rafa_ mi historia - rafael nadal y john carlin

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La hazaña de Rafael Nadal deconvertirse en el jugador más jovende la era de los abiertos de tenis enconquistar los cuatro torneos deGrand Slam es un hito de la escenadeportiva contemporánea. Nadal esun individuo tan intenso comobrillante, cuya naturaleza guerrera enla pista, fruto de una extraordinariadisciplina y capacidad de sacrificio,contrasta con su vulnerabilidadhumana fuera de ella.

Estas memorias, escritas encolaboración con el galardonadoperiodista John Carlin, nos revelan

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los entresijos de la infancia del mejortenista español de la historia, lacentralidad de la familia en su vida,su evolución como tenista y losaltibajos profesionales y personalesde su increíble trayectoria. Nadal nosrelata golpe por golpe cómo seforjaron triunfos memorables: lavictoria en la final de Wimbledon de2008 contra Roger Federer ("El mejorpartido de tenis jamás visto", segúnJohn McEnroe), y la del US Open de2010 en la que venció a NovakDjokovic. Y vemos cómo haafrontado lesiones que han llegado aamenazar su futuro profesional.Viajamos con el tenista desde su

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hogar de toda la vida en la isla deMallorca hasta el vestidor de la pistacentral de Wimbledon, mientras nosdescribe la presión de competir en eltorneo más importante del mundo.RAFA - Mi historia nos permitevislumbrar quién es el hombre queempuña la raqueta y conocer deprimera mano qué es lo querealmente hace vibrar a este atletatan celoso de su privacidad, y quenunca antes ha hablado de su vidafamiliar. Un relato personal,revelador y tan apasionante comoNadal mismo.

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Rafael Nadal con John Carlin

RAFAMi Historia

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ePUB v1.4juanmramos 29.09.12

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Título original: RafaTraducción: Antonio-Prometeo MoyaFotografías cuadernillo 1: Cortesía deRafael NadalCuadernillo 2: Miguel Ángel Zubiarrain1ª edición: Octubre 2011Páginas: 216

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AGRADECIMIENTOS

Ante todo, me gustaría darle las gracias aJohn Carlin, que ha convertido en unplacer y un honor la experiencia. Pero alconocerlo, mientras trabajábamos yviajábamos a los torneos de Doha yAustralia, confirmó que éramos no sólocolaboradores en un proyecto común, sinotambién amigos.

Naturalmente, este libro no habríasido posible sin el apoyo de muchaspersonas. Todo mi amor y mi gratitud amis padres, a mi hermana, a mis abuelos,a mis tíos, a mi tía y a María Francisca.También muchísimas gracias a mi equipo

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y a mis amigos más íntimos: Carlos, Titín,Joan Forcades, Benito, Tuts, Francis,Ángel Ruiz Cotorro, Carlos Moyá, TomeuSalvà y M.A. Munar.

Y un agradecimiento muy especial ami tío, preparador y amigo, Toni Nadal.

RAFAEL NADAL

En primer lugar, debo dar las gracias aLuis Viñuales, el gran coordinador, queplantó la semilla de este libro, y a LarryKirshbaum, que puso las cosas en marcha.También un millón de gracias a mi editorade Hyperion, Jill Schwartzman, por su

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admirable paciencia y fortaleza.Un agradecimiento especial a mi

agente, que es mucho más que una agente,Anne Edelstein, y a su ayudante, KristaIngebretson, mucho más que una ayudante.Y muchísimas gracias igualmente aArantxa Martínez, cuyo esfuerzo, consejoy buen humor me han ayudado mucho.

También estoy muy agradecido a mieditor en Urano, Pablo Somarriba, que hahecho su trabajo con sensibilidad,inteligencia y de manera extremadamenteconcienzuda. El traductor al español,Antonio-Prometeo Moya, batió todos losrécords para acabar su labor a tiempo.Extraordinario.

Por lo demás, ha sido un enorme

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placer trabajar en este libro con RafaNadal, su familia, su equipo y sus amigos,todos y cada uno de los cuales me dieronayuda, consideración y amabilidad.

JOHN CARLIN

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ELENCO DEPERSONAJES

La familia

Rafael Nadal: tenista

Sebastián Nadal: padreAna María Parera: madreMaribel Nadal: hermanaToni Nadal: tío y entrenadorRafael Nadal: tíoMiguel Ángel Nadal: tío y ex futbolistaprofesional

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Marilén Nadal: tía y madrinaDon Rafael Nadal: abuelo paternoPedro Parera: abuelo maternoJuan Parera: tío y padrino

El equipo

Carlos Costa: agenteRafael Maymó ("Titín"): fisioterapeutaBenito Pérez-Barbadillo: jefe de prensaJoan Forcades: entrenador físicoFrancis Roig: segundo entrenadorJordi Robert ("Tuts"): gestor de sus

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acuerdos con Nike y amigo íntimoÁngel Ruiz Cotorro: médicoJofre Porta: entrenador de cuando eraadolescente

Los amigos

María Francisca PerellóCarlos Moyá: tenista ex número uno delmundoTomeul Salvà: tenista amigo de infanciaMiguel Ángel Munar: amigo más íntimo

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CAPÍTULO 1

EL SILENCIODE LA CENTRE COURT

Lo que llama la atención cuando juegas enla pista central de Wimbledon es elsilencio. Botas la pelota contra el céspedy no se oye ningún sonido; la lanzas alaire para sacar; la golpeas y escuchas eleco del golpe. Y después de eso, el ecode cada golpe posterior, los tuyos y losdel contrario. Clac... clac; clac... clac. La

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hierba bien cortada, la historia del lugar,la solera del estadio, el uniforme blancode los jugadores, la multitudrespetuosamente callada, la venerabletradición —no hay a la vista ni una solavalla publicitaria—, todo se combina paraencerrarte y aislarte del mundo exterior.Esta sensación me viene bien; ese silenciode catedral que reina en la Centre Court leconviene a mi juego. Porque en un partidode tenis, la batalla más encarnizada quelibro es con las voces que resuenan dentrode mi cabeza: quieres silenciarlo tododentro de la mente, eliminarlo todo menosla competición, quiere concentrar cadaátomo de tu ser en el punto que estásjugando. Si he cometido un error en el

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punto anterior, lo olvido; si se insinúa enel fondo de mi cabeza la idea de lavictoria, la reprimo.

El silencio de la Centre Court serompe cuando termina la lucha por elpunto. Si ha sido un buen punto —losespectadores de Wimbledon conocen ladiferencia—, estalla el clamor: aplausos,vítores, de un lugar lejano. No soyconsciente de que hay quince mil personasa la expectativa en el recinto, siguiendocon la mirada cada movimiento mío y demi rival. Estoy tan concentrado que no meentero para nada —no como ahora cuandorecuerdo la final de 2008 contra RogerFederer, el partido más grande de mi vida— de que hay millones de personas de

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todo el mundo mirándome.Siempre había soñado con jugar en

Wimbledon. Mi tío Toni, que ha sido mientrenador de toda la vida, me decía yadesde el principio que era la competiciónmás importante de todas. Cuando teníacatorce años, mis amigos y yocompartíamos la fantasía de que un díajugaría aquí y ganaría. Sin embargo, hastaese momento había jugado y perdido endos ocasiones, las dos ante Federer, en lafinal de 2006 y en la de 2007. La derrotade 2006 no fue tan dura. Aquella vez salía la pista con una sensación de gratitud ycierta sorpresa por haber llegado tanlejos, ya que acababa de cumplir veinteaños. Federer me venció con mucha

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facilidad, más que si me hubieraenfrentado a él con mayor fe. Pero laderrota de 2007, en cinco sets, me dejótotalmente hundido. Sabía que habríapodido hacerlo mejor, que lo que habíafallado no había sido mi habilidad ni lacalidad de mi juego, sino mi cabeza. Ylloré tras la derrota. Lloré sin cesardurante media hora en el vestuario.Lágrimas de decepción y autorreproche.Perder siempre duele, pero duele muchomás cuando sabes que teníasposibilidades y las has desaprovechado.Federer me había vencido, pero tambiényo, en menor medida, me había derrotadoa mí mismo; me había defraudado y no losoportaba. Había flaqueado mentalmente,

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me había permitido distraerme; me habíaapartado de mi plan de juego. Quéestúpido, qué innecesario. Era más queevidente que había hecho precisamente loque no hay que hacer en un partidoimportante.

Mi tío Toni, el preparador de tenismás inflexible que existe, es por logeneral la última persona del mundo enofrecerme consuelo; me critica inclusocuando gano. Pero aquella vez me vio tanhundido, tan por los suelos, que olvidó suantigua costumbre y me dijo que no habíamotivos para llorar, que habría másWimbledons y más finales de Wimbledon.Le contesté que él no lo entendía, queprobablemente no volvería a aquel

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recinto, que se me había escapado laúltima oportunidad de ganar. Soy muyconsciente de lo breve que es la vida deun deportista profesional y no aguanto laidea de desperdiciar una ocasión que a lomejor no vuelve a presentarse nunca más.Sé que cuando mi carrera acabe no seréun hombre feliz y quiero aprovecharla almáximo mientras dure. Cada momentocuenta, por eso me entreno siempre contanto rigor, pero hay momentos quecuentan más que otros y en 2007 habíadejado pasar uno de los más importantes.Había dejado escapar una oportunidadque tal vez no volviese a tener en la vida;habrían bastado dos o tres puntos aquí oallí, un poco más de concentración.

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Porque en el tenis la victoria depende delmás estrecho margen. Yo había perdido elquinto y último set por 6-2 frente aFederer, pero si hubiera tenido un pocomás de lucidez cuando íbamos 4-2 oincluso 5-2, si hubiera aprovechado lascuatro ocasiones de romperle el servicioque se me habían presentado al principiodel set (en vez de quedarme paralizado,como me ocurrió), o si hubiera jugadocomo si estuviéramos en el primer set yno en el último, habría podido ganar.

Nada podía hacer Toni para aliviar miangustia, aunque al final resultó que teníarazón. Llegó otra oportunidad y un añodespués volvía a pisar la hierba de lamisma pista. Había aprendido la lección

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de la derrota de hacía doce meses y teníaclaro que no iba a fallar la concentración;me podría fallar cualquier otra cosa, perola cabeza, no. La mejor señal de que latenía en su sitio era la convicción de que,por muy nervioso que me pusiera, al finalganaría.

Durante la cena de la noche anteriorcon la familia, los amigos y los miembrosdel equipo en la casa que solemosalquilar cuando juego en Wimbledon yque queda enfrente del All England Club,hablamos de todo menos del partido. Noles había prohibido expresamente quesacaran el tema, pero todos sabían muybien que, hablara de lo que hablaseaquella noche, yo ya había empezado a

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jugar el encuentro en un rincón de micabeza que, desde entonces hasta elmomento del primer golpe en la pista, ibaa ser exclusivamente mío. Cociné yo,como casi todas las noches durante laquincena de Wimbledon. Me gusta hacerloy mi familia piensa que me sienta bien.Me ayuda a concentrarme. Aquella nochecociné pasta con gambas y pescado a laplancha. Después de cenar jugué a losdardos con mis tíos Toni y Rafael, comosi pasáramos una velada cualquiera ennuestra casa de Manacor, la ciudad de laisla de Mallorca donde he vividosiempre. Gané yo. Rafael diría más tardeque me había dejado vencer para queestuviera con mejor disposición mental de

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cara a la final, aunque no creo que seacierto. Para mí es importante ganar entodo. No me tomo las derrotas con buenhumor.

Me fui a la cama a la una menoscuarto, pero no pude dormir. El tema quehabíamos optado por obviar no dejaba dedarme vueltas en la cabeza. Vi un par depelículas en la televisión y al final medormí a las cuatro de la madrugada. A lasnueve ya estaba en pie. Habría sido mejordormir unas cuantas horas más, pero mesentía despejado. Rafael Maymó, mifisioterapeuta, que siempre está a mi lado,dijo que no tenía importancia, que laemoción y la adrenalina me permitiríanaguantar el partido, por mucho que durase.

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Desayuné lo habitual: cereales, zumode naranja, un batido de leche conchocolate —café nunca— y lo que más megusta tomar en casa, tostadas con aceite deoliva y sal. Me había despertadosintiéndome bien. El tenis depende muchode cómo te sientes ese día. Cuando televantas por la mañana, cualquier mañana,unas veces te sientes ágil, sano y fuerte;otras pesado y frágil. Aquel día me sentíaligero y despierto, con más energía quenunca.

Así me encontraba cuando a las diez ymedia crucé la calle para entrenarme porúltima vez en la pista 17 de Wimbledon,una que queda cerca de la central. Antesde empezar a pelotear me tendí en un

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banco, como siempre, y Rafael Maymó —a quien yo llamo Titín— me dio masajesen las rodillas, las piernas y el hombro. Acontinuación, se concentró en los pies. (Laparte más sensible de mi cuerpo es el pieizquierdo, la que me duele más a menudoy con más intensidad.) La idea esdespertar los músculos para reducir laposibilidad de sufrir una lesión. Por logeneral, antes de un partido importante, enel calentamiento peloteo durante una hora,pero aquel día lloviznaba y lo dejé alcabo de veinticinco minutos. Empecé consuavidad, como siempre, y aumenté elritmo poco a poco, hasta que acabécorriendo y golpeando con la mismaintensidad que en un partido. Aquella

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mañana entrené con más nervios que decostumbre, pero también con másconcentración. Toni estaba presente ytambién Titín, y mi agente Carlos Costa,que ha sido tenista profesional y acudió acalentar conmigo. Yo estaba más calladode lo habitual. Todos lo estábamos. Nadade bromas. Tampoco sonrisas. Cuandoterminamos me bastó una mirada paradarme cuenta de que Toni no estabasatisfecho, de que pensaba que yo nohabía golpeado la bola con toda la fluidezde que era capaz. Tenía cara de reproche—conozco esa expresión toda la vida— yde preocupación. Era cierto que no habíarendido al máximo, pero yo sabía algoque él ignoraba y no podría saber nunca, a

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pesar de lo muy presente que había estadoa lo largo de toda mi trayectoria tenística;que, exceptuando un pequeño dolor en laplanta del pie izquierdo que tendría quetratar antes de salir a la pista, me sentía enprefecta forma física, y que por dentroalbergaba la inquebrantable convicción deque iba a ganar. Cuando te mides frente aun rival con el que estás más o menos enigualdad de condiciones, o que sabes quetienes la posibilidad de vencer, tododepende de tu capacidad de elevar tunivel de juego cuando el momento loexige. Un campeón no da lo mejor de sí enlos primeros encuentros de un torneo, sinoen las semifinales y en las finales, cuandotiene delante a los rivales más difíciles, y

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cuando mejor juega un gran campeón detenis es en la final de un Grand Slam. Yotenía ciertos temores —luchaba sin cesarpor contener los nervios—, pero losmantenía a raya y el único pensamientoque me daba vueltas en el cerebro era quetenía que ponerme a la altura de lascircunstancias.

Estaba físicamente sano y en buenaforma. Había jugado muy bien un mesantes, en Roland Garros, donde habíaderrotado a Federer en la final, y aquíhabía disputado algunos partidosexcelente sobre hierba. Las dos últimasveces que nos habíamos enfrentado enWimbledon, él había sido el favorito. En2008 seguía pensando que yo no era el

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favorito, pero había una diferencia y eraque no creía tampoco que fuese Federer.Yo calculaba que los dos teníamos elcincuenta por ciento de posibilidades.

También sabía que era muy probableque, cuando todo terminara, los dosquedáramos muy igualados en el saldo degolpes fallidos. El tenis tiene esacaracterística, sobre todo cuando se tratade dos jugadores que conocen tan bien eljuego del contrario como Federer y yo.Podría pensarse que, después de golpearmillones y millones de pelotas, me debosaber de memoria los golpes básicos yque dar un golpe certero, limpio y seguro,está chupado, pero no es así. No sóloporque cada día te levantas con un ánimo

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diferente, sino porque cada golpe esdistinto; cada uno es único. Desde elmomento en que la bola se pone enmovimiento, corre hacia ti describiendoun número infinito de ángulos posibles y auna cantidad infinita de velocidadesposibles; puede llegar liftada o con efectoretroceso —en ambos casos se trata deefectos de rotación—, en trayectoriarasante o alta. Las diferencias pueden sernimias, microscópicas, pero lo mismocabe decir de las variantes de losmovimientos que hace el cuerpo(hombros, codos, muñecas, caderas,tobillos, rodillas) cuando se golpea lapelota. Además, intervienen muchos otrosfactores: el clima, la superficie, el rival.

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Ninguna pelota llega igual que otra;ningún golpe es idéntico a otro. Así, cadavez que te colocas en una posición paradar un golpe, tienes que calcular en unafracción de segundo la trayectoria yvelocidad de la bola y a continuacióntomar una decisión también muy rápidaacerca de cómo, con qué fuerza y haciadónde devolverla. Y hay que hacerlo unay otra vez, a menudo cincuenta veces enun solo juego, quince veces en veintesegundos, en rachas continuas durante másde dos o tres, cuatro horas, y todo esetiempo corriendo y con los nervios entensión. Cuando la coordinación es lacorrecta y el ritmo fluye, vienen lasbuenas sensaciones, te sientes más

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capacitado para llevar a cabo la hazañabiológica y mental de golpear la pelotalimpiamente con el centro de la raqueta,apuntando con acierto, con fuerza y bajouna presión mental inmensa, una vez trasotra. Si hay algo de lo que no tengo lamenor duda es de que cuando másentrenas, mejor son tus sensaciones. Eltenis, más que muchos otros deportes, esun ejercicio mental. El jugador que tieneesas buenas sensaciones casi todos losdías, el que consigue aislarse mejor desus miedos y de los altibajos psicológicosque genera inevitablemente unacompetición, es el que termina siendonúmero uno del mundo. Tal era la metaque me había fijado durante los tres

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pacientes años en que fui segundo, detrásde Federer, y que estaría muy cerca dealcanzar si ganaba la final de Wimbledonde 2008.

Otra cuestión era cuando daría deverdad comienzo el encuentro. Levantabala vista y veía algunas zonas azules en elcielo, pero casi todo estaba nublado, llenode espesas y oscuras nubes que seextendían hasta el horizonte. El partidotenía que empezar tres horas más tarde,pero era muy posible que se retrasara o sesuspendiera. No dejé que eso mepreocupara. Esta vez iba a tener la mentedespejada y concentrada, ocurriera lo queocurriese. Nada de distracciones. No ibaa permitir que me volviera a fallar la

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concentración, como en 2007.Abandonamos la pista 17 hacia las

once y media y fuimos al vestuario del AllEngland Club que está reservado para loscabezas de serie. No es muy grande, quizála cuarta parte de lo que mide una pista detenis. Pero su esplendor emana de latradición del lugar. Los paneles demadera, los colores verde y morado deWimbledon en las paredes, el sueloenmoquetado, el saber que muchosgrandes —Laver, Borg, McEnroe,Connors, Sampras— han estado allí.Normalmente en ese sitio hay ciertoajetreo, pero como en el torneo ya noquedábamos más que dos, estaba solo;Federer no había aparecido todavía. Me

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di una ducha, me cambié y subí a almorzaral comedor de jugadores, dos plantas másarriba. También aquel espacio estabaanormalmente silencioso, algo que mevino muy bien. Estaba sumiéndome en mímismo, aislándome de mi entorno,desarrollando las rutinas —las inflexiblesrutinas— que tengo antes de cada partidoy que duran hasta que comienza el juego.Comí lo que como siempre: pasta —sinsalsa ni nada que pueda producirmeindigestión— con aceite de oliva y sal, yalgo de pescado, sin guarnición. Parabeber, agua. Toni y Titín se sentaron a lamesa conmigo. Toni estaba pensativo,aunque eso no era raro en él. Titín estabatranquilo. Con él es con quien paso la

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mayor parte del tiempo y siempre estátranquilo. Tampoco en aquella ocasiónhablamos mucho. Creo que Toni murmuróalgo sobre el tiempo, pero yo no respondí.Incluso cuando no estoy jugando untorneo, tiendo a escuchar más que ahablar.

A la una en punto, una hora antes de laseñalada para el comienzo del partido,volvimos al vestuario. Algo curioso quetiene el tenis es que incluso cuando secelebra un torneo importante se comparteel vestuario con el rival. Cuando volví delcomedor, Federer ya estaba allí, sentadoen el banco de madera que siempre ocupa.Estamos acostumbrados a estaparticularidad y no hubo incomodidad por

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ninguna parte, al menos no en mi caso. Unrato después estaríamos haciendo todo loposible por machacarnos en el encuentromás importante del año, pero éramosamigos además de rivales. Otros rivalesdeportivos pueden odiarse a muerte fuerade la pista; nosotros, no. Nos caemosbien. Cuando empiece el partido, ocuando falte muy poco para el inicio,dejaremos a un lado la amistad. No esnada personal. Yo lo hago con todos losque me rodean, incluso con mi familia.Cuando un partido está en juego soy otrapersona. Me esfuerzo por convertirme enuna máquina del tenis, aunque en últimainstancia es un empeño imposible y eldesafío consiste en escalar la cumbre de

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las propias posibilidades. Durante unpartido estamos en lucha permanente pormantener a raya las debilidades de la vidacotidiana, por contener las emocioneshumanas. Cuanto más contenidas están,más posibilidades de ganar habrá, acondición de que se haya entrenado con elmáximo rigor y el talento de nuestro rivalno sea muy superior al propio. Existíacierta diferencia entre el talento deFederer y el mío, pero no eraimposiblemente amplia. Era losuficientemente estrecha y, aunque éljugara mejor sobre hierba, su superficiepredilecta, si yo sabía acallar las dudas ytemores que tenía dentro de mi cabeza asícomo mis expectativas exageradas, y lo

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hacía mejor que él, entonces podíaganarle. Hay que encerrarse tras unaarmadura protectora, convertirse en unguerrero sin emociones. Es una especie deautosugestión, un juego al que juega unosolo, con seriedad absoluta, paradisimular las propias debilidades ante unomismo y ante el rival.

Bromear o charlar de fútbol conFederer en el vestuario, como habríamoshecho antes de un partido de exhibición,habría sido una jugada que el otro habríadetectado enseguida e interpretado comoun signo de temor. Lejos de ello, tuvimosel detalle de ser sinceros. Nos dimos lamano, nos saludamos con la cabeza, nossonreímos ligeramente y nos dirigimos a

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las respectivas taquillas, separadas quizásunos diez pasos, y desde ese momento noscomportamos como si el otro no estuvieraallí. No es que necesitara fingirlo: yoestaba en aquel vestuario y no estaba. Mehabía retirado a un lugar profundo de miser y mis movimientos eran cada vez másprolongados, más automáticos.

Cuarenta y cinco minutos antes de lahora oficial del comienzo me di una duchade agua fría. De agua helada. Lo hagoantes de cada encuentro. Es el puntoanterior al punto de inflexión; el primerpaso de la última fase de lo que yo llamoel ritual anterior del juego. Bajo el aguafría entro en un espacio distinto en el quesiento crecer mi fuerza y mi resistencia.

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Cuando salgo soy otro. Me sientoactivado. Estoy "en estado de flujo", o "defluir", como los psicólogos deportivosllaman al estado de concentración y alertaen el que el cuerpo se mueve por puroinstinto, como un pez en el río. En eseestado no existe nada más que la batallaque nos espera.

Y menos mal, porque lo siguiente queme tocaba hacer era algo que encircunstancias normales no aceptaría concalma. Bajé al botiquín para que mimédico de siempre, Ángel Ruz Cotorro,me pusiera una inyección calmante en laplanta del pie izquierdo. Desde la terceraronda me había salido una ampolla y unahinchazón alrededor de un hueso del

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metatarso. Tenían que dormirme esa zona,de lo contrario no podía jugar, pues eldolor habría sido excesivo.

Luego volví al vestuario y reanudé miritual. Me puse los cascos para escucharmúsica. Eso es algo que me agudiza lasensación de "fluir", me aísla aún más demi entorno. Titín me vendó el pieizquierdo. Mientras lo hacía, puse losgrips, las cintas adhesivas, a lasempuñaduras de las raquetas, a las seiscon que salgo a la pista. Siempre lo hago.Vienen con una cinta previa de colornegro; yo pongo una cinta blanca encimade la negra, le doy vueltas y más vueltasen sentido diagonal. No necesito pensaren lo que hago, simplemente lo hago.

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Como si estuviera en trance.Luego me tiendo en la camilla de

masaje y Titín me pone un par de vendasen las piernas, por debajo de las rodillas.Ahí también me duele y las vendasimpiden las irritaciones y calman el dolorsi aparece.

Hacer deporte es saludable para laspersonas normales, pero el deporte anivel profesional no es bueno para lasalud. Hace que tu cuerpo alcance límitespara los que los seres humanos no están,de forma natural, preparados. Ese es elmotivo por el que casi todos los grandesdeportistas profesionales sufren lesiones,que en ocasiones acaban con su carrera.En mi trayectoria hubo un momento en que

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me pregunté seriamente si iba a ser capazde seguir compitiendo al máximo nivel.La mayor parte del tiempo siento dolorcuando juego, pero creo que eso le ocurrea todos los que se dedican a los deportesde élite. A todos menos a Federer. Yo hetenido que esforzarme paraacostumbrarme al dolor, para soportar latensión muscular de carácter repetitivoque impone el tenis, pero él parece habernacido para jugar al tenis. Su anatomía ysu fisiología —su ADN— parecen estartotalmente adaptadas al deporte, lovuelven inmune a las lesiones que losdemás mortales estamos condenados apadecer. Me han contado que no entrenacon la misma dureza que yo. No sé si será

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cierto, pero no me extrañaría. También enotros deportes se dan otros benditosfenómenos de la naturaleza. Al resto delos mortales nos toca aprender a vivir condolor y a estar alejados del deportedurante largas temporadas, porque un pie,un hombro o una pierna han lanzado ungrito de alarma al cerebro, exigiéndoleque pare. Por eso es necesario que mevenden tanto antes de un partido; y por esoes también una parte tan importante de mispreparativos.

Cuando Titín acaba con mis rodillas,me levanto, me visto, me acerco al lavaboy me mojo el pelo con agua. Luego mepongo el pañuelo en la frente. Es otromovimiento que no requiere ninguna clase

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de reflexión, pero que realizo despacio ycon cuidado, hasta que me lo ato detrás dela cabeza con fuerza, lentamente. Hay unafinalidad práctica en esto: impedir que elpelo me caiga sobre los ojos. Peroademás es otro movimiento del ritual, otromomento de inflexión decisivo, como laducha fría, para que se agudice miconciencia de que pronto me lanzaré a labatalla.

Ya casi era hora de salir a la pista. Laadrenalina que había estado segregandotodo el día inundaba mi sistema nervioso.Respiraba con fuerza, para liberarenergía, aunque aún tenía que permanecerinmóvil otro rato mientras Titín mevendaba los dedos de la mano izquierda,

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la mano con la que juego; susmovimientos eran tan mecánicos ysilenciosos como los míos cuandorefuerzo la empuñadura de las raquetas.No hay nada estético en esto. Sin lasvendas, la piel de los dedos se mecortaría y desgarraría durante el juego.

Me puse de pie y realicé una serie deejercicios violentos para activar miexplosividad, como dice Titín. Toniestaba mirándome, sin hablar apenas. Nosé si también Federer me miraba. Sólo séque antes de un partido no está tanatareado como yo en el vestuario. Yosaltaba, corría sprints de un extremo aotro del reducido espacio, de no más deseis metros. Me detenía en seco, giraba la

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cabeza y las muñecas, hacía torsiones conlos hombros, me agachaba, flexionaba lasrodillas. Luego más saltos, másminisprints, como si estuviera solo, en elgimnasio de mi casa. Siempre con loscascos puestos, con la músicabombardeándome la cabeza. Me fui ahacer pis. (Poco antes de un partido hagopis muchas veces, son reaccionesnerviosas, a veces cinco o seis en esahora final.) Cuando volví me puse a girarlos brazos en sentido vertical, paraadelante y para atrás, con fuerza.

Toni me hizo una señal y me quité loscascos. Dijo que se había producido unretraso por culpa de la lluvia, pero quepensaban que no serían más de quince

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minutos. No me inmuté. Estaba preparadopara aquello. La lluvia afectaría a Federerigual que a mí. No rompería el equilibrio.Me senté y comprobé las raquetas, supeso, su estabilidad; me subí loscalcetines, procurando que los dosestuvieran a la misma altura de la pierna.Toni se acercó a mí.

«No pierdas de vista el plan dejuego —me recordó—. Haz lo quetienes que hacer».

Yo escuchaba y no escuchaba. En esosmomentos sé lo que tengo que hacer. Miconcentración es buena. Mi aguantetambién. Aguantar: he ahí la clave.

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Aguantar físicamente, no rendirme enningún momento, afrontar todo lo que mesalga al paso, no permitir que lo bueno nilo malo —ni los golpes maestros ni losgolpes flojos, ni la buena ni la mala suerte— me desvíen de mi camino. Tengo queestar centrado, sin distracciones, hacer loque tengo que hacer en cada momento. Sitengo que golpear la pelota veinte vecesal revés de Federer, lo haré veinte veces,no diecinueve. Si para encontrar laocasión propicia tengo que prolongar elpeloteo a diez golpes, a doce o a quince,lo prolongaré. Hay momentos en queaparece la ocasión de conectar unaderecha ganadora, pero tienes el 70 porciento de probabilidades de que salga

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bien; esperas otros cinco golpes yentonces las probabilidades aumentan al85 por ciento. Hay que estar alerta, serpaciente, no precipitarse.

Si subo a la red es para lanzársela asu revés, no a su derecha, que es su golpemás fuerte. Pierdes la concentración, porejemplo, cuando vas a la pared paraenviársela a su derecha o cuando en unservicio olvidas que tienes que sacarbuscando el revés del rival —siemprepara forzar su revés—, o cuando vas enbusca del golpe ganador cuando no toca.Estar concentrado significa hacer en todomomento lo que sabes que tienes quehacer, no cambiar nunca tu plan, a menosque las circunstancias del peloteo o del

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juego cambien de un modo tanexcepcional que justifiquen la apariciónde una sorpresa. Pero en términosgenerales significa disciplina, significacontenerte cuando surge la tentación dejugártela. Luchar contra esa tentaciónsignifica tener la impaciencia o lafrustración bajo control.

Aun en el caso de que parezca que hayuna oportunidad para presionar y hacertecon la iniciativa, hay que darle a la bolabuscando el revés del contrario, porque ala larga, en el curso de todo el juego, es lomás prudente y lo que da mejoresresultados. Ese es el plan. No escomplicado. Ni siquiera puede llamarsetáctica porque es muy sencillo. Yo he de

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jugar al golpe que me resulte más fácil yel otro, al que más le cueste, o sea, migolpe de derecha con la zurda contra surevés. Es cuestión de ceñirse a eso. Hayque presionar a Federer sin pausa paraque devuelva del revés, obligarlo a quejuegue bolas altas, lanzarle la bola a laaltura del cuello, someterlo a constantepresión, agotarlo. Abrir grietas en sujuego y en su moral. Contrariarlo,empujarlo a la desesperación, si puedes.Y cuando le pega bien a la bola, lo que esmuy probable que suceda, puesto que nopuedes estar poniéndolo en problemastodo el tiempo, neutraliza cualquierintento suyo de golpe ganador, devuélvelela bola en profundidad, hazle sentir que

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tiene que ganar el punto dos, tres, cuatroveces para conseguir el 15-0.

En esto es en lo único que pensaba, enel caso de que pensara en algo mientrasestaba allí sentado, jugandonerviosamente con las raquetas,estirándome los calcetines, ajustándomelas vendas de los dedos, con la cabezallena de música, en espera de queescampara. Hasta que vino un señorvestido con blazer y nos dijo que ya era lahora. Me puse en pie de un salto, sacudílos hombros, giré la cabeza a un lado y aotro, e hice otro par de carrerillas por elvestuario.

Se suponía que ahora tenía queentregar mi bolsa a un asistente de pista

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para que me la llevara a la silla. Formaparte del protocolo de Wimbledon el Díade la Final. No se hace en ningún otrositio y no me gusta, rompe con mi rutina.Le tendí la bolsa, pero me quedé unaraqueta. Salí del vestuario el primero,apretando la raqueta con fuerza, pasé porpasillos decorados con fotos de loscampeones de torneos anteriores y controfeos expuestos en vitrinas, bajé unospeldaños, doblé a la izquierda y salí alaire fresco del julio inglés y al verdemágico de la Centre Court.

Me senté, me quité la chaqueta delchándal y tomé un sorbo de agua de unabotella. Luego, otro de otra botella.Repito siempre estos movimientos antes

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de que dé comienzo el partido y en cadadescanso entre juego y juego, hasta que elencuentro finaliza. Un sorbo de unabotella, otro sorbo de otra. Luego dejo lasdos botellas a mis pies, delante de lasilla, a mi izquierda, una detrás de la otra,en sentido oblicuo al lateral de la pista.Algunos lo llamarían superstición, perono lo es. Si fuera superstición, ¿cómo seexplica que haga siempre exactamente lomismo, gane o pierda? Es una forma desituarme yo en el partido, de poner ordenen mi entorno para que se correspondacon el orden que busco en mi cabeza.

Federer y el juez de silla estaban alpie de la silla del juez, esperando para ellanzamiento de la moneda. Me levanté de

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un salto, me acerqué a la red y me quedéen el lado opuesto al de Federer. Me pusea saltar. Federer estaba quieto, siemprerelajado, mucho más que yo, al menos enapariencia.

La última parte del ritual, tanimportante como los preparativosanteriores, consistía en recorrer con lavista las gradas del estadio y buscar a losmiembros de mi familia entre el gentíoque atestaba la pista central, parasituarlos en las coordenadas que yo habíatrazado en mi cabeza. En la otra punta delgraderío, a mi izquierda, estaban mipadre, mi madre y mi tío Toni; detrás demi hombro derecho, en diagonal con losprimeros, se encontraba mi hermana, tres

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abuelos, mi padrino y mi madrina, que sontambién tíos míos, y otro tío. No dejo queinterfieran en mis pensamientos durante unpartido —ni siquiera me permito sonreírdurante el juego—, pero saber que estánallí, como siempre, me proporciona la pazen que se apoya mi éxito como jugador.Cuando juego levanto una muralla a mialrededor, pero mi familia es el cementoque consolida la muralla.

También busco entre el gentío a losmiembros de mi equipo, a losprofesionales que empleo, grandes amigostodos. Al lado de mis padres y de Toniestaba Carlos Costa, mi agente; BenitoPérez-Barbadillo, mi jefe de prensa; JordiRobert, a quien llamo "Tuts", que es quien

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gestiona mis contratos con Nike; y Titín,que es como un hermano para mí y quienmás me conoce. También veía,mentalmente al menos, a mi abuelopaterno y a mi novia María Francisca —aquien llamo Mary aunque su nombre lopronuncio "Meri"—, que me estaríanviendo por la televisión allá en Manacor,y a otros dos miembros del equipo quetampoco estaban presentes, pero que nopor eso eran menos responsables de mistriunfos: Francis Roig, mi segundoentrenador, un conocedor del tenis tanastuto como Toni pero más relajado, y mibrillante preparador físico Joan Forcades,que, al igual que Titín, trabaja mi mentetanto como mi cuerpo.

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La familia inmediata, la familiaextensa y el equipo profesional (quetambién es mi familia) forman trescírculos concéntricos alrededor de mí. Nosólo me arropan y protegen del peligrosobullicio que distrae y que siempre vienecon el dinero y la fama; entre todos creanel entorno de afecto y confianza quenecesito para que florezca mi talento.Cada uno complementa a los demás ytodos desempeñan un papel fundamental ala hora de fortalecer mis puntos débiles yde hacer que supere mis puntos fuertes.Imaginar que hubiera podido tener tantasuerte y tanto éxito sin ellos me resultaimposible.

Se lanzó la moneda y ganó Federer.

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Eligió sacar. No me importó. Me gustaque mi rival saque al comienzo delpartido. Si estoy bien de cabeza, si a él leasaltan los nervios, sé que tengo unabuena oportunidad de romperle elservicio. Me crezco con la presión. Nome hundo; me vuelvo más fuerte. Cuantomás cerca estoy del precipicio, másexaltado me siento. Naturalmente, mepongo nervioso y, por supuesto, laadrenalina fluye y la sangre me corre atanta velocidad que la siento desde lassienes hasta los dedos de los pies. Es unestado extremo de alerta física, aunquecontrolable. Y lo controlé. La adrenalinaderrotó a los nervios. Mis piernas nocedieron. Las sentía fuertes, dispuestas a

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correr todo el día. Echaba humo. Estabaencerrado en mi solitario mundo, perojamás me había sentido más vivo.

Ocupamos nuestros puestos en la líneade fondo de la pista y empezamos acalentar. Nuevamente el retumbantesilencio: clac... clac; clac... clac. Enalgún rincón de mi mente noté, no porprimera vez, la fluidez y agilidad de losmovimientos de Roger; su naturalidad. Yosoy más bien un luchador. Soy másdefensivo, más recuperador, siempre voya tope. Sé que esa es mi imagen. Me hevisto de sobra en los vídeos. Y es unreflejo fiel de cómo he jugado la mayorparte de mi carrera, sobre todo cuando mehe enfrentado con Federer. Pero seguía

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teniendo buenas sensaciones. Mispreparativos habían funcionado. Lasemociones que suelen atacarme y que mehabrían dominado si no hubieran llevadoa cabo el ritual, si no me hubieramentalizado ya por sistema para tener araya el miedo que generalmente producela Centre Court, estaban bajo control,aunque no habían desaparecido porcompleto. La muralla que había levantadoa mi alrededor conservaba su solidez y sualtura. Había conseguido el equilibriojusto entre la tensión y el dominio, entre elnerviosismo y la convicción de que podíaganar. Golpeaba las bolas con fuerza ypuntería: los rebotes, las voleas, losremates y los saques con que cerramos la

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sesión de peloteo previo a que comenzasela verdadera batalla. Volví a mi silla, mesequé los brazos, la cara, di un par desorbos más a las dos botellas de agua. Mevino al recuerdo una imagen de la finaldel año anterior, de aquel mismomomento, antes de que comenzase elpartido. Me dije una vez más que estabapreparado para afrontar cualquierproblema que se presentara y pararesolverlo. Porque ganar este partido erael sueño de mi vida, nunca había estadotan cerca de realizarlo y podía ocurrir queno volviera a tener esa oportunidad. Podíafallarme cualquier otra cosa, la rodilla oel pie, el revés o el saque, pero la cabezano. Puede que sintiera miedo, que en

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algún momento me pudieran los nervios,pero, a la larga, la cabeza no iba atraicionarme esta vez.

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"CLARK KENT YSUPERMAN"

El Rafa Nadal que el mundo vio salir alcésped de la Centre Court para disputar lafinal de Wimbledon de 2008 era unguerrero de mirada encendida por elinstinto letal, que empuñaba la raquetacomo un vikingo empuñaría el hacha. Unaojeada a Federer ponía de manifiesto laabismal diferencia de estilos entre uno yotro: el más joven iba con una camiseta

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sin mangas y pantalón pirata, mientras queel mayor llevaba una chaqueta de puntocolor crema con un estampado dorado yun clásico polo Fred Perry; unointerpretaba el papel del David que contraGoliat pelea con astucia, uñas y dientes;el otro, el de un caballero a quien le saletodo con facilidad, sin despeinarse,desenfadadamente superior.

Si Nadal, con sus protuberantesbíceps surcados de venas, parecía el vivoretrato de la fuerza bruta de la naturaleza,Federer, espigado y ágil a sus 27 años,desprendía pura elegancia natural. SiNadal, que acababa de cumplir los 22, erael implacable killer, Federer era elaristócrata que se paseaba por la pista

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saludando a las multitudes como si fueseel dueño de Wimbledon, como siestuviera dando la bienvenida a losinvitados a una fiesta en su jardín privado.

El comportamiento de Federer, casidistraído durante el calentamiento previoal partido, a duras penas permitía entreverque aquello iba a ser un duelo de titanes;la tempestuosa imagen de Nadal era unaagresiva caricatura de los héroes enacción de los videojuegos. Nadal endosaderechas como si disparase un fusil.Amartilla el arma imaginaria, mira a suvíctima entornando los ojos y aprieta elgatillo. En el caso de Federer —cuyonombre significa "vendedor de plumas" enalemán antiguo— no hay impresión de

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pausa, no hay mecanismos a la vista. Todoen él es fluidez natural. Nadal (quesignifica "Navidad" en catalán, unapalabra con connotaciones másexuberantes que "vendedor de plumas")era el superatleta, el deportistaautomusculado de la era moderna; Federerpertenecía a un modelo que habría podidoverse perfectamente en los años veinte,cuando el tenis era un pasatiempo de laclase alta, un animado ejercicio quecultivaban los jóvenes ricos después delté de la tarde.

Esto es lo que el mundo vio. Lo queFederer vio fue un joven aspirante que leenseñaba los dientes y amenazaba condestronarlo y expulsarlo de su reino

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tenístico, con impedir que batiera unamarca consiguiendo su sexta victoriaconsecutiva en Wimbledon, y condesplazarlo de la posición de número unomundial que ostentaba desde hacía cuatroaños. El efecto que causó Nadal enFederer en el vestuario, antes delcomienzo del partido, debió de ser deintimidación; si no fue así es que, comodijo Francis Roig, segundo preparador deNadal, «Federer era de piedra».

«El momento en que se levanta dela camilla de masaje, cuando Maymóha terminado de vendarle, es el queasusta a sus rivales —dice Roig, queha sido también profesional del tenis

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—. El solo hecho de ponerse elpañuelo en la frente resulta inquietante;sus ojos miran al infinito y no parecenver nada de cuanto le rodea. De pronto,respira profundamente y vuelve a lavida, se pone a flexionar las piernas, y,como si no se enterase de que tiene a surival sólo a unos pasos de él, empiezaa gritar: "¡Vamos! ¡Vamos!" Hay algoanimal en eso. Puede que el otrojugador esté sumido en suspensamientos, pero creo que esimposible que no le lance una cautelosamirada de reojo; lo he visto muchasveces. Y seguro que piensa: "¡Madremía! Este es Nadal, el que pelea porcada punto como si fuera el último.

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Hoy voy a tener que jugar al límite demis posibilidades, va a ser el día másduro de mi vida. Y no para ganar, sinosimplemente para tener la oportunidadde hacerlo".»

Esa actuación es aún másespectacular, según Roig, a causa de labrecha que separa al Nadal deportista,"que tiene ese algo que tienen losauténticos campeones", del Nadalciudadano particular.

«Eres consciente de que parte de éles presa de los nervios y que, en lavida cotidiana, es un chico muy normal,simpático y siempre amable, que en

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según qué momentos se muestrainseguro y lleno de ansiedades. Peroluego lo ves allí, en el vestuario, y depronto se transforma ante tus ojos en unconquistador.»

El Rafael que su familia vio salir a lapista central no era ni un conquistador, niun gladiador, hacha en mano. Todossentían miedo por él. Sabían que erabrillante y valiente y, aunque nuncahabrían dejado que lo notara, le tenían uncierto temor reverencial; pero lo queveían en aquellos momentos con, elpartido a punto de comenzar, era algomucho más humano y más frágil.

Rafael Maymó es la sombra de Nadal,

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la persona con quien Nadal pasa mástiempo, su compañero más íntimo en elcircuito agotador del tenis mundial.Menudo y ordenado, sobrepasado enestatura por el metro ochenta y cinco de suamigo y jefe, Maymó, a sus treinta y tresaños, es paisano de Nadal, también deManacor. Es discreto, sagaz y sereno, y,desde que empezó a trabajar comofisioterapeuta de Nadal, en septiembre de2006, los dos han establecido unarelación que es prácticamente telepática.Apenas necesitan hablar paracomunicarse, aunque Maymó —o Titín,como Nadal lo llama afectuosamente—,ha aprendido a diferenciar entre cuándoha de hablar y cuándo ha de escuchar. Su

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papel no es muy diferente del que realizael mozo de cuadra con un purasangre decarreras. Masajea los músculos de Nadal,le venda las articulaciones, calma sutemperamento eléctrico. Maymó es elhombre que susurra al caballo Nadal.

Maymó atiende a sus necesidades,tanto psicológicas como físicas, peroconoce sus limitaciones y se da cuenta deque éstas terminan donde empieza lafamilia, la columna que sostiene a Nadalcomo persona y como deportista.

«Nunca se insistirá lo suficiente enla importancia que tiene la familia ensu vida —dice Maymó—, ni en lounidos que están todos. Cada triunfo de

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Rafa es indiscutiblemente un triunfo detoda la familia. Los padres, la hermana,los tíos, la tía, los abuelos. Saboreanlas victorias de Rafa y sufren por susderrotas. Son como una parte de sucuerpo, como una extensión del brazode Rafa.»

Muchas veces están presentes en lospartidos de Nadal, porque entienden,explica Maymó, que éste no funciona alcien por cien de sus posibilidades si noestán ellos allí. "No es una obligación.Necesitan estar presentes. No es unacuestión de elegir entre ir o no ir, aunquetambién saben que las posibilidades detriunfo de Rafa aumentan cuando mira a la

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multitud antes de un encuentro y los veallí. Por eso, cuando consigue una victoriaimportante, su primer impulso es correr alas gradas para abrazarlos; y si algunos sehan quedado en casa para verlo portelevisión, lo primero que hace cuandovuelve al vestuario es llamarlos porteléfono."

Su padre, Sebastián Nadal,experimentó el ataque de nervios másdevastador de su vida en la Centre Courtel día de la final de Wimbledon del año2008. Al igual que al resto de la familia,le atormentaba el recuerdo de lo ocurridoen la final de 2007, también contraFederer. Todos sabían cómo habíareaccionado Rafael después de perder el

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quinto set. Sebastián había descrito a losdemás lo que había visto en el vestuariode Wimbledon: a Rafael sentado en elsuelo de la ducha durante media hora, conel agua que caía sobre su cabeza mientrasse mezclaba con las lágrimas que corríanpor sus mejillas.

«Tenía mucho miedo de quesufriera otra derrota, no por mí, sinopor él —dijo Sebastián, un hombrecorpulento que en la vida cotidiana esun empresario tranquilo y seguro—.Me acordaba de haberlo visto entoncesdestrozado, totalmente hundido; teníametida en la cabeza la imagen deaquella final de 2007 y no quería

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volver a verlo así otra vez. Y me dije:¿qué haremos si pierde, qué podríahacer yo para que le resultara menostraumático? Era el partido de su vida,el día más importante para él. Lo paséfatal. Nunca he sufrido tanto.»

Aquel día, las personas más cercanasa Nadal compartieron el sufrimiento de supadre, vieron el núcleo sensible yvulnerable que se escondía bajo el durocaparazón del guerrero.

A Maribel, la hermana de Nadal, unauniversitaria delgada, alegre, cinco añosmás joven, le divierte el abismo que hayentre la imagen pública de su hermano yla que tiene ella. Un hermano mayor

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inusualmente protector que la llama o lemanda SMS diez veces al día, esté en laparte del mundo en que esté y que, segúnella, se inquieta ante la menor insinuaciónde que pueda estar enferma.

«Una vez que él estaba enAustralia, el médico me dijo que mehiciera unos análisis, por nada serio,pero fue lo único que no quisemencionarle en todos los mensajes quecambié con él. Le habría dado unataque y habría puesto en peligro sujuego» —confiesa Maribel, que estámuy orgullosa de las hazañas de suhermano, pero que no se oculta a símisma «la verdad», una verdad que

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ella expresa con afecto y humor: queRafael es «un poco miedica».

Ana María Parera, la madre, no lacontradice.

«Está en lo más alto del tenismundial, pero en el fondo es un serhumano supersensible, lleno de temorese inseguridades que la gente no loconoce ni se imaginaría —comenta—.No le gusta la oscuridad, por ejemplo,y prefiere dormir con la luz o la teleencendidas. Tampoco le gustan losrayos ni los truenos. Cuando erapequeño y había tormenta, se tapabacon un cojín, e incluso en la actualidad,

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si hay que salir a la calle a buscar algoy hay tormenta, no deja que salgas. ¿Ylas manías que tiene para comer? Nosoporta el queso ni el tomate, ni eljamón, que es lo más español que hay.A mí tampoco me enloquece tanto eljamón como a otras personas, pero ¿elqueso? Es un poco raro.»

Quisquilloso con la comida, tambiénlo es cuando se trata de conducir uncoche. A Nadal le encanta conducir, peromás quizá que los coches de verdad, losdel mundo ficticio de su PlayStation,compañera inseparable cuando está degira.

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«Es un conductor prudente —asegura la madre—. Acelera y frena,acelera y frena, y tiene mucho cuidadoa la hora de adelantar, por mucho quecorra su coche.»

Su hermana Maribel es más categóricaque su madre. Dice que Rafael «conducefatal». Y también le hace mucha graciaque, aunque sea un enamorado del mar, letenga miedo.

«Siempre está hablando decomprarse un barco. Le encanta pescary las motos acuáticas, aunque no sube auna moto y no se baña si no ve la arenadel fondo.»

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Pero todas estas debilidades sonminucias comparadas con su temor máspersistente: que le ocurra algo malo a sufamilia. No es sólo que sienta pánico antela menor insinuación de que cualquierpariente esté enfermo: es que estácontinuamente preocupado por laposibilidad de que sufran un accidente.

«Me gusta encender el fuego de lachimenea casi todas las noches deinvierno —cuenta la madre, en cuyacasa frente al mar, grande y moderna,sigue viviendo Nadal, en un ala condormitorio, sala de estar y cuarto debaño propio—. Si sale, me recuerdaque he de apagar el fuego antes de irme

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a dormir. Y luego me llama tres vecesdesde el restaurante o bar en que estépara comprobar que me he acordado.Si me voy en coche a Palma, que está auna hora de aquí, siempre me ruega queconduzca despacio y con cuidado.»

Ana María, una matriarcamediterránea prudente y fuerte, nunca dejade asombrarse de la incongruencia de quesu hijo sea todo un valiente en la pista detenis y un muchacho asustadizo fuera deella.

«A primera vista, es muy sencillo,y también muy buena persona, pero esmuy contradictorio. Aunque lo

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conozcas a fondo, ves que tiene cosasque no acaban de cuadrar.»

Por eso tiene que armarse de valorcuando prepara un partido importante, poreso hace lo que hace en el vestuario,propiciar el cambio de personalidad,reprimir los miedos y nervios delmomento para liberar al gladiador quelleva dentro.

Para la multitud anónima, el hombreque salió a la Centre Court para disputarla final de Wimbledon 2008 eraSuperman; para sus íntimos era tambiénClark Kent. Los dos eran igual de reales;incluso podría decirse que el unodependía del otro. Benito Pérez-

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Barbadillo, su jefe de prensa desdediciembre de 2006, está tan convencidode que sus inseguridades son elcombustible que alimenta su fuegocompetitivo como de que su familia le dael afecto y apoyo que necesita paratenerlas controladas. Pérez-Barbadillollevaba diez años trabajando en el mundodel tenis, como funcionario de laAsociación de Tenistas Profesionales,hasta que pasó a ser jefe de prensa deNadal, y ha conocido, en algunos casosmuy bien, a casi todos los jugadores másdestacados durante ese período. Según él,Nadal es diferente de los demás, comojugador y como persona.

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«Esa fuerza mental, esa confianza yese espíritu guerrero tan excepcionalesque tiene son la otra cara de lainseguridad que lo impulsa», afirma.Todos sus temores a la oscuridad, a lastormentas, al mar, a la posibilidad deque una catástrofe perturbe su vidafamiliar, se deben a una necesidadimperiosa. «Rafael es una persona quenecesita controlarlo todo —añadePérez—, pero como eso es imposible,invierte toda su energía en controlar laparte de su vida que mejor puededominar: la de Rafa el tenista.»

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CAPÍTULO 2

EL DÚO DINÁMICO

El primer punto siempre es importante ymás en una final de Wimbledon. Me sentíabien, había tenido buenas sensacionestoda la mañana; ahora tenía que probarmea mí mismo en la pista. El primer serviciode Federer, muy abierto, hacia mi revés,fue bueno. Resté con un zarpazo mejor delo que él esperaba, con un tiro enprofundidad. Estaba preparado para

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avanzar después del saque, aprovechandoel impulso hacia delante que imprime elcuerpo para dar más fuerza al golpe, peromi resto le cogió a contrapié y le obligó aretroceder un par de pasos para respondercon una derecha incómoda, alta, apoyadosobre el pie de más atrás, confiandoúnicamente al brazo toda la fuerza delgolpe. Mi devolución fue mejor de lo quesería razonable esperar después de undifícil saque en profundidad, así que notuvo más remedio que resituarse.

Romper ese ritmo suyo tandesenvuelto, obligarlo a ir al límite: esoes lo que tengo que hacer cuando juegocon Federer, siempre. Es lo que Toni mehabía dicho cuando me enfrenté a él por

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primera vez en Miami, cinco años antes.

«No lo derrotarás con el talento nicon tus golpes brillantes. Siempretendrá más facultades que tú para sacarun golpe ganador de la nada. Lo únicoque tienes que hacer es presionarlotodo el tiempo, forzarlo a jugar allímite de su capacidad.»

Aunque gané aquel primer partido quejugamos en Miami, 6-3, 6-3, Toni estabaen lo cierto. Su saque era mejor que elmío, sus voleas también; en cuanto a susderechas, probablemente eran másdeterminantes que las mías; no podíacompetir con sus reveses cortados y su

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posición en la pista también era mejor.Aquello sin duda explicaba que él hubierasido el número uno durante los cinco añosanteriores y que yo hubiera sido elnúmero dos durante cuatro. Además,Federer había ganado en Wimbledon losúltimos cinco años seguidos.Prácticamente era el amo del lugar. Yosabía que si quería ganar, tenía quederrotarlo mentalmente. La estrategia quehabía que utilizar con Federer era nodarle respiro, tratar de presionar desde elprimer punto hasta el último.

Federer devolvió bien mi primer einesperado resto, a mi revés, y yo intentéun golpe que forzara asimismo el suyo —aplicando así mi plan de juego ya desde el

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principio—, pero cambió de posición y sepreparó para replicar con una derecha. Encualquier caso, yo tenía ahora lainiciativa, me encontraba en el centro dela pista, él tenía que enviarme una bolaabierta hacia afuera. Lanzó una derechacontra mi revés, pero no dio profundidada la bola, lo que me permitió enviarle ungolpe paralelo, con lo cual se quedó sinposibilidad de encajarme otro revés y sevio obligado a responder con un tirocruzado hacia mi derecha. Entonces vi laposibilidad de dejarlo clavado con ungolpe ganador. Como esperaba que yo ledevolviese la bola a su revés, metí untrallazo hacia la esquina de su derecha. Labola pegó justo dentro de la línea y

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rebotó, alta y abierta, fuera de su alcance.Un primer punto como ese te da

confianza. Te sientes en sintonía con lasuperficie, sabes que controlas la bola yque no es ella la que te controla a ti. Enaquel punto mantuve total control sobre labola en cada uno de los siete golpes quele di. Estas cosas te dan tranquilidad. Losnervios trabajan a favor de uno, no encontra. Es lo que se necesita al comienzode una final en Wimbledon.

Algo curioso que me pasa enWimbledon, a pesar de la majestuosidaddel lugar y del peso de las expectativasque genera, es que es el único torneo en elque puedo recrear la sensación de calmade la que disfruto en casa. En vez de

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instalarme en la suite de un gran hotel —algunos de los lugares en que me alojanme hacen reír, ya que llegan a serinnecesariamente lujosos—, vivo en unacasa de alquiler que se encuentra enfrentedel All England Club. Una casa normal,nada demasiado elegante, pero losuficientemente grande —tres plantas—para que mi familia, mi equipo y misamistades se alojen o vengan a cenar. Estedetalle hace que en este torneo tenga unasensación distinta que en los demás. Envez de estar aislados en habitaciones dehotel, aquí tenemos un espacio que todospodemos compartir; en vez de tener queconducir entre el tráfico para ir a laspistas en coches oficiales, aquí basta un

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breve paseo de dos minutos y ya estamosen el terreno de juego. Estar en una casasignifica, además, que compramos comiday cocinamos nosotros. Cuando puedo, voyal supermercado local a comprar unascuantas cosas de las que abuso, como lacrema de chocolate Nutella, las patatasfritas de bolsa y las aceitunas. No soy unmodelo de alimentación sana, no al menospara ser un deportista profesional. Comolo mismo que la gente corriente. Si algome gusta, me lo llevo a la boca. Meenloquecen las aceitunas. En sí mismasvienen bien, no como la crema dechocolate o las patatas, pero mi problemaes la cantidad que consumo. Mi madre merecuerda a menudo un día en que, siendo

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pequeño, me escondí en la despensa ydevoré un enorme frasco entero deaceitunas, tantas que vomité y estuveenfermo durante días. La experienciapodría haber cambiado mi actitud hacialas aceitunas, pero no lo consiguió ni loconseguirá. Las aceitunas son mi antojo yno me hace feliz estar en un lugar dondeno sean fáciles de encontrar.

En Wimbledon las encontraba, perodebía tener cuidado con la hora a la queiba a comprarlas. Si acudía cuando elsupermercado estaba lleno, corría peligrode que me abordara el gentío pidiéndomeautógrafos. Es un gaje del oficio queacepto y me esfuerzo por tomar con buenhumor. No sé decir «no» a las personas

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que me piden una firma, ni siquiera a esosmaleducados que me ponen delante unpapel y ni siquiera dicen «por favor».También a ellos se la doy, pero sinsonrisas añadidas. Así que ir de comprasen Wimbledon, aunque es una agradabledistracción de la tensión del torneo, tienesus inconvenientes. El único sitio dondepuedo ir de compras con tranquilidad,donde puedo hacer cualquier cosa comouna persona normal, es Manacor, miciudad natal.

La única semejanza, algotranquilizador, entre Wimbledon yManacor es esa casa en la que estamostodos y la escasa distancia que hay entrelas pistas, cosa que me recuerda los

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momentos en que empecé a jugar al tenis,cuando tenía cuatro años. Vivíamosentonces en un piso que quedaba enfrentedel club de tenis de la ciudad y sólo teníaque cruzar la calle para entrenar con mitío Toni, el entrenador del centro.

El club era lo que podría esperarse enuna ciudad de apenas 40.000 habitantes.De tamaño medio, lo que más destacabaera un restaurante grande cuya terrazadaba a las pistas, todas de tierra batida.Un día me integré en un grupo de mediadocena de chavales a los que entrenabaToni y me gustó desde el principio. Yopor entonces estaba loco por el fútbol,jugaba en la calle con los amigos en todoslos ratos libres que me dejaban mis

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padres, y me divertía con cualquierdeporte en el que hubiera una pelota depor medio. Pero lo que más me gustabaentonces era el fútbol. Me gustaba formarparte de un equipo. Dice Toni que alprincipio me aburría con el tenis. Peroestar en un grupo era un aliciente y eso eslo que posibilitó todo lo que vinodespués. Si hubiéramos estado mi tío y yosolos, me habría resultado asfixiante. Perohasta que no cumplí trece años, cuando medi cuenta de que lo mío era el tenis, noempezó a entrenarme sólo a mí.

