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GABRIEL GARCIA MARQUEZ Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin co- mer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre.

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GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Relatode un náufrago

que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin co-mer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria,besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la

publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidadopara siempre.

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La historia de esta historia

El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de queocho miembros de la tripulación del destructor "Caldas",de la marina de guerra de Colombia, habían caído al aguay desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe.La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos, dondehabía sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colom-biano de Cartagena, a donde llegó sin retraso dos horasdespués de la tragedia. La búsqueda de los náufragos seinició de inmediato, con la colaboración de las fuerzasnorteamericanas del Canal de Panamá, que hacen oficiosde control militar y otras obras de caridad en del sur delCaribe. Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda,y los marineros perdidos fueron declarados oficialmentemuertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellosapareció moribundo en una playa desierta del norte deColombia, después de permanecer diez días sin comer nibeber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis AlejandroVelasco. Este libro es la reconstrucción periodística de loque él me contó, tal como fue publicada un mes despuésdel desastre por el diario El Espectador de Bogotá. Lo queno sabíamos ni el náufrago ni yo cuando tratábamos dereconstruir minuto a minuto su aventura, era que aquelrastreo agotador había de conducirnos a una nueva aven-tura que causó un cierto revuelo en el país, que a él lecostó su gloria y su carrera y que a mí pudo costarme elpellejo. Colombia estaba entonces bajo la dictadura military folclórica del general Gustavo Rojas Pinilla, cuyas doshazañas más memorables fueron una matanza de estu-diantes en el centro de la capital cuando el ejército desba-

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rató a balazos una manifestación pacífica, y el asesinatopor la policía secreta de un número nunca establecido detaurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del dicta-dor en la plaza de toros. La prensa estaba censurada, y elproblema diario de los periódicos de oposición era encon-trar asuntos sin gérmenes políticos para entretener a loslectores. En El Espectador, los encargados de ese honora-ble trabajo de panadería éramos Guillermo Cano, director;José Salgar, jefe de redacción, y yo, reportero de planta.Ninguno era mayor de 30 años. Cuando Luis AlejandroVelasco llegó por sus propios pies a preguntarnos cuántole pagábamos por su cuento, lo recibimos como lo que era:una noticia refrita. Las fuerzas armadas lo habían secues-trado varías semanas en un hospital naval, y sólo habíapodido hablar con los periodistas del régimen, y con unode oposición que se había disfrazado de médico. El cuentohabía sido contado a pedazos muchas veces, estaba mano-seado y pervertido, y los lectores parecían hartos de unhéroe que se alquilaba para anunciar relojes, porque elsuyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anunciosde zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no lospudo desgarrar para comérselos, y en otras muchas por-querías de publicidad. Había sido condecorado, habíahecho discursos patrióticos por radio, lo habían mostradoen la televisión como ejemplo de las generaciones futuras,y lo habían paseado entre flores y músicas por medio paíspara que firmara autógrafos y lo besaran las reinas de labelleza. Había recaudado una pequeña fortuna. Si venía anosotros sin que lo llamáramos, después de haberlo bus-cado tanto, era previsible que ya no tenía mucho que con-tar, que sería capaz de inventar cualquier cosa por dinero,y que el gobierno le había señalado muy bien los límitesde su declaración. Lo mandamos por donde vino. De pron-to, al impulso de una corazonada, Guillermo Cano lo al-

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canzó en las escaleras, aceptó el trato, y me lo puso en lasmanos. Fue como si me hubiera dado una bomba de relo-jería. Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de 20años, macizo, con más cara de trompetista que de héroe dela patria, tenía un instinto excepcional del arte de narrar,una capacidad de síntesis y una memoria asombrosa, ybastante dignidad silvestre como para sonreírse de su pro-pio heroísmo. En 20 sesiones de seis horas diarias, durantelas cuales yo tomaba notas y soltaba preguntas tramposaspara detectar sus contradicciones, logramos reconstruir elrelato compacto y verídico de sus diez días en el mar. Eratan minucioso y apasionante, que mi único problema lite-rario sería conseguir que el lector lo creyera. No fue sólopor eso, sino también porque nos pareció justo, que acor-damos escribirlo en primera persona y firmado por él. Estaes, en realidad, la primera vez que mi nombre aparecevinculado a este texto. La segunda sorpresa, que fue lamejor, la tuve al cuarto día de trabajo, cuando le pedí aLuis Alejandro Velasco que me describiera la tormentaque ocasionó el desastre. Consciente de que la declaraciónvalía su peso en oro, me replicó, con una sonrisa: "Es queno había tormenta". Así era: los servicios meteorológicosnos confirmaron que aquel había sido uno más de los fe-breros mansos y diáfanos del Caribe. La verdad, nuncapublicada hasta entonces, era que la nave dio un bandazopor el viento en la mar gruesa, se soltó la carga mal estiba-da en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esarevelación implicaba tres faltas enormes: primero, estabaprohibido transportar carga en un destructor; segundo, fuea causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar pararescatar a los náufragos, y tercero, era carga de contraban-do: neveras, televisores, lavadoras. Estaba claro que elrelato, como el destructor, llevaba también mal amarradauna carga política y moral que no habíamos previsto. La

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historia, dividida en episodios, se publicó en catorce díasconsecutivos. El propio gobierno celebró al principio laconsagración literaria de su héroe. Luego, cuando se pu-blicó la verdad, habría sido una trastada política impedirque se continuara la serie: la circulación del periódico es-taba casi doblada, y había frente al edificio una rebatiña delectores que compraban los números atrasados para con-servar la colección completa. La dictadura, de acuerdo conuna tradición muy propia de los gobiernos colombianos, seconformó con remendar la verdad con la retórica: desmin-tió en un comunicado solemne que el destructor llevaramercancía de contrabando. Buscando el modo de sustentarnuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro Velasco lalista de sus compañeros de tripulación que tuvieran cáma-ras fotográficas. Aunque muchos pasaban vacaciones endistintos lugares del país, logramos encontrarlos paracomprar las fotos que habían tomado durante el viaje. Unasemana después de publicado en episodios, apareció elrelato completo en un suplemento especial, ilustrado conlas fotos compradas a los marineros. Al fondo de los gru-pos de amigos en alta mar, se veían sin la menor posibili-dad de equívocos, inclusive con sus marcas de fábrica, lascajas de mercancía de contrabando. La dictadura acusó elgolpe con una serie de represalias drásticas que habían deculminar, meses después, con la clausura del periódico. Apesar de las presiones, las amenazas y las más seductorastentativas de soborno, Luis Alejandro Velasco no desmin-tió una línea del relato. Tuvo que abandonar la marina, queera el único trabajo que sabía hacer, y se desbarrancó en elolvido de la vida común. Antes de dos años cayó la dicta-dura y Colombia quedó a merced de otros regímenes me-jor vestidos pero no mucho más justos, mientras yo inicia-ba en París este exilio errante y un poco nostálgico quetanto se parece también a una balsa a la deriva. Nadie vol-

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vió a saber nada del náufrago solitario, hasta hace unospocos meses en que un periodista extraviado lo encontródetrás de un escritorio en una empresa de autobuses. Hevisto esa foto: ha aumentado de peso y de edad, y se notaque la vida le ha pasado por dentro, pero le ha dejado elaura serena del héroe que tuvo el valor de dinamitar supropia estatua; Yo no había vuelto a leer este relato desdehace quince años. Me parece bastante digno para ser pu-blicado, pero no acabo de comprender la utilidad de supublicación. Me deprime la idea de que a los editores noles interese tanto el mérito del texto como el nombre conque está firmado, que muy a mi pesar es el mismo de unescritor de moda. Si ahora se imprime en forma de libro esporque dije sí sin pensarlo muy bien, y no soy un hombrecon dos palabras.

G.G.M

Barcelona, febrero 1970

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I

Cómo eran mis compañeros muertos en el mar

El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos aColombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Ala-bama, Estados Unidos, donde el A.R.C. "Caldas" fue so-metido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos.Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripula-ción recibíamos una instrucción especial. En los días defranquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros entierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos des-pués en "Joe Palooka", una taberna del puerto, dondetomábamos whisky y armábamos una bronca de vez encuando. Mi novia se llamaba Mary Address, la conocí dosmeses después de estar en Mobile, por intermedio de lanovia de otro marino. Aunque tenía una gran facilidad paraaprender el castellano, creo que Mary Address no suponunca por qué mis amigos le decían "María Dirección".Cada vez que tenía franquicia la invitaba al cine, aunqueella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendía-mos en mi medio inglés y en su medio español, pero nosentendíamos siempre, en el cine o comiendo helados. Sólouna vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos "ElMotín del Caine". A un grupo de mis compañeros le ha-bían dicho que era una buena película sobre la vida en unbarreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de lapelícula no era el barreminas sino la tempestad. Todosestuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso comoel de esa tempestad era modificar el rumbo del buque,como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo ni ninguno demis compañeros había estado nunca en una tempestad

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corno aquella, de manera que nada en la película nos im-presionó tanto como la tempestad. Cuando regresamos adormir, el marino Diego Velázquez, que estaba muy im-presionado con la película, pensando que dentro de pocosdías estaríamos en el mar, nos dijo: -¿Qué tal si nos suce-diese una cosa como esa? Confieso que yo también estabaimpresionado. En ocho meses había perdido la costumbredel mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había en-señado a defendernos en un naufragio. Sin embargo, noera normal la inquietud que sentía aquella noche en quevimos "El Motín del Caine". No quiero decir que desdeese instante empecé a presentir la catástrofe. Pero la ver-dad es que nunca había sentido tanto temor frente a laproximidad de un viaje. En Bogotá, cuando era niño y veíalas ilustraciones de los libros, nunca se me ocurrió quealguien pudiera encontrar la muerte en el mar. Por el con-trario, pensaba en él con mucha confianza. Y desde cuan-do ingresé en la marina, hace casi doce años, no habíasentido nunca ningún trastorno durante el viaje. Pero nome avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido almiedo después que vi "El Motín del Caine". Tendido bocaarriba en mi litera -la más alta de todas- pensaba en mifamilia y en la travesía que debíamos efectuar antes dellegar a Cartagena. No podía dormir.

Con la cabeza apoyada en las manos oía el suave batirdel agua contra el muelle, y la respiración tranquila de loscuarenta marinos que dormían en el mismo salón. Debajode mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncabacomo un trombón. No sé qué soñaba, pero seguramente nohabría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido queocho días después estaría muerto en el fondo del mar. Lainquietud me duró toda la semana. El día del viaje seaproximaba con alarmante rapidez y yo trataba de infun-dirme seguridad en la conversación con mis compañeros.

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El A.R.C. "Caldas" estaba listo para partir. Durante esosdías se hablaba con más insistencia de nuestras familias,de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Pocoa poco se iba cargando el buque con regalos que traíamosa nuestras casas: radios, neveras, lavadoras y estufas, es-pecialmente. Yo traía una radio. Ante la proximidad de lafecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupa-ciones, tomé una determinación: tan pronto como llegara aCartagena abandonaría la marina. No volvería a some-terme a los riesgos de la navegación. La noche antes departir fui a despedirme de Mary, a quien pensé comuni-carle mis temores y mi determinación. Pero no lo hice,porque le prometí volver y no me habría creído si le hubie-ra dicho que estaba dispuesto a no navegar jamás. Al únicoque comuniqué mi determinación fue a mi amigo íntimo,el marinero segundo Ramón Herrera, quien me confesóque también había decidido abandonar la marina tan pron-to como llegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temo-res, Ramón Herrera y yo nos fuimos con el marinero Die-go Velázquez a tomarnos un whisky de despedida en "JoePalooka". Pensábamos tomarnos un whisky, pero nos to-mamos cinco botellas. Nuestras amigas de casi todas lasnoches 'conocían la noticía de nuestro viaje y decidierondespedirse, emborracharse y llorar en prueba de gratitud.El director de la orquesta, un hombre serio, con unos ante-ojos que no le permitían parecer un músico, tocó en nues-tro honor un programa de mambos y tangos, creyendo queera música colombiana. Nuestras amigas lloraron y toma-ron whisky de a dólar y medio la botella. Como en esasúltima semanas nos habían pagado tres veces, nosotrosresolvimos echar la casa por la ventana. Yo, porque estabapreocupado y quería emborracharme. Ramón Herrera por-que estaba alegre, -como siempre, porque era de Arjona ysabía tocar el tambor y tenía una singular habilidad para

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imitar a todos los cantantes de moda. Un poco antes deretirarnos, un marinero norteamericano se acercó a la mesay le pidió permiso a Ramón Herrera para bailar con supareja, una rubia enorme, que era la que menos bebía y laque más lloraba -¡sinceramente!-. El norteamericano pidiópermiso en inglés, y Ramón Herrera le dio una sacudida,diciendo en español: "¡No entiendo un carajo!" Fue unade1as mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en lacabeza, radiopatrullas y policías. Ramón Herrera, quelogró ponerle dos buenos pescozones al norteamericano,regresó al buque a la una de la madrugada, imitando aDaniel Santos. Dijo que era la última vez que se embarca-ba. Y, en realidad, fue la última. A las tres de la madruga-da del 24 de febrero zarpó el A.R.C. "Caldas" del puertode Mobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la felici-dad de regresar a casa. Todos traíamos regalos. El caboprimero Miguel Ortega, artillero, parecía el más alegre detodos. Creo que ningún marino ha sido nunca más juiciosoque el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses enMobile no despilfarró un dólar. Todo el dinero que recibiólo invirtió en regalos para su esposa, que le esperaba enCartagena. Esa madrugada, cuando nos embarcamos, elcabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamentehablando de su esposa y sus hijos, lo cual no era una ca-sualidad, porque nunca hablaba de otra cosa. Traía unanevera, una lavadora automática, y una radio y una estufa.Doce horas después el cabo Miguel Ortega estaría tumba-do en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y doshoras después estaría muerto en el fondo del mar.

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Los invitados de la muerte

Cuando un buque zarpa se le da la orden: "Servicio per-sonal a sus puestos de buque". Cada uno permanece en supuesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso enmi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía per-derse en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba enMary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estar-íamos en el golfo de México y que por esta época del añoes una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al tenientede fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de ope-raciones, que fue el único oficial muerto en la catástrofe.Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi enmuy pocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolima yuna excelente persona. En cambio, esa madrugada vi alsuboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo con-tramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, con-templó por un instante las últimas luces de Mobile y sedirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi enel buque. Ninguno de los tripulantes del "Caldas" mani-festaba su alegría del regreso más estrepitosamente que elsuboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobode mar. Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador.Tenía alrededor de 40 años y creo que la mayoría de elloslos pasó conversando. El suboficial Sabogal tenía motivospara estar más contento que nadie. En Cartagena lo espe-raban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco:el menor había nacido mientras nos encontrábamos enMobile. Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tran-quilo. En una hora me había acostumbrado nuevamente ala navegación. Las luces de Mobile se perdían en la dis-tancia entre la niebla de un día tranquilo y por el oriente seveía el sol, que empezaba a levantarse. Ahora no me sentíainquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la no-

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che. Tenía sed. Y un mal recuerdo del whisky. A las seisde la mañana salimos del puerto. Entonces se dio la orden:"Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus pues-tos" Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio.Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo, frotán-dose los ojitos para acabar de despertar.

-¿Por dónde vamos? -me preguntó Luis Rengifo. Le di-je que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a militera y traté de dormir. Luis Rengifo era un marino com-pleto. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevabael mar en la sangre. Cuando el "Caldas" entró en repara-ción en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tri-pulación. Se encontraba en Washington, haciendo un cursode armería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tancorrectamente como el castellano. El 15 de marzo se gra-duó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, conuna dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor"Caldas" fue reparado, Luis Rengifo viajó de Washingtony fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocosdías antes de salir de Mobile, que lo primero que haría alllegar a Colombia sería adelantar las gestiones para trasla-dar a su esposa a Cartagena.

Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba segurode que Luis Rengifo sufriría de mareos. Esa primera ma-drugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó:

-¿Todavía no te has mareado? Le respondí que no.Rengifo dijo, entonces:

-Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.

-Así te veré yo a ti -le dije. Y él respondió:

-El- día que yo me maree, ese día se marea el mar.

Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yovolví a acordarme de la tempestad. Renacieron mis temo-

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res de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volvíhacía donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije: -Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.

II

Mis últimos minutos a bordo del "barco lobo"

"Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañe-ros cuando me levanté a almorzar, el 26 de febrero. El díaanterior había sentido un poco de temor por el tiempo delgolfo de México. Pero el destructor, a pesar de que semovía un poco, se deslizaba con suavidad. Pensé conalegría que mis temores habían sido infundados y salí acubierta. La silueta de la costa se había borrado. Sólo elmar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros.Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortegaestaba sentado, pálido y desencajado, luchando con el ma-reo. Eso había empezado desde antes. Desde cuando to-davía no habían desaparecido las luces de Mobile, y du-rante las últimas veinticuatro horas, el cabo Miguel Ortegano había podido mantenerse en pie, a pesar de que no eraun novato en el mar. Miguel Ortega había estado en Corea,en la fragata "Almirante Padilla". Había viajado mucho yestaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar deque el golfo estaba tranquilo, fue preciso ayudarlo a mo-verse para que pudiera prestar la guardia. Parecía un ago-nizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y suscompañeros de guardia lo sentábamos en la popa o en lamedia cubierta, hasta cuando se recibía la orden de trasla-darlo al dormitorio. Entonces se tendía boca abajo en sulitera, con la cabeza hacia afuera, esperando la vomitona.

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Creo que fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en lanoche que la cosa se pondría dura en el Caribe. De acuerdocon nuestros cálculos, saldríamos del golfo de Méxicodespués de la media noche. En mi puesto de guardia, fren-te a la torre de los torpedos, yo pensaba con optimismo ennuestra llegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo,alto y redondo, estaba lleno de estrellas. Desde cuandoingresé en la marina me aficioné a identificar las estrellas.Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Cal-das" avanzaba serenamente hacia el Caribe.

Creo que un viejo marinero que haya viajado por todoel mundo, puede saber en qué mar se encuentra por la ma-nera de moverse el barco. La experiencia en ese mar dondehice mis primeras armas, me indicó que estábamos en elCaribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta minutos de lanoche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 defebrero. Aunque el buque no se hubiera movido tanto, yohubiera sabido que estábamos en el Caribe. Pero se movía.Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme in-tranquilo. Sentí un extraño presentimiento. Y sin saber porqué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, que es-taba allá abajo, en su litera, echando el estómago por laboca. A las seis de la mañana el destructor se movía comoun cascarón. Luis Rengifo estaba despierto, una litera de-bajo de la mía. -Gordo -me dijo-. ¿Todavía no te has ma-reado?

Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo,que, como he dicho, era ingeniero, muy estudioso y buenmarino, me hizo entonces una exposición de los motivospor los cuales no había el menor peligro de que al "Cal-das" le ocurriera un accidente en el Caribe. "Es un barcolobo", me dijo. Y me recordó que durante la guerra, enesas mismas aguas, el destructor colombiano había hun-dido un submarino alemán. "Es un buque seguro", decía

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Luis Rengifo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dor-mir a causa de los movimientos de la nave, me sentía se-guro con sus palabras. Pero el viento era cada vez másfuerte a babor, y yo me imaginaba cómo estaría el "Cal-das" en medio de aquel tremendo oleaje. En ese momentome acordé de "El Motín del Caine". A pesar de que eltiempo no varió durante todo el día, la navegación eranormal. Cuando prestaba la guardia me puse a hacer pro-yectos para cuando llegara a Cartagena. Le escribiría aMary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nun-ca he sido perezoso para escribir. Desde cuando ingresé enla marina, le he escrito todas las semanas a mi familia deBogotá. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya car-tas frecuentes y largas. De manera que le escribiría a Ma-ry, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nosfaltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente24 horas. Aquella era mi penúltima guardia. Ramón Herre-ra me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia sulitera. Estaba cada vez peor. Desde cuando salimos deMobile, tres días antes, no había probado alimentos. Casino podía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto.

Empieza el baile

El baile empezó a las diez de la noche. Durante todo eldía el "Caldas" se había movido, pero no tanto como enesa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en militera, pensaba con pavor en la gente que estaba de guardiaen cubierta. Yo sabía que ninguno de los marineros queestaban allí, en sus literas, había podido conciliar el sueño.Un poco antes de las doce le dije a Luis Rengifo, mi ve-cino de abajo: -¿Todavía no te has mareado?

