punta karaja. cuentos de fútbol

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    Sánchez;

    Giménez, Cabrera, Bas, Granada;Rodríguez, Heilborn, Román;

    Pueblo, Duarte y Viveros.

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    Punta ¬araja

    Cuentos de fútbol 

    © Los autores

    Edición literaria: Javier Viveros

    Edición gráfica: Juan Heilborn

    Fotografía de tapa: Alejandro Valdez

    Primera edición

     junio 2012

     Asunción del Paraguay

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    …nos enseñó algo

    ≈ue aprendimos y

    asimilamos como una

     verdad absoluta: que un

    gol o una buena jugada,

    como cual≈uier asuntoimportante en esta vida,

    no eÎaba completo si

    no se relataba, si no

    se contaba, si no s‰narraba y recreaba con

    la ma¢a de las palabras.

    ˙l Fantasˆta , Hernán Rivera Letelier

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    Pitazo inicial

    Es preciso consignar primeramente que no son demasiadaslas décadas que llevan ligados la literatura y el fútbol. El popu-lar deporte ha sido muy menospreciado por los intelectuales,considerándolo casi como un opio de los pueblos. Más allá delo parcialmente verdadero de su condición de distractor, laliteratura no tuvo más remedio que abordar al fútbol como loque es: un fenómeno profundamente humano, con sus héroes y villanos, sus gestas épicas y sus historias íntimas.

    Podemos encontrar numerosas similitudes y puntos decontacto entre las letras y el fútbol. Una endiablada gambe-ta nos remite a un retruécano redactado por Garrincha, elanalfabeto. Una reticencia es lo que hizo Maradona contraItalia en el 86: un toque sutil hacia las redes, casi sin mirar.La contundencia de un remate de punta karaja nos sugiereun altisonante apóstrofe que no permite ni el amague de una

    respuesta.De los escritores que han dignificado con sus páginas la

    cultura futbolera son muy conocidos Juan Villoro y EduardoGaleano. Y de los preferidos citamos al indeleble Fontanarro-sa, sus compatriotas Osvaldo Soriano y Eduardo Sacheri, elinglés Hornby y el ibérico Vázquez-Montalbán. Incluso gana-dores del Nobel como Camus, Grass, Cela o Asturias han dedi-

    cado páginas a este deporte. También está lo otro, futbolistasprofesionales que se han pasado al equipo de los escritores deficción; por citar algunos van tres argentinos: Sorín, Solari y

     Valdano.

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    10 Para esta colección de cuentos, se ha perseguido la ideade exponer en letra impresa la inquebrantable influencia delfútbol en la vida y el pensamiento de esta generación. Se haconvocado a los jugadores y jugadoras, estudiado esquemastácticos y negociado cual dirigentes. Luego de mover los ima-nes sobre la pizarra y de haber arengado a los jugadores, elequipo titular salta a la cancha:

     Al arco, David Sánchez, portero que hace de la delirante

    sencillez su virtud y apoya su saque potente en el humor po-pular.

    En defensa: Damián Cabrera, intuitivo, sensible, recurremás a la técnica que a la potencia para anticipar y despejarinjusticias; a su lado, Humberto Bas es el central fuerte, efec-tivo en su vivacidad, lúdico en su crítica hacia una absurdamasculinidad. Milady Giménez ocupa el sector derecho con

    elegancia, sutileza y una muy amplia visión del juego y de lasrelaciones humanas. En el otro sector, Nico Granada es puraimaginación y delirio, velocidad solidaria en la economía derecursos.

    Desde el centro del campo, Juan Heilborn investiga, lee elpartido, hace del análisis rasposo el sello de su juego. Sobre labanda derecha Jazmín Rodríguez arremete sus obsesiones en

    un ida y vuelta constante, típico volante mixto, extrovertidacon su interioridad. Por su parte, Ever Román da rienda sueltaa la imaginación, aporta dinámica y desfachatez con un juegomás poético que contenido.

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    11El enganche Cresencio Pueblo se ayuda de poderes paranor-males para jugar hacia adelante el difícil juego de la memoria.En la delantera, Rolando Duarte Mussi es quirúrgico, incisivo,calculador, lastima defensas con sensibilidad de puntero. Porúltimo, Javier Viveros hace con variedad de recursos la gam-beta indescifrable que acaba, inevitablemente, en la sonrisa.

    Queda tan solo iniciar el partido y que las páginas seanlos minutos que en su devenir puedan darte alguna diversión,

    árbitro lector.

     Arsenio Ñamandú,autor de ˙l Punta ¬araja como una de las bellas artes.

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    Los cuentos

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    15Poco antes de abordar el avión que llevará a la selección na-cional rumbo a un nuevo mundial, hablamos con uno de losprotagonistas de esta nueva hazaña de la Albirroja, me refieroal conocidísimo y querido Pájaro Campana.

    —Pájaro Campana, estás a minutos nada más de partir para Alemania, me imagino que contento por la clasificación y porhaber sido una vez más el amuleto de la suerte que acompañóa la selección durante toda la eliminatoria... y ahora de vuelta

    con la esperanza puesta en llegar lo más lejos posible en estenuevo mundial... Pájaro...

    —Si, si, Alberto, así es...—Querés enviar algún saludo, supongo que a toda la teleau-

    diencia del país que te está viendo en vivo y en directo, tam-bién está aquí tu familia que vino a despedirte en el aero-puerto... y seguro que querés aprovechar para agradecer sobre

    todo a los dirigentes... eh... y a tus auspiciantes que siempreapoyaron este sueño tuyo...

    —Si, así mismo es...—Bueno Pájaro, buen viaje, buena suerte y a seguir alen-

    tando a la selección como el hincha número uno, qué digo,¡como símbolo de la patria!... ¡Fuerza!

    —¡Gracias!, ¡gracias!, ¡viva Paraguay!

    Entrevista: Alberto Mister

    El Pájaro Campana

    David Sánchez

      Ù Papini, héroe de mil batallas.

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     A sus cuarenta y cinco años, en el pico más alto de su carrera,podía sentirse satisfecho. ¡Cuántas ciudades había recorrido

    firmando miles de autógrafos! … Ah… ¡y a cuántos mundialeshabía volado para llevar su canto de aliento! En pleno vuelo,con una media sonrisa apenas esbozada en su rostro, reflexio-naba sobre sus inicios. Quién hubiera pensado que él llegaríaa ser con el tiempo una súper estrella del fútbol. Debido asus escasas dotes futbolísticas, ya desde chico estuvo relegadosiempre al banco de suplentes, y como su familia era humilde

     y nada influyente, no tuvo cabida ni en el onceno escolar, alláen su natal Carayaó. A los diez años, gracias a un giro de la suerte, tuvo un breve

    paso por la titularidad. Había ganado una pelota oficial decuero, número cinco, en la feria del pueblo y eso lo hizo ina-movible en su puesto. Poco le duró la dicha, un caraguatá mal-

     vado se encargó de pinchar la burbuja de felicidad en la quehabía vivido por un mes. En su adolescencia, siempre embele-

    sado por el deporte, consiguió un puesto como pasapelotas enla liga departamental. Luego de su conscripción en la Marina,quedó por Asunción y mediante un tío masajista consiguióun puesto como camillero del club Presidente Hayes, primero,para pasar después a Cerro Porteño. Ahí empezó también adesempeñarse como parrillero auxiliar y con el tiempo logróascender a asadero oficial. Esto le valió el aprecio de la direc-

    tiva y de todo el plantel, al que empezó a acompañar inclusiveen sus giras al exterior.

    Pero su verdadero despegue vino años después, cuando vioun partido de eliminatoria sudamericana: Argentina vs. Co-lombia. ¡Qué partidazo!, ¡qué baile! Los morochos le llenaronel arco a la Albiceleste. Un detalle llamó su atención, entre loshinchas colombianos las cámaras seguían a uno en especial,

    un tal Colé, la mascota del equipo. Su corazón dio un vuelco.Eso fue para él como una señal del cielo, un buen augurio. Conla paciencia de nuestra raza, esperó su momento; pasó largasnoches pensando en su personaje; confeccionó él mismo su

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    colorido atuendo; y gracias a sus contactos con la dirigencia,el Pájaro Campana rompió por fin el cascarón en el partidodebut de nuestra selección, en las eliminatorias para el mun-dial de Francia 98. Ayudado por el resultado favorable logró

    una pequeña mención en la prensa local. Su popularidad fueaumentando a medida que pasaban los partidos, mientras lasuerte, antes esquiva, parecía sonreír ahora a nuestros onceleones. La clasificación al mundial luego de más de diez años,acabó por consagrarlo como figura. En diciembre de 1997 unabandada de cientos de niños ataviados como el Pájaro Cam-pana peregrinó hasta Caacupé, provenientes en su mayoría de

    Carayaó, donde semanas atrás lo habían declarado Hijo Dilec-to de la ciudad. Después vino la historia que todos conocemos,las giras, los mundiales, la fama. Terminó de pensar en esto justo cuando una bella azafata pasaba a su lado y aprovechópara pedirle, con un guiño, otro whisky. Tal vez más tarde,pensó, hasta podría animarse a robarle un piquito...

     Todo cambió al llegar a Alemania. Poco antes del partidocontra Inglaterra tuvo un mal presentimiento, pero no dijo

    nada, no quería ser pájaro de mal agüero. Lastimosamente supálpito no falló. Por más que aleteó de aquí para allá y alentóhasta más no poder, por lo menos durante los primeros sieteminutos, la selección perdió ese fatídico partido. Y no sóloeso, para mayor desgracia, la imagen de la derrota recorrióel mundo. Primer plano internacional. El Pájaro Campana,nuestro símbolo nacional, aparecía totalmente abatido. El

    tempranero gol en contra –¡en contra para más!– sumado ala lesión de nuestro arquero, fue demasiado. Se derrumbó ahíla mascarada de improvisado showman deportivo y emergióde sus cenizas el simple hincha, el sencillo hombre de tierraadentro, duro por fuera –como las pelotas de antes–, capaz deaguantar los peores embates o, como en este caso, de desin-flarse en el momento más inoportuno.

     Y eso no se lo perdonaron. La condena de la opinión pú-blica, azuzada por la prensa, fue brutal: tΩe raku , yetudo. A na-die convencieron sus explicaciones ni disculpas. El hambre, elcansancio y el frío que soportó desde su arribo a suelo teutón

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    no eran excusas. Pobre Pájaro, le cortaron las alas... ese fue sufin. Olvidado por los dirigentes, sus antiguos protectores, susperspectivas de supervivencia eran más bien sombrías y, anteel inminente peligro de extinción, no tuvo más remedio que

    emigrar a otras latitudes. Pensó en un cambio de aire y se fuea Buenos Aires.

