raul alfonsin (2004) memoria polÍtica. bs.as. fondo de cultura economica de argentina

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MEMORIA POLÍTICA / PRÓLOGO

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RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.RAUL ALFONSIN (2004) MEMORIA POLÍTICA. Bs.as. Fondo de Cultura Economica de Argentina.

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Prlogo

MEMORIA POLTICA / PRLOGO

Prlogo

UN CAPITULO de historia. As podran definirse estas pginas en las que Ral

Alfonsn dirige su mirada y evoca, con la perspectiva que le permite el paso

del tiempo, una serie de sucesos que marcaron las peripecias de su gobierno

pero que tambin le dieron significado a los veinte aos -entre fallidos y

esperanzados- durante los cuales la democracia sigue intentando consolidar-

se entre nosotros.

Bienvenida sea la presencia de la primera persona en los relatos de histo-

ria poltica. Y de ningn modo porque el hecho de partir de la subjetividad

del protagonista nos garantice la posesin de la verdad sobre los sucesos que

narra, sino porque ese sesgo personal de los recuerdos permite a quien bus-

que reconstruir un momento histrico conocer tambin la forma en que un

actor principal vivi los hechos, saber qu fuerzas o qu razones (o ambas)

estuvieron detrs de sus decisiones. Conocer, en fin, las tramas ms finas de

un proceso incorporando el habla de quien, de otra forma, slo es hablado

por la Historia.

Muy parco ha sido nuestro siglo veinte en prodigar esos testimonios. No

existen memorias presidenciales, a diferencia de lo que sucede en otras cul-

turas y en otras lgicas de negocio editorial. Y cunto enriqueceran ellas

nuestras miradas sobre el pasado! Ni Roca, ni Yrigoyen, ni Agustn Justo, ni

Pern, ni Frondizi, ni ninguno de los caudillos militares que fueron ocupan-

do de facto la presidencia de la Nacin, han dejado memoria de su experien-

cia en el paso por el poder, achicando as nuestra visin sobre el dramtico

siglo veinte argentino.

Alfonsn revisa algunos momentos clave de su gobierno, y coloca su mira-

da tambin en otros acontecimientos posteriores pero muy significativos como

el polmico "Pacto de Olivos". Desfilan por el texto el anlisis de definiciones

y episodios tan trascendentales como la poltica de derechos humanos bajo su

gobierno, el juicio a las Juntas Militares, las asonadas de Rico y Seineldn, las le-

yes de punto final y obediencia debida, el ataque que efectuaron los rezagas de

la guerrilla al cuartel de La Tablada, la hiperinflacin y el trmite de su renuncia

anticipada, para concluir su memoria, ya fuera de la presidencia, con los vericue-

tos del Pacto que llev a la reforma de la Constitucin en 1994.

De todos esos temas, el ms impactante, el que con mayor nfasis subra-

ya lo que la gestin de Alfonsn tuvo de ruptura con un largo pasado de im-

punidades y amnistas frente a las violaciones del estado de Derecho que ja-

lonaron por lo menos cincuenta aos de vida argentina, fue el de la manera

en que se dise y puso en marcha una poltica de derechos humanos que

fuera ejemplificadora hacia el pasado, pero que a la vez pudiera hacerse car-

go de sus consecuencias hacia el futuro.

No s si curiosamente o como producto natural de una sociedad que es

renuente para autoinculparse de sus defecciones, la bandera de los derechos

humanos en la presidencia de Alfonsn, valorada en todo el mundo como un

ejemplo con escasas (o ninguna) rplica, ha sido entre nosotros menosca-

bada, al punto que desde altas tribunas pudo insinuarse que en los veinte

aos de democracia nada se haba hecho en ese sentido -por lo cual, quienes

desde ahora tomaban esa tarea en sus manos, aparentemente desde la nada

histrica, deban pedir perdn a la sociedad-.

Esa operacin subestimatoria alcanza su cifra mxima en la persuasin que

cierta comunicacin ha transmitido con la fuerza de una lpida: lo que queda

como saldo del perodo 1983-1989 en materia de derechos humanos no es la

Conadep, el Nunca ms y el indito juicio y condena a las Juntas Militares, sino

las leyes de punto final y de obediencia debida. En esa lnea mendaz de razo-

namiento, esos instrumentos legales que acotaban en el tiempo y en el n-

mero el desfile de militares en los juzgados han sido equiparados al indulto

dispuesto por Carlos Menem en una misma saga de debilidades y defeccio-

nes. Esta afirmacin omite la presentacin de un simple dato que marca la

diferencia esencial entre ambos momentos: en 1989, al final de la presiden-

cia de Ral Alfonsn, haba siete altos jefes militares condenados a prisin

-algunos de ellos, a perpetua-, 27 procesados, tres condenados por su acti-

tud en la guerra de Malvinas, y 92 procesos y 342 sanciones disciplinarias co-

mo resultado de los tres levantamientos militares encabezados por Rico y

Seineldn. No eran pocos -pese al punto final y la obediencia debida-los que

estaban sometidos a la Justicia: al punto que el indulto menemista benefici,

nada menos, que a 220 militares y a 70 civiles. Pese a lo rotundo de estas ci-

fras, muchos son todava renuentes a reconocer lo que la historia seguramen-

te enfatizar con el tiempo: que el perodo abierto en 1984 ha sido, en mate-

ria de derechos humanos, un jaln nico y que ese mrito debe atribuirse al

coraje cvico con que Alfonsn encar la cuestin, mientras el candidato del

justicialismo aprobaba la autoamnista dictada ilegalmente por los militares

del Proceso.

El camino elegido -por otra parte anunciado ya en la campaa electoral-

implicaba la presencia de dos dimensiones: de un lado la referida al deslinde

de los niveles de responsabilidad entre quienes dieron las rdenes, quienes

las cumplieron y quienes se excedieron por inters personal o por mera

crueldad. Por el otro, la necesidad de descubrir y reconstruir la verdad de lo

sucedido para, una vez cumplida esa tarea que se reflej en las estremecedo-

ras pginas del Nunca ms, proceder a la alternatiya del juicio y del castigo a

los violadores de los derechos humanos. Primero el conocimiento de la ver-

dad para establecer la condena tica de la sociedad; luego, el rigor de la ley y

el ejercicio de la justicia.

Esas dos misiones que la reconstruccin de la democracia exiga para tor-

narse verosmil, debieron cumplirse en el marco de situaciones difciles pro-

ducto de las reacciones de la Argentina corporativa que se negaba a aceptar

las nuevas reglas de la democracia y del limitado margen de maniobra del

nuevo gobierno. Alfonsn, con lujo de detalles desconocidos hasta hoy, repa-

sa la trama de esos momentos cruciales en los que el cruce de los hostiga-

mientas castrenses y sindicales -tres alzamientos militares; trece paros gene-

rales- llenaron de zozobra a la sociedad y pusieron en jaque a su economa,

y en los cuales el peronismo, salvo en los momentos iniciales de la llamada

"Renovacin", no supo jugar el papel de socio leal de la reconstruccin de-

mocrtica, sino que, por el contrario -hbil como es en los tejidos corpora-

tivos-, exacerb la competencia por el poder hasta que, en 1989, en medio

de un desmadre econmico del que el triunfo electoral de Carlos Menem no

fue ajeno, consigui su objetivo de tronchar el perodo presidencial.

Esos primeros aos de la transicin democrtica que le toc pilotear a

Alfonsn transcurrieron as entre el tembladeral de los juicios por violacin

de los derechos humanos, la desobediencia militar para reprimir a los alzados

en rebelin, la agitacin sindical y el inicio de la crisis de la deuda que esta-

llara con violencia aos despus, pero que desde entonces ya obstaculizaba

la recuperacin econmica, en un mundo, a diferencia del de hoy, de tasas de

inters altas y de precios bajos para los commodities.

En ese cuadro lleno de dificultades, Alfonsn quiso inaugurar, ms all

de la justicia retroactiva que haba implicado el juicio a las Juntas, una suer-

te de refundacin institucional a travs de iniciativas que fueron desde la

creacin del plural Consejo para la Consolidacin de la Democracia y su

propuesta de reforma de la Constitucin hasta el traslado de la Capital

Federal al sur del pas. Todos esos anhelos finalmente se frustraron y, a par-

tir de 1987, con el triunfo peronista en las elecciones intermedias, el gobier-

no fue perdiendo iniciativa poltica hasta su abandono prematuro del poder.

Pero aun a los tropezones, el estado de Derecho se mantuvo en pie.

En pginas de fina agudeza, Ortega y Gasset reconstruy, a travs de

un anlisis del desempeo de Mirabeau, los rasgos arquetpicos del polti-

co, advertibles, sobre todo, cuando deben manejarse transiciones de una si-

tuacin histrica a otra, momentos que suponen la combinacin de conti-

nuidades y rupturas en la cual la mezcla de audacia y de prudencia resulta

indispensable. Toda autntica poltica -comenta Ortega- incluye "un im-

pulso y su freno", una fuerza de aceleracin y una fuerza de contencin.

(La expresin la recoger el uruguayo Carlos Real de Aza para explicar,

aos despus, la larga duracin del battlismo en la poltica oriental.) Yagre-

ga Ortega que ese equilibrio es el que permite "acomodar las cosas y sal-

var la subitaneidad del trnsito".

Ral Alfonsn tuvo conciencia desde un principio de la fragilidad de la

situacin en la que deba desplegarse la voluntad poltica y moral por su-

perar ms de medio siglo de autoritarismos de diverso tipo. Y el tema de

los derechos humanos violados resultaba el experimentum crucis de esa tenta-

tiva de condenar el pasado sin poner en cuestin, nuevamente, al futuro.

Qu poda hacerse desde el Estado para reconstruir una nacin destruida,

pero en donde no se haba producido una revolucin? Es cierto que la sali-

da del rgimen dictatorial no haba sido producto de un pacto cvico-militar

como en otros pases del continente en los que prim la ley del olvido, pe-

ro tambin lo era que el llamado Proceso haba cesado luego de la implo-

sin originada tras la catstrofe de Malvinas y no por obra de una inexisten-

te rebelin popular. A partir de esa constatacin eran posibles tres

alternativas: el olvido, como lo propuso, sin ninguna voz en contra, el can-

didato peronista Luder; el procesamiento de todos los que pudieran resul-

tar imputados, o el juicio y condena de los principales actores. Como es sa-

bido, esto ltimo es lo que se decidi, configurando un caso nico ni

siquiera comparable con los juicios de Nuremberg, porque ellos se realiza-

ron en una nacin vencida y ocupada por tropas extranjeras. Pero, como

recordaba al principio de estas notas, cierta historia interesada prefiere re-

cordar a Alfonsn no como el promotor de esos juicios inditos sino como

el impulsor de la obediencia debida.

