proyecto prohibido

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1 PROYECTO PROHIBIDO PRÓLOGO Los siglos XIX y XX de nuestra era han contemplado grandiosas transformaciones en el mundo de las ideas y en el modo de concebir la vida respecto a siglos pasados. La industria, el transporte, las telecomunicaciones y un sinfín de otros aspectos del desarrollo humano han modificado nuestra manera de vivir mucho más rápidamente que en los dieciocho siglos anteriores. El siglo XXI que estamos estrenando no se va a quedar atrás en esta carrera hacia el progreso de la humanidad y vamos a ser testigos en los próximos años de cambios trascendentales que, como toda realidad nueva, habrá que valorar y utilizar en lo que de beneficioso aporte al ser humano. Sin duda alguna, la biotecnología va a gozar de un papel protagonista en toda esta serie de innovaciones que van a configurar la vida de las mujeres y los hombres de este siglo. Esta novela es el resultado de una idea: facilitar al lector de manera amena y asequible el conocimiento del estado actual de la investigación biomédica en el mundo, consiguiendo a la vez entretenerle con una historia de intriga y una pequeña carga de ciencia ficción. Pienso que Proyecto prohibido va a gustar a cualquier tipo de público y, particularmente, a aquellos que estén interesados en conocer las nuevas posibilidades terapéuticas que se están abriendo paso, principalmente mediante el cultivo y aplicación de células madre. El debate incluido en el primer capítulo me ha parecido el mejor modo de presentar al lector el panorama sobre esta cuestión en España y en el resto del mundo. Adelanto que ese debate nunca tuvo lugar. No obstante, todo lo que pongo en boca de los participantes son declaraciones de los propios personajes, que son reales, entresacadas de lo que ha sido publicado en diversos medios de comunicación, cuando no se refiere a hechos o datos obtenidos de los mismos medios o al contenido de determinada legislación. En la fecha en la que este libro se termina de escribir, todavía no han sido aprobadas la nueva Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida que el Gobierno español tenía previsto que viese la luz a principios de 2006 ni la ley de Investigación Biomédica, también preparada para su aprobación en el mismo año; se hace referencia a ambas leyes en el debate con el que comienza la novela. Sin embargo, a partir del capítulo segundo, se supone que ambas leyes ya han superado todos los trámites necesarios para su aprobación y han entrado en vigor. Pido disculpas si me he alargado demasiado en ese primer capítulo, aunque mi intención ha sido convertirlo en algo ágil. En cualquier caso, querido lector, siempre puede pasar por encima del capítulo inicial, y volver sobre sus pasos cuando tenga más ganas de informarse sobre el tema. No debe saltarse, sin embargo, la breve narración que sigue a este prólogo. La historia que se cuenta en este libro es ficción. De hecho, todo lo que se relata —a excepción del debate del primer capítulo— está datado en fechas posteriores a la elaboración de la novela. Los personajes principales son también ficticios. No existe Álvaro, ni Jaime ni el profesor Albert. Tampoco existe la White’s Foundation for Development (WFD), que no tiene ninguna relación con la World Federation of the Deaf, ni con ninguna otra institución que responda a esas iniciales. El Nou Hospital es un ente también inventado expresamente para esta historia y que, a su vez, no tiene nada que ver con otro hospital de Valencia llamado Nou d’Octubre, como se aclara expresamente en un momento de la novela.

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Proyecto prohibidoJosé María FerreiraAtlantisMadrid (2006)Esta novela aparece casi a la vez que se ha aprobado en España la nueva ley de reproducción asistida, que abre la puerta a la clonación. El autor utiliza este controvertido tema para escribir una novela policíaca, repleta de acción, donde quedan al descubierto muchas de las mentiras que circulan sobre los supuestos beneficios de esta ley.La acción se desarrolla en el Nou Hospital valenciano, donde dos jóvenes médicos que han terminado su especialidad son elegidos para trabajar en un novedoso proyecto científico. Al poco tiempo, uno de ellos muere en extrañas circunstancias.El autor llama la atención sobre un preocupante tema que en ciertos ámbitos políticos y científicos se está abordando con una manifiesta superficialidad.Ángel Amador, en Mundo cristiano, julio 2006

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PROYECTO PROHIBIDO

PRÓLOGO Los siglos XIX y XX de nuestra era han contemplado grandiosas transformaciones en el mundo de las ideas y en el modo de concebir la vida respecto a siglos pasados. La industria, el transporte, las telecomunicaciones y un sinfín de otros aspectos del desarrollo humano han modificado nuestra manera de vivir mucho más rápidamente que en los dieciocho siglos anteriores. El siglo XXI que estamos estrenando no se va a quedar atrás en esta carrera hacia el progreso de la humanidad y vamos a ser testigos en los próximos años de cambios trascendentales que, como toda realidad nueva, habrá que valorar y utilizar en lo que de beneficioso aporte al ser humano. Sin duda alguna, la biotecnología va a gozar de un papel protagonista en toda esta serie de innovaciones que van a configurar la vida de las mujeres y los hombres de este siglo. Esta novela es el resultado de una idea: facilitar al lector de manera amena y asequible el conocimiento del estado actual de la investigación biomédica en el mundo, consiguiendo a la vez entretenerle con una historia de intriga y una pequeña carga de ciencia ficción. Pienso que Proyecto prohibido va a gustar a cualquier tipo de público y, particularmente, a aquellos que estén interesados en conocer las nuevas posibilidades terapéuticas que se están abriendo paso, principalmente mediante el cultivo y aplicación de células madre. El debate incluido en el primer capítulo me ha parecido el mejor modo de presentar al lector el panorama sobre esta cuestión en España y en el resto del mundo. Adelanto que ese debate nunca tuvo lugar. No obstante, todo lo que pongo en boca de los participantes son declaraciones de los propios personajes, que son reales, entresacadas de lo que ha sido publicado en diversos medios de comunicación, cuando no se refiere a hechos o datos obtenidos de los mismos medios o al contenido de determinada legislación.

En la fecha en la que este libro se termina de escribir, todavía no han sido aprobadas la nueva Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida que el Gobierno español tenía previsto que viese la luz a principios de 2006 ni la ley de Investigación Biomédica, también preparada para su aprobación en el mismo año; se hace referencia a ambas leyes en el debate con el que comienza la novela. Sin embargo, a partir del capítulo segundo, se supone que ambas leyes ya han superado todos los trámites necesarios para su aprobación y han entrado en vigor. Pido disculpas si me he alargado demasiado en ese primer capítulo, aunque mi intención ha sido convertirlo en algo ágil. En cualquier caso, querido lector, siempre puede pasar por encima del capítulo inicial, y volver sobre sus pasos cuando tenga más ganas de informarse sobre el tema. No debe saltarse, sin embargo, la breve narración que sigue a este prólogo.

La historia que se cuenta en este libro es ficción. De hecho, todo lo que se relata —a excepción del debate del primer capítulo— está datado en fechas posteriores a la elaboración de la novela. Los personajes principales son también ficticios. No existe Álvaro, ni Jaime ni el profesor Albert. Tampoco existe la White’s Foundation for Development (WFD), que no tiene ninguna relación con la World Federation of the Deaf, ni con ninguna otra institución que responda a esas iniciales. El Nou Hospital es un ente también inventado expresamente para esta historia y que, a su vez, no tiene nada que ver con otro hospital de Valencia llamado Nou d’Octubre, como se aclara expresamente en un momento de la novela.

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Sin embargo, los datos que se aportan sobre otros personajes citados, pero que no intervienen en el libro como actores, salvo los participantes en el debate inicial, o acerca de investigaciones realizadas o sobre la legislación vigente en determinados temas y países sí corresponden a la realidad; todos ellos están marcados con una referencia a la fuente de donde proceden. Como se indica en el párrafo anterior, la única excepción en este aspecto es aventurarse a prever que la nueva ley de reproducción asistida y la ley de Investigación Biomédica ya han sido aprobadas en la fecha en que comienza la narración.

La primera parte de la novela combina la historia que introduce a los personajes en cierta situación de intriga, con el aporte de datos científicos al alcance del público no especializado. Al final del libro, no obstante, he añadido un glosario de términos al que se puede acudir si se desconoce el significado de algunas de las palabras y expresiones que aparecen.

Al comienzo de la segunda parte se descubre el secreto que se esconde en la primera y, de ahí hasta el final, acompañaremos a los protagonistas en una aventura que nunca soñaron vivir. Espero que disfrute de la lectura de Proyecto prohibido tanto como lo he hecho yo escribiéndola.

El autor 28 de febrero de 2006

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PRIMERA PARTE

Lunes, 10 de febrero de 1992. En un país de África —Viene al revés —comentó el enfermero. —Pues a ver qué hacemos porque tiene que nacer vivo y en perfecto estado —

respondió su jefe. Estaban asistiendo a una mujer joven a punto de dar a luz y la cosa no iba bien. —¿Te duele? —le preguntó el enfermero. —¡Si no te entiende, leches! ¿No te das cuenta de que no habla nuestro idioma? Ya era tarde. Los dos estaban cansados y lo que menos deseaban a esas horas era

una intervención arriesgada. —Habrá que darle la vuelta. —¡Adelante! No perdamos tiempo. Al cabo de unos minutos, conseguían poner al niño en la posición correcta. —Creo que hay un problema con la placenta —dijo el enfermero, asustado—.

Me parece que se está desprendiendo. La joven no dejaba de gemir y de quejarse. Era su primer alumbramiento y no

estaba preparada para ello. —Hemos de actuar rápido antes de que se desangre. La pobre ni siquiera

sospecha que se puede quedar en el parto. —Mira, a mí me importa un bledo si se queda o no —le replicó el médico,

mientras miraba firmemente a su ayudante—; nos pagan para llevarles vivo al niño. O sea que, manos a la obra. Y si la chica no sale de ésta, que no se hubiera metido. Después de todo, no es más que una prostituta.

—Sí, pero ésta está limpia. —¿Qué quieres decir? —le preguntó el doctor. —¿Cómo que qué quiero decir? ¿Conoces a alguna tía de éstas que no tenga

sida? Pues ésta no lo tiene. —Claro —le dijo su jefe—. ¿No sabes que no las quieren sidosas? El niño es lo

importante y tiene que nacer sano. —Pues vamos a tener que practicar una cesárea si queremos salvarle. Pero me da

miedo por la chica. Ha perdido mucha sangre y no sé si lo soportará. El enfermero no se atrevía a actuar. Le temblaban las manos. —Corta y saca al niño —le ordenó el médico. Al cabo de unos minutos, sólo se oían los lloros de la recién nacida. Los gritos

de la madre habían cesado un rato antes de empezar a escucharse a la niña. El esfuerzo había sido superior a sus fuerzas. Siempre podrían poner como excusa que el parto se había presentado muy complicado. La joven, muy débil, casi una adolescente, no lo había resistido y su cuerpo yacía sin vida sobre la mesa de operaciones.

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Capítulo 1 Lunes, 5 de diciembre de 2005, en España La luz roja se encendió. Desde ese instante, se encontraban en el aire. El debate

se retransmitía en directo; el día y la hora —lunes, a las diez de la noche— era el momento más adecuado, y la propia cadena había recordado a sus oyentes en numerosas ocasiones, a lo largo de toda la semana anterior, la emisión del programa debate del lunes.

—Buenas noches —el familiar saludo del presentador dio comienzo a la emisión—. Un lunes más estamos con ustedes compartiendo las últimas horas del día para acercarles a las cuestiones de actualidad en nuestro país. El programa de hoy nos llevará a hablar y debatir la futura ley de Reproducción Asistida que derogará la ley del año 2003, ahora en vigor, y sus sucesivas reformas. Como saben ustedes, el anuncio de la nueva ley no ha estado exento de polémica. Sectores a favor y en contra alzan sus voces en lo que promete ser un pulso muy intenso tanto social, como ético y científico entre las diversas posturas. El proyecto de ley fue aprobado por el Consejo de Ministros el pasado mes de mayo y ahora se encuentra en proceso de tramitación de enmiendas parlamentarias. Se prevé que la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados emita su dictamen antes de fin de año, con lo que la nueva ley entraría en vigor en 2006. En nuestro programa debate Fair play nos ha parecido un tema de suficiente interés como para dedicarle uno de nuestros espacios semanales.

Nicolás Mesa era uno de los técnicos de sonido del programa. Su trabajo consistía sencillamente en el correcto funcionamiento del micrófono de cada uno de los participantes. Habitualmente, se limitaba a comprobar que todo iba bien. En esta ocasión, sin embargo, estaba realmente interesado en lo que se iba a tratar en el programa. Quería no sólo hacer su trabajo, sino también escuchar atentamente lo que se diría en el estudio durante los próximos sesenta minutos.

Un amigo suyo, ginecólogo y activista provida, le había avisado de la importancia del tema del que se iba a hablar. Le había dicho que la aprobación de la nueva ley no iba a dejar indiferentes a muchas personas y que era posible que produjese reacciones y movimientos populares como los que habían tenido lugar en Madrid en junio y en noviembre con motivo de la ley de los “matrimonios gays” o con el proyecto de la ley Orgánica de Educación.

Su novia también le había hablado mucho del asunto y le decía que su amigo era un exagerado. Cursaba quinto de medicina y se había estudiado el proyecto de ley de cabo a rabo. Se sentía muy satisfecha con lo que había leído y no dejaba de insistir a Nicolás en las ventajas que iba a traer consigo la nueva ley para solucionar determinados problemas reproductivos y sanitarios. Se prometía un debate muy interesante.

El moderador comenzó a presentar a los invitados de la noche. —Tenemos el placer de tener con nosotros a cuatro personajes del mundo de la

ciencia y de la política que nos explicarán lo que para ellos significa la nueva ley que se está estudiando y cuya aplicación no tardaremos en ver.

El sonido llegaba perfectamente a los auriculares de Nicolás, lo que le daba la certeza de que también lo estaban recibiendo sin problema los telespectadores.

—Una de las personas que participarán en el debate de esta noche es un invitado

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de excepción. Me estoy refiriendo a Doña Elena Salgado, ministra de Sanidad y Consumo. No es frecuente que uno de los miembros de nuestro Gobierno asista al programa. Por eso, su presencia hoy en nuestros estudios es un honor que queremos agradecerle encarecidamente.

La ministra, sabedora de que las cámaras estaban enviando su imagen a miles de hogares españoles en ese momento, se mostraba tranquila y sonriente. Efectivamente, nadie recordaba que un máximo mandatario de un ministerio hubiera participado en alguno de los debates durante el tiempo que el programa llevaba emitiéndose. Después de la presentación del personaje principal de la noche, el moderador continuó explicando quién era y lo que era cada uno de los demás participantes en el debate. A su izquierda estaba sentado el doctor Justo Aznar, jefe del Departamento de Biopatología Clínica del Hospital Universitario La Fe, de Valencia. Se trataba de un conocido científico comprometido hasta la médula en la defensa de la vida humana desde la fecundación hasta la muerte natural. Junto a él se encontraba Juan Antonio García-Velasco, director del Instituto Valenciano de Infertilidad de Madrid. Al otro lado de la mesa, sentada junto a la ministra de Sanidad, estaba Mónica López Barahona, bióloga molecular y miembro del Comité Director de Bioética del Consejo de Europa.

Después de las presentaciones, el moderador introdujo el tema de la noche. —La nueva Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida supone, sin

lugar a dudas, un paso adelante en la difícil tarea de proporcionar descendencia a las parejas que recurren a las técnicas artificiales con poco o ningún éxito. Tengo sobre la mesa las declaraciones de la Vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros en el que se aprobó trasladar al Congreso el proyecto de ley. Decía, son sus palabras textuales, que «el Gobierno está especialmente satisfecho porque con esta ley se abre una puerta a la esperanza de muchas personas que quieren tener hijos y se da un paso de gigante para luchar contra ciertas enfermedades». Pienso que a todos nuestros espectadores les gustaría escuchar a la titular del Ministerio de Sanidad un breve resumen de la ley que se está discutiendo actualmente.

—En primer lugar —comenzó la ministra— quiero agradecer a los productores del programa la invitación recibida para participar en la reunión de esta noche. Mi intención al venir aquí no es tanto discutir acerca de la legislación que próximamente verá la luz, sino mostrar a los ciudadanos españoles las mejoras que se van a dar cuando la nueva ley entre en vigor. Si en algún momento es necesario aclarar algunas cuestiones que surjan a lo largo del programa, entraremos a explicar lo que los demás participantes en el debate planteen sobre el asunto que nos ha traído aquí.

«Ésta quiere llevar la voz cantante», pensó Nicolás. «Bueno, después de todo, es la ministra y debe ser quien más sabe del tema.»

—El objetivo fundamental de la nueva ley es facilitar al máximo que las parejas con problemas de fertilidad puedan tener hijos, así como aplicar las técnicas de reproducción asistida a la prevención y tratamiento de enfermedades. El Gobierno del que formo parte piensa que es una ley que responde a las demandas de la sociedad española y constituye un avance que dará esperanza a muchas familias. Además, entre las novedades que recoge el proyecto, destaca la posibilidad de llevar a cabo la selección genética para terceros, estudiando detenidamente cada caso y con previa autorización. Esto permitirá a las familias españolas que tengan hijos con alguna enfermedad genética concebir otro hijo sano compatible con el primero, sin tener que buscar auxilio en el extranjero, como ha ocurrido hasta la fecha. Quiero señalar que el texto del proyecto ha recibido el visto bueno de la Comisión Nacional de Reproducción Asistida, lo que siempre es una garantía de buen hacer y constituye un refrendo de la

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comunidad científica acerca de lo acertado del contenido de la ley. —¿Podría explicarnos en qué consisten esa mayores facilidades que se ofrecen a

las parejas con dificultades para tener descendencia? —Por supuesto. La ley vigente sobre este tema, que aprobó el anterior Gobierno,

dificulta que las personas que quieran tener hijos con estas técnicas puedan conseguir su objetivo. Por esta razón, se elimina la limitación de fecundar un máximo de tres ovocitos en cada ciclo, remitiendo esta decisión al criterio médico. De esta manera, las posibilidades de éxito se multiplican. Cuando tuvo lugar la sesión de control al Gobierno en el pleno del Congreso de los Diputados, en el pasado mes de febrero, ya expliqué que los principales beneficiarios serán estas parejas con problemas de infertilidad porque el proyecto permitirá incrementar el número de embarazos en los procesos de reproducción asistida y evitar, en lo posible, la repetición de los traumáticos procesos que son necesarios en cada ciclo, reforzando la seguridad de los mismos y ofreciendo una mayor información.

—Las ventajas respecto a la anterior legislación se ven con claridad. —El moderador del programa procuraba siempre mostrarse partidario de la opinión del último que había intervenido—. Sin embargo, si no estoy equivocado, la nueva ley habla de la posibilidad de aplicar técnicas experimentales. ¿No puede resultar, en cierto modo, algo peligroso?

—No hay de qué preocuparse —dijo Elena Salgado—. Esas técnicas experimentales serán tuteladas en todos los casos por expertos. Además, se va a ver incrementada la seguridad de los procesos, tanto para los donantes como para los receptores, gracias a una mayor y mejor información, así como a un estricto régimen de sanciones para quienes incumplan la legislación.

—Muchas gracias, señora ministra de Sanidad. Cedemos la palabra ahora al doctor Justo Aznar, que nos dará su parecer sobre la nueva ley de reproducción asistida. —Buenas noches. En primer lugar, quiero decir que me siento muy complacido de participar en este programa, acompañado de tan ilustres personajes —agradeció el doctor Aznar—. Quisiera empezar señalando que España es uno de los países de Europa donde se permite un número mayor de implantación de embriones por ciclo. En este sentido, me gustaría citar, como simple referencia, la resolución que tomó el pasado año la Human Fertilisation and Embriology Authority, que es el organismo británico que regula la reproducción asistida, limitando a dos el número de embriones por ciclo que se pueden implantar en el Reino Unido. Sin embargo, hace apenas unos días, este mismo organismo ha anunciado la apertura de una ronda de consultas para estudiar la conveniencia de bajar el límite a un solo embrión por ciclo. El motivo de este cambio es el riesgo que conllevan los partos múltiples, frecuentes en la fecundación artificial, tanto para la mujer como para los niños. Otros países de la Unión Europea, como Bélgica, Holanda, Finlandia y Suecia, ya han adoptado medidas similares. Esto es lo que ocurre fuera de nuestras fronteras, aunque ciertamente, muy cerca de nosotros. Al ser tan grande el número de embriones producidos en el laboratorio en nuestro país, precisamente para evitar su crecimiento, el Gobierno anterior aprobó la ley de Reproducción Asistida de noviembre de 2003, que venía a sustituir a la del mismo nombre de 1988. En la nueva ley se proponía que no se pudieran obtener más de tres ovocitos en cada ciclo de estimulación ovárica, que todos deberían ser fecundados y que no se podrían implantar más de tres embriones. —Sin embargo —le interrumpió el presentador del programa—, en esa ley se incluía la posibilidad de que pudieran existir casos excepcionales en los que se permitiera generar e implantar un número mayor, si no me equivoco. —Así es —continuó el doctor Aznar—. Dichas excepciones deberían ser

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reguladas por un reglamento posterior que debería haber sido propuesto por la anterior ministra de Sanidad, Ana Pastor. Con la llegada del nuevo Gobierno, fue retomado el tema, escuchándose con especial atención, como ha recordado doña Elena Salgado, la opinión de la Comisión Nacional de Reproducción Asistida, que en ese momento se mostró favorable a que el número de excepciones fuera muy amplio. Por fin, en el último Consejo de Ministros antes de las vacaciones de verano, en julio de 2004, el tan esperado reglamento vio la luz. Como era de prever, la opinión de la nueva ministra prevaleció y las excepciones fueron incluso más amplias de las que se esperaban. Además, en cada caso, la última palabra, como ha recordado la ministra de Sanidad, la tienen los especialistas. No hay que olvidarse de que ellos son, sin duda, los más interesados en asegurar la eficiencia de sus técnicas, para lo cual, el camino más fácil es aplicar la máxima liberalidad en el número de óvulos que legalmente se puedan obtener y fecundar, y el de embriones que se permita implantar. —¿Y usted ve algo malo en todo esto, doctor? —Se resuelve un problema, pero a costa de provocar otro peor, en mi opinión. Me explicaré. Por un lado, cuando se implanta un número elevado de embriones se corre un grave riesgo de producirse embarazos múltiples, lo que no corresponde al deseo habitual de las parejas que acuden a estas técnicas, además de la complejidad que se introduce para la gestación y el parto de las criaturas. Pongo en conocimiento de los espectadores que nos escuchan que existe un remedio para evitar esos embarazos múltiples, que se llama reducción embrionaria: consiste sencillamente en inyectar al embrión que sobra, y que se encuentra aún en el seno materno, una solución de cloruro potásico que le producirá una parada cardiaca y posteriormente la muerte. Así de fácil. He podido comprobar con mis propios ojos en una grabación que recoge una ecografía cómo el pequeño trata de evitar los pinchazos de la aguja dentro del útero de su madre. Es algo que se aplica en bastantes casos y que yo no me atrevería a calificarlo como algo bueno. Nicolás había oído contar a su amigo ginecólogo que en el hospital donde trabajaba la reducción embrionaria era una práctica corriente.

—Por otro lado —continuó Aznar—, todo el mundo sabe contar: si se ha partido de tres o cuatro ovocitos fecundados en el laboratorio y sólo uno de ellos se desarrollará hasta nacer, se habrán perdido por el camino dos o tres embriones, hijos también de esa pareja y hermanos del que ha sido dado a luz. Me parece algo poco deseable que se pierdan vidas humanas de una manera tan absurda.

—Me gustaría hacer un breve comentario acerca de las palabras del doctor Aznar —intervino Elena Salgado—. Creo no equivocarme si afirmo que, hoy por hoy, inseminar y transferir al seno materno tres ovocitos en un ciclo de fecundación in vitro es necesario para conseguir una tasa de embarazo razonable. Al decir esto, me parece que hablo en consonancia con lo que piensan muchos médicos embriólogos en nuestro país. El presentador tomó de nuevo la palabra. —Muchas personas se preguntan qué va a ocurrir con los embriones sobrantes de las técnicas de reproducción asistida. Se sabe que en España hay en torno a 200 000 embriones congelados a la espera de su destino. Señor García-Velasco, ¿podría explicarnos la situación actual de estos embriones y cuál va a ser su futuro? —Buenas noches a todos, en primer lugar —se presentó el director del IVI Madrid—. Precisamente por la masiva acumulación de embriones, la nueva ley prevé que, con el consentimiento previo de los progenitores, se puedan utilizar con fines experimentales los preembriones sobrantes sin necesidad de esperar los cinco años previstos por la antigua legislación. En octubre de 2004, como conocerá el público que

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nos oye, el Gobierno aprobó el decreto por el que se permitía experimentar con células madre embrionarias, con la condición de que el proyecto de investigación contase con un informe favorable desde el punto de vista científico y ético elaborado por el Centro Nacional de Trasplantes y Medicina Regeneradora. En este momento, hay varios proyectos en marcha en nuestro país, que gozan de todas las garantías. Con la ley que se aprobará en breve se reduce en gran parte la cantidad de material conservado, ya que podrá utilizarse una vez creado. Aznar no le dejó continuar. Después de todo, se trataba de un debate. —Con todos mis respetos, señor García-Velasco, su visión de la cuestión planteada es demasiado reduccionista. Se nos ha preguntado por el destino de todos esos embriones que se conservan actualmente en las clínicas de reproducción asistida, no por los que se van a seguir produciendo a partir de mañana. —Todos sabemos —replicó García-Velasco— que esos embriones, por lo general, no tienen futuro. Usted mismo, doctor Aznar, ha explicado innumerables veces las tres posibles salidas para esos embriones congelados: la implantación en la propia madre o en una madre de adopción, su uso como material de investigación o descongelarlos y dejarlos morir en paz. —Así es, en efecto —respondió el interpelado. —Muchos de esos embriones —continuó García-Velasco— han perdido en gran parte sus potencialidades. Lo diré con otras palabras para que los telespectadores lo entiendan: por un lado, es muy posible que un buen número de ellos estén muertos; por otro lado, no se puede esperar grandes avances científicos si se los emplea con fines experimentales puesto que, en una gran mayoría de los casos, pueden llevar mucho tiempo congelados y haber sufrido daños irreparables en el proceso de congelación o durante el tiempo que llevan crioconservados. —Lo que usted quiere indicar, si no le he entendido mal —contestó Justo Aznar a las palabras de García-Velasco—, es que no se les puede considerar material de primera calidad; que son preferibles los embriones frescos, recién producidos, para investigar. Sin duda, es el mejor modo de retirar a esos hombres en potencia lo poco de dignidad que todavía les conceden algunos. Respecto a la calidad de los embriones que se conservan congelados, debo recordarle que en agosto de este año nació el primer niño que en su día era uno de estos embriones de los que estamos hablando. Llevaba siete años congelados y fue adoptado por una mujer de 41 años llamada Eva, que está feliz con su hijo. La adopción de embriones fue puesta en marcha en España hace un año por el Instituto Marqués de Barcelona y no me parece una mala solución; mucho mejor, desde luego, que utilizarlos para investigar con ellos.

El moderador había dejado enzarzarse brevemente a los dos científicos. El asunto no había pasado a mayores y derivó hacia otros aspectos de la ley.

—Otra importante novedad, como se ha recordado al principio, es que la nueva ley establece el diagnóstico preimplantacional con fines terapéuticos para terceros, un avance que permitirá seleccionar preembriones compatibles para que, tras su nacimiento, puedan ayudar a salvar la vida de un hermano afectado de una enfermedad genética. Es lo que se conoce como «niño medicamento». Esta vez me dirijo a Mónica López Barahona. ¿Puede darnos su opinión acerca de lo que esto supone?

—Le agradezco que me ceda la palabra justo cuando vamos a tratar de este asunto que, en mi parecer, no se trata de ningún avance. Trataré de explicarme.

La bióloga se incorporó en su asiento y tosió suavemente para aclarar su voz.

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—Soy madre y bióloga molecular. Personalmente, no creo que me sometiera a generar una serie de embriones hasta encontrar uno inmunológicamente compatible con mi hija, si no tengo la idea de gestarlos después. Creo que a un hijo lo deseas y lo quieres por otros motivos y no porque pueda curar a otro hijo. Si no lo haces así, se entra en una mentalidad utilitarista y una se olvida de la concepción personal que siempre se ha tenido del embrión.

Juan Antonio García-Velasco se vio en la obligación de responder. —Yo he hablado con parejas que tienen este problema y estoy convencido de

que ninguna de ellas tiene un concepto utilitarista del niño que va a nacer. No estamos hablando de generar un mecano, una pieza del hermano. Si tienes un hijo lo vas a querer y, si te cura al otro hijo enfermo, lo querrás más todavía. Los padres no dudan de si el hijo es más o menos querido.

De nuevo, intervino el presentador. —El portavoz de la Conferencia Episcopal Española, Juan Antonio Martínez

Camino, se manifestó muy duramente cuando fue preguntado sobre este tema. Leo lo que dijo: «Si para curar a un hermano produzco ocho embriones, crío uno en probeta y los otros los tiro a la papelera, eso se llama eugenesia. Se trata de curar a un ser humano a costa de siete hermanos suyos a quienes quito el derecho a la vida». Agradecería escuchar su opinión acerca del uso adecuado de la palabra eugenesia en este caso.

García-Velasco fue el primero en contestar. —Esta palabra ha entrado en el contexto que estamos tratando como la palabra

«papelera». No tiene nada que ver. No estamos hablando de mejorar la raza humana ni de hacer niños más inteligentes. No hay un gen que regule la inteligencia y un gen que te ponga los ojos azules. Estamos hablando de seleccionar embriones que serán compatibles con el hermano desde el punto de vista inmunológico, para hacerle un implante y nada más. No nos referimos a que sean individuos mejores o peores.

—Sin embargo —intervino sobre la marcha Mónica López, al tiempo que buscaba unos papeles que llevaba en su carpeta—, sí se da una selección de los embriones en función de sus genes. A ninguno de ustedes les sonará como algo nuevo el artículo 11 del Convenio Internacional sobre Derechos Humanos y Biomedicina, suscrito por España en el año 2000, en el que se prohibía, cito textualmente, «cualquier forma de discriminación de una persona a causa de su patrimonio genético». Después de una selección genética de embriones, el que sea compatible se transferirá al útero y los no compatibles se congelarán. Desde el punto de vista ético, creo que es necesario poner en tela de juicio discriminar a alguien en función de sus genes.

Nicolás acompañaba los planteamientos que iban surgiendo en el debate con movimientos de su cabeza en sentido horizontal o vertical. No se perdía detalle. Y como a él le llegaba bien la señal, no tenía de qué preocuparse.

—¿Y dónde está el problema? —volvió a contraatacar García-Velasco—. ¿Cómo se explica a los padres que eso no es posible éticamente?

—No es legítimo —respondió López Barahona— si se tiene una concepción personalista del embrión, como he indicado hace unos instantes. Toda vida tiene el mismo valor y no vale más el embrión genéticamente compatible que el que no lo es. Se entiende que todo hijo se desea igualmente y no se desea más a aquel que puede ser más útil en detrimento de los demás, concebidos por los mismos padres y del mismo modo que el que puede curar al hermano. Ése es el dilema: entrar en una bioética utilitarista o en una bioética centrada en la persona.

—¡Vamos a hablar claro! —exclamó García-Velasco—. Cuando se sabe que un niño va a morir y hay un tratamiento que requiere tener un segundo hijo para que, con un noventa por ciento de posibilidades, se le pueda curar, es poco discutible que eso no

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se pueda hacer. —Depende del criterio, la perspectiva y el valor que se otorga a los embriones

—respondió Mónica López—. Estoy y estaré siempre en contra de la selección embrionaria en cuanto no se me demuestre científicamente que en un embrión no hay vida humana. No es más válida una vida que otra.

El moderador vio oportuno volver a tomar la palabra para cortar la fuerte tensión que habían provocado las palabras que se acababan de escuchar en el estudio.

—En nuestro programa Fair play hacemos gala de que siempre conseguimos poner de acuerdo a los invitados al menos en algún punto del tema que se discute. Señor Aznar, señora López, me gustaría que alguno de los dos señalase cualquier aspecto positivo de la nueva ley que, sin lugar a dudas, y a pesar de su oposición a la misma, habrán descubierto.

—Como ha dicho usted —señaló Aznar—, hay cosas en esta ley que me parecen positivas, como son la prohibición de las madres de alquiler, con el consiguiente impedimento legal de traspasar los derechos de maternidad a un tercero, y que se niega la posibilidad de clonar seres humanos con fines reproductivos, siguiendo de este modo la misma línea marcada por las directrices europeas vigentes.

—Muchas gracias, doctor Aznar. Hay un asunto —continuó el presentador— en el que pienso que los telespectadores pueden estar interesados y del que me gustaría que nuestros invitados nos hablasen. Está relacionado en cierto modo con la discusión que, en términos absolutamente correctos, acaban de mantener Juan Antonio García-Velasco y Mónica López. Me refiero a la posibilidad de generar clones humanos con fines terapéuticos. Se trata de otro modo de curar a una persona; en este caso, utilizando células madre procedentes de embriones clonados del mismo individuo. ¿Quién quiere ser el primero en dar su opinión?

Nicolás notó en ese momento una ligera vibración en el bolsillo de su pantalón procedente de su teléfono móvil. Miró en la pantalla quién le llamaba y desconectó el aparato. Se le había olvidado hacerlo al comienzo del programa. Ya llamaría a su madre más tarde. Con la distracción, estuvo a punto de perderse las primeras palabras de la ministra Salgado, que quería ir por delante de los demás invitados para aclarar el estado de la cuestión propuesta por el moderador.

—La clonación terapéutica es algo que no está recogido en la nueva ley de reproducción asistida porque son temas distintos. Sin embargo, sí puede llegar a incluirse en el proyecto de ley de Investigación Biomédica que el Ministerio de Sanidad tiene intención de presentar al Consejo de Ministros en un futuro próximo, para que sea aprobado por el Parlamento el próximo año. Diversos expertos han examinado los primeros bocetos de este proyecto de ley y han manifestado su predisposición a incluir la transferencia nuclear en el texto. Consideran que es posible establecer un marco jurídico apropiado en el que puedan desarrollarse este tipo de investigaciones, ya que el proyecto que se está preparando señala unos límites que garantizan los máximos controles éticos y jurídicos sobre estas investigaciones, de modo que consigan la confianza por parte de todos los españoles.

—Doctor Aznar —le invitó el presentador del programa—, ¿desea hacer alguna consideración respecto a este otro proyecto de ley? —Sí, muchas gracias. De entrada, quiero recordar a las personas que están viendo el programa lo que supone la clonación terapéutica. Se trata de algo que se presenta a la opinión pública como la gran revolución para practicar una medicina

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regenerativa a partir de células madre embrionarias. Para precisar de qué estamos tratando, esta estrategia consiste en obtener por clonación embriones humanos del paciente al que se desea curar y extraer sus células llamadas células troncales o células madre, en cuanto que aún no están diferenciadas. Para conseguir esto, hoy por hoy, es necesario destruir el embrión. Estas células se cultivarán después en medios adecuados, de modo que se especialicen y lleguen a ser células musculares, nerviosas, hepáticas, epiteliales o del tipo que interese para curar al paciente. La persona enferma las aceptará sin ningún tipo de rechazo porque llevan su propio genoma y se le podrán implantar para curar la enfermedad que padece. La técnica sin duda ofrece un gran potencial terapéutico. Sin embargo, como hemos podido comprobar en este mismo programa, las declaraciones de los científicos y las posturas de diferentes grupos de bioética son discordantes sobre la licitud de utilizar embriones humanos para curar enfermedades de otros humanos. Se sirvió un poco de agua del botellín que tenía preparado, tomó un sorbo y continuó. —Quisiera aportar un dato muy revelador: de los veinticinco proyectos que tratan sobre células madre que está financiando la Unión Europea con fondos públicos dentro del VI Programa Marco, veintitrés de ellos corresponden a células madre adultas y tan sólo dos a embrionarias. Basándose en consideraciones científicas y éticas, el Parlamento Europeo acordó en el mes de abril dar prioridad incondicional a la investigación con células madre adultas. Para el espectador inexperto en estas cuestiones, recordaré que las células madre adultas se obtienen del propio individuo, sin necesidad de crear un embrión clónico, que será posteriormente destruido, por lo que no existe ninguna objeción ética a su obtención y utilización. Ellas son las células destinadas para la regeneración y recuperación del cuerpo y se encuentran repartidas por numerosas partes del organismo adulto. Como se ve, la financiación europea se vuelca con el I+D de células adultas porque se muestran más esperanzadoras para su uso clínico. En España, sin embargo, actualmente se dedican 54 millones de euros a la investigación con células embrionarias frente a los dieciocho millones que se destinan a las terapias, ya efectivas, con células adultas: exactamente, una tercera parte. A las razones científicas se unen las éticas, ya que el uso de estas células adultas, como acabo de señalar, carece de los problemas que presentan las embrionarias y que están dividiendo a los científicos y a la sociedad. —Sin embargo —intervino el moderador del programa—, se oye hablar poco de las células madre adultas. —Efectivamente —confirmó el doctor Aznar—. Por eso, la información que acabo de aportar contrasta, a mi parecer, con lo que estamos oyendo a determinadas personas repetidamente desde hace meses en España, insistiendo en que se debe potenciar la investigación con células madre embrionarias porque es esencial para el avance en el tratamiento de muchas enfermedades. Son los mismos que no tienen inconveniente en añadir que «la ciencia estará siempre de acuerdo con la ética» para tranquilizar a los ciudadanos de a pie que muestran ciertos escrúpulos o no ven con buenos ojos la creación de embriones que serán inevitablemente destruidos, aunque sea con el fin de ayudar a curar a una persona. Pienso que es una pena que nuestro país no siga la decisión de Europa de priorizar la investigación con células madre adultas. Salgado no quería dejar de aprovechar su presencia en el programa para explicar del mejor modo posible el progreso que iba a suponer la aplicación de la clonación terapéutica. —Con su permiso... —Por supuesto —le animó el presentador.

