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Revista editada por la Unidad de Investigación Criminológica, UNICRIM.Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios N°1. GENDARMERIA CHILE

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Las opiniones planteadas en los artículos son responsabilidad de sus autoresy no necesariamente coinciden con la política institucional.

Se autoriza a citar sus contenidos con la condición de que se mencione la fuente.

Diseño y diagramación: versión/producciones gráficasteléfono (2) 2698489 / e-mail: [email protected]

Edición de 2.000 ejemplares.

La Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios es una publicación de Gendarmería de Chile que tiene por propósito la difusión e intercambio de aportes al desarrollo del conocimiento conceptual y práctico en torno a la criminología, el penitenciarismo y otras disciplinas afines.

Su publicación se realiza semestralmente, en mayo y noviembre de cada año, y se distribuye en forma gratuita a funcionarios de Gendarmería de Chile, autoridades de los poderes del Estado y del sector público, instituciones académicas, colegios profesionales, embajadas e instituciones criminológicas y penitenciarias chilenas y extranjeras.

Personas o instituciones que deseen recibir la Revista pueden solicitarla ofreciendo inter-cambio mediante el envío de otras publicaciones o colaboraciones.

Dirección de la Revista:Teatinos 683 oficina 302 - Santiago de Chile

Fonofax: (56-2) 685 12 96 - Casilla electrónica: [email protected]

Se aceptan artículos inéditos de autores chilenos o extranjeros, escritos en castellano, con una extensión no superior a las veinte páginas tamaño carta a espacio simple. En la estructura del texto deberá distinguirse clara-mente: título, nombre del autor o autores (opcionalmente se puede incluir profesión, cargo y lugar de trabajo), un resumen de hasta 120 palabras que contenga las ideas principales, contenido propiamente tal con sus partes adecuadamente subtituladas, y referencias bibliográficas u otras notas en pie de página.

Cada artículo se puede enviar por correo postal o entregar personalmente, requiriéndose tres ejemplares impresos y un diskette con su archivo en un procesador de textos de uso corriente. No se reciben trabajos por correo electrónico.

Junto a esto se requiere además una carta del o los autores que exprese sus intenciones de que el artículo sea publicado en la Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios y además afirmando el carácter inédito de éste. Para tomar contacto durante el proceso, en la carta se deberá anotar un número telefónico o dirección electrónica.

El cierre de la recepción se efectúa el primer viernes de marzo para la edición de mayo, y el primer viernes de agosto para el número de noviembre, en ambos casos a las 12:00 horas.

El consejo editorial evalúa la calidad de cada trabajo y decide su publicación sobre la base de criterios temáticos, de relevancia y de rigurosidad. Si la cantidad de artículos que cumplen tales criterios supera la extensión máxima de la Revista, el consejo seleccionará los mejores.

Terminada esta etapa, se notifica a cada autor la resolución. Para el caso de los artículos no seleccionados, se garantiza que el documento no será utilizado con fines distintos a los que motivaron su participación, dando además la posibilidad de que los autores retiren el material entregado.

Bases de Publicación

Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios

Director Nacional y Representante Legal Hugo Espinoza Grimalt

Directora de la Revista Loreto Amunátegui Barros

Coordinador Fernando Pérez de Arce Ossandón

Consejo Editorial Hugo Espinoza Grimalt Loreto Amunátegui Barros Patricia Arias Barriga Pedro Castillo Cubillos Gaspar Marín Bustamante Raúl Saldivia Garcés

ISSN 0717-5744

Índice

PresentaciónHugo Espinoza 9

Nuevo Código Procesal Penal:Culminación de un trabajo formidable.José Antonio Gómez 11

Seguridad ciudadana y prevención del delito.Un análisis crítico de los modelosy estrategias contra la criminalidad.Patricio de la Puente - Emilio Torres 15

El sentido de la visita para las personasprivadas de libertad.Rodrigo Bascuñán - Luis Maldonado 63

El qué-hacer del psicólogoen el sistema penitenciario.Sofía Retamal 75

VIH/SIDA en el medio carcelario:Propuestas para un problema pendiente.Fernando Pérez de Arce 87

La implementación de la cárcel Penitenciaríade Santiago: El costo humanode la instalación (1847-1872).Jaime Cisternas 103

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La Revista Chilena de Ciencia Penitenciaria y de Derecho Penal, fundada en 1950 y editada por Gendarmería de Chile, fue por décadas el medio difusor por excelencia en nuestro país de reflexiones, hallazgos y proposiciones en esta materia. Desde su aparición hasta nuestros días sus artículos son consultados recurrentemente por profesionales y estudiantes de las más diversas áreas relacionadas con las ciencias sociales y el sistema penal.

Su finalización algunos años atrás mermó un desarrollo sostenido de conocimiento y discusión, cuyo vacío se aprecia aún más si consideramos el fuerte posicionamiento en la última década de las temáticas relacionadas con la criminalidad, la seguridad ciudadana y el aparato penal, y cuya expresión cruza distintos niveles de la vida social: la conversación cotidiana, el debate académico, la generación de políticas públicas, etc.

La necesidad de reponer un canal de difusión de estas características se concreta hoy en la Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios, que representa la continuidad en tanto producción realizada por Gendarmería de Chile y cuyos fines son semejantes a su antecesora. Pero también representa un giro necesario: la actualización de sus temáticas y enfoques, adecuándose a los contenidos que día a día surgen en la criminología y el quehacer penitenciario, como también la renovación de su formato según los nuevos estándares en materia de publicación en las ciencias sociales.

El relanzamiento se produce hoy al cumplirse los 70 años de nuestra Institución, y con el inicio de un nuevo siglo que llega acompañado de la mayor y más profunda innovación en el sistema penal chileno: la Reforma Procesal Penal.

El nuevo Código de Procedimiento Penal, promulgado el pasado mes de septiembre, es un hito histórico en nuestro sistema jurídico y una innovación concebida en el espíritu de profundización y perfeccionamiento de nuestra democracia. El nuevo proceso acusatorio, público y oral, es la respuesta al anhelo que durante largos años se expresó desde los diversos ámbitos de la sociedad, y que llega a cumplir con las expectativas democráticas de ciudadanos conscientes de sus derechos y de la necesidad de contar con instituciones que garanticen su libre ejercicio a todos por igual.

Presentación

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El tránsito desde el sistema procesal vigente, inquisitorio, escrito y secreto, hacia el nuevo proceso penal acusatorio, demandará un gran esfuerzo de parte de todos aquellos que for-mamos parte del sistema de administración de justicia penal. La promulgación de un cuerpo legislativo, por perfecto que él sea, para su éxito requiere de la voluntad y compromiso de todos; Gendarmería de Chile, consciente de la responsabilidad que en ello le cabe, ha iniciado un proceso interno destinado a armonizar su acción con el espíritu garantista que ha inspirado esta reforma.

En este sentido, hoy más que nunca, pensamos que es necesario crear nuevos espacios de reflexión sustentados en los aportes que nos llegan desde la criminología y otras ciencias sociales, y que permitan evaluar y mejorar permanentemente los resultados de una tarea cada vez más compleja: mejorar los niveles de seguridad de la ciudadanía.

En representación de la institución que me honro en dirigir, doy la bienvenida a los autores que hicieron su aporte para este primer número y la extiendo a todos los que lo harán en los sucesivos.

Hugo Espinoza GrimaltDirector Nacional

Gendarmería de Chile

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José Antonio Gómez UrrutiaMinistro de Justicia

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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Nuevo Código Procesal Penal:Culminación de un Trabajo Formidable*

El 31 de diciembre de 1894 el Presidente Jorge Montt, al enviar al Congreso Nacional el Código de Procedimiento Penal, manifestó su esperanza que en el país, en breve plazo, se instalara un sistema procesal penal oral.

Han transcurrido 106 años de ello y hoy, el Código Procesal Penal es una realidad, que constituye la consolidación de un proyecto de la sociedad chilena en su conjunto. Re-presenta una mejora en la actividad estatal y un perfeccionamiento de la idea de aquellos que contribuyeron a fundar nuestra república, respecto al establecimiento de un verdadero Estado Constitucional.

Será, asimismo, la columna vertebral de los cuerpos jurídicos que darán vida al nuevo Sistema de Enjuiciamiento Criminal que habremos instalado el 16 de diciembre próximo en las regiones de Coquimbo y La Araucanía, y paulatinamente en todo el país.

La democracia y la existencia de un Estado de Derecho son temas que importan a nuestra sociedad. En efecto, la Justicia se ha considerado, tradicionalmente, la principal virtud a la que debe aspirar la humanidad y en los albores del siglo XXI este principio parece cobrar doble significación.

Sin Estado de Derecho no hay democracia y sin éste la convivencia y la necesaria paz social parecen estar en permanente entredicho. De nada sirve contar con un extenso catálogo de derechos si no contamos, a la vez, con una institucionalidad que los haga respetar.

* Intervención del Ministro de Justicia, señor José Antonio Gómez Urrutia, en la ceremonia de Promulgación del nuevo Código Procesal Penal. Santiago, viernes 29 de septiembre de 2000.

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La posibilidad real de cada hombre o mujer de concurrir ante los tribunales de justicia en amparo de sus derechos, sea que éstos hayan sido infringidos por el Estado o por otro particular, es una prueba cotidiana y fehaciente del grado de juridicidad y de igualdad que un país es capaz de exhibir.

Los sistemas de enjuiciamiento criminal, que nos protegen de la violencia y de los abusos, son uno de los más elocuentes indicadores del nivel de respeto por los derechos de las personas que existe en un ordenamiento estatal. El autoritarismo y el comportamiento no democrático suelen reflejarse, con mayor fuerza, en la manera en cómo los poderes públicos encaran el reproche de las conductas desviadas o las formas de comportamiento delictuales.

Han sido estas consideraciones, la convergencia de intereses de parte de todos los sectores, lo que nos ha impulsado a comprometernos en una profunda reforma de nuestro sistema de enjuiciamiento penal.

Esta transformación, que rescata el espíritu republicano que Chile logró impulsar en el siglo XIX, tiene por objeto aumentar los grados de Justicia disponibles en nuestro país y se encuentra regida, en consecuencia, por lo que hemos llamado el ideal de Justicia de nuestra época.

La Reforma Procesal Penal es una de las más relevantes transformaciones que ha experi-mentado el Estado de Chile desde su consolidación y dará vida a un sistema de administración de Justicia que efectivamente garantice los derechos de los ciudadanos y proporcione los instrumentos necesarios para el bienestar y la paz social, contribuyendo, de esta manera, a la consolidación de los objetivos estratégicos de nuestro proyecto de desarrollo.

El Nuevo Código Procesal Penal pone a tono con los tiempos la estructura de nuestra Justicia, que por diversas razones es a todas luces defectuosa.

El actual sistema inquisitivo entrega a una misma persona (el juez) la facultad de investigar, acusar y fallar.

El cuerpo legal con el que contaremos los chilenos corrige de manera radical esta situación, al separar las funciones de investigar y acusar, de las de juzgar.

El Ministerio Público emprenderá la investigación, para determinar si hay o no mérito para acusar. A los jueces les corresponderá, entonces, tutelar los derechos ciudadanos que se pueden ver amenazados como consecuencia de la indagación que conducen los Fiscales; y sin duda, la más importante, deberán juzgar, esto es, decidir si el sujeto imputado por el órgano investigador es o no finalmente responsable de los hechos de que se le acusa y si, en razón de ello, merece o no la aplicación de una pena.

Para que esta separación de funciones resulte genuina se le otorgó al Ministerio Público un carácter autónomo, distinto e independiente de cualquier Poder del Estado.

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La instauración de un juicio oral y público es otra de las ventajas que el nuevo sistema ofrece al conjunto de la ciudadanía. Hasta hoy –y como fruto de un deficiente diseño de la ley– contamos con un procedimiento predominantemente escrito y que, en la práctica, se desarrolla en medio del sigilo.

Si el lenguaje legal suele escapar a la comprensión de los ciudadanos, ello se acrecienta en un sistema que favorece la configuración puramente ritual del juicio y permite que, muchas veces, exista una excesiva delegación en los Tribunales hacia funcionarios no letrados.

Bajo las reglas del nuevo Código, el juicio es concebido como un genuino debate contra-dictorio y a la vista de todos. En éste se enfrentan dos partes: el Ministerio Público, que representa los intereses de la víctima, y la Defensa Penal, que representa los intereses del imputado. En este debate, ambos, deberán someter sus respectivos argumentos y pruebas a la ponderación y decisión del Tribunal del Juicio Oral, ganando el sistema en legitimidad y transparencia.

Esa mayor legitimidad contribuirá, también, a hacer más eficiente la respuesta del Estado frente a la criminalidad. La rigurosidad de la respuesta penal se hace más fácil cuando los órganos del Estado están provistos de legitimidad que cuando carecen de ella. Un sistema de enjuiciamiento defectuoso desde el punto de vista del debido proceso, debilita al Estado, lo desprestigia y le impide actuar con severidad. Un mayor nivel de respeto de los derechos ciudadanos contribuirá, entonces, a favorecer una respuesta más vigorosa frente a los hechos delictivos.

Como ha sido destacado muchas veces, los recursos para la persecución de la criminalidad son escasos y poseen un alto costo de oportunidad en otras áreas –como la salud o la edu-cación– que son también muy sensibles desde el punto de vista social. En razón de ello estos recursos deben destinarse a la criminalidad más grave y no solamente, como por desgracia parece ocurrir hoy, a la criminalidad que es socialmente vulnerable.

El nuevo sistema de enjuiciamiento criminal introduce un diseño que favorece la eficien-cia.

Actualmente contamos con 79 jueces del Crimen y 170 jueces de competencia común. El nuevo sistema contará con 396 Jueces en Lo Penal y 413 Jueces de Garantía.

En el ámbito de la investigación, el Ministerio Público contará con 642 Fiscales especializados. La Defensa Penal, en tanto, tendrá asignados 432 abogados.

El conjunto de nuevos actores del sistema tendrá el apoyo de más 5 mil 600 funcionarios, lo que significa que habrá sobre 7 mil 500 personas dedicadas a la investigación, acusación y sanción de los delitos.

La implementación del sistema significa la construcción de 300 nuevos edificios a nivel nacional, equipados con moderna tecnología, los que una vez entregados a la comunidad habrán cambiado el rostro urbano de la gran mayoría de las ciudades del país.

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Desde el punto de vista financiero, la inversión del Estado es inmensa, 258 mil millones de pesos. Hoy el presupuesto del Poder Judicial alcanza los 70 mil millones de pesos al año.

Un sistema de enjuiciamiento provisto de las características que acabo de relatar, contribuirá a aumentar los niveles de seguridad ciudadana mejorando, de esa manera, la confianza social. La pérdida de ésta tiene enormes costos en bienestar.

La falta de confianza estimula las soluciones informales, obliga a prever recursos para hacerle frente y deteriora la confianza en el futuro, que constituye una variable clave para alentar el esfuerzo personal y el trabajo cotidiano que hace prósperas a las sociedades.

El acceso a la Justicia se verá también favorecido una vez que el nuevo sistema comience a funcionar. En vez de ponerse de cargo de la víctima, la persecución criminal se pone de cargo del Ministerio Público, de manera que los lesionados con el delito contarán –en una medida relevante– con una posibilidad de reparación, independiente de los recursos con que puedan contar.

Chile experimenta hoy excepcionales condiciones estratégicas para su desarrollo, pero posee un sistema de Justicia que está todavía demasiado lejos de esas promesas de prosperidad.

El talento y la responsabilidad de los jueces chilenos no son suficientes para remediar los serios defectos que presenta nuestra Justicia criminal.

Mediante el sistema de enjuiciamiento que establece este nuevo Código, la sociedad chilena hace suya la reforma a la Justicia, en el entendido que el procedimiento que se consagra, proveerá mayor bienestar cotidiano a los chilenos y, a la vez, y con la misma intensidad, un mayor respeto de sus derechos básicos.

Un sistema de justicia más imparcial, más justo y más acorde a las promesas del Estado Con-stitucional, y una persecución a la criminalidad más legítima y más eficiente, son los objetivos que el país se ha trazado cuando, en un ejercicio ejemplar de participación democrática y en una muestra de continuidad histórica, ha aprobado el nuevo Código Procesal Penal que hoy promulgamos.

La democracia y la Justicia deben alegrarse por ello.

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I. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

La historia parece mostrar que la necesidad de seguridad ha sido siempre uno de los princi-pales basamentos de la vida social organizada, pues se relaciona con los deseos y temores más básicos de los seres humanos. Por ello una de las funciones de los Estados ha consistido en proveer seguridad, y garantizarla representa un aspecto esencial para la legitimación del poder ejercido por sus gobernantes.

Patricio de la Puente LafoySociólogo, Magister, Académico

de la Universidad de Chile

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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Seguridad Ciudadana y Prevención del Delito. Un Análisis Crítico de los Modelos

y Estrategias contra la Criminalidad*

ResumenEl artículo aborda el tema de la seguridad ciudadana desde la perspectiva de la sociología enfocando los principales modelos y estrategias que han diseñado e implementado los países del Primer Mundo, durante la segunda mitad del siglo XX, tendientes a prevenir la delincuencia, reducir los índices de criminalidad y disminuir el temor ciudadano frente al delito.

Además se presentan las principales tendencias observables en la criminalidad en América Latina durante la década de los noventa, así como las medidas que algunos gobiernos de la Región han adoptado para enfrentar el delito que muestran la ausencia de una política coherente e integral en materias de seguridad ciudadana.

Finalmente se propone un esquema que pretende sistematizar los modelos y estrategias exami-nados, en orden a discutir su aplicabilidad en la gestión de políticas y programas en materias de seguridad ciudadana.

Emilio Torres RojasSociólogo, Magister, Académico de las Universidades La República y de Chile

* Este Artículo se ha desarrollado en el marco del Proyecto FONDECYT N° 1000027 “Gestión de la Seguridad Ciudadana Local”.

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Además de constituir una necesidad individual y colectiva, la Seguridad Ciudadana es, al menos en Occidente, un valor sociocultural, jurídico y político, representando un bien pú-blico requerido para el desarrollo de las personas en su vida social, para que la comunidad pueda ejercer libremente sus derechos individuales y colectivos, y cumplir con sus propios fines en la sociedad. Su logro se inscribe, y en ocasiones compite y entra en conflicto, con otros valores como la justicia, la democracia y la equidad, entendiéndose en nuestros días que su concreción no sólo es una responsabilidad del Estado, a través de las autoridades del sistema político, sino también de la ciudadanía en general.

El concepto de seguridad es extremadamente amplio y de alguna manera remite a las relaciones entre el Estado, la sociedad y la ciudadanía. En términos analíticos se puede diferenciar tres tipos de seguridad en que los estados modernos asumen responsabilidades fundamentales. Ellos son la seguridad externa, la seguridad interna o pública y la seguridad ciudadana.

La seguridad externa concierne a la defensa de la soberanía de un Estado-Nación de peligros, amenazas o conflictos emanados desde fuera de sus fronteras. La seguridad interna o pública se refiere al mantenimiento del orden público y al imperio de las leyes. En el resguardo de la soberanía nacional desempeñan una función preponderante las Fuerzas Armadas, en tanto que en el mantenimiento y restauración de la seguridad interior lo hacen las instituciones policiales y, en casos excepcionales por lo general previstos por las Constituciones o las leyes, asumen funciones en este plano las Fuerzas Armadas. Las instituciones militares y las policiales desempeñan entonces un papel primordial en la seguridad externa e interna, teniendo el monopolio del uso de la fuerza legítima (Kinkaid y Gamarra, 1996).

La seguridad ciudadana, en tanto, implica que los ciudadanos, de manera individual y colectiva, están en situación de vivir y convivir disponiendo de una protección necesaria tal que les permita superar los peligros propios de un entorno social riesgoso, aún cuando en la práctica dicho entorno va a proporcionar siempre distintos grados de inseguridad derivados de la acción de personas, grupos e instituciones o de elementos del medio natural que amenacen la vida, la integridad física o los bienes de las personas. La concreción o el logro de este tipo de seguridad, se entiende que es de responsabilidad tanto de la policía como de los ciudadanos mismos.

Pero la seguridad de los ciudadanos en una democracia no puede ser lograda a cualquier precio y de cualquier manera, sino que se debe lograr con pleno respeto de los derechos y garantías que el sistema político mismo reconoce a las personas. “Es ésta una situación paradójica del Estado Democrático, puesto que, en cuanto a Estado, reivindica para sí el monopolio de la fuerza, pero al mismo tiempo, en cuanto es democrático, se compromete a ejercer esa fuerza cuyo monopolio detenta, con sujeción a principios y reglas que ninguna justificación podría justificar transgredir” (Peña, 1998:116).

En situaciones en las que no está en peligro la supervivencia del Estado mismo, se entiende que los gobiernos democráticos deben velar por el orden social conjuntamente con la partici-

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pación activa de la ciudadanía. Pocos dudan en nuestros días respecto de la importancia de la participación comunitaria en las estructuras políticas y sociales y que sin la participación, derecho fundamental en una democracia, ésta queda reducida poco más que a una formalidad electoral. De ahí que las autoridades del sistema político tengan un papel fundamental en la formulación y ejecución de políticas de acción eficaces de seguridad ciudadana, de modo que las personas puedan desarrollar roles y ejercer sus derechos en la sociedad sin experimentar permanentes amenazas y zozobras en su vida cotidiana derivadas de actos que amenacen o vulneren su integridad física, su dignidad y sus bienes, teniendo la confianza que dichos comportamientos van a ser prevenidos y que, de ocurrir, serán sancionados legítimamente por la policía de modo que no queden impunes.

El logro de una convivencia pacífica se entiende contemporáneamente que no sólo esresponsabilidad del Estado, en términos que le corresponda de manera exclusiva y excluyente a las autoridades garantizar la protección a la población, adoptando decisiones políticas de servicio público que tiendan a disminuir la ocurrencia de los delitos más graves y violentos, evitando así sentimientos de temor en las personas. La interacción y coparticipación de la ciudadanía resulta indispensable para concretar un clima social de paz y tranquilidad.

Ahora bien, las teorías sobre el tema de la seguridad ciudadana, sin embargo, generalmente han privilegiado el polo de la inseguridad por lo cual los estudios al respecto han enfatizado el conocimiento de las características de las personas que cometen actos delictivos, la etiología del delito, los procesos mediante los cuales las personas se convierten en delincuentes, la carrera delictiva según tipologías de delitos, así como la capacidad del aparato estatal para reprimir, sancionar y rehabilitar a las personas que han incurrido en conductas antisociales. Sobre la base de esta mirada se tiende a concebir a la comunidad en términos globales y pasivos, como víctimas potenciales que requieren de la necesaria protección de la fuerza pública, tendiéndose a olvidar el rol activo que la sociedad civil puede desempeñar para lograr una convivencia libre de riesgos de ser víctimas de actos atentatorios contra su vida, su integridad física y sus bienes (De la Puente, 1997; Sepúlveda, de la Puente, Torres, Tapia, 1998).

Ante la realidad del delito los mecanismos de solución más frecuentemente utilizados por parte del Estado han sido los de carácter represivo. Sin embargo, desde fines del siglo XVIII, se ha ido abriendo paso la idea de que la prevención de la delincuencia representa un objetivo importante a lograr por los gobiernos, constituyendo ésta una de las funciones centrales de la policía.

Durante las últimas décadas, especialmente en las metrópolis y grandes ciudades, en casi todos las países se han observado un incremento considerable de las tasas de criminalidad y un creciente sentimiento de inseguridad entre los ciudadanos. Este proceso ha propiciado un retorno hacia las políticas centradas en la represión; presiones sociales tendientes a impulsar reformas legales orientadas a incrementar la severidad de las penas así como a reducir la edad para ser penalmente responsable; una mayor presencia y apoyo tecnológico a la policía y un uso frecuente de la pena privativa de la libertad.

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Sin embargo la investigación sociológica indica que los impactos de este tipo de medidas han sido escasos o nulos tanto en la reducción de la delincuencia como de los sentimientos de temor en la ciudadanía, sospechándose que han prevalecido planteamientos reduccio-nistas y simplificadores respecto de un fenómeno social eminentemente multidimensional y complejo.

En Europa, Estados Unidos y Canadá existe abundante bibliografía y se han realizado nu-merosos congresos y seminarios orientados a la discusión de programas que han dado lugar a importantes reflexiones e inspirado acciones por parte de las autoridades implicadas y de la sociedad civil. En América Latina no han habido experiencias similares y la disponibilidad de literatura sobre las nuevas tendencias en este campo es muy exigua.

Desde fines de los años ochenta y especialmente en los noventa, en Estados Unidos1, Canadá, Japón y en varios países de Europa se están registrando importantes reducciones en los índices delictivos. En cambio en América Latina, a pesar de la baja credibilidad de las estadísticas criminales, puede sostenerse que en esta década se observan: a) continuos incrementos en las tasas de criminalidad, especialmente de los índices de delitos contra la vida y la integridad física de las personas; b) una mayor participación de los jóvenes en la delincuencia, especialmente en la organizada; c) una relación más estrecha entre la delin-cuencia individual y la organizada vinculada con el tráfico y consumo de drogas; y d) una internacionalización del delito, como sucede con el tráfico de armas y drogas, el contrabando de especies, los robos de automóviles, etc.

Ahora bien, la criminalidad y el sentimiento de inseguridad acarrean considerables costos económicos y sociales para cualquier país.

Entre los primeros se pueden mencionar, por ejemplo, aquellos directamente imputablesa la comisión de delitos tales como las pérdidas de objetos o de dinero derivados de laperpetración de robos, hurtos o de estafas; daños derivados de la acción de actos vandálicos y de los provocados por la reacción de la fuerza pública frente a ellos; los costos implicados en la posterior intervención judicial y penitenciaria; los gastos en la asistencia hospitalaria

1 En efecto, según el criminólogo de Carnegie Mellon University Alfred Blumstein, las tasas de homicidio han descendido entre 1991 y 1998 en un 76,4 % en San Diego; 70,6% en Nueva York; 69,3% en Boston; 62,8% en San Antonio; 61,3% en Houston; 59,3% en Los Angeles; 52,4% en Dallas; 27.03% en Detroit y 22.3% en Chicago. (cfr. El Mercurio: 22 de abril de 2000).

Sin embargo, cabe señalar que durante los primeros seis meses del 2000, por primera vez en los últimos ocho años, se han incrementado las tasas de homicidio en las principales ciudades de los Estados Unidos, incluyendo Nueva York, Los Ángeles, Boston, Nueva Orleans, entre otras. Según el penalista Alan Fox, “si no se toman las precauciones necesarias, la violencia juvenil podría volver a los niveles de una década” (cfr. www.latercera.cl: 22 de junio de 2000).

Por otra parte, desde la perspectiva del temor ciudadano, de acuerdo a una encuesta efectuada por USA Today/CNN/Gallup en Estados Unidos, “un 70% de los padres de alumnos reconoció que está más preocupado por la seguridad de sus hijos en la escuela que hace un año” (cfr. www.latercera.cl:16 de abril de 2000).

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a las víctimas de delitos contra la vida y la integridad física de las personas. A lo anterior se deberían agregar los costos de carácter indirecto tales como la contratación de seguros contra robos de casas, vehículos o de servicios privados de seguridad; la instalación de rejas o muros de cierre en las viviendas, conjuntos residenciales, negocios y empresas; la compra de sistemas de alarma, armas y perros guardianes; la desvalorización de las propiedades emplazadas en áreas criminógenas; la disminución del turismo; etc.2.

Los costos sociales, aunque difíciles de evaluar, están relacionados con las consecuencias del delito sobre la víctima, como sucede con el tratamiento médico de heridas o los trauma-tismos; los cambios en el estilo de vida, como abstenerse de salir por la noche, de concurrir a lugares de esparcimiento ubicados en áreas peligrosas, entre tantos otros y que implican un deterioro en la calidad de vida de las personas. En lo referido al nivel de la sociedad en general pueden mencionarse los costos derivados del creciente sentimiento de temor de la población, así como las consecuentes presiones de la ciudadanía ante el sistema político por una mayor eficacia en la gestión de los programas de Seguridad Ciudadana.

II. MODELOS Y ESTRATEGIAS PARA LA PREVENCIÓN DEL DELITO

Como se señaló anteriormente, con frecuencia se ha considerado que el problema del control del delito debía enfocarse necesariamente en las características y motivaciones de las personas delincuentes reales o potenciales, por lo cual cobraban especial relevancia las estrategias de control formal de la sociedad representada por las instituciones policiales encargadas de reprimir a los delincuentes y de detenerlos, el funcionamiento de los tribunales de justicia en cuanto a una oportuna aplicación de una sanción penal, y de las cárceles donde los reos son recluidos y rehabilitados.

Esta estrategia basada en el poder disuasivo que tendría la intervención represiva policial y la aplicación de severas condenas privativas de la libertad por parte de la judicatura repre-senta costos elevados para el erario público, en tanto que los beneficios en la reducción de los índices de la criminalidad y la reducción del temor ciudadano han mostrado una escasa o nula eficacia como métodos capaces de enfrentar con éxito el delito, de acuerdo a los resultados de investigaciones empíricas sobre el impacto efectivo de la aplicación de este tipo de medidas en los países desarrollados.

Además, en el corto plazo, la acción represiva de los organismos del Estado tiende a ser inequitativa, al centrarse en los sectores sociales minoritarios y en los segmentos poblaciona-les más pobres, los cuales ven sus garantías constitucionales conculcadas frente a abusos o

2 Pese a las dificultades existentes en la comparabilidad internacional de estos costos, “un estudio comparativo del BID con una metodología común encontró costos económicos considerables: éstos alcanzaban como porcentaje del PIB, en 1995, a 24,9 en El Salvador, 24,7 en Colombia, 11,8 en Venezuela, 10,5 en Brasil, 12,3 en México y 5,1 en Perú” (cfr. CEPAL, 1999: 18).

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arbitrariedades de la policía, sin disponer en la práctica de mecanismos de defensa efectivos para hacer valer sus derechos ciudadanos.

Ante esta situación han surgido nuevos modelos y reformulado los existentes. En términos generales éstos procuran “prevenir, reducir la frecuencia o limitar la posibilidad de aparición de actividades criminales haciéndolas imposibles, más difíciles o menos pro-bables” (Gassin, 1990: 27) mediante el diseño e implementación de conjuntos de medidas emanadas desde diferentes instancias de gobierno, en las cuales la comunidad desempeña un rol activo.

La prevención del delito representa un constructo político e ideológico del cual se derivan múltiples acciones de orden práctico. Sin embargo, por cuanto este término es bastante difuso, elusivo y complejo, su significado ha asumido en el tiempo diferentes connotaciones de acuerdo al contexto socio histórico en que se ha aplicado, dando lugar a disímiles estrategias y nociones competitivas entre sí acerca de aquello a lo que en esencia se refiere y respecto de las prácticas institucionales que legítimamente se pueden derivar de él.

Lo anterior ha impedido formular generalizaciones y dificultado enormemente las posi-bilidades de formular una taxonomía respecto de modelos de prevención delictiva que han surgido y coexistido de manera híbrida a lo largo del tiempo, lo cual ha dado lugar a estrategias de prevención muy interdependientes y mixtas en su aplicación práctica. Tal vez por estos motivos la prevención del delito ha sido objeto de diversas construcciones –así como deconstrucciones–, recibiendo escasa atención por parte de la teoría sociológica.

A pesar de estas dificultades evidentes, en este trabajo se intentará hacer una exposición crítica sobre los principales modelos y estrategias de prevención del delito utilizados en los países del llamado Primer Mundo durante los últimos decenios del siglo XX, los cuales han servido de inspiración de políticas públicas en materias de Seguridad Ciudadana en América Latina durante los últimos años.

Sobre la base de lo anterior, se procurará inferir algunas categorías sociológicas de análisis relevantes que permitan clasificar y sintetizar los aspectos más sobresalientes de los modelos analizados identificando peculiaridades útiles para el diseño de estrategias de gestión de políticas públicas en el ámbito de la Seguridad Ciudadana.

A. Modelo de prevención social primaria de conductas delictivas

Las estrategias de acción basadas en esta idea propician un tipo de intervención por parte de los organismos del Estado caracterizado por ser demasiado teorizante e inespecífico, centrándose en tratar de disminuir las tendencias delictivas de la población en mayor riesgo, influyendo en sus actividades y comportamientos mediante el diseño e implementación de amplios programas de desarrollo económico-social a largo plazo en materias de educación, salud pública, vivienda, empleo y de recreación para el uso del tiempo libre por parte de los jóvenes.

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De acuerdo a lo expuesto, esta estrategia no considera de manera prioritaria la adopción de medidas tales como el posible efecto de intimidación que pueda derivar de la acción policial mediante patrullas, por ejemplo, o de acciones focalizadas en la sanción penal de los infrac-tores, en su rehabilitación, o en la indemnización a las víctimas de los actos delictivos.

La lógica de este tipo de intervención pública radica en el supuesto de que el mejoramiento de las condiciones materiales de vida de la población más vulnerable y proclive a cometer delitos contribuyen a neutralizar los factores que originan conductas criminales y que, por tanto, se debe mudar la condición socioeconómica de las personas antes que éstas incurran en un acto delictivo.

