raúl melendez - verdad sin fundamentos

273
i Verdad sin fundamentos

Upload: daniel-daniel

Post on 30-Dec-2015

412 views

Category:

Documents


3 download

DESCRIPTION

Asombroso comentario sobre la filosofía de Wittgenstein en torno a la concepción de verdad en este filósofo.

TRANSCRIPT

i Verdad sin fundamentos

PR EM IO S N A C IO N A LES D E C U LTU R A

Filosofia

Raúl Meléndez Acuña

Verdad sin fundamentosUna indagación acerca dei concepto de verdad a la luz de la filosofìa de Wittgenstein

Ministerio de Cultura

R e p ú b l ic a d e C o l o m b ia

Presidente de la República Ernesto Samper Pizano

M i n is t e r io d e C u l t u r a

Ministro de Cultura Ramiro Osorio Fonseca

Viceministro de Cultura Miguel Durán Guzmán

Secretaria General de Cultura Pilar Ordóñez Méndez

Coordinadora de los Premios Nacionales de Cultura Miriam Vergara

©Raúl Melendez Acuña Ministerio de Cultura

Primera edición: abril de 1998ISBN ,9 5 8 -8 0 5 2 -11-4

Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del editor.

Diseño de cubierta:Hugo Avila Leal

Fotografía de cubierta:Hideki Kuuiajima / Photonica

Edición, diseño y armada electrónica: De Narváez e’ Jursich

Impresión y encuadernación: Panamericana Formas e Impresos S^4.

Impreso y hecho en Colombia

A mi papá y a mi mamá

Presentación

Desde los comienzos de la reflexión filosófica, la teoría del cono­cimiento en general y el problema de la verdad en particular, han predominado en forma tal que para muchos la filosofía se identifica casi exclusivamente con la epistemología. Durante los siglos diecisiete y dieciocho, la prioridad concedida a esta línea de investigación en los sistemas de pensamiento llega al punto de desplanar otros intereses filosóficos o, al menos, subordinarlos a esta preocupación central.

Si bien ahora, cuando nos aproximamos a l final de este mi­lenio, el panorama parece haberse modificado sustancialmente, el problema de la verdad, sus criterios y fundamentos, se ha preservado como núcleo esencial de buena parte de las indagaciones filosóficas, especialmente de aquellas que giran en torno a la lógica y a la cien­cia. Cuando no se trata del tema que se desea desarrollar, este con­junto de problemas mantiene, sin embargo, lo que podríamos llamar una prioridad negativa, en la medida en que se constituye como ob­jeto primordial de la crítica o como aquello en contra de lo cual se elaboran nuevas propuestas teóricas.

Los esfuerzos por desalojar la epistemología de su lugar privilegia­do han llevado, en muchas ocasiones, a suscribir diferentes variantes del irraáonalismo. En efecto, para algunos autores, la solución cotia m tiría en abandonar el discurso racional y las herramientas argumni tativasy sustituirlos por la intuición y el sentimiento. Otros nmsidtrun

que es preciso orientar el quehacer filosófico hacia otros ámbitos y dar prioridad a la estética o a la ética.

En el libro que el Ministerio de Cultura ha seleccionado, acer­tadamente, como el mejor trabajo presentado en filosofía para el año de 1997, Raúl Meléndez trata precisamente el problema de la ver­dad. E l autor elegido para la indagación sobre estas cuestiones, Wittgenstein, resulta de especial interés en este caso. En su primer (y único) libro publicado, Tractatus Logico-Philosophicus, Witt­genstein adopta una teoría de la verdad como correspondencia que podría insertarse sin dificultad dentro de las posiciones filosóficas clásicas, y que parece constituirse en una variante, si bien original y enigmática, de las tesis adelantadas por Russell y Frege. A la presen­tación de la teoría especular del lenguaje, tal como se presenta en el Tractatus, está dedicado el primer capítulo de este libro. Allí se expo­nen, de una manera especialmente clara y concisa, los aspectos esen­ciales de la primera teoría wittgensteiniana: los presupuestos ontológicos del atomismo, la teoría figurativa del lenguaje y la distinción entre decir y mostrar. E l propósito de este capítulo parece ser el de identifi­car aquellos rasgos peculiares que distinguen esta posición de otras tesis análogas acerca de la verdad como correspondencia. Si bien es evidente, como lo señala Meléndez en varias ocasiones, la deuda que a este respecto tiene Wittgenstein con Russell, resulta claro también que, en lo referente a consideraciones epistemológicas más generales, Wittgenstein es más fiel a Frege que a Russell. E l Tractatus, de ma­nera paradigmática, aplica la idea fregeana de que el problema del conocimiento se resuelve en sus componentes lógicos y ontológicos; de lo demás, en sentido estricto, puede prescindirse, por pertenecer más bien a investigaciones de carácter psicológico.

La segunda parte del libro se ocupa de determinar qué tipo de teoría de la verdad podría corresponder a los escritos del llamado se­gundo Wittgenstein, esto es, a aquellos textos posteriores a l Trac-

liilm en los que modifica radicalmente sus posiciones iniciales. Para una mejor comprensión del problema, Meléndez toma como punto de partida la ruptura que el propio Wittgenstein establece con su pen­samiento anterior. Considera luego una serie de interpretaciones posibles de la verdad en la segunda etapa de la reflexión wittgensteiniana, tentrándose en la relación entre lenguaje y realidad que se desprende de su obra posterior.

El último capítulo merece especial atención. En primer lugar, porque el carácter asistemático de los escritos correspondientes al se­gundo período de Wittgenstein presenta una serie de dificultades es­peciales para quien intenta delimitar con claridad sus ideas respecto a un tema determinado. En segundo lugar, porque se aprecia un ma­yor distanciamiento respecto a los textos, que permite a Meléndez in­troducir y analizar alternativas teóricas que enriquecen la discusión de las posiciones de Wittgenstein. En virtud de la perspectiva adopta­da - la relación entre lenguaje y realidad- se establece una unidad temática con el primer capítulo que comunica una gran coherencia a la argumentación. A la vez, sin embargo, se pone en evidencia la enor­me distancia teórica que media entre los primeros y los últimos escri­tos del autor estudiado: mientras que el Tractatus permanece atado a los métodos del análisis lógico, en textos como Sobre la certeza, donde se recogen algunas de sus últimas reflexiones, Wittgenstein propone una concepción por completo diferente del quehacer filosófico que hace posible formular de una manera inédita el problema de la verdad y muchos otros de los problemas clásicos de la filosofía. En lo que concierne a la verdad', se evita simultáneamente el irracionalismo y el primado de la razón; las estrategias conceptuales que le permiten a Wittgenstein lograr este equilibro conforman parte sustancial de este último capítulo.

Dada la complejidad de los problemas de que se ocupa y las pe­culiares dificultades que ofrecen al lector los textos de Wittgenstein,

sorprende la claridad y sencillez con que son presentados. Sin aban­donar un punto de vista analítico y argumentativo, Meléndez consi­gue despertar un auténtico interés por los temas tratados. Su ingenio e imaginación para ilustrar los puntos pertinentes, acompañado de un estilo directo y sobrio, contribuyen a una lectura a la vez amena y agradable.

Aun cuando quizás se pueda echar de menos una actitud más crítica frente a los planteamientos de Wittgenstein y una elaboración más detallada de la relación entre el problema de la verdad y el aná­lisis que ofrece del conocimiento científico, en especial del matemático, que ofrece también dicho autor, la multiplicidad de aspectos invo­lucrados hubiera exigido una extensión mucho mayor y le habría restado unidad a l texto.

Para quienes hemos dedicado a la enseñanza de la filosofía va­rios años de la vida, es motivo de orgullo constatar, en trabajos co­mo el que aparece a continuación, el nivel académico alcanzado. El adecuado manejo de las herramientas conceptuales, inscrito dentro de una acertada visión de conjunto del tema en general, hace de este li­bro un verdadero aporte a la reducida comunidad de quienes nos dedicamos a las actividades intelectuales. Satisfactorio también es constatar que ha sido objeto de merecido reconocimiento y que de se­guro conseguirá interesar a otras personas en estos problemas.

Magdalena Holguín

Agradecimientos

A mi familia, a la Tripita, a Oriana y a mis amigos, sin cuyo amor y afecto no podría emprender nada; ellos son co­mo mis fundamentos (pues si la verdad no necesita de funda­mentos, yo sí).

Al profesorjaime Ramos por haber despertado en sus muy enriquecedoras clases mi interés por la filosofía de Wittgens- tein y por la valiosísima ayuda que me dio como director de esta tesis.

A Magdalena Holguín, quien me ayudó muchas veces, de la manera más paciente y amable, a buscar la salida de la botella cazamoscas dentro de la cual yo quedaba frecuente­mente atrapado en mis torpes intentos por interpretar el pen­samiento de Wittgenstein, que ella conoce tan profundamen­te.

A los profesores, compañeros y alumnos que me han a- compañadado en mis primeros pasos en el estudio de la filo­sofía.

¿Cuál es la verdad? ¿El río que fluye y pasa

donde el barco y el barquero son también ondas del agua?

¿O este soñar del marino siempre con ribera y ancla?

Antonio Machado, Proverbios y cantares

A b r e v ia t u r a s p a r a i.a s o b r a s d e W i t t g e n s t e in c it a d a s

(Ver la información bibliográfica completa al final, bajo el título “Bibliografía ”)

t b Tagebücher 1 9 1 4 - 1 9 1 6

t l p Tractatus Logico-Philosophien pb Philosophische Bemerkungen CAM Cuadernos azul y marróni f Investigaciones filosóficaso f m Observaciones sobre los fundamentos de la matemática g f Gramática filosóficaz Zettelse Sobre la certezab p p Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie v B Verm ischte Bemerkungen

Introducción general

El trabajo en jilosojta es - como lo es también en gran parte el trabajo en la arquitectura- en gran medida el trabajo en uno mismo. En la propia comprensión. En la manera de ver las cosas. (Y en lo que uno exige de ellas).

Wittgenstein Observaciones (1931)

t.n la denominada “filosofía tardía” de Wittgenstein el tema de la de verdad no ocupa el lugar central que ocupan otros temas, tales como la relación entre significado y uso, la aplicación de reglas, la gramática y su relación con lo real, la certeza, la con­cepción de la filosofía como actividad descriptiva y terapéutica. Sin embargo, sus reflexiones filosóficas en tomo a estos otros temas son muy relevantes y ricas en consecuencias para el tema de la verdad. Esto nos ha motivado a plantear los interrogan­tes principales que se abordarán en este trabajo y que tratare­mos de resolver en su último capítulo: ¿Qué implicaciones tienen para el concepto de verdad los puntos de vista básicos que Wittgenstein desarrolla acerca de los temas arriba mencio­nados? ¿Qué concepción de la verdad es compatible y está en consonancia con tales puntos de vista?

Nuestro propósito central es llevar a cabo una indagación acerca de la noción de verdad a la luz del pensamiento filosó­fico tardío de Wittgenstein, la cual nos permita adoptar una

posición crítica frente a ciertas perspectivas desde las cuales se pretende construir una teoría o una explicación general de dicha noción, que la haga descansar sobre un pretendido fun­damento último e inconmovible. A lo largo de este trabajo haremos reiterado énfasis en que nuestras aplicaciones del con­cepto de verdad son relativas al contexto en que se realizan y no requieren de una fundamentación absoluta. No obstante, esto no tiene por qué conducimos a una postura escéptica. Los puntos de vista que defenderemos acerca de una noción de verdad sin fundamentos no deben ser ubicados en ninguno de los dos cuernos del falso y viejo dilema entre fundamentalis- mo epistemológico y escepticismo.

Si bien nos proponemos centrar nuestro interés en el pen­samiento del Wittgenstein de los últimos años, hemos querido comenzar este trabajo con unas consideraciones preliminares acerca de la concepción de la verdad como correspondencia que se formula en el Tractatus Logico-Philosophicits. Para justifi­car la inclusión de esta discusión preliminar sobre la noción de verdad en el Tractatus, recurramos a las palabras que escri­bió el propio Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas.

Hace cuatro años tuve ocasion de volver a leer mi primer libro [ Tractatus Logico-Philosophicus] y de explicar sus pensa­mientos. Entonces me pareció de repente que debía publi­car juntos esos viejos pensamientos y los nuevos: que éstos solo podían recibir su correcta iluminación con el contraste y sobre el trasfondo de mi viejo modo de pensar1.

Nos hemos tomado, pues, muy en serio estas palabras y |>or ello hemos querido exponer, en el primer capítulo, algu­nos de las ideas fundamentales del Tractatus {las más estrecha­mente vinculadas a la noción de verdad), con el fin de lograr luego una más clara comprensión de los nuevos puntos de vis­ta de Wittgenstein, los cuales surgen en buena medida como reacción y crítica contra sus antiguas ideas.

Trataremos de mostrar cómo estas ideas fundamentales de su primer libro están influidas de manera determinante por cierta imagen de la relación entre lenguaje y realidad, a saber, la imagen del lenguaje como un gran espejo cuya función esen­cial consiste en reflejar o representar lo real. De acuerdo con es­ta imagen, la verdad de una proposición puede entenderse en términos de la relación de concordancia que ella debe guar­dar con la realidad, más precisamente con los estados de co­sas, que pretende reflejar o figurar. En este primer capítulo nuestros esfuerzos estarán encaminados principalmente a exa­minar las concepciones básicas de Wittgenstein sobre las que se apoya la versión de la verdad como correspondencia que defiende en el Tractatus. la ontología atomista, la teoría pictó­rica del significado y la postulación de un isomorfismo lógico entre lenguaje y realidad2.

2 Isomorfismo que, valga anticiparlo, no se puede describir en el

lenguaje fáctico cuyos límites se trazan en el Tractatus, sino sólo mos­trar. A esta distinción entre decir y mostrar Wittgenstein le atribuyó

una gran importancia: “The main point is the theory of what can be

expressed [gesagt] by props - i .e . by language- (and which comes to

the sam e, what can be thought) and what ca.n not be expressed by

props, but only shown (ge&tg¿)\ which, I believe is the cardinal problem

of philosophy” (en una carta a Russell con fecha del 19 de agosto de

La primera parte del segundo capítulo estará dedicada a mostrar cómo Wittgenstein critica y abandona la imagen del lenguaje como espejo y los supuestos sobre los que había hecho descansar su versión de la verdad como correspondencia. Una de las razones que llevaría al abandono de esta imagen es que ella conduce a una caracterización demasiado unilateral del lenguaje, según la cual su función única y esencial sería reflejar lo real. En lugar de ceder a la tentación de buscar la función esencial del lenguaje que permita dar una explicación general, pero cuestionable, de lo verdadero como copia pictórica fiel de los hechos, Wittgenstein se esfuerza ahora por disipar las confu­siones a las que lo condujo la perspectiva unilateral e ideali­zante (el “prejuicio de pureza cristalina”, para emplear una expresión suya) que lo había tenido cautivo cuando escribió su primera obra. Con el fin de librarse de tal perspectiva y de las confusiones que engendró, Wittgenstein busca lograr una visión panorámica (Übersickt} de la diversidad de funciones que cum­ple el lenguaje, de los variados usos que le damos a sus expre­siones en diferentes contextos. En las dos partes restantes del segundo capítulo se examinará esta nueva perspectiva de Witt­genstein sobre el lenguaje. Nuestro interés se enfocará en aclarar el papel central que juegan en ella las nociones de significado, uso y aplicación de reglas, ya que estas últimas resultan particu­larmente pertinentes para nuestra ulterior discusión sobre el concepto de verdad (capítulo tres).

En la nueva perspectiva el lenguaje adquiere autonomía frente a lo real y ya no es simplemente un espejo que debe ajus­tarse a la realidad para poder reflejarla bien. El sentido de las

1919, citada en Ray Monk, L udw ig Wittgenstein: The D uty o f Genius,

Penguin Books, 1991, p. 164).

proposiciones del lenguaje ya no se deriva de los estados de <osas que deben representar, sino que se funda en los usos sig­nificativos que podamos darles en distintos contextos o “juegos di; lenguaje”. Para que las expresiones de un juego de lengua­je tengan sentido ya no se requiere que copien o representen lo real, sino que su uso, regido por ciertas reglas gramaticales <impartidas, se haya establecido como una de las costumbreso de las prácticas que hacen parte de nuestra forma de vida. Wittgenstein llega incluso a afirmar que la gramática, entendi­da en un sentido amplio como un sistema de reglas que rigen t'l uso significativo de las expresiones en un juego de lenguaje, “no tiene que rendir cuentas a ninguna realidad” (GF, X, §133, p. 184)3.

El rechazo de la idea de que las proposiciones derivan su sentido, su posibilidad de ser verdaderas o falsas, de una rea­lidad independiente, en favor de la idea de que ellas adquie­ren sentido en virtud de su uso regular y habitual en diferentes juegos de lenguaje, el cual está regido por reglas autónomas, debe implicar, por supuesto, el abandono de la concepción de la verdad como correspondencia del Tractatus. Con el lenguaje y la gramática, la verdad también debe adquirir cierta autono­mía respecto de la realidad. Surge, entonces, el problema prin cipal de nuestro trabajo: indagar acerca de una nueva manera de entender el concepto de verdad que esté en consonancia con sus nuevos puntos de vista. El objetivo que se persigue en el tercer y último capítulo de la tesis es llevar a cabo esta in­dagación, evitando dejarse seducir por los ideales teorizantes,

3 Esta es una de las afirmaciones más tajantes de Wittgenstein so­

bre la autonomía de la gramática, que discutiremos luego {parte I del

capítulo tres) con el-debido detenimiento.

M lRAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

unlversalizantes y fundamentadores (cabría llamarlos prejui­cios) de los que Wittgenstein se esfuerza por liberarse en su pensamiento tardío.

Capítulo Uno

Verdad como correspondencia en el Tractatus

La lógica no es una doctrina, sino una imagen especular del mundo.

Wittgenstein Tractatus Logico-Philosophicus

Introducción

En este primer capítulo nos proponemos poner el telón de fondo, en contraste con el cual las cuestiones centrales de este, trabajo se hacen más nítidamente visibles. Este telón de fondo está constituido por la concepción de verdad como correspon­dencia defendida en el Tractatus Logico-Philosophicus y por los principales pilares en que ésta se apoya, a saber, la ontología atomista que se presenta en las primeras páginas de esta obra, la teoría pictórica del significado y el postulado de que hay una relación de isomorfismo lógico entre lenguaje y realidad.

En su Tractatus Wittgenstein defendió una concepción de la verdad como correspondencia {Übereinstimmung), la cual puede ser caracterizada de manera muy general y breve en las siguientes palabras: la verdad es un valor que atribuimos a una representación de lo real, y en particular a una propo sición, entendida ésta como un modelo o figura (Bild) de un estado de cosas, si ella está de acuerdo con la realidad. Si no se da esta correspondencia o concordancia entre la repn sm tación y la realidad, la representación es falsa. En pal;il»i;is

del propio Wittgenstein tenemos una formulación también muy concisa de esta concepción:

2.21 L a figura concuerda con la realidad o no; es justa o

equivocada, verdadera o falsa.

(...) 2 .222 E n el acuerdo o desacuerdo de su sentido con

la realidad, consiste su verdad o falsedad.

2 .223 Para co n ocer si la figura es verdadera o falsa de­

bem os com pararla con la realidad1.

Si bien estas escasas palabras apenas dan una idea dema­siado vaga de la noción de verdad, partiendo de ellas pode­mos tratar de desentrañar algunos supuestos básicos sobre los que se apoya. En primer lugar, para hablar de verdad como correspondencia en el sentido en el que lo hace Wittgenstein en el Tractatus, se requiere postular la existencia de una reali­dad que sirva como instancia determinante, en relación o en comparación con la cual se pueda saber de una figura si es o no es verdadera. El carácter verdadero o falso de la figura no es algo que podamos atribuirle a ella, considerada en sí misma, sino que depende de la relación que ella guarde con esa realidad cuya existencia se postula.

Pero, al señalar la obviedad de que para poder hablar de verdad como correspondencia se debe asumir la existencia de aquello, la realidad, a lo que debe corresponder lo verdadero, todavía no se dice nada acerca de cómo debe ser tal realidad. En todo caso, el empleo del término ‘BiW para designar una figura o modelo que representa la realidad sugiere que esta última goza de una prioridad, que podría llamarse ontológica,

sobre lo que la representad Cuando se habla de una figura de algo podemos, por lo general, concebir la existencia del ‘algo’ sin su representación figurativa. La representación, en cambio, en cuanto representación de algo, deriva su sentido de su posibilidad de reflejar los rasgos característicos de lo representado, rasgos intrínsecos que ello poseería indepen­dientemente de cómo se los represente. Si tal reflejo se ade­cúa, en un sentido que habría que precisar, a lo real, se puede afirmar de él que es verdadero. Por eso, cuando se habla de que la corrección o verdad de la figura ha de establecerse mediante una comparación con la realidad figurada, es plau­sible la interpretación según la cual tal comparación se hace con una instancia cuya existencia es objetiva, autónoma, in­dependiente. Dicho en otras palabras, la posibilidad de que la realidad funcione como instancia última para determinar la verdad o falsedad de sus representaciones descansaría, según esta interpretación, no solamente en su existencia, sino tam­bién en que ella posea, por sí y en sí misma, una forma, la cual debe estar reflejada de alguna manera en cualquier represen­tación suya que pretenda ser verdadera. Las cuestiones de cómo es la realidad que se asume en la particular versión de la verdad como correspondencia que defiende Wittgenstein

1 Piénsese, por ejemplo, en el carácter derivado de la existencia de

una copia o de un reflejo respecto de la existencia independiente del

objeto u ‘original’ copiado o reflejado. El caso concreto de represen

tación com o copia o mimesis ha servido com o caso paradigmálk o

para ilustrar la concepción de la verdad como correspondencia .surgida

en la filosofía clásica (ver: Alíen, Barry. Truth in Philosophy, Hai v.ml

University Press, Cambridge, Mass., 1995. Especialmente el <;i|iiinli> I

“Classical Philosophy of Truth”).

en el Tractatus y si en esta obra se asume una postura realista como la que acabamos de esbozar, las examinaremos poste­riormente con más detenimiento.

Por lo pronto, señalemos otro supuesto básico que sub- yace a la concepción de la verdad del Tractatus. La idea de que lo verdadero constituye una representación correcta o adecuada de la realidad descansa, en esta obra, sobre una asunción, que Wittgenstein tildará, en su obra posterior, de unilateral: la función esencial del lenguaje, se asume, consiste en servir como instrumento para que nosotros nos formemos representaciones figurativas de la realidad, para construir con él una imagen del mundo. Usando una metáfora muy soco­rrida: el lenguaje funciona como un gran espejo que nos sir­ve esencialmente para reflejar en él lo real. Un reflejo fiel y exacto merece el honor de ser considerado verdadero. Y pa­ra que sea posible que el lenguaje se use para reflejar, bien o mal, verdadera o falsamente, lo real, lenguaje y realidad de­ben tener algo en común. Lo representado y su representación figurativa en el lenguaje deben tener algún tipo de similitud no necesariamente visual (como en el caso de un objeto y un dibujo o pintura del mismo) pero, por lo menos, estructuralo formal; de no ser así no serían conmensurables, no sería realizable una comparación que permita establecer si la fi­gura está en concordancia con la realidad que representa.

Estas consideraciones iniciales, basadas en una caracteri­zación todavía muy general e imprecisa de la noción de ver­dad del Tractatus, nos sugieren ya algunos interrogantes que nos pueden ir encaminando hacia un examen más completo y detallado de la apenas esbozada concepción de la noción de verdad del Tractatus y de los supuestos que subyacen a ella. Para realizar tal examen trataremos de dar respuesta a las si-

guíenles preguntas: ¿Cómo es la realidad a la que debe coi responder lo verdadero? ¿Qué supuestos ontológicos están u la base de la concepción de la verdad defendida en el Trac- tatns? ¿Implica tal concepción un compromiso con una postu­ra realista y, en caso afirmativo, cómo precisar esta postura? (parte I) ¿Qué hace posible que el lenguaje se use para cum­plir la función de representar o reflejar la realidad? ¿Cómo ha de ser un lenguaje que pueda cumplir su función esencial de espejo? (parte II) ¿Cómo describir exactamente el isomor- fismo lógico entre lenguaje y realidad, sin el cual no sería po­sible la correspondencia o concordancia que se exige entre lo verdadero y la realidad? ¿En qué consiste exactamente esa relación de concordancia? (parte III).

/. La antología ¿fc/Tractatus: Cómo es la realidad que reflejamos en el espejo

En las primeras líneas del Tractatus Wittgenstein expone, de manera típicamente lacónica, las tesis básicas de su ontología: el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas ( t l p

1.1); un hecho es la existencia de estados de cosas (TLP 2); un estado de cosas1 es una combinación de objetos o cosas (TLP2.01); los objetos son simples (TLP 2.02), son lo fijo, lo existente

3 La expresión alemana que se traduce como “estado de cosas” c-s

“Sachverhalt1. A veces se la traduce también com o “hecho atóm ico”,

pero esta traducción es problemática pues sugiere que todo Sachvn huli

es un hecho. Hay, sin embargo, Sachverhalte, es decir, combinanniu-N

de cosas, que no son existentes, que, aunque son posibles, de ln‘( !i<> un

se dan y no podrían llamarse, de acuerdo con TI.r '2. Iicrliov

(TLP 2.027), form an la sustancia del m undo {TLP 2.021) y le dan a éste una forma fija (TLP, 2.023).

Esta abstracta descripción del mundo ganaría en concre­ción y detalle si se precisara de alguna manera cuáles son los objetos que conforman los estados de cosas y constituyen “la sustancia del mundo”. ¿Son estos objetos simples datos de los sentidos (sense-data), como en la fenomenalista versión russe- lliana del atomismo lógico? ¿Son objetos físicos, quizá partí­culas elementales de algún tipo, como las que podrían pos­tularse en un atomismo materialista o fisicalista? ¿Son otra cla­se de objetos?4.

La ontología del Tractatus tiene un carácter abstracto e in­determinado, que no resulta simplemente del hecho de que Wittgenstein no estuviera en capacidad de precisar cómo son los objetos, por falta de información fáctica. Él no establece la existencia de los objetos simples empíricamente, sino por medio de un argumento a priori que, como veremos, muestra que ella es una condición necesaria para que el lenguaje pue­da cumplir su función representacional, para que en él poda­mos tener un reflejo puro, claro y bien determinado de lo real.

Este carácter abstracto e indeterminado está estrechamen­te vinculado con la tesis que afirma que los objetos son sim­ples. Si se quisiera enunciar proposiciones que expresaran

+ Wittgenstein de hecho consideró, en sus cuadernos de notas de

11)14-1916, estas dos posibilidades, fenomenalista y fisicalista, de precisar

la sustancia de su ontología atomista. Sin embargo, en la versión final­

mente publicada del Tractatus no quiso comprometerse con ninguna de

estas dos alternativas y se abstuvo de dar una respuesta concreta a la

cuestión de qué tipo de cosas o entidades consideraba com o objetos

simples.

cierta información fáctica para detallar cómo es un objrln, con tales proposiciones sólo podríamos decir en qué estados de cosas aparece el objeto5. Es decir, se podría decir, usando el lenguaje fáctico, tal como se lo concibe en el Tractatus, cómo el objeto se combina con otros y esto podría, en principio, descubrirse mediante una laboriosa investigación empírica. Sin embargo, el objeto carece, por ser absolutamente simple, de una complejidad interna (no es combinación de otros ob­jetos) que pueda expresarse en tal lenguaje y que permita ca racterizarlo o describirlo intrínsecamente, sin recurrir a los estados de cosas en los que, de hecho, aparezca:

2 .0231 L a sustancia del m undo puede determ inar sólo

una form a y ninguna propiedad material, pues éstas se pre­

sentan prim ero en las proposiciones —están formadas prim e­

ro por la configuración de los objetos.

2 .02 32 Sea dicho de paso: los objetos carecen de color1’-

E1 carácter abstracto, incoloro de los objetos simples, que aquí expresa Wittgenstein de manera un tanto oscura, sería, pues, una consecuencia de su simplicidad, esto es, de su ca­rencia absoluta de complejidad interna. La forma que pue­dan poseer los simples tendría que estar determinada, como veremos más adelante, por las combinaciones en que pueda entrar con otros objetos simples e incoloros y no por algo que pueda atribuírseles considerándolos aisladamente.

■’ Esta afirmación se aclarará más adelante, cuando examinemos la

concepción pictórica de las proposiciones, según la cual ellas son figii

ras o modelos de estados de cosas.

bTLP, p. 41.

La pregunta que surge en este punto es ¿cómo puede sa­berse que hay objetos simples, sin que se pueda decir qué tipo de entidades son? Como hemos señalado, Wittgenstein no lle­ga a su ontología a tomista recorriendo una vía empírica7, que le permita dotar a sus objetos simples de algún contenido fác- tico y despojarlos de ese carácter indeterminado y, en cierto sentido, trascendental. El argumento con el cual Wittgenstein justifica la existencia de los simples es un argumento a priori. Los objetos simples se requieren como una condición para que sea posible que lo real tenga una forma fija y para que las proposiciones de nuestro lenguaje puedan tener un sentido ab­solutamente determinado (exigencia que hace parte del legado fregeano) que refleje o modele los estados de cosas que con­forman lo real. El argumento de Wittgenstein puede llamarse trascendental, en el sentido de que la existencia de los simples se deduce como una condición de posibilidad sin la cual el lenguaje no podría cumplir su función esencial de representar lo real. Podemos interpretar que Wittgenstein busca derivar nuestro conocimiento de la estructura básica de la realidad a partir de la estructura básica de su imagen en el espejo en el que la tenemos, de hecho, reflejada, es decir, del lenguaje que usamos efectivamente para representarla. Un supuesto clave en su argumento es, entonces, que nosotros nos formamos, en efecto, una representación, una imagen del mundo con pro-

7 Wittgenstein lleva a cabo en el Tracíatus una indagación de tipo

lógico acerca de los límites de lo decible y de la relación entre lengua­

je y realidad, la cual no debe estar “contaminada” por lo empírico (en

esta idea de la pureza de la lógica cabe reconocer uno de los varios pre­

juicios, heredados de Frege, que Wittgenstein abandonará posterior­

mente).

posiciones que poseen un sentido total y precisamente de terminado. Una condición necesaria, a priori para que esto sea posible es que tales proposiciones sean analizables en térmi­nos de proposiciones atómicas en las que se nombran objetos simples y que ya no pueden analizarse más. El argumento está resumido en las siguientes palabras:

2.02 El objeto es simple.2.0201 Todo aserto sobre complejos puede descom­

ponerse en un aserto sobre sus partes constitutivas y en aque­llas proposiciones que describen completamente el comple­jo.

2.021 Los objetos forman la sustancia del mundo. Por eso no pueden ser compuestos.

2.0211 Si el mundo no tuviese ninguna sustancia, de­pendería que una proposición tuviera sentido, de que otra proposición fuese verdadera.

2.0212 En este caso sería imposible trazar una figura (BiUt) del mundo (verdadera o falsa)8.

El argumento tiene la estructura lógica de una reducción al absurdo: tiene que haber objetos simples, los cuales consti­tuyen la sustancia del mundo, porque si no los hubiese, esto contradiría una afirmación que se tiene por verdadera, a sa­ber, que es posible que nos formemos una representación fi­gurativa del mundo, sea ésta verdadera o no. Esta afirmación resulta obvia si ya se ha adoptado desde un comienzo la ima­gen del lenguaje como espejo, cuya función esencial es lina función representacional que permite que formemos en él

copias o reflejos de lo real. Las imágenes o figuras de los he­chos que constituyen el mundo, están formadas en proposi­ciones que deberían poseer un sentido determinado. Sólo si posee un sentido determinado, una proposición puede figurar un estado de cosas y reflejar la manera determinada como están combinados los objetos en él.

Lo que hay que aclarar ahora, para comprender cabal­mente el argumento, es por qué si no hubiera objetos simples las proposiciones no podrían tener un sentido determinado y, entonces, no podrían cumplir la función figurativa que, se asu­me, de hecho cumplen. Si no hubiera objetos simples todos los objetos a los que se haga referencia en una proposición tendrían que ser complejos. Pero, en virtud de 2.0201, una proposición sobre complejos es analizable en términos de proposiciones acerca de las partes de los complejos. En las Investigaciones filosóficas Wittgenstein, con una intención críti­ca, da un ejemplo que ayuda a aclarar cómo sería esta clase de análisis:

Cuando digo: ‘Mi escoba está en el rincón’ - ¿es éste en

realidad un enunciado sobre el palo y el cepillo de la esco­

ba? (...) Así pues, ¿quién dice que la escoba está en el rincón

quiere realm ente decir: el palo está allí y tam bién el cepillo,

y el palo está encajado en el cepillo?1'.

No nos interesa, por el momento, adentramos en las con­sideraciones críticas acerca de este tipo de análisis, sino usar el ejemplo dado aquí para aclarar el papel de la afirmación2.0201 en el argumento. Supongamos, pues, que el sentido de

la proposición “La escoba está en el rincón”, en la que se ha ce referencia al complejo ‘la escoba’, se explícita descoman niéndola en “El palo está en el rincón, el cepillo está en **1 rincón y el palo está encajado en el cepillo”. Puesto que el palo y el cepillo no son tampoco simples, el análisis puede continuarse conduciendo a proposiciones sobre las partes del palo y del cepillo. Se podría, por ejemplo, descomponer “el cepillo está en el rincón” en “las cerdas del cepillo están en el rincón, la cabeza del cepillo está en el rincón y las cerdas es­tán adheridas a la cabeza”, que a su vez puede descompo­nerse en... Es claro que si no hay objetos simples (ésta es la hipótesis que se quiere reducir al absurdo) este análisis podría, en principio, prolongarse indefinidamente. La explicitación del sentido de la proposición inicial nunca terminaría, se pre­cipitaría en una regresión infinita y, entonces, el sentido per­manecería indeterminado:

El análisis de los signos debe llegar a un térm ino, pues si

los signos expresan algo en absoluto, el sentido debe perte-

necerles de una m anera que es com pleta de una vez y para

siem pre10.

¿Pero acaso la proposición inicial carece de un sentido determinado hasta que su análisis no se complete? ¿No se afe rra aquí Wittgenstein a una exigencia demasiado absoluta de determinación y pureza del sentido de una proposición? Eslo es lo que pondrá en cuestión Wittgenstein en su obra poste rior, pero no nos adelantemos. En el Tractatus él afirma:

10 PTLP 3,20102, citado en Anthony Kenny, Wittgenstein, IVngiiin

Books, 1973, p. 80.

3.24 (...) Que un elemento preposicional designa un com­plejo puede verse por una indeterminación en la proposición en la cual se encuentra. Nosotros sabemos que no está ya todo determinado por esta proposición11.

El análisis que se requeriría para determinar completa­mente el sentido de una proposición no puede terminar, en­tonces, en proposiciones en las que todavía se haga referencia a complejos, sino en proposiciones elementales en las que sólo se designen simples (los cuales deben, pues, existir). Pero ¿cuál es exactamente la dificultad originada en tal referencia a complejos? Esta dificultad estaría relacionada con el proble­ma de si el sentido de una proposición en la que aparece una expresión referencial o denotativa depende de la existencia de la cosa denotada por dicha expresión12.

En la proposición que hemos tomado como ejemplo apa­rece la expresión referencial ‘mi escoba’ que designa un obje­to complejo. ¿Es necesario que exista mi escoba para que la proposición tenga sentido? En caso afirmativo, sería necesario que las partes constitutivas de la escoba estuvieran combina­das de manera que formen la escoba. Y, entonces, también sería necesario que la proposición que afirma que estas partes están relacionadas de esa manera fuese verdadera. El sentido de la proposición inicial dependería, pues, de que otra pro­posición sea verdadera, tal como se afirma, condi cionalmen-

11 TLP, p. 55.

li A este problem a Russell le da una solución con su Teoría de

las Descripciones, la cual llegó a ser un ejemplo, más aún un pa­

radigm a, en el que se m ostraba el papel que podía jugar el análisis

lógico en la aclaración de problemas filosóficos.

le, en 2.0211. Pero para que la otra proposición sea verdadera debe tener también un sentido, lo cual dependería, otra vez, de que una nueva proposición sea verdadera, y así indefinida­mente.

La exigencia de que las proposiciones, con las que nos formamos imágenes de los hechos que conforman el mundo, tengan un sentido determinado está estrechamente vinculada con la exigencia de que este sentido no dependa de nada que no esté completamente contenido en ellas mismas (así sea de una manera oculta que sólo se devele luego de un análisis lógico completo que termine cuando se descomponga la pro­posición en sus partes últimas, simples, que ya no requieran de ulteriores análisis). En particular, el sentido de una propo­sición no debe depender de la verdad de otras proposiciones no contenidas en su análisis, ya que esto conduciría a un regre- ssus ad infinitum en la determinación de tal sentido. Además, la exigencia de que el sentido esté completamente determina­do está también vinculada con la exigencia de que en la de­terminación del mismo no intervengan cuestiones fácticas, contingentes. De no cumplirse esto último se tendría que estar a la espera de lo que acaezca en el mundo para poder estable­cer si una proposición tiene o no sentido. Dada una proposi­ción se debería poder determinar su sentido sin recurrir a los hechos; éste tendría que poder determinarse independiente­mente de cualquier indagación empírica y, por ello, no debe­ría depender de la verdad de ninguna proposición, la cual se fundaría en su concordancia con los hechos. La inexistencia de objetos simples implicaría, pues, consecuencias inacepta­bles: el sentido de una proposición dependería de la contingen­te existencia de objetos complejos. Para salvar esta dificultad se requiere que haya objetos simples cuya existencia, como ex

pilcaremos más adelante, no sea contingente, ni expresable en proposiciones fácticas. Sin tales objetos simples las pro­posiciones sobre complejos carecerían de un sentido deter­minado, el cual pueda explicitarse mediante un análisis lógico completo, y con ellas no nos podríamos formar una imagen de la realidad, como de hecho lo hacemos. La no existencia de los simples se reduciría a lo absurdo, ya que contradiría nues­tro uso efectivo y cotidiano del lenguaje para representar lo real.

Hay, sin embargo, un punto problemático en la interpre­tación que estamos proponiendo. La plausibilidad de lo afir­mado en 2.0211 parecería descansar sobre el supuesto de que una proposición carece de sentido si contiene expresiones denotativas vacuas, esto es, si no existen los objetos sobre los cuales versa. Sin embargo, Wittgenstein rechaza explícita­mente este supuesto (apoyándose en razones parecidas a las que sirven de apoyo a Russell para defender su teoría de las descripciones definidas). El análisis de una proposición acer­ca de un complejo en proposiciones sobre sus partes muestra que lo que depende de la existencia del complejo es la ver­dad de la proposición y no su sentido:

3.24 (...) El complejo sólo puede darse por descripción, y ésta será justa o errónea. La proposición en la cual se ha­bla de un complejo no será, si éste no existe, sin sentido, sino simplemente falsa13.

El sentido de una proposición en la que se menciona un complejo puede explicitarse analizándola y traduciéndola a

otra en la que ya no se hace referencia al complejo14. De esta manera, el sentido de la proposición no analizada se indepen­diza de la referencia al complejo y, por ende, se independiza de la existencia del mismo.

Encontramos en este difícil punto de nuestro análisis del argumento de Wittgenstein una aparente incoherencia: se afir­maría, por una parte, que la existencia de un objeto comple­jo es condición para que una proposición en la que se haga referencia a él tenga sentido y, por otra parte, que la existen­cia del complejo es condición, no para que la proposición ten­ga sentido, sino para que sea verdadera15. Para mostrar que aquí no hay realmente una incoherencia, hay que interpretar con mayor cuidado la afirmación 2.0211 (que ya habíamos citado antes): “Si el mundo no tuviese ninguna sustancia, de­pendería que una proposición tuviera sentido, de que otra

14 Wittgenstein tom a aquí com o modelo et tipo de análisis que

desarrolla Russell en su teoría de las descripciones. Hay, empero, un

detalle en el que se diferencian el análisis russelliano y el análisis

sugerido por él en 2 .0 2 0 1 : en éste últimd no se sustituye la referencia

al complejo por expresiones con cuantificadores, sino por proposi­

ciones en las que se nombran las partes del complejo y se describe la

manera com o ellas lo constituyen (recordar el ejemplo de la escoba).

Esta misma dificultad está expresada en la interpretación de Fogelin

en los siguientes términos: luego de citar 3.24 él escribe “It thus seems

that if there are no simples, then the truth -n o t the meaning- of one pro­

position will always depend upan the truth of another. This perhaps is

a bad enough result, but it is not the result Wittgenstein speaks about

at 2.0211. In sum, I do not know how to make the argument in the 2.02s

square with the statem ent at 3 .2 4 ”. (Fogelin, Robert J . Wittgenstein, Routledge & Kegan Paul, Boston, London and Henley, 1980, p. 13).

proposición fuese verdadera”. La aparente incoherencia sur­gió de suponer, demasiado apresuradamente, que la proposi­ción que tiene que ser cierta para que una proposición sobre un objeto complejo tenga sentido, es la que afirma la existen­cia del complejo. Pero esto no está dicho explícitamente en 2.0211. Con el fin de evitar la incoherencia y comprender me­jor la argumentación wittgensteiniana en favor de los sim­ples, examinaremos la posibilidad de que, suponiendo que ellos no existen, la proposición cuya verdad sería condición de sentido de una proposición sobre un complejo no sea la que afirma la existencia del mismo.

Tomemos ahora a manera de ejemplo {para no desgastar tanto a la escoba del rincón} la proposición “Pegaso está entre las nubes”. De acuerdo con el fragmento citado de 3.24, la inexistencia de Pegaso hace que esta proposición sea falsa, pe­ro no que carezca de sentido. En efecto, la proposición puede analizarse de manera que la referencia al objeto complejo Pe­gaso se elimine y se sustituya por una descripción de cómo deben estar dispuestas sus partes para que exista; quizá un análisis semejante a: “El cuerpo de caballo está entre las nu­bes, las alas están entre las nubes y el cuerpo de caballo está unido a las alas ... (de tal y tal modo)”.

Entendemos bien el sentido de la proposición sobre Pe­gaso, el cual no depende, entonces, de que la descripción “el cuerpo de caballo está unido a las alas ... (de tal y tal modo)”, que equivaldría a la afirmación de la existencia del complejo Pegaso, sea verdadera, pues de hecho no lo es. Pero su sen­tido dependería, en conformidad con lo dicho en 2.0211, de la verdad de proposiciones distintas a la que afirma la existen­cia de Pegaso (afirmando que sus partes están combinadas de cierto modo específico).

Veamos cuáles podrían ser tales proposiciones. Se puede argüir que la referencia a Pegaso dentro de la proposición es significativa aunque no exista Pegaso porque, si bien no es cierto que el cuerpo de caballo y las alas estén de hecho uni­das de la manera que se requiere para que Pegaso exista, es por lo menos posible que estuviesen unidas así. La descrip­ción “el cuerpo de caballo está unido a las alas (de tal y tal modo)” es falsa, Pegaso no existe, pero ella tiene sentido, en cuanto describe o representa un posible estado de cosas. Para que “Pegaso está entre las nubes” tenga sentido se debería requerir que la descripción “el cuerpo de caballo está unido a las alas (de tal y tal modo)” tenga sentido y no que tenga que ser verdadera. Pero el que esta descripción falsa tenga sentido, depende de que otras proposiciones sean verdaderas. Depen­de de que haya un cuerpo de caballo y unas alas, así no estén unidas de la manera requerida. Y la existencia del cuerpo de caballo y de las alas se expresaría en proposiciones que afir­man que sus partes (cabeza, cuello, extremidades, tronco, co­la, etc., en un caso, y plumas, huesos, músculos, etc., en el otro) están dispuestas de cierta manera. Serían las proposicio­nes sobre la contingente existencia de las partes de las partes de las partes de ... (aquí se podría o bien continuar indefinida­mente o bien parar en un punto arbitrario en donde todavía se hace referencia a partes complejas, ya que estamos suponien do que no hay simples) y no la que afirma la existencia de Pegaso, las que deben ser verdaderas para que “Pegaso está entre las nubes” tenga sentido.

Si se acepta esta interpretación, entonces puede sostener se a la vez que si no hay objetos simples, el que cualquin proposición tenga sentido depende de que otras sean vrrdn deras (de que se den ciertos hechos que podrían d ejar dr d.n

se) y, por otra parte, que una proposición sobre un complejo no necesariamente deja de tener sentido, si la proposición que afirma la existencia del complejo es falsa. La idea que nos guía en este intento de evitar la incoherencia es que una fantasía, por más extravagante e inverosímil que sea, podría expre­sarse en proposiciones con sentido, si está construida, en úl­timas, a partir de objetos existentes; así éstos no sean simples y así se combinen en estados de cosas que de hecho no se dan, pero que son posibles. Al suponer que no hay simples, la existencia de tales objetos se expresaría en proposiciones fácticas acerca de sus partes y de la manera en que se combi­nan, siendo estas últimas las proposiciones de cuya verdad depende el sentido de la proposición inicial.

Veamos ahora como asumiendo la existencia de objetos simples se evita la indeterminación del sentido de las propo­siciones sobre complejos, que resulta de su dependencia de cuestiones fácticas. Si hay objetos simples, el análisis de una proposición sobre un complejo puede, en principio, llevarse a cabo hasta su culminación completa, es decir, hasta que todas las proposiciones que se obtengan en éste análisis sean propo­siciones elementales que contengan solamente combinaciones de nombres de simples y que, por ello, ya no se puedan ana­lizar más. La cuestión que surge ahora es si el sentido de estas proposiciones elementales resultantes del análisis depende aún de la verdad de ciertas proposiciones que afirmen la exis­tencia de los simples que se mencionan en las primeras. La existencia de tales simples ya no puede expresarse en otras proposiciones con sentido que los describan y que pudieran ser falsas (como podría ocurrir en los niveles anteriores del análisis donde aún hay referencia a complejos, cuya existen­cia es contingente). Toda proposición con sentido sobre un

simple describe estados de cosas posibles en los que puede aparecer el simple. Se puede decir de un simple cómo se combina con otros. Pero no se puede afirmar su mera existen­cia en una proposición con sentido, pues la mera existencia del simple no es expresable como un estado de cosas, no es una combinación de objetos y, por lo tanto, no se puede for­mular en un lenguaje fáctíco como el del Tractatus, cuya posi­bilidad de afirmar algo se agota totalmente en su posibilidad de representar posibles estados de cosas. Esto explicaría el si guíente pasaje de las Philosophische Bemerkungen en el que Witt- genstein echa una mirada retrospectiva sobre la concepción de los simples defendida en el Tractatus.

Lo que yo una vez llamé ‘objetos’, lo simple, es simple­

m ente aquello a lo que puedo referirm e sin tem er que qui­

zá no exista; esto es, aquello para lo cual no hay existencia

ni inexistencia, y esto quiere decir aquello de lo que pode­

m os hablar, sin im portar lo que sea el caso 1(1.

A diferencia de los complejos, los cuales, como ya hemos visto, pueden describirse en proposiciones fácticas que dicen cómo están dispuestas sus partes constitutivas y que pueden ser falsas, los simples no pueden describirse, pues carecen de complejidad interna, sino sólo nombrarse:

3.221 Sólo puedo nombrar los objetos. Los signos los

representan. Yo solam ente puedo hablar de ellos; no puedo

expresarlos.

ie PB, 36, p. 72. En el Trac/aítaWittgenstein afirmaba: uI,;i sust.mi i,i

es aquello que existe independientemente de lo que acaen'" (n.r, ’ n 1 |i

(...) 3.26 El nom bre no puede ser subsecuentemente ana­

lizado por una definición. Es un signo prim itivo17.

La existencia no contingente de los simples18, la cual no puede expresarse en un lenguaje fáctico, porque es indepen­diente de lo que sea el caso, debe estar, en todo caso, mostra­da y garantizada por el uso significativo de sus nombres. El nombre de un simple no es la mera abreviación de una des­cripción, que no puede darse en el caso del simple. El signifi­cado del nombre del simple se identifica con el objeto mismo que designa: “El nombre significa el objeto. El objeto es su significado.” ( t l p , 3.203). Y su uso significativo en el contexto de las proposiciones elementales presupone, o mejor, mues­tra (si bien no afirma) la subsistencia del objeto.

Es, pues, sólo gracias a que hay simples que el sentido de una proposición puede quedar completamente determinado, por un análisis que tiene que terminar, evitándose la regresión infinita que se insinúa amenazante en 2.0211, cuando las pro­posiciones a las que conduce sean elementales, esto es, con­tengan solamente nombres simples, los cuales ya no pueden descomponerse, ni definirse más. Con los nombres de los sim­ples se logra hacer una referencia directa a los objetos, que ya no está mediada por descripciones contingentes de partes constitutivas, como en el caso de los complejos. Sólo gracias a la posibilidad de analizar una proposición completamente,

17 TLP, p. 55.

Aunque en lugar de decir que los simples existen necesaria­

mente, tal vez sea más adecuado decir que están más allá de la exis

lencia y la inexistencia. Esto está muy en consonancia con el carácter

I roseen dental que ya les hemos atribuido antes.

hasta llegar al nivel de los nombres o signos simples, puede mostrarse cómo ella adquiere su contacto con la realidad v cómo su sentido puede ser finalmente determinado:

3 .23 El postulado de la posibilidad de los signos sim

pies es el postulado de la determinabilidad del sentido.

