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Relatos de una peregrinación Hay un tiempo para cada cosa dispuesta maravillosamente por Dios. Los días previos a este viaje, no me encontraba muy entusiasmado. Era como que mi corazón estaba en otra cosa, me parecía como difícil hacer el cambio del monte de Santiago del Estero al continente europeo. Días antes había estado 13 días de peregrinación con la Virgen de Huachana por algunas localidades de la Provincia de Salta, palpando muy de cerca y disfrutando del hermoso tesoro de la religiosidad popular. No me sentía muy preparado para este salto. Por eso, mi oración se había hecho súplica a Dios para dejarme hablar por Él en este viaje, para dejarme conducir por Él. Traté de disponerme, entonces, para una peregrinación en la fe. Unos años antes, mis padres me habían ofrecido viajar con ellos hacia estos pagos. La verdad que no me sentía aún preparado para hacerlo. Tiempo después, la Providencia de Dios nos regalaba este milagro del Papa Francisco, y brotó con mucha espontaneidad en mi corazón el deseo de venir. Al poco tiempo de la elección del Papa, mis compañeros y amigos curas, me propusieron realizar este viaje. Dudé en hacerlo, sin embargo, me animé a dar el salto y aquí estoy. Hoy puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que éste era el momento elegido por Dios para poder hacer esta peregrinación, junto a mis amigos curas: Santiago, Rebo, César, Marcelo, Ricardo, Martín y Álvaro, que vive hace unos años aquí. Empezando mi décimo año de sacerdocio, en los umbrales del pontificado de Francisco, junto a amigos y compañeros, me encuentro traído por el Señor para este camino de fe. La amistad sacerdotal, don inmerecido de Dios, me permite disfrutar más profundamente este camino con otros. Mis años de cura, pocos aún, y, sin embargo, muchos, podemos también decir, me permiten ir gustando un poco mejor tanta riqueza que estamos contemplando en este camino. Mi edad de 36 años, es un buen momento para retomar fuerzas y entusiasmo y renovar mi sí al Señor y su Iglesia. Mi amor a tantos compañeros de camino, que ya están con el Señor, me hace buscarlos y reencontrarme de otro modo con ellos y dejarme hablar, enseñar por su palabra y por su obra. Mi súplica previa al viaje fue escuchada por Dios, quien algo fue soplando en estos días. Intentaré pues, poner algo de palabra a todo lo que fui escuchando, para no olvidar, para celebrar su admirable Providencia y comprometerme a dejar un poco las riendas de mi vida, en sus manos, que son las mejores y más seguras, manos de Padre, manos de amigo, que nunca me dejarán en la estacada. Roma, 2 de febrero de 2014 Una lágrima puede más Serán lo anónimo,

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Relatos de una peregrinación

Hay un tiempo para cada cosa dispuesta maravillosamente por Dios. Los días previos a este viaje, no me encontraba muy entusiasmado. Era como que mi corazón estaba en otra cosa, me parecía como difícil hacer el cambio del monte de Santiago del Estero al continente europeo. Días antes había estado 13 días de peregrinación con la Virgen de Huachana por algunas localidades de la Provincia de Salta, palpando muy de cerca y disfrutando del hermoso tesoro de la religiosidad popular. No me sentía muy preparado para este salto. Por eso, mi oración se había hecho súplica a Dios para dejarme hablar por Él en este viaje, para dejarme conducir por Él. Traté de disponerme, entonces, para una peregrinación en la fe. Unos años antes, mis padres me habían ofrecido viajar con ellos hacia estos pagos. La verdad que no me sentía aún preparado para hacerlo. Tiempo después, la Providencia de Dios nos regalaba este milagro del Papa Francisco, y brotó con mucha espontaneidad en mi corazón el deseo de venir. Al poco tiempo de la elección del Papa, mis compañeros y amigos curas, me propusieron realizar este viaje. Dudé en hacerlo, sin embargo, me animé a dar el salto y aquí estoy.

Hoy puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que éste era el momento elegido por Dios para poder hacer esta peregrinación, junto a mis amigos curas: Santiago, Rebo, César, Marcelo, Ricardo, Martín y Álvaro, que vive hace unos años aquí. Empezando mi décimo año de sacerdocio, en los umbrales del pontificado de Francisco, junto a amigos y compañeros, me encuentro traído por el Señor para este camino de fe. La amistad sacerdotal, don inmerecido de Dios, me permite disfrutar más profundamente este camino con otros. Mis años de cura, pocos aún, y, sin embargo, muchos, podemos también decir, me permiten ir gustando un poco mejor tanta riqueza que estamos contemplando en este camino. Mi edad de 36 años, es un buen momento para retomar fuerzas y entusiasmo y renovar mi sí al Señor y su Iglesia. Mi amor a tantos compañeros de camino, que ya están con el Señor, me hace buscarlos y reencontrarme de otro modo con ellos y dejarme hablar, enseñar por su palabra y por su obra.

Mi súplica previa al viaje fue escuchada por Dios, quien algo fue soplando en estos días. Intentaré pues, poner algo de palabra a todo lo que fui escuchando, para no olvidar, para celebrar su admirable Providencia y comprometerme a dejar un poco las riendas de mi vida, en sus manos, que son las mejores y más seguras, manos de Padre, manos de amigo, que nunca me dejarán en la estacada.

Roma, 2 de febrero de 2014Una lágrima puede más

Serán lo anónimo,pero ninguna tumba

guardará su canto (llanto).(Atahualpa Yupanqui)

Es temprano en la primera mañana en Roma. Mis ojos, a pesar del cansancio del viaje, se abren ansiosos, para albergar y guardar, desde el amanecer, tanta belleza humana, de esta antigua ciudad. Abro la ventana para absorber todo el aire matinal. Mis ojos topan de frente con la imponente basílica de San Agustín, que alberga en su interior los restos de su madre fiel, Santa Mónica. Siglos atrás, ella acogía a su hijo en su interior y, durante toda su vida, lo fue pariendo con dolor. Afuera llovizna. El alma se expande y vuela. El silencio acompaña la elocuencia de las imágenes…

Lágrimas de amorbañaron aquella alma pecadora,purificaron, con el baño del Bautismo,las huellas desquiciadas de aquel buscador.

Paciencia incansable,de la fiel Mónica,fueron acercando,por desconocidos caminos,los pies de aquel fugitivo.

Cuántas noches sin dormir,

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cuántos desvelosacompasaronla vida ocultade esta nueva parturienta.

Engendrando para la vida,en el silencio oscuro,del vientre de la tierra,mientras que afuera,todo era muertey para la galería.

¡Oh Mónica,madre de tantas Mónicas! No dejes que el desaliento las invada,no permitas que nada haga secar sus amados llantos,nacidos del dolor,ante la indiferencia de sus hijos.

Que sus lágrimas bautismalessigan humedeciendo tantos desiertos,para que la vida,muy bien escondida,surja con tanta fuerza,que valga la pena su llanto.

Que nadie seque su llanto,que nadie limpie la pintura corrida,estampa de fidelidad paciente,signo inequívoco de que el amorpuede mucho más que la muerte.

Las triviales carcajadashan silenciado tantos llantos,que el vacío y el tediohan hecho gris nuestra vida,sin pasión ni entusiasmo,sin vuelos altos.

¡Cómo nos hace falta llorar!,nos recordaba nuestro actual Francisco,ante un nuevo aniversario,de otras Mónicas, convertidas, por la avidez de otros Herodes,en nuevas Raqueles.¡Qué bien nos harían más lágrimas!,don de Dios, dirá Ignacio, el Peregrino,para fecundar tantos desiertos,para conmover falsos cimientos.

Ríos de vida,salados y proféticos,

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audaces y arriesgados,mordaces y tiernos,han de inundar nuestro mundo,para sacudirlo al fin,de su instalada modorra.

Que no falten, entonces,querida Mónica,ojos comprometidos,que derramen al menos,una lágrima de vida,para romper hielos,para encender esperanzas,para desinstalar acomodos,para despertar aletargados anhelos.

Cuántos Agustines,nacerían entonces,si hubieran más Mónicas,con el deseo encendido,de mantener inquieto,y con el pulso ardiente,bombeando con su fiel llanto,el corazón de nuestro amado mundo.

