rodari a partir de 8 años el planeta de los Árboles de

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Gianni Rodari El Planeta de los Árboles de Navidad Ilustraciones de Fran Collado serie RODARI

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en la tierra. ¡y de que

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Gianni Rodari

El Planeta de los Árboles de NavidadIlustraciones de Fran Collado

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el escritor GiANNi

roDAri (1920-1980) re-

VolUcioNÓ lA literA-

tUrA iNFANtil Mos-

trANDo A trAVÉs De

lA FANtAsÍA UN PUN-

to De VistA coM-

ProMetiDo coN lA

reAliDAD. eN 1970

recibiÓ el PreMio HANs

cHristiAN ANDerseN.

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Primera edición: septiembre de 2012 Segunda edición: abril de 2014

Dirección editorial: Elsa Aguiar Coordinación editorial: Paloma Muiña Traducción del italiano: Manuel Barbadillo

Este libro se ha negociado a través de Ute Körner Literary Agent, S.L., Barcelona www.uklitag.com

Título original: Il pianeta degli alberi di Natale, de Gianni Rodari© 1980, Maria Ferretti Rodari y Paola Rodari, Italia© 1991, Edizioni El S.r.l., San Dorligo Della Valle (Trieste)

www.edizioniel.com© de las ilustraciones: Fran Collado, 2012© Ediciones SM, 2012

Impresores, 2 Urbanización Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) www.grupo-sm.com

atención al clienteTel.: 902 121 323 Fax: 902 241 222e-mail: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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primera parte

el planeta de los árboles de navidad

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¡Hombre al cielo!

–¡Capitán, hombre al cielo!–¿Por dónde?–Por la cola, señor.–Pronto, dadme un trinóculo.

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Paréntesis

La primera vez que conté esta historia, nada más oír la palabra «trinóculo», se me acercó un señor y me dijo en voz baja:

–Mal comenzamos, jovencito. ¿Hombre al cielo? ¡Vaya metedura de pata! Hasta los niños saben que se dice «hombre al agua». En segundo lugar, cola tie-nen los burros, y es difícil imaginarse a un capitán al mando de un asno. Y finalmente, ¿tendría usted la bondad de explicarme qué es eso de un «trinóculo»? ¿Tal vez un binóculo con joroba?

–Doctor –le dije. Estaba casi seguro de que era un doctor, porque llevaba corbata y pantalones con la raya muy marcada. En Roma, los ciudadanos que visten así tienen casi siempre derecho al título de doctor–, doctor, yo en su lugar no me daría tanta prisa en criticar sin más ni más...

–Y volviendo a lo de «por la cola»... –siguió él.–El diálogo que he referido –continué yo sin ha-

cer caso a su nueva interrupción– tenía lugar a bordo de una astronave en vuelo por los espacios interpla-netarios. A su alrededor no había ni mares ni lagos, sino solamente cielo, un cielo tan negro que hacía

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daño a los ojos. Cualquiera puede adivinar, incluso sin estrujarse demasiado el cerebro, que el centinela había avistado un náufrago a la luz de los faros de cola. Y un náufrago en aquellas circunstancias no podía ser sino, pura y simplemente, un «hombre al cielo». Y le voy a revelar otro secreto: la astronave en cues-tión, por razones que se explicarán más adelante, tenía forma de caballo: ¿a quién le puede extrañar, entonces, que un caballo tenga cola? Otros cuerpos celestes también la tienen; por ejemplo, los cometas: está claro que las colas poseen pleno derecho de ciu-dadanía en los espacios.

»Pero vayamos ahora al trinóculo. ¿Quiere usted saber lo que es un trinóculo? Pues un binóculo per-feccionado. Un binóculo con un tercer tubo que, pasando por encima de la cabeza, enfoca su lente hacia

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la parte posterior y le permite a uno ver, sin moles-tarse en darse la vuelta, lo que tiene detrás de la es-palda, es decir, por la parte de cola. Un invento, en mi opinión, utilísimo. En un campo de fútbol, por ejem-plo, si dispusiese usted de un trinóculo, con las len-tes de delante podría seguir atentamente el partido, y con la de detrás podría disfrutar del espectáculo que dan los hinchas del equipo que va perdiendo. ¿A que le gustaría?