(...) 3 .25 H ay un análisis com pleto, y sólo uno, de la pro- ■

posición19.

Con esto completamos nuestra reconstrucción del ar~ gumento trascendental de Wittgenstein, mediante el cual se busca establecer que los objetos simples constituyen una condición de posibilidad de la función representacional de nuestro lenguaje y del hecho de que nos podemos formar con él una imagen del mundo. Tal imagen es construida con proposiciones que poseen un sen­tido determinado. Este puede sacarse a la luz a través de un análisis único, unívoco y completo que culmina en propo­siciones elementales, inanalizables, las cuales son concate­naciones de nombres (TLP, 4.22) que refieren directamente a objetos simples.

Una vez examinada la argumentación en favor de la exis­tencia de los objetos simples, trataremos de mostrar ahora có­mo estos objetos que constituyen la sustancia del mundo le dan a éste una forma fija, independiente, que es la forma lógica a la que debe amoldarse nuestro lenguaje para poder reflejar lo real. ¿Cómo los abstractos, incoloros e indefinibles objetos sim­ples del Tractatus pueden dar a lo real una forma fija?

Ya se había observado antes que los simples, dada su ca­rencia de estructura interna, no tienen propiedades materia-

les, sino sólo forma, más precisamente: forma lógica. La for­ma lógica de los simples está determinada por, más aun: es, su posibilidad de combinarse con otros simples y hacer parte de estados de cosas (TLP, 2.0141}. Esta posibilidad le es esencial al objeto (TLP, 2.011), constituye su naturaleza (TLP, 2.0123), éste no puede concebirse de manera totalmente aislada, sino únicamente dentro de un espacio de estados de cosas en los que puede aparecer (TLP, 2.012ly 2.013). Quizá esto ayude a entender por qué, siendo los objetos la sustancia del mundo, los elementos básicos de la ontología del Tractatus, Wittgens- tein afirma, sin embargo, que el mundo no es la totalidad de los objetos, sino de los hechos y que la realidad o el espacio lógico está constituido por los estados de cosas. La primacía que da Wittgenstein a los hechos y a los estados de cosas so­bre los objetos en su caracterización del mundo y de lo real, se debería a que los últimos no pueden pensarse aisladamen­te, sino siendo parte de posibles estados de cosas. Paralela­mente, en el lenguaje la unidad básica que posee sentido es la proposición, si bien en ella se conectan nombres de obje­tos. El nombre se usa significativamente sólo en el contexto de una proposición [cfr. TLP, 3.3; en este punto Wittgenstein coin cide con Frege). Lo que corresponde en el ámbito ontológico a las proposiciones como unidades significativas básicas del len­guaje son los estados de cosas representados por ellas, los cua­les se toman como los componentes básicos de la realidad.

Aunque los estados de cosas constan, en último término, de objetos en conexiones específicas, los objetos pueden dar lugar a diversos mundos posibles distintos del actual, según sus posibilidades esenciales de conectarse entre si de mane­ras distintas a como de hecho lo hacen. Los que caracterizan al mundo actual en el que de hecho estamos, y lo distinguen

de otros mundos posibles, son, pues, los hechos, los estados de cosas efectivamente existentes en los que actualmente apa­recen los objetos y no los objetos mismos. Los objetos y sus formas lógicas, es decir, sus posibilidades de combinación con otros, determinan la forma del espacio lógico de posi­bles estados de cosas (o realidad) en el que está inmerso el mundo de los hechos y en el que está inmerso también cual­quier mundo posible. Fuera del espacio lógico delimitado por las posibilidades combinatorias de los objetos ya no hay na­da que sea pensable, que se pueda expresar con sentido.

En la ontología del Tractatus se pueden hacer distinciones categoriales entre distintos tipos de objetos, según su forma lógica o naturaleza, esto es, según sus posibilidades intrínsecas de combinación con otros objetos. El espacio de estas posibi­lidades caracteriza al objeto: conocerlo es conocer estas posi­bilidades de conexión (TLP, 2 .0 1 2 3 } . Pero ¿cómo saber que existen estas distinciones categoriales? ¿Cómo saber que no todos los objetos tienen las mismas posibilidades de combina­ción con los demás objetos? ¿Por qué todos no comparten la misma forma lógica? Para responder a estas preguntas parece necesario acudir otra vez al gran espejo y ver cómo se refle­jan en él las posibilidades de combinación de los objetos. En nuestro lenguaje no todas las combinaciones de nombres son proposiciones con sentido. Hay restricciones gramaticales acerca de cómo combinar nombres para que se forme una proposición significativa. Estas restricciones gramaticales re­flejarían restricciones sobre las posibles combinaciones en las que pueden aparecer los objetos nombrados. Las restric­ciones gramaticales deben ajustarse, pues, a las naturalezas o formas lógicas esenciales de los objetos. Así, por ejemplo, l;i proposición “Platón fue maestro de Anaximandro” aunque

falsa, está gramaticalmente bien construida y representa una combinación lógicamente posible entre los objetos nombra­dos. Pero “Platón fue maestro de la letra Y ” no parece ser significativa porque su construcción viola las restricciones dadas por las formas lógicas de los objetos mencionados, es decir, se pretende representar una combinación que queda por fuera del espacio lógico de combinaciones posibles de los objetos (se daría, en este caso, lo que cabe denominar “un error categorial”). Se podría objetar aquí que en nuestro ejem­plo los objetos nombrados no son simples, pero, en todo ca­so, cabe sospechar que en el nivel muy profundo y oculto de las proposiciones elementales rigen también restricciones gra­maticales, que reflejan distinciones categoriales entre los simples.

Las formas lógicas de los objetos determinan una red fija, absoluta de todos los estados de cosas posibles (TLP 2.0124 y 2.014). A esta red fija de todas las posibles combinaciones de objetos la llama Wittgenstein ‘espacio lógico’, o a veces tam­bién ‘realidad’ (TLP, 2.06). En ella están contenidos los estados de cosas existentes, los hechos que constituyen el mundo (TLP,

1,13), y además los estados de cosas meramente posibles. Tan­to el mundo como el lenguaje con el que nos formamos una imagen de él, deben ajustarse a esta forma lógica fija de la realidad, determinada, en últimas, por las formas lógicas de los objetos. Pero no sólo el mundo actual y no sólo nuestro lenguaje deben conformarse a esta forma fija, sino que tam­bién deben hacerlo cualquier mundo posible y cualquier len­guaje que pretenda reflejarlo:

2.022 Es claro que por m uy diferente del real que se

imagine un m undo debe tener algo - una form a — en común

con el mundo real.

2.023 Esta forma fija eslá constituida por los objetos.(...) 2 .026 Sólo si hay objetos puede haber una form a

fija del mundo^0.

Si fabulamos un mundo posible cualquiera y queremos describir cómo es, debemos especificar qué hechos lo confor­man y expresarlos. Estos hechos deben poder descomponer­se, en últimas, en combinaciones posibles de objetos simples, las cuales, siendo posibles, forman parte de la red de com­binaciones que constituyen el espacio lógico. Un mundo po­sible, por extravagante que podamos fantasearlo, no puede contener combinaciones de los simples no permitidas por sus formas o esencias (pues ellas serían impensables e inexpre­sables). La forma fija del espacio lógico, dada por las formas fijas y absolutas de los objetos simples, es lo común entre el mundo imaginario, por fantástico que sea, con el actual. Am­bos serían variaciones construidas sobre una misma red de posibilidades lógicas.

Pero ¿por qué esta forma lógica subyacente a cualquier mundo y a cualquier lenguaje debe ser fija y absoluta? Porque los objetos que la determinan son fijos ( t l p , 2.027). Y ¿por qué los objetos son fijos? Quizá debería darse, más bien, una misma respuesta a ambas preguntas. La fijeza de la forma de la realidad y la de la forma de los objetos pueden interpre­tarse, ambas, como condiciones de posibilidad de nuestro len­guaje, pues ¿cómo formar en nuestro lenguaje una imagen del mundo, si la forma de éste no es fija y determinada, sino variable y contingente? ¿No está, acaso, el carácter determi­nado y fijo del sentido de las proposiciones, que Wittgenstein

exige en el Tractatus sin cuestionarlo, condicionado por y de­rivado del carácter determinado y fijo de la realidad que ellas representan?

Esta fijeza de los objetos, su carácter a priori, absoluto, necesario y eterno, justifica el que se los identifique con la sustancia del mundo y, tal vez, aclara el sentido en el que Witt- genstein habla de sustancia. La sustancia se podría interpretar aquí (de manera muy tradicional) como la base que perma­nece inmutable en todo cambio. Todo cambio es una varia­ción en la manera como se combinan los objetos y, por ello, los objetos mismos, que no son combinaciones, no pueden cambiar (TLP, 2.0271).

Una característica importante de la red de posibles esta­dos de cosas, esto es, del espacio lógico o realidad, es que los estados de cosas atómicos que la conforman son indepen­dientes, en el siguiente sentido:

2.061 Los estados de cosas son independientes unos de

otros.

2 .062 De la existencia o no existencia de un estado de

cosas, no se puede concluir la existencia o no existencia de

otro21.

Como veremos posteriormente, esta independencia de los estados de cosas elementales juega un papel muy importante en la explicación que se da en el Tractatus de la noción de ne­cesidad lógica. Por ahora señalemos que si no se asume esta independencia, entonces la forma lógica de la realidad no es­taría determinada única y completamente por la forma lógi-

i u de los objetos, sino que estaría también determinada par­cialmente por conexiones necesarias no-lógicas entre hechos ulómicos. Estas conexiones necesarias implicarían, por un ludo, que ciertas combinaciones permitidas por la forma ló­gica de los objetos tengan que excluirse si otras se dan y que dadas ciertas combinaciones posibles otras tengan que darse forzosamente. Habría pues determinaciones de parte de la forma lógica de la realidad que no dependerían solamente de la forma lógica de los objetos y habría, también, en el len­guaje, entre las proposiciones elementales, conexiones ne­cesarias no-lógicas, lo cual es rechazado explícitamente por Wittgenstein (ver TLP, 6.37).

En esta primera parte del capítulo, buena parte de nues­tros esfuerzos ha estado encaminada a mostrar cómo Wittgen­stein deriva la estructura básica de la fealidad (la necesidad de que haya objetos atómicos y la manera como ellos determi­nan a priori la forma del espacio lógico de posibilidades que contiene al mundo, a los hechos) de la estructura básica del lenguaje en el que la reflejamos. Sin embargo, esto no debe llevarnos a pensar que la estructura de la realidad la consti tuimos o la conformamos con nuestro lenguaje. Si bien sólo podemos conocer la realidad a través de nuestros medios de representación con los cuales nos formamos una imagen de ella, si bien sólo podemos describir cómo es la realidad usan­do el lenguaje que tenemos (si nos salimos de este espejo y pretendemos observar la realidad directamente, tal como ella es en sí misma, ya no podremos ver nada), esto no impli­ca que por ello le imprimamos a la realidad la estructura de nuestros medios de representación. Al contrario, estamos forzados a imprimirle a nuestro lenguaje, si queremos que funcione como un buen espejo, una forma que refleje la forma

fija e independiente de la realidad. Nuestras representaciones no constituyen la realidad, no le dan su forma, sino que para po- der ser en absoluto representaciones tienen que poseer en común con la realidad esta forma, que está ya dada de ma­nera independiente. Es en este sentido que podemos afirmar que la concepción de la verdad como correspondencia del Tractatus se apoya en una postura realista.

Es en el nivel básico de los simples y su relación con sus nombres donde se evidencia más claramente esta postura rea­lista, La forma o naturaleza de los objetos simples es algo que les pertenece esencial e intrínsecamente. Nuestra manera de nombrarlos y de hablar de ellos no interviene en absoluto en determinar esta forma o naturaleza. Antes bien, el uso de los nombres en contextos significativos está regido por reglas sintácticas que no son arbitrarias, sino que deben reflejar y conformarse a las posibilidades de combinación de los objetos nombrados dictadas por su forma lógica independiente:

3.327 El signo determ ina una form a lógica sólo unido

a su aplicación lógico-sintáctica.

(...) 3 .342 En nuestras notaciones hay, es cierto, algo

de arbitrario; pero esto no es arbitrario, a saber: que si noso­

tros hem os determ inado algo arbitrariam ente entonces algo

otro tiene que acaecer. (Esto depende de la esencia de la nota-

ción)a2.

Según nuestra interpretación de este pasaje, lo arbitrario, en el caso específico de nuestras notaciones para nombrar, es la escogencia de los signos que designan objetos (ver TLP,

.'i.322). Pero una vez escogidos estos signos ya no pueden usarse de manera arbitraria, pues las reglas sintácticas de su uso deben conformarse a sus posibilidades de combinación con otros signos, esto es, a su forma lógica; y esta forma ló­gica debe coincidir con la forma lógica independiente del objeto nombrado. Dicho de otra manera, el uso del nombre liene que manifestar su esencia o naturaleza, que es el reflejo de la esencia o naturaleza independiente del objeto nombra­do, es su copia o reproducción lingüística. Las proposiciones construidas combinando nombres pretenden reflejar la es­tructura de los estados de cosas dados que representan. Y el lenguaje considerado en su totalidad, más aún cualquier len­guaje posible, debe tener una forma lógica que se ajuste a la de la realidad y derive de ella su posibilidad de expresar algo con sentido.

La realidad tiene una existencia y una forma que nos son dadas y que no están en modo alguno determinadas por nues­tras imágenes de ella y por nuestra manera de formar tales imágenes, sino por la existencia y naturaleza independientes de los simples. Son nuestros modos de representación de la realidad y nuestras representaciones las que tienen un carác­ter derivado, las que dependen, en su corrección o incorrec­ción, de si corresponden a esa realidad dada. En las Philoso- phische Bemerkungen Wittgenstein todavía sostiene este punto de vista realista que otorga autonomía, independencia y cierta primacía ontológica al mundo respecto del lenguaje: “Pues, ya que el lenguaje recibe su manera de significar de su signi­ficado, del mundo, no se puede concebir un lenguaje que no represente a este mundo” (PB, 47, p. 80). En sus cuadernos de 1914-1916 Wittgenstein ya había expresado lo que podemos denominar su realismo básico: “El mundo me está dado, cslo

q u iere d e c ir q u e m i v o lu n ta d e n tr a al m u n d o co m p le ta m e n te

d e sd e fu e ra , c o m o a a lg o y a c o m p le t o {etwas Fertiges)” ( t b ,

8.7.16, p. 168).Para concluir nuestra exposición de la ontología del Trac-

tatas, que subyace a la concepción de la verdad como corres­pondencia presentada en esta obra, resumamos y subrayemos de nuevo los principales resultados de la misma. Hemos mos­trado que hay dos tesis ontológicas básicas en el Tractatus, a saber, una tesis atomista según la cual hay objetos simples que constituyen la sustancia del mundo y una tesis realista en vir­tud de la cual estos objetos simples determinan una forma fija, independiente, autónoma de la realidad. Para defender estas tesis básicas, Wittgenstein usa argumentos que podemos in­terpretar como trascendentales y que se apoyan en un su­puesto fundamental: nuestro lenguaje es como un espejo que cumple una función eminentemente representacional, que permite que nos formemos en él imágenes verdaderas o fal­sas de lo real.

II. Las proposiciones como pinturas. Cómo es el espejo en el que refle­jamos la realidad

En la primera parte de este capítulo, para indagar acerca de cómo es la realidad a la que debe corresponder lo verdade­ro, tuvimos que recurrir, en varios puntos claves, a su ima­gen en el espejo del lenguaje. En nuestras consideraciones sobre la ontología del Tractatus ya se anticiparon, pues, al­gunas consideraciones importantes acerca del lenguaje. En esta segunda parte pretendemos ampliar y completar estas consideraciones, centrándonos en la cuestión de cómo es la estructura del lenguaje que hace posible que en el se refleje la

estructura dada e independiente (en el sentido aclarado ya) de lo rtaL

Comencemos nuestra indagación acerca de la estructura (U*l lenguaje en el nivel básico en el que éste adquiere contac­to directo e inmediato con la realidad que representa, es de­cir, en el nivel de los nombres simples y su relación con los objetos simples. En este nivel básico se establece una asocia­ción entre los elementos básicos del lenguaje, los nombres, y los elementos básicos de la realidad, los simples, designados por los primeros. A través de esta relación referencial entre el nombre y el objeto nombrado por éste, el lenguaje adquiere la posibilidad de representar la realidad, adquiere su contac­to con ella (TLP 2,1515). Y sobre esta asociación nominativa básica se construye el completo isomorfismo entre lenguaje y realidad.

Wittgenstein afirma (distanciándose de la posición de Fre- ge) que el objeto simple al que un nombre refiere constituye no solamente su referencia, sino también su significado (TLP,

3.203). Esto parecería implicar que el nombre, en virtud de su mera asociación con el objeto que nombra, posee ya un significado. Sin embargo, oponiéndose a esto (y coincidiendo con Frege), Wittgenstein sostiene que sólo en el contexto de una proposición el nombre adquiere significado. Una mane­ra de mostrar que estas dos afirmaciones, aparentemente opuestas, son conciliables consiste en recurrir al uso del nom­bre en contextos proposicionales como criterio para saber si el nombre está cumpliendo realmente su función referencial y si retiene su significado23 (ver TLP, 3.32(i y 3.327). Para usar

,£i Señalemos, de paso, que la estrecha vinculación entre significa­

do y uso no es algo exclusivo, ni del todo nuevo en la que se ha dado

significativamente un nombre, para que él represente adecua­damente al objeto nombrado, no basta con haber establecido de manera puramente convencional y arbitraria una conexión entre él y su referencia. Como ya hemos observado antes, el uso o la aplicación sintáctica del nombre debe estar regido por reglas gramaticales. Tales reglas han de garantizar que la aplicación sintáctica del nombre, esto es, sus posibilidades lícitas de combinarse con otros para formar proposiciones con sentido, refleje las posibilidades de combinación del ob­jeto nombrado, esto es, su forma lógica. La relación deno­tativa entre nombre y objeto no es, pues, del todo arbitraria, ya que el uso gramaticalmente correcto del signo escogido convencionalmente para representar a un objeto, tiene que ceñirse a las posibilidades determinadas por la esencia com­binatoria del objeto. El uso de los nombres en los contextos propo- sicionales y la gramática que rige tal uso tienen que reflejar la esencia de los objetos, so pena de que el nombre pierda su significado, al no representar adecuadamente al objeto. Así pues, el que un nombre tenga significado radica en que se use en las pro­posiciones de manera que ellas figuren combinaciones posi­bles del objeto designado por él y no en la mera asociación convencional con dicho objeto.

Lo anterior nos conduce ya al segundo nivel del isomor- fismo entre lenguaje y realidad: el nivel de las proposiciones

en llamar ‘segunda filosofía de Wittgenstein’. Pero la noción de uso

que juega un papel tan importante en el pensamiento tardío de Witt­

genstein es mucho más amplia que esta noción de uso del Tractatus, la cual se entiende com o aplicación sintáctica. Además, con la vin­

culación entre uso y significado en su obra tardía, Wittgenstein, co ­

mo lo verem os, persigue propósitos diferentes a los del Tractatus.

elementales que figuran estados de cosas atómicas (TLP, 4 .2 y4.21). A las proposiciones elementales se las podría caracterizar dr dos maneras diferentes. En primer lugar, son las proposi­ciones más simples, en el sentido de que no pueden analizar­ía' más. Ellas son concatenaciones de nombres simples (TLP,

■1.22 y 4 .2 2 1 ), los cuales ya no pueden descomponerse median- U' definiciones o descripciones (TLP, 3 .2 6 ) . En segundo lugar, las proposiciones elementales se distinguen de las demás por ser todas lógicamente independientes entre sí (TLP, 4 .211 ). La verdad o falsedad de una de ellas no implica nada acerca de Ih verdad o falsedad de otra. Esto no ocurre con las proposi­ciones complejas, las cuales están en determinadas conexio­nes lógicas con las proposiciones que forman parte de su análisis y también con otras proposiciones que tienen en sus análisis partes comunes con ellas. Piénsese, por ejemplo en las conexiones lógicas entre una proposición compleja de la lorma ‘p y q’ y sus partes p, q; o en la conexión lógica entre ‘p y q’ y Lp ó q’. En contraposición a esto, si p y q son elementa­les entonces son lógicamente independientes. Esta independen­cia lógica entre las proposiciones elementales refleja, claro está, la independencia, a la que ya aludimos, entre los estados de cosas atómicos representados por ellas (TLP, 2 .0 6 1 , 2 .0 6 2 ).

La posibilidad de que las proposiciones elementales mode­len lo real y tengan, entonces, sentido, se basa en su capacidad pictórica de figurar estados de cosas posibles. La concepción pictórica de las proposiciones elementales puede resumirse brevemente como sigue. Los nombres se combinan entre sí de determinadas maneras para formar signos preposiciona­les (TLP, 3 .1 4 ), los cuales figuran o modelan estados posibles de cosas (TLP, 3 .2 1 ). La proposición es el signo preposicional o combinación de nombres en su relación con el estado de

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

cosas que figura (TLP, 3.12). Dicho en otras palabras, la pro­posición es la combinación de nombres en cuanto tiene un sentido. La proposición tiene sentido si figura un posible esta­do de cosas, si representa una combinación posible de los ob­jetos nombrados en ella. La proposición elemental es, pues, una figura o modelo {Bildj de la realidad (TLP, 4.01y 4.011). Ella representa un punto en el espacio lógico constituido por las posibles combinaciones entre objetos.

En lo que sigue trataremos de dar respuesta a la cuestión de qué es lo que hace posible que la proposición elemental cumpla su función esencial de representar figurativamente la realidad. A este respecto Wittgenstein nos dice: “La posibilidad de la pro­posición descansa en el principio de la representación de los objetos por los signos” ( t l p , 4.0312). El que la proposición elemental pueda figurar estados de cosas presupone la co­nexión básica referencial entre nombres y objetos. Es sólo en virtud de esta conexión que la proposición adquiere su rela­ción con la realidad. Pero la proposición no es un mero agre­gado inconexo de nombres asociados a objetos. Se requiere además que la proposición tenga una forma y una estructura, o sea, que en ella los nombres estén articulados en ella de una manera determinada (estructura de la proposición) y que esta manera determinada de articularse modele una posible mane­ra de combinarse de los objetos nombrados, un estado de cosas posible (forma de figuración de la proposición): “Un nombre está en lugar de una cosa y otro en lugar de otra y están uni­dos entre sí. Así el todo representa —como una figura viva— el estado de cosas,” (TLP, 4.0311). Refiriéndose a las figuras en general, no necesariamente lingüísticas, Wittgenstein es­cribe:

2.12 La figura es un modelo de la realidad.2.13 A los objetos corresponden en la figura los elemen­

tos de la figura.2.131 Los elementos de la figura están en la figura en

lugar de los objetos.2.14 La figura consiste en esto: en que sus elementos

están combinados unos respecto de otros de un modo de­terminado.

2.141 La figura es un hecho.2.15 Que los elementos de la figura estén combinados

unos respecto de otros de un modo determinado, represen­ta que las cosas estén combinadas también unas con otras de la misma manera.

A esta conexión de los elementos de la figura se la llama su estructura y a su posibilidad su forma de figuración.

2.151 La forma de figuración es la posibilidad de que las cosas se combinen unas respecto de otras como los elemen­tos de la figura24.

Podemos expresar ahora, usando la terminología del Tracta- tus, las dos condiciones fundamentales para que una proposi­ción, o en general una figura, pueda representar la realidad. La primera condición es la relación figurativa (TLP, 2 ,1514 )

que debe darse entre los elementos de la figura y los objetos. En el caso particular de las proposiciones puede hablarse más específicamente de la relación referencial entre los nombres, que son los elementos de la proposición, y los objetos, que son los elementos del estado de cosas representado por la pro­posición. La segunda condición fundamental es que la figura

y lo figurado deben tener algo en común para que la primera pueda representar en absoluto a lo segundo (TLP, 2 ,1 6 y 2 ,161 ).

Este algo en común es la forma lógica:

2.18 Lo que cada figura, de cualquier forma, debe te­ner en común con la realidad para poder en absoluto figurarla —justa o falsamente - es la forma lógica, esto es, la forma de la realidad“ .

Una figura puede ser correcta o no, puede ser verdaderao falsa, lo cual debe poder establecerse mediante una compa­ración con la realidad que representa. Para que esta compara­ción sea en absoluto posible, para que la figura y la realidad sean conmensurables, debe haber algo igual en ambas. Este punto puede ilustrarse a través del siguiente ejemplo. Supon­gamos que alguien nos muestra una manzana roja y nos pide que representemos en un papel el color de la manzana. No­sotros pintamos una mancha en el papel. La mancha puede ser una correcta o incorrecta representación del color de la manzana, según si su color coincide con el de la manzana o no. Entonces lo que debe ser igual en la mancha y la man­zana para que la primera sea una representación del color de la segunda no es, por supuesto, el color. La identidad en el color es condición para la corrección o verdad de la repre­sentación pero no para su posibilidad, no para que sea en ab­soluto una representación. Pues la representación sigue siendo tal aún en el caso de que sea incorrecta, aún en el caso de que los colores no coincidan. En lo que deben coincidir la repre­sentación y lo representado para poder ser conmensurables

i*n cuanto a su color es en ser ambas coloreadas, es decir, en ln posibilidad de tener el mismo color. Es la posibilidad de te­n e r el mismo color y n o el hecho de tener el mismo color lo ( |U (‘ permite hacer la comparación entre la mancha y la m a n - /,una que establecería la corrección o incorrección de la manchai orno representación del color de la manzana. La posibilidad <le tener el mismo color que el objeto cuyo color se repre­senta (lo que podríamos llamar, tratando de imitar la termi­nología wittgensteiniana, su ‘forma de coloración’} es lo que, e n este caso, permite a nuestra mancha poder cumplir su fun­ción representativa o figurativa.

Ahora bien, en el caso de una proposición como figura, ya no en un sentido visual sino lógico, de un estado de cosas, también debe haber algo común a ambos para que la propo­sición pueda ser figura. Pero no debe haber tanto en común que resulte que la proposición sea siempre verdadera. La teo­ría pictórica de las proposiciones debe permitir resolver un viejo problema: explicar la posibilidad de proposiciones que poseen sentido, que figuran un estado de cosas, pero que son falsas. La proposición tiene una estructura, dada por la mane­ra específica como están conectados los nombres en ella. Y esta estructura representa una posible combinación entre los objetos nombrados, un posible estado de cosas. Si se exigie­ra que lo común a proposición y realidad figurada fuese la estructura, el estado de cosas representado coincidiría, de hecho, con la proposición en tener tal estructura y la proposición se­ría siempre verdadera. No se podría dar cuenta, entonces, de la posibilidad de proposiciones con sentido pero falsas. Lo co­mún a proposición y realidad no puede ser, pues, la estructu­ra, la manera de combinarse los nombres, por un lado y los objetos, por el otro. Pero para que la proposición pueda cum

plir su función figurativa debe ser por lo menos posible que sus nombres y los objetos nombrados por ellos se combinen de la misma manera, esto es, conformen la misma estructu­ra. A esta posibilidad de coincidencia en la estructura la lla­ma Wittgenstein la forma lógica de figuración.

Esta distinción entre estructura y forma lógica permite se­parar las condiciones para que una proposición tenga sentido de las condiciones que la hacen verdadera y permite, por lo consiguiente, resolver el antiguo problema de la posibilidad de proposiciones con sentido pero falsas“ . Este problema surge, en este contexto, si se identifica el sentido de una proposición con un hecho representado por ella, pues si la proposición es falsa no se da el hecho que representa y entonces carecería de sentido. Pero para poder ser falsa una proposición tiene que poseer ya un sentido. Por esto es importante subrayar que Wittgenstein no identifica el sentido de una proposición con un hecho, sino con un posible estado de cosas, con un punto en el espacio lógico (ver TLP, 2.202 y 2.221), que podría ser un hecho, sin serlo siempre. El sentido de una proposi­ción no necesariamente hace parte del mundo, pues este último está constituido por hechos. Pero el sentido de una propo­sición falsa tampoco cae en el vacío. Es aquí donde la distin­ción entre realidad y mundo cobra especial importancia. Hay un espacio más amplio que el mundo de los hechos, a saber, la realidad o el espacio lógico, que alberga además de los he­chos, además del mundo, las posibilidades de combinación entre objetos que de hecho no se dan y que están representa-

^ Q ue el problema es, en efecto muy antiguo, puede corrobo­

rarse consultando: Platón, Teeteto, I H9a.

iliis por proposiciones falsas pero con sentido*7. El sentido i'hIú determinado completamente por la proposición y es in dependiente de los hechos; depende de cómo sus nombres se rimectan y cómo esta conexión representa una posible ma ni'ra de conectarse los objetos nombrados, un estado de cosas posible. Se puede comprender el sentido de una proposición NÍn saber si ella es verdadera o falsa y sólo habiendo com­prendido el sentido de la proposición se puede compararlo con la realidad para establecer su verdad o falsedad. Tal com­paración buscaría establecer si el estado de cosas figurado por la proposición se da de hecho o no, si está en el mundo y 110 sólo en el espacio lógico, como mera posibilidad (TLP, 4 .25 ).

Para que el lenguaje pueda servir como espejo de la rea­lidad tiene que haber, entonces, identidad entre su forma ló­gica y la forma lógica de la realidad. Esto quiere decir que en el lenguaje los elementos básicos que son los nombres de­ben, además de estar asociados a los elementos básicos de la realidad, poseer las mismas posibilidades de combinación que poseen tales elementos básicos. La gramática o la sinta­xis lógica, que determina la forma lógica del lenguaje, juega aquí un papel clave, como reglamentación de las combinacio­nes lingüísticas que deben reflejar las posibles combinaciones

11 Se suele aclarar que la noción de posibilidad que se emplea en el

Tractatus no debería entenderse en un discutible sentido metafísico, se­

gún el cual algo posible hace presencia en un misterioso mundo diferente

del actual. Lo posible, en este contexto, debería entenderse, más bien,

como lo pensable o, equivalentemente, lo expresable en proposiciones con

sentido. Sin embargo esta expresabilidad en proposiciones con sentido

descansa en que este sentido haga parte de un metafisico espacio lógico

de posibles combinaciones de abstractos objetos simples.

ontológicas determinadas por la naturaleza intrínseca de los objetos simples. De esta manera, la sintaxis lógica que rige el uso de los nombres y que, por decirlo así, expresa su natura­leza, juega un papel fundamental en el lenguaje, análogo al que juega la naturaleza de los simples en la realidad. Es la sintaxis lógica la que, en último término, determina la forma lógica del lenguaje, de manera análoga a como las esencias combinatorias de los simples determinan la forma lógica de la realidad. Y ambas formas lógicas deben coincidir. La iden­tidad de la forma lógica de lenguaje y realidad sería visuali- zable de la siguiente manera: la red de posibilidades de formar proposiciones elementales con sentido, permitidas por las reglas sintácticas del lenguaje, debe poder superponerse a la red de posibilidades combinatorias de la realidad, permitidas por la naturaleza de los objetos; y tal superposición debe mos­trar, en el nivel de las proposiciones elementales y sus co­rrespondientes estados de cosas atómicos, una congruencia o coincidencia absoluta, un isomorfismo perfecto, punto por punto, nodo por nodo. No debe haber posibilidades en la rea­lidad inexpresables en el lenguaje, ni proposiciones con sentido que no expresen posibilidades en la realidad. Es este isomor­fismo lógico entre lenguaje y realidad el que permite explicar cómo las proposiciones elementales adquieren su sentido. En este isomorfismo, a diferencia de un isomorfismo entre estruc­turas matemáticas, las estructuras no están en pie de igualdad, sino que una, la de la realidad, juega el papel de estructura original y la otra, la del lenguaje, tendría que ser una copia isomórfica de la primera.

Esta concepción pictórica del lenguaje permite dar una explicación general de lo que Wittgenstein considera como la esencia de la noción de verdad:

L a teoría de la figuración lógica a través del lenguaje nos

da, en prim er lugar, una com prensión de la esencia de la re­

lación de verdad. L a teoría de la figuración lógica a través

del lenguaje dice — de m anera totalm ente general: Para que

sea posible que una proposición sea verdadera o falsa - que

ella concuerde o no con la realidad - para ello tiene que haber

en la proposición algo idéntico con la realidad^.

El sentido de una proposición, su esencial posibilidad de ser verdadera o falsa, presupone la identidad de la forma lógi­ca de lenguaje y realidad. Pero para que lo expresado en el len­guaje sea de hecho verdadero se debe cumplir no solamente la identidad en la forma lógica de lenguaje y realidad, sino también la identidad en la estructura de las proposiciones y los hechos. Es decir, las combinaciones entre nombres en las pro­posiciones ya no deben ser sólo combinaciones posibles entre los objetos nombrados, hacer parte del espacio lógico (condi­ción de sentido) sino que esta posibilidad debe actualizarse, los objetos deben combinarse de hecho en el mundo como lo dicen o representan las proposiciones (condición de verdad). Las combinaciones entre objetos figuradas por las proposiciones verdaderas no forman parte únicamente del espacio lógico, de lo posible, sino que forman parte del mundo, de lo fáctico. Y el total de proposiciones elementales verdaderas describe la totalidad de los hechos, es decir, es una descripción completa del mundo (TLP, 4.26).

La concepción pictórica de las proposiciones elementales permite, de esta manera, dar cuenta de la relación entre lenguaje y realidad y de las nociones de significado o sentido (Sinn) y

verdad que enraízan en ella. Y puesto que el mundo se puede describir completamente usando sólo proposiciones elemen- tales, basta aclarar cómo ellas cumplen su función figurativa para aclarar cómo en el lenguaje se puede representar al mun­do. Sin embargo, las proposiciones que usamos habitualmen­te no son elementales, sino complejas. Las proposiciones elementales están en un nivel tan profundo y oculto, que ni siquiera podemos dar ejemplos de ellas. Un ejemplo de pro­posición elemental contendría ejemplos de nombres de los abstractos objetos simples y ya vimos por qué Wittgenstein no da ejemplos de ellos. Para completar esta exposición de la estructura del lenguaje y de su isomorfismo con la realidad debemos, pues, escalar todavía a un nivel más superficial y explicar cómo las proposiciones no elementales pueden ad­quirir sentido. De hecho, recordémoslo, la existencia del ni­vel oculto y profundo se había mostrado como necesaria, precisamente para poder garantizar que las proposiciones complejas que usamos habitualmente posean un sentido completamente determinado. Aclarar cómo está determinado el sentido de éstas permitirá, a su vez, dar una breve explica­ción de las nociones de necesidad lógica y tautología, desde esta perspectiva del Tractatus. La explicación se basa en que el sentido, las condiciones de verdad, de una proposición com­pleja es función de los sentidos de las proposiciones elementa­les que la constituyen o hacen parte de su análisis (TLP, 5.2341).

Las proposiciones complejas no son figuras de la manera directa e inmediata como lo son las proposiciones elementales. El carácter figurativo de la proposición compleja reside en ser lo que podríamos llamar una combinación lógica de figuras y no en ser una figura sencilla, en el sentido en que lo es una proposición elemental. Tomemos, a manera de ejemplo una

proposición compleja de la forma ‘p v q’, conformada a parí it de las proposiciones elementales p y q. ¿Es la proposición compleja una figura? Y si lo es, ¿cuál es el estado de cosas figu­rado por ella? Podríamos pensar que la proposición compleja es una figura de un estado de cosas complejo o una situación [Sachlagé] constituida ya no por un solo punto del espacio lógi­co, sino por una región del mismo. En tal caso, ¿cómo podría­mos describir o caracterizar la región representada por la disyunción de p y q? Esta región debería estar, de todos mo­dos, determinada por los puntos representados por p y q. Sin embargo si llamamos R a la región de la que la disyunción sería figur a (es decir, aquella que debería estar dentro del mundo de los hechos para que la disyunción sea verdadera) se pre­sentan cuatro posibilidades excluyentes: que la región contenga ambos puntos representados por p y q; que contenga sólo al primero; que contenga sólo al segundo; y, finalmente que no contenga a ninguno de los dos. Si se da la primera posibilidad, puede ocurrir que el mundo no contenga a R y sin embargo contenga a uno de los puntos representados por p o q y, en tonces la disyunción sería verdadera. Por lo tanto R no es un buen candidato para ser la región figurada por la disyunción. De análoga manera, en las otras tres posibilidades es proble­mático considerar a R como la región o situación figurada por la disyunción, ya que la verdad de la disyunción no equivale en ningún caso a que la región R exista de hecho, es decir, a que haga parte del mundo. Dicho más brevemente: no hay una única región del espacio lógico que pudiera identificarse con la situación de la que la disyunción es figura (en el sentido

de ser la única región que deba existir o hacer parte del mim do para que la disyunción sea verdadera). Más bien, h;tv vn rias regiones alternativas (aquellas compatibles con las lie.

primeras posibilidades mencionadas arriba) representadas por la disyunción.

Si se desea defender la afirmación según la cual, en general, “la proposición es una figura de la realidad” (m* 4.01), entonces debe entenderse lo figurado no (o no siempre) como una región del espacio lógico cuya existencia, cuyo hacer parte del mun­do, equivalga a la verdad de la figura, sino que lo figurado puede ser también una combinación lógica de lugares del espacio lógico. Las proposiciones elementales son figuras en el sentido de representar estados de cosas que son lugares, más aún: puntos, en el espacio lógico. Las proposiciones complejas son combina­ciones lógicas de estas figuras elementales. A estas combinacio­nes de figuras las podemos seguir llamando figuras o podemos también decir que sólo las proposiciones elementales son figuras en el sentido estricto arriba explicitado. Pero lo que nos interesa aquí no es esta cuestión terminológica, ni tampoco la cuestión relacionada de qué tan general es la afirmación según la cual las proposiciones son figuras sino, más bien, la de cómo las proposiciones complejas derivan su sentido, su posibilidad de ser verdaderas o falsas, del sentido que las proposiciones ele­mentales, de las que son funciones veritativas, poseen en vir­tud de su propia e intrínseca capacidad figurativa:

5 L a proposición es una función de verdad de la propo­

sición elem ental. (La proposición elem ental es una función

de verdad de sí misma)

5.01 Las proposiciones elementales son los argum entos

de verdad de las proposiciones29.

‘¿ ÍJ TLP, p. 113. Aquí podría formularse la objeción de que ciertas

proposiciones complejas, com o aquellas que contienen cuantifkadores

A diferencia del caso de las proposiciones elementales, cuya verdad se puede establecer, en principio, por medio de una comparación directa de su sentido, el cual se muestra de manera evidente en la estructura misma de la proposición, con la realidad, en el caso de las proposiciones complejas intervie­ne un factor adicional que influye en su valor de verdad. Este nuevo factor es la manera particular como la verdad de la pro­posición compleja depende funcionalmente de la verdad de las proposiciones elementales que son sus argumentos. Y esta dependencia funcional está determinada por los conectivos proposicionales veritativo-funcionales que intervienen en la construcción lógica de la proposición compleja a partir de pro­posiciones elementales. En la verdad de las proposiciones com­plejas intervienen, pues, dos factores: por una parte, los valores de verdad de sus componentes elementales, los cuales depen­den, a su vez, solamente de su correspondencia inmediata con la realidad; y, por la otra, un cálculo con estos valores de ver­dad que está regido por reglas convencionales asociadas a los conectivos proposicionales (como la negación, la disyunción, la conjunción y el condicional)*’. Este cálculo con valores de

ti aquellas en las que se hacen atribuciones de actitudes proposiciona­

les (o, en general, las que puedan considerarse com o no extensiona-

Ics o referencialmente opacas) no parecen ser funciones veritativas de

proposiciones elementales. Wittgenstein considera estos casos con

ulgún detalle pero nosotros no necesitamos extendernos para exam i­

nar sus consideraciones a este respecto, pues las objeciones que nos

interesará examinar en los próxim os capítulo contra las concepciones

de significado y verdad del Tractatus son más fundamentales que ésta.

311-Wittgenstein emplea en el Tractatus (TLP, 6) la posibilidad de re

ducir todos los conectivos proposicionales a un solo conectivo com

verdad, que usualmente se formula en las llamadas tablas de verdad y que se lleva a cabo independientemente de lo fáctico (lo fáctico interviene sólo en la determinación del valor de ver­dad de las componentes elementales de la proposición com­pleja), presupone que las proposiciones elementales son todas lógicamente independientes entre sí. Si no fuera así, antes de llevar a cabo tal cálculo habría que excluir de entrada, tenien­do en cuenta presuntas conexiones necesarias, no lógicas entre las proposiciones elementales, ciertas posibilidades represen­tadas por las filas de la tabla de verdad y, en tal caso, habría verdades necesarias no lógicas, distintas a las tautologías.

Esta distinción entre dos factores determinantes para la verdad o falsedad de las proposiciones complejas resulta cla­ve para la explicación de la necesidad lógica en términos de la noción de tautología. En efecto, si la verdad de todas las proposiciones se estableciera exclusivamente por su corres­pondencia con los hechos, como ocurre con las elementales, no habría manera de explicar cómo hay tautologías que son verdaderas necesariamente, en todas las circunstancias posi­bles, independientemente de lo fáctico. Pero en las proposi­ciones complejas puede darse el caso límite en el que las re­glas convencionales de cálculo de las funciones veritativas cancelen el efecto del otro factor, el fáctico, en la determina­ción de su verdad o falsedad, esto es, el efecto de la verdad de las componentes elementales y de su correspondencia con

pleto que permita expresar todas la funciones veritativas. Este recur­

so técnico tiene cierta im portancia, no sólo por lo que podríamos

llamar su “econom ía lógica”, sino también porque ayuda a m ostrar

una idea fundamental que se defiende en el Tractatus, a saber, la idea

de que los conectivos o constantes lógicos no representan nada real.

los hechos. Tal es el caso de las tautologías y las contradiccio­nes y de ahí su carácter a priori. Si la verdad de toda proposi­ción consistiera en su concordancia con los hechos, no habría verdades necesarias, analíticas, a priori. Hay, proposiciones, sin embargo, cuya verdad no depende sólo de su concor­dancia con lo fáctico, sino que depende, al menos parcial­mente, de su estructura lógica, es decir, de cómo se combinan lógicamente en ellas las proposiciones elementales constitu­yentes. Y hay casos límite en los que la particular manera en que están combinadas las proposiciones elementales tiene el efecto de anular su influencia en el valor de verdad de la “pro­posición” compleja y, consiguientemente, se anula la influen­cia de lo fáctico. Estas “proposiciones” pierden pues su co­nexión con los hechos (de ahí las comillas) y su “verdad” o “falsedad” ya no debe entenderse en el sentido de correspon­dencia, pues no está condicionada por lo fáctico. Si uno se atiene estrictamente a considerar como proposiciones sólo las proposiciones elementales o las combinaciones veritativo- funcionales de éstas que conserven un contenido fáctico, las tautologías y las contradicciones no serían, en todo rigor, proposiciones, pues no se puede decir de ellas que sean ver­daderas o falsas, en el sentido de correspondencia con los hechos.

Cuando se afirma, entonces, que las tautologías son ver­dades necesarias y que toda verdad necesaria es lógica, más aún tautológica, se está empleando una noción lógica de ver dad, cuyo sentido depende del uso de reglas lógicas de cálen lo con valores de verdad y que difiere del sentido de verdad como correspondencia.

La diferencia entre las proposiciones con sentido fácli» o v las tautologías y contradicciones la expresa Witt^rnslciii ,im

4.461 L a proposición m uestra aquello que dice; la tau­

tología y la contradicción m uestran que no dicen nada.

L a tautología no tiene condiciones de verdad, pues es

incondicional mente verdadera; y la contradicción, bajo nin­

guna condición es verdadera. L a tautología y la contradic­

ción carecen de sentido31.

Sin embargo, si bien las tautologías y las contradicciones carecen de sentido fáctico, no dicen nada acerca del mundo de los hechos, ellas, sin embargo, muestran o exhiben pro­piedades lógicas del lenguaje que son reflejo de propiedades formales de la realidad. Aunque las tautologías no afirman nada acerca del mundo de los hechos, ellas muestran algo acerca de la forma lógica del lenguaje con el que figuramos lo real y, por lo tanto, muestran algo acerca de la forma lógi­ca de la realidad que debe coincidir con la del lenguaje. Dicho de otro modo: el que tales combinaciones de proposiciones elementales y no otras anulen su contenido fáctico, muestra, sin decirlo (esta distinción entre decir y mostrar jugará un papel central en la última parte de este capítulo), propiedades formales de la red de proposiciones elementales, la cual es una copia isomórfica de la red de combinaciones posibles de objetos que constituyen la realidad:

6.12 El hecho de que las proposiciones de la lógica sean

tautologías m uestra las propiedades formales - lógicas - del

lenguaje, del m undo32.

al TLP, p . 109.

32 TLP, p. 171.

6.13 L a lógica no es una doctrina, sino un reflejo del

mundo33.

tu. Lo que no puede decirse, sino sólo mostrarse. Cómo es la relación entre la realidad y su reflejo en el espejo del lenguaje

En esta parte se discutirá la cuestión de cómo se puede acla­rar la relación de isomorfismo lógico entre lenguaje y realidad, en la que se basa la concepción de verdad como correspon­dencia del Tractatus. El resultado, lo anticipamos, será en cierto modo decepcionante, pues se mostrará que la labor de describir y explicar esta relación entre la realidad y su imagen lingüística tropieza con limitaciones al parecer inelu­dibles.

La posibilidad de hablar de verdad como corresponden­cia en el Tractatus, presupone que las proposiciones poseen un sentido, que debe poder determinarse a priori, previamente a la determinación de su valor de verdad, para la cual sí se requiere de una comparación con los hechos. Y las proposi­ciones tienen sentido, en cuanto ellas figuren o representen la realidad. La posibilidad de que el lenguaje represente la reali­dad se funda, a su vez, en que ambos compartan lo que Witt­genstein llama forma lógica. Aquello común a lenguaje y realidad que los hace conmensurables, que posibilita la com paración que ha de hacerse entre una proposición y los he­chos para establecer si guardan la debida correspondencia que justifica llamar a la primera verdadera, es la forma lógica (TLP, 2,18). ¿Cómo podría describirse, en términos menos abs tractos que los que hemos utilizado hasta ahora, esta form;i

lógica común a lenguaje y realidad? ¿Y cómo podría justifi­carse la tesis según la cual un lenguaje que pretenda reflejar la realidad tiene que tener en común con ella su forma lógi­ca? Estas preguntas conducen a la siguiente dificultad. La po­sesión de la forma lógica de la realidad es, como hemos visto, una condición para que en un lenguaje cualquiera se pueda describir la realidad. Por lo tanto, cualquier descripción o ex­plicación, en cualquier lenguaje, de esta forma lógica debe poseer o ejemplificar ya lo que se quiere describir o expli­car. Si el tener la misma forma lógica de lo real, de lo repre­sentado, es una de las condiciones para que las proposiciones de cualquier lenguaje posean sentido, no podemos justificar esta condición sin presuponer o emplear ya lo que se quiere justificar. Si quisiéramos explicar las condiciones lógicas para expresar algo con sentido sin cumplir o usar estas condicio­nes, ya no podríamos decir sino sinsentidos. Las condiciones cuyo cumplimiento debe presuponerse para que el lenguaje tenga sentido y para poder hablar de verdad son no sólo in­justificables, sino, más aun, inefables:

Es imposible decir cuáles son estas propiedades [las pro­piedades lógicas comunes al lenguaje y la realidad]; pues para ello se requeriría de un lenguaje que no poseyera las propie­dades en cuestión, y es imposible que éste pudiera ser un len­guaje correcto. Imposible construir un lenguaje no lógico34.

No hay un meta-lenguaje privilegiado que permita expli­car, sin poseerlas, las condiciones lógicas que hacen posible

■u TB, Anhang II (Aufzeichnungen, die G. E. Moore in Norwegen

nach Diktat niedergeschrieben hat, April 1914), p. 209.

que todo lenguaje tenga sentido, represente la realidad, sea comparable con ella y pueda albergar lo verdadero. El “pri­vilegio” al que aspira ese presunto meta-lenguaje de no pre­suponer y depender de tales condiciones lógicas lo privaría de la capacidad de expresar algo con sentido. Si pretendiéra­mos salimos de las condiciones lógicas de sentido y verdad del lenguaje, para explicarlas y fundamentarlas sin tener que emplearlas, nos incapacitaríamos totalmente para decir algo, nos condenaríamos al silencio o a un balbuceo totalmente ininteligible, carente de sentido. La explicación de cómo es posible el sentido y la verdad en el lenguaje parece chocar, entonces, contra límites que no se pueden rebasar, so pena de caer en lo inefable e impensable. Las condiciones lógicas de posibilidad del lenguaje son, o bien injustificables e inex­presables, o bien tendrían que auto-justificarse y ser evidentes sin necesidad de ser expresadas en el lenguaje (esto trae a la memoria la primera frase de los Tagebücher 1914-1916: “La lógi­ca debe bastarse a sí misma”, TB, p. 89). Para resolver, por lo menos parcialmente, esta dificultad Wittgenstein apela a su fun­damental distinción entre decir y mostrar.

