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Reflejos de la Condición Humana Michael A. Galascio Sánchez

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Reflejos de la Condición Humana es un libro compuesto por ocho historias de diversas extensiones que en conjunto suman 285 páginas. La obra existe tanto en versión física como en digital.En esencia las historias tienen la estética de la novela negra y sus personajes principales son perdedores que en un momento dado de sus aburridas vidas se encuentran ante un dilema que les puede hacer cambiar. Todos disfrutan del más absoluto libre albedrío y dependerá del carácter muy particular de cada uno de ellos, tomar lo que en ocasiones, puede considerarse como la decisión correcta. Los resultados son diversos, muchos inesperados, sorprendiendo aun hasta a los mismos protagonistas. Simplemente son movimientos en la arena movediza en que se encuentran atrapados, que les absorbe lentamente, tragándose sus deseos, perspectivas, ilusiones y almas. Existe una reflexión interior constante en los personajes, esa tenue voz de la consciencia que suscita en algunos, intensos debates interiores y en otros sirve como mecanismo para justificar sus acciones mientras aceptan su destino y reconocen su sino.

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Reflejos de la

Condición Humana

Michael A. Galascio Sánchez

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Michael A. Galascio Sánchez

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ÍNDICE

EL SACRIFICIO DE NATASHA................................................................... 3

UN PRIMO EN LA FRECUENCIA ............................................................. 64

CODICIA................................................................................................... 82

CRÓNICAS DE UN ASESINO A SUELDO............................................... 118

EL CONCILIÁBULO................................................................................ 168

EL NIÑO MIMADO.................................................................................. 192

EL PEDREGAL ....................................................................................... 197

EL HOMBRE DEL HABANO ................................................................... 230

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REFLEJOS DE LA CONDICIÓN HUMANA

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EL SACRIFICIO DE NATASHA

Eran las 7:00 a.m. en Las Palmas de Gran Canaria; la gente comenzaba a circular por la zona comercial de la calle Juan Rejón, en la Isleta. En el 43 de esa calle esperaban varios toxicómanos a que abriera un centro de rehabilitación y dispensación de metadona. Salían de todas partes, como zombis, a buscar su dosis tranquilizadora. Para algunos, ellos eran la parte más fea de la ciudad. Los comerciantes se quejaban porque, según ellos, espantaban a sus clientes.

Los bares se estaban preparando para abrir. Algunos ya estaban abiertos. Manuel Fe salía del bar El Galeón; se secaba la boca con la parte de atrás de la mano. Acababa de tomarse un chocolate con churros que le dio el dueño del bar, un andaluz llamado Mario. Afuera hacía frío. Era Diciembre, se esperaba un temporal por la noche. Cogió su carrito de compras, lleno de objetos de aluminio y electrodomésticos que la gente tiraba a la basura, y prosiguió su camino. Todavía le faltaba por husmear en un contenedor de basura; uno que había frente a la farmacia. Al llegar, aparcó el carrito al lado, como de costumbre, para no estorbar el paso de los transeúntes. Ya la policía le había llamado la atención en el pasado. Abrió la gran tapa de plástico del contenedor. Se le hizo un poco difícil, pues la noche anterior se había cogido una juerga de speedball. Era una mezcla de heroína y cocaína. También se echó un par tragos de ron Artemi.

Al abrirlo, encontró más basura que de costumbre. Sus ojos se iluminaron, tal vez éste podría ser su día de suerte. En las Navidades aparecen muchas cosas interesantes en los contenedores. El consumismo hace que la gente se deshaga de objetos que aún están en buenas condiciones para comprar otros más nuevos y modernos. A lo mejor conseguiría algo de valor. Sacó una vieja radio y una pequeña mesa de café en buenas condiciones. Sin embargo, había un fino colchón que le impedía buscar más abajo. Procedió a sacarlo y tirarlo en la acera. Una combinación de ansiedad y curiosidad le hizo olvidarse de dejar el paso a los peatones. Inspeccionaba todos los objetos con cuidado; tenía el aspecto de un mapache removiendo y analizando cada cosa con destreza. Llevaba varios años en los contenedores, con lo cual sabía distinguir con facilidad lo que era útil y lo que no. De pronto, vio una gran bolsa de plástico. Trató de romperla, pero ese plástico era más resistente que los que estaba

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acostumbrado a rasgar. Trató de sacarla, pero era muy pesada. Entonces optó por virar el contenedor. La policía se enfadaría, pero era Navidad y valía la pena arriesgarse. Además, sólo le darían una amonestación. Al hacerlo, la bolsa salió y se abrió en la calle, mostrando su contenido. Se podía ver el cuerpo de una mujer desde la parte de atrás de los muslos hacia arriba. Cayó boca abajo. Estaba totalmente desnuda. Al mirar sus brazos y manos, notó que no tenía dedos. En algunos, se podían ver hilachos de carne colgando como los pedazos de grasa que tienen las pechugas de pollo. Tendría que tener unos 18 años de edad. Ya había algún tránsito y varios coches se detuvieron para ver lo que sucedía. A Manuel le invadió el terror e intentó salir corriendo. Esa sabiduría que uno adquiere en la calle le decía “peligro”, “corre”. Parecía un ajuste de cuentas y lo menos que él necesitaba era estar involucrado en algo tan complicado. Él todavía tenía varias causas pendientes con la justicia y malos recuerdos de la prisión. Sólo se limitaba a buscar el dinero para sus picos del día a día y nada más. Como la mayoría, hacía mucho tiempo que había tirado la toalla. Estaba resignado a su suerte. También estaba convencido de que la solidaridad obraba en beneficio de unos pocos, y no precisamente los usuarios.

Corrió rápidamente por la acera hasta llegar a la esquina y dobló a la izquierda por la calle Pérez Muñoz, pasando por la iglesia y luego girando nuevamente a la izquierda para correr directamente hacia el Castillo de la Luz y refugiarse con sus colegas. Mientras tanto, una de las personas que transitaba llamó a la policía desde un teléfono móvil. La policía nacional tardó unos 15 minutos en llegar. A esa hora había una gran congestión de tráfico. En esos instantes llegaba Pedro Suárez, un agente de la policía que llevaba 12 años en el cuerpo. Él era encargado de homicidios de Las Palmas.

- ¿Qué tenemos aquí?

- Una joven blanca, sin dedos. De unos 17 años de edad.

- ¿Alguna identificación?

- Ninguna. La encontramos totalmente desnuda.

- ¿Algún testigo?

- No. Sólo un conductor que vio corriendo a un vagabundo, posiblemente un toxicómano.

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- ¿Tienes la descripción?

- Sí.

- Perfecto. Busca en todos los lugares en donde suelen reunirse los toxicómanos. Ésta es un área en la que hay muchos. También quiero que le saquen una buena foto del rostro a la joven e investiguen en todos los centros de rehabilitación y dispensación de metadona. ¿Qué forense está de turno?

- Ramírez.

- No me gusta. Quiero que llames a Eugenio Santana; es más profesional y es de mi confianza.

- ¿Han tomado fotos de la escena del crimen?

Sí. Se hizo la inspección ocular y se han recogido todos los objetos en un perímetro de 10 metros a la redonda.

- Bien, quiero que se lleven el contenedor para analizar su contenido. Me preocupa la inspección; es fundamental. Por el aspecto de la joven, pienso que vamos a tener problemas en identificarla. El asesino le ha cortado los dedos. Sin embargo, no le cortaron la cabeza. Debe ser extranjera.

- Es muy probable. Tal vez sea una fulana.

- Es posible. Pero ¿por qué tomarse la molestia de cortarle los dedos? Si hubiese sido una fulana cualquiera, nadie la echaría de menos.

Pedro cogió su teléfono móvil y llamó a un amigo de la Guardia Civil. Los chicos del departamento habían hecho bien su trabajo. Especialmente los de la Policía Científica. No obstante, tenía una de esas intuiciones que le decía que sería el caso más interesante de su vida. Llamó al Comisario de la Policía para informarle de primera mano lo que sucedía, antes de que algún periodista de la Provincia se le pegara como un grano en el culo buscando la noticia.

- Sí, dígame.

- Manolo, te habla Pedro. Encontramos una joven muerta en un contenedor, en la calle Juan Rejón.

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- ¿La han identificado?

- No. Le cortaron los dedos. Sin embargo, no se tomaron más molestias. Así que pienso que puede ser una extranjera.

- ¿Una prostituta? ¿Tráfico de órganos?

- No sabemos. Tendremos que investigar las agencias de contactos en Las Palmas y en el Sur. Sin embargo, me parece que no es una fulana normal. ¿Por qué molestarse en cortarle los dedos?

- Bueno, mantenme al tanto. No quiero que me dejes con el culo al aire frente a los periodistas.

- Vale. No te preocupes.

- Cada vez que me dices “no te preocupes”, tiemblo.

- Hasta luego.

Al día siguiente, Pedro llegó a su despacho a las 6:00 a.m. Ya tenía las fotos de la joven, gracias a un amigo de la Policía Científica. Se sentó a contemplar la cara de esta chica. Tenía el pelo negro hasta los hombros; su cara era redondeada, su nariz era curiosa, parecía una bolita, y sus labios eran preciosos a pesar de no tener ningún color. Su labio superior era fino. Hacía un perfecto corazón. Su labio inferior era más grueso. Justo bajo su labio inferior, en el lado izquierdo, tenía un lunar no muy oscuro, tal vez marrón. Podría ser el sueño de cualquier hombre.

Pedro decidió salir a desayunar algo. Bajó por la parte lateral del edificio de la policía, en la calle Doreste Silva, y entró en un bar que solía frecuentar. Al entrar, el camarero comenzó a prepararle lo de costumbre. Un bocata de Jamón serrano con queso tierno de la Aldea y un café con leche. Mientras esperaba su desayuno, cogió un ejemplar de la Provincia. Ya Marisol Pastrana tenía la noticia, “APARECE EN UN CONTENEDOR EL CADÁVER DE UNA DESCONOCIDA”. No por mucho tiempo, pensó.

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Se quedó leyendo el periódico como de costumbre. Siempre lo leía completo antes de entrar a trabajar. Le gustaba estar bien informado. A las 8:50 a.m. se acercó para presenciar la autopsia de la joven.

- Buenos días.

- Hola, Pedro. Parece que este caso es importante. Hacía tiempo que no te veía por aquí. Desde aquel caso de la prostituta que descuartizaron.

- Así es, amigo.

- Da la casualidad que fue en un contenedor de la basura en la calle Juan Rejón.

- Sí. Por eso estoy aquí.

- ¿Crees que puede haber alguna relación?

- No lo sé. Aquel asesinato parecía tráfico de órganos. Nunca aparecieron los riñones.

- Bueno, esta chica nos dirá algo. Ya le he sacado una radiografía de la dentadura y estoy preparando la ficha antropomédica.

- ¿Tiene alguna cicatriz fuera de lo normal?.

- No. Sólo presenta un desgarro en el clítoris. Como si le hubiesen arrancado un pedazo de carne. Tal vez utilizaron un alicate o unas pinzas muy finas.

- ¿Qué puede ser?

- Por la edad de la joven, tal vez entre 17 y 20 años, y por las tendencias de los jóvenes, podría ser una pieza de piercing. Algunas piezas podrían ser rastreadas. También depende de lo que tuviese puesto, de su tamaño y precio. Algunos pueden llegar a ser bien caros.

- ¿Cómo murió?.

- Murió asfixiada. Alguien le puso algo sobre la cara. Tal vez una almohada o un cojín.

- Pero no tiene moretones ni rasguños. No hay indicios de forcejeo.

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- Sí, es correcto. No los tiene porque antes le administraron una fuerte dosis de Cedrol.

- ¿Cedrol?

- Sí. Lo utilizan los psiquiatras para calmar a los pacientes. Tengo un amigo psiquiatra en Tenerife que lo utiliza para camelar a las alumnas.

- ¿Quién puede sacar ese medicamento?

- Sólo una persona autorizada. Está muy controlado.

- Haré una investigación en el Hospital Insular.

- Te sugiero que investigues las clínicas privadas también. ¡Voy a abrirla!

El forense comenzó a practicarle la autopsia. Efectivamente, por el estado de sus órganos, podría tener entre 17 y 20 años de edad. Su hígado, sus vísceras, riñones y otros órganos estaban en perfectas condiciones. No era toxicómana. No hay indicios externos ni internos. Con lo cual, habría que descartar un ajuste de cuentas.

- No es drogadicta. ¿Piensas que podía haber sido prostituta?

- Lo único que te puedo decir es que ese día tuvo relaciones sexuales.

- ¿Cómo lo sabes?

- He encontrado semen en el estómago. También sufrió desgarro anal. Sin embargo, tenía el recto limpio. Es raro. En su pubis no encontramos pelos de otras personas y su recto está limpio, como si hubiese utilizado una especie de enema.

- ¿Podría ser una violación?

- Vamos, Pedro. No era un ángel, follaba. Pero no creo que fuera violada o que fuera prostituta. Si lo era, podría estar iniciándose.

Pedro estaba perplejo, aparecía una joven muerta que estaba limpia, a excepción de un poco de semen en su estómago. No era drogadicta, no era prostituta, no había ofrecido resistencia, no parecía un crimen pasional, pues no había la brutalidad típica de estos crímenes. Tal vez, un intento de envenenamiento por alguien tan débil como ella. Tal vez, el asesino era una

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mujer a la que le fue infiel. Sin embargo, las mujeres suelen utilizar venenos conocidos, accesibles y eficaces como estricnina o un potente insecticida. Algo estaba claro, el asesino no era una persona corriente. Quizás alguien con conocimientos médicos o relacionado con personas del mundo de la medicina, pero ¿por qué cortarle los dedos? Algo no salió bien y tuvo que actuar con rapidez. Una persona con mucho tiempo para meditarlo se hubiese deshecho del cadáver y no hubiese tenido que cortarle los dedos. Después de esa reflexión, Pedro se giró y dijo - Santana, el corte de los dedos no es perfecto. ¿Podría descartar eso a un médico?

- Claro que no. Tal vez no tenía el instrumento adecuado o tenía prisa. Intenta cortar un pedazo de muslo de pollo con un cuchillo sin afilar. Los cortes serían irregulares aunque tuvieses mucha destreza.

¿Cuánto tiempo llevaba muerta?

- Aproximadamente entre 8 y 12 horas.

- ¿Cómo lo sabes?

- Es una aproximación. El enfriamiento del cuerpo es un factor esencial en estos casos. Cuando la encontraron estaba fría pero, al asfixiarla, pudo haber provocado que el cuerpo conservara su calor por más tiempo. Al llegar el equipo se ordenó tomar la temperatura rectal y de hígado. Por otro lado, tenía signos de hipóstasis.

- Ya sé. Cuando la sangre se acumula en las zonas inferiores del cuerpo cuando cesa la circulación.

- Correcto. Eso ocurre entre 6 y 8 horas. Sin embargo, el factor climático pudo haber influido. Estaba un poco más frío que de costumbre. Pero, por otro lado, estaba en una bolsa dentro de un contenedor.

- Si averiguas algo más, llámame, a la hora que sea -.

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- Vale.

Pedro sacó el móvil de su bolsillo y llamó a la Provincia. Iba a proporcionarle una foto a todo color de la víctima. Recordó que una persona había huido de la escena del crimen. Tal vez, podría ser clave en el esclarecimiento de este asesinato. Por otro lado, la persona que cometió el crimen se pondría muy nerviosa y posiblemente cometería un error. A lo mejor la víctima tenía amistades que pudiesen reconocer la foto en el periódico.

A las 17:00 horas, Pedro estaba en el bar del Hotel Iberia, echándose una copa con la periodista.

- Marisol, aquí tiene la foto de la joven. Quiero que salga en portada.

- Será difícil.

- Te daré la exclusiva de todo lo que vaya descubriendo.

- Hablaré con el Jefe de Redacción.

- Bien. Ya verás como sacamos a esa rata de su cloaca.

- ¿Has tenido suerte con el testigo?

- No. Tengo gente trabajando en el caso. Lo encontraremos. Tenemos una buena descripción del tío.

- Quiero la exclusiva.

- Sólo si sale en portada.

- Está hecho - dijo la periodista mientras le miraba fijamente.

Eran las 19:00. Pedro salía del bar del hotel hacia su despacho. Mientras conducía, le llamó uno de sus ayudantes para decirle que tenían al hombre que huyó de la escena del crimen. Al llegar a la comisaría, subió al segundo piso, en donde interrogaban a los sospechosos.

- Muy bien, Paco, ¿qué tienes?

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- Un toxicómano. Se llama Manuel Fe.

- No me digas que es de la orden del pico - Dijo en tono sarcástico.

- Así es. Se droga desde hace muchos años. Los del centro me dicen que no pueden facilitarme su expediente.

- De qué van esos polla-boba. Nunca quieren cooperar. -- - - -¡Cómo que no pueden facilitarnos su expediente! Habla con el Juez para que les pida todo lo que tengan sobre este chaflameja.

- Vale.

- ¿Dónde está?

- Habitación número 2.

- Vamos a ver qué le sacamos. Espero que no esté colocado.

- No lo está.

- Trátalo bien, Pedro. Ya sabes lo sensibles que son las ONG’s con sus chicos.

- Lo sé.

Pedro entró en la habitación. Manuel Fe estaba sentado en una silla en medio de una mesa rectangular. Estaba esposado. Pedro intentó ofrecer su cara más amable. Quería darle un poco de confianza al testigo.

- Hola, Manuel. ¿Cómo estas?

- ¿Qué coño quiere?, yo no he hecho nada - dijo Manuel, enfadado.

- Mala respuesta, gilipollas. Han asesinado a una persona y te vieron correr de la escena del crimen. En este momento, tú eres el sospechoso número uno.

- ¡Pero yo no he hecho nada!. Yo sólo estaba buscando en la basura, como hago siempre.

- Es mejor que cooperes o le diré a la prensa que tú y un desconocido asesinasteis a la chica. O, aún mejor, diré que viste al asesino.

- No sé nada. Tiene que creerme.

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- Eres una cucaracha, nadie te va a creer.

- No vi nada.

- Vale. ¡Paco!, suelta a este chorizo.

-¿Cómo?

- Lo que oyes. ¡Suéltale ya!

- Bien.

Manuel Fe estaba libre. Sin embargo, muy nervioso. Si el policía cumplía su amenaza, el asesino probablemente iría a por él. Tenía que esconderse deprisa. Decidió ir a la casa de su padre. Tal vez allí podría estar seguro hasta que se enfriaran las cosas. Mientras tanto, Pedro había asignado a un agente a seguir día y noche a Manuel Fe. Era el cebo perfecto. Un toxicómano que conocía todos los rincones de la Isleta, su hábitat. Si alguien era capaz de ver algo raro de noche y pasar desapercibido, era un toxicómano. No obstante, Pedro también sabía que el asesino no era un tonto y no aparecería enseguida. Tal vez tendría la oportunidad de medirse en un primer pulso estratégico con el asesino. Estaba seguro de que reaccionaría.

Al día siguiente, el Comisario de la Policía Nacional llamó a Pedro.

- Sí.

- Buenos días, Pedro.

- Buenos días, Jefe. ¿Qué sucede?

- Parece que alguien está muy interesado en conocerte.

- ¿Quién?

- El alcalde.

- ¡Qué!

- Sí. Te ha citado a las 10:00 a.m. en el Ayuntamiento.

- ¿Puedo faltar?

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- No. Me lo ha exigido. Además, se presenta para la reelección y no me quiero jugar el puesto. No quisiera trabajar en Tejeda los últimos años de mi vida.

- Vale, iré.

Pedro se vistió y salió hacia el despacho. Al llegar al edificio de la Policía, le esperaba Paco. Tenía que darle el informe sobre el seguimiento de Manuel Fe.

- Hola, Paco. Dime.

- No hay nada nuevo. El tío ha estado en la casa del padre desde ayer y no ha salido para nada. Sólo pasó un chico para visitarle. Pensamos que, tal vez, le llevaba su pico.

- Bien, telepico a domicilio - dijo Pedro en tono cínico.

- Seguiremos vigilándole.

- Está bien. Mantenme informado.

Pedro comenzó a redactar un informe sobre la investigación mientras reflexionaba sobre el caso. - Él pensaba - No lo entiendo. Un individuo que puede conseguir cualquier tipo de droga y opta por no envenenarla o, tal vez, algo no salió bien y tuvo que utilizar lo que tenía a su alcance. ¿Por qué un contenedor?. Quizás era lo más cerca que había de la casa. ¡Dios!, este caso me va a dar úlceras-.

De pronto, Pedro llamó a Paco al despacho y le dio varias instrucciones.

- Quiero que consiga un listado del Colegio de Médicos de Las Palmas y que busques nombres y direcciones de personas que vivan cerca del área. Quiero que hagas lo mismo con los enfermeros, farmacéuticos y los visitadores médicos.

- Bien.

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- ¡Ah! También quiero un listado de inmigrantes cuya profesión esté relacionada con la medicina.

- Vale - dijo Paco con cara de agobio.

- Y otra cosa.

- ¿Qué?

- También quiero un listado de laboratorios y de farmacias, así como los medicamentos vendidos por la cooperativa de farmacéuticos.

Acto seguido, Pedro cogió el teléfono y llamó al forense.

- Buenos días, Santana.

- Hola, Pedro. ¿En qué te puedo ayudar?

- Quiero saber cuánto pesaba la chica.

- Era de constitución mediana. Pesaba unos 61 kilos, a pesar de dar la impresión de ser delgada.

- ¿Crees que el asesino la cargó hasta allí?

- Sin duda. No tiene ningún signo de que hubiera sido arrastrada.

- Claro, eso sería importante si tuviésemos la certeza de que era uno y no dos.

- Tienes razón, Pedro. Pero en este trabajo hay que utilizar hipótesis.

- Vale. Te llamo mañana.

- No cuelgues. Cristóbal, de la Policía Científica, me dijo que le llamaras.

- Bien, gracias. Eres un amigo.

Rápidamente, llamó a Cristóbal. Era un chico joven. Sin embargo, tenía muchas ansias de hacerse con una reputación. Era un perfeccionista y muy meticuloso en su trabajo. Pedro sabía que llegaría muy lejos. También sabía que era un policía de vocación y que no estaba contaminado por las manías de otros, ni por el germen de la corrupción. Si había algún detalle que los demás investigadores pasaron por alto, Cristóbal lo descubriría.

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- Contestó la secretaria y dijo - Policía Científica -.

- Buenos días, ¿puedo hablar con Cristóbal de la Nuez?

- Un momento.

Después de unos minutos, estaba Cristóbal al otro lado de la línea.

- Sí.

- Cristóbal, te habla Pedro Suárez.

- ¡Ah, Pedro! Precisamente, quería hablar contigo.

- Dime.

- ¿Sabes la bolsa negra en la que estaba la joven?

- Sí.

- No es una bolsa cualquiera. Se las vende una empresa a los organismos oficiales. Entre ellos están el Hospital Insular, Hacienda y El Ayuntamiento de Las Palmas. Están diseñadas para soportar grandes cantidades de peso. Son muy resistentes.

- Bien. Necesito que me hagas un favor. Consígueme el nombre del distribuidor y el fabricante de las bolsas. Quiero saber qué organismo comenzó a negociar con esta empresa. Ya sabes, uno lo contrata y se corre la voz. Luego, todos están haciendo negocios con ellos. También quiero saber si realizan otras actividades.

- Está hecho. Te llamaré mañana.

- Gracias.

Pedro colgó el teléfono y miró su reloj. Eran las 9:50 a.m. Tenía que salir deprisa. El Alcalde era hombre puntual y exigía su puntualidad. Salió del despacho y tomó el ascensor. Bajó por la entrada principal del edificio y cruzó hacia el Parque Romano. Caminó apresuradamente por la pista de tierra, pasando por el Club de Natación Metropole hasta llegar a la parte de atrás del Ayuntamiento. Subió por las escaleras hasta el despacho del Alcalde. Una vez allí, tocó a la puerta. La secretaria del Alcalde no estaba en esos momentos.

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A la verdad es que no había mucha gente en la planta a esa hora. Estaba casi desierta. Era algo raro para ser las 10:00 a.m.

- ¡Pase! - Se escuchó una voz al otro lado de la puerta.

- Buenos días, Sr. Benítez.

- Buenos días, Pedro - Dijo con una voz familiar -.

- ¡Usted dirá, señor! - Estaba a la expectativa; no sabía qué esperar -.

- Bueno, Pedro, me han dicho que usted es un buen policía.

- Me alegra saber eso, señor -.

- Bien - Dijo el Alcalde mientras encendía un cigarro - Le he llamado porque quiero que forme parte de UDYCO. Es la Unidad de Drogas y Crimen Organizado. Creo que con su experiencia en investigación podrá ayudarnos a bajar los índices de criminalidad en nuestra ciudad.

- Bueno, señor, estoy halagado, pero llevo casi toda mi vida en homicidios. No sabría cómo empezar. Creo que hay mucha gente preparada que podría hacerlo mejor que yo -.

- No se preocupe. Usted está bien valorado y es perseverante. Lo hará bien. ¡No se hable más! ¡Mañana comenzará en UDYCO! Olvídese de todo lo que está haciendo; quiero que esté concentrado en esto. Me he tomado la libertad de conseguirle un despacho y una buena secretaria -.

- Bueno, tengo algunos casos pendientes. Necesitaría más tiempo para organizarme -.

- Todo eso tiene solución. Tengo grandes planes para Las Palmas y usted forma parte de ellos. Hágame un favor.

- Sí.

- No lo dañe.

Pedro salió del despacho a toda leche. Estaba sudando por la frente y muy malhumorado. El caso de su vida le había caído en las manos y le premiaban con una posición en otra unidad de la policía. Regresó por el mismo trayecto que había tomado para ir al Ayuntamiento. Iba reflexionando

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sobre lo que había pasado. En doce buenos años de servicio, nunca le habían dado una palmadita en la espalda. Y ahora, un alcalde con deseos de ser reelecto le situaba en una unidad especial. ¡Vaya suerte!

Cuando llegó a su despacho, le esperaba el Comisario de la Policía.

-¿Qué sucede, Pedro? ¿Estás afiliado al partido? Me vas a dejar con el culo al aire en este caso. No lo puedo creer.

- ¿Crees que quiero irme de aquí?

- No lo sé.

- ¡No me jodas! Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Sabes que mi vida está en homicidios. Ir a UDYCO es como volver a empezar. ¿No puedes pedirle tiempo hasta que resuelva este caso?

- No puedo. De hecho, ya tienes un despacho asignado. Está en la quinta planta.

- Encima me pierdo esta vista.

- Ya me informarás cómo te va.

Pedro decidió llamar a Paco, para ver lo que sucedía con Manuel Fe. Le extrañaba que no sucediera nada.

- Paco, dime, ¿cómo va el seguimiento?

- No ha salido de la casa.

- Dile al agente que toque el timbre como si se hubiese equivocado. Quiero asegurarme que está allí.

- Se lo diré.

Paco llamó por radio al agente encargado del seguimiento para que tocase el timbre. Salió de un coche que tenía aparcado al final de la calle y fue hasta la entrada del edificio. Buscó el nombre del padre: Juan Fe

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Espinosa. Tocó el timbre. Nadie contestó. Volvió a tocar, esta vez de forma más prolongada. En teoría, Manuel Fe debía estar allí. El padre había salido por la mañana a un centro social para personas de tercera edad. Pero Manuel no había bajado. Sacó la radio y llamó a Paco.

- Sí. Dime.

- Manuel Fe no contesta.

- ¡Cómo que no contesta!

- No contesta.

- ¿Hay alguna otra salida?

- No.

- Pida refuerzos y entre allí. Nosotros vamos para allá.

El policía llamó a varios agentes motorizados del área, que llegaron en cuestión de minutos. Tocaron otro timbre y subieron hasta la segunda planta. Fueron y tocaron en la puerta 2A. No hubo contestación. En esos instantes, D. Juan Fe llegaba del centro social.

- ¿Qué pasa aquí? - preguntó con preocupación -.

- Creemos que su hijo puede estar en peligro. ¿Podría abrir la puerta?

- Sí.

Al abrir la puerta, el viejo encontró la televisión encendida. En la mesa del centro había un cenicero con varias colillas de cigarrillos. Y, junto al sofá, estaban sus zapatos. Los policías caminaban detrás del viejo. Anduvo por el pasillo hasta la habitación del fondo y allí vio a su hijo, en la cama.

- ¡Manuel! ¡hijo! la policía está aquí.

- El chico no se movió.

- ¡Manuel, despierta!

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El agente encargado se posicionó al lado del viejo y vio una jeringuilla en el suelo. Rápidamente, corrió hacia él. Cuando se acercó, se dio cuenta de que estaba muerto. Sus ojos eran como los de un gato. Parecían alfileres. La almohada estaba húmeda; parecía haber sudado mucho. Llamó por radio. Pedro Suárez venía de camino. También habían llamado al forense. Pedro no quería arriesgarse a dañar la escena del posible crimen.

Al llegar, Pedro subió rápidamente. Estaba ansioso por ver lo que había sucedido. Al entrar, interrogó al agente que estaba de guardia.

- ¿Qué ha sucedido?

- He estado vigilándole todo el día, y no ha salido. Toqué a la puerta, como me dijo su ayudante, y no contestó. Pedí refuerzos y, cuando me disponía a entrar, llegó su padre, que nos abrió la puerta. Una vez dentro, nos dimos cuenta de que estaba muerto. Parece un suicidio.

- Vale. Baje con sus compañeros y espere allí.

Pedro se giró hacia un viejito afligido. Su hijo había muerto. A pesar de no haber sido bueno con su padre y maltratarle de vez en cuando, era su hijo. Era lo único que tenía. Ahora estaba solo para siempre. Sus últimos días tendría que pasarlos recordando. Recordando a su difunta mujer. Recordando a sus familiares y a sus amigos. De ese momento en adelante, la soledad sería su compañera. Era un castigo muy fuerte para este hombre, cuyo único crimen era ser honesto. Nunca se aprovechó de nadie. Nunca cogió nada que no fuera de él. Siempre ayudó a los demás. Era tolerante. Sin embargo, el destino le premiaba con este desgraciado final. Juan Fe no podía hacer honor a su nombre. Sus lágrimas recorrían las grietas de su viejo rostro. Era un mapa que guardaba muchas historias. Sus mejillas pálidas y secas se inundaban de sufrimiento. Era el rostro de un hombre ahogado en su soledad.

Pedro le observaba cuidadosamente. Sentía empatía. Se veía en ese espejo. Su situación era aún más grave. Tenía 44 años de edad. No tenía mujer ni hijos. Sólo una hermana y dos sobrinas. Sus padres habían muerto cuando era joven. Iba por el mismo camino de Juan Fe. Pedro le tenía

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miedo a la soledad. La imaginaba como un desierto desolado, sin refugio del sol abrasador y barrido constantemente por la furia del viento.

- Lo siento – le dijo Pedro a Juan Fe -.

- Yo lo siento más. Sé que no era trigo limpio, pero mi hijo era lo único que tenía.

- ¿Sabe quién pudo querer asesinarle?

- No sé. Él había tenido muchos problemas en el pasado. Era un hombre corpulento, pero ahora se sentía débil y evitaba tener roces con la gente. La maldita droga le esclavizó de tal manera que sólo pensaba en su próximo pico.

- ¿Tenía algún amigo?

- Sí. Félix “el macho”, vive en la calle Faro. Suele estar lavando coches en el aparcamiento que está frente a la Iglesia o en la calle Rosarito.

- Gracias.

En esos momentos, el forense subía las escaleras y se encontraba cerca de la puerta. Al llegar, encontró a Pedro hablando con Juan Fe.

- Hola, ¿interrumpo? - preguntó Santana -.

- No.

- Bien, ¿dónde está?

- En la habitación.

- Vamos a examinarlo.

- Don Juan, baje donde Paco, para que le tome una declaración.

- Sí -. El viejo salió caminando lentamente hacia el agente de policía que estaba abajo -.

- ¿Qué tenemos? - preguntó el forense.

- Dímelo tú.

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Al entrar en la habitación, rápidamente se fijó en los ojos con el típico estado de punta de alfiler.

- Ha sido envenenado, Pedro. Alguien le suministró morfina. Hay unas gotas de color púrpura en la sábana. Esto significa que pudo haberse mezclado con algún ácido. Tal vez una solución de ácido sulfúrico. De todos modos, en la autopsia veremos si hay rastros de morfina en la bilis y en la sangre.

- Está bien. Quiero que te des prisa, porque pronto estaré fuera de homicidios.

- ¿A dónde te envían?

- A UDYCO.

- No tiene sentido. Eres de homicidios de toda la vida. Eres el mejor policía de homicidios que conozco.

-Tal vez tengas razón - Dijo Pedro con aspecto reflexivo -. Bueno, me voy al despacho.

- ¡Espera! Mira los brazos de este hombre. Le han pinchado dos veces. Es imposible que él mismo se haya pinchado dos veces. Le han asesinado. Ya lo confirmaremos en la autopsia.

- Éste era un posible testigo. Parece que el asesino salió de su escondite.

Pedro salió despavorido de la habitación y se dirigió a su coche mientras se hacía varias preguntas: ¿cómo diablos pudo haber reaccionado tan rápido?, ¿cómo pudo haberle encontrado? y ¿cómo burló la vigilancia policial?. Estaba comenzando a enfadarse. Su instinto le decía que algo no estaba bien. Tenía un caso misterioso. Dos asesinatos sin sospechosos y su carrera comenzaba a dar un giro impensable.

Llegó al edificio de la Policía y subió a su despacho. Allí le esperaba una joven rubia, alta, un poco delgada, casi atractiva. Pedro la miró fijamente, preguntándose qué hacía en su despacho y sin su autorización. Odiaba que estuvieran en su despacho sin su permiso.

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- ¿Quién es usted?

- Soy su nueva secretaria. El alcalde me envió.

- ¿Para qué? No necesito una secretaria - dijo con un poco de agresividad -.

- Para ayudarle a mudar las cosas a su nuevo despacho. Él quiere que se ponga a trabajar lo más pronto posible.

- Yo me mudo solo. Usted no se preocupe. Vaya al nuevo despacho y organícelo.

- Ya está organizado - dijo la joven -. Hablaba con rapidez. El sonido que emitía era parecido al de una máquina de escribir. Era agobiante tener que escucharla.

- Pues tómese una hora libre - espetó Pedro, con cara de cabreo -.

- Vale. Sólo cumplía con las instrucciones de mi jefe.

- Ahora su jefe soy yo. Por favor, salga a dar una vuelta.

Después de que la joven saliera, Pedro decidió organizar algunas notas del caso. En ese momento, sonó el teléfono. Le llamaba la periodista de La Provincia.

- Sí.

- Pedro. Tengo que hablar contigo.

- No tengo tiempo. Dime.

- No puedo decírtelo por teléfono.

- ¿Qué sucede?

- Es relacionado al caso.

- ¿Qué?

- Pasa por el bar del Hotel Iberia. Te estaré esperando a las 19:00.

- Está bien.

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¿Qué información tan importante podría tener Marisol? Ella no era así. Siempre estaba presionando para conseguir el titular. Nunca consultaba con nadie y mucho menos información confidencial. Debía ser algo muy importante. Ni siquiera me preguntó por el testigo, ni mencionó nada sobre asegurarle la exclusiva.

Pedro siguió organizando sus cosas mientras seguía dándole vueltas a la cabeza. El criminal, quien quiera que fuese, debía ser médico o algo relacionado. Los médicos tienen fácil acceso a drogas peligrosas. Además, a través de la historia, muchos médicos han utilizado morfina y otros derivados para cometer asesinatos. Quién va a sospechar de un médico que puede llevar drogas de modo legal en su maletín. Sin embargo, el asesinato de Manuel Fe era extraño. Un médico por sí solo no hubiese encontrado su dirección y mucho menos burlado la vigilancia policial sin ayuda. Además, un médico experimentado le hubiese pinchado una sola vez. Él sabría cuál era la dosis letal.

Después de varias horas, la nueva secretaria de Pedro regresaba. Se llamaba Nelly. Hacía su entrada al despacho con una bolsa del Cortes Inglés. - ¡Hola, Jefe! Le he comprado una camisa - dijo ella -. Se movía con mucha rapidez, casi descontrolada. Esa euforia de la joven era rara. Ese ánimo infatigable, el aparente ingenio que creía tener. Los ojos abiertos como platos, casi sin parpadear. Tal vez era cocainómana. Tendría que investigarla.

- Buenas tardes. ¿Está de mejor humor? - preguntó con tono cínico -.

- Sí.

- Qué bien. ¿Cuándo va a bajar a su nuevo despacho?

- En cuanto termine algunas cosas aquí.

- Pero el Alcalde quiere que...

- No me importa lo que quiera el Alcalde. Bajaré cuando termine aquí - dijo Pedro sin dejarle terminar la frase -.

- Vale, vale.

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Pedro rectificó rápidamente lo que le había dicho. Pensó que tal vez podría aprovechar la energía y disposición de Nelly. Le encargó que comenzara a bajar todas sus cosas al despacho nuevo. Eran las 17:00 y quería hablar con el forense. Así que le llamó y quedaron en el Pueblo Canario, que estaba a unos 100 metros de la Comisaría, en las inmediaciones del Hotel Santa Catalina. Antes de irse, le dio instrucciones específicas a Nelly; si llamaba Paco, estaría reunido en el Hotel Iberia.

Al llegar al Pueblo Canario no encontró a Santana. Decidió esperar unos minutos. De pronto, sonó el teléfono. Era el forense, disculpándose. No podía asistir a la cita.

- ¡Pedro, lo siento! no voy a poder llegar a tiempo. Mejor lo dejamos para mañana.

- No importa si llegas tarde. Te esperaré.

- No. Tengo mucho trabajo. Mejor lo dejamos para mañana - dijo Santana en tono evasivo -.

- Vale, no insisto más. Hasta mañana.

No lo podía creer. Conocía a Santana desde hacía doce años y nunca había actuado de esa manera. Acto seguido, Pedro llamó a Paco, al móvil. No obstante, estaba desconectado. Llamó a la Comisaría preguntando por él, pero nadie le había visto pasar por allí.

Caminó por la calle González Díaz hasta la parada de guaguas, paralela al Club de Natación. Decidió esperar sentado en el banco. Se limitó a mirar cómo pasaban los coches. También observaba discretamente a su alrededor, por si alguien le estaba siguiendo. Todo lo que estaba sucediendo era muy misterioso. Parecía que él era el único que no conocía lo que estaba pasando. Tal vez llevaba mucho tiempo pendiente de los casos de homicidio y nunca se preocupó por mirar a su alrededor. La sombra de la corrupción siempre se posaba sobre los incautos. Para él, la corrupción cambiaba el estado de las cosas. A veces, veía a algunos compañeros aprovechándose de las circunstancias. Tenían buenos coches, buenas casas, dinero, mujeres. Pero eran policías. Y, en cierta medida, hacían su trabajo. Para él, la corrupción era algo que pudría el alma del ser humano. Al igual que una fruta fresca pierde su brillo, su aroma y se torna

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cada vez más rancia y fea, la corrupción descomponía el estado esencial del hombre.

Eran las 18:30. Se levantó y detuvo el primer taxi que pasaba por allí. Se dirigió al Hotel Iberia. Al llegar cerca de las proximidades del hotel, le dijo al taxista que le dejara frente al Centro Insular de Deportes. De ahí, caminaría discretamente hasta el bar del hotel.

Al entrar, se encontró con Marisol. Era una mujer morena de unos 38 años de edad. Estaba sentada en una mesa fumándose un cigarro. Siempre fumaba Dunhill mentolado. Tenía un vestido de tirantes blanco, corto, tipo minimalista. Sus sandalias también eran blancas. Pedro se dirigió hacia ella con cierta ansiedad. Por otro lado, contemplaba sus piernas. Parecían sedosas. En todos los años que la conocía, nunca se había fijado en su magnífica figura. Tenía una silueta esbelta, los labios gruesos pero no exagerados y su bronceado era parejo. Daba la impresión de que su piel sabía a miel.

- Hola, Marisol. Qué bien te veo - dijo Pedro. Se le había escapado -.

- Hola. Siéntate – respondió ella, sorprendida por la observación de Pedro. -

- Tú mandas. ¿Qué es tan importante para hacerme venir hasta aquí?

- Tú.

- ¿Yo? – soltó Pedro con total perplejidad -.

- ¡Subamos a una habitación!

Pedro se quedó de piedra. Ésta era una mujer de carácter. Nunca le había visto actuar así. Siempre había sido muy correcta. En ocho años que la conocía, jamás escuchó que ella se insinuase a alguien. Y ahora estaba en el lobby de un hotel invitando a un policía cinco o seis años mayor que ella a subir a una habitación. Tal vez ella había visto su cara de necesidad, casi de súplica, por una relación. Aunque fuera por una noche. Hacía mucho tiempo. Ya casi había olvidado esas sensaciones.

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- ¡Subamos!

- Bien. Saldré caminando hasta el ascensor y me iré a la habitación 601. La he alquilado todo el fin de semana. Espera cinco minutos y subes.

- Está bien - dijo Pedro con cierta picardía -.

Ella subió. Pedro esperó los cinco minutos y la siguió. Al llegar a la puerta, no sabía si tocar o no. Titubeó varios segundos y tocó dos veces. Ella abrió la puerta. Todavía estaba vestida. Pedro se preguntaba qué pasaba.

- Lo siento - dijo Marisol -. Tenía que buscar la manera de hablar contigo en privado -.

- Dime - inquirió Pedro, un poco desilusionado -.

- Esta mañana me llamó el Jefe de Redacción y me dijo que este caso no tenía ninguna importancia periodística.

- ¿Cómo?

- Como lo oyes. Fue aún más lejos y me dijo que me tomara unas semanas de descanso.

- Alguien no quiere que este caso se esclarezca. Hoy por la mañana asesinaron a Manuel Fe.

- ¡Dios! - exclamó Marisol, sorprendida -.

- ¿Sabes algo? Al otro día de coger el caso, el alcalde me llamó al despacho y me ofreció trabajar en UDYCO. Hoy llamé a Santana y no quiso reunirse conmigo.

- ¡Es una conspiración! - dijo Marisol-. Parece que alguien en las altas esferas está muy nervioso.

- ¿Pero, quién? ¿Qué relación puede tener la víctima con alguien importante? Nadie la conoce. Ha salido en primera plana y ningún familiar o amigo se ha acercado a identificarla. No sabemos nada sobre ella y, sin embargo, alguien se está tomando muchas molestias para que no se descubra su identidad.

- Ese alguien tiene que ser muy influyente.

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- ¿Pero, quién?

- No lo sé, Pedro. Estuve la pasada noche investigando por algunos prostíbulos de Las Palmas y una chica me dijo que la cara de la joven le parecía conocida. Pero ella no recordaba dónde la había visto.

- ¿Tienes el nombre de ella?

- Sí. Se llama Olga. Dice que es polaca y lleva dos años aquí. Antes era una prostituta de lujo. Pero alguien se cargó a su chulo en Playa del Inglés y aprovechó para escapar. Los socios del difunto piensan que ella se fue del país.

- ¿Dónde la puedo encontrar?

- En la calle Molinos de Viento. Casi siempre está en la última casa de la calle. Hace esquina con la Carvajal. Ella no sale a la acera. Ni siquiera se asoma a la puerta. Hay una chica que ofrece los servicios de ella después de que Olga le dé una señal de visto bueno.

- Iré mañana.

Pedro pensó que no había nada más que hacer y decidió marcharse. Cogió su maletín y caminó hacía la puerta.

- ¡Pedro! - llamó Marisol de forma espontánea -.

- Sí. - Girándose hacia ella -.

- Esta noche me quedaré aquí. Si deseas, te puedes quedar conmigo.

- Bien - dijo Pedro con una sonrisa de satisfacción -. Bajaré a una cabina a llamar; no me fío del móvil. Tampoco quiero que sepan que hemos estado juntos. Te podría poner en peligro.

Pedro dejó su maletín y salió al pasillo. Fue hasta el ascensor. Mientras tanto, Marisol se ponía más cómoda. Quería darle una sorpresa a Pedro. Tenía una exquisitez que le sugirió una experta en el arte de la seducción que entrevistó en la calle Molinos de Vientos. Se trataba de una blusa corta de seda roja con unas braguitas del mismo color, caladas. De su bolso sacó un frasco de Paloma Picasso. Era un perfume sencillo pero, combinado con la química especial de su cuerpo, era hechizante. También tenía un diminuto

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frasco de cristal con esencia de piña colada. Se utilizaba para darle cierto sabor al cuerpo. Eso era capaz de despertar las más rebeldes pasiones. Pedro no sabía que le esperaba la noche más sensual de su vida.

El ascensor tardaba. Se había detenido en la quinta planta. Optó por caminar al fondo del pasillo y bajar por las escaleras. Al comenzar a bajar, notó que la luz no funcionaba bien. Parecía un foco intermitente. Pedro bajó los escalones. Pensó que probablemente podría tomar el ascensor en la quinta planta y evitar así bajar por las escaleras hasta abajo. Al abrir la puerta, recibió un fuerte golpe en el mentón. Fue como un rayo. No sabía lo que le había dado. Se sentía aturdido, confuso, pero estaba seguro de algo y era que estaba metido en graves problemas. Rodó a la mitad de las escaleras. Al caer, recibió un fuerte golpe en la espalda. La tenía entumecida, como si un fuerte calambre le arropara por completo. También se había lastimado la mano izquierda. Había tenido que soportar todo el peso de su cuerpo. Casi no podía cerrar el puño. Un hombre comenzaba a bajar las escaleras lentamente. Pedro podía ver un pantalón color gris carbonizado. Había otro hombre aguantando la puerta. El que estaba en las escaleras se acercó y le dio una patada en el costado. Pedro hizo un ruido de dolor mientras rodó dos o tres peldaños más hacia abajo. Él seguía bajando con toda la calma del mundo. La anticipación al golpe a veces era peor que el golpe en sí. Esta vez, Pedro había recibido un corte en la ceja izquierda. Vio de refilón una cachiporra. Era una bola de hierro metida en un resistente cilindro de cuero. En ese momento se dio cuenta de que no querían asustarle. Su vida peligraba. Cerró el puño derecho con toda su fuerza mientras empezó a emitir sonidos de dolor. Intentaba distraer al agresor. Quería hacerle pensar que estaba gravemente herido y que era incapaz de incorporarse. El hombre bajó justo hasta donde estaba él. Le agarró por el cabello y levantó su mano derecha para propinarle un golpe. Sin embargo, Pedro se giró y le dio con toda su fuerza en los testículos. El hombre pegó un alarido de dolor estremecedor. Su amigo bajó a socorrerle. Pero Pedro ya tenía la cachiporra en la mano. Cuando el hombre vio que Pedro se había incorporado, intentó darse la vuelta, pero ya era tarde. Le dio un fuerte golpe en el hombro. Luego le dio la vuelta y le asestó otro en la clavícula. El hombre estaba inmóvil. Gritaba sin poder parar. Pedro empezó a registrar sus bolsillos cuando sintió dos manos que le cogían por el cuello y empujaban su cabeza contra el pasamano de metal. Quedó un poco mareado pero se echó hacia atrás con toda su fuerza. Ambos rodaron por las escaleras hasta el último peldaño. El hombre se levantó haciendo un tremendo esfuerzo. Pedro seguía un poco mareado. El hombre le propinó dos patadas en el estómago. Pedro cayó al suelo buscando desesperadamente un poco de oxígeno. El agresor subió a socorrer a su

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amigo y salieron por el pasillo. Allí había un tercer hombre que mantenía el ascensor. Los tres bajaron hasta el lobby y salieron discretamente hasta fuera. En el aparcamiento había un cuarto hombre esperando con el coche en marcha. Pedro se incorporó lentamente hasta llegar a la puerta. Caminó hasta el ascensor y de ahí subió a la sexta planta. Llegó con mucho esfuerzo. Tropezaba de vez en cuando con las paredes hasta llegar a la habitación de Marisol. Al tocar, ella se puso ansiosa. Al abrir la puerta y encontrarse con Pedro en ese estado, se olvidó de realizar su fantasía. Le agarró por la cintura y puso su brazo derecho alrededor de su cuello. Le ayudó a entrar a la habitación. Una vez dentro, le condujo hasta la cama.

- ¿Qué te ha sucedido? - preguntó Marisol, preocupada -.

- Dos hombres me atacaron en el pasillo.

- ¿Llamo a la policía?

- No.

- Tenemos que irnos a otro lugar.

- Pero no puedes salir en estas condiciones.

- Nos iremos mañana. Cuando sea de día.

- Yo tengo un apartamento en el sur. Está en la avenida Tirajana. Nadie nos podrá encontrar allí.

- Mañana nos vamos temprano.

Ella ayudó a Pedro a incorporarse. Le llevó hasta el baño. Abrió la ducha y comenzó a quitarle la ropa.

- Ésta no era la idea que tenía de una noche románica - dijo Pedro -.

- Bueno, ya tendremos tiempo.

Ella también se desnudó y entró con él en la tina. La ducha tenía mucha presión. El agua templada te romperá el coágulo y los moretones -

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dijo Marisol -. Luego dejaron correr un poco de agua fría. -Te sentirás mucho mejor - aseguró ella. Le ayudó a lavarse. No podía evitar observar sus atributos. Eran como había imaginado. Él también la miraba de refilón. Sus pechos redondos y firmes. Parecía una guerrera indígena que exponía sus exuberantes montañas de placer. Su cuerpo daba la impresión de estar enchapado en bronce. Nuestro astro más brillante había hecho un buen trabajo derramando sus tiernos rayos sobre el cuerpo de esta diosa. Celulitis era una palabra sin significado para su cuerpo. Sus piernas eran perfectas. Su trasero era alto y duro. Al mirar hacia su monte de Venus, se dio cuenta de que era invierno, pues no había hojas ni señales de césped. Estaba totalmente inmaculado. Esplendoroso a la espera de algún explorador. El corazón de Pedro latía como un tambor de guerra. Se sentía como un soldado que se preparaba para una incursión.

- Veo que te cuidas mucho, Marisol - dijo Pedro en tono pícaro.

- Intento mantenerme en forma. A mi edad hay que cuidarse - le contestó Marisol con un poco de falsa modestia.

- Dime. ¿Cómo es que una mujer como tú no tiene una pareja?

- Me he dedicado completamente a mi trabajo y me he olvidado de mí.

- ¿Estás acostumbrada a la soledad?

- No me asusta. Me considero una mujer independiente. ¿Y tú?

- Yo también me he dedicado a mi profesión. Tal vez más de lo que debía. Ahora mi única familia es una hermana y dos sobrinas. La soledad me hace pensar.

- Parece que tenemos cosas en común.

- Sí. ¿Qué tal si salimos de aquí y vamos a la cama?

- Me parece una buena idea.

Salieron de la tina y se secaron. Marisol le secaba la espalda a Pedro mientras él la miraba por el espejo del baño. Una vez seca, ella se puso la blusa de seda. Él no tenía una muda de ropa, por lo que se quedó desnudo. Ella se puso un poco de perfume en su delicado cuello y en las muñecas. Era suficiente como para envenenar al enemigo de lujuria. Sentía las pulsaciones del deseo correr por sus venas. Pedro se acostó boca arriba entre las sábanas. Y ella a su lado.

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- ¿Te gusta mi perfume?

- Es una fragancia que me excita. Me enloquece.

- Me lo pongo cuando quiero tomar un prisionero.

- Me puedes tener con o sin perfume.

- Lo sé. Pero quiero que no me olvides jamás - dijo Marisol mientras pasaba su mano lentamente sobre el pecho de Pedro y le mordisqueaba suavemente el cuello.

Sus pequeños y sedosos dedos recorrían el pecho de Pedro. Le daba una cosquilla agradable. Una sensación de placidez. Ese mundo frío y carente de sensaciones de este hombre duro cambiaba. Despertaba de su letargo. Ella se acomodó a su lado, poniendo la cabeza en su pecho mientras le acariciaba los testículos, palpándolos como cuando uno desea saber si un fruto está maduro. Escuchaba galopar desenfrenadamente el corazón de Pedro. Los latidos reclamaban batalla. Él reaccionó acariciándole el pecho izquierdo con su mano derecha. La batalla había comenzado. Le daba pequeños pellizcos en los pezones, que se ponían duros y adquirían un color morado. Su pecho era suave como el algodón. Ella le lamía suavemente el cuello mientras mantenía su ataque. Pedro miró sus labios tan húmedos; le invitaban a saciar su vieja sed. Los besó. Sus lenguas espadeaban suavemente. Ambos eran muy diestros. Ella bajó su cabeza y le lamió la cabecita con la punta de la lengua mientras manipulaba el resto de su aparato con la pericia de un cirujano. Su asta larga y de hierro agudo estaba firme, digna, lista para entrar en combate. Pedro degustaba sus preciosos pechos. De vez en cuando, mordisqueaba un poco sus pezoncitos. Los pezones erectos de esta guerrera le enloquecían. Su mano derecha jugaba con el clítoris de ella. Lo acariciaba en forma circular y se detenía para darle pequeños apretones. Eso le gustaba mucho. Ella agarró su pene firmemente, no tenía escapatoria. Empezó a masturbarle lentamente pero con ritmo. Él le introducía su anular en su caliente y húmeda vagina.

- Quiero que me folles - dijo Marisol, respirando entrecortadamente. Esa frase robaba un poco de la magia del encuentro. Tal vez era un ardid de guerra. Le preparaba una emboscada.

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- Te quiero.

Marisol bajó la cabeza hasta la cintura de Pedro e hizo desaparecer el asta en la boca. La guerrera conocía muchos trucos de batalla. Pedro podía sentir un calor húmedo y sedoso. De momento se encontraba atrapado. Ella comenzó a mover su cabeza hacia arriba y abajo. Él cerró sus ojos por un momento y disfrutó de esa sensación. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Le gustaba la idea de ser un rehén. Con mucha voluntad, comenzó a moverse hasta que se puso en posición de un sesenta y nueve. Ella se dio cuenta de la maniobra y se puso encima de él. Seguía aplicándole el truco de la boca, pero esta vez un poco más rápido. Pedro le agarró las nalgas, separándolas con gran esfuerzo. Así dejaba expuestos sus encantos. Le pasaba la lengua desde el clítoris hasta el esfínter y, en ocasiones, le metía la punta de la lengua en la vagina. Ella aumentaba la velocidad mientras pasaba su lengua alrededor de la punta del pene de Pedro. Con su lengua recorría sus encantos, dejando un agradable rastro de humedad. Eso la tenía frenética. Era una táctica de guerra. Ella se levantó y se dio la vuelta, mirando a su adversario con la boca entreabierta. Tenía cara de deseo. Él trató de incorporarse, pero hizo un gesto de dolor.

- Tranquilo, yo me encargo de todo.

Le agarró el pene con su mano derecha mientras se acomodaba encima de él. Con su mano, dirigió la punta y la introdujo en la vagina hasta la mitad. Hizo un pequeño gemido de satisfacción. Pedro estaba aguantando, no creía que podría luchar más. Creía que ninguna mujer le había excitado tanto. Comenzó a subir y a bajar suavemente, introduciéndolo hasta la raíz. Su lanza todavía estaba dura mientras ella intentaba doblegarla. La astuta guerrera aprovechaba la cama para saltar. Lady Godiva cabalgaba otra vez. Él sólo podía atacar lo que tenía a su alcance, un pecho con la mano izquierda y con la derecha le introducía el dedo gordo en la boca. Ella lo chupaba fuertemente mientras saltaba encima de él como una desquiciada. De momento, ella comenzó a morderle el dedo. Pedro veía su mirada perdida mientras ella seguía saltando cada vez más rápido. Ambos transpiraban profusamente. La batalla era feroz. El cuerpo de Marisol brillaba. Ahora ella le mordía y le succionaba con más fuerza mientras gemía un poco más fuerte. Seguía saltando. Pedro pensaba que no podría aguantar más. Ella perdió su ritmo, como si se estremeciera de forma incontrolada, hasta que se dejó caer encima de él. Parecía que la

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lanza estaba surtiendo efecto. Pedro estaba a punto de explotar. Ella tomó aire y volvió a moverse encima de él. No se dejaría vencer por un soldado sin entrenamiento.

- Ahora que toca a ti, cariño. - dijo mientras los flecos de su cabello le cubrían parcialmente la cara.

- ¡No te salgas! Estoy a punto...- protestó Pedro.

Ella siguió galopando rápidamente. A Pedro se le nubló la vista. Desconectó. De repente, tampoco podía escuchar con claridad. Ella se percató de esto. Sentía las pulsaciones del aparato. Se salió y le agarró fuertemente con la mano derecha y comenzó a manipular su aparato como nadie lo había hecho jamás. Con su mano izquierda apartó el cabello de su rostro y con la punta de la lengua le hacía cosquillas en su casco. Otro truco que no esperaba el viejo soldado. Pedro no soportaba más. Ella seguía meneándosela más rápido mientras miraba la cara de éxtasis del atónito Pedro. Éste estaba perdido. A punto de entregarse. Su cuerpo se estremeció. Disparó con toda su fuerza el último cartucho de su arsenal. Sintió una flojera en sus piernas y en el resto del cuerpo. Había sido una batalla inolvidable. Estaba exhausto. Ambos lo estaban. Ambos eran merecedores de condecoraciones. Marisol se acostó a su lado, poniendo la cabeza sobre su pecho. Él la abrazó y ambos se quedaron en total quietud. Al día siguiente, Pedro abrió los ojos para ver a Marisol a su lado. Eran las 10:00 de la mañana. Ella había pedido el desayuno en la habitación. Tenía una sonrisa preciosa y sus ojos brillaban con un magnetismo especial. Pedro se sentó en la cama.

- Te ves maravillosa - dijo Pedro, mirándola fijamente, como si estuviese hipnotizado.

- Gracias, cariño.

- Tengo que hacer unas llamadas y luego nos vamos hacia el sur.

- Ya llamé al trabajo y acepté la semana de vacaciones.

- Perfecto. Ahora yo tengo que idear una estrategia para desenmascarar al asesino.

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- Creo que debes visitar a Olga lo más pronto posible. No sabemos si me han seguido también. Si es así, ella puede estar en peligro.

- Iremos al sur y allí alquilaremos un coche. Pasaremos por la noche.

Pedro llamó a Paco para preguntarle sobre el caso.

- Buenos días, Paco.

- Hola, Pedro.

- ¿Tienes algo nuevo?

- Sí. Cristóbal me dice que el primero en contratar los servicios de la compañía de bolsas fue el Ayuntamiento de Las Palmas. La empresa está al nombre de una sociedad inscrita en Madrid. Se llama Servicansa. Servicios Canarios S.A.. Mañana me darán información sobre quiénes son sus dueños.

- Bien. ¿Alguna otra cosa?

- Sí. El jefe me llamó preguntando por ti. Dice que el Alcalde quiere que dejes todo lo que estés haciendo y te incorpores en UDYCO. Te dará hasta mañana.

- ¿Eso es todo?

- No. Tu secretaria ha estado haciendo muchas preguntas. No para de hablar. Parece que le cuenta todo al alcalde.

- No le digas nada, ella está implicada. Investiga si usa drogas.

- Está bien.

- ¡Ah, Paco! Dile a Santana que me llame lo más pronto posible.

- Vale.

Marisol estaba vestida y lista para salir. Pedro decidió no buscar su coche e irse en el de Marisol. El trayecto hacia el sur era ideal para saber si alguien les seguía. Sin embargo, no creía que los atacantes lo intentaran de día. Durante el trayecto hacia el sur, Pedro y Marisol tuvieron oportunidad de reflexionar sobre el caso.

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- Vamos a ver, Marisol. Aparece una chica muerta. Me hago cargo del caso. Aparece un posible testigo y es asesinado. El asesino burla la vigilancia. Me ofrecen un cargo en otra unidad. Santana falta por primera vez a una cita conmigo después de 12 años. Paco no contesta mis llamadas. Te amenazan. Y, finalmente, intentan sacarme fuera de circulación. ¿Qué piensas?

- Lo que te dije en el hotel. Es una conspiración.

- ¿Pero todas estas molestias para evitar descubrir la identidad de una persona?

- La chica puede ser la clave de algo. Tal vez, un eslabón.

- Sin duda es el factor común de algo grande. ¡Sabes! Mi intuición me dice que no es de aquí. Y que, como ella, debe haber más chicas. Tal vez, la mujer que entrevistaste, Olga, pueda ayudarnos.

- Puede que sea una red de prostitución de lujo.

- Es posible. Pero debe ser muy exclusiva. Otra cosa interesante es el hecho de que hayan utilizado medicamentos controlados para matar a las víctimas. Sin embargo, a mí me intentaron aporrear a golpes. Tuvieron la oportunidad de inyectarme algo y no lo hicieron.

- ¿Piensas que pueden ser dos personas diferentes?

- No lo sé. Tal vez hemos tocado las fibras sensibles de varias personas poderosas.

- Estoy conectada a Internet desde el sur. Suelo escribir mis artículos allí. Quizá pueda utilizar la red para pasarle la foto de la joven a la policía de otras Provincias y a la INTERPOL.

- Buena idea. Hablando de colaborar con otros policías, se me acaba de ocurrir la idea de hablar con el marido de mi sobrina. Vive en Telde, nos coge de camino. Él era policía secreto en Nueva York. Trabajaba en la Unidad de Crimen Organizado. Sabe muchas cosas sobre esto.

- ¿Crees que podrá ayudarnos?

- Sí.

Después de pasar por la entrada de Jinámar, se desviaron de la autopista hacia la Pardilla. Tomaron la calle Raimundo Lulio y doblaron por la calle Guttemberg. Era un barrio tranquilo. El marido de la sobrina de

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Michael A. Galascio Sánchez

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Pedro se llamaba Michael. Estaba viviendo una vida muy discreta en Canarias. La Mafia ítaloamericana le perseguía desde hacía mucho tiempo. Estuvo involucrado en una investigación que culminó con el arresto de tres grandes capos de las cinco familias del crimen organizado en la ciudad de Nueva York. Ahora vivía con una mísera pensión que le dio el FBI. Era joven, tenía unos 33 años de edad. Estaba casado y esperaba un hijo. Estaba alegre con la vida que vivía fuera del bullicio de las Gran Manzana. Ocasionalmente, le visitan algunos agentes especiales para pedirle consejo. Él estudiaba mucho. Se mantenía al día en la evolución del crimen organizado y sus tácticas de operación.

Pedro aparcó el coche frente a la casa. Ellos se bajaron y caminaron hasta una gran puerta con forma de arco en la parte superior. Era una casa de dos plantas. Tenía una apariencia sencilla por fuera. Sin embargo, disponía de una amplia terraza; una daba hacia la calle y un enorme balcón interior que rodeaba un precioso jardín canario con una fuente de mármol en el centro. Pedro presionó el timbre. El sistema estaba dotado de cámara de seguridad. Al otro lado, se escuchó una voz.

- ¿Quién es?

- Pedro Suárez.

- ¡Pedro! ¡Entra! - dijo con entusiasmo. No te reconocía.

Michael bajó rápidamente a la primera planta. No recibía visitas todos los días. Siempre se alegraba cuando alguien le venía a ver. Pedro y Marisol entraron en la casa. Al abrir la puerta, vieron el patio interior. En el centro, vieron la enorme fuente que estaba rodeada por distintos tipos de plantas exóticas. Daba la sensación de grandeza y frescor. Los soportes de enorme balcón eran en forma de columnas estilo romano. Arriba estaban las habitaciones. Y se accedía hacia arriba a través de una sola entrada en forma de arco. La puerta tenía la misma forma; parecía la entrada de una antigua abadía.

- ¿Cómo estás, Pedro?

- Muy bien, Michael. ¿Y mi sobrina?

- Está con la madre.

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REFLEJOS DE LA CONDICIÓN HUMANA

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- ¿Quién es tu amiga?

- Se llama Marisol, es periodista.

- Mucho gusto - dijo Michael, dándole la mano muy amablemente.

- ¿Desean tomar algo?

- Sí. Un refresco.

- ¿Y usted? - le preguntó a Marisol.

- Un jugo.

- Muy bien. Siéntense, por favor.

Ambos se sentaron en la sala. Mientras Michael preparaba las bebidas, ellos contemplaban los muebles. Todos eran de tipo rústico. Estaban hechos de madera mejicana. Reflejaban solidez. Parecía una habitación del siglo pasado. Al regresar con las bebidas, Michael preguntó.

- ¿A qué debo esta visita, Pedro? No me lo digas. ¿Te vas a casar?

- No. Sólo quería consultarte algunas cosas.

- ¿Problemas?

- Sí.

- Dime - dijo Michael prestando toda su atención.

- ¿Has estado en medio de una conspiración?

- Sí. Por eso vivo en Canarias.

- ¿Cómo escapaste?

- Eso lo debes saber tú mejor que yo. Tienes experiencia e instinto. Eres un excelente policía. Mientras estuve en el FBI, jamás vi personas con las cualidades que tienes tú.

- A veces, el de afuera ve mejor que el de dentro - dijo Pedro.

- Bien. Hay una serie de reglas para sobrevivir a cualquier trama, conspiración o complot. Primero, no confíes en nadie, cualquiera puede ser el enemigo; un compañero, una secretaria o empleado de servicio. Segundo,

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Michael A. Galascio Sánchez

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cuando te vayan a eliminar, enviarán a tu amigo más cercano. Tercero, no hables por teléfono normal, móvil u otro medio de comunicación que tú intervendrías si estuvieses vigilando a un sospechoso. Cuarto, no utilices tarjetas de crédito, nadie debe poder localizarte y, por último, rompe todos tus hábitos. Tienes que hacer todo lo que ellos no esperan que hagas.

Pedro se reclinó en el sofá y le explicó con detalle todo lo que había sucedido. Pasaron varias horas hablando sobre el caso.

- Por lo que me has contado, no se trata de una persona. Esto puede ser un trabajo de grupo. Sin embargo, en mi opinión, el asesino puede ser el mismo. Tal vez puedas jugarte una última carta con esa tal Olga.

- Lo sé. Pero no quiero poner su vida en peligro.

- Por otro lado, podrías decir que ha aparecido un diario de la joven que estás analizando.

- Eso me convertiría en una Diana humana.

- Es muy peligroso, cariño. - Dijo Marisol - ¡No lo hagas!

- Tiene razón. Es mejor utilizar a Olga. - Opinó Michael - Pero tendrás que protegerla.

Michael se levantó y fue hacia un precioso armario de madera que estaba justo en la esquina de la sala. Sacó una llave del bolsillo y lo abrió. Dentro se hallaban varios tipos de armas y equipos de comunicación. Tenía gran variedad de armas de fuego y armas blancas. Retiró una pistola calibre 22 y se la dio a Marisol. - Esto te hará falta - le dijo. Y a Pedro le dio un bolígrafo pistola de un disparo y una pistola Glock de 9mm. Como las que utiliza el FBI.

-Si utilizas cualquiera de estas armas me la traes y me encargaré de que desaparezcan.

- Debería arrestarte - dijo Pedro, sorprendido.

- Michael indicó, sin hacer caso del comentario: Esto les servirá de ayuda. Aquí tienes el número de mi teléfono móvil. Si estás en peligro, me

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llamas y, cuando te conteste, debes decir: “perdone, número equivocado”. Cuando hagas la llamada, deberás estar cerca de algún punto de encuentro, como por ejemplo el centro comercial de Alcampo. Esperas en el estanco de periódico SGEL y, cuando me veas pasar, me sigues hasta el servicio. Si es de noche, dirígete al restaurante Tokio, en Las Palmas. Le dices a Danny que vas de mi parte y que quieres intimidad. Él te acomodará en un tatami del restaurante que sea discreto. Ya me encargaré de hablar con él.

- Gracias, Michael.

- De nada. Me gustaría ir con ustedes, pero no puedo arriesgar a mi familia.

Pedro salió de la Pardilla y siguió su camino hacia el sur. Al llegar al apartamento de Marisol, se pusieron cómodos. Ella se cambió y se puso un vestido blanco de tirantes Plein Sud y unas sandalias de tacón bajo de Pura López. Marisol tenía buen gusto. Se recogió el pelo haciéndose un pequeño moño. Parecía una joven modelo. Ella le trajo un albornoz de seda a Pedro y le dijo que se quitara la ropa. La pondría a lavar. En su apartamento disponía de todas las comodidades y electrodomésticos existentes.

Pedro se puso a trabajar, tenía que buscar la forma de descubrir quién o quiénes estaban detrás de todo. No iba a ser fácil. Hasta el momento, parecía que él o ellos siempre estaban un paso por delante de él.

De pronto, sonó el teléfono móvil.

