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41 Fidelina González Llerenas Universidad de Guadalajara Takwá / Núm. 10 / Otoño 2006 / pp. 41-64 El objetivo en este trabajo es mostrar el desarrollo de la práctica prostibularia en las últimas cuatro décadas del siglo XIX en Guadalajara con el fin de detectar la medida en que se observó la norma- tividad emitida en este periodo para el control sanitario y moral de la prostitu- ción, es decir, lo establecido frente a la realidad, para detectar los desfases entre estos dos niveles o el cumplimiento de las disposiciones al pie de la letra. Palabras clave: prostitución, reglamentación, mujer pública, salud pública, moral pública. Introducción El estado liberal mexicano implantó la normatividad para el control sa- nitario y moral de la prostitución. En Guadalajara se reglamentó a partir de 1866 y hasta 1900; se expidieron cuatro reglamentos que reflejaron el interés que se tenía por beneficiar a la sociedad mediante el cuidado sa- nitario de las mujeres públicas (revisándolas una o dos veces por semana y curándolas forzosamente en el Hospital de Belén) para la protección del cliente, su familia y la sociedad. De igual manera manifestaron el afán que había por cuidar la decencia, al establecer la forma de conducta que debían observar las prostitutas en espacios públicos con el fin de que Reglamentación y práctica de la prostitución en Guadalajara durante la segunda mitad del siglo XIX Para este propósito se utilizaron los informes de los médicos encargados de las revisiones sanitarias de las mujeres públicas, los libros de registro de los pagos de las casas de tolerancia y de la prostitutas, los libros de entradas a la sala del Sagrado Corazón de Jesús del Hospital de Belén de las enfermas o sospechosas de traer el mal venéreo, así como quejas de vecinos y notas pe- riodísticas.

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Fidelina González LlerenasUniversidad de Guadalajara

Takwá / Núm. 10 / Otoño 2006 / pp. 41-64

El objetivo en este trabajo es mostrar el

desarrollo de la práctica prostibularia

en las últimas cuatro décadas del siglo

xix en Guadalajara con el fin de detectar

la medida en que se observó la norma-

tividad emitida en este periodo para el

control sanitario y moral de la prostitu-

ción, es decir, lo establecido frente a la

realidad, para detectar los desfases entre

estos dos niveles o el cumplimiento de las

disposiciones al pie de la letra.

Palabras clave: prostitución, reglamentación, mujer pública, salud pública, moral

pública.

Introducción

El estado liberal mexicano implantó la normatividad para el control sa-nitario y moral de la prostitución. En Guadalajara se reglamentó a partir de 1866 y hasta 1900; se expidieron cuatro reglamentos que reflejaron el interés que se tenía por beneficiar a la sociedad mediante el cuidado sa-nitario de las mujeres públicas (revisándolas una o dos veces por semana y curándolas forzosamente en el Hospital de Belén) para la protección del cliente, su familia y la sociedad. De igual manera manifestaron el afán que había por cuidar la decencia, al establecer la forma de conducta que debían observar las prostitutas en espacios públicos con el fin de que

Reglamentación y práctica de la prostitución en Guadalajara durante la segunda mitad del siglo xix

Para este propósito se utilizaron los

informes de los médicos encargados de

las revisiones sanitarias de las mujeres

públicas, los libros de registro de los

pagos de las casas de tolerancia y de

la prostitutas, los libros de entradas a

la sala del Sagrado Corazón de Jesús

del Hospital de Belén de las enfermas

o sospechosas de traer el mal venéreo,

así como quejas de vecinos y notas pe-

riodísticas.

Takwá / Historiografías42

parecieran decentes y no incomodaran ni dieran malos ejemplos a los habitantes respetables.

Entre la moral y la salud

Las prostitutas de la segunda mitad del siglo xix formaron parte de los pobres de la ciudad de Guadalajara, además de estar ubicadas social-mente entre la enfermedad y la inmoralidad. En términos ideológicos, se convirtieron en una amenaza para la sociedad: por un lado atentaban contra la salud pública al contagiar de sífilis y demás enfermedades vené-reas al cliente, quien a su vez podía contagiar a su familia; por otro lado, también alteraban el orden público con sus comportamientos y actitudes en la calle. De ahí que se volviera necesario contrarrestar esos males sal-vaguardando la salud de los clientes y controlando los comportamientos de dichas mujeres en la esfera pública.

Los reglamentos emitidos en la segunda mitad del siglo xix refleja-ron la obsesión de la clase dominante por la conservación de la salud y la moral pública a partir de la convergencia de las ideas higienistas de la ilustración, la difusión del sistema reglamentarista francés y la moral victoriana (hacia mediados del siglo), donde la prostituta surge como la única culpable de los contagios venéreos, como si las enfermedades ve-néreas formaran parte de ella y de la transgresión sexual.

Por otro lado, la existencia de una doble moral sexual mexicana con-sintió la permanencia del ejercicio de la prostitución en el país. Al hombre se le permitía tener relaciones sexuales pre y extramaritales, y a la mu-jer no; la mujer debía mantenerse virgen hasta el matrimonio y después guardar fidelidad al esposo. Además, al igual que en Francia, la mujer fue elevada como madre, por lo tanto le era negada la sexualidad no re-productiva.1 Pero a la prostituta sí se le permitió legalmente ejercer una sexualidad no dirigida a la reproducción sino a la satisfacción masculina. Esto permitió considerar a las prostitutas como lo más bajo de la sociedad y la contraparte de la mujer decente2 debido a su desempeño sexual con varios hombres o, lo que era lo mismo, comerciar con su cuerpo. No así para el hombre comprador de sus servicios, ya que él podía tener acceso

1 Judith R Walkowitz, “Sexualidades peligrosas”, en Geneviéve Fraisse y Michelle Perrot

(comps.) La mujer civil, pública y privada. Siglo xix, Madrid, Ediciones Taurus, 1993,

tomo 4, p. 371.2 Para la época, una mujer decente era aquella que poseía las virtudes de la timidez, la

reserva, la modestia y sobre todo el pudor. Julia Tuñón, El álbum de la mujer, el siglo

xix (1821-1880), México, inah, 1991, tomo iii, p. 87.

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a cuanta prostituta quisiera y no pasaba nada, es decir, no dejaba de ser socialmente aceptable.