Y se pregunta el ex presidente: "Han pasado muchos aos y an hoy

me formulo la misma pregunta que daba vueltas en mi cabeza en aquel en-

tonces: ms all de las consignas bienintencionadas, alguien crea y an

cree seriamente que en ese tiempo, con una democracia que recin emer-

ga luego de aos de dictadura militar, era posible detener y juzgar a mil

quinientos o dos mil oficiales en actividad de las Fuerzas Armadas?". La

respuesta es, para el sentido comn, obvia, pero, sin embargo, hoy parecen

tener ms repercusin algunos gestos retricos en un tiempo que ya no

convoca riesgos, que aquella solitaria audacia democrtica de haber juzga-

do y condenado, veinte aos atrs, a las Juntas Militares responsables del

terrorismo de Estado.

Por fin, vaya una consideracin personal. Muchos de quienes componen

mi generacin descubrieron a partir del proceso iniciado en 1983, conmovi-

dos por el rezo laico del Prembulo, el valor de la democracia y del estado de

Derecho que hasta entonces habamos despreciado en nombre de otros idea-

les, sin advertir que no tenan por qu ser mutuamente excluyentes. Fuimos

hijos de la violencia y de la ilegalidad argentinas; en ellas nos nutrimos y a

ellas servimos hasta que el horror de la dictadura y del terrorismo de Esta-

do, las prisiones, las muertes y los exilios nos mostraron definitivamente el

largo rostro cruel de nuestra historia y la necesidad de articular las viejas ban-

deras sociales con los nuevos aires que a ellas poda proporcionarles la de-

mocracia. Ms all de consideraciones coyunturales, de comprensibles discre-

pancias sobre asuntos puntuales, de juicios que ya remiten al anlisis

histrico, sera imposible no reconocer en ese logro una enorme deuda con

Ral Alfonsn.

JUAN CARLOS PORTANTIERO

Junio de 2004

Prefacio

ESCRIB este libro con la conviccin de que no poda hablar acerca del futu-

ro, como era mi deseo, sin mirar hacia atrs, sin revisar y analizar las accio-

nes ms significativas y tambin las ms criticadas de mi gestin.

En un pasaje del Gnesis, un ngel le advierte a Lot: "iSlvate! jNo mires

hacia atrs ni te detengas! jEn ello te va la vida!". Su mujer quiere ver el ex-

terminio de Sodoma y Gomorra. Mira hacia atrs y queda convertida en una

estatua de sal. Qu la llev a mirar hacia atrs? La curiosidad, pensarn al-

gunos, pero, en todo caso, era una curiosidad para observar con odio y ren-

cor el fin de sus enemigos. Yo creo que es necesario mirar hacia el pasado

con ojos que contribuyan a la convivencia.

En este libro busco poner en negro sobre blanco muchas de las circuns-

tancias gravsimas que soportamos todos los argentinos entre 1983 y 1989,

las decisiones tomadas por mi gobierno, el contexto interno e internacional

en el cual se inscribieron cada una de ellas y algunas de las consecuencias de

esas decisiones dos dcadas ms tarde. stos son temas, adems, que se dis-

cuten en la actualidad.

Pretendo abordar aqu los temas y las cuestiones ms difciles, compro-

metidas y criticadas de mi gobierno y de mi vida poltica para asumir una de-

fensa que no es, en este caso, tanto personal como de convicciones, valores

y sentidos de la poltica; explicar la forma en que he actuado ante los princi-

pales desafios y ofrecer elementos de juicio para revisar una serie de lugares

comunes y sentencias categricas adversas que se instalaron como una ver-

dad inapelable en el imaginario colectivo de nuestra sociedad.

Es muy probable que este libro sea criticado desde los extremos del arco

poltico y posiblemente por muchos independientes, pero no me pesarn es-

tas crticas si las mismas contribuyen a desarrollar una polmica franca que

sirva efectivamente para enriquecer el anlisis y la comprensin de estos aos

centrales para nuestra vida democrtica.

Toda nacin es el resultado de un proceso histrico integrador de grupos ini-

cialmente desarticulados. Detrs de cada unidad nacional hay un gran proyecto

capaz de asociar en la construccin de un futuro comn a fuerzas tnica, religio-

sa, cultural, lingstica o socialmente diferenciadas entre s. Uno de los rasgos dis-

tintivos de la Argentina ha sido nuestro fracaso en delinear con xito una empre-

sa nacional de esta naturaleza. Otros pases conocieron en el pasado terribles

luchas internas, pero supieron disolver sus antagonismos en unidades nacionales

integradas, cuyos componentes se reconocen como parte del conjunto en un uni-

verso de principios, normas, fines y valores comunes. Esta integracin, aunque

intentada varias veces, nunca alcanz a prosperar en la Argentina, que mantuvo

la divisin maniquea de su propia sociedad en universos poltico-culturales inco-

nexos e inconciliables como una constante durante todo su itinerario histrico.

Nuestra historia no es la de un proceso unificador, sino la de una dicotoma

cristalizada que se fue manteniendo bsicamente igual a s misma bajo sucesivas

variaciones de denominacin, consistencia social e ideologa. Ah estn, como

expresiones de esta divisin, los enfrentamiento s entre unitarios y federales, en-

tre la causa yrigoyenista y el rgimen, entre el conservadurismo restaurado en

1930 y el radicalismo proscripto, entre el peronismo y el antiperonismo. Bajo

signos cambiantes, el pas permaneci invariablemente dividido en comparti-

mento s estancos, que en mayor o menor medida se concibieron a s mismos co-

mo encarnaciones del todo nacional, con exclusin de los dems. La Argentina

no era una gran patria comn sino una conflictiva yuxtaposicin de una patria

y una antipatria; una nacin y una antinacin.

Como unidad poltica y territorial, la nacin se asentaba en el precario do-

minio de un grupo sobre los dems y no en una deseada articulacin de to-

dos en un sistema de convivencia. Con el desarrollo econmico, el pas fue

creciendo en complejidad, generando en su sociedad una progresiva diferen-

ciacin interna entre grupos polticos, corporativos y sectoriales, todos los

cuales incorporaron aquella vieja mentalidad.

La Argentina ingres a la segunda mitad del siglo XX con partidos com-

partimentados, organizaciones sindicales compartimentadas, asociaciones

empresarias compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas, unida-

des culturalmente dispersas que apenas ocasionalmente se asociaban en par-

cialidades mayores tambin excluyentes entre s, pero nunca en esquemas de

convivencia global. En estos procesos de asociacin, lo que se una nunca era

el pas sino un conglomerado interno que slo lograba afirmar su propia uni-

dad en la visualizacin del resto del pas como enemigo.

En la actualidad, todava hay rastros de ese canibalismo poltico que ha te-

ido la prctica poltica: hay quienes sostienen que la Unin Cvica Radical rea-

liza una oposicin desdibujada tanto frente al actual gobierno, como durante

la presidencia de Eduardo Duhalde. Qu es lo que se pretende? Oponerse

por principio es una forma nueva de hacer poltica? jQu ms quisieran la de-

recha reaccionaria, la izquierda drstica o los poderosos de la Tierra!

Corremos el riesgo serio de que nos derrote el neoliberalismo. Sus gures

s piensan para adelante, s planifican para el futuro. Son cmplices de la glo-

balizacin insolidaria, conspiran contra el Mercosur y desean un alineamien-

to automtico con Estados Unidos. Son los nuevos cipayos de este siglo.

La poltica implica diferencias, existencia de adversarios polticos, esto es

totalmente cierto. Pero la poltica no es solamente conflicto, tambin es cons-

truccin. Y la democracia necesita ms especialistas en el arte de la asociacin

poltica. Los partidos polticos son excelentes mediadores entre la sociedad,

los intereses corporativos y el Estado, y desde esa perspectiva hemos seala-

do que lo que ms nos preocupa es la falta de dilogo con los partidos polti-

cos. No ser posible resistir la cantidad de presiones que estamos sufriendo y

sufriremos, si no hay una generalizada voluntad nacional al servicio de lo que

deberan ser las ms importantes polticas de Estado.

Necesitamos tiempo en democracia, en las normas comunes, en la incor-

poracin rutinaria de las reglas compartidas, para formar costumbres, porque

ellas condicionan el diseo y las prcticas institucionales, las acciones concre-

tas y las rutinas societales.

Toda mi actividad poltica busc fortalecer la autonoma de las institucio-

nes democrticas y fortalecer el gobierno de la ley, para que la ley y el estado

de Derecho estuvieran separados de cualquier personalismo. Nuestro pas

tuvo un taln de Aquiles: no podamos garantizar la alternancia democrtica

del gobierno. El objetivo de toda mi vida ha sido que los hombres y mujeres

que habitamos este suelo podamos vivir, amar, trabajar y morir en democra-

cia. Para ello era y es necesario que adems de instituciones democrticas ha-

ya demcratas, porque slo as las instituciones democrticas pueden sobre-

vivir a sus gobernantes.

Las ideas que sostengo en este prefacio me han acompaado toda la vi-

da. En enero de 1972 escriba en la revista Indito:

Es imposible pretender hacer una interpretacin realista de la actualidad, sin

tener en cuenta la dinmica del cambio. Quienes quieren efectuarla compu-

tando exclusivamente, por decirlo de algn modo, tanques, regimientos,

riquezas o medios informativos, en verdad son los menos realistas, porque

niegan la historia -el devenir- al tener en cuenta slo uno de los trminos

de la contradiccin: el que defiende los valores del pasado en procura de

afianzar su permanencia. Lo real es distinto o, por lo menos, ms amplio.

Al Iado, simultneamente frente a los defensores del statu qua, se levantan

con vigor histricamente incontenible nuevos valores, nuevos temas, nue-

vas respuestas, nuevas propuestas, nuevas soluciones. (Compilacin de

Legasa, 1985.)

En 1981 volva sobre el tema en La cuestin argentina, editado clandestinamente:

Toda mi vida he sostenido la necesidad de comprender que la democracia

exige muchas veces. el sacrificio de parte de los objetivos propios para po-

der defender los grandes principios que la sustentan. [...]

No se puede concebir la lucha por la democracia y el gobierno del pueblo,

sin el pueblo. No se trata de procurar el gobierno para un sector, sino de res-

taurar en los hombres de nuestro pas la conviccin de que pertenecen a una

sociedad y que el destino de esa sociedad les pertenece, de manera que pase lo

que pase con la Argentina ser lo que los argentinos quieran que pase.