Pero antes de aclarar el papel que juega tal distinción en el tratamiento de esta dificultad, tratemos de ahondar un po­co más en la dificultad misma. ¿En qué consiste propiamente la imposibilidad o problematicidad de un lenguaje en el que se pretendan dar explicaciones y justificaciones últimas de las condiciones lógicas para que él mismo pueda tener senti­do? Intentemos ilustrar la dificultad a través de un ejemplo un tanto extremo. Supongamos que preguntamos a alguien acerca de la verdad o falsedad de cierta proposición p (por ejemplo: “mi ejemplar del Tractatus está sobre mi escritorio"). La persona interrogada reacciona de manera muy excéntrica

e inesperada a nuestra pregunta, mostrando claramente que no logra comprender en absoluto el sentido de la proposición p. Pero no sólo no logra reconocer cuál es el estado de cosas o la situación representada por p, sino que, a juzgar por sus re­acciones, ni siquiera parece entender que la proposición se emplea para representar cierta situación. Podríamos inten­tar explicarle el sentido de p apelando a otras proposiciones que expresen lo mismo. Supongamos, empero, que tras estas explicaciones nuestro desconcertado personaje todavía sigue sin entender, ni las explicaciones, ni el sentido de p.

Podríamos intentar ahora, ya algo desesperados, la enor­me empresa de llevar a cabo un análisis lógico de la proposi­ción hasta llegar a sus componentes elementales últimas, que figuran estados de cosas atómicos y que se conectan de mane­ra inmediata con la realidad. Luego de los esfuerzos extremos que hay que empeñar para lograr esto (se trata, sin duda, de un ejemplo muy idealizado), la persona no comprende aún la proposición, ni su exhaustivo análisis, ni su relación con la rea­lidad. Comenzamos ya a sospechar que estamos ante un caso absolutamente irremediable y hasta ahora no visto de incom­petencia lingüística. Tal vez esta persona es totalmente incapaz de entender hasta lo más obvio, lo que para cualquier otra persona en uso del habla es absolutamente claro".

3:1 En ese punto (¡probablemente mucho antes!) el ejemplo puede

resultar demasiado inverosímil. ¿Cóm o puede haber comunicación

con alguien asi? Sin embargo, en aras de la aclaración que pretende­

mos hacer, supongamos que la persona en cuestión ha dicho cosas to­

talmente fuera de lugar luego de las explicaciones y que, sin embargo,

con una obstinación casi inquebrantable seguimos insistiendo en en-

Quizá, en nuestra desesperación, se nos llegue a ih im u que lo que le hace falta a este pobre hombre es una compren sión muy básica de lo que se requiere, en general, para que una proposición cualquiera tenga sentido. Y entonces tal ve/, podamos, como último recurso, tratar de (habiéndole dado una buena repasada al Tractatus) explicarle una concepción lógico-filosófica muy fundamental de lo que es en general el sentido de una proposición, de las condiciones lógicas que debe cumplir una proposición cualquiera para tener sentido, para poder representar lo real. Por supuesto, inmediatamente nos daríamos cuenta, antes de siquiera intentarlo, de que la persona no podrá comprender nuestra pretendida explica­ción general por las mismísimas razones por las que no com­prendía la, a primera vista poco problemática, proposición original p. Y si todavía llegara a ocurrírsenos la feliz idea de emplear otro lenguaje que no presuponga las mismas condi­ciones lógicas de sentido que el nuestro, con la vana esperan­za de poder, ahora sí, entendemos con nuestro desamparado personaje, lo que ocurriría, más bien, sería que ya ni siquiera podríamos entendemos nosotros mismos. Pues recordemos que en el Tractatus se sostiene que las condiciones de sentido de nuestro lenguaje son también las de cualquier lenguaje po­sible que pretenda reflejar la realidad (y ésta se ha asumido como la función esencial de todo lenguaje), por lo tanto un supuesto lenguaje que no las cumpliese carecería completa­mente de sentido^.

irar en comunicación con él. La inevitable implausibilidad del ejemplo

no le resta fuerza, confiamos, al punto que se quiere ilustrar con él.

36 El ejemplo se complica todavía más si se tiene en cuenta qu<‘ rl

propio Wittgenstein reconoce al final de su Tractatus, que sus iiiirn

El problema radica aquí en que cualquier explicación “completa”, “última” del sentido de las proposiciones del lenguaje descansa sobre o presupone lo que se pretende ex­plicar. Si alguien entiende ya la proposición p no necesita de tal explicación (¡suponiendo que no sea filósofo y cierto dpo de filósofo!). Y si alguien tiene tal incompetencia lingüística como la que hemos fabulado aquí, ninguna explicación te servirá para superarla, pues en cualquiera se emplearía ine­ludiblemente lo que no comprende aún y se requeriría, jus­tamente, la competencia de la que carece.

Con el ejemplo hemos tratado de mostrar que ninguna explicación general del sentido y de las condiciones de verdad de una proposición puede ser completa o absoluta. Las expli­caciones deben terminar en algún punto en el que el sentido

tos en esta obra de trazar los limites de lo decible y lo pensable, chocan

con esos mismos límites. Es decir, las proposiciones del Tractatus no

cumplen con los requisitos que se exigen en él para que una proposi­

ción tenga sentido. En efecto, las proposiciones del Tractatus no figuran

estados de cosas y, de acuerdo con las ideas mismas de esta obra, care­

cen de sentido. Wittgenstein, al pretender examinar tas condiciones que

debe cumplir un lenguaje para poder reflejar lo real, ha traspasado los lí­

mites que separan lo que tiene sentido de lo que no lo tiene, pues ha ne­

cesitado recurrir a “proposiciones" que no cumplen tales condiciones. Se

ha tropezado, pues, con las mismísimas dificultades que estamos seña­

lando en esta parte de nuestro trabajo. La clara conciencia que él tiene de

este problema se expresa en su bella y famosa metáfora de la escalera:

“Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; quien me com ­

prende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que él haya

salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, por así decirlo, tirar la esca­

lera después de haber subido por ella.)” (TLP, 6.54, p. 203).

se muestre de manera inmediata sin que se necesite expliau más37. Si no se llega a este punto, o si éste no existiera, las ex plicaciones no aclararían nada. Dicho de otro modo: toda ex­plicación de las condiciones lógicas de sentido debe reposar sobre la previa posesión de un sentido que no requiera, a su vez, de explicación. De lo contrario no podría explicarse na­da. En el Tractatus se asume que el nivel en el cual el sentido se muestra de modo completamente perspicuo, sin necesidad de decirlo expresamente o de dar explicaciones ulteriores, es el nivel de las proposiciones elementales. En este nivel el sen­tido debería poder mostrarse y captarse de manera inmediata, diáfana, transparente. Las proposiciones elementales debe­rían poder cumplir la aspiración de claridad completa que tanto desvelaba a Wittgenstein.

Vemos aquí cómo la distinción entre decir y mostrar jue­ga un papel esencial. Entre las variadas cosas de las que Witt­genstein afirma que no pueden decirse, sino mostrarse, se cuentan las condiciones lógicas que deben satisfacer las pro­posiciones para tener sentido, poder ser verdaderas o falsas, y la forma lógica que debe tener el lenguaje para poder refle­jar la realidad. Dada una proposición elemental, en ella debe

37 La idea de que las explicaciones o razones se agotan y que de­

ben, entonces, reposar finalmente (si es que reposan en absoluto y no

quedan suspendidas en el aire) sobre algo que ya no hay que expli­

car, de lo cual no hay que dar razones, es una idea que será también

muy importante en los puntos de vista sobre el significado y la aplica

ción de reglas que expone Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Pero en esta obra aquello que no hay que explicar más, el punto en el

que podemos dejar de dar razones es muy distinto, com o lo v w n in s

posteriormente.

[**]RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

estar mostrada, exhibida su forma lógica de representación o de figuración, la cual debe coincidir con la forma lógica de lo representado, coincidencia que es condición para que ella ten­ga sentido, para que pueda representar o figurar un estado de cosas. Pero lo que la proposición muestra, ella no lo puede decir o representar:

2.172 L a figura, sin em bargo, no puede figurar su for­

m a de figuración; la muestra.

2.173 L a figura representa su objeto desde fuera (su

punto de vista es su form a de representación), porque la fi­

gura representa su objeto, justa o falsamente.

2.174 La figura no puede sin em bargo situarse fuera de

su form a de representación1*1.

Con estas palabras Wittgenstein sintetiza muy condensa- damente lo que hemos venido tratando de aclarar: si descri­bo o trato de explicar la forma lógica usando proposiciones fácticas, la descripción debe poder ser correcta o falsa y en­tonces ella debe representarla “desde fuera”, es decir, sin po­seer dicha forma lógica. Pero al no poseerla la descripción carece de sentido, no puede representar ni describir nada, no puede ser justa o incorrecta. La imposibilidad de dar una ex­plicación absolutamente completa, en un lenguaje fáctico, de los requerimientos lógicos para que una proposición tenga sentido, comporta una imposibilidad de dar cuenta de mane ra completa, en tal lenguaje, de la noción de verdad como correspondencia. El que una proposición sea verdadera de­pende de su concordancia con la realidad a la que represen-

ta. La verdad, en general, depende de la manera como están relacionados lenguaje y realidad. Pero no hay un punto de vista exterior y privilegiado que permita pensar y describir esta relación, por así decirlo, “desde fuera”. Al pensar, expli­car, describir estamos necesariamente inmersos en el lengua­je, o en algún lenguaje, y todo lo que digamos en él tiene que cumplir ya sus, en últimas, inexpresables e injustificables condiciones de sentido y verdad. Como no podemos salimos de uno de los extremos de la relación de isomorfismo en que se fundan el sentido y la verdad, no podemos ver desde un pretendido punto de vista exterior y privilegiado los extre­mos, para explicar cómo están relacionados. Sólo podemos ver de la relación lo que de ella se nos muestra en una de las partes relacionadas, la del lenguaje y el pensamiento, y esto que se nos muestra de ella no podemos decirlo, ni dar razones o justificaciones de ello.

La concepción de verdad como correspondencia del Trac- tatus se apoya sobre la concepción pictórica del sentido de las proposiciones. Sólo de una proposición con sentido se puede decir si es verdadera o falsa y sólo si una proposición figura una situación posible en la realidad, se puede compa­rar el sentido de la proposición con los hechos para determi­nar su valor de verdad, es decir, para determinar si el sentido de la proposición está de acuerdo con los hechos. Pero, ¿en qué consiste propiamente esta concordancia? ¿En qué con­siste la comparación entre la proposición (o su sentido) y la realidad que permitiría establecer la verdad o falsedad de la primera? ¿Y cómo podría justificarse o fundamentarse la idea de que la verdad consiste en tal concordancia? Rcspcc ln a estos interrogantes y a la posibilidad de resolverlos sr jnr sentan dificultades anáJogas a las que encontramos ;il <lis< n

tir la cuestión de cómo explicar las condiciones de sentido de una proposición. No debemos esperar, entonces, que se pueda dar una solución última y completa a estas preguntas.

Con argumentos similares a los que muestran la inefabi­lidad de los presupuestos lógicos del sentido, tratemos de mostrar ahora la injustificabilidad de la teoría de verdad co­mo correspondencia y la inefabilidad de esta noción. Volva­mos a la sencilla proposición p (que ya nos causó no pocas dificultades) y supongamos que ella es verdadera, esto es, que corresponde a un hecho. Supongamos también que un nuevo personaje (éste no sufre de incompetencia lingüística pero es un escéptico irredimible) nos pide una justificación de la verdad de p. Le decimos simplemente, esperando con ello resolver la cuestión, esta vez en pocos segundos y sin mayo­res esfuerzos, que es evidente que la proposición p está de acuerdo con los hechos. El escéptico no queda, sin embar­go, muy satisfecho y nos pide que expliquemos y justifique­mos esta relación de concordancia o correspondencia entre p y los hechos a la que, según él, hemos recurrido como si fuera algo completamente sobreentendido (y ya anticipamos al oír esta exigencia nuevos dolores de cabeza). Si quisiéra­mos describir esta concordancia entre p y el hecho represen­tado por p usando otras proposiciones fácticas, estaríamos asumiendo que dicha concordancia es un nuevo hecho, en cierto sentido de segundo orden, en el que se conectan los elementos de la proposición con los del hecho figurado por ella. En otras palabras estaríamos asumiendo que hay una figura de segundo orden en la que la figura original p concuer­da con el hecho. Y si expresáramos y afirmáramos la con­cordancia entre p y lo figurado por p, entendida como un hecho de segundo orden, mediante una nueva proposición q,

que sería una figura de segundo orden, el escéptico no des­perdiciaría la oportunidad de exigir ahora una justificación de la verdad de esta figura de segundo orden q. Se vislumbra ya la amenaza de una caída en una regresión infinita.

Para seguir la muy recomendable estrategia de atajar las regresiones infinitas desde el mismo comienzo, tendríamos que negar que la concordancia entre p y el hecho sea un nue­vo hecho de segundo orden expresable en una nueva propo­sición fáctica. La moraleja que habría que extraer, entonces, de nuestro fabulado encuentro con el escéptico es que la con­cordancia entre una proposición verdadera y el hecho figurado por ella no es, ella misma, un nuevo hecho y, por consiguien­te, no puede describirse en el lenguaje fáctico que Wittgen- stein delimita en el Tractatus. Así como la forma lógica, en cuanto condición de sentido, ya quedó confinada dentro de lo inefable, lo trascendental, la concordancia entre proposiciones y hechos, que es la condición de verdad, también queda más allá de los límites que Wittgenstein trazji a lo decible. La concordancia entre p y el hecho, que constituyen la verdad de p, debe estar mos­trada, exhibida cuando se hace la comparación entre p y la realidad; pero ella no puede decirse, describirse ni justificar­se mediante otras proposiciones fácticas, ya que esto nos pre­cipitaría en una regresión infinita. Nuevamente, como en el caso del sentido, los fundamentos o presupuestos lógicos mismos de la concepción de la verdad resultan ser inefables e injustificables. La pretendida verdad acerca de la verdad no podría ser demostrada, sino que tendría que asumirse. La plausibilidad de la teoría de correspondencia que Wittgens­tein asume, reposa sobre el hecho de que ciertas cosas que no pueden decirse, ni explicarse, ni justificarse se mueslirn en las proposiciones del lenguaje y en sus comparación«**

con los hechos. Si, por ejemplo, alguien dijese “yo quiero saber cuáles son las condiciones que deben darse para que la proposición p sea verdadera, quiero que se me explique có­mo compararla con los hechos y cuál es exactamente la rela­ción de concordancia que debo buscar ver para establecer su verdad, si es que realmente la verdad consiste en una con­cordancia con los hechos”, lo único que podríamos respon­derle, si p es elemental, sería algo parecido a “lo que tiene que ocurrir es que p” y tal vez señalar, exhibir de algún mo­do lo que no puede expresarse ni explicarse recurriendo a otras proposiciones: la correspondencia entre la proposición y el hecho.

En este nivel muy básico de nuestra exposición de la con­cepción pictórica del sentido y de la noción de verdad como correspondencia en el Tractatus nos chocamos con el infran­queable límite de lo decible, nos topamos con lo inefable y quedamos condenados al silencio. Silencio que tendremos que romper en el siguiente capítulo para examinar las críti­cas que formula el propio Wittgenstein a sus concepciones del Tractatus. Estas críticas deben poder conducirnos a nue­vas perspectivas que nos permitan volver a decir algo positi­vo sobre el significado y la verdad.

Capítulo Dos

Bajando al viejo caos. E l abandono de las concepciones del Tractatus

y el surgimiento de una nueva perspectiva

Al filosofar debemos bajar al viejo caos y sentimos bien allí.

Wittgenstein Observaciones (1948)

Introducción

En el primer capítulo hemos visto cómo la concepción de la verdad como correspondencia formulada en el Tractatus se apoya en una ontología atomista, en la concepción pictórica del significado y en una imagen del lenguaje como reflejo o copia isomórfica de la realidad. En este segundo capítulo pre­tendemos mostrar cómo en su obra posterior, particularmen­te en las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein abandona estos puntos de vista básicos del Tractatus y considera la noción de significado y la relación entre lenguaje y realidad bajo una nueva perspectiva. Este cambio de perspectiva debe implicar un cambio en la concepción de la noción de verdad. Tratare­mos, en el siguiente capítulo, de extraer y examinar las im­plicaciones que tiene el cambio de perspectiva que expondremos en el presente capítulo para el concepto de verdad.

En la parte I de este capítulo se expondrá la manera cnnin Wittgenstein, en sus Investigaciones filosóficas, critica y abundo na los puntos de vista básicos que había adoptado en el ¡rtn tatus. Las ideas fundamentales de esta obra tempran» se ven,

bajo esta mirada crítica, como cuestionables intentos de satis­facer un ideal absoluto de claridad en el lenguaje y de deter­minación totalmente precisa del sentido de sus proposiciones. Para superar este ideal Wittgenstein se apoya en una nueva perspectiva, a la que dedicaremos el resto del capítulo. Trata­remos de mostrar cómo algunas de las nuevas ideas centra­les de su pensamiento tardío surgen, en buena medida, de sus esfuerzos por abandonar las metas e ideales que, según él, lo tuvieron atrapado y por aclarar los malentendidos filo­sóficos surgidos de ellos. Por esta razón, en nuestros intentos de comprender sus nuevos puntos de vista insistiremos mu­cho en su aspecto negativo y crítico, y los contrastaremos reiteradamente, para comprenderlos más claramente, con los del Tractatus. Nos proponemos examinar, en particular, dos aspectos centrales de su pensamiento tardío que tienen especial relevancia para nuestra ulterior discusión sobre la relación entre lenguaje y realidad y sobre la noción de ver­dad: en primer lugar, la relación entre significado y uso y el énfasis que se da al uso efectivo que damos al lenguaje en contextos específicos (juegos de lenguaje) como aquello que da sentido a sus expresiones (parte II); en segundo lugar la noción de seguir una regla y su relación con la noción de significado (parte III).

/. Mirada retrospectiva al ideal de purezfl cristalina

Algunas de las dificultades que se presentan al tratar de com­prender las primeras secciones de las Investigaciones filosóficas radican en que, si bien es claro que en ellas se somete a una dura crítica cierta concepción del lenguaje y de su relación con la realidad, en muchos pasajes no resulta del todo claro

qué es propiamente lo que se está poniendo en cuestión ni cuál es el propósito de tal crítica. En ciertas interpretaciones de esta obra estas dificultades conducen a las preguntas por “la naturaleza del interlocutor de Wittgenstein en las primeras secciones”1, por el punto acerca del cual trata la crítica y por su objetivo2.

Entendidos como una crítica a las concepciones básicas acerca del lenguaje defendidas en el Tractatus o a las ideas de algún otro filósofo, los ataques de Wittgenstein parecen injus­tos. Resulta muy difícil creer que alguien haya sostenido, como tesis filosóficas o como parte de una teoría sobre el lenguaje o sobre el significado, ideas tan ingenuas como las que Witt­genstein toma como blanco de su crítica en las primeras sec­ciones de las Investigaciones filosóficas. “Cada palabra tiene un significado. Este significado está coordinado con la palabra. Es el objeto por el que está la palabra” (iF, § 1, p. 17). En el Tractatus, por ejemplo, estas afirmaciones no tienen la validez general que aquí se les atribuye. No obstante, gran parte de las críticas expuestas en los primeros parágrafos de las Inves­tigaciones filosóficas si pueden tomarse como dirigidas contra el Tractatus. Lo que dificulta su interpretación es que algunas de ellas, en cierto sentido las más radicales, no constituyen ata­ques contra tesis específicas y explícitas de su primera obra, ni tampoco contra teorías allí desarrolladas, sino, más bien,

1 Goldfarb, Warren D: “I want you to bring me a slab: Remarks

on the opening sections of the Philosophical Investigations”, en Syn theseüfi, 1983, p. 266.

2 Ver, por ejemplo, von Savigny, Eike: Wittgensteim Philosofifiisi/ir Untersuchungen, Band I, 2. Auflage, Vittorio Klostermann, Frankfml .mi

Main, 1994, p. 1-2.

contra las fuentes de las que se originan tales tesis y teorías. No se trata, pues, principal o exclusivamente de refutar ciertas afir­maciones o supuestos básicos formulados expresamente, sino de cuestionar, problematizar y, finalmente, liberarse de las imágenes, tendencias e inclinaciones no tematizadas que ha­brían sido las que, en últimas, motivaron y determinaron la manera concreta como se llevó a cabo la labor filosófica de indagación acerca del lenguaje en el Tractatus. Una vez supe­radas tales tendencias y las confusiones filosóficas que surgen de ellas, la crítica puede, entonces, conducir a lo que podría­mos tomar como su objetivo principal, esto es, considerar al lenguaje y su funcionamiento efectivo desde un nuevo punto de vista, que ya no esté determinado por tales tendencias y que esté libre de los malentendidos a los que ellas dieron lugar.

Entre las motivaciones que jugaron un papel muy deter­minante en la formulación de los problemas abordados en el Tractatus y en la forma que adquirieron las soluciones dadas a ellos, está la de buscar explicaciones generales y últimas que cum­plan con un ideal y una exigencia extremos de rigor, claridad y per­fección. Este ideal llegó a constituirse en la perspectiva a través de la cual se insistía tercamente, como si fuera la única correc­ta o posible, en ver, valorar e interpretar lo que se deseaba explicar y fundamentar; el afán de explicar y fundamentar de manera universal y definitiva podría entenderse también co­mo una manifestación de ese ideal, como una manera o la manera, por excelencia, de satisfacerlo:

El ideal, tal com o lo pensam os, está inam oviblem ente

fijo. No puedes salir fuera de él: Siem pre tienes que volver.

No hay ningún afuera; afuera falta el a ir e .- ¿De dónde pro­

viene esto? La idea se asienta en cierto m odo com o unas

gafas sobre nuestras narices y lo que m iram os lo vem os a

través de ellas. N unca se nos ocurre quitárnoslas.3

La transformación que lleva desde el Tractatus a las con­cepciones posteriores de Wittgenstein implica el abandono de este ideal y la adopción de una nueva perspectiva. Lo difícil de esta transformación estriba en que a la vieja perspectiva se la había absolutizado como la única manera correcta de con­siderar el lenguaje, como el único punto de vista privilegiado que permitía calar hasta su esencia. El punto de vista que se desea superar y el ideal que lo orientó llegaron a imponerse con cierto carácter forzoso, como si desde siempre se hubiese mirado a través de ellos y uno, en su obstinación, no se hubie­ra dado cuenta de que podía prescindir de los mismos.

El cambio de perspectiva que queremos examinar puede describirse, en términos muy generales, como el volver la vis­ta de lo que debería ser un lenguaje ideal absolutamente de­terminado, puro, claro e inequívoco para dirigirla ahora hacia la manera como, de hecho, funciona el lenguaje, tal como lo usamos corrientemente, con todas sus ambigüedades, impre­cisiones, vaguedades, asperezas, las cuales, sin embargo, no afectan en lo más mínimo nuestro efectivo empleo del mis­mo. Así describe Wittgenstein su decisión de abandonar su antiguo punto de vista, de quitarse las gafas, que habían llega­do a ser, casi, parte de sus propios ojos:

C uanto m ás de cerca exam inam os el lenguaje efectivo,

más grande se vuelve el conflicto entre él y nuestra exigen

cia. (La pureza cristalina de la lógica no me era dada como

resultado, sino que era una exigencia.) El conflicto se vuelve

insoportable; la exigencia am enaza ahora con convertirse

en algo vacío. Vamos a parar a terreno helado en donde falta

la fricción y así las condiciones son en cierto sentido ideales,

pero tam bién por eso m ism o no podem os avanzar. Q uere­

m os avanzar; por ello necesitam os la fricción. ¡V uelta a terre­

no áspero!4.

Se trata de abandonar el espacio lógico puro, cristalino, helado del Tractatus, para regresar al terreno áspero y ver có­mo funciona allí, en su lugar natal y natural, el lenguaje que usamos habitualmente. En este punto surge el siguiente pro­blema: ¿Permite este cambio de perspectiva que aquí se pro­pone comprender más claramente o más correctamente el lenguaje y su relación con lo real? ¿Hay un(os) criterio(s) que permita(n) establecer cuál, entre distintas perpectivas bajo las cuales se mira el lenguaje y su relación con la realidad, es la mejor o la más correcta o la más verdadera y en qué sentido lo es? ¿O, quizá, las diferentes perspectivas son simplemente distintas y arrojan luz sobre diversos aspectos de lo que se desea ver con claridad?

En el pasaje que acabamos de citar se sugiere que la nue­va perspectiva, la vuelta al terreno áspero, es más adecuada o aconsejable, en el sentido de no ser “vacía”, de permitir “avanzar” y de permitir ver cómo “efectivamente”, realmen­te usamos el lenguaje. Parece, entonces, que, juzgada según su concordancia (en un sentido vago, diferente claro está al sentido del Tractatus) con el uso efectivo que hacemos del len­guaje, y no con un cuestionable ideal, la nueva perspectiva es

preferible. Volveremos más adelante sobre esta cuestión. Por lo pronto tratemos de precisar este cambio de óptica en tér­minos menos metafóricos que los que hemos empleado hasta ahora.

Habría que aclarar, en primer término, cuál fue, más exac­tamente, ese ideal que orientó las indagaciones del Tractatus. Ya nuestras consideraciones preliminares acerca de esta obra nos permiten desentrañar el ideal (de raigambre fregeana) de un lenguaje cuyos enunciados posean un sentido absolutamente puro, claro, preciso, determinado e inequívoco. Un sentido que no cumpla con estas exigencias no sería, en absoluto, un senti­do: “Vaguedad en lógica -queremos decir- no puede existir. Vivimos ahora en la idea: el ideal ‘tendría’que encontrarse en la realidad.” (IF, § 101, p. 119). Tratar de determinar el sen­tido de un enunciado, pero admitiendo una vaguedad, por mínima que ésta sea, sería, para usar una imagen de las In­vestigaciones filosóficas (ver IF, § 99, p. 119), como tratar de ence­rrar a una persona en un cuarto, pero dejándole una puerta abierta, ¡una sóla de todas! Lo cual no es del todo absurdo, si la puerta abierta es muy pequeña, o inaccesible, o... Así como puede pensarse que hay distintas maneras de ence­rrar a alguien en un cuarto, unas más efectivas o seguras que otras, pero que no es nada claro lo que pueda ser, en general, un encierro absoluto, asimismo puede pensarse que hay distintas maneras de precisar o aclarar el sentido de un enunciado, pero que la idea de un sentido absolutamente de terminado e inequívoco es, ella misma, muy poco clara, tal vez vacía.

De todas maneras, buena parte del Tractatus está dedicado a mostrar que, pese a las apariencias que resultan de umi con sideración superficial del lenguaje que emplearnos coim-uir

mente, éste reposa, en últimas, sobre una oculta estructura profunda en la que los enunciados elementales poseen un sentido totalmente preciso, determinado y perspicuo. Los de­más enunciados, que son funciones veritativas de enunciados elementales, poseerían un sentido también completamente determinado, en cuanto sus condiciones de verdad pueden derivarse, mediante un cálculo realizable según reglas exac tas, de los posibles valores de verdad de estos últimos. Vimos ya cómo a la ontología atomista del Tractatus, a la existencia de los simples, se llega deduciéndola como condición necesa­ria para que las proposiciones elementales tengan un sentido que no dependa de nada exterior a ellas, en particular, que no dependa de lo fáctico, de la verdad de otros enunciados {lo cual conduciría a una regresión infinita). Así pues, el requeri­miento, así se lo llama ya en el Tractatus, de que el sentido esté absolutamente determinado lleva a requerir también la exis­tencia de los simples (ver TLP, 3.23).

Ahora bien, este requerimiento extremo, que juega un papel tan fundamental en el Tractatus, entra en conflicto con la manera como se usa de hecho el lenguaje. El ideal “ten­dría” que encontrarse en la realidad y, sin embargo, cuando examinamos la manera como usamos en la práctica el len­guaje, no logramos encontrarlo. Los enunciados que usamos habitualmente no poseen un sentido absolutamente determi­nado. Ellos están muy lejos de satisfacer la aspiración de pure­za y claridad perfectas que orienta los esfuerzos del Tractatus, lo cual no impide, empero, que en la práctica nos entenda­mos bien empleándolos. Pero si lo que se desea es mante­nerse obstinadamente aferrado al ideal o si no se logra escapar a su aparente carácter forzoso (“no se nos ocurre” prescindir de él), el conflicto ha de resolverse considerando los enun-

ciados que de hecho usamos como expresiones imperfecta* y vagas de un sentido absolutamente claro que tiene que ser encontrado. Si éste no se presenta abiertamente ante nues­tros ojos, hay que ir a buscarlo en las profundidades para de­senterrarlo y sacarlo a la luz. Si esta pureza cristalina a la que se aspira no se encuentra en el lenguaje que efectiva­mente empleamos, entonces, en lugar de abandonar el ideal como vacío, inconducente o poco realista, se opta, en lugar de ello, por suponer que tal ideal tiene que estar cumpliéndose ya en un nivel oculto profundamente bajo la superficie de nuestro uso cotidiano, vago e impreciso del lenguaje. Para decirlo de otra ma­nera, si no se halla el ideal que “tendría que encontrarse”, se lo introduce en un nivel oculto y se pretende que siempre ha estado ahí, fijo, invariable, eterno, necesario aunque no lo hubiéramos advertido:

‘L a esencia nos es o cu ltd : ésta es la form a que tom a ahora

nuestro problem a. Preguntam os: «¿Q ué es el lenguaje?»,

« ¿Q uées la proposición?» Y la respuesta a estas preguntas

ha de darse de una vez por todas; e independientem ente de

cualquier experiencia futura...''.

El ideal ha conducido, o más bien ha descaminado, a ale­jar nuestro interés y nuestra mirada del uso habitual del len guaje y exige ahora ir a la caza de quimeras (ver IF, § 94, p. 115), nos obliga a extraviamos, a hurgar en las honduras para tratar de extraer esencias ocultas: la esencia del lenguaje, la de la proposición, la de su sentido,... Y se plantean más exi gencias imposibles de cumplir: las preguntas por las esencúis

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

ocultas sólo pueden solucionarse cuando se encuentren res­puestas definitivas, absolutas, necesarias, eternas, a priorib.

El medio por el cual se supone que se podrían satisfacer estas exigencias y por el cual se podría cavar hasta lo más hon­do hasta finalmente desenterrar el pretendido nivel oculto, fundamental en el que el sentido se debería manifestar con su absoluta pureza y perspicuidad, que se echa de menos en la superficie, es el análisis:

Pero ahora puede llegar a parecer com o si hubiera algo

com o un análisis último de nuestras formas de lenguaje, y

así una única form a com pletam ente descom puesta de la ex ­

presión. Es decir: co m o si nuestras form as de expresión

usuales estuviesen, esencialm ente, aún inanalizadas; com o

si hubiera algo oculto en ellas que debiera sacarse a la luz.

Si se hace esto, la expresión se aclara con ello com pletam en­

te y nuestro problem a se resuelve7.

Este análisis llevado a su término conduciría a descubrir los escondidos enunciados elementales a través de los cuales el lenguaje adquiere, por medio de la asociación entre nom­bres y objetos simples, su conexión directa e inmediata con la realidad. Son tales enunciados cristalinos, en los que deberían descomponerse los ásperos enunciados que empleamos coti-

(l Es oportuno recordar en este punto las siguientes palabras que

Wittgenstein escribió en el prólogo del Tractatus: Por otra parte la

verdad de los pensamientos aquí com unicados m e parece intocable

y definitiva. Soy, pues, de la opinión de que tos problemas han sido,

cu lo esencial, finalmente resueltos (TLP, p, 33).

' II-, § !H, p. 113.

dianamente, los que podrían asegurar que el lenguaje cum­pla su función esencial de representar figurativamente lo real, pues poseen un sentido completamente transparente y deter­minado.

Wittgenstein no prescinde del análisis en su obra posterior, pero en ella ya no le asigna la imposible tarea de desentrañar la esencia, de cavar hasta llegar a los componentes últimos de la realidad y del sentido. El análisis ya no se entiende como un análisis (onto)lógico en el que los enunciados y los objetos complejos se descomponen en sus partes simples, atómicas, sino como un análisis gramatical en sentido amplio, es decir, un análisis de los usos efectivos de las palabras en diferentes circunstancias, que son los que les dan sentido. El propósito que se persigue con éste último es bien diferente: ya no des­ocultar un presunto sentido último y absoluto, sino aclarar malentendidos que surgen cuando las palabras se extraen del contexto en el que habitualmente se emplean.

De esta manera Wittgenstein arroja una mirada retrospec­tiva y crítica sobre la manera cómo sus indagaciones sobre el lenguaje condensadas en el Tractatus, las preguntas que allí se planteó, la forma cómo se las planteó y la manera particular cómo trató de darles solución, fueron determinadas por lo que él llamó “el prejuicio de la pureza cristalina” ( i f , § 108, p. 122). Tras el abandono de tal prejuicio, una vez superado su presunto carácter obligante, las elaboradas respuestas y soluciones del Tractatus quedan como suspendidas en el va­cío. La motivación que las había hecho surgir desaparece y ellas se derrumban como “castillos en el aire” quedando “li­bre la base del lenguaje sobre la que se asientan” (IF, § 118, p. 127). Sobre esa base libre se puede ahora arrojar una mi­rada muy distinta.

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

II. Regreso a l terreno áspero

Veamos ahora cómo sobre la base libre que queda tras el aban­dono de la perspectiva idealizante del Tractatus surge otro pun­to de vista, es decir, veamos cómo Wittgenstein vuelve sobre el “terreno áspero” o “baja al viejo caos”. No se trata de cons­truir nuevos castillos de viento, nuevas teorías a priori, tras­cendentales sobre el significado, el lenguaje y su relación con lo real; más bien se busca verlos de una manera distinta y dar una descripción, en lo posible libre de prejuicios y aspiracio­nes desmesuradas, de lo que nos muestra esta nueva mirada. Como hemos señalado, este cambio de perspectiva puede en­tenderse, a muy grandes rasgos, como una renuncia a la bús­queda de esencias ocultas y explicaciones generales, un volver la vista de las profundidades en las que se había extraviado hacia lo que está ahí delante ante nuestros ojos. Lo que tene­mos ante nuestros ojos es el uso efectivo y habitual del lenguaje en diferentes contextos o situaciones. La mirada profunda y con­centrada que trataba de penetrar hasta lo oculto, se dirige ahora hacia la superficie y allí se dispersa para tratar de lo­grar lo que Wittgenstein llama una visión sinóptica o pano­rámica (Übersicht) del funcionamiento del lenguaje, de los diversos usos que hacemos de él:

U n a fuente principal de nuestra falta de com prensión es

que no vem os sinópticam ente el uso de nuestras palabras.

— A nuestra gram ática le falta visión sin óp tica .- L a repre­

sentación sinóptica produce la com prensión que consiste en

V er conexiones’. D e ahí la im portancia de encontrar y de

inventar casos intermedios.

El concepto de representación sinóptica es de fundamen­

tal significación para nosotros. Designa nuestra form a de re­

presentación, el m odo en que vem os las cosas. (¿Es esto una

‘Weltanschauung’?)8.

Nuevamente surge aquí la pregunta de si esta “forma de representación” constituye una perspectiva privilegiada que permite ver las cosas como realmente son o si es un punto de vista más entre muchos posibles que permite ver ciertos aspec­tos de ellas. Podría pensarse que, luego de que se ha recono­cido que se veían las cosas a través de las gafas de un ideal y luego de despojarse de esas gafas que hacían ver ilusiones, pero de las cuales parecía que no se podía prescindir, ahora sí pueden apreciarse las cosas como son realmente y no como creemos o aspiramos a que deberían ser. Sin embargo, Witt- genstein no quiere caer de un prejuicio a otro; él enfatiza que esta nueva perspectiva es su perspectiva y no la perspectiva correcta o verdadera: “Queremos establecer un orden en nuestro conocimiento del uso del lenguaje: un orden para una finalidad determinada; uno de los muchos órdenes posi­bles; no el orden” (IF, § 132, p. 131).

¿Pero entonces todas las perspectivas están en pie de igual­dad, en el sentido de que todas son posibles y ninguna es más adecuada que las demás? Puede haber unas más adecuadas que otras para ciertas finalidades. Lo que se niega en este pa­saje es que haya una que sea la correcta en un sentido abso luto. Nos quitamos unas gafas, pero no para tratar de lograr una visión inalcanzable: la visión directa de las cosas tal como en verdad son, sin mediación de perspectiva particular ul̂ u

RAUL MELENDEZ ACUNA

na. Si un punto de vista acerca del lenguaje y su relación con la realidad determina cosas tan básicas como qué criterios pueden emplearse para determinar cuáles enunciados pueden considerarse como significativos, para establecer en qué con­sistiría su sentido o significado, para decidir qué enunciados con sentido pueden tomarse como verdaderos, para saber qué se entiende en distintos contextos por ‘correcto’ o ‘adecuado’, ‘justificado’ o ‘injustificado’, entonces resulta difícil dar una justificación de esta perspectiva sin presuponerla, con lo cual se cae en un círculo, o sin salirse de ella y apoyarse en otra que requeriría a su vez de justificación, con lo cual se corre el riesgo de caer en una regresión infinita. Aquí caeríamos de nuevo en los atolladeros y extravíos a los que lleva la cues­tionable aspiración de dar justificaciones últimas y definitivas. Es justamente de la tendencia a buscar este tipo de justifica­ciones de lo que, entre otras cosas, Wittgenstein desea libe­rarse.

Es importante subrayar aquí que Wittgenstein no da, ni sería consecuente al hacerlo, argumentos que refuten conclu­yentemente sus concepciones del Tractatus, ni que sustenten de manera indubitable sus nuevos puntos de vista. El intenta, más bien, conducimos a considerar el lenguaje y su uso des­de otro punto de vista, trata de persuadimos en favor de una nueva manera de verlos. Y los medios que utiliza para lo­grar esto son, a menudo, más sutiles que la simple argumen­tación (esto no quiere decir, empero, que prescinda del todo de argumentos). Una idea central sobre la que él vuelve reite­radamente en su pensamiento tardío es que las razones, los ar­gumentos y las justificaciones se agotan, llegan a un término. Llegados a ese punto ellos podrían sustituirse por la persua­sión (ver, por ejemplo, SC, § 612). Una de las maneras como

puede llegar a lograrse la persuasión en favor de su nueva perspectiva es aplicándola, poniéndola en acción, observan­do y describiendo lo que se aprecia desde ella para ver si se logra en efecto una mayor claridad y una mejor compren­sión de cómo funciona efectivamente el lenguaje (aunque ca­be decir que justamente este propósito forma parte central de tal perspectiva y puede jugar un papel menos importante o incluso insignificante en otras, v. gr. la del Tractatus).

Se había señalado antes que sus nuevos puntos de vista acerca del lenguaje podrían considerarse como mejores o más adecuados que otros en relación con una finalidad concreta. Wittgenstein no aclara explícitamente en el pasaje citado arri­ba (IF, § 132} cuál podría ser esa finalidad, pero unas líneas después escribe:

No queremos refinar o complementar de maneras inaudi­tas el sistema de reglas para el empleo de nuestras palabras. Pues la claridad a la que aspiramos es en verdad completa. Pe­ro esto sólo quiere decir que los problemas filosóficos deben desaparecer completamentey.

La finalidad que se persigue al buscar una visión sinóptica del uso del lenguaje, de nuestras palabras es, tal como se la formula aquí, superar o disolver (y no resolver) los presuntos problemas filosóficos, que más que problemas son malenten­didos y que son los que nos impiden comprender con comple­ta claridad el funcionamiento del lenguaje. Esta aspiración a la claridad completa no coincide, por supuesto, con el ideal absoluto del Tractatus. Esta aspiración no se satisface encon­trando un fundamento último, oculto, sino que la claridad que se busca yace ante nuestros ojos en el uso del lenguaje y para

llegar a ella hay que despejar los malentendidos filosóficos que la oscurecen y librarse de visiones idealizadas que impi­den ver lo más patente.

Wittgenstein insiste en que su labor filosófica consiste en describir y exponer lo que su visión sinóptica muestra acerca del uso del lenguaje y no en explicarlo, ni fundamentarlo, ni interferir en él con la superflua pretensión de perfeccionarlo (ver IF, § 109 y § 124). Nuestro uso del lenguaje no necesita de explicaciones o fundamentaciones filosóficas pues ya tiene la suficiente claridad y funciona ya lo suficientemente bien. Pero el ansia de tales explicaciones y fundamentaciones no es sola­mente superflua. Ella no es tan inofensiva, pues nos enreda en confusiones y Wittgenstein llega incluso a diagnosticarla como una enfermedad, que, según él, debe ser tratada como tal, con las terapias que él practica (ver OFM, VI, § 31 y IF, §

133). Para disipar estas confusiones en las que nos envuelve un tipo de filosofía explicativa, fundamentadora, teorizante, él nos ofrece su filosofía descriptiva y terapéutica.

La visión sinóptica o Übersicht a la que aspira Wittgen­stein podría entenderse como una mirada panorámica que permite abarcar la muy amplia diversidad de maneras como empleamos ciertas expresiones del lenguaje en diferentes circunstancias, los aspectos más claramente visibles de esos usos, sus diferencias y sus conexiones, Pero no es una mira­da que se desparrame indiscriminadamente, queriendo ser lo más exhaustiva posible, sobre cualesquiera expresiones y usos de ellas, sino que se dirige a cumplir un propósito tera­péutico concreto. Los usos del lenguaje que se desea descri­bir con claridad son, específicamente, aquellos que ayudan a curarnos de confusiones y librarnos de malentendidos filo­sóficos.

Tratemos ahora de ilustrar cómo esta nueva perspectiva se aplica para disipar ciertos malentendidos concretos surgi­dos en el Tractatus. Algo que inmediatamente llama la aten­ción, cuando se considera esta obra bajo la nueva óptica, es la unilateralidad de su concepción sobre el lenguaje y su rela­ción con la realidad. Esta unilateralidad puede verse como efecto de un ansia de generalidad y una inclinación a buscar algo común y esencial a todo lo que denominamos con un mismo término general (ver CAM, p. 45), como ‘lenguaje’, ‘proposición’, ‘nombre’. Se busca que cosas muy diversas co­rrespondan forzadamente a una única descripción o explica­ción general, la cual capturaría la supuesta esencia común que unificaría lo diverso y que justificaría cobijarlo bajo un mismo término. Entonces, pasando por alto las muy diversas funcio­nes que hacemos cumplir al lenguaje en diferentes contextos, se puede llegar a la discutible idea de que todo lenguaje, no sólo el que de hecho usamos, sino todo lenguaje posible, tie­ne que cumplir una función esencial, característica, a saber, la de ser una representación o copia isomórfica de la realidad. Esta función se cumpliría por medio de proposiciones cuya esencia común sería ser figuras de los estados de cosas posi­bles que constituyen la realidad. Para que las proposiciones puedan ser figuras, todas deben compartir la misma forma general, esto es, la forma de concatenaciones de nombres que representan que los objetos nombrados están concatenados como lo están sus nombres en la figura proposicional. Con lo anterior ya se anticipa cuál es la función esencial común a todos los nombres: representar o denotar un objeto.

En los primeros parágrafos de las Investigaciones Wittgen stein toma como blanco de su crítica a una imagen de ln esrn

cia del lenguaje que él asocia con San Agustín y que resume

RAÚL MELENDEZ ACUÑA

en esta concisa formulación: “las palabras del lenguaje nom­bran objetos — las oraciones son combinaciones de estas deno­minaciones” (IF, §1, p.17). Si bien Wittgenstein atribuye esta imagen del función amiento del lenguaje a Agustín, él mismo la defiende en su Tractatus, por lo menos para el caso de los nombres y las proposiciones elementales (ver TLP 3.203 y4.22). En esta imagen “primitiva” del lenguaje puede verse la fuente de una teoría referencial del significado, de acuerdo con la cual el significado de un signo o de una expresión lin­güística sería una entidad asociada con el signo o expresión. En particular, el significado de un nombre sería el objeto de­notado por él y el de un enunciado sería el estado de cosas que él figura.

Criticando esta manera de ver la relación entre nombres y objetos simples, que ocupaba un papel tan básico en el Trac­tatus, Wittgenstein arguye que el que una palabra esté asocia­da a un objeto que le corresponda no es condición ni necesaria, ni suficiente para que la palabra tenga significado. La tesis se­gún la cual el significado de una palabra o expresión es un objeto no valdría, entonces, ni siquiera en el caso de los nom­bres (en el Tractatus ya se había rechazado esta tesis para el caso de las constantes lógicas veritativo-funcionales). El signi­ficado de un nombre no puede identificarse con el objeto que es su referente o portador, pues podemos seguir usándolo con sentido, aún en el caso de que el portador ya no exista (por ejemplo cuando se dice “el sr. X murió” o “el sr. N.N. era un famoso deportista” o “La espada Nothung se destruyó”, ver IF, § 39 a 42). Además yo puedo asociar convencional­mente un nombre, o lo que se pretende que sea un nombre, pongamos por caso ‘joj\ a un objeto, pero si posteriormente nadie más lo usa o se lo usa arbitraria, ininteligiblemente,

¿Tendría acaso ‘jo j’ sentido, en virtud de la mera asociación muy personal que he hecho entre él y el objeto? Suponer que sí sería desconocer que el lenguaje es una práctica o costum­bre que presupone un uso habitual, regular y uniforme. El que un nombre adquiera sentido y se pueda usar significa­tivamente no es algo que pueda ser garantizado en absoluto por medio de una ceremonia privada de bautismo que se rea­lice en una única ocasión y en la que establezca una asocia­ción entre un objeto y el nombre. Tal asociación no es, pues, suficiente para que el nombre adquiera un significado.

En el Tractatus la existencia de los objetos simples y la asociación entre los nombres y los simples nombrados, que constituirían su significado, era necesaria para que los enun­ciados tuviesen un sentido determinado. Esta asociación en­tre nombre y objeto se aprendería por medio de definiciones o explicaciones ostensivas (esta idea no se defiende explícita­mente en el Tractatus, pero puede tomarse como una inter­pretación natural que, en todo caso, Wittgenstein critica en sus Investigaciones). Wittgenstein objeta que una definición ostensiva mediante la cual se pretende enseñar el significado de un nombre sólo puede comprenderse cuando ya se sabe el papel que debe jugar el nombre en el lenguaje en el que se ha de emplear (ver IF, § 30). Si alguien señala un objeto ne­gro, digamos un zapato, y dice “eso es ‘negro’”, para ense­ñar el significado de la palabra a alguien que aprende a hablar, la definición o explicación ostensiva sólo puede ser correc­tamente interpretada si ya se sabe que se está señalando al color del zapato y no, por ejemplo, al zapato mismo c» a su

forma, etc. (aquí caben muchas interpretaciones distintas dr la explicación), y si se sabe, además, cómo puede lmcerse uso del nombre del color (uso que es muy dilrirnir ni

que se le da al nombre de un objeto, v. gr., un zapato). Quien entiende bien una definición ostensiva ya debe dominar bue­na parte del lenguaje. La asociación entre nombres y objetos enseñada a través de la ostensión no podría ser, entonces, el fundamento del significado, del lenguaje, de su conexión con lo real, ni de su aprendizaje, puesto que presupone ya cierto dominio y cierta comprensión del mismo.

