rodr¡guez castelo, hernan - la violencia como asunto en la literatura infantil y juvenil

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LA VIOLENCIA COMO ASUNTO DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL Hernán Rodríguez Castelo* Una historia del mundo podría ser la historia de la violencia que unos hombres han hecho a otros hombres, las motivaciones de esa violencia, su desarrollo y sus formas. Guerras, esclavitud, acosos por ideas, persecuciones, matanzas... una historia que, si nos despojamos de estereotipos impuestos por una interesada enseñanza de la historia, resulta lamentable y humillante para el ente humano. De mucho de los tramos o episodios de esta historia, la crónica más compleja, rica y penetrante ha sido la literatura. Nada más humano sobre las guerras antiguas que la íliada. Nada más elegíaco sobre la aniquilación de los grandes ejércitos que “Los Persas” de Esquilo o “Stalingrado” de Pliever. Nada más penetrante sobre los entretelones de las guerras que la “Guerra de Peloponeso” de Tucídides. Nada más patético sobre las crueldades de un tirano que las “Verrinas” de Cicerón. Nada más doloroso sobre la esclavitud de los negros en el XIX yanqui que “La cabaña del Tío Tom”. Y qué desolada visión de los horrores del nazismo la de “Kaput” de Malaparte o “el diario de Ana Franck” –cada uno en su ámbito—Y la violencia inferida a los prisioneros de los campos de concentración se dijo con admirable poder para llegar al fondo de cada uno de las cosas, hasta las más humildes, que hacen esa forma angustiosa de existencia, en “Un día en la vida de Iván Denisovich “de Solijenitsyn. Cuando, junto a la literatura a secas, nace, como un joven retoño, una literatura para niños y jóvenes, echa a andar por regiones de lo humano que parecerían inmunes a la violencia: el juego y la fantasía. Se lo hizo así acaso porque el adulto violento quería retardar la hora del enfrentamiento de sus hijos con la que parecía pertenecer a la naturaleza misma de lo humano, resumida por un filósofo como homo hominis lupus –“el hombre lobo del hombre”-. Pero pronto se plantea el conflicto. Lo plantean los cuentos de hadas. Los cuentos de hadas no se habían escrito para niños o jóvenes. Pero era como si para los niños se hubiesen hecho, y muy pronto ocuparon lugar de preferencia entre las más satisfactorias lecturas infantiles. “Blancanieves”, “La cenicienta”, “La bella durmiente”, “Hansel y Gretel”, “El sastrecillo valiente”, “Pulgarcito”, “Caperucita Roja”, “el gato con botas”, “Jack y las habichuelas mágicas” y otros muchos de esos cuentos se convirtieron en piezas indispensables de la literatura infantil universal.

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LA VIOLENCIA COMO ASUNTO DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Hernán Rodríguez Castelo*

Una historia del mundo podría ser la historia de la violencia que unos hombres han hecho a otros hombres, las motivaciones de esa violencia, su desarrollo y sus formas. Guerras, esclavitud, acosos por ideas, persecuciones, matanzas... una historia que, si nos despojamos de estereotipos impuestos por una interesada enseñanza de la historia, resulta lamentable y humillante para el ente humano.

De mucho de los tramos o episodios de esta historia, la crónica más compleja, rica y penetrante ha sido la literatura. Nada más humano sobre las guerras antiguas que la íliada. Nada más elegíaco sobre la aniquilación de los grandes ejércitos que “Los Persas” de Esquilo o “Stalingrado” de Pliever. Nada más

penetrante sobre los entretelones de las guerras que la “Guerra de Peloponeso” de Tucídides. Nada más patético sobre las crueldades de un tirano que las “Verrinas” de Cicerón. Nada más doloroso sobre la esclavitud de los negros en el XIX yanqui que “La cabaña del Tío Tom”. Y qué desolada visión de los horrores del nazismo la de “Kaput” de Malaparte o “el diario de Ana Franck” –cada uno en su ámbito—Y la violencia inferida a los prisioneros de los campos de concentración se dijo con admirable poder para llegar al fondo de cada uno de las cosas, hasta las más humildes, que hacen esa forma angustiosa de existencia, en “Un día en la vida de Iván Denisovich “de Solijenitsyn. Cuando, junto a la literatura a secas, nace, como un joven retoño, una literatura para niños y jóvenes, echa a andar por regiones de lo humano que parecerían inmunes a la violencia: el juego y la fantasía. Se lo hizo así acaso porque el adulto violento quería retardar la hora del enfrentamiento de sus hijos con la que parecía pertenecer a la naturaleza misma de lo humano, resumida por un filósofo como homo hominis lupus –“el hombre lobo del hombre”-.