    En la capital porteña lo esperaba su compadre, que variosaños antes había llegado allí en busca de mejores horizontes.

     Amparado en el anonimato el Pájaro se integró rápidamenteal trabajo de albañil. En la villa, donde los domingos compar-tían con otros compatriotas, se ocupó con esmero y humildad

    de la parrilla, además de alegrar, de vez en cuando, las impro- visadas peñas con su voz un tanto aguda, pero pertinente a lahora de entonar una polca  jaheœo , composición predilecta dela concurrencia.

    Estas pequeñas alegrías no lograban, sin embargo, despejarlas densas nubes que ensombrecían su ánimo y lo hacían pa-recer como ausente. Siempre evitaba hablar de fútbol y habíadesarrollado una especie de fobia por los estadios. Buscó alivio

    en otras muchedumbres, cambió El Gráfico, cuyo contenido lomortificaba, por la Biblia y depositó su fe en otro «Salvador»,más alto y delgado, que por la pinta que tenía, podría haberllegado a ser un buen media punta, según calculaba, a veces,entre rezo y rezo...

     Y en esos menesteres se encontraba cuando la desgracia,lejos de perderle el rastro, lo encontró. Y lo encontró, cómo no,

    en una esquina, que es donde suelen pactarse los encuentros.Pero lo que él encontró, en realidad, fue un árbol; un árboldonde descansar las alas, podría pensar una dama enterne-cida por su drama, pero no, no, no, no… nuestro amigo noestaba cansado, bueno, tal vez un poco, pero no era esa la ur-gencia que lo llevó a apoyarse en el tronco del árbol y pájaroen mano desahogar el fruto de su afición al tereré, que como

    buen paraguayo compartía con otros compatriotas en sus es-forzadas jornadas de improvisado albañil. Y quiso el destinoque tan placentera como impúdica tarea fuera interrumpida,no por uno sino por tres policías que lo encañonaron como

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    a un criminal, mientras le decían: sos campana vos, che, soscampana… ¡ahora sonaste!…

    Sorprendido por la situación él no atinó sino a respon-der bien alto: ¡sí, yo soy, yo soy! GuΩra Campana ndoje entregái,

    tratando de zafarse de su fuerte custodia. Un culatazo bienaplicado le surtió de suficiente calma hasta su arribo a la sedepolicial. En tema de documentos sos un campeón, le dijo unpolicía, un súper indocumentado sos y encima te me hacés elmudo: cantá campana, cantá!, le dijeron, y en eso entonó elhimno nacional, luego un estribillo de la Albirroja, interrum-pido por el sonido de un nuevo culatazo. No le sacaron una

    palabra más, no volvió a abrir el pico.Menos mal que estaba yo. Para él digo, porque lo que erapara mí, hubiera preferido estar en cualquier otro lugar, máscómodo y menos atrapante, si me entienden. El caso es queal Pájaro lo traen a la jaula. Mirá dónde vino a encontrar aun compatriota y en qué circunstancia… Hablamos en gua-raní para prevenir injerencias externas y luego de contarmemás o menos los pormenores de su arresto, se calló. Puede

    ser que tenga cara, pero boludo no soy. Ni cagando te hacentanto alboroto por mear en la calle. Luego de repasar los he-chos detenidamente y ante mi notoria desconfianza hacia su versión, suspiró y se sinceró. Yo tengo un secreto, me dijo, yestos kurepas parece que me pillaron, es la única explicación.Durante el tiempo que estuve trabajando aquí nunca me atrevía contarle a nadie, por temor a que me desprecien: yo soy el

    Pájaro Campana. Y ahí me contó su historia y soltó su teoría.Que estos tipos lo reconocieron a pesar de no llevar su atuen-do oficial y que, según él, se tomaron revancha por aquel in-olvidable empate que logramos a domicilio ante la selecciónde Argentina, en una ya lejana eliminatoria. Cómo olvidarlo...¡Golazo del Chila! Se le llenaron los ojos de lágrimas por elrecuerdo. Che ndanegamoœåi, che paraguayo, che GuΩra Campana ,

    dijo, e inevitablemente lloró. Apenas salí, fui directo al consulado. Esperé muchísimopero me quedé, no me iba a mover hasta que me atendie-ran. Expliqué la situación lo mejor que pude. La investigación

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    demostró que Pájaro no tuvo nada que ver con el asalto quese registró a media cuadra de donde lo detuvieron mientrasorinaba por un árbol. No fue él el «campana» que alertó a losmalvivientes de la presencia policial en la zona. Este tipo de

    confusiones nos puede pasar hasta a los mejores, se disculpóun cana. El consulado se encargó de los trámites y él, en reali-dad, nunca se enteró del trasfondo de la cuestión. Lo soltaronsin más explicaciones. Afuera yo lo estaba esperando. El Pája-ro Campana no solo recuperó su libertad, porque ese día, en sumirada pude reconocer cierto recuperado orgullo.

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    Los animales pasan. Su presencia es, raras veces, una apari-ción notoria. En el pastizal, ligeramente, vibrar de láminas.

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    Su desplazamiento había llegado a término ventajoso, y elsueño de las finales cobraba forma de promesa. Todo eso pa-

    sado años de sus primeras incursiones en el campo; y en lascarpas transitorias, en las losas y en los ranchos del lugar dedónde provenía el crack, las radios coincidían a la hora deldescanso, teniendo por momento de unidad el elogio de susfuerzas sin desgaste.

    Era el contento solicitado luego de la invasión de langos-tas. Y aunque al respecto se guardaba el mayor recaudo, todos

    intuían que el corolario sería más bien mbóre ; y mejores co-sechas.

    Esperaban.

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    El vacío se abre en el pastizal como un estornudo cortando elsilencio. Norberto cava con la azada pequeños surcos forman-do cuadriláteros, circunferencias y semicircunferencias. Huboun momento en el que la seguridad de la empresa había sido

    Terreno de juego

    Damián Cabrera

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    puesta en duda, pero ahora que la cancha cobraba forma, laalgarabía corría hacia el interior de las carpas, y ese trabajoera visto como un mojón que se instala a medida que se ganaterreno.

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    Elegir el lugar fue lo más fácil. Había una superficie llana jun-to al humedal, que tenía por límites la ruta internacional alSur, el asentamiento al Este, el sojal, los bosques y una olería

    abandonada, alrededor.Primero fueron las llamas, y se alejaron un poco porque el viento quería extenderlas hacia el bosque. Mucho después vi-nieron las primeras corpidas ; pero el pasto se extendía muerto y hubo que carpir cuidando que no quedara ningún trozo deraíz que pudiera lastimar sus pies.

    Los primeros juegos fueron los más tortuosos, pero el goce,la satisfacción provocada por la labor que se realiza con es-

    fuerzo, fue el motor que aplanaría la tierra.

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    Una vez cesado el fuego, caminar entre las cenizas es un tra-bajo; puesto que una región aparentemente ilesa puede ocultar

    un infierno interior ardiendo perezoso.Fueron a cortar unos palos para los arcos, y en el camino

    miraban el suelo, porque ser vistos andar por ahí sin pudoralguno empezaba a ser una molestia que preferían evitar. Peroel tránsito fue silencioso y nadie se vio inclinado a recurrira la intimidación o cosa más consistente como reacción aamenaza.

    Cuando Norberto hundió el hacha, perdió el equilibrio ycayó de espaldas, vomitando su almuerzo. Era algo habitualdesde que se habían instalado, pero lo mismo a todos les diomucho asco. Ellos rieron. Él.

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     A la edad de ocho años, Norberto se hallaba cazando ali-mañas para luego distraerse dándoles muerte, pero un malcálculo le acabó los pies.

    Por eso Norberto es el eterno arquero. Con los muñones

    anclados a la tierra, realiza la tapada más curiosa que jamás sehaya visto en el potrero.

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    Norberto tomó las culebras con un palo y las arrojó. A las

    brasas, donde desaparecieron instantáneamente, como hun-diéndose en un mar de lava.

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    Nadie, como él, aplaude las llegadas de su dios a la meta. Él sehunde las manos entre las piernas haciendo el chaj chaj de un

    mortero, afina el oído con cara de imbécil y luego salta sobresus muñones cuando su héroe finaliza el ataque.

    Este año su devoción ha sido única, y alguno piensa queen su espera no hay lugar para que las derrotas se inscribanquietamente y le siente.

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    La gente registra el espacio por un rato. Todo parece tener lalamentable calma de los entierros. Algo zumba, menos de loesperado afuera, menos de lo que se quería, y algún petardotaladra disconforme la noche. Algunos olvidan lo que hacencuando beben, y otros quieren olvidar lo que hacen cuando

    beben. Se ha perdido. Pero todo pasa al olvido. Pero todo...Él: No.

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    Cuando el crack entró con el corte en el hombro, el capataz lorecibió con el rostro empañado; se dio con el puño en la cabe-

    za como un doble signo de lamento y aclamación. Él hundióel dedo en la herida y miró hacia el pastizal, donde algo aúnse movía.

    Siempre se habían tratado con odio mutuo, por eso, ahora,la cortesía del recibimiento de los colonos lo descolocaba, yél accedía a las fotos y los autógrafos de forma mecánica aun-que desconfiado. Aún así, ahora aguardaba el atendimiento

    correspondiente con la certeza de que su regreso sería másseguro, aunque desde que se sentó, la muerte era algo inelu-dible en su pensamiento, pero en tantas direcciones. Que seconfundía.

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    La calle es de un color rarísimo. Eso que se le ha metido en

    la cara, haciéndole sudar, o algo por el estilo, no son sino lasdiversas texturas del camino que recolectó con el pómulo de-recho y una de las narinas.

    Por aquí pasan muchos camiones, hasta el río, para cruzaren balsa. Y en el transcurso dejan caer porciones que matizanel pasaje.

    Si hubiesen llegado a finales, habrían ido en camión hasta

    el arroyo, donde él chuparía las mandarinas que le gustan tan-to. Pero no llegaron y él está cansado y huele a caña.

     Ahora que las frustraciones lo inclinaron casualmente, oél eligió inclinarse causalmente por ellas hacia una participa-ción más activa pero cuyo peso excesivo se ha vuelto aplastan-te, la existencia de las mandarinas tiene continuidad asegura-da, al menos en una de sus formas. Así como en un terreno

    simultáneo, él tendría para anotar los pies.