La mera asociación aislada entre nombre y objeto no da al nombre su significado, ya que éste depende de los variados usos, y se trata naturalmente de usos públicos, que se le den al nombre en diversos contextos. Sólo a través de estos usos el nombre adquiere diferentes significados en distintas circuns­tancias, así no exista ningún objeto asociado a él o así no exista un único objeto asociado a él (lo cual muestra que la asocia­ción con un objeto tampoco es una condición necesaria para que un nombre tenga significado). Aislada de su empleo la asociación entre palabra y objeto es vacía, carece de sentido, de vida (ver CAM, p . 31 e IF, § 432),

En el Tractatus se requería no solamente la asociación en­tre nombres y objetos como condición fundamental para que el lenguaje pudiera cumplir la que se tomaba como su función esencial, esto es, la de representar figurativamente la realidad. Se requería, además, que los nombres genuinos debían refe­rir a objetos absolutamente simples, totalmente carentes de complejidad. Wittgenstein también critica esta noción absolu­ta de simplicidad asumida en el Tractatus (ver IF, § 46 y si­guientes). Las nociones ‘simple’ y ‘complejo’ son relativas al contexto y al uso, es decir, sólo adquieren sentido cuando se emplean en juegos de lenguaje, en circunstancias concretas. Lo que se llama ‘simple’ en un contexto no recibiría ese ape­lativo en otros. A preguntas como “¿Cuáles son las últimas

componentes simples de esta escoba?” no se les puede dar una respuesta clara, y no porque el proceso de análisis que supuestamente conduciría a la respuesta sea demasiado largo o impracticable, sino porque la pregunta en muchas situacio­nes no tiene sentido y si se le da un sentido concreto en cier­tos contextos determinados, las respuestas pueden ser muy diversas. Por ejemplo, un fabricante de escobas y un físico pueden, en situaciones distintas fácilmente imaginables, dife­rir en lo que llaman y toman como las partes simples de una escoba (el primero tal vez se inclinaría a decir, en ciertas cir­cunstancias, que las partes simples de la escoba son el palo, el cepillo y las cerdas; mientras que el otro, en circunstancias muy diferentes, diría que las partes simples de la escoba son quarks). Lo que resulta muy cuestionable es la idea del Trac- tatus según la cual hay una noción universal y absoluta de lo simple que subyace y está presupuesta en todos los usos sig­nificativos del lenguaje.

Vemos, pues, como toda la elaborada explicación gene­ral, idealizada y esencialista del lenguaje que se da en el Trac- tatus hace abstracción del obvio hecho de que el lenguaje, las proposiciones y los nombres funcionan en la práctica como instrumentos a los que se les dan los más diversos usos en diferentes contextos. Wittgenstein busca ahora, en lugar de dar una caracterización general y definitiva de lo que debe ser un lenguaje o su esencia, resaltar la abigarrada diversidad de actividades que pueden llamarse juegos de len guaje y los diversos usos que pueden recibir las proposicio­nes o los nombres en ellos (el que él no defina con absoluta precisión el sentido de la expresión ‘juego de lenguaje’ y se limite a ilustrar la noción con ejemplos, ya no puede en <■ sl«■ nuevo contexto ser una objeción):

La expresión «juego de lenguaje» debe poner de relieve

aquí que hablare 1 lenguaje form a parte de una actividad o de

una form a de vida.

Ten a la vista la multiplicidad de juegos de lenguaje en

estos ejem plos y en otros:

D ar órdenes y actuar siguiendo órdenes —

D escribir un objeto p o r su ap arien cia o por sus m e­

didas -

Fabricar un objeto de acuerdo con una descripción (di­

bujo) -

R elatar un suceso —

H acer conjeturas sobre el suceso -

Form ar y com probar una hipótesis —

Presentar los resultados de un experim ento m ediante

tablas y diagram as -

Inventar una historia; y leerla —

A ctuar en teatro -

C antar a coro

Adivinar acertijos -

H acer un chiste; contarlo -

R esolver un problem a de aritm ética aplicada —

Traducir de un lenguaje a otro -

Suplicar, agradecer, m aldecir, saludar, rezar.

- Es interesante com parar la multiplicidad de herram ien­

tas del lenguaje y de sus m odos de em pleo, la multiplicidad

de géneros de palabras y oraciones, con lo que los lógicos

han dicho sobre la estructura del lenguaje10. [Incluyendo al

autor del TraclatmLogico-Philosophicu^.

Pero, luego de comparar esta multiplicidad de usos del lenguaje con la estructura fija del lenguaje que fabula el autor del Tractatus se podría seguir arguyendo obstinadamente que tal multiplicidad tiene que tener algo en común, pues de lo contrarío no estaríamos autorizados a cobijarla bajo el mismo término ‘juego de lenguaje’. Y que este “algo en común” se­ría la esencial función descriptiva o representativa que tiene que cumplir todo lenguaje. Podrían entonces hacerse penosos esfuerzos por mostrar que todos los usos que se describen aquí con tanta prodigalidad presuponen, en últimas, el uso descrip­tivo que sería el fundamental. Así, por ejemplo, dar una orden como ‘¡Alcánceme el vaso que está sobre la mesa!’ presupon­dría la descripción o representación figurativa del estado de cosas consistente en que el vaso está sobre la mesa. Wittgen­stein estaría asumiendo ahora una posición muy cómoda, ahorrándose la dura labor, que ya le había costado tantos es­fuerzos en el Tractatus, de dar las difíciles caracterizaciones generales y esenciales de conceptos como ‘lenguaje’, ‘proposi­ción’, ‘sentido’, ‘verdad’ (ver IF, § 65). El estaría renunciando a la seria e importante tarea filosófica de hallar las esencias, para asumir la fácil tarea de dar descripciones y ejemplos tri­viales. A esta objeción podría responderse con la pregunta ¿Y qué se gana con forzar a la patente diversidad de usos del len­guaje a corresponder a una caracterización única? Wittgen­stein, con el fin de poner en entredicho esta ansia de generalidad, recurre a la siguiente analogía: es como si se quisiera dar con la esencia de las herramientas (tan diversas como: martillo, serru cho, torno, destornillador, metro, tijeras, etc.) afirmando que todas cumplen una función común: ¡modificar algo! (ver II', íi 14). Asimilar esos diversos usos a funciones esenciales mm ¿is es caer en la cuestionable tendencia filosófica hacia hi gnu-i .1

lidad que él desea superar. Además, el carácter unitario y uni­ficante de la función esencial no es algo que pueda darse por sentado tan tranquilamente. Puede afirmarse, si se quiere, que la función esencial de la proposición es describir un esta­do de cosas, ¿Pero acaso hay una sola cosa o actividad que llamemos describir? ¿No tiene la palabra misma ‘describir’ usos muy diversos en situaciones o juegos de lenguaje dife­rentes? (ver IF, § 290-1}. Con esta ansia de generalidad no siempre se gana en comprensión, sino que, por el contrario, a menudo se pasan por alto diferencias importantes; se oscure­cen o se ignoran las diversas funciones que cumplen las pala­bras y expresiones en distintos juegos de lenguaje, diversidad de funciones que Wittgenstein quiere ahora resaltar, mostrar con claridad y apreciar sinópticamente.

Antes de asumir dogmáticamente que tiene que haber una esencia común, Wittgenstein recomienda observar los distintos casos, prescindiendo del prejuicio esencialista, para comprobar si, en efecto, se encuentra algo común a todos ellos. La esencia debería ser, cuando más, el resultado de la indagación y no una exigencia previa que tenga que cumplirse ineludiblemente. Y lo que él desea hacer ver es que examinando el uso de muchos términos como ‘lenguaje’, ‘juego’, ‘describir’, ‘proposición’ no se encuentra una esencia común, se encuentran, más bien, los que él llama “parecidos de familia”:

En vez de indicar algo que sea com ún a todo lo que lla­

m am os lenguaje, digo que no hay nada en absoluto com ún

a estos fenóm enos por lo cual em pleam os la m ism a palabra

para todos - sino que están emparentados entre sí de muchas

m aneras diferentes. Y a causa de este parentesco, o de es­

tos parentescos, los llamamos a todos «lenguaje».

[...] N o digas: «Tiene que haber algo com ún a ellos o no

los llam aríam os ‘juegos’» — sino mira si hay algo com ún a

todos ellos. Pues si los miras no verás por cierto algo que sea

com ún a todos, sino que verás sem ejanzas, parentescos y

por cierto toda una serie de ellos. C om o se h a dicho: ¡no

pienses, sino mira!

[...] Y el resultado de este exam en reza así: Vemos una

complicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan.

Parecidos a gran escala y de detalle.

No puedo caracterizar m ejor esos parecidos que con la

expresión «parecidos de familia»; pues es así com o se super­

ponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan en­

tre los m iem bros de una familia11.

En estas palabras se deja ver, de manera particularmente clara, el conflicto entre el ideal de un lenguaje cuyos enuncia­dos y términos tengan un sentido absolutamente determina­do y el terreno áspero en el que se mueve el lenguaje que empleamos corrientemente. Muchos términos que usamos cotidianamente, como ‘juego’, no tienen un sentido, ni una extensión precisa y totalmente delimitados. Hay actividades acerca de las cuales no estamos completamente seguros de si deberíamos llamarlas juegos o no. Pero este grado de in­determinación que este concepto comparte con muchos otros del lenguaje común no impide en lo más mínimo que poda­mos usarlo significativamente. La vaguedad, la falta de determi nación absoluta no hace carentes de sentido ni a los conceptos, ni a los enunciados de nuestro lenguaje común, de nuestros juegos de lenguaje. Se puede trazar a voluntad un límite pr<>

ciso a la extensión de ciertos conceptos en ciertos contextos o juegos de lenguaje y para ciertos propósitos. Pero la aplica ción de tales conceptos no tiene siempre, ni necesita tener un límite absolutamente definido. De hecho los usamos en mu­chas circunstancias sin determinar exactamente fronteras de­finidas de aplicación.

El grado de precisión o exactitud que se exija del uso de un concepto es relativo al contexto en el que se lo emplee. Por ejemplo “diez segundos” puede calificarse como una res­puesta muy precisa a la pregunta “¿Cuánto tiempo demoró él en ello?” si lo que quiero saber es si se demoró en contestar al teléfono, pero sería una respuesta muy imprecisa si lo que deseo saber es el tiempo que gastó en recorrer los cien metros en una final de unas olimpiadas de atletismo. De la mayoría de los conceptos que usamos habitualmente no podríamos, si se nos pidiera hacerlo, dar una definición totalmente precisa. A menudo nos inclinaríamos más bien a dar ejemplos que ilustren el concepto y no a trazar arbitrariamente límites pre­cisos a su extensión, pues lo usamos sin límites definidos. Usa­mos nuestros conceptos muchas veces de manera correcta y tenemos, para casi todos los casos que nos interesan, maneras de establecer si se emplean bien o mal; esto ya es suficiente para considerarlos plenamente dotados de sentido, aunque éste no esté absolutamente determinado.

A la estrecha vinculación que hace Wittgenstein entre sig­nificado y uso se puede objetar que el uso no puede ser lo que otorga sentido a una expresión, pues la expresión se usa co­rrectamente sólo en la medida en que ya se tenga una com­prensión de su sentido o significado. Lo esencial serían, pues, el significado y su comprensión. De ellos emanaría el uso co­rrecto del lenguaje. Esta objeción es para Wittgenstein una

manifestación de otro malentendido que hay que aclarar, se- gún el cual el uso de las palabras se fundamenta y se determi­na por la manera como ellas se significan y se comprenden. ¿Qué se entendería aquí por ‘significar’ y ‘comprender’ una expresión de un modo u otro (antes de usarla y para poder hacerlo correctamente)? De acuerdo a una concepción men- talista, a la que Wittgenstein se opone, significar y compren­der una palabra o expresión es poseer una representación mental de la presunta entidad que constituye su significado, la cual se trata de trasmitir (significar) o de recibir (comprender). Pero, ¿depende realmente el uso efectivo que hacemos del lenguaje de representaciones o procesos mentales que nos harían presente el significado de las palabras?

El recurso a lo mental para fundamentar el uso de las pa­labras parece manifestarse aquí como un nuevo síntoma de la aspiración a un lenguaje cuyo uso correcto esté determinado de manera absoluta. En efecto, si se juzga como extraño e inexplicado el hecho de que a las palabras les demos ciertos usos determinados y no otros posibles, si el uso se considera como algo que hay que fundamentar sobre una base más só­lida y racional, si se piensa que entre las palabras y su uso queda abierto un abismo que hay que salvar, un vacío que debe rellenarse con justificaciones o explicaciones últimas, en­tonces puede intentarse el recurso a un intermediario entre las palabras y su uso. Este intermediario cumpliría el papel de proporcionar la anhelada explicación definitiva del uso. Y como a él no lo encontramos en lo que tenemos ante nuestros ojos, suponemos que obra en un misterioso medio oculto: la mente. Los anhelos de explicaciones últimas nos extravían, otra vez, llevándonos a considerar como inexplicado nucsli n confiado y seguro empleo de las palabras, alejándonos <lc ln

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

usual, habitual, familiar y lanzándonos a la caza de lo que re­sulta ser, esto sí, misterioso y extraño: las ocultas y mágicas operaciones de la mente.

Wittgenstein se esfuerza en mostrar que el recurso a lo mental, que da la errónea impresión de ser muy prometedor, muy explicativo, no logra provocar el efecto mágico que se espera de él, esto es, determinar de antemano y con una obli­gatoriedad inexorable el uso correcto de las palabras, tanto el uso presente, como todos los venideros. El arguye que el que se haga presente en nuestra mente un contenido o un pro­ceso, que pudiéramos tomar como el significado de una pala­bra o expresión, no es (como no lo era tampoco la asociación con un objeto) una condición ni suficiente, ni necesaria de los usos significativos que de hecho damos a las palabras en dife­rentes situaciones.

La estrategia principal por medio de la cual Wittgenstein busca mostrar que la presencia de una representación o ima­gen mental no es condición suficiente del uso de las palabras, consiste en hacer ver que, así como se piensa que las palabras, por sí mismas, no determinan una única aplicación de ellas, tales representaciones mentales también podrían ser compa­tibles, o podrían hacerse concordar, con diferentes aplicacio­nes. Si las palabras se consideran como signos muertos, no es el significado entendido como una imagen mental el que las anima y les da vida, pues la imagen mental, tomada aislada­mente, puede verse asimismo como un signo muerto al que le faltaría igualmente aquello que le da vida, esto es, su apli­cación en la práctica (ver CAM, p. 31 y 32). Y si esta imagen mental es como un nuevo signo muerto que requiere, a su vez, ser significado y comprendido o interpretado, entonces habría distintas maneras posibles de hacer esto y de darle apli-

cación. En el nivel de lo mental vuelve a acechar el problema que se planteaba en el nivel de los signos lingüísticos: ¿cómo se determina, en últimas y de manera forzosa, la única manera co­rrecta de aplicar las imágenes mentales que acompañan a las pala­bras? ¿Necesitaremos, acaso, una imagen de la imagen que acuda en nuestra ayuda? Si cedemos a la peligrosa tentación de apoyamos en este tipo de ayuda, muy probablemente ya nada podrá detenemos en una incesante búsqueda de más y más intermediarios entre las palabras y nuestras maneras de usarlas. Wittgenstein prefiere rechazar de entrada la tenta­ción de concebir el significado en términos mentales:

Y ahora lo esencial es que veam os que al oír la palabra

puede que nos venga a las mientes lo mismo y a pesar de

todo ser distinta su aplicación. ¿ Y tiene entonces el mismo significado las dos veces? C reo que lo negaríam os12.

Wittgenstein se expresa en este pasaje de manera muy cauta. No pretende tener argumentos concluyentes que refu­ten de manera definitiva la concepción mentalista del signifi­cado a la que se opone. Más bien contrasta esta concepción con su punto de vista, desde el cual el uso, la aplicación de las palabras aparece como lo más básico. Y espera que este con­traste y la manera como lo describe nos persuada y nos lleve a responder que si en varios casos los usos de una misma pa­labra son diferentes, así hayan estado acompañados por los mismos fenómenos mentales, el significado también difiere. Lo que determina el significado no sería, pues, la inter mediación de lo mental, sino el uso mismo, que inicialmente

se pensaba como algo a lo que le faltaba sustento. Las repre­sentaciones mentales por sí solas no son suficientes para de­terminar el uso y el significado de las palabras.

Veamos ahora cómo la presencia de representaciones men­tales tampoco es condición necesaria para el uso significativo y correcto de las palabras. Wittgenstein apela aquí a su muy soco­rrida estrategia de examinar cómo se usan en la práctica los términos relevantes, en este caso ‘significar’, ‘comprender’. Su examen del uso o los usos que de hecho hacemos de estas pa­labras (estos usos se asumen pues como lo básico y no como algo derivado del significado y la comprensión) muestra, entre otras cosas, que si bien pueden encontrarse algunos procesos carac­terísticos, incluyendo probablemente procesos mentales, que acompañan lo que usualmente llamaríamos el significar o com­prender una palabra de cierto modo, no hay un único proceso mental que pudiera identificarse con el significado o la com­prensión. De hecho, habitualmente atribuimos a alguien la comprensión de una palabra según cómo la use. Si la usa co­rrectamente (en un sentido que aclararemos luego y que es in­dependiente de la comprensión) decimos que la comprende, así no siempre este uso correcto esté asociado a un único es­tado o proceso mental correspondiente. Puede ocurrir que los usos correctos de una expresión en diferentes ocasiones muestren que quien la emplea la comprende bien, asi esos usos hayan sido acompañados por diferentes representacio­nes mentales. Además, Wittgenstein arguye (lo cual consti­tuye una objeción en cierto sentido más radical y básica, en cuanto choca más abiertamente contra el intelectualismo subya­cente a la concepción mentalista del significado que él cues­tiona) que en algunos casos usamos una palabra de manera automática, sin pensar en su significado, ni comprenderlo y

sin que tenga que ocurrir, ya no un único proceso mental es pecífico, sino, ni siquiera, alguno cualquiera:

¿Cómo sé que el color que veo ahora se llama «verde»?

Si me estoy ahogando y grito «¡socorro!», ¿cómo sé lo que significa la palabra socorro? Bueno, así reacciono en esa situación. Así también sé lo que quiere decir «verde», y tam­bién cómo he de seguir la regla en el caso particular13.

Aquí se considera el uso de una palabra como un caso par­ticular de una actividad regida por reglas. Sobre la noción de seguir una regla y sobre nuestra manera de seguir reglas, y en particular de usar palabras de manera ciega, automática, im­pensada, sin justificaciones últimas, volveremos en el próximo apartado. Lo que queremos enfatizar aquí, es que estas consi­deraciones de Wittgenstein acerca de las nociones de significa­do y uso responden a un propósito eminentemente negativo y crítico. Antes que desarrollar una nueva teoría filosófica sobre el significado, se trata, principalmente, de evitar las confusio­nes que surgen al entender el significado en términos menta­les:

¡No pienses ni una sola vez en la comprensión como ‘proceso mental’! — Pues esa es la manera de hablar que te confunde. Pregúntate en cambio: ¿en qué tipo de caso, bajo qué circunstancias, decimos «Ahora sé seguir»?14.

13 OFM, VI, § 35, p. 283.

w IF, I 154, p . 155.

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

Las preguntas ¿qué es el significado? y ¿qué es la compren­sión? nos descaminan, pues nos parece que para responderlas adecuadamente hemos de dar con una cosa y nos lanzamos a la búsqueda de entidades o procesos ocultos en el misterioso fondo de la mente. Wittgenstein recomienda, entonces, susti­tuirlas por la pregunta acerca de las circunstancias en las que se usaría correctamente la expresión “comprender” o por los criterios para su legítimo empleo. En cuanto el lenguaje es concebido como una práctica o costumbre social que hace parte de una forma de vida, el criterio para el uso correcto de una expresión sería su concordancia con el uso normal, habi tual, acostumbrado, el que se espera en determinadas cir­cunstancias, uso que no está escondido, sino que podemos reconocer abiertamente ante nuestros ojos. El uso correcto de una palabra no se funda en la comprensión de la misma, más bien solemos atribuir a alguien la comprensión de una palabra si la usa correctamente. Y disponemos aquí de un criterio de corrección independiente de la comprensión: el uso correcto es el uso que se ha acreditado como normal y acostumbrado. Si alguien usa una palabra un suficiente nú­mero de veces, y en ciertas circunstancias normales, de la manera uniforme, regular que se ha establecido y acreditado como la acostumbrada y, consiguientemente, la correcta, es decir, de la manera que está acorde con la práctica habitual, entonces reconocemos que comprende la palabra. Y atribui­mos la comprensión sin tener que preocuparnos por inda­gar, si esto fuera posible, qué ocurre en lo profundo de su mente cada vez que usa bien la palabra; si ocurre siempre lo mismo o cosas muy parecidas o completamente diferentes. Alguien puede usar correctamente una palabra muchas ve­ces, esto es usarla de la manera esperada y acostumbrada,

aunque cada vez ocurran procesos totalmente diferentes en su mente, o incluso puede hacerlo de manera instantánea, automática, ciega, sin haber requerido pensar o interpretar nada. Con lo cual se muestra que la comprensión, entendida como una representación mental, no es una condición nece­saria para el uso correcto de las palabras.

Nuestra familiarización cada vez más eficaz con nuestro lenguaje depende, muy probablemente, de que lo usemos cada vez más de un modo automático, mecanizado, impensa­do, confiado, seguro, exigiendo cada vez menos a nuestro ce­rebro o a nuestra mente para ello. Desde este punto de vista la tranquilizadora regularidad y uniformidad que acompaña al uso correcto del lenguaje (y que puede verse, incluso, como una condición de posibilidad del mismo), dependería no de una determinante intervención de nuestra mente, sino justa­mente de lo contrario, de que tal uso se haga de manera con­fiada, podría decirse instintiva e irreflexiva. Nuestro uso del lenguaje reposaría en la seguridad de nuestras reacciones ins­tintivas ante las palabras y no en la presunta seguridad que brinda el intelecto, la razón o la mente: “El instinto es lo pri­mero, el razonamiento lo segundo. Razones sólo hay dentro de un juego de lenguaje” (BPP, Band 2, § 689, p. 334). Y, po­dríamos agregar, nuestros juegos de lenguaje, dentro de los cuales nacen y viven nuestros razonamientos, descansan sobre lo primero, sobre nuestras maneras naturales e instintivas de actuar.

Para concluir esta parte reiteremos que Wittgenstein recu­rre, en este contexto, al uso y a los criterios de uso de las palabras con el propósito de disolver ciertas confusiones fi losóficas sobre la noción de significado (tales como la con cepción referencial del significado y lo que hemos ll;nn;nli»

arriba “mentalismo ingenuo”) y no con el de proponer una teoría o definición general de esta noción. Él propone susti­tuir la pregunta ¿Qué es el significado? -que es para él una de esas preguntas que producen una especie de “espasmo mental” (ver CAM, p. 27) y que descaminan a buscar teoríaso definiciones que pretendan explicar esta noción en térmi­nos de quiméricas entidades correspondientes- por la pre­gunta acerca de cómo se usa la palabra ‘significado’. Y en relación con esta segunda pregunta Wittgenstein nos dice:

Para una gran clase de casos de utilización de la pala­

bra «significado» - aunque no para todos los casos de su uti­

lización — puede explicarse esta palabra así: El significado

de una palabra es su uso en el lenguaje1'1.

Es problemático entender este pasaje como una justifica­ción de una definición o teoría del significado como uso, no sólo porque no valdría en general, como se enfatiza explícita­mente en el pasaje citado, sino también porque entonces sería circular. Si se pretende justificar una definición de significado como uso recurriendo a que la palabra ‘significado’ se utiliza como equividente a ‘uso’, entonces se estaría presuponiendo lo que se desea justificar, es decir, se estaría asumiendo que el significado (en este caso el significado de ‘significado’) se iden­tifica con su utilización o uso. La apelación al uso puede en­tenderse aquí de una manera menos problemática. Ella sería parte de una perspectiva de la cual, como ya hemos señalado antes, no se pretende dar una justificación absoluta, sino que, como hemos querido ilustrar, se pone a prueba, se aplica en

la aclaración de malentendidos filosóficos surgidos de confu­siones lingüísticas. La atribución a Wittgenstein de una nueva teoría del significado como uso implicaría atribuirle un proce­der incompatible con su manera de concebir la actividad filo­sófica como descriptiva, terapéutica y no teorizante.

III. Seguir una regla

A los objetos simples, fijos, eternos, indescriptibles de la ontología del Tractatus los habíamos interpretado como aque­llo que tenía que existir para que pudiera construirse con el lenguaje una imagen del mundo. Bajo la nueva perspectiva que examinamos ahora no es necesario que nos restrinjamos unilateralmente a construir imágenes o copias de la realidad, ni a figurar los estados de cosas que la conformarían, pues ésta no es la función esencial, ni mucho menos la única, de toda proposición con sentido. Damos muy diversos usos a las pala­bras y a las proposiciones en diversos juegos de lenguaje y esos usos les dan su sentido. Si se quisiera aún hablar de con­diciones de posibilidad para que las expresiones de un juego de lenguaje tengan sentido, se tendría que decir, tal vez, que tales expresiones deben tener un uso y no cualquier uso que se le ocurra a un hablante particular, ni cualquier uso al que se llegue por un consenso explícito entre los qu'e participan en él, sino un uso que se haya vuelto costumbre, que sea el habi­tual, que se haya acreditado a través de una práctica regular y uniforme como el correcto, el que se espera sea seguido. 1*11 uso del lenguaje se rige, pues, según ciertas reglas que se han vuelto parte de nuestras costumbres, de nuestra forma de vida.

Probablemente con la analogía de los lenguajes como jue gos se quiere ilustrar, no solamente que el sentido <le l;r. e\

presiones de un lenguaje depende de las circunstancias en que se emplean y de las actividades que acompañan sus usos, sino también que esos usos están, en cierta medida, regidos por reglas, como las jugadas o movidas de un juego. El em­pleo de las palabras y expresiones en los juegos de lenguaje puede considerarse, entonces, como un caso particular de lo que es, en general, la aplicación de reglas. Aunque cabe acla­rar que estas reglas que rigen el uso del lenguaje no deben entenderse como normas rígidas que estén consignadas expre­samente en alguna parte, sino que son, más bien, reglas tácitas y maneras regulares, uniformes, habituales cómo hacemos uso de las expresiones en un juego de lenguaje, las cuales de­terminan si ese uso es significativo o no y si es correcto o no.

Sería erróneo pensar que las reglas juegan ahora un pa­pel análogo al que jugaban los objetos simples del Tractatus. Si bien tiene que existir un uso regular, un uso conforme a reglas para que las expresiones tengan sentido en los juegos de lenguaje, estas reglas de uso no constituyen una condición fija, definitiva, eterna del lenguaje y del significado, en el sen­tido en el que lo podían ser los objetos simples en la concep­ción pictórica del Tractatus.

Nuestro objetivo central en lo que sigue es interpretar las observaciones de Wittgenstein sobre la noción de seguir una regla, tratando de comprenderlas en conformidad con lo que hemos venido enfatizando en las dos partes anteriores, es de­cir, a la luz de sus insistentes esfuerzos por superar el ansia de explicaciones generales, definitivas y fundamentos últimos, que él mismo califica de enfermiza. Intentaremos aclarar, en primer lugar, que las reglas de uso de las palabras y expresio­nes de un juego de lenguaje no garantizan que ellas adquie­ran, como se exigía en el Tractatus, un sentido absolutamente

preciso; en segundo lugar, abordaremos la cuestión central de esta sección: si una regla puede determinar, y cómo, las api i caciones correctas de la misma. AJ discutir esta cuestión pi e tendemos mostrar que la actividad de seguir una regla, y en particular la de usar las expresiones de un juego de lenguaje de acuerdo con reglas, no está fundada en razones o justifica­ciones racionales últimas y que, no obstante, esto no implica ningún problema escéptico, como ha querido interpretarse.

Si se comprendieran algunas de las críticas específicas de Wittgenstein contra ciertos supuestos y tesis básicos del Trac- tatus pero se continuara aún preso de los ideales absolutistas y esencialistas que motivaron el surgimiento de estos supues­tos y tesis, entonces el papel que juegan las nociones de uso y de aplicación de reglas en la nueva concepción wittgenstei- niana se malentendería completamente. Por ello, al examinar este papel se debe estar todavía en guardia contra los viejos prejuicios que se desean superar y se debe resistir aún la tentación de mirarlo con las gafas de los ideales que se desea abandonar, so pena de caer en nuevas confusiones.

Una de estas confusiones es creer que las reglas de uso de las palabras y enunciados pueden satisfacer la ya cuestionada exigencia de asegurar que éstos poseen un sentido absoluta­mente preciso. Esto podría llevar al error de asignar ahora a las reglas, o a una pretendida interpretación última de ellas, la imposible tarea de determinar de modo totalmente inequívoco la aplicación correcta de las mismas y de considerar, en par ticular, el uso del lenguaje como la aplicación de un cálculo según reglas exactas que le darían a éste un sentido completamente determinado y preciso. Aquí surge nuevamente el conllic (<> entre este ideal de precisión y nuestro uso efectivo y cotidúinn de las reglas y del lenguaje:

R ecuérdese que, en general, nosotros no usam os et len­

guaje conform e a reglas estrictas, ni tam poco se nos ha ense­

ñado por medio de reglas estrictas. Por otro lado, nosotros, en

nuestras discusiones, com param os constantemente el lenguaje

con un cálculo que se realiza de acuerdo con reglas exactas.

Es éste un m odo muy unilateral de considerar el lengua­

je. De hecho, nosotros usam os m uy raram ente el lenguaje

com o tal cálculo.

[...] ¿Por qué al filosofar com param os, pues, constante­

m ente nuestro uso de las palabras con uno que siga reglas

exactas? L a respuesta es que las confusiones que tratamos de eliminar surgen siempre precisamente de esta actitud hacia el len­guaje11'. ¡El subrayado es nuestro].

lf' CAM , p. 5 4 . Wittgenstein mismo, tras abandonar el atomismo

lógico que defendió en el Tractatvs, llegó a com parar el lenguaje con

un cálculo (esto lo hace en un periodo de su pensamiento que es lla­

mado por algunos intérpretes período transición al). Posteriormente,

en su pensamiento tardío, en el que la noción de juego de lenguaje co­

mienza a cobrar una importancia central, Wittgenstein abandona, co­

mo lo evidencia la cita, esta concepción del lenguaje com o cálculo.

En un artículo en el que se exam ina este periodo transicional en el

pensamiento de Wittgenstein, el intérprete David Stern escribe: “In

1929, Wittgenstein rejected logical atomism for a logical holist con­

ception of language as a system of calculi, formal systems charac­

terised by their constitutive rules. But by the mid 1930s he cam e to

see that the rules of our language are m ore like the rules of a game

than a calculus, for they concern actions within a social context. This

context, our practices and the ‘forms of life’ they embody, on the one

hand, and the facts of nature on which those practices depend, on the

Es al filosofar (y esto explicaría por qué en el pasaje citado aparece ‘nosotros’ en itálica, en la segunda ocasión) que se tiende a ignorar la manera como funciona el lenguaje en la práctica, se lo considera de este modo unilateral e idealizado y se adopta la actitud que nos confunde. Esta actitud podría lie var a entender mal el papel que juegan las reglas, viéndose erróneamente en ellas la ansiada esencia del significado. Pero Wittgenstein sigue insistiendo, en este caso, en hacemos volver al terreno áspero en el cual se muestra que la aplicación de las palabras en juegos de lenguaje no necesita estar delimitada de manera absoluta por las reglas. Si bien las reglas determinan el uso correcto de las palabras en las situaciones habituales en que se emplean, ellas no necesitan determinar su uso de modo to­talmente preciso en todas las circunstancias imaginables. Pue­den concebirse circunstancias fuera de lo común, en las que ya no estaríamos muy seguros de cómo deberíamos emplear las palabras o reaccionar al oirías, circunstancias extraordinarias no previstas por nuestras reglas de uso del lenguaje. Wittgen­stein nos ofrece el siguiente ejemplo:

Yo digo: «Ahí hay una silla». ¿Q ué pasa si me acerco, in­

tento ir a cogerla y desaparece súbitamente de mi vista? —

«Así pues, no era una silla sino alguna suerte de ilusión.» —

Pero en un p ar de segundos la vem os de nuevo y podem os

agarrarla etc. — «Así pues, la silla estaba allí, sin em bargo, y

other, are the background against which rule-following is possiblcv ll

is this emphasis on both the social and natural context of rule-followmn

which is characteristic of Wittgenstein’s later conception oí limpiare ns

apractice”. (Stem, David. The ‘Middle Wittgenstein’: From logirul ¡ii<>

mism to practica! holism, en: Syntkese, 87, 19!M, 2(M-2ü<>, p.

su desaparición fue una suerte de ilusión.» — Pero supon que

después de un tiem po desaparece de nuevo — o parece des­

aparecer. ¿Q ué debem os decir ahora? ¿Dispones de reglas

para tales casos - que digan si aún entonces se puede llamar

a algo «silla»? ¿Pero nos abandonan al usar la palabra «si­

lla»?; ¿y debem os decir que realm ente no asociam os ningún

significado a esta palabra porque no estamos equipados con

reglas para todas sus posibles aplicaciones?17.

El que las reglas no determinen exactamente su aplicación en todas las situaciones posibles, por extravagantes e improba­bles que éstas sean, no implica, por supuesto, que ellas carez­can de sentido, ni afecta nuestro uso de las mismas. Las reglas no necesitan despejar o evitar toda indeterminación posible para poder ser aplicadas. Hay indeterminaciones que en la práctica no se presentan, dudas que no surgen y que no re­quieren entonces ser despejadas o contempladas de antema­no por las reglas que usamos.

De este ejemplo tan implausible que nos da aquí Wittgen­stein nos podemos servir también para ilustrar otro punto im­portante: nuestro uso del lenguaje y nuestra aplicación de reglas son actividades que no poseen un carácter necesario. El hecho de que usemos el lenguaje que usamos y los conceptos que empleamos y de que las reglas que se han acreditado co­mo costumbres nuestras sean unas y no otras es un hecho contingente, en la medida en que depende de ciertos hechos naturales tan básicos que normalmente escapan a nuestra atención. Si, por ejemplo, los objetos físicos que nombramos en nuestras charlas cotidianas no poseyeran la permanencia

y la continuidad espacio-temporal que de hecho tienen, núes tro lenguaje y nuestros conceptos serían inaplicables. Cabría preguntarse incluso, si en ese extraño mundo que fabula Wittgenstein, en el que los “objetos” desaparecen y aparecen misteriosamente, podría surgir algo parecido a un lenguaje o si podría surgir algo como la aritmética.

Las reglas de uso que rigen los juegos de lenguaje no tie­nen, pues, un carácter omniabarcante, absoluto, necesario, ni están fijadas de una vez y para siempre. En muchos casos, nada usuales pero posibles, las reglas pueden dejar indetermi­nada la manera de aplicarlas. Aquí la analogía con los juegos sigue siendo ilustrativa. Si en un partido de fútbol el balón se comienza a desinflar casi imperceptiblemente y sin embargo se sigue jugando unos segundos, luego de los cuales se anota un gol, podría generarse (luego de que el balón se desinfle más y se repare en ello) una disputa acerca de si el gol debe contarse como válido o no. No es claro cómo deba resolver­se la cuestión. Con seguridad hay innumerables situaciones aún más inesperadas en las que las reglas de juego no nos proporcionan una base para llegar a una decisión clara sobre cómo debe procederse. Pero el que el juego no tenga el super- reglamento que anticipe todas estas situaciones, no lo hace menos practicable. Wittgenstein menciona, asimismo, los ca­sos de juegos en los que las reglas se pueden ir haciendo a medida que se juega o en los que las reglas pueden ir cam­biando con el transcurso del juego (ver IF, § 83, p. 105).

Todo lo anterior puede aceptarse como muy obvio. Se puede conceder que las reglas de los juegos de lenguaje no necesitan fijar de antemano todas las inabarcables, quizá inli nitas, posibles aplicaciones y que requerir esto es hacer i i i i . i

exigencia desmesurada, imposible de satisfacer, l’ero ¡mu

concedido esto, puede plantearse otro problema que da la apariencia de ser mucho más radical: ¿Cómo una regla puede determinar la manera como debe seguirse incluso en los casos más normales y cotidianos? La amenaza que surge aquí es la de un escepticismo extremamente radical, según el cual las reglas de uso del lenguaje ya no sólo no logran determinar un sen­tido absolutamente inequívoco (lo cual, se admite, es pedir demasiado), sino que ni siquiera pueden determinar en lo más mínimo un sentido y una manera correcta de seguirlas. Para Wittgenstein esta duda escéptica no es más que una nueva confusión, que surge de entender erróneamente la manera como funcionan las reglas en la práctica. Pero para compren­der mejor cómo puede aclararse este malentendido es conve­niente caer en la tentación de plantear este presunto problema escéptico, tan radical en apariencia. Si son los chichones que uno se hace al hacer mal uso del lenguaje y al tropezar con sus límites los que le hacen a uno reconocer el valor de una aclaración filosófica (ver 1F, § 119, p.127), entonces puede va­ler la pena sucumbir a la seductora tentación de caer en tales malentendidos y soportar los tropiezos y los chichones con la esperanza de alcanzar luego una mayor claridad.

La tentación de plantear un problema escéptico surge ya con la lectura de las primeras líneas de las Investigaciones en las que Wittgenstein propone el siguiente ejemplo:

Piensa ahora en este em pleo del lenguaje: Envío a al­

guien a com prar. L e doy una hoja que tiene los signos: «cin­

co m anzanas rojas». Lleva la hoja al tendero, y éste abre el

cajón que tiene el signo «m anzanas»; luego busca en una

tabla la palabra «rojo» y frente a ella encuentra una m ues­

tra de color; después dice la serie de los núm eros cardinales

— asum o que la sabe de m em oria — hasta la palabra «cinco»

y por cada numeral tom a del cajón una m anzana que tiene el

color de la muestra. — Así, y sim ilarm ente, se opera con pa­

labras. — «¿Pero cóm o sabe dónde y cóm o debe consultar la

palabra ‘rojo’ y qué tiene que h acer con la palabra ‘cin co ’?»

- Bueno, yo asumo que actúa com o he descrito. Las explica­

ciones tienen en algún lugar un final18.

Resulta significativo que en este pasaje vengan entreco­milladas las dudas escépticas acerca de cómo alguien puede saber de qué manera ha de usar las palabras, de cómo puede saber de qué modo aplicar las reglas de su uso y qué hacer con o cómo reaccionar a ellas (incluso a las que nos son tan familiares y poco problemáticas como ‘rojo’, ‘manzana’ o ‘cinco’). Esto sugiere que Wittgenstein no quiere aquí dudar realmente o plantear genuinos problemas escépticos y que tal postura escéptica le parece discutible. De entrada, estas dudas escépticas resultan demasiado implausibles. ¿Cómo dudar de aquello que, considerado desprevenidamente, nos parece lo más natural, lo menos problemático? Trataremos de argumentar que de acuerdo con Wittgenstein nuestra con­sideración desprevenida no nos engaña en este caso; al con­trario, nos muestra que tales dudas no caben aquí. Puede interpretarse que el escéptico es un interlocutor (quizá sea, en este pasaje, una encarnación de las tentaciones y confu­siones que lo acechan continuamente, una especie de alter ego aún preso de malentendidos de los que él quiere liberar­se) para quien ya se tiene una respuesta, que está expresada muy concisamente en el pasaje citado: quien usa el lenguaje

actúa de una manera que podemos asumir como natural (o que de hecho nos parece de lo más natural cuando no filosofamos111) y que no necesita de explicaciones o justificaciones últimas. Pero antes de tratar de comprender mejor esta lacónica respuesta al es­céptico (quizá sea más adecuado decir que es un rechazo de sus dudas y no una respuesta propiamente dicha) tratemos de desarrollar algo más, sin temor a los chichones, Las dudas es­cépticas que en este pasaje apenas se insinúan débilmente.

Para desarrollarlas modificaremos y ampliaremos el ejem­plo de Wittgenstein, tratando de extremar las dudas escépti­cas a que puede dar lugar y volviéndolo, por ello, mucho más extravagante e inverosímil. Supongamos que la perso­na, a quien se ha encargado comprar las manzanas, entrega la hoja en que se ha escrito «cinco manzanas rojas» al tende­ro, pero que éste luego de observar lo escrito en ella y de consultar las etiquetas de sus cajones y sus muestras de co­lor le entrega siete peras verdes. El comprador le dice, atóni-

lu La manera de actuar del tendero no parece, sin embargo, ser la

más natural o esperada. Parecería la manera de actuar de un tendero

inusualmente torpe, ineficiente e incluso con una seria incompetencia

lingüística. Un tendero más normal no necesitaría, al ejercer su oficio,

utilizar tablas, muestras de colores o cajones etiquetados. Seguramente

la intención de Wittgenstein al inventarse un personaje asi, es hacer bien

visible lo que en circunstancias más normales no es tan patente: que la

actividad de emplear las palabras está regida por reglas. La aplicación

de reglas, generalmente tácita en los juegos de lenguaje, es sacada delibe­

radamente a la luz en este ejemplo, para lo cual se recurre a las tablas,

las muestras, las etiquetas, que normalmente no se requiere emplear. Y

se trata de una estrategia, la de sacar a la luz lo que asumimos que actúa

en lo oculto, a la que Wittgenstein recurre reiteradamente.

to: «¿Qué es lo que ha hecho usted? En el papel dice ‘cinco manzanas rojas’ y ¡usted me ha entregado siete peras ver­des!”. A lo que el tendero responde, también muy extrañado y un poco molesto: «No le comprendo, ¿siete peras verdes? ¡Lo que he hecho es alcanzarle cinco manzanas rojas, siguiendo al pie de la letra la instrucción de la hoja!». El comprador prefie­re no discutir más el asunto, pues presume que al tendero le ha sobrevenido un acceso repentino de atolondramiento o de locura, que él espera sea pasajero. Decide, más bien, encami­narse con su hoja a la siguiente tienda más cercana y, una vez allí, la entrega al nuevo tendero. Este otro tendero, quien por suerte ya no necesita usar etiquetas ni muestras de color, reac­ciona, empero, de una manera todavía más inaudita. El, des­pués de leer la hoja, mira al comprador con cara de pánico durante unos breves instantes y luego sale corriendo despavo­rido. Ante esta reacción el comprador ya no siente únicamen­te perplejidad, sino también una creciente inquietud. Quizá, piensa él, aunque sin mucha convicción, una epidemia de una muy rara perturbación mental se está extendiendo entre los tenderos o entre algunas personas del barrio. Finalmente, tra­tando de recobrar la tranquilidad, pero sin lograrlo del todo, decide ir a un supermercado grande, algo alejado, donde él mismo pueda escoger sus manzanas sin tener que recurrir a la ayuda de ningún tendero y donde, él espera, hayan selec­cionado al persona] de manera muy cuidadosa. Allí él toma con mucha cautela cinco manzanas, de las más rojas, las cuenta varias veces, inseguro, y después se acerca temeroso al lugar donde las pesan. El empleado las pesa y le dice «sus tres guanábanas verdes cuestan... ». Ahora quien sale co­rriendo despavorido es el comprador, sin dejar terminar su frase al empleado y dejando olvidadas las cinco manzanas,

Pero ¿qué es lo que se pretende mostrar con este ejemplo excesivamente dramatizado y tan traído de los cabellos? ¿Acaso el que se puedan imaginar las reacciones más absur­das y excéntricas a una instrucción escrita, a una regla de uso de ciertos signos, da el menor pie para defender una postura escéptica? El que sean concebibles estas inverosímiles reaccio­nes no quiere decir, en absoluto, que no pueda seguirse la regla o que ella deje abiertos cualesquiera cursos de acción y no determine una manera correcta de seguirla. El hecho mis­mo de que estas reacciones que imaginamos en el ejemplo nos parezcan completamente descabelladas nos muestra ya con claridad que sí tenemos, en efecto, maneras de distinguir entre una aplicación correcta de una regla y una que no lo es; que la regla sí excluye, o mejor nosotros sí excluimos, muchas reacciones como inapropiadas y totalmente discordantes con la regla. Lo que puede confundimos (y es en estas confusiones en las que se puede apoyar un escéptico) es la pretensión de dar satisfacción al desmedido afán de encontrar justificaciones absolutas que expliquen, sin dejar cabida a la más mínima duda, por qué nuestra manera de seguir las reglas es la correc­ta y las demás, incluyendo las del ejemplo, no lo son.

Veamos como el escéptico negando, con razón, que pue­da satisfacerse esta cuestionable pretensión, puede caer, sin ra­zón, en un extremo punto de vista, según el cual cualquier acción puede hacerse concordar con una regla. El puede ar­güir, tratando de darle mayor plausibilidad a su punto de vista, que si bien nosotros calificamos como absurdas las maneras como los tenderos responden a la petición de las cinco man­zanas, ellos podrían estar sincera y justificablemente con­vencidos de que están actuando correctamente. El primer tendero tal vez interpreta las tablas y las etiquetas que con­

sulta de manera que su inusitado modo de actuar concuerda perfectamente con sus interpretaciones no ortodoxas. Quizá él interpreta que en la tabla la muestra de color que corres­ponde a la palabra ‘rojo’ no es la que está frente a la palabra (que es roja) sino la que está diagonalmente hacia abajo (que es verde y está, como nosotros esperaríamos, frente a la pala­bra ‘verde’). Y al consultar las etiquetas también las interpre­ta de modo inusual. El asocia la etiqueta ‘manzanas’ no con el contenido del cajón sobre el que está adherida, que contiene manzanas, sino con el del siguiente cajón a la derecha, que contiene peras y lleva una etiqueta que dice ‘peras’ (etiqueta que el singular tendero asocia con el contenido del siguiente cajón, que contiene duraznos). Su manera de contar es tam­bién muy peculiar: al contar objetos lo hace siguiendo la se­rie 1, 2, 3, 4, 5,..., pero cuando dice 1 toma una fruta, cuando dice 2 toma dos frutas, cuando dice 3 vuelve a tomar una so­la, cuando dice 4 vuelve a tomar dos y así sucesivamente. Al llegar a cinco ha tomado siete frutas (siete peras verdes}.

Similarmente pueden idearse interpretaciones que hagan concordar la insólita reacción del segundo tendero a la petición de las cinco manzanas rojas, entendida esta petición como una regla de uso del lenguaje. Tal vez el segundo tendero, sin que sepamos por qué, interpreta la petición ‘cinco manzanas rojas’ así: “si alguien hace la petición antes del instante t (segundos antes de que el comprador se la hiciese) debo alcanzarle cin­co manzanas rojas, pero si se hace después de ese instante la petición significa que quien la hace tiene un arma de fuego, está iracundo y está dispuesto a usarla contra mí”. No resulta difícil imaginar también una interpretación que sirva como justificación de la manera en que el empleado que pesa las manzanas usa las palabras “tres guanabanas verdes”.

I I J Í IBAÚL MELENDEZ ACUÑA

La posibilidad de idearse estas interpretaciones no parece haber dado mucho sustento a la posición del escéptico, pues ellas son, sin duda, tan absurdas como las acciones que preten­den justificar. Pero el escéptico puede ahora hacer recaer el peso de la discusión sobre nosotros preguntando: “¿Por qué considera usted, sin haber dado todavía ninguna razón de ello, que su interpretación de la regla es la correcta y por qué califi­ca a otras como absurdas? ¿Acaso hay una interpretación que sea la correcta? ¿Acaso la regla determina un curso de acción y excluye los demás? Yo lo dudo y, después de todo, quien quiera contestar afirmativamente a estas últimas dos pregun­tas y disipar las dudas que ellas plantean, es quien debería dar las justificaciones”. Los tropiezos, las dificultades y las dudas a las que quiere llevar al escéptico surgen en el momento en que se cae, inocentemente, en su juego de creer necesarias las interpretaciones y justificaciones últimas que él demanda.

Supongamos que, cayendo en el juego del escéptico, tra­tamos de explicar a los tenderos de modo concluyente que sus interpretaciones son total e irremediablemente incorrectas. Podríamos decirle al primer tendero que en la tabla de mues­tras de colores, el color que corresponde a un nombre es el que está al frente de éste y no el que está diagonal a él. Y po­demos decirle también que la palabra ‘manzanas’ refiere a las frutas que están dentro del cajón que lleva adherida esta palabra y no a las que están en el cajón de la derecha. Pero, si a nuestras palabras explicativas él sigue reaccionando inu­sualmente, si él honestamente interpreta mal las expresiones ‘estar al frente’, ‘estar en diagonal’, ‘el cajón de la derecha’ y otras, de manera que lo que hizo sigue estando de acuerdo con sus interpretaciones, entonces nuestras explicaciones no logran convencerlo de que su manera de reaccionar no es la

manera correcta de seguir la regla. Y si explicamos nuestras explicaciones, éstas pueden ser entendidas mal nuevamenlr. Las interpretaciones erróneas y las dudas escépticas reapare­cen una y otra vez, no importa cuánto descendamos en la cade­na de interpretaciones e interpretaciones de interpretaciones. De no encontrarse una interpretación o explicación última, y, en efecto, no parece haber una interpretación que sea total­mente inmune a las dudas o una explicación que ya no pue­da entenderse de maneras no ortodoxas, entonces nuestros intentos de responder al escéptico correrían el riesgo de no tener éxito nunca.

Podríamos probar suerte con el caso del contar que, sien­do una actividad tan elemental, tan básica y familiar, debería, confiamos, reposar sobre un fundamento bien sólido. Si no tenemos seguridad de que las sencillas reglas del contar deter­minen inexorablemente una única manera de seguirlas bien, si no podemos confiar en que nuestra manera habitual de con­tar es correcta, confiable, regular, uniforme y excluye otras maneras heterodoxas de hacerlo (como la del tendero), en­tonces ¿qué otras reglas podrían ofrecer tal seguridad?