Toni fue inflexible conmigo desde elprincipio, más que con los demás chicos.Me exigía mucho, me presionaba.Utilizaba un lenguaje duro, me gritaba,

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incluso me asustaba, sobre todo cuandolos otros chicos no se presentaban. Sicuando llegaba para entrenar veía queíbamos a estar solos, sentía una tensión enel estómago. Miguel Ángel Munar, quesigue siendo un excelente amigo, acudíados o tres veces a la semana, pero yo ibacuatro o cinco. Jugábamos cuandosalíamos de la escuela para comer, entrela una y cuarto y las dos y media. A vecestambién después de clase, cuando no teníaque jugar a fútbol. Miguel Ángel merecuerda a veces que Toni, cuando meveía distraído, me lanzaba la bola confuerza, no para darme, sino paraasustarme, para que me fijase en el juego.Como dice Miguel Ángel, a esa edad

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todos nos quedamos mirando a lasmusarañas, pero a mí era al que menos selo permitían. También era yo el que teníaque ir siempre a recoger más pelotas quelos otros; y era yo quien barría las pistasal terminar la jornada. Quien pensara quemi tío iba a tener favoritismos conmigo seequivocaba. Era más bien al contrario.Miguel Ángel dice que me discriminabasin rodeos, porque con los demás chicosno podía ser totalmente implacable, peroconmigo sí, dado que era su sobrino.

Por otro lado, siempre me animó apensar por mí mismo en la pista. Se harepetido en los medios de comunicación,sin ningún fundamento, que me obligó ajugar con la mano izquierda para

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convertirme en un rival más difícil. Puesbien, eso no es cierto. Es una historiainventada por los periódicos. La verdades que empecé a jugar cuando era muypequeño y como no tenía fuerza suficientepara enviar la pelota por encima de lared, empuñaba la raqueta con las dosmanos, tanto para una derecha como paraun revés. Pero un día mi tío me dijo:

«Ningún jugador profesional juegacon las dos manos y no vamos a ser losprimeros, de modo que vas a tener quecambiar.»

Eso hice, y lo que me salió de maneranatural fue jugar con la mano izquierda.

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Por qué, no sabría decirlo. Escribo con laderecha, y cuando juego a baloncesto o agolf, o a los dardos, también soy diestro.Pero juego al fútbol con la piernaizquierda. La gente dice que eso me daventaja sobre el revés con ambas manos ypuede que tenga razón. El hecho de sentirmás y tener más control en ambas manosque la mayoría de jugadores tiene que ir ami favor, sobre todo en los tiros cruzados,en los que se necesita más fuerza. Pero nofue algo que se le ocurriera a Toni en unmomento de inspiración. Es absurdoimaginar que quisiera obligarme a jugarde un modo que no me saliera de maneranatural.

Aunque es cierto que Toni me exigía

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mucho. Mi madre recuerda que depequeño a veces volvía del entrenamientollorando. Me preguntaba el motivo, peroyo prefería callar. Una vez le confesé queToni tenía la costumbre de llamarme«niño de mamá» y le pedí que no le dijeranada para no empeorar la situación.

Toni no cedió en ningún momento.Cuando empecé a jugar partidos decompetición, a los siete años, endureciólos entrenamientos. Un día de mucho calorque fui a jugar un partido, llegué sin labotella de agua; me la había olvidado encasa. Toni habría podido ir a comprarmeotra, pero no lo hizo. Así, dijo, aprenderíaa tomar responsabilidad por mis cosas.¿Por qué no me rebelé? Porque me

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gustaba el tenis, y me gustó aún máscuando empecé a ganar partidos, y porqueera un niño dócil y obediente. Mi madredice que yo era muy fácil de manipular.Es posible, pero si no me hubieraencantado el tenis, no habría soportado ami tío. A él también lo quería, sigoqueriéndolo y siempre lo querré. Confiabaen él y en el fondo sabía que hacía lo quecreía mejor para mí.

Confiaba tanto en él que durante añosme creí todo lo que me contaba sobre lashazañas deportivas que decía haberprotagonizado: por ejemplo, que habíaganado el Tour de Francia o que habíasido una estrella de fútbol en Italia. Tanciegamente creía en él que cuando era

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pequeño estaba convencido de que teníapoderes mágicos. Durante las reunionesfamiliares, mi padre y mi abuelo leseguían el juego y fingían delante mío queno podían verlo. Así acabé creyendo queyo podía verlo y otra persona no. Toniincluso llegó a convencerme de que podíahacer que lloviera.

Cuando tenía siete años jugué unpartido contra un chico de doce. Nuestrasposibilidades de ganar no eran muy altas yToni me dijo antes del partido que siíbamos 0-5, haría que lloviese para que elencuentro tuviera que ser suspendido.Desde mi perspectiva infantil de entonces,perdió la fe demasiado pronto, porque sepuso a llover cuando yo iba perdiendo 0-

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3. No obstante, gané los dos juegossiguientes y aquello aumentó mi confianzaen mis posibilidades. Cuando hicimos elcambio de lado, con 2-3 en el marcador,me acerqué a mi tío y le dije:

«Haz que pare la lluvia. Creo quepuedo ganar a este chico.»

La lluvia paró dos juegos más tarde yal final perdí 7-5. Pero aún tendrían quetranscurrir dos años para que dejase decreer que mi tío era un hacedor de lluvias.

Así pues, había magia y diversión enmi relación con Toni, aunque cuandoentrenábamos el tono dominante era laseriedad y la severidad. Y nos dio un

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excelente resultado. Si no me hubieradejado sin agua aquel día, si no mehubiera tratado con especial rigor cuandoestaba aprendiendo con aquel grupo deniños, si no hubiera llorado cuando creíaque era injusto conmigo y que memaltrataba, es posible que yo no fuera eltenista que soy en la actualidad. Mi tíosiempre hacía hincapié en la importanciade aguantar.

«Aguantar —decía—, aprender asuperar la debilidad y el dolor,esforzarte hasta el límite sinderrumbarte nunca. Si no aprendes eso,nunca serás un deportista de élite.»

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A menudo tenía que luchar paracontener la furia. «¿Por qué he de barreryo la pista después del entrenamiento y nolos demás chicos?», me preguntaba. «¿Porqué tengo que recoger más pelotas que losdemás? ¿Por qué me grita de ese modocuando la bola bota fuera?» Pero tambiénaprendí a interiorizar mi rabia, a nopreocuparme por el trato injusto, aaceptarlo y adaptarme a él. Sí, es posibleque mi tío exagerase, pero su sistemafuncionó muy bien conmigo. Toda latensión acumulada en cada una de lassesiones de entrenamiento, ya desde elprincipio, me ha permitido afrontar losmomentos difíciles de los partidos conmás autodominio del que habría podido

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tener si mi preparación hubiera sido otra.Toni hizo mucho por forjar ese caráctercombativo que la gente dice que ve en mícuando estoy en la pista.

Pero mis valores como persona y miforma de ser, que en última instancia sonlos factores que determinan mi juegoproceden de mis padres. Es cierto queToni insiste en que tengo quecomportarme como un caballero en lapista, que tengo que dar ejemplo y pormuy furioso que esté, nunca tirar laraqueta al suelo, cosa que no he hecho entoda mi vida. Pero —y ésta es la cuestión—, si en casa me hubieran dado unaeducación diferente, es posible que no lehubiera hecho mucho caso. Mis padres

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siempre me educaron con disciplina. Eranmuy rigurosos con cosas como elcomportamiento en la mesa —«No hablescon la boca llena», «Siéntate recto»—, ocon la importancia de ser educados conlos demás: decir «buenos días» o «buenastardes» al encontrarse con otras personas,dar la mano a todo el mundo. Mi padre ymi madre y, para el caso, también mi tíoToni, siempre me han dicho que, almargen del tenis, su principal objetivo eraeducarme para que fuese una «buenapersona». Mi madre dice que si no lofuera, si me comportase como un niñatomalcriado, me seguiría queriendo, pero sesentiría muy incómoda viajando pormedio mundo para verme jugar. Desde

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muy pequeño me inculcaron la idea de quehay que tratar con respeto a todo elmundo. Cada vez que nuestro equipo defútbol perdía un encuentro, mi padrequería que me acercara a los jugadoresdel equipo rival y los felicitara. Quedijera a cada uno cosas como «Bienhecho, campeón. Muy bien jugado». A míno me hacía gracia. Me sentía fatal cuandoperdíamos y en mi cara debía de leerseque no decía aquellas palabras consinceridad. Pero sabía que tendríaproblemas si no hacía lo que me indicabami padre y en consecuencia obedecía.Acabé por acostumbrarme y ahora me salecon naturalidad el elogiar a un oponente sime ha derrotado, incluso aunque yo haya

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ganado, si se lo merece.Pese a toda la disciplina, de pequeño

disfruté de una vida familiar llena defelicidad y cariño; quizá por eso hayasido capaz de soportar el rigor con queme ha tratado Toni. Una cosa compensabala otra, porque mis padres, por encima detodo, me transmitieron una tremendasensación de seguridad. Sebastián, mipadre, es el mayor de los cinco hijos demi abuelo y yo fui el primer nieto de éste.Esto significa que desde que nací fuimimado por mis tres tíos y mi tía, queentonces no tenían hijos, y por misabuelos. Suelen decirme que yo era lamascota de la familia, su «juguetefavorito». Mi padre cuenta que cuando yo

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tenía sólo quince días, él y mi madre medejaban en casa de mis abuelos, dondeseguían viviendo mis tíos y mi tía, paraque pasara allí la noche. Cuando teníaunos meses, y luego, cuando tenía dos otres años, me llevaban al bar donde sereunían sus amigos, y charlaban, jugaban alas cartas, o al billar, o al tenis de mesa.Estar rodeado de adultos pasó a ser paramí lo más natural del mundo. Tengorecuerdos cálidos e inolvidables deaquellos tiempos. Mi tía Marilén, que estambién mi madrina, me llevaba a la playade Porto Cristo, a diez minutos deManacor, que está tierra adentro, y allí merecostaba en su estómago y dormitaba alsol. Con mis tíos jugaba al fútbol en el

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pasillo de casa, o abajo en el garaje. Untío mío, Miguel Ángel, era futbolistaprofesional. Jugó en el Mallorca, en elBarcelona y en la selección nacional.Cuando era muy pequeño, me llevaban alcampo de fútbol para verlo jugar. A pesarde los sermones que me echaba Toni, nosoy uno de esos deportistas cuya vidaconsiste en superar unos orígenes oscurosmientras ascienden a la cumbre. Yo tuveuna infancia de cuento de hadas.

Algo que sí creo tener en común contodos los que han triunfado en el deportees que soy muy competitivo. De pequeñodetestaba perder en lo que fuera. A lascartas, en un partidillo en el garaje, entodo. Si perdía, me daban ataques de ira.

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Hace tan sólo un par de años perdíjugando a las cartas con mi familia yllegué al extremo de acusar a los demásde hacer trampas, cosa que ahora meparece excesiva. No sé de dónde me vieneese rasgo. Quizá de ver a mis tíos cuandojugaban al billar con los amigos. Perohasta ellos se asombraban cuando, a pesarde mi carácter apacible, me ponía hechouna furia cada vez que había un juegocompetitivo de por medio.

Sin embargo, el deseo de triunfar —ysaber que tienes que trabajar con ahíncopara conseguir lo que ambicionas— meviene de familia, eso es indudable. Misparientes por parte de madre sonpropietarios de un comercio de muebles

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en Manacor (la industria del mueble hasido la base de la economía de la ciudad).Mi abuelo perdió a su padre a los diezaños y desde pequeño aprendió el oficiode la familia. Llegó a ser un gran ebanista.En la casa de mi madre, que es donde yovivo, se conserva una cajoneraelegantísima que hizo él con sus propiasmanos. Mi abuelo cuenta que en 1970 sefabricaron un total de dos mil camas enMallorca y las dos islas vecinas, Menorcae Ibiza, y la mitad salió de sus talleres. Laempresa la dirige actualmente mi tío Juan,mi padrino.

La herencia genética todavía es másclara por parte de mi padre. No es porquela pasión por el deporte sea lo que los

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define. Mi abuelo, que también se llamaRafael, es músico. Hay una anécdota queha contado muchas veces que pone demanifiesto lo decidido y lanzado que erade joven. Cuando tenía dieciséis años —ahora tiene ochenta y se conserva fuerte,todavía lleva un coro de niños que cantaópera— fundó y dirigió un orfeón en laciudad. Un orfeón serio, tanto que, cuandotenía diecinueve años, el director de larecién creada orquesta sinfónica deMallorca —hablamos de finales de losaños cuarenta— le preguntó si podíapreparar al orfeón para interpretar laNovena Sinfonía de Beethoven en Palma.La guerra civil había terminado hacíapoco y el país estaba en la ruina. Fue una

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aventura realmente ambiciosa, más aúnporque el orfeón estaba formado porochenta y cuatro personas y sólo mediadocena sabía leer una partitura. Losdemás eran aficionados. Pero mi abuelono se arredró por eso. Estuvieron seismeses y medio ensayando todos los díashasta que, como él mismo dice, «llegó elmomento en que los mallorquinespudieron oír la Novena de Beethoven porprimera vez, en vivo, en un teatro». Fue undía famoso en la historia de la isla. Elacontecimiento no se habría producido sinél. Y sólo contaba diecinueve años.

Creo que tal vez fuera un pocodecepcionante para él que ninguno de suscinco hijos mostrara aptitudes para la

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música, y una sorpresa que tres de ellosestuvieran dotados para el deporte.Aunque no me refiero a mi padre. Él es unhombre de negocios en cuerpo y alma,pero no de los que trabajan sólo pordinero, sino por el placer y la emociónque le produce. Le encanta cerrar tratos,fundar empresas, crear puestos de trabajo.Siempre ha sido así.

Cuando tenía dieciséis años regentóun bar con un compañero en las cuevas allado del mar en Porto Cristo yorganizaron una verbena con conjuntosmusicales. Con el dinero que sacaron dela venta de las entradas mi padre secompró una moto. A los diecinueve añosaveriguó que las gestorías cobraban

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mucho por el papeleo que se necesitabapara cambiar de titularidad los vehículos,de modo que se le ocurrió ofrecer elservicio a mejor precio. Trabajó en unbanco durante una breve temporada, seaburrió y luego, a través de un amigo desu padre —que además de a la música sededicaba al negocio inmobiliario—, entróa trabajar en una vidriera de Manacor.Cortaban cristal para hacer ventanas,mesas, puertas. El negocio fue biengracias al boom turístico que experimentóMallorca y al cabo de dos años mi padrepidió un préstamo y, con mi tío Toni desocio, adquirió el cien por cien de lavidriera. Toni no tenía talento para losnegocios, ni interés, así que mi padre lo

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hacía todo para que más adelante Tonipudiera dedicarse a tiempo completo adarme clases de tenis. En la actualidad mipadre sigue igual de ocupado quesiempre. Negocia con bienes raíces yexplora inversiones potencialmentelucrativas para mí. Gracias a mi buenasuerte y a los contactos que he hecho,opera a un nivel más alto que antes, en unámbito internacional, y planea inversionesconjuntas con otras empresas. No necesitahacerlo para sí mismo, pero lo hace paramí y también porque le gusta. Nodescansa; le encanta trabajar, siemprebusca nuevos desafíos y tal vez por eso enla familia se dice que yo he salido a él.

Los tíos deportistas fueron Toni, que

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jugó a tenis como profesional antes dehacerse entrenador, Rafael, que jugó afútbol en una división local durante variosaños; y Miguel Ángel, que llegó muyarriba en el fútbol. Su gran oportunidadllegó cuando a los diecinueve años fichópor el Mallorca, un club tradicionalmentede primera división. El día que firmó elcontrato (mi padre le hizo de agente) fueel mismo que nací yo, el 3 de junio de1986. Miguel Ángel no era especialmenterápido ni excepcionalmente hábil, peromarcaba goles, era polivalente, alto yfuerte y sabía colocarse en el campo en supuesto de defensa central. Quienes sesientan impresionados por mi condiciónfísica o mi tenacidad deberían mirarlo a

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él: estuvo jugando en primera divisiónhasta los treinta y ocho años. Fue sesentay dos veces internacional, defendió másde trescientas veces los colores delBarcelona en ocho temporadas y duranteese tiempo ganó cinco campeonatos deliga y el máximo trofeo a que puedeaspirar un club de fútbol: la Copa deEuropa. Yo iba a verlo jugar confrecuencia, pero recuerdo especialmenteque, cuando tenía diez años, me llevó alCamp Nou, al estadio del Barcelona, elmás grande de Europa, para jugar conmedia docena de titulares del equipo trasla sesión de entrenamiento oficial. Aqueldía me puse la camiseta del Barcelona.Mi familia estuvo mucho tiempo

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burlándose de mí, porque a pesar de miadoración por mi tío Miguel Ángel,siempre he sido y seré hincha del RealMadrid. Como todo el mundo sabe, elMadrid y el Barça son los rivalesfutbolísticos más encarnizados del mundo.¿Que por qué soy aficionado del Madrid?Pues porque mi padre también lo es, locual da la justa medida de cuánto hainfluido en mí como persona.

Todos y cada uno de los miembros demi familia han contribuido a que sea comosoy y quien soy. En el caso de mi tíoMiguel Ángel, he tenido la suerte de verencarnada en él la clase de vida que meespera cuando cuelgue la raqueta de tenis.Fue una gran estrella, sobre todo en

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Mallorca. Ha sido el orgullo de la isla enel terreno deportivo, junto con el tenistaCarlos Moyà, que fue número uno delmundo. Mi tío ha sido un gran ejemplopara mí. Él me permitió entrever la vidaque me aguardaba; ganó dinero y fuefamoso; apareció en la prensa y televisióny recibió el aplauso de las multitudes allídonde fue. Pero nunca se tomó demasiadoen serio a sí mismo; nunca «se lo creyó»—nunca creyó merecer realmente toda laadulación que recibía— y siempre fue unapersona sencilla y modesta. Que para míhaya sido desde siempre solamente mi tíosignifica que también yo he aprendidodesde joven a poner el tema de la fama enperspectiva y, cuando llegue el momento,

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a seguir con los pies en la tierra. MiguelÁngel ponía solidez práctica, de carne yhueso, a las lecciones de humildad que mitío Toni y mis padres me venían dandodesde mi más tierna edad. Soy muyconsciente de que todo lo que me hasucedido no se debe a quien soy, sino a loque hago. Hay una diferencia. Hay un RafaNadal, el tenista, al que la gente vetriunfante y estoy yo, el Rafa Nadalpersona, el mismo que he sido siempre yel mismo que habría sido aunque mehubiera dedicado a otra cosa en la vida,con o sin fama. Miguel Ángel también hasido importante para mi familia: suexperiencia los preparó a todos para lamía. Gracias a esa experiencia suya

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pudieron adaptarse a mi popularidad conmás facilidad que si no hubiera sido éseel caso.

Miguel Ángel, que a día de hoy essegundo entrenador del Real ClubDeportivo Mallorca, en primera división,me señala estos días que otras personasque han tenido familiares famosos dejanque el éxito se les suba a la cabezacuando ellos mismos adquieren renombre.Dice que, aparte de lo que haya podidohacer él, mis padres y Toni son los querealmente me han preparado para sortearlas trampas de la celebridad y me elogiapor haber sido lo bastante inteligente paraaprender bien esas lecciones. MiguelÁngel también cree que no soy del todo

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consciente de la magnitud de lo que heconseguido. Puede ser que tenga razón y,si la tiene, probablemente será para bien.

Puede que todo me hubiera resultadodiferente si hubiera preferido ganarme lavida con el fútbol y no con el tenis. Todoslos chicos mallorquines jugaban al fútbol,tuvieran o no un pariente futbolista. Yo melo tomaba muy en serio. Miguel Ángelseguía viviendo en casa de mis abuelosdurante los primeros años de sutrayectoria profesional y, cada vez quetenía partido, la noche anterior yo ledecía: «¡Vamos a entrenar! ¡Tenemos queganar mañana!» Y con mucha solemnidad,a las diez de la noche, con sólo cuatroaños, lo llevaba a él y a mi tío Rafael al

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garaje y nos poníamos a correr comolocos, con y sin balón. Pensar en elloahora me resulta gracioso, pero creo queesa conciencia de la importancia deprepararse a fondo ha tenido siempre y esque uno recibe de su juego todo lo quepone en él.

El fútbol fue mi pasión en la infancia ylo sigue siendo hoy. Ya puedo estarjugando un torneo en Australia o enBangkok que, si dan por televisión unpartido importante del Real Madrid a lascinco de la madrugada, me levanto a esahora para verlo, a veces incluso aunqueyo mismo tenga que jugar horas más tarde.Y, si es necesario, ese día adapto misentrenamientos a la hora de los partidos.

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Soy un fanático. Mi abuelo recuerda quecuando tenía cuatro años me enseñabafotos de los escudos de los equipos deprimera división y se quedababoquiabierto porque yo los identificaba yle decía de qué equipo era cada uno. Meirritaba muchísimo perder en cualquierjuego, fuera al nivel que fuese, inclusocuando me enfrentaba con cualquiera demis tíos en el garaje. Y nunca queríaparar. Mi tío Rafael recuerda todavía, nosin una mueca de dolor, las veces que mequedaba en su casa los viernes por lanoche y lo despertaba a las nueve y mediapara que fuera a jugar conmigo cuando élse había acostado a las cinco de lamadrugada. Siempre me las arreglaba

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para convencerlo. Una parte de él meodiaba en aquel momento, pero confiesaque le resultaba imposible resistirse a mientusiasmo. Aunque últimamente soy yoquien sufre. Soy el mayor de trece primosy ahora son ellos quienes me despiertanpara jugar después de haber estado yofuera casi toda la noche. Pero siempre melevanto, porque me divierto y porque nohe podido olvidar la seriedad con que metomaba el deporte de niño, sobre tododesde que, a los siete años, jugué en elequipo oficial de Manacor en una ligainfantil.

A mi padre y a Miguel Ángel les gustarecordar que después de aquellosencuentros me ponía a analizar las jugadas

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con la misma exactitud que aplicábamos alos partidos de primera división de mi tío.Comentaba mis fallos y mis goles, porque,a pesar de tener un año menos que el restode mis compañeros, marqué muchos (unoscincuenta por temporada) dado que jugabade extremo izquierdo. Entrenábamos todala semana y la noche previa al encuentroyo era un manojo de nervios. Medespertaba a las seis de la mañana parapensar en el partido y prepararmementalmente. Siempre cepillaba y lustrabalas botas antes del encuentro, en partepara calmar la ansiedad. Mi madre y mihermana se ríen cuando lo recuerdan,porque dicen que cuando se trata depracticar un deporte soy disciplinado y

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ordenado, pero para todo lo demás soymuy caótico y distraído. Tienen razón. Encasa, mi habitación parece una leonera —también las habitaciones que ocupo en loshoteles cuando estoy de viaje, dondesuelo olvidarme cosas—. Estoyconcentrado por completo en el partidoque voy a jugar, como cuando erapequeño. Visualizaba mentalmente eljuego que iba a desarrollar, imaginaba losgoles que marcaría, los pases que haría.Calentaba en mi habitación. Me preparabacasi con la misma intensidad que en laactualidad cuando me espera un partidoimportante, y sentía la misma tensión. Alrecordar ahora aquellos tiempos sonrío,pero entonces era para mí lo más

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importante del mundo. Más que el tenis alprincipio, a pesar de la dureza de lassesiones con Toni y de la convicción queme transmitía de que algún día me ganaríala vida como jugador. Mi sueño deentonces, como el de muchos chicosespañoles, era ser futbolista profesional.Aunque desde los siete años jugabacompeticiones de tenis y lo hacía bien,siempre me ponía más nervioso cuandoiba a jugar un partido de fútbol. Creo queera porque no jugaba solo y me sentíaresponsable ante mis compañeros.

También tenía una fe ciega en nuestracapacidad para ganar, aunque todopareciese perdido. Mis tíos me recuerdanque yo siempre estaba mucho más

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convencido de nuestras posibilidades quelos demás compañeros del equipo, y quehubo veces en que perdíamos 5-0 y yo meponía a gritar en los vestuarios: «¡Notiremos la toalla! ¡Aún podemos ganar!»O la vez que jugamos en Palma yperdimos 6-0, y al volver a Manacordecía: «No importa. Cuando juguemos encasa les daremos una paliza.»

El caso es que había más victorias quederrotas. Recuerdo muchos partidos conclaridad. Me acuerdo en concreto de latemporada en que ganamos el campeonatode Baleares, cuando tenía once años. Elpartido decisivo fue contra el Mallorca, elpoderoso equipo de la capital de la isla.Al llegar al descanso perdíamos 1-0, pero

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al final le dimos la vuelta al marcador yganamos 2-1. Un penalti nos dio lavictoria. Llegué con la pelota hasta el áreay un jugador del equipo contrario tocó elbalón con la mano en la línea de gol. Lonormal habría sido que lanzara yo elpenalti, ya que era el máximo goleadordel equipo, pero no me atreví. Quien mevea ahora jugando una final enWimbledon quizá se pregunte por qué.Bueno, aún tenía que fortalecer micarácter. Aceptar aquella responsabilidadera demasiado para mí en ese momento.Por suerte, el compañero que lanzó elpenalti marcó el gol. La alegría de ganaraquel campeonato fue tan grande como lade ganar un torneo de Grand Slam. Puede

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que parezca extraño, pero las dosexperiencias pueden compararse. Enaquel momento era lo máximo a lo quepodía aspirar. Me dominaba la mismaemoción, la misma sensación de triunfo,sólo que en un escenario menor.

Creo que no hay nada, en ninguna otraesfera de la vida, que produzca la euforiaque se siente cuando se gana en eldeporte, sea cual sea el nivel a que sejuegue. No hay ninguna emoción tanintensa ni tan satisfactoria. Y cuanto máshas deseado jugar, mayor es la alegría queexperimentas cuando lo consigues.

La primera vez que probé esasensación en el tenis fue a los ocho años,cuando gané el campeonato de Baleares

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en la categoría sub 12. Aún hoy piensoque fue una de las mayores victorias de micarrera. Una diferencia de cuatro años aesa edad se siente como una eternidad; loschicos mayores de mi categoría parecíanseres míticos y superiores. Eso se debía aque entré en el torneo sin la menor idea deque podía ganar. Hasta entonces sólohabía ganado un torneo y había sidocontra chicos de mi edad. Pero paraafrontar este otro había estado entrenandocon Toni durante más de un año, cincodías por semana, a razón de hora y mediadiaria. No creo que ningún otroparticipante en aquel torneo hubieraentrenado tanto como yo ni con unpreparador tan exigente como el mío.

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También pienso que, gracias a Toni,conocía el juego mejor que los demáschicos. Aquello me dio ventaja, yprobablemente me la siga dando.

Viendo entrenar al número diez delmundo y al número quinientos, no siemprese acierta cuál de ellos está más arriba enla clasificación. Sin la precisión que unacompetición ejerce sobre uno, los dosgolpearán la bola y se moverán más omenos igual. Porque saber jugar noconsiste sólo en golpear bien la pelota: essaber elegir bien, cuándo hacer unadejada o dar un golpe recio, o alto, obajo, o profundo, cuándo dar a la bola unefecto de retroceso o un efecto liftado, yhacia qué zona de la pista aguantar cuando

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golpeas. Toni me obligaba ya desde losprimeros tiempos a reflexionar sobre latáctica básica del tenis. Cuando algo mesalía mal, me preguntaba: «¿En qué hasfallado?» Y comentábamos, analizábamosen profundidad los errores que habíacometido. Lejos de querer convertirme enuna marioneta, se esforzaba por hacer quepensara por mí mismo. Toni decía que eltenis era un deporte en el que había queprocesar mucha información con mucharapidez; para ganar a un rival, tenías quepensar mejor que él, y para pensarcorrectamente, tenías que mantener lacalma.

Al llevarme siempre hasta el límite,Toni aumentaba mi capacidad mental, un

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esfuerzo que dio sus frutos en los cuartosde final de aquel primer campeonato sub12, en los que jugué frente a un rival queera el favorito, un chico tres años mayorque yo. Perdí los tres primeros juegos sinhacer ningún punto, pero acabé ganandosin perder ni un solo set. Después tambiéngané la final en dos sets. Todavía guardola copa en casa, junto a los trofeos que heconseguido siendo ya profesional.

Fue una victoria muy importante, puesme dio el empuje que necesitaba paratodo lo que vino después, aunque elescenario no fue muy espectacular quedigamos. A la final, que se jugó en Ibiza,acudieron unos cincuenta espectadores ycasi todos eran de mi familia. Se pusieron

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contentos cuando gané, eso lo recuerdo,pero no fue nada del otro mundo. Despuésno hubo celebraciones por todo lo alto: noes nuestro estilo. En el tenis, como enotros deportes, hay chicos a quienes guíala ambición de su familia, sobre todo desus padres. Yo tenía a Toni. Pero su deseode verme triunfar se compensabasaludablemente con la relajada actitud demi padre. Él estaba muy lejos decompartir la ambición de esos padres quequieren que sus hijos triunfen pararealizar los sueños que ellos no pudieroncumplir. Todos los fines de semana mellevaba en coche a distintos puntos deMallorca —nunca podré agradecérselo losuficiente— y se quedaba a verme jugar,

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no porque quisiera que me convirtiera enuna estrella, sino porque quería vermecontento. Nunca se le pasó por la cabezaentonces que yo pudiera acabar siendo untenista profesional y menos aún queganase lo que he ganado.

Hay una anécdota de mi infancia quemi padre y yo recordamos bien y que ponede manifiesto su actitud hacia mí y miactitud hacia el tenis, y la diferencia entreambos enfoques. Fue dos años después deque ganara el campeonato de Baleares,inmediatamente después de las vacacionesde verano, en septiembre. Aquel mes deagosto lo había pasado estupendamentecon los amigos, pescando, bañándome enel mar, jugando a fútbol en la playa. Pero

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había entrenado poco y de pronto tuve quejugar en un torneo en Palma. Mi padre mellevó en coche, como de costumbre, yperdí. Recuerdo el marcador: 6-3, 6-3,frente a un chico al que debería de habervencido. Durante el regreso yo guardabaun silencio sepulcral. Mi padre, que nuncame había visto tan deprimido, quisoanimarme.

«Vamos —dijo—. No es paratanto. No te lo tomes así. No puedesganar siempre.»

Yo no respondí. Sus palabras nopodían sacarme de aquel abatimiento.

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«Mira —añadió—, has pasado unverano fantástico con tus amigos. ¿Quémás quieres? No puedes tenerlo todo.No puedes ser esclavo del tenis.»

Él pensaba que me estaba exponiendoun argumento convincente, pero yo meeché a llorar, lo cual lo dejó bastanteatónito, porque yo no lloraba nunca.Quiero decir por entonces.

«Vamos —insistió—, este veranote lo has pasado de miedo. ¿Es que note basta?»

«Sí, papá —respondí finalmente—,pero todo lo bien que me lo he pasadono compensa lo mal que me siento

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ahora. No quiero volver a sentirme asínunca más.»

Mi padre repite esas palabras inclusoen la actualidad y sigue tan asombradocomo entonces de que yo hubiera dichoalgo tan agudo y tan profético, siendo tanjoven. Él entiende aquella breveconversación como un momento decisivo,como el día en que cambió la imagen quese había hecho de su hijo y en que miforma de entender mis ambiciones en lavida cambió asimismo. Me di cuenta deque lo que más me afectaba de todo era laidea de que me había decepcionado a mímismo, de que había perdido sin dar lomáximo de mí. En vez de llevarme a casa,

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mi padre me condujo a un restaurante dela costa para que comiera el que porentonces era mi plato favorito, lasgambas. Hablamos poco mientrascomimos, pero los dos sabíamos que sehabía cruzado un umbral. Se había dichoalgo que me definiría y moldearía durantemuchos años.

Once años después, en 2007, sentí unadesesperación parecida al perder la finalde Wimbledon frente a Roger Federer.Con los ojos anegados en lágrimas, pensé:«No quiero volver a sentirme así nuncamás.» Y de nuevo lo pensé, aunque con unenfoque más sereno y constructivo, alcomenzar la revancha de 2008.

Ganar aquel primer punto durante el

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servicio de Federer y ganarlo bien, fue elprimer paso para la curación de unaherida que arrastraba desde hacía docemeses. Pero en el segundo punto, en el quedespués de un peloteo adecuado acabéyendo en busca de un golpe ganadordemasiado pronto y asesté una derechaque botó fuera, quedamos como alprincipio. Así es el tenis. Juegas un puntoextraordinario que ganas con un excelentedisparo después de un largo y tensointercambio de golpes, pero para elmarcador final tiene el mismo valor que elpunto que a continuación regalé. Ahí esdonde interviene la fortaleza mental, loque distingue a los campeones de lossubcampeones. Has de olvidar

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inmediatamente ese fallo, quitártelo de lacabeza. No debes permitir que tu cabezase entretenga pensando en él. Por elcontrario, has de sacar provecho de haberganado el primer punto y apoyarte en eso,pensando sólo en lo que viene acontinuación.

El problema fue que Federer empezó ademostrar muy deprisa por qué era elmejor del mundo. Ganó el juego con unrevés cruzado, con una derecha enparalelo y con un ace. Volví a la sillasintiéndome más prudente y, a la larga,más fuerte por haber recordado a tiempoque no iba a poder repetir la fácil victoriaque había conseguido en Roland Garrosveintiocho días antes; y por haber

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recordado además que el saque deFederer, en una superficie de hierba queda ventaja a los buenos sacadores, eramucho mejor que el mío.

Federer ganó en primer juegodejándome a 15, pero sentí ciertoconsuelo, el suficiente para seguircreyendo en la victoria. Aunque habíaperdido cuatro puntos de los cinco quehabíamos jugado, los puntos habíandurado mucho y en todos había movidobien la bola. Él, en cambio, había tenidoque pelear para ganar su servicio. Lomalo era que ahora iba a tener queremontar, quizá durante lo que durase elset, para acortar la distancia.

Las cosas fueron mejor de lo que

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esperaba. El plan era sacarle su revés, locual hice en todos los puntos del segundojuego, y prácticamente en todos los puntosdel servicio. El cuarto punto me incitó aseguir con aquella táctica. Saqué contra surevés; restó con una bola alta y con efectocortado y yo volví a soltar un trallazocontra su revés. Esta tónica se repitióvarias veces: yo le devolvía la pelota altaen profundidad y con efecto liftado contrasu revés, haciendo que retrocediera y sesintiera muy incómodo. Cuatro pelotas,una tras otra, al mismo sitio, altas y haciasu izquierda. Aquello no le dejaba másalternativa que devolverme una pelotacortada hacia el centro de la pista, lo cualme daba tiempo para situarme y colocarle

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la bola exactamente donde yo quería. Siyo hubiera tirado contra su derecha, sehabría arriesgado a devolverme su golpeplano y más fuerte y yo habría podidoperder el control del punto. De aquelmodo fui yo quien lo controló; él acabóperdiendo la calma durante un instantecrítico y me envió un pelotazo de revésque se le fue alto y desviado. No iba a serfácil ganarle todos los puntos de estaforma, pero era un claro indicio de queera el plan al que tenía que ceñirme.

En el siguiente juego hubo un tantodecisivo. Federer sólo había perdido dosjuegos teniendo el servicio en los seispartidos que había disputado para llegar ala final; aquél iba a ser el tercero. Gané

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un punto con un tiro profundo hacia suderecha, pero por lo demás seguídevolviéndole las bolas contra su revés.Falló tres golpes. Yo ganaba 2-1, elsiguiente servicio sería mío y por elmomento ganaba la batalla psicológica, loque, por lo general, significa que juegasmejor que tu oponente porque piensas conmás claridad. Me sentía satisfecho,aunque no entusiasmado. Quedaba muchopartido por delante y cualquier idea devictoria, cualquier insinuación de quefuera a haber una película con final feliz,habría sido suicida. Lo que yo tenía quehacer era concentrarme y darle a entendercon mis actos y mi comportamiento que noiba a regalarle ningún punto. Si quería

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derrotarme, iba a tener que jugar bientodos y cada uno de los puntos, pero quemuy bien; no sólo tendría que jugar delmejor modo posible, sino que tendría quejugar así todo el tiempo. Mi objetivo eradarle a entender que iba a tener que jugaral límite de sus posibilidades durantehoras.

Captó el mensaje. No volvió a aflojar,aunque ya era demasiado tarde. Los dosdimos lo mejor de nosotros hasta elúltimo punto del primer set, pero yoconservé intactos todos mis servicios ygané 6-4.

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EL TÍO TONI

Pregunten a Toni Nadal cuáles fueron lasúltimas palabras que dirigió a su sobrinoantes de salir del vestuario de Wimbledonpara empezar la final de 2008 y dirá: «Ledije que pelease hasta el final yaguantara.» Pregúntenle por qué Rafa hallegado a la cima del tenis mundial yresponderá: «Porque la cabeza lo es todo,y la actitud, el querer más, el aguantar másque el contrario.» Pregúntenle lo que ledice a Rafa esos días en que el cuerpo se

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rebela y el dolor parece demasiado fuertepara competir en la pista, y su respuestaserá: «Le digo: "Mira, tienes dos caminospara elegir; decirte a ti mismo que ya hasido suficiente y abandonar, o bienprepararte para sufrir y seguir adelante."Tienes que elegir: aguantar o rendirte.»

«Aguantar» es una palabra que Toni leha martilleado en el cerebro a Nadaldesde su más tierna infancia. Refleja unafilosofía espartana de la vida que es pocofrecuente en una isla, y en todo un país,donde lo que suele reinar es el principiodel placer. Toni se nos presenta como unespañol de los tiempos antiguos, como sidescendiera de Hernán Cortés, elconquistador del siglo XVI que

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desembarcó en México con varioscentenares de hombres, quemó sus navespara que nadie sintiera la tentación devolver a la patria y, tras superarprivaciones terribles y adversidades sincuento, derrotó al imperio azteca y seapropió de sus tesoros y grandesextensiones de tierra en nombre de lacorona española.

Toni, fornido y moreno, de piernasgruesas y poderosas, parece hecho de lamateria con que se forjan losconquistadores. De mirada fría ydecidida, es un hombre franco que no seesfuerza mucho por congraciarse conquienes lo rodean. No es arisco; desde elpunto de vista de su familia peca de ser

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demasiado generoso con los desconocidosque le piden entradas para un partido ocon periodistas que necesitan unasdeclaraciones, pero en sus relaciones conlos más íntimos, si bien esinsobornablemente leal, puede llegar a serdistante y peleón. No es la oveja negra dela familia, porque los Nadal son un clanmuy unido y no cabe el concepto de laoveja negra. Carlos Costa, que conocebien a mi familia, dice que «Toni esdiferente a los demás». Es más gruñón quesus hermanos, más respondón; es unmoralista, categórico en sus opiniones ysiempre pronto a discutir.

Pero no es tan estricto, ni tiene tantode soldado conquistador como podría

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parecer. Hay una cierta tendencia en losmedios a sugerir que Rafa no sería nadasin Toni. Lo cierto es que son un dúo; senecesitan el uno al otro, se complementan.

Toni soñó una vez con ser campeón detenis. De joven destacaba en este deporte,se forjó una reputación y llegó a ser unode los mejores tenistas de Mallorca.Durante un tiempo fue también el mejorjugador de tenis de mesa de la isla y unajedrecista de fama local. Tenía buenfísico y buen cerebro, pero cuando se hizotenista profesional y dejó el archipiélagopara conquistar el resto de España,descubrió que, aunque era un jugadorsólido, le faltaba el impulso asesino, unacualidad que, cuando se dedicó a entrenar,

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procuró inculcar en sus jóvenes alumnos.Los muchachos a quienes enseñó con susobrino recuerdan que otros entrenadoressubrayaban la importancia de controlar labola, mientras que Toni hacía hincapié enla agresividad de los ganadores. El mismoToni cita el caso del golfista JackNicklaus, que dijo una vez en un vídeoeducativo que a los jóvenes jugadores lesaconsejaba que «primero le den fuerte a labola y luego se preocupen de meterla enel hoyo». Toni se tomó esta lección muy apecho. El consejo que dio a su sobrino alcomienzo mismo, cuando éste tenía cuatroaños, fue: «Primero pégale fuerte a labola; ya nos preocuparemos después decontrolarla.»

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Luego se dedicó a una tarea másdifícil: forjar un competidor que estuvierablindado mentalmente. Empezó (con laintención de continuar así) tratando a susobrino de manera indisimuladamenteinjusta en relación con sus compañeros,pero exigiéndole que nunca se quejara.Los chicos con los que entrenó Nadalrecuerdan que cuando Toni le gritaba unaorden, como que se quedara rezagado yrecogiera las pelotas, o que barriera laspistas después del entrenamiento, el jovensobrino bajaba la cabeza y obedecía.Cuando entrenaban solos y el sol daba delleno en una mitad de la pista, Toni ledecía a Rafa que jugara en esa mitad. Si alcomienzo de una sesión jugaban con

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pelotas buenas, Toni, de manerainesperada, sacaba del bolsillo una mala,una bola pelada que rebotabacaprichosamente, o una empapada y flojaque apenas botaba. Si el sobrino sequejaba, Toni decía: «¡Puede que laspelotas sean de tercera categoría, pero túeres de cuarta!»

Según Toni, su dureza era en provechode Rafa. Por ejemplo, jugaban partidos enlos que ganaba el primero que llegase aveinte puntos. Toni dejaba que elemocionado niño llegara a diecinuevepara entonces endurecer su juego yderrotarlo sin piedad, amargándole el díadespués de permitir que saborease elplacer de una pequeña e improbable

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victoria. Aquellos golpes a su moral y laimplacable disciplina a la que sometía aRafa tenían una importante finalidadestratégica: enseñarle a aguantar.

Por otro lado, la relación del propioToni con el principio del aguante escontradictoria. Toni y su hermanoSebastián aprendieron las virtudes de estacualidad durante la adolescencia, cuandoestuvieron en un internado de Palma, a unahora de Manacor en coche. El director delcolegio sermoneaba a los alumnos largo ytendido sobre los beneficios de aceptarcon entereza viril las inevitables pruebasy decepciones de la vida. La prueba másinmediata que los dos hermanos tuvieronque pasar fue el estar en aquel internado,

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lejos de su excepcionalmente unida yprotectora familia. Sebastián aguantóhasta el final. Se quedó en el internadohasta que terminó el ciclo de estudios.Toni soportó un año, transcurrido el cualsuplicó a sus padres que le permitieranvolver, a lo que éstos accedieron. Luegose puso a estudiar derecho e historia en launiversidad, pero lo dejó antes delicenciarse. Tras probar como tenistaprofesional, regresó a Manacor y sededicó a entrenar a niños en el club de laciudad, lo que más le gustaba hacer y porlo que tenía vocación.

Allí habría podido quedarse, comofracasado discípulo de la doctrina deaguantar, si la suerte no le hubiera

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deparado un sobrino que poseía un templey una capacidad que no había visto enningún otro chico hasta entonces. Por losgolpes que daba Rafa a la pelota, por susentido natural de colocación en la pista ypor su fuerza de voluntad, Tonicomprendió rápidamente que tenía en susmanos a un futuro campeón de España.Decidió que no debía permitirledesperdiciar su talento del mismo modoque él había echado a perder el suyo. Lasuerte había llamado a la puerta de lafamilia e iba a aprovecharla al máximo.Tuvo la inteligencia de extraer leccionesde sus propios errores e inculcar a susobrino los hábitos de un ganador,ayudándole a forjarse un futuro cuyos

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laureles pudiera merecidamentecompartir.

El éxito de Rafa ha sido larecompensa a la honestidad de laautocrítica de Toni, que se ha sentidoestimulado y ha dado a sus opinionesfranqueza y a sus certidumbres unaseveridad propia de los enlutadoscatólicos de la corte española en la épocade Cortés. Sin embargo, no buscaconsuelo en el más allá ni en un Diosbenévolo. No es católico, y es muycategórico, igual que en cualquier otroasunto, al afirmar que religión equivale adebilidad e insensatez. Desdeña la fe enDios alegando que es una creencia mágicaprimitiva tan infantil como la de su

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sobrino cuando éste estaba convencido dela capacidad de su tío para producirlluvia.

En lo que Toni es inflexiblementedogmático es en sus ideas relativas a laeducación de los niños.

«El problema actual —dice— esque los hijos han pasado a ser el centrode atención. Los padres, la familia,todos cuantos los rodean se sientenobligados a ponerlos en un pedestal. Seinvierte tanto esfuerzo en potenciar suautoestima que acaban sintiéndoseespeciales por sí mismos, sin tener quehacer nada. Viven confundidos: noentienden que la gente no es especial

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por ser quien es, sino por hacer lo quehace.

Es algo que veo todo el tiempo. Ysi luego resulta que ganan dinero yadquieren un poco de fama, y todo seles pone fácil y nadie los contraría, yse les complace en todos los pequeñosdetalles de la vida; pero...»

El fenómeno es tan frecuente en eldeporte profesional que, según Toni, lagente se lleva una sorpresa cuando unjoven deportista brillante no se comportacomo un niñato, sino como un ser humanoamable y normal. Adulados, rodeados depelotilleros que intentan aprovecharse deellos, a las figuras del deporte se les

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repite sin cesar que son dioses y acabanpor creérselo. La cortesía llana de RafaNadal, que es una excepción a la norma,sale a colación constantemente y esmotivo de orgullo para Toni.

Toda la educación que recibió RafaNadal lo preparó para comportarse así. Siacabara siendo una superestrella, Toni ylos padres de Nadal se asegurarían de quefuera una superestrella modesta. Y si loelogiaran por su modestia, como haocurrido ya tantas veces, también esohabría que rechazarlo por excesivo.

«Ha que ser humilde y punto —diceToni—. Serlo no es ningún méritoespecial. Más aún, yo no utilizaría la

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palabra "humilde" para describir aRafael. Él ya sabe cuál es su lugar en elmundo. Todos deberían conocer sulugar en el mundo. La cuestión es queel mundo ya es lo bastante grande, sinnecesidad de imaginar que también losomos nosotros. La gente exagera aveces este tema de la humildad. Essimplemente cuestión de saber quiénessomos, dónde estamos y que el mundoseguirá exactamente igual sinnosotros.»

La tendencia instintiva de Toni aborrar la menor insinuación decomplacencia o consideración por símismo en su sobrino no le impide ver sus

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cualidades innatas ni la influencia de suspadres en él.

«Yo no creo que le hubiera ido malsi lo hubieran dejado a su aire —admite—. Por sus padres, gentesensata, y por la forma de ser deRafael, Rafael siempre ha sidoobediente, lo cual es un signo deinteligencia en un niño, ya quedemuestra que entiende que susmayores saben más que él y que respetasu mayor experiencia en el mundo.Creo, pues, que la materia prima con laque trabajamos en este caso fue deprimera calidad. Pero mi misión fuefomentar esa tendencia. Cuando vi su

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enorme potencial, me pregunté a quéclase de persona me gustaría ver en lapista, al margen de su capacidad comojugador, y me dije que quería ver a unchico con personalidad, pero sinalardes. No me gustan los divos y elmundo del tenis está lleno de ellos. Poreso le prohibí desde siempre que tirasela raqueta al suelo durante un partido;por eso le insistí siempre para quepusiera lo que yo llamo "buena cara"cuando juega: tranquila y seria, sinenfados ni irritaciones; por eso eraimportante ser siempre amable ycaballeroso con el rival, en la victoriay en la derrota.»

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Respeto por los demás, por todos, almargen de quiénes sean y de lo que hagan;ése es el punto de partida de todo, diceToni.

«Lo que no es admisible es quepersonas que lo han tenido todo en lavida se comporten con grosería con losdemás. No; cuanto más arriba estás,más obligación tienes de tratar a lagente con respeto. Habría detestadoque mi sobrino se hubiera comportadode otro modo, si hubiera tenidopataletas en la pista, si hubiera sidoimpertinente con sus oponentes o contoda la gente que lo estuviese viendopor televisión. O, para el caso, ser

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maleducado con los árbitros o los fans.Yo siempre digo, y sus padres también,que es más importante ser buenapersona que buen jugador.»

También Toni es lo bastante buenapersona para reconocer que a veces hapodido ir «demasiado lejos en la otradirección» con su sobrino. Su durezadurante los entrenamientos era unaestrategia consciente y calculada, comotambién lo era su constante tendencia areducir los méritos de los primeros éxitoscompetitivos del sobrino. Si Rafa dabauna derecha genial durante un partido,bueno, aún faltaba mucho que practicarcon el revés. Si encadenaba una

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impresionante serie de golpes hacia lalínea de fondo, estupendo, pero ¿y lasvoleas? Si ganaba un torneo, tampoco erapara echar las campanas al vuelo, yademás, ¿qué pasaba con su saque?

«Todavía no has conseguido nada—le decía Toni—. ¡Necesitamos más,mucho más!»

Los demás miembros de la familiaestaban desconcertados y, en ocasiones, lamadre reaccionaba con enfado. Sebastián,el padre, tenía sus dudas. El tío Rafael sepreguntaba en ocasiones si Toni no estaríapresionando demasiado al sobrino. Juan,su padrino, hermano de la madre, llegó al

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extremo de decir que lo que estabahaciendo Toni con el muchacho era«crueldad mental».

Pero Toni era duro con Rafa porquesabía que éste podía encajarlo y que, conel tiempo, se crecería. Según dice, nohabría aplicado los mismos principios sise hubiera tratado de un chico más débil.La idea de que a lo mejor tenía razónimpedía rebelarse abiertamente a losparientes más inclinados a la duda. El queno dudaba de Toni era Miguel Ángel, elfutbolista profesional. También élpartidario del principio de aguantar, en elque cree casi con la misma veneraciónque el propio Toni, Miguel Ángel diceque el éxito del deportista de élite se basa

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en su capacidad «para sufrir», inclusopara disfrutar sufriendo.

«Significa aprender a aceptar quesi has de entrenar dos horas, entrenasdos horas; si has de entrenar cinco,entrenas cinco; si tienes que repetir unejercicio cincuenta mil veces, lorepites. Eso es lo que diferencia a loscampeones de los que sólo tienentalento. Y todo está directamenterelacionado con la mentalidad de losganadores; mientras das muestras deresistencia, tu cabeza se fortalece. Lascosas que recibes como regalos, amenos que lleguen con un apegosentimental especial, no se valoran; en

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cambio, se valora mucho más las cosasque se consiguen con el propioesfuerzo. Cuanto mayor es el esfuerzo,mayor es el valor.»

Este argumento era decisivo para lafamilia y se vio en el hecho de que nadie,ni siquiera la madre de Rafa, se enfrentaranunca de verdad a Toni para decirle queno atosigara al chico. Todos entendíanque pasar tantas horas con Toni eraagotador, pero también que los dos habíanllegado a un punto en el que ya no podíanvivir el uno sin el otro y mucho menostriunfar en el tenis por separado.

La familia murmuraba, pero dejabaque Toni hiciera su trabajo, respetaba la

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autonomía de su reino, de aquel régimenespartano en el que no se permitía ni ungemido, en el que el joven guerrero enciernes era sometido a toda clase depruebas y privaciones, y al que nunca sele admitían excusas por muy justificadasque estuvieran. La culpa siempre era suya.Si perdía un partido porque se le habíarajado el marco de la raqueta, a Toni ledaba igual; si jugaba mal porque la red dela raqueta no estaba tensa y la bola se leiba, a Toni le traía sin cuidado. Si teníafiebre, si le dolía la rodilla, si habíatenido un mal día en el colegio: ningunaexcusa era válida ante Toni. Rafa teníaque sonreír y aguantar.

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CAPÍTULO 3

EL AS DEL FÚTBOLQUE NUNCA FUE

Federer sacó y ganó el primer juego delsegundo set sin perder un solo punto. Sipor casualidad había habido el menorrastro de complacencia en algún rincónperdido de mi cabeza por haber ganado elprimer set, aquel resultado lo borró. Meatizó cuatro saques buenos con esafacilidad engañosamente sencilla tan

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propia de él y no pude restar.Decididamente, no iba a ser unarepetición de la final del Abierto deFrancia, en la que Federer sólo ganócuatro juegos en total y yo gané el últimoset por 6-0. Estaba peleando duro. Si esedía ganaba, sería su sexto Wimbledonseguido, una hazaña no conseguida pornadie hasta el momento. Había alcanzadotantas victorias y había dominado durantetanto tiempo que una parte de él jugaba,como él mismo había dicho en ciertaocasión, «para la historia». Ganar aquelpartido significaba tanto para él comopara mí; perder sería igual de dolorosopara los dos.

Durante el segundo juego, cuando yo

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servía, se mostró más motivado de lo quele había visto nunca. Aunque normalmentees más sereno que yo en la pista, ganó losdos primeros puntos con un par dederechas sensacionales. Un golpe enparalelo y el otro una derecha cruzada, ylos dos los coronó con un grito de desafío.Ganó el juego, rompió mi servicio y memachacó. Cuando Federer tiene esasrachas de genialidad, lo único que cabehacer es conservar la calma y esperar aque pase la tormenta. Apenas se puedehacer nada cuando el mejor jugador de lahistoria ve la bola del tamaño de un balónde fútbol y la golpea con fuerza, confianzay la precisión de un rayo láser. Son cosasque ocurren y hay que estar preparado

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para encajarlas. No puedesdesmoralizarte en esos momentos, tienesque acordarte —o convencerte— de queprobablemente no podrá mantener esenivel juego tras juego, de que —comoToni se ve obligado a recordarme—también él es humano, de que si yoconservo la sangre fría, me ciño a mi plande juego y procuro agotarlo y hacer que sesienta incómodo, antes o después seresentirá. Su fuerza mental cederá y serámi oportunidad. Esa ocasión llegaría mástarde que temprano. Volvió a ganar suservicio con comodidad. Yo a duraspenas conseguí ganar el mío y él volvió aganar el suyo. Me vencía 4-1 y a mí meparecía que sólo llevábamos cinco

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minutos de juego. La victoria que habíaconseguido en el primer set me parecía yamuy lejana.

Pero yo contaba con un larguísimohistorial de partidos en los que habíaremontado las peores situaciones. Poseíasuficiente experiencia para hacer frente aaquélla. No hay nada más grande que unafinal de Wimbledon, pero hay un límite encuanto a los nervios que se puedenacumular durante un encuentro, durantecualquier encuentro, y a la importanciaque la victoria tiene para nosotros; y,como no olvido nunca, la tensión y laeuforia son igual de grandes que cuandode niño juegas un partido o cuando elhorizonte de tus deseos no va más allá de

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la copa de fútbol del juvenil de Baleareso de ganar el campeonato nacional detenis sub 12. Todos nos pusimos muycontentos la tarde que gané esecampeonato con once años, pero fue Toni,incapaz como de costumbre de contener sutendencia a ponerme con los pies en latierra, quien aguó la fiesta. Llamó porteléfono a la Federación Española deTenis, fingiéndose periodista, y pidió lalista de los últimos veinticinco ganadoresdel campeonato. Entonces, delante de lafamilia, leyó los nombres en voz alta y mepreguntó si alguna vez había oído hablarde ellos. Fulano de tal, ¿lo conoces? No.¿Y a este otro? No. ¿Y a éste? Tampoco.Sólo cinco habían alcanzado un nivel

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decente como profesionales y cuyosnombres me sonaban. Toni sonrió.

«¿Te das cuenta, Rafael? Tusprobabilidades de llegar a ser unprofesional son de una entre cinco. Asíque no te emociones demasiado por lavictoria de hoy. Aún te queda muchocamino que recorrer, y es un caminodifícil. Y que lo recorras depende deti.»

Otra cosa que dependía de mí era siiba a tomarme el tenis lo suficientementeen serio para renunciar al fútbol. Fue unade las decisiones más difíciles que hetenido que tomar, aunque al final se

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produjeron unas circunstancias quedecidieron por mí.

Por entonces entrenaba cinco vecespor semana y viajaba al extranjero paracompetir en torneos de tenis, ganando enEuropa frente a algunos de los mejorestenistas del mundo de mi edad. Sinembargo, durante la semana seguíaentrenando con mi equipo de fútbol y losfines de semana jugaba partidos decompetición. Y como me recuerda mimadre, tenía que ir al colegio y estudiar.Debía renunciar a alguna de estas cosas,aunque no quería que fuera el fútbol. Lasola idea me partía el corazón. Pero alfinal no tuve mucha opción. Yo sabía, ymis padres también, que no podía hacerlo

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todo. Habría sufrido mucho más si elequipo de fútbol no hubiera sido cogidopor un nuevo entrenador. El anterior, alque yo quería mucho, había comprendidoque no podía esperar que me presentase atodas las sesiones de entrenamiento, apesar de lo cual se sentía contento de quejugara en el equipo, dado que yo era elmáximo goleador. El nuevo míster fue másinflexible. Dijo que o me presentaba paraentrenar, como los demás chicos, o nojugaba. Si faltaba un solo día en el cursode una semana, me echaba del equipo. Yeso fue lo que pasó. Si no hubiera sidopor aquel entrenador, mi vida habría sidodiferente. Mi padre cree que de todosmodos habría podido ser un buen

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futbolista profesional. Dice que cuandoentrenaba, lo hacía con más empeño quelos demás muchachos. Y, además, teníaesa confianza inusual —o fe fanática— enla capacidad de mi equipo para ganar enlas condiciones más adversas.

En cualquier caso, sospecho que mipadre confiaba demasiado en mi talentofutbolístico. Yo era bueno, pero no tanespecial. El deporte en el que sobresalíaera el tenis, aunque el fútbol me gustabatanto como el tenis o incluso más. Enfútbol era jugador del equipo que habíaganado el campeonato de Baleares, peroen tenis era campeón de España en lacategoría sub 12, y aquel mismo añoquedé finalista en el campeonato nacional

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sub 14. Tenía un año menos que loscompañeros del equipo de fútbol, peropor lo general dos menos —y a veces tres— que mis rivales en la pista.

Había que tomar una decisión y nopodía negar lo evidente. Tenía que ser altenis. No lo lamento, primero porque fuela decisión correcta, y segundo, porque nosoy una persona que conceda ningún valora emperrarse en las cosas que no sepueden cambiar. Creo que lo entendí muybien ya por entonces. Hay un vídeo enYouTube en el que Televisión Españolame entrevista durante las finales delcampeonato sub 14 de España. Trasexplicar que entrenaba todos los días decuatro a ocho de la tarde, añado: «Me

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gusta el fútbol, pero sólo paraentretenerme.» Apenas había cumplidodoce años y ya tenía una profesión.

No soy una persona muy coordinadapor naturaleza. Si he encontrado mi ritmoen la pista es porque lo he trabajado. Enmi familia tengo cierta fama de torpe. Mimadrina Marilén recuerda que cuando erapequeño, mi familia se iba de paseo enbicicleta los domingos por la mañana,pero a mí no me gustaba ir. Nunca mesentía a gusto en bicicleta, ni en mototampoco. Son las formas preferidas detransporte en la mitad oriental deMallorca, en la que vivo, porque elterreno es muy llano, pero a mí me dabamiedo de caerme y nunca me acostumbré.

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Cuando me saqué el carnet de conducir,Marilén exclamó: «¡Qué peligro!» Pillé laindirecta y desde entonces conduzco conprudencia.

No siempre he sido prudente en lapista de tenis. A veces he jugado pese aestar gravemente lesionado.

Una de las victorias más memorablesde mi vida, no sólo porque tuve que batira un muy buen jugador en la final, sinoporque tuve que superar la barrera deldolor minuto a minuto fue cuando gané elcampeonato nacional sub 14. El torneo secelebró en Madrid y mi rival era uno demis mejores amigos de entonces, que losigue siendo en la actualidad: TomeuSalvà, con quien me había entrenado

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desde los doce años.En la primera ronda del torneo me caí

y me fracturé el dedo meñique de la manoizquierda, aunque no quise retirarme ni,bajo los vigilantes ojos de Toni,quejarme. El año anterior había llegado asemifinales y en aquella ocasión teníaintención de ganar. Jugué bien todos lospartidos y batí a Tomeu en la final, en laque quedamos 6-4 a mi favor en el tercerset. Tenía que coger la raqueta con cuatrodedos, mientras el meñique fracturadocolgaba, hinchado e inútil. No me lovendé porque me habría dificultado darlea la bola. Lo peor era cuando tenía quepropinar una derecha. Con el revés a dosmanos el peso cae más sobre la derecha.