- Sí - contestó Pedro.

- Hola Pedro, soy Paco.

- Cuéntame.

- ¡Prepárate! Es fuerte. La empresa Servicios Canarios S.A. pertenece a Olesky, Harari y Sandra Benítez.

- No me digas. La hermana del Alcalde. ¿Intentan matarme por un negocio de bolsas plásticas?

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- No. ¡Espera! No sólo venden bolsas, sino que tienen todo tipo de contratos de servicio con los Municipios del Norte. Además, venden uniformes, mobiliario de oficina, productos de limpieza, mantenimiento de vehículos oficiales y prestan seguridad a los edificios oficiales como Hacienda, Sanidad y la Policía. Su volumen de negocios puede rondar los 5.000 millones de pesetas al año.

- Ése es motivo suficiente para querer callarme la boca, suponiendo que las contratas de servicios fueran irregulares. Sin embargo, no entiendo ¡Qué tiene que ver la joven! ¿En dónde encaja?.

- No lo sé. Si es extranjera, tal vez tendrá algo que ver con uno de los socios del alcalde.

- Es posible. Un indio y un ruso. Investiga la procedencia de sus socios y llámame. ¡Ah! Quiero saber si alguno de ellos es médico.

- Está bien. Te llamaré mañana.

Pedro se giró hacia Marisol y dijo - Creo te tenemos algo. Paco me dice que la hermana del alcalde forma parte de la Sociedad Anónima que vende las bolsas plásticas. La misma está inscrita en Madrid.

- Sí. Está bien, pero ¿qué irregularidades han cometido? Sólo venden las bolsas. Tal vez el alcalde no tenga nada que ver. Muchas empresas tienen contratos con el Ayuntamiento. He realizado reportajes sobre eso.

- Tienes razón, no debo precipitarme. Llamaré a Paco y le daré instrucciones.

Pedro optó por ir paso a paso. No quería encontrarse en la cuerda floja con un montón de frentes abiertos y sin escapatoria.

- ¡Paco! Soy Pedro.

- ¿Qué sucede?

- Nada. Quiero que te centres en los socios de la hermana del Alcalde, el tal Harari y Olesky. Además, quiero un listado de todos los empleados que trabajan para esa sociedad.

- Vale. ¿Algo más?

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- Nada. Gracias.

Paco se puso a trabajar en el asunto, llamó a unos amigos en Extranjería y les pidió los expedientes de estos dos elementos. Este favor le iba a costar una cena y copas por unas cuarenta mil pesetas. Pero, ¡qué diablos! lo paga Pedro.

Pedro cogió un bloc de papel y empezó a anotar todas las cosas que le parecían extrañas sobre este caso. Lo que había comenzado con el descubrimiento de un cadáver se estaba convirtiendo en una posible trama de trafico de influencia y fraude en contra del Gobierno de Canarias.

Marisol tenía lista la ropa de él. Pedro invitó a Marisol a almorzar. Sin embargo, ella se negó, ofendida. Le sugirió quedarse para que degustara lo mejor de su arte culinario.

- Te prepararé algo especial.

- Yo tengo gustos simples. Me conformo con un bocata de jamón serrano y queso tierno de la Aldea.

- Anoche no parecía que tuvieses esos gustos. Comerás como nunca.

- ¿Qué vas a preparar?

- Primero, una crema de zanahorias y naranjas. Lasaña de espinacas y una ensalada de brécol y nueces. Eso lo acompañaremos con un vino tinto de Ribera del Duero.

- ¿Y de postre? - preguntó Pedro con una sonrisa.

- ¿Qué te parece una túnica corta de seda y colores de fuego?

- Me parece estupendo.

Al anochecer, Pedro se dispuso a ir a visitar a la tal Olga. Él y Marisol salieron hacia Las Palmas. Al llegar, decidieron aparcar el coche cerca del Gobierno Civil, eran aproximadamente las 20:30. Caminarían por León y Castillo hasta la Carvajal y, de ahí, a Molinos de Viento. Por esa ruta había más movimiento. De camino se detuvieron en un bar Vasco para tomarse un

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café. Hicieron tiempo. Las chicas suelen salir un poco más tarde. A las 21:10 llegaron donde debía estar Olga. Marisol caminó hasta allí para no levantar sospechas.

- Hola. ¿Se encuentra Olga?

- Olga no hace estos servicios. Vaya a donde La Pili.

- No quiero un servicio.

- ¿Y, entonces, qué quiere? ¿Es policía?

- No. Olga es mi amiga y quiero hablar con ella.

- Olga no tiene amigas - dijo en tono desafiante.

Olga estaba observando todo desde la parte de atrás de la pequeña casa. Marisol estaba a punto de irse, cuando Olga le llamó.

- ¡Oiga!

Marisol se volvió hacia ella y se acercó. Quiero hacerte unas preguntas.

- ¿Sólo eso? ¿Estás segura de que no quieres nada más?

- Sí. Estoy bien servida.

- ¿Cómo lo sabes, si no has probado lo que te puedo dar?

- ¡Me gustan los hombres! - sentenció Marisol.

- ¿Qué quieres saber?

Ella sacó la foto de la chica muerta. ¿Te acuerdas de ella? - preguntó Marisol mientras activaba una pequeña grabadora.

- Sí- afirmó Olga, con los ojos aguados.

- ¿Cómo se llamaba?

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- Natasha.

- ¿Natasha qué?

- ¡No lo sé! - gritó Olga, como si no quisiera saber nada de ese asunto.

- ¿Eso es todo? Por lo menos, dime, ¿cómo llegó hasta aquí?

- Llegó como todas nosotras, en busca de una vida mejor. Yo soy de Ucrania. Conocí a Natasha en Moscú. Ella proviene de una familia muy pobre. Era bailarina clásica. Yo me dedicaba a vender Vodka en un negocio clandestino. En Rusia hay muchos. Hasta que, un día, la policía destruyó el local y nos arrestaron. Estuve en prisión dos días. Al tercer día, apareció un hombre y me dijo que podía sacarme de allí. Yo le dije que quería salir. Y él me dijo que tendría que hacerle un favor. Acepté.

- ¿Y qué sucedió?

- Ese mismo día salí de prisión. No sin antes follarme por lo menos a tres hombres. Fue horrible. Nunca había sido humillada de esa manera. Al salir, me llevaron a un Club de alterne. El hombre que me sacó, Vladimir, me vendió a un belga.

- ¿Y?

- El belga nos llevó a un Club llamado la Galería; es muy famoso en Brujas. Natasha llegó allí el mismo día que yo. Todavía me acuerdo. Estaba asustada. Le habían dicho que sería famosa. Que podría enviarle dinero a su familia. El dueño del club la compró para completar un lote. Una vez en Bélgica, compartimos habitación. Ella me contó lo mal que lo había pasado. Era preciosa y se convirtió en la favorita del dueño. Era su esclava. Cada vez que él quería follar, ella tenía que estar disponible.

- ¿Cómo llegaron aquí?

- La Mafia Rusa se estaba expandiendo y mi jefe iba de independiente. Decidió coger tres mulas y a Natasha y desaparecer del mapa. Nos vinimos al sur de Canarias. Trabajamos durante un año. Montamos una casa de citas de lujo. Víctor, nuestro chulo, nos introdujo en la élite social de aquí. Las chicas y yo trabajamos en exclusiva. Era algo bueno porque nos daba un respiro. Además, los hombres casados de aquí nos trataban bien.

- ¿Y Natasha?

- Ella no trabajaba. Era la mujer de Víctor. Sólo tenía que complacerle. Hasta que, un día, un hombre ruso reconoció a Víctor en un bar. Ese día, él nos dijo que teníamos que largarnos. Pero ya era tarde. Yo salí a buscar a

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Natasha a un centro comercial. Nos teníamos que ir deprisa. Finalmente, di con ella. Cogimos un taxi hacia el apartamento. Al aproximarnos a la entrada, vimos cómo unos hombres montaban a Víctor y a las dos chicas en un coche. Nosotras le pedimos al taxista que siguiera. Al día siguiente, Víctor apareció ahogado en Playa del Inglés. Las chicas no aparecieron – concluyó Olga, sollozando.

- ¿Y qué hicieron?

- Natasha conocía a un socio local de Víctor. Era un hombre influyente. Fuimos a visitarle y le explicamos lo sucedido.

- ¿Y qué hizo?

- Le dijo a Natasha que le ayudaría si se convertía en su amante. Ella comenzó a llorar. Yo me ofrecí a hacer el trabajo a cambio de protección. Pero él deseaba tenerla y ella accedió. Nos alojó en un apartamento en Rafael Cabrera y nos proveía todo lo que nos hacía falta. A cambio, teníamos que follar con él y sus amigos.

- ¿Cómo se llamaba el hombre?

- No lo sé. Solo le decían jefe. Un día llegó un hombre, parecía importante. Le presentaron a Natasha. Se obsesionó con ella. Pasaba todos los días. Ella no lo soportaba. Un amigo de ese hombre le sugirió “incorporarlas al establo”. Él se enfadó mucho y dijo: “Éstas serán de mi pequeño establo privado”.

- Sigue.

- Un día, al hombre se le quedó la cartera. Natasha sacó unas fotos e información personal. Él tenía mujer e hijos. Ella ideó un plan para escapar. Salimos de la casa y nos mudamos a un piso barato de la calle Juan Rejón. El plan era llamarle y pedir el dinero suficiente como para irnos a otro lugar, o hablaríamos con su mujer. Él aceptó. Pidió el número de teléfono, pero ella no se lo dio. Esa noche, salí a hacer la carrera. Necesitábamos algún dinero para pagar el apartamento y no quería que la pobre Natasha saliera. Ella no era tan fuerte como yo. Había sufrido mucho desde su niñez. Era un ángel. No merecía morir.

- Nadie merece morir, Olga - interrumpió Marisol, con un poco de tristeza.

- Esa noche, atendí a cinco clientes. Estaba cansada. Ya no estoy para esas cosas. Aquí sólo trabajo los últimos tres días del mes, con clientes fijos. Un taxi me dejó en La Plaza. Caminé desde allí por La Naval hasta la

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calle Gordillo. Cuando estaba a punto de doblar la esquina, vi a dos hombres y una mujer. Los dos hombres llevaban una bolsa de plástico y la mujer llevaba una más pequeña. Uno de los hombres era el que nosotras queríamos chantajear. Fueron hacia el contenedor y, mientras la mujer abría la tapa, ellos tiraron la bolsa. Sonó con fuerza. Parecía un peso muerto. Entonces me di cuenta de que era Natasha. Todo se oscureció para mí. Pensé en matarles de una forma suicida. Pero, entonces, el sacrificio de Natasha hubiese sido en vano. Tenía que sobrevivir para poder contar lo que había sucedido.

- Gracias - dijo Marisol.

- ¿Qué va a hacer?

- Voy a conseguirte protección. Necesito que confíes en mí. Te voy a presentar una persona en quien confío mucho y que nos puede ayudar. Él quiere atrapar al asesino de Natasha tanto como tú. Y por eso se ha metido en graves problemas.

- Está bien - Dijo Olga con cierto alivio en su rostro.

Marisol le hizo una señal a Pedro y él caminó hasta donde estaban ellas. Les presentó y le dio la grabación a Pedro. Los tres caminaron hasta el coche de Marisol y se fueron hacia el sur. Olga le preguntó a Marisol si podía recoger algunas cosas y ella le dijo que le comprarían todo lo que necesitaba. Se dirigieron al apartamento de Marisol en el sur.

Durante el trayecto, Pedro recibió una llamada de Paco. Parecía muy preocupado.

- ¡Pedro! Estoy en el almacén de Harari. Pasé para hacerle unas preguntas. Su mujer me dijo que estaría aquí.

- ¿Qué ha sucedido?

- Está muerto. Tienes que venir, he llamado a Santana y al Juez. Parece envenenamiento. Lo mismo de Manuel Fe.

- ¿Qué has averiguado sobre la empresa? - preguntó Pedro de modo suspicaz.

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- Parte de los empleados que contrata esta empresa son mujeres jóvenes de Europa del este. Alrededor del 20% son rusas, yugoslavas, rumanas y búlgaras. Sin embargo, me dice mi asistente que no se presentan a trabajar.

- Por lo que ese dinero irá a parar a manos de otra persona - concluyó Pedro.

- ¡Exacto!

- Es un negocio redondo. Cobran millones de pesetas por empleados fantasmas. Y, encima, ganan dinero prostituyéndolas. Y cuando ya no sirven, las eliminan. Nadie las echará de menos. - ¡Tienes que venir! – insistió.

- Está bien, tomaré un taxi.

-¿Qué pasa con tu coche?

- Están reparándolo.

- ¡Ah! – exclamó Paco con cierto tono de tranquilidad.

Pedro salió de la autopista y se desvió hacia el Juzgado. Allí llamó a un radio taxi. Le dijo a Marisol que se llevara a Olga a su apartamento. Le dio la grabación a ella. Inspeccionó la pistola que le dio Michael, sacó el bolígrafo y se lo puso en el bolsillo. Llamó a Paco para pedirle la dirección del almacén. Y, acto seguido, llamó a Santana para confirmarle que iba de camino hacia la escena del crimen. Al llegar al almacén de la calle la Naval, el cuerpo de Harari yacía en el suelo. Paco estaba acompañado de su asistente. Y Santana acababa de bajar del coche.

- Hola. ¿Qué tenemos aquí? - preguntó Pedro dando la impresión de normalidad.

- Un comerciante indio muerto. Parece que le envenenaron.

- Así parece - opinó Santana.

- ¿Por qué no han llegado más refuerzos? ¿Dónde está el Juez? - inquirió Pedro.

- Viene de camino con el jefe - contestó Paco.

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- ¿Quién? - preguntó Pedro a la expectativa.

- El jefe. El Comisario.

Pedro comenzó a atar cabos. - Michael tenía razón; no puedo fiarme de nadie. El Comisario, Paco y el asistente están implicados. Con razón burlaron la vigilancia de Manuel Fe. Por eso siempre estaban un paso por delante de mí. Pedro reaccionó sacando la pistola.

- Muy bien, tiren sus armas - dijo Pedro con firmeza.

- ¿Qué pasa, Pedro? ¿ Te has vuelto loco? – gritó Paco.

- No. Sé lo que sucede. Santana, quítales las armas.

Santana procedió a hacer lo que Pedro le había pedido.

- Esperaremos al jefe. Él también se llevará una sorpresa - dijo Pedro.

- No sabes con quién te metes - amenazó Paco en tono desafiante.

- ¡Calla, corrupto! - espetó Pedro, dándole un puño en el mentón.

El asistente trató de moverse, pero Pedro le encañonó rápidamente.

- Muévete si quieres morir. - Dijo Pedro - Estoy deseoso de acabar con la escoria que ustedes representan.

- No podrás. Está por encima de ti - aseveró Paco mientras se tocaba el mentón.

- Dime algo, polla boba. ¿El jefe es el líder? - preguntó Pedro.

- Te dije que estaba por encima de ti. Claro que no, tonto. Es el...

- ¡Calla, estúpido! - bramó el Comisario.

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Pedro se giró y le apuntó con su arma.

- Contra la pared. Vete con tus amigos, traidor – indicó, desilusionado, Pedro.

- Vamos, Pedro, no podrás hacer nada. Aunque nosotros fuésemos a la cárcel, que no va a pasar, tu vida sería un infierno. Perderías a tu hermana y a tus sobrinas - le dijo el Comisario.

- Todavía puedo matarles y cerrar el caso. Su líder se callaría la boca.

La expresión de todos cambió. De pronto, el hombre más honesto de la policía nacional de Las Palmas maquinaba. Y no lo hacía mal. Ellos conocían a su líder. Él nunca se mojaba por nadie. Tal vez por deformación profesional. Podía matarles y poco le iba a importar, siempre y cuando su nombre no saliera a la luz pública. Mientras les apuntaba, le pidió a Santana que llamara a la Guardia Civil. De repente, se escuchó un disparo ensordecedor. Pedro caía al suelo, boca abajo. Se encontraba en un estado de semiinconsciencia. La bala le perforó un hombro, saliendo cerca de la primera costilla. Pedro sólo podía reflexionar para sí. Se acordó de lo que Michael le había dicho - “No confíes en nadie, cuando te vayan a matar enviarán a tu amigo más cercano”.

El comisario le pidió a los demás que le sentaran en una silla. Tenía que interrogarle. Necesitaba saber si alguien más conocía sus actividades ilegales. Al sentarlo, se veía pálido e inseguro. Estaba atrapado y sin posibilidades de salir. Volvía a sentir lo mismo que sintió en el hotel. La horrenda sensación de la anticipación al castigo es peor que el castigo en sí. Paco y su asistente le agarraban por los brazos. El Comisario se acercó y le miró a los ojos.

- ¡Tenías que hacerte el jodido héroe! ¿Sabes, chico? Ya no hay héroes - dijo el Comisario.

- ¡Eres un hijo de puta! - exclamó Pedro haciendo un enorme esfuerzo.

- Soy un hijo de puta con dinero y cuando mueras todavía estaré aquí - le contestó el Comisario.

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- Interrógale. Está perdiendo mucha sangre - indicó Santana.

En esos momentos, sonó el teléfono móvil de Pedro. Sonó tres veces. Todos se miraron, hasta que el Comisario reaccionó y contestó.

- Sí.

- ¿Pedro?

- Sí. ¿Quién es?

- Una amiga. ¿Quién es usted?

- Soy un compañero. Él está ocupado en el despacho. ¿Desea dejarle un mensaje?

- No. Le llamaré dentro de 20 minutos.

- Vale.

Marisol se puso nerviosa. Sabía que algo no andaba bien. Tenía que hacer algo rápido. Se le ocurrió llamar a Michael. Dejó a Olga en el apartamento y salió a toda prisa hacia el coche. Tomó la autopista hacia Las Palmas; tenía que ir a Telde. Mientras iba en el coche, se dio cuenta de que había llamado desde la casa. Probablemente tenían su número en la pantalla del móvil de Pedro. Si era así, sabrían su dirección. Llamó a Olga desde el coche y le dio instrucciones para que se alojara en el Gloria Palace. Ella le dio la combinación de una pequeña caja fuerte que tenía en la habitación. Allí guardaba sus ahorros. Marisol era una persona que no confiaba en los bancos. Habría una trescientas mil pesetas. Era dinero suficiente para permanecer oculta unas semanas en caso de que las cosas se pusieran feas. Al acercarse al Centro Comercial de Alcampo, llamó a Michael. El teléfono sonó una vez.

- Diga - contestó Michael a la expectativa. A través de ese teléfono móvil había recibido muchas llamadas desagradables.

- Número equivocado - dijo Marisol.

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Se bajó del coche y caminó hasta el estanco de periódicos que hay al entrar al centro comercial. Allí comenzó a ojear varios libros, haciendo tiempo. Michael bajó de la segunda planta, corriendo. Al llegar abajo, se dirigió al armario de madera que tenía en la sala. Sacó la llave del bolsillo y lo abrió. Extrajo una pistola semiautomática. Una Jericho 941 FBL, lo último del ejército israelí. Era de plástico, al igual que la Glock que le había dejado a Pedro. También se echó al bolsillo dos cargadores de 12 cartuchos y un silenciador. Abrió una gaveta, donde tenía una colección de puños americanos de distintas aleaciones y estilos. Optó por uno que le confiscó a un militante de los macheteros en un caso en San Juan de Puerto Rico. Era hierro y titanio. Tenía encima de los nudillos unas púas muy afiladas y con un grosor respetable. En el pasado, había roto muchas mandíbulas y huesos con esa arma fatal. Los daños que podía hacer eran irreparables.

Salió en su citroen azul marino. Le había costado seis millones de pesetas. Era blindado, al igual que el coche oficial del presidente del gobierno español. De hecho, el trabajo lo hizo la misma empresa. Todo cortesía del tío SAM, quien, después de dejarle con el culo aire, corrió con esos gastos, movido por la culpabilidad o porque posiblemente podrían utilizar sus servicios nuevamente en el futuro.

Condujo con calma hacia Alcampo. No quería violar ninguna norma de tráfico. Lo último que quería era tener que darle explicaciones a un madero. Al llegar al centro, echó un vistazo alrededor, por si las moscas. Era un reflejo paranoico que le quedaba después de aquellos días de lucha contra de la Mafia italiana.

Entró en el centro con toda la normalidad del mundo. Michael era un hombre de 1.80 de estatura. Pesaba unos 108 kilos que estaban bien distribuidos. No era violento por naturaleza pero, cuando tocaban a algún familiar, era capaz de matar a cualquier persona sin pestañear. No importaba la raza, color, credo o posición social; se lo cargaba. En su vida habría matado a unas quince personas. No estaba arrepentido. Él siempre decía: “Nunca he matado a nadie que no se lo haya merecido”.

Caminó hasta pasar el estanco. No giró su cabeza ni por un momento. Marisol le vio pasar y salió lentamente del estanco. Michael tenía unas gafas Rayban de aviador tipo Perote. Tenían unos pequeños cristales en los

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bordes que le permitían ver con claridad quién le seguía. Al llegar frente a una tienda de regalos, podía divisar a Marisol detrás de él. Dobló hacia un pasillo, donde se encontraban los servicios. Esperó unos segundos y Marisol dobló para toparse con él.

- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Michael.

- ¡Tienen a Pedro! – contestó, muy preocupada.

- Eso es malo. Si no está muerto, lo matarán. Seguramente le torturarán.

- ¿Cómo sabes que tienen a Pedro?

- Contestó un hombre raro y me dijo que Pedro estaba en su despacho. Sin embargo, él me dijo que iba a un almacén en la Isleta porque habían encontrado el cadáver de Harari, un comerciante indio.

- ¿Desde dónde llamaste?

- Desde mi casa.

- ¡Dios! Entonces ya deben tener tu dirección.

- Le dije a Olga que saliera de allí.

- Bien. ¿Tienes algo que ellos puedan querer? ¿Información? ¿Documentos?

- Una grabación de la conversación que tuve con Olga. Ella me explicó toda la trama.

- Ése será el cebo. Esto es lo que haremos. Llámale desde tu móvil y dile que quieres hacer un cambio. La cinta por Pedro, pero con la condición de que primero tienes que hablar con él. Así podremos asegurarle un poco más de tiempo de vida.

- Pero, ¿dónde hacemos el intercambio?

- En el restaurante Tokio. Llamaré a Danny. Llamaremos desde mi coche. Así llegaremos antes al restaurante.

Marisol estaba muy nerviosa. El pensar que Pedro podía morir le inquietaba. A veces iba de mujer dura, que podía con la soledad. Sin embargo, en el fondo también le tenía miedo. No quería perder a Pedro.

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Sentía algo más por él. Era especial; sincero, tierno, honesto, tal vez ingenuo. Eso fue lo que le llevó hasta el almacén.

Marisol realizó la llamada.

- Sí.

- Soy Marisol Pastrana, periodista de la Provincia. ¿Puedo hablar con Pedro?

- Me temo que está indispuesto - contestó el Comisario.

- ¡Se cree muy listo! Tengo documentos y grabaciones sobre todo lo que pasa. También tengo a Olga.

- ¿Qué?

- Los cambio por Pedro.

- ¿Dónde?

- Primero quiero escucharle.

- Está bien - dijo el Comisario.

Le acercó el móvil a Pedro y le dijo: “Es la zorra de tu amiga”.

- ¡Mari! - nombró Pedro, sin fuerza.

- ¡Resiste, Pedro! ¡Resiste! – dijo, casi llorando.

- Ya le escuchó. Y ahora, ¿dónde hacemos el cambio?

- En el restaurante Tokio.

- No me gusta - contestó el Comisario.

- Estoy frente a la Guardia Civil. Si quiere, puedo dejarlos allí.

- Vale, vale. El restaurante Tokio.

Al colgar, ella bajó la cabeza en señal de resignación. Michael la miró y le dijo - No te preocupes, me cargaré a esos cabrones.

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El Comisario llamó al Alcalde. Y le contó todo. Él le dio instrucciones concretas para atar todos los cabos sueltos. El Comisario estuvo de acuerdo. Había muchas personas que se podían ir de la lengua. Mientras tanto, el alcalde llamó a su hermana. Irían a visitar a Olesky.

Al colgar el teléfono, Paco le preguntó al Comisario qué le había dicho el Alcalde. Y éste le respondió con un certero disparo en el pecho que le destruyó la aorta torácica. El asistente y Santana se quedaron de piedra. Pedro estaba muy cansado para impresionarse.

- ¡Felicidades, chico! Ahora serás mi segundo de a bordo. Le dijo el Comisario al asistente de Paco.

Santana miró al Comisario y le preguntó con nerviosismo - ¿Qué pasa conmigo? ¿Dónde quedo yo?

- ¡Oh, sí! Me olvidaba de ti - dijo el Comisario.

Le disparó en una pierna. Soltó a Pedro y se tiró al suelo, quejándose del terrible dolor. El comisario realizó otro disparo a la otra pierna. Ahora Santana estaba gritando como un animal acorralado. Era un grito de histeria combinado con un profundo miedo. El asistente ayudó a Pedro a incorporarse y le sostenía mientras el viejo ataba los cabos sueltos.

- No lo puedo creer. El hombre que vive gracias a la muerte le teme más que nadie. El hombre que facilitó el veneno ahora se queja. ¿Sabes qué? Eres una mierda de tío.

- ¡Hijo de puta! ¿Te crees mejor que yo? Le lames el culo al Alcalde. Has llegado a donde estás con la lengua marrón - dijo Santana - ¡Ahora mátame! - Gritó.

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- No te daré ese gusto. Te dejaré aquí y quemaré el local. Arderás aquí y en el infierno.

Santana se tendió en el suelo. Le estaba comenzando a dar frío en las extremidades. Él sabía lo que eso significaba. Sólo pedía perder la conciencia antes de que aquel loco quemase el local. De pronto, pasaron por su mente todas esas personas a las que le había realizado autopsias. Ahora, los restos de él serían analizados por un forense. Tal vez ni le identificarían. Ese Ramírez era un incompetente. No sería capaz de llegar al fondo de la cuestión. - Qué tragedia; moriré y nadie sabrá qué sucedió conmigo! - pensó Santana.

El Comisario salió del almacén y buscó un recipiente con gasolina. La mezcló con diesel para que fuese más difícil apagar el fuego. Y, conociendo la premura y calidad del cuerpo de bomberos, tardarían horas en apagar las llamas. Toda la evidencia de sus actos quedaría borrada para siempre.

Cuando entró al almacén, Pedro respiraba con dificultad. Él le dijo al asistente que le sacara de ahí y le metiera en el coche. El Comisario comenzó a regar con gasolina todo lo que había allí. Empapó bien el cuerpo de Paco y el de Harari. A Santana le echó el combustible en las manos y las piernas.

- Esto te reanimará, Santana.- dijo el Comisario.

Santana sólo observaba una figura oscura mientras imploraba a Dios que le arrebatase de la tierra. Comenzó a rezar. Se escuchaba un pequeño susurro. Una vez estaba todo regado, encendió un mechero y lo arrojó a Santana. Al comenzar a quemarse, éste gritó con toda su fuerza. El fuego comenzaba a extenderse por todo el almacén. El Comisario cerró la puerta principal, dejando que Santana se ahogara en sus gritos de dolor.

- Bien, chico, vamos al restaurante a cargarnos a la zorra periodista. No dejes que se muera, presiona la herida de este bufón - dijo el Comisario.

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Salieron hacia el restaurante. Estaba a unos 10 minutos del almacén. Mientras tanto, en el restaurante, Marisol ya tenía un tatami discreto, al fondo del mismo. Ella tenía en el bolso la pistola que Michael le había dado. Mientras tanto, Michael le había puesto el silenciador a la suya. Él no tomaba prisioneros; iba a cargarse a estos tíos e irse a su casa a ver la televisión.

Al otro lado de la ciudad, en un pequeño apartamento de la calle Costa Rica, estaba el Alcalde, acompañado de su hermana. Hablaban con Olesky - Nos están pisando los talones - Dijo el Alcalde.

El ruso no reaccionó. Sólo se echó un sorbo de vodka.

- No importa. Ya te encargarás de resolverlo - Le contestó Olesky.

- Es complicado. Creo que debemos terminar con esta operación hasta que las cosas se enfríen.

- ¡Vamos, Alcalde! ¿Es que no le gusta ganar dinero?

- Sí. Pero no a cualquier precio. Me gusta ganarlo. Sin embargo, si nos atrapan, no podré disfrutarlo.

- Usted es el alcalde. Es un hombre poderoso. Estoy seguro de que podrá solucionarlo. Sabe lo que me costaría sólo comprar los billetes de 40 mujeres. Si yo me voy, probablemente usted y su hermana me echarán la culpa y se quedarán con una empresa que factura 5.000 millones de pesetas legalmente. No soy tonto, alcalde - indicó Olesky mientras le miraba.

El alcalde hizo un gesto previamente ensayado a su hermana. Ésta se levantó y preguntó por el servicio. El ruso le dijo que era por el pasillo a la izquierda. Ella caminó por el pasillo hasta el baño. Allí abrió el bolso y sacó una caja que contenía 60 Mg de cedrol en polvo. Un hipnótico que utilizan los psiquiatras, cortesía del difunto Santana. Sandra había machacado las tabletas esperando este momento. Cogió la bolsita y se la puso en la chaqueta. Se arregló un poco y tiró de la cadena. Regresó rápidamente para no despertar sospechas.

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El tono de la conversación se había elevado. Cuando regresó, se sentó en el sofá.

- No voy a dejarte un negocio que fue ideado por mí - dijo Olesky.

- No te pido que lo dejes, sino que te tomes unas vacaciones - aconsejó el alcalde.

El ruso estaba furioso. Temblaba de rabia. Su rostro se puso colorado.

- ¡Vamos! Él tiene razón, cariño. Estás tenso. Estoy segura de que lo resolverás. Olesky no se merece esto. Él ha estado con nosotros desde el principio. Quién si no él para conseguir esas preciosas chicas que son el deleite de todos los empresarios y políticos importantes. Gracias a él, tenemos a mucha gente a nuestros pies.

El alcalde hizo un gesto de reflexión y afirmó - Es cierto, tal vez me he excedido. Cómo voy a dejar a mi amigo fuera. Bien. Vamos a brindar por los negocios.

Olesky le miró con cautela. Él tenía un revolver en la chaqueta.

- ¡Lo ves! Tu hermana es una mujer inteligente. Ella es sensata - contestó Olesky.

- Prepara unos tragos, Sandra – ordenó el alcalde.

Ella le echó una mirada de indignación y le espetó - ¡Eres un machista!. El alcalde se rió, miró a Olesky y añadió - ¡Mujeres!. Ambos empezaron a reírse. Ella fue a la cocina y sacó tres vasos. Sacó la bolsita de su chaqueta y dividió el contenido en dos vasos. Echó el Vodka en los vasos y mezcló el contenido con un agitador. Los puso en una bandeja de madera y los llevó a la sala. Olesky era un perro viejo y estaba atento a todo. Él sabía de lo que

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el alcalde era capaz. Ella cogió un vaso para servir a Olesky y, cuando se estaba acercando, lo dejó caer en la alfombra, como había practicado con su hermano. Ella se disculpó, nerviosa - Lo siento, he estropeado su alfombra. Lo siento. - Eso no parecía molestarle al ruso. Se relajó y pensó para sí. Ya no podrán envenenarme. Él cogió la copa que le ofreció Sandra. El alcalde cogió la otra. Ella regresó a la cocina y se preparó otro.

Cuando volvió, el alcalde dijo - Vamos a brindar por los negocios y por el futuro. Y se apuró un gran trago. El ruso, como estaba acostumbrado a beber, se apuró todo el trago. Sandra se echó un sorbo. A los cinco minutos, la casa comenzaba a darle vueltas al ruso. Sabía que algo no estaba bien. No podía fijar la vista en ningún objeto. Pronto estaría como un tronco. Intentó levantarse de la silla, pero no pudo. Sandra se le acercó, metió la mano en su chaqueta y le sacó el arma. Balbuceó unas palabras obscenas antes de quedarse profundamente dormido. El alcalde dijo - Muy bien, hermanita - y se levantó de la silla. De repente, perdió el control del cuerpo y se abalanzó sobre el comedor. Agarró el mantel en un intento desesperado de mantener el equilibrio mientras miraba hacia la puerta. Sin embargo, cayó redondo. Todavía estaba consciente, pero no podía moverse. Su hermana fue al refrigerador y sacó una botella de Coca Cola de litro y medio. Tiró todo el contenido en el fregadero y regresó a la sala. Se sentó en el sofá y, con mucha calma, cogió la botella de plástico, la puso sobre el cañón de la pistola de Olesky y lo sujetó fuertemente con una cinta adhesiva negra que sacó de su bolso. Mientras tanto, el alcalde repetía - Puta, puta, eres una puta - Ella sonrió.

- ¿Sabes? Estoy cansada de ti. Estoy cansada de que me utilices. Soy inteligente. Más que tú. Sin embargo, nunca me valoraste. Ahora te toca pagar - dijo Sandra.

- ¡Puta! ¡Eres nada sin mí! - exclamó el alcalde con mucha debilidad. Luchaba por no caer en los brazos de Morfeo.

Cuando terminó de preparar el silenciador improvisado, se acercó a Olesky y le disparó tres veces en el pecho. Luego se giró hacia su hermano y le disparó en la cabeza dos veces. Al terminar, recogió y limpió todo, como había ensayado en su casa. Ya se desharía de la pistola en el muelle marítimo.

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El Comisario de la policía entraba en el restaurante Tokio. El cocinero y encargado estaba a la expectativa y le preguntó - ¿Desea una mesa?.

- No. - contestó el Comisario - Una amiga me está esperando.

- Muy bien, señor.

El Comisario caminó hasta el fondo, donde había un tatami con una pequeña mesa y varias sillas pequeñas. Se sentó enfrente de ella. La miró con frialdad.

- No me intimida, Comisario - Dijo Marisol.

- Debería. Su amigo tiene una herida de bala. Y hoy me he cargado a dos tíos.

- ¿Dónde está?

- Está en lugar seguro. ¿Tiene la cinta?

- ¿Tiene a Pedro? - preguntó Marisol.

- Deme la cinta y tendrá a su polla con patas. ¡Qué! ¿Folla bien?

Marisol tenía la pistola debajo de la mesa; estaba a punto de cogerla y disparar a aquel despreciable ser. De pronto, Michael entró uniformado como un camarero.

- Disculpen. Aquí está el pescado crudo que pidió. ¿Desean algo de beber?

- No - contestó el Comisario - Mi mujer no tiene sed.

- ¿Les cierro la puerta?

- Sí. ¡Váyase!

- Sí, señor.

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Michael caminó hasta la puerta y la cerró. Sin embargo, se quedó dentro. Ya no se escuchaba el bullicio del restaurante. Danny subió la música instrumental que había de fondo, para que los clientes no escucharan nada de lo que sucedía en aquel tatami. El Comisario le estaba dando la espalda a Michael.

No se había percatado de que estaba detrás de él.

- Debería azotarte y follarte aquí mismo. Ustedes las periodistas son unas rameras que se venden al mejor postor.

Al terminar la frase, recibió un golpe contundente en el hombro. El puño americano de Michael era un arma mortífera. El Comisario cayó encima de la mesa. La camisa se había desgarrado. También le desgarró la carne. Sangraba como un toro que acababa de ser castigado con las banderillas. Su lado izquierdo quedó neutralizado. Rápidamente le propinó otro golpe en el cóccix. El dolor era tan insoportable que se arqueó y retorció como una serpiente. Hizo un gesto de vomitar. Michael lo agarró por el cabello y lo tiró hacia atrás. El Comisario intentó sacar la pistola con su mano derecha, pero Michael le dio un tercer golpe en el carpo. Luego le sujetó la pierna derecha y le propinó el último golpe en el peroné. El Comisario dio un alarido de desesperación.

- ¿Dónde está? – preguntó Michael.

- No lo sé. - Contestó el Comisario en tono testarudo.

Marisol sacó la pistola para dispararle, pero Michael la detuvo.

- No le dispares, es lo que quiere. - Dijo Michael.- Ve a por Danny.

Marisol salió a buscar a Danny. Él ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió un cuchillo de grandes dimensiones y lo envolvió en un paño. Caminó con Marisol hasta el tatami. Al llegar, Michael tenía al Comisario de rodillas y con una mano en la mesa. La otra fue inutilizada mientras Marisol fue a buscar a Danny. Michael le había partido la muñeca. El viejo tenía un paño

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en la boca. Estaba asustado. Sudaba como un cerdo antes de ser degollado. Sus ojos estaban bien abiertos.

- No perdamos tiempo, Danny. ¡Córtale un dedo ya!

El Comisario se desmayó del intenso dolor. Michael le echó agua en la cara y le indicó a Danny que le cortara otro, pero lentamente. Siérralo. No lo cortes parejo. El Comisario se orinó encima. Estaba frío. Temblaba como si estuviera en un frigorífico.

- Ahora de te voy preguntar una cosa. Y quiero que me contestes. Si no contestas o no sabes la pregunta, te cortaré todos los dedos del pie izquierdo y los que te quedan de la mano. Y si te vuelves a resistir, Marisol te cortará las pelotas. Yo me aseguraré que no te desmayes.

Michael le quitó el pañuelo de la boca al Comisario y éste se explayó dando todos los datos de dónde habían aparcado el coche.

- Muy bien. Voy a ir a por Pedro. Y, si no está donde dijiste, mi amigo Danny te cortará en trozos y se los dará a su pitbull.

- Está donde dije. ¡Está donde dije!

Michael le puso de nuevo el pañuelo en la boca y salió a la calle. El coche estaba aparcado enfrente del Gimnasio Imagen. Michael lo divisó rápidamente. Sólo veía la cabeza del policía. Cruzó la calle y tomó la acera. Siguió caminando lentamente. Al aproximarse a la parte trasera del coche, vio a Pedro acostado en el asiento de atrás. Parecía estar muerto.

El policía miraba atentamente por el retrovisor. Por su gesto, parecía estar muy ansioso y eso no era algo que era bueno. Un hombre armado y nervioso es capaz de matar a cualquiera, aunque éste sea un experto. Michael se aproximó a la ventana del coche.

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El policía bajó el cristal y preguntó -¿Qué quiere?- Michael hizo el guiri.

- Excuse me. Can you help me? I’m lost.

- Joder, lo que me faltaba, un puto guiri – se lamentó el policía.- I don’t know English -balbuceó el policía.

- Oh! I am sorry, sir - dijo Michael.

Al hacer el gesto de marcharse, el policía se relajó y puso su otra mano sobre el volante, dando un respiro de alivio. Michael se giró súbitamente y le dio un golpe en la sien. Abrió la puerta del coche y le empujó a un lado. Lo puso en marcha y se dirigió a la parte de atrás del restaurante. Cuando llegó al aparcamiento, agarró al policía de la mano y le condujo hacia el maletero.

El hombre estaba sangrando. Todavía estaba aturdido. Entró sin protestar. Michael le hizo un disparo detrás de la oreja.

- ¡Pedro! ¡Pedro! - Ya había perdido el conocimiento.

Sacó el móvil y llamó al 112. Entró en el restaurante y fue hasta el tatami. Le dijo a Marisol que saliera y esperara a la ambulancia con Pedro. Él se encargaría de limpiarlo todo.

La ambulancia llegó al Hospital Insular. En urgencias atendieron a Pedro. Las probabilidades de que sobreviviera eran escasas, había perdido mucha sangre. Marisol llamó a la Guardia Civil y a los medios para dar la noticia del caso de trata de blancas y corrupción en el Ayuntamiento de Las Palmas. Acusó a varias personas e insinuó que había gente en las esferas más altas del Gobierno implicadas. Mientras tanto, Michael y Danny aparcaban el coche del Comisario frente al Ayuntamiento. En el maletero, estaban los cuerpos del asistente y el Comisario.

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Al día siguiente, había dos titulares: “LA GUARDIA CIVIL DESTAPA CASO DE CORRUPCIÓN EN EL AYUNTAMIENTO DE LAS PALMAS”. El otro titular decía: EL ALCALDE DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA ES ENCONTRADO MUERTO EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS”. El segundo eclipsó al primero.

En el Ayuntamiento, la hermana del Alcalde ofrecía una conferencia de prensa. Todos lo medios de comunicación estaban presentes. Este acto estaba emitiéndose en directo en la televisión local. En el Hospital Insular, Marisol y Michael observaban. Pedro todavía no había recobrado el conocimiento.

Los máximos líderes políticos de todos los partidos arropaban a la menuda joven vestida de negro y con gafas oscuras. Le acompañaban en su horrible dolor su familia; la esposa del alcalde y sus dos hijos, su anciana madre y un tío. La admiraban. Su hermano había sido asesinado y ella salía con valentía a hablar en público. Todos pensaban que era una mártir digna de admiración. Se acercó a los micrófonos y dijo - Mi hermano era un hombre honesto. Un hombre que se preocupó por nuestra ciudad más que por sí mismo. Un buen ciudadano que, al conocer lo que estaba ocurriendo en su Ayuntamiento, decidió limpiarlo de la escoria que representa la corrupción. Sin embargo, perdió la vida en el intento. Él ha dado la vida por todos nosotros. Por este motivo, quiero anunciar que me propongo, con la ayuda de Dios y de ustedes, continuar con el proyecto que mi hermano comenzó. En los próximos comicios electorales, me presentaré como candidata a la Alcaldía de Las Palmas de Gran Canaria.

Todo el mundo comenzó a aplaudir a aquella menuda dama y su gesto de coraje ante la vida. Después del aplauso, continuó - Me propongo contar con gente honesta, como el policía Pedro Suárez, que ahora se debate entre la vida y la muerte. Son precisamente personas como él, los que me dan la fuerza para seguir. Son personas como él, los que nos demuestran día a día que todavía la guerra no está perdida. Que es posible ganar a los corruptos. Gracias. Muchas Gracias. Cuento con su apoyo.

Eliminado: POLICÍA NACIONAL

Eliminado: J

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Michael y Marisol se miraron. No lo podían creer. El teléfono móvil de Marisol sonó. Era una llamada del Director del periódico, para informarle que sería la nueva Jefa de Redacción del diario.

- ¿Y Olga? - preguntó Michael.

- Está custodiada por la Guardia Civil. - Contestó Marisol.

- Parece que todo ha salido bien de momento. ¿Qué harán ustedes?

- Quiero casarme con Pedro y desaparecer. Pero, por ahora, aprovecharé la situación hasta que él se haya recuperado.

- Han tenido mucha suerte. Pedro es un hombre valiente. Todo saldrá bien.

Ese día, por la tarde, había varias personas importantes reunidas en un bufete de abogados. Escribían algo en un ordenador. Era un titular. El mismo decía: “UNA TESTIGO DEL CASO DE NATASHA, CUSTODIADA POR LA GUARDIA CIVIL, HA DESAPARECIDO EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS.”

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UN PRIMO EN LA FRECUENCIA

En el patio trasero del edificio Victoria Hall se escuchaban unos golpes secos. Eran sólidos, sin ritmo, y de diferente intensidad. Sonaban como si le dieran a un saco de boxeo con un grueso bambú. Eran precisos. Siempre daban en el blanco. No había desperdicio. La señora Greene apartó la cortina de la cocina con su temblorosa mano. Sólo apartó lo suficiente como para poder ver lo que sucedía. Al asomarse, pudo observar claramente a Kevin O’Shea, un bravucón irlandés del barrio en acción. Astoria era un barrio predominantemente griego, con una gran cantidad de italianos, irlandeses, latinos, algunos judíos y otras etnias que todavía estaban en proceso de ajuste social. Y es que en Nueva York siempre hay una nueva cultura en proceso de adaptación.

Kevin trabajaba para unos griegos de la calle Steinway, cobrando dinero de apuestas y de protección. Ese día, estaba haciendo una visita a domicilio. Les recordaba a unos jóvenes que se creían muy listos el protocolo para llevarse bien con Gus Pappas. Habían robado en uno de sus almacenes. Gus “Galini” era un capo griego al que pretendieron vender su propia mercancía. ¡Pueden creerlo! Parece ser que en la etapa de la rebeldía juvenil, entre los 17 y 18 años, los jóvenes se creen invencibles, astutos, capaces de comerse el mundo. Les posee la idea de desafiar cualquier autoridad. Suelen comenzar en su hogar desafiando a sus padres, luego a sus vecinos y profesores y, por último, a los adultos en general. Sin embargo, fuera de las fronteras del hogar, existen otras personas, otras reglas, otros códigos que no toleran los desafíos. En la calle se aprenden los modales y normas de conducta que deberán respetar si quieren sobrevivir fuera de su límite territorial. Y es precisamente en ese momento en que los jóvenes rebeldes comprenden que la etapa de sublevación sólo es pasajera como la vida misma y que el instinto de conservación es una sensación que no debe tomarse a la ligera. A veces, la ambición desmedida, el orgullo y el ego se convierten en elementos que les exalta de tal manera que termina por perjudicarles seriamente la salud.

Mickey Brown estaba en el suelo, boca abajo. Recibía la tercera patada de la bota militar de Kevin. Él castigaba a sus víctimas hasta que escuchaba algún hueso romperse. Ésa era la señal para dejarle quieto. Era un signo inequívoco de que el deudor había pagado el precio con su propio ser y que

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captaría el mensaje. Son muy pocos los hombres que se resisten a esta técnica de persuasión. Mark tenía fracturas en el radio y el cúbito de su mano derecha, y corría despavorido en zig zag en busca de su hermano mayor, Jeffrey. Patrick era el único que estaba de pie.

Él había tomado clases de karate. Pensaba que éste podía ser su momento de gloria. Darle unas cuantas hostias a la autoridad. Hacer que Kevin se tragara sus dientes. Patrick le lanzó una relampagueante patada dirigida al mentón. Pero sólo alcanzó el enorme pecho de Kevin, que retrocedió tocándose el tórax con la mano izquierda con suave gesto, como si se quitara un poco de polvo. Rápidamente se dio cuenta de que el insurrecto debía recibir una lección avanzada de humildad. Otro adolescente con complejo de David, pensó. Kevin sacó de su chamarra de cuero negro una gruesa cadena de hierro de unos sesenta centímetros de largo, con dos pesados candados en el último eslabón del extremo colgante. Al chico se le abrieron los ojos como dos panderetas. Mostraban un grotesco terror. Nunca había experimentado una situación de peligro auténtico. Las piernas le temblaban. Un tic nervioso que tenía se comenzaba a acentuar. Las posibilidades de salir corriendo eran nulas. Ahora, el rebelde pedía piedad. En su mente, hacía un Padre Nuestro. Ya no era el chaflameja que le gritaba a sus padres y atormentaba a sus compañeros de clase. Ahora se convertiría en un hombre.

- ¡Ahora no pareces tan duro chico!. ¿Te crees Bruce Lee? - masculló Kevin mientras sonreía maléficamente.

- Usas la cadena porque me tienes miedo - le contestó el joven con temblorosos labios y los ojos aguados.

- Aprenderás que en la calle no puedes hacer lo que haces en tu hogarcito - dijo Kevin cínicamente -. Aquí las cosas son diferentes. Pero no te preocupes; después del tercer golpe no sentirás nada.

En un intento desesperado, el chico trató de abalanzarse sobre él. Se movió como un rayo. Sin embargo, Kevin fue aún más rápido que él. Estaba en forma y tenía experiencia. Le dio un certero golpe, fracturándole más abajo de la rodilla. Se podían ver las gotas de sudor en la frente del joven, acompañado por una expresión de dolor. Parecía un herido en combate. Lanzó un grito de auxilio al aire que recorrió todos los patios circundantes. Ni siquiera regresó el eco. Nadie le hacía caso.

Eliminado: casita

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La señora Greene corrió la cortina suavemente y se fue a tomar su habitual té Prince of Whales. La escena no le impresionaba; estaba acostumbrada a verlas. Después de 40 años en Astoria podía distinguir entre un pequeño ajuste de cuentas sin importancia y algo más serio. No habría muerte. Sólo dolor, sangre y lágrimas. Ella había vivido la época de los gángsters italianos cuando Astoria era un barrio controlado por ellos. También había vivido tiempos mejores. Tenía una teoría, y era que los barrios eran buenos por épocas y malos en otras. De alguna manera, era algo cíclico. Ahora estaba viviendo una época mala. Pero, como todo, sería transitoria. No le importaba. Ella era muy mayor para estar preocupándose por lo que consideraba la evolución natural del barrio.

Kevin arrastró al joven hasta unos viejos botes de basura galvanizados que estaban fuera del alcance visual del edificio, y le dio varias patadas. Él le había desafiado y tenía que dejarle bien claro que había cometido un grave error. En el futuro, cuando cojeara por el barrio, se acordaría de aquel día en que desafió a Kevin, “la autoridad de la calle”. Mientras tanto, Mark llegaba con un estilete de enormes dimensiones y acompañado de su hermano mayor, que traía un bate de béisbol con clavos en el mazo. Este tipo de artefacto era utilizado por el IRA en Belfast para castigar a los protestantes. Kevin se giró y les miró. Su mirada segura, fría como la muerte y petrificante como el ácido más corrosivo, provocó que Mark saliera huyendo.

- ¿Por qué no te vas con tu hermanito y te evitas una paliza? – intentó intimidar Kevin.

- Porque no te tengo miedo.

- ¡Vaya por Dios! ¡Otro valiente! No es cuestión de miedo, chico. Es respeto. Cumplir con las reglas. Tu hermano ha hecho algo malo y tiene que pagar. En la calle no hay excepciones.

Kevin comenzó a acercarse hacía él. Jeffrey lanzó un swing con el bate y Kevin se echó hacia atrás. Luego, Kevin se le tiró encima, agarrando el bate con las dos manos. Los dos forcejeaban por hacerse con el control del

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mismo. Jeffrey le dio un cabezazo, rompiéndole la nariz. Sin embargo, Kevin no lo soltó. Era un depredador nato. Los depredadores no sueltan su presa a menos que la misma muera o que los maten. La enorme bestia se enfureció y le dio un rodillazo en los testículos. Jeffrey perdió el agarre. El dolor subió como una corriente eléctrica hasta reflejarse en su rostro. Kevin le quitó el bate y le dio despiadadamente en el peroné. Jeffrey cayó automáticamente. El dolor era insoportable. No podía moverse. Ahora era una presa herida, moribunda, sentenciada. El bate quedó encajado en la pierna de Jeffrey y Kevin tiró fuertemente, desgarrándole el nervio ciático. El joven comenzó a gritar desconsoladamente, pidiendo ayuda, pero nadie hacía caso de sus lamentaciones. Kevin le agarró por el pie herido y le arrastró hasta los botes de basura, cerca de la entrada trasera al edificio. Mientras le arrastraba, él intentaba sujetarse inútilmente a cualquier cosa. Kevin puso los pies de Jeffrey en el primer peldaño y le propinó un pisotón, rompiéndole ambas piernas al puro estilo siciliano de los años veinte. El grito de Jeffrey fue infernal. Parecía la sirena de una antigua ambulancia. Kevin cogió la tapa de metal de uno de los botes de basura y le dio un fuerte golpe en el cráneo. Jeffrey quedó inconsciente.

A lo lejos se podía escuchar la sirena de una patrulla de la policía. Kevin entró en el edificio y salió por la entrada principal. Sacó un pañuelo y se limpió la nariz. Luego salió caminando felizmente y se dirigió a la calle Crescent. La patrulla de la policía pasó por su lado hasta detenerse en el Victoria Hall. Una vez en la calle Crescent, se montó en su Harley. Otro trabajo bien realizado, pensó. En ese momento comenzó a sentir una especie de ardor en el esófago, casi no podía respirar. Era como un fuego que subía desde los más profundo de sus entrañas. De pronto, se desplomó en el pavimento, perdiendo el conocimiento. Al día siguiente abrió los ojos en el Hospital General de Astoria, frente al Colegio Público número 17. Trató de incorporarse, pero se sentía muy débil. Le invadió un sentimiento de impotencia al no poder valerse por sí mismo. Nunca se había sentido así. Era una especie de agotamiento profundo. Apenas podía alzar sus brazos. Kevin era un hombre fornido. Iba al gimnasio todos los días. Medía 1'90 de estatura y pesaba unos 120 kilos que estaban bien repartidos en unos potentes y letales músculos. Su pecho parecía la parte frontal de un destructor de la marina de guerra. Sus abdominales se marcaban como una escultura de Rafael. Sus brazos y puños eran como dos marrones de 20 kilos. De cintura hacia abajo, daba la apariencia de ser un corredor de cien metros. Parecía un atleta de élite. Sin embargo, bebía mucho y comía todo tipo de basura. En ocasiones, por las exigencias de su trabajo, se echaba un par de rayas de coca para estar alerta.

Eliminado: moto

Eliminado: 10

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El doctor Holland le dijo que se fuera a su casa y que procurara descansar. Había llevado su cuerpo al límite y ahora estaba pagando la factura. Había sufrido un pequeño infarto del que se recuperaría muy lentamente, pero había otra complicación y era un aneurisma que le detectaron a través de un escáner del cráneo. Era muy grande para operarlo. Corría el riesgo de quedarse en el quirófano. Según el doctor, era una situación que habría que estudiar cuidadosamente después de que se recuperara del infarto.

Kevin salió desconcertado. Desde la adolescencia había vivido, gracias a su imponente físico, repartiendo golpes a diestra y siniestra. Ahora, a los 32 años de edad, apenas podría caminar y mucho menos pelear. Al salir del hospital, se dirigió hacia el banco para retirar todo el dinero. Tenía aproximadamente 30.000 dólares en la cuenta. Esto sería suficiente como para vivir de manera muy austera durante un año. Era el tiempo necesario para recuperarse del infarto y ver qué otra solución podía darle a su complicación médica. Se fue a la casa de un familiar que tenía en el Bronx. Él sabía que se correría la voz de que el gran Kevin era un guiñapo incapaz de defenderse. Esto haría que todas las sabandijas de la ciudad a las que él había zurrado en el pasado, fueran tras él. Alejarse de Astoria parecía la idea más sensata.

Una semana después, Kevin hablaba con su primo Frankie O’Donnell. Éste era un experto en comunicaciones de todo tipo. Tenía toda clase de aparatos sofisticados de detección, escucha y grabación. Kevin estaba asombrado de todo lo que sabía su primo. Él nunca se preocupó por estudiar. Desde pequeño optó por conseguir lo que quería a través de la fuerza. Sin embargo, ahora se vería obligado a adoptar otro modo de vida. Tendría que ingeniárselas para conseguir dinero, pues sus ahorros no durarían más de un año.

Su primo tenía un escáner de la policía en el escritorio. Por las noches, en vez de escuchar las noticias o música, se dedicaba a realizar barridos por las frecuencias para ver si escuchaba conversaciones interesantes. Un día, Frankie salió con una amiga durante el fin de semana. Kevin se quedó solo. Se dedicaba a dar pequeños paseos de un lado al otro de la sala. Cuando

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se cansaba lo dejaba y se iba a la cama. Al mediodía llamaba por teléfono para pedir comida del Delicatessen de la esquina. Intentaba pedir comida sana.

Esa noche, la curiosidad le llevó a entrar en la habitación de Frankie. Allí vio el aparato que estaba utilizando su primo la noche anterior y lo encendió. Comenzó a escuchar las conversaciones. Algunas relacionadas con temas como sexo, infidelidades, chismes, apuestas, discusiones y otros. En la frecuencia de la policía se enteraba de los últimos accidentes de tráfico y urgencias del área. También tenía acceso a informes meteorológicos. Se sintió un poco cansado y se llevó el aparato a su habitación y lo dejó encendido. Se acostó para intentar dormir un poco. Se aburrió de escuchar las mismas cosas en las frecuencias preseleccionadas y decidió pulsar el botón que su primo utilizaba para buscar nuevas frecuencias. El escáner comenzó a pasar de frecuencia en frecuencia, deteniéndose brevemente en cada una para poder elegir, hasta que escuchó una conversación airada. Estiró el brazo con dificultad y pulsó el botón de stop. Parecía interesante, eran dos hombres con un fuerte acento griego. Era inconfundible. Después de tantos años trabajando para ellos, era fácil de distinguir.

- ¡Gus, no puedo hacer nada más! ¡El hijo de puta no aparece! – oyó una voz malhumorada.

- ¡Tienes que encontrarle!. Uno de los chicos irlandeses murió y él ha desaparecido - dijo Gus - La policía está haciendo muchas preguntas y los chicos han cantado. El único vinculo entre ellos y yo es el cabrón de Kevin.

Kevin se sentó rápidamente de la cama. Al hacerlo, sintió una fuerte punzada en el pecho que le obligó a recostarse. Había sido como si le atravesaran el corazón con un alfiler. No obstante, seguía en estado de alerta. Su cara parecía la de un dobberman. Sus ojos bien abiertos y sus oídos pegados al escáner.

- Tengo una pista. Hay una persona que dice que es capaz de encontrarlo y entregártelo.

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- Hazle una buena oferta. - dijo Gus - Pagaré lo que sea.

- ¿Por qué no le pagas a los italianos para se lo carguen? Estos tíos tienen gente por toda la ciudad.

- Tengo que hacerlo yo, si no la gente del barrio me perderá el respeto, incluyendo los italianos – opinó Gus.

- Bien. Le daré el visto bueno mañana. El lunes te daré una respuesta, y el martes, Kevin será historia.

- Ten cuidado. Es un hombre fuerte. Debes llevar cuatro o cinco hombres contigo. No olvides que ha trabajado con nosotros mucho tiempo. Sabe cómo trabajamos.

- No te preocupes, nuestro hombre dice que él se encargará solo.

- ¡Vaya! Debes presentármelo. Tal vez nos pueda ser útil.

Kevin miró la frecuencia y la anotó en un trozo de papel que arrancó de una pequeña agenda. De ahora en adelante estaría pendiente de esa frecuencia. Tenía que largarse de la ciudad. Pero necesitaba dinero, mucho dinero. Tendría que ingeniarse una manera de buscar unos cuantos miles de dólares para desaparecer. No estaba acostumbrado a preparar un golpe. En escasas ocasiones participaba en uno, a menos que alguien tuviese el plan diseñado y le invitaran a para realizar la parte dura. Nunca tuvo que romperse la cabeza para conseguir dinero.

Ese fin de semana comenzó a maquinar. ¡Tenía que haber alguna manera de conseguir dinero sin esfuerzo!. El domingo por la noche, mientras escuchaba en aquella frecuencia, volvió a sintonizar a Gus Pappas.

- Sí. ¿Tienes noticias nuevas? – quiso saber Gus.

- Sí. Nuestro contacto nos asegura que ya le tiene localizado.

- Bien. ¿Cuándo le darán lo que se merece? - preguntó Gus cínicamente.

- El martes. Nuestro hombre lo machacará y lo dejará en el parque de Astoria.

- ¡No lo puedo creer!. Ese hombre debe ser una mole.

Eliminado: planear

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- Pues no. Es un hombre normal. Él dice que tiene un plan.

- Bueno. Si no cumple, darle su merecido también. Ya estoy hasta los huevos de tener una patrulla de la policía enfrente de mi casa.

Kevin estaba seguro de que nadie le había seguido. No habló ni vio a nadie después de salir del hospital. Desde que llegó allí ni siquiera se había asomado a la ventana. Debía ser una mentira de algún rufián que no conocía las reglas de la jungla. El martes por la tarde ese pardillo recibiría su merecido por fanfarrón.

A Kevin se le ocurrió chantajear a Gus. Después de todo, él quería matarle. ¿Por qué guardar lealtad?. Él había sido fiel y obediente durante 15 largos años de riesgo. Y a cambio, ahora le querían volar la cabeza. Se vistió con calma y bajó las escaleras del segundo piso. Caminó por la avenida Arthur hasta una cabina telefónica. Mientras marcaba el número de Gus, miraba discretamente a su alrededor, por si las moscas.

- Sí. - Contestó Gus.

- ¡Hola, gordo hijo de puta! ¡Así que me estás buscando!.

- ¿Qué sucede, amigo? ¿Por qué me hablas en ese tono? ¿Qué te he hecho?

- ¡Basta de falsedad, bola de sebo! Un pajarito me dijo que tienes a un gilipollas que dice que me tiene localizado - dijo Kevin.- Te diré algo. El martes seguiré vivo y con mucho dinero.

- ¿Qué quieres?

- Dinero. ¡Me darás 100.000 dólares! O diré a la policía que tú mandaste a matar al chico.

- Tú también caerás si lo dices.

- Haré un trato con la policía y hablaré de todos tus sucios negocios desde el principio. ¿Sabes? Tengo buena memoria. Me acuerdo de muchas cosas. En 15 años han sucedido muchas cosas. Le diré a la policía cómo mandaste a ejecutar a Benedetto. Y, si la policía no quiere escucharme, los italianos lo harán. ¿Te imaginas librar una guerra con los sicilianos mientras la policía investiga todos tus negocios?

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- Te daré el dinero. Dime dónde y cuándo - contestó Gus, furioso.

- No me gusta tu actitud, bola de sebo. Dí por favor.

- Por favor - dijo Gus mientras la mano le temblaba de rabia.

- Muy bien, te llamaré. No salgas de tu pocilga de hogar.

Kevin colgó y se fue contento. Caminaba lentamente mientras sonreía. Si hubiese dominado la electrónica cuando era joven, tal vez sería millonario, pensó. Ahora sólo restaba planificar la recogida de dinero. Necesitaría un cómplice y Frankie era perfecto para el trabajo. Nadie le conocía en Astoria. Además, tenía cara de tonto.

El lunes por la mañana regresaba Frankie. Kevin estaba ansioso por contarle lo que sucedía. Él sabía que su implicación en el asunto era importante.

- ¡Hola, Kevin!. ¿Cómo pasaste el fin de semana?

- Muy bien. Frankie, tenemos que hablar de algo importante.

- ¿Qué? ¿No te gusta el apartamento? ¿Te molesta algo de mí?

- No. Es que tengo un problema. – comenta Kevin mientras se recuesta en el sofá - Durante el fin de semana, me puse a escuchar conversaciones en tu escáner y sintonicé una frecuencia que casualmente era de Gus Pappas, mi ex-jefe. Él me está buscando y, según la conversación, hay un hombre que dice tenerme localizado.

- ¡Increíble! - exclamó Frankie, con los ojos iluminados - ¿Qué más escuchaste?

- Nada más. No dijo el nombre de ese hombre. Creo que está engañando a Gus. Pero durante la conversación se me ocurrió algo. Llamé a Gus y le dije que conocía su plan. Le amenacé con decirle a la policía todo lo que sé sobre sus negocios. También le amenacé con ir a los sicilianos. Sé muchas cosas de Gus.

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- ¿Qué te dijo?

- Me preguntó qué quería.

- ¿Qué le dijiste?

- Le dije que quería 100 mil dólares – respondió Kevin sonriendo - El capullo aceptó.

- ¡Genial!

- No será fácil, pues no puedo hacerlo solo. Necesito a alguien que vaya a cobrar por mí.

- ¡Y ese soy yo! - soltó Frankie con seguridad.

- Sí. Eres la única persona en la que puedo confiar. Te daré 40 mil dólares. Podrás irte con la tía Helen a Florida. Nadie te encontrará. Además, no eres un criminal.

- ¡Acepto! - contestó Frankie.

Kevin se quedó impresionado. Había sido más fácil de lo que había calculado. Ahora era cuestión de preparar un buen plan. No debía haber fallos. Un error podía significar la muerte. Él tampoco estaba para agravios. Su condición física no resistiría fuertes emociones. Ese mismo día, por la noche, Kevin llamó a Gus.

- Sí - contestó Gus.

- ¡Hola, bola de sebo!

- ¿Qué quieres?

- Ya sabes lo que quiero. ¡Quiero la pasta, bola de sebo!

- ¿Dónde y cuándo? - preguntó Gus con visible enojo.

- Falta la palabra mágica, bola de sebo - dijo Kevin riéndose.

- Por favor - respondió Gus secamente.

- ¡Muy bien, Porky!. Escúchame con atención, porque sólo lo diré una vez. Te esperaré en la calle Honeywell, justo encima de los carriles de

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ferrocarril de Sunnyside. Llegarás en tu coche y aparcarás en medio de la calle. Bajarás tu seboso cuerpo y moverás tus pezuñas hasta la avenida Skillman. Si veo a alguien acompañándote, o si noto algo raro, tendrás a la policía detrás de tu culo. ¿Entendido?

Sí. - Afirmó Gus.

- Bien. Ahora en marcha.

Kevin salió de la cabina telefónica y se dirigió hacia el apartamento. Se sentía poderoso a pesar de no haber utilizado ni un músculo. Era genial. Le gustaba esta otra forma de poder. Frankie estaba esperando con el escáner sintonizado en la frecuencia de Gus. Cuando Kevin regresó, interceptaron una llamada que Gus estaba realizando.

- Sí.

- Soy Gus Pappas.

- Dígame.

- ¡Quiero que prepares a los chicos ahora!. Tenemos trabajo. Kevin me ha llamado e intenta chantajearme. Me esperará en la calle Honeywell. Él me hará caminar hasta Skillman. Así que les quiero allí. En cuanto le vean, encárguense de él.

- Iremos enseguida.

Kevin sintió una fuerte punzada en el pecho. Se levantó y se recostó en el sofá.

- ¡Este hipopótamo traidor! - bramó Kevin.

- Frankie le dijo - No importa, le llamarás y cambiarás el plan.

- Sí. Iré a la cabina.

Kevin bajó lentamente por las escaleras y se dirigió a la cabina. Estaba pensando en muchas cosas. Este griego era duro de pelar. Ni siquiera por

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los viejos tiempos era capaz de perdonar. De todos modos, él también le estaba tocando las pelotas. La situación era peligrosa. Echó varias monedas y le llamó.

- ¡Diga!

- ¡Bola de sebo! Soy yo.

- Estoy a punto de salir.

- ¡No!. Espera.

- ¿Qué sucede? - preguntó Gus, enfadado.

- Hay cambio de planes, marrano. Mientras tus chicos esperan en la avenida Skillman, tú irás en tu coche hacia la entrada del Hospital de Astoria. Tendré gente observando. Como vean algo raro me lo dirán y entonces ya no te llamaré más. Te llamará la policía o tal vez Alessandro Cannetti, el sobrino de Benedetto. Tú eliges, gordo.

- Está bien.

- Ahora, ¡mueve tu culo gordo hasta allá!

Kevin regresó al apartamento. Allí estaba Frankie, hablando por teléfono. Cuando Kevin entró, él colgó.

- ¿Con quién hablabas?

- Con mi novia. Le dije que no me llamara durante todo el día.

- ¿Qué le dijiste?

- Nada. Sólo que tenía que arreglar un equipo para un Pub.

- Bien. Nadie más debe saber esto. Iré a buscar tu coche. Dame las llaves.

- Toma. Bajo contigo.

Kevin estaba contento. Su corazón se aceleraba un poco. A veces tenía que concentrarse para poder calmarse y aún así era difícil contener el

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dolor que le producían las palpitaciones. Ciertamente la prudencia no era una palabra hallada en su diccionario. Era evidente. Cómo una persona acostumbrada a seguir sus propias reglas iba a poseer buen juicio. Sí, precisamente, él era un símbolo de la autoridad en su pequeño mundo. De alguien así tampoco podía esperarse la previsión o el cuidado. Su vida estaba basada en el riesgo.

Tomaron el coche y se dirigieron hacia el Hospital de Astoria. Allí estaba esperando el griego. Frankie se bajó del coche y recogió el bolso. Kevin le hizo una mueca de burla. El griego se quedó tranquilo. Ellos se desvanecieron en el tráfico como por arte de magia hacia la calle 19 frente al parque de Astoria. Allí contarían el dinero sin que nadie les molestara. Había sido fácil. Tal vez, demasiado fácil. Cien mil dólares. Kevin no tenía el mínimo sentimiento de culpa. Después de todo, se lo quitaba a un hombre que vivía de del sufrimiento ajeno. Ahora le tocaba a Gus sufrir. Kevin estaba seguro de que con lo rácano que era, el griego prefería un disparo en las piernas antes de perder su dinero. Por eso le seguía dando vueltas a la cabeza. - Fue muy fácil - le comentó a Frankie. - Al llegar al Parque, Frankie le dijo a Kevin que fuera contando el dinero mientras él llamaba por teléfono.

- ¿Qué vas a hacer?

- Voy a llamar a mi novia - contestó Frankie.

- ¿Cómo? ¿Ahora? Acabamos de dar un golpe y ¿tú vas a llamar a tu novia? ¡No me jodas, tortolito!

- Sí. Le diré que he acabado el trabajo - dijo Frankie sin inmutarse.

