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REVISTA DE CRITICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXIX, Nº 58. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2003, pp. 57-77 LA NATURALEZA DE LA POESÍA Francine Masiello University of California, Berkeley En nuestro siglo, y como herencia directa de la tradición del die- cinueve, el vínculo entre poesía nacional y paisaje continúa dejando sus señales, como si el hecho de cantar la tierra fuera prueba sufi- ciente para asegurar al poeta-vate un lugar en el panteón de los próceres. Más allá de la venta del exotismo latinoamericano – pensar en el primitivismo cultivado por las primeras vanguardias de este siglo– aparece también una naturaleza politizada que ofrece acompañar al poeta en sus andanzas por América. El legado de Ne- ruda deja su huella firme en este particular camino e invita a cantar las tierras americanas, sus glorias y derrotas. Comprueba la fuerza de la voz sobre la historia vaporosa. Esta línea se bifurca en dos tendencias principales: si, por un lado, delimita las fronteras ameri- canas y afirma la elevación nacional, por el otro, permite dar voz a la América humilde. Celebrar la grandeza de las tierras americanas, elogiar las alturas de las civilizaciones indígenas y destacar la con- tinuidad de la historia que vincula los países del Sur: éstas son las rutas abiertas por la tradición heredada. Frente a estas tendencias, también se ofrece otro camino mediante el cual el poeta recurre a la naturaleza para abrir una serie de interrogantes a propósito del paisaje y la representación, sobre el paisaje como base de la expe- riencia de la lectura, sobre una epistemología para vivir en el mun- do. Finalmente, por encima de esto y como tema muy de nuestros días, está la tarea de repensar el quehacer de la poesía como desafío a la falta de valores tan puestos en evidencia por el programa neoli- beral. Empecemos de a poco. Por lo general, la poesía va en contra del sentido común propulsado por los vientos del mercado. Hoy en día, desafía las prácticas de la transición a la democracia, donde la me- moria se borra por el deseo de la venta, donde la profundidad de la experiencia se reduce al melodrama de la telenovela de la tarde. La poesía, entonces, denuncia, y no por programación, el espectáculo del comercio global; desarma nuestra complacencia con el lenguaje fácil, la rapidez del zapping, el mundo de los sound bites; propone un tipo de experiencia otra respecto del lenguaje, la que ha sido supri-

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REVISTA DE CRITICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXIX, Nº 58. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2003, pp. 57-77

LA NATURALEZA DE LA POESÍA

Francine Masiello University of California, Berkeley

En nuestro siglo, y como herencia directa de la tradición del die-

cinueve, el vínculo entre poesía nacional y paisaje continúa dejando sus señales, como si el hecho de cantar la tierra fuera prueba sufi-ciente para asegurar al poeta-vate un lugar en el panteón de los próceres. Más allá de la venta del exotismo latinoamericano –pensar en el primitivismo cultivado por las primeras vanguardias de este siglo– aparece también una naturaleza politizada que ofrece acompañar al poeta en sus andanzas por América. El legado de Ne-ruda deja su huella firme en este particular camino e invita a cantar las tierras americanas, sus glorias y derrotas. Comprueba la fuerza de la voz sobre la historia vaporosa. Esta línea se bifurca en dos tendencias principales: si, por un lado, delimita las fronteras ameri-canas y afirma la elevación nacional, por el otro, permite dar voz a la América humilde. Celebrar la grandeza de las tierras americanas, elogiar las alturas de las civilizaciones indígenas y destacar la con-tinuidad de la historia que vincula los países del Sur: éstas son las rutas abiertas por la tradición heredada. Frente a estas tendencias, también se ofrece otro camino mediante el cual el poeta recurre a la naturaleza para abrir una serie de interrogantes a propósito del paisaje y la representación, sobre el paisaje como base de la expe-riencia de la lectura, sobre una epistemología para vivir en el mun-do. Finalmente, por encima de esto y como tema muy de nuestros días, está la tarea de repensar el quehacer de la poesía como desafío a la falta de valores tan puestos en evidencia por el programa neoli-beral.

Empecemos de a poco. Por lo general, la poesía va en contra del sentido común propulsado por los vientos del mercado. Hoy en día, desafía las prácticas de la transición a la democracia, donde la me-moria se borra por el deseo de la venta, donde la profundidad de la experiencia se reduce al melodrama de la telenovela de la tarde. La poesía, entonces, denuncia, y no por programación, el espectáculo del comercio global; desarma nuestra complacencia con el lenguaje fácil, la rapidez del zapping, el mundo de los sound bites; propone un tipo de experiencia otra respecto del lenguaje, la que ha sido supri-

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mida por el tráfico de la literatura light. Así el mundo natural, el paisaje americano y sus partículas, entran en el poema para ofre-cer otro ensamblaje más allá del mundanal ruido. Pero superando la antigua oposición de ciudad versus campo, dejando de lado el beatus ille que la zona rural pudiera ofrecer, el paisaje arma otra epistemo-logía frente a los saberes oficiales, inicia otra posibilidad de pensar las alianzas y nuestro quehacer en este mundo.

Adrienne Rich habla con elocuencia sobre los vacíos que la poes-ía llena (1993: 78). Contra el fin de las ideologías, el supuesto fin de la historia, contra el colapso de todo proyecto que abra paso al futu-ro, la poesía sigue investigando las prácticas de lengua y discurso; pone a prueba la supuesta eficacia de la palabra fácil, se burla de aquellas tácticas discursivas que nos alejan del mundo de los fee-lings; trabaja la contradicción. Nos recuerda la fuerza rítmica, sono-ra, con la que se construye otro significado más allá de la palabra, la pulsión al margen del verbo.

Al mismo tiempo, la poesía reinventa el mapa. Juega con las es-trategias de la traducción, yuxtapone registros verbales distintos, termina reconstruyendo lenguajes a través de los paisajes que nombra. En particular, a través de su diálogo con la naturaleza, demuestra la multiplicidad de sentidos que cada objeto vivo evoca, compagina el artificio y la verdad, establece una tensión constante con respecto a la identidad y la máscara. Además, y en el caso lati-noamericano, pone a prueba las jerarquías que tradicionalmente han separado las culturas del Norte y del Sur.