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Yo jugué con aquel dolor incesante hastael extremo de que casi lo olvidé. Escuestión de concentrarse, de borrar todolo que tienes en la mente excepto el juego.Durante toda mi trayectoria he aplicadoeste principio. A juicio de Titín, que meha visto en multitud de ocasiones con unaforma física desastrosa antes de comenzarun partido, pero totalmente a tono encuanto empieza, es la adrenalina de lacompetición lo que contribuye a calmar eldolor. Sea cual fuere la explicación,cuando vuelvo la vista atrás y veo a aquelRafa adolescente, me siento orgulloso deél. Estableció un modelo de referenciaque me ha servido como ejemplo y comolección de que la mente puede vencer a la

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materia, y cuando quieres algo con muchaintensidad, ningún sacrificio es demasiadogrande.

Tuve ocasión de comprobar losefectos de lo que hice en aquella finalcontra Tomeu después de ganar el últimopunto. El dolor me golpeó con tanta fuerzaque no tenía fuerzas para levantar la copay, en el momento de posar para la fotoconmemorativa, otro chico tuvo queayudarme a sostenerla.

Más o menos por entonces, cuandoaún tenía catorce años, se me presentó unaoportunidad de romper mi conexión conToni. Me ofrecieron una beca paratrasladarme a Barcelona, a media hora enavión desde Mallorca, para entrenar en el

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Centro de Alto Rendimiento de San Cugatdel Vallés, una de las mejores academiasde tenis profesional de Europa. Fue elmomento de enfrentarme a otra grandecisión y la verdad es que no soy muybueno tomando decisiones, ni siquieraahora. En las que se toman en la pista enuna fracción de segundo, claro que sí; enlas que se necesita algo de meditación, notanto. (Por eso supongo que tenía queestar agradecido al nuevo entrenador quehabía aparecido un par de años antes en elescenario futbolístico, porque en ciertomodo él decidió por mí que debíarenunciar al fútbol y optar por el tenis.)En estas situaciones escucho las opinionesde los demás antes de contrastar

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argumentos. No me gusta opinar sobrenada hasta que no conozco todos losdatos. Para meditar aquella decisión,escuché más a mis padres que a Toni, yellos lo tenían muy claro. Dado que nos lopodíamos permitir, puesto que nuestrasituación acomodada no hacía obligatorioaceptar la beca, mis padres dijeron: «Leva muy bien con Toni, y además, ¿dóndeva a estar un chico mejor que en su casa?»Su principal temor no tenía nada que vercon mi juego tenístico, sino con laposibilidad de que me desorientara enBarcelona, solo y sin familia. No queríanque me convirtiera en un adolescenteproblemático. Evitar eso era para ellosmás importante que verme triunfar en el

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tenis.Me alegró que mis padres optaran por

aquello porque, en el fondo, tampoco yoquería irme de casa, y hoy me alegro másaún cuando lo recuerdo. Aunque enocasiones Toni me crispaba los nervios(por entonces tenía la costumbre decitarme para entrenar a las nueve de lamañana y no aparecer hasta las diez), yosabía que seguir con él tenía sus ventajas.No iba a encontrar un entrenador mejor, nimejor guía.

El éxito se me habría podido subir ala cabeza en Barcelona, sin Toni y mifamilia cerca (y sin descontar a Maribel,mi hermana menor), que se confabulabanpara que mantuviese los pies sobre la

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tierra. Recuerdo un pequeño incidenterelacionado con Maribel durante untorneo juvenil que se celebró en Trabes,Francia, llamado Les Petits As, «Lospequeños ases». Yo tenía catorce años. Eltorneo se consideraba el mejor del mundopara los chicos de mi edad. Había muchopúblico, ya que la gente creía que tendríauna oportunidad de ver por primera vez aalgunas de las grandes estrellas del futuro.Aquel año gané yo y, a modo de anticipode lo que sucedería después, se meacercaron chicas de mi edad y otrasmayores para pedirme autógrafos. Mispadres lo encontraron divertido, aunqueno dejaron de alarmarse un poco, así quemi padre indicó a Maribel, que entonces

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tenía nueve años, que se pusiera junto alas chicas que hacían cola y, cuando letocó el turno, me preguntó con la voz máscursi y aduladora del mundo: «SeñorNadal, por favor, ¿me firma unautógrafo?» Mis padres, que miraban delejos, se rieron de lo lindo. Puede que yoimpresionara a otros, pero a mi familia,jamás.

Aquel mismo año fui a Sudáfrica.Hasta entonces no había viajado tan lejos.Había ganado en España una serie detorneos patrocinados por Nike y meclasifiqué para participar en una gran finalen Sudáfrica, el Nike Junior TourInternational, en la que competirían losganadores de todos los países. Toni no

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estaba convencido de si debía ir. Comosiempre, no quería que me hiciera ideaselevadas sobre mí mismo, pero comodesde otro punto de vista era prepararmepara la vida errante de un tenistaprofesional, veía las ventajas de quejugase en un país lejano contra algunos delos mejores tenistas extranjeros de miedad. Aunque Toni vacilaba (tieneopiniones firmes sobre las cosas, pero lecuesta tomar decisiones incluso más que amí), mi padre no abrigaba la menor duda.Llamó por teléfono a otro entrenador conel que a veces yo trabajaba en Palma,Jofre Porta, y le preguntó si meacompañaría a Sudáfrica. Jofre contestóque sí y aquella misma tarde tomamos un

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vuelo nocturno a Johannesburgo que hacíaescala en Madrid. Toni no parecía muycomplacido, pero hasta cierto punto sesentía aliviado por haberse ahorrado docehoras de vuelo, ya que tiene pánico a losaviones.

Recuerdo aquel torneo menos comotenista que como chico emocionado queviaja por primera vez a África. Se celebróen Sun City, un complejosorprendentemente lujoso en el corazón dela sabana africana, con piscinasgigantescas, cataratas e incluso una playaartificial, y no lejos de allí, leones yelefantes. Fue toda una aventura estarcerca de aquellos animales salvajes,aunque no me acerqué mucho. Nos

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llevaron a un lugar donde podíamos cogera unos cachorros de león y acariciarlos,pero yo no toqué ninguno. No me sientotranquilo con los animales, ni siquiera conlos perros; no me fío de sus intenciones.Pero recuerdo aquellos días en Sudáfricacomo unas breves y emocionantesvacaciones durante las que, casualmente,gané un torneo de tenis. Una prueba de loinfantil que seguía siendo, de lo pocoprofesional que era a pesar de las horasde práctica que le echaba y de todo elengatusamiento de Toni, fue lo queocurrió la mañana de la final: pasé doshoras jugando al fútbol. Losorganizadores se escandalizaron, como sino nos tomáramos en serio su torneo, y

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recurrieron a Jofre para que me obligara adejar de jugar. Jofre no lo hizo. Sabiendoque reflejaba la opinión de mis padres,les recordó que si no me divertía despuésde recorrer medio mundo para jugar untorneo, la consecuencia se vería cuandoperdiera el entusiasmo por el tenis.

Cuando regresé de Sudáfrica meencontré con que mi madrina Marilénhabía preparado una fiesta en casa de misabuelos para celebrar mi victoria. Inclusohabía colgado una pancarta, aunque nollegué a verla. Toni se enteró de lo que secocía, se enfadó, arrancó la pancarta de lapared y se la llevó. Marilén había escritoen la pancarta una frase en broma que mehalagaba y me tiraba por tierra al mismo

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tiempo, pero Toni no le vio la gracia. Meinterceptó en la puerta de mis abuelos yme dijo:

«Vete a casa. Yo iré después,cuando haya tenido unas palabras contu madrina y tus abuelos.»

No sé exactamente qué les dijo, peropor lo que mi madrina me contó mástarde, más o menos les espetó:

«Pero ¿estáis locos? ¿Qué estáishaciendo con ese muchacho? Lo vais aechar a perder. No le deis tantaimportancia a lo que hace».

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Toni no se contentó con aquello. Porla noche se presentó en mi casa y dijo:

«Bueno, no podemos perder eltiempo. Te quiero ver mañana a lasnueve abajo, en la puerta. Iremos aPalma a entrenar.»

Atónito, estupefacto y al borde de larebelión, repliqué:

«¿Te das cuenta de lo que me estáspidiendo?»

«¿Y qué te estoy pidiendo? —respondió—. Nada más que estésmañana a las nueve en la puerta, listopara entrenar. Te estaré esperando. No

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me obligues a subir.»

Yo estaba indignado y volvía a tenerla sensación de que se me tratabainjustamente.

«¿Hablas en serio? —pregunté—.Porque si es así, entonces estás loco.¿Crees que es justo que después decatorce o quince horas en avión no meperdones ni una, ni una sola sesión deentrenamiento?»

«Entonces nos veremos a lasnueve.»

«Pues no voy a estar.»

Pero estuve. Mohíno, malhumorado y

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echando chispas, a las nueve en punto.Toni tenía razón y, a pesar de toda mi

indignación, yo también, en lo más hondo,sabía que la tenía. Una vez más, suintención había sido evitar que «mecreyera» el éxito alcanzado, que pensaraque merecía una celebración o que se meeximiese del entrenamiento. Mis padresson más alegres que Toni, no tanaguafiestas, pero en aquella ocasiónestuvieron de acuerdo con su enfoque.Cuando un tío o una tía me felicitaba poruna victoria, mi madre respondía siempredel mismo modo:

«Vamos, que no es para tanto.»

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Mi madre me inyectaba energía yestímulo en los aspectos en que yo andabamás flojo, como los estudios del colegio.Con respecto a este tema mis padres, queya me habían protegido de Barcelona,decidieron cuando cumplí quince añosque podía hacer lo mismo que mi padre yque Toni e ir a un internado de Palma. Sellamaba Escuela Balear del Deporte,respondía exactamente a mis necesidades—clases normales y mucho tenis— yestaba a una hora de mi casa en coche,pero allí me sentí fatal. Mis padres —mimadre en particular— temían que tantotenis perjudicara mis estudios; mi temorera que los estudios perjudicaran mi tenis.De hecho, perjudicaron mis posibilidades

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de participar en el Torneo Juvenil deWimbledon, así como en el de RolandGarros.

«¡Pero esos torneos sonimportantes!», me quejé a mi madre.

«Sí —replicaba ella—, sin duda loson, pero seguro que tendrás másoportunidades para jugar en esascompeticiones; en cambio, siabandonas los estudios, no tendrásninguna otra posibilidad de aprobar losexámenes.»

Mis padres pensaban que el internadodeportivo era la mejor solución paraconseguir los dos fines. No voy a decir

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que cometieran un grave error, porqueaprobé los exámenes, pero fue un añohorrible para mí. No necesitaba ni queríaque cambiase nada en mi vida. Me sentíacontento con lo que tenía. Y, de pronto,me invadió una nostalgia tremenda:echaba de menos a mis padres, a mihermana, las comidas en familia con mistíos y mis abuelos, ver los partidos defútbol en la televisión por la noche —memataba perderme eso— y la comida decasa. Y el horario que teníamos era brutal.Nos levantábamos a las siete y media,teníamos clase desde las ocho hasta lasonce, luego tenis durante dos horas ymedia, y después comíamos. Por la tarde,más clases, entre las tres y las seis, y

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luego tenis y gimnasia entre las seis y lasocho. Y después, de las nueve a las once,a estudiar otra vez. Era demasiado. Nadade lo que tenía que hacer lo hacía bien, niestudiar ni jugar al tenis. Lo único buenoque recuerdo de aquella experiencia eraque, al finalizar el día, estaba tan cansadoque dormía como un lirón. Otra cosabuena era que volvía a mi casa los finesde semana y, sí, al final conseguí las notasque necesitaba para terminar bien elcurso.

Mi madre quería que siguieseestudiando y que hiciese los exámenes deacceso a la universidad. Cuando teníadieciséis años me matriculó en un curso adistancia, pero perdí todos los libros, me

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los dejé en un avión cuando viajaba aCanarias y allí terminó mi educaciónformal. No creo que me dejara olvidadosaquellos libros a propósito; fue otraconsecuencia de no pensar en nada que nofuera el tenis. Y no lamenté haberrenunciado a la posibilidad de ir a launiversidad, porque no creo enlamentaciones y punto. Siento curiosidadpor el mundo; me gusta estar informado delo que pasa y creo que en los últimos añoshe aprendido sobre la vida muchas cosasque la universidad no habría podidoenseñarme nunca.

Lo gracioso es que en el internado mepasó lo mismo que a Toni, que tambiénañoraba su casa de un modo terrible. A mi

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padre, en cambio, no le ocurrió. Élsiempre juega con las cartas que le da lavida. Yo no tengo ese carácter tan sólidoque tiene él, ni Toni tampoco, pero aplicoal tenis el principio de aguantar. Toni medio la teoría, mi padre me dio un ejemploque imitar.

Su personalidad es el polo opuesto dela de Toni. Toni habla mucho, es unfilósofo; mi padre escucha, es unpragmático. Toni tiene opiniones; mipadre toma decisiones, siempre con lasideas claras. Toni es imprevisible; mipadre es ecuánime. Y es el emprendedorde la familia. El proyecto de Toni he sidoyo y ha hecho su trabajo de formaimpecable. Pero mi padre, que es dos

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años mayor que Toni, ha emprendido unnegocio tras otro partiendo de cero; estenaz cuando se trata de fijarse objetivos,aunque ha hecho de su familia suprioridad. Es muy sincero y celoso demantener el buen nombre de la familia. Hadado empleo a docenas de personas ensus diversas actividades y ha creado lascondiciones para que nosotros vivamosbien y para que Toni se dedicara encuerpo y alma a mí.

Una cosa no habría ocurrido sin laotra. Toni no ha recibido nunca ningúndinero, ni mío ni de la familia, por laatención vitalicia que me ha dedicado,pero ha podido hacerlo porque posee lamitad del negocio de mi padre y percibe

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el cincuenta por ciento de los beneficiossin trabajar en él. Es un trato justo porqueyo no habría recibido las horas deentrenamiento que me ha dado Toni si mipadre no hubiera trabajado toda su vidacon esa finalidad.

Lo que define a mi padre en su trabajoes que afronta los problemas, encuentrasoluciones y consigue que la tarea se llevea cabo. Y pienso que en eso me parezcomás a él que a Toni. Toni es mientrenador de tenis y también mi guía enmuchas otras cosas de la vida. Para ellose vale de palabras: me apremia, mereprende, me aconseja, me enseña. Peroahí es donde termina su trabajo y dondeempieza el mío. Quien ha de poner sus

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palabras en acción soy yo. Mi madrinadice que mi padre es por naturaleza unganador y que en la pista yo tengo sucarácter. Creo que es verdad. Yo soy elluchador en mi espacio, como mi padre loes en el suyo.

Sin embargo, desde el punto de vistadel público, es el que queda en la sombra.Le gusta decir: «Soy el hijo de RafaelNadal, el hermano de Miguel ÁngelNadal, el padre de Rafael Nadal; nuncasoy yo a secas.» Otros podrían reaccionara esta circunstancia con envidia o sinocultar apenas el resentimiento; a mipadre le gusta de verdad. Su padre se hizofamoso en Manacor gracias a sus logrosmusicales; su hermano fue un futbolista

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famoso; su hijo es un tenista famoso. Estosignifica que, en diferentes etapas de suvida, ha tenido que presentarse, o serpresentado, como el hijo, el hermano o elpadre de otro Nadal. O si dice: «Hola,soy Sebastián Nadal», la respuesta esinvariablemente: «Ah, ¿el hijo/ elhermano/ el padre de...?» Que élrecuerde, siempre ha habido al menos unanoticia por semana sobre un Nadal en losmedios locales, pero ninguna sobre él.Eso nunca le ha molestado, porque notiene ningún interés en ser conocido oreconocido, y mucho menos agasajado. Secontenta con que los demás miembros dela familia reconozcan que sólo ha queridoser un pilar para la familia y, en los

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últimos años, el pilar que, en concreto, mesostiene a mí.

Fue mi padre, con su experiencia en elmundo empresarial, quien pensó en lanecesidad de rodearse de un equipoprofesional. Además de Toni, nosasociamos con Joan Forcades, mipreparador físico; Rafael "Titín" Maymó,mi fisioterapeuta; Ángel Cotorro, mimédico; Benito Pérez-Barbadillo, paraocuparse de la comunicación con losmedios; y como representante, CarlosCosta, que trabaja para IMG, unacompañía de marketing deportivo muybien conectada en el mundo del tenis. Enlo referente a los asuntos económicosrelacionados con mi carrera tenística,

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contrariamente a lo que él acostumbraba,mi padre me comentó que creía mejor quealguien externo a la familia nos ayudara.Le contesté que me fiaba de élplenamente, pero que, si se sentía máscómodo trabajando con gente que pudieraaportar un punto de vista más objetivo,por mí no había ningún problema, demodo que se alió con varios socios deconfianza con los que había trabajado enanteriores ocasiones y a los que yoconozco desde niño. No obstante, para sersincero, es la parte que menos mepreocupa del equipo. Toni, siempre elprudente, era reacio a ampliar la cosa másallá del círculo familiar, pero fue mipadre quien dijo que no, que si nos

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proponíamos llegar a la cumbre, teníamosque reconocer nuestras limitaciones yconseguir que unos buenos profesionalestrabajaran con nosotros.

Mi padre es el cerebro estratégico delequipo, pero también se encarga deasuntos menores cuando los demás nopueden, como, por ejemplo, de conseguirun par de entradas de Wimbledon para unpatrocinador o solucionar el trasladodesde un hotel hasta el club donde tienelugar un torneo. Ante los asuntos grandesy pequeños que se presentan es mi padrequien pone orden, calma y el buen humorque necesito para funcionar a tope en lapista.

Ello no implica reducir en modo

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alguno el papel que Toni ha desempeñadoen mi vida. Pese a todos los choques quehemos tenido, es mi tío y lo quiero. Perola principal fuerza impulsora en mi vidaha sido mi padre, quien, junto con mimadre, ha creado una base familiar feliz yestable sin la que yo no sería el tenistaque soy. Puede que para mi madre no hayasido lo mejor, porque prácticamente seolvidó de sí misma —dejando unaperfumería que era suya— y lo sacrificótodo por nosotros, por mi hermana, por mipadre y por mí. Es una persona sociablepor naturaleza, le encanta aprender y vercosas nuevas, pero desde que nací yo suvida se ha limitado a la familia. Lo hizoporque quería, porque nunca le entró la

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menor duda de que era eso lo que teníaque hacer. A veces pienso que se hasacrificado demasiado por nosotros, perosi su objetivo era que tuviéramos elespacio y el amor necesarios paraprosperar, funcionó. Mientras mi padreestaba fuera administrando sus negocios,ella daba forma a nuestros valores, seencargaba de mi educación y de la de mihermana, nos ayudaba con los deberesescolares, nos daba de comer y estaba connosotros todos los días, siempredisponible para lo que fuera. Subestimarel valor de su papel en todo lo que me hasucedido, pensar que es menos importanteque Toni, por ejemplo, sería estar ciego ycometer una injusticia. Como ella misma

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dice a veces, «a nadie le gusta ver escritopor todas parte que su hijo ha sidoeducado por otra persona».

Sin embargo, como le repito a mimadre, me viene bien que Toni ocupe unpapel central en mi vida tenística.Redunda en mi beneficio. Toni me da algosin lo que mi juego sufriría, y creo que mimadre lo comprende.

Nunca podré devolver a mis padrestodo lo que me han dado, pero lo mejorque puedo hacer por ellos es ser fiel a losvalores que me han inculcado, ser «buenagente», porque sé que nada les doleríamás o les haría sentirse más traicionadosque si fuera mala persona. Si ademáspuedo darles diversión, alegría y la

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satisfacción de ganar un torneo importantecomo Wimbledon, es un plus muyemocionante. Porque una victoria para míes una victoria para todos nosotros. Yo losé y ellos también.

No era esto lo que más me preocupabacuando perdía 4-1 frente a Federer en elsegundo set de la final de Wimbledon,pero si tenía la convicción de que era unamontaña que podía escalar, en grandísimaparte se debía a la estabilidad y alejemplo que mi familia me había dado.

La situación, sin embargo, distaba deser ideal. Allí me encontraba yo ante elarchicampeón de Wimbledon, que estabajugando mejor que nunca. Me sentíasuperado por él. Desde fuera debía de dar

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la impresión de que Federer se sentíamajestuosamente cómodo en su reino de laCentre Court. Cualquier espectadorpodría imaginar que yo estaba pensando:«Por favor, esto se me va de las manos.Va a repetirse lo de 2007.» Pero no. Loque yo pensaba era: «No va a podermantener este ritmo ni en este set ni en lostres o cuatro siguientes. Yo aún me sientobien. Noto las buenas sensaciones. Meaferraré a mi plan de juego y entoncesvolveré a tener oportunidades.» Y noregalar ni un solo punto, nunca jamás.

Y empecé a ganar. Antes de lo queesperaba o, para el caso, de lo que memerecía. Gané mi servicio y luego tuve lasuerte de romper el suyo. Fue un serio

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contratiempo para él. Lo encajó mal,perdió la concentración, salió del estadode gracia en el que se había enclaustradoy volví a romperle el servicio. Dabagolpes flojos, en general debido a queadoptaba posturas difíciles para intentardevolver el aluvión de bolas que yolanzaba contra su revés, y me regalabapuntos donde antes me los ganaba conaparente facilidad. Estaba empezando asentirse incómodo de nuevo, a notar lapresión, y se le veía en la cara. En un parde ocasiones incluso gritó con rabia.Aquél no era el estilo de Roger, de ningúnmodo. Pero a esas alturas yo estaba mássereno por fuera que él y, probablemente,también por dentro. No es que mi juego

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hubiera mejorado. También yo dabamalos golpes, fallaba algunas ocasionesganadoras que debería habermaterializado con facilidad. En momentoscomo esos, mi cara tampoco es unamáscara impasible. Se me escapan gritosde contrariedad y cierro los ojos dedesesperación, como sabe cualquiera queme haya visto jugar. Pero, en cuanto mecoloco para disputar el siguiente punto, lacontrariedad desaparece, olvidada yborrada; lo que cuenta, lo único queexiste, es el momento.

Ganaba 5-4 y me tocaba a mí sacar.Ganó el primer punto. Luego saqué con unbuen primer servicio directo al cuerpo.Inapelable. Quince iguales. Gané el

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siguiente punto con una derecha enprofundidad abierta hacia su derecha, muyparecido al trallazo con el que habíaganado el primer punto del partido. Peroel siguiente punto lo ganó él: treintaiguales. Un punto sensacional. Y entonces,mientras botaba la bola contra el césped yestaba ya a punto de arquearme y sacar,intervino el juez: «Infracción de tiempo:aviso, señor Nadal.» Al parecer, habíadejado transcurrir demasiado tiempo entreun punto y otro, había sobrepasado ellímite legal de veinticinco segundos antesdel saque. Es una norma que se aplicamuy pocas veces, pero es peligrosaporque, una vez que se ha recibido elprimer aviso, las demás infracciones

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restan puntos. Aquello ponía a prueba miconcentración. Habría podido montar unaescena. Estaba seguro de que el públicocompartía mi indignación. Pero sabía, sinnecesidad de pensarlo dos veces, quedescubrir mis emociones no mebeneficiaría. Me arriesgaría a perderaquella preciosa baza, la concentración.Además, estaba en una buena racha, a dospuntos de ganar el segundo set. Me olvidéinmediatamente de la interrupción del juezy gané el punto con un golpe tremendo ypoco habitual en mí, un revés cortadocruzado que hizo que Federer fallara en lared. Fue especialmente satisfactorio, nosólo por la importancia del tanto, sinoporque me gusta creer que, por muchos

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torneos que gane, sigo mejorando mijuego, y aquel revés cortado era un golpeque venía entrenando y fortaleciendodesde hacía tiempo. No es un golpe quemuchos jugadores opten por tener en surepertorio porque el juego actual es muyrápido, pero creo que me da una ventajaya que me permite cambiar el ritmo dejuego, plantear problemas nuevos a mioponente. Sin embargo, aquel golpeconcreto superó todas mis expectativas.Normalmente, el revés cortado es ungolpe defensivo, pero el que acababa desacarme de la manga había sido uno delos mejores golpes ganadores de mi viday, además, me dio un punto de set. Federervolvió con fuerza y nos pusimos iguales

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en el marcador, aunque yo me sentía en mimejor momento, capaz de todo. Llegamosa otros dos deuces y Federer tuvo trespuntos de break en total, pero finalmenteentregó el juego y el set con un revésvacilante que se estrelló contra la red. Fueun error en el que yo intervine, un error enun momento decisivo, en un partido queiba a caracterizarse por un elevadísimoporcentaje de golpes ganadores. Yoganaba ya 6-4, 6-4. Otro set más y seríacampeón de Wimbledon.

Pero todavía no cantaba victoria. Enabsoluto. Mi rival era Federer y frente aél no había relajación posible. Más aún,yo sabía que aquel 6-4 era injusto. Élhabía jugado mejor que yo durante todo el

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set. Podía jugar al mismo nivel, o no tanbien, y ganar el siguiente. Puede que yo lohubiera derrotado mentalmente; pero si yoaflojaba mentalmente, me derrotaría. Alcéla mirada y vi que el cielo se oscurecía.Parecía que fuera a llover de nuevo; talvez se aplazase el partido hasta el lunes.Ocurriera lo que ocurriese, tendría queafrontarlo. El marcador indicaba que yoganaba dos sets a cero; pero en mi cabezaestábamos todavía 0-0.

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EL CLAN

Sebastián Nadal tuvo que aguantar nopocas bromas de su familia por culpa dela chaqueta que se puso para ver jugar asu hijo contra Federer en la final deWimbledon de 2008. No era suya, aclaróen son de queja; antes de que comenzarael partido no llevaba ninguna y pidió aBenito Pérez, jefe de prensa del tenista,que le buscase algo que ponerse. Lo mejorque pudo agenciarse Benito fue unachaqueta azul oscuro con rayas verticales

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plateadas y, con las gafas oscuras,Sebastián parecía un capo de tercera filade la mafia siciliana, que chocaba un pocoen aquel escenario tenístico con sabor afresas con nata. En cualquier caso, así escomo lo describieron sus hermanos, unaimpresión que él mismo luchó por rebatir.

No obstante, había una faceta en laque el look de gángster no resultaba deltodo inadecuado. Hay algo siciliano en laintimidad del círculo familiar de losNadal. Viven en una isla del Mediterráneoy, más que una familia, son un clan, algoasí como los Corleone o los Soprano,pero sin maldad ni pistolas. Se comunicanen mallorquín, una variante del catalánque sólo hablan los habitantes del

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archipiélago; son rigurosamente lealesentre sí y todas las cuestiones económicasse tratan dentro de la familia, ya sean lascondiciones del contrato de Miguel Ángelcon el Fútbol Club Barcelona, la empresacristalera que dirige Sebastián o losnegocios inmobiliarios con los que todoshan sacado provecho.

Fijémonos, por ejemplo, en el edificiode cinco plantas que la familia adquirióen el centro de Manacor, junto a la iglesiade la Virgen de los Dolores, cuyo altocampanario sobresale entre los tejados dela ciudad. Cuando Rafael tenía entre diezy veintiún años, todos los Nadal —losabuelos, sus cuatro hijos, su hija, susrespectivos cónyuges y su creciente

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descendencia— vivían en la misma finca,unos encima de otros, y tenían las puertasabiertas de día y de noche, lo queconvertía todo el edificio en una granmansión familiar.

En Porto Cristo, el centro turísticocostero situado a ocho kilómetros deManacor, vivían distribuidos del mismomodo. En la planta baja, los abuelos; en elprimer piso, la familia de Sebastián; en elsegundo, Marilén, la madrina del tenista;en el tercero el tío Rafael. En la acera deenfrente, Toni y, en la misma calle, unpoco más abajo, Miguel Ángel.

Los abuelos de Rafael fueron loscerebros que orquestaron un orden que noes del todo insólito en una sociedad tan

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ligada a la familia como es lamallorquina, en la que no es raro que loshijos sigan viviendo con los padres hastabien entrada la treintena.

«Mantener a todos unidos fue unamisión que nos impusimos mi mujer yyo —afirma don Rafael Nadal, elabuelo músico—. No tuvimos queinsistir demasiado para convencer anuestros hijos de que comprasen lafinca. Desde que eran muy pequeñosles inculqué la idea de que todo debíahacerse en familia.»

Cuando Miguel Ángel se dedicó alfútbol profesional, no hubo la menor duda

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de que su agente debía ser su hermanomayor, Sebastián, quien, además, lo haríagratis. A Sebastián no se le habríaocurrido pedir un porcentaje de lasganancias de su hermano. Cuando se vivesegún el código de la familia Nadal,explicaba Sebastián, esas cosas no sehacen. Los tres hermanos, Sebastián,Miguel Ángel y Toni, y Rafa con ellos,han fundado una compañía llamada NadalInvest S.L., que, bajo la batuta deSebastián, ha invertido en bienes raíces.En cuanto a los tratos con lospatrocinadores de Rafa, en España y anivel internacional, al principio Sebastiánse encargó de gestionar los contratospersonalmente, sobre todo los primeros

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acuerdos con Nike. La persona sobre laque, en último término, recaen lasdecisiones importantes es Sebastián,quien ha sustituido a don Rafael en elpuesto de patriarca de la familia:definidor de los valores, guardián de lasnormas.

«Perdería lo que fuera, renunciaríaa cualquier cosa, dinero, propiedades,coches, cualquier cosa, antes quepelearme con mi familia —afirmaSebastián—. Para nosotros, una peleaes algo inconcebible. Nunca nos hemospeleado y nunca nos pelearemos. Lodigo en serio. No es ninguna broma.Nuestra primera y última regla es la

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lealtad a la familia. Es lo másimportante de todo. Mis mejoresamigos, los más íntimos, son mifamilia; luego están los demás. Launidad familiar es la base de nuestrasvidas.»

Lo es, porque este principio se lleva atales extremos que rehúyen el impulso, enotras circunstancias perfectamente natural,de felicitar a Rafa cuando gana. Marilén,la madrina, lo intentó una vez y larespuesta inmediata de Toni y del propioRafa fue mirarla con incredulidad ydecirle: «Pero ¿qué haces?»

«Tenían razón —confiesa Marilén

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—. Fue como si me estuvierafelicitando a mí misma. Porque si ganauno de nosotros, ganamos todos.»

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CAPÍTULO 4

EL COLIBRÍ

Aflojar no era una opción. Dos sets acero, me faltaba uno para ganar la final deWimbledon; los espectadores habríanpodido creer que me sentía a un paso deconseguir el sueño de mi vida. Pero nopodía permitir que tales pensamientos merondaran la cabeza. Afrontaría los puntossegún llegaran, uno por uno. Olvidaríatodo lo demás, borraría el futuro y el

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pasado, existiría sólo en el momentopresente.

Que Federer ganara el primer juegodel set dejándome a cero, que sacara y memetiese golpes ganadores con la voluntaddel hombre que no tenía la más remotaintención de rendirse, en realidad meayudaba a concentrarme, me recordabaque ir por delante no significaba nada; lodecisivo era ganar al final del largotrayecto. Así que me preparé para lo quede pronto me parecía que, de hecho, iba aser un trayecto realmente largo. En parteporque el cielo volvía a oscurecerse,amenazando lluvia, pero más que nadaporque Federer seguía jugando tal comohabía empezado: consiguiendo un elevado

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porcentaje de golpes ganadores,conservando el servicio con facilidad,presionándome con un punto de break trasotro, dificultándome las maniobras paraimpedirle que se llevara el set.

La gente me pregunta a veces si mecreo el aguafiestas de Federer, si miaparición en la escena tenística le haimpedido batir más marcas. A lo cualsuelo responder: «¿Por qué no lo miramosdesde el otro lado? ¿Por qué no pensarque es él quien me ha aguado la fiesta amí?» Sin Federer, es posible que en 2008yo hubiera sido ya número uno del mundopor tercer año consecutivo, en vez deverlo a él con ese título y esperar todo eltiempo en calidad de número dos. La

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verdad es que sin uno de los dos en elcircuito, es probable que el otro hubieraconseguido más victorias. Pero no esmenos cierto que la rivalidad nos habeneficiado a ambos desde el punto devista de nuestro perfil internacional —que, entre otras cosas, ha aumentado elinterés de los patrocinadores—, porqueha hecho que el tenis resulte más atractivoa más personas. Cuando un jugador sepasea por las pistas, cuando un jugadorgana una vez tras otra, sin duda eso esbueno para el jugador, aunque nonecesariamente para el deporte. Y creoque, al final, lo que es bueno para eldeporte ha de ser bueno para nosotrosdos. Los fans se emocionan cuando vamos

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a enfrentarnos, sobre todo en las finales,porque somos los dos cabezas de serie, yesa emoción también nos afecta anosotros. Hemos jugado muchas veces eluno contra el otro y ha habido numerosospartidos que han sido muy reñidos yemocionantes, cruciales para latrayectoria profesional de cada uno,porque a menudo hemos sido finalistas deun Grand Slam. Si he tenido ventaja enpartidos ganados —y antes de la final deWimbledon de 2008 yo iba por delantecon 11-6— es porque hemos disputadomuchos encuentros en tierra batida, dondeyo me desenvuelvo mejor; pero si nosfijamos en las otras superficies en quehemos jugado, nos damos cuenta de que

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los resultados están más igualados.Esto no quiere decir que no haya

muchos otros jugadores más que capacesde derrotarnos y que, de hecho, nos handerrotado. Pienso en Novak Djokovic —sobre todo en Djokovic—, pero tambiénen Andy Murray, en Soderling, en DelPotro, en Berdych, en Verdasco, en DavidFerrer, en Davydenko... Sin embargo, lahistoria demuestra que, desde que pasé aser número dos en 2006, Federer y yohemos dominado los grandes torneos ynos hemos enfrentado en muchas grandesfinales. Esto ha tenido un efectoinnegable, y creo que los dos pensamosigual en este aspecto, y es que nuestrarivalidad ha adquirido una magia

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creciente en la imaginación del público.La expectación que generan nuestrosencuentros hace que yo rinda al máximo.Cada vez que juego contra Federer tengola impresión de que tengo que ser perfectoy de que para ganar tengo que jugar a laperfección durante mucho tiempo. Encuanto a Federer, creo que me ataca más,juega con mayor agresividad, busca máslos golpes ganadores con derechas yvoleas que cuando se enfrenta a otrosjugadores, lo cual le obliga a correr másriesgos y a jugar al cien por cien si quiereganar.

No sabría decir si Federer me hahecho mejor jugador o si yo lo he hechomejor a él. Toni nunca ha dejado de

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recordarme —y admito que tiene razón—que Federer está mejor dotadotécnicamente que yo, pero no lo dice paradesanimarme, sino porque sabe que,repitiéndomelo, me motiva y me obliga amejorar el juego. A veces veo jugar aFederer en un vídeo y me quedoasombrado al comprobar lo bueno que es;me sorprende que haya sido capaz dederrotarlo. Toni y yo vemos muchosvídeos de tenis, sobre todo de mispartidos, los que he ganado y los que heperdido. Todo el mundo procura aprenderde las derrotas, pero yo procuro aprendertambién de mis victorias. Hay querecordar que en tenis se gana a menudopor un margen reducidísimo, que en el

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deporte hay cierta injusticia matemática.No es como en baloncesto, donde elganador es siempre el que ha conseguidomás canastas. En tenis, el resultado nosuele depender tanto de ser el mejorjugador en general como de ganar puntosen los momentos críticos. Por eso el tenises un juego tan psicológico. Y tambiénpor eso no hay que permitir que lavictoria se te suba a la cabeza. En elmomento del triunfo, sí, puedesembriagarte con la euforia. Pero después,cuando ves el partido que has ganado, amenudo te das cuenta —a veces con unescalofrío— de lo cerca que has estadode perder. Entonces tienes que analizarpor qué: ¿fue porque perdí la

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concentración, porque hay aspectos de mijuego que debo mejorar o por ambascosas a la vez?

Otra ventaja de ver mis partidos condetenimiento y con la cabeza fría es que,al apreciar y respetar la capacidad de misrivales, al verlos dar fabulosos golpesganadores, aprendo a perder los puntoscon más resignación y serenidad. Algunosjugadores se enfadan y se desesperancuando les meten un ace o se quedanclavados ante un magnífico passing shot.Es el camino de la propia destrucción y,además, es ridículo, porque significa quete crees capaz, en una especie de mundotenístico ideal, de superar el juego de tuoponente de principio a fin. Si le

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concedes más mérito al contrario, siadmites que te ha metido una bola ante laque no podías hacer nada, si por unmomento te pones en el lugar delespectador y reconoces generosamenteque ha jugado de maravilla, ganasequilibrio y serenidad interior. Te quitasla presión de encima. En tu cabezaaplaudes al otro, mientras por fuera teencoges de hombros y sigues adelantepara pelear por el punto siguiente,pensando no que los dioses del tenis sehan aliado contra ti ni que tienes un maldía, sino que la próxima vez va a habermuchísimas posibilidades de que seas túquien meta un golpe ganador indiscutible.

Al final, tienes que comprender que la

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diferencia que hay entre la capacidad deun cabeza de serie y la de otro esinsignificante, prácticamente nula, y quelo que decide los partidos que disputan esun puñado de puntos. Cuando digo, aligual que Toni, que gran parte de la razónde mi éxito se debe a mi humildad, noestamos vendiendo la imagen de untimorato, ni haciendo relaciones públicasen plan listillos, ni dando a entender quesoy un tipo muy equilibrado y moralmentesuperior. Comprender la importancia dela humildad es comprender la importanciade conseguir un estado de máximaconcentración en las etapas cruciales deun partido, saber que no vas a pisar lapista y ganar sólo con el talento que Dios

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te ha dado. No me siento cómodohablando de mí mismo en comparacióncon otros jugadores, pero creo que quizáhe llegado a desarrollar cierta ventaja enel aspecto psicológico. Con esto noquiero decir que no tenga miedo ni dudasal comienzo de la temporada sobre cómovan a ir las cosas. Porque las tengo,precisamente porque sé que existe muypoca diferencia entre un jugador y otro.Sin embargo, también creo que tengo unacapacidad para aceptar las dificultades ypara sobreponerme a ellas ligeramentemayor que la de muchos de mis rivales.

Puede que por eso me guste tanto elgolf, porque es un deporte en el quetambién interviene esa disciplina para

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mantener la calma bajo circunstanciasadversas que he adquirido en el tenis.Necesitas, evidentemente, una base detalento y muchísima práctica, pero lodecisivo en el golf es no dejar que ungolpe fallido afecte al resto de tu juego. Sihay un deportista al que admiro fuera delmundo del tenis es Tiger Woods. Cuandoestá en plena forma, veo en él lo que megustaría ser a mí. Me gusta esa miradaganadora que tiene cuando juega, y lo quemás me gusta es su actitud, su forma deencarar los momentos de crisis cuandogana o pierde un partido. A lo mejor fallaun golpe y se enfada consigo mismo, perocuando le vuelve a tocar recupera laconcentración y sólo se preocupa de darle

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a la bola. Casi siempre, en sus mejoresmomentos, ha hecho lo que hay que hacercuando hay mucha presión; casi nunca hatomado la decisión que no debe. Loprueba el hecho de que nunca ha perdidoun torneo cuando, en la última ronda, saleen el primer puesto de la clasificación.Para poder hacer eso hay que ser muybueno, aunque eso solo no basta. Hay queser capaz de valorar cuándo arriesgarse ycuándo contenerse; hay que ser capaz deadmitir los propios errores y aprovecharlas oportunidades que salen al paso,cuándo optar por una clase de golpe ycuándo por otra. Yo nunca he tenidoídolos en ningún deporte, ni siquiera en elfútbol. De pequeño sentía una admiración

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especial por mi paisano mallorquínCarlos Moyà, pero nunca la admiraciónciega del fanático. No va con mi carácter,no es propio de mi cultura ni de laeducación que he recibido. Lo másparecido a un ídolo que he tenido en mivida es, sin duda, Tiger Woods. Pero nopor sus swings ni por su forma de darle ala bola, sino por su lucidez, sudeterminación, su actitud. Me encanta.

Es un ejemplo e inspiración cuandojuego a tenis y, por supuesto, cuandojuego a golf. De hecho, en golf lo es de unmodo exagerado, según mis amigos, quepiensan que me tomo el deportedemasiado en serio. La diferencia es queellos juegan por diversión y a mí me

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resulta imposible practicar ningún deportesin entregarme al cien por cien. Estosignifica que, cuando salgo al campo degolf con mis amigos, al igual que cuandosalgo a la pista para enfrentarme aFederer, dejo de lado los sentimientoshumanos cotidianos. Hay una expresiónque utilizo antes de jugar para trazar lalínea que separa la rivalidad y el afectoen el terreno de juego. Miro a mis colegasgolfistas fijamente y digo: «Partido hostil,¿estamos?» Sé que a mis espaldas se ríende mí por eso, pero no tengo intención decambiar. Durante un partido de golf soydecididamente no amistoso, desde elprimer hoyo hasta el último.

Es cierto que no se necesita la misma

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concentración que en el tenis, donde, si tedistraes tres o cuatro minutos, puedesperder tres o cuatro juegos. En golf, entreun golpe y otro transcurren más de tres ycuatro minutos. En tenis tienes que decidiren una fracción de segundo si optas poruna derecha ganadora, un golpe defensivoo por correr a la red para volear. En elgolf, si lo deseas, puedes quedarte treintasegundos mirando la bola para preparar elgolpe, lo cual significa que durante unrecorrido hay tiempo de sobra para contarchistes y hablar de otras cosas. Pero yo nojuego así, ni siquiera con mis tíos, nisiquiera con mi amigo Tomeu Salvà ymucho menos con el novio de mi hermana,que es un jugador de primera. Yo imito a

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Tiger Woods. Desde el principio hasta elfinal apenas dirijo la palabra a miscontrincantes y, desde luego, no losfelicito cuando consiguen un buen golpe.Se quejan, se enfadan conmigo, meinsultan por mi grosería. Dicen que soymás agresivo si cabe que en la pista detenis, que en la pista al menos alguna vezme han visto sonreír, pero en el campo degolf nunca, no hasta que el partidotermina. La diferencia entre mis amigos,algunos de los cuales son mucho mejoresgolfistas que yo (mi hándicap es de 11golpes), es que no le veo ningún sentido ajugar a un deporte al que no te entreguespor completo.

Lo mismo cabe decir de los

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entrenamientos, lo que a veces me hacausado problemas cuando los jugadoresque elijo para practicar durante lostorneos dicen que entreno con demasiadaintensidad demasiado pronto, que no lesdoy la oportunidad de calentar y que secansan a los diez minutos. Ha sido unaqueja frecuente desde el principio de mitrayectoria profesional. Sin embargo, nohe vendido mi alma al tenis. El esfuerzoque realizo es grande, pero no loconsidero un sacrificio. Es verdad que heentrenado cada día prácticamente desdelos seis años y que me exijo muchísimo,mientras mis amigos están por ahí demarcha o se levantan tarde. Pero yo no lohe sentido como un sacrificio ni como

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perderme algo, porque siempre me lopaso bien. Con esto no digo que no hayahabido veces en que me habría gustadohacer otra cosa en vez de entrenar, porejemplo quedarme en la cama si hetrasnochado. Pero, como digo, tambiénsalgo de noche. Y he estado de marchahasta las tantas, como es costumbre enMallorca, especialmente en verano. Bebomuy poco, pero voy a bailar con losamigos y a veces me quedo por ahí hastalas seis de la mañana. Puede que me hayaperdido cosas de las que disfrutan otrosjóvenes, pero en general creo que hesalido ganando.

Algunos jugadores son como monjes;yo no. No es mi forma de entender la vida.

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El tenis es mi pasión, pero también lo veocomo un trabajo, como un empleo en elque procuro trabajar bien y con honradez,como si se tratara de la cristalería de mipadre o de la tienda de muebles de miabuelo. Y como en cualquier trabajo, porgrande que sea la recompensa económicaque obtienes, hay una parte que se hacepesada. Ni qué decir tiene que tengo unasuerte increíble de ser una de las pocaspersonas en el mundo que tienen untrabajo que les gusta y que, encima,cobran muchísimo por lo que hacen. Esalgo que nunca olvido. Pero en últimainstancia no deja de ser trabajo. Así escomo lo concibo. De lo contrario, noentrenaría con la dureza con que entreno,

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con la misma seriedad, intensidad yconcentración que cuando juego unpartido. Entrenar no es una juerga. Cuandomi familia o mis amigos vienen a vermepracticar con Toni o con otro profesionalque conocen, no estoy de humor parabromas ni sonrisas; saben que cuandodisputo un punto de práctica han deguardar silencio, tanto como el público deWimbledon.

Sin embargo, también necesitodesconectar, pasar un rato agradable, salirde marcha hasta tarde o jugar al fútbol conmis primos, que son más pequeños que yo,o ir a pescar, el antídoto perfecto paratoda la tensión del tenis. Mis amigossignifican muchísimo para mí y no salir

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con ellos por la noche a nuestros barespreferidos de Manacor y Porto Cristoimplicaría perder, o en cualquier casodiluir, nuestra amistad, lo que tampocosería bueno, porque estar contento ypasártelo bien tiene un efecto beneficiosoen tu tenis, en el entrenamiento y en lospartidos que juegas. Negarte a ti mismolos placeres básicos seríacontraproducente. Acabarías poramargarte, por detestar los entrenamientose incluso el tenis, o por aburrirte; sé queesto le ha sucedido a jugadores que hanllevado demasiado lejos el ascetismoprofesional. Yo creo que se puede hacerde todo, aunque en su justa medida y sinperder nunca de vista lo que importa. En

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circunstancias excepcionales incluso mesalto el entrenamiento matutino paraentrenar por la tarde. Lo que no hay quehacer es convertir la excepción en regla.¿Entrenas una vez por la tarde? Pase. Perono tres tardes seguidas. Porque entonceslos entrenamientos se vuelven algosecundario en tu esquema mental, dejan deser prioritarios, y eso es el principio delfin. Ya puedes prepararte para lajubilación. La condición sine qua nonpara poder también divertirte es hacer lascosas dentro de un orden, ceñirte a turégimen de entrenamiento: eso no esnegociable.

De todos modos, en la actualidad noentreno tanto como a los quince o

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dieciséis años. Entonces entrenaba cuatrohoras y media o cinco horas al día, enparte con Toni, pero también muchas otrasveces con mi preparador físico, JoanForcades. Forcades, que también esmallorquín, no encaja en la imagen delsargento cachas y de cabeza rapada queimaginamos cuando pensamos en unapersona de su profesión. Nacido, comoToni, en 1960, es un hombre instruido,cinéfilo y lector voraz que tiene cien ideaspor minuto y lleva el pelo largo yrecogido en una coleta. Ha leído todos losensayos académicos que hay sobre suespecialidad y ha preparado un programaa mi medida, especialmente destinado afortalecer todos los aspectos de mi tenis.

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Cuando, durante mi adolescencia, sededicaba a aumentar mi fuerza muscular(empezamos a colaborar de lleno cuandoyo tenía 14 años), no era para darme unfísico de culturista ni para adaptarme a lasnecesidades del atletismo. Entrenar con uncorredor de cien metros lisos o de fondono sirve en el tenis, porque no es undeporte de los que Forcades llama«lineales». El tenis es un deporteintermitente, exige que el cuerpo tenga apunto su capacidad de explotar, dearrancar y de frenar, durante varias horas.Forcades dice que un tenista deberíaaprender del colibrí, el único animal quecombina una resistencia infinita con unagran velocidad y que es capaz de aletear

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80 veces por segundo durante cuatrohoras. Así que no cultivamos la fibramuscular por amor a la fibra muscular.Habría sido contraproducente, porque loque quieres en tenis es conseguir unequilibrio entre la fuerza y la velocidad;una masa muscular desproporcionada tevuelve lento. Forcades me empapaba deteoría durante los viajes que hacíamosjuntos desde mi casa hasta el gimnasioque tenía él en la costa. Losentrenamientos que hacíamos eran muyvariados, aunque cuando yo tenía 16 o 17años pasábamos mucho tiempo en unaparato con polea inventado para que losastronautas no se les atrofiaran losmúsculos en la ingravidez del espacio.

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Tirando de un cable enganchado a unarueda, fortalecía los músculos de brazos ypiernas, pero sobre todo los de losbrazos, con el objeto de aumentar suvelocidad, razón por la cual (me handicho que se han desarrollado estudioscientíficos al respecto) pudo lograr —másque ningún otro jugador del circuito—que, cuando pego una derecha liftada, labola gire más veces. Entrenando conaquel aparato, que llaman el «yoyó»,llegué al punto de poder levantar, sinutilizar pesas, el equivalente a 117 kilos.Por entonces también fortalecí losmúsculos izándome con los brazos en lasbarras paralelas. Hacíamos ejercicios enel agua, utilizábamos máquinas de step y

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aparatos para remar, hacíamos yoga,trabajábamos los músculos, pero tambiénlas articulaciones y los tendones, paraimpedir lesiones y mejorar la elasticidadde mis movimientos. En cuanto a correr,hacíamos series que desarrollaban micapacidad de cambiar velozmente dedirección y de moverme en sentidolateral, con rapidez y en ambasdirecciones. Todo lo que hacíamossimulaba la tensión concreta que el tenisimpone al cuerpo y me preparó paraadaptarme lo mejor que pude al carácterparticular de los movimientos del tenis,como el sprint y la parada brusca.Forcades hacía también hincapié en otracosa: en que debíamos ceñirnos al

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régimen de entrenamiento aunque no megustase, incluso cuando estuviera cansadoo de mal humor, o cuando, por la razónque fuese, no me apeteciera. Porquehabría días, durante un torneo, en que nome sentiría en mi mejor momento, y alentrenar en tales condiciones estaría máspreparado para competir cuando meencontrase en horas bajas.

De adolescente entrenaba como hevenido haciendo hasta hoy: con tantoahínco como cuando juego. Si alguna vezhe necesitado apretar, Forcades tenía susmétodos. Apelando a mi competitividad,decía cosas como: «¿Sabes que CarlosMoyà —a quien también preparaba él—puede hacer diez repeticiones en treinta

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segundos? Como hoy te veo un pococansado, déjalo cuando llegues a ocho.»Como es lógico, yo no paraba hasta hacerdoce.

Mi padre y mis tíos son fornidos yfuertes, así que no tuvo nada de extrañoque se me pusiera un cuerpo de atleta. Sinembargo, como había subido tan aprisapor la escalera del tenis, en laadolescencia tuve que hacer un esfuerzoespecial para incrementar mi fuerza y asícompetir con profesionales adultos.Pasaron años hasta que me vi jugandohabitualmente con rivales de mi edad omás jóvenes.

Mi primera victoria como profesionalde máximo nivel en un torneo de la ATP

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se produjo dos meses antes de cumplir losdieciséis años, contra Ramón Delgado,que tenía diez más que yo, en el MallorcaOpen. Gracias a esta victoria entré en lostorneos internacionales de la categoríaFutures, la antesala de los torneos de laATP, de los cuales gané seisconsecutivos. Posteriormente empecé adisputar los Challengers, el nivel másbajo de la ATP, en el que normalmentelos jugadores están entre los puestos 100y 300 del ranking mundial. Todo el tiempome tocó enfrentarme a jugadores deveinte, veintidós, veinticuatro años.Terminé el año 2002 en el puesto 199 delranking mundial, con dieciséis años ymedio. Menos de un año después de

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derrotar a Delgado, a principios de 2003,jugué en dos de las principalescompeticiones del ATP World Tour, la deMontecarlo y la de Hamburgo. En laprimera conseguí una victoria superiorincluso a la lograda frente a Delgado: batía Albert Costa, que había ganado RolandGarros en 2002; y en la segunda, a miamigo y mentor Carlos Moyà. Los dosestaban entre los diez mejores del mundoen aquella época, los dos eran ganadoresde torneos de Grand Slam. En cuatromeses pasé del puesto 199 al 109 delranking mundial. Sufrí un seriocontratiempo en el peor momento, unalesión en el hombro mientras entrenabaque tardó dos semanas en curar y que me

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impidió debutar en el Abierto de Francia,aunque poco después jugué por primeravez en Wimbledon, donde llegué hasta latercera ronda. La ATP me calificó de«Revelación del Año» de 2003. Yo era unadolescente con prisa y locamentehiperactivo que funcionaba a milrevoluciones por minuto en losentrenamientos y en las competiciones.

En 2004 el cuerpo me dijo basta. Mitrayectoria meteórica sufrió un bruscofrenazo por culpa de un hueso del pieizquierdo que sufrió una fisura y me dejófuera de circulación entre mediados deabril y finales de julio. Aquello significódespedirme de Roland Garros y deWimbledon. Había llegado hasta el puesto

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35 y volver a recuperar el ritmo despuésde la pausa —la primera por culpa de unalesión, la primera de una serie de varias,como luego se vería— no fue fácil. Enaquel momento fue una cruel decepción; ala larga, tal vez no fuera una experienciatan negativa. Porque la fragilidad delcuerpo me ha fortalecido la mente. Yquizá mi mente necesitaba también undescanso. El sentido común y el apoyo demi familia y el método de Toni paraayudarme a resistir la adversidad no mecondujeron a la desesperación, sino a unestado de ánimo en el que el deseo detriunfar y mi determinación de hacercualquier cosa para ganar se agudizaronnotablemente.

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Aquel período me permitió aprenderuna lección que todo deportista de élitedebe tener en cuenta: que somos unosprivilegiados y tremendamenteafortunados, pero que el precio denuestros privilegios y nuestra suerte esque nuestra trayectoria profesionaltermina a una edad anormalmentetemprana. Y algo peor aún: que cualquierlesión puede acortar ese plazo encualquier instante; que en el momento másinesperado podemos vernos obligados ajubilarnos antes de tiempo. Lo cualsignifica: primero, que más nos valedisfrutar de lo que hacemos; y segundo,que las oportunidades que se presentanuna vez no se presentan necesariamente

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dos veces, así que hay que aprovechar almáximo cada una de las opciones que nossalen al encuentro como si fuera la última.Toni me había transmitido ese mensajecon palabras; lo sentí en mi propia carnemientras me recuperaba con impacienciade la lesión. Cuanto más pasan los años,más fuerte oímos el tictac del reloj. Séque si me las arreglo para seguir jugandoal máximo nivel hasta los veintinueve otreinta años, habré tenido mucha suerte yme sentiré contento. Aquella primeralesión seria me había abierto los ojos auna edad temprana, haciendo que me diesecuenta de lo rápido que pasa el tiempopara un deportista profesional. Me fue degran utilidad. Como dice mi amigo Tomeu

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Salvà, enseguida me convertí en un «viejotenista joven». Atribuyo un valor enormea lo que tengo y procuro ser consecuentecon ese enfoque en cada punto que juego.

Pero no puede decirse que funcionesiempre. Apenas un mes después de miregreso a las pistas, en 2004, me enfrentéa Andy Roddick en Nueva York, en lasegunda ronda de US Open. Roddick, quehabía ganado el mismo torneo el añoanterior, es un hombre corpulento y,bueno, demasiado corpulento y demasiadobueno para mí aquel día. Volví a larealidad bruscamente y no me quedó másremedio que recordar que, a pesar detodos mis éxitos, aún estaba creciendo.Mucho más musculoso que yo en aquella

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época, Roddick era entonces el númerodos del mundo, por detrás de Federer, yhabía sido número uno el año anterior.Jugué contra él en las pistas rápidas deFlushing Meadows, una superficie que yotodavía estaba lejos de dominar. No sabíacómo responder a sus tremendos saques ysufrí una clamorosa derrota, peor inclusode lo que el resultado, de 6-0, 6-3 y 6-4,daba a entender.

No obstante, mi oportunidad dedesquitarme de esa derrota se presentaríaaquel mismo año.

El punto culminante de 2004 fuerepresentar a mi país en la Copa Davis, elequivalente tenístico de los Mundiales defútbol. Debuté contra la República Checa

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a los diecisiete años e inmediatamente meenamoré de la competición. Primeroporque me siento orgulloso de serespañol, lo cual puede sonar manido perono lo es, dado que en España muchaspersonas albergan sentimientos ambiguoshacia su identidad nacional y estiman quehan de ser leales, en primer lugar, a suregión de origen. Mallorca es mi hogar ysiempre lo será —dudo mucho que lleguea abandonarla alguna vez—, pero mi países España. Mi padre piensa exactamenteigual y una prueba es que los dos somosentusiastas seguidores del Real Madrid.El otro motivo por el que me encanta laCopa Davis es porque me brinda laoportunidad de recuperar esa sensación

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de pertenecer a un equipo que perdí, conno poco pesar, cuando dejé el fútbol porel tenis a los doce años. Soy una personagregaria, necesito gente a mi alrededor yno deja de ser irónico que el destino —encarnado en buena medida en mi tío Toni— me haya inducido a abrazar comoprofesión un deporte tan solitario. Allítenía la ocasión de compartir una vez másla emoción colectiva que había sentidoaquel inolvidable día de mi infancia enque nuestro equipo de fútbol ganó elcampeonato de Baleares.

Sin embargo, mi debut en la CopaDavis no fue precisamente prometedor.Perdí los dos primeros partidos, enindividuales y en dobles, frente a los

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checos. La superficie era lo peor quehabía podido tocarme, es decir, la másrápida: pista dura y de interior, donde laresistencia del aire es la más baja quehay. Al final me revelé como un héroe alganar el último partido, que era eldecisivo. En términos generales, no mecubrí de gloria y, si hubiéramos perdido,habrían podido echarme la culpa a mí(«¿Qué hacía allí, a esa edad?»), perocuando ganas el partido que determina lavictoria por el más estrecho margen quepermite la Copa Davis, 3-2, todo lodemás se olvida, por suerte para mí.

Luego jugamos contra Holanda yganamos, aunque no gracias a nada quehiciera yo, puesto que el único encuentro

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que jugué, un partido de dobles, loperdimos. Sin embargo, la semifinalcontra el entonces peligroso equipofrancés fue harina de otro costal. Era laprimera vez que representaba a España enEspaña, concretamente en Alicante, conun público local que rugía apoyándonosde un modo que yo no había visto antes.Nuestro equipo era fuerte y estabaencabezado por Carlos Moyà y JuanCarlos Ferrero, que figuraban entre losdiez mejores del mundo, y por TommyRobredo, número doce en el rankingmundial. Gané el primer partido de doblesque jugué, aunque, con aquella compañía,no esperaba que los capitanes meeligieran para jugar en individuales. De

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hecho, no me seleccionaron, pero derepente Carlos se sintió indispuesto y, porindicación suya, me pusieron en su lugar.Gané el partido y lo gané bien, y pasamosa jugar la final contra Estados Unidos.

