quince dias con cenicienta - veronica garcia montiel

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Contenido

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Quince días con Cenicienta

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Sylvia Martínez

Maquetación: Carlos Esteso

Page 4: Quince Dias Con Cenicienta - Veronica Garcia Montiel

Primera edición: diciembre, 2013

Quince días con Cenicienta

© Verónica García

© éride ediciones, 2013

Collado Bajo, 13

28053 Madrid

éride ediciones

ISBN libro impreso: 978-84-16085-05-7

ISBN libro electrónico: 978-84-16085-18-7

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públicao transformación de esta obra solo puede ser realizada con laautorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento deesta obra.

Todos los derechos reservados

Verónica García

Quince días con Cenicienta

Page 5: Quince Dias Con Cenicienta - Veronica Garcia Montiel

El tiempo ha pasado tan lento

que los minutos se convirtieron en años y los años en siglos.

He vivido en un castillo en ruinas, frío como el hielo.

Me he refugiado en la noche

y la luna se ha convertido en mi mejor cómplice

sin ser consciente que la noche y la oscuridad

es el mismo refugio que el de los lobos,

llámame Cenicienta, pero quien sabe... quizá sea

Caperucita Roja.

Capítulo 1

Los recuerdos duelen mas que el presente

Siempre me gustaron los cuentos, me fascinaban sus finales felices.Recuerdo vagamente a mi padre, sentado en los pies de mi cama,leyéndome mi la larga colección: Blancanieves y los siete enanitos,Caperucita Roja, Alicia en el país de las maravillas y muchos más delos que nunca me cansaba ni saciaba de escuchar. Uno en especial, erami preferido, Cenicienta.

Cenicienta conmovió mi interior. Sentía la angustia que ella padecía;su dolor. Aun sin saber lo que el destino me deparaba, sin imaginarmeni una tercera parte de lo cerca que estaba de verme inmersa en mi

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cuento preferido, como protagonista.

Apenas unas horas después de haber nacido, mi madre murió en elparto. Mi padre sufrió un duro golpe que lo llevó directo a ladepresión, ya que no asumió la perdida de mi madre. Se frustrópensando que yo no podía crecer sin una figura materna.

La señora Santo Polo se convirtió en mi madrastra. Una mujer queengatusó a mi padre, aprovechándose de su enfermedad y suspreocupaciones. Una mujer que me ha atormentado casi toda mi vida,junto a sus dos hijas, Isabela y Charlot; las tres personas encargadasde hacer de mi vida un paño de lágrimas.

He escuchado que la soledad nadie la quiere y tenerla cerca hiere. Encambio, yo deseaba estar con ella, pues cuando estoy con la soledadnadie me ofende ni me daña, ella es mi tranquilidad. Me da la calma.La soledad es mi mayor aliada, lo más parecido a mi mejor amiga.

Mi madrastra me castigaba constantemente en mi habitación,pensando que eso me dolía y sin embargo era mi mejor refugio. Notenía que aguantar las impertinencias, los insultos ni lashumillaciones de tanto la señora Santo Polo como de sus dos hijas,que se ensañaban conmigo.

Mi padre las acogió en mi casa. Fue una tarde que recordaré toda mivida. La tarde que cambió mi felicidad y truncó mi vida, llevándomede la mano a la desesperación, a la angustia y a la soledad infinita…

Llamaron a la puerta pidiendo ayuda, suplicando por favor acogidapara ella y sus hijas. Mi padre, que era un buen hombre, no pudoevitar facilitársela aunque la señora Melan advirtió a mi padre. Melanera nuestra ama de llaves, quien se preocupaba de las labores de lacasa y su mantenimiento.

Melan le advirtió de que la señora Santo Polo tenía un largo y noagradable historial y que, según las voces que corrían por el pueblo,era una caza fortunas. Que sus dos hijas eran de padres diferentes, alos cuales ella desvalijó y dejó en la ruina antes de abandonarles y

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encaminarse hacia otra presa.

Aquella tarde estaba dibujando en un cuaderno que mi padre me habíacomprado sobre la mesita del recibidor. A mano derecha estaba laseñora Santo Polo y sus dos hijas, sentadas en el comedor, esperandola respuesta de mi padre. A mano izquierda, mi padre y la señoraMelan discutiendo sobre la decisión, en la cocina.

—Señor, no es buena idea. La gente anda diciendo que no es unamujer digna. Le traerá problemas —dijo Melan con angustia.

Mi padre se acercó más a ella y bajó un poco el tono, casi en unsusurro que aún así conseguí escuchar.

—Sabes que yo necesito una mujer en casa. Creo que sería buena idea.Por la niña… —Hizo una larga pausa antes de seguir hablando,recompuso las ideas y continuó—. Gelina necesita una figura maternay yo no le puedo ofrecer eso. La mujer tiene la ventaja que es madre ysabrá cuidar de ella y darle la educación adecuada, que por mi trabajome es imposible dársela yo mismo.

Melan se dispuso a contestarle, pero un carraspeo en forma de avisopor parte de mi padre le hizo abandonar el intento. Los dos posaron sumirada en mí.

Mi padre se comprometió a acogerlas con la condición de quecuidaran de mí en sus largas ausencias. Mi madrastra accedió deinmediato y mi vida cayó en picado hacia la penumbra. Mi padre ledio el poder de mi felicidad y ella la destrozó durante su primeraausencia. Cuando Melan regresaba de trabajar, comenzaban lastorturas... Me hacía fregar hasta altas horas de la noche y darleinterminables masajes con las mejores cremas que había en elmercado. Ella y sus hijas se reían de mí continuamente, decían que erafea, que mi pelo no tenía brillo y que mis ojos eran horribles.

Después de largas horas explotándome, limpiando sobre limpio una yotra vez, no me daban tregua y seguían amargándome incluso a lahora de dormir, ya que me hicieron abandonar mi cuarto y me

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trasladaron al sótano. Por la mañana, antes de que llegara Melan, meabrían la puerta y me amenazaban con que si contaba algo de losucedido, convencerían a mi padre para que me abandonara en algúnorfanato.

El miedo de que mi padre me abandonara, contando con que enaquellos entonces tenía seis años, callaba cada macabra escena quepresenciaba en ausencia de Melan y de él.

Al cabo de unos meses, la señora Santo Polo ya se había crecido. Ellaquería más y ya no le bastaba con vivir allí, ahora quería economía yvivir al mismo nivel que nosotros.

Mi padre, desconocedor de todo lo que sucedía a sus espaldas, creyóque ella merecía tener una economía y un nivel de vida mejor,pensando que estaba ejerciendo satisfactoriamente su trabajo,dándome una educación y ejerciendo de figura digna de aprender deella y emular. Incorrecto, pero no podía, ni puedo, culpar a mi padre,él lo hizo con buena intención; lo hizo por mí.

Mi padre accedió a darle todo lo que pedía y decidió casarse con ellapara que pudiera conseguirlo. Como aquel no fue un matrimonio poramor, las reglas seguían siendo las mismas; ella cuidaba de mí y acambio obtenía lo que quería.

Pero en menos de un año mi padre murió. Jamás se me comunicó quemi padre padeciera una enfermedad, salvo cuando su estado de saludya era visible. Con sorna y burla me dijeron que pronto me quedaríasola, huérfana por completo y que, en cuanto eso sucediera, mellevarían a un orfanato. En aquellos entonces tan solo tenía siete años.Algo que no me amedrentó y tampoco me dolió. Si mi padre ya noestaba ahí, no quería seguir sufriendo bajo las garras de aquellasdepredadoras.

Pero mi mala suerte se negaba a abandonarme tan fácilmente. Mipadre dejó en el testamento que ellas podrían gozar de su dinero yvivienda mientras cuidaran de mí hasta mi mayoría de edad. Yconsideró que esta mayoría era a los veintidós años. Una vez

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cumplidos, yo sería dueña y propietaria de toda la casa, además de sudinero y también de sus empresas.

Capítulo 2

Vecinos nuevos

Ahora ya tengo veinte años, pero no he dejado de sufrir, aunque me heacostumbrado a la tristeza. He aprendido a vivir entre tanta malicia,pero ya no duele porque las palabras no penetran. Se puede vivir sincaricias y sin risas, se puede vivir sin luz ni día… doy fe. Yo no puedoañorar la felicidad porque estuvo ausente durante muchos años… Y enlos pocos que la tuve, ni siquiera el recuerdo los acompaña. No puedoechar de menos una familia feliz porque jamás la tuve, no puedoañorar algo que jamás poseí.

Una noche como tantas otras, las pesadillas que sufría me desvelaron.Sudorosa, con el pelo empapado y pegado al rostro, desperté entre mispropios llantos. Me incorporé en la cama, me masajee la nuca eintenté controlar mi respiración agitada. Apoyé mi espalda contra elcabecero y dejé caer mi peso contra él, intentando tranquilizarme ydar paso a mi sosiego. Me levanté y abrí la ventanita del sótano quequedaba a la altura de mis ojos. Sentí el aire fresco y limpio rozar condelicadeza mi piel; podía sentir la leve brisa mover mi vello yapreciar un cosquilleo en la mejilla. Era lo más parecido a una cariciaque podía tener en aquellos instantes.

Me consolaba pensando que en menos de dos años ya sería libre deaquel infierno, que ese cruel castigo tenía fecha de caducidad. Dosaños serían dos siglos, pero estaba cerca del fin, más que años atrás…

Hacía mucho que no abría la ventana y no me había fijado en quehabía vecinos nuevos en la casa de enfrente, a pesar de que solía salirsiempre a tirar la basura. Vi una luz encendida que provenía delinterior, posiblemente del comedor. No era muy fuerte, era más bientenue y amarillenta. Mi curiosidad hizo que abriera un poco más laventana y me asomara para poder ver mejor. Me subí a un pequeñopeldaño y pude apreciar una silueta, quizá dos, que se movían como si

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estuvieran manteniendo una conversación. Sin más, dichas siluetas seesfumaron, pero la luz siguió encendida. Escuché un ruido queprovenía de la puerta automática del garaje, me agaché un poco y vicómo un BMV negro, flamante, salía de él. Un chico alto, de pelonegro y bastante corpulento, salió por la puerta delantera de la casa.Luego se paró al lado del piloto, que bajó su ventanilla, y yo pudeescuchar claramente su conversación.

—Es muy importante que nadie sepa que he estado aquí. —Era unavoz fría y seria—. Si alguien se hace eco… —Dejó la frase en el aire,amenazante.

—Tranquilo, nadie se enterará de nada —contestó el chico quepermanecía al lado de la ventana—. Si alguien se llegara a enterar, yomismo me encargaría de ello. Mi casa es de confianza. —Su voz nosonaba tan dura y seca como la del conductor, pero también eraescalofriante.

El BMV se puso en marcha dejando al chico completamente visible.Sentí pánico y, temblorosa, quise bajar el peldaño, pero mi torpezahizo que me resbalara y una pequeña foto de mis padres cayó de laestantería.

Vi los ojos negros clavarse en mí como flechas. No tardó enlocalizarme, siguió el ruido y allí estaba yo. Sentí mi respiracióndetenerse y el corazón latiendo con fuerza, un escalofrió que meprovocó un temblor. Su mirada era mil veces más dura que su voz;fría como el hielo y un tanto maliciosa. Cerré rápidamente la dichosaventana, que por mi urgencia resultó un movimiento torpe y ruidoso.

Corrí hacia mi cama y me metí en ella, tapándome incluso la cabeza.Asustada y agitada recé para que no me reconociera. Me acurruqué eintente conciliar el sueño. Me costó pero finalmente lo conseguí.

Mi despertador sonó a las seis y media de la mañana, como decostumbre. Cada día debía de levantarme para preparar el desayuno amis hermanastras, que ellas sí iban a la universidad. Al recordar loocurrido hacía escasas cuatro horas, sentí de nuevo el pánico que me

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hizo despertar en cuestión de segundos. Me levanté agitada, cogí miropa limpia y subí las escaleras. Aun todavía de noche, sin ver ningúnrayo de sol, comencé a preparar los bocadillos y el desayuno deIsabela y Charlot. Me asomé lentamente y con cautela por la ventanaen dirección a la casa, pero estaba todo apagado. Un suspiro se escapóde mis labios y sentí alivio y relajación en los músculos. Me senté enuna silla de la cocina a esperar que las fieras despertaran.

Hice toda la faena de casa, sirviendo a mi madrastra que no podía nirespirar sin tener que nombrarme, creo que decía mi nombre inclusomientras dormía. No bastante con todo lo que hice, me quedé depiedra cuando su voz afilada y taladrante me ordenó con exigenciaque arreglara el jardín delantero. Rogué que por favor me dejaradescansar, pero sabía que no serviría de nada, como en ocasionesanteriores.

Me fui en busca de la corta césped y me dirigí hacia el jardíndelantero. Respiré lentamente hasta hinchar por completo mispulmones para encontrar la calma, aquello serenaba mi miedo aunqueno lo hacía desaparecer. Sabía que debía hacerlo, nada me libraría decortar y arreglar el césped, así que me puse manos a la obraintentando terminar lo más rápido posible. Estaba angustiada, nopodía dejar de enviar rápidas miradas hacia la casa para asegurarmeque nadie salía de ella.

Al poco rato solo me quedaba verter los enormes y pesados sacosllenos de césped en el contenedor. Pero aún no había pasado lo peor,los dichosos contenedores estaban justo al lado derecho de la casa deenfrente. Cogí la carretilla y, con firmeza a pesar del miedo, fuidirecta a lugar, concentrada en mi carga sin mirar a los alrededores.Enseguida tenía todos los sacos dentro, solo me quedaba dejar latapadera en su lugar, pero cuando fui a cerrarla noté una presenciajusto a mi espalda. Se me agitó el pulso, sentí terror e incluso unmareo. Tragué saliva y cerré mis ojos con fuerza.

—¿Necesitas ayuda? —El tono confirmó mis sospechas. Era la mismavoz fría. Era él.

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Contesté sin girarme y casi sin mover una molécula de mi cuerpo,rígida como el acero y con palabras temblorosas.

—No, muchas gracias. Puedo yo sola. —Luego sacudí mis manos yme giré rápidamente para retomar la dirección a mi casa, pero élestaba demasiado cerca.

Me sacaba más de dos palmos de altura. Si de lejos tenía un aspectofrío, de cerca aumentaba y resaltaba su imagen de tipo duro. Sus ojoseran amenazantes como cuchillos, con los que enseguida me acorralóempotrándome contra el contenedor. Su rostro era perfecto. Con elpelo moreno y los ojos tan oscuros como la noche, podría pasar pormodelo, pero aquella chispa de furia, mezclada con algo más quereflejaban sus ojos, rompía la imagen encantadora y la convertía enaterradora. Él apretó los labios y entrecerró los ojos.

—¿No te han enseñado que no se debe espiar? —dijo con tonoenfadado pero sin alterarse. Pasó un brazo por cada lateral de micuerpo hasta dejarme encerrada entre ellos al aplastar las manoscontra el contenedor—. ¿No sabes que eso puede traerte muchosproblemas?

—Yo no he espiado a nadie. No sé de lo que me habla… —repliqué,negando con la cabeza e intentando separarme más de su proximidad,empotrándome aun más contra el recipiente de basura, con el pánicoreflejado en cada rasgo de mi rostro.

Deseé que creyera mis palabras y supliqué en mi interior para aquelhombre me dejara marchar de nuevo a casa sin pena ni gloria. Fueentonces que vi en su mirada la crispación que creó mi respuesta.

Él se acercó al hueco de mi cuello e inhaló mi olor, suave y fuerte almismo tiempo. Sentí la punta de su nariz rozar suavemente mi piel,como si el lobo que llevaba dentro por un instante se amansara. Lasaliva recorrió escandalosa mi garganta y el miedo, el pánico y elterror agarrotaron cada musculo de mi cuerpo. Sus ojos volvieron amirarme y el lobo volvió aparecer.

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—No me gusta la gente que espía, pero mucho menos los mentirosos.—Con el enfado reflejado en su tono, me agarró del brazo derecho confirmeza. Noté sus dedos clavarse con fuerza en mi piel. Luego tiró sindelicadeza de mí, arrastrándome con sus pasos rápidos y ágiles endirección a mi casa. Lo miré con angustia y pavor.

—¿Adónde me lleva? —Él me miró por el rabillo del ojo y contestócon voz dura—. A decir a tu madre que te enseñe buena educación yque te recuerde que espiar no es una de las cosas que te recomendócomo buenas.

Otra ola de pánico se apoderó de mí, pues no sabía que sería mejor, sipermanecer bajo las garras del lobo o entregarme a la tortura de lashienas. Estaba a punto de ser devorada…

—No, por favor, ¡no! —le rogué, tirando hacia atrás con todas misfuerzas—. Se lo suplico, no le diga nada a mi madre… —Dejé morirla frase en el momento en que él esbozó una sonrisa malévola,dejando ver lo poco que le importaba mi angustia.

Llamó a la puerta con determinación, sujetándome todavía por elbrazo con firmeza. Me temblaban las piernas, no tenía fuerza ni paraforcejear una vez más. Volví a mirarlo con angustia, pero no movió niun milímetro su punto de vista ni para mirarme de reojo.

Mi madrastra fue quien abrió la puerta. Su cara de desconcierto ysorpresa se vieron reflejados en el momento en que posó la mirada enel brazo que él sostenía con saña.

El extraño entró en la casa, empujando a la señora Santo Polo haciadentro. Una vez en el interior, me soltó con repugnancia, me echó unavista fugaz y se dirigió hacia mi madrastra.

—Cómo no enseñe a su hija que no debe espiar a los demás,tendremos grandes problemas —amenazó sin tutearla—. Y cuandodigo «grandes», hablo en escalas superiores.

Mi madrastra parecía tan asustada como yo. Sin contestarle, se acercó

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a mí, aferró un mechón de pelo y tiró fuertemente de él, zarandeandouna y otra vez mi melena. Mi llanto no tardo en aparecer; las lágrimasrecorrían mis mejillas sin sollozos. Miré al chico de nuevo y, para migran sorpresa, vi que sus ojos reflejaban el doble de ira y furia.

Capítulo 3

Cinco dias de oscuridad

Pasaron dos días, desde entonces. La última visión antes de que mimadrastra me arrestara en el sótano fue la mirada de lobo, penetrantey enfadada, del extraño.

Había perdido la noción del tiempo. Dormía durante el día ydespertaba en la noche. Era la mejor manera de lidiar con la necesidadque sentía por el sol, por la libertad. Mi pequeño reloj marcaban lasdoce. Ya se podía apreciar el silencio, las largas risas y alegrías de lafamilia feliz del piso de arriba parecían haber desaparecido. Eraentonces cuando cogía mi cuaderno y liberaba mi alma escribiendoversos. Frustrando mi angustia en un papel parecía dar calma a miinterior, bajo el dolor la musa siempre prometía acompañarme.

Fui en busca de mi bloc y, a medio camino, escuché un ruido queprovenía del exterior; una silueta parecida a dos piernas firmesapareció frente a la ventana. Me quedé callada y sin hacer ruido,reculé y me senté en una esquina de la vieja cama, esperando a que semarchase. Esa persona en cambio se agachó y repicó con los nudillosen el cristal. Mantuve el silencio, casi ni respiraba, inhalandopequeños golpes de aire y conteniendo su expulsión. Nuevamente serepitieron los golpecitos. Fuere quien fuese sabía perfectamente queyo estaba allí, pues en una ocasión más se repitieron los golpes. Unavoz fría y calculadora retumbó en el silencio. Me era conocida. Era lavoz del lobo.

—Sé que estás ahí. —Hizo una larga pausa intentando escucharalguna respuesta, la cual yo no tenía intención de darle—. Gelina —

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dijo con exigencia. Mi nombre, pronunciado por él, no sonó tanescalofriante como su nota de voz y tampoco contenía la sequedad queacompañaba mi nombre y que estaba acostumbrada a escuchar enboca de mis familiares.

Un vuelco en el estómago, que me provocó una sensación deadrenalina como si cayese en picado, fue el efecto causado por lasorpresa de que el lobo supiese mi nombre.

—Gelina, o me abres o rompo la maldita ventana de una patada. —Aquel tono brusco y agrio en sus palabras dejaban entrever su desafío.Me estremeció.

Sin contestar ni añadir palabra, me acerqué, tiré de la cadena quedesenganchaba el pestillo en lo más alto de la ventana y que yo mismahabía colocado para poder abrirla de vez en cuando, y la aparté haciaun lado.

—Échate a un lado —ordenó. Tan ágil como un leopardo saltandoentre las rocas, deslizó su cuerpo por la ventana hasta tocar el suelo.Una vez en el interior, se sacudió las manos mientras miraba sualrededor con interés—. ¿Es esta tu habitación? —preguntó mientrasdetenía su vista en la pequeña foto de mis padres; la misma queaquella noche me delató.

—Sí —dije en voz baja; casi un suspiro.

Él me miró serio de arriba abajo. Posiblemente por la falta devisibilidad no vi tanta seriedad en sus facciones, aunque algo en él nome dejaba olvidar al lobo depredador que me acorraló el primer día.

—Vaya… —Se quedó pensativo mirando mi cama hasta quefinalmente continuó—. ¿Es aquí donde vive la dueña de la casa? —preguntó con el ceño fruncido, pero sin extrañarle.

No sabía si debía contestar, o pedirle que se marchara. Aunque paraser sincera, la segunda opción… No me atrevía a llevarle la contraria.

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—¿Cómo sabes eso? ¿Y cómo sabes mi nombre? —repliqué a la vezque me dejaba caer en la cama.

—Bueno, en el barrio todo el mundo se conoce y las malas lenguasson más largas que el radio de la ciudad… —Le miré sorprendida.Parecía que tuviera sentido del humor e incluso la voz sonó suave.

—Supongo que las lenguas largas son largas por saber más de lacuenta —dije con mi mirada fijada en el techo—. Pero no creo quetodo eso te importe, ¿verdad?

Y no lo creía. No creía que le importara, puesto que le supliqué milveces que no lo hiciera en el tramo de diez pasos y a cambio encontréa un hombre frío y de hierro que no fue capaz de ver la Angustia enmis súplicas.

—Sí me importa. —Sus palabras fueron rápidas y fugaces. Creo quepronunciarlas le costaron incluso a él mismo.

Algo en mi interior se conmovió muy a mi pesar. Escuchar esaspalabras fue una sensación distinta, a la cual no estaba acostumbrada.No recordaba la última vez que alguien había dicho que le importaba,y no lo recordaba porque creo que desde que murió mi padre no lohabía vuelto a escuchar. Pero aquellos recuerdos habían sido borradospor culpa de las manchas negras, de los momentos de tristeza ydesolación que viví durante la infancia.

Le eché una mirada por el rabillo del ojo, seguía estando en la mismaposición. El miedo brotaba de vez en cuando con pequeños escalofríosque recorrían mi nuca. Dudé durante unos segundos, pero finalmenteme atreví a preguntar.

—¿Qué me va a pasar por ver lo que vi? —Sentí la saliva recorrer migarganta y las puntas de los dedos de mis manos quedarse fríos.

Seguía sintiendo miedo, pero no con la misma intensidad después depermanecer dos días en la oscuridad y sin saber cuántos más quedabanaún. Quizá la tortura del lobo fuese más rápida y menos tortuosa.

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En medio de tanta oscuridad, podía ver su sudadera de color blanca yun poco su rostro, gracias a la luz que emanaba la luna. Podíaencender la pequeña lámpara que había encima de la mesita, peroparecía que de aquel modo no sentía tanto miedo estando enfrente deél.

—Has tenido suerte. —Vi cómo su figura se acercaba y se sentaba enla cama—. Te vi yo y no él. Si hubiese sido al contrario... Mejor nopreguntes. —Sus palabras dejaron claro que nada bueno. Y yo, que meconsideraba inteligente, preferí no saberlo. Tampoco me alivióconocer que tuve suerte, porque dudaba que mi vida fuese muchomejor a... la muerte.

—¿Has venido a concederme la libertad? —pregunté con ironía almismo tiempo que me incorporaba. Pude tener su rostro a veintecentímetros y ver claramente los rasgos de su cara. Por un momentopensé que el tiempo se paralizaba; me perdí en sus ojos, en lacomisura de sus labios y en un deseo incontrolable por besarle.Intuitivamente y casi por inercia me acerqué lentamente; podía notarsu respiración chocar contra mi piel y sentir el calor de sus labios aescasos milímetros de los míos.

—Cenicienta… —rompió el silencio, trayéndome de golpe a larealidad y alejándome de aquellos deseos—. Si buscas un PríncipeAzul, puede que yo no sea el final de tu cuento... —En un principiopensé que era un rechazo, pero colocó una mano bajo mi barbilla para,suavemente, acercarla a su boca. Esa acción me aclaró el error. Suslabios eran blandos y cálidos; un beso delicado y sin prisas, sin rastrosdel lobo; demasiado dulce para venir de un depredador. Luego separósus labios lo justo para poder hablar—. Puede que mi personaje seidentifique más con el lobo del cuento de Caperucita Roja que con unpríncipe trotando sobre su caballo.

Como si hubiese leído mi mente o adivinase mis pensamientos sobreél… Lo cierto es que ya no sentía miedo, por alguna razóndesconocida cualquier tipo de sensación de terror desapareció. Ya notemía a ese lobo. Carraspeé levemente para aclarar mi garganta ycontesté.

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—Puede que sea más fácil domar a un lobo que a tres hienas. —Volvía fijar mi mirada en sus labios. «Adicta a ellos», pensé y vi cómo unapequeña sonrisa se dibujaba en ellos. Volví acercarme para besarle denuevo, pero él en cambio se retiró unos centímetros hacia atrás,negándose a besarme nuevamente.

—Ven conmigo. —Una propuesta que aceleró el pulso de mi corazónhasta dejarlo al borde de la desesperación. Mi cuerpo, reaccionando yapor sus ansias a marcharse detrás de él. Pero no podía hacerlo, nopodía, no sabía su nombre ni quién era. Además tenía algo por lo queluchar; mis pertenencias, mi casa, todo lo que mi padre había dejado ami merced y que hasta ahora me había sido negado.

—No puedo —dije, negando con la cabeza. No sabía si eso era unarespuesta a su propuesta o un intento de mentalizarme, mi cabeza yaestaba ilusionada con marcharse.

—¿Por qué no puedes? —preguntó con el ceño fruncido, extrañadopor mi respuesta. Supongo que era extraño creer que no deseabamarcharme y prefería quedarme. No era mi deseo, pero quería mispertenencias; aquellas que pertenecieron a mis padres, los únicosrecuerdos de ambos.

—No... —Vadeé durante unos segundos, poniendo mis ideas ypensamientos en claro. Finalmente conseguí decir algo—. No puedoporque ni siquiera sé tu nombre. Además, esta es mi casa y sólo mefaltan dos años para cumplir la mayoría de edad que mi padreconsideró apropiada para adueñarme de todo...

—No tienes nada. —Su voz volvió a ser fría como el hielo, el lobovolvió a aparecer con la gelidez que le caracterizaba—. No hayempresas, están todas embargadas; fueron descuidadas porque a ellassolo les interesaba el dinero, no trabajar. Solo tienes la casa, pero si tequedas con ella adquirirás también las deudas. Ellas están deseando,al igual que tú, que cumplas la mayoría de edad para dejarte una cifraescalofriante de deudas im-pa-ga-bles. —Pronunció última palabrapor sílabas, sin anestesia, sin andarse por las ramas; tan claro como elagua y con algo de burla. Pude apreciarlo en sus palabras, provocadas

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por mi inocencia.

Estaba perdida y desorientada por tantas verdades. Había creído queen el plazo de dos años sería libre y tendría a mi alcance el principiode una nueva vida, pero en cambio el destino se empeñaba en negarmela felicidad, concediéndome más tortura después de la tortura.

—Y entonces, ¿cómo me voy a marchar? —pregunté incrédula—. Silas deudas están a mi nombre, al igual que todo, en el momento quecumpla los veintidós años caerán sobre mí, por mucho que yo marche.—Se hizo un pequeño silencio que finalmente él rompió.

—Piénsalo, Cenicienta —repuso al tiempo que se levantó de la cama,haciendo un movimiento de vaivén en el colchón.

Luego vi cómo se dirigía hacia la ventana. Yo me levanté y meacerqué a él, no quería que se marchara, era la primera vez quehablaba con alguien en dos largos días y, por alguna extraña sensaciónque desconocía, mi cuerpo parecía conocerlo mucho más que mimente. Incluso lo añoraba antes de haberse ido...

—¿Quieres otro beso, Cenicienta? —preguntó con una sonrisa pícara,que dio paso a mi crispación.

—No —contesté secamente, manteniendo la barbilla en alto.

El esbozó una sonrisa al ver mi reacción, algo que ignoré. Era másfascinante mirar sus ojos y perderme nuevamente en ellos. Algo enaquel hombre hacía cosas en mi cuerpo que nunca antes habíaexperimentado y que me eran desconocidas. Sentir el deseo, porejemplo.

—¿Estás segura? —me susurró, rozando sus labios primeramentecontra mi oreja para ir bajando, haciendo un cosquilleo, por mi cuello.Parecían quemar mi piel por debajo de ellos, eran abrasadores ytentadores.

Podía haberlo ignorado si mi cuerpo y mi mente me hubiesen

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acompañado en aquel momento, pero al contrario, enredé mis manosen su pelo corto. Él, enseguida que se percató de mi gesto y subiólentamente su boca por el mismo recorrido que acababa de bajar.

—Pídemelo —ordenó mientras se mantenía quieto en un punto de micuello, esperando una respuesta.

Sentí mis mejillas ruborizarse, nunca antes había pedido a alguien queme besase. Pero para ser sincera, prefería morirme de la vergüenza aque se marchara y quedarme con las ganas... Carraspeé para aclarar mivoz antes de hablar.

—Dame un beso —balbucee. Sonó tan tonto como imaginaba,máxime contando que venía de una inexperta. Me sentí ridícula...Cerré los ojos intentando escabullirme de su mirada y de algún gestoque me hiciera sentir aún más ridícula. Fue entonces cuando sentí suslabios acariciar los míos, moviéndose suave y lento, hasta quefinalmente me invitó a besarlos. Fue un beso tan sorprendente como elprimero, con los mismos efectos sobre mí.

A continuación, pegó un pequeño salto y salió igual de ágil quecuando entró. Me lo quedé mirando desde abajo, en la oscuridad.

—Kaden. Ese es mi nombre —dijo, girándose por última vez en elmomento que terminó con sus palabras para retomar su camino.

Capítulo 4

La oscuridad tiene luz

No fue difícil conciliar el sueño aquella noche, o por lo menos mistormentos me abandonaron por primera vez. No podía dejar de pensaren aquel hombre, el lobo, había cambiado mis sentidos. Mis miedos seesfumaron y los sentimientos brotaron, tan extraños comoinexplicables. Sentía pavor la primera noche que lo vi, al igual que ladichosa tarde de mi castigo y en cambio ahora... Ahora deseaba queme secuestrara, deseaba marcharme con él.

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—¡Gelina! —La repelente voz de Charlot me despertó, gritando minombre desde arriba de las escaleras. La luz me dio directa en elrostro. Sentí la ceguera a causa de la luminosidad excesiva.

Me tapé los ojos con los brazos y escuché sus pasos bajar lasescaleras, así como el ruido del plato al chocar contra la madera de mimesita.

—Ahí te dejo la comida —dijo con su tono de voz repulsivo—.Aunque si fuera por mí, no comerías nada —informó Charlot,mirándome con excesivo desdén. Estaba enfadada. Seguro que ella noquería bajar y su cariñosa madre la obligó. Para ellas mi cuarto erauna cuadra y en las cuadras solo viven animales...

Volvió a cerrar la puerta devolviéndome a la oscuridad. No eranecesario mirar el plato para saber que era crema de calabaza, comosiempre... Olfateé la comida y la devolví a su sitio.

Volvieron a brotar los recuerdos de la noche anterior, como undestello. Su rostro, el rostro de Kaden, iluminó la oscuridad que merodeaba. Me recosté nuevamente y comencé a recordar cada instante,cada beso, perdida en mis fantasías. No sé cuánto tiempo me perdí enellas, hasta que finalmente me levante y abrí la ventana para que elaire fresco entrara y renovara el impuro de la noche y el olor a moho.

No me pesó el día. No me pesó porque, como el sol, yo me sentíailuminada y mis recelos hacia él no eran tan grandes. Por primera vezno me sentía tan desdichada e incluso pensé que la suerte podríaacordarse de mí. Tanto tiempo a su sombra, viviendo detrás de ella y,por primera vez, creía que me acompañaba.

No pensé en la propuesta porque no tenía nada que decidir. Queríamarcharme con el lobo y lo haría sí o sí. Quería marcharme ya, ojalála suerte se acercara un poco más y esta misma noche desaparecierade este infierno. Pero enseguida llegaron mis miedos, miedo de queKaden se arrepintiera. Fui tonta por haberle dicho que no, si mirespuesta hubiese sido sí, posiblemente hoy ya estaría planeando mihuida. Me gustaría poder verlo para decirle que no tenía nada que

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pensar, pero ahora debía de esperar a que nuevamente llamara a miventana.

Estaba obsesionada. Obsesionada por la ventana. Me situé enfrente deella, con los dedos cruzados, suplicando en mi fuero interno queKaden se acordara de mí esa noche. «Una más», me repetía una y otravez en mi mente...

Sabía que si miraba constantemente la ventana me desesperaría, asíque me abracé las piernas sentada en la cama y escondí mi rostro enellas.

El corazón se me disparó al escuchar los golpes. Salí corriendo y caside un salto me planté enfrente de la ventana. La abrí con destreza yrapidez.

—¿Me has echado de menos? —dijo, exagerando la expresión desorpresa, una vez tocó el suelo del sótano.

Sentí como mis labios se tensaban y se curvaban hacia arriba. Porprimera vez utilicé una sonrisa, sin saber el placer que escondía detrásde ella. Fue agradable. Fue satisfacción y plenitud. La felicidad era...muy placentera.

—Sí —dejé escapar de mis labios, flojos y suaves, casi en un siseoapenas audible. Aunque me costó, no agaché la mirada.

—¿Has comido? —preguntó mientras se acercaba al plato paraobservarlo.

—Este mediodía el chef de cocina me ha bajado sopa de calabaza yesta noche pollo de anteayer... —dije con ironía, intentando hacer algode humor. Vi la ira reflejarse en su rostro y nuevamente el loboamenazó con salir. Pude notar cómo tensaba sus músculos y apretabalos puños. Me aproximé a él y pasé una mano por su hombro,intentando apaciguarle—. No te preocupes por eso, a mí ya no meduele... —A pesar de que mi voz sonaba apagada no quería dar imagende víctima, ni teniendo ni sin tener motivos; jamás la había utilizado.

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Entre otras cosas porque no me consideraba de tal, simplementedesfavorecida en la vida; mala suerte. Me acerqué y me alcé depuntillas para besarle la mejilla. Para mi sorpresa, él hizo un giroinesperado y me besó en los labios.

—Todo está a punto de cambiar —me tranquilizó acariciando mi pelode color bronce con delicadeza.

Todo lo que venía de aquel hombre parecía ser delicado y suave comoun algodón. Tanto como su mirada, que podía ser tan fría ycalculadora como parecían. Sin embargo, sus manos y sus gestosparecían venir de algún santo o dios desconocido, dando solamentebien y placer.

Entrelazó sus dedos con los míos y me guió hacia la ventana. Primerosalió él y después agarró fuertemente mis manos y empujó de míhasta tenerme fuera. Luego me rodeó la cintura con un brazo y meatrajo hacia él como si quisiera esconderme. Con pasos ligeros yrápidos me dirigió hacia su casa.

Las luces se encendieron automáticamente dejándome ver el enormerecibidor, casi igual de grande que mi sótano.

—¿Tienes miedo? —interrumpió mis pensamientos. Aún me sosteníapor la cintura.

—No —contesté secamente, quizá porque en realidad algo de temor síhabía en mí.

Kaden me soltó y se dirigió a unas enormes puertas correderas, queabrió antes de poner una mano en mi espalda guiándome para queentrara.

Costaba creer que en aquella casa viviera un hombre y no una mujer,pues a mi parecer la vivienda estaba rigurosamente conjuntada. Elcolor de las paredes hacían juego con el sofá, de color ocre, y losmuebles eran de roble, al igual que las puertas y sus marcos. No eranecesario entender para saber que eran de calidad....

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—Enseguida vuelvo —exclamó Kaden, que desapareció a mi espalda.

Me quedé observando cada detalle de aquella habitación. Sushermosas alfombras de color blanco roto con unas aguas dibujadas encolor rosa pálido, una enorme chimenea de mármol tan brillante quepodías ver tu rostro como si se tratase de un espejo…

Pero algo más sorprendente llamó mi atención, aquel lugar estaballeno de lujos, pero de nada más. No había fotos ni ningún otro objetopersonal, era una casa muy mona, pero sin nada que pudieseidentificar al lobo ni a nadie de su familia.

Me senté en un esquina del enorme sofá y miré hacia la ventana.Desde allí pude verlo. Pude ver la diferencia entre el bien y el mal, yaque a pesar de que la casa de Kaden no era familiar, en ella serespiraba la calma y el silencio junto a colores que emanabanarmonía, todo lo contrario de lo que pasaba en la casa que veíaenfrente, oscura y apagada.

Pude ver la ventanilla del sótano y una ola de pánico me embargó. Noquería volver, No quería volver y verme nuevamente presa de aquellasparedes que habían presenciado mis penas...

Noté una presencia que venía del exterior de la habitación y me giré.Era Kaden, apoyado en el marco de la puerta, observándome ensilencio con ambas manos metidas en los bolsillos.

Era fascinante lo que despertaba en mí; un tumulto de sentimientosque aún no sabía descifrar. Algo en mi interior suspiraba por él, perono sabía qué era. ¿Mi corazón o mi alma? Fuere cual fuese, sabía quetenía que ver algo con aquello llamado amor.

Se acercó y extendió su mano, muy cortés.

—Disculpe, madame. ¿Me permite? —preguntó con una sonrisa quedejaba ver sus dientes inmaculados.

Me dirigió por el pasillo hasta la habitación del final, de donde partían

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unas escaleras que subían a la segunda planta. Entramos a una enormecocina, tan espectacular como el resto de la casa. En medio había unamesa de color blanca, a conjunto con las dos sillas, y en medio unplato de comida. Él aceleró su paso y retiró una de la sillas paraindicarme con una mano que me sentara. Obedecí y lo hice justoenfrente del plato, en el que había dos rebanadas de pan tostado yhuevos revueltos.

—Come —ordenó—. No es un manjar, pero es lo único que sécocinar. —Acto seguido estiró su brazo y me aproximó más el plato.

—Gracias, pero no tengo hambre —le dije, arrugando la nariz.

—Come —repitió algo más severo—. No quiero que me veas como tupadre, pero si no me dejas otra opción lo haré; cogeré el tenedor y yomismo te lo daré —amenazó.

Cogí rápidamente el tenedor y me dispuse a comer. Pegué un par debocados al pan y comí más de la mitad de los huevos. Él estaba ensilencio, observándome, y eso hacía que me costase aún más comer.Por más que quisiera era incapaz de meter nada más en la boca, asíque suavemente me levanté y dejé el plato en la pila. Fue entoncescuando escuche a Kaden.

—¿Te has pensado ya mi propuesta? —rompió el silencio.

—Sí, por eso estoy aquí —le aclaré. Noté que se levantaba y sentí sualiento rozar mi nunca; mi respiración se saltó un latido y luegoaceleró. Con un solo movimiento me tomó por la cintura y me giró.Luego rozó su nariz con la punta de la mía y siguió preguntándome.

—¿Estás segura? —cuestionó, empequeñeciendo los ojos.

—Sí, completamente. —Le miré firmemente para que viera misinceridad.

Sus besos se deslizaron por mi cuello hasta llegar al valle entre mispechos y con sus manos ágiles y suaves me desabrochó los botones de

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la camisa hasta dejarla completamente abierta. Un monstruo sedespertó en mi interior y tenía hambre. Estaba hambriento de algo delo que jamás se había alimentado. Yo no sabía qué era, pues comosiempre, todo era nuevo para a mí. Mis instintos me hacían hacercosas que nunca imaginé.

Me subió encima de la repisa y, para mi sorpresa, yo respondírodeando su cintura con mis piernas, pegándome más a él, pidiendo…¿qué?

Sentí su suaves manos correr por los laterales de mi abdomen,despertando aún mas mi deseo. Luego volvió a trazar un recorrido debesos hasta llegar y deslizarse en mis labios. Vi que en su miradahabía fuego y tanto deseo como el que yo sentía. Fue entonces cuandome miró, dio un paso repentino hacia atrás y enredó sus dedos en supelo, creo que arrepentido.

Yo me sentí desnuda e intenté taparme como pude, pero metemblaban las manos y era difícil abrochar los diminutos botones. Melos abroché de tres en tres. Algo de miedo porque pensara que era unapromiscua me hizo arrepentirme de haberme comportado como lohice...

—Debes volver… —rompió Kaden el intenso e incómodo momento.

Ahora el miedo se apoderó de mí por entero, no quería volver allí, laoscuridad ya no estaba hecha para mí. ¿Se habría arrepentido? Sentínauseas. Volver a aquella cárcel oscura, era como dar un juguete a unniño y poco después de que comenzara a jugar, arrebatárselo... Elllanto no tardó en manifestarse y rodar por mis mejillas. No queríavolver, la idea me horrorizaba. Sequé mis lágrimas con las manos,pero eran tantas que no daba abasto.

—No me lo pongas más difícil, Gelina —dijo con ternura; ternura queno entendía ya que él volvía a arrastrarme nuevamente a mi infierno...Era ilógico.

—No quiero volver —mascullé con rabia. Él se acercó y besó una

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lágrima que se deslizaba mejilla abajo.

—Quiero que salgas de esta situación lo más gloriosa posible. —Dejóuna pausa en la que apoyó su frente contra la mía y soltó un suspirofuerte—. Pero para eso necesito más tiempo...

No desapareció mi Angustia, pero se suavizó. Pensaba que él se habíaarrepentido porque creía que esa era ya la huida. Volver era un durogolpe para mí. La soledad de allí abajo era desesperante; podía acabarcon la cordura de cualquier persona... Incluso de la mas cuerda.

—No puedo —dije entre sollozos—. No puedo volver sola, ya nopuedo. —Dejé resbalar mi espalda por la pared, sin fuerzas, hastaquedar sentada en el suelo. Kaden enseguida me recogió e intentóponerme de pie, pero yo estaba inmersa en mi llanto, intentandohacerme a la idea que aquella era mi casa y debía volver.

—¡No! ¡No! —exclamó Kaden—. Tú eres fuerte, Gelina. Serácuestión de un par de días. Quizá tres...

Comenzó a acariciar mi pelo y poco a poco mi llanto se calmó.Cansada y abatida, me dejé caer entre sus fuertes brazos, sin ánimosni deseo de tenerlo.

—¿Quieres que me quede contigo esta noche? —me susurró al oído.

—Sí —contesté, volviendo a reavivar mi llanto.

Capítulo 5

La oscuridad no es infinita

Me quede dormida con el cosquilleo que provocaba su manorevolviendo mi pelo. Me prometió que no se marcharía hasta elamanecer y que cuando fuera a hacerlo me despertaría. Hice que loprometiera unas cuantas veces, él se rio, supongo que por pesada. Fuela primera noche que dormí de un tirón y con placer, descansando. Nohubo pesadillas en mis sueños, ni tormentos que me desvelaran, tan

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solo una respiración a mi lado que me tranquilizaba y calmaba.

El crujir de la puerta me despertó, me asustó y me incorporé encuestión de segundos; era mi madrastra. Debía avisar a Kaden. Megiré rápidamente pero para mi sorpresa él no estaba.

Vi la figura de mi madrastra aparecer en las escaleras, me levantérápidamente y me peiné con mis dedos. Luego eché una mirada fugaza la ventanita y vi que estaba cerrada. Era extraño si él se fuesemarchado, el pestillo estaría abierto.

—Se te acabaron las vacaciones, Gelina —dijo con el tono de voz quela caracterizaba; afilada, taladrante y desquiciada—. Ya puedesvestirte y comenzar con tus labores —ordenó. Y sin esperarcontestación, se fue más rápido de lo que llegó...

No cerró la puerta tras ella, sino que la dejó abierta de par en par. Fuien busca de mi ropa y vi que Kaden estaba detrás de un pilar en laparte más oscura del sótano. Mi sonrisa apareció en el mismo instanteen que lo descubrí.

—Defiéndete lo mejor que puedas con esas hienas —dijo mientraspasaba su dedo índice por mi entrecejo—. Nos vemos esta noche,Cenicienta —finalizó con un beso, simple y rápido.

No me gustó nada y él soltó una risilla. Pero antes de dirigirse hacia laventana, me besó en la frente.

Preparé la comida, limpié y desinfecté los lavabos, de acuerdo con lasmanías de mi madrastra. Estuve cerca de cuatro horas dando brillo sinparar, con un mínimo de descanso para comer, lo justo para terminar yvolver a comenzar. Luego preparé la mesa de las marquesas, con elpollo al horno, como me ordenaron de menú. Mientras ellas comían,yo fui a tirar la basura y observé la casa para ver si lo veía, peroparecía no haber nadie. ¿Qué haría él durante el día? Regresé, a ellasles gustaba que estuviera a su lado, observándolas, mientras comían.Disfrutaban con ello.

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—Gelina… —Mi madrastra se levantó de la mesa—. Retira mi plato—ordenó

Yo obedecí. Ella se marchó, perdiéndose pasillo adentro y mishermanastras comenzaron a reírse y murmurar. Entonces Charlot tirótodo el contenido del plato al suelo.

—Gelina… —pronunció mi nombre con burla—. Limpia —dijoprepotente, señalando con el dedo lo que ella misma había provocado.

No tenía ánimos para enfadarme y mucho menos después del castigo,así que cogí una bayeta, el cubo de la basura y me dispuse a limpiar.

—Estarás deseando cumplir la mayoría de edad, ¿verdad? —continuóIsabela con la maldad planeada entre las dos.

Me desquició. Cuántas veces había escuchado aquello mismo, soloque ahora ya sabía por qué, estaban deseando librarse de las deudas.Supongo que les parecía un engorro tener que cuidar de mí sin obtenerdinero a cambio. No contesté, ya sabía todo lo que tenía que saber. Medispuse a seguir con lo que estaba haciendo e ignoré todo tipo deprovocaciones por parte de ellas.

Fue por la tarde cuando a mi madre se le antojo un té a la fresa, y tuveque dejar de planchar para darle lo que deseaba. Entonces quisotomárselo en el jardín y, como de costumbre, me hizo permanecer depie sin derecho a moverme hasta que ella y sus dos hijas, terminaronde disfrutar la delicia... «¡Asquerosas!», pensé.

Fue entonces cuando el ruido de un motor nos hizo girar la vista. EraKaren, subido en su Audi de color gris metalizado. Llevaba gafas desol. Vi cómo me lanzó una rápida mirada al subirse las gafas, pero medi cuenta de que las tres hienas se percataron y me miraron de arribaabajo, al mismo tiempo que observé que desestimaban la idea.«Imposible», creo que fue lo que pensaron...