- No me gusta tu actitud - recriminó Kevin. - Acabamos de robarle a un mafioso griego y tú estás demasiado tranquilo. ¿Qué tomas? ¿Valium o algo así?

- ¡Vamos, Kevin! Ese hombre nunca me ha visto. Él sólo te miraba a ti. Por lo que a mí respecta, mañana estaré fuera de aquí. Me iré con mi novia a la casa de la tía Helen. Allí buscaré un empleo y después de unos meses daré la entrada de un piso. Así no levantaré sospechas.

Kevin se quedó pensativo. Tenía lógica. Frankie era más inteligente y calculador de lo que él pensaba.

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- Vale. Vete y llámala. Comenzaré a contar el dinero.

Kevin abrió la bolsa y no lo podía creer. Montones de billetes verdes de todas las denominaciones. Probablemente Gus lo sacó de la recogida de las apuestas clandestinas. Era mucho dinero para estar contándolo en el coche. Decidió esperar a que regresara Frankie. Después de unos minutos, Frankie regresó. Abrió la puerta y se sentó junto a él.

- ¿Cuánto tenemos?

- No lo sé. Es mucho para estar contándolo aquí.

- ¡Regresemos al apartamento!. Lo contaremos allí.

- Bien.

- Yo conduzco. Después de todo, ya ha pasado el peligro.

- Tú mandas, Frankie.

Cambiaron de posiciones. Esta vez, Frankie iba al volante.

- Tomaré el puente Triborough de regreso. Quiero salir de aquí lo antes posible.

- Yo también - dijo Kevin, riéndose de su fechoría.

Al llegar al apartamento, abrieron la bolsa sobre la pequeña mesa de desayunar que, de pronto, quedó cubierta por una verde avaricia. Había billetes de 10, 20 y 50, que pedían a gritos ser gastados. Era dinero que no se podía rastrear. Había sido el trabajo más simple de Kevin. Y todo gracias a un artilugio electrónico. Y pensar que toda su vida había dependido de su musculatura y de la violencia física. En 15 años de duro trabajo no había reunido tanto dinero en un solo golpe.

- Kevin, guarda el dinero, que mi novia va a pasar por aquí a entregarme una ropa.

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Eliminado: músculos

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- ¡No importa! Dile que me lo gané en las carreras - contestó Kevin.

- No. Ella no es tonta. No se lo tragará.

- Entonces debe ser fea - dijo Kevin en broma. - Bien. Lo guardaré.

A Kevin no le gustaba los cambios de planes. Frankie no solía actuar así. Esos cambios le daban mala espina. Al guardar el dinero, lo puso debajo de la cama. Al colocarlo, sintió un fuerte dolor en el pecho. Era como si le clavaran una aguja en el corazón. Tuvo que acostarse. Se sentía mareado. Después de unos minutos, se quedó dormido. Al cabo de una hora, tocaron el timbre.

Kevin se sentó en la cama, a la expectativa.

- ¡Tranquilo, fiera!. Es mi novia - dijo Frankie.

Kevin se acostó y se giró hacia la ventana. Iba a intentar recuperarse, ya que el miércoles sería un día duro. Pensaba en todas las cosas que iba a hacer con ese dinero. Lo primero que haría sería comprarse un escáner. Tal vez podría conseguir a otro pardillo como Gus. Comenzó a reírse solo. Entonces, Frankie le interrumpió.

- Kevin. Te presento a mi novia.

Kevin se giró y vio a Gus en la habitación apuntándole con una pistola. Era la última persona que esperaba ver en su dormitorio.

- ¡Hola, estúpido!. Esto confirma mi teoría. Todos los tíos como tú sólo sirven para trabajos manuales.

La cara de Kevin comenzó a contorsionarse. Le estaban dando palpitaciones. Con la mano izquierda comenzó a tocarse el pecho. La arteria carótida se le hinchó como una lombriz debajo de la piel del cuello. Sus ojos

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reflejaban un estado de shock. Intentaba buscar desesperadamente bocanadas de aire.

- ¿Qué le pasa? - preguntó Gus.

- Le puede estar dando un infarto. Está hecho una piltrafa.

- Dame la almohada, chico - dijo Gus.- Acabaremos con su sufrimiento.

Frankie cogió una almohada y se la dio. Pero el viejo no la aceptó.

- No lo voy a hacer yo. Tienes que hacerlo tú.

- Vamos, el trato era que yo te lo entregaba.

- Si quieres el dinero, tienes que eliminarle.

Frankie se acercó a la cama. Kevin le miraba con desesperación. El hombre al que había confiado su vida ahora le traicionaba. Su propia sangre iba a cargárselo. Kevin estaba perdido. Pensó que si iba a morir, moriría luchando. Con un rápido movimiento, se incorporó en la cama. Frankie se detuvo ante ese movimiento. Kevin lanzó un golpe al aire, dándole en la cara. Frankie cayó al suelo, dándose con un mueble en la cabeza.

Gus disparó la pistola. Pero Kevin saltó sobre él como un tigre de bengala. Ambos cayeron al suelo. Dos depredadores luchando por la presa. La pistola cayó debajo del sofá. El viejo era un hombre fuerte. Agarró por el cuello a Kevin. Él estaba perdiendo fuerzas. Esa situación era mucho para su frágil corazón. Se desplomó encima de Gus. El griego se lo quitó de encima. Y se levantó. Fue hacia el sofá y lo movió. Al doblarse para recoger la pistola, Frankie le dio un golpe en la nuca. Sólo aturdió al viejo. Desde su juventud, estaba acostumbrado a pelear. El viejo se viró y le disparó en la pierna. Frankie se colapsó como un viejo edificio. Gus sacó un cable de metal que en cada extremo tenía dos manecillas de madera. Se acercó a Frankie y le enrolló el cable alrededor del cuello, apretando con toda su fuerza. Mientras lo hacía, presionaba con sus rodillas la espalda de su víctima. El color de la cara de Frankie estaba cambiando. Era morado. Su lengua le había salido por completo. Parecía una lengua de vaca. Larga,

Eliminado: guiñapo

Eliminado: débil

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gruesa y con una tonalidad lila. Era una escena grotesca. Se había ensuciado encima. Después de terminar con Frankie, fue hacia Kevin. Quería asegurarse que el hijo de puta irlandés estaba muerto. Kevin no se movía. Parecía un enorme maniquí. Estaba tieso. Gus le dio un leve golpe con la punta del pie. Pero éste no se movió. Entonces buscó en su bolsillo y sacó una navaja. Quería cortarle el cuello. Tenía que dar un ejemplo para que los demás no le perdieran el respeto. Al acercarse, Kevin le dio un fuerte puño en la nariz. Gus cayó de espaldas. Kevin trataba de incorporarse. Jadeaba como un mastín napolitano. Finalmente se puso en pie. Gus trató de incorporarse, pero Kevin le dio una patada en el estómago. Buscó la pistola de Gus y le apuntó a la cabeza.

- ¿Me vas a matar? - preguntó Gus.

- Sí, bola de cebo - le contestó Kevin.

- En cuanto me dispares entrarán mis chicos. Y tú no estás en condiciones de hacer nada. Devuélveme el dinero y te dejaré ir.

- ¿Quién coño crees que soy?

- Una persona enferma que no llegará a la calle. Además, la policía debe estar de camino. ¿Qué le dirás a ellos cuando te vean empuñando un arma?. Diré que me secuestraste - dijo Gus.

- No te daré ese gusto. Bajaremos ahora. Tú irás delante.

Gus comenzó a caminar hacia la puerta mientras Kevin iba detrás de él apuntándole. El bolso era muy pesado para Kevin, que estaba comenzando a sentirse débil. Se lo dio a Gus.

- Tú llevarás el bolso, Porky - dijo Kevin. - Yo te vigilaré.

Al salir a la calle, había dos hombres en la acera. Al ver a Gus, salieron del coche rápidamente. Kevin presionó el cañón de la pistola en la espalda del viejo. Y éste les dijo a sus hombres que se quedaran quietos. A lo lejos se escuchaba una sirena de la policía.

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Kevin siguió caminando con el viejo hasta llegar al coche de Frankie. Cuando estaban frente al coche, giró la cabeza para ver dónde estaban los hombres de Gus, que se encontraban frente al edificio de Frankie, sin moverse.

- Tú conducirás, bola de cebo - ordenó Kevin.

La patrulla de la policía se acercaba por la calle paralela.

- ¡Avanza!. Entra en el coche - dijo Kevin.

- No. Me quedaré aquí - replicó Gus.

Kevin le dio con la culata en la cabeza y le sacó del coche, tirándole en la acera. En esos momentos la policía llegaba. Kevin comenzó a correr. Había dejado el bolso en el coche. Gus se levantó mientras miraba lo que sucedía. Un policía se bajó del coche patrulla y siguió a pie. Pasó corriendo por el lado de Gus. El otro policía adelantó a Kevin unos metros. Él corría a duras penas. El policía que le adelantó se bajó del coche con una escopeta y le dio el alto. Mientras tanto, el que venía detrás le gritaba - ¡deténgase! Kevin se detuvo y tiró el arma. Al hacerlo, la fatiga se apoderó de él. La energía y la voluntad de toda la vida le abandonaron. Cayó al suelo carente de toda fuerza vital. Su tiempo había expirado.

Los policías corrieron a socorrerle. En esos momentos llegaba una ambulancia. Al bajarse los paramédicos, se dieron cuenta de que había muerto. El viejo estaba entre la multitud viendo lo que sucedía. El policía que le había pasado por el lado reconoció su rostro y se le acercó.

- ¿Conoce usted al difunto?.

- No, señor oficial. Estaba a punto de subir a mi coche cuando tropezó conmigo. Jamás le había visto por este barrio.

- Está bien. Puede irse.

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- Gracias, señor oficial. ¡Estoy para servirle!

CODICIA

- Cariño, te voy a echar mucho de menos. Quiero que regreses pronto - dijo Pamela Wall.

- No te preocupes; estaré aquí antes del viernes - le contestó el autoritario Jack.

Jack Wall era un empresario de 65 años. Tenía un carácter fuerte. Estaba hecho a la vieja usanza, forjado como el hierro antiguo, a base de

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fuertes golpes y sometido a altas temperaturas. Nunca daba su largo brazo a torcer. Era un ganador. Un hombre acostumbrado a doblegar a sus adversarios. Irónicamente, su éxito le llevó a sumirse en un universo capaz de crear adicción, el mundo del poder y la riqueza.

La primera y única preocupación de su vida eran los negocios y ahorrar dinero, mucho dinero. Tenía un gran patrimonio. Pero, a pesar de esto, había hecho un acuerdo prematrimonial que, en caso de morir, Pamela sólo tendría derecho a 500 mil dólares y una mugrienta casa de campo. Este acuerdo era firme, independientemente de la causa del fallecimiento. Jack era un hombre enfermizamente celoso, al punto de ser peligroso. Pensaba que si moría, no le permitiría a nadie disfrutar de los encantos de Pamela. Él era uno de los pocos especímenes vivientes de una generación de machos dominantes e inseguros. La quería a su manera, era su más preciada posesión. No se daba cuenta de que ella le había perdido el cariño hacía mucho tiempo.

Pamela le hacía responsable de todos los años perdidos, en los que la desconfianza y la inseguridad de él hicieron que viviera sometida a una vida de extrema soledad. Ella era más joven que Jack. Tenía 45 años. Sin embargo, aparentaba unos 35. Se pasaba en la casa haciendo ejercicio. No tenía nada más que hacer. Durante los últimos años desarrolló un gusto especial por hombres más jóvenes. De hecho, había tenido varias aventuras durante los últimos viajes de su marido. Todas de una noche. Sin embargo, un día se sintió atraída por Ed, su mayordomo. Pamela pensó que al estar bajo el mismo techo no tendría la necesidad de buscar diversión fuera y por lo tanto no se arriesgaría a que su marido le atrapara. Su cólera podía ser devastadora. Lo había meditado bien. Una ventaja o desventaja de la soledad es que se tiene mucho tiempo para pensar. Tal vez, demasiado.

Pasado un tiempo, decidió que quería seguir su vida con un hombre más joven. Pero necesitaría dinero y de acuerdo con el arreglo prematrimonial, no tenía derecho a nada si se divorciaba. Sólo a la cantidad de dinero estipulada y una mísera pensión de 1200 dólares mensuales. De la única forma que podría obtener dinero suficiente para su propósito era si Jack se lo daba o si se lo robaba. Pero eso era algo poco probable.

Eliminado: 85 millones de Pesetas

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Edward Malone era un joven de 30 años de edad. Atractivo, fornido y muy ambicioso. Como muchos irlandeses pobres, se crió en el Hell’s Kitchen de Nueva York. Durante sus años de adolescencia cometió varios delitos menores. Sin embargo, tuvo la suerte de tener un pariente en la policía que hizo desaparecer su expediente. Se puede decir que la vida le dio una segunda oportunidad. Creía que Pamela estaba loca por él. Ella haría cualquier cosa con tal de seguir disfrutando de su virilidad. Después de todo, él le daba algo que escaseaba en su hogar. A cambio, ella podía darle una mejor vida.

- Ed. Quiero le des el día libre a la criada - dijo Pamela.

- Bien - contestó Ed.

- Tu saldrás en cuanto llegue Harold -.

- ¿Estás segura de que es conveniente que él esté presente?

- Sí. Absolutamente. Es un borrego. No se dará cuenta.

- Está bien.

- ¿Has hablado con tu amigo?

- Sí.

Pamela sonrió con un brillo especial. Esa situación le daba una sensación de libertad. Soñaba con ser una mujer libre. Llevar las riendas de su propio destino. Soñaba con disfrutar por todo el tiempo perdido. Además de ser una mujer soñadora, era muy astuta y podía percibir que el interés de Ed era puramente económico. No obstante, ella disfrutaría de la situación hasta que se cansara. No estaba dispuesta a ser la posesión de ningún otro hombre.

Al día siguiente, Harold se preparaba para ir a su trabajo. Era el responsable del éxito económico de Jack Wall, un auténtico genio para administrar los negocios ajenos. Sin embargo, incapaz de negociar un salario decente para sí. Jack no le valoraba y él tenía mucho resentimiento porque no podía ofrecerle a su mujer lo que se merecía.

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- ¡Harold! Te he planchado la camisa. Está un poco desteñida. Creo que debes comprarte otra.

Harold miró con indiferencia. Era una mirada agónica. Reflejaba la lenta muerte de su estado vital. Irradiaba un tremendo sentimiento de resignación. Hacía varios años que había tirado la toalla.

Al ver la expresión de su marido, Mónica se arrepintió de su comentario. La Sra. Kravitz era el único apoyo de Harold. Una mujer fuerte donde las hubiera. Se conformaba con lo que tenía. Hacía de tripas corazón. Nunca se quejaba y, aunque conocía la situación, no le hacía reproches. Estaba orgullosa de él. Harold no tenía familia. Se crió en un orfanato hasta que una familia judía le adoptó. Tenía una gran capacidad de aguante. No obstante, con el paso del tiempo, sus murallas se fueron derrumbando.

- Lo siento. - Dijo Mónica.

- No importa. Tienes razón. Has sido muy buena conmigo. Has soportado todos mis fracasos.

- Harold. Ten Fe. Algún día acabarán reconociendo tu esfuerzo. Serás recompensado. - Dijo Mónica.

- Es hora de irme - contestó Harold.

Esa mañana no tenía nada de especial, pensó Harold, salvo que su mujer dio muestras de estar cansándose de la situación en la que vivían. Y era una reacción normal. Después de todo, el sostén del hogar no había sido capaz de obtener un aumento de sueldo desde hacía cuatro años. Tampoco se había atrevido a buscar otro empleo por temor a agravar aún más su situación y, por lo tanto, su cadena de fracasos personales aumentaba. El cabrón de Jack no tenía ni puta idea de lo importante que era Harold para sus negocios. Él había sido el artífice de su imperio económico y responsable de la buena salud del mismo. Al salir de la casa, miró hacia su coche. Un viejo Volvo del setenta y dos. Antes de abrir la puerta del mismo, se giró y miró su hogar. Las tejas color ladrillo estaban descoloridas. Su casa era la única que se encontraba como el primer día. Todas las demás habían sido reformadas. La urbanización era muy buena. Sin embargo, la casa de Harold era la única que no encajaba con la reputación que tenían

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de clase media alta. Todo lo que le rodeaba había perdido brillo, era viejo o estaba anclado en el pasado.

De pronto, una corriente de rabia recorrió su cuerpo. Una ácida lágrima brotaba de su ojo derecho. No lo soportaba más. Había llegado al límite. La situación era agobiante. Quince largos años de trabajo afanoso para tener el triste balance de seguir siendo un marginado. La maldita sociedad, pensó. Ya no hay espacio para la gente inteligente. Los intelectuales están acabados. Hoy día se valoran otras cosas. El feudalismo todavía existe. El señor feudal de las tierras desapareció para dar paso al señor feudal de los empleos. “Si no haces lo que digo, estás despedido”.

Debía hacer algo al respecto. Era inteligente. No podía dejarse avasallar por un memo que había heredado parte su fortuna. Una riqueza que era producto de generaciones de la explotación de personas como él. Harold sabía que Jack no le daría un aumento pero, tal vez, él podría cogerlo sin que el viejo se diera cuenta. Después de todo, Jack tenía mucha confianza en él, pues nunca se quejaba y aceptaba todas sus desavenencias con resignación. Sin embargo, eso iba a cambiar.

Al llegar a la Mansión Victory, Harold notó que el jardinero no estaba trabajando como de costumbre. Era raro; desde que había comenzado a trabajar con Jack, nunca le había dado un día libre a los empleados de servicio, a excepción de los días festivos. Tal vez, el viejo Frank había estirado la pata, pensó. Al llegar a la entrada no vio ninguna luz en el recibidor. Tocó el timbre y nadie contestó. La Sra. Wall bajó vestida con un vaquero negro muy ajustado y una blusa verde oscura con cuello de pico. Calzaba unas botas negras de montar.

- Buenos días, Sra. Wall.

- Buenos días, Harold.

- Parece que el servicio no ha asistido hoy - dijo Harold con sorpresa.

- Les di el día libre. Me voy a la casa de mi tía. Regresaré el viernes, cuando Jack vuelva del viaje - comentó Pamela, sonriendo.

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- Bueno, iré al despacho a trabajar.

- Le prepararé un café.

- No se preocupe, Sra. Wall.

- Insisto. Después de todo, no hay servicio.

Tanta amabilidad le confundía. La Sra. Wall nunca le había hablado de esa manera y mucho menos le había ofrecido prepararle café. Ni siquiera se lo preparaba a su marido. Tal vez le iba a proponer algo. Harold temía lo peor. Había escuchado rumores sobre las aventuras de la Sra. Wall, pero en todas las empresas hay rumores, sobre todo si los jefes son unos dictadores. Sin embargo, la forma en que ella estaba vestida no era normal. Su perfume era exagerado. Su sonrisa y la forma de mirar era diferente. Era como si ella hubiera cambiado de personalidad.

Pasados unos minutos, Pamela se acercó a Harold. Traía una bandeja con dos tazas de café y unas galletas.

- Harold. Aquí está su café - dijo Pamela con una sonrisa pícara.

- No debió haberse tomado la molestia, Sra. Wall.

- No es nada - contestó Pamela con una mirada seductora.

Harold estaba nervioso. Lo peor que le podía pasar era que la Sra. Wall se enamorara de él. Ella se sentó justo frente a él. El despacho de Jack Wall era bastante amplio. Tenía dos enormes ventanas francesas con vistas a un precioso patio con un grandioso jardín en forma de V. Era una de las formas en que Jack expresaba su falsa grandeza. Más que grandeza, era un signo de arrogancia, pensaba Harold.

- ¿Alguna vez te has detenido a contemplar la vista de esta habitación, Harold? - preguntó ella, buscando atraer su atención.

- No, Sra. Wall - contestó Harold con un poco de distancia.

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Ella se aproximó hacia él y le extendió la mano. Harold estaba tembloroso.

- No temas. Sólo quiero que vengas conmigo a contemplar esta magnífica vista - dijo Pamela.

Él se levantó y le dio la mano. Ella le llevó como a un niño hacia las enormes ventanas. Harold estaba implorando por dentro. Lo menos que le hacía falta eran complicaciones. Ella se situó detrás de él. Él decidió seguir el juego. Iba a mirar por la ventana e ignorarla. No se fijaría en ella. Tal vez, así se cansaría. Pamela, por otro lado, tenía otras intenciones. Se acercó y le abrazó. Le puso una mano en el pecho y otra en el estómago. Harold se quedó inmóvil, como un perrito recién nacido dentro de los brazos de su dueño. Ella acercó sus labios a la oreja de él y dejó salir un tenue soplo de lujuria. Ella podía sentir cómo se aceleraba el corazón de su presa. Mientras mantenía su mano izquierda en el pecho de Harold, bajaba la otra hasta la correa.

Harold trató de quitarle la mano disimuladamente, pero ella no le dejó. Le aflojó la correa y le desabotonó el pantalón.

- ¡Relájate!. Sólo quiero que disfrutes de este momento.

- No quiero problemas, Sra. Wall. - Dijo Harold en un tono bajo.

- No te preocupes.

Le bajó la bragueta lentamente. Harold estaba a punto de estallar. Cerró los ojos y se resignó, como había hecho en muchas ocasiones. Sin embargo, esta vez traicionaba a su querida Mónica. Súbitamente, entraron dos hombres enmascarados.

- ¡Quietos! ¡No se muevan! - Gritó el hombre negro.

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Agarró fuertemente a la Sra. Wall y la alejó de Harold. A él se le cayeron los pantalones.

- ¡Mira qué pinta!. ¿Así se divierten los ricos?. Follándose a la servidumbre. - Dijo el negro, riéndose - ¡Vamos! ¡Usted, súbase los pantalones! ¡Guarro!

Uno de los secuestradores cogió a Pamela y le puso un esparadrapo en la boca y la esposó con las manos detrás de la espalda. Sacó una especie de saco negro y le cubrió la cabeza. Harold seguía de espaldas, sólo podía intuir lo que sucedía detrás de él.

- ¿Qué hacemos con el tonto? - preguntó el negro.

- Ponlo a dormir - le contestó Ed.

Ambos hombres estaban enmascarados. Sin embargo, aquella voz le sonó familiar a Harold. Mientras él maquinaba tratando de asociar la voz, el hombre negro se le acercó y le dio un fuerte golpe en la nuca. Harold se desplomó como un saco de patatas.

Rápidamente, los tres empezaron a caminar hacia la puerta. El negro sujetaba fuertemente a la señora Wall. De momento, una puerta lateral que daba a la cocina se abrió y Ed disparó. La criada cayó al suelo. Fue un certero disparo en el cuello. Ella se movió como una gallina recién desnucada, pero fue inútil. En cuestión de minutos, quedó totalmente inmóvil. Salieron corriendo hacia una furgoneta negra y se perdieron.

Un vecino que estaba haciendo footing casi resultó arrollado por la furgoneta y éste se encargó de llamar a la policía, que llegó rápidamente a la Mansión de los Wall. Allí encontraron a Harold, recuperándose del fuerte golpe. Mientras, llamaron al Forense para levantar el cadáver de la criada. Los de homicidios avisaron al Teniente Coronel Parker. Estos casos siempre los llevaba un oficial de alto rango, especialmente si se trataba de una

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familia tan conocida como los Wall. Es uno de esos privilegios que tienen los ricos.

Harold estaba muy asustado. Un policía le dijo que había un muerto. Él pensó lo peor. Creía que se habían cargado a la Sra. Wall.

- ¿Qué tenemos aquí, chicos? - preguntó el Teniente Coronel Parker.

- Una mujer muerta de unos 30 años. Era la criada.

- ¿Quién más estaba aquí?

- El contable, el Sr. Harold Kravitz. Él recibió un fuerte golpe en la nuca.

Estaba con la Sra. Wall. Dice que dos hombres enmascarados entraron y se la llevaron.

- Así que tenemos un homicidio y un secuestro. ¡Joder!, ésta no era mi idea de un buen fin de semana. ¿Han llamado al Sr. Wall?

- Sí. Viene de camino; estaba en un viaje de negocios en Arizona.

- ¿Lo pueden confirmar?

- Sí.

- Bien. Preparen la línea telefónica para la llamada del rescate. Creo que no tardarán mucho en contactar con nosotros. Sobre todo si hay un muerto de por medio.

- Está bien.

- ¿Dónde están los demás empleados?. Una propiedad tan grande debe tener más empleados.

- Según el contable, la Sra. Wall les dio el día libre porque se iba a la casa de una tía. Se suponía que la criada no debía estar aquí.

- ¿Han podido contactar con la tía?

- Sí. Ella lo ha confirmado.

- ¿Y por qué estaba el contable?

- Él trabaja para el Sr. Wall. Le responde personalmente a él.

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- Bien, ya lo confirmaremos cuando llegue el Sr. Wall.

Había algo que no le cuadraba al Teniente Coronel Parker. Todo era muy perfecto. Todas sus preguntas tenían una explicación simple, pero adecuada. Parecía como si alguien hubiese meditado esto muy bien. La persona debía ser muy ordenada, tal vez metódica. Probablemente, un contable como el Sr. Kravitz. Sin embargo, el señor que estaba haciendo footing dijo que vio a dos hombres con máscaras de ski en la furgoneta. Con lo cual, el Sr. Kravitz podía ser el cerebro de todo esto.

- Llama al hospital. Quiero hablar con el médico que examinó al contable.

Mientras tanto, la furgoneta entraba por un estrecho camino de piedras hasta la casa de campo del Sr. Wall.

- Espero que no nos atrapen - dijo Sam.

- No te preocupes. Jack no visita esta casa desde hace cinco años. Ni siquiera tiene línea telefónica. Me he asegurado de que esté en malas condiciones para disuadirle. Es perfecta. No tenemos vecinos en 10 kilómetros a la redonda - comentó Ed.

- ¿Quién va a hacer la llamada? – preguntó Sam.

- ¡La harás tú!. Ellos no conocen tu voz. Yo tengo que regresar para enterarme de todo lo que está pasando - le contestó Ed.

- ¡Joder!. Los negros siempre hacemos lo peor. Damos los golpes, conducimos y hacemos las llamadas. Doscientos años de libertad y nada ha cambiado. Hasta entre los criminales existe la diferencia de clase – protestó Sam.

- ¡Vamos, basta de reivindicaciones!. Recibirás un millón de dólares. Serás el marxista más rico de tu barrio – le dijo Ed.

- Sí - afirmó Sam.

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Sam iluminaba la furgoneta con su inmaculada sonrisa. Se imaginaba echándose una piña colada en un lujoso hotel de Puerto Rico.

- ¿Qué tengo que hacer? - Preguntó Sam.

- Llamarás desde esta dirección. Está a unas 8 horas de aquí. Preguntarás por Jack Wall y le pedirás tres millones de dólares o, de lo contrario, te cargarás a su mujer. Hablarás lentamente y esperarás hasta que localicen la llamada. Quiero que piensen que estamos en esa zona - dijo Ed.

- ¡No quiero que me atrapen!. - Contestó Sam.

- No lo harán. Yo estaré en la casa para escuchar todos sus planes.

- ¿Pagará? - preguntó Sam.

- ¡Claro que sí!. Tiene tres millones de dólares en una caja fuerte. Lo utiliza para inversiones inmobiliarias rápidas. Cuando pidamos esa cantidad, sospechará de Harold. Él es el único que maneja esa información. Su mujercita sería incapaz de husmear en sus cuentas y yo sólo soy un mayordomo - dijo Ed sonriendo.

- Bien. En cuanto lleguemos, comeré algo y saldré a hacer la llamada - informó alegremente Sam.

Al llegar a la cabaña, bajaron a la señora Wall. Ella no decía nada, parecía un poco asustada. Al entrar, la llevaron hasta una habitación y la amarraron del cabezal de la cama.

-¡Así esta zorra no podrá escapar! - dijo Ed.

- Ed. Puede ser que ella conozca tu voz – le indicó Sam.

- Por supuesto. Lo sé. - Contestó Ed - Pero no podrá hablar porque me la voy a cargar. Cuando la encuentren, estaremos muy lejos.

- Bien. - Dijo Sam en tono más tranquilo.

Después de comer algo, Sam siguió las instrucciones de Ed y se dirigió a realizar la llamada. Subió a la furgoneta y fue a la dirección que habían

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acordado. Una vez que Sam saliera, Ed se dirigió a la habitación. Abrió la puerta lentamente; la Sra. Wall estaba a la expectativa. Ed se acercó lentamente hasta estar cara a cara con ella. Pamela abrió sus labios en tono de invitación y Ed la besó.

- Quítame esta mierda, Ed. - pidió Pamela.

- Está bien - contestó Ed.

- ¿Ya se fue tu cómplice? – preguntó ella.

- Sí.

- ¿Se lo habrá tragado? – quiso saber Pamela.

- Por supuesto. Es un muerto de hambre. Creerá cualquier cosa.

- Una vez haga la llamada, lo eliminamos y dejamos el arma homicida en la furgoneta. Esto desconcertará a la policía - dijo ella. - Necesito que regreses a la casa para que no sospechen de ti. Además, quiero saber si Harold te reconoció la voz.

- No te preocupes, es un pardillo. Con la erección que tenía no se habrá dado cuenta – se burló Ed.

- ¡Menudo pardillo! – corroboró Pamela.

Sam había llegado al lugar acordado. Aparcó la furgoneta y se dirigió a la cabina. Al llegar, sacó un papel con el número de la casa del Sr. Wall. Marcó y el teléfono sonó dos veces.

- Sí. - Contestó el Sr. Wall -. En otra línea estaba el Teniente Coronel Parker.

- Tengo a su mujer. Quiero tres millones de dólares en billetes de baja denominación - dijo Sam.

- Eso es mucho dinero. Tendrá que darme unos días - contestó el Sr. Wall.

- No juegue conmigo, imbécil. Usted tiene esa cantidad y la quiero mañana - exigió Sam.

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- ¿Cómo puede usted saber si tengo esa cantidad? - preguntó el Sr. Wall.

- Sé muchas cosas sobre usted. También sé que no le gusta perder. Pero aquí pierde de todos modos. Si me da el dinero, pierde. Y si no me da el dinero, pierde también. La pregunta es: ¿qué prefiere perder? – le preguntó Sam.

- ¡Hijo de puta!. Tendrá su dinero. Pero como le haga daño a mi mujer, le aseguró que lo pagará muy caro. - Amenazó el Sr. Wall coléricamente.

- Asegúrese de tener el dinero listo cuando le vuelva a llamar, perdedor - sentenció Sam colgando el teléfono.

En ese momento, el Teniente Coronel Parker había localizado la llamada. Se había realizado en otro estado. Era muy fácil. Unos segundos después de localizar la llamada, el secuestrador colgó el teléfono. Cualquier persona sabe que un procedimiento normal es rastrear la llamada del secuestrador. Sin embargo, a este sujeto parecía no importarle en absoluto. Además, ¿por qué estaba tan seguro de que el Sr. Wall podía disponer de tres millones de dólares?. Tenía que ser alguien que conocía bien al Sr. Wall, sobre todo sus finanzas. Todo apuntaba al contable. De alguna manera debía estar implicado en este asunto.

- Quiero hablar con todos sus empleados, señor Wall - pidió Parker.

- ¿Piensa que es algún empleado? – se extrañó el Sr. Wall.

Existe una posibilidad - contestó Parker.

- ¡Imposible!. La mayoría de mis empleados llevan más de 10 años conmigo; serían incapaces de traicionarme.

- Tres millones de dólares es una suma muy grande – le hizo saber Parker.

- Ninguno tiene capacidad para este tipo de golpe. A excepción de Harold, mi contable - dijo el Sr. Wall.

He pensado que él podía estar implicado. Me gustaría entrevistarle. Él fue la última persona en ver a su mujer. Además, ¿quién más puede saber del dinero que usted dispone? – le preguntó Parker.

Harold, ese bastardo. Y pensar que le trataba como a un hermano - contestó el Sr. Wall.

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Parker llamó a Harold, que estaba en la casa contándole a su mujer lo sucedido. Claro que no le contó lo del acoso de Pamela, y rogaba que, si capturaban a los secuestradores, no contasen la situación tan lamentable en que le habían encontrado.

La mujer de Harold, en el fondo, estaba alegre. Finalmente, alguien haría justicia. Ese hijo de puta probablemente tendría que pagar millones de dólares a unos chorizos. Sólo sentía que muriera una trabajadora inocente. Siempre pagan las personas inocentes.

De pronto, sonó el teléfono. La Sra. Kravitz lo cogió y le pasó la llamada a su marido. El Teniente Parker quería hablar con él. No se esperaba esa llamada. Creía que después de haber contestado a las preguntas de los investigadores, no le volverían a llamar. Pensó lo peor. Tal vez habían descubierto la situación de Pamela con él. Esto le causó mucho nerviosismo.

- ¿En qué le puedo ayudar, Teniente? – preguntó Harold con miedo.

- Tengo varias dudas y tenía la esperanza de que usted me las pudiera aclarar – contestó Parker.

- Bueno. ¿De qué se trata?

- Me gustaría entrevistarle en Comisaría. No quisiera discutir una cosa tan delicada por teléfono.

- Está bien – respondió Harold - ¿Cuándo desea verme?

- ¡Ahora!. Le esperaré en mi despacho. Hable con el retén y le dirá dónde me puede encontrar – le indicó Parker.

- Muy bien. Estaré allí dentro de una hora.

El corazón de Harold latía como la batería de un grupo de rock. Se estaba viendo en el límite. Se preguntaba qué otra cosa querría saber el Teniente Parker si había estado hablando con varios detectives durante horas. Por otro lado, él estaba atando sus propios cabos. Notó que Harold estaba muy nervioso, era la única persona que podía conocer la actual situación financiera del Sr. Wall y, según algunos empleados de los

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servicios, él tenía motivos para estar enfadado con su jefe. Hacía años que no recibía un aumento salarial. Muchos empleados comentaban el estado lamentable del hogar de Harold y las continuas humillaciones a las que le sometía el Sr. Wall frente a algunos empleados.

Según el razonamiento de Parker, Harold tenía el motivo, la oportunidad y tal vez los medios. Sólo tenía que averiguar quiénes eran sus cómplices. La persona que había llamado dijo que sabía muchas cosas de él y dio la cifra exacta del dinero que el Sr. Wall tenía en su caja fuerte. Era una cantidad muy grande y el dinero tal vez no había sido declarado. Pero ése era asunto de Hacienda después de que se resolviera el secuestro.

Sam regresaba de madrugada a la cabaña. Las luces de la misma se podían ver a lo lejos. Pamela se percató de eso y regresó a su habitación. Se puso las esposas, como le había enseñado Ed, y se acostó en la cama, haciendo como si hubiese estado drogada. En la mesilla de noche había un frasco con una etiqueta de Valium y un vaso de agua. Sam subió la pequeña cuesta que llevaba hasta la cabaña y aparcó en un pequeño garaje que había al frente. Se aseguró de tapar bien la furgoneta con una especie de tela marrón y luego se dirigió a la cabaña cruzando a través de un pedregal. Utilizó una llave que le había dado Ed y abrió la puerta. Las ventanas estaban tapadas con mantas, para que no se viera la luz a lo lejos. Encendió la luz de la sala y caminó hasta la habitación para ver cómo estaba su rehén. Abrió la puerta y vio que ella estaba acostada. Se fijó en la mesa de noche y, tal y como Pamela y Ed habían planificado, dedujo que Ed la había drogado. Se relajó, decidió ir a la sala y quitarse las botas; sus pies estaban sudados, se sentía cansado, había estado conduciendo toda la noche. Fue a un pequeño refrigerador y sacó un par de cervezas. Puso una cinta de Albert Collins; mientras se tomaba una cerveza, escuchaba “Put the shoe on the other foot”. Así pasaron las horas, hasta que se quedó profundamente dormido. Mientras tanto, Ed se dirigía a su casa. Al llegar, vio que había dos agentes de la policía esperándole. Al ser uno de los empleados más cercanos del Sr. Wall, decidieron entrevistarle. La Sra. Wall le había dado el día libre; era su tonta coartada. Había conducido desde la cabaña hasta la casa de un familiar al que le había pedido el coche prestado y luego, de ahí, cogió su propio coche hasta su casa. La idea era no dejar ningún tipo de rastro de barro en los neumáticos y asegurarse de que, si la policía miraba el kilometraje del coche, no pudiese sacar la localización en la que él estaba.

Eliminado: que ponía

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Al bajarse del coche, los agentes le detuvieron y le explicaron que tenía que ir a hablar con el teniente Parker. En ese mismo momento se lo llevaron. Media hora más tarde, se encontraba cara a cara con el Teniente Parker.

- Hola Ed. ¿Cómo está?

- ¿Cuál es el motivo de esto? – preguntó Ed.

- No sé si ha escuchado las noticias o ha tenido la oportunidad de hablar con alguna persona de la casa, pero han secuestrado a la señora Wall.

Mientras el teniente Paker le decía eso, le miraba a los ojos. Ed intentó hacerse el sorprendido, pero su teatro se veía a lo lejos.

- ¡No me diga! ¡No puede ser!

- Pues sí – le informó Parker - Fue secuestrada esta mañana por dos hombres. La montaron en una furgoneta negra y desaparecieron. Durante el transcurso del secuestro mataron a una criada que, según sus familiares, había venido a buscar unos documentos que había dejado en el trabajo. La única persona que estaba con la señora Wall era Harold, el contable, al cual propinaron un fuerte golpe en la cabeza.

- ¡Qué curioso! ¿Por qué, si el personal estaba libre, Harold se encontraba allí?

Parker le dijo que Harold le respondía directamente al Sr. Wall. - Creía que, como usted es el mayordomo, sabía eso.

- ¡No lo sabía!

El teniente Paker comenzó a desconfiar. Había visto los antecedentes de Ed y había pequeñas lagunas. Tenía bastante experiencia y sabía cuándo a alguien le habían arreglado el expediente.

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- ¿Qué me puede decir de la Sra. Wall? – preguntó Parker.

- Es una señora estupenda, siempre me ha tratado bien. Me ha dado su confianza.

- ¿Y además de su confianza y su apoyo, le ha dado algo más? ¿Por casualidad usted ha tenido otro tipo de relación con la Sra. Wall?

- ¡No, que va! – respondió Ed, indignado y sorprendido.- Sólo soy empleado de ella y del Sr. Wall, el hombre que me paga.

- ¿Dónde ha estado en estas últimas 24 horas?

- Decidí dar una vuelta y visitar a unos amigos.

- ¿Ellos pueden dar fe de que ha estado con ellos? – le preguntó Parker.

- Sí – contestó, rotundo, Ed.

- ¿Me puede facilitar sus nombres y números de teléfono?

- Sí.

En esos momentos llegaba Harold. También había sido citado al despacho. Al entrar en el despacho del teniente Parker, se encontró con Ed. Ambos se miraron. Parker se excusó y dijo que iba a salir un momento. Esa salida había sido intencionada para que estuviesen solos en el despacho.

Ed le dijo - Me han dicho que estabas cuando secuestraron a la señora Wall.

Harold afirmó - Así es, todo ocurrió cuando estaba hablando con la señora. Entraron dos hombres y la cogieron.

- ¿Viste a alguno de ellos? – quiso saber Ed.

- No, no tuve esa oportunidad. Me dieron un golpe en la cabeza y se la llevaron. Me quedé en blanco. No recuerdo nada más.

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Harold empezó a oler el mismo aroma seductor del perfume que tenía la señora Wall. Era una esencia suave y dulce que le caracterizaba. Era inconfundible. Hacía más de 10 años que venía oliendo esa fragancia. Cuando tuvo la oportunidad de estar tan cerca de ella, su olor se quedó grabado en su cerebro. Por otro lado, el tono de voz y la manera de articular las palabras de acento neoyorquino de Ed le recordaron a una de las dos personas que estuvieron en la escena del crimen.

Mientras estaban hablando, interrumpió la conversación y miró a Ed a los ojos - ¡Sé lo que estás tramando! – le soltó, absolutamente convencido de su tesis .

Ed se quedó de piedra y empezó a mirarle con cara de pocos amigos.

Harold continuó - Sé que tú secuestraste a la señora Wall. Quiero un millón de dólares por mi silencio.

- Un millón de dólares es mucho dinero por no haber hecho nada, ¿no crees que tu ambición es un poco desmedida?

- No tengo nada que perder. Por un sueldo tan miserable y las humillaciones recibidas por ese hijo de puta, quiero un millón de dólares – exigió Harold.

- Es mucho dinero – le respondió Ed.

- Ahora mismo puedo acusarte ante el teniente y te investigaría. Recuerda que la criada ha muerto. En este estado recibirías la pena de muerte, lo que significa que te freirían como una hamburguesa – indicó Harold.

- Bien, hablaremos fuera. Cuando termine la reunión con el teniente, nos encontraremos en un bar de las afueras de la ciudad – dijo Ed.

- No nos encontraremos en ningún bar fuera de la ciudad - contestó Harold con firmeza,. Nos encontraremos en un restaurante que se llama Spikes al que voy una vez al mes. Allí hablaremos frente a un montón de personas, comeremos lo que me salga de las pelotas y hablaremos de cómo me vas a entregar el millón de dólares.

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- Vale, vale te daré el millón de dólares, pero tengo que consultarlo con mi socio.

- Ése no es mi problema. Quiero el millón de dólares. Consíguelo como sea o, si no, hablaré – contestó Harold con rotundidad.

En ese momento entró Parker. Los dos se sentaron y se notó un ambiente muy denso en el despacho. Se podía cortar el aire con un cuchillo. El teniente siempre había pensado que de alguna manera Harold estaba implicado hasta ese momento. Sin embargo, las situaciones y la forma de pensar de las personas cambian de un momento a otro.

Al verse en esa situación, Harold pensó que sus miedos habían desaparecido para siempre. Había pedido algo que deseaba y lo tendría. Iba a saborear lo que el señor Wall y muchas otras personas habían saboreado en el pasado: el poder y la riqueza. En su mente había hecho algo de lo que estaba orgulloso; había actuado valientemente. Además, se había demostrado a sí mismo que era inteligente. Logró desenmascarar a Ed. Y no sólamente le había enfrentado, sino que tuvo coraje. Para él, la valentía implicaba enfrentar el peligro sin temor y no encogerse ante la adversidad. Tener un sentido de aventura. Sentirse seguro de sí mismo. Y al igual que los demás, cruzar esa línea, esa frontera, que divide a los hombres entre buenos y malos. Después de haber conocido este lado, se dio cuenta de que ese nuevo espacio donde estaba era mejor que el que había vivido toda su vida.

Sin embargo, todavía había ciertos vestigios de su conciencia que le decían que lo que hacía estaba mal. Tal vez podría entregar a Ed y ganar una pequeña recompensa de una manera honrada.

Pero un millón dólares era muy atractivo, podría invertirlo bien y nadie se daría cuenta. Era la oportunidad que estaba esperando. Se lo merecía; había sufrido mucho. Él y su mujer habían pasado muchas vicisitudes y sufrido humillaciones, y se habían privado de muchas cosas. Era hora de tener de lo que ellos pensaban que era de ellos, que les pertenecía por derecho propio, así que no le dio mas vueltas a la cabeza, subió y se dirigió al restaurante. Una hora más tarde, Ed y Harold estaban sentados en una mesa.

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Ed intentó negociar, pero Harold fue inflexible. Si él moría, automáticamente Ed se convertiría en sospechoso. No obstante, se lo tragó y accedió. Ahora, en su mente, sabía que tenía que cargarse a Sammy. Pero lo necesitaba para cobrar la recompensa. Por otro lado, si utilizaba a Harold para cobrar la recompensa, podría liquidar a Sam y dejar a Harold para después.

Lo que Sam y Harold no sabían era que Pamela era la autora intelectual de todo y que, en vez de entregar el dinero, se haría una transacción a una cuenta suiza. Harold idearía la manera de hacerla para asegurar que no se pudiese rastrear y, por otro lado, Ed estaría trabajando en la casa acompañando al señor Wall para asegurarse de conocer todos los planes de la policía.

Era perfecto, tenía a una persona especializada que haría desaparecer el dinero y a otra que podía informar de lo que estaba sucediendo dentro. Ahora era cuestión de salir una tarde e ir hasta la cabaña.

Al día siguiente, el teniente y algunos detectives se habían montado un sistema para esperar la llamada del rescate del dinero. El señor Wall tenía tres millones de dólares en billetes de diez y veinte en dos maletas. Ed ayudó al señor Wall a traer una de las maletas. No podía creerlo; estaba acariciando el dinero que pronto iba a ser de él.

Después de la 19:30, recibieron otra llamada; era Sam, desde otro punto. Ed ya se había encargado de llamarle y darle instrucciones.

- ¿Sr. Wall?

- Sí, tengo su dinero. ¿Dónde tengo que llevarlo?

- Los planes han cambiado Sr. Wall – dijo Sam - No va ha entregar el dinero en persona. Va a cogerlo de sus fondos del Banco de Nueva York y va a hacer una transferencia a una cuenta que le voy a dar.

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El Sr. Wall se quedó petrificado.

- Si en este momento no anota el número de cuenta, me cargaré a su mujer – amenazó Sam.

- ¿Cómo sé que está viva?

- Está viva – contestó Sam secamente.

El señor Wall anotó los números.

- ¿Cómo me comunico con usted? – quiso saber el Sr. Wall.

- No se preocupe. En cuanto usted haga la transacción, lo sabré. Y cuando eso suceda, le diré dónde tiene que recoger a su mujer. Si veo a algún policía o si percibo que alguien me está siguiendo, me la voy a cargar.

- No fallaré.

El Sr. Wall llamó rápidamente al banco. Harold estaba en uno de los despachos, pero el Sr. Wall había perdido la confianza en él. No obstante, el teniente Parker le preguntó a Harold si era posible rastrear esa transacción.

- Harold, ¿es posible rastrear esa transacción? – le preguntó Parker, y añadió con ironía - Usted debe saber mucho sobre eso.

- Una vez el dinero esté en la cuenta, no sabemos si se transfiere a otro lugar. Y luego así podrían haber cinco o seis transacciones muy difíciles de rastrear. Además, los bancos en Zurich podrían estar de acuerdo con los secuestradores. Tal vez, podrían cobrar un 10% por cada millón de dólares, tal y como hacen con los narcotraficantes – contestó Harold.

La transacción estaba hecha. Ed se mostró un poco nervioso y le pidió permiso al Sr. Wall para ir a su casa, ya que no se sentía bien. Toda esta desagradable situación le tenía agobiado. El Sr. Wall no tenía tiempo para escuchar; estaba inmerso en la recuperación de su posesión más preciada, aunque no por eso dejaba de estar descompuesto. De forma automática, le dio el día libre. Ni siquiera se fijó en su expresión.

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Parker se vio tentado a mandar a alguien a seguirle. Sin embargo, no creía que fuese conveniente. No obstante, a Harold le interceptaba todas las llamadas que realizaba.

Ed cogió su coche y se fue a la casa de un primo. Allí se cambió y cogió el otro coche, y de la casa del primo se dirigió hacia la cabaña. Después de varias horas, llegó hasta ella. Ahí se encontró con Sam. Él estaba de lo más tranquilo. Por lo rápido que había llegado Sam, Ed pensó que tal vez pudo haber llamado desde un punto más cercano, lo que podría poner en peligro toda la operación.

Sam estaba muy relajado. Tenía la camisa abierta y se había quitado las botas. Le contó todo lo que había sucedido.

- ¿Cuándo vamos a recibir el dinero? – quiso saber Sam.

- En cuanto hagan la transacción, el dinero es nuestro. Ni siquiera tendrás que ir a buscar la maleta; no habrá riesgo para nadie – respondió Ed.

- Sólo quiero mi millón de dólares – dijo Sam.

- Lo tendrás – le contestó Ed con absoluto convencimiento.

- ¿Qué hacemos con la zorra?

- Yo me encargo de ella – replicó Ed.

Ed fue a la habitación a buscar a Pamela. Mientras tanto, Sam estaba preparando la furgoneta. Había sacado un plástico que se utiliza para cubrir los colchones. Era un plástico muy resistente e ideal para envolver un cadáver, ya que la sangre no se filtra y así se evita dejar huellas para la policía científica.

Ed sacó a Pamela de la cabaña. Estaba esposada con las manos detrás de la espalda. Sólo tenía una bata transparente y unas chancletas. Ed le presionaba las muñecas para que ella mostrara una expresión de dolor. Sam se estaba riendo. Pensaba en el desperdicio de eliminarla sin

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haber disfrutado de sus delicias. Ed la sujetaba con la mano izquierda; en la derecha tenía una 9mm. Antes de aproximarse a la puerta trasera de la furgoneta, le soltó a Sam - ¿Qué sucede, Sam? ¿Te voy a pagar un millón de dólares y no puedes poner un plástico bien? Vamos, no queremos que nada salga mal. Acomoda eso bien.

Sam entró en la parte trasera de la furgoneta para colocar bien el plástico. Una vez acomodado, se giró. Al hacerlo, recibió dos impactos de bala. El primero le dio en el estómago y el otro en el pecho. No lo podía creer. Hasta ese instante pensaba que iba a ser millonario. Sin embargo, ahora su única preocupación era si iba a vivir o no. Trataba de moverse. Ed le volvió a disparar. Esta vez lo hizo en la cabeza. El cuerpo de Sam se quedó inmóvil. Ed y Pamela envolvieron el cadáver. Ella le comentó que eso la había puesto cachonda. Ya tendrían que repetirlo. Después de empaquetarlo bien, le pusieron varias piedras alrededor. A unos kilómetros de la cabaña había un río que era ideal para depositar el cuerpo. Pusieron el arma homicida dentro del plástico. Lo dejaron en una parte donde la policía pudiese extraer la huella. Lógicamente se aseguraron de que tenía las huellas de Sam. Si la policía no pudiese comprobar las huellas, por lo menos podría comparar las balas del arma con las utilizadas en el secuestro. Ya había un cabo suelto menos. Ed le comentó a Pamela que Harold estaba metido hasta el cuello en el plan. Él cambió el procedimiento de entrega del dinero por uno más sofisticado. Con lo cual, con una mera transferencia, serían ricos. No podía creer que aquel pardillo inocentón se apuntara a tan arriesgada aventura. Después de lo que ella le hizo antes de irse, creía que tendría suficientes emociones para contarle a sus nietos.

- Ya nos encargaremos de Harold, cariño – dijo Pamela.

Ya habían eliminado a Sam. Con esto, los números empezaban a cuadrar a millón por cabeza. Ed cogió la furgoneta y se dirigieron al río. Al llegar, decidieron tirar la furgoneta, pues habían descripciones exactas del vehículo.

Después de deshacerse del cadáver, regresó con Pamela a la cabaña y pasaron la noche juntos. Por la mañana, Pamela se levantó temprano para prepararle el desayuno. Ed tenía que regresar; no quería que nadie se enterara de lo que estaba pasando. Había tenido mucha suerte con la

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policía. Sin embargo, la coartada que le dio al teniente Parker era floja. Ambos sabían que debían darse prisa porque, tarde o temprano, el teniente se daría cuenta de la mentira de Ed.

Ed se levantó de lo más tranquilo. Después de todo, como se había sentido Sam, estaba cerca de ser millonario. Tenía una mujer que le satisfacía sexualmente como ninguna, y no era sospechoso de nada por el momento. Al acercarse a la mesa, le dio un beso a su queridísima cómplice. Ella sonreía. Se veía mucho más joven. Tenía preparadas unas tostadas y café. Ed comenzó a tomar el café mientras la miraba. Entre sorbo y sorbo, se besaban y se tocaban. Él apuró el café, pues estaba en contra del tiempo. Sin embargo, cuando llegó a la puerta, comenzó a sentirse mareado. No sabía lo que le estaba pasando. Primero pensó que había sido la noche de pasión que pasó, combinada con el estrés y las horas de haber estado conduciendo de un sitio a otro.

Sin embargo, la pesadez anormal de su cuerpo le hizo darse cuenta de que había sido drogado. Se giró y trató de agarrarse a Pamela, pero ella no se dejó y vio cómo él caía de rodillas frente a ella. Abrió una de las gavetas de la cocina y sacó un martillo para ablandar la carne. Le dio varios golpes en la cabeza; uno de ellos le dio en la sien. Lo mató.

Pamela fue a una de las habitaciones y con unas tijeras cortó cuidadosamente el plástico de uno de los colchones. Aplicaría la misma técnica que había aprendido el día anterior. Al estar en buena condición física, no le fue muy difícil meter a Ed dentro del plástico y luego arrastrarle hasta el coche. Una vez allí, con mucha dificultad, lo introdujo en el maletero. Dentro de las pertenencias de Ed estaban los números de las cuentas. Sin embargo, Harold también tenía los números. Ella decidió actuar rápido; llevó el coche hasta el mismo punto en donde habían puesto a Sam y dejó que el coche se hundiera lentamente en el río. Caminó hasta la carretera, se desarregló un poco y comenzó a caminar. Sabía que había una cabina a unos ocho kilómetros de distancia. Sin ninguna preocupación por haber dejado la cabaña inmaculadamente limpia, se centró en idear la forma de detener a Harold. Sabía que ahora le esperarían varios días de interrogatorios para dar una identificación de los secuestradores y el lugar en donde la habían retenido. Después de andar unos seis kilómetros, una joven pareja se detuvo. Ella se identificó y asumió el papel de mártir. Lo

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hacía muy bien. La joven pareja la había visto en el telediario. Estaban contentos porque tal vez recibirían una pequeña gratificación.

- ¡Gracias a Dios!. Soy Pamela Wall. Me he escapado de mis secuestradores. ¡Por favor, ayúdenme!

A los diez minutos, estaba en la cabina de teléfono más cercana. Pamela llamaba a su casa. Al sonar el teléfono, el Sr. Wall saltó, como si tuviera un resorte, a cogerlo. Todos los agentes regresaron a sus puestos de trabajo. Harold estaba en el despacho continuo haciendo algunas cosas mientras escuchaba a lo lejos. Se escuchó una voz de felicidad, una voz victoriosa. ¡Los secuestradores la han liberado!. Harold no se lo podía creer. No sabía lo que estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que esos iliterales tuviesen acceso al dinero? ¡Si él había preparado las transacciones personalmente! El dinero estaría en una cuenta en las islas Caimán. Y sólo él conocía la clave para retirar el dinero. En el acuerdo previo con el banco, el titular debía personarse a la sucursal para poder recibir el dinero.

Algo no andaba bien. No era lo que había acordado con Ed en el restaurante. Algo había salido mal, estaba completamente seguro. ¿Pero qué?. Sólamente él tenía la clave. Era “Codicia”. Ésa era la clave. Tenía tres millones en las islas Caimán con una clave que él solo conocía y de pronto sueltan a Pamela Wall. Se quedó muy tranquilo. El Sr. Wall, eufórico, se acercó a él y le dijo - Lo siento, Harold, creía que estabas implicado. Estoy muy contento, mi mujer pronto estará conmigo.

Parker había enviado un dispositivo de policía para buscarla. Llamó al sheriff del condado en el que estaba Pamela, para asegurarse de que nadie pudiese hacerle daño. Ellos esperarían a que llegaran a buscarles las autoridades de la ciudad. Había algo curioso, y era que todas las llamadas de rescate habían sido realizadas desde otro estado, con lo cual no podía explicar cómo ella había aparecido ahí, sí había escapado a pie. Todavía había muchas preguntas sin contestar.

Unas horas más tarde, la Sra. Wall estaba en su hogar. El Sr. Wall se aseguró que un helicóptero la trasladara desde el condado hasta la Mansión

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Victory. Cuando llegó Pamela, el teniente Parker intentó entrevistarla. Sin embargo, ella dijo que se sentía indispuesta. Su marido insistió en que la entrevista se aplazara dos días para que ella pudiera descansar. Con la influencia que tenía el Sr. Wall, era muy difícil que Parker pudiese imponerse. Por otro lado, tenía miedo de que se le olvidarán algunos detalles claves del secuestro que sirvieran para resolver el mismo. Después de todo, ahora la investigación se centraría en el asesinato de la criada. También el Sr. Wall tendría que contestar algunas preguntas sobre los tres millones de dólares sin declarar que tenía en la caja fuerte. Por otro lado, estaba libre de culpa. De alguna manera, el teniente Parker seguía sospechando de Harold. Él siempre le había dado mala espina. Tal vez porque no congeniaba con las personas que trabajaban con números. Al día siguiente, Ed no regresaba. Llamaron a la familia de éste. Las coartadas que había ofrecido a la policía pronto se desvanecieron. Ed no aparecía; sus familiares no sabían sobre su paradero. Todos los indicios apuntaban que él y algún cómplice habían desaparecido con los tres millones de dólares. Sin embargo, Harold estaba en su casa intentando comprender lo que había sucedido. No sabía si Ed se había dado un viaje a las islas Caimán y de alguna manera había logrado obtener el dinero.

Pero era prácticamente imposible. Cuando estas instituciones acuerdan estas claves, es muy difícil que

alguien que no la utilice pueda acceder a la cuenta, y mucho menos retirar dinero de las mismas. Es esa rigidez y confidencialidad en donde estriba el éxito de los bancos de las islas Caimán.

Al cabo de dos días, Pamela se entrevistó con el teniente Parker. Él pensó que la señora Wall debía ser una mujer emocionalmente fuerte, ya que después de todas las cosas que sufrió, había podido ofrecer unas descripciones detalladas tanto de la furgoneta como de uno de los secuestradores, y de una persona que, según ella, anda enmascarada.

Las investigaciones continuarían durante las semanas venideras. En la Mansión Victory todo estaba volviendo a su cauce. Harold asistía todos los días a trabajar como de costumbre. Ansiaba que llegaran las vacaciones para darse un viaje a las islas. Mientras tanto, Pamela había hablado con el Sr. Wall para que le diera un aumento de sueldo a Harold. Recibiría un

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sustancial aumento, ya que, en las declaraciones, Pamela había dicho que él intentó protegerla antes de recibir el golpe.

Harold no podía creer lo que sucedía; recibía un aumento de sueldo gracias a que un loco le abría la cabeza. Así es la vida, pensó. Tienes que estar al borde de la muerte para que reconozcan tus méritos. No obstante, estaba en una situación de no retorno.

Tenía su jubilación anticipada en el Caribe. Seguiría adelante con su plan. No iba a dejar que un sentimiento de pena de su jefe expresado en una migajas de pan le ablandara el corazón. Ya había sufrido suficiente.

Después de tres semanas, los cuerpos de Ed y Sam aparecieron en el río de aquel condado. Las autoridades encontraron el arma homicida. Parker tenía algunas respuestas. Por lo menos en lo que al crimen de la criada se refería. Pero el caso de secuestro se convertía en un laberinto de teorías. Ahora se encontraba totalmente en la oscuridad. La policía no había podido rastrear la cuenta, ya que la misma había pasado por un país árabe. En ese momento le perdieron la pista. Harold estaba contento. Hasta era más productivo en el trabajo. Pamela intentaba evitarle durante todo el día. No obstante, cada vez que Harold se iba a su casa, ella registraba sus papeles, su agenda, los archivos del ordenador y cualquier otra cosa que pudiese ser una pista para descifrar la clave de la cuenta. Ella había realizado algunas investigaciones, pero también le perdió la pista al dinero cuando pasó por el banco árabe.

Tal vez Harold era un pardillo, pero en su trabajo era un auténtico genio. Ella se informó sobre los procedimientos relacionados a retirar el dinero de estas cuentas, y en muchos lugares le decían lo mismo. Las personas que hacen este tipo de transacción deben presentarse personalmente y conocer la clave.

Ahora Pamela tenía un dilema. Podía intentar sonsacar a Harold la clave de alguna manera o seguirle durante las vacaciones para intentar investigar dónde podía tener el dinero. No obstante, no podía dedicar todo

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su tiempo a esta gestión. Se darían cuenta. Así que contrató los servicios de un detective privado con la excusa de que ella creía que Harold le estaba robando a su marido. Según la conversación que tuvo con el detective, el resultado de la investigación sólo se le informaría a ella. Y sólo ella decidiría si se debía proceder a las acciones legales.

Ella sabía que la policía le tenía el teléfono intervenido a Harold, con lo cual tenía que protegerle. No quería que la policía le cogiera con el dinero que le había dado tanto trabajo quitarle a su marido. Después de todo, había tenido que cargarse a su mancebo por este dinero. Le pertenecía. Era de ella y de nadie más. No estaba dispuesta a compartirlo. Además, pensaba que Harold no era digno de compartir ese botín. Él no había hecho nada, sólo chantajear a Ed. Aunque esa audacia tenía algún mérito, Harold debía ganárselo.

Pamela se puso unos guantes de látex y escribió una carta con una vieja máquina de escribir que tenía en el ático. La metió en un sobre y se fue a una empresa de envíos y la dirigió al nombre de Harold Kravitz. La carta fue entregada en mano el mismo día por la tarde.

Harold se encontraba en su casa. Había mandado a pintarla por fuera. Con su nuevo salario se podía permitir ciertos gastos. La Sra. Kravitz estaba con su madre en Colorado. Hacía mucho tiempo que no la visitaba. Su vida estaba cambiando. Harold se sentía tan entusiasmado que estaba podando el césped. En ese momento llegó el camión de envío y le dio la carta que decía urgente. Harold firmó el recibo y la cogió. Apagó el cortacésped y la abrió. La misma decía: “Harold, tu teléfono está siendo intervenido”. “Soy tu nuevo socio. Sé lo de tu acuerdo con Ed”. “Si no compartes el botín, tendrás a Parker detrás de tu culo”. “Firma tu socio”.

Harold suspiró como si le fuese a dar una angina de pecho. Parecía una pesadilla. Había alguien que estaba al tanto de todo lo que había sucedido y él no tenía ni idea de quién era. Su enemigo no tenía cara. A pesar del susto, sintió cierto alivio, porque eso significaba que nadie había podido tocar el dinero. Su dinero. Decidió no realizar ningún movimiento. Debía ser cauto; no quería correr ningún riesgo. No sabía a quién se enfrentaba.

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Después de terminar con el césped, decidió darse una ducha. De pronto, comenzaban a fluir todas las preguntas. Primero, si esa persona era la responsable de la muerte de Ed y su socio. Si era así, habría que tomarse en serio cualquier amenaza. Segundo, esa persona quería ser su socio. Tal vez Harold podría acabar como los antiguos socios de la persona misteriosa y, por último, por qué enviar una carta en vez de presentarse directamente. Es posible que esa persona fuera alguien conocido. ¿Pero quién? ¿El propio Sr. Wall?. Claro, era una posibilidad; él sabía que los tres millones estaban allí. Él era un hombre de confianza y ¿qué otro motivo de peso como para sacar tres millones de dólares que rescatar a su mujer? Además, se había ido durante el fin de semana.

Tal vez por eso había recibido un aumento de sueldo. Para que me quedara tranquilo. Después de todo, él no podía acusarme directamente. Si era el autor intelectual del secuestro, también sería responsable del asesinato de la criada. Pero, por otro lado, si habían asesinado a Ed y a su socio, tenía que existir una cuarta persona.

La sombra de la incertidumbre se posaba sobre Harold. Las cosas se volvían a complicar. Una especie de paranoia le invadía.

Al día siguiente fue a su trabajo. El Sr. Wall le saludó como de costumbre. No le dijo ni hizo nada que pudiera llevarle a pensar que él le había enviado la carta. A las tres de la tarde, el señor Wall salió para su habitual reunión con la junta de la empresa de productos cárnicos. Él tendría que quedarse un poco más. La Sra. Wall bajó y entró en el despacho de Harold.

- ¿Cómo está, Sra. Wall?. Me alegro de verla.

- Yo también, Harold. - Dijo sonriendo.- Si mal no recuerdo, dejamos un pequeño asunto pendiente.

A Harold se le erizaron los pelos. Creía que eso formaba parte del pasado. Su rostro había cambiado drásticamente. Parecía un chihuahua

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acorralado. Sus ojos saltones no parpadeaban y sus orejas no daban crédito a lo que estaba escuchando.

- ¿Qué? – preguntó Harold con voz congelada.

- No te pongas nervioso. Te deseo, de verdad. ¡No lo puedes entender!. Siempre me han gustado los hombres inteligentes como tú. Llevo años observándote. Deseándote. Quiero que seas mío. ¿Por qué crees que hablé con mi marido para que te diera un aumento?

- Sra. Wall, no quiero poner mi empleo en peligro. Tengo una mujer y una vida que quisiera vivir en paz, sin problemas.

- Pero te he pagado por unos servicios que ni siquiera me has dado – le dijo Pamela - ¿Cómo podemos arreglar eso?. Además, tú no te resististe en aquella ocasión. Sé que estabas disfrutando.

- Señora Wall, hay muchas personas por ahí disponibles. ¿Por qué yo?

- Porque sé que sabes aprovechar las oportunidades que ofrece la vida.

Harold no era tonto y comenzaba a atar cabos. Tal vez, podía haber sido la Sra. Wall la autora intelectual de su propio secuestro. Ésa era otra teoría. Sin embargo, también podía ser una casualidad. No obstante, la vida le había enseñado que las casualidades no existen. Decidió seguir con el juego para ver hasta dónde llegaba ella.

- ¿Qué oportunidades?

- Vamos, Harold. Creía que tú me lo dirías. Recibir lo que no tienes en tu casa. Una mujer que te saque el jugo cada vez que llegues de trabajar. Que te atienda. Que se preocupe por ti. Que te mime. Te puedo dar todo eso y mucho más. No te pido que abandones a tu mujer. Sólo que me dediques un poco de tiempo. Con eso me conformo. Es mejor que lo que tengo.

Ella tomó la iniciativa y se acercó a él. Harold se quedó inmóvil, como en la otra ocasión. Pamela pensaba que estaba preparando a una presa

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fácil. Al estar labio con labio, Harold la besó y la agarró. Comenzó a quitarle la ropa.

Harold había cambiado mucho desde aquella reunión con Ed. Ahora era un hombre que lo quería todo. Absolutamente todo. Ella estaba sorprendida y optó por quitárselo de encima y llevarlo a una habitación en la segunda planta. Allí pasaron aproximadamente una hora y medía. Harold acababa de perder lo que le quedaba de conciencia. Ahora no sólo era infiel a su mujer, sino también a sí mismo. Después de acostarse con ella, pensaba que había roto otra barrera. Ahora no sólo tenía el dinero de su jefe, sino que disfrutaba de los encantos de su mujer. Su posesión más preciada. Posesión por la cual pagó tres millones de dólares. No lo podía creer; había echado un polvo de tres millones de dólares. Lo que él no imaginaba era que Pamela pensaba lo mismo.

Sus relaciones continuaron durante semanas. Poco a poco, Harold se estaba enamorando de Pamela. Ella le hacía regalos. Le hablaba maravillas a su marido sobre él. Harold había adquirido más presencia en las empresas de su marido. Su autoestima estaba al más alto nivel.

Al igual que Jack Wall se había enganchado al mundo del poder y de la riqueza. Otro ser humano que se deja atrapar por una tendencia de una manera fuerte, habitual y duradera. Lo peor de todo era que esta situación no era involuntaria; la inclinación hacia el lujo y la lujuria son adicciones difíciles de vencer y difíciles de saciar. Antes de su adicción, Harold reflexionaba sobre las personas que eran proclives a esas tendencias, personas con una especie de vicio natural. Y por otro lado, reflexionaba sobre su antigua adicción, la que consideraba positiva, como la devoción al estudio, a su profesión, a superarse continuamente. Sin embargo, esta no reportaba el mismo beneficio que su modo de vida actual.

Las semanas se sucedían y el vínculo de Harold y Pamela se estrechaba. Se estaba desarrollando una especie de complicidad entre ambos. Durante la última semana, Pamela se dedicó a hablar sobre lo mal que lo pasaba con Jack y lo que había tenido que sufrir en el secuestro. Le dijo a Harold que la habían violando varias veces, pero no se lo dijo a la policía para que esto no saliera en la prensa.

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Harold comenzaba a sentirse culpable. Pensaba que, a costa del sufrimiento de esa mujer, él iba a convertirse en una persona muy rica. Comenzaba a meditar si sería correcto contarle a Pamela lo que había sucedido en realidad. Era una situación delicada, pues no sabía cuál iba a ser la reacción de ella. Tendría que esperar un poco mientras se aseguraba que ella no diría nada. Tendría que valorar el nivel de confianza que existía entre ambos. Tendría que ponerla a prueba.