El doctor refunfuñó algo a media voz, se alisó la raya de los pantalones, recordó entonces que tenía una cosa que hacer y desapareció en la oscuridad de la noche sin esperar a oír el resto de la historia. ¡Peor para él! Pero cerremos ya el paréntesis y volvamos al principio.

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El señor ex Paulus

El capitán cogió el trinóculo, observó con interés al náufrago que flotaba en la estela luminosa de la astronave y al final dijo:

–No es un hombre, es un niño.–Es cierto –comentó el timonel–. Como los niños

siempre quieren estar en la ventanilla, es natural que de vez en cuando alguno se caiga al aire.

El capitán sonrió.–Este va montado en un caballo balancín. Misión

cumplida. Pero no perdamos más tiempo y pongan en acción un imán.

Aún no había cerrado la boca después de haber dado la orden, cuando el caballo y el jinete chocaron suavemente contra la panza de la astronave. Se abrió una escotilla y el náufrago fue introducido a bordo.

Tendría unos nueve o diez años, y el pelo moreno, con un flequillo que casi le tapaba los ojos, y llevaba un pijama rojo. Nada más saltar del caballo, se cruzó de brazos, lanzó una mirada furiosa a la tripulación que lo rodeaba y, pasando por alto las normas de buena educación de saludar a los presentes, empezó a protestar con un acusado acento romano:

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–¡Os advierto, por si os interesa saberlo, que no me considero vuestro prisionero!

–¿Prisionero? –repitió el capitán rascándose la barba–. No entiendo.

–¡Pues si usted no entiende, ya me dirá lo que voy a entender yo!

–Para empezar, ¿podrías decirnos cómo te llamas?–Me llamo Marco Milani. ¿Y usted?El capitán se rascó de nuevo la barba, mientras

algunos miembros de la tripulación sonreían y se da-ban codazos en plan de broma.

–Pues has puesto el dedo justo en la llaga –con-testó el capitán–. Hasta hace una semana me llama- ba Paulus. Pero como hacía ya dos años que llevaba

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ese nombre y no lo soportaba más, porque era lo mis- mo que una camisa sucia, me lo he quitado. Lo malo es que todavía no he encontrado un nombre que me guste, por lo que hoy, precisamente hoy, no me lla- mo de ningún modo. ¿Tú qué nombre me aconse-jarías?

Marco le echó una mirada sospechosa.–Está de broma, ¿verdad? Supongo que su nom-

bre será un secreto militar... Pues nada, hombre, guárdeselo bien. No me interesa saberlo. Al fin y al cabo, usted es el capitán, ¿no?

–Hasta las nueve, sí –confesó ex Paulus–. Aquí nos turnamos.

–Entonces, ¿todos sois capitanes?

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–Bueno, también somos todos coroneles, genera-les y cabos mayores. Los títulos y los grados no valen nada.

–¿Dónde?–En nuestro planeta.–Total, que tenía yo razón al pensar que no erais

terrestres.

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El planeta Serena

Marco los observó entonces más atentamente, pero no notó nada extraño en su aspecto: ni ante-nas en la cabeza, ni cuernos en la frente, nada. Unos llevaban barba, otros bigote y algunos iban afeita-dos. Todos tenían dos brazos y dos piernas, manos con cinco dedos, y nariz y orejas en su lugar exacto. Lo único raro que notó es que todos iban en pijama. Pero Marco pensó que sería porque, en el momento en que lo habían apresado, estaban a punto de irse a la cama.