—¡Qué guapo! —dejó caer Isabela con un suspiro—. ¡Ese hombre espara mí! —exclamó mientras se perdía en sus fantasías.

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Sentí la rabia bullir en mi sangre y recorrerme bajo la piel. Tenía unosdeseos enormes de arremangarme el ridículo uniforme azul celeste ylanzarme a una pelea de gallos. Aguanté la ira, la disimuléadentrándome en la casa en busca de la bayeta para limpiar confuerza. Froté con brusquedad y durante largo rato hasta controlar larabia, los celos... o lo que fuese ese sentimiento que sentía medevoraba por dentro.

Podía escuchar sus conversaciones en la lejanía, tan risueñas comosiempre, hablando de sus estudios y favorables notas. Yo en cambiotuve que abandonarlos en el momento que dejaron de ser obligatorios.Como no, mi madrastra me obligó... Es cierto que mis notas eranpésimas, a pesar de mis esfuerzos no rendía lo suficiente, pero era lonormal, ellas no me dejaban hacer mis deberes ni estudiar para losexámenes y apenas dormía, atormentada por el sótano que me daba unmiedo terrible. En una ocasión mi profesora, Magda Stahl, se puso encontacto con la señora Santo Polo para comunicarle que me dormía enclase.

—¡Oh! —contestó mi madrastra indignada—, es que la muerte de supadre ha sido un duro golpe para ella. —Puso cara de pena, seaproximó más a Magda y colocó una mano para que no leyera suslabios, pero no lo dijo tan flojo como para que la profesora no laescuchara, claro que esa era su intención—. Es normal, no tienefamilia. Menos mal que yo estoy con ella.

Sentí la mirada de compasión que me lanzó Magda que, mucho metemo, no estaba muy puesta en mi vida personal. Yo daba por hechoque todo el mundo sabía que era completamente huérfana, como merecordaban constantemente las tres hienas. Por aquellos entonces yotenía diez años, una edad que para nada se correspondía con mimadurez. Crecí aceleradamente por culpa del maltrato constante; cadallanto, cada insulto me hicieron endurecer, hasta que poco a pocofueron acabando con aquella niña inocente hasta hacerla desaparecerpor completo, convirtiéndome en un ser sin sentimientos; sinilusiones, ni motivaciones...

Esas cosas me perjudicaron a la hora de involucrarme con los demás.

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No era una chica alegre ni sociable, me escabullía de la multitudporque me intimidaba. Siempre pensaba que se reirían de mí tarde otemprano, era cuestión de tiempo, así que me sentía más cómodasentándome en algún lugar escondido y silencioso. Aunque, para sersinceros, jamás reclamaron mi atención, si bien soy consciente de quemi actitud no ayudaba para nada.

En cambio mis hermanastras parecían ser las reinas del colegio, consu club de fans y todo. Ellas eran quienes marcaban tendencia, las máschics, lo que hacía crecer su ego mientras repetían una y otra vez elprecio de las prendas que llevaban puestas, desde sus zapatos a algotan insignificante como un cinturón; líderes absolutas.

—¡Jo, chica, eres divina de la muerte! —les alababan, casi besandosus pies con una amplia sonrisa, cuando seguro que por dentro seretorcían de la envidia... Personas que parecían vivir en un mundoparalelo a la realidad. Lucían cosas que se ganan con esfuerzo... porejemplo, y que no les pertenecían...

Pero a mí no me crispaba, no me enfadaba saber que eran dueñas dealgo que debería corresponderme... El dinero no era más que dinero,papeles que como en el caso de ellas podían causar una enfermedad. Yyo era el mejor ejemplo. Podía tener dinero, sí, pero ni todo el oro delmundo me devolvería la felicidad... Solo una única cosa lo haría: unapersona que emplease algo de tiempo en enseñarme qué era eso ycuáles eran sus efectos.

Ahora además tenía algo claro; no había dinero. Si siempre hubiesesido así, hoy no me vería rodeada de esta infelicidad, mi vida no seríaesta y, quizá, a pesar de la ausencia de personas tan importantes comomis padres, seguiría habiendo en mi interior algo de aquella niñainocente, risueña y feliz, de años atrás. Y es que había llegado a laconclusión de que la maldad endurece más firmemente que latristeza...

Fue mi madrastra quien me sacó de mis pensamientos. Me di cuentaque tenía el brazo agarrotado por la fuerza con que lo tensaba, cadavez que mi furia aparecía me inundaban los recuerdos más dañinos del

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pasado.

—Gelina. —Chasqueó lo dedos—. Cuando termines lo que estáshaciendo, quiero que te dirijas a nuestras respectivas habitaciones ynos prepares las maletas para tres días.

Si pensaba que hasta ahora había sido mi día fatídico, esto dejabaclaro que podía ser peor a medida que transcurrían las horas... Loúltimo que quería escuchar era que nos íbamos de vacaciones. Pero nopara mí, a mí me tocaba ir para seguir haciendo de sirvienta, demayordomo, de títere y payaso. Para complacerlas y evitar que ellashicieran el más mínimo esfuerzo. Podía recordar las del año anteriorcomo si de hoy se tratase; llevando su pesado equipaje, sus bolsas dela compra, sus fieles masajes en la nuca… Pendiente de que nunca lesfaltase de nada, ya fuese un jersey planchado o un clínex para secarseel sudor...

—Charlot e Isabela dejarán preparadas sus prendas —continuó—. Noprepares la tuya, tú esta vez no vas a tener tanta suerte... —Se dibujóuna media sonrisa torcida en su rostro.

¿Me estaba diciendo que no me iba con ellas? ¿Era eso? Ella creía queeso me fastidiaría... ¡No! Lo que ocurría es que no tenía dinero yllevarme a mí era un gasto más. Posiblemente, si Kaden no me habíaengañado —y esto me lo confirmaba—, la opción de llevarme eraimposible... Eran simples recortes.

—¿No voy a ir? —pregunté, manteniendo un hilo de voz flemáticopara no dejar ver ni un ápice de mi alegría.

—No querida, no. Esta vez no. Nos marcharemos mañana a primerahora —puntualizó, antes de dirigirse nuevamente hacia el jardín.

Mi mente quedó en un estado lo más parecido al de shock, asimilandola información que acaba de estallar en mis oídos. Para muchos seríantres días de soledad, para mi suponían tres días de libertad. Casi podíasentirme emocionada y alegre, con grandes esfuerzos contuve elentusiasmo. Tan grande que, hacerles las maletas no me causaba

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ningún tipo de molestia. Al contrario, y por primera vez, no meresultaba pesado obedecerlas.

Cada una dejó sus tres mudas encima de su cama, de la ropa interiordeduje que era yo quien me encargaba. Pusieron sus mejores galas.

Isabela eligió su vestido palabra de honor color granate; otro verde,con mangas con sisa, a media pierna y cuello de pico, y algo máscómodo; unos vaqueros y una camisa de seda color gris perla.

Charlot colocó un vestido elástico, ceñido, de color blanco roto; untraje de chaqueta y pantalón color caqui, y un jersey de cuello altocolor crema junto con una falda de tubo negra. Todo ello con suscorrespondientes zapatos a juego y sus mejores bolsos, derrochandomarca y firmas conocidas.

La señora Santo Polo siguió su exquisita línea: pantalones de pinza decintura alta con sus respectivas chaquetas; uno en color rosa pálido,otro con un estampado de cachemir que jugaba con el color blanco defondo, el azul y el lila, y por último, una de sus mejores prendas y alas que más cariño tenía, un traje igual que los anteriores pero encolor salmón. Era la exquisitez en persona... junto a unos zapatos decharol color blancos, con una hebilla en ambos lados de color dorado,«gold» como ellas los llamaban.

Terminé de colocar cada delicada prenda en su maleta y las completécon ropa íntima, más o menos a conjunto, siguiendo la misma línea deglamour...

Capítulo 6

Un paseo al pais de las maravillas...

Deseosa por que las horas pasaran rápidas y fugaces, intenté limpiarpara entretenerme y lidiarlas un poco más. Aunque mi madrastra yaestaba al tanto para que no me aburriera, siguiendo mis pasos de cercay pasando por encima de todas las superficies su dedo maléfico,comprobando que todo estaba como ella quería. Era evidente que a

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estas alturas no me iba a enseñar a limpiar; ya lo hizo años atrás.

Me preguntaba qué pasaría cuando nuestras vidas finalmente sesepararan. ¿Irían en busca de otro millonario? Eso era evidente. Másbien la pregunta sería, ¿quién será ese millonario? Debía de haberalguna víctima rondando en las malvadas mentes de las tres hienas.

La señora Santo Polo se sentía orgullosa de las hijas que habríaconvertido en malignas; en seres repugnantes, sin sentimientos ysuperficiales. Estaba segura que tanto Charlot como Isabela acabaríancasadas con algún multimillonario. Habían sido educadas para eso conrigurosos protocolos. Nunca desee ser bien mirada por mi madrastra, apesar de mi tristeza y de la agonía a la que en ocasiones me veíaabocada; nunca quise ser una de sus hijas, pues no quería aspirar asemejante futuro.

Charlot fue la que más lloraba en aquellas clases educativasextremadamente estrictas. Isabela en cambio parecía disfrutar con lasdirectrices de su madre. Pero poco a poco las dos cogieron el ritmo alque eran sometidas, hasta conseguir que aquellas niñas aprendieran acomer rodeadas de personas tan importantes como reyes. La señoraSanto Polo las llenaba de halagos y ellas se fueron creciendo hastaconvertirse en todo lo que eran hoy: nadie, porque todavía no erannadie...

Hora de la cena. Hoy de menú un risotto, para no perder su peculiarpaladar a los diferentes sabores ni los recuerdos de mi madrastraadquiridos durante su estancia en Italia; ella siempre tan magnífica.Era evidente que mi ironía había aumentado con creces y es que cadavez la soportaba menos. Me molestaba su presencia, su olor, sumirada, su voz... Toda entera era un cuadro patético.

Después de recoger la cocina y terminar algunas cosas más que mequedaban pendientes, fui en busca de un camisón y me dirigí a darmeun baño. Me sumergí por completo debajo de las calientes aguas, queparecían masajear todo mi cuerpo, y sentí el placer en mis músculospor primera vez en todo el día, notando algo de relajación. Desde labañera podía ver el camisón, era de seda color lila claro. Mi mente se

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dividió en dos bandos, el bueno y el malo. El bueno me aconsejabaque no me lo pusiera porque era una provocación sabiendo que Kadenvendría a verme, el malo me aplaudía y animaba para que abandonaraa la Gelina precavida y sumisa de siempre.

No lo pensé, me sequé y dejé deslizar la fresca tela por mi fina ysuave piel. No tenía unos pechos muy robustos, eran del tamaño demedia naranja, así que eché los hombros hacia atrás para queparecieran algo más voluminosos. No me quedaba mal, aunquetampoco creo que la palabra belleza me acompañara; seguro que aCharlot o a Isabela le quedaría mucho mejor que a mí. Peiné mi pelo ylo dejé caer en cascada por mi espalda, luego cogí un tubo de máscarade pestañas de Charlot y me di una pincelada en cada ojo, parecíanmás grandes y vivos, más despiertos. Era la primera vez que loprobaba y daba muy buenos resultados, pensé mientras una sonrisaaparecía en la comisura de mis labios. Entonces pude ver en el reflejodel espejo a una Gelina completamente diferente; una nueva Gelinaque sonreía. Era la primera vez que captaba una imagen de mi rostroalegre...

Cerré la puerta del cuarto de baño a mi espalda y recorrí el pasillo conpasos ligeros, ansiosa por llegar al sótano, contando los pasos que meseparaban de la puerta de acceso.

—¡Un momento! —alzó la voz mi madrastra, obligándome aretroceder tres pasos.

—Dígame señora —respondí una vez la tuve enfrente, con la miradafija en mis pies.

—Recuerda, deberás estar en pie a las cinco de la madrugada —concluyó en un tono dominante.

Cuando hice el giro para seguir mi rumbo hacia el sótano, escuché lasrisitas de mis dos hermanastras, nuevamente y como de costumbre,haciéndome constante burla. En ese instante escuché a Isabela.

—Mírala... Se verá bien y todo. Es patética —susurró al oído de

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Charlot, con la que al instante se fundió en una carcajada.

Mis pasos se quedaron clavados en aquel mismo lugar, incapaz de daruno más. Las tenía a mis espaldas riéndose ruidosamente de mí y esofue bastante para que mis recuerdos llegaran hasta esa misma tarde,cuando Isabela suspiró una docena de veces por Kaden. Más quesuficiente para aumentar mi ira, que en esos instantes rebosaba a nivelsuperior, donde la paciencia ya no existe.

Me giré lentamente. Sin prisas, sin acelerar mis pasos, marcando cadauno que avanzaba… El silencio se produjo en el mismo segundo quevieron que me giraba y sus rostros se llenaron de incertidumbre ycuriosidad por mi comportamiento. Entonces esbocé una de mismejores sonrisas, la misma que acababa de ver en el reflejo delespejo, enseñando mis dientes perfectos. Cuando estuve a escasoscentímetros de ella, fui yo quien rompí el silencio exhalando mialiento sobre el rostro de Isabela.

—Te puedo asegurar que si entre tú y yo hubiera un duelo, ganarías lamedalla de oro por patetismo infinito. —Ella me empujó con un golpeseco y yo, para defenderme, hice lo mismo. Fue entonces cuando vique alzaba una mano pero, por inercia y a modo de defensa, alcé lamía y agarré lo primero que encontré; la zarandeé del mismo modoque ella hacía conmigo. Ella tomó un mechón de mi pelo y tiró confuerza hacia abajo. Yo simplemente me aferré a su jersey y la sacudícon agresividad.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Quítame a esta de encima! —chilló Isabela, fuerade sí.

Enseguida sentí unas manos estirando hacia atrás de mi pelo sincontemplaciones, hasta que consiguieron separarme de ella.Posiblemente yo ahora me llevaría la peor parte, pero la imagen deIsabela asustada y con los pelos revueltos fue una satisfacción y unaextraña sensación de desahogo.

La señora Santo Polo no esperó a que me girara para cruzarme la caracon una de sus largas y finas manos, meticulosamente cuidadas. Caí

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hacia atrás hasta quedar sentada en el sofá y al instante coloqué mimano encima de donde ella me había golpeado. Acto seguido mimadrastra se llevó a las dos del brazo fuera del comedor. Escuchésusurrar y chismorrear en el pasillo. Después de varios minutos sin oírnada, creí que ya se habían marchado, pero la figura de ella bajo elmarco de la puerta me aclaró y contradijo mis sospechas.

Vi que sostenía un cubo y una bayeta.

Sin necesidad de ser demasiado inteligente para adivinar o predecirque mi castigo consistía en limpiar, dejó caer el pesado balde de aguaal suelo con la suficiente brusquedad como para salpicar todoalrededor y escuchar el chapoteo al chocar contra las pareces del cubo,azul oscuro.

—Ya puedes comenzar a limpiar —espetó la señora Santo Polo,tirando con mala gana la bayeta en mi regazo—. Quiero el sueloimpecable. Arrodíllate y friégalo a mano —terminó, dejando ver en sutono de voz la impertinencia y la arrogancia.

Acepté sin añadir palabra alguna, ni negación, pues ya había habidodemasiada guerra. El día se me había hecho largo y cansado, aunquela ira todavía latía en mis venas y la furia chillaba venganza contraIsabela, pero me di cuenta de inmediato de que mi actitud era laculpable de que ahora me viera arrodillada frotando cada baldosa. Escierto que sentí satisfacción por haber enseñado los dientes porprimera vez, pero dichos actos solo me perjudicaban a mí.

A esas horas ya debería de estar con Kaden y por el contrario estabaen la cocina escuchando el tictac del reloj, con el camisón hecho untrapo y la cara impregnada de sudor, sintiendo mi pelo pegado a lapiel. El silencio reinaba en la casa, mientras que ellas dormían yoestaba en el comedor acabando mi castigo. Eran más de las tres de lamadrugada cuando terminé con el último gres que rozaba la puerta deentrada. Estaba cansada, casi sin aliento y sin fuerzas, y con un dolorintenso en mis rodillas enrojecidas. Faltaban menos de dos horas paravolver a levantarme, pero no me preocupaba... A fin de cuentas seríapara despedirlas, aunque solo fuese durante unos días.

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Acabé de recoger. Abatida por el cansancio me dirigí hacia el sótano,seguro que Kaden ya se habría marchado...

Abrí la puerta del sótano, que rompió el infinito silencio con suchirrido. La oscuridad me produjo ceguera al cerrar la puerta detrás demí. Había un tramo de las escaleras hasta llegar a la pequeña mesitadonde yacía la lámpara y fui deslizándome por la pared, acariciándolacon mis manos para evitar caerme. Una vez estuve en suelo firme,coloqué mi mano donde más o menos tenía calculado encontrar el finocordel de la luz. Fue entonces cuando mis dedos tropezaron con algocálido y suave. Mis pupilas ya se habían acostumbrado a la escasa luzy poco a poco comencé a ver cómo una figura iba cogiendo formahasta darme cuenta de que era Kaden. Aunque la luz hubiese sido másescasa lo hubiera reconocido igual por su olor. Olía a fresco, a puro;olía a calle.

—Pensé que te habías marchado —susurré, enredando mis dedos en elcamisón por los nervios que producían mi vergüenza.

—Estuve a punto de abandonar el sótano. —Dejó unos segundos desilencio y continuó—. Tuve que controlarme mucho para no subir lasescaleras y dar a esa panda de payasas lo que se merecen.

Deslizó una mano por mi cintura y me atrajo suavemente hacia él.Noté el calor y el latido de su corazón, sintiéndome como la princesade un cuento, y deje caer mi cabeza contra su pecho; desde ahí todoparecía diferente, todo tenía otro significado. En ese instante reinabala calma, la serenidad y, por qué no, la felicidad.

Mis pensamientos parecieron enloquecer ante esa tranquilidad y mesobrevinieron imágenes de nuestros cuerpos enredados. Mi interiorpedía a gritos que Kaden me acariciara y consolara con sus suavesmanos.

Levanté mi rostro para mirarlo y poder ver el brillo de la pasión ensus ojos. Lo encontré. Él se agachó para besar mis labios, con tantadelicadeza que parecía estar besando las nubes y yo creí estarhundiendo mis labios en algodones. Sin tener control sobre mi cuerpo,

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totalmente fuera de control, ni poder dominar nada de él, Kaden metumbó en la cama.

—Cenicienta, te voy a dejar descansar —dijo mientras su dedo sedeslizaba desde mi sien, dibujando el contorno de mi cara hasta llegara mi barbilla.

—Todavía no —le pedí, casi en una súplica, al mismo tiempo que meacercaba nuevamente a sus labios, donde ahora sí cogí yo el timón y lebesé, lento y sin prisas, acrecentando el fuego de mi interior yesperando a que sucumbiera, tentado por los juegos que le ofrecíanmis labios.

Yo fui la primera que me perdí en la pura pasión. Levanté mis brazospara a traerlo hacia mi cuerpo y los miedos afloraron ante un nuevorechazo, pero por el contrario él se dejó llevar con facilidad hasta quelo tuve enredado a mi cuerpo. Kaden me besó con más urgencia, másbruscamente, algo que me dijo que mis tácticas estaban funcionandocorrecta y favorablemente.

La primera llamarada de fuego que recorrió mi cuerpo fue la manoque Kaden deslizó por mi muslo, piel adentro bajo el camisón, y algovibró en mi vientre parecido a una pequeña descarga eléctrica;agradable. Sentí cómo mi boca producía excesiva saliva y cómo todayo temblaba casi con los mismos efectos febriles. Su cuerpo rígido yduro encima del mío no parecía pesarme. Con impaciencia enredé mispiernas alrededor de su cintura, quedando aferrada por completo a él,aproximándome y apretándome con urgencia. Entonces, ya en lo másalto del deseo, cuando nadie parecía poder terminar con eso, Kadensoltó un gruñido, mascullando una maldición, y con facilidad ydestreza se deshizo de mi agarre.

—¡Gelina! —dijo reprimiendo un grito mientras se recomponía—.No, no, aquí no.... —se quejó, con el ceño fruncido, algo frustrado—.No creo que sea el sitio más apropiado...

Dejé escapar un suspiro dándome por vencida. El plan tramado por míhabía sido derrotado.

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—De acuerdo —acepté por fin, dejando escapar un suspiro.

—Así que se van mañana... —rompió Kaden el silencio que siguió acontinuación durante unos segundos, quizá un minuto.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté sorprendida.

Dejó escapar un suspiro y se cruzó de brazos.

—Llevo aquí bastante tiempo...

¿Habría escuchado entonces la discusión? Sentí mis mejillasacaloradas por la vergüenza que me producía ser consciente de que élhabía sido testigo de mi comportamiento... ¿Qué pensará de mí ahora?Era la primera vez que me comportaba así, nunca antes había hechonada parecido y, aunque en un principio sentí satisfacción, era ciertoque al rato ya no me sentía orgullosa de mi forma de actuar... Me pusea la misma altura que ellas y eso no me enorgullecía.

—Siento mi comportamiento —susurré encogiendo mis hombros,reprochándomelo interiormente.

—¿Qué? —preguntó con una mezcla de sorpresa y confusión.

Por la falta de luz no podía ver las facciones de su rostro y era incapazde saber a cierta ciencia qué era más potente, la sorpresa, la confusióno... el enfado. Pero para ser sincera, conocía poco a Kaden y susdistintas formas de actuar todavía eran una caja de sorpresas; tanpronto podía ser amable como despiadado. Sus ojos en ocasionesdesprendían ternura o podían convertirse en cuchillos afilados. Eratotalmente desconcertante.

—¿Te estás disculpando por tu actuación? —dijo, casi separando lafrase por sílabas, como si estuviera analizando o intentandocomprender algo que no entendía—. Vamos a ver, Gelina, ¡esas sonunas brujas encabronadas! —exclamó de repente, brusco y enfadado,intentando mantener un tono de voz bajo. Me sobresalté y pegué unpequeño salto. El lobo había vuelto.

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A pesar de la poca luz, notaba sus ojos acechándome y sentía que sumirada pesaba. Respiré hondo varias veces, intentando calmarme.Cuando el lobo aparecía —y no era necesario verle claramente parasaber que había vuelto—, tenía la sensación de regresar al primer díaque me topé con su mirada; la misma que me dejó arrinconada yatemorizada.

—Bueno... —balbuceé, intentando buscar alguna solución rápida yahuyentar al depredador que en estos momentos acorralaba a su presa.Tragué saliva de un modo que sonó igual de escandaloso que losplatillos de una batería golpeada con fuerza—. Supongo que... que esnormal. No lo había hecho nunca.

No quería que se enfadara, no lo soportaba. Podía aguantar que las treshienas no pudieran ni verme, pero no podía soportar que él sedistanciara o se enojara conmigo. Así que, lentamente y como undomador intentando hipnotizar a su serpiente, fui acercándome sindejar de observarle, centímetro a centímetro. Sin prisas. Dejando claroen mis intenciones que iba en son de paz, hasta quedar a escasadistancia de él. Luego levanté una mano y la enredé en su pelo antesde ir en busca de sus labios, despacio, tanto que se me hizo unaeternidad recorrer los escasos milímetros que nos separaban hastasellar los míos con los suyos.

—No te enfades conmigo —susurré algo apenada contra su boca.

Aguanté la respiración esperando su respuesta, rezando en mi fuerointerno que de algún modo me perdonase... Sentí una respuesta en suslabios cuando con suavidad se abrieron y su lengua rozó con gracia lacomisura de mis labios. Dejé escapar el aire con alivio y, en busca deella y con urgencia, me fundí en un apasionado y brusco beso.

—Bel viso, no juegues con fuego. Quiero hacer las cosas bien, pero nosoy de piedra... —Sentí como se tensaba sus boca y se curvaba. Estabasonriendo y me alivió saberlo. Sabía que se refería al roce, así quesuavemente me retiré y me dejé caer de nuevo en la cama.

—Tienes que descansar —dijo, echando una mirada al reloj que se

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veía a duras penas—. Cierra el pestillo en cuanto salga —ordenó enun tono más severo.

Una cosa había aprendido esa noche con él, y era que una presa seconvierte en tal solo si se deja aterrar. Si no se deja intimidar ya no esuna presa, es un enfrentamiento con un posible ganador.

Me tumbé en la cama, abatida, y sentí cómo mi colchón se acomodabaa mi espalda y mis músculos se iban relajando poco a poco. Mequedaba una hora y poco más de descanso.

Ahí estaba yo, en la puerta de casa viendo como el taxi se perdía calleabajo y con él las tres hienas. Entré y cerré la puerta con el pie.«Libre», pensé, mientras dejaba salir el aire de mis pulmones.«Libre», volví a repetir, esta vez sonriendo. Tres días, que eran untotal de setenta y dos horas. No había dormido nada, apenas unoscuarenta minutos si llegaban, pero no pensaba quedarme a descansar;tenía que disfrutar y las ganas hacían que estuviera más activa.

Me quité el uniforme azul celeste y fui en busca de algo másadecuado, así que cogí unos tejanos bien apretados y una camisablanca. Tenía suerte de que Charlotte y yo usáramos la misma talla,así que cuando un día hizo limpieza de armario y me dio las bolsaspara que las tirara, me quedé con esas dos prendas escondidas al finaldel cajón.

Me dirigí al cuarto de baño y deshice la apretada coleta para dejar mimelena suelta por encima de mis hombros. Animada con la Gelina queveía en el espejo, decidí arriesgar un poquito más y me maquillé laspestañas antes de aplicarme un poco de polvos en el rostro; no muchacantidad. Me sentía eufórica por la esbelta chica que veía, con carasonriente y ojos brillantes, y sí, parecía exactamente como suena,como si estuviera hablando de otra persona y no de mí misma.

Cuando me disponía a salir por la puerta vi una sombra detrás de loscristales ahumados y, segundos después, sonó el escandaloso timbre.¿Quién sería? ¿Sería Kaden? Un hormigueo recorrió mi estomagohaciendo que el corazón me diera un vuelco para latir loco y

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descontrolado.

Pero no, no era él. Era un hombre de mediana edad vestido conuniforme y una gorra con el nombre de una empresa de mensajería.¿Correo? La señora Santo Polo no me habló de ningún correo ysiempre solía avisarme cuando esperaba algo.

—Buenos días, señorita —me saludó el cartero sin levantar la vistadel papel que estaba rellenando sobre un paquete del tamaño de unacaja de zapatos.

—Buenos días —contesté tímidamente.

—Traigo un paquete para la señora Gelina.

Eso sí que fue una sorpresa. ¿Para mí? ¿Cómo? ¿De quién?

—So... soy yo —dije a trompicones, debido a mi sorpresa y confusión.

—Bien, pues firme aquí, por favor. —Me extendió el formulario juntocon el bolígrafo.

—¿Quién lo envía? —pregunté intrigada.

—Un tal… —miró en el formulario—. Kaden, sin más. No llevaapellido. —Acto seguido me entregó el paquete.

¡Guau!, pensé, sentada en el sofá con el paquete en las manos. Duranteun momento me sentí como una niña nerviosa, ilusionada e intrigadapor su regalo. Con dedos temblorosos abrí el paquete, que tenía unanota encima y que reservé para el final. Dentro de él había un móvilde última generación y una tarjeta de crédito. ¿A mi nombre? Elteléfono ya estaba en marcha, pero no tenía ni idea de cómofuncionaba; no había tenido ninguno en mi vida y me daba miedotocarlo y poder estropearlo...

Mi querida Cenicienta,

espero que disfrutes de tu primer día de libertad.

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No te olvides el teléfono, te llamaré. Puedes irte tranquila, si tumadrastra decide llamarte, lo he programado para que las llamadasde tu casa se desvíen a él.

La tarjeta es para que la utilices, no para mantenerla intacta... Noquiero que te prives de nada.

Kaden

No necesitaba la tarjeta, pues mi libertad consistía en pasear al airelibre durante toda la jornada, tumbarme en el verde césped de unparque hasta cansarme de los rayos de sol, andar por las calles yobservar cómo las personas viven en su día a día. Esa era mi felicidad,pasear y sentirme libre hasta acabar rendida...

Ya estaba en la calle, sonriente y contenta, mirándome de reojo en lascristaleras de locales, en los escaparates y en cualquier superficie queme devolviera mi imagen, divertida y encantada de conocer a aquellapersona que me acompañaba en los reflejos.

Me sentía completamente enamorada de todo lo que veía; niños en elparque disfrutando y riendo… Parecían ángeles, almas inocentes, loque yo en su día me perdí; lo que nunca tuve durante mi infancia. «Nohubo diversión, pero si muchas risas», pensé con ironía. Gozaba deverlos sonreír y observar cómo sus madres calmaban sus llantos poralguna caída. «Manos curativas», añoré.

También estuve en el lago viendo a los patos y contemplando lanaturaleza. Luego me dejé caer sobre el césped del primer parque conel que me topé, a la sombra de los arboles la vida parecía tener sentidoy el mundo conspiraba con mi propia felicidad. El calor del solpenetraba en mis poros y erizaban mi piel con repetidos escalofríos,llené los pulmones con aire fresco y deseé que aquel momento llegasea ser eterno.

Un sonido algo estresante me sacó de mis pensamientos. Un sonidoque parecía distante pero al ponerle atención daba la sensación devenir de dentro del bolso.

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—¿Sí?

—Hola, Cenicienta.

—Hola, Kaden —contesté, contenta.

—¿Cómo va la mañana?

—¡Por ahora bien! Estoy muy contenta —respondí entre carcajadas

—Ya veo. ¿Estás dispuesta a compartir esa felicidad y venir a comerconmigo?

—¡Sí! ¿Adónde vamos?

—Es una sorpresa.

Sus palabras sonaban tan suaves como la misma brisa que rozaba mipiel, capaz de mitigar cualquier tipo de herida o rozadura que hubieraen mi interior, capaz de dominar todo mi ser y conseguir de un paisajede cenizas un hermoso jardín de flores. Sin ser él consciente de laGelina que estaba despertando o dando forma, era el culpable de todaslas nuevas sensaciones que descubría. Kaden finalizó la llamada trasfacilitarme la dirección de su oficina, en el centro de la ciudad.Odiaba tener que hacer algo que no había pensado, y no hablo de ir acomer con Kaden, que era más que evidente que me apetecía, sino detener que hacer uso de la tarjeta extendida extrañamente a mi nombre.Pero si no la hacía servir, llegar hasta el centro de Londres me llevaríademasiado tiempo.

Me planté en la oficina y subí a la planta que me indicó, la sexta.Enfrente de mí había una mujer que decía ser su secretaria.

—Hola, buenos días. Mi nombre es Morgan, ¿en qué puedo ayudarle?—dijo amablemente mientras se levantaba para ofrecerme la mano.

—Hola, buenos días. Mi nombre es Gelina. ¿Está Kaden?

—El señor Kaden no puede atenderla en este momento —comentó al

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mismo tiempo que me miraba de arriba abajo—. Verá, si es para dejarun formulario de empleo, démelo a mí y yo se lo haré llegar.

¿Me había confundido con una aspirante a becaria? Bueno, no medesagradó la idea, podría planteármelo en un futuro... Me resultógracioso, aquella muchacha inspiró en mí mucho más de lo que nadiehabía hecho hasta ahora. «Becaria», repetí para mis adentros.

—Bueno... en realidad no vengo por cuestiones de trabajo —contestécon una sonrisa—. He quedado con Kaden.

Dudó durante varios segundos hasta decantarse por llamarlo porteléfono. Dejé de prestar atención a su conversación y me centré porlos maravillosos cuadros que había colgados en las paredes. Erandifíciles de descifrar y, si tenía que ser sincera, muchos ni los entendí,pero el contraste de las pinturas con el color gris azulado de lasparedes creaban una fusión muy acertada, sería y formal. En eseinstante escuché un carraspeo que venía justo de mi espalda. Me giréconfusa y allí estaba él, con un traje de chaqueta y pantalón colornegro, sin corbata y los primeros botones desabrochados, con el pelorevuelto, dándole una chispa entre informal y chico malo reciénsacado de una revista. Mi pulso se aceleró y, sin necesidad deacercarse, su mirada comenzó arrinconarme de nuevo, pero no pormiedo, ni por lo fría que pudiera ser, sino por intimidación y miedo aperder el control. Intenté calmarme para no salir corriendo yagarrarme con fuerza a su cuello de un salto.

Tenía una sonrisa impecable, enseñando sus dientes perfectos einmaculados, y un brillo en los ojos que le daba una apariencia másjuvenil y un tanto juguetona. El corazón me latía desbocado y unpequeño escalofrió recorrió mi nuca, estaba contemplando lo másparecido a un ángel caído del cielo.

—Señorita Morgan, ¿ha anulado todas la visitas, como le ordené?—preguntó Kaden a su secretaria sin apartar sus brillantes ojos de losmíos.

—Sí, señor —contestó ella, confusa, mientras nos observaba.

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Kaden dirigió en esta ocasión su mirada hacia la secretaria e hizo ungesto de aprobación con la cabeza.

—Muy bien, pues puede marcharse.

Acto seguido volvió estudiar mi cuerpo con sus ojos oscuros y, con uncortés gesto de la mano, me guió al interior de su despacho.

Me quedé impresionada cuando, nada más entrar, me encontré conuna enorme cristalera y unas hermosas vistas de la ciudad. Inclusopude sentir algo de vértigo, pero aun así era una maravilla. Undespacho interesante, tan serio como él y tan poco familiar como sucasa. Todo lo que fuera intriga parecía rodear a Kaden. Aquel espaciocontenía un enorme escritorio de gruesa madera color dengue, con unaestantería cuadrada a juego y unos hermosos cuadros de coloressuaves que parecían desprender calma. En su línea, muy sofisticado.

—¿En qué piensas? —interrumpió Kaden mis pensamientos.

—En la elegancia... —respondí tímidamente, pasando un dedo por elfilo del marco más grande, situado justo en medio de la pared derecha—. ¿A qué se dedica tu empresa?

—Es una naviera. A la fabricación de barcos de lujo —contestómientras se apoyaba en el escritorio con los brazos cruzados.

Sentí cómo nuevamente mi cuerpo se estremecía en su presencia y loslatidos del corazón chocaban con fuerza en mi pecho, ya no necesitabaque se acercara o me rozara para sentir la llamada de mi loba interior,que parecía divertirse en momentos como estos... Dudosa y algoavergonzada, me acerqué lentamente. Era difícil andar con solturacuando su mirada estudiaba cada milímetro de mi rostro, peronecesitaba acercarme y poder tocarle. Odiaba ser tan vergonzosa yquería romper barreras y separar a la Gelina sumisa de siempre de laGelina de ahora. Con un gesto rápido y repentino, Kaden estiró subrazo y me atrajo hacia su cuerpo. Choqué contra su pecho y sentí quelas piernas me flaqueaban bajo los temblores.

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—¿Te he dicho que hoy estas extraordinariamente guapa? —dijodesafiándome con la mirada.

Me escabullí de sus ojos penetrantes enfocando los míos en losprimeros botones de su camisa, sintiendo el calor que mis mejillasdespedían. Mi saliva se espesó y ese deseo descontrolado volvió abrotar nuevamente.

Colocó una mano en mi mentón para encontrarse nuevamente con mimirada. Con esfuerzo conseguí mantenerla sin la necesidad de volvera huir de aquellos ojos tan oscuros como su presente. Kaden era miángel, mi ángel oscuro... Se acercó y dulcemente rozó su nariz con lamía. Ante el gesto, una excitación explotó en mi vientre, que merecorrió y murió un poco más abajo. Justo unos segundos después dejócaer con suavidad su labios en los míos, consiguiendo los mismosefectos que el primero o el último. Cada beso despertaba algo nuevoen mí, dándome más vida y haciéndome sentir en cada ocasión másviva, más fuerte... más yo.

Fue el ruido de la puerta lo que rompió la magia de aquel instante, deaquel beso. Yo estaba de espaldas de la puerta, por lo que miré aKaden y observé que ahora estaba tenso, incluso sentí cómo su brazose agarrotaba alrededor de mi cintura. Tenía la mandíbula ligeramenteapretadas y en su mirada... estaba el lobo.

Vaya, vaya... —escuché una voz masculina y ronca a mi espalda,vacilante.

Kaden me soltó, tomó mi mano y me colocó a su lado. Fue entoncescuando vi a un hombre de pelo castaño y canoso, cara cuadrada,espesas y despeinadas cejas, piel aceituna y ojos verdosos, con unamirada de desdén y soberbia.

—¿Qué haces aquí, Mendax? —preguntó Kaden, un tanto irritado ysorprendido.

—No sabía que estabas acompañado, Romano... —dijo este mientrasme devoraba con la mirada. Asustada, me acerqué y agarré con más

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fuerza que antes a Kaden. Él acarició mi mano con el pulgar en unintento por tranquilizarme.

—No recuerdo a esta fulana... —dijo Mendax en una mezcla irónica ysarcástica—. ¿Te acuerdas de las normas, verdad, Romano?

Él soltó mi mano y se acercó más al intruso, parecía unenfrentamiento y Kaden tenía cara de pocos amigos.

—Perfectamente, las puse yo. Así que no me jodas —repuso,crispado.

—Entonces me estás diciendo que la veremos entre nosotros estanoche ¿no? —argumentó Mendax con una inocencia sobreactuada.

—Sí —contesto Kaden con gruñido—. ¿A qué has venido?

—En realidad ya no tiene importancia, puede esperar hasta la noche—dijo Mendax mientras rotaba sobre sí mismo en dirección a lapuerta. Luego volvió a girarse dirigiendo su mirada verdosa hacia mí—. Será un placer conocerla esta noche cuando Romano la presente.

Noté cómo mis músculos se relajaron cuando la puerta chocó contra elmarco, dejando un sonido seco y después un silencio.

Kaden soltó un bufido, que casi sonó como un gruñido, y enredó losdedos en su pelo con fuerza. En sus ojos se reflejaba ira e irritación.Yo en cambio seguía en la misma posición, rígida, con mis piesclavados en el suelo. Algo no iba bien. Kaden parecía enfadado,sorprendido por la aparición de ese hombre. Además yo había podidopercibir la amenaza continua detrás de cada palabra de ese talMendax.

Era curioso... Este lo había llamado Romano, en ningún momento lollamó por su nombre. ¿Romano? No tenía sentido, él se llamabaKaden. ¿O no?

Mantuve el silencio para darle tiempo a que ordenara lo que estuviera

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pensando malhumorado. Me apoyé un poco más en el escritorio, peromis músculos aún estaban tensos y el recuerdo de aquellos ojos verdesme estremecía de miedo...

Kaden se paseaba de un lado a otro de su despacho, maldiciendo algoen italiano, resoplando y bufando en repetidas ocasiones.

—¿Qué es lo que pasa, Kaden? —me atreví a preguntar, confusa porla situación.

—Que han cambiado los planes para hoy —contestó, disgustado,mientras colocaba los brazos en jarra en su cintura.

Debía de estar enferma cuando, bajo la situación en la que estábamos,me pareció el hombre más sexy sobre la faz de la tierra e imágeneseróticas se paseaban por mi mente. Me regañé a mi misma e intentéconcentrarme en la conversación.

—Yo no quería esto para ti. Estos no eran mis planes. Queríamantenerte alejada, fuera de ese vínculo. —dijo, agobiado,masajeándose una sien con frustración palpable en su rostro. Parecíaabatido.

—¿Por qué te ha llamado Romano? —Formulé la pregunta casi sindarme cuenta que lo había hecho en voz alta.

—Es mi alias en mi trabajo oscuro. —Dejó un silencio de variossegundos y retomó la conversación—. No puedo contarte nada —resopló—, se han jodido las cosas. Y créeme si te digo que cuantomenos sepas, más a salvo estarás, así que no preguntes —puntualizó,todavía enfadado. Apretó con el pulgar e índice el puente de la nariz,dejó caer un suspiró y prosiguió—. Cuando te dije que yo no era lomás parecido a tu príncipe azul no me refería a que no pudieracomportarme como tal, caballeroso y educado... Me refería a quequizá yo no podía ser el príncipe con un final feliz.

Sentí cómo mis pulmones se llenaban de aire poco a poco sinexpulsarlo. Noté cómo mi expresión se tensaba. ¿Tenía miedo?

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¿Miedo de él? Sí y no. Tenía miedo al final infeliz. Vi cómo sus ojosestudiaban mi rostro en busca de un anticipo de miedo e intentémantenerlo aséptico.

—¿Y por qué Romano? —No sabría decir por qué me decanté por esapregunta, pero quería desviar su atención y liberarme de su mirada.No me gustaba el lobo, era intimidante, peligroso y... poderoso. Megustaba más Kaden, el mismo que rozó con gracia su nariz con la mía,el que me besó hacía escasos diez minutos atrás—. ¿Cuál es tu trabajooscuro?

—Es curioso que te he dicho que no preguntes y desde que hemoscomenzado la conversación solo has formulado preguntas —replicócon una media sonrisa, poderosamente tentadora. Parecía estar unpoco más relajado y me tranquilizó saberlo—. Todos tenemos alias eneste mundillo. Seré rápido e iré directamente al grano: mi mote esRomano porque soy italiano. Mendax también es un mote queproviene del latín y significa mentiroso. No usamos nuestrosverdaderos nombres en ese ámbito.

—¿Hasta dónde puedo saber? —pregunté al mismo tiempo que mesentí como una tonta por seguir preguntando.

—Hasta ahí —respondió seco y contundente—. Eres un cebo, unapresa fácil para ellos; una fuente de información.

¿De qué estaba hablando? No entendía nada de cebos, presas yfuentes...

—No tiene sentido... Esta noche estaré en una cena de lo que sea quesois. Ellos sabrán que sé —dije confusa. No tenía coherencia, ellos seenterarían que estaba con él, es más, Mendax ya lo sabía... Podríanpensar tranquilamente que yo sabía cosas aunque no fuese así.

Kaden soltó una risa amarga antes de hablar.

—Gelina… —Mi nombre sonó como un gruñido—. Cuando hablo deellos no me estoy refiriendo a mi mundo, que ahí te protejo yo. Nadie,

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nadie —remarcó la última palabra— se atreverá a toserte encima.Hablo de este mundo —dijo mientras pisoteaba con fuerza el suelo desu despacho—. Este, el mundo legal.

¿El mundo legal? ¿Qué quería decir con eso? Comencé a perderme enel primer punto de la conversación, pero ahora ya no entendíaabsolutamente nada...

—No sé a qué te refieres —dije con los ojos entrecerrados, totalmentedesconcertada.

—¡Hablo de la Policía! —exclamó casi chillando, y creo que irritadopor mi inocencia o falta de inteligencia. Lo que fuera le enfadaba.

—Ah... —fue lo único que conseguí decir.

—Ellos siempre van pisándonos los talones. Bueno, eso lo que ellos secreen. Olfatean y huelen a mierda, pero no tienen ni puta idea. —Hizoun suspiro, apoyando sus caderas en el borde del escritorio, justo a milado y continuó—. Eres una chica con un pasado «limpio», sinantecedentes, y eso te da todas las papeletas de ser ante sus ojos unaingenua; la presa perfecta para avasallarte a preguntas y querespondas fácilmente.

—No contestaría. —dije firme.

—Sí, sí lo harías... créeme. De esta manera te estoy asegurando tuinocencia. Tú no sabes, no eres culpable; tú sabes, eres cómplice.¿Entiendes la diferencia? —Me crispó el tono que utilizó, parecíaestar hablando con una tonta—. Te puedo asegurar que si crees viviren un infierno por verte encerrada en tu propia casa, no puedes llegara imaginar qué sentirías si te vieras encerrada en un cuarto dehormigón y vallas el resto de tu vida. De ahí nadie podría rescatarte.

Me quede absorta, petrificada con los pies clavados en el suelo y conlos ojos tan abiertos como daban de sí. No quería verme allí, no queríamás jaulas, ni en mi casa ni en la cárcel. No quería infiernos. Nada deeso.

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Observé cómo sus ojos me escrutaban, veía mi miedo, sabía lo quesentía; lo podía averiguar fácilmente en mi rostro y en mi cuerporígido y tenso.

—Las cosas no han salido como yo quería. Yo pretendía mantenerteen este mundo, solo y únicamente en este, alejada de todo lo demás.—Vi en sus ojos un brillo de dolor.

—No pasa nada, asumiré el riesgo. —Solté mi frase dejando a Kadencon la palabra en la boca.

—No sabes de lo que estás hablando —repuso con algo del desprecioque impregnaba su voz.

—Ni tú si yo contestaría —repliqué, cabezota.

—Se acabó la conversación. Vamos a comer.

Dio por finalizada la charla, aferró mi mano y entrelazó sus dedos conlos míos para dirigirse hacia la puerta de salida y el ascensor ensilencio.

Capítulo 7

Susurros en la noche

Estábamos en un lujoso restaurante del centro de la ciudad. Gente declase alta comiendo manjares, vestidos a la altura de sus carteras.

Recuerdo vagamente que, cuando era pequeña, mi padre me llevaba enalgunas ocasiones a restaurantes italianos. Me encantaban. Recuerdolo feliz que me hacía cuando dejaba algún hueco libre en su ajetreadaagenda para hacer ese tipo de cosas. Entonces me esforzaba porcomerme todo el plato y así poder elegir mi postre preferido; heladode fresa con jarabe de arándanos... «Mmm, qué rico estaba», pensé connostalgia.

—¿En qué piensas?

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La pregunta de Kaden me trajo al presente de golpe. Le observé,parecía estar más relajado y en sus ojos vi algo de tranquilidad. Susfacciones eran perfectas; cuadrada mandíbula sin ser excesivamentepronunciada, oscuros ojos marrones, espesas pestañas y piel blancasin ser pálida, junto a un pelo débilmente despeinado daban comoresultado a un chico terriblemente atractivo, capaz de hacer palpitar elcorazón más frío y destrozado del mundo.

—Viejos recuerdos —contesté, encogiéndome de hombros mientrasdirigía mi mirada a la carta del menú.

—¿Y cuáles eran esos recuerdos? —Seguía con la mirada fija en mí,la sentía. No necesitaba dirigir la mía hacia él para saber que yo era suobjetivo.

—Que me gusta el helado de fresa con jarabe de arándanos. —respondí con una sonrisa hasta dejar los dientes al descubierto.

—Solamente por la sonrisa que he visto, se ha convertido también enmi postre favorito —dijo divertido. Levanté la vista y observé susojos, eran penetrantes. Sentí como su mirada entraba en mi alma y enmi mente y depositaba una serie de imágenes, él y yo besándonos, élacariciando mi piel, él lamiendo mi cuello... Intente deshacerme deellas y volví a concentrarme en la carta que sostenía en mis manos.

—¿Sabes ya lo que quieres? —me preguntó mientras alzaba una manopara llamar la atención del camarero. Yo afirmé con la cabeza.

Al final me decanté por un terciopelo tibio de espárragos blancos converdel escabechado.

—¿Qué vino prefieren para beber? —preguntó el camarero con unacorrecta postura, quizá demasiado para mí gusto… Estaba tan tensoque parecía un palo.

—¿Qué te apetece? —quiso saber Kaden.

—Agua —aclaré.

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—Muy bien, pues agua para los dos —informó él al camarero.

Justo después pedimos los platos y con gran esfuerzo logré decir loque había elegido... Cerré la carta, que parecía estar escrita en otroidioma y con platos tan raros que podrían haber sido traídos delespacio, sin saber aún lo que había pedido. Sería una sorpresa con loque me encontrara...

