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Reseñas

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Reseñas

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Relaciones 138, primavera 2014, pp. 247-289, issn 0185-3929

Milagros León Vegas, Dos siglos de calamidades públicas en Antequera: Crisis epidémicas y desastres naturales (1599-1804), Antequera, Ayuntamiento de Antequera, Fundación Municipal de Cultura, 2007, 366 p.

Manuel Esparza*Centro inah Oaxaca

En la literatura de la sociología de los desastres se suele afirmar que no hay desastres naturales, todos se deben a causas humanas. La

falta de medidas preventivas es el principal señalamiento que se nos ocurre para explicar las causas de los efectos de una inundación o un temblor. Uno se pregunta, sin embargo, qué tanto se pudo prevenir dentro de las posibilidades de desarrollo tecnológico y de recursos eco-nómicos el tsunami de 2011 en Japón.

Otra afirmación complementaria a la anterior y de gran relevancia sociológica es la que sostiene que después de un evento mayor la estruc-tura de la sociedad afectada queda patente: el funcionamiento de las instituciones; el grado de autonomía entre ellas; las políticas de salud pública; la distribución de recursos para la salud, para la prevención de epidemias; la falta de transparencia en el gasto de los ingresos, etcétera.

I

Quisiera en una primera parte abundar un poco en algunas maneras de analizar los efectos de los desastres y sus causas con el fin de dar contex-to, en una segunda parte, al tipo de análisis que la Dra. León utiliza en el libro que hoy se presenta.

Ya se lleva tiempo en las ciencias sociales de tratar de investigar los efectos de los desastres y las respuestas humanas a los mismos. Cual-quiera que sea el fin de cada investigación, es necesario casi siempre tener algún criterio que mida el grado del impacto en una unidad hu-mana que se escoja para la investigación, ésta puede ser un pueblo ais-lado, una comarca y hasta una nación.1

*[email protected] F. Bates y W. Peacock, Living Conditions, Disasters, and Development, The University of

Georgia Press, 1993, 1. Estudio que propone una escala que mida cuantitativamente el precio de los daños causados por un evento a las posesiones de los afectados.

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Aquí, en el medio de México, y siguiendo la influencia francesa de la escuela económica, se hizo énfasis en la asociación de las calamidades como el hambre, desnutrición, epidemias, causados por las crisis agríco-las de las regiones estudiadas. Si bien, la crítica a esta escuela por el de-terminismo geográfico que implicaba la hizo decaer en importancia, ha vuelto a tomar vuelo en un “redescubrimiento del ciclo agrícola” en los estudios históricos del último tercio del siglo pasado que ven en los siglos xvi al xviii cómo el ciclo económico principal era el ciclo agríco-la. Así, las grandes crisis de subsistencia se veían precedidas de pertur-baciones meteorológicas, hoy diríamos generalizando “climáticas”. Esas crisis se sucedieron en Europa y Mesoamérica cada 10 años en promedio durante el siglo xviii y hasta el principio del xix. Al sobreve-nir el desastre que afectaba las cosechas venían otros efectos muchas veces relacionados entre sí: hambres, carestía, epidemias, disminución de matrimonios y nacimientos, emigraciones masivas, desempleo, con-flictos políticos, etcétera. Un instrumento para medir esas crisis eran las fluctuaciones en los precios de los cereales, trigo en Europa, el maíz en la Nueva España.2 El vínculo entre crisis agrícola y epidemia, lo en-cuentra confirmado Florescano en 10 grandes pestes que asolaron la ciudad de México en el xviii.

Estudios más recientes cuestionan esa causalidad entre crisis agríco la y epidemias, pues documentan casos en que la desnutrición se dio sin que precediera una crisis en la agricultura.3 Se opta más bien por un modelo en que intervienen varios factores. El caso del matla-zahuatl (fiebre amarilla) en México en la primera mitad del siglo xviii se debió a una crisis mixta, en la que convergieron “varios años de es-casez, carestía, hambre, enfermedades y muertes”.4 En el caso de Espa-ña, Pérez Moreda halla que “lo frecuente no será el hallazgo de una crisis de mortalidad puramente epidémica o de subsistencia, sino la presencia de la crisis mixta, en que combinan los dos tipos de factores

2 E. Florescano, Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1708-1810), México, El Cole-gio de México, 1969, passim.

3 D. Brading, Haciendas y ranchos del Bajío. León 1700-1860, México, Grijalvo, 1989; Cecilia Rabell, La población novohispana a la luz de los registros parroquiales: avances y perspecti-vas de investigación, México, unam, Instituto de Investigaciones Sociales, 1990.

4 América Molina del Villar, La Nueva España y el matlazahuatl 1736-1739, México, Ciesas, El Colegio de Michoacán, 2001, 179.

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básicos”.5 Este autor propone, más que la relación causal entre crisis agrícola y epidemia, estudiar el mecanismo por el que se da el proceso de crisis de subsistencia-epidemia-crisis de subsistencia. En este mo-delo, las epidemias disminuyen a la población afectando el número de mano de obra en el campo y aumentando así la posibilidad de una nueva hambruna.

Y ya puestos a hablar de procesos de los efectos que se desencadenan por los desastres y las fallas o aciertos de las respuestas humanas ante esos eventos, hay que tener en cuenta las aportaciones al tema de parte de los geógrafos y demás profesionales neoevolucionistas. Después de todo, las enfermedades y epidemias que sufren los humanos provinie-ron en su mayoría de los animales domésticos. En el largo peregrinar de la evolución humana lo que hizo posible la enfermedad fue precisamen-te la abundancia de plantas domesticadas y especies de animales. Así, la devastadora viruela, sarampión, paperas, la influenza, la tuberculosis, que vuelve por sus fueros últimamente por ejemplo en Perú, la malaria, el cólera, la peste, son enfermedades infecciosas de enorme poder des-tructor que se desarrollaron primero de enfermedades en los animales y que ahora son en gran parte sólo enfermedades de los hombres. Hay que recordar que para que sigan activos y se puedan propagar los micro-bios necesitan de una población humana suficientemente numerosa y distribuida densamente, y para que eso fuera posible se necesitó que se inventara la agricultura y la domesticación de animales.

Ahora bien, la flora y la fauna tienen límites geográficos que tien-den en su desarrollo natural a estar confinados en ciertas latitudes. Ja-red Diamond ve como el continente americano y el africano están orientados en sus ejes en dirección norte-sur, en cambio el eje mayor, el de Eurasia es oriente-poniente. Es en este eje donde se da la agricultura y de donde se extiende la producción de comida a otras partes hasta alcanzar el lejano oriente y por el lado contrario hasta Europa. Es en ese eje donde se avanza primero en las técnicas agrícolas y técnicas de gue-rra. La razón de esa rápida distribución inicial de los cultivos se debió a la posición de las localidades a lo largo del eje en la misma latitud, los

5 V. Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad en la España interior, siglos xvi-xix, Madrid, Siglo XXI, 1980, 82, citado en Molina del Villar, Ibid., n. 17.

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cuales comparten la misma duración del día y sus variaciones estacio-nales. Pero también, aunque en menor escala, tienden a compartir en-fermedades semejantes, cambios de temperatura, de precipitación plu-vial y los tipos de vegetación.6

II

Ahora toca ver de qué trata el libro que se reseña, en qué corriente his-toriográfica cabe. El mismo título indica ya que es un estudio histórico de una región concreta de Andalucía, Antequera de la provincia de Málaga. El periodo que cubre es de dos siglos, el del xvii y xviii.

Cuando hay que dar cuenta de las respuestas de las poblaciones hu-manas a los efectos de los desastres, es cuando se introducen otras varia-bles en los modelos teóricos. Así, la falta de prevención higiénica, del acopio de semillas, de fondos extraordinarios de recursos para hacer fren-te a las eventualidades, pueden ser causas del agravamiento del desastre y de facilitadores de las condiciones para que aquel se repita. Este mode-lo multicausal, que se menciona en el texto que comentamos como “mixto”, es el que integra los ejes de la investigación de la Dra. León.

Si se hacen dos apartados: uno que haga énfasis en las causas que originaron los desastres, y otro que estudie las respuestas humanas a esos desastres, se ve que los apartados con los que se van analizando una media docena de crisis epidémicas tienen más información sobre las medidas que se tomaron para hacer frente a los efectos: lazaretos, higie-ne pública, cuarentenas, prohibir la entrada y salida de los límites amu-rallados de la ciudad, prohibición de entierros en las iglesias, quema de ropa, respuestas religiosas, procesiones, etcétera.

La información histórica que tuvo la autora es privilegiada: fuentes primarias tanto civiles como registros parroquiales, varios documentos, si no es que muchos, inéditos: además una amplia literatura especializa-da en desastres de la región, en gran parte de investigadores españoles. Y de regalo una pintura del xvii que ilustra lo que la autora documenta. Ése era su material para comenzar, pero ella con su talento debió selec-

6 J. Diamond, Guns, Germs, and Steel, The Fates of Human Societies, W. W Norton & Company, 1997.

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cionar lo relevante para armar la información de media docena de crisis epidémicas mayores bajo características que les fueran comunes.

De todos modos, las fluctuaciones climáticas que afectaban la pro-ducción de trigo y propiciaban el hambre y la infección viral están presentes en cada uno de los desastres que la autora analiza.

• En el caso de la peste atlántica (1596-1603), ella señala la fuerte sequía que la precedió.

• Para el problema epidémico de 1637 se indica como origen de la carestía de cereal una “climatología adversa”.

• En 1649: las malas cosechas, sequía y grandes precipitaciones.• Para 1679 (la “Peste de Cartagena”): la carestía, gran precipitación.• Otros desastres de este periodo son debidos de nuevo a las sequías e

inundaciones, a las plagas de gorriones y langostas que hallaban el régimen de estaciones propicio para la incubación, fecundación y diseminación sobre todo en el mes de agosto.

• Para el periodo 1700-1804 se mencionan: “depresiones agrarias cí-clicas”. Aquí la autora se refiere a la crisis de 1709 en que se junta-ron la guerra de sucesión, tabardillos y hambrunas además de se-quía y la plaga de langostas: “la explicación a una coyuntura agrícola tan adversa la encontramos en las acusadas oscilaciones cli-máticas del siglo, caracterizado por estaciones muy cálidas y otras de intenso frío”.7 Las pésimas cosechas se dieron en toda Europa y por eso se le llamó la primera “crisis universal” de la centuria.

En una comparación superficial entre las epidemias que Florescano asocia a las crisis agrícolas en el Valle de México y las que se mencionan en el libro, no menos de seis coinciden en fechas con las sufridas en Antequera. Florescano halla semejanzas en las curvas de fluctuaciones de los precios del trigo en Europa, Francia y del maíz en México, sin embargo, acepta que en casos particulares como el de España “cuyas crisis y movimientos cíclicos difieren sensiblemente de los del resto de Europa muestran que puede haber otras explicaciones”.8

7 Florescano, Precios del maíz…p. 275.8 Ibid. p. 127.

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III

Finalmente algunas observaciones: a) Se echa de menos una introducción geográfica que dé cuenta de la

localización privilegiada de la vega de Antequera irrigada por dos ríos, uno el río Guadalhorce, que la hace en la actualidad tener el primer lugar en la producción de papas, al menos un mapa hubiera ayudado mucho sobre todo para entender la relación con el puerto de Málaga a escasos 50 km y que tanto significó esa relación del lito-ral con el interior por la introducción de semillas contaminadas, por las medidas contra el desabasto de semillas, a veces violentas como cuando se rompieron las puertas del almacén de semillas de los diez-mos eclesiásticos de la sede episcopal, precisamente en Málaga.

b) Sin embargo, al principio del texto se hace una descripción históri-ca de la situación higiénica de la ciudad que ayuda mucho a enten-der la propagación de las epidemias. Por cierto se describen los “arroyones” o canales que corrían a lo largo de las calles y donde se arrojaban las aguas negras. Estos canales, primero zanjas, se conver-tían en lodazales o tolvaneras según las estaciones. Se mandaron recubrir después de piedra y se ordenó que las casas tuvieran caños que desembocaran en el caño madre de la mitad de la calle, pues antes, al grito de “agua va”, se vaciaban bacinicas y cubetas desde las ventanas y puertas. Aquí en la Verde Antequera también se hicieron esos caños sólo que han pasado a la tradición inventada como re-ceptores de aguas limpias pluviales…

c) No se da ninguna explicación, entre las medidas preventivas que se tomaron a fines del xviii, por la falta de mención de la vacuna con-tra la viruela que ya estaba siendo usada en lugares distantes como aquí en Oaxaca aun antes de 1800.9

A todos los interesados en la historia de los desastres les será muy útil la información aquí recogida para fines comparativos, y el análisis de esa información como modelo que pueda ayudar a la selección de información documental en los archivos sobre algún estado de México.

