que dios teIMPORTE

Antonio Pérez Villahoz

Te encantaría estar enamorado de Jesucristo... ¡y lo sabes!

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ÍNDICE

Introducción ................................................. 5Filiación divina ............................................. 9Piedad ........................................................... 17Sencillez ....................................................... 25Guarda del corazón ....................................... 33Egoísmo ........................................................ 41Hipocresía y doble vida ................................ 49Compromiso ................................................. 57Fe… y vivir de fe ............................................ 65Aprender a querer ........................................ 73Soberbia ........................................................ 81Pobreza ......................................................... 89Dejadez e indiferencia .................................. 97Fortaleza ....................................................... 105Perfeccionismo ............................................. 113Amistad ......................................................... 121Forjar el carácter y educar los afectos .......... 129Corazones grandes ........................................ 137Amor y enamoramiento................................ 145Superficialidad .............................................. 153Dirección espiritual ...................................... 161Necesidad de la formación ........................... 169

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Te encantaría estar enamorado de Jesucristo... ¡y lo sabes!

Así me lo narraba en primera persona un joven que dio un vuelco a su vida cuando escuchó es-tas palabras de un buen amigo. Fue una idea que le tocó en lo más profundo de su ser, allá donde el alma parece tener un corazón que palpita con sonidos que uno escucha, en ese lugar mágico donde las cosas ciertas se convierten en verda-des eternas... Fue un trallazo contra los pilares de una vida vivida absurdamente, de una exis-tencia que estaba vacía de Dios y de felicidad, de un corazón seco de amor verdadero y muy lle-no de muchas cosas que no sumaban nada... Le tocó la gracia del cielo, la garra de un Dios que se ponía de rodillas para suplicarle un hueco en el

introducción

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transcurrir de sus días. Fue una vida real que se topó con la más real de las vidas. Y ahí se fraguó el amor. Ahí se disiparon los miedos, los comple-jos, las cobardías, los temores, los agobios... Ahí se quedaron a solas esa alma y ese Dios. Por eso, esta alma cambió.

Oirás todo esto y pensarás que jamás a ti te ocu-rren estas cosas, que tu vida es demasiado nor-mal y demasiado corriente para padecer este tipo de impactos..., que lo tuyo es muy sencillo: levantarse con mucho sueño, llegar casi siempre tarde al instituto, pasarla canutas para aprobar y estar muy lleno ya de maldades y pecados para plantearte siquiera encontrar a Dios en tantas realidades de tu vida... Que es muy bonito eso de amar a Jesucristo, pero que tú ya tienes bas-tante con no faltar cada domingo a Misa y con rezar de vez en cuando... ¡y que todo eso tampo-co lo haces con la frecuencia que deberías! Por eso, te asaltará la tentación de dejar de leer este libro porque llevas demasiado tiempo dándole vueltas a la idea de darle al botón de off de tu trato con Cristo. Piensas que ya lo has intentado otras veces y que siempre vuelve una y otra vez la realidad incuestionable de que caes de nuevo, de que llenas tu vida de fracasos... ¡y ya te parecen demasiados!... Y un desánimo galopante recorre las venas de tu vida cristiana. ¡Y acabas conclu-yendo que esto de amar a Dios de verdad debe estar hecho para otros, pero no para ti! Pero eso es una mentira más que te has contado para jus-tificar haber dejado de luchar. Y eso es triste...

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¡porque tú no eres así, aunque te lo insinúen a diario tus derrotas y pecados! Tú eres impor-tante para Dios... porque a Dios le importas. Y cuando uno eso lo entiende, cuando tu alma per-cibe de verdad que Dios ha ligado su destino a tu destino, que tú eres amado por Él como eres, que Cristo no busca echarte nada en cara sino tan solo hacerte feliz y libre de tantas cosas que matan tus sueños e ilusiones... entonces, yo te lo aseguro, Dios te importa a ti.