Pero pronto se plantea el conflicto. Lo plantean los cuentos de hadas. Los cuentos de hadas no se habían escrito para niños o jóvenes. Pero era como si para los niños se hubiesen hecho, y muy pronto ocuparon lugar de preferencia entre las más satisfactorias lecturas infantiles. “Blancanieves”, “La cenicienta”, “La bella durmiente”, “Hansel y Gretel”, “El sastrecillo valiente”, “Pulgarcito”, “Caperucita Roja”, “el gato con botas”, “Jack y las habichuelas mágicas” y otros muchos de esos cuentos se convirtieron en piezas indispensables de la literatura infantil universal.

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Pero, ya en el siglo XVIII, el espíritu burgués, celoso vigilante de cuanto pudiese atentar contra el orden establecido, y, en especial, en cuanto pudiese turbar la disciplina y sumisa formación del futuro súbdito de ese orden, el niño, se dio a la “moralización” de esos cuentos, que, tal como se habían extraído de la cantera del folclor, se ofrecían con rasgos de inquietante subversibidad. Se emprendió una tarea de poda, de lima de asperezas. Per o los adaptadores –esta plaga que llegaría con el correr de los tiempos a convertirse en el pero enemigo de la literatura infantil y juvenil- no eran lo suficientemente inteligentes como para detectar en donde estaba lo que hacia esos cuentos incómodos para una sociedad represiva y domesticadora, y entonces la poda llegó a ser brutal. Lo ha señalado un especialista:

“Otra consecuencia de esa aptitud intervencionista: al encontrar temas, motivos o rasgos venidos de un pasado remoto cuya significación no comprende, nuestro adaptador los suprime sin el menor titubeo o los transformación en el sentido de una actualización y racionalización deliberadas. Así, como vimos, el desnudamente de Barba Azul es reemplazado por el episodio de los rezos destinados a ganar tiempo.

Ello evidentemente equivale a dejar que se pierda la áspera belleza del original. Repetidas veces, por la misma causa, esta adaptación se parece mucho a una traición”.1

Y cuando –ya en el siglo XX- se reconoce al niño a ser lector, acuciosos pedagogos vuelven a mirar con ojeriza aquellos cuentos llamados “de hadas”, en los que, sin necesidad de hurgar mucho se advertía una enorme carga de violencia.

En “Hanse y Gretel” unos padres trataban de deshacerse de sus hijos, una bruja los alimentaba para comérselos y los niños mataban a la bruja arrojándola al horno ardiente que ella les había destinado. ¡Valiente lectura para niños!, concluían ufanos.

Pero nada de esto preocupaba al niño: Él se sentía a gusto en la historia, se identificaba con los pequeños héroes y cobraba conciencia de que podía valerse por si mismo y llegar a triunfar hasta de las peores amenazas. Historias así lo equipaban para sobrevivir en un mundo violento, en el que la violencia lo acusaría no sólo desde el exterior –lo social-, sino también desde su mismo interior –lo síquico-.

Los adultos tardaron mucho en entenderlo y para lograr esa inteligencia hizo falta que alguien descubriese la estructura del espíritu humano, con esos estratos que no emergen sino turbiamente a la zona clara de la conciencia –única conocida hasta entonces-. Porque allí, en esas zonas oscura, estaba la clave de solución. Sin Freud se seguiría pensando que la carga de violencia de los cuentos de hada era gratuita o nefasta, o las dos cosas. De tras de Freud se pudo, por primera vez, discutir el sentido profundo de esos cuentos que tanto asustaban a los adultos asustadizos y que tanto amaban los niños.

Pienso que la discusión psicoanalítica de los cuentos de hadas dio al problema de la literatura infantil y la violencia sus primeras respuestas profundas y sólidas. El sicoanalista e ilustre estudioso de la literatura infantil, Bruno Bettelheim, fue quien propuso

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esas repuestas en los términos más penetrantes. Vale la pena recordar aunque sea sumariamente, sus luminosas precisiones.

Explica Bettelheim, en resumen, que hay en nuestro propio interior un componente de violencia. Aún cuando en lo consciente todo parezca estar más o menos en orden, hay un inconsciente al que por su peligrosidad se reprime y se mantiene apartado del extracto de la consciencia. Esto produce tensiones en la persona y la solución propuesta por la psicología profunda es permitir el acceso del material a la consciencia. Aceptar sus impulsos.

Tal violencia se da en el niño aun más que en el adulto, y de modo que a menudo llega a ser angustioso. “El pequeño esta sujeto a sentimientos desesperados de soledad y aislamiento, y, a menudo, experimenta una angustia mortal”.2

La violencia esta ahí, acosando al niño, angustiándolo oscuramente. La solución no es, entonces, cerrar los ojos a esa violencia. La solución es que el niño saque al exterior esos focos interiores y oscuros de violencia y los exorcice; es decir, que los saque de modo que vea que su peligrosidad no es omnipotente como él temía; que los exponga al sol y sienta que él puede vencerlos; que él acabará por vencerlos.