Hasta entonces no me había sentidotan nervioso como debiera. Si hubierasido mayor, habría sido más consciente dela responsabilidad y las expectativasnacionales que pesaban sobre mishombros. Ahora miro atrás y me veojugando casi con temeridad, con másadrenalina que cerebro. Pero me serené ytragué saliva cuando vi el estadio dondeíbamos a jugar la final. Era en la hermosaciudad de Sevilla, aunque no en el máshermoso de los escenarios. No era la pista

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central de Wimbledon ni iba a oír el ecode mis golpes una vez que dierancomienzo las hostilidades. Habíanimprovisado una pista en una mitad delestadio de atletismo, el estadio de laCartuja, habilitado para 27.000espectadores, el público más numerosoque se haya visto en un partido de tenis.Añádase a esto la tradicional exuberanciade los sevillanos y se comprenderá queallí no iba a haber el reverente silencio deWimbledon ni, para el caso, el decualquier otro estadio en que hubierajugado. Aquello iba a ser un partido detenis coreado por una muchedumbre deruidosos aficionados al fútbol. Aunque yosólo iba a jugar un partido de dobles,

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compartiendo la responsabilidad conTommy Robredo (que, en tanto quecompañero veterano, sería másresponsable del éxito o del fracaso), a misdieciocho años y medio sentía máspresión y más tensión de las que habíaexperimentado en mi década larga deincesantes competiciones. Nuestrosrivales eran los hermanos gemelos Bob yMike Bryan, la pareja número uno delmundo y, posiblemente, el mejor equipode dobles de todos los tiempos. Noesperábamos ganar, pero el entusiasmo delos prolegómenos, el clima de la ciudad yel fervor de la gente cada vez que nosveía superaban todo lo que yo habíaimaginado presenciar en la víspera de un

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partido de tenis.Yo no había abandonado la esperanza,

ni mucho menos, pero los capitanes dabanpor hecho que íbamos a perder el partido,cediendo a los americanos un punto de untotal de cinco, y que todo iba a dependerde Carlos Moyà, nuestro número uno,ganase sus dos individuales. Derrotaría aMardy Fish, el número dos americano,pensamos; pero no era tan probable quevenciese a Roddick. La ventaja queteníamos era que jugábamos en tierrabatida, que era nuestra superficie favoritay no la de Roddick. No obstante, era unrival formidable, un tenista de altovoltaje, y era el número dos del mundo,por delante de Carlos, que jugaría delante

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de sus fans, aunque no era una victoriacantada. Se esperaba que Juan CarlosFerrero, que ocupaba el puesto 25 (eramejor, pero las lesiones que había sufridoaquel año le habían hecho bajar en elranking), derrotara a Fish, pero frente aRoddick tendría un cincuenta por cientode probabilidades. Lo decisivo era ganarlos dos partidos que jugáramos contraRoddick, porque estábamos convencidosde que íbamos a vencer dos veces a Fish.

Tales eran las previsiones sobre elpapel, dictadas por la lógica. Pero ¿y siFish ganaba un partido? Mayoressorpresas había habido en la historia deldeporte. Todos habíamos sufrido derrotasinimaginables en algún momento (Carlos

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había sucumbido ante mí aquel año, asíque cabía perfectamente la posibilidad deque perdiera ante Roddick) y estábamosmuy lejos de confiarnos. En lo queestábamos de acuerdo era en que elprimer partido contra su número uno,sería de una importancia enorme. SiCarlos derrotaba a Fish y ganábamos aaquél, no necesitaríamos preocuparnospor si Tommy y yo no dábamos ningunasorpresa en el partido de dobles, ya quesólo restaría ganar uno de los dosindividuales que se disputarían en eltercer y último día de la competición. Conuna tensión menor, sin duda mejoraríanlas probabilidades de que Carlos ganara aRoddick en el enfrentamiento de los dos

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números uno. E incluso aunque Carlosperdiera, la presión que recaería sobreFish, sabiendo que si perdía su país seríaderrotado, representaría otro factorimportante a nuestro favor.

Así pues, tal como veíamos las cosasel día anterior al comienzo de la final, labatalla decisiva tendría lugar entrenuestro número dos y Roddick. Nuestronúmero dos previsto era Juan CarlosFerrero, vencedor del Abierto de Franciay finalista del US Open en 2003. Pero lacuestión es que no fue él el número dos.Fui yo. Yo contra Roddick el primer día.Y no porque Ferrero estuviese lesionado,sino porque los tres capitanes decidieronque jugara yo en su lugar. En vez de

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dejarme en el banquillo para dar a miscompañeros todo el ánimo posible, meeligieron inesperadamente para queocupase el centro del escenario. Laaudacia de nuestros capitanes, o suimpetuosidad (en opinión de muchosespectadores), fue toda una sorpresa y yome quedé estupefacto. Juan Carlos habíallegado a ser número uno del mundo,mientras que yo no había pasado del 50.Además, mi compañero en el partido dedobles, Tommy Robredo, estaba en elpuesto 13. Lo natural habría sido queeligieran a Tommy si Juan Carlos no iba ajugar. Yo era el benjamín del grupo, segúnel punto de vista de la mayoría del equipoy de los espectadores, casi más un

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animador que otra cosa en aquel asuntopropio de adultos que era la final de laCopa Davis contra Estados Unidos.

Ahora bien: pese a toda nuestracamaradería, el tenis es un deporteindividual y todos queremos tener unaoportunidad. Nadie me habría creído sihubiera declinado la oferta. La presión yla responsabilidad me producían másentusiasmo que miedo. Si hubiera sentidola tentación de salir corriendo, más mehabría valido dejar el tenis profesionalpara siempre. No; aquella era la mayoroportunidad de mi vida hasta la fecha yestaba tan emocionado por la perspectivade jugar que apenas podía respirar. Noobstante, me sentía muy incómodo. Era

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joven y lo bastante presuntuoso para creerque podía derrotar a Roddick, aunque notan burdo como para no advertir queenfrentarme a aquel gigante iba a ser unaviolación del orden natural de las cosas.Mi familia me había enseñado a respetar alas personas mayores y los doscompañeros que habían quedadorelegados no sólo eran mayores, sino queademás eran —desde cualquier punto devista objetivo— mejores que yo. Esverdad que aquella semana había jugadobien en los entrenamientos y Ferrero habíaestado un poco por debajo de lo habitual,pero todos sabíamos perfectamente queuna cosa era entrenar y otra, el fragor dela competición. En un partido tan

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importante como aquél la experienciacontaba tanto como la forma física delmomento, y si Ferrero no era el elegido,lo normal es que lo fuese Robredo, queera cuatro años mayor que yo y habíaconseguido dos títulos de la ATP(mientras que yo, ninguno).

El caso es que, en comparación conlos otros tres miembros del equipo, yo erade lejos el de puntuación más baja en elranking mundial; había tenido un mal año,gran parte del cual había estado inactivopor culpa de una lesión; Roddick mehabía machacado hacía poco; y sólo teníadieciocho años. Por añadidura, tenía másoportunidades de jugar en futuras CopasDavis que los demás, de modo que, si me

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ponía en el lugar de Juan Carlos y deTommy, podía darme cuenta que jugar enesa final era más significativo para ellosque para mí. Creció mucha tensión en elgrupo, por lo que, en vez de poner enapuros a los capitanes, opté por hablarcon Carlos del asunto. Hacía años que loconocía. Habíamos entrenado juntosmuchas veces y confiaba en él como en unhermano mayor. Además, era uno de losnuestros, un mallorquín.

«En serio: ¿no te sentirías máscómodo, más seguro, si jugara JuanCarlos? —le pregunté—. Lo digoporque soy muy joven y él ha ganadomuchos más títulos que yo...»

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Carlos me cortó en seco. Recuerdosus palabras con exactitud.

«No seas tonto. Sal y juega. Estásjugando bien. Por mí no hay ningúnproblema en absoluto.»

Hablamos otro poco. Yo seguíprotestando, poniéndome pegas a mímismo, dándole a entender lo incómodoque me sentía.

«No —repuso—. No le des másvueltas. Disfruta del momento,aprovecha la oportunidad. Si loscapitanes han decidido incluirte esporque lo han meditado mucho y

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confían en ti. Yo también lo hago.»

Aquello zanjó la discusión. Habríasido ridículo seguir insistiendo en que yono debería jugar. Primero porque, enrealidad, me moría por aceptar el desafío;segundo porque habría significado poneren duda el criterio del capitán, cosa que,como adolescente, no me correspondía enabsoluto. La opción más radical, negarmepor principios, era demasiado idiotasiquiera para pensarla.

Así pues, jugué. Salí a la pistadespués de que Carlos me hiciera otrofavor ganando el primer partido. Si vencíaa Roddick no ganábamos automáticamentela ensaladera, pero nos pondríamos a un

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paso de ello. Si me derrotaba él,quedaríamos empatados. Estaba másmotivado que en toda mi vida y eraplenamente consciente de que aquél era,sin la menor sombra de duda, el partidomás importante de mi carrera hasta elmomento. Y además tenía miedo; miedode no estar a la altura de la misiónencomendada, de que Roddick mevapuleara como en el US Open, de que mevenciera 6-3, 6-2, 6-2 o algo parecido.Sería humillante y no serviría de nada alequipo. Porque puedes perder, pero en elproceso por lo menos puedes agotar alotro, dejarlo exhausto para el siguientepartido. En cambio, si me daba otrapaliza, defraudaría la confianza que los

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capitanes habían puesto en mí, defraudaríaa mis compañeros, al público, a todos.Era un partido con muchísima presión.Era la final de la Copa Davis, por si fuerapoco, en suelo español; no iba a jugarsólo para mí; y además y por encima detodo, lo que más me asustaba era laarriesgadísima decisión que habíantomado al elegirme.

Sin embargo, cuando salí a la pista, laadrenalina barrió todo el miedo y lamultitud me arrastró con su entusiasmohasta tal punto que jugué por puro instinto,casi sin detenerme a pensar. Nunca me haapoyado tanto el público, ni antes nidespués. No sólo era yo el jugador querepresentaba a España en una de las

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ciudades más patrióticas del país; tambiénera el que tenía menos posibilidades,David frente al Goliat que era Roddick.Sería imposible imaginar nada másalejado del elegante sentido de la etiquetatenística de Wimbledon (¿silencio durantelos puntos? De eso nada). No habíallegado a realizar mi sueño infantil de serfutbolista profesional, pero tampoco habíaestado nunca tan cerca del ambiente querodea al futbolista cuando sale al céspedpara disputar un encuentro importante ocuando marca un gol en el desempate delcampeonato. Porque cada vez que ganabaun punto en la pista, los 27.000espectadores saltaban como si hubierametido un balón en la red, y he de

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confesar que yo reaccionaba a menudocomo si fuera un futbolista que acababa demarcar. Creo que nunca he levantado tantolos brazos al aire ni saltado tanto dealegría como en aquel partido. No sé quépensaría Andy Roddick, pero no habíaotra forma de responder al entusiasmo queme embargaba. El público que asiste a unpartido de tenis raras veces influye en elresultado si lo comparamos con el queasiste a un partido de fútbol o debaloncesto, pero allí influyó. Siempre hesabido que jugar en casa supone unaventaja, pero nunca lo habíaexperimentado hasta entonces; no habíasabido hasta qué punto podía animarte unamultitud ni que los gritos de apoyo

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pudieran elevarte hasta alturasinsospechadas.

Necesitamos aquel estímulo. No sederramó sangre, pero lo que librábamosRoddick y yo en aquel pasmoso anfiteatrobajo el cálido sol invernal de Sevilla erauna auténtica batalla. Iba a ser el partidomás largo de mi vida hasta el momento,tres horas con cuarenta y cinco minutos,peloteos largos, raquetazos continuos, mirival que buscaba una oportunidad paraatacar en la red mientras yo casi siempreme mantenía en la línea de fondo. Aunquehubiera perdido, habría aportado mi granode arena, dejarlo agotado para el partidoque disputaría dos días después contraCarlos, quien había ganado su primer

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encuentro con comodidad. Y perdí elprimer set, en el que llegamos a untiebreak (muerte súbita) que no hizo sinoanimar más aún a la multitud, pero acabéganando los tres siguientes por 6-2, 7-6 y6-2. Recuerdo muchos puntos a laperfección. Recuerdo en particular unresto que hice a un segundo saque abierto,que rodeó la red sin pasar por encima, enbusca del tanto. Recuerdo un passing shotde revés en el tiebreak del tercer set, unmomento crítico del partido. Y recuerdoel último punto, que gané teniendo elservicio cuando me devolvió un revés quese le fue. Me tiré al suelo de espaldas,cerré los ojos y, al abrirlos, vi a miscompañeros saltar de alegría. El alboroto

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era tan grande que me retumbaba en losoídos como si un reactor pasara porencima de mí.

Íbamos 2-0 en la serie de cincopartidos; perdimos el de dobles, comoestaba previsto, al día siguiente; y eltercer día, Carlos Moyà, que fue elverdadero héroe y que iba detrás de laensaladera desde hacía años, ganó supartido frente a Roddick y allí se acabótodo. Ya no tuve que jugar contra MardyFish. Ganábamos 3-1 y la Copa Davis eranuestra. Fue el momento más destacado demi vida hasta entonces y también, según sevio con el tiempo, el momento en que elmundo del tenis se puso en pie y empezó aprestarme más atención. Andy Roddick

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dijo algo muy bonito sobre mí después delpartido. Dijo que no había muchosjugadores para partidos cruciales deverdad, pero que yo era uno de ellos. Locierto es que había tenido que vencer unapresión tremenda tras la polémica que sedesató cuando me eligieron para jugarcontra Roddick y me dio una confianzanueva en la que apoyarme cuando llegaseel momento de jugar partidos importantesy finales de Grand Slam totalmente solo.

Uno es la suma de todos los partidosque ha jugado y aunque la final de la CopaDavis estaba muy lejos de mi cabeza tresaños y medio después, mientras trataba deganar el tercer set en Wimbledon frente aFederer, sentí la huella que había dejado

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en mí. Al menos me había ayudado en losdos primeros sets, que había ganado yo.Pero Federer había empezado el setsiguiente con golpes brillantes y me sentíacontra las cuerdas, sobre todo en el sextojuego. El servicio era mío, había jugadoun revés realmente decepcionante que sehabía estrellado en la red y perdía por 15-40. Por primera vez en todo el partido meabandonó la sangre fría y lancé un grito decólera. Estaba furioso conmigo mismoporque sabía muy bien que no había hecholo que debía con aquel golpe. Recurrí a uncortado, cuando habría tenido que soltaruna derecha. La cabeza me había fallado.Sabía que no era el golpe que tenía quedar, pero tuve un momento de vacilación,

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un momento de miedo, y lo di de todosmodos. Me decanté por la opciónconservadora, perdí el valor. Y en aquelinstante me odié por eso. La buena noticiaera que Federer también estaba con losnervios a flor de piel. Fue un juegotremendamente tenso para ambos, peropor ello mismo no fue el de más calidaddel partido. Los dos estábamos jugandomal al mismo tiempo; la diferencia eraque yo jugaba menos mal cuando másimportaba. Federer había tenido cuatropuntos de break en el sexto juego y yo loshabía defendido bien, hasta que saquéventaja y gané el juego en mi segundoservicio.

Estábamos pues 3-3, con el servicio

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de su parte, y se acercaba el famoso y«crucial» séptimo juego. No siempre estan crucial como quiere la tradicióntenística, pero aquella vez sí lo era: vi mioportunidad y pensé que estaba preparadopara aprovecharla. Federer tenía quehaber estado nervioso porque no habíasabido capitalizar las oportunidades quehabía tenido en el juego anterior. En aquelmomento del partido sumaba en total docepuntos de break y yo sólo cuatro, pero élhabía ganado uno y yo tres. Era unaprueba de que los partidos de tenis sedeciden en los grandes puntos, de que ladiferencia entre la victoria y la derrota noradica en la fuerza física ni en lacapacidad innata, sino en tener un plus

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psicológico. Y éste estaba en mi lado dela pista en aquel preciso momento; latensión estaba en su punto álgido, pero elimpulso había cambiado. Tras habersobrevivido a la presión que habíasentido en el juego anterior, de súbito mesentía ágil y ligero. Miré al cielo y lo vimuy nublado. Las sombras habíandesaparecido de la pista. Parecía quedespués de todo iba a llover, razón demás para acabar el partido ya.

Todo indicaba que eso era lo que ibaa ocurrir de un momento a otro. Tresveces Federer se acercó a la red y las tresveces gané el punto. Estaba perdiendo susangre fría y precipitando el desenlace.Yo ganaba 0-40. Oí un grito de ánimo de

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los asientos en que estaban mis tíos y mitía: «¡Vamos, Rafael!» Levanté la vistapara dar a entender que lo había oído.Pero entonces, en un abrir y cerrar deojos, volvieron a cambiar las tornas. Erayo quien sucumbía a la presión. Resté malun servicio que botó en mitad de la pista yle regalé el punto. Luego tampoco superestar otro saque. Pero había sido unsaque bueno, así que pasé al siguientepunto. Tuve una última oportunidad debreak antes de que me hiciera deuce.Estábamos 30-40 y allí se produjo elpunto que no he podido olvidar hastaahora. Un recuerdo terrible. Federer fallóel primer servicio. Hubiera podido restarsin problemas su segundo servicio hacia

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mi derecha, y la pifié estrellando la bolacontra la red. Era mi tercera oportunidad.Había perdido las dos anteriores y elmiedo se apoderó de mí. Me faltódecisión, no tenía las cosas claras en lacabeza. Era una prueba de resistenciamental y la había fallado, por eso larecuerdo con tanto dolor. Falléprecisamente en lo que durante toda lavida me había adiestrado para ser másfuerte. Y una vez más me dije: «Puede queno vuelva a presentarse esta oportunidad;podría haber sido el punto clave delpartido.» Sabía que allí había perdido lagran ocasión de ganar el torneo deWimbledon o, al menos, de quedarme a unpaso de la victoria.

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Y efectivamente, con dos grandesservicios Federer ganó el juego. Me llevéuna gran decepción, pero tenía queborrarla de mi mente de inmediato, y esohice. Gané el juego siguiente concomodidad y él ganó el otro con suservicio. Me ganaba entonces 5-4 y, enaquel instante, de acuerdo con lo previsto,se puso a llover. Estaba preparado y melo tomé con calma, aunque transcurrió másde una hora hasta que reanudamos elpartido. Me fui al vestuario, donde Toni yTitín no tardaron en reunirse conmigo.Titín me cambió las vendas de los dedos yyo me puse otra ropa. Hablamos poco. Yono estaba de humor para charlar. Federerparecía más relajado, hablaba e incluso se

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reía un poco con su gente. Yo le llevabados sets de ventaja, pero estaba más tensoque él. O, en cualquier caso, lo parecía.

Al volver a la pista, saqué para salvarel set y eso ocurrió; y dos juegos despuésvolví a salvarlo. Llegamos al tiebreak yme fulminó con su saque, terminando elset como había empezado. Tres aces yotro servicio que habría podido ser elcuarto le dieron el tiebreak por sietepuntos a cinco, y el set, 7-6. Había tenidomi oportunidad y la había desperdiciadoen un par de momentos de debilidad enque habría tenido que ser más fuerte. Peroaún ganaba por dos sets a uno.

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CON LOS NERVIOSDE PUNTA

Bastaba con tener ojos en la cara lavíspera de la final de la Copa Davis de2004 para darse cuenta del malestar deJuan Carlos Ferrero y Tommy Robredo,desplazados de su lugar en la historia porel emergente dieciochoañero Nadal.Resultaba evidente para cualquiera quehubiese visto la rueda de prensa que dioel equipo la noche antes del primer día de

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juego. Cuando los cuatro posaron para losfotógrafos, saltaba a la vista que el equipode España no era precisamente la imagende la armonía patriótica. Carlos Moyà,número uno de España, habló con elaplomo de un diplomático; Ferrero yRobredo tenían cara de querer estar encualquier lugar que no fuera ése; Nadal seremovía, se miraba los pies y esbozabasonrisas forzadas que no conseguíandisimular su inquietud.

«Cuando Rafa vino a verme —recuerda Moyà— y me dijo que estabadispuesto a ceder su puesto en elpartido contra Roddick a cualquiera delos otros dos, le dije que no, que era

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una decisión de los capitanes y que, encualquier caso, él contaba con toda miconfianza. Pero por dentro tenía misdudas —Moyà le dijo lo mismo a ToniNadal, que tampoco las tenía todasconsigo—. De todos modos, ladecisión se había tomado —prosigueMoyà— y no me pareció oportunoaumentar la tensión del grupo nipresionar más a Rafa, que estaba en undilema, diciéndole nada más.»

Moyà habló sin rodeos con Ferrero, lepidió que aceptara la decisión sin hacersemala sangre y le recordó que ya habíadesempeñado su papel consiguiendo queEspaña llegara a la final. El archivo de la

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Copa Davis así lo pondría de manifiesto ytanto sus triunfos como los de Nadalsignificarían la victoria también para él.Independientemente de si zanjaron allí ladiscusión o no, las dudas de Rafa sobre suderecho moral a jugar pasaron a ser ahoraun factor añadido a las preocupaciones deMoyà. Si Rafa hubiera sido máspresuntuoso, menos sensible o no sehubiera sentido afectado, o simplementeno se hubiera molestado por el malestarque de manera inopinada se habíaapoderado del grupo, habría afrontado eldecisivo encuentro contra elexperimentado número uno americano conla cabeza más despejada. Pero no fue así.Moyà sabía muy bien que detrás de la

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máscara de gladiador que se poníadurante los partidos había un almarecelosa y sensible; conocía al Rafa ClarkKent, al Rafa indeciso que tenía queescuchar muchas opiniones para llegar aconcebir una propia, al Rafa temeroso dela oscuridad, temeroso de los perros.Cuando Nadal iba de visita a la casa deMoyà, éste tenía que encerrar a su perroen un dormitorio, porque si lo veía sueltono se sentía tranquilo.

Era un joven supernervioso que vivíapendiente de los sentimientos de losdemás, acostumbrado a un entornofamiliar protegido y armonioso, y que sesentía mal cuando se respirabaanimosidad en el ambiente. En aquellos

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momentos se notaba que flotaba elmalestar en la familia española de laCopa Davis y, para empeorar las cosas,Nadal, si bien no era la causa, estabaciertamente en el vórtice del problema.Poner orden en su cabeza para jugar elpartido más importante de su vida, y esolo sabía Moyà, iba a ser un reto mayor delo habitual para su joven amigo. Por siesto no bastara, Moyà no podía menos querecordar que Rafa, por muy bueno quehubiera parecido en el entrenamientoaquella semana, había perdido hacía sólocatorce días contra un jugador situado enel puesto 400 de la clasificación mundial.Y su servicio era claramente más flojoque el de Roddick, que era casi el 50 por

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ciento más rápido.Pero Moyà también tenía motivos para

creer en su joven compañero de equipo.Conocía a Rafa desde que éste tenía doceaños, había entrenado con él docenas deveces y había sido derrotado por él dosaños antes en un torneo importante.Ningún otro profesional de alto nivelhabía sido tan íntimo de Rafa y ningunoseguiría manteniendo con él una amistadtan estrecha como su paisano mallorquín.Diez años mayor que Nadal, Moyà, quehabía arrebatado el número uno a PeteSampras en 1999, sabía que Nadal teníacualidades especiales; pero no sabría loespeciales que eran hasta que saliese ajugar delante de 27.000 espectadores en

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el transformado estadio de la Cartuja deSevilla, con toda la presión del mundosobre sus hombros, y derrotara al númerodos del mundo en cuatro setsemocionalmente supertensos y físicamentedemoledores.

«La gente hablaba ya de Rafa enMallorca cuando tenía seis o siete años—cuenta Moyà—, aunque al principiohabía que preguntarse si se debía a queera sobrino de Miguel Ángel, elfutbolista, toda una leyenda en la isla.Pero el mundo del tenis allí es pequeño(mi entrenador, Jofre Porta, también loentrenaba a él a veces) y cuando a losocho años ganó el campeonato de

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Mallorca en la modalidad sub 12,empezó a crearse un rumor a sualrededor. Recuerdo que Jofre medecía: «Éste va a ser de los buenos.» Alos doce años ya era uno de losmejores del mundo en su categoría. Fueentonces cuando lo conocí.»

El encuentro tuvo lugar en la ciudadalemana de Stuttgart. Moyà jugaba en untorneo de la ATP y Nadal en otro juvenil.

«Alguien de Nike, que había tenidovistas suficientes para ficharlo, mepreguntó si podía calentar con él. Lohice durante más o menos una hora.Para ser sinceros, no me pareció que

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estuviera mucho más dotado que otrosjugadores de su edad. Me di cuenta deque era muy luchador, aunque lo quemás me llamó la atención fue sutimidez. Nos dimos la mano alconocernos, pero ni siquiera me miró yapenas pronunció palabra. Es ciertoque probablemente estuviera un pocointimidado, porque yo había causado unpoco de revuelo en los medios porhaber llegado, sin ser cabeza de serie,a la final del Open de Australia aprincipios de aquel año. Pero seguíasiendo llamativo (impactante, diría yo)el contraste entre el tímido muchachoque era fuera de la pista y el chicosuperpeleón en que se transformaba

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dentro de ella, aunque nos habíamoslimitado a pelotear y ni siquierajugamos a puntos.»

Cuando tenía catorce años, época enla que Moyà había ganado ya su torneo deGrand Slam, el Roland Garros, Nadalempezó a entrenar con él en Mallorca tresveces por semana.

«La gente me dice a veces: "Hasayudado mucho a Rafa, ¿verdad?"Bueno, quizá, pero él también me haayudado mucho a mí. Aquellas sesionesde entrenamiento también me eranútiles. Ya entonces era suficientementebueno como para ponerme en

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dificultades, y eso que yo ya tenía enaquel momento un puesto indiscutibleentre los diez mejores del mundo.Jugábamos varios sets y como yo noquería que me derrotase un chico decatorce años, me ayudaba amantenerme al límite. Incluso piensoque me ayudó a ser mejor jugador.»

Sin duda es más cierto afirmar locontrario. Pocos aspirantes aprofesionales, o quizá ninguno, han tenidoen la historia del deporte buena suerte deentrenar con regularidad a los catorceaños con un jugador que había ganado untorneo de Grand Slam y que, cuandoestaba de gira, competía a menudo con

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dioses del tenis como Pete Sampras yAndré Agassi. Era otro ejemplo de lofavorablemente que se habían alineado losastros para el joven que soñaba con sercampeón.

Para empezar, tuvo la buena suerte decontar con un tío que, por no llegar arealizar sus propios sueños tenísticos, sededicó en cuerpo y alma a forjar a unjugador capaz de competir mental yfísicamente al más alto nivel. Tuvo,además, al resto de la familia, cuyo afectoy notable sentido de la solidaridadcontrarrestaba el régimen ferozmentedisciplinado del tío. Tuvo también a su tíoMiguel Ángel, cuya fama deportiva fue unejemplo, ofrecido en la propia casa, de la

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importancia de entrenar duro y demantener la concentración, por muchosaplausos que oyera en su camino. Y,además, tuvo a Carlos Moyà. Encontrar unmentor, un amigo y un compañero deentrenamiento de su talla y generosidadhabría superado las ilusiones de cualquieraspirante a profesional criado en NuevaYork, Londres o Madrid, pero en elcerrado entorno tenístico de una pequeñaisla del Mediterráneo, cuyos habitantesson solidarios por naturaleza, podíaocurrir, y ocurrió.

Moyà, que tiene una casa en Miami yotra en Madrid, y cuyo carácter es máscosmopolita que el de Nadal, convirtió almuchacho de Manacor en su pupilo

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predilecto. Los padres de Nadal sedeshacen en elogios cuando hablan deMoyà, señalando que un personaje demenor categoría habría salido corriendoal ver al joven aspirante, más deprisacuantos más éxitos conseguía Nadal —quepoco a poco acabó reemplazando a Moyàen la condición del rey de Mallorca, reyde España y rey del mundo del tenis—,más cordial se volvía la relación entre losdos. Hasta el día de hoy. Nadal loconsidera el benévolo y sabio hermanomayor que nunca tuvo. Ha seguidoconfiando en Moyà y busca su consejo conuna fe que no tiene en nadie fuera de sucírculo familiar, con la posible excepciónde su fisioterapeuta y psicólogo particular

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de facto, el hombre al que llama Titín.

«Al principio me gustaba pensarque estaba ayudando a un chico arealizar sus sueños y me motivaba laidea de ser un espejo en el que pudieramirarse —afirma Moyà, que confiesaque poco después sería el propioNadal quien lo motivaría—. Por laintensidad con que entrenaba, me dabacuenta de que era superambicioso y deque estaba desesperado por mejorar.Le daba a la pelota como si su vidadependiera de ello. Nunca había vistonada igual, ni que se le aproximara. Locomparaba con otros chicos de su edady, bueno, era exactamente lo que veo

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ahora, cuando se ha convertido en unode los grandes del circuito tenístico.Claro que a esa edad nunca se sabe loque va a ocurrir. El mundo está llenode deportistas que a los catorce añosparece que se van a comer el mundo yluego, por circunstancias de la vida odebilidades ocultas de su carácter,desaparecen sin dejar rastro. Lo queestaba claro cuando veías a Rafa eraque tenía algo diferente.»

Tenía, por ejemplo, una intrepidez queno reflejaba la discreción de sucomportamiento fuera de la pista.

«Empezó a jugar los torneos

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Futures, las competiciones juveniles dela ATP, a los quince años —cuentaMoyà—, enfrentándose a veces ajugadores que le llevaban diez años. Alprincipio temía que un chicoacostumbrado a ganar perdiera laconfianza al verse ante derrotasinevitables y frecuentes. Ése era elpeligro. Pero, una vez más, lo habíasubestimado. En menos de cinco mesesempezó a ganar partidos; en menos deocho o nueve, torneos.»

Moyà se asombra de la rapidez conque Nadal ha quemado las etapas de laevolución normal en el tenis.

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«Cuando yo tenía quince años,jugaba torneos de verano en Mallorca eiba al colegio en invierno. Ése era milímite. Si hubiera empezado a jugarpartidos de Futures entonces, habríaperdido siempre 6-0, 6-0. En realidad,empecé a los diecisiete y eso fue lo quepasó.

Un año después, cuando Rafa teníadieciséis, subió de Futures a lacompetición de Challengers, unpeldaño por debajo del circuito de laATP propiamente dicho. Al principiosudó la gota gorda. Jugaba en pistasduras de interior, que son las másrápidas que hay y que, en términostenísticos, están a mil kilómetros de las

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pistas de tierra batida del climahúmedo y tórrido en que Rafa se crió.Por definición, los españoles jugamosmal en esas pistas y al principio éltambién sufrió. En realidad, enmuchísimos casos los jugadoresespañoles ni siquiera se molestan enpresentarse, porque saben porexperiencia que lo más probable es quequeden eliminados en la primera ronda.

La primera vez que jugamos entrenosotros un partido de competición, éltenía dieciséis años y yo, veintiséis.Fue en Hamburgo, en un torneo de ATPMasters, a principios de 2003. En losmuchos partidos de práctica quehabíamos jugado durante los dos años

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anteriores casi siempre ganaba yo. Másaún: yo diría que, si realmente queríaganar, ganaba siempre. No era deextrañar. Pero en aquella ocasiónestaba nervioso. Sentía una presióntremenda. Estaba entre los diez mejoresy él era un crío, una estrella emergente,sin duda, pero en el puesto 300 o así.Perder sería una vergüenza y sentía esapresión con intensidad.

Jugamos de noche, hacía frío. Yonotaba el frío, pero él parecía que no;Rafa parecía haber entrado en calorincluso antes de que jugáramos elprimer punto. En realidad, no jugó alcien por cien. Tampoco yo. Pero mederrotó en dos sets. No hay un caso tan

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claro de jugador que gana por su fuerzamental superior. En el circuito habíaotros chicos de dieciséis años que noeran tan buenos como él, pero que en lapista se comportaban del modo másabsurdo y se enfadaban cuando sufríanla más pequeña contrariedad. Lo que viaquella noche al otro lado de la red fuea un jugador que sin duda tenía muchotalento, pero que, por encima de todo,tenía una concentración, unaprofesionalidad y un enfoque del juegode un nivel diferente del mío. Unjugador cuyo juego débil era diez vecesmás enérgico que el juego débil decualquier otro jugador equivalente. Yno hay que olvidar, y digo esto para

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subrayar mi asombro, que por entoncesyo había ganado ya un Grand Slam yhabía sido finalista en el Open deAustralia.

Al final del partido nos abrazamosen la red y él me dijo: "Lo siento." Nohacía falta que lo dijera. Encajé laderrota con más filosofía de lo quehabía creído antes del partido.Comprendí que había sido la primerade muchas otras derrotas; que Rafa erael futuro y que yo, aunque lejos de estaracabado, comenzaba mi descenso.»

Conforme pasaban los años y unoascendía y el otro bajaba, Moyà empezó adarse cuenta del temor que despertaba

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Nadal en otros jugadores.

«No creo que Rafa llegue aadmitirlo y la verdad es que nunca selo he preguntado, pero creo queintimida a sus rivales adrede —afirmaMoyà—. Es más complejo y vulnerableen privado de lo que deja ver enpúblico, pero el efecto que produce ensus rivales no tiene nada de complejo.Los acobarda. Esos rituales que realizason todo un espectáculo. No hay ningúnotro jugador que haga lo que él hace.En cuanto a su preparación física, salea la pista prácticamente sudando, cosaque yo no he conseguido nunca, y esoque es la condición ideal para empezar

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un partido.»

Carlos Costa, agente de Rafa ytambién profesional del tenis en otraépoca, está de acuerdo con Moyà en quehay algo amedrentador en enfrentarse aNadal y dice que el impacto que produceen sus rivales, al igual que Tiger Woodsen sus mejores momentos sobre el restodel mundo del golf profesional, es comoel que produce en la manada el macho alfadominante.

«Hacia el final de mi trayectoriajugué contra él en partidos encompetición —dice Costa— y esverdad, hay un momento del encuentro

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en que sientes el miedo dentro de ti. Tedas cuenta de que estás ante un ganadornato. Rafael es más fuerte que nadie anivel psicológico; está hecho de unapasta especial.»

También tiene un carisma especial.Moyà, una gran estrella en su día, fue elprimer español en llegar a número uno delmundo, pero mucho antes de que Nadalllegara a ser el número dos, el joven ya lohabía adelantado en términos de atractivopopular, en España y en el extranjero.Moyà es más apuesto en sentido clásico(la revista People, en mayo de 1999, lopuso en la lista de «las cincuenta personasmás atractivas del mundo»), pero no pudo

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competir con el carisma elemental deNadal; Moyà era un jugador más elegante,con un servicio más potente, pero la ferozcompetitividad de Nadal tenía más fuerzade seducción. Conectaba con el públicode un modo que no estaba al alcance deMoyà.

Moyà lo acepta con serenidad porquesabe que no está, ni ha estado nunca, en lamisma liga que Nadal. No en lo que serefiere al talento, sino a la actitud.

Lo que distingue a Rafa de losdemás es su cabeza. Es algo que sevuelve evidente en la pista y loadvierte no sólo su rival, sino tambiénla gente que lo ve en televisión. Es un

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elemento invisible, pero que se siente.Su revés, su derecha: otros lo tienentambién. Naturalmente que tienetalento. Creo que ni él se da cuenta decuánto, porque tiene tendencia asubestimarse. Pero desde el punto devista psicológico, es de otro mundo. Heconocido a muchos deportistas dealtísimo nivel, no sólo en tenis, y nadietiene lo que él, con la excepción, quizá,de Tiger Woods y Michael Jordan. Enlos puntos cruciales es un asesino; suconcentración es absoluta y tiene algoque yo nunca he tenido: una ambiciónsin límites. Yo gané un Grand Slam yfui feliz; había cumplido la misión demi vida. Rafa necesita ganar muchas

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veces y nunca será suficiente.Muestra la misma voracidad en

cada punto. Yo ganaba 5-0 en un set yla cabeza se me iba; regalaba un juegoo dos. Rafa, jamás. No da nada gratis;transmite a sus rivales el mensajedesalentador y apabullante de que va ahacer todo lo que pueda paraderrotarles 6-0, 6-0.»

Pero para Moyà no acaba aquí lahistoria, que en su opinión es máscompleja y con varios matices. Nadaltiene un defecto y, según Moyà, estárelacionado con esa ambivalencia entre supersonalidad privada, sensible e insegura,y el ariete deportivo que ve el mundo.

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Desde el punto de vista de Moyà, en lapista Nadal no oculta por completo alClark Kent que lleva dentro; latransformación en Superman, por más quela desee él y por mucho que convenza alos demás, no es total.

«En la pista es más cauto de lo quepodría parecer. Siempre hadesconfiado de su segundo servicio ypor eso no sirve la primera bola contoda la fuerza que podría, a pesar deque tiene brazo para ello. La mismacautela se advierte cuando juega encompetición. He entrenado con él milveces en la pista y cuando lo veo jugarun partido me da siempre la impresión

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de que es más agresivo cuando entrenay de que consigue más golpesganadores. Se lo he dicho cientos deveces: "¿Por qué no te sueltas más?¿Por qué no juegas más dentro de lapista y atacas más, por lo menos en lasprimeras rondas de los torneos, cuandopor lo general te enfrentas a jugadoresa los que puedes derrotar con los ojoscerrados?" Pero o no quiere o lo hacecon menos frecuencia de la quedebería. Quizá se deba en parte a esanegativa suya a creer que es tanbueno.»

Moyà cree que la imagen guerrera deNadal no procede tanto de su agresividad

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en el ataque cuanto de su actitud defensivade no rendirse jamás. Por sus venas correel espíritu del eterno guerrero, unasensación que conecta con las multitudes,a las que transmite la idea, al margen desu puesto en la clasificación mundial, deque representa el papel del débildesafiante. Como dice Moyà, Federer nopodría vender la imagen de gladiadorporque no es un batallador, un peleón; nocombate por su vida, como parece hacersiempre Nadal. La marca de fábrica deFederer es su precisión mortífera.

Que Nadal haya demostrado ser uncampeón del aguante tiene mucho mérito,según Moyà, por todas las angustias queha tenido que vencer para estar donde

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está. También contribuye a explicar lamagnética personalidad que tiene en lapista. La gente conecta más con el Davidcontra Goliat que ofrece pelea que con elartista que no necesita esforzarse paraparecer superior, porque el batallador esmás identificable con lo humano; es másnumeroso el público que se ve reflejadoen el imperfecto Nadal que en el olímpicoFederer. No sería así si se pareciese másal maestro del pasado con el que a vecesse le compara, Björn Borg; ni si fuera tanextravagante en la pista como lo era JohnMcEnroe. Según Moyà, Nadal es un cruceentre los dos jugadores queprotagonizaron la mayor rivalidad que sehabía visto en tenis hasta que aparecieron

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Nadal y Federer. Borg era puro hielo;McEnroe, todo fuego.

«El secreto del tremendo atractivode que goza a nivel mundial —diceMoyà— es que te das cuenta de quetiene la vehemencia de McEnroe, perotambién el autodominio de Borg, elasesino que mataba a sangre fría. serambos en uno es una contradicción, yeso es lo que es Rafa.»

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CAPÍTULO 5

MIEDO A GANAR

Ganar en Wimbledon era de por sí unaperspectiva suficientemente tentadora,pero sabía además que una victoria allísignificaría que no tardaría enproclamarme número uno del mundo porprimera vez. La derrota implicaría seguira remolque de Federer, quizá condenado ano superarle nunca. Pero en aquel partidoyo había tomado la delantera y saqué al

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comienzo del cuarto set con tantaserenidad como podía esperarse en talescircunstancias. Lo cual no era decirmucho, aunque al menos las piernas no metemblaban y la adrenalina seguíaganándole la batalla a los nervios. Perderel tercer set en el tiebreak había sidocomo recibir un puñetazo, pero aquello yaera agua pasada. Sabía que Federer nopodía seguir haciéndome aces cada vezque tuviera el servicio, como había hechoen el tercer set. Antes del partido habíacalculado mis posibilidades en uncincuenta por ciento y las cosas no habíancambiado.

De todas maneras, había habido unaocasión en que había calculado que mis

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posibilidades estaban un poco por encimade las suyas y había ganado. Había sidoen nuestro primer encuentro, en Miami, enmarzo de 2004, en pista rápida. Yo teníadiecisiete años y él, con veintidós,acababa de situarse en el número uno delas clasificaciones mundiales, y a pesarde todo lo había derrotado en dos setsseguidos. Un año después coincidimos enla final del mismo torneo y en esa ocasiónganó él, aunque le costó lo suyo. Yo ganélos dos primeros sets; él ganó el terceroen el tiebreak y luego se llevó los dosrestantes. Fue una derrota, es verdad, perouna derrota estimulante. Yo estaba treintapuestos por detrás de él en laclasificación, pero me había mostrado a

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su altura de principio a fin. Después deaquello, mi carrera despegó como uncohete; cuando dos meses y medio mástarde se celebró el Abierto de Francia, yoestaba ya en el número cinco del mundo.

Inmediatamente después de Miamijugué en Montecarlo, el torneo que iniciala temporada de pistas de tierra batida.Me encanta Montecarlo, tanto el lugarcomo el torneo. Es el Mediterráneo, estácerca de casa. Las pistas en que jugamoscuelgan sobre el mar a tanta altura quecasi imagino que puedo ver Mallorcadesde allí. Y las calles están muy limpias.La impresión que me queda de la ciudades lo ordenado y bien cuidado que estátodo. El torneo es uno de mis favoritos, no

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sólo porque allí me siento bien y porquetiene para mí un significado históricoespecial, sino también porque tienetradición, igual que Wimbledon. Hacemás de cien años que se juega el torneo deMontecarlo y lo han ganado muchosgrandes nombres del tenis como BjörnBorg, Ivan Lendl, Mats Wilander o IlieNastase, y algunos grandes de la historiadel tenis español, como Manolo Santana yAndrés Gimeno. También mi amigoCarlos Moyà.

Yo había estado ausente deMontecarlo el año anterior por culpa de lalesión del pie, pero me dio la impresiónde que allí, en la superficie a la queestaba acostumbrado, tenía una

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oportunidad de ganar mi primer grantorneo de la ATP. Había dejado escaparMiami, pero estaba convencido de queallí la historia no iba a repetirse, ni aun enel caso de que tuviera que enfrentarmeotra vez con Federer. No ocurrió porquequedó eliminado en los cuartos de final ycon quien jugué la final fue con el quehabía sido el último campeón, el argentinoGuillermo Coria.

Las pistas de tierra batida son idealespara quienes practican un juego defensivo;también para los jugadores que están enforma. El tenis es un deporte que exige larapidez del velocista, saber empezar agran velocidad, y la resistencia delcorredor de maratón. Te detienes,

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arrancas, te detienes, arrancas. Y no dejasde hacerlo durante dos, tres, cuatro y aveces hasta cinco horas. Los partidos entierra batida duran más porque lospeloteos son más largos, dado que la bolarebota más alto y está más tiempo en elaire, lo cual significa que cuesta másterminar los puntos y mantener el servicio.El factor aguante tiene más peso aquí queen otras superficies. Los ángulos son másabiertos y hay que cubrir más terreno.Como dice mi preparador físico, JoanForcades, el juego es más geométrico.Tienes que ganar el punto poco a poco yesperar más que en otras superficies másrápidas para descolocar a tu oponente,hasta que llega el momento en que crees

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de manera realista que puedes intentar ungolpe ganador incontestable. Además, esun deporte en el que necesitas unahabilidad que no es común en los juegosde pelota: lo que yo llamo patinar. Entenis te enseñan a afianzarte en el sueloponiendo los pies y el tronco en unadeterminada posición, con objeto de darlea la bola con efectividad, pero, en tierrabatida, en un elevado porcentaje degolpes la superficie, blanda y arenosa, setransforma por un momento en una pistade patinaje, y cuando te deslizas sobreella para alcanzar la bola todas las reglashabituales se desarticulan. A quien no hajugado en tierra batida desde pequeño lecuesta cogerle en tranquillo. Yo se lo

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había cogido porque había aprendido ajugar en aquella clase de pista y, como erarápido, estaba en forma y nunca daba unabola por perdida, sabía que, en cuantoadquiriese cierta madurez física y mental,iba a ser muy difícil que me derrotasen enaquella superficie.

Gané el primer torneo de la ATP demi vida precisamente allí, en Montecarlo,al batir a Coria en la final; fue un partidoextraño que culminé en cuatro sets, peroen el que perdí el tercero 6-0. Entoncesempezó una larga racha de partidos entierra batida de los que salí invicto,venciendo en Barcelona y Roma. Despuésde Roma llegó el Abierto de Francia, enRoland Garros, el torneo culminante de la

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temporada de la tierra batida, el primerGrand Slam del año. Yo era el númerocinco del mundo, pero el favorito paraganar. Estaba a punto de cumplirdiecinueve años.

No había jugado allí el año anteriorpor culpa de la lesión, pero me habíaescapado para ver el torneo un par dedías. Había sido una idea de Carlos Costay de mi amigo "Tuts", Jordi Robert (elrepresentante de Nike), que habíaorganizado el viaje. Carlos pensó quesería interesante que me familiarizara conel escenario, que me acostumbrase a él,porque decía que era un torneo que algúndía ganaría. Sin embargo, volví másfrustrado que impresionado por la visita

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al grandioso coliseo del tenis francés. Nosoportaba no jugar. Casi me puse enfermoal ver unos partidos en los queparticipaban jugadores a los que sabíaque podía derrotar. Carlos todavíarecuerda el momento en que le dije: «Elaño que viene será mío.» El sueño de lossueños siempre había sido Wimbledon,pero sabía que la montaña que tendría queescalar primero era Roland Garros. Si noganaba en Francia, nunca ganaría enInglaterra.

Sin embargo, fue toda una sorpresaque la prensa deportiva me nombrarafavorito para ganar el torneo de 2005. Yosólo había jugado en dos torneos deGrand Slam hasta entonces, Wimbledon y

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el US Open, y en ninguno de los dos habíallegado siquiera a cuartos de final.Abrigaba una duda, ciertamente, sobre sisería capaz de respirar a tan alto nivelcompetitivo. Además, Federer estaba allíy él sólo necesitaba Roland Garros paracompletar su cuenta de cuatro GrandSlams. Aunque me esforcé porconvencerme a mí mismo de que aquellode considerarme favorito era exagerado yabsurdo (hablaba la parte de mi cerebrocondicionada por Toni), otra parte de mí(la que se deja llevar por la furia y laambición) seguía pensando lo mismo queun año antes: que podía ganar. Pero lasexpectativas que había despertadorepercutieron negativamente sobre mí,

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creando una carga mental añadida de laque me esforcé por librarme durante lasprimeras rondas. No percibía esas buenassensaciones que necesito paraconvencerme de que voy a ganar y estabamucho más nervioso que de costumbre.Me sentía más entumecido de lo quedebería. Tenía las piernas pesadas, losbrazos rígidos y la bola no me salía de laraqueta con la precisión con que debía.Cuando pasa esto, empiezas a tener miedode perder el control, no juegas connaturalidad y todo se vuelve mucho máscomplicado. Rivales a los que hasderrotado con comodidad semanas antesse vuelven de pronto gigantes.

Mi régimen alimenticio tampoco me

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ayudaba. Entonces no me preocupabatanto como hoy por poner freno a loscaprichos. Sin saber cómo ni por qué, enParís me dio por comer croissants dechocolate. Toni se percató del problema,pero tenía su particular método deabordarlo. Cuando Carlos Costa le dijo:«¡Por Dios, no le dejes que coma eso!»,Toni replicó: «No, no, deja que seatiborre de chocolate. Así aprenderá; ledolerá el estómago y aprenderá.» Comode costumbre, fue un método que funcionó.Aprendí por las malas que durante unacompetición no había que comer nada quecostase digerir.

A pesar de los nervios y delautoinfligido castigo del chocolate, me las

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arreglé para salir airoso de las primerasrondas del Abierto de Francia. FrancisRoig, mi segundo entrenador, dice quecuando juego al 80 por ciento de micapacidad, soy mejor que los demás, acausa de la ventaja psicológica que tengosobre ellos. No estoy seguro de que seasiempre cierto, pero quizá sí lo sea entierra batida. Cuando estoy en formaóptima tengo cierta mano para transformarrápidamente la defensa en ataque,sorprendiendo e incluso desmoralizando ami oponente. Pero si no salen golpesganadores, si todo lo que sé hacer esdevolver pelotas y convertirme en unapared humana, entonces lo mejor quepuede sucederme es estar en tierra batida.

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Así, agotando a los rivales medianteeste procedimiento, conseguí llegar a lasemifinal contra Federer, nuestro primerenfrentamiento en tierra batida. Aquel díacumplí diecinueve años y la mejorcelebración posible, la mejor de mi vida,era ganar, cosa que logré, en cuatro sets.Lloviznó parte del tiempo y Federer,deseoso de hacerse con su cuarto GrandSlam, quiso convencer al juez de quedetuviera el juego. Fue una buena señal.Dijo que la lluvia le molestaba, pero yosabía que también le molestaba mi juego.El juez no suspendió el encuentro y yogané. Después tuve que enfrentarme en lafinal al argentino Mariano Puerta. Losargentinos son como los españoles,

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expertos en tierra batida, y Puerta jugómejor que yo durante largos momentos delpartido. Yo no dominaba aún el truco deaislarme del entorno y de mis temores;nunca se consigue por completo, de locontrario seríamos humanos. Pero enaquel entonces, la construcción dedefensas emocionales para ganarsistemáticamente era todavía un proyectoy los nervios interferían en mis procesosmentales más de lo que lo harían tiempodespués. Lo que no me faltó en aquellafinal fue energía. Puerta jugaba bien, losuficiente para ganar el primer set por 7-5. Pero cuando pienso ahora en aquelpartido, lo que me viene a la mente es lasensación de no haberme detenido a

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respirar en ningún momento. Yo peleaba ycorría como si fuera capaz de pelear ycorrer sin parar durante dos días. Meexcitaba tanto la idea de ganar que enningún momento sentí el cansancio, locual, a su vez, cansó a Puerta. Yo aguanté;era más constante en los puntos decisivosy, exceptuando el primero, gané lossiguientes sets por 6-3, 6-1 y 7-5.

En cosa de seis meses escalé trescumbres, a cual más alta: la Copa Davis,mi primera victoria ATP en Montecarlo yla cumbre más importante, el Abierto deFrancia, mi primer Grand Slam. Laemoción que sentí fue indescriptible. Enel momento de ganar me volví y vi que mifamilia se había puesto como loca, mis

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padres se abrazaban, mis tíos gritaban yentonces me di cuenta de que, pese atodos los años de trabajo duro que habíainvertido en ella, aquella victoria no erasólo mía. Sin pensarlo siquiera, loprimero que hice nada más dar la mano aPuerta fue correr hacia el gentío, subir lasgradas y abrazar a mi familia, a Toni elprimero. Mi madrina Marilén tambiénestaba allí y lloraba.

«No podía creerlo —me dijoMarilén después, al recordar sureacción al punto final—. Te miré y tevi allí, un campeón hecho y derecho,con los brazos al aire, y de prontovolví a verte cuando tenías siete años,

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delgado, mortalmente serio, entrenandoen una pista de Manacor.»

Yo había pensado algo parecido.Había peleado con mucho tesón y durantemucho tiempo para llegar hasta allí. Peroa mi cabeza acudían también imágenes demi casa y de mi familia, y aquel díacomprendí, con más intensidad que ningúnotro, que por grande que sea la dedicaciónque le pone, uno nunca gana algo solo. ElAbierto de Francia fue mi recompensa ytambién la de mi familia.

También sentí mucho alivio. Al ganarun Grand Slam me había quitado un pesode encima. Todo lo que ahora medeparara la vida sería una compensación

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extra. No es que fuera a cejar en misambiciones, había saboreado la victoriaal más alto nivel, me había gustado yquería más. Y tuve la sensación de que,después de haber ganado un torneo deaquella magnitud, repetir iba a ser menosdifícil. Tras ganar en Roland Garros, enmi mente empezó a adquirir forma la ideade que algún día ganaría en Wimbledon.

No hace falta decir que no era aquellolo que pensaba Toni, o al menos no era elmensaje que quiso transmitirme. Con sucontundencia habitual me dijo que, en suopinión, Puerta había jugado mejor queyo, que me había hecho correr mucho másque yo a él y que, si yo había ganado lospuntos decisivos, había sido porque había

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tenido suerte. Ahora alega —aunque,sinceramente, yo no lo recuerdo— queantes de volver a casa al día siguiente,antes que los demás, me dejó una nota enla que detallaba todos los aspectos de mijuego que yo tenía que corregir, si queríatener alguna posibilidad de ganar otra vezun torneo igual de importante.

Tenía razón en lo referente a los dostorneos del Grand Slam que quedabanaquel año. En Wimbledon caí en lasegunda ronda; en el US Open, en latercera. Aquellas derrotas me pusieron lospies en la tierra y me dieron la medida deltrabajo que me quedaba por hacer siquería evitar que se me considerase sólootro nombre más en la historia de los

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prodigios de un solo Slam u otro españolincapaz de adaptarse con éxito a unasuperficie que no fuera de tierra batida.Después de ganar el Abierto de Francia,el juicio de la mayoría de los expertos eraque, aunque tal vez ganase otra vezaquella competición, nunca ganaríaninguno de los otros tres torneos de GrandSlam, a saber, el de Wimbledon, el USOpen y el Open de Australia. Había unahistoria que respaldaba esta opinión. Enlos últimos veinte años había habido uncampeón español tras otro en RolandGarros, pero que no había conseguidovictorias en los otros grandes. En 2005 yohabía proseguido la tendencia y reforzadoel prejuicio.

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Pero sólo tenía diecinueve años e,independientemente de lo que medeparase el futuro, había sido un añoespectacular. Había ganado un torneo deprimera línea en Canadá, el Masters deMontreal, derrotando a André Agassi enla final, sin perder un solo set; y luego, afinales de año, gané el Masters deMadrid, un desafío más difícil si cabe porhaber sido en la pista rápida que menosconviene a mi juego: pista dura y deinterior. Madrid era, en este sentido, unumbral, un indicio poderosamenteestimulante de que estaba capacitado paraadaptar mi juego a todas las condiciones.En la final me recuperé tras dos sets encontra y gané frente a un rival que tenía un

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servicio demoledor, Ivan Ljubicic, cuyojuego encajaba de manera tan natural en lapista de interior como el mío en la tierrabatida.

En total gané once torneos en 2005,tantos como Federer aquel año, y mecoloqué en el segundo puesto de laclasificación mundial. Empezaba a sermuy conocido fuera de España y parecíapreparado para llevar mi juego a otronivel. El año 2006 se anunciaba brillante,o eso me figuré. Porque después deMadrid la fatalidad se ensañó conmigo.Sufrí otra lesión en el mismo hueso delpie que el año anterior me había impedidojugar toda la temporada de pistas de tierrabatida, sólo que esta vez fue una lesión

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más seria que, de hecho, dio lugar alepisodio más aterrador de toda mitrayectoria profesional.

Sentí el primer aviso en Madrid,durante el partido contra Ljubicic, el 17de octubre. No hice mucho caso entoncesy, acostumbrado a competir con algúndolor físico, seguí jugando. Por la nocheempezó a dolerme en serio, pero no quisealarmarme todavía. Pensé que era unaconsecuencia inevitable de haber jugadoun partido muy duro de cinco sets y que aldía siguiente se me pasaría. Cuandodesperté por la mañana vi que tenía el piemás hinchado que la noche anterior. Melevanté y comprobé que no lo podíaapoyar normalmente. Desistí de acudir al

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siguiente torneo que tenía que jugar, enSuiza, y cojeando mucho, volédirectamente a casa para ver a mi médico,Ángel Cotorro. Éste no encontró nadaparticularmente grave y dijo que el huesosanaría si dejaba pasar un tiempo. Enefecto, días después dejaba de cojear yme fui a la otra cara del mundo, a Shangai,para participar en el gran Masters delaño. No obstante, al poco de ponerme aentrenar reapareció el dolor con tantaintensidad que tuve que retirarme deltorneo antes de que empezara. Volví aMallorca y descansé un par de semanas,incapaz de hacer ninguna clase deejercicio. Reanudé el entrenamiento, peroal segundo día volví a sentir el ramalazo

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de dolor y comprendí, con un grito dedesesperación, que no podía continuar.

Confiaba ciegamente en el doctorCotorro. Era mi médico entonces, siguesiéndolo en la actualidad y, en la medidaen que la decisión dependa de mí, lo seráhasta que me retire. Sin embargo, fueincapaz de establecer un diagnóstico ni deaconsejarme otra cosa que descanso. Esofue lo que hice, descansar otras dossemanas. Estábamos en noviembre y lacosa se prolongó hasta diciembre.Empecé a ponerme nervioso, porque mimédico lo probaba todo, pero noconseguía averiguar cuál era exactamenteel problema. El pie seguía hinchado y eldolor, lejos de remitir, aumentaba.

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Entonces, por sugerencia de mi tío MiguelÁngel, fuimos a ver a un especialista delpie al que había conocido cuando erajugador del F.C. Barcelona. Éste me hizounas cuantas pruebas de resonanciamagnética, pero tuvo que admitir que, apesar de toda su experiencia, aquellalesión podía más que él. Nuestra últimaesperanza pasó a ser un especialista deMadrid. Fui a verlo con mi padre, Toni yJuan Antonio Martorell, mi fisioterapeutaanterior a Titín. Mi pie izquierdo o, mejordicho, el huesecillo donde estabalocalizada la hinchazón, se habíaconvertido en el centro de mi angustiadouniverso, y en el de mi familia también.

Fuimos al consultorio del especialista

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a mediados de diciembre, dos mesesdespués de haber jugado yo mi últimopartido de competición, y llegamos conuna sensación de alarma creciente. Eldoctor acabó por identificar el problema.Debería haberme sentido aliviado pero nofue así. El diagnóstico fue tan deprimenteque me hundí en el agujero más negro yprofundo de toda mi vida.

Se trataba de un problema congénito,una enfermedad del pie muy rara, más raraincluso entre los hombres que entre lasmujeres, y daba la casualidad de que estemédico era un experto mundial en ella.Había sido el tema de su tesis doctoral. Elhueso afectado era el escafoides tarsiano,situado en el arranque delantero del arco

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del pie. Si el escafoides tarsiano no seosifica bien, es decir, no se endurece,como es habitual que ocurra en lainfancia, el sujeto sufrirá dolorosassecuelas de adulto, tanto más si el pie sesomete a reiteradas tensiones, de esas queson inevitables cuando el adulto encuestión es un tenista profesional. Elpeligro es mayor si, como había ocurridoen mi caso, se ha sometido al pie a unaactividad muy intensa durante losprimeros años, en que el hueso no estáformado del todo. La consecuencia es queel hueso se deforma, crece más de lodebido y puede astillarse con másfacilidad, que era lo que me habíasucedido el año anterior. Me había

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recuperado pero, al desconocer elproblema, no le había prestado muchaatención y las cosas se habían complicadomucho más.

Esta inflamación del escafoidestarsiano, un hueso que yo ni siquiera sabíaque existiera, resultó ser mi versiónparticular del talón de Aquiles: el puntomás vulnerable de mi cuerpo, el másdestructivo en potencia. Tras diagnosticarla dolencia, el doctor dio su veredicto.Podía suceder, declaró, que nunca máspudiera volver a jugar a tenis decompetición. Cabía la posibilidad de queme viera obligado a retirarme, a losdiecinueve años, del deporte querepresentaba todas mis ilusiones. Me vine

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abajo y rompí a llorar; todos lloramos. Mipadre fue el primero en recuperarse ytrató de controlar la situación. Mientraslos demás mirábamos al suelo conimpotencia, se puso a trazar un plan. Es unhombre práctico y tiene el instinto dellíder que aparenta calma y tranquilidadcuando más negras están las cosas.Animoso por temperamento, piensa queningún problema es insuperable. No esdeportista, pero tiene mentalidad devencedor. Por eso el resto de la familiadice que he salido a él en lo de sercompetidor. Es posible, pero aquel día,más lejos que nunca de una pista de tenis,yo no estaba animado ni veía ningunasalida. Me sentía hundido. Todo el

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horizonte hacia el que había orientado mivida se estaba desmoronando ante misojos.