Debido a lo anterior, este modelo propicia una estrategia de prevención social primaria o anticipadora de la criminalidad, que se diferencia de la prevención secundaria y terciaria que se aplican cuando el delito ya se ha cometido, procurando interrumpir una carrera delictiva o la reparación de las víctimas, por ejemplo.

Este discurso basado en las teorías clásicas sobre la etiología del delito, según las cuales la acción criminal obedece a un conjunto de factores anteriores a su perpetración, tuvo una generalizada aplicación durante la época del Estado Benefactor en Suecia, Inglaterra, Francia, Países Bajos, entre otras naciones europeas, y en Canadá.

Las investigaciones orientadas por este modelo en diversos países han mostrado que los siguientes factores ejercen influencia sobre las predisposiciones a la delincuencia: a) los problemas que afligen a la familia de los hijos adolescentes tales como abandono, maltrato e indiferencia de los padres; b) el ausentismo, la mala conducta y el abandono escolar; c) la pertenencia a pandillas o bandas delincuentes; d) el consumo excesivo de alcohol y otras drogas; e) la prevalencia de problemas de personalidad tales como falta de auto-estima, de auto-control, egocentrismo, poca resistencia a la frustración, deseo de obtener gratificaciones materiales inmediatas; y f) la persistencia de necesidades urgentes que pueden ser satisfechas rápida y fácilmente por medios ilegítimos.

Si se asume que la presencia de uno o varios de los factores mencionados predisponen a la comisión de los delitos, se entiende que los objetivos de las medidas de prevención social deben orientarse a que los potenciales infractores satisfagan sus necesidades básicas y sus aspiraciones a través de medios legítimos.

En tal sentido, en el ámbito escolar se proponen reformas a los contenidos de los currícula en términos que proporcionen códigos de comportamiento respetuosos hacia los derechos de las personas; la instauración de un tipo de disciplina justo, claro y consistente, que conlleve una sanción equitativa a los infractores y que castigue con especial severidad los actos violentos; la creación de mecanismos acordados de mediación y arbitraje de conflictos que surjan al interior de las unidades educativas; la organización de actividades extra-programáticas recreativas; el refuerzo de los sentimientos de identificación con la escuela que podría lograrse a través de unidades educativas y de salas de clases de tamaño adecuado que posibiliten la supervisión personalizada de los alumnos; la instauración de sistemas

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de ayuda a los estudiantes que tengan dificultades en la continuidad de sus estudios, entre otras.

Otro tipo de medidas apunta a desalentar la constitución de bandas delincuentes identi-ficando a los líderes que reclutan a sus seguidores o cómplices conformando pandillas. De manera complementaria y simultánea se deben implementar programas de formación, orientación laboral y capacitación que eviten la presencia de jóvenes sin trabajo en sus medios residenciales.

Sobre la base de esas ideas fuerza, en la práctica social se han emprendido diversos tipos de programas entre los que se puede mencionar a vía de ejemplo.

El refuerzo de las estructuras familiares de los hogares donde residen niños y adolescentes de manera que sean capaces de orientar y supervigilar la conducta de los hijos, evitar episodios de violencia intrafamiliar y de maltrato al menor y las rupturas matrimoniales, de manera que los hijos no deban ser internados o sometidos a regímenes de custodia3.

La realización de acciones orientadas a disminuir el fracaso, el ausentismo y la deserción escolar a través de compromisos acordados con la comunidad educativa –educadores, padres y alumnos– que incluyen recompensas por la asistencia regular a la escuela, el acuerdo sobre códigos de conducta a ser respetados por los niños y los adultos, así como la identificación de problemas y soluciones realizados a través de grupos de discusión y acción juvenil4.

En esta misma línea se han implementado programas de intervención en escuelas de enseñanza media profesional que implican conjuntos de medidas que han incluido: lainstauración de un servicio informatizado de registro de inasistencias; llamadas telefónicas a los padres efectuadas durante la misma mañana en que su hijo no asistía; contratación de consejeros escolares que hicieran un seguimiento de los alumnos ausentes, se entrevistaran con los alumnos que pensaban dejar sus estudios y aconsejaran al respecto a los profesores;

3 Las experiencias de Homestart en Inglaterra y de Family First en Michigan, Estados Unidos, representan Centros Familiares dirigidos por profesionales y voluntariado capacitado para ofrecer apoyo práctico a hogares en situación de peligro de ruptura son ejemplos que se inscriben en esta línea de acción programática. En cuanto al proyecto Homerstart, hacia 1992 existían 130 programas locales que otorgaban apoyo a unas 7.900 familias. Una investigación evaluativa de cuatro años mostró que un 86% de los niños en riesgo registrados no requirió de custodia, y que la gran mayoría de las familias incluidas en el programa habían experimentado un cambio positivo.

4 Al respecto cabe señalar las iniciativas emprendidas en Inglaterra por la organización voluntaria Cities in the School que opera en las escuelas. Un proyecto piloto –The Academy– desarrollado en asociación con Towers Hamlets Association destinado a otorgar educación a cimarreros que no habían podido ser corregidos en sus escuelas atendió, en 1991, a un 80% de estudiantes que habían tenido problemas con la policía, proporción que ese mismo año bajó a 0. En siete meses la mitad de los niños registraba asistencia completa; un 76% encontró empleo, un 16% continuó con su educación y un 90% de los padres señaló una clara mejoría en sus relaciones con sus hijos. Programas similares han sido aplicados en Gwent, Merceyside y Lewisham.

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creación de clases de recuperación a quienes habían abandonado temporalmente la escuela o se ausentaban con frecuencia, de modo de facilitarles el retorno a las clases y proseguir con sus estudios regulares5.

Además, se ha impulsado el fomento a la recreación en vecindarios donde prevalecen altas tasas de criminalidad mediante la organización –por parte de autoridades locales, comuni-dades y organizaciones privadas– de programas que incluyen una gran variedad de activi-dades de este carácter fuera de la escuela que posibilitan usar constructivamente el tiempo libre a los niños y jóvenes residentes. Así por ejemplo la creación de clubes deportivos, de música, teatro, entre otros, permiten acoger a los adolescentes al interior de sus propias comunidades y recibir apoyo oportuno sin salir de su entorno cotidiano6.

Otra línea de acción que se inscribe en este modelo consiste en vitalizar y dar poder a las comunidades residenciales que son víctimas de acoso e intimidación por personas o grupos antisociales, generalmente asociados al micro tráfico y consumo de drogas, frente a los que se encuentran incapacitados de defenderse. Como en estos casos la intervención de la policía no puede ser continua, se ha intentado la potenciación o formación de organizaciones vecinales que operen vinculadas con la acción de unidades de instituciones locales y con la policía, de manera que les permita reclutar, por ejemplo, a jóvenes desempleados en los vecindarios en calidad de trabajadores comunitarios7.

Si bien este modelo tiende a excluir la adopción de acciones y la aplicación de programas de ayuda de carácter socioeconómico, que no tienen por objetivo principal y directo la reducción de la delincuencia, la generalidad y gran variedad de las acciones públicas en ámbitos muy diversos imposibilitan evaluar con precisión la eficacia de esta estrategia. Los partidarios de este modelo están conscientes que sus resultados sólo son apreciables en el largo plazo y que, en caso que los programas se apliquen a poblaciones objetivo muy grandes, los costos tienden a incrementarse considerablemente.

Sus detractores le reprochan que los programas que ha inspirado, aunque valiosos y de-seables en sí mismos, representan una demanda y presión crecientes sobre los gobiernos que siempre tienen y tendrán a su disposición una cantidad limitada de recursos. También han argumentado que cuando este modelo fue aplicado a escala nacional durante varios

5 Estas medidas fueron adoptadas en tres escuelas de los Países Bajos que presentaban elevadas tasas de deserción y ausentismo escolares. Su aplicación hizo disminuir significativamente las ausencias injustificadas de una tasa promedio de 1,4 horas semanales por alumno a 0,5 horas promedio.

6 La experiencia del denominado Sand End Youth Project, implementado en varios distritos con alta criminalidad juvenil de Londres en 1992, consistente en la creación de un club que funcionaba de 19 a 23 horas, horario en que los adolescentes no tenían aceptación en los clubes de sus barrios, que les ofreció la oportunidad de realizar múltiples actividades de entretención programadas por ellos mismos, redundó en una apreciable disminución de actos vandálicos en los lugares de residencia de los jóvenes.

7 Tal es el caso, por ejemplo, de la iniciativa Shelter, en Inglaterra, que incluye alojamiento supervisado y apoyo a jóvenes que buscan trabajo por primera vez o que desean tener una vida independiente de sus padres.

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años, contribuyó sólo a mejorar la distribución de los ingresos de la población pero no a reducir las tasas de criminalidad (Smith, 1995).

Por otra parte, los críticos a este modelo han sustentado que las causas de la delincuencia que pretende prevenir no se encuentran necesariamente en el desempleo, la pobreza, la frustración, la privación relativa, la desesperanza aprendida u otros factores de este carácter propios de medios en que se educan los niños y adolescentes, precisando además que ex-isten numerosas personas que aún cuando tengan trabajos estables y bien remunerados sin embargo delinquen, y que también siempre puede encontrarse a mucha gente desempleada que no comete actos delictivos.

Se señala, a vía de ejemplo, que “en 1931, en plena primera crisis económica mundial, en que la desocupación alcanzaba en Inglaterra a un 21% hubo 208 asaltos; en tanto que en 1996, en época de prosperidad en que la tasa de desocupación fue de sólo 8%, se produjeron 72.000 asaltos” (Dennis, 1997:7).

Como lo expresan Chinchilla y Ricco (1997:32), “contrariamente con lo que sucede con la prevención situacional, las medidas de protección individual sobre el potencial criminal actual más prometedoras son mucho menos numerosas. Las que pudieran tener efecto a corto plazo apenas han sido evaluadas, y las que han sido, no siempre han dado resultados alentadores. Sin embargo algunas de ellas ofrecen un potencial considerable, sobre todo por estar destinadas a atacar ciertos factores de criminalidad grave”.

B. Prevención situacional del delito

Este modelo, surgido en Inglaterra hacia fines de la década del 70, se basa en el hecho conocido de que los delitos, en general, como determinados tipos de actos delictivos espe-cíficos, se distribuyen de manera diferencial en el espacio urbano, puesto que algunos se cometen con mayor frecuencia en aquellos lugares que presentan para el infractor mayores oportunidades de éxito junto con una menor probabilidad de ser sorprendido. Esto es así puesto que el delincuente no sólo requiere de una motivación para delinquir sino también de una disponibilidad y accesibilidad respecto de la selección de blancos alcanzables que están en un momento concreto sin vigilancia o control social (Cromwell, 1996).

La prevención situacional no nació de una discusión acerca de la “etiología del delito”, o de las causas de la criminalidad tal como sucedió con el modelo anterior, sino que pragmáticamente buscó reducir las oportunidades de delinquir mediante la aplicación de medidas que estén directamente relacionadas con formas específicas de delito, incluyendo la administración, diseño o manipulación de un modo sistemático y permanente sobre aquellos espacios donde se cometen actos delictivos similares, de modo de hacerlos más difíciles y riesgosos además de menos atractivos y gratificantes. Este modelo asume que es aplicable a todo tipo de delito, no sólo a los “oportunísticos” contra la propiedad, o a los que implican un largo proceso de planeamiento.

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En sus inicios sus inspiradores trataron de reaccionar frente a un claro incremento de las tasas de criminalidad que se había registrado en la época de Wellfare State inglés, “en un momento en que la fe en los ideales sobre la eficacia de los programas de rehabilit-ación o tendientes a cambiar las disposiciones sicosociales de los delincuentes habían mostrado su fracaso, en tanto el incremento de la penalidad como las estrategias de mejoramiento socioeconómico se mostraban irrelevantes para disminuir las tasas de los delitos” (Downes y Rock, 1982).

Con posterioridad, hacia fines de los 70, este modelo fue desarrollándose en torno a la concepción del Homus Economicus, esto es, de un eventual delincuente que calcula racionalmente los riesgos, costos y dificultades inherentes a la comisión de un delito y de los beneficios que una determinada acción delictiva puede reportarle. A ello se incorporó más tarde la idea de que determinadas características del medio físico propician la vigilancia cotidiana, formal e informal, de las potenciales víctimas respecto de un entorno, lo cual podía ser reforzado mediante el diseño urbano.

En la actualidad este enfoque tiende a enfatizar las actividades rutinarias que desarrollan las personas, eventuales víctimas de actos antisociales; una metodología estandarizada basada en el paradigma de la investigación-acción; un conjunto de técnicas que reducen las opor-tunidades para la comisión de delitos; y un cuerpo de proyectos evaluados, que incluyen estudios sobre el desplazamiento de los actos delictivos (Clarke, 1997).

En una clásica formulación de su discurso, Clarke y Mathew definieron las características de las estrategias sobre el delito situacional como sigue: “1) medidas dirigidas hacia formas específicas del delito; 2) que involucran diseños o intervenciones sobre el entorno inmediato donde ocurren esos delitos; 3) de un modo tan permanente y sistemático como sea posible; 4) como para reducir las oportunidades de cometerlos” (Clarke y Mayhew, 1980:1).

La aplicación de este modelo ha dado lugar durante los últimos veinte años a numerosos estudios, realizados principalmente en Inglaterra y Estados Unidos, respecto a la comisión de distintos tipos de delitos y de delincuentes tales como: robos con violencia (Walsh, 1980; Maguire, 1982; Bennett y Wright, 1984; Nee y Taylor, 1988; Cromwell, et. al. 1991; Biron y Ladouceur, 1991; Wright y Decker, 1994; Wiersma, 1996), rateros de tiendas y supermercados (Walsh, 1978; Carroll y Weaver, 1986); ladrones de vehículos (Light, et. al., 1993; McCoullough et. al., 1990; Spencer, 1992); lanzas (Lejeune, 1977, Feeney, 1986); delincuentes en bancos y comercios (Kube, 1988, Nugent et. al. 1989) y delincuentes que usan violencia (Indermaur, 1996; Morrison y O’Donnell, 1996).

Operativamente, este modelo ha permitido la adopción de una gran variedad de medidas que pretenden intervenir sobre factores situacionales entre las que se pueden mencionar aquellas que tienen por finalidad detectar indicios de una actividad delictiva, en orden a aumentar los riesgos a los que pueden exponerse los infractores. Entre ellas se encuentran las medidas de vigilancia y detección consistente en la instalación de cámaras, videos, tele-

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visión en circuito cerrado, rayos X, detectores de metales, etiquetas electrónicas, sistemas de alarma, sistemas telefónicos para comprobar la validez de tarjetas de crédito e identidad de las personas, etc.

Otros tipos de modalidades de acción están relacionados con los planteamientos de los arquitectos urbanistas Jacobs, 1962; Jeffery, 1971 y Newman, 1972 acerca del rediseño de los conjuntos habitacionales del Estado.

Por ejemplo las ideas de Oscar Newman respecto al espacio “defendible” representaron un interesante esfuerzo por rescatar a las áreas residenciales de más bajos ingresos de la alta prevalencia del delito, a través de recursos o modificaciones de diseño que permitieran a los vecinos un fácil control social sobre los accesos a los conjuntos habitacionales y potenciaran la territorialidad de sus habitantes, de modo que les permitiera reconocer a los intrusos o extraños, y dificultar a los delincuentes las rutas de escape del lugar.

A pesar de las críticas teóricas y metodológicas que se han formulado a estas ideas, lo cierto es que ellas influyeron en muchos países no sólo en el diseño de conjuntos de viviendas públicas en altura –bloques de departamentos–, sino que la noción de espacio defendible se ha proyectado al diseño de espacios más seguros de escuelas, áreas y locales comercia-les, entre muchos otros, inspirado numerosos estudios y propiciado diversas medidas de prevención de la delincuencia (Coleman, 1985).

Entre las intervenciones que se han derivado de estos planteamientos pueden mencionarse el diseño e instalación de obstáculos físicos que protegen el acceso a edificios destinados a dificultar la comisión de un delito planeado o a retardar las acciones del delincuente, tales como puertas reforzadas, rejas, cierres amurallados altos, cristales antibalas, etc.; aquellos que procuran inmovilizar el blanco mediante mecanismos antirrobos en los automóviles, de cajas de seguridad empotradas en muros, así como los dispositivos que pretenden retrasar a los delincuentes en su huida, como la instalación de dobles puertas a la salida de instituciones financieras o el bloqueo de puertas traseras en las viviendas, entre otras.

En este orden de ideas también se inscriben los controles de acceso a zonas residenciales y edificios que buscan impedir el ingreso de extraños o limitar su entrada sólo a ciertas personas autorizadas mediante la instalación de barreras, puestos para vigilantes y porteros, sistema de entrada mediante el uso de tarjetas magnéticas, códigos electrónicos identificatorios de acceso a cajeros automáticos, contraseña para el uso de computadoras, etc.

Otros tipos de medidas se refieren a introducir cambios en el entorno y en los trayectos que realizan víctimas potenciales, de modo que se pueda reducir los contactos entre un delincuente potencial y su blanco lo cual se lograría mediante mecanismos propios de la planeación urbana tales como la reorganización del uso del suelo, de las zonas de estacionamiento de vehículos, de los paraderos de transporte colectivo, o a través de una racionalización de los horarios, por ejemplo disponer horas diferenciadas en las entradas y salidas de los escolares de menor y mayor edad y de desocupación de los estadios de las “barras bravas”, o de cierres de lugares donde se expendan bebidas alcohólicas, en forma

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que se impida la coincidencia en el tiempo y en determinados espacios entre eventuales delincuentes y sus víctimas.

Por último este modelo ha propiciado la incorporación de mecanismos tendientes a la eliminación o disminución de los beneficios que pueda reparar la comisión de un delito por medio de marcas de identificación colocadas en objetos de valor y en automóviles, la insta-lación de sistemas electrónicos que permitan ubicar los vehículos robados, de sistemas de detección de metales que identifiquen a los infractores, así como una estricta reglamentación que impida la venta y porte ilegal de armas.

Este discurso consiguió constituirse en el más poderoso y hegemónico hacia fines de siglo logrando una gran difusión en todo el mundo. Young, 1994:91 señala al respecto que “el modelo de prevención situacional del delito, acoplado a la teoría de la elección ra-cional, es un paradigma innovador de gran importancia”. Sus bases teóricas han tornadoirrelevante el estudio de la biografía de los delincuentes, su historia, contexto, motivacio-nes e interpretaciones subjetivas como categoría central del conocimiento criminológico, desplazándolo por un individuo abstracto que siempre estaría en situación de efectuar una acción-elección racional.

Desde una perspectiva teórica, se han criticado los esfuerzos de la prevención situacional en sus basamentos económicos derivados de la elección racional, por cuanto: 1) ignoran que generalmente los beneficios de un delito no siempre pueden ser medidos en un equiva-lente monetario; 2) esta teoría económica no capta la gran variedad de comportamientos rotulados socialmente como delitos y su variedad de costos y beneficios, considerándolos como una simple variable en sus ecuaciones; 3) los modelos matemáticos acerca de las elec-ciones para delinquir a menudo requieren de datos que no están disponibles y sólo pueden lograrse acudiendo a supuestos poco realistas; 4) la imagen de la teoría económica sobre la auto-maximización de los beneficios de decisiones cuidadosamente calculadas, no encajan con la naturaleza de una enorme cantidad de delitos (Clarke, 1992).

Por otra parte, este modelo no aborda la manera como el cambio social afecta las condiciones que pueden originar el delito y sus modalidades de comisión, focalizando su atención en aquellos que pueden cometerse en las calles o espacios públicos en general. Sin embargo el peligro y la violencia que tienen lugar en la esfera privada –ya sea en las organizaciones y o al interior de la vivienda–, pueden ser más graves que los que ocurren en el ámbito público.

También se reprocha a la prevención situacional la omisión de su agenda de los llamados delitos corporativos cometidos contra competidores, proveedores, empleados, consumidores y el público en general (Box, 1983); así como de los que se cometen por parte de agentes del Estado contra los derechos humanos de la ciudadanía (Cohen, 1996; McLaughlin, 1996).

Además, el modelo situacional ha merecido innumerables críticas respecto de las estrategias de prevención que ha inspirado. Por ejemplo existen fundadas dudas respecto a su eficacia respecto a determinados tipos de delitos y de delincuentes. En principio, las medidas derivadas de la aplicación de este modelo generalmente tienen como objetivo blancos materiales, ya

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sean éstos personas o cosas, refiriéndose siempre a delitos que involucran un planeamiento previo por parte del actor como sucede con las agresiones, los robos, hurtos, etc. En estos casos la prevención situacional puede resultar exitosa, siempre que las medidas previstas se adapten a los diversos tipos de blanco.

Sin embargo, no parece coherente que se postule recurrir a medios materiales para impedir la comisión de delitos inmateriales o intelectuales como son, por ejemplo, aquellos que constituyen un atentado contra la dignidad o el honor de una persona, así como también resultan poco eficaces estos medios en los casos de las infracciones involuntarias o casuales en que se actúa con negligencia o imprudencia faltando la voluntad de obtener un resultado delictivo, puesto que en estos casos no existe una elección racional de un objetivo.

En cuanto a los delincuentes, cabe reiterar que no todos actúan sobre la base de un cálculo racional de corto plazo. Muchas veces éstos cometen delitos de manera impulsiva, como ocurre frecuentemente con la violación, los homicidios, especialmente de niños, la violencia intrafamiliar, aquellos que se desencadenan bajo la influencia del alcohol y otras drogas, o bien son producto de una enfermedad mental.

Además tampoco parecen ser eficaces las medidas situacionales respecto a la gran cantidad de delincuentes reincidentes y profesionales, quienes son generalmente capaces de remover los obstáculos que, sólo en determinados momentos y espacios, dificultan la comisión de un delito.

No sin cierta ironía se reconoce a este modelo aprovechar e impulsar el desarrollo de aparatos electrónicos, de computadores, de inteligencia artificial, bioquímicos, de la arqui-tectura y diseño, entre muchos otros campos, que han propiciado que el control del delito y su prevención se hayan convertido en una lucrativa industria. Para Marx (1995), estas innovaciones tecnológicas han conducido en ocasiones a peligrosas consecuencias no deseadas, como sucede en los casos en que simples ladronzuelos que desean extraer algún dinero de sus víctimas se convierten en raptores para conseguir acceder a los códigos de sus tarjetas bancarias.

Para Garland (1996), el éxito del discurso de la prevención situacional en la actualidad deriva del hecho de que, especialmente en las grandes ciudades, el delito se ha convertido en un tipo de acontecimiento casi tan rutinario como los accidentes del tránsito. Ya no constituyen sucesos anormales o necesariamente aberrantes sino que han pasado a formar parte de la vida moderna urbana o un riesgo cotidiano que debe ser asumido y administrado de la misma manera que los accidentes en la vía pública. A partir de esto, se han producido un conjunto de transformaciones en las percepciones tanto de los ciudadanos como de las autoridades públicas, y surgido nuevas modalidades de intervención de los organismos del Estado acerca del delito que se alejan cada vez más de las políticas de un Estado Benefac-tor. De este modo, esta estrategia perece orientarse en la práctica a producir pequeños mejoramientos tales como perfeccionar la gestión de los recursos y de los riesgos, disminuir el temor ciudadano frente a la delincuencia y los costos en la administración de la justicia penal.

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Una de las consecuencias que ha traído aparejada la implementación de este modelo es que el delito se concibe implícitamente como una especie de riesgo “privatizado”, que recae sobre las organizaciones privadas y la sociedad civil tanto o más que sobre los gobiernos. Se subentiende entonces que los costos y el riesgo de ser víctima de actos delictivos también requieren de estrategias de seguridad diseñadas y financiadas por las organizaciones sociales y la población en general, de manera que las personas y las organizaciones sean capaces de evitar ser objeto de delitos, solventando aparatos o mecanismos de seguridad (guardias privados, sistemas de alarma, etc.).

Como postula O’Malley (1992), el efecto que ha tenido la aplicación de la estrategia situacio-nal es separar el control policial del delito respecto de los problemas más amplios inherentes a la justicia social. Implícitamente parece entenderse que, según este discurso, las personas son libres de cometer o no delitos y libres también de protegerse o no de las acciones delictivas, y que el Estado postularía también de manera implícita que su prevención es problema “de ustedes” y no “nuestro”. De acuerdo a lo anterior entonces, el tema tiende a ser colocado como una responsabilidad de las víctimas, a las que les corresponde en su ámbito privado mantener un comportamiento cuidadoso y costear el sistema de seguridad.

Según el autor citado, en el fondo la lógica que sustenta crecientemente este modelo es la del neo-liberalismo propio de las economías de mercado. Sin embargo, no puede afirmarse que todas y cada una de las medidas situacionales se inscriben en esta corriente.

Ahora bien, los estudios realizados para evaluar la eficacia de las medidas propiciadas por la prevención situacional del delito muestran que las tasas de criminalidad han disminuido en ocasiones más de un 50%8, a pesar que en algunos casos sus experiencias señalan fracasos evidentes, los cuales se han atribuido a ineptitud administrativa; fácil detección y remoción de los obstáculos por parte de los delincuentes; descuido de los guardias y observadores de cámaras de vigilancia; mal manejo de los códigos de tarjetas electrónicas por parte de los usuarios; errores de diagnóstico, en términos que las medidas se habían centrado en blancos de “alto riesgo”, sin que de hecho lo constituyeran; a que el público no utilizó por negligencia o comodidad los mecanismos de protección previstos, entre otros.

En términos generales, se ha demostrado que incluso en los casos exitosos se ha producido un desplazamiento del delito hacia blancos no protegidos, incrementándose en otros espacios y horas del día. Por ejemplo desde calles, supermercados y edificios con cámaras de vigilancia hacia otros cercanos que no disponen de ellos; desde microbuses resguardados a metro-trenes desprovistos de control; de barrios controlados por guardias a los que no los tienen; de delitos cometidos en determinadas horas en que se realizan controles hacia aquellas en que no se efectúan. La medición del desplazamiento delictual en éstas y otras situaciones

8 En Newcastle, Inglaterra, en 1992 se instalaron cámaras en determinadas calles, entre otras medidas adoptadas para la prevención del delito. Luego de 15 meses de su instalación se comprobó que los robos con fuerza en el área habían disminuido en un 57%, el robo de vehículos en un 47%, y el hurto desde vehículos en un 50%.

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semejantes sólo podría ser diagnosticada mediante rigurosas y costosas investigaciones a escala de una ciudad.

Quienes detentan el modelo sostienen que se debería considerar como contrapartida el “efecto de difusión de los beneficios” que tiene connotaciones espaciales y temporales paralelas al proceso de desplazamiento delictivo. Así no sólo disminuye el delito donde y cuando éste se previene sino que se produce un beneficioso efecto de halo hacia los espacios y horas en que las medidas no se aplican, como sucede con la detección que en determinadas ocasiones y en ciertas vías se realiza respecto de los conductores que manejan en estado de ebriedad, lo cual disminuye la tasa de accidentabilidad del tránsito en toda una ciudad.

C. Prevención multi-agenciada del delito

Las primeras experiencias basadas en este modelo tuvieron lugar en los años setenta en Suecia y Canadá.

En el país eslavo se creó, en 1974, el Consejo Nacional para la Prevención de la Delin-cuencia dependiente del Ministerio de Justicia, orientado a reducir la criminalidad en el largo plazo y a mejorar la seguridad ciudadana. Este organismo compuesto por profesionales de distintas profesiones –criminólogos, sociólogos, sicólogos, abogados, etc.– empezó desde su creación a actuar en estrecha colaboración con el Poder Judicial, diversos organismos públicos, autoridades locales y organizaciones ciudadanas centrando sus esfuerzos en el diagnóstico de la criminalidad y en la elaboración de políticas de prevención a ser aplicadas en el plano local. Desde 1991 empezó a colaborar con la Dirección Nacional de Policía en orden a crear organismos de prevención en cinco ciudades del país. Cabe señalar además que Finlandia, Noruega y Dinamarca se inspiraron en el modelo sueco, conformando también sus respectivos Consejos Nacionales.

En Quebec, Canadá, desde 1971 se constituyeron comités regionales para la prevención de la delincuencia y diversas organizaciones comunitarias con este mismo fin. Sobre la base del Consejo de Prevención del Delito, creado en Canadá en 1994 como organismo autónomo pluridisciplinario compuesto por 24 voluntarios designados por el Ministerio de Justicia y el Procurador General del país, las políticas se han focalizado en estudiar e introducir modificaciones de las normativas de administración de justicia y en la situación de los niños y jóvenes.

En Francia en 1983 se constituyó un Consejo Nacional para la Prevención de la Delincuencia, también basado en el modelo sueco, que a partir de dicho año ha conformado más de 850 consejos comunales, presididos por los Alcaldes, con representantes de los ministerios del área social y de la comuna, así como de expertos y personas a cargo de organizaciones gubernamentales y comunitarias, jueces y profesionales. Estos Consejos administran fondos para proyectos locales que financia el gobierno central mediante contratos exigiendo a los gobiernos municipales llevar a cabo un detallado análisis del delito, una evaluación de las

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estrategias actuales de prevención del delito y un plan sistemático de acción futura. En estos planes se incluye el compromiso de las autoridades locales, la policía, directores de escuelas, propietarios de viviendas sociales, empresarios y redes de transporte público9.

En Inglaterra también en el año 1983 se creó una Unidad de Prevención dependiente de la dirección de policía del Home Office (Ministerio del Interior), con la misión de crear conciencia en la ciudadanía acerca de su vital compromiso y responsabilidad en el control de la delincuencia, a lo cual se denominó “ciudadanización del delito”, y de promover medidas sociales, de corto y largo plazo, de apoyo a la acción de los servicios locales, en términos de mejorar la seguridad comunitaria.

Entre los programas de prevención inspirados en este modelo habría que mencionar también el denominado “Cinco Ciudades” de 1985, y especialmente el conocido como “Ciudades más Seguras” (Safer Cities), aplicado desde 1988 a 1993 en su primera fase, cuyos objetivos principales consistían en disminuir las tasas de delincuencia; reducir el temor hacia el delito y lograr entornos urbanos más seguros, de modo que puedan prosperar las actividades comerciales, empresariales y económicas. Este programa fue aplicado en 20 ciudades y localidades y ha apoyado cerca de 5.000 proyectos de prevención del delito en unas 30 áreas urbanas y del interior. Las medidas a que se recurrió incluyeron el fortalecimiento de objetivos (target hardening) mediante mejoramiento de accesos a edificios, alarmas, alum-brado, vigilancia de vecindarios, programa de marcas de objetos, distribución de volantes e inspecciones domiciliarias. Esta experiencia representó una manifestación concreta de una estrategia localmente basada aunque centralmente dirigida y multi-agenciada que en los hechos combinó los modelos de prevención social y situacional10.

Con posterioridad, en 1993, el Home Office creó un nuevo Consejo para la Prevención de Delito, conformado por representantes de la industria, el comercio, los negocios y de organizaciones sin fines de lucro, con la intención de duplicar, en una segunda fase, los proyectos canalizados al programa “Ciudades más Seguras”.

En 1993, la ciudad de Houston tuvo la iniciativa de convocar una coalición de siete ciudades que se comprometieron a iniciar un Plan para la Prevención del Delito en Texas conocido como T-Cap (Texas City Action Plan to Prevent Crime). La coalición se conformó bajo la dirección del Alcalde y contó con la participación de actores de distintas agencias de la ciudad que integraron equipos de trabajo sobre diversos temas tales como educación orientada a la sensibilidad cultural y a un ambiente de aprendizaje más seguro; capacitación laboral y de creación de vínculos con empleadores; planes de salud y de medio ambiente para derivar a

9 Si bien no existen evaluaciones técnicas de los Consejos, en el período 1983 a 1987, el delito se redujo en 10,5% en Francia y casi un 12% entre 1985 y 1986 en la ciudad de Lille.

10 Una evaluación del programa en cuanto a la comisión de robo en domicilios mostró una reducción global del 21% en la prevalencia de este delito y se autofinanció al reducir los costos a las víctimas y al Estado. (Ekblom, P.; Law, H. y Sutton, M.,1996).

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jóvenes en situación de alto riesgo a los servicios que prevengan la formación de pandillas; planes para la recreación y la formación de destrezas para la juventud, etc.11.

Una de las ideas fuerza de este modelo consiste en la “responzabilización ciudadana” en la prevención y disminución de la delincuencia. Esto implica concebir que la inseguridad ciudadana no puede ser superada acudiendo a mecanismos del mercado, ni tampoco por un Estado que opere de modo centralizado, sino apelando al compromiso activo y mancomunado de los gobiernos y de la ciudadanía en la lucha contra el crimen.

Si bien el discurso del modelo incluye la intervención de los agentes privados en la prevención del delito, se critica que la aplicación del modelo situacional ha ido convirtiendo a sectores de las ciudades en verdaderos enclaves o fortalezas autosegregadas reveladores de un proceso que tiende a privatizar el problema eminentemente ciudadano de la inseguridad pública. De acuerdo a Bottoms (1990), este individualismo acarrea claros peligros, pues su resultado final puede consistir en una ciudad que tenga fuertes dispositivos de protección en viviendas, calles y locales comerciales, en tanto los citadinos tendrían que usar alarmas personales, y tal vez armas, para su protección individual mientras se desplazan por la ciudad.