Por otro lado, el socio misterioso no le había enviado ninguna otra carta. Tal vez había desistido de su idea, pensó Harold. Sin embargo, Pamela preparaba otra nota que decía: “Sé lo de la Sra. Wall y tú”. “Eres muy arriesgado”. “No cometas ningún error, no quiero que pongas en peligro nuestro dinero”. “Si lo haces, te eliminaré”. Ella le puso algunas fotos que el detective privado le había proporcionado.

Al día siguiente, Harold recibía la carta en el despacho. El Sr. Wall tenía una reunión en la ciudad y él estaba solo. Cuando recibió el sobre, no advirtió que podía ser su amigo misterioso. Cuando lo abrió, estuvo a punto de vomitar. Simplemente no podía tragar esa situación. Decidió esconder el sobre en el maletín. En esos momentos, Pamela apareció en el despacho.

- ¡Hola, cariño! – dijo cogiéndole por sorpresa.

- ¿Ha? – balbuceó Harold, tembloroso.

- ¿Qué sucede? ¿Te he asustado?. Lo siento, cariño, pero pensé que sabías que estábamos solos.

- Descuida – contestó él con rostro rojizo.

- Lo siento si te he molestado. No era mi intención – dijo ella mientras le daba su mirada más dulce y comprensiva.

- Es que... – Harold no pudo terminar la oración.

- ¿Qué, cariño?

- Siéntate. Tengo que contarte algo.

- ¿Me vas a dejar? Preguntó ella suavemente.

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- No. Tengo que confesarte algo.

Pamela estaba riendo por dentro. Finalmente había doblegado la voluntad de su presa. Era suyo. Le había conquistado. Lo tenía arrinconado, sin recursos, vulnerable. Entonces decidió darle la estocada final.

- Dime, mi amor – le susurró mientras le abrazaba.

- No soy la persona que piensas. Antes era un hombre bueno, pero ahora soy escoria. Ed y un socio te secuestraron. Yo me di cuenta de la situación e intenté chantajear a Ed. Todo fue bien hasta que escapaste. Luego Ed y su socio aparecieron muertos. Después, una persona misteriosa contactó conmigo porque yo soy el único que tiene la clave para sacar los tres millones de dólares.

- ¡Dios! – exclamó ella en una actuación magistral. - ¿Por qué?. El único hombre que he querido de verdad me hace esto – añadió, llorando.

- No fue mi intención. Me dejé seducir por la codicia. La maldita codicia. Tanto es así que ésa es la clave. Me dejé arrastrar por el poder. Quería lo que tenía tu marido y la gente como él. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocado – confesó Harold llorando.

Pamela estaba loca por darle una patada a ese patético ser. Sin embargo, jugaría hasta el final. Y lo haría como una profesional.

- Harold, no sé si te podré perdonar. Tampoco diré nada. Pero no creo que debamos seguir viéndonos. ¿Por qué no confiaste en mí?. Te he ofrecido todo mi ser. De corazón. Me he entregado a ti sin importarme las consecuencias. Inclusive he aceptado ser el segundo plato.

- Cariño, – interrumpió él - estoy dispuesto a divorciarme y casarme contigo. Seremos felices.

- Creo que debemos darnos un respiro. Debes aclarar tus ideas. Ahora me iré arriba – concluyó ella.

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Pamela se fue llorando con gran desconsuelo. Harold se quedó abajo hecho polvo. Mientras tanto, ella llamó al detective.

- Kenneth, detective privado, diga.

- Sí. Soy Pamela Wall. ¿Cuándo podemos vernos?

- Hoy por la tarde – contestó Kenneth.

- Perfecto.

Ese día, por la tarde, el detective fue a la Mansión Victory. El Sr. Wall había llamado diciendo que llegaría tarde, así que ella aprovechó la oportunidad para reunirse con él en la casa.

Al llegar el detective, Pamela bajó las escaleras corriendo como una colegiada. Abrió la puerta y se abalanzó sobre esa obra maestra de la genética. Era un hombre de unos 37 años. Su tez estaba bronceada. Su pelo, rojo. Su cuerpo, fornido. Estaba en forma. Vestía elegantemente. Nadie diría que era un detective privado.

- ¡Ha confesado! ¡Ha confesado! – gritó Pamela con alegría.

- Bien, cariño. Lo hemos conseguido – le contestó Kenneth.

- Te he echado mucho de menos. He tenido que acostarme con ese pardillo. No sabes lo mal que lo pasé. Pero el sacrificio ha dejado su fruto.

- ¡Bien! – contestó Kenneth - Ahora no podemos perder tiempo. Dame el número de cuenta. Retiraremos el dinero y te divorciarás de ese cerdo.

- Sí. – asintió ella - Hay que darse prisa. Me encargaré de entretener al pardillo. ¿Qué tal si tú te encargas de él?

- No. Tengo una idea mejor. Daremos la confidencia al teniente Parker. Eso le tendrá ocupado hasta que podamos retirar el dinero – respondió él sonriendo - Quién sabe, si lo presionan es capaz de confesarlo todo.

- ¡Genial! – contestó Pamela con los ojos iluminados.

- Dame los números para ponerme a trabajar – pidió Kenneth.

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- No es un número. Es una palabra – respondió ella.

- ¿Cuál?

- Codicia.

- ¿Codicia?

- Sí. Como lo oyes.

- ¿Segura?

- Absolutamente.

- Bien.

La sonrisa del fornido detective se desvaneció. Con su mano izquierda apartó la chaqueta y con la derecha sacó una pistola del 9mm con silenciador. Pamela se quedó helada. Le disparó en el estómago. Ella no salía de su asombro. El hombre con el que había estado durante los últimos dos años la traicionaba. Estaba pasando por un terrible dolor. Respirar le dolía mucho. Sus manos, su traje y la moqueta se tornaban rojo oscuro.

El detective caminó por su lado y se dirigió hacia el teléfono. Pamela comenzaba a sentir frío. Sus sentidos perdían agudeza. Una extraña pesadez se iba apoderando de ella lentamente. Escuchaba la voz de Kenneth a lo lejos.

- Sr. Wall, está hecho.

Todo se estaba oscureciendo. Las sombras se hacían más grandes. La luz, el brillo, una esperanza; todo se tornaba opaco. Pamela abandonaba el mundo del poder y la riqueza sin ni siquiera saborearlo.

Varias horas más tarde, la casa de Harold estaba rodeada de policías. Le acusaban de ser el autor intelectual del secuestro y asesinato de Pamela Wall.

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La policía había encontrado el arma homicida en el maletero de Harold Kravitz. Él no daba crédito a lo que estaba sucediendo. El interrogatorio de Parker fue tan duro que Harold confesó su intento de chantaje a Ed y facilitó la clave de la cuenta en las islas Caimán. Sin embargo, la policía no pudo verificar la información, ya que el dinero y la cuenta habían desaparecido.

Luego Harold habló del socio misterioso. Sin embargo, en las cartas no había huellas ni nada que pudiera identificar a ninguna otra persona. La teoría del teniente Parker era que el mismo Harold se había enviado esas cartas. Él estaba solo. Mientras avanzaba el juicio en contra de Harold, aparecía en su garaje la máquina de escribir utilizada para escribir las cartas. Harold Kravitz era culpable.

Era culpable de desear poseer, de desear adquirir, de convertirse en el ser rapaz que veía en su jefe. Era culpable de renunciar a sus convicciones, de traicionarse a sí mismo, de destruir su conciencia. Pero, sobre todo, de no desear lo suficiente como para salirse con la suya. Ésa es la esencia del mundo del poder y de la riqueza.

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CRÓNICAS DE UN ASESINO A SUELDO

“No esperéis el juicio final: tiene lugar todos los días”

Albert Camus

Ésta es mi historia. Las crónicas de un asesino a sueldo. Para las personas sin prejuicios podría ser interesante. Se dice que la realidad supera la ficción, y aunque la gente diga que eso es un tópico, los tópicos, amigos, son verdad.

Muchas personas se preguntan cómo puedo vivir tan tranquilo conmigo mismo sabiendo que me gano la vida anulando a otros seres humanos. Algunos ciudadanos que creen disfrutar de superioridad moral me tachan de mercenario, verdugo o asesino. Y es que esas personas no comprenden la trascendencia de mi obra en la sociedad hasta que viven en carne propia alguna injusticia surrealista a las que nos tiene acostumbrados el sistema de justicia light actual.

Hoy día no es extraño leer en cualquier periódico sobre un hombre joven, fuerte y con sonrisa descarada que sale absuelto después de violar a varias mujeres, porque es un enfermo mental o un hombre que maltrata y mata brutalmente a su mujer y le echan 30 años de prisión de los que termina cumpliendo un tercio para insertarse en la sociedad. Por otro lado, está el pederasta que vende películas de pornografía infantil y comercia con niños cuyo futuro casi siempre es la muerte. Y finalmente, el estupido que decide jugar al rol o, a los naipes borrando de la faz de la tierra a personas inocentes.

Es precisamente en ese momento en que los familiares afectados y sociedad en general comprenden a la perfección la importancia de mi ocupación. Alguien tiene que impartir justicia libre de burocracia y de jurados fácilmente manipulables. Alguien tiene que imponer un castigo adecuado, como en el código Justiniano darle a cada cual lo que se merece. No obligo a nadie a contratar mis servicios, simplemente los oferto.

Eliminado: gozar

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Vivimos en lo que en un futuro será una economía global de libre mercado. Mi oficio simplemente es uno más en el abanico de servicios que ofrece el nuevo orden mundial. Un orden en donde se pierde el yo. En donde la identidad se desvanece y somos un número en un folio perdido del censo.

La gente siempre ofrecerá cosas que podrían tener algún valor o utilidad para otros. Se ofrece obsequios, asesoramiento, , discreción, información, algunos hasta inmolaciones. En cambio, sólo ofrezco un servicio que se puede aceptar o rechazar. No tengo dificultad en conseguir clientes. Siempre habrá alguien dispuesto a contratarme, porque siempre habrá alguien que se sentirá defraudado por el sistema.

No es cuestión poner la justicia divina en manos de simples mortales que se sienten engañados y desprotegidos por las normas o reglas del juego en sociedad, sino que es la búsqueda de una cierta equidad en un mundo cargado de desequilibrios. La sociedad actual de modo tácito reconoce la violencia como una manera aceptada para resolver los conflictos. Si no, preguntadle a Hollywood. El sistema de justicia vigente no garantiza un trato justo para el débil o menos favorecido, ni para cualquier otra persona que únicamente ponga todas sus expectativas y no su capital en las decisiones de una institución judicial para la solución de su conflicto.

Me encargo de barrer la basura de la sociedad. De alguna manera ayudo a mantener el equilibrio entre los depredadores de nuestra sociedad, librándolos de aquellos que en ocasiones se creen intocables o invulnerables. Ninguna persona está fuera de mi alcance, todo el mundo es vulnerable, hasta el presidente.

No siento remordimiento. La inocencia o no del objetivo es algo que no me detengo a valorar. Es solamente un oficio como cualquier otro. No existe ningún sentimiento, solo una la misión que cumplir y el deseo de realizarla con esmero y lo más profesionalmente posible.

Comprendo que no todo el mundo es capaz de digerir esta idea. Es lógico, la sociedad está compuesta por personas de diversas procedencias,

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creencias, ideologías y religiones. Hay quienes no se atreverían a matar a otro ser humano bajo ninguna circunstancia. Ya sea por religión, valores o mero temor. Para éstos, la conciencia es un pesado montón de piedras que les limitará hasta sus últimos días. Éstos son víctimas de la hipocresía del ser humano ante unos instintos innatos constantemente reprimidos en el hombre. Según algunos filósofos el institnto de los animales es de la misma naturaleza que la inteligencia en el ser humano, pero inferior y limitado. Sin embargo, el instinto humano es poderoso, manifiesta unas inclinaciones independientes del razonamiento o la educación.

Por otro lado, existen personas que matarían si son llevados al límite, acorralados, en defensa propia, para proteger a sus seres queridos o su propiedad. Éstos se encuentran balanceándose sobre una línea divisoria de lo socialmente correcto e incorrecto. Sopesan casi de modo enfermizo lo justo y lo injusto de acuerdo a la ley moral o a la verdad. Son peligrosos. Son los que en un día soleado entran a un McDonalds, y con un AK-47 matan 12 personas. Son bombas de relojería que no soportan más la presión de este acelerado y exigente ritmo de vida.

Otros matan ejecutando una orden legal, ya sea por el islam, el aborto o por cualquier “ideología”, en la guerra de Afganistán, o sirviendo para alguna agencia de inteligencia oriental u occidental. No obstante, se pasan el resto de su existencia atormentados por sus horrendos actos o justificando la necesidad de tales actos. Éstos suelen abrazar alguna religión, engancharse a la droga, suicidarse o convertirse en arrepentidos como algunos mafiosos. Y todo por la conciencia social que fomenta un pequeño grupo que no cree en ella.

Y por último, estoy yo. Existe un espacio que hay que ocupar. Una laguna que hay que cubrir. Mi oficio se ha hecho desde tiempos inmemoriales y se seguirá haciendo, es un trabajo como cualquier otro. En mi caso, la conciencia es un concepto del que podríamos hablar extensamente. Pero es sólo eso, un concepto. Muchos seres humanos apenas son concientes de que respiran.

Realicé mi primer trabajo en Diciembre de 1985. Fue en Isla Verde, en San Juan de Puerto Rico. Acababan de inaugurar una nueva parte del Hotel San Juan, me habían encargado una misión. La persona que me reclutó se

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llamaba Sr. D. William Straton, un inglés de unos sesenta años de edad, natural de Kensington y establecido en la isla desde hacía 20 años. Su vida laboral se desarrollaba entre el área turística de la isla y Estados Unidos. Evitaba aceptar trabajos fuera EE.UU., pues conocía bien el terreno y además había dejado pocos amigos en Europa.

El Sr. Straton había ejercido el oficio durante muchos años, trabajando para la Mafia siciliana y judía. Durante los años ochenta, estos sindicatos vivían su época dorada, tenían un fuerte vínculo de amistad compartiendo varios negocios en el área inmobiliaria, la ropa, la construcción y en el juego. Ganaban mucho dinero y pagaban muy bien. Todo era color de rosa. El Sr. Straton era un contratista independiente. No pertenecía a ninguna familia o grupo. Tampoco podía porque no tenía ningún lazo de sangre siciliano y, en cuanto a los judíos, él no se fiaba ni un pelo de ellos.

Straton era un hombre delgado de complexión frágil. Su pelo era blanco, sus cejas espesas y la cara alargada. Su rostro mostraba expresiones fáciles de leer. Era algo así como Steven Segal, un rostro de formol. Él todavía hacía su trabajo y lo realizaba bien. Sin embargo, en los últimos años sentía que ya empezaba a envejecer. Aunque este hecho no había afectado sus habilidades en el oficio, gracias a su exagerado sentido común y su prudencia inglesa, resolvió que era tiempo de descansar y disfrutar de la fortuna acumulada. Sin embargo, no quería retirarse sin antes transmitirle este arte a otra persona que considerara adecuada para recibir tan excelsos conocimientos.

Eran muchos años de experiencia y conocimientos, a los que muy pocos mortales tenían acceso. Según el Sr. Straton, hubiese sido un terrible desperdicio que esos conocimientos cayeran en el olvido.

Por esas cosas del destino, fui elegido entre todos los neófitos. Todo comenzó durante mi primer año de estudios universitarios. Realizaba una licenciatura en Ciencias Políticas. El Sr. Straton, además de ejercer ese oficio, era un excelente Profesor de Filosofía y Ética de la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Fue precisamente después de una clase de ética cuando me introdujo dentro del mundo del cual les voy a hablar.

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Un factor determinante para que me eligiera fue el hecho de tener padre italiano y madre puertorriqueña, situación que me ayudó mucho. Por un lado, cuando quería, podía pasar por puertorriqueño porque hablaba y conocía perfectamente su cultura y, por otro, cuando me rodeaba de italianos, por mi aspecto, porte y apellido, era bien acogido. Eso era algo que había sido calibrado milimétricamente por el Sr. Straton.

Antes de que me asignaran mi primer objetivo, y antes de que empezara a ganar el pan de cada día, fui sometido a un duro entrenamiento. Era un aprendizaje intenso. El Sr. Straton conocía la profesión de la A a la Z. Lo primero que aprendí de mi mentor fue la importancia de intentar convertirme en un experto en mi profesión, superar mis limitaciones día tras día. Él decía que existía una diferencia fundamental entre un vaquero y un mecánico.

Dentro del mundo de los contratistas independientes, un vaquero es una persona similar a un vulgar pistolero de cantina que no traza un plan, no utiliza los instrumentos de trabajo adecuados y lo mismo le da matar a alguien a plena luz del día. Algo así como los sicarios colombianos o sicilianos de Catania sin clase o estilo en el oficio. Sin embargo, el mecánico es el verdadero conocedor de su profesión. Es una persona que investiga, que lee, que observa, que se informa, que desarrolla una gran variedad de habilidades físicas y conoce muy bien las armas y sobre todo que perfecciona. Esta es una parte esencial para tener éxito en mi profesión. A veces, el éxito es simplemente estar vivo. En ese sentido, el Sr. Straton había tenido éxito. Y lo tendría aún más al transmitirme sus conocimientos, porque era una forma para perpetuarse él mismo en el tiempo.

Me llevó a un gimnasio de su confianza para prepararme físicamente. Todos los días, después de salir de la universidad, iba a hacer ejercicio, de 19:00 a 22:00. Durante 6 meses, me preparé físicamente. Un monitor particular se encargaba de supervisarme mientras hacía unas duras tablas de ejercicio. Después de esa primera fase, comencé una en la que combinaba ejercicio, de 19:00 a 21:00. Con Aikido y Jeet kun Do, de 22:00 a 00:30. Seguí este ritmo durante un año. La condición física es importante. Un mecánico debe ser capaz de correr rápido y tener fondo, saltar, escalar, nadar, golpear y resistir varios golpes si es necesario. En ocasiones, el dolor, si no es tu verdugo, puede convertirse en un gran maestro. Se trata incrementar las posibilidades de subsistencia al enfrentar de verdadero riesgo.

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Una dieta balanceada y sana es fundamental sin caer en la especificidad. Las personas que desarrollan gustos especiales son más fáciles de localizar y, por lo tanto, de eliminar. La debilidad por un buen vino, una marca de puro o coñac puede ser perjudicial para la salud. Eso me recuerda cuando derrocaron al Sha de Irán. Muchos de los adeptos del antiguo régimen huyeron hacia Estados Unidos y Francia.

El Ayatolá Jomeini decidió estudiar a sus víctimas y llegó a la conclusión de que el punto débil de sus enemigos era los hábitos desarrollados en Irán. Ellos solían comer caviar iraní. Éste es un producto muy caro (Aprox. 1,260€ por kilo), el cual sólo se vendía en lugares muy selectos. El nuevo gobierno preparó un lote de caviar envenenado. Muchos de los seguidores del Sha cayeron como moscas. He aquí un buen ejemplo de cómo un hábito puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.

Mientras tanto, todas las mañanas tenía que leer los tres periódicos principales: el Día, el Vocero y el San Juan Star, además de las revistas militares del momento. Visitaba la biblioteca con un carné falso para ver si había publicaciones relacionadas con mi profesión. Un carné falso es sumamente importante porque en Estados Unidos las autoridades federales llevan el registro de entradas para ciertos materiales, ya sean armas, ciertos químicos utilizados para la fabricación casera de bombas y literatura que ellos consideran subversiva.

El Sr. Straton decía que la lectura de los diarios y las publicaciones era la mejor inversión que un mecánico podía hacer. La idea era absorber información como si fuera una esponja. De ahí, podría conocer las últimas novedades, armas y técnicas de interés.

En ocasiones, a través de estas publicaciones, uno puede localizar puntos de encuentro para contactar con posibles clientes. La sección de anuncios clasificados es mi preferida. Se ofrecen cosas que la gente común no imagina. Cuando uno se adentra en este mundo, es capaz de identificar con facilidad a clientes que buscan personas para realizar diversos trabajos, de alto riesgo, seguridad, comprar y vender armas, cobrar dinero y otros.

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Además, leía cuidadosamente los artículos sobre arrestos relacionados con drogas, fraudes, lavado de dinero y hacía un minucioso seguimiento de los casos que consideraba interesantes. Tal vez la persona afectada necesitaría eliminar a algún testigo antes de que su caso fuera a juicio. En otros casos, las costas de la representación legal es tan elevada que, cuando el acusado sale bajo fianza, tendría que trabajar el doble o el triple para conseguir el dinero de la defensa, con lo cual también podía optar por eliminarle y quedarme con el botín. Sin embargo, esta actuación no es propia de un mecánico que desea estar en el negocio por mucho tiempo y que quiere ser respetado por su trabajo.

Un aspecto muy interesante de estos casos es estudiar detalladamente las técnicas utilizadas por las fuerzas del orden público durante el curso de la investigación, los errores de la persona arrestada o acusada, y los métodos de los investigadores para obtener información incriminatoria. Se debe aprender de los errores ajenos, “ya que el culpable no es sólo un hombre malo, sino un mal calculador. ”1

La lectura de todo tipo de publicaciones y actividades que puedan estar relacionadas con la profesión nunca están de más. Por ejemplo, actividades de interrelación, como asistir a ferias de armas para conocer las ultimas novedades, clubes de tiro al blanco, clubes de caza, subastas de armas y otros para conocer clientes potenciales. También, uno debe poseer una extensa compilación actualizada de material de referencia, como las páginas amarillas, callejeros de las ciudades más importantes, los directorios telefónicos de las ciudades más importantes, distintos compendios de manuales de trabajo y procedimiento de las distintas comisarías de policía del país, atlas con las carreteras y rutas actualizados, información del Departamento de tráfico y telefónica. Existen compañías que se dedican exclusivamente a la publicación de estos materiales. Con una identificación falsa, uno podría comprar toda la información necesaria.

También existen otras consideraciones que son fundamentales para las personas del oficio que deben realizar desplazamientos para eliminar a un objetivo. Por ejemplo, obtención de información sobre los distintos tipos de

1 Concepción Arenal (1820-1893), escritora española.

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transporte disponible. Obtener las identificaciones (D.N.I.) necesarias, itinerarios anticipados de vuelo, guagua, tren, barco y los factores de tiempo implicados, como por ejemplo el “overbooking”. No nos gustaría quedarnos en tierra después de haber eliminado a un objetivo influyente.

Ésta es una información importante para el futuro dado que lo primero que prepara un mecánico durante una misión es la retirada. Es fácil acercarse a un objetivo y eliminarle. Eso lo puede hacer cualquiera que tenga capacidad de planificar una ofensiva. Sin embargo, la mayoría de los grandes golpes fracasan en el momento de desaparecer. Esto me hace recordar un robo que hubo en el Casino del Hotel Palace, en Puerto Rico. El ladrón esperó a que llevaran el dinero en un carrito, como siempre, para que pudiesen comenzar a operar. Ese día, el criminal no tuvo problemas. Cogió 500.000 mil dólares en efectivo y salió por la parte de atrás del casino. No obstante, él no contaba con que esa salida daba hacia la playa, con lo cual su carrera hacia el coche que le estaba esperando, duró unos 30 metros. No contaba con correr por la arena. La policía le capturó rápidamente. Le falló la retirada.

Antes del apogeo de Internet, era necesario tener por lo menos dos o tres agentes de viaje de confianza, ya fuese bien pagado o una novia que ni hiciese preguntas, en diferentes ciudades, con los cuales uno pudiera hacer arreglos por teléfono, siempre utilizando un nombre falso. Ellos hacían todas las transacciones por uno y luego American Airlines, United o TWA se encargaban de pagarles su comisión, la cual no era nada despreciable. Hoy día es más fácil; se puede comprar el billete a través de Internet, es más económico y es prácticamente imposible que le sigan la pista. Otro de los problemas que enfrenta un mecánico es el transporte de sus instrumentos de trabajo. Cómo enviar las armas al lugar de trabajo. Antes, los mecánicos utilizaban pequeñas empresas de envío que tenían arreglos con otras empresas más grandes en aquellos lugares en los que no podían ofrecer sus servicios. Sin embargo, las autoridades federales se percataron de esta táctica y comenzaron a vigilarlas, al extremo de que muchas de estas empresas hoy día están controladas por los federales o, por lo menos, infiltradas por ellos. Es preferible utilizar empresas reconocidas por el gobierno federal. Como por ejemplo, Federal Express. También se pueden camuflar los instrumentos dentro de marcas de reconocido prestigio y que tengan contrato con el gobierno. Por ejemplo, se pueden camuflar piezas dentro de equipos IBM, Ford, General Motors, Apple, Kodak y otros.

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Antes de que la paranoia de los atentados terroristas se extendiera por todos los Estados Unidos y el resto de occidente, uno podía utilizar la oficina de correos del aeropuerto y realizar el envío de una oficina de correo a otra, siempre utilizando un nombre ficticio. En estos casos, la mercancía casi nunca era sometida a rayos X. Hoy día es más difícil. Algunos mecánicos todavía se arriesgan enviando armas de plástico. No obstante, el FBI dispone de una figura conocida como el “flapman”. Este individuo se encarga de abrir un paquete que el correo considera sospechoso y luego lo cierra, dejándolo en su estado natural. Es prácticamente imposible detectar si el gobierno federal ha interceptado tu correo o no.

Después de año y medio de preparación física, llegó el momento de probarme. La experiencia me ha enseñado que no importa cuán preparado estés y cuán bien hayas realizado la investigación para realizar el trabajo; en algún momento de tu vida profesional tendrás que defenderte utilizando las técnicas que durante años has practicado religiosamente. Así que cualquier destreza que puedas adquirir jugará siempre a tu favor, aunque te parezca improbable. Una vez trabajé con Pascuale Agostini, un siciliano bajito, pero fornido y extremadamente fuerte. Él me decía que, del cuello hacia arriba, todos los hombres eran iguales. Y un día pude comprobarlo. Fuimos a cobrarle a un cubano de Queens, en Nueva York. Debía dinero de apuestas clandestinas. No por jugar, sino porque él recogía el dinero de las apuestas en los barrios latinos para la mafia ítaloamericana. Debía unos 200.000 mil dólares (34 millones de pesetas). No era realmente mucho dinero para los negocios que manejaba la familia Gianini. Pero había que imponer respeto. El cubano se llamaba Álex Bustamante. Era un joven apuesto, rubio, con el pelo perfectamente injertado, de complexión fuerte y unos treinta años de edad. Todos los días iba al gimnasio. Parecía un fisiculturista de élite. Su físico era capaz de intimidar a cualquiera. Un día, Pascuale se bajó del coche y le esperó frente al gimnasio. Mi trabajo consistía en velar que no se le fuera la mano a Pascuale. Tampoco queríamos matarle. Yo tenía mucha curiosidad por ver cómo este siciliano iba a manejar la situación. Honestamente, pensaba que iba a tener que ayudarle y, de paso, cargarme al cubano. Cuando el joven salió, Pascuale le abordó amablemente, explicándole que necesitaba el dinero y que el viejo estaba muy enfadado. El joven miró a su alrededor y, al no ver a nadie, se rió descaradamente en la cara del siciliano. Acto seguido, intentó darle un golpe. El siciliano le saltó encima como una serpiente de cascabel y le agarró el cuello con tanta fuerza que tuve que bajarme del coche y quitárselo de encima. El joven cubano había adquirido un color morado, no podía respirar. Llamamos una ambulancia y hubo que llevarle al hospital de Queens. Después de una operación, sobrevivió. Sin embargo, perdió el habla. Nunca se volvió a

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atrasar en los pagos. Después me enteré de que Pascuale, alias El Estrangulador, había matado por lo menos a 12 personas, sólo en Estados Unidos. Durante su tiempo libre se dedicaba a destrozar manzanas con las manos para impresionar a sus sobrinos. Poseía una fuerza bárbara, algo que nadie podría sospechar con mirarle. Si el cubano hubiese conocido alguna técnica o maña, en vez de depender de su imponente físico, tal vez hubiese podido salvar su voz. Ese día decidí aprender todo lo que me enseñaran y a no subestimar a ningún objetivo, por fácil que pareciera.

El Sr. Straton me presentó al preparador físico. Era un ex-marine. Según mi mentor, un hombre cualificado. Debía familiarizarme con distintos agarres, golpes hacia puntos vitales y movimientos capaces de postrar a cualquier ser humano independientemente de su constitución física. Además, debía ser capaz de enfrentarme a dos hombres a la vez y practicar técnicas para desarmar a personas con armas blancas. No se trataba de convertirme en Bruce Lee o Jackie Chan, sino de incrementar las probabilidades de supervivencia. Sin embargo, estas destrezas requieren algo más que práctica en un tatami.

Decidí coger un taxi para conducir dos noches a la semana, los viernes y sábados. Recogía a gente con mala pinta y nunca me negaba a llevarles a los barrios más marginales. En varias ocasiones tuve que enfrentarme a varios macarras. Al principio daba algunos buenos golpes y recibía varios. Pero, después de unos meses, se tornó aburrido porque se me hacía fácil repartir leña, como suelen decir los macarras en Puerto Rico.

Me di cuenta de que practicar mis conocimientos requería combates con personas que pudiesen aguantar un buen golpe. Así que regresé al gimnasio. Ambos, el instructor y yo, debíamos enfrentarnos de forma seria. Jimmy Raskin era un veterano de guerra que tenía experiencia y capacidad para matar. Me enseñó que al enfrentarse al peligro no se podía retroceder, porque esto lo incrementaba. En una situación de combate mano a mano no puedes darte la vuelta e irte corriendo, porque corres más peligro. Otro ejemplo; en medio de un tiroteo, dar la espalda al adversario para escabullirse puede aumentar las posibilidades de que te eliminen, porque te haces más vulnerable. En fin, una situación de peligro inminente hay que encararla con astucia y rapidez.

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Después de 6 meses de entrenamiento 5 horas diarias, más de 1000 horas de entrenamiento, había desarrollado una relación de amistad con Jimmy. Situación que aproveché para conocer fuentes de material para mi oficio y adquirir conocimientos sobre movimientos silenciosos, algunas técnicas de tortura utilizadas por las fuerzas especiales y grupos terroristas, técnicas de escape, armas silenciosas, métodos orientales y muchas otras formas de matar. Por otro lado, en caso de tener un trabajo que requiera dos personas, quién mejor que Jimmy para cubrirte la espalda.

Una vez que mi capacidad de combate fue establecida, Straton me animó para que comenzara a probarla asistiendo a escuelas de supervivencia dirigidas por mercenarios. Para esto me trasladé a Dallas, Texas. Para esta fase, el Sr. Straton establecía los contactos. Hay que tener cuidado con los anuncios de las revistas militares. En muchas ocasiones son tapaderas del estado para identificar a posibles criminales o terroristas. No obstante, éste es el lugar más adecuado para conocer gente que tenga los mismos intereses sobre formas eficaces de matar. Tal vez, muchos podrían ser fuente de equipos, logística o inclusive futuros clientes.

Otro elemento importante, y tal vez uno por el cual el Sr. Straton es venerado, es la observación en todos sus aspectos, tanto el desarrollo de la capacidad de observación por parte del mecánico como considerar la capacidad de observación de posibles testigos de un trabajo. No es el mero acto de mirar, sino ser consciente de lo que le rodea. En esa fase de preparación comencé a desarrollar y ejercitar habilidades de observación; estudiar mis alrededores, escuchar lo que las personas a mi alrededor hablan, ver qué cosas pueden utilizarse como arma en caso de una pelea, ver posibles rutas de escape, anticiparme a una emboscada y otros.

Sr. Straton: - Bien. Me parece que ya está preparado para salir al campo de trabajo. Usted posee las cualidades idóneas para ser un mecánico. Es un buen tirador, conoce y respetas los instrumentos de trabajo, se cultiva a través de la lectura, tiene habilidad para el combate mano a mano. Goza de una condición mental y física excelente. Ahora sólo falta que se examine.

Jerry Martin: - ¿Cuál será el objetivo?

Sr. Straton: - Nuestro cliente tiene un grano en el trasero. Se trata de un camello de poca monta de Astoria. El cliente podría eliminarle si quisiera.

Eliminado:

Eliminado: a

Eliminado: armas

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Sin embargo, está siendo objeto de una investigación por las autoridades federales y no se quiere arriesgar. Prefiere gastarse un poco de dinero. Sin embargo, nosotros lo haremos gratis. Quiero introducirle como mi sucesor, por lo que es importante que vean su calidad profesional.

Jerry Martin: - No le defraudaré, señor Straton.

Sr. Straton: - A mí no, señor Martin. A ellos.

Eran las 10:00 de la mañana y acababa de llegar al aeropuerto JFK. Había descansado un poco durante el vuelo. Entré en el terminal con un bolso de cuero negro mate. Comencé a caminar por el aeropuerto, como cualquier otro hombre ejecutivo, hasta llegar al servicio. Una vez allí, entré en un cubículo y lo cerré. Me quité el traje y lo doblé cuidadosamente, poniéndolo en un compartimiento especial del bolso. Saqué unos Levi’s un poco desgastados, una camiseta de Green Peace y unos tenis de marca poco conocida. De un lateral del bolso saqué un espejo redondo y una media para recoger mi cabello. Esto me permitiría ponerme una peluca, la cual ajusté con unas pinzas especiales. Ahora tenía el pelo rubio, descuidado, hasta los hombros. Algo así como el vocalista de Van Halen.

Salí del servicio y me dirigí hacia el mostrador de Hertz. Aquí trabajan más rápido que en las demás agencias de alquiler de coches. Tampoco se fijarían en mi aspecto de loco de California. Sólo les interesa hacer negocios. No discriminan. Como buenos capitalistas, el único color en su esprectro es el verde.

Alquilé un coche pequeño y económico, color blanco. Escogí un Ford, ya que su mecánica no es complicada y las piezas de refracción se consiguen en cualquier autorrepuesto. Realicé el pago en efectivo para no dejar rastro. No obstante, tuve que echar mano de mi carné de conducir y mi tarjeta de crédito falsos.

Hoy día, las agencias de coches las piden por motivos de seguridad. Exigen este tipo de identificación aunque pagues en efectivo. Con las llaves en mano, fui a buscar el resto de mi equipaje: una bolsa mediana con alguna ropa sin marca y artículos de aseo personal que podrían encontrarse en cualquier bazar.

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Después de recoger el equipaje, me detuve en un estanco para comprar los periódicos locales, sobre todo los del barrio, para conocer las nuevas tendencias y actividades de Queens, y un mapa local actualizado. En los municipios hay periódicos muy buenos que retratan muy bien las tendencias sociales de la comunidad, como por ejemplo el “Irish Voice” y otros.

Quería ver las direcciones que había memorizado una semana antes. Ver si el sentido del tráfico había cambiado en algunas calles Doblé el mapa de modo que no tuviese inconvenientes en seguirlo mientras conducía. La planificación debe ser algo más que trazar una idea en un papel. Debe ser un diseño mental, una imagen fresca y visionaria, capaz de tomar en consideración todo tipo de factores y dificultades para idear alternativas para rebasar cualquier obstáculo. Una vez verificada la dirección, decidí dar una vuelta para familiarizarme con el área. En la ciudad de Nueva York, el tráfico suele ser pesado en el centro, por lo que hay que estar bien pendiente de no violar ninguna norma de tránsito. Lo menos que uno quiere es tener un accidente o recibir alguna multa. Es la forma más tonta de que te cojan o, por lo menos, de generar sospecha.

Conduje por la comunidad en donde vivía el objetivo. Quería ver las posibles rutas de escape disponibles en caso de que algo saliera mal. El objetivo vivía en Astoria, en la calle 24. Era una serie de edificios de cuatro y seis plantas. Las calles estaban concurridas por jóvenes, pues era verano. Esta sección era mayoritariamente de gente de color, por lo que un blanco merodeando llamaba la atención. Había varios negocios pequeños, incluyendo una pizzería en la esquina. En ningún momento reduje la velocidad del coche, ni di la impresión de que tenía interés en lo que sucedía en esa calle. Uno no sabe quién le puede estar observando. Y créanme, en las grandes ciudades siempre hay un testigo. Seguí hasta salir del área. Aproximadamente a tres kilómetros había uno de los muchos moteles que suelen haber en las autopistas interestatales. Alquilé una habitación. Me aseguré de que hubiera restaurantes de comida rápida cerca. No quería llamar la atención.

Una vez en el aparcamiento del motel, observé varios coches hasta que vi una matrícula de Filadelfia. Aparqué al lado y se la quité. Luego se la puse al coche de alquiler. Me registré en el motel con un nombre y dirección falsos y le di el nuevo número de matrícula de Filadelfia. Los trabajadores de

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estos moteles reciben tanta gente en un día que su trabajo se convierte en algo tan rutinario que no están pendientes de detalles como pedir identificaciones adicionales. Sobre todo si uno paga en efectivo.

Con mi pinta de Guns N’ Roses y con voz quebrada por los excesos, le dije al encargado de la recepción que me consiguiera un apartamento alejado de la piscina, donde no hubiera ruido, pues me gustaba dormir hasta tarde.

El encargado me miró como si conociera mis vicios y consiguió un apartamento en la parte de atrás del motel. Con esto garantizaba un aparcamiento en la parte posterior del mismo. La idea era pasar desapercibido. En el apartamento leí los periódicos locales y luego encendí la televisión, hasta las 22:15. A las 23:00 me dirigí hacia Astoria. Fui al Parque y aparqué en la calle 25. Salí del coche con mi atuendo de hacer footing Nike. Comencé a caminar por la Avenida Hoyt. Si mi información era correcta, el objetivo debería cruzarse conmigo acompañado de un amigo. Ambos en atuendo de footing en dirección hacia el Parque de Astoria. Allí se encontrarían con algunos jóvenes para distribuirle la droga, como todas las noches. Esto tomaría unos 20 minutos. Luego regresaría por la misma ruta hacia su hogar, pero esta vez solo.

Ya le había identificado, así que era cuestión de ejecutar el plan. Regresé al motel y preparé el disfraz y el equipo adecuados para el día siguiente. Saqué la foto del joven, de unos 34 años de edad, complexión fuerte, con experiencia en artes marciales; era cinturón marrón. No utilizaba drogas ni bebía, con lo cual podía estar en buena condición física y sobre todo alerta. Una vez estudiado todo, lo guardé en el sobre marrón y lo volví a poner en el bolso. Lo dejaba en la esquina superior del armario. Uno no sabe quién puede estar siguiéndole o si se topa con un empleado de limpieza curioso.

Al día siguiente, me levanté y, una vez aseado, me puse mi nuevo disfraz. Le eché un último vistazo al sobre, no quería perder ningún detalle. Después llevé los documentos incriminatorios al servicio y los quemé. También hice lo propio conel mapa y todas las cosas que podrían considerarse como posible evidencia física que pudiese probar una conspiración para cometer un asesinato.

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Me puse unos guantes de látex y comencé a borrar huellas dactilares de la habitación. Aunque el apartamento se alquile al día siguiente, un buen mecánico debe tomar precauciones. Uno no sabe si algo sale mal y la policía le captura cerca del lugar del crimen. Toda la basura que generé, como periódicos, revistas, incluyendo las páginas amarillas de la habitación, las puse dentro de una bolsa de basura que luego guardé dentro del maletero del coche. Me desharía de esto en el camino hacia mi encuentro con el objetivo. Me quedé en un espacio reducido esperando la hora de salida. A las 23:00 me preparé para salir. Una vez fuera del apartamento, puse todo en el maletero del coche. Todavía no me había quitado los guantes. Ya no regresaría al motel.

Al igual que el día anterior, aparqué en la calle 25. Bajé del coche, pero esta vez iba con un uniforme de mecánico azul marino, con algunas manchas de grasa. El cliente había encargado que lo eliminaran en la calle. Quería que su cuerpo apareciera, por lo que no tenía que ser muy elaborado.

Mientras caminaba la misma ruta del día anterior, me volví a cruzar con el objetivo. Éste iba hablando con su amigo con un atuendo similar al del día anterior. Justamente 20 minutos después, regresaba como todos los días. Sin embargo, había un imprevisto, su amigo regresaba con él.

Tenía que pensar rápido. Mi cliente sólo le quería a él. El otro individuo no entraba en el contrato. Ellos estaban caminando por la misma acera que yo. Venían inmersos en una agitada conversación a todo volumen sobre algo que había pasado en el parque. Aparentemente, habían tenido un altercado con miembros de un grupo rival de jóvenes camellos de otro barrio. Nada serio. Sólo chiquilladas. Pero era perfecto, había gente con motivo para hacerle daño. Al estar a un metro de distancia de ellos, les dejé paso, ni siquiera me miraron. Ellos se creían los dueños del barrio. Una vez me pasaron por el lado, me giré rápidamente y saqué la pistola. Para estos casos, una pistola calibre 22 diseñada por Lou Lombardosi con silenciador desechable es muy eficaz. Su cargador tiene 10 balas y, con un buen mantenimiento, es imposible que se atasque. Le había cortado el resorte al cargador un poco para que acomodara una bala adicional. Claro que no es aconsejable en personas con poca experiencia en armas. Lo mejor es que

Eliminado: Ruger calibre 22

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un armero de conocida pericia haga el trabajo y no aventurarse a tener un percance irreparable durante un trabajo.

Le disparé detrás de la oreja. Su amigo intentó girarse, pero le propiné un fuerte golpe sobre la base del cráneo. Cayó de rodillas. Mientras tanto, rematé al objetivo con otro disparo detrás de la oreja. Le volví a dar otro golpe en el cráneo a su amigo y éste cayó redondo.

Luego le di una fuerte patada en la mandíbula con la punta del zapato de seguridad. Estaba fuera de combate. Guardé la pistola y controlé mis deseos de salir corriendo, tal y como me había enseñado el señor Straton. Caminé sin mirar hacia atrás hasta llegar al coche. Dentro del coche me quité el mono y desarmé la pistola, echando todas las piezas en una bolsa de papel marrón. Cogí el Triborough Bridge y me desvié hasta Roosvelt Drive. Mientras conducía, iba tirando las piezas de la pistola. Me detuve en el Parque Jefferson y bajé, rompí el silenciador con el zapato y lo enterré. Volví al coche y seguí por Roosvelt Drive hasta el Parque Carl Schurz. Allí, tiré el mono al bote de la basura. De ahí me dirigí hasta el puente Queensboro Plaza y atravesé Queens hasta llegar a la autopista Van Wyck, y seguí hasta el aeropuerto JFK. Aproximadamente un kilómetro antes de llegar, cambié la matrícula por la del coche de alquiler, la doblé y la enterré.

Me quité los guantes de látex y los sustituí por guantes de cuero para conducir. Al llegar a la agencia de coches, en el aeropuerto, lo entregué completamente limpio. Me dirigí hacia el servicio. Después de unos minutos, me había transformado en un estudiante universitario, probablemente un yuppie que caminaba hasta el mostrador de American Airlines. El vuelo hacia Puerto Rico salía en una hora. Facturé mi equipaje y me fui a tomar un café. En el avión alquilé unos auriculares y me eché una cabezada para evitar tener que conversar con la gente. No quería que nadie tuviese el más mínimo recuerdo de mí. En los aviones, la gente suele hacer muchas preguntas.

Al llegar al aeropuerto, el Sr. Straton me esperaba. Con equipaje en mano y sin mediar palabra, nos dirigimos hacia el coche. Una vez allí comenzamos a hablar.

Eliminado: yuppie

Eliminado: ningún

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Sr. Straton: - Me dicen que estuviste bien. Eliminaste al objetivo y su amigo guardaespaldas ni siquiera te vio. Un amigo de la policía dice que los investigadores a cargo no tienen pistas. Nuestro cliente quiere que hagas otro trabajo. Pero éste es más serio.

Jerry Martin: - ¿De qué se trata?

Sr. Straton: - Esta vez cobrarás lo que será la cantidad habitual por trabajo.Unos 50.000 dólares. Es un precio stándard por el volumen de trabajo que ellos nos dan. Son mis mejores clientes. En el futuro harás negocios con ellos.

Jerry Martin: - ¿Qué hay del trabajo en Puerto Rico?

Sr. Straton: - Éste será fácil. Se trata de un jugador profesional que vive estafando a los casinos. Tiene unos 56 años de edad. Este hombre se especializa en las mesas de Black Jack. Tiene una especie de sistema. Suele estar una o dos semanas, saca unos 20 o 25 mil dólares y luego se muda para timar a otro casino. Nuestros amigos de Atlantic City nos han facilitado la descripción de este hombre. Ellos no quisieron tocarle en New Jersey porque la Comisión de Juego del Estado está estudiando renovar su licencia y no quieren ningún problema.

Jerry Martin: - ¿Tiene los papeles?

Sr. Straton: - Sí. Para este caso te cubriré la espalda. Quiero ver cómo te desenvuelves antes del gran trabajo.

Jerry Martin: - ¿Dónde y cuándo lo haremos?

Sr. Straton: - Nuestros amigos le han pedido a la agencia de seguridad que cambie a todos sus guardias jurados para el sábado, debido a una supuesta serie de robos que pueden ser de dentro, con lo cual habrá personas que no conocen a nadie, ni conocen bien los predios del edificio. También nos proveerán con llaves y tarjetas maestras para entrar por el aparcamiento y un coche para salir del edificio. Esto nos dará un margen de ventaja. El objetivo está registrado en la habitación 703.

Jerry Martin: - ¿Lo haremos dentro?

Sr. Straton: - Sí. Ellos quieren que aparezca y que se sepa por qué se lo han cargado. Es una especie de mensaje a los estafadores profesionales.

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El sábado 7 de Diciembre de 1985 fui al casino. Sin embargo, no entré al área de juego, ya que ahí tienen muchas cámaras. El Sr. Straton quedó en tropezar con el objetivo para que yo le identificara bien, no queríamos ninguna confusión. A las 22:00, el objetivo salía del casino y se dirigía hacia la habitación. El Sr. Straton se levantó de la mesa en la que estaba tomándose un Daiquiri y tropezó con el jugador. Sin apenas mirarle, él se disculpó y salió del hotel. Me levanté del bar y salí detrás del jugador. Me apresuré a acercarme y entré en el ascensor con el objetivo. Él marcó el piso 7 y me preguntó a dónde iba. Le dije séptima planta, habitación 704. Él se relajó. Aparentemente le intimidé. Tal vez era mi expresión. Eso era algo que tendría que cuidar para futuros trabajos.

En la séptima planta, salió y giró a la izquierda. Caminaba al lado mío. Intentó conversar conmigo.

Objetivo: - ¿Está de vacaciones?

Jerry Martin: - No. Sólo negocios.

Objetivo: - Deben ser grandes negocios. Está en el mejor hotel de Puerto Rico.

Jerry Martin: - Así es.

Al llegar a la puerta de su habitación se despidió y se giró para abrirla. Imité su gesto con la habitación 704, sacando mi tarjeta. Al sentir que abría su puerta, me giré rápidamente, empujándole fuertemente hacia dentro. Fue muy duro, cayó sobre un mueble. Allí le disparé detrás de la oreja. Me puse los guantes y lo deposité cuidadosamente en la alfombra. Siempre me ha gustado eliminar a mis objetivos a corta distancia. Muchas personas han sobrevivido a disparos a distancia, inclusive cuando han sido impactados en la cabeza.

Han sobrevivido y, peor aún, lo han contado. Recuerdo unos hermanos mafiosos puertorriqueños que le dispararon a una chica en un ojo. El FBI tenía micrófonos en el apartamento y, al irse, la rescataron y la llevaron al hospital. No sólo sobrevivió, sino que los señaló en un juicio en el que ella era la testigo estrella.

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Mientras recogía el casquillo, observaba la herida para ver si dejaba de fluir la sangre. Éste es un signo que indicaba que el corazón se ha detenido. Le tomé el pulso de la muñeca y del cuello. Estaba muerto. Hasta ahora había sido un trabajo limpio. Pasados 10 minutos, el Sr. Straton tocó a la puerta. Entraba con un maletín lleno de dinero falso, tarjetas de crédito robadas y dados cargados. Me quité los guantes de látex y me puse un par nuevo. Los guardé en mi chaqueta. Las huella digitales se pueden obtener claramente si los guantes se viran al revés, con lo cual es mejor deshacerse de ellos lejos del lugar de trabajo. Los mecánicos nunca utilizan guantes de cuero, ya que también dejan huellas claras por dentroHoy día con el ADN se dejan otros rastros como sudor y pelos.

Mientras tanto, Straton dejaba el contenido de la maleta bien guardado en el armario. Procedimos a esconder bien el cadáver. Lo pusimos en el suelo del armario, cubierto con una manta. Al salir de la habitación, pusimos un cartel de no molestar.

Por fin había realizado mi primer trabajo remunerado y además eran 50.000 dólares más rico. Ese mismo mes le encargaron un trabajo delicado a Straton. Era un trabajo relámpago, se trataba de un viejo capo italiano de Nueva York, que estaba siendo investigado por el asesinato de un Jefe de la Mafia de Filadelfia en 1980. El viejo tenía un doble problema. Por un lado, un Juez Federal de Brooklyn estaba tocándole las pelotas, algo que podía soportar. Y por otro, él había ordenado el asesinato sin el consentimiento del resto de la Comisión del Oeste. Eso lo tenía que evitar a toda costa. A sus 67 años, no estaba para esconderse de nadie, ni irse corriendo. Vinnie (El Loco) Gurascio quería eliminar a todos los que tuvieron que ver con el asesinato. El testigo no importaba porque testificaba sobre la información obtenida de un tercero. Ya le daría su merecido más adelante.

Así que tendría que trasladarme hacia Filadelfia. Para este trabajo, el cliente quería que interrogara al objetivo por si alguien más sabía algo de esto. En estos casos, los instrumentos son diferentes.

Un par de esposas baratas de alguna armería alejada de la ciudad, un cuchillo con hoja de doble filo y una parte con sierra de doce centímetros, un

Eliminado: .

Eliminado: diez o

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equipo para romper cerraduras.. Para este trabajo utilizaría un tatuaje falso, lo suficientemente impactante para los testigos, para que alguno lo recordara perfectamente. En muchas ocasiones, al no tener más pistas, las investigaciones suelen centrarse en datos como éste. Es curioso que hoy día estén de moda en Hollywood como parte de las características de personajes en películas de acción y telefilms.

Además, utilizaría un par de lentillas azules. Los disfraces son los que le dan al mecánico una libertad de movimiento sin comparación. Es el camuflaje perfecto para la jungla de la ciudad. Según nuestros detractores, nos da impunidad. Pero no nos vamos a poner éticos ahora.

El sitio en donde iba a actuar era una urbanización de clase media alta de Filadelfia. Así que el disfraz debía ser lo suficientemente bueno como para mezclarme con el entorno de la comunidad sin despertar sospechas. En estos lugares, la gente es más conservadora, viste más recatado y sus cortes de pelo son igualmente aburridos por no mencionar sus expresiones faciales. De acuerdo con la información que me dio el Sr. Straton, Frank era un hombre corpulento, pesaba unos 120 kilos y medía 1'95. Comenzó como portero en los 60. Luego hizo un par de trabajos para la familia hasta ganarse el puesto de gatillo de la familia Bruni. Tendrá algunas 30 víctimas a sus espaldas, todos ejecutados con maestría. En cuatro ocasiones intentaron asesinarle. Inclusive un mecánico. Dos murieron en el intento. Uno fue capturado por la policía y el mecánico eliminado por sus clientes para borrar las huellas.

Frank no atendía a nadie en su casa. Todos sus negocios los manejaba de día en un despacho en el centro de la ciudad. A las 14:00 terminaba de atender todos sus asuntos y se dirigía a su hogar. Hacía un año que no salía de noche. Si alguien quería eliminarle, tendría que hacerlo durante el día. En su patio tenía dos perros Rottwilder entrenados para atacar. Estaban tan bien entrenados que no comerían carne de una mano ajena.

Dentro de su casa tenía un caniche. No era un perro guardián, pero avisaría si algún intruso estuviese merodeando por los alrededores del hogar. Ésta es sin duda la mejor alarma del mercado. Lo mejor sería utilizar otro método. La única persona que visitaba a Frank era una prostituta de

Eliminado: y un picahielo

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unos 40 años, llamada Brittany. Era una mujer muy llamativa, tenía unos enormes pechos y la cintura de una muñeca. Trabajaba en un Club llamado L’ Feme, en el centro de la ciudad.

Había que eliminar a Frank con rapidez. Así que necesitaba más información sobre él. Me disfracé y visité el Club. Cuando entré, vi a varias chicas. Entre ellas estaba Brittany. Una se me acercó y me presenté como representante de una firma sombreros y gorras de todo tipo. El día estaba flojo y entonces se me acercaron algunas para hablar. Saqué varios sombreros de hombre y de mujer, algunas gorras de fútbol personalizadas con nombres comunes, entre ellos el de Frankie, Frank. Brittany me preguntó cuánto costaban y le dije que escogiera. Ella escogió una gorra que decía Frankie y una boina de cuero marrón para ella.

Repartí toda la mercancía y desaparecí, prometiendo regresar la semana entrante. Estaba contento; pronto tendría información. Ambos, la gorra y el sombrero, tenían un micro-transmisor. Un juguetito cortesía del Sr. Straton. Me fui al coche y comencé a escuchar. Sólo esperaba que Frankie no tuviera un detector de micrófonos en el hogar. Hoy día esa tecnología está al alcance de todos.

Estuve todo el día sentado en el coche, al otro lado de la calle del Club. Escuché todo tipo de conversaciones, hasta que ¡bingo!. Brittany le comenta a Susan que la semana estaba floja y que llamaría a Frankie. Aprovecharía la excusa de llevarle la gorra para follar con él y, a la vez, sacarle algo de dinero.

Eran las 17:00, Brittany se dirigía hacia la casa de Frankie. Había tenido un golpe de suerte. Ella condujo su Ford Escort último modelo hacia allí. Su casa hacía esquina. Al llegar, Brittany tocó el claxon dos veces y esperó.

De pronto, las puertas se abrieron y salió Vinnie. Era un hombre imponente. No podía imaginar enfrentarme mano a mano a una bestia de esa naturaleza. Decidí quedarme en el coche y escuchar. Tenía un auricular

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inalámbrico que parecía un neurófono. Así podía escuchar la conversación sin tener que sujetar ningún aparato con la mano.

Eran las 22:00, Brittany y Vinnie se estaban divirtiendo. Estaba oscureciendo. Decidí mover el coche y pasar al plan B. Aparqué en una calle paralela. Me puse un atuendo de footing y comencé a caminar. Éste era de diseñador. Cualquier persona que entendiera, sabría que una persona común no podía permitirse algo así. Me puse una gorra de beisbol al revés. Sólo dejaba que se viera un fleco rubio de la peluca. Tenía una vaqueta de hombro para la pistola.. Caminaba con toda naturalidad mientras escuchaba a los tortolitos. Me acerqué al patio y los perros se aproximaron sin ladrar. Me aproximé lo suficiente como para que ellos siguieran acercándose. El perro más grande se acercó a la verja. Estaba a un metro de distancia. Saqué la pistola y le disparé dos veces, una en el ojo y otra en el cuello. Hizo un leve chillido. El otro perro comenzó a ladrar. Frankie le dijo a Brittany: - Parece que hay gente fuera.- Le hice tres disparos al grande, todos en el cuello. Se desplomó como un saco de patatas.

El caniche seguía ladrando. Aproveché para saltar la verja. Caminé hasta una pequeña caseta cercana a la grande, que se utiliza para almacenar el cortacésped, herramientas y otros trastos. Había hecho 5 disparos. No obstante, tenía otros cargadores. Frankie encendió la luz exterior, pero ya no se escuchaban los perros. Movió la cortina y miró hacia la calle.

Podía ver su gruesa silueta desplazarse a través de las cortinas blancas. No había tomado la precaución de apagar la luz. Los vecinos encendieron la luz, pero nadie pudo verme. Me quedé tranquilo. Estaba cerca del objetivo. Ahora era cuestión de ser paciente.

Brittany le llamó y él decidió subir después de varios minutos. El audio de los micrófonos era sorprendentemente claro.

Había una puerta lateral que daba a la cocina. Casi todas las casas de esa comunidad tenían el mismo diseño básico, así que era el momento de

Eliminado: aseball

Eliminado: Ruger

Eliminado: pegó

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poner en practica lo que el Sr. Straton me había enseñado sobre cerraduras. Después de unos 10 minutos, Frankie y la prostituta volvieron a la carga.

Mientras escuchaba gemidos, jadeos y palabras obscenas, estaba intentando forzar la cerradura. Abrí mi equipo y puse la hebilla hacia arriba. Luego, la barra de torsión en la parte de abajo de la cerradura, mirando hacia abajo. Hice un poco de presión sobre la barra de torsión en la dirección de la perilla.

¡Clic!. Se abrió la guarida de esa fiera, para bien o para mal. El caniche comenzó a ladrar. Lo cogí por el cuello con la mano izquierda. En el otro brazo tenía un paño de cuero alrededor del antebrazo, se lo puse en la boca y dejé que lo mordiera bien. Frankie se había detenido, su alarma canina se había activado.

Brittany le rogaba que no le dejara así. Frankie volvió a la cama. Cogí mi mano izquierda y la coloqué detrás del cuello del perro mientras empujaba fuertemente con la derecha. Se lo rompí. Me acerqué al interruptor de la luz y apagué las luces de abajo. Frankie seguía entretenido. No quería que ningún vecino viera mi silueta por la casa desde fuera.

El Frank y Brittany habían terminado. Le dijo a Brittany que bajara por bebidas. Ella bajó la escalera, desnuda; era una mujer grande, pesaría unos 90 kilos aunque medía aproximadamente 1'78. Para estos casos, hay que estar preparado. Entre mis instrumentos de trabajo, suelo llevar un cuchillo de doble filo. Lo saqué. Mientras tanto, Frankie parecía haber ido al baño, pues podía escuchar una especie de grifo a lo lejos. Me escondí detrás de la escalera. Ella tendría que pasar frente a mí si quería encender la luz. Al hacerlo, le agarré la boca con la mano izquierda y con la otra le apuñalé profundamente el cuello, cortando las arterias principales y la vía de respiración, causándole una muerte rápida. La deposité suavemente en el suelo.

Subí las escaleras como un rayo, no sin antes asegurarme que no eran de madera. A veces, el ruido de la madera puede alertar al objetivo si éste

Eliminado: e

Eliminado: animal

Eliminado: objetivo

Eliminado: herramientas

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tiene experiencia en la profesión. En la segunda planta vi la luz de una habitación encendida. Me acerqué con rapidez. Frankie salía del baño cuando de pronto notó mi presencia. Creí que el verme con una pistola automática y un silenciador iba a hacer que me respetara. Pero no fue así. Se me abalanzó encima. Le disparé. Pero al no ser una pistola con poder de detención, como suelen ser las 9mm, tuve que dispararle en el muslo. Hubiese sido fácil dispararle varias veces en el cuello. Pero ésa no era mi misión. No podía olvidarme de quién era. Era un mecánico y debía actuar de acuerdo. Intentó tirarse sobre mí. Me moví rápidamente hacia la izquierda. Sin embargo, en el salto me alcanzó con su mano izquierda, tirándome cerca de él. Me levanté rápidamente. Él se incorporó tan rápido como yo. Para su peso era extremadamente ágil. Tenía fuego en sus ojos. Sabía lo que le esperaba. Cogió una lámpara y le disparé en el brazo derecho. A pesar de esto, me tiró la lámpara. Al bajarme para esquivarla, volvió a saltar, esta vez sobre mí. Me agarró la mano derecha para intentar quitarme la pistola. Podía sentir el fluir de su sangre caliente en la parte baja de mi chándal y la sangre de su brazo me caía en la cara. Intenté mover la cara para que no me cayera en los ojos y me dificultara la visión.

Estaba tratando de poner su rodilla sobre mi brazo. Al ver ese movimiento, agité mi brazo derecho tirando el arma hacia atrás. Al hacerlo, intentó saltar hacia delante para cogerla. En ese momento, aproveché para sacar el cuchillo y darle una puñalada en el riñón. Una vez dentro, giré el cuchillo lo justo. No podía cargármelo rápido. Ahora Frankie se retorcía de dolor. Estaba en posición fetal. Parecía un niño. Me incorporé y fui al baño a buscar una toalla. Me limpié la cara y el chándal. Salí con las dos toallas, pues no podía dejar el rastro de mi ADN. Con la toalla limpia, le presioné un poco sobre la herida.

Jerry Martin: - Frankie, si contestas a una pregunta llamaré a una ambulancia y te salvarás por tu constitución física. Si no, dejaré que mueras con profundo dolor.

Él estaba sangrando profusamente. Sabía que iba a morir, pero tenía que darle esperanzas. En la frente tenía un sudor viscoso.

Frankie : - ¿Qué quiere saber?

Jerry Martin: - ¿Quiénes conocen a las personas implicadas en el asesinato de Joe Bruni?

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Frankie: - Rocco Gorgoni y Phil Simone.

Jerry Martin: - ¿Alguien más?

Frankie: - ¡No!

Jerry: - Bien.

Me levanté y le disparé dos veces detrás de la oreja. Procedí a recoger los casquillos. Sabía que este caso se le asignaría al FBI, así que arrastré a Vinnie hasta el baño y lo metí en la tina. Cogí la moqueta, puse la toalla con la que me limpié dentro y la enrollé. La bajé por las escaleras hasta el garaje y la metí en el maletero del coche de Brittany. Era posible que hubiese dejado rastros de pelo, saliva, sudor o sangre. Si por alguna razón me vinculaban a esta muerte, no iba a facilitar pruebas de ADN a los federales. Busqué las llaves del coche de Brittany y recogí la gorra de fútbol y la boina de la prostituta. Una vez me aseguré de no haber dejado ningún rastro, abrí el garaje con el mando a distancia y salí en el coche de Brittany.

Conduje hasta donde tenía el otro coche. Saqué la bolsa de basura con la posible evidencia, y del maletero la moqueta, que puse en el de mi coche. Me dirigí hacia la primera autopista interestatal. Saqué el mapa y busqué una ruta no muy habitada cerca de un río. Salí de la carretera. Tenía que actuar rápido, era la 1:30 a.m. y pronto iba a amanecer. La policía no encontraría a Vinnie y Brittany hasta el siguiente día por la tarde. Me quité toda la ropa y me cambié. Saqué una garrafa de gasolina, empapé la moqueta y toda la ropa que había utilizado y le prendí fuego.

Volví al coche y me dirigí hacia Nueva York. Cuando los amigos de Frankie se enteraran de que él estaba muerto, sería más difícil acercarme a ellos. Mientras conducía hacia Nueva York, aprovechaba la oscuridad de la noche para ir tirando las piezas del arma, como de costumbre. Al cruzar el Washington Bridge, tiré las piezas del silenciador desechable.

Una vez en la ciudad, me dirigí hacia un apartamento que tenía el Sr. Straton en Woodside. Aparqué el coche a 10 manzanas del mismo y caminé. Al llegar al apartamento, rectifiqué el cuchillo con una lima, por si había dejado fragmentos en el tejido o huesos de uno mis objetivos. Dos

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días después, me había encargado de mis objetivos Gorgoni y Simone. Habían pasado a ser historia.

El Sr. Straton llamó por teléfono. Quería una reunión urgente. Al día siguiente estaba en Puerto Rico, en su casa.

En el patio había una enorme mesa de roble con una gran sombrilla blanca en el centro. Manteníamos una conversación mientras desayunábamos.

Sr. Straton: - ¿Cómo fue el trabajo de Filadelfia?

Jerry: - Fue complicado. Tuve que actuar rápido. Al final, terminé en un mano a mano con esa bestia.

Sr. Straton: - ¿Le sirvió la preparación física?

Jerry: - ¡Me salvó la vida!

Sr. Straton: - Bien. Ahora te enseñaré algunas reglas de oro que no están en los libros. Jerry, existen cuatro cosas que pueden hacer que fracase y su negocio se vaya al garete. Número uno: la prepotencia. Número dos: las mujeres. Número tres: los socios o amigos. Número cuatro: siempre recuerde que el poder lo da el dinero, la violencia, el conocimiento y el secreto. En resumen, no confíes en nadie.

Jerry: - Sí, señor.

Sr. Straton: - Y, por último, ningún enemigo es invencible. Todo el mundo es vulnerable, inclusive el presidente de los Estados Unidos.

Sabía que algo no estaba bien; era como una especie de despedida. Pensé que tal vez estaba enfermo o quizá que había decidido desaparecer. No lo sé. Sólo puedo afirmar que ése fue el último día que vi con vida a mi mentor. A pesar de lo correcto que era el Sr. Straton, sentía un gran afecto por él. Nunca nadie me había regalado algo tan preciado. Y es que el conocimiento es un regalo de valor incalculable.

Dos semanas después de esa reunión me enteré de que el Sr. Straton había muerto. Todo indicaba un infarto del miocardio. Tuve la oportunidad

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de indagar sobre los documentos de la autopsia e inclusive visitar la tumba en donde estaba enterrado. Sin lugar a dudas, el cuerpo que estaba allí era el de mi mentor.

No obstante, tenía una sensación rara. El Sr. Straton era muy comunicativo. Sólo había que saber sintonizar. Una vez conseguida la sintonía correcta, comenzaba a fluir un incalculable caudal de información.

En esa última reunión me dio varios consejos. Sin embargo, el último consejo que me dio fue que todo el mundo era vulnerable. Esa noche no pude dormir. Tenía que asegurarme que mi mentor había muerto de causas naturales. Si todo el mundo era vulnerable, inclusive el presidente, entonces mi mentor también. Y por lo tanto, un mecánico no está exento de peligro. Con lo cual, también tenía que estar más atento. Al día siguiente me presenté en el Hospital de Carolina. Decidí hablar con un ex-compañero de Universidad, interesándome por la autopsia de un supuesto vecino.

Mi amigo me dijo que esa autopsia era normal. Al no tener familiares y, según el informe de la policía, al morir en un restaurante frente a decenas de testigos, la causa de la muerte era evidente.

Jerry: - ¿Alguna otra persona se ha interesado por su muerte?

Dr. Lagos: - Sí. El restaurante. El dueño quería saber si su muerte tenía algo que ver con envenenamiento.

Le pedí una copia del informe a mi amigo. Me fui a mi hogar a leer todos los documentos relacionados con su muerte. Mientras más leía y reflexionaba, algo me decía que no había sido una muerte natural. Tenía que haber algún punto oscuro.

William había comido pescado. Le gustaba el dorado a la mantequilla. Había tomado vino. Un Corvo Siciliano. El restaurante era La Fontana di Roma, era uno de los restaurantes de lujo del Hotel San Juan. Decidí hacerle una visita a Luigi Zannetti, dueño del restaurante y la persona interesada en saber si había sido envenenado. Salí de mi casa y me dirigí a

Eliminado: Giani

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la Fontana di Roma. Al entrar, tuve que esperar para que me dieran una mesa. Al llegar mi turno, tomé asiento. El mozo me condujo hasta la mesa y me dio la carta.

Jerry: - ¿Se encuentra mi tío Luigi?

Mozo: - Sí. Está en la parte de atrás.

Jerry: - Bien. Le daré una sorpresa.

El mozo no dijo nada. Me levanté y me dirigí hacia la cocina. Al entrar, varios cocineros se quedaron mirándome con cara de pocos amigos. Al fondo había un señor sentado en una mesa, leyendo el periódico. Desde lejos le dije ¡zio Luigi, zio Luigi! con un acento italiano. Automáticamente, los demás hombres siguieron haciendo su trabajo. Caminé 10 metros rápidamente hasta llegar a él. Luigi no podía salir de su asombro. Cuando estaba apenas medio metro de él le mostré mi arma, comprendió rápidamente con quién trataba.

Jerry: - Quiero hacerle algunas preguntas sobre el Sr. Straton, el hombre que murió en su restaurante.

Luigi: - ¿Quién es usted?

Jerry: - Eso no importa. ¡Conteste!

Luigi : - El Sr. Straton era mi amigo. Hace 15 años estaba sufriendo porque mi mujer estaba enferma en la cama y mi hija salía con un patán que la utilizaba. Me vi solo entre el negocio que mantenía a duras penas y los problemas familiares. Por otro lado, tenía que pagar protección a un par de matones que venían todos los meses con exigencias. Durante tres años aguanté todo. Pero, un día, esos hombres vinieron a quedarse con mi negocio. Me dieron una semana para poner en orden los papeles y realizar el traspaso. Entonces me convertiría en su empleado.

Jerry: - ¿Y?

Luigi: - El Sr. Straton era cliente mío. De alguna manera se enteró de lo que sucedía y me ofreció sus servicios. Acepté. Hice un préstamo para eliminar a los matones y de paso librar a mi hija de su mala influencia. En dos semanas estaba hecho. William no aceptó el dinero. Desde entonces he estado pendiente de la salud de la persona que me salvó.