Para la prostituta, la sexualidad que ejercía no significaba cubrir una necesidad natural, en cambio, ideológicamente, para el hombre sí.3 Por último, se trataba de un problema genérico. En ese sentido, la posición de una mujer pública se encontró en total desventaja frente al cliente en todas aquellas partes donde se aplicó el sistema reglamentarista francés, pues “era imposible establecer ninguna comparación entre las prostitu-tas y los hombres que entraban en relación con ellas. Para un sexo, la ofensa cometida era una cuestión de beneficio económico, para el otro… respeto de un impulso natural”.4

Además del contagio de las enfermedades venéreas y los comporta-mientos de las prostitutas, importaba erradicar la manifestación pública del comercio sexual: encerrando tras las puertas cualquier expresión con el fin de imponer y mantener una decencia externa impecable (hipocresía moral). El hombre podía ser “frecuentador de las prostitutas, a las que buscaría por vías ocultas. Pero públicamente la prostituta seguirá siendo para él un tumor pestífero en la sociedad”.5 Esto fue a consecuencia del cambio en el control de la sexualidad, ya que antes, como lo dice Michel Foucault, había más libertad para tratarla y ejercerla pero con la burgue-sía victoriana hubo un rompimiento, ahora esa libertad se limitaba a la intimidad del hogar matrimonial con la función de reproducir. A pesar de ello, se permitieron las sexualidades ilegítimas con la única condición de mantenerlas apartadas de la población, dentro de los burdeles.6

La prostitución practicada en el ámbito de la sociedad tapatía durante el periodo de estudio fue una actividad que no se castigó como tal, es decir,

3 Bryan Turner, El cuerpo y la sociedad, exploraciones en teoría social, México, FCE,

1989, p. 35.4 Ibidem.5 Eduard Fuchs, Historia ilustrada de la moral sexual, la época burguesa, Madrid, Alianza

Editorial, 1996, p. 95.6 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Argentina, Editorial Siglo xxi, 2001, tomo I,

pp. 9-10.7 “El juguete de los hombres”, en Revista Aurora, año 6, núm. 19, 27 de agosto de 1922.

Es inútil…absolutamente inútil cuanto por ellas quiera hacerse. Son flores enfermas que no estarían bien en la sala de la decencia Ma-ría Luisa Garza “Loreley, Parecer y ser”7

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no se sancionó a las mujeres por practicarla (siempre y cuando se apegaran a la normatividad), puesto que en otras partes del país, inclusive de Jalisco, hubo momentos en los cuales llegó a estar prohibida. En Guadalajara se toleró mediante reglamento y solamente se sancionó el incumplimiento del mismo, ya que lo que interesaba y preocupaba a las autoridades y a la gente respetable era evitar sus consecuencias dañinas: los atentados contra la moral y la salud pública provocados por las prostitutas.

Las quejas de los vecinos de las casas de prostitución vienen a ser un vivo testimonio de que los habitantes reprobaban los comportamientos y los escándalos que provocaban las mujeres en la vía pública, y no el que ejercieran la prostitución, siempre y cuando éstas se mantuvieran ence-rradas para que no afectara la moral pública. Un buen ejemplo de esto es la solicitud de los vecinos (hombres) de los barrios de Analco y San Juan de Dios para que se trasladaran los negocios con ese giro a otros lugares de la ciudad menos habitados, o de plano a la periferia, debido a los malos ejemplos que daban las mujeres públicas a sus familias:

Hace algún tiempo que los vecinos principales del barrio de San Juan de Dios, de esta ciudad, se dirigieron, por medio de un ocurso, al Sr. Gobernador del Estado, solicitando, en vista de los frecuentes y per-judiciales escándalos que las mujeres del mal vivir dan a todas horas, que los centros de corrupción que éstas tienen establecidos en el cita-do barrio y en el de Analco que son de los más poblados, se mandaran trasladar a puntos menos habitados y concurridos, en donde causaran menos mal con la corrupción de sus públicas costumbres, a la socie-dad, y especialmente a la juventud y a la niñez de las familias que viven en los citados barrios.8

Como ésta, hubo varias manifestaciones de descontento que se divul-garon por medio de la prensa tapatía,9 todas ellas originadas por los actos inmorales y escándalos que las meretrices cometían en la vía pública:

Vecinos respetables que viven a inmediaciones de la cuadra conocida por de “Los Naranjitos” y de otros que habitan cerca de La Alameda, ponen el grito en el cielo por los desmanes, escándalos e inmoralida-

8 Biblioteca Pública del Estado de Jalisco (En adelante bpej), La linterna de Diógenes

(periódico bisemanal), Guadalajara, año xii, núm. 765, 28 de enero de 1899, p. 2.9 Es notoria la participación en la difusión de este tipo de asuntos del periódico La liber-

tad, tomo I, núm. 23, 16 de agosto de 1896, p. 2; núm. 35, 27 de septiembre de 1896, p.

3; y tomo II, núm. 152, 31 de octubre de 1897, p. 3.

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des que ciertas meretrices cometen diariamente en esos barrios, sin preocuparse de que sean testigos de tan edificantes escenas, los niños y las señoritas que se ven en la precisión de vivir en tales puntos. O meterlas al orden a esas descaradas o mandarlas allá del río de San Juan de Dios.10

Por otra parte, esas expresiones de algunos habitantes vienen a confirmar que la práctica distaba de lo establecido en los reglamentos: en esa época, les estaba prohibió a las mujeres prostituidas alterar el orden público, y al parecer, por las quejas, era una disposición que no se observaba.

Ahora bien, como parte del interés por mantener la decencia externa, había que hacerlas parecer “decentes” en sus comportamientos públi-cos; aunque dentro del burdel dieran rienda suelta al “vicio”, éste debía de quedar fuera de la percepción visual de los habitantes “respetables”. El “pecado” fue desterrado de la calle y quedó oculto tras la puerta de la alcoba, donde podía abrirse campo a su gusto; la puerta, sin embargo, se pintó con los “colores de la moralidad”,11 o al menos eso se pretendía, toda vez que la esencia de la decencia externa consistía en la eliminación de lo sexual en el comportamiento público.12

En todos los comunicados se detecta la existencia de la hipocresía de la sociedad tapatía puesto que no había problema mientras la prostitu-ción se ejerciera en lugares apartados y cerrados, donde todas sus mani-festaciones quedaran ocultas a las miradas curiosas de los transeúntes. Aunque el ejercicio de la prostitución fuera una actividad inmoral, no se pedía su prohibición sino únicamente la supresión de los malos ejemplos que daban estas mujeres en la calle, ya que hasta su sola presencia la consideraban como un insulto a la moralidad pública.13

Para completar el disimulo era necesario clausurar todo tipo de visi-bilidad de esas casas: manteniendo las puertas cerradas, vidrios opacos o cortinas en las ventanas y no alumbrar los cuartos que dieran a la ca-lle. Las prostitutas debían aparecer en la vía pública, o sea fuera de sus lugares permitidos de trabajo, decentes en sus movimientos, lenguaje y vestimenta (ideas desarrolladas en el reglamento). Por un lado, era parte de la exigencia del modelo de conducta femenino, el cual se reflejaba cla-ramente en los reglamentos de prostitución de la época y, por otro, debían

10 Periódico, La Libertad, Guadalajara, tomo II, núm. 177, 27 de enero de 1898, p. 3. bpej.11 Fuchs, Historia ilustrada, 1996, p. 87.12 Ibid., p. 95.13 1886, p. 231. (bpej, Fondos Especiales (FE), miscelánea 743)

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ser manifestaciones de toda persona “civilizada”,14 había que cuidar esa imagen en aras del anhelado progreso. Y es que era notoria su apariencia, no podían pasar desapercibidas ya que su andar, su forma de vestir y su lenguaje las denunciaba. No podía ser de otra manera si ésa ha sido y es su técnica para atraer a los clientes (desde el México prehispánico hasta nuestros días).