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—Muchos de nosotros nos llenamos de expectación cuando nos llegó desde Corea la noticia de la clonación del primer ser humano, aunque no se llegara a una fase avanzada en su desarrollo. Al conocer los avances logrados por Woo Suk Hwang, el conocido investigador de la universidad de Seúl y, más tarde, las falsedades que había detrás de sus experimentos, hemos querido tomar nuestras precauciones éticas y científicas, como ya he dicho antes. Estamos a la espera de que expertos en bioética, juristas y científicos informen sobre la transferencia nuclear con fines terapéuticos para resolver con el máximo consenso si se incluye o no en la futura ley de Investigación Biomédica. Siempre he dicho, con relación a este tema, que deben ser los expertos quienes expliquen en sus informes hasta dónde debe llegar la futura norma y cuáles deben ser las garantías, condiciones, limitaciones y obligaciones que debería imponer. Sólo cuando se tengan estas respuestas y con el máximo consenso, repito, será el momento de plasmar por escrito lo que podrían ser los criterios que deberá seguir la investigación biomédica. La futura ley deberá ser debatida y votada posteriormente por todos los grupos en el Parlamento. —Sin embargo —señaló Aznar—, parece que la vida corre más aprisa que la ley. Como bien sabe la señora ministra, actualmente se solicita desde muchos centros de investigación una normativa para comenzar la aplicación de esta nueva terapia celular. En unas recientes declaraciones, el director del nuevo Centro de Investigación Príncipe Felipe, de Valencia, ha manifestado que «el futuro de la medicina es la clonación terapéutica porque significa usar las propias células para que no haya rechazo del tejido implantado». También conoce doña Elena Salgado, porque estuvo allí, lo que dijo el director del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona, Juan Carlos Izpisúa, durante la presentación de los acuerdos de colaboración entre el Instituto de Salud Carlos III, el Centro Superior de Investigaciones Científicas y el Instituto Salk de Estudios Biológicos de California (EE. UU.), refiriéndose a que «la transferencia nuclear no es una tecnología del futuro, sino de hoy». Con tantas y tan variadas solicitudes, me parece que las simples peticiones se van a convertir en exigencias a las que será muy difícil decir que no, aunque los informes que se reciban en su ministerio vayan en contra. —Por el momento, doctor Aznar, esperamos el dictamen de los expertos —respondió la ministra—. No sé cuándo verá la luz la ley de Investigación Biomédica, pero sí puedo decirle que si llega a incluirse la clonación terapéutica en el texto, no se podrá considerar algo disparatado. Corea no es el único país del mundo donde puede llevarse a cabo la llamada transferencia nuclear. India, China, Japón, Singapur e Israel son otros países en los que la clonación con fines curativos cuenta con el respaldo de la ley. Dentro de Europa, sucede lo mismo en Suecia, Bélgica o Reino Unido, que es el país que lidera en nuestro continente los proyectos de investigación en clonación terapéutica. ¿Es su deseo, doctor Aznar, que España se quede atrás en la carrera científica internacional? Alguien tocó en el hombro a Nicolás y éste se volvió para ver quién era. El ayudante de realización le pasó un papel escrito: «Te llama tu madre y dice que es muy importante». De repente, se acordó de que esa noche ingresaban a su padre para operarle al día siguiente a corazón abierto y que había quedado en ir a verle antes de la intervención. Mañana trabajaría lejos de la ciudad y no le iba a ser posible pasar a preguntar cómo había salido todo. Dejó los auriculares a un compañero, le explicó lo que ocurría y se marchó corriendo, lamentándose de tener que abandonar el programa cuando más interesante se estaba poniendo.

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Capítulo 2

Miércoles, 17 de mayo de 2006. En Valencia (España)

El domingo, Antonio y su mujer cumplirían veinticinco años de casados. Esta

vez no iba a ser tan distraído como para no acordarse de la fecha. Cinco años atrás, sus cuatro hijos se habían puesto de acuerdo para recordárselo uno tras otro: «Felicidades, papá. Y no te olvides de regalarle algo a mamá».

¿Qué pasó? Se le fue el santo al cielo y hasta la noche no cayó en la cuenta del día que era. No hubo regalo ni nada, sólo un abrazo muy fuerte para su mujer y la promesa de no ser tan despistado al año siguiente. Ella, conociéndole, le felicitó también por sus veinte años de matrimonio, sin echarle en cara el olvido.

«Este año va a ser especial», se dijo Antonio varios días antes. Había decidido ser espléndido para la ocasión, compensando de ese modo los desplantes de anteriores aniversarios. En compañía de su hijo pequeño Toni, se encontraba en una joyería cercana a su casa, eligiendo lo que iba a ser el regalo para su mujer por sus bodas de plata.

—Mira —dijo el chico, señalando un reloj—. Ése es el que quiere mamá. Es el que anuncia en la televisión esa modelo tan guapa.

—Vaya, conque ése es el que le gusta. ¿Dónde dices que está? —Ahí, en el escaparate. A la derecha. Desde el interior de la joyería se veía un elegante reloj de diseño Armani, del

tamaño y la forma parecidos al que su mujer había perdido un par de años atrás en un día de playa. Mientras padre e hijo se aclaraban, uno de los dependientes apretaba el botón que abría la puerta a una mujer.

—¡Vaya si es bonito! —¡Claro!, y es el que le gusta a mamá. —Estás seguro de que es ése, ¿verdad? —Que sí, papá —insistió su hijo—. El Armani que anuncian en la tele. No veas

cómo se queda mirándolo cada vez que pasamos junto al escaparate. Lo que no sé es el precio. Desde aquí no se ve. Ahora vengo.

—Espera, hombre, ahora se le preguntamos a este señor. Además, se puede mirar desde aquí dentro…

Sin escuchar a su padre, Toni salió a la calle para echar una mirada a la etiqueta del reloj que iría a parar a la muñeca de su madre. A la vez que el chico salía, un hombre joven, con barba, entró en la joyería, llevando un maletín en la mano, como el de cualquier trabajador de una gran ciudad.

El joven apoyó su portafolios sobre el mostrador y estaba comenzando a abrirlo, cuando Toni, aprovechando que la puerta no se había cerrado del todo, entró de nuevo en la tienda:

—Son 170 euros, papá. Es barato. Era miércoles. El guardia de seguridad se había marchado quince minutos antes

de la hora como era su costumbre ese día de la semana. De este modo, conseguía llegar a su casa con el tiempo justo para ver comenzar el partido de fútbol de la Champions League. Era un acuerdo tácito que tenía con el dueño. Ese día, además, se jugaba la final y no estaba dispuesto a perdérsela.

—¡Que no se mueva nadie! —ordenó de repente el joven del maletín.

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En ese instante, uno de los hombres tenía una mano ocupada levantando la tapa de cristal del mostrador donde se encontraban los anillos más lujosos, solicitados por la señora que había entrado un minuto antes. El otro dependiente estaba abriendo el escaparate por la parte interior de la tienda con intención de mostrar más de cerca al padre de Toni el reloj que le había pedido.

El joven había sacado del maletín dos pistolas provistas de silenciador. Con una apuntaba al hombre del escaparate y pasó la otra a la supuesta cliente interesada en los anillos más preciosos, quien se aseguraba de que el otro joyero no se moviese ni un milímetro. Ambos, en un abrir y cerrar de ojos, se habían enfundado un par de guantes de látex. El chico y su padre observaban la escena petrificados, incapaces de actuar.

—Muy bien, señores. Dejen abiertos tanto el mostrador como el escaparate. —Obedecieron—. Les ruego que no hagan ningún movimiento sospechoso mientras estamos a la vista de todo el que pasa por la calle. Usted —dijo, dirigiéndose después al que había abierto el escaparate—, baje la puerta metálica y así evitaremos miradas indiscretas. Después de todo, ya es la hora de cerrar. ¡Ah!, y ojito con el botón que apretamos.

La voz del joven se había convertido en un susurro después de la orden inicial. Tanto el botón de alarma como el de bajada de la reja se encontraban en la zona

de atención al público, ocultos tras una pequeña mampara. La información la había obtenido el atracador de un antiguo empleado del establecimiento.

—Un momento. Voy con usted, no vaya a ser que pulse el botón equivocado. Como el atracador desconocía cuál de los dos correspondía a la bajada de la

puerta metálica, se acercó con el hombre del escaparate a la zona oculta para vigilarle de cerca.

—No se confunda con lo que aprieta, amigo —le dijo, sin dejar de apuntarle con su arma. El hombre pulsó el botón de color rojo, pero no pasó nada.

—¡Me la has jugado, cabrón! —¡No, no! ¡Se lo aseguro, ése es el correcto, de verdad! Desesperado, volvió a pulsarlo y esta vez funcionó: la puerta de seguridad

empezó a descender poco a poco hasta que tocó suelo y cesó su movimiento. —Lo siento. —El hombre respiró aliviado—. Es que a veces se atasca. Tras los instantes de tensión, el ladrón parecía de nuevo dueño de sí mismo y

prosiguió con el plan previsto. —Bloquee la apertura de la puerta —le dijo al joyero, señalando la cerradura de

seguridad que había junto al botón que controlaba la reja. Éste sacó un manojo de llaves de su bolsillo, metió una en la cerradura y aseguró la puerta.

—Ahora vamos a por los grabadores. Por un robo anterior en esa misma joyería y las noticias que salieron en la

prensa, el joven sabía que las imágenes que estaba recogiendo la cámara de seguridad iban a parar a dos grabadores distintos, para solventar posibles fallos en alguno de los aparatos. No debían haberlo mencionado a los periodistas. Los dos grabadores digitales se encontraban en sendos armarios, dentro de la pieza posterior. Después de apagar las cámaras y de retirar los DVD, el ladrón y su víctima se reunieron con el resto.

A esas alturas, el maletín se encontraba a rebosar de todos los artículos que podía contener, entre anillos, relojes, collares y gargantillas. Su compañera había hecho un buen trabajo ayudada, a la fuerza, por Antonio, que había ido llenando el portafolios según le ordenaba la mujer.

—Ahora déme todas las llaves, incluida la de la puerta que da al portal de la casa.

El hombre más mayor, que parecía el dueño del local, mostró todo su

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desconcierto en la cara que puso. Pensaba que nadie conocía la existencia de ese acceso a la tienda, ya que apenas lo utilizaba y, cuando lo hacía, siempre era con discreción. Se veía que el joven atracador había estudiado bien el terreno. Les hicieron pasar a todos a la pieza posterior de la tienda.

—Se van a quedar ahora los cuatro un largo rato en esta habitación mientras mi compañera y yo nos largamos por la puerta de atrás —dijo, mientras cerraba con llave la puerta de comunicación con la joyería.

Ese fue el momento de descuido que aprovechó el hombre más joven para abalanzarse sobre él, dirigiendo sus manos hacia la que empuñaba la pistola. No estaba dispuesto a que nadie se llevase sin su consentimiento toda esa mercancía; el seguro de la joyería no lo habían renovado por falta de fondos y no podía quedarse quieto, viendo cómo les desvalijaban. Estaba seguro de que esos tipos no se atreverían a disparar: se había convencido de ello cuando la reja metálica no bajó a la primera.

El joyero mayor fue más lento que su compañero, pero le dio tiempo de agarrar el brazo de la ladrona, tratando de arrebatarle el arma antes de que pudiera usarla.

Los dos primeros se enzarzaron en una pelea por la pistola, que había ido a parar al suelo, mientras que el otro hombre y la mujer se debatían por controlar la segunda pistola. Toni y su padre seguían sobrecogidos, sin atreverse a intervenir.

De pronto, se oyó un disparo. Todos se quedaron inmóviles: en el forcejeo provocado por hacerse con las armas, alguien apretó el gatillo de una de las pistolas y una bala fue a parar al pecho de Toni, muy cerca del corazón. Los dos atracadores fueron los primeros en reaccionar. Cogieron el maletín y las pistolas y salieron aprisa en dirección a la puerta trasera. La cerraron con llave; se despojaron, ella de la peluca y las gafas, y él, de la barba postiza, guardaron sus disfraces en el bolso de mano que llevaba la mujer y salieron a la calle por el portal, agarrados como dos novios, aparentando la mayor tranquilidad que les era posible.

—¡Los móviles! —recordó la mujer de repente, en un susurro al oído de su compañero— ¡Se nos ha olvidado pedírselos! Ahora podrán avisar a la policía.

—¿Qué quieres? —le respondió él—. ¿Que después de pegar un tiro al chaval vayamos pidiendo a cada uno su teléfono? Lo que teníamos que hacer era salir corriendo como hemos hecho. Y esperemos que no le pase nada al chico.

Toni estaba tendido en el suelo. Le habían quitado la camisa y habían dejado su

torso desnudo. No paraba de manar sangre de la herida. Su padre le sujetaba la cabeza por detrás, a modo de almohadón, viéndose incapaz de hacer algo más por el chico. La ambulancia parecía que no iba a llegar nunca. Además, el guardia de seguridad, que conservaba el otro juego de llaves del establecimiento, ese día no había ido a su casa, sino que estaba con unos amigos, viendo el partido. Tardaron quince minutos en localizarle.

Cuando llegó, media hora después de lo sucedido, se encontró con que la policía había forzado la puerta trasera de la joyería y estaban colocando al joven en la camilla de una ambulancia. Aún respiraba.

—¿Pero qué ha pasado aquí? —preguntó al dueño de la joyería. —¡Esa zorra disparó al chico y se largaron! —respondió escuetamente el

hombre. No estaba para más explicaciones. Eran las nueve de la noche y muchas personas que paseaban por la calle, al ver

la ambulancia, se reunieron alrededor del cerco que habían trazado en torno a la entrada del establecimiento varios policías de uniforme.

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De un furgón de la policía nacional que acababa de llegar, se bajó un hombre de unos cincuenta años. Se abrió paso entre la gente que se había convocado y se encaminó hacia la joyería

—¡Paco!, ¡Paco! ¿Dónde te has metido? El comisario Peláez buscaba al inspector Francisco Agulló entre el grupo de

policías que habían ido llegando. —¡Aquí, comisario! En la tienda —le respondió éste desde dentro del local, al

otro lado de la puerta metálica. José Ramón Peláez pertenecía al Cuerpo Nacional de Policía desde hacía

veinticinco años y estaba al cargo de la comisaría del distrito de Patraix. Aunque no era propiamente su sitio, dado su rango, siempre procuraba estar en el lugar de los hechos y recoger información de primera mano. Además, el acontecimiento deportivo de la noche le importaba muy poco y ese día se encontraban faltos de personal.

El inspector Agulló llevaba en la Policía quince años. Colaboraba con Peláez en muchos casos. Como el comisario, era partidario de acudir al escenario del delito lo más pronto posible y hacerse una idea de conjunto, aparte de que posteriormente alguno de sus hombres pudiera informarle de más cosas. Paco tenía cuarenta y dos años y había vivido toda su vida en Valencia. Estaba casado, tenía cuatro hijos y su mujer estaba esperando el quinto. Era inspector en la brigada de la policía científica de la ciudad.

—Me parece que hay pocas huellas que tomar hoy —dijo Peláez a Agulló, mientras pasaba desde la trastienda a la zona de clientes del establecimiento—. Según me han dicho, los dos llevaban unos guantes que no se quitaron ni para mear.

—Ya, bueno, pero nunca se sabe. En cualquier caso, no creo que estuviesen pensando en eso en el momento del atraco. Estaré un rato más por aquí a ver si encuentro algo.

El propietario de la joyería había levantado, entretanto, la puerta metálica haciendo uso de las llaves que había traído el guardia de seguridad. Desde el interior de la tienda, el comisario vio alejarse a la ambulancia. «Pobre chaval —pensó para sus adentros—. No debía haber estado aquí». Acompañaban al chico su padre y también su madre, que había llegado al lugar veinte minutos después del disparo.

Más tarde tendría tiempo de acercarse al hospital para interesarse por ellos; ya había encargado a un policía que les acompañase y le hiciera prestar declaración al padre del muchacho mientras atendían a su hijo. De momento, se centraría en estudiar lo que los dos joyeros estaban terminando de contar a otro de sus hombres y así tener algo con lo que empezar a trabajar.

Toni fue recibido en la puerta de urgencias del Hospital General por Jaime Puig,

un joven licenciado en medicina en su último año de MIR, que estaba de guardia esa noche. Le trasladaron con la mayor rapidez posible al quirófano, donde ya estaban esperándole para la intervención. El propio Jaime condujo al chico hasta la sala de operaciones, dándole ánimos y esperanzas, sin percatarse de que el herido apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Había perdido bastante sangre; todo parecía indicar que la bala había alcanzado algún vaso sanguíneo principal.

La operación duró tres horas. El joven médico que se había encargado de recibir al muchacho había participado también. Estaba terminando su formación en cardiología y sabía cómo desenvolverse y cuál era su misión en el quirófano. Extrajeron la bala y pudieron constatar que efectivamente tenía la aorta rasgada. El cirujano hizo lo que pudo pero la evolución del chico no se presentaba nada esperanzadora.

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—La cosa no tiene muy buena pinta, ¿sabes? —le comentó Jaime a otro médico que se había acercado al quirófano tras la operación—. ¿Pero qué le había hecho el pobre a ese par de cabrones para que le dispararan?

—Anda, Jaime, vamos a tomarnos un café, que a los dos nos sentará bien. Álvaro Costa, su mejor amigo, con el que había compartido las aulas de la

facultad y que estaba, como él, a punto de terminar la especialidad, le cogió del brazo y le llevó hasta el ascensor, camino del bar del hospital.

El comisario Peláez y el inspector Agulló llegaron poco después de terminar la

operación. Toni había sido conducido a la UCI y sus padres sólo pudieron verle un momento, lo que duró el traslado hasta la planta de intensivos. Los policías los encontraron en la puerta. La sensación de impotencia se dibujaba en sus rostros.

—Siento muchísimo lo ocurrido. Soy José Ramón Peláez —se presentó el comisario— y dirijo la comisaría del distrito de Patraix; y mi acompañante —dijo señalando a Paco— es el inspector Agulló. Estamos tratando de encontrar alguna pista que pueda llevarnos a identificar a los atracadores. Si me lo permiten, quisiera hacerles algunas preguntas.

—¿Tiene que ser ahora? —preguntó el padre de Toni, a quien se le veía con pocas ganas de hablar—. Además, hace un par de horas ya hablé con otro policía. No se me ocurre qué más añadir a lo que le dije.

—Acabo de leer su declaración y me parece bastante completa. Sin embargo, quisiera hacerle alguna pregunta que me ayudará en la investigación. Si puede ser ahora, mucho mejor; cuanto más tiempo pase desde los hechos, resultará más difícil capturar a quienes dispararon a su hijo. Sólo serán diez minutos.

Cuando Peláez terminó su trabajo, se despidió del matrimonio y sugirió a Paco tomarse un café en el bar más próximo. Deseaba tener la cabeza despierta y despejada.

—Me parece que hay uno en este mismo edificio —le informó Paco—; no creo que cierre de noche.

El local estaba casi vacío. Aparte de la pareja de policías, había una enfermera tomándose un poleo, dos personas más que debían de ser familiares de algún hospitalizado y un par de médicos charlando, sentados alrededor de una mesa sobre la que había sendas tazas de café.

—Realmente, no ha tenido suerte el chaval: era una bala con muy mala sombra —comentó Paco mientras abría el sobre del azúcar.

—Pues sí —contestó, sin más, Peláez. Sus ojos estaban fijos en la cuchara con la que removía el café. Agulló sabía que era un gesto muy propio del comisario; revelaba un intenso estado de concentración mientras su cabeza repasaba los datos que tenía acerca del hecho que estuviese investigando. Podía pasarse varios minutos revolviendo el azúcar, aislado de cuanto le rodease. Paco le devolvió al mundo real.

—¿En qué está pensando? —En que me parece que va a ser muy complicado encontrar a esos tíos. Una

mujer con grandes gafas de concha y pelo rojizo, largo y con rizos; él, con barba y un par de gafas tan anormales como las de la mujer. Vamos, que cualquier niño adivinaría que iban disfrazados. El retrato robot que puedan hacer en la comisaría se va a parecer a esa pareja en el número de ojos de la cara.

—¿Son ustedes policías? Uno de los dos médicos que tomaban café se les había aproximado —Buenas noches —les saludó, tendiéndoles la mano—. Me llamo Jaime Puig y

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estoy haciendo el quinto año del MIR en este hospital. Mi amigo, el de la mesa, es Álvaro Costa y está terminando también la especialidad. Si no me equivoco, estaban hablando del chico al que han traído hace unas horas con un tiro en el pecho.

—Sí. ¿Te interesa el asunto, muchacho? —Yo le recibí en urgencias y he participado en la operación. Me he

especializado en cirugía cardiovascular. ¿Pueden contarme qué ha pasado? Paco le refirió brevemente los hechos que, a su vez, les había relatado el padre

de Toni. —¿Y tienen alguna sospecha de quién puede haber sido? —inquirió Jaime—.

Seguro que ya sabrán algo. —Mira, chico, en la vida real las cosas no son como en las películas —respondió

irónicamente Peláez—. En esta ciudad hay entre cuatro y seis atracos a mano armada cada día. Si tenemos en cuenta que unos buenos ladrones no están todos los días dando golpes, sino que roban cuando lo necesitan o se lo encargan, y si a eso añades que el mercado negro de armas de fuego ya es casi blanco en muchos rincones de la nación, te salen aproximadamente un millón de sospechosos. ¿Se te ocurre alguna idea de por dónde empezar?

—Pero algo tendrán que hacer. ¡Uno no puede andar por ahí disparando a niños inocentes y aquí no ha pasado nada! —Jaime se había alterado por la respuesta del policía.

—Tranquilo, hombre —intervino Paco—. Es que cuando el comisario no sabe por dónde empezar se pone un poco nervioso y le gusta hacer bromas.

—Buenas noches. —El otro médico se acababa de unir al grupo—. Me llamo Álvaro Costa.

—Sí, ya te ha presentado tu amigo —dijo Peláez—. Por cierto, que es un poco impaciente: hace tres horas que han disparado al chico y ya quiere que sepamos quién ha sido.

—No es eso —se defendió Jaime—. Es que me cuesta mucho aceptar la idea de que muera alguien, y menos un niño, que no ha hecho nada malo. Y todo, por unas cuantas joyas.

—Pienso que los que lo hicieron no tenían ninguna intención de provocar daño a nadie. Bueno, daño físico, se entiende, porque los de la joyería, buen cabreo que deben de tener ahora —dijo Álvaro—. La gente no quiere matar.

—Entonces, ¿por qué hay tantas personas con armas en sus casas? —se lamentó Jaime—. Saben perfectamente que es algo que mata y que una persona disponga de la vida de otro me parece algo reprobable. Deberían volver a poner la pena de muerte, al menos, para los asesinos de niños.

Sólo al terminar de pronunciar estas palabras, cayó en la cuenta de lo que acababa de decir.

—De modo que está justificado que a unos les matemos y a otros sólo hay que tenerles en la cárcel una temporadita para que rediman sus penas, según la edad del difunto —le apuntilló el comisario.

—Bueno, yo no sé exactamente qué es lo que habría que hacer. Sólo sé que odio que mueran inocentes.

El café de los policías se había quedado frío. Aún así, se lo tomaron casi de un sorbo. Pasaban ya de las doce y media. Pidieron la cuenta.

—Encantado de haberos conocido, doctores —se despidió Peláez—. Tomaré nota de vuestras observaciones. Buenas noches.

Agulló estrechó las manos de ambos médicos, a la vez que les guiñaba el ojo, como diciéndoles: «No os toméis demasiado en serio lo que os diga ahora el

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comisario». —Hasta la vista —respondió Álvaro. «Aunque no creo que volvamos a vernos

demasiado», añadió en su pensamiento. Jaime había solicitado permiso para encargarse personalmente de los cuidados

que requiriera el pequeño y pasó gran parte de la noche en vela. A la siete de la mañana le sustituyeron y fue a echarse en el sofá de la sala de descanso. Se durmió enseguida y no llegó a percibir la presencia del equipo de limpieza que, como todos los días, pasaba por esa zona del hospital a partir de las ocho.

A las once, notó que alguien le zarandeaba el brazo y se despertó. —Chico, no sabes lo que me ha costado encontrarte. Pensaba que te habías ido a

casa después del turno de guardia. —El que le hablaba era Óscar, el compañero con el que compartía despacho—. Te busca el jefe.

—¿Cómo está el chaval? —¿El chaval? ¿Qué chaval? —El que trajeron ayer por la noche, con un disparo en el pecho. —¡Ah! Murió hace media hora. ¿Lo conocías? —le contestó su compañero

mientras se alejaba por el pasillo, sin esperar una respuesta. «¡Joder!», no pudo reprimirse. Se quedó tumbado en el sofá pensando en lo que

había pasado la noche anterior. Parecía que el chico se estaba recuperando cuando él se retiró a descansar un rato. Ahora, ya no existía.

—¡Se me ha muerto! —¡Eh!, tranquilo, muchacho —era su amigo Álvaro quien trataba de serenarle.

Se había acercado a la sala, pues sabía que le encontraría allí—. Tú hiciste todo lo que estaba en tu mano y ya está. No te atormentes. No es el primer chico que ves morir. Muchas personas mueren todos los días y tenemos que acostumbrarnos a ello.

—Sí, pero éste es el primero de los que he tratado. Ha dependido de mí durante unas horas y no he podido sacarlo adelante. —Se le notaba cansado y deprimido—. ¿Para qué servimos los médicos si la gente se nos muere?

—Jaime, eso es algo que ya hemos hablado cientos de veces —le razonó su amigo—. Ni tú ni yo tenemos, de momento, poder sobre la vida y la muerte. No vas a conseguir nada lamentándote, salvo quedarte ahí tirado toda la mañana

—¿Sabes que muchas veces pienso en la impotencia que, en ocasiones, sentimos ante un enfermo?

Jaime seguía recostado en el sofá, con la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas y contemplando el techo.

—La familia y los amigos confían ciegamente en que el médico les va a resolver todos sus problemas y me quedo bien jodido, como no te puedes hacer idea, cuando no puedo hacer nada por una persona.

—Claro, pero ya te he dicho que hemos de irnos acostumbrando; si no, más vale que busquemos otro trabajo. Recuerda lo que nos decían en la facultad: el médico no es Dios, y cuando a uno le ha llegado la hora, lo que hay que hacer es ayudarle a pasar el trance lo mejor posible. Tú has hecho por él lo que has podido y debes quedarte tranquilo.

—Sí, eso es muy bonito, pero cuando uno pasa por ello, ve las cosas de otro modo.

Se puso de pie y miró fijamente a su amigo. —Óyeme bien lo que te voy a decir.

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Álvaro se dispuso a escuchar otra de las solemnes promesas a las que ya le tenía habituado.

—Te prometo que voy a poner todos los medios a mi alcance, y te pongo a ti por testigo, para sacar adelante desde hoy cualquier vida que se me confíe. Estudiaré, no dormiré, velaré noches enteras con tal de que no se me escape ni una más. ¿Me has oído?

—Sí, claro —le contestó su amigo con aire socarrón—. Me acabas de recordar a Escarlata O´Hara después de ver morir a su padre. Venga, ahora vamos a trabajar. Te he traído esto porque pensaba que te iría bien. —Le ofreció un vaso desechable con café—. Me parece que tu jefe te andaba buscando.

Jaime había terminado la licenciatura en Medicina y Cirugía con brillantes

calificaciones. El mucho tiempo sentado delante de los libros y el poco ejercicio físico habían hecho que le creciese una buena tripa: pesaba casi cien kilos. Tras emplearse a fondo durante un año estudiando el examen para poder acceder a una especialidad, había obtenido una de las mejores calificaciones del país y pudo escoger la que siempre había deseado. Le fascinaba la posibilidad de salvar vidas actuando directamente sobre el motor del organismo humano. No por ello había dejado de fumar, aun conociendo los peligros que llevaba consigo el tabaco, unido al sobrepeso con el que cargaba. Sin embargo, él se sentía feliz con su barriga y sus cigarrillos. Eso sí: evitaba el alcohol y le molestaba la gente que bebía en exceso.

Álvaro Costa y Jaime Puig formaban una pareja inseparable desde que se conocieron al comenzar la universidad. Álvaro había sido también un excelente estudiante, aunque no tan brillante como su compañero. Sin embargo, era más metódico y mucho más cerebral que su amigo, quien en muchas ocasiones se dejaba llevar más por sus impulsos que por la cabeza.

En ocasiones, los dos amigos rememoraban las numerosas intervenciones de Jaime en clase, corrigiendo lo que había dicho determinado profesor o poniendo a otro en evidencia ante toda la clase al hacer alguna pregunta sobre lo que había salido en la explicación de ese día, mostrando a las claras la ignorancia que el maestro tenía sobre esa cuestión en particular. Le costaba contenerse porque disfrutaba haciéndose notar, exhibiendo sus conocimientos y demostrando con ello que era el mejor. Esa actitud le había granjeado la enemistad de muchos compañeros y de no pocos profesores; sin embargo, los exámenes que hacía eran perfectos y las calificaciones no podían sino reflejar la valía científica de ese estudiante tan ambicioso.

Con los años y gracias a los consejos de Álvaro fue cambiando poco a poco su modo de actuar. Aunque seguía mostrándose orgulloso y muy seguro de sí mismo, se transformó en una persona simpática y llegó a ganarse la confianza de varios profesores, que le incluyeron en importantes trabajos de investigación en la facultad. Durante su periodo de especialización, participó también en algunos otros llevados a cabo en el Hospital General, que fueron publicados en diversas revistas del sector médico; a su corta edad, no era un desconocido en los ámbitos biosanitarios.

Los dos amigos compartieron piso durante sus años en la universidad. Tras obtener la licenciatura en Medicina y Cirugía, compitieron por alcanzar la mejor nota en los exámenes para optar a una plaza de MIR. Como en la carrera, Jaime había superado a Álvaro, pero los dos pudieron elegir la especialidad que querían. El deseo de Álvaro de convertirse en neurocirujano estaba a punto de hacerse realidad después de cinco largos años que, para él, habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. Neurología tenía

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una duración de cuatro años, pero un grave accidente de circulación le apartó del trabajo durante diez meses y perdió un curso, con lo que iba a terminar la especialidad al mismo tiempo que su amigo.

Por otra parte, su dedicación al estudio y al trabajo era del todo voluntaria. Hacía cinco años que su padre había fallecido de un ataque al corazón. Era el dueño de una de las mayores constructoras del país y, a su muerte, había dejado a cada uno de sus dos hijos casi tres millones de euros en herencia. Los problemas económicos no eran lo que más podía preocuparle.

Su madre y su hermano vivían en Madrid, como él, hasta que cumplió los dieciocho años. Poco antes de comenzar sus estudios universitarios, expuso a sus padres la idea de organizarse la vida por su cuenta; en el fondo, se escondía el deseo de mantenerse alejado de su padre, demasiado obsesionado con la buena marcha académica de su hijo y dotado de un carácter posesivo que le hacía extremadamente cargante. Las discusiones entre padre e hijo por cualquier motivo se fueron convirtiendo en algo corriente a medida que Álvaro se fue haciendo mayor. Procuraban reconciliarse enseguida y la cosa no pasaba a mayores. Sin embargo, Álvaro estaba convencido de que el alejamiento de sus padres podría incluso colaborar en la mejora de sus relaciones. Planteó el asunto con tiempo porque sabía de antemano que iba a tener que enfrentarse y luchar contra una respuesta negativa. Su marcha de casa para el año siguiente fue un tema recurrente durante todo el curso y, antes de terminar el instituto, había logrado vencer la inicial oposición paterna.

Puestos a elegir un lugar para estudiar la carrera y que fuese de su gusto, se decantó por Valencia; tenía el mar a un paso, solía hacer buen tiempo y estaba relativamente cerca de Madrid. No albergaba intenciones de romper los lazos familiares, pero sí quería guardar distancias y comenzar a vivir su vida. Convenció a su padre para que le enviase puntualmente el dinero necesario para pagar los estudios y la manutención. Desde que éste murió y Álvaro recibió la sustanciosa herencia, quedó económicamente independizado. Sus viajes a Madrid para visitar a su madre y a su hermano se hicieron más frecuentes y aprovechaba la ocasión para saludar a antiguos amigos y mantener muchos de los contactos que tenía cuando vivía en la capital.

Tras terminar la carrera, los dos recién licenciados decidieron que lo mejor sería, a partir de entonces, vivir cada uno por su cuenta, en pisos montados y decorados al gusto de cada uno. Jaime bromeaba con Álvaro porque en su casa no había un solo libro, cuaderno o revista fuera de sitio. «Claro, así puedo encontrar enseguida cualquiera de los artículos por los que me preguntas cada dos por tres», le solía responder su amigo cuando el otro sacaba el tema. El apartamento del futuro cardiólogo se mantenía convenientemente aseado un día a la semana, que coincidía con el que iba la señora Virtudes a poner orden en medio de la selva. Poco a poco, el caos volvía a imponerse en el piso de Jaime hasta el siguiente lunes por la mañana, en que la paciencia de la señora Virtudes le devolvía, aunque fuese por breve tiempo, el aspecto de un hogar.

Sus padres habían fallecido en un accidente de automóvil cuando él tenía tres años y la temprana falta de una madre en su casa se había hecho notar en su modus vivendi. Tras quedarse huérfano, Jaime se fue a vivir con una tía soltera, hermana de su madre, que apenas se preocupaba de su sobrino. Le daba de comer, le compraba ropa y lo que necesitara, pero lo hacía más como una obligación de la que no podía liberarse que por el afecto que pudiera tener al chico. Nunca le había gustado su cuñado ni había aprobado el matrimonio de su hermana. Desde la muerte de los padres de Jaime, asumió cargar con su sobrino —después de todo, era el único que tenía— hasta que pudiera salir adelante por sí mismo. Éste no esperó demasiado tiempo y, en cuanto pudo ganar un poco de dinero, se marchó de aquel lugar donde no era querido y se encontró con

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Álvaro. Trabaron amistad enseguida y decidieron alquilar un piso a partes iguales, donde vivieron hasta el final de los estudios universitarios.

Los dos eran felices con su vida: ambos se dedicaban a lo que les gustaba y no les faltaban ofertas de trabajo en hospitales privados de la misma ciudad para cuando terminasen la especialidad, dentro de pocas semanas. La atención personalizada al enfermo se había incrementado durante los últimos años y ahora no sobraban tantos médicos como en décadas pasadas. Se sabía que en el Hospital General trabajaban dos buenos elementos preparándose para salir a la calle y había que pescarlos.

A las doce y media de la mañana, Paco Agulló llamó al hospital para interesarse

por el estado de Toni. Aunque no le conocía más que por el atraco a la joyería, no cambió en esta ocasión su costumbre de preocuparse por la evolución de los heridos en los casos que le tocaban de cerca. Le comunicaron el fallecimiento del chico. Dijo quién era y solicitó el número de teléfono de la familia para llamar a los padres y darles sus condolencias por la noticia. Por simple deferencia, pidió también el teléfono del joven médico que había mostrado tanto interés por el muchacho para llamarle y transmitirle su dolor.

—¿Sí? ¿Quién es? —¿Eres Jaime? —No, soy Álvaro Costa. Y usted es el policía que acompañaba al comisario,

¿verdad? —Sí, efectivamente. —A través de las ondas Álvaro parecía adivinar el gesto

amable del policía—. Me habían dicho que éste era el número de teléfono de tu amigo. —Y lo es, pero suele dejarse su móvil en cualquier sitio. Hace cinco minutos

pasó por aquí, le llamaron, y se ve que se le quedó olvidado. —Me he enterado de que ha fallecido el chaval. Como ayer le vi muy afectado,

quería decirle que lo sentía. —Pues hoy está peor. Déjelo, ya se lo diré yo —se ofreció Álvaro—. Muchas

gracias por su llamada. —No hay de qué —respondió el policía—. Sólo quería decirle esto. Hasta la

vista, amigo. —Hasta la próxima —se despidió Álvaro.

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Capítulo 3 El doctor Eulogio Miralles había sido uno de los más prestigiosos médicos del

país, debido a la probada eficacia de sus métodos de trabajo. Especializado en cirugía de trasplantes, era capaz de conseguir unos niveles de rechazo muy bajos gracias a cierta intuición que le hacía elegir «la pieza que mejor encajaba», como solía decir con su célebre frase. Los éxitos logrados a lo largo de su carrera profesional le habían granjeado el título de El Mago, sobrenombre con el que se le conocía en los ambientes médicos. En 1996 se había retirado del ejercicio de la medicina, pasando a dirigir la delegación española en Madrid de la White’s Foundation for Development, que tenía su sede central en Houston.

La WFD nació a finales de los años sesenta del siglo XX para ayudar a resolver los problemas que la familia humana fuese encontrando en el camino hacia su pleno desarrollo y bienestar o, al menos, eso era lo que rezaban sus estatutos. En la práctica, las actividades que desarrollaba se centraban en los campos de la salud y de la sociología, tan interesante para el mundo político del momento y de siempre. Con el paso del tiempo y tras mucho trabajo, fue ganando notoriedad a nivel internacional. Hacía veinte años había sido nombrada entidad asesora de Naciones Unidas en cuestiones sanitarias y sociales. De hecho, su nombre aparecía con cierta frecuencia en los medios de comunicación, siempre asociado a investigaciones biomédicas, a grandes logros en operaciones de trasplantes múltiples en alguno de los hospitales de los que era propietaria o a personas o instituciones que le encargaban estudios de diversa índole sobre material humano.