–¿Cómo se llama vuestro planeta? –preguntó.–Se llama el Planeta, y basta.–¡Ah! ¡Seguimos con los secretos militares!–Nada de eso. ¿Cómo llamáis vosotros al vuestro?

Simplemente, Tierra. Solo a los planetas de los de-más les ponéis nombres raros, como Mercurio, Marte y todo eso.

–¿Y cómo llamáis vosotros a la Tierra?El capitán sonrió.–Serena.

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–¿Serena? Entonces yo soy un sereniano o un se-renino o un sereno... ¡Esta sí que es buena! Cuando lo cuente en el barrio, se carcajearán hasta los cuar-tos de buey que están colgados en el frigorífico del carnicero.

–¿Qué es eso del barrio? –preguntó el capitán.–No... Nada... Secreto militar –contestó Marco–.

Conque Serena, ¿verdad? Pero... cambiemos de tema: me gustaría saber cómo y por qué me encuentro aquí.

–Eso eres tú el que tiene que decírnoslo –puntua-lizó el capitán–. Nosotros lo único que hemos hecho

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ha sido pescarte con un imán cuando ibas de paseo por la Vía Láctea. Aunque, en cierto sentido, tu lle-gada estaba prevista. Efectivamente, habíamos reci-bido la orden de patrullar por esta zona para recoger a posibles náufragos. Si nos habían dado esa orden es que allá arriba sabían que estabas de viaje.

–Pues lo que es por mí, yo jamás me habría mo-vido de Roma. Hasta hace unos minutos estaba tran-quilamente en mi habitación, y no sé cómo he lle-gado hasta aquí.

–Los de allá arriba se las saben todas, querido. Saben más que de aquí a Roma ida y vuelta.

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El caballo balancín

–¿Vuelta? Eso espero –dijo Marco–. Bueno, pues mi historia es muy breve y hasta un poco tonta. Todo ha ocurrido por culpa de mi cumpleaños. Si os inte-resa saberlo, hoy he cumplido nueve años. Por eso comprenderéis que me he enfadado muchísimo cuando mi abuelo me ha regalado un caballo balan-cín. Lo primero que he pensado ha sido: «Como mis amigos se enteren, no vuelvo a salir a la calle». Mi abuelo casi me había prometido un avión con motor de explosión... ¡Pero era yo el que estaba a punto de explotar de rabia!

–¿Por qué? Los caballos balancines son muy bo-nitos.

–¡Sí, para los niños que van a la guardería! ¡Por favor! Total, que he cogido el caballo, lo he dejado en mi habitación y no he vuelto a pensar en él en todo el día. Pero por la noche, cuando ya me había desnudado y estaba a punto de meterme en la cama, me ha entrado otra vez el enfado. Allí estaba el ca-ballo: callado, atontado, abobado a más no poder. Miradlo, por favor. Fijaos en la expresión tan estú-

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pida que le han pintado. «¿Qué hago?», he pensado. «¿Cómo me libro de él?». Y entonces, distraídamente, me he montado encima. Os lo juro, no había acabado de meter mis pies en los estribos, cuando he sentido un gran estruendo en los oídos y lo he visto todo ne-gro. Me faltaba la respiración. He cerrado los ojos. Cuando los he vuelto a abrir, estábamos volando por el aire, y los tejados de Roma corrían rápidamente bajo mis pies.

–Formidable –comentó alegremente el capitán ex Paulus.

–¡Y una porra! ¡De formidable nada! En primer lugar, hacía frío y yo iba en pijama. En segundo lu-gar, intentad que os obedezca un caballo balancín...

