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© ® 2013 Ramón López Morales [email protected] ISBN: en trámite Hoy y siempre amigos. Primera edición: Noviembre 2013 Viento Azul ediciones Coordinación editorial y diagramación: Ramón López Morales Portada e interiores: Flor López Facebook: https://www.facebook.com/Coffeshere Impreso en Guadalajara, Jalisco, México. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del

titular de los derechos de autor, bajo las sanciones establecidas en

las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier

medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

informático, así como la distribución de ejemplares mediante

alquiler o préstamo públicos.

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PRÓLOGO

¿Cómo debo empezar? Tal vez como, por regla tácita, inician

todas y cada una de las historias, o que en su naturaleza

buscan hacerlo; así pues: Había una vez un escritor de nombre

Ramón L. Morales, que tenía un mundo y en el mundo, historias

y en las historias, amigos. Pero también podía decirse (sip):

Había una vez unos amigos que tenían historias y en las

historias mundos y en los mundos un escritor que las pensaba y

escribía y que, de una manera admirable, luchaba por esos

amigos en sus historias y mundos particulares, pues la creación

y la divulgación (de lo que se escribe, se comprende) son dos

luchas independientes en la ya compleja actividad diaria. De

esa forma, Ramón es, al mismo tiempo, y como muchos otros

(porque algunos no lo son: nop), luchadores de su propia voz,

de sus mundos, de sus historias y de las amistades que allí se

plasman, como cada autor puede ser amigo o compañero de lo

que inventa.

Ahora: aquí tenemos una novela y lo que considero se

describe en ella son reminiscencias de un pasado existente en

un mundo tan real como lo son los recuerdos propios; pero

estos recuerdos, que se concentran en la vida de un grupo de

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amigos, representan aproximaciones (sip) al tiempo de

maravillas que es por mucho la infancia y aproximaciones, por

otro lado, al tiempo de los descubrimientos y deseos que es, a

su modo, la adolescencia. O quizá infancia y adolescencia sean

un poco ambas cosas, y los personajes de Ramón habitan allí

como pececillos en un mar intangible, pues todo recuerdo lo es

en cierto sentido.

La obra Hoy y siempre amigos, que sigue en aparición a

la novela: Bástian, siempre seremos amigos, trata las aventuras

propias de uno de los personajes que cobra vida en ésta última.

En la presente entrega Sergio (Sergei para los amigos) describe

con evidente desenfado una larga odisea que inicia en la

infancia, se hospeda en la adolescencia y termina en los

albores de la madurez, y en cuya trayectoria, que parece una

sucesión de episodios vivos y atrevidamente simpáticos, el

buen Sergei nos narra las peripecias, los sinsabores, los

malentendidos y maledicencias, las complejas situaciones en

las que a la fuerza se mete y de las que a la fuerza sale (ya hu-

yendo, ya afrontando) con una forma muy propia de ser: entre lo

bufonesco y malencarado, entre lo indomable y aturdido, entre

lo emotivo (que raya en lo poético) y lo nostálgico.

Pero Sergio no es (nop) un ser aletargado y triste. Qué

va. Su composición y sinfonía nos remiten al tipo que,

desvergonzadamente, y muy a la manera de los personajes de

Mark Twain, va disfrutando de su atolondrada existencia:

cometiendo errores, haciéndose de novias que al poco deja

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igual que trapos; degustando, como cosa importantísima, de la

amistad con Bástian, Jandy y Javier; peleando con el hermanito

(aquél Bicho metiche), afrontando la voz materna y los regaños

consecuentes de las niñas que ni entiende ni lo entienden y que

le producen dolores de alma y de cabeza; asimismo Sergei, el

tan humorístico, se duele ante la muerte, y en ello está la

pérdida de los seres que, aunque queridos o no, se van. Todo

eso, mas no únicamente eso: por último, y no menos im-

portante, vemos a Sergio, el de corazón de pollo (aunque vaya

uno a saber qué clase de pollo), amando en un secreto largo

tiempo guardado a la joven que de sueño en sueño y de año en

año, se vuelve cada vez más definitiva (sip) y que, como los

deseos que nunca terminan, se transforma en una constante y

al mismo tiempo que persiste como un dolor, es un símbolo que

da sentido a su vida.

Al fin, aquí tenemos una novela como un recuerdo. Y

con ello es posible decir: Había una vez, hace mucho tiempo,

un niño y joven, llamado Sergio, irreverente, tarambana,

enamoradizo y demás, y con él unos amigos. Ya saben, de

esos que son hoy y siempre amigos.

Diego Alejandro

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CAPÍTULO 1

¿Primaria? Dios, sólo a alguien como a Bástian se le ocurre

comenzar por algo así. Pero en fin, a una persona como él no se

le puede exigir demasiado. Aunque Javier nos dijo que es-

cribiéramos desde nuestro primer recuerdo, la memoria más

antigua…, pero Bástian escribió de la primaria…. Dame

paciencia, Dios. Ah, pero más bien ya le tiraba a la Jandy desde

entonces, y yo que llegué a pensar que no era hombrecito. ¿Pues

qué tanto le verá a la Jandy? La chava es buena onda, pero de ser

buena onda a casi, casi escribirle un libro, ¡psss! El recuerdo más

bonito y escribió cuando conoció a su chava… fue para quedar

bien, yo sé que su mundo era gris, sin sustancia, sin gracia, sin

aventura… hasta que me conoció. Ok, ok, ok, ok, para aquellos

que en un futuro lean esto, y antes de que erijan una estatua en

mi honor, habré de presentarme: Mi nombre es Sergio, ¡y soy a

to’o dar! Y por cierto, para que quede anotado en los anales de la

historia (y aunque muchos no lo crean), yo sí estudié… más a

fuerzas que por ganas, pero lo hice.

Y como no quiero que Bástian se agüite, seguiremos su

ejemplo: comenzaremos por la primaria, aunque a mí en verdad

lo que me emociona recordar de mi niñez era ir al pueblo de mis

papás, donde vivía mi abuelita. ¡Eso sí era vida! Nomas llegar

me recibía con abrazos, con besos, con gorditas de masa, con una

alegría que sólo les he visto a mi papás cuando solía ausentarme

algunos días de la casa. ¿A qué se deberá? Algún día les

preguntaré.

En fin. Pues como el tiempo va de aquí pa’llá y no de allá

pa’cá, empecemos desde el primer día de clases, cuando me

encontraba con mi madre en la sala de la casa, listos para ir a la

escuela… bueno, listos a medias, porque ella me esperaba parada

frente a mí mientras que yo me sujetaba como con pinzas

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hidráulicas a la columna de cemento que sirve para dividir la

cocina de la sala.

—¡Sergio, ya vámonos! —me gritó mi madre después de

varios intentos previos, donde usó la paciencia como por espacio

de media hora, para que me despegara del poste. Ya se había

desesperado un poco porque faltaban 10 minutos para entrar a

clases. Lo que me sigue sorprendiendo es la capacidad de ella

para comprenderme, mira que despertarme como con una hora y

media de anticipación. Eso habla de lo bien que me conoce.

—¡No, no, no, no, no! —Gritaba con la firme convicción

que, desde el centro de mi corazón y de mi panza y de mis

pulmones, estaba defendiendo mis derechos.

—Sergio, ya es tarde, ya suéltate y vámonos porque nos van

a cerrar las puertas.

—No le hace que las cierren, no me preocupa. Si quieres ve

tú, aquí te espero.

Ella nomas frunció la boca, lo cual era mala señal ya que su

paciencia estaba al borde.

Hoy que recapitulo mi vida, creo que esa era la mueca que

más me ha mostrado. Con mi hermanito siempre fue mucho más

tolerante… a lo mejor porque era menos inquieto que yo. En fin,

así es la vida.

Regresando a la sala, y para ampliar mi defensa, diré que los

antecedentes que me contaban los chicos más grandes del barrio

no dejaban bien parada a la escuela; decían que las maestras eran

horribles, que los salones eran horribles, que las tareas eran

horribles. En conclusión, que la escuela era horrible. Entonces

era mi responsabilidad salvaguardarme de tan horrible destino,

por eso aguanté lo más que pude esa mañana. Le dije a mi mamá

mis motivos para no ir a ese lugar de tortura y sufrimiento, pero

nada funcionó, por lo que, como último recurso, me abracé del

poste. Mi objetivo casi se cumplía, sólo tenía que aguantar unos

10 minutos más y todo se habría consumado, la escuela cerraría

sus puertas y yo me habría liberado de tan aterrador lugar… al

menos por ese día, para el siguiente ya se me ocurriría una

táctica diferente.

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—Sergio —me miró y respiró profundamente—, si no llega-

mos a tiempo te voy a castigar tus juguetes —como respuesta

levanté mis hombros y fingí que no me afectaba—, no te voy a

dejar ver televisión en todo el día —nuevamente levanté los

hombros—, te voy a castigar todo el día mirando a la pared —no

pude evitar un sonidito burlón, estaba a punto de perder sus

recursos. Cuando ya no podía más siempre me amenazaba con

ponerme a la pared, pero con algunos años de práctica logré

mantener mi mente en un estado de tranquilidad interna mientras

que mi cuerpo astral se desprendía y lograba viajar a mundos

fantásticos e inimaginables; en otras palabras, conseguí que-

darme dormido sin caerme de la silla. Mi objetivo estaba por

cumplirse, pero no contaba con una última estrategia, creo que la

mantenía bajo llave en lo más oscuro de su corazón—. Sergio, si

no te sueltas, no habrá postre para ti esta noche.

Fue como si me sumergieran a una alberca llena de agua fría

a la que le pusieron cubitos de hielo en medio del polo norte.

Abrí mis ojos lo más que pude sintiendo que el control

abandonaba mi cuerpo y mis manos aflojaban su fuerza de

sujeción. Eso del postre era algo nuevo. ¿Qué madre en su sano

juicio amenazaba a su hijo con dejarlo sin postre? La balanza

natural comenzó a cambiar su sentido.

“¿A poco sí se atreverá a castigarme así? —pensé—. Jamás

lo ha hecho. Puedo soportar todo lo que me haga, pero dejarme

sin postre son palabras mayores. Se me hace que los delincuentes

se hacen malos por esas cosas. ¿Qué hago? ¿Sigo peleando hasta

que la vida abandone mi cuerpo o dejo que la maldad triunfe

sobre el bien? ¿Qué hará de postre? Si hace dulce de guayaba

creo que lo podré soportar, casi no me gusta, pero si hace flan

con azúcar quemada, o arroz con leche, o pan con cajeta y

mermelada… le voy a preguntar y así lo pensaré mejor”.

Pero ni chance hubo de voltearme cuando escuché que el aire

zumbó con una terrible fuerza, y por primera vez en mi vida (ya

que vendrían algunas más) el cinturón de mi padre se estrelló en

mis pobres nalguitas. Dejé que un grito de dolor hablara por mí

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mientras que mis manos luchaban para aminorar el ardor y mi

cuerpo se retorcía violentamente en el suelo. Sí, lo confieso:

exageré un poco.