El viejo doctor había llevado las riendas del Nou Hospital, en Valencia, desde sus inicios, compatibilizando el puesto con algunos trabajos de investigación y con diversas intervenciones en las que se requería toda la pericia y la experiencia adquirida a lo largo de su profesión. Después de todo, él era el Mago y tenía que seguir demostrándolo. El Nou Hospital era el principal de los centros sanitarios propiedad de la WFD en España.

Su hijo, Fernando Miralles, había seguido los pasos de su padre hasta tal punto que, al dejar éste la dirección del Nou, la persona elegida para sustituirle, tanto en la gerencia como en la dirección médica, fue el joven doctor Miralles. Fernando tenía treinta y siete años cuando fue designado para estar al frente del prestigioso hospital. Poseía el mismo ojo clínico que su padre, pero más desarrollado gracias a las nuevas técnicas de estudio de compatibilidades y un conocimiento de la genética del siglo XXI que su padre apenas había llegado a vislumbrar.

En 1983, después de terminar la carrera de medicina, a instancias de su padre se trasladó a los Estados Unidos para completar su formación en cirugía de trasplantes. Se disponía a regresar a España cuando el viejo Miralles se empeñó en que su hijo debía cursar un máster en técnicas de reproducción humana y cuando regresó, después de cinco años de exhaustiva preparación, se incorporó al equipo médico del Nou Hospital. El especial interés que puso su padre en el asunto favoreció que fuera nombrado responsable del equipo de reproducción asistida, unos meses después de empezar a trabajar en el hospital. Se acababa de aprobar en el país la ley que regulaba este tema y el Nou Hospital —con la WFD detrás— tenía la intención de ser el mejor centro nacional de aplicación de FIVET.

La ley se esperaba desde hacía tiempo y para la Fundación White suponía un gran avance en la lucha a favor del desarrollo humano en libertad, sin limitaciones de

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ninguna clase. La ciencia ya había dicho sí a la posibilidad de conseguir embriones viables fuera del seno materno para después implantarlos en la madre, que se encargaría de la gestación. Sólo faltaba que las autoridades permitieran lo que muchos consideraban una exigencia social inaplazable, la solución ideal para las parejas con problemas de fertilidad. La aprobación de la ley de 1988 que permitía la fecundación in vitro recibió el aplauso de los sectores sociales y científicos más liberales y fue ampliamente criticada por muchos otros grupos —científicos, éticos y religiosos— que no veían con buenos ojos que se forzara a la naturaleza a realizar algo para lo que ella no había dado su consentimiento.

El equipo de reproducción asistida del Nou Hospital llevaba trabajando algunos

años antes de la promulgación de la nueva ley, realizando diversos estudios e investigaciones; eso sí, siempre dentro de la legalidad. Sus resultados habían sido realmente sorprendentes en procesos de reproducción in vitro en chimpancés y cerdos, y sólo faltaba el visto bueno del Gobierno para aplicar los experimentos en humanos. Después de todo, la consideración del embrión como individuo de la especie humana era algo no definido científicamente y nada se perdía si se quedaban por el camino unos cuantos elementos en aras de la supervivencia del que iba a hacer feliz a una pareja.

El Nou Hospital, con el joven Miralles al frente de la unidad de reproducción asistida, se convirtió en el paradigma de los centros que ayudaban de este modo a procurar descendencia a aquellas personas que no lo lograban por vía natural. Otras clínicas y centros sanitarios obtenían también numerosos resultados positivos en el uso de estas técnicas, pero el Nou se llevaba la palma por el alto porcentaje de nacimientos de niños sanos y únicos, sin embarazos múltiples. Infinidad de carteles con diversos mensajes empapelaban el hospital materno-infantil del centro: «Abrimos las puertas a tu hijo»; «Deja que te ayudemos»; «Antes no podías, ahora sí».

Con el paso del tiempo, y tras dejar de constituir una novedad, la autopublicidad fue disminuyendo hasta desaparecer por completo. Lo mismo ocurrió con las protestas que, en forma de exiguas manifestaciones pacíficas, protagonizaban algunos grupos de personas para mostrar su desacuerdo con esa técnica que calificaban de «antinatural y antihumana». Como la legislación vigente lo permitía, poco podían hacer, salvo llamar la atención con sus intervenciones.

Ahora habían pasado casi veinte años desde la primera fecundación in vitro con final feliz en el país, y veintiocho desde el nacimiento de Louise Brown, la primera niña probeta del mundo.

Después de diez años de trabajo, Fernando Miralles había abandonado el equipo

de reproducción y comenzó a dirigir al conjunto de médicos y biólogos que formaban el grupo de Investigación de Bioingeniería, conocido en el Hospital como el GIBI. A la vez, dejó la gerencia del Nou y quedó sólo como director médico. El nuevo gerente se llamaba Luis Cortés. Se trataba de un empresario sin conocimientos de medicina; sin duda, una persona más dotada para la dirección que su predecesor y, sobre todo, con más disponibilidad de tiempo para tareas burocráticas. También era manejable para determinados intereses. La WFD lo sabía y había optado por el cambio.

Antes y, más aún, después de la clonación de la famosa oveja Dolly —el primer mamífero que había venido al mundo gracias a la transferencia nuclear somática—

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muchos centros hospitalarios y de investigación habían puesto a trabajar a un buen puñado de personas para conseguir, antes que cualquier otro, resultados y publicaciones relacionados con técnicas de clonación. Un artículo en The Lancet o en Nature suponía, por un lado, un buen espaldarazo a los trabajos realizados (era como escuchar: «Bien, chavales, vais bien, seguid así».) y, por otro, catapultaba al grupo investigador a partir de ese momento hasta los lugares de referencia para el resto de investigadores.

Las descalificaciones y los desmentidos estaban a la orden del día entre los diversos equipos científicos, pero eso formaba parte del juego cuando uno saltaba a la palestra científica y se asumía como algo natural. Además, la polémica siempre servía para ser citados de nuevo en las revistas de renombre, aunque fuera por un grupo hostil.

El siguiente reto científico se fraguaba desde hacía años y, en parte, ya se practicaba en la actualidad. El uso de células madre para la regeneración de órganos y su aplicación en el hombre para la terapia de diversas enfermedades constituía el actual frente de las investigaciones sanitarias. La ley de Biomedicina, anunciada tiempo atrás por la anterior ministra de Sanidad, Elena Salgado, acababa de entrar en vigor y con ella, quedaba expresamente legalizada la clonación terapéutica. Su aplicación, sin embargo, tenía que pasar por un largo proceso de autorizaciones y permisos y muchos investigadores tenían la impresión de que se estaba retrasando más de la cuenta.

El GIBI llevaba varios años aplicando las nuevas tecnologías, sobre todo desde que, en octubre de 2004, había sido aprobada por el Gobierno la experimentación con células madre embrionarias obtenidas de embriones congelados sobrantes de fecundaciones in vitro. La puesta en marcha de la nueva ley de reproducción asistida, a principios de 2006, supuso un gran avance al permitir la utilización inmediata de los embriones tras su producción en el laboratorio. Las mejoras en los resultados de las investigaciones no se hicieron esperar, pero para algunos todavía no se había dado el paso definitivo.

—Acaban de dar la noticia. La llamada del Mago sorprendió a su hijo en el momento en que éste entraba en

su casa. —¿Cuándo? —Hace un momento. —La voz de su padre sonaba triunfal a través del

teléfono—. El Consejo de Ministros lo decidió en su última reunión, pero no se ha hecho público hasta hoy.

—O sea, que habrá que ponerse a trabajar, y duro —respondió el joven Miralles, radiante de felicidad.

—Sí, hijo. Y espero que no me defraudes. Sabes lo mucho que hemos peleado por esto.

—No debes preocuparte, papá. Todo marchará bien. Recuerda que somos los mejores —contestó Fernando.

Al día siguiente, la portada de toda la prensa nacional era, en síntesis, la misma. El Gobierno, basándose en los numerosos informes recibidos en el Ministerio de Sanidad que reconocían la supremacía del Nou Hospital de Valencia en la experimentación con fines curativos a partir de embriones sobrantes de fecundaciones in vitro, acababa de declararlo primer centro en España de investigación y aplicación clínica de clonación terapéutica en humanos.

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Capítulo 4 A las dos y cuarto del mediodía, en el restaurante del Hospital General, todo el

mundo estaba pendiente del televisor. El telediario del primer canal nacional estaba dando un breve reportaje sobre el Nou Hospital en el que se incluían los últimos trabajos de investigación realizados y varias entrevistas a personalidades del mundo de la medicina y de la biotecnología.

A continuación, el ministro de Sanidad, Víctor Sanz, apareció frente a un grupo de periodistas, respondiendo a las preguntas que le iban formulando en la sala de prensa del ministerio. El letrero que se apreciaba en la parte superior izquierda de la imagen indicaba que la retransmisión estaba teniendo lugar en directo. Era algo muy poco frecuente, pero el Gobierno deseaba dar a conocer con prontitud la noticia de mano del propio ministro, a través de la televisión pública, y ofrecer una explicación transparente y sin tapujos de lo que significaba la resolución aprobada el día anterior. Siempre existía el riesgo de encontrarse con preguntas capciosas, pero se contaba con el arte y la buena preparación del entrevistado para salir airoso de cualquier trance.

—¿Podría explicarnos, señor ministro, cuál ha sido el motivo para otorgar este permiso al Nou Hospital?

—Les ruego que no vean en esta decisión un trato de favor —explicó el ministro—. El hospital valenciano ha demostrado ser el centro de investigación más avanzado del país en experimentos de terapia por clonación. Hasta ahora sólo ha podido demostrarlo en animales. El Gobierno piensa que tiene el equipo que mejores resultados puede obtener aplicando estas técnicas en personas.

El realizador mostraba alternativamente imágenes del ministro y de los periodistas que estaban presentes.

—¿Qué pasará si comienzan a tener éxito? —preguntó una periodista de la segunda fila.

—Este primer permiso permitirá al Gobierno, a través del Ministerio de Sanidad, continuar manteniendo el control y los límites establecidos hasta el momento, dando la oportunidad, a la vez, de progresar en las nuevas técnicas terapéuticas en nuestro país.

—¿Con este paso se pone en marcha, al menos en uno de sus aspectos, la ley de Biomedicina?

—Tal y como se contempla en la nueva ley de Investigación Biomédica, recientemente aprobada, se otorgarán nuevos permisos progresivamente según se vayan recibiendo las solicitudes, que serán estudiadas detenidamente.

—¿Va a recibir el Nou Hospital alguna ayuda económica por parte del Ministerio de Sanidad para desarrollar la nueva técnica?

La pregunta la hizo un corresponsal de prensa extranjera, mientras cambiaba a toda prisa la cinta de su grabadora.

—Sí —respondió el ministro—. Pero se puede decir que el apoyo que va a prestar el Gobierno va a ser casi simbólico. El propio centro sanitario cuenta con el respaldo de una gran fundación que dispone de fondos donados desinteresadamente por personas generosas, los cuales, sin duda, pondrá a disposición de este proyecto.

La conexión en directo con la sala de prensa del ministerio se alargaba ya demasiado. Daba toda la impresión de que el director del telediario tenía orden de proporcionar la mayor cobertura posible a la noticia. El jefe de gabinete del ministro intervino con la habitual pregunta para terminar el acto:

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—¿Desean plantear alguna cuestión más? La cámara se paseó por el grupo de periodistas. Al fondo de la sala, alguien levantó la mano. —Señor ministro, ¿se puede considerar esta primera concesión como un ensayo,

digamos, para ver cómo funciona la nueva terapia y, en función de lo que se consiga, extender los permisos a otros centros de investigación?

—Desde luego, será una primera experiencia de puesta en práctica de la nueva ley y pienso que nos ayudará a valorar todo su alcance.

El mismo periodista volvió a preguntar. —Entonces, la decisión que se acaba de tomar, ¿es en cierto modo parecida a la

cuestión del aborto? Me explico: sabemos que está mal abortar, y por eso, está considerado como delito, aunque esté permitido en algunos casos.

—Desconocemos hasta qué punto tendrá resultados positivos la clonación terapéutica en humanos ni cuándo podremos verlos —respondió el político—. Y, desde luego, yo no consideraría la clonación terapéutica como un delito. En nuestro Código Penal en ningún momento aparece condenada ni hay ninguna ley que lo haga, sino, más bien, todo lo contrario.

—Con todos los respetos —insistió el periodista—, pienso que no ha contestado a mi pregunta. Como usted bien sabe, el texto que abrió la posibilidad del aborto legal fue la Ley Orgánica 9/1985. En España el aborto ha sido un delito castigado por el Código Penal sin excepciones hasta ese año, en el que una reforma del Código, conocida popularmente como ley del aborto, estableció los tres conocidos supuestos en los que, por concurrir determinadas circunstancias, el aborto no es punible. En el resto de los casos, el aborto en España es un delito regulado en el Capítulo III del Título VIII, que se refiere a los delitos contra las personas, en concreto, del artículo 411 al 417 bis, ambos inclusive. La legislación vigente, por tanto, considera delito el aborto provocado, aunque si se realizara en las circunstancias y condiciones que prevé ese artículo 417 bis, no se puede castigar a quien lo practique ni a quien consienta que se practique.

—Gracias por el recordatorio. Veo que tiene usted buena memoria —comentó el ministro.

—Muchas gracias —contestó el periodista—. Por eso, vuelvo con mi pregunta: ¿Ha concedido el Gobierno este primer permiso en plan de prueba y, dependiendo de los resultados prácticos que se obtengan, sean nulos, abundantes o monstruosos, decidir si se continúa aplicando la clonación humana con fines terapéuticos en España?

Se hizo el silencio en la sala, mientras todos aguardaban la respuesta del ministro.

—Mire usted, sólo puedo decirle lo que todos sabemos. La ciencia avanza y fenómenos y técnicas que antes eran demonizados, están ahora a la orden del día y son aceptados sin ninguna objeción. Creo y espero que ocurra esto con la clonación terapéutica.

En ese momento, se cortó la conexión con la sala de prensa del ministerio y continuó el telediario con las habituales noticias de homicidios, sucesos y guerras, a las que estaban acostumbrados los telespectadores. Los deportes llegaban al final y, gracias a eso, conseguían mantener ante la pantalla a una gran mayoría del público masculino.

—El último que ha preguntado sabe de lo que habla —comentó una enfermera

de la planta de ginecología, mientras se echaba un terrón de azúcar en su taza de café. —¿A qué te refieres? —le preguntó un celador que se llamaba Germán y que era

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considerado por todo el mundo como el hombre más amable de todo el hospital. —Pues a que somos un poco hipócritas con esto del aborto. Pienso que a nadie

le hace gracia que haya abortos. Y te lo digo yo, que trabajo el día entero con embarazadas. —Mirando fijamente a su interlocutor, pero de modo que le oyesen todos los que estaban almorzando en ese momento, continuó—. ¿Sabías, por ejemplo, que en Portugal, eso del peligro para la salud psíquica de la madre apenas se admite como motivo para practicar el aborto? El otro día me lo dijo un amigo que vive en Lisboa. Allí nada más que el cinco por ciento de los abortos alegan esta causa; en España, «sólo» es el 97 por ciento.

—Pues tontos que son, que no se acogen a esa posibilidad —comentó el camarero, que estaba detrás de la barra preparando un par de cafés.

—A lo mejor —continuó la enfermera— resulta que eso, que son tontos. Sin embargo, a mí me parece que lo que pasa es que aquí tenemos una manga muy ancha. Mira, como me llamó la atención cuando me lo contó este amigo, le pedí que me enviase algo por internet y lo recibí el otro día. Lo llevo en el bolso.

Rebuscó entre las cosas que tenía y sacó un folio. —Es el informe de la Orden de los Médicos que se publicó en Portugal a finales

de 2004, y que dice textualmente: «No se ha establecido ninguna relación causal, directa e inequívoca, entre el embarazo y alguna lesión grave y duradera para la salud psíquica que permita justificar la interrupción del embarazo según criterios médicos absolutos». Mirad lo que dice además su presidente: «La interrupción voluntaria del embarazo como forma de preservar la salud psíquica no sólo puede no garantizar la resolución del problema, sino que puede inducirlo o agravarlo»(1). Y estamos hablando de Portugal, Europa después de todo; no de algún país tercermundista.

—No, si nos va a salir provida la chica —dijo un médico que estaba acabando el postre, sentado junto a la puerta.

—Doctor Duarte. —La enfermera clavó sus ojos en el que acababa de hablar—. No sé si usted habrá visto practicar algún aborto provocado. Yo sí; y en muchos casos, ha sido necesario matar al niño porque la solución salina no había terminado con su vida en el seno materno. Le aseguro que es un espectáculo que no se lo recomiendo a nadie.

—¿Quién es el pesado que me sacó lo del aborto? ¿Y a santo de qué? El señor ministro se encontraba ya en su despacho acompañado del jefe de

prensa, una vez terminada la conferencia. Llevaba poco tiempo en el cargo; su antecesora había dimitido unos meses antes alegando motivos personales que nunca llegó a explicar y el Presidente del Gobierno tuvo que buscar a marchas forzadas un sustituto que pusiera en marcha la nueva ley de reproducción asistida y la recién aprobada ley de Investigación Biomédica.

—Se llama Ferrando, Pascual Ferrando. Es de la revista Vida y Ciencia —contestó el interpelado—. Ya sabes: no al aborto, no a la eutanasia, no a la clonación, etcétera, etcétera. Dicen que los obispos están detrás, pero a mí me parece que no; ésos, cuando dicen algo, te lo dicen a la cara.

—No le conocía; parece un tío agresivo. Sentado a la mesa donde cada día recibía montones de expedientes, no dejaba de

golpear con el capuchón de su pluma la superficie de su escritorio. Se le notaba nervioso.

—Pepe, vamos a tener que preparar una buena campaña informativa para ganarnos la opinión pública.

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—Sí, claro, como siempre. Pero eso tenía que haberse hecho mucho antes de dar a conocer la noticia.

—Tienes razón —le reconoció el ministro—. A veces pienso que tomamos decisiones muy precipitadas en el consejo.

—De todos modos —le dijo su ayudante para tranquilizarle—, pensándolo bien, quizá no haya que preocuparse tanto. Hay personas que llevan trabajando mucho en el asunto y seguramente estarán interesados en echarnos una mano.

—¿Te refieres a los del propio hospital? —le preguntó el ministro. —Tú lo has dicho, Víctor. Es muy probable que tengan preparada desde hace

tiempo una formidable campaña en previsión de que les concedierais el permiso que les acabáis de otorgar. Además, seguramente les mueve la envidia respecto a los equipos británicos que les llevan la delantera.

—Espero que sea así. Habla con ellos y pídeles lo que tengan. —¿Has visto las noticias de las dos? —preguntó Jaime en cuanto vio aparecer a

Álvaro en el comedor. —Sí —le contestó su amigo—. ¿Te refieres al permiso concedido al Nou

Hospital? —No, me refiero a la última tía que ha desfilado en la pasarela del final. ¡Ché!

Pues claro que me refiero a lo del Nou, leches. —Jaime se estaba terminando el flan que había pedido como postre. Mirando fijamente el envase, continuó—: Espero que nadie se dedique a clonar flanes de esta marca. Están realmente malos.

—Pues toma fruta y te irá mejor. Álvaro se acababa de sentar junto a su amigo. Aunque seguía el mismo horario

de trabajo, Jaime procuraba almorzar deprisa para acercarse después hasta la biblioteca y disponer así de un poco de tiempo para leer y estudiar los artículos que más le interesaban de las últimas revistas que hubiesen llegado. Álvaro, en cambio, procuraba tomarse el respiro del mediodía con más calma; ya habría otro momento para estudiar. Además, siempre contaba con que Jaime le acabaría comentando lo que más le hubiera llamado la atención de sus últimas lecturas. Esta vez, el doctor Puig se permitió el lujo de alargar un rato la sobremesa.

—Estos tíos se van a hacer de oro en cuanto empiecen a proclamar a los cuatro vientos sus éxitos —le comentó a su amigo—. Ya verás cómo los del ministerio se encargarán, además, de pregonar a bombo y platillo que el programa de investigación ha sido promovido desde el Gobierno y que el Gobierno tal y el Gobierno cual. Ni que fueran ellos los que se pasan horas en el laboratorio. Además, el ministro es ingeniero; no tiene ni idea de biotecnología.

—Pues pienso que tendrán razón en echarse los galones —observó Álvaro—. Como habrás oído, parte del presupuesto corre a cuenta del Estado. Además, podrán presumir de haber acertado en su elección. Lo que me resulta curioso es que hayan optado por un centro privado como piloto, pero ellos sabrán lo que hacen.

Una vez pasado el peligro, el grupo se encontraba reunido alrededor de la mesa,

tratando de olvidar los momentos de tensión de las últimas horas. Todo había vuelto a la normalidad y parecía que el animal o lo que esa cosa fuese ya estaba muerto. Estaban

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incluso de buen humor porque emprendían el regreso a casa. De pronto, el que había sufrido el ataque, comenzó a vomitar. Todo su cuerpo se

convulsionaba. Tiró por el suelo el contenido completo de la mesa: platos, cubiertos y comida volaron por los aires. Parecía un ataque epiléptico. Lograron sujetarle entre tres de ellos. Cuando ya le tenían bien agarrado, algo trató de emerger desde su vientre; a través de la camiseta pequeños bultos aparecían y desaparecían. Por fin, estalló: un ser de cabeza curva y alargada, con grandes mandíbulas, se abrió camino desde el estómago hasta el exterior convirtiendo todo a su alrededor en un amasijo de carne, tela rota y sangre. Se quedaron mirándolo, estupefactos, sin saber qué hacer. Como dándose cuenta del riesgo que corría si permanecía más tiempo en ese lugar, la criatura huyó.

Al llegar a ese trozo de la película, apagó el vídeo. Ya continuaría después. Al fin y al cabo, se la sabía de memoria. Desde que la vio por primera vez, le fascinó la puesta en escena de Alien. El 8º pasajero y la imaginación que desbordaba el film. La segunda parte no estaba mal y el resto, en su opinión, sobraba. Él se quedaba con la primera. Le entretenía volver a verla de vez en cuando.

Esa tarde, sin embargo, tenía algo más importante que hacer. Dejó la cinta sobre un sillón. Sabía que debía guardarla convenientemente en su sitio, pero también confiaba en la eficacia de la señora Virtudes, que se encargaría de colocarla metódicamente en el lugar de la estantería que le correspondía. Jaime no entendía por qué Álvaro había prescindido de sus servicios unos años atrás. Por lo visto, había preferido arreglárselas él solo en vez de tener a una señora contratada.

Encendió el ordenador de su cuarto de trabajo, entró en internet e introdujo las palabras Nou Hospital y Valencia en la casilla de búsqueda de Google: «Resultados 1 - 10 de aproximadamente 1.100 páginas en español de Nou Hospital y Valencia. (0,24 segundos)». Eligió la primera opción y comprobó que existía una página oficial del hospital. Le agradó el diseño: mostraba una información muy completa del centro sanitario, en la que se incluía la Junta de Gobierno, una relación del equipo médico con la especialidad respectiva, el número de camas y un sinfín de otros datos de fácil acceso. Una ventana —Actualidad, rezaba el título— mostraba una foto del ministro de Sanidad en la sala de prensa del ministerio, donde había tenido lugar la reunión con los periodistas, y el pie de foto informaba de la concesión otorgada. Hizo clic sobre el titular y la nueva pantalla que se abrió informaba con mayor extensión sobre la noticia del día.

Volvió al menú principal y desde allí saltó hasta otra página que contenía algunos de los trabajos de investigación llevados a cabo en el centro. Jaime pudo comprobar de este modo los fantásticos resultados obtenidos por el equipo de ingeniería biológica. Se citaban, a modo de ejemplo, dos publicaciones en las revistas British Medical Journal y en JAMA que avalaban el esfuerzo realizado por el grupo del Nou. Eran presentadas, a todas luces, como avales del nivel científico del hospital y que, a la postre, le habían hecho merecedor del derecho a ser el primer centro en el país que podría clonar seres humanos para curar enfermedades.

El primer artículo informaba de cómo, tras varios intentos fallidos, se había conseguido la regeneración total del pulmón de una rata, del que se había extirpado un tumor, llevándose consigo gran parte del lóbulo inferior. Al cabo de dos meses de tratamiento con terapia celular, «trasladando» células pluripotentes obtenidas de un embrión clónico, el pulmón dañado estaba como nuevo. Resultaba increíble la capacidad de regeneración obtenida en el experimento.

Al segundo trabajo publicado, esta vez en JAMA, se accedía a través de un link de la página del hospital que conectaba con la revista científica. Explicaba el mayor éxito conseguido hasta la fecha por el equipo. Se trataba del cultivo y posterior

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implantación de células madre embrionarias humanas en tres pacientes que sufrían el síndrome de Stevens Johnson. La enfermedad les producía una carencia total de células madre del limbo ocular, una capa de células epiteliales que recubre la córnea, lo que les limitaba mucho la visión. Tras un año de seguimiento, comprobaron que en los tres enfermos se había reconstruido al cincuenta por ciento la superficie de la córnea, habían conseguido mejorar la transparencia y, sobre todo, estaban recuperando visión.

Al final del artículo aparecían enlaces a noticias relacionadas con el experimento y Jaime pulsó sobre uno de ellos. Era una página en la que determinados detractores de la experimentación con embriones humanos recordaban que tres años antes se había conseguido una curación total de esta enfermedad utilizando células madre adultas de epitelio de la mucosa bucal del propio enfermo. Además, el tratamiento había terminado con éxito tan sólo catorce meses después de su inicio(2). En otro enlace que aparecía en la pantalla, los muchachos del GIBI se defendían con un artículo publicado en la prensa nacional, en el que argumentaban que sus resultados se habían logrado en un tiempo récord, comparado con otras terapias celulares basadas en células madre embrionarias. Además, no había ningún indicio de crecimiento celular masivo que diera lugar a un posible tumor, principal problema que se producía al utilizar células procedentes de embriones.

Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta. Lo que tenía ante sus ojos era lo

que siempre había deseado: la capacidad de utilizar todas las técnicas disponibles para sanar, aliviar los sufrimientos de los enfermos y, en definitiva, evitar la muerte de sus futuros pacientes estaba al alcance de su mano. «Tengo que entrar a trabajar ahí como sea.» Pensado y hecho; por lo menos en su imaginación ya se veía dentro, investigando y aplicando clínicamente los resultados de su trabajo y, por qué no, triunfando en la vida. Él era joven, su expediente académico inmejorable, y había terminado su periodo de especialización con extraordinario aprovechamiento. Contaba con los avales de su jefe, en el caso de que los necesitara y, bueno, después de todo, sabía que era el mejor de su promoción y que su capacidad de trabajo no tenía límite. Había participado en varios trabajos importantes de investigación y su nombre había aparecido alguna vez en la prensa médica.

Acababa de decidir —sin marcha atrás posible— que, a partir de ese momento, iba a poner todos los medios a su alcance para ser contratado en ese hospital, costase lo que costase. La cuestión económica, de momento, no le preocupaba demasiado. Se contentaría con un sueldo decente. «Seguro que me cogen. Además —continuó reflexionando— ahora que me acuerdo, me parece que...». Comenzó a buscar las cartas que había recibido en los últimos meses. Con algunas, ni siquiera se había tomado la molestia de abrirlas. Encontró enseguida la que buscaba y, de nuevo, bendijo mentalmente a la señora Virtudes por lo bien ordenada que dejaba su casa cada vez que venía. Una sonrisa se dibujó en su boca.

Esa noche soñó con Toni; se desesperaba al ver cómo el muchacho se le escapaba cada vez que le tendía sus brazos, escurriéndose por una pendiente sin fin.

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Capítulo 5 «¡Quiero saber si mi hijo nada en formol!». Las exigencias de una mujer

francesa de veintiocho años hicieron salir a la luz el sórdido estado del Hospital Sant Vicent, en París. Estaba determinada a saber qué había ocurrido con el feto de cuatro meses y medio que le habían extirpado tres años antes por una supuesta malformación en ese hospital. La noticia del hallazgo de 351 fetos y cadáveres de niños apilados en bolsas y frascos saltó enseguida a la prensa nacional francesa, y de ahí, a los medios de comunicación extranjeros(3).

El ministro de Sanidad francés se apresuró a intervenir en el asunto y la investigación judicial, en manos de la policía, dio comienzo con el inventario de los cuerpos y la aclaración de las identidades de los cadáveres y restos hallados.

Un cruce de llamadas liberó la tensión que se había apoderado del señor Gordon desde que la noticia llegó a sus oídos.

—Gonzalo, confírmeme, por favor, que ya no tenemos nada que ver con el hospital francés donde han descubierto todo ese material.

—No debe preocuparse, Michael. Hace años que no trabajamos con ellos. No hacían bien las cosas allí y el asunto tenía que acabar explotando cualquier día.

El edificio de la White’s Foundation for Development en Houston ocupaba la

mitad de una manzana en el centro urbano. Construido a principios de los años setenta del siglo anterior, el arquitecto tuvo el acierto de no imitar los gustos de moda en la época, sino que diseñó un modelo más bien convencional, con la intención de levantar una construcción robusta, seria y con pretensiones de durar muchos años, como le gustaba al señor White. Tenía quince plantas y cuatro ascensores, más un gran montacargas donde podía caber incluso un pequeño camión. El paso del huracán Rita por la ciudad un año antes no había producido grandes desperfectos, pero se aprovechó la circunstancia para rehabilitar algunas partes de la fachada y mejorar su aspecto externo.

El gran restaurante para sus más de doscientos cincuenta trabajadores ocupaba la mitad de la quinta planta. En contadas ocasiones se llenaba, ya que raramente se encontraba en la sede de la fundación ni la mitad de la plantilla; eran muy frecuentes los viajes, congresos, conferencias y un largo etcétera de actividades que les impedían permanecer en sus respectivos despachos u oficinas más de dos o tres días seguidos. El restaurante admitía público ajeno a la institución, por lo que habitualmente no le faltaba clientela, que venía atraída por la famosa variedad de comidas, principalmente latinas, a lo que se añadía la buena calidad de todos sus platos y un ambiente que, sin llegar a ser elitista, dejaba entrever claramente qué tipo de personas no serían bien recibidas en ese lugar. Muchos empleados de empresas vecinas se daban cita en el restaurante de la fundación. Todos sabían que el pequeño plus que se pagaba —un dólar más del precio estipulado— iba a parar a alguno de los numerosos proyectos que desarrollaba la fundación y, por ese mismo motivo, sentían cierta satisfacción y tranquilizaban su conciencia pensando en la buena obra que se llevaría a cabo con su donativo.

Michael Gordon era el inquilino del séptimo piso. Se podía decir que lo ocupaba

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enteramente él: su gran humanidad —sobrepasaba con mucho los cien kilos— era objeto de bromas y comentarios por parte del personal, pero a él no le importaba lo más mínimo. Tenía sesenta años, era el presidente de la WFD y el primer sucesor del fundador, Frederick White.

Gordon se había criado en Miami, en contacto directo con cubanos exiliados de su isla, con mexicanos que huían de la corrupción, con colombianos víctimas del narcotráfico y con un gran conjunto de desposeídos, circunstancia que había marcado su visión de la vida y su futura actividad profesional. Su padre había ocupado durante muchos años un alto cargo en el ayuntamiento de la ciudad y por ese motivo no había experimentado en sus propias carnes la pobreza. Sin embargo, sí había conocido multitud de historias, narradas por sus protagonistas o por testigos presenciales, que le ponían los pelos de punta cada vez que las recordaba. Como la de aquellos niños bolivianos que encontró su amigo Cayetano a pocos kilómetros de Sucre con los párpados cosidos tras haberles extraído los ojos algún desalmado. O aquella otra de la tortura —seis meses sin salir de un cubo de tres metros de lado rodeado por sus propios excrementos— sufrida por Armando en las cárceles de Castro, como castigo por un frustrado intento de huida.

Desde el principio de su formación profesional, orientó sus estudios hacia todo lo que se relacionase de un modo u otro con el desarrollo integral de la persona y la búsqueda de una buena calidad de vida para todos, calidad medida principalmente por tres criterios: bienestar, capacidad de posesión y dignidad humana. Después de todo, solía resumir Gordon, eran éstas las necesidades a las que todo ser humano aspiraba, y muy justamente, por cierto.

Su convivencia con personas que, en mayor o menor grado, habían carecido de ellas, le había llevado a convertirlas en su propia «liberté, égalité, fraternité» de la fundación que ahora dirigía. Y el viejo White, cuando le aupó hasta la vicepresidencia, quedó encantado con los planteamientos del que sería su sucesor. De hecho, las diversas acciones y proyectos llevados a cabo por la WFD quedaron encuadradas desde entonces en alguna de sus tres secciones.

Al frente del área de Salud y Bienestar se encontraba el doctor Gonzalo Gil Gómez, 3G, como le llamaban cariñosamente sus amigos. Con 55 años recién cumplidos era el jefe de área más joven de la fundación. Había nacido en Madrid y estudiado la carrera de Medicina en la Universidad Complutense de esa ciudad. En cuanto pudo, viajó a los Estados Unidos para mejorar su inglés y hacer tres o cuatro másteres en ciencias empresariales que le lanzasen hacia la dirección de alguno de los mejores hospitales de España o de Hispanoamérica. Sus objetivos no se cumplieron de inmediato. Sin embargo, después de trabajar durante un lustro en la gerencia de una clínica de pequeño rango en México D. F. y otros cinco largos años en la dirección de un pequeño hospital de Dallas, fue descubierto y contratado por Gordon y puesto a la cabeza de esa parcela de la fundación en 1989.

Las otras áreas de actividades —Dotación de Bienes y Elevación Humana— eran dirigidas por dos viejos amigos del difunto fundador. Más que afanarse en su gobierno, lo que ambos hacían fundamentalmente era esperar su pronta jubilación para poder aplicarse a sí mismos lo que tanto habían promocionado para otros con su trabajo: disfrutar de sus espléndidas casas de la ciudad y de la montaña, conducir el Chevrolet que regalaba la fundación a los directivos que se retiraban y recibir el homenaje de sus compañeros y de gran parte de la sociedad del estado de Texas en la cena de despedida que acompañaba el último día de trabajo en la WFD. Esto, sin olvidar las letras de oro con que quedarían grabados sus nombres en la gran lápida que presidía el salón de la séptima planta, donde se reunía una vez por semana la Junta Directiva de la fundación,

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y que los recordaría a perpetuidad como los primeros jefes de sus respectivas áreas. No era poca cosa.

El señor White, si levantara la cabeza, se sentiría muy orgulloso del estado actual de desarrollo y de la eficacia alcanzada por su criatura.

—¿Doctor Miralles? —la voz de la nueva telefonista, suave y agradable,

interrumpió el trabajo del doctor. —Dígame, Julia. —Le llama el ministro Sanz. Reflexionó un instante sobre cuál podía ser la mejor manera de actuar y le dijo a

la recepcionista: —Retenga un minuto la llamada, dígale que me está buscando y después cuelgue

como sin darse cuenta. —Como usted diga, doctor. Miralles sabía que volvería a llamarle. Quería tenerle a sus pies; ahora que

habían apostado por ellos, podía apretarles. El prestigio del Gobierno se encontraba otra vez en juego porque se había terminado ya la política de la rectificación. Querían acertar a la primera y, como se habían visto prácticamente obligados a dar el paso de la concesión al Nou Hospital por el apoyo recibido desde la WFD en otros sectores, Miralles sabía que les tenía bien cogidos y podría sacarles todo lo que quisiera. Prueba de ello era que le llamase el propio ministro y no algún alto cargo del ministerio.

Al cabo de unos minutos, volvió a sonar el teléfono. —Doctor, es el ministro otra vez. —Páseme la llamada. Miralles esperó unos segundos antes de empezar a hablar. «Que se entere de

quién tiene la batuta.» —¿Señor ministro? —preguntó. —¿Doctor Miralles? Me alegro mucho de poder hablar con usted —respondió al

otro lado de la línea el ministro de Sanidad, Víctor Sanz. —Lo siento mucho. Me ha dicho la telefonista que se ha cortado la

comunicación hace un rato y que es la segunda vez que me llama. —No se preocupe en absoluto, doctor Miralles. —¿En qué puedo servirle, señor ministro? —Bueno, como usted sabe, tenemos un asunto del que tratar en el que el

Gobierno está bastante interesado. —Cuando usted quiera. —Necesitaré que me traigan un plan bien trazado del trabajo que van a

desarrollar. Aunque la concesión ya está aprobada, el Gobierno me solicita una información lo más detallada posible sobre la puesta en marcha del proyecto.

—No se preocupe —contestó Miralles—. Tenemos todo dispuesto desde hace tiempo; la cosa no es para menos.

—Me lo suponía, pero debía asegurarme —dijo el ministro—. Por otro lado, me han comunicado que el jefe de prensa del ministerio ya ha establecido contacto con el responsable de comunicación de su hospital para concretar la puesta en marcha de una campaña informativa sobre la cuestión, de modo que llegue hasta el último ciudadano del país. Me han dicho también que lo tenían muy bien pensado. Les felicito.