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    Una noche en One&One

    Puntuales, los once dimos el presente para otro aburrido vier-nes en One&One ;

    Juan Carlos Matienzo, alias Hilacha, Biólogo ecologista yputo;

    Dardo Hinostroza, alias Viruta, Ingeniero Agrónomo y puto;

    Luis Aníbal Pedemonte, alías Gigio, Abogado y puto;Genaro Ruiz Alcázar, alias Soy un Vicio Suavemente Amar-

    go como la Rúcula, o Rúcula a secas, Arquitecto y puto;Esteban Medina y Vedia, alias Turturro, Contador y puto;Mario Duarte Muñoz, alias Losiento, Arquitecto y puto;Rodrigo Rubén Rivadeneira, alias Cachamai, Abogado y

    puto;

    Federico Javier Pelusa  Rondelli, Ingeniero en sistemas yputo;

    Juan Carlos Flor de Otoño Urrutia, Arquitecto y puto; Ariel Germán Cantimpalo Locatti, Historiador y puto; y yo,Humberto Amancio Ternero Mamón Bas, Escritor y puto.La enumeración de los datos anteriores nos exime de acla-

    rar que el nuestro era un grupo de putos y que One&One era

    un local para putos. Como consecuencia salta a la vista queeste será un cuento sobre putos. Por lo que… ¡Almas sensibles y amplificadas, avanti! ¡Almas putófobas, punto final y hastala vista!

    Putus Versus

    Humberto Bas

    Ÿeñoras y Ÿeñores: hoy andaremos por una senda estrecha, pero que puede llevarnos a una vasta perspectiva.

    Sigmund Freud

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    Ese viernes estábamos los once de siempre en el sillón desiempre en otra noche que pintaba patética. Noche a volati-zarse entre tragos, chismes sobre chongos y la esperanza deque algo extraordinario nos arranque del eterno orbitar alre-

    dedor de la idea fija. La idea Pija, como decía el Hilacha.No ha de haber mayor sembrador de esperanzas que un en-

    fermo terminal, y nosotros rondábamos lo crónico. No distin-guíamos cabalmente entre esperanza y obsesión y cualquierade las dos cosas o las dos juntas era la Pija.

    Pija, Pija, Pija.Nuestra noción de Pija iba más allá de alguna Pija concreta

     y palpable. Era más bien una entelequia que nos abroquelabaen One&One como causa primera y razón última.En esa dicotomía de obsesión-esperanza nos sentíamos pa-

    recidos a esas viejas con escapularios que después de misa se juntaban para  falar  de Dios. Dios cómo EL tema. Dios comoidea Pija. La Pija como idea Divina. Pija y Dios como Ideasque se imponían y se comulgaban en diferentes templos. Ysi al regresar a sus casas, dos o tres de esas amables señoras

    coincidían en el camino, no hablaban de Dios, sino de cosasmás íntimas y personales, de necesidades más acuciantes eintensas como sus cretonas, sus várices o sus hijos; lo mismoque nosotros, al encontrarnos ocasionalmente hablábamos dediscos, libros, de malvones o de crema para las hemorroides.

    El nuestro era un grupo de putos liberales que como cual-quier otro grupo sufría los embates de la novedad y la afluencia

    de nuevas caras, como las defecciones por el fin de la novedad.Pero a diferencia de la mayoría de los otros, con los años nosfuimos consolidando por haber precisado un par de reglasmínimas y escuetas cuya contemplación era más sagrada quela tabla rota de Moisés:

    I- Nada de endogamia.II- Prohibido el trueque de chongos.

    Como liberales, nuestro compromiso político llegaba a la sim-patía. No militábamos; simpatizábamos. Ahí llegan Los Sim-páticos, nos chicaneaban las Trolas cuando ingresábamos a

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    One&One (ya hablaremos de ellas). Participábamos individual-mente yendo a las marchas, comprando revistas, aportandopara los encuentros de mujeres, congresos sobre el aborto y/oSida, festivales y marchas del orgullo LGBT  cuando se hacía en

    la capital. En nuestra ciudad jamás se podría realizar una cosaasí, pensábamos entonces. Algunos de los nuestros escuchabana Kenny G, Enya y toda la basura céltica, otros, los más culti- vados, a Andrea Vollenweider, Pat Metheny y Bola de Nieve.Leíamos todo Puig y Villordo, a Lezama Lima y Perlongher,Barthes y Sarduy y a la primera María Elena Walsh, a la se-gunda la descartamos por menemista; Fassbinder era nuestro

    cineasta de cabecera y Querelle nuestra bandera de identidad...pero todos queríamos tener el sarcasmo lúdico de Oscar Wildesin pagar lo que pagó él por su bravuconada verbo-genital.

     Y estábamos los once decía, en nuestro círculo de siempre. También otros grupos. Las mencionadas Trolas en el rincónmás oscuro charlaban como si estuvieran conspirando. De

     vez en cuando miradas vidriadas se dirigían hacia nosotros ynosotros las esquivábamos como si fueran dardos acusatorios.

    Detrás de las Trolas, las Maricas jugaban a embocarse manís yfestejaban sus aciertos con grititos que dinamitaban nuestrosoídos. Al borde de la pista las Travas gesticulaban en play backLost in love  de Air Supply en completa elevación romántica.Daban la impresión de haberse juramentado suicidarse conefecto dominó si antes que concluyera el tema no atravesabala puerta el amor de sus respectivas vidas. Había más gente

    dispersa en la barra del fondo; un par de Bi y un trío de Swinque intercambiaban fotos y análisis de sangre al amparo de lapenumbra sicodélica, y los dos aburridos patovicas que comosiempre, terminarán templando la espalda de algunos de losnuestros a cambio de unos mangos.

     Y nada más.Discurríamos…

    One&One  era nuestro hábitat, o como decía el Hilacha,nuestro ecosistema. Aquí diferentes subespecies sexuales convi- víamos en un equilibrio precario y dinámico, compitiendo ycooperando por celos y necesidad. Flor de Otoño prefería lla-

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    marlo nuestro Templo. Templo de ser…, templo donde comul-gábamos nuestra fe particular sin molestar a nadie y sin quenadie nos moleste; espacio de fantasía y plenitud donde aban-donábamos los luises y migueles de nuestros nombres y los

    ingenieros y arquitectos de nuestros títulos nobiliarios paraser simplemente virutas, rúculas, flor de otoños o cantimpalo.En One&One podíamos sentarnos, tomar, charlar, bailar y be-sarnos sin que el estúpido anonadamiento en el rostro de losmataputos nos convierta en un espectáculo sobrenatural.

    Cada noche caían de a tres o de a cinco heteros. Nunca delos nuncas, solos. Los delataba una especie de temor sepulcral

    en sus andares. Caminaban como si acabaran de entrar a unmuseo de rarezas. Trataban de no rozar a nadie y si lo hacían sedisculpaban como si acabaran de tocar alto tan frágil y fungiblecomo una mariposa disecada. Disculpame, disculpame, fue absolu-tamente sin querer  , y se sacudían la ropa. Para ellos éramos bi-chos infectocontagiosos que trasmitían la putez por contacto.

     Al principio daban ganas de escupirles en el rostro todo eldesprecio que nos producían sus prejuicios. Pero con el tiem-

    po nos fuimos acostumbrando a sus presencias. Los veíamoscomo soretes a la deriva de un desborde cloacal.

    Esa noche el Hilacha discurría sobre la teoría de que a lasMaricas no le gustaban La Pija. Nombraba La Pija como sifuera una deidad universal que no toleraba el plural. No exis-ten las pijas, existe La Pija; lean si no Tótem y Tabú. Decía quepara ellas, para las Maricas, La Pija era un mal necesario, un

    mal como lo fuera para sus madres que sin lugar a dudas erano fueron o son unas señoronas frígidas de las que ofrendabana Dios el sacrificio de la cópula doméstica. Para el Hilachaestaba científicamente comprobado que la frigidez maternalproducía mariconazgo en los hijos únicos, y decía hijos únicosmirando a Flor de Otoño que era hijo único de madre viuda.La maledicencia del Hilacha no tenía límites. Siempre creyó

    que Flor de Otoño era más marica que puto nada más porquesus ademanes eran amanerados. El Hilacha nos desafío a quefuéramos hasta la mesa de las Maricas para hacer un censo insitu para comprobar sus dichos. A que son todos hijos únicos.

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    Nadie osó aceptar el desafío por temor al ridículo, y por-que se sabía que todo aquello era una chanza, un simplediscurrir sobre lo que sea para espantar el tedio. Y el Hilacha,inimputable y con la lengua caliente, proseguía su exposi-

    ción por el lado de que lo que más quieren las Maricas delser mujer no es el ser hembras si no el rol social de ser mujer,que es un rol histórico, y nadie entendía la diferencia entreuna y otra cosa, pero no importaba; aquello era una concier-to verborrágico y atolondrado al que no habría que hacerlepreguntas y menos tratar de comprenderlo. Sólo había quedejarse llevar, porque sino, afuera de sus palabras estaba el

    retorno de la eterna ausente, La Pija, y mientras él hablabano pensábamos en ella, en La Pija, y entonces nos abando-namos, nos abandonábamos a su discurrir; ellas quieren seramas de casa, decía, extrañan la servidumbre primordial desus madres, por eso son aniñadas en eterno estado premens-trual; las Maricas, jetoneaba, las Maricas amigos, las Maricascomo idea se avienen mejor con el antiquísimo conceptode Uranismo, una palabreja que inventó Karl Heinrich Ul-

    rich allá por 1860 cuando aun no se usaba el término ho-mosexual, y Karl Heinrich Ulrich no era homosexual sinomarica, no le gustaban los hombres; él era hijo único y sóloquería ser como su mamita, y por eso definió al Uranismocomo anima muliebris in corpore virilis inclusa , o sea, alma demujer encerrado en el cuerpo de varón; y el cuerpo de varón,amigos, el cuerpo de varón me trae a la memoria la otro teo-

    ría que tenía para hoy, lo que somos los Putos, o lo que losPutos somos para las Maricas. Para ellas somos como aguje-ros negros, o marrón, para decirlo con más precisión. Sí, losPutos somos agujeros negros para quienes la luz de nuestras vidas son porongas flotando en el infinito espacio interes-telar: poronga que se acerca a nuestro horizonte de eventos,poronga que va adentro.

    Noo, noo, dijimos. No podíamos darles créditos a esas queestaban jugando a acertarse manicitos en sus bocas, gritandocomo si hubieran ganado la medalla de oro de las olimpiadasdel boludeo.