—Ya ves, ya se soltó —dijo mi padre mientras se ajustaba

esa arma de destrucción masiva con la que me había vencido. Mi

madre resopló desaprobando tal acción, pero creo que aprendió,

para mi mala suerte, que era una estrategia muy efectiva en

cuestiones de obediencia; sólo necesitaba mostrarme un cinturón

para que yo hiciera lo que me ordenaba.

—¡Vámonos ya!

Tomó mi mano y salimos a la calle sin que a ella le importara

que todo el mundo viera a su hijo en tan pobre y lastimosa

situación. Yo, para tratar de aminorar aquella terrible

humillación, limpié mi rostro con la manga de mi suéter mientras

hacía acopio de toda mi fuerza de voluntad repitiéndome una y

otra vez:

“No me duele, no me duele, no me duele…”

Pero ¿qué tan grande puede ser la fuerza de voluntad de un

niño? No dimos ni diez pasos cuando me empecé a sobar mis

nalgas nuevamente.

“¡Sí me duele, sí me duele, sí me duele y duele re-feo!”.

En fin, cosas tristes que da la vida. Y qué decir de la

escuela… ¡Uff! Para ser francos tenía sus cosas buenas: la hora

del recreo, la hora de la salida y las vacaciones, aunque éstas

también tenían sus desventajas: el recreo se acababa, saliendo de

la escuela nos dejaban hacer tarea y las vacaciones se

terminaban. Por eso hay tantos chicos que crecen resentidos con

la sociedad.

Pero hablando de vacaciones, recuerdo unas muy particu-

lares. Fue cuando salí del primer grado para entrar al segundo…,

o del segundo al tercero, no me acuerdo muy bien, de lo que sí

me acuerdo fue que todo lo comencé a planear por accidente,

aunque puedo decir que se fue dando casi de manera provi-

dencial. Ni en mis mejores sueños logré imaginar algo así,

bueno, en mis sueños siempre hacía cosas mucho más increíbles

y espeluznantes. Pero en la realidad, si algo salía mal… ¡Nah!

¿Qué podría salir mal? Que al cabo todo el tiempo, ayer hoy y

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mañana, si algo no salía como debiera, siempre se le podía echar

la culpa al hermano menor.

Decía entonces que todo sucedió una cierta tarde de un

incierto día cuando mamá comenzó a depurar los medicamentos

caducos del botiquín y yo, con mi amable sonrisa y mis ojitos

pispiretos, me ofrecí a deshacerme de esas fuentes de… de…

pues de medicinas echadas a perder.

—¡Mamá, mamá! ¿Qué haces mamá? —pregunté emocionado.

—Estoy separando los medicamentos que ya caducaron.

—¿Y eso qué es, mamá?

—Eso significa que ya no sirven, que perdieron su capacidad

de aliviar a la gente, o que pueden provocar reacciones adversas

o dañinas. ¿Ves estos números en la tapa? —Señaló una serie

escrita bajo relieve—. Es la fecha que debemos considerar para

ya no usarlos.

—¿Y qué vas a hacer con ellos, mamá? —pregunté agitado.

—Bueno, después de separarlos creo que los llevaré a la

clínica para que dispongan de ellos adecuadamente.

—¿O sea que los vas a tirar?

—O sea que los llevaré a la clínica para que dispongan de

ellos adecuadamente.

—¿Y qué pasaría si tomáramos las medicinas así? —sentí

cómo mis ojos echaban chispas cada vez que miraba aquella

bolsa que se estaba llenando con las cajitas multicolor.

—No sé, quizás algo malo —ella me miró, abrió los ojos

grandototes y me dijo con voz gruesa y jugueteando con las

manos—, podrías convertirte en un monstruo. ¡Gruaaaarrrr!

Lancé un agudo grito y salí corriendo hacia el patio per-

seguido por ella, y mientras era capturado entre risas y gruñidos

y llevado trabajosamente al interior de la casa, una idea comenzó

a materializarse en mi cerebrito: haría algunos experimentos con

aquellas pastillas y capsulas. ¡Dios, así debieron sentirse los

grandes genios cuando tuvieron la idea de inventar algo

increíble! ¿Sus mamás también habrían ayudado un poco? No sé.

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Pero cuando sea famoso diré en la entrega de los premios

“nobles”:

—… y también agradezco a mi madre, sin ella, yo no estaría

aquí frente a ustedes, miles de personas que no ganaron, y

tampoco frente a ustedes a través de la televisión, millones de

personas que tampoco ganaron. Así que ya no se contengan más,

dejen de llorar y gritar mi nombre… y adórenme.

Mientras mi mamá me depositaba con ligera suavidad en el

sofá, entendí que mi destino era la grandeza… ok, ok, eso ya lo

sabía, nada más me faltaba encontrar la manera de llegar ahí, y

ahora la tenía: haría grandes descubrimientos en la medicina y la

salud para que mucha gente se aliviara de un montón de

enfermedades, y así puedan tener la oportunidad de decir al

verme pasar: mira, hijo de mis entrañas, ese niño es Sergio, el

más grande investigador de todos los tiempos. Gracias a él yo

sigo aquí y gracias a él tú padre está vivo… gracias a él. Todo

gracias a él. ¡Oh, mira! ¡Me ha visto, me ha visto! ¡Señor Sergio,

es usted el mejor, el más increíble, el más inteligente y apuesto!

—Ya, señora, trankis, trankis. Deje de reverenciarme, con

que me conociera es suficiente emoción para usted, ya no se

preocupe y mejor vaya a traerme algunos video juegos para que

no se sienta tan mal por haberme conocido y no darme nada.

—Sí, mi Señor; lo que usted diga, Señor; lo que usted mande

y ordene, señor.

“Y luego se va hasta su casa sin parar de hacerme reveren-

cias. Y todo gracias a que yo descubrí la cura a su enfermedad.

¡Qué buena persona soy, casi me dan ganas de llorar!”.

Pero para lograr mi noble objetivo, necesitaba primero

planear todo con tranquilidad y objetividad, no podía lanzarme al

abismo sin estar bien preparado.

Esa noche casi duré 10 minutos sin dormir, concibiendo lo

que necesitaría: primero, obvio, las medicinas. Vi cuando mamá

las puso arriba del refrigerador, sólo era cosa de subirme a una

silla, abrir la bolsa, luego las cajas, sustraer una tira de

medicamentos de cada una, volverlos a cerrar y dejar la bolsa

como si nada hubiera pasado. También ocupaba sacar uno o dos

de los frascos goteros, ahí podría haber problema si mi mamá se

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da cuenta de que faltan, pero es un riesgo que tendría que tomar;

la ciencia era arriesgada, yo era arriesgado… había equilibrio en

el mundo. Pero me faltaba algo… algo que me estaba moles-

tando un poco pero aun no tenía idea de qué era, así que mejor

me dormí.

Al día siguiente, cuando vi a mi mamá cosiendo la bastilla de

uno de mis pantalones, supe por fin qué era aquello que mermaba

mis esperanzas: una jeringa, necesitaba una jeringa… no, por lo

menos tres para poder cargarlas con distintas medicinas. Pero,

¿de dónde sacaría yo esas jeringas? Mi ilusión comenzó a

fragmentarse lentamente, ya no podría descubrir la cura a las

enfermedades, ya no podría aliviar el sufrimiento de la gente, ya

nadie me haría reverencias, ya no ganaría un premio “noble”.

El día transcurrió conmigo sumido en una gran tristeza y

desesperación, ese día casi no comí a pesar de la insistencia de

mi madre.

—Come tus verduras, Sergio.

—No, mamá, no puedo —anuncié con una tristeza que

derretiría el corazón de cualquiera, menos el de mi madre.

—¿Por qué no puedes? —preguntó ella con tristeza en su voz

de mamá, ¿se han dado cuenta de que las mamás tienen una voz

especial, como si supieran exactamente lo que está pasando pero

no quisieran decirlo esperando que uno hable y traicione sus

principios? En ese momento ella usaba “la voz”.

—Es que estoy triste.

—¡Ah! Estás triste. ¿Y podría saber por qué?

—No, mamá, no puedes, no hay manera de que me puedas

comprender —bajé la cara mostrándome derrotado.

—Bueno, está bien. Quédate con tu tristeza que yo me

quedaré con tu hot-dog.

Mi cabeza giró lentamente hasta encontrar sus ojos.

—¿Mi hot-dog?

—Sí, tu hot-dog. Después de tus verduras te iba a preparar

uno, pero como dices que no tienes hambre…

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—Bueno, mamá, creo que te aceptaré el hot-dog. Tengo que

tomar fuerzas para seguir adelante. La vida tiene que seguir.

—¿Sí, verdad? Bueno, come tus verduras y te preparo tu hot-

dog.

—Pero, mamá, no tengo tanta hambre —anuncié con

firmeza, después volví a mi compungida voz—, creo que sólo

podré comer el hot-dog. Lo siento mamá.

—Ok, pero si no tienes hambre te harán más provecho las

verduras.

—Pero las verduras son dañinas.

—¿Las verduras son dañinas? —me miró ladeando la cabeza.

—Si no están bien desinfectadas un microbio podría

provocarme diarrea. Eso dicen en la televisión.

—Pero te aseguro que sí están bien desinfectadas.

—¿Pero qué tal si no, mamá? ¿Qué tal si uno de los bichos es

un superbicho y se queda entre el brócoli —¡Yiuk!— o las

zanahorias —otro ¡yiuk!

—Las desinfecté bien, Sergio.

—No, mamá, no puedo hacerlo —volví a dramatizar.

—¿Y por qué no puedes hacerlo?

—Porque no soportaría ver cómo te vas acabando por la

culpa.

—¡Cuál culpa!

—De que me enferme de diarrea y sepas que todo fue por

haberme obligado a comer la verdura, mamá. Sé que no lo

soportarías, mamá. Y yo no soportaría que tú no lo soportaras.

Mejor nomás dame mi hot-dog y así ya no te apuras, ¿sale?

Ella volvió a torcer ligeramente la cabeza, frunció la boca (yo

no sé por qué cuando ella se enoja y frunce la boca frente a mi

papá, él dice que se ve bien chula; a mí me daba miedo) y dijo en

tono de mamá enojada:

—Te comes tus verduras o no hay hot-dog.

—¡Pero, mamá…!

—Te comes tus verduras o no hay hot-dog.

—¡Pero, pero…!

—¡Te comes tus verduras o no hay hot-dog! —alzó la voz

casi gritando.

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Y luego se preguntan que por qué la mamá es la causa

emocional de tantos desordenes de la infancia.

—Amor, creo que en verdad me siento mal —esa voz

gangosa y lamentable era la de papá, quien dejó ver su figura

demacrada al entrar al comedor después de regresar del trabajo.

Traía la nariz irritada al igual que los ojos y lloraba por ambos

lugares, aunque creo que por la nariz más que lágrimas eran

mocos.