En Democracia y consenso* sostengo:

Frente a la injusticia que cada vez se nos presenta con ms fuerza como al-

go intolerable, quienes as la percibimos y decidimos actuar para combatir-

la lo hacemos desde dos perspectivas diferentes y complementarias.

Una, filosfica: el filsofo comprometido comprende la necesidad de

profundizar en el pensamiento especulativo, para desentraar las causas rea-

les de esa injusticia y luego mostrar los caminos a recorrer para superarla,

si es posible con la fuerza suficiente como para que esas ideas se convier-

tan, nada ms que por su enunciado, en una praxis generada por la fuerza

de su conviccin. Esta tarea debe llevarse a cabo en forma rigurosa, exigen-

te y sin concesiones y debe establecerse un dilogo permanente con quie-

nes atacan el problema desde la otra posicin.

La otra poltica: el poltico tico paradigmtico comprende, primero que

nada, la necesidad de actuar al servicio de la verdad, la libertad y la igualdad.

Se inspira en las grandes neas del pensamiento progresista y define su obje-

tivo fundamental como el de eliminar la mayor cantidad posible de obstcu-

los para la realizacin del hombre en la sociedad. Tiene una particular sen-

sibilidad tica. Una tensin, casi una angustia constante. Una conciencia

exigente y un especial sentido de culpa. Tambin coraje para rechazar cual-

quier seduccin del oportunismo, bondad para comprender las debilidades,

fuerza para imputar las responsabilidades, sagacidad para adivinar intencio-

nes, prudencia para evitar regresiones, paciencia para esperar resultados, te-

nacidad para aferrarse a sus convicciones, flexibilidad para avanzar en cam-

biantes circunstancias.

Pero el filsofo no puede exigirle al poltico que acte temerariamente,

aunque se acepte que su misin es hacer posible lo imposible, y cuando no

lo hace considerar que acta rupcritamente. Tiene que exigirle valenta pa-

ra llegar al lmite y templanza para reconocerlo. Del mismo modo, el polti-

co no puede exigirle al fIlsofo soluciones de inmediato, sino una bsque-

da comprometida.

Asum como Presidente de la Nacin argentina ellO de diciembre de 1983.

Veinte aos de democracia es un tiempo razonable para poder revisar y dis-

*Alfonsn, Ral, Democrtlt1tl y consenso, Buenos Aires, Tiempo de Ideas y Corregidor, 1996.

cutir sus hitos fundamentales a la luz de nuestra historia poltica ms amplia,

sin el apasionamiento y el sentido de urgencia con que nos enfrentbamos

en cada momento de la transicin que inauguramos entonces, tras la larga

noche del autoritarismo.

RAL R. ALFONS1N

Buenos Aires, octubre de 2003

1. La vista desde el horizonte

Despus de julio de 1989

EN MI LTIMO mensaje ante la Asamblea, el1 de mayo de 1989, sostuve que

nos aproximbamos a un acontecimiento histrico, como lo era una sucesin

presidencial en los marcos de la normalidad institucional. Siempre pens -y

lo dije varias veces- que la prueba decisiva del xito del camino iniciado en

1983 era llegar a las elecciones de 1989. Lo que no se pudo conseguir en los

perodos constitucionales iniciados en 1952, en 1958, en 1963 y en 1973, es-

tbamos a punto de lograrlo entonces. Nada ni nadie iba a arrebatarnos esa

conquista cvica.

En esa competencia cvica, el gobierno que conclua su mandato era, ne-

cesariamente, un protagonista ms, un objeto de examen, de apoyos y de re-

chazos. Su accin se ubicaba en el ojo de la tormenta; lo saba bien y as lo

asuma. Cmo no saber, tambin, que en situaciones de tan grave crisis co-

mo las que padecan las democracias pobres de Amrica Latina, la argenti-

na entre ellas, los gobiernos que se hacan cargo de las mismas inevitable-

mente se transformaban -por accin o por omisin- en los chivos

expiatorio s de las frustraciones particulares o colectivas? Me haca cargo de

todo esto y, por lo tanto, no ignoraba hasta qu punto arreciaban las crti-

cas al desempeo gubernamental. Ellas se fundaban en cuestiones objetivas

que afectaban la vida cotidiana de los argentinos, en las que caban respon-

sabilidades personales, pero tambin en un enorme endurecimiento de la

campaa electoral.

Nadie poda cuestionar la legitimidad del disenso y el derecho a la crtica

por parte de la oposicin, como tampoco poda sta desconocer el clima de

libertad en el que se desenvolva. A lo largo de las pasadas generaciones, los

argentinos habamos vivido sometidos a pesadas influencias antidemocrti-

cas. Formas variadas de autoritarismo, sectarismo, oscurantismo, exclusivis-

mo, fundamentalismo haban ejercido durante esa etapa un poder modelador

sobre nuestra personalidad nacional y sobre la personalidad individual de ca-

da uno de nosotros.

En este marco histrico se sucedieron dictaduras e intervalos constitucio-

nales. Pero con la particularidad de que casi todos estos ltimos exhibieron

tambin, tanto en el comportamiento de los gobiernos como en el de las

oposiciones, estilos y modalidades propias de aquella cultura autoritaria que

pujaba por prevalecer en el pas.

De este modo, nuestro pasado reciente se haba distinguido, desde 1930,

no slo por el recurrente empleo de la fuerza para derribar gobiernos cons-

titucionales, sino tambin por la peculiaridad de que, aun a travs de esos go-

biernos constitucionales, lograban abrirse camino prcticas y conductas de-

rivadas de la misma cultura poltica que inspiraba al golpismo.

Nuestra vida nacional de los sesenta aos anteriores incluy as, junto a

numerosas dictaduras, a gobiernos constitucionales con presos polticos,

provincias intervenidas, universidades avasalladas, sindicatos sometidos a

control estatal, desbordes represivos, bandas parapoliciales, prctica sistema-

tizada de la tortura, estado de sitio endmico, correspondencia violada, ejer-

cicio ilimitado del espionaje interno, medidas encaminadas a impedir la libre

expresin de ideas.

El autoritarismo, la violencia y la arbitrariedad eran norma de las dicta-

duras y, al mismo tiempo, tentaciones a las cuales se ceda con deplorable

frecuencia durante los interregnos constitucionales, a partir de un funda-

mento cultural que por momentos pareca ser comn a los dos modos de

gobernar el pas.

Sobre este trasfondo histrico, la experiencia iniciada en la Argentina el

10 de diciembre de 1983 cobraba significados, valores y mritos que no po-

dan ser ignorados. El gobierno que presida era el primero en toda la histo-

ria del pas que llegaba a las postrimeras de su mandato sin presos polticos,

ni leyes persecutorias, ni rganos de prensa clausurado s, ni policas bravas, ni

interventores instalados en provincias, sindicatos o universidades.

Ni un solo gesto de nuestra trayectoria en el poder reflej las inclinacio-

nes autoritarias de las que estuvieron plagados gobiernos constitucionales

del pasado.

Ni un solo paso dado por nuestra administracin estuvo encaminado a

oprimir, amenazar o intimidar. Nos toc administrar el pas en medio de la

mayor y ms profunda de sus crisis econmicas. Ms precisamente, en me-

dio de una crisis que acentu hasta extremos inadmisibles la tensin de las

relaciones entre el Norte y el Sur, bloqueando las ya precarias vas de creci-

miento del vasto mundo emergente.

Nuestro pas estaba sufriendo su cuota de esta crisis, con caractersticas

todava ms agudas que el resto de Amrica Latina y que trajo consigo gra-

ves situaciones de intranquilidad social, a caballo de las cuales la oposicin

poltica al sistema desencaden infames campaas desquiciadoras.

En un pas donde el ejercicio de facto o constitucional del poder estu-

vo tradicionalmente asociado con la tentacin de preservar el orden me-

diante recursos autoritarios, a nuestro gobierno le toc en suerte un mo-

mento histrico ms cargado que cualquier otro de elementos propicios

para esa tentacin.

En otros trminos, nuestro gobierno no slo se distingui por haber re-

sistido esas tentaciones, sino tambin por haberlas resistido cuando ellas es-

taban en su momento histrico de mayor fuerza, de mayor apremio. Creo

que estamos en nuestro derecho si pretendemos que esta labor sea recono-

cida en todo su valor.

Es cierto que en el campo econmico recogimos una nacin en crisis y

no conseguimos superar las dificultades econmicas. Esto puede atribuirse a

errores y limitaciones de mi gestin, pero no se puede desconocer que nues-

tra crisis form parte de una crisis estructural mundial, cuya solucin slo

poda emerger de grandes iniciativas colectivas, que abarcaran a enteras re-

giones del planeta con centenares de millones de personas involucradas, y

nunca de una iniciativa singular de un gobierno de un pas perifrico.

Sin embargo, en aquel momento asistimos a un curioso fenmeno poltico-

cultural de distorsin evaluativa que mostr a algunos polticos, a ciertas concen-

traciones de poder corporativo y a muchos medios de difusin asociados cons-

ciente o inconscientemente en una gigantesca campaa de accin psicolgica

apuntada a presentamos como un gobierno cuya caracterstica central, distinti-

va y definitoria era la de no haber superado la crisis econmica y no la de haber

cumplido aquella epopeya democratizadora en circunstancias tan terriblemente

adversas a su realizacin.

La tarea principal que nos encomend el pas en 1983 fue construir una

democracia. Con la cooperacin de casi toda la sociedad nos entregamos a

esa tarea. Y tuvimos un xito tal que el pas termin olvidando cules eran

sus preocupaciones, sus dudas y ansiedades en 1983.

Entonces todo pareca natural. Natural que el pueblo estuviera a punto

de expresarse en las urnas. Que no hubiera estado de sitio, que cada uno pu-

diera decir lo que quisiera. Natural que no hubiera proscripciones, que no

hubiera presos polticos ni provincias intervenidas, que no hubiera sindica-

tos intervenidos. Sin embargo, todo eso junto no se haba dado nunca en

nuestra historia.

Saba que se vivan horas decisivas en materia econmica a pocos das de

las elecciones presidenciales. Saba que deberan ser horas de alegra pero se

haban transformado tambin en horas de ansiedad. El Estado estaba dese-

quilibrado en sus cuentas y con un financiamiento decreciente. A ello haba

contribuido la incertidumbre poltica sobre el rumbo que seguira la econo-

ma en el futuro. Quin poda ignorarlo? Nadie poda negarlo: existan una

enorme desconfianza y una tremenda inseguridad. Las consecuencias pega-

ban de lleno en los hogares argentinos, sobre todo en los ms humildes. La

inflacin se haba acelerado yeso provocaba desazn.