De esta manera, la poesía propone una manera de ver la historia de América Latina más allá de las geopolíticas conocidas, vinculan-do los debates comunes con la evolución de la historia natural. No sólo una constante en el telón del fondo de todo poeta, el mundo na-tural se representa como agente activo, articulado por los procesos de evolución y en perpetuo movimiento. De ahí que se canta el deta-lle mínimo, activando el susurro de la tierra, despertando sus mur-mullos para construir nuevas órbitas de sentido y nuevas maneras de prestar atención. De ahí se pone en oposición la partícula frente al universalismo; se cuestiona el orden del tiempo, la distribución de los espacios del poder.

Parto del presupuesto conocido de que la naturaleza se sostiene en el imaginario de los poetas por una serie de razones que van más allá del trasfondo heroico y nacionalista que tanto ocupaba a los es-critores del siglo XIX. Frente a los que han declarado, desde una epistemología urbana y apocalíptica, que la naturaleza ha muerto y la tecnología triunfa sin perdón (Nouzeilles 2002: 11), enfoco a aque-llos que siguen en defensa de la comarca natural. Visto como resto arcaico o referencia a un momento más allá del tiempo de la histo-ria, el ritmo abierto por la poesía paisajística desconoce el orden co-tidiano. Más bien, por su complejidad, es fuente de una sintaxis otra, propone un suplemento al relato conocido de la fundación y del de-seo. ¿Nostalgia por el paraíso perdido? Sin duda una posibilidad via-

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ble, pero también el pasado natural vuelve a armar un puente entre el mundo y quien lo observa, ofrece maneras de registrar la expe-riencia del individuo, de explicar la subjetividad, de buscar lazos de alianza entre una persona y otra. En fin, abre la posibilidad de un diálogo más allá de los parámetros nacionales y, frecuentemente, más allá del orden impuesto por la (pos-)modernidad.

Algunos han observado que la naturaleza como tema se ha e-clipsado debido a la rápida aceleración de las urbes posmodernas (Pratt 1992). Sin embargo, en la poesía actual, la naturaleza se mantiene como fuente de imágenes renovadas e inagotables, ligan-do, por debajo del contorno globalizado, otra red de conversación, otra vía de intersubjetividad transparentada por las leyes del mer-cado. Fuente de metáforas sobre el arte de contar y cantar, es la base de afirmación de un yo. Y más importante, –como explicaré en las páginas que siguen–, en esta época de abyecta explotación, de una globalización cuyas consecuencias llevan a un cataclismo des-enfrenado, la naturaleza ofrece una reivindicación de lo estable, propone otra posibilidad de relacionarnos con el tiempo, el espacio y, desde luego, con el otro. No se trata entonces de una ingenuidad líri-ca que exalte el referente mimético ni una fe ciega en la transparen-cia representacional del lenguaje en tanto capaz de describir con plena objetividad el paisaje del entorno. Más bien, el giro hacia la na-turaleza cumple un proyecto estético para abrir forma y lengua; propone una política con respecto a los particularismos que resisten la globalización. Lo que sigue es una serie de observaciones sobre esta complicada relación y su productividad posible en el campo de las estéticas contemporáneas.

El detalle mínimo

“América duerme enteramente recostada en mi lengua”, escribe la chilena Eugenia Brito (1993: 11) con una clara deuda de gratitud a Gabriela Mistral. Si por un lado, la herencia mistraliana que domi-na a las poetas de hoy deja fuerte eco en el deseo actual de hablar por las tierras de América (pensar también en Soledad Fariña de Chile y en la tradición paisajística que domina cierto costado de la poesía actual argentina en la que Diana Bellessi es posiblemente el mejor ejemplo), también su legado se registra en la observación poé-tica del detalle pequeño, lo minúsculo de la naturaleza americana que sacude la palabra del poeta. Las hojas, los helechos, las flores silvestres, los árboles y las frutas que componen esta clase de poes-ía, ofrecen desde luego, una estrategia metonímica para la repre-sentación de América. Personificar el mundo natural (al darles nombres a sus componentes vivos) permite que el poeta nombre la densidad de un querer que, como dice Mistral, recuerde la magnitud de “tanto dar servicio y tanto dar amor” (“La encina”, 1968: 55). Así se construye una identidad de la naturaleza misma, cuya forma se alzará como objeto de respeto y servirá de interlocutora con la poe-

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ta que habla. Del detalle mínimo encontrado en el paisaje, se des-pliega una subjetividad a través de sus plurivalentes formas y a través de los nombres que el poeta les pone. Llevada a su encuentro más violento, la naturaleza, como nuevo personaje emergente, has-ta llega a suprimir la voz de quien escribe (Pensar, en este respecto, en el verso conocido de Mistral tomado del poema, “Desolación”: “El viento hace a mi casa su ronda de sollozos/ y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito” 1968: 123). El detalle paisajístico permite expresar la angustia de la poeta. Verifica sus pesares, reordena su voz, abre la posibilidad de juntar “extrañas lenguas” (1968: 124) en el espacio del poema, invita a múltiples “otros” a alzarse dentro del texto.

La naturaleza se construye como otro, y la poeta arma un con-flicto con esta otredad, asentando una rivalidad entre el yo y un elemento del paisaje. Pero también se presenta otro factor al enfo-car la naturaleza. Más allá de la falacia patética común o el tras-fondo escenográfico que ubicara al sujeto poético en un mundo de sentimientos o voces contrastantes, el montaje paisajístico pasará a nombrar una tensión entre totalidades y particularismos, entre el amplio repertorio de formas y las prácticas inmediatas pertenecien-tes al arte de hacer poesía. De esta manera, al adjudicar una distri-bución entre intereses universales y locales, no sólo se canta la grandeza de América; más bien, se refuerza el hilo rojo que consti-tuye el texto poético. El detalle es una bisagra entre estos dos polos, se prolifera y propone multiplicarse en otros ejemplos latentes, to-davía no asentados dentro del poema mismo. Nos guía hacia un se-gundo orden de reflexión, a pensar en otros ejemplos que superen los límites de la serie. Una hoja observada sugerirá, entonces, más hojas; un árbol nos llevará a imaginar el bosque. De esta manera, la práctica cartográfica propone un movimiento constante dentro del texto, suple su armazón y ritmo, nos lleva más allá de la cita especí-fica a pensar en una sintaxis que reciba la imagen nombrada. Fi-nalmente, el detalle mínimo urge a la creación de una voz poética para celebrar, desde la pequeñez, la gloria del mundo que lo contiene.