—Ay, cielo, te dije que te veías bastante mal por la mañana

pero no me quisiste hacer caso. Te dije que te veías muy decaído,

que parecía que traías un poco de temperatura —se acercó a él y

le colocó el brazo en la frente, desviando toda su atención de

mí—. ¡Dios, vienes ardiendo! Será mejor que te recuestes

mientras le habló al médico. Parece que traes una fuerte

infección. Seguramente te recetará algunas inyecciones —al oír

la sentencia de mi madre, una ligera esperanza brilló fugaz por

mis ojos. No era difícil de adivinar: enfermedad = inyecciones =

jeringas = ciencia = adoren a Sergio. La alegría volvió a mí junto

a un apetito voraz que me obligó a comer lo que tenía enfrente

sin importar que estuviera arriesgando mi salud. Mi madre

prosiguió con su regaño hacia mi papá—. Te dije que hoy no

fueras a trabajar, pero no me hiciste caso. Y tu Sergio, será mejor

que comas tus…

—Síf, mamáf, eftoy en efo —Anuncié con la boca llena. Pero

la verdad, todo era cuestión de supervivencia. Sabía que se

aproximaba la gran oportunidad de mi vida y de la ciencia

misma, pero para conseguirlo necesitaba portarme bien (aunque

debo aclarar que yo siempre fui bien portado, sólo son supo-

siciones infundadas las que afirman lo contrario) para que mi

mamá me permitiera ayudarle a tirar las jeringas. Tenía bien

aprendido que cuando se enojaba, como reprimenda, no me

permitiría salir de mi habitación ni que deambulara por la casa.

Eso no convenía a mis intereses, no podía permitir que una

cuestión técnica arruinara toda mi carrera aun antes de comenzar

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con su vertiginoso avance—. ¡Ya terminé, mamá! —grité casi

tirando la silla al ponerme de pie.

—Ok, ok. Tranquilo. Sólo déjame ayudar a tu papá para que

se recueste y enseguida vendré a cocinar tu hot-dog.

—¿Cuál hot-dog? —sí, era tal mi emoción que perdí la

noción de lo que a mi alrededor pasaba —¡Ah, sí! Mi hot-dog.

No te apures, mamá. Mejor llámale al doctor para que venga a

inyectar a mi papá.

—No —renegó mi papá—, nada de inyecciones. Con unas

pastillas me voy a aliviar.

—Pero, papá, se ve que estás muy enfermo, necesitas que te

inyecten mucho —protesté.

—No estoy tan mal. Con unos tecitos me repongo —moqueó

y siguió haciéndolo una y otra vez—. No creo ni que sea

necesario molestar al doctor por una simple gripa.

—No debes de descuidarte más —levantó la voz mi mamá—.

Lo mejor es que te acuestes y que le hablemos al doctor para que

te revise.

—Te digo que no es necesario, mujer.

—Papá, necesitas aliviarte. Mamá, llámale al doctor para que

lo venga a inyectar ¡ya!

—¡Sergio, no me hables así!

—Mamá, es que mi papá está muy malo.

—No es cierto, no estoy tan mal —estornudó cubriéndose el

rostro. Al ver sus manos notó mocos acuosos y transparentes

escurriéndole por los dedos—. Ay, Dios.

—¡Guácala! —exclamó mamá mientras le daba varias servi-

lletas—. ¡Límpiate rápido!

—¡Ja! ¿Ya ves, papá? Estás muy malo. Necesitas que te

inyecten.

—¡No necesito inyecciones!

—Silencio los dos.

—Sí necesitas, papá. Nomas mira todo el cochinero que te

salió por la nariz.

—¡Sergio, ya basta!

—Eso fue normal, estoy resfriado.

—No es normal, papá. Estás muy malo.

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—Estoy enfermo, pero con unos tés y unos antigripales me

voy a alivianar.

—No, papá. A mí me han inyectado cuando me pongo mal

así como tú.

—Yo no estoy tan malo, no ocupo que alguien venga a

picarme…

—Sí estás bastante enfermo, Amor.

—No, Chiquita. Es sólo un malestar, pronto se me pasará.

—Pero…

—Nada de peros, Chiquita. Vas a ver que pronto estaré bien

—le sonrió.

—¿Estás seguro?

Vi en los ojos de mamá un destello de debilidad. Estaba

sucumbiendo a las palabras de él. Mi sueño comenzó a

resquebrajarse una vez más. No podía permitirlo, no podía darme

ese lujo. Levanté mis brazos lo más alto que pude y sin darle

tiempo a nadie de hacer algo, los dejé caer en vilo azotando mis

manos contra la mesa del comedor.

—¡Qué estás muy malo y qué te van a inyectar y ya! —les

grité a los dos tratando de imponer mi autoridad.

Ambos me miraron con gran enojo, ya saben, con esa mirada

de: “te voy a castigar de por vida, no has conocido el verdadero

sufrimiento hasta el día de hoy”. De pronto me sentí acorralado,

mis fuerzas me abandonaron de repente, mi cara asomó toda la

angustia que mi corazón era capaz de sentir. Mis piernas

temblaron amenazando con ya no sostener mi lindo cuerpo.

—Sergio… —mi madre comenzó a hablar, sus ojos parecían

echar chispas de mil colores—, estás… —vi de que manera todo

se movía en cámara lenta. Lo sabía, sabía que todo había sido mi

culpa. Pero es que no pude contenerme, me ganó la emoción—

…cas… —y ahora la derrota triunfará sobre mis sueños, mis

ilustres aspiraciones parecían estar a punto de truncarse. Afor-

tunadamente mi papá titirito fuertemente e hizo un ruido raro, lo

que inmediatamente llamó la atención de la mujer de la casa,

desviando, una vez más, toda su vigilancia de mí.

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—¿Qué pasó? ¿Te sientes mal? —Volvió a acariciar su frente

con el brazo—. ¡Dios, estás ardiendo! ¡Vamos a que te recuestes

y enseguida llamaré al doctor para que venga a verte.

—No, no, no… estoy bi-eeen —tembló como en un escalofrió.

—¡Qué bien ni que nada! ¡Hazme caso ya!

Y vi a ambos alejarse, mi padre apoyándose en ella y mi

castigo diluyéndose con ellos a cada paso. El bien había triun-

fado, mis plegarias fueron escuchadas y pronto, muy pronto,

comenzaría con mi ardua y extenuante, aunque divertida, tarea.

No haré cansado el asunto, basta saber que el galeno acudió a

hacer su labor, y más tarde se despidió dejándole unas recetas a

mi madre, quien sin decir palabra se encaminó al auto y lo

arrancó para perderse entre las calles. Pero yo tenía una gran

incógnita, una pregunta que esperaba se resolviera al salir el

doctor de la habitación de mis progenitores: Qué medicinas le

había recetado a mi enfermo padre.

Caminé despacio y lentamente me asomé a sus aposentos, vi

a mi padre tendido en la cama con una cara de niño regañado y

con un gesto de dolor en sus ojos. Notó mi presencia y me miró

fijamente. Quise preguntarle qué le dijo el doctor, no, más bien

qué le recetó el doctor. De dolor pasaron sus ojos a mostrar

enojo, resentimiento. Interpreté eso con una sola palabra en mi

mente, y sonreí sin poder evitarlo:

“Inyecciones”.

Desaparecí lentamente del umbral. Mi corazón latía a mil

palpitaciones por segundo. Estaba a sólo unas horas, quizá

minutos, de que la gloria me hiciera su hijo predilecto. La

historia comenzaría a escribirse después de mí.

Mi madre llegó intempestivamente y, cosa curiosa para ella,

me encontró sentado en el sillón de la sala, mirando un apagado

televisor, con las manos, sólo las manos, jugando impacientes.

No pudo despegarme la mirada, ni cuando descolgó el teléfono y

marcó el numero de una vecina.

Reaccioné con júbilo, con alegría. Ella había hecho justo lo

que yo esperaba. Cada pieza del rompecabezas se acomodaba en

su lugar. Ahora, sólo restaba esperar tan sólo un poco más.

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Minutos más tarde, como un monstruo que emerge de la más

profunda pesadilla, del infierno más horrible, el más espantoso y

cruel apocalipsis, llegó la vecina quien fuera enfermera desde

hace años, dispuesta a picar a mi padre con esos brazos creadores

de dolor. Bueno, seré sincero; cuando la inyección era para mí,

en verdad me sentía como una víctima, un pobre ser indefenso en

la plancha de operaciones o como un venado en la mira del

cazador. Pero esa ocasión era diferente. Controlé mis nervios y la

saludé amablemente, ella me regresó su típico “hola” siempre

optimista. La verdad es que no era mala persona, pero eligió uno

de los oficios más aterradores.

En fin, ella hizo su chamba con el singular entusiasmo que

solía mostrar: muchas sonrisas, mucha plática tras la puerta

cerrada de la habitación de mis padres.

Me impacienté minuto a minuto, caminé de un lado a otro de

la casa, me subí a los muebles, me encerré en mi cuarto, salí,

prendí el radio, lo apagué, hice otro tanto con la televisión, me

paré de manos, me saqué los mocos pero nada lograba mantener

en calma mi ansiedad. Cuando por fin se abrió la puerta de la

habitación de mis papás, entré con la velocidad de un carro de

carreras a buscar el preciado tesoro que se ocultaba tras el

algodón, frascos de medicamentos y el alcohol: la jeringa.

—¡Mamá, mamá! ¿Ya terminaron? ¿Sí, verdad? Yo creo que

ya terminaron, ya veo que mi papá está mejor y que ya no se

requiere nada, ¿verdad?

—Ay, Sergio, ahora qué necesitas.

—¿Yo? Nada, mamá. Sólo quería saber si puedo ayudar en

algo.

—¿Cómo en qué? —preguntó con cierta extrañeza en su voz.

—Pues, no sé… ¿quieres que tire la basura? —Señalé los

artificios que descansaban en la cómoda.

—Ok, Sergio –suspiró y lanzó una advertencia—, lleva las

cosas a la basura, pero ten cuidado y no corras, la aguja es peli…

26

—¡Sí, mamá! —exclamé emocionado, tomando la jeringa y

la aguja del mueble. Después salí rápidamente, pero apenas

atravesé la puerta cuando mi madre me habló.

—¡Espérate, Sergio!

Por un segundo pude sentir un escalofrió avanzando pre-

suroso por mi espalda, como el correr de un millón de hormigas.

La culpabilidad era parte de mi rostro.

“Me descubrió, me descubrió. ¡Sabía que no me iba creer que

le quería ayudar! ¡Debí pensar en otra cosa, debí pensar en otra

cosa! Pero la verdad me dio flojera… chin”.

—Ya que vas a hacer un favor, hazlo completo; tira el

algodón y los restos del medicamento. Suspiré aliviado. Mi

corazón regresó a dar su latido con su ritmo normal mientras

tomaba todas las cosas encerradas en una pequeña caja de cartón

y caminaba hacía las escaleras. Una vez ahí, bajé dando saltos y

corrí al patio, pero al pasar por la cocina un extraño brillo llamó

mi atención: era la envoltura de una de las medicinas, las cuales

se encontraban todas a mi alcance. Las estrellas estaban

alineadas y alguien en el cielo me estaba ayudando. Subí sobre

una silla y desanudé la bolsa, extraje algunas medicinas de su

envoltura, las más coloridas y, entre ellas, algunas capsulas de

gel y de polvo. Dos de cada tipo. Para terminar me di el gusto de

tomar uno de los goteros y un par de frascos vacios. Deposité

aquel tesoro en la mesa, volví a anudar la bolsa y a colocarla en

su lugar. Por último, regresé la silla a su sitio. No pude evitar

quedar un par de segundos en contemplación de aquellos botones

de colores que me ayudarían a escalar la fama y el dinero y, por

supuesto, los juguetes.