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¡Ja! Y encima, este es un caballo balancín espacial... «¡Atrás!», le gritaba yo. «¡Vuelve a la Tierra ahora mismo!». Pues nada. El caballo había enfilado el morro hacia la Luna, y hacia ella iba, derecho, con la misma expresión boba que tenía cuando he abierto el paquete: los ojos sin mirada, los ollares sin respira-ción, y un poco de serrín en las orejas. No había nada vivo en él, ni tampoco lo hay ahora; miradlo: ni un centímetro cuadrado de piel viva, ni un pelo en sus crines pintadas. Lo he golpeado con los nudillos en la panza y ha sonado como si fuese un tambor. Enseguida me he dado cuenta de que no tenía nin-gún motor en la tripa ni ninguna hélice en el trasero. Volaba y punto. ¿Que cómo volaba? Ni idea. Ahora,

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eso sí, volar, volaba: la Tierra, Serena, como la llamáis vosotros, pronto se ha convertido, allá abajo, en un platito azulado, un platito de café. Luego, en vez de verla bajo mis pies, la he visto sobre mi cabeza: al prin-cipio me parecía que subía; luego, que bajaba; mejor dicho, que caía en el vacío, cada vez más hondo, cada vez más rápido. Serena se había convertido entonces en un puntito en medio de un millón de puntitos en el espacio. «¡Arrivederci, Roma!», he pensado. Adiós a mi ciudad. «¡Estoy apañado! Perdido en el espacio, y sin tener ni siquiera la posibilidad de decir a mi familia dónde estoy».

–Sí, pero ¿y el espectáculo? ¿Eh? El espectáculo debía de ser formidable –insinuó el capitán.

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–Estaba demasiado furioso como para prestarle atención. Poneos en mi pellejo, es decir, en mi pijama: secuestrado por un caballo balancín... Secuestrado en el espacio por un cuadrúpedo de cartón piedra... Mi padre estará ahora poniendo la ciudad patas arriba para encontrarme.

–No sé –intervino el capitán–. Si no me equivoco, los relojes de Roma deben de marcar en este mo-mento las doce menos veinte de la noche. Pensarán que estás durmiendo en la cama.

–Ya, pero ¿y mañana por la mañana? Mejor no pensarlo. Bueno, ya me queda poco que contaros. En un momento dado he visto ante mí una especie de caballo enorme, con más de cien ventanas ilumi-

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nadas en su panza y unos focos deslumbrantes en las cuatro pezuñas. Luego me habéis pescado, y punto. Fin del mensaje.

La tripulación acogió el final de la historia con una alegre carcajada.

–Y encima os reís... –murmuró Marco–. ¡Lo que tenéis que hacer es llevarme a casa! –gritó.

–¿Llevarte? –exclamó el capitán–. Hijo mío, te equivocas por completo. Dentro de dos horas, más o menos, estarás en nuestro planeta. Esas son las ór-denes.

Estaba Marco buscando las palabras más enérgicas para protestar, cuando de repente estalló un estrépito horrible, como si cien mil perros furiosos hubiesen empezado a ladrar al mismo tiempo. Las paredes del caballo espacial temblaron. A través de los altavoces, una voz consiguió hacerse oír a duras penas.

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Los archicanes

–¡Alarma de primera clase! ¡Estamos rodeados!El capitán ex Paulus agarró a Marco por un brazo.–Ven a mi cabina. Rápido.–Menos mal que el ataque ha tenido lugar antes de

las nueve –murmuró mientras subían por una esca-lerilla muy empinada–. Así podré disfrutarlo desde la cabina de mando. Desde aquí –abrió una portezuela– se ve todo. Estamos en la cabeza del caballo. Mira.

Una vidriera circular rodeaba la cabina. Era como si estuviesen en el mirador de un refugio de alta montaña.

Desde las profundidades del cielo llegaban hordas de monstruos luminosos que se abalanzaban contra la astronave en oleadas aullantes.

–¡Si están ladrando! –exclamó Marco admirado–. Son perros, son perros voladores.

–Son archicanes –precisó el capitán ex Paulus.–¿Astronaves como vuestro caballo? ¿Una flota

enemiga?–No, no, son unas bestias horribles. ¿Ves eso que

parecen alas? Son las orejas. Giran la cola como una hélice y así se sostienen en el aire.