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     Ahí comprendimos el fenómeno de las mujeres que inva-dían los estadios. No era el fútbol que desplegaban estos ñatos,sus despliegues tácticos o sus exquisitos toques; eran sus culos

     y sus torsos, las remeras emboquilladas en el cuello que acen-

    tuaban los plexos del pecho y aguzaban la punta de sus tetillascomo si vivieran en un constante ardor sexual; en el bulto ya no se reparaba porque aquello había quedado en la toscacategoría de lo cursi; más bien era esa totalidad compleja yambidextra al que llamaban un metrosexual .

     Y que llegaran ahí, que vinieran a hacerse oler era el summum de la malaleche. Bailaban y se reían entre ellos, hacían tren-

    citos entre las mesas; exhibían impúdicamente sus cada vezmás abiertas camisas entre cuyos pliegos asomaban depiladospectorales, cadenillas de oro, algunas engarzadas con anillos osortijas de compromisos, otros con discretas crucetitas con in-crustaciones de brillantes, falsos o verdaderos uno ya no sabía, y como corolario, el símbolo de los símbolos de la más nau-seabunda mersada: el tatuaje en cuello que sobresalía en unasupuesta y descuidada discreción sobre el cuello de sus camisas.Miren lo que no van a tener, miren lo que nunca van a tener . Mírennos,idiotas, nunca van a gozar de todo esto que somos , escupían en nues-tras narices. Postergamos todo análisis crítico, suspendimosapreciaciones porque estábamos pasmados de deseo objetual.

    Nos quedamos mirándolos cómo no nos miraban. Nadiehablaba porque hubiera sido mojar la lengua y los labios ypreferíamos estar con la boca abierta, la lengua seca, la gar-

    ganta resquebrajada para que la expectación fuera más sufrida y plena. Los Galácticos devenidos Galancitos por ocurrenciade alguien que logró musitar  algo, seguían su libreto de locu-ra. Cada vez se animaban más. Se contoneaban remedandogrotescamente lo que para ellos eran nuestros pasos y gestos

     y voces; fuera cumbia villera, hip hop, rave o cuarteto inva-riablemente aplicaban los pasitos de los Village People o los

    superamanerados meneos de Locomía; quebradas de muñecas,pasitos cortos y gritos estridentes.En otras circunstancias hubiéramos dicho que esos no te-

    nían la más puta idea de lo que era ser puto. Unos miserables

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    cagones a los que se les frunciría el culo de solo pensar quese los harían. Pero cuando alguien de los nuestros intentabadecir algo, ellos subían la apuesta y aparecía, por ejemplo, elsudor. Lamparones oscuros debajo de sus axilas. Charquitos

    en sus ombligos. Y cuando la sorpresa de las axilas iba decli-nando y podría haber algún tipo de reacción, Los Galancitosdesaparecieron.

    El cóctel de Paco Rabanne, Christian Dior y Calvin Kleinformó una estela con perfume a chinche y eso fue todo lo quedejaron.

    Once batracios boquiabiertos intentábamos comprender lo

    que pasó.

     II

    Chon’go, la pantera de Mozambique

     Antes del amanecer alguien logró articular algo y fue para

    pedir un trago. Tras otra tanda idéntica de tiempo el Hilachalogró expresar un conjuro de impotencia:

    Esos hijos de putas nos la van a pagar.Por distintas razones las Trolas, las Travas y las Maricas tam-

    bién estaban conmovidas. Con los diferentes motivos a cuestas,en un hecho sin precedentes en la historia interna de One&One ,Putos, Trolas, Maricas, Travas y los demás que aún no consti-

    tuían identidad colectiva confluimos en una sola mesa.La confluencia era meramente física, y no implicó conver-

    gencia de diagnóstico, pronóstico ni de acción.Nos llevó toda la noche pensar en venganzas. Entre expre-

    siones de indignación y bronca fuimos analizando cada unade las disparatadas ocurrencias. Ir a un boliche hétero, eraimposible. Apenas nos acercáramos sonaría la alarma social.

    Dos putos juntos cercano a un boliche hétero era una asocia-ción ilícita. Tres, una incitación a la violencia social. once, unlevantamiento carapintada de rosa que implicaría el estado desitio. Ni hablar si fueran las Travas.

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    Para algo estaba la zona roja.Las Trolas propusieron políticas de acción directa. Putos,

     Travas y Maricas nos miramos espantados. ¿Qué era eso? So-naba a guerrilla. Las trolas nos explicaron pacientemente que

    era intervenir en espacios públicos mediante escraches en sushogares, o en los lugares donde frecuentaban; la iglesia, porejemplo.

    Pero no había caso; la palabra política nos espantaba. To-dos, Putos Travas y Maricas, a nuestra manera repetimos elsambenito de que nosotras no hacíamos política, que no nosqueríamos meter en política, que la política era sucia, y bla

    bla bla… Ahí comprendimos que las miradas de las Trolas noera natural de las Trolas, que sus miradas eran de odio y des-precio específico hacia nuestra imbecilidad. Pero entonces,al menos yo no comprendía que lo nuestro era imbecilidad,sino verdad pura.

    Nosotros aportamos ideas típicamente de Putos. Nos pavo-neamos en otras formas de venganza. Pelusa, inspirado en laleyenda de Janis Joplin, propuso el clásico del pingüino. Espe-

    rarlos en el vestuario tras un partido, bajarles los lienzos uno auno hasta los tobillos, mamárselos tranquila y amorosamentehasta que estuvieran a punto y dejarlos con la poronga tiesa,la leche barruntando en el cogote, los pantalones en los tobi-llos y el suplicio doble de tener que suplicarnos, al trotecitotorpe de los pingüinos que volvamos, que no los dejemos así…

    –Ustedes son tarados o qué, compañeros Putos, nos respon-

    dieron las Trolas ¿No pueden salir del falocentrismo? Acasocreen que vamos a mamarle la verga a alguien, y más todavíaa esas mierdas infatuadas de los galacnosecuantos? Piensenun poco. Piensen con la cabeza no con el oooorto.

    –Nosotras sí, y gratis, ji ji ji…, chancearon las Maricas, echan-do por tierra con risitas mariconas toda la teoría maternal delHilacha.

    Pero estaba visto que la humillación de los marginados noalcanza ni para lamerse las heridas. A punto de renunciar el Hilacha, ¡cuándo no el Hilacha!,

    largó la idea más descabellada de todas:

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    —Tenemos que armar un equipo de fútbol.El silencio fue la respuesta de todos.

    —¿Un equipo de fútbol?—Un equipo de fútbol.

    —¡Un equipo de fútbol!—Y para qué un equipo de fútbol, preguntaron las Trolas.—Sí, un equipo de fútbol, repitió el Hilacha, y luego, imbui-

    do por la carga de su nueva afición, la cabalística y el tarot,explicó.

    —Un equipo de fútbol. No sé para qué, no me preguntenpara qué, pero por algo pasó esto. Para algo. Ellos eran once y

     vean, cuenten, también somos once. Esto no es fortuito ni unaccidente. Esto es un mensaje. Hay algo o alguien acá que nosquiere decir algo. Algo que me dice que tenemos que formarun equipo de fútbol, y listo. Qué tanto más.

    —Sí, ombligo del mundo. Ustedes son once. ¿Y nosotras? ¿Ylas demás, qué? Nos escupieron a todas y a todos, se metieroncon nosotras también. No estamos acá por solidaridad con susporongas heridas. Estamos por nosotras. Tu cabalística cabal-

    mente te falla, hermano.—Bueno, pero no hace falta que hagamos un seleccionado.

    Hablaba para mi grupo. Ustedes pueden hacer algún tipo deapoyo.

    —¡¿Apoyo?! ¿Apoyo? No han aprendido nada. Todo el tiempoboludeando, cuereando al resto y no han aprendido nada. Soncasi la misma mierda que esos galancitos. ¡¿Apoyo?! Las mu-

     jeres vamos a apoyar… ¿Acaso nos ven lavándoles las remeraso haciendo de porristas? ¿No les suena a ese chiste machistaque dice que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer…cocinando?

    No había forma de hablar con las Trolas. Cada adjetivo,cada sustantivo pronunciado por nosotros era un cataclismoconceptual si no lo sopesábamos previamente a la luz de las

    nuevas teorías que solo ellas conocían.Había que andarse con la lengua en puntillas.—Hagan lo que tengan que hacer, pero a nosotras de segun-

    da no. Cuando haya algo concreto nos avisan, pero para elboludeo ni nos chiflen. Nos piramos, hermanos.

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     Y tan graves como si acabaran de romper la mesa de paz dePostdam las Trolas volvieron a sus lugares y las Maricas y Tra- vas, más abiertas a las nuevas experiencias o simplemente cu-riosas, quedaron para seguir la deriva del antojadizo Hilacha.

     Ante la amenaza de que la idea del Hilacha prendiera, in-tenté poner algo de racionalidad diciendo que qué sabíamosnosotros de fútbol, que si nos tiraban una pelota no sabíamossi patearla o tomarla con las manos, y que además todos había-mos compartido la idea del Gran Maestro de que el fútbol eraun juego donde veintidós tontos iban detrás de una pelota.

    Fastidiado por mi intervención el Hilacha replicó que Bor-

    ges era un imbécil que no tenía una puta idea de lo que erael mundo más allá de los libros…, que por algo murió virgen y sin un pelo en las manos. Ya más desahogado remató conque seguramente no sabríamos qué hacer con una pelota, peroque con dos juntitas, sí.

    La hilaridad del Hilacha fue el toque de cambio para nues-tro humor. De ahí en más empezamos a definir el proyecto.

    Conformaríamos un equipo de fútbol pero no nos identifica-

    ríamos como Putos. No nos inscribirían, y además eliminaría-mos el factor sorpresa de no sabemos aún qué acción. Sería-mos un equipo con la imagen más deportiva posible; un grupoque ama el deporte, que quiere participar sin pretensionescampeonables. Evitaríamos, como dijo el Hilacha, mostrar lahilacha. Nada más.

     Aceptada la idea básica emergieron los detalles a resolver.

    —Tenemos que elegir un nombre.—Si, uno que nos identifique y que no nos delate.—Ya tengo.—¿Si?—¡Cuál!—Tiresias fútbol club.—¿Tiresias?

    —Pero Tiresias no era puto, sino adivino y monflórito, dijoGigio.—¿Y qué importa? Tiresias era dual, Tiresias era a-divino, Ti-

    resias pega, Tiresias suena, y además, estos brutos ni sabránquién fue Tiresias.