Mientras, un nuevo chispazo me iluminó. Corrí al lavadero y

extraje uno de los recipientes que mamá usaba para revolver

jabón y líquidos. Regresé a llenarlo con mis medicinas y jeringa

y corrí al patio. Ya únicamente necesitaba un lugar para instalar

mi laboratorio, pero antes, ocupaba preparar las mezclas, para

eso dejé caer todo mi “arsenal” en el lavadero, llené de agua la

jícara y fui metiendo las pastillas una por una, esperando que la

reacción no me fuera a sorprender con una explosión, una

llamarada o grandes destellos multicolores. La bronca fue que no

27

pasó nada. Después de dejar caer un par de pastillas y una

capsula llena de polvo, todo seguía tan tranquilo como el desierto

en una tarde apacible.

Ya un poco desesperado, agarré todo el primer juego de

pastillas y las aventé al recipiente. Nada pasó. Llené el gotero

con su contenido y varios chorros del líquido cayeron sobre todo

el mazacote que se estaba formando… y nada.

“Ok, no te desesperes, Sergio. Si esto no hizo nada, a lo

mejor necesita que lo aplique en alguien para que haga efecto.

¡Ay, qué menso! Pues la medicina se inyecta para curar, y

cuando mezclan los polvitos con la agüita, todo se vuelve una

agüita del color del polvo. Decidido, ‘tons vamos a inyectarla

para ver qué pasa”.

Habiendo aprendido de mi pequeño error, llené la jeringa con

el mazacote, después preparé uno de los frascos vacios con el

contenido que le saqué a dos capsulas de gel, y uno más con

medicina del gotero revuelta con el polvo de unas capsulas.

“A ver qué hace cada una —pensé—. Ahora necesito ver

quién se deja inyectar. Mi papá no, lo acaban de picar y si le

llego con otra… además no creo que se deje, nunca ha sido

partidario de la ciencia. A mi mamá tampoco, sí sabe que le tomé

las medicinas me castigaría. ¿A mí hermano? Nah, no creo que

se deje, y no tengo camisas de fuerza para sujetarlo. ¿Qué haré,

qué haré?”.

Mi desilusión iba en aumento cuando pude avistar una chispa

de luz en mi problema. Agarré mi pequeño laboratorio im-

provisado y corrí al fondo del patio. En la esquina estaba una

pequeña casa hecha de cemento y ladrillo, servía para dar cobijo

al motor que extraía el agua de la cisterna. Era un lugar frío y

algo húmedo, oscuro. Un lugar perfecto para que mis experi-

mentos cobraran fuerza, para que la luz de mi ingenio iluminara

a la ciencia, para que la humanidad fuera testigo de mi grandeza.

“Cómo no lo pensé antes, es sólo cosa de lógica. Malestar

igual a enfermedad, enfermedad igual a microbios, microbios

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igual a suciedad. ¿Y quién es el ser que, según dicen, es el más

sucio del mundo?”.

Deposité mi laboratorio a un lado, sujeté la jeringa firme-

mente y me introduje en aquel recoveco. Prácticamente me

acosté para que la parte superior de mi cuerpo quedara dentro. Y

ahí estaban aquellos seres calificados como inmundos por la

humanidad, como seres cochinos y horribles, aquellos que con

sólo hacer mención de su nombre, la gente transformaba su

rostro en una máscara de asco. Sí, ahí dentro había cucarachas.

Cinco de ellas, para ser más exactos. Y debo mencionar que fui

muy afortunado, eran de las cucarachas panzonas, de esas gran-

des y cafés. Fáciles para atinarles con la aguja, fáciles para

llenarlas de medicamentos.

Y todo era lógico:

“Si dicen que estos bichos son portadores de miles de enfer-

medades, tons, si logro curar a alguna, lograré curar a todos los

seres humanos”.

Simple y brillante.

Aquellas creaturas movieron sus antenas mientras corrían

hacia las esquinas, parecieron detectar mi presencia.

“Ok, vamos a ver qué pasa”.

Sujeté firmemente la jeringa y la abalancé con fuerza contra

una de ellas. Las demás corrieron unos centímetros, pero no

huyeron del lugar. Gran error.

“Sujeto 1 —un hilillo de medicina corrió por la aguja que

raspaba la pared—: no sirvió, lo atravesé con la aguja. A veces

no mido mi propia fuerza”.

Extraje el punzón mientras que el bicho salía corriendo con

una pata trasera temblándole muy rápido.

“Bueno, al parecer le di en un nervio. ¡Qué puntería la mía!”.

En segunda instancia, llené el artilugio con la mezcla

formada con el agua del gotero y los polvos de las capsulas.

“Ok, ahora tendré más cuidado”.

Y con una precisión casi quirúrgica… bueno, tenía un pulso

de baterista después de una tocada, pero el caso es que ahora sí le

encajé la aguja a lo que me pareció suficiente profundidad…

pero al parecer no fue suficiente; la pobre cucaracha corrió

29

despavorida logrando romper sus alas, y parte de su cuerpo, creo

yo.

“¡Ufff! Sujeto 2, tampoco sirvió. Ahora me faltó fuerza.

¡Pero que no caiga el ánimo! La tercera es la vencida”.

El bicho anterior había quedado fuera de mi alcance, por lo

que opté por uno más cercano a mí. Ahora sí, la inyecté rápido

pero con suavidad. Ella trató de huir y para evitar el fracaso

anterior empujé la aguja con un poco más de fuerza, cuidando de

que no la fuera a atravesar otra vez.

“Ok, parece que está vez sí lo logré”.

Para comprobar mi teoría, aflojé un poco la muñeca para ver

cómo el bicho trataba de huir con la aguja dentro de él. Moví mi

mano ligeramente, siguiendo el camino que la pobre trazaba a su

paso.

“¡Perfecto! Ahora sí está hecho. A lo que sigue”.

Saboreé mi triunfo despacio, moviendo el embolo suave-

mente, sintiendo de qué manera entraba aquel líquido dentro del

pequeño bicho. Observé cómo lentamente la cucaracha engor-

daba a un lado de donde se hallaba la jeringa.

“¡Wow! Qué raro. ¿Será suficiente con lo que ya le inyecté?

Nop, por si las dudas le daré un poco más, que ha de tener

muchos microbios en la panza”.

Y sucedió lo inevitable. La cucaracha siguió inflándose

lentamente hasta que por fin estalló y otro hilillo, ahora con lo

que parecían trozos blandos de color café, se embarró a la pared

tomando camino al suelo hasta volverse del color blancuzco del

líquido de la jeringa. Saqué la aguja con desilusión. Nuevamente

había fallado.

“¡Ay, no! ¡Otra vez!”.

El bicho corrió como bólido a esconderse bajo el motor, un

lugar inaccesible para mí.

“¡Ufff! ¡Qué difícil es esto de ser científico! —Me rasqué la

cabeza—. Pero no debo de darme por vencido. ¡Ánimo, Sergio,

ánimo!

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Cargué mi arma con un nuevo líquido, ahora le puse el gel

que retiré de las capsulas.

“Esto es poquito, pero creo que será efectivo”.

Y nuevamente repetí la segunda maniobra logrando acertarle

al bicho con la rapidez suficiente para que no se escapara y la

suavidad para no atravesarla.

“Bien, paso 1: listo. Seguimos con la inyectada”.

Nuevamente empujé el embolo con delicadeza, aunque ahora

no fue necesario calcular la cantidad a entrar: el gel era poco y la

cucaracha era grande. El insecto engordó como su antecesor. Me

detuve, bueno en realidad se acabó el gel. Saqué la aguja. Por fin

lo había conseguido.

“¡Listo! Ahora sí, a ver qué pasa”.

El insecto salió corriendo por la pared apenas unos centí-

metros hasta que se desplomó en el suelo quedando boca arriba,

moviendo las patitas desesperadamente por unos segundos.

Después, se quedó totalmente inmóvil.

“Sujeto 3: estiró la pata. ¿Pues no que podían sobrevivir a

una bomba nuclear? No entiendo”.

Toqué mi mentón con la mano, emulando al pensador.

“Pues si se murió por el medicamento, entonces quiere decir

que todo el bicho está lleno de… bichos. Es como el transformer

que son varios robots y se unen para crear uno más grande.

Quizá son un montón de cucarachitas que se pegan y hacen una

gigante. Nop, creo que más bien son millones de bacterias las

que se van uniendo hasta formar a la “cucara”. Así como cuando

se me quebró el termómetro y se le salió todo el mercurio, y

luego parecía que se pegaban las gotitas y que se partían en

muchas gotitas… nomas que aquí en vez de mercurio va a estar

llena de caca o mugre o cosas así. Interesante, interesante.

Absorto estaba en mi contemplación, en mi descubrimiento,

en mi gloria personal, que no escuché unos ligeros pasos que ha

hurtadillas caminaban hacia mí… Era mi hermano menor

llamado Rafael, o como prefería llamarlo: Bicho metiche. Por

supuesto, llegó para destrozarme la vida. Casi puedo verlo

nuevamente inflando sus pulmones con aire, poniéndose rojo y

morado por la explosión que daría al lanzar el estallido:

31

—¡Mamáaaaaaa! ¡Sergio está haciendo travesuras!

Por supuesto, yo reaccioné saltando y provocando que mi

linda cabecita saliera del hueco con un chipotote tamaño

“llorarás para morir iguales,” al golpearla contra el techo de mi

escondite. Salí de ahí arrastrándome hacia atrás, sobándome la

cabeza y con una que otra lágrima de dolor. ¿Qué? También los

hombres lloran.

—¡Condenado, Bicho metiche! —le dije haciendo un gesto

de dolor y furia.

—¡Mamá, mamáaaa! ¡Sergio me quiere pegar!

Quise lanzarme a callar ese absurdo ruido estridente que salía

de su garganta, quise arrojarme contra él para que no delatara

mis intentos de gloria y que alguien robara mis triunfos… ok, y

también para que mis papás no fueran a regañarme, pegarme o

algo peor.

—¡Cállate, menso!

—¡Mamá! ¡Sergio me dijo menso!

—¡Cállateeeee!

—¡Mamá! ¡Sergio quiere que me calle y me dijo menso y me

quiere pegar!

Pero no pude hacerlo. ¡Dios! Me arrojé con energía, con

valentía, con audacia… pero una absurda piedra detuvo mi ca-

mino… ¿O fue que se me atoró un pie con el otro? No recuerdo, la

cosa fue que el Bicho metiche no paraba de dar de alaridos y en mi

intento de lograr un poco de paz y tranquilidad en mi vida, me caí

y me raspé la rodilla. Total que la cosa se agravó con un dolor

punzante que se concentraba en mi extremidad.