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Como lo había supuesto, Luis Rengifo tampoco podíadormir. Pero a pesar del movimiento del barco, no habíaperdido el buen humor. Dijo:

-Ya te dije que el día que yo me maree, ese día se ma-rea el mar. Era una frase que repetía con frecuencia. Peroesa noche casi no tuvo tiempo de terminarla. He dicho quesentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido almiedo. Pero no me cabe la menor duda de lo que sentí a lamedia noche del 27, cuando a través de los altoparlantes sedio una orden general: "Todo el personal pasarse al ladode babor". Yo sabía lo que significaba esa orden. El barcoestaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba deequilibrarlo con nuestro peso. Por primera vez, en dosaños de navegación, tuve un verdadero miedo del mar. Elviento silbaba, allá arriba, donde el personal de cubiertadebía estar empapado y tiritando. Tan pronto como oí laorden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifose puso en pie y se fue a una de las tarimas de babor, queestaban desocupadas, porque pertenecían al personal deguardia. Agarrándome a las otras literas, traté de caminar,pero en ese instante me acordé de Miguel Ortega.

No podía moverse. Cuando oyó la orden había tratadode levantarse, pero había caído nuevamente en su litera,vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incor-porarse y lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apa-gada me dijo que se sentía muy mal. -Vamos a conseguirque no hagas la guardia -le dije.

Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega sehubiera quedado en su litera, ahora no estaría muerto. Sinhaber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28nos reunimos en popa seis de la guardia disponible. Entreellos Ramón Herrera, mi compañero de todos los días. Elsuboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue mí

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última misión a bordo. Sabía que a las 2 de la tarde estar-íamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como en-tregara la guardia, para poder divertirme esa noche en tie-rra firme, después de ocho meses de ausencia. A las 5.30de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondosacompañado por un grumete. A las 7 relevamos los pues-tos de servicio efectivo para desayunar. A las 8 volvieron arelevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi últimaguardia, sin novedad, a pesar de que la brisa arreciaba y deque las olas, cada vez más altas, reventaban en el puente ybañaban la cubierta. En popa estaba Ramón Herrera. Allíestaba también, como salvavidas de guardia, Luis Rengifo,con los auriculares puestos. En la media cubierta, recos-tado, agonizando con su eterno mareo, estaba el cabo Mi-guel Ortega. En ese lugar se sentía menos el movimiento.Conversé un momento con el marinero segundo EduardoCastillo, almacenista, soltero, bogotano y muy reservado.No recuerdo de qué hablábamos. Sólo sé que desde eseinstante no volvimos a vernos, hasta cuando se hundió enel mar, pocas horas después. Ramón Herrera estaba reco-giendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar dedormir. Con el movimiento era imposible descansar en losdormitorios. Las olas, cada vez más fuertes y altas, estalla-ban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y lasestufas, fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herre-ra y yo nos acostamos, bien ajustados, para evitar que nosarrastrara una ola. Tendido boca arriba yo contemplaba elcielo. Me sentía más tranquilo, acostado, con la seguridadde que dentro de pocas horas estaríamos en la bahía deCartagena. No había tempestad; el día estaba perfecta-mente claro, la visibilidad era completa y el cielo estabaprofundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban lasbotas, pues me las había cambiado por unos zapatos decaucho después de que entregué la guardia.

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Un minuto de silencio

Luis Rengifo me preguntó la hora. Eran las once y me-dia. Desde hacía una hora el buque empezó a escorar, ainclinarse peligrosamente a estribor. A través de los alta-voces se repitió la orden de la noche anterior: "Todo elpersonal ponerse al lado de babor", Ramón Herrera y yono nos movimos, porque estábamos de ese lado. Pensé enel cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes habíavisto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasartambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo.En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue.Aguanté la respiración. Una ola enorme reventó sobre no-sotros y quedamos empapados, como si acabáramos desalir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el des-tructor recobró su posición normal. En la guardia, LuisRengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente: -¡Qué vaina!Este buque se está yendo y no quiere volver. Era la pri-mera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí,Ramón Herrera, pensativo, enteramente mojado, perma-necía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego,Ramón Herrera dijo: -A la hora que manden cortar cabospara que la carga se vaya al agua, yo soy el primero encortar. Eran las once y cincuenta minutos. Yo tambiénpensaba que de un momento a otro ordenarían cortar lasamarras de la carga. Es lo que se llama "zafarrancho dealigeramiento". Radios, neveras y estufas habrían caído alagua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé queen ese caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popaestábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnosentre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arras-trado la ola. El buque seguía defendiéndose del oleaje,pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó unacarpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que

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la anterior, volvió a reventar sobre nosotros, que ya está-bamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con lasmanos, mientras pasaba la ola, y medio minuto despuéscarraspearon los altavoces. "Van a dar la orden de cortar lacarga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una vozsegura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usarsalvavidas". Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con unamano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra.Como después de cada ola grande, yo sentía primero ungran vacío y después un profundo silencio. Vi a Luis Ren-gifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse losauriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente eltic-tac de mi reloj. Escuché el reloj durante un minuto,aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculéque debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas parallegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aireun segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en eseinstante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola.Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que meapoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una frac-ción de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con losojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifoque trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares enalto. Entonces el agua me cubrió por completo y empecé anadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacíaarriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí na-dando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté deamarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba allí. Yano había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en tornomío nada distinto del mar. Un segundo después, como acien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas,chorreando agua por todos lados, como un submarino.Sólo entonces me di cuenta de que había caído al agua.

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III

Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros

Mí primera impresión fue la de estar absolutamente so-lo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otraola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba enun abismo y desaparecía de mi vista. Pensé que se habíahundido. Y un momento después, confirmando mi pensa-miento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de lamercancía con que el destructor había sido cargado enMobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios,neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltabanconfusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instanteninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un pocoatolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y estú-pidamente me puse a contemplar el mar.

El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte olea-je producido por la brisa y la mercancía dispersa en la su-perficie, no había nada en ese lugar que pareciera un nau-fragio. De pronto comencé a oír gritos cercanos. A travésdel cortante silbido del viento reconocí perfectamente lavoz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantadosegundo contramaestre, que le gritaba a alguien: -Agárresede ahí, por debajo del salvavidas.

Fue como si en ese instante hubiera despertado de unprofundo sueño de un minuto. Me di cuenta de que no es-taba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, miscompañeros se gritaban unos a otros, manteniéndose aflote. Rápidamente comencé a pensar. No podía nadarhacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millasde Cartagena, pero tenía confundido el sentido de la orien-

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tación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un mo-mento pensé que podría estar aferrado a la caja indefi-nidamente, hasta cuando vinieran en nuestro auxilio. Metranquilizaba saber que alrededor de mí otros marinos seencontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuan-do vi la balsa. Eran dos, aparejadas, como a siete metrosde distancia la una de la otra. Aparecieron inespera-damente en la cresta de una ola, del lado donde gritabanmis compañeros. Me pareció extraño que ninguno de elloshubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de lasbalsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgode nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a lacaja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar unadeterminación, me encontré nadando hacia la última balsavisible, cada vez más lejana. Nadé por espacio de tres mi-nutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré noperder la dirección. Bruscamente, un golpe de la ola lapuso al lado mío, blanca, enorme y vacía. Me agarré confuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lologré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante,azotado por la brisa, implacable y helada, me incorporétrabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros alrededor de la balsa, tratando de alcanzarla.

Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almace-nista, se agarraba fuertemente al cuello de Julio AmadorCaraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuandoocurrió el accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba:"Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre la mercancíadispersa, como a diez metros de distancia. Del otro ladoestaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto enel destructor, tratando de sobresalir con los auriculareslevantados en la mano derecha. Con su serenidad habitual,con esa confianza de buen marinero con que decía queantes que él se marearía el mar, se había quitado la camisa

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para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aun-que no lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito: -Gordo, rema para este lado.

Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme aellos. Julio Amador, con Eduardo Castillo fuertementecolgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho másallá, pequeño y desolado, vi al cuarto de mis compañeros:Ramón Herrera, que me hacía señas con la mano, agarradoa una caja.

¡Sólo tres metros!

Si hubiera tenido que decidirlo, no habría sabido porcuál de mis compañeros empezar. Pero cuando vi a RamónHerrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho deArjona que pocos minutos antes estaba conmigo en la po-pa, empecé a remar con desesperación. Pero la balsa teníacasi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar enca-britado y yo tenía que remar contra la brisa. Creo que nologré hacerla avanzar un metro. Desesperado, miré otravez alrededor y ya Ramón Herrera había desaparecido dela superficie. Sólo Luis Rengifo nadaba con seguridadhasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lohabía oído roncar como un trombón, debajo de mi tarima,y estaba convencido de que su serenidad era más fuerteque el mar. En cambio, Julio Amador luchaba con Eduar-do Castillo para que no se soltara de su cuello. Estaban amenos de tres metros. Pensé que si se acercaban un pocomás podría tenderles un remo para que se agarrasen. Peroen ese instante una ola gigantesca suspendió la balsa en elaire y vi, desde la cresta enorme, el mástil del destructor,que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amadorhabía desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cue-

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llo. Solo, a dos metros de distancia, Luis Rengifo seguíanadando serenamente hacia la balsa. No sé por qué hiceesa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí elremo en el agua, como tratando de evitar que la balsa semoviera, como tratando de clavarla en su sitio. Luis Ren-gifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la mano comocuando sostenía en ella los auriculares, y me gritó otra vez:-¡Rema para acá, gordo!

La brisa venía en la misma dirección. Le grité que nopodía remar contra la brisa, que hiciera un último esfuerzo,pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas demercancías habían desaparecido y la balsa bailaba de unlado a otro, batida por las olas. En un instante estuve a másde cinco metros de Luis Rengífo, y lo perdí de vista. Peroapareció por otro lado, todavía sin desesperarse, hundién-dose contra las olas para evitar que lo alejaran. Yo estabade pie, ahora con el remo en alto, esperando que LuisRengifo se acercara lo suficiente como para que pudieraalcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba, se desespe-raba. Volvió a gritarme, hundiéndose ya: -¡Gordo... Gordo...

Traté de remar, pero seguía siendo inútil, como la pri-mera vez. Hice un último esfuerzo para que Luis Rengifoalcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocosminutos antes había tratado de evitar que se hundieran losauriculares, se hundió en ese momento para siempre, amenos de dos metros del remo... No sé cuánto tiempo es-tuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con elremo levantado. Examinaba el agua. Esperaba que de unmomento a otro surgiera alguien en la superficie. Pero elmar estaba limpio y el viento, cada vez más fuerte, gol-peaba contra mi camisa con un aullido de perro. La mer-cancía había desaparecido. El mástil, cada vez más dis-

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tante, me indicó que el destructor no se había hundido,como lo creí al principio. Me sentí tranquilo: pensé quedentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé quealguno de mis compañeros había logrado alcanzar la otrabalsa. No había razón para que no lo hubieran logrado. Noeran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna delas balsas del destructor estaba dotada. Pero había seis entotal, aparte de los botes y balleneras. Pensaba que eraenteramente normal que algunos de mis compañeroshubieran alcanzado las otras balsas, como alcancé yo lamía, y que acaso el destructor nos estuviera buscando. Depronto me di cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, delpuro mediodía. Atontado, todavía sin recobrarme porcompleto, miré el reloj. Eran las doce clavadas.

Solo

La última vez que Luis Rengifo me preguntó la hora, enel destructor, eran las once y media. Vi nuevamente lahora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido lacatástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doceen punto. Me pareció que hacía mucho tiempo que todohabía ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurridodiez minutos desde el instante en que vi por última vez elreloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancéla balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedéallí, inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyen-do el cortante aullido del viento y pensando que transcurri-rían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran arescatarme. "Dos o tres horas", calculé. Me pareció untiempo desproporcionadamente largo para estar solo en elmar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni aguay pensaba que antes de las tres de la tarde la sed sería

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abrasadora. El sol me ardía en la cabeza, me empezaba aquemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en lacaída había perdido la gorra, volví a mojarme la cabeza yme senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatar-me. Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Migrueso pantalón de dril azul estaba mojado, de manera queme costó trabajo enrollarlo hasta más arriba de la rodilla.Pero cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una heri-da honda, en forma de medialuna, en la parte inferior de larodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé sime hice la herida al caer al agua. Sólo sé que no me dicuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, yque a pesar de que me ardía un poco, había dejado de san-grar y estaba perfectamente seca, me imagino que a causade la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacerun inventario de mis cosas. Quería saber con qué contabaen la soledad del mar. En primer término, contaba con mireloj, que funcionaba a precisión y que no podía dejar demirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillode oro, comprado en Cartagena el año pasado, mi cadenacon la medalla de la Virgen del Carmen, también compra-da en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos.En los bolsillos no tenía más que las llaves de mi armariodel destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacénde Mobile, un día del mes de enero en que fui de comprascon Mary Address. Como no tenía nada que hacer, mepuse a leer las tarjetas para distraerme mientras me resca-taban. No sé por qué me pareció que eran como un mensa-je en clave que los náufragos echan al mar dentro de unabotella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido unabotella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugandoal náufrago, para tener esa noche algo divertido que con-tarles a mis amigos en Cartagena.

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IV

Mi primera noche solo en el Caribe

A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Corno no veíanada más que agua y cielo, como no tenía puntos de refe-rencia, transcurrieron más de dos horas antes de que mediera cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero enrealidad, desde el momento en que me encontré dentro deella, empezó a moverse en línea recta, empujada por labrisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podidoimprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menoridea sobre mi dirección ni posición. No sabía sí la balsaavanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Estoúltimo me parecía lo más probable, pues siempre habíaconsiderado imposible que el mar arrojara a la tierra al-guna cosa que hubiera penetrado 200 millas, y menos siesa cosa era algo tan pesado como un hombre en una bal-sa. Durante mis primeras dos horas seguí mentalmente,minuto a minuto, el viaje del destructor. Pensé que si ha-bían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posiciónexacta del lugar en que ocurrió el accidente, y que desdeese momento habían enviado aviones y helicópteros a res-catarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los avionesestarían allí, dando vueltas sobre mi cabeza. A la una de latarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté lostres remos y los puse en el interior, listo a remar en la di-rección en que aparecieran los aviones. Los minutos eranlargos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espal-das y los labios me ardían, cuarteados por la sal. Pero enese momento no sentía sed ni hambre. La única necesidad

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que sentía era la de que aparecieran los aviones. Ya teníami plan: cuando los viera aparecer trataría de remar haciaellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría depie en la balsa y les haría señales con la camisa. Para estarpreparado, para no perder un minuto, me desabotoné lacamisa y seguí sentado en la borda, escrutando el hori-zonte por todos lados, pues no tenía la menor idea de ladirección en que aparecerían los aviones. Así llegaron lasdos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido dela brisa yo seguía oyendo la voz de Luis Rengifo: "Gordo,rema para este lado". La oía con perfecta claridad, como siestuviera allí, a dos metros de distancia, tratando de alcan-zar el remo. Pero yo sabía que cuando el viento aúlla en elmar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, unosigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendocon enloquecedora persistencia: "Gordo, rema para estelado". A las tres empecé a desesperarme. Sabía que a esahora el destructor estaba en los muelles de Cartagena. Miscompañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentrode pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensación deque todos estaban pensando en mí, y esa idea me infundióánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunqueno hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dadocuenta de que caímos al agua, lo habrían advertido en elmomento de atracar, cuando toda la tripulación debía deestar en cubierta. Eso pudo ser a las tres, a más tardar; in-mediatamente habrían dado el aviso. Por mucho quehubieran demorado los aviones en despegar, antes de med-ía hora estarían volando hacía el lugar del accidente. Asíque a las cuatro -a más tardar a las cuatro y medía- estaríanvolando sobre mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte,hasta cuando cesó la brisa y me sentí envuelto en un in-menso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito deLuis Rengifo.

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La gran noche

Al principio me pareció que era imposible permanecertres horas solo en el mar. Pero a las cinco, cuando ya ha-bían transcurrido cinco horas, me pareció que aún podíaesperar una hora más. El sol estaba descendiendo. Se pusorojo y grande en el ocaso, y entonces empecé a orientarme.Ahora sabía por dónde aparecerían los aviones: puse el sola mi izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin des-viar la vista un solo instante, sin atreverme a pestañar, enla dirección en que debía de estar Cartagena, según miorientación. A las seis me dolían los ojos. Pero seguía mi-rando. Incluso después de que empezó a oscurecer, seguímirando con una paciencia dura y rebelde. Sabía que en-tonces no vería los aviones, pero vería las luces verdes vrojas, avanzando hacia mí, antes de percibir el ruido de susmotores. Quería ver las luces, sin pensar que desde losaviones no podrían verme en la oscuridad. De pronto elcielo se puso rojo, y yo seguía escrutando el horizonte.Luego se puso color de violetas oscuras, y yo seguía mi-rando. A un lado de la balsa, como un diamante amarilloen el cielo color de vino, fija y cuadrada, apareció la pri-mera estrella. Fue como una señal. Inmediatamente des-pués, la noche, apretada y tensa, se derrumbó sobre el mar.Mí primera impresión, al darme cuenta de que estaba su-mergido en la oscuridad, de que ya no podía ver la palmade mi mano, fue la de que no podría dominar el terror. Porel ruido del agua contra la borda, sabía que la balsa seguíaavanzando lenta pero incansablemente. Hundido en lastinieblas, me di cuenta entonces de que no había estado tansolo en las horas del día. Estaba más solo en la oscuridad,en la balsa que no veía pero que sentía debajo de mí, des-lizándose sordamente sobre un mar espeso y poblado deanimales extraños. Para sentirme menos solo me puse a

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mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez.Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas,eran las siete menos cinco. Cuando el minutero llegó alnúmero doce eran las siete en punto y el cielo estaba apre-tado de estrellas. Pero a mí me parecía que había transcu-rrido tanto tiempo que ya era hora de que empezara aamanecer. Desesperadamente, seguía pensando en losaviones. Empecé a sentir frío. Es imposible permanecerseco un minuto dentro de una balsa. Incluso cuando uno sesienta en la borda medio cuerpo queda dentro del agua,porque el piso de la balsa cuelga como una canasta, más demedio metro por debajo de la superficie. A las ocho de lanoche el agua era menos fría que el aire. Yo sabía que enel piso de la balsa estaría a salvo de animales, porque lared que protege el piso les impide acercarse. Pero eso seaprende en la escuela y se cree en la escuela, cuando elinstructor hace la demostración en un modelo reducido dela balsa, y uno está sentado en un banco, entre cuarentacompañeros y a las dos de la tarde. Pero cuando se estásolo en el mar, a las ocho de la noche y sin esperanza, sepiensa que no hay ninguna lógica en las palabras del ins-tructor. Yo sabía que tenía medio cuerpo metido en unmundo que no pertenecía a los hombres sino a los anima-les del mar y a pesar del viento helado que me azotaba lacamisa no me atrevía a moverme de la borda. Según elinstructor, ése es el lugar menos seguro de la balsa. Pero,con todo, sólo allí me sentía más lejos de los animales:esos animales enormes y desconocidos que oía pasar mis-teriosamente junto a la balsa.