En un renovado esfuerzo por hacer entrar al tendero en razón y aclararle cómo contar correctamente las frutas podría­mos decirle pacientemente: “Para contar bien hay que hacer­lo siguiendo la serie 1, 2, 3, 4, 5,..., pero por cada número de la serie usted debe tomar una y sólo una fruta; lo que usted hace, inexplicablemente, es tomar a veces una fruta y a veces dos”. Supongamos que el tendero nos dice que ha compren dido perfectamente la explicación y que eso que hemos ex plicado, es decir, tomar cada vez una y sólo una fruta y no a veces una y a veces dos, es lo que siempre ha hecho. Para de mostrarnos que ha entendido, el tendero anuncia que v;i ¡i

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

alcanzamos tres manzanas. Lee la etiqueta que dice ‘manza­nas’, sin detenerse a pensarlo dos veces da un paso hacia la derecha y abre el cajón que está al lado, el de las peras. Con un esmero exagerado empieza a contar muy lentamente? “Uno y tomo una manzana, dos y tomo una manzana, tres y tomo una manzana, la última”. Al decir esto ha vuelto a tomar una pera, luego dos y luego una, para entregamos finalmente ¡cua­tro peras! Sospechamos ahora, intentando difícilmente consi­derar sus reacciones con cabeza fría, que el usa de manera muy inusual la expresión “tomo una manzana”. Probable­mente el uso que hace él de la expresión en una ocasión de­terminada depende de cómo la usó la vez anterior: si la vez anterior tomó una fruta, esta vez toma dos y si en la ocasión anterior tomó dos, ahora toma una. Alternadamente usa de manera distinta la expresión. Por supuesto esta es sólo la ma­nera como nosotros, quienes le damos otro uso, que conside­ramos el correcto, a la misma expresión, describiríamos el uso que él le da. Pero él mismo diría que siempre la usa de la misma manera, sencillamente toma una manzana cada vez que dice “tomo una manzana”. Wittgenstein expresa estas dificul­tades para justificar que una regla, así sea tan elemental como el contar, obliga o fuerza a una manera correcta de seguirla y excluye las otras así:

¿Forzado? Después de todo, puedo presum iblem ente

tom ar el cam ino que quiera! - «Pero si usted quiere m ante­

nerse en con cord ancia con las reglas usted tiene que tom ar

este cam ino.» — De ningún m odo; a eso llamo yo ‘concordan­

cia’. — «Entonces has cam biado el significado de la palabra

‘concordancia’ o el significado de la regla.» - N o; ¿quién dice

lo que significa aquí ‘cam biar’ o ‘dejar igual’?

No importa cuántas reglas me dé usted — yo le doy unaregla que justifica mi aplicación de sus reglas20.

Toda interpretación o explicación de una regla puede con­siderarse como una nueva regla para entender la primera; y si hay dudas acerca de si la primera puede determinar una mane­ra correcta de seguirla, las mismas dudas pueden volverse a plantear acerca de la segunda y de las que vengan luego. Si se recurre en este punto a una concepción mentalista de las inter­pretaciones de la regla, resurgen entonces las objeciones que ya se plantearon antes en contra de la concepción mentalista de las nociones de significar y comprender. Un peculiar atractivo que tiene la apelación al ámbito de lo mental parece residir en la esperanza de que en este ámbito, precisamente por ser oculto, resulte más fácilmente creíble el que se pueda realizar un acto mágico que logre determinar de manera absoluta el uso total de una expresión o todas las aplicaciones de una regla (como el mago que lleva a cabo su magia en el fondo de un sombrero o de un cajón negro, bajo su manga o detrás de la oreja de un asombrado espectador, en todo caso, siempre en lo oculto). Pero las interpretaciones, ya se las entienda como meta-reglas o como representaciones mentales, no ayudan a proveer el quimérico fundamento último de la aplicación de las reglas. Y es claro que si, como parece implicar el pasaje citado arriba, cada quien tiene su manera personal de aplicar una regla y su manera de justificarla con sus peculiares interpretaciones, la regla pierde todo su sentido y su aplicabilidad.

Las dudas escépticas, que al comienzo daban la impresión de ser tan descabelladas, parecen, cuando se trata de responder

de cierta forma a ellas, plantear un problema muy radical y con muy graves implicaciones21. Los ejemplos dados arriba nos si­tuarían ante una dificultad aparentemente insalvable: ¿Cómo explicar o asegurar que una regla determina una manera co­rrecta de seguirla y excluye las demás como incorrectas? Si no se da una respuesta satisfactoria a esta pregunta la posibilidad misma de seguir reglas, algo que es tan fundamental en nues­tras vidas y que desprevenidamente tomamos como evidente y sobreentendido, quedaría en entredicho y se convertiría en algo así como un milagro inexplicable. Wittgenstein plantea esto en sus Investigaciones como una paradoja: Nuestra paradoja era ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. (IF, § 201, p. 203}. La misma paradoja recibe una for­mulación también muy concisa en las Observaciones sobre los Fundamentos de la Matemática: ¿Cómo puedo seguir una regla, si después de todo cualquier cosa que haga puede interpre­tarse como seguirla? (OFM, VI, § 38).

Si las reglas dejan abiertas cualesquiera maneras de se­guirlas y si no hay nada que garantice de manera segura una uniformidad y una regularidad en nuestras aplicaciones de reglas, nuestro uso de las mismas pierde su sentido, queda

21 Éste sería, por ejemplo, el punto de vista de Kripke, quien en

su célebre interpretación de lo que él llama *el problema escéptico de

W ittgenstein’ escribe: “Wittgenstein has invented a new form of

scepticism. Personally I am inclined to regard it as the most radical

and original sceptical problem that philosophy has seen to dale, one that

only a highly unusual cast of mind could have produced”. (Kripke,

Siiul. Wittgenstein on Rules and Prívate Language, H arvard University

hc-ss, Cambridge, Mass., 1982, p. 60).

como suspendido misteriosamente en el aire, a punto de des plomarse en cualquier momento. Y con nuestro uso de reghts quedarían también sin un piso firme nuestro uso de la lógica, de las matemáticas, del lenguaje e incluso nuestra entera vida en comunidad, para la cual se requiere imprescindiblemente del uso del lenguaje y, en general, de reglas. Pero lo paradóji­co reside en que la aparente gravedad de este problema no perturba en lo más mínimo nuestro empleo efectivo, confiado y cotidiano de reglas. Wittgenstein disuelve esta paradoja tra­tando de mostrar que, en realidad, las dudas que él mismo ha inventado no plantean un problema genuino y radical, sino que surgen, más bien, de una confusión, de un malentendido:

Puede fácilmente parecer com o si toda duda mostrase

sólo un hueco existente en los fundam entos; de m odo que

una com prensión segura sólo es entonces posible si prim e­

ro dudam os de todo aquello de lo que pueda dudarse y lue­

go rem ovem os todas esas dudas.

El indicador de cam inos está en orden si, en circunstan­

cias norm ales, cum ple su finalidad1̂ .

Podemos imaginar muchas dudas, imaginar, por ejemplo, que si un indicador de caminos tiene una flecha, alguien pue­de verla y sin pensarlo dos veces tomar la dirección contraria a la indicada por la punta de la flecha o caminar perpendicu­larmente a ella. Y podemos imaginar también cómo justificar estas extrañas conductas. Pero ¿plantean estas dudas un aulén tico problema? ¿Acaso, si no las resolvemos, podría ocurrir que ya no sepamos hacia dónde dirigirnos o que nos eut ;i

minemos en la dirección equivocada, cuando veamos el in­dicador de caminos? ¿Podríamos, tras haber concebido estas dudas, perder nuestra confianza y seguridad al orientarnos por él? ¡Por supuesto que no! El que se puedan imaginar o inventar ciertas dudas no quiere decir que en realidad se esté dudando (con todos los efectos prácticos que deben seguirse de una duda genuina y revelarla). Estas dudas se inventan jus­tamente con el propósito de desenmascararlas como lo que son: el resultado de malentendidos. El “problema escéptico" ha sido planteado a partir de dudas no genuinas, que no nece­sitamos solucionar, al menos no necesitamos resolverlas para poder seguir aplicando correcta y confiadamente las reglas que solemos usar a diario y por ello no es un problema genui­no, ni radical, sino, repitámoslo, un malentendido'.

«¿C óm o puede seguirse una regla?» Así es com o m e

gustaría preguntar.

¿Pero cóm o es que quiero preguntar eso, si no encuen­

tro ningún tipo de diñcultades en seguir una regla?

O bviam ente aquí m alentendem os los hechos que tene­

mos ante los ojos2;í.

Lo que ocurre, según Wittgenstein, es que no vemos o no queremos ver lo que está ahí delante, ante nuestros ojos y bus­camos un quimérico fundamento oculto, profundo, que esté detrás o más allá de nuestro uso cotidiano de reglas. Para acla­rar nuestro uso cotidiano de reglas no necesitamos ahondar en lo oculto hasta encontrar una explicación absolutamente ine­quívoca de la regla, una interpretación última o una compren­

sión esencial de la misma. Es una concepción intelectualisl.i <> racionalista de la regla, según la cual para poder aplicar la regla es siempre necesario interpretarla hasta llegar a una base inconmoviblemente firme dada por una interpretación racional última, la que nos hace pasar por alto lo que se deja ver con claridad cuando no filosofamos. El malentendido que surge aquí lo aclara Wittgenstein inmediatamente después de plantear la paradoja escéptica. Volvamos, pues, a citar el pa­saje ahora sí completo:

Nuestra paradoja era ésta: una regla no podía determ i­

nar ningún curso de acción porque todo curso de acción

puede hacerse con cord ar con la regla. L a respuesta era: si

todo puede hacerse con cord ar con la regla, entonces tam ­

bién puede hacerse discordar. De donde no habría ni con ­

cordancia ni desacuerdo.

Que hay ahí un malentendido se muestra ya en que en este curso de pensamientos damos interpretación tras interpretación; com o si

cada una nos contentase al m enos por un m om ento, hasta

que pensam os en una interpretación que está aún detrás de

ella. Con ello mostramos que hay una captación de una regla que no es una interpretación, sino que se manifiesta, de caso en caso de aplicación, en lo que llamamos «seguir la regla» y en lo que llama­mos «contravenirla».

De ahí que exista una inclinación a decir: toda acción de

acuerdo con la regla es una interpretación. Pero solam ente

debe Uamarse «interpretación» a esto: sustituir una expresión

de la regla por otra24. [Los subrayados son nuestros].

Aquí vuelve Wittgenstein a enfatizar que la paradoja es­céptica no es un problema genuino y es más explícito acerca de la fuente de la que brota el malentendido, a saber, la bús­queda incesante de interpretaciones que fundamenten el uso de la regla. No se quiere negar que haya interpretaciones que ayuden en ciertas circunstancias a aclarar la aplicación de una regla. Pero la cadena de interpretaciones, cuando se requie­ran, debe tener un término. Y cuando se llegue a él, cuando se agoten las interpretaciones, es en nuestro actuar, y ya no en nuestro razonamiento, que debe manifestarse la manera correcta de seguir la regla, la captación de ella que ya no es una interpretación. Suponer que siempre van a necesitarse interpretaciones de la regla para poder usarla bien, que toda aplicación de ella requiere una in­terpretación, es lo que lleva al problema que quiere plantear el escéptico. Pues siempre pueden darse interpretaciones se­gún las cuales cualquier acción está a la vez en acuerdo y en desacuerdo con la regla. Este supuesto es inaceptable para Wittgenstein, ya que entra en abierta contradicción con nues­tro uso cotidiano de reglas, el cual funciona bien en la prácti­ca. Si se asume que entre la expresión de una regla y las acciones que concuerdan con ella, se abre un abismo que debe llenarse con interpretaciones, Wittgenstein hace regresar a estas interpretaciones, en cuanto reformulaciones de la re­gla, al mismo nivel en que estaba la expresión inicial de la misma, con lo cual el presunto abismo seguiría abierto, aho­ra entre las interpretaciones y sus aplicaciones. En algún punto, a veces después de haber necesitado algunas interpretaciones o explicaciones, que son como nuevas reglas que habría, en todo caso, que poder aplicar bien, debe darse una acción no mediada por ulteriores interpretaciones. Y es nuestro actuar natural el que, en últimas, permite determinar si la regla y

sus interpretaciones fueron comprendidas y aplicadas correc­tamente.

Tenemos, pues, la contraposición de dos actitudes incom­patibles: la actitud escéptica de aferrarse a la exigencia de in­terpretaciones últimas que aseguren la correcta aplicación de reglas, pero, puesto que no se encuentran interpretaciones totalmente inequívocas, esto conduce a poner en entredicho el uso efectivo de reglas; o la actitud de Wittgenstein, que es la de aferrarse a lo que está ante nuestros ojos, es decir, al hecho de que, en virtud de nuestras maneras naturales de actuar, seguimos habitualmente las reglas sin ninguna dificultad, asu­mir esto como algo dado que no necesita explicarse o funda­mentarse y, consecuentemente, rechazar el escepticismo y el ansia de justificaciones definitivas que lo hace surgir. La con­traposición de estas dos actitudes se vuelve a expresar con claridad en el siguiente pasaje:

«¿Pero cóm o puede una regla enseñarm e lo que tengo

que hacer en este lugar? Cualquier cosa que haga es, según

alguna interpretación, com patible con la regla». — No, no es

eso lo que debe decirse. Sino esto: Toda interpretación pen­

de, juntam ente con lo interpretado, en el aire; no puede

servirle de apoyo. Las interpretaciones solas no determ inan

el significado25.

El interlocutor que habla entre las comillas es aquí, nueva­mente, quien desea plantear un problema escéptico y es claro cómo apoya su posición en la idea de que son las interpreta­ciones las que deben determinar, en últimas, la manera de se­

guir la regla. Oponiéndose a él, Wittgenstein responde subra­yando las limitaciones de las interpretaciones, las cuales, aun­que en ocasiones puedan ser útiles, por sí solas no determinan la aplicación de la regla. Esto no lleva, sin embargo, al es­cep tic ism o , sino a reconocer que tanto la regla como sus in­terpretaciones deben apoyarse, finalmente, en nuestro actuar natural y habitual, de otra manera quedarían suspendidas en el aire. El malentendido consiste, pues, en creer que siempre se requiere de interpretaciones que constituyan el fundamento ultimo de nuestro uso de reglas. Lo que dificulta tanto la su­peración del malentendido es la pertinaz idea de que si pres­cindim os de las interpretaciones y explicaciones últimas, nos está faltando algo esencial, fundamental:

L o difícil no es aquí ahondar hasta el fundam ento, sino

re co n o ce r com o fundam ento el fundamento que tenemos

ahí delante.

Pues el fundamento nos vuelve a crear siem pre la im a­

gen ilusoria de una gran profundidad, y cuando intentamos

a lcan zarla , volvem os a encontrarnos siem pre al nivel de

an tes.

N uestra enferm edad es la de querer explicar2'1.

¿Cuál es el fundamento que está ahí delante, que Wittgen­stein quiere hacemos reconocer, pero que no vemos por estar buscando explicaciones profundas que no se necesitan? Lo q u e está ante nuestros ojos y que bastaría describir, sin preten­d e r explicarlo, es el uso cotidiano de reglas; lo que tendemos a ignorar es que lo clave para poder determinar si un curso

de acción concuerda con una regla, es que dicha regla ya es­té bien establecida como una de nuestras costumbres o prác­ticas sociales compartidas y que dicho curso de acción sea el usual, el que esperamos quienes y a estamos familiarizados con esta regla y la practicamos. De aquí resulta claro que no todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla, sino solamente el que estamos acostumbrados a seguir, el que se ha acreditado a través de la práctica como correcto. Esto presupone una uniformidad o regularidad en las accio­nes que realizamos y que llamamos “seguir la regla” . De no darse tal uniformidad la regla no llegaría a establecerse como costumbre. Y para asegurar esta uniformidad o concordan­cia en la aplicación de reglas, se dispone de ciertas prácticas de adiestramiento, con las que se trata de iniciar a las perso­nas en tal aplicación normal, usual de las reglas, entendidas como costumbres:

«Así pues, ¿cualquier cosa que yo haga es com patible

con la regla?». - Permítaseme preguntar esto: ¿Q ué tiene que

ver la expresión de la regla — el indicador de cam inos, por

ejem plo — con mis acciones? ¿Q ué clase de conexión existe

ahí? — Bueno, quizás ésta: he sido adiestrado para una deter­

m inada reacción a ese signo y ah ora reacciono así.

Pero con ello sólo has indicado una con exión causal,

sólo has explicado cóm o se produjo el que ah ora nos guie­

m os por el indicador de cam inos; no en qué consiste real­

m ente ese seguir-el-signo. N o ; he indicado tam bién que

alguien se guía por un indicador de cam inos solamente en la

m edida en que haya un uso estable, una costum bre27.

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

El que aquí suija otra vez la objeción de que decir que se­guir una regla es una costumbre que aprendemos a practicar, en algunos casos mediante adiestramientos, no explica “en qué consiste esencialmente” el seguirla, muestra sólo lo cautivado­ra y pertinaz que puede llegar a ser la actitud intelectualista y esencialista que se desea superar. Insistamos, pues, en enfren­tarla una vez más, hasta el cansancio. El adiestramiento no consta esencialmente de explicaciones. Si lo concibiéramos así, nos saltaría encima nuevamente el escéptico, objetando que el adiestramiento tendría que poder interpretarse y que no hay nada que asegure que se no se lo interprete mal o de forma inusual. Pero a través del adiestramiento se trataría de moldear nuestro modo de actuar, nuestro comportamiento, nuestras reacciones a las reglas y a las palabras y no nuestro entendi­miento o nuestra comprensión racional de las mismas. Y este adiestramiento no se apoya finalmente en explicaciones, ni in­terpretaciones. Wittgenstein, subrayando este punto, llega a compararlo con el adiestramiento con el que se doma a un animal, digamos, a un león de circo.

Ahora bien, la efectividad de nuestra aplicación de reglas y de los adiestramientos en los que se moldean nuestras reac­ciones a ellas presupone no un fundamento racional, sino una concordancia en ciertas maneras naturales, podría decirse también instintivas, de reaccionar. Si a un niño, como parte de lo que po­dríamos considerar un adiestramiento lingüístico, se le dice ‘perro’ y simultáneamente se señala con el brazo a la mascota de la casa, el niño inmediatamente y sin detenerse a interpretar el significado del movimiento del brazo, miraría en la dirección hacia la que apunta el dedo y no en la contraria, o en otra. Si no lo hace de manera natural y si no comparte con nosotros oirás reacciones tan básicas como esta, todo adiestramiento

sería vano. El adiestramiento y el seguimiento de regla* pi r suponen, pues, una concordancia en ciertas reacciones nulo

rales básicas, las cuales se toman como algo primitivo, dado, que no requiere ni de explicaciones, ni de a d ie s tra m ie n to s

previos (antes bien, toda explicación o adiestramiento se apo­yan en ellas, las presuponen). Quien no comparte con noso­tros ciertas reacciones naturales básicas y, a causa de ello, a

pesar de ser bien entrenado o instruido no logra aprender a

seguir bien las reglas, a actuar de la manera esperada y acos­tumbrada, corre el riesgo de verse marginado de muchas acti­vidades de nuestra vida en comunidad. Por ello resulta muy difícil creer que tenderos como los que hemos imaginado en nuestro ejemplo puedan atender una tienda o seguir mucho tiempo en ello. Si persisten en sus maneras anómalas de ac­tuar, terminarían probablemente, y si tienen suerte, reclui­dos en algún centro de rehabilitación. Y si estas anomalías llegaran a generalizarse y el mundo se poblara súbitamente de personas como ellos, ya no podríamos entendemos unos a otros, a menos que lográsemos desarrollar nuevas reglas y formas de lenguaje y comunicación insospechadas, incluso inimaginables desde nuestra forma de vida.

Lo anterior muestra cómo nuestro uso efectivo del len­guaje y de reglas está en cierta medida garantizado de modo seguro y confiable no por fundamentos racionales, sino por hechos naturales muy básicos (y que son tan sobreentendidos que normalmente no se nos ocurre ni mencionarlos}: por cier ta regularidad y concordancia en nuestras reacciones instinti vas y también por cierta uniformidad en lo que podríamos llamar la manera como se comportan las cosas (por ejemplo, el ya citado hecho de que los objetos no desaparecen y ir apa recen súbitamente). También se desprende de lo uiilci mi

que nuestro lenguaje, nuestros conceptos y nuestras reglas no poseen el carácter necesario que a menudo sentimos la inclinación de otorgarles:

N o digo: Si tales y cuales hechos naturales fueran dis­

tintos, los seres hum anos tendrían otros con ceptos (en el

sentido de una hipótesis). Sino: Q uien crea que ciertos con ­

ceptos son los correctos sin m ás; que quien tuviera otros, no

apreciaría justam ente algo que nosotros apreciam os — que se

imagine que ciertos hechos naturales m uy generales ocurren

de m an era distinta a la que estam os acostum brados, y le se­

rán com prensibles formaciones conceptuales distintas a las

usuales1“ .

En este pasaje se aclara el papel que esta suerte de natu­ralismo juega en este contexto. No constituye una hipótesis explicativa que haga parte de una teoría sobre las regías y el significado. Su papel es principalmente negativo o crítico y también terapéutico, ya que ayuda a abandonar la creencia (¿o prejuicio?) en que nuestros conceptos y nuestro lenguaje tienen un carácter necesario y absoluto.

Para finalizar esta parte queremos enfatizar lo que nos pa­rece central: en la concepción de Wittgenstein las actividades de seguir reglas, incluidas en ellas nuestros usos de expresio­nes en juegos de lenguaje, no están, ni necesitan estar funda­mentadas sobre una base racional inconmovible e indubitable. Ya en el ejemplo del tendero Wittgenstein rechaza inmediata­mente las dudas escépticas acerca del uso que hace el tende­ro de las palabras ‘cinco manzanas rojas’, pero no lo hace

dando justificaciones racionales, sino asumiendo sus at rio nes como algo natural de lo que no se necesita dar cui*nl;i (“asumo que así actúa”). Las explicaciones, insiste él, tienen un final y, llegados a éste, las hacemos descansar sobre núes tras reacciones naturales a las palabras y a las reglas. Lo difí­cil es reconocer el punto en el que ya no se necesitarían más explicaciones, pues no parece haber un único punto absoluto donde tengan, necesariamente, que terminar:

Aquí nos topam os con un fenóm éno notable y caracte­

rístico de la investigación filosófica: la dificultad — podría

decir - no es la de encontrar la solución, sino m ás bien la de

recon ocer com o solución algo que parece ser sólo un preli­

m inar de ella [...].

Esto está conectado, creo yo, con el que erróneam ente

esperem os una explicación; m ientras que la solución de la

dificultad es una descripción, si le dam os su lugar correcto

en nuestras consideraciones. Sí perm anecem os en ella y no

intentam os ir m ás allá.

L a dificultad es aquí: parar29.

Wittgenstein para en nuestro actuar instintivo, que, según él, debemos simplemente describir y no tratar de explicar. En este punto, más explicaciones nos conducirían al peligro de caer en la ilusión de la explicación última y en todas las con­fusiones que surgen de esta ilusión. Reconocer que las justifi­caciones racionales llegan a un término lleva a reconocer que toda justificación termina apoyándose, cuando se llega a esc punto, en algo que ya no es justificable racionalmente. En ese

punto Wittgenstein confía en lo que está ante nuestros ojos y no en nuestro pensamiento: nuestras maneras naturales de actuar:

«¿C óm o puedo seguir una regla?». — Si ésta no es una

pregunta por las causas, entonces lo es por la justificación de

que actúe oh' siguiéndola.

Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura

y mi pala se retuerce. Estoy entonces inclinado a decir: «Así

sim plem ente es com o actúo»'10.

Aquí se muestra la oposición de Wittgenstein a una con­cepción intelectualista de las reglas y, consecuentemente, del uso del lenguaje. Más que en nuestra razón y en nuestro en­tendimiento, el uso de reglas y del lenguaje se funda en nues­tras maneras naturales de actuar, de las cuales no hay que dar razones últimas. Al dar razones y justificaciones se está usan­do ya el lenguaje y, entonces, se presuponen ya aquellos he­chos naturales tan básicos, sin los cuales no habría lenguaje o habría uno muy distinto al que efectivamente empleamos. La injustificabilidad de nuestro actuar natural sobre el que reposa nuestra aplicación de reglas y nuestro uso del lenguaje es algo que Wittgenstein subraya claramente una y otra vez: “Bueno, yo asumo que actúa como he descrito. Las explicaciones tienen en algún lugar un final” (IF, § 1, p. 19); “(...) las razones pron­to se me agotan. Y entonces actuaré sin razones” (IF, § 211, p. 209); “(...) actúo presto, con perfecta seguridad, y la falta de razones no me perturba” (IF, § 212, p. 209); “Cuando sigo la regla no elijo. Sigo la regla ciegamente” (IF, § 219, p. 211);

h í j JVerdad sin fundam entos

“(,..)así es como actúo; no preguntes por una razón. (...) Yo digo ‘por supuesto’, no puedo dar una razón.” (oi-M, VI, S 24); “Como si la fundamentación no llegara nunca a un Um mino. Y el término no es una presuposición sin fundamen­tos, sino una manera de actuar sin fundamentos.” (SC, § 110, p. 16).

El “fundamento” de nuestra aplicación de reglas y de nuestro uso del lenguaje que está ahí delante y que tendemos a pasar por alto está en nuestra forma de vida y en nuestro actuar, de los que ya no se dan explicaciones, ni razones. Buscar fundamentos, razones, explicaciones “más esencia­les”, “más ocultas”, “más profundas”, que estén “más allá” es caer en esa enfermedad típica de los filósofos, la enfer­medad de estar constantemente a la caza de quimeras.

Capítulo írts

Verdad, sin fundamentos

Lucham os ahora contra una dirección. Pero esta dirección morirá, eliminada por otras d i­recciones y entonces nadie entenderá nuestros argumentos en su contra; no se comprenderá por qué hubo que decir todo esto.

Wittgenstein Observaciones {1942)

Introducción

Una vez se han abandonado los supuestos básicos asumidos en el Tractatus, sobre los cuales se apoyaba la concepción de la verdad como correspondencia defendida en esta obra, surgen los interrogantes centrales de este trabajo, a los que dedicare­mos su capítulo final: ¿Qué consecuencias tiene el surgimiento de los nuevos puntos de vista de Wittgenstein, expuestos en el capítulo dos, para la noción de verdad? ¿Qué nueva concep­ción de la verdad sería compatible con estos nuevos puntos de vista?

Wittgenstein no desarrolló en su obra tardía una nueva teoría, definición o explicación general de la verdad que sus­tituyera a la rechazada teoría de la verdad como correspon­dencia del Tractatus. Haberlo hecho hubiera sido contrario a su manera de concebir su tarea como filósofo: «La filosofía ex [jo­ne meramente todo y no explica ni deduce nada. Puesto que

todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto, no nos interesa» (IF, § 126, p. 131). En su obra tardía, Wittgenstein critica y rechaza, como ya hemos mostrado suficientemente, las aspiraciones a dar en filosofía definiciones generales o explicaciones últimas, a buscar fun­damentos absolutos e inconmovibles, a desarrollar teorías con una pretensión de universalidad, a emplear argumen­taciones deductivas que presuman ser totalmente concluyentes y definitivas. A estas inclinaciones él opone su concepción de la actividad filosófica como «meramente» expositiva, des­criptiva.

La distinción que él establece entre teorización y explica­ción, por un lado, y descripción, por el otro, puede dar lugar a la objeción de que las descripciones, en particular las que él hace en sus observaciones filosóficas, tienen también, en mu­chos casos, un valor explicativo. En todo caso, a las descrip­ciones del uso del lenguaje en diferentes contextos, que juegan un papel central en su filosofía tardía, Wittgenstein les hace cumplir una función terapéutica, en el sentido de que con ellas se pretende, principalmente, contribuir a disipar confu­siones filosóficas. Si en esa labor terapéutica se usan explicacio­nes, no se aspira con ellas, en todo caso, a dar justificaciones universales y absolutas.

Habría que tener muy en cuenta que Wittgenstein, al cues­tionar y rechazar la elaboración de teorías y explicaciones en la filosofía, se está distanciando, particularmente, de un tipo específico de teorización y explicación: el que se tiende a imitar siguiendo el modelo de las ciencias naturales.

La tentación de plantear y resolver problemas filosófi­cos siguiendo un modelo científico, la cual cobró mucha fuerza en la época en la que él desarrolló su actividad filo­

sófica1, era, para él, la principal y más peligrosa fuente de las cuestionables ansias de generalidad y universalidad que él buscaba evitar, de la consecuente tendencia a dar cierto ti­po de explicaciones y formular teorías para satisfacerlas y de las confusiones filosóficas que surgen de ella:

Nuestra ansia de generalidad tiene otra fuente principal:

nuestra preocupación por el m étodo de la ciencia. M e refie­

ro al m étodo de reducir la explicación de los fenóm enos na

turales al menor núm ero posible de leyes naturales primitivas;

y, en m atem áticas, al de unificar el tratamiento de diferentes

tem as m ediante el uso de una generalización. Los filósofos

tienen constantemente ante los ojos el m étodo de la ciencia y

sienten una tentación irresistible a plantear y a contestar pre­

guntas del mismo m odo que lo hace la ciencia. Esta tenden­

cia es la verdadera fuente de la metafísica y lleva al filósofo

a la oscuridad más completa. Quiero afirmar en este momento

que nuestra tarea no puede ser nunca reducir algo a algo, o

explicar algo. En realidad la filosofía « ‘puram ente descrip-

De acuerdo con estas palabras debe resultar, entonces, muy claro que, dado que lo que se busca en este capítulo es esbozar una concepción de la verdad que esté en consonancia con la filosofía posterior de Wittgenstein, lo último que ha de esperarse es que pretendamos partir de ella para tratar de es­

1 Piénsese en los esfuerzos de Russell y de los positivistas ló­

gicos por desarrollar la filosofía de m anera científica y en la muy

amplia influencia que ellos ejercieron.

2 CAM , p . 4 6 .

bozar una teoría de la verdad que ofrezca una definición uni­versal, una explicación última y general de esta noción o una reducción de la misma a otros conceptos supuestamente más básicos. Por el contrario, habría que criticar las posibles in­terpretaciones que quieran desprender de los puntos de vista tardíos de Wittgenstein, o incluso atribuirle, una teoría o una explicación general de la verdad.

Sin embargo, antes de retomar el tema de la verdad em­prendiendo esta tarea crítica y con el fin de comprender me­jor esta noción a la luz de la filosofía posterior de Wittgenstein, intentaremos, en la primera parte de este capítulo, aclarar cómo se ve bajo esta nueva luz la relación entre lenguaje y realidad. Estas aclaraciones nos darán argumentos para criti­car, en la segunda parte, la pretensión de tomar como punto de partida algunas ideas del Wittgenstein tardío para defender una teoría general de la verdad, ya sea en términos de corres­pondencia, de consideraciones pragmáticas, de convenciones o de coherencia. En la tercera parte, habiendo despejado el camino de malentendidos y de posibles interpretaciones equi­vocadas, intentaremos, complementando la crítica de la par­te anterior, mostrar cómo la verdad es una noción relativa al contexto en el que se la use y describir cómo en diferentes contextos y para distintos tipos de proposiciones suelen usar­se diferentes criterios o maneras de distinguir lo verdadero de lo falso. Haremos énfasis en que, aunque la noción de verdad no requiera de una fundamentación última, la carencia y la prescindibilidad de tal fundamentación no debe conducir, sin embargo, a una postura escéptica o irracionalista. Los puntos de vista que expondremos no se sitúan en ninguno de los dos cuernos del falso y viejo dilema entre fundamentalismo epis­temológico y escepticismo.

I. Regreso a la cuestión de la armonía entre lenguaje y realidad

De acuerdo con uno de los supuestos básicos del Tractatus, una proposición debía poseer, considerada aisladamente, un sen­tido absolutamente determinado, puro y cristalino, explici- table mediante un análisis lógico en el que se la descompusiese en sus partes elementales, las cuales tendrían un contacto di­recto con la realidad que representan. Se exigía que tal análi­sis fuera realizable a partir de la proposición sola, sin que dependiera de otras proposiciones cuya verdad fuese condi­ción de sentido de la primera, ya que esto entrañaría el peli­gro de que la determinación de su sentido se extraviase en una regresión infinita. Este supuesto y esta exigencia son de­jados atrás, como hemos visto, por el giro que da Wittgenstein hacia una postura holista. Según esta postura, el sentido de una proposición no es aislable de los usos que se le dé a la misma en conjunto con otras proposiciones y dentro de un contexto o juego de lenguaje que incluye también actividades extralingüísticas inextricablemente ligadas a tales usos.

La estructura del lenguaje, que antes se consideraba como una estructura reflejada y derivada de la estructura original e independiente de la realidad, y el significado de sus proposi­ciones, que antes se fundaba en su capacidad intrínseca de figurar lo real, están ahora determinados por las reglas gra-‘ maticales que gobiernan sus usos en diferentes contextos. Dentro de esta nueva perspectiva en la que las reglas de la gramática (entendidas en un sentido amplio como las reglas de uso en los juegos de lenguaje) adquieren un papel tan cen­tral, ¿no serian ahora estas reglas las que garantizarían aún la concordancia entre lenguaje y realidad en la que se funda mentaría la verdad? ¿Qué relación tienen estas reglas gra

maticales con la realidad? ¿Pueden seguir considerándose como un reflejo de lo real o de algunos de sus rasgos bási­cos? ¿En qué sentido y en qué medida deben guardar ellas una correspondencia con lo real?

En algunos pasajes, como el que sigue, Wittgensteín es bastante enfático en afirmar la autonomía del lenguaje y de su gramática respecto de lo real:

L a gram ática no tiene que rendirle cuentas a ninguna

realidad. Sólo las reglas gram aticales determ inan el signifi­

cado (lo constituyen) y, entonces, no tienen que responder

ante ningún significado y son, en esa m edida, arbitrarias3.

Si las reglas de la gramática tuviesen que rendirle cuentas a la realidad, si tuviesen que reflejarla de alguna manera o concordar con ella, entonces se podría recurrir a ella para justificar un sistema de reglas gramaticales como correcto y rechazar otros, según si guardan o no la debida concordancia, si la reflejan fielmente o no.

Un intento de justificar la gramática, en virtud de su con­cordancia con lo real, revelaría ya un malentendido acerca del papel especial que juegan las reglas gramaticales en nues­tros juegos de lenguaje. Ellas no cumplen la misma función que cumplen las proposiciones empíricas, descriptivas, sino que funcionan, más bien, como normas de descripción. A las proposiciones empíricas, descriptivas podríamos juzgarlas según su concordancia con lo que se quiere describir; al ha­cerlo usaríamos las reglas gramaticales que rigen nuestras descripciones en determinados juegos de lenguaje (no en to-

dos el propósito de describir lo real es importante). Pero tratar de establecer la correspondencia entre las reglas mismas y la realidad podría llevar a atribuirles erróneamente una función que elias no cumplen, esto es, a considerarlas como descrip­ciones y no como reglas.

Claro está que podría darse una justificación de las reglas de la gramática que no consista en mostrar que ellas mismas describen bien lo real (pues se incurriría en el error que aca­bamos de señalar), sino en mostrar que con su aplicación po­demos formarnos una imagen adecuada de la realidad. Se trataría, entonces, de justificar que un lenguaje con sus reglas gramaticales y sus conceptos es más adecuado que otros, en cuanto posibilita una mejor descripción del mundo. Sin em­bargo, Wittgenstein argumenta (ver GF, X , § 134) q u e la gra­mática no se puede justificar de esta manera, lo cual explicaría por qué la llama también ‘arbitraria’.

El argumento, que es análogo al que se empleó para mos­trar la inefabilidad de las condiciones lógicas que debía cum­plir un lenguaje para poder representar figurativamente lo real (examinado en la parte III del capítulo uno), puede re­sumirse como sigue. Si se quiere justificar las reglas de la gramática y si tal justificación se expresa en el lenguaje cuyo uso está regido por tales reglas, al intentar justificarlas se las está ya empleando y al emplearlas se está presuponiendo ya la validez y aplicabilidad de lo que se desea justificar. La jus­tificación caería, pues, en un círculo vicioso. Por otro lado, si fuera posible emplear otro lenguaje con reglas gramaticales distintas para formular tal justificación, entonces se utilizarían esas otras reglas, cuya justificación estaría aún por darse. i;.Se la podría dar en un tercer lenguaje con otras reglas? Se en mienza a vislumbrar aquí el comienzo de una regresión mil

nita. ¿O se la daría en nuestro lenguaje? Entonces la justifica­ción se volvería, otra vez, circular. Además, si nos estuviera dado recurrir a otro lenguaje, en tal lenguaje con otra gramá­tica, podrían valer como justificaciones lo que normalmente no aceptaríamos como tales, y viceversa. Lo que nosotros lla­mamos o aceptamos como una posible o una buena justifica­ción y las maneras en que la concebimos y la formulamos están determinadas por las reglas de uso de nuestro lenguaje, por las reglas de su gramática (en el sentido amplio en el que usamos aquí este término). En la medida en que las regléis de la gramática contribuyen a determinar el uso del término ‘jus­tificar’ y otros emparentados con él, así como los criterios para aceptar una justificación como válida, en esa medida ellas mismas son injustificables.

El anterior argumento, o una variante suya, es aplicable a cualquier pretendida justificación, por medio de la cual se tra­te de demostrar que un lenguaje con sus reglas de uso refle­ja más adecuadamente lo real que otros4. Una tal justificación en términos de correspondencia con la realidad deberá conte­ner una descripción de esta última o, por lo menos, de algu­nos de sus rasgos, a los que se adecuarían bien las reglas. Para comparar y contrastar las reglas de la gramática con lo real, buscando establecer la concordancia que las justifique, hay que describir lo real. Pero una descripción de lo real no po­dría hacerse sin usar el lenguaje y las reglas que se quiere mostrar como adecuadas o fieles a ello. No podemos compa-

* Posteriormente, com o parte de la tarea crítica que emprendere­

mos en la segunda parte de este capítulo, desarrollaremos otras va­

riantes de este argumento para aplicarlas a pretendidas justificaciones

de explicaciones generales del concepto de verdad.

rar nuestro lenguaje y su gramática con la realidad desde umi inaccesible perspectiva exterior a ellos, que nos permitiese ver cómo es la realidad «en sí misma». De la realidad teñe mos, y sólo podemos tener, una imagen que nos formamos con nuestro lenguaje, sus reglas y conceptos. Al intentar prescindir de éstos ya no podríamos decir ni describir ni justificar nada. En tanto no haya un acceso privilegiado y di­recto a lo real y en tanto no podamos prescindir de un len­guaje y de una perspectiva que contribuyen a determinar nuestra imagen de lo real, nuestras tentativas de dar una jus­tificación última de nuestra gramática o de esta imagen que construimos empleándola, en términos de correspondencia, cae inevitablemente en un círculo (ver SC, § 191).

Para aclarar un poco más esta idea de la autonomía de la gramática respecto de lo real, ilustrémosla con un ejemplo. Supongamos que un esquimal nos informa que en su lengua­je puede hablarse de más de, digamos, diez matices diferen­tes de color blanco. En cambio, los conceptos que nosotros empleamos en nuestro lenguaje y las reglas de su uso sólo nos permiten distinguir menos de diez matices de blanco. ¿Habría alguna manera de mostrar que uno de los dos lenguajes se adecúa mejor a la realidad, permite describirla más fiel y ver­daderamente, por lo menos en lo que concierne a la realidad de lo blanco?

El esquimal podría argüir: «Pero si es muy claro que, en verdad, hay más de diez matices distintos de blanco. Quizá ustedes tengan dificultad en percibirlos. O probablemente lo s perciban tan bien como nosotros, sin embargo no les i n t e r e s a , ni les es importante distinguirlos en su lenguaje; en todo e a s u existen, son reales. Yo puedo simplemente mostrárselos, imir ...» y seguidamente comienza a señalar cosas dando los ikhh

bres, en su lenguaje, de los matices de blanco que él distin­gue. Por supuesto, al nombrarlos está empleando ya, toman­do como válidamente aplicable y correcta, la gramática del blanco que desea justificar en virtud de su concordancia con la realidad. Nosotros, a nuestra vez, podríamos responder: «El problema es que ud. hace distinciones superfluas, que no se fundamentan en lo real. No sé por qué razones, le da ud. distintos nombres a un mismo matiz de blanco. Enumerar y emplear los nombres de la manera que ha hecho no basta pa­ra justificar el uso que hace de ellos. Pues lo que ocurre es, precisamente, que en su lenguaje hay una super-abundancia de palabras y conceptos innecesarios, ya que no corresponden a nada en el mundo». Con esta respuesta tan insatisfactoria simplemente evidenciamos que nuestro lenguaje, su gramáti­ca y sus conceptos son distintos a los del esquimal y que con ellos describimos de manera diferente lo real. Lo que decimos muestra que en nuestro lenguaje sólo hay cabida para menos distinciones de matices de blanco y no que realmente existan en el mundo sólo los que nosotros nombramos.

Ambos interlocutores tratan de dar sus razones usando lenguajes, reglas gramaticales, conceptos y creencias que no comparten, lo cual hace improbable que uno pueda conven­cer al otro, mientras cada uno se apoye en su propia pers­pectiva o imagen del mundo. Sus maneras de argumentar se cruzan, por decirlo así, sin tocarse. Pero aparte de sus pers­pectivas (y de otras posibles), no hay la perspectiva o imagen absolutamente verdadera del mundo, que no estuviera me­diada por ningún lenguaje o gramática y que permitiera di­rimir definitiva y concluyentemente este tipo de controversias.

Podríamos, empero, empeñamos en acudir a justificacio­nes más elaboradas y, en apariencia, menos simplistas y ob­

jetables. Podríamos, por ejemplo, utilizar el lenguaje dmlili co y discutir en términos de frecuencias, longitudes de onda y conceptos relacionados para mostrar más objetiva e incon trovertiblemente por qué razones han de tomarse varias ins tandas de lo blanco como representantes de un mismo matiz y no de varios. Lograríamos entonces, si lo hacemos bien, justificar una parte de nuestra gramática, la del color blanco apoyándonos en otra parte de ella, a saber la de ciertas teo­rías científicas. Pero el lenguaje científico no es, en absoluto, como ningún otro lo es tampoco, un lenguaje privilegiado que permita dejar hablar a la realidad por sí misma, de ma­nera directa y sin mediaciones, con su propia voz, por decirlo así. En tal lenguaje operamos, de todas maneras, con con­ceptos y reglas, los cuales pueden ser más abstractos, técni­cos y pueden llegar a valorarse como «más objetivos» (¿esto no ameritaría, acaso, una justificación?), pero que están ligados inextricablemente a nuestros demás conceptos, incluyendo los más familiares y cotidianos. También en estas justifica­ciones más elaboradas, en nuestra imagen científica del mun­do, estamos, pues, empleando y presuponiendo de antemano la corrección y aplicabilidad de nuestro lenguaje, visto como un sistema complejo y coherente de conceptos y reglas de uso interrelacionados. Seguiríamos, en todo caso, careciendo de una justificación última y no circular de la gramática de nuestro lenguaje.

¿Y si todavía se insistiera obstinadamente en que un len­guaje mínimamente aceptable debería, por lo menos, tenor algunos nombres para los colores, aunque no se determine cuántos, pues de lo contrario se estaría dejando de represen tar un aspecto muy importante de lo real? Se estaría tentado a proclamar: «Sin duda alguna, en la realidad no todo posee

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

el mismo color. Es innegable que las diferencias de color exis­ten realmente y que un lenguaje adecuado tiene que permitir expresarlas». Por supuesto que visto desde nuestra imagen del mundo esto resulta innegable y no queremos poner en cues­tión nuestra perspectiva; lo que queremos subrayar es que nuestra perspectiva no puede justificarse como verdadera en un sen­tido absoluto, así la tomemos de hecho como verdadera y así sea muy poco razonable cuestionarla. Si lo hiciéramos, si no conñáramos en nuestra perspectiva, en nuestros conceptos y nuestras maneras de usarlos ya no sabríamos qué creer, có­mo describir lo que ocurre en el mundo, cómo distinguir entre verdadero y falso, cómo argumentar, razonar, o incluso actuar.

Surge aquí la cuestión: ¿desde qué perspectiva se determi­naría qué es lo que forma parte verdaderamente constitutiva de lo real o lo que es un aspecto importante, no despreciable de la misma? Nosotros, no podría ser de otro modo, lo hacemos desde la nuestra. Pero ¿por qué no podría una comunidad lin­güística diferente a la nuestra prescindir en su lenguaje del con­cepto de color si no le ha sido necesario o importante usarlo o si simplemente no ha surgido el uso de tal concepto en su for­ma de vida? ¿Sería su lenguaje por ello incompleto, inadecua­do o incorrecto? Es incluso concebible, como en el cuento de Borges (Ttón, Uqbar, Orbis Tertius), que existieran unos seres de un remoto planeta, en cuyo lenguaje no hubiera sustantivos para denotar objetos físicos, espaciales. Y si les reprocháramos que tanto nosotros como ellos habitamos el mismo universo en el que los objetos físicos existen así ellos no puedan refe­rirse a ellos, lo cual sería una muy seria limitación de su lengua­je, estaríamos cayendo en el error de creer injustificadamente que nuestra imagen del mundo, nuestros conceptos y creen­cias, con los cuales la construimos, son los correctos en un

sentido absoluto. Es con el objeto de prevenir acerca di* este error que Wittgenstein inventa historias naturales ficticias, adentrándose también en la literatura fantástica. Aquí vale la pena recordar un pasaje que ya habíamos citado antes:

No digo: Si tales y cuales hechos naturales fueran dis­

tintos, los seres hum anos tendrían otros conceptos (en el

sentido de una hipótesis). Sino: Quien crea que ciertos con ­

ceptos son los correctos sin m ás; que quien tuviera otros, no

apreciaría justam ente algo que nosotros apreciam os — que se

imagine que ciertos hechos naturales m uy generales ocurren

de m anera distinta a la que estamos acostumbrados, y le serán

comprensibles formaciones conceptuales distintas a las usua­

les5.

De la manera algo radical como hemos expuesto la idea de la autonomía de la gramática no sería muy difícil despren­der como consecuencias suyas un relativismo y un anti-realis- mo extremos. Sin embargo, el propio Wittgenstein no quiso extraer estas consecuencias, que llevarían demasiado lejos. Es reconocible cierta tensión entre su afirmación tajante de la autonomía de la gramática y sus ideas cercanas a un natura­lismo de tipo humano”. Trataremos de mostrar que no hay, sin embargo, una incompatibilidad o contradicción entre es­tas dos posturas.

5 IF, Parte II, XII, p. .523.(' En relación con esto se puede consultar el libro de Strawson

Skepticism and Naturalism. Some Variéties (ver Bibliografía), en el que se hacen ver algunas relaciones entre el naturalismo de Hume y algunas ideas de Wittgenstein que podrían tildarse también de naturalistas.

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

Comencemos aclarando que al afirmar que de la gramática no pueda darse una justificación última en términos de concor dancia con la realidad {pues la primera contribuye a determinar nuestra imagen de esta última y nuestras maneras de conce­birla y describirla), no se está negando, ni mucho menos, la existencia de dicha realidad. La autonomía de la gramática no implica, en absoluto, que no hay un mundo exterior sino sólo nuestras perspectivas o imágenes de él, ni tampoco que lo real esté constituido por nuestro lenguaje y nuestros conceptos. En lo que sigue mostraremos, apoyándonos en las observaciones de Wittgenstein sobre la certeza (escritas en los últimos meses de su vida), que su rechazo del escepticismo respecto de la exis­tencia del mundo exterior no es incompatible con sus ideas anteriores sobre la autonomía de la gramática.

Una convicción muy básica, aunque indemostrable, que haría parte del sistema de creencias básicas que Wittgenstein llama nuestra ‘imagen del mundo’, es la convicción de que el mundo existe desde mucho antes de que aparecieran en él las criaturas humanas con sus costumbres, lenguajes, conceptos, maneras de representárselo. Wittgenstein no considera, sin embargo, que el realismo sea una tesis de la cual tenga senti­do dar una demostración o justificación (él no busca dar una «prueba del mundo exterior» para dar respuesta al escepticis­mo). Nuestra confianza en que el mundo existe y en muchas creencias básicas acerca de él, las cuales conforman nuestra imagen del mismo, es algo que está presupuesto por y que se evidencia claramente en lo que decimos, lo que pensamos y en la manera como actuamos.

Si se objetara que este realismo es, entonces, apenas una mera creencia a la que le falta una justificación, preguntaría­mos: ¿qué otras creencias son, acaso, más básicas, seguras y

confiables como para, partiendo de eHas, justificar nurslia creencia en la existencia del mundo exterior? Si esta creencia forma parte de la imagen del m u ndo que sirve de suelo a nuestras justificaciones y argum entos (ver SC, § 94, 162), ella misma sería injustificable. Pero no por s^r injustificable deja­mos de confiar y apoyamos ciegam ente en ella al razonar y al actuar. Wittgenstein sigue op oniéndose aq u í a la pertinaz an­sia de justificaciones y fundamentos. Confiamos en muchas creencias acerca del mundo así ellas no cumplan las exigen­cias cartesianas de fundamentación. Y si no lo hiciéramos, una duda genuina acerca de estas convicciones tan básicas arrasaría con la mayoría de nuestras creencias, de nuestros razonamientos y nos dejaría además totalmente «irresolutos en nuestras acciones»7.