9 Edward Jenner, inglés que descubrió la vacuna contra la viruela y se empezó a aplicar en Europa en 1796. Se debe a Carlos IV el lanzar la Expedición Filantrópica de la vacuna para todo el Imperio (1803-1814).

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Brian Connaughton, coord., 1750-1850: La independencia de México a la luz de cien años. Problemáticas y desenlaces de una larga tradición, México, Universidad Autónoma Metropolitana, Ediciones del Lirio, 2010, 604 p.

Rosalina Ríos Zúñiga*Universidad Nacional Autónoma de México

El Bicentenario de la Independencia de México suscitó gran núme-ro de debates y reflexiones en torno a aspectos centrales de la his-

toriografía sobre el tema, como son la periodización y problemáticas nuevas y viejas que giran alrededor de tan importante evento. Precisa-mente, una de las propuestas centrales del libro coordinado por Brian Connaughton, que aquí se reseña, es la consideración de que la inde-pendencia de México fue mucho más que sólo la separación de Espa-ña, en cambio se argumenta que tuvo varios giros e interpretaciones y que los principios políticos que la sustentaron representaron un nuevo umbral para las relaciones sociopolíticas del país, por tanto su periodi-zación debe ser otra. Como nos explica Connaughton en la introduc-ción, los principios políticos de una ciudadanía moderna enfrentaron, para imponerse, diversos obstáculos heredados, lo que los limitaba, frenaba o vaciaba de contenido, incluso en décadas posteriores al logro independentista. Sin embargo, esos principios se habían asociado tam-bién con diversos impulsos de cambio anteriores a 1810 y seguirían desarrollándose después de 1821. De tal forma, dadas esas caracterís-ticas, se reafirma que el proceso de independencia fue un fenómeno histórico complejo que se dio con el fin de ganar gobernabilidad, más equidad para la sociedad en su conjunto y una mejor participación internacional.

Aunado a lo anterior, se sumaban los problemas que tenían que ver con la falta de un sentido unívoco de identidad y propósitos, resultado de las tensiones existentes entre localidades, provincias, así como de la fuerza centrípeta cifrada en las ciudades de México y Guadalajara, que en conjunto hicieron más difícil la transición. En esa tesitura, el propó-

*[email protected]

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sito central de los 14 capítulos que integran este libro es ahondar en tales problemáticas cuya historicidad no puede reducirse a interpreta-ciones simples, pues, por el contrario, presentan contradicciones, in-consistencias e intereses diversos y contrapuestos.

Organizado en tres secciones, la primera de ella contiene un solo capítulo, el de Jorge Silva Riquer, en el que se realiza una revisión de la historiografía escrita en los últimos años sobre la economía mexicana en la transición. En particular, el autor busca, a partir de los logros al-canzados por esos avances, definir los elementos que permitan “enten-der y reformular las preguntas básicas” del proceso de formación del Estado-moderno/mercado nacional. Enfatiza los acercamientos que se han realizado, algunos de carácter general y otros de carácter particular. Reconoce las lagunas que se han dejado y expone los avances alcanza-dos. Tras invitar a los historiadores de la economía a diferenciar algunos aspectos centrales de las temáticas económicas principales, concluye que hubo una crisis de la economía novohispana hacia fines del siglo xviii y no con la independencia, como muchas veces se afirmó, así como indica que después se logró un crecimiento que, sin embargo, no logró sacar a la economía mexicana de su atraso. También apunta algu-nas interrogantes sobre condiciones similares que pudieron existir entre el comportamiento económico de México y países en pleno desarrollo como Inglaterra y Holanda.

Algunas de las contradicciones generadas por los cambios propues-tos con las Reformas Borbónicas, que afectaron las relaciones entre el Estado y la Iglesia y tuvieron incidencia en el terreno sociopolítico a la vera del estallido independentista, son revisadas en la segunda sección del libro, que contiene 4 capítulos. En el primero, Brian Connaughton aborda las dificultades surgidas en las relaciones entre Estado e Iglesia mediante un estudio de caso centrado en un delito atribuido por la autoridad civil de San Juan de los Llanos a un cura párroco de Qui-mixtlán, pueblos de la demarcación de Puebla, a principios de 1799. Dicho análisis le sirve al autor para enfatizar como la independencia tuvo que ver con las dificultades, debates y cambios juriídicos que en torno al papel que la religión, el clero y la autoridad eclesiástica debían jugar en el Estado y la sociedad durante el medio siglo siguiente. Se trató, sin duda, de transformaciones profundas en las relaciones entre

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Estado e Iglesia que suscitaron conflictos y tensiones crecientes que se trataron con mucho cuidado. Con todo ello, el autor avanza en la comprensión de los procesos de gran magnitud que en materia religio-sa ocurrían en el imperio español y cómo se diseminaron hacia abajo. En el fondo de todo, esa situación se vinculaba al tema de la jurisdic-ción eclesiástica, que tocaba también al de la inmunidad del clero, entre otros aspectos. De manera complementaria, señala que la prensa de la época funcionaba como una importante tribuna pública de estos conflictos.

Tal situación es también ejemplificada desde otro ámbito por Ana Carolina Ibarra quien explora, con base en el análisis detallado y cui-dadoso de un sermón dado por un joven clérigo en el aniversario del Desagravio de Cristo en la catedral metropolitana en 1808, el discurso vertido en las catedrales como expresión de las grietas que “en el ima-ginario tradicional de las elites se manifestaba en una época de crisis y conspiración”. La autora identifica voces críticas que se comenzaban a alzar atacando a la España, frente a quienes defendían, en primer lu-gar, la unión de las dos Españas y, en segundo, la de las dos potestades: el trono y el altar. Así, Ibarra nos introduce, con este caso, en las com-plejidades y contradicciones que se estaban generando entre los miem-bros del alto clero en particular, pero también entre los miembros de la elite política en ese año sin retroceso en el que tuvieron un papel de suma importancia las redes sociales que podían haberse creado en años anteriores. En otro sentido, propone que las catedrales pueden verse como espacios de confluencia de los diversos intereses de las eli-tes, por tanto, resultan escenarios privilegiados donde se identifican sus fisuras.

Dos autores abordan asuntos que conciernen al año 1809, pues se considera que fue un año crucial en el que se comenzó a revolucionar todo. En primer lugar, Jaime Rodríguez nos introduce en las compleji-dades de los cambios que culminaron con la instauración del gobierno representativo en el mundo hispánico: la creación de la Junta Central en España, que en el corto plazo llevó a igualar la condición de españo-les y americanos. El autor realiza un cuidadoso análisis de la elección de los diputados a las Cortes y el sinfín de detalles surgidos ante la práctica nueva de la representación considerando, precisamente, el contexto

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mencionado. Asimismo, en el clima de creciente desconfianza que se generó a partir de que España parecía caer ante Francia, revisa como surgieron diversos movimientos autonomistas en la Nueva España. Se detiene de manera especial en la llamada conspiración de Valladolid, que reunió a individuos criollos que enfrentarían a los peninsulares, e incluso, algunos líderes indígenas que llevaron a la organización de va-rias revueltas en defensa de intereses que afectaban a estos últimos. Rodríguez define ésta y otras movilizaciones como antecedentes de lo que sucedería en 1810.

En consonancia con la temática anterior, Martha Terán explora la Conspiración gestada en Valladolid a fines de 1809 originada no sola-mente en los acontecimientos externos a la localidad sino, sobre todo, en los internos. El vacío de poder civil y religioso existente desde un año antes había movido, nos dice, a los criollos de la ciudad para ini-ciar un movimiento autonomista, que no fue el único, aunque quizá si el más importante. Ese grupo no solamente integró a criollos, sino también a las comunidades de indios, afectados por las medidas to-madas por la Corona con las Reformas Borbónicas. En ese contexto, la problemática que aborda la autora tiene relación con el porqué exis-tió la deslealtad de los indios no hacia el rey sino hacia el gobierno español que los llevó a aliarse con los criollos en un movimiento que tenía como lema “El rey, religión y patria”. Terán demuestra que esa acción “desleal” estuvo fincada precisamente en las medidas de aboli-ción del tributo y la eliminación de las cajas de comunidad, con las que los indígenas se sintieron sumamente agraviados. De hecho, reto-maban un camino que se había producido cuarenta años antes, con otra movilización, la de 1767. La autora demuestra, tras su análisis, cómo fue posible la conjunción de intereses de dos grupos que eran parte de la sociedad jerárquica de la Nueva España, pero que las cir-cunstancias hicieron que sus intereses confluyeran para intentar cam-bios en el plano local, lejanos al “mal gobierno” de las autoridades, en una alianza que continuaría en cierta forma durante la guerra de inde-pendencia.

La tercera sección del libro, la más extensa, deja más en claro el es-fuerzo por ofrecer una perspectiva distinta de la independencia “a la luz de cien años”. En ella se abordan en nueve capítulos diversos y conflic-

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tivos procesos y aspectos sociales de la realidad decimonónica, cuya periodización cubre la segunda mitad del siglo xviii y la primera mitad del xix.

En su turno, Luis Fernando Granados examina de manera puntual y haciendo fuerte crítica a interpretaciones anteriores, la abolición del tributo indígena ocurrida hacia 1811, la que, desde su punto de vista no suscitó ninguna sorpresa ni fuerte discusión entre los diputados que tomaron la decisión de tal medida, aunque si la hubo entre los directa-mente afectados. Ante la falta de exaltación de los beneficiados con di-cho impuesto por su eliminación, Granados se propone encontrar el porqué. Una posible respuesta es que se trataba de un paso más para culminar ese proceso, con alcances de una amplitud geográfica sin pre-cedentes, lo que disminuyó su importancia. La revisión de propuestas anteriores lo llevan a considerar que, en realidad, su intención como historiador estriba en escribir una “prehistoria” de tal abolición con el afán de responder también al porqué, en su momento definitivo, pare-ció no ser considerado en los debates del proyecto liberal del siglo xix. El autor sostiene también que el entramado jurídico-administrativo dio pauta a varias soluciones en términos que consideraban no sólo los asuntos de propiedad y cacicazgo, sino también los culturales, sociales y étnicos, que interpreta no a caballo entre un régimen y el otro, sino como genuina respuesta neoclásica a situaciones que ya exigían otro tipo de respuesta, pero que a algunos actores del momento ya no les era posible proporcionarla dentro de los moldes antiguos.