Además, la adopción de decisiones respecto al diseño e implementación de medidas y me-canismos de prevención delictual se entiende que no deben ser elaborados exclusivamente “desde arriba” por parte de organismos centrales del aparato público, pues éstos tienden a actuar con criterios tecno-burocráticos alejados de la vida cotidiana de las víctimas de la delincuencia. Por el contrario, según este modelo, las estrategias de prevención tendrían que aplicarse a través de multi-agencias del Estado que incluyan una asociación entre la sociedad civil, la policía y, especialmente, a las autoridades locales que constituyen el foco natural para la coordinación con las instituciones sectoriales del Estado y por cierto con los organismos policiales, en un amplio abanico de actividades orientadas hacia el logro de la seguridad.

De acuerdo al discurso de este modelo, el control y prevención del delito involucra y compromete a toda la sociedad, por ello conlleva una visión más amplia del problema de la inseguridad pública, reformulando así el papel tradicional de la policía como el principal agente responsable de la lucha contra el delito y tornando un tema central para su éxito lograr en la práctica una fluida coordinación entre los organismos públicos, el sector privado, las autoridades locales y la comunidad territorialmente organizada.

En cuanto a la labor de la policía, su eficacia pasa a ser medida principalmente por una metodología de policiamiento por objetivos en función de la solución de problemas, esto es, según el logro de metas a ser obtenidas en lugares y tiempos específicos de acuerdo con indicadores cuantitativamente mensurables. Como la tarea de los organismos policiales

11 Entre 1992 y 1994 los índices de delitos denunciados en las siete ciudades del T-CAP descendieron, y en Houston dicha reducción fue del orden del 14% en el período.

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debe ser implementada en estrecha asociación con la comunidad, también forma parte de la evaluación de su trabajo la opinión de los ciudadanos expresada a través de encuestas periódicas.

Según Tilley (1994), la prevención del delito a través de multi-agencias ha ido incrementando su importancia en Inglaterra durante las últimas dos décadas como un modelo que ha intentado responder al incremento de las tasas de criminalidad derivado del fracaso de los mecanismos tradicionales basados en la detención y la prisión de los delincuentes. Sin em-bargo, su análisis es crítico en cuanto a la conflictividad de las relaciones de poder propia de las interfaces central/local que implica la aplicación de este modelo; a los conflictos latentes de coordinación que conlleva la asociación de heterogéneas organizaciones del sector público y privado, que otorgan diferentes significados a la prevención de la delincuencia y para las cuales esta función representa apenas un objetivo marginal; así como a las complejas y no siempre transparentes redes que los policías deben tejer con los individuos y grupos para la implementación de los programas en el ámbito local.

Autores como Liddle y Gelsthorpe (1994) han observado que en la escala local, con el paso del tiempo, los programas han ido aumentando su diversidad y falta de uniformidad a pesar de los esfuerzos en contrario desarrollados por el poder central, de modo que el progreso real conseguido en determinadas áreas obedece fundamentalmente a las idiosincrasias históricas locales o al compromiso y talento de determinadas personas y grupos que han asumido el problema de la prevención del delito como un deber propio.

Además como estos proyectos fueron en gran parte financiados por empresas locales, la opinión de sus representantes ha ido adquiriendo un status “casi de oráculo” (Loveday, 1994) y en la práctica las autoridades locales, en general, han perdido progresivamente su rol clave de coordinación, erosionando el gobierno democrático comunal en favor de una gestión cada vez más centralista del Ministerio del Interior.

El éxito de estos programas no ha podido ser evaluado fehacientemente, cuestionándose que las iniciativas no han tendido a prevenir la delincuencia per se, sino a disminuir el temor a la delincuencia al conseguir ciudades más seguras para la inversión, instalación y desarrollo de actividades económicas y comerciales. En esto último las mediciones han encontrado resultados positivos así como en la disminución de delitos menores cometidos en barrios y calles vigilados por vecinos voluntarios.

Finalmente también a este modelo se le ha formulado la misma crítica que al de la prevención situacional, en cuanto a que su aplicación tiende a provocar un desplazamiento del delito de carácter: “1) ‘temporal’, o sea, que el delito sea cometido en otra oportunidad; 2) ‘espacial’, de modo que el mismo acto sea realizado en otro lugar; 3) ‘táctico’, que se cometa a través de un procedimiento distinto; y 4) ‘funcional’, es decir, que sea cometido otro delito al originalmente planeado o concebido por su autor” (Pease, 1997:977).

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D. Prevención comunitaria del delito

El duro debate entre aquellos que propician que los individuos autónomos y racionales deben ser protegidos y liberados del poder del Estado y de la interferencia del aparato burocrático público y los que preconizan la supremacía de lo social sobre lo individual pareció favorecer una nueva emergencia de las ideas del comunitarismo, particularmente en cuanto a que la comunidad, más que el Estado o los individuos aislados, debería ser el centro del análisis sobre los problemas sociales contemporáneos y que en la elaboración de las propuestas y en la adopción de decisiones respecto a la superación de los mismos debería tomar parte la propia comunidad afectada.

Hacia fines de los ochenta y durante los noventa se hicieron cada vez más frecuentes las nociones de “participación comunitaria”, y en terminología inglesa los de empowerment community, resposibility y solving-problems community, en el tratamiento de los temas y en el diseño de estrategias relativas a la prevención del delito.

Estas concepciones ostentan parentescos múltiples en la historia del pensamiento social, pues tienen vinculaciones con las nociones aristotélicas acerca del republicanismo cívico, las ideas Judeo-Cristianas sobre comunión y la tradición sociológica vinculada con Ferdinand Toennies e incluso más lejanamente con Emile Durkheim; así como la expresión de las aspi-raciones comunitarias parecen estar también asociadas con las primeras utopías socialistas y anarquistas de Robert Owen y Peter Kroptkin.

Sea como fuera, esta heterodoja herencia tuvo la virtud de romper en gran parte la discusión entre neo-liberales y partidarios del Estado Benefactor al apelar sobre la existencia de per-sonas y grupos humanos específicos, en vez de continuar con el tradicional debate abstracto sobre la primacía de los derechos individuales sobre los del Estado o vice versa.

Tal vez debido a su origen híbrido, es posible identificar un tipo de comunitarismo “conser-vador” que intenta una re-moralización de la sociedad, tal como lo concibe Etzioni (1995): “el Comunitarismo llama a restaurar las virtudes cívicas y a la regeneración de las obligaciones morales entre los ciudadanos”.

Entre las preocupaciones centrales de Etzioni, destaca su afirmación acerca de la existencia de un desequilibrio entre los derechos de los ciudadanos respecto de sus obligaciones, en un contexto en que se había perdido el consenso moral respecto a la trascendencia social de instituciones básicas como la familia, la escuela y las asociaciones voluntarias. De esta forma, la existencia y fortalecimiento de una moral comunitaria homogénea conformadora de redes sociales fundadas en la solidaridad y la cooperación, y el retorno hacia una estable familia tradicional representan tanto una apelación a la vuelta de un pasado, recordado con nostalgia, como una inspiración en el diseño de futuras políticas públicas tendientes a resguardar la ley y el orden.

Estas tesis fueron adoptadas, por ejemplo por Dennis y Eros (1997), quienes plantearon que la familia heterosexual monogámica constituye la célula básica de la estabilidad social en

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toda sociedad, y que ella constituye un medio vital para controlar y prevenir el delito. Estos autores postulan que la familia nuclear ha sido debilitada por el desarrollo del capitalismo y especialmente por una cultura permisiva e individualista. Así la creciente prevalencia de separaciones matrimoniales y de hijos ilegítimos criados por una solitaria mujer jefa de hogar, representa un factor relevante en el incremento de la criminalidad juvenil debido a la ausencia de un modelo de autoridad paterna. Ya antes Murray (1996:127) había señalado esta misma idea con su sentencia: “en las comunidades sin padres, los niños se tornan salvajes”.

Una de las manifestaciones de este modelo es el conocido como “Plan Tolerancia Cero”, que en realidad constituye una mutación realizada por los medios de la metáfora de las Ventanas Rotas planteada en un artículo aparecido en la revista Atlantic Monthly por George Wilson y Jemes Kelling (1982). Esta tesis postula que así como la presencia de ventanas con vidrios sin reparar son indicativas de que a nadie le importa el edificio, lo cual puede conducir a actos vandálicos más serios, que de no ser tratados a tiempo, pueden significar también que a nadie le importa el vecindario donde se producen y conducir a desórdenes y conductas delictivas más graves, por cuanto el círculo del delito se retroalimentará en el tiempo: microtraficantes y prostitutas se ubicarán allí, se localizarán bandas que asaltarán en sus calles, disminuirán los precios de los inmuebles, la gente respetable se irá del vecindario y probablemente será reemplazada por personas menos responsables que considerarán el área como un paraíso para el delito, y así la espiral continuará (Pollard, 1998).

Como corolario de lo anterior, se postula que para evitar esta dinámica negativa, la labor de la policía debería consistir en reaccionar y controlar siempre con la mayor rapidez y firmeza posibles los más mínimos actos atentatorios contra la buena convivencia, por cuanto de este modo se estaría en situación de prevenir la escalada hacia delitos más graves.

Cuando Rudolf Guliani fue electo por primera vez como Alcalde de Nueva York, en 1993, seleccionó a William Bratton como Jefe de Policía. Desde el principio se dieron a la tarea de implementar la tesis de las “Ventanas Rotas” mediante una estrategia que partió dete-niendo a usuarios del metro que no pagaban pasajes, lo que permitió establecer que más del 10% de las personas arrestadas por evasión de las tarifas del metro era buscada por un delito anterior, y casi un 5% era portador de alguna arma. Con posterioridad, mediante redadas sucesivas, fueron arrestados en las calles ebrios, prostitutas, vagos, limpiadores de parabrisas de autos, pintores de graffitis, vendedores de drogas, portadores de armas, mendigos agresivos, estudiantes cimarreros y sospechosos en general. La habilitación de un vehículo especial que disponía de teléfonos, fax, instrumental para tomar muestras de huellas digitales y cámaras fotográficas permitió disminuir el tiempo de los arrestos de 16 a tan sólo una hora.

Antes incluso de iniciar esta etapa operativa, Bratton consideró imprescindible iniciar y luego mantener un contacto sistemático con los medios a través de los cuales se transmitieron diversas campañas de propaganda y de difusión de sus logros especialmente por la radio, con el propósito de crear un debate público sobre la labor policial, emitir un mensaje optimista

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a la ciudadanía y levantar la decaída mística de su personal, así como para advertir a los infractores que los abusos y desórdenes callejeros iban a ser severamente combatidos.

En orden a mejorar la eficiencia y eliminar la corrupción policial se implementó un proceso de profundo cambio organizacional o de re-ingeniería en el departamento de policía, con-formándose equipos internos de restructuración en materias de productividad; disciplina; capacitación; supervisión; organización del distrito; sociedades para la construcción de la comunidad; estructura organizacional funcional y geográfica; de relación con la prensa; estímulos y carrera funcionaria; equipo y uniformes y tecnología e integridad. Como resultado de este trabajo, el personal corrupto fue despedido, una gran cantidad de funcionarios que realizaba tareas burocráticas se destinó a labores de patrullaje en las calles, a los que se les unió alrededor de siete mil nuevos policías que fueron capacitados de acuerdo con esta estrategia e igualmente incorporados al policiamiento en las vías públicas.

Con un equipo humano confiable y disponiendo ahora de una dotación policial de 38.000 hombres para una metrópolis de algo más de siete millones de habitantes, se intentó que los policías tuvieran la máxima presencia y visibilidad en la población de modo que permitiera una fácil denuncia de los actos anti-sociales por parte de la ciudadanía, una disminución del temor frente al delito y crear la sensación entre los potenciales delincuentes de que los policías podían estar prácticamente en cualquier parte de la ciudad. Formaba parte de esta estrategia el hecho que muchos de ellos anduvieran sin uniformes, recorriendo las calles más concurridas caminando entre los peatones (Dennis, 1998).

Además, la operatoria del policiamiento callejero también fue drásticamente cambiada al introducirse la idea de diferenciar la ciudad en áreas y éstas en barrios a cargo de sus respectivos comandantes, quienes estaban en situación de movilizar rápidamente a las patrullas y al personal de apoyo hacia los lugares amagados. Cada comandante debía elaborar una mapa computarizado de los delitos acaecidos en su zona, el que era actualizado periódicamente.

El resultado de la labor policial era conocido y discutido mediante reuniones que se realizaban dos veces por semana, denominados Compstat Meeting, en orden a que todos los coman-dantes contaran con datos actualizados procesados a través del sistema Comprehensive Computer Statistic (Compstat), de manera que les permitiera conocer y medir los progresos alcanzados en el logro de metas previamente fijadas de reducción de la delincuencia, las cuales eran de público conocimiento y examinar los obstáculos presentados en los sectores bajo su mando y perfeccionar sus tácticas. Ello se tradujo en un estilo de administración descentralizado y flexible, y en un creciente compromiso de todos los policías con la “lucha contra el crimen”.

Adicionalmente se diseñó un Programa de Alerta que permitía comunicar a las unidades policiales, con un día de anticipación, las libertades provisionales otorgadas por los juzgados a jóvenes delincuentes, a objeto de que quedaran a cargo de un oficial que velara por la conducta de un recién liberado bajo palabra y evitara su reincidencia.

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El control policial también se debía efectuar en los vecindarios donde prevalecían altas tasas de delincuencia juvenil, con el propósito de evitar que los niños y adolescentes formados en familias en que era recurrente la violencia doméstica, que se encontraban sin trabajo ni asistían a la escuela devinieran en drogadictos, se incorporaran a pandillas, se convirtieran en portadores de armas y se iniciaran en una carrera delictiva. A través de un trabajo persistente en los vecindarios mismos, denominado “policiamiento vecinal”, se trataba de ganar la confianza de los vecinos y de los delincuentes potenciales, diseñando con la comunidad programas de recreación y deporte en las escuelas, en los horarios vespertinos y nocturnos en que no eran utilizados y durante los fines de semana, para permitir que los jóvenes “se salvaran o alejaran del vicio”, al ocupar su tiempo libre de una manera activa y entretenida12.

Otras iniciativas emprendidas en este ámbito son las patrullas del barrio, constituidas por los mismos vecinos que recorren las calles de su sector residencial; los caminantes, que son guardias que en las noches se ofrecen para acompañar a una persona a su casa cuando no se siente segura; y los puertos seguros, que representan a asociaciones vecinales identificadas mediante un cartel distintivo que guarecen a quienes están a punto de ser asaltados y se les ofrece teléfono para que puedan comunicarse con una patrulla policial y los conduzcan hasta su casa. Además, se abrió la posibilidad de contratar por horas a policías que estén fuera de servicio durante la noche, quienes otorgan protección de acuerdo a la demanda de algún interesado.

La estrategia de control y represión contra el delito constituye la dimensión más difundida y conocida del “Plan Tolerancia Cero” la cual ha merecido severas críticas por parte de las organizaciones defensoras de los derechos civiles. Estas se manifiestan y recrudecen cada vez que emergen ante la opinión pública comportamientos de abuso y violencia policiaca de que son víctimas especialmente las minorías étnicas. Tal fue el caso paradigmático del alevoso asesinato de un inmigrante nigeriano desarmado acusado de cometer abuso sexual contra un haitiano, en agosto de 1997, que provocó fuerte repudio por parte de los medios y de la opinión pública en general.

En términos generales, cabe señalar que desde la implementación de este Plan en Nueva York, el número de quejas por abuso policial había aumentado en un 41% y se había casi duplicado el monto de indemnizaciones pagadas en compensación a las víctimas de los abusos de 13,5 millones de dólares a 24 millones en 1997.

Otro tipo de críticas deriva del hecho de que el creciente número de arrestos de personas aprehendidas por faltas o delitos menores ha implicado un exponencial incremento en

12 Como resultado de esta sistemática labor en los vecindarios, entre 1993 y 1997 el número de arrestos por droga en Nueva York se incrementó desde 65.043 a 107.000, en tanto que las detenciones por violencia familiar aumentaron en ese mismo lapso de 893 a 1.417. Asimismo entre 1993 y 1997 los asesinatos disminuyeron de 1.929 a 776; los crímenes contra las personas, de 131.000 a 77.356; los delitos contra la propiedad, de 298.291 a 161. 868; y los robos de automóviles, de 51.350 a 11.631.

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el número de reclusos: desde 300.000, en 1989, a más de un millón y medio en 1995, contribuyendo a aumentar el hacinamiento en las cárceles y a incrementar severamente el presupuesto público destinado a la manutención y rehabilitación de los delincuentes.

Pero en el mundo también existen experiencias interesantes que se inscriben en el modelo de la prevención comunitaria pero con una orientación diferente.

Así como en Nueva York a mediados de la década de los ochenta, antes de la ejecución del Plan, la prensa local reclamaba respecto a la existencia de una suerte de “putrefacción de la Gran Manzana”, coetáneamente en Barcelona los medios denunciaban que los índices de delincuencia, hacia 1984, se habían triplicado en menos de una década llegando a un 25%. Doce años más tarde dicha tasa había bajado a sólo un 14%. ¿Qué medidas adoptadas en ese lapso habían permitido este drástico descenso?

En la capital de Cataluña se aplicó una estrategia que no consistió en aumentar drástica-mente la dotación de policías en las calles ni en recompensar que éstos detuvieran a los sospechosos reprimiendo faltas y delitos menores. En vez de seguir dicha estrategia aplicada por la “Tolerancia Cero”, y aprovechando los recursos extraordinarios obtenidos para la preparación de las Olimpiadas de 1992, se creó una comisión ad hoc que más tarde derivó en el Consejo de Seguridad Urbana de Barcelona, el cual se constituyó para definir líneas de trabajo que se adscribieran en una visión global del tema considerando criterios de prevención, participación ciudadana y solidaridad con las víctimas y con los victimarios.

Los primeros trabajos de la Comisión consistieron en efectuar y analizar encuestas de opinión y sobre victimización, recopilar y examinar las demandas derivadas de los vecinos y perfeccionar las informaciones de los aparatos policiales. Más tarde su labor se concentró en lograr la coordinación de las políticas entre los organismos responsables, los diferentes servicios públicos y las autoridades políticas. Finalmente, las actividades de coordinación institucional fueron realimentadas a través de estudios de victimización efectuados por la Cámara de Comercio y de diversos informes emanados de organizaciones privadas.

Uno de los criterios estratégicos acordados para la implementación del conocido como “Plan Barcelona” consistió en que éste debía aplicarse “desde el territorio más cercano”, de modo de comprometer a la población y garantizar un trabajo efectivo en el entorno mismo donde se experimentan los problemas de inseguridad. De allí surgió la máxima de que “la seguridad pública hay que gestionarla en relación con la proximidad de la emergencia del conflicto” (Fundación Paz Ciudadana. Boletín 15, 1998).

Desde una perspectiva urbanística, en la ciudad se efectuaron diversas y cuantiosas inversiones financiadas tanto por el sector público como el privado, que se volcaron en la remodelación total y el mejoramiento de la calidad de los espacios públicos de la urbe, de modo que la población pudiera utilizar las calles y plazas en condiciones más seguras.

En los barrios más deprimidos también se privilegió la construcción de plazas, equipamiento comunitario y centros deportivos destinados especialmente a proporcionar lugares de entre-

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tención a los jóvenes además de otros mecanismos de ayuda que impidieran continuar en una condición de exclusión social. Esto posibilitó que en una década alrededor de la mitad de la población juvenil desarrollara actividades deportivas en su propio medio residencial y que los adolescentes se sintieran integrados a su ciudad y a la sociedad.

La idea no consistía entonces en conformar espacios urbanos defendibles, como los propi-ciados por el arquitecto Newman y recogidos por el modelo situacional, sino en habilitar espacios abiertos y sociópetos que facilitaran la creación de lugares de encuentro para los habitantes a través de la construcción de amplias veredas, paseos peatonales, centros cívicos y culturales, parques y jardines. La concepción urbanística para la prevención del delito, inspirada en el urbanista Jodi Borja, deriva en este caso del razonamiento de que mientras más gente se congrega en los espacios públicos, más difícilmente se cometerán actos violentos, más protegidas se encontrarán las personas en caso de ser víctimas de delitos y más fácilmente estarán en situación de recibir ayuda de parte de los demás.

El Plan Barcelona fue implementado en la capital de Cataluña a mediados de los ochenta por el alcalde Pasqual Maragall, quien contó durante quince años con la colaboración del Jefe de la Policía coronel Juan Delgado. Este instruyó desde un principio a su personal de que las fuerzas policiales no constituían el brazo armado de la ley o que su función primordial consistiera en imponer y restablecer el orden público a cualquier precio, sino que debían representar un factor que contribuyera a la integración social. Por ello, para tener éxito, su labor debía ser desempeñada consiguiendo el más estrecho contacto con la comunidad.

En conformidad a lo anterior se creó la “Policía de Proximidad”, que implicaba que cada policía debía estar asignado a un mismo distrito por un período de tres o cuatro años para permitir que fuera identificado personalmente por todos los líderes vecinales, alcanzar los mayores niveles confianza de los vecinos y conocer directamente a los residentes más vulnerables que requieren de un mayor cuidado.

Además, en cada distrito de la ciudad se conformaron Consejos de Seguridad o Prevención que congregaban a los grupos sociales que contaran con más alto grado de representatividad en el plano distrital, que cuentan con sus respectivos referentes en el ámbito regional y estatal, quienes tienen la obligación de celebrar reuniones periódicas con los jefes de policía local haciéndose co-responsables de la seguridad del distrito. De esta forma la policía pasó a constituirse en un intermediario entre la ciudadanía y la administración central.

Ahora bien, no debe pensarse que en Inglaterra y los Estados Unidos imperó sin mayor debate una visión conservadora y autoritaria respecto a la Prevención Comunitaria del Delito. Ya en 1929, en Inglaterra, sir Roberrt Peel había señalado que la importancia de concebir la función policial en términos que trascendieran su función tradicional limitada a la mantención del orden público; en tanto en Estados Unidos, desde los años cincuenta, diversos estudios emprendidos por sociólogos y antropólogos mostraban que la acción policial era selectiva en el control de la población negra, juvenil y de estratos bajos. Estas

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críticas dieron paso en un primer momento a medidas paliativas tales como la formación de unidades encargadas de relaciones públicas y de mecanismos de diálogo con las minorías afectadas por la acción represiva del sistema penal.

En los setenta y parte de los ochenta, con el incremento continuado de los índices de delin-cuencia, la idea sobre la eficacia operativa de las patrullas policiales en vehículos motorizados queda seriamente comprometida, pues se comprueba que la sola presencia de las patrullas no inhibe la comisión de delitos ni acarrea una sensación de seguridad en la población. Así se va perfilando la concepción de que ni el aumento de la dotación policial ni la inversión de cuantiosos recursos en su perfeccionamiento técnico resultan claves para la detección y control oportunos de los hechos delictivos. Por otra parte, el hecho que a inicios de los noventa en Norteamérica los guardias privados contaran con más del doble de dotación que la policía era un indicador que los ciudadanos de altos ingresos estaban financiando con crecientes impuestos a los servicios policiales y que, de manera adicional, debían contratar personal privado para lograr sentirse seguros (Livingston, 1997).

Además se iba tornando cada vez de modo más generalizada la opinión de que el poli-ciamiento motorizado por las calles tiende a aislar la tarea de los policías, a alejarlos de la gente y a generar desconfianza en la población. Esta crisis de confianza en las modali-dades tradicionales de despliegue policial posibilitó la consolidación de la idea de la Policía Comunitaria13. (Fundación Paz Ciudadana, Boletín 15, 1998).

Para Trojanowicz y Moore (1988:13), “en el contexto de la policía comunitaria se define lo comunitario como una coalición de personas que viven o trabajan en una determinada área geográfica y que tienen un interés común en la reducción de la delincuencia, el desorden y la inseguridad. Los policías son también miembros de la comunidad. Para los propósitos policiales, la comunidad puede significar simplemente un área territorial asignada a una patrulla policial”.

Las características centrales del concepto de Policía Comunitaria son: a) prevención del delito organizada a partir de las comunidades de base; b) reorientación del despliegue o patrullaje policial privilegiando las acciones proactivas por sobre las meramente reactivas; c) énfasis en la respuesta y “responsabilidad” hacia la comunidad local; d) descentralización del mando (Goldstein, 1998).

13 Se señala que las acciones propias de la Policía Comunitaria consistirían en: a) organizar grupos de vigilancia en los barrios; b) instalar puestos móviles en barrios, malls, plazas, etc.; c) realizar patrullas a pie o en bicicleta; realizar actividades de contacto con la población tales como ferias y actividades deportivas; d) incorporar a civiles y organizar juntas de vigilancia; visitar regularmente a las familias en sus domicilios sin mediar llamados de auxilio, sino con objetivo de lograr un conocimiento mutuo; e) efectuar campañas de prevención en las escuelas; f) crear unidades especiales para la protección de mujeres, niños y población vulnerable en general; g) fortalecer los lazos con los grupos minoritarios; h) incentivar la promoción de los oficiales que trabajan en patrullas preventivas; etc.

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Un aspecto de interés a destacar aquí reside en que mediante la vigilancia local se intenta reforzar los sentimientos de comunidad, al constituir el barrio el foco de atención y la unidad espacial sobre la cual se diseñan las acciones de prevención, convirtiendo el tema de la seguridad en un asunto que compete tanto a los vecinos como a la autoridad política. La vigilancia pública se entiende que es compartida, pues involucra a vecinos que actúan en estrecha colaboración con la policía en múltiples actividades que surgen mediante iniciativas emanadas desde la comunidad local misma.

La reorientación de la patrulla implica distribuir la dotación policial hacia mini-estaciones emplazadas en las comunidades residenciales para conseguir que el personal mantenga un contacto personal y cotidiano con los comités locales de prevención, esté en condiciones de acoger las denuncias de los vecinos y de resolver con rapidez cualquier problema concreto que se presente. En este sentido, a mediano plazo se espera que la policía no imponga sus propios códigos sino que los adapten a las realidades locales, en términos de reforzar las normas de convivencia vigentes en los distintos lugares que pautan efectivamente las conductas de los ciudadanos residentes en ellos.

La “responsabilidad” de la policía respecto a las comunidades locales significa un cambio en la operatoria de los servicios policiales en cuanto supone una concepción de que el público es capaz de hacer un aporte efectivo en la prevención del delito a pesar de carecer de conocimientos técnicos sobre el tema, y que es parte importante de su tarea lograr la participación de los civiles incluso en la generación de planes y programas que implican intercambio fluido de información y reciprocidad en las responsabilidades frente al delito.

La descentralización del mando conlleva un cambio en los criterios estandarizados de evalu-ación de la gestión policial basados exclusivamente en estadísticas criminales tales como número de detenciones, delitos cometidos, etc., por otros que incluyan también el aporte de la policía en la reducción del temor en la comunidad local (Goldstein, 1990).

Lo anterior trae implicado un cambio, tal vez más significativo, en la estructura y en la cultura organizacional que suelen ser muy jerárquicas, puesto que tienden a centralizar la toma de decisiones en los niveles más altos de la institución y, por consecuencia, a estar lejos de las realidades locales. El rediseño de las estructuras decisorias y el traspaso de facultades hacia los niveles medios y especialmente inferiores donde se desarrollan funciones operativas es, por cierto, opuesta a la lógica que orienta la actividad de las policías militares o militarizadas.

En Estados Unidos se han aplicado experiencias de este carácter en Nueva York, Boston, Kansas City, Oakland, Houston Texas, Detroit, Newark, San Diego y Santa Ana, suburbio de la ciudad de Los Angeles, entre otras.

En Nueva York el primer desarrollo de un programa de Patrullaje y Policías Comunitarios (CPOP) fue emprendido como proyecto piloto en 1984 en un distrito de Brooklyn; al año siguiente esta experiencia fue ampliada hacia otros distritos, hasta completar 75 en 1988.

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Casi todas las unidades CPOP estaban compuestas por un sargento supervisor y diez oficiales que disponían de independencia para enfrentar los problemas policiales en el área en que estaban permanentemente designados los que tenían una extensión de 10 a 50 cuadras, dependiendo de su densidad y la incidencia de delitos contando con un promedio de unos 100.000 residentes.

Las funciones principales de estas unidades eran: a) planificadoras, analizando y priorizando los problemas de su área; b) de resolución de problemas, mediante el desarrollo de estrategias; c) organizadora de la comunidad, compartiendo informaciones con los vecinos, instándolos a participar, involucrándolos en el diseño de soluciones y coordinando sus acciones con ellos; y d) de intercambio de informaciones entre la policía y la comunidad, de manera que ella disponga de una fuente de inteligencia policial y la comunidad esté en mejores condiciones para protegerse del delito.

El Instituto Vera –que concibió, planificó, asesoró en la implementación y evaluó el Pro-grama realizado por el Departamento de Policía de Nueva York– arribó a un resultado mixto (McElroy, Colleen, Cosgrove y Sadd, 1993). Por una parte, a los policías les satisfizo tener un horario flexible limitado al patrullaje de un barrio o sector urbano específico y liberarse de la obligación de estar respondiendo siempre a las llamadas de una central; por otra, les disgustó el patrullaje solitario, hacer bitácoras diarias sobre sus actividades y, especialmente, experimentar una indefinición en su carrera profesional ya que sus supe-riores, por su lejanía, no estaban en situación de evaluar la nueva experiencia en terreno de cada uno de ellos.

En el caso de Nueva York, esta estrategia no alcanzó buenos resultados en cuanto a disminuir el delito que estaba impulsado por la creciente distribución del crack entre las pandillas y nunca pudo superar la reticencia de la jerarquía policial ni la desconfianza ciudadana en la policía. Especialmente en los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos, no encontró el necesario soporte de una comunidad activa con intereses comunes (Ward, 1998). Fue así como a pesar del convencimiento en las buenas intenciones del Programa asumido por el Comisario Benjamin Ward y luego por su sucesor Lee Brown, éste fue reemplazado en su inspiración por el nuevo Director del Departamento de Policía William Bratton, en 1992, quien asumió la metáfora de las “Ventanas Rotas” basada ahora en un comunitarismo neo-conservador para impulsar, como se expuso anteriormente, el “Plan Tolerancia Cero”.

Con todo, la concepción de la Policía Comunitaria mantuvo durante la década de los noventa una gran difusión. Así es posible encontrar programas con esta denominación en Australia y en muchos países y ciudades de Europa, como sucede en Londres, donde se utiliza la noción de Nieigborhood Watch (Skonick y Bayley, 1988) para designar un conjunto de tareas que realizan la policía metropolitana en conjunto con las comunidades locales en materias de prevención, vigilancia y seguridad vecinal o barrial14; en Oslo, (Noruega) y en

14 En Londres esta labor incluye tres tipos de acciones: vigilancia pública en la que participan los vecinos que

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Bruselas (Bélgica), donde se ha optado por celebrar contratos de seguridad en virtud de los cuales el gobierno conviene con los municipios que ostenten los más graves problemas la entrega de fondos a mediano plazo para financiar actividades a realizar por la policía comunitaria, los que suelen incluir la formación de líderes y mediadores, la constitución de grupos de acogida a nuevos vecinos, la ejecución de programas de apoyo a minorías étnicas, la creación de centros de tratamiento para drogadictos, la formación de centros deportivos, etc.

En Japón existe el sistema policial Koban, que tiene una larga historia, pues se instauró en Tokio a fines del siglo XIX –a partir de la restauración Meiji– expandiéndose rápidamente a todo el país. Las asociaciones de residentes en las aldeas y las de vecinos en las ciudades fueron los puntos ejes para la existencia de comunidades locales organizadas.

La estructura organizacional de la policía japonesa dispone de un Servicio Nacional de Policía, encargado de diseñar y coordinar políticas, y de 47 prefecturas policiales de las que dependen 10 a 100 comisarías policiales. Aunque cada prefectura goza de autonomía mantiene algún grado de control central. La jurisdicción de una Comisaría supone además la división en áreas más pequeñas. En las zonas urbanas existen retenes –los Koban– en tanto en las áreas rurales se hallan los retenes residenciales llamados Chuzaisho.

En Japón existen alrededor de 6.500 Koban y en ellos los Oficiales asignados se desem-peñan en tres o cuatro turnos, en cada uno de los cuales cada equipo trabaja 24 horas consecutivas –con ocho de descanso– en lapsos de tres o cuatro días.

Este sistema permite mantener a los oficiales adscritos a ellos una interacción constante, estrecha y personal con los residentes locales, pues éstos realizan visitas a todas las viviendas, negocios y empresas de su jurisdicción lo que les permite formular preguntas respecto a las necesidades y problemas en materias de seguridad de los miembros de las familias, recibir peticiones sobre la superación de conflictos presentes en la comunidad y dar consejos sobre prevención del delito. En general la policía actúa suministrando información y como consultores en los problemas que se presentan, sirviendo de nexo entre las comunidades y la administración (Servicio Nacional de Policía de Japón, 1998).