Esa noche me costó trabajo encontrar la Osa Menor,perdida en una confusa e interminable maraña de estrellas.Nunca había visto tantas. En toda la extensión del cielo eradifícil encontrar un punto vacío. Pero desde cuando loca-licé la Osa Menor no me atreví a mirar hacia otro lado. No

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sé por qué me sentía menos solo mirando la Osa Menor.En Cartagena, cuando teníamos franquicia, nos sentába-mos en el puente de Manga a la madrugada, mientrasRamón Herrera cantaba, imitando a Daniel Santos, y al-guien lo acompañaba con una guitarra. Sentado en el bordede la piedra, yo descubría siempre la Osa Menor, por loslados del Cerro de la Popa. Esa noche, en el borde de labalsa, sentí por un instante como si estuviera en el puentede Manga, como si Ramón Herrera hubiera estado junto amí, cantando acompañado por una guitarra, y como si laOsa Menor no hubiera estado a 200 millas de la tierra, sinosobre el Cerro de la Popa. Pensaba que a esa hora alguienestaba mirando la Osa Menor en Cartagena, como yo lamiraba en el mar, y esa idea hacía que me sintiera menossolo. Lo que hizo más larga mi primera noche en el marfue que en ella no ocurrió absolutamente nada. Es imposi-ble describir una noche en una balsa, cuando nada sucedey se tiene terror a los animales, y se tiene un reloj fosfo-rescente que es imposible dejar de mirar un solo minuto.La noche del 28 de febrero -que fue mi primera noche enel mar, miré al reloj cada minuto. Era una tortura. Deses-peradamente resolví quitármelo, guardarlo en el bolsillopara no estar pendiente de la hora. Cuando me pareció queera imposible resistir, faltaban 20 minutos para las nuevede la noche. Todavía no sentía sed ni hambre y estaba se-guro de que podría resistir hasta el día siguiente, cuandovinieran los aviones. Pero pensaba que me volvería loco elreloj. Preso de angustia, me lo quité de la muñeca paraechármelo al bolsillo, pero cuando lo tuve en la mano seme ocurrió que lo mejor era arrojarlo al mar. Vacilé uninstante. Luego sentí terror: pensé que estaría más solo sinel reloj. Volví a ponérmelo en la muñeca y seguí mirán-dolo, minuto a minuto, como esa tarde había estado mi-rando el horizonte en espera de los aviones; hasta cuando

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me dolieron los ojos. Después de las doce sentí deseos dellorar. No había dormido un segundo, pero ni siquiera lohabía intentado. Con la misma esperanza con que esa tardeesperé ver aviones en el horizonte, estuve esa madrugadabuscando luces de barcos. Permanecí largas horas escru-tando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, perono vi una sola luz distinta de las estrellas. El frío fue másintenso en las horas de la madrugada y me parecía que micuerpo se había vuelto resplandeciente, con todo el sol dela tarde incrustado debajo de la piel. Con el frío me ardíamás. La rodilla derecha empezó a dolerme después de lasdoce y sentía como si el agua hubiera penetrado hasta loshuesos. Pero esas eran sensaciones remotas. No pensabatanto en mi cuerpo como en las luces de los barcos. Y pen-saba que en medio de aquella soledad infinita, en mediodel oscuro rumor del mar, no necesitaba sino ver la luz deun barco, para dar un grito que se habría oído a cualquierdistancia.

La luz de cada día

No amaneció lentamente, como en la tierra. El cielo sepuso pálido, desaparecieron las primeras estrellas y yoseguía mirando primero el reloj y luego el horizonte. Apa-recieron los contornos del mar, habían transcurrido docehoras, pero me parecía imposible. Es imposible que la no-che sea tan larga como el día. Se necesita haber pasadouna noche en el mar, sentado en una balsa y contemplandoun reloj, para saber que la noche es desmesuradamentemás larga que el día. Pero de pronto empieza a amanecer,y entonces uno se siente demasiado cansado para saberque está amaneciendo. Eso me ocurrió en aquella primeranoche de la balsa. Cuando empezó a amanecer ya nada me

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importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. Nopensé en nada hasta cuando el viento empezó a ponersetibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada. Nohabía dormido un segundo en toda la noche, pero en aquelinstante sentí como si hubiera despertado. Cuando me es-tiré en la balsa los huesos me dolían. Me dolía la piel. Peroel día era resplandeciente y tibio, y en medio de la clari-dad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yome sentía con renovadas fuerzas para esperar. Y me sentíprofundamente acompañado en la balsa. Por primera vezen los 20 años de mi vida me sentí entonces perfectamentefeliz. La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuántohabía avanzado durante la noche, pero todo seguía siendoigual en el horizonte, como si no me hubiera movido uncentímetro. A las siete de la mañana pensé en el destructor.Era la hora del desayuno. Pensaba que mis compañerosestaban sentados en la mesa comiéndose una manzana.Después nos llevarían huevos. Después carne. Despuéspan y café con leche. La boca se me llenó de saliva y sentíuna torcedura leve en el estómago. Para distraer aquellaidea me sumergí en el fondo de la balsa hasta el cuello. Elagua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte yaliviado. Estuve así largo tiempo, sumergido, preguntán-dome por qué me fui a la popa con Ramón Herrera, enlugar de acostarme en mi litera. Reconstruí minuto a mi-nuto la tragedia y me consideré como un estúpido. Nohabía ninguna razón para que yo hubiera sido una de lasvíctimas: no estaba de guardia, no tenía obligación de estaren cubierta. Pensé que todo había sido por culpa de la malasuerte y entonces volví a sentir un poco de angustia. Perocuando miré el reloj volví a tranquilizarme. El día avan-zaba rápidamente: eran las once y media.

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Un punto negro en el horizonte

La proximidad del mediodía me hizo pensar otra vez enCartagena. Pensé que era imposible que no hubieran ad-vertido mi desaparición. Hasta llegué a lamentar el haberalcanzado la balsa, pues me imaginé por un instante quemis compañeros habían sido rescatados, y que el único queandaba a la deriva era yo, porque la balsa había sido em-pujada por la brisa. Incluso atribuí a la mala suerte el haberalcanzado la balsa. No había acabado de madurar esa ideacuando creí ver un punto en el horizonte. Me incorporécon la vista fija en aquel punto negro que avanzaba. Eranlas once y cincuenta. Miré con tanta intensidad, que en unmomento el cielo se llenó de puntos luminosos. Pero elpunto negro seguía avanzando, directamente hacia la bal-sa. Dos minutos después de haberlo descubierto empecé aver perfectamente su forma. A medida que se acercaba porel cielo, luminoso y azul, lanzaba cegadores destellosmetálicos. Poco a poco se fue definiendo entre los otrospuntos luminosos. Me dolía el cuello y ya no soportaba elresplandor del cielo en los ojos. Pero seguía mirándolo: erabrillante, veloz, y venía directamente hacia la balsa. En eseinstante no me sentí feliz. No sentí una emoción desbor-dada. Sentí una gran lucidez y una serenidad extraordina-ria, de pie en la balsa, mientras el avión se acercaba. Cal-madamente me quité la camisa. Tenía la sensación de quesabía cuál era el instante preciso en que debía empezar ahacer señas con la camisa. Permanecí un minuto, dos mi-nutos, con la camisa en la mano, esperando a que el aviónse acercara un poco más. Venía directamente hacia la bal-sa. Cuando levanté el brazo y empecé a agitar la camisa,oía perfectamente, por encima del ruido de las olas, elcreciente y vibrante ruido de sus motores.

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V

Yo tuve un compañero a bordo de la balsa

Agité la camisa desesperadamente, durante cinco mi-nutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta de que mehabía equivocado: el avión no venía hacia la balsa. Cuandovi crecer el punto negro me pareció que pasaría por encimade mí cabeza. Pero pasó muy distante y a una altura desdela cual era imposible que me vieran. Luego dio una largavuelta, tomó la dirección de regreso y empezó a perderseen el mismo lugar del cielo por donde había aparecido. Depie en la balsa, expuesto al sol ardiente, estuve mirando elpunto negro, sin pensar en nada, hasta cuando se borró porcompleto en el horizonte. Entonces volví a sentarme. Mesentí desgraciado, pero como aún no había perdido la espe-ranza, decidí tomar precauciones para protegerme del sol.En primer término no debía exponer los pulmones a losrayos solares. Eran las doce del día. Llevaba exactamente24 horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borday me puse sobre el rostro la camisa húmeda. No traté dedormir porque sabía el peligro que me amenazaba si mequedaba dormido en la borda. Pensé en el avión: no estabamuy seguro de que me estuviera buscando. No me fueposible identificarlo. Allí, acostado en la borda, sentí porprimera vez la tortura de la sed. Al principio fue la salivaespesa y la sequedad en la garganta. Me provocó tomaragua del mar, pero sabía que me perjudicaba. Podría tomarun poco, más tarde. De pronto me olvidé de la sed. Allímismo, sobre mi cabeza, más fuerte que el ruido de lasolas, oí el ruido de otro avión. Emocionado, me incorporéen la balsa. El avión se acercaba, por donde había llegadoel otro, pero este venía directamente hacia la balsa. En el

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instante en que pasó sobre mi cabeza volví a agitar la ca-misa. Pero iba demasiado alto. Pasó de largo; se fue; des-apareció. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre elhorizonte, volando en la dirección en que había llegado."Ahora me están buscando", pensé. Y esperé en la borda,con la camisa en la mano, a que llegaran nuevos aviones.Algo había sacado en claro de los aviones: aparecían ydesaparecían por un mismo punto. Eso significaba que allíestaba la tierra. Ahora sabía hacía dónde debía dírigirme.¿Pero cómo? Por mucho que la balsa hubiera avanzadodurante la noche, debía estar aún muy lejos de la costa.Sabía en qué dirección encontrarla, pero ignoraba en ab-soluto cuánto tiempo debía remar, con aquel sol que em-pezaba a ampollarme la piel y con aquella hambre que medolía en el estómago. Y sobre todo, con aquella sed. Cadavez me resultaba más difícil respirar. A las 12.35, sin queyo hubiera advertido en qué momento, llegó un enormeavión negro, con pontones de acuatizaje, pasó bramandopor encima de mi cabeza. El corazón me dio un salto. Lovi perfectamente. El día era muy claro, de manera quepude ver nítidamente la cabeza de un hombre asomado a lacabina, examinando el mar con un par de binóculos ne-gros. Pasó tan bajo, tan cerca de mi, que me pareció sentiren el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo identifiquéperfectamente por las letras de sus alas: era un avión delservicio de guardacostas de la Zona del Canal. Cuando sealejó trepidando hacia el interior del Caribe no dudé unsolo instante de que el hombre de los binóculos me habíavisto agitar la camisa. -¡Me han descubierto!", grité, di-choso, todavía agitando la camisa. Loco de emoción, mepuse a dar saltos en la balsa.

¡Me habían visto!

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Antes de cinco minutos, el mismo avión negro volvió apasar en la dirección contraria, a igual altura que la pri-mera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en laventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hom-bre que examinaba el mar con los binóculos. Volví a agitarla camisa. Ahora no la agitaba desesperadamente. La agi-taba con calma, no como si estuviera pidiendo auxilio,sino como lanzando un emocionado saludo de agradeci-miento a mis descubridores. A medida que avanzaba mepareció que iba perdiendo altura. Por un momento estuvovolando en línea recta, casi al nivel del agua. Pensé queestaba acuatizando y me preparé a remar hacía el lugar enque descendiera. Pero un instante después volvió a tomaraltura, dio la vuelta y pasó por tercera vez sobre mi ca-beza. Entonces no agité la camisa con desesperación.Aguardé que estuviera exactamente sobre la balsa. Le hiceuna breve señal y esperé que pasara de nuevo, cada vezmás bajo. Pero ocurrió todo lo contrario: tomó altura rápi-damente y se perdió por donde había aparecido. Sin em-bargo, no tenía por qué preocuparme. Estaba seguro deque me habían visto. Era imposible que no me hubieranvisto, volando tan bajo y exactamente sobre la balsa.Tranquilo, despreocupado y feliz, me senté a esperar. Es-peré una hora. Había sacado una conclusión muy impor-tante: el punto donde aparecieron los primeros avionesestaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde des-apareció el avión negro estaba sobre Panamá. Calculé queremando en línea recta, desviándome un poco de la direc-ción de la brisa llegaría aproximadamente al balneario deTolú. Ese era más o menos el punto intermedio entre losdos puntos por donde desaparecieron los aviones. Habíacalculado que en una hora estarían rescatándome. Pero lahora pasó sin que nada ocurriera en el mar azul, limpio yperfectamente tranquilo. Pasaron dos horas más. Y otra y

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otra, durante las cuales no me moví un segundo de la bor-da. Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestañear. Elsol empezó a descender a las cinco de la tarde. Aún noperdía las esperanzas, pero comencé a sentirme intran-quilo. Estaba seguro de que me habían visto desde el aviónnegro, pero no me explicaba cómo había transcurrido tantotiempo sin que vinieran a rescatarme. Sentía la gargantaseca. Cada vez me resultaba más difícil respirar. Estabadistraído, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué,di un salto y caí en el centro de la balsa. Lentamente, comocazando una presa, la aleta dé un tiburón se deslizaba a lolargo de la borda.

Los tiburones llegan a las cinco

Fue el primer animal que vi, casi treinta horas despuésde estar en la balsa. La aleta de un tiburón infunde terrorporque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero realmentenada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. Noparece algo que formara parte de un animal, y menos deuna fiera. Es verde y era como la corteza de un árbol.Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la sensación deque tenía un sabor fresco y un poco amargo, como el deuna corteza vegetal. Eran más de las cinco. El mar estabasereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa,pacientemente, y estuvieron merodeando hasta cuandoanocheció por completo. Ya no había luces, pero los sentíarondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquilacon el filo de sus aletas. Desde ese momento no volví asentarme en la borda después de las cinco de la tarde. Ma-ñana, pasado mañana y aún dentro de cuatro días, tendríasuficiente experiencia para saber que los tiburones sonunos animales puntuales: llegarían un poco después de lascinco y desaparecerían con la oscuridad. Al atardecer, el

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agua transparente ofrece un hermoso espectáculo. Peces detodos los colores se acercaban a la balsa. Enormes pecesamarillos y verdes; peces rayados de azul y rojo, redondos,diminutos, acompañaban la balsa hasta el anochecer. Aveces había un relámpago metálico, un chorro de aguasanguinolenta saltaba por la borda y los pedazos de un pezdestrozado por el tiburón flotaban un segundo junto a labalsa. Entonces una incalculable cantidad de peces meno-res se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel mo-mento yo habría vendido el alma por el pedazo más pe-queño de las sobras del tiburón. Era mi segunda noche enel mar. Noche de hambre y de sed y de desesperación. Mesentí abandonado, después de que me aferré obstinada-mente a la esperanza de los aviones. Sólo esa noche decidíque con lo único que contaba para salvarme era con mivoluntad y con los restos de mis fuerzas. Una cosa measombraba: me sentía un poco débil, pero no agotado. Lle-vaba casi cuarenta horas sin agua ni alimentos y más dedos noches y dos días sin dormir, pues había estado envigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yome sentía capaz de remar. Volví a buscar la Osa Menor.Fijé la vista en ella y empecé a remar. Había brisa pero nocorría en la misma dirección que yo debía imprimirle a labalsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. Fijélos dos remos en la borda y comencé a remar a las diez dela noche. Remé al principio desesperadamente. Luego conmás calma, fija la vista en la Osa Menor, que, según miscálculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa.Por el ruido del agua sabía que estaba avanzando. Cuandome fatigaba cruzaba los remos y recostaba la cabeza paradescansar. Luego agarraba los remos con más fuerza y conmás esperanza. A las doce de la noche seguía remando.

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Un compañero en la balsa

Casi a las dos me sentí completamente agotado. Crucélos remos y traté de dormir. En ese momento había au-mentado la sed. El hambre no me molestaba. Me moles-taba la sed. Me sentí tan cansado que apoyé la cabeza en elremo y me dispuse a morir. Entonces fue cuando vi, sen-tado en la cubierta del destructor al marinero Jaime Man-jarrés, que me mostraba con el índice la dirección delpuerto. Jaime Manjarrés, bogotano, es uno de mís amigosmás antiguos en la marina. Con frecuencia pensaba en loscompañeros que trataron de abordar la balsa. Me pregun-taba si habrían alcanzado la otra balsa, si el destructor loshabía recogido o si los habían localizado los aviones. Peronunca había pensado en Jaime Manjarrés. Sin embargo,tan pronto como cerraba los ojos aparecía Jaime Man-jarrés, sonriente, primero señalándome la dirección delpuerto y luego sentado en el comedor, frente a mí, con unplato de frutas y huevos revueltos en la mano.

Al principio fue un sueño. Cerraba los ojos, dormía du-rante breves minutos y aparecía siempre, puntual y en lamisma posición, Jaime Manjarrés. Por fin decidí hablarle.No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasión. Norecuerdo tampoco qué me respondió. Pero sé que estába-mos conversando en la cubierta y de pronto vino el golpede la ola, la ola fatal de las 11.55, y desperté sobresaltado,agarrándome con todas mis fuerzas al enjaretado para nocaer al mar. Pero antes del amanecer se oscureció el cielo.No pude dormir más porque me sentía agotado, inclusopara dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otroextremo de la balsa. Pero seguí mirando hacia la oscuri-dad, tratando de penetrarla. Entonces fue cuando vi per-fectamente, en el extremo de la borda, a Jaime Manjarrés,sentado, con su uniforme de trabajo: pantalón y camisa

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azules, y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja de-recha, en la que se leía claramente, a pesar de la oscuridad:"A. R. C. Caldas".

-Hola -le dije sin sobresaltarme. Seguro de que JaimeManjarrés estaba allí. Seguro de que allí había estadosiempre. Sí esto hubiera sido un sueño no tendría ningunaimportancia. Sé que estaba completamente despierto,completamente lúcido, y que oía el silbido del viento y elruido del mar sobre mi cabeza. Sentía el hambre y la sed.Y no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés via-jaba conmigo en la balsa.

-¿Por qué no tomaste bastante agua en el buque? -mepreguntó. -Porque estábamos llegando a Cartagena -le res-pondí, Estaba acostado en la popa con Ramón Herrera.

No era una aparición. Yo no sentía miedo. Me parecíauna tontería que antes me hubiera sentido solo en la balsa,sin saber que otro marinero estaba conmigo.

-¿Por qué no comiste? -me preguntó Jaime Manjarrés.Recuerdo perfectamente que le dije: -Porque no quisierondarme comida. Pedí manzanas y helados y no quisierondármelos. No sé dónde los tenían escondidos.

Jaime Manjarrés no respondió nada. Estuvo silenciosoun momento. Volvió a señalarme hacia donde quedabaCartagena. Yo seguí la dirección de su mano y vi las lucesdel puerto, las boyas de la bahía bailando sobre el agua."Ya llegamos", dije, y seguí mirando intensamente lasluces del puerto, sin emoción, sin alegría, como si estu-viera llegando después de un viaje normal. Le pedí a JaimeManjarrés que remáramos un poco. Pero ya no estaba ahí.Se había ido. Yo estaba solo en la balsa y las luces delpuerto eran los primeros rayos del sol. Los primeros rayosde mi tercer día de soledad en el mar.

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VI

Un barco de rescate y una isla de caníbales

Al principio llevaba la cuenta de los días por la recapi-tulación de los acontecimientos: el primer día, 28 de fe-brero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. Eltercero fue el más desesperante de todos: no ocurrió nadade particular. La balsa avanzó impulsada por la brisa. Yono tenía fuerzas para remar. El día se nubló, sentí frío ycomo no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana nohubiera podido saber por dónde venían los aviones. Unabalsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navegade lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y comono hay puntos de referencia no se sabe sí avanza o retro-cede. El mar es igual por todos lados. A veces me acostabaen la parte posterior de la borda, en relación con el sentidoen que avanzaba la balsa. Me cubría el rostro con la ca-misa. Cuando me incorporaba, la balsa había avanzadohacia donde yo me encontraba acostado. Entonces yo nosabía sí la balsa había cambiado de dirección ni si habíagirado sobre sí misma. Algo semejante me ocurrió con eltiempo después del tercer día. Al mediodía decidí hacerdos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremosde la balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismosentido. Segundo, hice con las llaves, en la borda, una rayapara cada día que pasaba, y marqué la fecha. Tracé la pri-mera raya y puse un número: 28. Tracé la segunda raya ypuse otro número: 29. Al tercer día, junto a la tercera raya,puse el número 30. Fue otra confusión. Yo creí que está-bamos en el día 30 y en realidad era el 2 de marzo. Sólo loadvertí al cuarto día, cuando dudé si el mes que acababa deconcluir tenía 30 o 31 días. Sólo entonces recordé que era

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febrero, y aunque ahora parezca una tontería, aquel errorme confundió el sentido del tiempo. Al cuarto día ya noestaba muy seguro de mis cuentas en relación con los díasque llevaba de estar en la balsa. ¿Eran tres? ¿Eran cuatro?¿Eran cinco? De acuerdo con las rayas, fuera febrero omarzo, llevaba tres días. Pero no estaba muy seguro, por lomismo que no estaba seguro de si la balsa avanzaba o re-trocedía. Preferí dejar las cosas como estaban, para evitarnuevas confusiones, y perdí definitivamente las esperanzasde que me rescataran. Aún no había comido ni bebido. Yano quería pensar, me costaba trabajo organizar las ideas.La piel, abrasada por el sol, me ardía terriblemente, llenade ampollas. En la Base Naval el instructor nos había ad-vertido que debía procurarse a toda costa no exponer lospulmones a los rayos del sol. Esa era una de mis preocupa-ciones. Me había quitado 1a camisa, siempre mojada, y mela había amarrado a la cintura, pues me molestaba su con-tacto en la piel. Como llevaba cuatro días de sed y ya meera materialmente imposible respirar y sentía un dolor pro-fundo en la garganta, en el pecho y debajo de las clavícu-las, al cuarto día tomé un poco de agua salada. Esa agua nocalma la sed, pero refresca. Había demorado tanto tiempoen tomarla porque sabía que la segunda vez debía tomarmenos cantidad, y sólo cuando hubieran transcurrido mu-chas horas.