Una problemática complementaria a la anterior, si bien de otro es-pacio geográfico, es el que aborda Margarita Menegus, quien revisa la situación del cacicazgo o mayorazgo después de la independencia y la manera como los caciques resistieron los embates de la política econó-mica liberal, que pretendía constituir la propiedad moderna. Con base en el análisis del desarrollo hacia la modernidad de varios cacicazgos de Huajuapan de León, Oaxaca, Menegus analiza cómo fue que resolvie-ron el problema de su desamortización, que en el caso de esta forma de propiedad, no implicaba la división del terreno, sino tan sólo la here-dad en el primogénito. De hecho, muestra que, en términos concretos, tras la independencia subsistieron como unidad y que los caciques con-tinuaron arrendando la tierra a los pobladores asentados en la propie-

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dad, quienes eran antiguos terrazgueros. Asimismo, revisa los diversos privilegios que inherentemente tenían los cacicazgos, más allá de la propiedad. Señala que ni las leyes desamortizadoras de 1823 ni las de 1856 los afectaron, sino que fue el Estado, ya una vez en proceso de consolidación, quien dispuso que tenían que pagar impuestos, lo que concitó a los dueños a vender tan extensas propiedades en pequeñas parcelas. En suma, Menegus comprueba que la disolución de las rela-ciones económicas y sociales en el campo mexicano cambió de manera paulatina entre mediados del siglo xviii hasta finales del xix, además, que existían variantes entre lugares como Huajuapan donde existían enormes cacicazgos y otros lugares donde la forma de propiedad con-sistía en pueblos con propiedad corporativa.

Por su parte, Norma Angélica Castillo Palma nos ofrece un análisis de las probanzas y acusaciones de limpieza de sangre antes y después de la independencia. Tras la revisión de sus orígenes, su traslado a Nueva España y la función que cumplían, la autora argumenta que permitie-ron se originara un imaginario social que llevó a los individuos a ma-quillar su ascendencia con tal de lograr la aprobación de las informacio-nes presentadas. En ese sentido, el objetivo de la autora es mostrar cómo en esa realidad estamental, con todo y sus probanzas de limpieza de sangre, se produjeron cambios institucionales frente a una realidad que no permitía que se mantuvieran las fronteras establecidas. La auto-ra sigue esos cambios desde el siglo xviii hasta muy entrado el xix, mostrando la continuidad que tuvo, pese a la independencia, la solici-tud de tales probanzas en ciertos ámbitos, como el eclesiástico; asimis-mo, observa que fue a partir de fines del siglo xviii cuando comenzó a tomarse en cuenta el fenotipo como uno de los aspectos para definir la pureza de sangre. Paradójicamente, nos dice Castillo Palma, el mayor requerimiento de esas probanzas ocurrió en el momento cuando ya “pocos tenían pureza que ostentar”, pues se estaba dando un gran mes-tizaje. Situación que, de hecho, se manifestó de manera alegórica en los cuadros de castas y en el imaginario social, o también en una mayor rigidez en la posibilidad de la movilidad social que se impuso como parte del cambio de la política borbónica.

En el camino de explorar lo que sucedió con el clero, Alicia Tecuan-huey se propuso, a partir del caso del sacerdote poblano Juan Nepomu-

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ceno Troncoso, examinar cómo fue que se gestó el deseo independen-tista en cierta parte de este sector. Argumenta que el agotamiento de la vía institucional para conseguir el anhelo autonomista pudo estar en la base de tal transformación de intereses. Inicia su análisis con el discurso americanista y el cambio que sufre a partir de 1810 –por la entrada a escena de nuevos actores, como el Ayuntamiento y el movimiento in-surgente–, cuando se orientó a advertir de la importancia de vigilar a los enemigos internos y a enfatizar la necesidad de la unión de los ame-ricanos de uno y otro continente, preservando a su vez la posición de la Iglesia en la sociedad con sus privilegios, que no eran solamente mate-riales. La manifestación de excomunión de insurgentes que expresó dicho discurso, ocurrió paralela al llamado a la participación de clérigos en la vida pública, contraviniendo los deseos Borbones de mantenerlos recluidos dentro de sus instituciones. Esta última iniciativa, argumenta Tecuanhuey, posibilitó que se abriera una vía alterna a la insurgencia, en el marco de la constitución de Cádiz, para canalizar inquietudes de algunos interesados; sin embargo, su derogación por Fernando VIII la eliminó, frustrando las ideas y expectativas de muchos de estos cléri-gos. Además, agrega, la propia conflictividad local –como la falta de cabeza del obispado–, aumentó la complejidad de todo. En esas cir-cunstancias de acomodos y dificultades, se posibilitó, finalmente, que se elevaran voces disidentes que buscaban soluciones a los conflictos de la Iglesia poblana: Juan Nepomuceno Troncoso fue una de esas voces que, ante la falta de oportunidades, defendían un pensamiento político innovador que rompía con las tradiciones políticas anteriores que se habían venido desarrollando, como la división de poderes, el sistema representativo, y la construcción de una ciudadanía informada, libre y vigilante.

Obtenida la independencia, en 1822, los debates sobre la forma de gobierno y las directrices que tomaría la nueva nación se multiplicaron hasta que, finalmente, los grupos políticos se decidieron por la monar-quía constitucional. ¿Por qué se eligió por los diputados en ese mo-mento esta forma de gobierno y no otra? Tal es la pregunta que intenta responder Ivana Frasquet en su respectivo capítulo. Frasquet considera que, en principio, la historiografía no ha tomado en cuenta aquellos proyectos de constitución que no fueron llevados a la práctica por di-

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versos motivos, y sólo lo hace con aquellos que sí tuvieron concreción. En cambio, cree que en los primeros pueden encontrarse respuestas a cuestiones como la planteada en su texto. Con tal fin, analiza en detalle los artículos más importantes de uno de dichos proyectos, haciendo énfasis en los elementos provenientes de la Constitución de Cádiz que definían cuestiones en torno a la soberanía nacional, la monarquía constitucional como forma de gobierno, la fiscalidad, el ejército, la educación, entre otros. Con ello demuestra que este proyecto respon-dió a los intereses del monarca de contener la revolución liberal y el fe-deralismo que ya asomaban en el horizonte del momento en México, sobre todo porque tenía la intención de detener el creciente autono-mismo de las provincias-estados.

En el caso de Sonia Pérez Toledo, la autora continúa una discusión abierta en el capítulo de Martha Terán en este mismo libro, pues abor-da el tema de la participación popular, si bien se refiere a la experimen-tada en la ciudad de México en las primeras décadas independientes. La autora cuestiona los avances que ha tenido la historiografía alrede-dor de tal tema, pues mientras en décadas pasadas se le daba a los secto-res populares sólo un papel pasivo frente a los acontecimientos políti-cos que transcurrían frente a ellos, la más reciente pasó a señalar la existencia de una cultura política popular, no obstante, sin aportar su-ficientes evidencias empíricas al respecto y, con ello, olvidó a los sujetos reales de dicha historia. En esa dirección, Pérez Toledo propone recupe-rarlos con base en la exploración a fondo de la red de relaciones que dichos grupos populares establecieron con los grupos dirigentes o las autoridades, pues, finalmente, fueron éstas las que dejaron testimonios sobre la actuación de los sectores populares. Así, con el análisis detalla-do del pronunciamiento de 1840, la autora trata de mostrarnos las ventajas de un abordaje teórico como el que propone.

En una línea similar a la anterior, Manuel Chust y José Antonio Serrano Ortega, exploran el origen y desarrollo de las milicias cívicas en México con base en la comparación con el caso español. Consideran que incidieron en ese surgimiento la homologación de los habitantes de ambos lados del Atlántico realizada a partir de Cádiz, en 1812, y el estado de guerra que se vivía en la época. Siguen con detalle, en parti-cular para el caso mexicano, las transformaciones que sufrieron los

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cuerpos milicianos debido a los contrastantes cambios y alianzas de los grupos políticos, desde 1822 hasta 1835. En particular, argumentan que el proceso de constitución del sistema confederal mexicano incidió para que se considerara a la milicia nacional bajo el mando del gobier-no federal y a la milicia cívica como defensora de los intereses federalis-tas. En un segundo plano, los autores señalan que se logró una apertura en su integración, especialmente en 1827, pues se admitió a sectores previamente excluidos, por su condición marginal; además, la organi-zación y elección de los mandos al interior también indicaban esa radi-calidad. Sin embargo, tras los acontecimientos de 1828 se volvió pau-latinamente al moderantismo por parte de las elites e, incluso, a la orden de eliminación de estos cuerpos cívicos. La interpretación de todo este proceso parece muy convincente, no obstante, la falta de evi-dencias documentales para demostrarlo, en específico, en relación con los sujetos que formaron parte de la milicia cívica, debilita a mi parecer la contundencia que pudiera tener su interpretación.

En otro orden de temas, Ana Lidia García Peña explica los cambios habidos en el mundo de la familia y las relaciones entre hombres y mujeres después de la independencia. La autora afirmar que hubo cam-bios radicales que se orientaron hacia el predominio del mando de los hombres –como género– sobre las mujeres en el núcleo doméstico. Su interés principal es demostrar que existió una tendencia de creciente violencia en el ámbito de la familia, enmarcada y estimulada por una obsesiva política de control policiaco sobre la población de la ciudad de México. Con el fin de demostrar su hipótesis, la autora analiza casos de esposas “conflictivas”, encerradas debido a tal delito. Esa cultura de encierro de mujeres, nos dice, estuvo basada en el creciente poder mas-culino originado en la imposición de una cultura militar y la creación de castigos-encierros de las esposas y concubinas de la capital. Tal situa-ción se originó, por una parte, en las difíciles condiciones económico, políticas y sociales que vivió México en la época, que incidieron en la pauperización de gran parte de la sociedad capitalina y, por tanto, en la necesidad de vigilar y controlar la urbe, en otras palabras, militarizarla. Por otra, incidió en esa cultura el papel jugado por los jueces auxiliares de barrio, quienes llegaron a entrometerse en demasía en la vida fami-liar. Ellos eran quienes, en última instancia, tenían la obligación, para

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cumplir con su función como ciudadanos, de remitir y confinar a las esposas consideradas como “conflictivas” y a las concubinas en comer-cios privados, tal como quedó acordado por la autoridad. Sin duda, la investigación de García Peña resulta innovadora, pues aporta suficien-tes evidencias documentales de un tema que no había sido explorado hasta el momento, introduciéndonos en procesos de cambio que sufrió la familia en ese tránsito hacia una nueva realidad del antiguo al nuevo régimen.

Finalmente, cierra el volumen Reynaldo Sordo Cedeño con un análisis detallado de la participación de los clérigos en los órganos legis-lativos después de la independencia, en particular revisa con detalle el periodo 1823 a 1824 y los actuantes congresos en el resto de la repúbli-ca federal. Sordo Cedeño nos muestra las tendencias que seguían los clérigos, no siempre apegados a aquellos de su corporación; por el con-trario, manifestando ideas de avanzada y contribuyendo a la constitu-ción del nuevo cuerpo político. Su participación, nos dice, fue muy concentrada en la primera década después de la independencia, incluso con el dato de que lo fue cuando las logias masónicas experimentaron su efervescencia, sin embargo, agrega, comenzó a disminuir a partir de la década de 1830 y hasta la de 1850, concluyendo el autor con la afir-mación de que el proceso de secularización también había alcanzado al poder legislativo.

En suma, esta obra nos ofrece una serie de ricos y sugerentes estu-dios sobre temas y problemáticas cuyo análisis a profundidad, nos pone en conocimiento y discusión de procesos que ocurrieron a lo largo del siglo transcurrido entre 1750 y 1850, y que tienen que ver con el Esta-do, la Iglesia y la sociedad en su conjunto. Sin duda, se trata de investi-gaciones sobre problemáticas, procesos e interpretaciones que abren caminos para continuar la exploración y discusión no sólo sobre la ges-ta independentista, sino en un sentido más amplio sobre procesos his-tóricos de suyo complejos que, como dice Connaughton, deben mirar-se más allá de las conmemoraciones y reflexionarlos a partir de lo que todavía arrastramos, pues, finalmente, son aquellos que nos conduje-ron a lo que ahora somos.

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Hugo Ernesto Ibarra Ortiz, Trama y urdimbre de una tradición. Los sarapes de Guadalupe, Zacatecas, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2010, 384 p.