En la actualidad incluso la policía de patrulla pasó también a denominarse policía comunitaria, a fin de no crear diferencias entre el personal policial, dotándose a todos los policías de instrumentos de alta tecnología para recibir llamadas de emergencia vía fax. La alta disciplina, el largo período de capacitación y de entrenamiento intensivo de la policía, además de razones histórico-culturales, hace que la policía goce de una alta confianza en la ciudadanía, siendo el factor confianza uno de los logros más destacados de este sistema.

actúan en estrecha coordinación con la policía en barrios específicos; marcaje de bienes para dificultar la comercialización de especies hurtadas o robadas; y asesoría policial en la introducción de mejoras en las viviendas en barrios para hacerlas más seguras.

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En Singapore, desde 1983, se introdujo el sistema policial Koban a través de una asesoría prestada por la Dirección Nacional de Policía de Japón.

Ahora bien, en América Latina, durante esta década, Sao Paulo, San José, San Salvador y Cali han realizado experiencias basadas en las ideas de la Policía Comunitaria. En algunos casos ellas se han limitado a algunas áreas urbanas y para el logro de objetivos limitados; en otros se la ha incluido en estrategias de más vasto alcance como sucedió con el Programa Desarrollo, Seguridad y Paz –DESEPAZ– instaurado en 1992 en la ciudad de Cali por el Alcalde Rodrigo Guerrero (Guerrero, 1998).

Resulta extraordinariamente difícil arribar a una visión unificada y general que permita evaluar los resultados de la Policía Comunitaria. En ciertos casos donde se han realizado investigaciones empíricas, como en Australia (Normandeau, 1997), se ha señalado que los grupos de Vigilancia Local son exitosos en los sectores urbanos en que habitan las familias de ingresos medios y altos que están en situación de financiar campañas locales, la mantención de sedes, los costos de publicación de información, etc. En Boston y en Sao Paulo los estudios han revelado avances en la reducción del delito y en el aumento de la seguridad subjetiva y, especialmente, un mejoramiento de la imagen de la policía debido a que el control de los ciudadanos respecto al comportamiento de los agentes policiales ha evitado la comisión de abusos o arbitrariedades.

Según de la Barra (1999), en Newark, Detroit, San José, San Salvador y Cali el diálogo y la estrecha vinculación entre el público y la policía ha generado una apreciable disminución del temor y un incremento de la comprensión de la gente respecto de la función policial.

Es claro, sin embargo, que la Policía Comunitaria no es una alternativa de éxito seguro en la prevención del delito, pues supone requisitos y situaciones que muchas veces están ausentes, como sucede cuando en una comunidad residencial o local prevalece un estado de apatía y despreocupación entre los vecinos respecto de su entorno. En esta situación la organización policial no tendrá un interlocutor que sea capaz de plantear problemas, proponer iniciativas de intervención e indicar prioridades y, por su parte, la comunidad no estará dispuesta a tener y mantener en el tiempo un compromiso y una participación activa en torno a la inseguridad.

Otro tipo de obstáculo dice relación con la desconfianza generalizada que una comunidad pueda tener respecto a la policía. Esta imagen y evaluación social negativas son ciertamente muy difíciles de revertir en el corto y mediano plazo.

Un aspecto no menor se refiere a la estructura de la organización policial misma. Gener-almente ella es de carácter centralizada y vertical lo cual impide que su personal tenga un grado de autonomía e iniciativa. La descentralización del mando resulta indispensable para que los agentes policiales puedan atender las demandas heterogéneas y dinámicas por seguridad que se plantean en los ámbitos locales las que requieren, para ser satisfechas, de una libertad e iniciativa propios que les posibilite actuar en la base sin esperar órdenes emanadas de una autoridad central.

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Por último, la Policía Comunitaria conlleva una peculiaridad que puede resultar altamente riesgosa. En efecto, el hecho que el personal deba y pueda permanecer durante largos períodos en un medio local sin experimentar rotación y con una relativa autonomía en el desempeño de sus funciones respecto de un control central, presenta el peligro que pueda involucrarse en actividades delictivas, como el tráfico de drogas por ejemplo, sin que sea detectado oportunamente por parte de sus superiores jerárquicos; o bien que su excesivo involucramiento con una comunidad local eventualmente conduzca a que los policías se identifiquen demasiado con los ciudadanos, pierdan su objetividad y se inmiscuyan en las vidas privadas de las personas.

III. LA INSEGURIDAD CIUDADANA EN AMÉRICA LATINA DE LOS NOVENTA

Es un hecho que, especialmente en las grandes ciudades de los países latinoamericanos, las tasas de criminalidad y el sentimiento de inseguridad ciudadanos se han incrementado y que constituye un problema social de primer orden que demanda de la intervención eficaz de los gobiernos para superarlo. Sin embargo la respuesta no parece consistir en importar de manera acrítica modelos y estrategias conducentes a una criminalización de la política social, sino que en idear nuevas propuestas de estrategias y mecanismos de intervención integrales, factibles y eficaces.

Según Chinchilla y Rico (1997), en términos generales las investigaciones muestran la prevalencia de los siguientes problemas que serían aplicables, con énfasis distintos, a todos los países latinoamericanos:

1. Ausencia de una política integral y coherente en seguridad ciudadana y prevención del delito;

2. Desfase entre los objetivos y funciones manifiestas del sistema penal respecto de las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos;

3. Escaso conocimiento de la población sobre las leyes y el funcionamiento del sistema penal;

4. Intervención policial caracterizada por un desempeño poco eficiente en la lucha contra la delincuencia, lo cual parece asociarse con la indiferencia y desconfianza de la comunidad hacia la policía;

5. Falta de definición y ambigüedad de la función policial que con frecuencia provocan dificultades de coordinación entre la policía militar y civil;

6. Déficit en los recursos humanos y tecnológicos, particularmente en áreas de inves-tigación;

7. Negativa percepción y evaluación de la ciudadanía respecto del funcionamiento de los tribunales de justicia y extrema lentitud en la tramitación de los procesos penales;

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8. Sistemas penales caracterizados por la escasa efectividad de los programas de rehabilitación, lo cual se refleja en altísimas tasas de reincidencia;

9. Hacinamiento y falta de segregación espacial entre reclusos detenidos y condenados, así como entre primerizos y avezados;

10. Utilización poco racional de instrumentos tales como la libertad bajo fianza y la libertad condicional, las cuales son usadas a veces sin consideración a la peligrosidad de los detenidos;

11. Ausencia de la consideración de la víctima de los delitos en su calidad de parte del proceso penal como sujeto merecedor de programas de asistencia.

Informes realizados por la OPS –Oficina Panamericana de la Salud– han revelado que entre 1980 y 1990 las tasas de homicidio en América Latina se habían incrementado en los doce países analizados en la Región “y en tres de ellos han aumentado entre cuatro y seis veces (Panamá, Perú y Colombia); en tanto que entre 1990 y mediados de la década, las tasas de homicidio habían descendido en El Salvador, Colombia Chile y Perú, y habían aumentado en Brasil, México y Venezuela” (Arriagada y Godoy, 1999: 17).

Además, de acuerdo a esa misma fuente, estudios internacionales realizados a mediados de los noventa, “ubican a América Latina y el Caribe como una de las más violentas del mundo, con tasas cercanas a 20 homicidios por cien mil habitantes (Guerrero, 1998b). Más recientemente en 1995, un estudio de caso para seis países de la Región (Brasil, Colombia, El Salvador, México, Perú y Venezuela) calcula una tasa de 30 por cien mil habitantes” (Londoño, 1998) (Ib. Id: 16).

Por su parte un reciente estudio de un conglomerado de seis organizaciones interna-cionales –OPS, BID, OEA, BM, UNESCO y el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos– a ser presentado a los Presidentes y Jefes de Estado en la Cumbre de las Américas a celebrarse en Quebec, Canadá, en abril de 2001, revela que “el índice de violencia en América Latina y el Caribe es hasta seis veces más alto que en otras regiones, y la violencia ha aumentado entre el 40 y el 100% durante la década pasada”. Según estudios de la OPS, “cada año en la Región 120.000 personas mueren víctimas de homicidios, 55.000 se suicidan y 125.000 mueren en accidentes del tránsito, lo que totaliza 300.000 muertes por causas externas” (El Mercurio, 2000:1).

Como reflejo de las altas tasas de violencia y criminalidad prevaleciente, el sentimiento de inseguridad, especialmente entre los habitantes de las grandes ciudades Latinoamericanas, constituye uno de los principales obstáculos tanto para el desarrollo social como de la estabilidad de los gobiernos democráticos de la Región.

Ahora bien, no es posible sustentar que en Latinoamérica se haya aplicado o esté en aplicación de manera exclusiva ninguno de los modelos y estrategias de prevención del delito reseñados más arriba. Sin embargo es un hecho que desde mediados de los sesenta

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a principios de los ochenta, período de la “Guerra Fría” en el cual predominaron en la Región los regímenes autoritarios, la seguridad y el orden públicos estuvieron fundados en la llamada “doctrina de la seguridad nacional”, que privilegió la defensa del sistema político de las amenazas internas y externas, en tanto la ciudadanía debía mantener un disciplinamiento que la dejaba subordinada a la mantención del status quo institucional en detrimento de su seguridad ciudadana. En este contexto, la violación de los derechos humanos y la “mil-itarización de la policía”, esto es, la asignación a ésta de funciones propias de las Fuerzas Armadas, constituyeron un rasgo central en aquel lapso histórico.

Según Kincaid y Gamarra (1996), en los noventa una pauta regional respecto a la modalidad con que los gobiernos civiles han enfrentado los crecientes problemas de seguridad pública y ciudadana ha sido la de solicitar el recurso de la intervención militar, ya sea en apoyo o en lugar de las fuerzas policiales, produciéndose una suerte de “policiación de los militares”, es decir, se ha tendido a involucrar a las Fuerzas Armadas en asuntos propios de la seguridad interior del Estado que son de responsabilidad de la policía.

Los casos de Colombia, México, Honduras, Bolivia y Brasil, que han tenido en este decenio gobiernos surgidos de elecciones, sirven al menos para ilustrar esta tendencia, pues han debido aplicar diversas formas de intervención militar reactivas y represivas para intentar restablecer el orden interno. A pesar de que también otros países de la Región han tenido gobiernos surgidos mediante elecciones, y en muchos de ellos se observan a lo menos vestigios de este proceso, no se incluirán aquí debido a la escasa información disponible y confiable al respecto.

En realidad, el caso de Colombia es extremo en la Región, pues se ha visto asolado desde hace décadas por la violencia guerrillera y el crimen organizado que gira en torno al narcotráfico. Este país ocupa el primer y segundo lugar en el ranking de naciones productoras de cocaína y heroína, respectivamente, estimándose que el tráfico de drogas a escala mundial representa transacciones que ascienden a un billón de dólares anuales. Por cierto, Colombia no es el único productor de coca en América Latina, pero junto con Bolivia y Perú mantienen el 98% de la producción de esta droga en el mundo, comercio que movilizaría en la vecina Brasil unos 8 mil millones de dólares cada año, y un billón de dólares en el mundo.

Los índices de criminalidad en Colombia se ubican entre los más altos del globo y en el decenio se han incrementado aún más. Así la tasa de homicidios se ha duplicado en los últimos diez años y los secuestros han pasado de un promedio de uno a diez diarios. Las ciudades de Cali, Bogotá y Medellín, junto con Ciudad de México, Sao Paulo y Río de Janeiro figuran entre las metrópolis donde prevalece el mayor número de secuestros del orbe. No es de extrañar entonces que México, Colombia y Brasil ostenten los mercados más grandes en la venta de vehículos blindados y se estime que en América Latina se compren más de la mitad de los seguros contra secuestro que se venden en el mundo.

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Hacia fines de los noventa, y luego de un acuerdo suscrito por el presidente Andrés Pas-trana en noviembre de 1998 con los líderes de la FARC, se creó una zona desmilitarizada de unos 42 mil kilómetros cuadrados que representan casi el 40% del territorio nacional. Se calcula que unas 800.000 personas han abandonado el país durante los últimos diez años, un millón y medio de campesinos ha emigrado hacia las grandes ciudades viviendo en poblaciones marginales, y un tercio de la población se ha convertido en una suerte de refugiados internos.

En este país no sólo es posible apreciar la “militarización” de la policía en la lucha contra los carteles de la droga, pues además es relevante la acción de grupos paramilitares de exterminio que operan de manera irregular, y ciertamente violenta, tanto en áreas rurales como urbanas (Leal, 1994).

Y no es que en Colombia no se haya intentado prevenir y controlar la criminalidad. El Programa DESEPAZ, ya mencionado anteriormente, representó un esfuerzo integral para erradicar la violencia urbana en Cali que buscó la coordinación entre todas las instancias relacionadas con el problema de la inseguridad ciudadana en esta ciudad. Para ello se creó en 1992 un Consejo Municipal de Seguridad donde el Alcalde, quien constitucionalmente es el Jefe de la Policía, se reunía todas las semanas con los Comandantes del Ejército y de la Policía Metropolitana y Departamental; los Jefes de la Fiscalía, de Medicina Legal y de la Oficina de los Derechos Humanos; los Secretarios de Gobierno, Tránsito y Salud Munici-pales, y con Directivos del Programa para programar las acciones de prevención delictiva. Además, se constituyeron los Consejos Comunitarios de Gobierno en que, también cada semana, el Alcalde efectuaba reuniones con líderes de las veinte comunas de la ciudad para discutir planes de acción y evaluar su cumplimiento.

El Programa se basó en los siguientes Principios Orientadores:

a. Multicausalidad, según el cual la violencia deriva de factores multicausales y de complejas dinámicas sociales que requieren ser abordados mediante acciones múltiples en distintos niveles;

b. Investigación, que implica la disponibilidad de datos sistemáticos como condición necesaria para la programación de medidas;

c. Prevención, en términos de actuar sobre las causas del delito y no sobre sus conse-cuencias;

d. Participación, de modo de involucrar a toda la ciudadanía en el logro de la paz y la seguridad;

e. Tolerancia, respecto de los derechos y opiniones ajenos que debe tener la autoridad; y

f. Equidad, en cuanto se debe promover una disminución de las desigualdades existentes en la ciudad (Guerrero, 1998).

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Estos Principios permitieron orientar las acciones preventivas hacia determinadas áreas estratégicas15. Sin embargo estas acciones fueron aplicadas en toda la ciudad, sin un orden definido, no destinándose zonas urbanas excluidas del Programa que hubieran permitido evaluar la eficacia de sus resultados, a través de estudios experimentales.

Además, aunque los tipos de medidas de prevención adoptados sólo podrían tener efectos en el mediano y largo plazo, se pudo establecer que la tasa de homicidios en Cali descendió en más de un 10% durante el primer año de la ejecución del Programa. De cualquier manera, su efectividad dependió siempre del éxito del gobierno de Colombia en el control del narcotráfico.

Sin embargo, como se sabe, el gobierno central no ha logrado controlar el comercio ilícito de las drogas ni ha alcanzado acuerdos de paz sólidos con la guerrilla, convirtiéndose la violencia homicida en una situación rutinaria entre los ciudadanos.

A mediados del 2000, el presidente Pastrana elaboró el denominado “Plan Colombia” que destinó más de siete millones de dólares –financiados en parte por Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y algunos Bancos Internacionales de Crédito–, a erradicar las plantaciones

15 El Programa definió cuatro áreas estratégicas de acción:a. Investigación sistemática sobre la violencia que involucró una estandarización de los datos sobre la violencia

procedentes de distintas fuentes así como el diseño y aplicación de una encuesta sobre la calidad y los problemas de la policía y de la justicia que pasó a realizarse cada seis meses.

b. Perfeccionamiento en el nivel de educación y en la calificación técnica de los agentes de la policía mediante cursos y seminarios especializados así como de la infraestructura física y dotación de equipos computarizados, ampliándose los tipos de servicios que prestaban los inspectores de policía al crearse Centros de Conciliación, donde se prestaba asesoría a las personas en caso de conflictos de modo que no llegaran a la Justicia; Consultorios Jurídicos en que se deba asesoría legal; y Comisarías de Familia encargadas de abordar problemas de maltrato intra-familiar.

c. Ejecución de programas de educación ciudadana y comunicaciones para la paz que incluyó conjuntos de acciones tendientes a que los niños de Cali regalaran sus armas de juguete al Municipio con lo cual obtenían una credencial que los acreditaba como Amigos de la Paz que les permitía acceder a muchos espectáculos públicos y parques de recreación de la ciudad; de campañas de propaganda realizadas a través de los medios de comunicación orientados a reforzar la tolerancia y la convivencia ciudadana; así como la dictación de cursos de capacitación para líderes comunitarios en solución de conflictos y en normas de convivencia pacífica.

d. Medidas de equidad y desarrollo social, que incluyeron la ampliación de cupos de matrículas para niños de enseñanza básica y media; programas de auto-construcción de viviendas populares y de dotación de infraestructura básica para habitaciones sin agua potable ni alcantarillado; programas de orientación y apoyo dirigidos a pandillas juveniles; creación de Casas de la Juventud en los barrios pobres para que los adolescentes, guiados por profesionales, emprendieran actividades culturales y de recreación; promoción para la creación de microempresas que permitieran a los jóvenes sin recursos generar sus propios ingresos.

Adicionalmente, el DESEPAZ implementó la llamada ley semi-seca, que limitó el expendio de bebidas alcohólicas a partir de ciertas horas; la prohibición total de porte de armas en determinados fines de semana; y el control de uso de alcohol de choferes en intersecciones de calles que presentaban las más altas tasas de accidentalidad.

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de coca del territorio colombiano e iniciar un vasto programa social que incluye el apoyo militar logístico de Norteamérica a las Fuerzas Armadas y a la Policía de ese país.

En México, durante la década de los noventa, el presidente de México Ernesto Zedillo permitió que el Ejército interviniera directamente en el control de las instituciones que combaten el narcotráfico. Fue así como se utilizaron tropas en tareas de seguridad pública lo cual acarreó un serio desprestigio de dicha rama de las Fuerzas Armadas que la opinión pública consideraba al margen de la corrupción.

En efecto, el Ministro de Defensa general Enrique Cervantes se vio obligado a reconocer que tres generales acusados de mantener presuntas relaciones con los capos de la droga debieron ser arrestados en enero y febrero de 1997. Dos de ellos eran comandantes de la zona militar de San Luis Río Colorado, ciudad fronteriza con Estados Unidos donde desaparecieron 500 kilos de cocaína, en tanto que el tercero conocido como el zar antidrogas –Jesús Gutiérrez Rebollo– mantenía nexos con el poderoso jefe de las drogas mexicano Amado Carrillo, fallecido en julio de 1997.

A fines de siglo, México tenía una de las tasas de secuestros y de homicidios más altas del mundo; en tanto en el Distrito Federal el índice delictivo creció, entre 1993 y 1997, en casi un cien por cien.

Durante el primer mes tras su elección como presidente y antes que asumiera su mandato, Vicente Fox anunció su intención de “introducir reformas profundas en la estructura de las Fuerzas Armadas y desligarlas totalmente de la lucha contra el narcotráfico” (El Mercurio: julio 23 de 2000:4).

En Honduras, en 1994 la Fuerza de Seguridad Pública (FUSEP) inauguró un programa de apoyo a los civiles tendientes a crear “grupos de vigilancia comunitaria” que se concretó en la ciudad de San Pedro, Sula, en la conformación de un contingente autodenomimado Los Lobos que premunido de máscaras, rifles, armas automáticas y equipamiento de co-municación policial inició patrullajes y se otorgó para sí la misión de dispensar una “justicia vigilante”. La denuncia de la prensa, la presión de los comisionados de los derechos humanos y el clamor de la opinión pública obligaron al FUSEP a ordenar la disolución de este grupo a principios del 95, pero ya en marzo y en mayo de ese mismo año, el Presidente autorizó el despliegue de fuerzas militares en el patrullaje de las principales ciudades del país, con el propósito de controlar las altas tasas de delincuencia imperantes.

En Bolivia también un gobernante civil, Antonio Sánchez de Lozada, en 1995 frente a una larga huelga general convocada por la Confederación Obrera Boliviana (COB), de profesores y de campesinos cultivadores de coca que paralizó el funcionamiento de varias ciudades del país, declaró un Estado de Sitio suspendiendo las garantías constitucionales por 90 días, lo que permitió a los militares y a la policía arrestar a líderes sindicales y a confinarlos a la selva o al altiplano. El 7 de julio de 2000, el gobierno de Hugo Banzer autorizó el patrullaje militar de las calles en La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y El Alto, cuya población es víctima constante de la acción de grupos comandados por jefes de cuadrillas que cometen asaltos,

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asesinatos, secuestros y robos de casas y vehículos. Además se facultó a los militares hacer detenciones a personas y grupos sospechosos.

En Brasil, en Río de Janeiro el 31 de octubre de 1994 y a petición del Gobernador del Estado, el Presidente Itamar Franco autorizó la intervención federal y solicitó al Ejército la responsabilidad de supervisar y coordinar un comando conjunto con las Policías Civil y Militar de Río, así como a la Policía Federal, para contener el tráfico de drogas y de armas realizado por grupos organizados en las favelas, cuyos líderes actuaban como un estado paralelo, controlando el acceso a los vecindarios e imponiendo a los moradores diversas modalidades de extorsión.

A partir del 19 de noviembre, alrededor de 2.000 soldados empezaron la conocida como “Operación Río” en varias favelas en busca de drogas efectuando detenciones a quienes no portaban identificación. A principios del año 95, el recientemente electo Presidente Fernando Henrique Cardoso y el nuevo Gobernador del Estado de Río autorizaron por sólo 30 días nuevas operaciones conjuntas en una campaña que contó con unos 4.000 efectivos militares. Sin embargo, el 4 de abril se volvió a llamar al Ejército dándose comienzo a la “Operación Río II”, que conllevó el patrullaje militar de las principales avenidas de la ciudad y otorgar la facultad de entrenar a las policías en el uso de armas militares para el combate contra el crimen. Esta Operación se prolongó hasta mediados de 1995 (Zaverucha, 1994).

El involucramiento directo de las fuerzas militares no acarreó una disminución de la violencia urbana en Río de Janeiro ni un decrecimiento en las tasas de los delitos. Por el contrario, “según estadísticas internacionales, las ciudades brasileñas presentan actualmente los más altos índices mundiales de homicidios puesto que, después de Cali –con 88 homicidios por cada 100.000 habitantes– se ubican Vitória (70), Río de Janeiro (69), y tras ciudad del Cabo (68), aparecen otras ciudades de Brasil como Sao Paulo, Recife, Brasilia, Salvador, Porto Alegre, Fortaleza, Curitiba, (Muscú) y Belo Horizonte. En términos de países, los 40.000 asesinatos anuales que se cometen en Brasil superan a los cometidos en ese mismo lapso a la suma de los ocurridos en Estados Unidos, Canadá, Italia, Japón, Australia, Portugal, Inglaterra, Austria y Alemania en conjunto” (JB. Jornal do Brasil: Editorial 8 de julio de 2000).

Otras estadísticas dan cuenta que “a inicios de los años ochenta ocurría en el país un asesinato cada 53 minutos. A comienzo de los noventa dicho índice subió a una muerte cada 21 minutos, en tanto que a principios del 2000 ocurre un asesinato cada 13 minutos” (JB: Ib. Id).

Cabe consignar que de acuerdo a un reciente estudio realizado por el profesor Ib Texeira, en la Fundación Getulio Vargas, sobre los índices de causas de muerte durante el último siglo en Río de Janeiro muestra que “el número de homicidios se incrementó en un 54.226%, las muertes causadas por el cáncer crecieron en un 981%, el de muertes por dolencias cardiovasculares en 261%, en tanto la población carioca aumentó en 578% en el período” (JB: 5 de julio de 2000).

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A este desolador panorama, al que habría de agregarse la ineficiencia policial en el combate a la delincuencia, el creciente número de casos de involucramiento de jefes policiales con el delito organizado (30 mil policías de un total de 300 mil que actúan en los nueve mayores estados brasileños están acusados de algún crimen, como robos a bancos y a cargas, ex-torsión, secuestro y tráfico de drogas), el constante temor de la población ante la violencia urbana y las continuas denuncias de la prensa al respecto. Aún cuando la intervención directa y masiva del Ejército en los cerros de favelados no se ha repetido en los últimos cinco años, la situación de sus habitantes no ha cambiado sustancialmente, por cuanto continúan viviendo en una especie de estado de sitio virtual asediados por las cuadrillas de la droga y su represión a tiros por parte de la Policía Militar.

En junio del 2000 el presidente de la Cámara de Diputados e influyente político Antonio Carlos Magallaes propició la adopción de drásticas medidas tales como una reingeniería total de las policías civil y militar, la creación de una Policía Municipal y la autorización para que unos 125.000 efectivos del Ejército actuara directamente en el combate de la delincuencia en las calles de las principales ciudades del país.

Ante la álgida discusión de esta iniciativa, a la semana de divulgarse por la prensa dicha propuesta, el presidente Cardoso anticipó el anuncio de un Plan de Seguridad Pública como una estrategia de combate a gran escala contra la delincuencia y el crimen organizado. Este Plan crea un Fondo Nacional de Seguridad Pública que cuenta con una inversión estimada de 1.700 millones de dólares, de los cuales unos US$ 400 millones se destinan al incremento de la dotación policial, de sus salarios, de equipamiento y entrenamiento de las Policías, modernizando la Academia Nacional de Policía; en tanto que alrededor de 40 millones se focalizan en el refuerzo de las Fuerzas Armadas en la vigilancia de las fronteras terrestre, aérea y marítima –de carreteras, puertos y aeropuertos– contra el contrabando de armas y drogas, así como en su coordinación con las Policías de los Estados y la Federal en cuanto a prestar apoyo estratégico y táctico. En total el Plan incluye un paquete con más de 300 medidas de diverso orden en materias de seguridad pública.

Otra característica relativamente peculiar en la Región durante los noventa ha sido la cre-ciente participación en tareas de control del delito de guardias privados de seguridad. Es un hecho que han surgido y prosperado empresas de seguridad que ofrecen una variada gama de servicios: sistemas de alarma; automóviles blindados; vehículos motorizados para la vigilancia de sectores urbanos; elementos para defensa personal; guardaespaldas; vigilantes de condominios, calles, áreas residenciales, bancos, centros y locales comerciales, entre muchos otros. El incremento de las tasas de delincuencia y el aumento del sentimiento de temor ha provocado que quienes están en condición económica contraten servicios de seguridad privados haciendo que este tipo de empresas se convierta en un negocio cada vez más lucrativo.

Es así como, por ejemplo, debido al aumento del número de vigilantes privados experi-mentado en la última década, preferentemente en las grandes metrópolis latinoamericanas, éstos están más que duplicando a la dotación de las policías. En Sao Paulo, por ejemplo,

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se considera que la cantidad de guardias de seguridad privados es tres veces mayor que el tamaño de la fuerza policial.

Pero no sólo han proliferado los servicios formales de seguridad privada prestados por empresas establecidas en conformidad a la ley. Paralelamente ha surgido un sector informal que gira en torno a la delincuencia y el temor. En la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo, la Policía Militar cuenta con un contingente de l5.800 hombres y la Civil con 6.000. Los vigilantes privados representan unas 50.000 personas adicionales contratadas legalmente por particulares para desempeñar labores de protección, pero además existen otros 150.000 vigilantes operando al margen de la ley, y que de hecho desarrollan labores propias de las policías.

Estos vigilantes informales usualmente disponen de armas, aunque no tengan autorización para portarlas ni hayan seguido cursos para utilizarlas. Generalmente “ofrecen” sus servicios a jefes de hogar y comerciantes de manera coactiva, esto es, amenazando el patrimonio y la vida de aquellos a quienes supuestamente se le va a brindar seguridad, dividiéndose sectores, barrios y calles de la ciudad mediante la conformación de grupos en los que se sospecha participan policías civiles y militares, por cuanto se les ha sorprendido utilizando vehículos policiales (JB. Editorial, 27 de junio de 2000).

La existencia de estas verdaderas policías clandestinas y paralelas por cierto otorga una falsa seguridad a quienes pagan por sus servicios, constituyéndose ellos mismos en una nueva fuente de amenaza, pues muchas veces su labor consiste en entregar datos a bandas de delincuentes para que operen con mayor impunidad. Durante el último año, se estima que en Río de Janeiro los vigilantes clandestinos aumentaron en un 12%.

Por otra parte, como consecuencia del incremento de los delitos violentos y del aumento del temor frente a ellos, en prácticamente todas las grandes ciudades latinoamericanas a los conjuntos residenciales se les a ido construyendo murallas y/o rejas de protección. Esta tendencia comenzó en los barrios más acomodados donde fueron apareciendo condominios o zonas controladas y delimitadas para el uso exclusivo de sus residentes. Durante la década pasada este fenómeno también fue extendiéndose hacia zonas donde habitan familias que disponen de menores recursos, con lo cual se han producido cambios visibles en la con-formación de la trama urbana y debilitado la sociabilidad vecinal. A lo anterior habría que añadirse la proliferación de áreas comerciales cerradas y controladas (malls) que también se han ido desplazando desde zonas residenciales de altos ingresos hacia áreas habitadas por familias de ingresos medios.

No es del caso extenderse en este panorama que ya es ahora típico del paisaje urbano en la mayoría de las metrópolis de la Región y que contribuye decisivamente en la fragmentación y segregación socioespacial. Baste señalar a vía de ejemplo que ya a principios de los no-venta, en Río de Janeiro la mitad de los 1,6 millones de inscripciones inmobiliarias estaban enrejado o con muros de protección, estimándose que actualmente la gran mayoría de la población carioca que vive en el área urbana está tras las rejas (Texeira, 2000).

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Es claro que no existe un acceso igualitario a la contratación de servicios privados de seguridad ni a la adquisición o arriendo de viviendas en condominios. En los segmentos sociales más acomodados la variedad de productos y servicios de seguridad complementa la protección ofrecida por la policía, en términos que ven reducida la probabilidad de ser víctimas, a lo menos en cuanto a los delitos contra la propiedad. En cambio en los sectores sociales de más bajos ingresos la situación de vulnerabilidad ante actos que pueden atentar contra su seguridad, incluso física, es comparativamente mucho mayor, pues por lo general disponen de una menor dotación policial por habitante, debiendo recurrir a mecanismos más artesanales y rudimentarios –como pitos, matracas, campanas o timbres– que son operados por grupos de vigilancia compuestos por los mismos vecinos.

De este modo, la seguridad pública tiende a quedar en la práctica “en manos” de los ha-bitantes de la periferia pobre de las ciudades, los cuales a veces al verse sobrepasados en su capacidad de control de la delincuencia recurren a la adquisición ilícita de armas para “hacerse justicia por su propia mano”.

No es propósito de este trabajo identificar los tipos de factores macro sociales que estarían incidiendo en provocar estas tendencias en América Latina. Sólo cabe mencionar que algunos autores la han atribuido a la crisis del Estado, que se ha visto agudizada por la introducción de severas políticas económicas de “ajuste” inspiradas en la ortodoxia neoliberal propi-ciadas por los organismos financieros internacionales y que han sido implementadas por sistemas de partidos históricamente poco consolidados (O Donnell, 1994). Otros analistas en cambio la han hecho derivar del explosivo incremento del comercio transnacional de las drogas ilícitas y de los inmensos recursos financieros y tecnológicos disponibles, lo que ha provocado nuevas y perversas modalidades de integración en la economía mundial por parte de diversos actores nacionales y locales, desbordando las fronteras territoriales de los países de la Región (Castells y Laserna, 1994).

En los hechos ambos tipos de factores han estado presentes en América Latina especialmente durante el último decenio del siglo pasado, por lo cual estas interpretaciones no parecen ser excluyentes entre sí.

IV. CONSIDERACIONES FINALES

La revisión crítica de los modelos y experiencias en materia de prevención del delito y de su contribución a la superación del problema de la inseguridad ciudadana que han desarrollado especialmente los países del Primer Mundo permite extraer algunas conclusiones de carácter tentativo, así como formular algunas reflexiones respecto a este tema caracterizado por su extrema relevancia y complejidad.

Como se señaló anteriormente, en general no existe un modelo que haya sido aplicado durante largo tiempo de un modo exclusivo sin que haya experimentado una mezcla con otros en su ejecución práctica. En los hechos, en los diferentes países y épocas, los modelos han coexistido y entremezclado, o bien ha ocurrido que al momento en que ellos fueron

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concebidos tuvieron una inspiración teórica distintiva y propia, pero con el tiempo las estrategias y tipos de medidas diseñadas para lograr una reducción de los índices delictivos se fueron traslapando unos con otros en la práctica.

Sin embargo puede postularse que, en general, las mejores estrategias han sido aquellas que no se han impuesto a través de la elaboración de medidas tecno-burocráticas elaboradas de manera centralizada, sino aquellas en que han intervenido en su gestación y gestión diversas instancias, tanto del sector público como del privado, y que han contado con la decidida participación y colaboración de la policía y de la comunidad organizada.

