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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 161

    La tradicin contra los partidos

    en el Uruguay

    Jos RILLA1

    RESUMO: La poltica uruguaya ha sido reconocida incluso en trminos

    comparativos como una poltica de partidos. Si esa fue la pauta que per-

    miti la acumulacin de aprendizajes ciudadanos y cvicos, nada autori-

    za a pensar que ella se impuso de un modo incontestable. Este trabajo se

    propone indagar en la contracara del proceso, a hurgar en la historia de

    las ideas de quienes fueron contrarios a los partidos y sus tradiciones,

    hasta el punto de configurar, tambin ellos, una tradicin poltica. Un

    pilar de esta tradicin antipartidista es la escuela pblica como agencia

    de formacin ciudadana.

    PALAVRAS-CHAVE: Partidos polticos; educacin; Uruguay.

    Una indagatoria como la que aqu se propone se apoya en un pos-

    tulado relativamente fuerte: los partidos son una condensacin de ideas,

    tradiciones, identidades; operan en la vida pblica por delante de un

    fondo filosfico e ideolgico que en el Uruguay ha sido generalmente

    liberal; forman una tradicin poltica cuya reproduccin o actualiza-

    cin proviene de la proyeccin y uso de un legado, de una historia; sonen tal sentido, la concreta aunque morosa realizacin de un programa.

    Pero si ese despliegue de recursos se organiz en base a un eje dialctico,

    entre partidos (eje del cual destacamos aqu la puja binaria entre blancos

    y colorados a la que podra sumarse el que enfrenta a ambos unidos con

    los agrupamientos ms ideolgicos o deductivos) cabe dedicar cierta aten-

    cin al examen de una tendencia o corriente que con persistencia ha ne-

    gado a todos los partidos establecidos, que ha servido de contestacin alpartido como formacin poltica vlida en general y mas acotadamente

    a ciertos partidos considerados formal y sustantivamente retrgrados o

    inadecuados para el cumplimiento de ciertas tareas.

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    Es posible que esta distincin luzca demasiado tenue e incluso lleve

    a confusiones, pero ocurre que remite a dimensiones no siempre

    discernibles en el acontecer poltico: quienes se opusieron a los partidos

    por entenderlos desquiciantes para la unidad, no vacilaban, al mismotiempo, en denunciar a los partidos realmente existentes como expre-

    sin natural de aquel desquicio. Dicho de otro modo: aunque no siem-

    pre, s muy a menudo la impugnacin a colorados y blancos, la protesta

    por su vacuidad comportaba para los denunciantes un punto de parti-

    da muy escptico respecto a la pertinencia de las formas partidarias en

    una comunidad poltica. Paradojal, o inevitablemente tal vez, muchos

    de los impugnadores debieron constituirse en grupo, faccin o partido,con varios de los atributos que suelen reconocrseles.

    Centraremos pues la atencin en algunas de las corrientes antipar-

    tidistas, las que en honor a la verdad habrn de ser consideradas como

    tradicin contraria a las tradiciones. La lista es extensa si la hacemos

    partir del anticaudillismo y antipartidismo constitucional (de los cons-

    tituyentes, digo) instalado en el origen de la repblica, de las denuncias

    de vacuidad de los bandos y partidos, del reclamo insistente a favor de

    una ideologizacin de los partidos considerados como instancias

    pasionales, precarias, irracionales, preideolgicas, primitivas, de la no

    menos permanente obsesin por la fusin, la erosin de los lmites entre

    los agrupamientos en beneficio de un agregado de mayor jerarqua. (El

    Partido [Colorado] Conservadortuvo su hora de gloria entre 1853 y 1875

    y sus tribunos ms fanticos en Juan Carlos Gmez, Jos M. Muoz,

    Csar Daz y Lorenzo Batlle. Era la fraccin letrada y militar -combina-

    cin sta no muy frecuente en la historia poltica uruguaya salvo porCsar Daz o Melchor Pacheco- de radicacin bsicamente urbana, pro-

    clive al motn y a la invasin desde Buenos Aires. Carlos Real de Aza,

    investigador exhaustivo del patriciado, en su estudio sobre Bernardo

    Berro asigna adems al Partido Conservador un talante clasista, de clase

    alta. Todo ello pues, podra dar forma tambin en este caso a un modo

    de concebir la poltica sin partidos, o con partido nico que condensa

    a la vez ilustracin, fuerza y adscripcin social.2

    )Por ltimo, aunque algo mas recientemente, tambin pertenece a

    la tradicin antipartidista la recurrente apelacin a una identidad ideo-

    lgica no nacional sino mundial, no provinciana, no criolla (en cuanto

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    entiende locriollocomo seal y retn de atrasos, aprehensin, resisten-

    cia localista a tendencias histrica y geogrficamente universales), de

    inspiracin socialista, anarquista, socialcristiana, comunista.

    La Ciencia Poltica contempornea ha comenzado a prestar aten-cin sistemtica a este fenmeno antipartidario por cuanto permite re-

    construir algunos de los problemas a los que se enfrenta la democracia

    cuando ella es habitada por ciudadanos desafectos, crecientemente sus-

    trados de la accin pblica, cuando no francamente hostiles a la poltica

    y a los partidos polticos. As por ejemplo, una investigacin comparati-

    va reciente de Torcal, Montero y Gunther ha indagado en las actitudes

    antipartidistas de los ciudadanos como supuesto rasgo de algunas de-mocracias occidentales. Segn la opinin de dichos investigadores, las

    orientaciones adversas a los partidos pueden ser de carcter reactivo,

    en cuyo caso dependen de las cambiantes coyunturas polticas o de los

    niveles de satisfaccin, y de carcter cultural, mucho ms estables y

    profundas, asociadas a bajos niveles educativos y a cotas reducidas de

    informacin poltica. El antipartidismo cultural parece formar parte de

    un sndrome mas amplio de desafeccin poltica.3

    Slo un enfoque provinciano nos puede llevar a creer que estamos

    ante un fenmeno meramente local o uruguayo, o temporalmente ubi-

    cado en la historia ms reciente del asunto marcada por las percepciones

    posmodernas.

    En efecto, desde un punto de vista ms general, antes de referir a

    tradicin antipartidista debe ponerse atencin en la tentacin anti-

    partidista que ha solido imperar en los momentos fundacionales de todo

    cuerpo poltico cuando se dispone a regularse y autojustificarse. El re-cuento de dichas alternativas es en verdad apasionante, pero trasciende

    los lmites de este trabajo. Digamos, tan solo, que estuvieron mas cerca

    de aceptar a los partidos y a las divisiones de opinin todos aquellos que

    aceptaron el conflicto en tanto elemento constitutivo y no ajeno de la

    asociacin poltica. Esta idea tiene ilustre genealoga (tal vez Maquiavelo,

    sabio usuario de la historia, es uno de sus ms radicales y densos porta-

    dores4

    ) pero ha debido enfrentar a sus contradictores muchas veces nomenos ilustres y seguramente mas aleccionados por la experiencia mo-

    derna del gobierno. Si el juicio contrario a los partidos, identificados

    originalmente como facciones disolventes de la comunidad poltica, fue

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    curso normal del pensamiento poltico, la justificacin de su existencia

    en esa comunidad deba operar como una argumentacin acontrario

    sensu,como una construccin positiva y no derivada de un estado natu-

    ral faccioso. Es que la idea del partido, de la segmentacin legtima de laopinin respecto a los asuntos del comn, es una consecuencia posible

    una de las posibles, en verdad- de la prctica de la poltica y mas concre-

    tamente del gobierno republicano. Es la expresin de la contestacin a

    un orden y rara vez la pauta que genuinamente lo organiza.

    As pues, si primero fue la oposicin, el control y la alternativa, la

    idea de partido es mucho ms el resultado de la lucha librada en una

    escena crecientemente pblica que de una concepcin previa, terica,que se abre camino en la convivencia institucionalizada. Las repblicas

    americanas son un buen ejemplo de esta secuencia que se inicia con la

    concepcin de los partidos como facciones disolventes de la comunidad,

    pero que van concretando su afirmacin a partir del ejercicio del control

    poltico. Nuestros fundadoresescribe Richard Hofstadter en referencia

    a los Estados Unidos- haban heredado una filosofa poltica natural que

    negaba la utilidad de los partidos polticos. Pero puestos a la tarea de con-

    trolar el poder, desarrollaron otra filosofa que los avalaba. Las constitu-

    ciones hispanoamericanas,5un cuarto de siglo posteriores a la de los Es-

    tados Unidos y tambin posteriores a la experiencia para muchos

    traumtica de la Revolucin Francesa, se armaron en base al recelo -cuan-

    do no la negacin- respecto a las bondades del gobierno mixto y sus

    controles. No conceban a los partidos polticos ni prevean su regula-

    cin; los partidos, ms bien, devinieron a mediano plazo el resultado de

    la institucionalizacin de los controles y la oposicin.Con todo, el relativo retraso con que Hispanoamrica acept la idea

    de partido es llamativo si se lo coteja con las definiciones alcanzadas por

    la repblica de Estados Unidos que hacia el 1800 se haba pronunciado

    sobre lo sustancial del asunto, por mas lejanas que estuvieran esas definicio-

    nes de los puntos de partida radicados en la poltica inglesa del siglo XVII.

    El prejuicio antipartidista se hallaba bien instalado en las tradicio-

    nes polticas de Inglaterra y ms tarde de las colonias americanas. Madisony Hamilton vean facciones en los partidos, pero estas opiniones no se

    distanciaban mayormente del saber poltico convencional expresado, por

    ejemplo, en lo haban dicho de los partidos los diccionarios del siglo

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    XVIII.6En la lucha poltica concreta de la nueva repblica, Federalistas y

    Republicanos no se consideraron a s mismos ni recprocamente como

    alternativas del cuerpo poltico sino como voluntades excluyentes que,

    en consecuencia, esperaban encontrar la ocasin para eliminarse. El Actade Sedicin es tomada habitualmente como referencia al respecto.

    Sin embargo puestos a la tarea de controlar el poder los mismos

    actores fueron incorporando argumentos justificatorios de la divisin

    de partidos, en una especie de conversin cuyo valor es mayor cuan-

    to ms desconfianza y temor anidaba en su origen. Advirtanse los mati-

    ces y las variantes en la secuencia: para el paradigma ortodoxo hamil-

    toniano, los partidos polticos eran males y distorsiones evitables a partirde la accin de la autoridad; para los adherentes al credo madisoniano (y

    tambin humeano), los partidos polticos eran una realidad que llama-

    ba a la resignacin, males s, pero definitivamente inevitables; finalmen-

    te, a juicio de las definiciones que tienen su inspirador en Edmund Burke

    (el Burke prerrevolucionario, por cierto), los partidos no slo eran

    formaciones inevitables sino tambin necesarias y positivas para la vida

    pblica; en tanto oposicin abierta lucan moral y polticamente supe-

    riores a las formas de la intriga cortesana, secreta, sustrada de las justifi-

    caciones pblicas.