L a creencia en que el mundo exterior existe y no es una mera construcción conceptual nuestra, ni una ilusión engaño­sa, sería una, entre otras, de las convicciones muy básicas que conforman nuestra imagen del m u n d o , la cual es, y esto puede parecer muy paradójico, in ju stificab le a partir de lo real, del mundo exterior mismo (como hem os visto al pretender dar tal justificación caemos en un círculo)' Pero esto resulta paradó­jico, solamente en la medida en que sigamos aspirando a de­mostraciones definitivas, a fundaiflentos inconmovibles que garanticen c o n certeza absoluta la existencia del mundo exte­rior. D e hecho, la carencia de tale® pruebas no afecta en lo

7 Ver Descartes, Discurso del método, Grupo Editorial Norma, San tafé de Bogotá, 1992, Tercera parte, p. 3?- Traducción de Jorge Aurelio Díaz A. Empleamos aquí esta expresión cartesiana, justamente |>.u;i poner en cuestión el ansia cartesiana de fundamentación como mm n cura contra el escepticismo.

más mínimo la imprescindible confianza que tenemos en nues­tra imagen del mundo y la vital seguridad que ella nos ofrece. Subrayemos, entonces, que lo que se sigue de la concepción wittgensteiniana de la autonomía de la gramática no es una postura anti-realista, no un escepticismo acerca de la exis­tencia del mundo, sino el reconocimiento de que de él sólo tenemos una imagen histórica, contingente, que sólo pode­mos describir con nuestra gramática y nuestros conceptos, también históricos y contingentes. Con nuestro lenguaje, sus reglas y conceptos no constituimos, ni creamos lo real. An­tes bien, es en la naturaleza, en la que encontramos dadas ciertas condiciones muy básicas, sin las cuales no podríamos emplear el lenguaje que utilizamos, ni tener de ella la imagen que construimos con él. Tratemos ahora de comprender me­jor esta postura de tipo naturalista.

En varios pasajes Wittgenstein adopta un tono conciliato­rio, con el que modera su defensa radical de la autonomía, y la consecuente arbitrariedad, de la gramática: «¿Tiene enton­ces este sistema algo arbitrario? Sí y no. Él está emparentado con lo arbitrario y con lo no arbitrario» (z, § 354, p, 357). Ya hemos discutido el sentido en el que la gramática puede con­siderarse como arbitraria e injustificable. Queremos ahora entender en qué sentido afirma Wittgenstein que ella está, a la vez, vinculada con lo no arbitrario. En la cita anterior él no es explícito en aclarar en qué consistiría este aspecto no arbitra­rio de la gramática. Acudamos, pues, a otro pasaje que nos ayude a obtener un poco más de claridad sobre esta cuestión:

¿Está pues el cálculo adoptado p or nosotros arbitraria­

m ente? Tan p oco com o el m iedo al fuego o a un hom bre ira­

cundo que se nos acerca.

¡C on seguridad las reglas de la gram ática, por las qm-

procedem os y operam os, no son arbitrarias! — Bien, enton­

ces ¿por qué piensa un hom bre com o piensa, por qué realiza

estas operaciones de pensamiento? (Naturalmente se pregunta

aquí por razones, no por causas.) Pues bien, aquí pueden dar­

se razones dentro del cálculo, y finalmente se está, entonces,

tentado a decir: «es justam ente m uy probable que las cosas

se com porten ahora com o siempre se han com portado», — o

algo parecido. U na expresión que encubre el com ienzo de la

justificación8.

Estas palabras arrojan luz sobre el sentido en que la gramá­tica puede considerarse como no arbitraria. En primer lugar, la adopción de un lenguaje y un sistema de conceptos y reglas gramaticales para su uso no debe interpretarse como la adop­ción de una convención arbitraria (digamos la de transitar en carro por la calzada derecha de la carretera y no por la iz­quierda). Wittgenstein sugiere, más bien, compararla con re­acciones naturales tan básicas como tenerle miedo al fuego o a una persona iracunda que se nos aproxima, a las cuales no se nos ocurriría calificarlas de arbitrarias, más aún, nos parecería absurdo que se les diese tal calificativo. En varios pasajes él considera el surgimiento y el desarrollo histórico de nuestro lenguaje y de sus reglas como hechos básicos que forman par-

H PG, V, § 68, p. 110-111. En este pasaje Wittgenstein utiliza todaviíi

la analogía del lenguaje como cálculo que él critica y abandona poslf

nórmente. A nosotros nos interesa exam inar si lo que se dic<‘ aquí

puede ayudar a com prender mejor la relación entre el lenguaje (su

gramática, sus reglas) y el mundo, independientemente de si el leugnu

je se compara con un cálculo o con un juego.

te de nuestra historia natural, tanto como lo harían también el surgimiento y evolución de nuestras formas de vestir, de co­mer, de construir ciudades o de tantas otras actividades que no nos parecen en absoluto arbitrarias, así tampoco podamos darles, ni requieran de, una justificación última.

En el fragmento citado se sugiere otro sentido importante, y relacionado estrechamente con el anterior, en el que las re­glas de la gramática no son arbitrarias. Si se nos preguntara por una justificación de las mismas, estaríamos tentados a dar razones que operan ya con ellas y que, por ello, vuelven cir­cular la justificación. Wittgenstein nos dice que finalmente podría surgir la inclinación a decir «es muy probable que las cosas se sigan comportando como hasta ahora lo han hecho». No resulta fácil entender cómo podrían valer estas palabras como una respuesta a la exigencia de una justificación. Se estaría, en todo caso, apelando a una cierta regularidad en lo que podría llamarse el comportamiento o curso de las cosas, a una regularidad que se daría en la realidad, en la naturale­za misma. Pero, más que como aquello que justificaría las reglas de la gramática, esta regularidad natural puede interpretarse mejor como una condición básica sin cuyo cumplimiento nuestras reglas, nuestros conceptos, nuestro lenguaje, incluidas nuestras justificacio­nes y razones expresadas en él, perderían su sentido, dejarían de ser aplicables. Recordemos en este punto los ejemplos que da Witt­genstein de fragmentos de historias naturales ficticias en las que los objetos comienzan a aparecer y desaparecer miste­riosa e inexplicablemente o a cambiar de longitud sin razón aparente. En tales situaciones Tabuladas nuestra aritmética, nuestros sistemas de medición, nuestro lenguaje entero, nues­tras argumentaciones perderían todo su sentido y aplicabi- lidad. Nuestros conceptos no habrían surgido o no sobrevirían

en tan extrañéis circunstancias y si en ellas pudiesen smgii otros, nos sería muy difícil imaginar cuáles podrían ser. Asi pues, no sólo el surgimiento y el efectivo uso de nuestro leu guaje son hechos naturales, sino que también presuponen otras condiciones naturales muy básicas, tales como cierta regularidad en el curso de los hechos, así como en nuestras reacciones inmediatas e instintivas a ellos.

Un relativista y anti-realista radical, todavía cautivo de as­piraciones a justificaciones absolutas (las terapias wittgens- teinianas aún no habrían surtido en él los efectos esperados), podría echar mano de las armas que ya antes nosotros mis­mos hemos puesto a su disposición, para lanzar un contra­ataque. El podría, en efecto, objetar en los siguientes términos: «En el momento en que usted recurre a una supuesta regu­laridad en la naturaleza y en nuestras reacciones naturales, no está haciendo otra cosa que caer en un persistente error, es decir, está usando sus conceptos ‘regular’, ‘naturaleza’, ‘he­cho natural’, ‘reacción natural’ y los está tomando como ab­solutos, totalmente objetivos o como justificados por sí mismos; usando otro lenguaje y otras reglas de uso, lo que ud. llama ‘regular’ o ‘natural’ ya no sería llamado así, ni considerado como tal. La regularidad en la naturaleza a la que usted quie­re recurrir no es, pues, parte intrínseca de lo que ud. llama naturaleza, sino es sólo parte de la imagen que tenemos de ella y de nuestra manera de concebirla y expresarla en el len guaje. Más allá de tal imagen, no podemos saber si hay un mundo independiente ni cómo es, si presenta esa regularidad o es completamente caótico».

La exigencia de justificar la objetividad de esta regulari dad en el curso de los fenómenos naturales, la cual es cmuli ción de posibilidad de nuestro uso del lenguaje, truc .1 l.i

memoria el problema, que se presentaba en el Tractatus, de la inefabilidad e injustificabilidad de las condiciones lógicas que debía cumplir un lenguaje para poder figurar lo real, cues­tión que Wittgenstein trató de aclarar con su distinción entre decir y mostrar. Tales condiciones no se podían, según él, ex­presar, sino sólo mostrar, en el lenguaje (ver parte III del capítulo uno). Surge aquí la tentación de rescatar esta distin­ción, que jugaba un papel clave en el Tractatus; para aplicarla ahora en este nuevo contexto, ya no a condiciones lógicas, si­no a lo que hemos llamado las condiciones naturales básicas de nuestro uso del lenguaje. Con nuestro lenguaje no podría­mos decir cuáles son esas condiciones naturales ni justificarlas, pues al intentar describirlas explícitamente las estamos presu­poniendo, estamos apoyándonos en ellas, pero tal vez ellas se mostrarían en el uso del lenguaje. Wittgenstein se niega explíci­tamente a servirse nuevamente de esta distinción:

¿Q uiere esto decir: «Sólo puedo juzgar porque las co ­

sas se com portan de tal y tal m odo (bondadosam ente, por

así decirlo)»?

(...) Algunos acontecim ientos m e colocarían en una si­

tuación tal que ya no podría continuar con el viejo juego.

U n a situación en la que se m e privaría de la seguridad del

juego.

En efecto, ¿no es evidente que la posibilidad de un ju e­

go de lenguaje está condicionada por ciertos hechos?

En ese caso podría parecer que el juego de lenguaje tu­

viera que ‘mostrar 'los hechos que lo hacen posible. (Pero no

es así)a.

Pero subrayemos una vez más que aún admitiendo que estos hechos naturales básicos que constituyen una condición de posibilidad de nuestros juegos de lenguaje no pueden i-x presarse ni explicarse sin usar los juegos de lenguaje que los presuponen y que tampoco se muestran en ellos, esto plantea un problema únicamente si se sigue aspirando a una funda- mentación absoluta del realismo o del naturalismo. Wittgen­stein no pretende dar cumplimiento a esta aspiración, pero tampoco cae en el otro extremo de un falso dilema entre fun- damentalismo y escepticismo anti-realista. Para Wittgenstein la naturaleza tiene, de todas maneras, algo que decir:

¿Sí pero no tiene, entonces, la naturaleza nada qué de­cir aquí? Por supuesto - sólo que ella se hace audible de otra manera.

«En algún punto te chocarás, después de todo, contra la existencia y no-existencia!». Esto quiere decir,- sin embargo, contra hechos, no contra conceptos1*1.

La naturaleza no nos dicta inexorablemente qué concep­tos, ni qué lenguaje con cuáles reglas tenemos que emplear para hablar de ella. Ella no dispone conceptos contra los cua­les tengamos que estrellarnos. Nuestro lenguaje y nuestra gramática siguen siendo, en esa medida, arbitrarios y no le rinden cuentas a la naturaleza. ¿Cómo se hace escuchar, en­tonces, la naturaleza? Una posible respuesta que permite in­terpretar el oscuro pasaje anterior, es que en la naturaleza se dan ciertas condiciones que hacen posible el lenguaje, aun que este último no las describa explícitamente, ni las muestre

implícitamente. Ella sólo se hace audible para nosotros a tra­vés de nuestro lenguaje y de nuestros conceptos, lo cual está, por supuesto, muy lejos de implicar una negación de su exis­tencia o una subordinación suya a nuestros esquemas con­ceptuales. Una vez que se ha adoptado un lenguaje con sus conceptos y reglas gramaticales, y solamente entonces, la naturaleza puede decimos algo, hacerse audible, hablar a tra­vés de los hechos contra los cuales nos tropezamos, los cuales no son unos «hechos en sí mismos» sino los hechos expre- sables en tal lenguaje. Y si bien es cierto que con otro len­guaje la naturaleza hablaría de otra manera pues serían otros los hechos expresables en él, puede ocurrir que la naturaleza y ciertos hechos o condiciones naturales básicas se mues­tren, por decirlo de este modo, más reacios a encajar en cier­tas formas de descripción que en otras. Si la naturaleza, tal como se nos presenta a través de cierta forma de describirla y de hablar de ella, no se expresa, no se muestra con la su­ficiente regularidad (así ésta sea «sólo» lo que nosotros desde nuestra restringida perspectiva llamamos ‘regularidad’, lo cual no debe representar un problema; después de todo, ¿có­m o podría ser de otro modo si no se acepta, ni se considera imprescindible, la existencia de un punto de vista absoluto y privilegiado que permita un acceso puro, directo, no media­do a lo real «tal como es en sí mismo»?), entonces nuestro lenguaje, nuestra gramática, nuestros conceptos podrían re­sultar inuülizables y no llegarían a establecerse. Nos veríamos forzados, en lo posible, a cambiarlos por otros que permitan a la naturaleza hablarnos de modo menos caótico, presentar he­chos más ordenados y regulares que nos ayuden a orientamos mejor en ella. Si nuestro lenguaje y su gramática fuesen total­mente arbitrarios y si la naturaleza no tuviese nada que decir,

no nos resultaría inteligible el cambio conceptual, ya que daría lo mismo que nos sirviésemos de unos conceptos y no de otros.

Ahora bien, solamente dados cierto lenguaje y ciertas re­glas para su uso, disponemos de maneras de reconocer y dife­renciar hechos y de distinguir entre proposiciones verdaderas y falsas. En otro lenguaje con otra gramática el límite entre lo falso y lo verdadero se trazaría de manera diferente, pero de las reglas mismas no tendría sentido afirmar que sean verdaderas o falsas, pues nos resulta imposible salir del lenguaje para com­pararlas desde un punto exterior neutro con la realidad:

Aquello que es tan difícil de com prender, puede exp re­

sarse así: que, mientras perm anezcam os en el terreno de los

juegos-de-verdadero-falso, una alteración de la gram ática

sólo nos puede conducir de un tal juego a otro, pero no de

algo verdadero a algo falso. Y si nosotros, por otro lado, nos

salimos del terreno de estos juegos, ya no lo llam am os más

‘lenguaje’ y ‘gram ática’, y no llegamos tam poco a una con ­

tradicción con la realidad11.

La naturaleza determina parcialmente la distinción entre lo verdadero y lo falso, pero únicamente a través de un len­guaje, unas reglas y unos conceptos que ella no determina unívocamente. Lo que la naturaleza tenga para decir, los he­chos pensables, concebibles, expresables contra los cuales chocamos varían dependiendo del lenguaje y la gramática, como también puede variar el grado de armonía entre len­guaje y realidad. Así pues, la idea de una realidad que ya no se concibe como un original reflejado en el espejo del lengua­

je, sino como dando condiciones muy básicas para que el len­guaje sea utilizable, la idea de una naturaleza que se hace oír sólo a través del lenguaje, pero que debe hacerse oír de ma­nera inteligible, de lo contrario nuestro lenguaje se toma inu- tilizable, permite llegar a cierta conciliación entre el carácter autónomo e injustificable de la gramática y el reconocimien­to de que la Naturaleza tiene algo que decir (y entonces nues­tra gramática no es del todo arbitraria).

II. Verdad sin teorías o definiciones generales

Tal como, esperamos, ha quedado suficientemente ilustrado en el segundo capítulo, uno de los propósitos centrales que persigue Wittgenstein en su obra posterior es disolver ma­lentendidos filosóficos. Este llega a constituirse en el propósito principal mediante el cual él caracteriza su peculiar y con trovertida manera de concebir la actividad filosófica:

Los resultados de la filosofía son el descubrim iento de

algún que otro simple sinsentido y de los chichones que el

entendim iento se h a hecho al ch ocar con los límites del len­

guaje. Estos, los chichones, nos hacen recon ocer el valor de

ese descubrim iento12,

En conformidad con este propósito negativo, o mejor tera­péutico, queremos, en esta parte, tropezar con algún que otro posible malentendido acerca de la noción de verdad, al que podríamos vernos conducidos si cedemos a la tentación de dar explicaciones que aspiren a una engañosa universalidad.

Después de haber chocado con estas confusiones y una v<v hayamos tratado de superarlas, podremos intentar, sobre mui base ya despejada de «castillos en el aire», describir, aprecia' mejor y comprender con más claridad cómo funciona el con cepto de verdad en diferentes contextos.

A. ¿Verdad como correspondencia en un nuevo sentido?

Habiendo aclarado cómo cambia en el pensamiento tar­dío de Wittgenstein su manera de entender la relación entre lenguaje y realidad, volvamos ahora a examinar la noción de verdad como correspondencia. La teoría de la verdad como correspondencia del Tractatus se vuelve insostenible si se aban­dona la imagen básica de la relación entre lenguaje y realidad en la que se apoyaba. Sin embargo, algunas observaciones de Wittgenstein, como la siguiente, podrían dar pié para seguir defendiendo una revisada concepción de la verdad como co­rrespondencia: «Cuando se sabe alguna cosa es siempre por gracia de la Naturaleza» (SC, § 505, p. 66).

Wittgenstein, se podría interpretar, así haya abandonado ya los supuestos básicos del Tractatus, seguiría pensando que las verdades que sabemos están determinadas por la Natura leza, continuaría defendiendo la idea básica de que la verdad depende de que haya una concordancia, que ahora debe ser vista bajo un nuevo punto de vista, entre el lenguaje y la Na turaleza o el mundo. El seguiría buscando por nuevos cami nos resolver la vieja cuestión de la armonía entre el lenguaje y el mundo. Pero ello exigiría que la noción de correspon dencia fuese reinterpretada, a la luz de su obra posterior. Intentaremos reinterpretar esta noción, pero con el i n l e i e s

de criticarla como posible explicación general de lu venhid

11841RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

Si Wittgenstein quisiera defender aún, tras la crítica a la que sometió a sus antiguas ideas, una concepción de la ver­dad como correspondencia, esta noción ya no podría ser en­tendida como la relación que guarda una imagen reflejada o una copia con un original independiente y autónomo. Lo que llamemos correspondencia estaría determinado ahora por nuestro lenguaje, su gramática y sus conceptos y ya no por una instancia independiente. Pero ¿por qué seguir hablando siempre de concordancia con los hechos en todos los juegos de lenguaje en los que los términos ‘verdadero’ y ‘falso’ re­ciban una aplicación significativa? Esto significaría caer de nuevo en la ya cuestionada tendencia a usar un mismo tér­mino común para cobijar usos muy diversos:

El uso de «verdadero o falso» tiene algo que nos confun­

de porque es com o si m e dijera «está o no está de acuerdo

con los hechos»; y se podría preguntar qué es aquí ‘acuerdo’.

La proposición es «verdadera o falsa» sólo quiere decir

que ha de ser posible decidir a favor o en contra de ella. Pero

con ello no se proporciona el tipo de fundam ento que co ­

rresponde a tal decisión1“*.

Las maneras de decidir a favor o en contra de una propo­sición, el tipo de fundamentos o criterios que se empleen pa­ra determinar su verdad o falsedad no están fijados de modo universal y definitivo. Ellos son contingentes, cambiantes, como lo son nuestros juegos de lenguaje, y pueden ser muy diversos, dependiendo de la proposición misma y de las cir­cunstancias y la forma en que se usa. ¿Qué*se gana al buscar

una forzada uniformidad que ignore estas diferencias? Klhi parece responder únicamente a una controvertible aspiración a la generalidad; pero antes que exigir ciegamente tal genera­lidad, cediendo a un pertinaz prejuicio universalista, habría que mirar y describir la diversidad de maneras cómo se es­tablece la distinción entre lo verdadero y lo falso en diferentes contextos y para diferentes proposiciones (lo que intentaremos más adelante) y entonces sí juzgar si el concepto de verdad se emplea de manera tan uniforme y universal en un sentido, o en distintos sentidos, que podamos cobijar bajo la expresión común ‘correspondencia con los hechos’. El deseo de asimi­lar de entrada los distintos usos de ‘verdad’ y ‘falsedad’ a una única noción de correspondencia, así sea muy amplia, tanto que correría el riesgo de volverse vacía, entraña ciertas con­fusiones, sobre las «que cabe prevenir expresamente.

Estas confusiones surgen, principalmente, de una asimila­ción poco crítica del modelo de las ciencias naturales, concre­tamente de cierta imagen ingenua de cómo se verifican sus enunciados. En estas ciencias, se suele creer, debe ser aplica­ble una noción de verdad como correspondencia con los he­chos, la cual les imprimiría su crucial carácter empírico. Lo que haría un científico natural al recopilar y utilizar datos observacionales y al diseñar experimentos (que valdrían co­mo un tipo especial de experiencias diseñadas o provocadas de forma artificial) sería reunir la suficiente evidencia em­pírica para confirmar que sus hipótesis y teorías son verda deras, en el sentido de que guardan el debido acuerdo con lo fáctico. Esto no es sino una imagen general muy ingenua y simplificada, pero también muy extendida e influyente, del papel fundamental que debe jugar la noción de acuerdo mu los hechos en la determinación de la verdad cienlifirn n.itm ;il

En la práctica científica lo fáctico, el ámbito presuntamen­te puro de los hechos, en comparación con el cual se estable­cerían las verdades de las ciencias naturales, resulta muy difícilmente separable de los supuestos teóricos que subyacen a la labor de investigación científica, supuestos cuya corres­pondencia con los hechos está muy lejos de ser clara. Pero no es nuestro propósito aquí perseguir las dificultades a las que conduce la interpretación de las hipótesis y teorías cien­tífico-naturales como verdaderas en el sentido de correspon dencia con los hechos, ni adentrarnos en las consideraciones críticas que han contribuido a derrumbar el mito de los he­chos observables como lo dado, como el fundamento puro, último e incontrovertible en el que se basa la verdad cientí­fica. Lo que queremos es prevenir acerca de las confusiones a las que puede llevar una acrítica generalización de esta imagen, de suyo problemática, de la verdad científica como concordancia con los hechos. Queremos oponernos a la ten­tación de darle un alcance excesivamente extendido y general a esta imagen de la verdad, señalando el carácter problemá­tico de algunas consecuencias de tal generalización.

Hacer valer esta imagen en la lógica y en la matemática podría conducir a una posición platónica, según la cual el ló­gico y el matemático, análogamente a un físico, descubren verdades que corresponden también a hechos. Sólo que estos hechos serían más abstractos y generales que los naturales y acaecerían en un reino o cielo platónico de objetos ideales cuya existencia sería independiente de la mente humana que los capta por medio de alguna especial facultad intuitiva. Witt genstein se opone de forma muy vehemente a este platonis­mo, no solamente en su obra tardía sino ya desde el Tractatus. En él se afirma que las constantes lógicas no denotan nada

real y que las pseudo-proposiciones de la lógica no describen ninguna realidad:

4 .0 3 1 2 [...] Mi pensam iento fundam ental es que las

«constantes lógicas» no representan.

[...] 4 .461 L a proposición m uestra aquello que dice; la

tautología y la contradicción m uestran que no dicen nada

[...].4 .4 6 2 Tautología y contradicción no son figuras de la

realidad [...].

5 .4 A p arece, pues, claro que no hay «objetos lógicos»,

«constantes lógicas» (en el sentido de Frege y Russell)14.

En razón de que las «proposiciones» de la lógica carecen de contenido fáctico y no pueden ser ni verdaderas ni falsas en el sentido de correspondencia del Tractatus, Wittgenstein llega a negar que sean, estrictamente hablando, proposiciones. Su posición respecto de las «pseudo-proposiciones de la matemá­tica» es análoga:

6 .2 L a m atem ática es un m étodo lógico.

Las proposiciones de la m atem ática son ecuaciones, y,

por consiguiente, pseudo-proposiciones.

6.21 Las proposiciones m atem áticas no expresan nin

gún pensam iento15.

Wittgenstein no abandonará en su obra posterior el reclia zo a este platonismo, aunque algunos de sus puntos de visla

14 TLP, p. 77, p 107, p, 131.

15 TLP, p. 181.

sobre la lógica y las matemáticas sufran otras transformacio­nes. Posteriormente (ver abajo la parte C) volveremos sobre las cuestiones de cómo entender, vistas bajo su nueva perspec­tiva, las nociones de verdad lógica y matemática y cómo dar cuenta del carácter necesario que se les atribuye. Por ahora nos basta con testimoniar su persistente y muy abierto re­chazo a la tentativa de aplicar un criterio de verdad como concordancia con la realidad a las proposiciones lógicas y matemáticas:

¡Pero yo sólo puedo inferir aquello que realm ente se s i­gue*. — ¿H a de significar esto: sólo aquello que se sigue de

acuerdo a las reglas de inferencia; o bien: sólo aquello que

se sigue de acuerdo con ciertas reglas de inferencia, que co ­

rresponden de algún m odo a una realidad? Lo que vaga­

m ente nos ronda aquí en la cabeza es que esa realidad es

algo m uy abstracto, m uy general y m uy rígido. L a lógica es

una suerte de ultrafísica, la descripción de la «construcción

lógica» del mundo, que percibimos m ediante una especie de

ultraexperiencia (con el entendimiento por ejemplo).

[...] L o que llam am os ‘inferencia lógica’ es una transfor­

m ación de una expresión. Por ejemplo, la conversión de una

m edida a otra. U n lado de la regla está dividido en pulga­

das, el otro en centím etros. M ido la m esa en pulgadas y lo

paso luego a centím etros sobre la regla. - Y realm ente existe

también lo correcto y lo falso en el paso de una m edida a

otra; pero ¿con qué realidad con cuerda aquí lo correcto?

Seguram ente con una conversión, o con un uso, o acaso con

las necesidades prácticas16.

Para evitar generalizar excesivamente la noción de verdad como correspondencia que llevaría a considerar la lógica y también la matemática como ‘ultrafísicas’ que se ocupan de unos ‘ultrahechos’ no naturales intuibles mediante alguna ‘ul- trafacultad’ especial del entendimiento, Wittgenstein sugiere cautamente la aplicabilidad de criterios de verdad diferentes al de correspondencia: un criterio pragmatista o, tal vez, uno convencionalista. Pero a estos criterios tampoco habría que generalizarlos en demasía, con el fin de desarrollar una teo­ría o definición general alternativa de la verdad (ver abajo las partes B y C).

Las confusiones y los riesgos a los que conduciría una aplicación excesivamente generalizada de la verdad como correspondencia se hacen sentir también en campos distintos a la lógica y a la matemática. En una carta escrita a Ludwig Fecker en 1919, Wittgenstein le revela que el punto central de su Tractaíuses ético17. El habría tratado de delimitar la esfera de lo ético desde dentro, es decir trazando los límites de lo decible (un propósito que puede interpretarse como crítico, en sentido kantiano) para mostrar que lo ético queda más allá de esos lí­mites. Wittgenstein se habría propuesto salvar a la ética, a la que él considera, como a la lógica, ‘trascendental’ (ver TLP, 6.421), de las garras de un cientifismo positivista amenazante.

17 El pasaje relevante de esta carta está citado en Janik, Alian and Stephen Toulmin: Witlgenstein’s Vienna, Touchstone Books pu- blished by Simón and Schuster, N.Y., 1973, p. 192; y también en Schulte, Joachim: Wittgenstein, an Introduction, SUNY Press, Albany, N.Y., 1992, p. 61. En su libro, Janik y Toulmin muestran de manera sumamente clara y convincente la importancia crucial que tenía para Wittgenstein este punto ético del Tractatus.

Él rechaza enfáticamente la posibilidad de una aproximación científica a la ética que pretenda hallar teorías y verdades que correspondan a presuntos hechos éticos. Lo ético tiene su lu­gar más allá del imperio de lo fáctico y por ello no puede ha­ber proposiciones éticas (ver TLP, 6.42), acerca de las cuales tenga sentido afirmar que corresponden o no con los hechos, que sean verdaderas o falsas. Su posición acerca de la estéti­ca es esencialmente la misma ya que él identifica a la ética con la estética (ver TLP, 6.421). Ambas quedan desvinculadas de lo fáctico, de lo decible, pero ello no implica una condena o una valoración negativa de ellas. Al contrario, como lo ex­presa en su carta a Ficker, él valora aquello que no puede de­cirse en el delimitado lenguaje fáctico del Tractatus como lo más importante.

Pero considerar a lo ético y a lo estético como inefables, situarlos dentro de aquello acerca de lo cual se debe guardar silencio, es, por supuesto, una consecuencia de su antiguo aferramiento a la idea de que las únicas proposiciones con sentido son las que figuran estados de cosas, las que tienen un contenido fáctico que permite afirmar de ellas que sean verda­deras o falsas en el sentido de estar de acuerdo o no con los hechos. Rechazado este supuesto, puede admitirse la posibili­dad de proposiciones éticas, religiosas o estéticas que tendrían un sentido en la medida en que se usen significativamente en contextos específicos, en juegos de lenguaje. Lo que en todo caso seguirá rechazando Wittgenstein con tanta fuerza como en el Tractatus, es una aproximación científica, positivista a la ética, la religión o la estética que pretenda encontrar en ellas verdades correspondientes a hechos.

Habiendo advertido acerca de los peligros que entraña la Icndencia a universalizar demasiado la concepción de la ver­

dad como correspondencia, criticaremos brevemente, |>¡im finalizar esta parte, un posible intento de defender una versión holista de esta concepción que trate de evitar estos peligros. Se podría argüir, en efecto, que tales peligros, como el platonismo matemático o una problemática, y para Wittgenstein inacepta­ble, aproximación cientifista a las cuestiones éticas o estéticas, surgen solamente si se intenta aplicar ilegítimamente un crite­rio de correspondencia a las proposiciones tomadas aisladamente. Esto es lo que nos lanzaría a extraviamos en la incierta búsque­da de hechos lógicos, matemáticos, éticos o estéticos, uno para cada proposición verdadera111. Pero habría una noción holista de correspondencia que es más defendible. Ella no nos hace caer en estos extravíos y confusiones, pues no se funda en la comparación aislada de proposiciones individuales con he­chos, sino que considera las proposiciones que tomamos por verdaderas como haciendo parte de un sistema coherente que puede concordar, de manera global, en mayor o menor gra­do con la realidad.

Tomando en serio la afirmación de Wittgenstein, según la cual «Nuestro saber forma un enorme sistema. Y sólo dentro de este sistema tiene lo particular el valor que le otorgamos» (SC, § 410, p. 52), se podría intentar comparar este sistema de nuestro saber, como una totalidad, con la realidad, para esta­blecer si se da una feliz concordancia entre ambos que justi­fique al primero como verdadero, acorde con los hechos. Dentro de tal sistema se incluyen creencias y supuestos, que

1K Esta es la concepción simplista que Austin parodia dicicmln

«for every true statement there existí ‘one’ and its own precise cm íes

ponding fact — for every cap the head it fus» (Austin, J. L. «Truih», '-n

Philosophical Papers, Clarendon Press, Oxford, 19(>1, p. ÍM).

no tendría sentido comparar aisladamente con lo real. Pero aún los supuestos más teóricos, incluso metafísicos, de las cien­cias empíricas, las proposiciones lógicas y matemáticas más abstractas y también las creencias religiosas y las opiniones morales o estéticas adquirirían de manera indirecta o deriva­da un contenido empírico, en la medida en que jueguen un importante papel dentro nuestro sistema total de creencias, el cual proporcionaría una imagen global adecuada, coherente y fecunda del mundo de los hechos10.

La principal objeción a esta defensa holista de la noción de verdad como correspondencia ya se ha esgrimido en la parte 1 de este capítulo (por lo cual, ya no nos extenderemos demasiado en ella). Ella consiste en que si consideramos nues­tro saber como un sistema tan global, él incluiría también nuestros supuestos básicos acerca de cómo es la realidad con la que habría que comparar tal sistema y acerca de qué pue­de llamarse o no ‘acuerdo’ o ‘concordancia’ con ella. El in­tento de justificación empírica, en términos de correspondencia, de nuestro saber como un todo caería en una circularidad viciosa. Si nuestras creencias acerca de los conceptos de ‘rea­lidad’, ‘hecho’, ‘verdad’ y ‘correspondencia con los hechos’ son algunas entre las que constituyen nuestro sistema total de creencias, entonces sólo dentro de tal sistema y apoyada en ciertas certezas muy básicas que forman parte de él, la no­ción de correspondencia podría jugar un papel limitado y restringido. Extraerla de los contextos en los que tendría una aplicación significativa, razonable sería pretender otorgarle una validez universal que no tiene y asignarle el problemático

|,J Quine, en su célebre y muy influyente artículo «Dos dogmas del

empirismo» defiende una posición hólista como la que se esboza aquí.

papel de un criterio que está más allá de todas nuestras dañas creencias, en una inaccesible posición privilegiada y extrrim que permitiera usarlo como juez absoluto y último de ellas.

B. ¿Verdad como utilidad práctica?

Oponiéndose a la manera demasiado unilateral como había concebido el lenguaje en el Tractatus, Wittgenstein enfatiza, en su obra posterior, la diversidad de funciones que cumplen las palabras y expresiones en diferentes juegos de lenguaje. El compara estas palabras y expresiones con herramientas que pueden recibir usos muy distintos (ver IF, § 11, 12, 14 y 23). Este énfasis en el uso efectivo de las herramientas del lenguaje puede sugerir que Wittgenstein, con el cambio de perspectiva que examinamos en el capítulo anterior, está dando lo que ca­bría caracterizar a grandes rasgos como un giro hacia el prag­matismo. En efecto, al resaltarse los usos de las herramientas del lenguaje en diferentes circunstancias, surge la posibilidad de juzgar tales herramientas y sus usos según si contribuyen o no al logro de propósitos prácticos y de honrar o alabar los usos más convenientes o provechosos con el título de ‘verdaderos’. La cuestión que se nos plantea aquí es la de si partiendo de los puntos de vista del Wittgenstein tardío puede desarrollarse y defenderse una teoría pragmatista de la verdad.

Entre quienes adoptan una interpretación pragmatista de Wittgenstein se cuenta Richard Rorty, quien escribe:

El holismo y pragmatismo que comparten ambos filósn fos [Sellars y Quine], y que comparten con el Wittgenstein de los últimos años, son las líneas de pensamiento denlrn dr la filosofía analítica que deseo ampliar. Señalo que, anuido

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

se amplían de una determ inada m anera, nos perm iten ver la

verdad no com o «la representación exacta de la realidad» sino

com o «lo que nos es m ás conveniente creer», utilizando la

expresión de Jam es. O , dicho menos provocativam ente, nos

demuestra que la idea de «representación exacta» no pasa de

ser un cumplido autom ático y sin contenido que hacem os a

las creencias que consiguen ayudam os a hacer lo que quere­

m os hacer20.

En lo que sigue examinaremos críticamente la propuesta de ampliar ciertas líneas de pensamiento, entre ellas un su­puesto pragmatismo del Wittgenstein de los últimos años, para explicar de manera general la verdad en términos de utilidad, para entender lo verdadero como aquello que nos conviene creer o que, creyéndolo, nos ayuda a hacer lo que queremos. Comencemos citando un chiste anti-pragmatista que Wittgen­stein nos cuenta en su Gramática filosófica:

A le cuenta a B que ha ganado el prem io gordo de la

lotería. El había visto una caja tirada sobre la calle y en ella

los núm eros 5 y 7. H abía calculado 5 x 7 es 64 , y le había

apostado al 64 .

B: ¡Pero si 5 x 7 no es 64!

A : ¡G ano el prem io gordo y él pretende enseñarm e!21.

El chiste ridiculiza una concepción pragmatista de la ver­dad demasiado ingenua y simplista. Por ello, independiente­

20 Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ediciones

Cátedra S. A., Madrid, 1989, p. 19.

21 GF, X, § 133, p. 185.

mente de qué tan gracioso nos parezca, no logra, en UhIu < a so, plantear una buena y seria objeción. Pero vamos a seivu nos de él para tratar de formular la concepción pragmatista de la verdad de una manera menos vaga y más defendible.

Es claro que en el chiste se ilustra la aplicabilidad de crite­rios diferentes de verdad o corrección para el cálculo 5x7= 64. Según un criterio pragmatista empleado por A, el cálculo es correcto pues lo ha llevado a escoger el número ganador del premio gordo y, de acuerdo con tal criterio, lo correcto o lo verdadero es lo más conveniente, lo más provechoso, lo que ayuda a lograr lo que se quiere. Sin embargo sería absurdo que este criterio obligara a poner en entredicho el bien esta­blecido uso de las familiares y elementales reglas de la aritmé­tica, en virtud de las cuales B rechaza, muy razonablemente, el cálculo de A como incorrecto, así haya resultado de lo más conveniente. El que ni se nos ocurra poner en duda nuestras bien acreditadas reglas aritméticas por el simple hecho de que un cálculo incorrecto pueda resultar muy provechoso en una situación particular, el que en este caso resulte risible considerar lo conveniente como si fuese lo correcto o verda­dero, no constituye, ni mucho menos, una refutación seria del pragmatismo. Más bien, el chiste motiva a aclarar y re- finar el criterio pragmatista de verdad, que se ha formulado en términos todavía muy vagos y simplistas.

Hemos dicho de nuestras familiares reglas de la aritméti­ca que están «bien establecidas y acreditadas». Esto sugiere que es posible adoptar un pragmatismo menos ingenuo, se gún el cual la acreditación de la aritmética, el hecho de que nos aferremos tan firmemente a ella como a algo incueslio nablemente verdadero, se debe, en últimas, justamente a que nos ha sido sumamente útil para satisfacer fines p r a c ti< n,s

muy importantes, claro está, mucho más generales que el de ganarse el gordo de la lotería. Supongamos que el personaje A del chiste, muy entusiasmado por el gran éxito obtenido gracias a su cálculo 5x7=64, se aferra en el futuro a creer en él como verdadero. No resulta difícil sospechar que su ter­quedad le causaría serias dificultades de tipo práctico. Segu­ramente creer que 5 x 7 es 64 lo obligaría a usar una aritmética inusual, diferente a la nuestra, pues una multiplicación forma parte de un sistema coherente de cálculos y reglas que tienen entre sí estrechas conexiones matemáticas y lógicas, de ma­nera que rechazarla implicaría rechazar todo o buena parte del sistema. Y basta imaginar la innumerable cantidad de ac­tividades, de un inmenso valor práctico, para las cuales es importante o incluso imprescindible usar la aritmética de la manera habitual, para damos cuenta de que su decisión prag­matista ingenua de aferrarse a la creencia en que 5 x 7 = 64 es verdadera, que en una ocasión pudo haber sido muy pro­vechosa, le impediría, a la larga, satisfacer otros propósitos prácticos muy importantes y le causaría muchas frustracio­nes (habiéndose ganado el gordo, ¿cómo calcularía si le han entregado la suma correcta? ¿cómo trataría de consignarla o de invertirla? ¿Podría entenderse con un vendedor al que qui­siera comprarle algo? ¿Podría, si usara su peculiar aritmética personal, comunicarse con los demás y vivir normalmente en sociedad? ¿No terminaría, tal vez, marginado y rechazado co­mo un perturbado mental? ¿Quizá acabaría encerrado en algún lúgubre centro de rehabilitación, acompañando a los tenderos de nuestro ejemplo?).

Lo que habría que hacer, pues, para aclarar y defender la explicación pragmatista de la verdad y para rechazar ciertos graciosos intentos de parodiarla, es precisar lo que se entien­

de en ella por utilidad práctica o conveniencia. Las propnsi ciones que tomamos por verdaderas no serían justificables p or

la mera conveniencia personal e inmediata que nos reporte el creer en ellas, pues entonces cada quien podría juzgar, calcu lar, argumentar a su propia y personal manera, la que le p;i rezca más útil. Este sería el final de todo razonamiento, de todo lenguaje, de toda aritmética, ya que en tal caso, nuestros juicios, razones, argumentos, cálculos, nuestro uso del len­guaje en general perderían todo su sentido, su aplicabilidad y, precisamente, su valor práctico. Se ignoraría así el hecho de que juzgar, calcular, argumentar, usar el lenguaje no son actividades privadas de relevancia meramente personal, sino costumbres o prácticas sociales compartidas por una comuni­dad. Las creencias que tomamos por verdaderas forman par­te de un sistema que es también, en considerable medida, compartido. Por otra parte, nuestros propósitos personales entran a veces en conflicto, de manera que el buscar la satis­facción de uno(s) impide el logro de otro(s). Quien defienda una teoría pragmatista de la verdad debería, entonces, poder establecer una jerarquía entre fines prácticos distintos, la cual permita establecer prioridades en los casos en que ellos en­tren en conflicto y, asimismo, distinguir entre aquellos que son personales y los que son compartidos por una comuni­dad lingüística.

Aunque nuestro lenguaje, nuestra gramática, nuestros conceptos y las creencias que expresamos mediante ellos y que tomamos por verdaderas no puedan fundamentarse o justificarse como un fiel reflejo de una «realidad indepeu diente», ellos, se argumentaría, nos han sido útiles, más aún vitales, para propósitos prácticos muy importantes: pant so

brevivir y orientarnos con cierto éxito en el mundo, p;u;i < o

municarnos, entendernos bien entre nosotros y llevar una beneficiosa y fructífera vida en comunidad. Quizá, volviendo al ejemplo de los esquimales, el uso que ellos hacen de tantos nombres para matices de blanco no sea justificable apelando a su correspondencia con lo real, sino al valor práctico que este uso tiene para ellos, al papel que juega en sus vidas, al hecho de que hacer esas distinciones les ayuda a satisfacer ciertos fines muy importantes para ellos. Y si nosotros tene­mos menos nombres para matices de blanco esto se debería a que en nuestra forma de vida no ha llegado a ser tan impor­tante, ni tan útil tenerlos.

Sin embargo, podemos recurrir aquí a una variación más del argumento para mostrar que la gramática no es justifica­ble en términos de correspondencia con la realidad (formula­do en la parte I de este capítulo), para aplicarla ahora al caso de justificaciones últimas de tipo pragmático. Para concebir, expresar, lograr comprender y hacer plausible tales justifi­caciones empleamos conceptos como ‘éxito’, ‘entendernos bien’, ‘beneficioso’, ‘fructífero’ y otros similares. Y al emplear tales conceptos ya estamos aplicando las reglas que rigen su uso, que les dan su significado y que constituyen, justamente, aquello que pretendía justificarse, en el sentido de ser lo más provechoso, lo más útil. No parece haber una noción absolu­ta de ‘utilidad’ o ‘valor práctico’, independiente de nuestro lenguaje con sus reglas y de nuestras creencias, que permitiese decidir que ellas son las preferibles, las que, por ser más útiles y provechosas merecerían ser honradas con el calificativo de «ser las más verdaderas». Wittgenstein, como queda muy cla­ro en el siguiente pasaje, no acepta la invocación de propósi­tos prácticos para justificar el lenguaje:

El lenguaje no está para nosotros definido com o un m e­

canism o que cum ple una determ inada finalidad.

(...) El lenguaje m e interesa com o fenóm eno y no com o

m edio p ara una determ inada finalidad*^.

Supongamos, por ejemplo, que se quisiera recurrir a una suerte de darwinismo de acuerdo con el cual se dé prioridad a ciertos propósitos generales como la supervivencia y adap­tabilidad de la especie a su entorno natural u otros pareci- dos“3. El problema de invocar estos propósitos para justificar

'u GF, X , S 137, p . 190.,J3 En la paradigmática concepción pragmatista de la verdad de

William Jam es puede reconocerse cierta cercanía con un tipo de darwi­

nismo, en el que la noción de ‘adaptabilidad’ juega un papel clave: «To

copy a reality is, indeed, one very important way of agreeing with it, but

it is far from being essential. The essential thing is the process of being

guided. Any idea that helps us to deal, whether practically or intellec­

tually, with either the reality or its belongings, that doesn’t entangle our

progress in frustrations, that fils, in fact, and adapts our life to the reali­

ty’s whole setting, will agree sufficiently to meet the requirement. It will

hold true of that reality» (William Jam es, Pragmatism and The Meaning o f Truth, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1978, p. 102); «If

the other m an’s idea leads him, not only to believe that reality is there,

but to use it as the reality’s temporary substitute, by letting it evoke adap­

tive thoughts and acts similarly to those which the reality itself woud

provoke, then it is true in the only intelligible sense, true through its par­

ticular consequences, and true for me as well as for the man» (William

Jam es, op. cit., p. |133] 299). Con la última frase, y habiendo ya dcjudn

claro el valor adaptativo que debe tener lo que tomamos por vcrdadrm .

Jam es se opone a los que objetan su concepción por ser subjclivisia, |mi

y dar una explicación general de la noción de verdad es que en la concepción y formulación misma de ellos se usan ya un lenguaje, unos conceptos y imas reglas gramaticales que no pueden recibir, a su vez, una justificación última en términos pragmáticos. La formulación de tales propósitos y de la par­ticular noción de conveniencia o valor práctico en la que se fundaría una teoría pragmatista de la verdad depende, tanto de las reglas gramaticales como de las creencias que com­partamos acerca de lo que nos es útil, lo que nos es provecho­so, creencias que hacen parte del sistema total de creencias que se pretende justificar como verdadero. Por ejemplo, si consideramos como útil lo que favorece nuestra adaptabili­dad al medio natural en que vivimos, nos estaríamos apo­yando ya en cierta imagen que, en últimas, está determinada, al menos parcialmente, por una herencia científica en la que juegan un papel central ciertas creencias sobre la naturaleza, la evolución de las especies, la selección natural, etc. Estas creencias ya no podrían justificarse en términos pragmáticos, en cuanto ellas mismas contribuyen a determinar las nocio­nes de utilidad y valor práctico a partir de las cuales las justi­ficaciones pragmatistas adquirirían su sentido y su validez. Para decirlo brevemente, una justificación pragmatista de las creencias que tomamos por verdaderas terminaría apoyán­dose en algunas de esas creencias que se quieren justificar. No hay, análogamente a lo dicho en el caso de la noción de corres­pondencia, una noción privilegiada, absoluta de utilidad prác­tica que sirva como juez último, imparcial e independiente, para determinar cuáles de nuestras creencias son verdaderas o

llevar a creer que verdadero es lo que conviene a cada individuo particu­

lar (subjetivismo que llevaría a los absurdos que hemos ilustrado arriba).

si nuestro sistema de creencias, considerado como un todo, es más verdadero, en el sentido de ser más útil, que otros.

Con argumentos similares la crítica al pragmatismo pue­de adelantarse en dos frentes: a una justificación pragmatista de nuestro sistema global de creencias y a una justificación pragmatista de nuestro lenguaje y su gramática. Con el fin de ilustrar lo que él entiende por ‘arbitrariedad’ de las reglas de la gramática, las cuales contribuyen a determinar lo que llama­mos ‘verdadero’ o ‘falso’, y de cuestionar una concepción prag­matista de las mismas, Wittgenstein las compara con las reglas para cocinar, por un lado, y con las del ajedrez, por el otro:

¿Por qué llamo yo a las reglas de cocinar no arbitrarias?;

¿ Y p or qué estoy tentado a llamar arbitrarías a las reglas de

la gram ática? Porque yo concibo al concepto ‘cocinar’ com o

definido a través de su finalidad, mientras que no al concep­

to ‘lenguaje’ a través de la finalidad del lenguaje. Q uien al

cocin ar se rige por reglas diferentes a las correctas, cocina

m al; pero quien se rige por reglas distintas a las del ajedrez,

juega otro juego; y quien se rige por otras reglas gram ati­

cales, distintas de las usuales, no habla por ello de algo in­

correcto, sino de otra cosa24.

La diferencia clave que permita aquí tildar a las reglas de cocina de ‘no arbitrarias’ y a las del ajedrez o a las de la gra­mática de ‘arbitrarias’, radica básicamente en que el cocinar puede caracterizarse como una actividad con un propósito que es independiente de las reglas de cocina, en el sentido de poder formularse y entenderse sin necesidad de usar las re-

glas mismas. A diferencia de este caso, el propósito del aje­drez, a saber, vencer al adversario dándole jaque mate a su rey, no puede formularse, ni comprenderse sin emplear las reglas del juego (a menos que se considere que su propósito pueda ser, más bien, algo tan vago como divertirse o, tal vez, desarrollar la inteligencia, en cuyo caso sí podría argumen­tarse y justificarse, como en el del cocinar, que las reglas son adecuadas o no para dicho propósito). Volviendo sobre las re­glas que rigen el uso del lenguaje, resulta todavía más patente que el propósito general del lenguaje, suponiendo que tuviese un único propósito general, no podría expresarse, ni siquiera concebirse, sin usar dichas reglas. Por lo tanto, toda justifica­ción de las reglas de la gramática que invoque un(os) propó­sito^) práctico(s) del lenguaje presupone lo que se quiere justificar y, por lo tanto, adolece de una petición de principio.