«A Dios le importas» y «Que Dios te importe» son dos libros que te hablan de lo mismo: de Él y de ti, pero quieren hacerlo sin mentiras ni anonimatos de tu alma. Por eso a veces duelen sus palabras. No son jamás un reproche... son la constatación de que tú y yo somos pecadores. Y cuando uno olvida eso, olvida lo mucho que es amado. Por eso, lo que aquí se cuenta, es solo para aquellos que se saben muchas veces perdo-nados. Para los perfectos y listillos, no tengo ni un consejo que les sirva... para los necesitados y perseverantemente pecadores, es mucho lo que tengo que contarles... ¡porque son verdadera-mente de los míos! ¡A esos me cuesta muy poco entenderles y saber qué decirles!

Por eso nunca pienses que las cosas de Dios son inalcanzables para ti, que esta vida divina vivi-da aquí en la tierra no ha sido hecha para gente como tú... porque a ti y a mí, muy de veras, nos encantaría estar enamorados de Jesucristo... ¡y lo sabemos!

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La filiación divina es caer en la cuenta de que, por el Bautismo, soy hijo de Dios. Es decir, todo un Dios ha querido nombrarme hijo suyo, pero no al estilo de un alcalde que nombra a alguien hijo predilecto de su pueblo, sino que el mismo Dios desea que yo sea su hijo.

Y para demostrarme que eso no es cualquier cosa, que no es un título para enmarcarlo en un cuadro y colgarlo en la pared, Él mismo se encar-nó, se hizo hombre y dio su vida para que jamás nadie tuviera dudas de que iba en serio… Dios no habla por hablar, no se tira de la moto así como así… Dios lo que dice lo cumple, y Él ha dicho que tú le importas y mucho, y que no te dejará solo ni un solo día de tu vida, que tus problemas son

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sus problemas, que tus alegrías son sus alegrías y que tus penas son sus penas… ¡porque eres su hijo!... ¿Cabe no llenarse de vergüenza pensando que andamos por este mundo totalmente olvida-dos de esta realidad?

Tuve la suerte de conocer a una de las familias más importantes del lugar donde vivía. Era toda una estirpe de bisabuelos, abuelos y padres fa-mosos de la ciudad. Muchas de las calles de ese lugar llevaban el apellido de alguien que forma-ba parte del árbol genealógico. Era un apellido que te abría puertas en los lugares más insos-pechados. Uno decía que venía de parte de al-guien de esta familia y se volcaban en atenderte con esmero y con exagerado aprecio. Ser hijo de esa familia se consideraba un honor y una pre-dilección por parte de mucha gente… ¡y eso que fuera de su pueblo no los conocía ni su padre!... ¿Vamos tú y yo a no tener el gustazo de poder fardar de que somos hijos de Dios?, ¿vamos a ol-vidarnos de dónde venimos y quién es aquél que nos ha nombrado hijos suyos?, ¿vamos a vivir olvidados de que pertenecemos a la estirpe de Dios, que somos uno de los suyos, que aquél que lo puede todo y lo sabe todo, creador del mundo entero… es sencillamente tu Padre?... ¿tan ton-tos podemos llegar a ser?

Hasta que no llega el día que el cristiano sabo-rea todas las letras de la frase “soy hijo de Dios”, hasta ese día, te repito, uno no sabe lo que es ser cristiano. Hará cosas, irá a Misa los domingos, rezará algo de vez en cuando e incluso partici-

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pará en procesiones y en actos de culto a Dios… pero no se empapará ni de la media… Vivirá sa-biendo que con su bautismo uno pasó a ser hijo de Dios, pero esa realidad no significará nada en su vida, no influirá en nada concreto… serán conceptos fríos, grandes verdades que no calan, realidades sobrenaturales que no cambiarán en nada su forma concreta de vivir.