Una referencia al respecto, lo constituye el denominado Registro (apunte y notas) de Mariano Azuela, como testigo del mundo de la pros-titución de la época, al que conoció lo suficiente en sus años de juventud. En algún momento en sus escritos se refiere al “uniforme” de ellas como “colorete en el rostro, vestido alto, chillón de color y exagerado de ador-nos”,15 o a su caminar en la calle “balanceo del esbelto talle, prometedor de futuros deliciosos”.16 Lo cual viene a indicar que la erradicación de esos comportamientos y actitudes de las prostitutas para hacerlas pare-cer mujeres respetables no se consiguió por más que los reglamentos así lo establecieran.

En ese sentido, la reglamentación de la prostitución respondió a la moral de la época, puesto que en las disposiciones se asentaba la con-ducta que las mujeres tenían que observar para parecer decentes. De esa manera se pretendía que se apegaran al modelo de conducta femenina en los espacios públicos, ya que dentro de los burdeles no preocupaba ni su actuar, ni su vestido, ni su vocabulario.

El “deber ser” femenino

Hoy en día por medio de diversas fuentes nos llega el ideal femenino mexicano de las últimas décadas del siglo xix,18 que estaba dirigido a la

14 Elisa Speckman, “Las tablas de la ley”, en Modernidad, tradición y alteridad, la ciudad

de México en el cambio del siglo (xix-xx), México, unam, 2001, p. 254.15 Mariano Azuela, Obras completas, México, fce, 1996, tomo iii, p. 1200.16 Ibid., p. 1217.17 El Católico, tomo 2, núm. 82, 29 de mayo de 1887, p. 3. bpej.18 Desde la prensa, documentos escritos por la elite, manuales de conducta con el fin de

influir en los habitantes y estudios realizados por varios autores como Alberto del Cas-

tillo Troncoso “Notas sobre la moral dominante a finales del siglo xix en la Ciudad de

La mujer cristiana es inseparable del hogar. El hogar es su reino, su afán, su ilusión su nece-sidad constante mientras vive. Refugio Barra-gán de Toscano17

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mujer de la clase alta, ya que la atención estaba puesta en estas muje-res, porque eran las que tenían un papel importante que desempeñar en beneficio de la sociedad como “educadoras e ilustradas de sus hijos, una base sólida para la socialización de estos y la transmisión de los valores sociales y morales, y el progreso de la nación”.19 Aunque no estaba diri-gido a las demás capas de la sociedad, al parecer sí se pretendía que, al menos externamente, se observara por todas para estar en consonancia con la “civilización”. Pero no todas tenían las mismas posibilidades de asumirlo aunque quisieran, como las mujeres pobres, cuya necesidad de trabajar regularmente fuera de su hogar para apoyar la economía familiar, sin importar su estado civil, es decir, ya fuera casada o soltera, no modificaba su situación económica.

El “deber ser” femenino de la época empezaba por mantener la vir-ginidad hasta el matrimonio y, después, la fidelidad, atender al esposo cuando estuviera en casa, encargarse de las tareas domésticas, aunque sólo fuera supervisando el trabajo de la servidumbre, consagrarse a la oración, tener hijos y dedicarse a su cuidado, sobre todo de las niñas a las que se debería ir preparando desde chicas para su desempeño como amas de casa, esposas y madres. “Se considera que para la niña e incluso para la adolescente, la educación materna es preferible a cualquier otra, porque la prepara mejor para la vida privada”.20 “Esas niñas pequeñas en cuyo rostro infantil y risueño hay algo tan hermoso como la sonrisa del cielo, están destinadas a ser la salvaguardia del hogar”.21

Si, por su naturaleza, a la mujer se le habían asignado las actividades que se encontraban en el hogar, su ámbito quedó limitado al espacio pri-vado, por lo tanto los quehaceres reservados al hombre estaban fuera de él, en el espacio público donde se necesitaba pensar y actuar, como en

México, las mujeres suicidas como protagonistas de la nota roja”; Speckman Guerra,

“Las tablas de la ley”, 2001; Valentina Torres Septién “Manuales de conducta, urbani-

dad y buenos modales durante el Porfiriato, notas sobre el comportamiento femenino”,

en Modernidad, tradición, 2001; Carmen Ramos Escandón “Señoritas porfirianas:

mujer e ideología en el México progresista 1880-1910”, en Presencia y transparencia,

la mujer en la historia de México, México, El Colegio de México, 1987, pp. 143-161;

“Mujeres mexicanas: historia e imagen. Del Porfiriato a la revolución”, en Revista En-

cuentro, El Colegio de Jalisco, vol. 4, núm. 3, 1997, pp. 41-57; y Ma. de la Luz Parcero,

Condiciones de la mujer en México durante el siglo xix, méxico, inah, 1992.19 Francoise Carner, “Estereotipos femeninos en el siglo xix”, en Presencia y transparen-

cia, 1987, p. 104. 20 Walkowitz, “Sexualidades peligrosas”, 1993, p. 352.21 El Católico, tomo II, núm. 85, 19 de junio de 1887, p. 3. bpej.

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la política o en el desempeño de una profesión o trabajo para el sosteni-miento económico de la familia.22 “El hombre posee la fuerza que mata, esclaviza, lucha y vence por voluntad. En los campos de batalla es un hé-roe, y su gloria se cifra en llenar los campos de cadáveres, los hospitales de heridos y las cárceles de prisioneros”. En cambio la mujer “posee la fuerza que subyuga por el corazón: la fuerza que perdona, compadece y se resigna”.23

También existía un control de los comportamientos de la mujer fuera del hogar. El modelo normativo que tenía que observar en público se centraba en la forma de vestir y de actuar; en ambos casos una dama decente no debía llamar la atención de los demás, sus adornos conve-nían sencillos y sin exagerar en cantidad, el uso de colores subidos en su ropa no iban con ella; puesto que “los relumbrones, la cargazón, el capricho en la elección de los colores y dibujos extravagantes de su aderezo manifiestan un afán vicioso de llamar la atención”.24 También la forma de caminar de las mujeres debía ser moderada para no hacerse notar, con un paso lento sin voltear a ver lo que ocurría a su alrededor, si en la calle algo le llamaba la atención podía pararse a observar pero con propiedad y después continuar su marcha. La intención era que pasara desapercibida.25

Las prostitutas no podían apegarse a ese modelo de conducta externa, ya que ellas sí buscaban atraer la atención de los hombres, posibles clien-tes. La vestimenta (colores y modelos) y su forma provocativa de caminar eran medios de seducción, o si no ¿por qué vestían o caminaban de la manera que lo hacían?