Al final de este trabajo se presenta un cuadro que, sobre la base de la identificación de las principales dimensiones consideradas por las estrategias de seguridad ciudadana analizadas, permite derivar categorías y agrupar algunos tipos de medidas que han adoptado los diversos modelos de prevención del delito destinados tanto a bajar los índices delictivos, en términos que las personas, ya sea en forma individual o colectiva, estén en situación de disminuir o controlar tanto el peligro de ser víctimas de actos antisociales como disminuir la sensación de temor frente al delito.

Por otra parte la taxonomía elaborada posibilitaría el análisis y la caracterización de casos reales de gestión ya implementados o bien diseñar futuros proyectos en seguridad ciudadana en diversos niveles de aplicación (nacional, metropolitano, local), describiendo el perfil predominante del modelo adoptado, según la categorización obtenida al aplicar las distintas clasificaciones. Ello podría constituir un primer acercamiento a los modelos de gestión de la seguridad ciudadana y una posible guía para la elaboración de hipótesis de trabajo que orienten investigaciones empíricas en un área aún poco explorada en sociología.

Los tipos y categorías de prevención han sido diferenciados de acuerdo a la variable o factor que enfatizan, en tanto que los ejemplos de programas y medidas constituyen ilustraciones más o menos representativas de cada uno de ellas, por lo cual no pueden considerarse como exclusivas de cada tipo y excluyentes para los demás. Así por ejemplo, la ejecución de un nuevo programa de educación básica representa, a la vez, un tipo de medida propio de la prevención primaria que tiene una escala de aplicación nacional, un nivel colectivo, es de naturaleza sociocultural en tanto que sus resultados son apreciables socialmente en el largo plazo.

Las investigaciones suelen mostrar que todas las estrategias de prevención del delito han obtenido éxitos parciales, especialmente en cuanto a la aplicación de algunos programas o medidas concretas, aún cuando en general puede señalarse que la historia del delito y de su prevención no muestra un progreso acumulativo y lineal. Han aparecido nuevos tipos de delitos acordes con la tecnologización de la vida social; nuevas formas de asociación del crimen de carácter transnacional, concomitantes con el proceso de globalización de las sociedades, así como nuevos desafíos hacia las diversas instituciones de los Estados, en sus ámbitos central y local, y a la participación activa de los ciudadanos en el diseño, aplicación y evaluación de las estrategias de prevención y control.

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De cualquier manera, debería entenderse que la garantía de la seguridad de una comunidad nacional es una responsabilidad del Estado por lo cual la necesaria participación y colabo-ración de la iniciativa privada y de las organizaciones de base habrían de encuadrarse en el marco definido por el sector público. En este plano es indispensable la confianza que la ciudadanía tenga en las autoridades del gobierno central y local, la entrega de información oportuna de los resultados obtenidos mediante la ejecución de programas o de determinadas medidas de prevención que la comunidad misma ha acordado avalar, de manera que generen un compromiso individual y colectivo. Lo anterior implica una continuidad, seguimiento y evaluación permanentes del logro en los propósitos de los programas y medidas.

Pero, ¿es posible eliminar el riesgo de ser víctima de un delito o de experimentar el temor de sufrirlo en las ciudades contemporáneas o siempre la ciudadanía tendrá que tolerar cierto grado de inseguridad, si es que no quiere perder su libertad al vivir en una sociedad vigilada? ¿Cuál es el costo, y no sólo en términos monetarios, que una sociedad está dispuesta a pagar para reducir los índices delictivos y para que la población se sienta relativamente más segura?

Es preciso ir más allá del limitado discurso de la prevención del delito e insertarlo en el contexto de las relaciones entre los problemas sociales y la necesidad de mantener el orden público en contextos sociales cada vez más complejos y diferenciados. El temor frente al delito no debería favorecer una especie de comunidad del miedo frente al “otro” que contribuya a conformar nuevas formas de exclusión social cada vez más perfeccionadas en su instrumentalización tecnológica, de modo de establecer zonas, espacios y actividades controladas y seguras respecto de otras dejadas a la actividad represiva de organizaciones del Estado.

La seguridad ciudadana no se consigue mediante el enclaustramiento de las personas en espacios privados, colocando cierres en las viviendas o clausurando pasajes o calles. Tampoco parece ser una buena estrategia contra el delito una excesiva “privatización” de la seguridad pública mediante la contratación indiscriminada de vigilantes o el endureci-miento de la normativa penal, por la vía de incrementar las sanciones para los delitos. De esta manera la calidad de vida de los habitantes en la ciudad no se mejora sino que, por el contrario, se empobrece. Por lo demás, la adopción de medidas encaminadas a conseguir una maximización en el control y regulación de las conductas culturalmente indeseadas no tiende a perfeccionar una sociedad democrática.

Tipos de medidas más aconsejables serían, por ejemplo, incrementar la calidad de los espacios públicos, de modo que la gente pueda divertirse en ellos y protegerse mutuamente; elaborar marcos de acción más flexibles que permitan y potencien la participación y coordinación social entre instituciones, grupos y organizaciones con intereses diversos; propiciar políticas sociales más integrales y eficaces que contribuyan positivamente al aumento de la integración social de sectores marginados o que sufren diversos tipos de exclusión.

Todo ello sin embargo sería improbable si se olvida en la sociedad contemporánea que dichas medidas ya no son posibles de dirigir u organizar exclusivamente desde un único eje y

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que la concreción de toda iniciativa de prevención debe garantizar los derechos individuales de las personas y los valores democráticos. Dadas las actuales características de creciente descentralización, diversificación y autonomía presentes en el interior del sistema social, resulta impensable que las futuras estrategias de prevención puedan avanzar con éxito si son en definitiva monopolizadas por la coordinación vertical del Estado, si se confía exclu-sivamente y en forma ingenua en la iniciativa individual o si todo ello se deja a merced del funcionamiento de la lógica del mercado.

Variable que Enfatiza

Etapa en la que se actúa

Escala de Aplicación

Según Rol del Ciudadano

Responsable de la ejecución

Naturaleza de las Medidas

Tipologías de Modelos de Prevención del Delito y Seguridad Ciudadana

Categorías o tipos

• Primaria

• Secundaria

• Terciaria

• Nacional

• Metropolitano

• Local

• Micro• Activo

• Pasivo

• Individual

• Colectivo• Mecánica• Técnica

• Sociocultural

• Físicoespacial

• Policial

Ejemplos de Medidas

– Programas de educación escolar.

– Programas de uso del tiempo libre para adolescentes.

– Programas de readaptación para reclusos.

– Ley de control de porte ilícito de armas.

– “Plan Barcelona” y “Toler-ancia Cero”.

– Patru l las munic ipales o distritales.

– Cierres de pasajes.– Consejos o Comités de

Seguridad Ciudadana.– Instalación de circuitos cer-

rados de TV en vías públicas.– Instalación de cerraduras en

viviendas.– Rondas de vigilancia vecinal.– Instalación de reja perimetral.– Instalación de sistemas de

alarmas.– Programas de capacitación

laboral.– Diseño y rediseño de es-

pacios controlados en áreas residenciales.

– Incremento en la dotación policial y de apoyo logístico.

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• Público

• Privado

• Burocrático

• Gerencial

• Espontáneo

• Vertical

• Horizontal

• En Red• General

• Grupal

• Particular

• Corto plazo

• Mediano plazo

• Largo plazo

– Creación o perfeccionamiento de sistema de información sobre estadísticas delictivas.

– Contratación de guardias privados.

– Medidas orientadas a mejorar procedimientos.

– Medidas innovadoras con evaluación de resultados.

– Medidas adoptadas para superar un determinado problema coyuntural.

– Legislación sobre derecho penal.

– Grupos de ayuda mutua de toxicómanos.

– Modelo multi-agencias.– Campañas nacionales de

prevención de riesgo ante el delito.

– Programa de rehabilitación de drogadictos.

– Colocación de niños abusados en centros.

– Instalación de fotoradares o cámaras.

– Campaña para prevenir la deserción escolar.

– Políticas de redistribución del ingreso.

Origen de la Medida

Estilo de Gestión

Modalidad de Gestión

Tipo de Destinatario

Horizonte temporal

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PRESENTACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN

La visita es una práctica dentro del sistema carcelario totalmente institucionalizada. De esto da cuenta el respaldo que legalmente tiene dentro de la normativa de Gendarmería de Chile. Sin embargo, al indagar en la discusión sobre esta práctica social no encontramos mayores antecedentes que avalaran el porqué de dicha legitimación.

A nuestro juicio, esta aparente existencia sin fundamentos responde principalmente a dos situaciones. En primer lugar a una tendencia a establecer el debate público sobre la delin-cuencia de forma unilateral en términos punitivos y represivos, excluyendo los problemas

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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El Sentido de la Visita para las PersonasPrivadas de Libertad

Rodrigo BascuñánSociólogo

Luis MaldonadoLicenciado en Sociología

ResumenEl siguiente artículo presenta los principales resultados de una investigación que se realizó el primer semestre del año 2000 y se enmarcó dentro de los talleres de titulación de la carrera de Sociología de la Universidad Católica de Chile. El estudio indagó en las percepciones que el sujeto recluido tiene sobre diversos aspectos relacionados con el proceso de visita. Las dimensiones establecidas para abordar dicho proceso son dos: una descripción referida al funcionamiento de la visita y otra que da cuenta del sentido que el recluso le otorga a ésta.

Los resultados más relevantes de la investigación son los que permiten establecer que la visita genera ciertos beneficios directamente al recluso e indirectamente al resto de la sociedad. Los primeros se asocian al hecho de que el deterioro del individuo durante el período de reclusión se aminora por la mantención de una fuerte relación familiar. Los segundos refieren al hecho de que la familia puede jugar un papel fundamental en la reinserción social y la rehabilitación del recluso una vez que éste entra en contacto con el medio libre. Ambos planteamientos vienen a poner de manifiesto la relevancia del estudio de la visita para el desarrollo de políticas carcelarias.

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sociales que se ocultan detrás de esta realidad1, e impidiendo abordarla de una manera integral que es precisamente la “vía de acceso” de la visita a los internos en el debate.

Por otra parte, no obstante pareciera de sentido común que de una u otra forma la visita es importante para los reclusos, lo que supondría una preocupación explícita por el tema de parte de los profesionales abocados al estudio del problema de la delincuencia, hay una carencia de investigación sistemática al respecto. Esto en alguna medida limita la introducción de la relación reclusos-visitante en el debate público.

Precisamente, la presente investigación, que consiste en una exploración de la percepción que tienen los reclusos del Centro de Detención Preventiva (C.D.P.) de Puente Alto sobre el sentido de la visita y la organización que el establecimiento penal le da a ésta, pretende constituir un aporte en ambos sentidos. Por una parte es un claro intento de abocarse al tema delictivo considerando factores sociales; por otra, pretende ser un aporte en la generación científica de información que respalde la consideración del proceso de visita a los reclusos en un contexto más general.

En cuanto a las referencias teóricas, desde la sociología la visita puede entenderse como un sistema social en donde la comunicación presupone un ego visitado y un alter visitante. Desde Luhmann, analíticamente se pueden distinguir tres tipos de sistemas sociales: sistemas de interacción, de organización y societal2. En el caso de nuestro problema de investigación, la visita será considerada desde los dos primeros.

Lo que caracteriza y distingue a una organización de un sistema de interacción, es que en éste la presencia de los interlocutores es el presupuesto para la formación de sus límites, mientras que en el caso de los sistemas organizacionales sus límites están dados por reglas de pertenencia, que prescinden de la presencia física. La visita, en tanto sistema organiza-cional es una práctica vigilada y normada por el aparato carcelario y como tal se somete a todas las regulaciones que ello implica en cuanto a horarios, lugares y actividades. En tanto sistema de interacción, ésta se constituye desde el encuentro de las personas. Es un tipo de interacción cara a cara, donde ni alter ni ego están constituidos desde los roles funcionales definidos por el sistema carcelario, no son ni reclusos ni gendarmes, sino personas que se encuentran: es la madre y el hijo, la esposa y su marido, los hijos y su padre. En suma, la visita es un tipo de relación social donde entran en contacto dos tipos de sistemas: por un lado la visita es un vínculo personal e íntimo que dice relación con la amistad y la familia (operacionalizada como dimensión “sentido de la visita”) y por otro una institución que refiere a la normativa legal de Gendarmería (operacionalizada como dimensión “organización de la visita”).

1 Al respecto ver: entrevista a Loreto Hoecker, directora de la Corporación Ciudadanía y Justicia en artículo publicado el lunes 15 de mayo del 2000 en el Diario La Nación.

2 Luhmann, Niklas. “Sistemas Sociales: Lineamientos para una Teoría General”, Alianza/U. Iberoamericana, México, 1991.

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Ahora bien, resulta imprescindible señalar que para los efectos de esta investigación los con-ceptos Luhmannianos no fueron usados como claves interpretativas, sino como un esquema formal que cumple la función de facilitar la operacionalización en términos sociológicos de las dimensiones del proceso de visita investigadas. Para el caso de la dimensión organiza-cional de la visita se investigaron los días en que se efectúa la visita, el tipo de visitante y la normativa del establecimiento penal sobre ésta. La dimensión sentido se exploró en tres subdimensiones: una material, en donde se indagó en los temas conversados durante la visita y la importancia de ésta para el recluso; una social, en donde se exploraron los roles del recluso en su familia y la influencia de la visita en la relación intramuros; y una temporal, en donde buscamos identificar los cambios que el recluso percibía durante su estadía en la cárcel respecto de las dos subdimensiones anteriores.

Las claves teóricas que nos permitieron interpretar sociológicamente la información re-colectada tuvieron como núcleo la teoría de Goffman. Específicamente, tomamos dos tesis: la primera refiere a la desocialización que producen en las personas las instituciones totales en tanto despojan del rol anterior al individuo ya que mortifican su “yo”3. La segunda dice relación con la importancia de los rituales secularizados en tanto contribuyen a la integración social. Desde este punto de vista, interpretamos la visita como un rito de integración que contrarresta la desocialización que produce en los reclusos la cárcel, ya que genera una serie de beneficios para el individuo, los que pueden traducirse en dos ideas principales: disminución del deterioro de la persona durante la reclusión y potenciación de factores que permiten la rehabilitación.

En términos metodológicos el estudio de la percepción respecto de las dimensiones rela-cionadas con el proceso de visita fue descrito a partir de entrevistas en profundidad realizadas a hombres con pareja estable recluidos en el C.D.P. de Puente Alto. La investigación fue de tipo cualitativa y tuvo un carácter exploratorio, dada la escasa información existente al respecto y la necesidad de Gendarmería de Chile de contar con una primera aproximación al tema.

El número de entrevistados fue de 15. Los criterios de selección fueron: sexo (masculino), calidad penal (condenados), situación de pareja (estable), frecuencia de la visita y tiempo de reclusión. La elección de los dos primeros criterios responde a una decisión arbitraria que sólo buscó acotar el objeto de estudio. La estabilidad de la pareja fue considerada porque nos interesó estudiar el impacto que la reclusión del individuo provoca en la relación con su familia. La elección de la frecuencia de la visita y del tiempo de reclusión responde al hecho de que pensamos que estos criterios podían hacer diferencias relevantes entre las percepciones de los reclusos en lo que respecta a las dimensiones investigadas sobre la visita.

3 Goffman, Erving: “Internados. Ensayos sobre la Situación Social de Enfermos Mentales”. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1992.

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Los criterios de frecuencia de la visita y tiempo de reclusión fueron divididos en las categorías de “Alto” y “Bajo”. En relación con el primero, la diferenciación se refiere a la cantidad de personas que visitan al recluso y la obtuvimos a partir de la percepción del gendarme encargado de la visita de los reclusos entrevistados y de la percepción de los propios reclusos. Respecto del segundo criterio, la distinción se elaboró a partir de la estadía de los reclusos en el recinto penal: “Alta reclusión” corresponde a más de tres años y “Baja reclusión” a menos de un año y medio. No se consideró el tiempo intermedio para realizar un contraste más fuerte entre los polos. La razón de este corte responde tanto al criterio judicial sobre las penas como a la opinión de los propios reclusos, que catalogan a las personas recluidas por más de tres años como “viejos”.

Respecto de los resultados de la investigación, éstos se resumen en una exposición de las reflexiones sobre la información que a nuestro juicio es más relevante y que de alguna manera puede ser trabajada dentro de los discursos de disciplinas que pueden abocarse al estudio de la delincuencia en particular y la criminología en general. Las conclusiones se estructuraron en cinco secciones, las que se detallan a continuación.

A. Tipo de visitante y funcionamiento del sistema de visita:conformidad y monopolio femenino

Claramente queda de manifiesto que la visita es la familia, la cual está representada en la figura de la madre y de la pareja. Ellas son, en palabras de los propios, reclusos “fieles a los barrotes”. La separación física generada por la reclusión del hombre no significa una ruptura del vínculo. El “monopolio genérico” de la visita, pone de manifiesto la importancia que la mujer tiene en la mantención de las relaciones familiares. El polo opuesto en este aspecto lo constituyen los amigos y los padres, los cuales “brillan por su ausencia”.

Por otro lado, podemos concluir que hay un alto grado de conformidad con el lugar, los días y el horario de la visita. También existe un consenso de parte de los reclusos respecto del allanamiento, pero en este caso la evaluación es negativa. A partir de ambas opiniones se puede decir que el recluso asume su condición de delincuente, en el sentido de que su situación en la prisión es parte de su forma de vida y la acepta: “uno está preso y las cosas son así... hay que asumir las reglas no más”, pero no así de su familia: “la culpa es de uno, no de ellos...”4. Al respecto, esta preocupación demostrada por la familia nos sugiere una hipótesis planteada en diversas investigaciones y que se relaciona con el hecho de que la sanción no cae solamente en quien infringe la ley, sino también indirectamente en quienes lo rodean. Esto lo intuye el recluso y trata de evitarlo. Una de las estrategias para realizar esto consiste en no hablar nunca a la visita sobre lo que le sucede adentro. La cárcel tiene una connotación altamente negativa en opinión de los reclusos y al no referirse a ella, los

4 Entrevista con recluso de la torre 4 del C.D.P. de Puente Alto. Grupo de Alta Visita y Baja Reclusión. Mayo del 2000.

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reclusos tienden a proteger a su familia y en especial a su pareja de la violencia de la prisión, tratando de involucrarlos lo menos posible. En este sentido la reclusión constituye una doble sanción, pues la culpa de involucrar a su familia opera igualmente como un castigo.

B. La visita como interacción: los roles del recluso y del visitante

En esta sección vamos a establecer conclusiones respecto de los papeles que encontramos que cumplen los participantes de la visita. En cuanto al visitante, el cual, como ya se dijo, está representado en las figuras de la madre y la pareja, es posible decir que cumplen el rol de mantener el vínculo entre el recluso y su familia. Esto es así por dos razones. La primera refiere al hecho de que son ellas las que mantienen el contacto a través de su visita; a través de su gesto mantienen unida a la familia fragmentada por la separación física. La segunda razón dice relación con la función de abastecimiento que tiene el visitante. Gran parte del sustento material del recluso depende la visita. En el caso de las personas con Baja visita esta función la cumple la familia en general, mientras que para los entrevistados que son frecuentemente visitados la cumple la pareja.

En cuanto al visitado, pese a estar privado de libertad y por lo tanto estar separado físicamente de su familia, en términos generales sigue manteniendo roles en ésta. Sin embargo, y como era de esperar, experimentan cambios que se relacionan con el tiempo de reclusión y la frecuencia de la visita. Al respecto, la autoridad y la provisión siguen la misma lógica, en el sentido de que las personas con alta visita manifestaron influir en las decisiones que se toman en su familia y aportar económicamente, pero al mismo tiempo reconocieron que las decisiones se compartían y que el aporte disminuía. Esto es común a ambos roles cuando el tiempo de reclusión es mayor.

Por lo tanto, es posible hacer dos alcances respecto de los roles de los implicados en el pro-ceso de visita. Por un lado la estabilidad de la relación con la familia permite la mantención de los roles, pero por otro, éstos se relativizan a medida que pasa el tiempo en la cárcel.

En cuanto al rol ejercido en la relación de pareja por parte del recluso, se puede decir que la frecuencia de la visita indica la calidad de la relación, pues las personas con alta visita afirman tener cariño y buena comunicación con la pareja al contrario de los con baja visita, los que, si bien presentaban muy pocos casos de ruptura señalaban no llevarse bien con su pareja.

Finalmente, se puede decir que el recluso también cumple en cierto modo un rol de padre, en el sentido de que durante la visita éstos afirmaron establecer una relación especial con sus hijos, la cual se centra en el intento de socializarlos en normas diferentes a las que son propias del mundo delictivo. Esto se puede ver en el hecho de que los entrevistados afirmaron incentivar a sus hijos a estudiar, a no decir groserías para “que no sean como sus padres”.

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C. La visita como rito: la reciprocidad entre el recluso y el visitante

La consideración de la visita como rito se enmarca dentro de la importancia que tiene en la teoría de Goffman el ritual secularizado como elemento de cohesión social. Específicamente, este autor utiliza el término ritual aunque la actividad sea de tipo informal y se desarrolle en un medio secularizado, porque existen implicaciones simbólicas hacia ciertas personas a las que se les concede oficialmente un valor especial dentro de la interacción.

El establecimiento de la relación entre la visita y la conceptualización de rito asumirá una forma comparativa. En este sentido, según Goffman los rituales seculares están formados por los siguientes elementos:

(i) El ritual es un fenómeno microsocial en tanto se realiza cara a cara. Podemos decir que la visita cumple con esta primera condición pues se realiza entre un ego visitado que es el recluso y un alter visitante, que como dijimos corresponde principalmente a la pareja y la madre.

(ii) Los participantes del rito secular desarrollan un foco de atención compartida. En el caso de la visita esto se manifiesta en que tanto a alter como a ego les interesa encontrarse. Precisamente la finalidad de la visita es que se reúna el recluso con su familia. La atención compartida puede verse en los temas conversados, donde los asuntos de “la familia” ocupan el lugar principal y en la preocupación por el encuentro: el recluso se prepara, mientras que la visita asiste en los horarios y días que están señalados.

(iii) Los participantes comparten el mismo estado emocional. En el caso de la visita, la emoción que la caracteriza es la de la alegría. Nuestros entrevistados señalaron que “durante la vista hay un ambiente especial, todos tienen una buena disposición, es como una fiesta”5.

(iv) En los ritos seculares se produce una intensificación de los sentimientos. Los reclusos señalan que durante la visita “nos hacemos cariño” y que “uno trata de hablar cosas bonitas”6.

(v) Las interacciones rituales conforman los pensamientos y los sentimientos sub-siguientes de los que participan. En el caso de los reclusos esto se puede ver en que el estado de ánimo que tienen después de cada visita responde a lo ocurrido en ella. Los que tienen Alta visita por lo general afirmaban quedar tranquilos, mientras que los otros tristes. Respecto del pensamiento, en casi todos los casos éste giraba en torno a las cosas que la visita contaba.

5 Entrevista con recluso de la torre 4 del C.D.P. de Puente Alto. Grupo de Alta Visita y Alta Reclusión. Mayo del 2000.

6 Ibid.

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(vi) El último elemento destacado por Goffman y que constituye la esencia de los ritos refiere al hecho de que existe una relación ritual siempre que una sociedad impone a sus miembros una cierta actitud con referencia a un objeto. Esta actitud supone la obligación de respetar a ese objeto. Esta característica aparece claramente en el discurso de los reclusos: “cuando hay visita se suspenden todos los problemas que hay acá adentro, la visita es sagrada”7, “a la visita se la trata bien, no se puede hacer lo que uno quiera con ella, se la respeta”8.

La comparación realizada entre nuestro objeto de estudio y la conceptualización de rito secular de Goffman no tiene solamente la intención de demostrar que la visita puede considerarse como un rito. Por sobre todo, a lo que apunta es a mostrar que en tanto rito, la visita es un tipo de relación social que permite y tiende a generar cohesión entre los participantes, pues en ella se genera una cadena de reciprocidad.

Dar / recibir / devolver son los términos en los que el sociólogo francés Marcel Maussdescribe la reciprocidad que se establece en la constitución de alianzas entre dos comunidades. En el caso de nuestra investigación, la familia, representada en las figuras de la madre y la pareja, y los reclusos son las dos comunidades que entran en contacto y que generan el circuito de la donación.

El visitante entrega principalmente sentido de pertenencia, apoyo y bienes materiales. Por su parte, el visitado, o sea el recluso, acepta estas cosas y devuelve un mayor compromiso con los asuntos de la familia y el interés por cambiar cuando salga de la cárcel. Tanto el compromiso como el cambio constituyen un reconocimiento que hace el recluso por la preocupación de su familia manifestada en la asistencia. Respecto del compromiso podemos decir que éste es mayor en los que tienen alta visita y que aumenta con el tiempo de reclusión, lo que da cuenta de la devolución, ya que el recluso reconoce por medio de esto que es la familia la única que no lo abandona.

Una vez establecido que en la visita existe una cadena de reciprocidad, nos interesa mostrar a partir de la función atribuida por Durkheim y Goffman a los ritos, que a través de esta cadena se reafirman los valores morales de una comunidad o sociedad, o lo que es lo mismo, se satisface la necesidad de socialización en ciertos valores, lo que corresponde a una necesidad básica de cualquier grupo humano.

Lo que está en juego en esta socialización no es más que la creación de responsabilidades u obligaciones morales. En el caso de la visita podemos decir que estas obligaciones por un lado son modos a través de los cuales el recluso mantiene su antigua identidad (disminución del deterioro) y por otro están fuertemente asociadas al interés de los reclusos por cambiar (rehabilitación). En este sentido se orientan los siguientes dos temas a tratar.

7 Entrevista con recluso de la torre 4 del C.D.P. de Puente Alto. Grupo de Alta Visita y Baja Reclusión. Mayo del 2000.

8 Ibid.

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D. La visita y el deterioro

Según Goffman las personas que se encuentran recluidas en instituciones totales sufren un deterioro de sus “sí mismos” en el sentido de que se ven obligadas a romper los vínculos con el mundo exterior. En dichas instituciones las personas están sometidas a una serie de mortificaciones que invaden su zona de intimidad y las colocan en el anonimato, sin facilitarle nuevas identidades consistentes. En la situación puntual de esta investigación, la visita disminuiría el referido deterioro que sufrirían los reclusos, pues otorga sentido de pertenencia y apoyo, aumentando la autoestima del recluso.

Anteriormente señalábamos que el tema familia era uno de los que más interesa conversar a los reclusos. Al respecto suponemos que la relevancia de este tema refiere a una estrategia para la mantención del vínculo que en cierta medida se rompe con la separación física. Sabiendo lo que pasa, el recluso se siente parte de su familia. Por otro lado, explícitamente los reclusos señalaron que la visita es importante porque les hace “sentirse parte de algo”, que “no están solos”. Esto se relaciona directamente con otra de las razones mencionadas por los entrevistados para justificar la importancia de la visita de la familia: el apoyo, que en palabras de los propios reclusos es “la fuerza que le entrega la visita para soportar estar preso”.

En relación a las mortificaciones que producen instituciones totales como la cárcel, el encuentro con la visita en tanto le entrega a los reclusos apoyo y sentido de pertenencia disminuye el deterioro, ya que se presenta como un momento de intimidad en donde los que se reúnen son “familiares”, no la visita y el recluso, dejando momentáneamente el anonimato de ser un recluso más, al recuperar su antigua identidad.

Existen otros elementos no mencionados explícitamente por Goffman, pero que nosotros consideramos relevantes en la disminución del deterioro. Uno de ellos se desprende del apoyo y del sentido de pertenencia y dice relación con el hecho de que el sentirse queridos y aceptados a pesar de las limitaciones personales redunda en una autovaloración positiva y en un sentimiento de confianza en sí mismo.

Esta autoestima positiva la podemos graficar a través de los cambios frente a la visita misma en el estado de ánimo y en la conducta. Así pues, en cuanto al comportamiento hay una clara relación entre el cuidado personal y la solidez de la relación con la visita. Recordemos que los reclusos que se preparaban para recibir a la visita se aseaban e “inventaban” alguna atención para su gente; por el contrario, las personas con baja visita tenían una escasa preocupación por su persona, la que se extendía más allá de los días de la visita. De la misma manera, la relación también se da si se indaga en la condición anímica de los reclu-sos. El estado de ánimo general durante la visita es de “alegría”, pero antes y después de ella se dan diferencias. Aquellos que reciben constantemente visitas manifiestan que están tranquilos antes y después, mientras que aquellos que son poco visitados están inquietos antes y tristes después.

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Otro elemento que contrarresta el deterioro de los reclusos se relaciona con la importancia que éstos otorgan a la visita para el ambiente del establecimiento penal. Todos los ent-revistados afirmaron que ésta es muy importante. Dentro de las razones que justificaban dicho nivel, se encuentra el hecho de que relaja las tensiones y aumenta el compañerismo. En relación con lo primero, creemos que la presencia de la visita distensiona el ambiente pues contribuye a eliminar los roces en tanto rompe con la rutina de los reclusos y sube el ánimo.

El compañerismo se relaciona con la función de abastecimiento que la visita cumple (provisión de artículos de aseo, ropa y comida), pues los individuos visitados son considerados como “buenos compañeros”, ya que comparten las cosas que traen sus visitas con aquellos que no tienen. En este sentido, es posible decir que la visita cumple la función de abastecimiento para la totalidad de los reclusos, no sólo para quienes la reciben. Esto tiene una implicancia indirecta en las relaciones intramuros, ya que la visita ayuda a establecer lazos positivos de sociabilidad entre los internos al hacerse presente por medio de ella la solidaridad.

Un tercer aspecto a considerar como factor que mediatiza la deshumanización de la cárcel es otra de las razones que justifican la gran importancia atribuida a la visita para el ambiente del establecimiento penal y refiere a que ésta “trae la calle adentro”. Esto significa que existe una cierta nostalgia por el mundo libre, la que se manifiesta sobre todo en las personas con baja reclusión. La visita en este sentido, reduciría el impacto de la pérdida de libertad al representar el mundo libre dentro de la cárcel misma.

E. La visita y la rehabilitación

Como antes señalábamos, el rito tiene como función satisfacer la necesidad de socialización en ciertos valores. En el caso de la visita cabe preguntarse ¿cuáles son los valores en los que se resocializa al individuo? A través de la mayoría de los puntos tratados por los entrev-istados es posible apreciar que lo que aparece como más relevante para ellos es la familia. De esto dan cuenta los temas hablados, los niveles de importancia, las preocupaciones que mantienen y el compromiso que manifiestan.

Ahora bien, una de las razones más señaladas para considerar importante a la visita es el interés de rehabilitarse que genera en los entrevistados, el que está asociado a las personas que son altamente visitadas. Frente a esto podemos plantear que una relación constante con la visita gatilla en el recluso un pensamiento reflexivo respecto de las implicancias que tiene el estilo de vida que ha llevado: “yo ya estoy cansado de esto, cansado yo y cansado de hacer pasar malos ratos a mi familia”, “la familia a uno lo hace pensar en todo lo que uno ha hecho y preguntarse qué podría ser distinto...”9.

9 Entrevista con recluso de la torre 4 del C.D.P. de Puente Alto. Grupo de Alta Visita y Alta Reclusión. Mayo del 2000.

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Sin embargo, este interés por rehabilitarse no sólo está asociado a la reflexión antes mencionada, sino también al hecho de que la visita pareciera expandir los horizontes del interno. Según Goffman los rituales permiten que las personas se sientan a gusto y facilitan la gestación de acuerdos y proyectos. En este sentido, puede desprenderse del análisis de los temas tratados entre el recluso y la visita el hecho de que “la proyección en el futuro” sólo es un tema conversado por las personas que son visitadas frecuentemente por su pareja. Esto puede ser interpretado como una situación especial en la que principalmente los entrevistados con familia propia y con una relación estable con ésta, son los que tienen expectativas positivas sobre el futuro, lo que se hace más patente al observar que a medida que pasa el tiempo, en las conversaciones que mantiene este grupo con su familia, los temas se refieren a proyectos para emprender una vida distinta.

Cuando nos preguntamos por los valores en que era socializado el recluso a través de la visita, hacíamos referencia al hecho de que la visita en tanto rito tiene como fin reafirmar ciertos valores. Dentro del problema más general en que se enmarca la visita, es decir en el problema de la delincuencia, los valores que se defienden son los que se transgreden y cuyo respeto precisamente establece el límite entre una conducta normal y una desviada en el sentido delictivo.

En este sentido, la visita puede constituirse indirectamente en un factor de rehabilitación, que permite socializar a los individuos recluidos en los valores definidos como adecuados por una sociedad. La visita pareciera potenciar la rehabilitación en tanto expande los horizontes de los reclusos, y les permite proyectarse al futuro en tanto gatilla un pensamiento reflexivo de su forma de vida, lo que los mueve a cambiar su situación.

CONCLUSIONES

Finalmente, a modo de resumen podemos decir que la visita pareciera ser importante para el recluso, para el ambiente del penal y para la sociedad misma. Sin embargo, las razones que tenemos para decir esto no dicen relación directamente con las justificaciones que dieron los propios reclusos, sino que éstas son más bien de naturaleza sociológica: la visita es importante para el recluso porque evita o disminuye su deterioro, ya que le permite mantener a éste sus vínculos con el exterior y le otorga sentido de pertenencia; para el ambiente del penal ya que fomenta la solidaridad entre sus pares y distensiona el ambiente; la visita puede considerarse importante para la sociedad si el acercamiento al problema de la delincuencia –el que es eminentemente social– se hace de modo integral, pues facilita la reinserción y fomenta en los reclusos el interés por rehabilitarse.