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Jerry: - ¿Quién pudo haber asesinado al Sr. Straton?

Luigi: - No lo sé. Lo único que puedo decir es que le vi con un hombre de honor de Nueva York. Era la primera vez que le veía reunirse con alguien así en el restaurante. Le ofrecí el reservado, pero no lo quiso.

Rápidamente, mi mente comenzó a maquinar. Straton quería que se supiera que ese hombre había estado hablando con él. Según la descripción que me dio Luigi, muy bien podía ser mi cliente, ese jefe de Nueva York al que estaban investigando. Pero, ¿por qué?

¡Claro! Él quería eliminar a todos los que habían tenido algo que ver con la muerte del jefe de Filadelfia. Tal vez pensaba que podían chantajearle. Después de todo, la Comisión no se toma esas cosas a la ligera. Eso significaba que yo era un objetivo. Con razón había sido tan espléndido pagando 70.000 dólares por cada objetivo.

Si total iba a eliminarnos de todos modos. Por eso Straton me dio un último consejo. Tal vez estaba seguro de que me daría cuenta. Además, no debía tener miedo. Todo el mundo es vulnerable. Tenía que regresar a Nueva York a eliminarle. No iba a ser fácil. Estaba en medio de una investigación federal y estaría vigilado las 24 horas por agentes federales.

Éste sería un trabajo importante. Tenía que hacer desaparecer a ese hombre antes de que mandara eliminarme. Debía ser cauto porque me iba a cargar a un jefe de la Mafia Ítaloamericana sin permiso de la Comisión y sin ser ni siquiera un hombre de honor. Éste debía ser un trabajo perfecto. El viejo jefe frecuentaba un Club Social en Manhattan. Allí habría muchas personas. No podía entrar con una automática y cargarme a todo el mundo. Así que iba a hacer algo que siempre evitaba. Utilizaría explosivos. El problema con los explosivos caseros es que hay que probarlos primero. Son muy inestables y si el material es de baja calidad o el manejo ineficaz, puedes terminar en pedazos. Por otro lado, en ocasiones no siempre puedes eliminarlos a todos con una explosión. Así que después de la explosión hay que entrar rápidamente y rematar a los supervivientes.

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Me trasladé a la casa de Straton, en Nueva York, y durante una semana estudié el Club Social en donde se reunía el Jefe. Alquilé un piso al otro lado de la calle del Club Social. Monté vigilancia varias semanas. Por otro lado, algunos clientes habituales de Straton me habían hecho ofertas de negocios que dejé pasar. Tenía que ser cauto, no podía confiar en nadie hasta que no atara ese cabo.

Siempre se reunían de 10 a 15 personas en el Club. Esto era normal porque los caporegime están al frente de ese número de soldados. Además, había que contar con los asociados, que serían unos 10 más. Éstos son los que hacen el trabajo sucio para la mafia con la esperanza de, cuando se abran los libros, convertirse en hombres de honor. El viejo jefe pasaba todas las noches para darse un baño de masas. Quería demostrar que todavía era fuerte y que no le importaba la investigación federal. Salían aproximadamente a las 3:00 a.m. todos los días. El jefe siempre salía escoltado. Dediqué varios días a realizar barridos para detectar micrófonos en el piso alquilado, utilicé un escáner de última generación para interceptar llamadas telefónicas y transmisores por si acaso el FBI estaba cerca. Saqué fotos de los vecinos, cartero, repartidores, camiones, coches habituales, hasta poder diferenciar las personas del barrio y los de fuera. Había pasado un mes, ya estaba familiarizado con todos los vecinos del barrio. Hacía mis compras al otro lado de la ciudad, no quería que me rastrearan. En la habitación no tenía nada que pudiera incriminarme.

Al lado del Club Social había un pasillo que daba a la otra calle. En ese pasillo había una puerta lateral, que era la salida de emergencia. Junto al lado de la salida había dos contenedores metálicos de basura. Se me ocurrió utilizar un artefacto explosivo. Lo detonaría en la parte trasera y cuando ellos salieran por la puerta principal, eliminaría al viejo con un rifle AR-7 con acabdo de teflón con silenciador desechable. Luego realizaría una segunda explosión en un coche para salir de allí. Ésa era mi idea original. Sin embargo, era muy arriesgada; la explosión de una bomba, además de llamar la atención, podía causarle la muerte a un inocente, y esto provocaría una reacción muy dura por parte de las fuerzas del orden público.

Cuando la opinión pública le toca los cojones a los altos cargos del estado, en cuanto a la seguridad ciudadana, ellos responden aplicando castigos ejemplares a los infractores. No tenía necesidad de convertirme en enemigo público número uno.

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Lo eliminaría a la antigua usanza. Le dispararía desde la habitación. Calculé que, antes de que reaccionaran, podría darle a mi objetivo y tal vez coger uno o dos de sus acompañantes. En lo que ellos intentaban comprender lo que sucedía, desaparecería. Por otro lado, si el FBI estaba vigilándole, entonces debía salir como alma que lleva el diablo.

Decidí esperar otra semana. Tenía el tiempo en mi contra, pues el juicio del gángster se acercaba y ya no podría acercarme. El objetivo no había cambiado su patrón de conducta. Todos los días asistía al Club Social como un reloj. Salía entre la 1:00 y las 2:00 de la madrugada. Así que fui a las afueras de la ciudad a calibrar el rifle. Siempre que se le pone un silenciador a un arma hay que procurar medir la efectividad del impacto y la posible desviación que causa el silenciador en el arma.

La idea era establecer el alcance máximo para el rifle. Para este trabajo utilizaría una munición especial, balas de punta hueca “hollow point”, que llenaría con un líquido venenoso para asegurar el éxito del trabajo. Lo bueno de estas balas es que se deforman en el impacto, lo que las hace difíciles de rastrear.

Probé la eficacia del rifle y era efectivo hasta 28 metros de distancia. Era perfecto, desde la ventana de la habitación hasta la puerta del Club Social habían 20 metros aproximadamente. Tomé la decisión de ejecutar el trabajo el lunes, cuando saliera del Club el objetivo. El lunes era ideal porque la gente regresa al trabajo después de un fin de semana de salidas y fiestas, y prefiere descansar. Pensé que habría menos movimiento de lo usual. También los agentes federales, si había algunos, estarían aburridos durante la vigilancia.

El lunes por la mañana rompí la farola que estaba frente al Club Social. Un certero disparo con un rifle de aire. Además rompí dos o tres cristales de coches en la calle. Sabía que cuando la policía investigara, pensaría que se trataba de unos jóvenes que no tenían nada mejor que hacer. Nadie se daría cuenta de la farola hasta entrada la noche. El Ayuntamiento no la arreglaría hasta el martes. Si la arreglaban el mismo día, hubiese tenido que abortar el

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trabajo porque sería un indicio claro de que el FBI estaba vigilando y la poca luz afectaba su vigilancia.

Eran las 12:50 y la farola seguía rota. Nadie se molestó mucho, todos entraban y salían del Club Social sin problemas. Después de todo, ellos son los reyes de la ciudad y en raras ocasiones a alguien se le ocurre dispararles. A la 1:30 salía el objetivo, acompañado de un hombre. El objetivo se detuvo para encender un enorme puro. Lo tenía en la mira. Le apunté al ojo izquierdo. Con el tipo de munición que tenía, moriría en cuestión de minutos. ¡Boom! ¡Le di!

Reaccionó agarrándose la cara. Rápidamente, hice otro disparo al cuello. Cayó al suelo. El otro hombre se escondió detrás de un coche. No había nadie más en la calle. Esperé con nervios de hierro unos minutos. A la 1:39 salió un hombre del Club, y el que estaba detrás del coche gritó pidiendo ayuda. El hombre entró corriendo en el Club. El acompañante del objetivo asomó la cabeza. No hice nada. Luego se levantó y fue hasta donde el objetivo. Se dobló cerca de él.

Al minuto, salieron alrededor de 15 personas, algunos armados, mirando para todos los lados. Mientras tanto, yo estaba guardando el rifle en el maletín. Estaba con mi disfraz de rockeromarginal. Salí de la habitación y me dirigí al patio del edificio. Allí salté una verja y crucé al edificio contiguo. Forcé la puerta trasera y entré al lobby, saliendo hacia la calle. Allí estaba mi coche. Me fui tranquilamente mientras hacía los preparativos para deshacerme del arma como de costumbre.

Al día siguiente, en la portada del New York Post, se podía leer: “Jefe de la Mafia siciliana muere en un atentado”. “La comisión de la Mafia al acecho del autor”. Luego había otras teorías: “El FBI pensaba que había sido la misma Comisión por temor a que negociara con el gobierno”. No obstante, nadie se creía esa teoría, pues el viejo llevaba 20 años riéndose de la policía. Por suerte, estaba seguro de que había limpiado bien mis rastros. Después de vengar la muerte de Straton, decidí seguir ejerciendo mi profesión.

Ahora estaba solo. Debía ser muy cuidadoso. Tendría que establecer los contactos por mi cuenta. Además, debía limitar los contratos a 3 por año,

Eliminado: hippie

Eliminado:

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con lo cual el precio mínimo para un encargo era de 50.000 dólares (7,500,000 Ptas.).

Claro que eso depende de muchos factores. Hay objetivos que requieren más medios, más riesgo y más planificación. Y eso hay que pagarlo. Por ejemplo, una persona importante como un juez federal, fiscal de distrito, político, artista u otro personaje, el precio podía variar. Por algunos encargos llegué a cobrar 150.000 dólares (25,000,000 Ptas.).

La mejor forma de establecer contactos es a través de la comunicación cara a cara. Debe ser a través de personas que uno conoce bien y en las que confía. Esta persona debe ser consciente de tus conocimientos de armas, destrezas de combate y tu actitud poco convencional. Si un amigo tiene un problema, acércate a él e investiga cuán grave es, si él considera que es lo suficientemente serio como para tratarlo de una manera no convencional. Opté por comenzar como guardaespaldas de alguien. Ésta era una buena forma de construir mi credibilidad. Después de unos meses, recibí una llamada de mi antiguo instructor. Había un hombre muy importante interesado en que formara parte de su equipo de seguridad personal.

Era un viejo siciliano que operaba en Nueva York, pero que, sin embargo, nada tenía que ver con las cinco familias de la mafia ítaloamericana. Me trasladé hacia allá. Su nombre era Girolamo Ferrutti. Él y su hijo tenían varias empresas de carácter nacional. Eran muy temidos en la ciudad. Se paseaban por el barrio italiano de Manhattan como si nada. De hecho, hay una anécdota sobre ellos. Una vez, unos chinos, miembros de los “tong”, tuvieron una discusión con el viejo sobre un negocio que éste abrió en Chinatown, “Barrio chino” de Nueva York. D. Girolamo estaba tan enfadado que dio la orden de hacerlos desaparecer. Nunca se supo nada más de estos individuos. También ha tenido sus más y sus menos con los japoneses, estableciendo un vínculo tal que si un japonés le roba a una familia italiana y huye a Tokio, ellos se encargan de eliminarle allá. Por otro lado, si un occidental hace algo por allí y huye hacia EE.UU., ellos se encargan de darle su merecido. Existe una alianza entre los seis mayores sindicatos del crimen organizado: Mafia Siciliana - Napolitana e ítaloamericana, Yakuzas, Tríadas, Colombianos y Rusos. D. Girolamo los manejaba bien a todos. Era un hombre muy respetado por todos los clanes. Sin embargo, la fractura de los grupos colombianos había creado una cierta inestabilidad. El Cartel de Medellín se fue al garete y entonces D. Girolamo

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optó por negociar con el Cartel de Cali, por el cual siempre tuvo preferencia, ya que ellos eran más sofisticados y callados que los de Medellín. Esto era importante porque a los políticos que apoyan a D. Girolamo no les gustaba leer las noticias sobre los asesinatos a plena luz del día y la muerte de personas inocentes.

En 1990, estaba en las grandes ligas. Trabajaba como guardaespaldas de D. Girolamo. Ganaba 500.000 dólares (82,000,000 Ptas.) al año. Los sicilianos no juegan con su vida. Sus guardaespaldas están bien pagados y gozan de un trato y reconocimiento especial. Él no conocía mi pasado como hombre cualificado. Tampoco sabía nada de mis andanzas en Puerto Rico. Sólo me conocían porque me había recomendado alguien muy cercano a la familia, para el cual hice varios encargos con la pericia que me caracteriza.

Después de 6 meses de trabajo con D. Girolamo, me llamó a su despacho. Allí había varias personas: su hijo, Alessandro Catincci y un colombiano.

D. Girolamo: - Jerry, me han contado buenas cosas de usted. Es inteligente, tiene buena condición física, es disciplinado, habla poco. Si no fuese tan joven, me atrevería a decir que es un hombre cualificado. Dígame, ¿está satisfecho con su trabajo y su remuneración?

Jerry: - Sí, señor.

D. Girolamo: - ¿Le gustaría ganar un poco más de dinero haciendo un trabajo especial?

Jerry: - Sí.

D. Girolamo: - Bien. El señor a mi izquierda es D. Rodrigo Alvarado. Es un hombre que tiene un problema. Es muy buen amigo mío. Ese problema tiene nombre. Se trata de un joven matón de poca monta que de pronto se ha encontrado con unos cuantos millones de dólares y, como muchos jóvenes, quiere comerse el mundo. Carlos Hernández, alias “Tormenta”, es un joven muy ambicioso que incluso ha tenido la osadía de disparar contra mi socio, además de robarnos varios alijos de droga y de destruir propiedad en algunos de nuestros negocios legales. Quiero eliminarle antes de que mi socio pierda autoridad en el barrio.

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Jerry: - ¿Tiene alguna foto o información que me pueda dar?

D. Girolamo: - Sí. Tenemos una agencia de detectives que se dedica a esto. Luego, para el trabajo serio, llamamos profesionales. La razón por la cual he pensado en usted es porque no quiero contratar a nadie de fuera. Últimamente, hay mecánicos muy indiscretos, además no quiero que nadie de la calle sepa que yo estoy detrás de esto. Queremos que mate a Carlos y a sus amigos. Todos deben morir. Sin embargo, Carlos debe tener una muerte ejemplar. Además, quiero que le interrogue. Necesitamos saber si alguno de nuestra familia le está apoyando desde la sombra.

Jerry: - ¿Alguna cosa que me pueda decir, D. Rodrigo?

D. Rodrigo: - Sí. Él siempre está en Crypress Hills. No se esconde. Tiene una calle completamente dominada. Los negros no se meten con él. Es raro que no tenga miedo. Si contagia a los demás, podríamos tener una revolución en nuestras manos.

Jerry: - Bien. Facilíteme toda la información que tenga sobre él.

D. Rodrigo le pidió al hijo de D. Girolamo un sobre Manila. Los detectives habían hecho un excelente trabajo. Tenía fotos, matrículas de coches, direcciones de hogares, incluso algunas grabaciones de teléfono móvil. Era un trabajo bastante completo. De pronto, se me ocurrió pensar que esos hombres serían los mismos que me perseguirían si algún día tenía problemas con D. Girolamo.

D. Rodrigo: - Bien, Sr. Jerry. ¿Cuáles son sus honorarios?

Jerry: - 500,000 dólares.

D. Rodrigo: - No se hable más. Los tendrá después del golpe.

Eso no me había gustado. Straton me enseñó a desconfiar. Un hombre que no negociaba esa cantidad de dinero no era de fiar. Por otro lado, decir que me pagaría después del trabajo también era sospechoso. Un hombre con el poder económico de D. Rodrigo podría incluso pagar a otro para que me eliminara.

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Sin embargo, la necesidad que ellos tenían era obvia. Mi intuición me decía que pasara, pero ya era muy tarde. Había aceptado antes de escuchar la propuesta. Un error de principiante. Si fallaba, estaría en la mira de unos cuantos locos. Si me cogía la policía, estaría en la mira de los locos y de D. Girolamo y compañía. Era una situación complicada.

Al día siguiente me puse a trabajar. La información de los detectives era sorprendente. Me habían facilitado tanto el camino que no lo podía creer. Los objetivos eran cinco, Carlos y su séquito de cuatro jóvenes entre 22 y 30 años de edad. Por la apariencia de ellos, andaban bien armados. El transporte que utilizaban era un 4X4 GMC con cristales ahumados. Probablemente blindado. El peso de la carrocería hacía que bajara un poco más de lo normal. También los aros y neumáticos de su transporte eran más grandes de lo normal para ese modelo.

Ellos regentaban una especie de disco bar en el 79 de Grant, en Crypress Hills. En el patio del bar había varios pitbull, cuatro. Dentro del bar había muchos jóvenes latinos. Esto era peligroso porque la mayoría estaba armada. Un solo hombre no puede entrar así porque sí y eliminar a ese objetivo. Decidí eliminar a mi objetivo cuando saliera de su entorno. Es más fácil capturar a un animal cuando está fuera de su hábitat.

La única forma de llegar hasta donde este individuo era interceptando su vehículo. Tenía que buscar la manera de detenerlo y luego hacer que ellos se bajaran. Iba a ser muy difícil pero, sin embargo, era el único lugar en donde los tendría a todos a tiro.

Alquilar un apartamento en ese sitio no era fácil. Sobre todo si tienes pinta de italiano. Hablar español no era suficiente. Para este trabajo, tendría que reclutar a un latino. Llamé a mi ex-instructor y le pedí referencias sobre posibles individuos latinos que me pudieran ayudar. Me dio el teléfono de Manny Rosa. Le llamaban “Manny el puñal”. Era un individuo tipo Andy García, pero no tan chulo. Concerté una reunión con él en el Parque O’Donohue, en Far Rockaway.

Llegué tres horas antes de lo acordado. Estudié el lugar. Fui disfrazado. Esta vez tenía un aspecto más latino, tipo “Newyorican”. Media hora antes,

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apareció Manny. Era tal y como lo había descrito Jimmy. Caminó hasta la fuente, como le había dicho, y esperó. Me levanté de un banquillo y caminé hasta él.

Jerry: - ¿Manny?

Manny: - Sí.

Jerry: - Tengo un trabajo complicado. Estoy dispuesto a pagar bien. ¿Te interesa?.

Manny: - Escucho.

Jerry: Bien. Hay unos individuos en Crypress Hills, dirigidos por un colombiano llamado Carlos. Este chico es bien violento y no le tiene miedo a nada ni a nadie. Está bien equipado y siempre anda con cuatro tíos. Regenta un bar en la calle Grant. Allí es difícil acercarse a él. Además, mi cliente quiere que le haga unas preguntas. Sale de su barrio los lunes y los viernes. Se mueve por East Harlem y a veces pasa por Jackson Heights.

Manny: - ¡Interceptemos el coche!

Jerry: - Es difícil. Tiene un coche blindado.

Manny: - ¡No es imposible!

Jerry: - Eso era lo que quería oír. ¿Te interesan 100,000 dólares?

Manny: - Sí. Cobro por adelantado. Jimmy sabe que opero así. Además, nunca abandono un trabajo hasta finalizarlo.

Jerry: - No me pagan hasta finalizado el trabajo. Pero te daré 50,000 mañana, de mi dinero, y 50,000 después de finalizar el trabajo. Jimmy también me conoce y cuando prometo algo, lo cumplo.

Manny: - Lo siento. No cambio mi sistema por nada ni por nadie. No sé quién es tu cliente, ni me interesa, pero pienso que no tiene intención de pagarte. Por esta clase de dinero pudo haber contratado lo mejor. Y los mejores cobran por adelantado.

Jerry: - Mi cliente quiere pasar desapercibido. No le gusta la publicidad.

Manny: - Bien. Participo, pero por Jimmy. Le debo mucho.

Jerry: - Te vienes conmigo. Tengo todo lo que necesitas. De hoy en adelante, no podrás hablar con nadie. He alquilado un apartamento en Steinway. Solía vivir ahí. Conozco el barrio perfectamente.

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Manny: - ¡Vamos!

Manny parecía el tío adecuado. Me hizo algunas preguntas incómodas. Yo era consciente de que tenía razón. Mi cliente, un hombre tan poderoso, no me adelantaba el dinero. También pudo haber contratado a ex-agentes de la CIA o del FBI. Pero no, contrató a un joven cuyas credenciales no conocía bien. Sólo que era su guardaespaldas durante 6 meses y había realizado algunos trabajos que cualquier hombre de honor de la familia podía realizar. Quería un cabeza de turco. Pero ¿por qué? Estaba seguro de que podría realizar la misión. Estos payasos eran vulnerables. ¿A qué le tenían miedo los grandes capos de la Mafia?

Al día siguiente, conseguí el dinero a Manny. Lo saqué de la caja fuerte de la casa del viejo Straton. Gracias a unas maniobras de mi abogado y a un falsificador, era el único heredero de mi mentor.

Manny y yo comenzamos a vigilar a Carlos. Después de dos semanas, nos dimos cuenta de que iban a la parte baja de Manhattan y aparcaban cerca del parque Thomas Paine. Allí, Carlos bajaba del coche con un amigo y los otros se quedaban. Al bajar, miraban en todas las direcciones. Era como una especie de paranoia. El coche siempre estaba en marcha. Esperamos mientras le vigilábamos con unos binoculares. Siempre tardaban 1:30 minutos. Tal vez era lo único que repetía con precisión en toda la semana. Así que decidí cogerle mientras realizaba su caminata semanal.

El lunes siguiente, a la misma hora, llegaron y aparcaron en el lugar habitual, cerca del Parque Thomas Paine. Pero esta vez había un coche bomba aparcado justo a 4 metros de donde ellos solían aparcar.

Mientras tanto, Manny y yo estábamos cerca del cementerio Africano. La idea era que Manny le diera con el coche al amigo para llamar la atención. Yo iría a socorrerle y me lo cargaba. Meteríamos a Carlos en el coche y seguiríamos por la calle Elk, giraríamos a la derecha hacia la calle Reade y subiríamos por la calle Church. Luego giraríamos a la derecha por la calle Worth, situándonos junto al principio del Parque Thomas Paine. Detonaríamos la bomba y, si había supervivientes, los remataríamos, escapando por el puente de Brooklyn.

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Ese día todo salió a la perfección; nos cargamos al amigo, nadie salió del coche después de la explosión. Llevamos a Carlos al apartamento que había alquilado. Su sótano era ideal para un interrogatorio. Él todavía estaba inconsciente, pues le había dado un golpe contundente en el cráneo.

Al llegar a la casa, utilizamos el mando a distancia para abrir la puerta del garaje. De allí, trasladamos a Carlos al sótano. Le atamos a una silla con brazo, ajustando bien la cinta adhesiva alrededor de las manos y los pies pegados a las patas frontales de la silla. Como la silla tenía un espaldar alto, le pusimos una soga alrededor del cuello para limitar sus movimientos.

Decidimos utilizar un método rápido de interrogatorio, ya que el tiempo estaba en contra nuestra. La explosión cerca del Parque de Paine, el haber arrollado a un hombre y secuestrado a otro, a sólo una manzana de distancia, causaría todo tipo de especulación por parte de los medios de comunicación. Los federales no tardarían en relacionar ambas cosas y se correría la voz dentro del bajo mundo.

Después de unos minutos, Carlos comenzó a volver en sí. Tenía un golpe en la parte derecha posterior del cráneo. Saqué un sobre que me había dado D. Girolamo con tres preguntas que debía hacer al objetivo. La primera pregunta fue: ¿Para quién trabajas? No me contestó. La segunda pregunta era: ¿Quién le suplía la mercancía? Tampoco me contestó. Entonces decidí utilizar el truco del alicate. Cogí el instrumento de trabajo, me acerqué y le trituré el hueso del dedo meñique. Empezó a gritar como un descosido. Él sólo me respondió: “Cuando mis amigos te cojan te van a matar”. Le contesté: “Eso es muy difícil, a menos que tengas más amigos, porque todos los que te acompañaban están muertos. ¿Quién eres?” No me quiso contestar. Decidí utilizar una vieja técnica que me enseñó Straton. Era muy económica pero, sin embargo, muy efectiva. Encendí un puro Montecristo. Éstos me gustan porque, además de tener buen sabor, queman parejo. Le pedí a Manny que le quitara los zapatos. “Parece que éste va a ser un día muy largo”, le dije mientras dejaba que observara de cerca el rojo en la punta del puro. La anticipación al dolor es peor que el dolor en sí.

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Me acerqué lentamente mientras le daba fuertes caladas al puro. Sujeté su dedo gordo hasta separarlo del resto e introduje el puro entre ambos. Lo dejé unos 15 segundos. Él comenzó a gritar y a maldecir. De pronto, se formó una bolsa de agua entre sus dedos. Carlos apretaba los dientes bien fuerte. Luego pasé a la segunda fase. Me levanté y caminé justo detrás de él. Le pegué el puro detrás de la oreja por unos 20 segundos. Carlos gritaba y sudaba como un cerdo. Continué pegándole el puro en esas dos zonas dos veces más. Carlos comenzó a hablar. Era un agente federal. Manny y yo nos miramos con enorme asombro. Todas las piezas encajaban. Un agente federal. Estaba claro. Con razón D. Girolamo y Rodrigo no se los habían cargado. Esos infelices eran agentes federales. Tenían que buscar a un gilipollas para que hiciera el trabajo.

Después de haber dicho eso, no me costó más remedio que dispararle. Era la única salida.

Sabía que era un hombre inocente, pero era: él o yo. Automáticamente le dije a Manny que le daría los 50.000 dólares restantes que le debía y que no quería verle más. Manny me miró y me dijo que no aceptaría las otras 50.000, y que me ayudaría a resolver este problema.

Era una cuestión de honor. Girolamo y Rodrigo nos habían traicionado. Teníamos que encargarnos de eso. Llamé a D. Girolamo para verificar si efectivamente estaba o no estaba en el plan. Contestó un hombre. Pregunté por él y ese hombre me dijo que D. Girolamo no quería hablar conmigo. Seguramente, Girolamo había trasladado su culo gordo hasta Florida para esconderse de mí. Fui con Manny a la casa de Straton, aparqué a 10 manzanas, como de costumbre. Mientras caminaba por la calle, me di cuenta de que había mucho movimiento de policías de paisano. Tal vez Girolamo dio esa información a la policía. Quizás esa agencia de detectives de Manhattan se había encargado de seguir mis pasos y sacarme fotos. Decidí utilizar una de mis identificaciones falsas, cambiar de aspecto e irme a Puerto Rico. Ésa era la parte que Girolamo desconocía de mí. No sabía que ejercía la profesión de mecánico antes de que ellos me contrataran. Me iba a encargar de Girolamo, pero no en ese momento. Sin embargo, no podía subestimarle; si Girolamo se las había ingeniado para descubrir y eliminar a cinco agentes del FBI utilizando a un pardillo como yo, tal vez podría buscar a otro pardillo para eliminarme a mí. Él no descansaría hasta matarme. Le dije a Manny que llamara a todos sus contactos en la calle para investigar el paradero de Girolamo Ferrutti. Estaba muy cabreado y no iba a permitir que ese capo se saliera con la suya. Éstos son inconvenientes con los que un mecánico tiene que enfrentarse en su profesión. Me considero

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afortunado hasta cierto punto porque, a pesar de haber violado una norma de oro al no hacerle caso a mi intuición y pasar del trabajo, escapé con vida. A veces hay que aprender a base de golpes, y éste era uno de esos momentos.

Manny intentó utilizar sus contactos para conseguir a Girolamo y, sin embargo, fue imposible. Girolamo era un hombre poco conocido, un hombre al que muy pocas personas tienen acceso y los contactos de Manny no llegaban tan alto. Por otro lado, Rodrigo Alvarado, el colombiano, era un hombre de hábitos, de costumbres. Un hombre que se arriesgaba a poner en peligro su seguridad personal por unos minutos de placer fingidos. Él visitaba un burdel en la calle Barclay, cerca del banco de Nueva York, en el área de Tribecca. Era un prostíbulo de alto “standing” y estaba fascinado por los encantos de una prostituta argentina llamada Judith García. Estos colombianos son muy sexuales, sobre todo los de Barranquilla. Él siempre andaba con dos sicarios, Juno y Juan. Si mi mentor hubiese estado vivo, este hombre no estaría pavoneándose por ahí.

Le dije a Manny que le hiciera un acercamiento a la prostituta y le ofreciera unos 50.000 dólares si llevaba a Rodrigo Alvarado hacia la trampa. La otra alternativa era la muerte. Ella lo comprendió perfectamente. Y es que el único lenguaje que entienden algunas personas es el de la violencia.

Después de adelantarle la mitad, ella le comentó que él siempre le contaba sus batallas y hacía alarde de sus posesiones. Sin embargo, era incapaz de darle una propina o un dinero extra. ¡Todo lo contrario, quería algunos minutos adicionales por la casa! En fin, un rácano. La trampa sería sencilla. Utilizaría una bomba bombilla. Éste es un artefacto fácil de hacer y muy efectivo, ya que una reacción automática, cuando uno camina hacia una habitación oscura, es encender la luz. En el caso de este objetivo, pondría la bomba en la lámpara de la mesa de noche.

El burdel estaba camuflado como un club social de clase alta. La entrada era sobria. Un cartel en mármol con letras doradas en el que se leía: “Club Social Tribecca”. Tenía gimnasio, cabina de masaje, sauna, un área para reuniones y otros. No obstante, los ejecutivos asistían para visitar a las hermosas mujeres que trabajan allí.

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En la primera planta tenían la sala de reuniones, en el lado derecho. En el lado izquierdo estaba un lujoso bar con música suave en directo. La sauna y las cabinas de masaje estaban en la segunda planta. La tercera planta se dividía en dos áreas; en una estaba la piscina, dotada de personal de servicio, con un pequeño bar al lado de la misma y unas mesas a corta distancia para aquellos que desearan salir a hablar y observar a la gente. El ala izquierda de esa planta estaba dividida en habitaciones, como las de cualquier hotel de cinco estrellas. Sólo había que abrir una enorme puerta de cristal con pomos dorados y estaba en el pasillo. A cada lado había habitaciones. Todas estaban numeradas. En total eran veinte. Dentro de las mismas, existía una distribución como en las suites presidenciales de los grandes hoteles. No faltaba nada. El precio de habitación por hora era de 400 dólares y se alquilaban por un mínimo de 2 horas. Sólo los socios podían utilizarlas. Las personas que venían de la calle que habían reservado habitación aparcaban en la parte trasera del edificio. De ahí subían por un ascensor que les llevaba hasta las habitaciones y que no se detenía en ningún otro piso. Tanto el pasillo como el aparcamiento tenía personal de seguridad. Éstos eran contratados a un ex-poli de Nueva York al que apodaban Mike..

Su empresa prestaba servicios de seguridad a 75 establecimientos en Manhattan, los cuales eran básicamente restaurante y clubes nocturnos. Por este motivo había que tener cuidado, ya que el personal de seguridad debía tener experiencia. Ellos sabían muy bien quiénes eran sus clientes. Y los VIP eran bien cuidados. Además, era de conocimiento general que ese Club Social pertenecía a una familia ítaloamericana del crimen organizado.

Esperamos hasta que Rodrigo Alvarado estableciera contacto con Judith. Una vez acordado el día, nos pusimos manos a la obra. Le facilité un carné falso a Manny y él sacó una cita con Judith la noche antes. Allí llevó la bomba que le había preparado. Había utilizado un soplete para calentarla y hacer un fino agujero en el cristal, ya que la bombilla estaba remachada. Vacié una caja de cartuchos y llené la bombilla de pólvora hasta la mitad. Luego le puse un poco de cinta adhesiva transparente. Al ser una lámpara de mesa de noche, tuvimos que buscar una adecuada por la posición que debía tener la bombilla. Le di instrucciones a Manny de cómo anular la corriente eléctrica de algunos interruptores para obligar al capo a que utilizara la lámpara.

Eliminado: 2

Eliminado: n

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Ahí es donde la colaboración de Judith se tornaba importante, porque ella le haría la sugerencia de encenderla.

Manny alquiló la habitación hasta una hora antes de la llegada de Rodrigo Alvarado. Ésta era su habitación favorita porque estaba justo al lado del ascensor. Cuando el capo visitaba a Judith, sus guardaespaldas se iban al área de la piscina. Nunca perdían de vista el pasillo. Si alguien salía de una habitación cercana o del ascensor, ellos se levantaban automáticamente y daban una vuelta por los alrededores.

Mi parte del trabajo consistiría en aparcar un coche cargado de explosivos al lado del coche de Rodrigo Alvarado. Para ello utilizaría la pegatina que le ponen a los coches de los socios. En este caso utilizaría la identificación falsa de Manny. La idea era aparcar y salir de allí. Saldría a pie del lugar y esperaría en un coche que tendría a unos 100 metros de los explosivos.

El día del trabajo, Manny estaba en el bar de la piscina. Los guardaespaldas de Rodrigo Alvarado estaban ya allí. Judith había entrado en la habitación con él. Ella intentó encender la luz principal, pero no funcionó.

Judith: - Cariño, ¿podrías encender la luz de la lámpara?

Rodrigo: - Sí.

Judith se quedó en la puerta para que la luz del pasillo le permitiera a Rodrigo ver la lámpara. Al menos eso fue lo ella le dijo. Rodrigo se quitó la camisa, se acostó en la cama y le dijo a Judith que entrara. De todos modos, lo que ellos iban a hacer no requería luz.

Rodrigo: - ¡Entra! ¡Entra! No hace falta luz, mi amor.

Judith: - Cariño. Es que tengo una sorpresa para ti. Es un modelito que te pondrá cachondo.

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Entonces Rodríguez se giró y con su mano izquierda encendió la luz. ¡Boom! se escuchó un estruendo en el pasillo. Fue un sonido duro y seco. Rodrigo perdió la mano y la cara estaba cubierta de sangre y cristales. Había sangre en la pared. Empezó a moverse, medio moribundo. Los guardaespaldas de él corrieron hacia el pasillo. Judith comenzó a gritar como una histérica. Al llegar se encontraron con la horrible escena. Todos los que estaban en el bar se acercaron a la gran puerta de cristal a observar como si de una gran pantalla de cine se tratara. Los hombres de negocio más influyentes comenzaron a salir del club.

Los guardias del aparcamiento subieron por el ascensor hasta el pasillo de la tercera planta y se quedaron custodiando la puerta. Ya Manny se había encargado de llamar a la policía unos cinco minutos antes, desde un teléfono público que había en el bar. Las sirenas de la policía y los bomberos se podían escuchar fuera. El personal de seguridad casi no pudo reaccionar y llamaron a los dueños del Club. Había gran confusión. Los guardaespaldas de Rodrigo decidieron bajar hasta el aparcamiento para seguir la ambulancia. Pero primero tendrían que llamar a Colombia. Hablaron con los de seguridad y salieron por el ascensor para que la policía no les viera. Rodrigo sufrió una parada cardíaca y murió. Mientras tanto, Juno y Juan, ajenos a esta situación, corrían hacia el coche. Al acercarse al mismo, automáticamente detoné a control remoto la bomba. Juno voló en pedazos. Juan voló por los aires y cayó inconsciente. Me bajé del coche y crucé la calle. Dentro de la cazadora tenía una 22 con silenciador. Debía actuar rápido. Llegué hasta donde estaba el individuo y fingí darle los primeros auxilios. Un hombre de seguridad corría hacia el coche. Levanté la cabeza y le grité: “llame a una ambulancia”. Él se detuvo y regresó al Club en busca de ayuda. Mientras tanto, saqué la pistola y le metí el cañón en la boca, realizando un disparo. Me manché un poco pero no importaba. Me levanté. Y salí caminando. Algunas personas me miraron, pero no hice caso. Subí al coche y desaparecí. Judith estaba llorando. No se imaginaba que iba a ser tan dramático. La policía le pidió los datos para luego interrogarla. Manny estaba detrás de la puerta de cristal. Judith le vio. Él le hizo un gesto para que saliera. Ella comenzó a caminar hacia afuera, pero la policía le dijo que no podía abandonar el edificio.

La situación era delicada porque ella podría culpar a Manny, y él era el eslabón que les podía llevar hasta mí. Así que llamé a Manny y le dije que eliminara a Judith. Él no podía hacer nada por el momento. Al ser la testigo presencial de ese suceso, la policía estaba segura de que los amigos de

Eliminado: el brazo

Eliminado: Ruger del

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Rodrigo querrían tener una conversación con ella. Así que habría que actuar con rapidez.

Manny decidió desaparecer. Después de todo, su identificación era falsa, al igual que su número de socio y todo lo demás. Por otro lado, con una Judith con aspecto inestable no iba a ponérselo fácil a la policía.

Recibí una llamada de él y me dijo que desaparecería hasta que todo se enfriara.

Manny: - No hay nada que hacer, la policía la tiene bien custodiada. Si no habla, esperaremos a un mejor momento.

Jerry: - Me parece perfecto.

Manny: - ¿Qué harás tú?

Jerry: - Seguiré de cerca el caso. Es importante estar encima de las últimas informaciones.

Manny: - Iré a un motel un par de semanas.

Jerry: - ¿Por qué no te quedas en una de las casas que tengo en Woodside?

Manny: - Lo siento.

Jerry: - Al menos coge la parte de Judith. Necesitarás dinero para moverte.

Manny: - No sé.

Jerry: - ¡Vamos! Te lo has ganado. Con estos colombianos no sabemos si tendremos que huir durante mucho tiempo.

Manny: - Bien.

Jerry: - Gracias, Manny. Por lo menos tendré la certeza de que estarás bien.

Manny: - ¿Dónde nos encontramos?

Jerry: - En el parque que está al lado de la Escuela Pública núm. 17.

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Manny: - No. Mejor nos encontramos en un aparcamiento en Stienway.

Comencé a trabajar la retirada. La retirada siempre es lo más importante, como he mencionado en otras ocasiones. Mientras cursé mis estudios universitarios. , tuve la oportunidad de ir diseminando una serie de amistades y conexiones que siempre me encargué de cuidar. En algunos casos, a través de la amistad sincera; en otros, a través de una nómina. Y utilizando regalos y otro tipo de motivaciones que las instituciones son incapaces de ofertar debido a su visión tan estrecha del funcionario que lo da todo y no recibe nada cambio.

Estaba listo para realizar mi cambio de identidad. Sin embargo, necesitaba una pantalla para desaparecer. Y qué mejor que un viaje a otro país en condición de estudiante. Era magnífico. Iría a algún país europeo. Tal vez aFrancia.. Viviría en una institución universitaria, protegido y alejado del mundo del crimen. Sabía que no podía irme a una ciudad grande. Por lo menos no una gran capital como París, ya que al estar muy poblada y transitada, es muy difícil controlar lo que sucede alrededor de uno. Tenía que buscar un sitio pequeño. Un lugar que pudiese controlar, en donde el acceso no fuese fácil y desconocido para la gente de afuera. Optaría por La Universidad de La laguna, en Tenerife. Sería ideal porque la universidad estaba tratando de gestionar un convenio con mi universidad. Con mi identidad falsa, y después de haberle pagado a todo el mundo, la universidad inclusive me daría una beca. No sabía si pasar por el cirujano y darme un retoque; después de todo, había personas que me conocían.

Uno podía entregarme a las autoridades y el otro podría mandar a matarme. Éstos eran Jimmy y Manny. Tal vez si combinaba eso con un corte de pelo, cambio de color o simplemente raparme, se lo pondría más difícil.

No obstante, al final decidí abortar ese plan. Era una cuestión de dignidad, de orgullo. Al fin y al cabo, era un mecánico y encontraría el tiempo y la manera de eliminar a esta gente. Tampoco me podía olvidar de Girolamo. Lo tenía muy pendiente al cabrón siciliano.

La prudencia me decía que me fuera. Que abandonara. Todavía tenía algo que ganar. Y era conservar mi vida. De acuerdo, con mi mentor éste

Eliminado: en la Universidad Interamericana de Puerto Rico

Eliminado: España

Eliminado: , por la afinidad cultural

Eliminado: Madrid

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era un indicador de éxito. Por otro lado, ese sentimiento corrosivamente absorbente como es la propia grandeza, esa sensación de superioridad que suele aflorar en ciertas facetas de la vida me arrastraba al punto de que me arriesgaba a caer en la insolencia. Un error mortal era subestimar la capacidad de personas que estaban en el negocio desde antes que naciera. A veces la humildad temporal te puede salvar la vida. Debía quedarme sólo con el sentimiento de autoestima, tal vez respeto hacia mi persona, habilidades y carácter. Pero no llevarlo al extremo. No podía cegarme. Un cazador descuidado siempre corre el peligro de convertirse en presa de su víctima.

Estas reflexiones rondaban mi cabeza constantemente y daban luz a mi oscura obsesión de venganza. Aportaban una dosis de realidad que me ayudaba a mantenerme cuerdo, pues para comprender el mundo donde me muevo, hay que recurrir a difíciles equilibrios intelectuales.

Me había arrepentido de la cita y decidí cancelarla. Era muy precipitado. Opté por llamarle y decirle que creía que alguien me estaba siguiendo. Quedé en llamarle en dos días. De esta forma, tendría más tiempo para preparar el trabajo. Pensé que tenía que eliminarle de modo que la policía pudiese relacionarlo con el asesinato de Rodrigo Alvarado. Tendría que ser en un sitio solitario pero que a la vez tuviese tránsito de algunos visitantes. Como por ejemplo, un cementerio. El más cercano era el de Saint Michael’s. Éste tenía varias vías de escape, el expreso de Brooklyn - Queens y la interestatal 278. Era lo que estaba buscando. Llamé a Manny.

Jerry: - Manny, soy yo.

Manny: - ¿Qué sucedió aquel día?

Jerry: - Me seguían. Ya está resuelto.

Manny: - ¿Dónde nos encontramos?

Jerry: - En el cementerio de Saint Michael’s, mañana a las 21:00.

Manny: - Bien.

Jerry: - Debes estar pendiente por si alguien te sigue. Si esos sicarios me seguían, es muy probable que puedan estar siguiéndote a ti también.

Manny: - No te preocupes, tendré cuidado.

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Jerry: - Y yo tendré lo tuyo. Debemos movernos rápido.

Manny: - Bien.

Jerry: - Hasta mañana.

Durante los dos días anteriores, había tratado de conseguir información sobre el crimen a través de los periódicos y de algunos policías que conocía. Sin embargo, había un hermetismo extraño en todo esto. Le pedí a un vagabundo que llamara desde una cabina telefónica a Judith. Los familiares decían que estaba de vacaciones. No daban ningún tipo de información. Esto significaba que probablemente había hablado y que había dado la descripción de Manny. Así que tenía que idear una manera de eliminar a Manny e incriminarle. Utilizaría una bomba. Tal vez en un libro o algo parecido. Guardar una bomba hoy día es muy difícil, sobre todo cuando hay tanto loco cometiendo actos violentos a diestro y siniestro.

Cualquier bolsa o maleta sospechosa es registrada por las autoridades cuando uno entra en cualquier sitio en donde pueda existir ese riesgo. Así que lo ideal es disfrazar el artefacto. Tal vez en un libro. El libro debe ser el apropiado para el lugar que uno quiere visitar. Por ejemplo, nunca llevaría un libro de empresariales a un juzgado. En uno de los apartamentos de Woodside tenía varios libros preparados para instalarle una bomba. Un día decidí preparar por lo menos cuatro. Pondría el dinero en tres libros y el cuarto tendría la bomba. Los llevaría en un bolso de acampada y dejaría la bomba al fondo. Sacaría el primero frente a Manny y lo abriría. Por otro lado, la bomba la prepararía para detonarla, ya que no sabía cómo reaccionaría Manny. También tenía que pensar en la posibilidad de que Manny quisiera eliminarme. Después de todo, era amigo de Jimmy y éste, a su vez, de Girolamo. Igual estaban dejando que me confiara para eliminarme, por lo que sí tenía una oportunidad de eliminarle en el cementerio.

Esperaba que Manny se hubiese tragado lo de la persona que me seguía, porque así tendría ese germen de paranoia que le impediría ver la trampa que le preparaba. No obstante, reflexioné sobre lo que me había empujado a llegar hasta esta situación.

Era un impulso incontrolable. Una sensación superior. ¿Por qué simplemente no darle la espalda y escapar? Tenía recursos para hacerlo. ¿Por qué siempre recordar a mi mentor? ¿Acaso mi mentor quería perpetuar su forma de vida en vez de su recuerdo? ¿Era el portador de una

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idea que se negaba a morir? Una idea o forma que quería subsistir por sí misma. Entonces decidí abortar, abandonar. ¡Desaparecí! Durante algún tiempo me escondí, hasta que, un día, regresaba a mi casa de campo en Arecibo, Puerto Rico. Tenía una gran extensión de terreno. La vegetación era verde y frondosa, tenía muchos árboles frutales cerca del hogar. Respiraba paz. No me sentía superior. No tenía sentido de ninguna misión que supusiera más sacrificio. Sólo vivía, aunque no de forma enteramente vegetativa. Me cultivaba, pero hacia otra dirección, más amplia, y en otro plano.

Llegaba a mi hogar después de hacer la compra. Solía ir una vez cada dos meses. Compraba lo suficiente como para no tener que ir al pueblo. Sin embargo, ese día había algo que no era normal. Los reflejos no se pierden. Cuando las cosas se aprenden bien aunque uno esté un poco desentrenado, es posible ver cosas. No estaba armado. Crecía de otra manera. Había cambiado.

Bajé del coche y comencé a descargar la furgoneta. Me faltaba sólo una bolsa. De repente, sentí un fuerte golpe que retumbó en mi cabeza. Caía lentamente al suelo. Me mezclaba con la tierra húmeda del campo, su olor tan cercano era aún más agradable. No me importaba estar tirado. Me viraron boca arriba y me cargaron, metiéndome en la furgoneta. Apenas podía ver, sólo dos bultos robustos que emitían unos sonidos distorsionados. Comenzó un viaje turbulento y oscuro en la parte de atrás. De vez en cuando veía reflejos de luz. Imperaba el silencio. Poco a poco recuperaba el conocimiento. No estaba muerto del todo. Seguía esperando. Después de algún tiempo, llegamos al destino. Se abrieron las puertas. Una luz cegadora me impedía ver el destino. Me arrebataron del furgón a la fuerza y me tiraron al suelo. Éste era menos agradable. Más seco, más duro. No tenía olor. Me sentía sucio.

Girolamo: - Hola, Jerry.

Jerry: - Hola.

Girolamo: - He tardado mucho tiempo. Pero al fin te tengo a mi merced.

Jerry: - Ambos estamos a merced del poder, de la violencia. Si no, ¿cómo explicas qué es lo que te ha traído hasta aquí? ¿La venganza? ¿Protegerte de mí? ¡No, amigo! Ha sido el poder, la violencia. Somos esclavos de ella. Me di cuenta hace mucho tiempo. Le servía, como tú. Sin

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embargo, decidí abandonar y al hacerlo, ya no le era útil. Por este motivo, te ha traído hasta aquí. No tengo miedo, pues tú me liberarás.

Girolamo le miró, pues en algún momento de su vida, él también había intentado abandonar. Sin embargo, no había tenido la voluntad. Algo le arrastraba. Llámenle las circunstancias, situación, el peligro, el negocio. No importa el nombre que le puedan atribuir. Era fuerte. Más fuerte que él. Tenía vida propia. Ciertamente más fuerte que Girolamo.

Se escuchó un disparó. El estruendo del disparo circuló aquel desértico lugar, sin hallar respuesta.

Un confuso Girolamo daba la espalda, caminando hacia su coche. Ahora él llevaba la semilla. Si germinaba, también podría ser libre.

Eliminado: recorrió

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EL CONCILIÁBULO

Miguel se preparaba para trabajar por cuenta propia ofreciendo sus extraños servicios. Era otra mañana aburrida y sin expectativa de progreso en el área profesional y económica. Tenía cuatro títulos académicos, prestigio en el área de investigación científica y, sin embargo, estaba en paro. En los últimos tres años sólo había recibido promesas de personas que utilizaron sus habilidades e ingenio para avanzar en sus respectivos campos de trabajo y subir varios peldaños en el escalafón social. Como la mayoría de los seres humanos, se conformaba con poco, luchando por los espacios insignificantes que ofrece la sociedad. Era un ser humano con inquietudes, ansioso por trabajar, ansioso por colaborar, con cualidades desfasadas como los valores y la ética.

Muchos de los saqueadores del intelecto eran personas de enorme reputación social, sin embargo, con una vulgar sed de poder y con un deseo enorme de mantenerlo. Como dijo un famoso filósofo: “El poder es una conspiración permanente”. A veces se sentía traicionado, pues veía cómo todas las personas que estaban a su alrededor mejoraban su situación mientras él seguía anclado en el muelle. Su barco no acababa de zarpar. Los nudos de las amarras sociales son difíciles de desbaratar. Él no ambicionaba entrar en los juegos de poder. Sólo quería vivir una vida normal. No le hacían falta los excesos, sólo lo suficiente como para dormir tranquilo.

No obstante, en su afanosa búsqueda por una vida mejor, intentó ingeniar nuevas formas de demostrar su capacidad y valía a los viejos ricos. Tenía la teoría de que la persona que fuese capaz de controlar los cuatro elementos esenciales de la vida en sociedad, sería una persona poderosa por mucho tiempo. Esos elementos eran conocimiento, dinero, violencia y el secreto.

Preparó un dossier explicando minuciosamente su teoría, la cual había inscrito en el registro de la propiedad intelectual, y envió su oferta de servicios a todos los políticos influyentes de la isla. No obstante, sólo algunos privilegiados comprendieron su lenguaje oculto y se interesaron en conocerle. Tal vez había nacido otro Maquiavelo. Por siglos, El Príncipe fue

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un libro de cabecera para muchos gobernantes. Sin embargo, todo el mundo sabe cuál fue el destino de su autor.

Esa mañana, Miguel se dirigía hacía un despacho en la avenida Rafael Cabrera, en Las Palmas de Gran Canaria. Había estado despierto toda la noche, repasando lo que iba a decirle a unos caballeros muy especiales. El cliente era un conocido político, muy famoso para dejarse ser visto con él. La reunión era a las 5:30 a.m. en la segunda planta de un viejo edificio.

Al llegar al despacho, encontró la puerta del recibidor abierta, tal y como le habían dicho. Subió las escaleras hasta la primera planta. Allí se dejó guiar por una luz no muy clara a través del pasillo hasta el despacho del fondo. Al llegar a la puerta se encontró con un hombre de unos 45 años de edad, delgado, pelo negro, aunque canoso en las patillas. Su sonrisa era resplandeciente, sus dientes brillaban como perlas. Su mirada era rara. Sus ojos tenían una profundidad que mareaba. Parecían no tener fin. Miguel podía intuir algo siniestro. Este extraño hombre daba la impresión de ser centinela, quizá un guardián. Ellos le llamaban ayudante.

Dentro del despacho había una enorme mesa de reunión, con una superficie perfectamente pulida. Sin embargo, los rostros y las figuras de los señores sentados alrededor de ella se reflejaban de forma borrosa. Se encontraban varias personas, un político, D. Anastasio Suárez, el empresario Rafael de San Bartolomé y un periodista, D. Francisco Domínguez. El ayudante cerró la puerta y se quedó en el pasillo. Los hombres de reconocido prestigio social, todos entre los 55 y 65 años de edad, eran los últimos grandes exponentes de una generación. Miguel había leído algunos artículos esporádicos de D. Francisco en el periódico y también había leído pequeñas reseñas de ciertas actividades de los dos restantes.

- Hola, Sr. García. ¡Siéntese, por favor! - indicó D. Anastasio mientras le examinaba con la vista.

- Gracias, D. Anastasio – contestó Miguel.

- Hemos leído detenidamente su propuesta y nos parece muy interesante. Pensamos que usted habla nuestro idioma perfectamente.

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Tanto es así que tenemos una propuesta de trabajo para usted - le dijo D. Anastasio.

- ¿De qué se trata? - preguntó Miguel, invadido por una ingenua curiosidad.

- Se trata de utilizar su talento para derribar al actual partido político en el poder. Queremos recuperar el poder político que nos ha arrebatado un hombre incrédulo, un sabio ignorante – le respondió D. Anastasio.

- ¿Y cómo encajo en todo esto? - preguntó Miguel, desconcertado por el oscuro diálogo.

- Queremos que prepare un perfil detallado de un asesor del Presidente y diseñe un plan para destruir su imagen. Éste es un hombre peligroso, pues ha abandonado el camino. Pensamos que si eliminamos la mano derecha del incrédulo, él se sentirá perdido y cometerá los errores normales de un hombre de su capacidad.

- Bueno. Nunca había realizado un encargo de este tipo - contestó Miguel.

- Bien. Aquí tiene el dossier del Sr. Nogeruox. La próxima semana nos reuniremos aquí, a la misma hora. - Dijo D. Anastasio.

- No sé. Me dedico al asesoramiento político, no a destruir personas – contestó Miguel.

Todos se miraron y sonrieron con normalidad. Tal parecía que ya conocían la respuesta de Miguel. Al observarles, notó que todos tenían la misma mirada, oscura y profunda. Tan profunda que parecía no tener fin. Se asemejaba a agujeros negros en donde cualquier rayo de luz podía desaparecer, ahogándose para siempre.

- No se trata de destruir personas. No odiamos a las personas, sino sus ideas. El plano en el que luchamos es el de las ideas, del pensamiento. Eso es lo que estamos atacando - dijo D. Anastasio Suárez con toda normalidad.

D. Anastasio se levantó y le dio el dossier. Una abultada carpeta de por lo menos 350 folios. Miguel lo cogió. Al recibirla sintió una extraña vibración. De algún modo le habían transmitido una parte de ellos. Salió del despacho,

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no sin antes despedirse de los presentes. El ayudante le acompañó hasta la calle. Miguel sentía la extraña fuerza que irradiaba este hombre. Unos escalofríos invadieron todos los rincones de su cuerpo. Su pecho se infló de un agobio y una desesperación inexplicable. Se le hacía difícil respirar. Estaba deseoso de salir de allí.

Mientras caminaba en dirección hacia la parada de guaguas, reflexionaba sobre esa reunión relámpago en donde sólo pudo articular dos o tres frases mientras varias personas le estudiaban cuidadosamente. Parecían un comité de selección. Pensándolo bien, un tribunal de tesis doctoral. Aparentemente, D. Anastasio era el preboste, los demás sólo se limitaban a mirar y escuchar. Estaban bien compenetrados. Sus gestos y miradas conformaban un lenguaje desconocido para Miguel. O, por lo menos, no habitual. Él había estudiado lenguaje corporal y, sin embargo, no podía leer los gestos de ninguno de ellos. No obstante, sabía que algo en esa atmósfera se le escapaba o no era capaz de ver.

El dossier era pesado. Un peso muerto. Compacto. Las tapas eran duras, negras y frías. Tenía una diminuta inscripción en el interior de la tapa de la portada. Decía “Semíramis”. Miguel tenía mucha curiosidad y, a la vez, cierto respeto. Sabía que una vez abiertas, conocería algo que no podría borrar de su mente. Por otro lado, tenía necesidad. Una mujer y una hija recién nacida. Sus expectativas laborales no eran positivas. Lo único que tenía a su alcance era ese trabajo.

Miguel cogió la guagua hasta su hogar. Vivía en una zona urbana deprimida de clase trabajadora. La mayoría de sus vecinos eran personas retiradas. El barrio solía ser bueno, sin embargo, el ambiente de la comunidad estaba cambiando y deseaba mudarse a otro lugar en donde él y su mujer tuviesen la oportunidad de darle una educación digna a su retoño. ¿No es ése el deseo de todos los padres?

Al llegar a su hogar no había nadie. Su mujer había salido con la hija a la casa de su madre. Miguel aprovechó la oportunidad para echar un vistazo al dossier.

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Al abrirlo sintió la misma sensación de agobio y desesperación que en aquel viejo edificio. Era uno de los edificios más viejos de la ciudad. Había sido remodelado. Todavía quedaban señas de su antigua fachada. Las dos enormes columnas estilo jónico estaban camufladas con grises azulejos de mármol. Se podía respirar el aire de antaño. Según algunas personas, el terreno en el que estaba la edificación había sido ganado al mar. Tenía el aspecto de un templo olvidado, un lugar sagrado.

En ese dossier había muchos datos interesantes, nombres, direcciones, contactos, un listado de empresas, números de cuentas bancarias y una serie de anotaciones que no parecían tener sentido. Más bien eran pensamientos dispersos que aparecían cada siete páginas. Aparentaban ser frases sacadas de un antiguo manuscrito. También había información sobre compromisarios del partido que estaban en el poder, y la misma era de primera mano, se nombraba inclusive las fuentes primarias de la información. Si ese documento hubiese caído en las manos equivocadas, podría haber desestabilizado al gobierno. Entonces Miguel se preguntó: - ¿Por qué me han dado estos documentos? ¡Si apenas me conocen!

Era más que un dossier; era un libro, una especie de vínculo que le ataba a D. Anastasio y sus socios. Ese conocimiento era secreto y Miguel accedía a él. ¡O al revés! ¿Cómo se le puede dar a un desconocido tal información? ¿Por qué estaba siendo instruido en ese conocimiento? En ocasiones, un iniciado se envuelve ritualmente en un gran misterio, en una espesa nube de hermetismo.

Durante varias horas, Miguel se dedicó a leer cuidadosamente el dossier. Se percató de la verdadera estructura política de Gran Canaria, que además de compleja, formaba un rompecabezas cuyas piezas estaban, por supuesto, desordenadas. La persona capaz de conocer el orden del mismo sería capaz de dominar esa pequeña sociedad, al igual que las pocas familias que lo hacían en la actualidad. Existía una especie de laberinto social, cultural y político que durante muchos años había tejido y tejido innumerables explicaciones que les había llevado a convertirse en una gran bola de confusión e inestabilidad que afecta los corazones de algunos hombres de conocimiento superior. Ningún neófito podía comprender el esquema. Únicamente alguien rebosante de reflexiones y espíritu de búsqueda.

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Sólo algunos privilegiados conocían su solución. Pero algo les impedía hacer uso de ese conocimiento. Ahí era donde entraba Miguel. ¿Qué cualidad podía tener él para atraer la atención de este grupo tan selecto? Ellos poseían todo lo que un ser humano es capaz de anhelar. Eran los reyes absolutos de la isla. ¿Por qué recurrir a un pobre extraño? Ni siquiera era canario.

A la semana siguiente, Miguel volvió a reunirse con D. Anastasio Suárez, a la misma hora y en el mismo lugar.

- ¡Y bien, D. Miguel! ¿Qué propone? - Preguntó D. Anastasio.

- Está en este informe.

D. Anastasio echó un ligero vistazo al documento y lo cerró. Miguel se quedó de piedra. Había estado toda la semana preparándolo y ni siquiera se detuvo a mirarlo.

-¿Cuánto quiere por su trabajo? - Preguntó D. Anastasio.

Miguel estaba asombrado. No estaba acostumbrado a valorar su propio trabajo. Se quejaba de que nadie lo valoraba. Ahora tendría que ponerle precio él mismo.

- Ciento cincuenta mil pesetas - contestó Miguel.

- Muy bien - asintió D. Anastasio.

Abrió el cajón superior de un escritorio antiguo y sacó un enorme sobre acolchado. De ahí extrajo un fajo de billetes de diez mil. Contó 15 billetes. Luego puso el resto en el sobre.

- Muchas gracias, D. Miguel. Ya le llamaré.

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Miguel cogió el dinero y salió del despacho. Ya conocía el camino. Su orgullo estaba herido. No le hizo ni una sola pregunta sobre el trabajo. Caminaba hacia abajo y mientras atravesaba el pasillo se percató de que nunca había podido ordenar sus pensamientos dentro de ese edificio. Era como si su voluntad se quedara en un estado de letargo, neutralizada, anulada mientras permanecía dentro. Sentía que estaba en otro mundo.

Al salir, un azote de luz fresco acarició suavemente su cara. Era agradable volver a sentir calor. Su cuerpo recuperaba nuevamente su temperatura normal. Siempre tenía que quitarse la chaqueta al salir de ese edificio.

Tenía su dinero. No era mucho, considerando las horas que había tenido que trabajar. Y sobre todo, el hecho de apartarse de su mujer y su hija. Se sentía humillado porque valoró su trabajo por debajo de lo que realmente estimaba. Pensó que tal vez se negarían a pagarle. Sentía que se había traicionado a sí mismo. Sabía que, más que valorar su trabajo, se había valorado a sí mismo. Pero en ciertas situaciones la necesidad manda, obliga y ordena por encima de todos los razonamientos humanos.

Otra vez a la vieja pregunta: ¿Por qué alguien que lo tiene todo recurre a un necesitado? ¿Porque es más barato? No obstante, ¿por qué dejarle tener acceso a una información tan vital? Será porque no puede hacer uso de ella. Siempre podría ir al otro bando. Pero claro, para ellos también sería un necesitado.

Entonces, ¿los necesitados son prisioneros? ¿Esclavos? Y si es así, ¿de quién? Miguel era un hombre reflexivo. Tal vez esa era su cruz, su tortura. A veces las cosas son más simples de lo que uno piensa. Nosotros hacemos las cosas más complejas porque no advertimos su sencillez, o más sencillas porque no vemos su complejidad. Entonces, ¿hablamos de percepciones? ¿Del modo de interpretar el mundo real? ¿Significa que Miguel vivía una ilusión que no le permitía ver la realidad? O, simplemente, no advertía la complejidad o sencillez de su situación en el universo.

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Está claro que estos hombres perseguían la victoria de acuerdo a su forma de interpretar la realidad. Más que eso, era la imposición de su visión. Por lo tanto, no era una batalla política, se estaba librando una guerra del pensamiento. Él no tenía una preferencia política en particular. Quizá una tendencia. Posiblemente era capaz de analizar una situación con más objetividad que sus clientes. En cierto modo, era neutral, más humano, más terrenal.

Pasaron dos semanas. Un miércoles, mientras leía un periódico local, se dio cuenta de que su estrategia estaba siendo puesta en marcha, tal y como él lo había planificado. Sin embargo, las personas que la estaban poniendo en práctica eran desconocidas. Miguel era incapaz de relacionar a cualquiera de ellas con D. Anastasio y sus socios. Pensó que tal vez eran personas como él, necesitados.

A los 15 días de haber realizado el trabajo, Miguel recibió una llamada al teléfono móvil. Antes de coger siquiera el teléfono, intuía una llamada del grupo. Era el secretario de D. Anastasio; quería una cita con Miguel, como de costumbre.

Al día siguiente, Miguel acudió a las 5:30 de la mañana para reunirse con D. Anastasio y sus socios. Al llegar al viejo edificio, fue escoltado, como en la primera ocasión, hasta el despacho. Nuevamente recorría ese oscuro pasillo, alumbrado por la fría luz. Al llegar se sintió helado, tembloroso. Los hombres estaban sentados como el primer día, en las mismas posiciones, con las mismas expresiones frías y calculadoras. Tal parecía que el tiempo se congelaba en esa habitación. Nada cambiaba, todo estaba en perfecto orden. D. Anastasio le recibió de pie, con una sonrisa. Miguel se sentía intimidado por la perfección de sus brillantes dientes de marfil, por la fuerza de los sobrios cuadros que adornaban las paredes del despacho. Simulaban almas en continuo sufrimiento. Eran tonalidades rojas, negras y verde oscuras. Inclusive por una antigua piedra de algunos sesenta kilos que estaba sobre una enorme base de bronce. La vestimenta de D. Anastasio era cara, sin arrugas, perfecta, libre de mácula, de la mejor calidad que había visto jamás.

Todo lo que había en la habitación había sido cuidadosamente seleccionado, inclusive Miguel. ¿Pero, por qué? ¿Qué poseía que ellos no tuvieran? Por fin, Miguel comenzaba a aclarar sus ideas. Ese pensamiento

Eliminado: más

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que se había escapado llegó con claridad, a pesar de estar ante la presencia del grupo.

- Bueno, Sr. García, supongo que usted se habrá dado cuenta de que hemos seguido sus consejos al pie de la letra – le dijo D. Anastasio.

- Lo sé - contestó Miguel.

- Tengo otra proposición, Sr. García. ¿Le interesa realizar otro encargo? Éste lo valoraremos nosotros.

- Sí - Respondió Miguel.

- Bien. Queremos que escriba un discurso. Me presentaré a las elecciones. Reclamaremos lo que es nuestro. Así que utilice su imaginación. Hágalo como si usted fuese el presidente - dijo D. Anastasio.

- ¿Cuánto tiempo tengo? - Preguntó Miguel.

- Una semana.

- ¡Lo haré! - Contestó Miguel con firmeza.

- Muy bien. No le retendré más - concluyó D. Anastasio.

Miguel salió del despacho escoltado por aquel hombre. Cruzaba por el pasillo hasta llegar nuevamente a la salida. ¡Otra vez en casa!, pensaba. Se sentía como si hubiese realizado una larga travesía. Cada vez que salía de allí, una extraña pesadez le invadía. Tardaba varias horas en volver a recuperar su energía vital. Decidió dar una vuelta por la ciudad. Necesitaba tener contacto más cercano con el pueblo sobre el cual iba a escribir. Sus necesidades, sus inquietudes, su forma de pensar. En fin, conocer su realidad. Mientras caminaba por el Parque Santa Catalina, pensó que quizás D. Anastasio y sus socios le contrataban porque ellos habían perdido el contacto con el pueblo, con la sociedad, con la gente. Necesitaban un puente, un médium. Vivían en otro mundo. Eso encajaba, era lógico. Era un motivo válido para explicar el interés de ellos en él. No obstante, dentro de su ser, esa explicación no era suficiente. Pero servía para darle cierta tranquilidad. Después de todo, no podía olvidar a su hija y a su mujer.

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Miguel sufría nuevamente el tormento de sus reflexiones. ¿Cuál era su verdadero papel en todo esto? Luego la inscripción “Semíramis” en aquel dossier. Y las frases dispersas. Decidió agruparlas y buscar algún sentido.

Sin embargo, para eso necesitaba la ayuda de alguien entendido en idiomas o lenguas antiguas. Decidió llamar a Pedro, un amigo que vivía en Tenerife. El lanzaroteño conocía de historia. De hecho, tanto conocimiento de la historia le llevó a abandonar Lanzarote. Tendría unos 24 años de edad, pero era un auténtico genio. Miguel copió su hallazgo en unos folios y lo envió por mensajero hacia allá. Al cabo de varios días, él le envió una respuesta:

“Amigo, la traducción del texto es la siguiente: “Nuestros oídos, habituados desde los primeros años a escuchar sus relatos falaces, conservan como valioso depósito esas suposiciones fabulosas... de tal manera que hacen aparecer la verdad como una extravagancia y dan a los relatos falseados el aspecto de verdad”, escrito por Sanchoniaton hace 4.000 años. Existen otras cosas de las que debemos hablar en persona. No sé de dónde has sacado esto, pero dice cosas que son impresionantes. Sin embargo, todavía hay algo que no he podido descifrar. Llámame”.

Miguel estaba ansioso, sabía que algo grande estaba a punto de ser desvelado. Por otro lado, sentía preocupación, porque las grandes verdades suelen traer grandes desgracias para quienes las desvelan. Sin embargo, había algo que le impulsaba a seguir.

Dos días después, recibió una llamada de D. Anastasio.

- ¿D. Miguel?

- Sí.

- Anastasio Suárez. Quiero hablar con usted urgentemente.

- ¿Qué sucede, D. Anastasio?

- Ha habido una complicación y quiero hablar personalmente con usted.

- ¿Cuándo? - Preguntó Miguel con una mezcla de curiosidad y temor.

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- Mañana, a la hora de siempre.

- Muy bien, allí estaré.

¿Qué podía ser tan urgente para D. Anastasio? se preguntaba Miguel. El tono de su voz era serio. Parecía el emplazamiento de una autoridad superior a su subordinado. Él no tenía más vinculación con D. Anastasio que los encargos solicitados.

Al día siguiente, Miguel se despertó a las 2:30 a.m., se tomó un café y se preparó para la reunión. Como era habitual en él, se torturó con las reflexiones sobre el porqué. En muchas ocasiones, los seres humanos se obsesionan con la búsqueda incansable del porqué; la razón, el motivo, la causa, el origen.

Es precisamente esa búsqueda personal la que ha ocupado el tiempo de los seres con profundo espíritu de conocer. Una vez el ser humano da rienda suelta a esta obsesión, no hay marcha atrás, pues en el camino se aprende mucho y nunca es suficiente. El apetito del buscador es voraz e insasiable. Capaz hacernos dedicar toda una vida para encontrar una respuesta. Una respuesta que tal vez jamás llegará. Pero ahí estará su legado para otros que deseen seguir sus pasos asuman el pesado relevo de acercarse a la verdad. ¿De qué otra forma se puede combatir al tiempo? Este cruel verdugo de la naturaleza nunca se detiene, su engranaje nunca se daña y su sincronización es perfecta. Basta que se esté acercando a la verdad para que sufra un obstáculo, manifestándose en forma de accidenteo infarto. Sin mencionar la infinidad de abatares que frena a nuestro destino..