—¡Mamáaa! ¡Sergio quiere que me calle! ¡Mamá! ¡Sergio

me quiere pegar! ¡Mamá…! Eeeeh. ¡Sergio se partió la boca!

—¡No es cierto! ¡No es cierto! Nomás me caí —bueno, la

verdad sí era cierto. ¡Pero yo tenía mi dignidad! Eso sí, sorbí

mocos y mi cara se afligió, pero no lloré. Como dije, tenía mi

dignidad y la conservaría a cualquier costa.

—¿Qué pasó? —Llegó mi madre a socorrerme y brindarme

su dulce consuelo— ¡Sergio! ¿Qué estás haciendo? ¿Qué le

32

hiciste a tu hermano? ¿Qué hiciste ahora? —corrijo: llegó mi

madre, punto.

—¡Si yo no hice nada! —argumenté sintiendo un increíble

ardor en la rodilla derecha. Me incorporé y senté tratando de no

tocar mi parte lastimada.

Mi madre volteó a verme y después a Rafa, repitió la

maniobra, incrédula, un par de veces más.

—Rafael, ¿qué pasó aquí?

—Sergio estaba haciendo travesuras.

—Sergio… tu rodilla. ¿Estás bien? ¿Te duele? —Asentí—.

¿Qué estabas haciendo? —Apenas abrí mi boca pero ella no me

dejó articular excusas—. No, no me digas. De seguro nada

bueno. Pero es que nunca te estás quieto. No puedo dejarte un

minuto a solas con la confianza de que te vas a portar bien.

Deberías de ser más calmado. Yo no sé de dónde sacaste esa

energía, ese portarte destrampado, ese no hacer caso. De seguro

de tu padre. ¡Dios! Mírate la pierna. Vamos a curarte ese raspón

y después me dirás qué estabas haciendo.

Vaya, vaya, al fin algo de compasión para el pobre herido.

Intuí que ahora las cosas estarían mejor: Mi madre ya no gritaría,

me llevaría a mi cuarto, me curaría con mucho cariño y

dejaríamos atrás todo el incidente. Mi orgullo estaba intacto.

Pero el Bicho metiche tuvo que abrir la boca y señalar mi herida

con el dedo para entonces asegurar a voz plena:

—Mira, mami, perece que le sale un gusano a la rodilla de

Sergio.

Yo, al oír esas palabras, no tuve otra cosa que hacer más

que… gritar con todas las fuerzas que mi garganta pudo reunir…

aparte de abrir los ojos como platos de ensalada y tratar de

encontrar a la bestia que salía de mi pobre rodilla.

—¡AAAH! ¡Me come, mamá, me come! ¡Quítalo, quítalo,

mamá!

—¡Basta, Sergio! ¡No tienes nada ahí!

—Pues yo le vi como un gusanito que le salía de su rodilla. A

lo mejor es una tripa de la panza.

—¡Mis tripas, mamá! ¡Mis tripaaaaas!

33

—¡Basta, Sergio! ¡Tu rodilla está bien! ¡Y tú ya cállate,

Rafael! Por Dios, apenas puedo creer que te creas esas cosas de

tu hermano menor, Sergio. Y tú, Rafael, se supone que eres el

bien portado, ¿no? Deja de hacer esas bromitas y entra a la casa.

—Ay, es que yo nunca me puedo divertir —el pequeño

reparó con desgano mientras caminaba a la entrada de nuestro

hogar.

Yo continué moqueando algo nervioso por lo sucedido. Todo

aquel desastre se agolpaba en mi pecho: Mi rodilla lacerada, las

injustas y falsas acusaciones del Bicho metiche, los regaños de

mi madre y, lo que más me preocupaba, y que llegó a mi mente

como un relámpago en plena tormenta: las medicinas olvidadas

en mi improvisado laboratorio.

De pronto el dolor pasó a segundo término, la humillación ya

no importó; ahora lo esencial era deshacerme de la evidencia de

mi infructuosa aventura: los medicamentos… y los cadáveres de

las cucarachas, aunque de esos no veía mucho problema, a

menos que se transformaran en horrorosos insectos gigantes

gracias a las mezclas que les inyecté… pero traté de no pensar en

eso, ahora esos bichos eran cadáveres tiesos y fríos, sólo las

medicinas quedaban como testigos de mis intentos de gloria,

pero esos vestigios tendrían que ser borrados del mapa con el

mayor sigilo y efectividad, no habría de quedar rastro de ellos…

o sea que los tiraría a la basura de manera furtiva. Y entre más

rápido mejor. Si de algo conocía era de travesuras, y pude notar

un brillo de maldad brotando de Rafa mientras se alejaba del

lugar; observé que de reojo veía fijamente aquella improvisada

guarida. Seguramente pensaba en descubrir lo que ahí me encon-

traba haciendo para después cubrirse de gloria a costa de mi

talento… o quizá pensaba acusarme con mamá. Creo que lo

último era peor. Aun así, no se atrevería a pasearse por ahí pronto;

seguramente esperaría hasta la noche donde las sombras en-

cubrirían su malvado plan antes de beber su leche e ir a dormir.

Mientras la oscuridad llegaba, mi mamá me llevó a la

habitación que compartía con Rafa y me sentó en la cama. Sin

34

decir palabra entró a su recámara y poco después regresó a la mía

trayendo consigo un frasco azul, algodón, gasa, violeta de

genciana y cinta porosa. Parecía todo el instrumental quirúrgico

de una película de terror. Sujetó mi pierna y la colocó sobre una

silla, justo bajo mi rodilla colocó un recipiente azul y sin

mirarme a los ojos, sin compasión alguna, sin remordimiento que

taladrara su corazón… vació una parte del líquido contenido en

el frasco azul sobre mi lacerada rodillita.

—¡No, mamá! ¿Qué es eso, mamá? ¡Me va a doler, mamá!

¿Qué es eso, mamá? ¡Me duele, me duele! ¿Qué es eso, mamá?

¡Ya no, mamá! ¡Ya no, mamá!

—¡Por Dios! ¡Ya cállate, Sergio!

—¡Es que me duele, mamá!

—¡Cállate ya!

—¡Es que me duele, mamá! ¡Me duele mucho, mamá!

—¡¡¡Ya cállate!!!

Después de tan tremendo e hiriente mandato, el silencio se

hizo presente. Miré a mi madre, ella me observaba fijamente con

un gesto de furia en su rostro, incluso podría jurar que se le había

alborotado el pelo. Noté un suave jadeo en su respiración

mientras mi vista bajó a ver su mano; el frasco permanecía a

unos centímetros de mi rodilla, la cual se encontraba seca, a

excepción de la sangre, claro.

—¿No me has puesto nada? —pregunté sorbiendo mocos y

lanzando una cara de cachorrito recién pateado por su dueño.

—¡No! No te he puesto nada —subió su brazo a la altura de

mi rostro, el frasco azul pendía a unos centímetros de mi nariz.

Seguí sorbiendo mocos mientras usaba mi brazo desnudo

como pañuelo.

—A veces eres muy desesperante, Sergio. Y entiende esto:

voy a ponerte un chorro de agua oxigenada, voy a limpiarte con

el algodón, voy a ponerte otro chorro, terminaré de limpiar tu

rodilla, te rociaré un poco de violeta de genciana y te pondré una

gasa limpia en la herida, y todo esto…

—¿Me va a doler mucho, mamá? —interrumpí sus palabras,

cosa que, creo, le molestó.

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—¡No sé si te va a doler! Pero esto lo hago por tu bien, para

que no se te vaya a infectar la herida, ¿entiendes? —Nuevamente

sorbí mocos y, mientras suspiraba entrecortado, asentí un par de

veces—. Bien, pero sobretodo ¡ya no chilles!

Soltó un resoplido sonoro y se avocó a realizar las obras

antes descritas mientras continuaba lanzándome regaños y gru-

ñidos. Lejos quedaron aquellos días cuando me curaba diciendo

palabras dulces y dándome besitos y sonrisas. Así es la vida.

¡Ah! He de aclarar que sí dolió, pero sus palabras fueron más

fuertes y convincentes que otra cosa.

—Listo —anunció al término de unos minutos, y mientras se

ponía de pie agregó—. Ahora pórtate bien y ya no andes ha-

ciendo travesuras, Sergio.

—Sí, mamá —dije bajando la vista.

—No quiero que te portes mal, ya me cansé de que no me

obedezcas ¿entiendes, Sergio?

—Sí, mamá.

—Sergio, escúchame. Ya me cansé de estarte curando a cada

rato —su voz sonaba como la de un capataz—, ya nomas estoy

esperando a ver a qué horas haces alguna travesura para después

tener que curarte —asentí—. Debes de portarte bien, ya no hagas

tantas, tantas… ¡vagancias! Acuérdate de todo lo que te ha

pasado, ten en cuenta que el que recibe los golpes y las

consecuencias eres tú. Acuérdate de lo que pasó en el lago, y lo

de la estufa, de cuando te subiste al árbol, de cuando amarraste a

tu hermanito en el closet, ¡cuando casi te caes de la azotea!

Cuando te tronó la pelota y te golpeaste cerca de los ojos —yo

permanecía inmóvil y en silencio, escuchando cada palabra y

trayendo a mi mente los recuerdos—. Mírate las rodillas y los

brazos; están llenas de cicatrices —tomó mis manos y las

acarició suavemente por unos segundos—. En ocasiones sólo

rezo pidiendo al cielo que estés bien, en otras sólo espero que me

hablen para decirme que algo te pasó —ella deslizó su mano entre

sus cabellos— ¡Dios mío, a veces no sé siquiera si me escuchas!

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Asentí compungido sobándome el golpe de la cabeza. Mi

mentón tembló y mis ojos se llenaron de lágrimas por un dolor

que no podía sentir, pero que hacia vibrar todo mi cuerpo.

—Mami…

—Ay no, Sergio, ¿qué pasó? Tranquilo, no llores. ¿Te duele

tu rodilla?

—Perdóname, mami —comencé a llorar jadeando suavemente.

—Ay, mi Sergio —me atrajo hacia ella y me abrazó

dulcemente—. No llores, no pasa nada. No quise asustarte, es

sólo que te quiero mucho y no me gustaría que te pasara algo,

¿estás bien?—asentí acomodándome en aquella fortaleza de

mujer, donde nada ni nadie podía hacerme daño, donde estaba

cálido y confortable entre sus brazos, entre su aroma.

—Yo también te quiero mucho, mami —susurré sobándome

la cabeza. Mi madre notó mi aflicción.

—¿Qué tienes ahí? ¿Te duele?

—Poquito.

—¿Te golpeaste estando afuera?

—Sí.

—Déjame ver.

Apartó mi mano y su palma acarició mi pelo un par de veces,

pude sentir cuando sus dedos tocaban una protuberancia que me

provocaba dolor.

—Aquí te duele, ¿verdad?

—Sí.

