Quiero decir que el referente real de la categoría em ocional y estética de la grandeza al fin no es otro que el de la dom ina­ción y del poder.

5. Apologetas descarados y vergonzantes

Entre la vasta fauna de los apologetas de la gran­deza histórica tampoco faltan quienes conceden, con solícita pero no solicitada generosidad, que c ie rta ­mente hubo grandes abusos, donde ya el mero em ­pleo de la palabra abuso com porta un ap a rta r a un lado lo que hubo de sobrante innecesario en el esfuerzo, lo que éste tuvo de excesivo; pero en el reconocim iento de algo que sobró se refrenda la necesidad de todo lo restante; en la condena de la parte correspondiente del abuso se absuelve, legiti­ma y santifica la contraparte im plícitam ente aludida como uso de cuya ju sta y plausible m edida sobre­salga.

6. E s ta ¡d e a de « to ta lita r ism o d iacròn ico» está m ás d e sa rro lla ­d a en el en sayo «M ien tras no cam bien lo s d io ses, nada ha cam ­biado», Corolario 1.°, págs. 435-439 de este m ism o Volum en.

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Otros, m ás avisados, ni sienten necesidad alguna ile disculpas ni incurren en la ingenuidad de hab lar de abusos, porque los reconocen tan inherentes al es- lilo de acción de la H istoria Universal, tan necesa- i ¡ámente consubstanciales a la señorial generosidad de su epopeya, que les parecería hasta indigno de ella el detenerse en la m ezquindad de escatim ar esfuer­zos; sus sentim ientos de grandeza se avergonzarían ile una H istoria Universal atenta a calcular, como un tendero, el m ín im um de destrucciones, de lacera­ciones, de estragos, de torm entos y de m uertes ne- i osario para a lcanzar sus altos fines; antes, por el contrario, gustan de im aginarla excesiva, desbordan­te, sobrada de virulencia y energía, de suerte que el abuso le sea connatural, como la única form a posi­ble de concebir el uso de una m anera acorde con su dignidad. Pocos han acertado a expresar esta concep­ción estética de la historia, como historia del im pul­so de dom inación, como Ortega y Gasset en su clásico ensayo El origen deportivo del Estado:

«Por esto», escribe Don José, «la pa labra que m ás sabor de vida tiene para mí y una de las m ás boni­tas del diccionario es la pa labra incitación. Sólo en biología tiene este vocablo sentido. La física lo igno- ia. En la física no es una cosa incitación para otra, sino sólo su causa. Ahora bien: la diferencia entre causa e incitación es que la causa produce sólo un electo proporcionado a ella. La bola de b illar que choca con o tra transm ite a ésta un impulso, en p rin ­cipio, igual al que ella llevaba: el efecto es en la fí­sica igual a la causa. Mas cuando el aguijón de la espuela roza apenas el ijar del caballo pura sangre, este da una lanzada magnífica, generosam ente des­proporcionada con el im pulso de la espuela. La es­puela no es causa, sino incitación. Al pura sangre le bastan m ínim os pretextos para se r exuberantem en­te incitado, y en él responder a un im pulso exterior es más bien dispararse. Las lanzadas equinas son,

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en verdad una de las im ágenes m ás perfectas de la vida pujante y no m enos la testa nerviosa, de ojo in­quieto y venas trém ulas del caballo de raza [...] ¡Po­bre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan pronta al ensayo y al brinco! ¡Triste vida la que, iner­te, deja p asar los instantes sin exigir que las horas se acerquen vibrantes como espadas! ¡Da pena cuan­do uno piensa que le ha tocado vivir en una etapa de inercia española y recuerda los saltos de corcelo de tigre que en sus tiem pos m ejores fue la histo­ria de España! ¿Dónde ha ido a p a ra r aquella vita­lidad?»

Como puede observarse, el biologismo orteguia- no, que, con el gusto perfectam ente hortera de un aristocratism o dandy y deportivo —al que parece hacérsele la boca agua cada vez que repite «pura sangre»—, se entusiasm a con la arrancada del caba­llo al acicate de la espuela como la imagen m ás per­fecta de la pujanza vital, proyecta esta idea ya estética de vida o de vitalidad biológica sobre las re­presentaciones de la historia, transfigurando en la imagen de los saltos del tigre o del corcel los a rre ­batos históricos del fu ror de sojuzgam iento y predo­minio, convalidando como generosa efusión y hasta eclosión de vida respecto de la h istoria precisam en­te lo que en ésta no es sino el m ás tenebroso y asola- dor desencadenam iento de la muerte. ¡Tan mala som bra puede llegar a proyectar la imagen de la bio­logía sobre la historia!

Así, m ientras los apologetas de escuela orteguia- na encarecen la grandeza de la H istoria Universal como suprem a m anifestación de la vitalidad más ex­celsamente humana, recargando desafiantemente las tin tas de engreimiento, virulencia y afán de predo­minio de sus epopeyas, y poniendo así el acento más en el ejercicio, el esfuerzo y el em peño que en el lo­gro, los otros, m ás cobardem ente, se contentan con salvar a la H istoria Universal por la bondad y la dig­

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nidad de sus últim os designios, sin perjuicio de ir pidiendo a diestro y siniestro las m ás rendidas d is­culpas por la indudable enorm idad de los abusos que —según ellos— aun la m ás a lta y m ás noble em pre­sa hum ana se hallaría siem pre abocada a perpetrar.

Estos son los que incurren en la abyección de echarles a indios, negros u o tras cualesquiera gentes de color el brazo por la espalda, tra tando de ven­derles su propio pasado de m artirio y el reconoci­miento de la legitim idad de sus autóctonos valores culturales a cam bio de recabar su beneplácito para la común H istoria Universal, como en aquel repug­nante serial televisivo norteam ericano que llevaba por título Raíces y que recogía la secular h istoria de una familia negra desde el ancestro capturado, pues­to en cadenas y estibado en la sentina de un navio negrero, que lo arrancaba para siem pre del África natal, hasta el descendiente finalm ente libre, con su familia modesta, pero honrada y feliz, ya en los años de M artin Luther King, pretendiendo m ostrar cuán inescrutables son los designios del Señor y por qué insospechables cam inos y a través de cuántas fati­gas, hum illaciones y sacrificios había llegado final­mente a cum plirse en este últim o vástago, desde aquella m añana inm em orial de la captura en una re­mota playa de Guinea, el orgullo de haber con tri­buido a lo largo de diez generaciones a la creación de la gran nación am ericana.

En esta m ism a abyección —para la que, bajo el tí­tulo «encuentro», no fa ltarán cultivadores en la ce­lebración del V centenario— incurrirán cuantos acuden a echarles a los indios el brazo por la espal­da, interesándose por sus tradiciones ancestrales y deplorando la grave pérdida y el irreparable deterio­ro que, bajo la desconsiderada férula de la cu ltura de los dom inadores, han sufrido las esencias y valo­res constitutivos de su m ás prístina y genuina iden­tidad.

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6. Oviedo

Como se verá, entre las pocas citas que haga, pre­dom inarán las de la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo; en p ri­m er lugar, por ser, a despecho de la muy diversa ca­lidad de los inform adores consultados para cada región, la más com pleta de todas las crónicas de la época; en segundo lugar por haber sido, con el ca r­go de veedor de la fundición del oro, testigo directo de cuanto ocurrió en Castilla del Oro, bajo la gober­nación de Pedrarias Dávila, y en último, pero no me­nos importante lugar, por haber sido detractor de los indios, defensor de la conquista como cronista ofi­cial del em perador, con el cargo de alcaide de la for­taleza de Santo Domingo, donde residió muchos años escribiendo su gran historia, y finalmente, víctim a de Las Casas, que, siem pre rencoroso con sus ene­migos, lo infam ó en su propia H istoria y logró, con su enorm e influencia, que se suspendiese tras el p ri­m er tomo la publicación de la de Oviedo, que no al­canzó a verla im presa en vida. A pesar de lo cual, la m ism a percepción de una prepotencia sobrehum a­na como la que Las Casas intuyó a través de su pa­sión contra los españoles, y que, sin embargo, nunca logró abstraer de los sujetos em píricos, es tal vez lo que Gonzalo Fernández de Oviedo se ve obligado a reconocer —aun con todo el acatam iento que le ins­pira su a tribución a la divina voluntad— en hechos que, a sus ojos, rebasan todo alcance de hum ana comprensión. Así, bien puede sospecharse que es la m ism a desbordante sensación de algo insoportable­mente superior lo que, no acertando a rebasar en Las Casas los lím ites de lo intuitivo, se desencadenó en él como expresivo y público furor, y lo que, sentido bajo la form a de una íntim a experiencia deprim en­te y turbadora, Gonzalo Fernández de Oviedo no pudo pasar en silencio, viéndose impelido a darle voz

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v r \ presión en su relato, aunque no sin sentirse a laVI / tim oratam ente obligado a disculparse de su pro- I>1.1 ignorancia de m ortal —que bien podría invertir- m en disculparle su inescru tab ilidad a la divina |in potencia—: «Yo veo —dice, pues, Fernández de Oviedo— questas m udanzas e cosas de grand cali- ilnd semejantes no todas ve^es anda con ellas la ra- (,nii que a los hom bres pares?e ques justa, sino otra del mición superio r e ju icio de Dios que no alcanga- nms; y como él es movedor de todo (o m ás servidoili lo que sub^ede) e sin su voluntad ninguna cosa tu puede concluir, tengam os por m ejor lo que vemos . Irluar, pues no se alcanzan los fines para que se Imi fii las cosas; e de la providencia de Dios no nos i uuviene p laticar ni pensar sino que aquello convie­ne >.7 El sentim iento de la superio r prepotencia de I i Historia Universal, como realidad determ inanteV operante en los sujetos em píricos, ju ram entados i Incontenidos m andatarios, en su com portam iento .1. auténticos y enajenados posesos del fu ror de do­minación, es lo que está en la base de la intuitiva có-li i.i de Las Casas y de la tu rbadora experiencia que I f rnández de Oviedo no puede silenciar. Tal reflexión Ml'Uc inm ediatam ente a la narración del episodio de Cortés contra Pám philo de Narváez, que concluye iim «No quiero decir m ás en esto, por no ser odio- Mi a ninguna de las partes; pero en mi juicio yo no luillo qué loar a Cortés en su desobediencia, ni a d le quedó nada por u sa r en sus cautelas, para se i|iiedar en opinión y en officio ageno,8 contra la vo­luntad de cúyo era e se lo dio y encomendó; ni a r.unphilo de Narváez le faltó la penitencia de su des- i uydo, ni a Diego Velázquez quiso la fortuna dexar ih destruyrle, ni a Cortés desfavores^erle para salir i mi su propóssito, como ha salido». [A esto sigue, tras

7, //." gral. y ntral. de las Indias, lib ro X X X I I I , cap ítu lo X II.H. V ía se e l Apéndice II.

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punto y aparte, el párrafo de la reflexión citada.] Hay que tener en cuenta que Oviedo no escatim a elogios en su relato de la conquista de Nueva España, como la m ás adm irable em presa de América, ni a su pro­tagonista H ernán Cortés, aunque no deja de señalar los rasgos que todos le reconocen, como aquel, no recuerdo quien, que cuenta cómo le avisaron a Ve­lázquez, diciéndole: «Mire, vuesa merced, que es ex­tremeño», pues, al parecer, los extrem eños tenían en aquel tiem po fam a de doblez, frente a la lealtad que siem pre se les atribuyó, con motivo o sin él, a los cas­tellanos. Y el propio Oviedo, en cierto pasaje,9 dice: «E assí, usando del tiem po con los unos e con los otros, m añeaba [Cortés] e a cada parte daba conten­tamiento, e les agradesgía sus avisos, e les hagía en­tender que cada qual dellos era creydo e no sus contrarios» y en otro lugar10 «sintiendo Monteguma que aquellos halagos de Cortés eran enforrados o dis­sim ulation, para se enseñorear con buena m aña de lo que no pudiera con m anifiesta fuerza...», donde se aprecia cómo Oviedo, con toda su adm iración ha­cia el héroe de Nueva España, no era ciego, en modo alguno, para lo que en la vida social cotidiana son despreciables defectos, pero que no eran sino v irtu ­des para los ciegos designios de la dominación. Ovie­do siente la contradicción de que el triun fado r que, contra toda justicia, se alza por cabeza y guía de la em presa, con todas sus m añas y deslealtades, se sal­ga con la suya, y alcance la cim a de la gloria y el re­conocimiento, en principio sin trabas, del emperador. La contradicción entre las v irtudes sólidam ente hu­m anas de la lealtad, el respeto a la justicia , etcétera, que Cortés no ha vacilado en violar con su conducta una y o tra vez y, por añad idura siem pre con benefi­cio para el logro de sus fines, y esas virtudes justa-

9. L ib ro X X X I II , ca p ítu lo IV.10. L ib ro X X X I I I , ca p ítu lo V I.

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mente inversas que han dem ostrado su perfecta ido­neidad para las m iras de la dom inación, es la tu rb a ­dora experiencia en que Oviedo siente desbordada la com prensión de su conciencia y se ve obligado a form ular una especie de dispensa para cualquier vio­lación de las virtudes reconocidas como tales con «otra definición superio r e ju icio de Dios que no al­canzamos», d istin ta de «la ragón que a los hom bres paresge ques justa»; contradicción que al fin le in­duce a acatar, con renuncia a todo afán de com pren­sión, la e stric ta facticidad de la victoria: «tengamos por m ejor lo que vemos efetuar, pues no se alcanzan los fines para que se ha^en las cosas, e de la Provi­dencia de Dios no nos conviene p laticar ni pensar sino que aquello conviene».11

Es notable tanto el esfuerzo de acatam iento que hace aquí Oviedo, como el hecho de que necesite ex­presarlo públicam ente por escrito, como si incons­cientem ente estuviese ahuyentando los demonios que le susu rran al oído el terrib le pensam iento de la m aldad de Dios, de la H istoria Universal12 y del furor de dom inación en que enajena y arrebata a los sujetos em píricos, contra toda virtud y hum anidad, y que, en verdad, m ás que una coartada o una dis­pensa para la conducta de los hombres, es una discul­pa de la esencial m aldad de Dios. Los terrores del infierno con que la prepotencia del Dios cristiano mantiene amenazados y sujetos a sus fieles no le per­mitieron al infeliz Oviedo desafiar al Señor de la Vic­toria, al creador de Im perios que había coronado de laurel las sienes de Cortés, con un desafío como el

1 1 . V éase «O R elig ió n o H isto ria» en este m ism o volum en, págs. 3 19 -320 .

12 . «H istoria U niversal» no e s m ás que el nom bre, presuntam en­te laico, con q u e la m o d ern id ad pretende c a m u fla r su re lig io so acatam ien to de la S u m a O m nipoten cia y P repo ten cia del v ie jo e iracund o S e ñ o r del S in a í, renacido con nuevo v ig o r y com o el Ave Fénix, en la u n iversa lizac ión a ctu a l del p r in c ip io de dom in ación .

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de Lucano a sus dioses, en aquel hexám etro en que puso por encim a de ellos la v irtud de Catón: « Vic- trix causa Deis Placuit, sed uicta Catoni».

7. Cortés y Soto

Desde luego, hay sujetos em píricos tan especial­m ente dotados para la depredación y el predom inio que han causado en algunos la im presión, por lo de­más perfectam ente m ítica y supersticiosa, de que la propia H istoria Universal los ha elegido para sus más altos designios, como le pasó a Hegel cuando, en la m ás vergonzosa clarividencia de su vida, creyó ver en Napoleón al E spíritu Universal a caballo. Uno de esos sujetos podría ser, desde luego, H ernán Cortés.Y nada m ejor que el «ofrecióse», que él m ism o em ­plea para em pezar a con tar el episodio recogido al principio, nos descubre en toda su m edida la ri­gurosa funcionalidad de una perspicacia perm anen­tem ente a le rta a lo que en cada situación pueda ofrecerse como algo aprovechable para sus propósi­tos. Al instante advierte la posibilidad de explotar la falta com etida por el indio y la m anera de m on­ta r sobre ella el espectáculo que le conviene. Es la penetrante m irada instrum ental del pragm ático per­fecto: agudísim a para cap ta r al vuelo cuanto en las cosas pueda incid ir en el sentido de sus intereses, ciega para cuanto haya en ellas de ajeno o indiferen­te a sus designios. Esa m ism a pragm ática am orali­dad puede advertirse tam bién en su actitud hacia la antropofagia. Así, dem ostrándonos de paso cómo las tres grandes abom inaciones: sacrificios hum anos, antropofagia y sodomía, por las que los españoles justificaban su saña hacia los indios, incluso consi­derando que Dios m ism o los castigaba a través de sus espadas, no eran m ás que pretextos o coartadas para el frenético ejercicio de la dominación, en la ter­

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cera de sus Cartas de relación, como guiñándole el ojo a Carlos V, a quien se dirigía, se perm ite al res­pecto de la antropofagia un cierto tono sutilm ente festivo, cuando son sus aliados tlascaltecas los que la practican: «De m anera que de esta celada se m a­taron más de quinientos [entiéndase aztecas], y to­dos los m ás principales y esforzados y valientes hombres; y aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos [entiéndase tlascaltecas], porque to­dos los que se m ataron tom aron y llevaron hechos piezas para comer». Ni siquiera debió de pasársele por la im aginación la idea de que un desenfado se­mejante, hablando de la antropofagia, podía tal vez escandalizar u ofender los oídos de Carlos V, o pa- recerle irreverencia hacia su Católica M ajestad13 tanta franqueza en tan delicada m ateria, de puro ob­via que, en su incondicionado pragm atism o, debía de repu tar Cortés la opción de perm itir la an tropo­fagia en unos aliados que, de habérsela prohibido, le habrían retirado un apoyo absolutam ente indispen­sable para la conquista de la capital azteca. Así, Cortés subordinaba la proscripción o el consenti­miento de la antropofagia a la estric ta conveniencia ocasional de la conquista, sin m ayor sentim iento de escándalo moral. En una palabra, e ra o llegó a ha­cerse una prodigiosam ente capacitada bestia preda­toria, un perfectísim o instrum ento de dominación,o sea, un hom bre espeluznantem ente funcional.

Pero si Cortés puede representar tal vez, frente a

13 . Que lo s atrev im ien tos de C ortés no d eb ían de p ro d u cir p re­c isam en te d e lir io s de en tu siasm o en C a rlo s V p o d ría p ro b arlo el hecho de q u e cuan d o aq u él le m andó un a c u le b rin a h o n o rífica fundida en p lata de M ichuacán rebajada con cobre, pero m uy bien la b rad a (que, según G o m ara costó 24 000 p eso s de oro) y con un Ave Fén ix en relieve so b re e s ta leyend a: «A qu esta n ació sin p a r / Yo en se rv iro s sin segu n d o / Vos sin ig u al en e l m undo», Don C a r­los se la regaló en segu ida a su secretario Cobos, seguram ente p a ra que la fu n d iese y se q u ed ase con el v a lo r d el m etal.

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los dem ás conquistadores, el extrem o de capacidad instrum ental para los empeños del poder (si bien no hay que olvidar que, entrando con buen pie, la for­tuna cabalga ya en parte sobre sí m ism a ni que el éxito exagera siem pre los prestigios y los méritos), H ernando de Soto, por elegir alguno, podría poner­se como paradigm a de lo opuesto, esto es, de la in­habilidad y del fracaso (siempre teniendo en cuenta el efecto de éste en el sentido sim étrico contrario de exagerar de form a análoga el demérito); am bos son, sin embargo, desde uno y otro extremo, idénticos en cuanto encarnaciones de un único y el mismo impul­so. Con respecto a la expedición de Soto, que, subien­do desde Florida, parece que alcanzó hasta la actual Carolina del Norte, la crónica de Oviedo dice así: «Preguntando el h istoriador a un hidalgo bien enten­dido que se halló pressente con este gobernador e anduvo con él todo lo que vido de aquella tierra septentrional que a qué causa pedían aquellos tame- mes o indios de carga e porqué tom aban tantas mu- geres, y essas no serían viejas ni las más feas; y, dándoles lo que tenían, porqué detenían los caciques y principales, y adonde yban que nunca paraban ni sosegaban en parte alguna: que aquello no era po­b lar ni conquistar, sino a lte ra r e aso lar la tie rra e qu ita r a todos los naturales la libertad e no conver­tir ni ha?er a ningún indio chripstiano ni amigo, respondió e dixo: que aquellos indios de carga o tam em es los tom aban por tener m ás esclavos o ser­vidores, e para que les llevassen las cargas de sus m antenim ientos e lo que robaban o les daban; e que algunos se m orían e otros se huían o se cansaban; e assí avían m enester renovar e tom ar más; e que las m ugeres las querían tam bién para se servir dellas e para sus sucios usos e luxuria e que las facían bapticar para sus carnalidades m ás que para ense­ñarles la fe, [donde parece que incluso como prostitu­tas las necesitaban cristianas, tal vez por un tem or

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supersticioso al com ercio carnal con paganas o in­ri uso a quedar m anchados para siem pre por el coi­to con quienes en cualqu ier m om ento estaban expuestas a m orir sin bautizar, dado que, tras el ago­tamiento de sus prestaciones sexuales nocturnas y servicios dom ésticos diurnos, tenían que seguir la expedición unidas unas a o tras en collera, igual que los tam em es con sus cargas]; y que si detenían los caciques e principales, que assí convenía para que los otros sus súbditos estoviessen quedos e no les iliessen estorbo a sus robos e a lo que quisiessen ha­cer en su tie rra de los tales. Y que adonde yban ni el gobernador ni ellos lo sabían».

Hasta aquí Fernández de Oviedo, que, poco m ás abajo, tras una cita de San Agustín,14 exclama: «Oid, pues, letor cathólico, y no lloréis m enos los indios conquistados que a los chripstianos conquistadores ilellos, o m atadores dessí e dessotros; y atended a los subcesos deste gobernador mal gobernado, in stru i­do en la escuela de Pedrarias [Soto llegó a las Indias, con sólo trece o catorce años de edad, como pajeci­llo del ya sesentón gobernador], en la disipación y asolación de los indios de Castilla del Oro, gradua­do en las m uertes de los naturales de Nicaragua, y canonicado [quiere decir, probablem ente, doctorado en "cánones”] en el Perú, segund la orden de los Pica- nos; y de todos essos infernales passos librado y ydo a España cargado de oro, ni soltero ni casado supo ni pudo reposar sin volver a las Indias a verter san­gre humana». Hasta aquí Oviedo, donde los datos nos hacen preguntárnos qué otra m oral podría aprender Soto, arrebatado para la dom inación con apenas tre­ce años. Al Perú, se lo llevaba Pizarro por p rim er ca­

14. « E s ta v id a es v id a de m iseria , cad u ca e in c ierta , v id a tra b a ­jo sa y no lim pia, vida, Señor, de m ales, reina de los soberbios, llena de m ise ria s y de espanto, qu e no es v id a ni se p u ed e d e c ir sin o m uerte, p u es que en un m om ento se a c a b a p o r v a r ia s m u tacio ­nes y d iverso s gén eros de m uerte» (Meditaciones, ca p itu lo X X I).

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pitán, y si no tuvo m ás que la tercera parte m ayor en el reparto del tesoro fue porque el conquistador lo pospuso a su propio m edio herm ano Fernando, el único legítimo de toda la Pizarrada que el ya casi vie­jo Francisco se trajo de Trujillo con su gobernación.

En otro capítu lo an te rio r sobre esta m ism a expe­dición, Oviedo escribe de Soto lo siguiente: «Este go­bernador era muy dado a essa m ontería de m atar indios, desde el tiem po que anduvo m ilitando con el gobernador Pedrarias Dávila en las provincias de Castilla del Oro e N icaragua, e tam bién se halló en el Perú y en la prisión de aquel gran príncipe Atabá- liba, donde se enriquesgió, e fue uno de los que más ricos han vuelto a España, porque él llevó e puso en Sevilla sobre gien mili pessos de oro, y acordó de vol­ver a las Indias a perderlos con la vida, y con tinuar el exergigio ensangrentado del tiem po a trás que avía usado en las partes ques dicho...». H asta aquí Ovie­do, que unas líneas m ás abajo nos explica lo que ha querido decir con lo del «ejercicio ensangrentado» y por qué ha usado la palabra m ontería ; dice, pues, así: «Ha de entender el letor que ap e rrea r es hager que perros le com issen o m atassen, despedazando el indio, porque los conquistadores en Indias siem ­pre han usado en la guerra trae r lebreles e perros bravos e denodados; e por tanto se dixo de suso m on­tería de Indios».

De modo que digo yo que juzgan mal a los conquis­tadores quienes los incrim inan indistin tam ente del vil m aterialism o de la codicia del oro; el oro fue en contados casos un móvil real; generalm ente fue un pretexto para la hazaña por la hazaña y a lo sum o su trofeo, como lo p rueba el que fueran m uy pocos los casos de quienes, en vez de jugárselo y d esp ilfa rra r­lo al día siguiente, supiesen ap arta rlo y acum ularlo por despreciable am or hacia el dinero y la riqueza; lo que movió a la gran m ayoría de los conquistado­res fue, p o r el contrario, la pura inquietud espiritual

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de continuar el ejercicio ensangrentado de esa m on­tería de ap e rrea r indios.

H. ¡as perros

Ya que ha salido esta cuestión, d iré que me ex- l raña el hecho de que, frente a tanto como se ha encarecido la im portancia de los caballos en las conquistas españolas —anim ales, al menos al p rin ­cipio, m uy escasos, p o r su difícil transporte m a­rítimo, útiles sólo en determ inados terrenos—, se haya desdeñado, inexplicablem ente, el papel que tu ­vieron que tener los perros, las jau rías de lebreles o de alanos (cruce de dogo y de mastina), animales todo terreno, insuperables para la persecución, m enos dóciles que los caballos, pero portadores de sus pro­pias arm as y, por tanto, capaces de ac tuar solos, más dúctiles al adiestram iento, ladradores —factor psi­cológicamente decisivo— y, en fin, mucho menos vul­nerables, de modo que su im portancia en las conquistas pudo ser a m enudo muy superio r a la de los caballos, com o lo prueba la presencia de perros en todo tiem po y lugar, ya desde el segundo viaje de Colón, según testim onio de su hijo Don Fernando, que sólo sería de oídas, siendo aún muy niño en la ocasión del hecho que relata: una batalla en La Es­pañola, en que un ala la llevaron los caballos y la o tra las jaurías. Pero el uso de perros no se lim ita­ba en modo alguno a las batallas —siendo, obvia­mente, ineficaces en las huestes muy num erosas—, sino muy a m enudo para d a r caza a indios fugitivos (a los que, p o r se r esclavos o encom endados de pro­pietarios españoles, los perros solían volver a trae r —según se les tenía enseñado— m ordidos por la m u­ñeca hasta sus amos, despedazando al fugitivo sólo cuando se resistía), ya sea para ajusticiar, lo m ism o a prisioneros cogidos en combate, sin que m ediase

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juicio previo alguno, que a caciques o señores indios condenados form alm ente por sentencia, ya, en fin, para a rran car inform aciones sobre oro, probable­m ente aterrorizando a los que asistían al despeda­zamiento de uno de sus com pañeros entre las fauces de los perros —procedimiento preferido por Juan de Ayora, aunque para estas averiguaciones era m ás usual el torm ento del fuego aplicado generalm ente a las p lantas de los pies, para que la inform ación la diese el propio torturado.

Vasco Núñez de Balboa tuvo en Castillo del Oro un perro de nom bre Leoncico, fam oso por su denue­do, que le ganaba en las batallas la parte de un sol­dado y a veces hasta dos partes, que Balboa cobraba en oro o en esclavos, y tal vez fuese el jefe de la jau ­ría con la que el m ism o Vasco Núñez, tras la batalla de Cuareca, en que m urió su cacique Torecha con 600 de los suyos, aperreó sin m ás ni m ás «cincuenta pu­tos» —como dice Gomara, por invertidos—, que, al no haber combatido, se habían quedado en el pobla­do. Más tarde ya de vuelta de la M ar del Sur, a un cacique llamado Pacra, sospechoso de pecado nefan­do aunque heterosexual, tras som eterlo a to rtu ra para que confesase su pecado y para que revelase el ¡ugar de los yacim ientos de oro, una vez que hubo confesado el cacique lo prim ero y contestado que ig­noraba lo segundo, pues ya se habían m uerto los cria­dos de su padre que lo sabían, y a él no le im portaba el oro ni lo necesitaba, Balboa le echó los alanos, que en un m om ento lo despedazaron.

Pasando som eram ente la m irada por las crónicas antiguas, el rastro de los perros españoles se sigue desde la Pampa hasta la actual Carolina del Norte; en Cubagua, la islita de Cumaná fam osa por sus per­las, en Venezuela, introducidos por los alem anes, m erced a la concesión hecha por el em perador a los banqueros W elser y en las expediciones de Alfinger, Vascuña, Von Spira y Federman, que los introdujeron

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ilc.de el Oeste, en 1539, en el Nuevo Reino de Gra­nuda —la Colombia actual—, poco después de que Melalcázar, teniente de Pizarro, a quien pronto trai-..... . hubiese subido al menos hasta Cali con perrosdrl Perú; en Santa M arta, en una expedición de Pe­dí arias de 1514, en Cartagena, en la expedición de I Icredia de 1533, cuando ya era gobernación indepen­diente de Castilla del Oro, y no digam os nada, para i ualquier tiempo en el Darién, Panamá y Nicaragua; v, en fin, si por el Este llegaron a sub ir hasta la ac­tual Carolina del Norte, por el Oeste llegaron más arriba de Guadalajara, ya en tiempos del virrey Men­doza, a raíz de la guerra de Mixtón, donde se aperrea­ron ind ios ya ap re sad o s , en el m ism o cam po de batalla, al tiempo que se inauguraba un procedimien­to harto económico de ejecución sum arísim a me­diante arm a de fuego, que consistía en atravesar con un solo disparo de cañón cuantos indios dispuestos en hilera tuviese la trayectoria de la bala la fuerza de ensartar.15

9. «Becerrillo»

El más famoso de los perros de las Indias fue Be­cerrillo, padre del Leoncico que Balboa se llevó al Da­rién. Criado en La Española fue llevado a la actual isla de Puerto Rico, «de color bermejo», nos cuenta Oviedo, «y el bogo de los ojos adelante negro, m edia­no y no alindado, pero de grande entendimiento e de­nuedo [...] porque entre doscientos indios sacaba uno que fuesse huydo de los chripstianos [...] e le asía por un brago e lo constreñía a se venir con él e lo traía al real [...] e si se ponía en resistencia lo hagía peda­mos [...] E a media noche que se soltasse un preso, aun­que fuesse ya una legua de allí, en diciendo: “Ido es

15. V éase la N ota 4.

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el indio” o "búscalo”, luego daba en el rastro e lo ha­llaba e traía». [...] «La noche que se dixo», sigue Fer­nández de Oviedo, «de la guagabara o batalla del cagique M abodomoca [...] acordó el capitán Diego de Salagar16 de echar al perro una india vieja de las prisioneras que allí se avían tomado; e púsole una c a rta en la m ano a la vieja, e d íxole el cap itán : "Anda, ve, lleva esta carta al gobernador, que está en Aymaco", que era una legua pequeña de allí; e debía­le esto para que assí como la vieja se partiesse y fues- se salida de entre la gente, soltassen el perro tras ella. E como fue desviada poco m ás de un tiro de piedra, assí se higo, y ella yba muy alegre, porque penssaba que por llevar la carta, la libertaban; mas, soltado el perro, luego la alcangó, y como la m ujer le vido ir tan denodado para ella, assentóse en tie rra y en su lengua comengó a hablar, e degíale: "Perro, señor perro, yo voy a llevar esta carta al señor gobernador", e m ostrábale la carta o papel cogido, e degíale: "No me hagas mal, perro, señor”. Y de hecho el perro se paró como la oyó hablar, e muy m anso se llegó a ella e algó una p ierna e la meó, como los perros suelen hager en una esquina o quando quieren orinar, sin le hager ningún mal. Lo cual los chripstianos tuvie­ron por cosa de misterio, segund el perro era fiero e denodado, e assí el capitán, vista la clemengia que el perro avía usado, m andóle a ta r e llam aron a la pobre india, e tornóse para los chripstianos espan­tada penssando que la avían enviado a llam ar con el perro, y tem blando de m iedo se sentó, y desde a un poco llegó el gobernador Johan Ponge; e sabido el caso, no quiso ser menos piadoso con la india de lo que avía sido el perro, y m andóla dexar librem ente y que se fuesse donde quisiesse, y así lo fizo». De esta m anera fue, pues, cómo la costum bre india de sen­tarse en el suelo ante un superio r a quien se teme

16. V éase la N ota 5.

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i (»incidió por azar con la actitud precisa para que la vieja india lograse salvar su vida frente al perro, y cómo los resortes instintivos que inhiben en los cánidos el im pulso de agresión llegaron a da r una inopinada lección de piedad a las conciencias de hombres que se decían cristianos.

10. Fusión de razas

Resulta asombroso y hasta cínico que todavía haya quien sostenga la falacia h istórica de que en Améri­ca hubo fusión de razas y culturas. En lo que toca a la fusión de razas, a raíz del exabrupto de Fidel Castro, que tanto escandalizó, Carlos Robles Piquer (según citaba entre com illas el Diario 16 del 17 de septiem bre de 1985) no tuvo em pacho en replicar lo siguiente: «Como es sabido, la em presa de España es una obra de m estizaje y cruce de sangres y, por tanto, una obra de am or y no de odio, como le gusta predicar a Fidel Castro».

En un sentido étnico, sólo se puede hablar de am or cuando hay connubium , es decir, sim etría o bila- teralidad en las uniones sexuales perm itidas entre dos etn ias o tribus, digam os A y B, o sea, tanto en el sentido varón de A con m ujer de B, como en el sentido varón de B con m ujer de A. El connubium es la relación fundam ental que establece el recono­cim iento de la igualdad étnica o tribal entre A y B. La asim etría, esto es, la unicidad de sentido de las uniones sexuales socialm ente adm itidas (sólo varón A con m ujer de B, nunca varón de B con m ujer de A), se opone explícitam ente al connubium , como negación de la igualdad entre las dos etnias o tr i­bus consideradas e indica adem ás el orden jerá rqu i­co Superior-Inferior de la desigualdad, al coincidir siem pre —salvo rem otas excepciones de socieda­des m a tr il in e a le s — con el o rden V arón-M ujer de

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las ún icas un iones sexuales so c ia lm en te a d m i­tidas.17

El mestizaje am ericano se atuvo a una relación ri­gurosam ente asim étrica; las únicas uniones sexua­les que se dieron fueron las de varón blanco con m ujer india. Y por m ucho que en 1514 se autorizase el m atrim onio entre españoles e indias (sin duda m u­cho m ás por reconciliar con la Iglesia y poner en paz con Dios a esos españoles en pecado de barraganía, que por d a r alguna protección legal a las indias y a sus hijos frente a irresponsabilidades o abandonos de los am antes blancos), tal sacram entalización tuvo escaso éxito, pues el casarse con indias fue social­mente tenido por deshonroso, de modo que el m esti­zaje no puede recibir, étnicam ente hablando, otro nom bre que el de violación de los conquistados por los conquistadores, de los dom inados por los do­m inadores, de los siervos por sus amos. La hem bra blanca perm aneció, étnicam ente, virgen. ¿Dónde está, pues, la «obra de amor» de que habló Robles Piquer? ¿Acaso en el prostíbulo am bulante que la ex­pedición de Soto llevó desde Florida a Carolina del Norte detrás de sí y cuya plantilla de indias tenía que ser constantem ente renovada por o tras de reem pla­zo, ya sea capturadas en en tradas arm a en mano, ya recibidas de m anos de caciques m ás atem orizados que am istosos, por las m uchas que iban m uriendo en el camino, al seguir a los españoles uncidas unas a otras en colleras, tras el agotam iento de sus presta­ciones sexuales nocturnas y sus servicios domésticos diurnos? Sin duda, este puede representar un caso ex­tremo, del que pocos mestizos llegarían a nacer, pero es una m edida de valor que no puede dejar de contar en el cálculo del térm ino m edio de lo que llegó a va­ler la m ujer india para el varón español en esa «obra de amor» que para Robles P iquer fue el mestizaje.

17 . V éase la N ota 6.

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II .E l triunfo de la Cruz

Al Santo Padre Juan Pablo II, don Carlos Votila, titular de esta m odesta parroquia de Cracovia en que se ha convertido hoy la Cristiandad, no se le ocurrió mejor cosa que ir a decir que el descubrim iento, la conquista y colonización de América no habían sido un fracaso sino un triunfo del C ristianism o precisa­mente a Puerto Rico, donde, como es sabido, los ha­bitantes tainos, jun to con los de las otras grandes Antillas que ocupaban, se habían extinguido ya del lodo hacia 1540. Se ha explicado tan rápida extin­ción de esta etnia entera, m ás que por las m uertes producidas por los españoles o por la sim ultánea destrucción de sus configuraciones de vida y socie­dad, por el contagio de enferm edades traídas por los invasores, contra las que los isleños carecían de de­fensas orgánicas.

Es muy verosímil que la obra de estos contagios tuviese la im portancia que se le da, pero, por lo pron­to, es muy difícil separar su poder m ortífero de la dispersión y desarraigo de los individuos de sus co­m unidades y asentam ientos primitivos, para poner­se al servicio de los cristianos. Así que, aunque éstos hubiesen desplegado un verdadero celo misionero en las Antillas, lo más que podrían decir sería: «Nues­tra intención de ganar nuevas alm as y nuevos pue­blos para la Fe de Cristo no pudo ser mejor, pero no podíamos prever que las enferm edades acabarían tan rápidam ente con nuestros catecúm enos, así que llegamos a tiempo para poco m ás que darles cristia­na sepultura». La Cristianización de las Antillas vino, así, a reducirse a ponerle una Cruz a la fosa com ún de la entera progenie que, por la propia llegada de los cristianos, se extinguió.

Decir otra cosa es persistir en la concepción terri- torialista que la Iglesia aprendió del Estado, desde el gran contubernio de Nicea, en que la expansión

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del Cristianismo, más que ganar nuevos pueblos para la fe de Cristo, consiste en añad ir nuevos territo rios a la Adm inistración Romana, con fundación de nue­vas sedes episcopales y provisión de los correspon­dientes titulares, pues lo único que en realidad quedó definitivam ente convertido al C ristianism o fue el puro territo rio de las islas, trocado en cem enterio de sus aborígenes. (Los Tainos, cuya población en La Española había censado Colón —con un sistem a cen- sitario probablem ente erróneo— en un millón de al­mas, y Las Casas había estimado en 2 millones, cifras ambas inverosímiles por excesivas, dados los medios de vida y la extensión de la isla, que hacen creíble a lo sumo un censo del orden de unos 350 000 tainos a la llegada de los españoles, se habían reducido a 8 o 10 000 alm as en 1518, m ientras que hacia 1540 se cifraban en unos 500 los que quedaban en todas las Antillas, en tanto que los Lucayos, que nunca habían superado el censo de unos 50 000, habían desapare­cido, acaso antes, de la faz de la tierra , gran parte de ellos por reventam iento de los pulm ones tras in­m ersiones sucesivas en las pesquerías de perlas de la islita de Cubagua, adonde eran deportados desde las Bahamas, por su especial destreza para «nadar a somorm ujo», como entonces decían po r «bucear» los españoles.)

Fernández de Oviedo com parte, avant la lettre, lá concepción de Juan Pablo II cuando, a propósito de la extinción de los tainos en La Española, dice: «Ya se desterró Satanás desta isla; ya cesó todo con acabarse la vida de los m ás de los indios, y porque los que quedan dellos son ya muy pocos y en servi­cio de los chripstianos» .18 Donde claram ente se ve cómo la cristianización del Nuevo Mundo no era ga­

18. In c lu so , a ju z g a r p o r e l tono de lo qu e leem os en el cap ítu lo C C V III de la cró n ica de B e rn a l Díaz del Castillo , se d ir ía que p ara a lgun os p reva lec ía la idea de d e stru ir las ab o m in ac ion es de una re lig ión p e rv e rsa sob re la de p ro p a g a r la Fe c ristian a .

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nar nuevas gentes para la fe de Cristo, sino m ás bien nuevos territo rios para la Santa M adre Iglesia Cató­lica, Apostólica, pero sobre todo, no lo olvidemos, Ro­mana. Si es esto lo que Votila entiende por « triunfar el Cristianismo», no cabe duda de que, en América, lejos de fracasar, triun fó en toda la línea, no ya por las gentes que llegase a convertir, sino por la inm en­sidad de los nuevos territo rio s adquiridos, merced a los millones de paganos que la m era llegada de los españoles, sea por contagio de gérmenes, por tajo de espada o, sobre todo, por explotación, hizo morir. Pues, en estrictos térm inos territoriales, lib rar Amé­rica del paganismo es hacer que desaparezcan de ella los paganos, para lo cual, la m uerte es, indudable­mente, mucho menos equívoca y más expeditiva que la siempre dudosa conversión. Es cierto, pues, que la C ristiandad acrecentó como nunca, desde la Edad Antigua, el territo rio de la fe, aunque infinitam ente menos el núm ero de creyentes, pero las m eras di­mensiones territoriales y hasta las demográficas son criterios tan válidos para m edir im perios como dis­cutibles para evaluar religiones.

Aparte de que, a causa de tal despoblación, nos encontram os con que la colonización de América, en funesta com binación con los establecim ientos po r­tugueses del África Occidental y después tam bién de la Oriental, desencadenó en plena égida cristiana, bajo el signo de la Cruz, el m ás intenso y extenso re­crudecim iento de la esclavitud, con grados de inhu­m anidad desconocidos en la antigüedad pagana.

Tal como ya escribí en o tra ocasión, «el fondo del Atlántico vio balizada la ru ta de los vientos alisios con alineaciones de m iles y miles de cadáveres de negros arrancados al África natal, para el destino horrendo de m orir encadenados y hacinados en las sentinas de los navios negreros, muerte, con todo, tal vez más piadosa que el calvario en que prolongarían sus vidas los supervivientes que alcanzasen la ori-

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lia americana. Y esto se dice aquí porque se hizo bajo el signo de la Cruz, y ha de incluirse en lo que se tiene po r éxito del C ristianism o tras el descubrim iento. Por lo que hace a los indios, tal éxito ha de incluir tam bién los centenares de m illares de indios que el solo cerro del Potosí llegó a en terrar reventados bajo sus esportillas para henchir de plata durante siglo y medio las insaciables panzas de los galeones es­pañoles. P intada en el vasto lienzo de las gavias de esos galeones —como todavía hoy puede observarse en la que se conserva en el Museo de la M arina—, la m ater misericordiae se convirtió en un verdadero black jack im perial, transfigurándose realm ente en aquella «Inm aculada negra de pólvora y de sangre» del poema de Rafael Sánchez M azas».19

12. ¿Encuentro o encontronazo?

Un tópico frecuente sobre el Descubrim iento es el de decir que, con Colón o sin Colón, se produjo en el m om ento histórico preciso en que tenía que pro­ducirse, como si los acontecim ientos históricos fue­sen como las brevas en la higuera, que tienen su momento de m adurez y su punto de sazón. Se alega, a tal respecto, no sólo el desarro llo tecnológico de la navegación, sino tam bién no sé qué esp íritu hu­m anista, que, en realidad fue m ás bien la destruc­ción de toda m oral pública o civil, y no digam os en cuanto a la ética internacional o derecho de gentes. Las condiciones tecnológicas no afectaron m ínim a­m ente al hecho de que el descubrim iento les pillase a los castellanos totalm ente desprevenidos tanto in­telectual como, en m ucho m ayor grado, m oralm en­te, abriéndoles un horizonte que desbordaba todo lo concebible y conm ensurable con su conocim iento y

19. «N u estra S eñ o ra de los A u strias» (1919).

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para su conciencia. Lejos de e s ta r a la a ltu ra del no­vísimo panoram a que se les presentaba, se vieron, por el contrario, tan atónitos, desbordados y a rro ­llados como los indios mismos.

Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las úni­cas reservas de hum anidad (cosa que no hay que con­fund ir con «humanismo») y de conciencia capaces de encarar la novedad con un m ínim o de responsa­bilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentim ientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado esp íritu re­nacentista, sino en la tradición medieval de la esco­lástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie desencadenada del re- nacentism o fueron los anticuados continuadores de Tomás de Aquino.20

El renacentista y hum anista era el doctor Sepúl- veda, que resucitaba, sin empacho, la doctrina a ris ­totélica según la cual la conquista y dom inación estaban justificadas si eran im puestas po r un pue­blo m ás culto sobre otro m ás inculto y bárbaro; el m edievalista y retrógrado era M elchor Cano, discí­pulo predilecto de Vitoria, que negaba, en cambio, que la superioridad cultural confiriese ningún dere­cho de soberanía sobre el más primitivo, y que se pre­guntaba incluso si la configuración social de los españoles no sería destructiva para los indios, dicien­do textualm ente: «No conviene a los antípodas nues­tra industria y nuestra form a política».

Esta era la delicada tradición capaz de ponerse, con su verdadero universalismo, a la a ltura del des­cubrimiento, al saber percibir la diferencia de los in­dios y respetarla. Encuentro entre distantes, sin previo y parsim onioso recorrido de aproximación, súbita inmediatez cara a cara entre diferentes, sin lenta y paulatina com paración, determ inación y re-

20. V éase el Apéndice III.

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conocimiento de las diferencias jam ás puede ser en­cuentro sino encontronazo, con toda la brutalidad de un puro choque, que convertirá la diferencia en cie­ga e im penetrable otreidad. Pero la o treidad es fun­dam ento de casi inevitable antagonismo, cuando no consecuencia de él.

La otreidad propone autom áticam ente jerarquía, como hemos visto a propósito de la asim etría sexual; la decisión corresponde siem pre al contraste de las arm as: quien vence es superio r y quien es superio r domina. Las leyes de Burgos de 1512, m ás que leyes, parecen denuncias, al p rohib ir literalm ente llam ar a los indios perros y darles palos.

Si algo resalta en el descubrim iento, no es, c ierta­mente, la arm onía, que habría tenido que acom pa­ñar a la teoría del m omento histórico, si hubiese sido cierta, sino la extrem a discordancia, el desconcier­to y el desorden m ás asoladores y, lo que es real­mente lo malo, la m ás m ortífera b ru talidad . Porque quien, frente a lo imprevisto, no quiso o no supo de­tenerse ni un instante y se lanzó a la perentoria ne­cesidad de im provisar sobre la m archa, no encontró a mano otros recursos ni otros expedientes que los de la pura superioridad de fuerza y arm as. Hay quien, como Ju lián M arías, se asom bra ante la velo­cidad de las hazañas de los españoles, de la rapidez con que crearon ese presunto im perio de Ultram ar; poco m érito tiene quien llega de tan lejos a rro llán ­dolo y aplastándolo todo a su paso y estableciendo una soberanía nominal, que realm ente no fue m ás que una dom inación a coto ciego, por pura delim i­tación territo ria l de rayas fronterizas echadas des­de fuera, desde la m era línea de la costa, antes de saber cosa alguna de las gentes y países que cada linde encerrase en su interior. Así lo prueba el que la dom inación española se ciñese a las ciudades, a las minas, a los cam inos que llevaban el metal hasta los puertos, y el que prevaleciese con relativa pronti-

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i nd tan sólo allí donde había ya reinos relativamen- lc grandes y bien organizados, como Tunja y Bo­gotá o im perios poderosos y adm inistrativam ente centralizados. Ciertamente, allí, por lo menos en el Imperio Azteca, hubo que hacer antes una verda­dera guerra y ganarla, pero después no había más que sentarse en el trono del vencido y usu rparle el poder sobre una población de súbditos que no se había d ispersado ni disuelto. Pues es caracte­rístico de los fenómenos de la dom inación el que las unidades de población constitu idas por una so­beranía integral centralizada tiendan a conservarse eomo tal cuerpo de súbditos, sin disolverse o dis­persarse, aunque el poder sea derrocado o u su rpa­do, y siem pre que no haya un interm edio de vacío, por un nuevo poder. La población de un im perio de­rrotado por un conquistador pasa, por lo común, íntegram ente a m anos de éste, sin deshacer su unidad.21

Por lo que atañe a lo demás, el im perio fue sólo un gran m onstruo inadm inistrable e inadm inistra- do, como lo prueban la pronta destrucción de la red de calzadas de los Incas —sobre todo porque sus pavorosas escalinatas eran útiles sólo a los pea­tones indios, pero im practicables para los caballos españoles—; la pertinacia de las sublevaciones in­dias, que se prolongaron hasta la independencia; el increíble olvido, durante muchos años, de que la hoy llam ada Baja California no era isla, sino península, como había com probado el propio H ernán Cortés,o diferencias entre las d istin tas zonas tales como la del hecho de que la im prenta, introducida en

2 1. E jem p lo egregio de e llo es el Im p erio C hino de K u b ila i K an , que in au g u ró la dom in ación m ongol, au n q u e su p ed itán d o se a la cu ltu ra ch in a p reexisten te y aun, en gran parte, a su s in stitu cio ­nes de poder. C laro está que, en este caso, la re lac ió n entre cu ltu ­ras e ra m ucho m enos d iferente, am én de tra ta rse de dos pu eb lo s que se con ocían desd e antiguo.

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Méjico ya en el siglo X V I, no llegase a Venezuela hasta 1808.

La rapidez de dom inación que tanto fervor produ­ce en don Julián M arías está en la m ás directa pro­porción tanto con la m ás feroz y desconsiderada falta de reconocim iento hum ano de los pueblos posible­mente som etidos por sim ple inclusión en fronteras semejantes, como con la abstractiva ignorancia del acceso.

La m ayor o m enor rapidez o lentitud de la aproxi­mación entre pueblos diferentes y extraños entre sí es una m agnitud de extrem a relevancia para los ul­teriores resultados de la relación. La extrem a rapi­dez de la aproximación entre desconocidos no puede desem bocar m ás que en la bru ta lidad en la m ism a medida en que allana y contraviene la proporción de­bida que han de guardar entre sí el grado de proxi­m idad y el de conocimiento. Esta proporción es la dimensión en que se funda el concepto m ismo de respeto.

La inm em orial experiencia cotidiana de las rela­ciones interpersonales lo sabe todo acerca de la con­veniencia de cu idar la constancia de la proporción entre el conocim iento y la proxim idad. No guardar las d istancias con una iniciativa, una actitud o un paso que anticipan la proxim idad, sin un aum ento equivalente del conocimiento, es lo que, en las rela­ciones interpersonales, se tiene por un paso en fal­so, por un atrevim iento, una indiscreción, una falta de tacto o una villanía.

Estas cosas sonaran a m uchos a etiquetas de b u r­gueses, que a menudo, en efecto, se cultivan por vana cominería, como superferolíticas gesterías de salón, pero son expresión de exigencias que remiten al mis­mo filum de sensibilidades y delicadezas que condi­cionan la posibilidad de m ejorar y elevar todo trato in terhum ano y son infinitam ente m ás im prescindi­bles y m ás vulnerables en el trato en tre sociedades

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diferentes. El desconsiderado allanam iento que su (i norante om isión supuso en la instan tánea irrup- i ión de los españoles en medio de los indios, sig­uí! ¡eaba un tra to que suponía a aquellas alm as lo Instante insensibles y poco delicadas como para resistir sin mayor daño el repentino em bate de la pro- \im idad más inm ediata con los españoles, sin guar­dar ni la m ás rem ota proporción con el grado de conocimiento sim ultáneo. Lejos de haber encuentro alguno, lo que hubo fue un encontronazo, un choque brutal y destructor, un verdadero allanamiento, y por lal entiendo irrupción de la inm ediatez en el espa­cio, en el trato, en el uso, en la disponibilidad y en el dominio, sin correspondencia alguna con un pro­porcional conocim iento y, por lo tanto, reconoci­miento.

La diferencia, percibida desde el p rim er instante, no fue recorrida sino allanada. Quienes irrum pen bruscam ente en lo distante, atropellando a largos trancos discontinuos los pasos interm edios, sal­tan del m ism o modo, sin recorrer las transiciones interm edias de la aproxim ación, a la presencia in- m ediatade lo extraño; la diferencia de lo extraño, incom prendida, no analizada como tal diferencia, se presenta, así, como pura o treidad abstracta, im pe­netrable a cualqu ier intento de descom posición en factores diferenciales, a los que la propia inm edia­tez, violentam ente producida de un golpe, no ha ajustado siquiera la retina, im pidiendo no sólo la comprensión sino tam bién la ju sta percepción, pues detectar la otreidad no es percib ir ni d istinguir lo diferente, sino acusar el choque producido en uno m ismo por lo extraño, que justam ente llam am os chocante, cuando no lo entendemos. D etectar no es percibir: el que percibe cualifica, el que detecta, so­lam ente extraña.

Cuanto m ás diferentes entre sí hayan sido los par- tenaires de un encuentro, tanto más necesaria habría

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sido la lentitud de la aproxim ación, o —como dice Oviedo— «poco a poco ca la r y entenderse y enten­der la tierra»; y tanto m ás lo repentino de la inm e­diatez ha reducido toda diferencia a la abstracción de la pura otreidad.

La índole de los indios no fue o tra que una inven­ción refleja del trato improvisado in situ con respecto a ellos por los españoles. No es, en modo alguno, un fenómeno raro o novedoso este de concebir la índo­le y la condición del otro a p a rtir de datos pertene­cientes, no ya a él por sí mismo, sino al trato que nosotros le damos. «A ver, se preguntaba incons- cien tem ente el español, ¿cómo trato yo al indio?; y se respondía: Pues, a palos, como a un perro. Luego el indio es un perro». Y, así como los antiguos inven­taron el bárbaro, así los españoles, en beneficio de todo el u lterio r colonialism o blanco, inventaron el indígena.

Así que ni siquiera me refiero a los rasgos reales de carác te r que los indios pudiesen ir adquiriendo a consecuencia del trato que recibiesen de los espa­ñoles, sino a los rasgos gratuitam ente atribu idos a los indios por los españoles, como la imagen virtual que devolvían a sus ojos en cuanto receptores del trato que ellos mismos les propinaban, como la re­presentación congruente y necesaria que a los ojos del esbirro que lo apalea ha de adop tar el esclavo o el siervo apaleado.

13. La envidia del imperio

Lo que pretende este Quinto Centenario —jun to con otros propósitos todavía m ás indignos y super­fic ia le s— es tal vez in v en ta rse a q u in ien to s años de d istancia un Im perio Español que, bien mirado, no llegó a existir. Me explicaré: todo espectáculo necesita, para serlo, conseguir credibilidad ante los

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espectadores; si no es creído por los espectado- les, el espectáculo no existe como tal; la tragedia del gran espectáculo, de la gran ópera w agneriana t|iie hoy m uchos querrían que hubiese sido el Impe- 11<> Español, es que no pudo llegar a ser creído por los espectadores de su tiempo, porque hubo todo un pallinero abarro tado de reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se vieron obli­gados a desalo jar la sala, no dejaron de patear un solo instante. Con sem ejante pateo de los reventado­res el espectáculo perdió toda posible credibilidad y se m alogró como un niño nonato. Y así fue como el Im perio Español nunca existió. La secreta am ar­gura de las posteriores generaciones hasta la propia de hoy es que a España nunca le fue reconocido con sincera convicción haber tenido imperio, como sí, en cambio, se le había reconocido antes a Roma y se le reconocería después a Gran Bretaña. Ante ellas los españoles vienen sufriendo silenciosam ente una es­pecie de envidia histórica, porque la envidia tiende a proyectarse sobre las cosas menos envidiables. Pero romanos e ingleses acertaron a cu idar sus represen­taciones im periales y a seleccionar los espectadores; y así la infam ia hum ana que fueron sus im perios consiguió ser creída y ap laudida como un espec­táculo grandioso. ¿Por qué a nosotros —dicen los españoles—, que nos esforzam os tan to como ellos, que desencadenam os tanto furor, tanto tormento, tanta sangre y tan ta m uerte como ellos, no nos son concedidos en la H istoria Universal análogos honores im periales? Porque dejasteis —les contestan— que el gallinero se os abarro tase de rufianes, carentes de todo sentim iento de grandeza, renuentes a todo en­tusiasmo de dominación, insensibles a la sublim idad del sacrificio y el pathos de la sangre; por eso vues­tra Gran Ópera Im perial acabó redundando en un fracaso estrepitoso. Y aun desde el principio dejas­teis que el argum ento mismo fuese discutido por esa

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partida de indocum entados, de perros callejeros,22 de frailazos com edores de berzas cocidas con ajo y con sal. ¿Cómo queríais que con esa gentuza abarro ­tando el gallinero saliese adelante el sublim e espec­táculo h istórico que viene a se r toda gran ópera imperial, com prensible tan sólo para espíritus egre­gios y elevados? Todo lo cual me sugiere que, en lu­gar de una festiva conmemoración, lo indicado sería, precisam ente, resucitar la noble tradición de los re­ventadores del Im perio Español, hoy tan alicaída —que si los reventadores de obras m alas siem pre fueron saludables para el teatro, no digam os lo u r­gentes que serían para la h istoria—> y revolverlos de nuevo no sólo contra el Im perio Español y los an te­riores y siguientes, tal como los pateadores de antaño se revolvieron contra el Romano y el Alejandrino, sino contra la propia H istoria Universal.

Aunque el pateo de los reventadores llegó a ser de tal m agnitud que en 1539 el propio em perador se vio obligado a intervenir encomendando al prior del con­vento de San Esteban de Salam anca que prohibiese toda discusión o predicación por parte de los dom i­nicos sobre la cuestión de América y confiscase y en­tregase cualquier escrito referente a ella, el único logro de aquellos reventadores fue m alograr el éxi­to del espectáculo en el crédito popular y despresti­giarlo ante la crítica, prim ero tam bién la nacional, a juzgar por las palabras iniciales del propio Cervan­tes, en «El celoso extremeño», que debían de refle­ja r la opinión corrien te de la calle sobre Las Indias;

22. Domini canes, «perros dei Señ or» , se autodenom inaron, ha­c ien d o un ju e g o fonético, los d om in icos, d and o a la im agen, o r i­gin ariam en te , un sentid o m ás feroz; pero no sosp ech ab a n en cu án to m ás noble sentid o — e l de la d rad o res y no m ord ed ores— lleg arían a se rlo d esd e qu e Tom ás de V io resu c itó p a ra A m érica el iu sn atu ra lism o tom ista , qu e fue recogid o p o r M ontesinos, L a s C asas, B ern ard in o de M inaya, y, sob re todo, V ito ria y M elch or Cano.

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después, por una reacción patrió tica de los españo­les, sólo ante la crítica extranjera; pero este fue, de- d a , el único logro de los reventadores, pues, en todo lo demás, fue la H istoria Universal la que venció, como lo m uestra el que lograse im plan tar y afian­zar esa im perial industria de dom inación y su fri­miento que logró ser América y que aún siguió siendo, a veces incluso con m ás intensidad, después de disolverse el sedicente Im perio en diversas sobe­ranías criollas independientes.23

No faltan quienes pretenden posible una actitud de neutralidad o de objetividad crítica, lo cual em ­pieza por e n tra r en colisión con la propia noción de «Centenario» en cuanto connote la de «conm em ora­ción».

Si una exposición como la que se presentó en To­ledo, especializadamente dedicada a instrum entos de tortu ra de un ayer pretendidam ente superado (aun­que tal vez no tanto, si hay que juzgar por la tu r­bación producida en algunos asistentes), suscitó protestas en Toledo por el «mal gusto» de m ostrar al público, aun sin el m enor afán de apología, sino todo lo contrario, tales objetos, es fácil im aginar el recha­zo que suscitaría la infiltración de nada sem ejante en la gran D isneylandia sevillana de 1992, com o podría ser cualqu ier sala dedicada a presentar, aun en muy dism inuida proporción y con las consabidas salvedades de «abusos inevitables en toda gran em ­presa histórica», algunos aspectos «desagradables» del asunto. Y conste que no puede inspirarm e la me­nor antipatía, sino todo lo contrario, la sensibilidad que está de trás del rechazo de la visión de «lo desa­gradable». Pero lo deseable sería que tal sensibili­dad se convirtiese en repudio de la h istoria misma, y que se le proporcionase el m edio y la ocasión de hacerlo, no que, por el contrario, ya ella misma, por

23. V éase el Apéndice V.

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su propia cobardía, se perv ierta en dem anda de que le encubran con lindos colorines los horrores de la h istoria que puedan ofenderla, y que otros se la pre­senten ya convenientemente falsificada, transfigura­da y m asticada, m ediante el expurgo de cuanto puesto ante sus ojos no podría sino provocarle un rechazo radical inapelable.

Pero, en segundo lugar, la h istoria no adm ite im­parcialidades ni puntos interm edios. La historia es, por esencia, historia de la dom inación; y el m odelo de la dom inación es la batalla; ésta, aunque sea pírrica, no tiene cantidad, sino tan sólo signo, esto es, carece de cualquier valor ajeno a la estric ta a lte rna­tiva de vencido o vencedor. En América, a despecho de todo el pataleo de los reventadores del siglo X V I, venció la dominación, venció la Historia y venció, por consiguiente, el mal. La actitud no adm ite am biva­lencias, como las de quienes dicen «hubo de todo»; ni siquiera el rechazo puede ser relativo, tiene que ser radical. De poco vale que reconozcamos que, en efecto, «hubo de todo», que, por ejem plo Grijalva o Alvar Núñez Cabeza de Vaca se comportaron, al igual que otros muchos, como caballeros, que reconozca­mos la san tidad de Vasco de Quiroga, obispo de Mi- chuacán, con la de cientos de hom bres religiosos y sacrificados, llenos de la m ejor voluntad; tal recono­cimiento vale tan poco, a la hora de echar las cuentas con la historia, y en eso está precisam ente el mal, como el reconocimiento paralelo, por parte de la fac­ción apologética, de que hubo, sin duda, grandes abusos, «como es inevitable en toda gran em presa histórica». Ni en uno ni en otro caso lograrán supe­ra r su efectiva nulidad de particu laridades em píri­cas o irrelevantes en el seno, prepotente y desdeñoso, de lo universal, que nos im pone la triste disyuntiva, indeseablem ente facciosa, del rechazo radical de la tragedia, o de su glorificación como efem éride dig­na de ser conm em orada.

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Por lo demás, ¿adonde hemos llegado para que otra vez vengan a decirles a los españoles, con la m ism a engolada voz de antaño, cómo están hechos, o m ás bien cómo deben creer que están hechos, a qué es­tantiguas tienen que seguir dirigiendo sus plegarias, en qué fantasm as tiene que seguir cifrándose su o r­gullo? ¿Adonde hemos llegado para esta restauración de todo el horterism o patrió tico orteguiano (rubori­zantes ortegajos como el de «para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el pla­neta, para c rea r un Im perio aun m ás am plio [...] y para ensayar otras m uchas faenas de gran velamen» y no «para vivir juntos, para sen tarse jun to al fuego central, a la vera unos de otros; como viejas sibilan­tes en invierno» —de España invertebrada, cap. 4 «Tanto monta») en que el Im perio Español, no sólo vuelva a se r exonerado de toda sospecha crítica m a­ligna, sino glorificado sin reservas, como epopeya de la H istoria Universal, bajo las form as aun m ás b á r­baras, m ás incultas, m ás actualizadam ente regre­sivas y, en fin, de incalculablem ente m ultiplicado poder y prepotencia, propias de la actual configura­ción publicitaria de la sedicente cu ltu ra «mediática» y aun del m undo mismo.

Toda conm em oración es, por naturaleza, apolo­gética y, consiguientem ente, no neutral, ni, m ucho menos, crítica. Conm em orar una cosa com porta aprobarla y hasta glorificarla, y por añadidura que los conm em orantes se identifiquen con los conm e­m orados por una especie de m ística vía transhistó- rica. Apenas la organización intentase in troducir en ella un solo elem ento crítico, el público sería el p ri­mero que lo rechazaría, argum entando, con entera lógica, que cómo se le invitaba a conm em orar festi­vamente sucesos que repugnan a la sensibilidad y a la m oralidad —o hipocresía— actuales y vigentes y a identificarse de algún modo con autores de suce­sos tales, a él, que m ira con escándalo situaciones

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presentes bastante m ás benignas, como las que con­curren en la Unión Sudafricana o en Israel.

Lo que no han acertado a percib ir los prom otores del indigno festival es que, una vez aceptada la op­ción estética de la grandeza, se abren de p a r en par, aun sin quererlo, las puertas a la peor literatura orteguiano-falangista, y a los más detestables ripios fascistoides del propio Antonio Machado, sobre «la España del cincel y de la m aza / con esa e terna ju ­ventud que se hace / del pasado macizo de la raza». La celebración del Quinto Centenario reavivará to­das las falacias de aquella retórica orteguiana del «proyecto sugestivo de vida en común», como —son sus palabras— «un proyecto incitador de voluntades, un m añana im aginario capaz de d iscip linar el hoy y de orientarlo, a la m anera en que el blanco atrae la flecha y tiende el arco», y en el que —sigo citan­do— «la vaga imagen de tales em presas es una pal­pitación de horizontes que funde tem peram entos antagónicos en un bloque compacto». Pero ninguna de sus euforias estetizantes se vería tan desm entida por una som era lectura de las crónicas antiguas como la de que —vuelvo a c ita r literalm ente— «en la colectividad guerrera quedan los hom bres inte­gralm ente solidarizados por el honor y la fidelidad, dos norm as sublim es». Si algo resalta escandalosa­mente en las crónicas de Indias es la extrem a rareza del caso de dos conquistadores españoles, miembros, supongo, de una colectividad guerrera, que se lleva­sen bien, que no tuviesen inquinas y querellas entre sí, pues no puedo reconocer como am istades las fre­cuentes com plicidades de in terés frente a terceros. Resalta, por eso, como una excepción, la am istad afectuosa, confiada y perdurable que hubo entre Cor­tés y su capitán Sandoval o el em ocionante recuer­do que Bernal Díaz del Castillo guarda de su amigo Cristóbal de Olea, de quien, en la crónica, tanto se preocupa de que no sea confundido con su semi-

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homónimo Cristóbal de Olid —Olí, dice Bernal—, ca­pitán degollado por rebelarse a Cortés. Y citaré, al respecto, el com entario que hace Fernández de Ovie­do a propósito de una anécdota concreta: «Faltar un herm ano a otro» —dice textualm ente— «en tiem po de nesgessidad se ve pocas veges, sino en aquestas partes, donde hay poca am istad entre los hombres», lis sorprendente que se siga encareciendo la conquis­ta, donde, po r fa lta r a toda v irtud hum ana, hasta la lealtad de convivencia entre españoles se vio re­bajada a sórdidas com plicidades de truhanes. Es una lástim a, pero incluso al respecto de las dos nor­mas sublim es que Ortega atribuye a la colectividad guerrera, la epopeya española falla lam entablem en­te, y, a poco que se repasen las crónicas con un mí­nimo de exigencia y honradez, se verá cómo no puede proporcionar satisfacción alguna ni siquiera a los degustadores de la h istoria según la estética de la grandeza.

14. «Ab ira tua»

Estos degustadores de grandezas —acaso con la sola excepción del Hegel más genuino y radical— ne­cesitarían, además, que hubiese, como en toda gran ópera wagneriana, cual la que ellos querrían que hu­biese sido la del doblem ente presunto Im perio Es­pañol, verdaderos protagonistas personales, sujetos libres, dueños de sí mismos, y auténticos autores de sus grandes hazañas, no m eros agentes ejecutores, m andatarios o hasta puros posesos enajenados de su propio ser, como realm ente fueron en uno u otro grado los conquistadores, instrum entos, en fin, de la H istoria Universal.

Ira de Dios, azote de vesania y de m artirio fue el desatado furor de dominación con que el huracán de la H istoria Universal, reactivado por un descubri­

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m iento que desbordó las conciencias de los descu­bridores tanto como dejó a tón itas las de los indios, arrebató a los españoles en la conquista del impe­rio de u ltram ar, configurándolo desde el principio como una pura fábrica de sufrim ientos y, como tal, renovado sin alivio, y a veces hasta agravado por un aum ento de productividad, po r el criollaje que se alzó con la herencia de los padres fundadores y que aún se cuida periódicam ente de engrasarla aquí y allá como m áquina de infelicidad y de injusticia, con arreglo al modelo de cuya construcción los inescru­tables designios del Señor de los Ejércitos hicieron ejecutores a los españoles.

Fue uno de los m enos sim páticos y m ás d iscuti­bles detractores de la im perial em presa quien, sin embargo, junto con Fernández de Oviedo (véase m ás arriba, parágrafo 6), m ás se aproxim ó a la intuición fundam ental. Tiene razón M enéndez Pidal cuando lo acusa —com o en su tiem po lo habían acusado al­gunos— de que su pretendido am or hacia los indios era m ucho m enor y menos evidente que su odio ha­cia los españoles.