Por otro lado, ese patrón normativo de conducirse fuera del hogar im-plícitamente se plasmó en los reglamentos de prostitución de la época, cuando en ellos se prohibía a las mujeres públicas llamar a los hombres con señas, dirigir la palabra a los transeúntes, salir reunidas en grupo y presentarse con vestidos disolutos, todo con el propósito de que no llama-ran la atención sobre ellas. Esto nos lleva a pensar que si se incluyó ese tipo de prohibiciones en los cuatro reglamentos del siglo xix, era porque se trataba de una práctica común de las mujeres públicas y que no se había podido erradicar.

22 Speckman, “Las tablas de la ley”, 2001, p. 257. Julia Tuñon, El álbum de la mujer, an-

tología ilustrada de las mexicanas, volumen iii, el siglo xix (1821-1880), México, inah,

1991, pp. 64-68.23 El Católico, 29 de mayo de 1887. bpej.24 Valentina Torres Septién, “Manuales de conducta”, 2001, p. 285.25 Ibidem.

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Cuando una mujer se alejaba de las normas de conducta externa se le consideraba socialmente como mujer pública, por eso era necesario que cuidara sus maneras de conducirse, sobre todo las que no pertenecían a las clases altas, es decir, la pobre; puesto que “en público corría perma-nentemente el riesgo que la tomaran por ramera, tenía que demostrar una y otra vez con su vestimenta, con sus gestos, con sus movimientos que no era una mujer baja”.26 Pero no solamente eso, sino que además podía ser detenida por la policía como mujer pública sin serlo (he aquí la ambigüedad de lo que era una prostituta), y peor aún, conducirla al hos-pital para que se le practicara la correspondiente revisión sanitaria, como a cualquier prostituta clandestina o insometida.

Pero no hay que dejar de tomar en cuenta que se trataba de una so-ciedad donde moralmente sólo existían dos clases de mujeres, calificadas de acuerdo a la manera de conducirse en la vida: decente o indecente (sinónimo de mujer pública, ya que la indecencia era asociada con las prostitutas). Toda mujer que no se apegara al patrón de conducta externa con facilidad podía ser considerada socialmente como una mujer pública. “Una mujer debe ser buena y parecerlo, la buena reputación es el bien más frágil que posee y puede perderlo… por una conducta aparentemen-te ligera o inconsciente que provoque murmuraciones…”.27

Las equivocaciones de la policía en la detención de mujeres “decen-tes” debieron de ocurrir continuamente, de no ser así no habría razón para que en todos los reglamentos de prostitución de la época se insistie-ra al respecto, prohibiéndoles a los agentes de sanidad tomar a una mujer como prostituida sin antes tener la certeza de que lo fuera. Idílicamente no valían las simples sospechas, los errores de esa naturaleza podían ser causa de despido.

Aunque así se estableciera en los documentos, la realidad era otra, ya que existen escritos que pueden demostrar lo contrario, como lo son los registros de prostitutas enfermas de la Sala del Sagrado Corazón de Jesús del Hospital de Belén, donde continuamente aparecen casos de mujeres que eran remitidas por la policía de sanidad para que fueran examina-das médicamente, las cuales tenían que ser puestas en libertad al día si-guiente porque no se les había encontrado ninguna enfermedad venérea. En ese sentido las detenidas pasaban a ser objetos sin voluntad, ya que eran sometidas a una revisión corporal sin su consentimiento.

En los casos anteriores también pudieron estar incluidas las clandes-tinas, o sea las que ejercían sin estar inscritas en el registro de mujeres

26 Walkowitz, “Sexualidades peligrosas”, 1993, p. 384.27 Carner, “Estereotipos femeninos”, 1987, p. 97.

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públicas o no autorizadas. Es de llamar la atención que cuando ocurrían esas situaciones no se anotara en el libro la profesión (mujer pública) de la detenida, siendo que en las demás sí, es decir, cuando las mujeres eran explícitamente prostitutas, parece que no había empacho en escribirlo.

De esa manera, tenemos que tan sólo en el mes de octubre de 1885 fueron remitidas al hospital once mujeres en las condiciones descritas anteriormente, por dieciséis que ingresaron por la vía normal, es decir de las que resultaban enfermas en las revisiones médicas rutinarias y de las arrestadas por insometidas o sea las que no asistían a sus exámenes corporales bisemanalmente como estaba prescrito en el reglamento.28

La prensa tapatía jugó un papel importante en la difusión del “de-ber ser” de la mujer de las últimas décadas del siglo xix, puesto que no faltaron los numerosos consejos sobre el comportamiento que debía ob-servar y el lugar que correspondía a su condición femenina. Era común que estos consejos provinieran de mujeres, a pesar de que los modelos de conducta femenina habían sido diseñados e impuestos por hombres, pero que las mujeres de cierta manera ayudaron a vigilar y a perpetuar en sus propios hogares.

La mujer pública

En el Diccionario de legislación y jurisprudencia se lee que la mujer pú-blica es la que hace tráfico de sí misma entregándose vilmente al vicio de la sensualidad por interés.29 A esto habría que agregarle, según la con-cepción del siglo antepasado, que era llamada así a la ramera porque se ponía en relación con algunos individuos de la sociedad.30 Además de que parte de su actividad (incitación a los clientes) la realizaba en el espacio público. Cabe hacer notar que para la época no era muy usual el vocablo

28 Archivo Histórico de Jalisco (en adelante AHJ), Hospital Civil, sala del Sagrado Corazón

de Jesús, libro 72 (1885-1886).29 Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, Colombia, Te-

mis, 1998, 3 tomos.30 El Católico, tomo II, núm. 97, 25 de septiembre de 1887, p. 2. BPEJ.

Has de parecer moral en cualquier circunstan-cia. Quien sepa conservar esta apariencia a tra-vés de los peligros de la vida obtendrá estima y consideración. En cambio, aquel que renuncie a ella será objeto de desprecio, aunque se man-tenga personalmente intacto. Eduard Fuchs

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prostituta para referirse a la mujer que comerciaba con su cuerpo aunque ya había pasado un siglo de su aparición en México. Usualmente en los documentos oficiales se empleaba la denominación de mujer pública o prostituida para referirse a las vendedoras de sexo, y muy rara vez se utilizaba mesalina, meretriz y ramera.

Pero la mujer pública de las últimas décadas del siglo xix no era sólo aquella que se dedicaba a comerciar con su cuerpo o a vender sexo, sino que debido a la ambigüedad que existía del concepto, cualquier mujer que no se apegara a la normatividad de conducta femenina de la época corría el riesgo de que se le considerara o se le tomara socialmente como si de verdad fuera una mujer pública. De tal manera que el actuar externo de una mujer también servía de parámetro para que se le calificara como decente o indecente.