¿Hasta qué punto el detalle minúsculo puede nutrir una poética? En “La nuez vana” (1968: 266-67), texto de Mistral, basado en una canción popular, la fruta es pretexto para representar el movimien-to y la voz.

La nuez abolladita Con la que juegas, Caída del nogal No vio la Tierra. La recogí del pasto, No supo quién yo era. Tirada al cielo, No lo vio la ciega.

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Con ella cogida Yo bailé en la era y no oyó, la sorda, correr a las yeguas.

Desde su título, se dice que la nuez es vana, o sea inútil y vanido-

sa. Sin embargo, abre paso a una serie de intercambios que permi-ten ver a quien la recoge, quien da vueltas con ella sobre la pradera y quien, al final, la entierra. La nuez, entonces, permite que la poeta nombre a las mujeres que se acercan a ella o a las que aparecen en su entorno. Y de esa escena se arma un pequeño relato: pasa de mano en mano, encuentra su sepulcro en la tierra. De esta manera, Mistral establece una serie de afirmaciones humanas (juegas, re-cogí, bailé) frente a la inmovilidad de la nuez (no vio, no supo, no lo vio, no oyó). En la segunda parte del poema, entra un actor mascu-lino que la parte:

Pero él la partió Sin más espera Y vio caer el polvo De la nueva huera: Se llenó la mano De muerte negra, Y la lloró y lloró La noche entera… Vamos a sepultarla Bajo unas hierbas, Antes de que se venga La primavera. No sea que Dios vivo En pasando la vea Y toque con sus manos La muerte en la Tierra (267).

Mistral nutre una multiplicidad de relaciones humanas y natura-

les que contribuyen a la fluidez de las formas. Éstas sostienen el vaivén rítmico de la vida y el ritmo del poema en sí. Vida es poesía: es movimiento, ritmo y ciclicidad. Incluso la muerte, nombrada en los últimos versos del texto citado, es un paso dentro de un viaje cir-cular más grande, marcado por el ronroneo rítmico de versos en arte menor. De esta manera, la muerte despierta voces y sentidos (“la lloró y lloró”), aviva los movimientos humanos (“Con ella cogida, yo bailé en la era”), abre la posibilidad de un tono juguetón y pide un descanso final, punto exacto donde se cierra el texto. Esta nuez va-na, la que no vio ni supo, despierta en los demás la conciencia de sa-ber y sentir. Permite que múltiples actores entren en el espacio del texto para ocupar un lugar en la cadena de eventos que nos llevan de la vida a la muerte y a la vida otra vez. De esta escena paradóji-

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ca de fijeza y movimiento, logra construir un nosotros. Empiezo con Mistral porque su poesía sobre la cultura de la cor-

dillera andina, que destaca el detalle mínimo, se instala en los ciclos de identidad y extrañamiento que la naturaleza provoca. Algunos de sus herederos que avanzan en esta indagación nos llevarán al cen-tro de un debate sobre las políticas del texto poético de hoy. Juan L. Ortiz (1896-1978), posiblemente el poeta argentino más importante dedicado a la representación de la naturaleza, parte del paisaje para armar una serie de preguntas sobre materia, ritmo y forma y de allí, llega a la cuestión de la historia y sus olvidos. Ortiz cuestiona la continuidad de las formas, el fluir temporal que el paisaje entrerria-no ofrece para pensar la amplitud de la vida. “El paisaje es una re-lación”, explica en un ensayo sobre poesía de su provincia (1996: 1069). Su obra completa se dedica a explorar las cercanías entre di-versos elementos paisajísticos, entre la coordinación de los detalles que arman el panorama general del país, entre la naturaleza y quie-nes la habitan. En su obra maestra, “El Gualeguay”, poema de casi 2700 versos, Ortiz empieza con el subtítulo “fragmento” y termina con la frase entre paréntesis “continúa”. En este fluir incesante de palabras y de vida, se amontonan detalles, vestigios de poemas an-teriores, voces y leves murmullos: el enigma de lo pequeño, la mate-ria del poema y de ese río, son variaciones que conforman un flujo, y no una totalidad, y permiten reflexionar sobre el movimiento, la his-toria y la poesía misma. Refiriéndose al flujo del río, dice Ortiz en es-te mismo poema:

Mas la “historia”, lo advertía nuevamente, tenía sus caminos, y él, otra vez, latiría bajo ellos, Según fueran abriendo, sí, el confín (1996: 697, vv. 1092-1094)

Se establece así un espacio para juntar los recuerdos no anota-

dos por la historia oficial, las imágenes de la tierra incógnita, la pre-sencia de la otredad. El río entonces guarda las pulsiones de una contracultura que desarma las políticas conocidas. Pero también ofrece un espacio para que las figuras poéticas se entrelacen en el fluir. El río –¿el poema?– es esa línea que corre desde el silencio al murmullo, desde el más leve ruido hasta la palabra entre comillas. Construye un ritmo, un proceso orgánico que desborda finalmente en la materia fabricada que es el lenguaje; así, la cita de Ortiz re-cuerda el fluir del mundo natural, todavía sin forma fija, el que se le-vanta en su movimiento puro frente a la inflexibilidad de la frase enunciada.

Las comillas utilizadas con frecuencia en la poesía de Ortiz nos recuerdan un segundo mundo, más allá del esperable binario que ubicara los centros urbanos lejos del escenario rural. Suplemento al hilo central del verso, el uso de las comillas obliga a recordar la arbi-trariedad de los significante, –los nombres, los lugares, las voces–

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que han llegado a dominar la historia nacional. Al mismo tiempo, el río permite abarcar las imágenes captadas por el ojo y el oído, las acompaña hasta su final donde su convocación hilvanada desembo-ca en la frase del poema mismo. Pero aun así el poema es un pro-ducto tentativo. La fluidez de los versos, el movimiento rápido de las cosas nombradas, una tendencia a la elipsis para eludir la referen-cia exacta, un hilo de signos interrogatorios que cortan el verso y que tienden a quedar sin respuesta: todo contribuye a la recupera-ción alógica, a percibir una masa de conceptos y figuras huidizas e inconexas que (des)ordenan el paisaje local. Paralela a la lógica común, la naturaleza presenta otro nudo de significados. De esta manera, la cadena de imágenes da la estructura y el lenguaje del poema; también apunta a un lenguaje latente o futuro. En este sen-tido, el paisaje permite al poeta apelar a lo sobre racional, ir más allá de las palabras. En un ensayo, Ortiz observa “la base musical del paisaje” (1996: 1072); es decir, privilegia a la música como ori-gen de un sistema de anotaciones, un segundo lenguaje por nacer, no reducible al idioma que conocemos y tampoco fuente de represen-tación directa, recuperable en su totalidad. Aunque hay una obvia personificación en su poesía, más importante todavía es que los so-nidos de la naturaleza instalan la posibilidad de otras hablas.