El aborrecim iento por los españoles era, in tu iti­vamente, aborrecim iento por la H istoria Universal, supuesto que eran los españoles quienes, en su triun ­fante papel de ejecutores del fu ro r de predominio, aparecían como la encarnación visible que osten ta­ba su representación. «Las Casas» —dice Menéndez Pidal— «quisiera24 deshacer la h isto ria universal, como quiere que se deshaga y vuelva a trás la histo­ria indiana de España». Don Ramón se refiere aquí a la circunstancia de que Las Casas, sobre la falsilla de la aborrecida conquista h ispana de Ultramar, no reparase en revolver sus iras contra el im perio Ro­mano y el Alejandrino.

En efecto, Bartolom é de Las Casas estuvo a un

24. Sic, en lu g a r de «q u erría» .

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paso de que su intuición alcanzase el concepto que le correspondía, pero las concretas atrocidades de los españoles singulares fueron los árboles que no le dejaron ver el bosque, y éstos los particu lares su ­jetos em píricos que retuvieron su intuición en los um brales m ism os del universal real: el principio de dom inación en cuanto mal sin malos.

Mas no por eso sería justo dejar de hacerles el ho­nor de aborrecerlos en imagen, tratándolos, así, como si hubiesen sido los sujetos libres, dueños de sí mismos, como los que, por quim érico que sea obs­tinarse en ello, habrían podido ser, precisam ente con la intención postuma, y aun en cierta m anera paradó­jica, de redim irlos de no haberlo sido. Para Castilla del Oro, que, adem ás del Darién y Panamá, incluyó hasta 1524 la posterio r gobernación de Santa M arta y hasta 1532 la de Cartagena, Fernández de Oviedo estim a, desde 1514 hasta 1542, una despoblación de dos m illones de indios, entre m atados por los espa­ñoles y deportados como esclavos, cifra indudable­mente exagerada, como todas las que redondean en varios ceros, pero en modo alguno inverosímil para un lapso de 28 años. Sea como fuere, y a tenor de lo dicho m ás arriba, creo obligado c ita r uno de los párrafos finales de su relato de los hechos de Casti­lla del Oro, de los que ha sido durante no pocos años testigo de vista.

Después de enjuiciar, uno por uno, a los 45 capi­tanes que ha conocido allí, se detiene en los seis per­sonajes principales: el gobernador Pedrarias Dávila, el obispo Juan de Quevedo, el alcalde mayor, licen­ciado G aspar de Espinosa, y los tres cargos clásicos de la adm inistración española: tesorero Alonso de la Puente, contador Diego Márquez y factor Juan de Ta- vira, para añad ir después literalmente: «Pero no quie­ro ni soy de paresger que se cargue toda la culpa a los seys ques dicho; ni tam poco absuelvo a los p a r­ticulares soldados, que como verdaderos manigoldos

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o buchines o verdugos o sayones o m inistros de Sa­tanás, m ás enconadas espadas e a rm as han usado que son los dientes e ánim os de los tigres e lobos, con diferenciadas e innum erables e crueles m uertes que han perpetrado tan incontables como las estre­llas...».

Nota 1

El escrúpulo de Cortés contrasta fuertem ente con el expeditivo form alism o juríd ico y aun form ulism o ex opere operato con que el requerim iento fue apli­cado las prim eras veces, o sea, a raíz de la gran expe­dición de Pedrarias Dávila en 1514 al rincón suroeste del Caribe, con la gobernación de Castilla del Oro —que entonces com prendía las dem arcaciones de Santa M arta, Cartagena, el golfo de Urabá con el Darién y todo el istmo, desde el que Balboa había avistado la M ar del S u r y en cuya orilla Pedrarias fundaría muy pronto Panam á—, siendo a veces el propio Fernández de Oviedo el encargado de leerlo, en la versión literal redactada por el doctor Juan López de Palacios Rubios, sin preocuparse de la com prensión ni de la presencia ni aun de la m era distancia auditiva de los indios a quienes iba supues­tam ente dirigido, o sea como un mero trám ite a eva­cuar para salvar la responsabilidad jurídico-m oral de los españoles ante sí mismos, legitim ando la op­ción de rom per com bate contra los indígenas. Tan clam oroso era el vacío form ulism o de tal ficción ju ­rídica —capaz no obstante, de franquearles el um ­

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bral de la legitim idad para el uso de las arm as— que los propios fautores no podían por menos de tom ar­lo a risa; así el m ism o Fernández de Oviedo lo refe­rirá en su H istoria (libro X, capítulo VII, páginas 31-32 del tomo III de la edición de Amador de los Ríos, M adrid, 1851-1855), con ocasión de un recuen­tro —en el que no dejaron de tener los perros su papel— donde el autor y personaje se representa bro­m eando con Pedrarias: «... en presencia de todos yo le dixe: "Señor, paresgem e questos indios no quie­ren escuchar la theología deste Requirimiento, ni vos teneis quien se la dé a entender; m ande vuesa m er­ced guardalle, hasta que tengam os algún indio des­tos en una jaula, para que despacio lo aprehenda, o el señor obispo se lo dé a en tender”...», para com en­tar, poco m ás abajo, en el m ismo pasaje: «Yo pregun­té después, el año de mili e quinientos e diez y seys, al dotor Palacios Rubios, porqué él avía ordenado aquel Requirimiento, si quedaba satisfecha la cons- giengia de los chripstianos [..] e dixome que sí, si se higiesse como el R equirim iento lo dice. Mas pares- geme que se reía m uchas veces, quando yo le conta­ba lo desta jo rnada y otras que algunos capitanes después avían hecho. Y m ucho m ás me pudiera yo reir dél e de sus letras [...] si penssaba que lo que dige aquel Requirim iento lo avían de entender los indios, sin discurso de años e tiem po [...]. Adelante se d irá el tiempo que los capitanes les daban, atando los in­dios después de salteados, y en tanto leyéndoles toda aquella capitulación del Requirim iento ...».

Nada de esto encontram os en el relato de Cortés, sino por el contrario la más cuidadosa diligencia por asegurarse de que la traducción sea hecha con el m a­yor y más paciente esm ero hasta alcanzar suficien­te convicción de que el catecúm eno se ha enterado de todo, siem pre, naturalm ente, en la discutible me­dida en que Cortés pudiese repu tar satisfactoria. Pero aunque, a tenor de su relato, la idea siga sien­

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do la de observancia del trám ite del requirim iento, no se recurre ya, en absoluto, al texto oficial de Pa­lacios Rubios, sino a una improvisación que H ernán ( ortés, como hom bre instruido, sabe hacer lo sufi-i icntemente elaborada, circunstanciada y circuns­pecta, salvo que con la asom brosa novedad respecto del texto de Palacios Rubios de puentear olím pica­mente al Pontífice, pasando —en la sucesión je rá r ­quica de las subrogaciones— directam ente de Dios al Em perador y del Em perador a él, sin hacer la más mínima mención del Vicario de Cristo en la tierra, mención que, en cambio, en la versión oficial de Pa­lacios Rubios no puede ser m ás extensa y m ás explí­cita:

«De todas estas gentes Dios Nuestro Señor dio car­go a uno que fue llamado San Pedro, para que de to­dos los hombres del mundo fuese señor y superior, a quien todos obedeciesen, y fuese cabeza de todo el linaje humano, dondequiera que los hombres viviesen y estuviesen, y en cualquier ley, secta o creencia, y dio­le a todo el mundo por su señorío y jurisdicción. Y como quiera que le mandó que pusiese su silla en Roma, como en lugar más aparejado para regir el mundo, mas también le permitió que pudiese estar y poner su silla en cualquier otra parte del mundo y juzgar y gobernar todas las gentes: cristianos, moros, judíos, gentiles y de cualquier otra secta o creencia que fuesen. A éste llamaron Papa, que quiere decir ad­mirable mayor padre y guardador, porque es padre y gobernador de todos ios hombres. A este San Pedro obedecieron, y tomaron posesión Rey y superior del universo los que en aquel tiempo vivían; y asimismo han tenido a todos los otros que después de él fueron al Pontificado elegidos; así se ha continuado hasta ahora y se continuará hasta que el mundo se acabe. Uno de los Pontífices pasados que en lugar de éste su­cedió en aquella silla e dignidad que he dicho, como señor del mundo, hizo donación de estas islas y tierra firme del m ar Océano a los Católicos Reyes de Es­

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paña, que entonces eran Don Fernando y Doña Isa­bel, de gloriosa memoria,1 y sus sucesores en estos reinos, nuestros señores ...»;

ante lo cual uno se pregunta: ¿pues qué ha pasado aquí? Lo que ha pasado es sim plem ente que en el ín­terin de 1514 a 1526, ha m uerto el Rey Fernando de Aragón, consorte de Castilla, pero aún influyente, pese a los recelos de los nobles castellanos, y con la inefable escena de las palm adillas al duque de Ná- jera en la entrevista de Benavente del 1 de junio de 1506,2 sobre todo después de la m uerte, en sep­tiem bre del m ism o año, de su yerno el Rey Don

1. E sta versión es, evidentem ente, la de una cop ia reajustada des­pu és de la m u erte de Fern an d o V, sin qu e h aya razón p a ra p e n sa r que, en todo lo dem ás, no s ig a sien do el texto litera l o r ig in a r io del d o cto r López de P a lac io s R u b ios. (A m enos que «de g lo r io sa m em oria» se re fie ra so lam en te a Doña Isa b e l, pero quedando, en ta l caso, a lg o confuso.)

2. « E antes que a llí llegasen , d esq ue fu eron d esem b arcad os, ha­b ía h ab id o con tiend a en tre m arid o y m u je r so b re re g ir y m an d a rlos R eynos: qu e la R eyn a y su s p arien tes, y qu ien b ien la q u ería , q u erían qu e m an dase y firm a se juntam en te con el Rey, an sí com o h acía la R eyn a Doña Isab e l, de g lo rio sa m em oria , con el R ey Don Fernando, su padre, y el R ey Don Ph elipe, y los de su con sejo , y los qu e m ucho se ad e lan taro n á lo recib ir, p a rece que con sin tie­ron en aquel C on sejo que la Reyna no firm a se , ó v ien do el Rey en aq u e lla opin ión , de la q u a l le d eb ieran qu itar, no lo qu isiero n con tradecir. [...] y esto se v in o á p u r if ic a r y a c a b a r en Benavente, y qued ó qu e la R eyn a Doña Ju a n a no en ten d iese ni firm a se en los negocios del regir, sa lvo el R ey tan solam ente, puesto caso que los R eynos eran de la Reyna, é de su Patrim onio, é no del R ey Don Ph elipe; é an sí se fizo ese poco de tiem p o que el R ey Don Ph elipe v iv ió de donde no poca tu rb ac ió n y en ojo a la R eyn a se s igu ió ; y el Rey Don Ph elip e proveyó que en n in gun a m an era la R eyna no viese a su padre, aunque v in iese á su Corte, é an sí se fizo, é tuvo que nunca se lo d ejaron ver; y el Rey Don Fem and o estab a en Toro, m ientras el Rey Don Ph elip e en B enavente, é dende an tes de se ver fu eron é v in iero n los E m b axad o res é m ed iantes del un R ey a otro; porque el R ey Don Fern an d o d em an d ab a la m itad de lo gan ad o é de lo que p o r ju s t ic ia e ra suyo, é lo q u e la R eyna su mu- g e r le h ab ia m an dado en su testam ento, é lo qu e p o r B u la s del San to Padre le era co n ced id o por su v id a, é lo s M aestrazgos, y

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I clipe;3 ha venido —de derecho con éste, pero de he­d ió sólo con su hijo— La Casa de Austria: «Cielo del águila bicéfala,/nubarrones llegan del norte ...», que

que se qu ed asen en buen h o ra con su s R eynos; y en fin, los C on­sejos del un Rey y otro se ju n taro n con co m p ro m iso s de am b os Ruyes; é v is ta s la s d iv is io n es é ju st ic ia s qu e c a d a uno tenia, é lo i|iie dem and ab a, fic iero n la p artic ión en esta m an era : que e l R ey Don Fern and o o viese p o r suyo de lo acrecen tad o, el reyno de Ñ a­póles, é la R eyna su f i ja el reyno de G ran a d a , ta l p or tal. [...] (incdo m ás qué p o r todos los d ía s de su v id a e l R ey Don Fern an­do llevase la m itad de la s ren tas de los R eyn o s de la s Ind ias, de oro, p erla s é esclavos, é o tra s c u a le sq u ie ra c o sa s que rentasen ; iiueaó m ás, que el R ey Don Fernand o haya y tenga p o r los d ía s tic su v id a en las A lca b a la s de C astilla , diez cuen to s de m arave­dís. E esto fecho y sen ten c iad o p o r los del C o n se jo del un R ey y del otro, arb itros p a ra e llo eleg id os, m andaron y sentenciaron que Rey Don Fernand o sa lie se luego de C astilla , y la d e jase libre y de­sem b arazad a a l R ey Don Phelipe, e se fu ese a su s R eyn o s de A ra­gón. Luego am b o s R eyes con sin tiero n la sen ten cia e estu viero n por ella , e e l R ey D on Fern and o se m ovió de Toro, e se fu é a B e n a ­vente, e se v id o y ab razó con el R ey Don Phelipe, é de a llí se d es­pidió de él é de los cab allero s de C astilla que a llí estaban, y abrazó ai D uque de N á je ra , a l Conde de B enavente, é á o tros en la p a rti­da cuando se d esp id ió del Rey Don Phelipe, los q u a le s a lgu n os de e llo s estab an arm ad o s de corazas d eb a jo de los sayos, y el R ey m otejándolo d ijo al D uque de N ájera : Duque, Dios os dé paz, no so líad es vos se r tan gord o; y o tro tanto d ijo a l Conde de B en aven ­te, y á o tros á lo sem ejan te, d án d oles p a lm a d illa s en las e sp a ld as ; y a llí en p resen c ia de m u ch os G rand es ech ó la ben dición á todos, é les encom en dó qu e fu esen lea les á su Rey, é se qu itó de la ca b e ­za un som b rero é el bonete, é q u ed and o en c a b e llo se h u m illó a todos, é se d esp id ió é vo lv ió las r ien d as á un c a b a llo en que e s ta ­ba, é se fué é p a rtió de Benavente, é con él e l C o n d estab le su y e r­no, é el D uque de A lva su prim o, é e l C onde de C ifu en tes é o tros C ab a llero s é P re lad o s que lo am aban, é nunca de é l se habían p a r­tido; é tom ó su m u g er consigo, é su c a sa é fa m ilia , é no p aró de reposo h asta que se en tró en su s R eyn o s de Aragón...». (Andrés B ern áld ez, Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, cap. CCV). L a jo cu n d a m alic ia del C u ra de Los P a lac io s reluce com o n u n ca en el ep iso d io del com en tario del Rey a l d u ­que de N ájera , b a jo cu y as rop as se ve ía a b u lta r el cose lete que lo h acía p a re ce r «tan gordo» y de la s «pa lm ad illas» con qu e el R ey lo hizo resonar, «bon-bon», a la ta hueca.

3. «Lu ego com o el R ey Don Ph elipe m u rió , fu é m uy grand e el a lboroto sin necesidad en a lgun os c a b a lle ro s de C astilla , en aq u e­llos donde el reposo y a m o r a l padre ni á la h ija no m oraba, en

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escrib iría don Miguel de Unamuno; y en 1519, final­mente, ¡El Imperio! Sum ándose a todos los privi­legios pontificios otorgados a Fernando e Isabel, por Inocencio VIII para G ranada y las Islas Cana­rias, por Alejandro VI y Julio II para América, León X, al conceder a Carlos el derecho a intervenir en la delim itación de las diócesis am ericanas, traspasa ya los lím ites del m ero «patronato», para an tic ipar­se a lo que m ás tarde se designaría como regalismoo galicanismo; coronada tal cim a de atribuciones en el cam po de la Religión, el añadido de la condición de Em perador no podría sino resucitar la doctrina de los dos poderes: El Pontificado y El Imperio, ambos, recuérdese bien, poderes divinos, aunque uno espi­ritual y el otro secular. El Em perador, y de modo es­pecial en los dom inios afectos a su patronato, y por ende aun m ás singularm ente en los de ultram ar, era ya directam ente, sin p asar por el Pontífice, el Virrey de Dios, o como se decía literalm ente «Vice-Dios».

Así, m ucho antes de llegar al movimiento galica­no o regalista de los Borbones franceses y españo­les y sin necesidad de un cism a como el que dio a

a lg u n o s qu e p en saron qu e ya era la con su m ació n del m undo, é que e ra vuelto el tiem p o del R ey Don E n riq u e próxim o, y de su fortuna, qu e el que m ás p od ía m ás tom aba, é ca d a uno era R ey de su tierra , é de lo que pod ía to m ar de la C oron a R eal sin q u e re r con ocer R ey ni su p erio r, y m u y bien se señ a laro n los m a n c illa ­dos de este deseo p o r su s o b ras, quia ex abundantia coráis os lo- quitur, aun que a lg u n o s ech aban la p ied ra y esco n d ían la mano. M ás N u estro S e ñ o r en c u y a s m anos sunl omrtia jura Regnorum y sab e los pen sam ientos y d eseo s de los corazones de los h om bres y la s a fic io n e s in ju stas , no d ió lu g a r á que, ni en poco ni en m u ­cho, el p ropósito de a q u e llo s se cum p liese , p o r con stan cia é c la ­reza de los buenos, é lea ltad é am o r qu e m ostraron á el p ad re é á la fija , é p o r inm ovilid ad q u e puso sob re los corazones de todos las C om u n id ad es de C a stilla y A n d a lu cía , qu e tod os d ecian “ v iva la R eyna Doña Ju a n a y el R ey Don Fern and o qu e él v o lve rá ” ; é ni un a a lm en a de los rea len go s hizo v ileza, nin co n se jo nin C o­m u nid ad fu é esca n d a liz a d o ni a lb o ro tad o con tra la coron a R eal, lo qu al m as p a re c ió p o r d iv in o m isterio qu e p o r hum ano reposo, según el a p a re jo h ab ía» . (A ndrés B ern áld ez , ibidem, cap, CCVII).

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luz a la Iglesia Anglicana, el Vice-Dios español ha- > la y deshacía en lo religioso casi tanto como en loi i vil, aunque la concepción ideológica, o sim plem en­te retórica, se a rrim ase m ás a los precedentes m e­dievales, esto es, a las representaciones gibelinas de nn Dante Alighieri. Todavía el doctor Solórzano Pe- rey ra, ya casi a m ediados del siglo XVII, escribe: «Y c on añadir, que en fuerza de todo lo referido, hablan­do específicam ente de la conquista de los Indios, de i|ite tratam os, aunque hay algunos Hereges, que es­criben de ella libre, y atrevidam ente; y otros Católi­cos, que no tienen por muy subsistente la concesión pontificia; la contraria opinión tiene por sí otros, que son muchos m ás en número, y autoridad, que la fun­dan en razones muy eficaces./Y parece, que ponerla en duda, es querer dudar de la grandeza y potestad del que reconocemos por Vice-Dios en la tierra [su­brayado mío].4 Y decir, que la Iglesia ha errado en tantas concesiones, como en varios siglos ha hecho, semejantes a la que Alejandro VI hizo a los Reyes Ca­tólicos, y aun por causas menos ju stas y urgentes». (Política Indiana, libro I, capítulo X, núm eros 18 y 19). Tal era, pues, el principio por el que Cortés, en su requirim iento se perm itió puen tear al Pontífice, saltando directam ente de Dios al Em perador y del Em perador a él.

Nota 2

Cuando se pone en m archa un puro engendro va­cuo, retórico, rim bom bante, publicitario, dispendio­

4. S i en este p a sa je ca b e la am b igü ed a d de qu e la re feren c ia de «V ice-D ios» pued a rem itirse lo m ism o al rey au e al papa, in eq u í­voca es la con cep ció n del rey com o « V ica rio de D ios» en e l n? 26 del cap ítu lo II del lib ro IV de la m ism a obra , ta l com o se c ita rá en el Apéndice I II de este ensayo. Por lo dem ás, lo u su a l p a ra el Pon tífice e s « V icario de C risto» y no «V ice-D ios».

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so, profundam ente inculto y corruptor, como este m alhadado invento de la celebración del Quinto Cen­tenario, no tiene nada de extraño que afloren las susceptibilidades más gratuitas, vacías y com ine­ras, precisam ente a tenor de aquel refrán que dice: «Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo m ata moscas». De esta naturaleza es la querella sus­citada a propósito de la pa lab ra «Descubrimiento». Prim ero los criollos de las repúblicas hispano- parlan tes de U ltram ar y enseguida los propios m e­tropolitanos de aquende-Atlántico se han puesto a pro testar de esta palabra, con la ton tería de que es impropia, porque, según ellos, da a entender que fue­ron sólo los europeos los que descubrieron a los indios y no tam bién los indios a los europeos. La ob­jeción lingüística de que un descubrim iento tam bién puede ser m utuo no se defiende dem asiado bien, por­que es muy fuerte la presión semántica con que «des­cubrim iento», por derivar de un verbo transitivo, «descubrir», hace pensar en un descubridor y un descubierto. Pero el caso es que precisam ente esa transitividad concuerda con las notas y el aspecto sensible de lo denotado: siem pre hemos dicho y oído el verbo «descubrir» bajo el entendim iento —por de­cirlo en palabras cervantinas— de que son las naves las que descubren a las islas y no las islas a las na­ves. «Descubrir» o, m ejor dicho, «descobrir» se usó en el siglo XV, y probablem ente en las propias Capi­tulaciones de Santa Fe, en este sentido físico y sen­sible totalmente inocente; cientos de veces me parece haber leído «las islas descubiertas e por desco­brir» .5 Desde las islas lo m ás que puede hacerse es «avistar» los barcos, nunca «descubrirlos», o sería

5. E l p r im e r docum ento en que, p o r lo qu e yo haya podid o ave­rigu ar, a p a re c e ta l exp resión es la «C ap itu lació n de la s Alcágo- vas» en tre lo s R eyes C ató lico s y A lfonso V de Portugal en 1479: «e q u a le sq u ie r o tra s is la s , co sta s , t ie rra s , d e sc u b ie rta s e p o r d e s ­cob rir, fa lla d a s e p o r fa lla r» .

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im.i m anera no ininteligible pero sí, po r lo menos, lien impropia o pintoresca de expresarse. Así que la

piilabra «descubrim iento» surgió, en principio, eni ir inocente sentido físico y sensible de la relación tic un barco con una isla o una costa todavía desco­nocida para una determ inada com unidad geográfi­ca (|ue com partía un conjunto de m apas y de cartas marineras, por muy celosos que pudiesen m ostrar­se en ocasiones navegantes rivales los unos con losi >i ios en cuanto a in tercam biar determ inadas cartas concernientes a los siem pre inciertos y contenciosos espacios lim inares del m undo conocido.

Pero si a despecho de esta orig inaria ingenuidad de la palabra y sin an d ar m irando en la inutilidad tlel gasto que supone renovar una pu ra fachada por el caprichoso antojo de reinterpretarla atribuyéndole una agresividad o prepotencia que nunca tuvo ni pre­tendió tener, extrapolándola de la sim ple relación11 sica y sensible de las naves con las islas, para ca r­earla a posteriori con una artificiosa intencionalidad malevolente, que es lo que hacen los que la denun­cian e incrim inan de «eurocéntrica», por cuanto ensalzaría a los europeos con el papel activo y a rro ­bante de descubridores, al tiempo que rebajaría a los ultram arinos con el pasivo y desairado de meros des­cubiertos, entonces, si es que se acepta la cosa en es­tos térm inos, lo que hay que responder es que, en efecto, por suerte o por desgracia —y m ás bien por desgracia, una vez visto como han ido las cosas— así fue exactam ente: lo eurocéntrico no está en la pala­bra; eurocéntricos fueron los acontecimientos, euro- céntrica, pavorosa, arro lladora y tenebrosam ente eurocéntrica fue toda la em presa y siguió siéndolo la H istoria Universal reinaugurada por el D escubri­miento de Colón. Si la querella se pone en estos té r­minos, rein terpretando la palabra hasta prenderle fuego, entonces ya no es sim plem ente que no haya motivos suficientes para sustitu irla; es que abundan

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razones para conservarla. ¿O es que rep in tar ahora la fachada va a renovar, como por un ensalmo, las horrendas en trañas de la casa entera? Si querem os re in terp re tar «descubrim iento» como un térm ino eurocéntrico, no hacem os m ás que encender en él una veracidad que orig inariam ente no aspiró a te­ner: pues, en efecto, si como se pretende, «Descubri­miento» dice que hubo un europeo descubridor y un indio descubierto, no expresa sino la inauguración de todo un reparto de papeles, en que los partenai- res jam ás se intercam biaron el papel: el agente fue siem pre el m ism o personaje y el paciente, a su vez, fue siem pre el otro.

Así como hubo un descubridor y un descubierto, hubo un conquistador y un conquistado,6 un in­vasor y un invadido, un m atador y un matado, un de predador y un despojado, un aperreador y un aperrea­do, un dom inador y un dominado, un opresor y un oprimido, un violador y un violado, un explotador y un explotado, un legislador y un legislado, un des­truc to r y un destruido, un protector y un protegido, un com padecedor y un com padecido y, aún hoy, un indigenista y un indígena; y, a lo largo de todo este reparto de papeles, que se inaugura con el de un des­cubridor y un descubierto, el agente fue siem pre el europeo, y el paciente, a su vez, fue siem pre el indio. ¿Conque «descubrimiento» suena mal por «eurocén­trico»? ¿No será la verdad, la historia, lo que suena y hasta hiede horrendam ente m al? Así que si os em ­peñáis en que la palabra «Descubrimiento» sea euro- céntrica, con tanto mayor motivo tendréis que conservarla, puesto que no habréis hecho m ás que cargarla de una veracidad que se extiende a todo lo largo del contexto sucesivo.

6. Y no h ay qu e o lv id a r q u e Colón no só lo fu e e l p rim e r d e sc u ­b r id o r sino tam bién, con su s s in ie stro s h erm an os, el p r im e r con ­q u istador.

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Ni <ta 3

Que la «grandeza» es una noción inequívocam en­te estética y en el peor sentido, o sea, el retórico, de lo estético, lo prueba su fraternal compatibilidad con la noción que, en principio, parece que debería ser •ai contraria. Así, los que se exaltan y em ocionan al decir: «¡La H um anidad con sus grandezas y mise-i ias!» (nunca, dicho sea de paso, hubo especie an i­mal, vegetal ni m ineral que se adm irase y alabase tanto a sí m ism a como la especie hum ana, a menos que incluyamos la divina, al cabo m era proyección eterna y celestial del hom bre mismo, que de este modo salva en el invento su irreprim ib le y com pul­siva neurosis laudatoria, hurtando, en el fetiche de Dios —aun bajo el nom bre falsam ente laico de «His­toria Universal»—, la propia categoría de lo lauda­ble a los feroces y sangrientos asaltos de la duda) se están valiendo de un recurso tan barato y delezna­ble como archiconocido, y con arreglo al cual saben muy bien que, en clave de retórica, la com pañía de las «miserias» no dism inuye en nada las «grande­zas», sino que, por el contrario, no hace sino resal­tarlas y subirlas; es el viejo artificio retórico del gradiente de contraste, del claroscuro, tal como se lo designó en la preceptiva o la crítica pictórica, y el más facilón de los recursos, consistente en recargar las som bras, para hacer más vividas las luces, pero siendo siem pre las som bras las funcionalm ente su­bordinadas —y por ende, anuladas en sí m ism as— al servicio y a m ayor gloria de las luces. Un perso­naje del Decamerón supo enunciarlo con sencillo acierto: Infra molte bianche colombe agginge piu di bellezza un ñero corvo che non faccia un cándido cig- no. («En un grupo de blancas palom as aporta m ás belleza un negro cuervo de cuanto aporte un cándi­do cisne».)

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Nota 4

Parece se r que no hay precedente del uso de pe­rros por parte de españoles, ni siquiera en luchas contra infieles, antes de em plearlos en todo tiem po y lugar y con tal abundancia contra los indios de América. Como una prueba, no definitiva, pero sí de bastante peso, está el hecho de que no fueran usa­dos en la G uerra de G ranada (1481-1492) —ni contra las revueltas posteriores del Albaicín, Güéjar, Lanja- rón, Andarax (1500), S ierra Bermeja (1501), etcétera—, guerra contra infieles e inm ediatam ente an te rio r al Descubrim iento y la Conquista. Para dem ostrar esto último, hay que d a r un rodeo por la docum entación concerniente a don Antonio de Mendoza, p rim er virrey de Nueva España, cargo del que tomó posesión a finales de 1535. Este virrey era hijo segundo de don Iñigo López de Mendoza, II conde de Tendilla y I m ar­qués de Mondéjar, que tuvo parte, aunque no prepon­derante (ya que, si no recuerdo mal, los protagonistas principales fueron el m arqués de Cádiz y el Señor de Aguilar, herm ano mayor del futuro Gran Capitán) y sólo hacia el final, en la conquista de Granada, si bien después se le dio el cargo de alcayde de la Al- ham bra y capitán general del nuevo reino y, como tal, tuvo el m ando suprem o en las cam pañas de re­presión (o «pacificación», si se prefiere) contra los recientes súbditos sublevados.7 Su hijo Antonio na­ció en Alcalá la Real, o sea ya en el propio Reino de Granada, y e n 1490, dos años antes, por tanto, de que term inase la guerra de conquista. Se crió, pues, en la propia G ranada y, curiosam ente, tuvo por precep­tor al hum anista Pedro M ártir de Anglería, que su padre se había traído de Ita lia en 1487 y que fue uno de los prim eros h istoriadores del D escubrim iento y la Conquista de las Indias, am én de inventor, en el

7. Véase Apéndice III.

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Ululo latino de una de sus obras (De orbe nouo), del.i desventurada expresión «Nuevo Mundo». Pero ven­damos a nuestro asunto. En 1543, cuando don Anto­n io de Mendoza llevaba ya ocho años de virrey de Nueva España, a causa de determ inadas quejas (que- |.ts de m ala fe, según los defensores de Mendoza, incoadas por la presunta malquerencia de sus enemi­gos, al frente de los cuales ponían al propio H ernáni ortés, entonces ya m arqués del Valle y aposentado <ii su encomienda, o m ás bien feudo, de Cuernavaca

que com prendía en 1536 hasta 13 corregim ien­tos—), las autoridades m etropolitanas decidieron ha­cer una investigación sobre la conducta del virrey,o sea la célebre «Visita secreta de Tello de Sando­val». Así, el 21 de junio de 1546, Sandoval presenta­ba el resultado de sus pesquisas, concretado en una lista de 44 cargos contra Antonio de Mendoza. El fa­moso cargo núm ero 38 dice así:

ítem. Que después de haber tomado el peñol de Miz- ton, en su presencia y por su mano8 se mataron mu­chos indios de los que se tomaron del peñol, a unos poniéndolos en rengle y tirándoles con tiro de arti­llería que los hacían pedazos, y a otros aperreándo­los con perros, y a otros entregándolos a negros para que los matasen, los cuales los mataban a cuchilla­das, y a otros ahorcaron. Y asimismo en otras partes se aperrearon indios en su presencia.

La colección de documentos de Lewis Hanke (Biblio­teca de autores españoles, tomo CCLXXIII, Madrid, 1976), de la que he transcrito el cargo que acabo de citar, recoge, de los documentos emitidos por la parte de Mendoza en sus actuaciones de defensa contra el visitador, solam ente el «Interrogatorio preparado por Mendoza para la visita que se le hizo», según lo

8. Sic en la colección de H anke (B.A.E. tom o C C L X X III , pág. 118), pero debe de se r e rra ta p o r «m ando».

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in titula Hanke, de fecha 8 de enero de 1547, pero no los descargos del virrey (docum ento del que, sin em ­bargo, da en el apéndice la referencia: Archivo Ge­neral de Indias, Justic ia 259, folios 28-73v.); de este «interrogatorio», los núm eros que afectan al cargo 38, son los siguientes:

187. Item, si saben, etc., que si en la pacificación de los indios y seguimiento de ello se hizo justicia de al­gunos indios de los rebelados, dándose nuevo género de muerte, fue necesario porque sonase el castigo, te­niendo respeto a que cuando los ahorcaban lo tenían en tan poco, que ellos mismos se subían a la escalera y se echaban el lazo y tentaban si estaba firme el palo de que se habían de colgar, y ellos mismos se arroja­ban y colgaban. Digan lo que saben, etc.

188. Item, si saben, etc., que la justicia que se hizo de dichos indios después de ganado el peñol del Mis- ton, convino hacerse por los grandes delitos que di­chos indios habían hecho contra Dios Nuestro Señor, siendo bautizados e industriados en las cosas de la fe, y por los estragos y muertes que habían hecho en los religiosos y españoles e indios amigos. Porque fue­se castigo y ejemplo para lo de adelante y los indios que así se justiciaron fueron pocos y de los más per­judiciales y dañosos en dicho levantamiento y guerra. Digan lo que saben.

Lo que interesa en estos dos núm eros del in terro­gatorio es la justificación de la vesania de los proce­dimientos empleados m ediante el argum ento de que, en vista de la indiferencia y hasta la colaboración con el verdugo con que los indios a rrostraban el m orir ahorcados, el «nuevo género de m uerte» denuncia­do en el cargo 38 de Tello de Sandoval «fue necesa­rio porque sonase el castigo» y, según el núm ero 188, «porque fuese castigo y ejem plo para lo de adelan­te». Pero como el virrey, conocedor sin duda de las formas del derecho, tenía forzosam ente que saber

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i|iic la justificación en nombre de la eficacia del es-i oim iento de haber introducido tan truculen tas in­novaciones en los procedim ientos de ejecución no podía ser, en modo alguno, una respuesta jurídi- < límente admisible, únicam ente los descargos nos• ararán de dudas sobre el caso, deshaciendo el equí- voeo y disipando nuestra perplejidad. Tan sólo en la va clásica biografía de don Antonio de Mendoza es-i tita por el profesor norteam ericano A rthur Scott Aitón (Antonio de Mendoza, First Viceroy of New '<l>ain, Duke University Press, Duham, N orth Caroli­na, 1927) he podido encontrar,9 en nota a pie de pá- l'ina (página 158), c itadas en castellano, las frases pertinentes al asunto en tresacadas de los descargos del virrey. Así a la cuestión en torno a la extrem ada­mente problem ática ju rid ic idad de la apelación a la mayor eficacia del escarm iento «para lo de adelan­te », esto es, «para en adelante» —lo que im plica una función preventiva de nuevas rebeliones en lai ipción— el descargo del virrey consiste en sacar sim­plemente de los térm inos de la justicia las vesáni-i as ejecuciones perpetradas —que, por lo mismo, dejarían de ser «ejecuciones» propiam ente dichas—■, diciendo que ha procedido «como se haze en españa ron los erejes e ynfieles que la gente los acuchillan e m atan en el cam ino sin que sea a cargo de la justi­cia» [subrayado mío]. Y m ás adelante insiste en la intención puram ente instrum ental de los terro rífi­cos procedim ientos adoptados, o sea en su estric ta funcionalidad técnica, por rem itirnos a la noción de «tecnicidad» de Schm itt (véase A P É N D IC E II): «el ape­rrear algunos yndios de los más culpados y ponellos a tiro convino hazerse para escarm iento y más tem or de los yndios [...] la m uerte en la horca ellos se la

9. L am en to que p o r m i total in exp erien cia com o investigador, me sea im p o sib le c ita r lo s d irectam en te del A.G.I., de donde Le- w is H anke d a la a r r ib a c ita d a referencia.

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davan de su propia voluntad en estas partes [...] y en el rreyno de granada [él lo sabe muy bien, por el re­cuerdo de su propia infancia] se acostum bra a caña­verear y apedrear [ojo: apedrear, con el sentido de «lapidar», que es m atar a pedradas, no aperrear, que es hacer m orir destrozado entre los dientes de los perros] muchos moros de los que an rrenegado nues­tra santa fe». No cabe duda de que si hubiese habi­do aperream ientos en la Conquista de G ranada y en las u lteriores cam pañas contra los moros subleva­dos en las que el propio padre de Mendoza fue capi­tán general, Don Antonio, en sus descargos, habría m encionado el aperream iento de m oros en prim erí- simo lugar, y no dos m aneras de m atar, como el aca- ñaveream iento10 (una suerte de m uerte torm entosa mediante cañas que no he conseguido averiguar con­cretam ente cómo se aplicaba) y la lapidación, de las que no tengo noticia de que llegaran a usarse en Ultramar. El que el aperream iento no se em please en Granada no debe necesariam ente hacer pensar en una mayor nobleza o m enor crueldad de aquellas guerras, pues basta recordar que tam bién los moros conocían el perro y lo criaban, y como «donde las dan las toman» a ninguna de las dos partes le con­venía em pezar; m ientras que los indios ni tenían perros ni los conocieron hasta el segundo viaje de Colón." Así pues, a no otros que a los Colones es a quienes se debe honrar por el sanguinario m érito

10. De la c ró n ic a de los R eyes C ató lico s de H ern an d o d el P u l­g a r es de don de reco rd ab a yo un c a so de acañaveream ien to , que ah o ra he vuelto a lo ca lizar : «D espués que la c iu d a d (M álaga) fue en tregad a, e l R ey m andó a c a ñ a ve re a r doce ch ristia n o s que se to­m aron dentro de la c ib d ad , los qu e se p asaro n a los m oros e les in fo rm ab an de la s c o sa s del real». (Parte tercera , cap ítu lo X C III).

1 1 . Parece qu e só lo e l pequeño g ru p o de los ind ios tiubus co n ­sigu ió h acerse m uy tem prano con una ja u r ía propia , a p artir, se­gún se cree, de una p erra preñ ad a qu e se le p erd ió a C aboto en el R ío de la P lata p o r los añ os 152 5 -15 30 .

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il. haber introducido en las Indias tan sin iestra no- Vtulnd.12

Ñola 5

l'arece ser que el dueño de este fam oso perro Be- ii’trillo o Begerrico, como tam bién lo llam a Oviedo, luí’ un Diego de Salazar, de quien el propio Oviedo ims cuenta lo siguiente (libro XVI, capítu lo VI de su Historia general y natural de las Indias):

«Viendo pues Johan Pon?e de León, que goberna­ba la isla [la isla de Boriquén o Sanct Johan de Puer­to Rico, actual Puerto Rico], lo que este hidalgo avía hecho en estas dos cosas tan señaladas que he dicho, le hizo capitán entre los otros chripstanos e hidalgos que debaxo de su gobernación militaban, y otros fue­ron mudados; e aunque después ovo mudanza de go­bernadores, siempre Diego de Saladar fue capitán e tuvo cargo de gente hasta que murió del mal de las búas [así llamaban entonces a la sífilis]. E aunque es­taba muy doliente lo llevaban con toda su enferme­dad en el campo, e dó quiera que yban a pelear contra los indios; porque de hecho penssaban los indios que ni los chripstianos podían ser vencidos ni ellos ven­cer donde el capitán Diego de Saladar se hallase, e lo primero que se informaban con toda diligencia era sa­ber si yba con los chripstianos este capitán. En la ver­dad fue persona, segund lo que a testigos fidedignos y de vista yo he oydo, para le tener en mucho; porque demás de ser hombre de grandes fuerzas y esfuerzo, era en sus cosas muy comedido e bien criado e para

12. H ern an d o C olón, Historia del Almirante, c a p ítu lo L X I: «... a 24 de M arzo de 1495 sa lió [el A lm irante] de la Isa b e la d ispu esto para la g u e rra [...] y só lo llevab a con sigo [...] d oscien tos cristian o s, veinte c a b a llo s y o tros tantos perros le b re les [...] d ieron los c a b a ­llos p o r u na p arte y los le b re les p o r otra, y tod os s igu ien d o y m a­tando, h icieron tal estrago qu e en breve fu e D ios serv id o tuviesen los n u estro s ta l v ictoria...» .

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ser estimado dó quiera que hombres oviesse, e todos le loaban de muy devoto de Nuestra Señora. Murió después de aquel trabajoso mal que he dicho, hacien­do una señalada e paciente penitengia, segund de todo esto fuy informado en parte del mesmo Johan Ponge de León y de Pero López Angulo y de otros caballeros e hidalgos que se hallaron presentes en la isla, en la mesma sagon que estas cosas passaron, y aun les cupo parte destos e otros muchos trabajos».

Nota 6

Este es uno de los puntos en que hay m ás diver­gencia entre las leyes y los hechos. Según la nota m arginal a la ley II del títu lo I del libro VI de la Re­copilación de las leyes de los reynos de las Indias (Edi­tada por Ju lián de Paredes, M adrid, 1681 —aunque la aprobación del rey, y, por tanto, su fecha de vigen­cia sea del 4 de mayo de 1680, por lo que comúnmente se la designa como «Recopilación de 1680»), folio 180, recto y verso, el connubium (o sea, la nupciabili- dad bilateral: varón de A o B con m ujer de B o A) entre indios y españoles fue ya autorizado por Fer­nando V en 1514 y refrendado —tal vez porque en­tretan to se hubiese in terpuesto alguna revisión al respecto— por Felipe II en 1556, al cual quizá se debe la explicitación de la bilateralidad específica del con­nubium.: «... Y m andam os que ninguna orden nues­tra [esto es, del Rey de E spaña en general, no del propio Felipe II en particular, que precisam ente em­pezaba a reinar ese año mismo], que se huviere dado,o por Nos fuere dada, pueda impedir, ni im pida el m atrim onio entre los Indios e las Indias con Espa­ñoles o Españolas [subrayado mío] ...». Parece muy probable que tan escrupulosa explicitación respon­da a una preocupación por las circunstancias socia­les que se daban de hecho. Aparte de la m era violación ocasional como práctica general de toda

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••oldadesca, la p rim era form a de convivencia m ás o menos estable entre varones españoles y m ujeres in­dias fue la de am ancebam iento o barraganía, que eni n i to modo restauraba como m era fórm ula consue­tudinaria algo que había tenido reconocim iento le- imI en la Baja Edad Media: el concubinato, form a popular de unión conyugal juríd icam ente reglamen- lada (sem ejante tal vez al usus, que, con la em ptio v la confarreatio, form a la terna de las form as del m atrim onio romano), pero que, por no ser indisolu­ble, o sea, por adm itir legalmente el divorcio, no fue del gusto de Isabel la Católica, que hizo obligatorio el m atrim onio religioso para todas las clases socia­les. Con todo, en América, la barraganía fue la forma de convivencia dom inante entre indias y españoles, sin que fuese ocasión de desdoro social para éstos, mientras que, a despecho de la tem prana aceptación por las leyes, todos los autores se m uestran contestes en que el m atrim onio entre varón español y m ujer india era, salvo excepciones, socialm ente vergonzo­so. Baste para ello c ita r a Solórzano Pereyra (Políti­ca indiana, M adrid, 1647), quien al hab la r de los mestizos, dice: «Pero porque lo más ordinario es, que nacen de adulterio o de otros ilícitos, y punibles ayuntamientos, porque pocos Españoles de honra hay [y esto, nótese bien, todavía siglo y m edio después del Descubrimiento], que casen con Indias o Negras |subrayado mío], el qual defecto de los natales [su­pongo que quiere decir de los nacidos de sem ejan­tes uniones ilícitas] les hace infames, por lo menos infamia fa c ti ...» (libro II, capítulo XXX, núm ero 21). Si esto era así para las uniones de varón español con m ujer india, ya podemos suponer lo que sería para lo inverso. De hecho, el propio Solórzano, en el nú­mero uno del m ism o capítulo y libro, lo tiene tan poco en cuenta que, a diferencia de las leyes, ni tan si­quiera le viene a las m ientes la posibilidad del caso: «Declarado ya lo perteneciente al estado, y condición

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de los indios, quiero rem atar este libro, diciendo algo de los que nacen en las Indias de Padres Espa­ñoles [quiere decir "padre y m adre’’] que allí vulgar­mente los llam an Criollos, y de los que proceden de Españoles, e Indias, que se llam an Mestizos, o de Españoles, y Negras, que se llam an Mulatos». Como se ve, en ambos casos, da por supuesto exclusivamen­te el varón español, y, correlativam ente, de raza in­dia o negra siem pre la mujer. La explicación de este olvido la encontram os en el núm ero 32 del m ism o capítulo y libro, que pertenece ya a los añadidos que le puso Francisco Ram iro de Valenzuela al reed itar la obra de Solórzano en 1736-1739:

«Los mestizos es la mejor mezcla que hay en Indias, y son los hijos de Españoles, e Indias; y también lo serán si un Indio se casase con una Española, aunque esto sucede rara vez» [subrayado mío].

De modo que aunque el connubium , o la nupcia- bilidad bilateral, estaba ya en las leyes desde 1514, no sólo seguía siendo, al menos hacia 1647, social­mente poco honroso el m atrim onio entre varón es­pañol y m ujer india, sino que casi otros cien años más tarde el m atrim onio de un indio con una espa­ñola era, al parecer, todavía sumam ente insólito. Este carác ter sexualm ente unidireccional de las uniones inter-raciales (frente a la bidireccionalidad del con­nubium) es lo que justifica calificar al tan celebra­do «mestizaje» de violación étnica del vencido por el vencedor.

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Ap é n d i c e I.I a Peregrina

Terrible anim al debió de ser el perro (único, esta vez, al parecer), que llevaron G aspar de M orales,1 primo del gobernador Pedradas, y un joven capitán llamado Peñalosa, pariente de doña Isabel de Boba- dilla, m ujer de Pedrarias, enviados por éste con 150 hombres —según G om ara— o sólo con 60 —según Las Casas— a las islas perlíferas que había descu­bierto Núñez de Balboa en el golfo de San Miguel, llamadas por los indios islas Terarequí, y a la m a­yor de las cuales había bautizado Balboa como Isla Rica. Llegado, pues, Gaspar de Morales a la costa del Pacífico, como no hallaron m ás que cuatro canoas, dejó a Peñalosa, con la m itad de los hom bres, en el señorío de un cacique llam ado Tutibra, y él se fue, con los demás, al pueblo de otro cacique, llam ado Tumaco, que los recibió bien y los quiso convidar y hospedar «pero no se lo consintió —enlazo ya con

1. « E l cap itán G a sp a r de M orales, c ria d o e p rim o de P ed rarias, que fu e a la m ar del s u r e a la Is la R ic a de las P erla s, p a sso a e lla e ovo m u ch as p e r la s a llí, e m ucho o ro en la s p ro v in c ias e c a ­c iq u es p o r donde anduvo.»

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el texto literal de Las Casas— el ansia de las perlas que esperaban haber, que los llevaba y mandaba; así, luego, el día siguiente, saltó G aspar de Morales con la m itad de los españoles en c iertas canoas grandes y Francisco P izarra en o tras con los demás, los cua­les dende a poco navegando, no quisieran, por cuan­tas perlas había en el mundo, haber allí entrado. [...] Levantóse tanto la mar, de que vino la noche, que to­dos pensaron perecer, y las canoas una de o tra apar­tadas, que no se vieron, cada uno de ellos creía ser los otros anegados. Por grande ventura, finalm ente aportaron a la m añana todos a una de las islas, que son muchas, lo cual tuvieron por m ilagro que Dios hacía por ellos, como por personas que tanto le ser­vían en andar en aquellos pasos santos .2

»Hallaron la gente della toda en solem nes fiestas ocupada, y porque tenían de costum bre, cuando aquellas fiestas celebraban, e s ta r todas las m ujeres sin verse con los m aridos apartadas, y los m aridos lo m ismo sin ellas a o tra parte, y los españoles lle­garon por la parte donde ellas estaban, no hicieron menos que tomallas todas y captivallas y atallas. Há- cese m andado a los m aridos, los cuales como leones bravos, vienen con sus varas tostadas, porque no tie­nen ni usan flechas, y dan en los españoles muy de presto y dellos hirieron algunos, pero no les hicieron heridas de lom bardas. Sueltan el perro que llevaban y va a los indios y en ellos hace terrib le estrago; hu­yen los tristes asom brados de tal género de arm as, y aunque m uchos m urieron y pensaban m orir, pero por la rabia de ver llevar sus m ujeres y hijas to rna­ron a ir tras los españoles, tirando varas, por libra- lias; ninguna cosa les aprovechó sino para m orir más de los que restaban. De allí fueron estos pecadores a la isla m ás grande, donde tenía su asiento y casa real el rey y señor de aquellas islas, o al menos de

2. Uno de los m il veces re iterad o s sa rca sm o s de L a s C asas.

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las más, el cual, sabiendo que venían, o porque ha­bía sido ya inform ado del estrago que en aquella prim era isla dejaban hecho, o por la fam a de sus o r­dinarias crueldades, salió con su gente a les defen­der la entrada en su isla, o, por ventura, después de entrados, echallos; el cual hecho huir, con el perro desgarrados algunos de los suyos, no por eso dejó de to rnar cuatro veces con la gente que m ás podía recoger, probando si pudiera desterrallos de su tierra o matallos.

»Intervinieron los indios que llevaban los espa­ñoles consigo, chiapenses y tum achenses, amigos, diciéndoles que los españoles eran m uy fuertes y que todo lo sojuzgaban [...] y con estos ejem plos y persuasiones hubo de venir a ellos pacíficam ente. Metiólos en su casa, la cual dijeron que era m ara­villosamente hecha y muy m ás que otras de caci­ques señalada; hizo sacar una cesta de vergas muy lindas hecha, llena de perlas que pesaron 110 m ar­cos, todas muy ricas, y entre ellas una que pocas pa­rece haberse hallado en el m undo tan grandes ni tales era como una nuez pequeña (otros dijeron que como una pera cermeña)». Francisco López de Go­m ara la describe así: «De tre in ta y un quilates, he­chura de cerm eña, muy oriental y perfectísima». Así perm aneció, al parecer, G aspar de Morales, con sus compañeros, unos cuantos días, en la hospitalidad de este cacique, a quien bautizó bajo el nom bre de Pedrarias, por el gobernador, y durante ese tiempo debió de proceder tam bién a lo que dice Oviedo con las siguientes palabras textuales: «E por escures^er el descubrim iento que avía fecho de aquella m ar e islas Vasco Núñez de Balboa, com entó a tom ar pos­sesiones por auto de escribano, assí en las islas como en otras partes, pidiendo testim onio en nom bre de Sus A ltelas e del gobernador Pedrarias Dávila; e mudó el nom bre de la isla, e llamóle Isla de Flores, porque assí se lo avía m andado el gobernador». Has­

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ta aquí Oviedo, y retorno, saltando una página, al texto de Las Casas: «... m ientras estos andaban sal­teando por las islas y tardaron en la de aquel señor de todas ellas, Peñalosa y los que con él quedaron en el pueblo de Tutibra hicieron las obras a los ve­cinos de él y los otros pueblos que siem pre han acos­tum brado a hacer, y principalm ente son andar tras de las m ujeres y escudriñar y robar cuanto pudie­sen. Fueron parez que 'ta les los agravios que resci- bieron, que acordaron de m atallos a ellos allí, y después a G aspar de M orales y a los suyos en el ca­mino cuando volviesen, para lo cual se conjuraron los caciques que alrededor había que por agravia­dos se tuvieron. Andaba con el G aspar de M orales un cacique llam ado Chiruca, con un hijo suyo m an­cebo, m ostrando m ucha afición a los españoles, o por am or verdadero (pero no sé por qué merecimiento),o por miedo, o por especular sus costum bres, fingi­damente, como yo m ás creo, para después, cuando se ofreciese oportunidad, d a r en ellos.

»Llegados, pues, y desem barcados de las canoas en la tierra firme, G aspar de Morales envió a un Ber- nardino de Morales con 10 hom bres a llam ar al Peña- losa y a los que con él había dejado en Tutibra, para se ir todos, parez que po r o tro cam ino al Darién. Es­tos llegaron al pueblo de un cacique que había por nombre Chuchama, de los conjurados, el cual los res- cibió bien y dióles de comer, m ostrándose muy am i­go; pero a la noche, estando bien durm iendo, hizo poner fuego a la casa donde dorm ían, y en ella que­mó dellos y achocaron los que por el fuego huyendo salían. Súpolo luego el cacique Chiruca, que estaba con G aspar de M orales y su com pañía, y fue avisa­do cómo los conjurados ya cerca venían, por cuya causa o porque él era en el conjuro o de miedo de los españoles no se le im putase algo, huyóse con su hijo aquella noche; pero luego que los hallaron menos, enviaron tras ellos españoles y indios, de los que lle­

vaban por amigos, que también los seguían de miedo; ali'atizáronlos y por el rastro habidos, tru járonlos Iliosos a padre e hijo. Pusiéronlos luego a tormentos, <|iic es su prim er remedio, los cuales les daban y dan hoy gravísimos, azom ándoles el perro que les daba mis dentelladas bien recias: descubrieron los que en

( liuchama se habían m uerto y la gente que venía so­bre ellos. Fue grandísim o el miedo que cayó en Mo­rales y en todos ellos, sabido los que eran m uertos, esperando verse tam bién ellos en aquel peligro. Usó, empero, deste aviso: que el cacique Chiruca enviasei llamar secretam ente a cada uno de los caciques que venían, que eran 18 o 19, so color que les querían avi­ar de cosas antes que acom etiesen, protestándole,

que si en esto no fuese fiel, que lo habían de echar luego al perro; él lo hizo así por miedo, sin osar pen­sar en el contrario, po r irle m ás que juram ento. En viniendo cada uno, echábanlo en la cadena, que era un instrum ento tan usado entre los españoles, que nunca andaban sin ella, para prender indios y hacer esclavos, y en ella iban los que les llevaban ¡as ca r­cas porque no se huyesen, porque aquellos eran sus acém ilas donde quiera que m udaban el pie.

»De aquella m anera y con aquella industria hobo a las m anos todos los caciques, sin que se sintiese cosa dello hasta que estaban todos presos. En este liempo, allegó Peñalosa con su com pañía, que debía escaparse antes de saber y in cu rrir el peligro, con que m ucho G aspar de Morales y los suyos cobraron esfuerzo, teniéndolos ya por perdidos; acordaron de salir contra los que venían, que no estaban muy aper­cibidos esperando a sus caciques. Llevó la delante­ra Francisco Pizarro, y dando en ellos al cuarto del alba, diciendo Santiago, cuando vino del todo la luz del día contaron m uertos sobre 700. Habida esta vic­toria, Morales m andó aperrear todos los 18 caciques (con Chiruca, que fueron 19) para diz que m eter m ie­do en toda la tierra.»

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Hasta aquí el texto literal de Las Casas, que cuenta luego cómo M orales dilata su expedición por la cos­ta del m ism o golfo de San Miguel, hasta las tierras de un cacique llam ado Birú (del que luego deriva­rían los españoles el nom bre del Perú, que dieron al im perio de los Incas, situado cientos de kilóme­tros m ás al Sur), dejando asolados y saqueados m u­chos pueblos, aunque el cacique vuelve a ju n ta r su gente y, retom o ya el texto literal de Las Casas, «vie­ne a ellos terriblem ente; y con tanto esfuerzo pelea­ron, que por gran parte del día no pareció quien vencía; pero al cabo había la derro ta de caer sobre los tristes, como suele, por la ferocidad del perro, y por las ballestas y por las espadas que a los desnu­dos cortaban por medio, y así huyeron; viendo Gas­par de Morales que aquel cacique y sus vasallos eran gente recia, no osó esperarlos más, sino volverse al pueblo de Chiruca, dejado, así como está dicho, pre­dicado el Evangelio.3 Las gentes de los 19 caciques aperreados, viéndose así privados de sus naturales señores, y el muchacho, hijo de Chiruca, sin su pa­dre, acordaron de jun tarse para esperar los españo­les, cuando del Birú tornasen, si pudiesen matallos». H asta aquí el texto literal de Las Casas, a quien dejamos, para seguir con el de Fernández de Oviedo, que nos cuenta más detalladam ente la conclusión del episodio, y dice así: «E teniendo assentado su real [se refiere a G aspar de M orales y los suyos] en la ribera de un río vieron m ucha gente de indios que venían de guerra a cobrar, si pudiessen, sus m ujeres e hi­jos e parientes, que este capitán les llevaba robados; y el capitán ovo su consejo con Andrés de Valderrá- bano e con un mangebo, que se degía el capitán Peñalosa, pariente de la m uger de Pedrarias, e acor­daron de degollar en cuerda todos los indios que es­taban pressos e atados, no perdonando m uger ni niño

3. N uevo sa rca sm o típ ico de Fray B arto lo m é.

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chico ni grande de todos ellos, im itando la crueldad herodiana, para que los indios que venían de guerra contra ellos se detuviessen allí, viendo e contem plan­do aquel crudo espectáculo; e assí se puso por la obra, e degollaron desta m anera sobre noventa o gient per­sonas. Pero en fin, este crudo ardid fue causa de que­dar los chrisptianos con las vidas; porque entretanto que los indios se detuvieron a m irar e llorar los m uer­tos, e tan extraño caso, el capitán G aspar de Morales con su gente se puso en salvo, e se fue su camino a más que andar. En fin, él llegó al Darién, donde fue t ractado e dissim ulado con él, por prim o e criado del gobernador, sin castigo ni pena ni otra reprehensión, de cosa que mal oviesse fecho en su viaje, en el qual ovo muchas perlas, e entre ellas una de hechura de pera, que pessó treinta e un quilates; por la qual, pues­ta en almoneda, dio un mercader, llamado Pedro del Puerto, mili e doscientos pessos de oro, e fue suya. E la tuvo una noche o dos, e con m ucho trabaxo; e acordándose que avía dado tanto por ella, no hacía sino sospirar e se tornó quassi loco. E cobdigiándola el gobernador, tuvo forma de dar por ella los mesmos dineros, puesto que [aunque] algunos quisieron decir que todo avía seydo cautela. Esta perla es aquella mesma que se dixo en el libro XIX, capítulo VIII, que la Em peratriz, nuestra señora, de gloriosa memoria, la compró después a doña Isabel de Bovadilla, m u­jer del gobernador Pedrarias Dávila». Hasta aquí Fer­nández de Oviedo. Según el padre Las Casas, la em peratriz pagó por ella 4 000 ducados, y es la que todavía hoy puede verse, en el museo del Prado, pin­tada al cuello de la em peratriz doña Isabel de Portu­gal, en el magnífico retrato que le hizo Tiziano.

(Los textos literalmente citados pertenecen a la His­toria de las Indias de Bartolomé de las Casas, libro III, capítulos LXV y LXVI y a la Historia general y natu­ral de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, libro XXIX, capítulo X.)

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Apén d ice II.«M ire vuesa m erced que es extrem eño»

El ep isod io in icial de lo que ta n ta tu rb ac ió n y es­cán d alo p ro d u jo en el a lm a de F ernández de Oviedo es el que, ex tra ído de las Cartas de relación de H er­nán C o rté s1 (carta prim era), tra n sc rib o ín tegro a con tinuación:

«Después de se haber despedido de nosotros el di­cho cacique y vuelto a su casa en mucha conformi­dad, como en esta armada venimos personas nobles, caballeros hijosdalgo celosos del servicio de Nuestro Señor y de vuestras reales altezas, y deseosos de en­salzar su corona real, de acrecentar sus señoríos y de aum entar sus rentas, nos juntamos y platicamos con el dicho capitán Fernando Cortés, diciendo que esta tierra era buena y que, según la muestra de oro que aquel cacique había traído, se creía que debía de ser muy rica, y que según las muestras que dicho caci­que había dado, era de creer que él y todos sus indios

I. B.A.E. Tomo vigesim osegundo, Historiadores primitivos de In­dias, co lecc ión d ir ig id a e ilu stra d a p o r don E n riq u e de Vedia, im ­pren ta y estereo tip ia de M. R ivad en eyra , M adrid , 1852, tom o prim ero, pág. 8.

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nos tenían muy buena voluntad; por tanto, que nos parecía que no convenía al servicio de vuestras ma­jestades, y que en tal tierra se hiciese lo que Diego Velázquez había mandado hacer al dicho capitán Fer­nando Cortés, que era rescatar todo el oro que pudie­se, y rescatado, volverse con todo ello a la isla Fernandina, para gozar solamente dello el dicho Die­go Velázquez y el dicho capitán, y que lo mejor que a todos nos parecía era que en nombre de vuestras reales altezas se poblase y fundase allí un pueblo en que hubiese justicia, para que en esta tierra tuviesen señorío, como en sus reinos y señoríos lo tienen; por­que siendo esta tierra poblada de españoles, demás de acrecentar los reinos y señoríos de vuestras ma­jestades y sus rentas, nos podrían hacer mercedes a nosotros y a los pobladores que de más allá viniesen adelante. Y acordado esto, nos juntamos todos en con­cordes de un ánimo y voluntad, y hicimos un reque­rimiento al dicho capitán, en el cual dijimos que, pues él veía cuánto al servicio de Dios Nuestro Señor y al de vuestras majestades convenía que esta tierra es­tuviese poblada, dándole las causas de que arriba a vuestras altezas se ha hecho relación, que le requeri­mos que luego cesase de hacer rescates de la manera que los venía a hacer, porque sería destruir la tierra en mucha manera y vuestras majestades serían en ello muy deservidos, y que ansí mismo le pedimos y re­querimos que luego nombrase para aquella villa que se había por nosotros de hacer y fundar alcaldes y regidores en nombre de vuestras reales altezas, con ciertas protestaciones en forma que contra él protes­tamos si ansí no lo hiciese. Y hecho este requerimiento al dicho capitán, dijo que daría su respuesta al día siguiente: y viendo, pues, el dicho capitán cómo con­venía al servicio de vuestras reales altezas lo que le pedíamos, luego otro día nos respondió diciendo que su voluntad estaba más inclinada al servicio de vues­tras majestades que a otra cosa alguna, y que, no mi­rando al interese que a él se le siguiera si prosiguiera en el rescate que traía presupuesto de rehacer los grandes gastos que de su hacienda había hecho en aquella armada, juntamente con el dicho Velázquez,

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antes, posponiéndolo todo, le placía y era contento de hacer lo que por nosotros le era pedido, pues que tanto convenía al servicio de vuestras reales altezas; y lue­go comenzó con gran diligencia a poblar y a fundar una villa, a la cual puso por nombre la rica villa de la Veracruz, y nombrónos a los que la de antes sus­cribimos por alcaldes y regidores de la dicha villa, y en nombre de vuestras reales altezas recibió de noso­tros el juramento y solenidad que en tal caso se acos­tumbra y suele hacer, después de lo cual, otro día siguiente entramos en nuestro cabildo y ayuntamien­to; y estando así juntos enviamos a llamar al dicho capitán Fernando Cortés y le pedimos en nombre de vuestras reales altezas que nos mostrase los poderes y instrucciones que el dicho Diego Velázquez le ha­bía dado para venir a estas partes; el cual envió lue­go por ellos y nos los mostró, y vistos y leídos por nosotros, bien examinados, según lo que pudimos me­jo r entender, hallamos a nuestro parecer que por los dichos poderes e instrucciones no tenía más poder el dicho capitán Fernando Cortés, y que por haber ya expirado no podía usar de justicia ni de capitán de allí adelante. Pareciéndonos, pues, muy excelentísimos príncipes, que para la pacificación y concordia den- tre nosotros y para nos gobernar bien convenía po­ner una persona, para su real servicio que estuviese en nombre de vuestras majestades en la dicha villa, y en estas partes por justicia mayor y capitán y cabe­za, a quien todos acatásemos hasta hacer relación dello a vuestras reales altezas para que en ello pro­veyesen lo que más servidos fuesen, y visto que a ninguna persona se podría dar mejor el dicho cargo que al dicho Fernando Cortés, porque además de ser persona tal cual para ello conviene tiene muy gran celo y deseo del servicio de vuestras majestades, y an- simismo por la mucha experiencia que destas partes y islas tiene, de causa de los cuales ha siempre dado buena cuenta, y por haber gastado todo cuanto tenía por venir, como vino, con esta arm ada en servicio de vuestras majestades, y por haber tenido en poco como hemos hecho relación, todo lo que podía ganar y inte­rese que se le podía seguir si rescatara como tenía con-

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cortado, le proveimos, en nombre de vuestras reales altezas, de justicia y alcalde mayor, del cual recibimos el juramento que en tal caso se requiere; y hecho como convenía al servicio de vuestra majestad, lo recibimos en su real nombre en nuestro ayuntamiento y cabil­do por justicia mayor y capitán de vuestras reales a r­mas, y ansí está y estará hasta tanto que vuestras majestades provean lo que más a su servicio conven­ga. Hemos querido hacer de todo esto relación a vues­tras reales altezas por que sepan lo que acá se ha hecho y el estado en que quedamos».

1.a estratagem a de Cortés aquí descrita podría ser­vir de ilustración paradigm ática a la noción de «tec- nicidad» de Cari Schm itt, según los siguientes pasajes de su libro La Dictadura (versión castella­na de José Díaz García, Alianza Editorial S.A., Ma­drid, 1985): «Esta trip le dirección hacia la dictadura (aquí se em plea esta palabra en el sentido de una es­pecie de ordenam iento que no se hace depender por principio del asentim iento o de la com prensión del destinatario ni espera su consentimiento), integrada por el racionalismo, la tecnicidad [subrayado mío] y la ejecutividad, señala el comienzo del Estado mo­derno. El Estado m oderno ha nacido históricam en­te de una técnica [subrayado mío] política. Con él comienza, como un reflejo teorético suyo, la teo­ría de la razón de Estado, es decir, una máxima sociológico-política que se levanta por encim a de la oposición de derecho y agravio, derivada tan sólo de las necesidades de la afirm ación y la am pliación del poder político», (págs. 43-44). «La abundante litera­tura de la razón de Estado [...] en la que la práctica del poder político se manifiesta en la pura consecuen­cia de su tecnicidad, sólo conoce en verdad, incluso allí donde se inclina ante la santidad del derecho, las representaciones del derecho que están vigentes de hecho [subrayado mío], las cuales, precisam ente por­que pueden ser un poder efectivo, pertenecen tam ­

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bién a la situación de las cosas» (pág. 44, m ás abajo).Analicemos, pues, las tres jo rnadas de la adm ira­

ble com edia transcrita más a rrib a del texto literal de las célebres Cartas de relación.

Jornada primera:a) Consideración de las antes ignoradas condicio­

nes de la tierra: buena calidad de la tierra, abun­dancia de oro y m uestras de buena voluntad por parte de los indios («situación de las cosas», en palabras de Schmitt).

b) Consideración de que para el servicio del so­berano, o sea para «ensalzar su corona real» y para «acrecentar sus señoríos y [...] aum entar sus rentas» («necesidades de la afirm ación y am pliación del poder político», en palabras de Schmitt), «no convenía [... y subrayado mío] que en tal tie rra se hiciese lo que Diego Velázquez había m andado hacer al dicho capitán Fernan­do Cortés, que era rescatar todo el oro que pu­diese y, rescatado, volverse con todo a la isla Fernandina».

c) Consideración de que lo que convenía (siempre para «acrecentar los reinos y señoríos de vues­tras m ajestades y sus rentas» o sea, en palabras de Schm itt ya citadas en b, «necesidades de la afirm ación y am pliación del poder político») «era que en nom bre de vuestras reales altezas se fundase y poblase allí un pueblo en que hu ­biese justicia» [subrayado mío, es decir, con en­tidad ju ríd ica form al propia],

d) Decisión y acción de requerir a Cortés «que lue­go cesase de hacer rescates de la m anera que los venía a hacer» y que «nom brase para aquella vi­lla que se había po r nosotros de hacer y fundar alcaldes y regidores en nom bre de vuestras al­tezas»,

e) conminándole incluso a ello «con ciertas protes­

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taciones en forma [subrayado mío: o sea, con los debidos requisitos reglam entarios] que contra él protestamos si ansí no lo hiciese». Nótese aquí cómo la iniciativa de reconsiderar la convenien­cia de los planes primitivos no se hace partir del capitán Cortés, sino que es puesta en boca de sus subordinados, como un requerim iento de és­tos dirigido a aquél, con exigencia de respuesta.