—¿No te gusta el vino? —preguntó Kaden mientras observaba elteléfono móvil y lo posaba sobre la mesa.

—No —insistí, arrugando la nariz.

—Eso quiere decir que lo has probado —argumentó, divertido.

Viendo por donde iba me explayé en el tema.

—Una noche, destruida por los fantasmas de mis sueños y los delpresente. Después de una pesadilla, me dirigí a la cocina y cogí unacara botella de vino de mi madrastra que ella guardaba para unaocasión especial… —dejé una pequeña pausa para coger aire ycontinué—. El primer trago no fue agradable, era fuerte y amargo,pero a medida que iba bebiendo, el sabor era más dulce, casi meloso...—Esbocé una media sonrisa, recordando que me bebí la botella entera—. Después, tuve que lidiar con un fuerte dolor cabeza, una bofetaday un severo castigo. —Quise finalizar el episodio lo antes posible, nome sentía orgullosa de mi borrachera y tampoco me hizo felizrecordar el castigo.

E l maître interrumpió para dejar la bebida encima de la mesa y,siguiendo el protocolo, abrió la botella de agua mineral y vertió hastamedia copa, con elegancia. Kaden le dio las gracias y una vez elcamarero se marchó volvió a dirigirse hacia mí.

—¿Cómo se llamaba tu madre biológica? —Tenía curiosidad, se lenotaba en la mirada.

Kaden parecía tener un muro protector. No se podía sobrepasar el

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límite, todo lo que excedía de él iba acompañado de silencio. Pero yohabía aprendido a sobrepasarlo sin que él se diese cuenta, desde elminuto cero. Kaden me decía con la mirada lo que los labios nuncaexpresaban, aprendí desde el primer momento a conocerlo a través desus ojos; cuándo se enfadaba, cuándo estaba relajado, cuándopreocupado, cuándo tenía carta blanca para acercarme y cuándo era«basta». Y ahora también sabía cuándo tenía curiosidad.

—Mi madre se llamaba Aline y mi padre Edison —dije con la vozquebrada por la nostalgia. Hacía muchos años que no decía susnombres en voz alta. Nadie me preguntaba, nadie quería saber nada.Sonaron raros en mis labios y en mi voz adulta, una sensación muyextraña. Carraspeé para aliviar el nudo que tenía en la garganta yaclaré la voz—. Lo siento. —A continuación bajé la mirada hacia mismanos que estaban entrelazadas la una con la otra.

—No debes sentirlo, es normal que los eches de menos. Los quieres—repuso mientras estiraba un brazo y me acariciaba la mejilla.

Cuando Kaden se convertía en lobo no me gustaba, pero este Kadenme tenía absorta y locamente enamorada; era dulce, amable ytransparente; dejaba ver su alma y era bello por dentro, tenía el almabonita.

La comida fue estupenda. El plato fue una sorpresa pero me gustó,estaba exquisito. Él tenía curiosidad y me preguntó cómo fue lallegada de la familia Santo Polo a mi vida, qué recordaba de mi niñezy qué significó para mí la perdida de mi padre. Contesté a todas ycada una de las preguntas, quería contárselo todo, sin secretos, sintabúes... Él escuchó atento y, de vez en cuando, en sus ojos sereflejaba el dolor. Supe entonces que yo le importaba; le importaba deverdad. Él a mí también me importaba, más de lo que imaginaba, yhabía ocurrido en poco tiempo.

Ya estábamos en la calle a las tres de la tarde, con el aire frescorozando nuestra piel y el calorcito del sol chocando contra nuestrosrostros. Se acercó a mí y me atrajo hacia él agarrándome por lacintura. Sentí su aliento en mi cara, me levantó la barbilla con una

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mano que colocó en mi mentón y me dio un beso rápido, fugaz ysonoro.

—Necesitas un vestido y unos zapatos adecuados para la fiesta de estanoche. Me gustaría acompañarte, pero el hecho de venir a comercontigo ya ha supuesto un retraso importante en mi trabajo. ¿Podráshacerlo tú sola?

—Sí, no será difícil. Cuento con unas a expertas del glamur que mehan enseñado las últimas tendencias —dije con una sonrisa, todavíaatrapada entre los brazos de Kaden.

—Pasaré a buscarte por tu casa a eso de las siete y media. No mehagas esperar, no me gusta. —Me hizo un mohín. —Usa la tarjeta.

Me adentré en el centro de la ciudad en busca de las mejoresboutiques. Me probé varios vestidos; dos en negro, uno en azul oscuroy otro color champán. Después de varias peleas mentales, me decantépor el último. Era de tela brillante, de tirantes, largo y sin serexcesivamente ajustado. Me convenció el color, mi piel era bastantepálida y me favorecía más que el negro.

Después fui a otra conocida tienda en busca de unos zapatos. Eso fuelo que me desquició más. Estuve mirando docenas y docenas de ellos,pero ninguno acababa de convencerme y empecé a sentirme agobiada.

—Discúlpeme, señorita —dijo la dependienta—. Puedo ayudarle sime dice cómo irá vestida.

Resoplé dando casi por imposible que pudiera enseñarme algo queacabara convenciéndome. El color del vestido era especial y esocomplicaba la búsqueda de un zapato adecuado, y los que tenían uncolor que podían conjuntar tenían demasiado tacón. Jamás me habíacolocado unos tacones de vértigo y no quería que Kaden hiciera elridículo por ir del brazo de una mujer que no sabía andar con zapatosaltos.

—El vestido es color champán —le informé—. Necesito unos zapatos

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que queden bien, pero que no sean excesivamente altos… —Y actoseguido resoplé nuevamente.

—Veamos... Tengo unos en la parte de atrás que creo que son lo quebusca. Si me permite... —La dependienta se alejó.

Debería tener unos cincuenta años más o menos, con una mediamelena rubia y unas gafas con cordel que reposaban contra su pecho,colgadas de su cuello. Instantes más tarde apareció con una caja entresus manos. Deposité en ella todas mis esperanzas para encontrar algomedio en condiciones, que pudiera llevar aquella noche sin hacer elridículo debido a un traspiés. Yo me conocía...

—A ver... ¿qué le parecen estos?

Abrió la caja y retiró una tela protectora de terciopelo color cerezaque los cubría, de modo que pudiera observar los magníficos zapatos.Eran muy finos y elegantes, de color gris perla exageradamentebrillante, parecían de cristal. Tenían punta mixta, ni redondeada nidemasiado puntiaguda, y sobre cada empeine un adorno de piedrecitasfinas que rodeaban un abalorio en el medio un poco más grande, deltamaño de una moneda. ¡Eran perfectos!

Me relajé cuando ya me dirigía a casa con todo lo que necesitaba: elvestido y los zapatos. Sentada en la parte de atrás del taxi, escuché unsonido parecido a un pip pip, ¿Qué era eso?, me pregunté para misadentros. Miré dentro de mi bolso y vi la luz del teléfono encendida.Lo cogí con manos inseguras, un icono color verde con un teléfonodibujado palpitaba, era táctil, así que di un toque con el dedo enaquello y directamente salió un mensaje.

Kaden. (enviado a las 17:38)

¿Has terminado de hacer las compras?

Después de un cuarto de hora observando como una tonta yexperimentando con el cacharro que tenía entre mis manos comencé asaber, más o menos, cómo funcionaba ese chisme.

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Gelina (enviado a las 17:54)

Sí, estoy a punto de llegar a casa.

Kaden (enviado a las 17:56)

¡Joder! ¿Por qué has tardado tanto en contestar?

Gelina (enviado a las 18:04)

¡Porque no tengo ni idea de cómo funciona este chisme!

Kaden (enviado a las 18:05)

Ya veo... Ya te acostumbrarás. ¿Ha ido bien la tarde? ¿Espero tumensaje ahora o llegaré yo antes a tu casa?

El taxi acababa de dejarme en la puerta. Pagué y amablemente medespedí.

Gelina (enviado a las 18:10)

¡No te cachondees! Bien, un poco agobiante, pero al final todo salióestupendamente. Me voy a duchar.

Kaden (enviado a las 18:11)

¿Me estas provocando?

«¿Provocando? ¡No!». En ese instante, una sonrisa malvada dándomeideas rebeldes se pasaron por mi mente. Encendí el grifo y puse elagua caliente. Volví en busca del móvil y, divertida como nunca, mepuse a escribir.

Gelina (enviado a las 18:12)

Me voy a duchar con agua excesivamente caliente, llena de vaho...Comenzaré a quitarme el jersey, después los pantalones, continuarépor el sujetador y por último, las braguitas...

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Estaba riéndome a carcajadas yo sola, sentada sobre la tapa delinodoro esperando a que el agua saliera caliente. Pero en ese momentosonó el teléfono. No podía ser, no le había dado tiempo a leerlo!

Kaden (enviado a las 18:13)

Pues, sinceramente, me has dejado sorprendido. Has batido unrécord… No has tardado ni un minuto en enviar el mensaje, aunquitándote tantas cosas… No sigas por ahí. ¡Hasta luego!

Capté el mensaje y arrugué la nariz. Ahora que me lo estaba pasandobien... él había levantado el muro de hormigón donde un cartel grandedecía: «PROHIBIDO EL PASO. HAY LOBOS EN EL RECINTO».

Me sumergí en el agua, reposando la cabeza contra el borde de labañera, dejando escapar un suspiro. No estaba agotada, en realidad erael día que menos había hecho desde… ¡A saber cuánto tiempo hacía!,pero no podía relajarme mucho. Quedaba una hora para que Kadenllegara.

Ya vestida, me recogí el pelo en un moño despeinado. Me maquillé unpoco y puse algo de sombra de color dorado tirando a marrón en lospárpados, me apliqué máscara de pestañas y suspiré al verme frente alespejo con un aspecto que nunca antes habría reconocido. No parecíayo. Pero sí me parecía a la mujer que en algunas ocasiones soñaba conllegar a ser.

El reloj de la sala de estar marcaba las siete en punto. Estaba nerviosae impaciente, las manos empapadas de sudor frío y la boca tan secaque me costaba esfuerzo tragar saliva. No sabía a lo que meenfrentaba. «¿Quién estará en la cena? ¿Quiénes son? ¿Cuál es elmundo de Kaden? Ese que no quiere que sepa, ese que debe ser unsecreto que jamás me contará, según él, para mantener mi inocencia asalvo».

Mecía mis piernas con impaciencia, enrollando los dedos de lasmanos entre sí con fuerza; intentaba calmar mis respiraciones ycontrolar mis nervios. De repente sonó el timbre de la puerta de

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entrada. Salí corriendo hacia la puerta. «Menos mal que él ya habíallegado. A su lado seguro que me tranquilizaba, porque tenía el don deque cuando estaba con él olvidara todo pensamiento».

Me llevé una sorpresa cuando abrí la puerta y, en vez de encontrarmea Kaden, vi a una mujer mayor, de unos sesenta años, con el pelocompletamente blanco recogido en un moño apretado y ojos verdeesmeralda. Enseguida sentí nostalgia en cuanto la observé, así comoun nudo en mi garganta que ardía. ¡Era Melan! Mis lágrimascomenzaron a brotar; grandes y espesas lágrimas que se deslizabanmejilla abajo.

—¿Melan? —pregunté, sollozando.

—¡Oh, hija! —exclamó al mismo tiempo que se abrazaba a mí conímpetu—. Tesoro, no sabes cómo te he echado de menos. Mi pequeñaGelina, cómo has crecido… —dijo con voz apenada, acompañada porel llanto que apenas dejaba entender con claridad sus palabras.

—Yo también te he echado de menos… —repuse mientras meseparaba hacia atrás para poder mirarle y, después, nuevamente volvía abrazarla con más fuerza.

—Necesito hablar contigo, no tardaré mucho. Estás muy guapa —argumentó, echándome un vistazo de arriba abajo.

—Pasa, ven. Vayamos al salón —dije mientras le guiaba pasilloadentro.

Una vez allí le ofrecí que se sentara y fui en busca de un vaso de aguapara ofrecerle, parecía tan afectada como yo misma. A mí metemblaban las piernas. Era Melan, mi Melan, la mujer que me daba decomer las comidas más sanas, la que sufría cuando enfermaba, lamisma que advirtió a mi pobre padre del error que estaba a punto decometer; la persona más parecida a una madre que jamás tuve. Cogíun vaso y lo llené de agua fresca lo más rápido que mis nervios y laemoción me permitieron. Fui hacia donde estaba ella, se lo ofrecí conmanos temblorosas, me senté a su lado y sorbí por la nariz.

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—Estoy en deuda con tu madre —comentó de repente, con la miradafija en sus manos, con las que sostenía el vaso.

Comencé a notar cómo los músculos se me agarrotaban, comenzandopor mi nuca hasta mis pantorrillas. «¿En deuda con mi madre?».«¿Por qué?». Ella era la segunda mejor persona que había tenido envida, no podía tener ninguna deuda con mi madre. Sí, sé quedesapareció, que un día ya no vino a trabajar y que eso me ocasionóuna depresión a la edad de siete años. Recuerdo con facilidad cómome hundí al saber que ella ya no trabajaba en casa, por lo que dejé detener ganas de levantarme y de ir al colegio. También vinieron a mimente las palabras de la señora Santo Polo.

—Qué pena, ¿verdad? Ahora sí que estás más sola que la una —seregodeó con su tono malicioso y esa afilada nota que tenía sudespreciable voz—. ¿Sabes por qué se ha ido? Porque no te quiere;porque a ti nadie te quiere… —argumentó con una sonrisa malvadallena de retintín.

Lloré tanto después de escuchar aquellas palabras que mehundieron… Pero no por el hecho de que la señora Santo Polo medijera que Melan no me quería, pues yo jamás dude del amor deMelan hacia mí, sino porque aquella malvada y retorcida mujerconsiguiera separarme una vez mas de la pequeña felicidad que aúncon esfuerzo conservaba.

Me froté la frente con fuerza para alejar esos pensamientos que,después de más de una década, seguían haciendo el mismo daño queen aquel momento. Con gran esfuerzo conseguí volver al presente.

—¿Por qué dice eso? —pregunté, mientras acariciaba su espalda conla palma de mi mano.

—Te he traído una cosa.

Melan abrió su bolso de cuero negro y extrajo una cajita aterciopeladade color rojo y un sobre con un tono amarillento.

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—Un mes antes de tu nacimiento me entregó ambas cosas para que telas diera en un futuro —dijo Melan con la voz quebrada.

Con mis manos heladas y torpes levanté la tapa de la cajita y dentro viun fino cordel de oro y una medalla con mi nombre grabado.

—Gírala —susurró Melan, sonriente.

Di la vuelta a la medalla, que tenía forma de corazón con dosdiamantes no más grandes que un grano de arena en un extremoredondeado.

Mamá,

siempre contigo

Te quiero.

Me dejé llevar por el llanto, sollozando palabras que salíandirectamente de mi corazón. Solo repetía: «yo también, yotambién…», y besaba una y otra vez la pequeña medalla enredadaentre mis dedos mientras mis lágrimas brotaban sin ánimos deaminorar.

Melan esperó varios minutos, hasta que me tranquilicé, y despuésrompió el silencio.

—Lee la carta —me pidió mientras me secaba una lágrima con elpulgar de su mano—. Tu madre me la dio en el octavo mes deembarazo, cuando los médicos le comunicaron que tenía una serie deproblemas y que el parto era seriamente complicado, hasta el punto deque, casi a ciencia cierta, si alguna de las dos se salvaba sería unautentico milagro.

Ante todo quiero dar las gracias a Melan, porque si estás leyendo estoes gracias a ella.

Mi querida hija,

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Necesito decirte que te quiero. Que te quiero con toda mi alma y contodo mi ser. Sé que a estas alturas ya serás lo suficientemente mayorcomo para comprender estas palabras.

Si esta carta está en tus manos es porque yo no estoy ahí contigo, perono te apenes, princesa, eso significará que tú sí lo estás.

He mandado a Melan comprar esta medalla que te entrego junto a micarta. Me hubiese gustado ir yo misma a elegirla, pero por problemasde salud no puedo salir de la cama. Pero ella ha sabido elegir justo loque quería para ti; una medalla con el símbolo del corazón y mispalabras grabadas detrás, porque justo en ese lugar es donde estaréyo contigo.

No me eches de menos, hija, no lo hagas. Cuando llores, yo estaré a tulado bendiciéndote. Cuando estés en la oscuridad, yo estaréiluminándote para que pronto el sol rompa las nubes que te hacensombra. Cuando sonrías yo estaré apreciando esa sonrisa y dandogracias porque siempre sea así.

Mi querida Gelina, mi princesa, no necesito verte para saber que ereshermosa. No necesito tenerte entre mis brazos para amarte y noquiero que jamás te culpes por nada; yo he dado mi vida por ti yrecuerda que la daría nuevamente si así tú lograras vivir.

Te quiere,

Mamá.

PD: Todas las noches te daré un beso. Todas.

Mi madre... Toda yo era emociones y sensaciones. Leí de nuevo lacarta intentando imaginarme a esa mujer de larga y espesa melenaondulada de color castaño claro, ojos rasgados color miel, el mismotono de piel que yo y una dulce sonrisa, según había podido apreciaren la pequeña foto que guardaba en el sótano. La misma que me delatóla noche que vi por primera vez a Kaden. ¡Qué curiosa que es la vida!

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—Tengo algo más que darte —me espetó Melan, volviendo a rebuscaren su bolso—. Esto también te pertenece.

Sacó la mano y me entregó una cinta de vídeo que venía envuelta enuna carcasa de plástico color marrón.

—¿También te pidió mi madre que me lo entregaras? —pregunté concuriosidad sin dejar de observar aquellos magníficos ojos color verdeesmeralda y entonces tuve la sensación de entrar en su mirada y verdentro de ella.

Ahí estaba yo, llorando porque no podía escalar al árbol y quería subira la primera rama… Lo veía muy alto, pero a mi padre solo le llagabaa la altura del pecho. Me dolía la rodilla y salía mucha sangre. Meescocía.

—Gelina, tesoro, ¿qué te ha pasado? —preguntó Melan con tonoalarmado, soltando el cesto de ropa que se disponía a tender—. ¿Tehas hecho daño, hija?

—No —contesté casi chillando mientras lloraba sin consuelo. No erala herida lo que me dolía, era el orgullo.

—¿Entonces qué sucede, hija? —su voz estaba más calmada.

—Que no puedo subir ahí —dije mientras con el dedo índice señalabala primera rama.

—¡Pues busca otra forma! —me animó mientras acariciaba mimelena.

—Es imposible, no se puede... —contesté angustiada, pensando entodo lo que ya había puesto en práctica sin éxito.

—Nada es imposible, tesoro. Para todo hay una forma. Para todo… —remarcó sus últimas palabras, dando un beso dulce en mi frente…

Volví nuevamente al presente y la abracé con fuerzas. La quería, laquería muchísimo. Ella era todo lo que yo admiraba de pequeña como

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mujer, del mismo modo que a mi padre como hombre. Ellos dos eranlas figuras en las que quería verme reflejada el día de mañana; eransabiduría, serenidad, paz y mi amor. Gracias a ella la falta de mimadre no fue tan atroz; gracias a ella sabía cosas de mi madre, aúncuando mi padre parecía haberse encerrado en banda a no quererhablar de ella por el dolor que le ocasionaba recordarla. Yo lo sabía yevitaba preguntarle para no provocar más dolor del que ya sentía.

—Esto fue uno de los objetos de los que tu padre se desprendió. Undía, después de una terapia con la psicóloga, se dirigió al desván y tirótodo lo que había en el baúl de las pertenencias de tu madre. —Hizouna respiración profunda y continuó—. Intenté decirle que no lohiciera, o al menos no todo, porque creía que el día de mañana tegustaría tener algo de tu madre. No suelo fisgonear en las cosas de losdemás, pero al ver que se deshacía de este vídeo tuve que ir en buscade aquella bolsa al cubo de basura y sacarlo.

—Gracias por haber fisgoneado en esta ocasión —dije con una tímidasonrisa.

—Sé que te gustará, es un vídeo muy emotivo —argumentó, al tiempoque sus lágrimas brotaban nuevamente, dejando sus preciosos ojosverdes brillantes.

—¿Por qué te fuiste? —pregunté al mismo tiempo que cogía el vídeoy lo colocaba en mi regazo sin dejar de mirarla.

—Sabía lo que te hacían y necesitaba pruebas. Tu padre se había ido aun viaje de negocios y yo sufría cada noche dejándote aquí, sola con laseñora Santo Polo. —Melan tenía la mirada perdida en el vacío en unpunto de la pared de enfrente—. Ya no reías como siempre ni salías ajugar al jardín. Tenías ojeras y estabas distante. Te conocía, Gelina,eras como mi hija y sabía que algo pasaba.

Su voz era apenada, terriblemente apenada y apagada, tanto como susojos en ese mismo instante. Cogió aire y continuó.

—Así que fui en busca de una cámara que tenía tu padre y la escondí.

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Al día siguiente volví a por ella y palidecí en el momento que te viencogida en el sofá, llorando desconsolada mientras ella te decíabarbaridades, y se me cayó el alma a pedazos cuando te agarró lamelena y te zarandeó.

Mi cuerpo se puso alerta, recordaba muchas escenas como esa; cientosde situaciones parecidas. Mi madrastra zarandeando mi cabello;clavando sus finos y largos dedos en mi brazo; chillándome diciendolo inútil que me veían sus ojos; sus manos perfumadas de cremaabofeteando mi mejilla… El sonido de la llave girando en la puertadel sótano y su voz desde el otro lado diciendo lo mucho que merecíaestar encerrada. Cerré con fuerza mis ojos para escapar de esasespantosas imágenes y volví a poner la atención en las palabras deMelan.

—La rabia corría por mis venas. Sentí tanto dolor al ver a mi pequeñasufrir, desprotegida y sin nadie en quien refugiarte… —Melan estabapadeciendo ante el recuerdo, lloraba, casi destruida—. Me dirigí a ellapara echarle en cara sus acciones, para advertirle que jamás se leocurriera poner sus asquerosas manos encima de ti —continuó conuna pequeña pausa, quizá poniendo orden en sus recuerdos—. Peroella tenía poder en aquellos entonces —adujo con una sonrisa amarga—. Era malvada y tenía lo que necesitaba para tener poder; teníadinero, el dinero de tu padre. Y además, en mi contra, una malasituación por la que pasaba en aquel momento.

—¿Qué mala situación, Melan?

—Mi marido en aquellos entonces era ludópata y alcohólico, segastaba todo el dinero que entraba en casa. Justo un mes antes noshabían desahuciado por incumplimiento de pagos, que ya se elevabana una cuantía muy importante, y tuve que recurrir a unos vecinosconocidos y dejar a mis hijos con ellos hasta yo consiguiera algo dedinero para poder recogerlos en un hogar.

¡Jo, Dios mío, pobre Melan! Ella jamás dijo nada, o al menos yo no lorecordaba. Siempre venía feliz, siempre contenta y animada. Era laalegría de la casa. Cuando ella llegaba a las siete de la mañana, subía

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las persianas y preparaba el desayuno con la radio encendida mientrascantaba canciones conocidas. Nunca imaginé, ni por lo más remoto,que tuviera tantos problemas, pero también era cierto que yo todavíaera demasiado pequeña e ingenua.

—¿Por qué no le pediste ayuda a papá? —pregunté, totalmentedestrozada y confundida. Porque sé que mi padre la hubiese ayudado,seguro. Mi padre era noble y humilde, demasiado, por eso acogió a lafamilia Santo Polo.

—Porque no podía pedir más ayuda a tu padre. Ya no me sentía bienconmigo misma. No podía aceptar más ayuda de él, ni aún por muchoque la necesitará.

—Ella sabía esa información, ¿verdad? Ella sabía todo. —Melanasintió con la cabeza.

—Así es. Me amenazó con llamar a los Servicios Sociales y contarlestodo para arrebatarme a mis hijos —explicó Melan entre sollozos—.Lo siento, Gelina, lo siento. No sabes cómo me arrepiento y laculpabilidad que me acecha cada noche antes de dormirme por nohaber seguido adelante. Tuve miedo de perder lo poco que tenía, peroeso provocó mi desasosiego durante todos los días de mi vida. ¡Todos!Y créeme, pesa mucho.

¡No, no, no, no! —repetí con impotencia—. No te sientas mal, no lohagas. Hiciste bien, Melan. Cuidaste de tus hijos como la buena madreque eres. —Me ardía la garganta, así que tuve que carraspear ydespués continué—. Si hubieses hecho lo contrario, hoy yo mesentiría terriblemente culpable si por mi culpa hubieses perdido a tushijos. No te sientas mal, porque yo no me enfadé contigo y, el día quete fuiste, tampoco pensé que no me quisieras. Supe, desde el primermomento que me lo comunicó la señora Santa Polo, que ella era laculpable de tu marcha. —Justo después de esas palabras la abracé confuerza—. Mi Melan... —le susurré en medio del llanto.

—Ya no tengo miedo, Gelina. Voy a cuidarte. Ya no la temo.

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—Melan, ya puedes dormir tranquila con tu conciencia. No quiero quesientas esa culpabilidad. Tengo a alguien que me cuida —le susurré.

Sacó un pequeño papel doblado, me cogió la mano y me lo puso en lapalma. Luego, con un suave movimiento, me la cerró dejando el papeldentro.

—Ahí he anotado mi dirección, para que vengas cuando quieras. Novoy a volver a dejarte sola nunca más.

Sentí un carraspeo que provenía de atrás. Giré la vista y vi a Kaden,apoyando un hombro en el marco de la puerta, con las piernascruzadas dejando el peso en uno de sus pies. ¿Cómo había entrado?Pregunté para mis adentros con sorpresa. Él habló como si me hubieseleído la mente.

—La puerta estaba abierta. Perdón por no avisar. —Sus faccionesestaban relajadas. Había calma en su rostro y brillo en sus ojos. Elcorazón me latió con fuerza y me provocó un pequeño mareo. Erafascinante lo que me ocasionaba solo mirarlo.

Dirigí con esfuerzos nuevamente la mirada a Melan.

—Quiero presentarte a alguien —le dije con una sonrisa en los labios.

Kaden se acercó y estiró uno de sus brazos para ofrecer la mano queMelan estrechó con suavidad.

—Kaden Di Stefano. Un placer conocerla.

—Melan Sheffield, el placer es mío —contestó ella, educadamente,acompañando una leve inclinación con la cabeza—. Cuídela, porfavor, señor Di Stefano.

—Kaden —la corrigió—. Quédese tranquila.

Melan volvió a dirigirme la mirada, apretó suavemente una de mismanos y continuó hablando.

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—Tesoro, ven a verme. Tengo muchas cosas que contarte. —Volvieron a brillar sus ojos empañándose de lágrimas queamenazaban con brotar de nuevo. Se me encogió el estomago, noquería verla llorar más, no podía soportar el dolor y la pena que esome provocaba.

—Por supuesto que lo haré. —Me acerqué más a ella y le di un besoen la mejilla—. Gracias por venir.

Una vez que despedí a Melan, volví al comedor, donde estaba Kaden.Seguía estando en la misma posición que antes de marcharme, con lasmanos metidas en los bolsillos, de pie en medio del comedor.

—Era mi nana de pequeña —comenté mientras me acercaba a él ydejaba caer los brazos en un movimiento perezoso encima de sushombros.

—Lo sé —me susurró al oído. Sentí una descarga eléctrica recorrer mivientre y noté el calor de una de sus manos un poco más arriba de minalga. Otro calambre me sacudió, en esta ocasión desde la nunca hastadonde posaba su mano relajada. Con la mano que le quedaba libre,retiró un mechón que colgaba sobre mi cara y lo colocó detrás de mioreja—. Estás guapísima. —En sus ojos seguía habiendo un brillo queno supe descifrar.

Miré el reloj y pasaba un cuarto de hora de la cita acordada. Entoncesvino a mi mente el «no me gusta que me hagan esperar». Pegué unpequeño respingo, me deshice de su cuerpo con naturalidad, como silo hubiese hecho durante toda la vida, fui en busca de la pequeñacajita que reposaba en el sofá y me dirigí nuevamente a él.

—Puedes ponérmela —dije con la voz teñida con algo de súplica.

Me dio la vuelta y sentí el frío del fino cordel caer sobre mi pecho.Cerró el enganche sin complicaciones y noté las yemas de sus dedosrozar mi nuca, dándome un exquisito placer parecido a un cosquilleo.

Ya afuera, a la entrada de casa, vi el coche aparcado justo enfrente,

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pero no era el Audi, sino un BMV negro con los cristales de la partetrasera tintados. Fruncí el ceño, confusa. El siempre llevaba un Audideportivo color gris metalizado.

Con cortesía abrió la puerta trasera que daba a la acera y me invitó aentrar con un amable movimiento de la mano. Una vez dentro apreciéel olor a cuero de los asientos y me di cuenta de que estaba impecable,por no decir nuevo. Para mi sorpresa vi a un conductor. ¿Sería suchófer personal? Era evidente que su estatus económico y social podíapermitirle gozar de esos lujos, pero me sorprendió.

Miré por el rabillo del ojo a Kaden, que el sostenía el móvil. Condedos ágiles y rápidos, tecleó y a continuación se lo colocó en laoreja.

—¿Nos siguen?—la voz era afilada y algo ronca. Ese tono me erafamiliar; el lobo.

—No, todo en orden, jefe —logré escuchar, con gran esfuerzo, a lavoz masculina que sonaba al otro extremo del teléfono.

Colgó en el mismo instante que escuchó lo que quería. Sin un adiós oun bien. El lobo era así, prepotente y amenazador, insensible y radical.Justo después de colgar, levantó una mano y chasqueó los dedos. Esoera una orden. El chófer se puso en marcha al instante.

Al estar sentada en el asiento el vestido largo rozaba el suelo, así quepara evitar pisarlo y ensuciarlo coloqué el bajo de la falda sobre mispiernas, dejando las rodillas y un poco más de medio muslo aldescubierto. Tomé la parte de atrás con una mano apoyada en elasiento y acto seguido cruce las piernas y me giré hacia la ventana demi lado perdida en mis recuerdos, recordando la visita de Melan.

Me sentía feliz y se estaba bien al lado de la felicidad, aunque lapobre Melan había tenido que sufrir durante muchos años debido a laculpabilidad que sentía y eso no me hacía sentir bien del todo. Memoví inquieta por la Angustia que me provocaron los recuerdos: «laculpabilidad que me acecha todas las noches antes de dormirme». Por

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abandonarme, pero nunca lo hizo y yo lo sabía.

—¿Puedes bajarte el vestido? —susurró Kaden en mi oído.

Yo deslicé la vista hasta mis piernas, pero no vi nada fuera de lugar,quizá que se me había subido un poco más de como yo lo dejé, puestoque la tela era sedosa y resbaladiza.

—No —le contesté.

—Bá-ja-te el vestido —gruñó, enfadado, nuevamente en mi oreja.

Mis ojos se abrieron como platos y mi cuerpo se tensó. El lobo veniacon ganas de guerra.

—No —volví a repetir, desafiándole con la mirada.

Escuché como inspiraba aire con fuerza por la nariz.

—No me hagas hacer cosas que no quiero —amenazó. Estaba claro,era el lobo.

—Tú a mí tampoco —le recriminé, con la mirada clavada en la suya.Vi cómo tensaba su mandíbula y apretaba ligeramente sus dientes.Resopló fuerte y renegó algo que no llegué a entender. Después seinclinó hacia el conductor y espetó—. Discúlpenos un momento,¿podría dar al botón de la ventanilla? —pidió fingiendo una calma queno sentía. Segundos después una cristalera tintada, de color negro, nosseparó del chófer.

Echó un vistazo rápido al reloj. Rápidamente estiró sus brazos haciamí y, en una décima de segundo, me colocó a horcajadas sobre susmuslos.

—Tienes ganas de jugar… —No fue una pregunta—. Bien, puesjuguemos.

¡Dios mío!, chillé para mis adentros. ¿Tenía ganas de jugar? Sí lastenía. Quería que me besara; deseaba sentir su aliento chocar contra el

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mío; tenía ganas de jugar con él.

Kaden posó sus labios en los míos, voraces y con movimientossalvajes. Luego aminoró la fuerza de sus besos y fue recorriendo micuello hasta llegar a mi pecho, donde tiró del vestido dejando elsujetador al descubierto. Finalmente apartó la copa hasta que el pezónquedó al aire libre y pasó la lengua por encima de él, antes demordisquearlo. Una vibración en el vientre me recorrió hasta laentrepierna y solté un gruñido de placer.

—¿De verdad que quieres jugar? —preguntó con voz ronca.

—Sí —contesté mientras inspiraba aire.

Volvió a apretar suavemente mi pezón con los dientes una y otra vez.Me mordí el labio inferior y resoplé de placer.

—Eres una cabezota —replicó Kaden, antes de lamer y acto seguidosoplar encima de mi ya resentido pezón.

—Sí —respondí por inercia, sin saber bien a qué contestaba.

Una de sus manos se deslizó por mis piernas hasta llegar a las bragasy con un dedo resiguió el elástico pegado a la ingle. Me estremecí.

—¿Segura? Piensa que, una vez lo pruebas, te vuelves adicta…

En su voz había una nota burlona y creí que estaba más cerca deKaden que del lobo, lo que me hizo relajarme un poco más. Pero nomucho, porque Kaden introdujo su mano en la parte inferior de miropa íntima y tocó mi piel más sensible. Volví a gruñir. Eraplacentero, me gustaba, quería más.

Dejó de maltratar mi pezón y volvió a devorarme los labios con unbeso que ardía; puro fuego. Sus dedos seguían acariciando mi piel enmis labios inferiores, haciendo lentos y suaves círculos, totalmenteexcitantes, encima del clítoris. Comencé a removerme, a arquear miespalda y a suplicar más.

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—Por favor, Kaden, por favor... —Comencé a sentir placer justodonde él estaba tocando de forma tan tormentosa y dulce al mismotiempo. Volví a gemir, ahora más fuerte.

—¿Sabes dónde estás?

—No —gimoteé.

—¿Te sientes cerca de algo que no sabes explicar? —preguntó Kaden,divertido.

—Sí —volví a gemir.

—Pues ve a por ello —susurró en mi oreja, dándome un mordisco enel lóbulo.

Sus dedos tomaron un ritmo más elevado, más rápido, apretandoligeramente un poco más fuerte. Eso era demasiado. Con el aireentrecortado y moviendo mis caderas con impaciencia, un placerparecido a un huracán nació de mi sexo, esparciéndose por todo micuerpo y haciéndome gritar del placer, pronunciando su nombre.

Me dejé caer contra su hombro, derrotada por el cansancio, y Kadenme rodeó con sus brazos mientras me mecía.

—Ha estado bien —comentó mientras me acariciaba con la punta deldedo índice la mejilla.

—¡Qué vergüenza! —chillé horrorizada. —Mi comportamiento hasido vulgar —dije mientras hundía más mi rostro en el hueco de sucuello. Él chasqueó la lengua.

—Para mí, has sido muy casta. —Y por primera vez escuché el ruidoque producía su risa.

Permanecimos en esa posición durante mucho rato, no sabría decircuánto pues perdí la noción del tiempo. Se estaba bien apoyada en suhombro, oliendo a fresco, dulce y sexy. Oliendo a Kaden.Delicadamente y sin esfuerzo, Kaden me colocó en mi sitio, alisó mi

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falda y volvió a colocarme el mechón que colgaba sobre mi caradetrás de la oreja.

—Ese mechón forma parte del peinado —le informé y acto seguido lesaqué la lengua.

—Lo sé, pero me gusta más tu rostro al descubierto, sin nada queestropee la visión —contestó con algo parecido a un mohín.

Después nos quedamos en silencio; yo recordando lo que hacíaescasos minutos acaba de pasar y él perdido en algún lugar de sumente, quizá en un lugar prohibido para mí...

El coche aminoró hasta detenerse del todo. Miré a través del cristaltintado y al otro lado vislumbré una mansión rústica, con el jardínelegantemente adornado con mesas redondas cubiertas con mantelesrojos cereza y enormes velas de color crema con pies de hierrotrabajados en forma de espiral. Había allí una multitud de genteentrando y saliendo, elegantemente vestidos.

Kaden salió del BMV, dio la vuelta por la parte trasera y abrió concortesía mi puerta. A continuación extendió un brazo para tomar unade mis frías manos. Una vez que me puse en pie, me soltó la manopara rodearme con su brazo por la cintura. Aquello que se apoderó demí en el trayecto volvió a florecer, amenazándome, y si él queríavolvería a comportarme como una vulgar. Dejé escapar un suspiro yvi por el rabillo del ojo que Kaden me observaba. «¡Olvídame, cosa;lo que sea que seas! No voy a volver hacerlo más», me regañé paramis adentros.

—¿Estás nerviosa?

—Sí.

—Pues no deberías. Tú solo limítate a agarrarte de mi brazo y sonreír.

—Sí.

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—¿Te encuentras bien? —dijo frunciendo el ceño.

—Sí —volví a repetir

—¿Sabes decir algo más que «sí»?

—Sí. Digo... —balbuceé —. Que sí, que sé decir más cosas.

Una sonrisa apareció en sus labios dejando ver sus perfectos dientes yun rostro infinitamente sexy. Cuando sonreía rozaba la perfección.

—Tengo la mente muy perturbada, pero por un momento me hasrecordado el, según tú, «comportamiento vulgar», en el que «sí» era loúnico que sabías decir… —susurró en mi oído, divertido.

Sentí arder mis mejillas, incluso los ojos me escocían. Acto seguidobajó la mano a mi nalga y me dio un pellizco y un manotazo. Yo mesorprendí, los ojos se me abrieron como platos y pegué un respingo.

—Recatada —volvió a susurrar mientras nos adentrábamos en eljardín...

Forcé una sonrisa para nada convincente. Me era difícil comportarmecon naturalidad cuando todos los ojos parecían acecharme. Meaproximé más a Kaden, buscando refugio de todas las docenas demiradas, pero aún así me sentía expuesta como un maniquí en elescaparate, observando meticulosamente todo.

Kaden era el centro de atención, todos se acercaban a él y lo llamabanRomano con profundo y excesivo respeto. Dejé a un lado susconversaciones mientras lo saludaban y me distraje observando. Eracurioso, todos eran lobos y lobas. Hombres bien vestidos y mujeresexageradamente retocadas que parecían clónicas, como salidas todasde la misma fábrica; pechos voluminosos, rasgos felinos y labiosgruesos, mejoradas por la cirugía hasta el último dedo del pie. Laúnica señal que delataba que más de una no era tan jovencita eran lasarrugas de sus manos, mientras que la piel de la cara estabameticulosamente planchada y alisada, incluido el cuello.

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Mi acompañante parecía estar en su salsa y rodeado de personasnormales. En cuanto a mí, lo que veía a través de mis ojos era a unapobre indefensa en medio de una jaula enorme, rodeada por lobos ypanteras. Miradas frías y recelosas de algunas mujeres, en especial deuna, situada al otro lado del jardín que sostenía una copa de champánen su mano derecha y diría que me estaba fulminando con la mirada.Yo saqué la mía al momento y un escalofrió recorrió mi espalda, measusté. Volví a acercarme un poco más a Kaden, ya casi podía decirque estaba metida entre medio de una de sus costillas. Él me separóun poco, unos milímetros, y acarició mi espalda con un suavemovimiento con su pulgar un poco más arriba de la cintura.

—¿Pasa algo? —me susurró él, que dejó de lado la conversación quemantenía con un hombre completamente canoso, de unos sesenta ypico años.

¡Sí, sí que pasaba! Tenía miedo, estaba asustada y no me gustaban laspersonas que había allí; no transmitían confianza, tenían la miradaafilada. Me sentía desprotegida y la mujer de la otra punta del jardínme aterraba. Me mordí el labio con nerviosismo. Anhelé aire y poco apoco lo expulsé, buscando la calma y tranquilizarme de nuevo.

—Nada, simplemente estoy nerviosa... —dije, destensando mi rostro eintentando ocultar cualquier señal de miedo.

—Pues relájate. —Eso sonó a una orden y yo asentí con la cabeza.

—Kaden… —escuché una voz masculina que me distrajo de mismiedos.

Era un chico más o menos de la misma edad de Kaden, yo diría que nollegaba a los treinta. Tenía la piel color aceituna, el pelo moreno ymás bien largo, con mechones que le caían sobre la frente, y ojosnegros. Era atractivo. No tanto como mi lobo, eso nunca, pero sí queera atractivo.

—Tenemos que hablar —dijo este en un tono más bajo, inclinándoseligeramente hacia Kaden.

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Kaden afirmó con la cabeza y continuó.

—Un momento…

El chico se abrió camino entre la multitud. Tenía un cuerpo atlético,de espalda ancha y caderas estrechas.

—Gelina, tengo que ausentarme un momento.

Yo me quede pálida. Las manos comenzaron a sudarme y larespiración a ser trabajosa.

—No —ahogué un chillido.

—Será un instante, te lo prometo.

—Y... Y... —Me quedé atrancada en mis palabras.

—Chist. —Kaden me tranquilizó al acariciar mi mejilla antes dedarme un beso casto en los labios—. Será poco tiempo. Finge ir albaño si hay alguien que te incomoda. Gelina, te lo dije esta mañana yte lo vuelvo a repetir; en mi mundo nadie se atreverá toserte encima.

Dejé escapar un resoplido que no llegó a escapar por completo porqueKaden volvió a besarme. Suave, sin exigencias sin voracidad;calmado, rozando mis labios y acariciando mi lengua. Volvió a vibrarmi entrepierna y emití un pequeño gemido, solo audible a oídos deKaden.

—No tardaré.

Mientras que veía la figura de Kaden desaparecer entre la multitud endirección a la mansión, las vistas eran espectaculares; sus hombrostambién eran anchos y la cadera tenía justo la proporción perfecta.

Un camarero se acercó con una bandeja de champán. Nunca lo habíaprobado y cogí la copa que este me ofrecía. Di el primer trago, eraamargo y un repelús me provocó un pequeño temblor. Eché un vistazoal amplio jardín y nuevamente la mirada recelosa volvió a cruzarse

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con la mía. «¡Joder, que miedo!». Era rubia, con el pelo liso a la alturade los hombros, ojos azules y rasgos felinos, pechos de un tamañoconsiderable y diría que un aire prepotente.

Volví a pegar mis labios a la copa, pero a diferencia de la vez anteriorno los despegué hasta haberme bebido todo el champán de un solotrago. No sentí el repelús, pero sí mi boca fresca. De repente mesorprendí cuando vi a aquella mujer dirigirse con pasos ligeros yseguros hacia a mí. Por un momento me puse rígida, «¿pero quequiere?». Al ver claras sus intenciones, roté sobre mí misma y conligereza me acerqué a unos de los camareros que constantementepaseaban con bandejas.

—Perdone —me dirigí al primero que encontré.

—Dígame, señora.

—¿El aseo? —Eché un vistazo rápido hacia atrás, nerviosa, y vi que lamujer se acercaba en mi dirección. Claramente venía a por mí.

—Sí, dentro de la mansión. Siga el largo pasillo y al final, a manoderecha, se encuentran los lavabos.

—Gracias —le contesté, ya andando en dirección a la mansión.

Una vez crucé la enorme puerta aligeré el paso. Todo estabasilencioso y con luz tenue, solo se escuchaban el cloc-cloc de miszapatos. Más que una mansión, parecía un museo antiguo. Volví agirarme, pero para mí tranquilidad aquella mujer no parecía venirdetrás de mí. Me relajé. El pasillo era muy largo y a ambos ladoshabía puertas que permanecían cerradas, me pregunté si Kaden estaríatras alguna de ellas. «¿Quién era esa mujer y qué quería de mí?». Laimagen de aquella mujer me aterraba...

Seguí andando por el corredor, que ahora hacía un giro a la derecha ycontinué avanzando pasillo adelante. Por fin, al final del mismo pudever las puertas de ambos aseos. Fui al de señoras y me apoyé con lasdos manos en el lavabo, cogí aire profundamente y levanté la vista. Se

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me veía aterrada, se notaba en mi rostro y estaba casi pálida. Frotémis sienes y mojé mis manos debajo del grifo, luego me pasé una porla nuca.

Solté el aire como si me hubiese salvado de algo, aún sin saber delqué. Entré en el baño y me senté en un inodoro para hacer tiempo. Alo mejor, con suerte, cuando llegara al jardín Kaden ya estaría allí.Dejé pasar unos minutos hasta serenarme y cuando ya me noté mástranquila, desanduve el camino en dirección al jardín. Una vez en elpasillo aquel infinito silencio acompañó de nuevo el repique de mistacones sobre el brillante suelo de mármol blanco. Continuécaminando hasta que vi una puerta entreabierta y unos susurros queprovenían del interior llamaron mi atención, más cuando el nombre deKaden resonó adentro.

Para evitar el ruido de mis tacones, me puse de puntillas y mearremangué el vestido. La imagen me recordó la última vez que tuveel vestido levantado. Eso provocó un cosquilleo en mi vientre.Sigilosamente me acerqué hacia la puerta y me asomé. Mi sorpresafue ver a Mendax, el hombre que horas antes había puesto de malhumor a Kaden y que a mí, cómo no, me aterró.

—Necesito que me ayudes —dijo Mendax, dirigiéndose a alguien queno alcanzaba a ver.

—Eso ya lo sé —replicó una voz desconocida y penetrante, cuyorostro no entraba en mi ángulo de visión—. ¿Pero qué voy a ganar yocon eso?

—Quitarnos de encima al puto Romano. Trabajaríamos juntos tú y yo,el beneficio está asegurado.

—¿Y qué propones?

—Que lo matemos —dijo Mendax con frialdad.

¡¿Qué?! Puse mi mano sobre mi boca para evitar chillar e hice unmovimiento hacia atrás para salir corriendo, pero torpemente taconeé

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en el suelo, haciendo un ruido más que sonoro. La habitación se quedóen silencio y yo comencé a correr tan rápido como pude. Antes dehacer el giro hacia la izquierda, escuché el sonido de una las piedrasde mi zapato al caer, que vi brillar mientras rodaba en direcciónopuesta a la mía. Hice ademán de ir a buscarla pero me detuve, nopodía o me acabaría delatando, así que seguí pasillo adelante lo másrápida que pude.

Una vez ya en el jardín, apoyé una mano en la pared de la mansióncon la respiración trabajosa y la otra mano sobre mi vientre. Teníaganas de vomitar. Dejé caer mi peso contra la pared y cerré con fuerzalos ojos... Poco a poco comencé a serenarme. Eso podía hacerlo, lohabía hecho toda mi vida, cientos de veces me había serenado antemomentos de pánico y dolor. Era capaz de calmar a mi mente aún enestado de shock y animarme yo misma. Siempre, siempre lo habíaconseguido.

Abrí nuevamente mis ojos, ahora con más calma, quizá no me habríanvisto. Había allí muchas mujeres con tacones y podría ser cualquierasistente a la cena. «Él no me ha visto», me decía yo misma mientrascontemplaba la jaula de lobos y panteras ronroneando ante mis ojos...

No veía a Kaden. Lo busqué con la vista por todo el jardín, pero noestaba allí. Comencé a enredar mis dedos entre sí, estaba nerviosa;necesitaba encontrarlo. Con él estas sensaciones no eran tan fuertes ytenía la tranquilidad de estar a salvo. «En mi mundo nadie se atreveráa toserte encima. Nadie», una frase que se repetía una y otra vez en mimente.