Lo anterior era visible en los reglamentos de prostitución (por lo menos en los de 1866 y 1879) donde quedaron plasmados los siguientes motivos por los cuales una mujer podía ser tomada como pública; los que a su vez servían de orientación a la policía sanitaria para que pudiera detenerla y conducirla por la fuerza al hospital donde se les practicaría la revisión corporal para verificar su estado sanitario:i. La frecuencia habitual con mujeres conocidamente prostituidas.ii. El encuentro con residencia en las casas de tolerancia.iii. El arresto con reincidencia en lugares públicos, por conducta contraria

a las buenas costumbres, como provocaciones y actos licenciososiv. La comunicación del mal venéreo, yv. La naturaleza de las relaciones, cuando traigan consigo el escándalo,

susciten quejas o amenacen la sanidad pública.Con lo anterior, queda claro que una mujer decente no podía tener

como amistad a una mujer pública, ni asistir a casas de tolerancia, ni com-portarse de otra manera que no fuera la prescrita por hombres de la clase dominante tapatía, ni hacer escándalos en la vía pública, ni provocar que-jas, porque todo ello era razón de más para que la policía y la sociedad la tomaran como una mujer pública.

Si la mujer pobre difícilmente podía asumir el modelo femenino pre-dominante, menos una prostituta. Aunque no estaba dirigido tampoco a este tipo de mujeres, sí se le exigía al menos guardar cierta compostura o recato en los espacios públicos, pensando en las y los demás, con el fin de evitarles que se sintieran ofendidos por su manera impropia de conducirse.

La prostituta se alejaba más del patrón femenino vigente en el Porfi-riato cuando se le consideraba el antagónico de la mujer de bien; y es que su condición era totalmente diferente a la de la considerada decente y

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venida de las clases altas. Ella representaba todo lo opuesto, empezando por traer consigo la carga de provenir de las clases inferiores y por ese hecho ser mal vista, desprecio que se incrementaba por ser prostituta y lo que esto implicaba: su forma de vivir, de comportarse, de vestir, sexua-lidad negativa, el espacio público, la venta de sexo y hasta la falta de una familia nuclear (por la carencia de esposo). Pero, para establecer esa polaridad, sólo se tomaban en cuenta los aspectos que las diferenciaban, mas no los que las asemejaban, pues a la prostituta se le concebía única-mente como mujer pública las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año; de esa forma se le negaba cualquier aspecto de la vida de una mujer.

Respecto a lo anterior, Marcela Lagarde hace una comparación muy interesante entre los dos estereotipos de mujer. Aunque se trata de si-tuaciones recientes, se pueden aplicar a la segunda mitad del siglo xix, puesto que los estados de ambas no han variado mucho en un lapso de más de cien años. Lagarde parte de las semejanzas entre la prostituta y la madresposa, aseverando que no hay tanta diferencia puesto que la mujer pública también es madre, casada o divorciada, se desenvuelve en otras actividades; enfrenta problemas de embarazo y de aborto; obligaciones fa-miliares y enfermedades venéreas. Incluso encuentra similitud en hechos catalogados de forma diferente, como que ambas son objetos sexuales del hombre y que finalmente a las dos se paga por sus servicios carnales.31

La vida de la mujer pública

Dedicarse al ejercicio de la prostitución significaba toda una forma de vida, puesto que una meretriz vivía en y para el mundo del sexo comercia-lizado, pero no por ello dejaba de cubrir otras actividades como cualquier otra mujer; aunque para la sociedad sólo representara relaciones sexua-les con varios hombres.32

La vida cotidiana de una mujer pública no distaba mucho de la prácti-ca reciente: su actividad propiamente daba inicio al caer la tarde, exten-diéndose hasta altas horas de la noche a pesar de que el horario de cierre de las casas de tolerancia, establecido en los reglamentos, era a las once de la noche y a partir de entonces no se debía dejar entrar a nadie. Lo cual no implicaba que dejaran de funcionar, sino que la actividad continuaba a puerta cerrada y las mujeres seguían atendiendo a los clientes que que-

31 Marcela Lagarde de los Ríos, Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas,

putas, presas y locas, México, unam, 2001, pp. 563-565.32 Azuela, Obras, 1996, p. 1197.

Fidelina González Llerenas / Reglamentación y práctica de la prostitución...53

daban en el interior hasta la hora que se retiraran, si lo hacían, puesto que no era raro que se quedaran a dormir con ellas (estaban obligadas a ello); de eso estaban al pendiente las matronas o dueñas de los locales.

La situación anterior bien se puede apreciar en la narración que hace Federico Gamboa en Santa sobre el acontecer al interior de un burdel “… prolongándose la parranda a puerta cerrada, después de clausurado el establecimiento en atención al alba que se introducía a sorprenderlos por el jardín, y a las curiosidades de madrugadores que en las afueras se paraban a considerarlos”. 33

El hecho de que la actividad fuera nocturna, provocaba el desvelo de las mujeres, por lo cual los horarios para sus demás ocupaciones se mo-vían con relación a los del resto de la gente, como el despertarse tarde (bien salido el sol) o tomar sus alimentos a destiempo. Otra de las acti-vidades cotidianas era su arreglo personal para esperar a los clientes, o salir a buscarlos, siempre pensando en lucir provocativa para ellos, “todo tiende a llamar la atención del hombre hacia ella, a provocar el amor físi-co, a excitar la sensualidad del macho”.34

Pero también dentro de sus quehaceres estaban sus deberes médico-administrativos: primeramente inscribirse en el registro público de prosti-tutas para poder ejercer siendo una prostituta legal, y asistir dos veces por semana a las revisiones médicas, lo que implicaba inversión de su tiempo puesto que tenían que hacer fila en espera de su turno, ya que sólo había un médico para todas. En el periodo de estudio empezaron revisándose alrede-dor de treinta y cinco mujeres, y terminaron en más de cien.

Pero la vida rutinaria de las prostitutas podía verse entorpecida cuan-do resultaban enfermas en esas revisiones, lo que sucedía a menudo, y dependiendo del diagnóstico, podían quedarse en el hospital desde ocho días hasta varios meses, tiempo que permanecían fuera de circulación, por ende dejando de ganar para la manutención de los hijos, en el caso de que fueran madres, o para ayuda de los padres, o simplemente para pagar sus deudas.

Finalmente, el burdel para las mujeres públicas (asiladas) fue su lugar de trabajo y su hogar porque ahí ejercían, vivían, comían y dormían. Aun-que también se daban tiempo para salir a pasear por lugares públicos, a pesar de que tenían prohibido presentarse en sitios frecuentados por “las gentes del buen vivir”, y sobre todo por el centro de la ciudad. Preceptos que no se cumplían del todo, según se puede apreciar en los relatos de

33 Federico Gamboa, Santa, 1998, p. 115.34 Miguel Galindo, Apuntes sobre la higiene en Guadalajara, tesis de la Facultad de Me-

dicina de Guadalajara, abril de 1908, p. 258.

Takwá / Historiografías54

Mariano Azuela sobre sus encuentros cotidianos con prostitutas en los portales y demás espacios céntricos de Guadalajara.35 Y es que era fácil identificarlas debido a que se hacían notar entre las demás mujeres, ya fuera por su “forma alocada de conducirse” o de vestirse (aspecto inde-cente); en cambio, las otras lo hacían con discreción.