Humedece, pues, mis ojos secos,para que lloren mis pecadosy los ajenos,como rocío matinal,reflejando, entonces, la luz del Eterno.

Un nuevo parto se avecina,dando a luz y siendo dado a luz,bañado por lágrimas de dolor,purificado por lágrimas de perdón,inundado por lágrimas de emoción.

Sorprendidos por su humildadLuego de las laudes rezadas con devoción, junto a la tumba de Santa Mónica, inundados de tanta

luz -en el día de la Candelaria-, la del Señor, la de María, la de José, la de Mónica, comenzamos el recorrido por la hermosa Roma. Antes del mediodía llegamos a la plaza San Pedro, a pesar de la intensa lluvia. El corazón vibraba al escuchar por los parlantes la voz de nuestro amado Francisco. Aceptarlo como padre de todos, volvió a ser el desafío junto a la alegría por tantos hermanos e hijos nuevos con los que compartía ahora su paternidad. Con el mate en la mano, mirábamos pasar a tantos religiosos de todos colores (de hábitos y de piel) felices de haber participado en la misa junto al Santo Padre, en el día de la Vida Consagrada. La emoción fue mayor, cuando por uno de los balcones, allá a lo lejos, lo vimos asomarse y saludar cálidamente a toda la multitud que esperaba su salida, debajo de innumerables paraguas. Sus palabras fueron claras y contundentes. ¿Qué sería de nuestro mundo sin las religiosas?... No se podría pensar esta vida sin religiosas… La vida consagrada es un don de Dios para la Iglesia, un don para su pueblo… Somos un don para los demás, llamados a ofrecernos a nosotros mismos… Estas y otras más fueron algunas de las migajas que cayeron junto a la lluvia, con más peso y durabilidad que el maná, tanto que con ellas podríamos caminar unos cuantos días en el desierto. No olvidó recordar a los hermanos romanos que días antes habían sufrido las inundaciones, diciéndoles que estaba cercano a

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ellos, como tampoco hacer mención de la jornada italiana por la Vida humana. Rezamos el Angelus en la lengua universal del latín y recibimos emocionados su bendición. Bendición que guardaba en mi corazón para darla a tantos hermanos cuyos rostros llevo en mi pequeño corazón, que desea ampliarse cada vez más.

Luego pasamos a Santa Marta, donde Francisco nos esperaba. Todo este encuentro fue inolvidable. La espera corta en un salón, mientras nos secábamos de la lluvia. Luego verlo llegar, deteniéndose frente a una joven pareja, escuchándola con profunda ternura, dándole la bendición y, de reojos, mirándonos a todos nosotros, sus huéspedes ansiosos. Luego el abrazo tan esperado. Recobraba, aunque sea por unos instantes, el sentimiento de hijo abrazado por este padre de todos. No sabía cómo llamarlo. De momento era Padre, por otro Francisco. La mochila llena de cartas y recuerdos para que sean tocados y bendecidos por Él. Una amplia sonrisa dibujaba su rejuvenecido rostro. Nos sentamos todos. Se sentía cómodo, nosotros nos sentíamos en Betania, junto a nuestro amigo Jesús-Francisco, que ahora sería quien nos acogería, haciéndonos sentir en casa. La mirada serena posada sobre cada uno de nuestros ojos. Ocho hermanos sacerdotes, junto a su Pastor. La pregunta sincera por cada uno, por nuestras realidades, familias, preocupaciones, destinos parroquiales. La ansiedad nos podía más, nos salíamos de la vaina. Estábamos tan cómodos, pero ansiosos, hablando todos a la vez, haciéndole cantidad de preguntas y comentarios, llevando saludos, presentando historias de vida. Como buen padre, nos escuchaba a cada uno y trataba de estar atento a cada cosa que le íbamos diciendo. No le dábamos respiro. Sin embargo, su serenidad, sonrisa y paz, nos iba aquietando y haciendo entrar en una conversación de mayor intimidad. Se puso cómodo, sacándose el solideo (ante nosotros peregrinos, que nos recibía como otros Cristos), luego la faja que lo tenía un poco apretado. Lo felicitábamos, le agradecíamos, le decíamos que lo extrañábamos, le preguntábamos de su nueva vida. Ningún silencio rompía nuestras palabras que querían aprovechar cada instante de su presencia, con miedo a perderlo, exprimiendo cada segundo de su atención. Tal vez no muy atentos a su posible cansancio por su misa anterior, el Ángelus, la gente que atendió en el salón contiguo. Sin embargo, sonrisa y mirada atenta no le faltaron para nosotros. Apabullado por nuestra verborragia, no llegaba a contestar una pregunta que ya se le venía otra. Como un estanque manso y tierno hospedaba nuestra juventud, que era torrente y cascada, devolviendo suave y calmo, en sabias palabras dignas de ser atesoradas.

El almuerzo estaba listo, nos invitó a pasar. Fuimos los nueve caminando por el pasillo. Tampoco lo podíamos creer, estar caminando con él, lo más tranquilos. Entramos al comedor común. Varias mesas estaban listas para el almuerzo. Una mesa aparte, preparada para Francisco, su secretario P.Fabián y nosotros, estaba dispuesta para aquel almuerzo. Un clima familiar en el comedor. Los mozos que eran saludados por él con tanta ternura. Y ellos se sentían tan cómodos y tranquilos sirviéndonos. La risa, el compartir, la distensión nos acompañó todo el almuerzo. No nos faltaron temas de conversación: el país, la diócesis de Buenos Aires, los curas y parroquias de nuestro clero, las anécdotas simpáticas del Vaticano, las que recordábamos de antes con él. Todo en un clima tan fraterno. Nos costó caer en la cuenta que estábamos almorzando con el Papa. Para todos nosotros -un sentir común que luego compartimos- fue almorzar con Jorge Bergoglio, vestido de blanco. Era todo tan natural, tan sencillo, tan evangélico. Tanta frescura, tan lejos de todo acartonamiento, tan ajeno al Nazareno. Su atención continua para servirnos agua, vino, para que pudiéramos estar bien atendidos en todo momento. Una entrada de pastas, un plato principal de costeletas de cerdo con verduras, y una torta helada de postre, terminando con un café, fue acompañando la intimidad de ese encuentro. De a ratos las carcajadas y gritos, hacían distraer a los comensales de las otras mesas, llamándoles la atención tanto alboroto.

Y así el tiempo fue pasando, envolviéndonos en la alegría, la confianza, la familiaridad. Nos pidió que saludáramos a Roberto, quien nos había servido la mesa, a quien agradecimos con amabilidad su servicio. Luego pasamos nuevamente al saloncito donde nos había recibido, para hacer la sobre mesa. Ahí tuvieron lugar las fotos, la entrega de las cartas que cada uno traía, las bendiciones de las estampas, rosarios, medallas y tantas cosas que cada uno de nosotros llevaba a su encuentro. Todo esto lo hizo con una infinita paciencia, posando ante cada foto, con una gran ascesis, acostumbrado ya a esto, ofreciéndolo a Dios (vaya a saber por quiénes), para que pudiéramos tener un buen recuerdo de esta visita. De hecho, cuando en una de las tantas fotos no miró a la cámara, pidió que se la volvieran a sacar. Para quienes lo hemos conocido un poco más, bien sabemos su esfuerzo y su virtud, ante su bajo perfil y su cierta huida a todo tipo de exposición. Ahora parecía otro Cristo, como cordero “llevado al matadero”, dispuesto a todo lo que le pidiéramos. Uno de nosotros le pidió colgarle un pañuelito de scout