    As pues, si la mejor posicin desde la que aceptar a los partidos es

    la del neoconverso, esto es, la de quien conoce, en la prctica, los peli-

    gros y ventajas de la oposicin y abandona luego sus mas radicales pre-

    venciones partidofbicas, Madison es un ejemplo formidable cuando ter-

    mina afirmando: una secta es tirana, dos es degello, muchas es libertad.

    La aceptacin de los partidos viene a ser, en consecuencia, unaresultancia de la incorporacin institucionalizada y costosa de lo popu-

    lar y lo plebeyo, que no cobra estatura ciudadana (referida al inters

    comn) de una manera automtica por cuanto es sospechosa de ruptu-

    ra, est asociada al tumulto sectorial e interesado, es tildada de mani-

    pulable y en muchas ocasiones lo es efectivamente. Los partidos fueron

    tempranamente escuelas de gobierno y competencia electoral, platafor-

    mas de visibilidad e instrumento de vinculacin y acomodo en redesde influencia. Pero de alguna forma -como lo ha sostenido Javier Ga-

    llardo en su exhaustiva consideracin de la tradicin republicana- des-

    plazaron la

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    concepcin caballeresca de la era federalista republicana, contribuyendo

    a neutralizar el prestigio poltico de la ilustracin o de la riqueza, sellando

    la suerte de una poltica de notables poco dispuesta a reconocer las

    divisorias pblicas como legtimas y controvertibles alternativas partida-rias, llamadas a asegurar el derecho democrtico al gobierno y a la

    oposicin.7

    La conversin de Madison encuentra su sntesis en el n 10 deEl

    Federalista, cuando se renuncia a erradicar el conflicto poltico mediante

    la supresin de las libertades y se aspira, por el contrario, a controlarlo

    con su propia naturaleza (ambicin con ambicin), como frtil ambi-gedad escribe Hofstadter. Mas an, segn Madison: La principal ta-

    rea de la legislacin moderna consiste en regular /la / diversidad y oposi-

    cin de intereses involucrando al espritu de partido y de faccin en el

    funcionamiento del gobierno.8

    Nuestros fundadores, los constituyentes orientales de 1830, se

    forjaron en el pensamiento poltico con una perspectiva mucho ms

    tributaria de los temores a la democracia de Benjamn Constant que de

    la idea de partido que la repblica americana del norte haba logrado

    finalmente aceptar, pero que alcanzara notable madurez recin pasado

    el medio siglo, de la mano de un tocqueviliano de gran predicamento en

    el Ro de la Plata como Frederick Grimke, redescubierto hace poco tiem-

    po por Gallardo. La mayora de los estudios referidos a la primera Carta

    uruguaya coinciden en sealar que el diseo inaugural del orden polti-

    co no prevea y ni siquiera aceptaba imaginar la existencia de los parti-

    dos.9 Pero otra vez, tambin aqu, los bandos, facciones y partidos na-cieron a la vida pblica contra la teora; fueron el resultado concreto

    cultural, institucional, de poder- (fueron un desenlace, escribe Romeo

    Prez) de la persistente contestacin al orden liberal - atomista fundado

    entre 1825 y 1830.10

    Francisco Bauz fue el primero en denominar -crtica pero no del

    todo peyorativamente, es cierto- a aquella repblica como conservado-

    ra, hija del temor al tumulto y la anarqua, del temor a la novedad pol-tica de la que podan colmarse luego de la independencia las tradiciona-

    les estructuras de gobierno y poder como lo eran tanto los municipios

    como los mandos militares. A estos ltimos, todava en armas, el patri-

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    ciado constituyente negaba la ciudadana (en un gesto que bien mirado

    puede ser interpretado, de todas formas, como de independencia civil).

    Al resto de la poblacin adulta, orientales y extranjeros, tambin se la

    sustraa de la ciudadana activa hasta tanto no cumpliera con requisitoscensitarios de patrimonio e instruccin.

    La poltica uruguaya del siglo XIX, de bandos primero y partidos

    despus, convivi con la tensin generada en torno a estas definiciones.

    Quienes sostuvieron una visin crtica de las formas partidarias, de los

    partidos como facciones retardatarias o de aquellos partidos concretos

    como forma de retardo, se refugiaron casi siempre en un registro sus-

    pensivo: la ciudadana quedaba en suspenso hasta que desde afuera de lapoltica, desde el mercado o desde la educacin, una instancia saneadora

    purificara o habilitara al actor para el ejercicio pleno de sus derechos.

    Nada haba en el pasado que la hiciera legtima; todas sus posibilidades

    estaban en el futuro.

    Que esta percepcin no fue hegemnica lo prueba el hecho de que

    los partidos se abrieron su camino y funcionaron como escuelas de ciu-

    dadana antes que de la escuela formara al cuerpo ciudadano. La ins-

    tauracin de esta pauta que devino republicana por cuanto contribuy

    al involucramiento ciudadano, al control y al gobierno mixto -aun en

    moldes rudimentarios- y anim de ese modo la conformacin de un

    espacio pblico para la poltica, se vio desafiada por otra pauta mas res-

    trictiva de la ciudadana, la de una tradicin antipartidaria que por cier-

    to estuvo lejos de la homogeneidad.

    En efecto, una de las primeras manifestaciones de esta prevencin

    contra los partidos es la que los identific con bandoso faccionesqueadems encontraron en el caudillo su cabeza ms visible. El partido es el

    caudillo y el caudillo es la expresin del partido. La Constitucin de 1830

    exclua de la arena pblica esa lnea de representaciones polticas y sim-

    blicas nucleada en torno al universo caudillesco (sus mediaciones, sus

    abogacas, sus patronazgos), sin perjuicio de lo cual, ese mismo mundo

    iletrado no se sustrajo de la participacin poltica, ni se limit a avalar

    conductas, ni se priv del beneficio que poda extraer de la elite ilustradapara tramitar o imponer sus demandas. De todos modos, a juicio de esa

    elite el caudillo tena todo para ser identificado con lo faccioso: en tr-

    minos histricos porque Artigas haba sido uno de ellos, el fundador del

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    teatro de la anarqua denunciado por Santiago Vzquez en 1823, lo

    mismo que Rivera y Lavalleja descalificados por los constituyentes. El

    historiador Juan Pivel Devoto ha resumido la lista de cargos levantados

    contra el caudillismo y de paso ha reconstruido cannicamente una po-ltica y una sociedad que sirve de base a los bandos y partidos populares:

    el acentuado carcter regionalista que distingue sus demandas; la ten-

    dencia foralista de los principios que enuncia cuando desconoce a las

    pretendidas autoridades nacionales, que para conservar el poder formal

    deben pactar con el caudillo, depositario del poder real, ejercido como

    comandante de la campaa; la inclinacin a nivelar todas las clases y a

    apoyarse y muchas veces asimilarse a los hbitos de los elementos popu-

    lares y a promover con ellos el desplazamiento masivo de las poblaciones.

    El caudillo no auspicia los excesos a que conduce el aprendizaje de la

    libertad. Pero tiene que disimularlos, a veces es tolerante con quien los

    comete y trata de corregirlos: Las masas populares que protagonizaron la

    revolucin pedan al caudillo: tutela para sus derechos, garantas para su

    libertad, proteccin en la guerra, asistencia en la vida. Esa asistencia im-

    portaba la atencin a sus necesidades materiales y a su anhelo por elevar-

    se de condicin. Las masas populares identificaban la patria con la tierra

    que haban contribuido a libertar. [] La tendencia de los caudillos a

    apoyarse en los ncleos populares, a tolerar algunos de sus desvos, a con-

    ferir grados militares y funcin poltica a hombres formados en su seno,

    a convertirlos en propietarios de tierras de las que antes haban sido desa-

    lojados por intrusos, a transformar las regiones en provincias y a defen-

    der con firmeza su individualidad militar y poltica tena que provocar la

    reaccin de la clase ilustrada, de los comerciantes y propietarios radica-

    dos en las ciudades, centro tradicional de la autoridad que vio con asom-

    bro como la revolucin vena a trastocar todo un orden de cosas y a ad-

    quirir proyecciones anrquicas para los que crean que un movimiento

    revolucionario poda ser compatible con la conservacin de los moldes

    tradicionales de la sociedad colonial.

    Faccioso tambin trminos tericos porque su presencia y actua-

    cin, ya entonces muy desprestigiada en los crculos doctorales, seadecuaba bien para la circulacin de la idea principista y antipersonalista

    de sustituir el imperio de las cosas, a la influencia de las personas; con-

    quistar la estabilidad11 (Pivel XXII), o como se ver mas adelante, de

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    instaurar a la educacin como la agencia idnea para formar al ciudada-

    no de acuerdo a la hiptesis del argentino Esteban Echeverra y del uru-

    guayo Andrs Lamas.

    Esa dialctica tiene puntos altos en los primeros aos de la jovenrepblica uruguaya y es probable que uno de sus hitos sea la expulsin

    del pas, en 1847, de Fructuoso Rivera, caudillo, General de la indepen-

    dencia en su ltimo tramo, fundador -desde todo ello- del bando-parti-

    docolorado. Vase cmo justificaba la deportacin Manuel Herrera y

    Obes, canciller de La Defensa de Montevideo, tambin colorada, en

    una asociacin de ideas que si bien reconoca en Rivera mritos decoraje

    en un mundo igualitario que horrorizaba al canciller, ellos estaban, a sujuicio, demasiado fatalmente distantes, por ignorancia y por partidis-

    mo, de lavirtudrequerida para el buen gobierno:

    El general Rivera no ha sido [] sino el mas fino intrprete, la expresin

    mas clara, el smbolo ms bien delineado del espritu opuesto al progreso

    de la revolucin, que ha estado fermentando en reaccin perpetua en el

    fondo de nuestras campaas desde mucho antes que el ultimo caonazo

    de nuestra independencia nos alzara a la condicin de Estado (p.37). Sloel amor al orden y al trabajo, la educacin industrial, la asociacin con el

    europeo pueden mejorar la condicin de nuestro pueblo Pero desgracia-

    damente al salir de la ignorancia espaola, pasa l a las manos de la guerra

    civil (p.42). En vez de hacer de la nacin una sola familia, pareca com-

    placerse en dividirla azuzando las susceptibilidades de partido, la divi-

    sin y el encono entre las dos clases generales de nuestra sociedad; y ha-

    ciendo por fin interminables los obstculos al progreso(p.43).