Podrían esbozarse otras dificultades que surgen del inten­to de fundamentar pragmáticamente la verdad de nuestras creencias o el uso de nuestro lenguaje y sus reglas gramatica­les. Distintas comunidades lingüísticas que persigan diferentes fines generales o compartidos podrían aferrarse a muy distin­tas creencias y emplear lenguajes con conceptos y reglas di­versos, que ayuden a lograr tales fines. E incluso es concebible que la estipulación de unos fines generales comunes a un gru­po social no determinen unívocamente un único sistema de creencias y conceptos que contribuyan al logro de los mismos. Pero reiteremos y subrayemos nuestra objeción más funda­mental: no parece haber unos propósitos prácticos que pue­den concebirse y formularse previa o independientemente de las reglas de uso del lenguaje y de las creencias cuya verdad o falsedad pretende establecerse y justificarse mediante criterios pragmatistas que se basen en tales propósitos. Por supuesto,

esta objeción básica no demuestra que la concepción prag­matista esté totalmente errada; solamente la invalida, en cuan­to ella aspire a dar una explicación universal o una fiindamentación absoluta de la noción de verdad Si no se alberga esta aspiración puede reconocerse la limitada y relativa aplicabilidad de cri­terios pragmatistas en algunos contextos específicos2’.

C. ¿Verdad y necesidad por convención?

Si el papel central que juega la noción de ‘uso’ en la filosofía de Wittgenstein puede dar pie a interpretaciones pragmatistas, el

,¿5 En nuestras objeciones contra el pragmatismo se asume que éste

propone un criterio de verdad como utilidad. William Jam es se ha defen­

dido de esta clase de objeciones, que hacen esta asunción, arguyendo:

«Good consequences are not proposed by us merely as a sure sign, mark

or criterion, by which truth’s presence is habitually ascertained, tho they

may indeed serve on occasion as such a sign; they are proposed rather as

the lurking motive inside of every truth claim, whether the ‘trower’ be

conscious of such motive, or whether he obey it blindly. They are pro­

posed as the causa existendi of our beliefs, not as their logical cue or pr­

emise, and still less as their objective deliverance or content.» (James,

William. «Two English Critics», en: Pragmatism and The Meaning o f Truth, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1978, p. 312-313). Si una

concepción pragmatista de la verdad, com o la de Jam es, sólo quiere

buscar la causa existendi de nuestras creencias verdaderas, nuestras obje­

ciones, en efecto, no son aplicables a ella (quizá cabría formular, enton­

ces, otras objeciones, pero ello no cae dentro de nuestros propósitos). A

lo que queremos oponem os es a un pragmatismo que proponga una

justificación general (y no solamente una explicación causal) de las creen

cías verdaderas en términos de utilidad.

papel central que juegan las nociones de ‘aplicación de reglas’ y ‘acuerdo’ puede sugerir interpretaciones convencionalistas26. No queremos negar que los puntos de vista de Wittgenstein se aproximen a posturas pragmatistas o convencionalistas. Insis­timos, una y otra vez, en que lo que queremos criticar es la tentación de, partiendo de sus puntos de vista, encontrar una fundamentación última del concepto de verdad.

Una lectura convencionalista podría apoyarse sobre las consideraciones de Wittgenstein acerca de la autonomía de la gramática. Si las reglas de la gramática son autónomas, en la medida en que no tienen que rendirle cuentas a ninguna rea­lidad, ni a ninguna finalidad práctica, ni a ningún significado —pues son ellas mismas las que constituyen el significado y de­terminan nuestra manera de describir y hablar de la realidad y de nuestras finalidades prácticas {ver GF, X, § 133)-, entonces cabría interpretarlas como convenciones arbitrarias. Y si estas reglas convencionales determinan también nuestra manera de delimitar, en distintos juegos de lenguaje, la frontera entre lo verdadero y lo falso, entonces se podría tratar de esbozar una explicación general de la verdad como un valor que se asig­na a las proposiciones, no por su correspondencia con una realidad independiente, ni por su utilidad, sino aplicando con-

a<> Una explicación de la verdad en términos de convenciones, no excluye una postura pragmatista. En efecto, se puede defender la idea de que distinguimos entre lo verdadero y lo falso haciendo uso de ciertas reglas convencionales acerca de las cuales se da un acuerdo y que acordamos adoptar esas reglas convencionales y no otras por su valor práctico. Pero tratamos separadamente la interpretación con­vencionalista, pues ella puede defenderse y criticarse independiente- mi'nle del pragmatismo.

venciones arbitrarias que no necesitan forzosamente corres­ponder a lo real ni ser provechosas. La aplicabilidad y fuerza de tales convenciones residiría, más bien, en que, a pesar de su carácter arbitrario y autónomo, haya un acuerdo o consenso unánime en seguirlas de la misma manera.

El papel principal que se le ha hecho cumplir al conven­cionalismo es dar una explicación del carácter necesario y a priori de las verdades de la lógica y de las matemáticas. En consonancia con esto, se ha recurrido a una interpretación convencionalista de Wittgenstein para dar cuenta de su con­cepción de la verdad y la necesidad matemáticas. Adoptando esta línea interpretativa, Dummett sostiene que Wittgenstein defiende un convencionalismo de un tipo más radical que el «convencionalismo modificado» de algunos positivistas lógi­cos. De acuerdo con este último, los supuestos de una teoría deductiva matemática o lógica, sus axiomas y sus reglas de inferencia, no son auto-evidentes, ni absolutamente verdade­ros, sino que son convenciones que se adoptan en virtud de un acuerdo unánime. Decidimos o acordamos adherimos inflexi­blemente a tales convenciones y, una vez dado el acuerdo acerca de ellas, tenemos obligadamente que aceptar los teore­mas que se derivarían de ellas de manera inescapable. Sin embargo, esta concepción convencionalista del carácter ne­cesario de la verdad lógica y matemática se queda corta en su explicación, pues no da razón, precisamente, de la pecu­liar inexorabilidad en la aplicación de las convencionales reglas lógicas de inferencia para deducir la lógica y la matemática de sus principios o axiomas convencionales27. ¿Por qué segui-

11 Esta crítica al convencionalismo modificado del positivismo lógico la condensa Quine en estas pocas palabras: «In a worcl, llic

mos estas reglas de modo tan rígido y uniforme? ¿Cómo de­terminan tan inexorablemente una única manera correcta de seguirlas? Surgen aquí, nuevamente, las dudas escépticas que inventa Wittgenstein acerca de la aplicación de reglas, en este caso reglas lógicas. Según la interpretación de Dummett, Witt­genstein resuelve estas dudas apoyándose en un convencio­nalismo más extremo que el de los positivistas lógicos:

Wittgenstein adopta un convencionalismo total \full- blooded\; para él la necesidad lógica de cualquier enunciado es siempre la expresión directa de una convención lingüistica.El que un cierto enunciado sea necesario consiste siempre en una decisión expresa de nuestra parte de considerar este mis­mo enunciado como irrefutable, no descansa en nuestra adop­ción de algunas otras convenciones que, se descubra, entrañan el que lo consideremos así. Esta explicación se aplica de igual manera a los teoremas más profundos y a los cálculos más elementales.

[...] no hay nada en nuestra formulación de los axiomas y de las reglas de inferencia, así como nada en nuestra mente cuando las aceptamos antes de que se dé la prueba, que por sí mismo muestre si aceptaremos o no la prueba; y, por lo tanto, no hay nada que nos fuerce a aceptar la prueba. Si la aceptamos, le conferimos necesidad al teorema probado; lo «archivamos» y no consideramos que haya algo que lo con­tradiga. Al hacer esto estamos tomando una nueva decisión

difficulty is that if logic is to proceed mediately from conventions,

logic is needed for inferring logic from the conventions.» (Quine, W.

V. O. «Truth by Conventíon», en: The Ways o f Paradox and other Essays, Harvard University Press, 1976, p. 104).

y no sólo haciendo explícita una decisión que habían« i* tomado ya implícitamente^.

De acuerdo con esta interpretación, las «verdades lógicas y matemáticas» no se explican simplemente como consecuencias necesarias que se deriven a partir de supuestos adoptados con­vencionalmente, aplicando reglas de inferencia convenciona­les. La inescapable y necesaria derivación de los teoremas mediante la aplicación de las reglas de inferencia también ten­dría que ser explicada recurriendo a convenciones. Si no estoy forzado a sacar determinada conclusión al aplicar una regla lógica convencional en una prueba, si cualquier conclusión pudiera hacerse concordar con la regla, se necesitaría tomar la decisión de adoptar una nueva convención (la cual no se necesitaba en el menos extremo convencionalismo modifica­do), en virtud de la cual se acuerda que cierta conclusión, y no otra, se toma como la consecuencia del seguimiento de la re­gla. Cada paso de una prueba, cada aplicación de una regla de inferencia requeriría acordar una nueva decisión conven­cional, ya que lo que resulte de la aplicación de la regla en ese paso no sería una mera explicitación de una consecuencia ineludible de convenciones previamente aceptadas.

Esta interpretación, este «convencionalismo total», resul­ta de entender de manera equivocada las observaciones de Wittgenstein acerca de la aplicación de reglas y del papel que desempeña en ellas la noción de acuerdo. Para aclarar esto reformulemos, para el caso específico de las reglas lógicas

28 Michael Dummett, «La filosofía de las matemáticas de Will^cn stein» en: La verdad y otros enigtruts, Fondo de Cultura Económica, Mr xico, 1990, p. 247-8.

de inferencia que nos ocupa ahora, algunos de los resultados de nuestra interpretación de la concepción wittgensteiniana de la aplicación de reglas, los cuales nos ayudan a compren­der más claramente su manera de concebir lo que él llama «la dureza» de la necesidad lógica.

De los puntos de vista de Wittgenstein no se sigue de nin­guna manera que «no hay nada que nos fuerce a aceptar la prueba», como afirma Dummett. Se sigue, por el contrario, que sí hay algo que nos obliga a aceptar la prueba y es, como hemos visto, que hay una manera uniforme, regular, habitual, de aplicar las reglas lógicas de inferencia, que se ha estableci­do ya como una de las costumbres o prácticas que forman parte de nuestra forma de vida. Estamos forzados a aplicar las reglas de inferencia de la manera que se ha acreditado como una de nuestras costumbres y si no lo hacemos de esa determi­nada manera, a lo que hacemos no lo llamaríamos ‘inferir co­rrectamente’. Pero no porque nos hayamos puesto de acuerdo explícita, arbitraria y convencionalmente en llamar ‘inferir’ a esto y no a lo otro. Lo que nos obliga a inferir de cierta mane­ra que llamamos la correcta y a llamar a esto y no a lo otro ‘inferir’ no es la fuerza de una convención arbitraria, sino lo que podríamos llamar la fuerza de la costumbre. Concordamos en nuestras maneras de seguir una regla, sea lógica o no, en la medida en que aplicarla se haya vuelto una práctica habitual nuestra, sin haber requerido siempre llegar a un acuerdo ex­plícito o una decisión convencional en favor de una manera de aplicarla, excluyendo las demás. El acuerdo que se requiere para seguir la regla no es un acuerdo convencional a l que decidamos adherimos concientey voluntariamente, sino es un acuerdo, o mejor una concordancia, que ya está dada, una concordancia en ciertas maneras comunes y naturales de actuar y de reaccionar, sin la cual

no podríamos tener la costumbres que tenemos, seguir las reglas anuo las seguimos, usar el lenguaje, la aritmética, la lógica, como efectiva mente lo hacemos. Concordamos en unas maneras naturales de actuar y compartimos unas costumbres que hemos heredad« > y que descansan sobre esa concordancia natural, básica, sin haber optado voluntaria, convencional y arbitrariamente en favor de ellas. Si a través de un adiestramiento y de una prác­tica regular e incesante estamos suficientemente familiarizados con la aplicación de una regla, entendida como costumbre, no necesitamos tomar decisiones convencionales siempre nuevas cada vez que la aplicamos, como interpreta Dummett; la apli camos mecánica, ciega y uniformemente, sin tener, en cada caso nuevo, que decidir nada, ni optar convencionalmente por una alternativa excluyendo otras posibles. Ni se nos pasan por la cabeza otras alternativas, estando ya habituados, acostumbra­dos a seguir la regla de la manera esperada.

Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que no haya algunas reglas que usemos como convenciones arbitrarias acerca de las que se da un acuerdo o consenso explícito. Pero decir de una regla lógica que es una convención (si realmen­te lo fuera) no explica en modo alguno por qué la seguimos de modo tan inflexible, por qué tiene su peculiar «dureza», su carácter necesario. El convencionalismo que Dummett llama ‘modificado’ y que atribuye a los positivistas lógicos, no da cuenta de la necesidad de la inferencia lógica; pero el convencionalismo extremo que le atribuye a Wittgenstein tampoco lo hace. Pues, habiéndose dado un acuerdo convencio­nal, ¿qué garantiza que se lo entienda y se lo siga de la misma ma­nera ?

Así como Wittgensteyi rechaza la postura intelectualisla, según la cual estas dudas se disipan recurriendo a ínter■píela

RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

ciones o procesos mentales, también la postura convencio- nalista es cuestionable por razones análogas. Los acuerdos convencionales, por sí mismos, no constituyen el talismán capaz de hacemos salvar el supuesto abismo entre los signos muertos y nuestro uso de ellos que les da vida, entre las reglas y nuestra manera de aplicarlas. No necesitamos talismanes mentales, ni convencionales, pues no hay tal abismo. El que una regla, sea convencional o no, pueda ser aplicada de modo totalmente regular, el que pueda llegar a establecerse como una práctica que seguimos todos con una uniformidad casi infalible, con la rigidez característica de las inferencias lógicas o de las demostraciones matemáticas, presupone que hay ya, sin que tengamos que llegar a acuerdos convencionales siem­pre nuevos (los cuales nos regresarían a) nivel de antes, a las dudas escépticas y dificultades de antes), una concordancia natural en ciertas maneras regulares y uniformes de reaccio­nar y actuar. Nuestra aplicación de reglas lógicas, nuestras maneras de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo verdade­ro de lo falso, nuestros razonamientos, nuestras interpreta­ciones y también nuestra manera de adoptar y seguir reglas convencionales, reposan sobre tal concordancia básica, que no es ella misma convencional, ni arbitraria (¡lo es tan poco como gritar cuando algo nos asusta mucho!).

Lo anterior permite afirmar que la inexorabilidad caracte­rística de la lógica y la matemática es posible gracias a que descansa, en últimas, en la seguridad de nuestro compartido actuar natural, diríase, en la inexorabilidad del instinto: «Pri­mero viene el instinto, luego el razonamiento» (BPP, Band 2, § 689, p. 334). Y si se preguntara por qué son justamente nues­tros particulares procedimientos lógicos y matemáticos, y no otros, los que, de hecho, han llegado a adquirir su peculiar ine-

xorabilidad, se podrían dar otras razones. Wittgenstein da algunas para el caso del contar:

«¿Dónde reside, entonces, la inexorabilidad propia de Ja matemática?» (...) aquello que llamamos ‘contar’ es cier tamente una parte importante de la actividad de nuestra vida. El contar, el calcular, no son, por ejemplo, un simple pasatiempo. Contar (y esto significa: contar ast) es una téc­nica que se usa diariamente en las más variadas operacio­nes de nuestra vida. Y por eso aprendemos a contar tal como lo aprendemos: con un inacabable ejercicio, con una exactitud sin piedad; por eso se nos impone inexorablemen­te a todos decir ‘dos’ después de ‘uno’ , ‘tres’ después de ‘dos’, etc. «Pero ¿es este contar, entonces, sólo un uso? ¿no corresponde a esta serie también una verdad?» La verdad es que que el contar se ha acreditado. — «¿Quieres decir, pues, que ‘ser verdadero’ significa: ser utilizable (o útil)?»— No; sino que de la serie de los números naturales — asi como de nuestro lenguaje - no se puede decir que sea ver­dadera, sino: que es utilizable y, sobre todo, que es utili­zada20.

El tono en que se dan estas razones es pragmático, aun­que hacia el final del pasaje Wittgenstein rechaza explícita­mente una definición general de la verdad como utilidad. Agrega además que no cabría decir de la práctica de contar que sea verdadera. Tal vez se recurra al carácter obligante que suele asociarse a lo que llamamos ‘verdadero’, y más aún a lo que llamamos ‘necesariamente verdadero’, para

RAÚL MELÉNDCZ ACUÑA

forzarnos a seguir la práctica de contar de una manera in­flexible y quizá se pueda argüir que nos obligamos a ello por la utilidad y el valor práctico innegable de nuestra aritmética. Pero, como se dijo al final de la parte anterior, si bien hay justificaciones pragmáticas que pueden tener validez dentro de un contexto específico y que se apoyan en nociones de utilidad o valor práctico que no son absolutas, ni universales (¿no podrían concebirse comunidades que satisficieran sus propósitos prácticos con otras maneras de contar?, ¿o sin usar algo como el contar?), esto no es suficiente para justificar la empresa de desarrollar una teoría general pragmatista de la verdad.

Subrayemos que de los puntos de vista de Wittgenstein sobre nuestro uso del lenguaje y nuestras maneras de aplicar reglas, en particular reglas de inferencia, como costumbres o prácticas que juegan un papel importante en nuestra forma de vida («Seguir una regla, hacer un informe, dar una orden, ju­gar una partida de ajedrez son costumbres» IF, § 199; inferir o seguir una inferencia «es un uso y costumbre entre nosotros, o un hecho de nuestra historia natural» OFM, I, § 63) no se sigue que aceptemos la necesidad de una verdad lógica o matemá­tica, ni que establezcamos otro tipo de verdades mediante acuerdos o reglas convencionales. La oposición de Wittgen­stein a un convencionalismo, según el cual la verdad se pue­da explicar de manera general en términos de decisiones convencionales acerca de las cuales se da un acuerdo o con­senso, se expresa claramente en el siguiente pasaje:

«¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres deci­de lo que es verdadero y lo que es Falso?» - Verdadero y falso es lo que los hombres dicen., y los hombres concuerdan en el

lenguaje. Estaño es una concordancia de opiniones, sino ilrforma de vida30.

Se afirma expresamente en este pasaje lo que ya hemos tratado de aclarar arriba: que el tipo de acuerdo que se re­quiere para que podamos distinguir lo verdadero de lo falso como lo hacemos no puede entenderse como un consenso convencional en el que decida la mayoría. Lo que se requie­re es la concordancia en nuestra forma de vida, que cabría interpretar como un hecho natural, que representa una condi­ción muy básica, sin la cual no serían posibles nuestras cos­tumbres, nuestras reglas, nuestra matemática, nuestra lógica, ni los juegos de lenguaje en los que distinguimos lo verdade­ro de lo falso. A los intentos de interpretar a Wittgenstein como un convencionalista podemos contraponer, pues, los rasgos naturalistas de su pensamiento, su idea de que la naturaleza tiene algo que decir, y que el lenguaje, su gramática y sus conceptos, incluidos los de la lógica y las matemáticas, no son del todo arbitrarios.

D. ¿Verdad como coherencia?

En sus observaciones sobre la certeza, Wittgenstein afirma: «Nuestro saber forma un enorme sistema. Y sólo dentro de este sistema tiene lo particular el valor que le otorgamos» (se, § 410, p. 52). Dentro de este sistema hay unas convicciones muy básicas que juegan un papel especial y que constituyenlo que él llama nuestra imagen del mundo ( 'Weltbild). Ksta imagen del mundo es en últimas injustificable, ya que ella sirve

RAÚL MELENDEZ ACUÑA

como una especie de suelo sobre el cual se apoyan nuestras justificaciones y nuestras maneras de distinguir entre lo ver­dadero y lo falso:

Pero no tengo mi imagen del mundo porque me haya convencido de que sea la correcta; ni tampoco porque esté convencido de su corrección. Por el contrario, se trata del trasfondo que me viene dado y sobre el que distingo entre10 verdadero y lo falso31.

Teniendo en cuenta tanto su acercamiento a este tipo de holismo, como su rechazo de la idea de una realidad «en sí misma» en comparación con la cual se pudieran justificar nuestra imagen del mundo y nuestras creencias como verda­deras en el sentido de correspondencia, surge la posibilidad de interpretar que la teoría de la verdad que sí está de acuer­do con los puntos de vista del Wittgenstein tardío es una teo­ría coherentista32. Si a nuestras creencias no las podemos

11 se, § 94, p. 15.32 En su intento de construir una teoría coherentista de la verdad,

Rescher la presenta como la principal alternativa a la teoría de la ver­dad como correspondencia y la caracteriza de modo muy general: «In view of the dark shadow cast over the conception of adequatio intellec­t s et rei by Kant’s sceptical critique of the Ding an sich it is not surpri­sing that the post-Kantian philosophical tradition sought its theory of truth elsewhere than in correspondence. Thus the coherence theory of truth -perhaps the major traditional rival to the correspondence theo­ry- sees the truth-fulness of a proposition as somehow implicit in its ‘coherence’ with others» (Nicholas Rescher, The Coherence Theory o f Truth, University Press of America, Washington, D. C., 1982, p. 9).

comparar con una inaccesible realidad en sí para estableen1 su verdad, nos quedaría entonces la alternativa de comparar las con otras proposiciones que expresan convicciones o certezas muy básicas, aunque injustificables, acerca del mun­do. Esta idea podría conducir a esbozar una teoría general de la verdad como coherencia, de acuerdo con la cual una pro­posición ha de tomarse como verdadera si ella se ajusta y no entra en conflicto con el sistema de proposiciones en las que se expresa nuestra imagen del mundo o con el sistema más amplio de creencias que constituye la totalidad de nuestro saber. La concordancia o armonía que se buscaría para esta­blecer la verdad de una proposición sería una armonía con otras proposiciones y ya no con presuntos hechos en sí mis­mos. Citemos otro pasaje más que cabría aducir como evi­dencia textual para esta interpretación:

¿No podría creer que una vez he estado lejos de la Tie­rra, sin saberlo y quizás en estado de inconsciencia, y que los demás lo saben pero no me lo dicen? Sin embargo, tal

Vale la pena aclarar que Rescher no pretende con su teoría dar una de­finición general de la verdad en términos de coherencia, sino desarro­llar un criterio coherentísta para determinar si a una proposición ha de atribuirsele el predicado ‘verdadera’. Nosotros trataremos de criticar, tras haber puesto en cuestión, apoyándonos en Wittgenstein, la idea de una Welt an sich, la posibilidad de interpretar sus observaciones sobre nuestro Weitbild como compatibles con una teoría general de la verdad como coherencia. Al igual que en los casos anteriores (corresponden cia, pragmatismo, verdad por convención) no queremos, empero, negui que la coherencia pueda funcionar como un criterio relativo, de uplir;i ción restringida para algunas determinaciones de verdad o falsedad

cosa no se ajustaría de ningún modo al resto de mis convicciones, aunque no pudiera describir el sistema de estas conviccio­nes. Mis convicciones constituyen un sistema, un edificio.

[...] Cualquier prueba, cualquier confirmación y refuta­ción de una hipótesis, ya tiene lugar en el seno de un siste­ma. Y tal sistema no es un punto de partida más o menos arbitrario y dudoso de nuestros argumentos, sino que per­tenece a la esencia de lo que denominamos una argumen­tación. El sistema no es el punto de pardda, sino el elemento vital de los argumentos33. [El subrayado es nuestro].

Sometamos ahora a examen crítico este nuevo malenten­dido, esta nueva posibilidad de desprender de algunas obser­vaciones aisladas de Wittgenstein una teoría general, ahora coherentista, de la verdad.

Si se quisiera desarrollar, así fuera sólo a manera de esbozo incompleto, tal teoría se tendría que explicar qué se entiende más precisamente por ‘coherencia’. Seguramente un requisito mínimo, necesario pero no suficiente, para aceptar a una pro­posición como coherente con un sistema de proposiciones, es que la primera sea lógicamente consistente con las últimas, es decir, que dado que el sistema es consistente (en el sentido de no implicar contradicciones lógicas), al añadir la proposi­ción, el nuevo conjunto ampliado de proposiciones siga sien­do consistente. Para determinar si una proposición cumple con este requisito mínimo se han de emplear los principios y reglas de la lógica formal. La verdad o falsedad de estos prin­cipios y la corrección o incorrección de estas reglas tendría que darse por supuesta o justificarse dando razones que ya

no deben apoyarse en una noción de coherencia que (lepen da, a su vez, de la verdad o aplicabilidad de la lógica.

Ahora bien, la consistencia lógica difícilmente puede lo marse como criterio suficiente para establecer la verdad de una proposición, por su coherencia con un sistema de propo siciones. En efecto, puede haber muchas proposiciones dis­tintas, incluso incompatibles entre sí, cada una de las cuales es consistente con el sistema (para dar un breve ejemplo: si r y s son proposiciones que no implican ni a p ni a su nega­ción, entonces estas dos últimas son consistentes con el siste­ma formado por las dos primeras). En tal caso debería haber otras maneras, que vayan más lejos que la simple consisten­cia lógica, de determinar cuál de ellas se ajusta mejor al sis­tema o cuál entra en menor conflicto con él. Nada impide, sin embargo, que en diferentes contextos y para diferentes proposiciones haya diversas maneras de entender y determi­nar su coherencia con el sistema. Independientemente de las diversas maneras como se trate de precisar lo que llamamos ‘ajuste’ o ‘conflicto’ entre proposiciones y de aclarar la gra­mática de estos conceptos, es claro que la corrección o apli­cabilidad de estos últimos y el carácter verdadero o falso de lo que se afírme o crea de ellos, no puede justificarse en términos de coherencia, pues sólo ellos mismos determina­rían lo que se entiende por tal.

En una teoría general de la verdad en términos de cohe­rencia se debe precisar, no solamente la noción misma do coherencia, sino también cuál es el sistema de proposicio nes, o el núcleo básico del mismo, al que debe ajustarse una proposición para ser considerada verdadera. Dentro de uiui interpretación coherentista de Wittgenstein serían las propo siciones que describen nuestra imagen del mundo la.s <|ii<-

podrían conformar tal núcleo básico. Si bien Wittgenstein habla de la totalidad de nuestro saber, de nuestras creencias como un enorme sistema, dentro de este sistema son las cer­tezas básicas que constituyen nuestra imagen del mundo las que funcionan como un eje más o menos fijo alrededor del cual giran nuestras demás creencias, o como un suelo firme sobre el cual descansan aquellas. Podría interpretarse, enton­ces, que nuestras creencias se van adhiriendo al sistema total de nuestro saber si se ajustan bien al núcleo de convicciones básicas de nuestra imagen del mundo. Pero entonces esas convicciones básicas no pueden, a su vez, justificarse por su coherencia (¿con qué?), al constituir ellas el sistema base con el que las demás deben ser coherentes. El criterio de coheren­cia sólo puede ser aplicable cuando ya se cuenta con una base suficiente de proposiciones, cuya verdad no puede estable­cerse mediante el mismo criterio.

Con lo anterior se muestra que el criterio de verdad co­mo coherencia puede funcionar, a lo sumo como un crite­rio de verdad parcial (y esto por razones análogas a las que hemos aducido para argumentar que la correspondencia o la utilidad práctica también servirían sólo como criterios parciales) que debe ser complementado con el uso de su­puestos o creencias cuya verdad o aceptabilidad ya no se fun­damenta en ese mismo criterio. Estos supuestos y creencias los aceptamos sin fundamentarlos o los apoyamos en otros que, a su vez,... Nos acechan aquí, una vez más, los al pare­cer ubicuos peligros de caer en circularidades viciosas o en regresiones infinitas (Wittgenstein, como ya se habrá adver­tido, es muy suspicaz acerca de estos peligros y previene insistentemente en su obra sobre ellos). Pero caemos en es­tos círculos o regresiones infinitas únicamente si continua­

mos presos del ansia de fundamentos absolutos. Si intentamos liberarnos de tal ansia, podremos reconocer nuevamente que nuestros intentos de fundamentación —en este caso del concepto de verdad, como anteriormente de las condicio­nes lógicas de sentido (ver parte III del capítulo uno), de la aplicación de reglas (parte III del capítulo dos), de la gra­mática (parte I de este capítulo tres), de las condiciones natu­rales para que nuestros conceptos y nuestro lenguaje sean usables (parte I de este capítulo)— deben tener un término y llegados a él hay que saber parar y dejar de exigir más fun­damentos, razones o explicaciones. Reconocer la prescin­dibilidad de los fundamentos absolutos y curarse del ansia de explicaciones generales que Wittgenstein califica como una enfermedad (ver OFM, V I, § 31, p. 280) es, para él, una labor muy importante sobre la que él vuelve una y otra vez: «Lo difícil es percibir la falta de fundamentos de nuestra creen­cia» (SC, § 166, p. 24), «En el fundamento de la creencia bien fundamentada se encuentra la creencia sin fundamentos» (SC, § 253).

Hemos tratado de mostrar que la noción de coherencia no puede ayudamos, como tampoco la de ‘correspondencia’, ni la de ‘utilidad’, ni la de ‘convención arbitraria’, a satis­facer el afán de encontrar el quimérico fundamento absolu­to del concepto de verdad. En lugar de extraviarnos en la búsqueda de este tipo de quimeras, es más compatible con los puntos de vista del Wittgenstein tardío tratar de lograr una visión panorámica de los diversos usos que se dan al concepto de verdad en los diferentes contextos; una visión que muestre un concepto de verdad relativo y sin funda mentos. Este es el propósito central de la última parte de este trabajo.

En esta parte final nos proponemos llevar a cabo una labor descriptiva (complementaria a la labor crítica realizada en la parte anterior), con el fin de mostrar cómo para distintos tipos de proposiciones y en contextos diferentes son aplicables di­versos criterios de verdad, los cuales difícilmente se dejan cobijar bajo una misma explicación general. No se trata de establecer el significado de la noción de verdad haciendo una enumeración lo más exhaustiva posible de los usos de los términos ‘verdadero’ o ‘falso’ en diversas circunstancias. Lo que queremos es ilustrar cómo dicha noción es relativa al contexto y al tipo de proposición a la que se aplique y seguir oponiéndonos, así, a una perspectiva que busque fundamen­tarla por medio un teoría general. Para lograr esto debemos considerar casos concretos en vez de generalizar, resaltar diferencias en lugar de ignorarlas, tratar de seguir la siguiente sugerencia: «No se puede adivinar cómo funciona una pala­bra. Hay que examinar su aplicación y aprender de ello. Pero la dificultad es remover el prejuicio que se opone a este apren­dizaje. No es ningún prejuicio estúpido» ( iF , § 340, p. 267).

Comenzaremos nuestro examen de cómo se aplica la no­ción de verdad para distintas proposiciones y en diferentes situaciones, observando, en primer lugar, si ella es aplicable, en general, a todo tipo de proposiciones, es decir, si todas es­tán sometidas en igual medida a la verificación. Wittgenstein señala en sus observaciones sobre la certeza que la posibili­dad misma de distinguir entre lo verdadero y lo falso, se apoya en el hecho de que contamos con un trasfondo de creencias, expresables en proposiciones que tomamos por verdaderas sin ponerlas en cuestión ni tomamos la molestia de indagar

acerca de su verdad. Estas proposiciones «permanecen en los márgenes del camino que recorre la investigación» (SC, § K8)

y a ellas las aceptamos sin exigir ningún tipo especial de com­probación, pues están ya presupuestas en nuestros procedi­mientos de verificación.

La posibilidad de nuestros procedimientos de verificación y de investigación descansa sobre el hecho de que confiamos ciegamente en algunas certezas muy básicas, tanto que nor­malmente no vemos ninguna necesidad de formularlas de manera expresa. Es así como quien está tratando de compro­bar si en su ciudad el agua hierve a cien grados centígrados, poniendo un termómetro dentro de una olla de agua al fuego, debe, por supuesto, confiar plenamente en que lo que hay dentro de la olla es agua (y no algún líquido parecido), en que lo que él sumerge parcialmente dentro del agua es real­mente un termómetro y que éste funciona bien, en que él se encuentra en su ciudad, más aún, en que el fuego, la olla, el agua, el termómetro, la ciudad y él mismo en verdad existen y no son una mera ilusión, en que él no está dormido, ni alu­cinando, ni loco, en que no hay un demonio maligno que lo esté engañando... Podríamos llenar páginas dando ejemplos de las innumerables certezas sin la confianza en las cuales su experimento con el agua pierde su sentido o, peor aún, no sería realizable. Entre tales certezas pueden distinguirse algu­nas que se requieren específicamente para este experimento concreto, pero que serían objeto de duda e investigación en otras circunstancias. Por ejemplo, el hecho de que el termó­metro funciona bien, que en esta situación debe darse por sentado, pudo haber sido antes sometido a comprobación en el departamento de control de calidad de la empresa que los fabrica. En los procedimientos usados para corroborar si un

termómetro funciona bien, habría otras certezas que quedan al margen de la investigación. Lo que en cierto contexto se da por sentado y no requiere comprobación, puede ser so- metible a verificación en circunstancias diferentes.

En distintos juegos de lenguaje puede variar La mudable y no del todo nítida diferenciación entre las proposiciones que no se cuestionan ni investigan, pues sirven como una base fir­me sin la cual no se podría cuestionar, verificar o refutar otras, y las que de hecho sí se someten a los criterios y reglas que rigen en tales juegos para distinguir lo verdadero de lo falso. Parece haber, no obstante, unas convicciones tan básicas que están presupuestas en la mayoría de nuestros juegos de len­guaje habituales. La creencia en la existencia del mundo ex­terno, en que hay seres humanos, en que los objetos físicos no aparecen y desaparecen misteriosamente y otras similares serían ejemplos de tales certezas34.

Nuestras maneras de distinguir entre lo falso y lo verdade­ro, nuestros criterios y procedimientos prácticos de verifica­ción son aplicables y cobran sentido solamente en contextos determinados, en juegos de lenguaje concretos. Quienes par­

14 Podrían agregarse aquí también las otras proposiciones tipo

Moore que Wittgenstein considera en sus observaciones sobre la certe­

za. Se trata de proposiciones com o las que M oore lista en su artículo

«Defensa del sentido común», para afirmar de ellas que él conoce su

verdad con toda certeza. Wittgenstein plantea la objeción de que M oo­

re usa el término ‘conocer’ de manera inapropiada, pues creemos en

tales certezas, las aceptamos sin necesidad de tener razones o argumen­

tos para justificarlas y defenderlas. Antes bien, nuestras justificaciones

se apoyan en ellas. En cam bio, de lo que conocem os sí debem os

poder dar razones y justificaciones objetivas.

ticipan en un juego de lenguaje, quienes se comunican y se entienden en él, deben compartir ya unas reglas implícitas de uso de las palabras. Pero, según Wittgenstein, la comunica­ción efectiva por medio del lenguaje requiere también que los que lo emplean concuerden también en ciertos juicios básicos o creencias (ver IF, § 242). Estos juicios básicos, que llegan a cumplir un papel similar al de reglas gramati­cales, conformarían el suelo sobre el que descansan o en el que viven nuestras demás creencias, nuestras argumenta ciones y razonamientos.

En Sobre la certezfl, Wittgenstein utiliza la expresión ‘ima­gen del mundo’ (Weltbild) para referirse al sistema que está constituido por estas creencias básicas. Es en contraste con el telón de fondo conformado por ellas que podemos reconocer y distinguir, en diferentes juegos de lenguaje, entre lo verda­dero y lo falso, lo dudoso y lo que ofrece certeza, lo erróneo y lo correcto. Muchas de las proposiciones con las que formu­lamos las convicciones que constituyen nuestra imagen del mundo, pese a tener la apariencia de proposiciones empíricas, no tienen el grado de revisabilidad que poseen éstas. Antes bien, ellas pueden jugar el papel de proposiciones gramatica­les, es decir, funcionar no como descripciones sino como cri­terios o normas de descripción empírica, de acuerdo con los cuales se decide acerca de la aceptabilidad de la verdad de otras proposiciones. Tratemos de ilustrar esto imaginando el siguiente diálogo (supongamos que es parte de una conversa­ción telefónica) en el que se expresa una duda y se trata de confirmarla:

-Hombre, me parece que no estoy viendo bien. Creo que no estoy bien de los ojos, ¿o será una jaqueca?

-Pero ¿por qué dice eso?-Pues desde hace unos segundos trato de mirarme las ma­

nos y sólo logro ver como un borrón blanco.—Eso parece grave, lo mejor es que vaya a un médico in­

mediatamente.—Bueno, eso si logro divisar el camino hacia allá.

El diálogo, a pesar de que no parece contener mucha sus­tancia filosófica, pretende, en este contexto, servir de ilustra­ción de cómo una duda y la manera de verificarla se apoya en el tipo de certezas básicas que constituyen lo que hemos lla­mado nuestra imagen del mundo. La duda del preocupado personaje acerca de si su sentido de la vista está funcionando normalmente se apoya en el hecho de que él no logra ver sus manos. Su duda gira, entonces, alrededor de un eje fijo, a saber, la certeza de que él tiene dos manos. El hecho de que no pueda ver sus manos, no suscita ninguna duda acerca de la existencia de las mismas. A esta certeza se aferra tan firme­mente, que ni siquiera se le ocurre afirmarla explícitamente. Ella está, en todo caso, presupuesta en lo que dice: «intento mirarme las manos y sólo veo un borrón blanco». Pero no está presupuesta en el sentido de una premisa tácita, sino como una convicción, que si no la tuviera, no le sería posible decir lo que dice, dudar como duda, ni tratar de confirmar sus du­das como lo hace. Vemos, pues, cómo en este caso la propo­sición «tengo dos manos» puede llegar a funcionar, más que como una descripción falible, como un criterio fijo, aunque no en un sentido absoluto, que se mantiene al margen de la duda y de la verificación y que contribuye a determinar la aceptabilidad o dubitabilidad de otras proposiciones como «estoy viendo bien». Consideremos ahora una variación del

diálogo que resulta, lo cual es muy significativo, mucho mus inverosímil:

-Hombre, me parece que no tengo manos.-¿Cómo? ¿Qué es lo que está diciendo?—Creo que no tengo manos. He estado intentando verifi­

car si tengo manos y no logro verlas, sólo veo como un man­chón blanco.

-¡No lo entiendo en absoluto! ¿Cómo puede creer ud. que sus manos vayan a desaparecer así, sin más? ¡Ud. se está chi­flando o me está tomando el pelo!

Y con esto se daría abrupto término a un diálogo que no tiene ya muchas posibilidades de prosperar. Seguramente con una persona como la que fabulamos aquí no podríamos co­municamos efectivamente. ¿Tendría sentido tratar de hacerlo entrar en razón y de convencerlo de lo absurdo de su duda? ¿Qué le diríamos? Nuestras razones se apoyarían en las con­vicciones básicas que nosotros tenemos y que él da muestras de no compartir. Para poder dialogar y razonar con otra per­sona, ella debe compartir el suelo común en el que viven nuestros diálogos y razones y dudas, Pero una persona que, en circunstancias normales, dude que tiene manos, basándo­se en la presunta razón que se da en el diálogo, no compartí ría buena parte de tal suelo común. Si cree que de repente puede dejar de tener sus dos manos o que nunca las ha teni do, deberá tener muchas otras extravagantes creencias latí incomprensibles para nosotros como ésa. Tal vez crea q ue

los miembros de un cuerpo humano, suponiendo que a ra en la existencia de cuerpos humanos, no tienen la contimu dad espacio-temporal que nosotros estamos convencidos que

RAÚL M ELÉNDEZ A CUÑA

tienen. Quizá piense que los objetos físicos aparecen y desapa­recen inmotivadamente, de manera que sus manos pueden entonces esfumarse así no más, de súbito, sin que él se dé clara cuenta de ello, «a sus espaldas», por decirlo así. O quizá pien­se que nunca nadie ha tenido manos, que todos hemos sido víctimas de una inexplicable ilusión colectiva que viola el principio de razón suficiente. Sea como fuere, su imagen del mundo sería muy diferente a la nuestra y si nosotros mismos trataramos de albergar seria y consecuentemente su duda, ella arrasaría con una significativa porción de nuestra imagen del mundo. Entonces ya no sabríamos bien qué deberíamos to­mar por verdadero, qué creer, de qué dudar, ni cómo razonar o argumentar con otros; más grave aún, no sabríamos cómo actuar. Si esta «duda» nos resulta tan ininteligible, si la recha­zamos por absurda ello se debe, no a que choque contra una verdad absoluta, sino a que ella derrumbaría el eje de certezas básicas y compartidas en tomo al cual podrían girar nuestras demás creencias y las dudas que nos son comprensibles.

Con estos ejemplos se muestra también lo problemática que resulta una duda tan radical y generalizada como la que trata de perseguir Descartes en el primer libro de sus Medita­ciones metafísicas. Si bien su duda es una duda metódica y, en cierto sentido artificial, que se pone en acción para poder fundar luego el edificio del conocimiento sobre bases incon­movibles que resistan los ataques escépticos más fuertes (la duda cartesiana sería como una especie de vacuna radical a la que él se somete para quedar inmune al escepticismo), ella dio lugar dentro de ciertas corrientes de la filosofía moderna a un fortalecimiento del escepticismo mismo. Wittgenstein oponiéndose tanto al escepticismo, como a los intentos fun- damentalistas de escapar a él, trata de superar este falso dile­

ma entre cuyos cuernos quedó oscilando buena parte de l;i filosofía posterior a Descartes.

El distanciamiento de Wittgenstein respecto del cuerno fun- damentalista y absolutista del dilema es lo que nos hemos pro­puesto enfatizar reiteradamente (¿quizá en exceso?} a lo largo de este trabajo. Por otro lado, su distanciamiento del cuerno escéptico queda claramente expresado en afirmaciones como las siguientes (y que esperamos haber ilustrado con los ejem­plos que acabamos de dar): «Una duda que dudara de todo no sería una duda» (SC, § 450); «Quien quisiera dudar de todo, ni siquiera llegaría a dudar. El mismo juego de la duda presupo­ne ya la certeza» (SC, § 115); «...las preguntas que hacemos y nuestras dudas, descansan sobre el hecho de que algunas proposiciones están fuera de duda, son -por decirlo de algún modo— los ejes sobre los que giran aquéllas» (SC, § 341).

La distinción entre las proposiciones y las creencias some- tibles a la verificación y las que la hacen posible quedando, por consiguiente, al margen de ella y, a la vez, al margen de la duda, no es, sin embargo, una distinción absolutamente nítida ni está fijada de manera definitiva e invariable. Si bien la imagen del mundo puede concebirse como una base sobre la que se apoyan nuestros criterios de verdad, nuestro cono­cimiento y nuestros razonamientos, ella no juega el papel de fundamento epistemológico absoluto, en el sentido en el que lo entendía y lo buscaba Descartes. La imagen del mundo no cumple con los requisitos cartesianos exigidos de un funda­mento, ya que no posee un carácter universal, absoluto, eterno o necesario. Ella es, por el contrario, contingente, histórica y, en últimas, injustificable, como también lo es, entonces, la distinción entre las proposiciones que colocamos al margen de la verificación y las que sometemos a ella. Este carácter

cbntingente e histórico es subrayado por Wittgenstein en la siguiente comparación:

Las proposiciones que describen esta im agen del m un­

do podrían pertenecer a una suerte de mitología. Su función

es semejante a la de las reglas del juego, y el juego también

puede aprenderse de un m odo puram ente práctico, sin ne­

cesidad de reglas explícitas.

Podríam os im aginar que algunas proposiciones, que tie­

nen la form a de proposiciones empíricas, se solidifican y fun­

cionan com o un canal para las proposiciones em píricas que

no están solidificadas y fluyen; y también que esta relación

cam bia con el tiem po, de m odo que las proposiciones que

fluyen se solidifican y las sólidas se fluidifican.

L a mitología puede convertirse de nuevo en algo fluido,

el lecho del río de los pensamientos puede desplazarse. Pero

distingo entre la agitación del agua en el lecho del río y el

desplazamiento de éste último, por m ucho que no haya una

distinción precisa entre una cosa y la o tra1'’.

Esta imagen dinámica de nuestro sistema de creencias como un cambiante río, cuyo lecho también se mueve, aun­que más lenta e imperceptiblemente, ofrece un muy notable contraste visual con la estática imagen cartesiana del conoci­miento verdadero como un edificio erigido sobre cimientos inconmovibles, inmutables y definitivos.

En otro pasaje Wittgenstein nos da un ejemplo concreto de una de esas proposiciones que, habiendo formado parte del sólido lecho, se fluidifican: «Los hombres han creído que

un rey podía hacer llover; nosotros decimos que eso contradi ce toda experiencia» (SC, § 132, p. 19). Pero, sin proponérselo, él nos ofrece un ejemplo más diciente a este respecto. Tratan do de ilustrar el hecho de que las proposiciones que forman esa suerte de mitología o imagen del mundo constituyen un legado que aprendemos y en el que nos apoyamos, para po­der distinguir entre lo equivocado y lo correcto, lo falso y lo verdadero, él nos deja, de manera curiosamente irónica, un claro testimonio de cómo ha cambiado la imagen del mundo desde que él escribía el siguiente pasaje de sus observacio­nes sobre la certeza, en 1950, hasta nuestros días:

Lo que creemos depende de lo que aprendemos. Cree­mos que es imposible llegar a la Luna; pero es posible que algunas personas crean que tal cosa es posible y que algún día sucederá de hecho. Decimos: tales personas no saben muchas de las cosas que nosotros sabemos. Aunque estén tan seguros como quieran de lo que dicen - están equivoca­dos y nosotros lo sabemos31'.

El irónico ejemplo muestra también que a pesar de que a las proposiciones de nuestra mitología las colocamos al mar­gen de la duda y no aceptamos que sean contradichas, ello no es garantía, ni mucho menos, de que sean verdades abso­lutas o eternas, de que vayan a ser para siempre parte del le­cho del río de nuestros pensamientos y creencias.

Pero la imagen del mundo no sólo es contingente e histó­rica, sino que también es injustificable y no fundamentada. En la medida en que constituye el suelo en el que se apoyan

nuestras justificaciones, o el límite en el que ellas encuentran su término, ella misma carece de justificación o fundamen- tación. La carencia de fundamentación de nuestras creencias más básicas está expresada con claridad en pasajes como éste:

L o difícil es percibir la falta de fundamentos de nuestra

creencia.

En el fundam ento de la creencia bien fundam entada se

encuentra la creencia sin fundam entos.

Pero no tengo mi im agen del m undo porque m e haya

convencido a mí m ism o de que sea la correcta ; ni tam poco

porque esté convencido de su corrección . Por el contrario

se trata del trasfondo que m e viene dado y sobre el que dis­

tingo entre lo verdadero y lo falso’ ' .

Hemos querido dejar claro que no todas las proposiciones se someten en igual medida a la verificación, pues algunas pueden llegar a cumplir el papel de reglas o criterios con ayu­da de los cuales establecemos la verdad o falsedad de otras. La verdad de las primeras no necesita establecerse empleando procedimientos específicos de comprobación, sino que ella, nos dice Wittgenstein, «pertenece a nuestro sistema de referen­cia» (SC, § 83, p. 12). Veamos ahora cómo para las proposi­ciones más fluidas, cuya verdad no pertenece al sistema de referencia, sino que se debe establecer dentro de tal sistema, pueden aplicarse diversas formas de establecerla relativas al contexto y al tipo de proposición de que se trate. No haremos otra cosa que dar unos pocos ejemplos para ilustrar obvieda­

des, sin embargo hacerlo no es del todo sencillo, pues estas ob­viedades se pasan frecuentemente por alto o se ven bajo una niebla que las oscurece, cuando se adoptan ciertos prejuicios idealizantes acerca de las nociones de significado y verdad. El volver sobre lo obvio cobra entonces un valor terapéuti­co: ayudar a liberarnos de tales prejuicios, a disipar la niebla que éstos generan y a curarnos del ansia de buscar una com­prensión que vaya más allá de lo que se muestra claramente ante nuestros ojos; como si no quisiéramos reconocer la cla­ridad que ello nos ofrece, como si ella no nos bastara, como si nos faltara una anhelada «comprensión más profunda». La peculiar dificultad de esta tarea la expresa Wittgenstein así:

Aquello que hace al objeto difícilmente com prensible —

cuando éste es significativo, im portante no es que alguna

instrucción especial sobre cosas abstrusas sea n ecesaria

para su com prensión, sino la oposición entre la com p ren ­

sión del objeto y lo que quiere ver la m ayoría de los hombres.

Por ello puede llegar a ser precisam ente lo cercan o lo más

difícilmente com prensible. No es una dificultad del entendi­

m iento sino de la voluntad la que hay que superar1*.