Jornada segunda:a) Cortés se ha tom ado la noche para m editar y de­

cid ir y a la m añana siguiente responde «dicien­do que su voluntad estaba m ás inclinada al servicio de vuestras m ajestades que a o tra cosa alguna». De nuevo «las necesidades de afirm a­ción y am pliación del poder político» (Schmitt) se anteponen a cualesquiera otras consideracio­nes. Y, en consecuencia,

b) «comenzó con gran diligencia a pob lar y a fun­dar una villa, a la cual puso por nom bre la rica villa de la Veracruz, y nom brónos a los que la de antes suscribim os por alcaldes y regidores [...] y en nom bre de vuestras reales altezas reci­bió de nosotros el juram ento [subrayado mío] y solenidad que en tal caso se acostum bra y sue­le hacer, después de lo cual,»

Jornada tercera:a) «otro día siguiente, entram os en nuestro [subra­

yado mío] cabildo y ayuntam iento». Este es el paso y el punto decisivo: al poder m ilitar, crea­dor de derecho (W. Benjamin) corresponde fun­dar la ciudad, darle nom bre y designar a sus m agistrados, pero, una vez fundada la ciudad, se ha creado un lugar jurídico, es decir, un espa­cio carism àticam ente dotado de ius loci, de ahí que la en trada física del cabildo en pleno en su ayuntam iento, en el sentido de edificio físi­co, sea el acto sacram ental de una auténtica

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toma de posesión de la au toridad adscrita al ius loci dim anante del lugar jurídico fundado. Ya no se tra ta del m ando de un hom bre sobre otros, como en la m ilicia o la m arina, sino de la au to­ridad en que se encarna el derecho del lugar.

b) En nom bre de ese derecho y desde su ayunta­miento, el cabildo «estando así juntos [subraya­do mío: el ca rác te r de «junta» es esencial a la índole juríd ica del municipio] enviamos a llam ar a dicho capitán Fernando Cortés [ahora son ellos los que, en nom bre del ius loci de cuya au to ri­dad están investidos, pueden reclam ar la presen­cia ante sí de quien quiera que se halle dentro de los térm inos jurisdiccionales del lugar] y le pedim os en nom bre de vuestras reales altezas que nos m ostrase los poderes y instrucciones que el dicho Diego Velázquez le había dado para venir a estas partes» [subrayado mío: «estas p a r­tes» que ayer era tie rra de nadie o costa de sal­vajes, pero que hoy son toda una ciudad con jurisdicción sobre quienquiera esté entre el nú­mero de sus vecinos].

c) «el cual [Cortés] envió luego por ellos y nos los mostró, y vistos y leídos [¡ahora tienen au to ri­dad para bastan tear los poderes del m ism ísim o Cortés, que ayer m ismo los había nom brado y les había tom ado juram ento!] por nosotros [...] hallam os [...] que por los dichos poderes [...] no tenía m ás poder [...] y [...] no podía u sar de ju sti­cia ni de capitán de allí adelante». En esta in­versión total de la relación de au toridad entre Cortés y la ju n ta cap itu lar de la Villa Rica de la Vera Cruz, a través de la cual se hace posible el paso que le sigue (d) y que es el térm ino y co­ronación al que todo el proceso se orientaba es donde hallam os la ilustración m ás ejem plar del pasaje de Schm itt citado m ás arriba: «la pura consecuencia de [la] tecnicidad [en la que la ra­

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zón de Estado] sólo conoce en verdad, incluso allí donde se inclina ante la santidad del dere­cho [subrayado mío], las representaciones del de­recho que están vigentes de hecho, las cuales, precisam ente porque pueden ser un poder efec­tivo, pertenecen tam bién a la situación de las cosas».

d) «Pareciéndonos, pues, [...] que para la pacifica­ción y concordia dentre nosotros y para nos go­b ernar bien convenía poner una persona [...] en nom bre de vuestras m ajestades en la dicha vi­lla y en estas partes por justicia m ayor y capi­tán y cabeza, a quien todos acatásem os [...] y visto que a ninguna persona se podía d a r m ejor el dicho cargo que al dicho Fernando Cortés [...] le proveimos, en nom bre de vuestras reales a l­tezas, de ju stic ia y alcalde mayor, del cual reci­bimos el juram ento [subrayado mío] que en tal caso se requiere; y [...] lo recibim os [...] en nues­tro ayuntam iento y cabildo por justicia mayor y capitán de vuestras reales arm as ...». Lo sub­rayado aquí encim a expresa el m omento que com pleta la operación: m ientras en la jo rnada segunda es el cabildo, nom brado por Cortés, el que presta juram ento, y Cortés quien lo recibe, ahora, en la tercera jornada, es Cortés quien jura el cargo para el que ha sido nom brado por el ca­bildo —que por el juram ento an te rio r ante el propio Cortés tiene ahora atribuciones para ello—, y el cabildo el que ahora le toma juram en­to, convalidándole y ratificándole así la au to ri­dad de justicia mayor y capitán general. Ha sido, pues, la constitución de un m unicipio la que en el ius loci inherente a éste ha fundado un poder juríd ico con capacidad bastan te para dar por nulos los poderes personales otorgados por Die­go Velázquez a Cortés y para proveerle ahora de poderes nuevos legitim ados por la sola autori-

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dad m unicipal, au toridad que ya no se rem ite a la del gobernador de la isla Fernandina (es de­cir, Cuba) sino directam ente a la del soberano.

En todo ello es sum am ente in teresante señalar la extraordinaria vitalidad histórica del originario m u­nicipio romano, que sobrevivió bastante bien durante toda la m onarquía visigoda, resistió —tal vez, en algunos momentos, sem isum ergido como un gua- diana—, y reafloró vigorosam ente en la Baja Edad Media, favorecido cada vez m ás por el poder real en su lucha por aum entar su hegem onía sobre el estam ento nobiliario, y especialm ente con la tran s­formación del derecho personal, otorgado por el rey, de los ciudadanos francos («francos de carta»), que fueron el p rim er núcleo de la burguesía medieval, libre respecto de los nobles y directam ente vincula­da al rey, en el derecho local de las «villas francas», m erced al cual se constituyeron los «caballeros ciu­dadanos» —prácticam ente equiparados a la noble­za m enor aldeana de los hidalgos—, que dieron al m unicipio libre su m áximo esplendor. Esta conver­sión del derecho personal de la prim era burguesía de los individuos «francos de carta» en derecho lo­cal (ius loci) cum plía para los reinos españoles, el célebre dicho alemán: «Stadtluft machí frei» («El aire de la ciudad hace libre»), de m anera que el poder de las nuevas villas francas, o ciudades libres, venía a ser como un vigorosísim o renacim iento del antiguo municipio rom ano frente a la ya decreciente noble­za estam ental. Estos «caballeros ciudadanos», de cuyo apoyo se valió el rey para alcanzar su definitiva hegemonía sobre la nobleza, y de quienes, ya en el siglo XV, el Arcipreste de Talavera, designándolos como «caballeros burgueses», decía irritado: «tanta es su soberbia que non caben en el m undo»,2 fue-

2. Todos los d atos a p o rtad o s h asta aq u í sob re la b u rg u esía m e­dieval están tom ados del a d m irab le e stu d io de L u is G. de Valdea- vellano, Orígenes de la burguesía en la España Medieval, E sp a sa Calpe, S.A., M adrid , 1969.

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ton, con toda probabilidad, jun to con los ya muy m erm ados hidalgos, el núcleo principal de los con­quistadores y colonizadores de América, y a ellos pertenecía, casi seguram ente, el propio Hernán Cor­les, como tal vez lo indique el hecho —m ás propio tie caballero ciudadano que de hidalgo viejo— de que su padre lo enviase a estud ia r leyes a Salam anca, y, si bien parece que apenas llegó a hacerse bachiller, hay que reconocer que sus disipadas noches de es­tudiante putañero no fueron, ciertam ente, estorbo suficiente para im pedirle que aprendiese con supre­ma agudeza exactam ente lo que necesitaba, pues la magistral perfección de la comedia jurídico-política representada en la Villa Rica de la Vera Cruz reside justamente en el modo incom parable en que el más crudo y desnudo instinto de dominación logra llevar a cabo sus designios de poder precisam ente a tra ­vés del m ás escrupuloso y extrem ado respeto del ri­gor de las form alidades del derecho. Y en este punto, no me parece aventurado decir que, en el caso de Cor­tés, la íecnicidad de Schm itt se m anifiesta en el modo en que las form as ju ríd icas pueden ver reconduci- da, incluso sin m anifiesta distorsión, su propia y es­pecífica función reguladora y delim itadora hacia el sentido advenedizo de una función instrum ental re­gida por un fin político exterior prem editado.

Pero la vieja m entalidad caballeresca de Fernán­dez de Oviedo estaba cerrada a cualquier capacidad de com prensión para hechos que, como los de Cor­tés, encarnaban, en toda su deform idad, el siniestro «espíritu de los tiempos nuevos» —generador del Es­tado M oderno—, y no podía m ás que renunciar a ex­plicárselos, atribuyéndolos hum ildem ente a «otra definición superio r e juicio de Dios que no alcanza­mos» y claudicando expresam ente ante la divinidad con estas, ya citadas, palabras: «y como él es move- dor de todo (o mas servido de lo que sub^ede) e sin su voluntad ninguna cosa se puede concluir, tengam os por m ejor lo que vemos efetuar, pues no se alcangan

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los fines para que se hagen las cosas; e de la provi­dencia de Dios no nos conviene p laticar ni pensar sino que aquello conviene». Hegel no se resignará a esta incom prensión y racionalizará los actos de la sangrienta Clío con la invención ad hoc del «E spíri­tu Universal» y de la «astucia de la razón», pero el resultado viene a ser el mismo: la claudicación, sal­vo que con el agravante de que, según suele decirse de fas m edicinas am argas, «con azúcar es peor».

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Ap é n d i c e III.Corona de bulas, corona de espinas

Al parecer Lorenzo el M agnífico le dijo en cierta ocasión al papa Inocencio VIII, que «aunque un papa pudiese tener todo el poder que se quisiera, con todo, 110 siendo inm ortal ni pudiendo hacer su cargo he­reditario, no tenía otros medios de perpetuar su nom­bre más que los honores y los beneficios que otorgase en vida a sus consanguíneos». Tal era el principio del nepotism o papal, que, por lo demás, tenía ya alguna tradición en tiem pos del papa Gian B attista Cibo. Pero de hecho el nepotism o se dem ostró eficaz in­cluso a efectos de la sucesión en el solio pontificio, aunque el nepos tuviese que esperar dos o más cón­claves en el cardenalato para acceder a aquél. Así, entre los doce papas que hubo en el período que aquí interesa, o sea de 1455 a 1549, nos encontram os con dos Borja, dos Piccolomini, dos Della Rovere y dos Medici, e intercalados entre ellos Pietro Barbo (Pau­lo II), G iam battista Cibo (Inocencio VIII) y Adriano de Utrecht (Adriano VI), para acabar con Alejandro Farnesio (Paulo III); de doce papas, pues, nada me­nos que cuatro fueron sobrinos de un papa anterior.

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De estos cuatro sobrinos o nepotes, acaso el más brillante, aunque no, ciertamente, el m ás querido, fue Rodrigo de Borja, que era hijo de una herm ana de Alfonso de Borja (Calixto III, por nom bre papal), Isa­bel, pero Borja tam bién por su padre, Jofre de Bor­ja, necesariam ente de parentesco m ás rem oto con Alfonso. Nacido en Játiva en 1432, fue probablemente destinado a la Iglesia a la edad mínima canónicamen­te exigida, o sea a los 6 años. Siendo Alfonso de Bor­ja todavía cardenal y su sobrino Rodrigo ya canónigo de Valencia, el año 1449, el prim ero solicita y obtie­ne del papa Nicolás V que Rodrigo pueda ausen tar­se de su diócesis, para resid ir p rim ero en Roma con él y después en Bolonia, en cuya universidad desea que com plete sus estudios. El 8 de abril de 1455 Al­fonso de Borja se vio exaltado a la Cátedra de Pedro y tomó el nom bre papal de Calixto III; desde allí a rr i­ba no esperó a cum plir un año de pontificado para erig ir cardenales in pectore a sus sobrinos don Luis Juan del Milá y a nuestro Don Rodrigo; pero, m ás importante todavía, apenas había cumplido el segun­do año cuando, tras o tras varias prebendas y m isio­nes, nom bró a éste Vice-Canciller de la Iglesia, es decir, el segundo de a bordo en la Barca de Pedro. Esto fue decisivo, porque, aunque Calixto III m urió al año siguiente, Rodrigo de Borja fue confirm ado en el cargo por otros cuatro papas sucesivos (Pío II, el prim er Piccolomini, Paulo II, el veneciano Pietro Bar­bo, Sixto IV, el p rim er Della Rovere, e Inocencio VIII, Giambattista Cibo, genovés como su antecesor), hasta su propio pontificado en 1492. Pero, aunque no ca­reciese en absoluto de precedentes, el nepotism o de Calixto III fue particu larm ente odiado en Italia y en Roma, p o r serlo, en general, los súbditos de la corona de Aragón, a quienes los rom anos llam aban «los catalanes», ya que predom inantem ente ca ta la­na fue, desde el «¡Desperta ferro!» de los alm ogáva­res en el siglo X III y principios del X IV , la presencia

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■ K dicha corona en Italia .1 Con todo, ya fuese por su habilidad m aniobrera en los cuatro cónclaves que precedieron a su propio pontificado, en los que siem­pre acertó a m ontarse, a veces a ú ltim a hora y deci­diendo m anifiestam ente la elección, en el carro del vencedor —acreditando con ello a su favor la grati­tud de éste—, ya porque fuese realm ente com peten­te en el cargo de vice-canciller, el caso es que Rodrigo de Borja conservó este puesto durante los 34 años que siguieron a la m uerte de su tío Calixto III. Para

I. Por eso, don Ju liá n M a ría s «pad esce a llu cin ac ió n » , com o di-i (a Kl B ró cen se , cuan d o en su a rtícu lo « ¿C u án tas d iv is io n es tie­ne el pap a?» (El País, 6 de ag o sto de 1978), defend iend o qu e e l caste llan o s e llam e «esp añol» , a leg a el testim on io de Bem bo, que re firién d o se a la corte de A le jan d ro VI d ice : «Poiclté le Spagneii se vi re il loro Pontefice a Roma i loro pópoli mandato aveano,. Valenza [subrayad o mío] il colle Vaticano occupalo avea, a ' nostri uomini, e alie nostre donne oggimai altre voci, altri accenti avere in bocca non piaceva, che Spagnuoli»-, ¿cóm o sab e M arías que con

voci» y «accenti» «Spagnuoli», B em b o se e s tu v ie se re fir ie n d o al caste llan o y no m ás bien al ca ta lán , o a am bos, p o r lo m en os? En la corte de A le jan d ro se h ab la b a in d istin tam en te cata lán o caste­llano, pero e l p ap a m ism o e r a llam ad o, en tre o tra s co sas, «el in­tru so cata lán » . ítem m ás, en cuanto al reino de N ápo lcs, aunque su ú ltim a co n q u ista por la corona de A ragón h u b ie se sid o hecha por un rey —A lfo n so V— cu y o p a d re h ab ía in au g u rad o una d i­nastía castellana, la s lenguas de los docum entos o fic ia les eran tan­to el caste llan o com o el ca ta lán , a d esp ech o qu e en C ata lu ñ a se co n servase la trad ic ió n de u sa r el la tín com o len gua de la d o cu ­m entación c a n c ille re sca h asta el s ig lo X V I. Por lo dem ás, un tes­timonio extranjero com o el de Bem bo es el que puede h acer m enos fe sob re el nom bre de una len gua; m ás bien p o d ría ap o y a r p re c i­sam ente que lla m a r «español» a l ca ste lla n o es un extra n jerism o y que en caste llan o e l caste llan o se lla m a castellano . Cuando, por o tra parte, los que d efiend en que se llam e «españo l» , d icen que lo o tro « se r ía ign o rar la h isto ria» , no se puede re p lic a r sino que, lingüísticam ente, es p recisam en te lo co n trario : la den om inación de una len gua p or su o riu nd ez es, justam en te, la m ás espontánea, trad ic ion al y recib id a en to d as partes, com o lo p ru eb a el hecho de que tres len guas u n ive rsa les sigan d esign án d ose p o r su o riu n ­dez: el latín , el á ra b e y el inglés. En fin , aun sien d o duque de Ro- m agna, e l h ijo de A lejandro V I, el tristem ente fam oso C ésar Borgia, fue s iem p re llam ad o «il D uca Valentino», o se a «valenciano».

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lo que concierne a nuestro caso, puede tener im por­tancia su m isión a España como vicario a latere de Sixto IV en 1472-1473, única vez en que volvió a su país y a su diócesis de Valencia —de la que en tre­tanto, a pesar de su ausencia, había sido hecho arzo­bispo— desde su partida en 1449 hasta su muerte. La misión tenía, en principio, como fin declarado el de pedir un subsidio para una cruzada contra el Turco. La clerecía castellana, reunida por delegaciones dio­cesanas en Segovia, term inó otorgándolo, pero no sin obtener, a su vez, el privilegio a perpetu idad de que el obispo y el cabildo de cada diócesis del reino de Castilla pudiesen proveer dos canongías por su pro­pia cuenta cada vez que se diesen las vacantes. En realidad esto es bien poca cosa, y adem ás solam en­te entre eclesiásticos, pero tal vez pueda citarse como precedente de la u lterio r proliferación de bulas ya directam ente otorgadas al poder secu lar que acaba­rían configurando y coronando el fam oso patronatoo patronazgo religioso de los reyes de Castilla y des­pués de España, verdadera corona de espinas para tres progenies: los judíos, los moros y los indios. Pero parece se r que el legado arregló adem ás otras cosas en los reinos de España, aunque de un pa r de ellas ni dan cum plida cuenta los cronistas ni los autores m odernos se declaran contestes al respecto. Confir­mó la dispensa pontificia que, por su consanguini­dad a través de sus abuelos Don Enrique III y Don Fernando «el de Antequera», necesitaba el m atrim o­nio de Isabel de Trastam ara con Fernando de Ara­gón, cuya an te rio r bula de dispensa, fuese o no por invención calum niosa de los parciales de la Beltra- neja, había sido puesta en entredicho .2 Y, al menos según Prescott, reconcilió con Juan II de Aragón a los barceloneses, todavía indispuestos contra él por

2. H ay qu ien ha a trib u id o la fa ls if ic a c ió n de esta d isp en sa al propio rey don Ju a n II de A ragón, p ad re de Fernando.

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la sospechosa m uerte del príncipe de Viana, ocurri- <l.i once años antes. Apaciguó en cierto modo —y esto va según las crónicas de Diego Enríquez y H ernan­do del Pulgar— las relaciones entre Enrique IV y los preconizados príncipes Isabel y Fernando; paces que ¡nerón un tanto superficiales, por cuanto el rey se dejaría pronto ten ta r para una nueva conjura, cosa <|ue tuvo im portancia para González de Mendoza —ya tal vez confirm ado como cardenal por gestio­nes del legado don Rodrigo de Borja—> pues habien­do hecho desistir al rey de sem ejante intento se ganó sin duda el favor de Isabel y Fernando.

En fin, para acabar con los precedentes de lo que interesa, conviene recordar que en 1473, segundo y último año de la legación pontificia de Rodrigo de Borja, hubo en Andalucía una gran m atanza de con­versos, presuntos o verdaderos judaizantes, que em ­pezó en Córdoba, se extendió a Jaén, donde costó la vida al condestable Miguel Lucas de Iranzo, quien por haber defendido a los conversos fue asesinado en misa po r los cristianos viejos, que, qu itado el estor­bo, consum aron la m atanza y el despojo, y prosiguió en Andújar y en otras poblaciones andaluzas, sin que al final se hiciese averiguación alguna ni castigase a nadie.

Pues bien, apenas cinco años después, y siendo ya arzobispo de Sevilla don Pedro González de Mendo­za, Cardenal de España —tam bién llamado «El Gran Cardenal»—, empezó en aquella ciudad un nuevo mo­vimiento contra los conversos, presuntos o verdade­ros judaizantes. Tanto el continuador anónim o de la crónica de H ernando del Pulgar como Andrés Ber- náldez, el cura de Los Palacios, vienen a rem itir la tragedia de aquellos hom bres a la actuación de San Vicente Ferrer entre 1390 y 1415, actuación —esto no lo dicen ellos, pero habría de decirse cincuenta años m ás tarde con respecto a las conversiones de U ltram ar— realm ente im prudente e irresponsable,

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pues con sus bautism os por aspersión, tras conver­siones prácticam ente forzadas, ya que, según Ber- náldez, pronto fueron acom pañadas por asaltos y expolios de las juderías —no promovidos por Vicente Ferrer, pero sin duda involuntariam ente suscitados en los cristianos viejos por sus flam ígeras predica­ciones—, acabó por conform ar esa triste grey de los conversos, de cuya am bigua figura pública o repre­sentación social H ernando del Pulgar y Andrés Ber- náldez se com plem entan en dejarnos el retrato tal vez más fidedigno, según debió de configurarse ante el pensar, el sen tir y aun el percib ir de los c ris tia ­nos viejos:

«Los quales con grand ignorancia e peligro de sus ánimas, ni guardaban una ni otra ley; porque no se circuncidaban como judíos según es amonestado en el Testamento viejo. E aunque guardaban el Sábado e ayunaban algunos de los ayunos de los judíos, pero no guardaban todos los Sábados, ni ayunaban todos los ayunos, e si facían un rito no facían el otro. De manera que en la una y en la otra ley prevaricaban; e fallóse en algunas casas el marido guardar algunas cerimonias judáicas, e la m ujer ser buena christia- na, y el un fijo ser buen christiano, y el otro tener opi­nión judáica; e dentro de una casa haber diversidad de creencias, y encubrirse uno de otros [Pulgar].»

«... las costumbres de la gente común de ellos ante la Inquisición, ni más ni menos que era de los propios hediondos judíos, y esto [lo] causaba la cont inua con­versación que con ellos tenían, ansí eran tragones y comilones, que nunca perdieron el comer a costumbre judáica de manjarejos, e olletas de adefina, manjarejos de cebollas e ajos, refritos con aceite, y la carne gui­saban con aceite, ca lo echaban en lugar de tocino e de grosura por escusar el tocino; y el aceite con la carne es cosa que hace muy mal oler el resuello; y ansí sus casas y puertas hedían muy mal a aquellos manjare­jos; y ellos eso mesmo tenían el olor de ios judíos por causa de los manjares y de no ser baptizados. Y puesto

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caso que algunos fueron baptizados, mortificado el carácter del baptismo en ellos por la credulidad, e por judaizar, hedían como judíos... [Bernáldez].»3

Parece que el movedor de este nuevo «bolligio» —como se decía en aquel tiem po— fue un domini-io, fray Alonso de San Pablo, probablem ente otro exaltado, por no decir más, ya que Bernáldez lo lla­ma «segundo fray Vicente» (por San Vicente Ferrer); el caso es que, hallándose en Sevilla la reina Doña Isabel y el rey consorte Don Fernando, tomó cuerpo y figura, bajo la au to ridad del arzobispo, el carde­nal Mendoza, lo que m uy pronto sería el p rim er gran privilegio en m ateria religiosa d irectam ente vincu­lado al poder real. En efecto, tras las gestiones en Roma encom endadas po r la reina al obispo de Osma don Francisco de Santillán, Sixto IV otorgó, no sin cierta resistencia inicial, la bula Exigit sincerae del prim ero de noviembre de 1478 por la que se creaba la Santa Inquisición, con inquisidores nom brados di­rectam ente po r la reina y, cosa aun m ás relevante, independientes de las autoridades diocesanas de la localidad donde se estableciese cada tribunal. De esta manera, habiéndose subrogado por una institu­ción oficial la persecución popular que desde las conversiones en m asa y prácticam ente forzadas de San Vicente Ferrer había dado lugar a diversas olea­das de m atanzas de conversos como la ya referida de 1473, apareció, tanto entre cristianos viejos como entre moros o incluso judíos, la grey social de los lla­mados «malsines», verdadera red de espías espon­táneos y denunciantes a veces calumniosos, por envi­dias u odios personales, como atestigua H ernando del Pulgar ya respecto de 1485 y en Toledo, donde el Santo Tribunal apenas llevaría tres años funcionan­

3. V eáse: «D iscu rso de G eron a» , A pénd ice n? 4, en este m ism o volum en, pág. 287.

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do: «E porque en este caso de la heregía se recebían testigos m oros e jud íos e siervos e hom es infam es e raeces, e por los dichos destos tales eran presos al­gunos e condem nados a pena de fuego, se fallaron en esta cibdad algunos judíos hom es pobres e rae­ces que por enem istad o por m alicia depusieron falso testim onio contra alguno de los conversos, di­ciendo, que los vieron judaizar. E sabida la verdad la Reyna m andó que fuesen justiciados por falsa­rios, e fueron apedreados e atenazados ocho judíos». La fam ilia de los conversos o «cristianos nuevos», prácticamente forzados por la predicación de San Vi­cente acom pañada de cruentos asaltos y saqueos de las aljamas, ya fuesen cristianos fingidos, ya indeci­sos o ambiguos —como el propio Pulgar los presenta en el retrato citado m ás a trá s—, ya incluso sinceros (cosa harto verosímil al cabo de dos o tres genera­ciones) —según esta segunda cita— fue por tanto la prim era sobre cuyas cabezas cayó la corona de espi­nas que las bulas que fueron adornando las coronas de los reyes de España constituyeron para tres pro­genies sucesivas, y siem pre por el m ism o sistema: una conversión apresurada y superficial o hasta for­zada, por no decir sum arísim a, con m ultitud inarios bautism os por aspersión, que al hacerlos irreversi­blem ente cristianos los exponía en adelante, a poco que cualquier indicio real o imaginario ofreciese pre­texto para ello, a la acusación de apóstatas o herejes de la fe cristiana, cosa ya bien d istin ta y m uchísim o más grave que ser todavía judío, m usulm án o paga­no y por la que podían ir a d a r con sus huesos en la espantosa m uerte de la hoguera, por no hab lar de la to rtu ra y el secreto del procedimiento.

El tam bién genovés G iam battista Cibo, habiendo sucedido en 1484 a Sixto IV, y bajo el nom bre papal de Inocencio VIII, en el solio de San Pedro, con oca­sión de c iertas desavenencias que tenía con Nápo- les, ya nuevamente separado de Sicilia y de la Corona

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ile Aragón y puesto, por testam ento de Alfonso el Magnánimo bajo la soberanía de su hijo bastardo Ierrante, se quejó de éste ante Don Fernando, ya, a su vi /., rey de las Coronas unidas —aunque sólo, por así (loarlo, «en régim en de usufructo»— de Castilla y Aragón, el cual, teniendo ya enviado o m andado en­viar, de acuerdo con la reina, para rend ir al nuevo l>apa el debido acatamiento, a un castellano, le enco­mendó también reconciliar a Roma con su medio pri­mo el rey Ferrante, que, por su parte, le había pedido apoyo, incluso m ilitar, contra el pontífice. El envia­do era don Iñigo López de Mendoza, II conde de Ten- dilla y futuro m arqués de Mondéjar, personaje, tanto por sí como por su fam ilia, sum am ente im portante en la sucesión y el entrelazamiento de los hechos con­cernientes al caso que aquí estoy levantando. Por precarias que acabasen revelándose, a no m ucho ta r­dar, las paces convenidas en Italia, con todo, Inocen­cio VIII, tal vez agradecido a la gestión del conde, o merced a la sola habilidad diplom ática de éste, que, según tácita sugerencia de las instrucciones reales, supo venderle por Cruzada la ya em pezada conquis­ta del reino nazarí, engastó en la Corona de Castilla la segunda gran gema de privilegios específicam en­te eclesiásticos, p rim era piedra del fam oso «patro­nato» o «patronazgo» religioso de la m onarquía española: la bula Orthodoxae fidei del 13 de diciem ­bre de 1486, por la que los reyes adqu irían el dere­cho de nom brar, bajo la fórm ula de presentación, obispos, dignidades y canongías de las nuevas dió­cesis que se fundasen no sólo en el reino de Grana­da sino adem ás en las islas Canarias, tam bién todavía en proceso de conquista —aunque ya los re­yes hubiesen dispuesto levantar y do tar en Gran Canaria su p rim era catedral. Verosímilmente a la misma gestión, dado que su crónica la refiere al mis­mo año, alude H ernando del Pulgar en el cap ítu­lo LXIV de la Tercera Parte, donde dice: «Otrosí, cono­

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ciendo el Papa que esta guerra era tan sancta e para ensalzam iento de la fe cathólica, e considerados los gastos e traba jo s que en ella se habían , em bió su bula para que toda la c lerecía pagase o tra [sfc, lo que hace suponer un precedente] décim a este año de todas las ren tas de las iglesias e m onesterios e o tras personas eclesiásticas, la qual fue tasada por el Cardenal de E spaña en cient mil flo rines de Ara­gón», aunque, po r co m p o rta r una d ispensa a la au to ridad ec lesiástica o rd in a ria —de cuyas ren tas los pontífices solían se r celosos defensores— p ro ­bablem ente tuviese que ser, aun respondiendo a una dem anda de los reyes, m edian te o tra bula dife­rente, para a ju s ta rse a las form as de la separación ju risd icc ional. Com oquiera que sea, si la frase de H ernando del Pulgar, al referirse a la em presa g ra ­nadina casi explícitam ente bajo el concepto de Cru­zada, nos m uestra ya p o r qué cam ino la corona de espinas va a acabar trenzándose en torno de las sie­nes de un segundo pueblo con el apoyo de la Ortho- doxae fidei, el p ropio texto de ésta, por su parte, deja e scap a r c ierto giro lingüístico consisten te en dob lar y su m ar en dos form as d is tin ta s una m is­ma raíz verbal, donde al instan te el oído reconoce una an tic ipación de lo que, con o tro verbo d iferen­te, oirá, a la vuelta de no m uchos años, como un son­sonete mil veces repetido en tre las expresiones, que a través de nuevas bulas segu irán trenzando la co­rona de espinas de la conversión y de la hoguera por apostasía, pa ra llevarla esta vez de parte a parte del A tlántico a los desconocidos pueblos de U ltram ar: cuando la le tra de la Orthodoxae fidei suena de pronto «las ciudades, lugares y castillo s conquis­tados e po r c o n q u is ta r»,4 ¿no estam os oyendo, com o en prem onición, los lúgubres tam bores del

4. «... ad quorum civitatum, locorum el castrorum adquisitorumet quae adquiriré ¡ti futurum».

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redoble sin tregua y sin piedad de «las islas e tierras Im nes descubiertas e por d esco b rir»?5

Para mayor entrelazam iento de las cosas las unasi un las otras, fue justam ente el conde de Tendilla, (|iic logró del papa la Orthodoxae fidei, quien se tra- |o de Florencia al hum anista —o sea, para entender­nos, a uno de esos que llam an de ese m odo— Pedro M ártir de Anglería, que, con sus Decades de orbe nono, sería uno de los prim eros h istoriadores del Descubrim iento y la Conquista, y a quien el conde, alcaide de La Alhambra y capitán general del nuevo trino tras la tom a de Granada, tom aría como precep- tor para sus hijos, algunos de los cuales —y aun el hijo y el nieto del prim ogénito— nos darán que

| hablar.Tanta fue la im portancia que enseguida cobró el

reino de Granada en la política in tegradora de los Reyes Católicos, que, bien apoyados po r la Orthodo­xae fidei, la constituyeron en arzobispado, poniendo por prelado al jerónim o fray Fernando de Talavera, nombre prudente que, al parecer, se lim itó a predi­car la conversión de los m oros —que, según los ca­pítulos de la rendición, no podían ser forzados a aceptarla—; pero esta situación duró tan sólo siete años, en medio de los cuales, habiendo m uerto (1495) el cardenal Mendoza, que en 1492 había pasado del arzobispado de Sevilla al de Toledo, con la condición aneja de «Cardenal Primado», Doña Isabel se apre­suró a designar para arzobispo —el capelo, depen­diendo de Roma, llegaría m ás tarde— a su confesor Jiménez de Cisneros, quien, no bien tuvo ocasión de poner los pies en Granada, acom pañando a los reyes en su visita de julio de 1499, juzgó blando y poco ex­peditivo el celo religioso del arzobispo Talavera y, con el propósito o pretexto de ayudarlo, pidió a los reyes

5. V éase la N ota 2 de este m ism o texto, nota a p ie de p á g in a de la pág. 576.

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perm iso para quedarse algún tiem po en Granada, cosa que sólo Doña Isabel debió de concederle de buen grado, pues, al parecer, según testim onios de la época, Don Fernando tem ía a Cisneros, ¡por vio­lento! Y no se equivocaba, ya que con su interven­ción se fraguaron los inicios de la larga desgracia de los moros —y no sólo de los granadinos, sino tam ­bién de los m udéjares de Castilla y, por tanto, del res­to de Andalucía—■, que desde las prim eras revueltas de 1500 y 1501 y pasando por la cruenta guerra de 1568-1570 y la subsiguiente prim era expulsión, se prolongaría con altibajos hasta la expulsión defini­tiva de 1610.

Diego H urtado de Mendoza, al parecer quinto hijo varón del ya citado conde de Tendilla y nacido entre 1500 y 1505, escribió, como es notorio, —aunque aún se le discute la autoría, si bien no tanto como la de El Lazarillo de Tormes— la Guerra de Granada, donde cuenta la de 1568-1570, que tuvo por capitán gene­ral a su sobrino don Iñigo López de Mendoza (pues, por lo visto, Doña Isabel había dispuesto reservar esta capitanía general a los sucesivos condes de Ten­dilla, siem pre que hubiese heredero directo m ascu­lino, lo que pudo m antenerse por tres generaciones hasta el segundo don Luis H urtado de Mendoza, V conde de Tendilla y IV m arqués de Mondéjar, que m urió en 1604 sin dejar hijo varón). En los prolegó­menos de la obra, Don Diego se ve obligado a resu­m ir los antecedentes desde la tom a de Granada, pasando por las capitanías de su padre, el p rim er don íñigo López de Mendoza (que se retira, ya ancia­no, del cargo en 1512, y recibiendo, en prem io a sus servicios, el título de m arqués de Mondéjar) y de su hermano, el p rim er don Luis H urtado de Mendoza, para em pezar al fin con la de su sobrino, el segundo don íñigo López de Mendoza, que en 1560, e igual­mente en vida de su padre, tom a en sus manos la capitanía general, con el títu lo anejo de conde de

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Tendilla —no el de m arqués de Mondéjar, que sólo le corresponde a la m uerte de Don Luis—■, quien, como tal, será el protagonista de la guerra y de la historia escrita por el tío.

Pues bien, al referirse H urtado de Mendoza a la intervención de Cisneros en 1599, dice: «Tomose concierto, que los renegados o hijos de renegados tor­nasen a nuestra fe, y los dem ás quedasen en su ley por entonces», y uno se extraña ante este tra tam ien­to con los renegados y se pregunta quiénes puedan ser y cómo pueden h aber sobrevivido a la rendición de Granada, conociendo, por la crónica de H ernan­do del Pulgar (véase la Nota 4 de este m ismo texto, nota a pie de página n.° 10), la m uerte con torm ento que los cristianos renegados habían recibido, por orden de Don Fernando, en la guerra de conquista, pero la ciudad m ism a no se logró por toma sino por capitulación. Y hemos de acud ir al m ás extenso y minucioso cronista de la guerra de Las Alpujarras, don Luis de M ármol Carvajal (Rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada, Biblioteca de autores españoles, tomo XXI; Historiadores de suce­sos particulares, colección dirigida e ilustrada por Cayetano Rosell, tomo 1, págs. 123-365; Im prenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, M adrid, 1852), para conocer la extrem a benignidad de las fam osas Capi­tulaciones de Santa Fe,6 cuyas tres piezas (a saber, las capitulaciones con Boabdil, del 25 de noviembre de 1491, las capitulaciones con la ciudad, del 28 del m ism o mes y año, y la carta suasoria y a la vez con­m inatoria ,7 del 29, que las acom paña) el cronista

6. Así, en p lu ra l, creo — si es que no lo he soñ ad o — h ab er leído qu e se la s llam a, a r iesgo de c o n fu n d ir la s con la s firm a d a s con C olón en la m ism a c iu d ad cam pam ento y el m ism o año.

7. E sta c a rta nos o frece una m u estra p a ra d ig m á tica del «prag- m a de la am enaza», con la ca ra c te rís tica «proyección de la res­p o n sab ilid a d sob re el am enazado», tal com o se d e sc rib e en el en sayo «C uando la flech a e s tá en el arco, tiene qu e p a rtir» — en

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nos transcribe a la letra y por entero; y, al com entar la reacción de los granadinos ante la carta del 29, no deja de encarecer, como es más que cierto, la sin­gular lenidad de las capitulaciones: «Mas la carta fue de tanto efeto, que entre m iedo y vergüenza no pu­dieron dejar de hacer lo capitu lado por Abí Cacem el Maleh, especialm ente viendo, como en efeto veían, que a gente vencida ningunas condiciones se podían dar m ás honrosas ni con m enos gravamen...». Si ello es debido a una sincera actitud de prudencia y tem ­planza, como yo me inclino a creer, por parte del rey Don Fernando —y, en todo caso, m ás que de la reina, según la notable diferencia de criterio que, especial­mente en punto de religión, se les suele a tr ib u ir— o al pragmatismo, como hoy se diría, astuto y hasta alevoso, por el que m ás tarde despertaría la adm ira­ción de Maquiavelo, nadie podría decirlo, pero el caso es que el tenor de las capitulaciones fue estableci­do, al parecer, por los vencidos y aceptado, acaso sin enmienda, por los vencedores, al menos a juzgar por las siguientes palabras del propio Mármol Carvajal: «Y aunque lo que tra taban [los moros] era con de­masiada im portunidad [subrayado mío], los vence­dores, que ninguna cosa querían m ás que acabar de vencer, se lo concedieron todo». Los dos capítulos que expresam ente se referían a la libertad de reli­gión y a la posibilidad de conversiones decían lite­ralm ente como sigue:

este m ism o volum en, p a rág ra fo 15 —, en las sigu ientes pa labras: «Ved agora lo que es vuestro provecho, y libertad vuestros cuerpos de m uerte y captiverio. Y si pasad o el dicho térm ino no hubiéredes venido a n u estro serv icio , no nos culpareis, sino a vosotros mes- mos [su b rayad o mió], porqu e o s ju ra m o s p o r nu estra fe que p a­sad o [se sob ren tiend e el «térm ino», qu e e ra de 20 días], no os ad m itirem os ni o irem o s m ás p a lab ra sob re ello. En vuestra mano está el bien o el mal: escoged lo que os pareciere... [subrayado mío]».

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«Que no se permitirá que ninguna persona maltra­te de obra ni de palabra a los cristianos o cristianas que antes de estas capitulaciones se hobieren vuelto moros; y que si algún moro tuviere alguna renegada por mujer, no será apremiada a ser cristiana contra su voluntad, sino que será interrogada en presencia de cristianos y de moros, y se seguirá su voluntad; y lo mismo se entenderá con los niños y niñas nacidos de cristiana y moro.»

«Que ningún moro ni mora serán apremiados a ser cristianos contra su voluntad; y que si alguna donce­lla o casada o viuda, por razón de algunos amores,8 se quisiere tornar cristiana, tampoco será recebida hasta ser interrogada; y si hubiere sacado alguna ropao joyas de casa de sus padres o de otra parte, se resti­tuirá a su dueño, y serán castigados los culpados por justicia.»

Aun antes de la intervención de Cisneros —y si­guiendo el texto de M ármol Carvajal—, ya «algunos prelados y personas religiosas» habían pedido a los reyes «con m ucha instancia que [...] diesen orden en que se prosiguiese con m ucho calor en deste rra r el nom bre y la seta de Mahoma de toda España, m an­dando que los moros rendidos que quisiesen quedar en la tierra se baptizasen, y los que no se quisiesen baptizar vendiesen sus haciendas y se fuesen a Ber­bería...». A lo que los reyes —y es de creer, por lo que más abajo se verá, que, más bien Don Fernando que Doña Isabel— no quisieron acceder, pues, «aunque estas consideraciones eran san tas y muy justas, sus altezas no se determ inaron en que se usase de rigor con los nuevos vasallos, porque la tie rra no estaba aún asegurada ni los m oros habían dejado de todo punto las arm as; y si acaso venían a rebelarse con

8. ¿O ué docum ento de g u e rra o s iq u ie ra d ip lo m ático puede ha­b e r p resen tad o ja m á s una con sid eración de d e licad eza sem ejan ­te h acia c ircun stan cias hum anas personales, tan en contraste, por lo dem ás, con la v io len cia qu e ad ven ía?

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opresión de cosa que tanto sentirían, sería haber de volver a la guerra de nuevo. Y, dem ás de esto, tenien­do, como tenían, puestos los ojos en otras conquis­tas, no querían que en ningún tiem po se dijese cosa indigna de sus reales palabras y firmas...».

Pero, para acabar de ver quiénes eran «los rene­gados e hijos de renegados» que, según H urtado de Mendoza, Cisneros se había propuesto convertir, re­trocedam os a las crónicas contem poráneas a la ren­dición de Granada. Y así, en la del —por lo demás, muy poco acreditado— continuador anónim o de Hernando del Pulgar leemos: «...e quedóse en Grana­da el arzobispo de Toledo Don Fray Francisco Ximé- nez, que después fue Cardenal. El qual con buen celo quísose inform ar de todos los m oros que en qual- quier manera venían de linage de christianos [subra­yado mío], y hacíalos trae r ante sí, y por buenas palabras y presum pciones procuraba con ellos que se convirtiesen [...] y los que se convertían en esta ma­nera am ercedábalos y gratificábalos, y a los que no se querían convertir echábalos en la cárcel; e trab a­jaba con ellos por todos los medios posibles que se convirtiesen, y pareció que esto tocaba a muchos m o­ros [subrayado mío] y se escandalizaron dello...» Por su parte, el m ucho m ás acreditado «cura de Los Pa­lacios», Andrés Bernáldez, escribe: «...y quedó el Ar­zobispo de Toledo con el de G ranada dando form a en el convertim iento de la ciudad, y buscaron todos los linajes que venían de christianos [subrayado mío] y convirtieron y bautizaron muchos de ellos y los mo­ros tuvieron esto por muy mal...». La averiguación de linaje (en todo análoga, aunque en sentido inver­so, a la que tal vez ya empezaba a recaer y arrec ia­ría m ucho más en los siglos X V I y X V II sobre los judíos conversos o «cristianos nuevos», con los fa­m osos «estatutos de limpieza de sangre») nos reve­la, así pues, que los «renegados o hijos de renegados» de H urtado de Mendoza incluían tam bién —por de­

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signarlos con térm ino analógico— «m ahom etanos nuevos» de segunda, tercera y acaso aun m ás rem o­ta generación, y la indignada reacción, de la que par­ticiparon indistintam ente los «mahometanos viejos» —ejem plares en esto frente a la an ticristiana actitud de los cristianos viejos hacia los judíos conversos— se com prenderá fácilmente no sólo por su credo, sino tam bién porque a tenor de la insinuación del conti­nuador anónim o de H ernando del Pulgar que m ás a rriba he subrayado («y pareció que esto tocaba a muchos moros»), si es que la in terpreto bien, tales «m ahom etanos nuevos», conform e se previene ade­más en los títu los de las capitulaciones transcri­tos más atrás, debían de haber contraído ya muchos parentescos con los de linaje moro.

Pero incluso antes de esto —al m enos según M ár­mol Carvajal, si es que no altera el orden de los he­chos, lo que, por lo rem oto en este punto de su testimonio, nada tendría de inverosím il—■, a m ás se había atrevido el violento Jiménez de Cisneros, pues, por lo visto, tan sólo en un principio soportó supe­d itarse a los m odales m ansos y respetuosos inicia­dos por el arzobispo de Granada, fray Fernando de Talavera, para la conversión de los propios moros de linaje. «El medio que tuvieron los prelados para negocio tan im portante —escribe Mármol Carvajal— fue m andar llam ar a los alfaquís y m orabitos de más opinión entre los moros, y con ellos solos en buena conversación disputaban, y les daban a entender las cosas tocantes a la fe cristiana, no con fuerza ni con violencia, sino con buenas razones y sentencias; y tra­taban el negocio con tan ta m odestia y m ansedum ­bre, que habiendo disputado gran rato con ellos, los enviaban contentos, dándoles vestidos y otras m u­chas cosas porque no se extrañasen de volver o tras veces a las disputas.» El caso es que algunos de ellos, halagados por trato semejante, «reprobando su seta [es decir, «secta»], deseando asimesmo gozar de la li­

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bertad con los vencedores [subrayado mío], com en­zaron [...] a tom ar los docum entos de la fe y a ense­ñarlos al pueblo, am onestando que era vanidad la seta de Mahoma, y que les convenía ab razar la fe de Jesucristo. Estas amonestaciones fueron de tanto efe- to, que dentro de pocos días vinieron muchos hom ­bres y m ujeres a ped ir el santo baptism o con au toridad de sus propios alfaquís, y en un solo día se baptizaron m ás de tres mil personas; y fue tanta la priesa, que no pudiéndolos bap tizar a cada uno de por sí, fue necesario que el arzobispo de Toledo los rociase con hisopo en general baptismo...». ¡De nuevo, pues, los gregarios y sum arísim os bautizos por aspersión, al estilo Vicente Ferrer, que tan fatí­dicos habían sido para la progenie de los judíos y que ya probablem ente habían empezado en U ltra­mar, o estaban a punto de ello, para perdición de la progenie de los indios! Pero la santa, católica y apos­tólica violencia de Cisneros —que hasta entonces, acaso por respeto a la m ansedum bre del arzobispo titular, había soportado verse reprim ida— acabó por esta llar no bien se vio enfrentada a la escandaliza­da y dolida reacción pública de algunos notables del Albaicín ante tales conversiones; y así, «mandó pren­der los que entendió eran m ás contradictores de las cosas de la fe». De entre ellos, el denodado empeño de Cisneros se centró especialm ente sobre «uno lla­m ado el Zegrí Azaator, hom bre principal y dotado de buen entendim iento cuanto a las cosas morales, aunque por o tra parte arrogante y soberbio, por ser de linaje de los reyes de Granada. Este contradecía reciam ente que los m oros no [sic, como doble nega­ción enfática] se convirtiesen, y don fray Francisco Jim énez determ inó, dejada aparte toda hum anidad, de traerle por fuerza al yugo de Dios, pues no apro­vechaban buenas razones con él...». De modo, pues, que, habiendo soltado probablem ente a todos los de­m ás tras conm inarlos a guardar silencio —aunque

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nada nos dice Mármol Carvajal—, a este Zegrí Azaa­tor lo retuvo con grillos «en una estrecha prisión», encerrando con él a un capellán «para que con cui­dado le m etiese por cam ino [...]; y dentro de pocos días, fuese po r fuerza, o lo m ás cierto, por insp ira­ción divina» [aquí el cronista pone toda su buena vo­luntad para d a r al caso un happy end decorosamente cristiano], pidió el bautismo.

Sin embargo, fuese cual fuese el orden de los he­chos (prim ero los renegados y después los m oros de linaje, o viceversa, según la exposición de Mármol Carvajal), la explosión en que m ás pronto o m ás ta r­de habían de redundar las tem erarias acciones de Cisneros sobrevino a causa del intento de detención de la hija de un renegado. En efecto, al arzobispo de Toledo no se le ocurrió cosa m ejor que m andar a prender a esta m ujer al Albaicín por m ano de un tal Sacedo, criado suyo, acom pañado por un alguacil real, Velasco de Barrionuevo. Cuando ya la traían presa por la plaza de Bib el Bonut, la m ujer «comen­zó a da r grandes voces, diciendo que la llevaban a ser cristiana por fuerza, contra los capítulos de las paces [subrayado mío]; y jun tándose m uchos moros, y entre ellos algunos que aborrecían aquel alguacil por otras prisiones que había hecho, com enzaron a tra tarle mal de palabra; y como les respondiese so­berbiam ente, a furia de pueblo pusieron las m anos en él y le m ataron [...]; y m ataran tam bién a Sacedo, si no le librara una m ora debajo de su cama, donde le tuvo escondido aquel dia y parte de la noche, has­ta que pudo enviarle seguro a la ciudad».

Así empezó la sublevación del Albaicín, que duró hasta diez días —del 18 al 28 de diciem bre de 1499— y en la que los alzados llegaron a salirse hasta Gra­nada para asa lta r la casa de Cisneros, quien se hizo fuerte en ella y resistió valientemente el cerco, negán­dose a ser sacado o a salir para ponerse a salvo, por no abandonar a su gente en el peligro. H urtado de

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Mendoza da a su padre, el conde de Tendilla, capi­tán general del reino de Granada, todo el m érito del apaciguamiento, y es cierto que trató de subir una prim era vez al Albaicín con voz de paz, pero hubo de volverse sin lograr arreglo, porque los moros le apedrearon la adarga, lo que era entre ellos señal de rompimiento; y cuando los apelaban con el nom bre de los reyes «daban color a su negocio, diciendo que el Albaicín no se había alzado contra sus altezas, sino en favor de sus firm as» (Mármol Carvajal), aludien­do, evidentemente, a los com prom isos de las Capi­tulaciones sobre no ser forzados a dejar su fe; pero Mármol Carvajal dice que fue el arzobispo de Gra­nada el que subiendo al Albaicín, hasta la plaza de Bib el Bonut, acom pañado por un capellán, po rta­dor de una cruz, y por algunos criados desarm ados, y «con tan buen sem blante y rostro tan sereno como cuando iba a predicarles las cosas de la fe» (Mármol Carvajal, que en toda la narración del episodio, en­careciendo la actitud de Talavera, lanza, por el con­traste, una tácita pero evidente censura hacia Cisneros), consiguió apaciguar a los alzados; y sólo después de él volvió a sub ir el conde de Tendilla, pro­m etiéndoles que el arzobispo y él «les alcanzarían el perdón y la gracia de sus altezas, pues se debía entender, como ellos decían, que m ás se habían al­zado en favor de sus reales firm as que con voluntad de hacer novedad; y que demás desto, les serían guar­dadas sus capitulaciones». O sea, como bien se echa de ver, una total desautorización de las actuacio­nes de Cisneros. En cuanto a éste, ya desde el tercer día de la revuelta había tratado de escudarse ante los reyes adelantándose a enviarles a Sevilla un m ensa­jero con un pliego de su mano que adobaría sin duda los sucesos conform e a su versión; pero habiéndo­sele em borrachado el m ensajero —un esclavo ca­nario que le habían recom endado por form idable corredor—> fueron otros informes los prim eros que

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acerca del asunto recibieron los reyes en Sevilla; «y como el Rey Católico —sigue contando Mármol Carvajal— no vio carta del arzobispo de Toledo, en­tendió que por su causa había sucedido tan gran de­sorden, y culpándole, se enojó también con la Reina, diciendo que había sido causa de que viniese aquel hombre a Granada, que había alborotado y puesto en condición [sic; o falta algo o hay que sobrentender «tal condición» o «condición de perderse»] el reino que tanto había costado conquistar...». Pero Cisneros, al enterarse, por carta del secretario de los reyes, del fra­caso de su m ensajería, expidió por delante a un com­pañero de orden, fray Francisco Ruiz, ante cuya relación los reyes, «perdieron parte del enojo que te­nían, aunque mucho m ás se aplacaron después cuan­do el propio arzobispo llegó; el cual con su mucha elocuencia y discreción9 lo allanó todo [...], discul­pándose con tan buenas razones, que los Reyes que­daron satisfechos, y él en mayor gracia con ellos». No he creído ociosos tales pormenores, para ilustrar no sólo las diferencias entre Don Fernando y Doña Isabel tanto respecto de Cisneros como de cuanto tocase a la religión, sino también la superioridad intelectual y temperamental sobre los reyes de aquel sin duda agu­dísimo y honesto, aunque, para desgracia de tantos miles de hombres, tenebroso y violento franciscano, que por tales prendas acabaría siendo llamado «el ter­cer rey de España». Pese a todo lo cual, seguram ente por imposición de Don Fernando, parece ser que por Granada no volvió a recalar nunca jam ás .10

9. «D iscreción » venía a v a le r entonces p o r lo q u e hoy d es ig n a­ría m o s com o «buena lab ia» , o sea una su erte de m esu ra d a y pe­netrante ag ilid a d e x p res iva y fu erza de con vicció n en el hablar.

10. O tra de las a g re s iv a s y d esa fia n te s a cc io n es de C isn eros en G ranada fue la Bücherverbretmung de libros requisados: «Les tomó gran cop ia de vo lúm enes de lib ros á ra b e s de tod as fa cu ltad es, y quem and o los qu e tocaban a seta, m andó e n cu a d e rn a r los otros, y los en vió a su co leg io de A lca lá de H enares, p a ra que los p u sie ­sen en su lib rería» . (M árm ol C arvajal.)

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Pero el roto dejado no tenía ya posible com postu­ra: al parecer, cuarenta notables de la sublevación del Albaicín, que había durado del 18 al 28 de diciem­bre de 1499, lograron huir, y en enero de 1500 lleva­ron la antorcha de la rebelión a Güéjar, Laniarón y Andarax. La de G üéjar fue reprim ida por el conde de Tendilla, la de Laniarón por el rey Don Fernando y la de Andarax por el condestable ae Navarra, Luis de Viamonte, conde de Lerín. Las versiones de los cronistas no están contestes con la de H urtado de Mendoza en cuanto a la crueldad del padre de éste en Güéjar: según Don Diego, el conde hizo pasar a cuchillo a los defensores y a los m oradores; según la del continuador anónim o de H ernando del Pulgar —m ás creíble, por ser contem poráneo— los rendi­dos fueron llevados a G ranada y puestos a la venta; Bernáldez no da detalles al respecto. El continuador de Pulgar detalla m ucho sobre la tom a de Andarax: «Este día se tomó una parte principal de la dicha An­darax, y en la o tra parte, que es algo m ás fuerte, se recogieron los moros, donde había m ucho número, porque se habían recogido a la dicha Andarax, y como el lugar más principal y m ás fuerte, muchos moros y m oras de otros lugares de las dichas Alpu- jarras. Y esa noche se capituló que otro día de m a­ñana se entregasen todos los dichos m oros y se tornasen christianos, y quando fue el día segundo a las nueve oras habiendo los moros entregado las arm as conforme a lo capitulado, algunos christianos del exército se soltaron por robar y en tra r en donde estaban los moros, y se com enzaron a revolver unos con otros, y como se sentió en el exército, fueron m u­chos allá y m ataron m uchos m oros y m oras en nú­mero de más de tres mili ánimas, que en la sola mez­quita m urieron m ás de seiscientos,11 que estaban

1 1 . M árm ol C a rv a ja l no h ab la de d esm an es de los so ld ad os y pone al p rop io conde de L erín por su je to de la fra se «voló con p ólvora la m ezquita m ayor, donde se h ab ían recogid o las m u je­res y n iñ os de aq u e llo s lugares».

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allí recogidos, que fue cosa de muy grand lástim a en todos los dem ás m oros y m oras que fueron presos y se soltaron libremente, y se tornaron christianos conforme a lo que se capituló con el Rey Cathólico, y el saco que allí se hizo fue muy grande, porque muy grand parte de las riquezas de las A lpujarras esta­ban allí recogidas, y después acá la A lpujarra está pacífica». Me he detenido en este pasaje con la in­tención de que se considere qué se podía esperar de una conversión colectiva conseguida en sem ejantes circunstancias. La incongruencia entre la frase final («después acá la A lpujarra está pacífica») y la p ri­mera del párrafo que inm ediatam ente sigue, aunque se refiera a una región algo m ás m eridional, no sólo puede ser m uestra de lo que digo, sino que apoya también, por o tra parte, la sospecha de los críticos de que esta continuación anónim a de H ernando del Pulgar probablem ente es obra de d istin tas plumas: «En el año de quinientos e uno luego seguiente, se rebelaron muchos m oros nuevamente convertidos en la S ierra Bermeja...».

Pero no adelantem os el curso de los hechos. La su­blevación de Güéjar, Lanjarón y Andarax concluyó, al parecer, el 7 de marzo de 1500. El cura de Los Pa­lacios, que apenas da detalle de los episodios, nos cuenta su final de esta m anera: «e tomó por partido [habla del rey] todas las Alpujarras, e dejó a buen re­caudo todas las fortalezas [...] e dejó orden como pre­dicasen a los moros la santa fee e bautism o, e los convirtiesen po r ciencia e buena razón, e les ficie- sen saber como la voluntad suya e de la Reyna era que todos fuesen christianos [...] e dende a pocos días prosiguiendo lo susodicho los dichos Arzobispos [aquí Bernáldez no está conteste con M ármol Carva­jal, según el cual Cisneros fue retirado de Granada inmediatam ente después de la sublevación del Albai­cín] y la clerecía de Granada, convirtieron la ciudad y bautizaron m ás de setenta mil personas grandes

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e chicas en G ranada y su comarca, de m anera que en toda la ciudad no quedó ninguno por bautizar». Todavía, pues, en m arzo de 1500, al m enos según nos los presenta el pasaje de Bernáldez, no puede decir­se que la conversión y el bautism o —aun a despecho de la referencia a la voluntad de los m onarcas, que en ningún caso, tiem po ni lugar podrá evitar tener siquiera un punto de om inosa, si es que no incluso de conm inatoria— fuesen om ním oda y declarada­mente constrictivos. Por conversión forzosa, sin em ­bargo —y, por tanto, con traria a la Capitulación de 1491, que concedía a los granadinos conservar su credo—, la tuvieron, según M ármol Carvajal, y si es que no la tra s trueca con la de 1502, los propios mo­ros, pues reclam aron contra ella ante el Sultán de Turquía, el cual respondió con la am enaza de com ­portarse de igual modo con los m uchísim os cris tia ­nos que vivían, respetados en su fe y su culto, en los dominios del imperio. (Estas em bajadas tuvieron un precedente casi totalm ente análogo, salvo que los m ensajeros del «Gran Soldán», dos franciscanos del Santo Sepulcro, se dirigieron prim ero a Roma, de donde el papa los rem itió, con un breve, a los Reyes Católicos, en 1489, según H ernando del P u lg a r—ca­pítulo CXII de la tercera parte de su crónica—, que refiere tam bién cómo los reyes, aun manteniendo, en su respuesta al sultán, su derecho a la dom inación política sobre el reino de Granada, encarecían su res­peto hacia las libertades civiles y hacia la religión islám ica de sus nuevos súbditos, lo que bien pudo constituir un com prom iso que reforzase la inicial ac­titud de tolerancia religiosa, prom etida en las Capi­tulaciones de Santa Fe, de 1491.) Es curioso que esta vez el m ensajero enviado por los reyes ante la Subli­me Puerta fuese ni m ás ni menos que Pedro M ártir de Anglería, ya por entonces, casi seguram ente, pre­ceptor de los dos hijos mayores del conde de Tendi- 11a: Don Luis, fu turo sucesor de éste en la capitanía

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general del Reino de Granada, que tenía entre 12 y 13 años, y Don Antonio, fu turo prim er virrey de Nue­va España, que andaría por los 10.

Pero aunque, como se verá, no es por capricho el haberme demorado hasta aquí en tales detalles, abre­viemos. Tras las ya referidas conversiones de la ca­pital, los arzobispos de Sevilla y de G ranada y los obispos de Málaga, Guadix y Almería enviaron pre­dicadores de la fe c ris tiana a o tras com arcas del rei­no de Granada, donde fueron muy mal recibidos por los moros, que m ataron a algunos y singularm ente a dos clérigos de Alcalá con m uerte de tormento. A raíz de lo cual, —volviendo a tran sc rib ir de Andrés Bernáldez—, «en el m es de Enero del año de 1501, estando la corte en Granada, alborotáronse los mo­ros de S ierra Berm eja e de las com arcas de Ronda, e alzáronse para se defender o pasarse allende [esto es, allende el mar, o sea a M arruecos o Argel], antes que no ser christianos, e p o r tem or que habían fe­cho muchos daños e m uertes en los christianos, e ha­bían m atado entonces a los dos clérigos de Alcalá Antón de Medellín e Alonso Gascón en Daiden, e los quemaron, después de los haber m uerto atados a sendos árboles a cañaveradas e pedradas...». Fue, pues, sin duda, este levantamiento con la subsiguien­te represión, en la que m urió con otros ochenta ca­balleros don Alonso de Aguilar, Señor de Aguilar y herm ano mayor del Gran Capitán (hecho a partir del cual los cristianos debieron de ser tan poco amigos de adentrarse por aquellos andurria les que, según Mármol Carvajal, en septiem bre de 1570 fueron ha­llados todavía insepultos y «blanqueaban calaveras de hom bres y huesos de caballos amontonados»), lo que acabó por decidir a los Reyes Católicos a lib rar la pragm ática del 12 de febrero de 1502, por la que la conversión forzosa se dictaba no sólo para los m o­ros de Granada, sino tam bién para los m udéjares de los reinos de León y de Castilla —y por ende de todo

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el resto de Andalucía—, concediendo, al parecer, un plazo de tres meses para exiliarse de España los que quisiesen seguir siendo m ahom etanos, por lo menos a tenor de los Anales breves de Lorenzo Galíndez Carvajal, no según Bernáldez, cuya crónica omite —o da tal vez por sobrentendida— la opción del exilio y se lim ita a decir: «... habido su consejo [el Rey y la Reyna], m andaron de hecho que todos los moros del reyno de Granada, e todos los m oros m udéjares de Castilla e Andalucía, dentro de dos m eses fuesen christianos e se convirtiesen a nuestra Santa fe Cat- hólica e fuesen baptizados, so pena de ser esclavos del Rey y de la Reyna los que fuesen realengos, e los de los señoríos esclavos de los señores, e predicán­doles en toda Castilla donde los había, y en el reyno de Granada, y cum plióse el plazo de los dos meses en el mes de Abril del dicho año de 1502 [Galíndez Carvajal habla de tres m eses para el exilio y los da por cum plidos en mayo, mes tras el cual no se les deja ya salir, sino sólo hacerse cristianos, y no hace mención de la esclavitud], E ansí de ellos converti­dos de buena voluntad, e todos los más contra toda su voluntad [subrayado mío], fueron baptizados con­siderando que si los padres no fuesen buenos chris­tianos, que los fijos o nietos o viznietos lo serían. E aquí cesó la descom ulgada m ezquita del malvado Mahoma en Castilla, a la qual pusieron perpetuo si­lencio, como a cosa muy em ponzoñada e empecible, los buenos e bien aventurados y de perpetua y glo­riosa m em oria Don Fernando e Doña Isabel, Reyes de España». En la corona de Aragón la conversión forzosa de los m udéjares no llegaría a imponerse has­ta 1526, o sea bajo el em perador y el m ismo año en que se estableció en G ranada la Santa Inquisición.

A sus recuerdos de infancia de las sublevaciones del Albaicín en 1499, de Güéjar, Lanjarón y Andarax en 1500, de S ierra Berm eja en 1501, y a m ultitud de pequeños episodios posteriores durante la capitanía

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general de su padre y acaso tam bién de la de su her­mano, debía, así pues, de referirse don Antonio de Mendoza cuando —ya virrey de Nueva España des­de once años a trá s—■, en su pliego de descargos del 30 de octubre de 1546 y en contestación al cargo 38 de la lista presentada por Francisco Tello de Sando- val contra él (véase la Nota 4 de este m ism o texto, pág. 581), alega: «como se haze en españa con los erejes e ynfieles que la gente los acuchillan en el ca­mino sin que sea a cargo de justicia»; y más abajo: «y en el rreyno de granada se acostum bra a cañauerear y apedrear muchos m oros de los que an rrenegado nuestra san ta fe», donde, puesto que el cargo 38 lo incrim inaba de haber m andado aperrear (o sea ha­cer m orir destrozados entre las fauces de los perros) y fusilar con una bala de cañón a grupos de indios puestos en hilera, se ve bien hasta qué punto la co­rona de espinas que cayó sobre la progenie de los mo­ros (tan sem ejante a la que ya había ceñido y aún seguiría ciñendo las sienes de la de los judíos) c ru ­zó el Atlántico en las m ientes y en el alm a del segun­dón del conde de Tendilla y discípulo del hum anista (o sea, para entendernos, uno de esos que llam an de ese modo) Pedro M ártir de Anglería, para ir a caer sobre la progenie de los indios bajo idéntico argu­mento, puesto que, según el núm ero 188 del in terro­gatorio preparado por don Antonio de Mendoza el 8 de enero de 1547 para apelar contra la lista de ca r­gos de Tello de Sandoval, y en respuesta al m encio­nado cargo 38, «la justicia que se hizo de dichos indios después de ganado el peñol de Mistón, convi­no hacerse por los grandes delitos que dichos indios habían hecho contra Dios N uestro Señor, siendo [ya] bautizados e industriados en las cosas de la fe [su­brayado mío]». Digamos, para satisfacción de los lec­tores, que el virrey don Antonio de Mendoza salió absuelto de la «visita secreta» de Tello de Sandoval —prácticam ente equivalente a un juicio de resi-

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ciencia— por sentencia del Consejo real y del Conse­jo Real de Indias,12 el 14 de septiem bre de 1548, o sea diez años y cuatro días después de la fecha de la carta por la que el em perador, al ordenarle reti­rar cualesquiera copias de la bula Sublim is Deus (en la que el papa Paulo III establecía que los indios «son verdaderos hom bres» [...y] «no pueden ser privados de su libertad por m edio alguno, ni de sus propieda­des, aunque no estén en la fe de Jesucristo; y podrán libre y legítim am ente gozar de su libertad y de sus propiedades, y no serán hechos esclavos») que hubie­sen podido filtrarse hasta las Indias, le daba la p ri­m era gran ocasión de dem ostrar su acendrado celo gibelino, comparable, por cierto, con el que cinco me­ses antes de la citada absolución por los consejos —dicho sea a títu lo de curiosidad— su herm ano don Diego H urtado de Mendoza, a la sazón embajador, por más que atrabiliario e incompetente, ante la San­ta Sede, supo, no obstante, dem ostrar, al im poner al m ism o pontífice Paulo III la aceptación de la tajan­te negativa del em perador, con el cerrado apoyo de los cardenales españoles, de tra s lad ar a Bolonia, tal como por tem or a la Liga de Sm alkalda el papa de­seaba, la sede del Concilio, ya establecido desde 1545, huelga decirlo, en Trento.

Para acabar, en fin, con la corona de espinas que, por la férula de una fe cristiana im puesta y la im­postura de unas conversiones constrictivas y unos bautism os radicalm ente sacrilegos, vino a caer so­bre la progenie de los moros, la c ircunstancia por la que se inició el rem ate de su definitiva destrucción fue la visita al tercer papa Medici (Angelo), Pío IV por nom bre pontificio, y sobre el año de 1559 o el

12. C uya p resid en c ia e stab a desde 1546 — tras la m uerte del p r i­m er presid ente, fra y F ra n c isco G a rc ía de L oaysa— en m an os de don L u is H u rtad o de M endoza — h erm an o m ay o r de Don Anto­nio, e l v ir re y —•, n om b rad o p a ra el c a rg o tras ab an d o n a r la c a p i­tan ía gen era l de G ran ad a.

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siguiente, de don Pedro Guerrero, arzobispo de Gra­nada, presente por entonces en Italia con ocasión de su asistencia al Concilio de Trento.13 H abiéndo­se, así pues, probablem ente, escandalizado el Santo Padre ante la descripción del arzobispo sobre la con­flictiva y em pantanada situación que, por querellas de jurisdicción o por em ulaciones entre la capitanía general (ya, por entonces, en m anos del segundo don Iñigo López de Mendoza, IV conde de Tendilla, pero iniciadas en tiem pos de su padre, Don Luis) y las autoridades judiciales, atravesaban los m oriscos del Reino de Granada, que, atropellados o como e s tru ­jados entre una y o tra parte, term inaban por echar­se m ás y m ás al monte, convirtiéndose en monfíes, o sea en bandoleros, con lo que se volvían al credo is­lámico, que nunca en su corazón habían abandona­do; escandalizado, venía yo diciendo, el Santo Padre ante este panoram a, encareció al arzobispo G uerre­ro su deseo de que se acabase de una vez con la «herejía» de los m oriscos (pues preferían u sa r el térm ino «herejía»,.en vez de «apostasía», m ás pro­pio desde su punto de vista). Para que se conozca de una voz m ás próxim a el proceso de los hechos, ex­trac taré unos párrafos de H urtado de Mendoza:

«Vínose a causas y pasiones particulares, hasta pe­dir jueces de términos; no para divisiones o suertes de tierras, como los romanos y nuestros pasados, sino con voz de restituir ai Rey o al público lo que le te­

13 . M árm ol C arva ja l tra stru e ca tal vez las g estio n es de G u e rre ­ro, qu e au n q u e ya era a rzo b isp o los d os ú ltim os añ os del p o n tifi­cad o de P au lo III (que d u ró de 153 4 a 1549), m al pudieron se r las p reo cu p a cio n es de este p ap a la s que tran sm itiese , ta l com o él e s ­crib e, «al rey don F e lip e II nu estro señ or» (a m enos que designe a Fe lip e — entonces en fu n cion es de regente— com o lo que ya era cuan do e sc r ib e su crónica), cuyo re in ad o no em p ezaría , com o es notorio, h asta siete añ os d esp u és de la m uerte de Paulo III. P are­ce, con todo, m ás verosím il qu e fu ese con Pío IV y no con Paulo III, com o él d ice. Y tam bién p u d o h ab er h ab id o m ás de una gestión.