    Manuel Herrera y Obes se trenz en polmica desdeEl Conserva-

    dor,con Bernardo Berro quien escriba desde El Cerrito yEl Defensor de

    la Independencia Americana.Es una de las primeras y ms importantes

    discusiones polticas del siglo XIX, que puede ser interpretada desde va-

    rias perspectivas: como debate acerca de la modernidad, como episte-

    mologa de la poltica en tiempos inaugurales desde reas marginales,

    como papeles de guerra entre la elite ilustrada del Uruguay, como re-pertorio de miradas al mundo moderno sostenido en los modelos euro-

    peo y norteamericano. Bernardo Berro distingua partidos de faccio-

    nes; rechazaba enfticamente cualquier inscripcin del conflicto

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    rioplatense en la dialctica ramplona de civilizacin y barbarie o en la

    lucha de clases en los trminos planteados en aquella oportunidad por

    Herrera, o de la oquedad que derivaba del lenguaje rapsdico magis-

    tral potico que observaba en su contradictor. Prefera el trazado delneas verticales ordenadas de acuerdo a principios que nada tenan que

    ver con esas dialcticas inventadas por los escritores salvajes unita-

    rios (p.138) y cuyas vacilaciones deban imputarse a la inmadurez y no

    a la incapacidad, al

    repentino trnsito del rgimen absoluto al de libertad; circunstancia que

    si hace aparecer de mas baja ndole a nuestras facciones, tambin nosmuestra la posibilidad de su extincin total, tan luego como tomen soli-

    dez nuestros gobiernos por falta de una base permanente de oposicin

    en aquellas (p.139)12

    A dichas protestas contra el caudillo que por extensin llegaba al

    bando que ste conduca, se agreg poco ms tarde, luego de la Guerra

    Grande, una postura antipartidista que denunciaba la vacuidad de la

    poltica concreta, desde entonces mucho ms articulada en torno a prc-

    ticas, principios y representaciones que tomaron mas color cuanto mas

    se haba involucrado los bandos en aquel conflicto. Blancos y colorados

    seran bastante ms que proyectos difusos luego de Caseros, por ms

    que un sector importante de la ciudad letrada no quisiera ver en ellos

    ms que inercias de un pasado colonial y espaol, mal resuelto en el cal-

    do de la barbarie.

    Esta tendencia antipartidista, que observaba en los bandos la ex-presin de irracionalidad, estuvo lejos de haberse reducido al lapso limi-

    tado de aquellos aos del Uruguay pastoril y caudillesco. Antes bien, es-

    tuvo siempre presente en la historia del Uruguay toda vez que los partidos

    eran reclamados, desde afuera de ellos, como actores racionales de la

    poltica. Luego de la generalizacin matriz de Herrera y Obes (que pona

    en la misma bolsa a Oribe, Rosas y Rivera, cuestionando de esa forma

    la organizacin visible de la opinin poltica), la lista de acreedores devinoamplsima, pues encontramos en ella tanto al joven Andrs Lamas y los

    fusionistas, a los principistas del 70, a los constitucionalistas del 80, a los

    anarquistas y socialistas de las primeras dcadas del siglo, a los comunis-

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    tas desde la dcada del 30, a las izquierdas todas desde mediados de los

    aos 50. Para estos ltimos provenientes del cerno marxista, los males

    de la que llamaran poltica criolla se radicaban en la emocionalidad

    irracional de la divisa, travestida a lo largo de las dcadas de encubri-miento de las verdaderas razones del conflicto poltico.

    Una lectura de los textos expresivos de estas opiniones permite no

    obstante percibir una transicin discursiva plena de inters que nos acerca

    a otra faceta de esta tradicin que pretendemos reconstruir. No siempre

    la crtica a una determinada filiacin partidaria se extenda atoda iden-

    tidad partidaria. Esto significa varias cosas a la vez: el partido es malo no

    por ser partido sino por las ideas y prcticas de las que es portador; talesideas y prcticas definen o determinan un formato socio organizacional

    (la montonera, la hueste, las lneas caudillescas de estructura piramidal)

    desde el cual la vida poltica no era capaz de ofrecerse como actividad

    racional; pero ello no supona que la forma partido, sobre todo si se la

    pensaba con arreglo a los modelos europeo o norteamericano, no co-

    menzara a ser incorporada al terreno de las formas deseables de la convi-

    vencia poltica. Solo que, en este caso, la tarea de su construccin deba

    ser completa, radicalmente fundacional en la medida que nada poda

    hacerse desde las tradiciones hasta entonces disponibles. Esta gradual

    aceptacin de las formas partidarias, como fue sugerido y volveremos a

    explorar al final, encontr a la elite dividida entre quienes pensaban que

    los partidos estaban finalmente llamados a ser la mejor escuela ciudada-

    na y quienes queran hacer de la escuela pblica del Estado la gran escue-

    la de ciudadana.

    Permtaseme tender una lnea con una versin actual de esta inter-pretacin. Un ciclo denominadoEl Uruguay del futuroemitido en el ao

    2003 porRadio Sarandde Montevideo habilita a encontrarnos con ver-

    siones modernas de estas antiguas ideas. Con el formato de la mesa re-

    donda al aire, reconocidos intelectuales y empresarios debaten y opi-

    nan acerca de las posibilidades del pas en el siglo que comienza. Carlos

    Maggi periodista y dramaturgo, intelectual de la generacin del 45 y de

    tradicin liberal batllista sostieneque el problema del Uruguay es la de-feccin de los intelectualesque siempre lideraron (porque son los nicos

    que pueden hacerlo) el cambio social y poltico y que ahora, con una

    Universidad de la Repblica ahogada presupuestalmente por el poder

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    172 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    poltico, han resignado sus potencialidades crticas y propositivas. A su

    vez Gonzalo Aguirre, abogado, intelectual, ex vicepresidente de la Rep-

    blica por el Partido Nacional acepta con entusiasmo el argumento de

    Carlos Maggi y lo complementa con otros matices: el Uruguay, nuestropas protesta contra los que dicen con ajenidad estepas ha sido

    grande no tanto por sus partidos e instituciones si no porque en algn

    momento se resolvi apostar a la formacin de la ciudadana desde las

    aulas de la escuela. Cita como ilustracin de su idea a Jos P. Varela en su

    clebre frase: para formar a la repblica lo primero es formar a los repu-

    blicanos (Julio M. Sanguinetti la repiti muchas veces cuando siendo

    Ministro prepar la discutida ley de Educacin 14101 durante 1972-73,en medio de una gran crisis poltica del Uruguay) y vincula la reforma

    vareliana con la de Alfredo Vzquez Acevedo, implantada para los ciclos

    superiores de la educacin uruguaya. Para Gonzalo Aguirre, blanco na-

    cionalista, es hoy mucho mas importante la influencia de las aulas en

    la poltica y en la sociedad que las admoniciones de Aparicio Saravia

    sobre la dignidad arriba y el regocijo abajo con las que (creo yo) se

    convalidaba el orden social pero se levantaba en guerra por el sufragio

    limpio, las garantas electorales, la representacin proporcional.13

    Volvamos hacia el siglo XIX. Agustn de Vedia, principista-nacio-

    nalista, fue de los primeros en militar a favor de estas ideas hacia media-

    dos de la dcada de 1860 cuando afirmaba: tenemos la conviccin intima

    de que la mayor parte de las desgracias individuales y sociales desaparece-

    rn cuando la ilustracin se haya difundido lo bastante en las masas, para

    apartarlas del camino de los errores; que en la difusin de las letras est la

    gran palanca del progreso y de la civilizacin14

    Este temperamento fundacionista que rechazaba el orden vigente

    y se propona construir uno nuevo, depurado de los lastres del pasado,

    estuvo sin embargo bien lejos de recaudar unanimidad. El patriciado

    estaba en esto hondamente dividido: quienes segn vimos denuncia-

    ban a los partidos ya por entonces denominados tradicionales como

    obstculo y rmora y llamaban a la formacin de nuevas entidades

    nucleadas en torno de principios; quienes sin renunciar a ellos perocon mas o menos pragmatismo no vean otro modo de realizar ciertas

    tareas de la modernidad que no fuera desde el seno de los partidos exis-

    tentes y de sus tradiciones;15 y finalmente, quienes luego de varios fra-

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    l a t r a d i c i n c o n t r a l o s p a r t i d o s e n e l u r u g u a y

    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 173

    casos, vivan la decepcin de la poltica partidaria de cualquier ndole y

    confiaban en las potencialidades de una accindesde afuerade la polti-

    ca deliberativa, desde la educacin y/o desde la efectividad conferida

    por un gobierno de facto.La guerra civil entre bandos, la destruccin de riquezas y expectati-

    vas que generalmente provocaba, era para muchos, en su momento, un

    camino seguro hacia el desencantamiento de la poltica tradicional Tuvo

    asimismo largas implicaciones historiogrficas: la monumental obra de

    los historiadores Jos P. Barrn y Benjamn Nahum ofrece profusa evi-

    dencia documental acerca de las consecuencias polticas y sociales (ade-

    ms, obviamente, de las econmicas) que tuvieron las guerras civiles delsiglo XIX. Aquellos encuadres interpretativos producidos a fines de la

    dcada del 1960 contienen a su vez una visin crtica de los partidos:

    remiten al carctercuasi feudal de las relaciones sociales, a la feudalizacin

    que producen las guerras civiles, a europeizacin de la clase alta urbana,

    a la relacin de continuidad entre los principistas, los estancieros se-

    oriales y el patriciado arruinado. Conforme a estas visiones, la guerra

    civil- eminentemente destructiva de la riqueza ganadera- dividi a la eli-

    te de forma muy honda: por un lado el patriciadoarruinadoque retu-

    vo la funcin poltica desde una base europeizante, ajena al pas real

    (Alberto Zum Felde haba trabajado para Uruguay esta dialctica real

    ideal ya en 1920); por otro, loscaudillosestancieros, vidos de tierra y

    ganado; losestancieros empresarios, grupo relativamente ms nuevo, pro-

    gresista en trminos tecnolgicos y productivos, agremiado en la ARU

    ypor todo esocontrario a los partidos polticos.16

    Carlos Mara Ramrez, que haba participado en aquellas guerrasincluso desde posiciones de compromiso relevante volvi asqueado de