—Hay que estar preparados para cualquier eventualidad. —Ha sido un placer hablar con usted, Miralles

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—Igualmente, señor ministro. Se despidieron cordialmente y cada uno pasó la llamada a su secretario personal

para concertar la entrevista. Para Gonzalo Gil, las cosas estaban saliendo según lo previsto. Fuertes

cantidades de dinero colocadas en el sitio y en el momento adecuados y diversas prestaciones de servicios aparentemente desinteresadas en situaciones difíciles habían dado el fruto esperado. Contraprestaciones lo llamaban unos; ayudas mutuas lo calificaban otros. El resultado obtenido era el que se habían propuesto según un plan de acción trazado muchos años atrás. Era verdad que el equipo británico de Newcastle iba por delante del Nou debido al Gobierno de su país, de talante más progresista, pero no les preocupaba demasiado. También Ian Wilmut, el creador de la oveja Dolly, había obtenido el permiso del Gobierno para clonar pero Gil Gómez sabía que el Nou disponía de personal mejor preparado y le confortaba la idea de que los trabajos hechos hasta el momento —todos los laboratorios interesados ya habían experimentado en terreno prohibido— no hacían más que colaborar en su proyecto de implantación legislativa, lenta pero progresiva, a nivel internacional. Sólo hacía falta que continuaran sucediéndose los acontecimientos como habían planeado.

Fernando Miralles acababa de hablar con él. La había comunicado lo satisfechos que se habían mostrado los del ministerio al comprobar la acertada decisión del Consejo de Ministros respecto a la adjudicación concedida al equipo investigador del hospital. A todos les pareció excelente la idea de escoger a un grupo de niños y jóvenes de entre los clientes habituales del Nou para comenzar con ellos la nueva terapia. El perfil ideal del enfermo incluía que hubiese nacido en la propia división de maternidad del centro, que se tuviera su historial médico completo, que todas las intervenciones quirúrgicas sufridas se hubieran llevado a cabo en el hospital y, por supuesto, que padeciera alguna enfermedad susceptible de ser curada o aliviada con la aplicación de la medicina regenerativa a partir de sus propios clones.

—¡Estupendo! —había exclamado el ministro Sanz—. Supongo que será mejor aplicar la nueva terapia en personas jóvenes, con una mayor capacidad de recuperación, que en los mayores. ¿No es así? Además, llega con más facilidad a la gente la historia de un niño enfermo, o incluso de un bebé, que va a ser curado, que la de una persona adulta o ya anciana, ¿no le parece?

—Sí, señor ministro —le había respondido Miralles—. Pero no olvide que no son simples historias que puedan mover más o menos el corazón de la gente. Detrás de cada una, hay un ser humano que está sufriendo, sea joven o mayor, a quien vamos a tratar de curar.

—Sí, bueno, claro, para eso está la medicina —se había defendido Sanz ante la solapada puya del doctor.

El argumento de disponer de toda una vida sana por delante, comentó Miralles a Gil Gómez, liberando de su enfermedad a cada joven paciente, había resultado suficientemente conmovedor y concluyente para todos los asistentes a la reunión. «Hay que saber tocar el corazón de la gente; prefieren ver curarse a un niño que restablecerse a un viejo». Se había determinado que un comité formado por un grupo de médicos y por algunos miembros del GIBI procedería a la elección de los catorce afortunados que tendrían la suerte de ser las primeras personas en el país en los que se aplicase la clonación terapéutica.

—Muy bien, Fernando —aprobó Gil Gómez desde el otro lado del océano, tras

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escuchar atentamente todo lo acontecido en el encuentro con el ministro—. ¿Cuándo van a convocar a los padres de los chicos?

—Dentro de una semana —contestó Miralles—. No hay prisas ni debemos dar la impresión de que la cosa ya está hecha. Dejaremos pasar seis o siete días para que parezca que el proceso de selección nos ha llevado su tiempo.

—Conforme, Fernando. De hoy en diez días espero sus noticias. Había llegado el momento de elegir al equipo que formaría parte de la Unidad de

Regeneración y Fernando Miralles sabía que se trataba de algo arriesgado; no iba a resultar fácil acertar.

La ruta de entrada no había sido localizada por el nuevo encargado del

mantenimiento del sistema del hospital. Además, en caso de serlo, siempre que lo necesitaba, dejaba un pequeño portal abierto a la red, bien disimulado, para poder acceder a cualquier información que se le antojase. Es lo que hacía en todos los trabajos que le encargaban y no se había olvidado de hacerlo también en éste.

Hacía falta ser un auténtico experto para encontrar esos pequeños agujeros informáticos que dejaba en cada una de las bases de datos y sistemas que había diseñado. No había ninguna malicia en ello; se trataba simplemente de una especie de seguro para cobrar su trabajo, cuyo pago casi siempre se retrasaba, pues el cliente quería comprobar que el sistema informático funcionaba y experimentar con él mil perrerías antes de soltar el dinero.

Si la transferencia no llegaba a su cuenta corriente con puntualidad, solía enviar un primer aviso telefónico o por e-mail a quien había encargado el proyecto; si, pasados unos días, seguía sin recibir el dinero, algo empezaba a fallar en el sistema, de modo que el usuario no tenía más remedio que llamar al diseñador para que le resolviera el problema. Solía hacer coincidir la caída del sistema con el final de la tarde de un viernes cualquiera, cuando había que cuadrar las cuentas o acabar las últimas tareas antes del fin de semana. A las ganas de terminar el trabajo y olvidarse hasta el lunes, se unía la crispación generada por no poder cerrar el sistema o por no conseguir que el ordenador dejase de dar el mensaje de «Error fatal».

No era éste el sistema al que más recurría para que sus clientes acabaran de pagar su factura, pero, en ocasiones, había tenido que echar mano de él, con un cien por cien de éxito cada vez que lo había puesto en práctica. Bastaba una línea de código oculta que evitase el funcionamiento en un determinado día, o una visita vía internet que bloqueara todo el sistema del cliente. No se consideraba una mala persona: únicamente quería cobrar por su trabajo; todos los trucos y las habilidades adquiridas en el campo de la informática sólo los usaba cuando lo consideraba estrictamente necesario.

El Nou Hospital aparecía de nuevo en la primera plana de todos los medios de comunicación del país relacionados con el mundo sanitario. Desde el ordenador de su casa, accedió a la página web del centro y leyó las últimas noticias publicadas en la red. Trataban de la reciente reunión del ministro Sanz con Miralles y de la elección de jóvenes pacientes, que aún tardaría unos días.

Llevaba tiempo sin entrar en sus antiguos dominios. Le venció la curiosidad por saber más del asunto y, abriéndose camino por el entramado informático del hospital, accedió a la base de datos donde se encontraban los expedientes de todos los enfermos que se trataban en el Nou.

Desde que Cortés se hizo cargo de la dirección, había puesto un especial empeño en que cualquier novedad sobre el estado de cada paciente quedase registrada el mismo

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día, de modo que la información estuviera siempre actualizada. Ahí estaba todo lo que se había hecho hasta el momento con cada enfermo y el tratamiento que debía seguirse con cada uno. Los médicos y muchos enfermeros se llevaban no pequeñas broncas del director si se daba el caso de que alguien había olvidado añadir alguna anotación en la ficha de un enfermo. Era el jefe y había que obedecer.

Comenzó sus indagaciones tratando de averiguar cuántos clientes del Nou cumplían las condiciones que había señalado Miralles para los que habrían de ser elegidos: tener entre cuatro y dieciséis años, haber nacido en el propio hospital, disponer de su historia clínica completa y sufrir alguna enfermedad susceptible de ser curada por terapia celular. La búsqueda le llevó bastante tiempo, sobre todo en lo referente a la enfermedad. Consultó varias páginas de internet que informaban sobre el tema. Al final, la lista de los jóvenes clientes del hospital que podían ser seleccionados para experimentar la nueva técnica se reducía a veinte.

No disponía de mucho tiempo para estudiar cada caso, así que decidió copiar el expediente de cada uno que, a bajo nivel, se guardaba en un registro particular. Combinando cada registro con el formulario de la base de datos, la información de cada chico aparecía en un formato legible. Antes de copiar el primero, se fijó en las propiedades del registro: no tenía ganas de leerse historiales larguísimos; mejor sería si el tamaño del archivo era pequeño. Comprobó que no ocupaba demasiado espacio y supuso que sería breve su lectura completa; al menos, eso es lo que esperaba.

Se fijó en que ese mismo día alguien había introducido nuevos datos en el registro, tan sólo unas horas atrás. Después de copiar el primero, vio que el segundo registro era de tamaño similar al anterior, por lo que dio gracias al Cielo, y comprobó que también había sido manipulado o copiado por alguien ese día. Continuó el proceso con cada uno de los dieciocho registros restantes, anotando la fecha y la hora del último acceso a cada uno.

Catorce de ellos coincidían en haber sido abiertos y modificados en esa misma fecha, uno detrás de otro. Los seis restantes tenían fechas distintas. Además, en cada uno de los catorce registros aparecía un nuevo campo con toda la apariencia de ser un indicador de que la información contenida en él quedaba restringida a determinados usuarios.

El hacker sacó rápidamente sus propias conclusiones. La selección de los enfermos ya estaba hecha de antemano. De eso no cabía duda. Lo que no alcanzaba a comprender era qué tenían en común esos catorce chicos y qué quería ocultar Fernando Miralles al decir que la elección llevaría su tiempo. Imprimió el contenido de cada uno de los registros como aparecían en el formulario de la base de datos y los guardó en una carpeta.

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Capítulo 6 Jaime se sentía ansioso por comunicar a Álvaro la decisión que había tomado.

Habían quedado al terminar el trabajo en El Sha, un pequeño restaurante regentado por un iraní llamado Ahmad que había abandonado su país en busca de algo mejor y más seguro. Había terminado aterrizando en una ciudad que le había otorgado cobijo primero, trabajo después y, al final, los ansiados papeles. Con el tiempo, había montado su propio negocio que le daba para vivir ya que, de momento, no tenía más familia que él mismo. Tanto a Álvaro como a Jaime les gustaba el lugar e iban con frecuencia a tomar algo después de la jornada laboral. Además de clientes, eran amigos de Ahmad.

—Oye, tío, no sabes la de cosas impresionantes que han conseguido los tipos esos del Nou; no me extraña que el Gobierno les haya confiado el proyecto.

—He buscado información sobre ese hospital y pienso que estaba cantado —le dijo Álvaro

—¿A qué te refieres? —le preguntó Jaime —¿Te acuerdas de unas cuantas centrales nucleares y térmicas que había en

nuestro país hace unos años y que ahora están cerradas para reducir los índices de contaminación medioambiental?

—Algo me suena. Ya sabes que no leo mucho el periódico. —¿Sabes quién puso en su día el dinero para que el Gobierno se atreviera con la

prometida reconversión en el sector energético cuando decidió eliminarlas? —le preguntó Álvaro—. ¿Y quién se comió el marrón de los despedidos de las minas de carbón, recolocándolos en diversos puestos de trabajo?

—Confieso mi ignorancia —respondió Jaime. —Hay una fundación estadounidense creada por un tal señor White y que se

llama Fundación White para el Desarrollo que se encargó de todo eso. Abreviadamente es la WFD, en inglés. Esa fundación puso en su momento sobre la mesa cerca de quinientos millones de euros para los programas de prejubilaciones y bajas incentivadas de 15 000 trabajadores. ¿Y a que no sabes tampoco quién es el mayor accionista de la empresa propietaria del periódico que más apoya al Gobierno?

—No tengo ni idea. —¿Te suena un tal Michael Gordon? —¿Quién es? ¿Un jugador de la NBA? —No precisamente. Resulta que es el actual presidente de la WFD. Y resulta

también que el Nou Hospital es propiedad de esa fundación. Y eso es lo que se conoce públicamente. A saber qué otras ayudas inestimables ha recibido o puede estar recibiendo actualmente.

—¡Vaya! ¿Y tú de dónde sacas esa información? —Leo la prensa, muchacho, y al llegar a las páginas de economía, no me las

salto como hace todo el mundo. Te aseguro que te enteras de cosas muy interesantes. El pollo asado que habían pedido se había quedado frío. Le pidieron a Ahmad

que lo recalentase un poco. —Pues de eso quería hablarte —continuó Jaime—. El otro día estuve viendo la

página de internet que tiene el hospital. Está bastante bien hecha, por cierto. Es para no creérselo la cantidad de cosas que han conseguido estos tíos en la experimentación con clones de animales; eso sin hablar de las prácticas que llevan haciendo con embriones

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humanos. En este terreno no han tenido tanto éxito pero sí han logrado regenerar en parte corazones de algunos pacientes que habían sufrido infartos; lo malo es que el problema del rechazo sigue ahí y es un peligro muy frecuente.

Álvaro escuchaba a su amigo con interés y le planteó una cuestión que le rondaba la cabeza los últimos días.

—Desde hace unos meses, estoy dedicando algunos ratos antes de acostarme a estudiar medicina regenerativa y siempre me asalta la misma pregunta: ¿por qué hay tanto afán por clonar embriones humanos y aplicarlos a la terapia celular? Todo el mundo que conoce algo del tema sabe que existe un alto riesgo de que se genere un cáncer. Es algo comprobado; no entiendo por qué usan células embrionarias en vez de servirse de células madre adultas que tan buen resultado están dando en muchos tratamientos.

La pregunta dejó pensativo a su amigo. Ahmad trajo los dos platos de pollo caliente con patatas fritas recién hechas. Se

lo agradecieron. —El otro día —continuó Álvaro— leí en una revista de la biblioteca un artículo

acerca de las grandes ventajas de las células madre adultas y mencionaba particularmente las células madre derivadas de la médula ósea; es facilísimo acceder a ellas y son del mismo sujeto que se quiere curar, con lo que se evita el rechazo. Recordaba, además, que se han usado durante décadas en el tratamiento de enfermedades hematológicas malignas. Ya hace mucho tiempo que se han trasladado las experiencias del laboratorio a la aplicación clínica y se han tratado con éxito infartos de miocardio usando células madre de músculo esquelético y de médula ósea. Además, así te evitas todo el problema que muchos plantean sobre las dificultades éticas para su uso.

La información que Álvaro tenía sobre el tema parecía clara y precisa. —¿Pero tú te das cuenta de lo que significaría ser el primero que consigue esos

mismos resultados con otro tipo de técnicas? —observó Jaime—. Saldrías en todas las revistas científicas y en todos los periódicos del país: «Primer corazón totalmente regenerado en España a partir de un clon del enfermo», con tu nombre debajo. Además, te apuesto lo que quieras a que, con el tiempo, resultará mucho más económica la clonación terapéutica que buscar y extraer células madre adultas. Al menos, eso he leído en la página web de ese hospital.

Álvaro no parecía muy convencido de lo que decía su amigo. —Vale, pero yo sigo sin estar seguro de que todo eso esté bien. Vamos a ver: si

dejaras crecer el embrión que vas a eliminar con el fin de obtener sus células indiferenciadas, ¿no llegaría a convertirse en un ser humano? ¿Acaso no lo es ya en ese estado? Recuerda que tanto tú como yo hemos sido embriones y estamos aquí porque nos dejaron seguir adelante.

—Pues no me acuerdo. Es que era muy pequeño entonces, ¿sabes? —Bueno, bromas aparte, ¿no habías pensado en eso? —Lo que me parece es que ya están aflorando otra vez tus problemas de

conciencia. ¿Te ha comido el coco algún cura o alguien por el estilo? —No, simplemente me planteo preguntas sobre cosas que mucha gente acepta

como normales y sin trascendencia alguna y yo no las veo tan inocentes. —Pues quiero que sepas —concluyó la conversación Jaime, que se había puesto

un poco tenso con los comentarios formulados por Álvaro— que voy a hacer lo posible para entrar en ese hospital porque me parece que es el sitio donde voy a poder trabajar mejor. ¿Te figuras lo que supone poder dar esperanzas de curación a personas que la han perdido por completo?

Los ojos de Jaime centelleaban mientras se dirigía a su amigo.

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—Es lo que más deseo en estos momentos —le confesó—. De hecho, ya les he enviado mi currículum y estoy seguro de que un día de éstos me van a llamar. Además, conozco a una persona que trabaja allí desde hace mucho tiempo y pienso que va a poder ayudarme a entrar.

—¿Quién es? ¿El encargado del jardín? —preguntó Álvaro con sorna. —No, hombre. —Jaime, que se había irritado un poco, parecía más sereno tras la

broma de su amigo—. Se trata de una de las mujeres que trabajan en recepción. Lleva allí desde el inicio del hospital y siempre ha tenido mucho contacto con los directivos del centro. Se llama Pilar y es una vieja amiga de mi tía. Bastante más amable que ella, por cierto.

—Pues nada, chico, que tengas suerte. —Suerte, no: no tengo ninguna duda de que me van a coger. Jaime sacó del bolsillo trasero de su pantalón una carta con el remite del Nou

Hospital. —¡Vaya! ¿Es que ya te han contestado? —Claro. Aunque ésta es sólo una de las muchas cartas que recibo diariamente

con ofertas de trabajo en hospitales y clínicas del mundo entero. —Bueno, vale, vale. Déjate de rollos. O sea, que, ¿ya te habían escrito? —le

preguntó Álvaro. —Sí; y parece que les intereso. Tú podrías venirte conmigo también —le

propuso Jaime. La propuesta le sorprendió. —Bueno, para eso ya habrá tiempo. —No. Lo pondré como condición. Te debo mucho, como estudiante y como

amigo. Si no fuese por la ayuda y los consejos que me has ido dando estos últimos años, no estaría ahora en condiciones de trabajar en ese hospital.

La idea no parecía desagradar a Álvaro. Después de todo, en algún sitio tenía que empezar a trabajar.

—Hazlo por mí, por favor —le suplicó su amigo—. Creo que si estamos juntos, me sentiré más seguro.

—Pero primero tendrás que esperar a que te confirmen que te quieren allí. Ahmad les trajo el postre y continuaron hablando de otros temas. Al terminar de

comer, pidieron la cuenta. —¿A quién le toca hoy, Ahmad? —A ver; déjame que lo mire. —El iraní consultó la libreta que siempre llevaba

consigo—. Aquí dice que le toca a Jaime. Hacía tiempo que habían llegado al acuerdo de invitar cada vez uno y era el

propio Ahmad quien les recordaba el turno. —Revisa esos papeles, querido amigo, porque me parece que siempre tengo que

pagar yo —se quejó amablemente Jaime, mientras sacaba su billetera del bolsillo. —Me parece que lo que te pasa es que tu memoria es selectiva, chico —bromeó

el iraní. —Hasta la próxima —se despidieron. —Que os vaya bien —respondió Ahmad. Ya estaban en la puerta cuando le llamó el iraní. —¡Jaime! —¿Qué quieres? ¿No has tenido suficiente propina? —bromeó el joven. Ahmad señaló la mesa que acababan de dejar libre. —¡Mecachis! —Jaime se acercó a recoger su teléfono móvil que, por enésima

vez, había estado a punto de perder—. Gracias, chaval.

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—No hay de qué. Pero a la próxima, me lo quedo.

Después de la muerte del chico en el asalto a la joyería, Álvaro y el inspector

Agulló se habían visto en alguna ocasión por la calle y habían descubierto que eran vecinos; les separaban cuatro portales en la Avenida de Campanar. La charla había surgido con naturalidad y cierta amistad había empezado a forjarse entre ellos. Un restaurante cercano les había servido de punto de encuentro en las dos o tres ocasiones que habían quedado desde que se conocieron.

Álvaro había recibido una llamada del policía, invitándole a dar una vuelta al día siguiente. El joven médico había notado cierta insistencia en Paco: «Tenemos que hablar mañana; no es nada grave pero sí estoy interesado en que me aclares un asunto», le había dicho por teléfono la noche anterior. Quedaron en verse a las ocho y media de la tarde en el portal de la finca de Álvaro.

A la hora en punto, Paco se encontraba en el lugar de la cita. Álvaro se retrasó unos minutos.

—¿Dónde quieres que vayamos? —Me da igual —le contestó Paco—. Podemos pasear un rato hacia el río y

luego, ya veremos. Paco comenzó su interrogatorio: —Supongo que tú, como médico, estarás bien enterado de eso que salió el otro

día acerca de la clonación terapéutica que van a practicar en ese hospital, ¿verdad? —Bueno, algo sé — respondió Álvaro. —Para un ignorante como yo sobre todos estos temas, a lo mejor podrías

aclararme un poco de qué va todo ese asunto, porque dicen que se van a curar un montón de enfermedades a partir de ahora.

—Eso afirman algunos —comenzó a explicarle Álvaro—, pero el hecho es que, como todavía no se ha aplicado en la práctica, no se sabe qué resultados va a tener.

Llegaron hasta el final de la calle y decidieron sentarse en un banco. —En resumen, se trata de introducir el núcleo de una célula de la persona en

cuestión en un óvulo, al que se le ha quitado previamente el suyo. ¿Me sigues? —Hombre, de momento, sí —le respondió Paco—. Después de todo, he hecho

bachillerato de ciencias y algo de esto ya sé por mi trabajo en la policía científica. Pero, bueno, para eso estamos aquí, para que tú me lo expliques de modo que me entere bien del asunto.

—Como recordarás, todo el material genético se encuentra en el núcleo del óvulo fecundado del que hemos salido tú o yo; ese óvulo, que también se llama ovocito…

—¡Ah, claro! «ovo», de huevo y «cito», de célula. Ahora me acuerdo un poco más —comentó Paco.

—Exacto. Pues ese ovocito fecundado va creciendo en el útero de la mujer y al cabo de nueve meses nace el niño. Ese niño será un clon; es decir, será genéticamente igual a la persona que cedió el núcleo de una de sus células. De esta manera, si la persona que ha aportado el núcleo tiene un riñón que no le funciona, por ejemplo, se le trasplanta uno de su clon y se evita el riesgo de rechazo, que es uno de los principales problemas que se da cuando se hace un trasplante.

—Sí, ya había oído algo de que todo parecía muy fácil con la nueva técnica. Pero suena un poco fuerte fabricar personas para tener cada uno sus propias reservas de órganos. Vamos, a mí no me parece bien la cosa.

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—Claro —respondió Álvaro—. Eso no se lo plantea nadie; sería utilizar a seres humanos como simples objetos de repuesto. Pero no es eso lo que se hace. La clonación terapéutica no deja crecer al niño. Cuando el cigoto, es decir, la célula resultante de la unión del óvulo con el espermatozoide, se ha ido multiplicando hasta tener entre cien o doscientas células, más o menos...

—Momento en que se le llama blastocisto, ¿verdad? —apuntó Paco. —Exacto. Se ve que sabes más de lo que me decías. —Un poco; pero continúa, por favor. —Del blastocisto se aísla la masa celular interna y comienzan los biólogos a

cultivar esas células hasta obtener muchas, millones. Después, se hace que se conviertan en células del corazón, o de la sangre, o hepáticas; o simplemente las introducen en el sistema circulatorio y ellas mismas detectan dónde hay una lesión. Acuden allí y se transforman en células del mismo tipo que, por decirlo de algún modo, las que están estropeadas; así, el órgano dañado se recupera.

—¡Caramba! ¿Y cómo es posible que se transformen en cualquier tipo de células?

—¿No has oído hablar de las células madre? —preguntó Álvaro, sorprendido. —Sí. Pero lo que me gustaría es saber cómo consiguen eso: transformar un tipo

de células en otras del tipo que quieras. —Bueno, no es tan fácil el asunto; hace falta mucha experimentación y pasar por

muchos fracasos para alcanzar algún resultado. Esa transformación es lo que se llama diferenciación celular; es algo realmente asombroso y nadie sabe todavía cómo se ha llegado a ello.

—¿A qué te refieres? —le preguntó el policía. —Pues al hecho de que en el desarrollo embrionario a partir del óvulo

fecundado, cada célula procedente de la subdivisión de esa primera célula sepa en qué tipo de tejido debe transformarse y hacia dónde tiene que migrar dentro del organismo que se va formando: si tiene que convertirse en célula epitelial de un brazo, en tejido pulmonar o en una neurona del cerebro. ¡Es impresionante! ¿No te parece? —las palabras de Álvaro no dejaban de expresar su admiración.

—Desde luego que lo es. ¿Y todo eso, por evolución? —Hombre, hay gente que así lo cree. A mí me parece que hay algo que ha

ordenado la evolución; llámalo Dios o como te venga en gana. La prueba es muy sencilla: si tú dejas papeles encima de tu mesa, expedientes de asuntos en los que estés trabajando, pruebas de un caso o lo que se te ocurra, lo más probable es que se quede donde lo has dejado y no se organice todo al estilo Mary Poppins, ¿verdad? O alguien se encarga de poner orden a todo eso o el caos llama al caos.

—Dímelo a mí —dijo Paco, con cara de circunstancias—. Cada vez que tengo que buscar en casa alguna herramienta para arreglar algo que se ha estropeado, me cuesta sangre encontrarlo porque nunca me acuerdo de dónde lo dejé la última vez.

El tiempo iba pasando y Paco se decidió a preguntar a su amigo lo que más le intrigaba.

—¿Y tú qué piensas sobre eso de coger embriones y usarlos para curar a otros? —Paco, me parece que todo lo que te he contado ya lo sabías y te has hecho el

tonto preguntando, ¿no es así? —Bueno, todo no, pero sí casi todo —confesó—. Tener conocimientos de

genética, del ADN y de temas relacionados con esto forma parte de mi profesión. Sinceramente, lo que quería saber es tu opinión sobre este asunto. De verdad, ¿tú qué piensas?

—Mira, hasta hace poco se estaban usando embriones congelados sobrantes de

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fecundación in vitro, pero, claro, como había que esperar cinco años desde la fecundación, no fuesen a ser reclamados por los progenitores, y como no son del mismo enfermo al que se quiere curar, se dan dos problemas: el primero es que las células madre que se obtenían, al haber pasado tanto tiempo, no eran de buena calidad, y el segundo es el de la incompatibilidad inmunológica. A principios de este año, se aprobó la nueva ley que permite experimentar directamente con los embriones que no han sido implantados. Con la nueva técnica de la clonación terapéutica todo saldrá mejor, o al menos, eso se espera.

—Sí, ya, pero no me has contestado. ¿Te parece bien o no? Tú eres médico y sabes lo que es la vida y lo que cuesta cuidar de ella. ¿Tenemos derecho a producir un pequeño ser humano con el fin exclusivo de curar a otro, a costa de su propia existencia?

Álvaro se sentía confuso y, en cierto modo, acorralado por las preguntas de su amigo. Procuró no salirse de lo políticamente correcto.

—Hay médicos que opinan que eso no es un ser humano. Otros afirman que se trata de un homicidio. Para suavizar el asunto, incluso hay un grupo de científicos americanos que ha anunciado la obtención de células madre embrionarias sin necesidad de destruir al embrión.

—Ya, pero eso tardará en ser algo normal —le replicó Paco. —Para serte sincero —continuó Álvaro— no sé qué decirte. ¿Que la cosa

funciona bien? Pues adelante. Eso es tema para los políticos. Además, si se puede hacer técnicamente, ¿qué te impide llevarlo a cabo?

—Pues muy sencillo —le respondió Paco—. Considerar que el embrión es un ser de nuestra especie, del que hay que cuidar. Mira, Álvaro: para mí, que estas nuevas leyes que se están poniendo en práctica responden más a los intereses de determinados investigadores y a las industrias relacionadas con la reproducción asistida que a una demanda social. En el fondo, tengo que confesarte que me defraudas con lo que me acabas de decir.

Las palabras del policía sorprendieron a Álvaro. Paco continuó. —Tanto tú como yo estamos del lado de la vida: en mi caso, para que la

conserven los que ya la tienen, evitando, en la medida de mis posibilidades, homicidios, robos o agresiones, de modo que todos puedan llevar una vida digna y tranquila; y en el tuyo, para que puedan disfrutarla sanos, pero con la condición de que se le dé a uno la oportunidad de empezar a tenerla.

—Bueno, Paco, no te pongas tan trascendente. Álvaro consultó su reloj, con ganas de terminar. —Quizá ya sea hora de volver a casa, ¿no te parece? —sugirió. —Sí, es la hora. Me esperan una mujer y cinco niños hambrientos para cenar —

dijo Paco sonriendo—. Ya nos vemos otro día. Gracias por tus explicaciones. Ahora ya sé un poco más del asunto y puedo opinar.

—Gracias también a ti, Paco. Pensaré en esto que me has dicho. Te lo prometo. La selección de enfermos a los que se les aplicaría la clonación terapéutica fue

comunicada por correo certificado al domicilio de cada uno de los elegidos. El subdirector del GIBI, el doctor Diego Zuazo, había sido designado para explicar a los padres o tutores de los chicos la gracia que les había caído en suerte y lo que llevaría consigo: el seguimiento médico más cercano que iban a disfrutar, las grandísimas posibilidades de curación de la enfermedad que arrastraba cada uno y toda una serie de

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consideraciones que sería necesario tener en cuenta en adelante. Con este fin, fueron convocados para asistir a una reunión informativa que iba a

tener lugar en el pequeño salón de actos del hospital. En la mesa del estrado se encontraba Fernando Miralles, acompañado por Zuazo, el doctor Hierro, la doctora Alarcón, el doctor Camacho y el doctor Guillermo Díaz, decano del equipo médico del Nou. Éste era el grupo elegido por Miralles para constituir la Unidad de Regeneración que empezaría a realizar milagros con los pacientes seleccionados. Entre el público se encontraba ni más ni menos que Gil Gómez. No había querido perderse la sesión y, al mismo tiempo, iba a aprovechar su estancia en Valencia para organizar el trabajo según el plan diseñado de antemano. Había algunos periodistas de la prensa local, además de los corresponsales de los periódicos de tirada nacional y otros de revistas médicas y científicas.

—En primer lugar —comenzó Zuazo—, quiero felicitarles a ustedes y a sus hijos por la elección de que han sido objeto. Como muchos de los presentes sabrán, en el momento actual, dentro de la Unión Europea solamente hay autorizados dos protocolos para clonar embriones humanos, ambos en el Reino Unido. Uno se lleva a cabo en la Universidad de Newcastle y el otro lo está desarrollando el grupo que dirige Ian Wilmut, el creador de la oveja Dolly. En España, el Nou Hospital es el primer centro que obtiene este permiso, y sus hijos han sido escogidos para ser unas de las primeras personas que, si la ciencia lo permite, quedarán curadas de su enfermedad gracias a la nueva técnica terapéutica.

El comienzo de la sesión no podía ser más halagüeño. Interesaba que fueran conscientes de la fortuna que habían tenido al ser escogidos. Tras una pequeña pausa, continuó su discurso.

—Como queremos cuidar de la salud integral de sus hijos, el hospital necesita estar informado día a día de las lesiones, catarros, agravamientos de su enfermedad y todo aquello que pueda afectar a su salud. Para ello, a cada uno se le dará una pequeña pulsera, que recoge información del estado general del organismo y que deberán llevar en la muñeca derecha las veinticuatro horas del día.

—¿Una pulsera? —preguntó una mujer que estaba sentada en la primera fila—. ¿Me puede explicar qué tiene de especial esa pulsera?

—Mi querida señora, lo que usted me pregunta es secreto profesional: nuestros técnicos informáticos y telemáticos han sido capaces de construir ese pequeño artefacto después de mucho esfuerzo y trabajo. Sólo puedo decirle que su desarrollo empezó a partir de un brazalete(4), ideado en el año 2004 por una empresa española, en colaboración con el departamento de Biotecnología y Telemedicina de la Universidad Politécnica. Fue un invento que dio buenos resultados. Nosotros los hemos mejorado. Ha sido probado ya en algunos pacientes de nuestro hospital y le aseguro que funciona perfectamente. Además, para preservar la tecnología que tanto ha costado desarrollar, si alguien trata de desmontar la pulsera, el sistema se autodestruye. Somos muy celosos de nuestro trabajo.

—¿Y qué hay que hacer con el brazalete? ¿Darle cuerda o algo así? —La pregunta la hizo un señor gordo del fondo que estaba acompañado por un chico de unos dieciséis años, supuestamente su hijo.

—Simplemente, debe llevarse siempre puesta. La pulsera, que la hemos bautizado con el nombre de Jove, integra lo último en GPS y una serie de sensores que detectan movimientos, estados de inconsciencia, la temperatura y otras condiciones corporales. Es sumergible pero hay que tener cuidado con los golpes; se trata de un mecanismo delicado. Una pequeña luz verde encendida indica que está funcionando correctamente.

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—He oído hablar de aparatos parecidos a éste —dijo un señor—. Algunos llevan un localizador. ¿Esta pulsera también lo incorpora?

—Sí —contestó Zuazo—. El brazalete lleva integrado un módulo de localización geográfica vía satélite. En el caso de que se le pierda la pulsera al niño, sólo tendría que avisar al hospital y les informaremos de su posición exacta.

—Y, de paso, si se pierde el niño, también podremos encontrarle —comentó una mujer de la tercera fila, provocando las risas de los asistentes.

Otro dijo: —Esto le iría muy bien a mi padre, que sufre demencia senil. A veces le da por

salir a la calle y no hay modo de saber dónde se ha metido. —De hecho —explicó Zuazo—, el origen del sistema está relacionado con la

teleasistencia móvil para personas mayores. Como, de momento, vamos a dedicarnos a pacientes de menos edad, es por eso que la hemos denominado Jove.

—De acuerdo —intervino de nuevo el señor que había preguntado sobre el localizador—. Pero, concretamente, ¿qué debe hacer el chico o la chica con la pulsera, aparte de llevarla encima?

—Prácticamente nada. Sólo hay que recargar la batería cuando la luz verde del pequeño piloto que está en medio del teclado pase a color rojo. Es la señal de que la batería empieza a agotarse. La pulsera funciona casi como un móvil GSM/GPRS: podría recibir llamadas, SMS y correos electrónicos. Pero, para simplificar el diseño y reducir el tamaño, sólo hemos conservado las funciones relacionadas con el envío de información sobre el paciente. Los datos de su estado físico son transmitidos automáticamente al hospital. En algunos casos, convendrá que el paciente lleve una camiseta de látex que contiene otros sensores integrados para medir el nivel de oxígeno en sangre, la actividad eléctrica del corazón y la presión sanguínea. Casi no la notará: es elástica, lavable y antialérgica; sin problemas, vaya.

Zuazo dio un pequeño sorbo al vaso de agua que tenía sobre la mesa y continuó. —Aunque hemos insistido en que deben tener la pulsera siempre puesta, en

determinados momentos pueden quitársela. Por ejemplo, cuando haya que recargar la batería; no pasa nada si, por comodidad, el chico no la lleva durante ese tiempo. Para ello, dispone de un teclado exclusivamente diseñado con este fin y también para ajustársela a la muñeca de cada uno. El paciente puede liberarse de la pulsera después de teclear un simple código, que es el de la fecha de su nacimiento. En primer lugar, los cuatro dígitos del año, después los dos dígitos del mes; a continuación, el día del mes, también con dos dígitos y, por último, habrán de pulsar dos veces el número 0. Al volver a ponérsela, tendrán que pulsar tres veces el botón asterisco para que se active el cierre de seguridad.

—Todo eso está muy bien —dijo un caballero de la primera fila, que estaba tomando nota de todo—. Pero lo que a mí me interesa es saber si mi hija se va curar, y cuándo, de la insuficiencia coronaria que padece desde que nació.

—Eso, señor… —Domingo González. —Para eso es este... montaje, por calificarlo de algún modo. Toda la información

que tengamos sobre sus hijos nos ayudará a conseguir su curación. Los resultados de las clonaciones terapéuticas que vamos a llevar a cabo son, para serles franco, impredecibles, pero existe una esperanza grande en que tendremos éxito en un plazo de tiempo relativamente corto.

—Perdone, señor doctor —quien hablaba era una mujer joven, de unos 35 años, que tenía junto a sí a un pequeño de diez—. He oído que este tipo de terapia celular puede generar cáncer por lo incontrolables que se muestran las células madre

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embrionarias, por muy propias del paciente que sean. —Le puedo asegurar que hemos llevado a cabo experimentos de medicina

regenerativa en mamíferos y ese hecho se ha producido en un porcentaje muy bajo de los casos. Vale la pena el riesgo, se lo aseguro.

—Con el permiso del doctor Zuazo —intervino Miralles, dirigiéndose al público que tenía enfrente—, me gustaría advertirles de que, para tener la información actualizada de la salud y estado físico de sus hijos gracias a la pulsera Jove, conviene que para cualquier atención médica que necesiten acudan al Nou Hospital. De este modo, podremos seguir llevando el historial clínico completo de sus hijos, sin carecer de ningún dato que quizá pueda ser relevante en el seguimiento que vamos a hacer de cada uno.

—¿Y si tengo que acudir por alguna urgencia al ambulatorio del barrio? —preguntó una señora.

Esta vez fue el doctor Díaz quien habló. —En ese caso, sólo tendrá que informarnos a continuación. Pero siempre será

mejor que se le atienda en nuestro hospital, donde conocemos mejor a su hija o a su hijo. De todas formas, no se preocupe demasiado por eso, está todo bien pensado para que salga bien el experimento y...

—Lo que el doctor Díaz quiere decir —le cortó Miralles— es que el mejor centro de atención médica para sus hijos es el nuestro y que no vale la pena acudir a otro. Después de todo, Guillermo Díaz es el decano de los médicos de nuestro hospital y tiene derecho a presumir, ¿no le parece?

Miralles pronunció estas últimas palabras con una sonrisa forzada. A duras penas consiguió disimular el conato de enfado que unos segundos antes había sentido al escuchar al viejo doctor. Quizás había dado un paso en falso al elegirle como miembro del grupo.

Cuando todos los presentes saciaron su curiosidad acerca del nuevo método que se iba a aplicar a sus hijos, Miralles continuó con la presentación de sus colaboradores. Se trataba de los jefes de sección de lo que desde entonces sería la UR, la Unidad de Regeneración del hospital. Cada médico tenía encomendada una especialidad dentro de la unidad: el subdirector, doctor Zuazo, iba a ser el encargado de regeneración de tejidos epiteliales y de la estructura ósea; el doctor Hierro se aplicaría al sistema inmunológico; la doctora Alarcón era la experta en el sistema nervioso, el doctor Camacho estaba especializado en endocrinología y el doctor Guillermo Díaz sería el responsable de la aplicación clínica de la nueva técnica a tejidos cardiacos y pulmonares. Por su parte, Miralles organizaría el trabajo del equipo y procuraría estar un poco en todo.