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nían ocupado, e intento de echar algunos de sus he­redamientos. Este fue uno de los principios en la des­trucción de Granada común a muchas naciones; porque los cristianos nuevos [en este caso, evidente­mente, no judíos, sino moros], gente sin lengua y sin favor, encogida y mostrada a servir, veían condenar­se, quitar o partir las haciendas que habían poseído, comprado o heredado de sus abuelos, sin ser oidos.» [...] «Del desdén, de la flaqueza de provisión, de la poca experiencia de los ministros [sobrentiéndase "de jus­ticia”] en cargo que participaba de guerra, nació el descuido, o fuese negligencia o voluntad de cada uno que no acertase su émulo. En fin fue causa de crecer estos salteadores (monfíes los llamaban en lengua mo­risca), en tanto número, que para oprimirlos, o para reprimirlos no bastaban las unas ni las otras fuerzas. Este fue el cimiento sobre que fundaron sus esperan­zas los ánimos escandalizados y ofendidos; y estos hombres fueron el instrumento principal de la guerra. Todo esto parecía al común cosa escandalosa; pero la razón de los hombres, o la providencia divina (que es más cierto) mostró con el suceso, que fue cosa guia­da para que el mal no fuese adelante, y estos reinos quedasen asegurados mientras fuese su voluntad. Si­guiéronse luego ofensas en su ley, en las haciendas, y en el uso de la vida, así cuanto a la necesidad, como cuanto al regalo, a que es demasiadamente dada esta nación [la de los moros, se sobrentiende]; porque la Inquisición los comenzó a apretar más de lo ordi­nario.»

Así las cosas, el arzobispo de G ranada se apresu­ró a inform ar a Felipe II de las preocupaciones pon­tificias, m ientras que el propio Pío IV escribió, por su parte, sobre su a larm a ante el m ism o conflicto, a su nuncio en España, don Juan B autista Castaño, obispo de Rossano. El caso es que a finales de 1566, Felipe II reunió una ju n ta de ju ris ta s y teólogos de la que emanó la pragm ática del 17 de noviembre de 1566, amén de otras posteriores del m ism o tenor, según las cuales, y volviendo a c ita r el texto literal

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de H urtado de Mendoza, quedó dictado, para los mo­ros del Reino de Granada, lo siguiente:

«El rey les mandó dejar el habla morisca,14 y con ella el comercio y comunicación entre sí; quitóles el servicio de los esclavos negros a quienes criaban con esperanza de hijos, y el hábito morisco en que tenían empleado gran caudal: obligáronlos a vestir castella­no con mucha costa, que las mujeres trajesen los ros­tros descubiertos,15 que las casas, acostumbradas a estar cerradas, estuviesen abiertas; lo uno y lo otro tan grave de sufrir entre gente celosa. Hubo fama que les mandaban tomar los hijos, y pasarlos a Castilla;

14. B ien d istin ta fue la a ctitu d del m ism o F e lip e II, a l respecto de la len gu a, con la te rcera pro gen ie d estin ad a a re c ib ir en su s sien es la coro n a de e sp in a s d e la con versión y e l bautism o. Así, en 1580, cu a n d o el C on sejo de In d ias en pleno optó p o r la im po­sición del castellano , y no só lo p a ra la p red icac ió n , sin o p ro b a­blem ente tam b ién con m iras a l control po lítico , e l rey se negó en redondo, alegand o: «N o p a rece conveniente a p rem iarlo s a que de­jen su len gua natura l, m as se pondrán m ae stro s p a ra los qu e vo­luntariam ente quisieren ap ren d er la castellana, y se dé orden com o se h aga g u a rd a r lo que está m andado en no pro veer los curatos, sino a qu ien sepa la de los ind ios». Y así, m an dó c re a r dos cá te ­d ras en las u n iversid ad es de L im a y de M éxico, p a ra qu e se d ie ­sen c la se s de q u ech u a y de nahua, resp ectivam ente, sob re todo a los c u ra s y a los m isioneros. Por el con trario , en 1770 , fu e el C onsejo de In d ias quien se op u so a la p rop osic ión del arzo b isp o de M éxico, don F ran c isco A ntonio Lorenzan a, p a ra qu e se im pu ­siese a los ind ios, ob ligato riam en te , el caste llan o ; pero el rey C arlo s III, a ten iénd ose a la s d o c tr in as de la Ilu stra c ió n , estu vo de acu erd o con Lorenzana y, en con tra del p a recer del C onsejo de Indias, m andó h acer obligatorio para los indios el apren dizaje y el uso del castellano, «para que de una vez — reza literalm ente la cédu­la— se llegue a con seg u ir el qu e se extingan los diferentes id iom as de qu e se u sa en lo s m ism os dom inios, y só lo se h ab le el c a ste lla ­no». (V éase el Apéndice IV de este m ism o texto, págs. 789-791).

15. En esto, p o r el c o n tra rio (véase, aq u í en cim a, la nota an te­rior), Fe lip e II se an tic ip a b a a la actitu d del d esp otism o ilu stra ­do y aun de las id eas ilu stra d a s vigen tes hoy en d ía, ta l y com o hem os v isto hace ap en as d os años, con la gran p o lém ica fra n ce ­sa en torno al u so del ch ad o r en la s a u la s e sco la re s y u n ive rsita ­r ia s p o r p a rte de las estu d ian tes m ah om etanas.

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vedáronles el uso de los baños, que eran su limpieza y entretenimiento; primero les habían prohibido la música, cantares, fiestas, bodas, conforme a su cos­tumbre, y cualesquier juntas de pasatiempo. Salió todo esto junto, sin guardia, ni provisión de gente; sin reforzar presidios viejos, o afirm ar otros nuevos. Y aunque los moriscos estuviesen prevenidos de los que había de ser, les hizo tanta impresión, que antes pen­saron en la venganza que en el remedio.»16

¿Para qué decir más? Era lo último; y esta vez, aun­que provocado por los informes del arzobispo de Gra­nada, el im pulso decisivo había partido del celo apostólico del Sum o Pontífice Pío IV, con la ya m en­cionada ca rta a su nuncio en E spaña y sus encare­cim ientos al arzobispo para que hablase con el rey. Por su parte, Felipe II necesitaba m ucho m ejorarse con Roma, ya que el papa inm ediatam ente anterior, Paulo IV (Caraffa) le había retirado algunos privile­gios otorgados por otros papas, a causa de la irru p ­ción arm ada del duque de Alba (virrey de Nápoles a la sazón) en los Estados pontificios, tras algunos inci­dentes derivados del pacto secreto que el papa tenía concertado, ya desde antes de la tregua de Vaucelles, con Enrique II de Francia, para echar de Nápoles a los españoles. Y todo esto se dice aquí tan sólo con el fin de m ostrar de cuán ajenas y rem otas circuns­tancias colgaba, en m ayor o m enor grado, la desven­tura de los m oros granadinos. Con todo, hay que tener en cuenta que los más intransigentes de la ju n ­ta —celebrada en M adrid, y en la que no participa­

16. La p rag m ática a s í e x tra ctad a p o r H urtad o de M endoza re­p ro d u cía — y todo lo m ás, com p lem en tab a—•, en rea lid ad , o tra de tiem p os del em perador, fech ad a el 7 de d ic iem b re de 152 6 y em a ­n ad a por u n a ju n ta sem ejan te , cu ya e jecu ció n fu e ap lazad a p o r «suplicación » (apelación) de los m oriscos en 15 2 7 por p rim era vez, y en 1530 , por segu nd a , cu an d o la em p era triz q u iso im p o n erla —al m enos en lo tocante a lo s vestid o s— en a u se n c ia del em p era­dor. En 1566 fu e d eso íd a c u a lq u ie r « su p licació n » .

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ron ni el arzobispo ni el capitán general— fueron pre­cisam ente los religiosos: el cardenal Espinosa, pre­sidente del Consejo de Castilla, el obispo Gallo de la diócesis de Orihuela, y don Pedro de Deza, del Con­sejo de la Inquisición y, por entonces, presidente de la Chancillería de Granada, cuyo fervor religioso —fervor que m ereciera m ás el nom bre de «furor»— se im puso a las prudentes protestas de Don Iñigo, el capitán general, que demandaba, por lo menos, de­mora, circunspección y paulatin idad para tan d rás­ticas medidas.

Según M ármol Carvajal, fue a causa de la propia im punidad con la que los cristianos se habían acos­tum brado a com eter toda suerte de atropellos y de robos contra los cam pesinos m oriscos por lo que se frustró la intentona inicial de la sublevación, orga­nizada por un Farax ben Farax, y consistente en un asalto a la propia ciudad de Granada, apoyado des­de el Albaicín, desde la sierra y desde la vega, pues fue precisam ente el deseo de vengar una de tales de­predaciones (perpetrada esta vez por los alguaciles y escribanos de la audiencia de Ujíjar, deseosos de agasajar, a costa de los moros, a sus fam ilias, resi­dentes en Granada, a donde se dirigían a pasar la Santa Navidad) lo que hizo que uno de los grupos conjurados, deshaciendo la sim ultaneidad y la sor­presa, hiciese fracasar el prim er golpe de la insurrec­ción. Pero el empeño no tenía ya posible vuelta a trás y pronto se trocaría en guerra ab ierta , bajo el m an­do de un nuevo caudillo: el fam oso Aben Humeya.

De la terrib le guerra, que duró hasta noviembre de 1570, han quedado —aparte de una relación ofi­cial, escrita, como era obligado, por el capitán gene­ral don Iñigo López de Mendoza, para el rey— tres crónicas contem poráneas: la de Diego H urtado de Mendoza, la de Luis de M ármol Carvajal y la de Luis Cabrera de Córdoba —esta últim a inserta en una cró­nica de todo el reinado de Felipe II. La prim era ex­

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pulsión —inacabada— de los m oriscos, consiguien­te a la guerra, consistió desde luego en un desalo­jo total de la región de Las A lpujarras y creo que casi total del reino de Granada; m uchos de los m oriscos embarcaron hacia Berbería —lo que actualm ente lla­mamos el M agreb—, otros fueron deportados a Cas­tilla y Extrem adura. El reino de Granada, por la riqueza de sus recursos, fue pronto repoblado con cristianos de otras regiones españolas, sobre todo ga­llegos, si no recuerdo mal. La segunda y definitiva expulsión de los moriscos, que com prendió tam bién a los antiguos m udéjares de Valencia, Aragón y Ca­taluña (ya convertidos en moriscos, o sea bautizados, desde 1526), jun to con los del resto de España, fue d ictada por un bando de Felipe III de 1609, y a des­pecho de algunas protestas de los nobles, que apre­ciaban a los m oriscos como m ano de obra agrícola barata y com petente para sus latifundios, se llevó a cabo, región por región, en los años subsiguientes. Así acabó la segunda de las progenies destruidas por esa especie de «Industria de Sufrim ientos Inten­sivos» en que, Roma iuuante, se convirtió España sobre todo a p a rtir de su tan glorificada unidad nacional, bajo un catolicism o que se d iría como ob­cecado en hacerles a las o tras religiones, m onoteís­tas o paganas, muchísimos m ás m ártires que los que nunca acertó a darle, por su parte, a la propia de Je­sús de Nazaret. Lo serían seguram ente los dos cléri­gos de Alcalá de los Gazules m uertos con torm ento en 1501, pero no sé hasta qué punto N uestro Señor Jesucristo recibiría en su seno como tales, según sus intenciones, al preconizado pero m alogrado prim er inquisidor de Zaragoza, Pedro de Arbués, asesinado por los judíos en 1485, o aun, según sus hechos, al alguacil Barrionuevo, linchado por los moros cuan­do se llevaba presa a una m ujer del Albaicín por o r­den de Cisneros.

Viniendo, pues, finalmente, al caso de los indios,

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las prim eras bulas que, como prim eras gemas refe­rentes a Ultram ar, vinieron a engastarse en la coro­na de Castilla, por entonces en cabeza de doña Isabel de Trastam ara, fueron las fam osas y tan discutidas de Alejandro VI (Rodrigo de Borja), fam iliarm ente llamadas «bulas alejandrinas». Respecto de ellas pienso aprovecharm e del m inucioso y encom iable estudio de Alfonso García-Gallo, «Las bulas de Ale­jandro VI y el ordenam iento ju ríd ico de la expan­sión portuguesa y castellana en África e Indias» (Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1957-1958; reedición en Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las instituciones americanas», Real Academia de Ju risp rudencia y Legislación, Ma­drid, 1987, págs. 313-659), que, al m enos para un profano o un semi-pre-iniciado como yo, resulta enteram ente convincente. El punto de partida del es­tudio de García-Gallo consiste en algo tan elem en­tal y evidente, una vez propuesto, como rem ontar la espontánea e inadvertida inercia de un espejism o de punto de vista histórico, análogo, por cierto, al que hace resbalar a Julián M arías en su interpretación del pasaje del cardenal Pietro Bembo (véase la nota1 de este m ism o Apéndice, pág. 609); pues, en efecto, así como a Marías, desde el d istraído punto de vista del siglo X X , no se le ocurre pensar que el célebre cardenal17 pueda estarse refiriendo a otro idioma que al castellano cuando habla de «voci» y «accen- ti» «Spagnuoli», y no al catalán, siendo así que éste era el idiom a fam iliar y al m enos en parte cortesano

17. Tenido p o r el m e jo r la tin ista y « e sc r ito r latino» del s ig lo XVI, y autor, si se m e perm iten recu erd o s in fan tiles, del ep ita fio m ás inconm en surablem ente laud atorio que pueda im aginarse, de­d icad o al p in to r R a ffa e llo Sa n z io en su tum ba del Panteón de Rom a, y qu e mi ab u e lo ita lian o tratab a en van o de h acerm e tra ­d u c ir a m is diez u once añ os, aunque y a con resu elta vocación de pésim o estu d ian te : Hic est Ule Raphael lim uit quo sospite uin- ci rerum magna parens el moriente morí.

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(«e Valenza il calle Vaticano occupato avea», dice el propio Bembo) de Alejandro VI, así tam poco a los profanos se nos ocurre considerar, hasta que alguien como García-Gallo nos advierte contra el espejismo, el D escubrim iento de Colón en 1492 m ás que como una absoluta novedad, como un com ienzo —y un comienzo enfáticam ente señalado como un hito mi­lenario en la H istoria Universal—, y no como una continuación, que no o tra cosa era para los especta­dores de 1493 y, por lo tanto, para el au to r de las fa­mosas bulas, Alejandro VI. Tan es así, que, después de un prim er éclat de lo que sólo m ás tarde se sa­bría que era nada menos que «El Descubrim iento de América», hubo unos años de vacilación y, por así decirlo, recesión ante un descubrim iento sin duda m ás im portante —por la distancia, por las dim en­siones y sobre todo por la dirección occidental de la navegación— de lo que podría haber sido, por ejem ­plo, el de las Islas A fortunadas o Canarias, en el su­puesto de que no hubiese habido noticia de ellas desde la Antigüedad ,18 pero no de un orden de mag­nitud distinto, y aun menos en un grado tan supe­rio r como el que tiene hoy para nosotros. Síntom a claro de esa «recesión» es sin duda el hecho de que

18. N oticia qu e se rem ontab a, s i es que no m e equivoco, a los ca rta g in e se s , y en con creto a l P erip lo de H annón, pero que, com ­pren sib lem ente , ten ia un c a rá c te r ca si leg e n d a rio cuando fueron red escu b iertas por los gen oveses en 13 12 : L an cello tto da M alon- ce llo dejó su nom bre de p ila h asta hoy en el topón im o «Lanzaro- te». Tal c ircu n stan c ia , d ich o sea de paso, p o d ría tal vez s e rv ir de exp licac ió n p a ra el ex tra ñ o doblete de ra íces verb a les , ap aren te­m ente s in on ím icas, qu e a p a re ce en la C ap itu lac ió n de la s A lcá- govas: « d escu b iertas e por d escob rir, fa lla d a s e por fa lla r» , donde con « fa llar» q u erría acaso d e jarse com prendido aq uello de lo que, com o de la s C an aria s, h ab ía a lgu n a notic ia , p ero fa ltab a la lo ca ­lización . N o b asta b a d e c ir qu e uno h ab ía s id o e l p rim ero en ver ta l o cu a l is la en e l A tlán tico ; ten ía qu e sa b e r tam bién dónde se hallaba; a la c a p a c id a d de se ñ a la r su s itio en las c a rta s m arin e­ras, com o el de la s A fortu n ad as d esd e 13 12 , h a b r ía qu erid o re­servarse , de s e r c ie r ta mi h ipótesis, la su fic ien te con valid ación .

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en 1495 la corona de Castilla restringió a quinientas las personas que podían perm anecer a su sueldo en La Española, m andando que las restantes se volvie­sen a España.

Deshacer el espejism o de punto de vista histórico en la consideración del descubrim iento colom bino de 1492, así como de las bulas de 1493 que a él se refieren, pasando a concebirlos no ya como un co­mienzo sino como una continuación, significa evi­dentem ente devolverlos al lugar de la sucesión en que se inscriben e in terp re tarlos a la luz de la sola relación vigente de los que son continuación, pero no —y esto es lo que aquí im porta— en el sentido débil y genérico en que todo hecho histórico viene precedido de otros que lo han hecho posible y a la vez lo condicionan, configurando, como gustan de­cir los periodistas, «su contexto histórico», sino en el sentido fuerte y específico de su pertenencia a una sucesión muy especializada de designios, acciones y avatares homogéneos: la de las expediciones, ex­ploraciones y conquistas terrestres y sobre todo m a­rítim as por parte de los reinos de Castilla y Portugal, allende el litoral peninsular y más allá de las Colum­nas de Hércules, tanto Atlántico afuera, ya sea rum ­bo al norte, ya, preferentemente, rum bo al sur, como sobre el África islám ica, en un principio a títu lo de prolongación de esa especie de Cruzada Occidental, reconocida como tal por Roma, por lo que yo ahora pueda recordar, al m enos para la guerra contra los Almohades, coronada, como sabe hasta el más catea­do bachiller, con la victoria de 1212 en las Navas de Tolosa, pues bula de Santa Cruzada (Gaudeamus et exultem us) recibió de Benedicto XII el rey de Por­tugal Alfonso IV, en 1341, para su guerra contra el reino de Fez, aunque sólo su sucesor Don Juan I alcanzará definitivam ente, en 1415, la conquista de Ceuta para la Cristiandad. Y es a raíz de este hecho cuando se expiden las prim eras bulas que, aunque

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indirectam ente todavía, afectan al asunto que trae­mos en cuestión: la Rom anus Pontifex (prim era de este nombre) del papa M artín V y del 4 de abril de 1418, por la que se concede a Juan I convertir la mezquita de Ceuta en catedral cristiana y la Sane charissim us del m ism o papa y de la misma fecha, im portante por ser la ú ltim a bula —al menos por cuanto yo pueda saber— en que se recom ienda la co­laboración de otros príncipes cristianos en la «Cru­zada de Occidente» con el de Portugal, en lugar de excluirlos, en beneficio de uno solo de ellos —que de hecho habrán de ser prim ordialm ente el rey de Portugal o el de Castilla, m utuam ente excluyéndose a su vez—, conform e al que en adelante se m ostrará invariable c riterio pontificio. La motivación políti­ca de este c riterio —que pronto se irá viendo— ten­drá unas consecuencias, igualm ente políticas, de alcance incalculable.

La in terpenetración y aun parcial superposición de los diversos factores que van a en tra r en juego en nuestro asunto hace desde luego im posible un enun­ciado lim piam ente exento de cada uno de ellos, pero tam bién hace difícil elegir, de entre las varias enu­meraciones igualmente válidas, ya sea la teóricam en­te más plausible, ya sea la expositivam ente m ás ordenada y esclarecedora. No habiendo, sin em bar­go, más rem edio que acep tar el a lbu r de la elección, será el lector quien juzgue de lo afortunado o des­graciado de la mía, tanto en los enunciados como en su ordenación, tal como, sin m ás disculpas, allá va:

P rimero. El carác ter políticam ente exclusivista que después de la a rrib a c itada Sane charissim us de 1418 adoptan todas las bulas pontificias referentes a las que bajo mi sola responsabilidad denom ino Cruzadas Occidentales, frente a las Orientales, en que los rasgos de coalición de Príncipes Cristianos se conservan, al menos form alm ente (en el m ando se­parado de don Juan de Austria, como capitán gene­

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ral de toda la escuadra cristiana, y de don Alvaro de Bazán, de la fracción española) m ás de siglo y me­dio después, en la guerra de Lepanto. Este carác ter políticamente exclusivista tiene que ver con la pau­latina transform ación en o tra cosa de lo que sólo al principio pudo concebirse como Cruzada propia­mente dicha, tal como se verá en el punto CUARTO.

SE G U N D O . La índole genéricamente a rb itra l del papel del pontífice a lo largo de las actuaciones de los titu lares sucesivos y sus diversas bulas. He su­brayado «genéricamente» para evitar una confusión indeseable, que es la siguiente: García-Gallo, como experto ju ris ta , sabe que el arbitraje es una institu ­ción ju ríd ica rigurosam ente form alizada, en la que el árb itro no actúa por su propio poder sino por po­deres recibidos de las dos partes litigantes que lo han designado para d irim ir su querella, bajo el com pro­miso de obligarse estrictísim am ente a obedecer su dictamen. Y en este sentido rigurosam ente juríd ico rechaza jun to con otros autores y con toda razón el carácter arb itra l que algunos han querido a trib u ir a la segunda bula Inter cetera de Alejandro VI, ya sea por no responder a la exigencia de haber sido solici­tada por am bas partes —presuntam ente Castilla y Portugal—■, sino en todo caso sólo por Castilla, ya sea por no otorgarla el papa a título de concesión gra­ciosa a tal solicitud, aunque la haya habido, sino, ex- pressis uerbis, a título espontáneo de su sola potestad apostólica, bajo la ficción verbal19 de m otu propio. En el sentido juríd icam ente formal, ninguna de las bulas que conciernen al caso de que aquí es cues­tión reúne los rasgos necesarios para que pueda

19. «F icc ió n verb a l» no ad u ce aq uí n ingún sen tid o peyorativo p a ra la p a la b ra « ficción »; todo lo ju r íd ic o es « ficc ió n », y no hay en e llo m en oscab o algun o; só lo qu iero d e c ir que au n q u e tal b u la fue so lic ita d a de hecho, e l p ap a no q u iso d a rle de derecho el c a ­rácter de resp u e sta a tal so lic itu d (Véase al respecto G arcía-G allo, op. cit., p ágs. 479-481).

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hablarse de arbitraje. De las dos que tal vez m ás podrían acercarse a ello, esto es, la Dudum cum ad nos de Eugenio IV del 31 de ju lio de 1436 y la Aeter- ni Regis de Sixto IV del 22 de junio de 1481, la p ri­m era de ellas, aunque dirim e en concreto sobre el derecho de las Islas C anarias entre los reyes de Cas­tilla y Portugal, no lo hace en respuesta a una solici­tud sim ultánea y concertada de am bos reyes, tal como exigiría un arbitraje, sino como mediación en­tre dos dem andas separadas de uno y o tro rey: una petición de don Duarte de Portugal para que le sea concedida la conquista de las dichas islas, y una ape­lación de Juan II de Castilla, a través del obispo de Burgos, don Alonso de Cartagena, en contra de se­mejante concesión, en el Concilio de Basilea, con sus Allegationes (texto interesantísim o —cuya reproduc­ción en los apéndices añade aquí el lector de García- Gallo, como una cosa m ás que agradecerle, a los m é­ritos propios de su estudio— que ha de ser m ás aba­jo de sum a utilidad); y en cuanto a la segunda, aunque responda a la exigencia form al de ser solici­tada por petición concorde de las partes (en este caso, doña Isabel de Trastam ara, reina de Castilla, y Don Alfonso V, rey de Portugal), no tiene por contenido una sentencia arb itra l d irim ente de un pleito toda­vía pendiente entre una y otra, sino tan sólo la rati­ficación o, por así decirlo, consagración papal, de un pacto ya previamente acordado y capitulado por am ­bas por su cuenta: la Capitulación de las Alcá^ovas, del 4 de septiem bre de 1479. Y en tal sentido, no creo que sea tem erario, por mi parte, a tr ib u ir a la Aeter- ni Regis una función análoga a la del segundo —y no necesario— de los dos m om entos que en la trad i­ción rom ana conform aban lo que hoy concebimos como un acto un itario bajo la noción de «juram en­to» (un derivado nom inal, por cierto, que, aunque perfectam ente posible, nunca fue construido, a pa r­t ir de iuro, en el latín, y sólo se form ó ya en las len-

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l'.uas romances sobre «jurar» y sus equivalentes). Los dos m omentos eran el sacram entum —siem pre necesario— y la execratio —com plem ento optativo; por el prim ero, el que ju raba com prom etía, ponién­dolo por fiador del cum plim iento, su buen nom bre público, que vale tanto como decir «su honor»; por el segundo, añadía —ya sea espontáneam ente, ya sea por exigencia de los otros— la garantía de echar o de aceptar sobre su cabeza, en caso de incumplimien­to, los m ás terrib les males, por lo com ún bajo for­ma de m aldición divina —o sea de los dioses de lo alto—, pero quizás a veces —a m enos que esto sea ya m edieval— bajo la de conjuro de poderes ctóni- cos. (Como residuos m odernos de la execratio rom a­na podemos todavía reconocer fórm ulas tales como «Que me caiga yo m uerto ahora aquí mismo» y otras semejantes que ponen por garantía hasta la vida de los seres m ás queridos. Y en el fam oso rom ance de las juras de Santa Gadea, la serie de maldiciones con­dicionales con las que el Cid conjura al rey Alfonso si faltare a la verdad sobre la m uerte de su herm ano es un modelo perfecto de execratio.) Prácticam ente análogo al descrito era, a mi entender, el sentido de la dem anda hecha al papa Sixto IV por los sobera­nos de Castilla y de Portugal con respecto a la Capi­tulación de las Alcáíovas: aunque la firm a de ésta por las partes se bastaba a sí m ism a como sacramen­tum, en la m edida en que una y otro hacían del cum ­plimiento comprom iso de honor, quisieron añadirle, a través de la bula pontificia, la garantía de una exe­cratio, a cuyo título, como piadosos príncipes c ris­tianos, no podían tener por válida ninguna otra que no fuese la amenaza de una excomunión papal. Y me he extendido en este com entario a fin de sugerir que m ás que el reconocim iento de una nunca bien defi­nida «potestad apostólica», era tal vez la fuerza coer­citiva del tem or a la am enaza de excomunión papal —con que las bulas solían concluir— por parte de

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todos los príncipes c ristianos lo que hacía que cual­quiera de ellos que quisiese im poner y asegurar sus pretensiones frente a todos los restantes se acogiese al recurso de ped ir una bula a su favor, para poder esgrim irla como instrum ento de fuerza capaz de de­tener a cualquier o tro posible com petidor cristiano ante los lím ites del área reservada, de modo privati­vo, a sus proyectos de dom inación. Volviendo ahora, finalmente, al contenido de este segundo punto, si bien, tal como creo haber argumentado, parece cierto que de ninguna de la bulas que atañen a mi asunto sería correcto hab lar de un «arbitraje» en el senti­do form alm ente juríd ico del término, sostengo que en el sentido lato que en la lengua com ún alcanza la palabra sí cabe hablar, no obstante, de un papel genéricamente arbitral, no de una bula ni de un papa en concreto, sino del pontificado en su continuidad a lo largo de los sucesivos titu lares que se las hubie­ron con las dos m onarquías m arineras que durante casi todo el siglo X V y buena parte del siglo X V I de­tentaron prácticam ente la exclusiva de las nave­gaciones del Atlántico. Y por lo que me im porta subrayar tal papel arb itra l de los pontífices es por lo que apareja necesariam ente de función política, es decir, referente al dominio tem poral —aunque sea bajo la consabida consigna de «Paz y concordia en­tre los príncipes cristianos»—•, por m ucho que tra ­tase de ejercerse, con toda buena fe, sin m enoscabo alguno de la función apostólica y evangelizadora.

T e r c e r o . La incierta naturaleza de la «Potestad Apostólica». Con fecha del 28 de junio de 1077, el en­tonces pontífice Gregorio VII dirigió una carta «a los reyes, condes y dem ás príncipes de España» (se da por sobrentendido que cristianos), en la que les re­cordaba cómo, según las antiguas constituciones, el reino de España estaba dado a San Pedro y a la San­ta Iglesia Romana en jurisd icción y propiedad (reg- num Hispatiiae ex antiquis constitutionibus beato

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Petro et sanctae Romanae ecclesiae in ius et proprie- tatem esse traditum). Era esto en tiem pos del rey Al­fonso VI de Castilla, a quien poco m ás tarde el mismo papa im puso la sustitución del rito m ozárabe por el romano. La consecuencia concreta de semejante rei­vindicación de la jurisd icción y propiedad fue la re­clamación del cumplim iento de los correspondientes deberes tribu tarios para con la Santa Sede. Si tal re­clamación basta de m uestra, hay que concluir que en el siglo X I la «potestad apostólica» venía a in terp re­tarse bajo una concepción cuasi-im perial. Sirva este precedente, en que no ya el Sacro Im perio Carolin- gio ni el Romano-Germánico, que el propio Grego­rio VII se tom ó el trabajo de in ten tar m enoscabar, sino el Pontificado mismo parece considerarse como a modo de heredero del Im perio Romano de la an ti­güedad, para ahuyentar de una vez toda extrañeza ante los grandes extremos de elasticidad a que la con­cepción de la llam ada Apostólica postestas (o bien auctoritas, con igual valor)20 puede llegar a verse som etida en tre doctrinas igualm ente ortodoxas. Si Enrique de Susa, el cardenal Ostiense (fallecido en 1271), puede representar, con su doctrina, el polo extremo de la concepción teocrática de la potestad apostólica del pontificado, en cuanto hace de éste la única y suprem a instancia legitim adora de todo po­der tem poral sobre la Tierra, hasta de los islámicos o no cristianos, reputados, por ello, poderes ilegí­timos, y puestos a m erced de cualqu ier príncipe cristiano, que podía legítimamente combatirlos, des­poseerlos y despojarlos a su beneplácito, su con­tem poráneo Tomás de Aquino (m uerto tan sólo tres años después) representa, con su doctrina iusnatu- ralista, el polo opuesto, la concepción ilustrada de

20. Pese a que hay una c la ra d istinción ju ríd ic a entre am bos tér­m inos: la auctoritas com p o rta c a p a c id a d p a ra c re a r derech o s; 1^ potestas no pued e m ás qu e e jecu tarlo s.

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la potestad apostólica, por cuanto al fundam entar los poderes tem porales en el derecho na tu ra l21 —que, en contra de la doctrina del Ostiense, no pres­cribía ante el derecho divino, dim anado de la Revelación—, reducía ex traordinariam ente las a tr i­buciones pontificias al respecto, reconociendo el po­der de los príncipes gentiles por tan legítim o como el de los príncipes cristianos. In terfiriendo de algún modo y como desde fuera con tal d isparidad de doc­trinas propiam ente teológicas acerca del alcance de la potestad apostólica en sí misma, y cuando el águi­la bicéfala iba logrando ya extender su m ala som ­bra sobre la haz de aquel nuevo universo en el que no se ponía el sol, fue acaso el sector laico el que aportó la parte, sin duda m ás exigua, pero tam bién más eficaz para la conveniente confusión, siempre, naturalm ente, sobre el a cada paso m ás vidrioso asunto de las atribuciones pontificias con respecto al dominio tem poral. El piam ontés M ercurino Gattina- ra, gran canciller de Carlos V y al par gonfaloniero de la intelectualidad orgánica im perial, dio en res­catar, con éxito m ediano pero suficiente, las ideas de Dante Alighieri, sin duda por la aversión de éste —a quien tal aversión le valió al cabo el ser exilia­do de Florencia— al papa que, con su fam osa bula Unam sanctam del 18 de noviembre de 1302, se e ri­gió en m áximo defensor de los derechos pontificios sobre todo dom inio tem poral, llegando incluso a re­clam ar para sí m ism o la jurisd icción y el señorío de la Italia central, Florencia incluida: Bonifacio VIII. Un tanto chapucera, sin embargo, como es indefec­tible en todo intelectual orgánico, era esta operación

2 1. Pese a ia d istin ción del d erech o positivo, llam ad o entonces «civil» ; V ito ria : «O tra [potestad] es la c iv il, que au n q u e es c ie rto que tiene su o rigen en la n atu ra leza (y puede, p o r tanto, lla m á r­sele n a tu ra l, com o lo hace S a n to Tom ás en De regimine princi­pian, lib. I, cap. 1 P: pues que el hombre es el animal civil), tam bién es c ie rto que no la e sta b le ce la n a tu ra leza, s in o la ley».

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dantesca del gran canciller del destruc to r de Italia y media Europa, de España y de Ultram ar, pues, si es verdad que Dante le servía como instrum ento del em perador frente al pontífice, ello era a costa de te­ner que pasar como gato por brasas sobre la doctri­na política de aquél contra la form a tradicional de la elección del em perador po r parte de los príncipes electores alem anes, tai como se había repetido con el propio Carlos V, incluyendo el no menos trad i­cional soborno consentido y manifiesto, inmenso ca­pital,22 que de préstam o en préstam o, de deuda en deuda, de acreedor en acreedor, pasando por los ser­vicios de las Cortes Castellanas, los em préstitos de la Mesta, los Fúcares, los Bélzares,23 acabaría cayen­do sobre las espaldas de los indios que m orirían a chorros bajo el peso de sus esportillas en los dan­tescos pozos y galerías del Potosí. Existe incluso, aun­que no he podido verla, una carta de M ercurino G attinara a Erasm o de Rotterdam, consultándole so­bre el uso que podría hacerse del De Monarchia de Dante en defensa de los intereses del em perador con­tra el pontífice Clemente VII, m ientras, a raíz del Saco de Roma, Alfonso de Valdés, íntim o amigo de Don M ercurino, escribía, por su parte, el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, m ás conocido por Diá­logo de Laclando y el Arcediano, en que, en un de­term inado momento, le hace decir a Lactancio: «¿Dónde hallais vos que Jesú Christo instituyó su Vi­

22. E l e m b a ja d o r de In g la te rra en Venecia, R ich a rd Pace, le de­c ía en una c a rta a W olsey: « E s la m ercan c ía m ás ca ra que ja m á s se haya sa ca d o a su b a sta en este m undo».

23. A sí fu e caste llan izad o y puesto en p lu ra l (quedando d e fin i­tivam ente con sagrad a la g ra fía por el cro n ista de Venezuela, Jo s é de O viedo y Baños) el a p e llid o W elser, b an q u eros a lem an es (al igua l qu e los F u g g e r= F ú c a re s ) a au ien es, a fin de re sa rc ir lo s de los p réstam o s recib id o s p a ra el sob orno e lecto ra l, con ced ió C a r­los V la con quista de Venezuela, en la que, aunque duraron sólo 18 años, se d ieron bu ena m añ a para h a ce rla una de las m ás inep tas y c r im in a le s de U ltram ar.

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cario para que fuese juez entre príncipes seglares, quanto m ás executor y revolvedor entre cristianos?» y al final, haciendo claud icar al arcediano ante las razones de Lactancio en defensa del emperador, pone en boca del propio arcediano estas palabras «... ¿Qué os parece que agora su M agestad q u errá hazer en una cosa de tan ta im portancia como esta? A la fe, m enester ha muy buen consejo, porque si él desta vez reform a la Iglesia, pues todos ya conocen quán- to es m enester, allende del servicio que hará a Dios, alcanzará en este m undo la m ayor fam a y gloria que nunca príncipe alcangó, y dezirse ha hasta la fin del mundo que Jesú Christo form ó la Iglesia y el Em pe­rador Carlos V la restauró...». Ya se irá viendo, en fin, cómo este gibelinismo, no por rem asticado menos ra­dical, que llevaría al m ás tonto y m ás infeliz intelec­tual orgánico im perial, el olvidado poeta H ernando de Acuña, a acuñar la célebre consigna: «Una grey y un pasto r solo en el suelo/.../ Un m onarca, un im­perio y una espada», expresaba el proceso por el que los sucesivos apoderam ientos otorgados por los pon­tífices a favor de los m onarcas castellanos y más ta r­de españoles, en m ateria eclesiástica y espiritual acabarían llegando a un punto de inflexión —cuyo hito puede incluso m arcarse entre los años 1537 y 1538— tras el cual fueron ya los m onarcas los que, por su real gana y a su propio arbitrio , se irían apoderando —y de un modo total respecto de las Yndias— de prácticam ente todas las atribuciones y com petencias jurisdiccionales de la Iglesia y de la religión. Hay que descartar, en fin, cualquier posi­ble relación entre la actitud antipapal de los valde- ses y los gattinaras y los recortes de la potestad apostólica del papa sobre el dom inio tem poral por parte de los neotom istas, pues, al menos según Vito­ria, tanto Tomás de Vio, m ás conocido como «el ca r­denal Cayetano» y que resucitó el tom ism o en 1517, como el propio Vitoria —que, por lo demás, empezó

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a escrib ir sus «Relecciones» el m ism o año de la m uerte de Valdés (1532) y dos años después de la de G attinara—, si es verdad que recortaron las a tr ib u ­ciones pontificias en m ateria tem poral, no fue, por cierto, para acrecentar, como nuestros dos hum anis­tas (o sea, para entendernos, de esos que llam aban de ese modo), la del em perador, sino para acabar de­sautorizando aun m ás las pretensiones de éste como «señor de todo el orbe», fundadas, respecto de las Indias, en la fam osa «donación» de Alejandro VI (y, por cierto, apoyada, a su vez, en una in terpretación abusiva de sus bulas, según dem uestra el clarividen­te estudio de García-Gallo). Si tal vez no puede de­jarse de reconocer que Vitoria tuvo algún últim o punto de debilidad con el em perador (concreta- men te en la segunda conclusión sobre el 2?de sus «títulos legítimos» —Relecciones sobre los indios, tercera parte, núm. 10—, en que resuena claram ente un eco de las Allegationes de Alonso de Cartagena), en modo alguno fue esa figura de intelectual orgáni­co con que —so color de enaltecerlo, pero en realidad para servirse de él como instrum ento contra Las Casas— lo deshonra el falsario Menéndez Pidal (véa­se Apéndice IV de este mismo texto, págs. 765-780), ni menos todavía ese «padre del derecho internacional m oderno» con que toda la canalla europea colonia­lista lo ha condecorado para agradecerle unos ser­vicios que jam ás quiso prestar, y derivados de una utilización de sus escritos que con toda su alm a ha­bría aborrecido de haber podido siquiera im aginar­la desde una limpieza de conciencia y corazón como la suya.

C u a r t o . La anticipación abstractiva de las tierras y los pueblos por el «mercado de futuros» castellano- portugués de la dom inación. Una de las expresiones referentes a las Yndias que m ás me han im presio­nado desde el p rim er día en que la leí es aquella de «islas e tie rras descubiertas e por descobrir»

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naturalm ente cuando aparecía en un contexto ju r í­dico; me escandalizaba que algo «por descobrir» y que por tanto no se sabía siquiera si existía pudiese se r becho objeto de un derecho. No se trataba, des­de luego, de la aplicación del principio de apropia­ción originaria, sino que, precisam ente, venía a contradecirlo, en la m edida en que según este p rin ­cipio, la res nullius, digam os una isla desconocida (dejando, por el momento, aparte la im portante di­ferencia de si habitada o no, como las Antillas fren­te a las Azores), pasaba a se r de propiedad —si es que quería ejercer ese derecho— del prim ero que pu­siese los pies en ella (dejando aquí tam bién aparte la no menos im portante distinción entre «propiedad» y «soberanía», con toda su corte de subdiferencia- ciones ju ríd icas y jurídico-políticas), en la m edida en que, en nuestro caso, el derecho de apropiación venía ya otorgado de antem ano a un titu la r determ i­nado. Pero, aunque el resultado de hecho venga a ser idéntico, la génesis de tal atribución personal de lo «por descobrir» no es una m era proyección directa sobre áreas m arítim as más o menos vagamente de­finidas del derecho por el cual una m ina que se des­cubra pasa a se r propiedad del dueño del territo rio en el que esté ubicada (siempre con las d istin tas re­servas que en unos u otros tiem pos o lugares haya podido in troducir en esto la soberanía, como, por ejemplo, la de que m ientras en España, si es que no me equivoco, las minas «por descobrir» son, en prin­cipio, patrim onio del Estado, por el contrario, en los EEUU tengo entendido que los pozos petrolíferos pertenecen al dueño de la finca), sino de la continui­dad histórica por la que, en las m onarquías de la Pe­nínsula Ibérica, la tradición jurídico-política vigente entre los príncipes cristianos para las conquistas de la «Reconquista», se prolongó insensiblemente so­bre los descubrim ientos. Si recordam os que la con­quista de Ceuta por los portugueses, en 1415, entraba

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plenamente todavía bajo el concepto de «Reconquis­ta» o de Cruzada contra los sarracenos, y cómo fue el fracaso de ulteriores conquistas terrestres sobre el reino de Fez lo que fue desviando los im pulsos por­tugueses de expansión, y en especial a instancias del infante don Enrique el Navegante (1393-1460), fun­dador de la escuela de navegantes de Sagres, hacia el m ar y las costas africanas, entenderem os el pro­ceso insensible por el que las concepciones propias de la Reconquista se hicieron extensivas a los des­cubrim ientos. Como ejem plo de la tradición que re­gía entre los príncipes cristianos, a modo de lo que, con expresión muy actual, podríam os llam ar «m er­cado de futuros» sobre las tie rras peninsulares aún bajo el dom inio de los moros, podríam os c ita r el Tratado de Cazóla de 1179, entre Alfonso II de Ara­gón y Alfonso VIII de Castilla, estableciendo la divi­soria de aguas entre los ríos Jú car y Segura como límite de lo que correspondía a la conquista de una u o tra corona, o el Tratado de Almizra de 1244 entre Jaim e I de Aragón y Alfonso X de Castilla, por el que, ratificando el anterior, se le reconocían a Castilla los derechos sobre Murcia (ya reconquistada por Fernan­do III, pero vuelta a sublevar con cierta im plicación de cristianos en desavenencia) y se le concedía como «de su conquista» todo el reino m oro de Granada. La expresión literal que acabo de poner entre com i­llas, la encontram os, desde luego, todavía en 1454, pero ya referida a zonas recientemente descubiertas y accesibles tan sólo por el m ar: en efecto, habién­dole concedido en 1449 el rey Don Juan II de Casti­lla al duque de M edina Sidonia «cierta tie rra que agora nuevam ente se ha descubierto allende de la m ar al través de las Canarias, que decía que es des­de el Cabo de Agüer hasta la tie rra y el Cabo de Bo- jado r con dos ríos en su térm ino, el uno llam an la m ar Pequeña, donde hay m uchas pesquerías, e se puede conquistar la tierra adentro», y com oquiera

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que en 1454 los portugueses hubiesen atacado y apre­sado algunas naves castellanas que volvían cargadas de aquel trecho de costa, el propio Juan II, al pro­testar por el atropello ante Alfonso V de Portugal, metía en su alegato estas palabras: «la tierra que lla­man Guinea, que es de nuestra conqu ista».24 Sin que haga falta buscar —cosa imposible, al menos para mí— el documento en que esta expresión literal, «ser de m i/nuestra conquista», aparece por últim a vez en un docum ento de querella o de concordia cas­tellano-portugués, basta con este para m ostrar cómo, aunque en algún momento acabase por sustituirse la expresión, la concepción engendrada en los usos de reparto entre príncipes cristianos bajo las represen­taciones, terrestres y concretas, de la «Reconquista» se deslizó de m anera insensible y paulatina hacia lo que ya no era conquista sino descubrim iento, adqui­riendo a lo largo de sem ejante transición unos ras­gos de anticipación cada vez m ás abstractiva, que, por su propia incongruencia con la desm esura de los hechos em píricos con los que llegarían a enfrentar-

24. La a leg ació n «es de nu estra con qu ista» resu lta , p a ra quien se in terese p o r la historia de la dominación, un im portan tísim o preceden te de tod as las con cep cio n es geo p o lítica s exp an sion is- tas, p a ra lo qu e ésta s han llam ad o «área o zona natural de ex p a n ­sión» (d isfrazan d o de p ro fan o y n atu ra l lo que, en su origen , fue re lig io so y ju ríd ico). Así, cu a n d o A le jan d ro de H um boldt p resen ­tó a Je ffe rso n — pro b ab lem en te con total in gen u id ad —, en 1804. los m ap as qu e h ab ía levan tad o de N uevo M éjico, Tejas, Arizona, C a lifo rn ia , etc., qu e todavía perten ecían a M éjico, tam bién el p re­sidente norteam ericano, que se m ostró sum am ente interesado p or aq u ellas c a rta s geo gráficas, pensó tal vez algo m uy parecido a que aq u e llo s te rr ito rio s «eran de su con q u ista» s i bien la cosa no se con cretó h asta la g u e rra de 1846-1848 con tra M éjico, b a jo la p re­sid en c ia del d ic tad or S a n ta Anna, qu e en 18 53 vende a los E s ta ­dos U nidos tam bién la parte que le q u ed ab a de Arizona. E l m ism o concepto de «área natu ra l de exp an sión » su b y ac ía , igualm en te a la p ráctica de los ru so s resp ecto de S ib e r ia y estu vo s iem p re p re­sente no sólo en la p rá c tica sin o tam bién en la teo ría de su s geo- po líticos, en los im p u lso s e xp an sivo s a lem an es.

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se, acabarían lastrándolos con condicionam ientos tan funestos como absolutam ente imprevisibles. Los factores —como hoy suele decirse— «técnicos» que se añadían, para agravarlas, a las prem isas abstrac­tivas de la concepción fueron, en p rim er lugar, la al menos inicial superioridad de los portugueses sobre los castellanos, tanto en la navegación —especial­mente gracias al infante Don Enrique y su escuela de Sagres— como en la construcción naval,25 y, en segundo lugar, el desconocimiento de un método pre­ciso para determ inar la longitud, cosa tanto más im­portante después del descubrim iento de Colón, en que los castellanos em pezaron a moverse predom i­nantemente sobre la dirección de los paralelos, y más aún desde que, en 1493, la segunda In ter celera de Alejandro VI estableció la «línea de dem arcación» a cien leguas de longitud Oeste de los archipiélagos de las Azores y de Cabo Verde y la Capitulación de Tordesillas, de 1494, la desplazó hasta 370 leguas de longitud Oeste del segundo. Respecto del prim e­ro de estos dos factores «técnicos», la superioridad de los portugueses en la construcción naval26 pare­ce que estaba en estas tres cosas: prim era, en que se atrevían a hacer naves mayores; algunas llegaban a tener hasta algo m ás de veinte m etros de eslora y siete de manga, siendo así que en el siglo X V se preferían naves pequeñas, que, aunque m enos velo­ces, eran m ás gobernables y estaban m enos expues­

25. H asta que en el e n tre sig lo XVI-XVII los h o lan d eses llegaron a c o n stru ir un galeón que, p o r su su p e rio r ve lo cid ad y autono­m ía, les p erm itía lle g a r de H oland a a Ja v a con una so la esca la y g ra c ia s a l cu a l la «C om pañ ía h o lan d esa de las In d ias O rienta­les» (fu nd ad a en 1621), a c a b a r ía destro n an d o p o r com pleto a los p o rtu g u eses en la trata de esc lavo s y aun, en gran parte, en e l trá ­fico de la esp e c ie ría , y fu n d ad o en 16 52 la C iu d ad del C abo (véa­se el Apéndice V de este m ism o texto, págs. 797-802).

26. E l ven ecian o Lu igi Ca d a M osto en 1444 e sc r ib ía : «Essendo le Caravelle di Portogallo i megliori navillj che vadino sopra il mare di vele«.

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tas a partirse en las torm entas; segunda, en que iban provistas de aletas de quilla, lo que aum entaba la efi­cacia del timón y las hacía más seguras frente al ries­go de un vuelco de costado (tal vez, y esto no es m ás que una probablem ente tem eraria conjetura mía, de­bido a la gran diferencia entre la siem pre fiadera pro­fundidad del abra de Lisboa y los imprevisibles bajíos del bajo G uadalquivir en estiaje y aun quizás la famosa barra de Sanlúcar); y tercera, en que, frente a las naos y carabelas castellanas, en cuyo velamen prevalecían, al parecer, casi en exclusiva las gavias —velas cuadrangulares d ispuestas a lo ancho de la m anga—, las portuguesas concedían m ucho m ás trapo a las velas latinas —tal vez incluso a las can­grejas—, siem pre en el palo de m esana, y a los fo­ques —de los que carecían del todo, por lo visto, al m enos hasta finales del siglo XV, las carabelas castellanas—, para los cuales sacaban de la proa un largo bauprés, alzado en diagonal, del cual partía hasta el palo de trinquete la jarc ia que sostenía el cateto mayor del triángulo form ado por el foque; con lo que, al ir dispuestas todas estas velas, a diferen­cia de las gavias, longitudinalm ente respecto de la eslora, las naves portuguesas podían perm itirse m an­tener el rum bo deseado con vientos que form asen en relación con éste un ángulo de bastantes más gra­dos que el que, sin variar derrota, consentían las ga­vias. El sentim iento de esta superioridad naval —sin duda históricam ente relativa, pero im portante si me­dimos por lustros o decenios— debió de con tribu ir no solam ente a p icar tanto m ás el am or propio de los portugueses, hasta el momento m ucho más afor­tunados en sus navegaciones, ante el inesperado des­cubrim iento de Colón, sino tam bién a aum entar los recelos y el celo por asegurar «lo suyo» frente a los castellanos, haciendo sub ir de pronto a tal extrem o la ya vieja pasión competitiva, que al cabo tuvo que imponerse, ante los ojos de am bos príncipes c ris tia ­

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nos, la necesidad de m ediarla y contenerla. Y así fue como, tras un breve ir y venir de em bajadores con alegatos reivindicativos, aunque sin m enoscabo del com edim iento ni de las oficiosidades de una form al cordialidad, acabaron aviniéndose, pero con algo tan inauditam ente abstractivo como la ya citada «línea de demarcación» (fijada, come he dicho, por la segun­da Inter cetera de Alejandro VI y rectificada luego por el Tratado de Tordesillas), o sea, literalmente, una raya en el m ar de polo a polo. Y es el segundo de los factores «técnicos» m ás a rrib a enunciados, lo que hacía tanto más disparatada, por contradictoria, esta abstracción sin precedentes. En efecto, tan sólo Amé- rico Vespucci llegaría a tra ta r de experim entar has­ta creerlo practicable, para su viaje de 1499 bajo los auspicios de la corona de Castilla, un método as­tronóm ico para determ inar con aceptable precisión la longitud, o sea la dim ensión de las d istancias so­bre la dirección del ecuador y de los paralelos. Para m edir la latitud, es decir, las d istancias sobre la di­rección, perpend icu lar al ecuador, de los distintos meridianos, todos los navegantes conocían desde an­tiguo el m étodo de la estrella polar, aunque sólo ser­vía para el hem isferio norte, pues al su r del ecuador, la Polar desaparecía detrás del horizonte; pero como la «línea de dem arcación» era precisam ente una lí­nea m eridiana, las posiciones y las distancias al Este y al Oeste con respecto a ella pertenecían a la longi­tud. Vespucci fue el prim ero que gracias a su méto­do astronóm ico (consistente en fija r la longitud mediante la observación de conjunciones —distintas, claro está, para cada lugar y cada fecha— de los diversos p lanetas con la luna, para lo cual tenía que ir provisto de una tabla con las efem érides de unos y otra), estableció, en el segundo de sus viajes, en 1501 y bajo los auspicios del rey de Portugal, el punto Sur en que la «línea de demarcación» de Torde­sillas incidía con la costa del Brasil, dejando al Este

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la zona continental tocada en suerte (ya que no a tr i­buida con conocim iento de la cosa) al rey de Portu­gal, y al Oeste la no menos fortu itam ente recaída bajo el patrim onio de la reina de Castilla: bautizó a aquel punto como Cananor,27 y resu ltaba es ta r a dos m inutos (menos de cuatro kilómetros) de longi­tud Oeste del lugar que los cálculos m odernos le atribuyen. Puede pensarse que este encuentro de la abstracción con lo concreto era un progreso: otra cosa es juzgar si la prom esa que bajo tal progreso se escondía tenía más de hum ana o de inhum ana. Con todo, y teniendo en cuenta que el triunfo de la abs­tracción supuesto por Vespucci tendría que esperar aún como unos dos siglos y m edio para hacerse de aplicación universal, tan sólo recom iendo repasar las sucesivas lám inas de un atlas e ir comparando las rayas fronterizas que subdividen y com partim entan en dom inios políticos d istintos las tie rras del m un­

27. C o m o qu iera qu e A m érico V espu cci fu e v íc tim a de la g ran fa ls ific a c ió n de todos con oc id a , que le a trib u ye la ob ra Mundus Nouus, con cu atro v ia jes, en lu g a r de los só lo dos que hizo, ca si todos su s h echos están con tam in ad o s de leyend a. A sí p o d ría in­c lu so p a sa r con este h a llazg o de C ananor. Y ad em ás, au n de se r cierto , ni tan s iq u iera pued e hoy d e c irse s i fu e u na o b servació n afo rtu n a d a , pero a l fin leg ítim a, o un pu ro azar, dado que el m é­todo de la con ju nción de los p lan etas con la lu na no p arece h a­ber sido m uy viable y aun m enos con el rudim entario instrum ental del s ig lo W uXV l; m étodo que, en cu a lq u ie r caso, sólo p o d ría se r ­v ir en tie rra firm e, o sea, p a ra la carto g ra fía , pero nunca p a ra la navegación, esto es, p a ra con ocer la longitud en altam ar. De ahí que p o r m ucho qu e fu ese o b jeto de toda su erte de con cu rso s e s ­tatales, en E sp añ a, en F ran cia , en H oland a, en In g la terra , m ovili­zando ingenios de cu erd o s y de locos, en dem and a de los prem ios, la bu sca de so lu ción se o rien tó pronto h acia la c ron om etría : co n s­tru ir un relo j que ag u an tase los m ovim ientos de la navegación. Só lo tan tard e com o en 17 6 1, W illiam H arriso n logró p a ra In g la ­terra un cron óm etro qu e a rro jó sólo 6 leg u as de e r ro r en un v ia je de ida y vuelta de Portsm outh a Ja m a ic a , y el g ran pro b lem a de la longitud h alló e l com ienzo de su so lución . (V éase a l respecto la c lá s ic a o b ra de C esáreo Fern ánd ez Duro, «D isq u isic io n es n á u ­ticas» , Disquisición decimoquinta. Im prenta, e stereo tip ia y g a l­van o p lastia de A r ib a u y C?, M ad rid , 1879.)

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do reconocidas por los blancos hasta m ediados del siglo X V III con las que en adelante se verían sujetas a su dom inación, y reflexionar sobre qué a rb itra rie ­dad podría antojársenos m ás digna de que se le re­conozca la apariencia que al menos en principio tenderíam os a repu tar por m ás hum ana: si la a rb i­trariedad intrincadam ente enrevesada y caprichosa de las irregularidades prácticam ente irreseguibles de las fronteras, tantas y tantas veces —tampoco hay que olvidarlo— debidas a los albures violentos de las guerras, que com partim entan los antiguos países de la civilización, o la arb itrariedad olím picamente rec­tilínea y definible con toda precisión por solo cua­tro puntos expresados en térm inos num éricos de latitud y longitud como la que predom ina en las fron­teras de los países posteriorm ente alcanzados y do­mados por los de aquella misma antigua civilización. M irad un m apa de África y el elefante se os an to jará el fantasm a de un ancestro del Mamut; m irad las fronteras estatales de Wyoming y pensareis que los bisontes son una punta de la acreditada ganadería de Altamira que C antabria suele m andar a invernar allí. Por mi parte, y sólo en cuanto amigo de la ca r­tografía y aficionado a repasar las lám inas del atlas, me lim itaré a decir que la segunda forma de abstrac­ción me asalta desagradablem ente la m irada como expresión de una especie de violenta y cruelísim a agresión de la cosm ografía contra la geografía, de un todopoderoso señor del firm am ento que hubiese descargado repetidas veces el gigantesco tajo de su espada, haciendo cuartos la variable, rugosa y ondulada corteza de la Tierra, como queriendo que se pareciese un poco a ese perfecto y uniform e m ar tan dócilm ente sujeto y adaptado a la cuadricu lada exactitud de los paralelos y los m eridianos. Si ese era el Dios de Américo Vespucci, me parece que desde luego no es el mío. No obstante, ni triunfó la abstracción de Américo Vespucci —que llegaría a

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imponerse, como he dicho, m uchísim o m ás tarde— ni llegó a triu n fa r nada que, hum anam ente hablan­do, m ereciese siquiera en un grado m ínim am ente m ás aceptable el nom bre opuesto, o sea el de con­creción. Lo que prevaleció fue la com binación entre los dos principios abstractivos: el jurídico, o sea la atribución anticipada del derecho de dom inación sobre lo «por descobrir», y el cosmográfico, o sea, el del reparto de ese derecho entre las dos coronas m ediante una raya en el m ar de polo a polo, salvo que ni antes ni después de Vespucci, se pudo llegar a un acuerdo sobre la «línea de dem arcación» fun­dada en el cálculo astronómico. Pues, en efecto, ya dos meses después de la Capitulación de Tordesillas, doña Isabel de T rastam ara y don Fernando de Ara­gón habían requerido los servicios del m atem ático Jaim e Ferrer, que, evaluando en 23 grados las 370 le­guas de lontitud Oeste desde las Cabo Verde, situa­ba la línea de demarcación en un m eridiano muy próxim o al que Vespucci calcu laría en Cananor y consiguientemente al de los cálculos modernos, pero, al parecer, Colón, que conservaba aún la autoridad y el crédito ganados con su descubrim iento, no qui­so que nadie enm endase su propia estimación de lon­gitudes, que ponía la línea de dem arcación m ucho más al Este, en tanto que los portugueses, por su par­te, la desplazaban casi otro tanto hacia el Oeste. En vano fue, tam bién, que en m arzo de 1508, Don Fer­nando, reconociendo el m érito de Vespucci, lo hicie­se Piloto Mayor del reino, para que enseñase métodos m ás precisos para fija r la longitud y en vano tam ­bién que, ante el desin terés y hasta el desdén mos­trado por los pilotos castellanos, hiciese obligatoria la asistencia de éstos a las lecciones de Vespucci en un harto curioso docum ento ,28 en el que se ordena­

28. C u rio so por la an o m alía de que, estan d o en cab ezad o p o r la rein a de C astilla , D oña Ju a n a , que, en tre a q u e llo s a q u ien es d ir i­ge el m andato, c ita , en p r im e r lugar, «al P rín c ip e Don C arlo s,

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ba que «ni los m ercadores se puedan concertar con ellos para que sean pilotos, ni los m aestres los pue­dan res^ebir en los navios sin que prim ero sean exa­m inados por vos Amérigo Despuchi [sic], nuestro piloto m ayor e les sea dada por vos carta de exami- nación e aprobación de como sabe cada uno de ellos lo susodicho», pues ni aun esto sirvió, porque los pi­lotos castellanos siguieron oponiendo la resistencia m ás tenaz a abandonar sus m edios em píricos para determ inar la longitud por estim ación, para lo cual había que saber ca lcu lar la velocidad en cada tra ­mo; cálculo siem pre aleatorio, ya sea porque era pre­ciso conocer la m erm a o el aum ento según que las corrientes m arinas fuesen en contra o a favor, ya por­que los relojes m ecánicos de entonces no funciona­ban en el m ar y los de arena perdían en precisión a causa del bam boleo o la inclinación de los navios; factores a despecho de los cuales no faltaron pilo­tos de tan gran experiencia m arinera que acertaban a calcular con la suficiente precisión como para mos­trarse desdeñosos y sobre todo perezosos ante las in­seguras complicaciones del m étodo astronómico. De tal m anera fue como se llegó a la form a m ás cha­pucera y perniciosa de abstracción, que fue la de asignar las concesiones, adelantam ientos o goberna­ciones por trechos de costa definidos por acciden­tes perceptibles desde el mar, de lo cual el ejemplo más notable fue la d istribución de los dom inios de la zona norte de América del Sur, que se m arcaron

nuestro m u y c a ro e m u y am ad o h ijo» — sien d o a s í qu e aq u e lla a lh a ja no ten ía a la sazón m ás que och o añ os—, va firm ad o p o r Don F ern an d o com o «Yo el Rey» y su sc rito p o r C onch illos con e sta s p a la b ra s : «Yo Lope C on ch illos, se c re ta rio d e la R eyn a n u es­tra S eñ o ra , lo fice e s c r ib ir p or m an dato del R ey su Padre». Así qu e Don Fernando, en una regen cia en la que. p o r lo ad em ás, a l­tern ab a con C isn eros, h a b ía recogido, tras la m u erte del yerno, la in cap ac itac ió n de su h ija , hecha, en verd ad , y tan a su pesar, a fa vo r de Fe lip e el H erm oso.

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y adscribieron desde el golfo de Paria al de Urabá según los accidentes m ás visibles de la costa caribe­ña, sin tener ni rem ota idea de lo que pudiese haber entrando tierra adentro y sin saber determ inar la longitud. En los repartos entre príncipes cristianos de los dom inios m oros «por conquistar», la Penín­sula Ibérica era sobradam ente conocida para que pudiesen fijar perfectam ente por topónim os geo­gráficos y com arcas concretas lo que en los pactos cada cual se reservaba como «de su conquista». Pero en el altip lano de Bogotá, Federm an, capitán de los W elser en la concesión de Venezuela, que ve­nía de la laguna de M aracaibo o sea desde el nores­te, Jiménez de Quesada, que había rem ontado el río M agdalena y, luego, dejando el río a su derecha, as­cendido la cordillera oriental de los Andes, tras el rastro de un im portante tráfico de sal, y Belalcázar, que, casi en rebeldía con su gobernador Pizarra, su­bía hacia el Norte desde Popayán, estuvieron a pun­to de venir a las m anos, por reivindicar cada uno como «de su conquista» la golosa y poblada com ar­ca de Tunja y Bogotá, y habrían llegado a ello si, por rara excepción, no hubiese coincidido allí uno de los pocos hom bres que no eran de la com ún ralea de bellacos a la que pertenecieron casi todos los con­quistadores —y, entre ellos, señaladam ente, un ase­sino como Belalcázar, y, en m enor grado, el propio Federm an—, o sea un prudente caballero como Ji­ménez de Quesada, ante cuya superioridad moral los otros dos no tuvieron m ás rem edio que avenirse y concertarse. En conclusión, lo que este cuarto punto ha pretendido señalar es cómo la anticipación abs­tractiva —que tuvo consecuencias de tan im previ­sible m agnitud y que tan funesta llegó a ser para pueblos no menos im previsiblem ente num erosos— aparejada por la concesión de derechos sobre lo «por descobrir» resultó de una irresponsable traslación al verbo descubrir de lo que para el verbo conquis-

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lar había valido en los repartos entre príncipes cristia­nos respecto de los dominios en manos de los moros, prim eram ente en la bien conocida Península Ibérica y luego, por poco tiempo, en el no menos conocido nor­te del Magreb; traslación que, en los hechos, fue, sin embargo, produciéndose de un modo casi insensible, cuando, tanto a causa de los escasos progresos portu­gueses en la conquista terrestre de M arruecos tras la toma de Ceuta en 1415 como a causa del gran aliento dado a la navegación por el infante portugués Don En­rique «El Navegante», fue la acción misma, antes que la palabra, la que desvió, poco a poco, sus esfuerzos de lo terrestre a lo m arítim o y, sin solución de conti­nuidad, el mismo impulso transform ó su contenido de lo que llamamos «conquistar» a lo que llamamos «descubrir». Es justam ente en la Capitulación de las Alcágovas, del 4 de septiem bre de 1479, entre los Re­yes Católicos y Don Alfonso V de Portugal, donde en­contramos todavía los dos verbos juntos: «... e todas las islas que agora tiene descubiertas, e cualesquier otras islas que se fallaren o conquirieren [subrayado mío] de las islas de Canaria para baxo contra Guinea, porque todo lo que es fallado e se fallare e conquirie- re o descobriere [subrayado mío] en los dichos térm i­nos, allende de lo que ya es fallado, ocupado, descubierto, finca a los dichos Rey e Príncipe de Por- togal....» (tomado del texto tal como, en el apéndice 8 de su estudio, lo reproduce García-Gallo, salvo por lo que se refiere a la variante «e conquiriere o desco­briere», que él mismo da en nota a pie de página como la que aparece en la edición de López de Toro, que reputa como más defectuosa que la que él presenta, pero que yo he considerado preferible para esa varian­te concreta, por cuanto en la versión de García-Gallo, después de las palabras «lo que es fallado e se falla­re» en lugar de «e conquiriere o descobriere», tal como yo he puesto, se leen dos infinitivos «conquerir o descobrir», que no hacen sentido con el resto).