En este proceso desempeñan papel privilegio los cuentos de hadas. Diríase que se hicieron para ello. Porque “los procesos inconscientes del niño se hacen comprensibles para él sólo mediante imágenes que hablen directamente a su inconsciente”, y los cuentos de hadas organizan en peripecias de optimista afirmación existencial tales imágenes.

Esta solución ha de completarse con otra que ya propusieron los griegos, y con la que Aristóteles justificó los caos de extrema violencia sobre los que se construyó la tragedia: la catarsis. La psicología profunda, que ha reconocido cuanto de anticipo de sus iluminaciones hubo en la tragedia helena, ha elaborado analíticamente la penetrante intuición aristotélica:

“Después de ver Edipo, el espectador puede preguntarse por qué está tan profundamente conmovido; y respondiendo a lo que le parece que es su reacción emocional, reflexionando sobre los sucesos míticos y lo que éstos significan para ella, una persona puede llegar a clarificar sus ideas y sentimientos. Con ello, pueden aliviarse ciertas tensiones internas, consecuencia de sucesos acaecidos tiempo atrás; el material antes inconsciente puede entrar entonces en la propia conciencia y ser accesible a la elaboración consciente. Esto puede ocurrir si el observador está profunda y emocionalmente conmovido por el mito, y tiempo intensamente motivado, desde el punto de vista intelectual, para comprenderlo”3.

De dos lados –los dos lados de toda realidad- la violencia acosa al ser humano: del interior y del exterior. Los cuentos de hadas se hicieron en un mundo en el que terratenientes prevalidos de la fuerza del aparato estatal actuaban con implacable violencia contra el campesinado, sumiéndolo en penosas condiciones de inseguridad y

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miseria. Roland Mousnier, reseñando el per. el período francés de 1636 a 1639, ha hablado de revueltas de campesinos que “pacían hierba” e “iban desnudos”4. Y los cuentos de hadas, que nacieron en la entraña de ese campesinado, no fueron ajenos a esa violencia, aunque se hayan recatado muy hábilmente de ella. Pero, más allá de alusiones a la violencia social, de irónicas y burlescas sugestiones de estrategias para burlar sus aduanas –como las ingeniosas mentiras del Gato con Botas- y de la inalterable profesión de fe en lo invencible del ser humano –ese es uno de los sentidos de las victorias en que esos cuentos terminan-, la violencia que los cuentos de hadas enfrentan es la violencia interior. La profunda y oscura. Ese primer cerco de violencia que acosa a todo ser humano y que pudiera llamarse existencial. Dieron así temprana lección a una literatura infantil y juvenil que más tarde tendería a orillar tales conflictos. "Las historias modernas que se escriben para los niños evitan, generalmente, estos problemas existenciales" -ha denunciado Bettelheim-. "Los profundos conflictos internos que se originan en nuestros impulsos primarios y violentas emociones están ausentes en gran parte de la literatura infantil moderna; y de este modo no se ayuda en absoluto al niño a que pueda vencerlos"5.

Réstanos la violencia de fuera. Toda esa descomunal carga de violencia que se ejerce contra el ser humano desde todos los lados, de tantas formas y con tan dolorosos resultados.

Es, en último término, el problema del mal, tan antiguo como el hombre mismo y omnipresente en todos los ámbitos de lo humano; áspero acantilado donde se estrellan todos los empeños de las religiones y teologías monoteístas por explicar la totalidad del mundo. Si Dios es bueno y es el creador de todo, ¿de dónde el mal?

El mal es en lo humano como las sombras y tintas oscuras en un dibujo: nunca falta, jamás puede reducirse ordenadamente a una mitad del espacio disponible; se extiende por todas parte, está presente todo, todo lo enturbia y ensombrece.

La única manera de afrontar esta condición de un ser que debe vivir inmerso en el mal, sujeto al permanente acoso del mal, es reconocer esa presencia del mal y desnudar las formas de su acción. Pero ha acontecido en la historia humana que ciertos poderes sociales han administrado el mal: han resuelto qué es lo malo y lo han hecho desde un punto de vista muy personal. Malo, sin más, era lo malo para ellos, para su poder. En esta empresa de administración utilitaria del mal se han distinguido -de variadas maneras- poderes religiosos: al fin y al cabo, el mal pareció siempre asunto propio de la visión religiosa del mundo. Instituciones religiosas manipularon el mal, unas veces usando a otros poderes, las más de la veces usadas por otros poderes, básicamente económicos. En pleno siglo XIX Marx pondrían al desnudo ese juego turbio de poderes y llegaría a llamar a la religión -hay que entenderlo de esta religión- poder puesta al servicio de los poderes económicos- "opio del pueblo".