El sociólogo brasileño Renato Ortiz observa que el espacio local marca el cruce de líneas de fuga, un punto donde se sostienen múlti-ples discursos sin que ello le borre su estabilidad (1996: 64). Ortiz también nos recuerda la coherencia interna ofrecida por el espacio local; se trata de una multiplicidad hilvanada cuya totalidad orgáni-ca se sostiene, quebrándose sólo delante de un asalto externo, frente a una violencia discursiva impuesta desde afuera. Este localismo sirve como punto de partida para rearmar el mapamundi; sus ma-nifestaciones resultan obvias en la poesía de Juan L. Ortiz.

Apelación al mundo de los sentidos, el paisaje en otras ocasiones sirve para llevarnos al borde de la ciudad para reflexionar sobre nuestras carencias urbanas y defender la ventaja del campo. Una especie de beatus ille, “El Gualeguay” se refiere a la ciudad en hara-pos frente a la plenitud de la naturaleza. La oposición le permite ex-pandir esa ciudad habitada por los obreros “forzados de la muerte en una huelga de días” (1996: 668, v. 201), el buen trabajo de la gente humilde y las melodías de sus vidas, que se escapan del control ur-bano. Lo que es natural al campo entra en el registro urbano como señal de extranjería.

Si al revés del “crimen”… Pero por qué, por qué se despertara antes a la “historia” Con las hachas de Sigfrido? Y los “claros” así, habrían de ser como unas islas A la deriva de una sangre Que no se veía, no, mas que no se secaría Quizás nunca? Y por qué el nacimiento, “más alto”, debía ser sobre un cadáver

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… Y ahora mismo, con todo, las prisiones y los cepos Para las paradojas del “orden” A los hijos mismos, naturales, de las relaciones “superiores”… –cuándo el “salvaje”, cuándo tuvo “derechos” sobre el aire y los movimientos del hermano? (685-86, 732-752).

En esta repartición de bienes, las categorías jerárquicas engen-

dradas por el privilegio de clase social, se expresan con la ironía marcada por las palabras entre comillas. El “crimen”, que viene a ser la historia oficial, se destaca contra la inocencia natural; deja huérfanos en el camino de los tiempos. Igualmente, los huérfanos son hijos naturales; comparten con el mundo natural descrito en los versos de Ortiz una condición de marginados, fuera de la historia y del orden político y discursivo de las naciones. La historia se somete a juicio; en el proceso, la realidad se vuelve dudosa, mientras que las comillas señalan un territorio en disputa. Gracias a la ironía de la ci-ta, este territorio –léase la historia nacional o sólo la página donde se imprime el poema– se desdobla debido a la ironía de la cita. Abre dos espacios en lugar de uno y, en última instancia, llega a alterar la autorrepresentación del poeta. Quien escribe, entonces, se modifica de acuerdo con la composición de lugar, de acuerdo con la ubicación urbana (pobreza, decadencia moral) o rural (condensación de la otra historia sin la presencia del estado). Como Mistral en este sentido, Juan L. Ortiz recurre a la naturaleza y sus hijos naturales para alertarnos sobre una ética en vías de formación. Y pone en duda la materia constituyente de la “realidad” de nuestro entorno (1996: 708, v.1414).

En otros poetas, que abandonan el gran cuadro del paisaje des-bordante, el objeto natural aislado señala el fluir temporal y la fragi-lidad de quien lo observa. En un poema temprano, Joaquín Giannuz-zi insiste en el detalle mínimo para designar las fronteras entre el yo moribundo y la ciclicidad natural. En la escena del racimo de uvas que yace sobre la mesa, se propone esta separación:

Yace, sobre mi mesa, en la fría integridad de su peso terrestre mientras yo permanezco silencioso imposibilitado de oponer mi vida a su carnal exuberancia (“Uvas Rosadas”, 1995: 9-10).

La tensión entre vida humana y naturaleza muerta, entre la vi-

da del observador y de la fruta que el mismo estudia, cambia forma y fondo cuando se descubre que la “carnal exuberancia” no pertene-ce al ser humano sino a las uvas. Frente a éstas, el quehacer del poeta se describe como limitado y pobre. “Todo transcurre del otro lado, fuera/ del rumor insensato/ de la existencia humana” (9).

El detalle mínimo replica la pequeñez de quien observa. Invita a

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cuestionar el papel del individuo frente a una tradición ajena. Erige barreras en el continuo de la vida para insistir en los límites del ser humano, de su perspicacia y su capacidad de entendimiento. Señala límites en el campo de los saberes. Es un punto de partida para anunciar la diferencia como base del poema, y vislumbrar un saber oculto que dirige la mirada y la imagen. Giannuzzi termina su texto con una advertencia:

Ajeno

A la región de las uvas permanece Mi estupor desalentado: Pero nunca la esperanza Tuvo mejor imagen que esto: La travesía del límite Que da a lo secreto vendrá De la misma costumbre de la luz Con que las uvas rosadas Van a entrar en la muerte (10).

Si el plan de Giannuzzi es establecer un punto de contacto entre

el elemento natural (la fruta) y el poeta que lo mira, también instala un punto de contacto entre la historia de las formas literarias y el que las recuerda. En un casi perfecto ensamblaje de métricas clási-cas, variando entre versos de catorce sílabos, endecasílabos y hep-tasílabos alternados, Giannuzzi reproduce un segundo orden de rela-ciones entre el objeto y su observador. Si en el primer caso, pone la fruta a la vista del poeta, en el segundo caso, ofrece la tradición métrica de la égloga a la memoria histórico-literaria del lector. Más allá de la temática e incluso el vocabulario elegido, será el hilo rítmi-co el que traiga a la memoria del lector aquel género bucólico atado a una forma poética precisa. Este ritmo construye la posibilidad de posar, como la uva en la bandeja, la tradición clásica literaria ante los ojos del observador, en este caso el lector, para que recupere no sólo la representación de la naturaleza sino la forma poética en que nos ha sido entregada a lo largo de los años. La forma se repite como ofrecimiento para seducir a quien la mire y cobra materialidad al re-cordarnos un discurso bucólico conocido que difunde un sentido tam-bién reconocible.