Mariana Terán Fuentes*Universidad Autónoma de Zacatecas

saber cardar, hilar y teñir la lana, hasta preparar la urdimbre, tejer, y sobre todo saber dibujar y delinear. Preparar la urdimbre no es tarea sencilla por-que un telar como el que usan los tejedores para hacer los sarapes tipo gobe-lino tiene un peine del 45, es decir, por cada cinco centímetros hay 45 hilos de urdimbre, a razón de ocho hilos por centímetro. En un trabajo que mide 1.10 de ancho se tienen que preparar 9,900 hilos de urdimbre. Si se quiere meter tela para varios trabajos se deben tomar medidas con esta cantidad de hilos” (p. 245).

T rama y urdimbre de una tradición hace su propio tejido reuniendo hilos de distintas tradiciones para explicar la importancia que a lo

largo de más de dos siglos han representado los artesanos textiles en Guadalupe, Zacatecas. Los motivos del autor: pensar las tradiciones desde la historia, conversar con su entorno comunitario, reconocer des-de la mirada académica la labor de los artesanos zacatecanos, imaginar la cultura como tramas y urdimbres que producen significados y que así producen al hombre que está, como lo propone el antropólogo nor-teamericano Clifford Geertz, inserto en esas tramas.

El telar de Hugo Ibarra es la tradición, interpelada como un hori-zonte vivo, actual, contrastante; la tradición para Ibarra Ortiz no es un conjunto de saberes caducos y aniquilados por el paso del tiempo; la tradición y el conjunto de las tradiciones son especie de cadenas en que se van pasando de generación en generación, la experiencia de la vida misma y lo que se hace con ella para su vigencia cultural. En el caso analizado por Ibarra Ortiz, esto puede leerse en un sarape tipo gobelino donde se cruzan la necesidad de sobrevivencia económica de las familias de artesanos de Guadalupe, Zacatecas, su capacidad de vincularse con los mercados local, regional, nacional e internacional,

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la introducción de la tecnología de los telares, su manejo y aprendiza-je, la capacidad de convertir 9,900 hilos en un rostro humano, la mi-rada de los niños y jóvenes puesta sobre las manos del padre y del abuelo que con sabiduría pasan del dibujo a la tela en una tarea que se debe a la paciencia y a la creatividad de arriesgarse y dejar su huella estética en el tiempo.

Historia y tradición son para Hugo Ibarra en esta investigación lo que la trama y urdimbre para los artesanos textiles. Su investigación rastrea la historia del sarape en México, hace hincapié en la importan-cia de la tradición textil indígena, en la indudable marca para la iden-tidad nacional del sarape de Saltillo, pero va más allá. México tiene más rostros y vestidos, más hilos que lo visten y también lo caracteri-zan. La china poblana y el charro mexicano con su sarape saltillense son una parte de lo que los gobiernos posrevolucionarios promocio-naron como la identidad mexicana. Los sarapes y textiles elaborados en otros lugares del país nos hablan también de una rica tradición mestiza artesanal. No deja de sorprender la ausencia de investigacio-nes para el caso zacatecano, dedicadas con método y rigurosidad, al análisis de la tradición textil. Tal vez porque los tengamos tan cerca. El mérito de esta investigación es que desde las entrañas de un hogar de artesanos, Ibarra Ortiz se puso a estudiar su tradición y reconocer su valía.

La investigación se une a un conjunto de trabajos emprendidos por René Amaro Peñaflores sobre la historia social del trabajo en Zacatecas. Esta línea se ve alimentada por las investigaciones realizadas por José Arturo Burciaga bajo el auspicio del Instituto de Desarrollo Artesanal de Zacatecas. Algunas de las simientes que dejó Manuel Miño en Obrajes y tejedores en la Nueva España son reconocidas por Hugo Ibarra y René Amaro para explicar la larga duración de la tradición textil en Zacatecas. Por lo menos tres siglos donde se tiene constancia de la pre-sencia de talleres y trapiches. Este conjunto de historiadores ha revisado la estructura organizativa del gremio de artesanos donde el saber se impone como elemento distintivo de la jerarquía: aprendices, oficiales y maestros. La práctica hace al maestro y lo distingue socialmente por-que no todos pueden llegar a lograr un sarape tipo gobelino con un rostro humano bien dibujado.

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Manuel Miño Grijalva explicó que la presencia de telares sueltos fue aumentando en el paso del siglo xviii al xix: de 14 telares en 1781 a 233 en 1801. El dato es revelador. La producción artesanal textil se vio altamente favorecida en el siglo xix a través de la vinculación con otras ramas de la economía como la ganadería, la agricultura y la minería. El multicitado fragmento que también lo retoma Ibarra Ortiz de Antonio García Salinas y Luis Martinet, propietarios de “La Zacatecana” en 1845, revela la expectativa que en aquel entonces se tenía sobre la in-dustria textil:

No diré que me lastimaba al ver que en casi todos los Departamentos se animaba el espíritu de la industria, sin el cual no puede haber un bienestar seguro para el pueblo y sólo Zacatecas dormía confiado en su riqueza mine-ral, pero siempre pobre y miserable […] Pero sí diré que, como especula-ción, podría traer utilidad una fábrica de lanas en el centro de las fincas que producen, y es donde en su mayor consumo a causa de los fuertes fríos que se padecen (p. 115).

En el siglo xix como lo muestra Ibarra Ortiz y Amaro Peñaflores, se alentó por parte de los gobiernos en turno, la producción textil en Zacatecas. El corazón para la reproducción fue la Escuela de Artes y Oficios que cumplió con tres objetivos: ser un centro de capacitación para la transmisión de oficios artesanales, ser escuela de primeras letras y un lugar de beneficencia social para combatir el mundo de la vagan-cia y la ociosidad. La reseña documentada que hace Hugo Ibarra de esta institución ubicada en las instalaciones del convento de Guadalu-pe, Zacatecas, no deja lugar a dudas sobre la importancia que tuvo para la población y su gobierno. A los franciscanos no les fue nada bien con esta política de desamortización y secularización del siglo xix, pero para la educación laica representó una nueva plataforma para la reproduc-ción de saberes, la inversión del gobierno estatal para generar recursos a través del trabajo útil, la posibilidad de convertir el problema del ocio y vagabundaje en productividad y competencia. El edificio de la Escuela de Artes y Oficios estaba compuesto por oficinas administrativas, coci-na, comedor para 200 estudiantes, biblioteca, un cuarto para 25 inter-nos, enfermería y los espacios redistribuidos para el funcionamiento de los talleres: hojalatería, hilados y tejidos, sastrería, zapatería, encuader-

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nación e imprenta. En el taller de hilados y tejidos se producían sara-pes, jorongos, frazadas, jergas, alfombras, cobertores, mantillas para caballo, casimires y gabanes.

Este impulso se vio concretado en la diseminación de los oficiales convertidos a maestros que establecieron sus propios talleres lo que les permitió vivir honestamente de su trabajo útil, como lo pretendían las premisas liberal e ilustrada de siglos anteriores. Así, se estableció el arte-sano Jesús Salmón con la marquetería, quien trabajó distintos tipos de maderas para lograr hacer un magnífico Cristo doliente; la familia Rue-las que trabajaba “en plomos”, es decir, en blanco y negro. En el taller de la familia Ruelas trabajaron otros artesanos como Modesto Chávez, Francisco Salas y José Luis Ibarra.

Hugo Ibarra explica a través de la tradición oral, cómo estas familias fueron hilando sus propias historias considerando la enseñanza de téc-nicas y manejo de los materiales o la transmisión de cómo hacer dibu-jos para pasarlos al telar. José Luis Ibarra comenzó con canillas de carri-zo, cadejos en el torno; sus inicios fueron saber a cardar lana, hilarla, teñirla. Primero flecos para las capas ruanas, después sarapes y sarapes con dibujos: caballos, chinas poblanas, la virgen de Guadalupe, a tal grado que llegó a ser el maestro, director y diseñador general. Se trató de muestras monumentales con retratos de cuerpo entero.

El trabajo que hizo Hugo Ibarra nos muestra el inicio de una tradi-ción, pero por otra parte, el riesgo de perderla, de que las nuevas gene-raciones no se involucren en hilos, madejas, colores y telares porque ahora tienen otros horizontes. Las tradiciones también se acaban por la dinámica propia de la vida social y económica de los pueblos. Se aca-ban pero se emprenden nuevas. Nuestro autor, alerta a esta circunstan-cia, recuerda que sólo conociendo las tradiciones es posible su valora-ción. El discurso de nuestras tradiciones no debe servir sólo para patrocinar imágenes turísticas que generen divisas; sino conocimiento profundo, argumentado para la comprensión de nuestra historia.

El telar entrelaza los hilos longitudinales que son la urdimbre y los hilos transversales que componen la trama. 9,900 hilos para un zarape, muchas horas de paciencia frente al telar; los niños mirando cómo se va haciendo cada día un sarape. Si tantos hilos se necesitan para un sarape con retrato, cuántas investigaciones como esta tejidas con seriedad y

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rigurosidad se necesitan para tener un retrato de la tradición artesanal en Zacatecas; cuántas horas más se necesitan para tener un retrato de los artesanos de Villa García, de los plateros, de los aguadores, de los aguamieleros, de los herreros, de los cantereros. La historia también debe hilarse muy fino, con paciencia, reconociendo la sabiduría de los maestros, la obra de los oficiales y el entusiasmo de los aprendices.

*[email protected]

Rodrigo Laguarda, La calle de Amberes: la gay street de la ciudad de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2011, 103 p.

Víctor M. Ortiz Aguirre*El Colegio de Michoacán

El presente libro puede ser abordado desde diferentes perspectivas. Pero en cada caso, no deja de ser un trabajo que describe el surgi-

miento de un espacio, en el panorama urbano, caracterizado por una singularidad: se trata de una calle donde las expresiones comportamen-tales de la diversidad sexual son abiertamente toleradas. Simplemente por esto vale la pena leer las descripciones que conforman este boceto, hecho mediante algunas pinceladas que dan idea del surgimiento de este espacio insólito, en un país caracterizado por la homofobia y el machismo.

Por una parte deja traslucir una especie de imitación –en tanto que fenómeno característico de muchas especies, entre ellas la nuestra–, ya que sugiere la idea de que la calle de Amberes, ubicada en la colonia Juárez de la capital de México, justo en una colección de cuadras bauti-zadas como “La Zona Rosa”, emerge como intento de estar a la par de ciuda des como San Francisco (con el barrio de el Castro), Nueva York (y su Greenwich Village), Madrid (con La Chueca) o París (con el Ma-rais). Pero por otro lado, también sugiere la idea de que dicha calle se

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transforma en función de las necesidades de las personas que forman parte de los diversos grupos pertenecientes a la llamada “diversidad sexual”.

Sea por uno, por otro o por ambos argumentos, el hecho es que el texto presenta una serie de debates por tener en cuenta. Por ejemplo, este de la diversidad sexual, pues hay desde quien entiende por tal con-cepto solamente a los grupos considerados dentro de las siglas lgbtttiq,1 hasta quien plantea que dentro de la diversidad sexual tam-bién están los sectores heterosexuales y, en consecuencia, llevan el con-cepto a un nivel omniabarcante.

Otro punto de reflexión está dado por la pregunta a la que de ma-nera insoslayable el texto nos remite: ¿cuáles han sido las múltiples transformaciones para que el escenario urbano de la capital mexicana pueda albergar una calle con tales características?

Porque es cierto, mientras hace años era impensable que dos hom-bres o dos mujeres pudieran tener muestras sexoafectivas en plena calle, Amberes hoy día es un recorrido donde la policía misma está para cui-dar a la ciudadanía sin importar opciones, identidades y prácticas sexo-genéricas.