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Q u i n t o . Las sucesivas tra n s fig u ra c io n e s de la imagen y del concepto del «infiel». La doctrina de Enrique de Susa (cuya reactualización se adelantó a la de su contem poráneo Tomás de Aquino —para el período que aquí in teresa— en casi medio siglo, pues García-Gallo da cuenta de nada menos que ocho reediciones de su Sum m a Aurea en tre 1473 y 1498 —véase el trabajo repetidam ente citado en: Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las ins­tituciones am ericanas». Real Academia de Ju ris ­prudencia y Legislación, M adrid, 1987, página 483, nota 350—, m ientras que la del segundo, am én de algunos defensores de la prim era m itad del siglo X IV —veáse García-Gallo, en la página 447 de la obra que acabó de c ita r— tuvo que esperar hasta 1517 para que, ya descubiertas las Indias, y a propósito de sus habitantes, la resucitase Tomás de Vio, el «Cardenal Cayetano»), según la cual ningún poder temporal que no fuese cristiano tenía legitim idad alguna, y que­daba, por eso mismo, a merced de cualquier p rínci­pe cristiano, que —en principio sin necesidad de autorización ni legitim ación alguna por parte del pontífice— se resolviese a conquistarlo, estaba en contradicción con la práctica jurídico-política que los príncipes cristianos de la Península Ibérica ha­bían m antenido, casi desde el principio, con los di­versos príncipes m ahom etanos. En efecto, tanto en el período califal como en las épocas de los llam a­dos Taifas —algunos de los cuales llegaron incluso a ser tribu ta rios de príncipes cristianos—■, los in ter­m itentes im pulsos de la llam ada «Reconquista», o aun el tácito supuesto de una perm anente enem is­tad, convivieron sin mayor d ificultad con un m utuo reconocimiento jurídico-político, que las propias Ca­pitulaciones de 1492 entre el rey de G ranada y la reina de Castilla no hicieron m ás que confirm ar: in­cluso un tratado de rendición en el que, como en esas capitulaciones, el vencido hace entrega de su sobe­

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ranía en las m anos del vencedor tras una guerra de conquista com porta un pleno reconocim iento de la legitim idad del poder tem poral que estaba en m a­nos del vencido despojado por las arm as. Mucho más parecen acercarse, en cambio, a las doctrinas de En­rique de Susa, el «Cardenal Ostiense», las expresio­nes de la bula Rom anus Pontifex, de 1455 y del papa Nicolás V, a favor del m onarca portugués (y que re­producen con algunas variantes las de un párrafo análogo de la Diuino amore com m uniti del m ism o papa, pero de 1452), por la que se concede al rey Al­fonso V, y con respecto al M agreb y el África Occi­dental, «facultad plena y libre para a cualesquier sarracenos y paganos y otros enemigos de Cristo, en cualquier parte que estuviesen, y a los reinos, duca­dos, principados, señoríos, posesiones y bienes m ue­bles e inmuebles, tenidos y poseídos por ellos, invadirlos, conquistarlos, com batirlos, vencerlos y someterlos; y reducir a servidum bre perpetua a las personas de los mismos, y a tribu irse para sí y sus sucesores y apropiarse y ap licar para uso y u tilidad suya y de sus sucesores, sus reinos, ducados, conda­dos, principados, señoríos, posesiones y bienes de ellos», de donde bien podemos inferir que el criterio subyacente es el que niega a «sarracenos y paganos y otros enemigos de Cristo» no sólo toda legitimidad política en cuanto al dom inio tem poral, sino inclu­so la legitim idad ju ríd ica en cuanto a la m era pro­piedad privada de bienes m uebles e inmuebles. La negación, por así decirlo, «positivamente hostil», no sólo, por supuesto, de legitim idad política en cuan­to atañe al dom inio tem poral, sino tam bién de per­sonalidad ju ríd ica y civil, engloba y equipara, en el párrafo citado, como «enemigos de Cristo», con los sarracenos, a otros paganos, probablem ente negros según se infiere de otro pasaje de la m ism a bula: «pueblos gentiles o paganos que por allí existen pro­fundam ente influidos de la secta del nefandísim o

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Mahoma»; donde hay probablem ente m ás precisión que la que le supone García-Gallo («también carecía de todo fundam ento considerar a los negros africa­nos de las partes de Guinea o m ás al su r aliados de los m usulm anes y enemigos declarados de la religión cristiana» —página 450 de la obra c itada—), pues si ya a la costa africana confrontada a las Canarias se le daba en aquel entonces el nom bre de Guinea y si se tiene en cuenta, en prim er lugar, que en 1455, año de la bula, los portugueses apenas habían pasado de la desem bocadura del Gambia, a menos de 3 grados de latitud Sur de la del Senegal, y, en segundo lu­gar, que hacía siglos que el Islam había alcanzado este segundo río (en una isla del cual se asentó, por cierto, a principios del siglo X I el m orabito en cuyo seno se form ó la secta «fundam entalista» —por de­cirlo con expresión m oderna— que acabaría creando el im perio de los Almorávides), por muy superficial y m inoritario que llegase a ser su proselitism o en­tre los negros, no me parece nada inverosímil que ios portugueses hubiesen percibido su influencia, aun­que, tal vez, el papa o sus inform adores extrem asen su celo por la fe, exagerando, por su parte, un tanto al decir «profundam ente influidos». Sea de ello lo que fuere, lo que, para el asunto de que aquí es cues­tión, im porta retener es cómo la negación de toda legitimidad política y hasta de toda personalidad ju ­rídica y civil (contradecida, como ya se ha dicho, aun dentro de una perm anente presunción de hostilidad, por la p ráctica de un m utuo reconocim iento entre príncipes cristianos y m ahom etanos, a lo largo de toda la llam ada «Reconquista» hasta las propias Ca­pitulaciones de Granada) de cualqu ier príncipe o pueblo no cristiano, concebida, en principio, bajo los térm inos enfáticam ente hostiles que, inspirados en la bien definida figura del sarraceno, se hacía, no obstante, extensiva a otros infieles de creencias m u­cho más vagamente precisables, se mantuvo, a pesar

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de todo y aun perdiendo cualqu ier connotación de hostilidad, ante la paulatina aparición de los «Sin secta», por designar con arreglo a las caracterizacio­nes de la época a los infieles que no ofrecieron el me­nor pretexto para ser tenidos por enemigos de Cristo y de la Fe. Un anticipo de ello ya se dio tal vez con res­pecto a los canarios, cuando, prim ero el papa Euge­nio IV, en sendas bulas de 1433 y 1435, prohibió a los cristianos el «salteo» (esto es, la reducción a la esclavitud m ediante sim ple cap tura y rapto sub­siguiente, como la que en las Yndias acabaría ha­ciendo desaparecer en pocos años de la haz de la tie rra a la débil y poco num erosa progenie de las lucayos o «yucayos», isleños de las actuales Baha- mas, secuestrados y deportados, como excepciona­les buceadores, para la explotación de los riquísim os yacimientos o viveros perlíferos de la tristem ente cé­lebre islita de Cubagua) de los nativos incluso toda­vía por convertir al cristianism o, y luego Pío II, en una bula de 1462, autorizó al obispo de C anarias y a los arzobispos de Toledo y de Sevilla para excomul­gar a los cristianos que se dedicasen a la m ism a práctica con los aborígenes que todavía en gran parte del archipiélago cam paban por su cuenta. Es esta actitud de los pontífices la que me hace pensar que fueron los canarios los que incoaron en la im agina­ción de los cristianos la prim era prefiguración con­creta de los «Sin secta», aun a despecho de que en la concesión otorgada en 1478 por doña Isabel de Trastam ara, reina de Castilla, a fray Juan de Frías, Juan Berm údez y Juan Rejón para la conquista de Gran Canaria se diga «sus Altezas m andan ir en la isla de la Grande Canaria, para sojuzgarla a su co­rona real, e para expeler, con el favor de Dios, toda superstición y herejías que allí y en otras islas de in­fieles usan los canarios y otros paganos [subrayado mío]», pues, aun a vueltas de este reconocim iento de «supersticiones y herejías», el tono parece ya alejarse

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de la enconada hostilidad que en tantos docum en­tos se reserva para todo lo que pertenezca o tenga algo que ver con «la m aligna seta del nefandísim o Mahoma». Me parece que em pieza a esbozarse la fi­gura del infiel inocente de su desconocim iento de Cristo y de su paganismo, que pocos años después Colón haría súbitam ente aparecer, tan deslum brante como deslum brado, a toda luz, ante las candilejas, y que, a su vez, con el tiempo, cuajaría en el mito antropológico del «buen salvaje». Entretanto con­viene in tercalar la observación de que la actitud cristiana para con los infieles llegó a ser, en cierto modo, y al menos en teoría, como la inversa de la que, desde el principio, fue norm a del Islam; pues, en efecto, m ientras la norm a islám ica prescribía, con respecto a los súbditos de los nuevos países conquis­tados, el respeto hacia los creyentes de toda «religión del libro» —de hecho, principalm ente cristianos y jud íos—> expresado en la propuesta: «la fe o el tr i­buto», m ientras que para los «Sin libro» —equiva­lentes a los que en térm inos cristianos serían los «Sin seta»— la propuesta era: «la fe o la m uerte» (conmutable, claro está, esta últim a, con arreglo al prehistórico y casi universal derecho de guerra, por la esclavitud), por el contrario, la fórm ula c ris tia ­na —dejando al m argen los com portam ientos de hecho— llegaría a configurarse, al menos inicialmen­te, como una actitud m ás considerada y m ás piado­sa hacia los «Sin seta», conservando, en cambio, incluso increm entada, toda la antigua carga de aver­sión hacia las perversas «setas de M ahoma y de Mo- sén». Pero, volviendo al caso, de pronto y de una form a que a rra sa ría en lágrim as los ojos de quien tuviese la dicha de ignorar lo que sobrevendría po­quísim o después, de una form a que llam a la aten­ción hasta el extremo de que no se diría sino que toda la Cristiandad estaba esperando, con las sogas de to­das sus cam panas en la mano, para lanzarlas loca­

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mente al vuelo, al recibir una noticia así, Colón, amén de encarecer el nunca visto asom bro de m ansedum ­bre y de bondad de aquellos hom bres desnudos que ha encontrado, repite una y o tra vez: «creo que lige­ramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían» (12 de octubre de 1492), «no les conozco secta ninguna, y creo que muy presto se tornarán cristianos» (16 de octubre de 1492), «esta gente es de la m ism a calidad y costum bre que los otros hallados, sin ninguna secta que yo conozca» (primero de noviembre de 1492), «questa gente no tie­ne secta ninguna, ni son idólatras, salvo muy m an­sos, y sin saber qué sea mal, ni m atar a otros, ni prender, y sin arm as» (12 de noviem bre de 1492), «ellos no tienen secta ninguna ni son idólatras» (27 de noviembre de 1492), «y non conocían ninguna seta ni idolatría, salvo que todos creen que las fuerzas y el bien es en el cielo (15 de febrero de 1493, carta a Santángel).29 Como puede observarse, a pesar de mis presunciones sobre el p rim er asomo de una nue­va percepción de los infieles en relación con los ca­narios, que amén de hu rtarse a cualquier posible asim ilación con los sarracenos, no eran tampoco ne­gros, no por eso la súbita aparición de los lucayos y los tainos, como infieles «Sin-seta», con el extre­mado y reiterativo énfasis con que Cristóbal Colón los encarece en los inform es de su p rim er viaje, de­jaría de p roducir la im presión de un salto repentino y capital: he aquí al pagano totalm ente inocente y

29. H ab ien d o an u n ciad o al p rin c ip io qu e m e ap ro ve ch aría del repetido e stu d io de don A lfon so G arc ía-G allo no só lo en la d irec ­ción teó rica de su s razonam ientos, sin o tam b ién en cuan to a los m ateria les p o r é l recogid os en los ap én d ices, no m e he p reo cu p a­do de e s p e c if ic a r ca d a vez — ni lo h aré en ad e lan te— las c ita s d i­rectam en te tom ad as de su texto; con todo, a d v ie rto aq u í qu e esta se lecció n de fra se s de C olón la reprod uzco segú n m e la o frece ya hech a el d ich o au to r (págs. 469-471), ah o rrá n d o m e el tra b a jo de h a ce rla p o r m í m ism o.

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primigenio, que tan limpia y vacía de toda «seta» tie­ne el alma como desnudo de ropa está su cuerpo, has­ta el extrem o de que uno llega a im aginarse a Colón desvelado en medio de la noche, tra tando de ahuyen­tar, aterrorizado, la terrible herejía de igualar la edé­nica desnudez de aquellos cuerpos con la de Adán y Eva antes del pecado original. De todos modos, este es el momento en que verdaderam ente la falta de per­sonalidad juríd ica de los infieles se subdivide en dos vertientes, a saber: la pública o colectiva, que se re­fiere a la soberanía tem poral de las com unidades y a la legitim idad de sus «príncipes», y la privada o individual, que se refiere a la libertad de las perso­nas singulares y al derecho de posesión y d isfru te de sus propios bienes, ya que, como se ha visto en el párrafo citado m ás a rriba , la Rom anus Pontifex de Nicolás V no sólo negaba la legitim idad política de los príncipes infieles —equiparados a los sa rra ­cenos—•, que podían lícitam ente ser destronados sin más por cualquier príncipe cristiano —conform e a la doctrina del O stiense—, sino que autorizaba tam ­bién la reducción a la esclavitud de los particulares y el despojo de los bienes m uebles e inm uebles en beneficio de los depredadores. Pues bien, tras el des­cubrim iento de Colón, no hubo discusión alguna en cuanto a lo prim ero, por cuanto las «islas e tie rras firm es descubiertas e por descobrir» habían salido ya escrituradas, selladas, legalizadas e inscritas en el catastro de doña Isabel de Trastam ara, reina de Castilla, desde las propias Capitulaciones de Santa Fe, y tan sólo ya bien en trada la prim era m itad del siglo X V I em pezaría a d iscutirse la legitim idad de una tal usurpación de las soberanías autóctonas en el dominio temporal, principalm ente fundada en una interpretación —equívoca y abusiva, como argum en­ta García-Gallo de la fam osa «donación» a le jandri­na. Bien d istin ta sería, en cambio, aunque sufriese tam bién sus altibajos y sus diferencias de opinión,

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la cuestión de la personalidad ju ríd ica de los infie­les, en lo que atañe a los derechos civiles de los in­dividuos, tan to en lo que se refiere a la libertad personal como en tocante a la posesión de bienes. Sea de ello lo que fuere, la idílica visión colom bina de la noua progenies sufrió ya un p rim er golpe en el segundo viaje: por muy libres que, en principio, pudiesen ser personalm ente, eran, con todo, súbdi­tos de la reina de Castilla y, como tales, tenían que pagar tributo, y si no podían reunirlo por sí m ism os habrían de ganárselo trabajando para los castella­nos; y así la prim era m ancha, todavía poco im por­tante, que estropeó su imagen fue la de holgazanes. Por otro lado, los castellanos, con los herm anos Co­lón a la cabeza, prefiriendo em plearlos como traba­jadores para sí y tra tando de forzarlos al trabajo, provocaron las prim eras sublevaciones, con lo que tuvieron el pretexto —prisioneros de guerra— para iniciar la esclavización. Sin embargo, en 1495, ha­biendo llegado a Sevilla la p rim era rem esa de escla­vos tainos enviada por los Colones desde La Española, la reina de Castilla, tras haber au toriza­do su venta en un p rim er momento, y tal vez sospe­chando que la guerra alegada por los Colones para aquella tom a de esclavos m ás que a una verdadera guerra se parecía al «salteo», excomulgado por los papas en relación con los canarios, se volvió a trás de su acuerdo pocos días después y prohibió la ven­ta m ientras el asunto no fuese debidam ente d iscuti­do con ju ris ta s y teólogos. De aquí nació la prim era declaración form al de la libertad de los indios, for­m ulada en 1500, pero que, tal como ocu rriría con casi todas las leyes referentes a los indios, incluida la Recopilación de 1680, no tomó la form a positiva de afirm ación del derecho de los indios, sino la for­ma negativa de prohibición dirigida a los castella­nos y m ás tarde españoles, esto es, así: «que no fuesen osados de prender ni cautivar a ninguna ni

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alguna persona ni personas de los indios de las di­chas islas y tierra firme [...] para los trae r a estos mis Reinos ni para los llevar a otras partes algunas, ni les ficiesen otro ningún mal ni daño en sus perso­nas ni en sus bienes». Pero, en m enos de tres dece­nios, y a partir de aquella prim era y poco im portante tacha de la holgazanería, la imagen limpia, inocen­te, herm osa, gentil, risueña del hom bre de U ltram ar que en la desnuda persona del lucayo deslum bró el prim er día los ojos de Colón iría precipitando de de­fecto en defecto, de pecado en pecado, de abyección en abyección, hasta form ar una figura a veces m ás m onstruosa de lo que nunca llegara a ser la del propio sarraceno. Huelga decir que algunas de las tachas, como la propia holgazanería, se fueron dibu­jando a la medida del interés de los explotadores cas­tellanos, que no lograban sacar de los indios como fuerza de trabajo los rendim ientos que habrían de­seado; en lo que no hubo sólo una total incapacidad de com prensión por parte de los nuevos señores de los indios (comprensión que sólo llegaría a form u­lar de modo explícito medio siglo m ás tarde Melchor Cano: «No conviene a los antípodas nuestra indus­tria y form a política») hacia la radical inadaptabili- dad de éstos a las form as de trabajo y de circulación económica propias de Castilla, sino tam bién una en el m ejor de los casos inconsciente m ala fe en la in­terpretación de las conductas de los indios, m ala fe incoada por la creciente irritación de los explotado­res ante la resistencia y la incapacidad de adap ta­ción de los explotados. Así la incom prensión de los explotadores hacia la inadaptabilidad de los explo­tados fue exclusivam ente entendida como incapa­cidad de com prensión por parte de éstos, como estupidez e incluso, por decirlo con la expresión apli­cada en aquel tiempo, como «amencia» o como mi­noridad intelectual (véase, en este volumen, «Sobre el Pinocchio de Collodi», págs. 86-88 y «M ientras no

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cambien los dioses, nada ha cambiado», parágra­fos XXVII-XXX). Pero la m ala fe, inicialmente surgi­da de la irritación ante la inadaptabilidad y hasta flaqueza fisiológica y vulnerabilidad biológica del taino para los inhum anos rendim ientos que como fuerza de trabajo se le querían imponer, m anifiesta en las citadas tachas de «holgazanería» y de «amen­cia», se fue haciendo extensiva a otros terrenos que nada tenían que ver con el trabajo. El angelical «Sin- seta» de los prim eros días, que con tan buena volun­tad como im prudencia Colón se había precipitado a saludar y encarecer po r encim a de cualquier pon­deración, no sólo se convirtió enseguida en un hol­gazán estúpido e incapaz, que suscitó el menosprecio y hasta el odio de los explotadores defraudados, sino que pronto, al descubrírsele observante de ciertos in­genuos y recónditos cultos paganos, la m ala fe y has­ta la mala sangre de los castellanos ya decididamente revuelta en contra de él no reparó en incrim inarlo, no ya de m ero idólatra o supersticioso, sino incluso de adorador de Satanás. Y en este punto es signifi­cativo el hecho de que, lejos de ser los futuros de­fensores de los indios los que consideraron la llegada de los castellanos como una verdadera m aldición para los indios, fuesen, por el contrario, justam ente los defensores de los españoles y de los sanguinarios episodios de toda la Conquista los prim eros que in­terpretaron su propio advenimiento, con todo el des­comedido furor de las m atanzas y las depredaciones que de modo creciente lo acom pañaría, como una te­rrib le m aldición para sus víctim as salvo que a títu ­lo de castigo desencadenado sobre ellas por la ira del Altísimo ante sus abom inaciones. No de modo distinto, aproxim adam ente por los m ism os años, los ideólogos del em perador habían considerado a los crim inales fautores del Saco de Roma como instru ­m ento del fu ro r de Dios para escarm iento de las de­pravaciones de la Iglesia. Si ya en las inocentes

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devociones idolátricas de los tainos la m ala volun­tad del explotador desencantado por la escasa ren­tabilidad de los explotados había llegado a ver cultos satánicos, cuesta poco trabajo im aginar hasta qué extremo absolutam ente m onstruoso de bajeza, de in­famia, de abyección, iba a precip itar rápidam ente la un día todavía no tan lejano idílica figura del «Sin- seta» colombino, no bien fueron apareciendo una tras o tra las tres grandes abom inaciones de los con­tinentales; la sodomía, la antropofagia y finalm ente el sacrificio religioso de víctimas humanas. Hasta tal punto debieron de sentirse los conquistadores ca r­gados de razón para da r rienda suelta, sin la m enor m ala conciencia, a sus m ás vesánicos instintos c ri­minales y a sus im pulsos de depredación, que no fal­tan pasajes en las crónicas en que su propia m isión cristiana parece concebida no ya en los térm inos po­sitivos de propagar entre los infieles la fe de Jesu ­cristo, sino en los térm inos negativos de vengar a Jesucristo de las terrib les ofensas com etidas contra él por los infieles, ahogando en sangre sus abom i­naciones hasta ex tirpar sus credos. De que estos dos sentim ientos elem entales, o sea el de arrogarse la función de instrum entos de la ira de Dios contra los infieles por sus abom inaciones y el de sentirse ple­nam ente ejecutores de su m isión cristiana no como propagadores de la fe de Jesucristo, sino, antes que eso, ya como m eros vengadores de las ofensas infe­ridas a Dios po r los infieles con sus abom inaciones, no eran sólo im provisaciones au to justificatorias de los conquistadores, sino que muy probablem ente lle­garon a ser objeto de alguna elaboración doctrinal por parte tal vez de ciertos clérigos o frailes que, como el célebre Tomás Ortiz, igualaron, si es que no incluso superaron, en ferocidad contra los indios a los mismísimos guerreros, bien puede tom arse como indicio el hecho de que el padre Vitoria se preocu­pase de im pugnar tales alegaciones en el quinto y

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el séptim o de los títulos que en sus «Relecciones» pone entre los ilegítimos. En efecto, en el quinto tí­tulo, incluye expresam ente la sodomía, la antropo­fagia y hasta los sacrificios hum anos, como pecados contra natura que, a pesar de ello, ningún cristiano puede legítim am ente arrogarse el derecho de casti­gar en los infieles. En el séptim o dice literalm ente: «Dicen algunos —no sé bien quiénes— que Dios, en sus singulares juicios, condenó a todos estos b á rb a ­ros a la perdición con motivo de sus abom inaciones y que los entregó al poder de los españoles, como puso en otro tiem po a los cananeos en m anos de los judíos [...] Pero sobre esto no voy a d iscu tir mucho, ya que es peligroso creer a aquel que sostiene profe­cías contra la ley com ún y contra las reglas de la Es­critura, si no confirm a su doctrina con milagros, que en esta ocasión no existen./Además, aún si fuera cier­to que el Señor hubiera decretado la perdición de los bárbaros, no se deduciría de ello que aquel que los destruyese estuviere libre de culpa...». ¡Son todavía los mugidos del Buey Silencioso resonando casi tres siglos m ás tarde de su m uerte en la venerable boca de Francisco de Vitoria! Pero aún nos queda una úl­tim a —y en este caso, derivada— desfiguración po­sible de la orig inaria imagen del infiel americano, que no fue propiam ente una abom inación congèni­ta, sino un pecado a que la propia im prudencia evan- gelizadora de los cristianos lo abocaría, y siem pre por el viejo m étodo de la patente Vicente Ferrer, di­fundido con suficiente am plitud quizá tan sólo a raíz de la conquista de Nueva España, cuando al ferviente franciscano fray Toribio de Benavente («Motolinía») se le antojó renovar sobre los súbditos del recién des­tru ido Im perio Azteca el espejism o colom bino del «buen salvaje» —por aplicarle avant la lettre el nom­bre de un mito antropológico bastante m ás tardío—, viendo en aquellos hom bres ajenos a toda codicia o afán de medro, incapaces de envidia o de rencor, los

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verdaderos «pobrecillos del Señor» con los cuales, por la sola gracia santificante del Bautismo, podía edificarse una nueva y verdadera C ristiandad. En más de 100.000 calculaba el núm ero de indios que por su sola m ano habían sido bautizados —siendo hasta 12 los prim eros com pañeros de orden, o sea franciscanos, que, seguram ente con el m ismo espí­ritu, habían llegado con él en 1524 a Nueva España— el autoapodado Motolinía, uno de los m ás encona­dos detractores de Las Casas, quien, con m ucho más buen sentido y aun con una concepción m ás exigen­te, m ás com pleta, m ás digna y respetuosa de la fe cristiana, censuró siem pre el barato populism o de las conversiones m ultitudinarias, como expresión de un sub-cristianism o de m asas que al par que degra­daba los rasgos «ilustrados» —o sea anti-m íticos— de la Buena Nueva, retrotrayéndola al nivel de cual­quier superstición, com portaba a la postre un acto de desprecio hacia esos mismos «pobrecillos», cuya propia ignorancia, lejos de ser vista como obstácu­lo a vencer, era, por el contrario, aprovechada como una ventaja para hacerlos en trar a toda prisa, de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, igual que ove­jas, en el redil de Jesucristo. Fue, en efecto, la no por bien intencionada m enos irresponsable renovación de la idílica imagen colom bina del pagano inocente, que no necesitaba m ás que las aguas del bautism o para trocarse en la flor predilecta a los ojos del Se­ñor, la que, al propagarse rápidam ente, bajo los m is­mos halagüeños auspicios de Motolinía, por el celo de nuevas oleadas de m isioneros franciscanos, én­tre los chichim ecas de Nueva Galicia, la que desfi­guró el rostro del indio con la ú ltim a fealdad: la de doblez, acaso hipócritam ente interesada, o cuando menos falta de franqueza y de plena y cordial since­ridad y entrega en su conversión a la fe de Jesucristo. De hecho, la insurrección que am enazó seriam ente la dom inación española en Nueva Galicia —creo que

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ya incorporada al virreinato de Nueva España, aun­que quizá con ciertas com petencias adm inistrativas y jurisdiccionales separadas, si bien hasta 1548 no tuvo Audiencia propia—, conocida como la «guerra de M ixtón»,30 parece que tuvo por aglutinante ideo­lógico un raro sincretism o religioso en el que se m ezclaban creencias aborígenes con elem entos de aquella fe cristiana tan sum aria y superficialm ente difundida por los irresponsables m isioneros francis­canos. Esta últim a lacra de la apostasía o del sin­cretism o herético, por haber unido siem pre los conquistadores tan estrecham ente como si formasen un solo y m ismo cuerpo la sumisión política y la con­versión religiosa, acom pañaba casi indefectiblemen­te, como es de suponer, a toda rebelión india contra el dom inio tem poral de los españoles, y a tra ía sobre los sublevados formas de represión y de castigo más despiadadas que las de la conquista inicial. Bajo la concepción según la cual tales conflictos tenían que ser diferenciados por tra tarse de sublevaciones de quienes ya eran súbditos del em perador —más ta r ­de sólo rey— y ya, por el carism a bautism al, hijos de la Santa M adre Iglesia, las prescripciones au to­rizadas para su represión dieron lugar incluso a una denom inación específica: la de «caso de segunda guerra». La distinción sobrevivió aun después de que se prohibiese toda guerra de conquista por pura ini­ciativa de los españoles, y quedó registrada y au to­rizada como lícita según el ius ad bellum, aunque con recomendaciones de m esura y hum anidad en cuanto

30. R esp e cto de la s in ie stra actu ac ió n d e l v ir re y don A ntonio de M endoza en esta g u e rra — a p e rre a r y fu s ila r con b ala de c a ­ñón a ind ios puestos «en rin g le» (en hilera), tra s su rend ición y sin .averig u ació n ni ju ic io p rev io a lg u n o — h ay q u e tener en cu en ­ta que. si b ien sa lió ab su e lto — no porque no reconociese e l h e­cho, sino porque se le acep tó la ju st ifica c ió n —, a l m enos se le hizo de e llo c a rg o crim in a l, lo qu e ind ica que en lo s añ os 40 no h ab ía ya tan total im punid ad com o an tes p a ra la p rá c tica del ap errea- m iento u o tra s fo rm as de vesan ia .

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al ius in bello, hasta en la R ecopilación de 1680, li­bro III, títu lo IV, ley IX, folio 25 recto del Tomo Se­gundo de la edición de Julián de Paredes, M adrid, 1681: «... y si haviendo recevido la Santa Fe, y dado- nos la obediencia, la apostataren y negaren, se pro­ceda como contra apostatas y rebeldes, conform e á lo que po r sus excessos m erecieren, anteponiendo siem pre los m edios suaves y pacíficos á los riguro­sos y jurídicos. Y ordenam os, que si fuere necessa- rio hazerles guerra ab ierta y form ada, se nos dé prim ero aviso en nuestro Consejo de Indias, con las causas y motivos, para que Nos proveam os lo que m as convenga al servicio de Dios N. Señor, y nuestro».

La imprevisible —y aun, probablemente, en mayor o m enor grado innecesaria— extensión que ha aca­bado por cobrarse el desarrollo de al menos cuatro de los cinco factores circunstanciales que m ás a rr i­ba —bastante m ás a rrib a de lo que habría espera­do— consideré oportuno ponderar m e permite, por una parte, confiar en que el subsiguiente despliegue de la línea central del argum ento, a la que, en este mismo punto, me dispongo a retornar, pueda ser, gra­cias a tan ta anticipación de circunstancias, m ucho m ás breve de lo que sin la previa am bientación for­m ada (no seré yo quien diga si con m ejor o peor fortuna ni verdad) por esta especie de m arco esce­nográfico hab ría llegado a ser, a la vez que, por o tra parte, me obliga a socorrer la m emoria del lector con la repetición de los meros enunciados iniciales de los cinco factores en cuestión:

PRIMERO. El carác te r políticam ente exclusivista —es decir privativo para uno u otro de los «prínci­pes cristianos»— que después de la Sane charissim us de 1418 adoptan, tanto en lo tem poral como en lo es­piritual, todas las bu las referidas a lo que sólo en un principio pudo llam arse propiam ente «Cruzada Occidental».

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S egundo . La índole genéricam ente arb itra l que como mero efecto resultante, no por previo designio intencionado, tuvo, a lo largo de d istintas bulas y pa­pas sucesivos, la intervención de Roma en relación con los reinos de Castilla y Portugal.

T ercero. La incierta y nunca bien definida natu ­raleza de la «Potestad Apostólica» de los pontífices.

CUARTO. La creciente anticipación abstractiva de las tierras y los pueblos por el «mercado de futuros» castellano-portugués de la dom inación.

QUINTO. Las sucesivas transfiguraciones que, ha­cia m ejor o hacia peor, sufrieron ante los ojos y en la mente de los blancos la imagen y el concepto de «infiel».

Pareciendo justificado y conveniente dividir en dos series sucesivas (la prim era de nueve y la segunda de once) la nóm ina de papas que, en núm ero de 20, se irán sentando en el solio de San Pedro a lo largo del tiem po que abarca el argum ento de este apéndi­ce, o sea desde Martín V (1417-1431) hasta Pió V (1566- 1572), ambos inclusive, si bien algunos de ellos, como el efím ero M arcelo II, no lleguen tan siquiera a ser mentados, por no poderles dar, ni aun con toda mi buena voluntad, el m ás pequeño papel en este d ra­ma, creo justo reconocer que de ninguno de los nueve de la prim era serie (es a saber: el ya citado M artín V, 1417-1431, Eugenio IV, 1431-1447, Nicolás V, 1447- 1455, Calixto III, 1455-1458, Pío II, 1458-1464, PauloII, 1464-1471, Sixto IV, 1471-1484, Inocencio VIII, 1484-1492, y Alejandro VI, 1492-1503) puede decirse, salvo tal vez con una única excepción —la de Nico­lás V—, que m ostrase ninguna preferencia manifiesta por el reino de Portugal o el de Castilla. Únicamente de Nicolás V (acaso seducido, y con motivo m ás que comprensible, por aquel personaje, no sé si bueno o malo, benéfico o maléfico, pero absolutam ente ex­cepcional, al par que, sin discusión posible, más arre­batadoram ente fascinante de cuantos tomaron parte

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en la era inaugural de la navegación a vela, o sea el infante don Enrique el Navegante) puede tal vez de­cirse que se escoró un bocadinho m ais a sotavento del viento de Lisboa que no del de Sevilla.

Parece ser que, al m enos a tenor de las ideas o prácticas vigentes en el siglo XV, a cualqu ier «prín­cipe cristiano» le bastaba, en realidad, con la cara negativa de la doctrina de Enrique de Susa, esto es: la que declaraba ilegítimo en sí mismo todo poder tem ­poral cuya soberanía estuviese detentada por un príncipe infiel; con eso un príncipe cristiano tenía lo suficiente para que, sin m ediación papal alguna, le fuese m oralm ente lícito acom eter con la fuerza de las arm as la conquista de cualqu ier reino infiel y apoderarse de su soberanía; si después el pontífice bendecía el intento y el logro de tan laudable em pre­sa, y tanto más si se trataba, como era lo más común, de un reino sarraceno —siendo el Islam considera­do ya desde las Cruzadas, y m ucho m ás tras em pe­zar el auge del expansivo Im perio Otomano, el enemigo natural de la entera C ristiandad—, miel so­bre hojuelas. Ya M artín V había refrendado la doc­trina del Ostiense al declarar que los infieles no podían ser dueños de ningún lugar del mundo, y ha­bía celebrado encom iásticam ente la conquista de Ceuta por los portugueses en 1415, en la que, por cierto, siendo aún apenas un m uchacho de 22 años, había tom ado parte el cuarto hijo de Don Juan I, rey de Portugal, o sea el propio infante Don Enrique, que m ás tarde se haría tan fam oso bajo el rom ántico nombre de Enrique el Navegante. Quiero decir que, a tenor de la convincente argum entación del tantas veces citado estudio de Alfonso García-Gallo, no era en absoluto necesario ni tal vez —aunque esto según en qué m om ento de la oscilante interpretación ju r í­dica de la nunca bien definida «potestad apostólica» del papa— tan siquiera pertinente que el papa o tor­gase ningún perm iso previo a nom bre de tal o cual

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concreto príncipe cristiano para hacer m oralm ente lícito y jurídicam ente legítimo el derecho de conquis­ta y apropiación de la soberanía de un determ inado reino infiel. Parece que el supuesto tácito más común en lo que se refiere a em presas sem ejantes era —si es que he entendido bien las cosas— el que, de ha­berse querido hacer explícito, podría form ularse en estos térm inos: «No te concedo el derecho de con­quista ni te transfiero el señorío del reino de Fez por­que ya de por sí en su actual situación me pertenezca como señor tem poral del orbe entero, sino porque por mi potestad estoy facultado para reconocer la legitim idad de tu propósito de aprop iarte de su so­beranía po r las arm as, en la m edida en que como príncipe cristiano te es m oralm ente lícito enseño­rearte de un dom inio tem poral que, en tanto que ac­tualm ente detentado por un príncipe infiel y, por añadidura, sarraceno, es no sólo ilegítimo sino tam ­bién positivam ente contrario a nuestra Fe. ítem, puesto que has tom ado sobre ti el trabajo, el sacrifi­cio y el peligro de este em peño no sólo m oralm ente legítimo sino tam bién espiritualm ente laudable por volverse contra el acérrim o enemigo de la fe de Cris­to, me complazco adem ás en reservar, tal como por mi propia potestad apostólica me pertenece libre­mente hacerlo, de m anera total y privativa, el go­bierno y jurisdicción de las cosas eclesiásticas y pertenecientes a la fe a la orden religiosa que, bajo tus auspicios y con todo el favor y protección de tu soberanía, ha venido hasta hoy acom pañando y apo­yando esa conquista». (Pues, en efecto, para dar la exclusiva de cuanto concernía a lo que entonces se llam aba «la espiritualidad», o, en portugués, a spiri- tualidade, a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo no necesitaba el pontífice de ninguna prerrogativa que excediese un punto de las ya contenidas en su potestad apostólica para hacer y deshacer, para dar o quitar, en todo lo concerniente a las c ircunscrip­

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ciones y facultades jurisd iccionales eclesiásticas de la organización diocesana general com únm ente conocida como «ordinaria».) Pero, de hecho, a este últim o respecto, todavía M artín V, en la Sane cha- rissimus de 1418, corroborando la conquista de Ceuta por «Cruzada» y convocando a ella a todos los p rín ­cipes cristianos, al p a r que au torizaba a todos los obispos y arzobispos a conceder los privilegios de cruzada, m uestra que en este m om ento —aun exis­tiendo ya, como facultad papal, la de conceder el ius patronatus, y a sólo 20 años de la Pragmática sanción— el dom inio tem poral, portugués en este caso, no tra ía consigo la exclusividad en lo eclesiás­tico.

Esto último, o sea la creciente vinculación del do­minio tem poral con las atribuciones religiosas y ecle­siásticas, surgió tan sólo a raíz del conflicto entre Castilla y Portugal a propósito del derecho de con­quista sobre las Islas A fortunadas —ya por enton­ces llam adas C anarias— y particu larm ente a p a rtir de las Allegationes presentadas en 1435 por Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, en una de las zaran­deadas sesiones del Concilio de Basilea; concilio es­pecialm ente torm entoso e im portante por debatirse en él la cuestión, a rras trad a desde el Cisma de Occi­dente, sobre la prim acía del Concilio sobre el Papa o viceversa, que tuvo por adalidades, a un siglo de distancia uno de otro, a Guillerm o de Occam (1300- 1349) y a Juan de Torquemada (1388-1468), defenso­res del Concilio y del Papa respectivamente, pero que no resolvería definitivam ente más que —a golpe de bula, y a favor del papa po r supuesto— Pío II con su Execrabilis de 1459. Merece la pena exam inar si­quiera brevem ente la argum entación principal de esas Allegationes, porque en ellas está el principio y fundam ento de la distribución territorial excluyen- te de lo «por descobrir» y, junto con ella, la inevitable adscripción no menos privativa al titu lar del derecho

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del dom inio tem poral de las atribuciones (natural­mente siem pre delegadas, siquiera fuese por ficción ju ríd ica —y de facto cada vez con m ás escandalosos y abusivos rasgos de ficción, conform e se verá—, de la potestad apostólica) concernientes a la supervisión adm inistrativa de la ju risd icción propiam ente ecle­siástica, prem isa de algo po r aquellos años todavía absolutam ente inim aginable: la gigantesca potencia territo ria l del futuro patronato castellano y más ta r­de español sobre la Iglesia y el C ristianism o de Ul­tram ar.

Pero, antes de e n tra r en las referidas Allegationes de Alonso de Cartagena, quiero poner por proemio galeato a mi ú ltim a afirm ación de aquí arrib ita m is­mo una cita textual de don Alfonso García-Gallo (pá­ginas 497-498 del referido estudio sobre las bulas alejandrinas, de 1957-1958, por donde se cita: Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las institu­ciones am ericanas», Real Academia de Ju risp ruden ­cia y Legislación, Madrid, 1987), que dice como sigue:

«Evidentemente la facultad canónica de dispensar sólo a unos Reyes de la prohibición de navegar y co­merciar en determinadas partes y de ratificar la pro­hibición para los demás a partir de un cierto punto [se refiere a la prohibición de toda relación incluso comercial con cualquier hijo de la abominable seta de Mahoma, relación que, por afectar al orden de las cosas espirituales, podía ser objeto de las atribucio­nes morales de la potestad apostólica], unida a la facultad pontificia de disponer de los pueblos con­trarios al cristianismo y conceder el dominio sobre ellos a príncipes cristianos [«disponer» y «conce­der», a mi entender, no en el sentido enfáticamente positivo —que García-Gallo no parece presuponer en ningún punto— que erigiese al papa por señor del orbe, sino en el sentido sólo negativo de sancionar como moralmente lícitas y hasta gratas a Cristo y a su Iglesia empresas semejantes, fuese cual fuese el alcance de la doctrina del Ostiense, que no he tenido

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ocasión de examinar], creó una situación probable­mente imprevista e imprevisible cuando se otorgaron las primeras bulas [subrayado mío]. Esta situación se produjo luego, como síntesis de los resultados [subra­yado mío] provocados por el ejercicio normal de una potestad pontificia rectamente aplicada en su origen en los respectivos casos. Ahora bien, esta situación compleja, tal como en su plenitud se presentaba, era evidente que había sido creada por la potestad ponti­ficia. ¿Cuál era esta potestad que producía tan am­plios efectos y cuál era su fundamento doctrinal o canónico? El problema no se lo planteó nadie a fines del siglo XV [y, a mayor abundamiento, ya el propio García-Gallo, en la nota 350 al pie de la página 483 de su estudio, por donde se cita, nos registra nada menos que ocho ediciones de la Summa Aurea de Enrique de Susa entre 1473 y 1498, mientras que Tomás de Aquino tuvo que esperar hasta 1517 para que Tomás de Vio, el "Cardenal Cayetano”, resucitase sus doctri­nas], pero sí fue objeto de viva discusión en el xvi —recuérdese la polémica sobre el valor de las bulas y los justos títulos de los Reyes españoles sobre América— y lo es hoy día entre los investigadores mo­dernos. El fracaso de todos ellos al tratar de buscar en las doctrinas o en el Derecho de la época una defi­nición o una explicación de esta potestad apostólica, demuestra que no existía. Ni Nicolás V, ni Calixto III, ni Sixto IV, ni Alejandro VI trataron de crearla o de­finirla. Todos ellos la ejercieron en cada aspecto con­forme al Derecho de la época. Ix> que no pudieron prever es que la síntesis de todas sus decisiones crea­ría una situación que como tal presuponía una potes­tad pontificia hasta entonces nunca imaginada [subrayado mío].»

En una palabra, que la actuación de los pontífices sucesivos y a través de sus diversas bulas, preten­diendo únicam ente ser una actuación conciliadora entre derechos preexistentes o pretendidos de p rín ­cipes cristianos, derechos generalm ente laicos y por ende ajenos a la potestad apostólica, aunque en al­

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gún aspecto moral cayesen bajo su competencia, aca­bó desembocando, sin quererlo y por circunstancias absolutam ente im ponderables, en una auténtica o pretendida actuación creadora de derecho. Auténtica para quienes convalidaron la «donación» ale jandri­na en un sentido rigurosam ente referido al dom inio temporal, pretendida para quienes, como Vitoria, re­chazaron de plano sem ejante convalidación. Si al­guien tra tase de apelar, para dar salida a la cuestión, al alcance, al sentido, a la representación que de su propia «donación» pudiese haberse hecho en 1493 el propio Alejandro VI, no lo conseguiría ni aun dán­dose diez años m ás de plazo, o sea los mismos que la vida le dio a Alejandro VI, m uerto el 18 de agosto de 1503, pues ni aun entonces, incluso habiéndose ya reconocido m uchos grados, en latitud y longitud, de « tierra firme», se tenía m ás noción de lo descu­bierto, y consiguientem ente «lo donado», que la de costas de salvajes. Pero vengamos de una vez a las Allegationes.

Para ponerlas, como diría un periodista, «en su contexto histórico», hay que tener en cuenta, siquie­ra sea de modo sum ario y general y por no fatigar al lector en los detalles, que en el tiem po que media entre la fecha de 1312, en que el genovés Lancellotto da Maloncello descubrió las islas C anarias —o re­descubrió, si se prefiere, las Afortunadas, ya conoci­das desde el Periplo de H annón— o al menos, en concreto, las de Fuerteventura y Lanzarote, perpe­tuando en el topónim o de es ta segunda, aún hoy vi­gente, su prosopónim o de pila, pues no o tra cosa es «Lanzarote» que la versión castellana de «Lancellot­to», y la fecha del 4 de septiem bre de 1479, en que entre los reyes Don Alfonso V de Portugal y Doña Isa­bel I, reina de Castilla —jun to con Fernando V de Aragón, co-reinante usufructuario por vínculo m a­trim onial— se llegó a la Capitulación de las Alcá- $ovas, entre estas dos fechas, digo, se interpone la

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segunda y decisiva parte del desarrollo jurídico- político de las instituciones de la dom inación, por el que del llam ado Estado estam ental (en el que los señores, aun reconociéndose vasallos de un prim us inter pares, que era el rey, podían librem ente en ta­blar guerras po r querellas particu lares entre sí) se pasa al llam ado Estado m oderno, en que la prim a­cía jerárquica del rey, si es que aún no puede llam ar­se sensu stricto «absolutista», deja desde luego de ser la de un prim us in ter pares, para c ru zar el lím ite de distinción cualitativa que la convierte en única. De ahí que, al considerar las Allegationes de Alonso de Cartagena, convenga tener presente que en 1435 se navegaba todavía en la incertidum bre de unas aguas en que, por decirlo exageradam ente, entre la m era posesión p articu la r o propiedad privada tal como m odernam ente se concibe y la soberanía real (o nacional) había toda una serie de vínculos in ter­medios de jurisdicción y señorío tem poral (como el que todavía cien años m ás tarde in ten tarían resuci­ta r en las Yndias los encom enderos, sin ningún éxi­to de iure, pero con notable éxito de facto, lo que ha perm itido a algunos hablar de «neofeudalismo» con respecto a América); y basten aquí dos ejem plos de ello: en 1352, Don Pedro IV, rey de Aragón concedió a Arnaldo Roger la conquista de las Islas Canarias con carác te r de feudo, con jurisdicción civil y crim i­nal, aunque entonces no se lograse hacer definitiva la conquista, y en 1402, ya incluso pocos años antes del Concilio de Basilea, todavía Don Enrique III, rey de Castilla, concedió la conquista de aquellas m ism as islas al norm ando Juan de Bethencourt, probable­mente con parecidos privilegios feudales —como lo prueba el hecho de que en 1418 el sobrino de éste, Maciot de Bethencourt, gozase aún del señorío de Lanzarote, con facultad para enajenar sus rentas, tal como hizo en favor del conde de N iebla—, sin per­juicio de la estric ta soberanía del rey de Castilla,

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como testim onia el que a la m uerte de Enrique III, en 1406, el p rim er Bethencourt confirm ase su vasa­llaje con el sucesor, Don Juan II. Pues bien, me pa­rece bastante verosímil pensar que la preocupación principal de las Allegationes de Alonso de Cartage­na se derivaba sobre todo de la subsistencia en 1435 de las concepciones del Estado estam entalista, aun­que ya en fase de franca recesión, por las que aún perm anecía esa am plia zona am bigua y deslizante entre la soberanía y las diversas situaciones ju ríd i­cas a que-podía da r lugar la sim ple posesión perso­nal por apropiación a mano arm ada de un particular, y de modo especial cuando el objeto de ellas eran is­las o tie rras por conquistar y aun m ás «por desco- brir», que, por añadidura, tal como alega el propio Cartagena, al e s ta r habitadas sólo po r infieles, se consideraban «vacuas» («islas [...] que estaban va­cuas, como aún lo están, y entiendo su vacancia no con relación a sus habitantes, sino con relación a un príncipe católico [...] que en ellas cuasi poseyese el suprem o dominio»). La renovación del acto de vasa­llaje por Juan de Bethencourt, como señor de Lan­zarote, Fuerteventura y el resto del archipiélago canario aún por conquistar (pues se consideraba que la posesión de hecho de una isla, com portaba el de­recho sobre todo el archipiélago) ante Juan II de Cas­tilla, a la m uerte de su padre Enrique III, podía sin duda considerarse como un acto sim bólico y de cor­tesía en la m edida en que el norm ando Bethencourt era un caballero y un hom bre de honor, pero ¿qué habría podido o cu rrir si no lo hubiese sido tanto? ¿No podría acaso haberse agarrado tal vez a cual­quier sofística sutileza jurídica, alegando que en rea­lidad el vasallaje que, respecto de las Canarias, había rendido a Don Enrique III sobreentendía referirse a la persona de éste en cuanto tal y no en cuanto rey de Castilla, para poder transferir la soberanía de las Canarias a su señor natural el rey de Francia? Vero­

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símil o no, sirva el ejem plo como la clase de cosas que Alonso de Cartagena podía tem er aún de los dis­tintos grados de dom inio coexistentes aun en aque­llos últim os decenios del Estado estam ental. Por último, es oportuno recordar cómo, jun to a esta la­bilidad jurídico-política de que podían apxovecharse las em presas de conquista acom etidas, en principio, «como es debido», ya habían aparecido los aventure­ros m arítim os particulares, una especie de piratas, cuyo derecho a la depredación perm aneció siem pre jurídicam ente bastante indefinido, como la propia pi­ratería, en la m edida en que habiéndose desarro lla­do la idea m ism a del Derecho sobre la bien definible territorialidad terrestre, valga la redundancia, se que­daba como perpleja ante la a-territorialidad propia del mar, a lo que en el caso de estos aventureros se añadía la falta de personalidad ju ríd ica de los infie­les, sobre los cuales, particu larm ente en las Cana­rias, ejercían la p ráctica del «salteo», o sea la esclavización por captura. A tal respecto, es signifi­cativa la respuesta dada por un castellano —cuando ya Lanzarote era señorío de B ethencourt bajo sobe­ranía del rey de Castilla— a un aventurero norm an­do que le proponía el salteo de isleños en la propia Lanzarote, a lo que el castellano se negó diciendo que tal cosa «sería robar», lo que m uestra la índole ju r í­dica de cosa y no de persona que tenían los infieles incluso en islas ya bajo el dom inio tem poral de un príncipe cristiano: aún no eran personas, pero ya te­nían «dueño», por eso el rapto para la puesta en ven­ta era ya un «robo», pero no un atentado a la libertad personal. Ya he señalado m ás arriba, cómo tres prohibiciones sucesivas contra el salteo por el papa Eugenio IV (en 1431, 1433 y 1435) y una de Pío II (en 1462) parecen indicar que fueron los aborígenes ca­narios —a quienes no se podía considerar, como, aca­so con relativo fundam ento, acaso gratuitam ente, a los negros de Guinea, mínimamente inficionados por

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la perversa seta de M ahoma— los prim eros que em ­pezaron a m ejorar la figura del infiel a los ojos de los cristianos, si bien, incluso totalm ente liberados de toda posibilidad de esclavización, resulte harto difícil definir los lím ites de su personalidad ju ríd i­ca, en la m edida en que incluso en la Recopilación de 1680, la legislación que a ellos se refiere perm a­nece totalm ente separada de la de los criollos y los españoles, en el libro VI, expresam ente titu lado «De los indios».

Si todavía en la Recopilación de 1680 la personali­dad ju ríd ica del indio, en general al menos presun­tam ente convertido y bautizado, aparece indecisa,31 habiendo resistido los violentísimos em bates del ius- naturalism o tom ista renacido en el siglo X V I (cuyos paupérrim os logros son seguramente incluso bastan­te m enores de lo que podría hacer pensar la Recopi­lación, cuya actitud proteccionista y pedagógica respecto de los indios se debe, examinada más de cer­ca, m ucho m ás al te rro r de la m etrópoli ante la tre ­m enda dism inución de la población indígena, cuya fuerza de trabajo era absolutam ente indispensable tanto para la supervivencia de los ex com batientes y criollos como para los intereses metropolitanos),

3 1 . Ya en p rim er lugar, p o r la m era ex iste n c ia de ese lib ro vi, que e sta b le ce p a ra e llo s una leg is lac ió n p rivativa ; y en segundo lugar, po rqu e aun d ec la ran d o el títu lo segu ndo de ese m ism o li­bro la libertad de los indios, prohibiendo la esclavitud incluso para los a p re sa d o s en g u e rra ju sta , v ienen d esp u és m ultitud de res­tricc ion es a esa lib ertad , que se ria ex ten sísim o y fu era de lu g a r só lo tra ta r de resu m ir aq u í; baste p a ra e llo e l so lo en un ciad o de la ley referente a la lib ertad de resid en cia : « Que los indios se pue­dan mudar de vnos lugares á otros.IS i C onstare , qu e los ind ios se han ¡do a v iv ir de vn os L u gare s á o tro s de su voluntad, no los im pidan las Iu stic ias , ni M in istros, y dexen los viv ir, y m o rar a llí, excepto don de p o r las R ed u ccio n es qu e por n u estro m an dato e s­tuvieren h ech as se haya d isp u esto lo co [n] trario , y no fueren p er­ju d ica d o s los E n com en deros» . «R ecop ilació n de la s leyes de los reynos de la s In d ias» , Tom o Segun do, lib ro V I, títu lo I, ley x ij, fo ­lio 189 vuelto, ed ic ió n de Ju liá n de Paredes, M adrid , 1681.

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nada tiene de extraño que, en 1435, Alonso de C arta­gena considerase «vacuas» las Canarias, a tenor de la frase ya citada de sus Allegationes («et intelligo vacuitatem non per respectum ad habitatores, sed per respectum ad principem catholicum, nullusenim erat princeps catholicus qui in eis quasi possideret suprem um dominium», que yo prefiero traducir así: «y con vaciedad no quiero d a r a entender que estu ­viesen vacías de habitantes, sino vacantes para el do­minio de un príncipe católico, ya que ninguno había que cuasi poseyese el suprem o dom inio de ellas»). Quizá esta idea de «vacío de dominio» referida a un pueblo tan prim itivo como debían de ser entonces los canarios no necesitaba siquiera la doctrina de Enrique de Susa, para sustentarse del modo m ás es­pontáneo en prácticas inform uladas, más que en expresas concepciones, que se rem ontaban a la an­tigüedad: imagino, así pues, que el sentim iento táci­to de los príncipes cristianos concebía su derecho a apropiarse del dom inio tem poral de los sarrace­nos sobre la base de la positiva ilegitim idad jurídi­ca de éstos (concepción que, como ya he dicho más arriba, se había visto constantem ente contravenida en la Península Ibérica, aun bajo el supuesto de una perpetua y natu ral enem istad, en las prácticas de la guerra y de la paz entre los príncipes cristianos y los príncipes islám icos a lo largo de la llam ada Re­conquista), m ientras que su derecho al dominio tem ­poral sobre pueblos como los canarios y m ás tarde los lucayos y tainos se sen tiría más bien como fun­dado en la insuficiencia juridico-institucional de ta­les gentes.

La situación que dio lugar a las Allegationes de Alonso de Cartagena en el Concilio de Basilea —como si éste no tuviera ya bastante problem a con la querella sobre la prim acía del Concilio sobre el Papa o viceversa, para la cual no se hallaba allí en principio nuestro Don Alonso, obispo de Burgos, sino

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otros em isarios— es la siguiente: en 1434, no bien hubieron doblado el cabo Bojador —a unos 2 grados de latitud su r del paralelo de la Gran C anaria— las acuciosas carabelas del infante don Enrique el Na­vegante, creyendo éste conveniente para el propósi­to de sus navegaciones el apoyo que podía ofrecerle la facultad de poner pie en aquella isla, pidió a Don Juan II, rey de Castilla, que le hiciese m erced de su conquista. Tal petición im plicaba, evidentemente, el reconocim iento del «derecho de conquista» que Juan II, como titu la r y poseedor de fa d o de la sobe­ranía de Lanzarote, tenía sobre las restantes islas del Archipiélago Canario; reconocim iento implícito que Alonso de Cartagena no dejaría de incluir en sus Alle­gationes, como prueba de que el propio infante ha­bía considerado las Canarias m eridionales como «de la conquista» de Castilla: «ya que si él, conform e a derecho, las pudiese ocupar como bienes que no per­tenecían a nadie, no las hab ría pedido [...] pues es su- perfluo pedir por favor lo que está perm itido por la ley». Con todo, el rey de Castilla no se lo otorgó. Pese a lo cual, bien porque su herm ano Don Duarte, rey de Portugal desde 1433, no aceptase tal respuesta, bien porque el propio infante Don Enrique lo incita­se a buscar otro camino, el caso es que Don Duarte acudió al papa Eugenio IV, para que le concediese la conquista. No tengo datos para saber en qué tér­minos se pedía tal concesión: si en los térm inos fuer­tes del, por así decirlo, «program a máximo» de la doctrina del Ostiense, según la cual el papa era se­ñor tem poral de todo el orbe, o en los térm inos dé­biles de un «program a mínimo», a tenor del cual el pontífice podía bendecir —lo que, viniendo de su autoridad, era casi sancionar— una em presa sem e­jante, como m uestra de un laudable celo por la difu­sión de la Fe de Jesucristo. Tiendo a pensar que debió de ser más bien de la segunda form a siquiera en la apariencia, esto es, como Fernández de Oviedo d iría

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de Cortés, con «palabras enforradas e dissim ula- gión», ya que (dejando aparte al infante don Enrique el Navegante, cuya imagen, aunque nada más sea por ciega a rb itra riedad estética, me resisto bastante a dism inuir) ni al rey de Portugal ni al de Castilla —como bien dejarán ad ivinar las Allegationes que vamos comentando— parecía im portarles la difusión del Evangelio más que como instrum ento de expan­sión de su dom inio tem poral. Dejaré a un lado las alegaciones en que el derecho de Castilla a las Ca­narias se defiende con la argum entación histórica de que éstas se corresponden con la antigua Tingi- tania, sobre la cual, a través de los vándalos y los visigodos, el derecho legítim o habría venido a parar a los reyes de Castilla, ya que a tal clase de argum en­tos no hay m ás respuesta sensata que la que el céle­bre em bajador veneciano Gasparo Contarini le dio al pontífice Clemente VII sobre los derechos concer­nientes a Cervia y a Ravenna: «Santísim o Padre, como nos pusiésemos a dilucidar los derechos de los Estados rigiéndonos po r sus orígenes, no encontra­ríam os hoy ni un solo príncipe con poder legítimo»; pero con la reserva de que esta fundam entación his­tórica le servirá, no obstante, a Alonso de Cartage­na como prem isa de su últim a y decisiva alegación. El segundo títu lo h istórico —m ucho m ás próxim o y efectivo, y, po r ende, m ás fundado— era la sobera­nía de derecho y de hecho del rey de Castilla sobre Lanzarote desde su conquista por el norm ando Bet- hencourt en 1402, lo que según el derecho de la épo­ca com portaba el derecho de conquista sobre todo el archipiélago. La determ inación condicionante que el propio autor de las Allegationes antepone a la «re­ducción a form a de derecho» de las razones de sus contrincantes, esto es: «Las razones del señor rey de Portugal o de los portugueses que ahora se han ale­gado o verosím ilm ente pueden alegarse [subrayado mío]», nos autoriza a considerar como extrem am en­

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te dudoso que Don Duarte o sus em bajadores en el Concilio de Basilea alegasen, al menos en los térm i­nos tan nítidam ente inequívocos y explícitos en que Cartagena la declara, la p rim era de ellas: «Que las islas del m ar no ocupadas pasan al ocupante [... y] puesto que las islas Canarias no están ocupadas por ningún príncipe católico o grupo de católicos algu­no [subrayado mío, que tendrá im portancia m ás aba­jo], en consecuencia deben concederse al ocupante». La fuerte duda viene de que Don Duarte o sus em­bajadores no podían esgrim ir de m odo tan taxativo una razón que, como esta, en traba en la más ro tun­da contradicción con el implícito reconocim iento de la soberanía de Juan II de Castilla, ya efectiva de he­cho en Lanzarote, sobre el «derecho de conquista» de todo el archipiélago (con arreglo a la ya citada nor­ma ju ríd ica de la época con respecto al dom inio de islas y archipiélagos), que com portaba la petición hecha apenas un año antes, poco m ás o menos, por el infante Don Enrique al propio Juan II de Casti­lla para que le autorizase la conquista —se supone que bajo enfeudamiento, esto es, sin atribuciones de soberanía—32 de la Gran Canaria y acaso alguna otra isla m eridional del archipiélago. De modo que esta «razón» o es del caletre de Alonso de Cartage­na, a incluir, por tanto, entre las razones que «verosí­milmente puedan alegarse» por la parte contraria, o los em bajadores de Don Duarte supieron enunciarla

32 . A unque un p á rra fo de la s Allegationes p a rece m ás bien im ­p lic a r qu e se sup on ía el p leno dom inio: «Deinde Henricus infans Portugallila]e supplicami domino nostro regi qu aten u s [su b raya­do mío] dignaretur sibi concedere conquestam illarum insularum. Dominus autem licet libenter uoluissel illi compiacere, sicut di- lectissimo consanguineo, quia tamen istud concemebal /¡onore reg­ni, et est quid grave seg re g are a coro n a regn i [su b rayad o mío] quicquam quanticumque sii se ralionabiliter excusauit». E l p r i­m er su b ray ad o («quatenus») p a rece d e ja r a b ie rta la a ltern ativa en cuanto al g rad o de dom inio, pero el segu n d o («segregare a co­rona regni») p arece su p on er la sob eran ía .

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bajo form a de «palabras enforradas e dissim ula- ?ión». Con todo, ya sea que fuese una razón efectiva­mente adivinada entre líneas de la argum entación de sus contrarios, ya sea que fuese —como yo tien­do a creer— hipotéticam ente propuesta ad hoc por el propio Don Alonso como una razón que «verosí­m ilmente podrían alegar» los portugueses, el caso es que éste no dejó de exprim irla hasta la última gota en su argum entación. Como ya he hecho —acogién­dome al sapientísim o consejo de Gasparo Contari- ni— con las alegaciones ju ríd icas rem otas, para dar por buena tan sólo la referida a la conquista de 1402, om itiré tam bién la pesada casuística que las Alle- gationes despliegan en torno al «derecho de con­quista» por proxim idad geográfica y a los distintos modos en que el derecho dim anante del acto de apro­piación originaria sobre la res nullius puede aplicar­se respecto de las islas. Comoquiera que sea, incluso en estos pasajes de la argum entación no deja de lan­zar anticipaciones im plícitas o explícitas de la reser­va argum ental acum ulada al «reducir [la prim era de] las razones del señor rey de Portugal o de los po rtu ­gueses que ahora se han alegado, o verosím ilm ente puedan alegarse, en form a de alegaciones de dere­cho», con la m irada puesta en el apoyo decisivo que tal reserva va a prestarle en su argum entación con­tra la tercera, ú ltim a y m ás fuerte de las razones del rey de Portugal en favor de su gestión ante la Santa Sede: la causa fidei.

La cosa es que las Allegationes por m ucho que se envuelvan en disim ulaciones, como la de rem itirse al dominio de la Tingitania por los vándalos, van des­cubriendo, incluso a su pesar, los rasgos de un dis­curso regido po r factores que, leyendo entre líneas, parecen arrollar, casi a flor de superficie, los come­didos térm inos form ales de un pleito jurídico, que, aunque sin prolongarse sine die, puede siem pre es­perar o darse un cierto plazo. El pleito de las Cana­

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rias que en 1435 se estaba debatiendo en Basilea nada tiene que ver con querellas territo ria les como la actual de las Kuriles, por no hablar de las que, gra­cias al benéfico poder putrefactor del tiempo, se han momificado en símbolos y transform ado en pura ale­goría, como la de Gibraltar. No, las Allegationes van trasluciendo m ás y más, conform e avanza el texto, su carácter prem iosam ente perentorio y hasta el rit­mo del estilo y lo ordenado de la exposición (salvo que esta im presión se deba sólo al hecho de que el texto que nos ofrece García-Gallo om ita algunas par­tes que no le han parecido sustanciales) se d iría que van perdiendo pie. Al cabo, toda la argum entación aparece dom inada por la urgencia y la circunstan- cialidad: es evidente que no son derechos a largo plazo ni aspiraciones generales lo que se tra ta de allanar, prevenir y asegurar; se trata, por el contra­rio, de a ta ja r a tiempo, de detener siquiera de mo­mento, una am enaza que aprem ia con extrem a inmediatez.

Casi ya disipados los rencores y restañadas las he­ridas del memorable descalabro que las escasas pero in trépidas huestes portuguesas, al m ando del casi im berbe N unho Alvares, habían sabido infligirles a las arm as de su abuelo Juan I en el lugar de Alju- barrota, y, huérfano de padre a los 2 años de edad, habiendo perdido apenas a los 8 la tu to ría del único genuino caballero de Castilla, su tío don Fernando el de Antequera —designado en el com prom iso de Caspe, de 1412, para ceñir la corona de Aragón—, el rey Don Juan II de Castilla, tras h aber tenido que asistir no sólo a la brillan te conquista de Ceuta por el rey de Portugal, sino tam bién a la de Nápoles por su prim o Alfonso V, prim ogénito de los llamados «in­fantes de Aragón» (hijos de don Fernando el de An­tequera, por m ás que no saliesen, ciertam ente, al padre), teniendo aún que sopo rta r por veinte años el incansable volligear de los tres restantes, Don

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Juan, Don Pedro y Don Enrique, m ortales enemigos del único hom bre leal e inteligente que, tras la m ar­cha y la m uerte de don Fernando el de Antequera, había acertado a darle seguridad y apoyo: el con­destable don Alvaro de Luna, ya puede com prender­se el celo de Castilla y de su rey por no perder el único nuevo dom inio conseguido (aparte del de Antequera, tom ada por el ya citado Don Fernando, en 1410, siendo, pues, todavía regente de Castilla, por la m inoridad de su sobrino Juan II) desde la in stau ­ración de la d inastía de Trastam ara, o sea Lanzaro- te, con el pretendidam ente anejo «derecho de conquista» de todo el Archipiélago Canario, tanto m ás a la vista de la cada d ía más acelerada y a la r­mante superioridad m arina de los portugueses y por añadidura justam ente ahora cuando las acuciosas ve­las del infante don Enrique el Navegante, al m ando del capitán Gil Eanes, acababan de encender en oro nuevo su blancura al sol naciente del cabo Bojador.

Los anticipos que va lanzando Don Alfonso, a me­nudo bastante traídos por los pelos con respecto al curso de la argum entación, extraídos todos ellos, como digo, del supuesto de un acto físico de apro­piación o riginaria, o, como él dice, «adquisición por vía de ocupación», despliegan la cuestión en tres sen­tidos: el prim ero concierne a las presunciones ju r í­dicas del acto mismo, según las cuales podría ser válido —en el sentido de conferir algún derecho, sin precisar por el momento cuál—, podría ser nulo, o sea no tener efecto de derecho alguno, o podría ser, finalmente, ilegítimo, y por tanto punible, por infrin­gir alguna prohibición o v iolar un derecho preexis­tente. El segundo sentido concierne solam ente a la presunción del acto válido, y d iscierne los d istin ­tos alcances del derecho que, a tenor de la variedad de circunstancias, adquiere el acto po r esa validez. Por fin, el tercer sentido se ocupa de los distintos cri­terios a seguir, según cada m ateria y cada caso, para

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la previa delim itación de la circunscripción un ita­riamente afectada por la validez del acto y sujeta, por tanto, a su derecho. (No es que este esquem a aparez­ca en tal form a en las Allegationes: sólo se ha urd i­do buscando brevedad y espero que con fidelidad y con acierto.) El mismo caso le sirve a Cartagena para el acto ilegítim o y el nulo: el fracasado intento de conquista de la Gran Canaria acom etido en 1425 por Fernando de Castro para Don Juan I, el entonces rey de Portugal: «el acto no fue justo [subrayado mío] porque estas islas pertenecían a nuestro rey», bien sea que refiriese sem ejante pertenencia al an tiqu í­simo derecho histórico sobre la T ingitania, bien sea que la refiriese a la soberanía de derecho y de he­cho del rey de Castilla sobre Lanzarote desde 1402 —con la ya repetida concom itancia del «derecho de conquista» sobre todo el archipiélago—; la nulidad la explica de este modo: «No puede llam arse ocupa­ción, pues [...] se llam a ocupar cuando se empieza a ocupar lo que se puede conservar y poseer [...] pero como no poseyó ni retuvo su acto no tiene valor [su­brayado mío] de ocupación». En cuanto al acto váli­do, no llega a definir, naturalm ente, la m era validez, dado que ésta no parece adm itir, por su concepto mismo, la form a de absoluto; pasam os, pues, a los casos que, al darla por supuesta, van a parar, según el orden de mi esquem a, ya sea al segundo, ya sea al tercer sentido (rem ítase al lugar donde cada uno de estos ordinales viene subrayado). En cuanto al se­gundo sentido, o sea al alcance del derecho que por el acto válido se adquiere, tras alegar el consabido derecho histórico sobre la Tingitania —lo que al efec­to aquí es indiferente— y sobre cuanto haya o pueda aparecer en sus aguas circundantes, acaba por de­cir: «Si de nuevo naciesen o se descubriesen las is­las Canarias, sus ocupantes o los habitantes de ellas estarían bajo el dominio y principado de nuestro se­ñor rey, pues [...] quien edifica en suelo que es de la

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jurisdicción de otro, se hace súbdito suyo [subraya­do mío]», donde, como puede observarse, hay un acto válido —el de edificar— por el que se adquiere un derecho —el de h ab ita r la casa—, pero el alcance de validez de ese derecho tiene por lím ite la ju risd ic ­ción y, consiguientem ente, la soberanía, que, como siempre, m uestra aquí tam bién su congénita fun- dam entación territo ria l. Otro ejem plo mucho más explícito de este m ism o segundo sentido de mi es­quem a distingue nítidam ente, siem pre respecto del alcance de la ocupación, entre los térm inos extremos de la simple propiedad p a rticu la r y el suprem o do­minio de la soberanía; y dice así: «Pues hay que advertir que cuando los Derechos dicen: la isla na­cida en el m ar es del ocupante, o que los bienes que no son de nadie se conceden al ocupante, esto ha de entenderse en cuanto al dom inio plano, en la forma en que el particular tiene el dom inio de sus cosas, pero no en cuanto a la jurisdicción, pues ésta es siempre del príncipe [subrayado mío; el original latino reza como sigue: quantum ad dom inium pía- num rei, sicut priautus habet dom inium in rebus suis, non tamen quantum ad iurisditionem, nam illa sem- per est principis], como observa Baldo [...] Pues na­die dice que las adquisiciones que se hacen de nuevo en el dom inio de algún príncipe se entienden en cuanto a la superioridad y jurisdicción; sino en cuan­to al dominio simple, quedando siem pre bajo la tu ­tela, protección, gobierno y suprem a jurisdicción del príncipe». Vemos, pues, en estas citas los dos alcan­ces extremos —mínimo y m áxim o— del derecho que confiere el «Acto de apropiación» (entre los cuales quedan, claro está, todos los grados intermedios que adm itía el Estado estam ental, entre los que cabía incluso el «señorío con jurisdicción» —el de los famosos «señores de horca y cuchillo»—> pero sin su prem a soberanía); en la p rim era de las citas se preocupa de la persona, en cuanto determ ina de

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quién es súbdito el que adquiere algo en tie rra ya su­jeta a una soberanía; en la segunda qué grado de do­minio puede pretender sobre la cosa adquirida. (Es esta una cuestión que adqu irirá gran relieve repec- to de las Indias, y no sólo en lo que se refiere a las «encomiendas», que, junto con la secular dem anda de que se concediesen a perpetu idad —esto es, su­cesorias para siempre, y no sólo para «dos vidas», ni aun para tres o hasta cuatro sucesores, según la ley de disim ulación—, como el propio Cortés solici­taba ya en su segunda y secreta carta al em perador del 15 de octubre de 1524, fecha de la CUARTA de las Cartas de relación conocidas, secreta, porque, como él m ism o dice, «hay otras [cosas] de que con­viene que V. M. sea avisado particu larm ente [...] sin que el vulgo las participe», no fa ltarían quienes pi­diesen tam bién la jurisd icción —cosa a la que Cor­tés se opuso en un principio, si bien en un parecer de hacia 1544, en el que sigue apoyando la perpe­tuidad de las encomiendas, dice: «Y no tengo por ynconueniente que si después de hecho el dicho re­partim iento, vbiere quien conpre la jurid ición de sus yndios, que se les venda muy bien vendida y se ahorren los salarios de las justicias y corregidores que en ellas se ponen»—, sino tam bién en lo que se refiere a la m ucho m ás ardua y escabrosa cuestión de la dualidad —o unidad— de la dom inación sobre las tie rras y sobre las personas, que, por mi parte, no puedo sino dejar a los juristas, lim itándom e aquí a c itar un interesantísim o pasaje del padre Acosta S.J., que la saca a colación al d iscu tir los tribu tos de los indios: «Sea lo tercero que los bárbaros [se refie­re a los indios] nada deben a los príncipes c ris tia ­nos por razón del suelo y tierras que cultivan. Porque solam ente se puede exigir a un particu lar que pague tribu to por razón del suelo a un príncipe o repúbli­ca cuando lo ha recibido de ella. [...] Pero en los tr i­butos de los indios no se puede seguir este camino,

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porque no han ocupado ellos nuestra tierra, sino no­sotros la suya; ni ellos han venido a nosotros, sino nosotros los hemos invadido a ellos. Así, pues, las tierras de los bárbaros quedan som etidas a los p rín ­cipes cristianos al som eterse ellos, pero nada nos deben los bárbaros por razón del suelo, que no lo han recibido de nosotros, antes lo han com unicado con nosotros. E im porta mucho distinguir si son los hom­bres los que quedan som etidos al serlo el suelo, o si, al contrario, es el suelo el som etido por razón de los hombres, porque en este caso las cosas no pasan al nuevo señor, sino que quedan del pleno dom inio de los amos». De procuranda indorum salute, «Obras del padre José de Acosta», B iblioteca de Autores Espa­ñoles, M adrid, 1954, Tomo LXXIII, página 470; De procuranda... fue escrito en 1577.)