—Hombre, pero mira quien tenemos por aquí... —Esa voz retumbó enmis oídos, la conocía, era Mendax. Mis músculos se contrajerondejando todo mi cuerpo rígido como una piedra, mi respiración separó y el corazón chocó con fuerza contra mis costillas. Sentí pánico.

Estaba de mal humor y tenía los labios ligeramente apretados,haciendo un gran esfuerzo para sonreír. Yo no hice nada, no moví niun pelo. Me alargó la mano para estrechármela, yo levanté la mía y élla apretó con fuerza.

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—Por tu bien, mantén tu puta boca callada, zorra. —Su alientocaliente y repugnante chocó contra mi mejilla. Mi cuerpo no podíaestar más espantado, así que se mantuvo como estaba, rígido; tantoque empezaba a ser doloroso—. Si comentas algo me enteraré. Ydespués iré a por ti. Kaden y yo nos conocemos hace mucho tiempo,así que no será difícil convencerlo. En cuanto a ti... Tú eres su fulana,es decir, nadie. Tienes todas las de perder... —dejó la amenaza en elaire.

Me soltó y noté que había dejado algo en la palma de mi mano. ¡Era lapiedra de mi zapato! Horrorizada, me quedé en la misma posición sinpoder moverme, clavada por completo al suelo.

—¡Gelina! —escuché a Kaden en la distancia. No porque estuvieraapartado, sino porque mi mente se hallaba en algún lugar muy lejano—. Gelina… —repitió mientras me zarandeaba—. Por favor, contesta.

—Estoy bien —logré decir.

—¿Qué pasa, Gelina? —En su voz se percibía la inquietud, e inclusopude apreciar el brillo de dolor en sus ojos; como cuando le explicabaalgún que otro mal recuerdo de mi infancia; como cuando estuvimoscomiendo, ese mismo día, cuando me hizo ver que yo le preocupaba.

Me incliné hacia él y contesté antes de que mis lágrimas rodaranmejilla abajo.

—Me quiero ir —dije sin evitar dejar escapar las lágrimas y algún queotro puchero.

Kaden sacó el móvil del interior de su americana y marcórápidamente. Dijo algo que no escuché, pues mi miedo me manteníaalejada de la realidad. Me rodeó con los brazos y me apretó condelicadeza.

—Nos vamos ya. —Su voz era dulce y su aliento acariciaba mimejilla dándome tranquilidad. Sus palabras amansaban a la Gelinaaterrada.

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Kaden no se despidió de nadie. Solo se dirigió hacia a las afueras deljardín, donde su Audi deportivo de siempre estaba aparcado. ¿Cómopodía ser? ¿Dónde estaba el BMV? Me abrió la puerta y me senté. Diola vuelta por la parte trasera y se dejó caer en el asiento del piloto.Sostuvo mi rostro entre sus manos y rompió el silencio.

—Gelina, cariño, si no me lo dices no puedo ayudarte. —Su voz eraáspera y enfadada aunque sé que no conmigo, sino por la situación. Yosollocé y mis lágrimas volvieron a derramarse, mojando las manos deKaden. Viendo que no hablaba, soltó mi rostro e hizo algo parecido aun resoplido antes de arrancar el motor del coche.

No sé cuánto tiempo había pasado desde que nos subimos alautomóvil pero algo que sonaba en la lejanía me trajo de golpe a larealidad; era una canción, mi canción preferida. Kaden me observó ensilencio y dirigió su mirada hacia donde yo tenía la mía; la radio. Elsubió la música y yo le sonreí.

Mientras las notas del piano comenzaban, yo me estremecí alescuchar la canción, Love lifts us up were we belong sonaba por losaltavoces. Comencé a canturrear la melodía, moviendo hacia amboslados mi cabeza. Kaden me observaba y cuando vino el estribillo alzóel volumen casi al máximo, pero no me molestaba, me gustaba y elsonrió mientras me veía cantar, metida totalmente en el papel.

Como dice la canción, el amor nos eleva a donde pertenecemoscuando las águilas lloran en lo alto de las montañas, lejos de losmundos que conocemos, hasta donde los claros vientos soplan. Eltiempo pasa, no hay tiempo para llorar, la vida somos tú y yo. Vivehoy...

—Love lift us up where we belong, where the eagles cry, on amountain high. Love lift us up where we belong… —canté a plenopulmón, pero aún así no lograba escucharme por encima de la música.Solté una carcajada echando la cabeza hacia atrás y pude ver cómo susojos brillaban de la misma forma que cuando entró en la sala de estar,cuando yo estaba con Melan.

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Capítulo 8

Entre bellas melodías

Cuando el coche se detuvo enfrente de la casa de Kaden, todavíasentía pánico, pero ahora estaba algo más relajada. Yo salí al mismotiempo que él y, una vez fuera, el esperó a tenerme cerca para enredarsus dedos con los míos, algo que se había convertido en unacostumbre. Entramos en la casa y Kaden soltó mi mano paraencaminarse hacia el salón. Una vez allí se dirigió a la radio y unamelodía comenzó a sonar. Era clásica, dulce y lenta, pero no conocíael título de la canción. Él se colocó en medio de la sala y estiró unbrazo para invitarme a bailar. Yo sonreí mientras las dulces notas delpiano parecían amansarme.

—Ven —me ordenó con dulzura y brillo en sus ojos marrones . Yoaccedí y me dejé arrastrar por su brazo.

Kaden me pegó a su torso y comenzó a balancear sus caderasarrasando las mías con ellas lentamente. Parecía un momento mágico.

—¿En qué cuento de Cenicienta ella no baila con el príncipe? —mesusurró. Levantó una de mis manos y me hizo rotar sobre mis pieshasta volver a tenerlo de frente, luego volvió a acercarme a su cuerpoal compás de la música que sonaba calmada.

—¿Qué es lo que suena?—pregunté mientras dejaba caer una de mismanos por su pecho y apoyaba mi mejilla en él.

—Claro de luna, de Debussy. ¿Te gusta?

Yo afirmé con la cabeza, rozando la mejilla contra su reconfortantepecho.

—¿Qué ha pasado?—preguntó Kaden al mismo tiempo que recorríami espalda con las yemas de sus dedos. Un escalofrió siguió el caminode ellos haciéndome vibrar. Viendo que no contestaba, levantó elbrazo con dulzura y me hizo rotar sobre mis pies una vuelta completa.

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Entonces posó sus ojos sobre los míos y vi el dolor reflejarsenuevamente en ellos—. ¿Tienes miedo? —Y volvió a acercarme a sucuerpo.

«¿Tenía miedo? Sí, tenía pánico». Me aterrorizaba la idea devolverme a encontrar entre tantas fieras, como hoy.

—Sí —susurré cuando volví a refugiarme en su pecho.

—Mi dulce Cenicienta… —Sentí tantas sensaciones al escuchar suspalabras que mis lágrimas volvieron a brotar nuevamente, mojando lablanca camisa de él—. Yo nunca dejaría que nadie te dañara. Losabes, ¿verdad? —La música aminoraba a ratos y él se movía consuave movimientos simulando la canción. Casi parecía estar todoperfecto.

Sabía que él no permitiría que nadie me hiciera daño. Lo sabía porqueno lo soportaba, porque se enfurecía con las hienas, porque el brillo dedolor me lo dijo esta misma mañana durante la comida y porque notenía ningún tipo de interés cuando me ofreció una fuga. Pero enrealidad no era eso lo que me tenía aterrorizaba. No temía por mí,temía por él, por Kaden. Comencé a sollozar más fuerte. Meaterrorizaba la idea que le hicieran daño; no podría soportarnuevamente la soledad infinita, de esa misma que parecía estarhablando la melodía de Debussy.

—No tengo miedo por mí, tengo miedo por ti —sollocé.

Kaden se quedó rígido, sin movimiento en sus caderas, casipetrificado con los pies anclados al suelo. Levanté mi vista paraobservarlo aunque la borrosidad de mis lágrimas me complicaba lafaena, pero parecía tener la mandíbula rígida, al igual que susfacciones.

—¿Qué ha pasado? —dijo con algo de exigencia y enfado en su voz.

Me sentó con delicadeza en un sillón y, como mis sollozos me lopermitían, intenté reconstruir en mi mente el momento. No le

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comenté nada sobra la chica rubia porque ya carecía de importanciadespués de lo de Mendax. Me preguntó una docena de veces si podríaidentificar la otra voz masculina cuyo rostro no pude ver. Yo dije queno. Cuando le explique qué fue lo que me dijo Mendax una vez en eljardín, se puso como loco. Se levantó, agarró un jarrón y lo estampócontra la pared haciendo un estruendo que me asustó.

—¡Rata asquerosa! ¡Cabrón de mierda! —chilló desquiciado.

Esos y otros insultos y unos cuantos más en italiano que no entendí,pero los imaginé, dedicados a Mendax. Jamás lo había visto de esemodo. Estaba fuera de sí, casi enloquecido. Cogió el móvil, tecleó conrapidez, se lo colocó en la oreja y chasqueó los dedos haciendo ungesto. Yo me quedé en donde estaba, no sé adónde quería que mefuera. Me cabreé, pero él puso su mano sobre el teléfono, tapando elaltavoz, y me dio una orden.

—Sube a la habitación. —Yo negué con la cabeza, creo que eso loenfadó más—. ¡No me toques los huevos, Gelina! ¡Sube! ¡Y es unaputa orden! —El lobo había vuelto. Me levanté con calma, para queviera que no me aterraba y que me iba porque yo quería. Lo sé, erauna tontería; me iba acojonada.

—¡Cierra la puerta! —escuché la voz de Kaden a mi espalda. Yoobedecí y dejé arrastrar la enorme puerta corredera, que no pesabanada, hasta chocar con fuerza contra el marco.

Fui en dirección a las escaleras que estaban al final del ancho pasillo yquedaban enfrente de la puerta de entrada, con la barandilla en unextremo de madera maciza color blanco. Cuando ya estaba a la mitadde ellas escuché el ruido de la puerta al deslizarse y vi asomar lacabeza de Kaden para asegurarse de que obedecía.

«¡Pues no ves que sí!», grité para mis adentros.

Una vez en el segundo piso vi cuatro puertas cerradas. No teníaninguna intención de fisgonear, pero sí quería saber cuál era lahabitación. Tenía que abrir al menos una e intentar acertar a la

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primera. Abrí la que quedaba a mano izquierda; un riguroso cuarto debaño, color blanco, con un lavabo de mármol de diseño y adornosdorados. Tenía una ducha XL, enorme, en la que cabrían a gustocuatro personas. Cerré esta y fui a la siguiente, situada justo enfrente.Una enorme mesa de despacho, de madera oscura, se escondía detrásde la puerta, con una estantería llena de archivadores y las paredespintadas en color crema. Esa tampoco era.

Luego fui a las dos últimas; dos habitaciones dobles, de color perla ycortinas blancas. Una tenía una colcha con diminutos estampadosfloreados de un tono amarillento y el fondo blanco. La otra una colchabásica, color blanca sin más. Era difícil saber cuál de las dos era la deKaden, pues su casa era tan poco personal que era casi imposibleadivinar, si era la suya o la de invitados, pero no creo que elestampado floreado se identificara con el lobo que se hallabahablando, enfadado y desquiciado, en el piso de abajo. Así que medirigí a la qué tenía las sábanas blancas.

Abrí la puerta del armario para asegurarme de que era su habitación.Su ropa estaba meticulosamente colgada, por gama de colores de másclaro a más oscuro, y había trajes planchados, yo diría que mil vecesseguidas, algunos sin estrenar. Había una repisa más abajo sobre laque había camisetas de algodón, solté el aire, aliviada. Ya que no teníapijama, me coloqué una de sus camisetas blancas. Me metí en la camay me tapé hasta las orejas.

Mmm... olían bien, y me acurruqué un poco más. Se estaba a gusto, elcolchón era blando y la almohada esponjosa, lo que hacía que seabrazara bien a mi cabeza y cuello. Un placer... Suspiré. De repenteme tensé, ¿quería Kaden que me acostase allí? ¿O se refería a la otrahabitación? Peor aún, ¿quería que me acostase? En fin... Pensé que élya me lo haría saber luego, si había profanado algún sitio prohibido.

Adormilada, abrí los ojos al notar un vaivén en el colchón.Desorientada, miré a mi alrededor y me relajé por completo al ver queestaba en casa de Kaden y él estaba metiéndose en la cama.

—¿Estás dormida? —me preguntó en voz baja.

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La luz estaba apagada, pero podía verlo por la luz que entraba de lacalle.

—Ahora no —le contesté con una nota dulce en mi voz. Estabacontenta de estar con él, a pesar de que cuando el lobo se apoderaba deél, era un poco mandón y grosero. Pero ya no le temía; el lobo ya nome intimidaba.

—Siento haberte despertado —se disculpó mientras se giraba hacia elotro lado y me daba la espalda.

¡¿Y ahora qué le pasa?! Me enfadé. Resoplé con fuerza para que meescuchara, pero él parecía no haber oído nada.

—¿Te has enfadado porque estoy en tu cama? —pregunté, confusa porsu actuación.

—No. Buenas noches —contestó, tajante.

Al escuchar silencio durante varios segundos, coloqué una de mispiernas encima de sus caderas. Kaden se tensó y yo reí para misadentros. Todavía no estaba dormido, tenía la espalda al descubierto yparecía suave. La toqué con un dedo, siguiendo la columna vertebraldesde la nunca hasta al final de la espalda. Volvió a tensarse, perocontinuaba sin hablar.

Esa cosa que se apoderó de mí en el coche había vuelto con ganas, conmuchas ganas de manifestarse. Sonreí. Después me quité la camisetapor encima de mis hombros y la tiré con energía al suelo, por encimade Kaden, para que la viera. Se me escapó una risilla y me esforcépara silenciarla mordiéndome el labio inferior. Me acerqué hastarozar mis pechos desnudos contra su espalda.

—¿Qué quieres, Gelina? —Su voz me estremeció y retrocedí unoscentímetros.

—Ya sabes lo que quiero —contesté con seguridad en mis palabras.

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Pero la realidad es que no sabía lo que quería, aunque quedaba biendecirlo. O sí… Quería sentirme como en el coche. Con toda suatención en mí, únicamente en mí; explorando mi cuerpo,enseñándome cosas nuevas. Eso. Eso era lo que quería.

Para mi sorpresa, Kaden cambió de posición hasta quedar boca arriba,con un brazo debajo de su cabeza, observando el techo.

—Yo no puedo darte eso.

—Sí que puedes —le repliqué, colocándome en la misma posición queél.

Esperé varios segundos, pero no contestó y creo que tampoco teníaintención. Así que me armé de valor y, con un movimiento rápido, mecoloqué a horcajadas encima de sus caderas. Algo duro y caliente memolestó en la entrepierna. Me froté contra ello con suavidad.

—Eres una vulgar —dijo sonriente. Yo eché una pequeña carcajada,seguro que después me arrepentiría. Segurísimo. Me acerqué a suslabios y le besé suavemente, pasando mi lengua primero por el labioinferior y después por el superior. Entonces resopló. Con otromovimiento rápido, me giró poniendo mi espalda contra el colchón,con su cuerpo empotrado contra el mío y su duro pene presionando enmi entrepierna.

—No puedo —dejó una pausa. Creí que no volvería a hablar hasta querompió el silencio y continuó—. No sé hacer el amor.

Me quedé de piedra. «¿Cómo que no sabía hacer el amor?». En elcoche se había comportado con destreza, seguro de lo que hacía, y nome pareció que fuera virgen.

—¿Eres virgen? —pregunté con sorpresa, frunciendo el ceño.

—No, Gelina. Te puedo asegurar que tengo mucho carrete corrido. —Creo que había un tono divertido en el timbre de su voz, pero surespuesta solo consiguió confundirme un poco más.

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—¿Entonces?

—Voy a volver a contarte lo justo. Te cuento hasta dónde puedo, perono preguntes más allá. —Yo afirmé con la cabeza y el empezó ahablar—. Las mujeres que has visto en esa fiesta como parejas de miscompañeros son... —dejó pasar una décima de segundo—, prostitutas—aclaró finalmente—. No tengo nada de virgen, pero no es el mismosexo el que se vincula con sentimientos que sin él.

—Ah, ¿no? —fue lo único que logré decir.

—No. Cuando es sexo solo por placer, es más... más salvaje.

—Pues házmelo salvaje. —Me sorprendió mi contestación tanto comoa él, que abrió los ojos como platos y enarcó una ceja, pero mantuvemi oferta.

—¡Tú estás loca! —dijo, divertido.

—¿Todas son prostitutas? —Él afirmó con la cabeza—. ¿Todas? —volví a preguntar.

—Todas. Algunas pagadas al momento, otras con nominas mensualesy otras, a cambio de lujo, casas o coches; mantenidas.

Hizo ademán de quitarse de encima, pero yo reaccione atrapándolocon mis piernas cruzadas alrededor de su cintura.

—Házmelo —repetí.

Escuché el resoplido que se escapó entre sus labios. Pensé quevolvería a escabullirse, pero en cambio sentí cómo sus manos cálidasatrapaban mis caderas y me apretaba con fuerza contra su sexo. Yogemí y él también. Lo deseaba, deseaba que me hiciera de todo, ynada bueno.

—Si te hago daño, es muy importante que me lo digas. —En suspalabras arrastraba su rendición y una sonrisa de victoria apareció enmis labios.

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—¿Una palabra de seguridad? —le pregunté.

—¿De qué coño hablas?—preguntó, sorprendido.

—Una vez leí en una guía de sumisión de mi madrastra que... —Peroél me interrumpió.

—A mí el sado no me va. Y si no quiero hacerlo contigo es por nohacerte daño. —Su voz era crispada y casi parecía que me estabaregañando—. Con un «basta», un «me duele» o un «para», ya me vale.—Sí, definitivamente estaba enfado.

—Vale.

—Me has cortado el rollo.

Me reí. Pensé que eso valdría, pero me di cuenta que la habíafastidiado, así que me elevé, agarrándome con más fuerza con mispiernas a sus caderas, y volví a besarle, restregándome nuevamentecon suavidad sobre su sexo. Lo escuché gemir y eso me proporcionóplacer.

Tiró de mis bragas, la única ropa que llevaba puesta, se retiró un pocohacia atrás y las deslizó por mis piernas hasta abajo. Luego volvió acolocarse en la misma posición que antes, colocando mis piernas unaa cada lado de sus caderas y presionó nuevamente con suavidad. Elcontacto de mi piel desnuda contra su bóxer me hizo suspirar. Lo teníaabrazado por la nuca con ambos brazos, pero él los agarró por lasmuñecas y los extendió a lo ancho de la cama apretándolos contra elcolchón.

Lamió un pezón y luego el otro y se metió uno en la boca parasuccionarlo suave y delicadamente. Me estremecí y, a pesar de miesfuerzo por reprimirlo, volví a gemir. Soltó mis brazos, subió y mebeso con pasión. Su mirada ardía como la mía, como llamas de fuego.

Comenzó a bajar nuevamente, pensando que pararía en uno de mispechos, pero continuó descendiendo. Retiró la colcha con un brazo y

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vi cómo revoloteó por los aires hasta terminar en el suelo, se me erizóla piel al sentir el frescor. Se frenó un poco más abajo de mi ombligoy besó con suavidad mi monte de Venus. Estaba muy excitada, mucho.Suspiré. Después continuó bajando hasta llegar a los labios de mi sexoy se abrió paso, carne adentro, con la lengua. ¡Oh, Dios mío!, gritépara mis adentros, aunque a oídos de Kaden fue un simple gemido.Me agarré a la almohada con fuerza cuando su lengua lamió miclítoris y alrededores. Me estaba volviendo loca, completamente loca.

—Mírame, Gelina. —Yo hice lo que me ordenó y una ola de placerme recorrió el cuerpo. Verlo, justo ahí, lamiendo en ese lugar, meexcitaba—. Mírame —volvió a repetir.

—No puedo —contesté en un gemido. Pero él seguía entretenido en laparte más sensible de mi sexo, lamiendo una, dos y tres veces. Memordí el labio inferior arqueando mi espalda. Era puro placer.Inmediatamente después me tensé al sentir un dedo de Kaden entraren mi hendidura.

—Relájate, cariño. —Su manera de llamarme volvió a estremecerme.

Luego introdujo otro dedo, con este ya dos. Lo paseó de dentro a fueracon un movimiento continuo, pero yo necesitaba más.

—Kaden, por favor… —le supliqué.

Al escuchar mis ruegos, abandonó la dulce tortura que prometía hacerperder mi cordura. Volvió a subir hasta ponerse a la misma altura demi mirada y besó voraz mis labios.

—Recuerda lo que te dije —dijo con la voz ronca. Asentí.

Estiró su brazo hacia la mesita de noche y sacó una paquetitoplateado, que rasgó con los dientes, y se incorporó sobre sus rodillas.Bajó su bóxer y dejo al descubierto su miembro completamenteendurecido, grande y ancho. ¡Uau! Era la primera que veía uno y measusté. Cerré los ojos con fuerza y me tranquilicé diciendo «no medolerá» repetidas veces en mi mente.

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Él se deshizo del bóxer sin ningún tipo de complicaciones y conmanos ágiles se colocó el preservativo a lo largo de su pene antes devolver a recostarse encima de mi cuerpo, apoyando su mano a un ladode mi cabeza. Una vez bien colocado entre medias de mis piernas,colocó la punta de su miembro rozando mis labios menores. Apretólevemente, pero sin llegar a entrar.

—Te va a doler, un poco. —Carraspeó.

Deseaba que lo hiciera. Lo quería dentro de mi cuerpo, que lo pedía agritos. Kaden bajó unos centímetros para besarme y, cuando estaba apunto de rozar sus labios, una embestida rápida me cortó larespiración. Sentí una punzada de dolor agudo. Yo seguía reteniendola respiración, intentando calmarme y noté cómo mi carne rodeaba supene, ajustándose a él. Él permaneció inmóvil durante esos instantes;no se movió ni un milímetro.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien —contesté al mismo tiempo que soltaba el aire que teníaretenido desde su primera embestida.

—Vale.

Pero antes de terminar la palabra volvió a hacer lo mismo; otro nuevoempujón rápido y firme, salió y entró. Mi vagina volvió a amoldarse aél, pero ya no iba acompañado de un dolor tan agudo, fue más bien unescozor. Entró una vez más para salir a continuación, ahora con máscalma, repitiendo durante un rato el movimiento.

Mientras, mi cuerpo experimentaba un placer inexplicable, derretidabajo el cuerpo de Kaden, que me observaba fijamente acrecentandoasí mis ansias de más. Chillé de placer mientras me agarraba confuerza a la espalda de él, hincando mis uñas en su piel. Él colocóambas manos en mis caderas, las aferró y las elevó, apretándolascontra él, y con movimientos rápidos penetró una, dos y tres vecesmás. Paraba las embestidas haciendo círculos redondos con miscaderas y nuevamente una embestida más, dos y tres.

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Rendida, me dejé llevar por el tumulto de sensaciones bajo el efectoplacentero y adicto del orgasmo.

—¿Todo bien, Cenicienta?—preguntó Kaden, divertido y a la mismavez jadeante.

—Sí —sollocé, bajo el cansancio.

Salió de dentro de mi cuerpo y se tumbó a mi lado antes de darme lavuelta para colocarme a horcajadas sobre sus muslos, mirando haciasus pies. No podía verle, su cara quedaba en la parte de atrás de miespalda y no lograba adivinar qué es lo que él quería hacer, pero medejé llevar por su experiencia. Él levantó un poco mi trasero con susmanos, estirando de mis nalgas y, poniéndose de rodillas, colocó supene justo en la entrada de mi vagina para, después, abrir despacio suspiernas, arrastrando las mías, abriéndolas a medida que su duromiembro entraba más y más adentro. Me arqueé, completamentehechizada por el placer que me estaba proporcionando y, cuando abrílos ojos, me sorprendí al verme en el espejo de enfrente; totalmentedesarmada, con el pelo alborotado y la máscara de pestañas corrida,en una pose muy sexual.

Me gustaba lo que veía. Y me gustaba verme en esa situación tancomprometida, con Kaden entre mis piernas. Kaden colocó una manoen mi vientre y presiono lentamente. Me deshice ante eso y, entregemidos, pronuncié su nombre. Noté el aliento de su sonrisa chocar enmi oído. ¡Ah! No podía más.

Él deslizó los dedos hacia abajo, provocando un cosquilleo en mi piel,que estaba muy receptiva, y presionó con ellos encima de mi clítoris.Chillé de placer. Acto seguido sus embestidas cogieron un ritmo másrápido que, junto a sus dulces movimientos en mi parte más sensible,me estaban volviendo a llevar a aquel lugar alejado de la realidad.

Comencé a mover mis caderas hacia fuera y hacia dentro, cada vezmás rápido, buscando mi placer y el de él. Escuché su gruñido y mesentí como una diosa. Segura de mí misma incrementé el movimiento,llevando un brazo hacia atrás para enredar los dedos en su pelo. Kaden

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volvió a gruñir, pero mi resistencia ya no podía más, y mi cuerpo sedeslizó hasta aquel lugar tan placentero, sintiendo así los primerosespasmos. Él, casi al unísono, se rindió ante el placer jadeando en mioreja.

—Así, preciosa, así… —susurró contra mi hombro mientras su sudorse derramaba en mi piel.

Me dejé caer hacia atrás y rodamos hasta quedar uno al lado del otro.Nunca antes había vivido algo similar. Estaba agotada y con el pelopegado en el sudor del cuello; totalmente desorientada y relajada.

Kaden pasó un brazo por debajo de mi nuca y con la otra mano peinómi melena alborotada, parecía una leona. Me reí.

—¿De qué te ríes? —me preguntó, dándome un toque con la punta desus dedos en la cabeza con simpatía.

—Me ha gustado —contesté, sonriendo hasta dejar mis dientes aldescubierto.

—Lo he notado. —Me miró con ojos chispeantes. —Eres muy fogosa.

Comencé a notar el calor de mis mejillas y me tapé la cara con lapalma de mis manos al recordar algunas imágenes y algún que otrogemido.

—Uy... Ahora no me vengas de retacada, señora Darlo-todo-con-euforia —comentó, chistoso, mientras sacaba mis manos de mi rostro.

—Soy una vulgar… —dije con la voz teñida de vergüenza y algo dereproche hacia mí misma.

Escuché a Kaden reírse y tuve que girarme para observarle. Megustaba su sonrisa, era bonita, la pena es que no lo hiciera demasiadoa menudo.

—En estos términos todos somos vulgares, Gelina. Sin bajarte lasbragas, no puedes hacer nada... —A continuación volvió a reírse

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mientras besaba mi cabeza. Yo también me reí.

Entonces me vino a la mente algo que me comentó justo antes dehacer el amor. No sabía si pertenecería a una de sus líneasinfranqueables o no, pero me decanté por preguntar.

—Entonces... —dejé un silencio para pensar lo que realmente queríadecir y proseguí—. ¿Tú...? Verás, ¿tú…? —¡Ah! No sabía cómodecírselo. Volví a intentarlo—. ¿Tú tienes prostituta? —conseguíformular la pregunta, quedándome alerta a la espera de su respuesta ysintiendo mi cuerpo rígido como el acero.

La curva de sus labios desapareció y sus facciones volvieron a serserias. Hice un mohín, tendría que haber dejado esa conversación paraotro momento.

—¿Hace falta que hablemos de esto ahora? —Su tono de voz no eraenfadado, pero sí crispado. Dejó caer la mano con la que jugaba conmi pelo al colchón, de mala gana.

¿Quería decir eso que sí la tenía? Sentí una punzada de dolor.

Pero, ¿tenía yo derecho a prohibírselo? Sabía que yo le importaba,pero no hasta qué punto. Y en el peor de los casos, ¿podría compartir aKaden? ¡No! Mi mente se hizo un nudo de pensamientos, de preguntasque me angustiaban y me dolían, aun sin saber la respuesta. Intentéserenarme y hacerle creer que no tenía ninguna curiosidad.

—Yo... Yo solo quería saber cosas de ti —aclaré a modo de disculpa.

—Pues cambia la pregunta —argumentó, tajante.

¿Eso quería decir que podía preguntar? ¿Que estaba dispuesto acontestarme? O, mejor dicho, ¿que había temas que estaban blindadosy en el lugar prohibido? Pensé que me había leído la mente.

—No preguntes nada que tenga que ver con lo que tú ya sabes... Esemundo queda excluido —concluyó con un gesto con la mano.

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Algo que rondaba mi mente desde el primer día en que entré en sucasa, y que hasta ahora no sabía adónde quería llegar, comenzó acoger forma.

—Verás... Hay una cosa que desde la primera vez que estuve aquí mechocó bastante… —comenté, aún sin saber muy bien adónde queríallegar.

—¿El qué?—me interrumpió.

Seguía perdida, sin saber cómo preguntar o, más bien, qué preguntar.

—Cuando entré en tu casa la primera vez... —dejé una pequeña pausa— me extraño encontrarme una vivienda tan fría. Muy sofisticada,pero muy neutra en cuanto a la personalidad de su dueño.

—¿A dónde quieres llegar? —Su voz era tranquila y calmada.

—¿Puedo preguntar por tu familia? —cuestioné con cautela.

—Sí. El problema es que de mi familia hace mucho que no sé nada...—Su voz seguía en la misma línea, sin un ápice de nostalgia.

—¿Tus padres están vivos? —sabía que la pregunta podía ser un pocobrusca, pero realmente era algo que me preocupaba ya que mi vidahabía sido tan marcada por la muerte de los míos.

—No tengo ni idea. —Su voz era un poco más dura y delataba algo deresentimiento.

Me sorprendió su contestación. ¿Cómo no podía saberlo? Era sufamilia; sus padres. Esas personas que nos brindan la oportunidad devivir, que se desviven por sus hijos día y noche. O, como el caso de mimadre, dan la vida por sus ellos.

—Gelina, no sé en que estas pensando, pero antes de nada debo dedecirte que no todos los padres se comportan como tal... —Le miré alos ojos y creí ver algo de dolor reflejado en sus facciones, aunque suvoz no anticipaba nada de él.

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—Supongo que es como todo... —repliqué, algo apenada. Me molestóy casi me dolió ver o captar algo de sufrimiento en él. No me gustaba,pues yo sabía lo que era eso, así que no necesitaba que me explicarasus sentimientos para suponerlo; ese reflejo me era conocido...

—Yo tampoco tuve un cuento de hadas. —Sentí el cosquilleo de unade sus manos jugar con mi pelo, me relajé y agradecí ese pequeñodetalle, que me tranquilizaba y creaba entre nosotros una familiaridadcomo si de años se tratase. —¿Qué es lo que quieres que te cuente? —preguntó en un susurro.

—Todo. Kaden, necesito conocerte, apenas hoy he sabido tu apellido...—dije algo frustrada. Miré al techo y suspiré para luego seguirhablando—. Sé que hay una línea que no puedo rebasar, pero quierosaber todo lo que esté antes de esa línea divisoria. Todo —remarquéla última palabra.

Sentí sus labios besar mi mejilla con ternura y me deshice ante esenuevo pequeño detalle, era la primera vez que experimentaba unasensación así. Kaden me había devorado escasos minutos atrás, perohasta ahora no me había besado de esa manera que, por supuesto, medecía más que sus besos voraces.

Curiosa la vida, curiosa toda ella en sí que, a veces, las cosas másinsignificantes y con menos tamaño son las más importantes. ¿Estaríacomenzando a entenderla? Nunca la había entendido y la culpaba demi desdicha, ¿pero era la vida culpable de mi prisión?

—Bueno pues, Cenicienta, si lo que quieres es saber, sabrás. —Recostó su cabeza mejor acomodada en la almohada y, mirando altecho con la misma atención que si se tratase de un televisor, comenzó—. Una mañana acababa de despertar. Me levanté y fui en busca demi desayuno, como cada mañana. —Se hizo el silencio. Kadenpermanecía serio, con los ojos clavados en el mismo lugar, y dude endarle un codazo o un golpecito, pero de pronto siguió hablando—. Mepuse a ver mis dibujos preferidos; Las tortugas ninja… —Esbozó unasonrisa marga. Mi imaginación me llevó a ver a un niño pequeñosentado en el sofá, con las piernas cruzadas a lo indio comiéndose un

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bollicao ¿sería así?—. Y justo cuando empezaba la canción, que yocantaba a la par con euforia —volvió a sonreír. ¿Estaría quedándosecon mi cara?— llamaron a la puerta. Era una pareja de la AsistenciaSocial. —«Ah, pues no se estaba quedando con mi cara...». —Yo fuiquien los abrí. Preguntaron por mi madre y yo les informé que estabadurmiendo y a ella no le gustaba que la despertara. —Sentí unapunzada de dolor—. Pero aun así, quisieron entrar y yo fui adespertarla. Fue todo muy rápido y apenas lo recuerdo muy bien, perola Asistencia Social se hizo cargo de mí en un centro de acogida.

—¿Por qué? —pregunté. Se me hizo un nudo en el estómago y mi vozsonó ronca.

—Según el informe que leí años más tarde, mi madre alegó que nopodía hacerse cargo de mí por motivos económicos —contestó,mientras encogía los hombros—. Pero realmente eso no fue lo quehizo llegar a la Asistencia Social a mi casa. El informe decía que elcolegio les había llamado por la cantidad de faltas de asistencia...

—¿Se portaba bien contigo?

—¿Mi madre? —Peinó sus cabellos hacia atrás con los dedos ycontestó—. Yo pensaba que sí, que me quería. Lloré desconsolado enaquel centro durante muchas noches, echaba de menos a mi madre ynecesitaba estar con ella. Años más tarde entendí que ella no mequería a mí y que sufrí por haberla querido. Conclusión; confundí missentimientos con los de ella y creí que si yo la quería ella también loharía. Era un niño. —Se justificó y me extrañó que lo hiciera. Él hizolo que debía, era su madre quien no había procedido como es debido;no él por amar.

—Es normal que la quisieras —intenté explicarle, y deslicé mi dedoíndice por su torso. Me dolía. Me dolía saber que sufrió la soledad yotra cosa que a mí también me atormentaba; no sentirte querido nicorrespondido, marginado, solo y sin saber donde apoyarte, porquesimplemente no tienes un hombro en donde hacerlo. Nadie que teseque las lágrimas. Jugando en un cuarto oscuro con la soledad. Cerrélos ojos con fuerza, aquello me dolía más que mi soledad, más que mi

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verdad y mi realidad, más que mi propio sufrimiento. Kaden me dolíamás que yo misma.

—Me arrepiento de haberlo hecho. Me arrepiento de haberla querido.—Su voz era dura. No era el lobo, era Kaden dolido. Quise contestar,pero su dedo apoyado encima de mis labios me silenció y el continuócon la conversación—. Justo un año después de estar en el centro, lafamilia Bianchi me acogió como familia canguro. —Sus músculos serelajaron y entonces me percaté de que había estado tenso mientrashablaba—. La familia Bianchi me dio mucho, muchísimo. Meenseñaron a apreciar, me dieron la mejor educación y gracias a ellossupe lo que era tener un hermano mayor, una madre y un padre, puestoque mi padre biológico no supo nunca de mi nacimiento y que mimadre biológica jamás se comportó como tal. Pero gracias a ellospude descubrir todo aquello que nunca viví.

—¿Querías a la señora Bianchi? —realmente lo pregunté porpreguntar, pues en sus palabras vi que quiso a cada uno de loscomponentes de aquella familia—. ¿Ella te quería?

—Sí, mucho. —Aprecié cómo la curva de sus labios se curvaba haciaarriba y entonces sentí mis músculos relajarse, yo también habíaestado tensa. Dado todo lo anterior, saber que a él alguien lo quiso mehizo relajar. Apoyé mi mejilla en su pecho, más feliz y tranquila—.Quieres que te enseñe una de las oportunidades que me brindó lafamilia Bianchi? —me preguntó con la cabeza rígida y levantada, enbusca de mi mirada.

—Sí —respondí sonriente.

«¿Qué me iba a enseñar?». Se levantó y se dirigió hacia el empotradoarmario de madera de roble, rebuscó dentro y se sentó a los pies de lacama con algo en las manos, parecido a una funda de guitarra. Loapoyó sobre la cama y lo abrió. Vi un violín brillante y reluciente quesacó con mucho cuidado.

—¿Te gusta la música clásica? —Sinceramente, no lo sabía. Nuncahabía escuchado música clásica, pero no sé por qué.

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—Bueno... yo... —me encasquillé.

—No tienes ni idea de música clásica, ¿verdad? —sonrió alzando suscejas en un arco.

—La verdad es que no —contesté con una media sonrisa.

—Pues disfruta de tu primer concierto privado —bromeó.

Yo me incorporé, colocando las sábanas encima de mis pechos yretirando mi pelo hacia un lado, deseosa por ver la actuación. Élcolocó el violín entre el hombro y la parte inferior de su mentón, peroentonces frunció el ceño algo extrañado y yo hice lo mismo. ¿Quépasaba? Soltó el arco, alargó una mano hacia mí y estiró de la sabanahasta dejar mis pechos desnudos al descubierto.

—Así mejor. —Se rio. Hice ademán de colocar las manos encima deellos, pero él me amenazó—. Ni se te ocurra, joderme la marrana. —Yo solté una carcajada, alcé mis manos mostrando las palmas y lascoloqué sobre mi regazo.

—Puede que no lo interpretes bien y no la entiendas, así quecomenzaré con algo alegre como… Canon en re mayor, de Pachebel.

La música comenzó a sonar en dulces melodías alegres. Me apoyé enel cabecero de la cama y comencé a disfrutar del gran espectáculo. Erauna gloria verlo tocar con los ojos cerrados, sintiendo lo que hacía,relajado, desnudo, sin pudor… Miré a mi ángel, ese ángel oscuro quedespués de hoy tenía luz, él era luz en mi alma y en mi vida. Lamelodía envolvió la habitación y tuve la sensación de retroceder en eltiempo siglos atrás. Cerré los ojos y me dejé llevar por la melodía,sintiendo lo que provocaba en mi interior; esa música era gloria, comoun relajante muscular.

Volví abrir los ojos y él seguía en la misma posición, era tan adorablelo que veía… Y entonces me di cuenta de que nadie se libra de losmalos momentos y que, quizá, el peor error que podemos cometer esintentar entender la vida, porque cuando menos piensas en analizar las

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cosas es cuando se convierten en sencillas. A pesar de que esta golpeecon fuerza, siempre te dará momentos dulces, como aquel. Aunquesean escasos, la vida es vida...

Cuando la música terminó, Kaden abrió los ojos y sonrió.

—Y esto es todo por hoy —rompió el silencio, colocando el violín ensu sitio. Pero no se levantó para dejarlo en el armario, sino que lo dejócon delicadeza en el suelo y se metió en la cama, tapándose hasta lacintura. «¿Estaría en un sueño?», me pregunté en el silencio.

—Sí —dije mientras me acurrucaba contra él.

—Sí, ¿qué?

—Sí me gusta la música clásica— le informé. Hasta que no habíaescuchado su melodía no sabía si me gustaba. Ahora sí.

—Ya lo sé. Lo he averiguado en cuanto he abierto los ojos y hemirado los tuyos —repuso mientras besaba mi frente con un besorápido y desinteresado. Creo que lo hizo inconscientemente y eso meencantó. Quise preguntarle algo más, pero en cuanto abrí la boca mesilenció.

—Fin del cuento, Cenicienta. Si no, no tendré nada más que contartemañana y te encontrarás con esa línea divisoria del mutismo, del queno hablaré... a no ser...

—A no ser, ¿qué?

—A lo mejor muerto te cuento algo. —Se estaba quedando con micara y lo sabía, porque se estaba riendo.

—Eres muy gracioso cuando quieres —le dije algo crispada.

—Ya sabes lo que hay sobre ese tema. Date la vuelta —ordenó entono severo.

Que bipolar era este hombre... Obedecí y le di la espalda. Él me atrajo

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hacia él y me rodeo por la cintura.

—Es por tu bien. Nunca olvides eso. —Y a continuación besó micoronilla e inspiró el olor de mi pelo—. Otra cosa, antes de que se meolvide… —Abrí un ojo y esperé, a la escucha—. Nunca comentesnada sobre la línea divisoria cuando hablemos por teléfono. Ningúnpequeño comentario. ¿Queda claro? —Era la voz del lobo. Me tenséun poco y conteste:

—Sss... Sí —logré decir—. Nada del tema.

—Shh, a dormir —dijo algo dominante, aunque este ya era otra vezKaden. Uff... ¡qué faena me iba a dar entender a este hombre!

Capítulo 9

Sin preguntas

Estaba contenta, sonriente, encima de la rama del árbol. Me sentíatriunfante y orgullosa, allí sentada, imaginándome que era uncaballo. Me había costado horrores, pero por fin había encontrado lamanera de subir.

—¡Arre! ¡Arre, caballito! —chillaba a la rama mientras fingíamovimientos como si trotase.

Estaba feliz, pero no del todo; quería subir a la rama que seencontraba un poco más arriba. Sabía que tarde o temprano loconseguiría, porque lo había logrado esta vez y lo volvería hacer...

—¡Hija, ten cuidado! Puedes caerte —chilló Melan mientras recogíalas sábanas rosas, mis preferidas porque eran de princesa. Sonreí alverla.

—¡Mira, Melan, lo he conseguido! —dije, a pleno pulmón, alzando lamano y saludándola—. ¡Ahora soy una princesa que va a caballo! —Estaba eufórica, hinchada como un pollo, y me coloqué unsobresaliente.

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Melan dejó la ropa y se apresuró hacia el árbol.

—Vaya, ya lo veo —replicó con fingida sorpresa—. ¡Eres una niñamuy lista! Estarás contenta...

Pero no lo estaba del todo. No aún.

—Sí, pero ahora quiero subir allí —contesté, señalando la otra rama,un poco más alta.

—Ay, hija, así es la vida… —repuso Melan meneando la cabeza—.Cuando conseguimos un propósito nace otro.

—¿Eso es bueno?—pregunte, preocupada, porque yo no sabía sialgún día tendría bastante hasta llegar a la cima...

—Si no quieres que te falte la alegría, alimenta la esperanza, cariño.Ley de vida —comentó, encogiendo los hombros.

Miré hacia el sol y me cegó los ojos. Me los froté con las mangas dela sudadera.

La luz que entraba por la ventana me hizo remover. Mmm... Qué bienolía, la almohada estaba muy blandida y el colchón me acogía bien.Tiré de la sabana hasta taparme las orejas y me acurruqué en unovillo. Y entonces, antes de despegar un ojo, comencé a recordar lanoche anterior y una sonrisa se dibujó en mis labios. Pero, para misorpresa, cuando los abrí estaba sola. ¿Dónde estaba Kaden? En sulugar había una nota. Me incorporé para cogerla y… ¡Au! Un escozoren mi entrepierna me molestó, acompañado de agujetas en los muslos,brazos y abdomen... «Con razón dicen que pierdes no sé cuantascalorías haciendo sexo...». Tenía todo el cuerpo dolorido.

Mi querida señora Darlo-todo-con-euforia,

Si te das una ducha con agua caliente ese dolor se marchará.

Ah, Cenicienta, disfruta de tu segundo día de libertad.

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Llévate el teléfono. Te llamaré.

Kaden

No me gustó la idea de esperar su llamada para verlo y más despuésde lo que había pasado la noche anterior, ¿pero realmente podía salirsin problemas? Mendax me había amenazado. Un temblor me recorrióla espalda cuando recordé su mirada clavada en la mía y su calientealiento chocando contra mi rostro mientras escupía sus palabrasamenazantes. ¿Se acordaría Kaden de eso? ¿Y si me lo encontraba enla calle? ¿Me estaría esperando cuando saliera? Tenía que preguntar aKaden y después de trazar un plan. Me dirigí hacia bolso, saqué elmóvil y le escribí:

Gelina (enviado a las 09:12)

¡Buenos días! Siento molestarte, pero es que quería explicarte unapesadilla muy, muy mala que he tenido... He soñado que un tiburón meperseguía. Tenía los ojos verdes… Ahora tengo miedo. ¿Puede eltiburón de mis pesadillas comerme?

Kaden (enviado a las 09:14)

No sé si reír o llorar. No creo que un tiburón ande cerca de tu casaporque los tiburones nadan en el océano. Pero ahora que pienso... Túestás andando cuando también deberías estar en el agua... ¿eh, Dori?

PD: ¿Llamas tiburón a un boquerón?

Segunda PD: ¡Ni el más resfriado!

Evidentemente lo había pillado, la contestación me lo dejó claro;nadie me tosería encima, ni el más resfriado, así que podía salirtranquila al mar abierto a nadar entre boquerones. Y, bueno, eso deque tenía memoria de pez… Saqué la lengua al teléfono y lo tiré demalagana al colchón.

Me dirigí a la bañera XXL, abrí el grifo del agua caliente y dejé que se

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llenara. Fui en busca del teléfono y me sumergí en el ella. El escozorvolvió a parecer un poco más agudo, pero nada que no pudierasoportar. Apoyé la espalda en la bañera y dejé caer la cabeza haciaatrás.

Gelina (enviado a las 09:40)

La verdad es que, ahora que estoy dentro de la bañera, sí que meescuece un poco.

Kaden (enviado a las 09:42)

Me alegro, señal de que estas viva. Tengo una charla pendientecontigo, boca-chancla. Disfruta del día, a poder ser escociéndote...

Dejé el teléfono apoyado sobre la taza del inodoro y me sumergí porcompleto. Hundí la cabeza y apreté fuerte los ojos mientras mechillaba en mi mente «¡Tienes que cambiar! ¡Tienes que dejar de sertan miedica!». Eso era. Ese era mi problema, siempre vivía conmiedo; por eso a la edad de veinte años todavía vivía en una cárcel. Lavida quizá tuvo la culpa años atrás, pero no ahora. Yo ya era mayor,adulta, pero por culpa de mi temor, la señora Santo Polo todavíaseguía ejerciendo derechos sobre mí, sobre mi vida; por eso podía, adía de hoy, hacer todo lo que quería conmigo.

Aunque el tema de Mendax… Ese era otro tema, otra historia. Eso síme daba miedo, por mucho que Kaden dijera que no lo tuviera. Enrealidad yo no sabía nada. No sabía qué era lo que me ocultaba Kadentras la línea divisoria, lo único de lo que estaba segura era que allíhabía peligro, y lo había comprobado. Saqué con fuerza la cabezafuera del agua e inhalé fuerte.

Una vez que salí de la bañera fui en busca de mi ropa, tenía que llegara casa para poder cambiarme, pero no me veía capaz de ponermenuevamente el vestido, así que rebusqué un poco en el armario deKaden. «Espero que no se enfade...», pensé. Finalmente encontré otracamiseta de algodón y unos pantalones deportivos cortos, color negro.Solo tenía que cruzar la calle, apenas quince pasos, nadie me vería.

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Ya vestida, me coloqué los zapatos. ¡Iba hecha un cromo! De repente,esos quince pasos que observaba a través de la ventana se convirtieronen quince kilómetros. Bajé las escaleras, esa casa era una belleza,tenía mucha claridad y sus colores claros la convertían en un calmadohogar... Vi unas gafas encima de la mesa y me las coloqué. «¡Asímejor!», me dije a mí misma frente al espejo que había junto a laentrada.