La consideración de la visita como un rito a través del cual se establecen responsabilidades recíprocas nos permitió referirnos a las dos razones sociológicas de la importancia de la visita como elementos del circuito de donación. En este sentido creemos que tanto la dis-minución del deterioro como el interés por rehabilitarse son en última instancia expresión de la cadena de reciprocidad que se constituye entre el visitante y el visitado: el primero

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dona la posibilidad de disminuir el deterioro y el recluso devuelve a su familia la posibilidad de una nueva vida.

Desde esta perspectiva, si se consideran válidos los beneficios referidos al interno y a la relación intramuros, la relación recluso-familia debería ser un elemento relevante en la formulación de políticas carcelarias. Por otro lado, si se consideran válidos los beneficios sociales generados en el proceso de visita, se pone de manifiesto la necesidad de incorporar factores sociales para generar propuestas de seguridad ciudadana que no sólo pongan énfasis en aspectos punitivos y/o represivos.

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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ResumenEn este artículo se describen los hallazgos de la investigación desarrollada el año 1999 que explora los discursos constituyentes de la práctica de los psicólogos al interior del sistema penitenciario para sujetos penalizados.

Se introducen elementos metodológicos que orientaron la producción y análisis del material, basados en la psicología social discursiva y en el enfoque de análisis de discurso propuesta por Potter y Wetherell.

Se desarrollan algunos elementos en relación a la constitución histórica del sistema penitenciario moderno por cuanto implica una reforma respecto del sistema penal monárquico pero al mismo tiempo sufre un traspié ideológico al orientar las sanciones a la homogeneización de la privación de libertad en recintos cerrados.

Luego se enuncian los dilemas de la situación actual en relación a la práctica del psicólogo en el sistema penitenciario.

En este sentido encontramos un lugar legitimado y otorgado al interior mismo del sistema y que lo sitúa del lado de la rehabilitación-reinserción, pero que luego lo pone en el lugar de la seguridad-encierro.

El saber psicológico servirá a la evaluación para los beneficios intrapenitenciarios convirtiendo al psicólogo en un “juez de segunda instancia”.

Finalmente observamos la fragilidad de este lugar que se constituye en el de chivo expiatorio de los errores y disminuyendo los espacios de tratamiento en relación al sujeto penalizado que lo ubica en el lugar del control.

El Qué-Hacer del Psicólogoen el Sistema Penitenciario

Sofía Retamal WiedmaierPsicóloga Universidad Diego Portales

Psicóloga SENAME

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INTRODUCCIÓN

El rol de los psicólogos en el mundo profesional ha venido concurriendo progresivamente a la práctica jurídica y penitenciaria, y casi sin referencias bibliográficas ni curricula-res comenzamos a sumergirnos en un mundo que la formación profesional no logra aún abarcar.

Sin embargo la psicología como disciplina tiene más de una historia que contarnos respecto a sus vínculos y relaciones con el ámbito carcelario y el mundo de la delincuencia.

Por otro lado vemos, desde la vida cotidiana, cómo el país se inunda de noticias, artículos y demases sobre las temáticas de la seguridad ciudadana, lo que ha ido vinculado a una necesidad de control social a todo nivel, donde se ha cuestionado la labor y sentido de las penas, por cuanto éstas no producirían una defensa social ni una rehabilitación real. Es así como vemos ponerse en juego el sentido primordial del sistema penitenciario que implica su función y lugar social.

En el interior mismo de esta publicidad se ha visto requerido un quehacer para el psicólogo en cuanto a controlar a través de su saber los beneficios intrapenitenciarios para los presos. Este requerimiento que opera ya desde el sentido común y la obviedad es el que interesa en tanto discurso y actuar construido. Es el quehacer de la psicología y el psicólogo al interior de las cárceles1 –o centros de mayores grados de libertad– en lo que refiere a la sanción penal adulta lo que dio origen a nuestra tesis y que servirá de foco para este artículo.

Desde este marco vimos que el rol del psicólogo en el sistema penitenciario, tanto en los recintos abiertos como semiabiertos y cerrados, ha sido constituido en el marco de una historia, de unas prácticas, de unos discursos sociales que le dan sentido y que constituyen la principal fuente para la construcción de sus dilemas actuales.

ANTECEDENTES DE LA INVESTIGACIÓN

La metodología

En la tesis “el qué-hacer del psicólogo en el sistema penitenciario: análisis de los repertorios interpretativos” desarrollada el año 1999 (F. Jeanneret y S. Retamal)i se ha rastreado tanto el marco histórico europeo como el chileno que constituyeron el sistema carcelario propia-mente tal –como sistema de privación de libertad–, así como el marco institucional actual, para dar cuenta de los discursos productores de sentido, los cuales fueron analizados bajo la perspectiva de la psicología social discursiva y socioconstruccionista.

1 La psicología jurídica, criminológica, y/o judicial ha involucrado mayores temas no abordables en este espacio.

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Esta tesis se basó en un modelo de análisis que se enmarca dentro de un enfoque cualitativo, el cual sostiene, en líneas generales, una aproximación a los procesos sociales a investigar desde una perspectiva descriptiva, interpretativa y comprensiva; y que, en lo particular, nos remite a los sentidos involucrados en una construcción discursiva, producida en los procesos intersubjetivos, y que tiene efectos concretos en las prácticas cotidianas.

El análisis se centra en los desarrollos del Análisis de Discurso centrándonos en las concepciones de Potter y Wetherell, quienes sostienen su análisis en dos ideas básicas de trabajo: por un lado, el lenguaje se encuentra orientado hacia la acción y, por otro, la dimensión performativa del uso del lenguaje.

La variabilidad del discurso es el centro de interés “es tanto un índice de la función como un índice de las distintas maneras en que se puede fabricar una explicación”, en este sentido, se puede dar cuenta de la dimensión constructiva del lenguaje, en tanto “el discurso construye nuestra realidad vivida” (Potter, J. y Wetherell, M. 1996. Pág. 66)ii.

Sin embargo, dicha variabilidad “no implica que no haya ninguna regularidad, sino que la regularidad en el discurso no se puede probar a nivel del hablante individual. Las inconsistencias y diferencias en el discurso son diferencias entre unidades lingüísticas relativamente vinculadas e internamente consistentes que hemos denominado (...) repertorios interpretativos2” (Potter, J. y Wetherell, M. 1996. Pág. 66).

Estos repertorios interpretativos fueron producidos como datos a través de la incorporación de distintos actores y niveles discursivos. Estos son en un primer nivel los jefes de plani-ficación a nivel nacional, quienes velan por las directrices a seguir en términos del quehacer técnico, incluyendo las labores psicológicas. Los Jefes Técnicos de unidades penales, quienes se encuentran a cargo de los programas de tratamiento o área técnica dentro de las unidades o establecimientos penitenciarios. Otro nivel son propiamente los Psicólogos contratados institucionalmente dentro de los distintos sistemas en labores técnicas. Por último los Sujetos Penalizados, quienes son los directos “usuarios” o “beneficiarios” de la labor del psicólogo. En todos los niveles fueron combinados los tres sistemas de régimen penitenciario: abierto, semiabierto y cerrado.

Se utilizaron entrevistas abiertas en profundidad y entrevista grupal de campo, realizándose en total 17 entrevistas.

Resultados

Los resultados del análisis se organizaron en cinco repertorios interpretativos que configuran una temática y núcleo constituyente de los sentidos sobre el qué-hacer del psicólogo en el sistema penitenciario.

2 Las negrillas son de los investigadores.

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Repertorio Interpretativo 1: “Posicionamiento Social: La legitimación de un lugar”. En la inserción del psicólogo a la institución los discursos encontrarán una fuente de legitimidad para su quehacer que cruza a toda la institución, constituyéndose en una posición que participa de la institución.

Repertorio Interpretativo 2: “Un lugar para el psicólogo: la conciencia como vía e indicador del cambio”. El discurso sobre el quehacer del psicólogo articulará un ámbito de competencia específica para el psicólogo atribuyéndole una función al interior del sistema que recoja sus habilidades profesionales construyendo así el cruce entre la necesidad institucional, entendida como un vacío en ella, y la aportación del psicólogo al sistema.

Repertorio Interpretativo 3: “El valor institucional del quehacer psicológico”. Los discursos construirán respecto de la labor implicada para el psicólogo, una división en dos operaciones y en dos sistemas que imprimirán en específico la conflictiva institucional en cuanto a sostener una polarización de sus funciones. En esta reedición se fracturará un posicionamiento inicial sostenido para el profesional en relación a la reinserción.

Repertorio Interpretativo 4: “La explicación del delito como evaluación para el otorgamiento de beneficios”. Encontramos en los discursos institucionales sobre el quehacer psicológico una atribución respecto a un saber que el profesional tendría. Este saber será requerido en aras a participar de una mecánica funcional del sistema, constituyéndose en esta medida un objeto psicologizado para la observación del profesional: el sujeto de la reinserción.

Repertorio Interpretativo 5: “El poder de la fragilidad”. Por último en los discursos sobre el profesional se encuentran concentrados diversos argumentos sobre las dificultades, las quejas desde y hacia el quehacer psicológico sugeridas por diversos agentes y que expresan los quiebres en las posiciones “idealmente” sostenidas y las “realmente” realizadas.

El recorrido

Desde la psicología se ha definido un marco de quehacer profesional en el sistema. En este sentido Santiago Redondo (1995), haciendo una recapitulación de lo que ha sido la inserción de la Psicología en el ámbito penitenciario señala que “los esfuerzos (...) han sido dirigidos, sobre todo, a la evaluación del comportamiento y otras características psicológicas de los encarcelados, ya fuera con finalidades diagnósticas, de selección laboral, o de predicción de su futura conducta en libertad. En segundo lugar, los esfuerzos se han destinado al tratamiento de aquéllos, mediante técnicas diversas, con el propósito de producir ciertas mejoras en su conducta, habilidades o ajuste psicológico. Por último, también ha sido objeto de análisis e intervención psicológica, aunque en menor grado, la propia organización penitenciaria” (Redondo, S., 1995. Pág. 339)iii.

Las dos primeras tareas que se le han encomendado a los psicólogos responden en su totalidad a la finalidad contradictoria señalada en los orígenes del sistema penitenciario. En este sentido es necesario hacer algo de historia.

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Inicios del sistema penitenciario: los dilemas constituyentes

La modalidad monárquica de castigo contaba con un dispositivo de suplicio que buscaba extraer del cuerpo el mayor dolor posible con una técnica compleja, que implicaba la mayoría de las veces tanto el “proceso judicial” (no indagatorio como el actual) como la sanción. En este proceso la venganza o vindicta por ofensa directa a la persona del rey (directa considerando que el poder directo del monarca se extendía ampliamente hasta los súbditos) constituía el móvil del proceso.

El suplicio público3 fue perdiendo validez a partir de múltiples situaciones entre las que se incluye el debilitamiento de la figura del monarca, la expansión de formas de criminalidad, la adquisición de poder de parte de la burguesía, etc.... Los ilustrados de la época construirán una fuerte crítica a este dispositivo.

Los reformadores que acompañan a Beccaria, entre otros, levantarán un debate, apelando a una benignidad y relajación de las penas, así como una consideración del condenado en su figura humanizada (con derechos a respetar y suspender) comenzando lo que ha sido llamado una humanización de la penalidad (tal como se les atribuye en tanto “escuela clásica de la criminología”).

Pero junto a una humanización se ofrecerá una teoría utilitarista del castigo que busca efectivizar el poder de castigar, modificando la función del castigo: se trata ahora de una prevención de futuros delitos. Se configura así la base de un sistema penal que busca ordenarse en función de la economía (tanto en términos de costo económico como político) y la extracción de un beneficio no ya ligado a una venganza o a la función de la intimi-dación (o prevención general) que tomaba el cuerpo del condenado como mero ejemplo (García-Pablós, A., 1988)iv.

Sin embargo estos reformadores, si bien logran establecer un nuevo derecho y proceso penal, no progresan en lo que respecta a la política criminal en donde sus propuestas se basan en analogías delito-pena y funciones de compensación por el daño causado, permitiendo así en este vacío la entrada del encierro penal moderno4.

En Inglaterra los penitenciaristas Howard y Bentham (siglo XVIII) llevaron a cabo estudios de cárceles y casas de corrección a modo de mejorar tales sistemas, y a pesar de que los mismos reformadores hubiesen criticado antes el uso del encierro al ver en él la continuación de un poder arbitrario por su invisibilidad.

3 Para mayores referencias consultar texto de Michel Foucault “vigilar y castigar, nacimiento de la prisión”. 4 El cual era refutado como posibilidad única según los reformadores, encontrando en él contradicciones

básicas respecto al cumplimiento de derechos o por la amplia magnitud de poder que implicaba sobre el condenado.

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Estas casas de corrección tendrían su antecedente en Londres (Sotomayor, D., 1994)v de las cuales la más antigua fue la “House of Correction” creada en 15525. Tales sistemas (ya sistemas cerrados) eran utilizados principalmente para “asilados” como podían ser “delincuentes de menor incidencia, generalmente ladrones o condenados por pequeños delitos, como vagabundos, mendigos, prostitutas, rebeldes, niños incorregibles, etc.” (Cisternas, 1998)vi.

De estos sistemas se extraerán importantes ideas, y la inspiración de Howard para producir reformas en las cárceles de Inglaterra. En estas instituciones se utilizará un régimen de manera estratégica imponiendo una regulación permanente de la disciplina a través de ciertas acciones y condiciones –como puede ser el aislamiento– y que permitirían la consecución de la finalidad correctiva.

En la actualidad permanecen dos formas discursivas cruzadas por las propuestas de los reformadores del derecho penal, y por la vía paralela basada en los regímenes de encierro centrados en la persona (delincuente) y no en el sujeto jurídico (del hecho delictual) de Beccaria. La discusión sobre la finalidad de la pena –castigo o rehabilitación, sanción o prevención– queda representada en la diferencia establecida entre el código penal vigente en Chile que indica que la finalidad sería punitiva y de castigo, contrastando con el regla-mento penitenciario de Gendarmería que centra la función de la pena en la rehabilitación o reinserción social de los condenados. Es así como la misión de Gendarmería consiste en la vigilancia, asistencia, atención y contribución a la reinserción de los condenados.

REPERTORIOS INTERPRETATIVOS: ALGUNOS ELEMENTOS CENTRALES

Lugar del psicólogo en el sistema penitenciario: situación actual

En los discursos que inscriben al psicólogo en una posición identificable respecto del sistema penitenciario, en un momento histórico determinado, encontramos la división del sistema penitenciario en dos concepciones que serían sostenidas desde discursos sociales, históricos e institucionales, es decir, que irían más allá del profesional. Estas concepciones construyen dos “modelos” del sistema penitenciario, uno asociado a un estado evolutivo anterior (bárbaro y visceral) y referido a un castigo y control hacia los sujetos condenados. El otro se asocia con un estado evolutivo al cual se tiende (moderno y racional) y que remite a una acción de reinserción-rehabilitación hacia el sujeto condenado.

5 Hubo otras experiencias, como en Amsterdam en 1596, a mediados del siglo XVII, el hospicio de San Felipe de Neri se dedicaba a reformar a jóvenes vagabundos y descarriados con un sistema de aislamiento. En el siglo XVIII, el monje benedictino Juan Mabillón, proponía un sistema celular absoluto (a modo de una celda monástica), en donde el aislamiento debía ser total. También en el siglo XVIII se crea en Italia el hospicio de San Miguel que empleaba un régimen mixto: trabajo común en el día y reclusión celular en las noches. Aquí, la instrucción religiosa era pilar fundamental de la institución y la disciplina se mantenía a base de duras sanciones.

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De esta manera, se levantan dos posiciones que, en un primer momento, emergen como formas antagónicas de comprender la labor penitenciaria. Sin embargo, en la medida que el sistema penitenciario recurre a la prevención como modo de legitimación social, emerge la posibilidad de confluencia de ambas posiciones, concretizadas en una y otra opción dife-rencial al interior de la institución: en tanto encierro por la prevención de la reincidencia (y ligado a la seguridad en sus argumentos) y reinserción para la prevención del contagio criminógeno.

Es así, que en esta polaridad observamos cómo se levanta la legitimación del mismo sistema de encierro que el sistema para la reinserción pretende superar en la medida que se esta-blece como principio operativo la figura de la seguridad, justificando ambos sistemas dentro de la institución. La seguridad será el argumento que sostiene la tensión entre las labores de reinserción y castigo, configurándose en un límite para las labores de intervención, en donde el cambio y la utilidad de la condena de los sujetos penalizados se constituirá en un riesgo para el sistema del encierro.

En este marco de legitimidad los psicólogos se posicionan en la polaridad de la rein-serción, identificándose como profesionales del área técnica y por ende de la temática de la rehabilitación-reinserción de los sujetos condenados. Es así como de manera general, es decir, independiente de su lugar en la institución polar, el psicólogo sostendrá una identidad profesional ligada a los objetivos de mejora del reo.

Este campo de inserción aparece como legítimo pero falto aún de aceptación institucional y social, en el cual el profesional debe “luchar” contra posiciones más “clásicas” y en el cual se defiende una “opción” al “hombre”. En este discurso puede constatarse una expresión de marginalidad respecto del sistema.

En este sentido, las principales labores del psicólogo, evaluación y tratamiento, se enmar-carán dentro del campo de la reinserción. Sin embargo estas tareas reeditarán en concreto la polaridad institucional a partir del objetivo de no reincidencia del sujeto penalizado, en donde la evaluación o diagnóstico para el otorgamiento de beneficios intrapenitenciarios será la función privilegiada para el psicólogo, minimizando el impacto de tareas para la reinserción que se verían postergadas en específico para el psicólogo.

El énfasis final: la seguridad y el control

El valor que la institución otorga a la función preventiva y que se imprime en la prioridad otorgada a la evaluación, se configura en esta tarea psicológica (evaluación-diagnóstico) en cuanto ella opera bajo las coordenadas de la seguridad. Esta seguridad se entiende aquí en la medida en que aquella selección funciona en el mecanismo de selección frente a los beneficios (impidiendo una “fuga legal”), en el entendido de que éstos comportan un riesgo por cuanto consistirían en una especie de liberación anticipada.

Es así que la penalización queda como lugar intrínseco de la institución y las estrategias tendientes a la reinserción-rehabilitación en un lugar extrínseco, prescindible. Estas últimas

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aparecen históricamente como en constante búsqueda de legitimación, ejercicio que se encuentra en la constitución misma del sistema penitenciario y que permite ubicarse en una posición legítima en una institución que parece desde una perspectiva “humanística” ilegítima cuando se centra en el castigo solamente.

El psicólogo será inscrito como el lugar de saber sobre los individuos, sobre las con-ciencias de los individuos delincuentes. Este discurso se despliega asociado a la temática de la reinserción pues la rehabilitación-reinserción sería un proceso de transformación de los sujetos “delincuentes” en donde primaría una revisión de las conciencias de los sujetos. O en otra clave, se entiende la delincuencia como un error de conciencia o una mala conciencia del deber ser, de lo bueno o de lo correcto.

La evaluación hecha por el psicólogo constituye un dispositivo de clasificaciones que opera al interior de la maquinaria institucional del sistema penitenciario actual, centrando la acción de reinserción en un subsistema (de régimen semi abierto o abierto), espacio al cual se accede a partir de un “beneficio”. Cabe notar aquí que el discurso chileno concibió (no necesariamente implementado) un régimen progresivo (nunca aludido como tal en los discursos actuales) que vemos aparecer hoy en una figura no progresiva sino dicotomizada entre un sistema y otro (de la institución polar). Pasamos así de una posible concepción de régimen como totalidad rehabilitadora (el régimen de educación total del que hablaFoucault) a uno que sostiene dos sistemas diferenciados para “distintos tipos” de sujetos, discriminando finalmente a los rehabilitables de los no rehabilitables.

Por otro lado, las labores que realizaría la institución (no desde el psicólogo) con el fin de reinsertar –educación, instrucción, trabajo– no darían cuenta de un cambio “real” y “pro-fundo” de los sujetos penalizados, siendo sólo conductuales. De esta manera, el psicólogo se instalaría en el intento desde un ámbito más interventivo hacia una transformación en lo más “profundo” del sujeto –la conciencia–. La promoción de tal cambio del sujeto aparece como un intento por instalar una “conciencia del delito”, es decir, convencer al reo de la verdad jurídica a la cual se lo ha sometido: es autor culpable de causar daños; la cual debe coincidir con la verdad psicológica.

En este sentido, el psicólogo se levantará como la figura garante del proceso global de reinserción de los sujetos, en la medida que en su evaluación podrá discriminar a aquellos sujetos que el sistema no puede reconocer como “peligrosos” (“no conscientes”). Es así como la posibilidad de la instrumentalización, como una forma de mentira en que de fondo no hay conciencia del delito, y una patología, entendida como una imposibilidad de conciencia por falta de juicio crítico, se convertirán en el objeto a reconocer por parte del profesional, objetos que aparecerían invisibles para otros funcionarios.

El delincuente –en tanto objeto del saber técnico– emerge así como el principal objeto para el profesional, sujeto al cual se le atribuye la problemática y en el cual se puede encontrar la solución a partir de un cambio. Es así como el sujeto que ha delinquido concentra la problemática, individualizando las responsabilidades respecto a una cuestión social.

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Tanto la institución penitenciaria como la organización social, quedan exentas de preguntas, cuestionamientos o responsabilidades.

Es en este marco, en donde la institución levanta un lugar para que el psicólogo, que se articula la evaluación del psicólogo con el dispositivo penitenciario en términos de selección, emergiendo la figura del profesional como un “juez de segunda instancia” que puede determinar el devenir de los individuos. En este sentido observamos un proceso de psicolo-gización de la cuestión jurídica, justamente uno de los temores de los reformadores antes mencionados, por cuanto implica un juicio a personas más que a hechos. Esta psicologización es observable en toda su magnitud también en los servicios para menores infractores de ley, donde en lugar de un juicio se lleva a cabo una evaluación psicológica y/o social de los jóvenes “menores en riesgo”.

El poder y la fragilidad

A pesar de los cuestionamientos a su saber técnico que permanecen al interior de la institución penitenciaria, el psicólogo asume dicha labor de prognosis, situándose institucionalmente en un lugar axial en la toma de decisiones, lo cual lo instala como una figura “decidora” (de decir - de decidir) en el otorgamiento de beneficios, logrando un lugar diferencial dentro de los operadores del sistema.

De esta manera, su decisión, ya no sólo psicológica, sino que también criminológica, tendrá un valor privilegiado, más que la opinión de cualquier otro funcionario. En este marco de gran poder y excesiva fragilidad por convertirse en el chivo expiatorio al más mínimo error (un quebrantamiento o reincidencia), el psicólogo se cuidará de las sanciones producidas desde su lugar, impidiendo o limitando la salida de los sujetos penalizados, lo cual relegitimará su posición de saber y de poder dentro del sistema.

En relación al condenado ocurre un distanciamiento hacia el psicólogo, desconsiderándolo como una ayuda y viéndolo más bien como un “ogro”, “el que la lleva”. Frente a él (el psicólogo) y a todo el sistema se desarrollan discursos estereotipados sobre la rehabilitación que los condenados identifican y saben que deben decir. Es aquí donde se produce el dilema de la instrumentalización de parte del reo, cuestión que es inevitable y necesaria, pues el sistema penitenciario no está hecho para culturizar sino para disciplinar. En este sentido el sistema promueve “buenos reos” más que “buenas personas”, o “hacer conducta” es justa-mente no comportarse, o comportarse sólo en la medida de la institución. No debe olvidarse la condición de institución total que Goffman (1992)vii ya enunciara en relación a esto.

En este discurso estereotipado se dificultaría la escucha psicológica hacia el condenado. Este espacio que es reclamado por los condenados posibilitaría una salida a las rígidas posiciones que el reo ocupa en esta institución: el “choro” y el “gil”, quienes representan justamente al que rechaza al sistema y al que “la juega”, es decir, al que dice y se comporta según lo que la institución quiere escuchar y ver. En esta medida el profesional constituye la misma dinámica en que la institución y el condenado se relacionan (en relación a las posiciones que el reo

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ocupa allí) pero que puede ser abierta en la medida en que se da paso a la singularidad en esa escucha hacia el condenado.

En este sentido es necesario olvidar el punto de partida del delito como eje de explicación del sujeto, también se hace importante dejar de lado la inscripción sistemática del penalizado en la historia de vida de conducta y jurídica que le imprimen el sello de delincuente, el que pone un largo velo que impide ver más allá. Asímismo puede ser útil separar drásticamente las labores de evaluación de las de tratamiento, terapia, o rehabilitación-reinserción6 para el psicólogo y reivindicar finalmente esa función a la que fue llamado realizar y que se refiere a la labor preventiva. Por último también es importante rescatar la labor que puede hacer la psicología con toda la institución (régimen, personal, capacitación, labor técnica, etc...), pues ésta también debe ser objeto de análisis e intervención de parte del psicólogo.

Comentarios finales

A modo de conclusión puede señalarse que es posible rastrear los discursos que constituyen un lugar, un valor y unos dilemas al interior de una institución para un qué hacer específico que es requerido desde el sistema pero que también ofrece su especificidad para él.

Los psicólogos con su ejercicio psicológico no están libres de problemáticas, incluso considerando que está reglamentada la necesidad de la evaluación psicológica para el otorgamiento de beneficios.

Sin embargo es aquí donde se pone en juego el dilema constante del sistema y que es esta tensión entre dos modelos aparentemente complementados a través de los regímenes progresivos, pero en rigor polarizado en dos formas que toman subsistemas al interior del sistema penitenciario. El psicólogo juega aquí de puerta y de guardián de la seguridad, actuando directamente entre los criterios de la pura defensa social y de la rehabilitación.

La psicologización de una decisión judicial así como la judicialización de la psicología ponen al psicólogo en un lugar a veces tremendamente incómodo pero de mucho poder que puede jugar en contra de los cambios reales en el sistema que a nuestro entender debieran ser abordados más preventivamente, más en el régimen mismo y más centrado en los derechos de los sujetos.

6 Se utiliza indistintamente rehabilitación y reinserción no porque sean en sí lo mismo sino porque en los discursos recogidos no se hacían distinciones. Sin embargo es importante mencionar que la reinserción seria el paradigma imperante hoy en día incluso para Gendarmería, institución que se ha hecho cargo de la necesidad de incluir a otros actores sociales en su función y que comprende la inserción como un fin. La habilitación implica la idea de que han de entregarse habilidades que el sujeto no tenía. Sin embargo la idea de inserción trae el mismo dilema, pues se supone que el sujeto habría estado desinserto previamente. Se abre la pregunta en todo caso de si esa falta de inserción comienza con la institucionalización o es previa.

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Se hace necesario revisar el “qué hacer” del psicólogo al interior del sistema por cuanto ha opacado la función preventiva, y se ha centrado en los individuos más que en las institu-ciones. Asimismo deja de lado la cuestión social que da origen y mantiene la delincuencia como fenómeno, constituyéndose en un engranaje mecánico del sistema que puede perder su rumbo y norte.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

i Jeanneret F. y Retamal S. (1999) “El Qué-Hacer del Psicólogo en el Sistema Penitenciario: análisis de los repertorios interpretativos del quehacer del psicólogo en el sistema penitenciario chileno de la región metropolitana” Tesis para optar al grado de licenciado en psicología. Patrocinante: Piper, I., asesor metodológico: Cottet, P. Universidad Diego Portales.

ii Potter, J. y Wetherell, M. (1996). “El análisis del discurso y la identificación de los repertorios interpretativos” En Gordo, A. Y Linaza, J. (editores) “Psicología, Poder y Discurso: Metodologías cualitativas, perspectivas críticas”. Editorial Visor. Madrid, España.

iii Redondo, S. (1995). “Evaluación y Tratamiento en prisiones”. En “Fundamentos de la Psicología Jurídica” Coordinador Clemente, M. Ediciones Pirámide S.A. Madrid. España.

iv García-Pablós (1988). “Manual de Criminología. Introducción y teoría de la criminalidad”. Editorial Espasa-Universidad. España.

v Sotomayor, D. (1994) “La Prevención Especial: Las Políticas de Rehabilitación del Reo en el Sistema de Prisiones de Chile”. Tesis de Grado para optar a la licenciatura en Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Católica Facultad de Derecho, Chile. Profesor guía Julio Disi.

vi Cisternas, J. (1998) “Historia de la Cárcel Penitenciaría de Santiago 1847-1887. La implemen-tación del Sistema Penitenciario en Chile”. Edición de la Dirección Nacional de Gendarmería de Chile. Santiago, Chile.

vii Goffman, E. (1992) “Internados: Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales”. Amorrortu editores. Buenos Aires Argentina.

VIH/SIDA: DE LO INDIVIDUAL A LO MACROSOCIAL1

El SIDA afecta especialmente a personas que transitan por la plenitud de sus capacidades físicas y psíquicas. En algunas ciudades del primer mundo incluso llega a ser la principal o una de las principales causas de muerte en las personas entre 20 y 40 años. En tanto, varios países de África y Asia presentan índices de seropositividad en más de un tercio de la población entre 15 y 49 años, y ya en 1988 llegaban a ocupar hasta un 40% de las camas de los hospitales2. Afortunadamente, las magnitudes en nuestro país son considerablemente

1 Algunos términos y siglas pueden prestarse a la confusión de lectores no familiarizados. Muy sintéticamente: El virus de inmunodeficiencia humana (VIH) es el agente que, transmitido por ciertos fluidos corporales, provoca años después el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA). Se hace una distinción entre personas sólo con VIH (o seropositivas) y personas con SIDA, pues las primeras no presentan aún problemas de salud, mientras que en las segundas sobrevienen progresivamente diversos cuadros clínicos a raíz de la alteración del sistema inmunológico provocada por la multiplicación del virus.

2 Bayés, R.: SIDA y psicología. Editorial Martínez - Roca, Barcelona, 1995. pp. 20-22.

VIH/SIDA en el Medio Carcelario:Propuestas para un Problema Pendiente

Fernando Pérez de ArceInvestigador de UNICRIM

Asesor de la Corporación Chilena de Prevención del SIDA

ResumenUna vez dimensionado el SIDA como un problema que trasciende ampliamente los límites de su expresión biomédica, se detallan algunas características de los establecimientos carcelarios y de las dinámicas que ocurren en su interior, que favorecen la transmisión del VIH y el desarrollo del síndrome. Luego se formulan distintas soluciones, algunas ejemplificadas con experiencias en recintos penales chilenos, proponiendo finalmente que se considere éste como un tema que requiere tanto un mayor conocimiento de su particularidad así como una preocupación social más amplia.

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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menores, registrándose desde 1984 un total de 3.450 personas que presentan síntomas, 4.052 que viven con el virus de inmunodeficiencia humana y una curva de crecimiento que se ha estabilizado alrededor del 25% anual3. Sin embargo, es sabido que los casos notificados están muy por debajo de la presencia real del VIH en la población.

Estas cifras, por más inquietantes que sean, no logran explicar por sí solas los efectos que provoca la epidemia, y que establecen una diferencia esencial con respecto a otros prob-lemas de salud igualmente mortales. Por lo tanto, para comprender este fenómeno en un sentido más amplio, es necesario adentrarse en algunas dimensiones de la vida humana en las cuales su presencia hace palpables distintas reacciones.

A nivel individual, el SIDA se vincula estrechamente con sentimientos primarios muy intensos. Alfonso Luco afirma que se le asocia con conceptos tales como la sangre, el sexo y la muerte, que al mismo tiempo son las claves más efectivas para ponernos en contacto con lo más profundo e íntimo de nosotros mismos y por ello, con lo más aterrador y angustiante.

En el plano de las relaciones de pareja, se percibe la amenaza de muerte a través de aquél con quien se comparte el sexo o la sangre, lo que provoca sentimientos difíciles de asumir y soportar. Se introduce la desconfianza y el miedo en la situación de total entrega e intimidad, dando a luz la contradicción básica de ver como peligroso a quien se le da la mayor muestra de confianza. Esto hace que el tema provoque temor y angustia intensos, emociones ante las cuales las reacciones más básicas son la huida y la agresión, la negación y el ataque, la evitación y la embestida4. En tanto, en la persona seropositiva aparece la idea de que nadie querrá formar pareja con ella, anticipando así una vida carente de afectos y con sensaciones de pérdida importantes que provocan alteraciones paralelas al desarrollo de la infección5.

La familia, normalmente significada como un espacio de acogida y de apoyo, cuando uno de sus miembros adquiere el VIH, tiende a mantener tal carácter. Sin embargo, ocurre que en su seno se comienzan a alterar hábitos de convivencia cotidianos, como por ejemplo, determinar la exclusividad de algunos implementos de uso común. Así, lo que en su origen responde al temor producto de la ignorancia con respecto a las formas de transmisión del virus, puede derivar en la sutil marginación de la persona seropositiva, con los consecuentes efectos emocionales que esto provoca tanto en ella como en los restantes familiares.