Todos los días, con asombrosa puntualidad, los tiburo-nes llegaban a las cinco. Había entonces un festín en tornoa la balsa. Peces enormes saltaban fuera del agua y pocosmomentos después resurgían destrozados. Los tiburones,enloquecidos, se precipitaban sordamente contra la super-ficie sanguinolenta. Todavía no habían tratado de romperla balsa, pero se sentían atraídos por ella porque era decolor blanco. Todo el mundo sabe que los tiburones atacande preferencia los objetos blancos. El tiburón es miope, de

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manera que sólo puede ver las cosas blancas o brillantes.Esa era otra recomendación del instructor:

-Hay que esconder las cosas brillantes para no llamar laatención de los tiburones.

Yo no llevaba cosas brillantes. Hasta el cuadrante de mireloj es oscuro. Pero me habría sentido tranquilo si hubieratenido cosas blancas para arrojar al agua, lejos de la balsa,en caso de que los tiburones hubieran tratado de saltar porla borda. Por si acaso, desde el cuarto día estuve siemprecon el remo listo para defenderme, después de las cinco dela tarde.

¡Barco a la vista!

Durante la noche cruzaba un remo en la balsa y tratabade dormir. No sé si eso ocurriría solamente cuando estabadormido o también, cuando estaba despierto, pero todas lasnoches veía a Jaime Manjarrés. Conversábamos brevesminutos, sobre cualquier cosa, y luego desaparecía. Ya mehabía acostumbrado a sus visitas. Cuando salía el sol meimaginaba que eran alucinaciones. Pero de noche no mecabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, enla borda, conversando conmigo. El también trataba dedormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en si-lencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a es-crutar el mar. Me dijo:

-¡Mira!

Yo levanté la vista. Como a 30 kilómetros de la balsa,avanzando en el mismo sentido de la brisa, vi las intermi-tentes pero inconfundibles luces de un barco. Hacía horasque no me sentía con fuerzas para remar. Pero al ver lasluces me incorporé en la balsa, sujeté fuertemente los re-

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mos y traté de dirigirme hacia el barco. Lo veía avanzarlentamente, y por un instante no sólo vi las luces delmástil, sino la sombra del mismo avanzando contra losprimeros resplandores del amanecer. La brisa me ofrecíauna fuerte resistencia. A pesar de que remé con desespera-ción, con una fuerza que no me pertenecía después de másde cuatro días sin comer ni dormir, creo que no logré des-viar la balsa ni un metro de la dirección que le imprimía labrisa. Las luces eran cada vez más lejanas, empecé a su-dar. Empecé a sentirme agotado. A los veinte minutos, lasluces habían desaparecido por completo. Las estrellas em-pezaron a apagarse y el cielo se tiñó de un gris intenso.Desolado en medio del mar, solté los remos, me puse depie, azotado por el helado viento de la madrugada, y du-rante breves minutos estuve gritando como un loco. Cuan-do vi el sol de nuevo, estaba otra vez recostado en el remo.Me sentía completamente extenuado. Ahora no esperaba lasalvación por ningún lado y sentía deseos de morir. Sinembargo, algo extraño me ocurría cuando sentía deseos demorir: inmediatamente empezaba a pensar en un peligro.Ese pensamiento me infundía renovadas fuerzas para resis-tir. En la mañana de mi quinto día, estuve dispuesto a des-viar la dirección de la balsa, por cualquier medio. Se meocurrió que si continuaba en dirección a la brisa, llegaría auna isla habitada por caníbales. En Mobile, en una revistacuyo nombre he olvidado, leí el relato de un náufrago quefue devorado por los antropófagos. Pero no era en ese rela-to en lo que pensaba. Pensaba en "El Marinero Renegado",un libro que leí en Bogotá, hace dos años. Esa es la histo-ria de un marinero que durante la guerra, después de quesu barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una islacercana. Allí permanece 24 horas, alimentándose de frutassilvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, loechan en una olla de agua hirviendo y lo cuecen vivo. Co-

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mencé a pensar instantáneamente en esa isla. Ya no podíaimaginarme la costa sino como un territorio poblado decaníbales. Por primera vez durante mis cinco días de sole-dad en el mar, mi terror cambió de dirección: ahora notenía tanto miedo al mar como a la tierra. Al medio díaestuve recostado en la borda, aletargado por el sol, el ham-bre y la sed. No pensaba en nada. No tenía sentido deltiempo ni de la dirección. Traté de ponerme en pie, paraprobar las fuerzas, y tuve la sensación de que no podía conmi cuerpo. "Este es el momento", pensé. Y, en realidad,me pareció que ese era el momento más temible de todoslos que nos había explicado el instructor: el momento deamarrarse a la balsa. Hay un instante en que ya no se sien-te la sed ni el hambre. Un momento en que no se sienten nilos implacables mordiscos del sol en la piel ampollada. Nose piensa. No se tiene ninguna noción de los sentimientos.Pero aún no se pierden las esperanzas. Todavía queda elrecurso final de soltar los cabos del enjaretado y amarrarsea la balsa. Durante la guerra muchos cadáveres fueronencontrados así, descompuestos y picoteados por las aves,pero fuertemente amarrados a la balsa. Pensé que todavíatenía fuerzas para esperar hasta la noche sin necesidad deamarrarme. Me rodé hasta el fondo de la balsa, estiré laspiernas y permanecí sumergido hasta el cuello variashoras. Al contacto del sol, la herida de la rodilla empezó adolerme. Fue como si hubiera despertado. Y como sí esedolor me hubiera dado una nueva noción de la vida. Poco apoco, al contacto del agua fresca, fui recobrando las fuer-zas. Entonces sentía una fuerte torcedura en el estómago yel vientre se me movió, agitado por un rumor largo y pro-fundo. Traté de soportarlo, pero me fue imposible. Conmucha dificultad me incorporé, me desabroché el cinturón,me desajusté los pantalones y sentí un grande alivio con ladescarga del vientre. Era la primera vez en cinco días. Y

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por primera vez en cinco días los peces, desesperados,golpearon contra la borda, tratando de romper los sólidoscabos de la malla.

Siete gaviotas

La visión de los peces, brillantes y cercanos, me re-volvía el hambre. Por primera vez sentí una verdadera de-sesperación. Por lo menos ahora tenía una carnada. Olvidéla extenuación, agarré un remo y me preparé a agotar losúltimos vestigios de mis fuerzas con un golpe certero en lacabeza de uno de los peces que saltaban contra la borda, enuna furiosa rebatifia. No sé cuántas veces descargué elremo. Sentía que en cada golpe acertaba, pero esperabainútilmente localizar la presa. Allí había un terrible festínde peces que se devoraban entre si, y un tiburón panzaarriba, sacando un suculento partido en el agua revuelta.La presencia del tiburón me hizo desistir de mí propósito.Decepcionado, solté el remo y me acosté en la borda. Alos pocos minutos sentí una terrible alegría: siete gaviotasvolaban sobre la balsa. Para un hambriento marino solita-rio en el mar, la presencia de las gaviotas es un mensaje deesperanza. De ordinario, una bandada de gaviotas acom-paña a los barcos, pero sólo hasta el segundo día de nave-gación. Siete gaviotas sobre la balsa significaban laproxímídad de la tierra. Si hubiera tenido fuerzas me habr-ía puesto a remar. Pero estaba extenuado. Apenas sí podíasostenerme unos pocos minutos en pie. Convencido de queestaba a menos de dos días de navegación, de que me esta-ba aproximando a la tierra, tomé otro poco de agua en lacuenca de la mano y volví a acostarme en la borda, de caraal cielo, para que el sol no me diera en los pulmones. Nome cubrí el rostro con la camisa porque quería seguir

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viendo las gaviotas que volaban lentamente, en ánguloagudo, internándose en el mar. Era la una de la tarde de miquinto día en el mar. No sé en qué momento llegó. Yoestaba acostado en la balsa, como a las cinco de la tarde, yme disponía a descender al interior antes de que llegaranlos tiburones. Pero entonces vi una pequeña gaviota, comodel tamaño de mi mano, que volaba en torno a la balsa y separaba por breves minutos en el otro extremo de la borda.La boca se me llenó de una saliva helada. No tenía cómocapturar aquella gaviota. Ningún instrumento, salvo mismanos y mi astucia, agudizada por el hambre. Las otrasgaviotas habían desaparecido. Sólo quedaba esa pequeña,color café, de plumas brillantes, que daba saltos en la bor-da. Permanecí absolutamente inmóvil. Me parecía sentirpor mi hombro el filo de la aleta del tiburón puntual quedesde las cinco debía de estar allí. Pero decidí correr elriesgo. Ni siquiera me atrevía a mirar la gaviota, para queno advirtiera el movimiento de mi cabeza. La vi pasar,muy baja, por encima de mi cuerpo. La vi alejarse, desapa-recer en el cielo. Pero yo no perdí la esperanza. No se meocurría cómo iba a despedazarla. Sabía que tenía hambre yque si permanecía completamente inmóvil la gaviota sepasearía al alcance de mi mano. Esperé más de mediahora, creo. La vi aparecer y desaparecer varias veces.Hubo un momento en que sentí, junto a mi cabeza, el ale-tazo del tiburón, despedazando un pez. Pero en lugar demiedo sentí más hambre. La gaviota saltaba por la borda.Era el atardecer de mi quinto día en el mar. Cinco días sincomer. A pesar de mí emoción, a pesar de que el corazónme golpeaba dentro del pecho, permanecí inmóvil, comoun muerto, mientras sentía acercarse la gaviota. Yo estabaestirado en la borda, con las manos en los muslos. Estoyseguro de que durante media hora ni siquiera me atreví aparpadear. El cielo se ponía brillante y me maltrataba la

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vista, pero no me atrevía a cerrar los ojos en aquel mo-mento de tensión. La gaviota estaba picoteándome los za-patos. Había transcurrido una larga e intensa medía hora,cuando sentí que la gaviota se me paró en la pierna. Sua-vemente me picoteó el pantalón. Yo seguía absolutamenteinmóvil cuando me dio un picotazo seco y fuerte en larodilla. Estuve a punto de saltar a causa de la herida. Perologré soportar el dolor. Luego, se rodó hasta mi musloderecho, a cinco o seis centímetros de mi mano. Entoncescorté la respiración e imperceptiblemente, con una tensióndesesperada, empecé a deslizar la mano.

VII

Los desesperados recursos de un hambriento

Si uno se acuesta en una plaza con la esperanza de cap-turar una gaviota, puede estarse allí toda la vida sin lograr-lo. Pero a cien millas de la costa es distinto. Las gaviotastienen afinado el instinto de conservación en tierra firme.En el mar son animales confiados. Yo estaba tan inmóvilque probablemente aquella gaviota pequeña y juguetonaque se posó en mi muslo, creyó que estaba muerto. Yo laestaba viendo en mí muslo. Me picoteaba el pantalón, perono me hacía daño. Seguí deslizando la mano, Bruscamen-te, en el instante preciso en que la gaviota se dio cuenta delpeligro y trató de levantar el vuelo, la agarré por un ala,salté al interior de la balsa y me dispuse a devorarla.Cuando esperaba que se posara en mi muslo, estaba segurode que sí llegaba a capturarla me la comería viva, sin qui-tarle las plumas. Estaba hambriento y la misma idea de la

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sangre del animal me exaltaba la sed. Pero cuando ya latuve entre las manos, cuando sentí la palpitación de sucuerpo caliente, cuando vi sus redondos y brillantes ojospardos, tuve un momento de vacilación. Cierta vez estabayo en cubierta con una carabina, tratando de cazar una delas gaviotas que seguían al barco. El jefe de armas deldestructor, un marinero experimentado, me dijo:

-No seas infame. La gaviota para el marinero es comover tierra. No es digno de un marino matar una gaviota.

Yo me acordaba de aquel momento, de las palabras deljefe de armas, cuando estaba en la balsa con la gaviotacapturada, dispuesto a darle muerte y despresarla. A pesarde que llevaba cinco días sin comer, las palabras del jefede armas resonaban en mis oídos, como si las estuvieraoyendo. Pero en aquel momento el hambre era más fuerteque todo. Le agarré fuertemente la cabeza al animal y em-pecé a torcerle el pescuezo, como a una gallina. Era dema-siado frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaronlos huesos del cuello. A la segunda vuelta sentí su sangre,viva y caliente, chorreándome por entre los dedos. Tuvelástima. Aquello parecía un asesinato. La cabeza, aún pal-pitante, se desprendió del cuerpo y quedó latiendo en mimano. El chorro de sangre en la balsa soliviantó a los pe-ces. La blanca y brillante panza de un tiburón pasó ro-zando la borda. En ese instante, un tiburón, enloquecidopor el olor de la sangre, puede cortar de un mordisco unalámina de acero. Como sus mandíbulas están colocadasdebajo del cuerpo, tiene que voltearse para comer. Perocomo es miope y voraz, cuando se voltea panza arribaarrastra todo lo que encuentra a su paso. Tengo la impre-sión de que en ese momento el tiburón trató de embestir labalsa. Aterrorizado, le eché la cabeza de la gaviota y vi, apocos centímetros de la borda la tremenda rebatiña deaquellos animales enormes que se disputaban una cabeza

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de gaviota, más pequeña que un huevo.

Lo primero que traté de hacer fue desplumarla. Era ex-cesivamente liviana y los huesos tan frágiles que podíandespedazarse con los dedos. Trataba de arrancarle las plu-mas, pero estaban adheridas a la piel, delicada y blanca, detal modo que la carne se desprendía con las plumas ensan-grentadas. La sustancia negra y viscosa en los dedos meprodujo una sensación de repugnancia. Es fácil decir quedespués de cinco días de hambre uno es capaz de comercualquier cosa. Pero por muy hambriento que uno estésiente asco de un revoltijo de plumas de sangre caliente,con un intenso olor a pescado crudo y a sarna. Al princi-pio, traté de desplumarla cuidadosamente, con ciertométodo. Pero no contaba con la fragilidad de su piel.Quitándole las plumas empezó a deshacérseme entre lasmanos. La lavé dentro de la balsa. La despresé de un solotirón y la presencia de sus rozados intestinos, de sus vísce-ras azules, me revolvió el estómago. Me llevé a la bocauna hilaza de muslo, pero no pude tragarlo. Era simple.Me pareció que estaba masticando una rana. Sin poderdisimular la repugnancia, arrojé el pedazo que tenía en laboca y permanecí largo rato inmóvil, con aquel repugnanteamasijo de plumas y huesos sangrientos en la mano. Loprimero que se me ocurrió fue que aquello que no podíacomerme me serviría de carnada. Pero no tenía ningúnelemento de pesca. Si al menos hubiera tenido un alfiler.Un pedazo de alambre. Pero no tenía nada distinto de lasllaves, el reloj, el anillo y las tres tarjetas del almacén deMobile. Pensé en el cinturón. Pensé que podía improvisarun anzuelo con la hebilla. Pero mis esfuerzos fueron in-útiles. Era imposible improvisar un anzuelo con el cin-turón. Estaba anocheciendo y los peces, enloquecidos porel olor de la sangre, daban saltos en torno a la balsa. Cuan-do oscureció por completo arrojé al agua los restos de la

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gaviota y me acosté a morir. Mientras preparaba el remopara acostarme oía la sorda guerra de los animales dis-putándose los huesos que no me había podido comer. Creoque esa noche hubiera muerto de agotamiento y desespera-ción. Un viento fuerte se levantó desde las primeras horas.La balsa daba tumbos, mientras yo, sin pensar siquiera enla precaución de amarrarme a los cabos, yacía exhaustodentro del agua, apenas con los pies y la cabeza fuera deella. Pero después de la media noche hubo un cambio:salió la luna. Desde el día del accidente fue la primera no-che. Bajo la claridad azul, la superficie del mar recobra unaspecto espectral. Esa noche no vino Jaime Manjarrés.Estuve solo, desesperado, abandonado a mi suerte en elfondo de la balsa. Sin embargo, cada vez que se me de-rrumbaba el ánimo, ocurría algo que me hacía renacer míesperanza. Esa noche fue el reflejo de la luna en las olas.El mar estaba picado y en cada ola me parecía ver la luz deun barco. Hacía dos noches que había perdido las esperan-zas de que me rescatara un barco. Sin embargo, a todo lolargo de aquella noche transparentada por la luz de la luna-mi sexta noche en el mar- estuve escrutando el horizontedesesperadamente, casi con tanta intensidad y tanta fe co-mo en la primera. Si ahora me encontrara en las mismascircunstancias moriría de desesperación: ahora sé que laruta por donde navega la balsa no es ruta de ningún barco.

Yo era un muerto

No recuerdo el amanecer del sexto día. Tengo una ideanebulosa de que durante toda la mañana estuve postradoen el fondo de la balsa, entre la vida y la muerte. En esosmomentos pensaba en mi familia y la veía tal como mehan contado ahora que estuvo durante los días de mi des-

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aparición. No me tomó por sorpresa la noticia de que mehabían hecho honras fúnebres. En aquella mí sexta mañanade soledad en el mar, pensé que todo eso estaba ocu-rriendo. Sabía que a mi familia le habían comunicado lanoticia de mi desaparición. Como los aviones no habíanvuelto sabía que habían desistido de la búsqueda y que mehabían declarado muerto. Nada de eso era falso, hasta cier-to punto. En todo momento traté de defenderme. Siempreencontré un recurso para sobrevivir, un punto de apoyo,por insignificante que fuera, para seguir esperando. Pero alsexto día ya no esperaba nada. Yo era un muerto en labalsa. En la tarde, pensando en que pronto serían las cincoy volverían los tiburones, hice un desesperado esfuerzopor incorporarme para amarrarme a la borda. En Cartage-na, hace dos años, vi en la playa los restos de un hombredestrozado por el tiburón. No quería morir así. No queríaser repartido en pedazos entre un montón de animales in-saciables. Iban a ser las cinco. Puntuales, los tiburonesestaban allí, rondando la balsa. Me incorporé traba-josamente para desatar los cabos del enjaretado. La tardeera fresca. El mar, tranquilo. Me sentí ligeramente tonifi-cado. Súbitamente, vi otra vez las siete gaviotas del díaanterior y esa visión me infundió renovados deseos devivir. En ese instante me hubiera comido cualquier cosa.Me molestaba el hambre. Pero era peor la garganta estra-gada y el dolor en las mandíbulas, endurecidas por la faltade ejercicio. Necesitaba masticar algo. Traté de arrancartiras del caucho de mis zapatos, pero no tenía con qué cor-tarlas. Entonces fue cuando me acordé de las tarjetas delalmacén de Mobile. Estaban en uno de los bolsillos de mipantalón, casi completamente deshechas por la humedad.Las despedacé, me las llevé a la boca y empecé a masticar.Aquello fue como un milagro: la garganta se alivió unpoco y la boca se me llenó de saliva. Lentamente seguí

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masticando, como si fuera chicle. Al primer mordisco medolieron las mandíbulas. Pero después, a medida que mas-ticaba la tarjeta que guardé sin saber por qué desde el díaen que salí de compras con Mary Address, me sentí másfuerte y optimista. Pensaba seguirlas masticando inde-finidamente para aliviar el dolor de las mandíbulas. Perome pareció un despilfarro arrojarlas al mar. Sentí bajarhasta el estómago la minúscula papilla de cartón molido ydesde ese instante tuve la sensación de que me salvaría, deque no sería destrozado por los tiburones.