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y lo hizo. Creo que si le hubiéramos pedido que diera la vuelta carnero, también lo hacía. Todo para complacernos, para hacernos sentir cómodos y felices. Luego llegó la bendición personal a cada uno de nosotros, que la recibimos como un tesoro. Y nuevamente, las palabras de intimidad, preparadas por todo el tiempo anterior que nos fue haciendo entrar en una mayor y más profunda comunión. Palabras como quiero dejar una Iglesia en estado de ebullición, que el Papa que venga después de mí, santo varón, se ocupe de ordenar todo el desorden que hay que hacer, nos fueron calando hondo. Cuando una y otra vez, por diestra y siniestra, le agradecíamos el bien que nos hacía a todos nosotros, a la Iglesia universal, a los que no creían en Dios o estaban alejados, continuamente nos remataba diciendo que todo es gracia, es obra del Espíritu, yo no lo hice, Dios lo está haciendo, dejándonos bien en claro un ejemplo sincero de humildad y de docilidad a la obra de Dios. El nombre, sus primeras palabras como Papa, los cambios de costumbre que estaba imponiendo, su austeridad, todo esto lo iba haciendo movido por Dios, por su Espíritu, dejando atrás todo resabio de Iglesia Medieval y poderosa. Nos decía que como Iglesia estábamos achicados, nos daba vergüenza mostrarnos como tales, andábamos con el sentimiento de perdedores ante el mundo, por eso toda esta nueva fuerza viene sin duda del Espíritu. Nos compartió sus dolores profundos ante los internismos de los de “adentro”. Actitudes como difamación y calumnias, monedas corriente, nos obligaba a nosotros al compromiso de la transparencia, la sinceridad, el callar a tiempo y a hacer el empeño de cuidarnos más entre nosotros. Nos invitó también a ser curas alegres, que cuando pequen se confiesen, que recen y recemos mucho, el Rosario a la Virgen, la visita al Santísimo, nos pidió también que apoyemos, que “banquemos” a nuestro obispo. Nos abrió su corazón al dejarnos entrever la fuente de sus decisiones: imágenes, palabras, rostros, ideas que se le aparecen con fuerza en la oración, que vuelven una y otra vez a su corazón. Todo esto nos obliga a ser hombres de oración, atentos a las mociones del Espíritu que Dios sugiere en cada momento. Nos compromete a estar bien atentos con un oído en el pueblo y otro en Dios y a sus mociones tan ciertas y reales, si tenemos un corazón atento capaz de escuchar. Nos habló también de sus futuros viajes apostólicos, de sus próximos escritos, de su vida habitual como Papa, en donde extraña sus ratos de ocio, que bien sabemos, poco tenía en Buenos Aires, dándonos a entender su intenso y tenaz trabajo actual.

Necesito volver a remarcar que todo nuestro entusiasmo, alegría y emoción, que se traducía en agradecimiento, aliento, asombro que rozaba a veces la veneración con todo lo que venía diciendo y haciendo, rebotaba en él como un reflejo de luz, que volvía al Autor de toda luz. Realmente constatamos que no se la cree y que está convencido de que todo es un don de Dios, de que se siente, realmente, una persona nueva, con una nueva libertad, con la fuerza de Dios para hacer y decir lo que está haciendo y diciendo. Luego, pasó a su humilde y austero cuarto del segundo piso, con algunos de nosotros, para buscar más estampas y más recuerdos para que pudiéramos llevar. Por último, hizo llamar dos coches para que volviéramos sin mojarnos, ya que la lluvia era bien intensa.

Así pasaron las dos horas y media que el Papa Francisco nos dedicó, con una gran calidez, ternura, atención, paciencia y alegría. Nuestros corazones desbordantes no pudieron salir en ningún momento de su asombro. Todos comentábamos todo al mismo tiempo, el corazón nos latía bien fuerte, la emoción era intensa y nos acompañó durante todo el día.

Recién ahora, un rato antes de ir a descansar, pude ir decantando algo de todo lo vivido, escuchado y visto. Los pensamientos y emociones se agolpan en el teclado, apurándolo para poder conservar algo de todo lo vivido. Aún desearía contar algo de lo que fue el hermoso cierre del día: celebrar la misa en el Iesú, donde están enterrados San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola, pero lo dejo para mañana, para poder decantar un poco tanto regalo de Dios, tanto desborde de gracia, que hoy se volcó y rebalsó este pobre recipiente del corazón.

Roma, 3 de febrero de 2014Ecos de una visita

Las palabras del anciano Simeón –puestas providencialmente en la lectura del día- resonaron en nuestros labios durante todo el día de ayer: ahora Señor, según tu promesa, puedes dejar que tu siervo muera en paz, porque mis ojos han visto la salvación, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones. Esa era nuestra sensación común: habíamos vivido un día de gracia, inolvidable para nuestras vidas, que poco a poco empezaremos a ir dimensionando y dejaremos que vaya transformando nuestro interior para traducirse en vida ofrendada, pues si gratis lo hemos recibido, gratuitamente lo debemos dar. Y nos decíamos: ¿qué nos pedirá el Señor, luego de tanto don? Pues a

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quien se le dio mucho, se le pedirá mucho. Nos obligábamos a no olvidar este momento luminoso, que sostendrá momentos de oscuridad.

Además de encontrarnos con la figura del Papa, nos hemos encontrado con un hombre transformado por la gracia de Dios, cuyos frutos están siendo bien visibles para el mundo entero. ¿Qué sería, entonces, encontrarse con una persona santa? Sería retirarse de su presencia con el deseo de ser más buenos. Es estar siendo ya más buenos por el contagio y el eco de su bondad que siguió resonando en onda expansiva en la caja de resonancia de nuestro corazón. Bondad y luz que son tan distintas al fulgor que encandila y hace estremecer de vergüenza al propio corazón por su opacidad. No, eso no provocó Francisco en nosotros, sino el orgullo de tenerlo como Papa, la alegría y la paz de que este hombre es de Dios y es el Papa que Dios quiere para nuestro tiempo y el que andábamos necesitando. Son las ganas de ser más atentos con los demás, en el amor delicado y exquisito, que se manifiesta en el salir continuamente de sí mismo, para centrarse en el otro y en sus necesidades. Es estar con un oído muy fino para distinguir cuándo hablar y cuándo callar, cuándo acercarse y cuándo retirarse, cuándo exigir y cuándo ser tierno. Los gestos reales de Francisco, para nada improvisados, sino madurados a lo largo de su vida, nos invitan a ser hospitalarios, a acoger al que tengo al lado como un hermano que me pertenece, para recibirlo tal cual es, sin pretender cambiarlo. Es crear puentes de fraternidad, con el diálogo, la sonrisa, la mirada, el silencio, el gesto gratuito y tierno. Es dar un paso al costado, para que crezca el otro, reconociéndolo en su singularidad, y no como posesión mía. Es reconocer a Cristo en cada encuentro y llevarlo hacia Él, en el silencio de la humildad, disminuyendo cada vez más, para que Él crezca.

Todos estos sentimientos provocó en mí el encuentro con Francisco, resumidos en el deseo de ser más bueno. No la vergüenza por la propia opacidad ante la “perfección inalcanzable del otro”, sino la alegría y el entusiasmo de volverlo a intentar, confiando siempre de que en Él todo lo podemos. Si un hombre con tantas responsabilidades como el Papa que, en unos días, se reunirá con el presidente de Estados Unidos o recibirá a tantas personalidades mundiales, o resolverá tantas cuestiones coyunturales, tiene tiempo para compartir un almuerzo, una sobremesa, una charla amena y sin reloj con nosotros, ¿de qué nos damos nosotros cuando decimos que no tenemos tiempo? Parafraseando a Juan Pablo II que decía que el que dice que no tiene tiempo para rezar, lo que le falta no es tiempo, lo que le falta es amor , podríamos decir, al mirar este hermoso espejo de bondad, que el que dice que no tiene tiempo para el hermano, lo que le falta es amor. Tiempo para contestar cartas, para hacer llamados personales de teléfono, para preguntar por cada uno, para recibirnos y darnos tiempo a cada uno. Eso me enseña a bajarme un poco del caballo, para dejar de correr tras tantos asuntos y detenerme frente a cada hermano que sale a mi encuentro. En definitiva, eso es lo único importante, la parte elegida por María, estar a los pies, en la escucha del Otro, y no el afán y la preocupación de Marta que olvidó el contacto personal con su Maestro, para andar detrás de las cosas, que pueden esperar, o que no son tan importantes como la presencia personal de Cristo que viene a nuestro encuentro.

Algo que resonó muy fuerte, fue la paz que transmite su presencia. En el amor, no hay lugar para el temor, dirá San Juan. Y así es, a Francisco no se lo ve temeroso, a pesar de todos los peligros, obstáculos y dificultades que debe encontrar a diario en su camino. Una persona de Dios transmite esa seguridad, esa falta de miedos, que nos bloquean o nos hacen vivir pendientes de quedar bien, enamorados de nuestra imagen. Miedo a caer mal, a no ser entendido, a quedar solo por la incomprensión, a perder prestigio o poder, a ser juzgado, a ser criticado y calumniado. A Francisco se lo ve con una firmeza y seguridad que, evidentemente, vienen de Dios, de su presencia en su corazón, que inunda cada decisión, cada pensamiento, cada actitud. Es hacer carne el no temas tan bíblico que salpica toda la historia de salvación y que marca la acción de Dios, ya que la fuente de esta fortaleza viene de la Roca, sobre la cual nuestra vida se apoya.