La discriminación social se evidencia fuertemente en el ámbito de las relaciones formales. Es frecuente, por ejemplo, que entre los requisitos para ingresar a un empleo se contemple el

3 Comisión Nacional del SIDA: Boletín epidemiológico trimestral. Serie documentos CONASIDA N° 11, Santiago, diciembre de 1999.

4 Luco, A.: Prevención e intervención psicológica en pacientes con SIDA. En Revista chilena de psicología Vol. 11 N° 2, Santiago, 1990. pp. 19-20.

5 García, E.: SIDA y soportes psicológicos. En Cruz Roja Española: SIDA, sociedad y derechos humanos. Madrid, 1992. p. 53.

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examen de anticuerpos VIH, en circunstancias que la seropositividad no invalida el ejercicio de virtualmente ninguna actividad laboral. En tanto, si se conoce que un compañero de trabajo tiene el virus, se le tiende a apartar, al punto que habitualmente la persona o se retira por causa de los permanentes rechazos o es cesado en sus labores argumentando razones distintas a las reales.

A nivel macrosocial, si bien se constatan importantes avances en el reconocimiento de la epidemia y en la definición de acciones, el problema no ha sido abordado con la prontitud y claridad necesarias, provocando con ello los graves efectos de la negación y la tardanza. En países donde la epidemia llegó algunos años después que a Estados Unidos, se perdió un tiempo precioso debido al retraso en la adopción de medidas preventivas, a pesar de tener a la vista las características de expansión del VIH. Incluso en Estados Unidos, donde fueron diagnosticados los primeros casos de seropositividad, el presidente Ronald Reagan no hizo ningún comentario público sobre la epidemia hasta 1987, es decir, a siete años de ser descubierta y cuando ya la población veía dramáticamente sus efectos6.

En nuestro país, las campañas financiadas por el estado que se transmiten por medios masivos de comunicación han avanzado en la objetividad y precisión de sus mensajes, aunque son inconstantes y aún fomentan algunos estereotipos y la estigmatización de las personas seropositivas. Sectores conservadores que se oponen al contenido de los mensajes estatales han diseñado sus propias campañas televisivas, donde entregan información que se ha comprobado reiteradamente que es errónea, y donde utilizan figuras de autoridad e impactan con imágenes de terror para lograr credibilidad. En algunas de ellas se habla en contra de la eficacia del preservativo y se argumenta que el amor es la solución, mientras mueren miles de personas que amaban a sus parejas y que sabían que éstas les podían ser infieles pero que, por amor, no exigieron el preservativo.

En tanto, desde hace pocos años, laboratorios de investigación y producción de fármacos han desarrollado medicamentos que reducen la cantidad de VIH en el organismo a niveles incluso indetectables, permitiendo una esperanza de vida sustancialmente mayor. Estas drogas, que deben consumirse de por vida, son comercializadas a un precio altísimo (cer-cano a los mil dólares mensuales en Chile). Algunos estados han asumido la subvención de estos productos, sin embargo, muchos de ellos, especialmente del tercer mundo, no tienen la capacidad económica para hacerlo. A raíz de esto, la epidemia se ha reconfigurado: ya no es un problema de falta de hallazgos científicos que, mal que mal, afectaba a todos indistintamente. Hoy el SIDA se ha incorporado al mercado y a su lógica, y son nuevamente las poblaciones de menores recursos económicos las que quedan al margen de las ventajas del desarrollo. Si esto es así, no resulta extraño que se haya demorado sostenidamente la elaboración de una vacuna, pues ésta sería suministrada sólo una vez a cada persona, perdiendo con ello millones de clientes potenciales que deban comprar los medicamentos mes a mes.

6 The Panos Institute: SIDA y tercer mundo. Panos Publications, Virginia, 1988. p. 14.

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VIH/SIDA EN EL AMBIENTE CARCELARIO

La manifestación de la epidemia en los establecimientos penales reviste características especiales que le agregan complejidad por ciertas condiciones propias de la privación de libertad. En las cárceles de muchos países la propagación del virus y el desarrollo del síndrome ocurren en mayor proporción que en el medio libre debido a una serie de circunstancias, las que pueden agruparse en dos categorías: las características de los establecimientos penitenciarios y las dinámicas sociales que ocurren en su interior.

A continuación se especifican algunos de los elementos más relevantes de ambas categorías. Cada factor por separado no siempre es una condición suficiente o directa en la incidencia de los casos de VIH o de SIDA, como tampoco se aprecia que todos ellos están siempre presentes en los recintos penitenciarios. En los hechos, unos influyen más que otros y la situación final está dada por la conjunción de elementos que se entrelazan e influyen recíprocamente.

A. Características de los establecimientos penales que favorecenla propagación del VIH y el desarrollo del SIDA

Sobrepoblación:

Uno de los problemas más conocidos y de larga data en los establecimientos penales es que la cantidad de internos muchas veces sobrepasa ampliamente la capacidad origi-nalmente prevista. Ya sea debido a la falta de recursos para dotar de una infraestructura adecuada a la totalidad de la población recluida, o al aumento de ésta por causas de diversa índole, las cárceles frecuentemente se ven desbordadas, afectando sobre todo los espacios de mayor privacidad como son las celdas. Ello redunda en que los internos viven normalmente en condiciones de hacinamiento, al punto que se pueden encontrar en una cercanía física incluso mayor que la que tenían en sus hogares de origen.

Malas Condiciones Sanitarias y de Atención en Salud:

Los establecimientos penales más antiguos, como también aquéllos que fueronconstruidos con una capacidad que es sobrepasada por la población que albergan, pueden presentar grados importantes de deterioro en su infraestructura. La humedad de algunos espacios cerrados, el sistema de evacuación de aguas servidas y los baños destinados a los reclusos pueden ser focos de infecciones que incrementan la vulnerabilidad de las personas seropositivas.

En tanto, no todas las cárceles cuentan con el equipamiento, la dotación y la calificación del personal adecuados como para brindar a los privados de libertad la asistencia médica que requieren, como tampoco información y educación respecto a cuidados básicos de la salud.

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Escasez de Recursos y Medios para Obtenerlos:

La supresión de derechos que conlleva la privación de libertad no se restringe solamente a la libre circulación por el territorio. El interno se ve obligado a vivir en un lugar que no es aquél donde ha transcurrido su vida y que le ha sido familiar. Además, convive con personas que no escogió y que no representan la diversidad que es habitual encontrar en el exterior. El acceso a bienes y servicios se dificulta y en algunos casos, sea como parte de lo que implica la reclusión o por necesidades de seguridad, se suspende totalmente.

Ante esta situación de deprivación, lo habitual es que el interno se procure la satisfacción de sus necesidades por los medios que estén a su alcance, con el consiguiente decremento en la calidad de los elementos satisfactores.

Dificultades para Favorecer la Prevención y la Protección de los Derechos:

Frente al problema del VIH/SIDA en los recintos penales, las experiencias de abordaje en distintos países son variadas, aunque se distinguen dos políticas no excluyentes entre sí que han provocado importantes controversias. En algunos lugares, como es el caso de países europeos y norteamericanos, las autoridades distribuyen preservativos, jeringas y material para esterilización a los internos, favoreciendo con ello la prevención. Una segunda disposición consiste en someter a exámenes de sangre para detectar el VIH ya sea a toda la población de las cárceles o a cierta proporción que se considere de mayor riesgo, medida que habitualmente tiene como propósito la segregación de los internos seropositivos con el fin de que éstos no propaguen el virus al resto de los reclusos.

En lugares donde hay un suministro regular de los materiales mencionados se haconstatado una disminución sustancial de la incidencia de VIH y de otros problemas de salud como la hepatitis7. Pero esta política no ha sido incorporada por todos los sistemas penitenciarios por cuanto existen concepciones previas que la inhabilitan como solución. Por ejemplo, en algunos países la entrega de preservativos ha sido rechazada puesto que se estaría al mismo tiempo dando el visto bueno a la homosexualidad, la cual, aunque practicada, es ilegal en las cárceles de dichos países8. La misma lógica ha frenado el suministro de jeringas y material antiséptico, pues significaría en los hechos reconocer que dentro de los recintos penales se consume drogas.

Por su parte, la política de detección y separación de los internos seropositivos es cuestionable por cuanto va en contra de los derechos de los reclusos tanto de consentir la aplicación del examen de anticuerpos VIH como de acceder a los espacios comunes de los recintos penales y a los mismos beneficios que la población penal general. Sobre

7 Joint United Nations Programme on HIV/AIDS: Prisions and AIDS. UNAIDS best practice collection, Ginebra, abril de 1997. p. 5.

8 The Panos Institute op. cit. p. 117.

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este tema, las directrices de la OMS afirman con claridad que “Dado que la segregación, el aislamiento y las restricciones en las actividades profesionales, los deportes y el es-parcimiento no se consideran útiles ni adecuados en el caso de las personas infectadas por el VIH que viven en la comunidad, la misma actitud debe adoptarse con los presos infectados por el VIH”9.

B. Dinámicas relacionales que favorecen la transmisión del VIH

y el desarrollo del SIDA

Precarización de la Sexualidad:

El impulso sexual no se suspende con el ingreso a un establecimiento penal. Su expresión debe modificarse de acuerdo a las posibilidades que los internos tienen de ejercerla, lo cual a su vez depende de la normativa penitenciaria al respecto.

Se puede hablar de una precarización de la sexualidad en dos dimensiones. La primera, de carácter horizontal, está referida a las relaciones consentidas por las personas que las practican. La otra dimensión, una precarización de las relaciones verticales, se refiere a los actos sexuales que se fundan en el poder y la agresión y, por ende, no tienen un carácter electivo para uno de los que participan en ellas. Como se verá a continuación, las primeras reportan en el individuo efectos psicológicos, mientras que en las segundas estos efectos son más intensos y se le puede añadir también un daño físico.

Las personas heterosexuales que ingresan a recintos penales deben optar por la absti-nencia, por formas de autosatisfacción o por lo que se ha llamado la homosexualidad situacional, es decir, aquélla que se escoge no en función de las preferencias sino por causa de la restricción de posibilidades que ocurre al vivir en espacios cerrados donde se cohabita sólo con personas del mismo sexo. El cambio obligado de una orientación sexual consolidada hacia otra es un proceso que se vive como una contradicción y, aunque en él operen mecanismos de defensa que resguardan la integridad del sí mismo, quedan rastros que se reeditan permanentemente, incluso cuando se ha vuelto a ejercer la sexualidad previa.

Si la persona en el medio libre optaba por una sexualidad asociada al afecto y los vín-culos estables, éstos fácilmente se deterioran en la estadía en el recinto penal. Algunos sistemas admiten las relaciones con personas del exterior durante las horas de visitas y han habilitado espacios para estos efectos, lo cual facilita en parte la conservación de los vínculos. No obstante, siempre existe en mayor o menor grado un deterioro de las relaciones, sea por la escasa frecuencia de los contactos, porque los lugares habilitados a

9 Organización Mundial de la Salud: Directrices de la OMS sobre la infección por el VIH y el SIDA en las cárceles. Ginebra, 1993. p. 5.

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veces carecen de privacidad y una estructura adecuadas, o finalmente porque la persona que permanece en el exterior va sintiendo los efectos de una separación prolongada.

Además, la sexualidad que ejercen los internos entre sí, aunque puede adquirir una connotación afectiva y de vínculos estables, en la mayoría de las ocasiones se expresa más bien en actos cuyo único fin es la liberación de energía libidinal.

Lo anterior es aún más evidente en las relaciones sexuales verticales, es decir, las que no son consentidas sino que se practican utilizando en mayor o menor grado la fuerza. Si el ejercicio de la sexualidad ya en el medio libre contiene elementos de dominación, en los establecimientos penales esto se ve intensificado y además adquiere una cualidad propia.

Por ejemplo, es común la utilización sexual de algunos internos en el marco de la categorización social dada por la misma cultura carcelaria. La unilateralidad del acto sexual muchas veces se da con violencia física, agregando con ello más posibilidades de transmisión del VIH en la medida en que se pueden producir roturas y sangramiento en las zonas corporales involucradas. Además, con frecuencia la protección que se ejerce a personas consideradas más débiles o que no pertenecen propiamente a la cultura carcelaria se da a condición de ser retribuida con favores de distinto tipo, incluyendo los sexuales.

En estos contextos es difícil plantear argumentos en favor del cuidado recíproco y del uso de mecanismos preventivos, pues la motivación para tener relaciones es princi-palmente instrumental, es decir, una utilización de uno a otro –y viceversa, en el caso de las relaciones consentidas– como medio de satisfacción de necesidades. Se dificulta la personificación de quien comparte el acto, de manera que resulta poco relevante si corre riesgos de adquirir el virus. En el lado opuesto, la adopción de medidas preventivas a fin de proteger la salud propia es también escasa, dado que el fatalismo se apodera de los reclusos y no los hace proyectar los efectos que en el largo plazo pueden producirse por una práctica sexual desprotegida.

Riesgos Asociados al Consumo de Drogas:

Existen dos situaciones donde el uso de algunas drogas puede ser un factor de riesgo para la transmisión del VIH. El ya conocido intercambio de jeringas y otras agujas en el caso de las cárceles se hace más peligroso por cuanto éstas son habitualmente prohibidas y, por lo tanto, escasas, de manera que muchos internos comparten el mismo utensilio. Por otra parte, el consumo de algunas sustancias, incluyendo las bebidas alcohólicas, reduce el autocontrol y se convierte en un factor posibilitante de relaciones sexuales sin la protección necesaria. En cuanto al desarrollo del SIDA en las personas que viven con VIH, la mala calidad de las drogas que son consumidas en los recintos penales puede deteriorar más rápidamente el organismo y de esta forma adelantar significativamente la aparición de cuadros clínicos.

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Rituales de Grupos Primarios:

La sociabilidad de los privados de libertad se organiza sobre la base de grupos primarios como forma adaptativa de satisfacer en parte las necesidades de afecto, seguridad y, en general, de todos aquellos beneficios que conlleva la pertenencia10. Pero también se dan algunas prácticas propicias para la transmisión del VIH tales como el tatuaje y otros tipos de perforación de la piel, con el agregado de que en este contexto adquieren un sentido ritual y en ocasiones condicionan la pertenencia a estos grupos. En el plano sexual, las violaciones a veces son parte de ritos que se realizan a modo de iniciación institucionalizada y que reportan un grave peligro de adquirir el virus de inmunodeficiencia humana.

Rechazo hacia la Prevención:

Estudios en cárceles de Costa Rica muestran que un bajo porcentaje de internos usa siempre el preservativo y casi tres cuartas partes fue penetrado sin condón durante los últimos treinta días. Además, el 73% considera que éste disminuye el placer sexual11.

En nuestro país, si bien se ha constatado que las relaciones sexuales entre internos han disminuido por temor al SIDA, al menos un 45% de ellos puede considerarse en riesgo por cuanto no tienen preocupación por el tema12. La misma tendencia se vio reflejada en un estudio en el Centro de Cumplimiento Penitenciario de Colina, donde se encontró que cerca del 47% está en desacuerdo con el uso del preservativo o el tema le es indiferente. En el mismo estudio se estableció que sólo un 41,1% de los internos que mantienen relaciones sexuales ejerce algún método de prevención de la transmisión del VIH13. El porcentaje de reclusos en riesgo de adquirir el virus probablemente es incluso mayor que esta cifra, ya que no necesariamente el método de prevención que utilizarían es realmente efectivo.

HACIA UNA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA

El hecho de que la epidemia en las cárceles de prácticamente todo el mundo sea más grave que en el medio libre puede deberse, al menos en parte, a que la implementación de medidas no apunta eficaz e integralmente a su solución. Tanto la entrega de información como la asistencia sanitaria y el suministro de material preventivo, son medidas necesarias pero insuficientes para llegar más al fondo del problema. Por lo tanto, es conveniente plantearse cuestiones anteriores que, una vez resueltas, allanen el camino para reevaluar los planes

10 Cooper, D.: Delincuencia común en Chile. Editorial LOM, Santiago, 1994. p. 92. 11 Schifter, J.: Amor de machos. Lo que nuestra abuelita nunca nos contó sobre las cárceles. Editorial

ILPES, San José, 1997. p. 116. 12 Cooper, D. op. cit. p. 146. 13 Saldivia, R.: Sexualidad intrapenitenciaria. Un enfoque sociológico. Gendarmería de Chile, Santiago,

1994. pp. 49-51.

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sobre la materia. En este sentido –en la apertura de temas básicos que den pie a la reflexión y discusión– es que se plantean a continuación algunas ideas generales y posibilidades de resolución.

A. Consideración de la vulnerabilidad específica

Una de las lecciones que han dejado las dos décadas de lucha contra el SIDA es la necesidad de reparar en que hay colectivos y escenarios que tienen mayor vulnerabilidad que otros tanto a la transmisión del VIH como al desarrollo del síndrome. Asimismo, esta vulnera-bilidad puede contener elementos cualitativamente distintos según las poblaciones en que se presente, de manera que suele ocurrir que los planes que son adecuados para cierta comunidad no lo son para otras. Ya se ha visto en este artículo que el medio carcelario tiene suficientes rasgos que lo distinguen de otros medios externos y que, por lo tanto, demanda planes propios. Es más, existen diferencias entre un establecimiento penal y otro o entre poblaciones de un mismo recinto, que pueden requerir soluciones ajustadas a sus propios contextos. Se trata, en definitiva, de diseñar acciones en ambientes delimitados según la particular expresión de la epidemia, y considerando las complejidades de algunos escenarios por sus componentes agregados así como los elementos que juegan a favor y en contra del trabajo preventivo.

Es necesario clarificar en este punto la diferencia conceptual y práctica que hay entre grupos de riesgo, por un lado, y colectivos y escenarios de vulnerabilidad, por otro. La clásica noción de grupos de riesgo conduce al encasillamiento de personas en categorías genéricas y estereotipadas por el sólo hecho de pertenecer a ellas, cayendo de esta forma en rotula-ciones que conducen en la mayoría de los casos a medidas discriminatorias. No es casual que se denomine como grupos de riesgo en VIH/SIDA justamente a colectivos marginados y de clara reprobación cultural: homosexuales, prostitutas y drogadictos14. La consideración de colectivos y escenarios de vulnerabilidad, en cambio, evita la rotulación de todos los que pertenezcan a ellos, disminuye la noción peligrosista contenida en el término “riesgo” y además introduce el componente ambiental como un factor relevante de considerar en la definición de acciones preventivas.

B. Prevención desde la propia cultura carcelaria

El punto anterior conduce a la proposición de que las actividades tomen en cuenta la especificidad con que se manifiesta la epidemia en el medio carcelario. Ahora bien, su reconocimiento implica en este caso que se está abordando una cultura con un alto grado de consolidación y delimitación, expresadas en una fuerte identidad, códigos de comunicación

14 Un desarrollo más completo de este tema se puede encontrar en Frasca, T.: La vida es una enfermedad de transmisión sexual. En Valdés, T. y Busto, M. (editoras): Sexualidad y reproducción. Hacia la construcción de derechos. CORSAPS, Santiago, 1994.

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y comportamiento específicos y excluyentes, estatus y roles marcados, antagonismos con quienes no pertenecen a ella, y una fuerte demarcación del espacio físico y social.

Si se considera que esta cultura se ha configurado como respuesta adaptativa ante la situación no escogida de reclusión y de supresión de medios para satisfacer necesidades básicas, cualquier pretensión de modificar componentes de su núcleo encontrará fuertes resistencias y probablemente fracase. Pretender, por ejemplo, que en las condiciones actuales de los establecimientos penales los internos no mantengan relaciones sexuales entre ellos o que no consuman drogas sería infructuoso, por cuanto los intentos en esa dirección no harían más que acentuar los antagonismos y los mismos reclusos encontrarían nuevas formas de burlar las medidas, cada vez contando con satisfactores de peor calidad.

Es en este mismo sentido que Jacobo Schifter apunta contra lo que él llama la colonización de la cultura sexual de los privados de libertad, afirmando que mientras no se aprenda a respetarla fallarán las acciones preventivas en VIH/SIDA15. Se trata, entonces, de situarse en la cultura carcelaria, no contra ella, y a partir de esta posición proponer alternativas que reduzcan los riesgos de algunas conductas pero que al mismo tiempo no carezcan de sentido para las personas recluidas.

Concretamente, esta postura se puede traducir en que, en lugar de impedir las relaciones sexuales, se promueva que éstas disminuyan su componente de poder y de instrumenta-lización y se reconfiguren desde una interacción persona-objeto a una de persona-persona. De esta manera es más factible la negociación de las condiciones de estas relaciones e incluso se vuelve más posible la negación a la utilización sexual por parte de los reclusos considerados más débiles. En este contexto, se puede lograr que la agresividad del acto se reduzca, que el preservativo sea parte de la negociación, y –si se logra significar como medio recíproco de protección– bastará que uno de ambos lo exija para que sea utilizado.

En el ámbito del consumo de alcohol y otras drogas, se pueden fomentar conductas más seguras. Experiencias en esta materia han reportado buenos resultados cuando se informa sobre los riesgos asociados a la ingesta excesiva y se propone como solución que se con-suma hasta cierto nivel previamente acordado o que se asuman roles rotativos de internos que se mantengan sin consumir y operen como reguladores del comportamiento de sus cohabitantes.

Ambas alternativas son sólo ejemplos cuya efectividad pasa por la aprobación de quienes corresponde. En tanto que modifican la forma de una conducta sin suprimirla por completo, pueden lograr receptividad si se acompañan de razones sólidas para adoptarlas. En este sentido, el SIDA es una argumentación tanto a favor como en contra: por ser un problema cuya gravedad y presencia son indiscutibles, la variación de la práctica sería más fácilmente adoptada; como sus efectos se aprecian varios años después, una perspectiva orientada sólo al presente o al futuro inmediato desestimaría los cambios que se proponen.

15 Schifter, J. op. cit. pp. 9-10.

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C. Focalización múltiple e intersectorialidad

Un plan efectivo sobre VIH/SIDA en el medio carcelario supone necesariamente su abor-daje con distintos actores del sistema, contemplando una gama variada de contenidos ymetodologías e interviniendo en distintos contextos de la cotidianidad de los establecimientos penales. De lo contrario, un taller aislado, la entrega de información escrita sin un apoyo explicativo, la atención individual de unos pocos casos, no tendrán ningún impacto pues serán absorbidos por el peso de todo un sistema que apunta en otra dirección.

En nuestro país existe una interesante experiencia de trabajo de la Corporación Chilena de Prevención del SIDA (CCHPS) que focaliza e interviene en distintos aspectos del problema. En base a la validación de sus monitores y profesionales ante los beneficiarios producto de años de trabajo sistemático, y apoyados por el personal del Centro de Cumplimiento Penitenciario de Colina (CCP Colina) y el Centro de Detención Preventiva Santiago Sur (CDP Santiago Sur), han ejecutado programas integrales que incluyen el trabajo con internos seropositivos, sus familiares y personal de Gendarmería. Las actividades toman forma de talleres participativos, atención psicológica, atención social, visitas de acompañamiento, capacitación de monitores y confección y distribución de material escrito. Tanto la metodología como los contenidos de cada actividad se definen atendiendo la particularidad de los beneficiarios y el rol que juegan dentro del sistema.

La experiencia de la CCHPS sirve además como ejemplo para ilustrar la necesidad de la intersectorialidad, es decir, la integración de distintos actores e instituciones, cada uno aportando en un nivel diferente y complementario según las competencias asociadas a sus roles dentro de la comunidad. De esta manera, el trabajo gana riqueza y permite que se amplíe la participación social en un tema que, si bien se manifiesta en un contexto cerrado, debe contar con una preocupación más amplia. Asimismo, puede resolver otras dificultades prácticas, como ocurre cuando un establecimiento penal no cuenta con personal suficiente para realizar actividades educativas y preventivas, o bien si las relaciones entre funcionarios e internos no están definidas en un plano que admita la confianza mínima para que el discurso educativo tenga acogida.

Un esfuerzo en este sentido se concretó desde fines del año 1997 cuando el personal de salud del CDP Santiago Sur cofundó una red territorial de trabajo en VIH/SIDA que integraba distintas organizaciones del área y que también dio cabida a la iniciativa de personas naturales que ponen a disposición su tiempo y motivación para trabajar con la población del estableci-miento penal. Además, en la definición de las actividades con los internos seropositivos en este CDP, se contempló la participación de algunos de ellos como voceros de las necesidades del resto de los reclusos en su misma condición, acogiendo así la opinión de la población afectada que otras veces se ignora.

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D. Valoración del sujeto

El buen resultado de la iniciativa comentada llama a preguntarse si es posible generalizar esta situación a otros contextos y respecto de otros ámbitos de participación de los internos. Aunque hay bastantes excepciones, suele ocurrir que los programas formulados para reclusos no contemplan su participación más que como receptores de una actividad definida con anterioridad. En otros casos, la ejecución de un programa no se ve como un proceso que le ofrezca a los participantes la posibilidad de superar etapas y asumir roles con mayores responsabilidades y atribuciones. Esto provoca muchas veces tanto un desajuste de los contenidos y metodologías respecto de lo que es significativo, como una limitación para quienes se motivan a colaborar más activamente en el trabajo educativo.

La temática del VIH/SIDA puede resultar propicia para que los reclusos tengan la posibilidad de modificar su rol tanto con respecto a sus pares como en la relación que se establece con los profesionales del establecimiento penal, sobre la base de una conceptualización cualitativamente distinta de los internos: no ser ya objetos de intervención sino sujetos que intervienen.

El salto cualitativo que se produce al ser sujetos protagonistas tiene implicancias en por lo menos tres aspectos.

Primero, aumenta los alcances del discurso educativo pues se conjugan dos saberes: el teórico y técnico junto al práctico y vivencial. Por ejemplo, es particularmente valiosa la participación de los internos a la hora de sugerir conductas protectoras frente al VIH/SIDA en este contexto, pues las ya comentadas características físicas y psicosociales del medio reducen fuertemente las posibilidades de prevención eficaz y, por lo tanto, obligan a encontrar soluciones creativas.

Segundo, la promoción de la salud personal y grupal se introduce en espacios de carácter totalmente privado, donde sólo los reclusos pueden participar. Cuando se realizan actividades con colectivos de difícil acceso físico y/o social se ha demostrado el buen resultado que se obtiene si son los pares los que asumen un papel protagónico. En efecto, aunque buena parte del día la población penal es vigilada e interactúa con personas del medio libre, siempre es posible resguardar momentos de privacidad y de relación exclusiva entre internos, y es ahí donde se pone a prueba la convicción real, que no siempre concuerda con lo expresado en las actividades educativas.

Tercero, soluciona algunos problemas de la relación educador-beneficiario que, aunque se pretenda lo contrario, siempre implica cierta verticalidad y no pocas veces una eternización de los roles. Una concepción de sujeto activo significa que desde el comienzo la relación educativa se formula con el propósito de la autonomización de los que inicialmente son llamados beneficiarios. Entonces, si en su origen el trabajo se realiza con la participación predominante de profesionales del establecimiento penal o entidades externas, la idea es que éstos se desliguen progresivamente sin que el trabajo iniciado pierda continuidad. Desde cierto momento en adelante, los reclusos generarían una instancia sólida que fun-

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cione con un nivel importante de autonomía y que cuente con asesorías puntuales según las necesiten.

Con esta lógica tuvo éxito una experiencia realizada por el Centro de Educación y Prevención en Salud Social y SIDA (CEPSS) en dos recintos carcelarios de la Provincia de Valparaíso. En coordinación con otros organismos, se desarrolló un trabajo orientado a mejorar el nivel de información y de conciencia preventiva sobre VIH/SIDA y enfermedades de transmisión sexual, de manera de prevenir la transmisión del virus y evitar las conductas discriminatorias contra las personas seropositivas. Algunos reclusos fueron formados como agentes de co-municación, quienes actuaron socializando el respeto, el autocuidado, la no-discriminación y la adopción de conductas de prevención. Una consecuencia alentadora de este trabajo fue que varios internos seropositivos, por iniciativa personal, se organizaron para informar sobre estas materias y en especial sobre la transmisión del VIH a los nuevos internos que fueron ingresando al establecimiento penal16.

E. Reconocimiento de las vías de comunicación con el medio libre

Una debilidad que pueden tener algunos programas es que consideran que la delimitación entre dentro y fuera del establecimiento penal es absoluta y permanente, diseñando así sus acciones sólo en función de lo que ocurre al interior. Sin embargo, hay que reparar en que la gran mayoría de las personas que ingresan por la comisión de un delito salen al cabo de un tiempo variable. Además, un número importante vuelve al medio libre y nuevamente ingresa, como ocurre con los regímenes de salidas progresivas o el inicio de un nuevo proceso por otro delito. Aunque en términos distintos, el sistema de visitas es también una forma de comunicación con el exterior.

Desde esta perspectiva, cualquier trabajo en VIH/SIDA que se realice en el contexto de los establecimientos penales tiene repercusiones en el exterior por la vía de los internos que salen o se comunican con él. Por lo tanto, controlar la propagación del SIDA únicamente a través de medidas de identificación y segregación carece de un sentido ya no sólo valórico sino también práctico, pues esto no asegura que los internos, al regresar al exterior, asuman una actitud de cuidado de la salud tanto personal como de quienes los rodearán en su vida fuera de la reclusión.

Vistas así las cosas, se puede considerar que las acciones preventivas en el medio carcelario, por una parte, tienen un gran alcance de beneficiarios indirectos o potenciales y, por otra, tienen que considerar dentro de sus contenidos la preparación para la salida parcial o definitiva de los reclusos.

16 Godoy, M. y Rodríguez, J.: Sistematización de un programa piloto de prevención de VIH/SIDA y ETS para recintos carcelarios de la Provincia de Valparaíso, Quinta Región de Chile. Colección Nueva Cultura, CEPSS, Valparaíso, 1995.

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COMENTARIO FINAL: EL PROBLEMA PENDIENTE

Luego de algunos años desde la aparición de la epidemia, se ha ido lentamente prestando atención a la especificidad de distintos colectivos y escenarios donde se presenta. Si bien esto por sí mismo no ha significado resolver el problema, ha permitido por lo menos car-acterizaciones más precisas, de manera que las acciones se han podido definir con ajuste a ellas.

Pero el caso del SIDA en los establecimientos penales no parece ver todavía horizontes cercanos de caracterización y solución. Si por un lado la cárcel es conocida en base a par-cialidades y si, por otro, el SIDA aún produce reacciones de miedo, incerteza y desconfianza que dificultan su conocimiento y la conversación abierta, la conjunción de ambos fenómenos es con mayor razón un tema poco tratado.

El título de este artículo grafica lo anterior: el carácter de tema pendiente. No hace referencia a la ausencia de políticas penitenciarias, que de hecho están formuladas y actualmente desarrollándose en nuestro país y en muchos otros sistemas carcelarios del mundo. Alude más bien a que seguirá siendo un problema en la medida en que distintos actores sociales como conjunto no se hagan cargo de su solución. Esto implica la consideración, por un lado, del SIDA como un tema sobre el cual toda la comunidad debe asumir un papel activo, con independencia de la posibilidad de verse individualmente afectado. Significa también aminorar la barrera que aleja de la cárcel a quienes, estando fuera de ella, tienen las competencias y la voluntad para realizar un aporte en este sentido.

Muchas dimensiones permanecen sin constatación, por lo que urge su conocimiento más acabado. En una investigación realizada por el autor de este artículo, que indaga en las biografías de internos seropositivos, surgieron varias claves para comprender las cir-cunstancias psicosociales que favorecieron tanto la falta de adopción de medidas protectoras en el medio libre así como la inserción progresiva en la vida delictual, y se pudo además establecer eventos vitales que fueron configurando una especie de guión externo a los sujetos que los llevó a asumir con cierta pasividad un estilo de vida. Pero al mismo tiempo se abrieron nuevas preguntas, en especial referidas a la otra cara de la moneda: personas cuyos contextos y modos de vida fueron semejantes pero que pudieron sortear con éxito algunas situaciones, de manera que su condición actual es muy diferente de la que se aprecia en el caso de los reclusos seropositivos.

Una faceta aún menos explorada de este fenómeno es su forma de expresión en las cárceles para mujeres. Se piensa correctamente que la transmisión del virus entre ellas es más difícil debido a que las relaciones sexuales penetrativas no son posibles, de manera que se descarta el riesgo por esa vía. Sin embargo, algunas condiciones son similares a las descritas en este artículo y se agregan otras nuevas, tales como la transmisión de la madre al hijo durante el embarazo, el parto o la lactancia. Tomando en cuenta que las mujeres encarceladas nor-malmente pueden mantener a sus hijos con ellas durante el primer tiempo de vida, resulta necesario conocer mayores detalles que permitan que este derecho no conlleve un riesgo de transmisión del VIH.

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Hay también temas de orden estructural que, por la dificultad que implica tomar una decisión sobre ellos, requieren de un cuidadoso análisis en que se dimensionen sus implicancias. En los sistemas penitenciarios de algunos países ha sido particularmente controversial adoptar una postura entre la separación de los internos seropositivos o su integración con el resto de la población penal. Si, por un lado, la segregación dificulta las posibilidades de los reclusos de tener un contacto social más diverso, de hacer uso de los espacios comunes de trabajo y recreación, y de circular por un área más extensa, por otro, se sostiene que la integración puede hacer más factible que el VIH sea transmitido a otras personas privadas de libertad.