Dentro de esta organización general de fuerzas -que se extendió a todo el vivir humano- quienes rehuían el problema del mal -puede leerse violencia- lo único que hacían era colaborar con los manipuladores del mal. En el caso de la literatura infantil se lo hizo

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generalmente de modo entre ingenuo o iluso. Como una manera de tranquilizar la conciencia. "Hay demasiada violencia en el mundo -se pensaba-; mantengamos al menos a los niños fuera de ella". Ello -ya lo sabemos- en modo alguno contribuía a ayudar a los niños a entender la violencia de sus sociedades. Contribuía al reinado de esa violencia.

Este es -simplificado al máximo- el mapa general de rutas. Vengamos ahora a los caminos de América Latina.

En América Latina la Iglesia Católica por siglos se había constituido en dique que aquietaba cualquier estallido de violencia popular. En el Quito del siglo XVIII, cuando la indignación de la plebe se desbordó, incendió la casa de los estancos y rechazó la presencia de los "chapetones", fueron jesuitas y frailes quienes salieron, custodia en mano, a tratar de mitigar la cólera del pueblo. Peor fue en 1810, cuando tras la matanza de los próceres del primer grito de independencia en los calabozos del Real de Lima, el obispo frenó a la enardecida muchedumbre que quería vengar el crimen. Después no pudo frenar a la soldadesca limeña, y ésta se cebó sobre la masa ya inerme. Estas imágenes son casi símbolos del papel asumido por la Iglesia frente a la violencia, desde el período hispánico, y todas las historias locales de nuestra América pueden ofrecerlas parecidas. Se paraba, con amenazas de penas eternas, con promesa de premios no menos eternos y con consuelos devotos, la violencia del pueblo. La violencia del otro lado, la que se infería a masas de indios y mestizos, como que parecían necesarias y acaso por ello, tolerable. "Paciencia -se predicaba-, y lucrar con un paciente padecimiento de la violencia, propia de este valle de lágrimas, la felicidad de la vida eterna".

Como sabemos, tan anticristiano estado de cosas es el que quiso subvertir la Teología de la violencia, primero, y la Teología de la Liberación, después. Roma, es también sabido, no ha descansado hasta desmantelar estos empeños teológicos por asumir la violencia, denunciar la existencia en nuestras sociedades de una violencia orquestada por poderes económicos y reconocer la legitimidad de una violencia de los de abajo que, en defensa de su vida, su libertad, su seguridad y su dignidad, enfrenta a la violencia de los de arriba.

En cuanto al desorden de una sociedad injusta, organizada por una pequeña minoría de ricos para mantener y acrecentar sus privilegios a costa de una inmensa mayoría de pobres, también es sabido que en América Latina ha habido luchas revolucionarias, de las cuales una sola ha logrado imponer una sociedad socialista. Es el caso cubano, actualmente en heroica resistencia al acoso de la superpotencia capitalista. En todas las demás patrias de América sigue una extensa y dura violencia de los opresores contra los oprimidos, de los poseedores contra los desposeídos. Violencia que es cada día más útil, a la par que más eficaz e irresistible, gracias a nuevos y sofisticados instrumentos. La televisión, por ejemplo, en muchos casos, es ahora instrumento de alienación de as masas -alienación de las masas -alineación que las deja inermes ante la violencia- mucho más fuerte que fueron en la sociedad colonial sermones y novenarios, indulgencias y consolaciones espirituales, y hasta que flagelaciones y Autos de Fe.

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Es este cuadro de violencia acatada, institucionalizada y general, se hace literatura para nuestros niños y jóvenes. ¿Debe hacérsela al margen de la violencia? ¿Puede hacérsela al margen de la violencia, sin caer -inevitablemente- de un lado de la violencia, de la que hacen los hábiles y poderosos manipuladores de la violencia en provecho propio?

En 1991 recorrió Europa, como homenaje a la fundadora de la Internationale Jungend bibliothek, Jella Lepman, la admirable mujer que, sobre las ruinas de la segunda guerra mundial, quiso construir una paz sólida mediante la literatura infantil y juvenil, una gran muestra de 400 libros de 40 países, que tuvo como tema "Paz y Guerra". Decenas y decenas de maneras de mostrar el hambre, la explotación, el terror; experiencias de intolerable miseria; exterminios por motivos raciales -negros, judíos- o religiosos, o por viejos prejuicios -gitanos-. Y no sólo ficción, sino formas documentales, como autobiografías. Muchos caminos -como decían una comentarista alemana de la muestra- para que el lector se enfrente con toda esa suma de violencia y pueda asumir con lucidez su destino humano. El lector niño y joven, porque de libros para ese lector se trataba.