    las atrocidades de la Batalla de Sauce y hecho un tribuno contra los su-

    puestos partidos, desasido de su divisa colorada, desvinculado deEl Siglo

    (peridico principista pero colorado siempre que la hegemona colora-

    da peligrara) y dispuesto a reclamar lafusindesdeLa Bandera Radical

    aparecida el 30 de enero de 1871- como casi quince aos antes lo haba

    reclamado el joven Andrs Lamas.Los principistas de origen blanco, autodenominados desde enton-

    ces como nacionalistascompartieron ese desencuentro con la poltica

    tradicional de divisas, pero rara vez se comprometieron en un denuesto

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    174 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    a fondo de los partidos.La Democracia,su rgano de prensa aparecido

    en junio de 1872, editorializaba contra la poltica exclusivista, a favor de

    la coexistencia entre los partidos y la afirmacin de las instituciones p-

    blicas (la Constitucin que aspiraba a reformar las libertades, laselecciones, el crdito pblico, la educacin popular). Un cotejo exhaus-

    tivo de biografas sera esclarecedor de aquel momento de la poltica uru-

    guaya vista y vivida por la elite patricia de un modo rico y diverso: Car-

    los Mara Ramrez (1847-1898)17 se haba alistado en la Revolucin de

    las Lanzas junto a Gregorio Surez, de all regres desencantado, pero

    furioso y militante; Agustn de Vedia, (1843-1910) el director deLa De-

    mocracia haba participado en la misma guerra pero junto con el jefeblanco Timoteo Aparicio. Aunque fundador delnacionalismoprincipista,

    de Vedia conserv ms explcitamente su tradicin blanca a pesar de su

    decepcin respecto a los partidos y su ilusin jeffersoniana respecto a la

    capacidad regenerativa de la educacin. En ello coincida (o mas bien se

    anticipaba a) con Jos Pedro Varela (1845-1879), que en referencia a los

    partidos era como veremos el ms intransigente de los tres y quien con-

    dujo la fundacin del sistema moderno de escuela pblica una vez esta-

    blecida la dictadura del Cnel. Latorre.

    Esta indagatoria no se propone reunir la evidencia que muestre la

    evolucin completa y exhaustiva de la tradicin contraria a los partidos

    polticos sino marcar algunos tpicos y momentos de esa tradicin, aque-

    llos probablemente ms tiles para la temtica del uso de la historia en

    los partidos.18, 19 En tanto recorrido mas sincrnico que diacrnico, pa-

    rece de conveniencia analtica tomar en cuenta ahora que esta cuestin

    antipartidista atraviesa a la poltica uruguaya como experiencia de apren-dizaje poltico hasta en sus tramos ms recientes. As por ejemplo, la

    dictadura civil y militar instaurada en junio de 1973 se abri paso a par-

    tir de una crisis radical del sistema de partidos y de los partidos indivi-

    dualmente considerados. La hiptesis partidocntrica sostiene que el

    Uruguay perdi su funcionamiento democrtico toda vez que los parti-

    dos perdieron su centralidad en el sistema y que dicho menoscabo fue

    particularmente agudo en el tramo histrico que media entre 1963 y1973.20 De un modo casi simtrico, la transicin democrtica posterior

    (que incluye la gesta de la resistencia) volvi a situar a los partidos en el

    centro de la escena y a mostrar su potencialidad reconstituyente del cuer-

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 175

    po poltico y restauradora de nuestras prcticas ms caractersticas. En

    ambas ocasiones, de crisis y restauracin, todos los actores partidarios

    desplegaron recursos argumentales que remitan -como se ver- a una

    historia, del partido y del pas. En paralelo a dichas construccionesdiscursivas, la tradicin antipartido encontr sus momentos de pleni-

    tud aunque ello no fuera siempre fruto de la dialctica poltica.

    Dejemos al margen las versiones mas extremas como la portada

    por el presidente Juan Mara Bordaberry factotum, del golpe de Junio.

    Eran profundamente antipartidistas pero no tenan races en la tradi-

    cin del pensamiento democrtico, republicano y liberal.21Pinsese ms

    bien en todos aquellos que desafiaron al partido como forma de agrega-cin de opinin y voluntad ciudadana, ya desde la derecha como desde

    la izquierda del espectro poltico; ya desde adentro como desde afuera de

    los partidos mismos. Ms recientemente, en pleno ejercicio de las ruti-

    nas democrticas, existe un conjunto de manifestaciones de anti-

    partidismo que si bien no se asientan ni mucho menos en una co-

    rriente contraria a la democracia, suponen o proyectan una modalidad

    de relativizacin con fuertes conexiones con el fenmeno mas general de

    la desafeccin poltica. As, cuestionan a los partidos las persistentes ape-

    laciones al decisionismo que ven una rmora en toda deliberacin p-

    blica, o que asignan a las asambleas un rol meramente convalidante de

    las decisiones tomadas en la cumbre. Tambin lo hacen los atajos de ca-

    rcter tecnocrtico en el despliegue de ciertas polticas pblicas,22 la ape-

    lacin a las polticas de Estado entendidas como resultados sustrados

    del debate entre partidos, o la recurrencia cada vez mas frecuente a los

    institutos de la democracia directa por cuanto mas all de su juridicidadsuponen una puesta en duda de los resultados de la deliberacin parla-

    mentaria que producen los partidos cuando gobiernan. En un plano ms

    general, tambin cultivan esa lnea crtica de los partidos, las apelaciones

    a un mandato mayoritario presentado como la ms deseable habilita-

    cin para el gobierno (mayoritarismo que impera en Amrica Latina a

    partir de la generalizacin de los sistemas de doble vuelta electoral).

    En suma, la corriente implcita que cuestiona a los partidos havenido cobrando vigor e incidencia semejantes a las que son reconocibles

    en los discursos polticos expresamente orientados al cuestionamiento.

    Fue as toda vez que desde el temprano siglo XIX se ha recurrido a la

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    176 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    negacin del otro como parte de la comunidad poltica; toda vez que fue

    desmerecida la tradicin partidaria como condensacin de aprendizajes

    ciudadanos (o denunciada como receptculo de intereses meramente

    faccionales) y en todas las oportunidades en que ciertas elites dirigentesnegaron la idoneidad cvica de la gente comn para tratar los asuntos

    del comn a partir de la congregacin de opinin y voluntad realizada

    en el partido.

    Volvemos as, sobre todo con esta ltima afirmacin, al tpico de la

    escuela y de la educacin como agencia purificadora, formadora de ciu-

    dadana, regenerativa del cuerpo social y fundadora del cuerpo poltico.

    Dado que los proyectos regeneracionistas de la poltica se organi-zaban en base a dos vectores argumentales relativamente externos a ella

    -la educacin pblica y la inmigracin- y que en el caso uruguayo la

    colonizacin agrcola culmin en una sucesin de fracasos que no es del

    caso explicar aqu, me propongo finalmente observar esta relacin entre

    educacin y tradicin antipartidista en dos momentos clave de la histo-

    ria del Uruguay. El de los debates fundacionales del sistema estatal de

    enseanza primaria, mientras despuntaba el ltimo cuarto de siglo XIX

    y (en un prximo captulo) el del afirmado en la enseanza media o

    secundaria, hacia mediados del siglo XX.

    Jos Pedro Varela, el fundador de la escuela laica gratuita y obliga-

    toria segn reza la jaculatoria cvica, fue vibrante enemigo de los parti-

    dos tradicionales ese maldito extravodira en su discurso pronuncia-

    do en el Banquete de la Juventud en 1872- y tras varias decepciones y

    conflictos, tambin lo fue de los partidos polticos como formas perma-

    nentes de organizacin. Era la suya una conviccin marcada por unahistoricidad: estos pueblos cargaban con una pesada herencia colonial

    y no eran aun pueblosen el sentido poltico y ciudadano; lo seran en

    algn momento de madurez siempre que se confiaran a la formacin

    republicana provista en la escuela nueva y se sustrajeran radicalmente

    de la que vena desde la escena pblica, no depurada aunque arbitrada

    por los partidos y facciones. Entretanto, para el Reformador, la poltica

    era un problema cuya solucin se radicaba en la educacin.No se ha explorado de manera sistemtica qu significado histri-

    co contiene el hecho de que el creador de la escuela pblica fuera a la vez

    un convencido adversario de los partidos polticos. Pero tampoco se ha

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 177

    reparado lo suficiente en el hecho de que el culto a Varela afirmado luego

    de su temprana muerte ha supuesto desde entonces poner a un lado,

    cuando no ocultar, su condicin de poltico y de militante republicano

    sin la cual todo enunciado de su parte se vuelve menos inteligible. Eseempinamiento de Jos Pedro Varela al rango mitolgico es una cons-

    truccin tarda si la situamos sobre todo a comienzos del siglo XX,23una

    vez superadas u olvidadas las pasiones enconadas que despertaron en su

    momento tanto su positivismo elemental, su colaboracin con el go-

    bierno dictatorial de Latorre, como su programa de reforma educacional.

    El legado vareliano termin siendo zona de concordia que hizo ol-

    vidar los duros conflictos generados en su momento y en los aos poste-riores. As por ejemplo, en 1881 fracas el homenaje planeado en su ho-

    nor en el Ateneo, a partir de la iniciativa denegatoria de Constancio Vigil,

    Luis Melian Lafinur, Jos Batlle y Ordez y Fructuoso Pittaluga que

    entendan que Varela haba violado los principios de la moral poltica y

    que dicha falta era mayor que los beneficios que como pedagogo haba

    prestado al pas. Jos. Pedro Ramrez, Jos Batlle y Ordez y Julio Herrera

    y Obes, figuras notorias luego de la muerte de Varela formularon a su

    vez juicios muy adversos aunque no directamente referidos a su prejui-

    cio antipartidista. Vzquez y Vega, como se dijo, lo acus detrnsfuga,

    los obispos Jacinto Vera y Mariano Soler y el escritor Juan Zorrilla de

    San Martn criticaron su laicismo; Francisco Berra, amigo y colabora-

    dor, cuestion en 1888 su pretendida originalidad (era ungran asimilador,

    no un inventor, deca). Tal vez el historiador y poltico Francisco Bauz

    (1849-1899) fue el crtico ms esmerado: cuestion el odio de Varela a

    los abogados, su servicio al dictador Latorre, su imposicin, desde lafuerza y desde la institucin escolar, de una irreligiosidad a una pobla-

    cin que a su juicio era mayoritariamente catlica; el olvido de la familia

    como entidad previa al Estado y de la funcin pblica de la Iglesia (olv-

    dase que la escuela pblica naci a la sombra del convento catlico.