No obstante, en esta discusión se consideran sólo las consecuencias, mas no se apunta a características de base que dan lugar a estas alternativas y no a otras. Se precisa, entonces, una mirada anterior, hacia elementos estructurales y relacionales que permiten un resultado así. Ciertamente, bajo las condiciones actuales de algunos establecimientos penales, si a los internos seropositivos se les permite vivir con el resto de la población penal se lamentaría una incidencia mayor de VIH; pero esto no tendría que remitir a la segregación como solución definitiva, sino a lo más provisoria. Es posible que la consideración de algunos elementos que se han propuesto en este artículo permita, con bajos riesgos, una progresiva integración.

Revista de Estudios Criminológicos y PenitenciariosN° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

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ResumenEl artículo presenta una investigación histórica acerca de algunas características que presenta la fundación del sistema penitenciario chileno al momento de la construcción y puesta en servicio de la cárcel Penitenciaría de Santiago en septiembre de 1847.

En particular, se refiere a la calidad de la habilitación material de la construcción: celdas, galpones de trabajo, capacidad de los servicios básicos de albergue, etc., que condicionan la estadía de los primeros presidiarios que cumplieron sus condenas en el establecimiento entre 1847-1872.

Asimismo, el estudio de los antecedentes materiales de la implementación de la cárcel Peniten-ciaría se relacionan con otros de fundamental importancia para comprender las características generales del proceso que se analiza; se repara en la calidad de los alimentos, agua, alojamiento y de reclusión o encierro que inciden directamente sobre el grupo humano conformado por los primeros condenados. Condiciones materiales que definen, según el estudio elaborado, un referente histórico para entender la evolución que presenta la pena de privación de libertad en nuestro país.

Las fuentes documentales del estudio son de carácter primario, correspondiendo éstas a los informes que las autoridades de la cárcel Penitenciaría mantienen con el Ministerio de Justicia en aquella época; asimismo se consultan las estadísticas oficiales publicadas por el Gobierno durante el siglo XIX relativas a criminalidad en la ciudad de Santiago.

La Implementación de la Cárcel Penitenciaría de Santiago: El Costo Humanode la Instalación (1847-1872)

Jaime CisternasLicenciado en historia Universidad Católica de Chile

Docente Escuela del Gral. Manuel Bulnes de Gendarmería de Chile

A partir de septiembre del año 1847, quienes estuvieron condenados por los tribunales de justicia de la República de Chile a penas de prisión penitenciaria, es decir, de cinco a veinte años, fueron conducidos a cumplir su encierro en un recinto carcelario que se encontraba desde 1843 en plena construcción en las afueras de la ciudad de Santiago.

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La creación de este establecimiento respondía a los anhelos de enfrentar el problema de la delincuencia y su control con los recursos más modernos y eficientes que la organización republicana pudiera implementar, por tanto, esta nueva obra pública que se levantaba en la capital estaba llamada ser, igualmente, una nueva institución de la república. Esta de-terminación se había adoptado tras estudiarse a nivel legislativo y gubernativo las mejores opciones planteadas por las experiencias de Europa y Estados Unidos en esta materia.

Así fue como llega a Chile la idea de aplicar un sistema penitenciario de reclusión penal, esto es, un régimen específico cuya organización, recursos y procedimientos carcelarios debían orientarse para estructurar la ejecución de la pena de privación de libertad tanto sobre los propósitos de castigar como de enmendar a los delincuentes condenados1.

En lo inmediato, el sistema penitenciario chileno fue aplicado mediante un tipo de tratamiento denominado como el “régimen penal del Auburn”. Esta normativa carcelaria estipulaba que el presidiario debía ser sometido a un régimen de aislamiento celular nocturno en una celda solitaria, con la obligación de hacerlo trabajar diariamente, en forma colectiva, en el mayor silencio que fuera posible2.

Sin embargo, para infortunio de quienes fueron internados en este nuevo establecimiento su inauguración iba a efectuarse mediante un procedimiento tan informal como impro-visado, ya que no fue más que la agrupación de 10 de los carros ambulantes del llamado “Presidio General” y 60 celdas de la edificación del recinto lo que constituiría la situación inicial del nuevo sistema que se pretendía consagrar con la ley de construcción de este establecimiento.

En efecto, en el momento en que se decreta el inicio del funcionamiento de la Peniten-ciaría –ejecutándose un rápido cierre del recinto mediante la llamada “muralla de circun-valación” y el inmediato traslado de unos doscientos presidiarios que estaban en los carros ambulantes estacionados en las cercanías–, el penal no contaba con las más mínimas condiciones de infraestructura para asegurar y mantener adecuadamente recluidos a los primeros condenados. En ese instante, la habilitación de talleres de trabajo o cualquier otro espacio que facilitara actividades colectivas era un asunto menos urgente que solucionar las necesidades de provisión de alimentos y agua potable, implementar servicios higiénicos o

1 Actualmente la acepción sistema o régimen penitenciario se ha extendido a la comprensión de las diversas condiciones que organizan la ejecución de la pena de privación de libertad. Asimismo, aparece como un mal sinónimo de lo estrictamente carcelario. Se indica equivocadamente que régimen penitenciario es el “... conjunto de elementos materiales y legales que componen la organización del Estado destinada a la ejecución de la pena de prisión...” Hector Breche. Revista chilena de Ciencia Penitenciaria y de Derecho Penal. Año 1, núm. 4, sep-dic.1951. Editada por la Dirección General de Prisiones, Santiago. Pág. 7.

2 “(...) El sistema que en esta prisión deberá adoptarse ha de ser el de reclusión solitaria en las horas destinadas al sueño y al alimento y remisión de los presos únicamente para la instrucción primaria o religiosa y para aprendizaje del oficio lucrativo a que cada uno manifieste más inclinación o aptitudes”. Ley de construcción de la Cárcel Penitenciaría. Julio, 19 de 1843. En “Boletín de Leyes y Decretos de la República”. Imprenta La Independencia. Santiago, 2 de septiembre de 1852.

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levantar instalaciones de seguridad y vigilancia; problemas que aún mucho tiempo después de 1847 permanecieron deficientemente provistos, determinando condiciones de vida extremadamente adversas para quienes estaban condenados a cumplir, en ese recinto, su pena de prisión.

En este sentido, la decisión de trasladar a presidiarios a aquella parte edificada de la cárcel impuso la condición de encerrarlos colectivamente, en un número de cuatro presidiarios por cada celda que era habilitada3. Esta rigurosa imposición de encierro, sin más objetivo que la agrupación de los detenidos en las celdas disponibles, se mantuvo por un corto período de no más de tres años, lapso en el cual la antigua forma de reclusión, infamante y utilitaria que se efectuaba en los carros ambulantes era reemplazada definitivamente por la alternativa del cumplimiento penitenciario en una cárcel edificada.

Una formulación reglamentaria que nos informa del tipo de régimen carcelario aplicado en las condiciones del traslado, nos indica que la internación de los presos estuvo definida por la siguiente situación:

“(...) Siendo dos cañones de celdas habitadas i teniendo cada uno de ellos un patio, los reos que estuviesen en cada cañón, comenzarán a sacarse a su patio respectivo desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde, en verano, i desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, en invierno. El tiempo de ejercicio será solamente de una hora para los cuatro que estuviesen en cada celda, no pudiendo nunca salir a la vez de este número i con la custodia de dos soldados por los menos, que los vijilen. (...) 8. Los reos colocados en celdas no podrán en manera alguna sacarse al trabajo ni bajo ningún pretesto se les permitirá salir fuera del recinto del respectivo patio de ejercicios”4.

Sin embargo, las orientaciones contempladas en la misma redacción de ley de cons-trucción de la cárcel Penitenciaría de 1843 y toda pretensión de dar inicio al funcionamiento del sistema de tratamiento penitenciario debieron postergarse en tanto este recinto era habilitado progresivamente.

De esta manera, las condiciones del régimen de encierro solitario debieron implementarse de acuerdo a las progresivas posibilidades materiales de ocupación del nuevo establecimiento, es decir, en relación a la cantidad de condenados y celdas disponibles para su habitación.

3 “(...) Se colocarán por ahora cuatro reos en cada una de las celdas de los radios habilitados de la cárcel Penitenciaría. El Director procurará colocar juntos a aquellos reos que tienen un mismo grado de crimi-nalidad”. La Penitenciaría de Santiago. Lo que ha sido, lo que es i lo que debiera ser. Imprenta de Los Tiempos. Santiago, 1879. Pág. 7.

4 Estas disposiciones corresponden a las normas de la primera reglamentación que regulaba el régimen interno de la Penitenciaría y que fueron dictaminadas el 25 de septiembre de 1847; están contenidas en doce artículos que especifican la forma de reclusión a la que estuvieron sometidos los primeros presidiarios de este establecimiento, la que se fundamentó –por la improvisación del traslado– en el encierro permanente de los condenados. Ibid., pág. 7-9.

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En este sentido, la ocupación del recinto se efectúa por etapas, proceso que se verifica desde septiembre de 1847 –momento en que se trasladan los primeros 160 presidiarios a la parte habilitada de la cárcel–, hasta el año 1856, cuando se finaliza la construcción de las 520 celdas que debían conformar el plano del establecimiento. Esta ocupación de las instalaciones fue debidamente registrada por la administración de la cárcel Penitenciaría, probablemente, con la intención de advertir a las autoridades ministeriales sobre las malas condiciones de seguridad y funcionamiento que presentaba el recinto, como también para constatar la realización material de la obra.

El hecho es que si entre 1847-1849 se ocupó un total de 120 celdas, en marzo de 1850 la capacidad aumentaba a 180 más con la terminación de las obras del tercer y cuarto departamento5. Por otra parte, el avance de la construcción registra el término de las 80 celdas del quinto departamento en fecha 4 de abril de 18526, para finalizar la habilitación a plena capacidad, cuando se da por entregadas las 148 celdas que contenían el sexto y séptimo departamento el 16 de julio de 18567.

Un balance oficial registrado en ese mismo año por la administración de la Penitenciaría, concluía en que: “En cuanto a la capacidad de la Penitenciaría ella tiene 528 celdas, de las cuales hay ocupadas 446, quedando 14 por habilitarse practicando alguna ligera refacción en varias de ellas que se encuentran húmedas”8.

En total se construyeron 528 celdas entre 1847 y 1856, ampliándose la capacidad inicial de alojamiento de 160 presidiarios a más de medio millar de individuos en los mismos años. Así se cumplía lo estipulado en la ley de construcción de la cárcel Penitenciaría de julio de 18439.

El encierro de presidiarios en la Penitenciaría se fue implementando de acuerdo a las pre-tensiones que idearon el nuevo sistema de reclusión penal, igualmente, se constituye con graves deficiencias materiales que impusieron un extremado rigor a la privación de libertad de los condenados que, con su estadía, inauguraban el régimen penitenciario en Chile.

De septiembre de 1847 a marzo de 1854 las condiciones generales de la reclusión estuvieron radicadas en la única exigencia de mantener a los presos encerrados de la forma más segura posible. Por ejemplo, el albergue de los presos en las celdas se efectúa de manera colectiva,

5 Archivo Nacional. Fondo Ministerio de Justicia. Vol. 57: Superintendencia de la Penitenciaría 1848-1857. Superintendente Manuel Cerda al Ministerio de Justicia, comunicación de abril 7 de 1850. En adelante (A.N.). Fondo (M.J.) Vol...

6 Ibid. Superintendente Francisco León de La Barra al Ministerio de Justicia, comunicación de abril 4 de 1852.

7 Ibid. Superintendente Agustín Riesco al Ministerio de Justicia, comunicación de julio 16 de 1856. 8 (A.N.). Fondo (M.J.) Vol. 247: Superintendencia de la Penitenciaría 1858-1860. Superintendente Waldo

Silva al Ministerio de Justicia, comunicación de julio 16 de 1858. 9 Ver Gráfico núm.1: Población penal a fin de año 1854-1889 y Gráfico núm. 2: Movimiento anual de

Población Penal 1848-1881. Total de ingresos y egresos por año.

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de a cuatro presos por cada una de ellas, desde que comienza a funcionar el recinto hasta que son terminadas las 180 nuevas celdas del llamado tercer y cuarto departamento el 19 de marzo de 1850; momento en que se cumple el objetivo de encerrar a cada presidiario en una celda individual. Sin embargo, todavía para febrero de 1852, de los poco más de 300 presidiarios que contenía el establecimiento, dos tercios de ellos permanecía en la rigurosa condición de encierro permanente y solitario, puesto que la distribución de la población penal estaba condicionada por la implementación de sólo dos galpones que servían de talleres productivos, a donde concurrirá, desde el 1 de agosto de 1850, sólo un centenar de presos escogido para trabajar o aprender un oficio10.

Esta situación de encierro, predispuesta a la sujeción física y corporal del individuo con-denado, tanto como a la disgregación del universo que conformaba este grupo humano, permanecerá hasta que los talleres de trabajo se implementen en plenitud. De esta manera, en tanto se cumplía el principio del encierro individual, pero no se lograba la organización de los trabajos –situación que permanecerá hasta 1854–, el carácter de la reclusión adquiría dimensiones verdaderamente aniquiladoras.

El escenario del encierro se conformaba por las 528 celdas, distribuidas en 28 calles que conformaban las siete alas o “departamentos” del establecimiento, existiendo 5 de ellos de 80 celdas promedio y dos que sólo contenían 60. Los departamentos, de 50 metros de largo, partían como radios que se extendían desde un octágono interior que hacía de patio central. Construido el recinto bajo el concepto del Panóptico, en este patio interior se encontraba una torre de vigilancia que daba frente a las puertas de los siete departamentos y de los cinco talleres que se ubicaban en el espacio interior que quedaba entre cada uno de aquellos; desde ahí se efectuaba el control de la salida y entrada de los internos desde su calle al taller respectivo, actividad diaria que conformaba la principal rutina de la población penal. En este sentido, la permanencia de los presos en sus respectivas celdas y calles y su estadía en los talleres era el único fundamento que organizaba el sistema de vigilancia interior que realizaba el personal de la administración penitenciaria.

Como actividades iniciales, aún sin el carácter de permanentes, los presidiarios estaban sometidos a la obligación de trabajar en lo que se les ordenara, así como a prestar los servicios que fueran requeridos por la administración del establecimiento. En este sentido, se daba la costumbre de sacar presos a trabajar fuera del recinto y la de construir o habilitar parte de la Penitenciaría con mano de obra de los mismos presos. En estos casos, todos los condenados que eran sacados de sus celdas para efectuar algún trabajo –hasta que se dispuso la prohibición de mantener estas “prisiones”, a partir de enero de 1854–, eran conducidos en todo evento con un dispositivo de sujeción física o corporal consistente en un encadenamiento de los pies que unía a dos individuos, formando las denominadas “colleras”.

10 (A.N.). Fondo (M.J.) Vol. 57: Superintendencia de la Penitenciaría 1848-1857. Informe del Superin-tendente José Antonio Alvarez al Ministerio de Justicia, comunicación de marzo 17 de 1852.

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En el lapso de los 40 meses que van desde 1847 a 1850, los aproximadamente 300 presidiarios que se encontraban encerrados en forma colectiva y permanente en las 60 primeras celdas que comenzaron a utilizarse estuvieron expuestos a las condiciones de encarcelamiento más rigurosas e inclementes que pudiera imaginarse. En ese sentido, las mismas autoridades reconocían las deplorables circunstancias en que se verificaba esta reclusión; de esta manera, en junio de 1850, el Superintendente Manuel Cerda manifes-taba un sombrío diagnóstico de las condiciones sanitarias que prevalecían en la cárcel, de modo que se plantearan, desde las instancias ministeriales, las soluciones adecuadas. En el informe transmitido, hecho por el médico José Joaquín Aguirre, se daba cuenta de la grave situación en la que se encontraba la población penal “respecto a las enfermedades reinantes”, indicando que por efecto del hacinamiento los condenados manifestaban, entre otras enfermedades:

“El reumatismo en todas sus formas, cuyas causas son lo nuevo del edificio, la nece-sidad que por ahora hai de que el mayor número de presos permanezcan encerrados en celdas, principalmente las que miran al sud-este, que no reciben rayos solares a ninguna hora del día, falta que ha mantenido una atmósfera fria y húmeda que impide la transpiración insencible o gasinforme que es el medio de purificación más importante i el más necesario a la vida orgánica; el que espele de la economía, las dos terceras partes de los materiales alterados, i el que se retiene por algún tiempo es esencialmente nocivo i acaba por perturbar la integridad de la sangre, que es la causante próxima del reumatismo que como llebo dicho es mui frecuente...”11.

Además de esta enfermedad, indicaba el informe que, a esta fecha, una tercera parte de los presidiarios se encontraba enferma de sífilis o presentaba alguna afección cardíaca o de tipo estomacal. En seguida, en octubre de ese año de 1850 –ocasión en que se reconocía el beneficioso impacto de la organización de los primeros trabajos productivos con la dismi-nución de los enfermos reumáticos–, se constataba la mantención del número de enfermos, esta vez, reparando en aquellos afectados por dolencias estomacales.

Aún cuando se pensara que los presidiarios consultaban falsamente al médico del estableci-miento con el fin de conseguir algún mejoramiento a sus dolencias (por ejemplo, en el simple acceso a una mejor dieta, para ser trasladados al hospital que funcionaba en el recinto o para que se les quitara las odiosas cadenas con que eran sujetados), existía un sinnúmero de motivos que quebrantaban la salud general de la población y, particularmente, de quienes accedían al servicio médico. Uno relevante era la pésima calidad del alimento y agua que venían ingiriendo desde hacía varios meses los presos; hecho que inicialmente no era men-cionado como causa directa de las abundantes “afecciones del tubo-gastroinstestinal” que presentaban los enfermos. Esto era precisamente lo que se pretendía solucionar cuando el Superintendente Manuel Cerda enfrentaba las causas generales de la salubridad:

11 Ibid. Informe de Salubridad del Establecimiento. Superintendente Manuel Cerda al Ministerio de Justicia, comunicación de junio 4 de 1850.

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“Verbalmente he estado dando cuenta a ud. de las repetidas faltas cometidas por el contratista de alimentos de los presos ya por la mala calidad de las especies, ya porque no se dan la cantidad convenida. Ayer me ha pasado el Director el parte que acompaño. Inmediatamente fui a la Penitenciaría, i de todo el pan que estaba allí retenido, tomé dos que remito a ud. para que vea hasta que grado llega el abuso referido. El pan no es pan de harina candeal sin cernir, sino de lo que llaman afrecillo. Aun me han asegurado, (i parece confirmarlo uno de los panes que adjunto), que de los mendrugos que sobran en las panaderías, hechándolas a remojar hacen una masa que revuelven con harinilla i asi forman muchas veces las raciones que les llevan. Ese es, dicen, el motivo por que salen vinagre, que no falta ejemplo de que aguzarse”12.

El problema de la deficiente alimentación de los presos fue una constante mientras era suministrada por un contratista o subastador, situación que se prolonga desde septiembre de 1846 a diciembre de 1851, momento en que comienza su elaboración por cuenta del establecimiento. Los presidiarios eran alimentados a base de una dieta circunscrita al consumo de “... 12 onzas de pan i dos raciones de frejoles i los dias festivos i los jueves de cada semana, media libra de carne con legumbres...”. Sin embargo, el propósito de mejorar la calidad de la dieta presentó dificultades para su logro en tanto la administración penitenciaria exigía del contratista el cumplimiento satisfactorio de lo convenido, llegando incluso a que el Superintendente cuestionara los detalles de las entregas alimenticias y las intenciones de su responsable:

“Se queja el contratista de que los huesos no se cuenten por ración i se separen al tiempo de recibir el alimento, semejante disposición es conforme a la contrata.La contrata dice: “los días 1 y 15 de cada mes la comida será una libra de carne de baca fresca para cada hombre escluyendose la cabeza, patas, cogote u otros huesos, guizada en puchero”.¿Cómo pretende el contratista que se admita alguna clase de huesos?.En conclusion Sr. Ministro yo podría decir que el contratista es el que verdaderamente ha declarado una abierta hostilidad á los presidiarios, i tanto más cruel que se dirige a matarlos de hambre, pero siempre he culpado a los dependientes de Don Vicente Vial, i no a él a quien lo veo revestido de honradéz”13.

El problema que representaba la deficiente calidad de la dieta para efectos de la mantención saludable de los presidiarios era en parte solucionado con la autorización de ingresar alimentos mediante las visitas a éstos. Quienes podían proveérselo por este medio o por el consiguiente intercambio que se generaba, contaban con que el derecho a ser visitados estaba permitido los días domingos y jueves de los meses de enero y julio de cada año por el escaso tiempo de media hora. Finalmente, hacia 1854 la dieta de mantención de la Penitenciaría era la que aseguraba que: “...comen los presos en sus raciones 2 panes de 6 onzas cada uno,

12 Ibid. Superintendente Manuel Cerda al Ministerio de Justicia, comunicación de octubre 12 de 1849. 13 Ibid. Superintendente Manuel Cerda al Ministerio de Justicia, comunicación de febrero 7 de 1851.

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un almud de frejoles para cada 13 personas, media libra de grasa por almud y un ají colorado. Los dias 1 y 15 se les suministra un puchero compuesto por 4 papas, 1 libra de carne y verdura cuando hai y es tiempo. Diariamente 50 raciones de 1/2 libra de carne y una onza de arroz para quienes tienen previsto por el médico”14.

Materialmente, las primeras dos décadas de funcionamiento de la Penitenciaría transcurrieron en una precaria construcción en razón de haberse comenzado a internar presidiarios mucho antes que estuviera provista una serie de infraestructura indispensable a la vida colectiva de varios centenares de individuos que debían alojarse en ésta. Incluso, cuando el total de celdas y talleres considerados en el plano definitivo de la edificación estuvieron terminados y ocupados, esto es en 1856 con más de 426 individuos, el penal no tenía aún implementado en forma satisfactoria necesidades básicas como servicios higiénicos y provisión de agua potable, por mencionar las deficiencias de mayores consecuencias sanitarias.

Por razones de seguridad, la reclusión que se efectuaba en la Penitenciaría estaba condi-cionada a la habitación de los presos en celdas que se ubicaban en pasadizos o calles de 50 metros de largo y apenas un metro y 67 centímetros de ancho, que era la delimitación que le daba a las calles la existencia de unas murallas divisorias interiores que se levantaban presentando una altura de 4 metros de alto frente a las celdas. Asimismo, el objetivo inicial de recluir a los presidiarios en condiciones materiales extremadamente seguras al escape había hecho que se levantara una muralla de separación que impedía la salida o entrada directa de los departamentos al patio central, lo que hacía que se formara un corredor entre estos dos sectores, el que obstruía absolutamente la ventilación y entrada de luz natural a las estrechas callejuelas. Estas condiciones hacían que el encierro de los condenados se efectuara en un ambiente densamente húmedo y frío en invierno y extremadamente sofocante en verano.

La situación que se generó con el conjunto de factores como la mala alimentación y pésima calidad del agua que se ingería; la extremada exposición al frío, pues a los presos se les prohibía el uso de fuego al interior del recinto; la inexistencia de un adecuado sistema higié-nico asociado al mal funcionamiento de los canales de evacuación de desperdicios que se mantuvo mediante un sistema de acequias; confabuló para derribar la salud, el ánimo y la fortaleza natural de estos hombres, que en este tiempo, habían sido condenados a privación de libertad; cumplimiento penal que los expuso también a la privación de las posibilidades de sobrevivir a esta experiencia.

Para cuando los peores momentos de la instalación de la Penitenciaría habían pasado en 1856 una cantidad importante de presidiarios; 26 en 1854; 12 en 1855; 24 en 1856; 34 en 1857; etc., no habían hecho cumplimiento total del tiempo de sus condenas por haber encontrado la muerte en este recinto15.

14 Ibid. Informe del Estado de la cárcel Penitenciaría. Superintendente Francisco León de La Barra al Ministerio de Justicia, comunicación de enero 15 de 1854.

15 Ver Gráfico núm. 3: Mortalidad en la cárcel Penitenciaría 1854-1889.

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En este sentido, en tanto se lograba superar las deficiencias que presentaba el primer enci-erro impuesto por la urgencia de la improvisada ocupación no sólo los presidiarios sentían aliviadas sus afecciones sino que las autoridades que la administraban compartían, a su vez, este sentimiento. Refiriéndose a las mejores condiciones de salubridad que comenzaba a mostrar el establecimiento para 1854, se explicaba que era en razón:

“... al más completo aseo que se mantienen en las celdas, calles y talleres; como a la disminución del hacinamiento de presos que antes por necesidad había; al aumento del número de quienes trabajan en los talleres; al derrumbe de la muralla que obstruía la ventilación a las calles y celdas y la apertura de las puertas de éstas durante el tiempo en que los reos permanecen en los talleres; a la mejor calidad y cantidad de alimentos; al abrigo con que se ha logrado protegerlos del pavimento frío y húmedo en que dormían; a la suspensión de los castigos corporales...”16.

En cuanto a asistir las necesidades de los recluidos, éstos recibieron, por cuenta de la casa, jabón y navaja para afeitarse; tabaco y papel para fumar; les fue permitido ingerir oca-sionalmente pequeñas cantidades de vino a partir de 1867, de modo de reforzar su dieta; recibieron, además, uniforme a contar de 1861. En relación a su mantención alimenticia, ésta presentó graves deficiencias hasta 1851, al igual que la pésima calidad del agua potable que ingerían. Inicialmente, no estuvo considerado entregarles enseres como camas y ropa de abrigo, así como no contaban con calefacción alguna y, en general, soportaban las condiciones higiénicas más deplorables e insalubres.

Respecto del problema de la provisión de agua potable, éste fue el más agudo y persistente de todos los que se le presentaron al establecimiento, siendo causa principal de ello la incapacidad de su extracción mediante pozos o norias en el mismo terreno y, básicamente, por haberse presentado dificultades para mantener un sistema de canalización que permi-tiera su abastecimiento externo. De este modo, el problema adquirió desde 1850 a 1870 un carácter crónico, alcanzando nefastas consecuencias sobre la salud de los presidiarios; así como efectos indirectos que hicieron deficitaria la calidad de los servicios higiénicos y condicionando negativamente el estado general de salubridad del establecimiento.

Efectivamente, inicialmente fue la noria o el pozo que se secaba o el agua que presen-taba sedimentos (1850); otras, por incidencias externas, como la que sucede en 1852, cuando se reconoce que: “El agua del establecimiento es sumamente escasa y dificil de conseguir tenerla (...) Pues en este momento que se necesita agua tanto para rancho como para la bebida de presos y tropa, no tenemos de donde tomarla pues el Director de Caminos la ha desbarrancado al zanjón de la aguada, esto es, de la que nos probehíamos”17.

16 Ibid. Informe de Salubridad del Establecimiento. Superintendente Francisco León de La Barra al Ministerio de Justicia, comunicación de diciembre 12 de 1852.

17 Ibid. Director de la cárcel de Penitenciaría Manuel Vicente Castro al Superintendente Francisco León de La Barra, comunicación de octubre 11 de 1852.

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Para fines de 1860 la combinación de los factores sanitarios asociados a la prohibición de visitas y entrada de comestibles para los presidiarios –decretada en febrero de ese año por el superintendente Waldo Silva–, facilitaría el que se produjeran dos importantes en-fermedades epidémicas; una de escorbuto y otra de disentería. En este sentido, buscando el origen de una de estas enfermedades, una comisión de facultativos determinaba que“... una de las principales causas del mal, es la falta de agua destinada a la policía i aseo de las acequias...”, y puntualizaban el informe diciendo:

“(...) hemos reconocido que la causa más eficiente de la actual epidemia es la grande insalubridad producida por el desarrollo de los constantes gases maléficos que noto-riamente dimanan de la absoluta insuficiencia de agua i falta total de corriente en las acequias. Como de principal conveniencia es remover cualquier obstáculo que contrarie la llegada de un abundante caudal de agua por dicha acequia a fin de que remedie en parte el defecto primitivo de nivelación para obtener una renovación rápida de ella que arrastre los cuerpos detenidos que dimanan del establecimiento”18.

Aún cuando se construyeron las acequias en 1862, la continuidad del problema de falta de agua o su escasez no permitió elevar la calidad de las condiciones sanitarias y, por el contrario, en esos años se verificaba un crecimiento en el número de presidiarios enfermos y muertos atribuibles a causas internas o derivadas de la reclusión19. Este asunto comenzaría a tener un mejor desenlace sólo con el cambio de la máxima autoridad del establecimiento en 1866, cuando ésta continúa las obras de mejoramiento de la infraestructura, además de adoptar, complementariamente, un mejor trato hacia la población penal derogando las prohibiciones que limitaban el refuerzo alimenticio desde el exterior. El adelanto significativo en esta orientación fue expuesto en mayo de 1867 en un informe de salubridad que abordó con amplitud los principales problemas que presentaba el establecimiento, dificultades que comenzaron a superarse definitivamente en la década de 1870, fundamentalmente, con el abastecimiento de agua potable (1872). El informe citado expresaba:

“En primer lugar atribuyo el adelanto que se advierte en la salubridad, en la mejora en la calidad i condimento de la comida que proporciona la casa, i mui principalmente a haber hecho cesar la prohibición absoluta que con infracción del Reglamento, se había impuesto en el mayor rigor para que se introdujese a los detenidos fruta i toda otra clase de comestibles. La salud de hombres sujetos a una vida sedentaria i á alimentarse con frejoles todo el año, sin más variedad que el plato de carne que jueves i domingo en la tarde le da la casa, era imposible que dejase de sentirse; i la circunstancia de no haberse presentado un solo caso de escorbuto hasta ahora, de que tomé esa providencia, de los 139 que hubo en 1866 hacen palpable su saludable influencia.

18 (A.N.). Fondo (M.J.) Vol. 247: Superintendencia de la Penitenciaría 1858-1860. Superintendente Waldo Silva al Ministerio de Justicia, comunicación de diciembre 13 de 1860.

19 La Disentería, según los informes de las mismas autoridades del Establecimiento, habían provocado 24 muertos en el año 1866. Ver Gráfico núm. 3: Mortalidad en la cárcel Penitenciaría 1854-1889; y Gráfico núm.4: Morbilidad en la cárcel Penitenciaría 1861-1877.

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Otra de las enfermedades reinantes que más estragos causaba era la Disenteria... El médico del establecimiento lo atribuía en su mayor parte al agua que tomaban, sobre los frejoles; i con tanta mayor razón cuanto que esta agua es de malísima calidad. Con su dictamen, en un informe que me dio por escrito, permití que tomasen una porción de vino correspondiente a la tercera parte de una botella los detenidos que en su trabajo en los talleres, pudiesen pagar uno i séptimo centavo que tiene de costo cada ración. (...) Con esta medida hijienica, pues hice lo considerado por el médico.

(...) En sus mismos talleres encontraban también los detenidos otra causa de insalubridad. Todos aquellos tienen al fondo un lugar común en que estos satisfacen todas sus necesidades corporales i aunque corre por ellos una acequia, el pavimento permanece constantemente anegado de orines. Estos lugares no tenían respiradero alguno, no más comunicación que con los otros mismos talleres por medio de una puerta de reja de suerte que sus emanaciones venían a corromper el aire que en estos se respira... sin inconveniente alguno se remedió el mal.

(...) La acequia que pasa por los lugares de que acabo de hablar i por los que hai en cada calle ha sido también perniciosa i un amigo constante de epidemias, a causa que no tiene declive necesario para que sus aguas no se estanquen, obra que no se ha hecho por el litigio con el vecino”20.

Finalmente, una vez que la capacidad material del establecimiento pudo responder al alojamiento de los presidiarios y que las condiciones básicas de mantención pudieron ser aceptables en su sentido más mínimo, es decir, en su calidad de posibilitar la sobrevivencia y no contribuir directa o indirectamente a las causas de muerte en la población penal, la cárcel Penitenciaría cumplía con su objetivo de facilitar el cumplimiento de las penas de prisión. Esta condición o calidad no estuvo presente en las primeras décadas del funcionamiento de este establecimiento y, como señal de cambio, puede consignarse la construcción de las obras que permitieron definitivamente la provisión y distribución suficiente de agua potable en el recinto, obra que fue celebrada tardíamente en 1870-1872.

20 (A.N.). Fondo (M.J.) Vol. 357: Superintendencia de la Penitenciaría 1866-1868. Memoria Anual de la cárcel Penitenciaría de Santiago. Superintendente Francisco Urízar Garfias al Ministerio de Justicia, comunicación de mayo 21 de 1867.

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Fuente: Anuarios Estadísticos.

Gráfico N° 1Población penal a fin de añoN° de casos al 31 de diciembre

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Fuente: Anuarios Estadísticos.

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Gráfico N° 3Mortalidad en la cárcel Penitenciaría

N° de casos por año

Gráfico N° 4Morbilidad en la cárcel Penitenciaría

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Fuente: Anuarios Estadísticos.

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Disentería

Escorbuto

Tisis pulmonar

Fuente: Memorias anuales cárcel penitenciaría.

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