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    No me disgustaba, pero le sobraba sentido. Estaba recarga-do de concepto. En síntesis, era muy intelectual y me parecíaque le faltaba algo sonoro que tuviera relación con el oído po-pular. Una palabra que sintetizara lo que se espera del fútbol:

    agresividad, potencia, virilidad y cuando pensé en estas trescualidades sentí que me saltaba sobre la cabeza el tigre de laShell, y dije:

    —Propongo Tigresias. Tigresias Fútbol Club.No hubo qué, cómo, sino silencio.Masticaron. Se contó hasta diez y se llegó a la conclusión

    que sí. Era ese. El Tigresias.

     Tigresias Fútbol Club. Era la perfecta síntesis y brindamos.Empezamos los entrenamientos. Es decir, el curso previopara tener idea de la pelota y saber cómo era el asunto delfútbol. Flor de Otoño ofreció a su chongo como técnico, unmozambiqueño que según él, sabía un tocazo de fútbol.

    Lo creímos técnico de oficio y resultó que su pantera de Mo-zambique era un mero vividor que lo que más le atraía de losPutos era que tuviéramos DirecTV. Se la pasaba cogiendo, chu-

    pando cerveza y mirando fútbol. En el orden inverso, claro.De cualquier modo, de nuestro mundo conocido era el más

    cercano a la idea de fútbol, y lo nombramos Entrenador.Para estar a las alturas de la actualidad futbolística lo bau-

    tizamos Chon’go. Sonaba más a Eto’o.Chon’go manejaba mal su propio idioma. Su única virtud

    era la gestualidad y con mímicas nos fue adentrando al ex-

    traño mundo de las reglas del fútbol. Para nosotros fue comoestudiar el código de Hammurabi en el dialecto original. Des-cubrimos que había todo un mundo extrañísimo, encerradoen sí mismo.

    Nos enseñó lo que era una barrera, cuándo, dónde y porquése ponía y cuántos debían conformarla; el tiro de esquina y sudiferencia con los tiros libres y los tiros libres con los tiros pe-

    nal. Cuestionamos porqué los tiros de esquinas se ejecutabancon los pies y los saques laterales con las manos.—Cuestionar reglas, no, acatar reglas, sí; nos respondía en la

    universal lengua de Tarzán.

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    Nuestro entrenamiento fue penoso y conflictivo. En uno deellos el Viruta había escondido la pelota debajo de su remera y corriendo de arco a arco sin que nadie le saliera anotó ungol que no le valió.

    —Pelota no mano, pelota no mano, tartamudeaba Chon’go.—¡Por qué solo el arquero, por qué sólo el arquero!, gritaba

    el Viruta desaforado. A todos nos sublevaba que el arquero tuvieras prerrogativas.

    Era inaudita esa diferenciación. El arquero con las manos y conlos pies. Entendíamos en esa licencia excepcional el ingreso deun privilegio que, como todo privilegio, se sabe cómo empieza

    pero no cómo termina. Putos sensibles al fin, todo lo que fueradiscriminación nos hacía brotar la reacción epidérmica.El entrenamiento era duro. No porque el tenor de los ejer-

    cicios, si no porque las últimas actividades físicas que recor-dábamos eran los juegos de la mancha con nuestros primos.Por las noches los calambres nos agarrotaban como pesadillas, y al otro día nuestro andar era como si recién nos hubierandesflorado.

    Chon’go, a su modo, nos decía que todo eso era un ínfimoporcentaje de lo que hacían los profesionales como los Galan-citos. Nunca hubiéramos imaginado que detrás de esas cosashabía tan siquiera algo de esfuerzo personal.

     Así, casi los íbamos comprendiendo y compadeciendo. Ypara no caer en la tentación volvíamos a recordar la ofensa.La ofensa entre ceja y ceja nos impulsaba a seguir saltando,

    corriendo con carga, chocar, caernos, levantarnos, seguir co-rriendo y patear la pelota. Nos internábamos hacia una nochedesconocida y el vértigo iba constituyéndose en nuestro aire.Sabíamos que el destino, si dependía de Dios, y Dios, si real-mente era justo, y en su justicia tenía en cuenta a los Putos, nosregalaría una ocasión para la dulce venganza. Mientras tantola cosa era no desesperar y el antídoto, nada de reflexión.

     Algunos hechos nos daban aliento.Nos dejaron inscribir.Hasta ese momento había sólo ocho equipos en la Liga y

    un club, el de Los Paisajistas, que hacía tiempo esperaba en el

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    purgatorio de la inscripción para que otro club le hiciera par.Los Paisajistas eran ecologistas que a través del fútbol queríanpropugnar el cuidado de medio ambiente, empezando por no jugar al fútbol sobre césped natural, sino sobre sintético. Hasta

    entonces no los aceptaban por la imparidad. Evidentementeputos y ecologistas compartimos la susceptibilidad de encon-trar en cualquier rechazo una muestra de discriminación. YLos Paisajistas, lejos de aceptar pasivamente este hecho, to-maron la negativa como prueba de la intolerancia hacia susluchas y lograron movilizar a la sociedad detrás de sus rei-

     vindicaciones. Y fue ahí cuando aparecimos nosotros como

    una bendición del cielo para la comisión directiva de la Liga.No repararon en nuestros nulos antecedentes deportivos, ennuestras vacías fichas de personales, ni en el nombre TigresiasFútbol Club (del que festejaron su toque felino), ni objetaronel color de la camiseta, un verde lechuga que elegimos para nocaer en el sacrosanto rosadito.

    El primer partido fue un suceso social. Tocó inaugurar elcampeonato a los equipos debutantes. Tigresias vs Paisajistas.

    Los nervios, la emoción, la falta de actitud o quién sabe quéhizo que nos rozáramos y pidiéramos disculpas, que nos sin-tiéramos culpables por haberle sacado la pelota al contrario,que no era para nosotros contrario, sino un prójimo. No sé,era como coartar a alguien su proyecto, su libertad de ambu-lación y expresión. La pretensión de los Paisajistas de jugarsobre césped sintético era una utopía post apocalíptica para

    nuestra ciudad y como la cancha tenía sectores con césped yotros pelados, los Paisajistas, consecuentes con sus principios,se atuvieron a transitar por la parte pelada. Y cuando noso-tros íbamos con la pelota por la verde pradera hacia el arcocontrario, sentíamos en sus expresiones silenciosas y estáticasla objeción y el repudio; y sensibilizados con todo lo que tie-ne que ver con las causas bellas, volvíamos al peladeral y les

    entregábamos la pelota. Ellos por gratitud nos volvían a devol- ver… Y cada vez era más intenso el intercambio que estábamosseguros de que las cosas eran o deberían ser así. Más allá dela desesperación de Chon’go, nos ateníamos al bullicio en-

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    sordecedor de las gradas que nos iba diciendo que estábamoshaciendo las cosas bien.

    No había una hinchada definida para cada equipo. Habíauna sola hinchada que apoyaba el fútbol que practicábamos los

    dos equipos. No había rivalidad ni en la cancha ni en la gra-dería. Era unánime la carcajada que duró los noventa minutos,incluso los cinco de descuentos y el descanso de quince.

    Fue nuestra mejor actuación en cantidad de goles a favor. También la de los Paisajistas:

     Tigresias 11 - Paisajistas 11La cantidad no fue azarosa. Con el transcurrir del partido

     y el flujo de bonhomía que se respiraba entre los contendien-tes, entendimos que de ese día histórico, cada uno tenía queguardar un recuerdo único y volver a su casa con el souvenirde un gol convertido.

     Al día siguiente el diario local en su sección deportiva co-mentó que desde que los Harlem Globetrotters  XXIV  visitaronnuestra ciudad no se ha visto actuación más hilarante de de-portistas histriónicos. Que nuestra actuación fue la gran sá-

    tira del fútbol, que habíamos puesto blanco sobre negro laartificiosidad de una práctica social estúpida, que arrojaba alpúblico en masas a las fauces del fanatismo y el chauvinismo

     y toda la consabida pedorrea formateada de los medios.De ahí en más siguieron los éxitos de taquilla. Creció expo-

    nencialmente la cantidad de público donde jugábamos. Ya nosólo las mujeres iban a ver a los Cristianos Ronaldos de Los

    Galancitos. Ahora iban las abuelas, los niños y niñas, las es-cuelas, fueran del estado, de gestión privadas o confesionalespropugnaban la ida a los estadios para disfrutar el espectáculode un deporte por fin sano, sin mezquindades ni competen-cias. La intendencia creó el programa de Fútbol en Familia yregalaba o subsidiaba entradas para los más pobres. Nos asig-naron el estadio principal, fuéramos locales o visitantes. No-

    bleza obliga, lo mismo ocurría con los Paisajistas.Después del glorioso empate a once llegaron los 15 a 0, 23a 0, 18 a 0. En contra, claro. Nuestra meta respecto a los golesera como la del gobierno respecto al índice de desocupación:bajar a un dígito.

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    En los cuatro primeros partidos (salvo el primero) perdimoscasi la mitad del equipo por expulsión. No porque arremetié-ramos rudos contra los rivales, sino por discutir de todo con elárbitro. No podíamos entender que siempre tuviera la última

    palabra. Buscábamos testigos. Nos acercábamos hasta el tejido y pedíamos al público que atestiguara a nuestro favor.

    —¿Ustedes vieron que el último en tocar la pelota fue unode ellos, no es cierto?

     Y el público, ese maravilloso público que nos decía…—Sí, Sí, síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiNos daba la razón, y aun así el arbitro, increíble pero cier-

    to, no cambiaba su dictamen. Pretendíamos que hubiera unainstancia superior de apelación. Nos sublevaba ese nivel deautocracia, triste remedo de épocas feudales ya abolidas.

     Y no sólo esos aspectos rudimentarios eran objetos de nues-tro cuestionamiento. En los entretiempos planteábamos la dis-cusión con los árbitros y los otros jugadores. Al fútbol mismopor como estaba concebido binariamente. Cuestionábamos elhecho que sólo dos equipos disputaran un partido y no tres o

    cuatro. Lo que llevaría a disipar en algo el fanatismo bipolarde la gente, y a los jugadores, técnicos y dirigentes a negociarsobre la marcha contra qué equipo ir. Ofendía nuestra sensi-bilidad la dicotomización mental a la que nos sometía la prác-tica de ese deporte. La reducción de lo complejo a la simplecompulsa de los antagonismos. Cero o uno, ying o yang, cieloo infierno, el bien o el mal.

    No nos daban bola, nos pedían que los dejáramos descansar.Los árbitros se fastidiaban y se disponían mal contra nosotrospara el segundo tiempo y en el segundo tiempo empezaban allover las tarjetas rojas.

    Entrar en la lógica del régimen nos costó sangre, sudor ymucosa. Chon’go se desgañitaba en su balbuceo perruno paranada.