¡Qué satisfactorio que en esa muestra ha estado representada nuestra América! No haberlo estado, por falta de libros sobre la violencia, habría significado absurda anomalía: ¡pueblos que tanta violencia habían padecido y padecían y nadie contaba nada a los niños y jóvenes sobre herida tan honda!

Hubo en la gran muestra libros de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Cuba y Venezuela. Por Ecuador estuvieron do libros, los dos míos: “Memorias de Gris, el gato sin amo" y "Tontoburro". Acaso deba decir una palabra sobre cada uno de ellos, después; sobre todo, acerca de "Tontoburro", el libro al que la especialista germana Evelin Höhne distinguió con mención especial, junto con otros tres: junto a "Ulica predaca" ("La calle de los antepasados") de la yugoslava Suncana Skrinjaric, "Un été Algerien" ("Un verano algeriano") de Jean Paúl Noziere y "Mizube no inori" ("Oración a la orilla del río") del japonés Yuzuro Eno. Rozonó así esa mención: "Símbolo de los pueblos de América Latina en su búsqueda de la justicia y la paz social"6.

Grandes temas de la violencia que se han hecho literatura infantil y juvenil en América Latina han sido la esclavitud, la miseria de pueblos marginado, la guerrilla y luchas revolucionarias, la persecución y la tortura -episodios como la infame "guerra sucia" desatada por los militares argentinos-, y la revolución y edificación del socialismo. Este último tema ha sido, como es natural, fundamentalmente cubano. Y en Cuba, la enorme importancia conferida a la literatura infantil y juvenil ha logrado que, a más de textos, se haya llegado a una reflexión sobre esta literatura con temas violentos que a tantos didactas pacatos o gentes asustadizas turba y a tantos guardianes del sistema irrita.

En 1972, en el Primer Foro sobre literatura infantil y juvenil, tenido en La Habana, la gran escritora Mirta Aguirre abordó el reto insoslayable para la Cuba socialista de forjar una juventud con las altas calidades humanas que hiciesen posible construir el socialismo y habló del papel que en tal empresa le correspondía a la literatura infantil y juvenil. Dijo entonces:

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"Si han de ser mañana ciudadanos recios y alertas de una nación revolucionaria, ¿debemos pretender que sean menores espiritualmente blandengues? ¿Hemos de temer hablarles de la tristeza, de la sangre o de la muerte? ¿O debemos los adultos actuando como intermediarios inteligentes, afrontar todo eso, explicar todo eso y aprovechas todo eso de manera tal que lo literario pueda ser utilizado como puente para que la dura, implacable verdad histórica pueda ser asimilada por la inteligencia y la sensibilidad de los hombres del mañana, con el mismo vigor de los cuerpos vigorosos que también debemos propiciar?7.

Entonces, ¿privilegiar absolutamente el tema de la violencia con su inevitable carga de horror y tragedia? Se cuidó la cubana de que se pensase que propiciaba él un extremo en asunto tan complejo y riesgoso:

"No hay que derivar de aquí que lo que se propugna es que conduzcamos a nuestros niños a moverse, de manera exclusiva y constante, en un mundo literario de horror. Lo que hay que entender es que no queremos que la literatura seleccionada para ellos los lleve al error. Infeliz quien no crea que lo hermoso y lo tierno formen parte de la verdad de la vida; pero la vida tiene también su cara maligna y esa no debe ser disimulada nunca, porque una verdad a medias no es verdad. Y no debe ser disimulada ni escondida, menos que a nadie, a aquellos que un día u otro tendrán que encontrarse con ella y que incluso están llamados a buscarla, dondequiera que se embosque para presentarle batalla y ayudar a destruirla.

Yo sólo conocí este luminoso texto en 1987, cuando lo publicó la revista cubana "En julio como en enero". Yo había comenzado a leer a mis pequeños hijos "Memorias de Gris, el gato sin amo", libro para niños y jóvenes, con poderes represivos, guerrilla y muerte, en 1981. Escribí ese libro para chicos de alrededor de los doce años sin la menor discusión interior sobre las posibilidades de la violencia como asunto de literatura infantil. La presencia de la violencia en la literatura infantil y juvenil no debe verse como la aplicación de premisas teóricas -por sólidas que tales premisas puedan ser y por legítimo que sea deducir consecuencias de premisas-. Se explica de un modo más simple y más humano, y por ello más afín a la literatura: se explica por la necesidad de comunicar.