    Catlico con tintes fuertemente liberales, colorado siempre,24Bauz

    argument a favor de los partidos polticos en trminos generales pero

    claramente antifusionistas:

    Que los partidos polticos existan no es cosa rara ni cosa mala; donde

    quiera que haya hombres reunidos habr diversidad de opiniones y don-

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    178 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    de las opiniones diversas existan las divisiones polticas son lgicas. La

    sociedad no puede vivir sin fuerzas que la agiten en todo sentido para

    precipitar sus progresos, y ninguna fuerza iguala al poderoso embate de

    una agrupacin de hombres hablando, escribiendo y trabajando bajo ladisciplina de un pensamiento comn y en la defensa de un inters pro-

    pio. [] Se pretende prescindir de las fuerzas disciplinadas de la socie-

    dad que son los partidos polticos, a los cuales en vez de pedirles la modi-

    ficacin de sus ideas, se les pide que se disuelvan.25

    El trayecto de ese culto a Jos P. Varela es harto sorprendente y pro-

    blemtico para el investigador: Varela vena de la poltica militante, no

    de la educacin; ms concretamente, era poltico y no maestro como lainmensa mayora de la poblacin crey (y presumo, cree todava); su

    origen en la poltica lo involucr a fondo en los debates y luchas desde

    fines de los aos 60, pero muy tempranamente, como a muchos compa-

    eros de generacin le gan el escepticismo respecto a la actividad pol-

    tica y a su expresin ms miserable que eran los partidos. Tom en-

    tonces el desafo del poder ofrecido por Latorre a travs de su amigo Jos

    Mara Montero y mereci por ello la crtica de quienes lo vieron comotrnsfuga para usar la expresin de Prudencio Vzquez y Vega, maes-

    tro espiritual, entre otros, del joven Batlle y Ordez. El mito vareliano

    fue una construccin al servicio del nacionalismo y para ser convertido

    en zona de concordia debieron limarse sus lneas mas speras y ocul-

    tarse sus flancos ms polmicos. El Varela Reformador, el pastor de la

    escuela, no nos muestra finalmente otra pasin que no sea la de fundar

    escuelas en las que el Uruguay reproduce y mejora una esencia igualitaria

    y democrtica en modo alguno vinculada a la decadente poltica concreta.

    Su itinerario es brevsimo e intenso: su cuna es colorada la del

    partido liberal que en los muros de Montevideo salv el porvenir y la liber-

    tad en el Ro de la Plataescribi enLa Paz- y a los 20 aos de edad, en

    1865, escribi un breve ensayo tituladoLos gauchos, de notoria influen-

    cia sarmientina y que puesto en la perspectiva de toda su obra escrita

    debi ser decisivo:

    []Los gauchos, cuya raza, si es que como tal podemos clasificarla, es

    una mezcla de la raza india y la de los conquistadores, han tomado de la

    primera su haraganera, sus hbitos salvajes, su crasa ignorancia; y de la

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    l a t r a d i c i n c o n t r a l o s p a r t i d o s e n e l u r u g u a y

    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 179

    segunda, el orgullo enfautado, el servilismo bajo las apariencias de inde-

    pendencia, y el horror al trabajo, que ennoblece la criatura y fortifica en

    el hombre las sanas ideas.

    Aun hoy, despus de 50 aos de civilizacin y progreso (nosotros conta-mos la poca de nuestra civilizacin, desde la emancipacin de la madre

    Espaa, pues creemos que nuestro progreso estriba, principalmente, en

    irnos desprendiendo de las ideas y de los hbitos de los espaoles); aun

    hoy, millares de gauchos pasan su vida en la ociosidad, que como se ha

    dicho siempre, es fuente de todos los vicios y de todos los males.

    En los crmenes que se comenten en nuestra campaa, no influye la ne-

    cesidad, influyen solo los malos sentimientos que estn prodigiosamente

    desarrollados, y que, lo decimos con pesar, no solo los gauchos no tienen

    ni las mas leves nociones de moral y de justicia sino aun la parte culta, los

    directores del pueblo, se cuidan poco de mejorar y de reformar en el co-

    razn de las poblaciones de nuestra campaa. Polticamente considera-

    dos los gauchos son elementos disolventes. [...] Considerados econmi-

    camente, los gauchos son masas simplemente consumidoras. Aunque con

    distintos trajes, en ese sentido, ocupan en la formacin de las poblacio-

    nes el mismo lugar que ocupan los frailes. []Pero si, por medio de escuelas esparcidas profusamente en nuestra cam-

    paa, se diera alguna ilustracin a nuestros gauchos, sus necesidades

    acreceran y con ellas la necesidad de trabajar; y si por medio de premios

    otorgados a la laboriosidad y a la honradez, se dignificara el trabajo, las

    absurdas ideas que hoy abriga desapareceran de su mente, y con ellas,

    quiz su funesta ociosidad.

    No necesitamos poblaciones excesivas, lo que necesitamos es poblacio-

    nes ilustradas. El da en que nuestros gauchos supieran leer y escribir,supieran pensar, nuestras convulsiones polticas desaparecern quiz. Es

    por medio de la educacin del pueblo que hemos de llegar a la paz, al

    progreso y a la extincin de los gauchos. []

    La ilustracin del pueblo es la verdadera locomotora el progreso.26

    Si he abusado de la extensin de la cita es porque este texto que

    luce bastante tosco en su lenguaje o poco matizado en sus ponderacio-nes, y que bien podra ser copia de tantos que con el mismo tenor circu-

    laban en el Ro de la Plata, traduce y anticipa crudamente el programa

    poltico vareliano27 aos mas tarde enriquecido con la experiencia, las

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    180 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    lecturas, los dilogos y las polmicas con algunos contemporneos. Pero

    all est casi todo: el gauchaje coma raza, tributario de lo indgena y es-

    paol, herencias retrgradas y retardatarias del progreso; el gauchaje

    impensante como eje del atraso poltico del cual son tambin responsa-bles las elites urbanas; el anticlericalismo que asocia religin a irraciona-

    lidad y ocio. Y finalmente, la educacin como el remedio a las convulsio-

    nes y retardos.

    A los tres aos de escrito aquel texto Varela particip activamente

    en la fundacin y puesta en marcha de la Sociedad de Amigos de la Edu-

    cacin Popular, pero poco mas tarde se entreg con pasin a la actividad

    poltica y partidaria de la que saldra extenuado y hondamente decep-cionado. La guerra civil que culmin con la Paz de Abril en 1872 haba

    sido particularmente destructiva con la riqueza material del pas. Con

    todo, su final era de algn modo esperanzador: por un lado aunque

    ello no fuera calibrado en profundidad por los actores del patriciado-, el

    arreglo que permiti culminar la guerra inaugur las formas rudimen-

    taria de coparticipacin poltica en el Uruguay. Por otro lado, este s ms

    visible en el corto plazo y aclamado por todas las clases sociales, la paz

    haca pensar que la nacin se encaminara definitivamente por la senda

    del Progreso. El Banquete de la Juventud fue una de las expresiones ms

    vibrantes de aquella euforia, en la que Jos P. Varela particip con un

    discurso ya plenamente instalado en la dialctica de civilizacin y bar-

    barie y que sin embargo ofreca un matiz respecto a su versin ms

    clsica. Vocero de la juventud de Montevideo,el cerebro de la Repblica

    tenda un balance negativo de la vida republicana del Uruguay hasta en-

    tonces, vctima de la conjura orquestada entre los caudillos y los hom-bres inteligentes e ilustrados que le haban prestado su servicio o apoyo.

    La hora de la paz celebrada en el Banquete deba ser la del abrazo entre

    quienes habiendo cultivado tradiciones partidarias distintas compartan

    de todos modoslos mismos principios. Debemos sentirnos unidosde-

    ca- y seremos fuertes para vencer el caudillaje que hasta ahora ha gober-

    nado a su antojo la Repblica.28

    El patriciado principista estaba a punto de escindirse hondamenteentre quienes aspiraban a mantener la impronta tradicionalista (fueran

    colorados o blancos) y los que se hallaban definitivamente arrojados a la

    ruptura con el pasado y la tradicin. Carlos Mara Ramrez y Jos Pedro

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 181

    Varela, ms tarde polemistas entre s, compartieron entonces la determi-

    nacin rupturista y fundaron el Club Radical. El 14 de enero de 1873

    proclamaron no ser blancos ni colorados y argumentaron a favor de la

    idea promover verdaderos partidos esencialmente racionales.29

    Mientras terminaba de escribir La Educacin del Pueblo, Varela re-

    suelve intervenir por ltima vez en su vida en la poltica militante, pri-

    mero apoyando sin xito a Jos Mara Muoz contra Ellauri y luego par-

    ticipando en la trgica eleccin de Alcalde, en enero de 1875. Instalado

    en Buenos Aires, toma distancia de toda accin partidaria y termina de

    escribir La Legislacin Escolar. Tras la llegada al gobierno del coronel

    Latorre, en marzo de 1876 Varela acepta el cargo de Director de Instruc-cin Pblica (luego Inspector) y en ese mismo ao, en medio de inten-

    sos trabajos administrativos polemiza en la prensa con su amigo Carlos

    Mara Ramrez, que contaba entonces con 28 aos de edad, 3 menos que

    Varela, que fallece en 1879.

    Volvamos atrs, a nuestro tema. Mientras milit en el Partido Ra-

    dical su peridico tuvo una fuerte acentuacin ideolgica que desarro-

    llaba un razonamiento sustentado en premisas muy elementales peroencadenadas con lgica: la poltica uruguaya, mirada desde la elite parti-

    daria se encontraba atrapada en el tradicionalismo, entorno simblico

    esencialmente retardatario, asociado a la religin (a su vez asociada na-

    turalmente al fanatismo). Blancos y colorados, organizaban un conflic-

    to aparente y falso, marcado por la vacuidad que esconda la esencial

    indiferenciacin entre ellos. Varela segua en esto a Andrs Lamas (y al

    primer Berro) y preceda a escritores como Melin Lafinur.30

    Pero vale lapena transcribirlo in extensopor cuanto aquel fue, adems y no casual-

    mente, el fundador de la escuela pblica desde la cual aspiraba a recons-

    tituir o regenerar la repblica.

    Todas las religiones ha tenido sus fanticos y todos los cultos han tenido

    sus altares. No es dado, pues, que el tradicionalismo los haya tenido y los

    tenga, aunque entre aquellos que mas se esfuerzan por aparecer libres de

    aejas preocupaciones. Los viejos partidos orientales, que profesan unculto fantico por la tradicin que cada uno entiende a su manera, pre-

    sentan un espectculo que debera asombrarnos si no estuviramos de-

    masiado connaturalizados con l.