Por otra parte, las mujeres pertenecientes a un burdel difícilmente po-dían cambiarse a otro o retirarse del oficio, debido primeramente a las deudas que contraían con la dueña del lugar. Aunque en los cuatro re-glamentos del siglo antepasado estaba establecido que las deudas que tuviera una mujer en la casa donde ejercía no podían ser obstáculo para que se mudara a otra, al parecer era una práctica común, la misma vigen-cia de la disposición así parece indicarlo. Y es que las mujeres al ingresar a un burdel tenían que pagar alojamiento, mantenimiento y ropa que la misma dueña les vendía, seguramente a precios mucho más altos como parte de su negocio.

De esa manera se iba fabricando una cuenta que tal vez no tenía fin, porque además de pagarse en abonos, los gastos seguían generándose. La situación de esas mujeres era equiparable con las tiendas de raya, porque, en forma similar a los peones, siempre debieron permanecer en-deudadas. Además del obstáculo que pudieron representar las deudas, las mujeres asiladas o de burdel enfrentaban otra dificultad para poder retirarse de la prostitución: el permiso de las autoridades. Para conseguir su retiro y que se les borrara del registro debían comprobar al jefe político que tenían los medios para subsistir, y también conseguir a una persona respetable que se responsabilizara de su ulterior conducta, quien además debía depositar una fianza en garantía de su compromiso. Si la mujer reti-rada no llegaba a cumplir, el depositante podía desligarse ante las autori-dades del compromiso adquirido y recuperar su dinero, como lo hizo Justo B. Gutiérrez a tan sólo diez días después de haber respondido por una prostituta: “desde esta fecha cesa mi responsabilidad por la fianza que di a esa jefatura en el corriente de este mes por la joven Teresa Gómez para que dicha jefatura obre con respecto a esa joven como a bien tenga”, por lo que esa instancia comunica al Ayuntamiento que “habiendo devuelto al C. Gutiérrez la fianza transcribo a usted para que la expresada vuelva a ser registrada en el libro respectivo”.36 Como se puede apreciar, no se to-maba en cuenta el consentimiento de la prostituta para su reinscripción, es decir, no tenía libertad de decisión porque finalmente quien resolvía

35 Azuela, Obras, 1996, pp. 1197-1223.36 Archivo Histórico Municipal de Guadalajara (en adelante ahmg), Ornatos, Paseos y

Beneficencia, 1873, exp. 10.

Fidelina González Llerenas / Reglamentación y práctica de la prostitución...55

sobre su retiro era la autoridad en turno, en concreto la jefatura política. Para el caso resulta ejemplificador la resolución a la petición de separa-ción de María del Refugio Torres, “habiendo justificado conforme con las prevenciones del Art. 1037 del reglamento la encomienda de su conducta, la jefatura política le ha concedido su separación de la casa núm. 53 para que sea anotado en el registro, recogiéndole su libreta”.38

Por otro lado, estar bajo las órdenes de la dueña del burdel no debió ser cosa sencilla para las prostitutas, puesto que ella en calidad de patrona tenía el derecho de requerirles a sus trabajadoras desde que accedieran a las exigencias de los clientes, hasta tener acceso con cuanto hombre las solicitara, sin importar el número de relaciones que tuviera por día. Aquí no cabía negarse, porque ahí estaba siempre vigilante la matrona. Y si por ese trajinar y los excesos las mujeres llegaban a agotarse, tenían que aguantarse, pues siempre debían presentar buena cara y dar servicio a los asistentes del lugar.

Situación que seguramente se hizo más llevadera mediante la embria-guez, pues estas mujeres siempre estuvieron en contacto con bebidas embriagantes en su obligación de acompañar a beber a los clientes, lo que les facilitaba el acceso al consumo. A pesar de que en los reglamen-tos estuvo prohibida su venta en el interior de estos negocios, todo pare-ce indicar que fue una práctica común (porque posiblemente era uno los rubros que generaba ganancias) como se hace constatar en el siguiente pasaje de la vida de Mariano Azuela:

Hétenos la tarde del domingo, encerrados de 5 de la tarde a 12 de la noche, en aquella casa estrecha y sofocada, con mujeres infelices y despreciables, máquinas carnales sobre las que cerramos los ojos invocando a nuestras esperanzas de amores y de placeres…pero hubo un momento interesante…Al terminar la cena y entre los últimos vasos de pulque bebidos…39

La misma normatividad da muestra de que la embriaguez era una práctica habitual de las prostitutas al establecer reiteradamente (en los

37 El artículo 10 del reglamento de 1866 (vigente) establecía que los efectos de la inscrip-

ción podían suspenderse cuando hubieran cesado las causas que la motivaron, y la

persona inscrita justificara que ha vuelto a las buenas costumbres y que se encontraba

en la posibilidad de solventar las necesidades de la vida, ya fuera por matrimonio, he-

rencia o profesión honesta. 38 ahmg, Ornatos, Paseos y Beneficencia, 1873, exp. 10. 39 Azuela, Obras, 1996, p. 1200.

Takwá / Historiografías56

cuatro reglamentos del siglo xix) que las mujeres públicas no debían presentarse borrachas ni en los espacios públicos ni a las revisiones médicas.

Por otro lado, con la reglamentación, las dueñas representaron para sus pupilas la extensión del brazo de las autoridades sanitarias y policíacas al interior de sus burdeles por los deberes que les fueron conferidos en relación a sus dependientas: informar mensualmente del número de las mujeres a su cargo, así como de las retiradas y las de nue-vo ingreso; hacer que sus mujeres asistieran a las revisiones médicas (a partir de 1890 se les castigó con un peso de multa por cada mujer que faltara); denunciar a las que estuvieran atacadas del mal venéreo y no permitir el ingreso a su negocio a mujeres sin cartilla de sanidad, o sea a las clandestinas.

Las anteriores implicaciones dieron como resultado que numerosas prostitutas decidieran ejercer por su cuenta sin estar adscritas a un bur-del ni depender de una patrona, como lo hicieron las llamadas aisladas, es decir las mujeres que ejercían legalmente en sus propios domicilios; aun-que no todas tenían la posibilidad ya que eso implicaba mayor gasto: la renta del lugar y el pago mensual del permiso (equivalente a la mitad de su renta). En cambio, una prostituta de burdel o asilada no tenía contribu-ciones fiscales que soportar. Pero con todo y eso, ser aislada significaba ser independiente, evitaba ser explotada por las matronas, se libraba de sus exigencias, tenía libertad de rechazar o aceptar las peticiones de los clientes, establecer su propio horario o tiempo de trabajo y descansar cuando así lo quisiera o pudiera.

Pero también hubo otros grupos de mujeres públicas que prefirieron mantenerse en la clandestinidad, fuera de toda obligación y compromisos con matronas y autoridades. Seguramente resultaba mejor ser una pros-tituta “libre”, aunque tuviera que cuidarse de la vigilancia de los agentes de sanidad, que una mujer autorizada, la cual era doblemente vigilada (por los agentes y el médico) y sometida a deberes y prohibiciones.