En medio de aquel lúgubre ambiente,mi padre arrojó el primer destello de luz.Dijo dos cosas: primera, que confiaba enque encontráramos una solución; laspalabras exactas del médico, nos recordó,habían sido que «cabía la posibilidad» deque la lesión pusiera en peligro micarrera; segunda, que si todo lo demásfallaba, podía dedicarme a mi última ycreciente pasión, el golf.

«Con todo el talento que tienes yesas agallas —dijo—, no veo la razónpor la que no puedas ser golfista

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profesional.»

Aquella noción, más bien lejana,tendría que esperar por el momento y, conun poco de suerte, toda la vida. Lapregunta más inmediata que había quehacer al médico era: ¿había algunasolución? Y si la había, ¿cuál era? Pocodado a la cirugía, que era una soluciónarriesgada y apenas comprobada, dijo quehabía una posibilidad. Un poco trivial yajena a la medicina. Podíamos modificarlas suelas de mi calzado tenístico y,mediante un proceso milimétrico deensayo y error, ver si dábamos con laforma de acolchar el hueso lo suficientepara reducir la tensión que yo siempre

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había imprimido a aquella zona del pie.Pero nos advirtió que, aunque aquellofuncionara, aparecería otro peligro: elsutil desplazamiento de mi peso corporalcausado por la modificación de las suelaspodía tener un efecto doloroso en otraparte de mi cuerpo, como las rodillas o laespalda.

Mi padre se animó, dijo quecruzaríamos ese puente cuando llegáramosa él e inmediatamente propuso un plan deacción. Nos pondríamos en comunicacióncon el especialista de los pies quehabíamos visitado en Barcelona y lepropondríamos que trabajara conmigo ycon el doctor Cotorro para confeccionarlas nuevas suelas. Dicho lo cual, lleno de

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ánimo, corrió a una cena de trabajo quetenía programada para aquella mismanoche, dejándonos a los demás con unhumor que combinaba una vaga esperanzacon la parálisis más pesimista. Despuésde todas las desilusiones de los dosúltimos meses y la sistemáticaincapacidad del hueso para recuperarse,me parecía que no había mucho motivopara creer que la solución del zapatomágico fuera a funcionar. El pie me dolíamás que nunca y, tal como veía yo lascosas, las posibilidades de que aquellodiera resultado eran mínimas, por lo queno impidieron que volviera a casamelancólico y deprimido, preparado parapasar las que, en efecto, fueron las

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Navidades más tristes de mi vida.Era como si hubieran partido mi vida

por la mitad. Cuando mi familia recuerdaaquel período, todos dicen que yo estabatotalmente transformado, irreconocible.En casa suelo estar animado, río y bromeomucho, sobre todo con mi hermana. Enaquellos momentos estaba irritable,distante, apagado. No hablaba de la lesiónni con mis amigos más íntimos; alprincipio no podía ni sincerarme alrespecto con mi novia, María Francisca,«Mery», que estaba cada vez másdesconcertada y alarmada por el cambioque se había operado en mí. Habíamosempezado a salir juntos hacía unos mesesy allí estaba yo, amargado de día y de

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noche, sin apenas nada que ofrecer a unachica de diecisiete años, deseosa dedisfrutar de la vida. Normalmentehiperactivo, ni siquiera podía apoyar elpie en el suelo, no digamos ya jugar altenis, así que me pasaba las horasrecostado en el sofá, con la miradaperdida, o sentado en el cuarto de baño, oen las escaleras, llorando. No me reía, nosonreía, no tenía ganas de hablar. Habíaperdido todo interés por la vida.

Menos mal que tenía a mis padres. Suforma de reaccionar fue la correcta.Dejaban claro que estaban allí paracualquier cosa que necesitase y no meatosigaban. No trataban de sacarme deaquella depresión a la fuerza, no me

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bombardeaban con preguntas, no meforzaban a hablar cuando no me apetecía.Me llevaban a todas partes, al médico odonde fuera, sin quejarse y con el mismoánimo que mi padre había mostrado en losdías en que había sido mi incansablechófer por Mallorca. Eran sensibles yamables, y me daban a entenderclaramente que estarían a mi lado en losbuenos momentos y en los malos, tanto sivolvía a jugar como si imprimía otrorumbo a mi vida.

Toni también desempeñaba su papel.Era él quien me despertaba de mi sopor,quien me decía que no me compadecierade mí mismo. «Vamos», decía, «salgamosa entrenar». Parecía una insensatez, pero

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Toni tenía un plan, aunque no eraexactamente el indicado para ganarWimbledon, ni siquiera el campeonatobalear sub 12. Siguiendo susinstrucciones, iba a la pista con muletas,me sentaba en una silla (una silla normaldel club, nada especialmente diseñado),empuñaba una raqueta y me ponía agolpear pelotas. Así, por lo menos, comodecía Toni, no perdería la costumbre. Eraun ardid psicológico más que otra cosa.Una forma de pasar el tiempo, de noesconderme tras lúgubres meditaciones,de alentar un poco mi esperanza. Toni melanzaba pelotas, al principio de muycerca, luego, conforme recuperaba lapráctica, desde el otro lado de la red; yo,

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sentado siempre, le devolvía voleas,reveses, derechas. Variábamos losejercicios hasta donde podíamos, lo que,dadas las circunstancias, no era mucho.Pero, de acuerdo con el plan, le vino biena mi estado de ánimo, aunque no mejoróprecisamente mi juego ni tampoco sirviópara hacerle mucho bien a los brazos. Nosaferramos a aquel curioso régimen,suscitando miradas de desconcierto entrelos mirones, durante más de tres semanas,a razón de cuarenta y cinco minutos al día,y yo siempre acababa con los antebrazosdoloridos. También practiqué algo denatación, el único ejercicio que podíahacer utilizando las piernas. Pero no soybuen nadador y, aunque moverme otra vez

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me resultaba beneficioso, no era unpasatiempo que me llenase de alegría.

Dejar el pie en completo reposofuncionó. El dolor empezó a remitir. Elespecialista de Madrid, cuyo diagnósticoinicial me había sentado como un tiro enla cabeza, había resultado ser misalvación. Al cabo de muchas pruebas,conseguimos las suelas exactas quenecesitaba mi pie, por lo menos losuficientemente exactas para saliradelante. No fue la solución ideal paratoda mi estructura ósea (sabíamos quehabría consecuencias), pero alivió elproblema del escafoides. El pesoprincipal del cuerpo recaía ahora sobrelos demás huesos del pie, aligerando la

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presión sobre el deformado. Nike mediseñó un zapato que era más ancho y altoque el que había utilizado antes.Necesitaba un calzado más grande porquela suela era más gruesa y se elevaba más,sobre todo en la zona que hacía ahora decojín para el escafoides. Al principio mecostó adaptarme a la nueva suela, porqueal obstaculizar la caída natural del pesode la pierna, el zapato me desequilibraba.Entonces, como había predicho elespecialista, empecé a sentir doloresmusculares donde no los había tenidonunca, en la espalda y en los muslos.

Hacíamos lo que podíamos, pero alentrenar con el nuevo calzado,aparecieron nuevas dificultades que nos

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obligaron a seguir haciendo más cambiosen las suelas, mínimos pero decisivos.Años después, seguimos en ello. Es unalabor continua y aún no hemos dado con lasolución justa. Incluso es posible que nohaya ninguna solución justa. El caso esque han pasado varios años desdeentonces y el hueso en cuestión todavíame duele y me obliga a veces a reducirlos entrenamientos. Es la parte de micuerpo que Titín continúa más tiempomasajeando. Sigue bajo control, esverdad, pero no bajamos la guardia.

Las buenas noticias fueron que enfebrero volví a entrenar en serio. Y aquelmes, después de pasar casi cuatrodescansando, jugué el primer torneo, en

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Marsella. Salir a la pista, oír mi nombrepor los altavoces, ver y oír a la multitud,ponerme a calentar otra vez antes de unpartido: había soñado con ello o, mejordicho, casi no me había atrevido asoñarlo, pero allí estaba de nuevo. Aún nohabía ganado nada, pero el solo hecho desalir a la pista me produjo casi tantaeuforia como si hubiera conseguido untriunfo. Había recuperado la vida quecreía haber perdido, y nunca había sidotan consciente del valor de lo que tenía,de la gran suerte que tenía por ser untenista profesional, aun sabiendo a la vez,y más claramente que nunca, que la vidadel deportista es breve y que puedeacabar en cualquier momento. No había

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tiempo que perder y desde entoncesaprovecharía sin titubear todas lasoportunidades que me salieran al paso.Porque desde aquel instante comprendíque ya no podía estar totalmente seguro deque el partido que estaba jugando no fueraa ser el último. Ser consciente de esto nopodía llevarme más que a una conclusión:tendría que jugar cada vez, y entrenarcada vez, como si fuera la última. Habíaestado muy cerca de la muerte tenística;había mirado a la cara el fin de mitrayectoria profesional y la experiencia,aunque espantosa, me había fortalecidomentalmente, me había hecho comprenderque la vida, cualquier vida, es una carreracontra el tiempo.

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Recuperé mi ritmo con más rapidez delo que había creído posible; llegué a lassemifinales en Marsella y gané elsiguiente torneo, en Dubái. Allí derroté aFederer en la final y en pista dura, la peorsuperficie para mi pie. Fue un magníficoespaldarazo a mi confianza y entoncessupe que mi regreso era un hechoconsumado. Algo curioso que descubrí, yque también resultó estimulante, fue que elpie me dolía mucho más en losentrenamientos que cuando disputaba untorneo. Titín, en cuyo juicio confíoprácticamente para todos los asuntos,tenía una explicación. Afirmó que eradebido a que durante un partido segregabamás adrenalina y más endorfinas, que

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funcionaban como analgésicos naturales,pero también observó que se debía a quedurante un partido estoy tan concentrado ytan alejado del resto del mundo físico quenoto menos las incomodidades, aunqueestén presentes.

Así que algo que cambió tras miregreso fue que pasé a entrenar menos. Mipreparador físico, Joan Forcades, nuncame había recomendado que corriesedurante mucho rato, aunque sé que otrosjugadores lo hacen. Cuando corríamos,nunca era más de media hora, pero desdeentonces suprimimos todas las carreras.Dado que en circunstancias normalesjuego unos noventa partidos al año, ya quees más que suficiente para estar en forma.

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Para ser consecuentes con la fragilidad demi pie, también redujimos la cantidad deentrenamiento que hacía en total, tanto enpista como en el gimnasio. Antes de lalesión, hasta los dieciocho años,entrenaba cinco horas al día o más; ahoraentreno tres y media, y con menosintensidad que antes. No practico doshoras al cien por cien; juego cuarenta ycinco minutos al cien por cien y luego meconcentro en aspectos más concretos quemejorar, como la volea o el saque.

Nunca dejaré de ser un jugador quepelea por cada pelota. Mi estilo siguesiendo de defensa y contraataque. Perocuando me veo en vídeos, por ejemplo, enla final de la Copa Davis de 2004, en el

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partido contra Andy Roddick, veo undinamismo arrollador que ya no sepercibe en mi juego. Ahora soy másmesurado; economizo más mismovimientos y he trabajado para mejorarel saque. Sigue siendo mi punto débil,claramente más flojo que el de Federer ymuchos otros jugadores, pero lo trabajé aconciencia para volver al tenis en febrerode 2006 y, como Toni me recuerda, habíaganado en velocidad. Toni dice que antesde la lesión sacaba a 160 kilómetros porhora; en Marsella saqué a menudo a másde 200.

Este servicio, más rápido, deberíahaberme sido útil en los dos grandestorneos que juego siempre en Estados

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Unidos a comienzos de año, Indian Wellsy Miami, pero de nuevo fracasé en ambos.En Miami caí en la primera ronda frente ami viejo amigo Carlos Moyà. No hubofavores en el partido, pero es quetampoco yo había sido blando con élcuando habíamos competido enHamburgo, tres años antes.

Y después volví nuevamente alMediterráneo. Regresar a Montecarloaquel año fue como volver a casa. Otravez estaba sobre tierra batida y en el lugardonde había ganado mi primer torneo dela ATP. Una vez más me enfrenté aFederer en la final y una vez más gané.Luego volví a jugar contra él en la final deRoma. Fue un partido criminal, una

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verdadera prueba para saber si me habíarecuperado de la lesión. Y lo había hecho.El partido duró cinco sets y cinco horas;salvé dos puntos de partido y gané. Luegollegó Roland Garros y la oportunidad deconservar la corona del torneo, cosa queno pensaba que podría conseguir cuatromeses antes. Volver allí significó máspara mí que cuando había estado el añoanterior, aunque entonces había sido laprimera vez. Ganar de nuevo supondría,para mí y para mi familia, que el calvarioque había pasado se había exorcizado,aunque no olvidado, y que ya podíamosproseguir, con un claro y confiado estadode ánimo, la trayectoria triunfal que tancerca había estado de terminarse

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definitivamente. Y tenía que demostrar unartículo de fe: quería que se supiera quemi victoria de 2005 no había sidoexcepcional, que estaba en la liga delGrand Slam para quedarme.

Llegué a la final por un caminosembrado de espinas, derrotando aalgunos de los mejores jugadores delmomento, entre ellos el sueco RobinSoderling, el australiano Lleyton Hewitt y,ya en los cuartos de final, a NovakDjokovic. Con un año menos que yo,Djokovic era un jugador como la copa deun pino, temperamental pero con unenorme talento. Toni y yo habíamosestado hablando de él y yo hacía tiempoque lo había visto venir por el retrovisor,

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cada vez más cerca. Había subido comola espuma en la clasificación ysospechaba que no tardaría en pisarme lostalones, que no iba a ser sólo yo contraFederer, sino él también. Djokovic teníaun saque de muerte, era rápido, enérgico yfuerte, a menudo deslumbrante, tanto conel revés como con la derecha. Sobre todonotaba que tenía mucha ambición ymadera de ganador. Más jugador de pistadura que de tierra batida, era lo bastantecompetitivo para ponerme las cosasdifíciles en los cuartos de final de RolandGarros. Gané los dos primeros sets por 6-4, 6-4, y me preparaba ya para una largatarde de trabajo cuando él tuvo ladesgracia, y yo la suerte, de sufrir una

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lesión.En la final me enfrenté a Federer otra

vez. Perdí el primer set por 6-1, pero ganélos tres siguientes, el último con untiebreak. Al ver luego el vídeo delpartido, me pareció que Federer jugómejor que yo en términos generales, peroen aquel ambiente de alta tensión (éldeseoso de completar el cuarteto degrandes títulos, yo deseoso de ahuyentarel fantasma de mi exilio) yo aguanté más.

Según Carlos Moyà, Federer no eratotalmente Federer cuando jugaba contramí. Carlos dijo que lo había derrotado pordesgaste, haciéndole cometer erroresinconcebibles en un hombre con tantotalento natural. Ése había sido el plan,

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pero también creo que vencí porque habíaganado el año anterior y eso me habíadado una confianza que de otro modo nohabría tenido, especialmente frente aFederer. En cualquier caso, había ganadomi segundo Grand Slam.

Después de todo lo que había pasadofue un momento de gran emoción. Corrí alas gradas, como el año anterior, y estavez busqué a mi padre. Nos abrazamoscon fuerza mientras los dos rompíamos allorar. «¡Gracias por todo, papá!», le dije.A mi padre no le gusta expresar sussentimientos. Durante mi lesión se habíasentido obligado a parecer fuerte y serenoy hasta aquel momento no fui plenamenteconsciente de lo mucho que se había

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esforzado para no derrumbarse. Luegoabracé a mi madre, que también estabahecha un mar de lágrimas. En lo único quepensaba en aquel momento de triunfo eraque lo había conseguido gracias al apoyode ambos. Ganar el Abierto de Francia en2006 significaba que lo peor habíapasado; habíamos vencido un problemaque temíamos que pudiera superarnos yhabíamos salido más fuertes. Sé que parami padre fue el momento de mayor alegríade toda mi trayectoria. Desde su punto devista, si mi pie había resistido frente almejor de todos, seguiría haciéndolodurante mucho tiempo. Para él, queentendía mejor que nadie lo que habíasufrido yo, significaba volver a la vida.

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Ya podía, desde una perspectivarealista, empezar a pensar en la conquistadel sueño de mi vida: Wimbledon. CarlosCosta recuerda que cuando gané RolandGarros en 2005, mi reacción fue: «Bueno,¡ahora a ganar Wimbledon!» Según meconfesó tiempo después, entonces pensóque me había fijado una meta demasiadoalta. Creía de corazón que no estabapreparado para ganar allí. Pero despuésde mi victoria en Roland Garros en 2006,cuando volví a decirle que iba a ganarWimbledon, me dijo que había empezadoa cambiar de opinión. En parte porque lahierba era la mejor superficie para mi pie,pero sobre todo porque ahora estabaconvencido de que yo tenía el

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temperamento para ganar en aquelescenario. Carlos, que como ex tenista deprimera línea siente un cauto respeto porel Grand Slam, no creía, por el contrario,que los otros dos grandes, el US Open y elde Australia, estuvieran a mi alcance.Pero Wimbledon sí. Secundaba mi idea deque algún día tendría en las manos eltrofeo dorado.

Pese a toda mi confianza exterior, laverdad fue que, cuando se presentó laoportunidad un mes más tarde, carecía dela convicción necesaria para ganar.Conseguí llegar a la final de Wimbledon,pero Federer me derrotó con máscomodidad de lo que sugería el marcador,que quedó 6-0, 7-6, 6-7, 6-3.

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Ahora estábamos en 2008, dos añosdespués de aquello, yo ganaba por dossets a uno y tenía el servicio. Desde elpunto de vista de la calidad de juego, elcuarto set fue quizás el mejor quedisputamos en aquella final. Los dosestábamos al cien por cien, terminábamoslos largos peloteos con un golpe ganadortras otro y cometíamos pocos errores. Yosiempre iba un juego por delante porquesaqué el primero, de modo que cuando letocaba servicio a Federer se limitaba a norezagarse, algo que consiguió todas lasveces. Que nadie diga nunca que Federerno es un luchador.

El set culminó con un tiebreak y yosaqué primero. El público que abarrotaba

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la Centre Court había perdido lacompostura y una mitad gritaba «¡Roger!¡Roger!» y la otra, «¡Rafa! ¡Rafa!» En elprimer punto subí a la red por una vez yde inmediato sufrí las consecuencias, yrecordé por qué lo hacía sóloesporádicamente. Federer me superó concomodidad con un golpe hacia miderecha. Mal comienzo. Pero entoncestuve una racha asombrosa. Confiado,dueño de mi juego, gané los dos puntos desu servicio. Luego le di un poco de supropia medicina, le clavé un ace y, acontinuación, otro primer servicio que nopudo restar. Ganaba yo 4-1. Si manteníalos servicios que me quedaban, iba a serel campeón de Wimbledon. Aún no me

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atrevía a imaginar la victoria, aunquetodos mis golpes eran aciertos. Pero yo noestaba levantando los puños al aire, comosuelo hacer en otras circunstancias ylugares; me estaba conteniendo apropósito y procuraba permanecer todo lofrío y concentrado que podía para dar laimpresión de no estar nervioso, y merecordaba en todo momento que teníadelante a Federer, el tenista mejorpreparado del mundo para sacar puntos dela nada.

Le tocaba ahora servir a él y yo estabamás relajado de lo que sabía que estaríaen el siguiente servicio, porque se lohabía roto dos veces e iba por delante. Sile robaba un punto, sería un bonus

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inesperado, aunque no contaba con eso.No sentía la misma presión que él porganar los dos puntos siguientes, lo que medaba un respiro momentáneo hasta que metocara sacar a mí. Me decía: «Cíñete alplan de juego, lánzale liftados altos a surevés.» Pero en el siguiente punto eludióel revés y me lo ganó con un electrizantederechazo paralelo.

Cambiamos de lado cuando yo ibaganando 4-2. Di mi acostumbrado sorbode agua a las dos botellas. Federer volvióa la pista. Me puse en pie y fui tras él pararecibir. El siguiente peloteo fue largo,quince disparos, los dos jugando concautela, yo conteniendo el impulso, quehabría sido suicida, de terminar de una

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vez con una derecha ganadora, y el puntoterminó cuando Federer se puso nerviosoantes que yo y un revés se le fue. Mepermití un pequeño momento decelebración: un discreto puño al aire,controlado, a cámara lenta. Nadaexuberante, nada que la multitud de laCentre Court pudiera ver, pero por dentro—no podía evitarlo— me sentía cerca,muy cerca de conseguirlo. Cuando saqué,ganando 5-2, tenía la impresión de tenerel sueño de mi vida al alcance de la mano.Fue mi perdición.

Hasta entonces la adrenalina habíavencido a los nervios; pero, de pronto,éstos estallaron. Me sentí al borde de unprecipicio. Mientras botaba la bola antes

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de mi primer servicio, pensé: «¿Dónde sela coloco? ¿Y si soy valiente y la lanzocontra él para pillarlo por sorpresa,aunque ya fallé con este truco hace un parde sets?» No debería haberlo meditadotanto. Debería haber sacado con un golpeabierto hacia su revés, como había estadohaciendo todo el rato. Pero apunté recto,le di fuerte y la pelota botó fuera. Estabaya muy nervioso. Había entrado en unterritorio desconocido. Mientras lanzabala bola al aire, me dije: «Peligro de doblefalta: no la fastidies.» Pero sabía que ibaa hacerlo. Estaba realmente tenso. Y,efectivamente, envié el segundo saque a lared, como un tonto. Los nervios medevoraban, pero la causa no era el miedo

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a perder; era el miedo a ganar. Deseabaganar el torneo de Wimbledon con toda mialma, deseaba ganar aquel partido, habíasuspirado toda mi vida por aquelmomento: ésa era la terrible y desnudaverdad que me había esforzado porocultarme a mí mismo concentrándome encada punto, uno por vez, sin mirar atrás niadelante en ningún momento. Pero latentación de imaginar el futuro erademasiado fuerte; la excitación que sentíal borde de la victoria me traicionó.

¿Qué significaba el miedo a ganar?Significa que, aunque sabes qué golpetienes que jugar, las piernas y la cabezano te responden. Los nervios se apoderande ellas y no puedes esperar; no puedes

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aguantar. No era miedo a perder porqueen ningún momento del partido pensé queno fuera a ser capaz de vencer. En ningúnmomento perdí la fe. De principio a finsentí que no merecía perder, que lo estabahaciendo todo bien y que me habíapreparado del mejor modo posible antesde que empezara el encuentro.

Pero mientras me disponía a sacarotra vez, con el marcador 5-3, laconvicción desapareció. Perdí el valor.Porque, en vez de seguir jugando, en vezde borrar de mi cabeza el contratiempo dela doble falta, dejé que influyera en elsiguiente saque. Pensé: «Hagas lo quehagas, mete el primer servicio. No teexpongas a otra doble falta. Mete el

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primer servicio sin que importe cómo.»Eso hice, pero fue un saque flojo, uncauteloso segundo servicio disfrazado deprimero, un saque cobarde. Sí, ése es elcalificativo exacto. Fue un momento decobardía, que permitió a Federer pasar alataque en el acto. Restó con un golpe enprofundidad, se lo devolví corto, meenvió otro golpe en profundidad yentonces fallé —un error garrafal—: Le dimal a la bola y mi revés se estrelló contrala red. No se había tratado ni muchomenos de un golpe imposible de devolver;si me la hubiera lanzado así diez veces, ennueve no habría habido ningún problema.Incluso habría podido responder con ungolpe ganador. Pero tenía el brazo rígido,

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había perdido el ritmo y todo yo estabadescolocado. En vez de acompañar conconvicción el movimiento del golpe, laspiernas se me habían inmovilizado en elsitio, hechas un manojo de nervios.

Íbamos 5-4 y le tocaba sacar a él. Lainiciativa era ahora de Federer. Su primerservicio fue genial, abierto, hacia miderecha. Resté con un zarpazo corto y meclavó un golpe ganador. Pensé: «La hepifiado. Pero vamos 5-5 y todavía estoyen el tiebreak. Si gano un punto, estepunto, estaré a uno de partido para sercampeón de Wimbledon. Igual la cago,pero voy a conseguir este punto.» Ah,pero Federer repitió entonces otro saquefenomenal y yo me vi casi perdido. Ahora

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era él quien tenía el punto de set y yo,quien servía. De pronto ya no estaba tannervioso, tan preocupado por hacer doblefalta. Me había apartado del precipicio.El miedo a ganar se había esfumado, meencontraba en una situación menoscómoda pero a la que estaba másacostumbrado: peleando para salvar elset. Estrellé el primer servicio en la red,pero ya no pensaba en la doble falta. Misegundo saque fue un golpe decente yentablamos un largo peloteo en el quecastigué su revés. Le envié un pelotazoabierto hacia su derecha, aunque algocorto, y allí vio él su oportunidad. Buscóuna derecha ganadora y se le fue.

Volvimos a cambiar de lado. Como

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siempre, Federer se colocó en su sitioantes que yo. Yo tenía que secarme con latoalla, dar mis tragos de agua a las dosbotellas. Luego me acerqué al trote a lalínea de fondo. Conseguí por fin un primerservicio perfecto y nos enfrascamos en unfuerte peloteo en el que ambosgolpeábamos con dureza y enprofundidad, en su caso, en ciertomomento, con demasiada profundidad. Sejuzgó que la bola había salido fuera, peroFederer lo puso en duda. La imagen quese vio en la pantalla reveló que el juez delínea tenía razón. Mi rival había pasadopor un momento de desesperación, pero locomprendía. Yo habría hecho lo mismo enun momento así de crítico. Ahora yo tenía

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el punto de partido y servía él. Perorespondió como el gran campeón que es yme encajó otro de sus imparablesservicios.

Por si acaso, con más fe queesperanza, miré al juez y esta vez planteéyo la duda. Fue a favor de él. La bolahabía dado en plena línea. Íbamos 7-7 y elpunto que siguió fue increíble. Fue mío.Tras un segundo saque en profundidadintercambiamos un par de golpes, mecañoneó con una derecha abierta yprofunda hacia mi derecha, corrí pordetrás de la línea de fondo, él se lanzóhacia la red y lo sobrepasé con un golpebajo y paralelo. Un buen trallazo.

Volvía a estar con un punto de partido

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y por entonces era otra vez dueño de misnervios. Pensé que merecía encontrarmedonde me encontraba y que estaba a unpaso de conquistar Wimbledon. Québobo. Realmente muy bobo. Fue uno delos pocos, poquísimos momentos de micarrera en que pensé que había ganadoantes de ganar. La emoción pudo más queyo y olvidé la regla de oro que hay queobedecer en tenis más que en cualquierotro deporte: que nada termina hasta quese acaba.

El marcador decía 8-7 y yo teníapunto de partido y el servicio. Hiceexactamente lo que tenía que hacer, sacarabierto hacia su revés. Su resto se lequedó corto, a mitad de pista, y entonces,

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exactamente entonces, fue cuando, porprimera vez en mi vida profesional, alacercarme para golpear la bola, antes detocarla, me sentí pletórico y con laeufórica certeza de que la victoria eramía. Le envié una derecha hacia su revésy corrí a la red, creyendo que iba a fallaro a devolverme la pelota con un golpeflojo y que yo lo machacaría sinproblemas. No fue así. Me endosó unrevés sensacional en paralelo al que nollegué. He repasado ese punto en micabeza muchísimas veces. Lo tengograbado en el vídeo de la memoria.

¿Qué otra cosa habría podido hacer?Tal vez golpear la pelota con más fuerza yprofundidad, o enviarla hacia su derecha.

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Pero ni siquiera ahora creo que estoúltimo hubiera sido lo indicado. Éste es elpor qué: si lo hubiera hecho y él mehubiera respondido con un passing shot ome la hubiera devuelto y yo hubiesefallado, me habría hecho polvo. Porqueme habría desviado del plan consistenteen apuntar siempre a su revés; me habríapercatado enseguida de que me habíaequivocado. Eso me habría afectadomucho psicológicamente. En realidad miopción fue buena, aunque la ejecución nohabía sido tan eficaz como habría podidoser. Pero no fue un mal golpe. Federerhabía fallado muchas veces con aquelladevolución. Para ser justos, propinó ungolpe realmente fantástico en un momento

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en que tenía sobre sí una gran presión. Enel punto anterior yo había dado el mejorgolpe del partido y él había respondido deinmediato con otro equivalente. Sólo mástarde, cuando todo terminó, fui capaz dereflexionar y concluir que aquella final deWimbledon fue especial a causa demomentos como los descritos, que fueronlos más dramáticos.

Aquel golpe ganador le dio unsubidón. Me hizo sudar la gota gorda en elpunto siguiente, pues golpeó con unaconfianza terrible y ganó con una derechacruzada a la que ni siquiera llegué.Estábamos 9-8 en el tiebreak y él servía.Su primer pelotazo botó fuera del cuadrode saque y gran parte del público lanzó un

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«¡Aaaah!» de decepción muy pocofrecuente. No querían que terminara elpartido, querían un quinto set. Y lotuvieron. Mi resto a su segundo serviciotambién salió fuera y fue entonces cuandode verdad quedamos igualados. Dos sets ados, a todos los efectos 0 iguales.

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MALLORQUINES

No fue ninguna sorpresa que SebastiánNadal y su mujer, Ana María Pareradeclinaran la oferta, aparentementeatractiva, que recibió su hijo en laadolescencia para perfeccionar su teniscon una beca en Barcelona. Y menossorprendente fue que él respondiera conun suspiro de alivio a la decisión de suspadres. La isla ejerce un poderosomagnetismo sobre Rafa Nadal: siempre laecha de menos cuando está fuera,

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compitiendo en torneos internacionales; ysiempre vuelve corriendo en cuanto se lepresenta la menor oportunidad, por elmedio más rápido.

Dice mucho de su garra competitiva, yalgo sobre la brecha que hay entre supersonalidad deportiva y su personalidadprivada, que sólo se sienta totalmente élmismo cuando está en casa. El tenistaNadal triunfa en las pistas de todo elmundo; lejos de Mallorca, el hombreNadal se siente como un pez fuera delagua.

Las razones tienen que ver con elintenso sentido de la identidad quecaracteriza a los isleños, pero tambiénporque Mallorca es el único lugar del

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mundo donde se siente normal, donde elcarácter de sus habitantes es tal que serelacionan con él como él cree quedeberían relacionarse las personas: nosegún lo que ha conseguido en la vida,sino por ser quien es.

A los Nadal les gusta creer quereflejan la cultura mallorquina y son frutode la misma, y en ningún aspecto lomanifiestan más que en la fuerza y firmezade los lazos que unen a la familia, la basesobre la que se asienta el empuje y elaguante de Rafa. La fuerza del vínculofamiliar en Mallorca es insólita incluso enel contexto de un país tan inmerso en latradición católica como España. Otracaracterística de los españoles es la

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lealtad y sentido de pertenencia a laciudad o pueblo de sus antepasados. Perotambién en este aspecto llevan losmallorquines las cosas un paso más allá,particularmente en el caso de los Nadal,cuya red de relaciones íntimas semantiene exclusivamente en los confinesdel lugar de donde son originarios,Manacor, la tercera ciudad más grande dela isla.

Sebastián y Ana María nacieron y secriaron allí, al igual que los padres y losabuelos de ambos; lo mismo cabe decir deRafa y de su novia, María Francisca, conquien sale desde hace más de cinco años.Rafa se identifica tan estrechamente consu ciudad natal que sería difícil

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imaginarlo relacionado con una mujer deotra parte. Su hábitat natural es Manacory, para él, tener una relación sentimentalcon alguien de Miami o de Montecarlosería tan antinatural como el cruce de dosespecies diferentes.

La familia extensa de Nadal, queabarca tres generaciones, vive enManacor o en Porto Cristo, complejoturístico costero y población satélite deManacor. Los amigos más íntimos deltenista también son casi todos manacoríes,por ejemplo, Rafael Maymó, sufisioterapeuta. Dos íntimos que no son dela ciudad, Carlos Moyà y su preparadorfísico, Joan Forcades, nacieron cerca, enPalma, la capital de las Baleares.

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Que haya dos catalanes, Carlos Costay Jordi Robert, en el equipo trotamundosde Nadal también tiene su explicación.Para los mallorquines hay dos clases de«extranjeros»: los catalanes y los demás.La raíz lingüística común del mallorquín yel catalán y la proximidad geográfica(Barcelona está a media hora en avión dePalma de Mallorca) concede a loscatalanes la condición de primoshermanos. Benito Pérez-Barbadillo,también español pero de Andalucía, esvalorado y apreciado en el equipo deNadal, pero se mueve según códigosdiferentes, es decididamente extrovertido—como corresponde a un andaluz— y enconsecuencia es considerado, con

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distancia amable y con un atisbo deperplejidad, la excepción.

La tendencia endogámica de losmallorquines ha animado a los demásespañoles que visitan la isla a pensar quelos isleños son muy «desconfiados». Unarápida ojeada a la historia de la islaquizás explique por qué no es del tododesacertada esta impresión. Mallorca, unapequeña mancha en el mapa de Europa, hasido víctima de invasiones extranjerasdesde hace por lo menos dos mil años.Primero fueron los romanos, luego losvándalos, más tarde los musulmanes,después los cristianos de la Corona deAragón, y en los últimos cincuenta años,turistas británicos y alemanes: estos

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últimos, según la jerga local, «bárbarosdel norte», muchos de los cuales se hanquedado y han colonizado las partes máspintorescas de la isla. (La poblaciónpermanente de Mallorca es de unas800.000 personas; todos los años cruza laisla un mundo paralelo de 12 millones deturistas.)

Durante todo ese tiempo, y entre unainvasión y la otra, los piratas saqueabanlas costas. Lo cual podría explicar hastacierto punto por qué no era raro, amediados del siglo XX, encontrarse congente del campo a la que nunca se le habíaocurrido acercarse al mar, o que no lohabía visto en su vida, o que preguntaba:«¿Qué es más grande, Mallorca o lo que

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hay fuera de Mallorca?» La secularactitud adoptada para coexistir con losocupantes extranjeros ha sido unapasividad tranquila y prudente.

Sebastián Nadal, que no discute esaimpresión, invita a los forasterosdeseosos de comprender la cultura de lacuna de sus ancestros a que lean un libro,muy conocido en la isla entre autóctonos yvisitantes por igual, que se titula Queridosmallorquines. Sus páginas corroboranhasta cierto punto la opinión de los demásespañoles, ya que en ellas se dice que losisleños son «flemáticos» y que están«siempre dispuestos a escuchar pero nosiempre a hablar». Estos rasgos describenel carácter de Sebastián y de su hijo, pero

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no cuadran con el parlanchín de Toni, deaquí la idea de la familia de que tienealgo que rompe los moldes.

Sin embargo, si Rafa Nadal haconquistado el mundo del tenis y haalcanzado la fama en todos loscontinentes, es porque en algunos aspectosdecisivos ha roto, al igual que Toni, conlos estereotipos que definen a los isleños.«En Mallorca, la gente busca más eltriunfo en el placer de vivir que en eltrabajo y tiene un concepto del tiempomás vinculado al disfrute del ocio que alos resultados materiales del esfuerzo»,nos informa Queridos mallorquines. Porsu inusitada asimilación de la éticalaboral protestante, Rafa Nadal tiene más

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cosas en común con los recientescolonizadores alemanes que con lostradicionales habitantes de Mallorca.Carlos Moyà, que también es mallorquín ytambién campeón de tenis, pero segúnconfesión propia notablemente menosambicioso que Nadal, hace hincapié enque el impulso y el deseo de triunfar queexhiben tanto Rafa como Toni no guardanrelación con el carácter mallorquín, quesegún él es «relajado, casi caribeño».

Fuera del tenis, Rafa Nadal sí tiene loque la biblia isleña caracteriza como unaactitud típicamente indolente de losmallorquines ante el tiempo. Es impuntualpor naturaleza y si está con los amigos enManacor, no titubea en irse de marcha

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hasta las cinco de la madrugada. Ladiferencia entre él y sus amigos es que, encontra de las convenciones isleñas, selevantará sin falta cuatro horas despuéspara ir a entrenar a la pista. Cuando eldeporte al que ha dedicado su vida lollama, deja de ser un hijo hedonista delMediterráneo y se convierte en un modelode disciplina y sacrificio.

Sus compatriotas mallorquines lorespetan pese al camino anómalo que haseguido y por la fama que ha dado a laisla, pero no se sienten impresionados.«Mallorca no es un lugar que produzcamuchos héroes —dice Queridosmallorquines—, pero los que produce noreciben ninguna felicitación». Esto es

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verdad y es el motivo por el que Manacores el único lugar del planeta donde RafaNadal puede pasear por la calle a la luzdel día o entrar en una tienda sabiendoque nadie lo abordará para pedirle unautógrafo o una foto, que no será acosadopor desconocidos en la calle. Es otroejemplo de la reserva habitual de losisleños. El exhibicionismo no está bienvisto («¿Quién se cree que es?», dirían siNadal, a causa de su éxito, se diera airesde importante), y por ello mismo, elogiarvivamente a las personas, por mucho quemerezcan el elogio, se considera de malgusto. «Quien levanta la cabeza porencima de los demás —nos informaQueridos mallorquines— es decapitado

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en el acto». Cuando Nadal no juega altenis no siente el menor deseo de levantarla cabeza por encima de nadie; más bienlo contrario. Por ese motivo, según dicesu madre, Mallorca es el único lugardonde el tenista puede desconectartotalmente.

«Si no pudiera volver siempredespués de los torneos, se volvería loco»,afirma Ana María.

Para Rafa Nadal, cuya vidaprofesional es un torbellino, volver aMallorca significa paz.

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CAPÍTULO 6

UNA INVASIÓN DELA MÁS PURA ENERGÍA

Hay partidos en los que, al llegar alúltimo set, sigo teniendo algo en lareserva. Noto que mi juego aún puedesubir una marcha. Aquella vez no. Alcomienzo del quinto set en Wimbledon noera así. Estaba jugando lo mejor quepodía y, a pesar de todo, había perdidolos dos últimos sets en tiebreaks que se

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había llevado Federer. El peligro quecorría ahora era dejar que me arrastrara lacorriente, perder el ánimo. Federer estabahaciendo ante mí lo que yo he hecho amenudo ante otros jugadores: salvar unasituación muy difícil; peleaba con todaslas probabilidades en contra y ganaba lospuntos más críticos. Yo acababa dedesperdiciar una gran oportunidad deganar y, para empeorar las cosas, letocaba sacar a él. Eso era una ventaja enel set decisivo porque significaba que yoiba a tener que ganar todos los juegos demi servicio si no quería perder el partido.Hacía veinticinco juegos que ningunorompía el servicio del otro y, dado quelos dos jugábamos lo mejor que sabíamos,

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no parecía probable que yo rompiera elsuyo al principio de aquel set. Sinembargo, estaba pensando con claridad.Ardía por fuera, pero por dentro estabafrío. Mientras estaba sentado en la silla enespera de que comenzase el set no llorabapor la pérdida de los dos últimos, nodejaba que me remordiera la concienciapor no haber sabido aprovechar la ventajade 5-2 que había tenido en el últimotiebreak. La doble falta se habíadesvanecido, estaba olvidada, pensabacon pragmatismo, como mi padre cuandoestá bajo presión. Resistir significareconocer, admitir que las cosas son comoson y no como me habría gustado quefueran, y mirar hacia delante, no hacia

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atrás, lo cual significa hacer balance de loque hay y pensar fríamente. Me decía:«No te preocupes por romper su servicioen el primer juego, concéntrate enconservar el tuyo en el segundo.» De locontrario, si cometía un error al sacar enel punto menos conveniente, Federerquedaría 3-0 y yo, psicológicamente, laspasaría canutas. Vería la victoria a milaños luz, aunque sólo me rompiera elservicio una vez. Así pues, tenía queganar los tres juegos de mi servicio, esoera ahora lo prioritario, porque Federeravanzaba con una dinámica arrolladora yen aquel momento era más peligroso quenunca. Pero yo sabía lo que tenía quehacer; si me las arreglaba para conservar

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mis tres primeros servicios, estaríamos 3-3 y por entonces habría frenado su ímpetu.Federer no tendría ya el viento en popa yestaríamos igualados en el partido mentalque los dos disputábamos y que el públicono veía. El más mínimo error quecometiera Federer me pondría otra vez aun paso de la victoria; el más mínimoerror que cometiese yo pondría la victoriaa sus pies. Quería conservar el serviciohasta que llegáramos a esa etapa delpartido en que todo estaba aún pordecidir.

La derrota ante Federer en cinco setsel año anterior en Wimbledon, después dedesaprovechar cuatro puntos de break enel último, me había obsesionado, pero

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estábamos en el momento del partido enque la experiencia de aquel fracasoresultaba más valiosa. Había estado muycerca de ganarle entonces; sabía quehabría podido hacerlo, pero si no gané fueporque las emociones dominaron a mirazón en demasiados puntos. No estabapreparado entonces para templar losnervios y la tensión, inevitables enaquellas circunstancias, con la debidadosis de calma mental.

En estos momentos necesitaba unamuy buena dosis porque el set que seavecinaba era de infarto. Para darmecuenta me bastaba con las miradas dereojo que dirigía a mi familia: todosrecordaban la experiencia de 2007 y

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estaban muertos de miedo. También yo larecordaba, pero bajo una luz constructiva.Había aprendido la lección y me sentíacapaz de poner en práctica lasenseñanzas. Empecé el quinto setsintiéndome ligero y ágil, convencido deque iba a ganar. Desaprovechar la ocasiónque había tenido en el cuarto, lejos dedebilitarme, me había vuelto más fuerte.Porque no iba a derrumbarme de nuevo.No iba a cometer otra doble falta al sacar.No iba a concentrarme en ganar el juego,sino en ganar el punto. Iba a dejarmellevar por el instinto, a dejar que las milesde horas de práctica que había acumuladoentraran en juego de manera natural.

Dos años antes, al derrotar a Federer

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en el Abierto de Francia y perder ante élla primera de nuestras tres finales deWimbledon, había creído que él tenía másprobabilidades de completar su cuartetode Grand Slams con una victoria enRoland Garros que yo de ganar en laCentre Court. Desde 2005 me habíacolocado en el número dos de lasclasificaciones mundiales, detrás de él,pero sin acercarme lo suficiente. Habíasido una época de mantener el paso y deconservar el ritmo, más que de dar saltosespectaculares al frente. Había vuelto aobtener grandes éxitos en tierra batida en2007 y en 2008 y había ganado el Abiertode Francia por tercera y cuarta vez,imponiéndome como la figura dominante

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de aquel torneo, más o menos comoFederer en Wimbledon. Fueparticularmente satisfactorio estableceruna marca en Montecarlo, mi hogar fuerade mi hogar, y llegar a ser en 2008 elprimer jugador profesional que ganaba eltorneo cuatro veces seguidas. Batí aFederer en la final por 7-5, 7-5, einmediatamente sentí una inconteniblenecesidad de volver a Mallorca lo antesposible. No quería pasar otra noche enMontecarlo, a pesar de lo mucho que megustaba el lugar. Quería volver a casa enel acto y la única forma de hacerlo fuetomar un vuelo barato a Barcelona yempalmar con otro a Palma. Aún recuerdola cara de sorpresa que pusieron los

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demás pasajeros en el aeropuerto de Nizacuando me vieron en la sala de embarquepara subir al avión naranja de easyJet ycuando me puse en cola como cualquierotro para pedir una bebida y un bocadilloen la cafetería. Uno me preguntó por quéno volaba en un avión privado; la verdades que no me gusta. Podría presionar amis patrocinadores para que seencargaran de mis vuelos, pero no mesentiría cómodo. Me parece demasiadoostentoso y, además, no me gusta abusaren las relaciones comerciales. Perocuando subí a bordo y forcejeé para meterla ancha y achatada copa del torneo en elportaequipajes situado encima de losasientos, me pregunté un segundo si había

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hecho bien subiendo a aquel aparato.Mientras probaba a meter la copa una yotra vez hubo una explosión de risas yaplausos en la cabina. Otro pasajero mepreguntó si había tenido rivales serios enla competición, aparte de Federer. Lerespondí sin titubear: «Novak Djokovic.Dentro de un par de años será un rivalmuy duro para los dos.»

Ya me había creado dificultades.Aunque le había derrotado en IndianWells en 2007 para ganar mi primertorneo en suelo americano, me habíatocado perder a mí en el torneo siguiente,el Masters de Miami. También le gané enlas semifinales del Abierto de Francia yen las semifinales de Wimbledon de aquel

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año, y luego me derrotó en el Masters deCanadá, torneo que él ganó. Cuandovolvimos a enfrentarnos un año después,en 2008, me derrotó en Indian Wells yluego le gané yo en Hamburgo y en elAbierto de Francia. Pero había ganado yaun Grand Slam en enero de aquel año, elOpen de Australia, y sólo tenía veinteaños. Todo el mundo seguía todavíapendiente de Federer y de mí, pero losdos sabíamos que Djokovic era la nuevapromesa y que iba a poner en peligronuestro reinado dual más que ningún otrojugador. Pero me desconcertaba que eramás joven que yo. Aquello suponía unanovedad para mí. Hasta la fecha, en tenis,e incluso en las ligas de fútbol juvenil de

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Mallorca, me había acostumbrado a ser elbenjamín que se atrevía a enfrentarse yderrotar a los mayores. Y aquel chico, queera más joven que yo, me derrotaba ahora,e incluso cuando ganaba yo, me lo poníamuy difícil. Seguramente Federer seretiraría antes que yo, siempre que mislesiones me lo permitieran; esosignificaba que Djokovic me estaríaacosando hasta el final de mi carrera,haciendo todo lo posible por adelantarmeen la clasificación mundial.

En tierra batida yo tenía ventaja sobreél, como sobre Federer y todos los demás,pero en pistas duras me costaba vencerlo,como me costaba vencer a muchos otros.Era la superficie en la que más duro tenía

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que trabajar para adaptarme. Noconseguía dar el salto necesario parahacerme a las superficies más rápidas, asíque hasta la fecha había hecho pocosprogresos en Australia y menos aún en elque para mí era el torneo de Grand Slammás difícil, el US Open. Nunca me doypor satisfecho, siempre quiero más. O, encualquier caso, quiero esforzarme hastallegar al límite de mi capacidad.

Mientras tanto, ganaba más dinero delque había soñado en mi vida, aunquenunca se me pasó por la cabeza la idea decomprar un piso en Montecarlo o enMiami, ni siquiera en Mallorca. Estabamás que contento de seguir viviendo encasa de mis padres. Y no es porque fuera

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austero. Soñaba con comprarme un barcoy fondearlo en Porto Cristo. De vez encuando pensaba en comprarme un cochede lujo, una fantasía que adquirió formaun día de junio, mientras disputaba elAbierto de Francia de 2008.

Estaba paseando con mi padre cuandopasamos por delante de un concesionariode vehículos deportivos. Me detuve, miréel escaparate, vi un coche precioso y ledije a mi padre:

«¿Sabes qué? Me gustaríacomprarme uno de esos.»

Mi padre me miró como si me hubieravuelto loco. Comprendí su reacción; la

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había esperado. No había nada escritosobre el tema, no había ninguna ley encontra, pero yo sabía perfectamente que,si me compraba un coche así, el resto demi familia y nuestros vecinos de Manacor—y, naturalmente, mi padre— lo veríancomo un despilfarro vulgar y ostentoso.Me sentí un poco avergonzado pero, en elfondo de mi corazón, seguía deseandoaquel coche. Si mi padre hubiera dichoque no, qué remedio, habría renunciado ala idea en el acto. No habría seguidoadelante para comprarme el coche sin suaprobación. Pero en vez de decir que no,me salió con lo que debió de figurarse queera una astuta solución de compromiso.Me dijo:

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«Mira, si ganas este añoWimbledon, te lo compras. ¿Qué teparece?»

«¿Y si gano el Abierto de Franciaaquí en París esta semana? —repliqué.»

Sonrió y repuso:

«No, no. Gana en Wimbledon yluego te lo compras.»

Su argumento se basaba, como yosabía muy bien por entonces, en lamaliciosa convicción de que Wimbledonno estaba a mi alcance aquel año. No se leocurrió que perdería la apuesta. Un mes

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más tarde, al comienzo del último set enla pista central de Wimbledon, el cocheera otro aliciente más para derrotar aFederer y ganar el torneo de Grand Slamque más ambicionan todos los tenistas.

Aunque me creía tranquilo, dado quelos nervios, evidentemente, seguían allí,no me cubrí de gloria con el primer puntodel set, tras el saque de Federer. Despuésde un rápido peloteo, lo obligué a un malrevés que asestó con el marco de laraqueta y que consiguió rebasar la red porlos pelos. En vez de darle a la bola untrallazo ganador, opté por una dejada. Sehace una dejada cuando no hay másremedio, porque la pelota aterrizademasiado lejos para hacer otra cosa o

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cuando ves que el rival ha retrocedidomucho y tiene pocas posibilidades dealcanzarla. Pero otras veces se da esegolpe porque los nervios pueden más quetú, la bola se intuye demasiado peligrosay no te atreves a golpearla con fuerza. Esofue lo que me ocurrió. Hubo un poco decobardía en aquel golpe. Pero Federer laalcanzó y me envió un globo hacia mirevés. Tuve que estirarme para llegar y elgolpe se me fue fuera. Mal comienzo.

Era importante no confirmarle aFederer la hipotética impresión de que meestaba debilitando, de que iba a continuardesaprovechando las ocasiones que se mepresentasen. Así que me dije: «Te sientesbien a pesar de este nerviosismo

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momentáneo; la próxima oportunidad quetengas, la próxima media oportunidad,devuélvesela con fuerza.» Eso fueexactamente lo que hice al restar susegundo servicio muy abierto. Lo fulminécon una derecha cruzada a la que no llegó.En realidad no había tenido intención dedarle tan bien, tan cerca de la línea, perono hubo quejas sobre el resultado.

Ganó el punto siguiente con un saquepoderoso y a continuación fue víctima delmismo ataque de nervios que habíasufrido yo en el primer punto. Sacó confuerza el primer servicio, mi resto fueflojo, pero en vez de darle él uncastañazo, probó una dejada, sólo que nisiquiera consiguió pasarla por encima de

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la red. Hasta aquel momento sólo mehabía propuesto mantener el servicio,pero al quedar 30 iguales vi unaoportunidad inesperada; quedó en nadaporque metió dos primeros serviciospotentes y se llevó el juego. Luego mellegó el turno de sacar y perdí el primerpunto con una derecha que se me fue porpoco. Nunca es bueno empezar el propioservicio con 0-15, y menos en aquellosmomentos en que cada uno de los puntosera crítico; peleaba por conservar elservicio, y el público, cuya energíaaumentaba conforme se prolongaba elpartido, se daba cuenta. Yo estabatranquilo y mi cara no reflejaba ningunaemoción. Gané el punto siguiente y

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Federer me dio a entender lo nervioso quese sentía cuando, tras una derecha liftadamía, cuestionó una pelota que botó enplena línea. No jugábamos ya al mismonivel que en el cuarto set. Nos estábamostanteando con ansiedad. La diferenciaentre él y yo era que mis primerosservicios no entraban y los suyos sí. Detodos modos, tras algunos errores porambas partes, gané el juego dejándolo a30. Esgrimí el puño derecho. Miré a mihermana, a mis tíos, a mi tía. Asintieronserios con la cabeza para darme ánimos.Otros fans tal vez hubieran sonreído; mifamilia, no.

Íbamos 1-1 y servía Federer. Susprimeros servicios siempre eran seguros y

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precisos, pero era lo único que le salíabien. Cada vez que yo conseguía tomar unpoco de iniciativa, él fallaba los golpesmás sencillos. De pronto, inesperada,cometió doble falta y el juego quedó endeuce. Ninguno de los dos estaba en sumejor momento, pero yo estaba jugandomenos mal. Federer parecía haber perdidola furia ganadora del cuarto set. Las tornasestaban cambiando poco a poco en mifavor. Entonces envié una derecha que seme fue y cabeceé. No grité de cólera, apesar de las ganas, pero me enfadéconmigo mismo por haberle regalado unpunto cuando quien soportaba toda lapresión era él. En el siguiente punto hiceotra dejada, pero esta vez de ataque, y ni

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siquiera Federer, con lo bueno que era,consiguió llegar a la bola. Luego ganó losdos puntos siguientes y el juego.

Una vez más me tocó defender miservicio para impedir que Federer se meescapara. Pero mi confianza crecía pormomentos, porque me daba cuenta de queel tremendo esfuerzo que había hecho pararemontar dos sets e igualarme le estabapasando factura. Habría que ver si eracapaz de mantener el nivel que habíamostrado en el tercer y cuarto set, quehabía ganado por el margen más estrecho.Quizá fuera ésta una interpretaciónoptimista del estado de cosas de aquelmomento, pero la alternativa, permitir queme invadieran pensamientos negativos,

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habría sido un suicidio.Defendí el servicio con mucha más

comodidad de lo que había defendido élel suyo en el juego precedente, debido,entre otras cosas, a un error garrafal quehabía cometido. Una vez más hice unadejada mala —se me cruzaron los cablesdurante una fracción de segundo—, peroél, lanzándose claramente en busca de ungolpe ganador, golpeó demasiado fuerte labola, como habría podido hacerlo unjugador de club común y corriente, y laechó fuera. No todo era elegancia en estafase del partido, pero íbamos 2-2 y yohabía ganado más puntos que él en el set,lo cual no afectaba en nada al marcador,pero representaba un peso psicológico

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para él más que para mí.Se levantó viento; miré al cielo.

Estaba oscureciendo con rapidez y a losjueces de línea les costaba hacer sutrabajo. En el quinto juego, sirviendo él,cuestionamos una pelota cada uno y lasdos fueron para mí. El marcador señalódeuce y entonces empezó a llover.Federer indicó por señas que quería unainterrupción y el juez accedió. No fue unabuena noticia para mí. Yo iba ganando pordos sets la primera vez que habíamossuspendido el juego a causa de la lluvia yFederer había vuelto recuperado paraganar los dos siguientes; los dosestábamos jugando en aquel quinto peorque en ningún otro momento del partido,

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pero él jugaba aún peor que yo, y su saqueera su mejor y casi única arma. A pesarde ello, quien peleaba por mantener suservicio era él y no yo. Creo que yoestaba en mejor forma y, en general, mehabría beneficiado no interrumpir el juegoen aquel momento. Él necesitaba unrespiro más que yo.

Esto era lo que Toni parecía estarpensando, a juzgar por la expresión de sucara cuando él y Titín se reunieronconmigo en el vestuario. Según supecuando hablamos del partido después, esoera exactamente lo que daba vueltas en lacabeza del resto de la familia, quepensaba que los hados se habíanconfabulado contra mí. Mi padre me contó

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que las dos interrupciones por culpa de lalluvia, en particular la segunda, habíansido una tortura para él. La lógica le decíaque me habría convenido más continuar eljuego, porque pensaba que me iba a costarmás que a Federer recuperar el ritmo.

«Según lo veía, la lluvia significabaque estabas condenado a perder», meconfesaría más tarde.

En cuanto a mi madre, no podía negarque yo estaba jugando mejor que Federeren aquel momento y estaba convencida deque la lluvia, al cortar por lo sano miempuje, favorecía a Federer. Los demásmiembros de mi familia que estaban en laCentre Court lo vieron del mismo modo.Se preguntaban qué habían hecho para

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merecer tanto tormento y apenas seatrevían a mirar. Y todos pensaban:

«Si yo me estoy comiendo las uñas,¿qué no estará pasando Rafa?»

La cara de Toni, cuando llegó alvestuario, reflejaba la tensión acumulada.Titín, que entró con él, se mostraba mástranquilo, no daba a entender nada,esperando a que yo dijese algo. Luego mecontaría que estaba en pleno ataque denervios, pero que lo había disimuladoenfrascándose en sus obligacionesprofesionales, cambiándome las vendas,revisándome con detenimiento el pieizquierdo, el lesionado, que por suerte no

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me molestaba en absoluto. Titín manteníala cabeza gacha y se dedicaba a lo suyosin decir nada. La misión de Toni era,como siempre, encontrar las palabrasjustas para la ocasión. Pero esta vezdudaba. Más tarde admitió que, cuando sepuso a llover en aquel quinto set, se habíaresignado a verme perder. Procuró poneruna cara resuelta, se esforzó por reprimirlo que en realidad sentía y me soltó unbreve sermón que ya había oído enanteriores ocasiones y que pronunciómecánicamente, de eso me di cuenta.Mientras yo estaba sentado en el banco, seinclinó hacia mí y dijo:

«Mira, por pequeña que sea la

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posibilidad de ganar, lucha hasta elfinal. La recompensa es demasiadogrande para que no te esfuerces.Muchas veces, los jugadores, pordesánimo o agotamiento, no presentanla batalla que exigen las circunstancias,pero si hay una posibilidad, sólo una,lucha por ella hasta que todo estéperdido. Si consigues que el marcadorllegue a estar 4-4, no será el que mejorjuegue el que gane, sino el que mejorcontrole sus nervios.»

Saltaba a la vista que Toni habíallegado al vestuario imaginándose que yome sentiría hundido por las oportunidadesque había dejado escapar en el tercer y

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cuarto set y que estaría convencido de queno se presentarían otra vez, y que por lotanto se enfrentaba a la imposible misiónde levantarme el ánimo. No me habíacomprendido. Toni se basaba en el guióndel año anterior, evidentemente tanobsesionado como el resto de la familiapor el estado en que me había encontradotras la derrota. Pero yo operaba con unguión diferente. Mi respuesta no dejó desorprenderlo:

«Relájate. No te preocupes. Estoytranquilo. Puedo ganar. No voy aperder. —Toni se quedó desconcertadoy no supo qué decir—. Puede que alfinal a lo mejor gane Federer —

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proseguí—, pero no voy a perder comoel año pasado.»

Quería decir con esto que, ocurrieralo que ocurriese, no iba a servirle lavictoria en bandeja. No pensaba bajar laguardia y no iba a desmoronarme.También él iba a tener que sudar sangrepor cada punto y yo no tenía intención deregalarle ninguno. Aquella vez, en elvestuario, a diferencia de lo sucedidodurante la primera interrupción por culpade la lluvia, era Federer el que estabacallado y yo, el que charlaba. CuandoToni se recuperó de la sorpresa de verque no necesitaba animarme, hablamosdel partido desde un punto de vista más

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técnico. Le mencioné un par de erroresque había cometido yo en el cuarto set,aunque no para modificarme. Suponía que,hablando de ellos, los recordaría y no losrepetiría. Repasé mis fallos en el tiebreakdel cuarto set, cuando yo ganaba 5-2, y losdos puntos de partido que se me habíanescapado, pero no pensaba en ellos encalidad de oportunidades perdidas, comoToni, sino en tanto que prueba de lo cercaque había estado de ganar, de lo muchoque había conseguido poner a Federercontra las cuerdas, de que no pensabafallar de nuevo si esas oportunidadesvolvían a presentarse. Además, comorecordé a Toni, sólo había perdido elservicio una sola vez, mientras que

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Federer lo había perdido en dosocasiones, a pesar de que hasta elmomento me había clavado cinco vecesmás aces que yo a él. Y más aún: si yahabía ganado dos sets, ¿por qué no podíaganar otro?