No obstante, el hombre sabio conoce los caprichos de este enemigo natural y se asegura de dejar discípulos. Hombres instruidos en el conocimiento y capaces de seguir la construcción, la obra, el camino hacia la verdad. Pues ella se encuentra ahí, no es una fantasía. Existe.

Miguel se bajó de la guagua 70, enfrente de la calle Juan de Quesada. De ahí caminó hacia el teatro Galdós, cruzando por la parada de guaguas municipales hasta la Calle Rafael Cabrera.

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Otra vez frente al viejo edificio que se tragaba la voluntad de todos los que entraban allí. La puerta estaba abierta. Esta vez no estaba el ayudante. Miguel subió a la primera planta. La tenue luz mostraba el frío camino, como de costumbre. Recorrió los pasos anteriores hasta llegar al despacho. Tocó tres veces a la puerta. Allí estaba D. Anastasio, en su escritorio, en su trono, ¡solo! Tenía un traje beige con un suéter de cuello de cisne negro. Era una vestimenta muy deportiva para la imagen que solía proyectar. Además, tenía una cadena de oro blanco con un medallón oscuro que mostraba una cara en relieve. Miguel no podía imaginarse a D. Anastasio así. Era como una especie de transformación.

-¿Le sorprende mi apariencia? – preguntó, sonriente, D. Anastasio.

- La verdad, sí - contestó Miguel.

- Sin embargo, sigo siendo el mismo. Su percepción es diferente. Así es la realidad. Basta con que cambie un factor y nadie la reconocerá.

- ¿Cuál es la verdad? - preguntó Miguel.

- Usted la conoce. Todos los seres humanos tienen una idea de la verdad, pero no tienen conciencia de ella - dijo D. Anastasio.

Miguel se quedó callado, ya tenía suficiente material para torturarse reflexionando en casa.

- Siéntese, D. Miguel, quiero decirle algo. Limpie cualquier prejuicio de su mente y escuche con el corazón. Pertenezco a un grupo de hombres con una misión política y espiritual para el archipiélago. Desde tiempos inmemoriales, tenemos esta misión. Mis antepasados llegaron aquí gracias a Juba II, antes de que existiera su Cristo, y por siglos hemos sobrevivido a las inclemencias de la naturaleza, la llegada de otras razas y a los conquistadores. Nos mezclamos con el cromañoide para sobrevivir, pero siempre mantuvimos en secreto la misión, la obra. Muchos de los miembros se perdieron en el rito y hoy día sólo conocen los símbolos, pero no su verdadero significado. Otros se perdieron mucho antes, creando falsos ídolos, como los ticibeas, entregándose a prácticas supersticiosas, y otros, que se creían listos, se convirtieron en Faicanes.

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Nosotros nos hemos mantenido puros y hemos luchado por las islas, inclusive en la época de Clemente VI, que vendió la inconquistable al Conde de Clermont. No obstante, bastó con nuestra mediación para que nunca pisara este suelo.

Muy pocos han tenido la facultad de reconocernos; uno de ellos fue Raimundo Lulio. Sin embargo, éste ya conocía a nuestros homólogos en Europa. Otros llegaron en plan conquista, pero fracasaron Fray Bernardo y después Rejón, Bermúdez, Pedro de Algaba. La invasión era continua; frailes, monjas, curas, escribanos, y las dependencias de la inquisición. La invasión no sólo era geográfica, sino del cuerpo y la mente. Poco a poco hemos sentido el paso del tiempo. Ahora somos sólo siete, de los cuales cuatro se han entregado a las seducciones del presente. Han perdido la conciencia y, por lo tanto, el contacto con la verdad. Ahora estamos enfrentados. Ellos son los que dominan la isla. Sintonizan con el pueblo, se identifican con ellos. Sin embargo, no son iguales. Son las criaturas con las que ellos juegan, les entretienen. Quieren reinar en este mundo, se han olvidado de sus orígenes. Pero, D. Miguel, le repito, no es una cuestión de luchar por una geografía; es una lucha en otro plano y también ahí estamos perdiendo. Se preguntará qué papel juega usted en todo esto. Usted es como nosotros, conoce nuestro lenguaje y, si quisiera, nos podría comprender perfectamente. Le hemos identificado. No ha llegado a nosotros por casualidad. Algo le ha traído hasta nuestra puerta, llámele necesidad, trabajo, algo le ha guiado hasta aquí. Algo o alguien. Tal vez, alguien perfecto. Un perfecto guía.

- ¿Quién es usted en realidad? - preguntó Miguel.

- Soy quien soy. Sólo busco completar un trabajo que comenzamos antes del comienzo de los tiempos - contestó D. Anastasio mientras tocaba el medallón con su mano izquierda.

- ¿Acaso son masones o algo por el estilo?

- Mis antepasados existen mucho antes que Salomón. En la época de Sanchoniatan ya existíamos. Él era como usted, un amigo de la verdad - dijo D. Anastasio.

- No comprendo. ¿Me está diciendo que sus antepasados llegaron aquí hace más de cuatro milenios? ¿Cómo es posible? No lo puedo creer. Si son tan poderosos, ¿por qué me necesitan? – quiso saber Miguel.

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- Porque usted será el equilibrio. Como nosotros, hay algunos hombres alrededor del mundo. Unos, conscientes de la misión, y otros, durmientes, como usted. Einstein era un hombre que despertó súbitamente. Fue precisamente uno de los hombres responsables del equilibrio mundial. Y debo decir que cumplió bien su misión. Sólo unos pocos comprendían su lenguaje, su pensamiento, su espíritu. Estamos presentes en todo lo que le rodea. No tenemos que escondernos. Nos comunicamos con total normalidad. Sólo algunos privilegiados o durmientes son capaces de entendernos. Museo, el historiador griego, y Julio Verne eran auténticos iniciados. Sin embargo, uno menos conocido, pero no menos importante, era Víctor Alba. Y así, tal vez, cuando entre en una biblioteca o vaya a un estanco y compre un libro barato, quizá descubra a algún privilegiado.

- Todavía no comprendo. ¿Es algún grupo más antiguo que los masones?

- La respuesta está en el dossier. Tiene un mes para estudiarlo. Cuando lo haga, hablaremos del futuro. Le daré algún dinero para que no tenga preocupaciones terrenales.

D. Anastasio abrió el cajón del antiguo escritorio y sacó el sobre. Esta vez le entregó un gran sobre color marrón a Miguel. Él lo cogió y se despidió de D. Anastasio. Cuando salió al pasillo sintió más frío que nunca. La luz del pasillo era intermitente. Pero Miguel ya había recorrido ese camino. No era un extraño. Caminó con seguridad, sin miedo, pero con un respeto hacia algo desconocido; algo por ahora fuera de su comprensión, algo más fuerte que él.

Al salir a la calle, pudo apreciar como nunca la belleza de la naturaleza. Miraba hacia los lejos y sentía su papel dentro de ese universo. Tal vez había encontrado su lugar dentro del infinito cosmos.

Se dirigió hacia la parada de guaguas. Allí abrió discretamente el sobre. Se quedó impresionado. Debía haber por lo menos 600,000 pesetas en billetes de diez mil. Era más de lo que se había ganado en tres años trabajando para un pseudo psiquiatra de Tenerife.

Miguel llegó a su hogar y se encerró en una habitación. Abrió el Dossier y fue directo hacia las frases dispersas. Al volver a repasar los textos, se dio

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cuenta de que, más que extraños jeroglíficos, eran expresiones cargadas de un lenguaje simbólico, místico, religioso, similar al utilizado por los alquimistas. La frase la “Opus Mágnum” se repetía varias veces. La “Gran Obra”.

El texto era confuso, habría que dedicarle más tiempo. Él reflexionaba, pensaba que si este grupo había tenido que esconder su secreto a través del tiempo tenían que desarrollar algún lenguaje para confundir a sus enemigos, a los inquisidores. La mejor fórmula era la utilización de símbolos, escrituras raras, idiomas antiguos, fórmulas, pensamientos y razonamientos abstractos. En fin, crear todo un sistema de comunicación que se caracterizaría por su hermetismo.

Por otro lado, pensaba en su conversación con D. Anastasio. El nombre Raimundo Lulio le vino a la mente. Comenzó a ver qué relación podía tener este hombre con el acertijo. Repasando la historia, se percató de que Lulio fue el alquimista más grande de la Edad Medía. Fue el responsable del renacimiento de la alquimia en Europa. Antes de Descartes, él hablaba de aplicar la duda a todo conocimiento. Y es que el espíritu de los alquimistas es el de la duda, la búsqueda paciente y el experimento. Sólo así se puede llegar a la verdad. Este hombre tuvo que sufrir grandes penurias, vivió al borde de la hoguera. Así que decidió camuflar sus conocimientos bajo los pensamientos cristianos. Algo que le llamó la atención a Miguel era que Lulio había estudiado árabe durante nueve años. Tal vez el conocimiento venía de oriente. Quizá la contestación estaba en oriente. Tal vez los antepasados de D. Anastasio venían de allí.

No obstante, también reflexionaba sobre la misión de un alquimista. Si ellos utilizaban la simbología para proteger su secreto del resto de la humanidad, entonces el laboratorio en donde ellos ensayan con metales, que tal vez se transformarían o no, era realmente un plano en donde el ser humano, después de varios ensayos, sería capaz de encontrar la fórmula correcta para su propia transformación. En realidad se trataba del intento del ser humano de realizar una transformación interior. Era un diálogo entre el hombre y la naturaleza, entre el ser viviente y lo que llamamos inanimado. Aunque, para los alquimistas, este término no existe. Para ellos, la materia está sometida a un magnetismo alimentado por los astros.

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A pesar de toda esta información, no había ninguna conclusión lógica. D. Anastasio hablaba de la misión, de antepasados, de tiempos inmemoriales, de la división de los miembros, de que eran siete y ahora estaban divididos, de privilegiados, durmientes y, finalmente, de Miguel como un amigo de la verdad.

Todo esto llevaba a Miguel a pensar que ese secretismo, además de proteger a este grupo, también impedía que los menos favorecidos tuviesen medios intelectuales para conocer ciertas realidades del mundo, la verdadera historia. Sólo algunos sabios, eruditos, escritores y sacerdotes sabían porque tenían acceso a ciertos conocimientos. Y, por supuesto, el grupo y sus descendientes. Algo muy interesante es que existe un fenómeno de silencio que ha perdurado desde los primeros años de la era cristiana hasta nuestros días.

Después de varios días, Pedro llamó a Miguel. Tenía una clave.

- ¿Miguel? - Preguntó Pedro.

- Sí.

- Creo que el texto que me enviaste habla sobre la historia de Fenicia.

- ¿Y? – Preguntó Miguel.

- Es una especie de revelación. Creo que esta información puede traernos problemas. Mencioné el nombre “Sanchoniaton” a un amigo del departamento de historia y me hizo muchas preguntas de cómo sabía este nombre - contó Pedro.

- Ven para Las Palmas. Es importante que hablemos.

- Vale. Iré durante el fin de semana.

Miguel se sentía agobiado. Se preguntaba por qué él. De repente, cerró el Dossier. Esperó unos minutos y lo volvió a abrir. Esta vez leería todo el contenido, intentando buscar una relación. Sin prejuicios, tal y como le dijera D. Anastasio. ¡Claro! Comprendió que los otros cuatro miembros tenían el poder político. Como decía D. Anastasio, ellos sintonizaban con el pueblo. Por este motivo, ellos querían derrocar al actual presidente. Estaba claro

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que el Presidente era un miembro del grupo, pues había llegado al gobierno de una manera extraña. Se quebraron muchas voluntades, algunos enfermaron y otros vieron en su candidatura una oportunidad de lucro. Ahora había que identificar a los otros tres.

Sin embargo, la lucha se libraba en otro tablero. No era sólo por poder. Algo que le llamó la atención fue un caso que se comentaba sobre una obra faraónica, un monumento. Era la famosa montaña de la identidad. Un lugar de culto, sagrado, escenario de extraños sucesos. Una especie de eje, de punto en donde lo terrenal se confunde con lo supranatural. Estaba situada en la isla de Fuerteventura. D. Anastasio y sus amigos querían convertirla en una obra de arte para que el mundo pudiese admirarla. Era un gran cubo por donde pasarían miles de personas para admirarlo. Para algunos, el cubo es el símbolo de la tierra; representa las cuatro fuerzas constructoras. Sin embargo, la empresa era cara. El precio era astronómico. No obstante, se trataba de una ofrenda y eso no tiene precio. Había contactado con otro privilegiado que llevaba tres décadas esperando para presentar un proyecto que había sido visualizado hacía más de 4000 años. Sin embargo, el presidente no quería el monumento. Era un mal recuerdo, una piedra en su camino. Él era feliz dominando a los mortales comunes, aunque fuese por accidente. Esta realidad era más placentera. En el mundo terrenal no caben los recuerdos, sobre todo si tienen que ver con los orígenes. Después de todo, la misión y el secreto podían ser una jugada de su imaginación. Era evidente que había perdido la noción de su plano original.

Miguel comenzó a revisar los periódicos hasta identificar a los tres restantes. Todos estaban en el mundo de la política. A diferencia de D. Anastasio, ellos eran bien conocidos por todo el pueblo. Todos tenían unas características individuales que les hacia destacar. El presidente había subido como la espuma y todavía nadie se explica cómo había podido llegar hasta ahí. El segundo tenía el don de la oratoria, el poder de la serpiente. Era capaz de jugar con el verbo a su antojo sin instalarse en él, era un auténtico ingeniero conceptual. El tercero era conocido por entregarse a los placeres mundanos. Le gustaban las aventuras de todo tipo. Era capaz de navegar en cualquier lugar. Se le daban mejor las aguas turbulentas. También navegaba en la cama con todo tipo de jovencitas. Nadie se explica su asombrosa agilidad mental. Y el último controlaba a la oposición. Así tenían el control político absoluto. El otro tenía una imagen diferente. Era un joven conservador, gestor eficaz, un arquitecto de los números. En la capital era el rey. Jamás será destronado, se iría cuando él quisiera. Además, nadie podía relacionarle con los otros tres. Después de una extensa lectura,

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Miguel reflexionaba nuevamente: ¿Cómo me he dejado embaucar por este hombre? ¿Cómo es posible creer esta historia? ¿Cómo alguien se lo puede tragar? Pero, por otro lado, había recibido un dinero. Una suma cuantiosa. Así que finalizaría el trabajo y se dedicaría a otra cosa. A cualquier cosa. Su encargo conllevaba cierto peligro. ¿Y si D. Anastasio era un esquizofrénico? ¿Un chiflado? ¡Dios! - pensó.

Al día siguiente, Pedro llegaba de Tenerife con un sobre. Ahí traía la información que Miguel necesitaba. Salió del terminal del aeropuerto de Gando para esperar a Miguel. Sin embargo, a la salida se encontró con un hombre que tenía un cartel con su nombre. Pedro se acercó a él.

- Hola, soy Pedro. ¿Por qué no me ha venido a recoger mi anfitrión? - Preguntó al hombre.

- Miguel está en una reunión y me pidió que le recogiera.

Pedro sintió un poco de desconfianza y le dijo que tenía que entrar a buscar una maleta que había facturado. El hombre le dijo que le esperaría fuera. Pedro entró rápidamente y buscó una cabina telefónica. Llamó a Miguel.

- Miguel, te habla Pedro. Estoy en el aeropuerto.

- Bien. Espérame, voy a buscarte en un taxi.

- Creí que habías enviado a alguien a buscarme - dijo Pedro con notable nerviosismo.

- No. He tardado porque mi hija tiene cólicos. Iré enseguida.

- ¡Espera! Hay un individuo que dice que le enviaste a buscarme.

- ¡Sal de ahí inmediatamente! Busca un taxi y desaparece. Dile al taxista que te lleve al teatro Guiniguada. Estaré esperándote allí – contestó Miguel.

- Vale.

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Pedro caminó hasta la otra salida del aeropuerto. Al salir, vio un taxi de Telde y le hizo una señal para que le recogiera. El taxi acudió rápidamente. Al entrar, Pedro le dio la dirección acordada con Miguel y se relajó. Mientras salía del aeropuerto de Gando, Pedro miraba a su alrededor para ver si le seguían.

- ¿Podría ir más deprisa, por favor? - Pidió Pedro al taxista.

El taxista aceleró un poco, era un hombre joven, natural de Vecindario. Le quedaba media hora para acabar su turno, así que estaba deseoso de terminar con la carrera. A la altura de la entrada de Jinámar, una patrulla de la policía nacional le ordenó detenerse. La situación era anormal; la Guardia Civil realizaba usualmente ese tipo de intervención en la autovía. El taxista se detuvo, haciéndose hacia un lado de la carretera. Era curioso el hecho de que en ese coche oficial hubiese cuatro agentes de la Policía Nacional. Tres de ellos estaban uniformados y uno iba de paisano.

Uno de los oficiales se bajó del coche y se acercó al taxi. Le pidió la documentación al taxista y se fue al coche patrulla para la verificación. Después de cinco minutos, regresó y le ordenó al taxista que se bajara del coche y que le acompañara a la patrulla.

- ¿Qué sucede, tío? - Preguntó el taxista, visiblemente enfadado.

- Algo no está claro con su documentación - respondió el oficial con mucha seriedad.

- ¡Vamos, tío! No me hagas perder tiempo.

- ¡Vamos! - Exclamó el oficial con autoridad.

Está bien – se resignó el taxista.

Mientras caminaban hacia la patrulla, el taxista le preguntó qué sucedía. Entonces, el oficial le dijo que el cliente que llevaba era una criminal peligroso y que le iban a arrestar y, para evitarle algún daño, querían alejarle del taxi. Por otro lado, Pedro estaba comenzando a ponerse nervioso. Sacó un sobre del maletín y puso la dirección de Miguel. Lo selló y

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lo colocó debajo del asiento del conductor. Al llegar a la patrulla, los demás agentes se bajaron y se dirigieron rápidamente hacia el taxi. Al ver esto, Pedro abrió la puerta e intentó escapar corriendo hacia un área rocosa cerca del mar. El terreno era pedregoso y se le hacía difícil correr, sobre todo con aquel maletín marrón. Los tres policías comenzaron a seguirle. Mientras tanto, el que acompañaba al taxista le dijo a éste que se fuera, para evitarle problemas. El chico de Vecindario corrió hasta su taxi y desapareció. Mientras, el policía que le dio las instrucciones apuntaba los datos del joven en una libreta negra.

Pedro corría por el borde de una especie de acantilado. Los policías le gritaban que se detuviera, pero él no les hizo caso. En esa área, el nivel del mar era más bajo, con lo cual no se veía lo que estaba sucediendo desde la autopista. Así que los policías desenfundaron sus armas, que no eran de reglamento. Pedro perdía terreno, tenía el sol en su contra, estaba muy agitado y sudando profusamente, sus piernas comenzaban a temblar, pues no estaba acostumbrado a hacer ejercicio. Uno de los policías se detuvo y le apuntó a la pierna. Realizó un disparo sordo que se perdió entre los confusos ruidos de la autopista. La bala le impactó en la región lumbar. Pedro se desplomó como en cámara lenta. Cayó sobre unas piedras, muy cerca del agua, destrozándose la cara. Sus gafas se habían roto, sangraba por la nariz y la boca. Estaba inmóvil, esperando ser rematado. Era un hombre inteligente, había intuido peligro desde que Miguel contactó con él. Sin embargo, pensaba que en toda su vida no había hecho algo realmente interesante, no luchaba por ninguna causa, no tenía ninguna ideología, no se consideraba aventurero, creía ser víctima del estancamiento moderno. Así que se embarcó en algo que, como la mayoría de las causas sociales actuales, no tenía objetivos claros, y su futuro era incierto. El hombre que le disparó se acercó hacia él.

- ¡Anda, hijo de puta!. Dime, ¿dónde está el documento? Contesta o te mato - amenazó el oficial.

- “El mundo físico es esclavo del mundo ideal y ejecutor de sus planes2” - dijo Pedro, moribundo, con voz quebrada, dolida y, sin embargo, satisfecha.

2 Benito Pérez Galdós (1843-1920), escritor Canario.

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Aquel bruto no le comprendió y, al ver el maletín flotando en el agua, le disparó en la cabeza sin más. La sangre de la víctima se fundía con la tierra mientras aquella conciencia desaparecía, quizá hacia otro espacio.

Y es que “De igual modo que los pensamientos del tiempo y del espacio se pierden en el infinito, así el hombre de cualquier condición se pierde en la Humanidad. Los frenos del egoísmo, del interés y de la religión no bastan3”.

Miguel esperaba frente al Teatro. Sin embargo, algo le decía que se largara. Una extraña sensación que no podía describir le obligó a irse despavorido. Algo le decía que todo había salido mal. Cogió un taxi hacia su casa. Al llegar, seguía poseído por la idea de peligro. Así que decidió enviar a su familia al campo con unos familiares.

Se quedó solo en el apartamento. Estaba esperando la llamada de Pedro. Era una forma de autoengañarse; él sabía muy bien que no llamaría.

El teléfono sonó, era D. Anastasio; requería la presencia de Miguel. Sin embargo, esta vez él le dijo que no podía asistir a la cita.

- No sea insensato, Miguel, está vinculado a nosotros. Es parte nuestra, aunque no sea consciente de ello. Por qué cree que le estoy llamando. Intuyo lo mismo que usted. Cometió un error, le confió a un no iniciado el secreto. Ahora esa persona ya no está en nuestro plano. Una pena que haya tenido que fallecer un ser humano para constatar la existencia de todo lo que le he dicho. “¡Ay, dichoso el mortal de cuyos ojos un pronto desengaño corrió el velo de la ciega ilusión!4” - dijo D. Anastasio.

- Iré enseguida - contestó Miguel.

- Bien. Hace lo correcto.

3 Hipólito Nievo (1831-1861), escritor italiano.

4 Gaspar Melchor de jovellanos (1744-1811), escritor español.

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Miguel llamó un taxi y salió a esperarlo mientras reflexionaba. Se sometía a otra sesión de tortura. Pensaba: -- ¡Dios! Parece que no existen los caminos rectos en el mundo en que vivimos. Y los errores, éstos nunca son insignificantes. ¿Qué he hecho? ¿Por qué tuve que involucrar a este chico?

El taxi tardó unos diez minutos, recogió a Miguel y le llevó hasta el despacho de D. Anastasio. Al llegar, pagó con un billete de cinco mil pesetas y siguió andando. Entró al viejo edificio cuyas ventanas parecían ser ojos y cuya entrada estaba lista para tragarse a Miguel. Subió las escaleras rápidamente, con decisión, sin temor. Mientras caminaba por el frío y oscuro pasillo, veía con claridad. Sabía que D. Anastasio le esperaba y estaba seguro de que estaría solo. Ya era un iniciado, había sido instruido. No en el rito, sino en el verdadero conocimiento.

Caminaba mientras visualizaba, podía ver cosas, veía personas, hombres reunidos, redactando documentos, retrocedía en el tiempo y la imagen de D. Anastasio era clara, pero esta vez con otros atuendos. Era cierto, D. Anastasio era un hombre de antaño, un hombre con sentido de misión, sentido de sacrificio y fuerza. Ésta sería la última visita, pues en Miguel se depositaría el legado del grupo.

Este sentimiento se hacía más y más fuerte a cada paso que le aproximaba al despacho de D. Anastasio. Al llegar a la puerta, la encontró abierta. Ya no había obstáculos, no había secretos; él era uno de ellos.

- Gracias por venir, Miguel - habló D. Anastasio mientras observaba el medallón que estaba sobre el escritorio.

- He venido lo más pronto posible.

-¿Sabes por qué está aquí? - preguntó D. Anastasio.

-Sí.

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- Bien.Te diré algo. “El tejido de nuestra vida está hecho con un hilo mixto, bueno y malo5”. Es imposible ponerse un traje con sólo uno de los tejidos. Sin embargo, es necesario hacer un traje equilibrado, pues para sobrevivir en ese mundo hay que conocer muy bien los dos materiales. Sólo así podrá saber qué tejido utiliza el prójimo. Mis días están contados, nunca creí que llegaría este momento. El único tesoro por el cual debemos luchar es la búsqueda de nuestra finalidad en el mundo; éste no está en ningún lugar específico, sino en el propio corazón. ¿Me comprendes?

- Sí. Ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser, es la única finalidad de la vida - contestó Miguel.

- Bien, aquí tienes el medallón. Ha cambiado muy pocas veces de manos. Es la primera vez que no es arrebatado, auguró buenos tiempos para mi tierra, aunque no pueda vivir para verlos. Espero que pueda culminar nuestra misión, nuestra obra, si no tendrá que esperar como yo a otro hombre, un amigo de la verdad, para que siga el camino.

Miguel aceptó el medallón con solemnidad y se lo puso. Salió del despacho y mientras cruzaba el pasillo se escuchaba una profunda lamentación con el estruendo de un disparo. D. Anastasio había decidido acabar con sus décadas de dominio. Sólo él podía acabar con su destino. Era un ser intocable, pero estaba cansado, agotado. Eran innumerables años de viaje. Como todos los grandes, había sido víctima de intrigas y envidias. El momento de pasar el mando había llegado. Ahora, los enemigos tendrían que luchar en contra de un nuevo iniciado, un desconocido para el resto del grupo, un hombre que también tenía contacto con la sociedad, con la gente; era un médium convertido en brujo.

Ahora, él movería los hilos, haría los trucos, tejería y tejería la realidad de la isla hasta que algún día culminara la misión, Opus Mágnum.

“Los errores se producen con facilidad; los errores son inevitables. Pero no existe error tan grande como no proseguir6”. Todo ser humano sueña con realizar una gran obra. Algunos ingenuos quieren salvar el mundo, otros quieren ser Dios. Sin embargo, el primer paso es salvarse a sí mismo y luego salvar a los demás.

5 William Shakespeare (1564-1616), dramaturgo y poeta británico.

6 John Stuart Blakie (1809-1895), escritor y poeta inglés.

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En ocasiones, el deseo, aunque con buenas intenciones, es como un gran fuego sin control, que se debe intentar esquivar para no sentir sus despiadados latigazos en la cara. Cuando eso sucede, hasta el ser humano más vital se derrite en un profundo sueño de depresión, pensando en las cicatrices, las mentiras y el dolor que no le permitieron ver más allá del blanco y del negro, y se lamentan de haberse perdido la belleza de los colores que pueden sacarse de las tonalidades grises del mundo que intentaron arreglar.

La lucha de las ideas es permanente, no se detiene, es una guerra sin tregua, de cuya razón inicial muy pocos se acuerdan. Los que dirigen los ejércitos se encuentran sumidos bajo una ola de compromiso absurdo, del cual ellos también son víctimas.

En el fondo, Miguel era una víctima más de la juventud que hace perpetuo un pensamiento que tiene conciencia ausente de caridad y de vergüenza.

Al día siguiente, se miraba al espejo y veía una mirada oscura y profunda que parecía no tener fin.

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EL NIÑO MIMADO

Fernando Ramírez abría la puerta de su pequeño despacho y llamaba al siguiente paciente. Prefería tratar con mujeres, pues, según él, eran más fáciles de manejar. Además, creía poseer una especie de encanto diabólico para seducir a la fémina más puritana.

Era un joven psiquiatra, con pasado nacionalista, altas dosis de ruindad y marcada predisposición a culpar a los demás o a ofrecer racionalizaciones verosímiles sobre su comportamiento conflictivo. Una vez aprobada la carrera de medicina, primó más su status social que las firmes convicciones de cuello azul de las que presumía a grito pelado, en las viejas manifestaciones universitarias en las calles de La Laguna, a través de su antiguo megáfono. Ahora se codeaba con la gente a la que escupía, amparándose en la lucha por la igualdad.

No soportaba estar a la sombra, no toleraba la frustración. Quería ser protagonista, tanto en el ejercicio de su profesión como en la docencia. Curiosamente, este hombre de gran ego se convirtió en psiquiatra gracias a una vieja normativa que permitía a los estudiantes de medicina realizar una serie de trabajos que luego serían acreditados para obtener su título de especialidad en psiquiatría. De esta forma, evitaba tener que pasar por un tortuoso examen llamado MIR, prueba que, de tenerla que hacer, tal vez no la hubiese superado.

El retrato psicológico de este individuo era muy interesante. Se escondió detrás del disfraz de joven rojo. Luego se convirtió en uno de los colaboracionistas, de supuesto espíritu cultivado, que tanto criticó en el pasado. Ahora todo un académico, enmascara su cruel despreocupación por los sentimientos de los demás y falta de empatía.

Con las viejas ideas marxistas muertas, ahora era un hombre movido por el deseo material. El deseo de ser y de tener. La profesión de psiquiatría le abrió las puertas a la sociedad , pues trataba a personas muy influyentes, enterándose de sus secretos más íntimos, situación que le ponía en una posición de poder. Por otro lado, sus hobbies predilectos, las drogas y el

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sexo desenfrenado, eran la representación más burda de su pobre filosofía de vida. La Facultad de Medicina era su jungla particular, su reino. El título de profesor titular le hacía apto para convertirse en rey de esa selva.

En los dominios del ser pensante y racional siempre habría una presa débil e incauta a la que podría devorar, y otras no tan ingenuas que se jugarían el tipo por una calificación.

Es curioso el hecho de que una persona preparada para estudiar el inconsciente de los individuos no fuese capaz de analizar el suyo. La vista hacia el interior a veces es dolorosa, inclusive hasta para los seres más despreciables. Su ritmo de vida sólo le permitía actuar a través del instinto y de los complejos, aunque él lo justificara como la gran liberación sexual del hombre moderno.

Existía una gran contradicción en un hombre que hablaba de la libertad y de no juzgar al individuo, cuando ejercía una profesión cuyas características más importantes eran las de clasificar o etiquetar los supuestos fenómenos de la degeneración o alineación humana.

Tampoco se escapa el silencio del enfermo que, al igual que en los tiempos de la antigua represión, seguía sin poder decir una palabra. De modo que quedaba clara la similitud de los cimientos del poder de la profesión con el pensamiento de naturaleza fascista capaz de sentenciar: “Es un esquizofrénico, paranoide, histérico o maníaco depresivo y, si no estoy seguro, lo llamo neurótico”. Juicios capaces de anular a un ser humano, restándole legitimidad a cualquier cosa que pueda decir en su favor. Si el juicio de por sí es una grave agresión hacia cualquier individuo, imagínense un mal diagnóstico o un diagnóstico mal intencionado. Esto convertía al psiquiatra en una persona, no sólo poderosa, sino muy peligrosa.

Con su nuevo status al igual que el sistema, la psiquiatría estaba dispuesta a escuchar. No es casualidad ni producto de una reflexión en pro del bienestar del paciente sino quetodos los movimientos se flexibilizan cuando son cuestionados, corren peligro de desaparecer o pierden creyentes. Con su imagen más suavizada de cara a la galería, Fernando

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siguió con sus prácticas habituales, sería aún más omnipotente, pues ahora, si el paciente podía hablar, él tendría el poder de interpretar. En este sentido nada había cambiado. Los perversos subtefugios que encubren a la hermandad de gurus de la mente.

Eugenia era la siguiente paciente. Una mujer de unos treinta años de edad. Su pelo era rubio teñido, le daba luminosidad a su perfilado rostro. Sus ojos, verdes, tristes y apagados por el Sinogan. Su figura era esbelta, nada que envidiarle a ninguna profesional de las pasarelas. Sus reflejos lentos y torpes agravaban un sufrimiento que estaba lejos de desaparecer.

- ¡Doctor! - Saludó Eugenia con voz lenta y cansada mientras se sentaba en una silla de cuero frente al escritorio del psiquiatra.

- Hola, Eugenia. ¿Cómo estás? - Preguntó en un tono seco y serio mientras miraba sus pechos sin el más mínimo disimulo.

La paciente se sentía distante e intimidada por este depredador. Su espesa barba escondía un horrible eczema causado por el estrés o, tal vez, por el exceso de pastillas. Al igual que sus mentores, necesitaba una máscara, pues no era capaz de mostrarse como era en realidad. Cubría su vista con unas sucias gafas negras, fabricadas con un plástico barato, para que no se vieran sus ojos enrojecidos sabrá Dios por qué droga. Él sabía que la tenía acorralada, su presa estaba lista, cansada, muy débil para la lucha, ya no podía defenderse. Carpe diem, pensó el ogro.

Era la séptima cita con ella. Desde el primer encuentro le recetó Sinogan. Ahora se encontraba justo donde la quería. Según Fernando, ella tenía un buen polvo. Bueno, casi todas sus pacientes tenían un buen polvo.

Ella intuía su suerte. Sin embargo, soportaba la presión, pues este hombre podría tener la respuesta a su problema. Y es que, como los demás necesitados de este mundo, ella pensaba que la curación del espíritu no sería posible sin el médico. Y es que la mentalidad de seguir considerando al enfermo como un niño, incapaz, indefenso, sin legitimidad para opinar, había sido el legado de sus abuelos de profesión, un neurótico y un hombre

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en el umbral de la psicosis. Ellos son los responsables del infantilismo atroz al que han sido sometidos los enfermos desde principios de siglo.

Sin embargo, este infantilismo ha sometido tanto al médico como al paciente. Al primero, por tratar de disimular sus propios miedos y creerse Dios, y al segundo, por creerse su papel de imbécil pasivo. ¿O acaso es posible que un loco pueda curar a otro?

Fernando se levantó, se dirigió hacia la puerta y puso el pestillo. Luego se giró hacia Eugenia y la miró directamente a los ojos. Ella no reaccionaba. Caminó hasta estar justo frente a su presa. Ella permanecía inmóvil, atrapaba por su supuesta inferioridad.

- ¿Quieres curarte? - Preguntó Fernando.

- Sí - contestó Eugenia con la voz quebrada.

- Pues tendrás que esforzarte - dijo el depredador.

Se bajó la bragueta y expuso su miembro viril como a tantas otras. Tal vez era deseo, degeneración o, simplemente, su compensación inconsciente. Ella estaba congelada, con los labios entreabiertos. Él siguió acercándose hasta introducirlo lentamente en su boca.

- ¡Anda, niña! Demuéstrame que sabes chuparla - dijo la bestia.

Ella la chupaba lentamente mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas. De pronto, se escuchó un terrible grito. Eugenia le mordió con toda su fuerza. Fernando yacía en el piso, sangrando. Había sufrido un desgarro. Eugenia estaba sentada en la silla, congelada, inmóvil, con sangre en los labios. Rápidamente, unos pacientes abrieron la puerta y vieron la escena.

- ¡Está descontrolada! ¡Me ha atacado! ¡Llamen al psiquiátrico! – Gritó Fernando.

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Eugenia no reaccionaba. Fernando se incorporaba gracias a la ayuda de varios pacientes. Rápidamente fue a su escritorio y buscó un medicamento fuerte para inyectar a Eugenia. Los imbéciles le ayudaban a sujetarla para supuestamente controlar a una mujer desequilibrada que había herido a su gurú, al hombre que poseía la respuesta a sus patologías, a sus miedos. Ese exorcista que podía librarles de sus demonios.

La ambulancia llegaba para llevar a Fernando. Tenía mucho dolor, aunque le tranquilizaba que su paciente no podría articular palabra alguna y, aunque lo hiciese, nadie la creería.

La policía esperó con Eugenia hasta que llegara la ambulancia que la llevaría al psiquiátrico. La víctima tenía todo en su contra, el mundo en el que había entrado para curarse es muy complejo. La jungla psíquica está llena de interpretaciones, diagnósticos, matices y de fenómenos del inconsciente que enmascaran perfectamente el comportamiento del hombre civilizado.

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EL PEDREGAL

Otro cliente que no acudió a la cita, algo que me había estado ocurriendo últimamente. Tal vez es la falta de firmeza de las personas que les hace cambiar de opinión apenas notan que una decisión firme puede llevarles hacia un compromiso mayor, donde tendrán que enfrentarse con algunos de sus miedos. Esos fantasmas a los que responsabilizan de la infelicidad y penurias de su vida cotidiana.

La mujer me había llamado con la gran alarma que genera el grito desesperado de auxilio, ese grito que tanto confort temporal le provee al que lo emite. La persona que aparentemente se encuentra en una situación sin salida busca el apoyo de los demás individuos, agarrándose a ellos con gran intensidad hasta pasar las impactantes turbulencias que provocan los apuros imprevistos o difíciles de digerir. Sin embargo, este caso tenía algo diferente; la mujer tenía una voz sensual, pero a la vez decidida. Era una de esas personas que a uno le gustaría citar en su casa. ¡Vaya idea! No obstante, mi actual condición económica no me permitía llevar a nadie a mi hogar. Ni siquiera yo me sentía a gusto allí.

Ella me comentó que su jefe se pasaba acosándola y, además, el muy bastardo le había estado pagando el mismo sueldo desde hacía tres años y por lo tanto ella quería que investigase su cuenta bancaria, para probar que ahora ganaba el doble de dinero que cuando comenzó a trabajar. Así podría reclamarle un aumento o, si no, demandarlo por acoso. O estudiar la posibilidad de mezclar las dos demandas. Conozco bien estos casos; cuando pasa el enfado, aquella persona desesperada cambia de opinión, piensa las cosas más fríamente y opta por tragar un sapo, cambiar de empleo o buscarse otro investigador privado más económico que yo.

Ya habían pasado veinte minutos de la hora acordada, y había perdido toda esperanza de que asistiera. Así que decidí tomarme un cortado en un bar de la Calle Triana, EL Pedregal. Era un pequeño establecimiento donde las personas que trabajan en los alrededores solían tomarse algo antes de comenzar la jornada laboral. Al lado, había una pequeña imprenta llamada el Sol. Ahí hacía mis tarjetas, realicé un pedido de diez mil. Tal vez repartí unas cien. Un indicador claro de cómo iba mi negocio.

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Me encontraba como si hubiese tenido una pelota de gofio en la boca. No articulaba muchas palabras, mi expresión era triste y no tragaba la situación en general. Tampoco podía tragar las estupideces de algunos que se pasaban el día presumiendo de estudios que no tenían y de conocimientos que jamás podrían adquirir. Eran los típicos individuos que lo saben todo y que, si no conocen la respuesta correcta para una pregunta, se la inventan.

También estaba harto de los típicos casos de infidelidades, coches robados, o alguna investigación para pequeñas compañías de seguros. No comprendo por qué quedé con aquella chica, si el caso en sí era una estupidez. Quizá era la desesperación por cobrar cuatro perras. A pesar de esto, cuando hablé con ella, intuí que podía tener algo interesante. Llevo muchos años en la profesión y he visto cómo algunos casos insignificantes se tornan en acontecimientos de portada. Un golpe de suerte de este tipo era lo que necesitaba para darle un giro a mi vida. Pedí un bocata de pata mientras miraba el Canarias 7; quería ver si encontraba un segundo empleo.

En un pequeño televisor, detrás del mostrador, estaban retransmitiendo un partido de La Unión Deportiva de Las Palmas, pero el chico que me había servido el café, un joven de unos treinta años, estaba más pendiente de los enormes pechos de una mujer divorciada que solía visitar el bar.

Ella era una persona lista, pues después de darle unas migajas de afecto, el camarero siempre terminaba regalándole el cortado. Claro, después de tomárselo, ella no parecía estar prestándole mucha atención; después de la pequeña dosis de placebo, él silbaba mientras escribía con una tiza los nuevos precios en la pequeña pizarra del menú que estaba colgada en la pared, al lado de la caja registradora.

Era un espectáculo al que asistía todos los días. Si el pobre hubiese sabido que no se iba a comer ni una rosca, tal vez no habría sido tan benévolo. Pero en fin, cada cual interpreta su realidad como mejor le conviene.

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Se estaba finalizando el mes de mayo y la Unión Deportiva se encontraba en posición de ascenso a primera división. Hacía doce años que la gente esperaba eso. Sin embargo, siempre pasaba algo que lo impedía. En esta ocasión, mi instinto me decía que este año sería posible. Al igual que el equipo amarillo, llevaba varios años viviendo una vida de segunda.

Entró una joven de unos 33 años, pelo negro azabache hasta la cintura, vistiendo unos ajustados vaqueros negros de algodón y una blusa azul turquesa. Sus ojos eran endemoniadamente azules. Su tez era blanca y reluciente, sin caer en la palidez enfermiza. Su sonrisa tenía una mezcla entre angelical y siniestra. Su rostro era muy expresivo. Quedé hechizado por los encantos de esta atractiva bruja.

Se sentó a mi lado y pidió un café negro sin azúcar. Sacó un estuche de plata y lo abrió; extrajo un fino cigarro, probablemente un Dunhill mentolado. Buscó en su bolso e hizo un pequeño gesto de enojo. Tal vez había olvidado algo. Se giró hacía mí y me pidió fuego. Claro que no era ese fuego el que me hubiese gustado ofrecerle. Saqué un pequeño mechero de promoción del bolsillo y rogué que encendiera a la primera. ¡Bingo! No me hizo quedar mal. Ella me miró con una discreta sonrisa y me dio las gracias.

- ¿Cómo está el bocata? - me preguntó.

- Mejor que en la acera de enfrente.

- En la acera de enfrente hay una librería – indicó ella.

- Por eso digo - contesté.

- Así que tiene un mal día, amigo.

- Así es – afirmé.

- Yo también. Pero me lo tomo con más calma. Algunas cosas están fuera del control del ser humano. Y si están fuera de su control, significa que no las puedes resolver. Entonces, ¿por qué agobiarse?

- Tiene razón - le dije.

Pidió un bocadillo de pata y un refresco. Mientras tanto, extrajo un pequeño álbum de fotos de su bolso. Había unas fotos con una joven

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parecida a ella, pero más baja de estatura. Me las enseñó. Me dijo que esa persona era su hermana y que hacía mucho tiempo que no la veía. Hacía varias semanas la había llamado a Nueva York diciéndole que se encontraba en aprietos. Lo había hecho en varias ocasiones, pero esta vez ella presentía que podía ser cierto, así que había quedado en encontrarse con ella en el Pedregal.

La gente estaba comenzando a salir hacia sus respectivos trabajos, ya eran aproximadamente las 9:10 de la mañana. Sin embargo, entró un hombre de unos cuarenta años, que vestía chaqueta deportiva gris con un suéter de cuello de cisne negro; se sentó de un salto en una de las banquetas que estaban en la otra punta de la barra y pidió un capuchino.

El camarero, que estaba ensimismado en la joven que hablaba conmigo, se alejó para atender el pedido del hombre. Hasta ese momento habíamos estado los dos solos en el bar. Ahora me sentía cohibido, mis fantasías de ligar con una mujer de estas características se desvanecían lentamente.

-¿Nada más? - preguntó Carmelo, colocando la taza frente al hombre.

- No, gracias - contestó con un fuerte acento extranjero.

- ¿Una cajetilla de cigarros?

- Sí, Marlboro mentolado, quiero conservar el aliento fresco.

Mientras se tomaba el capuchino, no dejaba de mirarnos. Lo hacía tan descaradamente que me molestaba. Además, nunca le había visto en el bar. Llevaba unos cinco años yendo ahí, y no recordaba su cara.

Decidí ir al servicio, me disculpé y caminé por el lado de aquel hombre hasta llegar al fondo del bar. Intenté abrir la puerta del servicio, pero estaba averiada. Entré en el de las mujeres, pero tampoco funcionaba. Decidí usar el servicio de los camareros, que estaba dentro. Entré por mi cuenta, pues el camarero estaba terminando de escribir en una pizarra los precios de los menús de la semana.

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El hombre no dudó un instante, se puso de pie, cogió su capuchino y se acercó hasta la joven con la que estaba, y se sentó en el taburete más próximo. Visto de cerca, era un hombre con aspecto rudo, cabello de color negro gitano. A pesar de estar en forma, tenía la papada de un pelícano. Sus manos eran callosas, como si en el pasado hubiese trabajado en el sector de la construcción o algo parecido.

- Hola, me llamo Frank. ¿Puedo sentarme a su lado? - preguntó el hombre.

- Es un local público, puede sentarse donde quiera - contestó la mujer.

- Es curioso. Se parece muchísimo a una amiga mía. Se llama Sarah Rinaldi.

- Lo siento, pero me llamo Cristina, y no sería amiga suya - contestó ella suavemente.

- Yo tampoco saldría con usted. La chica a la que estoy esperando es muy educada. No tiene nada que ver con usted – dijo él con un tono sarcástico.

-¿Ah, sí? Bien por usted.

- ¿Cree que su amiguito la va a proteger?. Conozco a ese tipo de individuo; debe estar masturbándose en el servicio.

- El ladrón juzga por su condición, amigo - contestó ella sonriendo.

El hombre sonrió cínicamente mientras dirigía su mirada hacia la entrada. De pronto, un hombre enmascarado entró en el local con una pistola del calibre 22 con silenciador. De repente, le hizo dos disparos a la mujer en la cabeza. El camarero se quedó congelado. El otro hombre se puso una máscara y se dirigió hacia el servicio. Allí vació dos cargadores sobre la puerta del pequeño lavabo de caballeros, alejándose rápidamente. El que estaba en el bar se encargó del camarero. Ambos salieroncon absoluta tranquilidad. Salí rápidamente para encontrarme la terrorífica escena. Carmelo, el camarero, estaba muerto sobre la pequeña pizarra de precios, y la joven mujer de pelo negro estaba muerta sobre la barra.

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Eliminado: como si nada hubiese pasado

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Saqué unas monedas de mi bolsillo y llamé a la policía, pues mi teléfono móvil no tenía saldo y el 112 podría tardar una eternidad. Intenté hacerme una idea de lo que había ocurrido. Obviamente, no iba dirigido a Carmelo. En cuanto a mí, es muy difícil que tuviese algún cliente enfadado, pues hacía tiempo que nadie contrataba mis servicios. Por deducción debía ser la chica. Antes de que llegara la policía, cogí algunas fotos de ella con la hermana y las guardé en mi cartera. Si su hermana tenía problemas y se parecía a la víctima, tal vez la confundieron con ella, por lo que tenía que avisarla para evitar otro asesinato.

Al cabo de varios minutos llegaron dos policías de la secreta. Eran Félix y Martín, precisamente los que más me tocaban las pelotas. Eran los policías que más obstáculos le han puesto a los detectives privados en la ciudad de Las Palmas.

Félix abrió la puerta y al verme sonrió cínicamente. Martín entraba detrás de él, y me dijo: -Parece que vas a tener un día movidito. ¡Vaya! ¡Esto es el colmo! Con razón no tienes clientes si buscas una gente con corta expectativa de vida .

- Hago lo que puedo - le contesté.

- ¿Y qué tenemos aquí? - Preguntó Félix.

- ¿No lo ves? - Le dije enfadado.

- No te pongas chulo conmigo - me contestó.

- Vale.

- Cuéntame - inquirió Félix.

- Bien, entró esta mujer, entablé una conversación con ella y decidí ir al servicio. Mientras estaba allí, un hombre que nunca había visto tuvo que haberle disparado a ella y al camarero. El muy hijo de puta fue al servicio y disparó por lo menos 30 veces.

- ¿Y por qué falló? - Me preguntó Martín sonriendo.

- Porque estaba en el servicio de los camareros, ya que los demás no funcionaban.

- Bien, quédate por ahí en lo que miramos un poco.

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En esos momentos, llegaba la policía científica mientras Félix y Martín comenzaban a preservar la escena del crimen.

No podía dejar de pensar en aquel hijo de puta que entró en el bar. Si no fuese por el destino, tal vez hubiese acompañado a estas dos víctimas en su viaje al mundo de los calvos. Esperaba un giro en mi vida, pero no entrar en una espiral de muerte.

Martín se acercó a Carmelo y le dio la vuelta.

- ¡Coño! Tiene muy buen aspecto; parece que el jodido se cuidaba.

Extrajo una abultada billetera de su bolsillo y me mostró unos siete condones.

¡Vaya con el Carmelo! - dijo Martín.

Luego se dirigió hacia la mujer y la miró de cerca.

- Bonita – opinó Martín, y luego, dirigiéndose a mí - ¿A qué crees que se dedicaba?

- No lo sé, tal vez a lo mismo que tu madre. Aunque eso cambiará cuando algún viejo la retire.

Martín saltó sobre mí, intentando darme un puño. Félix intervino y nos separó para luego pedirme que diera una descripción de aquel hombre a unos de los agentes y que, seguidamente, desapareciera. Era justo lo que quería. Necesitaba adelantarme a los asesinos, pues cuando la policía o la prensa revelaran el nombre de la víctima, se darían cuenta de que

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cometieron un error. No podía decirle nada a estos palurdos, pues eran capaces de cagarla como en otras ocasiones.

Antes de abrir la puerta para salir, miré hacia atrás; Félix se estaba comiendo un donut del expositor. ¿Por qué no me habría hecho funcionario? Tal vez estaría tocándome los huevos como ellos. Sin embargo, todavía sentía interés por los demás, el suficiente como para luchar.

Sin prestar la más mínima atención a la retransmisión de la Unión Deportiva, un fotógrafo de la policía científica comenzó a sacar tomas del cadáver desde por lo menos treinta ángulos diferentes y, luego, un sargento barbudo y calvo de la división de Homicidios, al que nunca había visto antes, se colocó un par de guantes de látex y comenzó a examinar el cuerpo de la chica. El pobre Carmelo ya había sido olvidado. El poder de la imagen y la estética perdura hasta después de la muerte. Me imaginé que enmascaraban unos sentimientos necrófilos.

El agente abrió el bolso de la chica y sacó un gran sobre blanco.

-¡Por Dios! Está llena de billetes de diez mil. Esta mujer llevaba dos millones depesetas en el bolso.

-¿Qué más? - preguntó Martín.

Sacó una vieja cartilla de la Seguridad Social y un permiso de conducir, ambos a nombre de Cristina Rinaldi.

Mientras tanto, estaba caminado hacia el Centro Comercial el Monopol, que estaba al comienzo de la calle Triana. Quería reorganizar mis ideas y examinar las fotos que extraje del bolso de aquella mujer. Por otro lado, además, pensé que también podía correr peligro, pues a mí me habían dado por muerto, sobre todo aquel bruto.

Estuve un rato en Plantaciones, echándome un café turco. Necesitaba estar lúcido, tenía la impresión de que sería una noche muy larga. Pronto me llamaría la policía para firmar mi declaración y hacerme preguntas adicionales. Estos tíos eran capaces de perder las notas de la investigación. Se me ocurrió ir al despacho para ver si tenía mensajes, tal vez podría tener

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alguna relación con la clienta que no asistió a la cita. O quizá la clienta era la mujer muerta.

Al llegar a mi despacho, pasé al lado de un Ford Fiesta azul marino. Miré discretamente y noté que la persona que estaba dentro del coche era la hermana de la chica muerta. Estaba sentada en el asiento del conductor, mirándome a través del parabrisas. Entré en el edificio y aligeré el paso hasta llegar a la segunda planta. Allí corrí un poco la mugrienta cortina gris y observé a la joven. Era preciosa, tenía cierto encanto. La miré fijamente, intentando estudiar sus intenciones. Saqué la foto de ella de la billetera y comprobé que, efectivamente, era la hermana de la que había muerto. Después de unos instantes, ella dio un brinco en su asiento y miró rápidamente hacia mí. Ante esa situación, decidí hacer un gesto para que subiera. Y qué mejor cebo que enseñarle unas fotos a lo lejos.

Ella se bajó del coche, mirando para ambos lados, y cruzó la calle para entrar en el edificio. Pude notar que tenía un bolso similar al de su hermana. Su pelo era rojizo, vestía una camisa verde clara con un pantalón blanco. A pesar de tener las mismas facciones de su hermana, tenía la piel con una tonalidad más saludable, sus pómulos eran colorados y tenía pecas en los cachetes. Daba la impresión de ser una persona inocente, incapaz de cualquier maldad.

Mientras subía las escaleras, metía rápidamente la mano dentro del bolso negro. Caminé hasta el pasillo y esperé a que subiera. Cuando se estaba aproximando al último peldaño, le cogí la muñeca y ella trató de soltarse, pero la apreté con fuerza y dejó de resistirse; aflojé un poco la mano mientras mantenía contacto visual y le dije: - Tu hermana está muerta, la han asesinado creyendo que eras tú. Corres un grave peligro.

Ella se echó a llorar desconsoladamente y dijo: - Era lo único honesto y limpio en mi vida.

- Lo siento, no puedes hacer nada. Ahora sólo te queda conservarte con vida. Mantenerte con vida es la mayor venganza - le dije.

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- No merezco vivir. Desde muy joven, mi hermana me ha sacado de los problemas, algunos muy gordos. Debí afrontarlo sola, así una persona inocente no hubiese muerto. ¡Dios!, ¡Dios, perdóname! - exclamó ella.

- No sé en qué lío estás metida, pero la policía tiene fotos tuyas, y los asesinos pronto se darán cuenta de que han cometido un error y te buscarán. Así que dime, ¿qué coño sucede? ¿Cuál es la verdadera razón de haber solicitado mis servicios? - Le pregunté.

- Abrí el listín telefónico en detectives y le escogí al azar.

- ¡El maldito destino! ¡Esto era lo que me faltaba! Parece que el giro que quería darle a mi vida lo hacía directo al cementerio de San Lázaro - dije.

- Lo siento, lo siento - me contestó.

- Bueno, ¿por qué te quieren muerta?

- Soy contable en una empresa que se encuentra en el Puerto de Las Palmas. He estado trabajando en un “Holding", que a su vez posee un sinnúmero de filiares por toda la isla. Desde hace tres años no recibía un aumento salarial. Estaba enfadada y decidí investigar las cuentas bancarias de mi jefe para ver si su justificación era cierta. Sin querer, me metí en una base de datos en la que aparecían clientes de los que nunca había oído hablar. Las cantidades que se manejaban allí eran superiores a las que acostumbrábamos a manejar legalmente. Luego la descripción de las mercancías no estaba clara. Sólo se describían medidas, y por la cantidad desembolsada, pensé que se trataba de droga. Tenía mucho miedo y no se lo comenté a nadie. Sin embargo, no me percaté de que la cámara de vigilancia me había grabado investigando fuera del horario laboral – contó mientras buscaba un cigarro en el bolso.

- ¿Y qué sucedió?

- Eso ocurrió un viernes. El lunes por la mañana me trasladaron a otra sección sin motivo aparente. Se trataba de un despacho solitario al que sólo va el personal de mantenimiento a buscar piezas de reemplazo. Era tétrico. Me cambiaron el horario de tarde, por lo que pensé que tal vez querían eliminarme. Entonces llamé a mi hermana, y luego a usted. Quería que ella estuviera presente en aquella cita a la que, por suerte, no llegué a tiempo.

- Bien, tendremos que planificar algo. La única pista que tengo es aquel individuo que estaba en el bar y la posible implicación de tu jefe. Tendré que hacer unas llamadas y aguantar las chorradas de los policías que están investigando este caso. ¿Tienes algún sitio a donde ir?

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- No - contestó ella.

- Entonces tendrás que confiar en mí. Te buscaré un lugar seguro.

- Gracias - dijo Sarah en tono triste.

Decidí llevarla a donde Cynthia, una vieja compañera de estudios. Pensé que ahí estaría segura. Cerré el despacho y salimos por la parte de atrás del edificio. Siempre aparcaba mi coche allí. Al comenzar mi carrera como detective, fantaseaba sobre situaciones trepidantes en las que la adrenalina fluía a mil kilómetros por hora. Imaginaba la profesión como una montaña rusa de emociones donde debía decidir rápidamente y donde sería el protagonista de mi propia película. Pero era todo lo contrario; me encontraba en un despacho que parecía escenario de una película de cine negro. No tenía clientes, y no sabía si me moriría de hambre o de aburrimiento. Ahora se presentaba una situación real y lo menos que tenía eran deseos de seguir el caso. No obstante, el mismo me tocaba muy de cerca, tanto como que mi vida estaba en peligro. Así que no le di más vueltas y seguí adelante. Para esta chica, yo era la única esperanza de escapar con vida. Y yo, bueno, yo sólo quería salir del follón.

Nos montamos en el coche y nos dirigimos hacia Tafira Baja. Antes de llegar a la Universidad de Las Palmas, había unos edificios verdes conocidos por los vecinos como “Los apartamentos de la colina”. Era el lugar perfecto para que Sarah se quedara unos días. Al llegar, llamé por el portero y no recibí respuesta. Decidí mirar en el buzón de Cynthia, y noté que hacía días que no recogía la correspondencia. Saqué un pequeño destornillador y forcé la cerradura de abajo. Una vez dentro del pequeño complejo, me dirigí hacia el apartamento 1C. De la billetera extraje una llave para abrir. Cynthia ignoraba que tenía una copia de sus llaves. Era un piso espacioso; la cocina, el comedor y la sala estaban en la primera planta, y las habitaciones y el baño en la segunda. Le mostré la casa a Sarah para que se familiarizara rápidamente con ella. Registré el escritorio de Cynthia y encontré una oferta de viaje a Santo Domingo. Cogí el teléfono y llamé a su trabajo. Allí me informaron que ella estaría de vacaciones durante una semana. Eso me dio cierta tranquilidad, así no tendría que explicarle por qué traía a una mujer para que se quedase en su casa, después de haberla dejado sólo dos meses antes. Le pedí a Sarah que no se dejara ver. No quería causarle problemas a mi amiga y tampoco quería que sus vecinos se dieran cuenta de lo que sucedía. Una vez instalada en el piso, salí hacia la Comisaría de la policía, en Luis Doreste Silva. Quería hablar con Félix y Martín. Debía saber la información que ellos tenían.

Eliminado: Chintya

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Al llegar, me encontré con Félix en la entrada. Acababa de comerse un bocata en el bar Gus, que estaba justo al lado de la Comisaría.

- Hola, Félix. ¿Tienes alguna información nueva? - Le pregunté.

- No. La cosa está jodida. Sólo sabemos que tiene una hermana muy parecida a ella. Fuimos a su casa, pero no estaba. Tenemos una persona vigilando su hogar para traerla a Comisaría.

- ¿Eso es todo?

- No. Tenemos un billete de avión de la mujer muerta.

- ¿Se iba de viaje?

- No, llegaba. Había venido en un vuelo chárter desde Nueva York. Llegó por la mañana. Curiosamente, se dirigió hasta el Pedregal. Parece que esperaba a su hermana - informó Félix, mirándole fijamente.

- Y el dinero, ¿de dónde lo sacó?

- No tenemos constancia de que esa suma se haya cambiado en el aeropuerto. Estamos haciendo las gestiones para saber si hizo una transacción por esa cantidad en Nueva York - dijo Félix.

- ¿Crees que la hermana puede estar en peligro?

- Sí, y tú también. Después de todo, tú eres el único testigo del supuesto asesino. ¿Sabes? Martín tiene una teoría.

- No sabía que Martín tuviese esa capacidad - dije cínicamente.

- Él piensa que tú pudiste haber cometido el asesinato. Llevas muchos años yendo al bar, estás económicamente mal y tienes experiencia como para borrar la evidencia - dijo Félix.

- ¡Vamos, Félix! Martín está como una jodida polla - contesté, cabreado. - Para acusar a alguien de asesinato se debe probar que esa persona cumpla con tres elementos: Que tenga el motivo, la oportunidad y los medios. La mujer tenía dos millones del pesetas en la cartera y, además, os llamé.

- Sí. Pero podía haber tenido más dinero y nos pudiste haber llamado para no ser sospechoso - dijo Félix.

Eliminado: 900 mi

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- Quiero someterme a una prueba de parafina o como le llamen ahora. Además, quiero hablar con el mamón de tu compañero. Tú sabes muy bien por qué Martín me odia, no tengo la culpa de haberme follado a su ex mujer - le solté.

Félix se quedó mirándome y me dijo: - Vale, vete, pero no te alejes. No quiero oír que te has ido de vacaciones.

- ¿Con qué dinero?

- Bien, Chano - ¡Desaparece de mi vista! El bocata me va a caer mal.

Me fui con un mal sabor de boca. Los muy hijos de puta estaban mirando los celajes. No tenían a nadie que culpar. Y el nuevo alcalde estaba exigiéndoles un cabeza de turco. Ahora tendría que esforzarme más, pues Dios sabe de qué son capaces algunos elementos.

Decidí ir a la empresa del Puerto. Era el lugar idóneo para buscar alguna pista. Calculé que tendría unos días de ventaja sobre los demás investigadores de la policía. Fui al coche, un viejo Renault cinco que compré después de haberme graduado. Era el único amigo que no me había fallado.

Al llegar al puerto, entré en un enorme complejo donde reparaban barcos. Era un astillero impresionante. Debían moverse miles de millones de pesetas diariamente. Noté que había mucha vigilancia privada. Sin embargo, no conocía la empresa. Debía ser una empresa creada por el holding. Me dirigí al puesto de vigilancia y pedí hablar con el director. Allí me pidieron una identificación. Para estas situaciones dispongo de un carné falso de la policía. Rápidamente me dejaron pasar hasta la oficina del director. Caminé a través de un largo pasillo hasta el final del mismo. A los laterales había muchos escritorios con personal trabajando a ambos lados. Aparentemente había muchos extranjeros, pues podía distinguir alemán, inglés, italiano y japonés. El guardia de seguridad que me escoltaba me dejó justo enfrente de la puerta del director, era el Sr. Gardell. Decía ser Argentino. Debía tener unos cincuenta y seis años. Era alto, delgado, con el pelo canoso, sus cejas eran espesas, su nariz perfilada como el pico de un buitre. Al entrar, se levantó de su lujosa silla de cuero y se dirigió hacia mí con una sonrisa.

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- ¿En qué le puedo ayudar, Sr...?

- Martín. Martín Ramírez – saludé estrechándole la mano.

- Sr. Ramírez, ¿qué le trae por aquí?

- Estoy investigando la desaparición de una empleada suya - contesté.

- ¿Quién?

- Sarah Rinaldi.

Su expresión cambió súbitamente, frunció el ceño de tal manera que parecía sólo tener una ceja. Mantuvo una sonrisa forzada y se dio la vuelta para sentarse en su escritorio.

Al sentarse, abrió un cajón del escritorio y sacó una caja de puros.

- ¿Quiere uno, Sr. Ramírez?

- No, gracias, estoy de servicio.

- Así que está buscando a una empleada nuestra desaparecida - dijo seriamente.

- Así es, Sr. Gardell.

- ¿Y cómo dice que se llama esa empleada?

- Se llama ¿Sarah Rinaldi?

- Un momento. Llamaré a personal.

El señor Gardell levantó el teléfono y pidió que le pusieran con Personal.

- Buenas tardes, Sr. Román. Quiero hacerle una pregunta. ¿Tenemos alguna empleada con el nombre de Sarah Rinaldi? ¿No? Muchas gracias - colgó el teléfono después de dirigirme una mirada socarrona - Lo siento, Sr.

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Martín. No existe ninguna empleada en nuestra empresa con ese nombre. ¿Desea algo más?

- No, gracias - dije con enorme asombro.

El Sr. Gardell apretó el botón del intercom; llamó al guardia de seguridad que estaba afuera. El hombre entró en fracciones de segundos.

- Por favor, acompañe al Sr. Martín hasta su coche y asegúrese de que salga de nuestro complejo - ordenó el Sr. Gardell.

- Sí, señor - contestó el guardia.

Salí del despacho escoltado por el oficial. Tuve que recorrer el largo pasillo nuevamente. Una vez fuera, me dirigí hacia el coche. Al llegar al mismo, había dos hombres. Uno era alto y peludo; parecía un oso polar. Tenía pinta de ser alemán o polaco, y el otro era bajito, tal vez coreano. Los guardias de seguridad cerraron el puesto y se fueron hacia la empresa. Comenzaba a darme cuenta de lo que me esperaba. Me estaba arrepintiendo de no mantenerme en forma, fumar puros, comer como un cerdo en Casa Silva y muchas otras cosas más. Decidí dar el primer golpe. Me acordé de un amigo de Tenerife que se llamaba Benito. Él decía que todos los hombres son iguales del cuello hacia arriba. Así que le di un fuerte golpe al alto en el cuello. Éste cayó al piso como un saco de cemento. Creí que el coreano iba a ser fácil. Pero no hice nada más que mirarle cuando me había propinado una patada en el pecho. Me dolió mucho, casi no podía respirar. Me cuadré y esperé el próximo ataque. Él se cuadró y se giró, haciéndome un barrido con su pierna izquierda. Caí cerca de una maleza que había al lado del aparcamiento. Eso era peligroso porque nadie podría verme. Él se acercó a rematarme, dándome una patada en la cara. Esta vez me llevó más adentro. Me incorporé como pude y traté de escapar. El maldito enano iba a destrozarme. Comenzó a correr detrás de mí. Mi condición física no me permitía hacer demasiado. El coreano dio una especie de salto y me dio en el tobillo. Ahora estaba jodido, tenía un esguince. Me volví a cuadrar, esta vez estaba jadeando. Detrás del coreano, a lo lejos, podía ver al gordo, que venía con muy mala leche. El coreano empezó a sonreír y me propinó una patada. La bloqueé con el antebrazo. Sentí crujir el hueso. Se volvió a cuadrar y se giró con otra patada. Esta vez estaba cabreado. Le agarré la pierna como pude y eché mano de sus huevos, le apreté las pelotas como si fuera un alicate. Mi vida dependía de ello. Las artes marciales se le olvidaron y sus ojos se le rasgaron aún más.

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Se encogió totalmente. Aproveché y le di una hostia en el ojo derecho, y luego otra en la nariz. El oso polar aumentó el paso y se estaba acercando. Me incorporé y le di una patada en el cuello al coreano. Se quedó inconsciente. Por fin amortizaba mis Clarks. El gordo era más lento que yo. Tenía que buscar la forma de salir de allí. No podía dejarme agarrar por ese animal. Así que decidí correr. Al hacerlo me resentí; el maldito enano me había hecho un buen trabajo en el pie, así que me paré y decidí boxear. El oso se cuadró. Le tiré un golpe al mentón y ni siquiera reaccionó. Él me tiró un barre campo y me bajé rápidamente para esquivarle. Sin embargo, al bajar me encontré con su rodilla. Caí al suelo un poco mareado. Debía tener la cara como una ciruela. Me agarró por el pelo y me levantó. Al hacerlo, le di una patada en los testículos. Él no reaccionó. Me dio un golpe en el estómago. Otra vez visitaba el suelo. Esta vez como una Sama acabada de salir de agua. Me retorcía de dolor. Me pudo haber dado en la cara; sin embargo, me quería infligir dolor. Enterré mis manos en la tierra, el dolor era insoportable. El oso me volvió a agarrar por el pelo. Me encontraba al borde de la inconsciencia, tenía deseos de devolver. Cuando me levantó, moví mis brazos para defenderme y le tiré un poco de tierra en los ojos. Me soltó rápidamente y se llevó las manos a la cara. Aproveché la oportunidad para huir. Di dos o tres pasos, pero me arrepentí. Ese hijo de puta no merecía una salida fácil. Así que me giré y me acerqué. Me cuadré frente al desesperado animal, que restregaba sus ojos, y le propiné un fuerte golpe en la vejiga. Le di con tanta fuerza que me caí al piso. El quejido del animal tuvo que haberse escuchado dentro de la empresa. Me levanté y le agarré la mano derecha y le fracturé varios dedos para que se acordara de mí. Por otro lado, el coreano no se movía.

Una vez acabada la faena, caminé como un herido de guerra hasta el aparcamiento. Al salir, pude ver al Sr. Gardell en la entrada de la empresa con dos hombres trajeados y de gafas oscuras. Él hizo un gesto de aplauso mientras los dos gorilas ni se inmutaron. Puse en marcha a mi viejo amigo y salí echando leches de allí.

Me dirigí hacia el apartamento de Cynthia. Sarah debía estar nerviosa. Una vez en el apartamento de Cynthia, le conté a Sarah todo lo que había ocurrido. Ella no podía creer lo que estaba sucediendo. Me dijo que hacía aproximadamente cinco años, el Sr. Gardell había llegado de la mano de su jefe, el Sr. Zamarreo. Y, varios meses después, Gardell asumía el control de la empresa, dejando a su jefe en un segundo plano. Sin embargo, todos los documentos legales los seguía firmando Zamarreo, quien, además, manejaba los contactos políticos y empresariales.