¿A qué saben los zapatos?

El alivio que experimenté con las tarjetas me agudizó laimaginación para seguir buscando cosas de comer. Sihubiera tenido una navaja habría despedazado los zapatosy hubiera masticado tiras de caucho. Era lo más provoca-tivo que tenía al alcance de la mano. Traté de separar conlas llaves la suela blanca y limpia. Pero los esfuerzos fue-ron inútiles. Era imposible arrancar una tira de ese cauchosólidamente fundido a la tela. Desesperadamente, mordí elcinturón hasta cuando me dolieron los dientes. No pudearrancar ni un bocado. En ese momento debí parecer unafiera, tratando de arrancar con los dientes pedazos de za-patos, del cinturón y la camisa. Ya al anochecer, me quitéla ropa, completamente empapada. Quedé en pantalonci-llos. No sé sí atribuírselo a las tarjetas, pero casi inmedia-tamente después estaba durmiendo. En mí séptima noche,acaso porque ya estaba acostumbrado a la incomodidad dela balsa, acaso porque estaba agotado después de siete no-ches de vigilia, dormí profundamente durante largas horas.A veces me despertaba la ola; daba un salto, alarmado,sintiendo que la fuerza del golpe me arrastraba al agua.

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Pero inmediatamente después recobraba el sueño. Por finamaneció mi séptimo día en el mar. No sé por qué estabaseguro de que no sería el último. El mar estaba tranquilo ynublado, y cuando el sol salió, como a las ocho de la ma-ñana, me sentía reconfortado por el buen sueño de la no-che reciente. Contra el cielo plomizo y bajo pasaron sobrela balsa las siete gaviotas. Dos días antes había sentido unagran alegría con la presencia de las siete gaviotas. Perocuando las vi por tercera vez, después de haberlas vistodurante dos días consecutivos, sentí renacer el terror. Sonsiete gaviotas perdidas", pensé. Lo pensé con desespera-ción. Todo marino sabe que a veces una bandada de ga-viotas se pierde en el mar y vuela sin dirección durantevarios días, hasta cuando siguen un barco que les indica ladirección del puerto. Tal vez aquellas gaviotas que habíavisto durante tres días eran las mismas todos los días, per-didas en el mar. Eso significaba que cada vez mí balsa seencontraba a mayor distancia de la tierra.

VIII

Mi lucha con los tiburones por un pescado

La idea de que en lugar de acercarme a la costa me ha-bía estado internando en el mar durante siete días me de-rrumbó la resolución de seguir luchando. Pero cuando unose siente al borde de la muerte se afianza el instinto deconservación. Por varias razones aquel día mi séptimo díaera muy distinto de los anteriores: el mar estaba calmado yoscuro; el sol me abrasaba la piel, era tibio y sedante y unabrisa tenue empujaba la balsa con suavidad y me aliviaba

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un poco de las quemaduras. También los peces eran dife-rentes. Desde muy temprano escoltaban la balsa. Nadabansuperficialmente. Yo los veía con claridad: peces azules,pardos y rojos. Los había de todos los colores, de todas lasformas y tamaños. Navegando junto a ellos, la balsa pa-recía deslizarse sobre un acuario. No sé si después de sietedías sin comer, a la deriva en el mar, uno llega a acostum-brarse a esa vida. Me parece que sí. La desesperación deldía anterior fue sustituida por una resignación pastosa ysin sentido. Yo estaba seguro de que todo era distinto, deque el mar y el cielo habían dejado de ser hostiles, y deque los peces que me acompañaban en el viaje eran pecesamigos. Mis viejos conocidos de siete días. Esa mañana nopensé en arribar a ninguna parte. Estaba seguro de que labalsa había llegado a una región sin barcos, en la que seextraviaban hasta las gaviotas. Pensaba, sin embargo, quedespués de haber estado siete días a la deriva, llegaría aacostumbrarme al mar, a mi angustioso método de vida,sin necesidad de agudizar el ingenio para subsistir. Des-pués de todo había subsistido una semana contra viento ymarea. ¿Por qué no podía seguir viviendo indefinidamenteen una balsa? Los peces nadaban en la superficie, el marestaba limpio y sereno. Había tantos animales hermosos yprovocativos en torno a la embarcación que me parecíaque podría agarrarlos a puñados no había ningún tiburón ala vista. Confiadamente, metí la mano en el agua y traté deagarrar un pez redondo, de un azul brillante, de no más deveinte centímetros. Fue como si hubiera tirado una piedra.Todos los peces se hundieron precipitadamente. Desapare-cieron en el agua, momentáneamente revuelta. Luego,poco a poco, volvieron a la superficie. Pensé que necesi-taba un poco de astucia para pescar con la mano. Debajodel agua la mano no tenía la misma fuerza ni la mismahabilidad. Seleccionaba un pez en el montón. Trataba de

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agarrarlo. Y lo agarraba, en efecto. Pero lo sentía escaparde entre mis dedos, con una rapidez y una agilidad que medesconcertaban. Estuve así, paciente, sin apresurarme,tratando de capturar un pez. No pensaba en el tiburón, queacaso estaba allí, en el fondo, aguardando que yo hundierael brazo hasta el codo para llevárselo de un mordisco cer-tero. Hasta un poco después de las diez estuve ocupado enla tarea de capturar el pez. Pero fue inútil. Me mordis-queaban los dedos, primero suavemente, como cuandotriscan en una carnada. Después con más fuerza. Un pez demedio metro, liso y plateado, de afilados dientes menudos,me desgarró la piel del pulgar. Entonces me di cuenta deque los mordiscos de los otros peces no habían sido in-ofensivos. En todos los dedos tenía pequeñas desgarradu-ras sangrantes.

¡Un tiburón en la balsa!

No sé si fue mi sangre, pero un momento después habíauna revolución de tiburones alrededor de la balsa. Nuncahabía visto tantos. Nunca los había visto dar muestras desemejante voracidad. Saltaban como delfines, persi-guiendo, devorando peces junto a la borda. Atemorizado,me senté en el interior de la balsa y me puse a contemplarla masacre. La cosa ocurrió tan violentamente que no medi cuenta en qué momento el tiburón saltó fuera del agua,dio un fuerte coletazo, y la balsa, tambaleante, se hundióen la espuma brillante. En medio del resplandor del mare-tazo que estalló contra la borda alcancé a ver un relámpagometálico. Instintivamente, agarré un remo y me puse adescargar el golpe de muerte: estaba seguro de que el ti-burón se había metido en la balsa. Pero en un instante vi laaleta enorme que sobresalía por la borda y me di cuenta de

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lo que había pasado. Perseguido por el tiburón, un pezbrillante y verde, como de medio metro de longitud, habíasaltado dentro de la balsa. Con todas mis fuerzas descar-gué el primer golpe de remo en su cabeza. No es fácil dar-le muerte a un pez dentro de una balsa. A cada golpe laembarcación tambaleaba; amenazaba con dar la vuelta decampana. El momento era tremendamente peligroso. Ne-cesitaba de todas mis fuerzas y de toda mi lucidez. Si des-cargaba los golpes alocadamente la balsa podía voltearse.Yo habría caído en un agua revuelta de tiburones ham-brientos. Pero si no golpeaba con precisión se me escapabala presa. Estaba entre la vida y la muerte. O caía entre lasfauces de los tiburones, o tenía cuatro libras de pescadofresco para saciar mi hambre de siete días. Me apoyé fir-memente en la borda y descargué el segundo golpe. Sentíla madera del remo incrustarse en los huesos de la cabezadel pez. La balsa tambaleó. Los tiburones se sacudieronbajo el piso. Pero yo estaba firmemente recostado a la bor-da. Cuando la embarcación recobró la estabilidad el pezseguía vivo, en el centro de la balsa. En la agonía, un pezpuede saltar más alto y más lejos que nunca. Yo sabía queel tercer golpe tenía que ser certero o perdería la presa parasiempre. De un salto quedé sentado en el piso, así tendríamayores probabilidades de agarrarlo. Lo habría capturadocon los pies, entre las rodillas o con los dientes, sí hubierasido necesario. Me aseguré firmemente al piso. Tratandode no errar, convencido de que mi vida dependía de aquelgolpe, dejé caer el remo con todas mis fuerzas. El animalquedó inmóvil con el impacto y un hilo de sangre oscuratiñó el agua de la balsa. Yo mismo sentí el olor de la san-gre. Pero lo sintieron también los tiburones. Por primeravez en ese instante, con cuatro libras de pescado a mí dis-posición, sentí un incontenible terror: enloquecidos por elolor de la sangre los tiburones se lanzaban con todas sus

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fuerzas contra el piso. La balsa tambaleaba. Yo sabía quede un momento a otro podía dar la vuelta de campana.Sería cosa de un segundo. En menos de lo que dura unrelámpago yo habría sido despedazado por las tres hilerasde dientes de acero que tiene un tiburón en cada mandí-bula. Sin embargo, el apremio del hambre era entoncessuperior a todo. Apreté el pescado entre las piernas y meapliqué, tambaleando, a la difícil tarea de equilibrar labalsa cada vez que sufría una nueva arremetida de las fie-ras. Aquello duró varios minutos. Cada vez que la embar-cación se estabilizaba, yo echaba por la borda el agua san-guinolenta. Poco a poco la superficie quedó limpia y lasfieras se aplacaron. Pero debía cuidarme: una pavorosaaleta de tiburón la más grande aleta de tiburón o de animalalguno que haya visto en mi vida, sobresalía más de unmetro por encima de la borda. Nadaba apaciblemente, peroyo sabía que si percibía de nuevo el olor de la sangre ha-bría dado una sacudida que hubiera volteado la balsa. Congrandes precauciones me dispuse a despresar mi pescado.Un animal de medio metro está protegido por una duracostra de escamas. Cuando uno trata de arrancarlas sienteque están adheridas a la carne, como láminas de acero. Yono disponía de ningún instrumento cortante. Traté de qui-tarle las escamas con las llaves, pero ni siquiera conseguídesajustarlas. Mientras tanto, me di cuenta de que nuncahabía visto un pez como aquel: era de un verde intenso,sólidamente escamado. Desde niño he relacionado el colorverde con los venenos. Es increíble, pero a pesar de que elestómago me palpitaba dolorosamente con la simple pers-pectiva de un bocado de pescado fresco, tuve un momentode vacilación ante la idea de que aquel extraño animalfuera un animal venenoso.

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Mi pobre cuerpo

Sin embargo, el hambre es soportable cuando no se tie-nen esperanzas de encontrar alimentos. Nunca había sidotan implacable como en aquel momento en que yo, sentadoen el fondo de la balsa, trataba de romper la carne verde ybrillante con las llaves. Al cabo de pocos minutos com-prendí que necesitaba proceder con más violencia si enrealidad quería comerme mi presa. Me puse en pie, le piséfuertemente la cola y le meti el cabo de uno de los remosen las agallas, Tenía una caparazón gruesa y resistente.Barrenando con el cabo del remo logré por fin destrozarlelas agallas. Me di cuenta de que todavía no estaba muerto.Le descargué otro golpe en la cabeza. Luego traté dearrancarle las duras láminas protectoras de las agallas y enese momento no supe si la sangre que corría por mis dedosera mía o del pescado. Yo tenía las manos heridas y encarne viva los extremos de los dedos. La sangre volvió arevolver el hambre de los tiburones. Cuesta trabajo creerque en aquel momento, sintiendo en torno de mí la furia delas bestias hambrientas, sintiendo repugnancia por la carneensangrentada, estuve a punto de echar el pescado a lostiburones, como lo hice con la gaviota. Me sentía desespe-rado, impotente ante aquel cuerpo sólido, impenetrable. Loexploré minuciosamente, buscando sus partes blandas. Alfin encontré un resquicio debajo de las agallas; con el dedoempecé a sacarle las tripas. Las vísceras de un pez sonblandas e inconsistentes. Se dice que si a un tiburón se leda un fuerte tirón en la cola, el estómago y los intestinossalen despedidos por la boca. En Cartagena he visto tibu-rones colgados de la cola, con una enorme, oscura y vis-cosa masa de vísceras pendiente de la mandíbula. Por for-tuna, las vísceras de mi pescado eran tan blandas como lasde los tiburones. En un momento las saqué con el dedo.

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Era una hembra: entre las vísceras había un sartal de hue-vos. Cuando estuvo completamente destripado le di elprimer mordisco. No pude penetrar la corteza de escamas.Pero a la segunda tentativa, con renovadas fuerzas, mordíadesesperadamente, hasta cuando me dolieron las mandí-bulas. Entonces logré arrancar el primer bocado y empecéa masticar la carne fría y dura.

Masticaba con asco. Siempre me ha repugnado el olor apescado crudo. Pero el sabor es todavía más repugnante:tiene un remoto sabor a chontaduro crudo, pero más desa-brido y viscoso. Nadie se ha comido nunca un pescadovivo. Pero cuando masticaba el primer alimento que lle-gaba a mi boca en siete días, tuve por primera vez en mivida la repugnante certidumbre de que me estaba co-miendo un pescado vivo. El primer pedazo me produjoalivio inmediato. Di un nuevo mordisco y volví a masticar.Un momento antes había pensado que era capaz de co-merme un tiburón entero. Pero al segundo bocado me sentílleno. Mi terrible hambre de siete días se aplacó en uninstante. Volví a sentirme fuerte, como el primer día. Aho-ra sé que el pescado crudo calma la sed. Antes no lo sabía,pero observé que el pescado no sólo me había aplacado elhambre sino también la sed. Estaba satisfecho y optimista.Aún me quedaba alimento para mucho tiempo, puesto queapenas había dado dos mordiscos en un animal de mediometro. Decidí envolverlo en la camisa y dejarlo en el fon-do de la balsa, para que se mantuviera fresco. Pero anteshabía que lavarlo. Distraídamente, lo agarré por la cola ylo sumergí una vez por fuera de la borda. Pero la sangreestaba coagulada entre las escamas. Había que estregarlo.Ingenuamente volví a sumergirlo. Y entonces fue cuandosentí la embestida y el violento tabletazo de las mandíbu-las del tiburón. Apreté la cola del pescado con todas misfuerzas. El tirón de la fiera me hizo perder el equilibrio.

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Me di un golpe contra la borda, pero seguí agarrando a mialimento. Lo defendí como una fiera. No pensé en esafracción de segundo que un nuevo mordisco del tiburónpodía arrancarme el brazo desde el hombro. Volví a tirarcon todas mis fuerzas, pero ya no había nada en mis ma-nos. El tiburón se había llevado mí presa. Enfurecido, locode desesperación y de rabia agarré entonces un remo ydescargué un golpe tremendo en la cabeza del tiburón,cuando volvió a pasar junto a la borda. La fiera dio unsalto. Se volvió furiosamente y de un solo mordisco, secoy violento, despedazó y se tragó la mitad del remo.

IX

Comienza a cambiar el color del agua

Con el remo roto, desesperado por la furia, seguí golpe-ando el agua. Tenía necesidad de vengarme de los tiburo-nes que me habían arrebatado de las manos el único ali-mento de que disponía. Iban a ser las cinco de la tarde demi séptimo día en el mar. Dentro de un momento vendríanlos tiburones en masa. Yo me sentía fuerte con los dospedazos que logré comer, y la ira ocasionada por la pérdi-da del resto de pescado me daba un extraño ánimo paraluchar. Había dos remos más en la balsa. Pensé cambiarpor otro el remo partido por el mordisco del tiburón paraseguir batallando con las fieras. Pero el instinto de conser-vación fue más fuerte que el furor: pensé que podría perderlos otros remos y no sabía en qué momento podía necesi-tarlos. El anochecer fue igual al de todos los días. Pero lanoche fue más oscura. El mar estaba borrascoso. Amena-

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zaba lluvia. Pensando en que de un momento a otro podríadisponer de agua potable me quité los zapatos y la camisa,para tener donde recogerla. Era lo que en tierra firme sellama "una noche de perros". En el mar debe llamarse "unanoche de tiburones". Antes de las nueve empezó a soplarel viento helado. Traté de resistir en el fondo de la balsa,pero no fue posible. El frío me penetraba hasta el fondo delos huesos. Tuve que ponerme la camisa y los zapatos, yresignarme a la idea de que la lluvia me tomaría por sor-presa y no tendría en qué recoger el agua. El oleaje eramás fuerte que en la tarde del 28 de febrero, día del acci-dente. La balsa parecía una cáscara en el mar picado ysucio. No podía dormir. Me había hundido en el agua hastael cuello, porque el aire estaba cada vez más helado. Tem-blaba. Hubo un momento en que pensé que no podría re-sistir el frío y empecé a hacer ejercicios gimnásticos, paratratar de entrar en calor. Pero era imposible. Me sentíamuy débil. Debía agarrarme fuertemente a la borda paraevitar que el fuerte oleaje me arrojara al agua. Tenía lacabeza apoyada en el remo destrozado por el tiburón. Losotros estaban en el fondo de la balsa. Antes de la medianoche arreció el vendaval, el cielo se puso denso y de uncolor gris profundo, y el aire húmedo, pero no había caídoni una sola gota. Pocos minutos después de las doce de lanoche una ola enorme -tan grande como la que barrió lacubierta del destructor- levantó la balsa como una cáscarade plátano, la enderezó primero hacia arriba, y en unafracción de segundo la hizo dar una vuelta de campana.Me di cuenta de todo cuando estaba en el agua, nadandohacía arriba, como en la tarde del accidente. Nadé desespe-radamente, salí a la superficie y me sentí morir de terror:no vi la balsa. Vi las enormes olas negras sobre mi cabezay me acordé de Luis Rengifo, un hombre fuerte, un buennadador bien alimentado que no pudo alcanzar la balsa a

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dos metros de distancia. Me había desorientado y estababuscando la balsa por el lado contrario. Detrás de mí, co-mo a un metro de distancia, la balsa apareció en la su-perficie, liviana, batida por las olas. La alcancé en dosbrazadas. Dos brazadas se dan en dos segundos, peroaquellos fueron dos segundos eternos. Tan asustado estabaque de un salto me encontré jadeando, completamentemojado, en el fondo de la embarcación. El corazón medaba tumbos dentro del pecho y no podía respirar.