En esos tiempos difciles de una transicin que no era slo poltica,

sino tambin econmica y particularmente social y cultural, reflexionaba

sobre la obra de gobierno, sin triunfalismo s, pero sin aceptar resignada-

mente que nada se haba hecho, que estbamos peor que antes, que, en

ltima instancia y aunque no se lo dijera, esa difcil transicin hacia la de-

mocracia no haba valido la pena. Estaba seguro de que no era as. Y no

se trataba de soberbia, de orgullo personal, de obcecacin. Se trataba, so-

bre todo, de ayudar a que las mujeres y los hombres argentinos, especial-

mente nuestros jvenes, no bajaran los brazos. Y que la agresin verbal

a un gobierno que cubri slo el primer tramo de un largo camino hacia

la consolidacin de un sistema de libertad e igualdad en la Argentina, no

se transformara en un cuestionamiento global de la democracia como ~

forma de vida.

En 1983 cay sobre todos nosotros una carga enorme. Luego de dcadas

de frustraciones nos propusimos establecer las bases para cambios funda- k

mentales en un modelo de pas en crisis que ya no daba ms. Y buscamos en-

carar esas transformaciones -que siempre son costosas- en el marco de la

ms amplia democracia y con el menor costo social posible. Un objetivo gui

nuestros pasos desde entonces: mantener unidos los necesarios esfuerzos

con las imprescindibles libertades y el equilibrio social.

En el camino que emprendimos desde 1983 hemos cometido errores.

Cmo negarlos? Pero es un hecho que, como parte positiva de esa heren-

cia, la sociedad termin por asumir que la gran mayora de las transforma-

ciones propuestas, y que por distintas razones no logramos efectuar o lo

hicimos imperfectamente, eran imprescindibles para que el pas pudiera al-

canzar niveles de desarrollo y prosperidad razonables. Temas que en aquel

momento parecan imposibles de abordar se incorporaron naturalmente al

debate poltico posterior.

Colocamos las bases del desarrollo: la lucha contra el egosmo corpora-

tivo, contra el prebendarismo del Estado, contra el capitalismo sin riesgos,

contra el aislamiento frente al mundo. sa fue la plataforma de despegue

que construimos para la transicin econmica, para que nuestros sucesores

pudieran articular democracia con crecimiento y con prosperidad. No es

precisamente lo que hicieron, visto desde la actualidad.

En ese camino, racionalmente elegido, no quisimos, a fin de salvaguardar

ese bien precioso que es la democracia y evitar la violencia que la destruye,

generar polticas que a veces se implementan en los gabinetes tcnicos. Esos

gabinetes parten de la presuncin de que las sociedades complejas como la

nuestra son espacios vacos en los que puede ser experimentada cualquier

propuesta de laboratorio. Las consecuencias inmediatas son, bien lo sabemos

ahora, la desocupacin y el hambre para millones de familias.

Pero tampoco quisimos generar polticas con un facilismo oportunista. Era

irresponsable pensar en distribuir lo que ya no exista. Ms a la corta que a la

larga, una demagogia de ese tipo tambin generara violencia, ante las perspec-

tivas inevitablemente frustradas y frente a la lucha despiadada entre los grupos

que ambicionaban que sus demandas fueran prontamente satisfechas.

Dije antes que en la trajinada empresa que nos toc poner en marcha co-

metimos errores. Psimo gobernante sera aquel que se creyera al abrigo de

toda falla. Quien es incapaz de reconocer un error es todava ms incapaz de

corregirlo. No fue se, por cierto, nuestro caso. Dije que hubo cosas que "no

supimos hacer, cosas que no quisimos hacer y cosas que no pudimos hacer",

y esa frase qued luego estampada como un inventario de los fracasos de mi

gobierno, cuando lo que quera transmitir era, precisamente, la agenda de

cuestiones que habamos logrado comenzar a abordar, abrindonos camino

entre las dificultades, y que quedaban como tareas pendientes para el futuro.

Es cierto, hubo cosas que no supimos hacer. A veces nos equivocamos

en los cambios bsicos que debamos llevar a cabo. Por error de diagnsti-

co en algunas oportunidades; por falta de perseverancia en la aplicacin de

las polticas o por mal clculo de los tiempos en otras. Y aunque honrada-

mente pienso que se hizo mucho, s que no avanzamos al ritmo que quera-

mos para transformar de raz un sistema econmico perverso, para moder-

nizar un Estado burocrtico e inmanejable, para quebrar de cuajo con un

funcionamiento cerrado de la economa, de espaldas al mundo y poco efi-

ciente. Eso qued como parte de una herencia para nuestros sucesores.

Hubo tambin cosas que no quisimos hacer: a veces postergamos o sim-

plemente no efectuamos ajustes que un clculo descarnado podra conside-

rar beneficioso, pero que en lo inmediato acarreaba costos sociales y sacrifi-

cios imposibles de sobrellevar para sectores importantes de la sociedad.

La poltica que aplicamos en materia de cambios estructurales implicaba,

al contrario, sopesar prioridades y obligaciones, necesidades econmicas y

urgencias sociales, sobre la base inamovible de continuar construyendo la de-

mocracia. Por eso, no creo que en este caso haya que hablar de errores, sino

de situaciones en las que decidimos disminuir la velocidad en nuestra marcha

hacia las transformaciones de estructura que el pas necesitaba.

Hubo, por ltimo, cosas que no pudimos hacer. En primer lugar, por la

presencia de obstculos y dificultades objetivas. Factores externos, como fue-

ron en su momento la cada de los precios de los productos agropecuarios o

el manejo casi usurario de las tasas de inters desde los centros del poder eco-

nmico internacional, as como algunas penurias internas, hicieron que inicia-

tivas necesarias y positivas que proyectbamos llevar a cabo debieran ser de-

moradas o abandonadas. Slo mencionar, a ttulo de ilustracin, el triste

privilegio de haber tenido que soportar la ms terrible de las inundaciones de

que tengamos memoria y, ms tarde, una de las ms despiadadas sequas.

He hablado de dificultades objetivas que obstaculizaron logros o impidie-

ron alcanzar ciertas metas. No fueron las nicas. Hubo tambin dificultades

subjetivas. La sociedad argentina ha visto entorpecida y amenazada su mar-

cha por el egosmo sectorial, el corporativismo, la especulacin y el fomento

irresponsable de la inflacin, que en su manifestacin poltica expresan au-

toritarismo de diverso signo.

La preocupacin por estos resabios autoritarios que, aunque debilitados,

todava persistan entre nosotros, tuvo en nuestro caso un inters preciso.

Siempre he pensado que nuestro ordenamiento institucional favoreca la

persistencia de actitudes que configuran los principales componentes de ese

autoritarismo. Pienso, al decir esto, en la propensin al hegemonismo, en el

hecho de que gran parte de nuestra vida nacional estuvo modelada por la

presencia de agrupaciones polticas o corporativas que se sentan llamadas

a protagonizar con exclusividad el destino de la nacin. Buena parte del

pensamiento poltico argentino fue refractario, cuando no abiertamente

hostil, a la idea de que la nacionalidad pudiera expresarse en pluralidad. Y

aun en el pensamiento democrtico se esconda muchas veces la creencia

subyacente de que el mosaico de la pluralidad argentina, aunque aceptado

en principio, deba estar integrado por una fuerza poltica esencial y otras

de naturaleza accesoria.

Siempre cre que la marcha emprendida hacia la democratizacin del pas

tena que incluir formas de accin contra esos atavismos polticos y cultura-

les, formas que incluyeran tambin correctivo s para aquellas instituciones de

nuestro sistema poltico que aseguraban la continuidad de tales rmoras.

Con ese espritu propusimos en su momento a la ciudadana y a las de-

ms fuerzas polticas el proyecto de una reforma constitucional que apunta-

ra a redefinir en un sentido ms democrtico la naturaleza del gobierno.

Lamentablemente, nuestra propuesta de reforma no encontr durante

largos aos el indispensable consenso para hacerla efectiva. No se trata, en-

tindase bien, de descargar culpas en los dems. Nunca lo hemos hecho: un

inconmovible sentido de la obligacin nos hizo asumir todo traspi, toda

solucin insatisfactoria, todo fracaso, como responsabilidad propia. Nues-

tros adversarios deben reconocer que jams los hemos convertido en vcti-

mas propiciatorias de culpas que quizs no siempre fueron nuestras. La re-

forma de la Constitucin formaba parte de una deuda con la sociedad que

no queramos contraer, pero que la realidad nos impuso en esos aos. Y la

asumimos.

Siempre estuve convencido, pese a todo, de que las creencias y actitudes

de los argentinos tenan aspectos y potencialidades positivas y que stos pre-

valeceran por sobre las tramas de intereses creados y comportamientos reac-

cionarios. Amamos la libertad, habamos aprendido a apreciar y defender la

democracia. Con ella sufrimos padecimientos y frustraciones, pero sabamos

tambin que, sin ella, esos mismos padecimientos se hubieran multiplicado.

Pero esas creencias y actitudes dejaban aflorar tambin aspectos negativos:

egosmo, espritu sectorial, disposicin para la especulacin, tendencia a

creer en diversos mesianismos. Eran el lado oscuro de nuestra cultura polti-

ca, los fantasmas a los que obstinadamente algunos se aferraban, quiz por

temor a los riesgos imaginarios del futuro.

Sin embargo, esos aspectos negativos eran parciales y no alcanzaron para

que nos ganara el escepticismo. Hubo una transicin a la democracia que se

desarroll a nivel de las instituciones polticas. Pero hubo tambin otra tran-

sicin a la democracia que se cumpli en nuestras propias conciencias. Ella

pasaba ante todo por destruir esos fantasmas y por crear autnticas expecta-

tivas de transformaciones profundas, sustentadas en la realidad, para nuestro

pas. Y ella habra de conducimos a fructificar el capital cultural-democrtico

que ya era patrimonio inalienable de la sociedad argentina.

Despus de exteriorizaciones como las de Semana Santa, Monte Caseros,

Villa Martelli y La Tablada, no se puede ignorar de buena fe la profundidad

de los problemas que tuvimos que resolver para asegurar la democracia. Si

aquello fuera todo lo realizado, si en esos cinco aos y medio no hubisemos

hecho otra cosa que promover y dirigir la formacin de esa democracia que

supimos defender, yo ya tendra la seguridad de haber cumplido.