Toda literatura comunica; pero hay una literatura que se ofrece más decidida a comunicar. Del ensimismamiento que domina otras maneras de hacer literatura, diríase que se ha pasado -en mayor o menor grado- aun ensimismamiento. Coincide ello con horas de especial reclamo del exterior. Y horas de violencia -recrudecida en sí misma o, por alguna razón, sentida más agudamente- son de aquellas. Dos casos pueden acercarnos al proceso.

El 6 de agosto de 1945, a las 8 y 15 minutos, sobre la pacífica ciudad de Hiroshima descendió, pendiente de un paracaídas, una bomba negra. Acaso era una de las tantas a que había acabado por habituarse los sufrido habitantes de las islas. Pero de pronto se convirtió en una bola de fuego que irradió millones de grados y abrasó a 86.000 seres humanos -niños, mujeres, ancianos, enfermos- y pulverizó 6.820 casas. Un hecho de violencia. Uno de los más macabros de la historia humana. Suceso como para destrozar

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cualquier ensimismamiento. Como para que el escritor necesite comunicar -gritar- a sus hermanos, los hombres, lo que siente, piensa, exige, clama.

Uno a uno aparecieron libros sobre el genocidio. "Yo he visto Hiroshima" de Gigon; "Las flores de Hiroshima" de Edita Morris; "Vida o muerte en la era atómica" del Premio Nóbel latinoamericano Linus Pauling; "El informe de los nueve de Hiroshima y Nagasaki" de Robert Trumbull... ¿Y a los niños y jóvenes del mundo se les iba a esconder ese horror, que podía significar el comienzo del fin de la humanidad? En 1963 vio la luz en Viena el libro que rompía tan antinatural tabú: “Sadako will leben". Anaya lo tradujo al año siguiente: "Sádako quiere vivir".

Este impresionante y bello libro constituye una respuesta al problema de la violencia en la literatura para niños y jóvenes. Y ofrece una manera de solucionar los conflictos que tema tan arduo plantea a esa literatura. Tras la pintura vívida y dramática, dolorosa, del horror del día del holocausto, el libro se centra en Sádako, que, a los doce años de la bomba, está condenada a muerte. El desolador final de la chica está transfigurado por su indomable esperanza y su apasionada voluntad de vivir. Pero la historia, aun con todas estas notas de vida, no podía tener final feliz. La violencia extrema destroza la vida y frustra la esperanza. Y el niño ha de saberlo 9.

Junto al desate apocalíptico de ese segundo, hay muchas otras maneras de violencia, que asfixian, abrasan y matan también -aunque menos vertiginosamente- la esperanza del hombre. Y la literatura infantil no puede permanecer ajena a fenómenos que tan en la entraña vulneran al hombre. Debe contar y cantar. El registro en que se mueve hace aun más importante su palabra: registro de afirmación, de esperanza, de fe en la vida y en el ser humano, no importa lo descomunales que lleguen a ser sus aberraciones.

Yo escribí, cuando una dictadura bien-intencionada se dejó manipular por oscuras fuerzas reaccionarias y se hizo fascistoide, un libro para niños y jóvenes que denunciaba esa violencia que comenzaba a herir a la sociedad ecuatoriana cegando sus incipientes focos de esperanza. El libro tiene páginas tan tremendas como el asesinato de la niña campesina por fuerzas militares y tan patéticas como la oración fúnebre que sobre su cuerpecito hace el cura guerrillero. Pero la historia, que es narrada por un gato, desemboca en esperanzada utopía: ejército y pueblo, en la hora del enfrentamiento decisivo, no combaten, se unen. Y se comienza a construir una nueva sociedad. El final es la crónica -hecha, claro, por el gato,- de esa edificación en una comuna campesina, donde trabaja el hijo de su amo.

A esta obra -que se titula "Memorias de Gris, el gato sin amo" y que, como se ha dicho, llegó a recorrer Europa como parte de una muestra ejemplar de homenaje a una gran constructora de la paz- gentes bondadosas y amigos de los niños y su literatura le han reprochado su violencia -escenas duras, crudeza en la presentación de brutalidades represivas-. Pero, ¿Cómo podía arribarse al anuncio esperanzado de utopía sin hacer crónica de luchas y agonías?

Aprovechando que el autor está aquí y de buen grado pasará de esta alta tribuna al

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deprimido banquillo de los acusados, este seminario queda invitado a discutir los porqués y cómos de la violencia como asunto de la literatura infantil y juvenil en "Memorias de Gris, el gato sin amo". (Recuerden quienes lo discutan -nunca está de más- que en literatura nunca hay puro asunto: el asunto comporta elecciones y realizaciones formales; se da en ellas y sólo en ellas).