Viniendo, finalmente, al tercer sentido en que las Allegationes despliegan la cuestión de lo que el au to r llam a «adquisición por vía de ocupación», o sea el que se refiere a los criterios previos o sobrentendi­dos para la circunscripción que ha de considerarse afectada por el acto, apo rta ré sólo o tras dos breves anticipaciones, en las que el texto revela quizá aun m ás el sentim iento de celo y de prem ura en a ta ja r la tem ible inm inencia de avances en el dom inio de los mares con que amaga la audacia de las naves por­tuguesas que parece reco rrer el texto entero de las Allegationes. Y esa p risa se nota tanto o m ás en este últim o punto en la m ism a m edida en que no tra ta ya de lim itar el derecho de los otros, sino de adelan­ta r el propio, de ponerlo anticipadam ente a salvo. La prim era de las referencias se aplica a razonar la doc­trina ju ríd ica vigente con respecto al derecho de do­minio sobre los archipiélagos «El rey Don Enrique [Enrique III de Trastam ara, en 1402] hizo ocupar, o hablando m ás propiam ente, recuperar la isla de Lanzarote, con intención de recuperarlas todas [se sobrentiende "todas las islas C anarias”]. Mas si es

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cierto que en las cosas que tienen congruencia basta aprehender una parte con intención de aprehender el todo [...], esto no ha de entenderse suficiente en el caso de la proxim idad corporal de alguna tie rra o predio, sino de la unidad intelectual de cualquier conjunto unitario [texto latino: in unitate intellectuali alicuius universitatis], pues, tom ada posesión corpo­ral de la iglesia en que está el beneficio, se conside­ra tom ada de todo lo que pertenece al beneficio». La segunda y últim a cita no hace m ás que rem itir lo di­cho a la situación de facto en aquel momento: «Por tanto, como las otras islas estuviesen vacantes con respecto a la superioridad que nuestro señor rey tie­ne sobre ellas, naturalm ente se sigue que tom ada la cuasi posesión del principado de una de las islas, se considera tom ado en todas».

Y hete aquí ahora a nuestro don Alonso de C arta­gena enfrentado por fin con el punto al que realm en­te apuntaban todas estas anticipaciones, el verdadero punctum pruriens del asunto, en tanto que el más vá­lido y convincente que el rey don Duarte de Portugal podía alegar y esgrim ir ante el pontífice Eugenio IV, para que le concediese la conquista de las Canarias m eridionales, es a saber: el de la causa fidei. El pro­pio Don Alonso, al exponer al principio las razones, explícitas o supuestas, de los portugueses, la ha ci­tado en tercero y últim o lugar, por se r éste el orden en que se dispone a rebatirla, tal como todo buen a r­gum entador reserva siem pre para el final lo más fuerte del contrario. Tampoco ha dejado de recono­cerla paladinam ente como la m ás válida y más res­petable de las que han alegado o puedan alegar los portugueses, considerándola tal vez, secretam ente, tam bién no sólo como la que m ás podía incidir en el ánim o del papa, sino tam bién como la que m ejor se prestaba a envolverse y escudarse en las a tr ib u ­ciones de la potestad apostólica. Comoquiera que sea la ha expuesto así: «La tercera [razón] es ésta: las gen­

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tes de aquellas islas de que hab lam os aún no han re­cib ido la Fe cató lica , con lo que la c a u sa de la Fe [original latino: causa Fidei] es m ás favorable, y a todo varón católico, sobre todo si es príncipe, co rres­ponde d ila ta r el ám bito de la Fe y p ro c u ra r que las gentes se conv iertan a la Fe ca tó lica en todo el o rb e [...], y lu ch ar con tra los infieles que se res is tan es una acción p iad o sa y honesta» .

Pues bien, con el m ism o reconocim ien to de la le­g itim idad y la san tid ad de las em p resas aco m etid as a títu lo de causa Fidei em pieza la a legación de Don Alonso co n tra es ta te rce ra razón de los p o rtu g u eses p ara su dem anda , salvo que ahora, casi al final de su d iscu rso y ya a la v ista de su conclusión, sabem os que tales reverencias hacia u n a «acción p iadosa y ho­nesta» com o e sa no son m ás que « p alab ras enforra- das e dissim ulagión», pues lo ún ico que allí de veras im p o rta y se d eb a te es el c ru d o y d esn u d o dom inio tem poral:

«A la tercera razón se responde que la intención de nuestro rey nunca fue, ni es, cerrar el paso a quienes impulsen las cosas que pertenecen a la Fe, antes bien la de ayudarlos y favorecerlos cuanto le sea posible. Pero esta conquista puede ser asumida de dos modos. El primero, si alguien quiere emprenderla no para usurpar para sí el principado o dominio jurisdiccio­nal, sino para forzar a los infieles que allí habitan has­ta tanto que permitan a los predicadores libremente entrar y predicar la palabra de Dios, con el fin de que, oyéndola, se conviertan ellos mismos espontáneamen­te a la Fe católica. El segundo, si alguien quiere in­tentar esta conquista no con el mero fin de reducir a los isleños a la Fe, sino además con el de sujetarlos a su potestad y a su dominio, de tal modo que, con­vertidos en fieles, queden bajo él como príncipe su­premo. Si se emprende según el prim er modo, no se les debe impedir a quienes lo hacen, siempre que sea con autoridad del Romano Pontífice y en las circuns­tancias que se deducen de las sentencias de Inocen-

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cío y de los otros doctores [...]. Si se hace, en cambio, según el segundo, no puede ser emprendida sino por aquel que tiene derecho a ellas; pues las provincias e islas que pertenecen por derecho de sucesión uni­versal a nuestro rey, tal como he dicho, aunque ahora estén en rebelión y en la infidelidad, también, quien­quiera que sea el que las reduzca a la Fe católica, re­vierten a él por derecho de post liminio [...] Por consiguiente, si es del prim er modo como los portu­gueses o cualquier otro quieren atacar las islas y obrar para que los habitantes se conviertan a la Fe católica, su obra será piadosa, si la hacen con las de­bidas condiciones. Pero quien quiera que sea el quelo hiciere debe tener por presupuesto que ello se en­tiende siempre salvo el supremo dominio y jurisdic­ción, porque en cualquier tiempo y de cualquier modo que se rescaten de la barbarie e infidelidad, siempre el principado supremo y jurisdicción serán de nues­tro rey».

Pero, a d especho de todas las zalem as p ro d ig ad as a la causa Fidei, todo el contexto perm itía prever que Alonso de C artag en a ni s iq u ie ra iba a con fo rm arse con que los em b ajad o res p o rtu g u eses acep tasen so­m eterse a tales condicionam ientos, ni con que el p ro ­pio pon tífice incluyese en la concesión o to rgada a favor de Don D uarte y de los p o rtu g u ese s sobre las C an arias la dec la rac ión re s tr ic tiv a de que la validez de la concesión se en ten d ía sólo h a s ta el pun to en que las ac tu ac io n es p o rtu g u esa s fuesen sin m e­noscabo a lguno de los derechos del dom inio tem ­poral y la so b eran ía que so b re todo el a rch ip ié lago de las C anarias, «conqu istadas e p o r conquistar» , te­n ía Don Ju an II de C astilla, d ec la ran d o incluso la concesión p o r revocada en cu an to p erju d icase o pu ­d iese p e r ju d ic a r ta le s derechos. O sea, que h ab ien ­do dado p o r legítim a y hasta por san ta la causa Fidei, ah o ra no acep tab a u n a concesión que se su p ed itab a en te ram en te a ella, conform e a lo que él m ism o h a­

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bía definido como «el prim er modo», sino que orde­naba al em bajador castellano ante la Santa Sede «no cesar por ello en su em peño m ientras [la concesión] no se revoque del todo». Y el motivo que da para ju s­tificar sem ejante conclusión es —como no podía ser menos— un motivo de facto. La concesión, som eti­da a la restricción de no perjud icar el derecho sobe­rano del rey de Castilla, suponía m antenerse siempre ceñida a una precisa condición; solo a éste, como soberano temporal, pertenecía com probar si tal con­dición, efectivamente, se cum plía o dejaba de cum ­plirse. Y ahora citaré literalm ente la frase en que don Alonso de Cartagena revela toda su experiencia y su conocimiento en cuanto al temible poder que, en cua­lesquiera achaques o querellas de la dominación, ad­quiere el peso de los hechos consum ados: «Ahora bien —dice—> cuando estas cosas llegasen a ejecutar­se [subrayado mío] y po r parte de nuestro señor rey se dijese que la concesión es en perjuicio suyo y la otra parte acaso lo negase, ¿quién fallaría la contien­da? Ciertamente, la resolución de esta cuestión per­tenece a nuestro señor rey [...] Pero si la o tra parte no quisiese tal vez atenerse a su fallo, podría nacer entonces alguna gran discordia entre los señores re­yes, lo que sin duda no creo que esté en la m ente de Su Santidad, pues siendo el deseo de ésta pacifi­car a los príncipes que están en discordia, no puede tenerse por verosímil que quiera da r ocasión para que los príncipes que están en concordia entren en discordia. Por consiguiente, como de esta concesión, aunque se lim ite para que sea sin perjuicio, etc., podría nacer una gran discordia. Su Santidad debe revocarla totalm ente». En la frase m ás a rriba sub­rayada («cuando estas cosas llegasen a ejecutarse») Alonso de Cartagena no sólo m uestra su experien­cia política acerca del tem or y la cautela con que hay que precaverse ante la posibilidad de que se nos presenten hechos consum ados, sino que tam bién

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deja traslucir, una vez más, el aprem iante motivo que da im pulso a sus Allegationes, la urgencia de a ta jar a toda costa la concesión del papa en favor de Don Duarte. ¡Demasiado sabía Don Alonso que ni el in­fante don Enrique el Navegante ni su Ordem de cavalaria de Jesu Christo (fundada en 1319 por un grupo de tem plarios fugitivos, tras la disolución de la Orden del Temple en 1311), ni las naves que al man­do del capitán Gil Eanes acababan de doblar el cabo Bojador (naves de las que diez años m ás tarde un ve­neciano —hombre, por ende, m ás de remos que de velas—, Luigi Ca da Mosto, diría: «Essendo le Cara- velle di Portogallo i megliori navillj che vadino soprail mare di vele»), eran ninguna banda de m arineros desm andados y desharrapados que anduviesen a la rebusca y al «salteo» por su propio interés particu ­lar, sino la más capaz, organizada, valerosa y empren­dedora fuerza naval que surcaba entonces las aguas del Atlántico! ¡Demasiado sabía que si en los tres de­cenios largos transcu rridos desde que el norm ando Juan de Bethencourt había puesto en sus m anos el dominio temporal de Lanzarote, los castellanos, amén de haber dejado decaer casi del todo el de Fuerte- ventura y el de Hierro, que al parecer tam bién les entregó, no habían podido o querido poner pie en ninguna o tra isla más del archipiélago, no podían ya absolutam ente perm itirse dejar pasar ni un verano más sin asegurarse de que ni una sola vela portugue­sa, aun con todas las bendiciones de la causa Fidei, se asom ase a las costas de las C anarias m eridiona­les, rozando siquiera fuese en sim ulacro el «derecho de conquista» que al rey Don Juan II de Castilla, en tanto que soberano de derecho y de hecho de la de Lanzarote, sobre todas las o tras le correspondía!

Pero, además, al margen de este patético sentimien­to de inferioridad naval de los castellanos frente a los portugueses, entraban también, sin duda, proble­m as que la jerga de hoy en d ía llam aría «técnicos».

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Recordemos, por ejemplo, que incluso el «prim er modo» de Alonso de Cartagena, esto es, el que se ce­ñía a los restrictivos requisitos de la causa Fidei, no dejaba de com prender siquiera un cierto grado, por pequeño que fuere, de acción arm ada (ut cogal in fi­deles [...] quatenus d im ittan t libere predicatores in- gredi el predicare uerbum Dei, dicen las Allegaíiones, sin que ello im plique llegar al d rástico compelle eos intrare de la consigna evangélica). Esta obertu ra a cargo de los instrum entos de m etal, antes de d a r en­trada a los violines de la m elodía evangélica, que sin duda las tris tes experiencias im buidas en el ánim o de los canarios por el precedente del «salteo» hacían enteram ente previsible, al fin, como cualquier otra acción a rm ada —por d istin ta que fuese su inten­ción— se rem itía, por su índole de medio coercitivo, a la esfera del dom inio tem poral, con todos sus su­puestos, costum bres y estatutos. ¿Y quién podía, por ejemplo, prever, el alcance «necesario» a que podía llegar a se r llevada una determ inada acción, so pena de un desistim iento a medio trance, que cualquier alm a de soldado no podría m ás que rechazar como una especie de coitus interruptus? ¿Quién podía pre­decir o delim itar a p rio ri lo que tras un hecho de a r ­mas inaccesible a cualquier cálculo previo llegarían a arrogarse o se sentirían con derecho a exigir los com batientes? ¿Acaso no era de tem er que si tal he­cho de arm as alcanzaba una im portancia superio r a toda razonable previsión o exigía, por ejemplo, para verse afianzado y mantenido, la construcción de unas defensas o de una sim ple casa-fuerte, los com batien­tes prefiriesen ofrecer la hazaña a su propio sobera­no y ser loados, honrados y prem iados por él, antes que pensar que habían de m albara tar sus m éritos de sangre en beneficio de la soberanía de un rey ex­traño? (En la posibilidad de tal clase de episodios, cuyos agentes podían ser capitanes de más respeto y calidad que los aventureros del «salteo», debía de

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esta r pensando Alonso de Cartagena en la frase cu­yas últim as palabras he subrayado m ás arriba: «las islas Canarias no están ocupadas por ningún prín ­cipe católico o grupo de católicos alguno», con el fin de excluir, entre las razones a tribu idas a los po rtu ­gueses, no sólo las em presas directam ente reales, sino tam bién iniciativas todavía posibles desde los supuestos del Estado estam ental.) Así pues, bien pudo ser por estas o por o tras sem ejantes presun­ciones por donde la experiencia de las servidum bres inherentes al principio de dom inación acendrase en el ánim o de don Alonso de Cartagena la evidencia de la incom patibilidad de facto de las em presas ads­critas al título de la causa Fidei, legítim as en princi­pio para todo príncipe cristiano, con la seguridad de un dom inio tem poral sujeto a la soberanía y ju ris ­dicción de uno solo de ellos.

La im portancia in terna de las Allegaíiones en sí m ism as está en haber razonado por p rim era vez de forma explícita esta incompatibilidad; esto es, en ha­ber propugnado la necesidad de vincular la causa Fi­dei al dominio temporal. Pero una vez que es a quien tiene el dom inio tem poral, con el concom itante «de­recho de conquista» sobre toda la circunscripción pretendidam ente adscrita a ese dom inio —como el que la efectiva posesión de Lanzarote le confería a Juan II sobre todo el Archipiélago Canario todavía «por conquistar»—■, a quien corresponde com probar si las actuaciones de terceros hechas en nom bre de la causa Fidei cum plen las condiciones requeridas y si van o no en perjuicio de su dom inio tem poral, el resultado es que la causa Fidei no queda ya sola­mente vinculada al poder temporal, sino también, de modo inevitable, subordinada a él. En una palabra, se sienta el fundamento de algo que, en adelante, será definitivo y sustancial: la identidad política, respec­to de cada concreto territorio o demarcación m aríti­ma, entre los titulares del dom inio temporal y los

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gestores de la evangelización. No habría problem a alguno en que los agentes de una determ inada expe­dición fuesen extranjeros —como Colón, como Ves- pucci, que navegó una vez para Castilla y o tra para Portugal, o como M agallanes—, lo im portante sería que ya al zarpar de la metrópoli los eventuales logros de la em presa estuviesen previam ente com prom eti­dos, por capitulación o por contrato, con un deter­m inado soberano en cuanto a la adscripción del dominio y la jurisdicción temporales. En consecuen­cia el «prim er modo» de Alonso de Cartagena, esto es, el de la pu ra causa Fidei, podría sin duda subsis­tir como una motivación subjetiva, pero no tendría ya ninguna form a práctica de ejecución real, hasta el extremo de que en las dos Inter cetera de Alejan­dro VI se d ic ta ría que ni siqu iera los m isioneros pu­diesen, so pena de excomunión, pasar a las Indias sin perm iso de la reina de Castilla, al p a r que en la Piis fidelium , del m ism o papa, se les perm itiría ha­cerlo, siem pre que estuviesen autorizados por la rei­na, sin necesitar licencia de sus propios superiores.

En fin, la m encionada im portancia in terna de las Allegationes llegó a hacerse externa y operante no sólo por el inm ediato efecto que éstas hicieron en el ánimo del pontífice Eugenio IV, quien en la bula Du- dum cum ad nos, de 1436, reservó explícitam ente para el rey de Castilla el derecho al dom inio tem po­ral sobre todo el Archipiélago Canario (y es de no tar el carác ter exclusivam ente tem poral, ajeno a cual­quier clase de consideraciones religiosas, de las ex­presiones concernientes: ... et ex eis [Litteris, o sea bula33 —ablativo] sequi iuris sui d im inutionem [...] ñeque etiam uellem us in aliquo prejudicare iuribus tuis [esta segunda persona es el rey de Portugal]...) y aun lo confirm ó en la Rex regum, de 1443, sino m ás

33 . In c lu so p a ra re ferirse , com o aquí, a una so la b u la se u sa b a el p lu ra l litterae.

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todavía por el hecho de que el precedente de estas bulas extendiese sus criterios a un ámbito geográfico de m agnitud todavía absolutam ente inim aginable; ám bito con respecto al cual serían referidos, cien años más tarde, por el propio Vitoria, que alude casi sin duda a Eugenio IV y con toda seguridad a Nico­lás V cuando en el núm ero 10 de la Tercera Parte de sus «Relecciones» dice:

«Segunda conclusión. Aunque esto sea común y per­tenezca a todos los cristianos, pudo, sin embargo, el Papa [aquí, evidentemente, no puede referirse sino a Alejandro VI y tal vez también a Julio II] encomen­dar esta misión a los españoles y prohibírsela a to­dos los demás. / Y esto se prueba porque, aunque el Papa no sea señor temporal, como arriba queda di­cho, tiene, sin embargo, potestad sobre las cosas tem­porales en orden a las espirituales, y, por lo tanto, como corresponde al Papa procurar la difusión del Evangelio en todo el mundo, si para la predicación del Evangelio en aquellas provincias tienen más facili­dades los príncipes de España, puede encomendársela a ellos y prohibírsela a todos los demás. Y no sólo pue­de prohibir a estos últimos la predicación, sino tam­bién el comercio, si esto resultara conveniente para la difusión de la religión cristiana, puesto que puede disponer de las cosas temporales según convenga a las cosas espirituales. [...] Ahora bien, parece que es en absoluto conveniente, ya que si de otras naciones cristianas concurriesen indistintamente a aquellas provincias, seria fácil que mutuamente se estorbasen y que surgiesen conflictos [subrayado mío] que pertur­barían la tranquilidad y obstaculizarían el asunto de la fe y la conversión de los bárbaros. [...] Y de la mis­ma manera que, para conservar la paz entre los prin­cipes cristianos [subrayado mío] y extender la religión, pudo el Papa [aquí sí que parece referirse por lo me­nos a Eugenio IV y a Nicolás V] distribuir las provin­cias de los sarracenos entre los dichos príncipes, de modo que ninguno se inmiscuyera en la parte asigna­da a otro [subrayado mío], puede también nombrar

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príncipes [sic; tal vez haya aquí un error de traduc­ción, que, no disponiendo ahora del original latino, no puedo comprobar] en bien de la religión, sobre todo en donde no hubo nunca príncipes cristianos».

Como puede observarse en las frases subrayadas por mí, aún aquí resonaban los ecos de las Allega- tiones, si no directam ente, sí al menos a través del efecto que tuvieron en las bulas de los papas de la época, en cuanto a vincular y aun subordinar, mal que les pesara, la causa Fidei a los prepotentes con­dicionam ientos del dom inio tem poral. No im porta que Vitoria argum entase el asunto —sin duda alguna con toda buena fe— so color de protección de la cau­sa Fidei y no de los intereses del poder tem poral, pues al fin era la universalidad de la causa Fidei («aunque esto sea común y pertenezca a todos los príncipes cristianos», son sus palabras) la que se do­blegaba a las servidum bres particu la ris tas de la dominación («sería fácil que m utuam ente se estorba­sen y surgiesen conflictos» ... «para conservar la paz entre los príncipes cristianos» ... «de modo que nin­guno se inmiscuya en la parte asignada a otro») y és­tas las que decidían la necesidad de la exclusiva no sólo de la evangelización sino tam bién del comercio. Tal vez en ningún otro punto podría m ostrarse tanto como en este la clarividencia de García-Gallo al re­considerar el Descubrim iento de Colón y las bulas alejandrinas que a él se referían bajo el punto de vis­ta no ya de un comienzo, sino de una continuación, y en concreto de la querella naval castellano-portu­guesa sobre el dom inio del Atlántico, puesto que las «Relecciones» de V itoria fueron escritas, por lo vis­to, nada menos que en 1532, y hechas públicas tan sólo en 1539.

Nicolás V, sucesor de Eugenio IV en el solio de San Pedro, fue m anifiestam ente uno de los muchos ena­m orados antiguos o m odernos, públicos o privados,

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declarados o secretos —y entre ellos, singularm en­te, los reyes de Portugal: su propio herm ano Don Duarte y su sobrino Don Alfonso V—, que acertó a ganarse, no sabem os si por virtud o por belleza, pues propio del am or es justam ente trocar toda belleza por virtud, el infante don Enrique el Navegante, con la audaz y ligera gracia de sus velas, henchidas, tanto o m ás que por el viento, por el célebre lema: Viure non necesse, nauigare necesse! Con todo, sin dejarse cegar por el amor, hay que reconocer que no todos los encarecim ientos que, en su bula Roma- nus Pontifex, del 8 de enero de 1455, Nicolás V pro­diga sobre la persona y la acción de Don Enrique suenan bien a nuestros oídos de hom bres del si­glo X X , que no sólo hemos repudiado el contubernio de la Cruz con la E spada sino que conocem os ade­más la terrib le tragedia que gracias a las navegacio­nes iniciadas por el infante em pezaría a caer, aunque bastantes años después de su muerte, sobre el Áfri­ca negra, cuando el D escubrim iento de Colón hicie­se reflorecer, bajo los auspicios de la fe de Cristo, el tráfico de esclavos hasta un grado de inhum anidad desconocido incluso en los im perios de la antigüe­dad pagana y, ya en los siglos X V II y X V III , en cuan­to al núm ero de «piezas» —que así eran designadas las unidades de aquella mercancía viviente—> en can­tidades nunca alcanzadas siquiera en los momentos de mayor auge del Im perio Romano. Así, entre esos encomios, ofende de modo especial nuestros oídos el siguiente: Christi miles, ipsiusque Fidei acerrimus ac fortissim us defensor et intrepidus púgil («Solda­do de Cristo y aceradísim o y fortísimo defensor y va­leroso boxeador de su Fe»). Dicho lo cual, vengamos a lo que aquí im porta señalar de la bula en cuestión. En p rim er lugar, m arca como ninguna o tra bula an te rio r la exclusiva de los portugueses sobre «lo descubierto y lo por descobrir» en el Atlántico orien­tal y m eridional (aunque aún, naturalm ente, no se

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im aginaba la existencia del Brasil), usque ad Indos («hasta los indios» y, po r supuesto, los de la India propiam ente dicha, pues ya sí se pensaba, por el con­trario, en el posible rodeo por el su r de África, aun­que no se tuviera idea de cuán lejos estaba); exclusiva que im porta por tres cosas: 1.a, porque lo es frente a cualesquiera otros cristianos; 2.a, porque la defini­ción de éstos perm ite casi excluir la posibilidad de a tribu ir al azar su semejanza, aun a despecho de no­tables variantes, con la letra de una enum eración equivalente —aunque m ucho m ás breve— de los ex­cluidos, esta vez, en favor de la reina de Castilla y respecto de las islas descubiertas por Colón, espe­cialmente en la segunda Inter Cetera de Alejandro VI; y 3.a, porque, al extenderse la exclusión no sólo a la conquista y a la navegación sino tam bién a la pesca y al com ercio incluso de las cosas perm itidas (las prohibidas a todos eran ya de m ucho antes el hierro, las arm as y toda suerte de cosas ú tiles a la navega­ción, como cuerdas, m adera y todo género de apare­jos, ya que tal prohibición había sido pensada contra los sarracenos), la bula m uestra también el preceden­te del más a rrib a transcrito parágrafo núm ero 10 de la Tercera Parte de las «Relecciones sobre los indios» de Vitoria. O tra cosa im portante de esta bula está en el hecho de que aun para la concesión de una ex­clusiva de sem ejante alcance y m agnitud Nicolás V supo ingeniárselas hábilm ente para hacerlo sin ne­cesidad de recu rrir al que m ás a rriba he llam ado «programa máximo» de E nrique de Susa —esto es, el que hace al papa señor tem poral de todo el orbe tanto cristiano como por cris tian izar—; y no es pre­ciso explicar aquí el recurso al que se acoge, pues es el que ya hemos visto escuetam ente definido por Vi­toria en el parágrafo citado: «Aunque el papa no sea señor tem poral [...], tiene, sin embargo, potestad so­bre las cosas temporales en orden a las espirituales», donde, por cierto, tal vez, pueda oírse resonar un eco

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de la antigua doctrina de la ratio peccati, form ulada en la época de las llam adas luchas entre el Ponti­ficado y el Im perio y usada, por ejemplo, por Ino­cencio III en su decretal Nouil lile, de 1204, para conm inar a Felipe Augusto, ratione peccati («por ra­zón del pecado», por la cual, siendo el pecado m ate­ria de sus atribuciones espirituales, siem pre que éste mediase podía el papa intervenir en cuestiones tem ­porales), a avenirse a las reclam aciones de Juan Sin- Tierra, en la m edida en que éste las fundaba en un pecado de perju rio por parte de Felipe Augusto. Ale­go la conjetura de este fundamento, po r cuanto se­ría harto extraño que el tom ista Francisco de Vitoria pudiese haberse arrim ado en algún punto a las doc­trinas del Ostiense, contem poráneo y adversario de Tomás de Aquino. Finalmente, la bula que vengo co­m entando lleva ya sin rebozo hasta el extrem o máxi­mo posible la anticipación abstractiva del derecho de dom inio sobre lo «por descobrir». Y así Nicolás V declara que las facultades otorgadas en su an terio r bula Diuino amore com m uniti, de 1452, quiere que «se extiendan tanto a Ceuta y las tierras allí citadas como a cualqu ier o tra adquirida antes de la conce­sión de dicha bula y a aquellas provincias, islas, puer­tos, m ares cualesquiera que en el futuro, en nom bre del dicho rey Alfonso V y de sus sucesores y del In­fante [el infante don Enrique el Navegante, por su­puesto, que sería superio r a sus fuerzas dejar de nom brar una vez más], en esta y en o tras partes c ir­cundantes y en las últim as y m ás rem otas, puedan adqu irir de los infieles o paganos...».

A pesar del carác te r infam ante que tuvo la disolu­ción de la Orden del Temple, en 1311, parece ser que la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, fundada, como se ha dicho m ás arriba, en Portugal y en 1319 por un grupo de tem plarios huidos o dispensados de la quema, logró conservar al m enos una parte de las enormes riquezas confiscadas a la vieja orden disuel­

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ta, con cuyas rentas y muy probablem ente por ges­tiones del infante don Enrique el Navegante (regidor y gobernador de la Ordem de cavalaña de Jesu Chris­to, según García-Gallo, o ecónomo de la misma, se­gún Konetzke, sin que ni lo prim ero ni aun menos lo segundo deba confundirse, según creo, con el cargo supremo de «maestre»), se financiaron, siquiera en gran medida, las expediciones navales portuguesas. En agradecimiento, pues, a este apoyo m onetario y a la participación personal de los caballeros de la o r­den en las d istintas em presas terrestres o m arítim as del reino, el rey Don Alfonso V, por carta de donación, otorgada con fecha del 7 de junio de 1454, concedió a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo todas las a tri­buciones propias de a spiritualidade —esto es, inclu­so aquellas que habrían correspondido a lo que en la jerga eclesiástica se llama «el ordinario»— en to­dos los territorios e islas de ultram ar, excluida, na­turalmente, Ceuta, que ya tenía su diócesis, así como las Azores y, verosímilmente, Madeira.34 No sería, sin

34. «Porem, consirando Nos como com algíias despensas da dicta Ordem de cavalaria de Jesu Christo, e por contémplamelo sua, a dita conquista joy proseguida e comentada, razotn nos pareceo a ella pertencera spiritualidade das térras conquistadas. E por tanto, que- rendo Nos satisffazer ao que devenios ao todo poderoso Deus das hostes, senhor dos vencimentos, de cuja mao recebemos o princi­pado e esta nova Vitoria, queremos e outorgamos, quanto con di- reito podemos, que a dita Ordem de Jesu Christo, per o dito lijante e pollos administradores que depois delta veerem, para todo sem- pre aja daquellas pravas, costas, ilhas, térras conquistadas e por conquistar e de Gazulla, Guinea, Nubia, Ethiopia e per quasquer outros nomes que sejain chamadas, toda espiritual aaministragom e jurisdifom. assi como ha en Thomar, que he cabera da dita or­dem, aa qual as ditas térras, assi como a nembros de novo encor- porados e ajumados, devem seer anexas. E ja<;a prover aqueles poboos que conquistados jorem, de pregadores e reitores que llie ministrent os eclesiásticos sacramentos. E por que o Padre Sáne­lo se ja mais ligeiramente demovido a esto outorgar, comoquer que a cousa em si tam honesta e tam piedosa se ja, que sem tongas pre- zes devía ser impetrada, pois justamente se pode outorgar e sem alheo poerjoizo, a Nos praz porem de noleficar ao dito Santo Pa­dre este nosso aprazimiento e consentimento, e de suplicar muy humidosamente a sua Sanctidade, que ho queira assi outorgar...».

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embargo, Nicolás V quien ratificase y consagrase se­m ejante exclusiva, sino su sucesor en el solio ponti­ficio, Calixto III, quien lo hizo en su bula Inter celera (primera de este nombre y a no confundir con las dos bulas hom ónim as de Alejandro VI) del 13 de marzo de 1456, y de la que creo oportuno destacar los pa­sajes siguientes:

«... decretamos, estatuimos y ordenamos a perpe­tuidad: que lo espiritual y la plena jurisdicción ordi­naria [subrayado mío], el dominio y la potestad ceñida a lo espiritual, en las islas, villas, puertos y lugares desde los cabos Bojador y Nam [síc, por "Num”] has­ta toda la Guinea y más allá por las playas meri­dionales hasta los Indios ganados y por ganar, cuya ubicación, número, calidad, nombres topónimos,35 lí­mites y lugares queremos que se tengan por expresa­dos [original latino: pro expressis haberi uolumus]en la presente bula [subrayado mío], correspondan y per­tenezcan a la Milicia y Orden [se sobrentiende a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo] perpetuamente en el futuro [...], de tal forma que el prior mayor [ori­ginal latino prior maior, supongo que designando así al maestre] que en cualquier tiempo tuviere la dicha Orden Militar, todos y cada uno de los beneficios eclesiásticos, con cura o sin cura de almas, ya secula­res como de cualquier orden regular, fundados e ins­tituidos o que se funden e instituyan [subrayado mío], en las islas, tierras y lugares citados [...] los confiera y provea. Así también pueda proferir excomuniones, suspensiones, privaciones y otras censuras y penas eclesiásticas [...] Y todo lo demás y cada cosa que los ordinarios [subrayado mío] de los lugares en que tie­nen potestad espiritual pueden y suelen hacer, dispo­ner y ejecutar, por derecho o costumbre, de la misma

35 . O rig in al latino: uocabula designationes, don de no creo que haya e rra ta , s in o una in frecu en te pero no im p o sib le d eterm in a­ción por ap osición , donde se pretende, evidentem ente recoger las p a la b ra s de la con cesión de A lfo n so V: «e p er q u a sq u e r o u tro s nom es qu e se jam ch am ad as» (véase la nota anterior).

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manera y sin ninguna diferencia, pueda y deba [se so­brentiende que el prior mayor de la Orden] disponer, ordenar y ejecutar. [...] Y decretamos que las islas, tie­rras y lugares ganados y por ganar [se sobrentiende que de la zona definida, aunque en gran parte a cie­gas, más arriba] estén fuera de toda diócesis [subra­yado mío] y que sea nulo y sin efecto lo que cualquier autoridad pudiese atentar contra ellos a sabiendas o por ignorancia».

Lo interesante y hasta clam oroso de este pasaje está no sólo en el alcance absoluto de la exclusiva de a spirilualidade que en él se otorga a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, dándole todas las a tr i­buciones de «los ordinarios», y acaso (aunque no ten­go ahora docum entación a m ano para asegurarlo) superándolas, en tanto que com prende potestad so­bre las propias órdenes regulares, que, si no me equi­voco, solían gozar de una cierta autonom ía respecto de los ordinarios diocesanos —cuya posible in ter­ferencia se preocupa, por o tra parte, de declarar expresam ente nula y sin efecto—, sino tam bién en llevar la anticipación abstractiva sobre lo «por des- cobrir» hasta el extrem o de extenderlo tan a ciegas como com porta el dar por expresados —y por tanto, sujetos al privilegio de la bu la— aun los propios nom bres topónim os de tierras, islas o lugares cuya m ism ísim a existencia —amén de la ubicación, los lí­mites, la extensión y el núm ero— estaba todavía en las tinieblas de lo desconocido; anticipación que im­porta además especialmente por el correlato que ten­drá, en este caso ya a favor de la reina de Castilla, en las bulas alejandrinas.

En cuanto al sucesor de Calixto III en el pontifi­cado, Pío II (Enea Silvio Piccolomini, 1458-1464), ya he m encionado una bula del 7 de octubre de 1462 —cuya denom inación no he podido averiguar— con­tra el «salteo», de la que ahora me lim itaré a comen­ta r que, en la medida en que com porta, junto con las

precedentes de Eugenio IV, un deseo de protección de pueblos infieles —naturalm ente, no sarracenos—•, puede tal vez se r considerada como un antecedente remoto de la Sublim is Deus de Paulo III, que ya nos dará más adelante no poco qué hablar. Paulo II (Pie- tro Barbo, 1464-1471) no hizo, al menos que yo sepa, novedad alguna en la querella que traem os en cues­tión.

Las nalgas que después de las de Paulo II tuvie­ron el valor de aposentarse en el ya gélido, ya ardien­te, ya blando, ya espinoso, ya, en fin, ¿por qué no decirlo?, inicuo o verdadero, aunque raram ente, san­to Solio de San Pedro fueron, como es sabido, las de Sixto IV (Francesco della Rovere, 1471-1484). Este pontífice, tío del m ucho m ás famoso Julio II (Giula- no della Rovere, 1503-1513), ya ha dado motivos para salir a relucir m ás a rriba y po r dos veces: la prim era, por su bula Exigit sincerae, del prim ero de noviem­bre de 1478, en la que concedió a doña Isabel de Tras- tam ara y a don Francisco Jim énez de Cisneros la creación del Santo Oficio de la Inquisición, sujeto al poder real e independiente de los ordinarios diocesa­nos, y del que aquí no se va a volver a hablar; la se­gunda, por la bula Aeterni Regis, del 21 de junio de 1481, ya m encionada por contenerse en ella la ra­tificación de la Capitulación de Las Alcágovas, del 4 de septiem bre de 1479 (con que se concluyó la gue­rra civil por la sucesión de la Corona de Castilla, que fue tam bién guerra castellano-portuguesa, al haber­se unido con apoyo de arm as Alfonso V de Portugal a los parciales de la Beltraneja), aunque tan sólo en lo que concernía a la querella naval sobre el dominio del Atlántico entre Castilla y Portugal. Sobre esta bula hay que decir todavía una palabra más. En p ri­m er lugar, aunque reconozca —por atenerse a lo ca­pitulado en Las Alcágovas— el derecho de Castilla sobre las islas del Archipiélago Canario «conquista­das y por conquistar», lo hace (tal vez por haberse

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entrom etido en el interim una vacilante concesión de Enrique IV de Castilla a los portugueses sobre la Gran Canaria, en 1455, de la que, no obstante, se ha­bía retractado tres años después, antes de que los be­neficiarios hubiesen em prendido acción alguna) sin recordar la Dudum cum ad nos de Eugenio IV, y sólo como una reserva en favor de Castilla, en medio de una ratificación de la exclusiva de los portugueses sobre el Atlántico m eridional y todas las costas a fri­canas, reproduciendo incluso varios capítulos tanto de la Rom anas Pontifex de Nicolás V como de la In­ter cetera de Calixto III, que ya se han comentado. En segundo lugar, cosa mucho m ás importante, sien­ta el precedente de una «línea de demarcación», aunque esta vez en la dirección de los paralelos y —probablem ente debido al hecho de que los po rtu ­gueses ya habían entrado en el golfo de Guinea, ha­bían fundado los asentam ientos de El Mina y de Fernando Poo (por su descubridor Fernáo do Po) y estaban a punto de a lcanzar la desem bocadura del Congo— con singular olvido del Atlántico occiden­tal, pues las navegaciones, que se habían movido en un principio de norte a sur, parecían llam arse cada vez m ás hacia oriente tras la en trada en el in­menso golfo de Guinea y seguían en su em peño de buscar la vuelta de África hacia el Oceáno índico. En tercer lugar, como detalle curioso, la bula no hace mención alguna de la reina Isabel de Castilla y mien­ta únicam ente a su esposo Don Fernando y, por aña­didura, bajo el solo título de ¡rey de Castilla y de León! No se d iría sino que el vino con que sobrelleva­ba sus fatigas el alto funcionariado pontificio pega­ba un poquillo más de lo que acaso fuera conveniente para las responsabilidades de tan santísim a canci­llería.

En cuanto a Inocencio VIII (G iam battista Cibo, 1484-1492), ya ha quedado dicho en su lugar cómo al otorgar, por la bula Orthodoxae fidei, de 1486, el

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patronato real sobre el reino de Granada, ya bastan­te adentrada la conquista, pudo con tribu ir no poco a la desventura de los moros, y cómo, sobre todo al hacerse extensivo a las Canarias, adm ite tal vez ser considerado com o un precedente y un ejem plo para el futuro patronato indiano.

Aunque parece ser que no ha podido averiguarse ni por quién ni exactamente cuándo —se supone que a últim os de m arzo de 1493 como lo m ás pronto o a m ediados de abril del m ismo año como lo m ás tarde— fueron solicitadas en la Santa Sede las céle­bres «bulas alejandrinas», o, m ás exactamente, las tres prim eras de ellas, por los procuradores de la rei­na de Castilla, lo que sí, en cambio, parece por lo me­nos bastante atestiguado es que las relaciones entre don Rodrigo de Borja y doña Isabel de Trastam ara no atravesaban, por aquellas fechas, ningún perío­do precisam ente idílico. Ésta, en efecto, no bien aquél hubo sentido caer sobre sus sienes, el 26 de agosto de 1492, el santo peso de la tiara pontificia, y repu­tando acaso que como súbdito al fin de la Corona de Aragón y por lo tanto de su propio m arido Don Fer­nando, cuyo reinado com partía, no dejaría de m os­trarse propicio a sus deseos, no se había dem orado m ucho tiempo, al parecer, en hacerle llegar, con to­dos los respetos, su disgusto de fidelísim a cristiana e hija de la Santa Madre Iglesia por la tolerancia que en los Estados Pontificios se guardaba para con los judíos —cuya com unidad rom ana no había dejado de acud ir a p resen tar sus respetos al nuevo papa a raíz de su coronación— y su piadoso deseo de que al menos los falsos conversos em igrados de Castilla, sustrayéndose al celo de la Santa Inquisición, fue­sen perseguidos o quizá incluso extraditados; pero Alejandro VI no había prestado oídos a tan c ris tia ­na insinuación. Hay que decir que en esto el papa no hacía sino seguir una tradición rom ana an terio r al Cristianismo, cuyo origen (según el excelente li-

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bro de José M ontserrat Torrents, La sinagoga cristia­na, M uchnik Editores, Barcelona, 1989) se rem onta­ba nada m enos que al año 48 antes de C., cuando César, tras la victoria de Farsalia, y atravesando, en persecución de Pompeyo, S iria y Palestina, de cam i­no para Egipto, recibió en sus huestes el apoyo de tres mil m ercenarios judíos; y, m ire usted por dónde, de ahí que fuese César el que inauguró los privi­legios de que, frente a todas las restantes religiones no oficiales del imperio, gozarían —con pequeñas excepciones— los judíos de todos los territo rios im­periales hasta la sublevación de Bar Kosiba (132-135 después de C.), salvo, naturalm ente, los de la propia Judea, siendo así que ni siquiera la destrucción de Jerusalén en el 70 aparejó hostilizaciones para las com unidades de la diàspora, que, gracias al intenso proselitismo de las sinagogas entre hombres de otras razas, habían llegado a alcanzar, según algunos, has­ta el diez por ciento —o sea entre seis y siete m illo­nes de personas— de la población total del Im perio Romano (por lo demás, ya Octavio Augusto, en su Lex Iulia de Collegiis, había confirm ado y ratificado el singular privilegio de que gozaba, en exclusiva, la re­ligión judaica). Así que nada menos que el respeto hacia esta tradición precristiana de tolerancia para con los judíos a la que Roma había sabido casi siem ­pre hacer honor era, jun to con otros, el motivo de la tirantez reinante entre Alejandro VI y la reina de Castilla cuando los procuradores o em isarios de ésta acudieron ante el papa con las nuevas del afo rtu ­nado viaje de Colón y con la correspondiente peti­ción de bulas capaces de asegurar —naturalm ente frente a los portugueses— sus descubrim ientos. No parece, así pues, aventurado a trib u ir en algún gra­do a un sentim iento de deuda por aquella negativa y a un deseo de congraciarse con la reina de Castilla la prontitud con que Alejandro VI satisfizo esta vez cum plidam ente sus dem andas.

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De esta m anera, en la segunda quincena de abril de 1493 la cancillería pontificia se apresuró a redac­ta r las tres prim eras bulas en favor de la reina de Castilla con respecto al D escubrim iento de Colón, esto es, la prim era Inter cetera (naturalmente, alejan­drina y a no confundir con su hom ónim a calixtina de 1456), la Exim iae deuotionis (ambas datadas con fecha 3 de mayo) y la segunda Inter cetera (datada con fechá 4 del m ism o mes y año). Y en este punto es donde la propia argum entación de García-Gallo perm ite m ejor ju stifica r mi aserto sobre el carác­ter genéricam ente arb itra l de las sucesivas actuacio­nes pontificias; pues, en efecto, en el parágrafo 110 de su estudio (págs. 428-429 de la edición citada) esta­blece un paralelo, fundado en gran m edida en la letra m ism a de los textos, en tre estas tres prim eras bulas alejandrinas a favor de Castilla y o tras tan tas bu­las que él llam a «portuguesas», esto es, la Rom anus Pontifex de Nicolás V, la In ter cetera de Calixto III y la Aeterni Regis de Sixto IV. Si, tal como, por lo demás, resulta, expressis uerbis, de la letra m ism a de las bulas, la intención de Alejandro VI era, efec­tivamente, favorecer a la reina de Castilla con be­neficios com pensatorios equivalentes a los que esos tres papas anteriores se habían dignado conceder al rey de Portugal, no me parece im propio caracterizar como arb itra l una actuación tendente, al fin, a m an­tener el equilibrio, y con éste la concordia, entre aquellos dos príncipes cristianos por entonces igual­mente interesados en la navegación, exploración y dom inio del Atlántico. Con todo, he de decir que García-Gallo fuerza tal vez un poco el paralelism o entre las dos ternas de bulas, según el orden por el que van citadas, pues, en efecto, si nada hay que ob­je ta r al que establece entre las dos prim eras y las dos terceras de las ternas respectivas, calificando aquéllas como de donación y éstas como de dem ar­cación, no parece tan claro que el rasgo común al par

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formado por las dos segundas, o sea por la Inter cete- ra calixtina y la Eximiae cleuotionis de Alejandro VI, sea el de concesión de privilegios. La Inter cetera calixtina reproduce íntegram ente la Rom anus Pon- tifex de Nicolás V, pero respecto de ella se lim ita a añadirle, para da r m ás firm eza a su vigencia, su «confirmación apostólica» (texto latino: pro illorum [Litterae=bula] subsistentia firm iori robur aposti- lic[a]e confirm ationis adiicere), pero de lo que Calix­to III pone de verdaderam ente suyo y añade como nuevo en esta bula, o sea, nada menos que de la con­cesión de la m ás plena y rigurosa de las exclusivas de a spiritualidade para la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, nada hay en la Exim iae deuotionis de Alejandro VI que pueda, ni de lejos, considerarse como algo equivalente. En realidad, la única bula que podría tomarse, m utatis m utandis, por correlato de la In ter cetera de Calixto III sería, en cualquier caso, la Piis fidelium de Alejandro VI, de fecha 26 de junio de 1493. «En realidad esta bula —dice de ella García-Gallo— carece de interés directo para el pro­blem a de la concesión de las islas y tierras descu­b iertas a los Reyes Católicos, pues no alude para nada a la concesión ni a los derechos de cualquier clase que los citados príncipes pudiesen tener sobre ellas»; mas, com oquiera que lo que aquí, en cambio, interesa es la subordinación de la causa fidei al do­minio temporal, ha de ser justam ente la Piis fidelium la que pongam os en correlación e incluso, como ve­remos, en contraste, con la Inter cetera de Calixto III. En cuanto a la Exim iae deuotionis, por no dejarla atrás, tal vez la pista para dar razón de su motivo esté —naturalm ente de en tre lo que no es repetición de la Inter cetera del m ism o día— en dos puntos preci­sos en que la variante respecto de ésta en el texto de la Eximiae consiste exclusivamente en introducir en medio de dos frases idénticas en todo lo demás una mención explícita de las bu las concedidas a los re­

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yes de Portugal. Así, donde la In ter cetera del 3 dice: huiusm odi óm nibus et singulis gratiis, priuilegiis, exemptionibus, libertatibus, im m unita tibus et indul- tis huiusm odi, quorum om nium tenores ac si de uer- bo ad uerbum presentibus inseretur, la variante de la Eximiae consiste en in troducir entre im m unitatibus y et indultis la palabra litteris (o sea «bulas», pues en este caso hay que entender que vale por plural), y entre e[ indultis y huiusm odi las palabras Regibus Portugalliae consessae, y donde la In ter cetera del 3, más adelante, dice: non obstantibus constitutioni- bus et ordinationibus apostolicis, necnon óm nibus illis quae in litteris desuper editis concessa sunt, non obstare caeterisque contrariis quibuscum que, la va­riante de la Exim iae consiste en su stitu ir las pa­labras desuper editis, que siguen a litteris por las palabras Portugalliae Regibus concessis huiusm odi. En una palabra, basta con estas dos variantes para suponer, sin apenas tem or a equivocarse, que la in­tención de la Eximiae deuotionis era com pletar la equiparación de los privilegios concedidos a Casti­lla con los que ya tenía, por sus propias bulas, Por­tugal y, sobre todo, hacer constar la no obstancia de la que éstas pudiesen contener en menoscabo de Cas­tilla. Si la In ter cetera del 3 ya había com parado a am bas coronas, igualando elogiosam ente los m éri­tos de una y otra, para acabar expresando la volun­tad de conceder a Castilla los mismos privilegios que había concedido a Portugal, había omitido, sin embargo, hacer mención explícita de las «bulas por­tuguesas», cosa que debía de haber encarecido ex­presamente, y sobre todo en cuanto a la no obstancia de lo que en el contenido de éstas pudiese dism inuir el de las suyas, la reina de Castilla en sus instruc­ciones a sus procuradores ante la Santa Sede, pues, acaso con toda razón, debía de considerar ju ríd ica­mente m ás operante y determ inativo que se dijese literalm ente «todo cuanto contengan las bulas con­

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cedidas a los reyes de Portugal» a que se hiciese men­ción, todo lo descriptiva que se quiera, de los conteni­dos, pero sin rem itirse de m anera explícita a los documentos mismos, ni siquiera como Utreras desu- per editas («bulas anteriorm ente libradas»), o sea, asi, vagamente, sin mención nominal de los destinatarios, es decir, de los reyes de Portugal. ¡Pues buena era la Trastamara para que aquellos borrachínes mestureros de la curia vaticana tratasen de colarle vaguedades!

Volviendo ahora a la Piis fidelium , he dicho antes que ésta sería, en todo caso, la que pueda ponerse en relación con la Inter cetera calixtina, por cuanto una y o tra conciernen a las cuestiones espirituales, pero tam poco es necesario hacerlo porque haya que empatar, como se em peña García-Gallo, con un tan ­teo de 3 a 3 el partido Castilla-Portugal; más bien creo que el in terés de com pararlas no está en las si­militudes sino en las diferencias. El rasgo general de tales diferencias podría tal vez describ irse diciendo que m ientras el tono de la In ter cetera evoca todavía un ambiente de Cruzada, en el de la Piis fidelium ese am biente se ha transfigurado en el de Misión.36 En

36. Un am igo a qu ien he d a d o a leer e s ta s p á g in as h asta donde term ina el exam en de las Atlegaliones de A lonso de C artagena me ha su g e rid o que leyese dos breves com en tario s, e l uno del d octor R ich ard Konetzke y el o tro del d octor H aroid B. Jo h n so n Jr . —am b o s p u b licad o s com o ap én d ices (I y 2) en el libro de L ew is H anke La humanidad es una, Fondo de C u ltu ra E con óm ica, tra­d ucción de Jo rg e A ven d añ o-In estrillas y M arg arita Sep ú lved a de B ara n d a , M éxico D.F., 1985, y que yo d e sco n o cía —, que m e s ir ­ven para ju s t i f ic a r y p re c is a r el uso qu e aq u í se hace ele la s p a la ­b ras « C ru zad a y M isión». En cuanto a la a firm a c ió n de Konetzke de qu e no debe co n fu n d irse la idea de «R econ q u ista con la idea de C ru zad a», estoy su sta n c ia lm en te de acu erd o (y au n yo m ism o he señ a lad o m ás a r r ib a los p e cu lia re s rasg o s de m utuo recon oci­m iento ju ríd ico-po lítico entre príncip es c ris tian o s y príncipes m a­h om etanos con lo s que, aun dentro del su p u esto de una m utua enem istad p ro lo n g ad a sine die, las re lac io n es de la llam ad a «R e­conquista» con tradecían la ¡leg itim ación del derecho tem poral de los príncip es in fie les característica de las Cruzadas); pero Konetz­ke o lv id a, en p r im e r lugar, e l g ran c a m b io de esta actitu d entre moros y cristianos cuan d o no se tra ta b a ya de m oros esp añ oles,

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efecto, m ientras la In ter cetera calix tina aparece re­corrida de parte a parte por un aliento de rigor y de severidad, tanto en el énfasis con que, como querien­do reforzar la au toridad otorgada, declara la total y absoluta exclusiva jurisdiccional de cuanto concier­na a la gestión de a spiritualidade en favor de la Or- dem de cavalaria de Jesu Christo, como en la índole de las atribuciones que m ás se esm era en detallar, cual si los propios cristianos recibiesen sobre sí mis­mos el reflejo del fu ror an tisarraceno inherente a la idea, todavía predom inante, de Cruzada («Así tam ­bién pueda p roferir excomuniones, suspensiones, privaciones e interdictos y o tras censuras y penas eclesiásticas cuan tas veces sea necesario y en cual­quier m om ento que lo exija la situación de las cosas y la calidad de los negocios»), por el contrario, la Piis fidelium , expedida con la fecha de 26 de junio de 1493, y, p o r lo tanto, con la C ristiandad todavía

sin o de in vasio n es a fr ic a n a s com o la de los a lm o rá v id e s o la de los a lm o h ad es (frente a la c u a l se fo rm ó una co a lic ió n c ris t ia n a integrada no só lo por los reyes de C astilla , N a v a rra y Aragón sino tam bién por m uchos c a b a lle ro s eu ropeos qu e acu d iero n de Fran ­c ia y o tros pa íses, y p a ra la cual el p o n tífice Inocen cio III exp i­dió una b u la con los p r iv ile g io s de S a n ta C ru zad a) y, en segu ndo lugar, que las g u e rra s p o rtu g u esa s con tra los sa rra c e n o s del Ma- greb, co ro n ad as p o r la co n q u ista de C eu ta en 14 15 y p ro seg u id as, aunque con m ás fra c a so s qu e éxitos, por b astan tes años después, sí qu e tu vieron p lenam ente el c a rá c te r de C ru z a d a (y p a ra com ­pro b arlo b asta leer la s exp resion es ferozm ente a n tisa rracen as de las b u las Diuino amore communili y Romanus Pontifex del Papa N ico lás V). En cuanto a la co n q u ista de G ran a d a , tal vez fu e de este precedente portugués de lo que supo hábilm ente aprovecharse e l con de de T end illa p a ra ven d erle a Inocen cio V III p o r C ru zad a lo qu e no era , en verdad, sin o el ú ltim o ep iso d io de la llam ad a R econ quista , au n q u e tam bién pudo co n tr ib u ir a e llo un s iem p re e sca so y vacilan te ap oyo a los m oros gran a d in o s p o r p arte de los turcos. H asta ah o ra tenem os, pues, só lo dos co sas, C ru zad a y R e­con qu ista , qu e au n q u e puedan in te rfe r irse en o casion es, se d is ­tinguen bien. L a te rce ra cosa qu e fa lta tod avía es la qu e tom a el nom bre de M isión ; p a ra qu e ésta se dé en sentid o pro p io son ne­c e sa rio s a l m enos d o s factores: 1.°, q u e el in fie l a l qu e se re fiere se halle, frente a lo s sa rra ce n o s —con un g rad o de institu cionali-

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arrobada por el desventuradam ente efím ero em­beleso del «Sin-seta» del p rim er viaje colombino, otorgando respecto de las «tierras e islas» recién descubiertas por Colón, a petición de los reyes «de Castilla y de León, de Aragón y de Granada», y a fa­vor de fray Bernando Boil, vicario de la Orden de los Mínimos «en los reinos de las Españas», atribucio ­nes prácticam ente tan om ním odas en la gestión de las cosas esp irituales como las que la repetida bula de Calixto III había otorgado a la Ordem de cavala- ria de Jesu Christo, aunque, a diferencia de ésta, sin tan siquiera preocuparse de hacer mención alguna de una exclusiva equivalente, se expresa en tonos que evocan un am biente diam etralm ente opuesto: el que antes, por oposición al de «Cruzada», he lla­mado de «Misión»; baste para m ostrarlo el pasaje que por referirse a las atribuciones respecto de los propios cristianos puede ponerse en corresponden­cia con el que acabo de c ita r entre paréntesis de la

/.ación ju ríd ico -p o lítica en todo co m p arab le a l de los p rín c ip es c r is t ia n o s— , en una s itu ació n que an tes he d esign a d o com o de « in su fic ien c ia ju ríd ico-p o lftica» (de m odo que la negación de p er­son alid a d ju r íd ic a de que su fr ía n p o r los c r is t ia n o s nada tenía qu e ver con la ¡leg itim ación , ca rg a d a de p o sitiva hostilid ad , con que éstos fu lm in ab an todo p o d er tem poral en m anos sarracen as) y 2 " en estrech a re lac ión con el 1?, qu e se trate de pagan os «Sin- seta», com o los lu cayo s y ta in os que en su p r im e r v ia je quiso, tan im prudentem ente, v e r C olón, o, por lo m enos, con pequeños c u l­tos o «su persticiones» m uy e lem entales (en una palabra, « relig io­nes sin libro», por d e c ir lo con la fo rm u lac ió n m ah om etana, uue aq u í p a rece m uy a p ro p ia d a a l caso), ta l com o, an te los o jos de los cristianos, ap arecieron especialm ente los guanches. Así, m ientras la s g u e rra s de la llam ad a «R econ qu ista» eran — aunque p u d ie­sen m ezclarse en o ca s io n e s con fa cto res re lig io so s— fu n d am en ­talm ente guerras de derecho, y p o r en de pro fan as, la s C ru zad as — au nq u e m u y a m en u d o com p o rtasen am b ic io n es de p o d er po­lítico e intereses m ercantiles—, eran, en cam bio, a l m enos en p rin ­cipio , guerras de religión-, y, p o r últim o, la s M ision es, en cuanto ta les m isio n es pro p iam en te d ich as, no eran g u erras , aunque, se­gún el princip io compelle eos inlrare, pudiesen se rv irse d é la g u e­rra com o m edio s iq u ie ra in icia lm ente necesario , o bien, com o de hecho en su m áx im a p arte sucedió , se con virtiesen en m ero p re­texto ju st ific a to r io de un in sac iab le fu r o r de d om inación .

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Inter celera calixtina, pues dice así: «Además, para que los fieles cristianos m ás fácilm ente por razón de devoción acudan a dichas tierras e islas, esperan­do m ejor la salvación de sus alm as, a todos y a cada uno de dichos fieles cristianos de am bos sexos, que a las citadas tie rras e islas personalm ente se trasla­den, aunque po r m andato y voluntad de dichos Rey y Reyna, para que los m ism os y cualquiera de ellos puedan elegir confesor idóneo secu lar o religioso, que los absuelva a ellos y cualquiera de ellos, de la forma dicha, de sus crímenes, pecados y delitos, aun de los reservados a dicha Sede, y tam bién conm utar sus votos al igual que de sus pecados, de los que se hubiesen confesado con corazón contrito y oralm en­te, puedan conceder indulgencia y rem isión de los mismos, en la sinceridad de la fe, unidad de la Santa Madre Iglesia y en nuestra obediencia y devoción y de nuestros sucesores los Romanos Pontífices canónica­mente introducidos y existentes, una vez en vida y otra vez in articulo mortis, con dicha autoridad».

Por otra parte y ya respecto de los infieles, es lógi­co que en la Piis fidelium hayan desaparecido —por cuanto no ha lugar— las palabras de hostilidad an­tisarracena, pero tam bién aparecen dulcificados los acentos respecto de los otros infieles, que ya habían asom ado en la Rom anus Pontifex (sin duda negros m ás m eridionales que los del Senegal de los que ya no se podía en absoluto decir «profundamente influi­dos por la secta del nefandísim o Mahoma»), aunque la Inter cetera calixtina —salvo por transcrib ir el tex­to integro de la Rom anus Pontifex de su predece­sor—, preocupada tan sólo en rem achar la exclusiva sobre a spiritualidade en favor de la repetida Ordem, no se digne siquiera hacer mención de ellos. Así, don­de la Rom anus Pontifex dice: «Después de ello, m u­chos guineos y otros negros, capturados por la fuerza o por cambio con cosas no prohibidas o por otro con­trato legítimo de compra, fueron traídos a estos rei­

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nos citados; de los cuales, en ellos, un gran núm ero se convirtió a la Fe católica, esperándose que con ayuda de la divina clemencia, si continúa con ellos el progreso de este modo, estos pueblos se converti­rán a la Fe o al menos las alm as de m uchos de ellos se salvarán en Cristo», el lugar homólogo de la Piis fidelium dice: «Nos, esperando que lo que te enco­m endam os lo e jecutarás fiel y diligentemente, a ti, que eres presbítero, a las c itadas islas y partes con otros compañeros de tu Orden o de otra, elegidos por ti o por los m ism os Reyes, sin necesitar para ello li­cencia de vuestros superiores o de cualquier otro [subrayado mío, que será objeto de un com entario separado] [concedemos] p red icar y sem brar la pala­bra de Dios y conducir a dichos naturales y habi­tantes a la fe católica y bautizarlos e instru irlos en nuestra fe, y, a su debido tiempo, adm inistrarles los sacram entos eclesiásticos». Ya se ve que m ientras en el p rim er caso el medio de la conversión pasa por la esclavitud, en el segundo, po r el contrario, el tono suena ya franca y plenam ente misional.

Las palabras subrayadas aquí arriba, o sea la con­cesión al padre Boil y a los reyes de que pudiesen enviar a las Indias m isioneros aun sin licencia de sus superiores debió de ser objeto de grandes protestas y «suplicaciones» en especial por parte de los supe­riores de las órdenes regulares, que incluso obtuvie­ron probablem ente en algún momento su derogación o por lo m enos suspensión, pues todavía coleaba el asunto en 1532, ya que Clemente VII autorizó expre­samente que cualquier m isionero pudiese pasar a las Indias por orden del em perador incluso en contra de la voluntad de los superiores de su orden.

En cuanto a la segunda In ter celera alejandrina, o sea la fechada el 4 de mayo de 1493, que estableció la «línea de dem arcación» a 100 leguas de longitud oeste de los archipiélagos de las Azores y las Cabo Verde, debe ser m irada a la luz de la Aeterni Regis

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de Sixto IV (aunque en aquel caso fuesen am bas mo­narquías las que acudieron de com ún acuerdo al papa, para que sim plem ente ratificase y consagrase lo que ellas habían capitu lado ya entre sí), ya que tam bién ahora el papa se constitu ía en m ediador de «paz y concordia entre príncipes cristianos» en cuan­to a sus derechos de dom inio tem poral, pues nada hay en ella —en las partes que no son repetición de su hom ónim a del 3— de contenido religioso; y, sin embargo, aun siendo por eso m ism o una bula esen­cialmente profana, prefiguró, sin tan siquiera remo­tam ente im aginarlo, el inmenso territo rio sobre el que se extendería, con atribuciones cada vez mayo­res y excluyentes (hasta el extrem o de que la propia Santa Sede llegaría a verse afectada por sem ejante exclusión), el patronato regio castellano y m ás tarde español sobre todas las cosas concernientes a la re­ligión y a la difusión del C ristianism o en Ultramar. El propio Alejandro VI, en 1499 y en 1501, como en­seguida se verá, y especialm ente los pontífices si­guientes serían los que otorgasen, imprudentemente, privilegios sucesivos, am pliando cada vez más la autonom ía del patronato regio en las Indias, hasta que llegasen a ser los propios m onarcas los que, aun­que salvando superficialm ente las apariencias, se to­m asen de hecho por su propia cuenta las m áximas atribuciones al respecto. Por o tra parte, con tal línea de demarcación (que enseguida sería desplazada has­ta 370 leguas de longitud oeste de las Cabo Verde en el tra tado castellano-portugués de Tordesillas, rati­ficado y consagrado a su vez por Julio II —Giuliano della Rovere, 1503-1513— con su bula Ea quae pro bono del 24 de enero de 1506), que, por lo demás, no dejaría de su sc itar nuevas cuestiones litigiosas —y que em pezarían a in teresar ya a terceros países—, cuando al preverse el encuentro proa contra proa de naves castellanas rum bo a oeste y naves portugue­sas rum bo a este despertase la imagen del an tim eri­

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diano que com pletaba en las antípodas la o tra mi­tad del cíngulo prefigurado en Tordesillas; con tal línea de demarcación —venía diciendo—, el rom ano pontífice, al repartir, como entre buenos herm anos, las aguas y las islas y tierras del Atlántico entre los dos únicos países que en ese m om ento se las dispu­taban, estaba, aun quizá sin quererlo ni advertirlo, excluyendo implícitamente los derechos de cualquier posible tercero, que, por lo demás, no se preocupen ustedes, no dejaría, m ás pronto o m ás tarde, de ha­cer aparición.

En fin, para acabar con las cuatro bulas alejandri­nas de 1493, d iré que el reflejo del carác te r genéri­camente a rb itra l entre príncipes cristianos (en este caso, los de Castilla y Portugal, que fueron los que ya desde los tiem pos de Alonso de Cartagena senta­ron el precedente de acud ir a Roma, ya sea para llo­rarle al papa en sus querellas, ya para ser bendecidos por él en sus concordias, y siempre, a la postre, en cuestiones de dom inio tem poral, por muy so color de religión que fuese en ocasiones) que, adquirido como m era resultante —según quedó ya dicho en su lugar—, convirtió las sucesivas intervenciones pon­tificias en una actuación m ediadora interexcluyen- te sobre el reparto de áreas de dom inación —ya que, evidentemente, ese carác ter arb itra l tan sólo podía serlo respecto de negocios de orden tem poral, por cuanto los de orden esp iritual pertenecían, huelga decirlo, a la exclusiva jurisdicción de la libre potes­tad dispositiva del pontificado—, sobre todo desde que las Allegationes de don Alonso de Cartagena habían argum entado y asentado la necesidad de vin­cu la r —y, por lo tanto, aun sin desearlo, de subordi­nar— la causa fidei al dom inio tem poral, unido al hecho de que la anticipación abstractiva de derechos de dom inación sobre lo «por descobrir» estuviese abarcando en su vigencia, y con tres cuartos de si­glo de antelación, territo rios de extensión por enton­

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ces todavía absolutam ente inim aginable, fue causa, en prim er lugar, de que el pontificado, incluso sin quererlo ni preverlo, acabase por transform ar de fac­to —aunque no de iure, como pretendían los segui­dores de la doctrina del O stiense— su papel de mero mediador entre príncipes cristianos sobre querellas de derechos tem porales en el de un auténtico crea­dor de derechos, y, en segundo lugar, de que los castellanos y m ás tarde españoles que hicieron la Conquista de las Indias, al unir, en consecuencia, y especialm ente tras la invención del Requirimiento, tan estrecham ente com o si de una sola y la m ism a cosa se tratase, la sum isión de los indios a la sobe­ranía real y después im perial de la m etrópoli con su conversión a la Fe de Jesucristo, diesen lugar a que prácticam ente toda rebelión de aquellos nuevos súb­ditos contra el poder tem poral de Castilla y más ta r­de España com portase de modo casi autom ático la sim ultánea abjuración del carism a bautism al y por ende la apostasía del Cristianism o; y así, en efecto, lo revela, todavía en la Recopilación de 1680, el tra ­tam iento sim ultáneo de la rebeldía y la apostasía en una m ism a ley: «... y si haviendo recevido la Santa Fé, y dádonos la obediencia, la apostataren y ne­garen, se proceda como contra apóstatas y rebel­des...» (libro III, títu lo IV, ley IX, folio 25 recto del Tomo Segundo de la edición de Ju lián de Paredes, Madrid, 1681).

Otras dos bulas de Alejandro VI referentes a las Indias interesan aquí todavía. Ambas fueron deno­m inadas con las palabras ya usadas para una de las del 3 de mayo de 1493, esto es: Eximiae deuotionis. La prim era de ellas de 1499 y cuyo texto no he podido conocer, concedía a la corona de Castilla, si es que no me equivoco, algo que ya le había sido concedido al menos por dos veces durante la conquista del reino de Granada, es a saber, la décim a parte de las ren­tas eclesiásticas, lim itada probablem ente, como en

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aquella o tra ocasión, a un solo año; lo que en aquel momento, no teniendo todavía los clérigos tal vez apenas otros ingresos que el diezmo que recibían de indios y castellanos, se reduciría m ás o m enos a la décima parte del diezmo mismo. La segunda, de 1501, es mucho m ás im portante; por ella Alejandro VI ha­cía a la corona de Castilla, m ás tarde de España, y a petición de los reyes mismos, beneficiaría perpe­tua de la to talidad de los diezmos correspondientes a la Iglesia en todos los territo rios de Ultramar. La letra de la bula, tras consignar la petición real, dice como sigue:

«Nos, pues, que con sumos afectos deseamos la exal­tación y aumento de la misma Fé, y especialmente en nuestros tiempos, alabando y estimando mucho en el Señor vuestro piadoso y loable propósito, inclinándo­nos á semejantes suplicaciones, os concedemos a vo­sotros, y a los que por tiempo os fueren sucediendo, de autoridad Apostólica y don de especial gracia por el tenor de las presentes [plural por referirse al latín litterae, que denotaba invariablemente en plural una o más bulas], que podáis percibir y llevar lícita y li­bremente los dichos diezmos en todas las dichas Is­las y Provincias de todos sus vecinos, moradores, y habitadores que en ellas están, ó por tiempo estuvie­ren, después que como dicho es, las hayais adquiri­do, y recuperado, con que primero realmente, y con efecto por vosotros, y por vuestros succesores de vues­tros bienes, y los suyos, se haya de dar y asignar dote suficiente á las Iglesias, que en las dichas Indias se hubieren de erigir, con la qual sus Prelados y Recto­res se puedan sustentar congruamente, y llevar las cargas que por tiempo incumbieren á las dichas Igle­sias, y exercitar cómodamente el culto divino á hon­ra y gloria de Dios Omnipotente, y pagar los derechos Episcopales [...] no obstante las constituciones del Con­cilio Lateranense, y qualesquier otras ordenaciones Apostólicas, y cosas que á esto sean, ó puedan ser con­trarias». (Transcripción y verosímilmente traducción de Juan de Solórzano y Pereyra en su Política Indiana

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—publicada en 1648—, libro IV, capítulo I, n.° 7, pági­nas 7-8 del Tomo Tercero de la edición B.A.E. —tomo CCLIV de la colección—, Madrid, 1972)

El alcance ex traord inario de esta bula estaba, si bien se mira, en que, al m enos económicam ente, ve­nía a convertir de hecho a todo el clero secular y re­gular de la Iglesia americana en funcionariado real. Por lo demás, esto daría lugar, andando el tiempo, incluso a pleitos entre el clero secu lar y el regular, como el que cuenta Solórzano Pereyra, en el que al depender las Catedrales de la redistribución del diez­mo por el fisco real, a quien ahora correspondía re­cogerlo, reclam aban ante éste de que cada vez fuese m enor la cuantía de lo redistribuido, a causa de que las órdenes regulares, habiendo sabido hacer fruc­tificar las asignaciones de ese m ism o fisco recibidas, hasta com prar grandes haciendas a propietarios ci­viles, dism inuían el monto general deí diezmo, ya que tales haciendas convertidas ahora en bienes eclesiás­ticos quedaban, según los frailes, exentas de pagar diezmos a la Iglesia, por m ucho que ahora fuese el fisco real el que lo percibía y asignaba, alegando, ade­más, que ya no era de com petencia de éste d irim ir el pleito, «porque ya no tenía que ver en éstos [diez­mos] el Fisco, ni el Fiscal, pues caso que lo tuviera quando eran del Rey, ya havía cesado eso por tener­los cedidos y redonados á las Iglesias». Respecto de lo cual, el propio Solórzano, que fue fiscal en el plei­to, dice, entre o tras cosas: «También alegué, que en el caso presente era m ás cierto este conocim iento en el Real Consejo [que era al Real Consejo de Indias, instancia tem poral y no espiritual, a quien com pe­tía conocer de tal querella], por e s ta r em buelto y mezclado con él el derecho del Fisco Real, así por tra tarse de diezm os suyos, como por la defensa de sus Iglesias, en que, como luego veremos, tiene y exerce tan gran patronato. Todo lo cual obra que

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pueda trae r á sus Tribunales seculares qualesquier causas, y qualesquier personas, aunque sean Ecle­siásticas, que contra él litigaren, ahora sea dem an­dando, ahora sea defendiendo...». Y poco más abajo añade aún: «Porque aunque hay algunos Doctores que dán a entender, que en m udando persona, m u­dan el privilegio, son m uchos más, y de m ás opinión, los que con m uy sólidos fundam entos afirm an, que en haviendo sido los diezmos una vez del Rey, y por el consiguiente héchose con esto temporales y de su Real jurisdicción, aunque después los dé, y ceda á Iglesias, y Eclesiásticos, no pierden la prim era natu­raleza que tuvieran de la Regalía [subrayado mío]». Luego se verá la im portancia que daría el doctor So- lórzano a esta cesión del diezmo para fundam entar su doctrina del «vicariato regio», pero no adelante­mos el curso de los hechos.