Salí a la calle y, cuando me quedaba menos de la mitad para llegar ala puerta de casa, con un pie encima de la acera, escuché el silbido queprovenía de un coche que pasaba por allí.

—Oh, nena... ¡Hasta con esas pintas estás para darte un revolcón!

Me giré desconcertada y me encontré con un chico de unos ventipocosaños acompañado de otros tres más; uno en el asiento del copiloto ydos más en parte trasera. Los cuatro miraban hacia mí, con el cuerpocasi fuera de la ventanilla.

—¿Quieres dar una vuelta? Vamos, nena, te lo pasaras bien —dijo unode los que iban en el asiento trasero.

Tuve miedo, como siempre y para no variar, pero evidentemente eranun par de niñatos inofensivos; idiotas también, pero inofensivos. Leshice un corte de mangas.

—¡Que os den! —añadí. Y con las mismas me giré, retomando mirumbo en dirección a casa. Segundos más tarde escuché la voz de unode ellos en la lejanía.

—Es una pena... ¡Tú te lo pierdes, nena!.

«Nena, nena, nena... ¡Serán gilipollas!». Pero ni me giré, no merecíala pena.

Una vez dentro de casa vi la cinta de vídeo que me había entregadoMelan la tarde anterior. Volví a recordar su visita. Creo que por esosoñé con ella por la noche... Fue muy gratificante y reconfortante

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volver a verla.

Inconscientemente me llevé la mano al colgante y lo abracé con mimano antes de acercármelo a la boca y besarlo. Cogí la cinta, subí aldesván y desempolvé el reproductor de vídeos. Hacía años que nosubía allí... Antiguamente era mi cuarto de juegos; el jardín y eldesván eran mis sitios preferidos para jugar. Mi padre me compró eltelevisor, nunca olvidaré ese día.

—¡Hija! ¿Dónde estás? —escuché a mi padre gritar desde abajo.

—Aquí papá en el desván —le dije, asomando mi cabeza por el huecode las escaleras. ¡Uau! Mi padre llevaba un paquete envuelto enpapel de regalo. ¡Enorme!

—¿Qué es eso, papá? ¿Qué es? —pregunté nerviosa y contenta. Megiré para bajar, pero mi padre me lo impidió.

—No, no bajes Gelina, ya subo yo. —Mi padre estaba contento eilusionado por dármelo, lo que aumentó mi impaciencia y mis nervios.De pequeña era muy nerviosa.

—¿Qué es, papá? Porfi, porfi... ¡Dímelo! —supliqué con mis manosjuntas mientras daba saltitos.

—¡Un momento, impaciente! —se rio. Yo por mi parte no podíaesperar más. Crucé las piernas, siempre que me ponía nerviosa lavejiga me jugaba malas pasadas y me entraban unas ganas enormesde ir al baño.

—Por las buenas notas que has tenido... —comenzó a explicar,dejando el paquete en el suelo del desván—. Y por la evaluación quetu profesora ha hecho sobre ti te has ganado un premio.

—¡Sí! ¡Bien! —grité con los brazos al aire.

—Hale, ya eres libre para abrirlo, ansiosa.

Me lancé hacia el regalo, arrancando el papel con fuerza. Casi del

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primer estirón lo dejé al descubierto. Se me iluminó la cara cuando viel televisor.

—¡Sí! —chillé con euforia. —¿Es un televisor para mí? —Mesorprendió, mi padre era muy reacio para esas cosas, yo quería unaen mi cuarto pero él siempre me decía que no.

—Sí, cielo, pero no es para tu cuarto, es para el desván. —A vecescreía que mi padre se metía en mi mente y yo siempre le preguntaba siteníamos telepatía. Él siempre contestaba, «Eso, y que las ideas se tereflejan en la cara».

—No sé si te has dado cuenta que lleva incorporado un reproductorde video...

—¡Uau! ¡Es verdad! —Lo llevaba incorporado justo debajo de lapantalla. Me giré hacia él y lo abracé con fuerza—. Gracias, papá —le dije, casi en un susurro—. Siempre me haces feliz.

Mi padre se quedó callado y muy quieto. Al ver su reacción alcé lavista y vi sus ojos brillantes, casi a punto de llorar.

—Papá, ¿estás triste? —dije, con un nudo en la garganta, que meardía.

—No, hija, estoy muy feliz. —Él tenía la voz ronca. Me acarició elpelo—. ¿Sabes por qué? Porque eres un torbellino que da luz a misdías, un culo inquieto; tanto puedes jugar a princesas como aguerreros y eres igual que tu madre. Por eso soy feliz.

Tiré la corona de plástico que sostenía en la mano y me sequé unalágrima que corría a toda prisa por mi mejilla.

—Me alegra saber que te hago feliz —le dije entre pucheros.

Pero mi padre aguantó sin echar una lágrima. Sabiendo que estabahaciendo un gran esfuerzo por no hacerlo, tiré de él con fuerza paraanimarlo y que enchufara el televisor. Pero por las noches lo

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escuchaba llorar, susurrando amargas palabras, y eso me partía elcorazón.

Aunque había pasado el tiempo, justo catorce años, los recuerdosseguían frescos en mi mente; grabados con fuerza, aunque los aparquéen algún momento de mi vida, por el dolor que me causabarememorarlos y pensar en mi padre y en mí cuando yo era feliz.

Meses más tarde se iría todo por la borda, arrasando con todo ydejando penuria y tinieblas.

Sequé mis lágrimas con la palma de mis manos. Recordar aquelmomento me hizo añorarlo. Coloqué la cinta, di al play y me senté enla butaca de piel marrón; la misma que me acompañó en tantassesiones mientras veía El rey león, La Sienita y un sinfín de películasmás, junto con las palomitas. Aunque recordaba aquella butaca muchomás grande… No llegaba con los pies al suelo.

—Hola, cariño —saludó mi padre a mi madre.

Él grababa y no se le veía, pero vi a mi madre en la cocina mientrashacía la comida, con un moño despeinado y un delantal de vaca. Mereí.

—¡Hola! —contestó ella, dejando el cuchillo de picar sobre elmármol.

—¿Cómo se encuentra el amor de mi vida? —preguntó mi padre,acercándose a ella.

—Con el estómago revuelto —contestó, con cara de angustia.

—Levántate la camiseta —le ordenó.

Mi madre sonrió y levantó la camiseta y el delantal hasta dejar subarriga al aire libre. Tenía una barriga pequeña y redondita.

—El mes que viene ya sabremos lo que es —le informó mi madre—. Yocreo que es un guerrero —comentó.

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—No, será una princesa —replicó él, con una sonrisa preciosa en suslabios.

—Lo que tú digas, pero por las patadas que pega creo que es unguerrero—. Mi madre frunció el ceño y puso los brazos en jarra,fingiendo estar enfadada—. No me lleves la contraria. Ni para ti nipara mí, lo dejaremos en una princesa guerrera y punto. —Sentí lacarcajada de mi padre, que apoyó la cámara encima del mármol de lacocina. Escuché el sonido de labios chocando, la estaba besando.

—Yo solo quiero que seas feliz —escuché decir a mi padre condulzura.

—Siempre me haces feliz —contestó mi madre.

Yo estaba llorando, con el corazón encogido; era la primera vez queveía a mi madre, aparte de en aquella foto pequeñita que meacompañaba en el sótano. Nos parecíamos, ahora entendía a mi padrecuando decía que le recordaba a ella. Era más guapa que yo, tenía losojos color miel y el pelo más oscuro que el mío. Además, yo no teníasu sonrisa.

—¿A quién tenemos aquí? A la futura mamá, a quien hoy han hecho lamujer más feliz de la tierra porque lleva una princesa—. Mi madreestaba colocando ropita de bebé en una cómoda.

—Si me hubieran dicho que era un guerrero estaría igual de feliz. —Ami madre se le achicaban los ojos cuando sonreía, era la viva imagende la felicidad—. Di algo a la cámara, que seguro que dentro de unosaños lo estaremos viendo en el sofá de casa con ella en medio —comentó mi padre. «Ojalá», pensé entre llanto y llanto. Ojalá hubierasido así.

—Mi querida princesa —comenzó mi madre—, quiero que sepas quete queremos mucho. Muchísimo —dijo mientras abrazaba un oso depeluche—. Tengo muchas ganas de que nazcas y tenerte en misbrazos. ¿Por qué no dices tú algo, papá?

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Mi madre le quitó la cámara y se puso a grabar, ahora era mi padrequien quedaba en el marco de visión. Mi llanto se incrementó al verlo.Él suspiró y comenzó a hablar.

—La verdad es que estoy acojonado.

—¡Anda ya! No digas tonterías… —le regañó mi madre.

—No son tonterías, dentro de poco tendré dos mujeres en mi casa y nosé cómo voy a llevarlo. Me cuesta mucho aguantarte a ti, no sé sipodre con otra —bromeó él y sentí la carcajada de mi madre, luegoapareció un trapo que le había lanzado ella, chocando contra suhombro.

Volvió a haber una pausa, yo apenas podía ver a través de mis ojosempañados de lágrimas. Segundos después, en la pantalla volvió aparecer otra imagen. Mi madre se estaba grabando ella misma,sentada en la cama y con la piel de un tono grisáceo.

—Hola, princesa. —Su voz ya no era feliz—. Las cosas se han girado,cielo... —Mi madre dirigía la vista al techo intentando aguantar laslágrimas y dejó escapar un gemido que reprimió forzando uncarraspeo—. Quiero decirte que te quiero… —Pero sus lágrimas yacorrían mejilla abajo—. Y quiero que sepas, que... —Hizo una pausapara tragar saliva y continuó—, que no estaré físicamente en ese sofádentro de un tiempo viendo esto contigo ni con tu padre, pero estaré;siempre estaré contigo, siempre, princesa, siempre. —Sorbió por lanariz—. Papá te cuidará bien, y yo también desde donde esté. Haz quetu padre se sienta feliz, sé que ahora no lo entiende pero cuando tetenga en sus brazos me entenderá. —Volvió a gemir, pero esta vez nolo reprimió—. Os quiero a los dos con locura pero, Gelina, tú eres mivida. Te quiero princesa. —Y esta vez no dirigió su mirada a lacámara, sino a su vientre, para acariciarme a través de su piel.

Después de eso terminaron las grabaciones. Yo me quedé en la butaca,abrazada a mis piernas, llorando desconsolada. «¿Por qué, mamá?¿Por qué? No tendrías que haber hecho eso, yo apenas he vivido ypapá se murió por no estar contigo...». El esfuerzo de mi madre no

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había valido para mucho, ellos dos murieron y yo... Yo había estadocatorce largos años viviendo en una agonía, sin felicidad. Tenía lasensación que lo había estropeado todo.

No sé cuánto tiempo me mantuve en la misma posición, llorando, perono podía reprimir las lágrimas. Sentía rabia e impotencia. Rabia porhaber estropeado la felicidad de mis padres; les rompí la vida. Sé queella me amaba, sé que mi padre me quería, sé que todo lo que hicieronpor mí fue, exclusivamente, por mí. Mi madre entregó su vida y mipadre empleó todo su esfuerzo en mi felicidad, tanto que me ladestruyó. Los dos hicieron sacrificios. Sacrificios nulos, pues dejé devivir; dejé de ser feliz. No culpo a mi padre, no puedo, él quiso darmelo mejor en cada momento; creía que la señora Santo Polo podríadarme unos cuidados más exclusivos, hacerme una vida más estable.Sus deseos por darme lo mejor en cada momento rompió el fin de susintenciones. Eran padres ideales, me sentía orgullosa de ellos. Por esotenía esa sensación de culpa; si yo no hubiera nacido mis padresestarían juntos y, yo, fuera de juego; fuera del dolor y la penuria...

El ruidoso timbre de la puerta me obligó a secarme las lágrimas,recomponerme y bajar a abrir la puerta.

—Buenos días. —Era una chica rubia y jovencita, más o menos de mimisma edad, con una gorra donde ponía «correo rápido y seguro».

—Buenos días —le devolví el saludo, sonriente, con los ojosenrojecidos e hinchados.

—Traigo un paquete para la señorita Gelina —comentó, dirigiendo sumirada al paquete de un tamaño considerable que tenía al lado de suspies. Luego volvió a dirigir su mirada hacia mí—. ¿Es usted?

—Sí —le aclaré—. ¿De quién es?—pregunté, con una pequeña idea dequién podía ser...

—Viene a nombre de Kaden. —«Cómo no», pensé.

Firmé el certificado y la despedí con amabilidad.

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El paquete era bastante grande, de unos dos palmos de alto y unos tresde ancho, y largo. Pesaba bastante, así que lo dejé encima de la mesa.¿Qué me tendría preparado? Sonreí feliz, mordiéndome el labioinferior, nerviosa. Despegué la cinta que sellaban las ranuras de lastapas.

¡Uau! Aluciné cuando al abrirlo, me encontré con un montón deconjuntos. Uno estaba compuesto por una falda de tubo, jersey cremade cuello barco y chaqueta a conjuro de color coral. El otro, un tejanopitillo con una camisa blanca de media manga. Otro más; un pantalóndeportivo a conjunto con una sudadera color negro. Y además, trescajas en las que dentro había: unos zapatos de tacón no excesivo, decolor crema, básicos; otro par planos, unas bailarinas color blancas, ypor último, unas deportivas.

Pero ahí no acabó mi sorpresa. Se me iluminó la mirada cuando vi alfondo del todo unos zapatos de vértigo, negros purpurina, y un vestidolargo con escote palabra de honor y un corte en la falda que iba desdede los pies hasta el muslo. Un precioso y elegante vestido de etiqueta.

Kaden (enviado a las 11:15)

Tienes treinta y cinco minutos para cambiarte.

¿Cómo narices sabía que estaba en mi casa?

Gelina: (enviado a las 11:17)

¿Cómo sabes que estoy en mi casa? Podía estar mar adentro, porahí...

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Kaden: (enviado a las 11:18)

Gracias por recordarme, porque tenía tantas ganas de verte... Y encontestación a tu pregunta, la respuesta es: no preguntes.

Gelina: (enviado a las 11:20)

Te he echado de menos. Gracias por tus regalos.

Pero no contestó. Estaba enfadado por el mensaje del tiburón, perotampoco había sido para tanto... Mi mensaje no decía nada.

Al final me decanté por el tejano pitillo y la camisa blanca, queacompañé con los zapatos color crema. Me alisé el pelo y me peguéun brochazo con base de maquillaje y un toque de polvos. Memaquillé con ganas. Hice una línea negra en todo el contorno de losojos con un lápiz delineador, puse máscara en las pestañas y, al final,decidí no usar sombra de ojos. «¡Bendito sea el maquillaje y el restode la gama de pinturas!», pensé mientras ponía morritos frente alespejo con pose sensual y me daba media vuelta para observarmedesde atrás. ¡Sí, me gustaba lo que veía!

Kaden (enviado a las 11:45)

Te espero fuera.

Leí el mensaje, respiré hondo, me puse las Ray-ban de Kaden y abrícon seguridad la puerta de la calle. Si aquel momento hubiera sido laescena de una película, hubiera ido acompañada con una canciónrockera de esas enloquecidas que ponen la piel de gallina, comoHighway to hell, de AC/DC.

Sí, ahí estaba mi lobo metido en su Audi. Me cortaba la respiraciónnada más verlo, era inexplicable lo que era capaz de hacer en micuerpo... El corazón chocaba a velocidad de vértigo contra lascostillas, me provocaba taquicardias y mi mente perturbada navegabaentre aguas de pasión recordando los detalles de la noche anterior.¡Joder! ¿Siempre me pasará lo mismo?

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Con un movimiento vacilante me senté en el asiento del copiloto,sonriendo de oreja a oreja, más feliz que una perdiz.

—Quita esa sonrisa —dijo con un tono severo y tajante, y la músicaroquera se esfumó para dar paso a los sonidos de un grillo. La sonrisa,evidentemente, desapareció del mismo modo que la música y elmomento mágico. Me tensé y decidí quedarme en silencio.

—Gelina, ¿tú y yo hablamos el mismo idioma? —Su voz era neutra.Me acojoné mas.

—Sí —me limité a decir, con la boca pequeña.

—¿Entonces, por qué cojones no haces caso a lo que te digo? —Ahorasí chillaba.

—Bueno, yo... Pensaba, que… —Intenté explicarme, pero el repitiómis palabras con sorna.

—¡Te digo que no hagas cierta cosa y lo primero que haces cuando televantas es eso! —Seguía chillando y creo que cada vez estaba másenfadado.

—Lo siento —logré decir, con un nudo en la garganta. «Siempre teníaque cagarla, siempre metiendo la pata», me recriminé para misadentros.

—¡Ni siento, ni siente, ni leches! —Su voz seguía siendo dura, perono tan alta. El enfado seguía estando reflejado en su rostro, igual queunos segundos antes, cuando chillaba—. Si te digo que no lo hagas,será por algo. Digo yo, no sé... —Puso gesto pensativo y prosiguió—.A lo mejor piensas que es para dominarte, así tipo «sumisión», yo soytu amo... ¡Eres tonta! —Bendita la hora en que se me ocurrió decirlelo de la palabra de seguridad...

—Bueno, ya he dicho que lo siento —dije enfadada—. ¡Siento haberenviado el mensaje, me he comportado como una gilipollas y unaniñata! —Ahora yo también chillaba—, pero la culpa es tuya, que no

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quieres contarme nada. Ayer me amenazaron, estaba aterrada, cagada,acojonada... Y al día siguiente me dices, «¡Sal, cómete el mundo ydisfruta!» —repliqué, cruzándome de brazos y girando la cabeza haciala ventanilla de mi derecha para mirar el exterior, dándole la espalda.Escuché como resoplaba con fuerza, pero no me giré.

—Me da igual, no vuelvas a hacerlo —contestó con la voz máscalmada—. Y otra cosa… —Hizo una pausa, en la que me esforcépara no mirarlo—, tampoco vuelvas a robarme.

«¿Qué?». «¿Robarle?». Enarqué un ceja y me gire hacia él.

—Yo no robo —dije entre dientes, ofendida. Me entraron unas ganasde darle un bofetón.

—Sí, pero te las regalo porque me gustan como te quedan. —Memordí el labio inferior para disimular la sonrisa, al percatarme de quehablaba de las gafas.

—Gracias —dije elevando la barbilla e intentando que mi voz sonaraaún enfadada.

Kaden arrancó el coche y seguimos en silencio. En la radio sonó unacanción que conocía: Whithout you, de Air Supply; tuve quecontrolarme mucho para no cantarla. Ya no estaba enfadada, pero éltodavía seguía rígido y eso me retenía; hacía que me mantuviera seríay distante. No soportaba sentir su enfado, no me agradaba verlomalencarado conmigo, eso nos dividía en dos equipos y yo quería quefuéramos uno siempre.

Otro sonido se incorporó en medio de nuestro silencio, estropeando elmomento de unas de mis canciones preferidas. Kaden observó elteléfono, sujetando el volante con una mano, pero lo dejó sonar.Transcurridos unos minutos volvieron a llamar. Kaden bufó concansancio y pegó un volantazo saliendo de la carretera para adentrarseen un camino de tierra. Escuché el chirriar de las ruedas y frenó enseco; tanto que mi cuerpo se precipitó hacia el salpicadero y tuve queestirar el brazo hacia adelante para frenar el movimiento.

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Kaden puso el CD en marcha, dio al play y comenzó a sonar unamúsica heavy metal. Alzó el volumen hasta el nivel cincuenta. Lasguitarras eléctricas, enloquecidas junto a la batería, comenzaron aretumbar en mis tímpanos. «¡Dios mío de mi vida, ¿y a ese hombre legustaba la música clásica?!».

—Tengo que coger el teléfono —chilló Kaden por encima de lamúsica, pero a pesar de tener las venas del cuello hinchadas era difícilescucharlo por encima de los berridos que pegaba el cantante—.Quédate dentro y ni se te ocurra bajar el volumen —me amenazó y,acto seguido, salió del coche, pegando un portazo tras él.

Mientras que las guitarras resonaban con fuerza, el cantante chillabacomo loco a pleno pulmón. Pude imaginármelo, con los pelos largosnegro azabache, vestido con pantalones de cuero ceñidos y un chalecodel mismo material, dándolo todo. Me giré hacia fuera y vi a Kadenhablar por teléfono. Tenía las cejas arrugadas y con el dedo pulgar y elíndice se apretaba el puente de la nariz... «Pobre del que esté al otrolado del teléfono», pensé. Dirigió la mirada hacia mí y cuando vio quele observaba puso cara enfadada, que acompañó con un gesto de lamano para que siguiera con lo mío y dejara de fisgonear.

Dejé de esforzarme. Total, cuantas veces intentara acercarme a lalínea divisoria, otras tantas me daría con un canto en los dientes, asíque me giré, alcé el volumen hasta sesenta y los altavocescomenzaron a vibrar con fuerza. Si seguía pensando en todo aquelloque nos separaba a Kaden y a mí, acabaría enrabietada. Y lo peor eraque no conseguiría nadas más que mi propio enfado. La música noestaba mal. —«¡Vamos, Gelina, a vivir la vida, que son dos días!, meanimé a mí misma. Cómo la canción no me era conocida, comencé atararear fingiendo el sonido de la guitarra.

¡Naranarana naranaranaranaa uu!

¡Naranarana naranaranaraa yea!

Capítulo 10

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Arco rojo

No quería coger el teléfono, pero algo pasaba. Ángelus solo llamabaen ocasiones de emergencia o importancia. Y muy en contra de mivoluntad, decidí cogerlo. Había dos razones por la cual no teníaintención de hacerlo; una era, la más importante, que el teléfono podíaestar pinchado por la policía, y dos, tenía ganas de pasar el día conGelina lejos de toda aquella mierda.

—¿Qué pasa? —Mi voz era molesta, y aunque elevé la voz, el enfadoera evidente.

—Lo siento, tío —contestó Ángelus en modo de disculpa—, pero esimportante —argumentó.

—¿Qué sucede? —pregunté con impaciencia.

—Arco Rojo se ha puesto en contacto con nosotros hace escasosminutos. Sabe lo que pasó ayer noche con Mendax.

—¡Mierda, mierda, mierda! —chillé con frustración y después apretéel puente de la nariz con fuerza. Alcé la vista y la observé; me estabamirando con esos ojos brillantes y chispeantes, capaz de domar a lafiera mas indomable hasta convertir un león en un gatito indefenso.Relajé los músculos para que no se percatara de mi enfado y le hice ungesto con la mano. Se giró. Cuando quería era obediente… Y compuseuna sonrisa amarga.

—Dile que no hay nada de lo que preocuparse.

—Ha dicho que rompas las normas. —Las palabras de Ángelussonaron como bombas explotando en mis tímpanos.

—¡Y una mierda que se coma! —chillé enrabietado—. No lo piensohacer, las normas son las normas.

—Romano, son órdenes de Arco Rojo —dijo en un tono algo mássuave, pero entre dientes—. Sabes perfectamente que ella está con

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esta mierda hasta el cuello, casi más que nosotros.

—Ella no tiene ni puñetera idea de nada. —Estaba muy cabreado, mesentía impotente y la rabia hervía bajo mis venas. Ángelus hizo verque no me escuchaba y continuó con las instrucciones que le dieron.

—Quiere que la lleves esta noche a la mansión Roberte. No quiere quele expliques nada, él es el primer interesado en que no se entere, peronecesitamos que vaya a la mansión para que pueda reconocer la vozdel misterioso.

No quería llevarla de nuevo allí. Nunca quise hacerlo, pero las cosasacababan jodiéndose por momentos, la primera vez fue por Mendax,ahora por la necesidad de saber el nombre del traidor en anonimato.

—Podemos descubrirlo sin la necesidad de llevarla allí —aclaré—.Solo es cuestión de tiempo —puntualicé, seguro.

—Sí, pero no disponemos de él y tenemos tres frentes con los quelidiar: Mendax, el anónimo y la policía. Pero además, todavía noestamos seguros, pero sospechamos de un clan. Para colmo el hijo deputa de Mendax lo tiene todo muy bien estudiado y programado, él noestá moviendo ni una ficha, por eso es importante saber quién es elsegundo traidor, porque creemos que es él quien está haciendo eltrabajo sucio. Además, Arco Rojo no quiere arriesgar más, sabe que escuestión de tiempo que acabaran descubriendo quién es ella.

Estaba claro, tenía que hacerlo, era necesario para la seguridad detodos, pero odiaba tener que llevar a Gelina y exponerla a los ojos detodos ellos.

—Muy bien —dije arrastrando las palabras, dándome por rendido.

—También me ha dicho… —Hizo una pausa y sentí algo deincomodidad en sus palabras—. Que si duerme en tu casa, procures notocarla.

—Dile a Arco Rojo que si la toco es porque me lo suplica hasta

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volverme lo-co —repliqué en un tono chulesco, pronunciando laúltima palabra por sílabas, guardándome para mis adentros un «queme coma la…». Sentí la risa que reprimió Ángelus al otro lado delteléfono.

—¡Ay, tío! ¿No me jodas que es ella? —dijo Ángelus, sorprendidocomo si acabara de resolver algún misterio de su mente...

—¡Calla! —le ordené.

—Y yo que me pensaba que era Ágata quien te tenía estos díasabsorbido… Kaden, ahora en serio, ve con cuidado; ya sabes quién esella y por qué estamos aquí. —«Ángelus hablando como mi fielamigo», pensé. Y lo era. Era mi amigo, el único que jamás de losjamases me apuñalaría; el único en el que podía confiar a ciegas, porel que pondría la mano en el fuego y no me quemaría...

Comencé a agitar mi cabeza con frenesí, moviendo mi melena haciadelante y hacia atrás. Fingí estar tocando la guitarra.

—Vamos, una vez más —grité, metida en el papel.

¡Naranaranaa naranaranaranaaa!

¡Naranarana naranaranaranaaa!

—¡Eso es!

Otro exagerado movimiento con la cabeza. La música estaba en elmomento más alto, y yo totalmente entregada en cuerpo y alma. Yaestaba preparada para otro naranaranaranaaa, cuando de golpe sehizo el silencio, dejándome bien quieta, con una mano arriba y otra enmi vientre, la cabeza inclinada, el cabello hacia delante cubriendo mirostro y un pie apoyado en el salpicadero.

«¡Oh, Dios mío, que la música haya terminado, por favor, porfavor...!», supliqué en mi fuero interno. Lentamente levanté la cabeza,sentí el cosquilleo que provocaban mis pelos a medida que alzaba la

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mirada, abrí un ojo y, ¡zas!, ahí estaba él.

—¡Santa madre de Dios...! ¿En qué te estoy convirtiendo? —Justodespués apretó los labios para reprimir una carcajada.

Resoplé hacia arriba, haciendo revolotear un mechón hasta dejarpartida en dos mi cortina de pelo.

—Eso mismo me pregunto yo. —Estaba sudorosa por el meneo, y lavergüenza, que también me acaloró. Alcé mi barbilla y me volví acruzar de brazos, todavía recordaba que estábamos enfadados. Yo noera tan bipolar, pensé mientras me daba una palmadita en la espaldaen mi imaginación.

Lo observé fijamente a los ojos. Y vi que enarcaba una ceja, creo quedesconcertado. Y digo creo, porque aquel hombre era de lo másimprevisible. Era un hombre que tenía varios Kaden dentro; el Kadenclásico, el lobo, el Romano... y a saber con cuántos más me toparía enel futuro.

—¿Estás enfadada, Gelina? —preguntó con incredulidad.

Ah... vaya... ¿Es que no tenía razones para estarlo? ¿Él era el únicoque podía mosquearse? ¿Y que durara lo que a él le diera la gana?¡Pues estaba flipando!

—Sí —dije tajante, mientras giraba mi mirada y le daba la espalda.

—Ya... ¿Y se puede saber por qué?

¿Pero por qué era tan chulo? Le lancé una mirada rápida. Se habíarecostado contra el respaldo del asiento, con los brazos cruzadosesperando mi respuesta. Bufé con desquicio y volví a darle la espalda.

—Estoy esperando… —me advirtió.

«Estoy esperando...», repetí en mi mente con retintín.

—¡Porque nada más montarme en el coche me has echado los perros!

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—grité, sin girarme, explicándole el porqué de mi enfado—. Teníaganas de verte. Te había echado de menos y... —Dejé morir la frase.No sabía si era tan valiente como para decir lo siguiente; creo que no.

—¿Y...?

—Nada. —No lo era.

—Sigue.

—No —me negué en rotundo.

Kaden guardó silencio y se inclinó hacia mí. Retiró mi pelo, dejandomi cuello y oreja al descubierto para rozar con sus carnosos labios mioreja, produciéndome un cosquilleo, sacó la lengua y paseó la puntapor mi garganta de una forma muy erótica. Yo reaccioné echando lacabeza hacia atrás y me mordí el labio inferior.

—Dime… —susurró en mi oído, embriagándome con su alientocaliente—. ¿No me lo vas a decir? —Su voz era sensual y sobre-actuada, fingiendo pena.

—No —dije con esfuerzo.

—Seguro que quieres decírmelo...

Con una mano desabrochó los primeros botones de mi camisa. Mientrepierna comenzó a palpitar, humedeciéndose. Sus labios dabanpequeños y delicados besos en mi cuello, erizaban mi piel. Sus dedosjuguetearon con la camisa y después los introdujo en la copa delsujetador. Esas manos suaves tocando mi piel desnuda despertaban miser más primario. Tomó el pezón y lo estrujó. Yo sentí una pequeñamolestia que segundos después se convirtió en puro placer. Reprimíun gemido apretando los labios.

—Dímelo —dijo entre beso y beso, que intercalaba rozando con lalengua mi cuello.

—No —repliqué de nuevo, casi en un sollozo. Me agarré al asiento

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hasta que la punta de los dedos se me quedaron blancas, para evitarenredarlos en su pelo para atraerlo como una loca posesa hacia mí.

Sacó la mano de dentro de la camisa y la dirigió hacia abajo,posándola sobre mi entrepierna, encima de mi sexo, que palpitaba conansias y se humedecía como las cascadas de Niágara. Estaba tanexcitada que con un simple movimiento me derretiría en gemidosproducidos por un orgasmo. Recorrió mi vagina con un dedo, de abajoarriba, y el pantalón pareció desaparecer ante esa caricia. ¡Ya no podíamás!

—Un… beso... —balbuceé.

—¿Qué?—preguntó, dejando de besar mi cuello pero sin despegar suslabios de mi piel.

—Quería un beso. —Con gran esfuerzo, conseguí terminar la frase.

Segundos después Kaden se retiró, colocándose en su asiento ycambiando radicalmente, como si la excitación no hubiera pasado porél. ¡Qué capullo! Estaba enfada, aunque no sabría decir si era por sutajante cambio de actitud o por haber dejado de tocarme, negándomeal clímax. Mientras él se abrochaba el cinturón con templanza, yotodavía estaba desarmada, tirada y sofocada en el asiento del copiloto.

—La niñita se ha enfado porque no le he dado un besito... —dijo conun parpadeo de ojos, como si estuviera coqueteando como una mujer—. ¿Sabes por qué me he enfadado yo? —dijo más serio—. ¡Porque tedije que no hablaras de nada de la línea divisoria por el teléfono! —Sí, volvía a estar furioso.

—Ya he dicho que lo siento.

—No es cuestión de perdonarte o no, porque si vuelves hacer algo asíy te buscas un problema, te puedo asegurar que mi perdón no teservirá para nada.

—¿Qué puedo hacer para que se te pase el enfado? —pregunté,

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mirándolo de reojo.

—No te centres pensando qué hacer para que se me pase el enfado,piensa mejor qué hacer para que no me vuelva a enfadar —contestó élmientras arrancaba el motor del coche, creo que más relajado.

Cuando él se relajaba, automáticamente y de una forma inexplicableyo también lo hacia... Así que cuando sentí que el tenso ambienteaminoraba, me dejé caer contra el asiento, apoyando la cabeza,mientras miraba por la ventanilla.

El silencio se instaló entre nosotros. Lo miré de soslayo y parecíaestar concentrado en algún lugar de su mente, eso me dio tiempo quepensar... Había cosas que no encajaban, aunque era normal que en mimente ninguna pieza coincidiera con otra, puesto que no sabía casinada.

Kaden insistía en mantener la línea divisoria, pero no era coherente ensu reacción. Temía por la policía... Blanco y embotella, leche. Estabametido en algo sucio pero, ¿en qué? Era un misterio. Un misterio, delque jamás me enteraría. Y saber que nunca me lo diría me molestabay me dolía. Yo ya había estrechado lazos con él, lo necesitaba como elaire que respiraba pero, ¿Kaden me necesitaba tanto como yo a él?Pensar lo contrario me originaba una punzada de dolor.

—Ayer no cenaste. ¿Has desayunado hoy? —La voz de Kaden metrajo de regreso de mis pensamientos.

—No, la verdad es que no suelo desayunar —le expliqué.

—¿No has vuelto a comer desde que almorzamos juntos? —Su vozsonaba preocupada y cansada. Fuere lo que fuese con lo que habíaestado lidiando en su mente, lo había dejado abatido. En esosmomentos odiaba la línea divisoria, si él me lo contara yo le ayudaríacomo fuera, pero no podía hacer nada mientras esa puerta siguieracerrada con veinte candados y muro de contención. Solo podíaquedarme enfrente de ella, a la espera de que algún día la abriera ydecidiese confiar en mí.

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—No te preocupes, he estado mucho más tiempo sin comer —dije enun intento de suavizar o calmar su preocupación. Y dejé caer mispropias defensas. Me deshice del orgullo y apoyé mi mejilla en suhombro. Odiaba eso, odiaba la separación de menos de un metro quenos separaba.

—No quiero que lo vuelvas hacer, necesitas comer cuatro veces al díacomo mínimo —me amonestó en modo paternal. A pesar de todo, detodos esos Kaden que vivían es su interior, el conjunto lo hacían paramí el hombre perfecto. Suspiré.

—¿Te enfadarás conmigo si no lo hago?

—Mucho. Me verás más enfado que nunca y, si llega el caso, tesentaré en mis piernas y te daré de comer yo mismo. —Sonreí alimaginarme la escena.

Él me beso en la cabeza y por un momento quise que ese instante, esejusto momento, fuese eterno. Hasta el fin de mis días.

Capítulo 11

Realidad irreal

Me quedé en esa posición todo el trayecto, a él no parecía importarleni incomodarle. Aparcó el Audi en un parking en medio de la ciudad ynos dirigimos a un restaurante. Se reflejó en mi rostro la felicidadcuando vi La raffinata cucina italiana.

—¡Este restaurante lo conozco! —dije, casi gritando de alegría,aumentando la velocidad de mis pasos y dejando a Kaden un pocorezagado.

—Ah... ¿sí? —dijo con asombro, aunque no sabía si era fingida o real.

—¡Sí! —exclamé al mismo tiempo que daba media vuelta hastaquedar frente a él. Giré mi cuello para volver a mirar el cartel—. Metraía mi padre —le expliqué con anhelo, pero sin abandonar la sonrisa

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de mis labios.

—Vaya... Pues sí que entendía tu padre de buena comida italiana —argumentó Kaden mientras alcanzaba mi paso y colocaba un brazo porencima de mi hombro, rodeando mi nuca. Luego beso mi mejilla yavanzó con energía hacia la puerta, arrastrándome con él.

Yo elegí mi plato preferido, bueno por lo menos lo era en aquellosentonces; gnocchis a la carbonara. Estaba contenta; no podíareprimirlo, ni intención tenía, y la sonrisa dejaba mis dientes aldescubierto.

—Tengo que decirte una cosa... —comenzó a hablar Kaden,llevándose el tenedor con espaguetis enrollados a la boca—. Necesitoque me acompañes esta noche a la mansión.

Dejé de masticar, y creo que también de respirar. No quería ir denuevo a ese lugar; la mera idea de ver a Mendax a tres millas de míme aterraba. Sentía los ojos de Kaden observarme detenidamente,pero no podía fingir que no estaba asustada, porque lo estaba. Mendaxme dio miedo desde el mismo instante que entró al despacho deKaden, la mañana anterior, y evidentemente se incrementó después desu amenaza. Tragué la comida que aún permanecía, masticada, en miboca con ruido.

—Me da miedo —dije arrastrando las palabras, mientras jugaba conel tenedor en el plato de comida.

—Gelina, sabes que si no fuera imprescindible no volverías a pisaresa mierda de mansión. ¿Lo sabes, verdad? —Yo asentí con la cabeza—. Pero para mí es muy importante que lo hagas por última vez…

—¿Por qué?

—Porque necesitamos saber quién es nuestro segundo traidor.

—Ya te dije que no lo vi.

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—Pero lo escuchaste. Lo único que tienes que hacer es que, una vezallí, te concentres en las voces. Sea quien sea, estará en la mansiónesta noche.

—¿Es muy importante? —pregunté mientras pinchaba un gnocchi y lobañé en salsa, pero sin la más mínima gana de meterlo en la boca.

—Mucho. Pero no temas, no me moveré de tu lado en ningúnmomento. —Su mano se acercó la mía y la acarició. Me tranquilizósaber que no me dejaría sola, pero aun así, estaba aterrada.

—¿Por eso me has regalado ese vestido? —le pregunté sin levantar lavista de mi plato. Sentí un poco de desilusión, había pensado que lohizo por placer, pero supongo que el lobo era demasiado calculador...

—No —dijo ofendido. Eso hizo que le mirara. —Eso era un regaloque yo quise hacerte para... —pero giró la vista hacia un lado y apretólos labios, obligándose a callar.

—¿Para qué? —pregunté para animarlo a que continuara. Volvió amirarme a los ojos.

—Tenía otros planes para hoy —contestó mientras se frotaba con unade las manos la frente—. Come —me ordenó, fijando la mirada en eltenedor que yo sostenía haciendo círculos en el plato.

Me metí otro gnocchi en la boca y me esforcé por masticar, la idea devolver a la mansión me había quitado el apetito. Pero debía hacerlo,antes que el miedo estaba él, y me enfrentaría al mismo diablo si coneso consiguiera ayudarlo.

—Carta blanca —espetó Kaden, y yo me quedé con el ceño fruncido,sin entender lo que quería decir. Él entendió el gesto y me aclaró suexpresión—. Que me preguntes todo lo que quieras saber, excepto loque tú ya sabes que no contestaré. Para el resto de temas tienes cartablanca para preguntar. Si así consigo alejarte de los pensamientos quecorren ahora mismo por tu mente, será un placer contestarlas. —Ycurvó los labios en una sonrisa.

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La verdad es que me pilló por sorpresa y con la guardia baja,desorientada. Si su intención era sacarme de mis pensamientos, lohabía conseguido.

—A ver... —Compuse un gesto pensativo-exagerado y proseguí—.¿Por dónde nos quedamos ayer?

Él sonrió, repitió con gracia mi gesto y continuó.

—Nos quedemos muy a gusto. —lancé una carcajada y le tiré, conpuntería, la servilleta de tela a la cara, pero aun así no puede evitarque mis mejillas se sonrojaran y alcanzaran casi un tono al rojo vivo.

—Ah, sí, ya recuerdo... —dije mientras las imágenes regresaban a mimente, como si fuera una diapositiva de la noche anterior, pero adiferencia de otras ocasiones, la imagen que con más frecuencia meaparecía era su cara relajada y con los ojos cerrados mientras tocabael violín—. ¿Tu familia Bianchi vive en Italia?

—Supongo —contestó, encogiéndose de hombros.

—¿No lo sabes? —pregunté extrañada. Recordaba que el día anteshabló de ellos con admiración y agradecimiento. ¿Cómo podía nosaber algo tan simple como eso?

—No, no lo sé. Y déjame decirte que eres muy mala preguntando, novaldrías como entrevistadora.

—Creo que tienes razón... ¿No tienes contacto con tu familia deacogida?

—Esa pregunta está un pelín mejor. —Y acto seguido pegó la copa asus labios, bebió un trago, empezó a hablar—. No sé nada de ellosdesde mil novecientos noventa y cinco. Fue entonces, cuando yo teníadiez años, cuando mi madre biológica reclamó la custodia.

—¿Podía hacerlo?

—Sí, porque yo no era adoptado.

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—O sea... ¿volviste con tu madre? —hinqué un codo en la mesa yapoyé la barbilla en la palma de mi mano.

—Sí. Por desgracia, sí. —Las facciones de su cara se endurecieron—-.Al parecer ella había conseguido trabajo y llevaba una vida asentada,pero le duró poco… No llevaba ni un año viviendo con ella, cuandovolvió a las andadas. Se echó a un machote como pareja; undesgraciado hijo de puta. —Su mirada perdida destilaba ira—. Pero nomás que ella… Me obligaban a robar y, si al final del día no traíadinero, no me dejaban entrar en casa.

¡Desgraciados! ¡Cómo podía una madre biológica hacer eso? ¿Cómose podía ser tan ruin?

Imaginarme a Kaden en esa situación cuando apenas tenía diez añosme desgarraba el alma. A pesar de no haber estado nunca ensituaciones parecidas, incluso a pesar de haber pasado lo mío, aquelloera diferente. Me dolía y me enfurecía. Él continuó explicando.

—Como era de esperar, después de cuatro años largos, la asistentasocial volvió a recogerme para llevarme al Centro. Pero para aquelentonces, la criatura que entró llorando la primera vez, se habíaesfumado y entró un chico en plena pubertad; problemático yconflictivo.

—Tuvo que ser duro para ti... ¿verdad? —pregunté con la vozimpregnada de pena.

—Simplemente, fue. No fue más traumático que las noches que habíapasado recostado contra la puerta de mi casa, pasando un frío de mildemonios. Y a pesar de todo, saqué algo bueno de todo eso...

¿Podía una persona sacar algo bueno de todo aquello? Porque en mimente era imposible.

Misteriosas casualidades de la vida... que nos juntemos el hambre, conlas ganas de comer. Pero aun así, me dolía más Kaden y su pasado,que yo y mi penuria, de la que todavía andaba de la mano.

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—¿Sí?

—Sí. Entré el mismo día que mi compañero de habitación: Ángelus.Desde aquel entonces nos hicimos inseparables, teníamos la mismaedad. Los dos con un fuerte carácter, lo que nos hacía comprendernosmutuamente. Se convirtió en mi amigo desde el primer día que nosconocimos, y en mi hermano en el momento en que salimos juntos delcentro, en busca del futuro que queríamos.

—¿Tienes contacto con él?

—Sí, te lo presentaré esta noche.

—¿Ángelus también estará en la mansión? —Kaden afirmó con lacabeza—. ¿Él también está metido en la línea divisoria? —volvió aconfirmar.

Vaya, eso sí que fue una sorpresa...

—Y ahora, termina —ordenó, señalando el plato casi intacto.

Abrí la boca para preguntarle si el futuro al que iban en busca era esteque ahora tenían, pero Kaden me calló.

—No, hasta que no comas.

Me limité a comer, cogiendo bastante fundamento en cada bocado, yasí terminar antes.

No podía negar mis sentimientos, no podía engañarme; yo quería aKaden, lo amaba. No tenía ninguna duda, aunque no sé cuándocomencé a hacerlo, pero creo que el mismo día en que lo vi a través dela pequeña ventana del oscuro y frió sótano, situada a ras del suelo enla calle. Aunque aquel día también tuve miedo, no tenía nada que vercon el mismo miedo que sentía por Mendax; algo interior sabía que élnunca me haría daño, por eso cuando me hizo aquella propuesta defuga, mi mente no tuvo ninguna duda en aceptar dicha propuesta. Y sipor el hombre al que amaba debía volver a mi jaula de lobos y

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panteras como carnaza, iría.

Capítulo 12

Unas semanas antes…

Recostado desde la silla de mi despacho, con una pierna cruzada y lasmanos detrás de la nuca, miré hacia lo que para muchos serían unasvistas impresionantes. Yo tan solo veía un cristal antibalas que meseparaba de la realidad, de aquellas personas de allí abajo con prisaspor llegar tarde a la faena; madres que llevaban a sus hijos al colegio;café con amigos y familias unidas. Personas normales con vidasnormales y, lo más seguro, un futuro normal...

Hacía años que mi vida era tan gris como los días de tormenta, tan fríacomo el Polo Norte y tan insípida como el mismo aire. No es que nome gustara, soy lo que quise ser; yo elegí cada paso que di, perocomenzaba a estar cansado de tanto tono gris. Era algo que no sabríaexplicar con palabras acertadas, pero en ocasiones echaba algo enfalta; algo que nunca había tenido. Quizá luz, quizá calor o más sabor.Pero pensarlo demasiado me agobiaba, me creaba un bucle depensamientos que acababan siendo ilógicos; todo perdía el sentido. Lavida era una mierda de las grandes, siempre jodiéndote; te tiraba alsuelo, te animaba para levantarte y después otro empujón de morros...

El sonido del teléfono me alejó de mis negativos y normalespensamientos. Era Ángelus.

—Dime, Ángelus.

—Arco Rojo acaba de entrar.

—De acuerdo. —Y colgué acto seguido.

Casi se me había olvidado, tenía que acabar de hacer el trato. ArcoRojo era un hombre un tanto misterioso que se había puesto encontacto conmigo un par de días antes, pero se mostró receloso aexplicarme lo que quería de mí por teléfono. Tuve dudas de que fuera

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un agente infiltrado de la Policía, pero según las investigaciones deÁngelus no había nada que lo relacionara con el cuerpo de seguridad.Me fiaba de él, jamás me hacía dudar, y hacía bien su trabajo por dosmotivos; el primero, porque era fiel y amigo de sus amigos, y elsegundo, porque era ambicioso y competitivo, si yo ganaba él tambiénlo hacía y lo sabía. Éramos uña y carne, donde yo iba él venía, yviceversa.

Un repiqueteo sonó en la puerta. Me giré y segundos más tarde asomóen el vano la cabeza de mi secretaria.

—Señor, tiene una visita.

—Dígale que entre —le contesté sin levantarme de mi asiento y conlos brazos todavía colocados en la nuca.

Como buena secretaria obedeció y dio paso a un hombre de unoscincuenta y pocos años, con algunas canas, pero sin ser abusivas; teníabuena planta. Vestía de calle, con tejanos y un jersey negro. Loescruté con la mirada, llevaba una carpeta granate en una mano,pegada al lateral del torso.

—Siéntese —le ofrecí, haciendo un gesto hacia la silla situadaenfrente de mi mesa. Me acomodé en mi butaca y coloqué misantebrazos cruzados sobre el tablero, a la espera.

—Gracias —contestó él mientras tomaba asiento. Colocó la carpetasobre la mesa.

—¿Qué es lo que quiere de mí? —pregunté con la mirada fija en lamisteriosa e intrigante carpeta.

—Quiero hacer un trato con usted.

—¿Qué trato? —Empequeñecí los ojos.

Con pulso sereno tiró de la gomillas, abrió la tapa y dejó aldescubierto la foto de una joven muchacha de pelo cobrizo; bellísima.

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Ojos castaños y expresivos, piel blanca casi pálida y rosados labiosgruesos y recogidos. Una dulzura, lo más parecido a un pedazo detarta de chocolate rellena de nata y mermelada de fresa, con unaguinda; de las que te hacía la boca agua y ansiabas devorarla. Mecostó apartar la vista de aquella imagen y poder concentrarme en otracosa que no fueran sus ojos y pensar qué sensación tendría si besara suboca... Me relamí el labio inferior y me recosté contra el respaldo delasiento.