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    j o s r i l l a

    182 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    Irreconciliables entre s, implacables en su antagonismo y en sus odios,

    tienen sin embargo en su constitucin una fisonoma: idntica es la base,

    idntica es la estructura, idntica la coronacin del edificio apenas si se

    distinguen en el colorido con que pintan en quicio de las ventanas de susodios que dan al enemigo [] Cules son las ideas que proclaman? Su-

    primid el color de la divisa y no podr encontrarse diferencia alguna en-

    tre todos los documentos pblicos que desde el 56 hasta el 72 han formu-

    lado nuestros gobiernos de partido. []

    Para nuestros viejos partidos tradicionales no hay imparcialidad posible:

    ellos idealizan en la vida prctica el clebre dicho del tirano argentino: el

    que no est conmigo es mi enemigo [] El que no est conmigo, dicen

    los colorados, es blanco; el que no esta conmigo, dicen los blancos, escolorado. Y unos y otros reservan para s todo el bien, toda la moralidad,

    toda la justicia y para el contrario todo el mal toda la inmoralidad, toda la

    injusticia. No hay pues salvacin posible. Es la doctrina catlica en toda

    su extensin: todo el que no est dentro de mi iglesia vive en la hereja y

    est condenado

    Ms adelante, en el mismo editorial Varela razonaba al modo posi-

    tivista cuando reclamaba correspondencia estricta entre sociedad, moraly poltica, o cuando esperaba que la nueva poltica operara como un

    desvelamiento, una hora de la verdad:

    la tradicin pertenece a la historia; son los principios y las ideas los que

    constituyen el vnculo de unin de los verdaderos partidos; es la prctica

    de la vida los hechos que se producen lo que da su fisonoma verdadera a

    estas ideas que se proclaman []

    Dnde est la diferencia de ideas que proclaman los dos partidos desde

    que dejaron de tener una lgica razn de ser, y mas aun, donde est la

    diferencia de los hechos que practican? Las proclamas y manifiestos de

    Aparicio al iniciar la revolucin y al llevarla adelante, eran artculos to-

    mados a la redaccin de El Siglo; y la propaganda que hizo El Siglo du-

    rante los meses de setiembre y octubre de 1870, no fue mas, salvo las

    diferencias de inteligencia y de probidad en los individuos, que a repro-

    duccin de la que hicieron El Pas y El Artigas durante los ltimos mesesdel ao 64 y los primeros del 65 []

    Los partidos tradicionales estn avezados a lucha de las mistificaciones y

    del engao. [] Se identifican pues los partidos tradicionales en su cons-

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    l a t r a d i c i n c o n t r a l o s p a r t i d o s e n e l u r u g u a y

    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 183

    titucin actual, hasta en sus afanosos esfuerzos por demostrar que son

    distintos, que tienen una lgica razn de ser que son iguales a los partidos

    de todos los pueblos de la tierra. Pero se dividen profundamente en sus

    hombres. Es esa la verdadera, la nica causa de divisin que existe entrelos partidos tradicionales. Puede ser esta una causa permanente, aun su-

    poniendo que fuera una causa legtima? No, los hombres pasan; lo nico

    que queda son las ideas que se profesan y los principios a los que se rinde

    culto. Demos esa base a las congregaciones polticas y formaremos verda-

    deros partidos. Asignmosles, por el contrario, como nico vinculo de

    unin el triunfo de determinado grupo de hombres y la conservacin de

    tradicionales rencores y solo habremos formado, no partidos, sino ban-

    dos, no congregaciones polticas sino sociedades de proteccin mutuapara asaltar el poder.31

    En la misma edicin deLa Paz, Varela escribi sobre Los partidosnuevos con la preocupacin de no ser confundido con aquellos que eran

    contrarios a los partidos en si mismos, en tanto forma de organizacinde la opinin ciudadana. A igual que Andrs Lamas, Varela pretendasuperar a los partidos existentes, que ahora, en refuerzo de su argumen-

    to, resolva denominar como bandos (aunque lo haca sin constancia ydisciplina por cuanto volva al partido prrafos ms abajo) haciendo

    pie en una distincin de larga vigencia. El otro extremo de esta disputapor lo partidario supona rebajar la estatura moral de las luchas polticaspracticadas hasta entonces, una vez ms observadas como presuntas,falsas y supuestas:

    La desaparicin que buscamos es la desaparicin de los bandos porque

    ellos son tan fatales para los pueblos como son fecundos los partidos por-

    que hay entre unos y otros la diferencia radical que existe entre las pasio-

    nes y las ideas () No buscamos pues, la desaparicin de los partidos ni

    queremos conservarnos en una imparcialidad inactiva y estril; busca-

    mos la desaparicin de los bandos y el que la lucha se conserve dentro de

    los lmites del derecho. Esto es ajustarse en un todo al espritu de las so-

    ciedades modernas y a las ms vitales necesidades del pas. No es con las

    agitaciones continuas, que revisten un carcter violento, con las resultas

    que se decoran a si mismas con el pomposo ttulo de revoluciones quehemos de salir del caos y la desorganizacin en que hasta ahora hemos

    vivido: como no es tampoco con la perpetuacin de los bandos hostiles

    que esa misma desorganizacin y ese mismo caos han producido.

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    184 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    []

    Existe sin que nadie pueda dudarlo, existe en el pueblo oriental un gran

    ncleo de ciudadanos que abrigan el convencimiento de que los partidos

    tradicionales han hecho ya su poca, y de que hoy para la campaa elec-toral, como maana para resolver todas las grandes cuestiones que estn

    pendientes, es necesario formar agregaciones polticas desligadas de los

    bandos tradicionales, a quienes sirva de lazo y vnculo de unin, no el

    color del cintillo que usaban ayer nuestros ejrcitos al marchar al comba-

    te , sin o las ideas que tengan y los principios que profesen.32

    En tanto que la educacin era para Jos Pedro Varela la clave de la

    depuracin y la regeneracin del cuerpo social y -en consecuencia- pol-

    tico, resulta harto justificado intentar un acercamiento a sus textos ms

    explcitamente educativos desde una perspectiva poltica. El pensamien-

    to vareliano puede resumirse en dos campos: los problemas del Uruguay

    guardan relacin con un pasado que opera como obstculo pernicioso y

    con una forma del poder poltico que devino desquiciante (la combina-

    cin de elites cultas enajenadas y masas ignorantes). La poltica (sus ac-

    tores partidarios, sus temas, sus resultados) es pues un problema. Elsegundo campo se abre all, cuando se describe a la educacin (actividad

    que Varela entenda una ciencia) como la solucin capaz, desde el Esta-

    do modernizado, de crear una ciudadana y regenerar la vida republicana.

    Tal vez el texto mas expresivo de esta matriz de pensamiento se

    encuentre en La Legislacin Escolar,33 cuya primera parte De nuestro

    Estado Actual y sus causas resume un diagnstico que valora el pasado

    nacional como una peripecia atrapada entre la herencia nefasta de Espa-a ( reputada como causante de un talante indisciplinado, poco dispuesto

    al trabajo y siempre proclive al consumo34), permanentemente compa-

    rada con la de Inglaterra (fundamento de la prosperidad de otras socie-

    dades), el frecuente recurso a la guerra estado normal de la Republica y

    el afrancesamiento de nuestras clases mas ilustradas, apropiadas de la

    Universidad y que no han dado al pas mas que un gobierno aparente.35

    La interpretacin del Uruguay y de su historia era en Varela todava algoms exhaustiva y su escepticismo respecto al destino del pas podra sor-

    prender hoy al ms entusiasta de los cultores nacionalistas del mito. A su

    juicio, la nacionalidad estaba entonces en grave peligro -el pas poda

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 185

    correr la suerte de la Grecia antigua. La independencia del Uruguay ha-

    ba sido el resultado del aplazamiento de un conflicto global entre Es-

    paa y Portugal. Argentina y Brasil, sus respectivos herederos, haban

    creado el Uruguay, y mientras este pas pequeo36se hunda en la gue-rra interna de bandos y partidos, los vecinos se haban pacificado y ha-

    ban encontrado los caminos del progreso. 37

    La educacin clsica,38 denunciada por Varela como contraprodu-

    cente en tanto que reproduca el desdn por el trabajo, la produccin y la

    modernidad, era la expresin ms palmaria de aquel estado de cosas. La

    solucin no radicaba en la poltica, en los campos de batalla y en los

    campamentos que los rodeaban o, -mucho menos- en los conflictos dedivisa que demoraban al pas. La solucin estaba en la educacin pbli-

    ca y comn, como a su juicio lo estaba probando admirablemente la

    sociedad norteamericana.La Educacin del Pueblo, libro escrito en 1874

    en medio del fragor del conflicto poltico, es la traduccin mecnica de

    una versin mnima del positivismo aplicado a las cuestiones sociales.

    Varela se afanaba en mostrar su efecto cuasi milagroso, capaz de des-

    truir los males de la ignorancia, aumentar la fortuna prolongar la vida,aumentar la felicidad y disminuir loscrmenes y vicios de la humani-

    dad. En relacin a las instituciones polticas, la escuela sera la base de la

    Repblica y la condicin para el logro virtuoso de la ciudadana.39 El

    poder pblico, sin perjuicio de reconocer a otros actores de la vida social

    (la accin individual y los ciudadanos) deba superar un mal entendido

    liberalismo40 e ingresar decididamente en la arena educativa para im-

    pulsar una enseanza cientfica, no dogmtica, respetuosa del pluralis-mo y las diversidades,41 pero firme a la hora de sanear al cuerpo social.

    He aqu buena sntesis de algunos de los argumentos deLa Educa-

    cin del Pueblo:

    No hemos sido mas felices nosotros de este lado del Atlntico, que nues-

    tra madre patria de aquel, salvo las modificaciones producidas por la ino-

    culacin del elemento extranjero [...]. La poltica, las luchas civiles, la

    guerra de facciones y montoneras es una ocupacin que no deja tiempopara estudiar ni para escribir y que tampoco armoniza mucho, que se

    diga, con las ciencias y con los libros. [] La solucin radical es cambiar

    fundamentalmente las condiciones de los pueblos de habla espaola: el

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    186 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    da en que los pueblos de idioma castellano sepan leer y lean, sabrn;

    tendrn libros porque los escribirn o los traducirn. [] Esta solucin

    radical, vendrn a darla, pues, las escuelas.42

    Las ideas poltico-educativas de Varela fueron escasamente discuti-das mientras l estuvo vivo. Tal vez el momento ms polmico fue el quese produjo en ocasin de un debate que el Reformador mantuvo con suamigo de juventud (de primera juventud, debera decirse) Carlos MaraRamrez.43 Graduado en la Universidad, Ramrez reaccion airadamen-te ante la requisitoria que Varela escribiera contra la casa mayor de estu-dios, sus egresados y particularmente los abogados que eran su abruma-

    dora mayora. Ambos contendores haban coincidido en su aversin alos caudillos y los partidos tradicionales, pero Ramrez responda a unamatriz espiritualista que la daba una soltura o licencia argumentativaque Varela no poda hallar en su crudo positivismo.