Por eso, no es solo importante saber que uno es hijo de Dios, es necesario sentir que uno es hijo de Dios. Y no me refiero a nada raro, ni a ningún hormigueo por la espalda, ni a experiencias mís-ticas extraordinarias. Me refiero a que si me sé hijo de Dios, actuaré en consecuencia y eso debe-rá condicionar mi vida por completo. No solo en las cosas que se refieren a la parcela de mi piedad personal, sino a todas las parcelas de mi vida: a cómo afronto las dificultades, a qué hacer cuan-do me proponen un negocio ilícito e inmoral, a cómo reacciono ante el dolor ajeno o ante un fra-caso o ante la muerte de un ser querido… o qué hago cuando llegan los bajones o la soberbia o se despierta la sensualidad y esa bestia que todos llevamos dentro. Y esa realidad de mi filiación divina me llevará a mirar a los que me rodean de un modo nuevo: sin juzgarlos, queriéndolos aunque a mí no me quieran, sin dejar que entren en mi corazón odios, rencillas, envidias y celos… ¡porque ellos también son hijos de Dios!

Y sabré comportarme en todo como lo que soy: ¡hijo de tan gran Padre! Por eso, actuaré sabien-do que estoy siempre delante de su mirada, pero

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no como quien se siente vigilado o temeroso de ser descubierto… ¡Dios me conoce en lo más ínti-mo de mí mismo, sabe todos mis pensamientos, los motivos ocultos por los que actúo, mis incli-naciones más inconfesables y toda la bondad y la maldad que anida en lo más profundo de mi ser!... ¡Y es mi Padre que me ama con locura! Por eso, jamás le temeré porque no se puede tener miedo a aquellos que nos quieren, que juegan en nuestro equipo, que son de los nuestros… de aquellos a los que les importa todo lo mío y quie-ren lo mejor para mí.

Saberse mirado y querido por Dios –¡nobleza obliga!–, me llevará a no ocultarle nada cuan-do hable con Él, a sentirme perdonado cuando se lo pida, a actuar deseando agradarle cuando esté estudiando, o viendo una película, o toman-do una cerveza con unos amigos… ¡porque saber que soy su hijo conlleva comportarse como tal! No es justo que ante el amor de tan gran Padre, tú y yo actuemos como si eso no fuera con noso-tros. Eso, además de constatar que no nos hemos enterado de nada, supondrá convertir nuestra vida en una gran mentira, porque no hay verdad más cierta que tú para Dios eres tan sumamente importante… que ha decidido hacerte hijo suyo. Y quien vive alejado de esta realidad, no sabrá nunca quién es realmente. Andará confundido, insatisfecho interiormente, vacío de contenido y sin haber encontrado respuesta a muchos inte-rrogantes que la vida le planteará en cada esqui-na de su crecimiento como persona.

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¡Y al revés! Quien no olvida su condición de hijo de Dios quitará de su existencia mil agobios que despierta el afán por tenerlo todo bien amarrado, o los miedos ante la incertidumbre del futuro, o los pesares que crean las limitaciones… ¡porque me sabré querido por Dios tal como soy!... ¡del mismo modo que quieren las madres a sus hijos más pequeños e indefensos!

La filiación divina nos dará a su vez una enorme confianza en Dios. Tú y yo nos convertimos en mejores personas cuando notamos que otros se fían de nosotros, cuando percibimos que somos importantes en la vida de los demás… Por eso, saber que toda la felicidad de Dios consiste en estar junto a sus hijos, junto a nosotros… hará que experimentemos la seguridad que da fiarse de Dios… ¡y el gran absurdo que supone alejarse voluntariamente de Él! Quien confía en Dios no temerá acudir a la confesión para ser perdonado, quien se fía de Él le tratará durante el día, le con-tará sus cosas en la oración, se llenará de espe-ranza porque sabe que Dios está detrás de todo aquello que le ocurre… de lo que los hombres lla-man bueno y de lo que los hombres llaman malo.