Mi padre, mi madre, todos confesarondespués que, cuando Toni volvió delvestuario, se quedaron de piedra al saberlo optimista y constructivo que me sentía.Alguno incluso se preguntó si no estaríayo fingiendo, para engañarme a mí mismoo para tranquilizarlos a ellos. Toni lesdijo que él también se lo habíapreguntado, pero había percibido algo enmi tono de voz y en mis ojos que leindicaba que yo hablaba muy en serio. Y

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así era. Sabía que aquél era mi momento.Titín también lo sabía. Hemos

charlado sobre aquel momento muchasveces desde entonces. Se había esperadootra cosa, al igual que Toni, pero se diocuenta de que entonces, en el último actode la obra, yo me sentía más seguro ytranquilo que la noche anterior durante lacena, que cuando habíamos estadojugando a los dardos, que aquella mismamañana durante el entrenamiento o durantela comida. Media hora después, cuandocesó la lluvia, Titín salió del vestuarioconvencido, como yo, de que por fin habíallegado el momento de ganar Wimbledon.

Íbamos 2-2 y 40 iguales, y le tocabasacar a Federer. Me clavó dos aces y

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ganó el juego. Nada pude hacer alrespecto. Los aces son como la lluvia: losaceptas y sigues jugando. Le respondí conuna fulminante derecha ganadora alcomienzo del siguiente juego, que mellevé dejándolo a 15. En el siguiente medejó a 0 con toda comodidad y remató lafaena con otro ace. En el siguiente juego,con mi servicio y perdiendo yo 4-3,Federer tuvo su oportunidad. Ganó elprimer punto gracias a que una derechamía botó un pelín fuera. Protesté ante eljuez, con más fe que esperanzas. 0-15.Luego llegamos a 30 iguales y de súbitome metió una derecha ganadora enparalelo que me pilló a contrapié porquehabía esperado que la bola viniera a mi

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revés, y quedamos 30-40 a su favor. Erael primer punto de break del set y fue unode los más importantes de mi vida. Nopensé en las consecuencias. No pensé quesi lo perdía, quedaríamos 5-3 a su favor y,tal como estaba sacando él, el partidosería indudablemente suyo. Sólo pensé:«Concentra cada gramo de energía, todaslas células de tu cerebro y todo lo que hashecho en tu vida en ganar este punto.»Intuí entonces que iba a lanzarme uncañonazo, que iría en busca de un golpeganador rápido, de modo que tenía queimpedírselo y lo mejor para conseguirloera atacar antes que él. Había llegado elmomento de cambiar el plan de juego, depillarlo por sorpresa e intentar lo

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inesperado. En vez de un primer servicioabierto hacia su revés, como había hechoen el 90 por ciento de mis servicios, lelancé un trallazo contra el cuerpo,obligándolo a un resto de derecha y enpostura incómoda que aterrizó en mitad dela pista. Supuse que pensaría que iba adevolverle alto contra su revés, perovolví a sorprenderlo. No era el momentopara medias tintas. Había vencido eltemor y había llegado el instante deatacar, así que hinché el pecho y le lancéuna potente derecha en profundidad haciasu derecha. Lo único que pudo hacer fueestirarse y responder con un globo quesubió hasta las nubes y aterrizó junto a lared. Rematé el punto estrellando contra la

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hierba la pelota, que rebotó hacia lasgradas. Esgrimí el puño. Nunca habíajugado un punto de tal presión con tantavalentía, inteligencia y tan bien. Ganétambién el siguiente y a continuación eljuego, cogiéndolo descolocado con unaderecha ganadora, limpia y curva, abiertahacia su revés.

El set iba 4-4. Yo estaba donde queríaestar, había llegado el momento decombatir, de jugar agresivamente, de ir aapoderarme de cada punto, de esperar elmomento de saltar como un león. Si habíallegado al quinto set de un partido comoaquél, eso significaba que había jugado lobastante bien como para arriesgarme yatacar. Además, ya no quedaba otra

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solución. Recordé que Toni me habíadicho que si llegábamos a estar 4-4,ganaría el jugador que mejor controlarasus nervios. Yo me sentía dueño y señorde los míos. Además, notaba que elpúblico se estaba decantando por mí. Enel set anterior había animado más aFederer porque quería que el partidollegara a los cinco sets, pero ahora oíamás gritos de «¡Rafa! ¡Rafa!» que de«¡Roger! ¡Roger!». Me gusta tener alpúblico de mi parte, obviamente, pero lodisfruto más cuando ha acabado el partidoo cuando vuelvo a verlo en vídeo que enel momento de jugar. Cuando juego nopermito que nada me distraiga, ni siquierael apoyo de los fans.

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Puede que el público me aplaudieraporque pensara que yo estaba jugandomejor y merecía más la victoria. Almenos, era lo que yo pensaba en aquellosmomentos en que faltaba poco para laconclusión del partido. Federer ya nogolpeaba la bola con la misma destrezaque yo y estaba fallando incluso algunasderechas, que suelen ser el punto másfuerte de su juego. Presentía que yo estabaganando la batalla de los nervios y notabatambién que él estaba más cansado queyo. La diferencia seguía radicando en queél tenía un arma de que yo carecía: aquelservicio colosal. Lo sacaba continuamentede apuros y gracias a él ganó el juegosiguiente, poniendo el marcador 5-4 a su

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favor. Ahora me tocaba sacar a mí y nosólo tenía que evitar el break, sinoademás salvar el partido.

Yo no podía hacer nada contra lapotencia de su servicio, pero podíaintentar ser más listo que él. Y en estecaso lo fui, y le metí un ace tras ir 15-0.No se lo metí porque le diese fuerte a labola, sino porque él esperaba que se laenviase contra su revés y, en cambio, laenvié abierta y hacia su derecha. Mesentía seguro y quería que él se dieracuenta. Gané el juego con muchacomodidad, dejándolo a 30. Entonces fueél quien se encontró en serios apuros.Pese a que sacaba él, llegamos a 15-40 ami favor tras atizarle desde la esquina

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izquierda de mi lado una derecha enparalelo. Dos puntos de break y yo yaestaba casi en las nubes, pero de pronto,¡zas! Un ace. Y a continuación, otro saqueenorme. Ganó el juego y quedamos 6-5.Mi consuelo era saber que, a diferenciadel momento del tercer set en que yohabía perdido la ocasión de romperle elservicio cuando estábamos 0-40, ahora laculpa no había sido mía. En aquelmomento tenía otra batalla mental quelibrar, puesto que me esforzaba porreprimir la creciente frustración que meproducía la sistemática efectividad de susaque. Yo sabía que cuando jugábamos elpunto, yo tenía las de ganar, pero conaquel saque ni siquiera me permitía

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jugarlo.Una vez más me tocaba sacar para

salvar el partido y de nuevo lo hice conrelativa facilidad, dejándolo a 15.Federer respondía mal a mi agresividaduna vez que iniciábamos el peloteo,aunque no estoy seguro de que mi padre loviese así en aquel momento. Me volví amirarlo cuando gané aquel juego que nospuso 6-6 y lo vi frenético, de pie,aplaudiendo, con la cara crispada de unmodo que no le había visto nunca,animándome con furia y júbilo. Yo nopodía perder los estribos en aquellosinstantes. Tenía la impresión de que, simantenía la calma, la victoria sería mía.Los golpes de Federer no eran ya lo que

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habían sido. En el primer punto del 6-6 —era el último set y no había lugar paratiebreak— falló estrepitosamente unaderecha elemental. El siguiente punto logané yo después del primer peloteo largoque tuvimos con su servicio, que yorecuerde. Luego otros tres trallazos desaque lo pusieron por delante con 40-30.Para mí era evidente que estaba máscansado que yo y que le pegaba a la bolacon más integridad, y yo me sentía cadavez más frustrado ante la tenazcontundencia de sus servicios, que eran suúnica vía de escape. Pensaba:

«Juego indiscutiblemente mejor,pero ¿qué más puedo hacer...?»

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Lo igualé, quedando en deuce, ycuando por fin falló el primer servicio, vimi oportunidad. Pero no: resté el segundoservicio con demasiada fuerza y se mefue, medio metro de más. En fin, habríapodido parecer un error grave, pero encierto modo no lo era, porque significabaque yo seguía al ataque, que estabajugándome el todo por el todo. Si hubieraperdido el punto con una bola corta,estrellándola contra la red, habría sidoseñal de que la cabeza me estaba fallando.Pero había sido un golpe con convicción.Equivocarse es parte del juego, pero aveces es más productivo perder un puntopor un error propio que por un golpeganador del rival.

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Todos los puntos son importantes,pero unos lo son más que otros. Enaquellos momentos todos valían su pesoen oro. Mi tío Rafael, que estaba presenteen la Centre Court, me dijo luego que sihubiera estado en mi lugar, no habríasoportado la presión, que las piernas lehabrían fallado y que habría echado acorrer para subirse a un avión rumbo a unsitio lejano y que no habría vuelto jamás.La diferencia entre yo, él y losespectadores que por casualidad hubieranpensado lo mismo era que yo había estadoentrenando toda la vida para llegar aaquella situación, no sólo golpeandopelotas, sino ejercitando la mente. Todaaquella «crueldad mental» de Toni —

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tirarme pelotas cuando era un crío paramantenerme alerta, no dejarme nunca quepusiera excusas o sucumbiera a lacomplacencia— estaba arrojandodividendos. Además, tengo una cualidad—innata o aprendida, no lo sé—obligatoria para los campeones: lapresión me pone eufórico. Sí, a veces medobla, pero con más frecuencia me sirvepara mejorar mi juego.

El resumen del partido hasta elmomento había sido, para mí, una serie deocasiones perdidas. No aprovechar el 0-40 para romperle el servicio a Federer enel tercer set, fallar dos puntos de partidoen el cuarto y ahora, en el quinto, noromperle el servicio cuando ganaba yo

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15-40 estando 5-5, o cuando le ganaba 0-30 y estábamos 6-6. Pero ahora meganaba él 7-6 y, por enésima vez, servíayo para salvar la vida. La verdad es queestaba más emocionado que asustado.Había perdido oportunidades, cierto, perohabían sido mis oportunidades. Más quelamentarlas, había que celebrarlas. Meobligaba a pensar que, más pronto o mástarde, llegaría la gran ocasión.

Pero ganó el primer punto. Un restoprofundo estupendo y, acto seguido, ungolpe ganador incontestable. No pudehacer ni decir nada. Jugó un gran punto. Aesperar el siguiente. Me recuperéenseguida. Soltó una derecha que fuelarga. Saqué un primer servicio directo al

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cuerpo y no pudo restar, luego, hubo unpeloteo prolongado en el que le devolvíalos golpes con ganas y en el que acabóestrellando la bola contra la red. No habíacolocado bien las piernas para dar elgolpe; estaba más cansado que yo.Advertirlo me daba fuerzas, pero no meconfiaba. Habría podido decirme a mímismo: «Ya lo tengo», pero no me lo dije.Antes bien, pensé: «Todavía sigo, puedoganar.» También sabía que, si perdía elpunto siguiente, él estaría a dos puntos deproclamarse campeón de Wimbledon. Yperdí el dichoso punto por culpa de unafortunado golpe suyo que rozó la red ycayó en mi lado.

Luego, cuando estábamos 40-30,

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jugamos uno de los mejores puntos delpartido. Saqué abierto contra su revés; suresto fue bien colocado y en profundidadcontra mi derecha. Replicó a mi golpe conun potente revés cruzado al que respondícon una derecha en paralelo, no menosfulminante. La atrapó a duras penas y nopudo hacer otra cosa que lanzarme unaincómoda derecha cortada que salvó lared por los pelos. La recogí con un golpebajo, liftado y abierto hacia su revés, perosólo pudo responderme con un globo; yocontesté con un remate que habría tenidoque ser definitivo, pero se las arreglópara llegar a la bola y me lanzó otro globoalto, aunque mejor que el anterior, que meobligó a retroceder; y entonces, cuando

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rebotó la bola, le sacudí otro remate, ungolpe controlado y con efecto rotativo,equivalente a un segundo servicio. Noobstante, también atrapó aquella bola ylanzó un revés cortado que aterrizó enmitad de la pista; corrí hacia la pelota y leenvié una potente derecha con todo elliftado que pude imprimir en un golpeganador inalcanzable, hacia la esquinaderecha de su lado. 7-7. Para mí fue elmomento más eufórico de todo el partido.Levanté la rodilla izquierda y un puño alaire, bramé triunfante. Fue como unainyección de energía, una nueva dosis deconfianza, y me dije: «¡Vamos!»

El partido parecía estar de repente enbandeja, pero aún no me hacía ilusiones

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con la victoria. Todavía tenía que ganarpunto por punto. «Mi ritmo es bueno, mimovilidad es buena y juego conconvicción», eso pensaba. Y tambiénpensaba que en aquella situación, con 7-7en el marcador, había llegado el momentode ir por el partido; tenía el empujenecesario y debía aprovechar la ocasión.El siguiente juego tenía que ganarlo.

En el primer punto de su servicioreanudé mi dinámica donde la habíadejado en el juego anterior y gané en elpeloteo con una derecha ganadora cruzadaa la que no pudo responder. Luego fallóuna derecha estrellándola contra la red yme puse por delante 0-30. Otra granoportunidad. Pero no soy una máquina, no

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soy una locomotora, y en el siguientepunto cometí un error idiota. Opté por unrevés cortado cuando debería habersoltado una derecha. Durante aquellafracción de segundo, entre todas lasfracciones de segundo, una pequeña dudase me coló en el cerebro y perdí el punto.Miedo a ganar, aunque no tan grave comola vez anterior. Las piernas no metemblaban. Las sentía fuertes.

Resté su siguiente saque enprofundidad y gané el punto con unfulminante revés cruzado. Giré lasmuñecas, orienté la bola con la manoderecha y le aticé con la izquierda: era ungolpe que había practicado toda la vida yque, en el momento de la verdad, me

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había salido tan perfecto. Tenía ahora dospuntos de break y mi mayor temor no erafallar, sino que él empezara a enviarmeaquellos servicios que se sacaba de lamanga. Dicho y hecho. Un ace. Después,otro saque de órdago. Me resbalé en lahierba y perdí la coordinación; otra vezestábamos deuce.

Yo ya había visto aquello. Una y otravez. Aquel juego empezaba a ser unaversión resumida de lo sucedido en todoel encuentro. Yo tomaba la delantera, élcontraatacaba, negándose a ceder. Peroseguía cometiendo más errores que yo yrealizó otro en el punto siguiente, unaderecha, que botó fuera, que me dio puntode ventaja. Los dos habíamos llegado al

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límite de nuestra capacidad de aguante,aunque física y mentalmente él estaba máscastigado que yo. Sin embargo, seguíateniendo el servicio y me lanzó otrocañonazo imparable al que sólo pude darcon el marco de la raqueta. Pero en cuantoconseguí restar bien y se inició el peloteo,tuve yo la ventaja. Gané los dos puntossiguientes por dos errores que cometió,dos errores no forzados de su golpe dederecha, una demasiado corta y otrademasiado larga.

Y allí estaba: por fin le había roto elservicio. El marcador estaba 8-7, metocaba sacar a mí para ganar el partido.Pasaban ya de las nueve de la noche yoscurecía rápidamente. Si después de

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aquel juego volvíamos a la situaciónanterior, cabía perfectamente laposibilidad de que el juez aplazara elpartido hasta el día siguiente. Unainterrupción así en aquel momento,después de cuatro horas y tres cuartos dejuego, sólo podía beneficiar a Federer.No había caído en la cuenta antes cuandose había puesto a llover, pero ahora erainnegable que necesitaba un descansomucho más que yo. Y me dije:

«Tengo que ganar este juego comosea.»

Corrí para situarme en la línea defondo. Federer fue andando hasta la suya.

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Me tocaba sacar desde el lado dondeestaban sentados mis padres y los dos selevantaron para hacerme gestos de ánimocon las manos. Pero perdí el primer puntopor culpa de una derecha que envié fuera.En el mismo instante en que me preparabapara dar el golpe, me di cuenta de que loiba a dar mal, de que los nervios meofuscaban. Tenía que dominarlos deinmediato y la mejor fórmula para ello eraaumentar unas décimas mi agresividad;para vencer a Federer tenía que vencermea mí mismo. Por primera vez en todo elpartido subí a la red después del saque yfuncionó. Respondí a su resto con ungolpe ganador. No lo había planeadoantes de servir, fue fruto de la inspiración

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del momento y resultó la solución másoportuna. Si hubiera dejado que la bolarebotara antes de darle, el punto habríaquedado en el aire. El marcador estaba15-15.

Gané el siguiente punto subiendo otravez a la red y tirando a matar, unaejecución fácil con una volea alta dederecha, después de incordiar a Federercon un revés profundo y abierto. Correr ala red fue nuevamente una decisiónespontánea, fruto de mi determinación dedominar el juego y no dejar que éste medominara a mí. Íbamos ya 30-15, pero aúnno veía la línea de meta. Para mí sóloexistía el siguiente punto. Subir a la redera un riesgo calculado en aquella

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creciente oscuridad y esta vez mi cálculofracasó, tanto más porque se me ocurrióresponder a una derecha de Federer que,si hubiera dejado pasar la bola, se habríaido fuera y yo habría tenido dos puntos departido. Pero había perdido el punto porarriesgarme y eso era mejor que perderlopor una doble falta o un cobarde revéscortado.

30-30. «Aún sigo aquí», me dije.Volví a mi plan de juego y ataqué su revésen el siguiente peloteo y, fuese por la luz,por el cansancio o por los nervios, golpeómal un tiro cruzado y se le fue.

40-30 y punto de partido, el terceroque conseguía yo en todo el encuentro. Meceñí a la opción segura y de confianza, un

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primer servicio abierto hacia su revés queme devolvió con asombrosa genialidad yvalor, con un trallazo cruzado que meesforcé por alcanzar, pero al que nollegué. Era Roger Federer, el mejorjugador de todos los tiempos, y por esemotivo no podía pensarse en la victoria nicaer en complacencias, ni siquiera enaquellos momentos. Otra vez deuce.

Entonces tuve la brillante idea —muybrillante, hablando retrospectivamente—de enviarle un primer servicio abiertohacia su derecha, cuando lo lógico era queél esperase que, en un momento tancrucial como aquél, me aferrase a latónica del revés que había ensayadoprácticamente durante todo el partido.

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Conseguí hacerle por fin lo que él mehabía estado haciendo todo el encuentro:meterle un primer servicio imposible derestar. No fue exactamente un ace, porquela tocó con la punta de la raqueta, perocomo si lo hubiera sido. Y conseguí elcuarto punto de partido.

Dudé en el saque. Debería haberbuscado otra vez el revés, pero aúnvibraba en algún rinconcito de mi cabezael pasmoso resto de revés que me habíahecho en el punto de partido anterior, asíque apunté a su cuerpo. El saque noresultó ni una cosa ni la otra y él pudohaberme clavado perfectamente otro golpeganador, esta vez una derecha, o por lomenos haberme presionado en serio, pero

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tampoco él lo logró, ya que restó conpoco brío, devolviéndome una derechainofensiva, y yo le respondí con menosconvicción de la que debía. Se adelantóhacia la bola, que cayó suavemente enmitad de la pista, la alcanzó, pero no lesalió un golpe ganador, ya que la golpeómal, con los pies descolocados, y laestrelló contra la red.

Caí de espaldas sobre la hierba, conlos brazos estirados, los puños apretadosy un rugido de triunfo. El silencio de laCentre Court dio paso a un auténtico jaleoy yo sucumbí, por fin, a la euforia de lamultitud, dejándome inundar por ella,saliendo de la cárcel mental en que mehabía encerrado desde el principio hasta

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el final del partido, todo el día, la nocheanterior y las dos semanas que habíadurado el mayor torneo de tenis delmundo. Que, finalmente, yo había ganadoal tercer intento: la consumación deltrabajo, los sacrificios y sueños de mivida. El miedo a perder, el miedo a ganar,las frustraciones, las decepciones, lasdecisiones equivocadas, los momentos decobardía, el temor a acabar llorando otravez en el suelo de la ducha del vestuario:todo desapareció. No era alivio lo quesentía; estaba más allá de eso. Era unestallido de poderío y júbilo, la caída deldique de la emoción que había tenidocomprimida dentro de mi pecho durantelas cuatro horas y cuarenta y ocho minutos

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más tensos de mi vida, una invasión de lamás pura alegría.

Pese a todo, había que guardar lacompostura. Tenía que levantarme yacercarme a la red para estrechar la manode Roger, a quien, tras cuatro años deespera, estaba a punto de arrebatar elcetro en la clasificación mundial. Y aúnfaltaban las rígidas formalidades de laceremonia de entrega del trofeo. Pero mebrotaron las lágrimas y no pude hacernada por contenerlas, y aún había quehacer algo más antes de la ceremonia, otraliberación emocional que necesitaba antesde poder comportarme con un poco de lacontención que exigía la tradición deWimbledon. Corrí a la esquina donde

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habían presenciado el partido mis padres,Toni, Titín, Carlos Costa, Tuts y el doctorCotorro, que en aquel momento estaban depie, y subí el graderío y escalé una paredpara llegar hasta ellos. Yo lloraba, y mipadre, que fue el primero en felicitarme,lloraba también, y nos abrazamos, yabracé a mi madre, y abracé a Toni, y loscuatro nos fundimos en un prieto ycaluroso abrazo familiar.

¿Fue el momento más grande de mitrayectoria? Todos los partidos sonimportantes; juego cada uno como si fuerael último, pero aquél, en aquel escenario,con aquella historia, aquella expectación,aquella tensión, las interrupciones por lalluvia, la oscuridad, el número uno contra

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el número dos, ambos jugando al límite denuestro juego, la recuperación de Federery mi resistencia a ella, y yo más orgullosoque nunca de mi comportamiento en unapista de tenis, obsesionado por elrecuerdo de la derrota de 2007, peropeleando y ganando mi propia guerra denervios... De modo que sí, súmese todo yserá casi imposible imaginar otroencuentro que haya generado tantaemoción y tanta tensión dramática, y paramí y los míos, una satisfacción y unaalegría tan grandes.

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EL DÍA MÁS LARGO

La final de Wimbledon 2008 entre RafaNadal y Roger Federer fue la más larga delos 131 años de historia del torneo y, paramuchos, el partido de tenis más grandeque se haya jugado jamás. John McEnroe,que se encontraba en la Centre Courtcomentándolo para la televisiónestadounidense, dijo que había sido elmejor partido de tenis jamás visto. BjörnBorg, que también había estado enprimera fila, pero como espectador, y que

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había derrotado a McEnroe en el mayorduelo de Wimbledon que podíarecordarse antes de éste, admitió queNadal y Federer habían protagonizado elmejor partido de la historia. Algunosmiembros de la prensa deportiva mundialsugirieron que había sido elenfrentamiento más impresionante que sehubiera dado en cualquier deporte. ElNew York Times determinó que el partidohabía sido tan excepcional que merecíauna editorial por méritos propios.

«Empieza a oscurecer y, aunque todossienten el peso acumulado de lo que ya hasucedido, los protagonistas tienen queseguir jugando», decía el editorial delTimes con extraordinaria perspicacia,

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«tienen que dejar de lado lo pasado pararestar otro servicio, mientras todos losespectadores se preguntan cómoconsiguen no sólo imaginar el pelotazo,sino también no imaginar —no anticipar— la victoria o la derrota. El juegoenmascara su deseo. Pero el nuestro se hadesatado y se vuelve difícil respirar,incluso mirar.»

Si al editorialista del Times le costabarespirar, es un milagro que la familiaNadal no muriese de asfixia colectiva.

«Cuado acabó, derramé lágrimasde júbilo —dijo Sebastián Nadalcuando por fin concluyó su día máslargo—, pero también tuve la sensación

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de que mi cuerpo se había vueltorepentinamente más ligero, como si mehubieran quitado un gran peso deencima. Había pasado todo el partidoatormentado por el miedo a que serepitiera lo de 2007, a que Rafaterminase deshecho en llanto en laducha y yo no pudiera hacer nada pormitigar su dolor.

Lo que había allí era otroenfrentamiento entre Tyson y Holyfield,y yo me sentía como si estuviera en elcuadrilátero con ellos, agotado, comosi me hubieran dado una paliza. Lagente decía que mi cara cambió duranteel encuentro, que cuando me veían entelevisión no me reconocían. Fue

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sufrimiento puro desde el principio.»

Toni Nadal conocía a Rafa, el tenista,mejor que nadie, pero incluso él se habíaquedado estupefacto al comprobar elaguante que había mostrado su sobrino.

«Wimbledon siempre había sidonuestro sueño, pero en el fondo de micorazón temía que fuera un sueñoimposible —confesaba Toni—. Yosiempre lo incitaba para que pusiera ellistón de sus ambiciones cada vez másalto, pero sinceramente no creía quepudiera llegar tan arriba. Cuando ganó,fue la primera vez en mi vida que lloréen una pista de tenis.»

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La madre de Nadal, Ana María, dijoque el partido la había dejado hechapolvo.

«Durante el partido hubo momentosen que deseaba que parase. Pensaba:"Déjalo. ¿Por qué ha de tener tantaimportancia que ganes o que pierdas?"No dejaba de preguntarme cómo eracapaz de guardarse dentro toda aquellatensión. ¿De dónde lo saca? Mi propiohijo... ¿Cómo se las arregla para novenirse abajo?»

Carlos Moyà cree que él se habríadesmoronado sin remedio si hubieratenido que soportar tanta tensión.

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«Casi cualquier otro jugador de lahistoria que se hubiera enfrentado aFederer, jugando con el valor y labrillantez con que él jugaba, habríaperdido el partido. Cuando has estadotan cerca y a pesar de todo no hasganado, cuando consigues un quinto set,que significa prácticamente empezar denuevo el partido, después de habertenido la victoria al alcance de lamano, si eres un jugador normal,incluso un campeón normal, lasemociones acaban contigo. Te acuerdasde todas las oportunidades perdidas yesos recuerdos te devoran por dentro,se te comen el juego. Pero en el casode Rafa no es así, por eso no es un

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campeón corriente. Todo favorecía aFederer al comienzo del quinto set,pero Rafa lo dominó, lo amansó, jugómejor.»

Según Moyà, Nadal, aquel día, fue unanimal que se negaba a morir.

«Federer aprendió en aquella finalque para batir a Rafa no bastaba conarrollarlo una vez ni dos, sino muchas,muchas veces. Crees que está muertoen un punto, en un juego o en un set,pero siempre se recupera. Por eso creoque puede acabar batiendo todas lasmarcas; por eso creo que, si semantiene en forma, es capaz de ganar

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más Grand Slams que nadie en toda lahistoria.»

Federer —número uno del mundodurante otras tres semanas, hasta queNadal le arrebató el título— quedóhundido por la derrota.

«Probablemente mi derrota másdura, y con diferencia. Algo más duroque esto... no me lo puedo imaginar —diría Federer, esforzándose por sercoherente—. Estoy decepcionado —añadiría—. Y estoy destrozado.»

Nadal, casi disculpándose, repitió,cuando todo hubo terminado, que Federer

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había sido, y seguía siendo, el mejorjugador de la historia.

«Ha sido campeón aquí cincoveces; yo sólo una.»

La magnanimidad de Nadal en lavictoria tal vez hiciera que algunaspersonas se preguntasen si, entre partido ypartido, recibía clases para hablar enpúblico. No es así. La generosidad deNadal hacia Federer tras el encuentro erafruto de una costumbre convertida enreflejo, de un joven a quien su padreordenaba de pequeño que felicitara a losrivales después de un partido de fútbolcuando su equipo era derrotado; era el

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efecto de las enseñanzas que sus padres ysu tío Toni le habían inculcado desdesiempre: que mantuviera los pies en latierra, que, aunque a veces sus hazañaspudieran ser especiales, él no era unapersona especial.

«Cuando lo vimos levantar la copade Wimbledon fue un gran momento —dijo Sebastián Nadal—, pero cuando teparas a meditarlo, te das cuenta de queno es mucho más especial que cuandole dan a tu hijo un título por terminarlos estudios. Todas las familias tienensu momento de alegría. El día posteriora la victoria de Rafael en Wimbledon,cuando toda la emoción y la atención

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de los medios se redujeron, no sentímás satisfacción que la que sé quesentiré, por ejemplo, el día que mi hijase licencie en la facultad. Porque, endefinitiva, lo que quieres es que tushijos sean felices y estén bien.»

La madre de Nadal, Ana María,también se niega a dejarse llevar por loslogros de su hijo.

«A veces me dice la gente: "¡Quésuerte ha tenido con su hijo!" Y yorespondo: "He tenido suerte con misdos hijos." No doy mucha importanciaal hecho de que Rafael sea unsupercampeón, porque lo que me hace

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feliz en la vida es saber que tengo doshijos que son buenas personas, sonresponsables, tienen buenos amigosmuy cercanos, se sienten unidos a sufamilia, la cual es muy importante paraellos dos, y no nos han causadoproblemas. Ése es el verdadero triunfo.Cuando todo esto pase, Rafael será elde siempre: mi hijo, y eso es lo quecuenta.»

Toda la familia volvió en avión aMallorca al día siguiente de la final deWimbledon y reanudó su vida de siempre.¿Organizaron alguna fiesta paracelebrarlo?

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«No —respondió Sebastián Nadal—. La noche del partido se celebró lacena oficial, a la que llegamos muytarde porque Rafael fue entrevistadopor muchos medios, y eso fue todo. Nosomos dados a celebraciones. Meacuerdo del partido y siempre meacordaré, pero ¿de lo que pasó acontinuación? Muy poco.»

Al hacerle la misma pregunta, ToniNadal repitió las palabras de su hermanomayor.

«No, no. No soy una personafestiva, y no cambio de forma de sercuando gana Rafael. La satisfacción

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que sentí fue enorme, eso desde luego.La de toda la familia lo fue. Pero losmallorquines no somos muy dados a lascelebraciones.»

Sin embargo, dos cosas cambiarondespués de Wimbledon. Nadal se compróel coche con que soñaba; a pesar de susrecelos, el padre no puso objeciones. YNadal tuvo otro trofeo que poner al ladode los muchos que ya había ganado. Algúntiempo después, estando con él en la salade estar donde se exhibe la abundantecolección de trofeos, su padrino lepreguntó cuál valoraba más. Sin vacilarun segundo, Nadal señaló la copa de orode Wimbledon y respondió:

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«Éste.»

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CAPÍTULO 7

LA MENTE PUEDE VENCERA LA MATERIA

Si la Centre Court de Wimbledon secaracteriza por el silencio, el estadioArthur Ashe de Nueva York, donde juguéla final del US Open de 2010, se definepor el ruido. En otros lugares, las pausasentre juego y juego son momentos decalma, pero allí el espectáculo no cesanunca. La música, fuerte y machacona,

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retumba en los oídos, los sorteos seanuncian con un suspense de película porlos altavoces y en las pantallas gigantes serepiten las últimas jugadas del encuentroo, para caldear aún más el ambiente,escenas protagonizadas por el público:parejas que se besan, niños simpáticosque sonríen, famosos que posan,ganadores de sorteos que lo celebran y, devez en cuando, neoyorquinos que sepelean. El ruido nunca acaba del todo; sereduce, eso sí, a un murmullo, pero semantiene mientras los tenistas juegan.Como en todos los estadios del mundo, sepide a los espectadores que se quedensentados hasta que el juego se interrumpay los tenistas vayan a su respectiva silla.

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Pero el estadio Arthur Ashe es tan grande—el mayor coliseo del tenis que existe,con capacidad para 23.000 espectadores— que los sentados en las gradasinferiores son los únicos que obedecen.En las superiores, los fans no paran demeter bulla, pues aunque en teoría estáprohibido hablar mientras se juegan lospuntos, parece que esa norma está hechapara infringirse. Tampoco tendría muchosentido querer que se cumpliera arajatabla, dado que no hay ninguna ley queprohíba a los aviones pasar por encimadel estadio. El complejo tenístico deFlushing Meadow, donde tiene lugar elUS Open, está en un pasillo aéreo delaeropuerto de La Guardia, lo que significa

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que puedes estar en mitad de un puntoimportante o preparándote para servir unnervioso segundo saque y sentir de prontoque el estadio vibra por culpa delestruendo ensordecedor de un avión quevuela bajo.

No es Wimbledon.La actividad, la frescura y el ruido

incesante ponen al US Open en unacategoría diferente de la de los otros trestorneos de Grand Slam. Es unespectáculo. Es América en estado puro,Nueva York en estado puro, y bueno, a míme encantan. El alboroto y el frenesígeneral sin duda ponen a prueba micapacidad de concentración, pero es algoque se me da bien. En general consigo

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aislarme de mi entorno en FlushingMeadow con la misma efectividad que enWimbledon. Nueva York es lo másalejado de Manacor que puedaimaginarse, pero la presencia de miequipo hace que, vaya a donde vaya, mesienta como en casa.

Lo genial de los profesionales que meacompañan en la temporada tenística esque consiguen que mi trabajo no parezcaun trabajo y me brindan amistad, cuandola alternativa, si no fueran íntimos niincondicionales ni de trato fácil, seríallevar una vida extrañamente solitaria ynómada, saltando de aeropuerto enaeropuerto, de hotel anónimo en hotelanónimo, de salones y restaurantes

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reservados en salones y restaurantesreservados que casi siempre pareceniguales, esté en el lugar del mundo en queesté.

Jordi Robert, que siempre meacompaña cuando voy a Nueva York,trabaja para Nike, mi primer patrocinadorde verdad, pero ante todo y sobre todo esun amigo. Espero que la empresa lovalore tanto como yo. Si una casa rival deNike me hiciera una oferta mejor, me lopensaría mucho antes de aceptar, a causade mi relación con Tuts. Vale su peso enoro. De acuerdo con la escueta definiciónlaboral de su puesto de trabajo, surelación conmigo no tendría que sernecesariamente tan cercana, pero ha

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acabado por ser un miembro insustituibledel equipo. Me acompaña a losentrenamientos, se sienta a la mesaconmigo antes y después de los partidos,se queda a charlar en la habitación delhotel en que me alojo, se hospedaconmigo en la casa que alquilamos enWimbledon. Tuts tiene unos diez años másque yo, pero debido a las estilosas gafasque lleva y su ropa de atrevidos coloresse diría que yo soy el mayor, puesto quevisto de un modo mucho másconvencional. Lo que más me gusta deTuts, aparte de lo que me aporta en mirelación con Nike, es que siempre sonríe,siempre está de buen humor. Es amable yleal y me tranquiliza tenerlo cerca. Me

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obliga a trabajar cuando, a veces, y lodigo muy sinceramente, preferiría hacerotra cosa, aunque lo más importante detodo es que es un tipo realmenteestupendo cuya presencia ayuda a crear elentorno de confianza y calma que necesitopara rendir a tope en la pista.

Carlos Costa, al igual que Tuts,tampoco es empleado mío. Trabaja paraIMG, la gran agencia internacional dedeportes, pero ha estado conmigo desdeque yo tenía catorce años. Carlos negocialos contratos y hace las primerasevaluaciones sobre las ofertas que mellegan para patrocinarme. Pero es tambiénun gran amigo y, cuando surge unproblema, es una persona a la que me

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dirijo con absoluta confianza. Su consejotiene un valor tremendo para mí, más aúnporque sé que las recomendacionescomerciales que nos hace no estándeterminadas en primera instancia por elimperativo de ganar dinero, sino por eldeseo de conseguir lo que sea másbeneficioso para mi juego. Es muy difícilencontrar un agente como él. Sería másdifícil si cabe encontrar a alguien quetambién hubiera jugado al tenis al másalto nivel y hubiese llegado a ser númerodiez en la clasificación mundial. Comomentor deportivo complementa muy bienla labor de Toni. Es técnicamente sagaz,conoce las cualidades de mis rivales y, asu manera, me estimula muy

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positivamente. Cuando la tensión que creaToni —una tensión por lo general valiosa— crece demasiado, Carlos sabedesinflarla. Por ejemplo, si durante elAbierto de Francia estamos en un hotel deParís y se caldean las cosas con Toni,Carlos sugerirá: «Vamos a dar un paseo,Rafa.» Y los dos saldremos a dar unpaseo por París, hablaremos de nuestrascosas, veremos la situación con ciertaperspectiva y volveremos al hotel con elánimo más relajado. Carlos pone orden yestabilidad en el equipo. Que no sea de lafamilia significa que puede tomardecisiones con la cabeza más que con elcorazón. Sería estupendo que nuestrarelación profesional prosiguiera al

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margen de mi trayectoria tenística. Si yollegara a montar una empresa, es la clasede persona que me gustaría tener a milado. A Tuts, también. Porquetrabajaríamos bien juntos y, además, noslo pasaríamos bien.

Una parte considerable del trabajo, enNueva York y en los demás sitios, estratar con los medios, por eso es para mítan importante tener de jefe de prensa a ungran profesional. Benito Pérez-Barbadilloes el miembro más cosmopolita de nuestrogrupo. Habla cuatro idiomas a laperfección, una gran ventaja en un trabajoque le exige tratar con periodistas de todoel mundo, y le toca la ingrata labor, que séque le cuesta, de enseñar los dientes por

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mí, decir que no a los periodistascontinuamente y protegerme de lasincesantes peticiones de entrevistas. Si yoaccediera a todas, no me quedaría tiempopara nada más. Benito entiende, comoCarlos Costa, que necesito tiempo no sólopara entrenar, sino también para llevaruna vida propia tranquila y ordenada, paratener la paz imprescindible que me hacefalta con vistas a crearme un espaciomental cerrado, esencial para conseguirvictorias en la pista. Cuando Benito noestá cerca, lo echo de menos. Esirreverente, ingenioso y muy bromista.Está informado de lo que ocurre enpolítica y en el mundo en general: él es elcontacto con el mundo exterior de la

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burbuja en que vive el equipo, comotambién es el contacto con los medios, ysabe darnos las noticias de lo que ocurreen el resto del planeta en la medida justa,siempre con mucho humor y abundanciade opiniones provocativas. No se toma así mismo demasiado en serio y hemosaprendido a escuchar con ciertoescepticismo gran parte de lo que dice,porque le gusta exagerar. Es quien nosalegra el día en un entorno en que es fácilperder la perspectiva y dejar que lascosas se vuelvan demasiado serias ytensas.

Francis Roig, mi segundo entrenador,es una presencia igualmentetranquilizadora, pero de una forma más

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discreta. Ex profesional, como CarlosCosta, es brillante en su lectura del juegode mis rivales y un muy experimentadoanalista de las sutilezas del tenis. Tieneuna enorme fe en mis habilidades y metransmite mucha confianza. Me haaportado mucho a mi conocimiento deljuego. Como Carlos es de trato fácil y esun placer tenerlo cerca desde quetrabajamos juntos por primera vez en unagira por Sudamérica en el 2005. Meacompaña cuando Toni no puede hacerlo,lo que equivale a un 40 por ciento de lospartidos del calendario anual.

Ángel Ruíz Cotorro ha sido mi médicodesde que tengo 14 años. Me ha asistidodurante las lesiones graves que he sufrido.

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No sólo me ha proporcionado sabiosconsejos médicos sino también latranquilidad que he necesitado paracontinuar batallando, animándome aconfiar en mis poderes de recuperación.Siempre está a mi disposición sinimportar el lugar del mundo donde meencuentre, respondiendo a cualquier tipode emergencia. Y posee un profundoconocimiento de mis necesidadesparticulares como atleta, pues ha sidodirector médico de la FederaciónEspañola de Tenis. Forma parte delequipo en muchos de los torneosimportantes, y cuando no, está conmigo enespíritu. Al igual que Joan Forcades, mientrenador físico, con quien está en

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contacto permanente para valorar micondición física, antes de impartirinstrucciones a Titín, quien siempre meacompaña.

Si Titín abandonara el equipo mesentiría desamparado. No sé cómoafectaría su ausencia a mi juego, pero séque afectaría a mi estado de ánimo.Siempre a mi lado durante los torneos, esla primera persona a la que me dirijocuando tengo un problema. Es mifisioterapeuta y es excelente en su oficio,pero valoro su papel personal más aúnque su papel profesional, porque en elmundo hay muchos fisioterapeutas, pero siél se fuera, sería casi imposible llenar elvacío de amistad que dejaría. No sólo es

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una magnífica persona, sino que ademáses incorregiblemente sincero. Si tiene quedecirte algo, te lo suelta sin rodeos.

Me costaría desarrollar mi juego sifuera uno de esos tenistas, de los que haytantos, que no paran de cambiar a losmiembros de su equipo. Yo los necesitoantes que nada a nivel personal, porque eltenis es un deporte en el que el estadoemocional es fundamental para vencer.Cuanta más paz sientes en tu interior, másprobabilidades tienes de jugar bien.Hablo mucho de la importancia deaguantar, pero hay otro concepto muyimportante en mi vocabulario y es«continuidad». Simplemente, ni siquieracontemplo la posibilidad de cambiar mi

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equipo. Siempre he tenido el mismoequipo y espero seguir teniéndolo hastaque termine mi carrera; y más allá, sifuera posible. Toni, que ha estadoconmigo desde el principio, establecióesa pauta y no quiero que se rompa.

También seguimos una pauta cuandoestamos en Nueva York para jugar el USOpen. Siempre vamos a un hotel en lamisma zona del centro de Manhattan y,después de ir y venir a Flushing Meadowdurante el día, por la noche vamos acualquiera de los cuatro o cincorestaurantes a los que se puede llegarandando desde el hotel, por lo general decomida japonesa, porque en losrestaurantes japoneses es donde tienen el

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pescado —mi pasión— de mejor calidad.El resto del tiempo lo pasamos en lahabitación del hotel, viendo películas opartidos de fútbol. También vemosmuchos vídeos de partidos míos: Toni yyo los estudiamos con atención y sacamoslecciones de los errores, aunque tambiénde mis mejores momentos de juego. Esbueno para la moral verme a mí mismodisputar un punto decisivo o soltar unaderecha ganadora, pero lo más importantees que me ayuda a visualizar los detallesde mi juego, permitiéndome grabar unaimagen mental que utilizo luego, cuandosalgo a la pista, para recuperar esa fluidasensación de control que necesito paragolpear bien la bola. Es difícil de

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explicar, pero funciona.Cuando estoy en Manhattan me

gustaría pasear más para absorber laenergía del lugar y ver sitios típicos,aunque los neoyorquinos no son de losque se contienen cuando ven a un famosoy, como ya sé por experiencia,comportarme como una persona normal ycaminar por la Quinta Avenida sin que mereconozcan es imposible. Quejarse deesto es como enfadarse cuando la lluviadetiene el juego. Es un gaje del oficio yhay que aceptarlo. Eso significa que sólome alejo del barrio donde está el hotelcuando alguno de mis patrocinadores meindica que participe en algún acto depromoción que a lo mejor organiza en un

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almacén del centro o, como en aquel granespectáculo que preparó Nike, en unmuelle del río Hudson, donde habríaatracado el Titanic si hubiera completadola travesía y llegado felizmente a puerto.En esos casos siempre acudimos todos.No sólo Tuts, sino también Titín, Carlos,Benito y todos los que estén allí. Hagamoslo que hagamos, siempre estamos juntos.

La primera semana en el US Open de2010 hizo un calor increíble, pero el díade la final amaneció fresco y lluvioso. Dehecho, llovió tanto que hubo que aplazarel partido veinticuatro horas. No le sentómal la noticia a mi contrincante, NovakDjokovic, que había disputado unasemifinal mucho más larga y difícil que yo

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y había tenido que jugar cinco sets paraderrotar a Roger Federer. En su lugar, yohabría dado gracias por aquellasinesperadas veinticuatro horas dedescanso extra.

Djokovic, fuerte y en forma, era unrival temible. Nuestro partido no tenía deantemano el aura de una batalla Federer-Nadal, al menos en lo que se refiere alpúblico, pero para mí el desafío eraabrumador. Es un jugador muy completo—según Toni más completo que yo—, sinpuntos flacos evidentes, y en superficiesduras, como las de Flushing Meadow, mehabía derrotado más veces que yo a él.Sus rasgos más destacados son suexcelente sentido del posicionamiento en

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pista y su facilidad para golpear la pelotaal inicio de su curso ascendente. Es tanbueno con el revés como con la derecha yadivina la trayectoria de la bola hasta elextremo de que juega más dentro de lapista que fuera, y sabe estrechar losángulos de sus tiros, dificultando el juegode sus rivales y facilitando el propio.

Cuando me enfrento a Federer, sigo unpatrón de juego que tarde o temprano loobligará a cometer errores. Cuando meenfrento a Djokovic, la táctica no está tanclara. Es cuestión de jugar del mejormodo posible, con la máxima intensidad yagresividad, reteniendo el control delpunto, porque en el momento en que tedescuidas, te la clava.

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Confirmé estas impresiones cuando vien televisión la semifinal que disputócontra Federer y en la que ganó Djokovicdespués de salvar dos puntos de partido.Pensé entonces, no por primera vez:«¡Qué tío más duro y cuánto talentotiene!» También pensé que iba a ser muydifícil ganarle. Cuando veo en vídeo a losmejores jugadores, a menudo tengo laimpresión de que me superan. No era muylógico que pensara así durante el USOpen, dado que por entonces yo era ya elnúmero uno del mundo y lo había sidodurante gran parte de los dos añosanteriores. Además, los había derrotadomás veces que ellos a mí. Tampoco estoyseguro de que sea así como los

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campeones deportivos juzgan a susrivales; supongo que debe de ser más bienal revés. Esta actitud mía seguramentetiene mucho que ver con Toni, que desdeniño me ha acostumbrado a creer que cadapartido va a ser una batalla casi imposiblede ganar. No me parece que este estado deánimo sea siempre el más saludable a lahora de afrontar un partido, puesto que aveces hace que mi confianza titubee y melleva a jugar con menos agresividad de laque soy capaz. Pero, en el lado de lospros, significa que trato a todos losjugadores con el debido respeto y nuncasucumbo a la complacencia. Tal vez seaeste el motivo por el que raramente pierdaante jugadores a los que, si juzgamos por

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la posición que ocupan en laclasificación, debería derrotar.

Sin embargo, y teniendo en cuenta loque me aguardaba, no me sentíaparticularmente nervioso antes de la finalde 2010 contra Djokovic. Desde luego,estaba mucho menos inquieto que lavíspera de la final de Wimbledon de2008. Las dos noches previas dormí bien,mis buenas ocho horas. Hablo de dosnoches a causa de la demora motivada porla lluvia. En ambas ocasiones me puse unapelícula en la habitación del hotel y, envez de dar vueltas e imaginar lo peor, mequedé dormido. Por un lado se debía aque no estaba obsesionado, como enWimbledon, por el recuerdo de pasados

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traumas; por el otro era que tenía másexperiencia, más madurez, y ya habíajugado muchas finales de Grand Slam.Aunque supongo que también influía elhecho de que mis expectativas no fueranmuy grandes. Desde la adolescencia habíafantaseado con ganar Wimbledon; encambio, ganar el US Open había sidosiempre un sueño demasiado lejano.

Con esto no quiero decir que fuera alencuentro con Djokovic con un espírituderrotista. Sabía que podía ganar, claroque sí, pero si lo hacía, la victoria iba aser un extra feliz e inesperado en micarrera, y no algo que tenía que conseguirbajo pena de vivir el resto de mi vida conuna sensación de fracaso.

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El US Open siempre me habíaresultado el torneo más difícil de ganar.En Wimbledon había jugado muy bienincluso cuando no había ganado, pero enel US Open nunca había jugado comomejor sabía. Ya había llegado a lassemifinales en dos ocasiones, pero enninguno de los dos casos me había sentidototalmente a gusto en la pista. Estaincomodidad tenía que ver con lasuperficie, excepcionalmente rápida, perotambién con las pelotas que utilizan en esetorneo, puesto que son más blandas quelas de otros sitios y me impiden darles elliftado y, por lo tanto, la altura que lesdoy habitualmente cuando golpeo. Es elaspecto de mi juego que más problemas

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da a mis oponentes y con el que les sacomás ventaja. Hay además otro factor: elUS Open es el último de los cuatro GrandSlams, se celebra hacia el final de la largay difícil temporada de verano y suelollegar a Nueva York algo cansado física ymentalmente.

Al torneo de 2008 había llegado máshecho polvo que de costumbre y perdí lassemifinales ante Andy Murray, no sólopor culpa de la energía que había gastadopara ganar Wimbledon. Entre una y otracompetición había tenido que viajar a laotra cara del planeta para participar enlos Juegos Olímpicos de Beijing. Fue laprimera vez que intervine en esteespectáculo deportivo, el mayor del

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mundo. Disfruté enormemente y aprendímucho, sobre todo que tengo muchasuerte.

Me hospedé en la ciudad olímpica conlos demás deportistas y de nuevo, comoen la Copa Davis, saboreé ese espíritu deequipo que tanto me gustaba cuandojugaba al fútbol de pequeño. Convivir conmis compañeros españoles, en el mismocomplejo residencial, entablar amistadcon los jugadores de baloncesto y losmiembros del equipo de atletismo(algunos de los cuales, con cierta timidez,me paraban en los pasillos o se meacercaban en la lavandería común dondelavábamos nuestra ropa, para pedirme unautógrafo) y desfilar con todos ellos, con

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el uniforme oficial, en la ceremoniainaugural de los Juegos, fueronexperiencias inolvidables. Pero laimpresión de que era un afortunado vinoacompañada por fuertes dosis deindignación.

Comprendí mejor que nunca loprivilegiados que somos los tenistasprofesionales y la injusticia que se cometecon muchos atletas olímpicos. Entrenancon una intensidad alucinante, comomínimo la misma que nosotros, y sinembargo su recompensa es mucho másexigua. Un tenista en el número 80 de laclasificación mundial, pongamos porcaso, percibe beneficios económicos,tiene privilegios sociales y recibe un

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reconocimiento mucho mayor del quepodría soñar alguien que fuese númerouno en atletismo, natación o gimnasia. Enel circuito tenístico todo está preparadopara que estemos en activo todo el año yel dinero que ganamos nos permiteahorrar para el futuro. En cambio, estaspersonas entrenan con disciplina demonjes durante cuatro años con objeto deprepararse para una competición quesobresale por encima de las demás, lasOlimpiadas, y sin embargo la inmensamayoría recibe muy poco apoyo enrelación con el esfuerzo que invierte. Esadmirable que se preparen con tanto rigory sacrifico personal por la solasatisfacción de competir y la pasión que

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sienten por su deporte concreto. Eso esalgo que no tiene precio, pero tampocodebería bastar. Con todos los ingresos quepercibe el Comité Olímpico Internacionalgracias a los Juegos —un acontecimientocuyo éxito depende de la entrega de losdeportistas—, sería de esperar que losbeneficios se repartieran de manera másequitativa. En mi caso, tengo la suerte deno necesitar que me paguen, pero un atletaque corre los cuatrocientos metros lisos ouna maratón necesita mucho apoyofinanciero, el imprescindible paraentrenar al nivel requerido para participaren los Juegos y luego competir por losmáximos galardones. Entiendo que el tenisresulta más atractivo para el público, al

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menos a lo largo del año, pero creo que esinjusto que no se hagan más esfuerzospara que estas personas que se entregancon una dedicación increíble vivan yentrenen en mejores condiciones.

Pero estas cosas las pensé cuandoacabó todo. Mi estancia en Beijing no secaracterizó por la queja y el enfado. Lomás destacado fue el compañerismo delos deportistas y la oportunidad que tuvede conocer detalles de multitud dedeportes desconocidos para mí hastaentonces y de saber lo mucho que todosteníamos en común. El solo hecho departicipar y tener acceso a un mundo quenunca creí que llegaría a conocer fue en símismo una recompensa y un estímulo. Y

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luego ganar el oro en los individualesmasculinos, tras derrotar a Djokovic enlas semifinales y al chileno FernandoGonzález en la final, y ver izarse labandera española al son del himnonacional mientras yo estaba en el podio delos ganadores, bueno, aquél fue uno de losmomentos de mi vida de los que más meenorgullezco. La gente no suele relacionarlos Juegos Olímpicos con el tenis; depequeño, yo tampoco lo hacía. Enrealidad, el tenis volvió a ser deporteolímpico en 1988, tras 64 años deausencia. Pero en la mente de los tenistas,el oro olímpico ha pasado a ser una presacodiciada. Después de un Grand Slam esya lo que más deseamos.

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El primer Grand Slam del año es elOpen de Australia, que se celebra enMelbourne. Es un torneo simpático, menosruidoso que el US Open, más sencillo queWimbledon, menos grandioso que el deParís, aunque me colocan en unahabitación de hotel tan grande que casi sepodría jugar al fútbol sala en ella. Megusta la comida de Melbourne. Al bajardel hotel hay otro restaurante japonésestupendo. También me gusta el paseo decinco minutos en coche, a través de unazona verde exuberante, hasta MelbournePark, el club en el que se celebra lacompetición. Y hace calor, sobre todoporque venimos directamente del inviernoeuropeo. Por lo general llego una semana

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antes del inicio del torneo, con objeto deadaptarme a las diez horas de diferenciahoraria con España. En mi caso, elesfuerzo por aclimatarme se complicaporque enero es un mes importante en elcalendario futbolístico español y me suelolevantar de madrugada para ver jugar alReal Madrid. Si juegan muy temprano(según la hora australiana), pongo eldespertador, veo cómo va el partido yentonces decido si quedarme despierto ovolver a dormirme. Si mi equipo gana 3-0y sólo falta media hora para que termineel partido, apago el televisor y vuelvo adormirme, pero si van 0-0, el suspense sevuelve intolerable y me quedo despiertohasta el final. Claro que si he de competir

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ese día, no me levanto demasiadotemprano, por muy importante que sea elpartido de fútbol. El trabajo es loprimero.

Cuando fui al Open de Australia en2009, me di cuenta de que tenía tantasposibilidades de ganar como enWimbledon seis meses antes. En otraspalabras, las condiciones para pelear eranbuenas. La superficie de las pistas eradura, pero menos complicada para mijuego que las de Flushing Meadow. Labola rebota más que en el US Open, esdecir, no corre tanto y admite bien miliftado. Lo que no había tenido en cuentaera una semifinal como la que tuve quedisputar con mi amigo y compatriota

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Fernando Verdasco. Al final gané, perotuve que pelear duro y quedé físicamentehecho polvo. Tenía que disputar la finalcon Federer día y medio después ydurante casi todo ese tiempo estuve porcompleto convencido de que no iba avencer. La única vez que me había sentidoigual en vísperas de una final de GrandSlam fue en la de Wimbledon de 2006,pero aquello se había debido a que, en elfondo de mi corazón, no creía tener lamenor posibilidad de ganar. Antes de lafinal de Australia de 2009 era mi cuerpoel que protestaba, el que pedía que medetuviera. La idea de abandonar no se mepasó por la cabeza —nadie hace eso enuna final de Grand Slam a menos que esté

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al borde del infarto—, pero el resultadoque preveía, y para el que me estabapreparando mentalmente, era una derrotapor 6-1, 6-2, 6-2.

La semifinal que jugué con Verdascofue el partido más largo de la historia delOpen de Australia. Luchamos por cadapunto con uñas y dientes. Verdasco jugóde manera espectacular y alcanzó un altoporcentaje de golpes ganadores. Yo melas apañé para resistir, jugando a ladefensiva pero cometiendo pocos erroresy, tras cinco horas y catorce minutos, ganépor 6-7, 6-4, 7-6, 6-7, 6-4. Hacía tantocalor en la pista que los dos corríamos enlos descansos a ponernos bolsas de hieloen el cuello y los hombros. En el último

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juego, inmediatamente antes del últimopunto, se me llenaron los ojos delágrimas. No lloraba porque me sintieraderrotado, ni triunfador, sino comoreacción a la extenuante tensión delpartido. Había perdido el cuarto set en untiebreak y eso, en un juego tan tenso y entales condiciones, habría sido catastróficosi no hubiera recurrido a las últimasreservas de energía mental que habíaacumulado durante quince años decompeticiones continuas. Me las arreglépara olvidar aquel puñetazo y abordar elquinto convencido de que iba a ganar.

Finalmente, la ocasión llegó cuandoganaba 5-4 y 0-40, y le tocaba sacar aVerdasco. Allí habría podido acabar todo

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porque tenía por delante tres puntos departido, pero no había que confiarse.Perdí los dos primeros puntos. Aquellofue demasiado para mí y me vine abajo; lacoraza se me desprendió y el guerreroRafa Nadal, a quien los fans creenconocer, dejó al descubierto al Rafaelvulnerable y humano. El único que no lovio fue Verdasco. O no se dio cuenta oestaba en peores condiciones que yo,porque los nervios también lotraicionaron y, en un momento de suerteincreíble para mí, cometió doble falta yme entregó la victoria sin que yo hubieratocado la bola. Los dos caímos deespaldas al suelo, preparados para morirde cansancio muscular y nervioso. Yo fui

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el primero en levantarme, me dirigí a lared como pude, abracé a Fernando y ledije que había sido un partido que ningunode los dos había merecido perder. Toni,que se había dado perfecta cuenta de queen el último juego estaba hecho un trapo,me señaló más tarde que, si Verdasco nohubiera cometido la doble falta, lasemifinal habría sido suya. Sospecho quetenía razón.

El partido terminó a la una de lamadrugada y no me fui a dormir hastapasadas las cinco. Primero tuve que dar laobligada rueda de prensa que sigue a lospartidos, luego concedí entrevistas avarios periodistas por separado. Laspiernas apenas me sostenían y sólo Dios

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sabe lo que dije. Cuando por fin regreséal hotel, me aguardaba la cena. El sueñotuvo que esperar. Comí para cargar laspilas y, a continuación, me abandoné enmanos de Titín, cuya misión era resucitarmi vapuleada musculatura y prepararmepara el partido contra Federer. Tuts mevio en el vestuario después del partidocon Verdasco, más muerto que vivo, y loprimero que pensó fue: «¡Madre mía!Titín va a tener que emplearse a fondo.»Tenía razón.

Por suerte, Titín estaba tan tranquilocomo siempre. Hizo lo que hace siempreen circunstancias difíciles: pedir ayuda aJoan Forcades, mi preparador físico, alque localizó en Mallorca llamándolo por

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el Skype del ordenador portátil. Forcadesy Titín son amigos y aliados, su misióncomún es atender a mis necesidadesfísicas, impedir lesiones, maximizar miforma y contribuir a recuperarme a tiempopara el siguiente partido cuando estoypara el arrastre. En aquel momento estabamás cansado que en ningún otro momentode mi vida. El problema al que seenfrentaban —al que nos enfrentábamoslos tres— sólo podía remediarse, en miopinión, con un milagro. Pero Joan no sedesanimó.

Joan me conoce desde que yo teníanueve o diez años y tiene más fe en mí queyo mismo. Es fantástico en su trabajo y unmiembro importantísimo de mi equipo,

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aunque opera más en la sombra que losdemás. Antes viajaba conmigo, pero ahoralo hace muy raramente y prefiere quedarseen Mallorca, lejos de la fama y de losmedios. Es una persona especial, con untrabajo fijo que le gusta —es profesor deeducación física en un instituto dePollença— y no trabaja conmigo pordinero, sino porque le gusta y se preocupapor mí como si fuéramos familia.