    El juicio general que Ramrez tenda sobre los escritos de Varela eradefinitivamente hostil:La Legislacin Escolar era apreciado como un li-bro ilegible, presuntuoso, montono, dogmtico, trivial, imitativo; ofreca

    inconsistencias lgicas (los ejrcitos franceses invaden la Prusia despusde aniquilarla, se ensaaba) y desrdenes de memoria del autor. En losustantivo, adems de su defensa de la Universidad de la que se mostrabaorgulloso hijo, Ramrez desplegaba argumentos para rebajar la estaturade la ilusin educativa y consecuentemente, para reintroducir la im-portancia de la poltica militante. As por ejemplo, consideraba un des-propsito concluir como Varela en que la instruccin haba salvado aInglaterra de la bancarrota en el primer cuarto de siglo XIX, cuando a

    su juicio resultaba evidente que la pujanza britnica deba ser imputadaa las instituciones representativas (la poltica, el Parlamento, los parti-dos) los vnculos comerciales y los descubrimientos cientficos.

    Mas enrgico an se mostraba Ramrez con el modo como su anta-

    gonista interpretaba al Uruguay, su pasado y su perspectiva. No era ad-misible que miradas las glorias tradicionales de la Repblica se nos com-pararacon tribus africanas, araucoso pieles rojas; o que observado el

    trayecto poltico de nuestras asambleas stas fueran vistas como inep-tas para dictar leyes benficas; o que de un cotejo con el admirado Impe-

    rio del Brasil quedara el Uruguay atrs de una nacin que conservaba

    todava la llaga de la esclavitud o estaba instalada en la supresin de las

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 187

    libertades polticas (aun estando aquel pas mas lleno de doctores que elnuestro) Menos admisible era lo que Ramrez denunciaba como escepti-cismo desmoralizador de Varela, bajo cuyo manto se educara en nuestro

    suelo algo parecido a una generacin atea: una generacin sin patria!.Las rplicas de Varela a las duras requisitorias eran ms bien reite-

    raciones de sus dos libros. Donde ms esmero puso, sin embargo, fue enel esclarecimiento de su posicin respecto a la nacionalidad y al modocomo la poltica no haca ms que comprometer. Subrayaba all no slo

    su indisimulado escepticismoy relativismo, sino tambin su derecho aprofesarlo, a recordar la precariedad del origen del Uruguay como na-

    cin y a mostrar sus preferencias por las uniones confederativas. En todocaso, la nica llave de la viabilidad del pas resida en el armado de un

    moderno sistema de educacin. Vale la pena rescatar un tramo de esteVarela tal vez convenientemente olvidado a la hora de acoplarlo a la tra-

    dicin ms esencialista de la tradicin nacional del Uruguay.

    No habra respondido al objeto que me propuse al escribir La Legislacin

    Escolar, el entrar a averiguar si la nacionalidad oriental ha sido un hecho

    legtimo o una aventura criminal [] Para averiguarlo tendra que entrara exponer doctrinas, siempre controvertibles, sobre el orden legtimo de

    las nacionalidades y no me siento con fuerzas ni con conocimientos bas-

    tantes para dar solucin a tan difcil y complicado problema. A riesgo

    pues, de ser acusado nuevamente de hallarme dominado por un escepti-

    cismo desmoralizador, no tendra mas que una respuesta a dar a quien me

    dirigiera una pregunta semejante; es la que me doy a mi mismo al pre-

    guntarme si es legtimo el hecho de la nacionalidad oriental. No s: no se

    si la Repblica Oriental, considerando la cuestin bajo el punto de vistadel derecho, de la legitimidad, de la justicia, debi ser independiente, o si

    debi continuar unida a la Repblica Argentina, o si todos los pueblos

    sudamericanos debieron constituir una sola nacionalidad; no s, porque

    no se qu es lo que constituye la legitimidad o la ilegitimidad de las nacio-

    nalidades. Y a la verdad, creo tambin que no interesa mucho averiguar;

    en lo poco que conozco de la historia universal, he visto siempre que no es

    la legitimidad lo que da vida a las nacionalidades europeas. []

    La estabilidad de las pequeas nacionalidades est pues intimamente ligadacon la libertad de que se goza, con la moralidad que se tiene, con la felici-

    dad de todos los miembros de la comunidad; y estas condiciones todas, se

    hallan estrechas, indisolublemente unidas, a la instruccin del pueblo.44

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    188 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    Llegados a este punto y para dar fin a este recuento, Ramrez y Varela

    estaban debatiendo acerca de un asunto crucial que expresado en trmi-

    nos ms contemporneos podra formularse as: desde dnde producir

    la mejor poltica de una repblica nueva como el Uruguay? Haban re-negado juntos de los partidos tradicionales, pero mientras que para el

    primero la poltica militante, de partidos, segua siendo el camino mas

    idneo y razonable (por eso acusaba a su antagonista de querer recons-

    truir la sociedad entera desde la educacin y de mirar comofro especta-

    dor de las disensiones civilesypor encima del hombro a los que padecemos

    de obsesin poltica), para el segundo, Jos P. Varela, el camino de la po-

    ltica de partidos deba quedar por lo menos en suspenso en tanto queasociaba fatalmente a caudillos con doctores que se aprovechaban, cual

    oligarqua, de la ignorancia popular. Esa mquina perversa deba ser sus-

    tituida por otra, la mquina de la felicidad:

    El sistema de educacin comn haba escrito Varela en La Legislacin

    Escolar- es una mquina relativamente complicada: de esa mquina cada

    nio y cada padre es una pequea pieza, cada maestro y cada comisin de

    distrito un engranaje, cada escuela una rueda; aquellas piececitas, estosdientes del engranaje y estas ruedas se combinan en el conjunto para for-

    mar el todo de la admirable mquina encargada de hacer instruidos a los

    ignorantes, activos a los indolentes, ricos a los pobres y fuerte y feliz a un

    pueblo dbil y desgraciado.45

    Este enfoque ha sido parcial por cuanto dej afuera la considera-

    cin de la enseanza media o secundaria, (expandida junto a las clases

    medias hacia la cuarta dcada del siglo XX) como un segundo espacio deambientacin del antipartidismo tal cual ha sido aqu estipulado. De

    todas formas creo de conveniencia sealar una vez mas, para dar fin a

    este acercamiento, que las implicaciones de esta relacin entre antipar-

    tidismo (fenmeno hoy asociado a la desafeccin poltica en las socieda-

    des occidentales contemporneas) y la educacin como campo de neu-

    tralizacin de la poltica y de regeneracin ciudadana ha estado ausente

    de la agenda de investigacin de historia poltica y de historia cultural.El Uruguay ha transitado por varias crisis econmicas y polticas

    durante el siglo XX. Es por lo menos llamativo que los empeos de re-

    forma educativa que se han concretado a lo largo de los casi veinte lti-

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    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 189

    mos aos hayan operado sobre el mismo tipo de encadenamientos con-

    ceptuales que hacen arrancar todo de una idea matriz: la poltica es un

    problema cuyo remedio est en la educacin.

    El pensamiento y la accin de quien tuvo a su cargo el liderazgo delos ltimos emprendimientos reformistas, el prof. Germn Rama, es una

    buena ilustracin de este argumento. Rama no coincida con Varela en el

    menosprecio a la tradicin espaola y a su impacto en la modalidad de

    colonizacin, poblamiento y organizacin econmica. De todos modos,

    a su juicio, fue gracias al desarrollo temprano de educacin pblica que

    Uruguay habra alcanzado un desempeo social comparable al de los ex

    dominios britnicos Australia y Nueva Zelandia. A pesar del estanca-miento ocurrido desde fines de los aos 50, la nica reserva de valor

    disponible en el pas resida en sus recursos humanos formados desde

    la educacin. En suma, y aqu se apilan las sintonas con Varela, casi nada

    le debe el Uruguay a su poltica y a sus partidos, salvo en lo que estos

    hayan hecho para construir el Estado moderno.

    Veamos cmo ubica Germn Rama a la educacin en este relato

    civilizatorio:

    Esta es una sociedad de inmigrantes, es una sociedad en donde todos los

    procesos de movilidad social se hicieron a travs de la escuela. La unidad

    nacional se hizo con las escuelas. Hablbamos todos los idiomas, pero

    todo se fusion con la escuela que fue la gran mquina que arm al Uru-

    guay advirtase aqu el uso de la misma metfora que emple Varela-.

    Eso sigue siendo vlido. En este pas hubo una poca en que se degolla-

    ban en las cuchillas en las guerras civiles. Apareci Jos Pedro Varela ehizo una propuesta increble: vamos a hacer una nacin democrtica,

    trabajadora, con movilidad social a travs de la escuela; vamos a ser una

    nacin. Por ese entonces haba un norte totalmente aportuguesado, se

    hablaba portugus hasta Paso de los Toros.46 Colonizaron todo el norte

    con las maestras que venan a los hogares. Ya en 1885, el Estado tena

    internados para seoritas y muchachos para formar maestras, nombrar-

    los y despus mandarlos al medio del campo [] Este pas se ha formado

    a punta de escuelas.47

    En noviembre de 2003, retirado de la funcin pblica en el Uru-

    guay pero atento a su desempeo ms reciente, el profesor Rama respon-

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    190 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    di a una entrevista de varios intelectuales sobre temas vinculados a la

    educacin. Desarroll entonces un argumento desmerecedor de la pol-

    tica de cuo tpicamente vareliano, en la misma lnea de las definiciones

    que he intentado reconstruir en este captulo. German Wettstein le soli-cit all una comparacin entre la eclosin cultural del Uruguay de los

    aos 60 y 70, hecha sin internet, y los tiempos actuales:

    Yo dira responda Rama- que esa generacin fue netamente literaria y

    no cientfica. La generacin de los ingenieros de comienzos de siglo en

    Uruguay fue una generacin brillante. Fueron los que armaron el pas; se

    fueron con Batlle y Ordez, Victor Suderis, Jos Serrato, una cantidad

    de gente con una cabeza muy bien armada que deca cmo comunica-

    mos al pas, cmo lo integramos, cmo organizamos el papel del Estado,

    qu es lo importante y qu es lo accesorio, cmo creamos un sistema de

    industrias de base? Y esa generacin no escriba, haca otras cosas. []

    Creo que el pas est hiperpolitizado. [] El sesgo mas brutal que tiene el

    Uruguay, es el ratio de la gente poltica por metro cuadrado, que es eleva-

    dsimo, y no hay exponentes de otras formas del pensamiento. La poltica

    se ha chupado todo el pas [] Es un pas que se est fagocitando a simismo, porque si las energas acumuladas en el conflicto poltico fueran

    dirigidas a otras actividades, el pas sera otro.48

    RILLA, Jos. The tradition against political parties in Uruguay. Histria,

    v. 23 (1-2), p. 161-196, 2004.