Entre dos fuegos, entre dos grandesEl buen Dios, que nos había regalado una mañana fuera de serie, ahora nos remataba el día con la

misa vespertina en el Iesú, junto a Francisco Javier y San Ignacio. Llegamos por la tarde a preguntar si podíamos concelebrar en la misa y nos recibieron muy bien, con mucha hospitalidad. Nos quedaba un momento libre para poder rezar tranquilos en el templo de la Compañía de Jesús. Mis pies se dirigieron solitos ante el altar de San Francisco Javier, ante quien caí de rodillas, en silencio orante. Mi corazón volaba por las tierras orientales visitadas por este santo, por los días y meses sufridos ante la calma del viento, en medio del mar, donde seguramente habrá sentido la impotencia y donde aprendió a confiar más

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en Dios y en sus tiempos. Sus cartas, tan cariñosas y expresivas, a Ignacio y a sus hermanos de la Compañía. Su gran amor a la Iglesia y su sentido profundo de comunión de los santos, que sustentaba su soledad, sabiéndose sostenido por la Iglesia en la otra punta del globo terráqueo. La ternura con la que guardaba, en el bolsillo de su camisa, el relicario con la firma de Ignacio. Su confianza plena en Dios, y la gran “desconfianza” de sí mismo, que lo hacía conocer profundamente su miseria, condición sine qua non para ser misionero. Sus gritos epistolares por los pasillos de las Universidades para mover los corazones de sus hermanos para ofrecerse a la misión. Su mano cansada de tanto bautizar, expuesta ahora en este altar, junto a sus restos. Su pasión y entusiasmo por encender al mundo con el fuego del Señor.

Puse en el corazón de Francisco a todos los misioneros del mundo, puse en sus manos mi vida, para ser más fiel a Dios y a su camino. Recé por tantos hermanos que, en lo oscuro y solitario de cada día, entregan su vida al servicio de Dios y de la difusión de su Evangelio, haciendo comunidades que venzan todo aislamiento y soledad del corazón, luchando contra tantas contradicciones propias, del ambiente y de culturas hostiles a algunos valores evangélicos.

Luego mis pasos fueron atraídos hacia Ignacio, el peregrino, donde le pedí y agradecí por tantos directores espirituales, que en lo oculto, sostienen la vida de tantos Franciscos, pedí por los hermanos jesuitas que conozco, por sus vidas. Recé por las Hermanas Esclavas que, en pocas semanas, estarán iniciando su misión en Santos Lugares. Pedí la luz para discernir la voz del Señor, y la audacia y el coraje para seguirla siempre, sin miramientos. Pedí la santa indiferencia, para estar cada día más disponible a lo que Dios me vaya pidiendo, ofrendé mi vida al Padre nuevamente, con su oración del Toma y recibe. En la comunión eucarística, no pude dejar de recitar su Alma de Cristo, rezada desde tan pequeño en los albores de mi fe cristiana.

Junto a la rocaLlegamos, recién, a la narración de lo que fue el día de hoy. Tempranito nos pasó a buscar Álvaro

para llevarnos a la basílica de San Pedro. Hermosa experiencia de catolicidad, de gente de todos los puntos cardinales, de todos los colores. Descendimos a la capilla Clementina, junto a los huesos de San Pedro, justo debajo del altar mayor, donde celebramos la Misa. Encuentro íntimo de los peregrinos que veníamos a sentir más profundamente la comunión en la fe y en el amor. Compartimos la homilía, donde en cada corazón resonó algo distinto del primer Papa. Pedíamos a Dios la solidez de la fe, para no tambalear ante las dificultades. Pedíamos la firmeza para sostener la fragilidad de otros hermanos, para que se puedan apoyar en nosotros. Resonaban con claridad tantas palabras de Pedro: Señor, tú lo sabes todo, sabes que te amamos, Sálvame que me hundo, Aléjate de mí porque soy un pecador, Te seguiré a donde quiera que vayas... Reconocíamos, junto al Apóstol, nuestra fragilidad, sostenida por la fuerza de la verdadera Roca, sostenidos para sostener. Pedíamos un mayor amor y compromiso, traducido en disponibilidad para lo que Dios, a través de su mediación eclesial, pudiera pedirnos. Resonaban las palabras de Jesús a Pedro: Recé por ti, para que tu fe no tambaleara, No temas, ¿Me amas? Apacienta mis ovejas, Sígueme, Ve detrás de mí, Cuando hayas vuelto confirma a tus hermanos, Sobre ti edificaré mi Iglesia. De este modo, renovamos nuestro deseo de servir mejor al dueño de la mies, en una mayor comunión y compromiso con los demás, siendo como Pedro, principio de unión y comunión entre los hermanos.

De esta manera, renovábamos nuestra vocación eclesial, ya que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a la Iglesia, como compartía uno de mis hermanos curas. Nuestra fragilidad volvió a ser sostenida por la firmeza de la fe de tantos hermanos que han seguido con fidelidad al Maestro. Fidelidad que no fue impecabilidad, sino humildad para dejarse llevar incluso hacia donde uno no quiere, confiados en la mano de Aquel que nos salva y que ama nuestra vida y que, como León de Judá, cuida a sus cachorros poniendo el cuerpo por nosotros, para que nada malo nos pase, ni siquiera caiga un pelo de nuestra cabeza, sin que Él lo permita. Fidelidad que se traduce en dejarse perdonar, sanar, conducir por el verdadero Maestro, poniéndonos siempre detrás, en el seguimiento humilde del que ve mejor y más lejos que nosotros para conducir a su rebaño, para apacentar a sus ovejas. El silencio de acción de gracias cerró aquella Misa, como una alianza de amistad con el Señor: yo soy tuyo, vos sos mío, compartiendo la misma suerte con el Maestro, dejando que Él pague por mí y por Él.

Caminamos extasiados por la inmensidad de la Basílica, sintiéndonos muy pequeños en medio de tanta majestuosidad. Visitamos la tumba de Juan Pablo II, próximamente a ser canonizado, pidiendo su celo misionero y su mirada profunda de fe y de oración. Luego hicimos una larga recorrida por las

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callecitas de Roma, extasiados y apabullados por tanta historia, tropezando a cada paso con una iglesia, una más linda que otra, y hermosas construcciones, que ponían al descubierto lo mejor del corazón y de la cultura del hombre.

Roma, 4 de febrero de 2014Malhaya con mi destino, caminar y caminar

Todo el día de hoy transcurrió caminando. Comenzamos recorriendo los palacios Vaticanos, donde los ojos no alcanzaron a atrapar tanta belleza cultural, expresada en pinturas, esculturas, armonías arquitectónicas. Lo hicimos bajo la compañía de uno de los hombres de seguridad privada del Papa, que nos esperaba en Santa Marta, para comenzar con el recorrido. Fuimos andando por diferentes lugares, uno más lindo que el otro. Tuvimos el inmerecido privilegio de visitar lugares que nadie recorre, ni visita. Eso no nos hace mejores que nadie, simplemente nos obliga a ser más agradecidos y, como expresaba en los relatos anteriores, nos compromete a dar mucho, porque mucho nos ha sido dado. Entre tantos lugares andados y caminados, quedan en mi memoria algunos de particular valor. Anduvimos por la hermosa Capilla Redemptoris Mater, confiada por Juan Pablo II al artista jesuita Rupnik, para embellecerla con los mosaicos que retratan distintas escenas evangélicas. Visitamos los salones en donde el Papa recibe a distinguidas visitas, entre las que se cuentan los jefes de Estado. En medio de tanta belleza cultural, esparcida en dichos salones, estaba la más bella de todas, María, en la imagen de Luján. No pude evitar, acercarme a Ella, para pedirle, desde lo más hondo del corazón, la luz para Francisco, para que pusiera las palabras de su Hijo en su boca. Pudimos estar también en los aposentos de los Papas, su capilla privada, donde Juan Pablo II y los anteriores Papas celebraban la misa diaria junto a un pequeño grupo de personas. Entramos en el cuarto del balcón del Angelus, donde millones de personas siguen las palabras del Santo Padre. Sin duda, lo más intenso fue la entrada en lo que era el dormitorio de los Papas, con la cama, el escritorio, todo el aposento donde pasaron sus últimas horas Juan Pablo II, Juan Pablo I, donde vivió Benedicto. Si esas paredes hablaran, testigos de los momentos de soledad de los Papas, donde se encontraban consigo mismos, con Dios, donde recogían en sus corazones de pastor a las ovejas apacentadas durante ese día, con sus luchas, dudas, alegrías y desconsuelos… Allí no pudimos hacer otra cosa que rezar y escuchar emocionados el relato de Sandro, quien nos acompañaba tan gentilmente en esta visita, contándonos, con un profundo dolor y emoción, cómo había trasladado el cuerpo yacente de Juan Pablo II, en ese mismo cuarto.