Durante unos segundos inspeccionó mi cabeza con dete-

nimiento.

—Parece que solamente es un chipote. Te voy a poner una

pomada. Voy por ella.

—No, mami —la detuve del brazo cuando se disponía a

levantarse—. Quédate aquí, si te quedas ya no me va a doler.

—Pero necesito ponerte algo para que te baje la hinchazón.

—No. Mira —sobé la bolita de mi cabeza con mucho

cuidado—, ya se me está quitando. Si te quedas conmigo ya no

me va a doler. No te vayas, mami, por favor —la miré con

grandes ojos.

37

Ella suavizó aun más sus facciones y volvió a sentarse a mi

lado. Me acurruqué entre sus piernas colocando las mías a la

altura de mi pecho. Mi mano continuaba moviéndose despacito

sobre mi cabeza, pero ella me la retiró con delicadeza y colocó

su palma. Comenzó a moverla de manera circular con mucho

cuidado.

—Siempre serás mi niño, Sergio —murmuró dándome un

beso en la frente. Y poco después, me quedé dormido entre sus

brazos.

Pero ni diez minutos han de haber pasado cuando un sonido

chillón y a la vez estruendoso me despertó provocándome un

sobresalto.

—¡Mamá, mamá! ¡Mira lo que tenía Sergio en su escondite!

Síp, era el Bicho metiche que llegaba corriendo a interrumpir

tan sublime momento. Lo peor, traía la jeringa y las medicinas

dentro del recipiente. El Apocalipsis estaba a punto de llegar.

—Pero, ¿qué es eso?

—Mamá —el pequeño delator casi le avienta la evidencia a

nuestra progenitora—. Sergio estaba jugando con unas jeringas.

¡Mira! —¿unas jeringas? Sólo era una, no hay necesidad de

exagerar.

Ella se quedó como en un estado de shock. Por un tiempo

indefinido todos guardamos silencio. La expectativa hacia latir

mi corazón pesadamente. Toda espera terminó cuando ella tomó

las cosas para luego voltear y mirarme con esa furia descomunal

que tienen algunas mamás.

—¡Sergio! —Vociferó— ¿¡Qué estabas haciendo con estas

cosas!?

—Nada, mamá —repuse categórico.

—No me digas que nada. ¿Qué hacías con estas cosas?

—Na-nada. Yo nomás…

—¡No me mientas! —Me interrumpió— ¿Qué hacías con

esto?

Voltee a todos lados, no había escapatoria posible. De pronto,

una idea de salvación cruzó por mi mente: apelaría a esa divina

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emoción llamada sentimiento maternal. Sujeté mi cabeza con

ambas manos y fingí un gesto de agonía indescriptible.

—Mi cabeza me duele, mami.

—¡No me importa! ¡¿Qué hacías con estas cosas?!

Se puso de pie apartando con delicadeza y brusquedad mi

maltrecho cuerpo.

—Mi cabecita…

Traté de seguir con mi farsa, pero está claro que jamás ganaré

un Oscar, vaya, creo que ni siquiera un Razzie.

—¡Levántate y dime ahora mismo qué estabas haciendo con

esto? —sentimiento maternal, que fraude.

De pronto, mi padre entró a la habitación bastante incómodo

por su malestar y, al parecer, porque lo habíamos despertado.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —demandó luciendo

unas marcadas ojeras.

Ahora sí, me había caído la completa inquisición. Y todo por

culpa de ese mocoso que estaba frente a mí con una sonrisa de

oreja a oreja. Sobra decir que se estaba divirtiendo.

—Sergio estaba jugando con esto —mi madre colocó frente a

su marido las pruebas incriminatorias. Él las estudió por unos

eternos segundos, después colocó su diestra en la cintura y de su

boca salieron unas gangosas pero efectivas palabras mientras me

mostraba aquellos artilugios:

—Sergio, qué hacías con estas cosas —su voz parecía rodar

en cámara lenta.

—No, nada, papá —moví la cabeza rápida y negativamente.

—¡Estaba jugando con ellas, papá! —me acusó mi pequeño

hermano.

—¡No es cierto, papá, no es cierto!

—¡Sí es cierto! ¡Yo lo vi! ¡Estaba hasta el fondo del patio y

lo caché escondiéndolas!

—¿Estabas escondiéndolas, Sergio? ¿Por qué hacías eso,

Sergio? —su frente se arrugó.

—No las estaba escondiendo, no estaba haciendo nada.

—Un momento —mi madre detuvo el siguiente comentario

de su esposo y al parecer recordó algo que no había tomado en

cuenta—. ¿Cómo fue que te golpeaste en la cabeza?

39

—Pues… es que… —tartamudeé.

—¡Contéstale a tu madre! —su tono de voz se incrementó.

—Yo… iba a tirar las cosas a la basura… y me caí, y por eso

tengo el chipote.

—¡No es cierto, mamá! —¡Condenado Bicho metiche! ¡Ahí

iba otra vez!—. Yo lo vi dentro del techito de la bomba de agua

y de ahí saqué las cosas.

—¿Estabas ahí, Sergio? —preguntó mi progenitor de forma

incrédula.

—Así fue como te golpeaste la cabeza, ¿verdad? ¡Estabas

haciendo travesuras ahí dentro!—aseguró mi madre.

—¡Sí, mamá! ¡Yo lo vi! —remató mi querido y dulce

hermano, ¿se dan cuenta de que estoy siendo sarcástico, verdad?

—¡Tú guarda silencio, Rafael! —mi madre giró su furia

hacia su hijo menor, por lo menos un momento—. ¡Mejor vete a

la sala y quédate allí!

—Pero, ¡mamá! —se quejó pateando el suelo.

—Nada de mamá, ¡Vete a la sala, ya! —al fin un poco de

justicia, o ¿nadie más podía ver que todo fue culpa de ese mini

elfo liliputiense? Si no hubiera llegado con el chisme, yo me

habría encargado de todo mi cochinero, pero no pudo aguantar

las ganas de fregarme.

—Pero, mamá…

Ella lo miró fijamente con esa mirada adusta y compleja que

acostumbraba a usar cuando estaba realmente furiosa. Por

supuesto Rafa lo notó y ya no hubo más reclamos ni lloriqueos.

Agachó la cabeza, dio la media vuelta y se fue visiblemente

afligido de haberse perdido el show.

—Ultima vez que te lo pregunto, Sergio —amenazó la dulce

mujer que me dio la vida—; ¿Qué estabas haciendo con esto allá

afuera, dentro del recoveco de la bomba de agua?

Sentí un inmenso pesar dentro de mí, ya no podía seguir

haciendo esto. Sólo aplazaba mi castigo. Ya no podía hacer nada

en mi defensa, únicamente me quedaba decir la pura y llana

verdad:

40

—Estaba jugando.

—¿A qué estabas jugando? —inquirió algo desconcertada.

—A que yo era un científico.

—¿Y qué, exactamente, estabas planeando hacer con la

jeringa y las medicinas?

“Inyectárselas a mi hermano para ver si así se le quita lo chis-

moso”. —pensé.

—Se las inyecté a una cucaracha... o a dos.

Y de pronto regresó el silencio. Lentamente subí mi sumiso

rostro para ver qué sucedía y me encontré a mis padres haciendo

gestos de asco y asombro. Que delicados eran, la verdad.

Mi padre dio un suspiro y resignado dio la media vuelta.

—Hazte cargo tú, me siento mal —y arrastrando un poco los

pies, salió de la habitación.

—¡Dios! —masculló mi madre elevando los ojos al techo.

Yo no podía comprender qué estaba sucediendo, pero al

parecer lo peor ya era parte de mi tormentoso pasado. La mirada

de mi madre, aunque fría, ya no mostraba el mismo coraje.

—Estás castigado, Sergio.

—¿Qué? ¿Por qué? —¡Su señoría, exijo un abogado! Ah, no.

Ya recordé: la justicia de las madres es omnipresente. Chin.

—Cómo que por qué. Me engañaste para llevarte la jeringa,

sustrajiste los medicamentos que iba a eliminar y andabas

jugando con la aguja. ¿Qué crees que pasaría si te hubieras

picado con ella?, ¿o si hubieras ingerido las medicinas?

“Fácil: me habría hecho inmune a las enfermedades”.

Lógico que si daba una respuesta así, peor sería mi castigo,

por lo que opté a dar una respuesta que al parecer le gustaba oír a

mamá:

—No sé.

—¡Te habrías hecho daño!

—Ah —dije con hastío.

Ella tomó una postura recta cruzando los brazos.

—Tienes castigado el videojuego por una semana.

Por supuesto reaccioné ante el agravio hecho a mi pobre y

delicada persona.

41

—¡No, mamá! ¡El videojuego no! —Grité y me puse de pie

de un salto—. ¡Por favor, mamá, por favor! ¡Ya no lo vuelvo a

hacer! ¡Me voy a portar bien, te lo prometo! ¡Ya no voy a hacer

travesuras! —Traté de abrazarla pero ella me esquivó ágilmente

y dio un manotazo al aire—. Mamá, por favor —supliqué

dejando caer mis brazos. La esperanza se desvanecía sutilmente

de mi persona.

—Estás castigado, Sergio —dio la media vuelta y caminó a

la entrada, pero se detuvo en la puerta y sin mirarme agregó—.

Espero que entiendas que lo hago por tu bien, que debes

obedecerme —volteó por un segundo y con un reflejo brillante

bajo sus ojos, dijo—. Ya no quiero que te lastimes tanto.

E inmediatamente después se fue, llevándose la mano a la

cara.

Me quedé envuelto en un pesado silencio, en una desilusión

enorme. Todo mi cuerpo reflejaba el dolor y la angustia por la

que estaba atravesando en ese momento.

—Una semana… —murmuré—. Es mucho tiempo.

Mi atención se desvió del suelo para detenerse en el umbral,

un pequeño bulto me observaba fijamente; era mi hermano.

Ninguno dijo nada, pero pude percatarme de una pena y

tristeza que parecía salir de él. Lentamente dio media vuelta y se

marchó.

Nuevamente estuve solo. Poco a poco mi respiración se

aceleró y mis puños se cerraron fuertemente. Toda la furia y

frustración que emanaba mi ser pedía una sola cosa: venganza;

cruel, triste y despiadada.

No sé cuánto tiempo pasé en la soledad de mi oscura

habitación. Mi cabeza sólo podía albergar una idea y ésta giraba

locamente como un carrusel desbocado. Todo por la traición de

ese pequeño ser que se hacía llamar hermano mío.