Si "Memorias de Gris, el gato sin amo" se enfrenta con la violencia de las luchas revolucionarias para construir una sociedad más humana y más justa, "Tontoburro" inicia una búsqueda desde más atrás y calando en estratos más hondos de lo humano. Acaso pudiera decirse que detrás de tan inocente e infantil relato está, entre otras fuentes cristianas y no cristianas, la Teología de la Liberación, con todas sus agónicas iluminaciones.

Ello es que Juanito sale a buscar a Tontoburro -en quien muchos lectores adultos quieren ver al Mesías y hasta al Mesías cristiano, pero el niño no se plantea este problema identificatorio: todo lo que él puede soñar y esperar está en Tontoburro, y lo que le fascina es la misma búsqueda-.

Busca Juanito -y con él el pequeño lector -a Tontoburro a través de tiempos y espacios donde Tontoburro no puede estar: Ciudades donde sañudos inquisidores queman libros; ciudades donde verdugos cortan cabezas y un sabio ofrece un método más eficaz para ejecutar: una silla que carboniza al reo; pueblos asolados por la guerra, sumidos en el hambre y la miseria; pueblos que se han resignado a la muerte... Y entonces da con el personaje de ojos penetrantes, luenga y aborrascada barba y melena de león, que, hablando como si hablase para muchas gentes, de muchos tiempos, le anuncia un futuro de máquinas cada vez más gigantescas y perfectas, pero todo aquello, no para servicio del hombre, sino para esclavizarlo; para el disfrute de unos pocos que tendrán cada vez más riqueza y poder... "Entonces -reflexiona Juanito- no vamos en buena dirección". Pero resulta que es la única dirección -la marcha humana hacia el progreso es irreversible-, y frente a ese mundo futuro inmisericorde las masas miserables "se unirán y combatirán para ser un mundo que sea para todos" -como anuncia el profeta apasionado-. Y, "como recordase que Juanito era un buscador, le advirtió: “No se puede buscar sin luchar"10.

El anuncio del sabio personaje -en quien crítico ha reconocido a Marx, aunque era tan obvio- se cumplirá en la sociedad contemporánea. Allí Juanito tras escapar indemne a las redes de arañas de la propaganda alienante, se unirá a la lucha guerrillera. Cuando siguió su búsqueda, "ya todos los ejércitos del mundo buscaban a Juanito". Y, claro, más buscaban más ese tal Tontoburro. En el desierto, el niño y su camello -pues son dos- como el siempre subraya, él y su camello- darán con la sabiduría cristiana del ermitaño. Y después todo se precipitará. No en el mal: En el bien. Los ejércitos rendirán sus armas ante las azadas y hoces campesinas, y, abrazados, soldados y hombres de la tierra, fueron signo de que Tontoburro estaba cerca. Y llegó, en plenitud de paz, solidaridad humana, belleza, sol y amor a la vida.

Esto, en amable literatura infantil -"Tontoburro" lo leen a gusto niños de nueve años en las

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escuelas de mi patria y, cuando converso con ellos, me admira todo lo que tan diminutos lectores llegan a hallar en el texto-, emparenta con una de las líneas más vibrantes de la Teología contemporánea: la Teología de la esperanza -de algún modo complemento de la Teología de la violencia-. Emparenta con Moltmann, que en su "Teología de la esperanza" propugna, desde su posición de teólogo cristiano, pero corrigiendo una postura anterior más cerrada, que a todas las religiones hay que orientarlas mesiánicamente hacia el reino de Dios 11. Y emparenta, sobre todo, con el gran filósofo de la esperanza, Enst Bloch (1885-1977). Para Bloch -en su hondo e iluminado Das Prinzip Hoffnung ("El principio esperanza)-, el hombre vive en la medida en que espera, en que sueña con una vida mejor. Esta es la gran característica del existente humano. Su más honda aptitud ante la realidad es la docta spes. Pero hay más: "expectación, esperanza, tendencia hacia una posibilidad todavía no realizada: esta es una característica fundamental de la consecuencia humana, como también -entendida y formulada en su sentido concreto- una determinación básica de la realidad objetiva total"12. Para Bloch, el hombre tiene que buscar y luchar por la utopía. Siempre, lo mejor del hombre ha estado traspasado por esta voluntad de utopía. (Y Bloch, el ateo, reconoce lo que en la Biblia tiene esta dirección. Moisés, Cristo; lo que ha habido en la religión judeo-cristiana de rebelde, profético y mesiánico). Para Bloch, en palabras de Hans Küng, la utopía es "el reino socialista de la libertad, en que el hombre y la naturaleza, el logos y el cosmos alcanzan la reconciliación y el hombre es realmente hombre"13.