Otro de los puntos que el texto toca es la aparición de diversos loca-les donde hay desde cafeterías hasta bares y discotecas, mezcalerías y restaurantes, no sólo ubicados dentro del concepto de ser espacios gay friendlys (tolerantes de personas con esa preferencia), sino abiertamente gays. Acá la reflexión que el texto inspira es justo en términos de la co-lonización, conquista o comercialización de la diversidad sexual: su happy y acrítica integración a un mercado de consumo, caracterizado por la banalización de cualquier construcción de conocimiento, re-flexión o mirada crítica. De hecho, todos estos espacios están concebi-dos como lugares para la realización del ideal gay; no olvidemos uno de los más comunes usos de la palabra en el inglés: gay significa ser alegre. Así, ser gay tiene ya lugares físicos donde la alegría es una estrategia de olvido y supervivencia frente a condiciones de violencia y marginación; donde la alegría es una forma de resistencia ante la depresión de no

1 Lesbianas, gays, bisexuales, trasvestis, transgénero, transexuales, intersexuales y queers, grupos que se autocolocan en un lugar fuera de la heterosexualidad normativa y dominante.

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contar con un entorno social que no ataque a sus miembros; ahí donde la alegría es la forma de construir la indiferencia frente al rechazo fami-liar, por no mencionar también la homofobia internalizada por los pro-pios gays. Es interesante que el texto permita pensar en que lejos de construir la cultura gay como una cultura crítica de una sociedad y propositiva de nuevas formas de relación, se la esté fomentando como una forma de pasar un rato alegre, mostrándose y mirando a otros, en el ligue como primera forma de vínculo.

Resulta innegable la importancia de que cualquier grupo de perso-nas cuente con espacios de encuentro y recreación, donde puedan ge-nerar cultura en sus muchas formas. Pero también es innegable que los antros de Amberes son un negocio donde toda la virulencia de la diver-sidad sexual queda desarticulada en el medio de una “fiesta alegre”, pero muy poco propositiva.

Lo mismo sucede con el comercio informal, caracterizado en esta zona por su sesgo de diversidad sexual. Las películas “piratas” que se ofrecen a la venta en las banquetas versan siempre sobre temáticas re-lacionadas con dicha diversidad, por ejemplo. Igual para con los ex-pendios de periódicos, cuya oferta de revistas pornográficas dirigidas a este sector de la población es mucho mayor que en otros puntos de la ciudad.

Pasamos entonces a un siguiente punto que atraviesa todo el texto, y tiene que ver con la reproducción que la diversidad sexual hace de los patrones heteronormativos. Esto es, si hay una identidad que se reco-noce en lo diverso, ¿por qué en vez de producir lo inédito, en vez de crear nuevas e insólitas formas de relación, termina reproduciendo los anquilosados patrones de una heteronormatividad hegemónica? Esto reubica todo lo que simboliza la calle de Amberes en una tensión entre ser un espacio que reproduce todo un sistema de valores, mismo que margina y excluye a los grupos que por ella circulan; o como un espacio donde lo inédito está por verse.

Luego de la introducción donde el autor, previos agradecimientos, expone sucintamente el armado teórico que avala el texto, aparecen cinco interesantes fotografías de la calle objeto del libro. Las imágenes dan cuenta de la transformación actual, si bien algunos de los negocios se han reformado a la fecha; pero aun así, la panorámica en general se

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mantiene hasta el día de hoy. El resto del libro está dividido en tres grandes apartados que no sólo versan sobre la historia de esa calle, sino que integran también algunos elementos característicos de la cultura gay, tales como el uso de ciertas formas idiomáticas, modas y gusto por determinados artistas.

A continuación, en el apartado que lleva por título “La aparición de la calle gay”, el doctor Laguarda hace un recorrido de la historia de di-cha calle, hasta llegar a los personajes centrales que promovieron su transformación gay, y los avatares que surgieron incluso en términos legales para poder realizar el desplazamiento simbólico de ese espacio.

En “Experimentar la gay street” el lector puede enterarse de los suce-sos ya específicos de Amberes transformada en espacio gay, qué sitios se inauguraron, el tipo de dinámica que se fue generando, las transforma-ciones y clausuras, los lugares de moda, las jerarquías de los sitios. Y esto último resulta de particular interés, pues aun siendo miembros de un mismo colectivo, la presencia de las diferencias sociales no sólo per-manece, sino que se intensifican. Aquí hay un síntoma interesante de dicho grupo: las diferencias de edad, de corporalidades, de ropa de marca o no, de color de piel, etcétera, conforman un universo de mar-cadores sociales que tienen una fuerte presencia para matizar los víncu-los y las formas de ligue. Es sugestiva la paradoja con que la diversidad sexual, que lucha por la tolerancia, no deja de reproducir al interior de sus colectivos innumerables marcadores de intolerancia, diferencia y separación. Y esto es lo interesante del texto, que de manera –me pare-ce– involuntaria, se transforma en una denuncia de las asimetrías al intentar enunciar los paisajes; que al describir la banalidad de un colec-tivo resalta sus profundas contradicciones y, por tanto, las de una socie-dad que le sirve de telón.

En el siguiente apartado, “Usos del lenguaje en Amberes”, aparece una colección de letras de canciones muy escuchadas en el colectivo, consideradas representativas o emblemáticas de los infortunios amoro-sos o de las ganas de ser libres o de asumirse tal como son sin dar im-portancia a la crítica social. De nuevo, la descripción que hace el autor permite pensar sobre el manejo emocional que se propone para la suje-ción-construcción del gay: la emoción no aparece como camino de conocimiento, por ejemplo, sino como pasión desbordada. De igual

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manera, la influencia de modelos televisivos, las cantantes de moda (sobre todo mujeres, por eso utilizo el femenino), sus gestualidades y frases comunes, elementos todos que conforman una determinada cor-poralidad para poder recorrer la gay street y formar parte del colectivo, son atestiguadas por la palabra de los propios miembros del colectivo entrevistados por el doctor Laguarda.

Para terminar, en “Consideraciones finales” el autor inicia con la siguiente frase: “La conjetura inicial de esta investigación fue que cual-quier identidad requiere de un espacio de identificación para consoli-darse”. La apuesta es general y muy probada, por lo que denota que el texto poco se arriesga a una mirada más analítica y mucho menos se atreve a circular por una mirada interpretativa de la información que pone en juego. ¿Por qué tanta mesura?

Estamos entonces ante un breve texto que resulta interesante para quien desconozca absolutamente lo sucedido en la calle de Amberes, las dinámicas de los diferentes grupos que conforman la diversidad sexual, así como para quien no sepa de los fenómenos variopintos que acaecen en la zona rosa. Sin embargo, para quien tenga información y experiencia al respecto, resulta un texto demasiado descriptivo, que no pasa de ahí; y uno queda a la espera de conocer cuál es la postura del autor al respecto. Por tanto se torna en un texto parco, que si bien tiene el mérito de tocar un tema tabú en nuestro país, lo hace con mucha ti-midez. No obstante, hay que subrayar la importancia de que en nues-tro país se realicen este tipo de publicaciones. Si pensamos en lo que ocurre por ejemplo en Barcelona, donde el tema está politizado y no sólo se producen corrientes políticas en torno a la diversidad sexual, sino importantes avances teóricos, como la propuesta de Beatriz Pre-ciado en su libro Testoyonqui (Espasa, 2008), podemos tener un marco donde ubicar en un contexto globalizado la poca y mala literatura que en México todavía está vigente. Vayan pues las recomendaciones de leer un texto que demandará del lector un trabajo de fertilización para que las ideas ahí expuestas adquieran mayor riqueza.

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Humberto Félix Berúmen, Tijuana la Horrible: Entre la historiay el mito, Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, 2011, 412 p.

Hugo Santos Gómez*Ciesas-Programa Noreste

Hace algún tiempo, en lo que sería mi primera visita a Tijuana, re-cuerdo haber preguntado al taxista que me condujo del aero-

puerto a mi hotel, acerca de la calidad de vida en la ciudad. La espiral de interrogantes con que inundé al amable conductor incluyó la pre-gunta típica de casi cualquier fuereño que se apersona en Tijuana por primera vez.

–¿Qué tan peligrosa es la ciudad? El taxista reviró mis cuestiona-mientos con una actitud que bordaba el hartazgo y la condescendencia: –Tijuana tiene lo que falta en el resto del país: trabajo. Aquí la gente viene a trabajar y trabajo es lo que sobra. Mientras uno no se meta en donde no debe, aquí nadie lo molesta. Para peligro vaya al df. Ahí sí que hay que andarse con cuidado.

La respuesta me sorprendió y, a decir verdad, me colocó en una si-tuación incómoda. Siendo originario de la ciudad de México, era cons-ciente de cómo la ola de asaltos a plena luz del día, el robo de coches y los secuestros “exprés” contribuían a la reputación de ciudad sin ley que la capital del país gozaba ya de tiempo atrás. La asertividad del taxista tranquilizó mis aprehensiones sobre Tijuana, alimentadas sin duda por esa idea generalizada de esta ciudad fronteriza como la imagen viviente de la degradación urbana.

Es precisamente esa imagen que se tiene de Tijuana lo que constitu-ye el centro de análisis del interesante estudio de Humberto Félix Berú-men. Realizado desde una perspectiva que se advierte ambiciosamente multidisciplinaria, en la que predominan la teoría y crítica literarias. El intento analítico recurre desde Claude Levi-Strauss y Michel Foucault hasta Raymond Williams por citar algunas de las referencias más im-portantes.

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¿Como llegó Tijuana a representar lo que la gente piensa de ella? Aquí la referencia a “la gente” necesariamente incluye a los propios re-sidentes y a los fuereños, tanto de este lado de la frontera como del lado norteamericano. “Tijuana la Horrible” es, a final de cuentas, una repre-sentación compartida por todos. Es un “imaginario social” producto de la historia y el mito. El carácter fronterizo de la ciudad y las circuns-tancias históricas de su desarrollo temprano contribuyeron a generar el contraste entre un San Diego, que del lado norteamericano de la fron-tera, se esforzaba por proyectar la imagen de una ciudad pulcra, libre de vicios y tentaciones, sobre todo durante de la prohibición; y una Tijua-na que creció estimulada por una economía política del turismo del placer y el hedonismo negado a los habitantes de la opulenta San Die-go, y por ello se trasladaban al otro lado de la línea para dar rienda suelta al gozo y al placer.

De acuerdo con Félix Berúmen, contingencias históricas cedieron su paso a la construcción de un discurso en el que Tijuana adquirió una identidad fuertemente influenciada por la imagen que de ella se produ-jo en “el otro lado”. Así la ubicación geográfica (frontera) y la contin-gencia histórica (la prohibición) constituyeron ingredientes de primer orden en la creación de la leyenda negra de Tijuana y, según la propues-ta del autor, de su transformación en mito.

El libro está estructurado en seis partes. La primera da cuenta del aparato metodológico y de los conceptos fundamentales en los que se apoya la profusa argumentación del estudio.

La segunda y tercera partes dan cuenta de las circunstancias históri-cas que dieron lugar a la “gestación” del mito. Aquí se describen los hechos que crearon y, en una etapa posterior, desencadenaron la repre-sentación de Tijuana como la Babilonia bíblica, la gran prostituta con-denada por la ira divina debido a su depravación y a sus vicios. La figu-ra retórica fue de hecho una metáfora con la que se describía lo que –a los ojos del puritanismo estadounidense de la época– sucedía en Tijua-na. Como lo describe Félix Berúmen, durante las primeras décadas del siglo veinte Tijuana pasó de ser un puerto fronterizo de poca importan-cia, a convertirse en un punto de primer orden para el turismo prove-niente sobre todo de San Diego y sus alrededores. En 1919 se aprobó en los Estados Unidos la llamada ley nacional de la prohibición o ley

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Volstead. Esta legislación sería uno de los productos culminantes del vigoroso, complejo y, en ocasiones contradictorio, conjunto de movi-mientos sociales que confluyeron en una tajante oposición a la produc-ción, distribución y consumo de alcohol. La Unión de Mujeres Cris-tianas por la Moderación (Women’s Christian Temperance Union) destacaría entre ese abigarrado abanico de organizaciones civiles proabstinencia.