    ABSTRACT: The uruguayan politics has been recognized as party-poli-tics, even in comparative terms. If this was the clue that permited the

    acumulation of civic aknowledgments, nothing allows us to think that it

    was established in an un-cuestionable way. This work aims to look into

    the other face of the process, to search in the history of the ideas who

    where opponents to the parties and their traditions. They also configured

    a political tradition.

    KEYWORDS:Political parties; education; Uruguay.

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    l a t r a d i c i n c o n t r a l o s p a r t i d o s e n e l u r u g u a y

    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 191

    NOTAS

    1 JOSE RILLA, Investigador de Historia Poltica, Profesor Titular de Historia Con-

    tempornea. Departamento de Ciencia Poltica de la Facultad de Ciencias Socialesde la Universidad de la Repblica. Profesor de la Facultad de Ciencias Econmicas

    de la misma Universidad. Investigador y docente en el CLAEH Instituto Universi-

    tario. Montevideo, URUGUAY. Email: [email protected]

    2 Ver J. E. Pivel Devoto, Historia de los partidos polticos en el Uruguay, Montevideo,

    Claudio Garca, 1942; Carlos Real de Aza, El patriciado uruguayo(1964), Monte-

    video, Ediciones de la Banda Oriental, 1981.

    3 Mariano Torcal, Jos Ramn Montero, Richard Gunther, Ciudadanos y partidos

    en el Sur de Europa: los sentimientos antipartidistas en Reis, Revista Espaola deInvestigaciones Sociolgicas, 101, Madrid, enero-marzo 2003, pp. 9-48. La evidencia

    emprica del estudio est referida a Espaa, Portugal, Italia y Grecia. Puede

    consultarse tambin R. J. Dalton y MP Wattemberg, eds.Parties without Partisans,

    Oxford. University Press, 2000; Scarrow, S. Politicians Against Parties: Antiparty

    Arguments as Weapons for Change in Germany en European Journal of Political

    Research, 29: 1996, 297-317.

    4 Debo mucho a Javier Gallardo el conocimiento de una ruta bibliogrfica referida

    a la tradicin republicana, reconstruida a partir de una literatura muy actualizada.Javier Gallardo,La Tradicin Republicana y la Democracia en Uruguay, Tesis Docto-

    ral, IUPERJ, Ro de Janeiro 2003. La identificacin de Maquiavelo en esta perspec-

    tiva ha sido explorada por J.G. PocockThe Maquiavellian Moment, Princeton ,

    Oxford PUP, 1975; Ver asimismo Natalio Botana,La Tradicin Republicana, Buenos

    Aires, Sudamericana, 1984; Robert Dahl, La democracia y sus crticos, Paids, 1991

    5 Una revisin comparativa reciente de las constituciones sudamericanas con arre-

    glo a una identificacin de modelos liberal,conservador y radical puede leerse en

    Roberto Gargarella El perodo fundacional del constitucionalismo sudamerica-no, 1810-1860, Desarrollo Econmico , vol 43, N 170, pp. 305-328, Buenos Aires,

    julio-setiembre de 2003.

    6 Ver. R.Hofstadter,La idea de un sistema de partidos. El origen de la oposicin leg-

    tima en los Estados Unidos, 1780-1840. Mxico, Guernika, 19686; D. Boorstin,The

    lost World of Thomas Jefferson (1948) Chicago and London, University of Chicago

    Press, 1993.

    7 J. Gallardo,La tradicinOp. cit. p 85.

    8 Hofstadter, cit. 79-82; Gallardo , cit. 74.9 Ver Francisco Bauz, Estudios Constitucionales /1887/, Montevideo 1953, Colec-

    cin Clsicos Uruguayos; Juan E. Pivel Devoto,Las ideas constitucionales del Dr. Jos

    Ellauri, Montevideo Talleres Grficos Monteverde, 1955; H.Gros Espiell Esquema

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    j o s r i l l a

    192 histria, so paulo, 23 (1-2): 2004

    de la evolucin constitucional uruguaya,Montevideo, 1974, FCU; A. Castellanos R.

    Prez Antn,EL pluralismo, examen de la experiencia uruguaya, 1830-1919, Monte-

    video, 1981 CLAEH, Serie Investigaciones, n 14, 2 vols.; Justino Jimnez de Archaga,

    La constitucin nacional, Montevideo, Cmara de Senadores, 1992; Martn C.Martnez,Ante la nueva Constitucin (1918), Montevideo, 1964, Coleccin Clsicos

    Uruguayos; Romeo Prez Antn Cuatro antagonismos sucesivos: la concreta ins-

    tauracin de la democracia uruguaya, en Revista Uruguaya de Ciencia PolticaN

    2, Montevideo 1988, Instituto de Ciencia Poltica; Carlos Cossi, La representacin

    poltica y sus fundamentos, Montevideo, Tesis de Licenciatura, universidad Catlica

    del Uruguay, 2000.

    10 Romeo Prez, Cuatro antagonismos sucesivos Op. cit. Pp 44-46; ver asimis-

    mo Francisco Panizza, El liberalismo y sus otros. La construccin del imaginarioliberal en el Uruguay 1850- 1930, en Cuadernos del CLAEH n50, Montevideo, 1989.

    11 Pivel Devoto, El caudillismo y la revolucin americana. (Prlogo), Montevideo,

    1966, Clsicos Uruguayos, pp. XX-XXI.

    12Ver El Caudillismo y la Revolucin, Op. cit. La opinin de Bernardo Berro acer-

    ca de los partidos polticos est tambin explicada en sus trabajos reunidos en 1966

    por Pivel Devoto, Bernardo Prudencio Berro: Escritos Selectos, Montevideo, 1966,

    Coleccin Clsicos Uruguayos. Al ao siguiente de la aparicin de aquellos escri-

    tos, Carlos Real de Aza public un avance de su estudio sobre Berro que desafor-

    tunadamente no culmin. Es un texto importante por cuanto nos remite a la ads-

    cripcin patricia de Berro pero tambin a sus inspiraciones en la repblica norte-

    americana y en De Tocqueville. Carlos Real de Aza Bernardo Berro, un puritano

    en la tormenta en Cuadernos de Marchan5, setiembre de 1967.

    13El Uruguay del futuroemitido en el ao 2003 por Radio Sarandde Montevideo.

    14 Agustin de Vedia, Nuestras ideas,enEl Iris, Montevideo, 15 de abril de 1864 n 1(Cit . en Juan Oddone,El Pincipismo del setenta. Una experiencia liberal en el Uru-guay, Montevideo, 1956, Universidad de la Repblica, p 151).

    15 Julio Herrera y Obes, principista pero colorado progresivamente convencido de

    las bondades de la divisa deca en el Banquete de la Juventud: nosotros estamos

    probando prcticamente que no es necesario recurrir a las utopas generosas de las

    fusiones; que no es necesario que un pendn de ignominia cubra los colores que simbo-

    lizan sus tradiciones en el pasado y sus aspiraciones en el porvenir cit. en Oddone,

    Op.cit. p. 34. Aos ms tarde, Julio Herrera criticaba los artculos de Carlos Mara /

    Ramrez/ en trminos bien coincidentes con lo anterior: al sacarse la divisa departido haba perdido con la nocin de las distancias y los colores polticos la certidum-

    bre de los enemigos a quien deba combatir, y as se le vea un da aliado a los mismos

    hombre que el da antes furiosamente atacaba. (Cit. en J. Oddone, p. 148).

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    l a t r a d i c i n c o n t r a l o s p a r t i d o s e n e l u r u g u a y

    histria, so paulo, 23 (1-2): 2004 193

    16 Ver Jos Pedro Barrn-Benjamn Nahum, Historia Rural del Uruguay Moderno,

    Montevideo Ediciones de la Banda Oriental, especialmente tomos I a IV, 1967-

    1973.. Barrn ya haba estudiado la polmica Varela- Ramrez aos antes como

    expresin del desarraigo de la elite urbana. Ver Marcha, Montevideo 13 de agostode 1965, p. 29.

    17 La trayectoria de Ramrez como jurista, docente y primer Catedrtico de Dere-

    cho Constitucional puede seguirse en Carlos Mara Ramrez,Conferencias de Dere-

    cho Constitucional ( 1871) Montevideo , 1966, Biblioteca Artigas, Coleccin Clsi-

    cos Uruguayos (Prlogo de Hctor Gros Espiel). Ver asimismo Blanca Paris y Juan

    Oddone, Historia de la Universidad de Montevideo, 1849-1895, Montevideo 1963,

    DP Universidad de la Repblica.

    18 He avanzado algunas consideraciones tericas y apoyos documentales de estatemtica ms general en Jos RILLA, Cambiar la historia. Historia poltica y elite

    poltica en el Uruguay contemporneo, en Revista Uruguaya de Ciencia PolticaN.

    11, Montevideo 1999, pp. 107- 130.

    19 Inscribo este anlisis en el mas amplio de los usos pblicos de la historia, inspira-

    do en textos como el de Francois Hartog- Jacques Revel (dir), Les usages politiques

    du pass, Paris, EHESS, 2001.

    20 Ver Gerardo Caetano Romeo Prez- Jos Rilla, La partidocracia uruguaya.

    Historia y teora de la centralidad de los partidos, en Cuadernos del CLAEH, n44,Montevideo, 1987; Cambios recientes en el sistema poltico uruguayo concebido

    como una partidocracia en Los partidos de cara al 90, Montevideo, ICP-FCU-

    FESUR, 1989.

    21 La versin ms prstina de aquel pensamiento se halla en: Juan Mara Bordaberry,

    Las Opciones, Montevideo,1980. Para un anlisis ver Jos L. Castagnola Pablo

    Mieres LA ideologa poltica de la dictadura en VVAA: El Uruguay de la dictadura,

    Montevideo, 2003, Ediciones de la Banda Oriental.

    22 La direccin de las empresas pblicas uruguayas en manos de polticos, es decir,

    encargadas a personas que provienen de los partidos polticos, representan genri-

    camente su lnea y rinden cuenta a sus autoridades, viene mereciendo duras crti-