Mi buena estrella

No tenía nada que decir contra mi suerte. Si aquellavuelta de campana hubiera sido a las cinco de la tarde, mehubieran descuartizado los tiburones. Pero a las doce de lanoche los animales están en paz. Y mucho más cuandoestá el mar picado. Cuando me sentí de nuevo en la balsatenía fuertemente agarrado el remo que destrozó el ti-burón. La cosa ocurrió con tanta rapidez que todos mismovimientos fueron instintivos. Más tarde recordé que alcaer al agua el remo me golpeó la cabeza y lo capturécuando empezaba a hundirme. Fue el único remo quequedó en la balsa. Los otros dos habían quedado en el mar.Para no perder ni siquiera ese pedazo de palo destrozadopor los tiburones lo amarré fuertemente con uno de loscabos sueltos del enjaretado. El mar seguía embravecido.Por esta vez había tenido suerte. Tal vez si la balsa volvíaa voltearse no lograría alcanzarla. Pensando en eso solté elcinturón y me até fuertemente a los cabos del enjaretado.Las olas siguieron aventando contra la borda. La balsabailaba en el mar bravo y turbio, pero yo estaba seguro,amarrado con un cinturón al enjaretado. El remo tambiénestaba seguro. Haciendo esfuerzos por no dejar que de

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nuevo se volteara la embarcación, pensaba que estuve apunto de perder la camisa y los zapatos. De no haber sidopor el frío habría estado en el fondo de la balsa cuandoesta dio la vuelta de campana, y junto con los dos remoshabría caído al mar. Es perfectamente normal que unabalsa dé la vuelta de campana en un mar picado. Es unaembarcación fabricada de corcho y forrada en una telaimpermeabilizada con pintura blanca. Pero el piso no esfijo, sino que cuelga del marco de corcho, como una ca-nasta. La balsa puede dar vueltas en el agua, pero el pisorecobra inmediatamente la posición normal. El único peli-gro es el de perder la balsa. Yo pensaba por eso que mien-tras estuviera amarrado al enjaretado la balsa podía dar milvueltas sin peligro de que yo la perdiera. Eso era cierto.Pero había algo que yo no había perdido de vista: un cuar-to de hora después de la primera, la balsa dio una segunday espectacular vuelta de campana. Primero me sentí sus-pendido en el aire helado y húmedo, azotado por el venda-val. Vi ante mis ojos el abismo y comprendí de qué lado seiba a voltear la balsa. Traté de navegar hacia el otro lado,para equilibrar la embarcación, pero me lo impidió la fuer-te correa de cuero amarrada al enjaretado. En un instantecomprendí lo que estaba pasando: la balsa se había voltea-do por completo. Yo estaba en el fondo, amarrado firme-mente a la borda. Me estaba ahogando y mis manos bus-caban en vano la hebilla del cinturón para soltarla. Deses-peradamente, pero tratando de no atolondrarme, traté deabrir la hebilla. Sabía que no disponía de mucho tiempo:en buen estado físico puedo durar más de ochenta segun-dos bajo el agua. Había dejado de respirar desde el mo-mento en que me sentí en el fondo de la balsa. Iban por lomenos cinco segundos. Corrí la mano alrededor de la cin-tura y creo que en menos de un segundo encontré el cin-turón. En otro segundo encontré la hebilla. Estaba ajustada

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contra el enjaretado, de manera que yo debía suspendermede la balsa con la otra mano para aflojar la presión. Tardémucho en encontrar de donde agarrarme fuertemente.Luego me suspendí a pulso con el brazo izquierdo. Lamano derecha encontró la hebilla, se orientó rápidamente yaflojó la correa. Manteniendo la hebilla abierta dejé caerde nuevo el cuerpo hacia el fondo, sin soltarme de la bor-da, y en una fracción de segundo me sentí libre del enjare-tado. Sentía que me estallaban los pulmones. Con un últi-mo esfuerzo me agarré de la borda con las dos manos; mesuspendí con todas mis fuerzas, todavía sin respirar. Invo-luntariamente, con mi peso no logré otra cosa que voltearde nuevo la balsa. Y yo volví a quedar debajo de ella. Es-taba tragando agua. La garganta, destrozada por la sed, meardía terriblemente. Pero apenas si me daba cuenta. Loimportante era no soltar la balsa. Logré sacar la cabeza.Tomé aire. Me sentí agotado. No creí que tuviera fuerzaspara subir por la borda. Pero estaba al mismo tiempo ate-rrorizado, metido en el agua que pocas horas antes habíavisto infestada de tiburones. Seguro de que aquel día seríael último esfuerzo que debía hacer en mí vida, apelé a misúltimos vestigios de energía, me suspendí en la borda y caíexhausto en el fondo de la balsa. No sé cuánto tiempo es-tuve así, acostado de cara al cielo, con la garganta doloriday los extremos de los dedos palpitándome profundamente,en carne viva. Sólo sé que tenía dos preocupaciones almismo tiempo: que me descansaran los pulmones y que nose volviera a voltear la balsa.

El sol del amanecer

Así amaneció mi octavo día en el mar. Fue una mañanatempestuosa. Si hubiera llovido no hubiera dispuesto de

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fuerzas para recoger el agua. Pero sentía que la lluvia mehabría tonificado. Sin embargo, no cayó ni una gota, apesar de que la humedad del aire era como un anuncio dela lluvia inminente. El mar seguía picado al amanecer. Nose calmó hasta después de las ocho de la mañana. Peroentonces salió el sol y el cielo recobró su color azul in-tenso. Completamente agotado me incliné sobre la borda ytomé varios sorbos de agua de mar. Ahora sé que es con-veniente para el organismo. Pero entonces lo ignoraba, ysólo recurría a ella cuando me desesperaba el dolor en elcuello. Después de siete días sin tomar agua, la sed es unasensación distinta, es un dolor profundo en la garganta, enel esternón y especialmente debajo de las clavículas. Y esla desesperación de la asfixia. El agua de mar me aliviabael dolor. Después de la tormenta el mar amanece azul,como en los cuadros. Cerca de la costa se ven flotar man-samente troncos y raíces, arrancados por la tormenta. Lasgaviotas salen a volar sobre el mar. Esa mañana, cuandocesó la brisa, la superficie del agua se volvió metálica y labalsa se deslizó suavemente en línea recta. El viento tibiome reconfortó el cuerpo y el espíritu.

Una gaviota grande, oscura y vieja voló sobre la balsa.Entonces no pude dudar de que me encontraba cerca detierra. La gaviota que había capturado unos días antes eraun animal joven. A esa edad tienen un formidable alcancede vuelo. Se les puede encontrar a muchas millas en elinterior. Pero una gaviota vieja, grande y pesada como laque volaba sobre la balsa en mi octavo día era de aquellasque no se alejaban cien millas de la costa. Me sentí conrenovadas fuerzas para resistir. Lo mismo que los primerosdías, me puse a escrutar el horizonte. Grandes cantidadesde gaviotas se acercaban por todos lados. Me sentí acom-pañado y alegre. No tenía hambre. Con más frecuencia queantes tomaba sorbos de agua de mar. Me sentía acompa-

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ñado en medio de aquella cantidad de gaviotas que vola-ban en torno a mi cabeza. Me acordé de Mary Address.¿Qué habrá sido de ella?", me preguntaba, recordando suvoz cuando me ayudaba a traducir los diálogos de las pelí-culas. Precisamente ese día lo único que me acordé deMary Address sin ningún motivo, apenas porque el cieloestaba lleno de gaviotas. Mary estaba en el templo católicode Mobile ordenando una misa por el descanso de mi al-ma. Aquella misa -según me escribió Mary a Cartagena- sedijo el octavo día de mi desaparición. Fue por el descansode mi alma. Y ahora también creo que fue por el descansode mi cuerpo, pues aquella mañana, mientras yo me acor-daba de Mary Address y ella asistía a una misa en Mobile,yo me sentía dichoso en el mar, viendo las gaviotas queanunciaban la cercanía de la tierra. Durante casi todo el díaestuve sentado en la borda, escrutando el horizonte. El díaera de una asombrosa claridad. Estaba seguro de que ha-bría visto la tierra desde una distancia de cincuenta millas.La balsa había cobrado una velocidad que no habrían po-dido imprimirle dos hombres con cuatro remos. Navegabaen línea recta, como impulsada por un motor, en una su-perficie lisa y azul. Después de estar siete días en una bal-sa, uno -es capaz de advertir el cambio más imperceptibleen el color del agua. El siete de marzo, a las 3.30 de latarde, advertí que la balsa entraba en una zona donde elagua no era azul, sino de un verde oscuro. Hubo un instan-te en que vi el límite: de este lado, la superficie azul quehabía visto durante siete días; del otro, la superficie verdo-sa y aparentemente más densa. El cielo estaba lleno degaviotas que pasaban volando muy bajo. Yo sentía losfuertes aletazos sobre mi cabeza. Eran indicios inequívo-cos; el cambio en el color del agua, la abundancia de lasgaviotas, me indicaron que esa noche debía permanecer envela, listo a descubrir las primeras luces de la costa.

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X

Perdidas las esperanzas hasta la muerte

No tuve necesidad de forzarme para dormir durante mioctava noche en el mar. La vieja gaviota se posó en la bor-da desde las nueve, y no se separó de la balsa en toda lanoche. Yo estaba recostado en el único remo que me que-daba: el pedazo destrozado por el tiburón. La noche eratranquila y la balsa avanzaba en línea recta hacia un puntodeterminado. "¿A dónde llegaría?", me preguntaba, con-vencido por los indicios del color del agua y la vieja ga-viota, de que al día siguiente estaría en tierra firme. Notenía la menor idea del lugar hacia donde se dirigía la bal-sa impulsada por la brisa. No estaba seguro de que el botehubiera conservado la dirección inicial. Sí había seguido elrumbo de los aviones era probable que llegara a Colombia.Pero sin una brújula era imposible saberlo. De haber esta-do viajando hacia el sur, en línea recta, llegaría sin duda alas costas colombianas del Caribe. Pero también era posi-ble que hubiera estado viajando hacia el norte. En ese casono tenía la menor idea de mi posición. Antes de la medianoche, cuando caía vencido por el sueño, la vieja gaviotase acercó a picotearme la cabeza. No me hacía daño. Mepicoteaba suavemente, sin maltratarme el cuero cabelludo.Parecía como si estuviera acariciándome. Me acordé deljefe de armas del destructor, el que me dijo que era unaindignidad de un marino dar muerte a una gaviota, y sentíremordimiento por la pequeña gaviota que maté inútilmen-te. Escruté el horizonte hasta la madrugada. Esa noche nohubo frío. Pero no pude descubrir ninguna luz. No habíaseñales de la costa. La balsa se deslizaba por un mar claroy tranquilo, pero no había en torno a mí una luz diferente a

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la de las estrellas. Cuando permanecí perfectamente quietola gaviota parecía dormir. Bajaba la cabeza, parado en laborda, y permanecía ella también inmóvil durante largotiempo. Pero tan pronto como yo me movía daba un salto yse ponía a picotearme la cabeza. En la madrugada cambiéde posición. Dejé a la gaviota del lado de los pies. La sentípicotearme los zapatos. Luego la sentí acercarse por laborda. Permanecí inmóvil. La gaviota se quedó completa-mente inmóvil. Luego se posó junto a mi cabeza, tambiéninmóvil. Pero tan pronto como moví la cabeza empezó apicotearme el cabello, casi con ternura. Aquello se volvíaun juego. Cambié varias veces de posición. Y varias vecesla gaviota se movió al lado de mi cabeza. Ya al amanecer,sin necesidad de proceder con cautela, extendí la mano yla agarré por el cuello. No pensé en darle muerte. La expe-riencia de la otra gaviota me indicaba que sería un sacrifi-cio inútil. Tenía hambre, pero no pensaba saciarla en aquelanimal amigo, que me había acompañado durante toda lanoche, sin hacerme daño. Cuando la agarré extendió lasalas, se sacudió bruscamente y trató de liberarse. En uninstante le crucé las alas por encima del cuello, paraprívarla de su movilidad. Entonces levantó la cabeza y alas primeras horas del día vi sus ojos, transparentes y asus-tados. Aunque en algún momento hubiera pensado en des-cuartizarla, al ver sus enormes ojos tristes hubiera desisti-do de mi propósito.

El sol salió temprano, con una fuerza que puso a hervirel aire desde las siete. Yo seguía acostado en la balsa, conla gaviota fuertemente agarrada. El mar era todavía verdey espeso, como el día anterior, pero no había por ningúnlado señales de la costa. El aire era sofocante. Entoncessolté a mi prisionera, que sacudió la cabeza y salió dispa-rada hacia el cielo. Un momento después se había incorpo-rado a la bandada. El sol fue esa mañana -mi novena ma-

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ñana en el mar- mucho más abrasador que en todos losdías anteriores. A pesar de que me había cuidado de queno me diera nunca en los pulmones, tenía la espalda am-pollada. Tuve que quitar el remo en que me apoyaba ysumergirme en el agua, porque ya no podía resistir el con-tacto de la madera en la espalda. Tenía quemados loshombros y los brazos. Ni siquiera podía tocarme la pielcon los dedos, porque sentía como si fueran brasas al rojovivo. Sentía los ojos irritados. No podía fijarlos en ningúnpunto, porque el aire se llenaba de círculos luminosos ycegadores. Hasta ese día no me había dado cuenta del la-mentable estado en que me encontraba. Estaba deshecho,llagado por la sal del agua y el sol. Sin ningún esfuerzo mearrancaba de los brazos largas tiras de piel. Debajo que-daba una superficie roja y lisa. Un instante después sentíapalpitar dolorosamente el espacio pelado y la sangre mebrotaba por los poros. No me había dado cuenta de la bar-ba. Tenía once días de no afeitarme. La barba espesa mellegaba hasta el cuello, pero no podía tocármela, porqueme dolía terriblemente la piel, irritada por el sol. La ideade mi rostro demacrado, de mi cuerpo ampollado, me hizorecordar lo mucho que había sufrido en aquellos días desoledad y desesperación. Y volví a sentirme desesperado.No había señales de la costa. Era el mediodía y volví aperder las esperanzas de llegar a tierra. Por mucho queavanzara la balsa era imposible que llegara a la playa antesdel anochecer, si no habían aparecido a esa, por ningúnlado, los perfiles de la costa.

"Quiero morir"

Una alegría elaborada en doce horas desapareció en unminuto, sin dejar rastros. Mis fuerzas se derrumbaron. De-

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sistí de todas mis preocupaciones. Por primera vez en nue-ve días me acosté boca abajo, con la abrasada espalda ex-puesta al sol. Lo hice sin piedad por mi cuerpo. Sabía quede permanecer así antes del anochecer me habría as-fixiado. Hay un instante en que ya no se siente dolor. Lasensibilidad desaparece y la razón empieza a embotarsehasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio.Boca abajo en la balsa, con los brazos apoyados en la bor-da y la barba apoyada en los brazos, sentí al principio losdespiadados mordiscos del sol. Vi el aire poblado de pun-tos luminosos, durante varías horas. Por fin cerré los ojos,extenuado, pero entonces ya el sol no me ardía en el cuer-po. No sentía sed ni hambre. No sentía nada, aparte de unaindiferencia general por la vida y la muerte. Pensé que meestaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña yoscura esperanza. Cuando abrí los ojos estaba otra vez enMobile. Hacía un calor asfixiante y había ido a una fiestaal aire libre, con otros compañeros del destructor y con eljudío Massey Nasser, el dependiente del almacén de Mo-bile donde comprábamos ropa los marineros. Era el queme había dado las tarjetas. Durante los ocho meses en queel buque estuvo en reparación Massey Nasser se dedicó aatender a los marinos colombianos, y nosotros, en pruebade gratitud, no comprábamos en un almacén distinto alsuyo. El hablaba el español correctamente, a pesar de que,según nos dijo, nunca había estado en un país de lenguacastellana. Ese día, como casi todos los sábados, estába-mos en ese café al aire libre donde solo había judíos y ma-rineros colombianos. En una tarima de tabla bailaba lamisma mujer de todos los sábados. Tenía el vientre des-nudo y el rostro cubierto por un velo, como las bailarinasárabes de las películas. Nosotros, aplaudíamos y tomába-mos cerveza enlatada. El más alegre de todos era MasseyNasser, el dependiente judío del almacén de Mobile, que

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nos vendió ropa fina y barata a todos los marineros colom-bianos. No sé cuánto tiempo estuve así, embotado, con laalucinación de la fiesta de Mobile. Sólo sé que de prontodi un salto en la balsa y estaba atardeciendo. Entonces vi,como a cinco metros de la balsa, una enorme tortuga ama-rilla con una cabeza atigrada y unos fijos e inexpresivosojos como dos gigantescas bolas de cristal, que me mira-ban espantosamente. Al principio creí que era otra aluci-nación y me senté en la balsa, aterrorizado. El monstruosoanimal, que medía como cuatro metros de la cabeza a lacola, se hundió cuando me vio mover, dejando un rastro deespuma. Yo no sabía si era realidad o fantasía. Y todavíano me atrevo a decir si era realidad o fantasía, a pesar deque durante breves minutos vi nadar aquella gigantescatortuga amarilla delante de la balsa, llevando fuera delagua su espantosa y pintada cabeza de pesadilla. Sólo séque -fuera realidad o fuera fantasía- habría bastado conque tocara la balsa para que la hubiera hecho girar variasveces sobre sí misma. La tremenda visión me hizo reco-brar el miedo. Y en ese instante el miedo me reconfortó.Agarré el pedazo de remo, me senté en la balsa y me pre-paré para la lucha, con ese monstruo o con cualquier otroque tratara de voltear la balsa. Iban a ser las cinco. Pun-tuales, como siempre, los tiburones estaban saliendo delmar a la superficie. Miré al lado de la balsa donde anotabalos días y conté ocho rayas. Pero recordé que no habíaanotado la de aquel día. La marqué con las llaves, conven-cido de que sería la última, y sentía desesperación y rabiaante la certidumbre de que me resultaba más difícil morirque seguir viviendo. Esa mañana había decidido entre lavida y la muerte. Había escogido la muerte, y sin embargoseguía vivo, con el pedazo de remo en la mano, dispuestoa seguir luchando por la vida. A seguir luchando por loúnico que ya no me importaba nada.

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La raíz misteriosa

En medio de aquel sol metálico, de aquella desespera-ción, de aquella sed que por primera vez empezaba a serinsoportable, me sucedió una cosa increíble: en el centrode la balsa, enredada entre los cabos de la malla, había unaraíz roja, como esas raíces que machacan en Boyacá parahacer color, y cuyo nombre no recuerdo. No sé desdecuándo estaba allí. Durante mis nueve días en el mar nohabía visto una brizna de hierba en la superficie. Y, sinembargo, sin que supiera cómo, aquella raíz estaba allí,enredada en los cabos de la malla, como otro anuncio in-equívoco de la tierra que no veía por ningún lado. Teníacomo 30 centímetros de longitud. Hambriento, pero ya sinfuerzas para pensar en mi hambre, mordí despreocupada-mente la raíz. Me supo a sangre. Soltaba un aceite espesoy dulce que me refrescó la garganta. Pensé que tenía saborde veneno. Pero seguí comiendo, devorando el pedazo depalo retorcido, hasta cuando no quedó ni una astilla.Cuando terminé de comer no me sentí más aliviado. Se meocurrió que aquello era una rama de olivo, porque meacordé de la historia sagrada: cuando Noé echó a volar lapaloma el animal regresó al arca con una rama de olivo,señal de que el agua había vuelto a desocupar la tierra. Yopensaba que la rama de olivo de la paloma era como aque-lla con que acababa de distraer mi hambre de nueve días.Puede esperarse un año en el mar, pero hay un día en queya es imposible soportar una hora más. El día anterior ha-bía pensado que amanecería en tierra firme. Habían trans-currido 24 horas y sólo seguía viendo agua y cielo. Ya noesperaba nada. Era mi novena noche en el mar. "Nuevenoches de muerto", pensé con terror, seguro de que a esahora mi casa del barrio Olaya, en Bogotá, estaba llena deamigos de la familia. Era la última noche de mis velacio-

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nes. Mañana desarmarían el altar y poco a poco se iríanacostumbrando a mi muerte. Nunca hasta esa noche habíaperdido una remota esperanza de que alguien se acordarade mí y tratara de rescatarme. Pero cuando recordé queaquella debía ser para mi familia la novena noche de mimuerte, la última de mis velaciones, me sentí completa-mente olvidado en el mar. Y pensé que nada mejor podíaocurrirme que morir. Me acosté en el fondo de la balsa.Quise decir en voz alta: "Ya no me levanto más". Pero lavoz se me apagó en la garganta. Me acordé del colegio.Me llevé a la boca la medalla de la Virgen del Carmen yme puse a rezar mentalmente, como suponía que a esahora lo estaba haciendo mí familia en mi casa. Entoncesme sentí bien, porque sabía que me estaba muriendo.