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Sarah trajo unos paños húmedos y comenzó a limpiarme la cara. Me había visto en el espejo y parecía que me había atacado un enjambre de abejas. A los pocos minutos, sonó el teléfono móvil. Era Félix.

- Hola, amigo.

- Qué milagro que me llamas. ¿Tienes algún sospechoso? - Le pregunté.

- No, pero tengo noticias de que un hombre desequilibrado se presentó en el Puerto preguntando por Sarah Rinaldi. Casualmente, la matrícula de su coche responde a la tuya. ¿Me puedes decir qué coño hacías allí?

- Intentaba ayudar - le contesté.

- ¿Haciéndote pasar por Martín? Te follas a su ex mujer y luego te haces pasar por él. Dame la información que tienes o te empapelaré.

- Vale. Después del suceso del bar, me encontré con Sarah Rinaldi. Apareció por mi despacho. Ella me dijo que trabajaba allí, así que la dejé en la casa de un amigo y decidí ir a preguntar. En lo que fui a preguntar, ella escapó.

- Enviaré a unos agentes a la empresa para investigar.

- Han manipulado los registros de personal - señalé.

- Llamaré a la Seguridad Social - contestó Félix.

- Probablemente ni siquiera se la pagaban - opiné.

- Chano, no quiero más problemas. Intenta encontrar a la zorra esa y compartiremos la información. Si no, te dejaré en manos de Martín.

- Cuenta conmigo - le respondí.

Al desconectar el teléfono móvil, me giré hacia Sarah.

- ¿Hay alguna cosa que no me hayas contado? – le pregunté.

- No.

- El hombre que le disparó a tu hermana tenía acento extranjero. ¿Te suena un hombre con aspecto rudo, cabello de color negro, lacio, papada de

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pelícano y manos callosas? Vestía como un mafioso de película, suéter de cuello de cisne y chaqueta.

- Sí. Vi a alguien con esa descripción hace varios meses en una inmobiliaria que ellos tienen en el sur. Como contable, tenía que visitar algunas empresas del holding y ver sus cuentas. Gardell quería saber cómo iban las cosas. El responsable de las empresas del área sur era aquel hombre. Mientras estuve allí, no dijo una sola palabra, sólo se limitaba a observar. Todas las preguntas se las hacía a su asistente. Siempre me pareció un personaje extraño - manifestó Sarah.

- Bien, saldré un momento. Iré a buscar algo de comer y veremos cómo podemos hacerle unas preguntas a ese elemento.

Salí del apartamento y fui a una cabina. Llamé a Félix; después de todo, le debía una. Además, con la paliza que había recibido, no estaba como para enfrentarme a un asesino. Le conté todo lo que Sarah me dijo sobre este elemento.

Fui a buscar algo de comer a León y Castillo. Me detuve en Cacho Damián y pedí dos menús para llevar. Al regresar al apartamento, no encontré a Sarah. Dejó una nota en la que decía que tenía mucho miedo y que yo no sería capaz de defenderla. Después de la pinta con la que había aparecido, no la culpo. Yo tampoco confiaría mi vida a un detective que acababa de ser apaleado por dos macarras de poca monta.

Me di un baño y me fui a la cama. Tenía que descansar. Sarah no parecía ser tan tonta. Y las personas asociadas a ella no parecían tener buena estrella, así que decidí desconectar hasta el día siguiente. Si sucedía algo, ella sabría donde ir.

Al día siguiente, nueva llamada de Félix.

- Buenos días, Chano. Hemos encontrado a tu amigo.

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- Bien, me vestiré e iré hasta allá. No quiero perderme el interrogatorio por nada del mundo - le contesté.

- No habrá interrogatorio - dijo Félix.

- ¿Por qué?

- Porque tu amigo está muerto.

-¡No me jodas! – Exclamé atónito.

- Así es - contestó Félix en tono seco.

- ¡Cristo! Puede ser Gardell borrando las huellas.

- Podría ser tu amiga - opinó Félix.

- ¡Vamos, hombre! ¿No se te ocurre algo más creativo?

- Bueno, dime tu hipótesis.

- Pero, ¿por qué? - Pregunté.

- La huella de la taza de capuchino concuerda con la de la víctima. ¿No te parece un motivo válido matar al asesino de tu hermana? ¡Piénsalo! Oye, si tienes alguna información sobre ella, dámela – me pidió Félix.

- Vale, si tengo noticia de ella, te la entregaré.

Estaba fuera de juego; la mujer a la que trataba de salvar tal vez era la responsable de un asesinato. Por otro lado, podía haber sido Gardell. Tenía que buscar la forma de interrogarle.

Me dirigí hacia el Puerto, no sin antes detenerme en una armeria de la calle Perojo para comprar algunas herramientas de defensa personal. Compré una porra corta y un puño americano. Las navajas no me gustan. También aproveché para comprar una tarjeta de teléfono.

Aparqué a una distancia prudente de la empresa y llamé a Gardell.

- Buenos días, ¿podría hablar con el Sr. Gardell?

Eliminado: la

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- ¿De parte?

- Martín Ramírez, de la policía. Él me conoce. Dígale que se trata de un asesinato.

- Un momento - contestó la secretaria con rapidez.

- Sí - habló Gardell.

- ¡Hola, capullo! ¿Atando cabos? - Le pregunté cínicamente.

- Ah, señor Ramírez, creí que mis socios le habían explicado sobre meter las narices en los asuntos de los demás.

- No les entendí, tengo problemas con los idiomas. Ahora entienda esto; tengo pruebas de sus movidas ilegales. Hay dos capullos de la policía que necesitan un gran caso para contentar al alcalde y yo necesito pasta. Usted dirá.

- ¿Dónde podemos hablar con más tranquilidad, señor Ramírez? - Preguntó Gardell.

- Quedaremos en la cafetería del Parque San Telmo en media hora.

- Muy bien.

Después de varios minutos, tal y como esperaba, salía Gardell en un Mercedes azul con cristales ahumados, acompañado de sus dos guardaespaldas. Les seguí discretamente hasta entrar en León y Castillo. Al llegar frente al Parque, giraron a la derecha por Bravo Murillo y luego a la izquierda por la calle Eduardo. En la esquina, se bajó uno de los hombres, caminando por la calle Buenos Aires hasta cruzar al parque. Éste se quedó sentado en un banquillo cerca de la Iglesia de San Telmo. Allí le hizo señas a un limpiabotas para que le limpiara los zapatos, así no llamaría la atención. Mientras tanto, el Mercedes bajó por la calle Buenos Aires hasta la Francisco Gourie y siguió hacia el aparcamiento de Hiperdino. Había dos espacios estrechos, así que Gardell se bajó en lo que el gorila aparcaba. Él siguió caminando hasta el establecimiento, mientras su guardaespaldas terminaba de aparcar. Aparqué en doble fila. Saqué la porra y caminé detrás del gorila. Me acerqué lo suficiente como para propinarle un buen golpe. Lo dejé inconsciente.

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Guardé la porra y seguí caminando hasta el establecimiento. Una vez en la primera planta, me encontré con Gardell.

-¡Hola, capullo! No busques a tu amigo; está durmiendo. Una pena que el otro gorila esté abrillantando sus zapatos. ¿Por qué no salimos de aquí? - Le pregunté guiñándole un ojo.

- No te tengo miedo, estúpido - dijo Gardell visiblemente enfadado.

- Hablemos de negocios. Tengo varios disquetes con todas tus transacciones. Quiero 20 millones de pesetas.

- No hay disquetes. Su amiga le ha vuelto a engañar. Ella se robó el disco duro – me dijo.

- ¡Miente!

- En absoluto. Llame a la policía y denúncieme - me retó.

- ¿Por qué mandó ejecutar a su hermana? - Le pregunté.

- No lo hice. Ésa fue una acción independiente de Gino. Él creyó que, teniendo el disco duro, podría chantajearme. ¡Un grave error! Le hubiese asesinado, pero alguien se me adelantó – contestó sonriendo.

- ¡Sarah! – Exclamé.

- ¡Así es! Esa zorra le ha puesto en aprietos, amigo. En cuanto a mí, nadie puede probar nada. En cambio, usted tiene a todo el mundo en contra. Usted es el pardillo perfecto para cerrar este caso – me dijo mientras se inspeccionaba las uñas de la mano derecha.

No podía evitar pensar en todas las leyes que había violado. Martín estaría contento de empapelarme. Si lo que decía Gardell era cierto, estaba acabado.

Era prácticamente imposible dar con aquella mujer. Pero ella tendría que contactar con Gardell si quería chantajearle.

- Bien, llamaré a la policía - le contesté intentando proyectar seguridad.

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- Muy bien - dijo Gardell sonriendo.

Bajé las escaleras hasta el sótano de Hiperdino y me dirigí hacia el coche. Mientras caminaba por el aparcamiento, una ambulancia recogía al gorila de Gardell. Decidí regresar al piso de Cynthia y esconderme unos días. Dejé el coche frente a mi despacho y cogí un taxi hasta el apartamento de mi amiga. Tal vez Sarah había dejado una pista que podría conducirme hasta ella. Al llegar, me quedé de piedra al ver que la mujer estaba en el apartamento.

- ¿Por qué me dejaste? ¿Y cómo has entrado? Estaba preocupado.

- Tuve miedo, por eso me fui. Sin embargo, no podía dejarte solo - me contestó convencida.

- Tengo que darte una noticia.

- Dime.

- El asesino de tu hermana ha sido eliminado - le dije mientras buscaba una expresión en su rostro.

- ¿Quién lo ha hecho?

- No lo sé - contesté.

- Debes estar más tranquilo, pues también te buscaba a ti.

- ¿Y tú estás tranquila?

- No.

- ¿Por qué? - Le pregunté irónicamente.

- Porque el asesino debe ser más peligroso que él y no tenemos idea de quién puede ser. Nuestro enemigo se encuentra oculto en la sombra – contestó Sarah.

- Supongo que será cuestión de mantener los ojos bien abiertos.

No quise decirle nada de mi conversación con Gardell. Quería confirmar su versión. El único lugar que tenía donde ir era el piso. Además, mejor dos personas pendientes de un posible enemigo que una sola. Ella podría descansar y enterarse de lo que pensaban los detectives a través de

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mí, el pardillo sin clientes y desacreditado. Tenía que buscar el disco duro; si lo conseguía, podría entregarla y librarme de los problemas.

- Todavía no me has contestado. ¿Cómo entraste? - Le pregunté nuevamente.

- Las mujeres somos precavidas. Supuse que tu amiga tendría una copia en alguna parte.

- Eres muy hábil para haberle pedido ayuda a tu difunta hermana.

La necesidad es una gran maestra - me contestó.

Me daré un baño y pediré comida china. ¿Sabes? Tenemos problemas, Sarah. No sé si te has dado cuenta, pero corremos un grave peligro.

- Sé perfectamente donde estoy metida. ¿Por qué crees que he regresado?

- ¿Por interés? Sólo piensas en salvar tu trasero. Por eso murió tu hermana. Si tienes que decirme algo que no me hayas contado, es mejor que lo sueltes ahora.

- No tengo nada que esconder, sólo quiero que los asesinos de mi hermana paguen.

- ¿Asesinos? - Pregunté.

- ¡Claro! Según tu versión, eran dos - me contestó.

- Bueno, sí. Pero el cómplice es lo de menos. Es un instrumento. Lo que realmente importa es descubrir al autor intelectual - contesté.

- ¡Quiero vengarme de todos! - Exclamó Sarah.

- Es muy complicado. Al menos, el autor material está muerto. ¡Ha pagado! - Le dije.

- El autor material según tu versión, te repito.

-¿Por qué dices eso, Sarah?

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- Porque lo que sabemos la policía, Gardell y yo es lo que tú has dicho. ¿Y si no hubiese ocurrido así? ¿Y si el cómplice hubieses sido tú? - Inquirió Sarah con mirada acusadora.

- ¿Cómo? – Pregunté sorprendido.

- ¡No me interrumpas! Yo lo veo de la siguiente manera. Mi hermana fue al Pedregal, y tú y el supuesto asesino lo sabíais. Probablemente mi teléfono estaba pinchado. Necesitabas dinero, no tenias otra salida sino vender tu dignidad. Confundiste a mi hermana conmigo, le diste la señal al asesino en cuanto ibas al servicio. Él se marchó y tú te quedaste para buscar el disco duro en el bolso de Cristina. Fue entonces cuando te diste cuenta de que había una hermana gemela, por eso te quedaste con las fotos, para asegurarte de no volver a fallar. Por otro lado, quién mejor que un detective privado para relatar lo ocurrido. Tu ambición pudo contigo. Pensaste que con el disco podrías chantajear a Gardell. Por eso la paliza en el Astillero - concluyó Sarah.

¡Estás loca! - Le grité furioso.

- No hay disco duro, Chano. ¡No lo hay! Debiste coger el dinero y desaparecer.

- ¡No soy un asesino! ¡Estás loca! No tengo por qué hacerle chantaje a nadie!

- ¡Dúchate tranquilo! No hay disco duro, no tienes nada que ganar. Gardell nos matará a los dos.

- No conocía tus dotes de gran manipuladora.

Me fui a dar un baño. Comencé a reflexionar. ¿De veras se creía que me iba a tragar eso? Para ser una chica ingenua, sabía mucho. ¿Y si en realidad Sarah y Cristina chantajeaban a Gardell? Tal vez esos dos millones de pesetas eran el primer pago. ¿Qué papel jugaba en este follón? Tal vez sólo un figurante al que involucraron creyendo que, con mi presencia, Gardell no intentaría nada. Quizás el asesino se llevó el disco duro y con razón Gardell estaba tan tranquilo. Seguramente él ya lo había recuperado y por eso se cargó a Gino. Estaba borrando el rastro. Ahora sólo quedaban dos cabos sueltos: Sarah y yo.

Eliminado: a

Eliminado: novecientas mil

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Tenía que llamar a Félix y contárselo todo. Asumiría mi ingenuidad. Debí haber salido de todo esto. Debí entregarla. Después de todo, esta situación había aumentado mi cadena de fracasos.

Gradué el agua de la ducha para que estuviera templada. Necesitaba relajar mi cuerpo. Reconozco que había forzado la máquina demasiado, y me sentía agotado física y psíquicamente. ¡Cuánto hubiese dado por una Dynamín para levantar el espíritu!

A pesar de todas mis tribulaciones, no podía dejar de pensar en una clase de educación cristiana que impartía un cura gruñón, D. Manolo. Después de la clase, salíamos a jugar al patio. El viejo encendía un Montecristo y abría el Misal. Los alumnos con problemas se acercaban a pedirle consejo. Yo jugaba con un balón de fútbol cuando Roberto Cáceres, el Profesor de Historia, le pidió orientación. No pude evitar escuchar aquella conversación.

- Padre Manolo, necesito ayuda.

- Dime, hijo.

- Victoria me ha dejado por otro - le dijo Roberto.

- ¡Ah! Hijo, hijo. El Eclesiástico XXV (19) dice: “Toda maldad es poca comparada con la de la mujer. La suerte del pecador caiga sobre ella.”

- Padre, la quiero - confesó Roberto.

- Hijo, ningún hombre, por malvado que sea, puede protegerse de la mujer mala. Es una Lilith.

No comprendí el verdadero significado de aquella conversación hasta entrar en la Universidad.

Mientras tanto, escuchaba a Sarah a lo lejos; parecía estar haciendo algo en la cocina. Salí rápidamente, me sequé y me vestí. Utilicé la ropa del nuevo compañero de Cynthia. Aparentemente tenía buen gusto. Me puse unos vaqueros Hugo Boss color oliva y una camisa Giancarlo Ferré sin estrenar. La relación que tenía con Cynthia parecía ser estable. Su

Eliminado: un novio de

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compañero no sólo tenía todos los complementos, sino que también eché mano de unos Yanko. Me quedaban un poco ajustados, pero ya me encargaría de que se amoldaran a mis pies. Sólo hacía falta machacarlos en el asfalto y en los adoquines del casco viejo de Vegueta. Bajé las escaleras. La televisión estaba encendida. Sarah había preparado una pasta al pesto. Busqué en la lacena y encontré una botella de vino tinto Señorío de Los Llanos de Valdepeñas. El noventa fue un año excelente. Los ojos de Sarah tenían un brillo especial. Me comentó lo bien que me quedaba la ropa. No estaba acostumbrado a tanta amabilidad. Su imagen había cambiado, su rostro reflejaba seducción. Parecía el prototipo de la mujer prohibida, de mujer fatal. Sin embargo, por primera vez, me sentía atraído hacia ella. Cada movimiento, cada gesto, emanaba profundos sentimientos de inocencia y perversidad.

Descorché la botella y le serví en una copa de borgoña. A la luz de la lámpara podía ver las tonalidades rojizas con destellos color oro, que se confundían con su cabello al levantar la copa.

Hacía mucho tiempo que no pisaba el ruedo de la pasión y me sentía desorientado. Era vulnerable, como aquel profesor de historia que lloraba frente al cura. Sin embargo, la atracción que ella ejercía nublaba mi lucidez. Pienso que ella lo sabía perfectamente.

Después de cenar, le dije que iba a salir. Ella asintió con la cabeza y subió las escaleras. Me di la vuelta y salí del piso. Mientras caminaba hacia la salida, se me ocurrió regresar al piso. Si ella estaba duchándose, podría buscar el disco duro.

Regresé. Había acertado; estaba en la ducha. Comencé a buscar por toda la cocina y la sala, sin éxito. Tal vez la razón de su ausencia era esconder el disco. Quizás pensaba que eso podría garantizar su seguridad. Seguí registrando sin mucho entusiasmo hasta que oí cerrar el grifo.

Cogí una revista y me senté en la sala. Después de un rato, ella bajó con un traje de verano de Cynthia. Era un vestido de corte imperio en gasa

Eliminado: Clarks

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semitransparente, estampado con rosas, y unas sandalias de tiras color beige. Mientras bajaba las escaleras, no podía dejar de mirar sus piernas. Su sonrisa era atractiva y seductora. ¡Estaba perdido! Sabía que, en el fondo, había regresado por estar con ella. A veces, un hombre saturado de emociones tiene la necesidad de dejarse caer lentamente y recibir una caricia, aunque sea falsa; recibir alguna migaja de afecto, como le pasaba al difunto Carmelo del bar.

Al llegar al último peldaño se detuvo. La esencia de la Dolce Vita me azotó sin piedad. No sabía qué hacer. Hay ocasiones en que el hombre no puede racionalizar cada acontecimiento. Decidí ceder algo a la espontaneidad. De fondo podía escuchar una vieja canción de Kiss, se llamaba “Keep me comin’”. Me acerqué a ella lentamente. Todavía tenía mis dudas. Sin embargo, como un pequeño felino maltratado por las inclemencias del tiempo, iba a comer de la mano de esta preciosa vampiresa. Buscaba cobijo. No podía esperar a que me clavara sus colmillos en el cuello. ¡Conviérteme en un animal de amor! Pensé. Al estar ojo con ojo, labio con labio, estallé. La agarré alrededor de la cintura y la levanté. Parecía que había salido de una prisión de máxima seguridad. Como una fiera hambrienta, respiraba entrecortado mientras ella ponía sus piernas alrededor de mi cintura. Apenas pude bajarme los pantalones. La apoyé contra la pared. Ella se subía el vestido mientras me besaba. Estábamos en el carrusel de la pasión. Podía sentir un calor intenso en su interior, más del que podía aguantar. El volcán había estado dormido desde hacía mucho tiempo. Necesitaba una erupción. La temperatura no dejaba de subir. A pesar de la falta de práctica, la maquinaria funcionaba bien. Quería más y más. Me sentía como una bestia insaciable, como ese hombre sediento que vaga por el desierto y cuando encuentra un oasis, se zambulle sin preguntarse si es un espejismo.

- Desde que te vi, te deseé - le confesé.

- No hables. ¡Fóllame duro! - Me contestó mientras me lamía el cuello.

- No sabía que tenías la sangre tan caliente - le dije.

- Hay muchas cosas que no sabes de mí. Si sigues hablando, terminaré follándote a ti. ¡Cómeme el coño, así tendremos silencio! - Dijo Sarah sonriendo, con los ojos entreabiertos y los labios hinchados.

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Seguí sus instrucciones al pie de la letra. La cargué hasta la mesa de la cocina y cené el mejor menú del mundo. A la carta y justo en su punto.

Al día siguiente, un golpe de luz me despertó. Un hombre de Gardell abría la cortina de la habitación de Cynthia. Sarah estaba a mi lado. No se había enterado de nada.

- Primero intentas chantajearme, pegas a mi guardaespaldas y luego te follas a mi ex-secretaria. ¿Qué otra sorpresa tienes para mí? - Preguntó Gardell irónicamente.

- No sé. No he tenido tiempo de pensar.

- Ya veo. A veces, la polla te puede meter en problemas.

- Ya sabes el dicho: “El hombre, de cintura para abajo, no es responsable - le contesté en tono chulesco.

- Sí, por eso mucha gente acaba en silla de ruedas. ¿Te imaginas en una ciudad con tantas barreras arquitectónicas? – ironizó Gardell.

Sarah despertaba súbitamente para ver a Gardell y sus tres gorilas en la habitación.

- Hola, Sarah. He estado buscándote. Se te olvidó coger la liquidación, así que me he tomado la molestia de buscarte para dártela. ¿Cómo folla tu amigo? - Preguntó el argentino mientras miraba sus pechos.

- Tiene una polla, no un embutido muerto - contestó Sarah con rabia.

Gardell se cabreó y ordenó a sus hombres que nos sacaran de ahí. Bajaron las escaleras. Sarah sólo llevaba el traje de gasa y yo el vaquero.

- Bueno, amigos, esto acabará rápido. Sólo quiero saber algo. ¿Dónde está la copia del disco duro? - Preguntó seriamente.

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Un silencio tenso se instaló en la habitación. Era un silencio helado, repentino, sobrecogedor. Era de muerte.

- ¡Yo lo tengo! – Dije.

- ¡Vamos! Echas un polvo y quieres salvar el mundo. Eso sólo se da en las películas. Sálvate tú - me contestó Gardell riendo.

- ¡Yo lo tengo! - Le repetí.

- Pues, ¿Dónde está?

- Deja que la chica se vaya.

-¿Quién crees que eres, Sylvester Stallone? – Haciéndole un gesto a sus matones.

Uno de ellos se acercó y me dio un golpe en el riñón. Me retorcí de dolor. Me dieron deseos de vomitar. Era inaguantable. Mi vida estaba a punto de dar un giro. No era precisamente el cambio que quería. Millones de cosas pasaron por mi mente; todas las cosas que no pude hacer, todos los errores que cometí, todas las oportunidades que desperdicié. ¡Dios! Era una forma humillante de acabar mi peregrinación en este mundo. Sin despedirme siquiera. Dicen que la vida es un libro. En mi caso, a mis treinta y cuatro años, había escrito un panfleto sin sentido. Tal vez un manual de cómo fracasar y no hacer nada para evitarlo. Se podría titular “La vida de un perdedor”, un hombre que confió su última suerte a su polla.

Era un cuadro estúpido. El grandullón se acercó a patearme. Moriré con dignidad, pensé. Le agarré la pierna y le di un desesperado golpe en las pelotas. Se dobló rápidamente. ¡Sabía que tenía sentimientos! Traté de incorporarme, pero los otros dos saltaron sobre mí. Sarah subió las escaleras corriendo. Gardell comenzó a correr detrás de ella. Llegó a la habitación, abrió la puerta de la terraza y comenzó a gritar a los cuatro vientos. Él no se atrevió a salir a la terraza a callar a Sarah. Muchos vecinos estaban abriendo las ventanas. Bajó las escaleras. Mientras tanto, sus chicos me estaban dando una buena lección de anatomía. Me dolía en lugares que ni siquiera sabía pronunciar. Él y sus hombres salieron campantes y desaparecieron, no sin antes decirme que buscara el disco duro. Sarah me había salvado. Claro que ella también se había salvado primero. Después de unos minutos, ella bajó las escaleras y me ayudó a incorporarme. Mi mala condición física y la paliza que había recibido eran suficientes para internarme en un asilo durante mucho tiempo. Sin embargo,

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las cosas no estaban como para quedarse tranquilo. Además, el deseo es un buen afrodisíaco; lo cura todo. La idea de ser atacado por la vampiresa me dio la fuerza suficiente para salir de allí. Cogimos un taxi y desaparecimos. Justo cuando pasábamos por la prisión de extranjeros, subían varias patrullas de la policía nacional. No tenía donde ir. Había involucrado a Cynthia y probablemente los paletos de Félix y Martín encontrarían mis rastros. Pondrían una orden de busca y captura. Le había dado al taxista instrucciones del ir al Hotel Valencia. Pensé que nadie pensaría que me refugiaría allí. Pero Sarah me sorprendió y le dio instrucciones de ir al sur.

- Llévenos a Playa del Inglés - ordenó Sarah.

No sabía qué estaba tramando esta mujer. Pero lo que fuera sería mejor que escondernos en el Valencia. Al llegar a la avenida Tirajana, nos quedamos a la altura de la Pizzería Samaniego. Luego caminamos hasta un apartamento que Sarah había alquilado para esta ocasión. Al entrar, pude ver que estaba bien surtido. Ella me llevó hasta la cama y me ayudó a acostarme. Me dijo que me compraría alguna ropa y algo para almorzar. No sabía cómo agradecerle que me salvara la vida.

- Gracias - dije mirándola borrosamente.

- No te preocupes, más adelante te cobraré peaje – contestó ella riendo.

- Sarah, ¿tienes el disco?

- No. Lo tenía mi hermana.

Mientras Sarah salía a comprar, yo no dejaba de pensar en qué pudo haber pasado con el disco. Si Gino lo hubiese tenido, ellos no se hubiesen tomado tantas molestias. Quizá querían estar seguros de que no había copias. Por otro lado, podía estar en manos de los paletos. Si era así, tal vez ni siquiera se habían molestado en ver lo que había dentro. O quizás ellos sabían perfectamente lo que tenían en sus manos.

Era cuestión difícil descifrar a estos individuos, pues sus razonamientos escapaban a toda lógica y al sentido común. Pero, ¿y si Gino y los policías estaban implicados? Después de todo, tardaron muy poco en llegar hasta

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allí. Ellos no se molestaron en hacer muchas preguntas. Tampoco se inmutaron cuando apareció muerto Gino. Cuando les hablé de Gardell tampoco me hicieron caso. Quizá uno de ellos fue el otro cómplice. Tal vez, Martín. O quizás había recibido muchos golpes en la cabeza y estaba delirando. Cerré los ojos y procuré buscar cordura desconectando del mundo.

Al abrirlos, era ya de noche. Había dormido unas seis horas. Traté de levantarme, pero me dolía todo el cuerpo. Esperé varios minutos y lo intenté nuevamente. Caminé hasta el baño. Me dolía la vejiga. Oriné sangre. Aquel ogro me había propinado unos buenos golpes; era un profesional. Tenía la cara hinchada, mi ojo izquierdo estaba casi cerrado, mis labios parecían los de un miembro del Gran Combo de Puerto Rico. Como diría Celia Cruz: “Tenía la bemba colora”. Sarah me oyó y fue a la habitación. La llamé desde el baño y ella se acercó. No podía creerlo; se había pintado el pelo de negro y se puso lentillas azules. Parecía su hermana. Estaba vestida de negro. Se veía elegante, podía apreciar la pureza de sus formas, sus curvas. El negro es un color que puede cumplir varias funciones; por un lado, puede crear una atmósfera siniestra, y por otro, ensalzar lo femenino, el misterio. No tenía el traje puesto. Sólo vestía un jersey de acrílico negro sin mangas, unas bragas altas Calvin Klein, medias negras de seda y zapatos de tacón metálico. En la sala, sobre el sofá, había una especie de túnica negra de seda. En una bolsa de Boutique estaba la ropa que ella había escogido para mí; un traje gris, una camisa tejana Levi’s, un fular de seda Paul Smith y unos botines Gucci. ¡Joder! ¡Qué nivel! Y unas gafas de pasta Dolce y Gabbana. ¿Qué más podía pedir? Con mi nueva fisonomía se agradecían las gafas negras, aunque fueran de mariquita pervertida.

- Nos quedaremos hasta mañana y luego cogeremos un avión para Italia - dijo Sarah - Una vez allí, iremos a América, utilizaré el pasaporte de mi hermana.

- No puedo - Le contesté.

- No hay problema; arreglaré tus papeles.

- ¿Quién eres, Sarah? No te conozco.

- Soy una superviviente, una mujer que quiere caminar por tierras menos escabrosas. Tengo algo por que luchar y no voy a dejar que me lo quiten.

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No pregunté, pero parecía que se refería a mí. Por alguna razón, me acordé de Misery, la novela de Stephen King. Sobre todo una frase: “Al principio creyó que deliraba. Lo que veía era tan extraño que no podía ser normal”.

No obstante, la actitud de ella podía explicarse. Por lo menos, lo creía así. El hombre tiene prioridades diferentes a las de la mujer: dinero, familia y amor. Sin embargo, la mujer ha colocado el amor en la primera posición. Si le va mal en ese terreno, le suele ir mal en todo. A veces su vida gira alrededor del amor. Era la única explicación que podía dar. El giro que estaba dando mi vida era de 180 grados. En ocasiones había dado giros, pero habían sido tan duros que alcanzaba los 360 terminando siempre en el mismo lugar. Esta vez esperaba bajarme a tiempo de la patineta, pues no sabía cuánto tiempo podría mantener mi equilibrio. No veía un futuro claro en todo esto. Sin embargo, seguía adelante en esta espiral de locura. Era la misma espiral que se forma en un sucio váter después de tirar de la cadena. No obstante, nunca había arriesgado nada en mi vida. Por eso era un detective de segunda. Tal vez era el momento de poner toda la carne en el asador. Después de todo, no se llega a la cúspide a pie de llano. El camino está lleno de barreras, rocas, pendientes, montañas, piedras. En fin, un interminable pedregal, a veces producto de nuestros fantasmas y poca ambición. La tonta resignación cristiana que dice: “No te preocupes, lo que no tengas aquí lo tendrás en el cielo”, el típico consuelo del pobre, del menos afortunado, del desdichado que es empalado por las normas sociales. Sí. ¡Siéntate a esperar!

Al día siguiente, estábamos preparándonos para ir al aeropuerto de Gando. El equipaje era de mano. Ya tendríamos tiempo de comprar algo por allá. Si chantajeábamos a Gardell, tendríamos más que suficiente para vivir una larga temporada. Después buscaríamos otra cosa que hacer.

- Sarah, ¿tienes el disco duro? - Le pregunté con normalidad.

- Sí. Es nuestro pasaporte - me contestó.

- ¿Dónde está?

- No puedo decirlo, cariño.

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- ¿Por qué? ¿No confías en mí?

- Las cosas se hacen a su debido tiempo – me respondió.

- Está bien - contesté sin dejarle ver que me molestaba.

Decidí ir al baño. Necesitaba una loción para la cara. Los golpes que me habían dado me hincharon los cachetes y los pómulos. Saqué una crema Clinique de Sarah, pero se me cayó. Al doblarme para recogerla, noté que una bolsa sobresalía debajo del lavabo. La saqué y, para mi sorpresa, dentro estaba el puto disco duro. Tenía la oportunidad de entregarlo a la policía traicionando a una mujer que me arrastraba de forma sensual hacia el abismo o podía seguir siendo un detective de segunda, un perdedor sin perspectiva. ¿Dónde está la barrera? ¿Cuál es el camino más escabroso? ¿El de unos fugitivos o el de un héroe cuya popularidad duraría una semana? ¿A quién le tocaría caminar por el pedregal?

A la semana siguiente, se había acabado mi popularidad. Tomé la decisión de seguir siendo un perdedor, un fracasado con conciencia, víctima de la policía mental. Ahora estaba tomando un cortado en el bar Cristal. Esperaba a una clienta. ¡Es curioso! Hay momentos en que uno cree haber descubierto una piedra preciosa. Quizá un zafiro, una esmeralda o un rubí, y de pronto, esa piedra se convierte en vidrio, y este pedazo de cristal es capaz de desgarrar tu alma. La pobre Sarah no supo distinguir.

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EL HOMBRE DEL HABANO

Prólogo

Existe en algunos seres humanos un estéril deseo de alcanzar la justicia que, con frecuencia, conduce hacia la depravación y a la repetición de aquellas conductas que criticaban inicialmente.

El Habano contribuye a erigir ese ambiente confuso que rodea al que busca justicia desesperadamente sin, probablemente, intentar conocer el verdadero significado de la misma.

Éste simboliza esa reflexión solitaria, llena de prejuicios. El humo que engendra el puro es como las injusticias de la vida, que afectan los sentidos de aquellos que la sufren en carne propia, irritando la vista, anulando el olfato e impregnando todo a su alrededor, inclusive a sus censuradores.

Sin duda, la justicia mal entendida puede culminar en actitudes que, al igual que el humo, es perjudicial para la salud, lentamente envenenando el corazón y el alma de los seres humanos.

Su espesa nube de justificaciones encubre los olores de otras perspectivas, pero también delata su presencia. En ocasiones relaja, no obstante, asfixia, mancha, quema, y al final, deja cenizas.

Una vez ese humo perturba nuestro paladar, no sabemos distinguir otros sabores, perdemos la capacidad de diferenciar lo justo de lo injusto.

M. A. G.

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El Sr. Signorelli se reclinaba en su sofá mientras encendía su habitual puro y tomaba un sorbo de un fino coñac. Abría la caja de caoba climatizada en donde guardaba sus habanos. Eran hechos a mano, con auténtico tabaco cubano. Los preparaba un purero llamado Etervino, que vivía en Florida. ¿Cómo conseguía la hoja de tabaco? Es todo un misterio. Signorelli confiaba en su viejo amigo, pues le conocía desde hacía más de cuarenta años. Tenían una especie de vínculo de amistad a la antigua. Era diferente a las amistades de los últimos tiempos. La de ellos se basaba en principios, respeto y simpatía mutua. No existía una simple asociación de interés o de tradición. Le conoció cuando acompañaba a su padre a la Habana en viajes de negocios, antes de la revolución cubana. Entre los muchos negocios de su padre estaba la distribución de puros. En esa época distribuían el “BOLIVAR”, junto con familia cubana de apellido Cifuentes, que hicieron de este puro uno de los más vendidos al comienzo del año 1950.

Como muchos empresarios ítaloamericanos de la época, su padre, Mario, aprovechó el tirón de la economía cubana para enriquecerse. Augusto tenía buenos recuerdos de la isla. Allí conoció a Margarita, su primer amor, la mujer con la que compartió la mayor parte de su vida. Era una mujer fascinante, pertenecía a la clase alta cubana. Sin embargo, no era como las demás mujeres de su época. Se destacó por ser emprendedora, trabajadora incansable, inteligente y, sobre todo, muy comprensiva. Esa comprensión emanaba de una intuición muy aguda que poseía. Su capacidad de percibir las cosas de su entorno era casi sobrenatural.

Normalmente, percibimos las cosas a través de nuestros sentidos. Luego, nuestra mente lo hace comprensible; lo concibe, lo interpreta. Sin embargo, las vías para llegar a esa comprensión no necesariamente tienen por que ser los sentidos, existen otros medios. ¿O acaso Dios sólo se revela a través de las escrituras? Por supuesto que no, lo hace también a través de nuestra conciencia. Augusto se había sacado la lotería con esa mujer. Sus intuiciones fueron determinantes para alcanzar la fortuna familiar que poseían.

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Esos reflejos del pasado eran agradables. Iluminaban momentáneamente su presente. Encendió el televisor, y como todos los días, miraba las noticias, repasando con ansiedad la sección de sucesos, los cuales, últimamente observaba haciendo un raro gesto de satisfacción, entre calada y calada.

Él había enviudado, su Margarita se había marchitado de cáncer de páncreas hacía apenas un año. Para él, ella era la única persona que no tenía faltas, defectos o deficiencias. Tenía un retoño, pero también se había marchitado. Se lo llevó un maldito virus: la delincuencia. Había puesto todas sus esperanzas en el difunto Marco. Augusto Signorelli era un acaudalado hombre de negocios que estaba a punto de retirarse. A sus 68 años, tenía suficiente patrimonio como para ser considerado una de las fortunas más grandes de la ciudad.

Era la hora del reportaje de la sección de sucesos. Otro presunto criminal de Nueva York moría en extrañas circunstancias. La víctima había sido puesta en libertad por falta de pruebas. Era la quinta persona que los tribunales liberaban y era castigado por la justicia de la calle, situación que no pasó desapercibida para Frank O’Connor, un viejo detective de homicidios irlandés retirado. Ahora era detective privado.

Signorelli se sentía inundado de una repentina satisfacción y llamaba a Howard Cohen, su abogado, para que realizara una orden de pago. El Sr. Cohen preparaba un cheque a nombre de Manhattan Specialized Services, una pequeña empresa de servicios para las grandes multinacionales de la ciudad. Diez mil dólares era la cantidad habitual.

Frank llamó a Ernie Friedman, un viejo abogado que asesoraba al Fiscal de Distrito Martinelli. Quería un listado de todos los casos pendientes y uno de todos los sospechosos liberados por falta de pruebas, errores de forma u otro motivo. Deseaba confirmar su teoría de que alguien estaba tomando la justicia divina en sus manos, quizá un vigilante o un escuadrón de la muerte.

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Mickey Brown había sido acusado de robar un coche y agredir a una octogenaria. El chico era un joven de Queens que había sido confundido por los testigos; muy pronto sería liberado. Gloria Stewart, abogada de oficio, tenía la misma teoría de O’Connor, pues había defendido a dos de las víctimas. O’Connor preparaba un mapa de la ciudad y una lista de los imputados, que muy pronto escupiría la puerta giratoria del juzgado. Intentaba buscar un patrón, un perfil, un factor común, algo que le diera alguna pista para comprender lo que estaba sucediendo.

Al día siguiente, la abogada Stewart presentaba las alegaciones correspondientes para la absolución de su cliente. Después de los trámites, él era un hombre libre y con derecho a demandar por grave negligencia al Sistema Judicial. O’Connor se encontraba en el Juzgado. Al entrar, preguntó por la abogada Stewart. Rápidamente le informaron que estaba al final del pasillo. El viejo detective apuró el paso hasta llegar donde ella. Después de presentarse e intercambiar su información, ella le dijo que Mickey acababa de salir de allí. Stewart tenía la dirección de él y ambos se dirigieron a su casa para prevenirle del peligro que podía correr.

Al llegar a la casa de Mickey, ya era tarde, muy tarde; había sido asesinado. Dos disparos en la parte posterior del cráneo. Un trabajo limpio, como todos los demás. Sin huella, sin rastro de ningún tipo. Un hecho curioso era que todas las víctimas habían sido asesinadas cerca de su hogar.

Bajo un enorme sentimiento de impotencia, O’Connor convocó una rueda de prensa y puso sobre la mesa la situación.

- Queridos amigos periodistas, no es mi estilo salir a la palestra precipitadamente y denunciar algo sin antes tener suficientes elementos que me avalen. En las últimas semanas, ha estado ocurriendo una serie de asesinatos de personas a las que el Sistema de Justicia, por un motivo u otro, ha tenido que absorber. Algunos con razón, y otros por errores técnicos. Estos individuos están siendo asesinados y el Fiscal del Distrito, Martinelli, no se ha dignado en investigar el caso y reconocer que existe una relación entre los asesinatos y las absoluciones.

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- O’Connor, ¿cree que es un asesino en serie? - Preguntó un periodista.

- No. Quizá un vigilante, o alguien descontento con el sistema. Quién sabe, quizá un psicópata. Lo importante es que hay gente muriendo y no se está haciendo nada al respecto - contestó mirando directamente hacia el objetivo de la cámara de televisión.

Esa entrevista acaparó todos los titulares locales, sobre todo la sección de sucesos del informativo televisivo.

Signorelli observaba con gesto ansioso. Tomó un sorbo de coñac y luego una profunda calada de humo. Movió la cabeza negativamente entre la espesa nube de humo. Pensaba que, en el fondo, O’Connor era otro hombre con ambición voraz, que se aprovechaba de la situación para ganar clientes. Otro buitre que sacaba partido de los desperdicios de nuestra sociedad. ¡No era justo!

Esa misma noche, telefoneó a Howard Cohen, como de costumbre. Al día siguiente, el abogado ingresaba el dinero, pero esta vez eran 20.000 dólares. Muy pronto, Manhattan Specialized Services enviaría a un técnico para resolver el problema.

Ese mismo día, Martinelli citó al viejo Frank a su despacho. Su amigo Ernie estaba detrás de la idea. Por supuesto, el Fiscal desconocía su amistad con Frank.

- Bien. ¿Qué coño pretendía con su rueda de prensa, listillo? ¿Alarmar a la ciudad? La próxima vez que se meta en mi terreno le arrestaré y perderá su licencia de detective.

- Si no quiere que se metan en su terreno, actúe – le respondió Frank visiblemente enfadado.

- ¿Quiere colaborar? ¿Es eso? Vale. Quiero que se reúna con mi equipo de investigación el próximo lunes – le dijo el Fiscal.

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Ésa era otra brillante maquinación de Ernie, le vendió la idea a Martinelli de que, si integraban a O’Connor, éste no le daría más problemas con los medios de comunicación. Le callarían la boca, le tendrían controlado. Sin embargo, en realidad era una estratagema elaborada por Frank y el viejo detective mientras se echaban unas cervezas en una pizzería de Woodside.

Frank salió satisfecho del despacho de Martinelli. Ahora tendría acceso a información de primera mano sin poner en peligro a su amigo Ernie. Como todo, estas cosas de filtrar información tienen su momento. Después de un tiempo, siempre cogen al que da la información. Se encaminó hacía su pequeño despacho para preparar la documentación que había ido recopilando sobre estos sucesos. Mientras caminaba hacia su coche, se topó con un viejo cura del barrio. Tuvo un extraño presagio. O’Connor era un irlandés muy supersticioso. La mirada de ese viejo sacerdote era tétrica; sintió escalofríos. No todos los emisarios del señor inspiran confianza.

Al llegar a su despacho, sacó todos los documentos de alguna importancia y los introdujo en un portafolio gris. Estuvo varios minutos repasando los papeles y decidió irse a su casa. El despacho estaba a corta distancia de su hogar, así que decidió dejar el coche y caminar; después de todo, era una tarde de otoño espléndida. Era un trayecto agradable, había varias fruterías, restaurantes con mesas en la calle y mucha gente de todo tipo de procedencia comprando. O’Connor se daba cuenta de cómo había cambiado todo. La gente, los negocios, el ambiente. Sin embargo, todavía quedaba algo del encanto antiguo del barrio que no sabía explicar.

Al llegar a su portal, cogió la correspondencia y abrió la puerta de la entrada. Le extrañó no escuchar a Walter. No obstante, el viejo perro ya ni siquiera se molestaba en ladrar. Sólo meneaba la cola un poco, como gesto de agradecimiento cuando Frank le ponía la comida en el plato.

Al entrar, encontró papeles desparramados por toda la sala. Rápidamente se llevó la mano derecha al lado izquierdo de la cintura para sacar su arma. Pero de la nada salió una sombra que le pegó un gancho de izquierda con experiencia profesional. Frank cayó sentado en el sofá. El viejo alzó el mentón y vio a una joven de unos treinta años de edad que

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esbozaba una sonrisa extremadamente vil. Mientras la miraba, levantó una ceja y le preguntó:

- ¿Quién eres?

- Eso no importa. Le haré varias preguntas y si es buen chico, me lo cargaré rápidamente - contestó la joven mientras sujetaba una pistola del 45 niquelada con chachas blancas.

El viejo Frank hizo un gesto de comprensión para ganar tiempo. Los jóvenes de hoy son muy violentos y lo quieren resolver todo deprisa. Así que intentaba cambiar el ritmo de la situación, aunque fuera por algunos minutos, o tal vez, segundos. La joven se acercó a Frank mientras él fruncía el ceño. No sabía cuál era la intención de esa criatura malcriada.

- ¿Lo ha pensado, viejo? - Preguntó la joven con insolencia.

- Sí. ¿Qué quiere saber? - Inquirió Frank mientras echaba una mirada rara y desconcertada.

- ¿Hay alguien más detrás de su estúpida cruzada?

- No, señorita - contestó Frank irónicamente.

Acto seguido, la joven le propinó un golpe en la cara con el revés de la mano izquierda. Frank cayó de rodillas frente a ella.

- ¿Crees que estás en forma? Pegas como una profesora de aeróbic - le dijo Frank sonriendo.

La joven guardó el arma en la vaqueta. El viejo aprovechó la oportunidad para saltar sobre ella. Sin embargo, la joven tenía unos reflejos muy rápidos y reaccionó dándole un derechazo en la mandíbula. Frank cayó sobre la mesa de centro, rompiéndola en pedazos. Él tenía un nudo de soga de pita en la boca. Estaba sufriendo los momentos más difíciles de su vida a manos de una joven que muy bien podría ser su hija. Su inclinación al sarcasmo le hizo intentar desequilibrar a su adversaria nuevamente.

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- Me he equivocado contigo. Golpeas como una machorra - dijo con gesto burlón.

La joven agarró un mechón de pelo blanco y literalmente le levantó. Luego le dio un rodillazo en los testículos. Al doblarse, recibió una patada en la cara. El viejo caía nuevamente al suelo dándose en la cabeza. Ahora tenía los ojos vidriosos. Su cara y su pecho estaban llenos de cardenales. Sacudió un poco la cabeza, pero no podía quitarse el golpe. Al verle tendido en el piso, ella suavizó un poco la expresión.

- Bueno. ¿Qué dice ahora, anciano? – Le retó la joven, mostrando su perfecta y brillante dentadura.

Frank respiró hondo, tenía una pinta lamentable.

- ¡Walter! - Gritó Frank desesperadamente.

La joven se giró sacando su arma, pero no vio a nadie. Luego se giró hacia él.

- ¿Qué pretendía, maldito chiflado? - Preguntó la joven.

- Nada, confiaba en que un amigo acudiera en mi ayuda.

Frank parecía decepcionado, más de diez años dándole comida a su perro y éste ni siquiera acudía en su ayuda. Eso del mejor amigo del hombre era un cuento, pensó. Ella le miró con su sonrisa maligna mientras le apuntaba con la pistola. De pronto, el viejo perro saltó sobre la espalda de la joven. Frank cogió un pedazo de madera de la mesa de centro y asestó una puñalada en el cuello a la chica. Los dos cayeron al suelo. Al estar sobre ella, pudo observar unos ojos azules, claros, muy vivos. Sin embargo, su rostro le recordaba la grotesca naturaleza de esa mujer. Ella le dio con la mano izquierda un fuerte golpe en el oído. Él perdió el balance y cayó a su

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lado. Ella sacó el trozo de madera del cuello con su mano izquierda mientras presionaba la herida con la derecha. Estaba perdiendo mucha sangre. No obstante, su carácter sanguinario no le permitía abandonar y buscar ayuda médica. Estaba furiosa y quería eliminar al viejo, aunque fuese lo último que hiciese. Frank se estaba incorporando y, al ver a la joven esforzándose por alcanzar el arma, sonrió interiormente. Recogió el trozo de madera ensangrentado e intentó aproximarse a ella. Al acercarse, la joven se giró, y Frank le asestó una puñalada en el corazón, como si de un vampiro se tratase. Bajo un gran nerviosismo, la joven sacó un pequeño cuchillo del cinto y, con la mano temblorosa, le propinó una puñalada con poca fuerza en el costado. Ella cayó al piso y el viejo siguió presionando el trozo de madera sin importarle nada hasta que la joven cerró los ojos. Después de unos segundos, se sentó al lado del cadáver, jadeando. Puso su mano derecha sobre la herida y notó que no era tan grave; sobreviviría. Luego miró a la joven con una sonrisa de desconcierto. En su larga carrera policial había visto muchas cosas, pero esto escapaba a su imaginación. Miró alrededor buscando a Walter, pero el viejo perro no había sobrevivido. Después de diez años tumbado en el patio y comiendo grasas saturadas, ese salto pudo haberle provocado un infarto, pensó.

Estaba incómodo, sabía que había caminado por la cuerda floja y escapó de milagro. Alguien quería quitarle del medio deprisa. Se levantó con dificultad y se dirigió hacia el teléfono. Llamó al 911. Después de colgar sintió un mareo. No era posible. Tenía que vivir. Este caso era importante. Empezó a ponerse nervioso, no podía irse así, sin más. Finalmente, cayó inconsciente.

Un día más tarde, abría los ojos en el Hospital Mount Sinaí. La abogada Stewart le cogía de la mano.

- Estuvo cerca - le dijo Stewart.

- No pudo conmigo - respondió Frank después de exhalar un profundo suspiro.

- Los detectives dicen que fue una pelea brutal.

- Era una profesional. Muy persuasiva, sabía ablandar a la gente, encontrar su mejor faceta - dijo Frank, casi gozoso.

- Todavía no han podido identificarla - le informó Stewart.

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- No encontrarán nada - contestó el viejo.

- ¿Necesita algo de mí? - Preguntó Stewart.

- Sí. Quiero que le hagas una visita a un amigo que tengo en la fiscalía.

La abogada concertó una cita con Ernie. Éste la citó en un restaurante de la tercera avenida, en Manhattan. Dos horas más tarde, se encontraron.

- Hola, Ernie, ¿Cómo está? - Saludó Stewart.

- Bien. ¿Cómo está Frank? – Se interesó Ernie.

- Tiene mala pinta. Aquella mujer era una fiera - contestó Stewart.

- Sobrevivirá, es un hombre fuerte - aseguró Ernie.

- Sí - contestó Stewart preguntándose por qué Frank le había enviado ahí.

- Tengo un mensaje para Frank - dijo Ernie mientras estudiaba a la abogada.

- ¿Qué?

- Los detectives encontraron varios nombres con números en el interior de la bota izquierda de la mujer - contestó Ernie mientras le proporcionaba la lista.

Stewart la cogió y la guardó en el bolsillo. Tomaron un refresco y se despidieron. Cada cual salió por su lado, por si había alguien siguiéndoles.

Todavía el caso no estaba cerrado, había muchas preguntas sin contestar. La abogada pasó por el Juzgado, tenía un caso pendiente; era el de una chica llamada Loreta. La arrestaron por supuestamente agredir a un anciano en la estación de tren de la Calle 59 y Lexington. En el momento de la rueda de reconocimiento, el testigo se equivocó y uno de los agentes le ayudó a rectificar la identificación del acusado. Era otro caso fácil para Stewart, pronto ella estaría en la calle. Una vez realizado su trabajo, se dirigió hacia el Hospital. Nuevamente se reuniría con Frank.

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- Hola, Frank.

- Hola. ¿Hablaste con Ernie? - Preguntó Frank con el entusiasmo de un niño cuando espera noticias desde muy lejos.

- Sí – contestó Stewart mientras sacaba la lista del bolsillo y se la daba al viejo.

- Bien. Estudiaré la lista - dijo el viejo.

La abogada decidió irse a su casa. Estaba cansada y quería recuperar un poco de la energía perdida, sobre todo, la energía psíquica.

Signorelli estaba acostado en una cómoda tumbona cerca de la piscina. Al lado tenía una pequeña mesa blanca de hierro. Era antigua, no hacía juego con el mobiliario nuevo, pero era un recuerdo. Un recuerdo de una vida pasada. Un recuerdo de Margaret. Sonó el teléfono inalámbrico. Era Howard Cohen; tenía noticias.

- Sí.

- Sr. Signorelli, le habla Howard Cohen.

- Diga - contestó en tono seco.

- El técnico ha tenido problemas.

- ¿De qué tipo? - Preguntó Augusto midiendo sus palabras.

- Digamos que está incapacitado para futuros trabajos - contestó Cohen.

- Pues envíen a otro técnico. Creo que eso es lo más correcto, ¿no?

- Sí, señor. Hablaré con el encargado - respondió Cohen.

Signorelli colgó el teléfono y se levantó. Sonrió pensativo. Se secó con la toalla y entró por la puerta lateral al salón de la casa. Se sentó en el sofá y encendió un puro. Levantó una ceja mientras reflexionaba. Se levantó y caminó hasta la cocina para prepararse un tentempié, unas lonchas de

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prosciutto y tomate sobre unas rebanadas de pan alemán de cereales mixtos, aderezados con un poco de aceite de oliva con aroma de ajo.

En su mente tenía la imagen de Frank O’Connor. Era algo que no podía borrar. Pensaba en lo fuerte que era la ambición. La ambición tiene dos caras; la primera es la aspiración noble y juiciosa, y la segunda es una ambición sin escrúpulos, egoísta y dañina. Para Signorelli, Frank era un oportunista que merecía ser castigado.

Frank se devanaba la cabeza en el Hospital intentando descifrar los nombres de la lista. Los nombres eran el Gran Jack, Tommy Valentine, Spanish Mike, The Cigar. Todos, menos el último, eran conocidas figuras del crimen organizado. Todos, menos The Cigar. El Habano. Frank llamó a Sonny, un amigo de la infancia que trabajaba en la compañía telefónica. Le dio los números de teléfono que le envió Ernie para que buscara algunos datos básicos sobre estas personas. Después de dos horas, Sonny llamó a Frank.

- Buenas tardes. Con la habitación 204 - pidió Sonny a la recepcionista.

- Un momento – dijo ella.

- Sí - contestó Frank.

- Frank, es Sonny. Tengo la información que me pediste. Mira, todos están hasta el culo en negocios fraudulentos, menos uno. Creo que debes descartar a Augusto Signorelli.

- No. Mi intuición me dice que ése es el primero que tengo que investigar. Dame su dirección y envíame por mensajero un listado de todas las llamadas que ha realizado en los últimos tres meses. Me encargaré de los demás cuando salga del Hospital - le dijo Frank.

- Vale. Te lo enviaré mañana temprano – prometió Sonny.

Augusto Signorelli, murmuró Frank. Ese nombre no le era conocido. En todos sus años de policía no había oído hablar de ningún hampón con ese apellido. Por otro lado, Sonny decía que estaba limpio. Éstos son precisamente los más peligrosos, los que pasan desapercibidos, los que no tienen que demostrar nada a nadie, porque saben de lo que son capaces.

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No necesitan reconocimiento, basta con que ellos sepan lo que está sucediendo.

Pediría los antecedentes penales de este hombre a través de una agencia de Brokers de un amigo. Ellos se encargaban de investigar a personas para evaluar los posibles riesgos de tratar con ellos en complicadas operaciones bursátiles, inversiones financieras o simplemente conocer la capacidad financiera de un posible socio. Nadie sospecharía nada, pensó.

Llamó a Richard Spano, un agente de bolsa que salía con una sobrina suya, y le pidió información sobre Augusto Signorelli. No había terminado de mencionar el nombre de la persona cuando Richie le dijo que era un hombre muy famoso. Era un magnate de la industria del pegamento. Había muchos negocios que dependían de los productos adhesivos para la manufactura de sus productos. Como por ejemplo, mobiliario del hogar, coches, joyerías, imprentas, agencias publicitarias, cristalerías y un sin fin de empresas más. En Nueva York había tres grandes grupos. Dos multinacionales y Augusto Signorelli, "El Habano". No era un gángster, pero los tenía en su sitio. No se dejaba empujar por nadie. Hacía veinte años que las multinacionales habían estado tratando de quitarle el pastel, pero era imposible. Su patrimonio personal rondaba los 600 millones de dólares. Una de las peculiaridades de él era que no le gustaba llamar la atención. Nunca aceptó una invitación de Malcom Forbes.

Después de haber escuchado todo eso, Frank se quedó paralizado. Decidió que éste sería su principal sospechoso. También decidió guardarse la pista para sí. Un hombre con tanto dinero tendría amigos hasta en el infierno. En ese momento, comprendió que estaba solo en su lucha.

Al día siguiente, entraron dos hombres uniformados en la habitación. Eran oficiales enviados por la Fiscalía. Martinelli les puso allí con el pretexto de protegerle, pero, en realidad, estaban para recabar información sobre los avances de Frank. Él sabía que el viejo era testarudo y que no compartiría la información con él. También tendría el teléfono intervenido. Ernie no podía llamarle ni visitarle, pues quedaría al descubierto, así que llamó a Stewart para que le informara sobre lo que pretendía el Fiscal.

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Mientras tanto, la noche anterior, Frank había descubierto un patrón en las llamadas de Signorelli. Después de cada asesinato, realizaba la misma llamada al mismo teléfono y con aproximadamente la misma duración de tiempo. Ya se encargaría de hablar con Sonny cuando saliera del Hospital para saber a quién pertenecía ese número de teléfono.

Stewart le había dado el mensaje de Ernie, así que Frank se pasó toda la semana leyendo revistas triviales y hablando de cuestiones legales que no venían al caso. Por otro lado, Martinelli preparaba un señuelo para el supuesto asesino. Era un joven agente de la policía que quería un ascenso; otro hombre con ambición. La idea era acusarle, sacarle en la prensa y luego soltarle por un error en la rueda de detenidos. El señuelo estaría protegido por un equipo de agentes especiales asignados para protegerle.

Frank salía del Hospital y se reunía con Ernie.

- Siento no haber podido visitarte, Frank. Martinelli me tiene trabajando mucho. A veces pienso que sospecha que nos conocemos. Últimamente ha estado actuando con cierta paranoia - dijo Ernie.

- No te preocupes. Recuerda que es joven y que tiene ambición política. Los políticos son paranoicos por naturaleza - le contestó Frank.

- Martinelli está preparando a un señuelo para intentar atrapar al asesino – le contó Ernie.

- ¿Asesino?. Pienso que pueden ser asesinos. Tal vez asesinos a sueldo – opinó Frank después de tomar un sorbo de refresco.

- ¿Quién querría matar a todas las personas que sueltan los tribunales? - Preguntó Ernie.

- Alguien insatisfecho, cabreado con el Sistema. Alguien con mucho dinero, alguien al que ya no le importa nada - contestó Frank pensativo.

- ¿Tienes algún sospechoso?

- No. Nadie en concreto. Sólo conjeturas - respondió Frank.

- Tengo un mal presentimiento con este caso – se temió Ernie.

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Frank asintió con la cabeza. Las cosas todavía no estaban claras. ¿Y qué si Signorelli realizaba llamadas los días después del asesinato? Eso no probaba nada. Él había decidido investigarle por una corazonada. Sabía que estaba muy lejos de poner el dedo acusador sobre ningún sospechoso. Tenían que existir varios elementos, un motivo, los medios y, cómo no, la oportunidad. Signorelli tenía los medios. Ahora era cuestión de seguir ahondando sobre la cuestión.

Martinelli llamó a Frank para explicarle el plan. Después de todo, él tenía mucha experiencia con asesinos. Y todo el mundo recordaba el famoso caso del asesino en serie que había capturado hacía unos diez años. Ésa era otra brillante idea de Ernie. Él era un hombre honesto donde los hubiera; muy eficiente en su trabajo, perspicaz y, en otras épocas, muy sagaz. Sin embargo, en los últimos años había sido dominado por la prudencia en su máxima expresión.

En ocasiones, la prudencia puede definirse como un buen juicio o quizás la capacidad de anticiparse a los acontecimientos, teniendo extremo cuidado en las acciones a realizar. No obstante, el caso de Ernie era triste porque algunas personas influidas por la prudencia suelen sacrificar el presente para tener un futuro mejor. Éstos se pasan gran parte de su vida mirando, guardando, cuidándose de Dios sabe qué. Y al final, después de tanta planificación, trabajo y preparación para enfrentar las demandas del futuro, se encuentran en el mismo lugar. Tal vez por esta razón, Ernie ayudaba a Frank en su cruzada. Quería cambiar algo y ahora, aunque fuese en la vida de otro ser más arriesgado, más entregado.

Frank se presentó en el despacho de Martinelli. El Fiscal le había explicado el plan.

- ¿Y bien? ¿Qué opina de esto? - Preguntó Martinelli.

- No funcionará - refunfuñó Frank.

- ¿Por qué no? - Preguntó Martinelli irritado.

- Porque no sabemos a quién o quiénes nos enfrentamos. Sólo sabemos que están asesinando a personas que el sistema suelta por algún

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motivo u otro. Son asesinados cerca de sus hogares, con lo cual tienen información sobre sus víctimas. Por otro lado, apenas hago un comentario y me tratan de asesinar. Me defiendo y mato a mi agresor. Sin embargo, mientras estaba en el Hospital, asesinan a dos más.

- ¿Me está sugiriendo que puede ser alguien de dentro? - Preguntó Martinelli.

- No tiene por qué ser uno. Pueden ser varios.

- ¿Un escuadrón de la muerte? ¡Vamos!

- No necesariamente. Pero sí personas bajo el mando de alguien influyente.

- ¿Quién? - Preguntó Martinelli.

- No lo sé - respondió Frank.

La conversación no fue fructífera. El Fiscal decidió seguir adelante con su obstinado plan. Frank salió cerrando la puerta bruscamente. En su mente no podía concebir cómo un Fiscal podía poner en peligro la vida de un joven agente por meras aspiraciones políticas. Sobre todo en un caso donde la confusión era lo único que estaba claro.

Regresó a su hogar. Tenía muchas cosas que hacer. La casa estaba hecha un asco. Todavía no podía creer que hubiera sobrevivido a tan brutal ataque. Aquella mujer era una profesional. Su único defecto era haber sido más joven que él. La experiencia es algo que no se puede enseñar. Y el factor suerte es algo que tampoco se puede controlar. Por este motivo, los criminales más viejos y experimentados recurren a una planificación minuciosa. Él estaba seguro de que el señuelo moriría. Era una cuestión de sentido común.

Al llegar al hogar, llamó a Sonny. El amigo le tenía la lista. Quedaron en verse en Rosario’s Pizza, en Woodside. Stewart llamó a Frank para ver cómo se encontraba.

- Hola, Frank. ¿Cómo estás?

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- Bien. Intentando arreglar el desastre que provocó aquella psicópata - contestó Frank con una sonrisa.

- ¿Necesitas ayuda?- Preguntó Stewart con buena disposición.

- No. Lo único que te voy a pedir es que me informes sobre las posibles víctimas.

- ¡Hecho! - Contestó ella.

Al cabo de dos horas, Frank se dirigió hacia Rosario’s. Era una pizzería con tradición. Estaba en el barrio desde 1965. No obstante, la calidad de la misma había decaído, ya que el viejo Rosario no estaba ahí para preparar aquellas excelentes pizzas. No obstante, Frank era un nostálgico y seguía fiel a la tradición. Sonny estaba esperándole. Le entregó un listado detallado de las llamadas telefónicas que había realizado Signorelli. El teléfono al que llamaba pertenecía a Howard Cohen, en Long Island. Frank examinó la lista por encima y decidió investigar al tal Sr. Cohen. Fue a la cabina y llamó a Richie. Le pidió información sobre él. Quería movimientos bancarios, tanto de Cohen como de Signorelli. Richie le dijo que le llamara en dos días. Lo que Frank le pedía era complicado; habría que hablar con apoderados de bancos, amigos de la profesión, y regalar varias cajas de vino o, quizás, varios gramos de cocaína.

El señuelo estaba listo. Tenía un micrófono en la cintura. El alcance del mismo era amplio. Además, le habían puesto un diminuto localizador, similar a los que le ponen a los caballos de carrera. Utilizarían un satélite para localizarle en caso de que los agentes perdieran contacto visual con el señuelo. Esto le estaba saliendo muy caro al Ayuntamiento. Pero no se puede escatimar en gastos en año electoral.

- ¿Cómo te sientes, chico? - le preguntó Martinelli.

- Bien, señor.

- ¿Listo para cumplir con tu deber?

- Sí.

- ¡En marcha! - Ordenó Martinelli.

- ¡Un momento! - Dijo con vergüenza el joven agente.

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Todos se quedaron mirándole, expectantes. Creían que iba a decir algo importante o elocuente antes de la misión.

- ¿Sí? - Preguntó el agente encargado.

- ¿Puedo ir al servicio?

- Por supuesto.

El señuelo salió del despacho y se dirigió hacia el servicio que estaba al final de pasillo. Los agentes y el Fiscal comenzaron a reírse.

- Antes de cumplir con su deber, un buen agente debe echar una buena cagada - dijo vulgarmente un veterano agente.

Todos se rieron. El Fiscal, como buen político, les seguía la corriente. Pero en realidad quería que se dieran prisa. Tenía una cita con una joven universitaria de la Universidad de Fordham. Un agente apagó el micrófono; tampoco quería escuchar los ruidos de las tripas de un compañero. Ya se habían reído suficiente con el chiste.

El señuelo entró en el servicio. Abrió la puerta de un cubículo y se sentó en la vasija. Estaba muy nervioso. El Ayuntamiento tenía mucho movimiento, pues los funcionarios estaban trabajando doble. En año electoral hay que sacar mucho trabajo y dar una imagen diferente. La puerta del servicio se abrió. Un señor mayor entró. Caminaba lentamente con la ayuda de su bastón. Al fondo había cuatro cubículos. El señuelo se encontraba en el último. El viejo abrió la puerta contigua a la del joven agente.

Después de uno o dos minutos, el joven tiró de la cadena y salió de su cubículo. Al salir y comenzar a caminar, escuchó la quebrada voz del viejo pidiendo ayuda. No podía levantarse. El joven abrió la puerta del cubículo. Para su sorpresa, el viejo le atravesó el pecho con un stilleto. Con la mano que tenía libre, el anciano le agarró por el cabello y le introdujo dentro del

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cubículo. Puso su pie sobre el pecho del joven y extrajo el arma. Limpió la hoja con papel higiénico y la introdujo nuevamente en el bastón. Salió caminando del servicio con tranquilidad, con el porte de un anciano respetable.

Después de varios minutos, los agentes encendieron el micrófono. No se escuchaba nada al otro lado. Rápidamente salieron dos hombres a buscar al agente. Al llegar al servicio no notaron nada extraño. Comenzaron abrir los cubículos hasta dar con él. Estaba sentado en la vasija con expresión de horrible sorpresa.

Nadie podía creerlo. El Fiscal estaba asombrado. La teoría de Frank podía ser cierta. Alguien de dentro estaba filtrando la información. Estaba en contra de la pared. Si no resolvía este caso, no saldría electo. Tampoco podría mantener sus vicios.

El teléfono de Frank no dejaba de sonar. Nadie estaba en casa. El viejo no creía en los contestadores. Eran una molestia. Tampoco creía en los móviles. Y muchos menos después de leer que podían causar tumores cerebrales.

Martinelli envió a varios agentes al hogar de Frank. Ahora, el viejo detective sería una pieza importante. Por otro lado, Ernie llamaba a Frank sin suerte.

Sonny se tomó varias cervezas y luego se despidió de Frank. Él se quedó repasando la información en la Pizzería hasta que cerraron. A las doce de la noche llegaba el viejo a su hogar. Al bajarse del coche, dos hombres comenzaron a aproximarse a él apresuradamente. Frank sacó su revolver con rapidez.

- Tranquilo, tranquilo, nos envía el Fiscal. Han asesinado al señuelo dentro del Ayuntamiento – le dijo un agente.

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- ¡Dios! ¡Se lo advertí a ese hijo de puta! – se encolerizó Frank.

Frank pidió unos minutos a los agentes. Entró en su casa y llamó a Ernie. Quería saber si su amigo se encontraba bien. Alguien bien informado era el responsable de esa filtración.

Al día siguiente, todos los titulares se hacían eco de la noticia. Sobre todo los medios controlados por la oposición política. Había mucho movimiento en la ciudad. Los agentes examinaban una y otra vez las cámaras de seguridad del Ayuntamiento.

Frank y Martinelli estuvieron reunidos toda la mañana. Ahora, Frank sería el asesor personal de Martinelli en este caso. El Fiscal le presentó a Ernie y le dijo que le facilitara todos los medios a su alcance para realizar la labor. En esa reunión, Frank compartió la información de los posibles sospechosos, pero se guardó la información del Sr.Cohen. Más adelante le daría esa información. Utilizaría la técnica del goteo para dar sensación de avance cuando las cosas estuvieran estancadas. Frank y Ernie se limitaban a hablar lo justo frente a los demás. No querían que nadie intuyera que tenían una amistad, sobre todo el Fiscal.

La lista de sospechosos la tenían el Comisionado, el Fiscal y Frank. Nadie más sabía lo que estaba sucediendo.

Esa tarde, a las 20:00, comenzaba el noticiero. Augusto Signorelli, con la precisión de un reloj suizo, encendía el televisor. Se reclinó en su sofá y comenzó su ritual; su habano y una copa de un fino coñac.