    Recién cuando algo de resignación incorporamos, empeza-mos a disfrutar algunos logros. Terminar el partido perdiendotan solo cuatro jugadores, por ejemplo, luego tres y así. Perolos marcadores seguían doble dígito a cero; 28 a 0, 19 a 0, etc.

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     Y el nombre de Tigresias para nuestro equipo cobró todasu faz premonitoria, y el Hilacha su rol de arúspice cuando elpenúltimo partido nos encontramos perdiendo 11 a 0 y contan sólo un jugador expulsado:

     Yo.Me expulsaron. No podía creer que el árbitro me expulsó a

    mí. Increíble, pero me expulsó. A mí. Me expulsó el árbitro. Amí, a mi yo. Inconcebible. La última vez que sentí algo igualfue cuando me sacaron un chupetín. Lo estaba chupando,

     vino una mano, la de mi padre, y zas, el chupetín desapareció.Chupar desde entonces fue para mí….

    Expulsado por doble amarilla. La primera una tontera. Noshabíamos cansado de tanto correr. Nos pasaba a menudo pueslos diez jugadores de campo íbamos todos al consuno detrás dela pelota. No teníamos delanteros, mediocampistas ni defenso-res. Nos resistíamos a aceptar pasivamente el régimen fordistaen el deporte, la división de tarea por rubro. Salvo la del ar-quero que no pudimos modificar, nos conjuramos en la ideade que todos teníamos que hacer de todo. No era justo que si

    nos atacaban, solo corrieran los defensores y mediocampistas,mientras los delanteros quedaban cerca del otro arco, char-lando con el arquero contrario que se moría de aburrimiento.

     Además la cercanía y la charla entre nuestro delantero y el ar-quero contrario… En esa soledad y tranquilidad que era el arcorival, seguramente… No, no era cuestión de tentar a los celos.

     Así, yo también me meto de delantero. No era justo. Entonces,

    como detestaba Borges, todos íbamos detrás de la pelota.Por supuesto que nuestro dispositivo, más ideológico que

    táctico, tenía su costo. El cansancio. A los diez minutos yaestábamos preguntando cuando faltaba. O pedíamos cambio.Los once a la vez. Además esa limitación tonta de nada mástres cambios. Por una cuestión de humanismo varias vecesnos permitieron hacer ocho cambios. Las Maricas que a duras

    penas lograron desaprender sus maneras nos hacían el relevo.Pero el partido ya estaba definidamente perdido por veintiunoo más a cero. Que sea por el tanteador o por la descalificaciónadministrativa no cambiaba nada. Es más, para nuestro han-

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    dicap era más decoroso que nos descontaran puntos por malainclusión de jugadores que por el grotesco tanteador. Y la cosaes que esa vez a los diez minutos le dije a nuestro arqueroque iba yo al arco y que fuera él al campo. Pero el arquero no

    escuchó. Tampoco el árbitro. Y de pronto éramos dos arqueros y un remate cruzado fue a mis manos. No fue que la quisieraagarrar. No la pude esquivar.

    Nuestros partidos duraban hasta tres horas porque eranmás los minutos que pasábamos cuestionando las reglas. Esa

     vez, como todas las veces, el árbitro no quiso dar su brazo atorcer y quedé con la amarilla.

    ¡Putófobo Imbécil! Al promediar el segundo tiempo cobraron falta a favordel equipo contrario. Ya teníamos experiencia y sabíamoslo que era formar una barrera y la distancia que había quemantener. Me puse en un extremo de la barrera, la pelota anueve pasos de mí. El contrario que iba cobrar retrocedíaotros nueve pasos hacia el otro lado. Retrocedía para tomarimpulso y patear. Me fijé, estaba a la misma distancia que

     yo. Ese tonto no se da cuenta que equidistamos de la pelota,pensé. Para ser lo profesionales que dicen que son, son de-masiados tontos. Subestimaba mi velocidad. Hacía eso porquese creía híper veloz. Consideraría que nosotros, o yo, éramostortugas. Y puse toda la tensión de mi ser para darle una lec-ción de humildad a ese soberbio. Agucé mis oídos para, apenasel referí soplara el pito, salir corriendo hacia la pelota y tapar-

    lo, y sonó el silbato y salí corriendo a toda velocidad, mientrasel otro venía para patear la pelota con un trotecito sobrador,meneando las caderas y torneando las piernas, que te la pateocon la derecha, que con la zurda, con la derecha, con la zurda,que se frena, que acelera, que ahora sí, que ahora no, que doyde chanfle hacia acá, con el empeine hacia el otro, y yo ahí…tum, tum, tum, un trépano sonoro rompiendo las barreras del

    sonido montado en la voz de de Freddy Mercury, tum, tum,tum, tum, tum, tum, tum tum, flassshhhhh, aahahahahahha-ah!!!!, tum, tum, tum, tum… me di cuenta que no sólo alcan-zaría a taparle el disparo, si no que llegaría un siglo antes, y

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    fui directo a la pelota y metí un puntín. La potencia fue comopara ponerla en órbita, pero la pelota tuvo un inesperado obs-táculo. La cara del sobrador. La nariz se le estampó en la cara

     y la convirtió en un cuadro cubista. La sangre le dio el toque

    expresionista. Y fue ahí cuando el arbitro se sumó a la fiestapictórica con su, para mi hasta ahora incomprensible, otraamarilla y posterior, tarjeta roja. No podía entender el pobreimbécil del árbitro que yo llegué primero a la pelota, que legané la carrera en buena ley, y que si se le fue la pelota justo ala cara fue por contingencia del juego. El árbitro sostenía queel otro tenía que haber ejecutado el tiro libre, que la falta era

    a favor de ellos… Excusas para perjudicarnos, como siempre. Ysolo porque somos PUTOS.Por suerte las expulsiones a nuestro equipo no acarrea-

    ban sanciones. La Liga resolvió en forma extraordinaria nosuspendernos por expulsión. No lo hacían por cubrir nues-tra ignorancia deportiva, sino por garantizar que tuvieran elnúmero de equipos necesarios para el siguiente partido. Conocho expulsados en un partido tendríamos tan solo tres para

    el siguiente. Y a toda costa querían evitar que esas extrañascosas que apenas ocultaban sus naturalezas –se referían a lasMaricas– y que solían reemplazarnos, jugaran de titulares. Ysi había algo unánime de todos los equipos de la Liga era eldeseo o necesidad de enfrentar al Tigresias Fútbol Club.

     Y así llegamos al partido final de la temporada y… Diosmío; Dios, te amo. Hilacha, sos un mago. Jugábamos contra los

    Galancitos.Los Galácticos. Sí, los Galácticos.Los Galácticos y Otro equipo llegaban, como dicen los me-

    dios, a esa instancia del certamen , con igualdad de puntos y degoles y de diferencia de goles, y todas esas cosas extrañas quenos explicaron luego. Los Otros jugaban contra la otra sensa-ción del torneo: los Paisajistas. El equipo campeón será el que

    más goles haga a los Tigresias o a los Paisajistas.Se hablaban de goles récord. De cuarenta. Se prometíanllegar a sesenta, o noventa. A razón de un gol por minuto, etc.El partido se tenía que jugar en el mismo horario por una

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    cuestión de transparencia deportiva. Pero era tal la expecta-tiva social que se plantearon dos dilemas. Una, que la genteno se quería perder ninguno de los dos partidos. No se habíadividido la sociedad entre hinchas paisajistas o tigresiastas.

     Antes bien ambos equipos éramos la síntesis de la concilia-ción social.

    Por otro lado no había en la ciudad dos estadios con lamisma capacidad. Que un partido se jugara en el estadio máspequeño introduciría, según los directivos, una desventaja de-portiva.

    La salomónica solución se llegó a través de las monedas.

    Se jugaría en el mismo estadio, pero el orden de los partidossería sorteado. Nosotros estábamos de parabienes y perdimosel sorteo, por lo que jugaríamos el segundo encuentro.

     Tigresias vs. Galácticos el partido del Siglo, aventuraban yalos titulares sensacionalistas.

    Recibimos esa coincidencia como un recordatorio divino.Revivimos en toda su plenitud el origen y la razón del estarahí: la venganza. La habíamos olvidado engolosinados por

    nuestra trascendencia social de rebote. Hicimos ejercicio dememoria para retrotraernos a la noche de la irrupción. Re-memoramos cada gesto de los once Cristianos Ronaldos queprofanaron nuestro santuario de One&One. Dios era nuestraayudamemoria. Nos servía en bandeja la ocasión y fiel a sucostumbre, nos dejaba el libre alpederío.

    La noche previa fue la de San Ignacio velando armas (para

    comprender esta metáfora ver la historia de San Ignacio deLoyola). Todo pondríamos al servicio de nuestra sacrosanta venganza.

    Pero, ¿qué? Algunas cuestiones adelantaré, otras dejaré para revelar du-

    rante el mismo partido. A pedido del Hilacha, Chon’go cayó con un punga. Un rate-

    ro menor y muy conocido, que durante dos horas nos enseñódiferentes pases de manos.No alcanzamos a vislumbrar el objetivo de la pantera de

    Mozambique.

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    —¿Vamos a jugar un partido o vamos ir a robar carteras?Pero cuando el carterista dijo que la mano es más ligera

    que la mirada empezamos a atisbar por dónde iba, justamente,la mano...

     Al punga le siguió un tipo morrudo de nombre prehistóricoque según Flor de Otoño, fue el mejor lateral de la selecciónnacional. Formó parte de un seleccionado que ganó la Copa

     América y en los anales de la historia deportiva eran conocidoscomo Los Macheteros. Para mostrar su oficio, Morrudo pidióla pelota y nos dijo que intentáramos sacársela. Puso la pelotadebajo del pie y esperó al primer voluntario para mostrar su

    destreza. Nadie se animó acercarse por temor a que su criteriode defensa fuera la de soltar una patada al cogote. Adivinadoel temor, Morrudo dijo que no temamos, que nos acercáramoscon toda confianza que él no iba a atacar el cuerpo del rivalsino cuidar la pelota como sus propios huevos, con lo que yanomás empezó a dictar cátedra sobre su filosofía de la defensade la pelota. Y yo me acerqué. Vi a la pelota serena y expuestabajo su pie. Otro confiado, me dije, recordando el episodio del

    puntín. Y le pegué otro idéntico y fue como si hubiera pateadoesas cabezotas de hierro donde se amarran las maromas delos trasatlánticos. La única vez que sentí que alguna parte demi cuerpo se hinchó de esa manera fue cuando un chongo1 ,por el que estaba perdidamente caliente, me propuso exploraruna sexualidad alternativa y me ensartó una ristra —enhebra-

    1 Se llamaba o se hacía llamar Sabú y nos conocimos en el paseo de los ar-tesanos. Lo ví y fleché como quien mira en la vitrina un diamante imposi-ble y seguí mi camino. Seguí caminando y ese fue mi error. Hubiera salidocorriendo. Al cabo de un rato sentí que alguien me tocaba el hombro parapedirme fuego. Desde ese momento supe que estaba perdido, que lo mejorque podía hacer era olvidármelo ya. A él creó que le pasó lo mismo. Pasamostres años intentando separarnos. No fue una relación, sino una enfermedadcardiorrespiratoria; como si nos pusiéramos bolsas de nylon en la cabeza ycuando ya no dábamos más, nos la sacábamos y encontrábamos que el únicoaire disponible para respirar después de la asfixia estaba en el pulmón delotro y la única vía de accesos nuestras respectivas bocas. No podíamos estar juntos ni separados, solo cogiendo. Para vos Sabú, que me hiciste conocer lasfronteras y el más allá de mí mismo… estés donde estés, este breve recuerdo.