Seguimos caminando por todos estos lugares cargados de tanta historia y simbolismo. Llegamos a la Capilla Sixtina, pasamos a la Capilla de las lágrimas, pudimos tocar la Biblia en la que los Cardenales hacen su juramento antes de la elección del Papa, tomamos contacto con los efectos personales de Bergolgio durante el cónclave: la carpeta con la lista de los Cardenales, el papelito para escribir el nombre. Luego pasamos a la Capilla donde, durante el Cónclave, celebran la misa los Cardenales. De ahí fuimos al balcón donde se anuncia la elección del Papa y donde salen a saludar al mundo entero y a decir sus primeras palabras.

Lugares con mucha historia, con mucha belleza, con mucha pomposidad y majestuosidad. Me sentí muy pequeño e insignificante al concluir todo este interesante recorrido. No soy quién para juzgar todo lo que he visto, son siglos de historia, donde queda huella de la cultura humana y es bueno que sea conservado y guardado. Sin embargo, no puedo dejar de agradecer de corazón a Dios por la sabia e iluminada decisión de Francisco de vivir en Santa Marta, más cerca de la gente, con contacto diario no con un grupo selecto de personas, sino con muchas personas, evitando así todo aislamiento o parcialidad de mirada. Me alegra profundamente que cada día muchos puedan disfrutar de la Misa con el Papa en Santa Marta, y de que sus palabras sean oídas y seguidas por el mundo entero, ocasión excepcional y bien aprovechada para llevar adelante el munus docendi (el oficio de enseñar) de nuestro querido Pastor.

Por último, descendimos a los scavi, las excavaciones debajo de la basílica San Pedro, donde se llega hasta la tumba del Primer Papa. Conocimos la historia del martirio de tantos cristianos que divertían a los romanos en el Circo montado en lo que sería el subsuelo de la actual basílica. Circo donde Pedro dio su testimonio de fe, derramando su sangre por Cristo y lugar donde fuera llevado, a pocos metros, a la fosa común, preparada para los difuntos pobres. Sin embargo, sus restos no quedaron en el anonimato, gracias a la fe sencilla del pueblo de Dios. Esta fosa común, comenzó a ser un lugar de peregrinación, donde los fieles dejaban escritas con pinturas, dibujos, imágenes, palabras, pedidos, súplicas. Gracias a esta sabia intuición de los paleocristianos, unos siglos después, en tiempos de Constantino, se pudo

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rescatar y distinguir claramente el cuerpo de Pedro. Y así la historia siguió pasando y nos fue enseñando la memoria fiel de aquel que fue elegido por Cristo para ser la piedra visible de su Iglesia.

No puedo dejar de expresar la resonancia que me deja la austeridad del sepulcro original de Pedro, en contraste con innumerables y suntuosas tumbas de Obispos, Cardenales y Papas que salpican los templos de Roma. No pretendo hacer un juicio anacrónico de este tipo de monumentos, muy bellos por cierto, propios de una época y una cultura, muy distinta a la actual, que, seguramente, tendrán que ver también con el deseo de trascendencia, de dejar huella, de no ser olvidados, o con el miedo tan humano de caer en el anonimato o de no ser recordados. Sin embargo, me siento muy dichoso de que todo esto ya esté superado, al menos eso espero y creo. La humilde tumba de Pablo VI, al final de la visita de los scavi, me atrajo para caer de rodillas, ante este hombre de Dios que tanto bien le hizo a la Iglesia, con el Concilio, la Evangelii Nuntiandi, la Ecclesiam Suam. Anhelo profundamente que las palabras de Francisco: Como quisiera una Iglesia pobre, para los pobres, calen hondo en el corazón de todos los cristianos, especialmente de nosotros, que gratuitamente somos ministros de Dios.

Descendiendo a los rojos cimientos de nuestra feEl día continuó de a pie, ahora dirigiéndonos a las catacumbas de Priscila. Allí tuvimos la gracia

de recorrer las catacumbas, es decir, los cementerios cristianos, donde la primera Iglesia se reunía para enterrar a sus seres queridos y donde acudían como lugar de peregrinación para honrarlos con su visita. En esta “necrópolis” se encontraban también la tumba de muchos mártires (al menos 100) que fueron luego trasladados a basílicas de Roma, para que sean mejor venerados. Así tocamos de cerca los cimientos, las bases de nuestra fe…

Por la mañana habíamos andado por lugares elevados, altos, majestuosos. Por la tarde nos hallábamos caminando por pasillos subterráneos, recorriendo estos lugares sagrados de fe. Estábamos tocando ahora la Iglesia que no se ve, la que está abajo, en lo oscuro de la tierra, mezclada con la humedad del ambiente, la tierra, el agua. Lugar donde germinó la semilla de nuestra fe, regada por la sangre de nuestros mártires. La Providencia nos regaló la posibilidad de celebrar la misa allí. La Palabra nos hablaba de vida: la vida perdida, desangrada, yéndose de a poco de una pobre mujer hemorroísa y la vida truncada de una niña de doce años, junto a sus padres, muertos en vida por esta desgracia. Jesús, el dador de la vida, sanaba a esta mujer casi sin buscarlo, y devolvía la vida a esta niña, a pesar de las burlas, obstáculos y comentarios de muerte. Esa misma vida resonó de modo particular en mí, al prestarle mis labios para decir con Él: sangre que será derramada por ustedes, durante la consagración. Vida derrochada y entregada por estos mártires y por tantos otros que venían a nuestro corazón, anónimos o no reconocidos aún por la Iglesia institución, pero que fecundaron tantas tierras, como especialmente la nuestra, la latinoamericana.

Gracias, Señor, por esta Iglesia subterránea, la que no se ve a simple vista, la que hay que descender, para ver. Gracias por la sangre vertida, entregada libremente como la de tu Hijo: no es que me quitan la vida, sino que la doy libremente. Sangre no desperdiciada o perdida, como la de la mujer que se iba en sangre, sino, más bien, mucha sangre preciada, valorada, amada, pero no tanto como a la vida de Jesús, como a su sangre preciosa: y no amaron tanto su vida que temieran la muerte. Gracias por estos ríos de sangre subterráneos, que son la savia de la Iglesia, la vida de la Iglesia, sosteniéndola en su testimonio fiel, del Testigo fiel. Gracias por esta entrega oculta a los ojos de muchos, pero no a los tuyos. Sangre que me trasladaba ahora de modo especial, a la sangre que Juan Pablo II había derramado en el momento de su muerte, según el testimonio de Sandro. Sangre que nos impulsa, como la fuerza bombeadora de un joven corazón, a entregar nuestra sangre día a día, gota a gota, en lo escondido de cada día, en lo oscuro y cotidiano, en lo que no se ve, dando vida y fecundidad hacia afuera, hacia otros hermanos en la Iglesia, sosteniendo lo que se ve, con nuestra entrega oculta que no se ve. Martirio es el dolor de cada día, si en Cristo y con amor es aceptado, fuego lento de amor que en la alegría, de servir al Señor es consumado.