XI

Al décimo día, otra alucinación: la tierra

Mi novena noche fue la más larga de todas. Me habíaacostado en la balsa y las olas se rompían suavementecontra la borda. Pero no era dueño de mis sentidos. Y encada ola que estallaba junto a mi cabeza yo sentía repetirsela catástrofe. Se dice que los moribundos "salen a recorrersus pasos". Algo de eso me ocurrió en aquella noche derecapitulación. Yo estaba otra vez en el destructor, acos-tado entre las neveras y las estufas, en la popa, con RamónHerrera, y viendo a Luis Rengifo en la guardia, en unafebril recapitulación del mediodía del 28 de febrero. Cadavez que la ola se rompía contra la borda yo sentía que serodaba la carga, que me iba al fondo del agua y que na-

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daba hacia arriba, tratando de alcanzar la superficie. Mi-nuto a minuto, mis nueve días de soledad, angustia, ham-bre y sed en el mar se repetían entonces, nítidamente, co-mo en una pantalla cinematográfica. Primero la caída.Después mis compañeros, gritando en torno a la balsa;después el hambre, la sed, los tiburones y los recuerdos deMobile pasando en una sucesión de imágenes. Tomabaprecauciones para no caer. Me veía otra vez en la popa deldestructor, tratando de amarrarme para que no me arras-trara la ola. Me amarraba con tanta fuerza que me dolíanlas muñecas, los tobillos y sobre todo la rodilla derecha.Pero a pesar de los cabos sólidamente atados, la ola veníasiempre y me arrastraba al fondo del mar. Cuando reco-braba la lucidez estaba nadando hacia arriba. Asfixián-dome. Días antes había pensado amarrarme a la balsa.Aquella noche debía hacerlo, pero no tenía fuerzas paraincorporarme y buscar los cabos del enjaretado. No podíapensar. Por primera vez en nueve días no me daba cuentade mi situación. En el estado en que me encontraba, hayque considerar como un milagro que aquella noche no mearrastraran las olas al fondo del mar. No habría visto. Ten-ía la realidad confundida en las alucinaciones. Sí una olahubiera volteado la balsa, tal vez yo habría pensado queera otra alucinación, habría sentido que caía otra vez deldestructor -como lo sentí tantas veces aquella noche- y enun segundo habría caído al fondo a alimentar los tiburonesque durante nueve días habían esperado pacientementejunto a la borda. Pero de nuevo esa noche me protegió mibuena suerte. Estuve sin sentido, recapitulando minuto aminuto mis nueve días de soledad y ahora veo que iba tanseguro como sí hubiera estado amarrado a la borda. Alamanecer, el viento se volvió helado. Tenía fiebre, Micuerpo ardiente se estremeció, penetrado hasta los huesospor el escalofrío. La rodilla derecha empezó a dolerme. La

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sal del mar la había mantenido seca, pero continuaba viva,como el primer día. Siempre me había cuidado de no las-timarla. Pero esa noche, acostado boca abajo, llevaba larodilla apoyada contra el piso de la balsa, y la herida mepalpitaba dolorosamente. Ahora tengo razones para pensarque la herida me salvó la vida. Como entre nieblas. co-mencé a percibir el dolor. Estaba dándome cuenta de micuerpo. Sentí el viento helado contra mi rostro febril. Aho-ra sé que durante varias horas estuve diciendo un sartal decosas confusas, hablando con mis compañeros, tomandohelados con Mary Address en un lugar donde había unamúsica estridente. Después de muchas horas incontablessentí que me estallaba la cabeza. Las sienes me palpitabany me dolían los huesos. Sentía la rodilla en carne viva,paralizada por la hinchazón. Era como sí la rodilla fueramás grande, mucho más grande que mi cuerpo. Me dicuenta de que estaba en la balsa cuando empezó a ama-necer. Pero entonces no sabía cuánto tiempo llevaba en esasituación. Recordé, haciendo un esfuerzo supremo, quehabía trazado nuevas rayas en la borda. Pero no recordabacuándo había trazado la última. Me parecía que habíatranscurrido mucho tiempo desde aquella tarde en que mecomí una raíz que encontré enredada en los cabos de lamalla. ¿Había sido un sueño? Aún tenía en la boca un sa-bor dulce y espeso, pero cuando hacía una recapitulaciónde mis alimentos no me acordaba de ella. No me habíareconfortado. Me la había comido entera, pero sentía elestómago vacío. Estaba sin fuerzas. ¿Cuántos días habíanpasado desde entonces? Sabía que estaba, amaneciendo,pero no habría podido saber cuántas noches había estadoexhausto en el fondo de la balsa, esperando una muerteque parecía más esquiva que la tierra. El cielo se pusorojo, como al atardecer. Y ese fue otro factor de confusión:entonces no supe si era un nuevo día o un nuevo atardecer.

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¡Tierra!

Desesperado por el dolor de la rodilla traté de cambiarde posición. Quise voltearme, pero me fue imposible. Mesentía tan agotado que me parecía imposible ponerme enpie. Entonces moví la pierna herida, me suspendí con lasmanos apoyadas en el fondo de la balsa y me dejé caer deespaldas, boca arriba, con la cabeza apoyada en la borda.Evidentemente, estaba amaneciendo. Miré el reloj. Eranlas cuatro de la madrugada. Todos los días a esa hora es-crutaba el horizonte. Pero ya había perdido las esperanzasde la tierra. Continué mirando el cielo, viéndolo pasar delrojo vivo al azul pálido. El aire seguía helado, me sentíacon fiebre, y la rodilla me palpitaba con un dolor pene-trante. Me sentía mal porque no había podido morir. Es-taba sin fuerzas, pero completamente vivo. Y aquella cer-tidumbre me produjo una sensación de desamparo. Habríacreído que no pasaría de aquella noche. Y, sin embargo,seguía como siempre, sufriendo en la balsa y entrando a unnuevo día, que sería un día más, un día vacío, con un solinsoportable y una manada de tiburones en torno a la bal-sa, desde las cinco de la tarde. Cuando el cielo comenzó aponerse azul miré el horizonte. Por todos los lados estabael agua verde y tranquila. Pero frente a la balsa, en la pe-numbra del amanecer, hallé una larga sombra espesa. Con-tra el cielo diáfano se encontraban los perfiles de los coco-teros. Sentí rabia. El día anterior me había visto en unafiesta en Mobile. Luego, había visto una gigantesca tortugaamarilla, y durante la noche había estado en mi casa deBogotá, en el colegio La Salle de Villavicencio y con miscompañeros del destructor. Ahora estaba viendo la tierra.Si cuatro o cinco días antes hubiera sufrido aquella aluci-

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nación me habría vuelto loco de alegría. Habría mandadola balsa al diablo y me habría echado al agua para alcanzarrápidamente la orilla. Pero en el estado en que yo me en-contraba se está prevenido contra las alucinaciones. Loscocoteros eran demasiado nítidos para que fueran ciertos.Además, no los veía a una distancia constante. A veces meparecía verlos al lado mismo de la balsa. Más tarde parecíaverlos a dos, a tres kilómetros de distancia. Por eso nosentía alegría. Por eso me reafirmé en mis deseos de morir,antes que me volvieran loco las alucinaciones. Volví amirar hacia el cielo. Ahora era un cielo alto y sin nubes, deun azul intenso. A las cuatro y cuarenta y cinco se veían enel horizonte los resplandores del sol. Antes había sentidomiedo de la noche, ahora el sol del nuevo día me parecíaun enemigo. Un gigantesco e implacable enemigo quevenía a morderme la piel ulcerada, a enloquecerme de sedy de hambre. Maldije el sol. Maldije el día. Maldije misuerte que me había permitido soportar nueve días a laderiva en lugar de permitir que hubiera muerto de hambreo descuartizado por los tiburones. Como volvía a sentirmeincómodo, busqué el pedazo de remo en el fondo de labalsa para recostarme. Nunca he podido dormir con unaalmohada demasiado dura. Sin embargo, buscaba con an-siedad un pedazo de palo destrozado por los tiburones paraapoyar la cabeza. El remo estaba en el fondo, todavía ama-rrado a los cabos del enjaretado. Lo solté. Lo ajusté debi-damente a mis espaldas doloridas, y la cabeza me quedóapoyada por encima de la borda. Entonces fue cuando viclaramente, contra el sol rojo que empezaba a levantarse,el largo y verde perfil de la costa. Iban a ser las cinco. Lamañana era perfectamente clara. No podía caber la menorduda de que la tierra era una realidad. Todas las alegríasfrustradas en los días anteriores la alegría de los aviones,de las luces de los barcos, de las gaviotas y del color del

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agua, renacieron entonces atropelladamente, a la vista dela tierra. Si a esa hora me hubiera comido dos huevos fri-tos, un pedazo de carne, café con leche y pan -un desayunocompleto del destructor-tal vez no me habría sentido contantas fuerzas como después de haber visto aquello que yocreí que realmente era la tierra. Me incorporé de un salto.Vi, perfectamente, frente a mí, la sombra de la costa y elperfil de los cocoteros. No veía luces. Pero a mi derecha,como a diez kilómetros de distancia, los primeros rayosdel sol brillaban con un resplandor metálico en los acanti-lados. Loco de alegría, agarré mi único pedazo de remo ytraté de impulsar la balsa hasta la costa, en línea recta.Calculé que habría dos kilómetros desde la balsa hasta laorilla. Tenía las manos deshechas y el ejercicio me maltra-taba la espalda. Pero no había resistido nueve días -diezcon el que estaba empezando- para renunciar ahora queestaba frente a la tierra. Sudaba. El viento frío del amane-cer me secaba el sudor y me producía un dolor destempla-do en los huesos, pero seguía remando.

Pero, ¿dónde está la tierra?

No era un remo para una balsa como aquella. Era unpedazo de palo. Ni siquiera me servía de sonda para tratarde averiguar la profundidad del agua. Durante los primerosminutos, con la extraña fuerza que me imprimió la emo-ción, logré avanzar un poco. Pero luego me sentí agotado,levanté el remo un instante, contemplando la exuberantevegetación que crecía frente a mis ojos, y vi que una co-rriente paralela a la costa impulsaba la balsa hacia losacantilados. Lamenté haber perdido mis remos. Sabía queuno de ellos, entero y no destrozado por los tiburones co-mo el que llevaba en la mano, habría podido dominar la

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corriente. Por instantes pensé que tendría paciencia paraesperar a que la balsa llegara a los acantilados. Brillabanbajo el primer sol de la mañana como una montaña deagujas metálicas. Por fortuna estaba tan desesperado porsentir la tierra firme bajo mis pies que sentí lejana la espe-ranza. Más tarde supe que eran las rompientes de PuntaCaribana, y que de haber permitido que la corriente mearrastrara me habría destrozado contra las rocas. Traté decalcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros paraalcanzar la costa. En buenas condiciones puedo nadar doskilómetros en menos de una hora. Pero no sabía cuántotiempo podía nadar después de diez días sin comer nadamás que un pedazo de pescado y una raíz, con el cuerpoampollado por el sol y la rodilla herida. Pero aquella eramí última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. Notuve tiempo de acordarme de los tiburones. Solté el remo,cerré los ojos y me arrojé al agua. Al contacto del aguahelada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la vi-sión de la costa. Tan pronto como estuve en el agua me dicuenta de que había cometido dos errores: no me habíaquitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Tratéde no hundirme. Fue eso lo primero que tuve que hacer,antes de empezar a nadar. Me quité la camisa y me laamarré fuertemente alrededor de la cintura. Luego, meapreté los cordones de los zapatos. Entonces sí empecé anadar. Primero desesperadamente. Luego con más calma,sintiendo que a cada brazada se me agotaban las fuerzas, yahora sin ver la tierra. No había avanzado cinco metroscuando sentí que se me reventó la cadena con la medallade la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerlacuando empezaba a hundirme en el agua verde y revuelta.Como no tenía tiempo de guardármela en los bolsillos laapreté con fuerza entre los dientes y seguí nadando. Ya mesentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la tierra.

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Entonces volvió a invadirme el terror: acaso, ciertamente,la tierra había sido otra alucinación. El agua fresca mehabía reconfortado y yo estaba otra vez en posesión de missentidos, nadando desesperadamente hacia la playa de unaalucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regre-sar en busca de la balsa.

XII

Una resurrección en tierra extraña

Sólo después de estar nadando desesperadamente du-rante quince minutos empecé a ver la tierra. Todavía es-taba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces lamenor duda de que era la realidad y no un espejismo. Elsol doraba la copa de los cocoteros. No había luces en lacosta. No habla ningún pueblo, ninguna casa visible desdeel mar. Pero era tierra firme. Antes de veinte minutos es-taba agotado, pero me sentía seguro de llegar. Nadaba confe, tratando de no permitir que la emoción me hiciera per-der los controles. He estado media vida en el agua, peronunca como esa mañana del nueve de marzo había com-prendido y apreciado la importancia de ser buen nadador.Sintiéndome cada vez con menos fuerza, seguí nadandohacia la costa. A medida que avanzaba veía más clara-mente el perfil de los cocoteros. El sol había salido cuandocreí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aúnhabía suficiente profundidad. Evidentemente, no me en-contraba frente a una playa. El agua era honda hasta muycerca de la orilla, de manera que tendría que seguir na-

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dando. No sé exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que amedida que me acercaba a la costa el sol iba calentandosobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la piel sinoque me estimulaba los músculos. En los primeros metrosel agua helada me hizo pensar en los calambres. Pero elcuerpo entró en calor rápidamente. Luego, el agua fue me-nos fría y yo nadaba fatigado, como entre nubes, pero conun ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi ham-bre. Veía perfectamente la espesa vegetación a la luz deltibio sol matinal, cuando busqué fondo por segunda vez.Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una sensaciónextraña esa de pisar la tierra después de diez días a la de-riva en el mar. Sin embargo, bien pronto me di cuenta deque aún me faltaba lo peor. Estaba totalmente agotado. Nopodía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujabacon violencia hacia el interior. Tenía apretada entre losdientes la medalla de la Virgen del Carmen. La ropa, loszapatos de caucho, me pesaban terriblemente. Pero aun enesas tremendas circunstancias se tiene pudor. Pensaba quedentro de breves momentos podría encontrarme con al-guien. Así que seguí luchando contra las olas de resaca, sinquitarme la ropa, que me impedía avanzar, a pesar de quesentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento.El agua me llegaba más arriba de la cintura. Con un es-fuerzo desesperado logré llegar hasta cuando me llegaba alos muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en tierra lasrodillas y las palmas de las manos y me impulsé haciaadelante. Pero fue inútil. Las olas me hacían retroceder. Laarena menuda y acerada me lastimó la herida de la rodilla.En ese momento yo sabía que estaba sangrando, pero nosentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en carneviva. Aun sintiendo la dolorosa penetración de la arenaentre las uñas clavé los dedos en la tierra y traté de arras-trarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los

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cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frentea mis ojos. Creí que estaba sobre arena movediza, que meestaba tragando la tierra. Sin embargo, aquella impresióndebió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento.La idea de que estaba sobre arena movediza me infundióun ánimo desmedido -el ánimo del terror-y dolorosamente,sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrán-dome contra las olas. Diez minutos después todos los pa-decimientos, el hambre y la sed de diez días, se habíanencontrado atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí,moribundo, sobre la tierra dura y tibia, y estuve allí sinpensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme si-quiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de espe-ranza y de implacable deseo de vivir, un pedazo de playasilenciosa y desconocida.

Las huellas del hombre

En tierra, la primera impresión que se experimenta es ladel silencio. Antes de que uno se dé cuenta de nada estásumergido en un gran silencio. Un momento después, re-moto y triste, se percibe el golpe de las olas contra la cos-ta. Y luego, el murmullo de la brisa entre las palmas de loscocoteros infunde la sensación de que se está en tierrafirme. Y la sensación de que uno se ha salvado, aunque nosepa en qué lugar del mundo se encuentra. Otra vez enposesión de mis sentidos, acostado en la playa, me puse aexaminar el paraje. Era una naturaleza brutal. Instintiva-mente busqué las huellas del hombre. Había una cerca dealambre de púas como a veinte metros del lugar en que meencontraba. Había un camino estrecho y torcido con hue-llas de animales. Y junto al camino había cáscaras de co-cos despedazados. El más insignificante rastro de la pre-

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sencia humana tuvo para mí en aquel instante el signifi-cado de una revelación, Desmedidamente alegre, apoyé lamejilla contra la arena tibia y me puse a esperar. Esperédurante diez minutos, aproximadamente. Poco a poco ibarecobrando las fuerzas. Eran más de las seis y el sol habíasalido por completo. Junto al camino, entre las cáscarasdestrozadas, había varios cocos enteros. Me arrastré haciaellos, me recosté contra un tronco y presioné el fruto liso eimpenetrable entre mis rodillas. Como cinco días anteshabía hecho con el pescado, busqué ansiosamente las par-tes blandas. A cada vuelta que le daba al coco sentía ba-tirse el agua en su interior. Aquel sonido gutural y pro-fundo me revolvía la sed. El estómago me dolía, la heridade la rodilla estaba sangrando y mis dedos, en carne viva,palpitaban con un dolor lento y profundo. Durante misdiez días en el mar no tuve en ningún momento la sensa-ción de que me volvería loco. La tuve por primera vez esamañana, cuando daba vuelta al coco buscando un puntopor donde penetrarlo, y sentía batirse entre mis manos elagua fresca, limpia e inalcanzable. Un coco tiene tres ojos,arriba, ordenados, en triángulo. Pero hay que pelarlo conun machete para encontrarlos. Yo sólo disponía de misllaves. Inútilmente insistí varias veces, tratando de pene-trar la áspera y sólida corteza con las llaves. Por fin, medeclaré vencido, arrojé el coco con rabia, oyendo rebotarel agua en su interior. Mi última esperanza era el camino.Allí, a mi lado, las cáscaras desmigajadas me indicabanque alguien debía venir a tumbar cocos. Los restos de-mostraban que alguien venía todos los días, subía a loscocoteros y luego se dedicaba a pelar los cocos. Aquellodemostraba, además, que estaba cerca de un lugar habi-tado, pues nadie recorre una distancia considerable sólopor llevar una carga de cocos.

Yo pensaba estas cosas, recostado en un tronco, cuando

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oí -muy distante- el ladrido de un perro. Me puse en guar-dia. Alerté los sentidos. Un instante después, oí claramenteel tintineo de algo metálico que se acercaba por el camino.Era una muchacha negra, increíblemente delgada, joven yvestida de blanco. Llevaba en la mano una ollita de alumi-nio cuya tapa, mal ajustada, sonaba a cada paso. "¿En quépaís me encuentro?", me pregunté, viendo acercarse por elcamino a aquella negra con tipo de Jamaica. Me acordé deSan Andrés y Providencia. Me acordé de todas las islas delas Antillas. Aquella mujer era mi primera oportunidad,pero también podía ser la última. "¿Entenderá castellano?",me dije, tratando de descifrar el rostro de la muchacha quedistraídamente, todavía sin verme, arrastraba por el ca-mino sus polvorientas pantuflas de cuero. Estaba tan des-esperado por no perder la oportunidad que tuve la absurdaidea de que si le hablaba en español no me entendería; queme dejaría allí, tirado en la orilla del camino.

-Hello, Hello! -le dije, angustiado.

La muchacha volvió a mirarme con unos ojos enormes,blancos y espantados. ¡Help me! exclamé, convencido deque me estaba entendiendo. Ella vaciló un momento, miróen torno suyo y se lanzó en carrera por el camino, espan-tada.

El hombre, el barro y el perro

Sentí que me moriría de angustia. En un momento mevi en aquel sitio, muerto, despedazado por los gallinazos.Pero, luego, volví a oír al perro, cada vez más cerca. Elcorazón comenzó a darme golpes, a medida que seaproximaban los ladridos. Me apoyé en las palmas de lasmanos. Levanté la cabeza. Esperé. Un minuto. Dos. Y losladridos se oyeron cada vez más cercanos. De pronto sólo

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quedó el silencio. Luego, el batir de las olas y el rumor delviento entre los cocoteros. Después, en el minuto más lar-go que recuerdo en mi vida, apareció un perro escuálido,seguido por un burro con dos canastos. Detrás de ellosvenía un hombre blanco, pálido, con sombrero de caña ylos pantalones enrollados hasta la rodilla. Tenía una cara-bina terciada a la espalda. Tan pronto como apareció en lavuelta del camino me miró con sorpresa. Se detuvo. Elperro, con la cola levantada y recta, se acercó a olfatearme.El hombre permaneció inmóvil, en silencio. Luego, bajó lacarabina, apoyó la culata en tierra y se quedó mirándome.No sé por qué, pensaba que estaba en cualquier parte delCaribe menos en Colombia. Sin estar muy seguro de queme entendiera, decidí hablar en español.

-¡Señor, ayúdeme! -le dije.

El no contestó en seguida. Continuó examinándomeenigmáticamente, sin parpadear, con la carabina apoyadaen el suelo. "Lo único que le falta ahora es que me pegueun tiro", pensé fríamente. El perro me lamía la cara, peroya no tenía fuerzas para esquivarle.

-¡Ayúdeme! -repetí, ansioso, desesperado, pensandoque el hombre no me entendía. -¿Qué le pasa? -me pre-guntó con acento amable.

Cuando oí su voz me di cuenta de que más que la sed,el hambre y la desesperación, me atormentaba el deseo decontar lo que me había pasado. Casi ahogándome con laspalabras, le dije sin respirar:

-Yo soy Luis Alejandro Velasco, uno de los marinerosque se cayeron el 28 de febrero del destructor "Caldas", dela Armada Nacional. Yo creí que todo el mundo estabaobligado a conocer la noticia, Creí que tan pronto comodijera mi nombre el hombre se apresuraría a ayudarme. Sinembargo, no se inmutó, Continuó en el mismo sitio,

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mirándome, sin preocuparse siquiera del perro, que melamía la rodilla herida.