Saberse y sentirse hijo de Dios alejará de nues-tra vida el desánimo que causan las derrotas. Y evitará instalarnos en esa actitud pasiva ante los deseos de Dios por nosotros. Evitará que adop-temos posturas de persona dejada, de hombres sin amor, de gentes que han perdido la ilusión por Dios y por ellos mismos, de sabiondos que

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se sienten incapaces de volver a recomenzar sus luchas diarias, de hijos que desconocen que son amados porque sí. En definitiva, quien se fía de Dios descubre pronto que lo importante no soy yo y mis circunstancias… sino Dios y los demás. Y eso llena de tal alegría interior, de tal paz ante las cosas que nos ocurren, que es difícil enton-ces que piquemos ante tanto mensaje de la calle, ante tanto slogan barato que nos invita a alejar-nos de Dios a cambio de llenar nuestra vida de ideales falsos y caducos.

Cuando toda una sociedad se vuelca en decirnos que tratar a Dios es cosa de chiflados, de gente sin personalidad, de retrógrados y pirados, de imbéciles que desperdician su vida en busca de ideales inalcanzables… tú y yo podremos respon-derles que eso no es verdad… que todo un Dios se ha encarnado, se ha hecho hombre como no-sotros, para enseñarnos que el camino que hace a una persona feliz pasa siempre por descubrir que es inmensamente amado por Dios. Por eso, huye de esa actitud de vivir olvidando que Dios es tu Padre y tú eres su hijo, lucha por compor-tarte con la dignidad que posees, no vendas lo más grande que tienes por un plato de lentejas, no desperdicies tu existencia dejando pasar los días sin pena ni gloria… y sin disfrutar de la in-mensa suerte de saberte hijo de Dios.

Tú eres muy importante para Dios porque eres su hijo. Tú tienes todo el derecho del mundo a ser feliz… y ese es el deseo más grande de Dios

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cuando te creó y pensó en ti. Para eso trabaja Dios a diario, para eso ha muerto por ti y busca tener una amistad personal contigo. No le quites la oportunidad de conseguirlo. No huyas más de Él si de verdad deseas esa felicidad que te pro-pone. Trátalo, búscalo en el interior de tu alma, habla y dialoga con Jesucristo, cuéntale tus afa-nes y tus penas, tus tropiezos y caídas, tus deseos de corresponderle y de ser perdonado por tanta basura en la que nos metemos. Quiérele con tu corazón humano, con tu forma concreta de ser, con esos defectos que te humillan y que a veces te desesperan… no te escondas más, no vivas como ausente de esta realidad, no huyas más de Él… ¡y verás que el amor renace en tu corazón, que te ves capaz de lo imposible, que te sientes importante... porque verdaderamente lo eres!

Dios jamás te dejará de lado, nunca nada de lo tuyo le resultará indiferente o sin importancia… Él sabrá cómo sacarte de todos esos atolladeros en lo que nos metemos, como librarte de esos problemas que nos generan otros o que nos ge-nera nuestra soberbia, nuestra pereza, nuestras mentiras, nuestro egoísmo o nuestra sensuali-dad… ¡Él lo puede todo y Él ha apostado todo lo que tiene a la única carta de sacarte adelante, de hacerte feliz, de acabar llevándote con Él al cielo!

¿Vamos entonces tú y yo a seguir olvidando que somos hijos de este gran Dios? Por eso, hoy es el mejor día para decirle a ese Dios que deseas vivir cada instante de tu vida bien pegado a Él,

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bien arropado por la fuerza y la paz que da sen-tirse hijo suyo, bien consolado por el perdón que emana de su corazón cada vez que nos arrepenti-mos de nuestros errores, bien conscientes de que otra vida es posible… aquella que se vive con la felicidad y la inmensa confianza que da saberse y sentirse hijo de Dios.

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tÍtuLos dE LA coLEcciónForMAción cristiAnA dE AdoLEscEntEs

Que Dios te importeTe encantaría estar enamorado de Jesucristo... ¡y lo sabes!

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