Quedaba por tratar una cuestión peliaguda. Esta vez le tocó a Carmen Alarcón dirigirse al público que escuchaba.

—Como ya ha dicho el doctor Miralles, mi cometido dentro de la UR será coordinar la atención de los enfermos que padezcan algún mal relacionado con el sistema nervioso y sus funciones: órganos sensoriales, memoria, aprendizajes, destrezas, imaginación y todo lo que se les ocurra relacionado con nuestra complicada cabeza. Existe un riesgo que me veo en la obligación de advertirles.

Después de comprobar que había logrado captar la atención de alguno que pudiera haberse despistado, prosiguió:

—Si llegara a presentarse una situación de extrema gravedad, el paciente probablemente deberá permanecer ingresado durante una larga temporada en la UR, ya que las células madre embrionarias no tienen un mecanismo de acción inmediato y necesitan tiempo para actuar sobre el organismo. Me refiero a casos como puede ser la regeneración de gran parte de un órgano como el corazón, o el riñón, o a accidentes con

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múltiples fracturas o con quemaduras en gran parte del cuerpo; en definitiva, situaciones en las que existe un peligro próximo de muerte. En estas circunstancias, tendremos que aplicar una fuerte estimulación nerviosa que produce la descarga de determinadas hormonas y la producción de enzimas que aceleran en gran medida la división y diferenciación celular oportuna de las células madre embrionarias en el enfermo.

A estas alturas, varios de los presentes ya se habían perdido. La doctora, sin embargo, continuó con su explicación.

—Esta estimulación provocará pérdidas de memoria en el paciente, de habilidades adquiridas o cambios en el carácter de la muchacha o del muchacho. Con el tiempo, podrá ir recuperando lo que temporalmente haya perdido a causa de esta intervención. El estado del paciente después de aplicarle el electrochoque será de un prolongado aturdimiento y torpeza, pero le habremos salvado. No llegamos a resucitar a nadie, pero mientras haya un aliento de vida, intentaremos no sólo conservarla, sino recuperarla al cien por cien.

—Como ha explicado la doctora Alarcón —continuó Miralles—, ese riesgo puede darse sólo en situaciones verdaderamente graves o urgentes, cuando la vida del chico o de la chica corra auténtico peligro. Lo normal será que, una vez iniciado el tratamiento de cada paciente con sus propias células madre embrionarias, tenga que estar ingresado en la unidad de regeneración una temporada más o menos larga.

—¿Como cuánto de larga? —preguntó el señor González. —Eso dependerá de cada enfermo. Esperamos alcanzar los resultados deseados

en el menor tiempo posible; cuente con varias semanas de internamiento. Tanto en un caso de aplicación normal de la terapia celular como en el caso de extrema gravedad que ha descrito la doctora Alarcón, los enfermos estarán aislados dentro de la unidad todo lo que dure el tratamiento. Lo sentimos mucho —continuó Miralles—, pero no podrán ver a su hija o a su hijo en ese tiempo.

Una vez que el doctor Zuazo dio por terminada la reunión, los asistentes desalojaron la sala y se escucharon algunos comentarios por los pasillos del hospital que reflejaban cierta preocupación. La mayoría, sin embargo, se felicitaban por haber tenido la suerte de haber sido escogidos entre centenares de personas para ser curados con las nuevas tecnologías. No faltaron incluso algunos elogios al Gobierno y al Ministerio de Sanidad.

A lo largo del mes siguiente, fueron pasando los pacientes seleccionados para someterse, uno tras otro, a diversas pruebas y revisiones, con el fin de comenzar a producir los primeros clones humanos con fines terapéuticos en el país.

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Capítulo 7 Las primeras semanas en el Nou Hospital habían resultado realmente duras para

los dos nuevos médicos. Tenían la impresión de estar siendo sometidos a prueba para demostrar su capacidad de trabajo y confirmar la realidad del halo de prestigio que ambos traían consigo.

Jaime se puso en contacto enseguida con el hospital después de recibir la carta en la que le ofrecían la posibilidad de incorporarse tras una entrevista previa que se suponía iba a ser severa. Sin embargo, no lo fue tanto y el joven médico advirtió al poco de comenzar que realmente querían contar con él. Cortés le habló de las condiciones laborales, del sueldo y de las posibilidades de ascender poco a poco. Jaime se manifestó conforme con todo pero dejó claro que no estaba interesado lo más mínimo en subir escalones hacia puestos directivos. Deseaba el contacto con el enfermo día a día y evitar, en la medida de lo posible, todo lo relacionado con papeleos y burocracias. Antes de firmar, aprovechándose del manifiesto interés que había notado en el director del Nou Hospital por hacerse con sus servicios, Jaime —un tanto titubeante por dentro pero firme en el exterior— formuló su deseo de que Álvaro fuese también contratado.

Ante la cara de asombro que puso Cortés por la sorprendente propuesta, expuso las buenas cualidades de su amigo. Tenía un magnífico expediente académico, que venía acompañado de una excelente calificación como médico interno residente y, sobre todo, representaba para él más que un amigo y deseaba hacerle ese favor como compensación a tantos otros que había recibido de su parte. Luis Cortés no se esperaba una petición como ésa pero, ante la insistencia de Jaime, accedió a conceder una entrevista a Álvaro Costa

Al día siguiente, fue Fernando Miralles quien charló con Álvaro y quedó convencido de su valía. Se lo comunicó a Cortés y les cogieron a los dos. Después de todo, andaban detrás de un buen neurólogo desde hacía tiempo. La falta de experiencia quedaría suplida en poco tiempo por la enorme cantidad de trabajo que tendría que sacar adelante.

El hospital se encontraba situado en la esquina de las calles Amics del Corpus y

Doctor Nicasio Benlloch, en posición simétrica a las Escuelas Profesionales San José, al otro lado de la avenida de Les Corts Valencianes. Tenía cerca un Hipercor y el último Media Markt abierto en Valencia. La entrada principal se abría a la calle del Doctor Benlloch. Cerca del recinto del hospital, en el solar donde se pensaba levantar el futuro estadio de fútbol del Valencia C. F., destacaba una chimenea de mediados del siglo XIX, que formaba parte de un molino construido en 1771. Al ser parte de la historia de la ciudad, la chimenea quedó intacta cuando se derribó todo lo que había a su alrededor, de modo que permanecía allí como un elemento patrimonial decorativo en total contraste con el entorno.

El Nou constaba de tres edificios rectangulares de diferentes tamaños, que

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formaban un gran triángulo. Un amplio jardín ocupaba el espacio interior. Resultaba un lugar agradable como zona de esparcimiento para los enfermos ingresados, aunque la sensación de estar encerrado entre tres altas paredes de ladrillo y cristal no era fácil de salvar. El acceso al centro se hacía por el edificio destinado el hospital materno-infantil. Al final de este primer bloque se encontraba la entrada de urgencias.

El segundo edificio, que era el que daba a la calle Amics del Corpus, había sido sustituido en sus funciones por el mayor de ellos, situado en la parte interna del solar, que no se veía desde la calle. Era el menor de los tres y acababa de ser transformado en la Unidad de Regeneración. En el edificio que cerraba el triángulo se encontraba el hospital general, con las asistencias de cada especialidad.

Las tres construcciones eran iguales en altura y constaban de cinco plantas aéreas y tres sótanos. El primer sótano del edificio de acceso albergaba diversos servicios del hospital que requerían equipos grandes y pesados, así como algunos laboratorios de investigación y dos animalarios: uno para primates y otro para animales pequeños como ratones, ratas, conejos, renacuajos y ajolotes. Los sótanos dos y tres servían de aparcamiento para el personal. En el exterior, a continuación de la entrada de urgencias, un recinto vallado quedaba reservado como zona de estacionamiento para los clientes.

El modo en que estaba dispuesta la construcción permitía la comunicación interior entre los tres edificios. Sin embargo, desde que el más pequeño de ellos se había destinado a la UR, sólo se podía acceder a él a través del que servía como hospital general. La unidad disponía de una entrada en cada planta, pero se requería una tarjeta magnética identificativa para franquear la puerta. Pocas personas conocían cómo había sido rediseñada esa zona del hospital.

En el sótano uno del hospital general se ubicaban los servicios de medicina nuclear y de radiodiagnóstico de adultos y el pequeño salón de actos donde había tenido lugar la sesión informativa con los padres de los chicos seleccionados para la terapia celular. La planta baja acogía las urgencias que llegaban al centro, los servicios de maternidad y pediatría, varios laboratorios de análisis y el bar-restaurante. Medicina interna, endocrinología y neumología, cirugía general y aparato digestivo constituían las especialidades de las tres primeras plantas. En la cuarta se encontraba el servicio de cirugía cardiovascular y de reanimación, donde trabajaba Jaime, y en la última planta, la de neurología, tenía Álvaro su consulta. Lo que más impresionaba a todo aquel que entraba en el Nou Hospital por vez primera era la extraordinaria luminosidad de los pasillos y estancias generales. Prácticamente estaba todo acristalado, parecía como si no hubiera muros en los pasillos.

El horario laboral terminaba alargándose un buen rato todos los días debido a

alguna visita a determinado enfermo al que no se había podido atender debidamente en su momento, a la redacción de algún informe pendiente o a la anotación de experiencias clínicas que se iban acumulando, con el fin de estudiarlas algún día que seguramente nunca llegaría.

Con la llegada de Jaime y Álvaro al hospital coincidió una buena oferta de ordenadores portátiles que la casa Toshiba presentó al centro sanitario. Habían hecho su agosto con la venta de un gran lote de aparatos para la sede de la fundación en Madrid y a Eulogio Miralles le había parecido oportuno hacer lo mismo en el Nou. Como resultado de la operación, cada médico del hospital dispuso de un ordenador portátil a estrenar en la mesa de su despacho con los últimos adelantos incorporados y con

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conexión a internet a través del servidor del propio hospital. Las horas de navegación eran limitadas para evitar pérdidas de tiempo, aunque el acceso al correo electrónico, tanto externo como interno, estaba siempre abierto. Para abaratar costes y facilitar la configuración de los aparatos, todos los ordenadores pertenecían al mismo modelo.

El asunto tenía su trampa ya que, al tratarse de equipos portátiles, si uno no terminaba su trabajo en el hospital, podía y debía llevarse a casa el ordenador para acabarlo allí, si no deseaba hacerlo en su despacho. Por indicación del director, toda actividad realizada en el Nou con los pacientes del hospital debía estar registrada en el ordenador que hacía de servidor, como muy tarde, a las nueve de la mañana del día siguiente.

Los informes que redactaban los dos nuevos doctores no dejaban nada que desear si se los comparaba con los que hacían, de modo ya rutinario, los veteranos del lugar. A Jaime le habían llegado algunos comentarios al respecto y no disimulaba su contento, ya que le servían, además, para ganarse el respeto de los demás médicos y del personal auxiliar. Disfrutaba extraordinariamente con su trabajo y, además, le pagaban por ello. ¿Qué más podía pedir? Sí que, en ocasiones, acababa rendido y procuraba buscar al final del día la compañía de Álvaro para comentar lo que había sido la jornada y tomarse un café tranquilamente en el bar del hospital.

—¡Eh, Jaime! —Álvaro trataba de llamar la atención de su amigo desde la

puerta del bar por la que había entrado, mientras éste salía en ese momento por la otra. —¿Qué? ¡Ah, hola! ¿Qué hay de nuevo, viejo? —le saludó, volviendo sobre sus

pasos. —Oye, esta noche voy a ir a visitar a Paco. ¿Te acuerdas de él? —¿El poli amigo tuyo? —El mismo. Aunque somos casi vecinos, sólo hemos tenido ocasión de vernos

por la calle o en un bar que nos pilla cerca a los dos. Hoy me ha llamado y me ha dicho que ya es hora de que vaya a su casa. Me ha invitado a conocer a su mujer y a sus hijos esta tarde, pero no quiero ir solo y me preguntaba si querrías acompañarme. El pequeño tiene tres meses y me ha asegurado que es una ricura.

—¡Qué te va a decir el hombre! —exclamó Jaime. Álvaro, que conocía la predilección de su amigo por los niños, estaba seguro de

su respuesta. —Vale. ¿A qué hora quedamos? —Yo termino hoy a las seis y media. Entre unas cosas y otras, supongo que a las

siete estaré presentable para ir de visita. ¿Te parece bien a esa hora? —De acuerdo; a las siete en la puerta principal. ¿Has traído hoy tu coche? —

Jaime sabía que Álvaro solía ir al trabajo caminando, ya que vivía cerca del hospital—. El mío está en el taller y he venido en autobús.

—¡Claro! Y luego querrás que te lleve a casa, ¿no? —Ya sabía yo que no te ibas a negar. Eres un buen amigo.

El niño, que habían bautizado con el nombre de Pablo, era precioso: sonrosado,

mofletudo y sonriente. Jaime disfrutó de lo lindo, y con él, los padres de la criatura, viendo cómo gozaba el joven médico con su hijo.

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—Tenías que haber estudiado puericultura, Jaime —le comentó Luisa, la mujer de Paco.

—Bueno, bueno —repuso Jaime—. Una cosa es que me gusten los niños y otra que quiera estar todo el día con ellos. Lo mío va por otro lado. Las enfermedades del corazón son las que más vidas se cobran: ya conocéis «las tres ces»: cáncer, carretera y corazón.

—Claro —bromeó Álvaro—, por eso el chico se cuida tanto: fuma dos cajetillas al día, está más gordo que una vaca y no hace nada de ejercicio.

—¡Eh, tú! Sin pasarte. Que mi corazón es mío y cuido de él como me parece. —Pues yo creo que tu amigo tiene razón —comentó Paco—. Deberías hacer

algo de deporte para rebajar un poco esa barriga y quitarte la opresión que debes de sentir.

—Bueno, hombre —intervino Luisa—, dejad en paz al chico, si es feliz así. Además, le vais a dejar un poco cortado para la cena. Porque os vais a quedar a cenar, ¿verdad?

Ninguno de los dos había pensado en esa posibilidad, pero no dudaron en aceptar el ofrecimiento y se quedaron aquella noche compartiendo la cena familiar.

Conservaban la buena costumbre, en opinión de Paco, de procurar reunirse todos para la última comida del día, si les era posible, y en esa ocasión lo fue. Solían cenar pronto, para que los chicos se fueran a la cama a una hora temprana. De este modo, Álvaro y Jaime conocieron al resto de los hijos del matrimonio. La mayor era Teresa, tenía quince años y casi no abrió la boca en toda la cena. Le seguía un chico de doce años, muy despierto, que se llamaba Vicent y que no paró de hacer preguntas a Álvaro sobre lo que pensaba acerca de los trasplantes de cerebro.

—Estoy leyendo una novela en la que al protagonista le cambian su cerebro por el de Hitler —explicó el chico—. De momento, sólo he llegado hasta ahí. Ya te contaré otro día que vengas cómo acaba.

Álvaro, divertido, se defendió como pudo ante el asalto constante del pequeño. Amparo ocupaba el tercer lugar entre los hermanos; tenía ocho años y, según decía su padre, era tan despierta como su hermano mayor, pero esa noche le dolía la barriga y no tomó ni dijo casi nada. En cuanto terminaron de cenar, su madre le dijo que se acostara y así lo hizo. El cuarto era un chico. Mariano tenía cinco años y no resultaba difícil darse cuenta de lo mal que le parecían todas las atenciones que estaba empezando a recibir su nuevo hermanito. «Tiene unos celos que no puede con ellos», le había comentado Paco a Álvaro.

Entre unas cosas y otras, la cena se alargó y, a las diez, la señora de la casa envió al resto de los hijos a la cama, recordándoles antes que se cepillasen bien los dientes. Teresa dijo que necesitaba quedarse a estudiar un rato porque tenía un examen al día siguiente que no había terminado de preparar.

—Vale, cariño, pero no te quedes hasta muy tarde —le dijo su madre. Y después de darle un beso a su padre y a su madre y decir buenas noches al resto, la chica se fue a su cuarto.

—Es muy responsable —explicó su padre, cuando ya se había retirado—. Si no tiene claro que se lo sabe todo, no se queda tranquila. Así le va —continuó orgulloso—. Todo dieces menos un aprobadillo en educación física.

—Si, se parece en eso a su padre —dijo Luisa—. Hasta que no está seguro de algo, no da un paso.

—Bueno, mujer —se defendió Paco—. No seas exagerada. Es que tengo deformación profesional. Ante una sospecha, me muevo, investigo y, si estoy seguro, actúo y persigo a quien haga falta. Pero sólo si estoy seguro. Por cierto, no me equivoco

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si te digo que hoy te toca a ti acompañar a Mariano a rezar antes de acostarse. —Ya voy… ¿Habéis visto cómo me quita de en medio? Lleva la cuenta hasta de

eso —bromeó la mujer. Al cabo de unos minutos, Luisa se reincorporó a la tertulia. La conversación

continuó sobre otros temas profesionales relacionados con la policía y con el hospital. También hablaron de las respectivas familias y del número de hermanos de cada uno.

—Oye, Luisa —dijo Jaime—. Eso de tener una familia numerosa me parece algo heroico en los tiempos actuales. Quizá será porque hay menos amas de casa que antes o porque a las mujeres os gusta más trabajar fuera para realizaros.

—No es exactamente como dices, Jaime —le respondió Luisa—. La mayoría de las veces, no se trata de realizarse sino de que no hay más remedio que buscar otro sueldo para llevar las cargas económicas de la familia. En nuestro caso —dijo, mirando a su marido—, al principio de nuestro matrimonio, Paco y yo quedamos en que recibiríamos los hijos que Dios nos mandase y que yo continuaría trabajando como aparejadora mientras fuera posible. Con la llegada de Vicent, tuve que dejar el estudio y me convertí full-time en ama de casa. Nos apretamos un poco el cinturón y tiramos de algunos ahorros. Y según fueron viniendo primero, Amparo y después, Mariano y Pablo, pues, ¡qué te voy a decir!: para mí, se ha cumplido lo de que cada hijo trae un pan debajo del brazo. No tenemos barco en el club náutico de Valencia ni apartamento en El Saler. Pero tampoco se puede decir que nos falte algo. ¿O no? Paco, ¿tú comes todos los días?

—¡Vaya si como! Y las cuentas las lleva al céntimo. —Se le veía orgulloso de su mujer—. Pienso, Jaime, que más que hablar de heroísmo, como decías antes, se trata de tener mucha paciencia con las personas y con las dificultades que surgen. Como decía un amigo mío: el heroísmo es la virtud concentrada en una hora mientras que la paciencia es el heroísmo extendido en muchas. Luisa es heroica y paciente.

—¿Queréis tomar una copa? —intervino Luisa, para desviar la conversación—. Paco guarda una botella de cazalla que nos trajimos del mismísimo Cazalla de la Sierra en un viaje que hicimos este verano. Sólo ofrece de ella a los más íntimos.

—No, muchas gracias —dijo Jaime—. Nunca pruebo el alcohol. —¿Y tú, Álvaro? —le preguntó Luisa. —No. Te lo agradezco de veras; cualquier cosa un poco fuerte que tomo se me

sube enseguida a la cabeza y debo ir con cuidado. Se les hicieron las diez y media y fue Álvaro quien sugirió que tendrían que irse. —Ésta es tu casa —le dijo Luisa—. Ven cuando quieras y no tienes que poner

ninguna excusa para marcharte cuando te parezca. —Muchas gracias. Hemos pasado un rato muy agradable. —Lo mismo digo —apuntó Jaime. —Gracias a vosotros por la visita. Ya quedaremos otro día. —O sea que, estando al lado de mi casa, ahora tengo que llevar al señor hasta su

residencia. —Venga, tío, que no te cuesta nada y ya sabes que hemos hecho un trato esta

tarde. —Si era una broma, hombre. —Álvaro puso en marcha el coche—. Son una

familia muy agradable, ¿verdad? —Sí —contestó escuetamente Jaime—. Es una suerte tener un padre y una

madre como Dios manda y no como yo, que casi ni les conocí.

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Los Agulló vivían al comienzo de la Avenida de Campanar y Jaime al final de la Avenida de la Constitución. Tras subir el trecho hasta la rotonda de cruce con Pío XII, continuaron por Campanar, bordeando el Hospital La Fe.

De pronto, se encontraron con un grupo de unas doscientas personas delante de la puerta del hospital.

—¿Que está ocurriendo aquí? —preguntó Jaime. —No tengo ni idea —contestó Álvaro. La concentración estaba formada por gente de todas las edades y no parecía que

estuviesen haciendo nada concreto. Si algún coche —pocos, por otro lado, a esa hora de la noche— trataba de atravesar por entre la gente, se abría el hueco preciso y el grupo volvía a aglutinarse tranquilamente en torno a las pancartas que llevaban.

—Para un momento —dijo Jaime—. Quiero preguntarles qué hacen ahí parados. Volvió al cabo de unos minutos. —¿Sabes que en La Fe se practican abortos todos los jueves? —le preguntó a

Álvaro tras subir al coche de nuevo. —Sí, me sonaba. —Pues estas personas se están manifestando en contra del aborto y a favor del

respeto por la vida del no nacido, como me ha dicho uno de ellos. —¿Y qué hacen concretamente? —Nada, están ahí. Despliegan sus pancartas y encienden velas por los que no

llegarán a nacer. ¿Sabes qué día del mes es hoy? —¿A qué viene eso ahora? —preguntó Álvaro, extrañado. —Pues a que están celebrando lo que ellos llaman el 11V —respondió Jaime—.

Hoy es once de octubre y los días once de todos los meses se reúnen aquí para recordar a las víctimas de los atentados del 11S y del 11M y pedir que se respete la vida de los niños concebidos y aún no nacidos. Es el 11 por la Vida; de ahí la V.

—Pues ahora que lo dices, me parece que he leído algo sobre esto en la prensa —dijo Álvaro, mientras ponía otra vez el coche en marcha—. Yo creía que eran cuatro gatos y parece que cada día son más.

—Sí. Y, por lo visto, en muchas otras ciudades se reúne gente todos los días once de cada mes frente a hospitales donde se hacen abortos. Quedan a las diez de la noche y se van a las once.

—Se ve que cuando uno quiere obtener algo, o sale a la calle o no hay nada que hacer —dijo Álvaro.

—Sí, pero me parece que éstos, aunque procuren hacerse notar, tienen difícil que les hagan caso.

—¿Por qué dices eso? –le preguntó Álvaro, mientras se abría paso con cuidado entre los manifestantes.

—Es muy sencillo: en primer lugar, el aborto es algo ya aceptado por una gran mayoría de personas; y luego, porque o empiezas a romper cosas y a armar jaleo o te ignoran completamente.

—Tienes razón. Pero esta gente no parece que sea muy violenta, que digamos —repuso Álvaro.

—Quizá a base de salir en los periódicos consigan que alguien les escuche. Dejaron atrás al grupo de gente y continuaron su camino. —Yo pienso —comentó Álvaro mientras conducía— que toda la cuestión se

centra en si consideramos al embrión como persona humana o no. —No te me pongas filosófico a estas horas de la noche, ¿eh? —No, hombre. Sólo estoy pensando en voz alta —repuso Álvaro—. Resulta que

los que lo consideren sólo como un grupo más o menos organizado de células que no

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merecen el respeto que guardamos a cualquiera de nuestra especie, lo tratarán como una cosa. Para ésos, se tratará simplemente de algo útil, si se puede experimentar con él para ayudar a los que sí son considerados personas, o constituirá un estorbo que se elimina porque me va a complicar la vida o va a producir unos gastos que no estoy dispuesto a afrontar.

—Que es mi opinión, por otro lado —comentó Jaime. —Por otro lado —continuó Álvaro su reflexión—, quienes piensan que se le

debe respeto y cuidado desde el primer momento de la concepción le tratarán como a una persona, con todos sus derechos

Aprovechando un semáforo en rojo, se dirigió directamente a su amigo: —¿Te acuerdas de cuando salían estas cuestiones en las clases de Albert? —le

preguntó. —Sí —le contestó Jaime—. Él nos daba datos a favor de una y otra postura, pero

nunca supimos lo que pensaba realmente. Me parece que ya se ha jubilado. Era un buen tipo y, además, me puso matrícula en su asignatura.

—Podríamos ir a verle un día. Me llevaba bastante bien con él y alguna vez me dijo que no le importaba que acudiese a su casa para charlar de cualquier tema. Nos vimos en un par de ocasiones. Me enteré de que su mujer falleció de cáncer hace unos años. Debe de sentirse muy solo desde entonces.

Llegaron al domicilio de Jaime. Álvaro aparcó el coche en segunda fila y paró el motor.

—Cuando veía a ese grupo de personas delante de La Fe, me estaba acordando de un amigo mío de Madrid —comentó—. Bueno, me saca unos cuantos años y más que amigo mío, lo es de la familia, de toda la vida. Actualmente ejerce de psiquiatra, y le pega mucho porque de joven hacía bastantes gamberradas. Lleva más de quince años dirigiendo una consulta de psicopatología para adolescentes. También es profesor de psicología médica en la Facultad de Medicina de la Autónoma, en Madrid.

—¿Cómo se llama? —Poveda, Jesús Poveda. Por su consulta han pasado mujeres que han abortado y

otras que no han llegado a hacerlo. Me ha dicho en más de una ocasión que las mujeres que se deciden a seguir adelante con su embarazo no lo hacen por saber más fetología o tener más cariño a los niños, sino porque tienen cierta seguridad en sí mismas y pueden incorporar más fácilmente la maternidad a su propia identidad. Consiguen ver al niño no esperado no como una amenaza que viene a destruir su vida y a quitarles libertad, sino como algo nuevo con lo que convivir y a quien querer. ¿Sabes cuál me parece que es la clave de esta cuestión?

—Venga, dime. —Pues sencillamente que la mujer que ha quedado embarazada de un hijo no

deseado no puede dejar de preguntarse, quizá de forma inconsciente, si podrá seguir conservando el control de su vida. El movimiento provida, si quiere conseguir algo, debería centrarse más en ayudar a la mujer y hacerlo de manera que reafirme esas innatas e íntimas convicciones de su conciencia, sin condenar otras conductas. Además, tendría que recordar con frecuencia que hay personas que se encargan de esos niños no deseados. Conozco el caso de una chica que abandonó la idea de abortar cuando se enteró de que podía dar su hijo en adopción cuando naciese.

—¿No te irás a poner de su parte? —le preguntó Jaime, extrañado de oír esos comentarios en boca de su amigo.

—¿Qué pasaría si lo hiciese? —contestó—. No creo que nos pegásemos por ello, ¿verdad?

Álvaro sonrió al recordar algunas pequeñas aventuras que le había contado su

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amigo de Madrid. —En su época de estudiante, Jesús era un activista provida de los que promovían

iniciativas, se movían y llamaban la atención. —¿Qué cosas hacía? —preguntó Jaime, con curiosidad. —Por ejemplo, fue el que montó en los años ochenta la campaña de tocar el

claxon del coche cada vez que se pasara junto al Palacio de la Moncloa si uno no estaba de acuerdo con el aborto. No creo que durase mucho el asunto, pero no me digas que la idea no era buena.

—¡Menudo cabreo tendría Felipe González! —¡Bah! No sería para tanto. También le llamaban para asistir a debates

televisados. En una ocasión se atrevió a mostrar un feto abortado ante las cámaras para que el público viese claramente que se trataba de un ser humano, aunque de pequeño tamaño. Varios de los presentes en el debate, sobre todo las mujeres, se echaron las manos a la cabeza ante lo que estaban viendo: «¿Pero a quién se le ocurre traer esto aquí?». Vamos, un escándalo.

—¡Vaya si es guarro tu amigo! —¿Guarro? —se extrañó Álvaro—. Fue un golpe de efecto que consiguió su

objetivo. La cámara lo enfocó un buen rato. Te decía que me había acordado de él por lo de la resistencia pasiva. La última vez que nos vimos, hace unos años, me contó que en una ocasión fue arrestado y conducido al calabozo de la comisaría del barrio de Tetuán, en Madrid, junto a la plaza de Castilla. El delito fue sentarse en la acera frente al establecimiento abortista Dator(5).

—Pero estaría haciendo algo, tirando piedras, o insultando a los médicos. —No, no, qué va. Sólo estaba sentado delante. Como éstos que hemos visto esta

noche. El agente de la unidad de intervención que se lo llevó le pidió perdón por haberle detenido, ya que no encontraba mucho sentido al asunto, pero tenía que cumplir órdenes. También me contó que el policía de la comisaría que le puso las esposas para conducirle al médico de reconocimiento, las ocultó con un pañuelo, porque decía que, aunque había que cumplir la ley, no quería ver lo que estaba haciendo: «Esposar a un médico por sentarse en la acera y expresar su disconformidad con la aplicación de una ley no se merece esto», le dijo. Y el médico que le reconoció, añadió a los policías: «A los que hay que arrestar, esposar y juzgar es a los que trabajan en ese negocio de vidas humanas que es la Dator».

—Un poco drástico el médico ése, ¿no te parece? —Pues no sabría qué decirte. Quizás tuviese razón —le contestó Álvaro—. A

raíz de lo que me contó, me entró curiosidad por conocer el perfil de la mujer que va a abortar. Un día me dediqué a investigar en internet y encontré un estudio publicado por la Fundación Mujeres y la propia Clínica Dator. Ya sé que una encuesta no refleja con un grado de certeza absoluta lo que ocurre en la realidad, pero sí te da una idea aproximada. Abordaron con un cuestionario a seiscientas mujeres que habían acudido a interrumpir el embarazo entre diciembre 2002 y enero de 2003. Muchas declinaron responder. De las que respondieron, usaban preservativo el 49 por ciento. ¡Casi la mitad y no les sirvió para nada! Y otro diez por ciento afirmaba que tomaba la píldora, que tampoco les sirvió de mucho. El resto contestaron que no usaban métodos anticonceptivos(6).

—O sea —dijo Jaime—, que seis de cada diez mujeres que abortaron fueron víctimas de fallos en la anticoncepción. Pues habrá que mejorar el sistema. Ahí está el problema.

—Quizá, en vez de eso, la solución sea que la gente se tome un poco más en serio y con más respeto el sexo —propuso Álvaro—. Apuesto a que Paco y Luisa

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utilizan métodos naturales para regular la natalidad y no parece que estén frustrados, vaya.

—Sí, claro, pero eso lo hacen porque son cristianos. —O simplemente porque respetan lo que consideran la moral natural. Hay

personas que no son cristianas y viven también así. —Pero, tío. No me vengas con rollos de moral natural. Lo natural es que si te

gusta una tía y a ella le gustas tú, os acostéis juntos y deis rienda suelta a vuestros deseos.

—Sí, es una forma de verlo —objetó Álvaro—. Sin embargo, para otras personas, lo natural es utilizar las cosas para lo que se han pensado. Que yo sepa, la unión carnal entre un hombre y una mujer está pensada para procrear. ¿Que lleva consigo un gran placer? Pues, mejor. ¡Menos mal! Si no, no habría quien tuviese hijos, con lo que cuesta sacarlos adelante.

Álvaro parecía ensimismado en sus pensamientos. Aunque casi nunca había hablado con Jaime de estas cuestiones, sin embargo, había reflexionado por su cuenta muchas veces sobre la anticoncepción, el aborto y otros temas similares. Quizá por ese motivo se retrajese habitualmente del trato íntimo con compañeras de estudio y de trabajo, como no fiándose de sí mismo y de las consecuencias que podían tener algunas relaciones aparentemente inocentes o inofensivas. Prefería, por el momento, no liarse con nadie. De pronto, se le vino a la cabeza algo que había leído hacía poco tiempo.

—¿Te suena una tal Carol Everett? —le preguntó a Jaime. —No. ¿Quién es? —Una mujer que fue directora de cuatro clínicas abortistas y propietaria de dos

de ellas en Estados Unidos a finales de los setenta y principios de los ochenta. En 1983 lo dejó. En una entrevista que publicaba un periódico hace unos meses, reconocía que la fuerza que mueve la industria del aborto es el dinero. Sólo en ese año 1983 se había embolsado 250 000 dólares(7).

—¿Y por qué no continuó si tenía en su mano la gallina de los huevos de oro? —Contaba que fue por dos motivos. El primero consistió en una profunda

conversión religiosa que le llevó a considerar que lo que estaba haciendo no era bueno. Y el segundo fue que una cadena de televisión de Dallas denunció los abortos que hacían en su clínica a mujeres que ni siquiera estaban embarazadas. ¡Y todo por dinero!

—Pues sí que resulta un negocio el tema éste. —Yo no sé lo que se cobrará por aquí, pero sí lo que se paga en una clínica de

Barcelona, por ejemplo. Lo busqué el otro día por curiosidad en internet. Por un aborto con doce semanas de gestación y con anestesia general, que es lo mínimo en este tipo de intervenciones, hay que abonar más de 390 euros; y por lo más, es decir, abortar fetos de casi veintidós semanas hay que pagar 860 euros(8).

Jaime quería dejar el tema de lado. —Y volviendo a tu amigo, ¿qué le pasó al final? —Me contó que le soltaron después de decirle en voz alta y grave que no debía

resistirse a la autoridad y alterar el orden público. Y menos, si iba acompañado de gente con pancartas de apoyo a las futuras madres con eslóganes como: «Di un sí a la vida», o «Su vida será una alegría» y otros parecidos. Vaya, que todo quedó en nada.

—Se ve que tenían órdenes de arriba de hacerle callar —comentó Jaime. —¿Callar? —dijo Álvaro—. Si no estaba diciendo nada el pobre. —Supongo que el caso sería conseguir que no diese la lata durante una

temporada. Asustarle o algo así. —Sí, tal vez. Pero me parece que no consiguieron nada de eso. Llegó, incluso, a

poner una querella al fiscal general del Estado por prevaricación cuando archivó el

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expediente de una clínica que con toda evidencia practicaba abortos a la carta, falseando informes psiquiátricos e incumpliendo flagrantemente la ley.

—Los tiene bien puestos tu amigo. —Sí, desde luego. ¿Sabes lo que le contestaron? —¿Qué? —Le dijeron que el Sr. Fiscal no puede prevaricar: es él quien decide cuándo

hay o no prevaricación. Denunció también —continuó Álvaro— a un médico que causó la muerte de una mujer a la que había practicado un aborto en unas circunstancias muy negligentes. ¿A que no adivinas lo que consiguió? Nada; peor aún, tuvo que pagar los costos del juicio y, por declararse insolvente, le fueron embargados sus bienes. Puso denuncias en el Ayuntamiento de Madrid y en la Consejería de Sanidad por multitud de irregularidades en clínicas abortistas y siempre ha tenido la callada por respuesta. Dice que nunca le contestan; que es que como si nunca pasara nada.

Jaime miró su reloj. Eran casi las once y media. Álvaro parecía como ensimismado.

—Oye, habrá que irse a dormir, ¿no? —Sí, sí —le contestó—. ¿Sabes en qué estaba pensando? —A ver qué se te ha ocurrido ahora. —Pues que nunca he asistido a un aborto. ¿Y tú? Jaime no contestó de inmediato. Álvaro prosiguió. —Quizá podríamos conseguir que nos permitan presenciar una IVE en La Fe.

Así podremos hablar del tema por propia experiencia. ¿Qué te parece la idea? —Bueno. No se le veía muy animado a su amigo. —Venga, hombre. Yo me entero de cuándo los hacen, pido que nos dejen estar

en la sala de operaciones y ya está. Será un rato nada más. Ante la falta de respuesta de Jaime, le sugirió: —Si no quieres, no tienes por qué venir. —Sí, te acompañaré. Tenía ganas de terminar la conversación. —Tú lo arreglas todo y me avisas —dijo—. Bueno, Álvaro, hasta mañana y

gracias por traerme a casa. Era jueves, 19 de octubre. Después de algunas gestiones con personas conocidas

en La Fe, Álvaro había conseguido que ese día pudieran estar presentes él y su amigo en el quirófano donde iban a practicar varios abortos. A las 15:30 entró la primera mujer. Era una chica de unos veinte años. El procedimiento legal había sido tramitado poco antes. Motivo de la IVE: peligro para la salud psíquica de la madre. El equipo médico lo formaban un ginecólogo y dos enfermeras. El embarazo, por lo que pudieron informarse, era de veinte semanas. El método que se iba a emplear era el de dilatación y curetaje.

Con un cuchillo provisto de una cucharilla filosa en la punta, el médico iría cortando al feto en fragmentos con el fin de facilitar su extracción completa por el cuello de la matriz. Tratándose de un embarazo que se encontraba en su segundo trimestre no podía emplearse una simple succión: el niño era ya demasiado grande para extraerlo de ese modo. Una vez desmembrado, se sacaban todos los pedazos con ayuda de unos fórceps. Este método se había convertido, de hecho, en el más usual por su efectividad. Al final del proceso había que colocar los trozos sobre una bandeja,

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tratando de componer el cuerpo destrozado, para comprobar que estaba completo y no había quedado ningún resto en la matriz.

A mitad de la operación, Álvaro notó cómo Jaime retiraba la vista de la mesa de operaciones. Se apartó un poco. Sus manos se aferraron al borde de una mesa auxiliar y Álvaro pudo ver cómo los nudillos se le ponían blancos por la presión. De pronto, salió del quirófano. Álvaro no sabía qué le habría podido pasar.

Al concluir la intervención, lo encontró en el pasillo, sentado en una silla y con la mirada fija en el suelo.