Mistral, Ortiz y Giannuzzi testimonian estrategias poéticas que enaltecen los detalles mínimos del mundo natural. Aunque no tan o muy lejos de estos encuentros, los poetas contemporáneos transfie-ren la preocupación por el detalle pequeño a una exploración de la subjetividad, abriendo un deslinde filosófico sobre el tiempo y el es-pacio y la relación del yo con el otro. El tema será la convergencia de lo particular y lo universal y, en busca de esta unidad deseada, reco-rren el mapa de las dos Américas. El mundo descubierto se parece al de Funes el memorioso, en tanto todos los elementos están a la vista sin orden ni jerarquía. Los poetas reproducen el efecto de la inmediatez del paisaje sobre los cuerpos y las voces, subrayando las

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perspectivas abigarradas que conforman nuestro mundo. En este contexto, se vincula lo particular con lo universal no en su condición de contrarios sino a través del vínculo intersubjetivo que borra las diferencias externas. Así, se dan los primeros pasos para armar una reflexión moderna con respecto a las políticas y las poéticas del tex-to.

Los fragmentos de la intimidad

La chilena Soledad Fariña (1943) se acerca al detalle mínimo que compone la naturaleza. Frente a la grandeza andina, Fariña busca, como otros han hecho, aquel componente pequeño que o-frezca un vínculo decisivo entre poeta y paisaje. Es un modo de des-cender desde la enormidad panorámica de la cordillera para enfocar el peculiar detalle cercano. Logra, de esta manera, quebrar las for-mas totalizantes en sus partículas aisladas para quedarse con el material plástico de los fragmentos y las formas parciales. Así pro-duce un registro de colores y sonidos, el cuadro minimalista. Evita el fluir habitual de la historia al apartar el hic et nunc en el espacio del poema, y a través de ello, entra en los valores duraderos no sujetos a contingencia o muerte. Registra el poder de su mirada: “Colores nunca vistos guarda la cuenca del ojo” (1994: 13); “He traído toda la luz hasta mis caras/ he dado a mi ojo el tiempo y descanso mirando con pupila de trapecio” (35). Se destaca la relación de la poeta con la naturaleza para producir lo que vendrá a ser un arco iris de colores: “Soy pórtico a la luz, responden desde el oscuro mis aristas inten-tando dormirse” (51). Son prácticas de una mirada que redefine la naturaleza y la capacidad del ojo para percibirla.

El paisaje crea su propio lenguaje, sus miradas, sus materias, sus cuerpos. Ubica a la poeta en íntima relación con lo visto. De es-ta manera, el paisaje cambia la mirada de quien lo ve, y de ahí, alte-ra también el modo de percibir su propio cuerpo. La indagación de las aguas, los colores de la tierra, los materiales de la cordillera y los signos marcados en sus rocas son un pretexto para excavar la es-critura, para hacer presente el cuerpo-texto. Escribe Fariña: “de dónde estos colores dice erizada mi piel abriendo un abanico de plu-mas tornasoles” (18). Se descubre el cuerpo de la poeta mientras dialoga con lo observado. Surge, entonces, el impulso de dejar un ga-rabato, un grafema, de llenar el espacio de la página con un signifi-cado que vaya más allá de la palabra. “Soy verde azul violeta insis-ten mis filigranas blanqueando de cenizas la bóveda caliente. Pac Pac Pec Pec les responde en sordina el aire de mi boca acallado el aliento en capas de hierba seca” (23). Es un intento de hacer hablar a la tierra y el cuerpo al mismo tiempo, más allá de la razón habi-tual, más allá de la lógica de la sintaxis. De esta manera, en estos grafemas se reconstruyen, sin línea coordinadora, la historia preco-lombina y la historia personal; se imprimen nuevas huellas de sen-tido a través de piedras y sonidos. Es decir, se escribe la historia sin

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alinearla en el tiempo mítico ni en occidente. Raquel Olea observa que el gesto poético de Fariña “se inscribe en el deseo de saber… de volver atrás como viaje doble en que en el movimiento de inversión, reversión de signos, propone una política de conocimiento” (1998: 182). Es, además, una manera de tocar el cuerpo del paisaje ameri-cano por sus fragmentos, tocar la solidez por sus partículas, cons-truir el lenguaje a partir del contacto entre la piedra y el aire y, de esta manera y en última instancia, constituirse a sí misma. La poe-ta se metamorfosea al percibir el mundo natural.

Eugenia Brito (1950) altera esta indagación al insistir en el cuerpo de la mujer como analogía del paisaje andino. En su caso, se trata de un cuerpo dañado que busca la palabra entera y de una voz que carece de habla, que necesita autoafirmación. Huecos, trazos, surcos y estrías naturales se convocan en el imaginario de Brito, poeta que siempre desea nombrar las grietas y no la totalidad. De allí, a partir de la representación paisajística fragmentada, logra identificar y nombrar su propia extranjería. La tierra latinoameri-cana con su historia alejada de la memoria común es su punto de partida:

Estrías grises las latinoamericanas, Fallas de un muro, Criptas de un rito: Es la heredad que nos habla Gimen arrodilladas chispas nacidas en otra historia casi casi un murmullo casi casi un lamento por el que claman las grietas encendidas tras el pavor del rosa [sic] y el peso de la carne (1993: 16).

La historia de Latinoamérica presentada es un fragmento, una

raya, imposible de recuperar en su universal coherencia. El pasado deviene legible sólo a través de los trazos de sentido y en esto, uno queda con pequeños gemidos, apenas un murmullo o un lamento.