Hay, sin duda alguna, proposiciones que, en determina­das circunstancias, son comprobadas según su correspon­dencia con los hechos. Si se pregunta a alguien por un libro y la respuesta es «el libro está sobre su escritorio», se puede tratar de confirmar la veracidad de la respuesta yendo al es­critorio y mirando si, de hecho, el libro yace sobre él. Esta sencilla y natural maniobra puede describirse como una com­

paración directa entre la proposición y su sentido con la reali­dad, con los hechos. Pero no hay que olvidar que incluso esta comparación tan simple e inmediata se hace, y sólo pue­de hacerse, dentro de un marco de referencia básico, tan so­breentendido que no reparamos en que está ahí como sostén de nuestros más familiares procedimientos de verificación. Es dentro de un juego de lenguaje concreto que éstos proce­dimientos adquieren sentido y aplicabilidad, pues las certe­zas básicas y las reglas de uso que están presupuestas en el juego determinan cuáles son los hechos expresables en él y qué vale en él como una manera legítima de hacer una com­paración con estos hechos para establecer si una proposi­ción (una movida del juego} es verdadera en el sentido de correspondencia. Los criterios para determinar cuáles son los hechos y a qué llamamos concordancia con ellos, no po­seen una validez en sí, independiente de o exterior a los con­textos en los que se usen.

Lo que vale como comparación con la realidad en una situación cotidiana como la de la pregunta por el libro, puede ser muy diferente a lo que vale como contrastación experi­mental con los hechos en un sofisticado laboratorio de física de partículas elementales, donde una comparación tan inme­diata no es realizable. Allí la comparación estaría mediada por el uso de supuestos teóricos cuya correspondencia con la realidad plantea no pocas dificultades. ¿Cómo, por ejemplo, a partir de la lectura de cierta cifra que aparece en la pantalla de un complejo aparato o de la forma visible de una gráfica que sale de la impresora de un enorme computador pueden extraerse conclusiones acerca de lo que ocurre con unas par­tículas inobservables? Las conclusiones que se extraigan, los cálculos matemáticos y argumentos físicos que se empleen

para extraerlas dependen de criterios y supuestos teóricos que determinan !as maneras legitimas y aceptables de des­cribir los hechos que resultan del experimento*1. Así pues, los usos de criterios de correspondencia con los hechos pue­den ser muy diversos según el contexto en el que se apliquen.

Para ilustrar esto con otro caso más, pensemos en las dis­tintas maneras como un historiador podría tratar de corrobo­rar una hipótesis histórica como correspondiente o fiel a los hechos pasados. Un ejemplo nos lo ofrece la controversia en­tre distintos historiadores de la matemática griega acerca de cómo fue demostrada por vez primera la existencia de magni-

313 Estas consideraciones están estrechamente relacionadas con la

crítica al mito de lo dado y con lo que se ha llamado la ‘theory ladeness’

de los hechos (la carga teórica que llevan encima los hechos). Si quisié­

ramos verificar, por ejemplo, si la proposición «el sol gira alrededor de

la tierra» es cierta, la verificación misma dependerá de la teoría de la

que nos sirvamos para expresar y describir los movimientos de los astros

(de si tal teoría es heliocéntrica o geocéntrica o alguna otra alternativa).

Y no podríamos recurrir a los hechos para decidir cuál teoría es más

verdadera, pues eso presupondría justamente lo que se está poniendo en

cuestión, esto es, que haya hechos en si mismos, absolutamente puros,

incontaminados e independientes de las teorías que empleamos para

pensarlos y describirlos. Para comparar las teorías podríamos emplear,

tal vez, criterios tales com o su simplicidad, su utilidad, su capacidad

predictiva u otros. Sin embargo, hay otro punto que queremos enfatizar

también, a saber, que los que tomamos com o hechos no sólo están car­

gados de supuestos teóricos, sino que también dependen del uso que

podríamos llamar pre-teórico de las palabras y expresiones de un juego

de lenguaje y de las reglas que valen en él para tai uso. Podría hablarse

entonces de algo com o un ‘language-ladeness’ de los hechos.

tudes inconmensurables. Dado que no se ha conservado un texto antiguo con la demostración original, han surgido mu­chas conjeturas diferentes al respecto y diversas razones en apoyo de estas conjeturas40. En la discusión y evaluación crí­tica de estas distintas hipótesis un criterio importante para determinar cuáles reconstruyen mejor, más plausiblemente, la verdad histórica es la coherencia que ellas guarden con la totalidad de la evidencia textual dispersa en la literatura anti­gua, evidencia fragmentaria que sólo da una imagen parcial de los comienzos de la matemática griega. La labor filológica de aclarar el sentido en el que se usan expresiones claves den­tro de los textos y de traducir e interpretar bien los mismos juega aquí un papel muy importante. Y dado que no todos los testimonios antiguos han de tomarse como igualmente con­fiables se requiere, entonces, del uso de criterios para juzgar tal habilidad. Vemos, pues, cómo los procedimientos que se

40 Una exposición crítica de varias de estas conjeturas se encuentra

en: W. R. Knorr, The Evolution o f tke Euclidean Elements, D. Reidel

Publishing Company, Dordrecht, Holland, 1975, capítulo II. No hay

acuerdo ni siquiera acerca de si la inconmensurabilidad fue demostrada

primero para el caso de la diagonal y el lado de un cuadrado o de un

pentágono regular, com o tampoco lo hay acerca del tipo de argumen­

tación que pudo haber sido empleada (¿se habría usado una reducción

al absurdo? ¿o argumentos que recurrían a la noción de divisibilidad

infinita, similares a los de Zenón de Elea? ¿se usó el procedimiento

pitagórico denominado ‘sustracción mutua’ para tratar de hallar una

medida común de dos segmentos?) El que se hayan formulado tan di­

versas conjeturas evidencia la escasez de fuentes con las que se cuenta

y es en casos tan inciertos como éste en los que pueden surgir maneras

muy diversas de tratar de reconstruir la verdad histórica.

emplean para reconstruir la verdad histórica pueden diferir significativamente de los métodos de verificación que se em­plean en otras situaciones. Si en el caso del libra sobre la me­sa era determinante la evidencia de los sentidos, de la vista y en el caso del laboratorio era muy importante el uso y buen funcionamiento de aparatos sofisticados y la correcta interpre­tación teórica de los datos suministrados por ellos, aquí surge algo que no era clave en los ejemplos anteriores, a saber, la coherencia con la evidencia encontrada en testimonios textua­les, su fiabilidad y la correcta interpretación de los mismos.

Aun si la patente diversidad de usos que puedan darse de criterios de correspondencia con los hechos fuese ignorada para ser cobijada bajo una única definición general, se pue­den dar otros ejemplos en los que ya sería muy problemático seguir hablando de verdad en sentido de correspondencia. Como ya hemos observado antes, generalizar demasiado la aplicabilidad de esta noción puede llevar, para usar una muy gráfica expresión de Quine, a mellar el higiénico filo de la navaja de Occam, es decir, a superpoblar innecesariamente la realidad con entidades y hechos misteriosos y a suponer en nosotros mismos facultades igualmente misteriosas para ex plorar tales paisajes difícilmente accesibles, llenos de escu­rridizos objetos. Para conservar una más austera y, sobre todo, menos problemática imagen de lo real, debemos res­tringir la aplicabilidad de la noción de correspondencia. Silo hacemos, entonces no se requerirá postular la existencia de objetos matemáticos y lógicos ideales o de ocultas entidades mentales para poder seguir distinguiendo entre verdad y fal­sedad en casos como los de proposiciones matemáticas o lógicas y en otros como los de proposiciones sobre sensacio­nes o sentimientos. Veamos ejemplos.

Para proposiciones aritméticas como «2+2=4», ¿qué cri­terio o criterios de verdad cabe emplear? Ya señalamos antes el rechazo de Wittgenstein de un platonismo, según el cual la verdad matemática sería entendida en el sentido de corres­pondencia con una ultra-realidad de entidades ideales, abs­tractas. Pero él tampoco acepta una concepción empirista, como la de J . S. Mili, en la que las proposiciones matemáticas sean concebidas como generalizaciones empíricas. Tal con­cepción no es compatible con la peculiar independencia que tienen las proposiciones de la matemática respecto de los he­chos. Supongamos, por un momento, que se intentara justifi­car una proposición matemática como verdadera haciendo experimentos como:

C oloca 2 m anzanas sobre una m esa vacía, procura que

nadie se acerque y que no se m ueva la m esa; coloca ahora

otras dos manzanas sobre la m esa; cuenta ahora las m an­

zanas que hay allí. Has hecho un experim ento; el resultado

del recuento es probablem ente 4. (Presentaríam os el resul­

tado de este m od o: si bajo tales y tales circunstancias se

colocan sobre una m esa, prim ero dos, después otras dos

m anzanas, en la m ayoría de los casos no desaparece ningu­

na, ni se añade ninguna.) Y pueden hacerse análogos experi­

m entos, con el mismo resultado, con toda clase de cuerpos

sólidos. Así es com o los niños aprenden a calcular entre

nosotros, puesto que se les coloca 3 habas y 3 más, y se les

hace contar luego lo que ahí queda. Si de ahí resultara unas

veces 5 y otras 7 (por ejemplo com o diríamos ahora, unas

veces una bola se añadiera, otras desapareciera, por sí mis­

ma), declararíam os en principio que las habas son inadecua­

das para la enseñanza del cálculo. Pero si sucediera lo mismo

con varillas, dedos, rayas y con la mayoría de las demás co­sas, entonces se acabaría el cálculo.

«Pero incluso entonces, ¿no serían 2+2=4?». — Con ello, esta pequeña proposición se habría vuelto inutilizable41.

Los experimentos con las manzanas o las habas u otros objetos, aun si sus resultados fuesen los esperados, no corro­borarían las proposiciones del tipo «2+2=4». Confirmarían, más bien, generalizaciones empíricas como la que Wittgen- stein pone entre paréntesis, presentando el resultado del expe­rimento de las manzanas. Pero proposiciones como «2+2=4» no coinciden con estas generalizaciones ni son equivalentes a ellas. Si el resultado del experimento con las manzanas no fue­se el esperado, ello no nos obligaría a abandonar la proposi­ción «2+2=4» ni a considerarla como refutada empíricamente. No revisamos las proposiciones de la matemática a la luz de la evidencia empírica del modo en que revisaríamos proposicio­nes empíricas propiamente dichas (tales como «el libro está sobre la mesa»). Antes que refutar una proposición matemáti­ca por no corresponder con los hechos, dudaríamos de que hemos registrado bien la evidencia fáctica; nos inclinaríamos a revisar, más bien, lo que consideramos como hechos. En el caso de las manzanas sospecharíamos que hemos contado mal y si al recontarlas sigue obteniéndose un número distinto de 4 trataríamos de dar explicaciones como «algunas manzanas han aparecido (o desaparecido) misteriosamente sin que nos diéramos cuenta» o algo parecido.

¿Pero qué ocurriría si sistemáticamente las experiencias al contar objetos muy diversos en circunstancias diferentes

parecieran contradecir nuestras proposiciones aritméticas? En­tonces nuestra aritmética se volvería inaplicable. Pero ¿se vol­vería inaplicable por haberse comprobado que es falsa? No, puesto que las proposiciones de la aritmética no describen he­chos empíricos. Las que se comprobarían como falsas serían ciertas generalizaciones empíricas (como la del paréntesis en el pasaje citado) que describen hechos naturales muy básicos.Y si bien estos hechos naturales muy básicos pueden verse como condiciones sin las cuales no sería posible nuestra arit­mética, las proposiciones de la aritmética no afirman, a la manera de proposiciones empíricas muy generales, que se dan estas condiciones de posibilidad de su empleo. Por lo tan­to, ellas no se vuelven falsas, sino inaplicables, al no darse ta­les condiciones naturales. Nuestro uso de la matemática y la lógica presupone que se dan ciertos hechos naturales, pero ello no debe llevar a pensar que las proposiciones de la lógica o la matemática sean proposiciones empíricas. ¿Pero entonces las proposiciones de la aritmética seguirían siendo verdaderas independientemente de los hechos, incluso de aquellos que están presupuestos en su aplicación? Tampoco, pues para ser verdaderas deben tener sentido y si ellas se volvieran inutili- zables, al no darse las condiciones naturales sobre las que des­cansa su uso, entonces careciendo de aplicabilidad carecerían también de sentido. Sería problemático, seguramente nos re- conduciría al platonismo, afirmar que en un mundo en el que no se dan condiciones naturales que posibiliten el uso de nues­tra aritmética sigue siendo cierto que 2+2=4.

Wittgenstein rechaza tanto la concepción de que la lógica y las matemáticas son ciencias empíricas muy universales, que se ocupan de rasgos muy generales de los hechos, como la de que son ultra-teorías acerca de una realidad no empírica.

¿Qué concepción positiva de la lógica y las matemáticas puc de entonces aribuírsele? Para él la lógica y la matemática son técnicas o prácticas que operan con reglas aplicables a las pro­posiciones empíricas (reglas para inferir unas de otras, para sustituirlas o transformarlas de determinadas maneras). Ellas contribuyen a constituir un marco de referencia en el que situamos nuestras descripciones de hechos, nuestras pro­posiciones empíricas: «la proposición matemática sólo ha de proporcionar el entramado para una descripción» (OFM, VII,

§ 2, p. 301)42. El papel de las proposiciones lógicas y matemá­ticas es comparable al de las proposiciones tipo-Moore que expresan las certezas que están a la base de nuestra imagen del mundo, pues tanto unas como las otras funcionan como normas de descripción y no como descripciones empíricas:

No hay, ciertam ente, duda alguna de que, al contrario

que las proposiciones descriptivas, las proposiciones m ate­

m áticas desem peñan en determinados juegos de lenguaje el pa­

pel de reglas de representación.

El pedestal sobre el que para nosotros está la matemática,

lo ha conseguido ésta gracias al papel concreto que sus propo­

siciones desempeñan en nuestros juegos de lenguaje41.

Este papel de reglas de representación que en ciertos con­textos juegan las proposiciones matemáticas ayuda a expli-

Wittgenstein da un ejemplo concreto de cóm o la aritmética se

requiere como marco para preguntar por y establecer ciertos hechos

(en cierto sentido, para constituirlos): ¿Cómo, sin ella, establecí1!

cuantas vibraciones se producen cuando suena una nota rmi.si(;il

43 OFM, v n , § 6, p. 306.

car su peculiar dignidad, esto es, el carácter necesario que se les atribuye. A las reglas de la matemática normalmente no las sometemos a revisión y, como ilustramos en el ejemplo de las manzanas, si ciertos hechos parecen contradecirlas, lo que estamos inclinados a hacer es reformular los hechos para que encajen dentro de los marcos o esquemas de des­cripción y representación que ellas ayudan a constituir. Aban­donar tales reglas implicaría abandonar en buena medida nuestras maneras de hablar de hechos (como lo muestra el ejemplo del número de vibraciones al sonar una nota mú­sica]), no sólo en las ciencias, sino también en nuestros juegos de lenguaje cotidianos. En cuanto funcionen como reglas para describir hechos y no como descripciones de ellos, no puede afirmarse de las proposiciones de la lógica y de la ma­temática que sean verdaderas o falsas en el sentido de con­cordancia con los hechos.

En juegos de lenguaje en los que se apliquen las proposi­ciones matemáticas o lógicas como reglas de representación, en sus usos «en lo civil» (ver OFM, V, § 2, p. 215), es decir, fuera del ámbito de lo que suele llamarse «matemática pu­ra», no cabría someterlas a verificación. Pero en otros contex tos, por ejemplo cuando se está exponiendo o desarrollando una teoría matemática en forma de sistema axiomático, ca­bría hablar de ellas como verdaderas o falsas y cabría em­plear procedimientos para justificarlas. En tales contextos el criterio determinante para establecer la verdad lógica o matemática sería la demostrabilidad. Por supuesto este crite­rio es relativo a los supuestos (que cumplen el papel de puntos de partida de las demostraciones) y las reglas de inferencia que se asuman dentro de un sistema deductivo particular. Wittgenstein escribe: « ‘Verdadera en el sistema de Russell’

significa, como se ha dicho: demostrada en el sistema de Ru ssell; y ‘falsa en el sistema de Russell’ quiere decir: lo contni rio está demostrado en el sistema de Russell» (OFM, apéndice III a la parte I, § 8 , p. 93).

El hecho de que Wittgenstein sostenga que dentro de un sistema deductivo el criterio de verdad es la demostrabilidad y el de falsedad la refutabilidad, hace pensar en cierta semejan­za entre su posición y el rechazo del platonismo por parte de los intuicionistas. De hecho, la identificación dentro de un sistema deductivo entre verdad y demostrabilidad sirve a Wittgenstein para tomar una posición crítica frente a un platonismo implí­cito en algunas maneras de interpretar la demostración del fa­moso Teorema de Incompletitud de Gódel y el significado del teorema mismo. Según ciertas maneras de formular e inter­pretar este teorema, en él se demuestra que en el sistema de los Principia Mathematica de Russell y Whitehead y en «siste­mas afines» en los que la prueba es también aplicable, hay sentencias aritméticas verdaderas que no son demostrables dentro del sistema (ver Gódel, Kurt: Obras completas, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. .59). Esto supone que puede hablarse de ver­dad en un sentido diferente al de demostrabilidad. Habría, entonces, enunciados aritméticos verdaderos, en el sentido de que describen relaciones que se dan realmente entre los números, entendidos como entidades independientes e idea­les, así ellos no puedan deducirse formalmente.

Pero si bien hay cierto acercamiento al intuicionismo en este respecto particular, la oposición al platonismo, WiLtgen stein se distancia mucho de ciertas doctrinas básicas de los intuicionistas, principalmente de la idea de que la maternal» a se ocupa de estudiar ciertos procesos mentales privados ilu­díante los cuales se construyen los objetos y las verdades m.i

temáticas44. Wittgenstein al rechazar por igual una concep­ción platonista y una empirista de la matemática, no cae tam­poco en este mentalismo de los intuicionistas, el cual quedaría expuesto a sus objeciones contra la posibilidad de un lenguaje privado y contra una concepción mentalista del significado y la comprensión. Pero más que adentramos en las honduras de la filosofía matemática de Wittgenstein, lo que hemos pretendi­do es dejar claro que el uso de la noción de verdad en contex­tos matemáticos (tanto en la matemática pura, como en sus aplicaciones «en lo civil») no es asimilable a sus usos en rela­ción con proposiciones empíricas.

Ahora tomemos en consideración el caso, muy diferente a los anteriores, de una proposición en la que se expresa un sen­timiento (inevitablemente este ejemplo resultará algo melodra­mático): en medio de una de sus fuertes discusiones con su padre, una hija le dice: «A pesar de todo lo que he dicho y hecho, tú sabes muy bien que yo te quiero mucho». El pa­dre, preocupado y un poco incrédulo, frunce el ceño pensan­do en qué tan sincera es esta repentina expresión de afecto. En este tipo de circunstancias, nada infrecuentes, se muestra que de hecho en muchas ocasiones hacemos uso de maneras

44 Para Brouwer la matemática es una actividad por medio de la

cual se «deducen teoremas exclusivamente por medio de la construcción

introspectiva» (Brouwer, «Consciousness, Philosophy and Mathematics»,

en Philosophy o f Mathematics, eds. Benacerraf and Putnam, Englewood

Cliffs, N ew jersey, 1964, p. 42); Heyting, por su parte, escribe: «La

característica del pensamiento matemático es que no nos proporciona

verdad alguna acerca del mundo exterior, sino que sólo se ocupa de

construcciones mentales» (Heyting, Introducción a l intuicionismo, Tec-

nos, Madrid, 1976, p. 19).

de convencemos de la veracidad de una afirmación, aunque éstas sean muy difíciles de precisar explícitamente. En todo caso, ellas están muy lejos de ser reducibles a la noción de correspondencia con los hechos y tampoco tienen semejanza con nuestros usos de los términos ‘verdadero’ y ‘falso’ en con­textos matemáticos. En este contexto resulta totalmente ab­surdo suponer que al padre se le pudiera ocurrir someter a su hija a una prueba con una máquina detectora de mentiras o a penosos exámenes hechos por un neurofisiólogo, o tal vez a interminables sesiones con un psicoanalista, para bus­car en los más recónditos laberintos de su cerebro o mente la entidad o el hecho correspondiente que le permitiera com­probar con toda objetividad si su hija realmente le tiene toda­vía afecto y no lo estaba engañando cuando lo afirmaba. A él no le es posible demostrar concluyentemente si la expresión de afecto de su hija es genuina, pero saberlo es, seguramen­te, de suma importancia para él y hay maneras de hacerlo que no se fundan, sin embargo, en criterios rígidos, fijos que se puedan formular clara y explícitamente. La expresión del rostro de su hija, los gestos, el tono de voz, los movimientos de partes de su cuerpo, muchos detalles de las circunstancias en que ella dijo lo que dijo, pero también mucho de la histo­ria de su relación con él llevan al padre, de algún modo no muy precisable, a creer o no en lo que ella le dice. Él podría pensar «no sé explicar muy bien por qué pero estoy conven­cido de que ella me miente» o «sí, a pesar de todo lo que pu­diera hacerme pensar lo contrario, sé que lo que dice es cierto», y aunque no podamos explicitar criterios que lo lleven a pensar una cosa o la otra, es claro que no se trata en ninguno de los dos casos de una creencia arbitraria o que no haya ma­nera alguna de distinguir aquí entre sinceridad y mentira.

Un ejemplo que guarda similitudes con éste es el de la ex­presión de una sensación, por ejemplo de dolor. La madre tie­ne sus maneras efectivas de saber si el niño está fingiendo dolor para no tener que ir al colegio o si realmente está enfermo, aunque si le preguntáramos cómo hace para saberlo no respon­da sino de manera muy vaga. Compárese lo que hemos veni­do ilustrando aquí con los siguientes pasajes de Wittgenstein:

Estoy seguro, seguro, de que él no disimula; pero un ter­cero no lo está. ¿Lo puedo convencer siempre. Y, si no es así, ¿comete él un error conceptual o de observación?

«¡No entiendes nada!». - Así decimos cuando alguien pone en duda lo que nosotros reconocemos claramente como auténtico — pero no podemos demostrar nada.

¿Hay juicios ‘expertos’ sobre la autenticidad de una ex­presión de sentimientos? - También en este caso hay perso­nas con capacidad de juicio ‘mejor’ o ‘peor’.

Del juicio hecho por un conocedor de los hombres sal­drán, por lo general, prognosis más correctas.

[...] Ciertamente es posible convencerse, por medio de pruebas, de que alguien se encuentra en tal o cual estado anímico, por ejemplo, que no disimula. Pero aquí también hay pruebas ‘imponderables’.

[...] Entre las pruebas imponderables se cuentan las suti­lezas de la mirada, del gesto, del tono de la voz. Puedo reco­nocer la mirada auténtica del amor, distinguirla de la falsa (y naturalmente puede haber aquí una confirmación ‘ponde­rable’ de mi juicio). Pero puedo ser completamente incapaz de describir la diferencia45.

Éste es el tipo de ejemplos que suelen ignorarse y despre­ciarse por irrelevantes en ciertas maneras tradicionales de llevar a cabo la actividad filosófica (¿una vez más el menosprecio por el caso particular, concreto?, ¿el afán de abstraer, olvidan­do las diferencias?) y, por ello, recordarlos puede ayudar a ha­cer ver las cosas de otra manera, con otros ojos.

Un notable contraste con la «imponderabilidad» y el ca­rácter impreciso de ciertas maneras de corroborar si la expre­sión de un sentimiento es veraz, lo ofrece el uso de normas explícitas para llevar a cabo los procedimientos jurídicos que suelen emplearse para juzgar si una afirmación frente a un tribunal es verdadera o si una evidencia es aceptable. En los contextos jurídicos, a diferencia de los ejemplos anteriores, deben regir normas clara y expresamente consignadas acerca de cómo determinar la veracidad de un testimonio y la acep­tabilidad de un indicio, una evidencia o una prueba. No hay duda de que las maneras de valorar y juzgar una declaración como «a pesar de que todas las evidencias hablan en mi con­tra, yo no lo hice» varían radicalmente si se la enuncia en un tribunal o en el curso de una discusión familiar.

Para citar un nuevo caso que contribuya a ilustrar toda­vía un poco más la diversidad de criterios que se emplean en la práctica, en juegos de lenguaje concretos, para acep­tar una afirmación como verdadera, tomemos brevemente en consideración el caso de las creencias religiosas. Lo que históricamente se ha hecho valer como evidencia aceptable para defender una creencia religiosa ha sufrido no pocas va­riaciones. En muchas circunstancias se ha aplicado de manera dogmática e intolerante como criterio último la coherencia con lo que dicen las Sagradas Escrituras. También se ha recu­rrido a dar demostraciones racionales de las creencias reli-

giosas. Se han formulado asimismo justificaciones pragmáti­cas. En otros casos el tener una fe no fundamentada racional­mente, o tal vez el haber pasado por cierto tipo de vivencias que se califican como místicas o por trances extáticos, se cons­tituyen en la manera más genuina de confirmar las creencias religiosas. Y en estos contextos se suele hablar también de ver­dades.

El carácter histórico que poseen nuestras maneras de dis­tinguir entre lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo inacepta­ble está muy ligado, como ya lo señalamos, con el carácter histórico de nuestra imagen del mundo. No sólo cambian las creencias que tomamos por verdaderas (por ejemplo la creen­cia en que es imposible viajar hasta la luna), sino que cam­bian asimismo, aunque tal vez más imperceptiblemente («el lecho del río de los pensamientos» también se desplaza), nuestras maneras de justificarlas y de juzgarlas, nuestros pro­cedimientos y nuestros criterios mismos para distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo válido y lo inaceptable. Y, claro está, no sólo se dan estos cambios en relación con las mane­ras de defender las creencias religiosas, también cambian las normas jurídicas con las que se establece la verdad en los tri­bunales, las maneras socialmente aceptadas de expresar sen­timientos y de reconocerlos en los otros, las exigencias de rigor en una demostración matemática, los métodos experi­mentales usados en la ciencia...

Podríamos seguir dando más ejemplos, pero no quere­mos caer innecesariamente en el riesgo de sustituir el ansia de universalidad a la que ellos se oponen por un ansia de ex- haustividad. No se trata aquí de aplicar una presunta teoría del significado como uso (Wittgenstein, como ya hemos acla­rado, no pretendió en su obra tardía desarrollar ninguna teo­

ría del significado) haciendo una enumeración lo más exhaus­tiva posible de las aplicaciones del concepto de verdad en diferentes circunstancias posibles, que pudiera valer como la explicitación completa de su significado. Tal significado no puede establecerse de manera definitiva por una enumera ción de usos, pues éstos no están fijados de una vez y para siempre. Con el tiempo surgen usos nuevos y otros se van abandonando. Los casos particulares que hemos considerado y las diferencias que saltan a la vista entre ellos ya han ilustra­do suficientemente, esperamos, lo que pretendíamos mostrar o recordar: la diversidad y el carácter relativo de nuestras ma­neras de distinguir entre lo verdadero y lo falso.

Para concluir aclaremos que con los ejemplos que se han da­do en esta última parte no se pretende haber demostrado concluyentemente la imposibilidad de desarrollar una teoría general de la verdad. Lo que se ha buscado es examinar esta noción desde una perspectiva en la que no hay lugar para teorías o definiciones generales, en la que desarrollarlas no es lo importante. Desde la perspectiva que nos ofrece Witt- genstein en su obra tardía la claridad acerca de un concepto, en nuestro caso el de verdad, no se logra teorizando ni apro­ximándose a él con métodos tomados en préstamo de las ciencias, sino, como lo hemos intentado en este último capí­tulo, superando prejuicios universalizantes que lo oscurecen y tratando de obtener una visión sinóptica de sus diversos usos. Esta perspectiva no ha de tomarse, desde luego, como la correcta en un sentido absoluto o como totalmente inmune a cualquier objeción, pero es la que se ha adoptado en este trabajo para tomar una posición crítica frente a una perspec

tiva teórica y fundamentalista que ha ejercido una influencia determinante en maneras más tradicionales de aproximarse desde la filosofía al concepto de verdad.

Epilogo

Una conversación sin testigos

Yo escribo casi siempre conversaciones conmi­go mismo. Cosas que yo me digo sin testigos.

Wittgenstein Observaciones (1948)

Nuestra indagación sobre el concepto de verdad, que hemos hecho tratando de tomar como punto de partida la manera de concebir la actividad filosófica y los puntos de vista acerca del significado y la relación entre lenguaje y realidad del Wittgen­stein tardío, pueden dejar todavía en el lector un sentimiento de decepción: «¡Pero si no se ha explicado nada! Se han dado sólo ejemplos superficiales, pero no se ha llegado a tocar El Problema de la Verdad, el cual yace mucho más profundo que tales ejemplos triviales».

Con el fin de defender lo que hemos dicho sobre la noción de verdad de esta perspectiva, desde la cual se espera encon­trar cierto tipo de explicaciones, hemos querido confrontarla una vez más con la perspectiva que se ha adoptado en este trabajo. Para ello, y asimismo para aclarar más y subrayar algunos puntos centrales de este trabajo, recurrimos al siguien­te diálogo en el que imaginamos una posible discusión entre un lector decepcionado, D, y uno no decepcionado, L (¡eso suponiendo muy optimistamente que haya por lo menos dos lectores de este trabajo, que haya uno no decepcionado y que hayan llegado hasta este punto en la lectura!).

RAÚL MELÉNDLZ ACUÑA

D: Me parece que luego de este largo ejercicio -demasia­do wittgensteiniano para mi gusto y por ello muy teñido con un problemático, yo diría más aún: inaceptable, tono rela­tivista- el problema de la verdad no ha sido tocado todavía. Los ejemplos dados tienen que ver solamente con la cuestión práctica de cómo nos las arreglamos en diferentes situaciones para tratar de establecer lo verdadero. Pero ellos no se aproxi­man ni de lejos al problema teórico, este sí de auténtica re­levancia filosófica, de cómo definir y explicar en general la noción de verdad que subyace a tales ejemplos, por lo menos a los que están bien dados. Se muestra de manera superficial cierta diversidad en nuestros procedimientos de verificación. Sin embargo, no se va más allá, para dar cuenta de la noción misma de Verdad a la que se quiere llegar a través de tales procedimientos.

L: Es justamente ese perderse más allá buscando explica­ciones profundas y universales lo que se ha querido evitar. El tipo de comprensión que se busca aquí acerca del concepto de verdad se logra en lo que usted menosprecia como la super­ficie, es decir, observando, describiendo y resaltando la diver­sidad de las maneras concretas que, de hecho, se emplean en contextos diferentes para distinguir lo verdadero de lo falso. Se juzga, o más bien se descalifica, tal diversidad como algo impuro y engañoso que encubre una subyacente Verdad pro­funda, general, común, esencial. Pero tal vez sea precisamen­te su aspiración a esta Verdad idealizada lo que nos engaña. Al desviar nuestros ojos hacia el cuestionable ideal que siem­pre parece ocultársenos, no vemos ya lo que, liberados de este ideal, podríamos apreciar con claridad: nuestros usos de los conceptos ‘verdadero’ y ‘falso’ en la ‘superficie’, esto es, en las circunstancias concretas y familiares, en las que ellos funcio­

nan efectivamente. Extraída de los juegos de lenguaje en los que se emplea efectivamente, una pretendida noción de ver­dad completamente general y no contaminada por nuestros métodos concretos de verificación no parece poder enraizar en algo que le dé vida.

D: Ud. piensa que yo estoy tratando de perseguir ideales remotos. ¡No! lo único que yo echo de menos es una explica ción general que justifique el que se hable de verdad en todos los diferentes casos concretos en que se use correctamente esta noción, que los unifique cobijándolos bajo una caracterización que sintetize lo común a ellos. Esto sí permite comprender la aparentemente caótica diversidad de usos del concepto, que se quiere describir tan prolijamente en este trabajo, pues com­prender es abstraer, generalizar, unificar lo diverso.

L: Eso es sólo el tipo de comprensión que usted desearía alcanzar, pero no el único, ni el que deba buscarse siempre, en todos los casos. En ciertos casos la aspiración a tal com­prensión general puede, por el contrario, oscurecer lo que se trata de entender claramente ¿Cuántos discursos que preten­den ser lo más generales y puros, por ejemplo algunos dis­cursos sobre el Ser en cuanto Ser, no terminan por ser los menos esclarecedores? El mismo riesgo corren los intentos de formular teorías acerca del concepto de Verdad en toda su generalidad (Verdad en cuanto Verdad, podríamos decir, in­dependientemente de las maneras concretas, habituales, y estas sí claramente significativas, como usamos el concepto). Resaltar lo diverso, en vez de reducirlo a una explicación ge­neral, puede damos otro tipo de comprensión y claridad. Pero el anhelo de universalidad nos lleva a sentimos insatisfechos con él, a echar de menos las teorías, las explicaciones genera­les, los fundamentos últimos. La dificultad principal radica

entonces en resistir tal deseo, en liberarse de su dominio. Se trata, pues, de una «dificultad de la voluntad y no del entendi­miento» (ver VB, 1931, p. 474}.

D: No todas las explicaciones generales tienen que caer ineludiblemente en oscuridades metafísicas. Es innegable que las ciencias se han valido de explicaciones generales y teorías que han resultado ser muy fecundas.

L: De acuerdo, pero no por ello la filosofía tiene que imi­tar las explicaciones científicas. La filosofía puede concebirse de otra manera y a través de ella pueden perseguirse otros propósitos, entre ellos un propósito crítico y terapéutico que se oponga a hacer de ella una actividad explicativa y teorizante de tipo científico.

D: ¡Sí, claro, puede concebirse de otra manera, puede aban­donarse en ella, como lo hace Wittgenstein, toda reflexión seria y limitarse a la mera enumeración de ejemplos triviales e irrele­vantes!

L: Tales ejemplos cumplen una función terapéutica. Con ellos se trata de disolver malentendidos filosóficos que surgen, en muchos casos, precisamente de la inclinación a teorizar en filosofía a la manera de las ciencias naturales. Cumplida tal función crítica y terapéutica ellos pueden ofrecer una com­prensión diferente, una manera diferente de ver las cosas: lo que Wittgenstein llama una visión panorámica o Übersicht de los usos de un concepto. Pero si se los juzga todavía bajo su perspectiva (si ellos no han logrado provocar o conducir a una actitud, una mirada diferentes) no pueden parecer sino irrele­vantes.

D: Volvamos, por favor, al asunto de la verdad. Creo que con respecto a este asunto concreto esa visión panorámica de los usos del concepto es muy insuficiente. Si bien es cierto que

tales usos son, en la práctica, muy diversos, esta diversidad atañe solamente al problema de la verificación. Con los dife­rentes criterios de verificación que empleamos, por diversos que sean, se debe tratar de establecer siempre lo mismo: lo verdadero. Las reflexiones filosóficas serias sobre la verdad deben dar, entonces, una respuesta a la pregunta fundamen­tal: ¿En qué consiste esencialmente ese «ser verdadero», que se busca establecer mediante tales criterios? Algunos de nuestros procedimientos de verificación pueden ser más adecuados que otros. Algunos son muy inadecuados, hasta irracionales, como se muestra en los ejemplos de la intuición vaga de un padre acerca de los sentimientos de su hija, o de las experien­cias místicas de un fanático religioso a través de las cuales el quiere llegar a verdades divinas reveladas, o de los prejuicios de un Inquisidor intolerante que juzga las opiniones de al­guien a quien considera un hereje. Sólo si sabemos qué quiere decir en esencia ‘ser verdadero’ podemos determinar si cier­tos procedimientos de verificación son o no adecuados. Si, por ejemplo, se explica que la verdad es, en general, la concor­dancia con los hechos y se aclara en qué consiste esa concor­dancia, entonces podemos saber qué criterios son correctos para establecer si ella se da o no. En todo caso, verdadero no es todo aquello que resulte de nuestros procedimientos de ve­rificación, suponiendo que se los emplea bien. No son ellos los que definen lo verdadero, sino lo verdadero, que es inde­pendiente de ellos, es lo que se trata de descubrir usándolos. Nuestros criterios de comprobación deben, entonces, ajus­tarse a una noción previa y general de verdad. Pensar que una mera descripción de los usos de diversos criterios ya nos da una comprensión del concepto de verdad es como poner el carruaje delante de los caballos.

L: En lo que ud. dice ya se muestra claramente cuál es el supuesto básico que no compartimos: ud. asume que hay una noción de verdad que es independiente de las maneras como establecemos la distinción entre verdadero y falso en distintos juegos de lenguaje. Quizá ud. crea, además, que tal noción independiente de verdad es absoluta, eterna e inmutable. Pero una noción de verdad como la que ud. asume no juega ningún papel en nuestras consideraciones. Las Verdades que pudieran tener el «honor» de yacer eterna e inmutablemente más allá de nuestras maneras relativas, contingentes, históricas de tratar de determinarlas, son, por poseer tal dudoso honor, inaccesibles para nosotros. ¿Cómo contemplarlas sin manchar su pureza con nuestros contingentes y falibles procedimientos? Pues bien, dejémoslas quietas en su cielo inaccesible y ocupémonos, más bien, de tales procedimientos impuros, pero que son, de he­cho, aquello con lo que sí contamos; aquello que podemos tratar de comprender mejor en su diversidad y relatividad,

D: Pero su postura lleva a negar el carácter objetivo de la verdad. Y si no hay una verdad objetiva, sino sólo procedi­mientos de verificación en los que la verdad se crea o se in­venta y no se descubre, entonces cada quien podría inventarse la verdad que se le antoje y, más grave aún, actuar de acuer­do con ello. Y usted no me dirá que ignora los peligros que comporta esa postura extremamente relativista.

L: La postura que se defiende aquí está muy lejos de ése extremo al que usted quiere forzarla. Negar que haya una no­ción universal de verdad que sea independiente de nuestras maneras de aplicarla, no lleva de ninguna manera a esa pos­tura extrema en la que se niega el carácter objetivo de la ver­dad. Nuestras maneras de usar el concepto de verdad no son, en absoluto, arbitrarias, ni subjetivas o personales, como usted

trata de caricaturizarlas. En los juegos de lenguaje en los que sea importante distinguir entre lo verdadero y lo falso hay reglas o criterios objetivos que rigen nuestras maneras de ha­cer esas distinciones. Quien se aparte de tales reglas y crite­rios para usar el concepto de verdad de la manera que se le antoje (como ud. lo expresa) y no de la manera que vale den­tro del juego de lenguaje como la correcta, se margina del juego. Hay, sin duda alguna, dentro de un juego de lenguaje concreto, maneras totalmente objetivas -en el sentido de ser compartidas, de que coincidimos en su empleo- de establecer si se usa correctamente el concepto de verdad. Hay razones objetivas para tomar tal enunciado y no aquél como verda­dero. Pero las reglas que empleamos para establecer lo ver­dadero son relativas al contexto y al tipo de proposición de que se trate. Lo que se rechaza es la idea de que haya una no­ción absoluta de verdad que determine el uso del concepto ‘verdadero’ en todas las circunstancias posibles. Esto no obli­ga, sin embargo, a renunciar al carácter objetivo {y a la vez relativo) de dicha noción.

D: Con una persona que vé las cosas de la manera como ud. las ve me parece muy difícil discutir.

L: Es difícil mientras ud. siga creyendo que su perspectiva es la correcta en un sentido absoluto. La labor terapéutica que se pretende realizar aquí ha resultado ser insuficiente en su caso. Pero tal vez este diálogo es sólo una primera dosis; espe­ro que podamos seguir discutiendo acerca de estos asuntos. Hasta luego.

D: Sí, tal vez podamos volver algún día sobre estos asun­tos. Hasta luego y gracias, pero no creo necesitar de ninguna terapia.

Bibliografía

I. Obras citadas de Wittgenstein

Tractatus Logico-Philosophicus. Alianza Editorial, Madrid, 1980.Investigaciones filosóficas. Editorial Crítica, Barcelona, 1988.Los cuadernos azuly marrón. Editorial Tecnos, Madrid, 1989.Observaciones sobre los fundamentos de la matemática. Alianza Edi­

torial, Madrid, 1987.Sobre la certeza, Editorial Gedisa, Barcelona, 1988.Gramática filosófica, Universidad Nacional Autónoma de Méxi­

co, 1992.Zettel, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985.Philosophische Bemerkungen, Werkausgabe, Band 2, Suhrkamp,

Frankfurt am Main, 1984.Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie, Werkausgabe,

Band 7, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1984.Tagebücher 1914-1916, en: Werkausgabe, Band 1, Suhrkamp, Frank­

furt am Main, 1984.Vermischte Bemerkungen, en: Werkausgabe, Band 8, Suhrkamp,

Frankfurt am Main, 1984.

II. Otros textos consultados

Allen, Barry. Truth in Philosophy, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1995.

Anscombe, G. E. M. An Introduction to Wittgenstein ’s Tractatus, University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1971.

Austin, J . L. Philosophical Papers (edited by J . O. Urmson and G. J . Wamock), Oxford University Press, 1962.

Baker, G. P. and Hacker. P. M. S. Wittgenstein: Meaning and Un­derstanding., The University of Chicago Press, Chicago, 198,5.

______ An Analytical Commentary on Wittgenstein’s PhilosophicalInvestigations (volume 1), The University of Chicago Press, Chicago, 1985.

______ Scepticism, Rules and Language, Basil Blackwell, Oxford,1985.

______ Wittgenstein: Meaning and Mind, Vol. 3 o f an AnalyticâlCommentary on the Philosophical Investigations. Exegesis, Black- well, 1993.

Brouwer, L. E. J . «Consciousness, Philosophy and Mathema­tics», en: Benacerraf, Paul and Hilary Putnam (eds.). Philo­sophy o f Mathematics, Englewood Cliffs, New Jersey, 1964.

Block, Irving (ed.). Perspectives on the Philosophy o f Wittgenstein, The MIT Press, Cambridge, Mass., 1981.

Brockhaus, Richard. Pulling Up the Ladder. The Methaphysical Roots o f Wittgenstein's Tractatus Logico-Philosophicus, Open Court, La Salla, Illinois, 1991.

Cavell, Stanley. The Claim o f Reason, Oxford University Press, 1982.

Cardona Suárez, Carlos Alberto, Wittgenstein: filosofía y mate­máticas, Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Santafé de Bogotá, 1995.

De Greiff, Pablo. «Salvando a Wittgenstein de Rorty: Un en­sayo sobre los usos del acuerdo», en: Ideas y Valores, Revis­ta Colombiana de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, No. 82, abril de 1990, p. 51-64.

Descartes, René. Discurso del método, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, 1992. Traducción de Jorge Aurelio Díaz.

Dummett, Michael. «La filosofía de las matemáticas de Witt­genstein» en: La verdad y otros enigmas, FCE, México, 1990.

Fogelin, Robert. Wittgenstein. Routledge & Kegan Paul, Bos­ton, 1980.

Gódel, Kurt: Obras Completas, Alianza Editorial, Madrid, 1981.Goldfarb, Warren D: «I want you to bring me a slab: Remarks

on the opening sections of the Philosophical Investigations», en Synthese, 56, 1983, p. 265-281.

_____ «Wittgenstein on Understanding», en: Midwest Studiesin Philosophy, XVII, 1992, p. 109-122.

_____ «Kripke on Wittgenstein on Rules», en: The Journal o fPhilosophy, 1985, p. 471-488.

Hacker, P. M. S. Insight and Illusion, Oxford University Press, 1975.

_____Wittgenstein’s Place in Twentieth-Century Analytic Philoso­phy, Blackwell Publishers, Cambridge, Mass., 1996,

Hamack, Justus. Wittgenstein and Modem Philosophy, University of Notre Dame Press, 1986.

Heyting, A. Introducción at intuicionismo, Editorial Tecnos, Madrid, 1976.

Holguin, Magdalena. «Sobre la certeza», en: Wittgenstein. Dis­cusiones sobre el lenguaje. Memorias del IX Coloquio de la So­ciedad Colombiana de Filosofía, Universidad de Caldas, Manizales, 1991.

Holtzman, Steven H. and Christopher M. Leich (eds.). Witt­genstein: To Follow a Rule, Routledege & Kegan Paul, 1981.

James, William. Pragmatism and The Meaning o f Truth, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1978.

Janik, Allan and Stephen Toulmin. Wittgenstein’s Vienna, Simon and Schuster, New York, 1973.

12641RAÜI, MELENDEZ ACUNA

Katz, Jerrold J . The Metaphysics o f Meaning, The M IT Press, Cambidge, Mass., 1990.

Kenny, Anthony. Wittgenstein, Penguin Books, 1973.Klenk, V. H. Wittgenstein’s Philosophy o f Mathematics, Martinus

Nijhoff, The Hague, 1976.Kripke, Saul A. Wittgenstein on Rules and Private Language,

Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1982.Lazerowitz, Morris and Alice Ambrose. Essays in the Unknown

Wittgenstein, Prometheus Books, Buffalo, New York, 1984.Malcolm, Norman. Ludwig Wittgenstein. A Memoir. With a Bio­

graphical Sketch by Georg Henrik Von Wright, Oxford Uni­versity Press, 1970.

McDowell, John. «Wittgenstein on Following a Rule», en: Synthese, 58, 1984, p. 325-363.

_____ «Meaning and Intentionality in Wittgenstein’s LaterPhilosophy», en: Midwest Studies in Philosophy, XVII, 1992, p. 40-52.

McGinn, Colin. Wittgenstein on Meaning. An Interpretation and Evaluation, Basil Blackwell, Oxford, 1984.

McGuiness, Brian. Wittgenstein: A Life. Young Ludwig 1889- 1921, The University of California Press, 1988.

Monk, Ray. Ludwig Wittgenstein. The Duty o f Genius, Penguin Books, 1991.

Moore, George Edward. Defensa del sentido común y otros ensa­yos, Orbis, Barcelona, 1983.

Palacio, Roberto. «El concepto de filosofía en las Investigacio­nes filosóficas de Wittgenstein», en: Universitas Philosophica, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 23-24, año 12, diciembre 1994-junio 1995, p. 113-132.

Pears, David. Ludwig Wittgenstein, The Viking Press, New York, 1970.

______ The False Prison. Clarendon Press, Oxford, 198H. 2

vols.______«Wittgenstein’s Account of Rule-Foliowing», en: Syn­

these, 87, 1991, p. 273-283.Peña Ayazo, Jairo Iván. Wittgenstein y la crítica a la racionalidad,

Ecoe ediciones, Universidad Nacional de Colombia, Bo­gotá, 1994.

Phillips Griffiths, A. (ed.). Wittgenstein Centennary Essays, Cam­bridge University Press, Cambridge, Mass., 1992.

Pitcher, George (ed.). Wittgenstein. The Philosophical Investi­gations, Anchor Books, Doubleday & Company, Inc., Gar­den city, New York, 1966.

Quine, W. V. O. The Ways o f Paradox and Other Essays, Harvard University Press, 1976.

Rescher, Nicholas. The Coherence Theory o f Truth, University Press of America, Washington, D. C., 1982.

Rorty, Richard. La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ediciones Cátedra, Madrid, 1989.

von Savigny, Eike. Wittgensteins «Philosophische Untersuchun­gen». Ein Kommentar für Leser, Vittorio Klostermann, Frank­furt am Main, 1994, 2 Bänder.

Shanker, S. G. Wittgenstein and the Turning-Point In the Phi­losophy o f Mathematics, SUNY Press, Albany, 1987.

Skirbekk, Gunnar (hrsg.). Wahrheitstheorien, Suhrkamp, Frank­furt am Main, 2. Auflage, 1980

Sluga, Hans y David G. Stern (eds.). The Cambridge Companion to Wittgenstein, Cambridge University Press, 199(>.

Schulte, Joachim. Wittgenstein, An Introduction, SUNY Press, Albany, 1992.

Wright, Crispin. Truth and Objectivity, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1992.

índice

Presentación 9

Introducción general 19

Capítulo 1 :Verdad como correspondenciaen el Tractatus 27

Introducción 29I. La ontología del Tractatus.Cómo es la realidad que reflejamosen el espejo del lenguaje 33

II. Las proposiciones como pinturas.Cómo es el espejo en el que reflejamos la realidad 5 8

III. Lo que no puede decirse, sino sólo mostrarse.Cómo es la relación entre la realidad y su reflejoen el espejo del lenguaje 77

Capítulo 2:Bajando al viejo caos.El abandono de las concepciones del Tractatus y el surgimientode una nueva perspectiva 89

Introducción 9 1I. Mirada retrospectiva al ideal de pureza cristalina 92II. Regreso al terreno áspen 102III. Seguir una regla 125

Capítulo 3:Verdad sin fundamentos 157

Introducción 159I. Regreso a la cuestión de la armoníaentre lenguaje y realidad 163II. Verdad sin teorías o definiciones generales 182A. ¿Verdad como correspondencia en un nuevo sentido? 183B. ¿Verdad como utilidad práctica? 193C. ¿ Verdad y necesidad por convención ? 2 03D. ¿Verdad como coherencia? 213III. Verdad y relatividad 220

Epílogo:Una conversación sin testigos 249

Bibliografía 270

Este libro, compuesto en caracteres Baskerviüe de 11 sobre 1 5 puntos,

acabó de imprimir en Bogotá, Colombia, en el mes de abril de igg8,

con un tiro de 2.000 ejemplares.