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    da con tanza— de ajís puta parió. Mientras me lamentaba enla esquina, Morrudo seguía con su lección. Decía que con elcuerpo se defiende la pelota, y explicaba que en apariencia éltenía la pelota debajo de los pies, pero que en realidad estaba

    con todo su cuerpo encima, con todos sus sentidos y nerviospuestos sobre ella, y para seguir la demostración pidió que nosacercáramos más, de a dos, de a tres, sonriendo él, y yo, heridocomo estaba, física y espiritualmente, creyendo que no me veía porque estaba en un rincón y a sus espaldas, me abalancépor un costado, del lado que la pelota estaba más al descuido,adelanté el pie derecho para birlársela y me encontré con su

    culo tapándome el flanco. Mis pobres huevos buscaban vías deascenso para no reventar contra mi pelvis. Creí entonces quemi actuación estaba siendo el mejor reconocimiento social aese pobre hombre otrora célebre y ahora olvidado. La satisfac-ción en su rostro, su expresión orgullosa era un regreso a susmomentos míticos. Y mientras recibía su reconocimiento acosta mía, el muy reventado iba dando lecciones a mis com-pañeros; se fijaron, ehh!, visión periférica y culo, mucho culo,

    el defensor es como un cocodrilo, defiende con la cola. Miscompañeros maravillados por esa manera de cuidar la pelota,repetían, con el culo, con el culo, con el culo. De pronto todosdescubrieron que el mejor oficio dentro de la cancha era elde defensor; con el culo, con el culo, con el culo, mientrasMorrudo, al coro repetitivo de con el culo, le quería agregar elconcepto de, la visión periférica, culo y visión periférica, pero

     ya no había caso. Evidentemente no conocía la estirpe de susadiestrados.

    Lo que siguió fue más de lo mismo. De a dos o de a tres nosacercamos para intentar sacársela y nada, imposible. Su culose bamboleaba de uno a otro lado describiendo un toroideimposible de penetrar. El resto del tiempo fue pensar paso apaso los distintos momentos del partido. No hablamos de tác-

    tica sino de coreografía. Nuestro éxito dependerá de que cadauno articule bien su ingreso al escenario. Sincronía, armonía y precisión.

     

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    III

    ˙l Partido del Ÿiglo

     Y llegó el día. Un domingo, un caluroso domingo. A las cuatrode la tarde el primer partido.

    La trascendencia de la gesta hizo que se cumplieran todoslos protocolos de los actos institucionales. Himnos, fanfarrias,discursos, etc. Los contendores entramos en perfecto ordencon nuestras banderas y banderines, y una cohorte de niñosenarbolando la bandera de Juego Limpio, una emulación lo-

    cal del Fair Play. Nos saludamos cortésmente. Agradecimosque los galancitos no nos hubieran mirado aquella noche enOne&One. Intercambiamos los banderines. Fotos con los hijosde nuestros amigos. Posamos en la clásica estampa. Una hi-lera sentada, los demás parados. El Hilacha agachado. La rojacinta de capitán en su brazo izquierdo, la pelota sobre el piso.Bullicio ensordecedor en las gradas. Petardos que explotabansin lucir y dejaban trazas blancas en el cielo. Las autorida-

    des que pedían que volviéramos a formar para la foto. Nossaludan uno por uno. Sabían nuestros nombres, el legal. Losárbitros también querían fotos. El intendente, los secretarios,los concejales, las directoras de escuela, hasta un cura párrocomilitante antiabortista y propulsor de la castración químicapara los violadores y desviados sexuales (fuente de la toda vio-lación), los concejales, las monjitas del cotolengo Don Orione,

    niños minusválidos de las escuelas especiales con sus sillas derueda empujadas por las hermanas vicentinas con sus hábitos y tocas perfectamente almidonadas; el jefe y el sub-jefe de po-licías y sus respectivas esposas que estregaron a los capitanesramos de flores, y justamente, la banda de música de la policíaejecutando el himno a la alegría… todo un infierno protocolarinterminable que retrasaba ya el inicio del partido más de

    una hora.Saludar a los Galácticos fue saludar once veces a la mis-ma persona. Las mismas sonrisas de suficiencia sellada por elmismo burócrata en la sede de la administración de la estética

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    social. Para ese entonces los Cristianos Ronaldos no nos sedu-cían para nada, y más bien los veíamos como unas bolsas deimbecilidad preformateada.

    Millares de banderitas de la ciudad en las gradas. En el

    palco ya estaban las autoridades. Debajo, en las plateas prefe-renciales, las familias importantes. En las plateas comunes losniños y niñas de los jardines y de las escuelas con sus insig-nias y estandartes, y delante de ellos, en el borde del campode juego, aquellos niños especiales en sillas de rueda. Y si algohacía falta para que la gestualidad babosienta del melindresocial fuera pleno, Los Galácticos se acercaron a los niños

    especiales para regalarles sus banderines, y la ovación cerradade la concurrencia parecía la antesala del milagro por el cual,cada uno de esos niños entrarían a la cancha corriendo porsus propios medios.

    Empezó el partido preliminar. Los Paisajistas contra LosOtros. Los nervios crispaban a propios y ajenos, pues al final delprimer tiempo Los Otros apenas ganaban diecinueve a cer0.

    En los papeles y en los antecedentes de ese torneo, los Pai-

    sajistas eran mejores que nosotros. Por lo tanto, para Los Otros,hasta ahí, era un mal resultado.

     Ya no se hablaba de cantidad si no de razón, promedio oíndice. El índice del primer partido era de un gol cada dos mi-nutos. Los Galácticos estimaban que contra nosotros podríanllegar a un índice de uno coma cinco; es decir, sesenta a cero.

    Seguían las cataratas de goles de Los Otros mientras noso-

    tros intentábamos planificar hasta el último detalle de nuestraestrategia. Más que planificar, soñábamos.

    Sabíamos que los primeros minutos iban a ser determinan-tes. Si pasaban 5 min sin que nos convirtieran un gol, la tasade goles se iría apretando, y con ese apriete vendrían los ner- vios, y contra esos nervios entraríamos a jugar nosotros.

    Perfectamente vestidos con nuestro austero color verdecito,

    que más que nada era un gritito de esperanza, simulábamoshacer precalentamiento a un costado de la cancha. Lo quehacíamos era evitar que los nervios nos acalambren antes deempezar el partido. Al trotecito circular seguíamos repasandonuestro plan maestro de humillación a Los Galácticos.

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     Apenas ingresáramos nos ubicaríamos en semicírculo cen-tral, y nuestro arquero, como debía de ser, en la lejanía delárea chica. Los Galácticos seguramente se ubicarán según susdiferentes oficios. El arquero en su arco, los tres defensores

    ocuparían la zona de la defensa para la fotografía panorámica ya que así mostrarán el dibujo táctico. No nos cabían dudasde que apenas el referí marque el inicio los tres defensores seacoplarán a la ofensiva, como los dos mediocampistas de con-tención y los otros dos de proyección o enganches creativoscomo le llaman. Así que en el círculo central solo tendrían atres jugadores, los tres delanteros definidos, que estarían en-

    frentándose a nosotros antes del inicio. A uno, a dos o a los tres de esos teníamos que anular antesde empezar. El primero de todos tendría que ser el capitánCristiano Ronaldo I. Según nuestras pesquisas era el nuevede área. De él se encargaría nuestro capitán, El Hilacha. Te-níamos que asegurarnos sacar nosotros, es decir, en el sor-teo de cancha o pelota elegir lo que nadie elige: la pelota. Elnuestro que moverá tendrá que asegurarse que la pelota le

    llegue limpia a El Hilacha. Los demás tendremos que marcaro retener a como fuera a los otros para que no llegue más queCristiano Ronaldo I a disputarle la pelota al Hilacha. El Hila-cha la pisará de espaldas mirando hacia nuestro arco, comosi estuviera desorientado respecto al sentido de progresión…

     Tendrá que aguantarse unos segundos los gritos de las gradas,hacia el otro lado, hacia el otro lado , como si fuera una función

    de títeres. Cristiano Ronaldo I que la verá servida a la pelotase le acercará desde atrás con la idea de pellizcársela, avanzarunos metros y meter el primer gol y de paso batir el tiemporécord de cinco segundos… Pero el Hilacha fiel aprendiz delMorrudo girará del lado que Cristiano Ronaldo I encaraba, ysobre el mismo giro mutará en el punga. Es decir, con eso deque la mano es más veloz que la mirada, le tocará los huevos

    como si los sopesara para estimar peso y tamaño, y en ese ges-to estaría casi inmolándose por la causa, ya que seguro, segu-rísimo, y eso esperábamos, Cristiano Ronaldo I no tolerará laafrenta pública y le estampará una atronadora bofetada que lo

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    llevaría al suelo con pedido urgente de camilla y ambulancia.Serían testigos de cargo de acto criminal el mismo árbitro y latotalidad del público.

    Con eso, además de mermar física y moralmente a nues-

    tros adversarios, nos granjearíamos más la simpatía del públi-co, por aquello de que la violencia despierta compasión de lamasa hacia los violentados.

    De ahí en más, los sucesivos toques de pelotas nos encon-trará recibiéndolas de espaldas al arco contrario, a la esperade un nuevo Cristiano Ronaldo II intentando sacárnosla, y eltoqueteo subliminal, y las trompadas y las tarjetas rojas, o en

    su defecto, si perdiéramos la pelota, acercarnos al poseedor dea dos, uno adelante y el otro atrás, y de nuevo, la estrategia elhurto, pero esta vez en el culo…

     Trompadas tras trompadas iríamos desgranando a los Ga-lácticos hasta que la inferioridad numérica se equilibre connuestra inferioridad futbolística.