Ningn gobierno antes que el nuestro tuvo que enfrentar tantas calami-

dades al mismo tiempo. En esas condiciones fue inevitable que todos pade-

ciramos. La alternativa no era padecimiento o bienestar. La nica alternati-

va era mayor o menor padecimiento. Mayor o menor equidad en el reparto

de las cargas. Sin embargo, no nos conformamos con establecer la democra-

cia, afianzar la paz y administrar equitativamente la crisis. Nos propusimos

cambiar el pas.

Lanzamos ideas que a los cortoplacistas les parecieron ilusorias: una nue-

va forma de organizacin institucional -a travs de la reforma de la Consti-

tucin-, una reorganizacin territorial que deba empezar por el traslado de

la Capital y culminar en la descentralizacin econmica, el desarrollo de la

Patagonia y la integracin efectiva con Brasil y Uruguay.

En 1985 lanzamos el Plan Houston, convocando al capital internacional

a participar, junto con empresas argentinas, en el ms grande esfuerzo de ex-

ploracin que se haya realizado jams en el territorio argentino. Logramos el

autoabastecimiento petrolero. La produccin de hidrocarburos de 1988 fue

la ms alta de toda la historia de la Argentina, desde el descubrimiento del

petrleo en 1907.

En once meses -un rcord mundial- hicimos un gasoducto de 1.400 ki-

lmetros de distancia: antes de que llegara el invierno de 1988 lleg el gas a

Buenos Aires desde Loma de la Lata, Neuqun, pasando por Baha Blanca.

En petroqumica apelamos al capital privado. El polo petroqumico de Neu-

qun sera construido con capital de riesgo.

En materia de energa elctrica, la Argentina construy obras (hidroelc-

tricas, trmicas convencionales y nucleares) que prcticamente duplicaron la

capacidad instalada total existente en aquel entonces. Realizamos la mitad de

la obra civil de Yacyret, proyectamos construir, junto con Brasil, la presa

de Pichi Picn Leuf. Ya haban pasado gobiernos civiles y militares, gobier-

nos de distinto signo y todos haban hablado del problema de las empresas

pblicas. Pero nunca, nunca se haban elaborado soluciones concretas como

las que propusimos para Aerolneas Argentinas o ENTEL, la empresa telef-

nica, sin perder la mayora argentina.

Construir la democracia, afianzar la paz, iniciar la reforma del Estado y la

economa, fijar la agenda para la prxima dcada y, mientras tanto, combatir

la crisis y absorber los golpes. sa fue la tarea que nos impusimos y que, pa-

so a paso, buscamos cumplir. En 1989, la Argentina haba cambiado. Ya no

era la de 1983. Y nunca ms volvera a ser, afortunadamente, la Argentina an-

terior a 1983.2. La reconstruccin del estado de Derecho

1983-1986

Juicio a las Juntas Militares

LA INSTALACIN en 1976 de la dictadura militar ms atroz que sufri el pas

no dej margen para resistencias legtimas, pero tambin es cierto que goz

de un consentimiento tcito de una parte importante de la sociedad argenti-

na y el silencio cmplice o el acompaamiento de algunos medios de comu-

nicacin, en un exceso de autocensura, o directamente de complacencia. A

pesar de dominar todo el aparato estatal, la dictadura militar se abstuvo de

procesar y condenar a nadie, salvo alguna excepcin marginal, mientras que

mediante "acciones directas", sin juicio ni ley, hizo desaparecer a miles de

personas, asesin, tortur, encarcel y expuls del pas a otros miles.

Ni siquiera actu dentro de los extensos y difusos mrgenes que otorga-

ba la "legalidad autoritaria" diseada por ellos y para ellos; todo se hizo al

margen de la ley y, por supuesto, al margen de toda consideracin tica y ju-

rdica. Nunca existi mayor ausencia de seguridad jurdica en nuestro pas y

nunca se estuvo ms lejos de la nocin del estado de Derecho que durante

los aos del proceso militar, entre 1976 y 1983. Pero paradjicamente es el

perodo en que ms dinero se le prest a la Argentina, lo que demuestra la

enorme hipocresa de los organismos internacionales de crdito en aquel

entonces.

La derrota militar en la Guerra del Atlntico Sur en junio de 1982 provo-

c el colapso de la dictadura militar, y la misma sociedad que haba sufrido

-o, en muchos casos, tolerado, por desconocimiento, por conviccin o por

temor- la violacin sistemtica de los derechos humanos y la falta de liber-

tades pblicas se levant para romper con el pasado autoritario. Hubo un

quiebre en nuestra historia, porque tal vez nunca se haba llegado tan lejos en

~~

la degradacin moral de la Repblica, y entonces la mayora de los argenti-

nos abraz la causa de la recuperacin de la democracia en forma definitiva.

Lo que mi gobierno hizo a partir de 1983 fue marchar de inmediato en la

direccin del esclarecimiento y el castigo de las violaciones a los derechos hu-

manos, el establecimiento de la igualdad ante la ley, la reinsercin de las Fuer-

zas Armadas en el estado de Derecho y la formulacin de una poltica que

marcara una clara lnea divisoria respecto del pasado.

En nuestro pas, los crmenes y delitos cometidos en dictaduras siempre

haban quedado impunes, y nuestro propsito fue terminar de una vez y pa-

ra siempre con esa tradicin. Por un imperativo tico impostergable y por el

convencimiento de la complementariedad entre democracia y justicia, el go-

bierno a mi cargo abri los cauces jurdicos para que las aberrantes violacio-

nes a los derechos humanos cometidas tanto por el terrorismo de grupos po-

lticos armados como por el terrorismo de Estado fueran investigadas y

juzgadas por una Justicia independiente.

No exista, por otra parte, una frmula preestablecida sobre la mejor ma-

nera de enfrentar los crmenes del pasado. Cada sociedad debe elaborar su

propia respuesta, de acuerdo con sus peculiares condiciones y caractersticas

polticas y sociales, y nosotros lo hicimos en un contexto latinoamericano en

el que comenzaba a terminar la noche de las dictaduras y apareca la luz de

las transiciones democrticas y la recuperacin de las libertades ciudadanas.

Quienes denunciamos la violacin de los derechos humanos durante el

llamado "Proceso de Reorganizacin Nacional" intercambiamos ideas acer-

ca de cmo castigar a los culpables y cmo establecer bases slidas para que

esas violaciones no se repitieran jams. ramos conscientes de que se trata-

ba de una situacin histrica indita: por un lado, por la magnitud y el carc-

ter de lo ocurrido bajo la dictadura; por otro lado, porque su investigacin y

juzgamiento implicaba colocar a las instituciones armadas de la nacin bajo

la lupa de una justicia independiente, pero al mismo tiempo, preexistente.

En la implementacin del procedimiento se deba superar una serie de

obstculos jurdicos y fctico s, y considerar los lmites que nos imponan la

Constitucin y la prudencia: la conmocin pblica provocada por la inves-

tigacin y la accin de la Justicia; la duracin de los procesos, que no de-

ban prolongarse demasiado, y las categoras de personas a quienes se hara

responsables.

En el tratamiento de esta delicada cuestin existan tres diferentes alter-

nativas y debamos elegir una de ellas:

.El olvido, fuera mediante una ley de amnista o a travs de la inaccin; va-

le decir, dejar pasar el tiempo hasta que el tema se agotara en s mismo.

Sabamos que esta forma de tratar el problema era la que se haba segui-

do casi siempre en la mayora de los pases del mundo, salvo, en parte, al

final de la Segunda Guerra Mundial, y que no deba ser una opcin vli-

da para nosotros.

.El procesamiento de absolutamente todos los que pudieran resultar

imputados. No exista ni existe ninguna nacin, en ninguna parte del pla-

neta, donde se haya aplicado. Al considerar esta opcin tambin tuvimos

en cuenta, ms all de las razones polticas, las de tipo jurdico y fctico.

.La condena de los principales actores, por su responsabilidad de mando,

para quebrar para siempre la norma no escrita, pero hasta ese momento

vigente en nuestro pas, de que el crimen de Estado quedara impune o

fuera amnistiado.

Durante la campaa electoral de 1983 expuse clara y enfticamente que este

ltimo era el camino que habamos elegido. bamos a actuar aplicando el es-

quema de los tres niveles de responsabilidad para encarar el procesamiento

de quienes estuvieran bajo acusacin de haber violado los derechos humanos

durante la dictadura: los que haban dado las rdenes, los que las haban cum-

plido en un clima de horror y coercin, los que se haban excedido en el

cumplimiento. Afirm explcitamente que si resultaba elegido para gobernar

el pas iba a aplicar la justicia con ese criterio:

As lo hicimos y fue un proceso nico en el mundo, por sus caractersti-

cas y por sus resultados. No conozco otros casos en Amrica, en Europa, en

frica, o en Asia, de pases que hayan podido juzgar y condenar a los mxi-

mos responsables de delitos de lesa humanidad como nosotros lo hicimos,

con la ley en la mano.

En nuestro pas tenamos antecedentes que hoy han sido olvidados. En ma-

yo de 1973, se consagr la impunidad mediante la sancin de indultos y la ley

de amnista (votada tambin por el radicalismo), por un lado, y la no persecu-

cin penal de quienes haban asesinado y ordenado asesinatos, tales como los

ocurridos en Trelew, el 22 de agosto de 1972, donde fueron muertos numero-

sos presos polticos. Pocas semanas despus se produjo en las cercanas de

Ezeiza una nueva explosin de violencia poltica que dej un trgico saldo

de muertos, heridos y torturados. A pesar de que muchos funcionarios cono-

dan a los responsables de esa masacre, nadie fue procesado ni condenado.

Tampoco se estableci una comisin investigadora ni hubo esclarecimiento

oficial de los sucesos. Por el contrario, se recurri a la accin de grupos alen-

tados por el Estado, como la Triple A, para reprimir a grupos subversivos y

contestatarios. Un procedimiento reido con la tica y con la ley que dej una

secuela de muchsimos muertos y cre las condiciones para el colapso de las

instituciones y el arribo de la ms feroz de las dictaduras de nuestra historia.

Haba que evitar que se repitiese este ciclo histrico de la impunidad y sen-

tar el precedente de que a partir de 1983 no se toleraran nunca ms episodios

al margen de la ley. Estaba convencido de que todo proceso de transicin de-

mocrtica deba intentar un objetivo prioritario y excluyente: prevenir la comi-

sin futura de violaciones a los derechos humanos. Pertenece obviamente al

mbito de la poltica el decidir las medidas deseables, las necesarias y las posi-

bles en torno de cuestiones en las que se encuentran en juego muchas veces

principios morales. No es sencillo adoptar decisiones en este terreno en procu-

ra de efectos que se advertirn recin en la convivencia futura de una sociedad.