—¿Qué quiere que hagamos con esta dulzura? —pregunté algo cínico,para despistar por el largo rato que había estado observándola. Susojos se oscurecieron y su mandíbula se tensó; pistas suficientes parasaber que no quería que la tocaran. Me reí para mis adentros, yodeseaba tocarla.

—No quiero que hagan nada con ella —dijo casi entre dientes—.Necesito que la saquen del país en menos de dos semanas.

—¿Sí? ¿Y por qué tendría que hacer yo eso? —pregunté con chulería.

—Porque le interesa lo que puedo entregarle si hace lo que le pido. —Se sentía seguro y eso acrecentó mi curiosidad—. Si Gelina Wellsllega sana y salva a California en un plazo de tiempo máximo de dossemanas, le daré la lista más buscada del mundo de la mafia.

Los ojos se me abrieron como platos, incapaz de digerir lo que aqueltal Arco Rojo me estaba ofreciendo. La lista más buscada; todos losnombres de los clanes más grandes e importantes, los peces másgordos; el poder.

—Y además… —continuó—, diez millones de dólares.

Eso me acabó de petrificar. ¿Pero quién coño era aquel pastel, paratener ese precio tan elevado?

—¿Y por qué yo?—dije mientras estiraba un brazo y repicaba con losdedos sobre la mesa.

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—Porque actualmente usted es el mejor en este mundo. Romano,confió en usted y en los suyos.

—Supongamos... —Me hice el interesante y proseguí—. …que meinteresase ese trato… —Fijé la mirada en la de él—. ¿A quién meenfrento?

—Se enfrentará a la señora Santo Polo, que pertenece al clan Coheski,y a otro clan llamado Devú. Pero no tema por el clan Coheski, hacecinco días se cargaron al jefe y su mano derecha, la señora Santo Polo,está sola.

—¿Y qué hay del clan Devú? —Si iba a enfrentarme a algo, tenía quesaber contra qué, aunque ninguno de aquellos nombres me sonaban.

—No puedo decirle mucho de ese clan, están muy bien camuflados yson los que realmente me preocupan. Ellos fueron los que se cargaronal jefe del clan Coheski, pero por más que he investigado no heencontrado nada, aparte del nombre.

—¿Y qué tiene que ver esa chica con todo esto? —pregunté,señalando con el dedo la foto.

—Mucho, pero no se lo contaré hoy.

—No pienso aceptar si no me da más información —dije, apretando lamandíbula. Odiaba trabajar sin saber con qué me movía.

—No por ahora —informó Arco Rojo, calmado—. Cuando cerremosel trato y yo esté seguro de que se compromete, le explicaré más.Piénselo, medítelo. Y cuando esté completamente seguro, póngase encontacto conmigo. Le dejo la carpeta con la información que le hedado.

Dichas esas palabras se levantó, colocó la silla en su lugar y girósobre sí mismo hasta darme la espalda. Cuando ya tenía la mano en elpicaporte le detuve.

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—Le llamaré mañana. —Sin darse la vuelta, asintió con la cabeza yun segundo después se perdió tras la puerta.

Me dirigí hacia la carpeta y leí la poca información que meproporcionaba. Cogí la foto de la chica dulce con un precio casiilógico y la observé detalladamente. ¿Quién era? Y, ¿por qué eseprecio? Era hermosa y joven, pero estaba pálida, demacrada y con lamirada agotada.

Yo seguía comiendo en silencio. Kaden ya se había terminado su platoy me estaba poniendo de los nervios porque no paraba de mirarme.Bebí un sorbo de agua y seguí masticando, los gnoccis se me estabanquedando pegados en las paredes de la garganta. Si por lo menoshablara, yo comería menos coaccionada... Cuando ya solo me faltabatres gnoccis por engullir, Kaden rompió el silencio.

—No quiero estropearte el momento, pero mañana regresa la señoraSanto Polo.

Se me hizo un nudo y tuve que toser para que la comida bajara por latráquea. Lo había olvidado, aunque pareciera mentira. No pensaba enlas hienas, mi mente las había eliminado por completo, excepto enalgunos momentos en que las recordaba a consecuencia de algún malrecuerdo que, obviamente, habían protagonizado ellas. Mi rostro sedescompuso y toda la felicidad que creí tener se desvaneció en unsoplo. Cuando mi mundo parecía un poco organizado, un huracándesbastador se hizo con todo, dejando trozos de basura a mi alrededor.

—Gelina —continuó Kaden—, no tienes por qué aguantarlas.

Lo miré a los ojos, que ahora estaban empañados por la humedad delas lágrimas que estaba conteniendo.

—No quiero volver —lloriqueé.

—Tienes que volver. Si queremos que todo salga bien, como tengoplaneado que saldrá, tienes que volver. —Aunque su tono era calmadoy sereno, su mano cerrada con fuerza me dejaba entrever que estaba

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tenso.

—No quiero volver a sufrir a manos de esas hienas —dije conangustia y pavor.

—No tienes por qué sufrir por culpa de ellas, defiéndete con uñas ydientes; marca territorio, acojónalas como ellas lo hacen contigo.Enfréntate y, si necesitas ayuda, me lo dices.

—No sé si podré... —repliqué débilmente. Tanto, que no sé si seentendió.

—Sí que podrás. —Dejó un segundo de silencio y prosiguió—. Perotendremos que ser discretos en cuanto a nosotros dos.

—¿Por qué? —pregunté disgustada. Él en cambio meneó su cabeza deun lado a otro, negándose a contestar.

—Línea divisoria —me informó. Yo resoplé.

Después de terminar de comer, Kaden me dejó anonadada cuando meofreció ir a ver una película al cine; «esto es lo más parecido a unatípica cita», pensé con gracia. Yo accedí y, aunque sonarasorprendente, estaba nerviosa. Sabía Dios cuándo fue la última vezque había ido al cine. Yo quería ver una película romántica, pero él senegó.

—Eso es azucarillo puro en vena, moriré por exceso de glucosa. —Yorompí en una carcajada. Sus ojos se desviaron a un cartel de unapelícula de acción y negué con la cabeza. Soltó un bufido—. Puestoque a mí no me gusta el azúcar y a ti no te gusta la acción… —propuso. Yo lo corté para corregirlo.

—Azúcar, no, romance —aclaré, y dejé que siguiera con la propuesta.

—Bueno, es igual. El caso es que mejor veamos una de humor ypunto.

«¡Qué mandón!», grité para mis adentros, con una mezcla de

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crispación y diversión.

El cine fue estupendo aunque, si era sincera, no me enteré de nada dela película. Estaba absorta en el hombre que tenía a mi lado. Meofrecía palomitas con su mano y las metía en mi boca y yo reía deforma patética, parecíamos una pareja. Incluso Kaden perdió esecarácter duro que lo hacía parecer tres veces más mayor, dejando a lavista a un Kaden diferente y juvenil; un muchacho sin más. Sonreíante el recuerdo, sentada en el asiento del copiloto del coche deKaden, de camino a casa para cambiarnos, antes de dirigirnos a lamansión... Ahí el estómago me dio un vuelco. «Pero él no me dejarásola», me tranquilicé.

Pasamos primero por mi casa para recoger el vestido y los zapatos,Kaden me ofreció prepararme en su casa y yo... Bueno, yo deseabaquedarme con él en todo momento, así que no tuvo que insistirmucho, la verdad.

Una vez cruzamos el umbral de su domicilio me deshice de loszapatos. ¡Dios, me estaban matando! Gemí y me mordí el labioinferior cuando mis pies descalzos quedaron planos contra el frescosuelo, los tenía ardiendo por el dolor. Cerré los ojos y volví a jadear.«Qué placer», pensé. Cuando volví a abrirlos me topé con el rostro deKaden, que me observaba fijamente mientras con la punta de sulengua se relamía el labio inferior. Yo deseé hacer lo mismo con lamía en su labio. «¡Sal, arpía! ¡Sal de mí, bruja!», chillé a ese yoprimitivo que vivía en mi interior, manifestándose únicamente enmomentos como estos.

—¿Y ese gesto? —preguntó Kaden con una ceja enarcada, mientras seacercaba con pasos lentos hacia mí, como el lobo que era, acorralandoa su presa. Me estremecí de placer y un escalofrío se deslizó espaldaabajo, muy abajo. Ahogué un grito. Él sonrió.

—Los zapatos me estaban matando —aclaré con toda la calma queconseguí reunir, deseando que se acercara más; tanto que no hubieseespacio entre nuestros cuerpos ni para un pétalo de rosa.

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—¿Ese gesto era de dolor? —preguntó subiendo aún más la ceja,extrañado. Se acercó otro paso más.

—No exactamente. —Sentí que mi boca se volvía pastosa—. Es delplacer que he sentido al quitármelos —le informé, sin saber bien de loque estaba hablando. Ya no pensaba...

Rodeó mi cintura con sus manos; eran cálidas y fuertes. Una descargaeléctrica hizo hinchar y humedecer mi parte más sensible. Suspirémientras la lengua de Kaden lamía mis labios de abajo arriba.

—Pues... —susurró en mi oído—, un poco más y me corro solo demirarte. —Abrí los ojos todo lo que me dieron de sí. «¡Dios mío, peroqué cosas dice! ¡Qué ordinariez!». «Que ordinariez que me pone comouna moto…». Con las mismas, me acercó a su pecho y su duraerección se apretó contra mi vientre—. Me he puesto cabezón, nena.—Y esbozó una sonrisa pícara.

—Y yo, Niágara. —Él echó la cabeza hacia atrás y soltó unacarcajada. Lo pilló y me avergoncé.

—¿Te acuerdas de lo que te dije de la vulgaridad y las bragas? —mepreguntó con un nuevo susurro, pero ahora justo debajo de mi mentón.

—Sí —susurré.

—Vale, pues si a la hora de quitarlas están húmedas, mejor. —Traguécon esfuerzo.

—Ah, ¿sí? —dije por decir, sin casi saber cómo me llamaba ni quiénera...

Él bajó las manos hasta mis nalgas, una en cada, y después con unimpulso me subió a sus caderas. Yo le rodeé con los brazos y laspiernas por la nuca y las caderas, y me quedé aferrada a él porcompleto. Sin dejar de besarnos subimos las escaleras. En el primerrellano me empotró contra la pared, aplastándome con suavidad yfuerza contra su cuerpo y su erección. Jadeé, intentando respirar, pero

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no sé si se me olvidó. Continuó escaleras arriba, hasta llegar a suhabitación, y me tumbó con delicadeza sobre la cama, me desabrochólos vaqueros y, de un tirón, los liberó de mi cuerpo. Luego él se quitóla camiseta y yo me deshice de la camisa, casi arrancándomela. Lodeseaba; lo deseaba en ese instante.

Una vez desnudos, salvo por la ropa interior, se colocó entre mispiernas y se hincó de rodillas hasta tocar con los muslos en misnalgas, dejando mis piernas totalmente abiertas. Posó su peso sobreuna mano en el colchón y, con la otra, sus finos dedos retiraron eltanga hacia un lado; mi vagina quedó abierta y expuesta al aire libre.Besó mis labios con urgencia, bebiéndose mi gemido, y metió un dedoentre las carnes húmedas. Suspiré con fuerza y él también, casi almismo instante.

—Estás más que preparada y apenas te he tocado —dijo con vozronca, creo que algo sorprendido.

Con un gesto rápido echó su bóxer hacia abajo y dejó su miembroduro al descubierto. Colocó su glande justo en la entrada de mi vaginay empujó suave hasta hundirse en mi cuerpo. Él gruñó y con unempujón me penetró por completo, casi sin esfuerzo, surcando elresbaladizo conducto hasta golpear contra el útero. Me arqueé ysollocé, pero Kaden no se movió. Se quedó quieto como una estatua,todavía empujando hacia adentro. Yo meneé la pelvis a modo dereclamo, pero el ancló sus manos en las caderas para impedir elmovimiento.

—No, no, no... —dijo horrorizado. Y salió de mi interior, dejándomeuna sensación de vacío infinito—. Me haces perder el control —merecriminó—. Date la vuelta.

Obedecí como una niña buena, apoyando mi rostro en la almohada. Vique estiraba unos de sus brazos y escuché el roce de la madera de lacajonera al abrirse para sacar un paquetito plateado que rasgó con losdientes. Un par de minutos después, colocó la palma de su mano en mivientre y empujó, elevándola, hasta que mis rodillas quedaronclavadas en el colchón. Luego tomó una de mis manos y la guió hasta

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el cabecero de la cama, antes de repetir el movimiento con la otra—.Agárrate —susurró.

Yo obedecí y me así con fuerza al apoyo. Con sus suaves dedosremoloneó en círculos entre mis nalgas, separo ambas y se enterró porcompleto en mi vagina. Sollocé por el placer y me aferré con másfuerza al cabecero. Posó sus manos en mis muslos y los arrastró haciaél, provocando una penetración brusca pero placentera, conmovimientos rítmicos.

Sudorosa y sofocada entre gemidos y placer, sentí sus labios rozandomi oreja y gruñendo al tiempo que los movimientos dejaban de sereróticos para convertirse en duros y descontrolados, más primitivos.Apreté con fuerza el filo de la madera del cabecero, como si mi vidafuera en ello, y dejé escapar un gemido. Subí a la cima del placer paradejarme caer en picado, hasta hundir mi rostro en la almohada. Sentí aKaden tensarse y luego venirse abajo conmigo, con su pesado cuerpoencima, ambos jadeantes de placer.

—Jo... jod... joder —consiguió decir. Retiró el pelo de mi nuca yaplastó con suavidad sus labios. Rodó y se colocó a un lado, con lamano posada al final de mi espalda. Me giré hacia él para observarlodetenidamente; tenía las mejillas rosadas y la frente brillante por elsudor. Sonreí al ver a mi ángel.

—Vuelve a tocar el violín —susurré.

—¿Quieres que toque el violín? —Asentí con la cabeza y sus ojosbrillaron con ilusión. Me dio un beso fugaz en la frente y salió endirección al armario—. ¿Qué quieres que toque? —preguntó,entusiasmado, mientras sacaba el instrumento de su rígido estuche decuero negro.

—No lo sé. Lo que tú quieras. —Sus ojos dejaron entrever algo dedolor, o tal vez añoranza, no supe descifrarlo bien.

—Tocaré Sad romance. —Colocó el violín en posición, entre elhombro y el mentón. Cerró los ojos y las notas de la melodía

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comenzaron a vibrar, creando una tierna y dulce canción; melancólica.Su rostro angelical parecía hipnotizar junto con la música. Sentí unaslágrimas correr por mis mejillas.

—Triste amor —traduje con un susurro, pero él no lo escuchó,completamente sumergido en algún alejado lugar, sintiendo lo queestaba tocando.

Quería verlo así siempre, lo quería siempre conmigo. Y pensar que aldía siguiente aquella burbuja se esfumaría para dar paso a la rutina...Mis lágrimas se animaron y corrieron a chorros mejilla abajo. Sorbí lanariz. «Lo amo», pensé, hipando. Lo amaba con todo mi ser. Cuandola música desgranaba las últimas notas, deslizándose hacia el silenciofinal, me apresuré hacia él y me lancé a su cuello. Pillé a Kaden porsorpresa y, antes de que dijera nada, rompí el silencio que quedó trasaquellas tristes notas.

—Te quiero —dije con la voz quebrada—. Te amo —me reafirmé.

Él no me contestó, simplemente me abrazó y me acunó con cariño.Pero no podía enfadarme por no escuchar un «yo también» o un «yomás». No podía porque yo había elegido desnudar mi alma, pero debíaaceptar que Kaden todavía no quisiera abrir la suya con palabras,aunque yo sabía que también me amaba; lo sabía.

Iba ataviada con un elegante vestido negro, ceñido hasta la cintura yholgado desde ahí hasta abajo, de escote palabra de honor y unriguroso corte que finalizaba un poco más arriba de la mitad de mimuslo izquierdo para dejar mi pierna libre de la tela a cada paso; unoszapatos de charol negro, de vértigo, y el pelo suelto, completamentenatural y sin una pizca de maquillaje; me lo había olvidado en micasa... Kaden vestía con un traje de chaqueta y pantalón negro ycamisa blanca inmaculada. Con traje, sin traje, o hasta con traposraídos, seguía siendo sexy.

Yo apretaba con fuerza la mano de Kaden, que enrollaba los dedosentre los míos, dejando atrás el coche. A falta de diez pasos paraadentrarnos en el jardín de la mansión, sentí que las piernas me

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temblaban y mi respiración se hizo un tanto trabajosa.

—Tranquilízate —musitó él en mi oído. Inspiré hondo y lo expulsélentamente, para intentar calmarme.

—Tengo miedo —dije, casi en un susurro, sin dejar de caminar con lamirada al frente, puesta en el jardín.

Justo cuando quedaban menos de cinco pasos para adentrarnos enaquella jaula de lobos y panteras, él tiró de mí hasta hacerme chocarcontra su pecho y me dio un beso casto. Con esos zapatos teníamos lamisma altura.

—Concéntrate —dijo, mirándome fijamente a los ojos—. Cuantoantes identifiques la voz, antes nos iremos. No tengo intención deestar aquí contigo más tiempo del necesario, ¿de acuerdo? —Asentícon la cabeza. Él me soltó la mano y la colocó al final de mi espaldapara empujarme suavemente en la misma dirección; a la casa delterror.

—Sonríe —me ordenó en un susurró, con disimulo, y yo,automáticamente, dejé los dientes al aire.

Ante mis ojos apareció de nuevo la jaula; hombres caracterizados porser intimidatorios, peligrosos y con aires de poderosos, mientras lasmujeres ronroneaban felinas, revestidas de una agresiva carga sexual.Ellos las miraban hambrientos y ellas deseosas de ser devoradas...Como la vez anterior, mi cuerpo, sin ser consciente, se empotró contrael de Kaden y él me retiró unos milímetros con disimulo, lo justo parapoder caminar sin que me interpusiera a su paso.

A lo lejos uno de ellos saludó a Kaden y él le respondió con un gestode la mano. Seguimos en línea recta, cruzando por completo el jardín,mientras sentía las miradas clavarse en mí como flechas y hacían queme pusiera cada vez más tensa. Caminé interpretando una calma yesgrimiendo sonrisa que dudaba que creyeran, al tiempo que manteníala cabeza erguida.

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Kaden frenó sus pasos al lado de un joven al que reconocí en cuanto lomiré, era el mismo que lo había apartado de mi lado la noche anterior.Aproximé mi cuerpo al de Kaden. «¡Hoy no te lo llevas!», grité paramis adentros... Kaden le susurró algo y el chico le contestó, pero elbajo tono hacía que sus palabras fueran inaudibles para mis oídos.

—Agudiza el oído y si descubres al tipo que buscamos, o sospechas dealguien, házmelo saber e intentaré acercarme para mantener unaconversación. ¿Entendido? —me aclaró Kaden.

—Sí —dije casi en un suspiro.

Dejé que ellos dos hablaran y dirigí mi mirada hacia las personas queestaban en el jardín «¿Estará aquí Mendax?», me pregunté en mimente con terror. Le tenía pánico. «A lo mejor, con suerte, siidentifico la voz del misterioso lo más rápido posible, puedomarcharme triunfante sin cruzarme con ese hombre». Así que me pusemanos a la obra.

Las voces que rondaban cerca no me recordaban al misterioso pero,para ser sinceros, no estaba segura de poder reconocerla. Ante misojos había una multitud de unas ciento y pico personas que se llevabancopas a los labios, sonrientes y en su apogeo. Todos se sentían en sulugar; todos ellos se conocían y se saludaban, mientras ellas,enganchadas a su brazo o con el antebrazo apoyado sobre el hombrode sus respectivas parejas, reían por cada palabra que el macho cabríodecía. Incluso algún macho alfa llevaba a dos mujeres colgadas de susbrazos.

Pero no juzgaría a nadie, cada uno era libre de llevar el timón de suvida como quisiera y elegir su profesión o estilo de vida. Cada cualhacía lo que quería con su cuerpo, y si aquellas mujeres lo vendíanvoluntariamente y aquellos hombres despilfarraban su dinero y se lopodían costear, nadie tenía derecho a juzgarles.

Algo llamó mi atención y entre la gente vi unos ojos que ya habíavisto anteriormente, justo la noche anterior. La mujer de pelo rubio ymedia melena se deslizaba entre los invitados con la mirada fija en

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nosotros, dirigiendo sus pasos en nuestra dirección. Aunque alprincipio pensé que me observaba a mí, enseguida me di cuenta quesus ojos estaban fijos en Kaden. Él observó lo mismo, pues conrapidez, él y el chico que lo acompañaba dieron un paso hacia delante,dejándome justo entre medias de ambos y, a la vez, más resguardada.

La mujer avanzaba con cara de pocos amigos y destilaba rabia o irapor los ojos, no estaba segura, pero lo que sí estaba claro es que estabaenfadada... Seguía hacia adelante, firme, con la mirada fija de unhalcón centrada en Kaden. Llevaba un vestido tan corto que se leveían las ideas, más apretado que la piel de un chorizo y más pintadaque un cuadro de Picasso.

«¡Es mío!», gritó una voz interior cuando esta llegó a dondeestábamos e hizo un puchero con los morritos antes de hablar con vozseductora.

—Dijiste que me llamarías —dijo ella—. Papá me informó quevendrías hoy... —Deslizó una mano por la solapa de la chaqueta deKaden y le besó en los labios.

¿Le había besado en los labios? «¡Zorra asquerosa de mierda!». Mesentí como una olla a presión, pitando descontrolada, y cerré confuerza los puños y la mandíbula. Kaden echó la cabeza hacia atrás, laretiró con suavidad y me miró de reojo, de manera rápida y fugaz. Ellame miró victoriosa, con una maliciosa sonrisa en sus labios pintadosde rojo locura.

—¿Por qué no me has llamado? —preguntó la chorizo multicolores.

—Ya sabes por qué no te he llamado... —contestó Kaden,manteniendo las distancias.

«¿Ya sabes por qué no te he llamado?». «¿Tenía pensamiento dellamarla?». «¡Gilipollas, di que no!». Y otra vez ella volvió a levantaruna de sus manos para acercarlas de nuevo a Kaden. Pero eso yo noiba a permitirlo, ya no podía callarme más. Di un paso hacia adelante,decidida, y abracé su muñeca con mi mano para, a continuación y

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fuera de mí, amenazarle.

—No vuelvas a trocarle con tus asquerosas zarpas o juro que norespondo. ¡Lárgate ahora!

—Eso lo tendrá que decidir él —dijo ella, con la mirada desafiante,elevando la barbilla.

Las dos nos giramos hacia Kaden. Yo le lancé una mirada, que si estasmatasen él ya estaría muerto y enterrado a diez kilómetros bajo tierra.

—Ya la has escuchado, Ágata. ¡Lárgate! —contestó Kaden mientrasagarraba mi mano con suavidad para que le soltara la muñeca.

Ella aguantó con toda la dignidad que pudo y yo le sonreí, victoriosa,repitiendo el mismo gesto que ella había esgrimido contra mí escasosminutos anteriores.

—Llámame. —Fue lo último que dijo antes de darse la vuelta concara de pocos amigos. Creo que incluso le salía humo por las orejas.«¡Arpía!».

—Vaya, vaya, vaya... —Una voz a mis espaldas me hizo tensar; la vozdel misterioso, el segundo traidor, entró por mis tímpanos e hizo ecoen mi cerebro. Durante un momento creí estar detrás de aquella puertaentreabierta, recordando la conversación. Mis músculos se volvieronrígidos y miré a Kaden con los ojos muy abiertos, muerta de miedo. Élme observó, leyó mi mente y miró por encima de mi hombro haciadonde este se hallaba, que siguió hablando sin percatarse de nada.

—Romano envuelto en líos de faldas... Interesante. —Yo no me movíni un milímetro, así que no podía verle el rostro.

—Ya sabes... mujeres —argumentó Kaden, haciéndose el interesante.

—¿Nueva prostituta? —dijo la voz del misterioso, que con pasosgélidos acabó poniéndose enfrente para mirarme de arriba abajo. Eradelgado y alto, pómulos sobresalientes y nariz con un puente largo. Su

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cara tenía forma de pitillo, con barbilla fina y ojos saltones, e ibaexcesivamente engominado y repeinado hacia un lado.

«¡No soy ninguna prostituta!», chillé para mis adentros. Peropermanecí callada, por miedo, esperando que Kaden le cerrara la boca.

—Sí —mintió Kaden, sonriente—. Guapa, ¿verdad? —Me alzó lamano que todavía sostenía y me hizo girar en redondo, como el quemostraba un coche o moto nueva ante sus colegas. «¿Qué?». Me sentídesnuda y decepcionada. Me entraron unas ganas tremendas de darleuna patada en medio de las ingles y me lo imaginé volando a unavelocidad de vértigo hasta el firmamento, desapareciendo con undestello. «¡Capullo!».

—Pues sí, una puta muy guapa —declaró este, devorándome con losojos—. ¿Qué precio tienes, bonita?

—¡Demasiado cara para cualquiera de vosotros! —rugí furiosa,cabreada, enojada, irritada y todos los sinónimos que significanenfado. Más que miedosa me sentía engañada y desilusionada conKaden, así que me giré y me fui en busca de la salida. Me deslicéentre la gente, chocando y apartando a todo el que se interponía en micamino, sin mirar a atrás. ¡Me importaba una mierda si él se quedaba!Aguanté las lágrimas; no quería llorar, estaba cansada de tanto llanto.Durante toda mi vida, un ochenta por ciento de ella me había dedicadoa llorar. Estaba harta de secarme las lágrimas, de sufrir y de lashumillaciones por parte de las personas que pululaban a mi alrededor.

En dos zancadas ya estaba a las afueras de la mansión, en unacarretera rodeada de bosque, sin luz alguna, aparte de la que emanabala luna. El barbullo se había alejado y el silencio y los sonidos dealgún grillo era lo único que se escuchaba, además del refrescanteviento, casi frío, de la noche.

Pegando casi zapatazos a cada paso, inmersa en mi frustración yenfado, ciega, con la mirada al frente, sin saber ni pensar adónde medirigía, con los labios apretados, los ojos entrecerrados y los puñoscerrados con fuerza en la tela de la falda de mi vestido, me giré para

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mirar hacia atrás, pero Kaden no aparecía. Eso me enfadó aún más.

El chirriar de las ruedas de un coche que frenó en seco, justo a milado, me hizo asustar y dar un salto hacia el arcén.

—¡Sube al coche! —chilló Kaden, furioso, con el ceñocompletamente arrugado.

«¡Soy yo la que debo estas enfadada, no tú!», pero me callé y loignoré, siguiendo mi camino, a saber hacia dónde, porque no tenía niidea de dónde estaba. «A algún sitio irá esta carretera oscura».

—¡No pienso subir! —repliqué sin girar la mirada.

—¡Su-be! —chilló, mucho más enfado que antes. Pero no le temía.

—¡Tu madre! ¡Se va a subir tu madre! —me encaré a él, aunque acausa del enfado tenía los ojos cerrados con fuerza. Retomé micamino y escuché que él soltaba el aire con fuerza por sus fosasnasales.

—Muy bien, como desees —espetó con rabia. El coche se puso enmarcha, chirriando ruedas, a gran velocidad removiendo el aire y conél mi melena.

—¡Que te den! —chillé a las luces traseras del coche, que ya casi noestaban en mi campo de visión.

Continué caminando siguiendo la carretera. Varios minutos después elcamino se convirtió en una pesadilla, el aire refrescante se convirtióen un frío interno y ya ni los grillos se escuchaban. El crujido de unarama me hizo pegar un brinco, miré hacia los lados pero apenas podíaver. De nuevo otra rama, esta más próxima, volvió a crujir. Sentí unescalofrío en la espalda y me subí el bajo de la falda para salircorriendo carretera abajo, con zapatos de vértigo incluidos, y unmiedo espantoso.

La carretera parecía no tener fin. Seguía corriendo con pasos largos,

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sintiendo la asfixia y tuve que parar, apoyando las palmas de lasmanos en las rodillas, para intentar controlar el aire. Levanté la vista ydi gracias a Dios y a todos los dioses y mitos importantes de todas lasreligiones y mitologías, cuando vi el coche de Kaden unos metros másadelante. Este puso la marcha atrás hasta quedar a mi lado y abrió conun impulso la puerta del copiloto.

—Sube —dijo ahora más calmado, pero con la mirada seria y fría.

Levanté mi barbilla con toda la dignidad que pude. Carraspeé y, rígidacomo un palo, me senté en el asiento, cerrando con un portazo.

Me mantuve en silencio, furiosa, y él también. Yo con motivo, él no.Como hacía siempre que me enfadaba, me coloqué mirando hacia laventanilla de mi derecha, ignorándolo por completo. No pensabamirarlo, pues no quería que me embrujara con sus encantos o acabaríaolvidándome del motivo de mi enfado. ¡Y eso, no!

Escuché una maldición en italiano que profirió Kaden entre dientes, ehice caso omiso. Solo una frase se hizo eco en mi mente, creándomemás furia: «Nadie te toserá encima…». «¡Solo si tú no quieres!»,argumenté en mis pensamientos. El trayecto, del que en otrasocasiones casi ni me enteré, se me hizo eterno. No veía el momento dellegar. De vez en cuando sentía la mirada de Kaden sobre mí y elalivio me inundaba en el momento en que quitaba sus ojos de mi nuca.

Finalmente el coche se detuvo frente a la casa de Kaden, casi gritéaleluya. Tan rápido como pude abrí la puerta y di dos pasos hacia lacasa de él, pero después lo pensé mejor, rote sobre mis pies y anduveen dirección contraria, hacia mi casa. Me daba igual pasar la nochesola, en el desván o en el mismo infierno.

No pensaba girarme; seguiría hacia mi destino, cerraría la puerta trasde mí y primero paz y después gloria, concluí en mis pensamientos.No sé si para concienciarme y no cambiar de opinión.

—¿Adónde vas? —Hice como que no le escuchaba y seguícaminando, con las ideas y el rumbo tan firmes como claros.

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Kaden aligeró el paso y me agarró de un brazo. Yo me deshice de susmanos con un movimiento brusco y rápido. Me giré.

—¡Déjame en paz! —le chillé sobre el rostro. Y acto seguido seguí micamino, dándole la espalda.

—¡Y una mierda! —gritó Kaden, agarrándome desde atrás para, conun movimiento rápido, agacharse y alzarme sobre uno de sushombros.

—¡Déjame en el suelo! —vociferé fuera de mí—. ¡Socorro! —volví achillar—. ¡Ay! —Sentí un azote en el culo que me picó.

—¡No chilles! —dijo con los dientes apretados. Entonces comencé apegarle manotazos en la espalda y, en su defensa, levantó mis piernashaciendo que quedase más bocabajo, hasta que mi boca quedó acentímetros de sus nalgas. Apreté los dientes y le mordí.

—¡Serás bruja! —dijo, mientras movía el culo para deshacerse de miagarre. Me propinó otro manotazo en las nalgas, este con más fuerzaque la vez anterior.

—¡Au! —exclamé, pasando mi mano por la zona dolorida.

—Au, dicen los perros.

—Y los lobos —contesté furiosa.

—No te pongas tonta o te daré otro.

Apreté los labios para callarme, pero cerré un puño y le di en la zonalumbar antes de rendirme. Luego me dejé caer como un peso muerto,mientras mi cabeza se meneaba al vaivén de sus andares. No parecíaarrastrar sus pies a causa de mi peso, sino que andaba como el quellevara un saco de patatas de pocos kilos encima.

Una vez que cerró la puerta de su casa con una patada, me dejó en elsuelo y se colocó justo enfrente de la puerta, impidiendo y haciendofracasar mi plan de huida. Me quedé observándole con los labios

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apretados hasta que se convirtieron en una línea, con la furiacorriendo salvaje en mi interior.

—Eres igual que una niña pequeña —dijo, cruzándose de brazos almismo tiempo que recostaba la espalda contra la puerta de salida.

—¿Yo? —chillé, señalándome con los dos dedos índices.

—¡Sí, tú!—afirmó, ahora enfadado, con el ceño ligeramente arrugado.

—¿Cómo debería comportarme, Kaden? ¿Cómo se comporta tuprostituta en momentos como estos? —La imagen de la del vestido-cinturón golpeó mi mente como un mazazo. El abrió su boca parainterrumpirme—. ¡Shh! —le ordené callar, colocando mi dedo índiceen vertical sobre mis labios—. ¿Sabes qué pasa? —proseguí, en untono llano y calmado—. Hoy he desnudado mi alma. Me he deshechode vergüenzas, de miedos y de orgullos y te he dicho que te amaba…—Esbocé una sonrisa amarga y continué—. ¡Tú quizá no lo hayasvalorado porque no sabes lo que significa desnudar tu alma sin miedoa que te la vuelvan a patear! ¡Si supieras el desengaño que me hellevado cuando me has tratado como a tu fulana! —dije con un grito,tan fuerte que sentí que me arañaba la garganta—. Estoy harta de quelas personas que tengo a mi alrededor se burlen, me ridiculicen y semofen de mí. Que no sean capaces de mirar dentro de mi piel yentiendan que dentro hay un... corazón que late.

Por más que intenté aguantar las lágrimas, por mucho que no queríallorar, mi furia, revuelta con mi rabia y el fuerte dolor, hicieronestallar un llanto devastador. Kaden seguía en la misma posición, conel rostro petrificado y guardando el silencio que le ordené. Me sentíatan perdida, tan dolida, tan mal...

Di media vuelta y subí con rapidez las escaleras hacia el piso superior,entré en el cuarto de baño, cerré con un portazo, me quité los zapatosy, sollozando, me senté en la taza del inodoro. Me hice un gurruño yme abracé las piernas, apoyando la frente en las rodillas. En cuantocogí la posición, me dejé llevar, dando rienda suelta a mi llanto y conél a mi pena.

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Me preguntaba si vivir era un premio o un castigo por algo que hicemal en alguna vida anterior, porque mi vida era un castigo; un cruelcastigo, un sufrimiento constante que de vez en cuando daba tregua,pero solo para golpearme después donde más me dolía. Comenzandopor la muerte de mi madre, siguiendo con la de mi padre ycontinuando con todo el mundo que se acercaba a mi alrededor,siempre haciéndome daño... Con el corazón encogido, mi llantoprosiguió haciéndome hipar.

—Estoy harta —musité—. Estoy cansada.

Sentí unos brazos en torno a mis piernas y un beso cálido en la pieldesnuda de una de ellas, junto a unas palabras de Kaden que no lleguéa escuchar por su bajo tono y mi llanto desesperado. Luego él apoyó lafrente en el empeine de mis pies.

—Estoy cansada —volví a repetir, sin hacer caso a la presencia de él—. No puedo más —dije mientras me mecía hacia delante y atrás.

El seguía musitando, pero yo no le prestaba atención... En el infiernode mi mente había demasiado fuego para poder abandonar el llanto ymis amargos pensamientos.

—¡Gelina! —rugió. Un grito devastador que parecía provenir de unleón. Eso hizo que me quedara quieta y en silencio—. No vuelvas adecir eso, no vuelvas a decirlo... —dijo, torturándose, abrazado confuerza a mis piernas—. Te juro que si he hecho algo que te haofendido, es... —Volvió a rugir con impotencia y continuó—. Nopuedo contártelo… Por favor, Gelina, no me hagas contártelo. Porfavor… —suplicó con amargura.

Me sequé las lágrimas y pude ver que estaba arrodillado en el suelo,aferrado a mis piernas, completamente derrotado.

—No eres mi fulana. Tú nunca serás mi fulana…

—No, porque ya tienes una. —Sentí arder nuevamente mi garganta.

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—¡No, no, no! —chilló sin levantar su rostro, que aún se escondía enmis pies. —No puedo explicártelo. Tienes que confiar en mí, solo tepido que confíes en mí un poco más —terminó con la voz rota.

Sentí humedad en mis pies y sus largas y espesas pestañas mojadas.Algo se me hizo añicos en el alma cuando me percaté de que estaballorando, algo que me hizo olvidar la rabia, la furia y el orgullo. Yopodría llorar durante toda mi vida sin la necesidad del consuelo, perojamás dejaría que Kaden llorara y no tuviera mi comprensión. Jamásde los jamases. Nunca.

Bajé los pies al suelo. Él se retiró unos centímetros y dejó caer losbrazos, lacios, encima de su regazo. Se quedó con la cabeza agachada,observando el suelo. Me arrodillé ante él, aproximé mi cuerpo hacia elsuyo lo más cerca que pude y le rodeé la nuca con mis brazos.

—Confío en ti, pero necesito saber algo para poder comprender tucomportamiento. —Él suspiró y rodeó mi cintura con sus brazos.

—¿Qué es lo que quieres saber? —pero seguía con la miradaagachada.

—¿Qué nos jugamos?

—Tu vida y la mía —musitó al mismo tiempo que sus ojoscapturaban los míos, enrojecidos por las lágrimas.

Besé sus labios y los sellé con los míos. Él no los abrió, simplementelos apretó un poco más. Luego se puso de pie, levantándome con él,solo lo justo para que mis pies no arrastraran. Me llevó a lahabitación, bajó la cremallera de mi vestido y, con calma, medesvistió por completo. Abrió la cama y me dejó sobre el colchón.Luego arropó mi cuerpo desnudo con las sábanas y me besó, antes dedesnudarse a sí mismo. Más tarde, cuando se desprendió de toda suropa, se tumbó en la cama y se pegó a mí, haciéndome sentir el calorque emanaba; casi diría que ardía. Paseó los dedos sobre toda mifigura con un cosquilleo, erizándome la piel en su camino.

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—Kaden...

—Shh —me interrumpió—. Descansa.

Aquel cosquilleo me fue adormeciendo.

Capítulo 13

La realidad duele

Estaba subida en la cama, con un micrófono de oreja que acababan deregalarme por mi sexto cumpleaños, con la canción de Britney Spears,One more time, retumbando a todo volumen en la habitación.

Tenía una tremenda imaginación, ya lo decía mi padre, pues en vez dever una cama, veía un escenario con grandes y potentes focosalumbrando mi cara. En la realidad en frente había una pared rosapalo, pero en mi imaginación, una multitud de fans enloquecidospedían una última canción mientras me aplaudían y me alababancomo la reina del pop.

Yo movía mis caderas simulando ser Britney Spears, mientras cantabadesafinando de manera espantosa, lo que gracias al volumen de lamúsica no estropeaba mis fantasías.

—Hit me baby one more time! —finalicé la canción, clavando unrodilla en el colchón, alzando los brazos en uve y la mirada haciaarriba. Cada vez lo hacía mejor, me alagué.

Sentí una risilla que esfumó de un soplo el concierto con todas lasentradas vendidas, para dar paso a mi habitación y a esa sin graciapared rosa palo...

—¡Hola papá! —sonreí cuando lo vi apoyado contra el marco de lapuerta con los brazos cruzados, ¡riéndose de mí! Le saqué la lengua.

—Se te da bien esto... —dijo mientras reprimía una carcajada.

—Sí, la verdad es que quería comentártelo hace tiempo... ¡Ya sé lo

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que quiero ser de mayor!

—No me lo digas... ¡Una estrella del pop!

—Sí, papá. ¿Cómo lo has sabido? —dije abriendo mucho los ojos, conuna exagerada expresión de sorpresa.

—Telepatía —aclaró al mismo tiempo que se sentaba a mi lado—. Megustaría comentarte algo —cambió de tema—. Verás... —Hizo unapausa y peinó mi melena con sus dedos—. Me ha comentado unpajarito...

—Papá, los pajaritos no hablan... —le interrumpí.

—Este sí —me cortó—. Me ha comentado que te enfadaste con Andrea—. Fue directo al grano. Me crucé de brazos y elevé mi barbilla.

—Sí —dije en un tono enfadado.

—Tiene que ser muy divertido jugar con el orgullo a la hora delrecreo...

—No... —suspiré, apenada, dejando caer la mirada y con los brazosflácidos hacia abajo.

—¿Vas a dejar que el orgullo os aburra y os separe definitivamente?—preguntó mientras retiraba un mechón de pelo pegado por el sudora mi frente.

—Pero es que ella... —comencé a explicarle. Él volvió a cortarme.

—Pero es que ella es Andrea, tu mejor amiga. Todo el mundocometemos errores, nadie se salva de equivocarse en esta vida. ¿Si túcometieras un error, te gustaría que Andrea te perdonara?

—Sí, papá —dije en un siseo.

—El dolor y el orgullo van juntos. Si te desprendes del orgullo, tedesprendes del dolor. Ahora, si te quedas con el orgullo, te quedas

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también con el dolor. No olvides eso, hija.

—No lo olvidaré.

—Quiero que le llames ahora y que la invites a casa a dormir estanoche —insistió, ofreciéndome el teléfono. —Compraré pizzas.

Sonreí feliz. Tenía ganas de jugar con Andrea, la había echado muchode menos y sentía celos de Sofía, de quien últimamente se habíaconvertido en inseparable...

Cuando papá estaba a punto de cruzar el lumbral, le comenté:

—Gracias, papá. Siempre me haces feliz.

—Y tú a mí, hija. Y tú a mí...

Me desperté con las piernas enredadas a las de Kaden. Aturdida por elsueño, levanté la vista y pude ver que el despertador digital marcabalas tres y media de la madrugada. Volví a tumbarme y posé la mejillaen el pecho de él, suspiré. La mano de Kaden acarició mi muslo.

—¿Qué pasa Cenicienta?—preguntó con la voz ronca, medio dormido.

—Nada, un sueño... —susurré.

—¿Una pesadilla? —preguntó.

—No.

—¿Un recuerdo?

—Sí. —Escuché cómo un suspiro escapaba de sus labios.

—¿Te encuentras bien? —Asentí con la cabeza—. Siento lo que hapasado hoy —continuó hablando.

—Lo hemos arreglado, ya da igual —le informé.

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Se giró, colocándose sobre un costado, situando su mirada frente a lamía. Sujetó mi pierna y la colocó encima de su cadera. Luego tomó mitrasero, atrayéndolo hacia él, penetrándome en el movimiento y besómis labios para beberse mi gemido.

Se colocó encima sin salirse de mí y, con movimientos lentos, tanlentos que dolían, comenzó a menear sus caderas, hacia delante yhacia atrás, con un ritmo marcado; sin aceleraciones, con pausa,tortuosos... demasiado.

—Te quiero —gruñó en mi oído—. Mírame.

Quería mirarlo, juro que quería observarle a los ojos, pero si lo hacíaderramaría por todo los poros de mi piel el sudor provocado por unorgasmo.

—Mírame a los ojos. —Y acto seguido volvió a gruñir de placer.

Obedecí, y en un intento por dominar las sensaciones placenteras queamenazaban con llevarme a la cima de la locura, del gusto que sentía,mordí mi labio inferior. Pude ver entonces el esfuerzo que estabahaciendo, al igual que yo, para dominar el placer y alargarlo un pocomás. Bendita locura... «Contigo, pero no sin ti», fue lo que dijo antesde empezar a embestir con movimientos más rápidos y un poco másfuertes.

Toda la concentración se cayó por la borda, adiós resistencia, y elplacer recorrió el interior de mi cuerpo haciéndome alcanzar unos delos mejores orgasmos logrados hasta ahora. Los dos, al unísono, nosdejemos caer para elevarnos hasta las mismísimas estrellas, sintiendomis últimos espasmos y cómo los músculos internos de mi vagina secontraían alrededor de su pene.

Lo amaba... Fue el último pensamiento antes de que llegara lainconsciencia de un profundo sueño...

Catorce días antes...

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Era un día lluvioso y frío. Estaba en el centro de Londres, a punto deentrar en un sótano clandestino, donde Arco Rojo me había citadopocas horas antes, cuando lo llamé. Era un hombre bastante extraño,parecía huir de algo y realmente me mosqueaba no disponer de latranquilidad de conocer toda la información para poder tener todobajo control. Había decidido ir solo, no necesitaba a Ángelus paracerrar tratos. Llamé con los nudillos en la vieja madera de la puerta.Casi no me dio tiempo de terminar de repicar cuando se abrió.

—Pase —dijo este, retirándose hacia un lado para abrirme el camino.

Una habitación de no más de diez metros cuadrados, una camaindividual en un lateral y una mesa redonda con dos sillas eran loúnico que se vislumbraba bajo aquella luz amarillenta. Arco Rojo sesentó en una de las sillas y me ofreció la otra, arrastrándola con unpie. Acepté su ofrecimiento y me senté.

—¿Se ha pensado bien la decisión?

—Creí haberlo dejado claro con la llamada —contesté, recostándomeen el respaldo de la silla y cruzando las piernas a lo macho—. Pero...—proseguí—, siempre y cuando cumpla su palabra y me de toda lainformación que yo considere necesaria —le aclare.

—Si usted se compromete, yo le informaré de todos los datos queprecise.

—Muy bien, tiene mi palabra. —Me encogí de hombros—.Comencemos entonces... ¿Qué tiene que ver esta chica… —Metí lamano en el bolsillo inferior de mi chaqueta y saqué la foto que habíaestado observando toda la noche y que mis ojos habían grabado ytatuado en mi mente— …con todo esto? —finalicé, dejándola sobre lamesa.

—Gelina Wells es muy importante para mí. —Negué, chasqueandocon la lengua.

—No es suficiente... —repliqué.

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No era suficiente, quería saber más: ¿Por qué debía salir del país?¿Quién era él para ella? Y, ¿por qué estaba ella en esta mierda?

—Antiguamente yo era el cabecilla de mi clan, uno de los mejoresmafiosos. Poseía información de alta importancia; información que yome gané, puesto que tenía los mejores contactos, y de genteimportante. —Dejó unos segundos de silencio y prosiguió—.Digamos... que creé mi trampa. Todo estaba bajo control, hasta queuno de los míos me traicionó.

No sabía adónde quería llegar... Mi pregunta era sobre la chica y nosobre su vida pasada...

—¿Que tiene que ver ella en todo eso? —pregunté en un tono másenfadado por mi falta de paciencia.

—O se lo explico todo o no entenderá una puta mierda.

—Pues continúe. Y abrevie, a poder ser —exigí entre dientes. ArcoRojo no parecía tener miedo a nada...

—La traición me costó cara. Enseguida se levantaron varios frentes,algunos conocidos y otros no, pero todos dispuestos a matar porobtener la dichosa lista. Demasiados… No podía enfrentarme contodos, incluido mi propio clan. Y no podía fiarme de nadie. La únicasolución que encontré fue aliarme con unos de los clanes más grandesde aquellos entonces: el clan Coheski.

¿Qué coño me estaba contando aquel hombre? Pero callé y seguíescuchando.

—Así pues, en el año mil novecientos noventa y nueve tuve que fingirmi muerte. Yo soy Edien Wells, el padre de Gelina Wells.

Vaya sorpresa... Así que él era el padre del pastelito...

—¿Qué trato hizo con el clan Coheski? —Aunque más o menos podíaimaginármelo...

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—Que la mantuvieran a salvo hasta que yo pudiera volver. Puse unmargen de tiempo de dieciséis años, con la intención de volver abuscarla en cuanto todo se hubiese calmado y, a cambio, les ofrecí lalista y una importante suma de dinero; exactamente lo mismo que austed. Ese era el plan, hasta que hace unos días todo se vino abajo...Temo por si han descubierto algo sobre mi nueva vida y quieranchantajearme con mi hija, aparte de temer por su integridad física. Sile pasara algo no me lo perdonaría jamás.