Compartimos la homilía, en aquella misa, recordando también a tantos cristianos actualmente perseguidos, escondidos para vivir su fe, viviendo en clandestinidad su adhesión a Cristo. Recordamos a tantos mártires anónimos que son la fuerza de la Iglesia y fueron semillas de nuevos cristianos. Y salimos luego a la luz, con la memoria puesta en el revés de la trama, con el compromiso de no olvidar, agradecidos por ser un eslabón más en la cadena de esta innumerable nube de testigos, valorando

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inmensamente las raíces de nuestra fe, sintiéndonos en deuda con todos ellos, como enanos subidos en hombros de gigantes.

Gracias Señor por la maravilla del don de la fe. Fe que hace arrancarle un milagro a Jesús, fe que hace rescatar desde el abismo de la muerte hasta a la propia hija, fe que logra vencer el miedo ante la muerte y atravesar, decididos, su puerta, confiados en el abrazo final que nos espera. Fe que ya está contemplando la fecundidad certera del grano de trigo hundido en tierra y triturado, convertido luego en pan, que alimenta y sacia el hambre de muchos. Por eso, aquella noche, volvimos saciados de este pan de vida y de esta sangre derramada.

Roma, 5 de febrero de 2014En torno a la Mesa eucarística

El buen Dios siguió haciéndonos inmerecidos regalos. Tempranito fuimos a concelebrar la Misa con el Papa en Santa Marta. Alrededor de 10 fieles estaban presentes, junto a unos 10 sacerdotes que celebrábamos junto a nuestro Pastor Francisco. Las misas de los miércoles suelen ser un poco más privadas y sin prédica, ya que luego el Papa habla durante la Audiencia General. Fuimos testigos privilegiados de la profunda devoción de Francisco y pudimos estar más íntimamente en comunión con él, a través de Jesús Eucaristía. La misa fue muy austera, con muchos silencios cargados de misterio. Luego de una prolongada acción de gracias, saludamos nuevamente a Francisco, que tuvo la delicadeza de entregarme una ofrenda para la misión en Santiago del Estero. Ya me lo había anticipado el domingo, y ahora la sacaba de su bolsillo para entregármela en mano. Pasamos con él a desayunar, compartiendo nuevamente la mesa. Luego subimos al segundo piso, donde está su habitación y nos quedamos haciendo tiempo antes de la audiencia. Otra cosa increíble, haciendo tiempo, en el pasillo donde vive el Papa, sin palabras… Compartimos un rato con Piergiorgio y Sandro, de la seguridad privada del Santo Padre. Nos prepararon más rosarios y estampas, para poder llevar a toda nuestra gente. El Papa andaba por el pasillo, se puso cómodo, de entre casa, mientras aguardaba la hora de la Audiencia. Pasamos luego a saludar a Doménico, el comandante de la seguridad, más conocido como el pelado alcanza bebés, ya que es el que siempre anda junto al Papa y le va arrimando a los niños que Francisco desea saludar y bendecir. De ahí pasamos ya a la Audiencia. Hermosa experiencia eclesial, de tantos peregrinos de todo el mundo, llegados para encontrarse con Francisco y recibir sus palabras. La lluvia nos acompañó en casi toda la audiencia, por momentos se hacía más fuerte, por otros mermaba un poco.

La mesa pequeña de la Eucaristía en Santa Marta, se ampliaba ahora para acoger a tantos hermanos peregrinos que deseaban saciar su hambre de Dios, alimentándose con la cálida presencia del Papa y con sus palabras. Tuvimos la gracia de estar nuevamente a escasos metros del Papa, para seguir contemplándolo con admiración, seguir rezando por Él y estando atento a cada gesto que iba haciendo. Luego pasó a saludar a los que estábamos por ahí, última ocasión que aprovechamos para volver a extenderle nuestra mano, agradecerle por haber podido compartir tanto con él e invitarle un rico mate para que le calentara un poco el cuerpo. Nos agradeció con su mirada atenta y profunda y nos animó a seguir adelante, con coraje y fuerza en nuestra vida sacerdotal.

Nuestros corazones desbordan de alegría por todos estos encuentros gratuitos, de compartir más de cerca la vida de nuestro querido Bergoglio y con el deseo de dejarnos contagiar de su sabiduría, bondad y humildad. Volvimos nuevamente plenos, para seguir con la tarde que nos quedaba por Roma, haciendo ya las valijas para continuar nuestra peregrinación por Asís. Las fichas seguramente nos irán cayendo con el tiempo, ya que es demasiado don, para tan poco tiempo y para recipientes tan pequeños para albergar tanto tesoro desbordante que Dios nos viene regalando.

Asís, 6 y 7 de febrero de 2014Tocar el cielo con las manos

Aquella mañana salimos temprano rumbo a Asís. Era mucha mi expectativa ya que, junto a la visita al Papa, mi punto de peregrinación central era llegar a esta cuna de la renovación evangélica. Lo primero que visitamos fue Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. La Providencia nos regaló, gracias a las gestiones de Doménico (el pelado alcanza bebés) a fray Juan Carlos, que con mucha emoción nos fue haciendo la visita guiada. No me animaría a llamarla tal, más bien fue un retiro de a pie. Nuestras almas volaban 800 años atrás con los relatos de este fraile.

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En la basílica de Santa María de los Ángeles, dentro de la misma, se encuentra la Capilla menor, donde Francisco rezaba con sus hermanos, donde nació la Orden Franciscana, donde tuvieron lugar los primeros capítulos de la Orden. Este lugar santo es conocido como el lugar del perdón. Con lágrimas en los ojos Juan Carlos nos contaba que Francisco había sufrido una gran tentación que consistía en dejar la penitencia, a los hermanos y volver todo para atrás. Sin embargo, a continuación, sintió la moción de pedir perdón arrojándose a unos espinos. En ese momento se le aparecieron unos ángeles que lo condujeron hacia la Capilla para recibir el perdón. Allí, junto a una visión sintió la moción de que esa Capilla se transformaría en un lugar de indulgencia y de perdón. Era el tiempo de las indulgencias, el Papa Inocencio las había destinado todas para la Cruzada, por eso rechazó este pedido de Francisco. Sin embargo, de camino a la Cruzada, Inocencio muere, y el nuevo Pontífice Honorio, acepta este pedido de Francisco, reservándolo para un solo día. Por eso, se lo llamó el lugar de los pobres, ya que allí acudían los que no tenían dinero para pagar las indulgencias (como se hacía en esa época), puesto que por expreso pedido de Francisco, eran gratuitas. Cuentan que Francisco invitaba a los fieles a entrar en este lugar santo para obtener el perdón de todas las culpas y penas, y en su prédica gritaba: los quiero llevar a todos al Paraíso.

Fray Juan Carlos nos conducía de la disposición material de la Capilla en medio de la Basílica, hacia la centralidad del perdón y de la misericordia en el centro de la Iglesia. La misericordia ha de ser siempre, el centro, el corazón de la Iglesia, como lo fue en Jesús: sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso (según el Evangelio de Lucas, la perfección –término usado en Mateo- de Dios y de nosotros sus hijos consiste en la misericordia). Nuestra ignorancia nos hacía buscar en el Templo la imagen de Santa María de los Ángeles, pensando que era alguna advocación a la que Francisco le rezara, a lo que el predicador (más que guía) nos iluminó contándonos que la misma Capilla era la Santa María de los Ángeles. Pensar que María es el centro de la Iglesia, el corazón de la Iglesia, me llena de emoción. Ella intercede el perdón, es la Madre indulgente que nos alcanza siempre el perdón de Dios que nunca se cansa de perdonarnos. ¡Qué hermoso entonces sentir que entramos en el vientre de María y que ahí recibimos su perdón! Gran lección para todos nosotros, para ser misericordiosos y mostrar en nuestra vida, la misericordia de Dios. Me vienen ahora a la mente las palabras de San Francisco que encontramos en un cartelito, saliendo del ascensor en el segundo piso de Santa Marta, yendo al dormitorio del Santo Padre, palabras dirigidas a sus hermanos al enviarlos de misión: prediquen siempre y en todo lugar, si fuera necesario, usen también las palabras. ¡Qué lindo sería que nuestros gestos y nuestra misma persona sea esta prédica viva de la misericordia del Padre!