Se trataba entonces de reforzar la valoracin social sobre la importancia

de los derechos humanos, del respeto al estado de Derecho, de la toleran-

cia ideolgica. Por un lado, la represin ilegal de la guerrilla se haba lleva-

do a cabo desde las propias Fuerzas Armadas y de seguridad, comprome-

tiendo a gran cantidad de personal en su ejecucin, bajo el manto de una

ideologa justificatoria de tal comportamiento. Ello provocaba el serio ries-

go de reacciones de naturaleza corporativa, en defensa de camaradas, o de

las ideas que se haban difundido por tanto tiempo, agravado esto por el he-

cho de que, en los primeros aos de toda transicin, las autoridades civiles

no poseen el total dominio y control de los resortes de la seguridad estatal,

dado que, por el mismo carcter transicional del proceso, algunos de stos

se encuentran en manos de personas que estuvieron involucradas en episo-

dios de violaciones a los derechos humanos.

Por otro lado, no se podan construir los cimientos de la naciente demo-

cracia en nuestro pas desde una claudicacin tica. El comienzo de la vida

democrtica argentina exiga poner a consideracin de la sociedad, explcita-

mente, el tema de la represin ejercida desde el Estado. Y llevar a los respon-

sables de la violencia ante los tribunales. Pero haba que hacerla sin perder

de vista la situacin de fragilidad de la democracia. Muchas veces me pregun-

t si por defender los derechos humanos que haban sido violados en el pa-

sado no arriesgaba los derechos humanos del porvenir. Es decir, si no esta-

ba poniendo en peligro la estabilidad de la democracia y en consecuencia, la

seguridad de los ciudadanos.

Adems, distintos sectores y agrupamientos sociales haban radicalizado

sus demandas de manera extrema. Algunos sectores de la derecha, afines

con el pensamiento militar, demandaban reconocimiento hacia quienes ha-

ban posibilitado la democracia derrotando al enemigo marxista, y enten-

dan que toda poltica de revisin del pasado constitua un ataque a las Fuer-

zas Armadas. De otro lado, algunos organismos y movimientos de derechos

humanos exigan la aparicin con vida de los desaparecidos y el "castigo a

todos" los responsables. Estaban tambin quienes entendan que el juzga-

miento de los graves delitos cometidos generara en las mximas jerarquas

castrenses un clima de tensin, miedo y resentimiento que pondra en peli-

gro a la recin recuperada democracia. Es decir, basaban su opinin en la

posibilidad de un nuevo golpe militar, algo que por entonces nadie poda

descartar de plano.

En este contexto de la realidad concreta, no en el abstracto del gabinete

cientfico o la elucubracin intelectual sin compromiso, es que hubo que tra-

zar las estrategias y las medidas que combinaran lo deseable y lo posible pa-

ra saldar las deudas del pasado; pero siempre teniendo en miras el futuro,

pues las decisiones que se tomaran en el perodo de transicin resultaran cla-

ve para poder cimentar la cultura poltica de la nueva democracia.

El 12 de diciembre de 1983, dos das despus de asumir el gobierno, pro-

mov la derogacin ante el Congreso de la ley de autoamnista que consagraba

la total impunidad para los responsables de la represin y, a travs de los decre-

tos 157 y 158, pusimos en marcha el procesamiento de los responsables de la

violencia que ensangrent al pas. Y lo hicimos solos, ya que el Partido Justicia-

lista (PJ), a travs de su candidato, haba afirmado la validez y constitucionali-

dad de esa autoamnista, pretendiendo que no se podra someter a juicio a los

represores (sin perjuicio de lo cual haba recibido el cuarenta por ciento de los

votos del electorado en las elecciones en las que recuperamos la democracia).1Para resolver la tensin entre las exigencias constitucionales, adoptamos

una alternativa intermedia aspirando a que esta solucin satisficiera el obje-

tivo de rapidez y de seleccin de los responsables a travs de la intervencin

del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas: el tribunal militar intervena

en primera instancia, pero su decisin deba ser apelada obligatoriamente an-

te la Cmara Federal, la que tambin poda intervenir en caso de denegacin

o de retardo de justicia. Finalmente, esto ltimo fue lo que ocurri. Con la

reforma del Cdigo de Justicia Militar, por primera vez en la historia enco-

mendamos el juzgamiento de los mximos responsables de los ilcitos a las

Cmaras Federales, anulando la tradicin corporativa de que los militares de-

ban ser juzgados por sus propios camaradas.

Adems, ampliamos las garantas procesales de dicho Cdigo, estable-

ciendo un procedimiento oral para asegurar en plenitud el derecho de defen-

sa en juicio. Obviamente, la reforma se efectu al amparo del criterio, reite-

radamente aceptado por nuestra jurisprudencia, de que el principio de

irretroactividad de la ley no debe regir para la legislacin procesal, tanto ms

cuando la misma extiende ampliamente las garantas de los procesados.

Sabamos que era imperioso limitar los procesos en el tiempo y en el n-

mero de los casos judiciables. As lo recomendaban elementales considera-

ciones de prudencia. Pero por las caractersticas inherentes a todo sistema

democrtico, estos lmites no fueron satisfechos: la poltica siempre se defi-

ne a partir del concurso de una serie de voluntades autnomas, sobre todo

en lo que tiene que ver con el lmite de tiempo. La renuencia del Consejo Su-

premo para juzgar estos hechos alarg inconveniente y peligrosamente el

tiempo de las actuaciones. Sin embargo, el proceso sigui su marcha sortean-

do todos los obstculos y se sumaron a la causa los materiales e informes

recogidos por la Conadep.

Entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985 se realiz el juicio oral y

pblico a quienes integraron las tres juntas militares de la dictadura que ha-

ba gobernado el pas hasta haca apenas dos aos. Una multitud acompa

el inicio de las sesiones frente a los Tribunales; se inform sobre el desarro-

llo del juicio con profusin y cualquier ciudadano poda asistir al recinto con

slo hacer una cola y solicitar su ingreso. Fueron testigos de la Fiscala y de

la defensa 832 personas. Fue una tarea llena de valenta y patriotismo la lle-

vada a cabo por los testigos, los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocam-

po, y los jueces que participaron de aquel juicio. Tambin los abogados de-

fensores cumplieron con gran correccin su labor.

Finalmente, la histrica sentencia de la Cmara integrada por Ricardo Gil

Lavedra, Len Arslanin, Jorge Torlasco, Andrs D' Alessio y Guillermo

Ledesma estableci la existencia de un plan criminal organizado y fij as el

primer nivel de responsabilidad al sentenciar la culpabilidad de los ex coman-

dantes Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola

y Armando Lambruschini, con penas que iban de los ocho aos de prisin

hasta la cadena perpetua y la inhabilitacin permanente. El resto de las cau-

sas se giraban nuevamente al Consejo Supremo y el epicentro de los proce-

sos judiciales se trasladaba a las Cmaras Federales de la Capital y del interior

del pas, que deban tomar los casos dentro de su jurisdiccin.

La Conadep

Dentro de la poltica que llevamos adelante resulta fundamental la creacin

de la Comisin Nacional sobre la Desaparicin de Personas (Conadep), lla-

mada a investigar el drama de la desaparicin forzada, los secuestros y asesi-

natos cometidos.

El caudal de informacin que reuni result decisivo para que la Fiscala

pudiera elaborar y formular en un lapso breve su acusacin en el juicio a las

Juntas Militares. Tambin sirvi para las acusaciones en otros juicios inicia-

dos contra el personal de seguridad y militar involucrado. Se logr la recons-

truccin del modus operandi del terrorismo de Estado y el relevamiento de su

infraestructura. Se contabilizaron 8.960 casos de desaparicin de personas y

se identificaron unos 380 centros clandestinos de detencin; entre ellos, la

Escuela de Mecnica de la Armada (ESMA), El Olimpo, Automotores Orletti,

La Perla, Pozo de Banfield y Mansin Ser.

La Conadep se cre el15 de diciembre de 1983 como parte de la polti-

ca de Estado instituida para esclarecer el pasado violento de la Argentina.

Fue, adems, la respuesta especfica del gobierno a los reclamos de consti-

tuir, con el mismo fin, una comisin parlamentaria bicameral. se era el plan-

teo de muchos dirigentes de los organismos de derechos humanos y de algu-

nos partidos polticos que pensaban que slo una comisin de ese tipo poda

llevar adelante la tarea, munida de poderes especiales. La propuesta se des-

cart porque estbamos convencidos de que no era la solucin que el pro-

blema requera.

Era fcil prever que una comisin bicameral poda verse envuelta en ma-

nejos polticos, tener dificultades para llegar a acuerdos efectivos en cuanto

a la materializacin de los objetivos perseguidos, entrar en conflicto con el

Poder Judicial y, en definitiva, fracasar en el cumplimiento de su misin. Los

hechos nos dieron la razn. En varias provincias se crearon comisiones de

ese tipo. Ninguna logr funcionar a pleno y con efectividad, ninguna se des-

tac en el esclarecimiento de los hechos que se le haban encomendado.

~

El decreto 187/83 le asign a la Conadep las funciones de recibir de-

nuncias y pruebas, remitirlas a los jueces competentes, averiguar el destino

o paradero de las personas desaparecidas, determinar la ubicacin de nios

sustrados, denunciar la ocultacin de elementos probatorios y emitir un in-

forme final, con una explicacin detallada de los hechos investigados. El

decreto estableci, adems, la obligacin de todos los funcionarios del

Poder Ejecutivo Nacional y de organismos dependientes o autrquicos, de

prestarle colaboracin. La Conadep no fue facultada a emitir juicio sobre

hechos o circunstancias que pudieran constituir materia exclusiva del Poder

Judicial. Ello fue coherente con el principio de la divisin de poderes y la

naturaleza de la Comisin, y concord con la poltica de poner exclusiva-

mente en manos del Poder Judicial la tarea de juzgar a los responsables. El

decreto estipul un plazo de seis meses para cumplir con la misin, que se

extendi luego a nueve meses.