Además de las situaciones anteriores que enfrentaron las mujeres públicas con la implementación de la reglamentación sanitaria, tuvieron que pagar para poder ser prostitutas legales: al inscribirse por la libreta o cartilla de sanidad y el reglamento, y luego por cada revisión médica (en los primeros veinticinco años de normatividad estuvieron obligadas a practicarse dos por semana); aunque para la última década este pago se transformó en un impuesto mensual que pasó a ser una obligación de la dueñas de los lugares de prostitución: ellas debían aportar una cantidad por cada dependienta de acuerdo a la categoría de su negocio (para los de primera era 1.00 peso, los de segunda .50 y los de tercera .25) además

Fidelina González Llerenas / Reglamentación y práctica de la prostitución...57

de cubrir el importe mensual por la licencia. Un buen ejemplo de esta práctica es Carlota García, dueña del burdel de primera clase con ma-yor permanecía en el mercado, quien pagó en julio de 1894 un total de $21.00: $10.00 por la licencia y $11.00 por once mujeres. Pero no siempre desembolsó la misma cantidad, ya que el número de sus pupilas variaba cada mes; por ejemplo, en agosto del mismo año pagó por trece, en sep-tiembre por catorce, en octubre por trece, en noviembre por diecisiete y en diciembre por diecinueve.40 Este tipo de variación en el número de mujeres también se presentaba en los demás burdeles del momento; si-tuación que permite inferir que, a pesar de las deudas contraídas con las matronas, las prostitutas gozaban de cierta movilidad entre las diferentes casas; no obstante, debieron ser las menos las que podían darse ese lujo de cambiar de aires y de jefa.

Las dueñas estuvieron obligadas a pagar esos impuestos hasta 1900, ya que con las reformas al reglamento de 1901 quedaron exentas de cualquier tipo de pago.41 Disposición que debió de volver más atrac-tivo el negocio para las matronas, pues fue notorio el incremento de los establecimientos de tolerancia: pasó de catorce en 1891 a veinticuatro en 1894.42 Por otro lado, las autoridades seguramente con esa medida trataban de evitar la aparición los lugares clandestinos que se venía dando (sobre los cuales de carecía de control) y así poder tener una me-jor vigilancia de esos sitios y del propio ejercicio al tenerlos plenamente ubicados.

Por otra parte, mientras estuvo vigente la disposición de que fueran las matronas las que pagaran por sus mujeres, dichos pagos se hicieron generalmente con retraso,43 aun cuando en el reglamento se establecía claramente que debían hacerlos con puntualidad cada mes, y que de no cumplir se les castigaría con la clausura y el retiro del permiso. Pero, ni una cosa ni la otra sucedía, las casas de prostitución seguían funcionan-do a pesar de que no estaban al corriente con sus obligaciones fiscales. Así, tenemos que tanto las autoridades responsables como las matronas fácilmente transgredían la normatividad, como en el caso de María Encar-nación Mares, dueña de una casa de asignación de segunda clase, que durante todo el año fiscal 1894-1895 realizó sus pagos fuera de tiempo, según los registros de Tesorería, y no por ello se le canceló su licencia ni

40 ahmg, Tesorería, libro 210, 1894-1895.41 ahmg, Reglamentos, 1901, documentos sin catalogar.42 ahmg, Tesorería, libro 179, 1891-1892 y libro 210, 1894-1895.43 Situación que se puede ver claramente en los registros de pagos de Tesorería. Libro

210, 1894-1895.

Takwá / Historiografías58

se le clausuró el negocio, puesto que siguió funcionando como lo demues-tran los mismos pagos.

Relación de pagos de la matrona María Encarnación Mares

Fecha Concepto Cantidad

29 de julio 1894 por su casa del mes de junio $5.00

5 de septiembre por su casa del mes de julio $5.00

30 de octubre por su casa del mes de agosto $ 5.00

3 de diciembre por su casa del mes de septiembre $ 5.00

4 de enero 1885 por su casa del mes de octubre $ 5.00

12 de enero por su casa del mes de noviembre $ 5.00

1 de febrero por su casa del mes de diciembre $ 5.00

15 de marzo por su casa del mes de enero $ 5.00

17 de abril por su casa del mes de febrero $ 5.00

6 de mayo por su casa del mes de marzo $ 5.00

10 de mayo por su casa del mes de abril $ 5.00

21 de junio por su casa del mes de mayo $ 5.00

Elaborada con los datos contenidos en el libro 210 de Tesorería, 1894-1895. ahmg.

Como se puede apreciar, siempre hubo por lo menos un mes de re-traso entre la realización del pago y el mes que se estaba liquidando, además de que tampoco había uniformidad en las fechas. Este caso no era la excepción sino que fue una práctica común de todas las dueñas de las casas de prostitución del momento, excepto Carlota García que siempre se mantuvo al corriente. Esto nos lleva a pensar que en la prác-tica no existía tanta rigidez como aparecía en el reglamento, pues fue una de tantas reglas que no se cumplió pero que tampoco se castigó.

Por otra parte, tanto los pagos como los requisitos administrativos y demás obligaciones adquiridas por las matronas con la reglamentación sanitaria, pudieron ser factores que intervinieron para que hubiera pocos burdeles durante el periodo de estudio; ya que al parecer para algunas dueñas no fue tan buen negocio regentear una casa de prostitución si tomamos en cuenta el cierre continuo de esos lugares. Tan sólo en julio de 1891, de catorce casas que había, cuatro cerraron, otras cuatro no se localizaron y tres fueron clausuradas.44 Además de que la mayoría de esas casas pertenecían a las aisladas (los propios domicilios), después seguían

44 ahmg, Tesorería, libro 179, 1891-1892.

Fidelina González Llerenas / Reglamentación y práctica de la prostitución...59

las casas de asignación (en las que sin vivir en ellas las mujeres asistían a prostituirse) y por último estaban los burdeles donde vivían y ejercían. Por ejemplo, para diciembre de 1894 existían veinticuatro casas de tolerancia, de las cuales tan sólo cuatro eran burdeles, siete casas de asignación y trece de aisladas; según la relación de la tabla en la siguiente página.

Así como se rompieron las reglas anteriores, también se hizo con otra disposición sobre las revisiones médicas. En los reglamentos anteriores al de 1890 (1866 y 1879) se establecía que éstas debían practicarse dos veces por semana y, a partir de éste, solamente una. A pesar de esta re-forma, la práctica no se modificó, es decir, los reconocimientos médicos siguieron haciéndose bisemanalmente como se hace constar en los repor-tes del Dr. Carlos Diéguez sobre las revisiones practicadas durante el año fiscal 1895-1896. Por las fechas de los exámenes, se realizaron nueve al mes en lugar de las cuatro que establecía el reglamento desde 1890. 45

Por otra parte, es de llamar la atención la diferencia que había entre la cantidad de mujeres que asistían a las revisiones y las registradas en los libros de Tesorería. En diciembre de 1894, según los pagos existían cuarenta y seis prostitutas (sumando a las reportadas por los burdeles y a las aisladas). Y, de acuerdo con los informes de revisiones médicas, el promedio en ese mes fue de ochenta y cuatro; número que se acercaba más a las cien reportadas en el censo de 1895;46 las que representaban el .29% de la población femenina en edad de prostituirse (33,716) es decir, casi tres de cada mil se dedicaban a ejercer la prostitución.