Oí por encima la conversación quesostuvo con Titín. Convinieron en que senecesitaba mucho hielo y mucho masajepara estimular el riego sanguíneo. Joaninsistió en que necesitaba ingerir muchasproteínas y suplementos de vitaminas,pero adujo que lo más importante era que

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el cuerpo volviera a moverse. Recomendóque al día siguiente hiciera ejercicios deestiramiento para reactivar los músculos,que hiciese también bicicleta y luego unasesión de entrenamiento en la pista. Joanse mostró optimista y le recordó a Titínque en el entrenamiento navideño depretemporada nos habíamos preparadoprecisamente para aquello: habíamosentrenado tres o cuatro horas por lamañana y hora y media por la tarde. «Lomás importante», dijo Joan, «es que elcuerpo vuelva a entrar en acción».

Oí aquello y me pareció lógico, peroeran las tres de la madrugada, hora deAustralia, y en esos momentos sólo estabapara someterme pasivamente, tendido e

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inmóvil en un sofá, a las destrezasterapéuticas de Titín. Lo primero que hizodespués de hablar con Joan fue llenar labañera de hielo y sentarme encima parareactivar el riego sanguíneo en los muslosdoloridos. Luego masajes, primero conuna bolsa de hielo, después con unapastilla de jabón. Por lo general, envísperas de una final me entreno por lamañana. Aquella vez dormí la mañanaentera, desperté a primera hora de la tardey advertí horrorizado que me sentía másagarrotado que la noche anterior. Sinembargo, pedaleé en la bicicleta, sinprisas, dijo Titín, sólo para estimular lacirculación; y más tarde fuimos a la pista,donde Carlos Costa se puso al otro lado

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de la red. Duré apenas 20 minutos. FueCarlos quien se dio cuenta de que nopodía proseguir.

«No me gusta esto —dijo—. Nopuedes moverte. Tenemos que parar.»

Mareado, totalmente agotado, con laspiernas de plomo, abandoné la pistacojeando, volví al hotel y me metí en labañera con hielo. Titín seguía trabajandoa marchas forzadas con el fin deprepararme para la final del día siguiente,pero en aquel momento, desanimado pormi desmoronamiento en la pista, me dio laimpresión de que no había fuerza en latierra ni en el cielo capaz de conseguir

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esa tarea.Aquella noche me fui a dormir con el

humor más sombrío del mundo y a lamañana siguiente desperté sintiéndomeapenas un poco menos entumecido.Cuando salí a la pista de prácticas para laúltima sesión de entrenamiento, a lascinco de la tarde, dos horas y media antesdel comienzo previsto del partido, no mesentía mejor. Volvía a estar mareado;volvía a notar los músculos de las piernaspesados y duros, tanto que sufrí unoscalambres en la pantorrilla. Toni estabaallí y, después de luchar media hora paraconseguir algo de ritmo, le dije que nopodía seguir. Yo debía de tener unaspecto espantoso, porque dijo: «Esté

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bien. Déjalo. Volvamos al vestuario.» Fueentonces cuando Toni se puso a la alturade las circunstancias.

La fuerza de mi tío ha procedidosiempre de sus palabras, de lo que dicepara motivarme. Me cuenta que elentrenamiento más útil que hicimoscuando yo era pequeño no tenía lugar enla pista, sino cuando íbamos y veníamosde Palma en coche, antes y después de lospartidos, planeando lo que había quehacer, analizando lo que habíamos hechomal. Recuerdo que me ponía ejemplostomados del fútbol, de los encuentros quejugaba el Real Madrid, para captar miatención y hacerme entender lo que queríadecir. Y la cuestión es que Toni tiene

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razón. Sus palabras me enseñaban apensar por mí mismo en la pista, meenseñaron a ser un luchador. Le gusta citara un escritor español que afirmó quequienes empiezan las guerras son siemprelos poetas. Bueno, lo que me dijoentonces era poesía a su manera; elmomento era tan desesperado que, aunqueaún no habíamos comenzado el combate,en mi cabeza yo ya había perdido.

«Mira —dijo—, ahora son lascinco y media y cuando salgas a lapista, a las siete y media, te aseguroque no te sentirás mejor. Es posibleincluso que te sientas peor. De modoque depende de ti sobreponerte al

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dolor y al cansancio y armarte delvalor que necesitas para ganar.»

«Toni —contesté—, lo siento perono puedo. Es sólo eso, que no puedo.»

«No digas que no puedes —replicó—, porque cualquiera que cave conprofundidad suficiente siempre acabapor encontrar la motivación quenecesita para hacer lo que sea. En laguerra se hacen cosas que parecenimposibles. Imagínate que en el estadiohay un tipo sentado detrás de ti,apuntándote con una pistola ydiciéndote que, si no corres sin parar,apretará el gatillo. Me juego lo que seaa que echas a correr. ¡Así que muévete!Encontrar la motivación para ganar es

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decisión tuya. Es tu gran oportunidad.Por muy mal que te sientas ahora, esprobable que nunca vuelvas a tener unaoportunidad de ganar el Open deAustralia como la que tienes hoy. Aunen el caso de que no tengas más que eluno por ciento de probabilidades deganar este partido, aprovéchalo,exprime hasta la última gota ese unopor ciento. —Toni me vio vacilar, vioque le escuchaba y siguió presionando—. Recuerda esa frase de BarackObama, "Yes, we can!" Pues cada vezque cambies de lado repítelo, porque¿sabes qué? La verdad es que sípuedes. Lo que no puedes es permitirteun fracaso porque te falle la voluntad.

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Si pierdes, que sea porque tu rivaljuega mejor, pero no porque no sepasrendir al máximo. Sería un crimen.Aunque no harás eso, lo sé. Siemprehas dado lo mejor de ti y hoy no va aser una excepción. ¡Puedes, Rafael!¡Puedes de verdad!»

Yo escuchaba con atención. Era eldiscurso más estimulante que habíapronunciado en su vida; otra cuestión erasi mi cuerpo iba a hacerle caso. Entoncesvolvió a intervenir Joan Forcades. Titínestaba en comunicación constante con él através de Skype. Joan, que tiene lacostumbre de salpicar su charla con unacomplicada terminología científica,

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subrayó la necesidad de jugar el partidode manera «ergonómica», con lo cualquería decir que yo tenía que adaptar mijuego a las realidades de mi condiciónfísica. Esto significaba tener más cuidadode lo habitual de no gastar toda la energíaal principio, ahorrar las reservas deenergía para los puntos más críticos, nopelear por cada punto como si fuera elúltimo. Y también procurar acortar lospuntos, lo cual significaba a su vez corrermás riesgos.

Pertrechado con este plan, me di laducha fría de costumbre, que me sentómuy bien, y en el vestuario realicé, concreciente convicción, mi serie de ritualesprevios al partido. Cuando salí a la pista

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ya no cojeaba. El dolor seguía allí ydurante el calentamiento con Federer menoté un poco lento. Lógico y natural,porque el pie izquierdo —el dichosoescafoides tarsiano— empezaba amolestarme de nuevo. Pero yo ya habíapasado por aquello y esperaba que laadrenalina y mi capacidad deconcentración vencieran el dolor una vezmás. Seguía preguntándome si mi cuerpoiba a aguantar, pero la buena noticia eraque, en términos generales, me sentía máságil que dos horas antes, y mucho más queal despertar el día anterior tras haberdormido toda la mañana. Lo másimportante de todo era que habíadesaparecido el derrotismo que me había

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afligido antes. Había recuperado lavoluntad de ganar y la convicción de quepodía hacerlo. Las palabras de Toni, eltrabajo de Titín y los consejos de Joanhabían tenido un efecto mágico.

En cuanto el partido adquirió ritmo,los dolores empezaron a desaparecer.Tanto que gané el primer juego,rompiendo el servicio a Federer. Luegome rompió él el mío, pero conforme sedesarrollaban los juegos me di cuenta, congran alivio, de que no jadeaba ni mequedaba sin aliento; y aunque aún sentíapesadas las pantorrillas, no percibísíntomas de calambres, como habíatemido. De hecho, no sufrí ninguno, apesar de que el partido duró cinco sets.

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En último extremo, como dice Titín, eldolor está en la mente. Si controlas lamente, controlas el cuerpo. Perdí el cuartoset, como me había pasado con FernandoVerdasco, después de ir ganando por dossets a uno; pero me recuperé, mideeterminación se fortaleció y mi ánimocreció a causa de la sorpresa y el placerque sentía por haber llegado tan lejos sinvenirme abajo. Ganando 2-0 en el quintoset, me volví hacia donde estabansentados Toni, Carlos, Tuts y Titín y dijeen mallorquín, con fuerza suficiente paraque me oyeran: «Voy a ganar.» Y gané.Toni había tenido razón. Sí, podía. Gané7-5, 3-6, 7-6, 3-6, 6-2 y me proclamécampeón del Open de Australia. Yo fui el

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primer sorprendido. Había vuelto a lavida y allí estaba, con mi tercer GrandSlam en el bolsillo, el sexto que ganabaen total. Ya sólo me faltaba conquistar elUS Open.

Al acabar el encuentro, Roger Federerestaba mentalmente tan destrozado comolo había estado yo físicamente antes dejugarlo. Lo sentí por él. Había jugado malel último set y, al derrotarlo, me habíaconsolidado como número uno del mundo,que acababa de conquistar. Sin embargo,quienes se pusieron a descalificarlodespués de aquella derrota, y fueron unoscuantos, se equivocaron de medio amedio. Aún tenía mucha guerra queofrecer. Para él había sido la gran

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oportunidad de igualar el récord decatorce Grand Slams de Pete Sampras yno lo había conseguido, al menos por elmomento. En mi opinión, seguía siendo elmejor jugador de todos los tiempos, comorecordé a los periodistas cuando me tocóel turno de ser entrevistado; y lo demostróal mundo durante los dos años siguientes,añadiendo más grandes trofeos a suvitrina particular y superando la marca deSampras.

En cuanto a mí, aprendí una granlección con aquella victoria. Una lecciónque Toni me había estado taladrandodesde hacía años, pero que hasta entoncesno había comprendido cuánto era cierta.Aprendí que hay que perseverar siempre,

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que por muy remotas que parezcan lasprobabilidades de ganar, hay que pujarhasta el límite de las propias fuerzas yprobar suerte. Aquel día en Melbourne medi cuenta, con más claridad que nunca, deque la clave de este deporte se encuentraen la mente; y si se tiene la mentedespejada y fuerte, se puede vencer casicualquier obstáculo, incluido el dolor. Lamente pude vencer a la materia.

Año y medio después, antes de la finaldel US Open de 2010, parecía que quieniba a tener que superar el dolor era mirival, Novak Djokovic, no yo. Estaba enla situación en que me había encontradoyo durante la final del Open de Australia.Yo era el que estaba relativamente

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descansado, había llegado a la final sinperder un solo set, mientras que él llegabadirectamente de la semifinal de cinco setscontra Federer, en la que había salvadodos puntos de partido antes de cantarvictoria. Pero tuvo más suerte de la quehabía tenido yo en Melbourne. El retrasode un día a causa de la lluvia que cayósobre Nueva York fue una bendición paraél y cuando salimos a la pista, el lunes 13de septiembre, ya estábamos igualadosfísicamente.

En mi equipo no reinaba un ambientetan tenso como antes de la final deWimbledon de 2008. Mis padres estabanallí y esta vez también mi hermanaMaribel y Mery, mi novia, y entre los

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entrenamientos y la competición enFlushing Meadow nos atrevimos,desafiando a las masas, a ir de comprasun par de veces por la Quinta Avenida y anuestros restaurantes favoritos, e inclusovimos un espectáculo en Broadway.(Habríamos podido quedarnos en un hotelde Flushing Meadow, evitando así eltráfico con el que nos enfrentábamos parair al centro tenístico, pero competir en elUS Open y no estar en Manhattan eraperderse demasiada diversión.) Una vezmás, y a diferencia de lo ocurrido enWimbledon, dormí bien antes de la finalcon Djokovic, como durante las dossemanas del torneo, y pude hablar sinrodeos sobre el partido. Allí no pesaba

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ningún tabú como en Wimbledon. No meatormentaba ningún recuerdo dedesplomarme llorando en la ducha. Noobstante, hubo algo de lo que nohablamos. No tuve que prohibir ningúntema, pero todos se daban cuenta porinstinto de que lo único que nomencionábamos era lo que todospensábamos, yo incluido: que si derrotabaa Djokovic sería el séptimo jugador de lahistoria en ganar los cuatro principalestítulos tenísticos y, a mis 24 años, el másjoven desde que había comenzado «la erade los Abiertos», allá en 1968, el primeraño en que se permitió a los profesionalescompetir en torneos de Grand Slam. En eltiempo transcurrido desde entonces, sólo

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Rod Laver, André Agassi y Roger Federerhabían ganado los cuatro. Ganar el USOpen, para mí el más difícil de losgrandes torneos, sería de por sí unahazaña suficientemente notable, peroconquistarlo después de ganar enWimbledon, París y Australia sería —todos lo teníamos meridianamente claro—la culminación de mi trayectoriaprofesional.

Sin embargo, nadie sacaba el tema arelucir delante de mí, y los demás, segúnme contaron ellos mismos, tampoco locomentaron entre ellos. Estábamos tanunidos y los miembros de mi familia y demi equipo formaban hasta tal punto partede mí que cada uno por su lado había

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llegado a la conclusión de que debíaguardarse sus opiniones al respecto. Encierto modo pensaban que, aireando eltema, ponían en peligro toda la aventura.Nunca sabremos si aquel tácito pacto desilencio estuvo justificado o no, nisiquiera si fue necesario, pero todos losque me rodean sabían que antes de unpartido de aquella magnitud mi equilibriomental era muy frágil y tenso, y quedebían tratarme con delicadeza y cuidadoextremos. Ése es el motivo por el queToni, Titín, Carlos, Benito, Joan, Ángel,Francis y Tuts han de ser amigos al mismotiempo que profesionales, el motivo por elque necesito a mi alrededor un equiposensible a mi forma de ser y diligente en

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la atención de mis necesidades, y elmotivo por el que quiero tener cerca a mifamilia. Es asimismo la razón de quetenga que realizar siempre en el mismoorden los ritos del vestuario, la razón porla que tomo un sorbo de cada una de lasdos botellas de agua en los descansosentre juego y juego. Es como una granestructura de palillos: si cada palillo noestá simétricamente colocado en su sitio,todo puede derrumbarse.

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ASESINATO EN ELORIENT EXPRESS

Los baños de hielo, el masaje de laspiernas entumecidas, los suplementosvitamínicos y el pedaleo en la bicicletaestática desempeñaron su papel en larealización del milagro de Melbourne.Pero Joan Forcades, en vez de atribuirseel mérito por los consejos que dio en elmomento de crisis, enfoca la dimensiónfísica de la recuperación y el triunfo de

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Rafa Nadal en el Open de Australia comoun elemento más dentro de un cuadro máscomplejo.

«Hay que pensar en Asesinato en elOrient Express para entender elsecreto del éxito de Rafael —alega elpreparador físico del tenista».

Forcades no es ni pretencioso nideliberadamente enigmático. Sureferencia a la célebre novela de AgathaChristie es, en realidad, una ocurrenciainsólitamente iluminadora para un hombreque espolvorea su conversación contérminos como «holístico», «cognitivo»,«marcador somático», «asimétrico» y

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«emotivo-volitivo» con absolutanaturalidad. Su cerebro no cesa de buscarconexiones entre el mundo de los deportesde élite y las tragedias de Shakespeare, lafilosofía alemana, la física de los sistemascomplejos, el pensamiento de Tomás deAquino o las últimas tendencias de lasinvestigaciones neurobiológicas.

«Lo fundamental de Asesinato en elOrient Express —explica Forcades—es que se asesina a un hombre, peroHércules Poirot, el detective, averiguaque doce personas han intervenido enel crimen: todas son sospechosas dehaberlo matado, y ése es el enfoquebásico para llegar al fondo de la

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victoria de Rafael en Australia y detodas las victorias que han marcado sutrayectoria. Si nos fijamos únicamenteen un aspecto, por ejemplo, en cómo serecuperó físicamente, pasamos por altola imagen general, que es mucho másamplia.»

Forcades pasa muchas horas conNadal cuando el tenista está en Mallorca,pero por lo demás permanece alejado delbullicio y espectacularidad de latemporada tenística internacional. Sudistanciamiento y su actitud analítica lodistinguen como el miembro mejor situadodel círculo íntimo de Nadal paradesempeñar el papel de Hércules Poirot y

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descubrir el secreto del joven al que hapreparado durante más de una década. Alexaminar los indicios con cuidado y juntarlas piezas del rompecabezas se guía porun pensamiento central: el fenómenoNadal es mayor que la suma de sus partes.Es aquí donde, según Forcades, radica lafascinación que produce, no en losdetalles del régimen de entrenamientosdel tenista. Le aburre, hasta el punto deirritarle, tener que explicar por qué Nadalno levanta pesas, por qué no corre largasdistancias, sino sólo sprints muy cortos, opor qué hace tales o cuales ejerciciospara fortalecer los tobillos y los tendones,o por qué utiliza aparatos concretos,plataformas vibratorias o cuerdas

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elásticas para fortalecer los músculos ypoder jugar durante cinco horas a todavelocidad o maximizar la aceleración desu brazo izquierdo. Lo más importantepara Forcades es la intensidad frenéticaque aplica Nadal cuando trabaja en elgimnasio, tanto los días buenos como losmalos, y cómo mantiene esa intensidad sinperder de vista su objetivo,transformándola en triunfo cuando sale ala pista. Y lo más interesante de todo essaber de dónde sale todo eso. Sí, es ungran tenista porque tiene unos óptimosgenes tenísticos, pero eso solo no explicapor qué es un ganador en serie de GrandSlams. Hay muchas personas que nacencon talento para jugar a tenis al más alto

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nivel y algunos rivales a los que derrotasistemáticamente tienen, en teoría, másdisposición natural.

«La cuestión de quién sabe explotarsu talento y quién no es como hacerpalomitas de maíz —comenta Forcades—. Unos granos estallan y otros, no.¿Por qué el grano de Rafa ha estalladode manera tan espectacular?»

El primer lugar donde hay que buscarla respuesta no es en las piernas ni en losbrazos, sino en la cabeza, «la parte másfrágil del cuerpo», según Forcades, y lamás decisiva en determinar la victoria ola derrota en los deportes de élite, sobre

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todo en un deporte individual como eltenis.

«El tenis consiste en apagarincendios, un incendio tras otro,durante un período prolongado detiempo. Ningún punto es igual a otro yhay que tomar decisiones sin parar enuna fracción de segundo. El jugadorque, cuando comete un error, sabelibrarse del recuerdo de ese error, oque cuando conecta un golpeimpresionante y se adelanta en el set escapaz de controlar el optimismo, y deseguir jugando con serenidad, juzgandocada golpe independientemente en elmomento en que se produce, a toda

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velocidad y bajo la brutal presión queimpone el tiempo, ese jugadordestacará entre los demás y serácampeón, no una vez ni dos, sinosiempre. En este frenético proceso detomar decisiones, mantener la cabezafría es vital y eso depende delbienestar emocional. Si controlas lasemociones, procesas la informacióncorrectamente y tomas las decisionesque te permiten ganar los puntos. Éstaes la cualidad más destacada que poseeRafael. Su estado de alerta, mantenidodurante varias horas seguidas, es casisobrehumano. Es la clave de todo.»

Si Nadal ha triunfado ha sido porque

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su cabeza, su cuerpo y sus emociones,interconectados de forma indivisible, hantrabajado al unísono o, como diceForcades, «en perfecta sinergia». Lacausa de ello ha sido la influencia,indefectiblemente favorable, de unainfancia feliz, una adolescencia ordenaday la sólida relación que mantiene con cadamiembro de su familia y equipo. Éste es elfactor que Forcades llama«socioafectivo» y que, traducido allenguaje cotidiano, significa que, adiferencia de lo que suele ocurrir entrelos deportistas de élite, Nadal ha vividotoda su vida protegido en un medionotablemente estable y libre de conflictos.

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«Un medio en el que sus padres ysu tío Toni supieron inculcarle desdemuy pequeño el principio de que, sinmodestia y sin tesón, nunca destacaría.La modestia es el reconocimiento delas propias limitaciones, y es de esteentendimiento, y sólo de él, que surgeel deseo de trabajar duro parasuperarlas. Por eso Rafael, que es unejemplo para los niños de todos lospaíses, trabaja en el gimnasio con másentrega y pasión que ningún tenista queyo haya conocido, y por eso, pese atodos los éxitos que ha alcanzado, seesfuerza con la máxima seriedad encada sesión de entrenamiento paramejorar su juego.»

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La «continuidad» que Nadal valoratanto en su vida es algo desconocido entrelos deportistas de élite, aduce Forcades.Su entrenador, veinte años con él; supreparador físico y su agente, diez; sufisioterapeuta y su jefe de prensa, cinco; ysu familia unida detrás de él, casi unaparte de él, sin peleas ni envidias desde eldía que nació.

«Un éxito como el de Rafael, unéxito que sabes que te va a hacer pasara la historia, ese éxito es dificilísimode manejar. Alimenta el ego y puedevolverte loco. Ahí es donde se necesitala estabilidad de una familia que teponga los pies en la tierra. En eso es en

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lo que Rafael ha sido particularmenteafortunado, por tener un tío cercano aél que ha saboreado el éxito, el dineroy la fama en el mundo futbolístico. Lagente suele preguntarse si loscampeones nacen o se hacen. Elejemplo de Miguel Ángel le enseñó aedad muy temprana que no puedeestablecerse la diferencia, que las doscosas son ciertas. Porque si naces conciertas dotes, pero no entrenas y nopones pasión en lo que haces, nollegarás a ningún sitio. Algo grande quetiene Rafael es que lleva en la sangre eldeseo de aprender y mejorar. Sabe quenadie es un dios y él, menos aún, perosu espíritu de sacrificio, que he visto

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año tras año, por muy alto que hayallegado escalando el Olimpo, essobrehumano.»

El tío Miguel Ángel, el tío Toni, unpadre y una madre con sentido común, elapoyo de la familia extensa, la noviaestable, el equipo profesional invariable yunido por la amistad, y también, comoseñala Forcades, el carácter tímido ydiscreto de los mallorquines, todo esto,sumado al talento, inteligencia y empujeinnatos del propio Nadal, ha dado comoresultado algo que es mucho mayor que layuxtaposición de los elementos visibles.

«La compleja red de seguridad

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emocional que tiene Rafa a sualrededor ha liberado su mente y sucuerpo y le ha permitido conseguir lomejor de sí mismo. Sin esa red, laefectividad de mi preparación físicasería infinitamente más pequeña de loque es. Sería inimaginable que hubierallegado a ser el tenista fuerte y enforma que es, con la agudeza mentalnecesaria para tomar las decisionesinstantáneas que determinan elresultado, bajo circunstancias detremenda expectación y muchosnervios, en la final de un torneo deGrand Slam. Porque la cuestión es queno se puede separar a la persona deldeportista, y la persona es lo primero.

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Rafa ha tenido éxito porque es unabuena persona y está respaldado poruna buena familia.»

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CAPÍTULO 8

EL PARAÍSO PERDIDO

La música cesó, señal inequívoca de queestaba a punto de empezar el partido en elestadio Arthur Ashe. Mis tímpanos habíansido muy castigados durante elcalentamiento —allí no se oía el eco detus propios pelotazos—, pero ahora yahabíamos comenzado. Había empezado lafinal del US Open de 2010 y servíaDjokovic. Brillaba el sol de la tarde,

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después de la lluvia del día anterior.El primer punto, en el que

intercambiamos veintiún golpes, fuegenial para el público, pero no tanto paramí, ya que lo ganó el otro, aunque siempreprocuro ver las cosas desde su vertientepositiva y allí había habido muchas cosasbuenas. Durante el peloteo había ensayadoprácticamente todo mi repertorio degolpes, empezando por un resto de revés,bajo, profundo y cortado, a su primerservicio; luego le había enviado unascuantas derechas sólidas y un revéspotente con mucha torsión de muñeca.Había pegado bien en todas las ocasionesy había controlado el punto, obligando aDjokovic a jugar a la defensiva, hasta que

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se me ocurrió probar una dejada. No unadejada titubeante o cobarde, sinocalculada, de ataque. Pero mi rival fuedemasiado rápido (Djokovic es muyrápido, estuvo bien que me lo recordaseya en los primeros minutos); el caso esque me devolvió un globo y yo apenaspude responderle de revés, momento queaprovechó para clavarme un golpeganador que botó en mitad de mi lado.

Perdía 15-0, pero no había ningúnmotivo para sentirme desanimado. Volvíaa tener buenas sensaciones, veía y oíaperfectamente la pelota. «Oír» la pelotaes una expresión que le gusta a JoanForcades y quiere decir que, cuando ledas el golpe, pulsas la nota justa: en otras

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palabras, que el contacto entre la raquetay la bola es fluido, que tu cabeza y tucuerpo están en sintonía.

No pensaba dejarme engañar por lasapariencias. Djokovic se jugó el todo porel todo en el siguiente punto y me soltóuna derecha larga; luego también él probóuna dejada, una tibia caricia que mepermitió meterle un trallazo cruzado derevés al que no llegó y después otro revéslargo y muy fuerte, y a continuación ungolpe ganador. Le había roto el servicioen el primer juego. Mejor comienzo,imposible. Ganando 1-0, me tocaba sacara mí: otro motivo para alegrarse, puespocas veces saqué tan bien como en aquelUS Open. Hasta el momento no había

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perdido en el torneo ni un solo set y en 91juegos sólo había perdido el servicio dosveces. No había ocurrido por casualidad.

Ya al principio del torneo habíadecidido hacer un pequeño cambio en lasujeción de la raqueta para golpear labola más de lleno, sacrificando elservicio cortado por más potencia. Eraarriesgado, pero funcionó. El saque nuncahabía sido mi fuerte. No es un golpe quepropine con igual convicción que con laspelotas en juego. No tengo losmovimientos tan mecanizados, porejemplo, como los de Federer, y a veces,sobre todo cuando la cosa se pone muytensa, puedo perder el ritmo. No lanzo labola tan alta como debiera y me pongo

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rígido. Podría tratarse de un caso de crucede cables por ser zurdo para jugar al tenisy diestro en casi todas las demás cosas.Quizás en la coordinación entre cerebro ycuerpo haya algo que no siempre funcionatan bien como debiera.

Pero en aquel US Open saqué demaravilla. Conecté muchos primerosservicios buenos y conseguí muchos más«puntos gratis» de lo habitual. Hacíamucho tiempo que envidiaba a otrosjugadores la economía del buen saque,pero aquello se acabó en aquel torneo. Elresultado fue que para llegar a la finalrecorrí menos terreno de lo habitual,ahorré energía y pude llegar al partidocontra Djokovic en unas condiciones

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físicas que ya hubiera querido tener en lafinal del Open de Australia del añoanterior.

Nunca había abordado la campaña delUS Open sintiéndome tan descansado.Tenía el cuerpo y la mente relajados ycuando llegué a Nueva York aquel lunes,una semana antes de que empezara eltorneo, jugué un partido de golf, y al díasiguiente, otro. Toni llegó de Mallorca elmiércoles y volví a los entrenamientos demáxima intensidad.

La mejora que había aplicado al saquedio sus frutos en el segundo juego de lafinal. Aproveché la primera oportunidadque Djokovic inesperadamente me habíadado y me coloqué 2-0 arriba. Pero

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entonces contraatacó, ganó su servicio, merompió el mío tras jugar unos golpes demiedo y puso el marcador 2-2.Sorprendentemente para tratarse de unpartido de aquella importancia en unasuperficie que favorece al que sirve, volvía romperle el saque: tres breaks en cincojuegos. Gané el quinto con un golpe enprofundidad hacia su derecha después deun intercambio tremendamente largo, conun deuce tras otro. Se restauró el orden,cada servidor ganó su juego y me llevé elset por 6-4.

Mis datos decían que, después deganar el primer set, sólo había perdido unpartido de Grand Slam entre 107. Pero noera prudente confiar en las estadísticas.

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Siempre había una primera ocasión paratodo, que en este caso podía ser lasegunda. Djokovic no era sólo un jugadorde grandísimas dotes, capaz de poner enpráctica el tenis más alucinante delmomento, sino que además me habíaderrotado de forma categórica las tresúltimas veces que nos habíamosenfrentado en superficies duras. Dabagracias por tener una oportunidad deequilibrar la balanza; recordando ciertastragedias del pasado no muy lejanas,también daba gracias por estar allí.Imaginar que estaría en aquella final, enbusca del cuarteto de Grand Slams, habríasido puro delirio doce meses antes, amediados de 2009, año que había

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empezado de cine, con la victoria en elOpen de Australia, y que luego había idode mal en peor.

En el primer tramo del largo viaje devuelta de Australia, mientas volábamos deMelbourne a Dubai, mi padre me contóque había problemas en casa. Por suerte,tuvo el detalle de no decírmelo un par dedías antes, en vísperas de la final, porqueno habría reunido fuerzas suficientes pararecuperarme de la semifinal conVerdasco, pero era un flaco consuelo. Lanoticia me cayó como una bomba. No lehablé durante el resto del viaje.

Mis padres eran los pilares de mi viday, de pronto, se venían abajo. Lacontinuidad que tanto valoraba en mi vida

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se había partido por la mitad y el ordenemocional del que dependía habíarecibido un golpe de los que tienenconsecuencias. Otra familia con hijosadultos (yo tenía ya veintidós años y mihermana, dieciocho) habría podidotomarse la separación conyugal con máscalma, pero eso no era posible en unafamilia tan estrechamente unida como lanuestra, en la que no había habido ningúnconflicto visible, en la que siempre habíavisto armonía y buen ánimo. Asimilar quemis padres habían tenido problemas deeste tipo, después de casi treinta años dematrimonio, me partía el corazón. Mifamilia había sido siempre el núcleosagrado e intocable de mi vida, el eje de

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mi estabilidad y el álbum vivo de mismaravillosos recuerdos infantiles. Depronto, y sin avisar siquiera, el cuadro dela familia feliz se había resquebrajado.Sufrí por mi padre, por mi madre y por mihermana, que debían de estar pasándolomuy mal. Pero todo el mundo resultóafectado: mis tíos, mi tía, mis abuelos,mis primos, mis primas. Todo nuestromundo se había desequilibrado y elcontacto entre nosotros se volvió, por vezprimera, extraño y antinatural; al principionadie supo cómo reaccionar. Volver acasa siempre había sido una alegría; ahorase volvió una experiencia difícil y rara.

Durante todos aquellos años de viajescontinuos y de una agenda cada vez más

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apretada conforme aumentaba mipopularidad, Manacor y el vecino centroturístico de Porto Cristo habían sido unaburbuja de paz y equilibrio, un mundoprivado en el que podía aislarme deltorbellino de la fama y estar a solasconmigo mismo. La pesca, el golf, lasamistades, la consabida rutina de lascomidas y las cenas en familia, todoaquello había cambiado. Mi padre sehabía ido de nuestra casa de Porto Cristoy ahora, cuando nos sentábamos a comer oa ver la tele, ya no estaba allí. Dondeantes había habido risas y bromas, ahorareinaba un pesado silencio. El paraíso deantaño era ya un paraíso perdido.

Por extraño que parezca, la nueva

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situación no afectó a mi juego de manerainmediata. Estaba en una racha ganadora yel empuje positivo siguió impulsándomedurante un par de meses. Gané enMontecarlo, en Barcelona y en Roma y,para más sorpresa, gané en la superficiedura de Indian Wells. No sentía ningúnjúbilo en el momento de la victoria, peromi cuerpo, sin saber cómo, seguíarespondiendo con los movimientosadecuados. Estaba de mal talante. Mesentía deprimido, me faltaba entusiasmo.Por fuera seguí siendo un autómata dejugar al tenis, pero el hombre interiorhabía perdido todo amor por la vida.

Los miembros de mi equipo nosupieron cómo reaccionar ante la tristeza

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que se abatió sobre mí. Para Carlos, Titín,Joan y Francis Roig, que estuvo conmigoen Indian Wells en lugar de Toni, meconvertí en otra persona, distante y fría,taciturna y de respuestas breves. Estabanpreocupados por mí y por el impacto quela separación de mis padres podía teneren mi juego. Sabían que no iba a poderseguir ganando; sabían que por algún ladotenía que salir. Y salió. Primero mefallaron las rodillas. Sentí las primeraspunzadas en Miami, a fines de marzo. Eldolor crecía semana tras semana, pero melas arreglé para seguir jugando hasta que aprincipios de mayo, en Madrid, ya noaguanté más. La mente ya no podíasobreponerse a la materia y me tomé un

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respiro.Reaparecí dos semanas después para

jugar el Abierto de Francia. Puede que nodebiera haber competido en RolandGarros, pero había ganado el campeonatolos cuatro años anteriores y me sentíaobligado a defender mi corona, porimprobable que percibiera la perspectivade la victoria. En efecto, perdí en lacuarta ronda frente al sueco RobinSöderling, la primera derrota que sufríaen aquel torneo. Aquello acabó delanzarme por la pendiente. Había hecho unesfuerzo tremendo para estar en forma conel fin de jugar en Roland Garros, luchandopor sobreponerme a la separación de mispadres y al dolor de las rodillas, pero

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sabía ya que, debilitado física ymentalmente, no podía seguir avanzando.Lleno de tristeza, me retiré deWimbledon, renunciando a la posibilidadde defender un título que tanto me habíacostado ganar el año anterior y que tantosignificaba para mí. El motivo inmediatoeran las rodillas, pero yo sabía que elorigen del problema era mi estado deánimo. Mi celo competitivo se habíareducido, la adrenalina se había secado.Joan Forcades dice que hay una conexión«holística» de causa-efecto entre latensión emocional y el colapso físico.Dice que si tienes la cabeza en tensiónpermanente, duermes poco y te distraes —y estos eran exactamente los síntomas que

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yo manifestaba entonces—, el impacto enel cuerpo es devastador. Los músculosreciben los mensajes y, cometidos a lapresión de la competición, sufrenlesiones. Estoy convencido de que Joantiene razón.

Estar en casa y no en Wimbledon merecordaba constantemente la dramáticaalteración que habían experimentadonuestras vidas, y ese recuerdo hacía aúnmás profundos la introspección y elsufrimiento. Aunque seguí entrenando conJoan en el gimnasio, realizando ejerciciospara que las rodillas se recuperasen, nohabía la misma voluntad. Aquel año ganóFederer en Wimbledon; ya había ganadosu primer Abierto de Francia un mes antes

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y me usurpó el número uno mundial casiun año después de que yo se lo arrebataraa él. Fue un golpe, pero me habría dolidomucho más en circunstancias normales.Mi sensación de pérdida seguía centradaen lo que había sucedido en mi casa.

Sin embargo, no soy alguien que sefinja enfermo. Si me sentía bien, no meescaquearía de la temporada. Después delbache de Wimbledon, a principios deagosto me reintegré al circuito enNorteamérica y jugué primero en Torontoy después en Cincinnati. Mis rodillasaguantaban lo imprescindible, aunque nogané ninguno de los dos torneos y enCincinnati sufrí otro revés: sufrí undesgarro de un músculo abdominal. No es

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una lesión infrecuente entre los tenistas.En concreto, afecta al saque, pues hay queestirarse y realizar una torsión de tóraxpara golpear la bola, aunque se puedesobrellevar si no tienes otras molestias.El siguiente torneo era el US Open y estavez no me retiré. Dadas lascircunstancias, llegué más lejos de lo quehabría podido esperarse y caí en lassemifinales ante el argentino Juan delPotro, que me venció cómodamente por 6-2, 6-2, 6-2 y luego ganó el torneo. Peropara mí fue suficiente. Era hora de hacerun alto en el camino, de concederme unpoco de tiempo para afrontar la nuevarealidad que había en casa, para aprendera asimilarla, para alejar el tenis de mi

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mente y dar tiempo a que el cuerpo serecuperase.

Yo nunca he llegado a odiar el tenis,como algunos jugadores profesionalesdicen que les ha ocurrido. No creo quesea posible odiar algo que te pone el panen la mesa y que te ha dado casi todo loque tienes en la vida, aunque puede llegarun momento en que te canses y empiece aretroceder ese entusiasmo fanático quenecesitas para competir al máximo nivel.Siempre he creído, al igual que Toni, quepara seguir compitiendo nunca debesromper las pautas establecidas. Tienesque seguir entrenando con tesón durantemuchas horas, tanto si te gusta como si no,porque cualquier disminución de la

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intensidad repercutirá en tu rendimientoen la pista. Pero llega un momento en queno puedes seguir entregándote en cuerpo yalma al cien por cien, día tras día, demodo que lo más aconsejable es hacer unapausa y esperar a que vuelva el deseo.

Para la Navidad de 2009, once mesesdespués de enterarnos por primera vez delos problemas en el matrimonio de mispadres, empezamos a adaptarnos a lanueva dinámica familiar. Mi madre, quehabía pasado un 2009 difícil, estabarecuperando los ánimos y haciéndose a laidea de que había llegado el momento depasar página. Los medios hacían todaclase de especulaciones, se preguntaban sivolvería a ser el de antes y algunos

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expertos incluso sugerían que la durezafísica de mi juego me había pasadofactura y que ya no me recuperaría, todolo cual agudizaba mi deseo de volver parademostrar a los escépticos que seequivocaban. Toni, que tampoco erainmune a los traumas familiares, se habíamostrado comprensivo conmigo, entérminos generales, pero conforme aquelaño terrible se aproximaba a su fin, medijo que ya estaba bien. Que era hora delevantar el ánimo y volver al trabajo.

«Hay mucha gente que tieneproblemas en la vida, pero sigueadelante —razonó—. ¿Te crees queeres especial y que por eso hay que

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hacer una excepción contigo?»

Directo como siempre, aunque teníarazón. El dolor de las rodillas no habíadesaparecido del todo, pero volví a losentrenamientos intensivos. Se aproximaba2010 y peleé duro para estar en forma yparticipar en el Open de Australia.

No esperaba ganar, pero me sentí muydesilusionado por tener que abandonar encuartos de final, mientras me enfrentaba aAndy Murray. Tuve que dejarlo en eltercer set por culpa de la rodilla. Murrayhabía ganado los dos primeros sets y, porhonradez y espíritu deportivo, me habríagustado terminar el partido, aunquesaltaba a la vista que la victoria iba a ser

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suya. Pero el dolor era tan fuerte y el dañopotencial para la rodilla tan elevado quetuve que parar. Después de todo el trabajoque había invertido para prepararme fueotro golpe durísimo, más aún porque elmédico me dijo que necesitaría dossemanas de descanso y otras dos derehabilitación antes de volver a competir,otra prueba de que la vida que lleva eldeportista de élite no es buena para lasalud, opinión con la que está de acuerdoJoan Forcades, que para mí es un expertomundial en el tema.

Los escépticos encontraron másargumentos que nunca, pero yo me negabaa creer que estuviera acabado. No medesmoroné, como cinco años antes,

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cuando me tuvo postrado el problema delescafoides. Podía andar, aunque nocorrer. Y no necesitaba ir con muletas nidar raquetazos sentado en una silla.

Transcurrió un mes y volví en unaforma razonable, sintiéndome lo bastantebien para competir en marzo en IndianWells y Miami. Llegué a las semifinalesen los dos torneos. Y, una vez más, elmilagro se produjo en Montecarlo. Alvolver a la tierra batida, recuperé mipersonalidad de siempre. Sólo perdícatorce juegos en los cinco partidos yderroté en la final a Fernando Verdasco(que me había hecho derramar lágrimas dedesesperación durante aquel partido delOpen australiano de cinco horas y cinco

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sets) por 6-0, 6-1, consiguiendo así seisvictorias consecutivas en el torneo deMontecarlo. Además, tenía otro motivopara estar animado. Mi padre y mimédico, el doctor Cotorro, habían estadobuscando una solución para misproblemas de rodilla y, al parecer, habíantenido suerte. Justo después deMontecarlo me habían concertado una citaen un centro médico de Vitoria en el queadministraban un tratamiento que losmédicos pensaban que podía curarme parasiempre. Suponía ponerme inyecciones sinanestesia en las rodillas, una perspectivaque no me hizo saltar de alegría, peroestaba dispuesto a todo con tal derecuperar la plena forma física. Llevaba

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ya un año arrastrando aquel problema yquería quitármelo de encima.

Llegar a Vitoria, donde tenía que estarel lunes tras jugar el domingo enMontecarlo, resultó más difícil de lo quehabía imaginado yo y mis compañeros deviaje, mi padre, Titín y Felipe Martí, quetrabaja para Banesto, uno de mispatrocinadores. Lo normal habría sidotomar el avión en Niza y hacer escala enBarcelona; el problema era queprácticamente todo el espacio aéreoeuropeo estaba cerrado por culpa de laerupción de un volcán en Islandia. Losvientos dominantes habían empujado unagigantesca nube de cenizas hacia el sur,pillando a España en su camino, y las

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autoridades de aviación habían canceladotodos los vuelos porque había peligro deque las partículas de la nube parasen losmotores de los aviones en el aire. Así quetuvimos que ir de Montecarlo a Vitoriapor carretera, un viaje de unos miltrescientos kilómetros. La cita era el lunesa mediodía, de manera que tendríamosque conducir toda la noche. Pero habíauna complicación adicional. Aqueldomingo por la noche el Real Madridjugaba un partidazo y no era cuestión deperdérselo, así que fuimos a casa deBenito (que vive en Montecarlo), pedimosunas pizzas y vimos el partido, que ganóel Madrid, y poco antes de medianochenos pusimos en camino, con mi padre al

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volante.Llevábamos en la carretera un rato

cuando comprendimos que estábamosdemasiado cansados para hacer todo eltrayecto de un tirón, de modo quellamamos a Benito y le pedimos que nosbuscara un lugar para dormir unas horas.Benito se hizo cargo de la situación yllamó a un pequeño hotel de Narbona,población del sur de Francia, cuando yahabíamos recorrido un tercio del camino.Benito es un hombre persuasivo, perotuvo que insistir para convencer alrecepcionista nocturno de que no era unabroma, de que —sí, en serio, que esverdad— Rafa Nadal y compañíanecesitarían unas habitaciones allí a las

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tres y media de la madrugada.Nos levantamos al cabo de unas horas.

Habíamos dormido muy poco y noestábamos de humor para soportar lassiete horas de viaje que aún nos faltaban.Por suerte, conseguimos aplazar la citacon el médico hasta la tarde, lo cual nospermitió terminar el viaje más relajados.Las inyecciones, sin anestesia, medolieron tanto como me había temido.Mientras el médico me pinchaba, mordíuna toalla y rogué que el tratamientosurtiera el efecto esperado, que eraregenerar y fortalecer los tendones de larodilla, para que el problema no sólodesapareciese, sino que no volviera nuncamás.

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Tras otro período de descansoobligatorio reaparecí al cabo de dossemanas para jugar el torneo Masters deRoma. Me sentí indiscutiblemente mejor,a pesar de saber que tenía que volver aVitoria en julio para recibir otra tanda deinyecciones. Gané en Roma y luego enMadrid, acallando buena parte de losrumores sobre mi inminente muertetenística, mientras me encaminaba a lagran prueba que confirmaría o no si miresurrección era total: el Abierto deFrancia. No había ganado un torneo deGrand Slam desde Melbourne, hacía casiaño y medio, pero entré en éste comofavorito.

Aquello preocupó a Toni, que siempre

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teme que se me suba a la cabeza laperspectiva del triunfo. Esta reacción seha convertido en un reflejo y a veces lolleva a extremos absurdos. Un día deprincipios del torneo estábamos los dospaseando con Carlos Costa por una anchaacera de París. Yo iba en el medio. Depronto, Toni se detuvo y exclamó: «Unmomento. Esto no puede seguir así.»Carlos y yo lo miramos entre intrigados yfastidiados, como diciendo: «¿Qué pasaahora?» Y Toni repitió: «Esto no puedeser.» «¿Qué es lo que no puede ser?»«Pues que vayas en el centro, entrenosotros dos.» Según Toni, estábamosdando a entender a los demás transeúntesque yo era el especial de los tres, como si

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él y Carlos fueran mis guardaespaldas odos cortesanos. Carlos, que es menostransigente con Toni que yo, empezó aquejarse. «Toni, por el amor de Dios...»Pero en momentos así, mi norma es «hayapaz a cualquier precio». De modo quetransigí con su capricho y me puse a unlado, como Toni deseaba.

Un objetivo que conseguí en París fueacallar de una vez para siempre a loscríticos catastrofistas. Me habíanseñalado como favorito y no defraudé niregalé un solo set hasta la final, en la queme enfrenté a Robin Söderling, que mehabía vapuleado en el Abierto de Franciadel año anterior. Söderling habíaderrotado a Federer en los cuartos de

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final y esto significaba que si yo vencía aSöderling, acumularía puntos suficientespara acceder al primer puesto de laclasificación mundial. Y así fue. Gané lafinal en tres sets seguidos, 6-4, 6-2, 6-4, yconseguí mi séptimo Grand Slam.

El siguiente grande era Wimbledon, unmes después. Como no había participadoel año anterior por estar tan abatido,sentía especiales ganas de volver yalcanzar otra victoria. Tenía fe en micapacidad. Carlos Costa dice que soycomo un motor diesel: no siempre arrancorápido, pero en cuanto cojo marcha, soyimparable. Puede que sea unaexageración, pero era cierto que en esemomento, en junio de 2010, volvía a

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sentir el impulso.Que las cosas se hubieran

tranquilizado entre mis padres, dejandomi cabeza libre para concentrarse otra vezen el tenis, había sido decisivo. Elimpacto devastador que me había causadola separación había puesto de manifiestola conexión umbilical que había entre laestabilidad de mi círculo familiar y la demi juego. Los circuitos estaban demasiadointerconectados para no afectarsemutuamente. Pero había pasado el tiempo—casi año y medio desde que mi padreme había dado la noticia al regresar deMelbourne— y me había reprogramadopara adaptarme a la nueva realidad.Gracias a mis padres, no había sido tan

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destructiva como al principio habíatemido. Seguían separados, pero sellevaban bien y su objetivo másimportante era todavía, como siempre, elbienestar de mi hermana y mío. Algunasparejas que se separan tratan de utilizar alos hijos como instrumentos de venganza;en el caso de mis padres, fue todo locontrario. Los dos hacían lo que podíanpara suavizar el mal trago querepresentaba para sus hijos. Después de lainevitable acritud inicial no había habidoanimosidad y con el tiempo incluso habíanacabado por ser amigos otra vez, hasta elpunto de que volvían a asistir juntos a lostorneos para verme jugar. Hayseparaciones civilizadas y otras que no lo

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son. La de ellos había sido civilizada ypor eso mismo los admiraba y quería.

Así, a la mañana siguiente de ganar elAbierto de Francia, con un estado deánimo jubiloso tras pasar la nochecelebrándolo con Beyoncé y otrosfamosos, me fui a Disneyland París con mipadre, Titín, Benito y Tuts. Habíamosconcertado previamente una sesión defotos allí. A pesar de la falta de sueño,era un compromiso profesional que notuve inconveniente en cumplir. Ya habíaestado antes en Disneyland París y me lohabía pasado en grande. Me encanta estarrodeado de niños, conecto bien con ellos,con fácil naturalidad.

La mala noticia fue que viajamos en

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helicóptero, una forma de transporte a laque he de recurrir a veces, pero quesiempre me asusta. Sobrevivimos al viaje,que se sumó a los que hice con más placeren varias atracciones y que mepermitieron sonreír a las cámaras cuandollegó el momento de posar junto a Goofy ylos señores Increíbles con mi copa delAbierto de Francia. Y luego de vuelta alcentro de París a coger el tren a Londres.

El torneo de Queen's, preludio del deWimbledon, se juega en hierba. Empezabauna semana después y yo quería practicaren aquella superficie lo antes posible, asíque cuando salimos del túnel del Canal yllegamos aproximadamente una hora mástarde a la estación de Londres, fuimos

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directamente al Queen's Club y no alhotel. Llovía, como es habitual en esaciudad, por lo que tuvimos que esperar enel vestuario con otros jugadores, entreellos Andy Roddick, a que volviera asalir el sol. No había mucho que hacersalvo mirar una pantalla de televisión enla que casualmente estaban repitiendo lafinal de Wimbledon de 2008 que habíajugado contra Roger Federer. Los demásjugadores estaban tan absortos como yo,aunque no pudimos ver mucho partidoporque la lluvia cesó pronto. «¡Vamos!¡Salgamos a entrenar!», le dije a Titín.Mis compañeros en el vestuario, queseguían viendo mi partido, me miraroncon asombro, como si no les cupiera en la

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cabeza que tuviera ganas de salir a lacancha en vez de quedarme saboreando mifamosa victoria. Pero por mi parte nohabía que perder ni un segundo. Despuésde casi dos años quería volver a sentir loque era jugar sobre hierba.

Había ganado en Queen's en 2008,pero en aquella ocasión no pasé de loscuartos de final. No fue ningún drama,pues me dio más tiempo para prepararmea mi ritmo para Wimbledon. Dejé el hotely me trasladé a nuestra casa inglesa, laque tenemos alquilada al lado del AllEngland Club. Me gustaba estar de nuevoallí. Así como mi ausencia de Wimbledonen 2009 había sido una consecuencia deltrastorno de la vida de mi familia, mi

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regreso en 2010 significaba la vuelta de lacalma.

La imagen del motor diesel que utilizaCarlos Costa para describirme fueparticularmente oportuna en aquel torneo.Empecé con lentitud, pero en cuanto entréen calor no hubo forma de pararme. Casiquedé fuera en la segunda ronda, quesuperé por los pelos en cinco sets, perocuanto más avanzaba y más duros eran misrivales —al menos, según la clasificación—, más mejoraba mi juego. Batí aSöderling en los cuartos de final en cuatrosets y a Andy Murray en las semifinalesen tres. En el partido contra Murray, elpúblico de la Centre Court se comportócon toda corrección. Los británicos

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suspiran por tener un campeón deWimbledon local desde 1936, año en queFred Perry consiguió la última victoria, yel público dejó claro desde el comienzopor quién se inclinaba. Murray, cuartocabeza de serie en el torneo, era lo mejorque habían tenido en mucho tiempo. Sinembargo, me pareció que me trataban contotal imparcialidad, sin vitorear misdobles faltas y aplaudiendo cuandocolocaba bien la bola. Cuando, paradecepción de la inmensa mayoría, ganésin perder un solo set, no me escatimaroncálidos aplausos.

Si llegaba a la final, había esperadoenfrentarme a Roger Federer por cuartoaño consecutivo, pero no fue así. Mi

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oponente fue esta vez el cabeza de serienúmero 12, el checo Tomas Berdych, quehabía tenido una brillante actuación en eltorneo, batiendo a Federer en cuartos definal y a Djokovic en las semifinales.Aunque distaba de confiarme demasiado,no estaba ni con mucho tan nervioso comoantes de la final de dos años antes. Talcomo no haber jugado nunca una final enWimbledon supone una desventaja, elhaber pasado por ella —por cuatro en micaso— me proporcionaba unatranquilizadora sensación de familiaridad.Y como tuve la suerte de desarrollar unjuego casi perfecto, gané en tres sets por6-3, 7-5 y 6-4, con lo que conseguí misegundo campeonato en Wimbledon y mi

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octavo Grand Slam.El partido terminó pronto, pero no

dormí aquella noche. Tras la cena oficialde Wimbledon, en la que tuve queponerme esmoquin y bailar, como exige elprotocolo, con la vencedora de lamodalidad femenina, Serena Williams, yano tuvo sentido acostarme. El acto terminópasada la medianoche y dos horas y mediamás tarde tenía que salir para elaeropuerto con mi padre y con Titín.Íbamos a coger un vuelo a Bilbao, desdedonde iríamos a Vitoria, a una hora porcarretera, para que me pusieran lasegunda y decisiva tanda de inyeccionesen la rodilla. Habríamos podido posponerla cita médica, pero quería volver cuanto

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antes a Mallorca para empezar lasvacaciones de verano que siempre metomo después de Wimbledon. La gentedice que el instinto de volver al hogar esparticularmente fuerte entre la gente quevive en islas. En mi caso es una verdadcomo una catedral. Cuando el deseo devolver a casa se apodera de mí, sacrificoel sueño sin problemas.

Según supimos luego, no había habidoninguna necesidad de correr tanto. Elmédico estimó que no era el mejormomento para ponerme las inyeccionesporque corría el riesgo de que la rodillase infectara, así que volvimosrápidamente a Bilbao y volamos a Palma.Más adelante regresamos a Vitoria para

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concluir el tratamiento, que desdeentonces ha tenido un excelente resultado.El problema de la rodilla hadesaparecido. Descansé aquel verano mástiempo de lo habitual, ya que calculé queera lo que me hacía falta para prepararmepara el último gran desafío que meaguardaba: el US Open; ganarlosignificaría completar el cuarteto deGrand Slam.

Me alejé del tenis durante tressemanas, esta vez no a causa de algunalesión ni por encontrarme emocionalmenteafligido, sino por un motivo más práctico:había llegado el momento de reiniciar —resetear— el sistema. Quería trazar unalínea entre las tensiones dentro y fuera de

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la pista del anterior año y medio; queríahacer borrón y cuenta nueva. Fui a pescar,me bañé en la playa, jugué al golf, me fuide marcha con los amigos, por lo generalhasta las tantas de la noche, y pasé muchotiempo con María Francisca. Fue un aliviodisponer al menos de una temporada sinsentirme continuamente asediado por losperiodistas ni aparecer en la prensa cadadía. Fue una liberación no tener quemezclarme un día sí y otro también conlos mismos tenistas en los vestuarios yrestaurantes de los clubes, no ver lospartidos de mis rivales en televisión, no iren coche del hotel al club y del club alhotel para entrenar o para jugar,olvidando a veces, al despertar por la

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mañana, en qué ciudad me encontraba.Llevo todo esto muy bien y aceptarlo esalgo inherente a la profesión, pero comotodo el mundo que realiza un trabajo, devez en cuando necesito unas vacaciones.En mi forma de ganarme la vida se correun gran riesgo de quedar quemado. Ypensaba que para tener una oportunidadde ganar el US Open, lo mejor en aquelmomento era liberar la mente de todo paraque, cuando llegara el instante dereanudar el juego, lo abordara con laambición y el entusiasmo necesarios.

No volví a entrenar en serio hastaprincipios de agosto, diez días antes delcomienzo de mi temporada de verano enNorteamérica. Fue un récord. La

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preparación mínima que me habíapermitido previamente antes de un torneoera de quince días; en aquella ocasión,diez me parecieron suficientes. Sinembargo, no lo fueron para ganar enToronto, donde perdí en las semifinales,ni en Cincinnati, donde no pasé de loscuartos de final. No obstante, aunque nojugué particularmente bien en estascompeticiones, notaba en mi interior lasensación de que lo mejor estaba porllegar. A veces es preferible no llegar aun Grand Slam como un bólido, porque secorre el riesgo de no mantener el mejornivel en los partidos iniciales, y si sepierde alguno, se sufre una desilusión y lamoral puede hacerse añicos contra el

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suelo.Mis cálculos resultaron acertados, por

lo menos al final, porque al principio noestaba tan seguro. Empecé con ciertavacilación en Flushing Meadow, entreotras cosas por una discusión que tuve conToni que puso al descubierto las tensionesacumuladas que había entre nosotros.Tuvo que ver con algo con que me veníamachacando desde que empezamos juntos,hacía veinte años: que, mientras competía,yo debía poner buena cara.

Poner buena cara significaba adoptaruna expresión seria y concentradamientras estaba jugando, para revelarpocas emociones negativas y reflejar unaactitud de persistencia y disciplina

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profesional. Lo contrario de poner buenacara es mostrar enfado, nerviosismo,tensión, miedo o incluso el júbilo que talvez sientes. Desde el punto de vista deToni, no es una simple cuestión deestética ni de buenos modales. La teoríasubyacente, y Joan Forcades está deacuerdo con Toni en esto, es que laexpresión de la propia cara condicionahasta cierto punto —hasta un puntosignificativo— el estado de ánimo y, en elcaso de un tenista, el funcionamiento delcuerpo. En otras palabras, si consiguesponer buena cara durante un partido,tienes más posibilidades de que no tedistraiga el golpe que acabas de dar, seabueno o malo, ni el punto que acabas de

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ganar o de perder, ya que estás totalmenteconcentrado en el presente, en lasnecesidades inmediatas de lo que tienesque hacer. Es otra forma de poner enpráctica el principio de Toni de aguantary otro aspecto de aquel enfoque holísticodel que habla Joan, imprescindible paratener éxito en los deportes de élite.

En general estoy de acuerdo con ellos,por eso siempre me esfuerzo por presentaral mundo una buena cara, como ya hicesistemáticamente, según creo, durante lafinal de Wimbledon de 2008. No escasual que el recuerdo de aquel partidodel que más orgulloso me siento sea laactitud que adopté de principio a fin. Demodo que sí, Toni tiene razón. Poner

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buena cara da una ventaja competitiva entenis. Pero no soy perfecto y no siempresoy capaz de disimular lo que siento. Ydiscutimos porque, según él, no lodisimulé durante la primera ronda del USOpen de 2010, en un partido que juguécontra el uzbeko Denis Istomin; unadiscusión en mi opinión totalmenteinnecesaria, que empezó él y que pudohaber tenido un efecto perjudicial en elresto de mi campaña neoyorquina.

He aquí lo que ocurrió. Antes de quecomenzara ese partido de segunda ronda,Toni me había dicho que jugara a loseguro, que jugase bolas altas y alargaselos puntos, que me concentrara enmantener el ritmo de cara a los partidos

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que aguardaban, que serían más duros.Hice exactamente lo que me dijo y gané,pero no jugué a tope y supongo que se mereflejó en la cara cierta ansiedad. Cuandoacabó el partido, ya en el vestuario, Tonise quejó de que no había jugado conbuena cara y que mi actitud había dejadoque desear. Disentí y le repliquédiciendo:

«No entiendo por qué reaccionasasí, cuando he jugado exactamentecomo me dijiste. Y no sé por quénecesitas reprochármelo de ese modo,cuando la mayoría de la gente elogia miactitud en la pista. Si puse la cara quetú dices es porque me sentía nervioso,

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porque tenía miedo de perder, y creoque es una reacción humana, totalmentecomprensible. Pero mi concentraciónha sido buena todo el partido y,además, he ganado. Entonces ¿a quéviene todo esto?»

Aquello lo puso más furioso.

«Vale, vale —respondió—. Yo melimito a decirte lo que pienso. Si no tegusta, me vuelvo a casa y ya puedesbuscarte otro entrenador.»

Su reacción no me puso contento. Tonidebe de saber que soy uno de losjugadores más dóciles del circuito, pocos

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tratan a su entrenador con más respeto queyo al mío. Escucho a Toni, obedezco susinstrucciones e incluso cuando hay tensiónentre nosotros, raras veces le replico. Soybien educado en la pista, entreno al cienpor cien y en la vida cotidiana nopresiono a quienes me rodean, y muchomenos a Toni. Así que al ver que aqueldía me trataba de ese modo en elvestuario de Flushing Meadow, mepareció una injusticia y aquello meindignó. Pero hice un esfuerzo y mecontuve.

«Mira —continué—, siempre diceslo mismo. Normalmente estoy deacuerdo contigo, pero esta vez creo que

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te equivocas.»

Él no me escuchaba.

«Muy bien —respondió—, muybien. Si es así como han de ir lascosas, ya no disfruto siendo tuentrenador.»

Y con ese comentario, salió delvestuario.

Aquello me dio que pensar. Hay unequilibrio muy delicado en la tensión quecrea en mi vida la presencia de mi tío.Normalmente, como muestran los datos,ha sido una tensión beneficiosa y creativa.En ocasiones, y el presente caso fue un

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ejemplo, no mide sus palabras y memolesta en vez de estimularme, lo cualrepercute a su vez en mi juego.