La eleccin de los miembros no fue fcil. Se requera constituir un grupo

que estuviera formado por personas sin tacha en su compromiso con la de-

fensa de la democracia y los derechos humanos, que gozaran de prestigio en

la vida pblica del pas y, adems, que pudieran organizar y poner en marcha

la Comisin con dedicacin y efectividad. La eleccin fue un acierto en to-

dos esos respectos. Un hecho revelador es la prontitud con que fue posible

constituirla. Prcticamente, todas las personas incluidas en la lista original

aceptaron el ofrecimiento y estuvieron dispuestas a iniciar de inmediato la di-

fcil tarea. La nica excepcin fue la de Adolfo Prez Esquivel, premio No-

bel de la Paz, que rechaz la invitacin alegando no compartir la poltica del

gobierno en la materia. Los miembros de la Conadep fueron: Ricardo

Colombres Gurista, ex ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Na-

cin), Ren Pavaloro (eminente mdico cirujano), Hilario Pernndez Long

(ingeniero, rector de la Universidad de Buenos Aires destituido por el golpe

militar de 1966), Carlos Gattinoni (obispo metodista protestante), Gregorio

Klimovsky (filsofo, cientfico, renunciante a sus ctedras universitarias en

1966), Marshall Meyer (rabino), Jaime de Nevares (obispo catlico), Eduardo

Rabossi (filsofo, jurista, renunciante a sus ctedras universitarias en 1966),

Magdalena Ruiz Guiaz (periodista) y el escritor Ernesto Sabato, a quien los

miembros eligieron para presidir la Comisin. Se invit tambin a la Cma-

ra de Diputados y al Senado de la Nacin a integrar la Comisin, nom-

brando tres representantes cada uno. El Senado, con mayora justicialista,

nunca envi los tres miembros que le correspondan. En la Cmara de

Diputados ninguno de los legisladores de los partidos representados acep-

t el cargo, con excepcin de la Unin Cvica Radical (UCR). En definiti-

va, concurrieron los diputados radicales Santiago Lpez, Hugo Piucill y

Horacio Huarte.

Los miembros de la Conadep trabajaron ad honorem. Sus secretarios (Ral

Aragn, Graciela Pernndez Meijide, Alberto Mansur, Daniel Salvador y

Leopoldo Silgueira) y el personal (cerca de cien personas provenientes en ca-

si su totalidad de organismos de derechos humanos) cobraron sueldos equi-

parados a los del Poder Judicial. Esto permiti que pudieran dedicarse de lle-

no al trabajo en la Comisin. Se orden al Ministerio del Interior dar el

apoyo administrativo, logstico y financiero necesario. El gobierno no influ-

y ni interfiri en sus decisiones y actividades. La decisin de crear una co-

misin de ciudadanos que se abocaran a la dura tarea encomendada sin su-

frir presiones polticas ni padecer cortapisas de cualquier otra ndole se

concret plenamente.

Vista a la distancia, la tarea llevada a cabo por la Conadep fue ciclpea.

Superados unos primeros momentos de indecisin, recibi el apoyo de los

organismos de derechos humanos y pronto fue visualizada por la ciudadana

como una entidad altamente responsable, dedicada a la angustiosa tarea de

echar luz sobre uno de los captulos ms terribles de la historia de nuestro

pas. Era un trance doloroso que la salud y el afianzamiento de la naciente

democracia exigan.

Se libraron ms de mil oficios a organismos gubernamentales requirien-

do distintos tipos de informacin, se recibi el testimonio de numerosas per-

sonas detenidas que haban sido liberadas y, en base a ello y a informaciones

adicionales, se realizaron diligencias en edificios militares y de fuerzas de se-

guridad que permitieron identificar varios cientos de centros clandestinos de

detencin.

Con el objeto de facilitar las denuncias de personas domiciliadas lejos de

Buenos Aires, la Conadep instal una sede en la ciudad de Crdoba y auto-

riz a que en Mar del Plata, Rosario y Baha Blanca personas allegadas a los

organismos de derechos humanos y a asociaciones locales de abogados reci-

bieran denuncias. Adems, envi al interior del pas grupos formados por se-

cretarios y empleados para que recibieran denuncias.

La apropiacin ilegal de nios fue uno de los aspectos ms terrorficos

del rgimen represivo desatado por la dictadura. El secuestro de nios ocu-

rra durante los procedimientos de detencin o cuando detenidas-desapare-

cidas daban a luz en los centros clandestinos. La apropiacin se concretaba

con un registro falso de la identidad de los chicos.

Las Abuelas de Plaza de Mayo recibieron de la Conadep ayuda para ubi-

car nios secuestrados o nacidos en cautiverio y, sobre todo, para comenzar

a utilizar la tecnologa de identificacin por ADN. En 1987 se sancion la ley

de creacin del Banco Nacional de Datos Genticos (ley 23.511) ya partir de

all se logr ubicar a numerosos nios que haban sido secuestrados.

La Comisin adopt un procedimiento apropiado para llevar a la Justicia

las denuncias recibidas: no presentar casos aislados sino casos colectivos ela-

borados en base a las personas desaparecidas que haban estado en un cen-

tro clandestino de detencin. Tambin incluy en cada caso los nombres de

presuntos responsables mencionados en los testimonios y pidi su investiga-

cin judicial. Al concluir sus funciones, la Conadep haba puesto en conoci-

miento de la Justicia ms de mil denuncias de personas desaparecidas.

Con el apoyo de la American Association for the Advancement of Science,

gestion la visita de peritos forenses y genetistas norteamericanos para aseso-

rar y ayudar en la posible identificacin de las vctimas. La doctora Mary-Claire

King, de la Universidad de Berkeley, integrante del grupo, dio impulso a la uti-

lizacin de datos genricos para la identificacin de las filiaciones de los nios

recuperados.

El 20 de septiembre de 1984 los miembros de la Conadep presentaron en

la Casa de Gobierno su informe final. Fue uno de los momentos ms emo-

cionantes de mi gestin presidencial. Una multitud silenciosa colmaba la

Plaza de Mayo. Sbato entreg las abultadas carpetas y pidi la pronta publi-

cacin del material. Hacerlo conocer a la opinin pblica nacional e interna-

cional era, precisamente, uno de los objetivos que tenamos. El informe fue

publicado el 28 de noviembre, gracias al esfuerzo de la Subsecretara de

Derechos Humanos y la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA).

La primera edicin, de 40.000 ejemplares, se agot en cuarenta y ocho horas.

Luego fue traducido al ingls (la versin norteamericana lleva un prlogo del

Ronald Dworkin, eminente filsofo del derecho), italiano, alemn, portugus,

haciendo conocer el caso argentino en el mbito internacional.

Nunca ms: Informe de la Comisin Nacional sobre la Desaparicin de Personas es,

sin duda, uno de los documentos ms desgarradores de nuestra historia. Con

minuciosidad, sin el empleo de frases altisonantes, con el simple expediente

de acumular datos comprobados y de transcribir declaraciones formuladas

en las denuncias, pone en evidencia la tragedia que vivi nuestro pas. Des-

pus del Nunca ms, nadie en la Argentina puede ignorar o negar lo ocurrido

durante la dictadura.

La misin patritica realizada por los integrantes de esa Comisin fue de

una enorme envergadura. Cumplieron con su deber de una manera abnega-

da y sin estridencias, sufrieron con paciencia amenazas, frases de descrdito

y descalificacin. Lograron lo que a muchos pareca imposible: que en unos

pocos meses se pudiera elaborar, procesar e informar acerca de las desapari-

ciones, la apropiacin de nios y los mecanismos siniestros del terrorismo de

Estado. El Informe y la documentacin obtenida resultaron esenciales para la

acusacin fiscal en el juicio a las Juntas Militares. Si el rgimen militar de los

aos setenta nos haba hecho trgicamente famosos, a partir de entonces la

democracia argentina se enorgulleca de ser un pas que enfrentaba el pasa-

do, que no le tema a la verdad y que denunciaba con nombre y apellido los

trgicos sucesos que haban enlutado su territorio.

Propsitos y dijicultades

En cuanto a la doctrina internacional sobre enjuiciamiento de violaciones a

los derechos humanos ocurridas en el pasado, no siempre estbamos acom-

paados. Haba estudiosos que analizaban las dificultades de la aplicacin re-

troactiva de la justicia. Lawrence Weschler sostuvo que la transicin demo-

crtica brasilea fue posible gracias a que los polticos civiles respetaron la

amnista. Samuel Huntington, despus de analizar diferentes experiencias, in-

cluyendo a la argentina, y de ofrecer una lista de argumentos a favor y en

contra de los juicios por derechos humanos, lleg a la conclusin de que

cuando la transicin democrtica se consigue a travs de la transformacin

dd rgimen anterior, las persecuciones penales deben ser evitadas dado que

los costos polticos sobrepasan en mucho los beneficios morales.

Mucho ms duro fue el profesor de la Universidad de Yale Bruce Ackerman,

que en su tesis The Future of Liberal Revolution advirti sobre lo que denomina

"d espejismo de la justicia correctiva", con el argumento de que los revolucio-

narios liberales que intentan forjar un nuevo sistema democrtico usualmente

poseen un gran capital moral y poco capital organizativo. En consecuencia, al

involucrarse en un proceso de justicia retroactiva se arriesgan a perder el capi-

,~ tal moral debido a la escasez de capital organizativo. Utiliza la experiencia argen-

'; tina sealando que mi gobierno logr "slo un puado" de condenas que evi-

( denciaron, a su criterio, el fracaso de esa poltica.

r

t

El profesor Juan nz, tambin de la Universidad de Yale, sostuvo, an

con mayor dureza, que los gobernantes de los sistemas democrticos en

transicin tienen una tendencia a llevar adelante una politica que se podra

denominar "de resentimiento" contra las personas y las instituciones que se

identifican con el viejo orden. Afirm que las democracias construyen su le-

gitimidad sobre la base de la lealtad al Estado o a la Nacin y que; entre

otros, los oficiales del ejrcito tienen una mayor identificacin con el Esta-

do o la Nacin que con un rgimen particular y rechazan la identificacin

partidaria del Estado.

Numerosos amigos me pedan que cerrara la cuestin de los derechos hu-

manos hacia el pasado. Durante una visita de Estado, el presidente de Italia,

Sandro Pertini, me dijo preocupado: 'oPinshela con los militares, caro presidente!".

A su vez, el gran dirigente del movimiento obrero, Luciano Lama, el doctor

Giorgio Napolitano, figura consular del Partido Comunista, y tambin Gian-

carlo Pajeta, el memorable lider de la resistencia contra el fascismo, solicita-

ron a nuestro embajador en Roma, Alfredo Allende, que me transmitiera con

urgencia que deba establecer una suerte de armisticio con los militares, ya

que nuestro gobierno haba ido -sostuvieron- demasiado lejos en su fervor

por la defensa de los derechos humanos y los juicios a los militares.