M uerto el 18 de agosto de 1503 el gran nepos Bor- ja, y no habiendo podido sostener la tiara en la ca­beza más allá de tres sem anas el nepos Piccolomini, Pío III, co rrió el tu rno de la cola pasando al nepos de los Della Rovere, con el famoso Giuliano della Ro- vere, que, elegido papa el 19 de noviembre de 1503, y con el nom bre de Julio II fue el que —dicho sea de paso—, al form ar contra los franceses la Liga San­ta en el penúltim o año de su pontificado, acabaría incitando la intervención de los siniestros españoles en Italia central, con la destrucción de la república de Florencia y las horrendas m atanzas del saqueo de Prato por la soldadesca del Virrey Cardona... ma questa é un altra storia, y nosotros tenem os que vol­ver a nuestras bulas. La prim era que respecto de las Indias concedió Julio II, solicitada todavía en vida de doña Isabel de Trastam ara, fue la Illius fulciti pr-[a]- esidio, de 1504, y, al parecer, no satisfizo en nada a Don Fernando, quien —aún en vida de Felipe el H er­moso, que ni siquiera había venido todavía a Casti­lla ni menos aun capitu lado con el rey ya viudo que

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éste quedase por usufructuario vitalicio, en razón de gananciales, de la m itad de las rentas de las Indias—, con toda seguridad porque Cisneros no paraba de darle con la sandalia en el zapato por debajo de la mesa, protestó ante el papa —fuese por procurado­res o por c a rta — el 13 de septiem bre de 1505, por lo m ísera que debía de haberle parecido aquella pri­m era bula y aprem iando con estas palabras: «Es ne­cesario que Vuestra Santidad conceda todo el dicho patronato en perpetu idad a mí y a m is sucesores». (Citado po r Levvis Hanke en La lucha por la justi­cia en la conquista de América, Ediciones Istmo, Madrid, 1988, pág. 115, de donde tomo tam bién la fe­cha de 1505, especialmente chocante por las palabras «a mí y a mis sucesores», siendo así que a él perso­nalm ente —ni siquiera a la Corona de Aragón— le correspondía tan sólo la m itad de las rentas de las Indias, cosa que por añadidura —tal como he dicho— ni siquiera se había capitu lado todavía con su hija y su yerno, los por entonces reyes de Castilla.) Con todo, para lo que vendrá, no deja de ser tan veraz como oportuno el com entario que el propio Hanke hace al respecto en la m ism a página c itada en el pa­réntesis: «La historia u lte rio r de las relaciones hispano-papales m uestra un paralelo excelente con la fábula del cam ello que pidió perm iso para m eter la cabeza en la tienda de un árabe durante una tem ­pestad en el desierto y acabó por echarle del todo de la tienda».

La bula, tal como la quería Don Fernando, o sea con el patronato o patronazgo37 regio a perpetuidad

37 . C uriosam ente, en la p rim era edición de la «R ecop ilación de las leyes de los R eynos de las Indias» , hecha p o r Ju l iá n de Pare­des, M ad rid , 16 8 1, en tre los en cab ezam ientos q u e en el recto de c ad a fo lio en un cian el conten id o del títu lo corresp on diente, de lo s nueve que llevan el del títu lo V I del lib ro I, m ientras ocho de e llo s d icen «Del Patron azgo R eal» , uno, con cretam en te el del recto del fo lio 26 del Tom o Prim ero, d ice «D el Patronato Real».

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y, como dice Solórzano, «plenísim o y ad instar del que se les havía concedido de próxim o para todo lo Eclesiástico del Reyno de Granada, de suerte que pu­diese tam bién elegir y p resen tar Prelados, y que se adm itiesen y recibiesen los así nom brados y presen­tados», fue la Uniuersalis Ecclesi[a] e de fecha 28 de julio de 1508. Esta era indudablem ente, por u sar la com paración de Hanke, la cabeza del camello, si es que no lo había sido ya la cesión del diezmo por Ale­jandro VI en 1501. Adelantemos que la paulatina in­troducción del resto del cuerpo del cam ello serían las sucesivas bulas con que los tres subsiguientes pa­pas fueron enriqueciendo el patronato concedido por Julio II, hasta que en 1538, con Paulo III, sobrevino la violenta expulsión del propio árabe, dueño de la tienda.

León X (el p rim er papa Medici, Giovanni, hijo de Lorenzo el Magnífico, y que verosím ilm ente debió a la restauración de la oligarquía m edicea en la güel- fa Florencia p o r las arm as de Fernando de Aragón, regente de Castilla, su elevación al Solio de San Pedro, en el que perm aneció de 1513 a 1521), al con­ceder, en 1518, al todavía-no-pero-ya-muy-pronto- em perador Carlos de Augsburgo la facultad de mo­dificar los te rrito rio s de las diócesis am ericanas, o incluso echar la raya de la entera circunscripción afecta a cada nueva diócesis que se fundase, traspa­só, según Konetzke, todo precedente de las a tr ib u ­ciones tradicionalm ente com prendidas por el ius patronatus. Para los territo rios en los que aún no se

¿S ig n ific a rá esta anom alía que hubo, p ara ese títu lo V I, algún a ñ a ­d id o de ú ltim a h o ra y qu e el tip ó g ra fo de tu rn o cam b ió in ad ver­tidam ente la fo rm a «patronazgo» p or la de «patronato»? O, m ás bien, tal vez ni s iq u ie ra qu ep a a se g u ra r que ta l p o sib le añ ad id o —o co rrecc ió n — c o rre sp o n d a a ese títu lo, ni au n m enos a ese fo­lio. y aun se rá im p o sib le de b u sc a r m ien tras no conozcam os la con form ación del c u a d e rn illo entero p o r la im p ren ta de Ju l iá n de Pared es, cu ya ed ic ión no tengo yo m ás q u e en facsím il.

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hubiese establecido diócesis alguna, fue Adriano VI (Adriano de Utrecht, 1522-1523) quien, en su bula Om­nímoda, de 1522, proveyó de am plias facultades al em perador para que, a sus expensas y siem pre con entera sujeción a las disposiciones del regio patro­nato, pudiesen pasar a las Indias, con licencia de sus superiores, misioneros de las órdenes regulares. Mas, com oquiera que algunos de estos superiores se re­sistiesen a d a r tales licencias, por no ver despobla­dos de frailes los conventos m etropolitanos, sería Clemente VII quien en 1532, autorizase que, siem pre que m ediase una orden del em perador —o del Real Consejo de Indias, que adm inistraba, en su nombre, el regio patronato—, los m isioneros pudiesen em bar­car incluso saltándose la autorización de los supe­riores. En realidad, esto ya lo había concedido, según reza el texto (superiorum uestrorum uel cuiusuis al- terius superhoc licentia m in im e requisita) la Piis fi- delium de Alejandro VI, pero debía de haber sido suspendido o revocado en algún momento, probable­mente a petición de los superiores de las órdenes re­gulares. Del mismo Clemente VII (el nepos de León X, Giulio de Medici, 1523-1534) Hanke cita una bula an­terior, la Intra Arcana, del 8 de mayo de 1529, que se inclina decididam ente por la consigna compelle eos intrare, al au to rizar el empleo de la fuerza de las arm as, si es preciso, para reducir a los indios a la Fe de Jesucristo.

Pero he aquí que sobrevino la larga peregrinación del dom inico fray B ernardino de Minaya, que debió de empezar bajo el pontificado de Clemente VII, pues salió del Perú todavía en vida de Atabálipa (agarro­tado en C ajam arca el 29 de agosto de 1533), aunque no llegaría a Roma m ás que ya entrado el año 1537. Probablem ente a m ediados del año an te rio r había llegado a Valladolid, donde —verosímilmente porque en Méjico había tenido noticia de una provisión reciente del Consejo de Indias en que se volvía a

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au torizar la esclavización y venta de los indios— se presentó a fray Francisco G arcía de Loaysa, supe­rio r de los dom inicos en España, confesor del em­perador, cardenal de Osma desde 1530 y, sobre todo, a efectos de lo que aquí interesa, presidente del Real Consejo de Indias desde 1524 hasta 1546, a quien, al parecer, tra tó de convencer de que las cosas que so­bre la incapacidad de los indios había escrito fray Domingo de Betanzos no se correspondían con su propia experiencia. Loaysa le replicó que se engaña­ba y que él, po r su parte, daba entero crédito a las opiniones de Betanzos, de quien —al menos según el testim onio escrito de Minaya— dijo que «hablaba por espíritu profètico». De lo que al presidente del Real Consejo de Indias podía im portarle si los indios eran hom bres perrunos o m ás bien perros hum anos podemos tal vez sacar alguna conjetura a p a rtir de lo que, a propósito de los protestantes, aconsejaba al em perador en una carta del 18 de noviembre de 1530: «Si quisieran ser perros, séanlo, y cierre Vues­tra M ajestad los ojos, pues no tenéis fuerzas para el castigo. Conténtese Vuestra M ajestad con que os sir­van y os sean fieles, aunque a Dios sean peores que diablos [...] Vuestra conciencia es segura: trabajad como vuestro Estado no se pierda [...] Piense vues­tra M ajestad que todos os obedezcan y sirvan cuan­do los hobiéredes menester, y no os deis un clavo que ellos lleven sus alm as al infierno; de m anera, Señor, que entretanto se viene al Concilio, y cuando actual­mente vinieren y en él estuvieren, desde agora pro­curéis que todos se llamen vuestros y así lo sean en las obras, y os reconozcan por su verdadero señor, y las conciencias sean de turcos [...] De forma, Señor, que es mi voto que pues no hay fuerzas para corre­gir, que hagais del juego maña, y os holguéis con el hereje como con el católico, y le hagais merced si se igualara con el c ristiano en serviros. Quite ya Vues­tra M ajestad fantasía de salvar alm as a Dios; ocu­

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paos de aquí adelante en convertir cuerpos a vuestra obediencia». La carta, que se conserva, al parecer autógrafa, en el archivo de Simancas, es buena m ues­tra, al menos, de hasta qué punto toda posible reli­giosidad había sido subsum ida en la m ente y en la conciencia de Loaysa por los intereses de la dom i­nación tem poral. Poca cosa, así pues, podía esperar de él fray B ernardino de Minaya, quien, no cejando, sin embargo, en su dem anda y decidido a proseguir con ella hasta la m ism a Roma, logró que un vocal del propio Consejo de Indias le consiguiese una c a r­ta de la em peratriz, regente de E spaña por ausencia del marido, para el em bajador español ante la Santa Sede. En la fecha de esta carta, 5 de octubre de 1536, fundo mi presunción de que, puesto que no dispo­nía de m ás carrua je o cabalgadura que los de sus sandalias y de cara al invierno por añadidura, no de­bió de llegar a Roma más que a principios de 1537 o a finales de 1536 como lo más pronto; lo cual im porta por cuanto su llegada hubo de coincidir o de ser pre­cedida por m uy pocas fechas por una carta, de 1536, según Solórzano, dirigida al papa por el dom inico fray Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, en la que defendía las m ism as opiniones que Minaya y hacía grandes elogios de la actuación de éste entre los in­dios; lo cual, junto con las gestiones del embajador, debió de servirle m ucho para ser recibido por Pau­lo III (Alessandro Farnese, 1534-1549, y, por cierto, el que se dio el capricho de que M ichelangelo Buona- rroti le rem atase el palacio, empezado por Sangallo, con la m onstruosa cornisa «di braccia sei», según Va- sari, y por ende, tal como el papa había exigido, la m ás voladiza de Roma), que, im presionado sin duda por los inform es de fray Bernardino, expidió el 9 de junio de 1537 la célebre bula Sublim is Deus, to tal­mente con tra ria a las opiniones de Betanzos y, con­siguientem ente, a la reciente provisión de Loaysa en cuanto a la esclavización y venta de los indios. Mi-

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naya, al encargarse por su cuenta y riesgo de hacer llegar lo más pronto posible hasta las Indias tan ve­nerable documento, no debió de pensar ni aun rem o­tam ente que estaba haciendo nada malo. Pero sí que estaba haciendo algo muy malo y no podía figurar­se hasta qué punto: no bien cayó la bula ante los ojos del emperador, la quijada debió de salírsele para ade­lante dos dedos m ás de lo que ya de nacim iento la tenía, y no digam os cuando se enteró de que varios ejem plares de la bula navegaban ya por las aguas del Atlántico cam ino de Ultramar. Y nada tendría de ex­traño que el cardenal Loaysa, en cuanto presidente del Real Consejo de Indias, adem ás de superio r de los dom inicos en España, encizañase aun más los ánim os contra aquel fraile de su propia orden; de modo que, inform ado el provincial, fray B ernardino resultó castigado con la prohibición de no volver a las Indias nunca más, y adem ás con dos años de re­tiro, al cabo de los cuales el general de la O.P. lo destinó a la cárcel de Valladolid, al parecer como ca­pellán o auxiliar de capellán de los encarcelados (los datos concretos, no las suposiciones, acerca de Mi- naya están tom ados de Lewis Hanke, en la obra ci­tada más arriba, págs. 117-121). Este, pues, fue el m omento en que el cam ello la em prendió ya defini­tivamente a cabezadas con el árabe hasta echarlo del todo de la tienda.

En efecto, el m onum ental cabreo que con la Subli- mis Deus se agarró el em perador no paró en casti­gar al tem erario frailecillo, que eso sería m ás bien cosa de Loaysa, sino que puso en m archa gestiones con el papa, protestándole la bula, hasta que logró que éste la revocara m ediante un breve del 19 de ju ­nio de 1538, de tal suerte que la vigencia de la Subli- mis Deus fue exactam ente de un año y diez días; así mismo, a don Antonio de Mendoza, p rim er virrey de Nueva España, le perm itió dar prueba de su celo gi- belino, m andándole buscar y re tira r cuantas bulas

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hubiesen llegado a repartirse por el virreinato; ítem, instituyó el llam ado «pase regio», que quedaría in­corporado a la Recopilación de 1680, tal como en re­ferencia m arginal consigna la citada edición de Julián de Paredes («El Em pe/rador D./Carlos/en Va- lla/dolid/á 6 de Se/tiem bre/de 1538»), en la ley 2.a del título IX del libro I, Tomo Primero, folio 44, recto, cuyo texto —con probables m odificaciones de Feli­pe II y de Felipe IV, tam bién m entados en la referen­cia m arginal— dice así:

«Si Algunas Bulas, ó Breves se llevaren á nuestras Indias, que toquen en la governación de aquellas Pro­vincias, Patronazgo y jurisdición Real, materias de Indulgencias, Sedevacantes ó expolios, y otras quales- quier, de qualquier calidad que sean, si no constare que han sido presentados en nuestro consejo de las Indias, y passados por él. Mandamos á los Virreyes, Presidentes y Oidores de las Reales Audiencias, que los recojan todos originalmente de poder de cuales- quier personas que los tuvieren, y haviendo suplica­do de ellos para ante su Santidad, que esta calidad ha de preceder, nos los embien en la primera ocasión al dicho nuestro Consejo; y si vistos en él, fueren tales, que se devan executar, sean executados; y teniendo in­conveniente, que obligue a suspender su execución, se suplique de ellos para ante nuestro muy Santo Pa­dre, que siendo mejor informado, los mande revocar, y entre tanto provea el Consejo, que no se executen, ni se vse de ellos».

El único precedente —aunque no es inverosímil que haya habido otros— que he podido encontrar de este llamado «pase regio» es el de un decreto de 1075 de Guillerm o I el C onquistador que, enfrentado con el papa Gregorio VII, disponía, entre otras cosas, que ningún docum ento venido de Roma pudiese ser di­fundido en su nuevo reino de Inglaterra sin el bene­plácito real. Pero el em perador im puso tam bién, en 1539, una especie de «pase regio» en sentido inver­

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so, ordenando que todos los prelados de las Indias que quisiesen solicitar algo del pontífice le rem i­tiesen a él —o, lo que viene a ser lo mismo, al Real Consejo de Indias— la petición, para que, una vez examinada, se tram itase ante el papa, como dem an­da real. En ese m ism o año de 1539, con fecha de 10 de noviembre, las furias del em perador precipitaron sobre el convento de San Esteban, de Salam anca —donde escrib ía y enseñaba el propio fray Francis­co de Vitoria, que justam ente acababa de da r a co­nocer entre los frailes sus «Relecciones sobre los indios»—•, m ediante carta al padre prior, en la que le requería que confiscase y entregase todos los pa­peles privados de los frailes que tocasen cuestiones de las Indias y les prohibiese cualesquiera debates o serm ones sobre el m ism o asunto.

En cuanto a la form a de ejercer el «Patronazgo (o Patronato) Real» sobre las Indias, en la designación de arzobispos, obispos y visitadores eclesiásticos, el Consejo de Indias presentaba ai rey una lista de can­didatos, de entre los cuales éste elegía al que le gus­tase; una vez elegido, antes de que se despachasen las cartas de presentación a su favor, para que fuese consagrado en Roma, y se librase la llam ada «ejecu­torial» —por la que, so pretexto de tardanza, podía em barcar para las Indias y tom ar posesión, sin es­perar a la consagración papal— tenía que hacer «ju­ram ento solem ne por ante Escrivano público y testigos de no contravenir en tiem po alguno, ni por ninguna m anera á nuestro Patronazgo Real», etcéte­ra (ley prim era, títu lo VII, libro I de la Recopilación de 1680, folio 30 vuelto de la edición citada). Puede observarse que la llam ada «ejecutorial» perm itía es­tablecer ante el papa un hecho consum ado con esa toma de posesión anticipada de la diócesis vacante, lo que, a la postre, venía de hecho a convertir la con­sagración papal en un trám ite protocolario. La dis­posición correspondiente no está en form a de ley en

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la Recopilación de 1680, sino que figura como p ri­m era nota al final del títu lo VI del libro I («Del Pa­tronazgo Real»), folio 30 recto del Tomo Prim ero de la Edición citada: Su magestad en virtud del Patro­nazgo está en possesión de que se despache su Cédula Real, dirigida á las Iglesias Catedrales Sedevacantes, para que entre tanto que llegan las Bulas de su San­tidad y los presentados a las Prelacias son consagra­dos, les dén poder para govem ar los Arzobispados y Obispados de las Indias, y assí se executa.

Solórzaño Pereyra, que fue tal vez el m ás activo e im portante asesor de don Antonio de León Pinelo en la confección de la Recopilación de 1680, aunque nin­guno de los dos llegase a verla publicada en vida, pre­tendió dar al patronato o patronazgo real sobre las Indias una cierta fundam entación o justificación doctrinal en los prim eros capítulos del libro IV de su «Política Indiana» y, acom pañando en esto a otros autores, que no deja de citar, form ó la doctrina o cuasi-doctrina del «Vicariato real», cuya formulación m ás atrevida la encontram os en el n? 26 del cap ítu­lo II del dicho libro IV de su obra, que, en justicia del contexto, conviene c itar precedido del 25; allá van, pues:

25. Y hablando en lo individual de nuestras Indias, y que el Papa en virtud de esta potestad hizo sus De­legados en ellas a nuestros Reyes, concediéndoles no sólo lo temporal, sino lo espiritual, y que así anti­guamente ellos solos en virtud de esta Comisión, o delegación, proveían de Ministros, y lo demás que juz­gaban convenir a lo Eclesiástico, lo dice expresamen­te fray Manuel Rodríguez. De este propio modo de sentir y de hablar usa fray Juan Focher, Veracruz, Bautista, Miranda, Freytas y otros Autores.

26. Los quales (aunque no los citan), pudieron apren­der esta doctrina de la de Juan Andrés, referida por Estafileo, que hablando de otro indulto semejante que tienen nuestros Reyes, dice, que así ellos, como los de­

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más que los tuvieren tales, «son Delegados, ó por me­jor decir nudos Ministros del Papa; porque todas las veces que el Papa transfiere los derechos espiritua­les en algún lego, no los hace temporales, ni son fun­dados en el lego, como fundados en él, sino como en un Ministro y Agente en nombre del Papa». Y aun po­demos añadir, que en el de Dios, cuyos Vicarios pue­den ser llamados [subrayado mío] en esta parte, según doctrina de Gregorio López, á quien refieren Gabriel Pereyra y Don Francisco Salgado.

He puesto por delante esa cláusula 25, porque con­tiene la argum entación que halla su conclusión en la frase subrayada, donde se contiene la segunda subrogación, esto es, la que dando al Papa por su­brogado en Dios, perm ite al fin la subrogación con­com itante de quien es Vicario del Papa en Vicario de Dios, y salta, por ende, el posible equívoco ana­fórico de a quién se designa como Vice-Dios en el núm ero 19 del capítulo X del libro I de la m ism a obra. (Véase la Nota 1 de este mismo texto.) Con todo, quien no esté versado en las sutilezas de la logoma­quia jurídica, podría tom ar como una contradicción el que, habiendo dicho en este citado núm ero 26 del capítulo II del libro IV: «Todas las veces que el Papa transfiere los derechos espirituales en algún lego, no los hace temporales, ni son fundados en el lego, como fundados en él [debe de querer decir “en él en cuanto lego”], sino como en un Ministro y Agente en nombre del Papa [subrayado mío], más abajo, en el capítulo III del mismo libro IV de la "Política indiana”, tras ha­ber distinguido dos especies de patronato, en el núm ero 1 del dicho capítulo: «que la una llaman pa­tronato Eclesiástico y la o tra Laycal ó de Legos [su­brayado de Solórzano]», se pronuncie decididam ente en el núm ero 4 por el «laycal» con estas palabras:

4. Pero yo, si no me engaño, tengo por más cierta la contraria [opinión]: conviene á saber, que deben ser tenidos y juzgados [«los patronatos Reales y derechos

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de presentar que tienen nuestros Reyes de España en las Iglesias de ella»] por de Legos. Porque el privile­gio que el Pontífice les concede para am pliar y pro­mover su jurisdicción y autoridad, no muda su naturaleza secular y supuesto que ellos son legos, como á legos ó como laycal [subrayado mío], es visto haverles querido conceder el dicho patronato.

No m erecería la pena divertirse aquí con el hecho de que sólo una sutileza sofística, un ardid de logo­maquia, parece que podría deshacer la aparente con­tradicción entre lo aquí subrayado y la afirm ación, ya citada, del núm ero 26 del capítu lo II, en el senti­do de que los derechos espirituales transferidos por el papa en algún lego no se convierten por eso en tem­porales «ni son fundados en el lego, como fundados en él, sino como en un M inistro y Agente en nom bre del Papa», si no fuese porque al decantarse por in­terp re ta r como «patronato laycal» el de los reyes de España sobre la Iglesia de las Indias, el doctor So­lórzano sabe m uy bien a lo que va, y que, a la postre, redunda en la defensa cerrada de la supeditación de la jurisdicción eclesiástica a los derechos de la do­m inación tem poral. Así, el convalidar como «laycal» el patronazgo real sobre las Indias le perm ite, en el núm ero 9 del m ism o capítulo III, hacerlo inderoga- ble aun por el pontífice mismo: «... el patronato Ecle­siástico suele ser fácil de derogar y aún se tiene por derogado, con solo que el Papa quiera hacer colación [= conferir un beneficio], eso no procede en el Lay­cal ni en el mixto y m ucho menos en el Real, que es más poderoso y eficaz que el de los inferiores y no cae debaxo de las reservaciones y derogaciones ge­nerales, como se colige del m ism o Concilio Triden- tino...», y en el núm ero 14 del m ism o capítu lo y libro le proporciona argum ento para considerar el patro­nato Real sobre las Indias como «incorporado en [la] Real Corona, como los demás bienes de ella», lo que, finalm ente en el núm ero 17 ibídem, au to rizará lo

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que, según lo que hasta el menos m alicioso puede sospechar, realm ente le im portaba: «... esta incorpo­ración obra, que como de las dem ás Regalías y bie­nes de la Corona del Príncipe, las causas y dudas que se ofrecen, se han de juzgar y declarar por Jueces Se­glares, sus Consejos ó Chancellerías diputadas para esto, según lo dispone el derecho com ún y del Reyno [subrayado mío]». Por lo demás, la irreversibilidad del patronazgo real sobre la Iglesia en las Indias, ya se había dejado asentada en el núm ero 15 del capí­tulo II del m ism o libro IV de la obra en cuestión:

15. Y esto procederá aun con más llaneza quando en el privilegio de la concesión del derecho de patro­nato se puso cláusula anulativa, y decreto irritante [=que deja «irrita», o sea sin efecto, cualquier dispo­sición jurídica ulterior] de qualquier acto que en con­trario se intentare: porque este liga al Papa [subrayado mío], según la común doctrina de todos los Cano­nistas.

Se me perdonará que me haya detenido tanto en la obra de Solórzano Pereyra, pero me interesaba m ostrar hasta qué punto quien, como él, es com ún­mente tenido por la m áxima au to ridad ju ríd ica en el últim o im pulso que logró recoger y refundir el in­finito y m ás que babilónico desorden secularm ente acum ulativo de los «cedularios» (que si se hubiese de juzgar por papeleo la calidad de los imperios, nin­guno se hallaría en condiciones de m edirse con el Caroli-filipino, tam bién llamado «Imperio Español») hasta form ar la Recopilación de 1680, con su parti­cu lar aportación a la doctrina del «vicariato Regio», dio, por así decirlo, fundam entación teórica a una tan total subordinación de la Iglesia am ericana al poder tem poral de la m etrópoli, que, en principio (y digo «en principio», puesto que tam bién esto, igual que todo lo demás, se burló, se allanó y se pisoteó cuanto se quiso, en m edio de aquel fu ror descontro­

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lado de rebatiña, abandono e incompetencia), ni tan siquiera una m ísera sacristan ía vacante podía cu­brirse sin conocimiento del poder civil. Y para m ues­tra basten estos párrafos en tresacados del informe que al final de su m andato dio don Francisco de To­ledo, virrey del Perú de 1569 a 1581: «En cuanto al gobierno esp iritual de aquel reino, católica m ajes­tad, hallé.cuando llegué a él que los clérigos y frai­les, obispos y prelados de las órdenes, eran señores absolutos de todo lo espiritual y en lo tem poral casi no conocían ni tenían superio r [...] Tenían los obis­pos y prelados la m ano y nom bram iento de los cu­ras para las doctrinas y el removerlos de unas partes a otras cuando querían y por las causas que querían, sin que el virrey y gobernador tuviese con ellos mano, ni aun superintendencia porque el sínodo que les estaba sentado les pagaban los encom enderos lo que había de ser en plata y la com ida y cam arico co­braban ellos m ism os de íos caciques de indios con mucha vejación y molestia de los naturales. [...] lo pri­mero que hice fue sacar de poder de dichos obispos y prelados la presentación y nom bram iento de los clérigos y curas para la doctrina y restituyendo a S.M. en el real patronazgo que tenían usurpado [subraya­do mío], hacer por vuestros m inistros se presenta­sen en vuestro real nom bre y se les diesen sus provisiones y presentaciones sin las cuales no se les pagase ninguna cosa de su salario...».

Así es como, al fin, desde los rem otos años de la vinculación —e inevitable subordinación— de la cau­sa fidei al dom inio tem poral establecida por don Alonso de Cartagena en sus Allegationes, se term i­nó en la total integración de la jurisdicción eclesiás­tica en la adm inistración real; del Arzobispo al últim o sacristán de la parroquia m ás rem ota eran ahora —al menos de derecho, por supuesto, que de he­cho acaso ni siquiera se pudiese averiguar—■, puros y pintos, mondos y lirondos, funcionarios del Estado.

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Si en tiem pos de Mendoza, o m ucho m ás especial­mente en tiempos de Cisneros, pudo hablarse de una poderosísim a influencia de la Iglesia, o m ás bien de la religión —del modo peculiar en que aquí ha de en­tenderse esta pa labra—■, en el Estado, hasta el punto de ser tal vez la com ponente m ás activa en la fuerza im pulsora de su nueva configuración, sesenta o se­tenta años más tarde bien podía decirse, por lo me­nos respecto de las Indias, que la Iglesia no era ya sino una de tan tas dependencias adm inistrativas en el seno del Estado. O bien, si es que —como no es en modo alguno incom patible— quieren verse las co­sas desde una perspectiva casi opuesta, cabe también decir que Isabel de T rastam ara se sirvió sin duda, y «a todo su beneplácito» —por decirlo en palabras cervantinas— de la Iglesia Católica como de un ins­trum ento político, o, en una palabra, de dominación, pero, en cualqu ier caso, como de un instrum ento vivo, al menos para ella, un instrum ento en el que creía —a su m anera, claro está, ya que creer siem ­pre es creer cada uno a su m anera— y del que p a rti­cipaba (y, por com paración, basten aquí las más arriba citadas palabras de la carta de Loaysa), m ien­tras que bajo los Augsburgo la religión y la Iglesia pasaron a ser un ingrediente en la com pacta y estó­lida m asa del Estado, un ingrediente todo lo om ni­presente que se quiera, pero totalm ente muerto, y no creo pecar de m alicioso si añado que tan m uerto como el Im perio mismo. Pero vivos o m uertos, en cualquier época que sea, y vistos desde el punto de vista que se quiera, lo que no cam bia desde luego en ningún caso es que la religión fue, como nunca, un instrum ento de dom inación. Sería un e rro r pensar que la dom inación necesita, en alguna forma, de la vida; o, por lo menos, eso es lo que uno saca en con­clusión tras haber respirado, aunque nada más sea unas cuantas noches, el aire absolutam ente sepulcral que asciende de cada una de las páginas de la Reco­

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pilación de 1680. Dudo que pueda haber otro código en el mundo que acierte a cum plir tan obstinada, tan sesuda, tan grave, tan severa y tan profundam ente como este la función de verdadero cementerio escrito de la vida. ¡Cuánta m uerte, Señor, no cabe en ese punto que en m edio del enunciado de cada ley corta la prótasis, p ara iniciar a renglón seguido con m a­yúscula la p rim era palabra de la apódosis: «Man­damos...»!

Poát sccriptum. Terminado este apéndice, en el diario El País del 30 de noviembre de 1991 leo un artículo de don Octavio Paz que, bajo el título «De­mocracia: lo absoluto y lo relativo», empieza con estas palabras: « En la Edad Moderna cambia la vieja relación entre religión y política: en la con­quista de América, la política vive en función de la religión, es un instrumento de la idea religio­sa...» Pues bien, si la interpretación de hechos y palabras y la forma en que han sido argumenta­dos en este APÉNDICE, desde las propias Allega- ñones de Alonso de Cartagena, son mínimamente plausibles, la conclusión a la que llevarían, en lo que toca a América, —siempre dentro de la rela­tiva validez de toda afirmación unilateral en un tan general orden de cosas— sería la diametral­mente contraria a la de la citada apreciación de Don Octavio.

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A p é n d i c e IV.Réplica a Ju lián M arías y a José M aría García Escudero y defensa de Vitoria contra sus apologetas

Nuestro querido, benem érito y siem pre inefable d iario m onárquico de la m añana nos regaló el 12 de agosto de 1988 con un artícu lo del no menos queri­do, benem érito y cada vez más inefable don Julián Marías, titu lado «Una form a de antiespañolism o». No seré yo tan fatuo que me dé por personalm ente aludido por el eximio Don Julián, pues no puedo ima­ginárm elo ocupándose de mis tím idos c ignorantes, aunque atrevidos escritos, pero sí que, a causa de mi antiespañolism o mental, no puedo por menos de dar­me por comprendido, lata sententia, en su anatem a. Por el contrario, don José M aría García Escudero se dignó ocuparse, y elegantemente, de algo escrito por mí, si bien para im pugnarlo totalm ente, pues, aun­que no me nombre, determ inadas citas literales qui­tan cualquier equívoco a la referencia, en un artículo del diario Ya del 31 de julio de 1988 titulado «La nue­va izquierda, Salam anca y el V Centerario».

A García Escudero le alabo sin reservas el gusto

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de com placerse en el venerable convento de San Es­teban, de Salam anca, lo m ism o que si lo hiciese en el de San Gregorio, de Valladolid, y de recordar al gran dom inico Francisco de Vitoria, con discípulos tan adm irables como su predilecto M elchor Cano, de percepción sorprendentem ente m oderna —en el buen sentido de la palabra, claro está—■, pero lamento que hable del caso como si lo que se cocinó en el si­glo X V I en San Esteban no hubiese sido, a la postre, y a despecho de algunos logros siem pre limitados en el espacio y en el tiempo, la causa derro tada por la prepotencia de la historia, que ya en 1539 le dio un prim er aviso, y en el propio convento de San Este­ban, al m andar el em perador la recogida y confisca­ción de todos los papeles privados de los frailes que tuviesen por asunto la cuestión am ericana, al tiem ­po que prohibía toda clase de serm ones sobre el tema, y que en 1545 —con la derogación de los pun­tos decisivos de las Leyes Nuevas— parece haber in­clinado definitivam ente la balanza hacia la victoria final de los derechos de guerra de los ex com batien­tes y del principio de dominación; y en tal sentido, lamento tam bién que, frente a equívocos m estureros y apologías ambivalentes jugadas a dos paños, no rei­vindique al Vitoria de la carta al padre Arcos; carta m iserablem ente m anipulada —tal como puede de­m ostrarse texto en mano, que es lo que voy a hacer más adelante— de una m anera tan sólo com prensi­ble por una vigencia del principio de au toridad ra­yana en la abyección, ante las narices de los propios frailes de San Esteban, que se la sabrían sin duda de m em oria, precisam ente por don Ramón Menén- dez Pidal (al que el m ismo García Escudero enum e­ra, junto con Ortega, como uno de los «gigantes» con quienes yo me atrevo: «después de atreverse con gi­gantes como Ortega y Menéndez Pidal»), sobre todo al pasar en silencio —con la irresponsabilidad de un erudito provinciano ansioso de ensalzar a cualquier

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costo la gloria local— la frase decisiva para el en­tendim iento de la carta y que confuta ro tundam en­te las falsarias intenciones de la fraudulenta tesis pidaliana —excogitada ad hoc, para dem oler a Las Casas, dejándolo en solitario frente a sus herm anos de orden— de que V itoria no tenía juicios hechos, dudaba en su conciencia, no osaba juzgar, etcétera. Pero Vitoria osaba juzgar y, al menos en privado, juz­gaba, y con toda la drástica e inequívoca energía que expresa la m etáfora tom ada del salm o Super [lam i­na Babiloniae, el m ás trem endo del salterio. Y si en público optó po r guardar m ás discreción, ello pro­bablem ente se debió a un últim o escrúpulo de con­ciencia de no poner en aprie tos insalvables la conciencia de aquel a quien, a pesar de todo, seguía reputando, en sus luchas de Alemania, como el de­fensor de la Cristiandad frente al protestantismo. Por eso m ism o tal vez, dejó la salida de poner en el p ri­m er lugar de los justos títulos —escogido, sin duda, por el criterio de la m ayor inocuidad— el del dere­cho de com unicación y comercio, extraído del paga­no ius gentium , con arreglo a la m ás alta tradición dominica: la del iusnaturalism o de Tomás de Aqui- no, el verdadero gigante de esta historia, de quien, siendo un joven gordo y tac itu rno y habiendo reci­bido por ello, en la Sorbona, el sobrenom bre de «el buey silencioso», su m aestro Alberto Magno había profetizado: «Los mugidos de este buey resonarán en toda la Cristiandad».

Pero si al señalar como principio de legitimación el del derecho de comercio, V itoria pensaba, como yo creo, en relaciones, si es que no idílicas, al menos de las m ejores conocidas entre pueblos étnica y cu l­turalm ente distintos, como la que por varios siglos perduró, con pacíficos y profundos intercambios, en­tre galos y helenos, en la fundación fócense de Mas- salia (la actual Marsella, donde hoy se odian y m atan moros y franceses) y en las u lteriores fundaciones

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m assaliotas desde la actual Am purias a la desapa­recida Hemeroscopeion, «M irador del día», tal vez so­bre el paralelo de Alicante; si en esa form a de relaciones en las que se había visto el com ercio ac­tu ar como m ediador de paz, colocando los intereses de las partes, no ya en oposición, sino en simbiosis, había puesto, como yo oso pensar, Vitoria su espe­ranza,1 al-elegir por justo títu lo el derecho de co­mercio, ningún e rro r pudo haber com etido más fatídico ni de consecuencias más patéticam ente con­tra rias a la buena voluntad de su intención y su me­jo r deseo. M uchas veces me he preguntado qué ho rro r no sentiría el padre Vitoria si levantara la ca­beza y extendiera la vista sobre la infinitud de prepotencias, crím enes y depredaciones que, es­grim iendo el derecho de com ercio bajo el sutil pero decisivo quid pro quo que lo invierte de títu lo de legitimación en patente de corso y en coartada de designios anteriores,2 ha perpetrado desde entonces el colonialism o europeo, em pezando por las com pa­ñías com erciales inglesas y holandesas, que, pronto —inm ediatam nte después de la fundación de Bata- via y unos 40 años antes de las de Nueva Amsterdam (hoy Nueva York) y Ciudad del Cabo, holandesas tam ­bién, como Batavia— recibirían el refrendo teórico del Mare Liberum (1604), de Hugo Grocio, que es casi el m anifiesto fundacional del liberalismo, y que, por cierto, no deja de citar, aunque reorientando y per­

1. Fundo esta presunción en una de la s ú ltim as frases, del n? 18 y ú ltim o de la III p arte de su s Relecciones: «T éngase en cuen ta qu e los p o rtu g u eses tienen m ucho com erc io con pu eb los sem e­jan tes a esto s, sin haberse enseñoreado de ellos [su b rayad o mío], y sacan , en verdad, g ra n d e s provechos».

2. Todavía B ism arck , en la segunda m itad del s ig lo XIX, d a rá exp resión a la d o ctrin a en su cé leb re co n sig n a resp ecto de la s co­lon ias: Die Flagge folgt dem Handel («Ai co m erc io s igu e la b an ­dera»); e sto es, p rim ero los h acem os c lien tes y luego ya los harem os súbd itos.

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virtiendo ad hoc la intención propia de los argum en­tos, a Vitoria y a Vázquez de M enchaca. ¡Con qué in­finita am argura y repugnancia el buen padre Vitoria arro jaría lejos de sí, como una condecoración del mismo Satanás, los entorchados de benem érito «pa­dre del derecho internacional m oderno» con que toda la piratesca canalla b lanqu irrub ia del colonia­lismo y del liberal-capitalism o ha querido pagarle, agradecida, los favores recibidos, sin pararse a con­siderar hasta qué punto tal forma de recibirlos y apli­carlos era totalm ente inopinable, ajena y hasta diam etralm ente contraria a las intenciones del autor!

Sin duda, para una form a de patriotism o, para un españolism o que, como el de Menéndez Pidal o de Marías, adolece de m anías de grandeza, la sola idea de devolver una condecoración internacional o tor­gada a un español, incluso por las m anos más en­sangrentadas y sobre todo si son blancas y de vello rubio, no puede responder más que a un arrebato de «histeria» antiespañola, con «secreción de bilis»3 por parte de intelectuales resentidos que querrían rebajar «la talla internacional» de un teólogo ju ris ta sólo por la inquina que les inspira el que sea español. Obedientes al sistem a de «peer en botija para que retumbe», propio de todo apologeta profesional, no conciben que haya quien exam ine y seleccione las condecoraciones y las alabanzas y devuelva las que huelen a sangre y hieden a bandido; no conciben que haya quien, tal vez equivocadamente, pero con toda buena fe, no crea que se pueda echar sobre las es­paldas de Vitoria toda la infam ia secular que con la coartada de su justo títu lo del derecho de comercio han perpetrado después sobre otros pueblos las na­ciones blancas. Como para el sistem a de «peer en bo­tija para que retum be» todas las condecoraciones buenas son, pero sobre todo las que vienen de la

3. E x p resio n es de Ju liá n M a ría s en el a rtícu lo citado.

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Europa rubia, no pueden im aginar que su rechazo pueda proceder del deseo, tal vez ya inútil y deses­perado, de res tau ra r la m em oria y el buen nom bre del m alcondecorado. Quien ha leído la carta de Vi­toria al padre Arcos, no en busca de algo de que po­der servirse en una apologética ya preestablecida, sino tra tando de escuchar, con tanto afecto como condescendencia, alguna palpitación de la bondad, por muy encubierta que esté por toda suerte de fac­tores contextúales, o m ucho me he engañado o llega realm ente a escuchar esa palpitación. ¿He leído yo con dem asiada buena voluntad y me equivoco al pen­sa r que nada podría ser m ás ajeno al ánim o y a los sentim ientos de Vitoria que la infam e función que su derecho de com ercio llegó a cobrar en el colonia­lismo europeo posterior, o he leído bien y el honor de V itoria está en m is m anos y no en las de quienes, como Menéndez Pidal, tra tan de degradarlo con una «talla internacional» que no es sino un baldón de ini­quidad, con tal de enaltecerlo socialmente, dado que en los salones europeos es de mal tono recu rrir a los peristas para averiguar la procedencia y la buena ley de las condecoraciones?

Más abajo, resulta chocante que, respecto de la ce­lebración de un centenario, García Escudero diga que, a su juicio, «la celebración más eficaz del acon­tecim iento hab ría sido dejar la H istoria a los histo­riadores». Pero tal proposición no tendría más respuesta apropiada que la de dejar a los h istoria­dores la propia celebración del centenario, pues no sé cómo éste podría ser o tra cosa que una celebración histórica, en la que los historiadores nos invitarían a todos los dem ás a partic ipar en la efeméride. Me temo, pues, que lo que con tal frase quiere decir Gar­cía Escudero es que los profanos no nos m etam os a escudriñar en los docum entos originales del ayer y confiemos esa tarea a sus sacerdotes, que son los acreditados y consagrados para establecer la verdad

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canónica y oficial. El Centenario im pondría el cono­cim iento histórico ya m asticado, como por una es­pecie de función trofaláctica de los h istoriadores respecto de las m asas retroanalfabetizadas por los media, proporcionando a los boquiabiertos visitan­tes de la gran Disneylandia sevillana un conocim ien­to histórico ya arm ado en forma de férula ortopédica capaz de hacerlos encajar en un ya prefigurado e ine­luctable porvenir, ya que, si se celebra, es que algu­na función se le atribuye. ¿O es sólo un pretexto prom otor de incalculables inversiones económicas que aum entarían la riqueza de la nación, no im por­ta si incluidos o excluidos los propios v isitantes?4 Pero, en tal caso, ¿qué m ás da el pasado tal como nos lo cuenten o dejen de contar? Bien es verdad que lo que propone García Escudero a cam bio de «me­ternos en historias», como m ás eficaz celebración, tiene, aunque sólo por encima, cierta apariencia po­sitiva: «Exam inar cuáles son las posibilidades del m undo hispanoparlan te cara al futuro, y cuáles las de España como eslabón o b isagra entre ese m undo y Europa». Pero él sabe muy bien que estas no son m ás que palabras de una vieja jerga, estéril y hasta vacía, de funcionarios que necesitan ju stificar un sueldo, y en los que la falta de convicción se delata sin más por el hecho de tener que auparse ilusoria­mente en los fastos puram ente propagandísticos de un centenario. Hacen antes la propaganda que la cosa, para ver si la propaganda los sugestiona y los convence para hacer la cosa.

A quienes nos obstinam os, en cambio, «en desen­terrar el pasado para destruirlo en un insensato arre­bato patológico» nos acusa de que nada parece

4. P u es hoy ya sab em o s q u e lo que un triste d ía se llam ó, a u n ­que con las m ejores intenciones, «la riqueza de la s naciones» ap e­nas tiene qu e ver con el b ien estar generalizado de los particu lares, sa lvo com o un e fecto se cu n d a rio cuan d o a la «riqueza» en a b s­tracto le van las c o sa s excep cion alm en te bien.

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im portarnos la América actual y su porvenir o su presente. Y aquí disiento de él, pues creo que nada renueva y perpetúa m ejor el pasado que la constan­te apelación al futuro, la eterna e inalcanzable zana­horia que la cab rita lleva colgando de una cuerda delante de su boca.

Pero él mismo ha dicho, en una apreciación, por lo demás exagerada, po r infravalorar tal vez las di­ferencias:’ «¿Qué es el problem a actual del Tercer Mundo sino el problem a que el m undo del Descubri­miento de América planteó a los españoles?». Lo cual no entiendo bien de qué modo se conciba con su des­dén implícito por quienes pretenderían «hacer lo que Pereña llam a el proceso a la conquista».

No se tra ta exactam ente de un «proceso a la con­quista» por sí m ism a y en sí m ism a, sino de un pro­ceso a la H istoria Universal, para el cual el proceso al descubrim iento, la conquista y la colonización de América tiene especial interés po r afectar al p rim er m ovimiento del últim o despertar de la gran bestia; la experiencia de los hechos españoles tiene p a rti­cularísim o interés por situarse en el m ism o um bral del despertar, entre el sueño y la vigilia.5 Sólo los españoles recibieron de lleno en sus sentidos el gol­pe anonadador de una novedad inconm ensurable para su experiencia. Por eso sólo ellos necesitaron potenciar las reservas existentes; un inglés o un ho­landés, que ya habían aprendido de españoles y por­tugueses lo que era un indio, un indígena, un nativo, ¿qué necesidad tenían de averiguar si en la Sum m a Theológica había alguna previsión que hiciese al caso? Por eso, sólo en España se dejaron oír por al­gún tiempo los mugidos del Buey Silencioso, y el ius- naturalism o de Tomás de Aquino fue, justam ente en

5. O m ás bien entre e l o scu ro pero cad a vez esc lare cien te sueñ o de la E d ad M edia y la d eslu m b rad ora pero te rro r ífica p esad illa de la E d ad M od erna.

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virtud de su propia discronia con respecto al signo de los tiempos, el verdadero soplo del espíritu, la re­sistencia enfrentada a la arro lladora galerna de la H istoria Universal. Que esta ú ltim a fue la que ven­ció y que el espíritu fue el derrotado nada podría re­frendarlo más rotundam ente que el que llegase a dem ostrarse como c ie rta la hipótesis im plícita en la ya citada frase de García Escudero: «¿Pero qué es el problem a actual del Tercer Mundo sino el problem a del m undo que el D escubrim iento de América plan­teó a los españoles?».

Sea, si queréis, el iusnaturalismo, ontològica y aca­so también antropológicamente, una ilusión, una fic­ción piadosa, pero nadie puede negar que es cuando menos una hipótesis ética m ilenariam ente resisten­te. Basta considerar que lo que dice «hum anidad» en su sentido intensional, esto es, como categoría cualitativa, no recubre en modo alguno la experien­cia em pírica de lo que dice «Hum anidad» en su sen­tido extensional, esto es como nom bre colectivo del conjunto de los hom bres dados, pues adm itim os que esta H um anidad com prenda o pueda com prender a muchos hom bres a los que tacharíam os de «inhuma­nos». Y aun podría decirse que la palabra «hum ani­dad» no es sólo el nom bre de la hipótesis ética del iusnaturalism o, sino que implica, inevitablemente, una utopía. Cam panella resolvía su utopía con el ex­pediente ad hoc de que quien no se intregrase en su Ciudad del Sol había de ser reputado por no humano. ¿Por qué necesitaba recu rrir a tan artificiosa com­ponenda, sin que le satisficiese o tra opción menos problem ática, como la de llam arlos «hom bres m a­los»? Sim plem ente porque la utopía no está en el concepto de virtud ni en ningún otro semejante, sino tan sólo en el de hum anidad. No hay cum plim iento utópico parcial; por eso Campanella, para que los hombres integrados en su Ciudad del Sol fuesen «to­dos los hom bres» y no una parte de ellos, conform e

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a la exigencia de cum plim iento total inherente a la utopía, recurría al expediente de reducir a «no hom ­bres» a los que hiciesen defección a la realización de la utopía. El cum plim iento de la utopía im plícita en la palabra «hum anidad» y que haría verdadera la hipótesis ética del iusnaturalism o consistiría en que la categoría cualitativa, o sea, la que designa en sentido intensional la cualidad hum ana, conviniese, sin excepción, a la facticidad del conjunto em pírico denotado por el sentido extensional de la palabra Hu­m anidad.

La doctrina del iusnaturalism o tom ista partía de la frase evangélica «Mi reino no es de este mundo». Si Cristo había negado ser rey de la T ierra (o, por mal nombre, «Príncipe de este Mundo»), el pontífi­ce, en cuanto Vicario de Cristo, carecía de sobera­nía y jurisd icción secular universal (aunque, como hombre, pudiese gozar de un principado territorial), y tanto menos sobre pueblos paganos o infieles, que, a diferencia de los cristianos, ni siquiera habían re­cibido o aceptado la Revelación; los cristianos, habiéndola aceptado, le estaban al menos espiritual­mente —pero sólo espiritualm ente— sujetos. De esta manera, para Santo Tomás, los príncipes infieles o paganos tenían una soberanía tan legítim a como la de los cristianos, pues el poder tem poral no se fun­daba ni para unos ni para otros en un derecho divi­no relacionado con la Revelación, sino en un derecho natural, ajeno y an te rio r a ésta, y respecto del cual todos los poderes terrenales eran igualm ente legíti­mos (por mucho que incluso este derecho natural fue­se tam bién, en últim a instancia, de origen divino, salvo que solam ente por d im anar de la Creación, pero no de la Revelación). Así el iusnaturalism o tom ista había dejado impugnada, con decenios de anticipación, la doctrina de los dos poderes, el Pon­tificado y el Imperio, igualmente divinos, particu ­larm ente defendida, como es notorio, por Dante

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Alighieri; no habrían de tener, sin embargo, la m is­ma fortuna los sucesores de Tomás de Aquino, cuan­do los «intelectuales orgánicos» —como hoy se d iría—6 del em perador Carlos V quisieron rem ozar la doctrina dantesca bajo el lem a «Un Monarca, un Im perio y una Espada»,7 que si tal vez tuvo poco éxito teórico, triunfó, no obstante, en toda la línea, y extralim itándose incluso de las m eras atribucio ­nes temporales, en el plano de los hechos, pues el em­perador hizo y deshizo «a todo su beneplácito» —por decirlo con palabras cervantinas— no sólo en lo tem­poral o profano, que le correspondía, sino tam bién en lo esp iritual o religioso frente a todos los papas, al menos por cuanto a las Indias se refiere.

El ca rd en a l C ayetano —genera l de la O.P. d e s ­de 1508— fue quien, estudiando la Secunda Secundae de Tomás de Aquino e inform ado hacia 1517, por frailes de su propia orden, de los hechos de las Anti­llas, recurrió al iusnaturalism o tom ista para cues­tionar las atribuciones pontificias pa ra la donación al rey de España sobre las nuevas islas y tierras des­cubiertas «e po r descobrir», y de él sacaría Vitoria en 1532 el fundam ento para im pugnar en sus relec­ciones De Indiis la legitim idad de la fam osa bula In­ter Caetera o torgada en 1493 por Alejandro VI, en la que transfería a los Reyes Católicos el poder secu­lar sobre las islas nuevam ente descubiertas «e por descobrir», y a p a rtir de ello, en el capítulo de los títulos no legítimos, recusaría el prim ero con la con­clusión: «El em perador no es señor de todo el orbe». Todo lo cual es sobradam ente conocido y sólo se re­cuerda aquí para devolver al iusnaturalism o de San-

6. Al m en os el c a n c ille r M ercu rin o G attin ara —exp resam en te con oced or y p ro p u lso r del De Monarchia de D ante— y el se cre ta ­rio de c a r ta s la tin as A lfo n so de Valdés, p or lo qu e yo pu ed a re­c o rd a r ah o ra .

7. De lo s verso s de H ern an d o de A cuña: «U na g rey y un p a sto r só lo en el suelo/U n m o n arca , un im p erio y una espad a» .

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to Tomás el lugar que se merece. Contra lo que Vito­ria no parece haber encontrado, en cambio, ningún argum ento de Santo Tomás es contra la tan debati­da doctrina aristo télica respecto de los llam ados «amentes», o sea, los pueblos que, por su capacidad m ental «se hallan en la necesidad de ser goberna­dos y regidos por otros» (De Indiis prior, 1.a parte, n? 23, epígrafe Respuesta a otro argumento contra­rio)-, tal vez de ello se deriva el hecho de que encon­trem os una cierta incongruencia o, al menos, vacilación entre ciertos pasajes de ese epígrafe y una frase del núm ero 18 de la 3.a parte de la m ism a re- lección; c ita ré de ellas lo estric tam ente necesario:

I, 23. «... la m ente de Aristóteles no ha sido, c ie rta ­mente, que los que sean de escaso ingenio sean por naturaleza siervos y no tengan dom inio ni de sí ni de sus cosas. Él tra taba de la servidum bre civil y le­gítim a porque reconoce que nadie es esclavo por na­turaleza. »

III, 18. (Donde es preciso advertir que sólo muy condicionalm ente tra ta de un posible octavo títu lo legítimo —habiendo llam ado al an te rio r «séptim o y últim o [subrayado mío]»— con estas palabras: «Otro título podría, no ciertam ente afirm arse, pero sí dis­cutirse...») «Hay que apun tar tam bién que en esta a r­gum entación puede aprovecharse lo antes afirm ado: de que hay quienes son siervos por naturaleza, y como tales parecen ser estos bárbaros, podrían por lo tanto se r gobernados como siervos.»

Por lo demás, tam poco Las Casas, respecto de esta m ism a cuestión de los «amentes» —al menos a te­nor del resumen que de su controversia, de 1550, con el doctor Sepúlveda hizo fray Domingo de Soto—, pa­rece que encontró nada en las doctrinas de Santo To­más que poder esgrim ir contra Aristóteles en cuanto a que los «amentes» sean «siervos por naturaleza», y sólo acertó a d istinguir «tres m aneras o linajes» de bárbaros, de los cuales sólo a los últim os habría

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querido, según él, referirse el filósofo al decir que son «siervos por naturaleza» («Y por aventura —co­menta, siem pre según el resum en de Soto— lo dijo por algunas gentes que eran en la conquista de Ale­jandro», aunque, por cuanto yo pueda saber o recor­dar, el siniestro conquistador macedonio, pese a haber tenido tal m aestro y un baño superficial de cu ltura helénica, se movió siem pre —diga lo que di­jere fray B artolom é— entre la flor y nata de las cul­tu ras orientales, m ucho m enos bárbaras sin duda —salvo alguna reserva que pudiese caber respecto de los tracios y los escitas— que los propios mace- donios), para acabar con el mero argum ento de he­cho de que los indios no encajaban en absoluto en la tercera «m anera o linaje» de bárbaros, «m ostran­do —dice el resum en de Soto— que aunque tengan algunas costum bres de gente no tan política [...] no son en este grado bárbaros; antes son gente gregátil y civil, que tienen pueblos grandes, y casas, y leyes, y artes, y señores, y gobernación...»; argum ento de hecho, que, por cierto, se lee ya en Vitoria, en el m is­mo lugar I, 23 de De indiis prior, poco más arriba del pasaje antes citado, casi con las m ism as palabras: «Es m anifiesto que tienen cierto orden en sus cosas, puesto que tienen ciudades debidam ente elegidas, m atrim onios reglam entados, m agistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere uso de razón», cosa que induce a sospechar que, tal como, siquiera en esto, reconoce el propio Don Ramón, Las Casas estaba tan cerca de V itoria que hasta se per­m itía abrevarse en su venero, no menos que Vitoria se había abrevado en el de Vio (com únm ente m enta­do por el sobrenom bre toponím ico de «Cayetano», por ser natural de Gaeta), y éste, a su vez, finalm en­te, en Santo Tomás de Aquino. Com oquiera que sea, en este punto de los «amentes» fueron los argum en­tos de hecho los que dom inaron del todo en la dispu­ta (que fue, por in terferir del modo más directo

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en la buena conciencia necesaria para ju stificar los atropellos com etidos con los indios, o, inversam en­te, en las acusaciones contra sus fautores, la m ás apasionada), tanto por parte de los «detractores» —desde fray Tomás Ortiz, el m ás feroz de todos, pa­sando por Fernández de Oviedo (aunque éste no, por cierto, para justificar infam ias que fue más duro que nadie en denunciar), hasta fray Domingo de Betan- zos, que, sin embargo, a la hora de la muerte, se re­trac ta ría .por escrito ante testigos de lo que realmente dijo y de lo que se le a tribuyó— como por parte de los «defensores».

Pero, antes de e n tra r en el escabroso asunto de la carta de V itoria al padre Arcos, me detendré breve­mente en otra componenda que el siem pre idílico Me- néndez Pidal arreg la en el m ism o texto («Vitoria y Las Casas», conferencia leída en San Esteban, de Sa­lam anca, el 19 de octubre de 1956) entre su am ado Vitoria8 y su adm irado em perador. Hablando de la

8. A m ado m ás que p o r V ito ria m ism o, p o r aversión a L as C a­sas, a l igual que éste — y aq u í co in cid o con la opin ión de Don R am ó n — p arece h ab er am a d o a los ind ios m ás bien com o un re­fle jo de la aversió n que sen tía p o r la s o b ra s de lo s esp añ o les. S a l­vo qu e — au n q u e m enos v irtu o so y m enos útil p a ra la propia sa lvació n p erso n a l— e se o d io se m e an to ja m ucho m ás idóneo en cuanto c r ít ic a de la h isto ria y del p o d er — au n q u e en L as C asas todavía en el estad io de in tu ic ió n — qu e las p ía s tea tra lid a d es de lo s com p ad eced orcs p ro fe s io n a le s de p u eb lo s o p rim id os, qu e a veces rayan en grad o s de in d ecen cia com o el de B ertra n d Rus- seil, cuando proclam a com o uno de los sentim ientos cap ita les que han g o b ern ad o su v id a «un a in sop ortab le com p asió n p o r los su ­frim ien tos de la H um anidad». En cuan to al a m o r de L as C asas p or los ind ios, no se trata , p o r consigu iente , de p ed ir a nadie un sentim ien to tan d ifíc il, y fo rzosam ente ficticio , a c a u sa de su p ro ­p ia inconcreción , sin o de la sospech a de una p ositiva fr ia ld a d que sa lta de pronto de un p a sa je de su p ro p ia Historia de las Indias, cuando hab land o de sí m ism o —en tercera person a com o su e le—, a p rop ósito de la d ec isió n de d e ja r vacos a los ind ios de su en co­m ienda, d ice: «N o porque no estab a n m ejo r en su poder, porqué él los tratab a con m ás p ied ad y lo h ic ie ra con m ayo r desd e a llí ad elan te y sa b ía qu e d e ján d o los é l lo s hab ían de d a r a qu ien los

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carta de éste al p rio r de San Esteban, del 10 de no­viem bre de 1539, encargándole que prohibiese todo debate o serm ón público sobre cuestiones de las In­dias por parte de los frailes y que confiscase todos los papeles privados de los dichos frailes que toca­sen al asunto «así en limpio como en m inutas y m e­m oriales» y que se los rem itiese para exam inarlos, amén de ordenarles que no volviesen a hab lar más de la cuestión, don Ramón Ménendez Pidal alega que el em perador lo hace por celo de que ello pueda ir «en desacato del Vicario de Cristo», para añadir más adelante: «Si hubiese quedado la m enor desconfian­

h ab ía de o p r im ir e fa t ig a r h asta m atallos, com o al cab o los m a­taron, pero porque, aunque les h ic ie ra todo el bu en tractam ien to que padre p u d iera fa c e r a h ijo s, com o el p re d ic a ra no p o d erse te­n e r con b u en a con cien cia , n u n ca le fa lta ra n c a lu m n ia s d iciendo: "A l fin tiene indios; ¿p o r qu é no los d e ja , p u es a f irm a se r t irá n i­co?", acordó totalm ente dejallos». Tal despreocupación por los con­cretos indios conocidos cuyo destino estab a tod avía en sus m anos, só lo p o r no m en o scab ar su au to rid ad en la m isión que h ab ía to­m ado a cargo, con trasta vivam ente con la actitud de Vasco de Qui- roga, el o b ispo de M ich o acán , que aun h acien d o las d en u ncias m ás te rr ib le s en c a rta s a l em p era d o r y a l C o n se jo de Indias, e s ­p ecialm en te sobre la e sc lav itu d , donde al o íd o del lector resa lta una p a rt ic u la r sen sib ilid ad cu a n d o a p ro p ó sito de cóm o se m a r­c ab an a fu ego (con la G de «guerra» , com o se solía) in c lu so «a niños de teta de tres o cu a tro m eses», hace esta p re c isa o b se rv a ­ción: «herrados con el dicho h ierro tan grande que ap en as les cabe en los ca rr illo s» , no se preo cu p ó de c o n se rv a r esc lavo s y e s c la ­vas de su p ro p ied ad , ya sea en la c a sa com o en el obispado, pero sí, en cam bio, de h acerlo s lib res a tod os en su testam ento. Vol­viendo a L as C asas, es cu r io sa la op in ión de A lfonso G arcía-G allo, a quien, p a rec ién d o le exa g era d o «que d efend iera a los ind ios p o r odio a los españ o les» («yo no d ir ía tanto», es su expresión), le a tr i­buye, sin em b argo , la p a rc ia lid a d d e un ab o gad o defensor, que, com o tal, no tiene porqué c o n sid e ra r los derech os de la otra p a r­te, esto es, aquí la de los esp añ o les: « É sto s —e s c r ib e — vin ieron al N uevo M undo con la esp eran z a de h a ce r fo rtu na, y al m ism o tiem po con la idea m isio n a l de co n vertir a los indios. M uchos de estos esp añ o les se p agaro n el v ia je d esd e E sp a ñ a , lu ch aron co n ­tra los in d ios a su costa , se ju g a ro n la v id a, su frie n d o la en ferm e­dad y esp eraro n o b ten er u n a recom p ensa qu e a veces lleg ab a y o tras no. S in em bargo , L a s C a sa s vio ú n icam ente los derech os de

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za respecto a la doctrina sostenida por los profeso­res de San Esteban en los papeles requisados seis meses antes, no pretendería Carlos encom endar la dirección esp iritual de todo el clero de Nueva Espa­ña al recién elegido p rio r de San Esteban, fray Do­mingo de Soto, y a sus frailes». El arreglo de Don Ramón es aquí conciliatorio hasta lo sonrosado: el golpe de m ano de Carlos V de 1539 sobre el conven­to de San Esteban no responde en absoluto a ningu­na sincera preocupación im perial po r un posible «desacato del Vicario de Cristo», sino todo lo con­trario; responde a la furia del em perador por las ges­tiones de fray B ernardino de Minaya que, a sus espaldas y con una ca rta de presentación de la em ­peratriz, ha conseguido trasladarse desde las Indias hasta Roma y p resentarse al pontífice Paulo III has­ta lograr de él que prom ulgue la fam osa bula Subli- m is Deus, de 9 de junio de 1537, las m ás favorable a los indios de cuantas se han dictado, proclam ando entre o tras cosas que «tales indios y todos los que más tarde se descubran por los cristianos no pue­den ser privados de su libertad por medio alguno, ni de sus propiedades, aunque no estén en la fe de

los indios». N o se com prende que un ju ris ta com o él no se dé cuen­ta de qu e la im p arc ia lid ad q u e pide —y qu e a L a s C asas, en su papel de «ab o gad o defensor» , d isp en sa de ten er— no se ría sin o ¡a que co n sid e ra se al m ism o nivel de todos los d em ás derech os el m ás p a rc ia l y u n ila tera l de todos e llo s : el d erech o de g u e rra del vencedor, que en este c a so es, p o r añ ad id u ra , en un g rad o a b ­soluto, a g re so r no p rovocado y c o n q u istad o r d efin itivo . E l d ere­cho de g u e rra es, sin du d a, el ab o rigen p reh istó rico de la con cep ció n m ism a del D erecho (según la tesis de W alter B e n ja ­m ín sob re « la v io len cia c re a d o ra de d erecho» — véase : La policía y el Estado de derecho, Tom o I, p á g in a 6 39 — ), pero p o r eso m ism o e stá antes y fuera de todos los d em ás d erech os. Lo que los esp añ o les pu d iesen re c la m a r com o d erech o p a ra sí fren te a los indios, o m ás b ien sobre e llo s , era ni m ás ni m en os que el d ere­cho de g u e rra y de con q u ista que com o ex combatientes co n si­d erab an de ju s t ic ia les fu ese conced ido . Pero ya in c lu so en el s ig lo X V I Vázquez de M enchaca, a le g a a l resp ecto m u y graciosa-

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Jesucristo; y podrán libre y legítim am ente gozar de su libertad y de sus propiedades, y no serán escla­vos...». Pero m ás que al contenido m ism o de la bula (que, por lo dem ás Carlos V logró que el papa se la comiese con patatas fritas apenas un año y 10 días después de su promulgación, m ediante un breve que la revocaba el 19 de junio de 1538) la furia del em ­perador respondía al hecho de que algo, incluso de índole estrictam ente esp iritual, pudiese ir de las In­dias hasta Roma, sin pasar por su supervisión. Tan insincero era, en todo caso, el celo que le atribuye Don Ramón por evitar un «desacato del Vicario de Cristo» que, po r real orden de 6 de septiem bre del mismo 1538, introdujo el llam ado «pase regio», por el cual nada podía salir de Roma hacia las Indias sin pasar por las m anos del Consejo de Indias y haber obtenido, tras m inucioso examen, la debida aproba­ción o, en caso de no obtenerla, debía volver a Roma para que «se suplique de ellos [bulas o breves] para ante nuestro muy Santo Padre, que siendo m ejor in­formado, los m ande revocar» y en 1539 aún carga m ás la mano, con una especie de «pase regio» a la inversa, según el cual los obispos que solicitasen al­guna m erced al papa tendrían que enviarla antes a la corte, para que, una vez exam inada, siguiese ha­cia Roma como dem anda del propio em perador. Dem ente en su Controversiarum Illustrium (libro I, cap. X , núm eros 8 y 9): «M uy a p rop ósito de todo esto es la resp u e sta del Rey Antí- góno cau d illo de los L aced em on ios [...]; com o c ie rto so fista le p re­sen tase un libro ace rca de la ju st ic ia , no e s tá s en tu ju ic io , le resp on d ió Antígono, si v ién dom e d e s tru ir con m is a rm as c iu d a ­des a jen as, te a treves a d ise rta r en mi p resen c ia sobre la ju st ic ia . Porque sa b ía en verd ad que cuantos hacen g u e rra ni pueden, ni tienen voluntad de p ro teger las leyes de la ju s t ic ia ; s in o que la m ayor parte de la s veces se g u errea p o r el an sia de a g ra n d a r el p od erío y la g lo ria , au n q u e pretextan do m ás nob le c au sa , com o se ría en nuestro caso si (siguiendo el e jem plo de Aristóteles, m aes­tro y en e s ta m ateria a d u la d o r bien poco d ism u lad o de A le jan ­dro) q u isié ram o s d e c ir que aq uel p rín c ip e , que llevab a la g u e rra a region es extrañ as, lo h ac ía solam en te p a ra p ro cu ra r el bien de aq u e llas reg io n es y h ab itantes, a fin de qu e en lo su cesivo p u d ie­ran llevar una v id a m ás c iv iliz a d a [ob utilitatem facere quo ma­

l t e

modo que este era el verdadero ambiente entre el em­perador y el papa, y si en 1540 Carlos V encarga a fray Domingo de Soto «la dirección espiritual de todo el clero de Nueva España» la razón de ello no es, como dice Menéndez Pidal, que, en efecto, ya no que­daba «la m enor desconfianza respecto a la doctrina sostenida por los profesores de San Esteban», sino que, entretanto, el em perador ha logrado cortar drás­ticam ente cualqu ier posibilidad de contacto directo entre las Indias y Roma y viceversa, de m anera que en 1540, como dirían los americanos, «todo está bajo control», bajo el control del emperador, naturalmente.