De pronto, al mirar la cama de Rafa todo pasó por mi mente;

como el relampagueo del trueno o el destello de una epifanía, o

cuando te dan un fregadazo en la cabeza y ves estrellitas, así

supe lo que tenía que hacer; algo que le provocaría un dolor

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indescriptible, un desconsuelo pero bien gacho: Esperaría a que

se durmiera y me levantaría de mi cama como un sigiloso…

mmm… de esos animales que no hacen ruido para nada. Tal vez

un gato, o mejor aún: como un gato con tenis, o mejor con

calcetines para que sea más fácil, además no me gustaría

complicarme la vida levantándome y tratando de ponerme mis

tenis en medio de la oscuridad, tardaría un montón. Quizá si sólo

me pongo las sandalias todo esté bien... nop, con calcetines será

suficiente. En fin, me acercaré a su cama, tomaré suavemente su

condenado osito de felpa, al que nombró Frapita, de sus manos y

lo destrozaré en mil pedacitos. Lo pondré en su lugar de nuevo y

regresaré a mi camita donde esperaré con una sonrisa para ver su

rostro y oír sus gritos de terror cuando en la mañana vea su

juguete más preciado hecho jirones. Sí, el plan perfecto.

Y sin más, sólo restaba aguardar a la hora de dormir, que me

pareció una eternidad, pero que llegó. Mi mamá nos arropó

suavemente, como solía hacerlo, nos dio un beso y a mí una

última reprimenda con la mirada y se fue apagando la luz y

entrecerrando la puerta.

“Aguántate un rato más, ya falta poquito”

Me repetía una y otra vez.

Así pasó el tiempo y cuando sentí que Rafa ya estaba

profundamente dormido, o sea que lo oí pedorrearse sin la

intención de darme lata, me levanté lentamente. Con cautela

caminé los pasos necesarios para llegar hasta su cama y

asomarme para poder localizar al suave felpudo que mi hermano

abrazaba con fervor. Sí, ahí estaba. Mis ojos, ya acostumbrados a

la oscuridad, no podían mentirme. Mi venganza pronto estaría

consumada. Estiré mi brazo para agarrar al oso por la cabeza

cuando un ligero suspiro que hizo Rafa me alertó. Toda mi

atención se desvió hacia su cara. Si el pequeño despertaba yo no

la iba a pasar muy bien; seguramente gritaría, despertaría a mis

padres y volveríamos con el asunto de los castigos. Nop, lo más

sensato era esperar el tiempo necesario para corroborar que

estuviera dormido. Dos segundos después me pareció que era

tiempo suficiente. Ahora sí, con una sonrisilla maliciosa que

seguro brillaba en la oscuridad, tomé el juguete por la parte

43

superior y le di un ligero jalón, lo que provocó algo que no debió

de haber sucedido: mi hermano despertó. Sus ojos somnolientos

se clavaron en mí, yo permanecí quieto como estatua, no sabía

qué hacer. Por un instante nos sostuvimos la mirada sin hacer

movimiento alguno; yo trataba de que no notara mi presencia, de

seguro él trataba de saber qué era lo que yo hacía frente a su

cama sujetando a su más querido juguete.

Y de pronto pasó lo increíble: su brazo se aligeró cayendo a

su costado, dejando en mi poder al oso de felpa. Lo levanté

ligeramente con un desconcierto absoluto. Él se volteó hacia la

pared dándome la espalda y oí que lanzó un ligero murmullo, una

palabra, después se hizo un silencio tan profundo como jamás lo

había sentido. Algo dentro de mí pareció quebrarse. Me quedé

parado ahí, sin moverme para nada, por un largo rato contemplé

el cuerpecito que se recogía en posición fetal, vi cómo se movía

acompañando su respiración. Escuché de qué manera lanzaba un

resuello de vez en cuando. Supe que estaba dormido y que sus

sueños serían muy tristes. Dejé su osito Frapita junto a él y

regresé a mi cama. Nada más cerrar los ojos dormí. Y nada más

sentí un minuto de descanso cuando una exclamación me

despertó estrellando la luz del día en mis ojos, logrando

asustarme y por instinto manoteé y pataleé al aire.

—¡Frapita! ¡Frapita!

Volteé pesadamente en dirección de mi hermano y lo vi in-

corporado en su cama y abrazando a su felpudo tan fuerte que

pensé que se le saldría el relleno. Lancé un ligero gruñido y me

cobijé hasta la cabeza tratando de disminuir la luz que parecía

resecar mis ojos.

Oí cómo se levantó el pequeño y, seguramente con su oso en

los brazos, salió por la puerta de nuestra habitación prác-

ticamente corriendo, pero casi de inmediato sentí que regresó y

se acercó a mí.

—¡Gracias!

Me gritó con tal tino al oído que me descubrí dando

manotazos una vez más. Vi su cara con una sonrisa enorme a

44

unos centímetros de mí. Dio la media vuelta y salió dejándome

por fin solo.

Volví a cobijarme hasta la cabeza, pero ya no pude dormir,

en mi mente vislumbraba la sonrisa de mi hermano y su alegría,

el brillo que parecía bañar sus ojos. Contrario a la noche anterior

cuando me miró con pena, con dolor al pronunciar una palabra

murmurando, la palabra que derrumbó mis planes en un instante:

“Perdóname”.

Apreté los ojos fuertemente así como mis puños. Sentí

vergüenza de mí mismo. Pero rápidamente alejé esos pen-

samientos al recordar mi desvelo y la brusca manera en que mi

hermano me despertó.

“Anoche que estaba despierto me susurró, y ahora que estaba

dormido me gritó. Lo hizo adrede”.

La verdad era que mis palabras no llevaban rencor.

“Pero algún día me voy a vengar”.

Mi cerebro comenzó a pensar una vez más en la venganza

perfecta, y la encontró:

“Un día, cuando menos se lo espere, le voy a aplicar la ley

del hielo y no sabrá por qué. Pero nomas por un ratito para que

no se agüite mucho”.

Una vez tranquilo por haber planeado la venganza perfecta,

me dormí plácidamente. Seeeh, soy un chico muy malo.

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47

CAPÍTULO 5

Y bueno, la secundaria. ¿Quién en su sano juicio podría

considerar que eso ha sido lo mejor de su vida? No es más que

una continuación de barrotes y esclavitud, una etapa subsecuente

donde los adultos pueden seguirte martirizando con estudios y

libros. Vaya que sí.

El primer día siempre es un caos ordenado, pero incluso así

se puede ver el miedo en los ojos de todos los compañeros; la

expectación de lo que vendrá, la ansiedad que carcome sus

almas. Excepto yo, conmigo todo tranquis, relax. ¿Pa’ qué

preocuparse por lo inevitable? Mejor trataría de sacar partido a la

situación mientras pasaba un ameno rato viendo como un chico

trataba, de reojo, con cuidado y hábilmente, de verle la ropa

interior a una compañera que platicaba con gran algarabía con

quien que parecía ser una antigua amiga. Y eso de antigua está

debatible; todos éramos unos púberes de 12 o 13 años, la

antigüedad no aplicaba mucho en nuestras vidas.

En fin. Pues ahí estaba yo disfrutando cómo aquel chavo

estiraba el pescuezo tratando de ver aunque sea un punto blanco

entre la falda de la chica, asumiendo que su ropa intima fuera

blanca, porque a lo mejor era rosa, o amarilla, o con monitos, o

con coranzoncitos... hay tanta variedad, ¡un universo entero de

posibilidades! Pero bueno. Después de un minuto aquel intento

se volvió más descuidado, por lo que decidí intervenir para que

el pobre no fuera a sufrir una humillación que lo estigmatizara

por tres años o el resto de su vida, lo que pasara primero.

Llegué hasta él y le di una ligera palmada en la espalda.

—¡Hola! ¿Qué onda, cómo estás?

Aquel chico me miró extrañado, con una actitud y unos

ojotes de “¿tú, qué onda?”, y por supuesto, yo tenía razón en mis

deducciones.

—¿Tú, qué onda? —me preguntó.

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—Aquí nomas, visitando a los amigos —me senté en la

butaca contigua, intentando de disimular un poco el nerviosismo

que me llenaba el cuerpo al tratar de hacer un nuevo amigo.

—Ah —dijo seco y cortante, con un gesto de molestia.

Y se hizo el silencio. Hasta que él lo rompió.

—¿Y tú, qué?

—¿Qué pasó?

—Pues no sé.

—¿No lo sabes?

—No, ¿y tú?

—Pues yo menos.

—Bueno, ¿necesitas algo? ¿Qué quieres? —dijo exasperado.

—Pues es que te vi tratando de mirarle la pantaleta a la

chava, y parecía que ya te estabas desesperando y como a lo

mejor te podría descubrir alguien, quise venir a saludarte —Las

orejas del chico parecieron incendiarse mientras agachaba su

cabeza mirando al suelo—. ¿Qué? ¿A poco te vas a agüitar por

eso? No te apures. Mejor cuéntame —me acerqué y hablé bajito

junto a él—, ¿de qué color los trae?

Por unos segundos me miró con desconcierto y pena, después

con rareza, le siguió el enojo y al final pareció observarme con

furia.

—Bueno, ¿a ti qué te importa? ¡Si te interesa tanto, tú ponte a

buscarle la tanga y ya sabrás de qué color la trae!

—¡No manches! ¿A poco trae tanga? ¿Cómo las chavas de la

televisión? ¡Déjame ver, déjame ver!

Aparté a mi nuevo amigo y traté, discretamente claro está, de

ver si lo que decía era verdad, si por fin me tocaría ver a una

chica en tanga, si el universo se abriría en todo su esplendor para

mí. Lamentablemente, eso no sucedió.

—No manches —dije con desencanto.

—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Qué viste? —preguntó el chico sin

atreverse a voltear a donde mis ojos casi querían llorar.

—Se cruzo de piernas —aclaré en tono fúnebre.

—No inventes —susurró compungido.

Él giró la cabeza para observar cómo ambas chicas tenían

clavada la mirada sobre mí, y después lo hicieron con él. Sus

49

ojos tenían esa extraña expresión, ya saben, era esa peculiar

forma de decirte “eres un enfermo, cochino, depravado”. Claro

que en ese tiempo aún no podía entender tales gestos, pero ya

aprendería.

—¡Ya ves! ¡Todo por tú culpa! —arremetió el chico en mi

contra mientras reacomodábamos nuestros respectivos traseros

en su lugar.

—¿Por mi culpa? ¡Tú fuiste quien estiró el cuello como jirafa!

—¡Yo lo estaba haciendo discretamente! ¡Llegaste tú y fue

cuando todo se vino abajo!

—Ay, sí. Qué discreto. Ahora resulta que eres un caballero

—me reí un poco.

—No, pues un caballero no. Pero fue gracias a que te

levantaste de la silla tan bruscamente, y que volteaste a verlas tan

imprudentemente, fue que se dieron cuenta de lo que estabas

haciendo.

—Es-tá-ba-mos —aclaré.

—¡Puffh! —resopló, se cubrió la cabeza con ambas manos y

estrelló la frente contra su mesa banco.

—¿Qué? ¿A poco vas a negarlo?

—¿Negar qué? —dijo sin levantar la cabeza.

—¿Cómo que qué? Que le estabas tratando de ver la tanga a

la muchacha —giré a verla y me pareció que tan sólo el hecho de

percibir mi mirada fue suficiente para que ella volteara

velozmente y me clavara sus ojos llenos de fuego. Al principio

pensé que era por la pasión que le inspiraba, después comprendí

que era más bien por odio. Mujeres, quién las entiende. Pero

hasta eso que tenía bonitos ojos —Chin, creo que se enojó —

agregué.