Encendidos, ahora, por esta explicación tan bella, volvimos a entrar con mayor devoción dentro de la Capilla, para recibir el perdón total de nuestros pecados. En aquel momento, pedí perdón y recé por todos los que a lo largo de mi vida he dañado con mis palabras, acciones, pensamientos y omisiones. Aquellas heridas que mis pecados infligieron a nuestra Madre Iglesia y a sus miembros, estaban siendo sanadas por Dios, con la mano de María. Y para rematar todo esto, al volver para la parte posterior de la Capilla, como en su espalda, contemplamos un hermoso fresco. El fraile nos contó que en verdad era un recorte de una pintura mucho más grande, ya que contiguamente a la Capilla habían hecho el coro y, años más tarde, lo habían derribado, para hacer la basílica que contiene la Capilla. Por tanto, el fresco quedó cortado. Aparentemente, el centro parece ser las piernas de Jesús crucificado, pero con la mirada atenta del fraile, pudimos ver que no son las piernas de Jesús las que están en el centro, sino las del buen ladrón. Las de Jesús se encuentran a un costado, abrazadas por San Francisco. Por tanto, concluíamos con admiración, que el centro de este fresco recortado, era el buen ladrón, la persona que encontró la máxima misericordia, en el último momento de su vida, centro de esta Capilla.

La Porciúncula nos animaba a pensar un itinerario muy interesante de fe, que nos proponía el fraile: el despojo, el camino, el encuentro con Dios, la comunidad y el anuncio. Etapas de una peregrinación en la fe, que todos estamos llamados a vivir, a ejemplo de Francisco.

A pocos metros de la Porciúncula vivía el Poverello con sus hermanos, en unas chozas que habían fabricado. Ahí fue el lugar de los inicios, de los sueños, de los grandes ideales. Desde allí empezó a predicar de forma itinerante y a vivir el despojo en su vida. La Porciúncula fue también el lugar donde Clara se consagró a Dios y donde le cortaron el pelo. Valiente mujer que habría una brecha en el muro de la Iglesia, para iniciar una forma de vida nueva. Sin embargo, no pudo quedar allí, ante el peligro de su familia que la venía a “rescatar” de esta vida, y huyó al monasterio de las benedictinas, donde cuentan

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que se aferró con mucho coraje al mantel del altar, para no ser llevada por su familia. De esta manera, Clara hacía valer su vocación de abrazar a Cristo Pobre y Crucificado, bajo la tutela de Francisco.

En la Porciúncula, Francisco también encuentra el rechazo de los hermanos ante la regla escrita por él. Eran ya 5.000 hermanos, en 9 años de existencia de este carisma, y Francisco recibe este duro golpe, donde pugnaba el carisma original con la necesidad de institucionalización. Lugar de noche y de Cruz para el fundador de la Orden de los Menores, donde se identificó más de cerca con Cristo Crucificado.

Seguimos recorriendo, y llegamos al lugar donde fue el tránsito de Francisco, su paso hacia la vida eterna, donde rezamos con devoción, pidiendo que no solamente la muerte final, sino cada muerte cotidiana, la pudiéramos vivir como un tránsito a la Vida. Luego pasamos por el lugar donde cuentan que Francisco se arrojó a los espinos, donde los rosedales actuales, maravillosamente, crecen sin espinas.

Por la tarde, llegamos a la Basílica de Santa Clara, en donde se encuentra la Cruz de San Damián, lugar donde compartimos juntos la Santa Misa, delante de este imponente crucifijo que le había hablado a Francisco con las sugerentes palabras: repara mi Iglesia que está en ruinas. Palabras tomadas al principio al pie de la letra, reparando 3 capillas: San Damián, la Porciúncula y otra más. Sin embargo, al poco tiempo, cayó en la cuenta del verdadero sentido de estas palabras. Con su despojo, pobreza, predicación, penitencia y su vida fraterna, comenzó a reparar y a sanar tantas heridas de la Iglesia. Luego, bajamos a la tumba de Santa Clara, donde rezamos y pedimos en profundo silencio por tantas personas, consagradas, religiosas, clarisas, y por nosotros, para ser fieles espejos de Jesús Pobre y Crucificado.

Pasamos después a San Damián, la capilla donde Francisco recibió esta revelación y el lugar donde empezó a concretizar el llamado de Dios. Rezamos vísperas junto a la comunidad de frailes que custodian estos lugares, pero no pudimos pasar a los otros lugares porque ya era tarde. Bellísimo paisaje, rodea este hermoso monasterio, emplazado en la ladera de la montaña.

Al día siguiente, tempranito, nos fuimos a visitar la Basílica de San Francisco, donde se encuentra su tumba, junto a la de sus primeros compañeros. Hermoso lugar de recogimiento, donde la simplicidad y austeridad nos retornaban naturalmente al espíritu franciscano. Estuvimos rezando allí y luego compartimos la Santa Misa en este lugar sagrado, presidida por Santiago, que cumplía años.

De ahí, partí nuevamente para San Damián, para recorrer los lugares donde Clara vivió con sus hermanas: la Capilla donde ella rezaba, el coro y refectorio y el lugar, tan humilde, donde murió. Toda esta simplicidad nos hablaba de Clara y del centro de su vida: Cristo Pobre y Crucificado. Al lado de tantos castillos, donde ella pudo haber vivido o terminado sus días, estábamos contemplando la belleza del despojo, fiel reflejo de la Belleza del Crucificado.

En pos de sus perfumesEs imposible no sentir la hermosa fragancia que nos acompañó estos dos días y nos seguirá

acompañando por un tiempo, tiempo de gracia, para guardar en el corazón y volver una y otra vez, celebrando para no olvidar. Dos personas que transformaron la Iglesia desde adentro. Ambos centrados en Cristo, su gran pasión. El aroma de santidad sigue impregnando todo, intenso y fuerte, nada lo tapa ni lo distorsiona. Es imposible no sentirlo. Se hace irresistible. Dicen que el conocimiento sensorial que entra por vía respiratoria, por vía del olfato, queda para siempre, no se olvida. Si bien, se perciben otros aromas en el ambiente, nada tan fuerte e intenso y suave y bello como este que se sostiene y permanece. Así deseo permanecer en la contemplación de Cristo, para seguirlo en la simplicidad evangélica.

Contemplar, ver, mirar, seguir las huellas del Crucificado, predicarlo, hacer comunidad, no glosar la Palabra divina, seguirla cada día: grandes desafíos. Clara y Francisco nos entusiasman, dan ganas de seguirlo a Jesús y serle fiel, dan ganas de volver al Evangelio una y otra vez, dan ganas de perder la vida por Jesús y su Reino. Dan ganas de alabarlo extáticamente, fijando sólo en el Padre nuestra mirada, como la mirada del Cristo de San Damián, y clavando nuestra vida a la suya, permaneciendo en su amor, como rezaba el Evangelio proclamado junto a este Crucifijo. Dan ganas de salir de uno mismo para gritar, junto a Francisco y a Jesús: te alabo Padre, como recordábamos ante la tumba del Poverello, hoy a la mañana. Alabanza que brota de un corazón centrado totalmente en el Tú divino, como el de de Francisco, que compone el Cántico de las Creaturas, en el momento de mayor dolor y despojo físico, durante su enfermedad, en su convalecencia en San Damián. O como la hermosa oración de las Alabanzas al Dios Altísimo, compuesta luego de recibir las dos gracias pedidas: sentir en su propio cuerpo el máximo dolor de Cristo en la Cruz y en su corazón su máximo amor. Las llagas que –como bien nos recordaba Fray

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Juan Carlos- son la expresión corporal de su amor total a Jesús. Es como que el alma de Francisco no se pudo contener de tanto amor y se manifestó corporalmente en las llagas, en las marcas del amor, en sus heridas de amor. En esta oración, podemos percibir que Francisco ya no se posee a sí mismo, de hecho la palabra que más se repite es Tú, unas 31 veces. Como nos decía el fraile, Francisco ve el pecado original como la apropiación de lo que es de Dios (cfr Adm 2), al obedecer Adán no peca, desobedece cuando se apropia de su voluntad. Por eso, la alabanza es todo lo contrario al pecado, es justamente retribuirle a Dios lo que es de Él, devolverle su gloria. Por eso el santo vivió el despojo como una de las principales notas de su vida, desapropiándose de todo aquello que el pecado nos va haciendo apropiar. De hecho, el voto de pobreza en Francisco y en Clara, se van a especificar con el sine proprio, es decir, el voto del sin nada propio.