Mesianismo y utopía, la esperanza como sustancia de lo humano y promesa de arribo final a un mundo en que el hombre sea realmente hombre, en una sociedad pacífica y solidaria, plenamente humana. Parecerían motivos poco al alcance de un lector infantil de literatura. Pero pensarlo así no es sino menospreciar al lector infantil de literatura y tener una mezquina poética de la literatura infantil14. Acaso muchos rechacen la violencia como asunto de literatura infantil y por este menosprecio del lector infantil y esta menguada poética.

Contra todas estas mezquindades y encogimientos reclamó, hace no muchos años, el presidente de la Academia Alemana de Literatura Infantil y Juvenil, Alfred C. Baumgärtner, en el discurso de celebración del primer decenio de la Academia. Alertó a autores y teóricos contra lo que llamó "nueva inocuidad" de la literatura infantil, y criticó libros juveniles que, dijo, "han perdido de vista los nexos generales y comunes a causa de una obsesión, con frecuencia lastimera, por los problemas privados"15. ¿Qué decir de autores -de libros y revistas- que, sin llegar ni siquiera a estos problemas, se quedan en los empalagosos terrenos de una diversión entendida como banalidad y tontería -y, por supuesto, consumismo- al estilo de esos programas televisivos mal llamados "infantiles" que inundan nuestras pantallas de televisión -Xuxa y cortejo de imitadoras- un verdadero insulto a la inteligencia de los niños de América Latina?

Este seminario haría bien, pienso yo, en proclamar la mayoría de edad del lector niño de esta América nuestra, que en los últimos tramos de su historia ha madurado, a trancos largos, enfrentado a formas a veces insoportables de violencia, y sin tener -salvo rarísimas excepciones- el auxilio que podía esperar de la literatura.

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*Hernán Rodríguez Castelo (Quito): Ensayista, linguista, crítico literario y de arte; catedrático universitario. En 1964 obtuvo el Premio Internacional de literatura infantil "Doncel". En los setenta armó y prologó la Biblioteca de Autores Ecuatorianos de Clásicos Ariel (100 tomos), suerte de mapa literario del Ecuador de todos los tiempos. Actualmente es editorialista del diario Expreso de Guayaquil. Franklin Barriga López observa respecto a este autor: "Un personaje que presenta todas las características del humanista clásico es Hernán Rodríguez Castelo (1933). Crítico sobre todo. Periodista, ensayista, son familiares a su culta pluma el relato, el cuento, el teatro, sin descuidar en ningún instante la conferencia académica, el versado estudio linguístico, la crónica sobre artes plásticas, representante ecuatoriano a varios certámenes de cultura y asesor pedagógico al más alto nivel."

Publicaciones del autor:

Ensayo: Historia de cien años del Colegio San Gabriel (Quito, 1962); Los Hermanos Karamasov, un himno a la alegría (Santander, 1964); Teatro ecuatoriano (Madrid, 1964); Moral y cine (Guayaquil, 1965); Cine cursillo (Quito, 1966); Filosofía optativa (Quito, 1968); Revolución cultural (Quito, 1968); Tratado práctico de puntuación (Quito, 1969); Señales del Sur (Cuenca, 1970); El español actual: enemigos, retos y políticas (Quito, [1976]); Benjamín Carrión, el hombre y el escritor (Quito, 1979); Cómo nació el castellano (Quito, 1979); Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano (Otavalo, 1979); Lírica ecuatoriana contemporánea (Bogotá, 1979); Lírica ecuatoriana 1830-1980 (Otavalo, 1980); Literatura en la Audiencia de Quito, el siglo XVII (Quito, 1980); Literatura ecuatoriana 1830-1980 (Otavalo, 1980); Claves y secretos de la literatura infantil y juvenil (Otavalo, 1981); "Lírica ecuatoriana: los últimos treinta años". La literatura ecuatoriana en los últimos 30 años 1950-1980 (Quito, 1983); Letras en la Audiencia de Quito, período jesuítico (Caracas, 1984); Kingman (Quito, 1985); El camino del lector: guía de lecturas. 2600 libros de narrativa (Quito, 1988); El siglo XX de las artes visuales en Ecuador (Guayaquil, 1989); Redacción periodística (Quito, 1989); Diccionario crítico de artistas plásticos del Ecuador del siglo XX (Quito, 1992); Viteri (Bogotá, 1992); Cómo escribir bien (Quito, 1993); Panorama del arte ecuatoriano (Quito, 1993). Cuento: Caperucito Azul; Tontoburro (Quito, 1983); La historia del fantasmita de las gafas verdes (Quito, 1992); Memorias de Gris, el gato sin amo; Historia del niño que era rey, y quería casarse con la niña que no era reina (Quito, 1993); Historia de dos vecinos (Quito, 1995). Teatro: Casandra, el payaso y el vagabundo (Quito, 1969); Teatro -El pobre hombrecillo, La fiesta, El hijo- (Quito, 1967).