A las 20:30, aparecía la página de sucesos: “Un agente de policía que fungía como señuelo fue asesinado en el Ayuntamiento”. Augusto movió la cabeza afirmativamente. Todo el mundo se estaba enterando de que alguien estaba matando chorizos, y la policía no podía hacer nada. Mientras tanto, entrevistaban a la gente en la calle con diversas opiniones. Muchos de los entrevistados eran ciudadanos cansados del sistema que aplaudían las acciones de la persona que estaba cargándose a la escoria de la sociedad. Los ojos de Signorelli tenían un brillo sosegado. Entre calada y calada,

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observaba atentamente las noticias. Una vez acabado el noticiero, descolgó el teléfono para llamar a su abogado.

Al día siguiente, Howard Cohen hacía una transferencia a Manhattan Specialized Services por la cantidad de 10.000 dólares.

Ahora, Frank disponía de la infraestructura del Departamento de Policía para realizar sus investigaciones sin temor a violar ninguna norma. Por otro lado, esperaba ansioso la llamada de Richie. Frank llamó a Stewart para que le asistiera en el caso.

Ese día trabajó como en los viejos tiempos. Los demás investigadores eran incapaces de seguirle el ritmo. Richie le facilitó la información de las cuentas bancarias de Signorelli y de Cohen. El abogado tenía poderes especiales para realizar todo tipo de transferencias a donde estimara oportuno. Sin embargo, el poder era limitado en ciertos aspectos; existían unos topes de dinero y de cantidad de transacciones. Sí Cohen decidía robarle a Signorelli, no le dejaría en bancarrota.

Después de estudiar cuidadosamente las cuentas, Frank y Ernie descubrieron un patrón interesante; Signorelli no sólo llamaba a Cohen después de cada asesinato, sino que, al día siguiente de cada asesinato, Cohen ingresaba 10.000 dólares a nombre de Manhattan Specialized Services. El patrón se rompía justo el día en que intentaron cargarse a Frank. Ese día ingresaron 20.000. Y precisamente ese día, Cohen llamaba a Signorelli. Aproximadamente a la hora en que realizó la llamada, ya era de conocimiento general que una mujer había intentado asesinar a Frank O’Connor y había muerto en el mismo.

Frank le pidió a Ernie que interviniera el teléfono de ambos. Primero le daría una visita al abogado de Signorelli.

Stewart se encontraba en el Juzgado confeccionando una lista de las posibles víctimas. Tenía tres personas. Sin embargo, destacaba Leon Banks, un ex-junkie que acababa de salir del talego y había sido acusado

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de apuñalar a una pareja en el Bronx para robarle unos treinta dólares (5.000 Ptas..).

Este joven tenía el perfil adecuado para los ejecutores. De acuerdo con sus antecedentes y la naturaleza de la acusación, este individuo muy bien podía ser considerado como la escoria número uno de la ciudad. No obstante, Leon sería liberado, ya que en la detención se le fue la mano a la policía. No le leyeron sus derechos y, además, le dieron una buena paliza. Según la ley, se había cometido una terrible injusticia en contra del imputado.

Ese hombre era cliente de Stewart gracias al turno de oficio. Durante la realización de los trámites pertinentes, ella pudo observar las actitudes de Leon. No existía arrepentimiento en ese despreciable ser. Era simplemente un hombre grosero que se dejaba guiar por sus instintos animales. Tal vez no tenía una predisposición para hacer daño, pero si se encontraba en una situación en la que tuviese que infligirlo, lo haría sin dudarlo.

La abogada pensó que si se cargaban a este hombre, la calidad de la vida de los ciudadanos incrementaría notablemente. Dentro de las cifras de delitos, gran cantidad de los mismos es cometida por unos pocos criminales muy activos. Basta con sacar a uno o dos fuera de circulación para que bajen los índices de robo y agresión.

- Gracias, abogada. Soy un hombre libre - dijo Leon sacando su sucia lengua con un gesto lascivo.

- Dale las gracias a la ineptitud de los agentes – le contestó Stewart sonrojada de furia.

Leon contemplaba la belleza auténtica y fresca de la abogada. Ella tenía una melena de pelo negro lacio hasta los hombros. Parecía de seda. Su cara era alargada, sus facciones finas. Su sonrisa era natural, espontánea, mágica. Sus ojos eran de un tono azul oscuro, profundos, pero radiantes. Su figura era esbelta, pero bellamente formada. A pesar de ser joven, su pelo empezaba a encanecer. Y eso le hacía más interesante.

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Finalmente, Leon se marchó. Ella se vio tentada de borrar su nombre de la lista, pero recordó el viejo dicho: “A cada cual se le acaba cuando le toca”. Los brutos como Leon siempre tienen dentro un espíritu de malicia y crueldad, y, con toda certeza, éste sería ajusticiado por gente de su misma calaña. Ése era su consuelo ante la impotencia de no poder impartir la justicia por cuenta propia. Pensaba que tal vez ése era el consuelo de muchos ciudadanos honestos y sufridores como ella.

Frank salió del despacho acompañado de dos fornidos agentes. Se dirigía hacia el despacho de Howard Cohen, en Manhattan. Quería estar allí en la hora de más movimiento. Su intención era intimidar a Cohen, meterle miedo en los huesos. Frank conocía muy bien a este tipo de abogados. Dentro del Juzgado cacarean y se mueven como unos gallitos de pelea, ávidos de batalla, de combate sin tregua. Pero en la calle son mansos, dóciles, temerosos como las gallinas.

Al llegar al lujoso despacho de Cohen, se encontraron con una secretaria en la recepción. Su actitud era prepotente, soberbia, como la de los empleados de los grandes bufetes. Por alguna extraña razón, los empleados de grandes corporaciones suelen tener la estúpida fantasía de que son parte de la cúpula de las instituciones para las que trabajan. Sin embargo, ignoran que no significan una mierda para los dueños. Simplemente son peones cuya única misión es proteger al rey, aunque esto implique que tengan que ser sacrificados.

- ¿En qué les puedo ayudar, caballeros? - Preguntó la recepcionista con gesto despreciativo en la voz, mientras les miraba de arriba a abajo.

- Soy Frank O’Connor, trabajo para el Fiscal Martinelli y quiero hablar con el Señor Cohen - contestó Frank en tono serio y con cara de pocos amigos.

En la sala de espera había una vieja pareja judía de mucho prestigio, que esperaba a que Cohen les atendiera. Ellos observaban lo que estaba sucediendo.

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- Veré si el señor Cohen les puede atender - dijo ella con gesto hostil.

- Estoy seguro de que nos atenderá. Si se pasa todo el día resolviendo historias de trampas y fornicación a los niveles más altos, seguro que tendrá tiempo para hablar de varios homicidios - contestó Frank en voz alta y clara.

Los clientes que esperaban en la sala comenzaron a murmurar. Se levantaron y se marcharon. Mientras esperaban el ascensor, el señor sacaba su teléfono móvil y llamaba. Conociendo a la élite de Nueva York, ese chisme correría como la pólvora.

- Señor Cohen, aquí hay unos caballeros de la Fiscalía que quieren hablar con usted – le avisó la recepcionista.

- Dígales que pasen – dijo Cohen con curiosidad.

- Pueden pasar - indicó la recepcionista mientras miraba a Frank con resentimiento.

Frank la ignoró y pasó caminando por su lado hasta la puerta. Los agentes que le acompañaban se iban a quedar en la sala de espera, pero Frank les dijo que podían entrar. Ellos estaban asombrados. Martinelli nunca les hubiese dado cancha en ningún juego. Pero Frank quería tener testigos. Además, Martinelli se quedaría tranquilo si sus hombres le contaban en detalle lo sucedido. Frank pensó que así Martinelli no sospecharía que él guardaba cierta información para sí.

Al entrar, Cohen se encontraba de pie, esperándole.

- Por Favor, pase - invitó Cohen con su habitual falsedad.

Frank entró seguro de sí. Cuando quería, podía tener un aura de autoridad arrolladora. Venía en representación del Fiscal Martinelli, un hombre que se preparaba para presentarse a Alcalde de la ciudad; un político en plena carrera electoral. Cohen sabía que los políticos que se encuentran en la contienda electoral son depredadores que no admiten que nadie, absolutamente nadie, les joda. Así que trataría a Frank con guante de

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seda. No quería ser una piedra en el camino de ningún político. Y mucho menos uno con grandes probabilidades. No se hacía a la idea de tener que ejercer en otro estado. Además, tenía algún que otro trapo sucio en el armario.

- Sr. Cohen, el Fiscal me ha encomendado que haga todo lo posible por resolver el caso de los asesinatos que están ocurriendo en la ciudad – dijo Frank mientras le miraba.

- ¿Y qué tiene que ver eso conmigo? - Preguntó Cohen con una sonrisa.

- Mucho - contestó Frank mientras veía cómo se borraba la sonrisa de pijo de la cara de Cohen.

- ¿Qué? - Soltó Cohen tragando saliva.

- Usted tiene un cliente. Se llama Augusto Signorelli, “El puro”. Sí, creo que así le llaman - comentó Frank expectante, después de sentarse en una cómoda.

- Es mi cliente. ¿Qué tiene que ver él con los asesinatos? - Preguntó Cohen encogiendo los hombros.

- Tenemos alguna información que nos hace pensar que su cliente puede estar implicado en los asesinatos. Su nombre estaba en una lista que poseía un asesino a sueldo que intentó liquidarme - dijo Frank en tono acusador.

- ¿Y eso le hace sospechoso? quizá mi cliente era un objetivo ¿Por qué no hablan con él? - Preguntó Cohen.

- Lo hemos intentado. Pero su cliente aparenta ser un poco escurridizo - dijo Frank echándose un farol.

Cohen no pronunció palabra alguna, él sabía que Signorelli nunca se escondía. No era su estilo. Ni siquiera se escondía de la Mafia cuando trataron de chantajearle, y ahora no se iba a esconder de unos burócratas. Con todo el dinero que tenía podía aplastar a estos estúpidos. Quizá hacerle una aportación al político de turno que representaba Frank. Algo no iba bien.

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- ¿Qué sucede, señor Cohen? De repente hay mucho silencio - dijo Frank guiñado el ojo.

- ¿Tienen una orden de arresto para mi cliente? - Preguntó Cohen.

- No, señor - respondió Frank.

- Entonces tendrán que abandonar este despacho ahora - contestó Cohen intentando reflejar autoridad.

- Señor Cohen, ¡no sea ridículo! El propósito de esta visita es evitar que usted y su cliente salgan en los medios de comunicación como dos vulgares hampones. Eso está bien para los criminales repugnantes, alborotadores y folloneros, los del peor tipo. Pero no para un abogado de ilustre prosapia como usted - dijo Frank sin inmutarse mirándole a los ojos.

- Lo siento, señor O’Connor; abandone mi despacho ahora - pidió Cohen mientras le miraba azorado.

Frank se alejó realmente complacido; había logrado su objetivo. El abogadito de los ricos estaba cagándose de miedo. Parecía un chihuahua.

La apreciación de Frank era correcta. Unos minutos después de marcharse del despacho, Cohen descolgó el teléfono para llamar a Signorelli. Un error fatal.

- Diga - contestó Signorelli.

- Es Howard Cohen, señor.

-¿Qué quiere? ¿Hay algún problema? - Preguntó Signorelli.

- No exactamente. Pero me han visitado unos agentes en representación del Fiscal. Dicen que usted podría estar implicado en los asesinatos de los Juzgados.

-¿Cómo? - Preguntó cabreado Signorelli.

- Sí. Dicen que han intentado comunicarse con usted y no han podido localizarle - contestó Cohen en tono tímido.

- ¿Cuántos años llevas trabajando para mí, Howard? - Preguntó Signorelli con voz seca y clara.

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- Doce años, señor – le respondió Cohen.

- Doce años. Y en doce años, ¿acaso me he escondido?

- No, señor - contestó Cohen muerto de pánico.

- Llevo más de cuarenta años haciendo negocios en Nueva York, soy un hombre de tradición, de costumbres y fácil de conseguir. Conocí a tu padre apenas había comenzado a trabajar. Él fue mi abogado; tenía carácter, temple, en fin, cojones para enfrentarse a cualquiera y para proteger los intereses de sus clientes. La razón por la cual te contraté, nada más mi gran amigo Jack estiró la pata, fue porque no tenía forma de recompensar todo el tiempo que me había dedicado, toda la lealtad, todo el trabajo eficaz. Así que lo menos que podía hacer era garantizarle a su hijo un futuro brillante. Ahora, su hijo, en vez de seguir sus pasos, resulta que no es capaz de honrar la memoria de su progenitor, un hombre honrado y trabajador - dijo Signorelli enfadado.

- Lo siento, señor Signorelli. Me dejé intimidar estúpidamente, no volverá a ocurrir - contestó Cohen, triste y avergonzado.

- Sé que no volverá a ocurrir, hijo - aseguró Signorelli en tono más benévolo.

- Llamaré al Fiscal Martinelli para pedirle una explicación, y si es un farol, les demandaremos por hostigamiento y abuso de poder - dijo Cohen con nuevo brío.

- Bien, mantenme informado - ordenó Signorelli con suavidad.

El viejo Signorelli colgó el teléfono visiblemente enfadado. La acción de los agentes y de la Fiscalía era algo demasiado sencillo. Muy directo. Después de todo, la acusación era muy grave. Una persona que hace esa afirmación debe tener pruebas. Por lo menos, pruebas circunstanciales. La Fiscalía debía saber que él era un hombre poderoso, así que hacer ese tipo de acusación, basándose en meras conjeturas, podría traerle problemas al Fiscal.

Signorelli se vistió con calma y salió por una puerta lateral de la sala hacia el garaje. Subió en su Jaguar negro y se dirigió a la ciudad. Tenía un despacho en el Paramount Plaza, entre la séptima y octava avenida. Entró por el aparcamiento subterráneo. Subió por el ascensor de servicio y se dirigió a su oficina, en la tercera planta. Una vez allí, miró su abultado

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correo, mensajes en el ordenador y un listado de sus acciones. Su imperio iba sobre ruedas. Descolgó el teléfono y llamó a un teléfono móvil.

- Diga - contestaron al otro lado.

- Habla Augusto. Hoy, una persona ha visitado a mi abogado haciendo una serie de graves acusaciones que podrían costarme mucho dinero, por no decir joder mi reputación. Las personas se identificaron como ayudantes del Fiscal de Distrito. Me fastidió escuchar eso. Un ciudadano como yo, colaborador, desprendido y honrado. No me gusta ser pisoteado por un grupo de bastardos resentidos y acomplejados con la gente de mi estirpe. Espero que esto no vuelva a ocurrir - dijo con superioridad y firmeza.

- Lo arreglaré – le contestaron al otro lado del teléfono.

Leon Banks se encontraba en un asqueroso cuchitril del barrio Chino por la calle Baxter. De vez en cuando realizaba varios encargos para los chinos. Era poca cosa; unos cuarenta gramitos por aquí y por allá de heroína. Se sentía protegido, pues los italianos le estaban buscando. Ya el barrio italiano no era como antes. Muchas viejas familias, las familias fundadoras, habían progresado; se habían hecho extremadamente ricas, por lo que no existía la necesidad de permanecer unidas. Por ese motivo, el barrio italiano se estaba desintegrando.

Sin embargo, todavía algunos chinos le pagaban protección a las familias y compartían muchos negocios ilegales, como la confección de ropa pirata. Marcas como Ralph Lauren, Versace y otros, se fabricaban en grandes fábricas en los sótanos del barrio chino. Leon estaba en calzoncillos; acababa de echar un polvo con una prostituta barata. A él le gustaba degradar a las mujeres. Mientras se acostaba con la prostituta, la llamaba abogada Stewart. Una vez saciado el apetito de este animal, sacó una bolsita de heroína adulterada y le pagó a la mujer. Ella se vistió sin asearse siquiera y salió corriendo a pincharse. Leon se reía con sus dientes manchados de nicotina y sabrá Dios qué más. Después de varios minutos, tocaron a la puerta. Leon pensó que podía ser la mujer. Tal vez se había dejado algo, quizá una liendre, pensó mientras se reía de sus reflexiones delirantes. Al abrir la puerta, todo se oscureció de repente. Cuando recobró el conocimiento, estaba atado a una silla con un calcetín en la boca.

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- Tranquilo, Leon; esto no duele. Por lo menos a mí - dijo con sarcasmo el hombre.

Leon no parpadeaba, miraba fijamente la jeringuilla que el hombre tenía en su mano. Estaba agitado, casi jadeante. El hombre rió suavemente.

- Vas a viajar, amigo. ¿Te gusta viajar, Leon? - Le preguntó el hombre. - Antes de hacerlo quiero que te relajes, amigo. Estás muy tenso.

Seguidamente, el hombre le dio un fuerte puño en los testículos. La víctima comenzó a quejarse. Sus ojos estaban aguados. El hombre se puso un guante de látex y se acercó nuevamente a la fiera herida. Le agarró los testículos y los apretó y retorció con mucha fuerza. La víctima sentía que se los iba a arrancar. La cara de Leon parecía un tomate maduro, las venas del cuello estaban a punto de explotar, su rostro por primera vez reflejaba el horror del dolor que precede a la muerte. Sacudía su cabeza desesperadamente. El hombre retrocedió, buscó un martillo y volvió a acercarse a su víctima.

El animal estaba aterrado, ya había recibido un golpe de ese martillo cuando abrió la puerta. De hecho, todavía la herida de la cabeza sangraba. Como si hubiese estado viendo una película, observaba a sus propias víctimas; aquellos inocentes a los que robó, machacó y asesinó. Tal vez era un indicio de algo llamado arrepentimiento.

- Bien, amigo. Si eres un buen chico y te relajas, te pondré a viajar. Si no, utilizaré el martillo hasta que no te puedas mover. Tú decides - le dijo el hombre sonriendo.

Leon asintió con la cabeza. El hombre se acercó y le inyectó la letal dosis de heroína pura. Al minuto, Leon comenzó a convulsionarse y a echar espuma por la boca como un perro rabioso.

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- Parece que no eres tan duro. Me decepcionas – le dijo el viejo mientras salía del apartamento.

Frank regresó al despacho. Tenía al abogado de Signorelli donde quería, pensó. Pronto Signorelli mordería; saldría de su cloaca, así que era cuestión de que hablaran por teléfono y uno de los dos se pusiera nervioso y la cagara. Al entrar al despacho de Martinelli, éste no presentaba buena cara.

- Hola, Martinelli – saludó Frank.

- Hola, Frank.

- He visitado al abogado de Signorelli y se cagó de miedo - dijo Frank riendo.

- ¿Qué le has dicho para que reaccionara así? - Preguntó el Fiscal.

- Le dije que su cliente podía estar implicado en una serie de asesinatos - contestó Frank.

- Así que te nombro mi ayudante y lo primero que haces es ir a intimidar a un abogado – le recriminó Martinelli, enfadado.

- No es un abogado cualquiera. Es el abogado de Signorelli - contestó Frank.

- Por ese mismo motivo hay que tener precaución. No estamos tratando con ciudadanos normales. Estos hombres son poderosos.

- ¿Qué? Son tan poderosos que pueden tronchar carreras políticas - dijo Frank instigando a Martinelli frente a sus hombres.

Martinelli era un manipulador e instigador demasiado fino para ser cogido por este payaso aprendiz de investigador, pensó. No iba a caer en su juego.

- Frank, quiero resolver este caso tanto como tú. Quiero atrapar al hijo de puta que está asesinando a la gente, sean criminales o no. Pero lo que no podemos permitir es utilizar tácticas mafiosas para coger a estos delincuentes. Quiero que sigas adelante con la investigación, confío en ti. Pero, por favor, ten cuidado, tampoco queremos poner sobre aviso a estos

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bastardos – le pidió Martinelli mientras estudiaba la reacción de Frank y los demás agentes.

Frank parecía decepcionado, el joven Fiscal no era tan tonto. Le dio la vuelta a la tortilla con pericia. Ahora, sus hombres le contarían con detalle lo sucedido. Sin embargo, no importaba, Ernie le contaría a Frank con detalle lo que tramaba Martinelli. Fue un pequeño error de cálculo, pensó. Pero no salió del todo mal. Por si existían dudas, Martinelli le daba un espaldarazo al frente de la investigación, motivo por el cual tensaría un poco más la cuerda y visitaría a Signorelli. Echaría un pulso con el hombre del Habano. Tenía curiosidad.

Stewart llamaba a Frank y le facilitaba la lista de las posibles víctimas de la semana. Él preguntó a la abogada si creía que alguno de la lista podría tener mayor probabilidad que otros. Ella mencionó a Leon Banks. Inmediatamente, Frank le dio prioridad a ese nombre. Asignó a los dos agentes que le acompañaron a buscarle y prevenirle del peligro. Les quería hacer ver que les estaba dando campo. Además, si Leon aparecía muerto, tendrían un caso interesante que resolver, que les mantendría ocupados. Así se quitaría a los sabuesos de Martinelli de encima.

Ernie había quedado con Frank en Rosario’s. Esperó, como siempre. Pidió una copa de Campari. Él no era bebedor, sólo lo hacía cuando estaba con Frank.

Signorelli llegaba a su casa. Encendió el televisor y comenzó a quitarse la ropa. Quería darse una ducha rápida antes de prepararse una pizza siciliana y una ensalada de broccoli y jamón. Tomaría un zumo de zanahoria y quizá un café expresso con un canolli. Y luego, vería las noticias, como siempre, fumándose un habano y tomando un sorbo de coñac.

Frank se dirigía hacia la pizzería mientras meditaba sobre proponer a la abogada Stewart como su asistente en el caso. Una mujer joven y atractiva suavizaría las cosas una vez él visitara a Signorelli. Quizá Martinelli le echaría los tejos y los demás ayudantes estarían más pendientes de ella que de los resultados de su investigación.

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Stewart llevaba varias horas en su casa. Repasaba la lista de posibles víctimas. Deseaba que fuese Leon. Odiaba a ese hombre. Era un animal. Se había duchado y estaba en la cama. Se comió un sándwich de pavo y un zumo de naranja. De pronto, sonó el teléfono. Ella dio un salto y cayó sentada en la cama. Lo descolgó.

-Diga - contestó ella un poco cardíaca.

-¿Llamo en mal momento? - Preguntó Frank.

- No - Contestó la abogada riendo.

- Quiero proponerte algo - dijo Frank.

- ¿Qué? - Preguntó la abogada con ojos brillantes de ilusión.

- Quiero que trabajes en la investigación conmigo.

- Acepto - respondió ella sin mucha reflexión.

- Bien. Preséntate mañana a la 1:00 p.m. – concluyó Frank.

Al día siguiente, Frank visitaba a Signorelli. Mientras conducía hacia la casa del hombre del habano, pensaba en cómo iba a entrarle. Qué acercamiento utilizaría con un hombre que ni siquiera se inmutó cuando su abogado le llamó y le informó sobre las graves acusaciones que pendían sobre él. Un hombre que tuvo la frialdad de recordarle a su representante legal dónde estaba parado y por qué trabajaba para él. Lo que contaba Richie de Signorelli era cierto. Si unas multinacionales llevaban veinte años tratando en vano de sacarle del mercado, ¿cómo un viejo policía retirado de Nueva York iba a ponerle contra las cuerdas?

Al aproximarse a la mansión, Frank pudo observar los jardines que circundaban la propiedad. No eran extravagantes como los de los nuevos ricos, pero tenían cierto atractivo. Estaban impecablemente cuidados. Una cosa que le causó mucha curiosidad a Frank fue el hecho de que no había personal de seguridad. Un hombre tan importante como él no tenía guardaespaldas. No obstante, había cámaras de seguridad por toda el área. Desde que uno entraba en la propiedad, la presencia de los objetivos se hacía cada vez más intimidante. La idea de sentirse observados, puede

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disuadir a algunas personas de ciertas intenciones, sobre todo si la acción que van a realizar puede considerarse ilícita.

Al llegar a la entrada, aparcó en unos espacios reservados para visitantes. Al aproximarse a la puerta para tocar el timbre, sintió la presencia de alguien detrás. Al girarse, se encontró con un jardinero que, curiosamente, tenía un afilado machete en la mano. Aparentemente iba a cortar algunos arbustos infectados con un extraño virus parecido a la Alternariosis que le da a las zanahorias en los períodos cálidos y húmedos, comentó. Él le dijo a Frank que Don Augusto se encontraba en la piscina. Amablemente, le guió hasta allá. Claro que siempre caminaba detrás de Frank. Al llegar a la piscina, vio a Signorelli sentado en la tumbona. Sujetaba un vaso de zumo de Zanahoria con su mano izquierda.

- ¿En qué le puedo ayudar, señor O’Connor? - Preguntó Signorelli.

- ¿Cómo sabe mi nombre?

- Leo los periódicos y veo las noticias. Para haber sido víctima de un feroz atentado, está en forma - le comentó Signorelli cínicamente.

- ¿Qué es eso? ¿Un cumplido? ¿O me está echando los tejos? - Ironizó Frank.

- No. No soy de ésos. Sólo miraba la recuperación de un hombre afortunado. Con tanto criminal suelto, es un milagro que esta sociedad siga funcionando.

- Por eso estoy aquí, señor Signorelli. Hay muchos criminales y psicópatas sueltos por ahí, que mandan a ejecutar a inocentes - dijo Frank en un tono casi desafiante.

- Está en el lugar equivocado. No soy un criminal, ni psicópata. Aunque hay que estar un poco loco para pagar impuestos y permitir que gente como usted nos proteja. ¿No le remuerde la conciencia el hecho de que usted esté tomándose este caso como algo personal? Sé que su hijo fue asesinado después de ser absuelto por unos delitos que supuestamente no cometió – le dijo Signorelli con falsa empatía.

Por primera vez en muchos años, Frank estaba descompuesto. Tal vez, la idea de visitar a este hombre era otro error de calculo. No tenía estómago para digerir el golpe que Signorelli le había propinado. Había tocado su fibra

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más débil, más sensible. Frank retrocedió un paso, se sintió ridiculizado, al descubierto, desprotegido. Signorelli se dio cuenta de esto, le tenía donde quería, pero no deseaba que el viejo Frank sufriera un ataque de cólera en su hogar. Así que, lúgubremente solemne, le dijo:

- Sr. O’Connor, siento lo que le sucedió a su hijo. Yo también perdí a mi hijo. Tenía todas mis esperanzas puestas en él. Ahora estoy solo, no tengo descendencia, mi mujer murió de cáncer de páncreas hace un año. Tengo mucho odio por dentro, pero sería incapaz de asesinar. Eso no resolverá mi situación, no le devolverá la vida a mi hijo. En cierto modo, somos iguales. Estamos sufriendo, estamos solos y pensamos en la venganza. Pero una cosa es querer vengarse, y otra es llevar a cabo esa venganza - dijo Signorelli tomando una profunda calada del puro que encendió.

Frank parpadeaba como una luz intermitente; estaba contenido, había recobrado un poco la compostura.

- No somos iguales, señor Signorelli. Tal vez me encuentre solo y sufra la pérdida de mi hijo. Pero tengo el coraje de tener fe. Tengo el valor de esperar y de contener mi rabia para saber distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Creo que la justicia divina es eso y no puede ser impartida por los hombres - dijo Frank como buen irlandés de Belfast.

- Creencia, confianza. ¡Ja! Para algunos es tan fuerte que se convierte en parte de su naturaleza. No somos monjes, señor O’Connor. Somos humanos – comentó Signorelli mientras apagaba el puro y se levantaba - ¿Me está hablando de Dios? ¡Por favor! Un Dios que permite que los inocentes mueran, no es el mío - concluyó Signorelli con cierta locura.

- Creer es un proceso como cualquier otro. Es la aceptación de algo como cierto, basándose en la observación personal y la experiencia. He visto muchas cosas; para algunas, tengo explicación, y para otras, no. Sin embargo, inclino la balanza hacia la creencia en un ser supremo, que ha diseñado todo lo que conocemos con el fin de que continuemos su obra, a pesar de los reveses de la vida, de los accidentes en la construcción de un mundo mejor - dijo Frank.

- ¿Mundo mejor? ¿En qué evidencia se basa usted para creer? - Preguntó Signorelli.

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- ¿Evidencia? Los incrédulos siempre aluden a la evidencia. Se podría decir que es un término más formal. Da credibilidad. Pero la creencia, la fe, es superior. Una evidencia puede avalar un informe judicial consiguiendo la aceptación intelectual de un jurado o un juez. Pero jamás te dará la creencia o la fe en algo - contestó Frank.

- ¿Qué es, jesuita? - Preguntó Signorelli burlándose.

- No. Soy un hombre de convicción, algo que usted parece haber perdido. Gracias a esta conversación, me he reafirmado en que el alma que busca la venganza es un alma vacía - dijo Frank con más seguridad en sí mismo.

- La convicción es una creencia basada en una evidencia, y la reafirmación es una creencia mas allá que el argumento o la evidencia. Es confianza. Y la confianza es una dependencia más profunda en algo como cierto - aseveró Signorelli.

- Lo único cierto de todo esto es que uno de nosotros es creyente y el otro no - contestó Frank disfrutando de su superioridad moral.

- Se equivoca, los dos somos creyentes. Lo único es que hemos optado por diferentes caminos – rebatió Signorelli.

- Creo que todo está claro. Todo encaja. Su estado emocional, su actitud temeraria. Por lo que a mí respecta, usted tiene un motivo, tiene los medios y, si escarbo un poco más, estoy seguro de que encontraré la oportunidad. Si no, me conformaré con acusarle de ser autor intelectual de los asesinatos - dijo Frank.

- Con meras conjeturas no se va muy lejos, señor O’Connor. Hace falta algo más que fe. Hacen falta pruebas, evidencias - aseguró Signorelli regocijándose en su verdad.

- Ya veremos qué es más fuerte - concluyó Frank, dándose la vuelta para irse.

Ernie comenzaba a escuchar las primeras horas de grabación de Cohen. Hablaba con su amante. Salía con ella hacía más de un año. Ella era una prostituta argentina entrada en edad, de segunda o tercera clase, que se llamaba Judy. Era una drogodependiente que llevaba varios años con metadona. De vez en cuando se echaba una fumada de crack. Pero básicamente había dejado su consumo. Ahora dependía de la metadona y

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de la cartera de Howard. Al abogado le atraía la situación de indefensión de la mujer. Le situaba en una posición de superioridad, de poder. Una persona necesitada hará cualquier cosa por dinero, aunque esto implique su degradación como ser humano. Él no era diferente a Leon Banks, pero tenía mejor imagen. El abogado se escapaba de su despacho y aparecía en asquerosos tugurios para acostarse con esta princesa de la marginación. Era una especie de paréntesis en una vida cotidiana dentro de los parámetros de la moralidad. Cuando estaba con Judy, le decía todo tipo de suciedades, le proponía cosas que no podría decirle a una chica decente de Manhattan, quizá porque éstas se venden más caro.

- Hola, Judy. Mi puta preferida - dijo Howard con desparpajo mientras se tocaba los testículos.

- Hola, mi acaudalada polla de Manhattan. Tengo el coño húmedo e impaciente. Me pide a gritos tu juguetona polla judía - contestó Judy con voz seductora.

- Pronto te visitaré. Esta vez quiero derramar oro fundido sobre ti - dijo Howard con una enorme erección que quería reventar su bragueta.

- Espero que se derrame mucho. La finca está seca y necesita riego - contestó ella.

- Iré el martes, nos encontraremos en el Studio. ¿Te gusta? - Preguntó Howard.

- Ya podrías haber alquilado algo mejor, Tigre.

Ernie escuchó aquello y deliberaba sobre si le pasaba la información a Frank o no. Esto no tenía nada que ver con la investigación. Era su vida sexual, y eso es algo íntimo. Después de todo, Ernie también tenía sus aventuras. Aunque las suyas hirieran la sensibilidad moral de algunos machotes del Departamento, ya que su debilidad eran los chicos jóvenes entre 18 y 25 años. Ése era el secreto de Ernie. Ni siquiera Frank, su mejor amigo, conocía esta faceta de él. Así que apretó un botón y borró esa parte de la cinta.

Frank salía de la mansión como alma que lleva el diablo. La conversación había sido muy intensa. Intercambiaron golpes con

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profesionalidad. Él concluyó que el encuentro había culminado en un empate técnico. Ambos tenían experiencia, ambos eran astutos, tercos, y no cambiarían de idea. Esto último afectaría más a Signorelli que a él, pensó. Después de todo, Frank se encontraba en el lado de los buenos.

Los dos agentes que estaban buscando a Leon Banks recibían una llamada anónima de una cabina de teléfono. Era la voz de una mujer que informaba sobre el asesinato de Leon Banks. Rápidamente, llamaron a las unidades que patrullaban en esa zona y se trasladaron hacia allá. Al llegar, lo pudieron confirmar; era Leon Banks. Llevaba un día muerto. La voz de la persona que llamó era de una mujer asustada, horrorizada. Por la forma de expresarse, podía ser una persona con un bajo nivel cultural. Era normal, tampoco esperaban que Banks alternara con los Vanderbilt. Otra víctima más se sumaba a la lista de ejecutados por los vigilantes. Martinelli estaba furioso. Otra persona había muerto y Frank estaba ocupado metiendo el dedo en el ojo de personas poderosas. El Fiscal le dio instrucciones a Ernie de sabotear su investigación. Una vez Frank fallara, Martinelli en persona se encargaría de la investigación. En cuanto a Stewart, le dijo que no se preocupara, ya se encargaría él de persuadirle. El Fiscal se jugaba mucho, así que habló con su técnico de comunicación y le ordenó intervenir todos los teléfonos del despacho, incluyendo el de Ernie. Un político en campaña electoral no puede fiarse de nadie. Además, él tenía la posición que Ernie siempre había querido.

Frank entraba en su casa y se sentaba a reflexionar un poco sobre toda la locura que estaba viviendo. Estaba solo en esto. Sabía que, tarde o temprano, Martinelli le apartaría del caso. Quizás le haría quedar mal ante todo el mundo y así coger un balón de oxígeno. Tenía que proteger a Ernie y a Stewart; ellos no merecían que sus carreras se truncaran por su lucha individual. Por un lado, Martinelli, y por otro, un psicópata rico.

Howard se dirigía hacia el apartamento de su putita preferida. Se sentía poderoso, por encima de las circunstancias. Era el dios que veneraba Judith, su eminencia, exaltado por la mente mundana e inculta de un alma necesitada. De pronto, escuchó el teléfono móvil. Malas noticias, pensó. Descolgó.

- Sí - contestó en tono agresivo.

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- ¡Necesito verle ahora! - Dijo Signorelli.

- Sí, señor – contestó Howard con resignación.

- Lo haremos como cuando afrontamos la situación de Silverman INC.

- Bien, señor.

Howard apagaba la radio del coche y cambiaba de rumbo, pues él también tenía un dios superior, una eminencia, exaltado por su mente temerosa y necesitada. Y es que, en esta sociedad, todos veneramos a un dios distinto.

La idea era encontrarse con Signorelli en un aparcamiento privado. Iría con él en un coche alquilado por algún amigo del “Puro”, y hablarían de la estrategia a seguir en este caso. Así lo hicieron contra una empresa que les acusó de prácticas corruptas. En esa época, el Gobierno Federal les investigaba y tenían que recurrir a ciertas estratagemas para evitar ser vigilados. En el argot de los empresarios de New York, le llaman conversaciones de trastienda.

Cohen llegaba al aparcamiento subterráneo donde Signorelli le esperaba. Al bajarse, el abogado se sintió raro. No era la primera vez que se encontraba en esta situación con su jefe, pero en esta ocasión sentía que algo no iba bien.

Subió al coche y le saludó.

- ¡Hola, Sr. Signorelli! – le dijo Cohen con cierto nerviosismo.

- ¡Hola, Howard! – Contestó Signorelli con una amabilidad anormal.

- ¿Hacia dónde vamos? - Preguntó Howard.

- Vamos hacia el campo; me apetece ver algo verde que no sea dinero - contestó Signorelli sonriendo.

- ¿Hay alguna otra cosa que no sea dinero?

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- ¡Ja, ja, ja! No para un abogado judío.

- ¡Muy gracioso! - Pensó Howard mientras sonreía.

- Te contaré un chiste, Howard. Había cinco abogados judíos en la piscina del Hotel Plaza y apostaron un dólar a ver quién resistía más tiempo debajo del agua. ¿Y sabes qué? Todos se ahogaron.

Howard no sonreía. Estaba furioso. Si hubiese tenido una pistola, se lo hubiese cargado.

Mientras tanto, Signorelli conducía hacia otro aparcamiento en el que harían el cambio. Al llegar, había un hombre en el otro coche, cosa que no era habitual en “El Puro”. Cohen se puso tan nervioso que no podía disimularlo, así que Signorelli le explicó que el motivo era para que los agentes no fuesen a poner un micrófono en el coche. Ese coche estaba custodiado las 24 horas del día. Hacía mucho tiempo, a un Capo de la Mafia, Tony Salerno, le pusieron un micro en su Jaguar, y por poco les cuesta la caída de la mitad de la Mafia de New York. Así que aprendía de los errores de los demás.

Cohen se relajó y, mientras se bajaba del coche, Signorelli seguía hablando y le decía que había aprendido otras cosas.

- ¡Sabes! Otra cosa que he aprendido de los mafiosos es que, cuando la policía te pisa los talones, debes eliminar los cabos sueltos. Chico, jamás serás como tu padre – espetó Signorelli mientras le miraba con desprecio.

Acto seguido, el hombre del otro coche se bajó y le apuntó con una pistola. Cohen estaba congelado. No tenía escapatoria y reaccionó de acuerdo a su naturaleza; se resignó a morir. El hombre le ordenó que entrara en el otro coche, y le disparó varias veces.

Signorelli retrocedió con su coche y se marchó. El hombre cualificado se encargaría de borrar las huellas. Era un cabo menos. Cohen representaba un único nexo directo hacia él. Era preciso eliminarle. Por otro

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lado, el hombre también se encargaría de Judith. Después de todo, cuando un hombre piensa con la polla, es capaz de decirlo todo.

Mientras tanto, Ernie acababa de hablar con Stewart y se dirigía hacia su casa. Habitualmente cogía un taxi, pero en sus momentos de depresión, recurría a la reflexión sobre los constantes fracasos de su vida. Caminaba hasta la estación de tren mientras meditaba y adoptaba resoluciones que nunca pondría en práctica. Sin embargo, la idea de que estaba en sus manos cambiar su destino era reconfortante para una conciencia que no tenía la fuerza vital de antaño, ni el valor suficiente para dar un giro a su existencia.

La tarde era fresca, las hojas comenzaban a caer y los árboles quedaban desnudos ante la nueva estación. Según decían, el invierno sería crudo. Ernie era un hombre físicamente frágil, delgado, tez pálida y de mediana estatura. Sus manos eran finas y alargadas, invadidas por unas arrugas que delataban su edad. Se podía decir que tenía aspecto de funerario. Su vestimenta era sobria, quizá situada en la moda de antaño.

Su imagen encubría un hombre de buen gusto; su ropa y sus zapatos eran hechos a mano con los mejores materiales. Sin embargo, su sentido de la estética era nulo. No tenía familiares, era el último de su estirpe. Su único amigo era Frank; se conocían desde muy jóvenes.

Después de una larga caminata, decidió irse a su casa; ya se había torturado suficiente. Vivía en el piso quince de un pequeño apartamento en la calle 33 del Upper East Side de Manhattan. La sala era el espacio más grande que tenía, con unas ventanas de pared a pared, con una vista tan preciosa que hacía soñar al alma más escéptica alimentando su espíritu de aliento, ánimo y voluntad.

Al llegar al edificio, saludó al portero y recogió su correspondencia. Se dirigió al ascensor mientras abría las cartas. La mayoría eran ofertas de tarjetas de crédito. Era el tipo de persona que ahorraba. Entre las cartas, leía una postal de una aventura fugaz, una esperanza efímera que había tenido hacía algún tiempo. El joven le agradecía su recomendación para entrar en la fiscalía de Nueva Jersey.

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Al llegar al piso, sacaba la llave del bolsillo para abrir la puerta. Al hacerlo, una sombra con la energía perversa de un demonio le agarró por su delicado brazo, metiéndole dentro del piso. Visto desde el pasillo, parecía que el apartamento lo había engullido en sus entrañas, sin más. Una vez dentro, recibió un golpe en el abdomen. No podía respirar. Sintió el crujir de un hueso, probablemente una costilla. Tenía palpitaciones, sus sudorosas manos temblaban incontroladamente, sus ojos no parpadeaban. Estaba inmóvil por la terrible impresión.

El agresor le sentó en una silla y con cinta adhesiva americana, le ataba las manos a los brazos de la silla y las piernas a las patas frontales de la misma. Le puso un calcetín en la boca y luego un trozo de cinta para taparla. Ernie ahora sólo podía respirar por la nariz. Su alargada y perfilada nariz emitía un pitido desesperante, disonante.

- Bien, le haré varias preguntas cuyas respuestas serán sí o no. Si la contestación es “sí”, moverá la cabeza hacia abajo una sola vez, y si es “no”, la moverá hacia los lados dos veces. ¿De acuerdo?

Ernie movió la cabeza hacia abajo.

- ¡Muy bien! Veo que nos entendemos. ¿Tiene el Sr. O’Connor información que pueda incriminar a Signorelli?

Rápidamente, Ernie respondió que no.

- ¿La tiene Martinelli?

Ernie respondió que sí mientras se iba sosegando. Sabía que no se encontraba en una circunstancia que augurara perspectiva de nada, así que decidió joder a su jefe. Por primera vez, se armaba de valor para devolver

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todos los golpes al cabrón de su jefe, pero era muy tarde para disfrutar la venganza.

- Ya veo, no sabe nada.

Ernie pestañeó e inmediatamente encajó todas las piezas del rompecabezas. El matón caminó por su lado y sacó un teléfono móvil. La víctima podía escuchar una breve conversación donde el agresor decía que el objetivo no sabía nada.

Una vez terminada la llamada, el hombre le dijo:

- Has tenido suerte de no saber nada.

Ernie se calmó un poco. El hombre caminó hasta la cocina y abrió varios cajones hasta encontrar una bolsa de basura. La cogió y la puso en la cabeza de Ernie. Él empezó a moverse como un tiburón enredado en una red infernal. El agresor la sujetó hasta que Ernie dejó de respirar.

Había sido una muerte espantosa para un hombre honrado que siempre tuvo mucho cuidado y respeto hacia los derechos de los demás. Nunca traicionó o se aprovechó de nadie, y muchas veces hizo sacrificios que nadie nunca le requirió. Quizás su único pecado fue traicionarse a sí mismo obedeciendo las reglas de la conducta moral hasta sus últimas consecuencias.

Frank llamaba a Ernie; tenía que quedar con él. Necesitaba conocer los planes de Martinelli. Además, su teléfono podía estar intervenido. Eran las 22:00 y, con toda probabilidad, él estaría en su apartamento. El teléfono sonaba y no respondía nadie. Rápidamente, el viejo Frank decidió ir a su apartamento. Le conocía bien, muy bien. Ernie era un hombre de hábitos. Tenía tal tendencia natural a la rutina, que a veces era hasta enfermiza. El viejo salió corriendo de su casa. Caminó hasta la parada de taxis y cogió uno directo hacia la casa de su mejor amigo.

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Al llegar, habló con el portero. Le preguntó por Ernie. Mientras subía con él en el ascensor, en su mente rezaba. Elevaba una plegaria. Al abrir la puerta, experimentó la horripilante escena. Su amigo fue asesinado de la manera más infame que uno pudiese imaginar. Una inocente víctima cuya alma no estaba denigrada por el pecado. Una mente pura e inmaculada. No representaba amenaza para nadie. Hubiese querido estar en su lugar. El portero salió aterrorizado a llamar a la policía. Entre lágrimas de confusión, Frank buscaba alguna pista antes de que llegara la policía. Nunca se le había pasado por la mente cruzar la línea entre el bien y el mal. Sin embargo, un acto de esta índole requería un castigo ejemplar. Ante esta injusticia, un violento sentimiento de impotencia invadía su cuerpo. Apretaba sus labios y cerraba sus puños mientras en su mente proyectaba los gratos recuerdos que compartió con este amigo de la infancia. Estaba inmóvil, como una estatua de piedra. No sabía con certeza por qué, pero de alguna manera, Signorelli estaba implicado. Y si era así, el autor probaría la más amarga venganza y furia que un ser humano puede engendrar. Finalmente, alguien empujaba a Frank fuera de las fronteras de la prudencia. Lo arrastraba como un huracán hacia la violencia incontrolada. Afloraba toda clase de instintos primitivos. El llamado era salvaje. ¿Cómo mitigar ese dolor ante tanta injusticia?

Los agentes de homicidios llegaban al apartamento y Frank les contó lo que sabía. Pidió protección para Stewart; creía que también podía ser un objetivo. Después de haber declarado, salió y llamó a su amigo de la compañía telefónica. Éste quedó con él para facilitarle una grabación entre Cohen y Signorelli.

Llamó a Stewart para decirle que Ernie había sido asesinado. Le aconsejó que se encerrara en su hogar hasta que llegaran los agentes.

Al no tener familia, Frank se encargó de los arreglos del funeral de Ernie. De acuerdo con lo que siempre había hablado con su amigo, éste quería ser cremado.

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Al día siguiente, Frank decidió hacerle otra visita a Cohen. Esta vez iría solo, y sería verdaderamente duro. Lo cogería por el cuello y le amenazaría. Le obligaría a escupir la verdad, aunque fuese lo último que hiciera.

Llamó por teléfono al despacho; la secretaria contestó.

- Buenos días. ¿Podría hablar con el señor Cohen? – Preguntó Frank en tono seco.

- No se encuentra – contestó ella en tono cortante.

- No dispongo de tiempo para gilipolleces. Dígale al capullo de su jefe que se ponga al teléfono inmediatamente si no quiere que vaya a arrestarle personalmente – habló Frank con absoluta autoridad.

La secretaria bajó el tono y confesó no saber nada de Cohen. De hecho, tenía varias citas durante la mañana, a las que no asistió. Además, su mujer había llamado preocupada porque la noche anterior no había ido a su casa. Rápidamente, Frank llamó a Martinelli para informarle de que Cohen había desaparecido.

Frank pensó que probablemente Signorelli estaba atando todos los cabos sueltos. Cualquier camino que condujera hacia él debía ser destruido. No perdió tiempo y decidió hacerle una nueva visita a Signorelli.

Pidió dos agentes a Martinelli para buscar a Signorelli y traerle para interrogatorio. Sería despiadado con ese psicópata. Le daría con dureza en la casa, antes de llevarle al juzgado. Por eso, quería la presencia de los agentes de Martinelli. Necesitaba testigos. Además, uno de los miembros de la fiscalía había sido asesinado, y sus compañeros también querrían sangre.

Al llegar a la Mansión de Signorelli, éste se encontraba dialogando con dos hombres.

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- ¡O’Connor! No esperaba tener el placer de volver a verle – saludó Signorelli mientras le miraba con aparente sonrisa satisfecha.

- Tampoco quería volver a ver su ridículo careto. Pero, por razones oficiales, he tenido que arriesgarme a soportar las náuseas que me provoca – contestó Frank mirándole fijamente. - Su puro, claro – añadió mientras los agentes sonreían.

- Un poco soez para ser un representante de la ley. Le presento a mis abogados, el Sr. Newcomb y el Sr. Bry. Precisamente hablábamos de usted y de una posible demanda por acoso y abuso de poder. Creo que con su demostración de arrogancia, con toda seguridad la presentaremos.

- ¿Por qué no plantean una defensa por asesinato? ¿Qué pasó con el abogado Cohen?

- Ya no trabaja para mí. Me robaba -contestó Signorelli.

- Ya veo. ¿Quizás por eso no aparece?

Signorelli hizo un intento de reflejar sorpresa.

- ¿Cómo que no aparece? ¿Acaso ha huido? – Preguntó Signorelli.

- No sabemos. De lo único que estamos seguros es de que usted fue el último en hablar con él – dijo Frank.

- Hablé con él ayer para prescindir de sus servicios - contestó Signorelli.

- Ya tendrá tiempo de explicarlo en Comisaría. Vamos, llévense a esta cucaracha – ordenó Frank.

Signorelli se quedó estupefacto ante lo que estaba a punto de hacer el viejo detective. Intentaba recordar si se había olvidado de algo. Este irlandés no era tan estúpido como para jugarse su licencia y los pocos ahorros que pudiera tener. Por no decir tener que ir a prisión. Sus abogados se indignaron, pero Frank fue contundente. Los agentes le esposaron como un vulgar criminal y lo sacaron de su residencia.

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Una vez en Comisaría, todos los agentes y funcionarios miraban la entrada de Signorelli como si hubiese sido el asesino de Ernie. Frank se había encargado de preparar el ambiente. Ahora, Signorelli se encontraba en una jaula de cristal esperando a que le interrogaran. Estaba al otro lado.

- Bueno, Signorelli. ¿Qué le parece el recibimiento? – Preguntó Frank.

- Lo va a pagar caro – contestó Signorelli en tono amenazante.

- No lo dudo. Al igual que Ernie y Cohen. Por cierto, hoy es el funeral de mi amigo - le dijo Frank con furia.

- No conozco a su amigo. Pero seguro que no sabía elegir a sus amistades.

- No voy a enfadarme. ¿Sabe por qué? Porque soy un hombre de fe. Y estoy seguro de que caerá como la rata que es.

- No me impresiona, O’Connor. No tengo nada que ver con sus teorías absurdas. Mis abogados me sacarán de aquí en media hora y tendrá que meter su discurso moralista en su trasero. Es un hombre de fe, está claro. Pero la fe ciega no conduce a nada. Se mueve en el mundo de la evidencia, de las pruebas, y no las tiene. Así que, cuando llegue mi turno, le veré humillado en el juzgado. Haré que le encierren y tiren la llave por una alcantarilla - dijo Signorelli riendo.

- ¿Sabe una cosa? He estado viendo el expediente de su hijo. Y he llegado a la conclusión de que era un macarra. Quizá su muerte se debía a un ajuste de cuentas. O como usted dijo de mi amigo. Quizá no supo elegir sus amistades. ¿Sabe si usaba drogas? - Preguntó Frank con una sonrisa.

Signorelli estaba hirviendo como una olla a presión a punto de explotar. ¿Cómo se atrevía a utilizar la memoria de su hijo para atacarle? Hubiese destripado a este hombre con sus propias manos. Su mirada era penetrante. Observaba a Frank con su más profundo odio. Pagaría. Este hijo de puta pagaría por su afrenta - pensó Signorelli.

Frank se había encargado de convocar a todos los medios. Había filtrado que Signorelli podía ser el asesino. Dejó caer su posible implicación en los asesinatos de Ernie y su abogado, que había desaparecido en extrañas circunstancias y que, según Frank, estaba a punto de confesar. Al

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no tener pruebas contundentes, Signorelli salió absuelto, no sin antes ser fotografiado por todos los medios. Algunas multinacionales se aprovecharon para filtrar información sobre sus dudosas prácticas empresariales. Su imagen había sido tocada por no mencionar sus negocios Mientras viajaba a su hogar, murmuraba el nombre de Frank O’Connor. Sólo podía ver la imagen de aquel miserable bastardo que se había atrevido a ensuciar la memoria de su hijo y ponerle ante los ojos acusadores de la opinión pública.

Esa noche era el funeral de Ernie. Martinelli llegaba puntual.

- Hola, Frank. No sabía que Ernie fuese amigo tuyo. ¿Tienes alguna otra carta debajo de la manga? – Le preguntó Martinelli.

- Un par de jotas, aunque no es suficiente para superarte. ¿No crees? – Le contestó Frank.

Martinelli se quedó serio. Y luego reaccionó relevándole del caso. Después de lo sucedido, alguien tenía que pagar los platos rotos. Ahora, Martinelli asumiría las riendas del caso. Actuaría como el salvador. Si la jugada salía bien, su elección estaría asegurada. Además, disfrutaría cargándose a Frank. Era el chivo expiatorio perfecto; un viejo detective al borde de la senilidad convence a un amigo de la infancia que casualmente es gay para entrar en un caso. Ahí podía haber un filón para entretener a una prensa ávida de noticias mientras él buscaba una salida entre tanta confusión.

A la mañana siguiente, Frank recibió una llamada de su amigo de la compañía telefónica. Tenía una información. Lo citó en Rosario’s. Eran las tres de la tarde. Su amigo estaba un poco intranquilo.

- Frank, tengo una información importante. No quiero saber nada después de esto.

- ¿Qué puede ser tan importante? – Le preguntó Frank.

- Tengo una grabación entre Martinelli y Signorelli. Me puse a investigar las llamadas de las empresas de Signorelli y di con un teléfono que paga su empresa l. Lo curioso es que desde ahí se realizan pocas llamadas. Hay

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dos; una al teléfono móvil de Cohen justo el día en que desapareció, y otra al teléfono directo de Martinelli. Además, tengo una grabación, porque al dar la orden de grabar los teléfonos, Ernie incluyó su número también – dijo su amigo mientras le miraba con una sonrisa de victoria.

- ¡Dios! Hay que tener fe. ¡Es perfecto! – Dijo Frank, aliviado.

Era una prueba con la que podía soltarle una cachetada a Signorelli, y podría explicar por qué la investigación no avanzaba. Había claros indicios de corrupción. Podría presionar a Martinelli para meter tras las rejas a Signorelli. O, mejor aún, encerrarles en prisión.

No podía arriesgarse a perder esta información. Su amigo estaba demasiado asustado para ser el custodio de esa grabación. Era comprensible. Nadie estaba seguro. Debía ser alguien que no levantara sospechas. Alguien, además, bien protegido.

Por qué no Stewart. Después de todo, fue la primera en acudir al hospital a verle. Frank quedó con la abogada. Le llevó unos bombones y un pequeño peluche. Hablaron de cosas triviales y luego recordaron a Ernie. Sin duda, había sido un golpe impactante para ambos. Todavía no estaba claro por qué le asesinaron. Aunque Frank tenía su teoría. Signorelli era un psicópata que no se detendría hasta sentirse a salvo.

La abogada se fue a su casa. Se preparó un café y decidió abrir la caja de bombones Godiva. Frank se había gastado un buen dinero. Puso el peluche sobre una mesa de centro en la sala. Era un cómico ratoncito gris con una pajarita roja de puntos blancos. Abrió la tarjeta y leyó:

Gloria:

Dentro del peluche hay una cinta con una grabación entre Martinelli y Signorelli, en la que éste último le recrimina no protegerle ante mi hostigamiento. Martinelli se disculpa con miedo y le dice que lo arreglará.

Guárdalo hasta que te avise.

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Frank

Stewart cogió el peluche, lo llevó a la habitación y lo guardó en un cajón.

Frank iba hacia su hogar; necesitaba echar una cabezada. Estaba muy cansado. Las cosas no eran como antes. El peso de la edad se comenzaba a sentir. El taxi le dejaba frente a su residencia. Había decidido no utilizar su coche. Debía ser precavido. Si desaparecía, por lo menos podrían rastrear la última carrera de taxi. Nunca se sabe.

Al subir las escaleras del porche y recoger la correspondencia, notó que la cinta adhesiva que había dejado en la esquina inferior derecha de la puerta estaba despegada. Después de aquel atentado fallido que sufrió, decidió tomar precauciones. Con la sofisticación de hoy día, los criminales buscan alarmas, sensores y otros mecanismos de seguridad. Se olvidan de los métodos de la vieja escuela. Frank bajó las escaleras como si se le hubiese olvidado algo y se fue en dirección hacia la esquina de la calle.

Rápidamente dio la vuelta a la manzana y entró por el patio trasero de un vecino. De ahí, saltó a su patio. Entraría por la cocina. Sacó su pistola y abrió la puerta con mucho cuidado.

Caminó por la cocina y se asomó a la sala. Las cortinas estaban corridas. En un sofá estaba sentado, dándole la espalda, un hombre mayor, que miraba vigilantemente en dirección a la puerta principal. Frank le disparó.

El hombre saltó del sofá como un muelle, cayendo al suelo. Frank encendió la luz. El hombre mostraba dolor. Frank se acercó con cautela mientras le apuntaba a la cabeza.

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- Bien, amigo. Saca el arma con cuidado y arrójala lejos de ti.

El hombre siguió las instrucciones de Frank sin rechistar, pues sabía que no bromeaba. Frank notó que el hombre sangraba mucho por la pierna derecha. Se acercó y le puso el pie encima.

- ¿Cómo te llamas? - Preguntó Frank.

El hombre no contestó. Entonces Frank presionó con su pie fuertemente. ¡Me llamo Lou! – chilló el hombre.

- Veo que empezamos a sintonizar. ¿Quién te envía?

- No lo sé – contestó el hombre con voz entrecortada.

Retumbó otro disparo. Frank le disparó en la rodilla izquierda.

- ¿Sabes? Estoy muy viejo para perder el tiempo contigo. Tienes dos opciones, ir a prisión o morir como un capullo – le dijo Frank.

- Me envía Signorelli – contestó.

- Bien. ¿Ves? ¡No era tan difícil! Ahora llamaré a la policía. No queremos que te desangres en mi sala. ¡Vamos! Serías el segundo en morir aquí. De hecho, creo que fue aquí mismo donde la palmó tu colega.

El hombre estaba resignado. Frank se alejó sin quitarle la vista de encima. Deseaba matarle, pero era un testigo en contra de Signorelli. La ambulancia llegó a los pocos minutos, al igual que varias patrullas. Curiosamente, llegaba también la furgoneta de una televisión local. Parece que alguien estaba seguro de que la palmaría. Al llegar los policías, Frank reconoció a un viejo compañero.

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- ¡Frank! – Se sorprendió. – Creí que habías muerto. Una llamada anónima dijo que te habían asesinado en tu hogar.

- ¿Morir y no disfrutar de la jubilación? – contestó Frank con sarcasmo.

- ¡Vaya escena! - Exclamó el policía. – Parece que chocheas, Frank.

El viejo policía le dijo al más joven que saliera, controlara los medios y entretuviera a los paramédicos.

- No te preocupes, le quité los guantes y le obligué hacer varios disparos con su arma – dijo Frank ante la cara de sorpresa del hombre.

- Dame los guantes; me desharé de ellos en Comisaría – le dijo el viejo Sargento de policía.

- ¡Vale! Te debo una, Mickey.

Frank aprovechó la presencia de los medios para echar la culpa a Signorelli y Martinelli, diciendo que tenía pruebas que les incriminaban.

- Buenas tardes, caballeros. Como saben, hoy han intentado asesinarme nuevamente. Pero este viejo irlandés es como un Rolex antiguo, muy preciso y duradero –dijo Frank provocando la risa y la simpatía de los periodistas.

- ¿Sabe quién puede estar detrás de todo esto? – Preguntó un periodista de la Fox.

- Sí. Hay varias personas; el Sr. Signorelli, para quien pediré una orden de arresto, y el Sr. Martinelli, Fiscal de Distrito, para quien pediré al Comisionado y Asuntos Internos que investigue lo más pronto posible. – declaró Frank llamando la atención absoluta de todos los periodistas presentes.

Ésta podía ser la noticia del año, en año electoral; un caso de corrupción en el que se encubrían asesinatos financiados por un rico empresario de la ciudad.

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¿Qué tipo de prueba tiene? – Preguntó un periodista afín con la Fiscalía.

Frank le conocía y contestó:

- Dígale a Martinelli que tengo una grabación.

De repente, todos los periodistas comenzaron a hacer preguntas.

- Lo siento. No tengo más comentarios. Mañana, frente a la Fiscalía, hablaremos.

Frank salió y se dirigió hacia la casa de Stewart. Al llegar, como era de esperar, había dos agentes en la puerta. Él llamó a la abogada y ésta le invitó a pasar. Allí estuvieron hablando hasta altas horas de la noche. Como Frank no tenía protección, le pidió a ella permiso para quedarse. Tenía un doble propósito. Por un lado, utilizar la protección de Stewart, y por otro, custodiar la cinta.

Al día siguiente, Frank llegaba al juzgado del Distrito, eufórico. Irradiaba triunfo. Su sonrisa parecía permanente. Finalmente, todo esto estaba a punto de acabar. Había vencido las dificultades, los obstáculos y el mal. Llevaba el peluche en el maletín. Curiosamente, en ese muñeco tan peculiar estaba la clave para alcanzar una gloriosa victoria.

El muy respetable Juez Collins hacía su entrada con el aura de solemnidad y autoridad que le rodeaba. Su imponente presencia estaba avalada por las firmes posturas que había adoptado a través de su larga y brillante carrera en la judicatura. Esa reverencia especial descansaba en el hecho de ser el único juez del Estado al que jamás le había sido revocada una sentencia por un tribunal Supremo. Todo el mundo se puso de pie ante un hombre tan noble. El Fiscal Federal que había viajado desde Washington en persona, el Sr. Richardson, estaba dispuesto a ser parte de la historia judicial de Estados Unidos. Con una apariencia exultante, saludaba a Frank con un abrazo triunfal.

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La parte posterior de la sala la abarrotaban los más prestigiosos medios de comunicación. Sus posiciones habían sido cuidadosamente negociadas. La presentación de las pruebas se transmitiría en directo. Mientras tanto, el Fiscal Martinelli y Signorelli eran escoltados por oficiales del Juzgado hasta la primera fila de la sala.

El Juez Collins tomaba la palabra.

- Buenos días a todos. Como sabrán, éste es un caso inusual. Tal vez, el único de su clase. Ante la gravedad del mismo, en donde ha fallecido más de media docena de personas y ante la posibilidad de peligro para la integridad física de la parte acusatoria, he decidido que se presenten las pruebas in situ ante los medios de comunicación. Tanto el Estado de Nueva York como la sociedad en general, desean esclarecer de una vez por todas los trágicos acontecimientos que han invadido nuestra vida durante los últimos meses. Es precisamente la necesidad de restablecer la normalidad, como el deseo de justicia, los que han motivado una decisión que, sin duda, será objeto de todo tipo de análisis, tanto desde el punto de vista jurídico como social.

- Tiene la palabra el Fiscal Federal Richardson.

- Su Señoría, el Sr. Frank O’Connor, ex-detective de homicidios de la Policía de Nueva York, con un historial intachable, aplaudido por sus actos heroicos durante sus 35 años de servicio, altamente respetado y querido por los profesionales en Ciencias Policiales de todo el país, y con amplia experiencia profesional en casos de este tipo, ha solicitado la intervención del Gobierno Federal en un caso que puede enmascarar el escándalo más grande de corrupción gubernamental de la historia de esta ciudad. Este hecho, en combinación con lo agravante de que su vida ha estado en peligro en dos ocasiones, así como las pruebas que tiene en su poder, ha sido suficiente como para que la Fiscalía considerara oportuna su intervención. El Sr. O’Connor, en conversación telefónica, nos reveló la naturaleza de la prueba que tiene en su poder. Por la reputación del ex detective y la buena fe del mismo, accedimos a presentar la demanda con la condición de presentar las pruebas en el día de hoy. – Expuso Richardson ante el Juez y los medios nacionales e internacionales.

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- Muy bien, no perdamos más tiempo, Fiscal. Presente las pruebas. – Ordenó el escéptico Juez Collins.

Frank abrió el viejo maletín y sacó el peluche. Todas las cámaras de la sala se dispararon para inmortalizar el momento en que sacaba las pruebas condenatorias. Frank procedió a romper el peluche ante la expectante expresión del juez. Sacó una cinta como si se tratara de una operación de espionaje.

El Juez le pidió a un funcionario que le entregara la prueba. El funcionario le puso una pequeña etiqueta adhesiva sobre la cinta y anotó una numeración en un folio. Era la prueba A. Procedió a introducirla en un reproductor.

La sala se inundó de un profundo silencio que absorbía todo. Al principio, se escuchó un ruido raro, quizá alguna interferencia, hasta que se pudo escuchar con toda claridad la canción “That’s Life”, de Frank Sinatra. La sala comenzó a reírse. Martinelli y Signorelli se reían mientras miraban a Frank, petrificado en su silla. El Fiscal Richardson se giró, atónito, con su pálida y estirada cara hacia Frank, y le susurró al oído: “Viejo cabrón, ¿qué coño está haciendo?”.

El Juez impuso orden en la sala. El funcionario apagó el reproductor. Todos callaron. El Juez Collins se quitó las gafas antes de dirigirse a la sala.

- La canción “That’s Life”, del Sr. Sinatra, no me parece una prueba acusatoria de peso. Aparecer en este juzgado con una cinta dentro de un peluche no sólo representa uno de los episodios más surrealistas de mi vida jurídica, sino que es un insulto a este Tribunal, al Estado de Nueva York y a todas las personas decentes de este país. ¿Tiene alguna explicación para esto? – Preguntó el Juez visiblemente enfadado.

Frank se puso en pie y dijo que le había entregado la prueba a la abogada Stewart y que ésta se la había dado esta mañana. Es posible que la hubiese cambiado.

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- ¿Es cierto eso? ¿Está la abogada en la sala? – Preguntó el Juez después de mirar con incredulidad a Frank.

- No ha llegado – contestó Frank.

¡Su Señoría! - Interrumpió Martinelli. - La abogada se encuentra en la sala.

Frank se giró. Al ver a Stewart al lado de Martinelli, casi entra en estado catatónico. ¡Dios! ¡Me ha traicionado! - pensó. Era el hazmerreír de la ciudad y, probablemente, del país.

- Puede pasar la abogada al estrado - indicó el Juez, indignado, pues había cancelado un partido de Golf en el Club Metro, en busca de un buen titular para su currículum. Ahora presidía un circo que no le ayudaría nada a llegar al Tribunal Supremo.

La abogada caminó hacia el estrado, sin mirar a nadie, y se sentó. El funcionario le tomó juramento.

- Bien, ¿usted puede decirme brevemente, y con cordura, qué está pasando? – Preguntó el Juez mientras daba con el mallete para que se callaran los medios.

- Sí. El Sr. O’Connor apareció borracho con una caja de bombones Godiva y ese peluche, diciendo que tenía pruebas incriminatorias sobre el caso. Los agentes que me protegían pueden dar fe de lo que digo. Después de hablar pestes del Fiscal de Distrito, el Sr. Martinelli, se quedó dormido en el sofá hasta esta mañana.

- ¡Eso es mentira! – Gritó Frank con cólera.

- Sr. O’Connor, no agote mi paciencia y cállese – ordenó el Juez con contundencia – Sr. Martinelli, ¿Tiene algo que decir?

- Vuestro honor. El Sr. O’Connor colaboraba en este caso en mi oficina. Todo iba muy bien hasta que, de pronto, su conducta empezó a cambiar radicalmente. Amenazaba a la gente y decía actuar en mi nombre. Por ese motivo, le relevé del mismo. Después de morir su íntimo amigo Ernie, funcionario de la Fiscalía, se volvió aún más irracional. La Fiscalía del

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Distrito no tiene nada en contra de este hombre. Independientemente del daño que haya podido causar, pensamos que sus actos pueden ser involuntarios, con lo cual, a cambio de retirar los posibles cargos que se puedan presentar, exigimos que se someta a un reconocimiento Forense por un Psiquiatra del Juzgado. De tener algún tipo de trastorno mental, el Sr. Signorelli, respetable ciudadano de esta ciudad, correrá con todos los gastos de su tratamiento.

- No se diga más. El Estado de Nueva York declara que el ciudadano Frank O’Connor quede bajo la custodia del Hospital Psiquiátrico de Nueva York hasta tener los resultados de las pruebas Forenses. Por otro lado, quiero una investigación e informe de Asuntos Internos la semana entrante – concluyó el Juez dando un fuerte malletazo que retumbó en toda la sala.

Dos funcionarios cogían a Frank y lo trasladaban hacia una sala de espera. El Fiscal Richardson salía prácticamente corriendo hacia Washington. Allí tendría que dar explicaciones. Martinelli recibía un sobre de Signorelli. Una aportación para la campaña de un funcionario ejemplar. Stewart se preparaba para presentarse dentro de unos meses a la plaza del difunto Ernie.

Dos meses después, Signorelli mantenía una conversación con Martinelli. Los asesinatos habían cesado. La Prensa se preguntaba si Frank había tenido algo que ver con los mismos.

El hombre al que Frank disparó en su hogar le demandaba, alegando que era un honrado vendedor de seguros que había sido citado por Frank ese fatídico día en que quedó inválido.

Eran las ocho, y Signorelli encendía el televisor. La sección de sucesos estaba a punto de comenzar. Echaba una calada de su puro mientras tomaba un sorbo fino de coñac. Veía a Martinelli declarar ante los medios, todavía no se conocía el resultado de las elecciones para la Alcaldía de Nueva York.

Signorelli sonreía y pensaba: “Cuando Martinelli sea Alcalde, acabaremos con toda la escoria de esta ciudad”.