—¿Qué? ¿Ya ha terminado? —preguntó. —Sí —le contestó Álvaro. —¿Y te ha gustado? —Hombre, la verdad es que no resulta muy agradable. Estuvieron unos segundos en silencio. Luego, Jaime prosiguió: —¿Sabes que te engañé el otro día cuando te dije que no había asistido a ningún

aborto hasta ahora? —Bueno, en realidad, no llegaste a decirme nada. —Pues, para que lo sepas, no es algo nuevo para mí. Álvaro se quedó un momento pensativo. —¿Lorena? —preguntó a su amigo. —Sí. —Yo pensaba que se trataba sólo de uno de tus pequeños romances. Esta vez

llegasteis demasiado lejos. —Bueno, ¿y qué? Falló la goma y se quedó preñada. Algo había que hacer, ¿no? —Eh... sí, supongo que sí. Pero no sé... Quiero decir que debe de ser muy duro

cuando te pasa a ti. —No —repuso rotundamente Jaime—. Yo no soy como tú, que te sientas a

pensar y recapacitar en los pros y los contras de lo que vas a hacer. Yo decido con más rapidez y cuando se me presenta un obstáculo para conseguir lo que quiero, hago lo que sea necesario para quitármelo de en medio. Eso que llevaba Lorena en su vientre era un estorbo para su felicidad y para la mía y había que eliminarlo.

Álvaro se sorprendió de la reacción de su amigo. Se dio cuenta de que había mucho que desconocía todavía de él.

—¿Y cómo lo arreglasteis? —le preguntó. —Aprovechamos un fin de semana para ir a Madrid. No queríamos que nadie

conocido nos viese en una clínica abortista. No te sabría decir muy bien por qué, pero no lo quería. Allí se lo hicieron.

—¿Cuánto tiempo llevaba de embarazo? —Poco, diez o doce semanas. Nos dejamos una buena pasta en ello, pero había

que hacerlo —se reafirmó—. Bueno, ya pasó. Al fin y al cabo, se resolvió el asunto sin mayor problema. Pero es que al estar ahí metido, en la sala de operaciones, no sé qué me pasó; me puse muy tenso y preferí esperar fuera a que acabase.

—¿Lo viste? —preguntó Álvaro. —¿Si vi qué? —Al feto, hombre. —No, ni ganas. No era más que un problema que había dejado de existir.

Tuvieron el detalle de no mostrárnoslo. Después de todo, sólo era un feto, no una persona. Y basta ya, dejémoslo, por favor —concluyó Jaime.

Álvaro se le quedó mirando y le dijo: —¿Sabes que el otro día me descubrí diciendo lo mismo que tú sobre la

condición del embrión humano a Paco? Y eso que yo te echaba en cara que no estaba

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tan claro el asunto. —Pues ya ves que no piensas de manera muy distinta a la mía. —O quizá sólo sea que ésa es la solución más fácil y por eso la aceptamos como

buena.

Capítulo 8 «¿Para qué narices querrá que nos reunamos un sábado por la mañana si nos

estamos viendo todos los días?» Esta pregunta y otras semejantes se estaban haciendo cada uno de los médicos de la UR mientras se dirigían al hospital, convocados por Cortés.

Miralles sabía que no tenía más remedio que soportar a ese tipo. No se encontraba a gusto con un mandamás supervisando todo lo que hacía, dando órdenes y sugiriendo procedimientos, en algunos casos, contrarios a los planeados por él. Sin embargo, debía aguantarse y amoldarse a los requerimientos que formulaba el director. Sabía que era un hombre de paja, sin grandes dotes pero, en cualquier caso, puesto ahí por 3G y le representaba en su ausencia. En cualquier caso, necesitaban llevarse bien, pues formaban un equipo en busca de los mismos objetivos.

El motivo de la reunión le era desconocido y esto le fastidiaba más todavía. A estas horas debería estar en el campo de golf, aproximándose al hoyo número 5, si la cosa no se torcía demasiado. Su compañero y rival habitual tendría que contentarse esa mañana con competir contra sí mismo, a no ser que hubiera encontrado algún novato despistado al que retar.

Algo parecido les ocurría al resto de los médicos requeridos por Cortés. Solamente a Guillermo Díaz parecía no molestarle demasiado acudir al hospital en un día no laborable. Su vida era su trabajo; había enviudado seis años atrás, sus tres hijos tenían la vida organizada sin necesidad de un padre protector y disponía de tiempo para gastarlo a su antojo.

— Empezamos a tener problemas —anunció Cortés. —¿Qué ocurre? —preguntó Miralles. —Ayer vinieron los padres de uno de los chicos seleccionados. —¿Y qué quieren? ¿Un tratamiento rápido para su hijo o ya están exigiendo

resultados? —Nada de eso —respondió Cortés—. Precisamente se trata de todo lo contrario.

No quieren que a su hija se le aplique la nueva técnica. Ceden su sitio a otro. Todos le miraron con la boca abierta. Se esperaban cualquier cosa menos eso. —¿Cómo dicen esto ahora, cuatro meses después de la selección? —saltó el

doctor Camacho—. Es imposible. Tú lo sabes. —Si, yo sí, y todos vosotros; pero ellos no. —Nos han dejado con el culo al aire —fue el comentario de Guillermo Díaz. Por un momento, se hizo el silencio en el despacho de Cortés. Se habían topado,

de repente, con un problema que nadie había sospechado. —¿Cómo es posible que haya gente que no quiera la curación de un hijo? —se

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preguntaba la doctora Alarcón, al tiempo que dirigía la mirada al resto, como buscando una respuesta.

—No olvides, Carmen, que los prejuicios sobre la clonación terapéutica han calado hondo en muchas personas. Existe determinada prensa que nos hace daño y que llega a más gente de la que pensamos.

La reflexión de Miralles era del todo cierta. Algunas publicaciones que circulaban por hospitales, determinadas páginas y boletines que se distribuían por internet y un buen grupo de médicos e investigadores todavía se mostraban contrarios a la creación de clones humanos, aunque se tratara sólo de usarlos para curar o experimentar con ellos y no con fines reproductivos.

—¿Cómo se llama nuestra joven enferma? —preguntó Diego Zuazo, que había permanecido callado hasta ese momento.

Luis Cortés consultó su agenda y leyó: —Ana de Castro. Sus padres son Yago de Castro y Carmen Villa. —¿Alguien les conoce personalmente? —volvió a preguntar Zuazo. —Yo —respondió Hierro—. La niña sufre una inmunodeficiencia combinada

severa. Me entrevisté con ellos al poco de notificarles la elección de su hija. Se mostraron de acuerdo en todo lo que les dije sobre el tratamiento a seguir y el tiempo de espera probable hasta que pudiese ser aplicado en su hija.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Miralles. —Cinco —respondió el doctor Hierro. —¿Volviste a hablar con ellos alguna vez más? —le preguntó Zuazo. —No —contestó Hierro. —¿No quedamos en que el responsable de cada sección se ocuparía de

entrevistarse las veces que hiciera falta con los padres de cada chico para explicarles detenidamente la enorme suerte que habían tenido al ser seleccionado su pequeño? ¿Y no dijimos acaso que, si mostraban algún recelo, había que acabar de convencerles de que el tratamiento médico a que iba a ser sometido no tenía ningún riesgo para su salud y que, por tanto, estaba en buenas manos?

Las preguntas de Zuazo, lentas, escogiendo cada palabra, trataban de ocultar toda la irritación que le estaba produciendo el asunto. Era el subdirector del grupo y su facilidad para perder fácilmente la paciencia era conocida por todos. El menor fallo de una persona ante un plan bien diseñado se convertía en un enfado monumental que el otro debía aguantar estoicamente. Luis Cortés y Fernando Miralles se aprovechaban de ello y le dejaban actuar, para después aparecer ambos como más comprensivos. El jefe nunca debía encargarse de echar las broncas; para eso estaba el segundo de a bordo.

—Sí, quedamos en eso. Pero sólo hablé con ellos en una ocasión. Las pruebas médicas se las hicieron las enfermeras. —La respuesta de Hierro era la esperada—. Lo siento; debí haber tenido más contacto con los padres de la niña.

—¿Se sabe por qué han cambiado de opinión? —preguntó Alarcón. —Me dijeron que habían leído un artículo en una revista que les había hecho

dudar de la ética de los procedimientos que se pensaban utilizar para curar a su hija. Después, hablaron con un médico al que conocían y les puso en guardia frente a la posible aparición de teratomas, lo que les llevó a asustarse aún más.

—¿De qué revista se trataba? ¿Te lo dijeron? —preguntó Miralles. —Sí. Ésa que se llama Vida y Ciencia —respondió Cortés. —Otra vez ese Ferrando jodiéndonos —exclamó Zuazo—. Ya quiso hacerlo en

la conferencia de prensa con el ministro y ahora vete tú a saber qué ha publicado en su panfleto.

—Se ve que ese panfleto, como tú lo calificas, llega a muchos sitios —intervino

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Guillermo Díaz—. Lleva publicándose más de veinte años y, de vez en cuando, tiene artículos muy interesantes. Yo lo leo de vez en cuando.

—Vaya. Pues ya podías irnos informando de lo que sacan para salir al paso enseguida —le recriminó Cortés—. Bueno, el asunto es que nos hemos quedado sin uno de nuestros clientes para la UR. Podemos dejarlo como está o buscar un sustituto.

—Cuando se hizo la selección de los chicos —dijo Díaz Herrero—, vino un hombre a mi despacho. Me aseguró que estaba dispuesto a pagar lo que hiciese falta con tal de que su hijo entrase en el grupo de los elegidos. Yo le dije que no podía ser porque la selección se había hecho al azar entre los muchachos que reunían los requisitos que señalamos. Él insistió en que su hijo se encontraba en las mismas condiciones que los demás y que era injusto que se hubiese quedado fuera.

—¿Cómo se llama el chico? —preguntó Zuazo, más sereno. —Miguel Galdón. Sufre una cardiopatía congénita, debida a un mal desarrollo

de los tejidos del corazón. Nació en el hospital y tenemos todo su historial clínico en el ordenador. Simplemente no fue elegido en su día.

—Fernando —dijo el director, dirigiéndose a Miralles—. Siento haberos reunido a ti y al resto del grupo una mañana de sábado, pero era necesario para plantearos lo ocurrido y pensar qué vamos a hacer. Personalmente, pienso que habría que mantener el número de chicos seleccionados, incluyendo a ese Miguel Galdón en lugar de la niña que se ha borrado, para no dar la impresión de que se trata de algo trazado desde hace tiempo. Como viajas el martes a Houston, deberías hablarlo con Gil Gómez y que tomen allí una resolución.

Era por eso la urgencia de la reunión. Menos mal que había un buen motivo, pensó Miralles. Sí; en cierto modo, el tema se escapaba de sus manos. Era una decisión importante y arriesgada. Mejor que dictasen desde más arriba lo que se tenía que hacer y, si algo salía mal, nadie podría echarle a él la culpa.

Alfredo Albert vivía en un pequeño chalé de reciente construcción en El Vedat,

una urbanización perteneciente a Torrent, situada a diez kilómetros de Valencia, hacia el interior. Siguiendo la autovía que construyeron desdoblando la antigua carretera de carril único, se llegaba en muy poco tiempo.

Le había sorprendido la llamada de su antiguo alumno Álvaro Costa. Recordaba de él que era educado y, si la memoria no le fallaba, tenía uno de los mejores expedientes de los últimos años en que se dedicó a la docencia. Sí, ya se acordaba; incluso le había invitado en alguna ocasión a ir a su casa para charlar. Comenzaban hablando de temas relacionados con la carrera para pasar luego a debatir cuestiones de todo tipo. Era un chico brillante. No le había explicado el motivo de la visita, pero sí que iría acompañado de un amigo, un tal Puig, que también había sido alumno suyo. A éste no le recordaba, pero daba lo mismo. Se podían contar por miles los estudiantes que habían pasado por sus clases.

La asignatura que había impartido durante más de seis lustros era biología humana general, del primer curso. Apasionante, sobre todo, durante los últimos años, en los que todos los días necesitaba dedicar tiempo a leer y a estudiar lo que iban descubriendo sus colegas investigadores de todo el mundo. Hace unos años había comprado un ordenador pero apenas lo usaba. Recientemente, le había propuesto a un sobrino que le instalase el acceso a internet y, de paso, que le diera algunas clases para manejar el aparato, ya que en su día no quiso apuntarse al carro de las nuevas tecnologías y ahora se había arrepentido. Se decía a sí mismo que todavía tenía las

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neuronas lo suficientemente flexibles para ser capaz de sacar todo el partido posible al ordenador. Le resultó sencillo, después de algunas sesiones con su sobrino y de bastantes horas de práctica. Gracias a la conexión a internet, estaba al día de todas las novedades que se publicaban relacionadas con su especialidad y, en general, con el mundo de la medicina.

Habían quedado a las siete y media de la tarde. Diez minutos después de la hora fijada, sonó el timbre.

—Buenas tardes, profesor Albert. —Buenas tardes. ¡Ah! Ahora que te veo, ya me acuerdo de ti, Costa. —Jaime se

había quedado detrás de Álvaro—. Y tu amigo se llama... —Jaime Puig, señor. Álvaro me invitó a venir a charlar un rato con usted y no

me pude negar. —Dio un paso adelante y se colocó a la altura de su amigo. —Ya me acuerdo de ti —dijo Albert—. Felipe Delgado, el jefe del departamento

de cardiología, con el que me sigo viendo de vez en cuando, me hablaba muy bien de un tal Jaime Puig: que si era un fiera de tío, que si estaba colaborando en dos o tres trabajos de investigación dentro del departamento y un montón de cosas buenas más. ¿Conque eres tú?

—Sí. Soy yo —respondió Jaime un tanto cohibido. Ante otras personas no le importaba vanagloriarse de sus méritos, pero aquel hombre tenía algo especial que le hacía a uno sentirse pequeñito delante de él.

—Lamentamos llegar tarde, profesor, pero es que no conozco bien El Vedat y es muy fácil perderse —se excusó Álvaro ante el retraso.

—No te preocupes, muchacho —le tranquilizó Albert—. Los primeros días que viví aquí, yo también me extravié varias veces antes de encontrar mi casa. Estoy muy poco dotado para la orientación. Pero venga, entrad y decidme a qué debo esta agradable visita de dos antiguos alumnos tan brillantes.

Pasaron al interior de la vivienda. Era sorprendentemente sencilla. Apenas tenía decoración, salvo algún cuadro, en su sitio y de buen gusto, y diversas fotos enmarcadas, colocadas encima de varias mesas y sobre las estanterías de la sala de estar. Todo estaba limpio y ordenado. No sabían si el mismo Albert se encargaba de la limpieza de la casa o lo dejaba a alguna asistenta, pero lo que se podía apreciar era que se trataba de una persona pulcra y ordenada que vivía, en parte, de los recuerdos asociados a cada fotografía que había en el salón.

—Mirad —les dijo, señalando una foto que destacaba del resto. Estaba colocada sobre una de las mesas de la habitación—. Ésta es mi mujer hace diez años, antes de que el cáncer comenzara a cebarse en su cuerpo. Estuvo en tratamiento durante cinco largos años y, total, para nada. La radioterapia no consiguió su objetivo y su vida se fue apagando poco a poco. Le extirparon casi todo el pulmón izquierdo y después no se atrevieron a hacer lo mismo con el derecho. Había metástasis por medio cuerpo y dejaron de aplicarle la medicación. Murió en esta casa hace cinco años.

Albert parecía contento de poder desahogarse contando a alguien todo lo que había sufrido su mujer.

—Desde entonces, me manejo bien yo solo. Me hago la comida, limpio la casa y cuido el pequeño jardín que habéis visto a la entrada. Llevo tres años jubilado de la enseñanza y ahora puedo profundizar en todas esas cuestiones de la medicina a las que antes me era imposible dedicar tiempo. ¿Vosotros también usáis internet? Es impresionante todo lo que se puede sacar de la red, ¿verdad?

—Si, es realmente fantástico —dijo Jaime, que se había estado fijando en las demás fotografías que estaban distribuidas por la habitación—. ¿No tuvieron hijos? No se ve ningún chico en las fotos.

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—No, no pudo ser. Lo intentamos de mil modos, pero no fue posible. Y cuando se aprobó la primera ley de reproducción asistida en nuestro país, ya éramos mayores y no nos sentíamos con ganas ni con fuerzas para someternos a un proceso que, en aquellos comienzos, no mostraba resultados muy fiables. Pero bueno, sentaos y decidme el motivo de vuestra visita.

En un rincón del salón comedor estaba preparada una mesita con un pequeño aperitivo para ir picando mientras conversaban. Se sentaron en el tresillo que rodeaba la mesa.

Álvaro le contó lo de la manifestación del 11V y cómo habían decidido a continuación asistir a una IVE. Omitió, por deferencia a su amigo, lo sucedido a mitad de la operación y el asunto del aborto de su novia.

—Sí, he leído algo sobre esas concentraciones de grupos provida delante de ciertos hospitales —dijo el profesor—. No sé si van a conseguir algo de esa forma pero, por lo menos, hay alguna voz que se levanta para defender al niño que todavía se encuentra en el seno de su madre.

—Sobre eso queríamos preguntarle —intervino Jaime—. Álvaro decía el otro día que el dilema está en aclarar qué es de verdad un embrión humano; si se trata de uno de nuestra especie a quien hay que proteger o es un simple conglomerado de células que puede ser extirpado sin ningún problema como un tumor que nos molesta o nos perjudica.

—Efectivamente —asintió Albert—, yo también pienso que ésa es la cuestión fundamental: qué es y cómo hemos de considerar al embrión; en otras palabras, si la tan famosa «dignidad del ser humano» se puede aplicar al niño en gestación. Sinceramente, tengo que confesaros que no sabría explicar con razones de peso en qué consiste esa dignidad. Como científico, podría deciros muchas cosas, pero pienso que no es suficiente. Nos faltaría conocer lo que dice sobre el tema la filosofía, e incluso la teología. Pero, centrándome en lo que me preguntabas, como bien recordarás de mis clases, Jaime, las especies en general se distinguen unas de otras por el número de cromosomas que se observan en la división celular. En nuestra especie ese número es cuarenta y seis, en veintitrés parejas.

—Sí, claro. En ese sentido, el embrión es uno de nosotros. Pero la cuestión quizá no está bien planteada. Sería más adecuado preguntarse si el embrión se merece el respeto y cuidado que tenemos con cualquiera de nosotros o empieza a tener ese derecho a partir de un momento determinado.

Álvaro asintió a lo que Jaime decía, como confirmando que eso era lo que querían que les aclarase su viejo profesor. A escuchar su opinión habían venido, después de todo

—Mirad, no sé si recordareis una de las lecciones que, a juicio del profesor, se podía incluir como parte del contenido de la asignatura. Y digo que no sé si os acordareis porque es posible que no os la llegase a impartir.

—¿A cuál se refiere? —A la descripción de cómo el embrión sabe desde el primer momento qué es lo

que tiene que hacer. El desarrollo embrional y la diferenciación celular es algo de lo que no dejo nunca de asombrarme. Durante varios años, no me atreví a explicarlo con detalle porque en aquella época yo había practicado unas cuantas decenas de abortos en uno de los hospitales donde había trabajado. Era como tirar piedras contra mi propio tejado. ¿Comprendéis? Aquello que estaba destruyendo tenía vida propia y sabía desarrollarse conforme a unas leyes que la naturaleza ha impreso hace mucho tiempo. Dictar esa clase era como decirme: «Muchacho, ¿cuándo vas a dejar de cargarte inocentes? Pero si son muy pequeños, apenas miden unos milímetros», me decía a mí

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mismo, como para defenderme ante mi conciencia. Pero todos los esfuerzos por acallarla eran inútiles. Por eso terminé abandonando ese hospital y empecé a trabajar en otro. Dejé la práctica abortiva y me dediqué a la cirugía y a trasplantes, que siempre me habían atraído.

—Pero hay mucha gente que no piensa así —apuntó Jaime—. La mayoría, diría yo.

—Eso ocurre, como con muchas otras cuestiones, por falta de información. Es lo que me pasaba a mí antes de empezar a reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Hay infinidad de chicas a las que se les engaña: no te va a doler, no es más que una verruga, lo mejor es que te lo quites de en medio, no vaya a arruinar tu vida, y cosas por el estilo.

Álvaro no se perdía palabra de lo que les estaba diciendo Albert. Era otro modo de ver el asunto que no se había planteado hasta ahora. Lo que se oía por ahí no hablaba precisamente de informar, sino de actuar sobre la marcha para eliminar el problema.

—Yo he visto mujeres —continuó el profesor— que se han echado atrás en su decisión de abortar cuando se les ha explicado bien lo que supone una interrupción voluntaria del embarazo, como se le llama ahora al aborto provocado. Si el médico ha sido medianamente honrado, o simplemente no ha querido precipitar las cosas y le ha enseñado una ecografía del niño que lleva en su vientre; si le ha advertido de que puede continuar con el embarazo y dar su hijo en adopción después del alumbramiento o si le ha dicho que no se trata de un grano molesto sino de su hijo, que está luchando por sobrevivir y llegar a ser un niño como todos lo hemos sido, en muchos casos esa mujer ha aceptado al hijo que lleva en sus entrañas y ha empezado incluso a quererle como algo propio.

—Me parece muy bien todo eso, profesor —dijo Jaime—. Pero no me diga que un niño al que hay que cuidar en el caso, por poner un ejemplo, de una chica de veinte años que ha sido violada, es un gran engorro.

—No te engañes, muchacho —le respondió Albert—. Sabes que la mayoría de los casos por los que se cuela el aborto como algo legal es por los problemas que puede ocasionar en la salud física o psíquica de la madre; o sea, que de violaciones, nada o casi nada. Además, también deberías saber que de resultas de una violación en poquísimos casos se produce un embarazo. Yo te diría aún más: si el motivo del embarazo ha sido un desliz de la muchacha, una pequeña aventura, un da igual... ¿quién sería el culpable de la generación del nuevo ser? ¿El propio embrión o su madre? ¿Van a sufrir justos por pecadores? Y ante las posibles malformaciones del feto —continuó el profesor—, ¿piensas que deberíamos hacer lo que se dice que hacían en Esparta?

—¿Qué hacían? —preguntó Álvaro. —Se trata de algo conocido. Yo se lo oí contar en una ocasión a Jeróme Lejeune,

un auténtico gigante de la genética que ya murió, en una conferencia que pronunció hace unos años(9); recordaba cómo se practicaba la eugenesia en tiempos más antiguos. Los espartanos, como no disponían de un diagnóstico prenatal, esperaban a que nacieran los niños, y a los recién nacidos que tenían algún defecto físico o mostraban una complexión incompatible para el uso de las armas, o en el caso de las niñas, si no se las veía robustas y capaces de engendrar futuros soldados, se los mataba arrojándolos desde las laderas del monte Taigeto.

—Eran un poco bestias esos tíos, ¿no? —comentó Jaime. —Un poco, no. Bastante bestias —puntualizó Albert—. Ésta es la única

comunidad de Grecia que practicaba sistemáticamente esta implacable eugenesia. También hay que decir que de todas las ciudades de Grecia, Esparta es también la única que no ha legado a la humanidad ni un gran pensador, ni un artista, ni siquiera una ruina. ¿Por qué esta excepción entre los griegos, de donde han salido los hombres más

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dotados de la tierra? ¿No será que los espartanos, al despeñar a sus bebés más frágiles, estaban matando sin saberlo a sus poetas, sus músicos y sus sabios del futuro?

—Perdone, profesor —intervino Álvaro—, pero yo recuerdo haber leído algo sobre un tal Quilón de Esparta. Me parece que se le considera como uno de los siete sabios de Grecia.

—Así es —le contestó Albert—. Quilón fue un estadista que vivió a principios del siglo VI antes de Cristo, pero si repasas su vida, comprobarás que su tarea principal fue precisamente la militarización de la vida civil de Esparta y las primeras medidas para la educación castrense de la juventud. Podemos admitir que fue un pensador, pero primordialmente de cuestiones militares.

Los tres se quedaron un rato pensativos. Álvaro aprovechó el momento para tomar algunas almendras y dar un sorbo a su cerveza, que empezaba a calentarse.

—La información, chicos, la información. No tener miedo a la verdad. Ahí está la clave para equivocarse lo menos posible en esta vida. —El profesor apuró el contenido de su vaso y se quedó mirándolo, como tratando de recordar algo—. ¿Conocéis el caso Roe versus Wade?

—No. ¿De qué se trata? —El 22 de enero de 1973, el Tribunal Supremo de Estados Unidos reconoció el

derecho al aborto de Jane Roe, nombre ficticio, inventado para proteger a Norma McCorvey, una veinteañera de Dallas, soltera, pobre, maltratada y con adicción a las drogas. Texas se encontraba entonces entre los estados que condenaban con hasta cinco años de prisión a la mujer que abortara. La sentencia Roe contra Wade llegó demasiado tarde para que la joven interrumpiera su embarazo, pero su caso extendió el derecho al aborto a todo el país. Más de treinta años después, Norma McCorvey, que ahora tendrá en torno a sesenta, se pasó al frente provida y renegó de todo su pasado; se convirtió al catolicismo y fundó un grupo antiaborto llamado Roe no more que, como supongo que ya sabéis, significa «Roe nunca más»(10).

—¿Y qué tiene de interesante el caso? No es la única persona en el mundo que se ha pasado al otro grupo —dijo Jaime.

—Ella dijo textualmente en una entrevista de hace unos años: «Todo cambió cuando me convertí al cristianismo».

—¡Vaya, otra conversa que se cree que lo sabe todo! —apuntilló el joven cardiólogo.

—Bueno, como éste, hay unos cuantos casos. El doctor Nathanson, en los años ochenta, también tuvo una experiencia similar y viajó por medio mundo diciendo que él mismo había practicado con sus propias manos más de 65 000 abortos y mostrando un vídeo que se hizo famoso: El grito silencioso.

—¡Ah, sí! Yo lo he visto —dijo Álvaro—. Es ése en el que sale una ecografía en la que se ve cómo el feto abre la boca, como queriendo chillar cuando nota que se le acerca el fórceps que quiere hacerle daño.

—Justo —afirmó Albert—. Pero experiencias religiosas aparte que, por otro lado, yo no he experimentado con tanta intensidad, la tal Norma McCorvey contaba que, al principio, durante diecisiete años se mantuvo en el anonimato. Dio su hijo en adopción e intentó seguir adelante. Para los grupos proaborto, ella era una heroína; para el frente antiaborto, el símbolo de la degradación del país. Sólo en los ochenta desveló el misterio de quién era Jane Roe. Entonces escribió un libro y se volcó activamente en la defensa del derecho que ella había conseguido para todas las ciudadanas de los Estados Unidos. Incluso trabajó en clínicas abortivas como consejera. Sin embargo, en ese tiempo, según cuenta ahora, intentó varias veces el suicidio y se dio a las drogas por el cargo de conciencia de haber sido la causa de «la pérdida de tantas vidas». En 1995,

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Norma dio un giro radical a su vida y sorprendió a los activistas de las dos partes. Se bautizó y se unió a un grupo antiaborto llamado Operación Rescate. Norma entró en contacto con ellos cuando la asociación abrió una delegación justo al lado de la clínica donde trabajaba. Un cura le cambió la vida, y ella decidió abjurar de todo lo que había sido en las cuatro décadas anteriores.

—Hay que ser valiente para hacer una cosa así, sabiendo que se te va a echar todo el mundo encima —comentó Álvaro.

—Además, decidió también dejar su lesbianismo. Norma ha vivido durante estos 33 años con Connie Gonzales, su única pareja hasta que las dos se convirtieron al catolicismo. Siguen compartiendo vida y profesión, pero Norma ahora ve la práctica de la homosexualidad como un pecado. Connie controla de cerca todos los movimientos de Norma, es su sombra constante. La protege de la prensa, de las críticas y de lo que haga falta. Filtra sus llamadas y básicamente vive para ella. «Cuando pasó lo que pasó, no había grupos como nosotras que ayudaran a las mujeres», explicaba Connie en un artículo que leí hace un par de años, refiriéndose a Texas, uno de los estados más conservadores del país. Según ella —continuó Albert—, Norma cayó en las garras de abogadas proabortistas porque no había médicos ni activistas que le dieran apoyo. En el mismo artículo, Connie decía que en Estados Unidos ahora todo el mundo cuida de las mujeres que se encuentran en su caso y que a la gente le importa y defiende la vida.

—El mismo Bush, con todo lo que le gusta la guerra y que la gente se mate por ahí, está poniendo trabas a que haya más libertad para abortar en Estados Unidos —recordó Jaime.

—Se ve que el movimiento provida va ganando posiciones en USA. En el artículo al que me refería antes, Norma se declaraba, en ese momento, como «ex lesbiana, ex proabortista, ex Jane Roe». Como justificación de sus años de activismo proaborto, aseguraba que fue manipulada por personas ambiciosas que utilizaron a una chica desesperada para hacerse famosas y conseguir sus propósitos, y que después la abandonaron.

—Y lo lograron, por lo que parece. —Sí. Sarah Weddington y Linda Coffee, las abogadas que se ocuparon de ella,

la convencieron para que denunciara al fiscal de Dallas, Henry Wade, y luchara por su derecho a abortar en Texas. Y así nació Roe contra Wade: según Norma, un cúmulo de mentiras. Les dijo a sus abogadas que la habían violado, con la intención de que la justicia fuera más rápida en su caso. Años después, confesó que no era cierto: su embarazo fue fruto de «una simple aventura», según declaró en una entrevista televisiva en el veinticinco aniversario de la sentencia. A principios de los noventa, comenzó a desilusionarse de las campañas y de la clínica; no soportaba la presión de todas las mujeres que se le acercaban a darle las gracias por haber permitido que ellas pudieran abortar. Cuando empezó a trabajar con el grupo católico, toda su vida hasta ese momento le pareció un error. Norma se convirtió en portavoz de la causa prolife y publicó un nuevo libro desde el frente contrario, Won by Love. Dice que reza cada año que pasa para que no llegue el siguiente aniversario.

—Pues ya tendrá que hacerlo con intensidad porque tiene a medio mundo en contra —dijo Jaime.

—No tanto —dijo Álvaro—. Las encuestas sobre la aceptación popular del derecho al aborto varían entre más del 60 %, según los datos que proporciona NARAL, un conocido grupo abortista, y el 46 % que The Economist publicaba hace unas semanas en su radiografía de las actitudes americanas.

—Tú es que lees de todo, chico. Estás siempre al día —le dijo su amigo. —Contaba el artículo que el National Right to Life Committee, que es la

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principal organización antiabortista del país y tiene más de 3 000 delegaciones abiertas a lo largo y ancho de Estados Unidos, confiaba en que quedasen pocos aniversarios por delante. El portavoz del grupo aseguraba que en un par de años, la situación puede cambiar. Afirmaba que la gente y los políticos están con ellos y que la tecnología ha permitido que veamos la fotografía del feto y nos lo ha acercado como un ser humano.

—Yo también leí ese artículo —dijo Albert—. ¿Te acuerdas de lo que decía sobre la portada de la página web de ese lobby provida?

—Sí —respondió Álvaro—. Es la imagen de un feto, acompañada de la frase: «Yo soy un americano». Patriotismo y provida en una combinación perfecta.

Capítulo 9 «Hoy no debería haberme levantado», pensó Jaime mientras ordenaba

medianamente su consulta. Se había despertado con dolor de cabeza y sólo poco a poco le fue desapareciendo a base de aspirinas. Además, la última visita le había puesto los nervios de punta. Era el tío más pesado que conocía: en un mes había pedido hora cuatro veces porque en cada momento pensaba que se iba a morir. «Es que me canso subiendo escaleras; pero, mucho, ¿sabe usted? El corazón se me pone a cien y creo que es grave. ¿Usted qué piensa, doctor?» Hoy contaba esa historia y mañana saldría con otra. Pero por lo que tocaba a la presente jornada, se había terminado.

Al salir por la puerta principal, camino de la parada del autobús, se le acercó un hombre.

—¡Hola, buenas tardes! —Hola. ¿Nos conocemos? —preguntó Jaime. —Pues desde hace unos segundos —contestó el otro—. Me llamo Pascual

Ferrando y soy redactor de la revista Vida y Ciencia. Y si no me equivoco tú eres Jaime Puig.

—Sí, soy yo. —Tenía unas ganas tremendas de conocerte. He oído hablar mucho de ti. Premio

extraordinario fin de carrera, coautor de varios trabajos sobre esclerosis coronaria publicados en Medicina Clínica durante tus años en el Hospital General, regeneración cuasimilagrosa de miocitos en varios enfermos infartados... Vamos, que no has pasado desapercibido.

Después de un mal día, no resultaba desagradable escuchar de un desconocido unas cuantas alabanzas que parecían, incluso, sinceras. Estaba empezando a caerle bien el tal Ferrando. Era joven, como de unos treinta años, llevaba el pelo peinado hacia atrás, con gomina, y lucía una perilla que le hacía recordar a Sean Penn en Pena de muerte. En alguna ocasión había oído hablar de esa revista, pero nunca había llegado a leerla.

—Parece, además —continuó—, que has sabido venderte bien. Que te fichasen en el Nou no debió de ser fácil.

—Me buscaron ellos —dijo Jaime, más ufano cada vez. —¿Te apetece tomar un café? Se te nota cansado. —¿Dentro? —preguntó Jaime señalando el interior del hospital. —No, te vendrá mejor salir de ahí después de todas las horas que debes de llevar

trabajando. Al otro lado de la rotonda hay un bar tranquilo donde saben hacer café de verdad. ¿Vamos?

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Jaime aceptó la invitación. Era la primera vez que veía a ese periodista pero le había inspirado confianza

desde el primer momento. Además, se moría de curiosidad por saber qué quería de él. Se acercaron hasta el bar y se sentaron alrededor de una mesa para dos situada en una esquina del local.

—Bueno, ¿y para qué querías hablar conmigo? —preguntó Jaime, una vez que le hubieron servido un cortado.

—Simplemente tenía la intención de hacerte una pequeña entrevista que, si no te parece mal, saldría publicada en el próximo número de mi revista —respondió Ferrando.

—¿Cuántos ejemplares tira? —Tres mil semanales. Además, la edición digital es diaria. Lo que se publica en

papel es un resumen de lo que se cuelga en la red cada día. —¿Cuándo sale a la calle? —Todos los miércoles —contestó el periodista.— Puedo suscribirte

gratuitamente por una temporada, si quieres. —¿Así es como llegáis a los tres mil ejemplares? Ferrando encajó bien la broma. —Claro. Es nuestro público cautivo. Lo hacen muchas publicaciones, como ya

sabrás. Distribuyen gratuitamente una cierta cantidad de ejemplares para que llegue a la gente que más interesa y luego éstos lo difunden entre los colegas. Una entrevista con un futuro premio Nobel de medicina seguro que tiene punch. ¿Te figuras dentro de unos años? «Sí, yo fui el primero que le entrevisté cuando era un simple médico que atendía consultas, pasando desapercibido como uno de tantos.»

—Bueno, vale. Déjate de chorradas y vamos al grano. ¿Qué quieres preguntarme?

—¿Te importa que utilice una grabadora? Resulta más cómodo que ir tomando notas.

Estuvieron charlando unos veinte minutos sobre su trayectoria en la universidad para pasar después a su trabajo en el Hospital General y su admisión en el Nou. Jaime hizo lo posible para que salieran a relucir algunos detalles especialmente destacables de los trabajos en los que había colaborado y la importancia que tenía el hecho de que el Gobierno hubiera concedido al hospital en el que trabajaba el permiso para comenzar la nueva terapia celular.

—¿Cuentan contigo en el equipo que se va a ocupar de la nueva técnica? —le preguntó Ferrando.

—Soy un recién llegado —contestó Jaime—, así que no estoy entre los escogidos. Sin embargo, espero poder colaborar pronto en el GIBI en cuanto me den una oportunidad. Es una de las cosas que más ilusión me hace. Pero esto no lo saques en la entrevista, por favor. Ya trataré de conseguirlo yo por mis propios medios, sin necesidad de recurrir a la prensa.

—No te preocupes, que no saldrá. Ferrando apagó la grabadora y dio por terminada la conversación. Pagó los cafés

y salieron a la calle. Hacía buen tiempo. Estaban en octubre y el otoño en Valencia es la estación más agradable.

—Bueno, chico. Muchas gracias. Espero que tengas suerte. ¡Ah! Y no dejes de echar una mirada a nuestra página web. En cuanto pueda, colgaré esta encantadora charla que hemos tenido. Buenas noches y hasta la próxima.

—Buenas noches y gracias a ti, Pascual.

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Al llegar a su casa, le faltó tiempo para encender el ordenador y buscar en la red

la edición digital de Vida y Ciencia a la que se había referido Ferrando. Al tercer intento con el buscador, la encontró. La presentación resultaba sencilla, pero clara. Como en la mayoría de las páginas de internet, a la izquierda estaban los links a los diversos datos de la revista: equipo de redacción, dirección y suscripciones, secciones, etc.; y a la derecha había enlaces a números anteriores y a otras páginas web relacionadas con noticias que ellos mismos publicaban o que estaban de actualidad en ese momento.

«Y mañana o pasado, ahí me tienes: entrevista con el joven doctor Jaime Puig, del Nou Hospital.» Su imaginación empezaba a volar. «Es que en este mundo, si no te promocionas, no eres nadie. Si no sales en los medios, no existes. No se trata de Nature, pero por algo se empieza.» Se dio cuenta de que la entrevista saldría sin foto porque el periodista no le había pedido ninguna. «Eso no puede ser. Si salgo, por lo menos que se me vaya conociendo también por la cara.» Buscó una reciente que tenía guardada, en formato jpg, en el escritorio del ordenador y la envió a la dirección de correo electrónico que aparecía en la página. En «Asunto» escribió: «Foto de Jaime Puig para Pascual Ferrando». Probablemente tenía alguna en que salía más favorecido pero a saber dónde la guardada. Ésa podía valer.