    Si lográbamos expulsar a tres antes que termine el primertiempo estaríamos con la perspectiva más que óptima para en-

    carar el segundo, con la estrategia propuesta por las Maricas.Durante el descanso, y para mantener el clima de emotivi-

    dad heroica, Chon’go se las ingeniará para que por el altopar-lante de la Voz del Estadio pasara I will survive. Eso seguramen-te arrancará contagiosos alaridos y formará olas, marejadashumanas al unánime coro de Sobreviviré, y los ecos amorti-guados de esa energía social llegará a nosotras y nosotros para

    mantenernos en el entusiasmo e iluminar la inminencia dela gloria.

    La estrategia de Las Maricas era reemplazarnos a algunospara el segundo tiempo. No nos podíamos negar a esa ocu-rrencia estrafalaria porque nos corrieron con nuestro argu-mento: esta lucha también es nuestra.

    Detrás de ellas, la mirada supervisora y vigilante de las Tro-

    las. Las comisarias políticas. Estábamos acorralados y acep-tamos. Las Maricas entrarían al segundo tiempo. Entrarían aquemar las naves. Quizá el notorio reemplazo descalificantequede opacado por la forma que ingresarán. Vamos a perder

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    el partido, nos van a descalificar, les habíamos dicho. Qué im-porta el partido, importa la venganza y la venganza no tieneporqué tener techo, nos decían. Nos sacudían y nos callabana fuerza de argumento. Como si fueran nuestro yo colecti-

     vo, soterrado y profundo, nos hicieron ver que nos habíamosengolosinado con la lógica del triunfo, que «el sistema» noshabía captado de alguna manera con sus valores. Triunfar, no;

     venganza, hermanos, decían las Trolas.Las Maricas entrarían vestidas con nueva indumentaria.

     Traían recambio para nosotros. Se mezclarían. Todas y todosfungiríamos pantaloncitos tarantinis modelo 78, con las costu-

    ras que calaban los tajos de sus conchas postizas, rebatiendopliegues a uno y otro lado como si les hubieran abierto unsurco arado con bueyes, y en nosotros exaltarían los bultitosindolentes de nuestros huevos. Huevitos. Los tajos laterales delas pantaletas tarantinis  se habrían de abrir como un deltahídrico y llegarían hasta las mismas cinturas que parecíanpolleritas de chiroleras. Cuando los probamos caímos en lacuenta de que ponerse aquello era el salto final del destape.

    Nuestra salida pública del placard. Y recordando a Thelma yLouise en la escena final, nos abrazamos: Putos, Trolas, Mari-cas y Travas:

    —¡Como Thelma y Louise!—¡Como Thelma y Louise! gritamos juramentados y cambia-

    mos de ropa.El primer abrazo Inter, Multi, Trans del que se tenga memo-

    ria en nuestra ciudad.No terminaba allí la estrategia de Las Maricas. El color de

    las pantaletas y de las remeras ya no lucían el verdecito es-peranzado, sino el tradicional rosado, un rosado color pielcon pintitas rojas esparcidas por todas partes, y en el pecho laleyenda de nuestro flamante auspiciante:

    One&One.

    ¿Y estas pintitas?, habíamos preguntado aturullados portanta osadía. Tenían que ser putos, nos respondió la Trola mayor, y tenía

    razón.

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    Después se dedicaron a enseñarnos a remedar gestos ma-ricas para que la actuación del segundo tiempo fuera total. Lagestualidad era parte de la estrategia. Exprimimos de nues-tras memorias los gestos más grotescos con el que nos suelen

    identificar. Queríamos, íbamos a ser el espejo deformante delos prejuicios sociales. En el fondo, la nuestra, iba a ser unamisión pedagógica y edificante que llevaría un poco de saludmental a una sociedad de corazón podrido. Nos abrazaría-mos para festejar hasta un pase bien hecho. Correríamos anuestros rivales como si estuviéramos jugando a la mancha, yellos, pobres, pobres, más que a la pelota, buscarían escapar de

    nuestras manchas… Sonar, toser, escupir catarros serían partesde la puesta en escena… Ya los veíamos a los saltos tratandode evitar nuestros efluvios. La algarabía inicial se convertiríaen silencio y luego en manotazos de los adultos tratando detapar los ojos de los niños, y de ahí, la retirada como un des-bande mientras nosotros administrando el tiempo llegaría-mos a la última jugada, remedando esa composición que tantonos gusta a los Putos, la de los gansos que vuelan en V, una V

    puntiaguda alrededor del Hilacha, y con los flancos cubiertosavanzar hacia el arco rival… Por sugerencia de Las Trolas quesentían una fuerte aprensión contra todo lo que pareciera osugiriera penetración, no caeríamos en la tentación de haceratravesar a la pelota el plano formado por los tres palos. Pastopara los filólogos, dejaríamos la pelota sobre la línea de de-marcatoria.

    El partido formalmente seguiría o no. A saber qué hará elárbitro. Si formará parte de la chusma que huía despavorida,sin dar el pitazo final, lo que formalmente extendería el parti-do hasta un tiempo sin límite, casi simbolizando que el dilemano se resolvería en el momento… Pero estaba cierto para no-sotros que el festejo iba a ser el corolario de la consumaciónde una alianza, como dicen en la iglesia, nueva y eterna, con

    un trencito festivo e irónico, con los obvios pasos que irían delos quebradizos de los Village People, pasando por los smooth contorneos de Locomía, y la coreo de Boys just wanna have fun d e Cindy Lauper… Los chicos sólo quieren divertirse, las

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     Trolas, Maricas y Travas, cantarían Las Chicas solo… Y así las voces acopladas de la fraternidad de One&One saldríamos dela cancha transformados en una nueva entidad social inelu-diblemente existentes.

    Con el diseño claro en nuestras cabezas nos pusimos a en-carar el partido…

    Cumpliendo paso a paso lo planificado, el final de este rela-to sería inminente, de no más que algunos renglones.

    Le tocó a Flor de Otoño mover el balón. Tenía que pasaral Hilacha que estaba en el borde del círculo central. Yo, paraapaciguar mis nervios me ubiqué casi sobre la línea lateral, en

    el medio campo, cerca de los mástiles y la fila de niños disca-pacitados en silla de ruedas que me decían, hola, hola, hola, ymás repetían el hola, cuando yo, con caritas, les hacía gestos…

    Flor de Otoño o se abatató o quien sabe qué, y pateó lapelota de tal forma que me la pasó a mí… Y yo en el bordedel campo, frente a los niños aquellos que me gritaban y lamancha blanca con cinta negra en el brazo que se abalanzabasobre mí… Yo perdido en la inmensidad aquella, desorientado,

    intentado adivinar hacia dónde quedaba alguno de los arcos,quedé frente a los niños, en la frontera del campo, con la pe-lota bajo el pie y la pelota mordiendo los umbrales de la líneacon cal… y ya sentía sobre mi espalda a Cristiano Ronaldo I y su sombra que se ladeaba a mis costados y yo tratando derecordar las enseñanzas de Morrudo. Yo sin reflejos y pocamemoria, pero saliéndome por el momento porque con el

    culo para un lado, luego para el otro, lograba mantener lapelota bajo mi poder y a Cristiano Ronaldo I bufando sobremi nuca, y no podía girar hacia mi frente, pensaba, porquesi sale saldría del campo, y si sale, pensé en mi supina igno-rancia, sería descalificado, y con el aliento de las vocecitas deesos niños, para quienes por haberles hecho carita me cons-tituí en sus ídolos, tuve la necesaria disposición de espíritu

    para recordar la otra parte de la estrategia, la del carterista, y en otro magnificente de velocidad, como aquella vez queme sentí Flash Gordon… le hurgué con las yemas los sacosescrotales, las encontré distendidas y complacientes y apenas,

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    o antes que mis manos volvieran a su lugar de siempre, sentíque había triunfado bajo el efecto noqueante de un sopaposobre mi nuca…

    No hizo falta que fingiera o exagerara la caída. Caí de ver-

    dad y en el piso, aun aturdido paladeaba el gusto de cumplircon mi deber… Oía las voces, los gritos, las silbatinas y pude ver después de un instante los botines del árbitro junto a micara. Lo imaginé preguntándome por mi estado, y pidiendourgente el ingreso de los paramédicos y la camilla. Y cuandolevanté la cabeza y me puse de pie vi al árbitro en cuerpo en-tero levantando una frondosa tarjeta roja y el grito de fuera,

    fuera. Tardé algo en comprender que la tarjeta y el fuera es-tabas destinadas a mí. También el griterío. Uno de esos niñoscachivaches, con las manos retorcidas, las piernas tullidas ylos lentes de un espesor del Hubble seguía repitiendo, le tocóel pito, le tocó el pito, y los demás en coro, el pito, el pito, yla tribuna, con el mismo eco, pito, pito, y el árbitro que veníadirecto para expulsar al Cristiano Ronaldo I tuvo que parar,mirar al asistente, consultarlo, y sin guardar la roja, cambiar

    de destinatario y expulsarme.En un santiamén dilapidamos la simpatía y sin plan B, los

    demás siguieron con la estrategia del carterista y así, trompa-das tras trompadas con rojas de por medio nos fueron dismi-nuyendo cuanti cuanto cualitativamente, sin llegar a un cuar-to expulsado. En ese momento explotó la hilaridad general enel estadio y empezaron a llover botellas y todo tipo de objetos

    sobre nuestras cabezas, por lo que a los proyectos de trencitotriunfante y las consignas procaces como el meterse con pu-tos era para salir cagados, tuvimos que reemplazarlos por unahuida desesperada y desprolija hacía el único lugar que nospodría cobijar…, de nuevo a One&One con la conclusión amar-ga de que el reino de este mundo aun no es el de los putos…

    Colorín Culeado

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    cuentos de fútbol

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    Offside

    Milady Giménez

    Le había invitado a ver sus prácticas, le dedicaba goles conesa ternura que sólo a los dieciséis años puede tener un chico.Él gustaba de ella por parecer una chica diferente. Sumado aesto que ella tocara el violín y cursara la carrera de filosofíaera algo que resultaba muy interesante para él, ella no era unamás del montón. Parecía distinta a las demás, algo importantepara el concepto que él tenía de una mujer a quien admi-rar. En la tierna adolescencia donde las hormonas y la visión

    del mundo que se nos revela desde el ambiente que nos toca vivir forman una alquimia perfecta para que las eleccionesde nuestros gustos sean lo más parecidas a nosotros mismos,porque aún no son suficientemente duros lo