Casi inevitable no pensar en Benjamín, cuando proponía recupe-rar el pasado a través de sus restos, ser el arqueólogo de la moderni-dad registrando las sobras y partículas que han sido descartadas. Sin embargo, la pregunta de Brito no gira en torno a la reconstruc-ción posible de una totalidad ni a la búsqueda de una voz verdadera. Le interesa, en cambio, dejar abierta la grieta entre “el pavor de la rosa y el peso de la carne”. De esta manera, Brito busca marcar con los huecos el intermezzo de la historia oficial. Su intento es el de dar forma al vacío, de reunir a través de voz y cuerpo las grietas y hen-diduras del mapa. “A nuestros tajos/ hendiduras del mapa/ a sus grietas no vistas a las nunca buscadas/ para ellas el viaje es insis-tente; es temible y final” (1993: 19). Pero este viaje, dice en otro poema, “oscila por la fracción de un ojo” (20); todo depende de la mi-

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rada. Trabajo artesanal de armar un habla desde las anticuadas hablas, de armar una cartografía americana desde los restos ya disgregados, de producir una lengua a partir de los estratos frag-mentados de sentido. “Debo escribir esos huecos malditos” nos dice (1993 32). Y aquí, insiste Brito, el trabajo no es recomponer sino de-jar todo en su flujo infinito: “Dejemos a los puentes su condición de conducto/ dejemos a las aguas su condición de reflejo/ entre un espe-jo antiguo y su falsificado” (1993: 48). Sin cargar con la verdad a cuestas, se abre la posibilidad de una producción verbal sin valor de uso. Más bien, son fragmentos de lo que ella misma llama “un relato incierto” (58) que se contagia con un cuerpo deseante. El paisaje americano, entonces, se defiende desde sus hendiduras y al mismo tiempo se define por los residuos de sentido que él mismo sugiere. Todo está en movimiento en este espectáculo visual.

La continuidad de las formas

Hay una larga tradición en la poesía en lengua inglesa, como po-sible linaje de Wordsworth, que propone que el lenguaje nace de la naturaleza (Scigaj 1999 12). No se trata de un lenguaje delimitado por el entorno natural. Más bien, la gramática de la naturaleza an-ticipa la sintaxis del idioma hablado, marca sus orígenes y su conti-nuidad y, también en un sentido contrario, llama la atención a lo que no se puede decir, anuncia las limitaciones del hablante, los fracasos de las hablas. Insiste en un cambio radical para imaginar y estruc-turar las relaciones humanas y los vínculos del ser humano con el mundo natural. Detrás de tanta tensión entre lo visible y lo invisi-ble, entre el poder de la palabra y el silencio obligado, está el sueño del poeta de lograr una expresividad completa que le permita jun-tarse con el otro. Así, se subraya no una jerarquía de poderes, sino la capacidad de conectarse con el mundo más allá del arco temporal que dictamina nuestras acciones. Volver al presente sin haberse alejado del presente, establecerse en el hic et nunc. Dentro de esta corriente, la poeta argentina Diana Bellessi (1946) propone abrir un diálogo y, así, conversar con el otro a través del entorno natural. Con paso hacia la filosofía de las formas, Bellessi insiste en correla-cionar expresión y sentido, y quizás recuerda las lecciones de Emer-son cuando proponía que la naturaleza física podía ser atada a un sistema de signos espiritualmente cargados (Buell 1995: 117). Aquí Bellessi busca acceder a lo sagrado en su contexto profano.

En la línea de Mistral y Juan L. Ortiz, Bellessi insiste en una éti-ca que vincule paisaje y poema. Indaga la representación de la es-cena natural, donde siempre subyacen una poética y política posi-bles. En la ciudad, sin embargo, se abre una duda, como escribe en El jardín:

La mirada detenida en el Detalle entra

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A un espacio vaciado De reconocible ética Abrazo Fusión en un goce que prolonga La especie o la muerte? (1992: 37).

Se activa la posición ética al extenderse la mirada del uno hacia

el otro; al expresar el deseo de vincularse con su entorno. De esta manera sigue en el mismo poema: “Proclamado su deseo de conocer/ genera ética como ser: rechaza toda muerte/ no natural en la noria del karma” (38). La curiosidad, el deseo de dialogar con el otro es el principio fundante de su obra. Supera las políticas parciales, las mi-radas que nos separan.

El suyo es un acercamiento del yo con el entorno natural, una totalización de la tierra americana más allá de las fronteras conoci-das. Así su poesía se extiende desde el libro de viaje por ambas Américas (Crucero ecuatorial, 1981) hasta una exploración del con-cepto del “Sur” que se desliza por los dos continentes (Sur, 1998). La Argentina y Chile forman parte del Sur, pero también Arizona y Nuevo México; el Sur incluye a los mapuches y a los indígenas com-batientes de la batalla de Ácoma. Altera así la geopolítica estableci-da por las naciones modernas para hablar, en cambio, de la alianza y la comunidad compartida por el amor a la tierra.

¿Es sur una ilusión? Por decisión de la tierra vuelta Una voz de la fe se alza, música Del poema. Vuelven los que se fueron, Donde pueden, no donde quisieran Oh río del no retorno, es sur El continente entero (Sur, 1998: 122).

Propone otra manera de pensar América, valorando el viaje a lo

largo de la cordillera como punto de partida de una nueva ética don-de se invierten las jerarquías y se abre al diálogo fraternal. En este contexto, su mirada rehúsa conocer orígenes precisos. Más bien, la odisea continua sugiere un gesto de piedad infinita que une al uno con el otro. La obra de Bellessi recuerda otra vez a Wordsworth y su epígrafe tan conocido: “The Child is father of Man;/ and I could wish my days to be/ Bound each to each by natural piety”. El tiempo es-tablece otra línea de sensibilidades donde la piedad toca a todos y nos une. De manera semejante, conduce a la poeta a pensarse una con el mundo.

Esto responde a una sintaxis particular, visto en la formación de la naturaleza viva. El mismo crecer de las plantas y los helechos y la continuidad de las formas son la base de Sur. La naturaleza ofre-ce una manera activa de estar en el mundo. Observa primero el vínculo elusivo pero fuerte entre ser humano y paisaje:

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Hay lugares que nos Dicen qué? Signos vivos Dirigidos directo Al corazón. Misterio que apenas desocultan y así se sepa hay algo allí, mas no qué qué río subterráneo enlazan. Orden de la especie o la persona ¿Medible, invisible? …. Era, la misteriosa Aguada de la infancia Hablando del secreto Del ser. Aquello en lo Cual todo lo viviente Está enlazado y aquello Que morirá también: Nosotros. Finitud Y eternidad atados Al ojo que contempla (Sur, 1998: 11-12).

Aquí se establece una condición de existencia compartida cuando

pregunta cómo vincular la naturaleza con el corazón. El ser se con-funde con la naturaleza, se esconde a la vez que se “desoculta” y se hace visible. El pacto entre ambos liga mundos dispares. La alianza seguramente va más allá de aquellas economías comunes que re-cuerdan deuda y obligación. Promete una ética donde se conjuguen los tiempos opuestos de “finitud y eternidad”.