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–Pero ladran...–¡Hombre, claro! ¡Qué ataque más tremendo!Un archicán se dirigió entonces hacia el morro

del caballo; se acercó como para observar a través del cristal. Parecía que también ladraba con los ojos, con las patas y con la tripa. Marco se tapó los oídos con las manos, pero el estrépito se le metía por la cabe za, lo llenaba por completo y le hacía crujir los huesos.

–¡Cuidado! –gritó.El archicán aplastaba el morro contra el cristal y lo

raspaba con los colmillos como si quisiese morderlo.–No tengas miedo –dijo el capitán–, es cristal

irrompible. Además, archicán ladrador, poco morde-dor; eso todo el mundo lo sabe. No nos van a comer.

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Aunque, eso sí, resultan molestísimos: serían capaces de dejarnos sordos a todos los que estamos aquí. La única defensa es la fuga. Afortunadamente, nuestras astronaves son mucho más veloces que ellos.

–Sería más fácil matarlos –dijo Marco–. Así os libraríais de ellos de una vez para siempre.

El capitán ex Paulus le dirigió una mirada de ex-trañeza.

–¿Matarlos? No entiendo.–¡Sí, matarlos, destruirlos, exterminarlos, ani-

quilarlos! ¿No tenéis un rayo mortal? ¿Ni pistolas desintegrantes? ¿No habéis aprendido nada en los cómics?

El capitán ex Paulus se rascó la barba vigorosa-mente.

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–Escucha –dijo–. Te habrás dado cuenta de que nosotros entendemos y hablamos tu lengua gracias a este intérprete electrónico –y le mostró una espe-cie de botón oculto bajo la solapa de la chaqueta del pijama–. Pero se ve que el aparato no funciona bien, o tal vez es que tú usas unas palabras nuevas que aún no han sido registradas. El caso es que no entiendo absolutamente nada. ¿Qué significa «matar»?

Marco se echó a reír.–Perdona que me ría. ¿Sabes?, «matar» es una de

las primeras palabras del mundo, una de las más antiguas; aparece incluso en la misma Biblia.

Pero ex Paulus ya no le escuchaba. Dio unas cuan-tas órdenes a través de un micrófono, pulsó un botón, movió una palanca, y en pocos segundos la astronave alcanzó una velocidad enorme, se lanzó a los espa-cios oscuros y dejó atrás a los archicanes con todo su estruendo.

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Desembarco en pijama

En aquel momento, alguien llamó a la puerta de la cabina.

–Las nueve –dijo ex Paulus–. Ya llega el capitán de recambio. Hasta la vista, Marco.

Entró un hombrón con cara enfurruñada.–¡Bien me has fastidiado! –se lamentó el recién

llegado–. Me has robado el espectáculo.–El horario es el horario –le respondió ex Paulus

frotándose las manos–. Otra vez te tocará a ti. Mu-chacho, te presento al capitán Petrus.

Marco dio la mano al hombrón, sin apartar la mi-rada de una estrella bastante más luminosa que las otras, que desde hacía poco se estaba aproximando rápidamente. Antes de que hubiese tenido tiempo de preguntar su nombre, el astro se había convertido en un plato enorme de color verde. Luego, el plato se alargó, se hinchó como un globo, y sobre su superfi-cie aparecieron sombras y contornos como de conti-nentes y mares.

«Parece que se nos está cayendo encima», pensó Marco. Pero se guardó su observación, porque veía

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a Petrus totalmente tranquilo, señal de que no había nada que temer. Incluso, dejando de lado su anterior enfado, el nuevo capitán se frotó alegremente las manos.

–Ya estamos en casa –dijo Petrus al cabo de un rato–. Este es el Planeta. Dentro de un momento daremos una vuelta de campana y lo veremos a nuestros pies. Daremos un par de vueltas a su alrededor para perder

velocidad, y luego, con tu permiso, aterrizaremos.