Mmm... Me removí entre las sábanas. Sentí un cosquilleo que medibujaba la columna vertebral, renegué y me volví a retorcer,acurrucándome un poco más.

—Gelina —escuché la voz de Kaden. Abrí rápidamente los ojos conuna sonrisa dibujada en los labios. Me llevé una sorpresa cuando alabrirlos lo vi sentado sobre el colchón, a mi lado, recién duchado, conel pelo aún húmedo y vestido con pantalones negros de pinzas y unacamisa blanca arremangada por debajo de los codos, que se ajustaba asus anchos hombros, fuertes brazos, pecho y abdomen... Era tan...Tan... ¿él?

—Si quieres que desayunemos juntos deberías levantarte —dijo almismo tiempo que se ponía en pie—. Tengo media hora antes demarcharme.

Me levanté automáticamente, me lié la sabana alrededor del pecho ytiré con todas mis fuerzas hasta arrancarla del colchón. Luego meretiré el pelo alborotado de la cara y le dirigí una mirada—. Me voy aduchar —le informé. Él posó sus manos en la cadera, con un gesto deinterrogación en la cara.

—¿Qué te pasa con tu cuerpo?

—¿A mí? Nada. —Me encogí de hombros.

—Pues a ver si te quitas esa manía de ocultarlo a toda costa. No creoque me enseñes nada nuevo a estas alturas... —dijo, recalcando lapalabra manía, y un poco mandón también... Se giró y cruzó el marco

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de la puerta—. Te espero abajo, quiero presentarte a alguien —escuché que decía una vez a fuera de la habitación.

Esa mañana estaba de lo más sorprendente... ¿Me presentaría aÁngelus?

Me duché todo lo rápido que pude, me vestí con los tejanos del díaanterior y una camiseta básica de color blanco que había recogido eldía anterior, cuando Kaden me acercó a casa en busca del vestido. Mecepillé el pelo y lo meneé con la mano, para que cogiera un poco devolumen y no se me quedara aplastado en el contorno de la cara. Mecoloqué las bailarinas y bajé.

Mis ojos se abrieron como platos cuando, una vez dentro de la cocina,se toparon con el rostro del chico de la mansión; aquel que se llevó aKaden en la primera visita y el mismo que nos acompañó la nocheanterior. Mi cuerpo se tensó, se puso rígido. ¿Qué hacía ese chico allí?Un punto de miedo brotó en mi interior. Kaden se acercó y colocó unamano al final de mi espalda.

—Te presento a mi amigo Ángelus. —Noté cómo la cara se medescuadraba por la sorpresa. ¿Ese era Ángelus? Y disimulé, forzandouna sonrisa al mismo tiempo que tendía la mano para estrechársela.

—Encantada de conocerle —dije, intentando disimular por todos losmedios mi sorpresa—. Yo... —«¿Quién era yo para él? ¿Era Gelina, ouna chica de alquiler para los momentos fogosos de Kaden?»—. Yo...Verás… —Carraspeé y tragué saliva—. Yo soy... —Una famosa fraseretumbó en mi mente: «Sin bajarte las bragas no puedes hacernada...»—. Yo soy la que me bajo las bragas por dinero.

Noté como Ángelus se tensaba y abría los ojos, perplejo, lanzando unamirada a Kaden y vi como este hacía un esfuerzo infrahumano para noreírse a carcajada limpia. Aunque ya lo estaba haciendo de modoinsonoro, pues me percaté de los leves saltitos que daban sushombros. Sentí mis mejillas ruborizarse hasta el rojo vivo, emanandocalor, y los ojos me escocieron. ¡Me quería morir!

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—Verás... —Soltó un suspiro para no romper a reír—. Gelina,cariño... Él es de confianza —me informó Kaden, desgraciadamentetarde... Aguanté el tipo todo lo mejor que las circunstancias permitían.No me consideraba una persona agresiva, jamás la haría servir a noser por modus vivendi, pero justo en aquel instante las ganas de darleun coscorrón eran inconmensurables.

—Gelina Wells —volví a dirigirme hacia Ángelus, y de nuevo estiréel brazo para estrechar su mano.

—Encantado. —Él esbozó una media sonrisa, era serio, distante yfrío. Me recordó al Kaden del principio, cuando le conocí; intimidabapero no aterraba, o por lo menos no tanto como Mendax. Había algoen Ángelus que transmitía confianza... Quizá porque jugaba con laventaja de saber cosas de él.

—Tampoco te pases —me dijo Kaden en un tono más serio—. Si lapersona no es de confianza, evita decir tu apellido. —«¿En quéquedamos? ¿Es, o no es de confianza?», pensé irritada. Era un hombremareante...

—Vale, señor. —Y acto seguido dejé escapar un suspiro deresignación. Yo podía decir tranquilamente mi apellido, a mi no merodeaban tantos secretos como a él.

—Déjate de tonterías y desayuna. —Más que una orden sonó aamenaza.

La noche anterior Kaden me dijo que me quería, pero esa mañana...Esa mañana estaba desayunando con el lobo.

Encima de la mesa blanca de la cocina había una variada gama dealimentos, zumo de naranja, leche, café, té, bollos, tostadas, galletas ycereales... Era lo más parecido a un bufet de hotel. La verdad es queyo no solía desayunar, era costumbre... supongo. Cogí un vaso y vertíen su interior un poco de zumo antes de dar un trago.

—¿Solo vas a desayunar eso? —preguntó, observando el vaso que

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tenía entre mis manos.

—Sí —respondí, desafiante.

—Muy bien. —Se retiró hacia atrás, arrastrando la silla con él hastasepararse medio metro de la mesa, y se pegó unas palmaditas en suregazo animándome para que me sentara en él. «¡Estás loco!»—.Entonces seré tu padre.

Lo observé con los ojos empequeñecidos y, sin mirar hacia la mesa,estiré mi mano hasta alcanzar lo primero que toqué. Fue un bollo. Deun solo bocado metí tres cuartas partes en la boca y como pudecontesté.

—Era broma. —A continuación di un trago al zumo. Era eso... o meahogaba.

Mientras ellos hablaban del fútbol y del último resultado del Arsenal,lo que para uno era merecido y para el otro no tanto, yo me limitaba aterminar el desayuno que papá lobo me había ordenado.

Un nudo se me hizo en el estomago cuando recordé la llegada de laseñora Santo Polo y sus dos hijas... No quería volver a verlas nitenerlas cerca de nuevo. En realidad no quería volver a casa, ni aun noestando ellas. No quería porque yo deseaba quedarme con Kaden y ellobo. Deje escapar el aire con pesadez.

¿Gelina, sucede algo? —la pregunta de Kaden me alejó de mispensamientos. Me mordí el labio inferior y suspiré.

Ángelus se levantó de la mesa, estiró su brazo y agarró mi mano

—Ha sido un placer conocerla.

—Igualmente. —Batallé para sonreír.

—Te espero fuera, Kaden —le informó Ángelus, cogiendo la chaquetaque colgaba del respaldo de la silla. Él asintió.

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Cuando Ángelus desapareció por la puerta, él se aproximó arrastrandola silla y recogió un mechón de pelo que caía sobre mi frente paracolocarlo detrás de mi oreja. Ese era Kaden, lo reconocía.

—¿He hecho algo que te ha molestado?

—No —dije apenada.

—¿Tiene que ver conmigo? —negué con la cabeza. Él suspirórelajado—. Entonces, ¿qué sucede?

—Que no quiero volver. —La voz se me quebró y un pucheroincontrolable se dibujó en mis labios.

—Ellas no tienen ningún poder sobre ti. Esa casa de ahí enfrente estuya. —Señaló con el dedo, antes de girarlo hacia mi pecho—.Únicamente tuya y nadie tiene ningún derecho de acorralarte; ni en tucasa ni en tu vida. Aprende a marcar territorio, Gelina Wells.

—Es que... —Los ojos se me inundaron de lágrimas y un nudo, junto auna quemazón, se agarraron en mi garganta. Era casi asfixiante—. Nosé si podré. Noté cómo una primera lágrima comenzaba a recorrer mimejilla. Kaden acerco sus labios y la absorbió con un beso.

—Ayer defendiste muy bien tu terreno —susurró con los labiospegados a mi piel. Descendió un poco más abajo y besó el hueco demi cuello, creándome un escalofrío.

—Sí —musité—. Pero ayer estabas tú contigo.

—Siempre vas a estar conmigo. —Paró y volvió a besarme un pocomás arriba—. Contigo, pero no sin ti —me recordó en un siseo.

Me levanté sin pensármelo dos veces y me senté en su regazo.Momentos antes, cuando él me lo ordenó, le hubiese propinado unapalmadita en el hombro, pero ahora deseaba hacerlo.

—No me dejarás sola nunca ¿verdad? —le dije mientras atrapaba surostro con mis manos. Él negó con la cabeza—. Necesito que me lo

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digas—. Por un momento creí que se escabullía de mis ojos y eso measustó, pero después capturó de nuevo mi mirada y rompió el silencio.

—Nunca.

Besó mis labios con suavidad y dulzura y creí fundirme en sus brazos.Como en otra ocasión anterior, desee que ese instante no terminaranunca. Con un impulso agarró mis piernas por la parte del muslo y sepuso de pie.

—Si llego tarde al trabajo por tu culpa, esta noche no voy a verte… —Me dejó en el suelo y me propinó un manotazo en la nalga.

—¡Au! —me quejé, sonriente.

—Es que te las ganas a pulso. —Rodeó mi nuca con su brazo y nosdirigimos hacia la puerta.

Me deslumbró el sol, hacia un día de primavera; ni frío ni calor. Mecoloqué las Ray-ban y le sonreí.

—Por las gafas, la camiseta y mis pantalones deportivos ya podríadenunciarte —dijo sonriendo, al mismo tiempo que abría la puerta delAudi. Le saqué la lengua.

—Que tenga un buen día de trabajo, señor Di Stefano —me despedí.Él meneó su cabeza, dándome por un caso perdido, y entró en elcoche.

La miré a través del cristal del coche y me reí. ¿Cómo podía ser quecambiara su estado de ánimo tan rápido? Verla caminar era casi unespejismo, sus andares eran característicos y graciosos, daba pequeñossaltos en cada paso y recordé la primera vez que la observé; sus pasoseran cansados y arrastrados. Ella no parecía percatarse del cambio,pero Gelina Wells comenzó siendo una mujer de cincuenta añosatrapada en un cuerpo de veinte, mientras que ahora su cuerpo y suedad coincidían.

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—Tiene su encanto la chica... —interrumpió Ángelus mispensamientos. Me giré hacia él y lo vi observándola, casi tanalucinado como yo—. ¿Te has acostado con ella? —dirigió ahora sumirada hacia mí.

—Sí —contesté, fijando la mirada hacia el frente, poniendo en marchael coche.

Ángelus se quedó pensativo ante mi respuesta, guardó unos segundosde silencio y una vez que el coche se incorporó a la carretera, rompióel silencio.

—Tío, no sé qué estás haciendo, pero ándate con ojo. Esa chica esinocente y... —Paró una décimas de segundo poniendo en orden suspensamientos para volver a arrancar con su discurso-consejo—. Seenamorará. Más bien, creo que ya está enamorada de ti.

—Me lo confesó ayer —dije con cuidado.

—Joder, tío, ¡la estás cagando, Kaden! —chilló enfadado—. Estamosmetidos en el meollo de un puto trabajo que se complica por instantes.¿En qué coño estás pensando?

Supongo que para él era difícil entenderlo. Le comprendía, me costabahorrores hacerlo a mí mismo; lo que mi cuerpo experimentabaestando cerca de Gelina era algo que no podía descifrar y, a pesar delesfuerzo que empleara en intentar mantener las distancias, para nomezclar y enredar sentimientos de los que para nada me sentíaorgulloso, una fuerza mayor me impedía mantener las distancias. Micuerpo la reclamaba a gritos, todo mi ser la necesitaba. Cerré los ojosy los labios con fuerza para deshacerme de mis pensamientos;pensamientos que dejaban claro lo que sentía por ella.

—No puedo pensar con claridad cuando estoy con ella —contestéabatido, y resoplé con cansancio.

—Déjate de tonterías y mariconadas. —Le eché una mirada,fulminándolo, y faltó un pelo para encarame a él como un loco. —Si

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quieres más, tienes a Ágata. Ella es la única que puede darte más sincomplicaciones en ningún ámbito. —Mostré una risa amarga.

Ágata... Ágata me saciaba el hambre, pero no me alimentaba el alma.No era una prostituta, era la hija de mi compañero Jim, aunque mirelación con ella era igual pero sin dinero por medio; satisfacción yadiós.

—Ágata solo puede darme sexo —le corregí.

—Está enamorada de ti, me lo confesó. Si le pides algo más serio, telo dará. Incluso hijos, si quieres jugar a la familia feliz.

Sus consejos me estaban hinchando los huevos de mala manera y mipaciencia rondaba en un círculo muy reducido.

—Mira, colega, no me jodas. Quédate tú con ella. ¡Y guárdate tusputos consejos! —le espeté, enfadado.

Estaba cabreado porque en el fondo sabía que Ángelus tenía razón yuna pequeña parte de mí deseaba que todo volviera a la normalidad, acómo era unas semanas antes. Yo no podía quedarme con Gelina, nopodía ofrecerle nada… Yo era un mafioso, un hombre que teníatrapicheos constantes, rodeado de gente peligrosa para ella, e inclusopara mí. Ella merecía un hombre sin mierda, limpio, que le diese unavida feliz y cachorrillos.

Imaginarme esa escena con otra persona que no fuese yo me enfureciómás.

Capítulo 14

El sabor de la libertad

Hacía un magnifico día, el sol penetraba por mis poros y casi podíadecir que sentía la vitamina C entrar por ellos. La libertad sabía bien.Disponer de ti misma, de cuándo entrar y cuándo salir, era un placerinexplicable. Aunque supongo que solo para mi, y para la persona que

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se haya visto alguna vez en situaciones parecidas a las mías. Hacefalta añorar para apreciar.

Estaba tumbada sobre el césped verde de un parque, mirando al cieloy observando cómo las nubes se movían, lo que me provocó unapequeña sensación de mareo, pero lo solucioné cerrando un ojo. Penséque aquellos tres días con Kaden habían revivido a aquella inocenteniña risueña que tanto añoraba... La había estado buscando durantemucho tiempo, pero no fui capaz de encontrarla, y una persona queapenas me conocía la encontró escondida en algún rincón de miinterior, donde los fantasmas y los monstruos del presente la habíanarrinconado. Tenía la sensación de sentirme completa; sentirmesimplemente yo.

Aunque comenzaba a ver claros de luz en el oscuro presente, todavíahabía manchas negras; la señora Santo Polo todavía me lo nublaba yhacía sombra. Pero no era una desagradecida, con aquellos claros yaera feliz.

Enfrentarme a ella y sus hijas, era algo que me preocupaba, aunque nopor el miedo, gracias a Mendax ya no les temía, sino por no sabermanejar la situación. Me consideraba una chica calmada y esta calma,de algún modo, me pedía que me comportara como ellas. Pero si aellas las odiaba por ser cómo eran, ¿me odiaría también a mí mismapor un comportamiento parecido?

Después de pasarme hora y media contemplando las nubes y tomandoel sol, me levanté, sacudí mis manos y, dando un último respiro deaire fresco, me dispuse a seguir con los planes que programé en mimente para esa jornada.

Estaba enfrente de la casa cuya dirección Melan había escrito en unpapel. Era una casa acogedora a simple vista; fachada blanca con unpequeño porche y la típica mecedora, unos tiestos en forma de cuencocolgaban del techo, de los que colgaban campanillas amarillas. Entréen el jardín y presioné el timbre, estaba nerviosa.

—Dios mío… —susurré al mismo tiempo que colocaba mi mano en la

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boca a causa de la sorpresa, cuando al abrirse la puerta vi a…¡Alexander! Era él, más mayor pero con la misma cara que cuando erapequeño.

—Gelina… —dijo en voz baja, arrastrando mi nombre, tansorprendido como yo—. ¡Gelina! —repitió, chillando y sonriendo.

Me abrazó con ímpetu y me volteó en círculos, mientras besaba confuerza mi mejilla. Y como en un viaje astral, pude viajar al pasado.

Estaba cansada de jugar a piratas. Tiré enfada mi parche del ojo y laespada. Bufé.

—Cambiemos de juego ya —recriminé a Alexander.

—¡Pero si estamos en medio de una batalla para conseguir el oro! —se enfadó.

—Llevamos ya cinco batallas. —Me crucé de brazos.

Alexander se dio por rendido con un soplido.

—De acuerdo... —dijo quitándose el pañuelo de la cabeza—. ¿A quéquieres que juguemos?

—A la princesa raptada.

—¿Otra vez? —se quejó.

—¡Oye! —le regañé—. Yo he batallado cinco veces en una sola tarde.

—Vale… —Siempre acababa haciéndome caso. Le sonreí,dirigiéndome al árbol del jardín.

Trepé hasta llegar a la segunda rama y, una vez allí, me puse alloriquear.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡La malvada Bruja de las Tinieblas me tieneatrapada en lo alto de la torre del castillo! —Puse una mano sobre

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mis ojos y fingí llorar. «Qué bien lo hacía», me animé.

Alexander cogió la espada y chilló.

—Tranquila, princesa, yo te salvaré. —Trepó por la derecha.

—No, por ahí no —le informé—. La bruja ha cerrado esa puerta—.Volví a lloriquear, metida en el papel de princesa sufridora.

Bajó nuevamente y trepó por la izquierda.

—Esa puerta también está cerrada. —Volví a fingir el llanto,cerrando con fuerza los ojos.

—Vamos a ver, Gelina, ¿te rescato o te dejo ahí? —preguntóAlexander, con una mezcla de enfado y cansancio.

Abrí un ojo y aparqué mi papel.

—Alexander, se supone que salvarme es difícil. No es solo trepar...porque para eso podría salvarme yo sola. —Coloqué los brazos enjarras—. En las películas todo se complica hasta el final.

—Está bien. —Él puso los ojos en blanco.

Volví a cerrar mis ojos y me metí otra vez en el papel.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Sálvame, apuesto caballero, solo tú tienes elpoder! —Abrí un ojo y al no verlo abrí los dos—. ¿Alexander? —Noestaba—. ¡Alexander! —grité.

Observé todo el jardín y no vi ni rastro de él.

—No tiene gracia. —Volví a chillar.

Y de repente me sorprendió por la parte de atrás, justo a mi espalda.

—Ha sido difícil despistar a la bruja —me comentó—, pero ya estás asalvo, princesa. —Me reí y él se sentó en la rama—. ¿Sabes...? Quizá

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algún día tú seas una princesa y yo tu salvador.

Le miré los músculos enclenques del brazo y lo dudé... pero no se lodije.

—Quién sabe... —Me encogí de hombros.

Alexander, me apoyó en el suelo y se inclinó hacia atrás para mirarmemejor. Yo le sonreí.

—No has cambiado nada —le comenté.

—Tú tampoco. —Sin dejar de abrazarme se volvió hacia atrás y gritó—. ¡Mamá, mira quién ha venido!

—¿Quién, hijo? —preguntó Melan, asomándose a la puerta—.¡Gelina! —exclamó ella, al mismo tiempo que se iluminaban los ojos—. Has venido, hija...

—Sí —contesté, feliz.

En otro lugar de Londres.

Las cosas se complicaban por momentos, hoy era un día de perros.Primero el discurso-consejo de Ángelus... que me había puesto de malhumor a primera hora de la mañana, y después, desde ese momentotodo iba de mal en peor. Según las investigaciones que Ángelus pusoen marcha justo al instante en que Gelina reconoció la voz delmisterioso, Gael no parecía estar moviendo ninguna ficha. Y Mendaxtampoco...

Observé la pantalla del ordenador y me relajé al saber donde estabaGelina; todavía no estaba en casa. Le había colocado un GPS en elteléfono y, aunque cuando se lo puse no me sentí muy bien, ahoracreía que era la mejor idea que había tenido nunca...

—Gelina Wells, ¿qué estás haciendo conmigo? —dije al mismotiempo que me dejaba caer en la mesa del despacho, con la frentepegada sobre la madera de ella.

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Los tres días con ella habían cambiado todo... ¡Qué mierda! Todocambió en el mismo instante en que la vi el primer día. Me sentíafrustrado. Por un lado deseaba que se esfumara ese sentimiento loantes posible, y por otro me enrabiaba pensar en dejar de sentir. Eratodo tan confuso...

El teléfono comenzó a vibrar en el bolsillo de mi chaqueta y elnombre de Ángelus se iluminó en la pantalla.

—A la escucha. —Hinqué un codo en la mesa y posé el peso de lacabeza en la palma de la mano.

—Kaden, tenemos problemas... —Resoplé al escuchar eso. «¿Más?Qué asco de día...», pensé.

—¿Qué es lo que pasa?

—No sé por dónde comenzar... —replicó Ángelus, al otro lado de lalínea.

—Por donde quieras, tío, ¡pero escupe ya! —Me levanté y me apretéel puente de la nariz.

—Primero te diré que Mendax ha desaparecido. Ayer no estuvo en lamansión, cosa que me extrañó, así que hoy me he acercado a su casay, al ver que no contestaba al teléfono ni abría la puerta, entré en ellapor la fuerza. —Hizo una pausa y continuó—. Toda la casa estabadesbaratada, peinada y rebuscada hasta el último cajón.

—¿Tenías conocimiento de que tuviera problemas con alguien?¿Algún ajuste de cuentas?

—Si los tenía, yo no estaba enterado —aclaró.

—¿Crees que está muerto?

—Tal y como he visto la casa, diría que sí. Incluso sospecho que se lollevaron desde allí. Había rastro de sangre.

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—Uno menos —musité—. Siguiente problema —le animé acontinuar.

—Bueno... Este es un poco más gordo. Alguien se ha chivado a laPolicía de que Gelina Wells estuvo en la mansión.

¡¿Qué?! ¡Cómo podía ser? Nadie sabía su identidad. ¡Joder! Megolpeé con el puño cerrado en la cabeza. Alguien sabía cómo sellamaba y, si eso era así, las posibilidades de saber quién era semultiplicaban... Y eso la ponía en peligro.

Melan me invitó a comer y accedí, primeramente porque me apetecíamás que nada en este mundo pasar un tiempo con ellos, y segundo;para esquivar todo lo posible a las hienas antes de encarame con ellas.Melan preparó lasaña de carne, esta buenísima, pero yo casi no teníahambre.

—Hija comes menos que cuando eras pequeña —me riñó—. Eso no essaludable. —Me encogí de hombros. «Costumbres son costumbres»,pensé.

Hablamos de todo. Melan me informó que sus dos hijos mayores, Dany Parker, ya estaban casados y tenían hijos. Que era abuela de dosnietos y una nieta.

—El único que me queda libre es Alexander... pero creo que no tienetalento para conquistar a una mujer. —Yo lancé una carcajada.

—¡Mamá! —le regañó—. Sí que tengo talento para conquistar, lo quesucede es que no quiero pareja —se defendió, un tanto avergonzadoante las palabras de su madre.

Después tomamos el café con unos dulces que Melan solía hacercuando trabajaba en casa. Cuando di el primer bocado casi me derritoal reconocer el sabor, era tan añorado...

—Melan hay una cosa que siempre te quise preguntar… —comencé adecir, limpiando con mi mano las migas de las galletas de mi regazo.

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—Dime, hija.

—¿Fuiste al entierro de mi padre? —Ella negó en silencio con lacabeza, apenada.

Recuerdo vagamente que a mí me impidieron asistir y esa era unaespina que tenía clavada, por no haber podido despedirme de mipadre. Yo me enteré de su enfermedad de la noche al día y casi nadieme informó de nada, simplemente me dijeron que sufría una extrañaenfermedad y que, por su propia voluntad, se había negado a recibirvisitas cuando esta comenzó a ser notable.

—¿Tú tampoco...?

—Por lo que me dijeron, él dejó por escrito que no quería quecelebraran su funeral, quería ser incinerado y en soledad. —Seencogió de hombros.

—Mi padre nunca se recuperó de la muerte de mi madre, ¿verdad?

—Parece ser que no, hija —respondió ella, con los ojos empañados delágrimas.

—A veces, a pesar de todo el dolor que he sufrido —comencé a decir—, me considero una persona con suerte por haber tenido los mejorespadres del mundo. —Le sonreí.

—Pues sí, hija, pues sí.

Di dos besos a Melan y otros dos a Alexander, para despedirme. Laverdad es que estuve muy a gusto con ellos, que me dieron laoportunidad de sentirme rodeada de familia. Y, de cierta manera, eranmi familia...

—¿Volverás? —me preguntó Melan con algo de pavor en el brillo desus ojos.

—Siempre que pueda.

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—Ven, te acompañaré a la puerta —me dijo Alexander, ofreciéndomeuna de sus manos. Yo se la estreché.

Una vez en la puerta, me giré y le besé en la mejilla. Apreté un pocomás su mano y la solté.

—Me alegro mucho de volver a verte —le informé, sonriente.

—Igualmente. —Me abrazó por la nuca, era muy alto. Me sacaba trescabezas.

—Sí que has comido sopas... —le comenté, empotrada en su pecho.

—Gelina, he planeado millones de formas de rescatarte. Casi una cadanoche... —Al escucharlo decir eso se me encogió el corazón—, perono he podido, todavía no he encontrado una...

—No es necesario. —Se me quebró la voz—. No te busques unproblema por mí.

—Mamá me ha dicho que hay alguien que te está ayudando.

—Sí —musité—. No te preocupes.

Me puse en marcha rumbo a la casa de las tinieblas. Andando, comoel que anda sin objetivo fijo, sin saber adónde querer dirigirse o, másbien, sin querer llegar, me di cuenta de que la felicidad se halla a unpaso de nosotros y que, según nuestro estado de ánimo, la alcanzamosa un metro o a miles de kilómetros de distancia. Degustar la felicidadera sabroso, dulce y fresco, acompañado de un tumulto de sensacionestan inexplicables como reconfortantes.

Me vino a la cabeza una famosa pregunta: «¿Qué fue primero, elhuevo o la gallina?» Jamás pude llegar a una respuesta satisfactoria,pues era ilógica; para haber un huevo se necesitaba una gallina yviceversa. Pues con la felicidad saqué la misma conclusión; ¿quéexistió primero, la felicidad o los momentos agradables? Porque nohay momentos agradables sin felicidad, ni felicidad sin momentos

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agradables. Y me percaté de que aquel paso de un metro o kilómetrosse da sin complicaciones, sin miedos, sin darte cuenta...

Eso fue justo lo que me hizo analizar, mis pasos. No quería llegarporque me asustaba la idea de que dicha felicidad se truncara una vezcruzara la puerta de la casa de las tinieblas y decidí que, bajo ningúnconcepto, dejaría que me la arrebataran aquellas hienas; mi felicidadme pertenecía y lucharía por ella. Echando la vista atrás me di cuentade que hasta entonces había vivido en un agujero negro, pero tambiénera consciente de que nunca luché por salir de aquella profundidadoscura.

Comenzó a sonar el teléfono, que estaba en el bolsillo de la partetrasera de mi pantalón vaquero. Miré y un número desconocidoiluminó la pantalla.

—¿Sí? —pregunté, confusa.

—Gelina… —La voz de Kaden me relajó—. ¿Me escuchas?

—Sí —repetí, ahora más relajada.

—Escúchame con atención. —Su voz era preocupada y crispada, esohizo que tensara los músculos de la parte inferior del abdomen—. LaPolicía va hacia tu casa, alguien se ha chivado que te vio en lamansión.

—¿Qué? ¿Quién?

—¡No lo sé! —chilló con frustración—. Niégalo, inventa o improvisa,pero no digas que estuviste allí. ¿Me oyes?

¿Podría hacer eso? Nunca en mi vida había mentido. No tenía ni ideasobre mentir, y mucho menos a la Policía; intimidaban demasiado...Acabarían descubriéndome. «¡Dios mío, no voy a poder!», pensé conpavor y congoja.

—¡Joder, ¿me estas escuchando?! —los chillidos de Kaden me

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atrajeron de golpe a la conversación.

—¡Sí! —chillé agobiada.

—Aligera el paso, están a punto de llegar —me informó. «¿Cómosabía que no estaba en mi casa?»—. Las cosas se han complicado —comenzó a explicar—. Mira hacia delante, dos esquinas más haciaarriba. Enfrente de la cafetería hay un hombre con gafas de sol ysudadera gris. —Miré hacia donde me indicó y, efectivamente, lo vital cual lo describía—. Echa un vistazo hacia atrás. —Obedecí—.Justo en la acera de enfrente, a unos diez metros de distancia, hay unhombre rapado con chaqueta de cuero negro.

—Sí —musité.

—Y justo a dos pasos de ti, un BMV gris.

—Sí —volví a afirmar, sin saber a qué venía todo aquello—. ¿Quésucede?

—Las cosas se han complicado y no pienso arriesgar tu vida. Esaspersonas te vigilarán hasta que todo vuelva a la normalidad. No teacerques a ellos bajo ningún concepto y haz como si no los vieras.Pero te pido un favor… —La última frase parecía pesarle. Esperé a laescucha—. No salgas de casa hasta nueva orden.

—De acuerdo. ¿Es por Mendax?

—No preguntes y no me llames ni me escribas mensajes durante untiempo. Aunque no podía verle, noté en sus palabras cómo estabaapretando la mandíbula.

—Eso... —Se me hizo un nudo en la garganta y sentí su quemazón—.¿Eso es un adiós? —logré decir.

—¡No, joder! ¡No! Y deja las putas preguntas ya —rugió con rabia—.Cuelga y haz lo que te he dicho.

—¿Vas a venir a verme esta noche? —necesitaba saberlo, no podía

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colgar sin que él me lo prometiera. No, sin saber si volvería.

—¡Cuelga el puto teléfono ya! —Su enfado crecía, pero él no measustaba.

—¡No, no pienso colgar hasta que me prometas que volverás! —hablétodo lo alto que mis pulmones dieron de sí, y me percate de cómo lasmiradas de las personas de mi alrededor que andaban por la calle seposaban en mi rostro, descompuesto por la ira. Se hizo un silencio tanlargo que casi pensé que me había colgado.

—Sí, Gelina Wells, te lo prometí esta mañana —respondió abatido, yjusto después de aquellas palabras colgó, dejándome un adiós en laboca y mis ojos llenos de lágrimas.

¿Por qué le costaba tanto decir que volvería? Algo no iba bien, algome decía que algún día no volvería y eso me produjo un vuelco en elcorazón, provocándome un dolor asfixiante.

Aceleré el paso, casi corriendo calle arriba. Necesitaba hacer algo queme alejara de mis pensamientos. Vi de reojo cómo aquellas personasde la que Kaden me informó se ponían en marcha para seguirmedisimuladamente. Solo quedaban dos manzanas y llegaría a casa.

Abrí la puerta con ímpetu y me dirigí directa al sótano, donde podríaesperar relajada hasta la llegada de la Policía. Estructuré en mi mentemás o menos lo que tenía pensado decir, aunque sabía que a la hora dela verdad el ensayo se iría al garete, pero Isabela se cruzó en micamino.

—¿Dónde estabas? Llevamos más de tres horas aquí, sin comer —chilló, fuera de sí.

—Ese es tu problema, no el mío —respondí sin prestarle atención, almismo tiempo que la esquivaba de mi camino.

—¿Pero dónde crees que vas? —escuché que preguntaba a mi espalday me agarraba con fuerza del brazo.

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«¡No!», grité para mis adentros. «¡Ya no más, asquerosas!». Novolverían a ponerme una mano encima y sus mierdas de caprichos selos concederían ellas mismas. «Nadie tiene ningún derecho aacorralarte, ni en tu casa ni en tu vida. Aprende a marcar territorioGelina Wells», recordé las palabras de Kaden.

Me zafé de su presa con un movimiento brusco y rápido y me encaré aella, como el lobo que acorrala en su presa, sin que ningún anticipo demiedo destellara en mi cara. Tan solo seguridad.

—No vuelvas a ponerme una mano encima, maldita zorra —le dije,manteniendo un hilo de voz, neutra y llana.

Su cara de sorpresa no tardó en manifestarse y reí victoriosa en miinterior. Pero no duró mucho tiempo mi victoria, porque a misespaldas sonó la voz de la señora Santo Polo.

—¿Qué has dicho? —Su repelente y afilado tono resonó en mistímpanos, haciéndome recordar lo muchísimo que la odiaba. Expulsécon fuerza el aire por mis fosas nasales, di media vuelta y me encaré aella. Compuse una media sonrisa.

—¿Se lo repito a usted también, querida?

—A mí no me vengas con tonterías —argumentó, furiosa por micomportamiento, y su brazo automáticamente se levantó, preparandosu ataque. Miré su mano suspendida en el aire como el que observabaun cuadro en la pared, sin encontrar el ángulo para verlo bien.

—Yo que usted la bajaría... —Metí la mano en el bolsillo trasero delpantalón en busca del teléfono y lo saqué como el que enseña un armapeligrosa—. Porque si me roza un pelo... —Dejé morir la frasemientras marcaba el numero de emergencia y se lo puse frente a lacara para que observara—, llamaré a la policía. Seguro que lesinteresará saber en las condiciones en que he estado viviendo aquí entodos estos años. —Finalicé mi amenaza con una sonrisa. «Que novean el miedo, que no vean el miedo...», repetía en mi mente. Vi comosu rostro se petrificaba.

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—No juegues conmigo —dijo, apretando los dientes.

—No —repliqué, encogiéndome de hombros—. Hace muchos añosque dejé de jugar. Póngalo a prueba, deme una bofetada —le animé—,y verá qué poco tardo en poner el grito en el cielo, señora Santo Polo.—Al mismo tiempo que Charlot aparecía en mi campo de visión,justo a espaldas de su madre, el timbre sonó en el silencio que se creótras mis palabras.

«¡La Policía!», recordé. La discusión con las hienas habíadesbarajustado todo lo ensayado en mi mente. Las tres posaron susmiradas en mí, supongo que a la espera de que me dirigiera hacia lapuerta para abrirla. ¡Ja! Lo llevaban claro... Apoyé la espalda en lapared del largo y estrecho pasillo. Después de varios segundos,finalmente la señora Santo Polo rompió el silencio.

—Isabela, ve abrir.

—Pe... pero, ¡mamá! —contestó esta ofendida.

—Haz lo que te he ordenado.

Isabela resopló y se dirigió hacia la puerta. Mis manos comenzaron aempaparse con un sudor frío. El corazón me iba a mil por ambassituaciones; la protagonizada hacía escasos segundos y la que estaba apunto de protagonizar en los minutos siguientes. Mi respiración eraacelerada. Cerré con fuerza los ojos, intentando calmar mi miedo.Volví a poner orden en lo ensayado con anterioridad, recordandodistintas respuestas.

—Buenas tardes —dijo una voz femenina—. Soy la agente Pryce y micompañero, el agente Queen. Necesitamos hablar con la señoritaGelina Wells. ¿Es usted?

—¿En qué lío te has metido, niñata insolente? —me preguntó mimadrastra, en voz baja, justo antes de dirigirse hacia la puerta—.Gelina Wells es mi hijastra —explicó a los dos agentes de policía.

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—Querríamos hacerle unas preguntas. Si nos permite…

—Por supuesto, pasen —me entrometí en la conversación—. GelinaWells —les informé, con una sonrisa en los labios, ofreciéndoles lamano.

—Encantado de conocerla, Gelina —argumentó el agente Queen—.Querríamos hacerle unas preguntas. No le quitaremos mucho tiempo.

—Adelante —les dije mientras los guiaba hacia la cocina, cerrando lapuerta detrás de mí, en las narices de la señora Santo Polo—. ¿Lesapetece té o café?

—No, gracias por su ofrecimiento —contestó la agente Pryce.

—Pues adelante —les animé.

—¿Qué relación tiene con el señor Kaden Di Stefano?

Por lo menos esa pregunta sí que la ensayé en mi mente y tenía larespuesta preparada. Respiré un poco más aliviada.

—Es un vecino muy amable, ayer me invitó al cine... —Dejé escaparun suspiro, fingiendo enamoramiento... Bueno, eso no era fingir—. Estan... tan... —«¡Vamos, Gelina, haz el papel de tu vida!», me animé enmi fuero interno—. Agradable. —Emití otro suspiro.

—¿En qué cine estuvisteis? —preguntó el agente Queen, al mismotiempo que se frotaba la barbilla.

—En el Princes Charles.

—¿Visitasteis algún lugar más? —preguntó la agente Pryce, que semantenía en una posición rígida, con los brazos cruzados. Me encogíde hombros y contesté.

—Estuvimos comiendo en La raffinata cucina italiana. ¿He hechoalgo malo o desafiado a la ley? —pregunté con fingida inocencia.«¡Vamos, un poco más! Ya casi está…».

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—¿Dónde estuviste ayer noche? —volvió a preguntar la agente Pryce,haciendo caso omiso a mi pregunta. Aferré mis manos una con la otra,ya que cuando me ponía nerviosa tendía a enrollar el dedo en la teladel jersey.

—Después del cine, en ningún sitio —sonreí—. Vine a casa, mecoloqué el camisón y me fui a dormir. Nada más.

Se miraron entre ellos con complicidad, mientras yo cruzaba losdedos para que tanto el agente Queen como la agente Pryce creyesenmi versión.

—¿He hecho algo que no debía? —pregunté, rompiendo ese momentoque me estaba poniendo de los nervios.

—No, Gelina —contestó la agente, sonriente—, pero déjeme que le déun consejo… —Asentí—. Kaden Di Stefano no es una buenacompañía, y que la vean con él puede crear confusiones serias,jovencita. Tenga una buena tarde. —Tendió su mano paraestrechármela. «Sí, claro, y mi madrastra es mi mejor compañía…»,pensé.

—Iré con cuidado, gracias por el consejo. No lo conozco mucho,supongo que no debería confiarme tan rápido —puntualicé,argumentando un poco más. «¡Dos puntos, colega!».

—Sentimos la intromisión —dijo el agente Queen.

—Ha sido un placer.

Sentí como mis pulmones se vaciaban en el momento en que cerré lapuerta. Los músculos del abdomen se relajaron y un suspiro se escapóde mis labios. Todo había salido bien y eso era lo que importaba.

—¿Quién es ese Di Stefano? —escuché la voz de mi madrastra, a misespaldas. Acababa de pasar la entrevista más difícil de mi vida, mesentía cansada y aturdida, además de agobiada, y no me encontraba encondiciones de seguir aguantando su presencia cerca de la mía.

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¡Demasiado para un solo día!

—Mi vida personal no le interesa una mierda. —Me giré paraobservarla—. Limitémonos a hacernos la estancia pasable, hasta quenuestras vidas tomen rumbos distintos. —No tenía fuerzas paraencararme, así que mis palabras sonaron en un tono calmado ycansado que, una vez dichas, hicieron que me encaminara hacia elsótano.

—No te creas la reina por tener un teléfono a tu disposición —contribuyó, interponiéndose en mi camino. «¡Qué pesada!», refunfuñécon falta de paciencia, al mismo tiempo que sentía sus finos yasquerosos dedos abrazar mi muñeca con fuerza—. Vigílalo bien,porque te lo arrebataré —me amenazó—. Y puedo asegurarte quedisfrutaré dándote un severo castigo.

—Pues procure darme un castigo muy duro que me deje muyescarmentada. No puedo luchar contra tres, pero juro que se lodevolvería con la misma moneda, así que si eso sucede, no duermasola. —Me zafé de su mano y seguí mi camino sin dirigir mi miradahacia ella. Di tres pasos y volví a hablar—. Dígame, tuvieron quejoderla mucho para llegar a ser tan asquerosamente maligna, ¿verdad?—No contestó. Entonces solté una risa sorda y proseguí—. ¿Sabe? Lavida es tan sabia que creo firmemente en la idea de que puede darsentencia antes de que se cometa el delito. —Y con las mismas seguími camino y logré mi objetivo; entrar al sótano.

Llegó la noche. Apenas quedaba un mes para primavera, pero el soltodavía se rendía pronto. El teléfono se había convertido en miobsesión, pero Kaden no daba señales... Ya me lo advirtió, no habríallamadas ni mensajes hasta que el agua volviera a su cauce. Aunqueprometió volver, dudaba de su palabra, pues no fue convincente. Nosabía qué pasaba, quizá detrás de aquella línea divisoria que nosseparaba, supuestamente por el bien de nuestras vidas, habíademasiados secretos por su parte. Aquello contribuía a mi falta deconfianza. Un secreto se podría llevar, pero tantos como comenzaba asospechar, eran inmanejables.

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Era un hombre que manejaba trapos sucios, no necesitaba que unexperto me lo contara. Su personalidad era desconcertante, tanto podíaser dulce como el azúcar, «aquella misma que podía matarlo» me reíal recordar el cine, como ser tan duro y frío como un barra de hielo.

Me puse el camisón y me metí en la cama, con los ojos posados en laventana. Algunas sombras hicieron que el corazón se me disparase,pero después, cuando me daba cuenta de que no era él, la desilusiónarrasaba con los latidos, dando paso a una punzada de dolor. Misparpados cansados luchaban por mantenerse abiertos.

Capítulo 15

Contigo, pero no sin ti

Cogí la Barbie peinados mágicos, que adorné con mechas rosas, y conrapidez bajé las escaleras, y me dirigí a la cocina.

—¿Qué te parece el nuevo look de mi Barbie? —pregunté a Melan,que se disponía a recoger la mesa. Ella levantó la mirada y sonrió.

—Bellísima, ni en las mejores peluquerías tendría un acabado tanperfecto. —Yo me reí, era evidente que Melan siempre me diría lo quequería escuchar...

—Si algún día te quedas sin peluquera, creo que podrías venir averme —me ofrecí con franqueza e ingenuidad.

—Por supuesto. Ven, ayúdame. Vamos a echar estas migas de pan alos pájaros del jardín.

Una vez fuera, Melan sacudió el mantel y los pájaros se acercaronpicoteando el suelo.

—Le voy a pedir a papá que me deje tener un pájaro —comenté aMelan al mismo tiempo que observaba aquellos animalitos, tanmonos.

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—No me parece buena idea...

—¿Por qué? Prometo cuidarlo —le informé de mis buenas intenciones—. Soy responsable.

—¿De verdad quieres tener a un indefenso animal enjaulado, solo porplacer? —Me encogí de hombros.

—Dicho así... Solo durante un tiempo.

—Si cogieras un pájaro pequeño y lo encerraras en una jaula,perdería el instinto de supervivencia y el día que le dieras la libertadtendría muchas posibilidades de morir. —Sentí lastima por el pajaritoy la lucidez vino a mi mente.

—Pues podría coger un pajarito de aquí, que ya son grandes, duranteun tiempo —expuse mi idea como si acabara de descubrir el mejorinvento.

—Moriría de depresión.

—Ah, ¿sí? —pregunté apenada.

—Los animales son seres vivos y necesitan la libertad, comocualquier humano. Si amas a los pájaros, disfruta de ellos de estamanera —finalizó, dando un beso en mi frente.

La incómoda cama, el sueño y el malestar que me causaba la añoranzade Kaden me hicieron despertar. Mi pequeño reloj de hojalatamarcaba casi las cuatro de la mañana. Me incorporé y con la manoeché la melena hacia atrás para dejar mi cara al descubierto. Como decostumbre, me acerqué a la ventana y la abrí en busca del aire fresco ypuro. Mi sorpresa fue que, cuando observé la casa de Kaden, vi luz enel interior; justo en la ventana del salón. Estaba allí. Lo echaba tantode menos... No había pasado ni veinticuatro horas sin verlo y tenía lasensación de no haberlo visto en días...

Posiblemente Kaden se enfurecería, se pondría como un ogro, pero no

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podía irme a dormir sabiendo que él estaba ahí, a solo unos metros dedistancia. Sin pensármelo dos veces, me coloqué las bailarinas, cogíimpulso y con un salto apoyé mis antebrazos en el marco de aluminiooxidado, al tiempo que con la punta de los pies trepaba por la pared.Me hice daño en las costillas y pegué, sin querer, una patada a lapequeña estantería, pero finalmente pude darme impulso con ella.

Sacudí las manos y me alisé el camisón. El BMV gris seguía haciendoguardia y pude ver cómo los dos gorilas se tensaban cuando me vieronsalir de aquel... agujero. Crucé la carretera y a dos pasos de la casacomencé a ser consciente de lo que estaba haciendo... Sentí algo depavor y, antes de llamar a la puerta, miré por la ventana.

Me quedé helada, sin aliento, petrificada y clavada al suelo cuando medi cuenta de las imágenes que captaban mis retinas, compuestas porKaden y Ágata. Tras la borrosidad de las tupidas, pero no losuficiente, cortinas de seda blanca, pude ver a Kaden sentado en elsofá, con la chorizo-multicolores encima de él, completamenteespatarrada.

¿Será cabrón? ¡Gilipollas! ¡Imbécil! y una retahíla más de palabrotasque, sin darme cuenta, dije en voz alta, enrabietada y furiosa. Tanto,que me puse roja como un pimiento.

Ágata se frotaba con ansias sobre mi miembro, pero mi pistolero notenía ganas de desenfundar y disparar. Aquello que habitaba entre misingles, estaba más muerto que muerto... Flácido, sin utilidad; tantoque dudé si funcionaria para orinar. El rostro de Gelina vino a mimente como un destello y mi pene reaccionó al instante, pero tanpronto como miré el rostro de Ágata, todo volvió a caer... El pistolerolloriqueo y se echó a dormir nuevamente. En otras ocasiones ya lehubiera dado para el pelo de mil formas distintas.

—Romano... —Pedía ella más, con los labios en morritos y vozsensual, frotándose cada vez más fuerte.

«¿Qué quieres que haga... si hoy no estoy para trotes?», le contesté enmi mente. Y reí para mis adentros. Metí las palmas de las manos bajo

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la falda, paseando mis dedos por sus muslos. Con un poco de suerte, sila animaba, se correría. Efectivamente, las caricias dieron los frutosdeseados y su respiración comenzó a ser trabajosa. Aproximé mislabios a los suyos y me relamí el labio. Con el aliento entrecortado fueen busca de mis labios y los retiré rápidamente. Teníamos normas ennuestra relación, no había afecto, no había besos.

—Ágata —le susurré en el oído al mismo tiempo que agarraba suscaderas y le ayudaba con movimientos más rápidos a que se fusionaraen un orgasmo—. ¿Por qué te has chivado a la Policía?

Ella gimió y se quedó en silencio.

—La odio —dijo entre dientes, con una mezcla de placer y furia.

«¡Has sido tú, hija de perra!». Por fin dijo lo que quería saber.Sospeché de ella en el primer instante.

Paré los movimientos de su cadera en seco y ella sollozó defrustración. La miré a los ojos, para nada amigable.

—Sabes que un chivatazo de este tipo tiene grandes consecuencias —le amenacé.

—¡Tú eres mío!

—Yo no soy de nadie. —Mentira, era de Gelina, pero no tenía por quécontárselo. Con que lo supiera Gelina, me bastaba—. ¿Quién te dio lainformación sobre sus datos personales? Contéstame o te juro que tesaldrá caro —dije en tono severo, dando rienda suelta a Romano, eseque no entendía de sentimientos ni ñoñadas.