Mientras en los Estados Unidos la prohibición crearía sus propias tensiones sociales, Tijuana se iría constituyendo en la válvula de escape para los deseos de una población que no se resignaba a la imposición de patrones culturales de una sociedad de corte puritano. De ese modo, Tijuana comenzó a tornarse en el lugar donde el placer era posible. Esto incluía todo tipo de placeres desde el consumo de alcohol y dro-gas, a las apuestas y los disfrutes eróticos basados en el floreciente nego-cio de la prostitución. Uno de los signos más palpables de esa transfor-mación fue la construcción del casino de Agua Caliente. Todo un complejo turístico que incluía campos de golf, hotel, carreras de caba-llos, casino, etcétera. Durante la prohibición, Agua Caliente sería lugar de placer para reconocidas figuras del mundo hollywoodense. Agua Caliente se convirtió en la imagen característica de la ciudad y con esto se daría pie a la creación del mito de Tijuana como la Meca del placer, el vicio y la degradación. De ser representada con la metáfora de la Babilonia bíblica, Tijuana adquiriría significado propio pasando en-tonces a ser adjetivo, metáfora y mito. No es casual que existan un buen numero de poblados y ciudades tanto en México como en los Estados Unidos en los que las secciones, generalmente pobres, más distinguidas, caracterizadas por presencia de bandas o “gangas”, por la venta de sustancias prohibidas, y temidas en general por ser lugares de residencia de gente que vive en los márgenes de la legalidad sean común-mente conocidos como “Tijuanitas”. El mito cobró carta de naturalidad e independientemente de lo que los tijuanenses piensen o crean de su ciudad, ésta es representada en el imaginario social como lugar de de-gradación social.

La irrupción del puritanismo cardenista en la segunda mitad de la década de los años treinta, decretó el cierre de instalaciones de apuestas y juegos de azar. Sin embargo, poco pudo hacer para evitar que Tijuana

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continuara de una u otra forma vinculada a la economía política del turismo y “el deseo”sobre todo del ávido público norteamericano.

La cuarta parte del libro da cuenta de cómo el mito reflejado en la literatura, que hace lo propio por alimentar al mito. Para el autor, la li-teratura en tanto producto social, ha hecho de Tijuana no sólo el esce-nario típico de historias sórdidas y relatos y tramas violentas, sino que ha usado a Tijuana como la encarnación del lugar maldito, como sinó-nimo del vicio y la degradación humana. Escritores esta dounidenses como Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Henry Miller, latinoa-mericanos como Manuel Puig y Álvaro Mutis, o mexicanos como José Revueltas, Parménides García Saldaña y Sergio Pitol han mantenido esa constante en sus narrativas: Tijuana como escenario de degradación y como representación del lado oscuro de una sociedad que asocia los placeres con el crimen. De acuerdo con Félix Berúmen, la contribución literaria al mito, ha sido también alimentada por la obra de los escrito-res locales.

La quinta parte del estudio explora como otras formas de expresión artística y periodística han seguido los mismos derroteros cuando de Tijuana se trata. Desde el cine y la música popular (en especial los lla-mados narcocorridos), hasta los medios masivos de comunicación (la prensa escrita y la televisión). Posiblemente también podrían incluirse en el análisis de Félix Berúmen el papel del internet. Ese medio de difí-cil clasificación, pero indudable actualidad. En la que temas de narco-tráfico y violencia son temas comunes, ya sea a través de la amplia di-fusión de películas de bajo presupuesto por medio de Youtube o, bien, a través de blogs y paginas personales, y desde luego esa peculiar forma de comunicación en redes basada en internet como Facebook y otros del estilo.

La sexta parte del texto es un intento por dar cuenta de cómo el mito de Tijuana, su representación simbólica en el imaginario social, lejos de ser estática, se encuentra sujeta a conflictos y tensiones con ver-siones distintas de la ciudad impulsadas por grupos diversos. Un ejem-plo lo constituye la campaña por medio de la cual grupos empresariales locales hicieron presión para que los medios de comunicación masiva desistieran de identificar al grupo de narcotraficantes asociados al grupo de los hermanos Arellano Félix –cuyos líderes se encuentran en la lista

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de los criminales más buscados por la dea, la agencia antidrogas de los Estados Unidos– como el “Cartel de Tijuana” y que en todo caso se re-firieran a esa organización como el “Cartel de los Arellano-Félix”.

La representación simbólica de Tijuana en el imaginario social como ciudad peligrosa, asociada al vicio y a los placeres reprobables se encuentra viva. Las ocasionales explosiones de violencia asociada a la actividad de grupos criminales y a sus ajustes de cuentas, el trasiego de inmigrantes que tratan de pasar al otro lado de la línea recurriendo a redes de traficantes –polleros o coyotes– de personas, el continuo uso de la ciudad como destino de turistas jóvenes norteamericanos en bus-ca de un lugar donde pueden expresar y satisfacer sus ánimos lúdicos en fines de semana sin las restricciones de las leyes norteamericanas.

Félix Berúmen da cuenta puntual de cómo el mito tijuanense, la Babilonia de la frontera, está siempre sujeto a tensiones y conflicto. Conflicto en el que confluyen sectores sociales diversos, desde las cúpu-la empresariales vinculadas a la pujante economía manufacturera o ma-quiladora o a la industria turística y de bienes raíces, pero también gru-pos subalternos a los que pertenecen gente como el taxista que me condujo del aeropuerto al hotel en mi primera visita a Tijuana, e incluso grupos académicos e intelectuales reconocidos como Jorge A. Busta-mante quien se queja expresando su incomodidad por la forma en como Tijuana es representada ya desde los Estados Unidos, ya desde otras partes de México, especialmente de la ciudad de México “donde algunos se imaginan la vida en Tijuana como dominada por las balas y la sangre de los que ahí mueren todos los días” (Reforma, 12 de octubre de 2011).

La construcción del mito de Tijuana, su origen histórico y la forma misma en que esa representación fue configurándose a lo largo del tiempo, cobra vigencia en el México de hoy en el que la violencia en las calles y los enfrentamientos entre bandas criminales y entre éstas y las fuerzas de seguridad del Estado, son parte de un discurso y de una re-presentación interesada del país que se empeña en presentarlo como ingobernable y al borde del caos y, claro, necesitado del concurso más amplio de las llamadas fuerzas del orden tanto policíacas como milita-res. En todo caso, la solidificación de Tijuana como símbolo de degra-dación social se encuentra siempre en conflicto con otras representacio-nes, por más que éstas no sean hegemónicas (como la del taxista

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relatada en las primeras líneas de esta reseña) y sean formuladas –si-guiendo a Michel de Certeau– desde los “poco visibles”, pero efectivos espacios de la vida cotidiana.

Interesa subrayar que en 2004 el texto de Félix Berúmen se hizo merecedor a una mención honorífica como mejor libro en antropología e historia en el premio Antonio García Cubas, convocado por el Institu-to Nacional de Antropología e Historia. Interesa sobre todo porque el texto fue basado en la tesis de licenciatura del autor quien –conforme se indica en las solapas del libro– es cronista de la ciudad de Tijuana desde 2003. Hace tiempo que no se ven tesis de licenciatura de esta calidad.

Alexandra Novosseloff y Frank Neisse, Muros entre los hombres, México, El Colegio de la Frontera Norte, Red Alma Mater,2011, 240 p.

Eduardo González Velázquez*Tecnológico de Monterrey-Campus GuadalajaraEscuela Nacional de Posgrado en Educación, Humanidades y Ciencias Sociales

Muros que encierran, fragmentan, asfixiany distinguen a la humanidad

La paradoja que envuelve a la sociedad posmoderna de la informa-ción que derrumbó el muro de Berlín y apuntaló el desvaneci-

miento de las fronteras fortaleciendo la “apertura” como opción de convivencia es la pertinaz construcción de muros, cercas y alambradas de hambre y colonialismo que evidencian la separación de una “socie-dad global”. Hoy por hoy existen en el mundo diecisiete muros inter-nacionales sobre una longitud de 7 mil 500 kilómetros, equivalente al 3 % de las fronteras, y están en proceso de construcción una treintena más. En caso de llevarse a “buen término”, no tenemos indicios que muestren lo contrario, estas “fortalezas de seguridad” planetaria se ex-tenderían por 18 mil kilómetros de linderos nacionales.

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Miles de familias rotas; tejidos sociales desgajados; montones de sueños truncos y divididos; millones de historias fragmentadas; in-contables sociedades separadas; persistente desconfianza hacia el veci-no; constante adjetivación del diferente; y millones de dólares envia-dos al fondo de la sospecha y el miedo por la “peligrosa” e inevitable cercanía vecinal, se transmutan en la materia prima necesaria para integrar el libro de Alexandra Novosseloff y Frank Neisse intitulado Muros entre los hombres, con prólogo de César Gaviria y prefacio de Mario Ojeda Gómez, publicado en español (la versión original está en francés) a principios de 2011 por El Colegio de la Frontera Norte y Red Alma Mater.

La pertinencia del estudio de las barreras edificadas sobre un discur-so de falsa protección que viene a justificar la separación de las socieda-des resulta de primer orden al menos en dos sentidos: por un lado, el cúmulo de edificaciones que ya existen, así como las que pronto se concluirán y, por otro, los miles de muertos ocasionados a consecuen-cia de una política que solamente en términos discursivos recurre a la integración, pero en la práctica defiende la diferencia y la segmentación social. Los casos estudiados y presentados de manera amena y profun-da, aunque en ocasiones solamente desde el divisadero europeo, a lo largo de doscientas treinta páginas son: la zona desmilitarizada entre Corea del Sur y Corea del Norte; la Línea Verde en la isla de Chipre; la línea de paz en Belfast, Irlanda del Norte; el “Berm” que recorre el Sa-hara Occidental; el muro fronterizo entre México y Estados Unidos; las alambradas que encierran a las poblaciones españolas de Ceuta y Meli-lla en Marruecos; la valla electrificada de Cachemira entre India y Pa-kistán; y el muro que envuelve parte de Palestina. Todas las historias son contadas desde adentro y se acompañan de un excelente material fotográfico. Todas son historias de la ignominia, del abuso, de la dife-rencia, de la negación, del hurto territorial, del racismo, de la separa-ción, de la violación a los derechos humanos, de la xenofobia y de la falaz legitimación. Así, Novosseloff y Neisse nos llevan por los aleros de los muros que dividen una “aldea global” y por las luchas sociales enca-minadas hacia la demolición de esas barreras. Si atendemos la retórica oficial, seis de las ocho fortificaciones estudiadas existen por “razones de seguridad”, y sólo dos tienen como objetivo “detener” los flujos

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migratorios; aunque para muchos gobiernos la migración de los “sin papeles” también se considera un asunto de seguridad nacional.

El recorrido por la arquitectura de los baluartes y las relaciones in-ternacionales sociopolíticas del oprobio, comienza por dos zonas “des-militarizadas”. La primera en la península de Corea, es el corredor lla-mado Desmilitarized Zone (dmz), irónico nombre para una área de cuatro kilómetros de ancho, dos al norte y dos al sur que alberga un millón de minas y divide las dos Coreas, significándose como la fronte-ra más ancha y hermética del mundo; símbolo indiscutible de una gue-rra intestina que fragmentó a una sociedad milenaria. Por esta razón, el principal propósito de la dmz es evitar nuevas hostilidades, sin que ello haya relajado las relaciones bilaterales entre Pyongyang y Seúl; incluso los trabajadores norcoreanos empleados por su vecino del sur son de-signados por los sudcoreanos como “4D Jobs: dirty, difficult, dange-rous and distan” (sucio, difícil, peligroso y distante). La segunda geo-grafía “desmilitarizada” se ubica en Nicosia, Chipre, la última capital dividida de Europa. La ciudad se parte por los 180 kilómetros de la Línea Verde también llamada por la onu Buffer Zone, “zona tapón”, creada por la Resolución 186 de Naciones Unidas en 1964. Sin impor-tar que sea una zona “desmilitarizada” casi libre de minas vigilada por la onu, permanentemente ahí están apostados 12,500 efectivos de la Guardia Nacional de Chipre, 1,500 soldados griegos, y 24,000 turcos y chipriotas turcos. En ambos contextos, coreano y chipriota, la “des-militarización” es sólo una manera de verbalizar la división, el rencor y la desconfianza.