La familia de una prostituta

Si el matrimonio se consideraba como el único fundamento de la familia durante el Porfiriato, las mujeres públicas estaban fuera de poder aspirar a tener una familia. Es más, socialmente se les negaba desde el momento que sólo representaban relaciones sexuales, inmoralidades y contagios venéreos. La mayoría de las mujeres dedicadas al ejercicio de la prostitu-ción eran solteras y pocas las casadas (generalmente con hijos y abando-nadas por el esposo) y las viudas. Para poder tener una aproximación al estado civil de las prostitutas de la época, y por la falta de una estadística al respecto, se puede tomar en cuenta el de las mujeres públicas que ingresaron al Hospital de Belén por enfermedad entre 1891 y 1894 (tres años fiscales),47 donde la mayoría aparecen como solteras: de un total de

45 ahmg, Paseos, ornato y beneficencia, 1896, expediente 8.46 ahj, Censo del Estado de Jalisco, 1895.47 ahj, Hospital Civil, 1891-1894, libros 173 Y 220.

Takwá / Historiografías60

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:

Takwá / Historiografías62

1,309 prostitutas, 927 eran solteras, 265 casadas y 117 viudas; proporcio-nalmente quedarían de la siguiente manera:

Porcentajes del estado civil de las enfermas (1891-1894)

Elaborado con los datos contenidos en los libros de entradas de mujeres públicas a la

Sala del Sagrado Corazón del Hospital de Belén. AHJ, Hospital Civil, libros 173-220.

Los porcentajes anteriores permiten tener una idea de las proporcio-nes del estado civil que guardaban las prostitutas en general. Por otro lado, en el caso de que algún cliente llegara a interesarse en una mujer pública, y por ello la sacara de trabajar para ponerle casa, difícilmente podría ser con fines matrimoniales y de procreación, cuando la prostituta era considerada socialmente la contraparte de la esposa-madre. Así que tampoco por ese medio podía llegar a formar una familia legítima, ya que estaría al lado de su antiguo cliente en calidad de concubina, sosteniendo una relación adúltera por un tiempo incierto.

La situación anterior se agravaba para una prostituta en amasia-to si llegaba a concebir hijos, porque al ser producto de esa relación ilegítima no serían reconocidos legalmente por el padre, y peor aún si al cabo de un tiempo el hombre se apartaba, pues ella se quedaba con una carga que mantener. En las mismas condiciones quedaban los hijos concebidos en una transacción comercial, porque no era extraño que las mujeres públicas quedaran embarazadas, por lo tanto el cliente no contraía ninguna responsabilidad por las consecuencias, llámense enfermedades venéreas o hijo, quien además de ser ilegítimo sería el hijo de una mujer pública.

Por añadidura, las relaciones sexuales prostituidas se consideraban ideológicamente antinaturales por improductivas, porque en ellas los parti-cipantes no buscaban la procreación sino satisfacer sus necesidades, tanto las sexuales del hombre como las económicas de la mujer pública. Aunque sólo se reconocían las necesidades masculinas; la prostituta era la mala mujer, la libertina que estaba ahí para calmar los deseos carnales de los

Viudas 9%

Solteras 71%

Casadas 20%

Fidelina González Llerenas / Reglamentación y práctica de la prostitución...63

hombres, independientemente de las razones que tuviera para prostituirse, ni los demás aspectos de su vida; simplemente era una mujer pública a la que se tenía que tener vigilada muy de cerca y sana de su cuerpo.

Ellas no tienen padres, porque estos, afrentados, las despidieron del hogar; no tienen hijos, porque el hijo de la cortesana es un remordi-miento que habla y crece; no tienen amantes, porque el amor para ellas se va con la juventud y la belleza; no tienen abrigo, porque no-sotros, aunque somos sus cómplices, somos sus cómplices impunes, y las desconocemos; nunca tendrán perdón, porque jamás nosotros perdonamos.49

Conclusiones

El sistema reglamentarista para el control de la prostitución se implemen-tó en Guadalajara hacia mediados del siglo xix, cuando en la práctica se empezó a ver como problema social por sus efectos perjudiciales para la sociedad, porque atentaba contra la salud y la moral pública. La prosti-tuta fue considerada como la portadora y único medio de contagio de las enfermedades venéreas (principalmente de sífilis) con comportamientos inmorales, y por ello capaz de ser sometida a una normatividad para po-der evitar esos males. Fue una legislación que resultó drástica para ella; puesto que a partir de entonces debía inscribirse como prostituta en un registro público, someterse a revisiones corporales una o dos veces por semana, ser recluida para su curación de manera forzosa en el hospi-tal y permanecer en calidad de detenida hasta que fuera dada de alta. Además, como prostituta legal, tenía que sujetarse a otras obligaciones y prohibiciones. Aunque eran dos los participantes directos en el comercio sexual, solamente la prostituta y su mundo fueron reglamentados.

A pesar de la rigidez de los reglamentos, en la práctica no hubo tal, ya que las disposiciones llegaron a no observarse al pie de la letra. La falta de rigidez en la vigilancia policiaca permitió el desarrollo de la prostitu-ción clandestina, la venta de bebidas embriagantes dentro de estos es-tablecimientos cuando estuvo prohibido en los cuatro reglamentos de la segunda mitad del siglo antepasado; el deambular de las prostitutas por lugares céntricos que les estaban vedados; los escándalos provocados por las meretrices sin que fueran detectados hasta que eran denuncia-

49 Manuel Gutiérrez Nájera, 1888, en Juan B. Iguíniz, Guadalajara a través de los tiempos,

relatos y descripciones de viajeros y escritores desde el siglo xvi hasta nuestro días,

Guadalajara, Ayuntamiento de Guadalajara, 1989, tomo ii, p. 70.

Takwá / Historiografías64

dos por los vecinos; las fugas del hospital sin estar curadas, y un largo etcétera. A esto habría que agregar la falta de asistencia de las mujeres a las revisiones con la regularidad establecida, lo que aumentaba el ries-go de contagio, y finalmente, el nulo control sanitario de las prostitutas clandestinas.

Por último, no bastó un reglamento para ejercer un control comple-to sobre las consecuencias perjudiciales del ejercicio de la prostitución para la sociedad porfirista tapatía, toda vez que las reglas se rompían fácilmente, tanto por las autoridades como por las mujeres públicas y las dueñas de los lugares que especulaban con la prostitución, dando como resultado un desfase entre normatividad y práctica.

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