Resulta imposible calcular el grado de esta ilusión, pues en su poema estamos en el reino de lo invisible que nos lleva desde los su-surros de la tierra hasta sus profundidades escondidas. El juego en-tre superficies y profundidades, entre momento actual en que vivi-mos y nuestra común memoria del pasado, entre el cristalino silen-cio del campo y el correr ruidoso de las aguas, organiza repetida-mente el paisaje de la obra de Bellessi. Pone en contacto la escena natural con un “nosotros” para armar otra historia del presente. La poeta encuentra en la naturaleza no un último refugio del medio ur-bano, sino un espacio donde repiensa el mundo y yuxtapone una se-rie de conflictos resueltos por el acto de contemplar.

También insiste en el diálogo que yace en el centro de su obra, tensionado por el movimiento de la lengua y el paisaje frente a la imagen del otro, donde todo circula libremente, pero nunca desagre-gado de su totalidad.

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No es épica no es pérdida de la memoria o necesidad del corazón de hallarse con la memoria velada o vuelta otra Sumisión a la Alteridad. … … sin fin. Superpuesto Invención de ese Cuerpo y deseo No de poseer de Domeñar sino De ser en: lo prohibido Paisaje recortado Por lo humano otro Que no se entiende Pero tiene De ti. En casa Prestada pretender Alzar la casa Nos une lo perdido A lo que nunca Se ha tenido salvo En el corazón Es la herencia Una geoda que no se Parte o un diamante Pulido por demás Se tachan entre sí (Sur 21-22)

Para llegar a esta propuesta, se desata de las fórmulas de ma-

yor prestigio (la épica, por ejemplo) y piensa en las pérdidas de la memoria común que le permiten tocar al otro. Toda América es una, nos reitera en muchos de sus poemas. Bellessi postula otra ética frente a las fronteras fosilizadas; en un gesto antinacional, supera los límites conocidos, desarma las identidades del yo catalogadas por el Estado y, como en otros ejemplos, repiensa la posibilidad de un nosotros. Obviando los caminos conocidos sin jamás nombrarlos di-rectamente, Bellessi busca la polivalencia lingüística que, al eviden-ciar las diferencias de cada uno, develan nuestro común acuerdo. El uso del inglés, las citas en italiano, todos hacen coincidir en la singu-laridad del pacto entre hablantes, en la totalidad inseparable que

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nos une. La poesía de Bellessi trabaja el tema de la comunión entre los

seres a través de este doble pacto con el mundo natural y a través del mapa de sonidos constituidos por la respiración y la sintaxis. Con ritmo cuidadoso, se descubre a través del poema cómo acercar-se el uno al otro. En este sentido, el cierre de su volumen Sur indica el cruce de este doble camino fundado en tensiones entre lo propio y lo ajeno:

Si así como miramos, fijamente Enlazado el ojo a la belleza O al espanto, un detalle cualquiera Encanto de afuera. Así también Nos miráramos. No al otro, al propio A nosotros mismos. ¿Lo hallaríamos? El cerrojo del amor, el sentido El otro como culpable abre el hueco De la guerra. Ve amenaza donde amparo Ay de mí, si no hay el sí sin el otro (Sur 123).

Ritmo y verso coinciden con el acuerdo común entre el yo y el

otro. “Ay de mí” termina en “sí”, la fe en el vínculo humano.

Universal y particular unidos Los breves poemas de la serie “Limones”, del rosarino Hugo Pa-

deletti, abren otro rama de esta indagación, ofreciéndonos un estu-dio de la mirada que permite una filosofía del mundo. La serie de veintitrés poemas se inicia de esta manera:

No sé Si el limón me mira O lo miro. Cuando poso La mirada, Sospecho que hay un antes y un después que se guarda (1999 III: 245)

En contacto con la fruta se funda una subjetividad. A diferencia

de los textos anteriormente citados, donde los elementos naturales ofrecían la posibilidad de movimiento y voz, este limón impone en el poeta una condición de duda: desconcierta al espectador en tanto lo obliga a pensar no sólo en el fluir del tiempo sino en la marginación del que mira. El “No sé” con el que se abre el poema detiene el mo-mento temporal; estabiliza el contacto provocado por el limón a la

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vez que despierta la duda. El verbo “posar” agrega más incertidum-bre. De hecho no se sabe si es el poeta quien sirve de modelo, posan-do su mirada para otro o si se trata del poeta que detiene su mirada en el limón. La mirada se vuelve objeto de representación y de cues-tionamiento, modelo para pintar: como el limón.

La variedad del mundo natural hace sospechar la posibilidad de abarcar una totalidad ya armada; queda lo refractario, una serie de diferencias no jerarquizadas. Sin embargo, Padeletti propone un ter-cer camino cuando insiste en el doble y simultáneo gesto de coalición y ruptura. “Mi mente lo concierte: ovoide, mondo… Y sin embargo, antes, era otro”, concluye en el mismo poema. El fruto más sencillo altera la dinámica de la percepción. Impone otra mentalidad, sos-tiene un doble sistema de pensar. Aquí el hablante era otro antes de mirar el espectáculo del limón; pero ahora el momento anterior está para siempre perdido y por eso, alterado; es imposible regresar en el tiempo. En su forma más elocuente, se modifica la relación entre pasado y presente; se desarma un circuito habitual de pensamiento que mantiene el orden de las cosas. El yo se transforma en dos.

En estas especulaciones, la naturaleza de la mirada se pone en duda, se revela como insuficiente, arbitraria en su capacidad de ex-presión. Si la partícula de la naturaleza contrasta con lo poco natu-ral de su representación, también nos abre a cuestionar el mundo material de los fenómenos, los productos de la acción humana –entre ellos mirar y describir– y nuestra capacidad de abarcar el en-cuentro entre binarios para alcanzar su totalidad. Desde lo pequeño, entonces, se pasa a indagar y reconstruir la percepción. Para armar esta red de contactos, Padeletti concibe el encuentro de las miradas como si fuera la creación del mundo. Todo depende del movimiento primario de la luz.