—Cómo no se va a enojar —me tiró del brazo—, si ni siquie-

ra la conoces y ya la incomodaste.

—Uy, sí. Seguramente tú no la estabas incomodando,

¿verdad?

—Bueno… —nuevamente agachó la cabeza—. No igual que

tú. Conmigo ni cuenta se había dado de que la estaba mirando.

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Nuevamente giré para verla, esta vez ella no me notó, quizá

porque ahora sí tuve cuidado.

—Oye, no tienes mal gusto. Fíjate que está bonita —nueva-

mente él se sonrojó—. Tiene piernas lindas —un calor confor-

table me empezó a recorrer el cuerpo—. ¿Y si le preguntó su

nombre? ¿Se enojará? ¿Tú qué crees? —volteé a ver a mi com-

pañero.

—¿Que yo qué creo? —me miró divertido, a lo mejor re-

cordó un chiste. Miró a la compañera de reojo, ella y su amiga

nos aventaban miraditas coquetonas… o con rabia, quién sabe—.

Tú pregúntale, estoy seguro que ella va a responder.

Sin más cuestionamientos, me paré. Respiré profundo.

Ambas me miraron desorientadas y cuchichearon algo entre

ellas. Comencé a caminar hacía el fondo del salón con la

intención de rodear las filas y llegar con ella. Pude ver cómo un

chico se sentaba con veloz torpeza en el lugar que había ocupado

hace unos segundos. También vi que las chicas se ordenaron para

mirar al frente.

“¡Ya las puse nerviosas! Eres un campeón, Sergio”.

Lamentablemente una voz a mis espaldas, ronca y autoritaria,

frenó mis intenciones.

—¡Buenos días! ¡Mi nombre es Damián Carranza! Ustedes

pueden llamarme profesor Carranza. ¡Usted! —Señaló a mi

frágil persona. Un susurro se extendió entre mis compañeros—.

¿Qué hace de pie! ¡Deme su nombre!

—Eeeeh… Sergio.

—Le hice dos comandas, Sergio. ¡Responda!

“¿Dos comandas? Está loco, yo sólo oí que preguntó mi

nombre”.

—Esteee… Pues no recuerdo la otra pregunta.

El profesor dejó caer en vilo sus libros y cuadernos al

escritorio, provocando un sonido seco que hizo eco en toda el

aula. El tipo alto, moreno, de barba y bigote y que parecía que le

gustaba ejercitarse dio unas largas y agiles zancadas y llegó hasta

donde me encontraba.

—Parece que usted es el tipo de chicos rebeldes y pro-

blemáticos que sólo está en la escuela porque es obligado a venir

51

por sus padres, y no porque tenga la mínima intención de creer

que el estudio es la base que podrá determinar su vida, los

cimientos que lograrán forjar su carácter y su futuro. Por gente

así, con esas características e intenciones, no vale la pena

esforzarse, porque a ellos no les interesa hacerlo. De hecho sería

mejor si ya no se presentara a mi clase para que ninguno de los

dos pierda el tiempo. ¿Le parece bien?

“Chin, se me hace que se enojó”.

Y ahora me encontraba en una encrucijada. No tenía ni idea

de qué responder. Siendo sinceros, sí dijo algunas cosas verda-

deras, pero también creo que se estaba yendo a los extremos.

—Em… Trataré de que no vuelva a suceder, Maestro —mis

piernitas chulas, lindas y bonitas, temblaban al igual que una

gelatina de nuez con avellana. Sentí cómo su fría mirada

atravesaba mi cuerpecito hasta llegar a mi hermosa alma. Qué

feo se sintió, neta.

—Primera y última vez, joven —y después añadió dirigién-

dose a todo el salón—. ¡Y esto va para todos! ¡Si alguien no

quiere estar aquí, adelante! Éste es el momento para decirlo.

Se hizo el silencio. Muchos de los chicos literalmente

rozaban sus cabezas contra sus butacas.

Aproveché que el maestro regresaba a su escritorio para

caminar lo más rápido posible a mi lugar y pegarme al asiento y

quedarme quietecito, emulando a los demás.

Ese día fue terrible. Nadie nos conocíamos, todos nos

mirábamos de reojo y nadie pronunciaba palabra que no fuera

pedida por algún profesor. Creo que nos afectó bastante la

entrada del maestro Carranza.

Pero todo lo malo tiene un fin y para nosotros lo significó el

término, por ese día, de las clases. Todos suspiramos con gran

alivio cuando la chicharra señaló la hora de la libertad.

Inmediatamente nos dispusimos a guardar nuestros útiles para

regresar a la seguridad del hogar.

Pero en ese momento, y como una revelación, recordé que

quería averiguar el nombre de la compañera, pero había causado

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tal impresión en mí el regaño del maestro, que preferí pre-

guntarle a mi nuevo amigo su opinión y si estaba de acuerdo en

acompañarme para hacer la proeza. Lo hubiera hecho yo solo,

pero creí necesario que aquel chico se desenvolviera un poco

más, se veía de un mustio impresionante.

—¡Hola! —anuncié abrazando a mi amigo por la espalda.

—Otra vez tú —resopló, no entendí el porqué.

—Oye, viejo, ¿te parece si vamos a preguntarle sus nombres

a aquellas chicas? Tú sabes, a la que espiabas y a su amiga. A lo

mejor se nos hace platicar con ellas, conocerlas…

—¡No! —Me cortó la inspiración—. Y ya déjame en paz, ya

me quiero ir a mi casa.

—Qué carácter. No seas amargado —dije para tratar de

alivianar la tensión, él me ignoró y corriendo se dirigió a la

salida de la escuela.

—Que chico tan raro —reflexioné—. Ha de ser por la

presión de la escuela, pobre.

Terminé de guardar mis útiles y con cierto recato caminé al

lugar de la chica de piel clara y su amiga. Pero a unos pasos de

ellas, me cohibí y mis pies se quedaron plantados en el piso. Vi

cómo salían del salón y entonces me relajé. Ya únicamente

quedaba yo en el aula.

—¡Uff! ¡Qué nervios! ¿Cómo fue posible que me pusiera tan

nervioso esa niña?

Me dejé caer sobre el asiento de una butaca para calmarme.

“De que está guapa, está guapa, pero me intimidó. ¿Qué me

pasó? Ay, esto de la adolescencia es muy complicado.

Súbitamente reaccioné y de un salto me puse de pie; resolví

seguir a esa chica, pero al salir corriendo de la escuela, ya la

había perdido de vista.

“Y no supe su nombre”.

Y era muy cierto, ya que ni siquiera se nombró lista por

ningún profesor aquel día, ni en la semana posterior.

Pero poco a poco fui reuniendo fuerzas para tratar de

hablarle, de saber un poco más de ella. En verdad estaba

intrigado por saber su nombre, así que el viernes, al término de

las clases, me di a la tarea de lograrlo, y para eso el primer paso

53

fue abordarla. Apenas una cuadra de la escuela, llegué hasta ella

y la conversación inició:

—Hola —la saludé un poco nervioso, pero logré que se

detuviera y volteara a verme aquella chica de pelo oscuro apenas

rizado, ojos castaños grandes y profundos, de piel clara matizada

de un rosa que a veces se encendía haciéndola lucir más bella.

Por supuesto, vestía el uniforme escolar y el suéter lo llevaba

amarrado a su cintura.

—Hola —me dijo con algo de recelo, como si dudara de que

mi saludo estuviera dirigido a ella.

—Hola —hice eco de mis palabras.

—¿Hola? —dijo con más extrañeza que desconfianza.

—Este… —miré a todos lados invocando a las musas para

que me dieran la inspiración para iniciar la charla—. Yo…

¿Hola?

Ella sonrió y sus ojos brillaron de una forma increíble.

—Hola, Sergio.

—Tú… ¿sabes mi nombre? —tal revelación me impactó.

—Sí —asintió delicadamente, como si estudiara mi reacción

a sus palabras.

—¿Cómo es que sabes cómo me llamo? —por motivos

desconocidos, al oír mi nombre en su voz, mi corazón comenzó a

latir con fuerza, todavía más de lo que ya lo hacía cuando me

acerqué y la saludé.

—Pues ya varios te conocen en el salón, aparte de que antier,

mientras regresaba el profe de español, te paraste sobre tu asiento

y gritaste ¡Mi nombre es Sergio!

—Ah, cierto. No lo recordaba —ni yo tampoco. Qué pena.

—¿Y por qué lo hiciste? Fue algo muy loco.

—Yo… —me rasqué la cabeza a la vez que mis mejillas se

encendieron por la vergüenza—. No sé, de pronto sentí que tenía

que hacerlo. Perdona.

—No necesitas pedir perdón, a mí no me hiciste nada.

—Es que, ¡Chin! Me da pena.

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—Te sonrojaste —sus palabras me petrificaron mientras mi

cuerpo reaccionaba con un ligero sudor frío que recorría mi

espalda—. Quiero decir que aquel día, cuando miraste como

todos te veían divertidos o enojados, te sonrojaste —aclaró.

—Ah, oh, sí, eh, cierto —argumenté, o al menos creo que

dije algo. Mi cuerpo se relajó. La chica agregó con un poco de

timidez:

—Más o menos te veías igual que como te ves… ahorita —

me señaló sutilmente con su mano. Mis músculos volvieron a

quedarse estáticos. Al verme así, cuestionó mirándome conmo-

vida—. ¿Estás bien?

—Sí, sí, sí —afirmé con la cabeza el mismo número de

veces.

—Yo —miró de soslayo el delicado reloj de pulsera que

llevaba en su muñeca—. ¿Sabes? Ya es un poco tarde, creo que

me tengo que ir a casa, ya me van a estar esperando. Adiós.

Dio la media vuelta con la intención de partir.

—¡Espera! —casi grité agitando mis manos.

Ella volteó con sus ojos llenitos de interrogantes.

—No sé tu nombre —le solté sin miramientos.

—¿Mi nombre?

—Sí, quisiera saber tu nombre.

—¿No sabes mi nombre?

—No, y me gustaría mucho saber cómo te llamas —insistí

amablemente, cosa rara en mí.

—¿No le has preguntado a nadie? —su voz tenía un dejo de

incredulidad.

—No, es que me gustaría que fueras tú quien me lo dijera —

agaché la vista acongojado.

Por unos segundos quedamos en silencio. Sus ojos grandes

me miraban fijamente, sus labios parecían estar a punto de brotar

en una sonrisa cuando por fin habló:

—Areli, mi nombre es Areli.

—Areli… que nombre tan bonito, hace juego.

—¿Hace juego? ¿Con qué?

Súbitamente el mundo a nuestro alrededor comenzó a

evaporarse; sólo estábamos ella y sus ojos; yo y mi cuerpecito, el

55

cual estaba a punto de derrumbarse en múltiples estreme-

cimientos.

—Con una chica tan bonita.

Y el mundo por fin desapareció; no había ruidos, ni colores,

ni tierra, ni cielo, ni casas, ni nada. Únicamente existíamos ella y

yo…

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