En una lógica similar se inscribe la valla electrificada de Cachemira entre India y Pakistán, construida a partir de 2002 por el gobierno in-dio para protegerse de la infiltración de militares pakistaníes. El telón de fondo es la disputa territorial que mantienen India y Pakistán desde hace setenta años por el control de Cachemira.

También la Europa “unificada”, la de “primer mundo”, la “demo-crática” mantiene un muro de nueve metros de altura vigilado con cá-maras de video. Se trata de la Línea de Paz en Belfast, un área entrecor-tada por barreras físicas nombradas irónicamente por sus habitantes peacelines, que delimitan los barrios nacionalistas católicos de las zonas residenciales de los unionistas protestantes. La mayor parte de las ba-

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rreras fueron construidas de forma urgente, pero “temporal”, en los años setenta, durante el periodo de “disturbios” entre nacionalistas y unionistas. La temporalidad no se cumplió, ninguna barrera desde en-tonces ha sido destruida, por el contrario, todas han sido progresiva-mente reforzadas.

África cuenta con un muro y dos alambradas. El muro es el “Berm” del Sahara Occidental, uno de los más largos y desconocidos del mun-do. Lo construyeron las Fuerzas Reales Marroquíes a partir de los años ochenta del siglo pasado con la finalidad de detener las incursiones militares de las fuerzas del Frente Polisario (fp). Dicha construcción es la suma de muros de arena enfilados paralelamente con una altura de tres metros a lo largo de dos mil kilómetros de longitud que cortan en dos el territorio del Sahara Occidental, arrinconando con ello al fp en el interior de la geografía. El fp lo llama “el muro de la vergüenza”, mientras para Marruecos es un muro “defensivo o de seguridad” con campos minados y “puntos de apoyo” distribuidos cada dos kilómetros para albergar un total de 120,000 soldados; además cuenta con 20,000 kilómetros de alambres de púas y equipos electrónicos de vigilancia. El costo de su mantenimiento es una ofensa más: oscila entre los dos y cuatro millones de dólares diarios, suficientes para paliar el hambre de los pueblos del Sahara Occidental.

Las alambradas irrumpen en el norte de África, en Ceuta y Melilla, dos ciudades españolas enclavadas en territorio marroquí, la geografía donde Homero, situaba una de las columnas de Hércules, sin más: el límite del mundo conocido. El divisadero mediterráneo. Desde la car-tografía se ocultan las formas de la distinción; no hay cabida para la especulación: ningún mapa muestra los límites geográficos de Melilla, las calles y avenidas que desembocan en el muro “no” existen. Pareciera que la ciudad-frontera de Melilla estuviese ensimismada. Sin duda al-guna, las contradicciones abundan en la sociedad melillense aferrada a un barranco: en el plano político es europea, comercialmente dominan las costumbres marroquíes, aunque África “desconoce” su existencia. Oficialmente las relaciones entre Melilla y Nador son casi inexistentes y tensas, pero la vida cotidiana transcurre en otra dimensión: diaria-mente atraviesan la frontera entre 20 y 30 mil marroquíes para com-prar mercancías exentas de impuestos, y trabajar en la industria de la

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construcción o en el servicio doméstico; el mismo intercambio sucede entre Tetúan y Ceuta. Para entrar a la “España africana” los marroquíes de la frontera obtienen un permiso para ingresar a Melilla durante el día. Después de las cinco de la tarde el acceso se cierra, a menos que se tenga un pasaporte con visa. Caso contrario, los melillenses atraviesan la frontera con su identificación, pero deben tener su pasaporte si quie-ren salir de la provincia de Nador. Hoy, para muchos africanos, las mallas españolas construidas desde 1995 se han convertido en un obs-táculo imposible de burlar en su lucha por encontrar un futuro donde vivir; tal como sucede para mexicanos y centroamericanos que miran más de mil kilómetros de muro en la frontera México-Estados Unidos, resguardado por 18,000 elementos de la Patrulla Fronteriza. Las mallas y los muros continúan simbolizando, sin distingo geográfico, a los que tienen recursos y a los desposeídos.

El muro más adjetivado es el que encierra a Palestina. Los israelíes hablan de “barrera de separación”, “cierre de seguridad”, “barrera anti-terrorista” o “muro de hierro”. Los palestinos lo verbalizan como “muro del apartheid”, “muro de la segregación”, “muro de anexión” o “muro de la vergüenza”. La Corte Internacional de Justicia lo refiere como “muro de separación”. Sea como sea, esa construcción de tres a nueve metros de altura atraviesa carreteras, caminos, barrios, parques y escue-las, aísla a Cisjordania de los conglomerados palestinos y Jerusalén. En la práctica reivindica las etapas del anexionismo israelí, a saber: aislar, cercar y vaciar. La profunda mofa de esto es que los israelíes han contra-tado a 20,000 palestinos “ilegales” para construir el muro. Las manos “indeseables” terminan por levantar las barreras que los dividen de una sociedad que los niega, pero los necesita y los emplea.

La profunda y sincera prosa de Alexandra Novosseloff y Frank Neisse encierra un dejo de amargura cuando miramos que las doscien-tas personas muertas a consecuencia del Muro de Berlín no bastaron para cambiar la historia, cayó el muro, pero levantamos muchos más. Las historias suscitadas en las barricadas fronterizas aprehendidas por la inmersión de los autores estremecen a cualquiera. Por ello, es harto necesario detener el aislamiento de los “indeseados vecinos”; se impone parar el encierro hacia afuera; urge eliminar “el lado bueno y el lado malo” de los muros; debemos dar la espalda a la geografía de la división

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y a la “impermeabilización del perímetro”; en caso contrario, los cons-tructores de bardas sociales y materiales no cejarán en su empeño de fragmentar a la sociedad.

Mariana Terán Fuentes, Interceder, proteger y consolar. El culto guadalupano en Zacatecas, México, uaz, Conacyt, 2011, 209 p.

Martín Escobedo Delgado*Universidad Autónoma de Zacatecas

Según el relato guadalupano, todo comenzó el 9 de diciembre de 1531 en el Tepeyac, un cerro localizado a una legua de la ciudad de

México. Ese día, el indio Juan Diego caminaba hacia el convento de Tlatelolco para oír misa. De pronto, cuando avanzaba al pie del Tepe-yac, una celestial figura apareció llamándole por su nombre: era una señora ataviada con un manto de estrellas que flotaba en el aire. La mujer, de tez morena, le dijo que ella era la Santísima Virgen María de Guadalupe, madre del Dios verdadero, instruyéndole a continuación para que le construyeran un templo en ese sitio.

Muchos ayeres han transcurrido desde ese episodio que, ya sea real o ficticio, sigue vigente en la cultura mexicana toda vez que a la mila-grosa aparición se la asocia irremisiblemente con el nacimiento de México, fundando de paso toda una tradición religiosa y también, des-de luego, suscitando múltiples controversias en el mismo ámbito. Así, por ejemplo, pese a la beatificación y posterior santificación de Juan Diego –procesos canónicos impulsados por la Iglesia católica mexica-na–, surgieron voces discordantes desde la misma Iglesia negando la existencia histórica del indio o, en casos menos estridentes, poniéndola en duda.

En el ámbito de la academia, también se han producido debates en torno a la Virgen de Guadalupe; por ejemplo, la jerarquía católica afir-ma que el Dr. Phillip S. Callagan, biofísico egresado de la Universidad

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de Kansas y trabajador de la nasa,1 encabezó un equipo de investiga-ción para estudiar la tilma de Juan Diego (ayate rústico, donde fue plasmada la virgen morena). A su decir, el equipo de científicos con-cluyó que el material con que fue pintada la figura de la Virgen no se conoce en el planeta, es decir, aseveran que su origen es celestial. Em-pero, el connotado historiador y sacerdote Francisco Miranda, estu-dioso del fenómeno guadalupano, comenta en su libro Dos cultos fun-dantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-1649), que, al parecer, la autoría de la obra pertenece al pintor mexica Marcos Cípac, quien elaboró la pieza por encargo del arzobispo Alonso de Montúfar, prin-cipal promotor del culto a esta advocación mariana en el centro de México. En este tenor, se infiere que los materiales (fibra de maguey y pinturas de origen mineral y vegetal) no son de origen divino. Pese a la convincente hipótesis del padre Miranda, el fenómeno guadalupano sigue ofreciendo tela de donde cortar. Así, continúan apareciendo es-tudios que exploran, desde variadas aristas, la complejidad del fenóme-no, sin que las explicaciones derivadas de distintas investigaciones lo-gren agotar el vasto y proteico tema.

Es en este contexto que surge el libro de Mariana Terán, quien cir-cunscribe su análisis a lo ocurrido en torno al culto y consumo cultural de la Virgen de Guadalupe en Zacatecas. Como la propia autora recono-ce, este trabajo forma parte de una investigación más general que preten-de explicar el proceso que dio paso a la formación de México como un nuevo Estado nacional, luego de que el territorio conocido como “Nue-va España” dejara de formar parte de la monarquía española. Y es que la preocupación de esta investigadora se ha orientado, desde hace varios años, a desentrañar los intersticios de la transición política mexicana. Así lo muestran sus publicaciones El artificio de la fe; Haciendo patria y De provincia a entidad federativa. Zacatecas, 1786-1835, donde Mariana Terán explora los modos en que actores, grupos sociales e instituciones zacatecanas vivieron este proceso plagado de complejidades.

Mariana Terán ha elegido un periodo y un tema particularmente complicados porque la transición es un lapso difuso donde el cambio

1 Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos de Amé-rica (por sus siglas en inglés: National Aeronautics and Space Administration).

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de un estado a otro no se ha resuelto. La transición da cuenta de algo que no acaba de morir, pero tampoco nace por completo. De ahí la importancia de este libro que explica “el sinuoso proceso de construc-ción de sentido que llevó a la Virgen de Guadalupe a ser, para los mexi-canos, la madre de la nación”.

En Interceder, proteger y consolar, Terán construye una perspectiva novedosa que consiste en separar dos aspectos sustanciales: el hecho guadalupano y el fenómeno guadalupano. La autora no polemiza sobre la verdad o el mito de las apariciones; más bien, indaga sobre los modos en que el culto fue tomando forma en Zacatecas. En consecuencia, es-cudriña desde una metodología ad hoc los requerimientos de su inves-tigación –es decir, una simbiosis entre historias cultural, social y políti-ca–, con el propósito de contrastar una hipótesis sugerente: el relato guadalupano se ha identificado erróneamente con la mexicanidad a pesar de que la devoción y los usos culturales y sociales relacionados con la Virgen de Guadalupe surgieron en un contexto donde no existía México como país. Por lo tanto, la versión liberal de equiparar naciona-lismo con guadalupanismo, es desacertada a su parecer, pues el culto guadalupano surgió y se fortaleció en el orbe novohispano, justo cuan-do este territorio pertenecía a la monarquía española.

Gracias a su doble formación de socióloga e historiadora, Mariana Terán analiza el desarrollo y las vicisitudes del fenómeno guadalupano en tierras zacatecanas. Valiéndose de un amplio aparato crítico y de una revisión acuciosa de los repositorios locales, documenta los principales cultos que florecieron en el centro minero.