Otro poema de la misma serie empieza, “Cuando el limón reposa/ en el plato de loza,/ Lo modela la luz” (III, 245). Reposa: descansa, posa por segúnda vez; el limón es modelo, modelado por la luz. El movimiento pasa bajo el efecto de la luz, el tiempo se mide por las alternancias de sombra y claroscuro. Esta estrategia de contrastes es común en la obra de Padeletti, poeta cuyo entrenamiento en el arte de la pintura seguramente guía su mirada. El efecto contras-tante de la luz es aquí un punto de partida.

La naturaleza propone una escena minimalista, un contraste de luz y sombra. Pero hace más: vincula al espectador con su entorno y lo vincula con el otro. Anuncia así una presencia constante que descentra la voluntad humana y su capacidad de nombrar las co-sas. Participar en el mundo sin poner nombres ni fronteras, coexis-tir con el entorno: estas prácticas que derivan de la estética zen tan marcada en la obra de Padeletti terminan ofreciendo una reflexión sobre el lenguaje y sobre el común trasfondo que nos une más allá de las marcas de identidad ofrecidas por la patria o nación1.

La relación entre naturaleza y hablante lírico es una especie de

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pacto. Se destacan relaciones de contingencia que saltan a la vista, contrastes de luz y sombra que generan el verso. Padeletti continúa en la misma serie una investigación del limón que descubre una es-cala cromática:

descubro su arco iris amarillo que a veces se revela o se recata (III, 247).

Es el espectro fluido de tonos cromáticos que le interesa, sin rígi-

da categorización:

Va, Desde el verde amarillo al amarillo Naranja Encubriendo, en el verde, la distancia Del azul, que se evade; en el naranja, La imponencia del rojo, Que se inhibe. En la sombra, el violeta Amaga y se retira, Y otra vez se despliega, Cuando vuelvo Del amarillo (III, 247).

Sólo a partir del detalle y la observación meticulosa de lo

mínimo, podemos pasar a la abstracción y a considerar el vínculo entre luz, pintura y palabra en relación a la mesa observada. En-tonces, estamos frente al problema de la representación; cómo usar el pincel para captar la imagen en vías de construcción. La antigua herencia del discurso aristotélico de las formas nos recuerda que el color es el objeto peculiar que pertenece a la mirada. Otros poemas de la serie pondrán énfasis en el sabor, en el aliento y la fantasía y el diálogo que los limones invitan. En la formación del color, sin embar-go, el poeta propone un armazón que vincula la especificidad del cuadro con esquemas y estructuras más amplios. Se produce en-tonces una reconstrucción del mundo natural que va desde las partículas a las categorías abarcadoras que pertenecen al en-tendimiento. Y al revés, el poeta parte del análisis y una teoría de la contemplación para volver otra vez a la sencillez de la mirada. En otro texto, aclara:

Dos limones y uno

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cortado, son teoría más la praxis. La estructura radiada, La consciente Simetría Ilustran la mirada (III, 252).

Los saltos entre praxis y teoría caminan al revés: el ojo es

igual al limón (“La estructura radiada, la consciente simetría”) y ambos son materia prima que “ilustran la mirada”. Esta fascina-ción por el proceso de mirar y de ordenar la experiencia de la mirada no es gratuita ni liviana y tiene consecuencias radicales. Cuando la praxis de la representación se vuelve objeto y convive con lo obser-vado, el espacio poético se trastorna. La poética zen ayuda a rear-mar una visión del mundo cuya totalidad ha sido fragmentada. Pa-deletti, como se sabe, ha sido activamente budista. Desde su primer libro, El ashram, hasta su obra completa editada en tres volúme-nes, La atención, la dedicación a la visión budista domina su poesía y es centro de su producción ensayística. No es sorprendente enton-ces su apego al instante, su deseo de no caer en la abstracción y de permanecer comprometido al pacto que vincula el mundo natural observado con su observador. Se insiste en la hermosura del instan-te, se respeta la fugacidad de la imagen. Se suspenden las partícu-las sin privilegiar a ninguna. Y finalmente, al insertarse el poeta en contacto directo con las cosas, logra abolir las distancias que de otra manera los hubieran separado.

Ha sido deliberada la selección de textos de este ensayo. No he

querido insistir en una poesía política, de aquella forma que decisi-vamente denunciara las injusticias de la globalización. Creo más bien que la poesía siempre es política debido a su complejidad y su resistencia al orden de los enunciados habituales. Ofrece, así, otras maneras de leer las crisis de la realidad contemporánea, el pasado y el futuro. La naturaleza, en este contexto, es el telón de fondo de es-te experimento, apoyatura que permite movilizar el ojo y ampliar la contemplación. Y más que escenario que evidencie la sobrevivencia del localismo atávico, la naturaleza en poesía cobra especial impor-tancia para rearmar el mundo. Permite interrogar la crisis de los centros urbanos, cuestiona la estabilidad de la lengua oficial, aboga por una porosa hibridez que recuerda aquellas antiguas tradiciones y voces que sostienen la alteridad. También pone en duda el control de quien observa y anuncia, de esta manera, las fallas de la autori-dad discursiva. Deja que se hable desde la incertidumbre, no sólo con respecto a la representación de lo cotidiano sino también con res-

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pecto a las categorías de lo social que siguen dividiendo el mundo. Recuerda las falacias de la memoria respecto del pasado e interroga el concepto de nación.

En sus odiseas en torno al paisaje natural, el jardín casero o un plato de frutas, la poesía logra enfrentar fluidez y stasis, verdad y mentira, ética y representación. Instala un doble movimiento con el cual nos enseña la herida abierta entre el yo y el mundo y los cami-nos posibles para suturar esta brecha. Doble defensa del localismo que incorpora un mundo más amplio, de un lenguaje e imagen móvi-les que no respetan las fronteras consagradas, la poesía abre un diálogo posible entre mundos que han sido alejados por el de las polí-ticas estatales y el régimen de la historia oficial. Esto, entonces, es su quehacer, es su propuesta y su naturaleza.

NOTA 1. Ver también a Juan L. Ortiz: “Ya se sabe que la poesía constituye una

unidad emocional, o untado vivo que no admite separación alguna de sus elementos sin sufrir en su esencia más profunda. Ya se sabe que ha nacido, que nace de un estado de alma, un estado rítmico, se ha dicho, en que lo que se llama el motivo o el objeto, desaparece, termina al fin por no exis-tir”. (“El paisaje en los últimos poetas entrerrianos”, 1996: 1072).

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Scigaj, Leonard M. Sustainable Poetry: Four American Ecopoets. Lexington: University Press of Kentucky, 1999.