Vengamos, pues, de una vez, a la fam osa ca rta de Vitoria al padre Arcos, de cuya data no me consta más que el año: 1534, esto es, dos años después de haber redactado, conform e se supone, sus «releccio­nes »De indis, y habiendo ocurrido entrem edias Lo de Cajamarca, por llam arlo así.

«Muy reverendo Padre: Cuanto al caso del Perú, digo a V.P. [Vuestra Paternidad] que ya, tam diutur- nis studiis, tam m ulto usu [con tan continuos desve­los, con tan asidua aplicación], no me espantan ni me em barazan las cosas que vienen a mis manos, ex­cepto tram pas de beneficios y cosas de Indias, que se me hiela la sangre en el cuerpo en m entándom e­las.» Así empieza la carta. Menéndez Pidal piensa que

gis in posterum cultiorem uitam ageretil —en el o rig in a l latino]. Oh dulce, hu m an o y c a rita tivo am o r qu e no se avergüen za de v io ­la r los d erech o s del n atu ra l p aren tesco qu e lig a a los hom bres, sino qu e se a p re su ra a e llo y qu e con m ultitud d esen fren ad a, que el fu ro r y la lo cu ra a rra stra n , se a p re su ra p o r m ed io de todo gé­nero de exterm in ios, de torm entos, de m u ertes y de incend ios, a lan zar a la s som b ras d el Erebo, com o h erid o s p o r un rayo, a in­n u m e rab les m illa res de hom bres, a in cen d ia r c iu d ad es, a a r r a ­s a r cam p os, a v io la r d o n ce llas y a d a r c ru e l m uerte a an cian os, n iños y m u jeres sin avergon zarse de d a r el nom bre de b en efic io a todos esto s c rím en es y a o tros au n m ucho p eores, m ás n e fan ­dos y d ign os de execración» . M enchaca se re fe r ía aq uí a las g u e­rra s de Antígono, pero e l texto no p re c isa r ía m u ch as v ariac io n es p a ra se r a p lic a d o a la C onq u ista de la s In d ias p o r los esp añ oles.

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las «tram pas de beneficios» pertenecen tam bién a las «cosas de Indias», quizá fundándose en el arran­que del texto («Cuanto al caso del Perú»), pero, como entre la tercera frase —aunque sea de una oscuri­dad sibilina— y el comienzo de la cu a rta («Lo m is­mo procuro hacer con los peruleros») parece separar n ítidam ente lo uno de lo otro, yo tiendo a creer que con los «beneficios» se refiere a problem as eclesiás­ticos, y aunque «beneficios» suena m ás bien a cosa propia del clero secular y no del regular, al que per­tenecía Vitoria, ello no obsta para que éste, aunque fraile, pudiese ser consultado en negocios de curas; con todo, esto, en sí mismo, es una m inucia, y sólo importa para in terpretar la cláusula «que se me hiela la sangre en el cuerpo en m entándom elas».

En efecto, la am bivalencia contextual ab ierta por la presencia de tres antecedentes en femenino plu­ral («trampas», «cosas» e «Indias») nos impide deci­dir de modo taxativo si la anáfora en femenino plural de «mentándome/as» debe ser rem itida a «trampas» y «cosas» o sola y expresam ente a «Indias», aunque por el hecho de que el verbo «mentar» pida más bien un nom bre propio o un nom bre com ún con artículo determ inado (del que «tram pas» y «cosas» no van precedidas en el texto), el lector de la carta oye m ás espontáneam ente que son las «Indias» —que, por añadidura ocupan el lugar inm ediatam ente an terior al «que»— las que hacen que a Vitoria se le hiele la sangre en el cuerpo en m entándoselas. Las «tram ­pas de beneficios» —a m enos que Don Ramón tenga razón al incluirlas entre las «cosas de Indias»— que­darían, entonces, como algo sólo incidentalmente sa­cado a relucir, a títu lo de ejemplo, como la otra cosa de las que le «estorban y embarazan».

Hay que decir de paso que Vitoria, sin duda acos­tum brado, tam m ulto usu, a escrib ir en latín, escri­bía, al m enos a juzgar por esta carta, muy mal castellano, no sólo constantem ente entreverado de

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latinajos (que no siem pre tienen la función de expre­sar la confidencialidad, por lo vidrioso del asunto, como quien baja la voz, sino que a veces parecen gra­tuitos, o pretendidos tecnicismos, o tal vez expresio­nes recogidas de autores clásicos y aprovechadas pro dom o sua) sino tam bién de latinism os sintácticos, como «timeo que no sean de aquellos», donde, a pe­sar del «que», el verbo latino le obliga a escrib ir con negación:'«no sean», sobre el m odelo latino tim eo ne 4- subjuntivo, largándonos así un híbrido latino- castellano, que podría inducir al e rro r de entender «temo que no sean» en lugar de lo correcto, que es «temo que sean».

Pero lo im portante de la tergiversación de Menén- dez Pidal reside en la interpretación de las inhibi­ciones y vacilaciones de Vitoria como verdaderas dudas de conciencia, que, como hom bre m oralm en­te escrupuloso, lo opondrían diam etralm ente a las arrogantes certidum bres m orales de Las Casas. Lo que la carta dem uestra, por el contrario, es que las dudas de Vitoria no son, en modo alguno, salvo en algún aspecto secundario, dudas sobre la índole mo­ral de la cuestión o el juicio que merezcan las accio­nes de los peruleros, sino vacilaciones sobre la conveniencia —y tal vez incluso lo contraproducen­te de la dureza de ánim o que ello supondría— de in­crim inarlos claram ente y sin am bages en su propia cara. Léase con atención:

«Lo m ism o [o sea fugere ab illis, “ rehu irlos”] pro­curo hacer con los peruleros, que aunque no muchos, pero algunos acuden por acá. No exclamo, nec exci­to tragoedias [ni provoco dram atism os] contra los unos y contra los otros sino que ya no puedo disim u­lar [subrayado mío], ni digo m ás sino que no lo en­tiendo, y que no veo bien la seguridad y justicia que hay en ello, que lo consulten con otros que lo entien­dan mejor. Si lo condenáis así ásperam ente, escan- dalízanse; y los unos allegan al Papa y dicen que sois

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cismático porque ponéis en duda lo que el Papa hace; y los otros allegan al Em perador, que condenáis a Su M ajestat y que condenáis la conquista de las In­dias, y hallan quien los oiga y favorezca [subrayado mío]. 1 taque fateor infirm atatem meam [así que con­fieso m i flaqueza de ánim o —subrayado mío], que huyo cuanto puedo de no rom per con esta gente. Pero si om nino cogor [me veo com pletam ente forzado —subrayado mío] a responder categóricam ente, al cabo digo lo que siento».

Veamos, pues, los cuatro subrayados míos:1?: sino que ya no puedo disimular, esto es, «a m e­

nos que me exasperen hasta el punto de que no aguante m ás comedimientos»; p rim era m anifesta­ción de que V itoria no es que tuviese dudas de con­ciencia, ni le faltase una opinión segura del asunto; sus m edias palabras sólo se deben a la prudencia y al com edim iento que cree m ás conveniente —o qui­zá hasta m ás cómodo— guardar con los que van a consultarle; pero si acaban sacándolo de quicio, ¡vaya si tiene algo que decir! ¡Vaya si tiene una opi­nión form ada! Y tan dura y tan grave que la reac­ción de los otros es escandalizarse y con traatacar acusándolo incluso de a ten tar contra el papa y el em­perador y condenar la conquista de las Indias (lo que, a su vez, es d a r a las palabras de Vitoria un alcance que rebasa, ahora sí, su au tén tica opinión). Lo m is­mo vale para la frase de mi cuarto subrayado: «Pero si me veo com pletam ente forzado a responder cate­góricamente, al cabo digo lo que siento». Tampoco aquí hay fundam ento alguno, sino todo lo contrario, para pensar en dudas íntim as de conciencia; Vito­ria sabe hasta dem asiado bien lo que siente y lo que piensa de lo que pasa en las Indias, y lo sabe con tan apasionado ho rro r «que se [le] hiela la sangre en el cuerpo en m entándose [las]». Por eso mismo no quie­re verse forzado a tener que decirlo abiertam ente. Su vacilación no responde, por tanto, en modo algu­

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no, a la falta de una opinión segura sobre el caso, sino a la reluctancia de som eter al otro a la extrema dure­za de su contestación. Lo que habría que deducir de todo esto es m ás bien que Vitoria quería ser un estu­dioso y se sentía muy poco llamado a la función de consejero o director de alm as y que en las ocasiones en que no tenía más remedio que avenirse a esa fun­ción tenía la sabiduría, la nobleza y la elegancia es­piritual de sentir verdadera repugnancia por el papelón de fulm inador de pecadores (en esto sí que Don Ramón podría haberlo com parado muy venta­josamente con el dram ático fray Bartolomé), tal como él mismo dice: «No exclamo, nec excito tragoedias»; latinajo que describe muy bien esa clase de trances de confesonario en que el clam or incrim inatorio del director de almas provoca en el penitente bien sea una reacción de soberbia y rebeldía, bien una abyecta escena de arrodillam ientos con golpes de cabeza con­tra el suelo, reiterados sollozos de profundis, sobrea­bundante desbordar de lágrimas y profusión general de toda suerte de mucosidades. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Su horro r y su consternación ante las «cosas de Indias» eran tan verdaderos que, aunque se le he­lase la sangre en el cuerpo en oyéndolas mentar, pre­fería guardarlos para sus adentros antes que caer en la indignidad de usarlos para cargarse de razón fren­te a terceros. Sea como fuere, consideraba inútil po­nerse a ejercer de director de almas, ya por lo grave del asunto, lo exacerbado de la situación y de las pa­siones concitadas, ya por sus propias limitaciones, de las que él mismo hum ildem ente se culpaba, a tenor del tercero de mis subrayados: «así que confieso mi flaqueza de ánimo» (itaque fateor infirm itatem meam), y tal vez injustam ente según he conjeturado más arriba. En lo que toca al segundo subrayado mío («y hallan quien los oiga y favorezca»), quede por el momento de retén, para cuando toque com entar la ul­terior referencia a la Orden de Predicadores.

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Sigamos pues, con los otros dos pasajes en tresa­cados de la carta que me tengo propuesto comentar. El prim ero de ellos dice como sigue:

«Prim um om nium [ante todo], yo no entiendo la justicia de aquella guerra. Nec disputo [tampoco dis­cuto] si el E m perador puede conquistar las Indias, que praesuppono [¿doy por supuesto?] que lo puede hacer estrictísim am ente. Pero, a lo que yo he enten­dido de los mismos que estuvieron en la próxim a [re­ciente] batalla con Tabalipa [Atahualpa], nunca Tabalipa ni los suyos habían hecho ningund agravio a los cristianos, ni cosa por donde los debiesen ha­cer la guerra. / Sed [pero], responden los defensores de los peruleros que los soldados no eran obligados a exam inar eso, sino a seguir y hacer lo que m anda­ban los capitanes. I Accipio responsum [admito la res­puesta] para los que no sabían que no había ninguna causa m ás de guerra, m ás de para roballos, que eran todos o los mas [subrayado mío]. I creo que m ás ru i­nes han sido las otras conquistas después acá. / Pero no quiero parar aquí. Yo doy todas las batallas y con­quistas por buenas y santas. Pero hase de conside­ra r que es ta g u e rra ex con fessione [según declaración] de los peruleros, es no contra extraños, sino contra verdaderos vasallos del Em perador, como si fuesen naturales de Sevilla, et praeterea ig­norantes revera justitiam belli [y por o tra parte real­mente ignorantes en cuanto a la justicia de la guerra]; sino que verdaderam ente piensan que los españoles los tiranizan y les hacen guerra injustam ente. I aun­que el Em perador tenga justos títulos de conquistar­los, los indios no lo saben ni lo pueden saber...».

El subrayado mío: «que eran todos o los más», in­terpretado con arreglo a la estric ta congruencia sin­táctica, debe entenderse referido a los que no sabían que no había ninguna causa m ás de guerra que la de robar a los indios, y por ende a los que iban de buena fe. Pero tanto el sentido de la frase que inme­

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diatam ente sigue, como el trenzado de la trip le ne­gación («no sabían», «no había», «ninguna»), con el enrevesamiento sintáctico que comporta, podría ju s­tificar la sospecha de que «eran todos o los más» tal vez quiera decirse de los que s i sabían que sólo se tra taba de robar. Pero esto tóm elo el lector como un sim ple exceso de m alicia po r mi parte. Me im porta m ucho m ás la interpretación que me propongo dar a todo el párrafo, y que, si bien parecerá, al princi­pio, com pletam ente extraña y arb itra ria , resu ltará bastante menos atrevida cuando, al final, la apoye en un pasaje de las Relecciones del propio Vitoria. Pues bien, creo que el conflicto im plícitam ente latente en el desconcierto de Vitoria en este pasaje de la carta podría enunciarse, con bastante aproximación, en los siguientes térm inos:

«Incluso dando por estrictísim am ente legítim os —según la m ejor doctrina— en cuanto al ius ad be- llum los títulos del Em perador para las guerras de las Indias, tal es la escandalosa m agnitud de las in­fracciones com etidas, al m enos en el Perú, contra el ius in bello, y tan contrarios a todo derecho de guerra los fines m anifiestos de tales infracciones, que los propios justos títulos que legitim aban estas guerras ante el ius ad bellum quedan hasta tal punto desmen­tidos por los fines de los hechos perpetrados contra el ius in bello que el mismo ius ad bellum resulta vul­nerado y puesto en cuestión. O, dicho en otras pala­bras, si las in jurias de los peruleros contra el ius in bello no lo violan solam ente por ser medios despro­porcionadamente crueles con respecto a los fines que se han presupuesto como justos títu los ante la ins­tancia del ius ad bellum, sino que lo violan por res­ponder a fines propios, ajenos y distintos a los fines constitutivos de dichos justos títulos, el entredicho llega a afectar al propio ius ad bellum, borrando la justicia de tal guerra, al descalzarla —no de modo ocasional, sino clam orosam ente sistemático, en los

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motivos dom inantes en la conducta de los com ba­tientes— de los fines que, como justos títulos, fun­dam entaban la presupuesta legitimidad».

El fundam ento a rr ib a referido capaz de convali­d a r esta aparentem ente abstru sa interpretación del conflicto latente en el citado pasaje de la carta al pa­dre Arcos, es el párrafo de las Relecciones de Vitoria, que según la versión castellana de Armando D. Pirotto (Espasa-Calpe Argentina, S.A., Buenos Aires, 1946), transcribo continuación.

De indiis prior, I, 3, [proposición] tercera, [epígrafe] Duda principal: «Tornando, pues, a nuestro tema, di­remos que ni el asunto de los bárbaros es tan evi­dentem ente injusto que no podamos d iscu tir su legitimidad, ni tan notoriam ente justo que no poda­mos dudar de su injusticia, habiendo en él aspectos que perm iten sostener una y o tra tesis. Porque p ri­meramente, si consideram os que todo este asunto lo m anejan hom bres doctos y buenos, creerem os que todo se ha hecho con rectitud y justicia [o sea, se­gún el ius ad bellum ]. Pero luego oímos hablar de tan­tas hecatom bes hum anas, de tan tas expoliaciones de hom bres inofensivos, de tantos señores desposeí­dos de sus posesiones y riquezas [o sea contra el ius in bello], que hay m érito para dudar de si todo esto ha sido hecho con justicia o con injuria [conflicto en­tre am bos tura]».

Y henos aquí finalm ente ante el párrafo de la ca r­ta al padre Arcos respecto del cual los designios apologéticos-detractores de don Ramón Menéndez Pidal llegan al punto de tergiversar, con artim añas de falsario, la letra y el esp íritu de la dicha carta, sin detenerse en sacrificar el honor m ism o de Vito­ria en aras de la tesis que ha decidido defender: con­traponerlo radicalm ente a Las Casas, a fin de an iquilar a éste, con la llam ada Leyenda Negra, y siem pre para mayor gloria de España, de la em pre­sa de América y del Im perio Carolino —tam bién 11a­

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m ado Im perio Español. Extractaré, prim ero, los pa­sajes de Don Ramón que conciernen esencialm ente a nuestro caso: «En cuanto a los hechos m ilitares, explica V itoria al padre Arcos los m uchos y graves reparos que a esa guerra pudieran [s¿c, por “po­drían"] oponerse, “ no lo entiendo”, dice, “yo doy to­das las batallas y conquistas por buenas y san tas”, concede, pero no quiere op inar sobre el trato dado a los vencidos [sobre el sentido de este no entender, de este dar por buenas y justas todas las batallas y conquistas y de este no querer opinar, donde no se­ría cabal hab lar de au tén tica tergiversación, sino sólo, a lo sumo, de una descontextualización intere­sada, ya se ha hablado m ás arriba, sobre el propio texto de Vitoria, pero sigamos citando a Don Ramón], pues aunque le parece malo, ve que no faltará, aun dentro de la orden de predicadores, quien apruebe matanzas y despojos hechos [subrayado mío]». Y más abajo sigue así: «Toda esta ca rta revela cómo Vito­ria, con su sentido m oral sum am ente escrupuloso, se halla en extrem o preocupado por el pecado de los españoles en Indias, pero ve dificilísim o el juicio en materia tan enrevesada [subrayado mío], tan compli­cada en su aspecto moral abstracto y en su concreta realidad política y eclesiástica. Por nada en este m un­do osaría afirm ar en redondo [subrayado mío y do­blem ente para «en redondo»] la inocencia de esos peruleros que participaron en esa guerra, pero duda, se abstiene de dar opinión [subrayado mío]». Pues bien, el pasaje de la ca rta al padre Arcos del que nuestro Menéndez en tresaca la alusión a la Orden de Predicadores y al que se refiere con la frase: «Por nada en este m undo osaría afirm ar en redondo [vuel­vo a subrayarlo] la inocencia de esos peruleros...» dice literalm ente como sigue:

«Si yo desease mucho el arzobispado de Toledo, que está vaco [vacante], y me lo hoviesen de dar porque

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yo firmase o afirmarse la inocencia destos peruleros, sin duda no lo osara [subrayado mío] hacer. ANTES SE ME SEQUE LA LENGUA Y LA MANO, QUE YO DIGA NI ESCRIBA COSA TAN INHUMANA Y FUE­RA DE TODA CRISTIANDAD [versales mías]. Allá se lo hayan, y déjennos en paz. I no faltará, etiam intra Ordinem Predicatorum [hasta dentro de la Orden de Predicadores], quien los dé por libres, immo laudet et facta et caedes et spolia illorum [e incluso llegue a alabar tanto sus hechos como sus matanzas y sus depredaciones]».

Como bien se echa de ver —y hasta resalta de modo clamoroso— la frase capital que dom ina el sen­tido de la ca rta entera, desde aquel inicial «que se me hiela la sangre en el cuerpo en mentándomelas», y determ ina la correcta interpretación de otros pasa­jes es la que me he perm itido resa lta r con versales: «Antes se me seque la lengua y la mano, que yo diga ni escriba cosa tan inhum ana y fuera de toda c ris ­tiandad». La m etáfora conjuratoria de que se le se­quen la lengua y la m ano está tom ada nada menos que del salmo Super flum ina Babiloniae, terrible sal­mo del destierro, de casi fanática añoranza y am or hacia Sión y de ensañadas ansias de venganza con­tra Edom, aliada de Babel. A la luz de tal frase la ex­presión «sin duda no lo osara hacer», que Don Ramón tergiversa en ese aguachinado «por nada en este m undo osaría a firm ar en redondo» transfigura el no osara en jamás cometería una osadía tan inau­dita', y en cuanto al afirm ar en redondo, ¿cómo que «en redondo»? ¡Ni en redondo ni en cuadrado ni en triangular, ni en nada! Y en cuanto la versión me- néndezpidalina de la frase sobre la Orden de Predi­cadores: «ve que no faltará aun dentro [de ella] quien apruebe m atanzas y despojos hechos», prim ero mal- traduce laudet, «alabe» por el atenuado «apruebe», pero sobre todo transform a —siem pre gracias a la elusión de la frase cap ita l— lo que es, evidentem en­

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te, un am argo y hasta condenatorio sarcasm o de Vi­toria contra su propia orden9 (donde sobre la for­m ulación m eram ente descriptiva «no faltará [...] quien los dé po r libres» se redobla inm ediatam ente con todo el énfasis del «im m o laudet et... et... et...») en una especie de m odesto y ponderado reconoci­miento de que incluso entre sus propios herm anos de orden no han de fa ltar o tras opiniones distin tas pero igualm ente respetables y dignas de ser consi­deradas, para acabar elogiando m elifluam ente a Vi­toria (y, por supuesto, no por sincera estima, sino tan sólo en la m edida en que m ejor pueda servirse de él como m ero instrum ento en contra de Las Casas), que m erced a la contraproducente im pericia de Don Ramón incluso para sus propias intenciones, term i­na resultando retratado ante el lector como una es­pecie de borreguito rinconero, m ás acoquinado que fortalecido por sus estudios y sabiduría, con tal can­tidad de escrúpulos de conciencia que, como piedre- cillas en las sandalias, le im piden d a r un solo paso en firme y en seguro, que nunca osa juzgar en redon­do, eternam ente abrum ado y casi anulado por la duda, etcétera. ¡Tal la imagen que, contra su propia voluntad, acaba dándonos, con su m aldiestro abuso, Don Ramón, de su interesadam ente encomiado Fran­cisco de Vitoria! Cierto que era un hom bre escru­puloso y sobre todo discreto y lleno de elegancia espiritual en la función —que al parecer no le gus­taba nada— de consejero de alm as, con tan alto sen­tido de la dignidad propia y ajena como para sen tir verdadero repeluco ante la sola idea de las grandes escenas, cargadas de histrionism o, a que podían dar lugar las intimidades entre confesor y penitente; pero

9. Y a q u í e s donde e n c a ja ría , com o una an ticip ación , el segu n ­do su b ray ad o m ío del p rim e r p á rra fo com entado: «y h allan quien los o iga y favorezca»; en tre los ta les e s ta b a inc lu yen d o tal vez a esto s d o m in ico s con tra los qu e ah o ra se e xa cerb a .

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el hecho de que rehuyese el papelón de flagelo de pe­cadores no significaba, en modo alguno, que adole­ciese de inseguridad alguna para form arse, con los datos en la mano, la m ás firm e y m ás severa opinión sobre el pecado mismo. Hablando de los propios pe­ruleros, sólo unas líneas m ás a rrib a del últim o párrafo citado, dice: «... non video quom odo [no veo m anera de] excusar a estos conquistadores de ú lti­ma impiedad y tiranía...», lo que sería en verdad una extraña forma de dudar, de no osar afirm ar en redon­do, sobre culpas o inocencias. Defectos tendría Vitoria, pero no ciertam ente esa casi total incerti- dum bre de conciencia con que Ménendez Pidal quie­re pintarlo. No, no se m erecía Vitoria sem ejante falsificación de su figura, ni creo que nadie, por el sólo interés de defender a u ltranza una argum enta­ción preconcebida, se haya perm itido a rra s tra r tan indecentem ente por los suelos el honor de un hom ­bre, como don Ramón M enéndez Pidal llegó a a rra s ­trar, con sus tergiversaciones, el honor de fray Francisco.

Y con esto creo que queda bastante contestada la acusación de G arcía Escudero sobre mi «atreverm e con gigantes». Muchas y muy extensas son las obras de Don Ramón, y las m ás de ellas seguram ente me­ritorias; de m odo que dudo m ucho de que esta casi mínima invectiva pueda hacerle la más pequeña me­lla. Con todo, he de añad ir que si hay un vicio espe­cífico y característico que estropea a menudo ciertas obras hasta de los m ás sabios autores españoles es la predisposición hacia la actitud apologética con respecto a la h istoria de su patria; y es este vicio el que ha torcido m uchas veces los trabajos históricos del «gigante» Don Ramón. Y casi me atrevería a de­cir que tal vez ellos tengan parte de culpa en el he­cho de que los enanos nos veamos, al parecer, torcidos por el vicio inverso. Pero ¿para qué mentir?: este acto de modestia es totalmente sincero por cuan­

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to pueda referirse a m is conocim ientos y saberes, pero no lo es en absoluto en lo que atañe a mi esm e­ro y mi buen juicio.

El propio G arcía Escudero, en el artícu lo citado, llega casi a ponerm e en los labios la pa labra «geno­cidio» en relación con la conquista de las Indias por los españoles. De paso, quiero indicar, antes que nada, que, a mi entender, la palabra «genocidio» ha concitado sobre sí un recargo de valor peyorativo ex­cesivamente desproporcionado con respecto a lo que podríam os designar como «hom icidio m últiple ge­neral e indiscrim inado»; por ejemplo, ante acciones de exterm inio como las de Tamerlán, con la p irám i­de de 70 000 cabezas que levantó, si no recuerdo mal, tras la tom a de Damasco, uno em pieza a dudar de si el factor intencional de la voluntad de aniquila­ción total de una etnia concreta en tanto que tal et- nia (que es la diferencia específica por la que se distingue una m atanza total de la población de una ciudad —como las que hicieron de Tamerlán el hom­bre m ás sanguinario de la h isto ria— de un «genoci­dio» propiam ente dicho), y en vista de la especial carga afectiva con que de hecho se oye esta palabra, no com porta un añadido de valor peyorativo despro­porcionado con el tanto de m aldad —si es que tiene sentido hab lar de esta m anera, que desde luego no tiene sentido— que la diferencia del dicho factor de intención étnica efectivamente (al m enos ante la de­cisiva instancia de la sensibilidad) parece que le aña­de. Por decirlo a la inversa: ¿no hay un cierto terrorism o verbal en el empleo de la palabra «geno­cidio» que —por m ucho que su sobrecarga de valor peyorativo esté justificada por el añadido del mo­mento étnico— com porta, de rechazo y sin querer­lo, un descargo excesivo y hasta una cierta lenidad para m atanzas físicam ente no menos totales e indis­crim inadas pero que no entran , en sentido propio, en la noción de «genocidio»?

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Como a uno, no sé por qué inescrutables designios del Altísimo, siem pre le tocan causas —como la del pacifism o o esta m ism a del A nticentenario— que suelen coincidir con las que defiende la vocinglera grey de los naïfs (y aquí no se me alegren de pronto los sensatos, porque la naïveté a m enudo tiene cura, pero la sagesse jamás), grey que está lejos de cu idar la precisión de térm inos, más bien tendiendo a so­pesarlos como piedras, y siendo así que la palabra «genocidio» parece que resu lta ser, tom ada a peso, justam ente una de las m ás pesadas, no podría tan siquiera im aginar García Escudero mi pelea —las contadísim as veces, creo que dos, que me he visto invitado en alguno de esos, siem pre juveniles, g ru ­pos— por tra ta r de descastar, con toda suerte de ra­zones, el empleo de tal palabra, insistiendo una y otra vez en la total im procedencia de su aplicación a las guerras de conquista y a la colonización de Améri­ca por parte de los españoles. Nada qué hacer: ni m a­tanzas, ni escabechinas, ni masacres, ni «hecatombes hum anas» —como dice Vitoria—, les bastaban ni les satisfacían; ellos querían «genocidio», porque esa era la piedra verdaderam ente gorda. De nada servía in­sistir en que, a pesar de las m uchas y muy crueles m atanzas que hubo por todas partes, la tónica de los españoles —sobre todo a p a rtir del momento en que empezaron a ver que los tainos se m orían a chorros por la d ispersión y el desarraigo, por las asoladoras epidemias y por la m ás inhum ana explotación— fue, por el contrario, m ás bien la de p rocurar por su conservación, tal como leemos en la Recopilación de 1680, por ejemplo, respecto del servicio personal de mitayos en las m inas del Perú,

Libro VI, Título XII, Ley 21 (tomo segundo, folio 244, recto y verso de la edición de Julián de Paredes, Ma­drid, 1681).

«Por la mita, y repartimiento ordinario en el Perú,

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no se pueda sacar de cada pueblo más que la sépti­ma parte de los vezinos, que huviere en aquel tiem­po, considerando, que no se deve atender tanto á la mas, ó menos saca de plata, y oro, como á la conser­vación de los Indios, sin cuyo trabajo, y diligencia ces- saria el beneficio, y labor de las minas [subrayado mío]...».

Nada podría m ostrar más palm ariam ente el dispa­rate que habría sido toda decisión de genocidio; pues justam ente de la supervivencia de los indios y de su explotación dependía completamente la manutención y el enriquecim iento de los españoles, que infinidad de veces han dejado explícitamente declarado depen­der del trabajo de los indios hasta el punto de que de llegarles a faltar no habrían tenido más opción que la de volverse a España. Algo así fue lo que pasó en las Grandes Antillas, y singularm ente en Cuba, que, con la prácticam ente total extinción de los tainos a mediados de los años cuarenta, se despoblaron casi del todo —salvo los grandes puertos, como Santo Do­mingo y La Habana, que se nutrían del tráfico m arí­timo— también de españoles, gran parte de los cuales pasaron, atraídos por las nuevas esperanzas de rique­za, al continente sudam ericano y sobre todo al Perú, no quedando en las zonas rurales de las Grandes An­tillas m ás que los em presarios dedicados a la enton­ces naciente industria azucarera, necesitada de poca mano de obra —y aun esa fue predominantemente ne­gra. Por cuanto se me alcanza, el único caso de «ge­nocidio» propiam ente dicho de que tenga noticia en la América de lengua castellana fue el decretado en Uruguay, después de la independencia —tanto de Es­paña como de La Argentina—, contra los últimos, «inadaptables» grupos m arginales de indios proba­blemente tupiguaranís, si es que no incluimos tam ­bién en el capítulo ciertas actuaciones gubernativas m ejicanas de la segunda m itad del siglo X IX , a las que me referiré en el Apéndice V.

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En cuanto a la frase en que García Escudero pare­ce incluirm e bajo el dicterio de «necrófilos, obstina­dos en desen terra r el pasado para destru irlo en un insensato arrebato patológico» parece m ás bien dic­tada por el deseo de no ver desautorizada, por el re­cuerdo de las tragedias y las in justicias que la cim entaron, con arreglo al principio de la violencia creadora de derecho —por u sa r la expresión de Wal- te r Benjam ín—, la base de legitim ación no sólo de la dom inación española de U ltram ar sino tam bién de los otros im perios coloniales, lo que significaría poner en entredicho la propia Edad M oderna y aun la Contem poránea, tan acríticam ente engreídas y autocom placientes con las sum arísim as contabilida­des m acroeconóm icas con que hacen el balance ge­neral de sus dividendos de progreso histórico. A quien sacase a colación el millón de galos que —so­bre un censo estim ado por alto en 10 m illones— fue­ron, según Plutarco, m uertos po r las legiones del conquistador de las Galias, Ju lio César, ¿tam bién lo tacharía García Escudero de necrófilo por no repa­ra r m ás que en el m illón de m uertos, acordándose sólo de lo m alo y olvidando lo bueno, al pasar en si­lencio nada m enos que a los 9 millones de supervi­vientes? Un poco m ás y pronto veríam os a esos 9 millones de supervivientes acreditados en la cuenta de César, en la colum na del HABER, como m érito suyo, talm ente como si en vez de no m atarlos, les hu­biese dado la vida. La espada de César dejaría de ser la que ha m atado un millón de galos para pasar a ser la que ha salvado la vida de los nueve millones que sobrevivieron. ¡Qué delicia las contabilidades de los apologetas de la historia! Y que me perdone Don José María, porque ahora soy yo quien, dejándose a rra s tra r por la retórica, comete la injusticia de for­zar sus palabras hacia im plicaciones que sé muy bien que él no aceptaría . Con todo, le encarezco que piense bien si esas im plicaciones, aunque hiperbó­

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licamente presentadas, no llevan algún punto de ra­zón sobre la forma en que la siem pre eufórica, glo- balizadora y hasta totalitaria idea del Progreso suele a justar sus cuentas con el sufrimiento, o, en fin, si cree que realm ente merece ser tachado de necrófilo quien se empecina en no querer ver tan claras y tan limpias esas cuentas, o, dicho en otras palabras, quien se resiste á aceptar la idea de que la historia hum a­na —en el supuesto de que necesariam ente tenga que haber tal cosa— haya de ser siem pre quirúrgica.

A don Julián M arías me lim itaré a protestarle sólo un p a r de letras del artícu lo m encionado al com ien­zo; dos letras que son dos breves párrafos, aunque la divisoria de mis protestos no coincide con la de los párrafos, sino que viene a co rta r por la m itad del prim ero de ellos, tal como voy a ind icar al tran scri­birlos. Helos aquí:

«El Descubrimiento de América provoca particular secreción de bilis. Con todos sus defectos, que fueron muchos [subrayado mío] pero incomparablemente me­nores [subrayado mío] que en las empresas ultram a­rinas de todos los demás países en expansión —o terrestres en el caso de Rusia, extendidas desde la pe­queña Moscovia hasta el océano Pacífico—, con cruel­dades que no admiten comparación [subrayado mío] con las cometidas en Irlanda o en las guerras de reli­gión de Francia o en las luchas entre las maravillosas ciudades italianas [subrayado mío] o en la guerra de los Treinta Años, con todo eso, la empresa de Améri­ca es algo prodigioso, comparable sólamente a la for­mación del Imperio Romano, de la Romanía... [aquí está la divisoria entre mis dos protestos]...: el injerto español en un continente que forma parte plena del mundo actual y tiene como lengua propia y creadora el español, con todo lo que lleva consigo.

»Pues bien, el que existan veinte países hispánicos, que se encuentran mutuamente "en su casa”, que se entienden y se leen íntegramente, saca de quicio a mu­chos españoles (y, por supuesto, a algunos hispano­americanos)».

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Em pezaré, pues, con los pasajes de mis dos p ri­meros subrayados: 1? «Con todos sus defectos, que fueron muchos, pero incom parablem ente m enores que en las em presas u ltram arinas de todos los de­más países en expansión...» y 2? «... crueldades que no adm iten comparación...». Tan notable por su con­tinua recurrencia como significativo por su conte­nido me ha parecido siem pre este llamém osle «método» com parativo particu larm ente caracterís­tico no tanto de los historiógrafos como de los am an­tes de la h isto ria y, entre éstos, sobre todo de los apologetas. Realmente se d iría que han de es ta r tan obcecados en su apasionam iento o tan absortos en un estado o casi trance de distracción e inadverten­cia que no caen, ni de lejos, en la cuenta de lo que implica, ya de antem ano y p o r sí mismo, el criterio tom ado por barem o de tal operación com parativa. No me refiero tanto al simple com parar, a que, como bien dice el dicho, «Toda com paración es odiosa»; a lo que realm ente quiero referirm e es al terrib le re­conocim iento im plícito que com porta, sin que ellos se den cuenta (que, si se diesen cuenta, ¡m ateria les m ando para recapacitar!), la sim ple elección de la concreta sustancia (como quien dice plata o plomo o trigo o granos de cacao) que compone la unidad de m edida usada en com paraciones sem ejantes. En efecto, la unidad de m edida que aquí m ism o vemos poner en cada uno de los platillos de la balanza im a­ginaria con que solemos representarnos toda com­paración cuantitativa está com puesta por lo que M arías designa literalm ente «defectos» en un caso y «crueldades» en el otro. Es decir que va a ser la pura diferencia en el vicio y la m aldad lo que va a decidir en exclusiva la querella sobre quién es el me­jor. Pero la bondad no puede ser pesada con pesas de m aldad; la diferencia en m aldad que hace sub ir a uno de los platillos e inclina el fiel de la balanza hacia el opuesto, que a su vez desciende, no puede

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ser com putada y convalidada por bondad de lo que yace en el prim ero. Cuando, como se hace al decir «los hay peores», el vicio se pone por única m edida de lo que quiere despacharse por virtud, todo se está, en realidad, reconociendo im plícitam ente como vi­cio. Por eso digo que los que, como don Ju lián Ma­rías, hacen su evaluación de los hechos de la historia a p a rtir dé sem ejante «método» comparativo, con­fiando po r entero sus dictám enes a la decisión del fiel de la balanza de esta no por frecuente menos irre­flexiva ars ponderandi, están reconociendo de m a­nera im plícita —y por m ucho que no acierten a advertirlo— que el mal es la sustancia genuina y de­cisiva de la historia, ya que es lo que, en definitiva, apremiados a la exigencia de la prueba, acaban siem­pre tom ando por unidad de cuenta y por criterio. Y, verdaderamente, ¡qué gran ironía la de que justam en­te quienes m enos parecen desearlo sean los que im­plícitam ente nos están diciendo la m ayor y m ás terrib le verdad sobre la historia!

Por otra parte —y con esto entro al tercero de mis subrayados, que hace tam bién el últim o de mi p ri­m er protesto (el segundo de éstos puede darse por subrayado todo él)—, ¡hay que ver qué regateo de com paraciones nos arm a don Julián! Por lo de Ita­lia lo digo, y a propósito de ese subrayado «en las luchas entre las m aravillosas ciudades italianas». ¿Es que desde la Baja Edad Media puede hablarse de una h istoria de Italia que no sea al m ismo tiem ­po h istoria de España, con la m ás sanguinaria com­pañía de m ercenarios, an terio r a la época clásica de los condottieros, enviada al su r de Italia por la Co­rona de Aragón, m ás de dos siglos antes de que ésta se uniese con Castilla? ¿Es que, ya en las guerras ita­lianas del siglo XV, no era precisam ente el Duca Va­lentino, el valenciano César Borgia —hijo del papa Alejandro VI, que donó todo un im perio todavía en­cubierto a la reina de Castilla— el m ás conspicuo

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asesino de aquellas m ism as «luchas entre las m ara­villosas ciudades italianas»? O, finalmente, ¿no fue la m ism a Águila Bicéfala que proyectó sobre U ltram ar su m ala som bra de ave carnicera, la que lanzó sobre la propia pontificia Roma la m ás cruenta, sacrilega y rapaz de todas las em presas m ilitares sufridas por Italia? No puede, pues, Don Julián hacer la partición de los hechos de la historia im itando la fórm ula abs­tracta y arb itraria del Tratado de Tordesillas (que cre­yendo haber puesto la demarcación toda ella sólo por las aguas pronto daría lugar a la sorpresa, desagra­dable para los castellanos, de que el gran saliente oriental brasileño que hace punta en el cabo de San Roque en traba todo él en la m arca portuguesa) y echar la raya ad hoc, vale a decir, por donde le con­viene; respecto de lo cual se me viene a las m ientes un pasaje de Las Casas (libro III, capítulo CXIV; pá­gina 221 del III tomo de la edición del Fondo de Cul­tu ra Económica, México, 1951), en que, a propósito de un tal Amador de Lares que había servido 22 años en Italia con el Gran Capitán y ahora estaba en Cuba, de contador, bajo el gobernador Diego Velázquez, el au to r dice de sí mismo: «Solía yo decir a Diego Velázquez, por sen tir lo que de Am ador de Lares yo sentía: “Señor, guardaos de veintidós años de Italia"».

A mi segundo y últim o protesto contra Ju lián Ma­rías, sobre lo m ucho que le asom bra, com place y anonada de entusiasm o la difusión del castellano, viene a cuento una cita de Elias Canetti, referida tam ­bién a la hazaña del conquistador Julio César en las Galias, que dice así:

«No hay ningún historiador que, por lo menos, no ponga en la cuenta de César, como mérito, esto: que los franceses de hoy hablen francés. ¡Como si, de no haber matado César a un millón de ellos, hubieran sido mudos!».

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Muchas cosas tendría yo que decir acerca de es­tos irreflexivos entusiasm os por la multiplicación del núm ero de hablantes de una lengua como un bien indiscutible y evidente por sí mismo, pero me lim i­taré a com entarlo recordando ciertos datos h istó ri­cos que pueden da r m ateria para reflexionar.

Como apasionado de la casa de Borbón y del des­potismo ilustrado, M arías encarece la expansión, en realidad nunca com pletada, del castellano en Amé­rica, pues no hay que olvidar que, a despecho de la tan cacareada dedicatoria de N ebrija ,10 no fue sino casi tres siglos después del descubrim iento, en ple­no despotism o ilustrado, y con el lum inoso Car­los III, cuando, a instancias del arzobispo de México, Lorenzana, se form uló por p rim era vez el monolin- güismo obligatorio en América. Curiosamente, toda­vía en 1769, Lorenzana habla de «conquista», como si los dos siglos y medio transcu rridos desde Cortés no hubiesen bastado para hacer p rescrib ir los dere­chos de guerra y para diluir siquiera en parte la dua­lidad de poblaciones, con sus enorm es disparidades jurídico-económicas: «No ha habido nación culta en el m undo —decía Lorenzana— que cuando extendía sus conquistas no intentase hacer lo m ism o con su lengua». El Consejo de Indias rechazó por unanim i­dad la propuesta de Lorenzana en cuanto a la impo­sición obligatoria del castellano. Pero el ilustrado y absoluto rey Carlos III, aconsejado por su confesor —un vasco, para mayor sarcasm o—, contradijo el pa­recer del Consejo de Indias y ordenó en una Real Cé­dula la obligatoriedad del castellano, «para que de

10. Con qu ien , por cierto , siem p re se ha com etid o la in ju stic ia de m a lin terp retarle la d e d icato ria de su g ram ática , pues, com o la tin ista qu e era , u só la p a la b ra « im perio» segú n la acepció n la ­tin a de «m ando», «autoridad», que es la m ás com ún de imperium, y no en la de « im perio» com o institución , pu es Fern an d o e Isab e l siem p re pen saro n en térm in os de reyes y só lo su nieto se r ía em ­perador.

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una vez se llegue a conseguir que se extingan los diferentes idiom as de que se usan en los m ism os do­minios y sólo se hable el castellano», como literal­mente dice la Real Cédula. Diez años m ás tarde, la gran rebelión de Túpac Amaru, en el Perú, volvió a hacer sensible el peligro que para el rico, holgazán y autosatisfecho crio llaje limeño representaban los aborígenes m arginados y abandonados a sí mismos, y el visitador Areche volvió a ver en la enseñanza de la lengua un m edio de sum isión de los posibles re­beldes, proponiendo que se im pusiese el castellano a los indios, «bajo las penas m ás rigurosas y justas contra los que no lo usen después de pasado algún tiempo en que lo puedan haber aprendido». Por for­tuna, el virrey se negó a im poner tales castigos."

Si tales son los hechos del luminoso Carlos III, vea­mos cómo, por el contrario, el som brío Felipe II, con superio r y verdadero sentido de universalism o cris­tiano, pero, igualmente, en total oposición con el Con­sejo de Indias, que esta vez proponía la imposición del castellano, dispuso en 1580 que fuesen los misio­neros los que aprendiesen las lenguas de los indios, para aplicarlas en la predicación del Evangelio y o r­denó que en las universidades de Lima y de Méjico se instituyesen cátedras para la enseñanza del que­chua y del náhuatl. Las colecciones de docum entos de García Icazbalceta recogen todavía traducciones nahua de oraciones y de doctrina cristiana.

El entusiasm o de M arías por la difusión del cas­tellano, como un bien en sí mismo, se halla en con-

1 1 . V éan se las notas a p ie de págin a, n?‘ 14 y 15 de la pág. 637, Apéndice III de este m ism o texto. A ctitud bien d istin ta de la que h ab ía tenido en el reino de G ran ad a, a l renovar en 1566 la p rag ­m ática del e m p e ra d o r su padre, del 7 de d ic iem b re de 1526 , qu e h ab ía qued ado en su sp en so p o r ap elac io n es sucesivas, y en la que se p roh ib ía a los m o risc o s el h ab la y e l vestido; «ob ligáro n los a vestir castellano», d ice expresivam ente don Diego H urtado de M en­doza. (Véase Apéndice III, pág. 637).

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sonancia con su fervor borbónico y absolutista, pues achaque propio de todo absolutism o o totalitarism o es el de violentar y reducir ortopédicam ente la no­ción de «universalidad» con el coselete de la «uni­dad» (en nuestro caso, fetichización abstractiva de un país en su in tegridad territo ria l) y la férula de la «univocidad» (en nuestro caso, homogeneización lin­güística coactiva). La afición tan típica como invo­lun taria e inadvertidam ente com unista de nuestro Don Ju lián por los todos integrados y homogeneiza- dos, en los que cada célula es indiferentem ente fun­gible y reem plazable por cualqu ier o tra (tal como para Napoleón, otro en tusiasta de los puros núm e­ros, lo eran los franceses cuando, contem plando los cadáveres de los suyos que yacían en el campo de ba­talla de Eylau, dijo: «Todo esto lo rem edia una no­che de París»), podría curársela él mismo, fácilmente, volviendo sobre las espléndidas páginas de «La idea de principio en Leibniz» en las que su tan cacarea­do m aestro Ortega, a través de la reflexión etim oló­gica sobre la palabra «católico»,12 encarece, si no recuerdo mal, el m om ento distributivo, inseparable de toda concepción de «universalidad» hum anam en­te aceptable, o sea, precisam ente el m omento alla­nado y m achacado por su fusión y confusión con las nociones de «unidad» y «univocidad».

12. En la que, a d e c ir verd ad , fu erza un poco e l p rim er com po­nente g rieg o , re fle jan d o sob re él, ab u sivam en te según a cre d ita ­dos helenistas, el valor inequívocam ente d istributivo que ha venido a ten er su d escen d ien te «cad a» en caste llan o : p ru eb a : «todos los d ía s lo m ism o »/«cad a d ía a lgo distinto». «C ad a d ía d ices lo m is­m o» es un e rro r típ ico de los c a ta lan es cu a n d o pretenden h a b la r en castellano .

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A p é n d i c e V

Hace ya m uchos años que vengo escribiendo toda suerte de reflexiones m uy ram ificadas sobre el fe­nómeno del farisaísm o, entendido como nom bre co­mún de una determ inada inclinación m oral hum ana general, y sin m ás relación con la secta jud ía de los Fariseos que la puram ente etimológica, esto es, la que motiva la acepción común que me interesa a par­tir de la parábola evangélica del fariseo y el publi- cano. Ateniéndome, pues, a la parábola, redefiní hace años el farisaísm o —en el único texto publicado has­ta hoy de entre todos mis apuntes sobre el caso1 so­bre la frase: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres..., porque no soy como ese publicano», a tenor de la cual, el farisaísm o propia­mente dicho venía a resultarm e, de m anera precisa y específica, la conocida actitud m oral de construir la propia bondad con la maldad ajena.

Viene esto a cuento de que el farisaísmo, así rede- finido y rescatado de sus com únm ente m ás vagas y desviadas aplicaciones en el habla cotidiana (que.

1. V éase «R estitu c ió n del fa riseo » , volum en I, pág. 13 1 .

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apoyándose en otros denuestos evangélicos, llegan incluso a hacer equivalente «fariseo» con «hipócri­ta»), se ha constituido, por una especie de inercia ce­rebral, en el m étodo característico de los apologetas de «su propia» h istoria .2 Una de las aplicaciones m ás recurren tes de este m étodo es la de la doctrina oficial española que ap arta de la conquista y la co­lonización españolas de U ltram ar la acusación del «genocidio»,3 no falta fundam ento para ello: en la conquista y la colonización españolas hubo sin duda toda suerte de m atanzas, pero, por cuanto yo pueda saber, no hubo nunca un genocidio propiam ente di­cho. Lo cual, salvo el dudoso y casi sólo sem ántico lenitivo de quitarse de encim a una palabra tal vez sobrecargada de peyoración respecto de otras clases de ferocísim as escabechinas que sería impropio, no obstante, tachar de «genocidios»,4 tam poco com por­ta m ucha m ejoría. La diferencia no dim anó de un mayor o m enor grado de hum anidad o de capacidad de com prensión y de respeto hacia la extrañeza ét­nica y cultural de las gentes descubiertas, sino de la diversa com binación de circunstancias entre lo que cada grupo de colonizadores fue a buscar allende Atlántico y lo que efectivamente se encontró. Sepa­remos, antes que nada, al Colón del p rim er viaje, ya que éste no dio con lo que fue a buscar y se topó con lo que no buscaba. Pero, a p a rtir de ahí, el metal pre­cioso con que los españoles se toparon «de m anos a boca», po r así decirlo, desde el p rim er instante en la isla que bautizaron como La Española fue la señal que m arcó decisivam ente para en adelante al Im ­perio Carolino —tam bién llam ado «Im perio Espa­ñol»— como un im perio fundam entalm ente minero,

2. V éase e l Apéndice IV de este m ism o texto, págs. 786-787.3. V éase ibídem, pág. 782.4. V éase e l Apéndice I de este m ism o texto.

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condicionando a tenor de ese sentido, y de una vez por todas, la relación de los españoles con los indios. Así, dejando aparte ahora las terrib les m atanzas de la conquista y las vesanias del expolio, el desiderá­tum perm anente de los poderes metropolitanos, com­prendido y com partido en mayor o m enor m edida por los sectores m ás conscientes del criollaje tanto de nacim iento como de elección (incluido el propio Cortés, aunque, a despecho de su m arquesado, aca­base m uriendo en la m etrópoli, pero siem pre dejan­do bien heredada en u ltram ar su descendencia), consistió, de m anera precisa y dem ostrable ley en mano, en encon trar el equilibrio justo entre el m áxi­mo grado de explotación de los indígenas y el grado mínimo de disminución del censo demográfico de las poblaciones explotadas, propósito que ya sea el in­contenible em puje m axim izador connatural a cual­quier form a de fu ror del lucro individual, ya sea el im previsible y aso lador azote de las recurrentes epidem ias, ya, en fin, la casi siem pre catastrófica incompetencia y confusión política y social de las ad­m inistraciones sucesivas, hicieron fracasar estre­pitosam ente en los tres siglos de dom inación. Tal relación entre la preocupación por la conservación del indio y el interés concreto vinculado a la necesi­dad de su reproducción puede encontrarse en infi­nidad de escritos y de leyes, pero baste por m uestra la ley 21 del título XII del libro VI de la Recopilación de 1680 (Tomo segundo de la edición de Julián de Pa­redes, M adrid, 1681, folio 244 recto y verso): «Por la mita, y repartimiento ordinario en el Perú, no se pue­da sacar de cada Pueblo más q[ue] la séptima parte de los vezinos, q[ue] huviere en aquel tie[m]po, consi­derando, que no se deve atender tanto a la más, o m e­nos saca de plata, y oro, como la conservación de los indios, sin cuyo trabajo, y diligencia cessaría el be­neficio, y labor de las minas: y si todavía pareciere necessario aum entar este número a cada vezindad,

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suspéndase el efecto desta ley, inform ándonos el Vi­rrey con expressión de las causas, que le obligaren [acentuación actualizada po r mí]». Dejando aparte a los «protectores de los indios», movidos por im pul­sos religiosos, que fracasaron en su empeño aun más, si cabe, que la adm inistración política m etropolita­na, ésta tuvo po r m ira y por preocupación capital en todo tiem po la de velar por la reproducción dem o­gráfica de las poblaciones explotadas, aunque con la clam orosa falta de éxito por todos conocida. El genocidio propiam ente dicho ni en tró nunca en sus m iras ni en sus hechos ni podría haber cuadrado con sus intereses.

El cariz inicial de la colonización anglosajona, tan­to por lo que ya de partida iban buscando los colo­nos como por lo que hallaron, de hecho, en Ultramar, aparece totalm ente distinto. La fórm ula española de colonización, esto es, la de un em presario individual que, m ediante contrato con el soberano, se convier­te en concesionario de una determ inada zona «des­cubierta o por descobrir» y en general m ás o menos vagamente delim itada ya sea por una franja de cos­ta definida de modo negativo por su dos extremos, ya en ocasiones por puntos cardinales definidos en grados o m ás com únm ente en leguas p o r un solo ex­trem o (como la que dio lugar a la querella entre Cor­tés y Francisco de Garay sobre el río Panuco o la que fue pretexto de la sangrienta guerra entre Almagras y Pizarras a propósito de El Cuzco), ofrece, por cuan­to yo pueda saber, un único ejem plo im portante en la colonización anglosajona: la fundación de Virgi­nia por W alter Raleigh en 1584; y aun en este caso se vio pronto sustitu ida por uno de los m odelos clá­sicos tanto britán ico como holandés, o sea el de las com pañías comerciales, puesto que en 1607 la con­cesión de Raleigh había sido absorbida por la Com­pañía de Virginia, que fundó Jam estown. Pero m ás peculiar y sobre todo más relevante para lo que aquí

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me im porta es el otro modelo de establecim iento co­lonial anglosajón: el de una secta religiosa m inori­taria perseguida o mal vista en la m etrópoli, cuyo paradigm a o arquetipo es el de los 102 puritanos que, de entre los huidos a Holanda en 1608, regresaron en 1620 a Southam pton sólo para em barcar en el M ayflower con rum bo a Jam estow n. Si las co rrien ­tes m arinas y los im ponderables de la navegación les hicieron su rtir en realidad bastan te m ás al norte, su idiosincrasia religiosa debió de hacerles a tribu ir esta deriva de unos 5 grados de latitud norte a los desig­nios de la Providencia, pues el caso es que allí donde arribaron allí mismo se quedaron. Más de 20 000 co­rreligionarios fueron a reunirse con ellos hacia 1633, y así quedó form ado el núcleo dem ográficam ente suficiente de Nueva Inglaterra. Pues bien, las in­clinaciones veterotestam entarias del puritanism o, reforzadas en estos em igrantes por una suerte de identificación con el pueblo del Éxodo mosaico, uni­das, por una parte, a la gran diferencia de las tribus indígenas con las que se toparon, por cuanto m ás in­dóm itas y m ás «prim itivas», con respecto a los tai­nos de La Española y no digamos con respecto a las gentes del Im perio Azteca o del Im perio Inca, y, por otra, a las condiciones de la tierra, sin m uestras apa­rentes de m etales preciosos —que de todos modos aquellos piadosos pilgrim s se habrían resistido a beneficiar— hicieron que tales establecim ientos pu­sieran inicialmente la colonización anglosajona bajo un signo predom inantemente agrícola, predisponien­do adem ás a los colonos, de modo aun m ás volunta­rio que obligado, a la autosuficiencia. M ientras al colono español jam ás se le pasó por las m ientes ir a lab rar la tie rra con sus manos, sino ser señor de labradores indios que arasen para él, o, aun mejor, patrono de m ineros que lavasen la arena de los ríos o bajasen al infierno de las m inas para poner en sus manos el oro o la p lata así obtenidos, en cambio, ya

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desde el m ismo instante de zarpar de Europa, los pu­ritanos iban dispuestos a labrar la tierra con sus pro­pias manos, a levantar sus casas y su iglesia y a vivir a solas, en una com unidad hom ogénea y casi teo­crática, en sus poblam ientos. De esta m anera, salvo como expertos guías individuales de tram peros ca­zadores de pieles, m ás típicam ente franceses (Que- bec fue fundada en 1608) que ingleses u holandeses, los indios del Norte eran ya por lo pronto, en el me­jo r de los casos, una gente perfectam ente innecesa­ria, y, en el peor, unos fantasm as inoportunos y obstinados que era preciso ahuyentar, expulsar y dis­persar. O tra colonización religiosa —harto efím era por lo que yo haya podido averiguar— fue la de un grupo de hugonotes franceses en la costa de Florida unos 30 años antes del Edicto de Nantes.

En cuanto al m odelo de colonización holandés, que, salvo por la Guayana y Curasao, fue poco du­radero en América, pues tra s haberse establecido en 1616 poco po r bajo de donde cuatro años después a rr ib a ría el Mayflower apenas tuvo tiem po de fun­dar, en 1652 y bajo el nom bre de Nueva Amsterdam, la que sólo 15 días m ás tarde, habiendo caído en po­der de los ingleses, sería rebautizada como Nueva York, fue un m odelo que llegó a mezclar, al menos en un punto particu larm ente sensible, el rasgo de com pañía de navegación com ercial con el de asen­tam iento de com unidad religiosa de inspiración ve- terotestam entaria. Aquel m ism o año de 1652 de la prim era fundación de Nueva York, la Compañía Ho­landesa de las Indias O rientales fundó, como de­pendencia no ya de la m etrópoli, sino de su propia central de Batavia, la Ciudad del Cabo. Las exigen­cias im puestas a los colonos por 1a Com pañía prefi­guraron la religiosidad patriarcal y en ciertos trances casi neo-mosaica de los futuros boers: una m oralidad intachable en el sentido de la iglesia reform ada, una autosuficiencia económica total con prohibición

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de relaciones tanto con los no holandeses como con los indígenas y, finalmente, la lectura de la Biblia en familia, que sólo al padre, erigido en patriarca, com petía comentar. Cuando en 1685 la revocación del Edicto de Nantes, o «de Tolerancia», por el rey Luis XIV provocó la desbandada de los hugonotes sobre todo hacia H olanda y Alemania, 550 de ellos decidieron em barcarse en los galeones de la Compa­ñía y fueron am orosam ente recibidos y acogidos en la com unidad de los que ya em pezaban a llam arse boers, «boyeros».

Y perm ítasem e aquí in terca lar la observación de que tanto los rasgos de m inoría religiosa blanca segregada en la m etrópoli com unes a los pilgrims puritanos del Mayflower, a los boyeros holandeses llevados por la Compañía H olandesa de las Indias O rientales a la Ciudad del Cabo —y, en un principio, sólo como criadores de reses destinadas al aprovi­sionam iento de los navios que hacían la carrera de la especiería— y a los hugonotes que se les unieron, como determ inadas coincidencias en el tiem po con la u lterio r historia de los boers, sugieren una p a rti­cular interpretación del sionismo y especialmente de su corrien te extrem ista «Eretz Yishraél». En 1838, un año después de que los boers, ya som etidos des­de 1806 a la dom inación británica, descontentos con ciertas exigencias de la adm inistración, emprenden, en núm ero de 2000 fam ilias, el «Gran Trek» (id est «gran éxodo»), saliéndose, con sus carre tas y sus ganados del territo rio colonial, Moisés M ontefiore propone la creación de un Estado para los judíos. En 1881, tras la derro ta de los británicos por los boers de la reciente República de Transvaal, presi­dida por Paul Krüger, la Corona acepta la indepen­dencia del Transvaal, pero reservándose el control de la política exterior, po r lo que algunos grupos de boers descontentos emprenden un nuevo éxodo y fun­dan otras dos repúblicas: «Stellalandia» la una, y la

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o tra con el significativo nom bre de Goshen (es el nom bre de la región de la península del Sinaí, lin­dera con Egipto, en la que el Faraón perm itió es­tablecerse con toda su fam ilia y sus haciendas a Jacob-Israel, el padre de José, su gran m inistro e in­tendente del Alto y Bajo Imperio), y en 1882 León Pinsker, con su libro Autoemancipación —en el que se propone como solución del antisem itism o el asen­tam iento de los judíos en Palestina— da im pulsos al comienzo de la prim era Aliá (inm igración de judíos en Tierra Santa). Por o tra parte, nada hay m ás ajeno a la benigna y pacífica religiosidad jud ía de la sina­goga europea medieval y m oderna —surgida del triunfo exclusivo de la secta de los Fariseos— que el yaveísmo o el éxodo m osaico y la belicosa invasión de Canaán, ni nada m ás extraño a la sociedad u rb a­na y burguesa de las juderías de la d iáspora y a sus ocupaciones mercantiles, artesanas o de profesiones liberales y con una m edia de nivel cu ltural siem pre muy superio r a la de todo su entorno, que la dedica­ción a la agricu ltu ra o la ganadería. Surge así la fortísim a sospecha de que el sionism o no es algo re­florecido en el seno de las propias com unidades judías, a partir de una tradición autóctonam ente con­servada, sino una artificiosa reinvención secundaria rebotada del veterotestam entarism o rehabilitado ad hoc por c iertas sectas cristianas reform adas, como comunidades religiosas m inoritarias perseguidas, es­pecialm ente inglesas y holandesas. «Eretz Yishraél» no sería, así pues, sino el últim o caso de arreglo me­diante em igración y establecim iento colonial de una com unidad blanca m inoritaria d iscrim inada y per­seguida, como en el caso de los pilgrim s del May­flower. Una ya un tanto rancia superproducción norteam ericana en tecnicolor sobre el éxodo m osai­co se recreaba precisam ente en todos los detalles capaces de establecer, sin reparar demasiado —siem­pre que fuese «por exigencias del guión»— en algún

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que otro anacronism o, una explícita identificación del pueblo de Israel esta vez no con los pilgrim s del Mayflower, sino con sus feroces sucesores los pyo- neers del Destino Manifiesto, con sus carretas de tol­do redondo, sus niños con gatitos en los brazos, sus vigorosas m ujeres de pañoleta a tada a la barb illa y de holgadas y largas sayas rem endadas, y hasta un Charlton Heston que encarnando a toda barba al m ism ísim o Moisés daba con estas palabras la sali­da: «¡Partam os hacia la tie rra de la Libertad!».5 De hecho, las discusiones sobre un arreglo m ediante asentam iento colonial para la com unidad jud ía lle­garon a enfocar las cosas, al menos al principio, como si se tra tase de cualqu ier o tra m inoría social blanca segregada, supuesto que, como territo rio s idóneos para ello, se barajaron, que yo sepa, por lo menos Uganda, M adagascar y el Canadá, incluso des­pués de haberse propuesto Palestina. Para el propio Herzl estaba claro el papel del judío como el del blan­co que por su superio r civilización está capacitado para colonizar y dom inar: «Para Europa constitu i­ríam os allí un trozo de m uralla contra Asia; sería­mos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie» (Der Judenstaat, 1895). ¡Nada, pues, para él, de idílicas com edias pastoriles, de agropecuarias ficciones patriarcales! ¡Poder tan sólo, puro y duro poder territo ria l, como es propio de todo colonialis­mo blanco! Pero yo digo: entonces, ¿por qué preci­sam ente Canaán? ¡2000 años de consanguinidad desparram ada —y sin embargo, conservada— por cinco continentes no pueden ser realm ente más que un caso muy grave de histrionism o historicista! ¡Ha­biéndosenos perdido, al que más y al que menos, casi todo o aun todo —y a veces hasta la som bra— en to­das partes, aún seguim os andando por el m undo como el que no ha perdido nada, como el que todo

5. V éase « Sh aro n -Jo su é» , volum en I, pág. 377.

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lo tiene bien guardado en sí m ism o y en la que se le antoja decir que es su tierra! A tenor de lo cual, el éxodo sionista sería una expatriación colonizadora, urdida sobre el precedente de la de las ya referidas m inorías cristianas reform adas y sugestivam ente m aquillado con los alegóricos colores, m im ètica­m ente asim ilados, de un neoveterotestam entarism o rem asticado ad hoc por dichas sectas cristianas pro­testantes. Al retom ar, de este modo, la tradición mo­saica de una ya artificiosa rehabilitación cristiana, Eretz Yishrael sería como repatriación, desde el punto de vista de móvil ideológico, algo aun más gra­tuito y fantasm al de cuanto podría llegar a serlo un pretendido «retorno» de los sefardís a Sefarad.

Volviendo ahora a los boers, pronto, a despecho de sus pretensiones de autosuficiencia, se vieron apre­m iados a im portar esclavos negros, ya sea traídos por su propia Compañía, ya por la o tra compañía ho­landesa, dedicada al tráfico negrero transatlán tico desde el África occidental, porque, de los aborígenes no negros que encontraron en África del sur, los hotentotes les eran utilizables solam ente como ayu­dantes en el pastoreo, y los bosquim anos se dem os­traron absolutam ente hostiles e indom esticables. Si ya respecto de los otros pueblos los boers tenían por tentaciones del Demonio las ideas de tolerancia re­ligiosa y de igualdad racial, la total extrañeza e inac­cesibilidad de los bosquim anos —que, según las palabras de una viajero del siglo xvm , eran «unos salvajes que han preferido la libertad a la esclavitud y que prefieren llevar una vida m iserable en la espe­sura de los bosques y en lo m ás inalcanzable de las m ontañas antes que dejarse subyugar por extranje­ros dispuestos a no perdonar sus fechorías»— ofre­ció a los boers la circunstancia m ás idónea para hacer de los bosquim anos tal vez el p rim er caso co­lonial de un genocidio propiam ente dicho. La cace­ría fue tan tenaz y sistem ática que se calcula que

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entre 1785 y 1795 fueron m uertos unos 10 000 indi­viduos.

En cuanto a América, parece ser que las acciones de exterm inio étnico deliberado se produjeron tan sólo m ucho después de las independencias. En Uru­guay, contra las tribus fronterizas probablem ente tupi-guaranís que se resistieron a la dom esticación, y en N orteam érica especialm ente contra los apaches y comanches. Pero es pintoresco cómo algunas re­públicas criollas de habla castellana, o por lo me­nos la de Méjico, com parten la doctrina oficial española según la cual los genocidas fueron tan sólo los anglosajones. Y a este repecto perm ítasem e con­ta r cómo, en cierta ocasión, habiéndom e pedido una entrevista un corresponsal de la televisión estatal m ejicana que andaba viajando, con su equipo, por España, al sa lir ocasionalm ente la cuestión del «ge­nocidio» de los indios por los norteam ericanos y tras haberle replicado por mi parte: «Pero no olvide usted que en 1868, cuando m uchos apaches y com anches perseguidos po r la expedición m ilitar de Sheridan empezaron a pasarse a Méjico, el gobierno de Chi­huahua lanzó contra ellos cazadores de recom pen­sas, ofreciendo prim ero hasta 250 pesos por cada cabellera de indio presentada, y m ás tarde sólo 150 tal vez por la proliferación de cazadores o por la abundancia de la caza; y que en 1882 los gobiernos de Estados Unidos y de Méjico hicieron un convenio recíproco de lo que suele llam arse "derecho de per­secución”, para que las tropas de uno u otro país pu­diesen pasar las fronteras del opuesto en los casos en que el respeto de las leyes fronterizas com portase tener que fru stra r cualquier persecución de aquellos indios iniciada en territo rio propio», el correspon­sal me requirió el m icrófono y arrim ándolo a su boca improvisó velozmente una refutación un tanto em borronada y cantinflesca, pero por eso m ism o tal vez más eficaz. Luego, cuando, acabada la en­

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trevista, y dirigiéndonos ya hacia la furgoneta del equipo, le dije: «Pero mire, que lo que he dicho so­bre los apaches y com anches no es ninguna inven­ción», me replicó con la m ás cordial desenvoltura: «¡Si ya lo sé, profesooor! —se em peñaba, a pesar de mis protestas, en llam arm e "profesor”—■. ¡Pero eso no se lo podía yo dejar p asar así ante mis oyentes!», y ab ría am bas m anos hacia afuera sonriéndom e como totalm ente seguro de mi comprensión.

Para el texto, Madrid, febrero-junio de 1988, para las notas y los apéndices, Madrid, mayo-octubre de 1991

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Este libro se acabó de imprimir Limpergraf, S.A., Ripollet del Vallès (Barcelona)

en el mes de mayo de 1992

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ROBERTOKLES ROSANAE FECIT

«El criterio de esta selección no ha sido el del acuerdo actual p o r parte del a u ­to r con cada una de sus páginas. Y no se t ra ta de que sobre cualquiera de ellas tendría siempre aun o tra palabra que decir, sino de que textos cuyas conclu­siones podría hoy discutir y hasta alte­rar han sido conservados p o r creer que ello no quita la utilidad de la a rgum en­tación. M ás todavía ; aun den tro de la p ropia selección se hallarán sentires en ­con trados o al menos divergentes. C u a ­tro lecturas y cua tro ideas propias están detrás de casi todos los textos recogi­dos; de ah í que la “ tem ática” sea m u ­cho m enos extensa que intensa. En cu an to al juicio de valor, el au to r no puede permitirse más que remitirlo al hecho m ism o de haber d ad o a la im­prenta esta recolección, com o indicio de que, ni con modestia ni sin ella, esti­m a su aparición justificada y conve­niente su lectura.»El volumen 11 de los Ensayos y artículos de Rafael Sánchez Ferlosio integra los t rabajos de m ayor extensión del autor, inéditos a lgunos y o tros publicados ya en libros o revistas. ________________

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Rafael Sánchez Ferlosio

Ensayos y artículos

Volumen II

Ensayos / Destino