El vuelo de Iberia IB6275 que cubría el trayecto Madrid-Houston, con escala en

Chicago, acababa de tomar tierra en el aeropuerto intercontinental G. Bush hacía cinco minutos. Fernando Miralles había salido a las doce del mediodía de Barajas y se encontraba en Houston a las diez menos cuarto de la noche, hora local. En poco tiempo, llegó a la parada de taxis que hacían cola, aguardando a los pasajeros procedentes de vuelos internacionales. Se había ahorrado la interminable espera que suponía la recogida del equipaje porque sólo llevaba consigo una cartera de cuero con algunos documentos de trabajo y una bolsa de viaje con algo de ropa y los útiles de aseo. Era lo único que necesitaba para pasar el día y medio que había previsto que durase su estancia en la ciudad sede de la WFD.

El taxi le condujo hasta el Holiday Inn Houston Medical Center, donde había reservado habitación para dos noches. Al día siguiente, a las ocho y media, debía informar detenidamente a Gonzalo Gil Gómez de la marcha del proyecto y llegar a una conclusión acerca de la conveniencia o no de admitir al nuevo cliente dentro del mismo. La reunión del pasado sábado con el director y el resto del equipo de la UR sólo había servido para plantear el problema, pero no habían llegado a ninguna solución. Nadie quiso mojarse aportando un sí o un no a la cuestión y quedaron en que se resolviese el asunto más arriba, ya que no dejaba de tener sus riesgos admitir un nuevo elemento no previsto dentro del programa.

Encendió el televisor de la habitación y buscó la cadena local. Hacía tiempo que no practicaba el inglés y se alegró al comprobar que no tenía problemas para entender al presentador del programa concurso que emitían a esas horas, con la dificultad añadida del acento tejano. Éste hacía que muchos extranjeros que creían dominar el idioma se quedasen mudos ante la imposibilidad de entender a uno de esos vaqueros afincados en la capital. Se acostó, no sin antes dejar recado en la recepción del hotel de que le despertasen a las siete y media del día siguiente.

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Era la tercera vez que viajaba a la ciudad tejana. Se sentía orgulloso de haberse

convertido en alguien con peso específico, especialmente en esos momentos, dentro de la fundación cuya sede tenía delante de sus ojos. No se trataba, por supuesto, del propio edificio, sino de lo que se gestaba en su interior. Miralles había sido testigo de la enorme capacidad de influencia que albergaban esas paredes para modificar determinadas estructuras a nivel mundial o cambiar la opinión del ciudadano medio mediante una buena campaña informativa. De hecho, legislaciones de ciertos países en materia de salud pública o de regulación de la natalidad habían salido directamente de alguna de las oficinas de la White’s Foundation for Development. El nombramiento de la fundación como órgano consultor de la ONU le había granjeado la fama y la garantía de entidad seria y segura en los planteamientos que varias naciones se hacían de cara a la erradicación de la pobreza, del hambre o del analfabetismo. Constituía un punto de referencia en el ámbito internacional y eso era lo importante.

Algunas de las orientaciones más arriesgadas que se habían propuesto a gobiernos de determinados estados que solicitaban el asesoramiento de la fundación salían a la luz con el transcurrir del tiempo, pero siempre eran presentadas como decisiones de los propios dirigentes de cada país, procurando que el nombre de la fundación no apareciese. Interesaba la ocultación, sobre todo, en casos como los ocurridos en la República Checa, que rayaban la violación de los derechos humanos, pero que resolvían problemas.

Un grupo de mujeres gitanas de este país sufrió coacciones para ser esterilizadas entre los años 1970 y 2004. Miralles recordaba bien un artículo del British Medical Journal publicado el año anterior, en el que se decía que más de sesenta de esas mujeres habían interpuesto una demanda al defensor del pueblo de su país(11). La primera de esas demandas fue presentada por una mujer que, en el año 2001, fue esterilizada cuando solamente tenía diecinueve años, después de dar a luz a su segundo hijo en el hospital de Ostrava. En su demanda solicitaba una indemnización de más de 15 000 euros, alegando que en la mañana en la que dio a luz, los médicos se presentaron para que firmara su conformidad para esterilizarse. Le aseguraron que era necesario hacerlo con urgencia por motivos de salud. No le permitieron contactar con su marido antes de la operación y, en adelante, ya no pudo tener más hijos.

Antes, bajo el régimen comunista, las cosas se hacían sin demasiada discreción y sencillamente se les ofrecía a las mujeres gitanas alrededor de 10 000 coronas checas para que se dejaran esterilizar. Ante el revuelo que se suscitó con la noticia, la ministra de Sanidad puso en marcha una comisión para investigar las alegaciones de estas mujeres. Todo había salido de uno de los despachos del área de Salud y Bienestar de la WFD, pero su nombre nunca se mencionó.

A las ocho y veinticinco, Fernando Miralles se encontraba en el despacho de Gil

Gómez. Después de aguardar durante cinco minutos, oyó cómo éste se acercaba por el pasillo mientras atendía una llamada telefónica; por el idioma en el que hablaba, dedujo que procedía de Italia. 3G dio por terminada la conferencia, hizo una anotación en su agenda y se dirigió a su invitado con ademán de estrecharle la mano.

—¡Mi querido amigo Fernando! ¿Cómo le fue el viaje? ¿Siguen invitando al pasajero a esas cenas estilo americano para que uno se vaya acostumbrando a lo que se va a encontrar aquí?

—Estupendamente, Gonzalo —le respondió Miralles—. Sí, continúan

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ofreciendo la consabida hamburguesa con queso fundido, aunque uno puede elegir otro menú si lo desea. ¿Cómo está el señor Gordon?

—Como siempre. Enorme y continúa como un volcán, lanzando ideas e iniciativas sin parar para que todo esto funcione. Es su vida y disfruta con ello. Compartiremos la mesa con él durante el almuerzo en el comedor privado de la quinta planta.

—Me muero de gusto por saborear de nuevo la lasaña que tomé la última vez. ¿Continúa el mismo cocinero? —preguntó Miralles.

—¿Pietro? Por supuesto. Después de los jefes de sección es el personaje más importante de todo el edificio. Se morirá entre sus cacharros de cocina. Está a gusto con nosotros y nosotros con él.

Continuaron hablando de vaguedades durante un rato más hasta que Gil Gómez se sentó y ofreció un sillón a su invitado junto a la mesa redonda que servía de lugar de reunión dentro de su espacioso despacho.

—Pasando ya a temas profesionales —comenzó Gonzalo Gil—, quiero en primer lugar darle mi enhorabuena por el modo como está llevando adelante el proyecto en España. Pienso que fue un acierto nombrarle director del grupo de investigación y delegar la dirección del hospital en Cortés. Es competente pero, entre nosotros, yo me fío más de usted. Lo que en estos momentos prima es que se vayan cumpliendo los plazos señalados para conseguir la plena liberalización del sector y podemos decir, sin lugar a dudas, que en nuestro país vamos por buen camino.

Las palabras de 3G resultaban reconfortantes. Fernando Miralles se sentía satisfecho consigo mismo.

—Las cosas, sin embargo, van un poco más lentas de lo que cabría esperar en países como Italia —continuó Gil Gómez—. Como ha visto, acabo de hablar con el delegado de la fundación en Roma y no se muestra nada contento con la situación actual. El referéndum del pasado año sobre la reforma de la ley italiana de reproducción asistida nos dejó planchados. El pueblo no apoyó las modificaciones planteadas y, desde entonces, vamos en busca de nuevas estrategias para cambiar la opinión pública.

—En el Nou, como bien sabe, venimos trabajando el asunto desde hace meses —presumió Miralles—, y tenemos a esa opinión pública, tan difícil de manejar, de nuestro lado. Se ha dejado pasar el tiempo que hemos considerado oportuno para poner en marcha las curaciones de nuestros pequeños clientes. Vamos a dejar asombrados al país entero y a esos otros grupos británicos que tienen permisos concedidos para clonar embriones desde mucho tiempo antes que nosotros.

—Lo hemos hecho bien en España —dijo Gil—. Aunque yo diría que ha sido más fácil de lo que podíamos esperar. No puedo decir que me alegrase por el atentado del 11M en Madrid, pero sí pienso que, al propiciar el cambio de Gobierno, salimos favorecidos. La ley aprobada a principios de este año —se refería a la nueva ley de reproducción asistida de España— ha venido a ser justo lo que necesitábamos para acelerar el proceso que estamos a punto de culminar, al menos, en una de sus fases.

La conversación fue interrumpida por las notas de la Primavera, de Vivaldi: era el teléfono móvil de 3G, que le avisaba de una llamada entrante. Después de mirar en la pantalla quién le estaba telefoneando, pidió disculpas a Fernando Miralles y la atendió. Éste hizo ademán de salir del despacho para que el otro pudiera hablar con tranquilidad, pero le indicó con un gesto que podía quedarse. Ahora el idioma era el castellano, por lo que pudo enterarse del contenido de la conversación, al menos en parte.

—De nuestro hospital en Costa Rica —explicó Gil, cuando terminó de hablar—. Tampoco se puede decir que vayan muy bien nuestros planes en ese país. Como sabe, Costa Rica lideró el grupo de los estados que se oponían a todo tipo de clonación de

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seres humanos cuando se debatió el asunto en las Naciones Unidas hace un año y medio(12). ¡Un pequeño país que se pone a dictar órdenes a los demás! Pero así fue. Claro, que tenía detrás también a Estados Unidos y a un numeroso grupo de países, sobre todo, americanos y africanos. ¿Pero qué van a saber esos muertos de hambre sobre lo que conviene más a nuestro mundo? —La irritación de Gonzalo Gil se traslucía en el tono de sus palabras—. Como recordará, la prohibición recomendada por la ONU en marzo del año pasado se refería tanto a la clonación reproductiva como a la experimental o terapéutica. Fue adoptada por la Asamblea General por cincuenta votos de diferencia entre una postura y otra: ¡una enormidad! Demasiada gente en contra del progreso. Sin embargo, los países contrarios a esa declaración lograron añadir alguna que otra cláusula que dejase suficiente margen para que los estados partidarios de investigar con embriones clónicos la interpretasen a su manera.

—«Hecha la ley, hecha la trampa», como bien sabemos hacer en España —comentó Miralles. Recordaba perfectamente la noticia.

—Efectivamente. Gran Bretaña y otros estados de su misma opinión se apresuraron a dejar claro que seguirían promoviendo investigaciones con células madre obtenidas de embriones clonados.

—Aparte de algunos entendidos, ¿cuánta gente podía saber que, hasta ese momento, con la clonación de embriones humanos no se había tratado, ni curado directamente a ningún enfermo? —preguntó Miralles, como pensando en voz alta.

—Supongo que no mucha, por no decir que casi nadie —contestó 3G—. Hay que seguir hablando de los efectos curativos maravillosos que va a tener la clonación humana. Ya llegará el momento en el que el mundo entero se convencerá. Nosotros pondremos nuestro granito de arena para que todo vaya adelante hasta que desaparezcan los impedimentos absurdos que algunos quieren poner al progreso de la ciencia. Mientras, tendremos que seguir trabajando por nuestra cuenta, con todas las precauciones que sean necesarias.

—Por cierto —dijo Miralles— le recuerdo que tenemos que hablar precisamente del riesgo de admitir al nuevo chico en el proyecto de la UR.

—Sí. Leí el correo electrónico que me envió en el que me explicaba el asunto. ¿Sabe si la familia ha viajado a Bélgica?

—¿Se refiere a si han estado en el Hospital Universitario de Bruselas?(13)

—Sí. —Estuvieron, efectivamente, como muchas otras parejas —dijo Miralles—. No

parece muy efectivo su tratamiento. El primer resultado positivo de su sistema llegó después de cuatro años de trabajo y les funcionó en un solo caso de las quince parejas que completaron todo el proceso. Eso de procrear un bebé seleccionado genéticamente que les permita curar a un hermano enfermo no debe de resultar tan fácil, aparte del precio que cobran: más de 6 000 euros. Parece que han mejorado el protocolo y, a fecha de hoy, sé que, por lo menos, ya han conseguido traer al mundo a dos bebés medicamento. Con la nueva ley española, hay clínicas que se han puesto a trabajar en la selección genética y algunas han empezado a tener resultados pero, de momento, son pocas las que lo han logrado.

—Y por eso hay más parejas que acuden a nuestro hospital, ¿no es así? Eso está muy bien, amigo Miralles.

—Ahora nos toca decidir qué hacemos. El chico cumple todos los requisitos que se han hecho públicos, pero no es del grupo de los preseleccionados.

—¿Tiene alguna idea? —Sí. Hay algo que quisiera proponerle —respondió Miralles. Había tenido

tiempo de sobra para pensar en el asunto, pero quería que la decisión la tomara Gonzalo

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Gil. Al fin y al cabo, él era el director del área dentro de la fundación—. Creo que podemos admitirle en el proyecto.

—¿Qué le ha llevado a pensar de ese modo? —Es muy sencillo. Por un lado, los padres del chico han ofrecido una buena

cantidad para que le incluyamos: 150 000 euros. El dinero siempre viene bien. Como todo se acaba sabiendo, no conviene ocultar el «donativo» que están dispuestos a darnos estas personas. Podemos hacer público que se destinará a los fondos generales de la fundación y ya se encargarán ustedes aquí de meterlos en las cuentas de algún proyecto que esté en marcha en un país africano indeterminado.

—Y supongo —añadió 3G— que no le iría mal disponer de un tanto por ciento de esa cantidad para sus..., vamos a llamarlos, «fondos reservados».

—Ciertamente —le confirmó Miralles—, me gustaría que, al menos, parte del dinero se quedase en casa, ya que somos nosotros quienes lo hemos generado. Ustedes pueden facilitar las cosas; tienen en estas oficinas los suficientes recursos para hacer desaparecer unos pocos miles de euros en el entramado de las diversas actividades que lleva a cabo la fundación.

—Me parece bien esa solución. Pero todavía no me ha dicho cómo va a encajar al nuevo chico dentro del plan.

—También he pensado en eso —Fernando Miralles dejó pasar unos segundos antes de exponer su idea, para crear en su interlocutor cierta expectación—. Simplemente, vamos a incluir al chico en un auténtico proceso de clonación terapéutica.

Gil Gómez le miró extrañado. —¿Podría explicarse mejor, Fernando? —Por supuesto. Se trata sencillamente de experimentar con él. Lo más probable

es que no tengamos éxito ya que, como bien sabe, aún faltan unos cuantos años para que se logre una verdadera curación usando clones humanos. Por lo que parece, las células madre embrionarias van a ir siempre por detrás de las adultas en la carrera de la terapia celular. Lo que vamos a hacer con ese chico es precisamente aquello para lo que hemos obtenido el permiso del Gobierno en España: tratar de curarle con las células de un embrión clonado.

—¿Y qué pasará cuando se compruebe que no se obtiene la curación deseada en este caso y sí, en cambio, en los demás? —preguntó Gil.

—¿Acaso hemos asegurado rotundamente a alguno de los clientes de la UR que va a verse libre de su enfermedad? —fue la respuesta de Miralles.

—No lo sé. Supongo que no se habrán atrevido a hacerlo. —Exacto. Por eso, no será de extrañar que en algún caso no se cure el enfermo.

Además, no va a hacer falta actuar sobre los catorce chicos; bastarán unos cuantos «milagros» para haber cumplido el objetivo. Aunque eso dependerá de cómo manejemos a la prensa, la televisión y al propio Gobierno español.

—Como usted vea, Miralles. Parece que lo tiene bien pensado. Por mí, puede admitir a ese nuevo chico.

El principal motivo de su viaje a Houston ya estaba tratado, y la decisión,

tomada. Continuaron conversando acerca de otros aspectos del funcionamiento del hospital y de la Unidad de Regeneración.

—A propósito. Hemos contratado recientemente a un joven cardiólogo con visos de llegar a lo más alto —comentó Miralles.

—¿Cómo se llama?

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—Jaime Puig. Le cogimos porque temíamos perder una buena pieza. Había recibido ofertas de otros hospitales pero ha terminado en el nuestro. Me parece —continuó Miralles— que tiene unas ganas locas de trabajar en el grupo de investigación. Quizá se lo proponga dentro de poco tiempo. Es ambicioso. Mucho más que nuestro viejo doctor Guillermo Díaz Herrero.

—¿No querrá quitárselo de en medio ahora que acaban de empezar a trabajar en la UR?

—No, de momento —respondió Miralles—. Es bueno, tiene mucha experiencia y conoce todo el proyecto. Pero creo que le falta ilusión y, a veces, se va un poco de la lengua. Hemos incluido a su nieta, teóricamente por puro azar, entre los chicos seleccionados, pero él sabe que ha sido sólo con la intención de mostrar a la gente la confianza que el médico más antiguo del centro tiene en la nueva terapia. Esa chica no se curará nunca.

—Que todo funcione bien es tarea suya, amigo Miralles —le animó Gil Gómez—. Tiene en sus manos una parte muy importante del proceso que puede llevar a la Humanidad a dar un salto de gigante en su desarrollo. Y, no lo olvide, un eslabón fuerte garantiza la continuidad de la cadena.

Llegó la hora del almuerzo, que transcurrió en un ambiente jovial y distendido, bien rociado de vino italiano que ayudó a crear una atmósfera desenfadada al final de la comida. Michael Gordon se alegró de poder saludar al doctor Miralles, del que tanto se esperaba. Hizo honor a su apellido, vaciando y volviendo a rellenar su plato en el tiempo en que los demás se conformaban con una ración de la riquísima lasaña que, a petición del invitado, había servido Pietro. Después del café, en el que, ante el asombro de Miralles, el señor Gordon se echó unas gotas de sacarina —«lo hará para que no le termine de reventar el cinturón», pensó—, se dio por terminada la comida.

El presidente Gordon tenía que asistir treinta minutos después a la junta de socios y quería reunirse un rato antes con Gil Gómez para que le informara acerca de las investigaciones en el hospital valenciano. Los socios protectores disfrutaban al comprobar que sus cuantiosos donativos producían los efectos deseados. Había que tenerlos siempre contentos y, en este aspecto, Gordon no tenía rival: las noticias que aportaba, reales o inventadas, sobre la marcha de cada uno de los proyectos patrocinados siempre lograba de los benefactores grandes elogios para la fundación que dirigía y el apoyo económico necesario para continuar adelante.

Gonzalo Gil se despidió de Miralles, pues ya no iban a verse de nuevo. —Que tenga un buen viaje de vuelta y no olvide dar recuerdos a su padre de mi

parte cuando pase por Madrid. —Descuide, se los daré. Muchas gracias por todo.

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Capítulo 10 —¡Vaya, vaya! Bonita chavala que te has buscado, muchacho. —¡Ché! Déjate de tonterías. La cabeza de Jaime asomaba por la puerta entreabierta de la habitación de una

enferma a la que Álvaro estaba visitando. —¿Se puede? Con las manos en los bolsillos de la bata y un chupa-chups en la boca daba la

imagen del médico joven y jovial que pretendía mostrar. Se veía que se había levantado esa mañana con buen pie.

—Nuria —dijo Álvaro, señalando a su amigo—, te presento al doctor Puig, que trabaja en la planta de cardiología. Está un poco flaco para su altura pero trata de arreglarlo con esos caramelos que chupa para evitar fumar.

—Nuria —dijo, a su vez, Jaime—, te presento al doctor Costa, famoso por la manía que tiene a los gordos y a los diversos métodos que empleamos para mantenernos en forma.

La chica se quedó desconcertada por el intercambio de divertidas puyas que se habían dirigido los dos médicos. Nuria tenía catorce años, era morena, con el pelo hasta los hombros y cierto aire infantil en su mirada.

—Ten cuidado con lo que dices, doctor Puig —continuó la broma Álvaro—: estás delante de la nieta de uno de los gurús del hospital: Guillermo Díaz Herrero es su abuelo.

—Vaya. Pues es un honor conocer a la nieta del médico decano del Nou. De ahora en adelante —continuó Jaime, haciendo una reverencia— os trataré, princesita, con mayor delicadeza.

Nuria miraba a uno y a otro sorprendida. —¿Es que ustedes nunca hablan en serio? —les preguntó. —No te preocupes, muchacha —le respondió Jaime—. Es para romper un poco

la monotonía del trabajo de aquí. Se ve que los enfermos que tiene que visitar el doctor Costa son más variados que los míos y, en lo que se refiere a las enfermas son, sobre todo, más guapas.

La chica se ruborizó hasta las orejas. —Venga, hombre, no se lo hagas pasar mal —intervino Álvaro—. Perdónale,

Nuria; es que Jaime es un poco guasón y está cansado de tratar a personas mayores con

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el corazón averiado, que suelen ser los enfermos que más ve. Aquí, en la planta de neurología, los médicos nos relacionamos con gente más diversa.

—Bueno, pero estaba exagerando de todas formas —explicó Jaime—. Hablando ahora en serio, son personas que sufren y a las que intento curar o aliviar de sus dolores, que es lo que debe hacer todo médico. Lo que ocurre es que, en ocasiones, uno se cansa de ver y de decir siempre lo mismo. Por cierto —continuó— si vuelvo a pasar por aquí o nos vemos en otro lugar, deja lo de «doctor Puig» o el usted. Llámame Jaime, que es como me llaman mis amigos.

—De acuerdo, doctor Puig..., digo, Jaime —contestó la muchacha. A los dos del mediodía resultaba una tarea difícil conseguir una mesa en el

restaurante del hospital. Sin embargo, Álvaro había bajado diez minutos antes y había conseguido reservar una para dos personas. A las dos y cinco, llegó Jaime y pidieron el menú del día.

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —Lo que has visto esta mañana —contestó Álvaro—. Me han encargado de

cuidar a esa niña y me han dicho que ponga especial esmero. Están haciéndole unas pruebas estos días.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Jaime. —Sufre leucodistrofia metacromática. —¿Y eso qué es? —Se trata de una enfermedad genética que afecta a los nervios, los músculos y

otros órganos, y empeora progresivamente con el tiempo. Está generalmente ocasionada por la ausencia de una enzima y causa daño a las vainas de mielina que rodean las células nerviosas. —Ante la cara de asombro que se le había quedado a Jaime, procuró explicárselo mejor—. ¿Has visto la película El aceite de la vida?

—Sí. ¿No es ésa que protagoniza Susan Sarandon? —Exacto. Es un matrimonio que tiene un hijo con una enfermedad que no

aciertan a tratar hasta que descubren una combinación de aceites que logran retardar su curso, pero que no la cura.

Jaime recordaba la película pero no los detalles de la historia. —Nuria es una de los catorce de la suerte que un día entrarán en la Unidad de

Regeneración, cuando los cultivos de células madre embrionarias estén lo suficientemente desarrollados para comenzar el tratamiento. Mientras tanto, hay que continuar con la terapia tradicional.

—¿Cuántos años tiene? No aparenta más de quince. —Tiene catorce años y nadie sabe cuántos le quedan por delante. —El tono con

el que dijo estas palabras reflejaba la pena que le producía la situación de la chica—. A ver si estas técnicas tan revolucionarias se ponen de una vez en marcha y la sacan adelante. Por lo visto, hay un italiano, un tal Luigi Naldini, que ha logrado curar la enfermedad en ratones combinando terapia génica y celular: inocula los genes terapéuticos que codifican la enzima que falta mediante células madre adultas extraídas de la médula ósea de un ratón gemelo del que está enfermo. No las inyecta directamente en el cerebro, sino que ellas solas migran hacia las zonas lesionadas y hacia los tejidos nerviosos y, una vez allí, son capaces de diferenciarse y reparar la función defectuosa. Un artículo de Diario Médico del año pasado cuenta cómo lo hace.

—¿Y tú qué pintas mientras tanto? —La mantengo estacionaria, dentro de lo posible. La chica ha tenido suerte,

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después de todo, porque su enfermedad tiene la forma juvenil tardía; vamos, que los síntomas han empezado a aparecer hace poco tiempo y quizá se pueda curar. Además, en esta forma, el mal progresa más lentamente que si fuese una niña más pequeña.

—¿Qué lleva consigo la enfermedad? Vaya, me refiero a qué le pasa a una persona que la está sufriendo como ella. Cuando la vi en la habitación, no daba ninguna impresión de encontrarse mal.

—De momento, lleva una vida prácticamente normal, pero pronto vendrán los primeros signos. Pueden ser problemas de comportamiento, pérdida de las funciones mentales, desempeño deficiente de las tareas en la escuela o en el trabajo, convulsiones y pérdida del control muscular...

«¡Pobre chica!», pensó Jaime. Era muy fácil darse cuenta de la preocupación que Álvaro sentía por la joven.

—Hace ya cinco meses que el Gobierno concedió el permiso para comenzar la clonación de embriones y todo parece parado —se quejó a su amigo.

—Creo que te equivocas —le dijo Jaime—. ¿No es así, Pilar? En ese momento pasaba junto a su mesa una mujer, a la que Álvaro había visto

en varias ocasiones en la recepción del hospital, aunque solamente se habían intercambiado breves saludos. Tendría unos cincuenta años, llevaba el pelo recogido en un moño y sostenía una taza de café en la mano, buscando un sitio donde sentarse.

—¡Hola, Jaime! —saludó— ¿Qué me decías? —Lo primero es que, si no tienes inconveniente, te invitamos a nuestra reducida

mesa. —En absoluto. ¿Me presentas a tu amigo? —Sí, perdona. Pilar, éste es Álvaro Costa. Álvaro, ésta es Pilar, la amiga de mi

tía, aquélla de la que te hablé. —Encantado —dijo cortésmente Álvaro. —Lo mismo digo —respondió la mujer—. ¿Qué me habías preguntado antes? —Álvaro trabaja en la planta de neurología y le han encargado que cuide de

Nuria, la nieta de Díaz Herrero. —¡Ah, sí! Me dijeron que había entrado en el grupo de los elegidos para la

aplicación de la nueva terapia, ¿no es así? —Sí. Mi amigo se lamenta de que todavía no se haya puesto en marcha ningún

protocolo con alguno de los catorce chicos del grupo y a mí me parece que ya han comenzado a trabajar con una niña de nueve años que sufre anemia de Falconi. Como tú estás en recepción, coges muchas llamadas y te enteras de todo, igual sabes más que yo.

—O sea —protestó Pilar—, que me estás llamando fisgona. —Bueno, no te enfades. ¿Puedes decirnos algo o no? —Claro, hombre. No se trata de ningún secreto. ¿Tu amigo es de fiar? —le

preguntó con una sonrisa pícara en los labios. —Completamente. —De acuerdo. Pues os puedo decir que han empezado a trabajar con esa chica,

que, por cierto, se llama Pilar, como yo. Hace un par de días la ingresaron en la UR y ahora toca esperar. No me preguntéis cuánto tiempo estará ahí dentro porque no soy médico. De eso, vosotros sabréis.

—Pues igual se tira uno o dos meses en la unidad. Lo importante es que se cure. —Sería el primer caso en España —intervino Álvaro—. Y apuesto a que le

darán la mayor cobertura informativa posible. —Naturalmente. Ya se encargará el Gobierno de ello —dijo Jaime—. Para eso

pone el dinero. —Y a ver cuándo le toca a mi nieta.

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El que había hablado era el doctor Díaz Herrero, que se encontraba sentado a dos mesas de distancia de donde se hallaban Álvaro, Jaime y Pilar y estaba escuchando todo. Se les acercó con una copa de coñac en la mano. Jaime procuró disimular el desagrado que le produjo el olor a alcohol que emanaba de él. Debía de ser la segunda copa, por lo menos, aunque era bien conocido en el Nou el aguante que el doctor Díaz tenía en lo referente a la bebida.

—Me alegro de conocer al médico que está tratando a Nuria —dijo, dirigiéndose a Álvaro—. Es la única hija de mi hijo Javier y creo que ya va siendo hora de que hagamos algo por ella. Pero me parece que todavía habrá que esperar.

Álvaro se levantó en señal de respeto, pero Guillermo Díaz le animó a sentarse con un gesto.

—Deja, hombre, deja. No hace falta. Si me lo permitís, me uniría a vuestra tertulia. Pero aquí estamos un poco estrechos ¿no os parece?

—Podemos coger la mesa que usted acaba de dejar vacía y unir las dos, si no le importa al encargado —le sugirió Jaime, para situarse lo más alejado posible de él.

—Hazlo, muchacho, que no te va a decir nada. Una vez acomodados los cuatro, continuaron charlando, mientras los dos

jóvenes médicos se apresuraban con su almuerzo que, como de costumbre, se les había quedado frío. Pilar, como veterana del lugar, aprovechó la oportunidad para presentar a Álvaro y a Jaime al viejo doctor.

—Os había visto por el hospital, pero no conocía vuestros nombres. —Pilar nos ha informado de que ya hay una niña en la UR —le dijo Álvaro. —Sí. Hace dos o tres días que ingresó —les confirmó Díaz—. Pero no me

preguntéis nada al respecto: primero porque es secreto profesional, y segundo, porque la enfermedad que padece pertenece al área del doctor Hierro y no a la mía. De todas formas, cuando tenga que producirse la curación, se producirá. Por eso, no hay que temer. Está todo controlado.

—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Jaime, sorprendido por lo que acababa de oír a Díaz Herrero.

Diego Zuazo apareció como por arte de magia en ese instante y saludó al grupo. Dijo que tenía que hablar sobre unos asuntos con el doctor Díaz y se marcharon los dos.

—¿Qué habrá querido decir con eso de «está todo controlado»? —preguntó Jaime mirando a Pilar y a Álvaro.

—A mí no me preguntes, que yo no sé de estas cosas —le respondió Pilar. —Quizá nos ha querido transmitir su seguridad de que el experimento va a salir

bien —contestó a su vez Álvaro—. Pero lo ha dicho de un modo muy extraño: «cuando tenga que producirse la curación, se producirá»; como si alguien tuviese todo programado.

Terminaron de comer, mientras Pilar se tomaba su segunda taza de café. —«Doctor Puig. Doctor Puig. El director le espera en su despacho». —El aviso

venía de un altavoz situado a la entrada del restaurante. —Vaya; se ve que cada día que pasa vas tomando mayor protagonismo en este

hospital. A mí —le dijo Álvaro—, sólo me avisan para acudir a una urgencia o porque estoy llegando tarde a la consulta.

—Es que en esta vida hay que ser un trepa si quieres llegar a algún sitio. Seguro que quiere ofrecerme un aumento de sueldo.

—Venga —le dijo Pilar—. No le hagas esperar, que es quien manda aquí.

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El despacho de Luis Cortés estaba situado en la tercera planta del Nou. La mesa de trabajo del director, alrededor de la cual podían reunirse hasta cinco personas, incluyendo al propio Cortés, ocupaba la mitad de la habitación. Detrás, un gran ventanal se abría a la calle del Doctor Nicasio Benlloch, lo que proporcionaba al despacho una buena iluminación natural. El suelo estaba revestido de moqueta verde. Resultaba un lugar agradable para trabajar.

El director estaba sentado de cara a la puerta del despacho. Al otro lado de la mesa, Jaime sostenía entre sus manos un ejemplar del último número de Vida y Ciencia. En la penúltima página aparecía su foto y la entrevista que Ferrando le había hecho unos días antes.

—Me parece, mi querido y joven doctor —comenzó diciéndole Cortés— que tienes demasiada prisa por darte a conocer y salir en la prensa.

—¿Hay algo malo en lo que hice, señor? —preguntó Jaime—. Ese periodista, Ferrando, estaba esperándome a la salida del hospital hace unos días. Me preguntó si no me importaba que me hiciese unas preguntas y yo le contesté que no había ningún problema.

—Has de saber que ese periodista está tratando de hacernos la puñeta con algunos de sus artículos. Todo lo que sea relacionarnos de un modo u otro con él, hemos de procurar evitarlo.

—Bueno, después de todo, ha salido publicado el nombre del hospital, lo que ya supone cierta propaganda, y en la entrevista no se menciona nada peyorativo para el Nou —se defendió Jaime.

—Tú no conoces a esa gente, muchacho. Comienzan procurando hacerse los simpáticos, ganarse la confianza de las personas de buena voluntad como tú para, después, tratar de sonsacar información y buscarle el lado truculento. Necesitan noticias todos los días.

Jaime le escuchaba con atención y algo avergonzado por el rapapolvo. —Ten por seguro —continuó el director— que si algún día ocurriese algún

pequeño accidente, que puede darse como en cualquier otro sitio, o se viese alguna persona saliendo del hospital echando maldiciones por el motivo que fuera, ese tal Ferrando acudiría a ti para que le contases algo sobre lo sucedido. Después, dijeses lo que dijeses, acabaría saliendo publicado lo que al periodista le viniera en gana contar; eso sí, siempre precedido por las famosas palabras «hemos sabido por fuentes del mismo hospital que... ».

—Lo siento, señor. A partir de ahora, tendré más cuidado. Gracias por la advertencia.

—Así me gusta, chico. Eso de que le llamasen «chico» o «muchacho» no le acababa de agradar, pero

debería aguantarse mientras continuase siendo uno de los nuevos. —Pero no son sólo pequeñas broncas lo que toca hoy —dijo Cortés, cambiando

el tono de la conversación. —¿A qué se refiere? —Supongo... bueno, estoy seguro de que conoces la existencia del Grupo de

Investigación de Bioingeniería. —Sí. El GIBI. ¿No es ése su nombre? —Así es —le confirmó Cortés—. Hemos pensado que podrías incorporarte al

grupo, al menos a tiempo parcial, con el fin de que te vayas familiarizando con los protocolos de clonación y te integres en alguno de los trabajos que están en marcha.

Jaime no cabía en sí de gozo. No era tan malo el tío éste. Bien se merecía la reprimenda por su candidez respecto al periodista que había tratado de engatusarle. Pero

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saltaba a la vista que los errores se perdonaban en el lugar en que trabajaba y que la confianza en uno no se perdía a las primeras de cambio. ¡Incorporarse al Grupo de Bioingeniería! Esto se lo tenía que contar a Álvaro. No se lo iba a creer.

—¿Cuándo puedo empezar a trabajar? —preguntó ansioso. —Tendrás que hablar con el doctor Miralles. Supongo que sabes que es el

director del grupo, a la vez que coordina la Unidad de Regeneración. Él hablará con tu jefe inmediato y te dirá con quién debes ponerte en contacto. Por cierto —continuó Cortés—, ¿te has enterado de que ha comenzado la aplicación de la terapia celular embrionaria con una niña en la UR?

—Me han llegado noticias. Me gustaría, si es posible, estar al día de los resultados que se vayan obteniendo, si no es inmiscuirme en lo que no me toca.

—El protocolo lo dirige el doctor Hierro. Es una persona reservada, pero pienso que no hay ningún inconveniente en que le preguntes. Te gustaría ocuparte de los enfermos de esa unidad, ¿verdad?

—Bueno, de momento, me conformo con pertenecer al grupo de investigación. Si se me presenta la oportunidad de trabajar en la UR, le aseguro que no rechazaré el ofrecimiento.

Al terminar el día, en toda la planta de cardiología ya se sabía que el joven

doctor Puig iba a comenzar a trabajar en el GIBI. Cuando pasó por recepción del hospital, Pilar le llamó.

—¡Felicidades! Ven aquí, que te dé un beso. —Gracias, Pilar, muchas gracias —le dijo Jaime, dejándose abrazar por la

mujer—. Lo malo es que, a partir de ahora, supongo que me verás menos porque tendré más trabajo que nunca. He de ponerme al día en lo que otros llevan mucho tiempo investigando.

—Eso está hecho —le dijo Álvaro, que también se había enterado del asunto y acababa de aparecer saliendo del ascensor más próximo a recepción—. Tres o cuatro noches en vela y sabrás tanto como cualquiera de ellos.

—Claro, como no te toca a ti… —¿No te irás a quejar ahora? —No. Tienes razón —reconoció Jaime—. Tenía ilusión por trabajar en este

hospital y lo he conseguido. Me moría de ganas por investigar en la nueva terapia celular y ya estoy metido en lo que quería. —Acercándose un poco más a Pilar, que estaba sola en la recepción en ese instante, y llamando a su amigo junto a sí, continuó como en secreto—. El paso siguiente es que cuenten conmigo en la UR, pero todo llegará.

—Si te lo propones, estoy segura de que lo conseguirás —le dijo Pilar, orgullosa.

Los dos amigos se despidieron de Pilar y, mientras abandonaban el hospital por la entrada principal, se les acercó un joven con perilla.

—¡Pero mira quién es! ¡El nuevo investigador del Grupo de Bioingeniería! Me lo ha contado uno de tus compañeros de planta, que es muy buen amigo mío. ¡Me alegro mucho, muchacho!

La felicitación del periodista parecía del todo sincera. —Supongo que nuestro pequeño encuentro del otro día que hoy publica mi

revista habrá ayudado en tu nombramiento, ¿no es así? Jaime no le contestó. No estaba seguro de qué decirle. Álvaro intervino:

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—Perdona, pero no te conozco. Me llamo Álvaro Costa. Soy amigo de Jaime y trabajo también en el hospital.

—Y yo —le dijo el periodista, tendiéndole la mano— me llamo Pascual Ferrando y soy redactor de la revista Vida y Ciencia. ¿No te ha contado nada tu amigo acerca de la entrevista que le hice hace unos días?

—No. —Quizá no estaba seguro de que la cosa iba en serio y de que llegase a publicar

su foto y sus declaraciones. Pero, mira, ahí están. Salen en el número de hoy y le han valido el nombramiento de investigador en el GIBI.

—Te agradecería que, en adelante, me dejases en paz —le dijo Jaime secamente—. Prefiero que no volvamos a encontrarnos. No me han hablado muy bien de ti. A propósito, gracias a tu artículo casi me quedo fuera del grupo. Adiós.

Se dirigió hacia la parada de taxis, subió al primero de la fila y desapareció entre el intenso tráfico de la ciudad a esas horas de la tarde. Álvaro y Pascual se quedaron mirando cómo se marchaba, asombrados de su reacción.