Recorriendo los caminos de Asís, descubro también la vocación peregrina de Francisco, semejante a la de Jesús, que, como dice Clara: por nosotros se hizo Camino. Hemos conocido los recorridos que hacía Francisco, yendo a San Damián a visitar a Clara y a sus hermanas, yendo al Subiaso, al Alverna, al Carcere, y a tantos lugares para retirarse a rezar. Andando también por Tierra Santa, en Medio Oriente, visitando al Sultán, yendo a Roma, varias veces, para ver al Papa. Todo esto lo hacía como peregrino, y qué lindo imaginarlo por las callecitas de Asís, cantando la gloria de Dios, invitando a la conversión, con su alegría, mendigando el pan para que sus hermanos no pasaran hambre, sintiéndose hermano de los pobres, convenciendo a obispos, cardenales y hasta el mismo Papa. De hecho, muchos de ellos le han tomado mucho aprecio. Qué hermoso imaginarlo en San Damián, recibiendo los consuelos y cuidados de sus hermanas que, con tanta delicadeza, servían al mismo cuerpo de Jesús. Hermosa la identificación de Clara con Francisco, que en torno a la fecha que Francisco recibe las llagas, ella comienza a padecer su larga enfermedad, que luego de 29 años, la llevará a la muerte, y que no la hace claudicar, hasta no haber logrado el Privilegio de la Pobreza, concedido por el Papa, un día antes de su muerte. Pobreza que defendió a capa y espada, mostrándonos su gran pasión y también su gran miedo de perder este camino ya andado con tanta dificultad, para no volver la vista atrás en el seguimiento fiel de Jesús.

Muchas son las tonalidades de este intenso aroma, que es aspirado con todos los pulmones y dan oxígeno y vida nueva a nuestra vida que desea ser fiel al Evangelio. Estos dos grandes hombres nos lo acercan y nos dicen que es posible andar por esta senda y que, no solo es posible, sino que es hermoso y realmente vale la pena intentarlo, confiando en la gracia y en el camino que Dios ha dispuesto para cada uno de nosotros.

Reggio di Calabria, 11 de febrero de 2014El amor es fuerte como la muerte

Junto a las playas del Mar Mediterráneo, en Calabria, frente a la Isla de Sicilia, unos mates van acompañando este tiempo de soledad. Hermoso día soleado nos regala el Señor en esta mañana, mientras el corazón se va soltando un poco y apurando las teclas de la computadora. Contemplo la playa con muchas parejas jóvenes que se van expresando su amor. Pura promesa de vida, ilusiones compartidas, sueños e ideales que los hacen pasar largas horas de la mano, o tan solo contemplándose en silencio. Observo con atención también las cadenas que van uniendo las columnas de cemento, que sirven de baranda para el improvisado muelle. En ellas se encuentran colgando muchos candados cerrados, de todo tipo, grandes, pequeños, algunos ya oxidados. Imagen muy típica de los distintos lugares por donde fuimos pasando. Las parejas sellan su amor, junto a un río, o en una playa, cierran el candado que cuelga de un eslabón y arrojan la llave al agua. Se prometen así amor eterno, rubrican su mutua pertenencia, en este interesante “sacramento”. Ya nada podrá abrir estos candados cuyas llaves se encuentran sumergidas. Hermoso signo de entrega, de confianza. ¡Cómo necesitamos signos sensibles que materialicen nuestros sentimientos más nobles! Nuestro espíritu busca, una y otra vez, por distintos caminos, plasmar en elementos concretos, lo que alberga en su interior.

El tiempo se detiene en cada pareja, cada instante es eterno, tocan el cielo con las manos, todo cobra otro sentido y color. El reloj se paraliza, el mundo alrededor también, sólo existen ellos dos, el uno para el otro. Nada tiene relevancia, excepto aquellas cosas que los remiten el uno hacia el otro.

Irremediablemente mi corazón vuela unos 20 años hacia el futuro y me pregunto inquieto: ¿quedará algo de este primer amor vivido con tanta ilusión? ¿Cómo seguirán estos candados? Pienso, con una cierta cuota de pesimismo: ¿Seguirán tomados de la mano aquellos que han sellado su amor

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frente a este mar? ¿Se seguirán mirando a los ojos eternizando todo el tiempo transcurrido? ¿Seguirán siendo el uno para el otro? ¿Andarán por los mismos carriles, o cada uno en el suyo? ¿Este amor fue fecundo en los hijos, expresión de su entrega? ¿O acaso sus hijos serán trofeo para sus peleas o excusas para el desencuentro? ¿Será que otras cosas han ido reemplazando este amor único que sellaron en estas playas? Y me vuelvo a preguntar: ¿Qué hizo romper estos candados? ¿Por qué el tiempo los ha ido oxidando, si parecían eternos e irresistibles ante cualquier inclemencia del tiempo? ¿Qué es lo que hizo que los colores tan variados y tan matizados, se tornaran grises y tristes? ¿Qué es lo que va desgastando nuestro amor? ¿Cómo mantener siempre viva la llama del amor primero? ¿Cuál es el mejor “antioxidante” para hacer perdurar el primer amor, el primer sueño, la primera ilusión?

Y ahora mi imaginación toma la nota de recuerdo, de memoria. Vuelo unos 10 años atrás. Un 27 de noviembre del 2004 se sellaba un amor eterno. En pocos meses cumpliremos los diez años de este candado cerrado, bendecido por quien hoy es el pastor de toda la Iglesia. Vos sos mío y yo soy tuyo, nos dijimos en aquella mañana de juventud y de amor. Tocábamos el cielo con las manos. Era el fin de un camino tan deseado, desde que tengo uso de razón. Era el inicio de un nuevo camino lleno de misterio y de ilusión…

Hoy miro el candado cerrado, junto a las cadenas de tu amor y no puedo dejar de preguntarme: ¿cómo anda la ilusión?, ¿cómo anda nuestro primer amor?, ¿acaso el óxido ha llegado a tocar algo de nuestra primera canción? Hoy, Señor, frente a la inmensidad del mar, frente al sol que acaricia mi piel, frente al viento que roza mi sien, vuelvo a renovar nuestra ilusión. Busco, entonces, todo aquello que pueda eternizar nuestro amor, rejuvenecer nuestra ilusión. Busco cuidarme de todo aquello que pueda corroer y opacar el esplendor del sueño original, para mantenerlo intacto, para que brille con más resplandor, para que encandile la oscuridad de los que no tienen amor, o de los que tienen seco el corazón.

El diálogo cotidiano, la intimidad del amor, el campear todos los signos que me remitan a tu amor, el encontrarte certero en cada corazón, el renunciar a mi egoísta yo, el alabar y adorar tu grandeza, en continua gratitud, venciendo mi orgullo, olvidando mi omnipotente yo. Todo esto mantendrá joven nuestro amor, como la primera vez, donde sellamos nuestro amor. Volver a tomar de tu mano, andar juntos, haciendo huella en las arenas del mundo, ampliando nuestro corazón, para que todo nos hable de Vos, hablándoles a todos de tu Amor. Volver a lustrar el candado, con el óleo del perdón, robustecerlo con el pan cotidiano, signo de tu amor, celebrar una y otra vez la vida que, a pesar de sus golpes, es hermosa y llena de color, porque está transida de tu esplendor.

Vuelvo a reposar la mirada en los candados, mis ojos se posan nuevamente en las parejas que siguen inmutables en su ilusión, vuelvo a renovar nuestra alianza de amor. Mi corazón se expande, ayudado por el aire del mar, para ofrecerte nuevamente mi sí, para implorarte que nunca se desgaste nuestro amor, para alabarte por tu inmensa compasión, para adorarte en tu maravillosa humildad, que quiso posar sus ojos en mi insignificante realidad.

Gracias Señor por nuestro amor, ya no podría vivir sin él. No me entiendo sin este amor, no podría vivir sin esta ilusión. Refresca, despabila, despierta, renueva todo lo que atente contra nosotros dos. Golpea suavemente, con tu tierno y firme cincel, todo lo que sobre y estorbe en este, tu amado corazón. Mi amor no se apartará de tu lado… Yo soy valioso a los ojos del Señor y mi Dios ha sido mi fortaleza… Yo soy llamado con tu Nombre… Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad… Tú me has seducido Señor y yo me dejé seducir, me has forzado y has prevalecido…