Por poner otro ejemplo trivial:estamos en un hotel de no sé donde yquedamos en reunirnos en la calle, en elcoche, a cierta hora, para ir a entrenar.Llega quince minutos tarde, pero no ledigo nada. En cambio, llego yo quinceminutos tarde a otra cita y se queja,afirmando que no podemos seguir así.

Otro ejemplo. Durante un partido oigoque, antes de restar un servicio, me grita:«¡Juega con agresividad!», lo cual quieredecir que quiere que reste con fuerza.Obedezco, la bola se va fuera y luego medice: «No era el momento.» Pero sí lo

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era; lo que pasa es que he errado el golpe.Si la bola hubiera entrado, me habríadicho: «¡Perfecto!»

Y hay otra cosa, una historia quedurante el US Open contó a un reporterouna anécdota sobre un pequeño incidenteque había ocurrido cierta noche en unascensor, cinco años antes, en Shangái.Bajábamos para cenar y Benito recordóque la etiqueta del restaurante exigía quelleváramos pantalón largo. Yo llevabapantalón corto y Benito dijo: «Bueno, note preocupes. Siendo quien eres, no creoque armen ningún escándalo.» Segúncomo Toni contó la anécdota, él habíareplicado a Benito: «Bonito ejemplo das ami sobrino.» Y volviéndose a mí, añadió:

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«Sube y cámbiate.»No voy a negar que ésas fueron más o

menos las palabras que se pronunciaronen aquel ascensor. Pero la verdad es queno necesitaba que Toni me dijera quevolviese a la habitación para cambiarme.Yo ya había tomado la decisión en cuantoBenito señaló cuáles eran las normas delrestaurante.

Incidentes como éste revelan que, ennuestro equipo, la atmósfera se vuelvemás tensa cuando Toni está cerca quecuando no lo está. Lo que nunca pierdo devista es que, a fin de cuentas, esta tensiónbeneficia a mi juego. Tampoco olvido queél no generaría esa respuesta en mí, parabien o para mal, si yo no sintiera un

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tremendo respeto por él. Cuando mepongo terco con él es porque creo que selo busca. Pero hay algo que debe quedarclaro: si discutimos, debe verse en elcontexto de una confianza mutua y unprofundo afecto que hemos forjadodurante los muchos años que llevamosjuntos. Yo no le regateo el reconocimientopúblico que tiene. Puede que lo hayaobtenido gracias a mí, pero todo lo que heconseguido yo jugando al tenis se lo deboa él, así como todas las oportunidades quese me han presentado. Le estoyespecialmente agradecido por haberinsistido tanto desde el principio enponerme los pies en la tierra, en evitarque yo cayera en la autosatisfacción.

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No creo que el éxito se me hayasubido a la cabeza y si no ha ocurridohasta ahora, dudo que vaya a ocurrir eneste momento. Ya no necesito que me denlecciones de humildad. Ya no necesitoque me digan que tengo que «poner buenacara». Si a veces me equivoco en la pista,bueno, qué le vamos a hacer, es parte deljuego. Soy mi mejor crítico. Aunquevaloro el que Toni siempre me exija tanto,porque de ese modo me obliga a mejorary perfeccionarme, también puede tener unefecto negativo, porque me creainseguridad. Pienso a menudo que es así,sobre todo en las primeras eliminatoriasde un torneo, y la verdad es que aunque ledebo muchas de las cosas buenas que me

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han ocurrido en mi trayectoria, también esel causante de que yo sea más inseguro delo que debiera.

Lo gracioso es que últimamente le hadado por decir que tiendo a subestimarme.Dice que es una estupidez, habida cuentade todo lo que he conseguido. Voy a jugarun partido contra un oponente que estámuy por debajo en la clasificación, y medice: «Después de todo lo que haslogrado no te dará miedo jugar estepartido, ¿verdad?» O bien: «Llevas añossiendo número uno o número dos,¿todavía no estás convencido de que eresun buen jugador? ¿Todavía te entra miedocuando te enfrentas al número cientoveinte? Pavonearte como si fueras el

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inventor del tenis sería una idiotez, perovamos, hombre, ¡tienes que aprender asaber quién eres!» Según él, el problemade sentir este exagerado respeto por todosmis rivales es que en la pista se me tensael brazo y juego por debajo de misposibilidades, y tiene razón. Claro que latiene. Pero fue él quien cargó el softwareal principio de todo; y por haber estadomachacándome todos estos años ha hechoque se me desarrolle exactamente laactitud opuesta a la que me exige ahora.

La cuestión ahora es retener lo que heaprendido de él, aunque imponiendo másmi propio criterio; encontrar el equilibriojusto entre la humildad y la confianzaexcesiva. Naturalmente, siempre hay que

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respetar al rival, siempre hay quecontemplar la posibilidad de que tederrote, siempre hay que jugar contra eltenista clasificado en el puesto 500 comosi fuera el número uno o el número dos.Toni me ha ayudado a tener esto claro,quizá demasiado. Lo que intento aprenderahora es a inclinar la balanza en el otrosentido, a tener más autonomía en mi viday a discrepar más abiertamente de él,como al comienzo del US Open. Puedeque esto se deba en parte a que veo quetambién Toni tiene sus dudas einseguridades y que se contradice amenudo, que no es el mago omnisciente demi infancia.

Hicimos las paces después de aquel

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roce en el vestuario. Lo solucionamoscomo de costumbre. Nos necesitamos y,como ambos sabíamos, el cuarto GrandSlam estaba a la vuelta de la esquina y éseno era el momento para otra rupturafamiliar. Siempre he salido más fuerte delas crisis que he atravesado, es la pautaque rige mi vida, y después de aquellojugué cada vez mejor en el US Open.Cuando llegué a la final contra Djokovic,me sentía más en forma que nunca. Miderecha, magnífica todo el año, se mostrósólida como una roca durante el primerset; el revés, inmejorable; y el servicio,de lo mejor que había hecho en toda mitrayectoria.

Lo cual no me impidió ir perdiendo 4-

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1 en el segundo set, aunque se debió más auna racha de aciertos en la que entró mirival de repente que a un empeoramientode mi juego. Yo sabía que Djokovic nopodía mantener aquel nivel y pensaba queyo merecía mejor suerte. Con ese estadode ánimo y esa fe en mí mismo, le rompíel servicio, salvé un punto que lo habríapuesto por delante 5-2 y bregué hasta queel marcador se quedó 4-4.

Me crecía por momentos y él pareciódesanimarse por haber perdido una granoportunidad de asegurarse el set.Entonces, sacando él y estando 30-30, sepuso a llover. El sol del comienzo habíasido eclipsado por nubes cada vez másnegras, y a lo lejos había visto

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relámpagos. El juez de silla detuvo elpartido y el árbitro general entró en lapista para decirnos: «Me temo que eltiempo va a ponerse muy feo.» Era cierto.Oíamos los truenos desde abajo, desde elvestuario, donde permanecimos dos horas.A las ocho salimos y reanudamos elpartido.

La pausa había favorecido más aDjokovic que a mí, igual que a RogerFederer la primera vez que la lluvia habíainterrumpido el juego en Wimbledon, dosaños antes. Yo estaba embalado yDjokovic necesitaba tiempo pararecuperarse. Lo hizo. Ganó el juegointerrumpido y se puso por delante con 5-4. Yo conservé mi servicio y él el suyo.

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Volví a sacar y salvé el set, aunque seguíallevándome ventaja y me vencía por 6-5.

Gané el primer punto con una derechamuy esquinada contra la que no pudohacer nada, pero tuvo la suerte de ganar elsiguiente cuando mi golpe rozó la red y,en vez de caer en su lado, la pelota cayóen el mío. Aquello fue el resumen del set.Creo que jugué tan bien como él,probablemente mejor, controlando máspuntos que él, cogiéndolo sin cesar acontrapié y obligándolo más a correr quea atacar. Era el papel que másacostumbrado estaba yo a desempeñar,pero lo hizo bien, salvando situacionesadversas, y al final me ganó el set por 7-5,el primero que perdía yo en todo el

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torneo.La lluvia había sido una bendición

para él. En el torneo de Wimbledon de2008, al final, lo había sido para mí. Conel partido igualado a un set cada uno, eracomo volver al principio. Habría queesperar y ver si los dioses del tenis mesonreían una vez más.

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LAS MUJERES DERAFA

En la vida de Rafa Nadal hay tresmujeres: su madre, su hermana y su novia.Las tres se desenvuelven en el mundo deacuerdo con lo que la madre, Ana MaríaParera, afirma ser una «doctrina». Estaidea, tan sencilla como inusual alcotejarla con la fama internacional deRafa, se resume según ella en la palabramenos fascinante y glamourosa del

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diccionario: la palabra «normalidad».Lo que el público ve en Rafa Nadal es

fascinación y glamour; lo que ve AnaMaría es un hijo que, cuando sale de casa,vive en un mundo caótico. Su obligacióncomo madre es ser el asidero que le daestabilidad, crear para él un puerto seguroen el que ponerlo a salvo de los acososque viene sufriendo en todos los frentesdesde que es, según ella a una edadalarmantemente temprana, uno de losdeportistas más famosos y admirados dela historia.

Esto se ha traducido en un alejamientovoluntario de los medios y en el cultivode una relación con su hijo como si loconseguido por éste careciese de

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notabilidad, ejemplo que ha seguido suhija Maribel y la novia de Rafa desde2005, María Francisca Perelló. Las trespodrían haber adoptado otra postura. AnaMaría habría podido hacer carreracotorreando al mundo acerca de lossentimientos y manías de su hijo. Maribel,una rubia alta y atractiva, habría podidodedicarse a rumorear para las revistas dechismorreos. Y María Francisca habríapodido ser una figura casi tan reconociblea nivel mundial como el propio Rafa.

Pero no han optado por esoscomportamientos porque saben que es loque menos desea o necesita Rafa en elmundo, porque no son presa de lasinseguridades que Ana María cree propias

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de los seguidores sedientos de fama delos ricos y famosos, y porque no es elestilo de ninguna de las tres. Las tres sonde Manacor y los manacoríes, porcarácter y cultura, son reservados ydesconfían de los extraños.

«Siempre he sido muy discreta enlo que se refiere a mis asuntospersonales —dice Ana María—. Si lafama de Rafa me ha afectado en algo,ha sido en aumentar mi sentido en ladiscreción, me ha vuelto másprotectora de la vida que llevamos encasa. No suelo confiar, al menos no aprimera vista, en las personas que noconozco. Hay gente que busca la

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popularidad y que en una situacióncomo la mía se pasaría horas hablandode su hijo, reflejándose en su gloria.Pero ése no es mi caso. En mi interiorestoy muy orgullosa de él y me sientocontentísima de todo el éxito que haconseguido, pero no hago alarde de missentimientos. Ni siquiera con misamistades más íntimas hablo de él.»

Ya tiene en su vida cotidiana unindicio, un asomo de lo que significa lafama. A veces, en las calles de Barcelona,Londres o Nueva York la reconocen laspersonas que la han vislumbrado entelevisión, asistiendo a los grandestorneos que juega su hijo. No sólo se

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siente incómoda cuando la abordan losdesconocidos, sino que intuye laclaustrofobia que debe de sentir su hijo,asediado sin cesar cada vez que sale almundo que se extiende más allá deManacor.

«El único sitio donde es posibletener algo parecido a la intimidadcuando está de gira es la habitación delhotel en que se aloja. Es su únicorefugio. No puede salir a la calle sincausar sensación. Los medios y lospatrocinadores no dejan de reclamar supresencia. Y además está esa tensióntremenda que le crean lascompeticiones, las inseguridades y

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temores con los que sé que tiene quepelear para tenerlos bajo control lasemana o la quincena que duran lostorneos, para vencer y seguir en lacumbre. Es mi hijo y me asusta yasombra lo fuerte que está obligado aser, lo fuerte que es.»

No sería tan fuerte si no fuera por losdescansos que le proporciona estar encasa. A su casa, Rafa Nadal vuelve enbusca de aire. Y el centro y el símbolo desu casa es su madre, sobre todo despuésde la separación de sus progenitores,cuando el padre se mudó a otro domicilio.Sebastián Nadal lo acompaña con másfrecuencia que Ana María en las

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temporadas internacionales, para darleapoyo allí donde esté. Ha acabado tanrelacionado con la vida deportiva de Rafacomo el equipo de profesionales querodea al tenista. Ana María vive en unmundo en el que las competicionestenísticas de alto nivel y los compromisosmediáticos y comerciales que acarrea elser número uno del mundo sonpreocupaciones secundarias. Con su hijoapenas habla de su vida profesional, noporque no le interese, sino porque sabeque el mejor favor que puede hacerle escomportarse con él como cualquier otramadre con su hijo. No se deja apabullarpor lo que ha conquistado en la pista detenis, no lo ve como al Rafa Nadal

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aclamado internacionalmente; antes bienlo trata con la sencilla ternura y ladevoción que siente por el Rafael quetrajo al mundo, amamantó y educó. Es elantídoto de Rafa contra la adulación: lepone los pies en la tierra y le recuerdaquién es realmente.

«Pero lo más importante, ahora queveo que la fama no se le ha subido a lacabeza y que nunca se le subirá, eshacer que se sienta en paz cuando estáen casa —prosigue Ana María—.Necesita paz porque es lo que menostiene cuando está de gira, pero tambiénpor su forma de ser, al margen deltorbellino que rodea su vida. Siempre

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lo pasa mal cuando la gente que lorodea se enfada o está de mal humor,en esos casos también se enfada o sepone de mal humor. A nivel emocional,necesita que a su alrededor todo esté enorden.

Por eso creo que mi obligación,cuando estamos juntos, es hacer todo loposible, como cualquier otra madre,para que esté bien y contento, y paraapoyarlo cuando no lo esté. Apoyarlo,por ejemplo, cuando ha sufrido unalesión, a menudo significa no decirnada, sólo que se dé cuenta de queestoy a su lado, en cualquiercircunstancia. Significa que puedasentirse cómodo cuando está en casa,

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que pueda invitar a sus amigos cuandolo desee sin que yo le exija nada. Y sinecesita que lo lleve a alguna parte o lecompre cualquier cosa que le apetezcacomer, o que le haga la maleta antes deemprender un viaje largo, cosa que,dicho sea de paso, es incapaz de hacerél solo, yo lo hago con alegría.»

El salón de Ana María Parera es uneje social para los amigos de Rafa cuandoéste vuelve a casa. Entre estas amistadesdestaca su hermana Maribel, que casisiempre está presente cuando sale por lasnoches o va a pescar. Tiene cinco añosmenos que él, siente adoración por suhermano y lo echa mucho de menos

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cuando está fuera, aunque están siempreen contacto a través del teléfono o porInternet. Maribel es consciente de que larelación que tiene con su hermano esinusualmente estrecha y no se le escapaque el trato que ve entre muchos amigossuyos y sus hermanas pequeñas tiende acaracterizarse por la fricción o por unbenigno desinterés.

«Muchos chicos que aún estáncreciendo consideran estorbos a sushermanas pequeñas, sobre todo si éstasson adolescentes —confiesa Maribel—, pero Rafael nunca me ha tratadoasí. Siempre me ha animado a ir con élcuando sale con sus amigos. Entre

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nosotros es algo natural: puede que losdemás lo encuentren extraño, pero esparte del lazo especial que nos une.»

Ana María cree que otro motivo por elque sus dos hijos se llevan tan bien es quehan pasado mucho tiempo separadosdesde que Rafa tuvo que alejarse, ya en sutemprana adolescencia, para conquistar elmundo del tenis. No pueden contar el unocon el otro a nivel cotidiano y esaausencia, en opinión de la madre, hafortalecido el afecto que se tienen. Puedeque no hubiera sido así si a Maribel se lehubiera subido a la cabeza el éxito de suhermano, pero en este tema ha seguido lasindicaciones de su madre.

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«Se ha vuelto incluso más discretaque yo —alega Ana María, tras señalarque tuvieron que pasar dos años paraque los compañeros de Maribel, queestudia en Barcelona para serprofesora de educación física, supierande quién era hermana—. Empezó acorrer el rumor cuando uno de susprofesores la vio en televisión,mientras Rafael jugaba un partido enParís.»

María Francisca ha tenido queesforzarse más aún para conservar elanonimato. No tanto a causa de susapariciones en los torneos, que son pocofrecuentes (la primera final de Grand

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Slam en que vio jugar a Rafa fueWimbledon 2010), como por la tentaciónque supone para los paparazzi fotografiara la pareja cuando está de vacaciones,preferentemente en la playa. Ha visto suimagen en las revistas de cotilleos másveces de las que le gustaría, a pesar de locual nunca se ha citado una soladeclaración suya. Como observó unasombrado comentarista de la televisiónespañola, la pareja llevaba saliendo cincoaños y a ella no le había oído hablarnadie. La rodea tal misterio que ni losprogramas de televisión saben cómo sellama realmente. Tanto unos como otras serefieren a ella como «Xisca», aunqueningún conocido suyo la llama de ese

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modo. Rafa la llama Mery, al igual quetoda la familia de él, pero para el restosigue siendo María Francisca y nada más.

Lo único que el público sabe de ellaes que es una joven elegante y, al parecer,tímida; en consecuencia, los medios, afalta de algo mejor, han dicho que es«seria», «distante», «modesta» e incluso«enigmática». Difícilmente se encontraráa una mujer más alejada del estereotipode esas novias y esposas de deportistasricos y famosos que buscandescaradamente la notoriedad. Lo ciertoes que, aunque es leal a Rafa y siente susvictorias y derrotas como si fueran suyas,conserva su independencia y no quiereque la definan por su relación con él. Ha

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estudiado administración y dirección deempresas y trabaja a jornada completapara una compañía de seguros de Palmade Mallorca, lo cual significa que no tienetiempo para ir detrás de Rafael por todoel mundo, cosa que no querría haceraunque pudiera.

«Viajar juntos a todas partes,aunque pudiéramos, no sería bueno nipara él ni para mí. Él necesita suespacio cuando compite y sólo depensar en verme allí, dando vueltas ypendiente de sus necesidades todo eldía, me siento agotada. Me asfixiaría.Además, él se preocuparía por mí...No. Si lo siguiera a todas partes, es

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posible que dejáramos de llevarnosbien.»

Cuando lo acompaña a un torneo, cosaque por lo general sucede si Ana María yMaribel también acuden, sale sola paraque en público la vean con él lo menosposible. Recuerda una ocasión en queestaban en París y Nadal tenía que acudira una cena organizada por suspatrocinadores.

«Me preguntó si quería ir, pero ledije que no y me quedé en el hotel.Cuando volvió, me dijo: "Menos malque no has venido." El lugar estabainfestado de fotógrafos, y haber ido

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habría significado para mí entrar en elmundo de la fama. No es un mundo delque quiera formar parte ni creo queRafa hubiera preferido estar con unachica que buscara eso en la vida.»

Ana María, que aplaude el deseo deMaría Francisca de tener una vida laboralpropia, está de acuerdo en que Rafa nohabría podido relacionarse con una mujerque buscase la atención de los medios.Tampoco puede concebir que exista unamujer más ecuánime ni de mejor humor nicon un carácter que compagine mejor conel de su hijo. Madre y novia son buenasamigas, como también lo son la hermana yMaría Francisca; las tres están unidas no

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sólo por el amor que sienten por Rafa,sino también por su adhesión a la«doctrina» de la normalidad de que hablaAna María.

«Aunque mi familia me preguntapor Rafael, prefiero no contar mucho—comenta María Francisca, que repitelas palabras de Ana María y se haceeco de la opinión de Maribel al añadir—: La verdad es que no me sientocómoda hablando de esas cosas, nisiquiera en privado. Yo lo prefiero asíy Rafael y yo, como pareja, también lopreferimos. No lo aceptaríamos de otromodo.»

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CAPÍTULO 9

EN LA CIMA DEL MUNDO

El secreto radica en ser capaz de hacer loque puedes hacer cuando más lo necesitas.Djokovic es un jugador fantástico —segúnToni, con más dotes naturales que yo—,pero en una final de Grand Slam, que sedecide al mejor de cinco sets, los nerviosy la resistencia cuentan tanto como eltalento. Cualquier duda que hubierapodido tener antes del comienzo del

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partido, se había evaporado gracias a miactuación en los dos primeros sets. Encuanto a la tensión propia de estarjugando la final del US Open, yo ya habíaganado ocho Grand Slams y mi rival uno,lo cual me daba la confianza de saber quepodía afrontarlo como mínimo tan biencomo él. Otro dato a mi favor era que suhistorial revelaba que en los partidos muylargos flaqueaba físicamente. Nunca mehabía derrotado en un partido de cincosets. Era, es cierto, un jugador conmomentos deslumbrantes, pero yo jugabacon mucha estabilidad, con el motordiesel ronroneando. Tenía la impresión deque si yo ganaba el tercer set, se sentiríacomo si tuviera que escalar una montaña.

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Pero al principio del tercer set siguiócon su racha, retomándola donde la habíadejado al final del segundo. El partido nopodía haber estado más igualado en aquelmomento, con el fiel de la balanza siacaso ligeramente inclinado hacia su lado.Eché un vistazo hacia donde estaba miequipo y mi familia, que se encontrabansentados a mi izquierda. Toni, Carlos,Titín, mi padre y Tuts, y detrás de ellos mimadre, mi hermana Maribel y MaríaFrancisca, que parecía un poco nerviosa.Era la segunda vez que acudía para vermejugar una final de Grand Slam.Normalmente me ve en su casa portelevisión, sola, como durante la final deWimbledon de 2008, o con sus padres.

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Ella misma confiesa que, cuando latensión la puede, cambia de canal duranteun rato o se va de la habitación. Enaquella ocasión, en Nueva York, me dijoque tuvo que resistir varias veces elimpulso de levantarse e irse. Y estábamosen el momento del partido en que más sepuso a prueba su propia capacidad deaguantar.

María Francisca ha jugado al tenis yentendía tan bien como yo que lainterrupción ocasionada por la lluviahabía reactivado a Djokovic. Lo demostróen el primer punto del set, que jugó demanera impecable, con un tiro abiertohacia fuera y rematando con un fulminanterevés ganador en paralelo hacia mi lado

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derecho. Repitió la hazaña con un tiro másprofundo, tras un peloteo más largo, en elsegundo punto. Muy bueno.

Me lo tomé bien. Hay jugadores queestallan encolerizados cuando el oponentelos domina, pero no tiene sentido. Loúnico que consigues es perjudicarte a timismo. Lo que hay que hacer es pensar:«No puedo hacer nada por impedirlo,entonces ¿por qué preocuparse?»Djokovic estaba corriendo muchosriesgos y por el momento le valían lapena, pero yo me las apañaba para jugarcon la intensidad que quería, golpeaba labola con fuerza y profundidad sin correrriesgos, dejándome más margen para elerror. «Capea el temporal —me dije—. Si

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no me recupero en el siguiente punto, merecuperaré en el otro.»

Pero no fue en aquel juego. Lo ganóél, cediéndome sólo un punto por unadoble falta más bien inexplicable quecometió —por lo visto quiso hacerme unace con el segundo servicio— cuando meganaba 40-0. Pues muy bien. Qué íbamosa hacerle. Mala suerte. Iba por delante yyo tendría que pisarle los talones con miservicio, quizá durante un rato largo.

El siguiente juego era de importanciacapital para mí si quería ganar. Djokovicse había llevado los tres anteriores, sicontábamos los dos últimos del segundoset, y tenía que pararle los pies o mesacaría mucha delantera. Jugué el primer

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punto con inteligencia, con pelotas altas.Si a Djokovic le lanzas la pelota baja o amedia altura, con la vista de lince quemostraba en aquel partido, te la puededevolver a la perfección, pero si se lalanzas a la altura del hombro, lo pones ensituación incómoda, lo obligas a hacersuposiciones y le desbaratas el ritmo. Asíconseguí ponerme 15-0 arriba. No porquele metiera un golpe ganador, sino porquelo forcé a cometer un error atípico.Aquello me dio confianza, me arriesgué yle arranqué otro punto clavándole unaderecha en la esquina. Asintió con lacabeza, como diciendo: «No podía hacernada contra eso.» Es algo que yo no hago:para nada exteriorizo que aprecio los

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buenos golpes del rival. No porque sea unmaleducado, sino porque suponeapartarme peligrosamente del guión quellevo escrito en la cabeza. Pero reconozcoque su actitud fue la correcta: se quitó elsombrero ante lo inevitable y siguiójugando.

Gané el juego sin regalarle ni un solopunto y a continuación, a modo decompensación tan inesperada comoprematura, le rompí el servicio y me puse2-1 tras uno de mis mejores golpes delpartido, un revés cruzado a la carreradesde dos metros más allá de la línea defondo. Había subido a la red con todasensatez, dado que me había enviado untiro de aproximación en profundidad hacia

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la esquina de mi revés, pero mi tiro losuperó antes de que ni siquiera pudieraintentar llegar a la bola para bolear. Locelebré dando un codazo al aire ygritándome a mí mismo: «¡Vamos!» Habíaroto el empuje de Djokovic, habíarecuperado la iniciativa y me habíademostrado a mí mismo —y a él— quetambién yo sabía colocar golpesganadores geométricamente inverosímiles.

Sintiéndome psicológicamente másfuerte que nunca en lo que llevábamos departido, me di cuenta de que empezaba aadelantarme en la batalla mental. Enencuentros anteriores, Djokovic habíamostrado cierta tendencia a sentirsecontrariado conforme progresaba el juego,

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cuando veía que había luchado hasta ellímite por cada punto. También tendía acansarse más de prisa que yo. Eso era loque yo tenía en el fondo de la mente; en lasuperficie sólo pensaba en el siguientepunto.

Tras la agitación del tercer juego,había llegado el momento de consolidar ycapitalizar la ruptura del servicio.Siempre que juego hago cálculos yprocuro elegir la mejor táctica según mesienta en un momento dado, la impresiónque me produzca la moral del contrario ycómo esté el marcador. Lo que tenía quehacer en aquel momento, pensé, era serpaciente, responder al peloteo, no forzarnada, aprovechar las oportunidades

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cuando se presentasen, pero sin buscarlas.Tenía que agotar a Djokovic, aprovecharsu nerviosismo, esperar a que cometieraerrores. Ésa fue la pauta que seguí en ellargo primer punto del cuarto juego, quegané yo. Aquí percibí otro indicio de suestado de ánimo: su negativa atransformar en golpes ganadores dosdejadas que le envié y que fueron comosendas invitaciones. Mi confianzaaumentaba mientras la suya parecíareducirse por momentos. Gané el juegodejándolo a cero con mi servicio yquedamos 3-1, con la sensación de queiba a tener otra oportunidad de romperleel suyo.

La ocasión llegó cuando Djokovic

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perdía 15-40 en el siguiente juego. Yo noquería hacer nada especial, sóloconcentrarme en devolverle las pelotas enprofundidad, variando el ritmo de misdisparos, combinando el liftado dederecha con el liftado de revés,frustrándolo, esperando que perdiera lapaciencia, cosa que ocurrió. Pero, alverse entre la espada y la pared, Djokoviccambió de táctica. Había venidoperdiendo los peloteos largos, así queempezó a acercarse a la red justo despuésde sacar. La primera vez le funcionó yganó el siguiente punto con una volea. Yopreferí interpretar aquellas audacias comoun síntoma de desesperación, aunque unsaque espectacular lo puso en 40-40,

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deuce. Conseguí otro punto de break, perolo perdí y me enfadé conmigo mismo, noporque le hubiera respondido con ungolpe que botó fuera, sino porque mearriesgué demasiado, porque busqué unaangulación demasiado sutil, cuando latáctica correcta era no forzar las cosas,sino tener la bola en juego y esperar a quellegase una mejor ocasión. Había perdidola concentración un instante y me enfadéconmigo mismo por eso. Djokovic dabamuestras de vacilación, pero en cualquiermomento podía recuperar su mejor juegoy yo estaba desperdiciando la granoportunidad de adelantarme de maneraincontestable en el set. En efecto, ladesperdicié. No supe capitalizar los tres

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puntos de break que me llovieron delcielo en el quinto juego, mientras que élganó el primero que se le presentó.

Pero la tendencia siguió siendofavorable para mí. Djokovic luchaba pordefender su servicio; yo ganaba el míocon comodidad, como me disponía ahacer entonces, dejándolo a cero, paracolocarme 4-2. Tuve una nuevaoportunidad de romperle el servicio y loque me pareció otro punto como los milesque ya habíamos jugado, aunque de nuevofui incapaz de dar el decisivo salto haciadelante. Yo jugaba mejor, eso eraindudable, y él estaba contra las cuerdas,pero resistía. En los dos juegos siguientesmantuvimos nuestro servicio y llegamos al

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5-4 y me tocaba sacar a mí.Entonces me puse nervioso. Me suele

entrar un ataque de vértigo cuando lavictoria parece despuntar en el horizonte.Si ganaba aquel juego y me ponía pordelante con dos sets a uno, habríarecorrido dos tercios del caminonecesario para ganar el último GrandSlam que me faltaba por conquistar. Enesas circunstancias, Djokovic tendría queganar los dos sets siguientes y porentonces se habría dado cuenta de que yono pensaba cederle ni un palmo deterreno. Por más que intentaba desterrar laidea de mi cabeza, sentía su acecho y meinhibía. Por ese motivo era fundamentalseguir jugando sobre seguro, aferrándome

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como nunca a mi natural juego defensivo,con la esperanza de que Djokovic tuvieralos nervios más deshechos que yo.

Empezamos el juego con dos peloteoslargos, de más de veinte golpes cada uno.Yo gané el primero porque se le fue unabola; él ganó el segundo con una tremendaderecha ganadora. Estábamos 15 iguales ynoté que crecía la tensión, a pesar de locual me mantuve lo bastante sereno comopara que mi rival, por muy satisfecho queestuviera por haberme ganado aquel puntotan bien, entendiera que iba a tener queatacarme con la caballería si queríasobrepasarme. Que pensara: «¡Uf! Voy atener que sudar la gota gorda para sacarleun punto a este tipo.» Mientras tanto, lo

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que yo veía era que Djokovic estabacansado y jadeaba, y pensé: «Dudo quesea capaz de meterme otro golpe comoése.» O, al menos, eso era lo que queríacreer.

Perdí el punto siguiente con unaimprudente derecha, pero me puse 30-30con un gran servicio alto y abierto.Normalmente, teniendo el servicio habríajugado sobre seguro y me habríaconcentrado en meter la bola dentro en elprimer saque, para ahorrarme laposibilidad de regalársela si el segundoera titubeante. Pero nunca había confiadotanto en mi servicio como en aquel torneoy pensaba que había llegado el momentode romperle el suyo. Fue la decisión

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correcta. Con el siguiente saque le metí unace y tuve un punto de set; el siguiente fueigual de bueno: abierto, fuerte e imparablecontra su revés. Había ganado el set por6-4.

Se trataba de una clarísimaconfirmación de la filosofía del trabajoduro que me había guiado en mis veinteaños de vida tenística. Era la pruebairrefutable y lógica de que la voluntad devencer y la de prepararse son una y lamisma cosa. Estaba a punto de conseguiralgo realmente grande. Llegar a aquellasituación era la culminación de años desacrificio y dedicación, basados en lainamovible premisa de que no hay atajospara lograr el éxito sostenido. En los

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deportes de élite no se puede engañar: eltalento solo no basta. Es el primerladrillo, pero encima de él tienes queamontonar el trabajo incesante y reiteradoen el gimnasio, el trabajo en las pistas, eltrabajo de estudiar tus propios vídeos ylos de tus oponentes en acción, siemprepeleando por estar más en forma, por sermejor, más astuto. Elegí ser tenistaprofesional y el resultado de aquellaelección sólo podía ser una disciplinainquebrantable y un incesante deseo demejorar.

Si me hubiera dormido en los laurelesdespués de ganar el Abierto de Francia oWimbledon, creyendo que mi juego erasuficientemente completo para garantizar

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éxitos futuros, no habría estado allí, en elestadio Arthur Ashe de Nueva York, conla posibilidad de añadir el US Open a mipalmarés particular. Si había llegado tanlejos era porque en ningún momento habíaperdido de vista mis prioridades.

La verdadera prueba se produce esasmañanas en que despiertas después dehaber trasnochado mucho y lo que menosdeseas es levantarte y entrenar, sabiendoque vas a tener que trabajar muy duro yque vas a sudar mares. Es posible que porun momento se establezca un debate en tumente. ¿Y si me lo salto hoy, sólo por estavez? Pero no escuchas el canto de sirenaque suena en tu mente, porque sabes quede ese modo acabas cayendo por una

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pendiente resbaladiza y peligrosamenteinclinada. Si flaqueas una vez, flaquearásmás veces.

En ocasiones me han asaltado dudasmás profundas. Después de pasar lasNavidades con mi familia en Mallorca,fechas en las que me tomo un mes dedescanso para alejarme de lacompetición, me pongo a pensar en el añoque se avecina con sentimientosencontrados. La melancolía viene acercenar el entusiasmo que siento. Quieroescalar más montañas, pero siguen siendomontañas. Sé muy bien que el año que seaproxima va a ser implacable y agotadoren todos los frentes: entrenamientos,viajes, competiciones, trato con los

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medios, patrocinadores, fans. Pasaré lamayor parte del tiempo lejos de casa, ellugar donde siempre quiero estar. Suelosubir al primer avión del año con elcorazón pesaroso y me dirijo al este,hacia el Open de Australia. En cuantodespegamos se esfuma la melancolía y miatención se concentra totalmente, concreciente emoción, en la tarea que he dehacer de manera inmediata. Pero tengouna vida personal al margen del tenis yotro factor del éxito en la pista reside enganar la batalla entre mis necesidadesprivadas y las exigencias profesionales.Aunque en ocasiones es una batalla queme gustaría no tener que librar.

Mi hermana Maribel recuerda que

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hace tres o cuatro años llegó a casa y meencontró sentado en las escaleras,llorando. Estaba recuperándome de unalesión y preparándome parareincorporarme a la temporada tenística.Me preguntó qué me ocurría y le dije quehabía sentido de pronto un profundo pesarpor haberme negado la oportunidad depasar más tiempo jugando con mis amigoscuando era pequeño. Mi hermana sequedó atónita. Cuando estoy en casa, elnoventa por ciento del tiempo,exceptuando el período que siguió a laseparación de nuestros padres, lopasamos riendo y bromeando juntos.Aquel momento de desánimo ponía demanifiesto que, aunque de modo pasajero,

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era muy consciente de que había realizadomuchos sacrificios para estar dondeestaba, de que había tenido que pagar unprecio.

Sin embargo, en ningún momento sehabía producido una elección real. Laparte dominante de mi carácter se revelóen aquel otro episodio que se habíaproducido mucho antes, cuando con diezaños me había echado a lloraramargamente en el asiento posterior delcoche de mi padre. Nunca hemos olvidadoaquella ocasión en que le dije que elplacer que había sentido pasando con misamigos aquellas vacaciones de agosto nohabía bastado para compensar elsufrimiento de perder ante un jugador al

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que habría podido derrotar. El sufrimientose debía al hecho de saber que habíarendido por debajo de mis posibilidades,que si aquel mes de agosto me hubieradedicado a entrenar en vez de a jugar,habría ganado el partido. Ese día fijé misprioridades y, sin ser entonces del todoconsciente, tomé la gran decisión de mivida. Una vez hecha, no podía habermarcha atrás. Ni entonces ni ahora. Elcamino quedó trazado y, aunque ha habidomomentos de duda y debilidad, nunca mehe apartado de él, ni siquiera cuando latentación era muy fuerte.

Sentí una de aquellas tentacionesdurante unas vacaciones en que me fui aTailandia con un grupo de amigos de

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Manacor a los que conocía desde lainfancia. Fue una oportunidad pararecuperar el tiempo perdido, pero minaturaleza competitiva se rebeló.

Estaba a punto de comenzar un torneoen Bangkok y antes de dirigirme a lacapital tailandesa, decidí tomarme unasemana libre y quedarme en la playa.Éramos diez, incluyendo a mi amigo másantiguo, Miguel Ángel Munar, con quienhabía entrenado de niño a las órdenes deToni. Mientras nos preparábamos paraemprender el viaje, me asaltaron dudassobre el beneficio que me reportaría irhasta Tailandia, superar el jet lag ycompetir en un torneo en el que no era unaprioridad para mí vencer, pero me había

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comprometido a participar ocho mesesantes y no podía dejar plantados a losorganizadores en el último momento.

Durante las vacaciones lo pasamosgenial. Alquilamos motos de agua yjugamos al golf. Pero recuerdo que lo quele llamó la atención a Miguel Ángel, quehasta aquel momento no sabía lo que eraestar conmigo día y noche una semanaantes de un torneo, fue que, en cuantoaterrizamos, tras un viaje con tres escalas,me dirigí a una pista de tenis que había enel complejo hotelero y entrené durante unahora. Más asombrado aún se quedó alaveriguar que, aunque nos acostáramos alas cinco de la madrugada, yo melevantaba puntualmente a las nueve todas

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las mañanas para entrenar, y luego lohacía durante otra hora por la tarde.

Lo que no sabía Miguel Ángel era que,aunque nos lo estábamos pasando demaravilla, algo me molestaba. Invertía eltiempo debido en entrenar, pero no lohacía con toda la intensidad que sabía quedebía con un torneo a la vuelta de laesquina. Nos encontrábamos en plenotrópico y el clima era demasiado tórrido yhúmedo para ejercitarme de acuerdo conmis necesidades, así que tomé unadecisión que no les gustó a mis amigos nia mí. Pero tenía que tomarla. Teníamosplaneado volver a Bangkok un martes alanochecer, pero yo me fui el lunes por lamañana. Ya que había decidido

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participar, no por no ser el torneo másimportante de mi trayectoria iba a dejarde entregarme al máximo. Si hubierarespetado el calendario previsto, habríaperdido dos días de entrenamiento y medaba cuenta de que no podíapermitírmelo. Al final perdí en lassemifinales, consciente de que, si mehubiera divertido menos en la playa, mehabría alegrado más en la pista.

Una lección que he aprendido es quesi el trabajo que hago fuera fácil, no megeneraría tanta satisfacción. La emociónde ganar es directamente proporcional alesfuerzo que hago por lograrlo. Tambiénsé, gracias a una larga experiencia, que sien el entrenamiento me esfuerzo aunque no

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tenga ganas, la recompensa será queganaré partidos aunque no esté en mimejor momento. Así es como se ganan loscampeonatos y es lo que diferencia al granjugador del que sólo es un buen jugador.La clave está en lo bien que uno se hayapreparado.

Novak Djokovic es uno de los grandesde nuestro tiempo, no cabe ninguna duda,pero las sombras del anochecer caíansobre Nueva York y yo ganaba por dossets a uno. Eran las nueve y cuarto cuandosirvió, iniciando así el cuarto set. Jugababien, pero yo jugaba muy bien. Sabía quetenía que estar bajo una gran tensión, yaque, exceptuando el primer punto elpartido, que lo había ganado él, en ningún

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momento se había puesto por delante demí. Ahora se estaba rezagando. Si meadelantaba en aquel set, iba a serpsicológicamente muy duro para él. Yotambién sentía la presión, pero teníasuficiente experiencia en finales de GrandSlam para confiar en las posibilidades demi juego.

Ya en el primer punto del set tuve unaracha de suerte. Sirvió bien, poniéndomeyo a la defensiva inmediatamente,intercambiamos un par de golpes y subió ala red. Quise responder con un revéscortado y cruzado, pero le di mal a la bolay, de chiripa, me salió un globo. Djokovicpensaba ir en busca de un remate, perodejó volar la pelota creyendo que iría

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fuera; calculó mal el retroceso y la bolaaterrizó exactamente en la línea de fondo.Fue un buen punto que valió la pena ganar,pero sobre todo fue un reflejo reveladordel estado de ánimo de Djokovic.Corroboraba mi impresión de que suconfianza se estaba erosionando y de quese estaba quedando sin ideas. De no serasí, habría rematado o, en cualquier caso,no habría tenido tanta prisa por terminarel peloteo subiendo a la red, algo quehace en tan contadas ocasiones como yo.Cada vez se arriesgaba más y la intuiciónme decía que, si seguía castigándolo,acabaría por abatirlo.

Ganó el punto siguiente lanzándosehacia la red y endosándome una volea

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cortada en un ángulo muy difícil. Yo corrícomo loco, cruzando la pista en diagonal,y casi conseguí responder. Fue importanteque viera mi voluntad de recuperar labola, porque se lo pensaría dos vecesantes de intentar otra volea. Podríaobligarle a probar algo demasiado difícil,y de ese modo, cometer un error. Conaquel 15-15 estuvimos un rato largointercambiando pelotas desde la línea defondo, hasta que perdió la calma e hizo unimpaciente intento de meterme unaderecha ganadora, que se le fue. Ganó elpunto siguiente porque mi tiró botó fuera,pero luego falló la otra derecha yquedamos 30-40, con un punto de break ami favor. Por primera vez en todo el

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partido dejó escapar una maldición en vozalta. Puede que necesitara hacerlo; puedeque así se sintiera mejor. Pero para mífue, más que nada, otro indicio que meanimó.

Mi principal problema en aquelmomento era que seguía funcionándolebien el servicio, un arma muy eficaz ensus manos. No había fallado ningunodesde el inicio del juego. Tampoco fallólos tres siguientes. Ganó el juego yquedamos 1-0, pero yo seguía teniendo laimpresión de que se estaba quedando sinbalas.

Serví bien, jugué bien e igualé elmarcador. Él ganó un punto, lanzándomeuna derecha en paralelo con una potencia

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al límite de lo humano, pero yo gané losotros cuatro, uno con un revés que se lefue y le hizo proferir otro de aquellosaullidos de dolor que tanto me animaban amí. Rematé la faena con dos saques delibro.

Con 1-1 en el marcador y sacando él,olí la sangre. Yo iba embalado desde elprincipio del tercer set y no iba a pararmeahora. Tenía las piernas descansadas ysentí una oleada de confianza. Él, encambio, tenía la mente y el cuerpocansados y se le notó en los dos primerospuntos del juego, que perdiódesastrosamente con tiros flojísimos. Suprimer servicio seguía funcionando y erasu salvavidas, pero cuando le metí una

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derecha ganadora que superó susdefensas, no pasó de 30. Habíaaprovechado mi oportunidad y ahora teníayo el saque con el que intentaría el 3-1.

Cuando voy por delante, tengotendencia a jugar a la defensiva, pero mesentía tan bien que, conforme avanzaba eljuego, fui pasando al ataque y tomando lainiciativa un punto tras otro. Es lo queocurrió en el primer punto del cuartojuego, en el que moví a Djokovic aderecha e izquierda, y otra vez hacia laderecha, bombardeándolo, hasta que no lequedaron fuerzas más que para enviar unaderecha floja contra la red. Gané el juegoen blanco y, además, le metí dos aces.Tras consolidar la ruptura del servicio de

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Djokovic conservando el mío, y ya con 3-1 en el marcador, me sentía dueño de lasituación.

Una regla no escrita del tenis dice quesi estás cansado, debes esforzarte paraque no se note. Él ni siquiera lo intentaba.Su lenguaje corporal reflejabaresignación, como si hubiera agotado lasrespuestas a los problemas que yo leplanteaba. Era el momento de ir a por eldoble break y asegurar el partido. El buenjuicio me aconsejaba una vez más jugar alo seguro, pero mi instinto me decía queera la ocasión propicia para mostrarmeagresivo. No quería dejar de presionar aDjokovic ni un solo segundo. Sabía queera un hombre imprevisible y lo que yo

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tenía que evitar a toda costa era que se lepresentase una oportunidad, por pequeñaque fuese, de recuperar la fe en sí mismoy volver a su mejor forma. Miré a miequipo y mi familia por el rabillo del ojoy vi que Tuts sonreía de oreja a oreja.Toni estaba tan serio y concentrado comosiempre. Nuestras miradas se cruzaron ymurmuró algo que apenas distinguí porencima del barullo, pero que significabaque había llegado el momento de ir deverdad a por todas. Era lo que yo queríaoír. Mi juez más severo confirmaba miopinión sobre el rumbo del partido.

No necesité esforzarme tanto comoesperaba para romperle el servicio porsegunda vez. En el primer punto se

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revolvió con una derecha que se le fue yyo rematé la ventaja ganando el siguientecon una derecha que lo pilló descolocado.Luego hizo doble falta y quedó 0-40. Yofallé mi primera oportunidad con unaderecha que botó fuera, pero acto seguidose dio cuenta de que se le iba el partido ygritó de desesperación al fallar unaderecha que fue a parar a la red. Yoganaba dos sets a uno, en el cuarto íbamos4-1 y me tocaba sacar.

Cuando sacas bien, como yo entonces,eliminas de tu juego una importantecantidad de angustia. Mientras te preparaspara sacar al comienzo de un juego nopiensas: «Por favor, por favor, no mefalles.» El ritmo de tu servicio se

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automatiza y el cuerpo hace el trabajo casipor sí solo. A nivel mental es de un valorincreíble. Te sientes mucho más tranquilo,libre para concentrarte en otros aspectosdel juego.

Ésta era la teoría y así habría tenidoque ser en la práctica, pero no. Porque enaquel momento la mente empezó agastarme bromas pesadas. Allí estaba yo,a punto de sacar para llegar al 5-1, con mirival claramente hecho polvo, y de prontoel miedo se apoderó de mí, tal como habíaocurrido en Wimbledon, dos años antes,en el momento crítico del cuarto set. Aligual que entonces, tenía miedo de ganar.Hasta el más mínimo indicio de lógicadecía que tenía aquel partido en el

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bolsillo. ¿Cuántas veces en mi carrera,encontrándome en aquellas mismascircunstancias, había perdido después deir por delante con un doble break?¿Cuatro? No, no tantas; seguramente, dos.Estaba claro que el set y el partido teníanque ser míos, a no ser que se produjerauna catástrofe totalmente inesperada.

Entregarme a la especulación no eralo correcto en ese momento, así que tratéde alejar los pensamientos de victoria queme llenaban la cabeza. Me esforcé porhacer lo que tocaba: pensar sólo en elsiguiente punto, aislándome de todo lodemás. Sin embargo, no podía, noacababa de conseguirlo; mientras mecolocaba para el primer servicio estaba

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asustado, así de sencillo.El efecto sobre el que saqué fue

inmediato. Tras funcionar como un relojhasta aquel momento, se atascó derepente. La confianza en mis golpes sevino abajo y todos mis movimientossalieron mal. Me puse a jugar a ladefensiva, correteaba con torpeza por lapista. Tenía el cuerpo en tensión, el brazoagarrotado. De nada me sirvió repetirmeque si ganaba aquel juego estaría 5-1arriba y el US Open sería prácticamentemío. La enormidad de lo que estaba apunto de conseguir hacía que me sintiesecomo si estuviera delante de un monstruogigantesco a punto de engullirme. Mesentía casi paralizado.

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Conseguí que la bola del primerservicio del primer punto entrara. Fue ungolpe normal, seguro, sin fuerza, perosuficiente para iniciar el peloteo yahuyentar el fantasma de la doble falta, locual fue una hazaña de por sí. Por suerte,Djokovic tenía la moral hecha añicos y elpeloteo terminó con un envío que se le fuefuera. El siguiente punto lo perdí yo porbuscar una derecha en paralelo. En todoslos sets había conservado el servicio concomodidad menos en aquél, que fue unatortura. Llegamos a deuce. Repetimos eldeuce dos veces. Yo salvaba un punto debreak y él, de súbito, me lanzaba un parde zambombazos ganadores. Pero su juegoera desigual: por cada derecha que

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soltaba, cometía un error no forzado. Yoseguía firme, sin cometer errores noforzados. En el tercer deuce subió a la redy conectó una potente derecha abiertahacia mi revés. Casi tuve quearrodillarme para devolverla, peroconseguí poner toda la fuerza de mi brazoen la bola y di un trallazo ganadorcruzado. El instinto había entrado enacción y derrotado a los nervios, y yohabía conseguido uno de mis mejoresgolpes del partido.

En el siguiente punto no pudo con misaque. Restó demasiado largo y allí acabótodo. Ganaba yo 5-1.

La tensión para mí desapareció. Letocaba sacar a él y yo no esperaba ganar

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aquel juego, sino el siguiente. Me poseíauna sensación de calma después de latormenta y, efectivamente, disputé aqueljuego como si estuviera medio dormido.No me enorgullezco de ello. Ganó eljuego dejándome a 30 con una dejada devolea a la que ni siquiera intenté llegar.

Sirviendo para el partido con elmarcador 5-2 volvieron los nervios. Enrealidad, siempre están ahí. Son tandifíciles de controlar como el oponenteque tienes al otro lado de la red y, al igualque éste, una veces bullen y otras estánapagados. En aquel momento eran el peorobstáculo que me quedaba por salvar paraconseguir la victoria. Miré hacia laesquina y vi las caras de mi familia y

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colaboradores, entusiasmados, dándomegritos de ánimo. En mi interior queríaganar por ellos, por todos nosotros, peromi cara, mi buena cara, no revelaba nada.

Los nervios se estaban apoderando detodos. Djokovic restó demasiado largo misaque en el primer punto y luego el juezde línea declaró mala una pelota suya quehabía botado claramente en la línea.Tuvimos que repetir el punto. Todo eraahora a vida o muerte y aquellaequivocación fue como un puñetazo. Tuveque apartarla de mi mente de inmediato yrecordarme a mí mismo que tenía queseguir jugando con constancia, sinaudacias, dando a mi rival un ampliomargen para cometer errores.

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En el segundo punto probó una dejada.Esta vez corrí en busca de la pelota y laalcancé. Respondió con una volea y, conla nariz tocando casi la red, se le devolvícon otra y gané el punto. 30-0. El público,incapaz de estarse quieto durante aquelpunto, como en muchos otros anteriores,se volvió loco, y Toni más que nadie.Levanté los ojos y lo vi a mi izquierda.Estaba de pie, con los puños apretados,esforzándose por no llorar. Yo sí lloraba.Me sequé las lágrimas con la toalla. Conlos ojos empañados la vi; vi por fin lavictoria. Sabía que no debía, pero lo hice.

Bueno, todavía no. En el siguientepunto, la bola de Djokovic impactó en elcintillo de la red y cayó en mi lado.

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Maldije por dentro. Habría podido ganar40-0 y estar en condiciones de jugar elsiguiente punto con calma, sabiendo quetodo había acabado. En lugar de eso, mástensión. Entonces se me colocó con 30iguales tras haberme precipitado en migolpe, tratando de meterle una derechaganadora. El corazón me iba a cien, losnervios peleaban con el júbilo. Dospuntos más y lo habría conseguido. Meesforcé por mantenerme concentrado,mientras me decía: «Juega tranquilo, no tearriesgues, limítate a controlar la bola.»

Aquella vez seguí las indicaciones demi guión. El peloteo fue largo, quincegolpes. Cambiamos una docena detrallazos a la línea de fondo y entonces se

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acercó a la red después de una derecha enprofundidad abierta hacia mi revés.Aquella vez fui yo el afortunado. Mi bolarozó la red y, aunque consiguió hacermeuna dejada, yo corrí en diagonal por lapista y la recogí casi del suelo con unaderecha. Djokovic esperaba que lerespondiera con un golpe cruzado, peroopté por un golpe paralelo y la bola, queiba liftada, entró. Djokovic no podíacreérselo. Discutió la bola, pero no teníarazón. La pantalla mostró que la pelotahabía entrado por un milímetro, rozandoel borde exterior de la línea de fondo. Seacuclilló y bajó la cabeza: era el vivoretrato de la derrota. Toni, Titín y mipadre apretaron los puños y gritaron

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«¡Vamos!» Tuts, mi madre y mi hermanaaplaudían, riendo de alegría. MaríaFrancisca se había echado las manos a lacabeza, como si no creyera lo que estabaa punto de suceder.

Punto de partido. Punto decampeonato. Punto de todo. Alcé la vistaa mi equipo para armarme de valor yjugar el punto con serenidad.Esforzándome otra vez por contener laslágrimas, saqué. Abierto hacia el revésdel rival, como me habían dicho. Elpeloteo duró seis golpes. En el sextogolpeó la pelota abierta, muy abierta, ybotó fuera. Las rodillas se me doblaron ycaí al suelo antes incluso de que la pelotatocase la superficie, y allí me quedé, boca

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abajo, sollozando, temblando de pies acabeza.

Derrumbarse de ese modo no es algoque se planifique. No me di cuenta de loque hacía. La cabeza se me paró, laemoción pura se apoderó de mí y liberétoda la tensión, y lo mismo le sucedió ami cuerpo, incapaz ya de tenerse en pie.De súbito, como si recuperase elconocimiento después de un desmayo, medi cuenta de que estaba tendido en elsuelo, rodeado de ruido, y vi lo queacababa de lograr. A los veinticuatro añoshabía ganado los cuatro Grand Slams,había entrado en la historia, habíaconseguido algo que superaba todo lo queme había atrevido a soñar, algo que

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duraría toda mi vida y que nadie mequitaría jamás. Ocurriera lo que ocurriesedespués, algún día abandonaría laprofesión tenística tras haber sido unjugador importante para el deporte, uno delos mejores y, según esperaba —puestambién pensé en esto en el momento deltriunfo—, también alguien a quien la genteconsideraba una buena persona.

Novak Djokovic («Nole», como lollamo yo, como lo llaman sus fans, susamigos, su familia) es ya todas esas cosas.Con una generosidad extraordinaria en unmomento tan amargo para él, no meesperó en la red, sino que se me acercópara abrazarme y felicitarme por lo quehabía hecho. Me dirigí a mi silla, dejé la

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raqueta y volví al centro de la pista conlos puños en alto. El ruido de la multitudme envolvía. Caí de rodillas, sollocénuevamente, bajé la cabeza hasta tocar ladura superficie de la pista y permanecí asíunos segundos. Había puesto muchísimoen aquello y era muchísimo lo que teníaque agradecer.

En la ceremonia de entrega depremios, Nole fue el primero en hablar yde nuevo se comportó con una gran clase,elogiándome con profusión y dando lasgracias a amigos ausentes. Demostró queera el más digno de los perdedores y todoun orgullo para nuestro deporte. Cuandome llegó el turno de acercarme almicrófono, di las gracias a los miembros

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de mi familia y de mi equipo, que sehabían reunido allí, delante de mí, y lesrecordé la verdad más categórica de mivida: que no lo habría conseguido sinellos. Hice mención especial a JoanForcades, que me estaba viendo desdecasa. Sí, Joan tenía razón. El resultado eramayor que la suma de las partes y la partemás importante de todas es la gente queme rodea, pero me había sentidoexcepcionalmente en forma y fuertedurante el torneo, lo que me había dadoventaja ese día sobre Nole, y Joan habíadesempeñado un papel importante en ello.También reconocí la noble actitud de mirival en la derrota y subrayé que era ungran ejemplo para los niños de todo el

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mundo. Dije que estaba seguro de queganaría aquel trofeo muy pronto, comotambién estaba seguro de que seguiríasiendo un temible rival en los añosvenideros. Pero era mi momento. A pesarde toda la pasión y el trabajo que habíainvertido durante tanto tiempo paraintentar llegar a ser todo lo buen tenistaque pudiera ser, aquello era algo que nohabía imaginado jamás. Mientras sosteníaen alto el trofeo del US Open y lascámaras relampagueaban y el públicoaplaudía, comprendí que había hechoposible lo imposible. En ese brevemomento estuve en la cima del mundo.

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MANACOR

La rueda de entrevistas con los mediosdespués de la final del US Open duró treshoras, casi tanto como el partido. Nadalrespondió pacientemente a todas laspreguntas, la más repetida de las cualesfue: «¿Qué harás superar lo que hasconseguido?» La respuesta era invariable:«Trabajar mucho, tratar de jugar mejor yvolver el año que viene.»

A la una de la madrugada se fue acenar con su familia y su equipo a un

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restaurante de Manhattan del que nosalieron hasta pasadas las tres. A lasnueve tuvo una entrevista en la calle conel programa Today Show de la NBC ydespués, seguido por una creciente masade fans, posó para que le hicieran fotos enTimes Square, como manda el protocolode Nueva York. Los coches pitaban y loscordones de policía contenían a lamuchedumbre que gritaba. Luego fue a unpar de entrevistas en directo en unosestudios de televisión y, a continuación, aun evento de Nike presentado por uno desus más fervientes admiradores, elcarismático ex campeón de tenis JohnMcEnroe. Nadal nadaba en un mar deadulación. Sólo se habló de sus marcas: el

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primer jugador que había ganado lostítulos de Grand Slam en tierra batida,hierba y pista dura consecutivamente enuna temporada deportiva; el séptimotenista de la historia que ganaba los cuatroGrand Slams; el más joven en ganarlos,con 24 años, en la era de los Abiertos.

Terminó con el tiempo justo de llegaral aeropuerto JFK y embarcar en el vuelonocturno, rumbo a España, y llegar aManacor al día siguiente, a mediodía. Nohabía banda de música ni comité debienvenida, no había ningún alboroto enabsoluto. Aquella noche salió con susamigos de la infancia y a la mañanasiguiente, a las once, volvió a la pistapara cambiar pelotazos con su tío Toni,

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los dos tan absortos y serios comosiempre, como si todo estuviese aún porjugar y no hubiera conseguido mucho.

El centro municipal de deportes dondeentrenaban estaba prácticamente vacío. Enel parking, el deportivo de Nadal estabaaparcado junto a otros tres vehículos; enla pista de atletismo se ejercitaba uncorredor solitario; de la docena de pistasde superficie dura, sólo otra se estabautilizando. Ningún paisano del tenistahabía considerado que valiese la pena ir amirar o, menos aún, a rendir homenaje ala mayor celebridad mundial que habíadado la historia de Manacor, al hombreque muchos pensaban en aquel momentoque era el mayor deportista vivo. Sólo

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había dos mirones presentes, una parejade ancianos alemanes que hacían fotos ensilencio, desde una respetuosa distancia,sin duda por haber intuido, acertadamente,que la ceremonia entre tío y sobrino secelebraba en territorio prohibido.Sebastián, el padre de Nadal, apareciómás tarde, aunque no interrumpió a losdos jugadores, que, sumidos en un trancetelepático en su mundo aislado, nisiquiera lo miraron.

En la pista contigua, dos cuarentonesen pantalón corto luchaban con ardor,corriendo sin garbo de un lado a otro,como hacen los jugadores de club, trasunas pelotas que saltaban despacio, sinprestar atención al representante supremo

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de aquel juego, que desplegaba su rítmicorepertorio al otro lado de la vallametálica. No estaban impresionados o, silo estaban, no se les notaba. Igual que lafamilia de Nadal le ha tratado siempre;igual que a él le gusta cuando está enManacor de vuelta en casa.

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PALMARÉS

1994Campeón de Baleares categoría sub 12, alos 8 años

1997Campeón de España categoría sub 12

2000Campeón de España categoría sub 14

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2002Primera victoria como profesional en untorneo de la ATP, a los 15 años

2004Miembro del equipo español ganador dela Copa Davis, a los 18 años

2005Campeón del Abierto de Francia: primertítulo de Grand Slam, a los 19 años

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2006Campeón del Abierto de Francia

2007Campeón del Abierto de Francia

2008Campeón del Abierto de Francia,campeón de Wimbledon. Número uno delmundo. Oro en individuales masculinos enlos Juegos Olímpicos de Beijing

2009Campeón del Open de Australia

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2010Campeón del Abierto de Francia,campeón de Wimbledon y del US Open.Ganador de los cuatro torneos del GrandSlam

2011