—¡Nadie! —chilló enfadada—. Esta mañana vine a verte y vi comosalía de tu casa y se iba a la suya. Sabiendo la dirección, era fácil darcon el nombre. —Se cruzó de brazos.

Apreté la mandíbula y luché con todas mis fuerzas por no tirarla alsuelo de un empujón. Me alegré al escuchar el timbre y, con un

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movimiento rápido, la retiré de mi regazo para dejarla de malasmaneras a un lado del sofá.

«Este se va a enterar… ¡Mal nacido!», grité con furia para misadentros, apretando con fuerza el timbre con la intención de fundirlo.

La puerta se abrió dando paso a la figura de Kaden, con el pelorevuelto, los primeros botones de su camisa desabrochados y unasmanchas de pintalabios color carmín en el cuello. Un olor a coloniafemenina me abofeteó la cara. Su rostro parecía sorprendido yconfuso, intentando articular palabra, pero no dejé que hablara.

—¡Eres un miserable! ¡Un mentiroso de mierda! ¡Un gilipollas!¡Imbécil! —Cerré con fuerza los ojos mientras gritaba a todo pulmóntoda clase de palabrotas que lo definían a la perfección. Elevé unamano, que estaba cerrada con fuerza, y le propiné un puñetazo en elpecho, después de un empujón que le hizo dar dos pasos hacia atrás—.¿Cómo has podido hacerme esto? —Me quité un zapato y se lo tiré—.¡¿Por qué?! —volví a preguntar, quitándome el otro zapato ylanzándoselo a la cabeza, con puntería, mientras él se resguardaba conlos brazos. Ni siquiera lloraba de la furia que sentía. Con las venas delcuello hinchadas y el rostro acalorado, pataleé con mis pies descalzosen el suelo.

—Cállate —dijo enfadado, y me rodeó con sus brazos, dejándomeinmovilizada.

—No me toques —le ordené mientras luchaba por desprenderme desus brazos. Pero era imposible, tenía demasiada fuerza. Le hinqué larodilla en el muslo derecho. Arrugó su rostro por el dolor que leprovocó, antes de bufar y maldecir algo en italiano. Y como en otraocasión anterior, sin esfuerzo, como el que cogía un peso pluma, mesostuvo como un saco de patatas en uno de sus hombros.

—¡Bájame, bastardo! —chillé con impotencia, propinando golpes entoda su espalada en busca de algún punto débil. Pero nada, parecía serde hierro.

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—¿Qué hace esta aquí? —La voz de Ágata me revolvió las tripas yagudizó mi enfado.

—Porque me tiene sujeta y no puedo moverme, que si no... ¡Tepatearía el culo! —le amenacé bocabajo, señalándola con el dedo.Escuché la risa ahogada de Kaden y volví a patalear como una loca.¿Cómo podía reírse?

Kaden estiró un pie para dar con la puerta y la abrió hasta que el pomochocó contra la pared.

—Anda, lárgate, guapita... —le dijo a Ágata, señalando la puerta.

—¡Esta es la segunda vez que me echas! —dijo esta enfurecida ydesquiciada, cerrando con fuerza la mano en el bolso. Yo le sonreí ycon los labios pronuncie un jó-de-te en silencio.

—Y la última —le corrigió él—. Lárgate, no me gusta repetir lascosas —dijo ahora, más severo.

Ágata resoplo casi hasta quedarse bizca y, pisando con fuerza, salió decasa. No dio casi tiempo a que saliera cuando Kaden cerró la puerta.El silencio se adueñó del ambiente, dejando solo el ruido de misgimoteos por el llanto.

—Gelina... —Kaden me acarició con suavidad en el muslo y yo loaparté como si sus manos quemaran—. Si te dejo en el suelo,¿volverás a pegarme?

—Por tu bien —dije entre llanto y llanto—, no me sueltes en tu vidaporque, en el momento que me dejes en el suelo, te partiré la cara.

—Muy bien —y con algo parecido a una llave de judo, me dejóempotrada en la pared, con ambas muñecas sujetas sobre mi cabezapor una de las suyas y todo él colocado entre medias de mis piernas—.Lo siento —susurró a milímetros de mis labios—. Tenía que hacerlopara que confesara y admitiera que era ella quien dio el chivatazo a laPolicía.

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—¿Es la única forma que conoces para conseguir que la genteconfiese? —le pregunté, vociferando sobre su rostro.

—Con ella sí —contestó, y devoró mi boca con urgencia ybrusquedad. Intenté deshacerme de sus labios, pero todos mis intentosfueron nulos. Finalmente acabé rindiéndome por la necesidad deldeseo. Quería besarle. Su beso dejó de ser brusco en el instante en queyo lo acepté y dio paso a uno suave y lento. Con su pulgar secó una demis lágrimas, antes de separar sus labios unos milímetros, lo justopara poder hablar—. No tenía pensamiento de acostarme con ella. Nolo he tenido desde el mismo día en que te conocí.

Bajó la mano y escuché el ruido de la cremallera del pantalón. Meenfadé con él y con mi cuerpo; con él por estar pensando en hacer elamor cuando todavía la furia latía bajo mi piel, y con mi cuerpo pordesear que me lo hiciera sin contemplaciones. Retiró hacia un lado miropa interior y se enterró en mi interior sin prisas. Volvió a besar mislabios y nuestras lenguas se acariciaron con la necesidad de sentirseuna a la otra.

—Rodea mis caderas con las piernas —me ordenó, casi sin alientomientras se hundía y una y otra vez. Obedecí y lo aferré con fuerza.Soltó mis manos y yo las uní tras su nuca. Sus embestidas esparcíanen mi interior oleadas de placer que recorrían todo mi cuerpo—. Tequiero, Gelina.

—Júralo —exigí, jadeante. Su gruñido pareció más una muestra dedolor que de placer—. Júralo —repetí.

—Juro solemnemente que te querré hasta el último día de mi vida;hasta mi último aliento —declaró sin detener sus movimientos dentrode mí—. Juro por mi vida que, si no es contigo el resto del camino, noquiero seguir viviendo, porque quiero mis días contigo, pero no sin ti.

Sentí cómo mis ojos se humedecían y mi alma se caía a mis pies.

—Yo también —susurré.

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Finalmente, el placer estalló como fuegos artificiales. Saciados,sudorosos, cansados y medio asfixiados, nos dejemos caer,arrastrándonos contra la pared hasta llegar al frío suelo.

No sabría decir cuánto tiempo nos quedamos en esa posición,abrazados y callados, escuchando los latidos de ambos que parecíancontestarse entre ellos. El sol comenzaba a romper la oscuridad de lanoche, dando paso a un cielo azulado oscuro.

—Tienes que marcharte —rompió él el silencio, con un hilo de voz,suave y flojo. Tanto que me costó entenderlo.

—No quiero marcharme —susurré.

Kaden se retiró, agarró el teléfono y comenzó a teclear la pantallatáctil. Toqueteó y volvió a colocarlo en el bolsillo del pantalón.

—Gelina Wells… —comenzó a decir, mirando firmemente mis ojos,con lo que pude apreciar pena y dolor en los suyos—. Si la vidaconcediese milagros... —Hizo una pausa y apoyó su frente contra lamía con un suspiró— …y te proporcionara el milagro de poder estarcon tus padres o conmigo, ¿qué elegirías? —Su voz era ronca y estabarota.

¿Por qué me estaba preguntando eso? Eso no era posible.

—Eso... Eso no es...

—Por favor, Gelina, contesta —me interrumpió.

—Si la vida me concediera milagros y eso fuera posible… —Medetuve para contemplarlo y con una mano le acaricié el contorno delrostro—. Si la vida concediera milagros, siempre te elegiría a ti. Yahe lidiado con la muerte de mis padres; los añoro, y los seguiréañorando el resto de mi vida, pero esa es una batalla ya ganada aldolor. Te elegiría a ti porque quiero mis días contigo, pero no sin ti.

Kaden me acompañó hasta casa, me ayudó a bajar por la ventana y

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besó mis labios una vez abajo. Con delicadeza me peinó la melena conlos dedos.

—Tienes que prometerme una cosa —comenzó a decir con la miradapuesta en mí, pero a la misma vez perdida en sus pensamientos—.Prométeme que si no vuelvo, harás caso a lo que te ordene Ángelus.

«¿Como que si no vuelves?». Me alarmé. Sentí un nudo en la gargantay me aferré a él con fuerza.

—No te vayas —le rogué, empotrada en su pecho—. Por favor, no tevayas. Me has jurado que me querías.

—Y te quiero con toda mi alma.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —chillé, frustrada y desesperada.Él dejó caer un suspiro.

—No preguntes, porque no contestaré.

—¡No, no, no! ¡No dejaré que la línea divisoria nos separe! —exclamé angustiada—. Prométeme que volverás.

—No puedo prometerte eso —contestó abatido, y me abrazó confuerza—. Haré todo lo posible por volver, te lo prometo, pero nopuedo asegurarte nada. Haz lo que te ordene Ángelus, por favor.

Se deshizo de mis brazos, besó mi frente sujetando mi cabeza conambas manos y me susurró una vez más…

—Te quiero.

—Yo también —sollocé, hipando.

Y con la agilidad de un leopardo, trepó y salió por la ventanadejándome más sola y vacía que nunca. Ni toda la soledad de aquellosaños atrás, ni las peores palabras de la ruin de mi madrastra, ni laañoranza de mis padres y de una familia… Jamás me había sentidotan sola y triste como en aquel instante.

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Capítulo 16

Entre la vida y la muerte

—Ángelus. —dije sujetando el teléfono en la oreja.

—Dime, Romano. —contestó al otro lado de la línea.

—Llama a Arco Rojo y dile que quiero hablar con él en persona.

—¿Para qué? —preguntó algo alarmado.

—Dile que quiero hablar con él en persona —repetí más serio.

—¡¿De qué coño quieres hablar con él?!

—No es asunto tuyo —repliqué con un tono de voz más flojo.

—¡Dime de qué coño quieres hablar con Arco Rojo! —exigió, sin seruna pregunta, ahora chillando.

—Ya lo sabes... —dejé morir la frase con un suspiro.

—¡No! No pienso permitirlo.

—No te estoy pidiendo permiso, ¡maldita sea! ¡Haz lo que te ordeno!—grité como un loco.

—Eso es como planear tu propio suicidio. ¡No te la entregará, idiota!

—Pues planearé mi propio suicidio... —Apoyé la frente en la palmade mi mano y respiré hondo—. No pienso cambiar de idea, y megustaría que mi amigo de toda la vida me entendiera...

—¡Un amigo de toda la vida jamás estará a favor del suicidio de lapersona que considera su hermano! —Ángelus seguía vociferando.

—¡No quiero que lo entiendas! Me da igual, voy hacerlo sí o sí. Ynadie… repito, ¡nadie!, me va hacer cambiar de opinión. Solo necesito

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que me des tu palabra de que, pase lo que pase, seguirás con el trato,ya sea yo o él quien dé las ordenes.

—¡No! No cuentes conmigo...

—Por favor, Ángelus... —le supliqué—. No me defraudes ahora... —susurré.

—¡Eres un hijo de puta! ¡Un mierda! ¡Imbécil...! —dejé deescucharlo, apartando el teléfono de mi oído, y sonreí; había accedidoy esa era su forma de decirme que sí.

Estaba apoyado en el capó del Audi, en medio de un descampado,esperando la llegada de Arco Rojo. No podía dejar de pensar enGelina. Suspiré al darme cuenta de que quizá ya no volvería a verlamás. Todavía mi camisa desprendía el olor de su piel y de su sudor y,si cerraba los ojos, incluso podía sentirla entre mis brazos. Me dolíasaber que se había quedado destruida, pero no más que yo.

La amaba. La amaba más que a nada en el mundo. Es más, el mundosin su amor no era nada. Si por la mujer a la que amaba tanto queincluso dolía debía de hincar las rodillas en el suelo, posar las palmasde las manos en la nuca y esperar a que una bala atravesara mi cráneo,lo haría. Porque seguro que eso era más sencillo que vivir sin estarcon ella. Para morir en vida prefería morir de verdad y deshacerme detodo lo que me rodeaba.

Un 4x4 color negro hizo chirriar las ruedas y paró en seco a tresmetros de distancia, justo enfrente. Se abrió la puerta con cristalestintados de color negro y Arco Rojo salió de su interior.

—Ángelus me ha dicho que querías hablar conmigo. —Se encogió dehombros y siguió—. Bien, pues aquí estoy. —Se apoyó en el capó del4x4 y se cruzó de brazos, a la espera.

Retiré las gafas de sol, dejando al descubierto mis ojos, y me lasapoyé en la frente.

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—No pienso entregarte a Gelina. —Lo desafié con la mirada. ArcoRojo empequeñeció los ojos.

—¿Qué me estas contando, Romano? —preguntó con verdaderaconfusión—. ¿Quieres más dinero? ¿Es eso? Todo se puede arreglar.

La furia comenzó a hacer bullir mi sangre. Me puse rígido y apreté lamandíbula hasta que mis dientes rechinaron. En dos zancadas mecoloqué a un palmo de él.

—No quiero tu puto dinero ni la puñetera lista, solo la quiero a ella —mascullé entre dientes. Me aplastó una de sus manos en el pecho y meempujó hacia atrás. Con un manotazo la aparté de mi pecho.

—Si no me la entregas, tal y como acordamos cuando cerramos eltrato, te mataré —amenazó, intentando no elevar la voz y permanecertranquilo.

—¡Todo esto es por tu culpa! —grité como un loco desquiciado—.¡Yo te propuse un plan mejor; secuestrarla esa misma noche yentregártela cuanto antes! Pero tú… —le dije señalándolo—, noquisiste.

—¡No quería que se viese forzada! Por eso te pedí que te ganaras suconfianza.

—Pues tiene gracia la cosa —sonreí con amargura—. Ella se haganado mi confianza y yo la suya, y ahora me veo incapaz deentregártela.

—No quería ocasionarle más traumas. —Se le quebró la voz.

—¡Claro! —dije abriendo los brazos, incrédulo. —No queríasocasionarle más traumas, pero quieres que te la entregue y que veaque su padre no estaba muerto y que, durante el tiempo que ella estabasola, en manos de una hija de puta, tú te habías casado nuevamente,habías formado una familia feliz y tienes una hija y un hijo, a los quesí has cuidado y por los que has velado. ¡No me toques a Gelina! —

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terminé, amenazante.

—He sufrido mucho durante todos estos largos años sin ella y no voya permitir que en el último momento se estropee todo.

—Pues entonces acaba conmigo, porque mientras mi corazón sigalatiendo no te la entregaré. —Metí la mano en el bolsillo del pantalón,saqué el teléfono, le di al play e hinqué las rodillas en el suelo altiempo que tiraba el teléfono. Luego puse las palmas de las manos enmi nuca y la grabación comenzó a sonar.

—Gelina Wells, si la vida concediese milagros y te proporcionara elmilagro de poder estar con tus padres o conmigo, ¿qué elegirías?

—Eso... Eso no es...

—Por favor, Gelina, contesta.

—Si la vida concediera milagros y eso fuera posible, siempre teelegiría a ti. Ya he lidiado con la muerte de mis padres; los añoro ylos seguiré añorando el resto de mi vida, pero esa es una batallaganada al dolor. Te elegiría a ti porque quiero mis días contigo, perono sin ti.

—Contigo, pero no sin ti —susurré al mismo tiempo que Gelina lohacía en la grabación. Cuando abrí los ojos, Arco Rojo tenía los ojosenrojecidos y me apuntaba con la pistola, firme.

Había escuchado que antes de morir tu vida se reproducía ante ti comouna película, recorriendo todo lo vivido. Extrañamente, a mi mentesolo acudían imágenes de Gelina; la primera vez que la vi en una foto,la primera vez que la besé en la oscuridad del sótano, la primera vezque le hice el amor, la primera vez que me confesó que me amaba y laúltima vez que pronuncio «yo también».

Cuando desperté ya había oscurecido. Al ver que Kaden no habíavuelto, mi llanto volvió a reavivarse, ya casi no me quedabanlágrimas. Me había pasado toda la mañana abrazándome sobre la

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cama, llorando desconsolada y rezando; por primera vez recé, paraque volviera por siempre a mí. El pequeño reloj marcaba más de lasnueve.

La puerta del sótano se abrió haciendo un fuerte sonido al chocarcontra la pared.

—Está ahí abajo. —Era la voz de la señora Santo Polo.

Un hombre de gran tamaño que no pude reconocer debido a la escasaluz que había bajo las escaleras, se acercó a mí y, con un golpe enseco, me propino un puñetazo. Todo se quedó en negro.

Sentía un fuerte dolor de cabeza. Me removí, pero me percaté queestaba inmovilizada de pies y manos, atada a una silla. Me despertésobresaltada, intentando levantarme, pero no podía; tenía los piesatados, uno a cada pata de la silla, y las muñecas sujetas con unacuerda detrás del respaldo. Quise chillar, pero mi boca estabaamordazada con cinta adhesiva. Una fuerte luz, parecida a un foco seencendió y tuve que cerrar mis ojos por la molestia que me produjo.Seguía estando en el sótano, lo sabía por el olor que lo caracterizaba, amoho y cerrado. Volví a abrir los ojos y mi cuerpo se tensó cuandopude reconocer los ojos que me acechaban, sabía a quién pertenecían.Era Mendax.

Se acercó con pasos gélidos, paseó un dedo por el contorno de mirostro hasta llegar a mi barbilla y la sujetó con fuerza, obligándome aque lo mirara. Eché la vista hacia un lado y pude ver a la señora SantoPolo, cruzada de brazos con una sonrisa triunfante y malévola.

—Vaya, vaya, Gelina —comenzó a decir Mendax, que aún sujetabacon fuerza mi barbilla—. Tengo muchas cosas que contarte... ¿Quieresque te las cuente? —me preguntó como si estuviera hablando con unniño pequeño.

Eché con brusquedad la cabeza hacia atrás, para que dejara detocarme, y él apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.Cerró un puño sobre mi pelo y estiró con fuerza. Bajo la cinta

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adhesiva gemí por el dolor que me produjo y unas primeras lágrimasde pavor salieron de mis ojos. Chasqueó la lengua.

—¿Es que no te ha enseñado Romano a no ser grosera? —preguntócon una sonrisa maligna.

—Yo lo intenté, pero a esta perra no hay quien la dome —ironizó laseñora Santo Polo, que seguía estando en un segundo término.

—Tengo que darte una muy mala noticia —dijo Mendax con fingidalástima. Se aproximó a mi oído susurrando—. Romano, Kaden para ti—dejó una pausa— ha sido hallado en Italia, asesinado... Una pena,¿verdad?

«¿Qué? ¿Kaden muerto?» ¡No! ¡No! ¡No!, chillé al mismo tiempo queme removía con furia.

Con rugidos guturales lloré casi frenéticamente mientras luchaba pordeshacerme de mi inmovilidad. No podía ser, ¡Kaden, no!, grité bajola mordaza. Me dejaron llorar, agonizante, mientras me miraban comosi estuvieran viendo uno de los mejores shows.

El teléfono sonó, era ese hijo de puta. Resoplé por la nariz como untoro. «Tarde o temprano me las pagarás, Arco Rojo».

—A la escucha —dije en tono severo y seco.

—Ángelus, tenemos un grave problema.

—Tú eres el único que está en problemas, ¡hijo de puta! Vengaré lamuerte de mi hermano, lo juro —dije enrabietado y furioso—. ¡Era miamigo, maldito cabrón!

—Mendax no está muerto. Él es el cabecilla del clan Devú, pero seseparó de ellos para no repartir el botín. El muy hijo de perra se haaliado con la señora Santo Polo, ya que con ella solo tiene quedividirlo en dos partes. Fue ella quien estaba moviendo todas lasfichas, por eso se ausentó durante tres días —dijo, ignorando mis

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palabras.

Me enfurecí como no podía haberlo imaginado antes. Nunca se meescapaban los detalles, nunca; siempre hacía bien mi trabajo. Era unexperto hurgando hasta dar con el punto. ¿Cómo fui tan imbécil?

—¿Y qué quieres que haga yo? —pregunté entre dientes.

—Gelina está en peligro. Y si no lo está ya, pronto lo estará. ¡Coge atus matones y dirígete a la casa! ¡Ahora! —chilló dando una orden.Pero a mí solo me daba órdenes Kaden…

—Si lo hago es solo porque le prometí a Romano que lo haría. ¡No porti, cabrón! —Y justo después de finalizar la última palabra colgué,tirando el teléfono con fuerza.

Iría en busca de Gelina por la única razón de que se lo prometí aKaden. No podría vivir con mi conciencia si a ella le pasara algo,porque me sentiría como un falso y yo a mi amigo jamás loapuñalaría, ni aun no estando ya entre los vivos. Él había sido miúnica familia.

Cuando nuestros padres no parecían sentir ningún lazo desentimientos hacia nosotros, fuimos nosotros mismos quienes nosdefendimos, nos aconsejamos y nos cuidamos cuando enfermábamos.

El siempre me quitó de la cabeza la idea del amor, decía que el amorno existía y que una mujer solo podía hacer daño. ¡Y el muy hijo de sumadre, va y se enamora!

—Nunca te perdonaré que me dejaras solo —susurré con amargura,mientras recordaba algunos momentos vividos—. ¡Nunca! —grité.

Debilitada y cansada por todo el llanto, dejé caer la cabeza hacia adelante. Ya no me quedaban fuerzas, el dolor era agotador, elsufrimiento era desmesurado y mi cuerpo se sentía tan dolorido comosi acabara de atropellarme un camión. Estaba casi sin aliento.

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—No tardarán mucho en enterarse de que estoy aquí. Él vendrá en subusca, así que nos la llevaremos ya. —«¿Él? ¿De quién hablaban?».

—Ha sido un placer darle la noticia —escuché la voz de mi madrastra,divertida. No había ninguna duda que se lo estaba pasando bien.

—¿Sabe lo de Arco Rojo? —preguntó Mendax a la señora Santo Polo.«¿De quién hablaba? ¿Quién era Arco Rojo?».

—No, no lo sabe...

—¡Levanta la cabeza, zorra! —Viendo que no obedecía, agarró mimelena y estiró con fuerza hasta conseguir que lo mirase—. Así, muybien. Tengo más cosas que contarte.

«¡Que te follen!», exclamé bajo la mordaza.

Unos ruidos de pasos corriendo escaleras abajo hicieron que Mendaxy yo nos giráramos al mismo tiempo. Varios hombres, no sabría decircuántos, pero eran muchos, rodearon a mi madrastra y la voz deÁngelus resonó en el silencio.

—Aléjate de ella. —Lo observé, apuntaba con una pistola a Mendax.

La cara de Mendax pasó de ser divertida a petrificada.

—Ha matado a tu amigo —dijo Mendax entre dientes—. ¿Cómopuedes seguir trabajando con él?

—Cállate o te disparo a bocajarro.

Mendax ignoró la advertencia y se dirigió a mí.

—Yo no he matado a tu querido Kaden. ¿Sabes quién ha sido? —preguntó con sorna.

Yo fruncí el ceño y las lágrimas volvieron a brotar al recordar aKaden. Cuando volvió a abrir la boca para seguir hablando, unosdisparos, amortiguados por un sonido sordo, atravesaron el pecho de

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Mendax. Uno, otro, otro y otro más, hasta que su cuerpo cayódesplomado.

Ángelus se dirigió a mí como si no acabara de matar a alguien. Desatóla cuerda que sujetaba mis muñecas y cortó con una navaja la cintaadhesiva enrollada en cada uno de mis tobillos.

—Te va a doler un poco —me advirtió antes de tirar de la cintaadhesiva de mi boca. Pero ya no existía más dolor que la muerte deKaden.

Escrutó con sus ojos oscuros mi rostro.

—¿Te duele? —me preguntó mientras pasaba un dedo por encima deun moretón en mi mejilla, que había provocado Mendax cuando medejó inconsciente. Hice una mueca de dolor—. No es nada, se curarápronto —me tranquilizó. Luego tomó una de mis manos y se dirigióhacia las escaleras. Pasé al lado de la señora Santo Polo y me paré enseco, obligando a Ángelus a detener sus pasos.

—No hay palabras para definir lo maligna que puede llegar a ser y lopodrida que tiene el alma. —Le escupí en la cara y, por primera vezen toda mi vida, vi el miedo en su rostro; el mismo miedo que yoanteriormente había padecido estando en sus garras—. No me daninguna pena.

Ángelus volvió a tirar de mí para retomar la marcha.

—¿Ángelus, que hacemos con ella? —dijo uno de los gorilas quesostenían a mi madrastra.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer en estos casos —contestó él singirarse.

Una vez fuera me guió hasta su coche. Ángelus no abrió la boca entodo el trayecto. En cuanto a mí, no podía dejar de llorar; no concebíamis días sin Kaden, «o eran con él o no los quería», pensaba conamargura.

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—¿Quién es Arco Rojo? —pregunté entre llanto y llanto.

Él contestó sin apartar la vista de la carretera.

—No puedo responderte a eso. —«¡Maldita línea divisoria!, chillé enmi interior.

—¿Quien mató a Kaden? ¿Fue ese tal Arco Rojo? ¿Qué tiene que verél conmigo? —pregunté en una mezcla de frustración y furia. —Ángelus pegó un volantazo e hizo que mi cuerpo se empotrara contrala puerta y la ventanilla.

—¡Mira, tía, a mí no me rayes! —se me encaró, con el rostrodesencajado por el enfado—. ¡Si te digo que no contesto, no hagasputas preguntas! Tengo que dejarte en el aeropuerto en menos de unahora y voy a cumplir mi trato. Después preguntas a quien tengas quepreguntar —terminó algo más relajado.

«¿Después preguntas? ¿A quién? ¿Me tenía que dejar en elaeropuerto?».

La situación me estaba superando y noté un mareo que me obligó arecostar mi espalda en el asiento. Y volví a llorar, mi mente estabasaturada por el dolor, la confusión y la soledad. Ángelus volvió aincorporarse a la carretera, camino a quién sabía dónde.

Me giré hacia mi ventanilla y recordé la primera vez que vi a Kaden,la primera vez que me besó, la primera vez que hice el amor con él yel último «te quiero» que pronunció. Me di cuenta que no sería capazde amar de aquella manera tan desmesurada a nadie nunca más.

El coche estaba aparcado y Ángelus me abrió la puerta.

—Sal —me ordenó. Obedecí y seguí sus pasos hacia el interior de unbloque de pisos. Subimos las escaleras y, en la tercera planta, tocó eltimbre de uno de los apartamentos. Abrió la puerta una mujer rubiaque nos invitó a pasar con cortesía. Una vez dentro observé que aquellugar era algo parecido a un centro de estética.

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—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —informó Ángelus a las treschicas que estaban allí, muy bien arregladas. Una de ellas me sonrió yme invitó a sentarme en una silla, dando unas palmaditas en elrespaldo de ella. Obedecí.

Me habían teñido el pelo color negro azabache, cortado por capas aras de nuca en la parte de atrás y dejado tres dedos por debajo de laoreja en la parte delantera, con el flequillo desfilado hacia un lado.

—Vamos a darte un poco de color en la piel con caña de azúcar —mecomentó una de las tres chicas, sonriente—. Cierra los ojos —meordenó.

Después me maquillaron, me quitaron el camisón y me colocaronunos pantalones cortos vaqueros, unas sandalias con piedrecitas a loslados y una camisa de látex blanca con florecidas rosas. Muy... Muyturista.

Las tres me miraron, satisfechas con su trabajo.

—Y por último —dijo la chica rubia que nos abrió la puerta—. Tecolocaremos esto.

Yo miré aquellas cosas diminutas que flotaban en un bote de líquido.Eran redondas, de un tono verdusco.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Lentillas.

Tenía los ojos tan resentidos por el llanto que casi no me supusoninguna molestia adicional que me las colocaran.

—¡Listo! Hemos batido un récord, chicas, ¡os felicito!

Me miré en el espejo y casi me desplomo al no reconocerme en elreflejo. Era tan diferente a lo que estaba acostumbrada a ver... Mehabían maquillado tan bien que el moretón de mi mejilla parecía nohaber existido nunca. Pero a pesar de todo el cambio, mis ojos

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desprendían tristeza, desde su forma hasta su brillo. Me equivoqué alpensar que los maltratos constantes de mi madrastra, sus dos hijas y lapérdida completa de toda mi familia habían logrado crear un escudoanti-dolor.

Muy lejos de ser cierto, la perdida de Kaden era el golpe más duro,más doloroso y más penetrante que nada de lo que había vivido en elpasado. Nuevamente volvieron las lágrimas y luché con rápidosparpadeos para que no se deslizaran por mi piel.

—No llores o perderemos todo el trabajo que hemos conseguido —medijo una de las chicas, con compasión y dulzura, acariciándome con lamirada.

Ángelus se quedó perplejo mirándome de hito en hito. Lo entendía, yome encontraba igual. Tuve la extraña sensación de no ser GelinaWells y lo asocié a un personaje que ya no me correspondía.

—Tenemos que marcharnos ya —me informó, aún mirándomeanonadado. Escrutándome con la mirada desde la cabeza a los pies.

De camino al aeropuerto, toda clase de pensamientos vinieron avisitarme ¿Por qué debía de marcharme? Ya no tenía sentido. Ya noquería la libertad de aquella manera tan a la fuga. Quería quedarmeallí, Melan me acogería, estaba segura, y por lo menos no estaría sola.

Me sentí como el pájaro encerrado en una jaula desde pequeño, habíaperdido mi instinto de supervivencia. Pero también me sentía como elsalvaje encerrado en una jaula... Moriría de depresión.

—Ángelus, no quiero marcharme —dije con voz temblorosa—. Nome dejes en el aeropuerto, por favor... —le supliqué, haciendo unesfuerzo infrahumano por no volver a llorar.

—No puedo hacer otra cosa —contestó frío y distante.

—Es que no quiero estar sola —le respondí sin poder evitar unpuchero en mis labios, parecido a un tic. El resopló, cansado.

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—No puedo hacer otra cosa. Tengo un trato y es entregarte.

Aunque su tono no fue elevado, su voz era dura. Ángelus se parecía aKaden cuando se convertía en Romano para los demás. Aunque Kadennunca pudo mantener aquellos muros de hormigón conmigo de lamisma manera que los levantaba Ángelus, porque él me amaba y meamó desde el principio.

Aparcó el coche en silencio; silencio que nos acompaño todo eltrayecto.

—Toma esto —dijo, ofreciéndome un pasaporte—. Tu nombre esahora Emily Thompson. Naciste en Nueva York en el año milnovecientos noventa, el veintitrés de junio. Tus padres, Henry yAnahí, murieron hace cinco años en un accidente de coche y el añopasado terminaste la carrera de bellas artes. ¿Queda claro?

—Sí —dije abriendo mucho los ojos—. Creo...

—Repite lo que te acabo de decir —me animó, abanicando una mano.

—Mi nombre es Emily Thompson, hija huérfana desde hace cincoaños de Henry y Anahí, a causa de un accidente. El día veintitrés dejunio cumpliré veintitrés años, con la carrera de bellas artes finalizadahace un año.

—Bien —Esbozó media sonrisa—. Ahora bajaremos del coche y teacompañaré hasta la puerta de embarque. Nos despediremos como dosamigos y te subirás a ese avión, rumbo a Cuba.

—¿A Cuba? ¿Por qué a Cuba? Por favor, Ángelus... —volví a suplicar—. Dime quién me espera al otro lado del avión. —Estaba aterrada,no quería ir—. Tengo miedo… —Me acerqué a él para preguntarle envoz baja—. ¿Esa persona que me está esperando en Cuba es quienmató a Kaden?

Vi como la cara de Ángelus se agarrotaba y apretaba con fuerza lamandíbula, dando a su rostro un contorno más cuadrado.

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—No —contestó. No me lo creí, sus facciones decían lo contrario.

—¿Debo temer algo? —pregunté con cautela.

—Se acabó, ¡bájate del coche!

Salió con rapidez, se dirigió al maletero, sacó una maleta de mano y,después, abrió mi puerta. Me agarró con fuerza del codo y con largospasos nos adentremos en el aeropuerto.

Me dejó en la puerta de embarque que me correspondía y me colocó lamaleta en una mano y el pasaporte en la otra. Lo miré con ojosllorosos, con una última suplica en ellos, pero él los ignoró. Sinembargo, antes de darse la vuelta, se acercó a mi oreja.

—Ese cabrón es un hijo de puta, pero no te hará nada. Lo entenderástodo una vez lo veas. Y no sentirás miedo, te lo prometo. —Dichasaquellas palabras, en voz baja, siguió su rumbo. Me giré hacia atráspara mirarle, pero desapareció entre la multitud.

Capítulo 17

El final del cuento

—Señora, su pasaporte. ¿Señora?

Me giré hacia la persona que me hablaba y le enseñé midocumentación. Él la miró con atención y después me observó. Yo metensé y permanecí callada.

—Adelante, pase —dijo al mismo tiempo que me entregaba lospapeles.

En otras circunstancias, sentada en el asiento del avión, habría estadonerviosa, incluso histérica, ante la idea de volar. En cambio en lasituación en la que me encontraba, volar no creaba en mí ningún tipode sensación. En realidad, ya nada me hacía reaccionar ni meemocionaba.

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Pararme a pensar en la vida era como analizar el clima de un díacualquiera. Mis opiniones y conclusiones variaban tanto como eltiempo, y después de haberla analizado casi a diario, me di cuenta deque pensar demasiado en ello me confundía más. Quizá la soluciónera hacer la vista gorda y no sacar conclusiones, de modo que no meconfundiera lo suficiente como para que todo perdiera su significado.Para entender lo que nos ocurría deberíamos ser tan sabios como lamisma vida y tener los mismos años. Nuestra corta existencia nosuponía ni un pequeño paréntesis sobre ella, y eso siempre nos dejaríaen desventaja...

Por más que, durante muchos años, imaginé el amor y las sensacionesque este podría producir, nunca acerté en lo más mínimo. El amor meenseñó que podía curar las heridas más profundas e infectadas delalma, sentir la paz interior, descubrirme a mí misma y quitarme eltemor de vivir. El amor era la clave para sentirse vivo.

Después de largas horas de vuelo, la azafata comunicó que ya íbamosaterrizar. Me coloqué el cinturón de seguridad. Una vez que lostripulantes fuimos informados de que el aterrizaje se había efectuadocon normalidad y correctamente, todos los pasajeros, yo incluida,recogimos nuestras pertenencias del estante de arriba.

Tomé mi maleta de mano, que era mi único equipaje, y las puertas seabrieron. Con calma me adentré en el túnel de acceso que daban pasoa las puertas correderas del aeropuerto de Cuba.

Ante mis ojos una multitud de turistas paseaban de un lado a otro dela terminal, algunos llegaban y otros se iban. Era fácil diferenciarlos,los que se marchaban parecían gambas rojizas. Se me escapó unamedia sonrisa.

Resultaba difícil encontrar a alguien que no conocía, así que mecoloqué a un lado y miré por la cristalera, intentando imaginar quévida me esperaba a partir de ahora. Apoyé la frente en el cristal y dejécaer las lágrimas que había retenido hasta ese momento. Lágrimas quereclamaban a Kaden, lágrimas que hablaban de él. Solté la maleta yposé mis palmas en el ventanal.

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Unos labios cálidos me besaron en la nuca y unos brazos fuertesrodearon mi cintura desde atrás. Me quedé quieta, sin moverme ni unmilímetro. Unas manos que pertenecían al mismo dueño acariciaronmi vientre y bajaron por mis caderas, al mismo tiempo que pequeñosbesos que me provocaban cosquilleo se paseaban libremente por miespalda.

Y fue entonces cuando su voz susurró en mi oído.

—Juro solemnemente que te querré hasta el último día de mi vida,hasta mi último aliento. Juro por mi vida que, si no es contigo, el restode mi camino no quiero seguir viviendo, porque quiero mis díascontigo, pero no sin ti.

Mi llanto rompió en sollozos agonizantes y él me giró. Sentí quemoría cuando vi que era Kaden y me pregunté si aquel avión habíavolado tan alto como para llegar hasta el Cielo.

—Yo.. Me dijeron... —tartamudeé, con las piernas temblorosas.Kaden me sujetó con fuerza para evitar que me cayera allí mismo.

—Ya sé lo que te dijeron —me cortó, y con su pulgar acarició lacomisura de mi boca—. Lo siento, cariño. —Volví a romper a llorar,con una extraña mezcla de dolor y alegría.

—No sabes lo mal que lo he pasado... —comencé a explicarle,empotrada en su pecho—. Ángelus... Ángelus no quería decirme...

—Chist —me ordenó a callar—. Más tarde hablaremos.

Sus labios fueron en busca de los míos hasta quedar aplastados comoimán y hierro. De repente todo cobró vida; la vida en sí volvió a tenerexplicación, mi alma volvió a tener luz y sentí cómo sus besossanaban poco a poco aquella herida en mi interior; allí donde nadiealcanzaba, allí donde nadie tenía acceso. Nadie que no fuera Kaden DiStefano.

—Señora Crawford, disfrutemos de nuestro viaje a Cuba —dijo

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sonriente, y me rodeó la nuca con el brazo para besarme en la frente.

—¡No! —bajé la voz y le corregí con disimulo—, me llamo EmilyThompson.

El sonrió y contestó.

—Ese es tu nombre de soltera...

—Ah... ¿Ya nos hemos casado?

—Sí —dijo con una sonrisa flamante.

—Me preguntaba... —dejé morir la frase, esperando que meinterrumpiera. Sonreí cuando lo hizo.

—¿Qué?

—¿Tienes también algún hijo por ahí escondido, en algún bolsillo? —pregunté mientras le buscaba con la mirada, para hacer la broma real.

—No. —Me besó la frente—. Para esas cosas prefiero emplearme…—Me reí y le besé por impulso.

Recorrimos la playa llena de chiringuitos al aire libre, ya habíaoscurecido. Era una locura. Me reí mientras nos desplazábamos entrela multitud, que bailaba salsa y merengue. Me agarré con fuerza a lamano de Kaden para no perderme y él me tomó por la cintura paracolocarme por delante de sus pasos.

—Vamos a bailar —me animó, empujándome hacia la gente que semovía al son de la música.

—¡No! ¡No! ¡No! —me negué y clavé los pies en el suelo.

—¡Sí! —Me empujó con fuerza hasta quedar en mitad del meollo.

Arrimó sus caderas a las mías y las movió como un experto bailarínde salsa. Yo lo miré con los ojos muy abiertos y él me hizo dar una

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vuelta sobre mis pies, antes de acercarme nuevamente a su pecho yempezar a canturrear la canción. ¡Se sabía la canción! Solté unacarcajada y dejé que magrease mi cuerpo a su antojo, estabadisfrutando como una loca. La canción decía algo así como, «¡Labanda gorda! ¡Buenísimo...! Muere aquí, muere aquí, por más que túbrinques y saltes, tú muere aquí».

La canción finalizó y sentí unos golpecitos en la espalda. Un chico meinvitaba a bailar, Kaden le ofreció mi mano y yo lo miré sobresaltada.¡No sé bailar! Él se encogió de hombros.

—Voy a buscar algo para beber. Y quita esa cara de terror, que soloquiere bailar contigo...

—¡No sé bailar!

El chico me cogió por la cintura y me arrastró hacia su cuerpo. Yo mereí y le advertí—. ¡Si te piso, es sin querer!

—Te perdonaré —repuso, sonriente.

Era un chico cubano y muy guapo, no iba a mentir... Estabaenamorada y casada, sonreí al recordarlo, ¡pero no estaba ciega!

—Si te dejas llevar y abandonas esa rigidez, lo harás a la perfección—me aconsejó.

—Lo intentaré.

De vez en cuando echaba un vistazo hacia Kaden, quizá por lo quehabía pasado tenía miedo de que volviera a desaparecer, y el nudo enla boca del estomago desaparecía en cada ocasión que mis ojos secruzaban con él. Terminó la canción y me despedí, agradeciendo elbaile al muchacho.

Me giré y vi a Kaden, estaba con un codo apoyado en la barra, junto ados cócteles. Mi sorpresa fue cuando una canción conocida comenzó asonar; La Conga, de Gloria Estefan. Comencé a bailar sensual, entre

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comillas, porque más que movimientos de cadera parecía que meacabaran de dar la corriente... Observé a una chica que bailaba bien eintenté imitar algunos de sus pasos, pero desistí, eran muy difíciles yvolví a mi rollo; caderazo para un lado, caderazo para otro. Lo señalécon el dedo y lo moví, animándolo a que viniera a bailar. El lanzó unacarcajada, los ojos se le achinaron y creí enamorarme diez veces más.

Fingió sentirse arrastrado por la brujería de mi sensualidad. Le mirécon ojos felinos y le restregué el culo, como una gata en celo. Megiró, aferró mis nalgas y, con un impulso, me subió sobre sus caderas,que yo rodeé con las piernas.

—¡Esto ha llegado a su fin, nena!

Epílogo

Diez años más tarde, en algún lugar

de Nueva York...

—Apaga el despertador, Niko —dije adormilada—. ¡Hoy es sábado!

—Voy... —Dio unos manotazos sobre la mesita de noche intentandohacer puntería en el despertador, con la cabeza debajo de la almohada.Viendo que no acertaba, pasé por encima de él hasta dar con eldichoso botoncito. Cuando quise retirarme y volver a mi lugar, meagarró por las caderas, impidiendo el movimiento.

—¡Suéltame! —le regañé reprimiendo un chillido. El sonrió y rotóhasta quedar encima.

—¿Soltarte? Nunca. Recuerdo que hace ya un tiempo me amenazastediciendo que, por mi bien, no te soltara en mi vida o me partirías lacara.

—En ese momento te hubiese dado una paliza —me reí. Comenzó adarme besos en la zona de las costillas y yo rompí en una carcajada

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por las cosquillas que me provocaba.

—¡No hagas eso! —exclamé, y acto seguido rompí en otra carcajada.

—¡Shh! —me ordenó a callar y agudizó el oído. Me quedé quieta.

—¿Qué pasa? —susurré.

—He escuchado un ruido. —Se puso serio.

Escuché el sonido de unos pasos rápidos. Él pegó un salto paracolocarse en un lado de la cama con un codo hincado en el colchón yla cabeza apoyada en la palma de la mano.

—¿Mamá? ¿Papá? ¿Estáis despiertos? —La voz de los gemelossonaron detrás de la puerta.

—Sí... —contestó él, en una mezcla de enfado y cansancio. Abrieronla puerta con ímpetu y Lain y Janes, de cinco años, saltaron y secolocaron justo entre medias de Niko y de mí.

—¡Nos prometisteis que hoy iríamos al zoo! —exclamó Janes.

—Sí, pero no a las siete de la mañana —les informé.

—Ya no podíamos dormir más, mami... —se excusó Lain. Le besé enla frente. Tenían el pelo castaño y los ojos color miel, con la piel muyblanquita. Me tenían loca... El toc, toc de la puerta desvió nuestrasmiradas hacia ella. Era la mayor de todos, Abie, que tenía diez años yera lo único que nos trajimos de nuestra vida pasada, cuando todavíaéramos Kaden y Gelina...

—¿Os levantáis ya? —dijo esta, hincando una rodilla en el colchón yandando a gatas hasta colocarse junto a sus hermanos. Niko y yo nosquedamos en las esquinas de la cama, con medio cuerpo a fuera.

—¡Qué pesados sois! —se quejó Niko. Los niños comenzaron aprotestar y aquello parecía un gallinero. —¡Cuento hasta tres! —chilló mi marido, con la paciencia agotada—. A la de tres no quiero

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ver a nadie en la cama. ¡Uno! —Levantó un dedo—. ¡Dos! —Incorporó otro más—. ¡Dos y un cuarto! —me reí—. ¡Dos y media!—exclamó, ahora más enfado al ver que ninguno se movía. Tuve quereprimir una carcajada colocando una mano en la boca—. ¡Si digo tresos saldrá caro! ¡No iremos al zoo...! —La amenaza surtió efecto y lostres pegaron un salto con las manos en alto.

—Vale, vale... —dijeron al unísono.

Cuando los tres terremotos abandonaron la habitación, todo se quedóen silencio. Solo se escuchó el suspiro de Niko. Yo me quedépensando, boca arriba, mirando el techo.

—¿En qué piensas? —me preguntó, arrimándose a mí.

—En cuánto han cambiado las cosas...

—¿Te gustan así? —preguntó con cautela y esperó algo rígido mirespuesta.

—No podrían gustarme más. —Me giré para observarlo y le acariciela mejilla.

—¿Aunque tengas que llevar el pelo teñido de negro azabache y unaslentillas que oculten el verdadero color de tus ojos? ¿Aunque tengasque vivir en una quimera, donde no podrás explicar a tus hijos tuverdadera identidad, con una línea divisoria que nos separa de ellos?

—Aunque tenga que llevar el pelo negro como la noche y unaslentillas verdes, que me gustan —le informé—, o vivir en unapequeña quimera, gracias a la cual tengo una familia que adoro.Porque estoy dispuesta a pasar por esto «contigo, pero no sin ti». Teamo, Kaden Di Stefano —le susurré al acercarme para besarle. Él meabrazó con fuerza.

—Yo también.

—Otra cosa —cambié de tema—. Ya no me guardas secretos,

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¿verdad? —Negó con la cabeza, con cautela—. ¿Tú te hiciste pasarpor Arco Rojo para recrear tu muerte y que Ángelus no supiera queseguías vivo?

—Te he dicho mil veces que sí. Mira que eres pesada con ese tema...

No lo creía, pero tampoco quería saberlo. Me ocultaba algo, perosabía que solo lo haría si con eso me libraba de un mal mayor. Y yoconfiaba ciegamente en mi marido. La puerta se abrió nuevamente ylos dos al unísono preguntamos.

—¿Bryanna?

—Sí. —Escuchamos la vocecilla de la más chiquitina de la casa; teníasolo dos años. Con el pelo rubio alborotado y su fina cara ocultadaentre los cabellos, llevaba un cuento bajo el brazo y un conejito depeluche, agarrado por las orejas, que arrasaba por el suelo. Su padre laanimó a subir y nos retiramos para hacerle espacio entre nosotros.

—¿Qué pasa, chiquitina? —le susurró con dulzura su padre.

—Quiero que mamá me lea un cuento.

—¿Cuál quieres que te cuente? —Retiré los cabellos para dejar surostro al descubierto.

—El de Cenicienta. —Tomé el cuento de sus manos y me dispuse aleer. —No, mamá —me interrumpió—. El otro, el de la Cenicienta yel lobo—. Su padre se rio y le besó la coronilla. Yo miré a Niko concomplicidad.

—A mí también me gusta más ese —comentó él, sonriente.

—A mí también —les informé.

Solo me quedaba una espina clavada en el alma; no haber podidocomunicar a Melan que estaba bien y muy feliz. Supongo que ese fuenuestro sacrificio. Después de diez años de felicidad absoluta, todavíano sabía descifrar qué sensaciones me producía sentirme feliz.

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Me di cuenta que no era lo mismo vivir, que sentirse vivo...

Fin

Esta primera edición de

Quince días con Cenicienta, de Verónica García,

terminó de imprimirse el veinte de diciembre de dos mil trece

en los talleres de Safekat, S.L.

en Madrid.