Creo que es oportuno detenerse un minuto para insistir en la sencilla fi-

losofa que guiaba nuestra lnea de accin. El punto central de cualquier es-

trategia de transicin respecto de los crmenes de una dictadura reside en la

bsqueda de la verdad de lo ocurrido. Toda represin ilegal se hace en la

clandestinidad, en la oscuridad, en el silencio. Nadie proclama pblicamente

la realizacin de secuestros, torturas o asesinatos. Era necesario, entonces,

desentraar de manera objetiva frente a la sociedad todo lo que en verdad

pas. Descubrir y reconstruir la verdad es el mejor medio para que se pro-

duzca el repudio social a prcticas aberrantes y un camino idneo para res-

tablecer la dignidad de las vctimas.

Pero no bastaba la verdad. Era preciso que fuera convincente, y su mejor

efecto era que se la admitiera sin retaceos. La Comisin de Verdad y Recon-

ciliacin que funcion aos despus en Sudfrica, a instancias del obispo

Desmond Tutu, ha dicho que la unidad y reconciliacin son posibles si la ver-

dad es establecida por una agencia oficial, con procedimientos justos y reco-

nocida plenamente y sin reservas por quienes perpetraron los hechos. La

Conadep fue, como recordaba ms arriba, la primera comisin en el mundo

en su gnero y produjo un dramtico informe de una seriedad incontrastableo

La difusin de la verdad en el caso argentino constitua sin dudas una

precondicin necesaria, pero apareca como insuficiente para consolidar de-

bidamente los valores democrticos. Para ello, surga entonces la alternativa

del castigo. Tratar de enjuiciar y sancionar a los violadores de derechos hu-

manos. As fue como, cumplidos los plazos de actuacin del Consejo Supre-

mo de las Fuerzas Armadas, la causa contra los ex comandantes pas a la es-

fera civil, tal como lo estableca la ley, y fue tomada por las Cmaras

Federales de apelaciones. No puedo dejar de recordar que en esos primeros

meses de 1984 existan ya planteas y maniobras subrepticias destinadas a eri-

zar la sensibilizada piel de los militares mediante toda clase de absurdas acu-

saciones contra mi gobierno y mi persona.

Se sucedieron en pocos meses dos jefes de Estado Mayor del Ejrcito, los

generales Jorge Arguindegui y Gustavo Pianta; deb remover tambin al jefe

del Estado Mayor Conjunto, el general Jorge Fernndez Torres; se produje-

ron explosiones de bombas o amenazas permanentes contra altos funciona-

rios y contra los propios mandos. Contaba con un verdadero hombre de Es-

tado para encarar una nueva relacin con las Fuerzas Armadas, Ral Borrs,

pero gran parte de sus esfuerzos se hallaban absorbidos en desactivar el te-

rreno minado. Bajo ese clima debamos garantizar que los fiscales de la C-

mara Federal avanzaran con las 15.000 fajas iniciales que contena la ms im-

portante causa contra ex dictadores que el mundo conociera hasta entonces.

Por supuesto, hubiera sido deseable que la persecucin fuera contra to-

dos los que hubieran cometido delitos, pero hacerla colocaba en serio riesgo

al proceso mismo de la transicin. Resultaba absolutamente impensable lle-

var adelante el proceso a miles de integrantes de las Fuerzas Armadas y de

seguridad (la mayora en actividad) que participaron de una u otra manera en

la represin ilegal. Los tres alzamientos militares que se produjeron ms tar-

de dan acabada muestra de lo delicado de la cuestin, pues los reclamos ero-

sionaban la autoridad del ejercicio del poder presidencial, depositario de la

soberana popular.

Nuestro objetivo no poda ser el juicio y la condena a todos los que de

una u otra manera haban vulnerado los derechos humanos, porque esto era

irrealizable, sino alcanzar un castigo ejemplificador que previniera la reitera-

cin de hechos similares en el futuro. Necesitbamos dejar una impronta en

la conciencia colectiva en el sentido de que no haba ningn grupo, por po-

deroso que fuera, que estuviera por encima de la ley y que pudiera sacrificar

al ser humano en funcin de logros supuestamente valiosos. Queramos pre-

venimos como sociedad; sentar el precedente de que nunca ms un argenti-

no sera sacado de su casa en la noche, torturado o asesinado por funciona-

rios del aparato estatal.

Con esa conviccin pronunci un discurso en la cena de camaradera de

las Fuerzas Armadas, el 5 de julio de 1985, al que le asign una particular im-

portancia porque expres mi posicin ante ellas. Vale la pena recordar aqu

algunos prrafos de aquel mensaje:'

[...] Ustedes, seores, mejor que nadie conocen y son absolutamente cons-

cientes del profundo caudal de enseanza de todo orden que emana de la

dolorosa herida abierta en el sentimiento de todos los argentinos.

Actualmente, debemos admitir que la magnitud de la tarea por realizar

es de tal envergadura que no resolveremos nuestros problemas militares con

los estrechos mrgenes conceptuales de una reestructuracin ni de una reor-

ganizacin y menos an de un redimensionamiento de las fuerzas.

La tarea implica e involucra cada uno de esos pasos pero reclama ms

an. Por ello los invito a que de aqu en adelante defrnamos nuestro reto co-

mo una real y verdadera reforma militar, que ni ms ni menos de eso se tra-

ta, si verdaderamente queremos dotar a la Nacin de las fuerzas armadas

que la situacin requiere.

[. ..]

Nuevas fuerzas que en definitiva garanticen acabadamente la integridad

territorial de nuestro vasto pas en el marco de la estrategia que claramente

surge de nuestra actual situacin.

La reforma militar, con el objetivo superior que acabamos de definir, de-

ber procurar un nuevo tono moral en el marco dd absoluto respeto al or-

den institucional, alimentado por el entusiasmo profesional que proporcio-

na la conviccin de sumarse cada uno, individualmente y en conjunto, al

gran proyecto de la reconstruccin nacional.

[.. .]

Un comportamiento ejemplar en el marco de una obligada austeridad no

hace sino confirmar las expectativas que nos alentaron cuando, desde el co-

mienzo de nuestra gestin, expresamos nuestra conviccin de que la rela-

cin entre el comandante y sus hombres parta del concepto de obediencia,

entendida como un adecuado balance entre la libertad libremente cedida y

la autoridad decididamente ejercida. Relacin que se nutre tambin en la

idea de lealtad concebida como camino de ida y vudta que vincula espiri-

tualmente a superiores y subordinados en la misin de defender la sobera-

na y las instituciones de la Nacin.

.Vase el texto completo en las pginas 251 a 264.

Este comportamiento es absolutamente necesario en la hora actual, por-

que creo que no exagero si digo que la Argentina afronta hoy el mayor de-

safo de su historia, el de su propia reconstruccin a partir de un estado de

postracin y decadencia que la ha corrodo en todos los rdenes.

Aunque el aspecto econmico de la reconstruccin aparece hoy en pri-

mer plano por la dramaticidad de sus apremios, esto es slo parte de una ta-

rea global que nos obliga a realizar, replantear y reformular hbitos estruc-

turales, formas de convivencia y nodos de articulacin entre los distintos

sectores de la sociedad.

r... ]

Los golpes de Estado han sido siempre cvico-militares. La responsabili-

dad indudablemente militar de su aspecto operativo no debe hacemos olvidar

la pesada responsabilidad civil de su programacin y alimentacin ideolgica.

El golpe ha reflejado siempre una prdida del sentido jurdico de la socie-

dad y no slo una prdida del sentido jurdico de los militares.

r... ]

Nada ms errneo que reclamar la supervivencia de estructuras, con-

ductas o prcticas autoritarias como forma de prevencin contra el terro-

rismo. Hacerlo significara regalarle al terrorismo las condiciones de su

propia reproduccin.

El camino por seguir es precisamente el inverso. Emprender una gigan-

tesca reforma cultural que instaure entre nosotros un respeto general por

normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen

la tolerancia, resguarden las libertades pblicas, destierren de la sociedad ar-

gentina el miedo. Todo eso se llama democracia.

Han pasado muchos aos y an hoy me formulo la misma pregunta que daba

vueltas en mi cabeza en aquel entonces: ms all de las consignas bien inten-

cionadas, alguien crea y an cree seriamente que en ese tiempo, con una de-

mocracia que recin emerga luego de aos de dictadura militar, era posible

detener y juzgar a mil quinientos o dos mil oficiales en actividad de las Fuer-

zas Armadas? No slo era fcticamente imposible, sino que los argentinos

no haban votado en esa direccin. El 40 por ciento de los votantes al parti-

do justicialista haba aceptado de hecho la irrevocabilidad de la amnista: su

candidato presidencial seal oportunamente que el decreto de la dictadura

que colocaba todo bajo "el juicio de Dios" cerraba la cuestin. Y creo que la

mayo ta del 52 por ciento que me vot tampoco pretenda que juzgara y en-

carcelara a miles de oficiales militares involucrados en la represin.

Por lo tanto, hubiera sido absolutamente irresponsable pretender un

universo de juzgamiento de tan amplio alcance cuando las consecuencias de

"

~t

esa accin, lejos de prevenir futuros delitos, poda promoverlos nuevamen-

te o causar perjuicios mayores a la an incipiente democracia. Por ltimo,

hay que recordar que la condena judicial es un instrumento pero no el ni-

co ni el ms importante cuando se trata de la formacin de la conciencia

moral colectiva. Esta filosofa es legtimamente discutible y entiendo que se

pueda no estar de acuerdo con ella. Pero fue la que elegimos y la que pre-

sentamos explcitamente a los argentinos antes de llegar al gobierno. Nadie

puede argumentar que modificamos nuestra posicin una vez que asumi-

mos la responsabilidad de gobernar. Hicimos lo que habamos decidido ha-

cer y lo que habamos informado al pueblo antes de recibir su apoyo. Que-

ramos instalar una bisagra en la historia de la violacin de los derechos

humanos en nuestro pas. Crear conciencia acerca de su importancia. Y

ahora, al cabo de los aos, creo que lo hemos cumplido con creces. Hoy

ningn argentino est dispuesto a mirar hacia el costado si alguien se atre-

ve a violar los derechos humanos.

1 La constitucionalidad del criterio conforme al cual una ley de facto con contenido abe-

rrante no es una norma vlida de nuestro sistema jurdico fue aceptada por la Corte Suprema

de Justicia, que incluso elabor en fallos ulteriores los efectos de este nuevo tratamiento de las

leyes ilegtimas.

3. Planteos y maniobras

1987-enero de 1989

La ley "de punto final"

TRAS EL juicio a las Juntas Militares quedaba por delante enfrentar el tema de

la obediencia debida. El xito de la delimitacin de