Para comenzar, la autora enuncia la veneración que en Zacatecas se le brindaba al Santo Cristo de la Parroquia. Desde mediados del siglo xvii, se le atribuyó la gracia de librar a los zacatecanos de una mortífera epidemia. De allí en adelante, el Cristo crucificado protegió al distrito minero de enfermedades y otras acechanzas. Además –tal como lo rela-tó el segundo conde de Santiago de la Laguna hacia 1732–, a la figura del hijo de Dios hecho hombre se le atribuyeron numerosos portentos, como cuando sosegó el embravecido mar que amenazaba con hacer naufragar a una embarcación que llevaba a varios de sus devotos; o la resurrección de una perra que murió arrollada por una carreta. La vene-ración al Santo Cristo declinó tras el incendio del templo parroquial en

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1736. Según registros de la época, la ciudad entera se sumió en el des-consuelo tras constatar que el Santo Cristo quedó reducido a cenizas.

Otra devoción que prosperó en la ciudad fue la Virgen de la Asun-ción, asociada a la bonanza de las minas. La doctora Terán señala que, cuando escaseaba el mineral, era menester pedir su intercesión para que las entrañas zacatecanas rebosaran de plata. Esta súplica fue recurrente durante el siglo xvii y parte del xviii. Según varios testimonios, la peti-ción siempre fue atendida por la madre de Dios. De allí que cada 15 de agosto, el pueblo de Zacatecas le rindiera humilde veneración.

No bien así, la advocación mariana que aquí despertó mayor fervor religioso fue la Virgen del Patrocinio. Habiendo sido relacionada con la conquista de este territorio, no es gratuito que aparezca en el escudo de armas que Felipe II le concedió a Zacatecas y, más importante aún, que sea la patrona del centro urbano. Desde entonces y hasta la fecha, esta figura sigue siendo objeto de devoción popular: su fiesta se celebra con tintes apoteóticos cada 8 de septiembre, día de la natividad de la Virgen María y conmemoración de la conquista de esta argentífera tierra.

La Virgen del Patrocinio –que se transfigura en la Virgen de Nues-tra Señora de los Zacatecas– ayudó a los primeros españoles que avista-ron el mítico cerro de la Bufa a reducir pacíficamente a los naturales que habitaban en sus faldas. De acuerdo con el testimonio del padre Bezanilla –quien escribió en 1788 la Muralla zacatecana–, la tradición popular señala que en 1546, un grupo de españoles al mando de Juanes de Tolosa llegó hasta las inmediaciones de un extraño cerro “cuya for-ma se asemejaba a la vejiga de un cerdo”. En ese lugar los nativos se aprestaban a rechazar violentamente a los invasores. Justo en el mo-mento de mayor tensión, la Virgen apareció lanzando tierra a los ojos de los indios, para luego conminarlos a dejarse someter bajo el suave yugo de la verdadera religión. De esa manera, gracias al patrocinio de la Virgen, la conquista de Zacatecas fue pacífica.

Las devociones al Santo Cristo de la Parroquia, a la Virgen de la Asunción y al Patrocinio de María, fueron –en palabras de Mariana Terán– “las de mayor auge en el horizonte religioso de Zacatecas du-rante la segunda mitad del siglo xvi, y la mayor parte del xvii”. En In-terceder, proteger y consolar, explica cómo los habitantes del centro mi-nero fueron cambiando sus objetos de devoción con base en

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circunstancias específicas. En este contexto, fue una coyuntura de legi-timación la que justificó precisamente la promoción del culto guadalu-pano en esta región del centro-norte de la Nueva España.

Si el relato sobre Guadalupe afirma que la Virgen se manifestó en 1531, Francisco de la Maza y el padre Miranda refieren que, antes de 1556, son casi inexistentes las fuentes que documentan las apariciones. Como se señaló anteriormente, la devoción fue impulsada durante la mitad del siglo xvi por el arzobispo Montúfar. A partir de entonces, cre-ció gradualmente hasta que, a partir de 1648, el culto se vigorizó con la agresiva propagación de los milagros guadalupanos por parte de Miguel Sánchez, Luis Becerra Tanco, Francisco de Florencia y Luis Lasso de la Vega. Todo eso sucedía en el centro del virreinato, mas no en Zacatecas, pues, como Mariana Terán afirma, el eco guadalupano llegó tarde a estas tierras, donde la imagen de la Virgen morena se conoció hasta 1659, por lo que todo parece indicar que, además de tardío, fue un culto impuesto.

Es cierto que la Virgen morena arribó a Zacatecas durante la segun-da mitad del siglo xvii, pero no fue sino hasta el siguiente siglo, en 1704, cuando el fervor se acrecentó. Ese año el franciscano Margil de Jesús condujo una imagen de bulto de la guadalupana –a la que nom-bró La Preladita– al flamante Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Nuestra Señora de Guadalupe. Siendo Margil de Jesús un ferviente mariano, promovió en consecuencia la devoción a la Virgen desde Texas hasta Guatemala.

El culto iba a la alza, promovido por los franciscanos, empero, un acontecimiento propició su despegue definitivo: en 1737, una epide-mia de matlazahuatl arremetió contra toda la provincia. Desde la capi-tal del virreinato se recomendó dejar en manos de la Virgen morena la erradicación de tan terrible mal. Los zacatecanos suplicaron la protec-ción de la guadalupana, quien, de acuerdo con testimonios de la época, acudió efectivamente en su auxilio.

Desde entonces, la Virgen de Guadalupe mostró su eficacia mila-grosa en el zacatecano suelo. Ésta fue la razón por la que su culto se avivó desde el púlpito con sendas piezas oratorias que alcanzaron muy pronto la gloria de la imprenta, pero también para tal efecto se constru-yeron retablos, difundieron imágenes en lienzo, se organizaron proce-siones y dedicaron templos.

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La doctora Terán señala como promotores de esa devoción a los ricos mineros y a los sacerdotes criollos que vieron en la Virgen una advoca-ción capaz de cohesionar a la sociedad local. Por eso, su imagen porten-tosa representó protección, salud, bonanza de minerales, intercesión ante Dios y, finalmente, simbolizó a la madre de los novohispanos.

Incluso, en cierto momento, la guadalupana reemplazó a la Virgen del Patrocinio otorgándole a aquélla el título de conquistadora y, por si fuera poco, adjudicándole una aparición en el cerro de la Bufa, lo que representó, en voz de un predicador, su predilección por este pue-blo, lo que significaba que Guadalupe era la madre y patrona de los zacatecanos.

Las distintas versiones que circularon por estas tierras en torno a la Virgen morena, dan cuenta de un complejo interjuego de reelaboracio-nes y apropiaciones que, individuos y grupos, hicieron de la imagen, lo cual habla de una producción simbólica y de un consumo cultural que se traducen en una construcción de sentido muy particular: la que se urdió en Zacatecas durante un largo trecho del siglo xviii.

A diferencia de lo ocurrido en la ciudad de México y en una amplia zona del virreinato, en Zacatecas la Virgen de Guadalupe no llegó a ser la principal patrona y protectora. Es cierto que durante cincuenta años el culto a la madre morena se reforzó a través de una retórica que inició en los templos, prosiguió en los hogares e inundó calles y plazas; sin embargo, hacia finales del siglo xviii, la devoción decayó.

La doctora Terán comenta que en los últimos treinta años de ese siglo, no localizó sermones en su honor, tampoco pudo hallar alguna cofradía con su nombre. En este lapso, el culto local se orientó hacia la Virgen del Patrocinio, conquistadora y protectora de los zacatecanos, cuya figura era y sigue siendo venerada en una capilla ubicada en lo alto del cerro de la Bufa, fortaleza espiritual donde la fe mariana encuentra, año con año, un estupendo asidero.

A pesar de lo expuesto por Richard Nebel en su Santa María To-nantzin Virgen de Guadalupe, así como por Francisco de la Maza en El guadalupanismo mexicano y también por Jacques Lafaye en Quetzal-cóatl y Guadalupe –donde la constante en conjunto es identificar a la Virgen morena con la mexicanidad–, Mariana Terán polemiza con es-tas posiciones argumentando que México aún no existía como tal

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cuando el culto guadalupano estaba extendido en este vasto territorio, por lo que considera inexacto asociar a Guadalupe con la forja de la nación. Esto todavía es más notorio en Zacatecas, pues cuando algunos historiadores coinciden que en el virreinato se desarrolla el nacionalis-mo embrionario, en el ámbito local el culto guadalupano ya había menguado notoriamente.

Sin embargo, la autora no se limita a explicar la forma en que evo-lucionó la devoción guadalupana en Zacatecas; por el contrario, vaya más allá: ubica el culto en un contexto particular, rico en paradojas y luchas por el poder, exuberante en discursos, prácticas y representacio-nes, plagado de significados y sentidos. Asimismo, dialoga críticamente con los investigadores más representativos del tema guadalupano, ase-gurando que la devoción no promovió dos identidades paralelas, como algunos estudiosos certifican. En realidad, continúa Mariana Terán, en lo que se refiere al espacio zacatecano, la identidad indígena es omitida. El culto promueve una identidad monárquica: la de la patria española, fiel a su Rey y respetuosa de su religión.

No obstante a lo dicho por Mariana Terán, el culto guadalupano sí promueve la mexicanidad. Es cierto que, en el sentido estricto, antes de 1821 no existe la nación mexicana, sin embargo, la hipótesis que desa-rrolla la autora a lo largo del trabajo es endeble porque, más allá de la fecha formal en que se promulga la independencia, lo que muestra la reciente historiografía de la transición política es que la nación mexica-na se fragua por lo menos desde la segunda mitad del siglo xviii. Ade-más, entre 1810 y 1820, cuando en teoría la nación mexicana es una entidad inexistente, en realidad la mexicanidad se palpa, se manifiesta y es muy evidente. Asimismo, en 1813, Morelos, con base en el legado político y cultural que venía de años atrás, ya había trazado a la nación mexicana, pues este territorio, cuyo nombre aún no se instituía, ya te-nía una historia propia, mitos particulares, símbolos y costumbres que daban cuenta de la existencia de una nación: el claro ejemplo es el culto guadalupano que, con distintos matices, cohesionó a los mexicanos, llamados así desde la segunda mitad del ochocientos. El mismo More-los y sus legisladores insistían en expulsar “de nuestro suelo” al enemigo español que había infringido tanto daño a “nuestra patria”; esa patria que ellos mismos llamaron América mexicana.

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Así, el posicionamiento de la autora, al afirmar que con la promul-gación de la Independencia se concreta el nacimiento de México como nación, es tradicional y mecánico, pues olvida que la forja de México es un proceso complejo y dilatado más que un acto efectuado en una fe-cha específica. Si la autora señala en su hipótesis que la historiografía ha confundido mexicanismo con guadalupanismo, creo que más bien ella confunde mexicanismo con independencia.

El libro está compuesto por doce capítulos. En el transcurso de los diez primeros se mantiene equilibrado y hasta resulta pertinente el jue-go de escalas (lo que ocurre en la capital del virreinato y lo acontecido en Zacatecas y la relación entre ambos espacios). Pero en las dos últi-mas secciones se extravía el contenido en la misma medida que desapa-rece el espacio local: las referencias sobre Zacatecas son prácticamente nulas a partir de entonces. Además, el lector experimenta en la última línea del capítulo xii un extraño sabor de boca toda vez que el libro adolece de un cierre adecuado. Así las cosas, queda la sensación de algo pendiente. Ese algo, según mi perspectiva, es el análisis de la mexicani-dad, que no explica la doctora Terán, porque termina su obra justo al filo de este peculiar y complejo fenómeno.

Por último, algunos pasajes del libro incurren en el exceso del giro lingüístico, pues, con reiteración, la autora se empeña en darle más importancia al “qué y cómo se dice” que a los hechos y procesos histó-ricos en sí. Es cierto que la narrativa histórica debe ser elegante y estilís-tica, empero, cuando predomina la forma, cuando deliberadamente se asigna vida propia a las palabras en demérito del fondo, lo fundamental se extravía dando paso a un discurso profuso, pero poco sustancial.