-¿Es marinero de gallinas? -me preguntó, pensando talvez en las embarcaciones de cabotaje que trafican con cer-dos y aves de corral. -No. Soy marinero de guerra.

Sólo entonces el hombre se movió. Se terció de nuevola carabina a la espalda, se echó el sombrero hacia atrás, yme dijo: -Voy a llevar un alambre hasta el puerto y vuelvopor usted". Sentí que aquella era otra oportunidad que seme escapaba. -¿Seguro que volverá?", le dije, con voz su-plicante.

El hombre respondió que sí. Que volvía con absolutaseguridad. Me sonrió amablemente y reanudó la marchadetrás del burro. El perro continuó a mi lado, olfateán-dome. Sólo cuando el hombre se alejaba se me ocurriópreguntarle, casi con un grito:

-¿Qué país es este? Y él, con una extraordinaria natura-lidad me dio la única respuesta que yo no esperaba enaquel instante: -Colombia.

XIII

Seiscientos hombres me conducen a San Juan

Volvió, como lo había prometido. Antes de que empe-zara a esperarlo -no más de quince minutos después- re-gresó con el burro y los canastos vacíos y con la muchachanegra de la ollita de aluminio, que era su mujer, segúnsupe más tarde. El perro no se había movido de mi lado.Dejó de lamerme la cara y las heridas. Dejó de olfatearme.

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Se echó a mi lado, inmóvil, medio dormido, hasta cuandovio acercarse al burro. Entonces dio un salto y empezó amenear la cola.

-¿No puede caminar? -me dijo el hombre.- Voy a ver -le dije. Traté de ponerme en pie, pero me fui de bruces."No puede", dijo el hombre, impidiéndome que me cayera.

Entre él y la mujer me subieron en el burro. Y soste-niéndome por debajo de los brazos hicieron andar al ani-mal. El perro iba delante dando saltos. Por todo el caminohabía cocos. En el mar había soportado la sed. Pero allí,sobre el burro, avanzando por un camino estrecho y tor-cido, bordeado de cocoteros, sentí que no podía resistir unminuto más. Pedí que me diera agua de coco.

-No tengo machete -dijo el hombre.

Pero no era cierto. Llevaba un machete al cinto. Si enaquel momento yo hubiera estado en condiciones de de-fenderme le habría quitado el machete por la fuerza yhabría pelado un coco y me lo habría comido entero.

Más tarde me di cuenta por qué rehusó el hombre dar-me agua de coco. Había ido a una casa situada a dos kiló-metros del lugar en que me encontró, había hablado con lagente de allí y esta le había advertido que no me diera nadade comer hasta cuando no me viera un médico. Y el médi-co más cercano estaba a dos días de viaje, en San Juan deUrabá. Antes de media hora llegamos a la casa. Una rudi-mentaria construcción de madera y techo de zinc a un ladodel camino. Allí había tres hombres y dos mujeres. Entretodos me ayudaron a bajar del burro, me condujeron aldormitorio y me acostaron en una cama de lienzo. Una delas mujeres fue a la cocina, trajo una ollita con agua decanela hervida y se sentó al borde de la cama, a darmecucharadas. Con las primeras gotas me sentí desesperado.Con las segundas sentí que recobraba el ánimo. Entonces

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ya no quería beber más, sino contar lo que me había pasa-do. Nadie tenía noticias del accidente. Traté de explicarles,de echarles el cuento completo para que supieran cómo mehabía salvado. Yo tenía entendido que a cualquier lugardel mundo a donde llegara se tendrían noticias de la catás-trofe. Me decepcionó saber que me había equivocado,mientras la mujer me daba cucharadas de agua de canela,como a un niño enfermo. Varias veces insistí en contar loque me había pasado. Impasibles, los cuatro hombres y lasotras dos mujeres permanecían a los pies de la cama,mirándome. Aquello parecía una ceremonia. De no habersido por la alegría de estar a salvo de los tiburones, de losnumerosos peligros del mar que me habían amenazadodurante diez días, habría pensado que aquellos hombres yaquellas mujeres no pertenecían a este planeta.

Tragándose la historia

La amabilidad de la mujer que me daba de beber nopermitía confusiones de ninguna especie. Cada vez que yotrataba de narrar mí historia me decía:

-Estese callado ahora. Después nos cuenta.

Yo me habría comido lo que hubiera tenido a mi al-cance. Desde la cocina llegaba al dormitorio el olorosohumo del almuerzo. Pero fueron inútiles todas mis súpli-cas.

-Después de que lo vea el médico le damos de comer-me respondían.

Pero el médico no llegó. Cada diez minutos me dabancucharaditas de agua de azúcar. La menor de las mujeres,una niña, me enjugó las heridas con paños de agua tibia. Eldía iba transcurriendo lentamente. Y lentamente iba sin-

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tiéndome aliviado. Estaba seguro de que me encontrabaentre gente amiga. Si en lugar de darme cucharadas deagua de azúcar hubieran saciado mi hambre, mi organismono habría resistido el impacto. El hombre que me encontróen el camino se llama Dámaso Imitela. A las 10 de la ma-ñana del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a laplaya, viajó al cercano caserío de Mulatos y regresó a lacasa del camino en que yo me encontraba con varios agen-tes de la policía. Ellos también ignoraban la tragedia. EnMulatos nadie conocía la noticia. Allí no llegan los perió-dicos. En una tienda, donde ha sido instalado un motoreléctrico, hay una radio y una nevera. Pero no se oyen losradioperiódicos. Según supe después, cuando DámasoImitela avisó al inspector de policía que me había encon-trado exhausto en una playa y que decía pertenecer al des-tructor "Caldas" se puso en marcha el motor y durantetodo el día se estuvieron oyendo los radioperiódicos deCartagena. Pero ya no se hablaba del accidente. Sólo en lasprimeras horas de la noche se hizo una breve mención delcaso. Entonces, el inspector de policía, todos los agentes ysesenta hombres de Mulatos se pusieron en marcha paraprestarme auxilio. Un poco después de las doce de la no-che invadieron la casa y me despertaron con sus voces. Medespertaron del único sueño tranquilo que había logradoconciliar en los últimos 12 días. Antes del amanecer lacasa estaba llena de gente. Todo Mulatos -hombres, muje-res y niños- se había movilizado para verme. Aquel fue miprimer contacto con una muchedumbre de curiosos que enlos días sucesivos me seguiría a todas partes. La multitudportaba lámparas y linternas de batería. Cuando el inspec-tor de Mulatos y casi todos sus acompañantes me movie-ron de la cama, sentí que me desgarraban la piel ardida porel sol. Era una verdadera rebatiña.

Hacía calor. Sentía que me asfixiaba en medio de aque-

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lla muchedumbre de rostros protectores. Cuando salí alcamino un montón de lámparas y linternas eléctricas en-focó mi rostro. Quedé ciego en medio de los murmullos yde las órdenes del inspector de policía, impartidas en vozalta. Yo no veía la hora de llegar a alguna parte. Desde eldía en que me caí del destructor no había hecho otra cosaque viajar con rumbo desconocido. Esa madrugada seguíaviajando, sin saber por dónde, sin imaginar siquiera quépensaba hacer conmigo aquella multitud diligente y cor-dial.

El cuento del fakir

Es largo y difícil el camino del lugar en que me encon-traron hasta Mulatos. Me acostaron en una hamaca col-gada de dos largos palos. Dos hombres en cada extremo decada uno de los palos me condujeron por un largo, estre-cho y retorcido camino iluminado por las lámparas. Íba-mos al aire libre, pero hacía tanto calor como en un cuartocerrado, a causa de las lámparas. Los ocho hombres seturnaban cada media hora. Entonces me daban un poco deagua y pedacitos de galleta de soda. Yo hubiera queridosaber hacia dónde me llevaban, qué pensaban hacer con-migo. Pero allí se hablaba de todo. Todo el mundo habla-ba, menos yo. El inspector, que dirigía la multitud, nopermitía que nadie se me acercara para hablarme. Se oíangritos, órdenes, comentarios a larga distancia. Cuandollegamos a la larga callecita de Mulatos la policía no dioabasto para contener la multitud. Eran como las ocho de lamañana. Mulatos es un caserío de pescadores, donde nohay oficina telegráfica. La población más cercana es SanJuan de Urabá, a donde dos veces por semana llega unaavioneta procedente de Montería. Cuando llegamos al ca-

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serío pensé que había llegado a alguna parte. Pensé quetendría noticias de mi familia. Pero en Mulatos estaba ape-nas a mitad del camino. Me instalaron en una casa y todoel pueblo hizo cola para verme. Yo me acordaba de unfakir que vi hace dos años en Bogotá, por cincuenta centa-vos. Era preciso hacer una larga cola de varias horas paraver al fakir. Uno avanzaba apenas medio metro cada cuar-to de hora. Cuando se llegaba a la pieza en que estaba elfakir, metido en una urna de vidrio, ya no se deseaba ver anadie. Se deseaba salir de eso cuanto antes para mover laspiernas, para respirar aire puro. La única diferencia entreel fakir y yo era que el fakir estaba dentro de una urna decristal. El fakir tenía nueve días sin comer. Yo tenía diezen el mar y uno acostado en una cama, en un dormitorio deMulatos. Yo veía pasar rostros frente a mí. Rostros blan-cos y negros, en una fila interminable. El calor era terrible.Y yo me sentía entonces lo suficientemente repuesto comopara tener un poco de sentido del humor y pensar que al-guien pudiera estar en la puerta vendiendo entradas paraver al náufrago. En la misma hamaca en que me llevaron aMulatos me llevaron a San Juan de Urabá. Pero la muche-dumbre que me acompañaba se había multiplicado. Noiban menos de 600 hombres. Iban, además, mujeres, niñosy animales. Algunos hicieron el viaje en burro. Pero lageneralidad lo hizo a pie. Fue un viaje de casi todo un día.Llevado por aquella multitud, por los 600 hombres que seturnaron a lo largo del camino, yo sentía que iba recobran-do mis fuerzas paulatinamente. Creo que Mulatos quedódesocupado. Desde las primeras horas de la mañana elmotor eléctrico estuvo funcionando y el receptor de radioinvadiendo el caserío con su música. Aquello era comouna feria. Y yo, el centro y la razón de la feria, seguíatumbado en la cama, mientras el pueblo entero desfilabapara conocerme. Fue esa misma multitud la que no se re-

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signó a dejarme partir solo, sino que se fue a San Juan deUrabá, en una larga caravana que ocupaba todo el anchode aquel camino tortuoso. Durante el viaje yo sentía ham-bre y sed. Los pedacitos de galleta de soda, los insig-nificantes sorbos de agua, me habían restablecido, pero almismo tiempo me habían exaltado la sed y el hambre. Laentrada a San Juan me hizo recordar las fiestas de los pue-blos. Todos los habitantes de la pequeña y pintoresca po-blación, barrida por los vientos del mar, salieron a mí en-cuentro. Ya se habían tomado medidas para evitar a loscuriosos. La policía logró detener la multitud que se agol-paba en las calles para verme. Ese fue el final de mi viaje.El doctor Humberto Gómez, el primer médico que me hizoun examen detenido, me dio la gran noticia. No me la dioantes de terminar el examen, pues quería estar seguro deque estaba en condiciones de resistirla. Dándome una pal-madita en la mejilla, sonriendo amablemente, me dijo:

-La avioneta está lista para llevarlo a Cartagena. Allí loestá esperando su familia.

XIV

Mi heroísmo consistió en no dejarme morir

Nunca creí que un hombre se convirtiera en héroe porestar diez días en una balsa, soportando el hambre y la sed.Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido unabalsa dotada con agua, galletas empacadas a presión,brújula e instrumentos de pesca, seguramente estaría tanvivo como lo estoy ahora. Pero habría una diferencia: nohabría sido tratado como un héroe. De manera que el

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heroísmo, en mi caso, consiste exclusivamente en nohaberme dejado morir de hambre y de sed durante diezdías. Yo no hice ningún esfuerzo por ser héroe. Todos misesfuerzos fueron por salvarme. Pero como la salvaciónvino envuelta en una aureola, premiada con el título dehéroe como un bombón con sorpresa, no me queda otrorecurso que soportar la salvación, como había venido, conheroísmo y todo. Se me pregunta cómo se siente un héroe.Nunca sé qué responder. Por mi parte, yo me siento lomismo que antes. No he cambiado ni por dentro ni porfuera. Las quemaduras del sol han dejado de dolerme. Laherida de la rodilla se ha cicatrizado. Soy otra vez LuisAlejandro Velasco. Y con eso me basta. Quien ha cam-biado es la gente. Mis amigos son ahora más amigos queantes. Y me imagino también que mis enemigos son másenemigos, aunque no creo tenerlos. Cuando alguien mereconoce en la calle se queda mirándome como a un ani-mal raro. Por eso visto de civil, hasta cuando a la gente sele olvide que estuve diez días sin comer ni beber en unabalsa. La primera sensación que se tiene, cuando se em-pieza a ser una persona importante, es la sensación de quedurante todo el día y toda la noche, en cualquier circuns-tancia, a la gente le gusta que uno le hable de uno mismo.Me di cuenta de eso en el Hospital Naval de Cartagena,donde pusieron un guardia para que nadie hablara con-migo. A los tres días me sentía completamente restable-cido, pero no podía salir del hospital. Sabía que cuando medieran de alta tendría que contarle el cuento a todo elmundo, porque, según me decían los guardias, habían lle-gado a la ciudad periodistas de todo el país para hacermereportajes y tomarme fotografías. Uno de ellos, con unimpresionante bigote de 20 centímetros de largo, me tomómás de 50 fotografías, pero no se le permitió que me pre-guntara nada relacionado con mí aventura. Otro, más au-

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daz, se disfrazó de médico burló la guardia y penetró en mihabitación. Obtuvo una resonante y merecida victoria,pero pasó un mal rato.

Historia de un reportaje

A mi habitación sólo podían entrar mi padre, los guar-dias, los médicos y los enfermeros del Hospital Naval. Undía entró un médico que no había visto nunca. Muy joven,con su bata blanca, anteojos y fonendoscopio colgado delcuello. Entró intempestivamente, sin decir nada.

El suboficial de la guardia lo miró perplejo. Le pidióque se identificara. El joven médico se registró todos losbolsillos, se ofuscó un poco y dijo que había olvidado suspapeles. Entonces, el suboficial, de guardia le advirtió queno podría conversar conmigo sin un permiso especial deldirector del establecimiento. De manera que ambos se fue-ron donde el director. Diez minutos después regresaron ami pieza. El suboficial de guardia entró delante y me hizouna advertencia:

-Le dieron permiso para que lo examine durante quinceminutos. Es un siquiatra de Bogotá, pero a mí me pareceque es un reportero disfrazado. -¿Por qué le parece? -lepregunté. -Porque está muy asustado. Además, los siquia-tras no usan fonendoscopio.

Sin embargo, había conversado durante quince minutoscon el director del Hospital. Habían hablado de medicina,de psiquiatría. Hablaron en términos médicos, muy com-plicados, y rápidamente se pusieron de acuerdo. Por eso ledieron permiso para hablar conmigo durante quince mi-nutos. No sé si fue por la advertencia del suboficial, perocuando el joven médico entró de nuevo a mi pieza ya no

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me pareció un médico. Tampoco me pareció un reportero,aunque hasta ese momento yo no había visto nunca unreportero. Me pareció un cura disfrazado de médico. Creoque no sabía cómo empezar. Pero lo que realmente ocurríaera que estaba pensando en la manera de alejar al subofi-cial de la guardia.

-Hágame el favor de conseguirme un papel -le dijo.

El debió pensar que el suboficial de guardia iría a bus-car el papel a la oficina. Pero tenía orden de no dejarmesolo. Así que no fue a buscar el papel, sino que salió alcorredor y gritó: -Oiga, traiga en seguida papel de escribir.

Un momento después vino el papel de escribir. Habíantranscurrido más de cinco minutos y el médico no me ha-bía hecho todavía ninguna pregunta. Sólo cuando llegó elpapel comenzó el examen. Me entregó el papel y me pidióque dibujara un buque. Yo dibujé el buque. Luego me pi-dió que firmara el dibujo, y lo hice. Después me pidió quedibujara una casa de campo. Yo dibujé una casa lo mejorque pude, con una mata de plátano al lado. Me pidió que lafirmara. Entonces fue cuando yo me convencí de que eraun reportero disfrazado. Pero él insistió en que era médico.Cuando acabé de dibujar, examinó los papeles, dijo algu-nas palabras confusas y comenzó a hacerme preguntassobre mi aventura. El suboficial de guardia intervino pararecordar que no se permitía aquella clase de preguntas.Entonces me examinó el cuerpo, como lo hacen los médi-cos. Tenía las manos heladas. Si el suboficial de guardia selas hubiera tocado lo habría echado de la pieza. Pero yo nodije nada, pues su nerviosismo y la posibilidad de que fue-ra un reportero me producían una gran simpatía. Antes deque se cumplieran los quince minutos del permiso saliódisparado con los dibujos. ¡La que se armó al día si-guiente! Los dibujos aparecieron en la primera página de

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"El Tiempo", con flechas y letreros. "Aquí iba yo", decíaun letrero, con una flecha que señalaba el puente del bu-que. Era un error, porque yo no iba en el puente, sino en lapopa. Pero los dibujos eran míos.

Me dijeron que rectificara. Que podía demandarlo. Mepareció absurdo. Yo sentía una gran admiración por unreportero que se disfrazaba de médico para poder entrar enun hospital militar. Si él hubiera encontrado la manera dehacerme saber que era un reportero yo habría sabido cómoalejar al suboficial de guardia. Porque la verdad es que esedía yo ya tenía permiso para contar la historia.

E1 negocio del cuento

La aventura del reportero disfrazado de médico meproporcionó una idea muy clara del interés que los perió-dicos tenían en la historia de mis diez días en el mar. Eraun interés de todo el mundo. Mis propios compañeros mepidieron que la contara muchas veces. Cuando vine a Bo-gotá, ya casi completamente restablecido, me di cuenta deque mi vida había cambiado. Me recibieron con todos loshonores en el aeródromo. El presidente de la república meimpuso una condecoración. Me felicitó por mi hazaña.Desde ese día supe que seguiría en la armada, pero ahoracon el grado de cadete. Además, había algo con lo cual nocontaba: las propuestas de las agencias de publicidad. Yoestaba muy agradecido de mi reloj, que marchó con preci-sión durante mi odisea. Pero no creí que aquello le sirvierapara nada a los fabricantes de relojes. Sin embargo, medieron $ 500 y un reloj nuevo. Por haber masticado ciertamarca de chicles y decirlo en un anuncio, me dieron $1.000. Quiso la suerte que los fabricantes de mis zapatos,por decirlo en otro anuncio, me dieran dos mil pesos. Para

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que permitiera transmitir mi historia por radio me dieroncinco mil. Nunca creí que fuera buen negocio vivir diezdías de hambre y de sed en el mar. Pero lo es: hasta ahorahe recibido casi diez mil pesos. Sin embargo, no volvería arepetir la aventura por un millón. Mi vida de héroe no tie-ne nada de particular. Me levanto a las 10 de la mañana.Voy a un café a conversar con mis amigos, o a alguna delas agencias de publicidad que están elaborando anuncioscon base en mi aventura. Casi todos los días voy al cine. Ysiempre acompañado. Pero el nombre de la acompañantees lo único que no puedo revelar, porque pertenece a lareserva del sumario. Todos los días recibo cartas de todaspartes. Cartas de gente desconocida. De Pereira, firmadocon las iniciales J. V. C., recibí un extenso poema, conbalsas y gaviotas, Mary Address, quien ordenó una misapor el descanso de mi alma cuando me encontraba a laderiva en el Caribe, me escribe con frecuencia. Me mandóun retrato con dedicatoria que ya conocen los lectores. Hecontado mi historia en la televisión y a través de un pro-grama de radio. Además, se la he contado a mis amigos.Se la conté a una anciana viuda que tiene un voluminosoálbum de fotografías y que me invitó a su casa. Algunaspersonas me dicen que esta historia es una invenciónfantástica. Yo les pregunto: Entonces, ¿qué hice durantemis diez días en el mar?