—¿Qué le pasa a tu amigo? —preguntó Ferrando. —No lo sé —respondió Álvaro—. Hasta hace un momento estaba radiante de

alegría por el nombramiento. Ha sido aparecer tú y cambiarle la cara. Quizás se trate de algo que publicaste en ese artículo sobre él o sobre el hospital.

—No lo creo. Más bien, debe de ser que no habrá gustado a la dirección que un periodista de una publicación que les ha estado buscando las cosquillas en determinados temas se acerque a uno de sus cachorros e intente hacer amistad con él.

—¿Qué temas son ésos? —En mi revista trabajamos personas de diversas tendencias políticas —le

explicó Ferrando—, pero tenemos en común el respeto de la vida humana desde su comienzo, que situamos en la concepción. A partir de ahí, ve tirando del hilo y verás cuántas otras cosas se derivan: no nos parece bien ni la clonación terapéutica ni, por supuesto, la reproductiva; colaboramos con los grupos provida en la cobertura informativa de campañas que llevan a cabo; informamos de páginas web con contenidos que aportan datos sobre la regulación natural de la natalidad y todo lo que se te ocurra a favor de la cultura de la vida.

—¿También estáis en contra de la eutanasia? —¿Y tú? —¿Yo? —Álvaro se quedó pensativo—. Cuando uno está en contacto con

enfermos todos los días se hace muchas preguntas. Imagino que también hay muchas respuestas diferentes. Depende de quién sea el que te las dé y cómo te las ofrezca, te inclinas hacia un lado u otro.

Mientras charlaban, llegaron hasta la esquina de las calles Amics del Corpus y Miguel Servet. Cruzaron a la otra acera y se dirigieron hacia uno de los muchos bares que se habían instalado en la zona, a la vez que se construyó el hospital.

—Hace un poco de frío aquí fuera. ¿Qué tal si entramos? —De acuerdo. Pero sin entrevista, que quiero conservar mi puesto de trabajo. —Todo será off the record, no te preocupes. Pidieron sendos cafés con leche, que les sirvieron en la barra, ya que no había

sitio en ninguna de las mesas. —¿Has oído hablar del Protocolo de Groningen? —le preguntó Ferrando. —Nunca —respondió Álvaro—. ¿De qué se trata? —Me he acordado de ello cuando me preguntaste si nuestra revista está en

contra de la eutanasia —le explicó Ferrando—. Fue propuesto por dos pediatras de la Clínica Infantil Beatrix de Groningen(14), en Holanda. Por si no lo sabías, la eutanasia

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fue legalizada en ese país en el año 2000. Ese protocolo consiste fundamentalmente en unas medidas con las que se trata de establecer las bases legales para extender la eutanasia a recién nacidos que sufran enfermedades graves. Han conseguido el apoyo de la Asociación Holandesa de Pediatría, que se ha pronunciado a favor de utilizarlo. Cuando surgió la noticia, la mayor parte de los medios de comunicación extranjeros reaccionamos con indignación ante esta práctica médica en Holanda. Los autores del procedimiento se defendieron enseguida, achacando todas estas críticas a «incomprensión» y a una falta de información.

—¿Qué entienden esas personas por «enfermedades graves»? —apuntó Álvaro—. No es nada fácil decidir en esos casos.

—En un artículo publicado en la revista New England Journal of Medicine, Verhagen y Sauer, los autores del protocolo, sostenían que simplemente constituía una guía para indicar al médico cómo actuar cuando el recién nacido experimentara un sufrimiento insoportable debido a una enfermedad grave y que no pudiera aliviarse con los cuidados médicos. Por supuesto, ellos ya iban por delante: el estudio presentado con el protocolo se refería a veintidós casos de eutanasia a bebés, realizados en la sección de pediatría de la clínica en los últimos siete años, sin que se hubieran dado repercusiones judiciales. Todos eran pacientes nacidos con espina bífida, como consecuencia de la cual no funcionaban varios órganos, entre ellos los riñones y el intestino, por lo que los bebés sufrían dolores insoportables y ahogos. Los padres se vieron en la «obligación» de pedir la eutanasia porque no se sentían en el derecho de alargar el sufrimiento de sus hijos.

—Quizá sea una buena solución para evitar el sufrimiento de esos niños. Su calidad de vida no habría sido muy envidiable, que digamos, ¿no te parece?

—De hecho —continuó el periodista—, para ofrecer una imagen abierta a las distintas opciones, el protocolo reconoce que una calidad de vida considerada como inaceptable para justificar la eutanasia es un criterio subjetivo que depende de las distintas opiniones de padres y médicos y ellos simplemente están exponiendo la suya.

Ferrando sacó una carpeta de su cartera y comenzó a buscar algo entre diversos recortes de periódicos y revistas que tenía.

—Mira, aquí está. Lo he encontrado. —¿Qué has encontrado? —El artículo del que te hablaba. Es que, en mi opinión, resultan muy atrevidas

unas declaraciones de apoyo al protocolo que hizo en su día el catedrático de neonatología del hospital adjunto a la Universidad Libre de Amsterdam. Mira lo que dice: «Es una decisión difícil, pero no podemos dejar vivir a un niño en unas condiciones inhumanas, aunque los padres lo deseen. En una situación así, sólo el médico puede determinar objetivamente sobre lo que es lo mejor para el paciente».

—¡Coño! ¿Y los padres no cuentan para nada? —Pues eso mismo digo yo. —Claro —dijo Álvaro—. En esos momentos debe de ser cuando todos esos

grupos provida empiezan con sus preguntas de difícil solución, ¿verdad? —¿A qué te refieres? —le preguntó Ferrando. —Pues a los dilemas que supongo que debe plantearse un buen médico en casos

como éstos: «¿He de procurar de aliviar ese dolor o será mejor provocar la muerte, que lo elimina de golpe?» «¿Evitar el sufrimiento es mi obligación prioritaria y justifica cualquier medio que emplee para alcanzarlo?» «¿No sería mejor recurrir a la sedación, moralmente aceptable, que contribuye a disminuir el sufrimiento sin provocar directamente la muerte?».

—Efectivamente, acabas de dar en el clavo. Son interrogantes que muchos se

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hacen pero que después se evitan la penosa obligación de responder y así, tiran por lo más fácil. Además —prosiguió Ferrando—, si cuentas con testimonios personales, la cosa se les pone más fea a los partidarios del protocolo. Douglas Sorocco es el presidente de la Asociación Americana de Espina Bífida y lo que cuenta de sí mismo ofrece un serio contraste con la propuesta holandesa. En el momento de su nacimiento, sufría una de las formas más severas de esta enfermedad y padecía sin esperanzas. Sin embargo, con la necesaria ayuda médica, ha conseguido llevar una vida de la que se siente satisfecho. Declaraba hace poco que disfruta de «una vida que vale la pena. Y lo mismo dirían mi mujer y mi familia».

—Lo malo es que, en opinión de muchas personas, esa persona debería haber sido eliminada al nacer y, de seguro, se habría ahorrado mucho gasto y muchas preocupaciones a sus padres y amigos. —Tras unos segundos, Álvaro sentenció—. Sin embargo, yo soy de los que piensan que vale la pena pagar un precio, aunque sea alto, para que nuestra sociedad continúe siendo mínimamente humana

Ambos permanecieron callados un rato, dándole vueltas a lo que acababan de hablar. Ferrando rompió el silencio:

—Personalmente, ¿qué opinión te merece la posibilidad de crear hombrecitos para obtener de ellos células madre aunque el proceso acabe con su vida? Y sobre eso de desechar a los que no estén sanos o que, gozando de perfecta salud, no sean compatibles con el hermano enfermo, ¿a ti qué te parece?

Álvaro reflexionó unos instantes antes de contestar. —Como hemos comentado, cuando te ves rodeado a diario de enfermos de cierta

gravedad y piensas que tú estás ahí para curarles, te planteas hacer todo lo posible para conseguirlo. Entonces es cuando empiezas a pensar si existe un límite en los medios que puedes poner para lograr tu objetivo y salen a la luz todas esas preguntas que decíamos antes.

El periodista le miró fijamente a los ojos, mientras le decía: —Tú lo has dicho de nuevo: el problema aparece cuando empiezas a pensar. Lo

más fácil es no pararse a reflexionar y actuar sin más problemas: «¿Se puede? Pues hágase».

—¿Y tú qué piensas de todo lo que se está haciendo en el Nou? —Mira —le respondió Ferrando—, te voy a poner un ejemplo que quizá ayude a

explicar mi postura. Habrás visto alguna de esas películas en las que el jefe de la policía les dice a sus subordinados: «Dispara primero y pregunta después». Eso está bien para Al Capone o algún otro mafioso criminal. Pero, en el caso del ser humano concebido y no nacido, ¿no crees que habría que actuar en el orden contrario? No conviene jugar con algo cuyo valor desconoces.

—Supongo que te refieres a todo ese asunto del estatuto del embrión, en el que no hay modo de ponerse de acuerdo. Algo parecido al Plan Hidrológico Nacional.

—Sí, pero una vida humana tiene infinitamente más importancia que la distribución del agua en España.

—Era sólo un ejemplo. —La gente opina del tema, pero, claro, cada cual según su criterio. Hay quien ve

en el embrión nada más que un pequeño grupo de células; otros dicen que hasta el día catorce de la nueva vida no se puede considerar ser humano, y lo llaman preembrión; otros lo consideran como uno de nosotros desde que se fusionan los gametos... Te puedo decir que entre los científicos más en boga actualmente en nuestro país, hay uno que ha reconocido recientemente que si el embrión es persona humana claramente resulta intocable, pero esa premisa, según él, es lo que hay que demostrar. Muchos parten de la negación de su entidad de ser humano porque es lo más fácil.

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—Hace unas semanas hablábamos Jaime y yo con un viejo profesor de la universidad sobre esto mismo —recordó Álvaro—. Es curioso; se inclinaba por considerar con respeto al embrión y, por ese motivo, dejó de practicar abortos, pero no sabía cimentar lo que todos llamamos «dignidad del ser humano».

—¿Cómo se llama? —Albert. ¿Por qué me lo preguntas? —Me lo había figurado. Colabora de vez en cuando con nuestra revista. En el

próximo número se publicará un artículo suyo referente a la aplicación de células madre adultas en el tratamiento de infartos de miocardio.

—Vaya. Pues tendré que ir a verle de nuevo. Siempre resulta más enriquecedor escuchar a la persona que ha escrito un artículo que leerlo simplemente.

Después de un rato más de charla, se despidieron. —Toma mi teléfono —le dijo el periodista—. Quizás algún día se te pasen los

miedos y quieras colaborar en mi revista. —Sí. Quizás algún día.

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Capítulo 11

«Para el profesor Damián García Olmo, director de la Unidad de Terapia Celular

de la Universidad Autónoma de Madrid, el asunto está claro: “Sólo podemos tener seguridad con las células madre adultas con que estamos trabajando. No es que unas sean más seguras que otras; es que las embrionarias no se pueden usar porque en seis semanas desarrollan tumores”»(15).

Alfredo Albert se encontraba repasando artículos que había ido acumulando los últimos meses, cuando sonó el timbre de su casa. Se acordó entonces de la cita con Álvaro Costa. Habían quedado hacía un par de días. Álvaro le había telefoneado para preguntarle si no tenía inconveniente en que fuese a visitarle el sábado por la mañana.

—Encantado de volver a verte. ¿A qué hora vendrás? Quedaron en que se acercaría sobre las once. Cinco minutos después de la hora

señalada, Álvaro aparcaba su coche delante de la casa de Albert. Tan enfrascado se hallaba en lo que estaba leyendo que tardó un rato en

reaccionar a la llamada. Volvió a sonar el timbre. —¡Ya voy! Abrió y se encontró con el rostro sonriente de Álvaro. —Perdona, muchacho. Es que estaba repasando una documentación que tengo

guardada y... —No se preocupe. A mí también me pasa algunas veces. —¿Hoy vienes solo? —Sí. No se le había ocurrido decirle nada a Jaime sobre la nueva visita que pensaba

hacer a Albert. —Tendrás que disculparme porque no he preparado nada para tomar. Pero

puedo sacar una cerveza de la nevera. Creo que tengo alguna. —No se moleste, profesor. Sólo venía a charlar un rato sobre un artículo de la

revista Vida y Ciencia que lleva su firma y ya he visto publicado en la edición digital. Me han dicho que saldrá en papel el próximo miércoles.

—Vaya, pensaba que había poca gente que leía esa revista, pero veo que me equivoco.

—Me lo contó un redactor que trabaja ahí. ¿Realmente piensa que no tiene futuro la terapia con células madre embrionarias, como afirma en su artículo? —le preguntó Álvaro.

Se sentaron en el mismo tresillo que la vez anterior, junto a la mesita, que esta vez se encontraba llena de folios impresos con noticias sacadas de internet.

—Precisamente, cuando llegaste, estaba leyendo las conclusiones de un Simposio Europeo sobre Medicina Regenerativa que organizó hace algo más de un año la Asociación Española de Bioética y Ética Médica. Como ahora le ponen siglas a todo, se le conoce como la AEBI. Las he descubierto hace unos minutos en internet y me las he impreso. Prácticamente la totalidad de los ponentes coincidían en que las células embrionarias son por el momento incontrolables.

Albert cogió uno de los papeles que había sobre la mesa, se ajustó las gafas y continuó.

—¿Y sabes por qué? En primer lugar, al ser indiferenciadas, hay que saber cómo dirigirlas para obtener el tipo concreto de células que se necesitan en terapias determinadas; pero resulta que el conocimiento sobre la diferenciación de las células madre es todavía muy pobre, por mucho que algunos digan que lo dominan. Además, como sabrás, no siempre es fácil discriminar las células que se han diferenciado al tejido

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que tú quieres de las que aún siguen siendo madre. Si introduces una célula madre no diferenciada en el organismo tienes una probabilidad muy alta de desarrollar un cáncer.

—Todo eso aparece en su artículo. Supongo, entonces, que no solamente la AEBI habla en estos términos, sino que es algo común y aceptado a nivel internacional.

—Así es. Aún hay más. Una de las principales características que se piensa que tiene una célula madre es la autorenovación, es decir, su capacidad de dividirse indefinidamente, multiplicarse, sin por ello dejar de ser célula madre. Pues bien, se ha comprobado que en realidad no es así.

Albert parecía estar disfrutando como si estuviera dando una clase a un alumno aventajado.

—Investigaciones recientes muestran que las células madre embrionarias humanas, cuando se cultivan en el laboratorio, sufren alteraciones de su material genético a medida que aumentan las fases del cultivo y se van multiplicando más y más. Lo leí hace unos meses en JAMA(16). Un grupo de investigadores norteamericanos ha identificado alteraciones en los cromosomas de las líneas celulares actualmente autorizadas en Estados Unidos para uso experimental. Han comprobado que surgen mutaciones, desórdenes y aberraciones cromosómicas que van en aumento con el tiempo ¡No te lo creerás, pero adquieren las mismas características que una célula cancerosa!

—Esto no lo había oído hasta ahora. —Pues es como te lo cuento. A pesar de todo esto, siempre te vas a encontrar

con personas que querrán seguir investigando con células madre embrionarias. Y tienen sus razones. En ese mismo simposio participaba Catherine Verfaille. ¿Sabes quién es?

—No —contestó Álvaro. —Es la directora del Instituto de Terapia Celular de la Universidad de

Minnesota. Es un número uno en lo que se refiere a la investigación en este terreno. Ha descubierto un tipo de células denominadas MAPC: en inglés, Multipotent Adult Progenitor Cells. Por lo visto, hacen maravillas(17). Desde hace varios años, esta investigadora se dedica a estudiar este tipo de células de la médula ósea, que son escasas y difíciles de cultivar en el laboratorio. Ha llegado a la conclusión de que tienen todo el potencial de las células madre embrionarias y una ventaja sobre ellas: no desarrollan tumores. Otros científicos, desde luego, no están de acuerdo con las conclusiones a las que ha llegado. Ella misma reconoce que sus células pueden ser demasiado escasas y frágiles para ser utilizables. Sin embargo, las ventajas que presentan son irrefutables: su uso está libre de objeciones éticas, no dan problemas de rechazo, ya que son extraídas del mismo paciente, y, una vez implantadas, se diferencian y multiplican sin causar tumores.

—Pues no parece que esta mujer vaya a ser de los que investigarán con las embrionarias.

—No, efectivamente. Pero ahora verás por qué te he contado lo anterior: aseguraba Verfaille en esa reunión que es posible que dentro de veinte años conozcamos el proceso de diferenciación de las células madre embrionarias y, como son las que tienen mayor capacidad de desarrollarse, son también las que nos pueden ayudar a aprender cómo una célula pasa de ser inmadura a adulta. Es decir, todo lo que sea investigar en el proceso de diferenciación va a facilitar que se conozca mejor al ser humano desde su concepción, desde la fusión de los gametos. Y, ahí viene lo peor, muchos biólogos prefieren ir por el camino de las embrionarias en vez de experimentar con células madre adultas.

Tras una pausa, continuó. —El año pasado estuve de oyente en un seminario dedicado a Terapia Celular y

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Medicina Regenerativa, que formaba parte de uno de los cursos de verano que organiza la Universidad Complutense de Madrid, en El Escorial. Participó gran parte de los más destacados expertos españoles sobre esta materia y solamente uno de ellos habló de los experimentos realizados con células madre embrionarias: el doctor Carlos Simón, de «nuestro» Instituto Valenciano de Infertilidad. Todos los demás ponentes presentaron experiencias realizadas con células madre de tejidos adultos.

Álvaro recordaba haber seguido la noticia, pero sin demasiado interés; desde luego, con mucho menos del que estaba mostrando ahora en el tema.

—Precisamente, en el artículo informo de que solamente en el área de infartos de miocardio hay en elaboración más de trescientos estudios clínicos, llevados a cabo todos con células madre de tejidos adultos. En la gran mayoría de ellos se han conseguido objetivas mejoras funcionales de los corazones infartados que han recibido la terapia celular. Sin embargo, según se comentó en esa reunión, hasta esa fecha no había ningún protocolo clínico en el que se estuviesen usando células madre embrionarias. Desde luego, es algo que contrasta con el gran entusiasmo que han demostrado algunos investigadores españoles en experimentar con células extraídas del embrión.

Ambos se quedaron un rato abstraídos, sin decir nada. —¿Te ha gustado mi artículo? —preguntó Albert. —Sí. Es muy completo(18). —Sólo recojo datos de experimentos de unos y otros y los ordeno de modo que

la información sea más inteligible para el lector. Álvaro llevaba tiempo pensando en plantearle a Alfredo Albert la misma

cuestión de la que habían hablado él y Jaime hacía tiempo. —Profesor. —¿Sí? —Con todo lo que me acaba de decir, sigo sin comprender por qué todavía

tantos investigadores se afanan en trabajar con células madre embrionarias cuando la mayoría parece estar de acuerdo en que la aplicación de las adultas en terapias es más esperanzadora a corto plazo y, de hecho, ya se han obtenido resultados en algunos casos.

Albert esbozó una sonrisa, mientras miraba al joven doctor con una expresión mezcla de admiración y de afecto.

—Álvaro, se ve que, a pesar de estar bien colocado y de tener por delante un futuro prometedor, aún no has sido picado todavía por el mosquito del orgullo y el individualismo; y me alegro mucho por ti.

—¿A qué se refiere? —A lo que, en un momento u otro de la carrera de un buen médico o

investigador, surge: la tentación de ser el primero, el afán de que nadie te pise el descubrimiento que estás a punto de culminar; en definitiva, el deseo irresistible de lograr el merecido reconocimiento por la labor realizada. Ver tu nombre recogido en el mayor número de medios de comunicación posible y ser considerado por todos como una celebridad.

Ante la cara de asombro de Álvaro, Albert procuró hacerse entender mejor con unos ejemplos.

—No deberías sorprenderte. Hay muchos casos en nuestra historia reciente: ahí tienes a los Raelianos que, en diciembre de 2002, dijeron que había nacido la primera niña producto de una clonación humana. ¿En qué quedó la cosa? Nadie lo sabe, pero con esa noticia salieron en la prensa y muchas personas que no sabían nada de ellos se enteraron de su existencia.

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Álvaro cayó en la cuenta de que Albert tenía razón. No conocía nada de este grupo hasta que saltaron a la actualidad internacional por el anuncio que hicieron.

—Todas las investigaciones relacionadas con la clonación —continuó el profesor— siempre me han dado la impresión de ser una carrera para ver quién llega antes a no se sabe bien qué meta(19): en 1996, el grupo de Ian Wilmut conseguía el nacimiento del primer mamífero clonado a partir de una célula adulta: la oveja Dolly; aunque tuvieron la prudencia de esperar al año siguiente para publicar su logro. En junio de 1997 la empresa biotecnológica Clonaid, vinculada a los mismos Raelianos, propone a través de internet el servicio de clonación de humanos para parejas estériles, al precio de 200 000 dólares; en 1998, otro grupo anunciaba que había conseguido aislar por primera vez células madre embrionarias a partir de embriones humanos obtenidos por fecundación in vitro; en al año 2001, una firma comercial de Massachussets, la Advanced Cell Techology, comunicaba que, utilizando la transferencia nuclear somática, había producido un embrión humano clonado, que había vivido hasta el estado de seis células; en el 2004, el grupo surcoreano de Woo Suk Hwang, usando la misma técnica, generaba, según afirmaron por entonces, treinta embriones humanos que se desarrollaron hasta la fase de blastocisto, y obtenían finalmente la primera línea de células madre de embriones humanos clonados; en mayo del año pasado, anunciaron un nuevo avance en su trabajo, que más tarde se descubrió como fraudulento. Y cada semana que pasa, un grupo anuncia su éxito particular.

—Pero eso no creo que tenga nada de malo —sugirió Álvaro—. Todos tendemos a la vanidad y a creernos superiores a los demás; y si podemos probarlo, mejor todavía.

—Tienes toda la razón, Álvaro —admitió el profesor—. Pero hay que informar de los avances científicos sin callarse lo que esos avances pueden llevarse por delante. Puedes dominar la opinión pública dependiendo de lo que des a conocer y de lo que procures que no se conozca. Me gustaría saber, por ejemplo, si los surcoreanos informaron de que una mujer sometida a tratamiento de superovulación produce sólo diez óvulos, y que, por lo tanto, se necesitan uno o dos ciclos de estas técnicas invasivas para obtener la materia prima necesaria para la terapia de un solo paciente. Yo no soy mujer, pero me parece que no resulta muy agradable que te produzcan dos hiperovulaciones. Además, no se habla del enorme gasto que estos experimentos llevan consigo. Por los datos que tengo, me da la impresión de que la clonación terapéutica, si llega a funcionar, va a ser medicina para millonarios.

Tras una pequeña pausa, continuó. —Otro ejemplo: el anuncio de este mismo grupo coreano de que habían

conseguido clonar once embriones y crear líneas de células madres provocó la euforia entre los familiares de pacientes con diabetes, Alzheimer, Parkinson..., y también entre no pocos científicos, aunque luego no fuese cierta la noticia.

Álvaro recordaba perfectamente cómo apareció en toda la prensa nacional a finales del año anterior el fraude que había cometido el investigador coreano.

—El problema —continuó Albert— es que unos y otros se regocijaron por dos motivos diferentes. Los primeros creían que clonar embriones produciría pronto terapias para enfermedades hoy incurables. Los otros sabían que este tipo de clonación es básicamente un instrumento de investigación en el futuro inmediato. El mismo Hwang declaraba que no se atrevía a negar la condición de ser humano de los embriones que había producido, sean once o dos, me da igual; por eso, llegó a decir que, si no había personas al lado de las incubadoras, se podrían sentir muy solos(20). Lo habló con su equipo y decidieron que alguien debía estar junto a las incubadoras hablándoles a las células. Es muy curioso, pero te prometo que lo leí un día en un periódico nacional.

Lo que Álvaro estaba escuchando le parecía realmente sorprendente, aunque no

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podía decir que le resultase desconocido. Cuántas veces le había dado la impresión de vivir en dos países diferentes según leyese un periódico u otro, o escuchase las noticias en una u otra emisora de radio.

Todavía se acordaba de la noticia que saltó a la prensa en el mes de febrero. Según decía un periódico, el Instituto Valenciano de Infertilidad había evitado por primera vez en el mundo que un bebé heredase una determinada enfermedad del sistema inmunológico de la que sus padres eran portadores. El éxito se había conseguido gracias al diagnóstico genético preimplantacional, que había permitido la selección genética de embriones. Al día siguiente, en ese mismo periódico, leyó una carta al director en la que el autor pedía al diario algo más de rigor en sus informaciones: el hecho de que el bebé hubiera nacido sin la enfermedad de sus padres no se debía a la aplicación de ninguna terapia especial, sino que era el resultado de desechar a otros embriones producidos mediante fecundación in vitro, portadores de la enfermedad, y de conservar uno que, por el capricho de la genética, no padecía la enfermedad de sus progenitores.

Alfredo Albert prosiguió con su argumentación. Había dedicado mucho tiempo a ilustrarse a través de internet, buscando en páginas especializadas, y estaba deseoso de hacer partícipe a alguien del resultado de sus investigaciones.

—Tengo guardado un recorte de Diario Médico que recoge una entrevista a James Watson. Como recordarás, es el descubridor de la estructura helicoidal del ADN, uno de los más importantes hallazgos de la historia de la medicina. En esa entrevista se manifiesta muy claramente sobre la investigación con células madre. Espera un momento, que enseguida lo traigo.

El profesor cogió una carpeta de la estantería, marcada con el número 2005, y extrajo una hoja en la que había pegado el recorte.

—Mira, en concreto es del 25 de mayo de 2005. Dice: «Estoy a favor de que se deje investigar en todas estas prometedoras técnicas pero tenemos que ser realistas y, de momento, no podemos decir a la gente que curamos el Alzheimer con células madre». Y hay muchos investigadores prestigiosísimos, como él, que opinan lo mismo.

Álvaro procuró tomar nota mentalmente de todo lo que había oído esa mañana y le dio las gracias al profesor por recibirle. Tenía mucho en lo que pensar a partir de lo que Albert le había explicado.

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Capítulo 12 —¿Puedes repetirme dónde estáis? —preguntó Pilar, que tenía el turno de noche

en el hospital ese día. —¡En la calle Tres Cruces! ¡Junto a la boca de metro de Hospital! Dense mucha

prisa, por favor —contestó la muchacha. A su lado, tendido en el suelo, se encontraba Alex. Se habían conocido esa tarde

en la discoteca Dance3, para menores de dieciocho, que se acababa de inaugurar hacía menos de un mes. A Lola le había gustado el modo como se reía en el círculo de amigos con los que estaba y a Alex le había gustado el color de sus ojos. Como, además, tenían una amiga común, resultó fácil saludarse y pasar el resto de la tarde juntos, charlando y tomando algo. Después de varias horas en el local, ya no sabían qué hacer.

—¿Nos vamos? —le propuso Alex a la chica—. Es que aquí hay que hablar casi a gritos para entenderse. Además, no quiero llegar tarde a casa.

—Vale. Yo también tengo ganas de irme —contestó ella. Ya habían hablado de todo y con todos y estaban empezando a aburrirse.

Antes de dejar el local, Alex se ofreció a pagar a su nueva amiga la última consumición que aún no había cobrado el joven que servía. No se percató de la mirada que le dirigió otro chico situado de espaldas a la barra, mirando al resto de la gente, como distraído. La cartera de Alex no andaba escasa de billetes —y de los grandes—, cosa que no pasó desapercibida al joven de la barra. Desde su puesto de observación, hizo un gesto a alguien que se encontraba junto a la puerta de la discoteca.

Lola y Alex salieron juntos, charlando sobre dónde vivía cada uno y comentando, mientras se dirigían a la boca de metro más cercana, cuál podía ser la mejor combinación de transbordos para hacer la mayor parte del trayecto en compañía. El sitio era más bien solitario. Desde hace años, los locales de fiesta juveniles se montaban relativamente lejos de los edificios de viviendas para evitar así denuncias por contaminación acústica. Dance3 era uno de éstos, con la ventaja de estar bien comunicado para facilitar la vuelta a casa de los chicos y chicas que lo frecuentaban.

La hora no era muy avanzada pero, con el reciente cambio de hora, la oscuridad parecía llegar antes de lo acostumbrado. La calle, además, no estaba bien iluminada. No se sentían completamente solos —se veían varios grupos de chicos y chicas por delante y por detrás de ellos, a bastante distancia, en la prolongada calle que llevaba al metro— pero la impresión de aislamiento les animaba a apresurar el paso. Otras veces habían hecho el mismo camino dentro de un grupo más numeroso. Para evitar la sensación de desamparo, no dejaban de hablar, a la vez que se intercambiaban los números del móvil y sus direcciones de correo electrónico.

—¡Oye, tú! —escucharon a su espalda. Los dos se volvieron y vieron a un chico, algo mayor que ellos, que se

aproximaba. Como no les gustó nada la aparición, ambos se giraron simultáneamente hacia delante con intención de poner tierra de por medio cuanto antes, pero otro joven, más alto y corpulento que el anterior, plantado delante de ellos, les cerraba el paso. «Seguramente —pensó Alex— han salido del solar de la izquierda.» La salida hacia la calzada estaba tapada por varios coches aparcados. Les tenían encerrados.

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—¿Qué quieres? —preguntó, dándose la vuelta y dirigiéndose al que tenía a su espalda.

—Te he visto en la discoteca y me da la impresión de que estás asquerosamente forrado —contestó el otro—. Y como a mí me gusta que la riqueza esté bien distribuida, espero que colabores con esta buena causa y me des todo lo que llevas encima.

Alex pensó inmediatamente en su padre y en la cantidad de veces que le había dicho que no debía llevar tanto dinero encima. Pero a él le gustaba impresionar a la gente y no le hacía caso. Ahora debería atenerse a las consecuencias de haberse pavoneado delante de sus amigos. Sin embargo, no pensaba dejarse robar así como así por un par de rateros.

—¿Y si no quiero? —Date la vuelta y echa una mirada. El chico se giró y vio a Lola con la boca tapada por la manaza del tiarrón que

había aparecido por delante de ellos y con el filo de una navaja apoyado en su garganta. La cosa iba en serio.

—Vamos, dame la cartera y acabemos cuanto antes —le ordenó el ladrón. Entonces, cometió el segundo error de la noche. Imaginó que el cinturón marrón

de taekwondo conseguido la pasada semana sería suficiente para tumbar a los dos atracadores y arremetió contra el que tenía delante, suponiendo, como así sucedió, que su compañero no se atrevería a hacer nada a la chica. Éste, en cuanto vio el movimiento de Alex, la soltó y corrió en ayuda de su colega. En unos segundos, tenía cogido por el cuello a Alex mientras Lola contemplaba la escena, incapaz de reaccionar.

—Me has jodido bien, chaval —le dijo el más bajo, que tenía toda la pinta de ser el que mandaba—. Ahora te vas a quedar sin dinero y vamos a dejarte unos recuerdos para que no te olvides de nosotros.

Después de una primera patada en el estómago, Alex se llevó las manos al vientre por el dolor. El atracador se fijó entonces en el pequeño resplandor verde que salía de la muñeca del chico.

—¡Ah! Y esa pulsera que llevas también me gusta. Dámela. Alex prefirió no resistirse y comenzó a teclear el código para abrirla y

entregársela a su atracador. —¿Pero qué estás haciendo? —le gritó el más mayor, que no soltaba su cuello. —¿Queréis la pulsera? —contestó Alex, casi llorando del dolor—. Pues para

dárosla tengo que pulsar unos botones concretos, ¿vale? Acababa de terminar y ya estaba quitándosela, cuando el grandullón gritó al

otro, que se había distraído un momento mirando a Lola. —¡Eh, tío! Que ha llamado a la pasma. —¡Pero qué has hecho, cabrón! —le gritó éste. Y sacando su propia navaja, de

un palmo de hoja, comenzó a clavarla en el vientre del muchacho. Una, dos, tres, cuatro veces. El mayor le dejó caer al suelo

El que hacía de jefe sacó la cartera del bolsillo trasero del vaquero de Alex; se hizo rápidamente con su contenido —el tiempo se le estaba echando encima— y cogió la pulsera, que, con el forcejeo, había ido a parar al suelo. El resplandor verde procedente del piloto ya no se veía; debía de haberse golpeado con algo y había dejado de funcionar. Reunido todo el botín, amenazó a Alex:

—Y a la próxima, te mato. Después, dirigiéndose a su compañero, le ordenó: —¡Vámonos! Los dos ladrones salieron corriendo, atravesando el solar por el que habían

aparecido. Lola despertó de su parálisis mental y comenzó a gritar.

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—¡Que alguien nos ayude, por favor! —Estaba histérica y apenas se entendía lo que decía—. ¡Auxilio! ¡Por favor!

El rostro de Alex se contraía por el dolor. Tirado en el suelo, logró sacar el teléfono móvil del bolsillo de su cazadora y se lo tendió a la chica.

—¡Busca «Hospital» en la agenda y llámales! —consiguió decir. Lola agarró el móvil. Después de perder unos segundos preciosos tratando de

comprender el funcionamiento del teléfono, encontró la palabra y pulsó el botón de llamada.

La madre de Alex no paraba de llorar. Su marido trataba de calmarla sin

conseguirlo, mientras conducía todo lo aprisa que le permitían sus nervios. Desde urgencias del Nou Hospital habían recibido una llamada a las diez y media de la noche, avisándoles de que su hijo acababa de ser ingresado por herida de arma blanca y que debían presentarse de inmediato.

Llegaron al hospital y preguntaron en recepción. Pilar, que había atendido la llamada de la chica, buscó apresuradamente en el ordenador el paradero del muchacho «herido por arma blanca».

—«Alejandro Ferrer Lucas. En espera de ingreso en la UR» —leyó en la pantalla—. Es por este pasillo de la derecha, la última puerta de la izquierda. Apresúrense porque les están aguardando.

Tres caras se volvieron hacia ellos cuando entraron en la sala sin llamar. Alex estaba acostado en una camilla, aunque apenas pudieron verle porque la enfermera que acompañaba a los dos médicos corrió enseguida una cortina que les tapó la vista de su hijo.

Uno de los doctores que estaban atendiendo al chico se dirigió al matrimonio. —Los señores Ferrer, supongo. —Sí, somos nosotros —contestó el padre—. ¿Qué le ha pasado a nuestro hijo? —Le han atracado al salir de una discoteca y le han herido con una navaja —les

informó el médico—. Está muy grave. Ha perdido muchísima sangre y no sabemos si va a salir con vida.

La mujer empezó a sollozar de nuevo, después de haber conseguido dominarse poco antes de llegar al hospital.

El otro médico se les acercó. —Estamos esperando a que llegue el doctor Zuazo —les dijo—. Es uno de los

responsables de la Unidad de Regeneración; él se encargará de Alejandro desde que ingrese en la UR. Con la medicina tradicional no podemos hacer nada y se nos está yendo. El doctor me ha anunciado que, con toda probabilidad, tendrán que someterle al shock encefálico para conseguir una regeneración lo más rápida posible. Y debo recordarles que si sobrevive, recuperarán a su hijo con las consecuencias que lleva consigo este tratamiento.

—Sí, ya lo sé —respondió el padre, tratando de mostrarse sereno—. Puede hacerle perder la memoria y todo lo que sabía hasta ahora, ¿no es así?

—Efectivamente —contestó el médico—. Además, probablemente, no podrán verle en varias semanas.

Aquella mañana disponía de tiempo libre. A primera hora, después de leer los e-

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mails recibidos en su cuenta, no pudo vencer la tentación de internarse de nuevo en la red del hospital. Desde la llegada del nuevo director, la información estaba siempre al día y podía enterarse de todas las novedades. Repasó el estado de sus enfermos favoritos, aunque no los conocía personalmente. Se alegró ante la mejoría de la mujer de la 404. Se había fijado en su historia clínica porque le recordaba en cierto modo a la de su madre, fallecida algunos años atrás por una insuficiencia coronaria aguda que acabó mandándola a la tumba. Ésta parecía que iba camino de recuperarse.

Indagó en la base de datos en busca de los últimos ingresos. Uno había ido a parar a la UR y tuvo que saltarse una pequeña barrera informática. «Nombre: Ferrer Lucas, Alejandro. Motivo del ingreso: heridas de arma blanca. Estado del paciente: Fallecido». Sintió mucha pena por el chaval. Buscó la carpeta donde había guardado los historiales de los catorce chicos elegidos para aplicarles la terapia celular con sus células madre embrionarias. No había tenido tiempo todavía ni tampoco había sentido un particular interés por leerlas, a pesar de las sospechas que albergaba acerca de la aleatoriedad de la selección. Comprobó que se trataba de uno de ellos. Imprimió el informe de su defunción y lo archivó cuidadosamente en la carpeta, junto a los otros datos del chico. Un expediente cerrado.

Los padres de Alex permanecieron en el hospital toda la noche, a la espera de

alguna noticia sobre la evolución de su hijo. Por fin, a las siete de la mañana, el doctor Zuazo apareció en la sala donde había pasado la noche el matrimonio.

—Buenos días —les saludo—. Soy el doctor Diego Zuazo y he acompañado a Alejandro desde que le llevamos a la UR ayer por la noche. De momento, sólo puedo decirles que su estado es grave, pero hemos conseguido cortarle la hemorragia producida por los navajazos que recibió. Le hemos inyectado los cultivos de células madre que estábamos preparando desde su inclusión en el grupo de la Unidad de Regeneración, pero no podemos asegurar que vaya a salvarse. Ha sido agredido brutalmente.

Zuazo no era precisamente delicado en el modo de decir las cosas. La madre de Alex ocultó la cara en el hombro de su marido tratando de esconder las lágrimas que volvían a afluir a sus ojos.

—Hemos tenido que aplicarle el shock encefálico que acelerará el proceso de regeneración —prosiguió el doctor—. Quiero que sepan que estamos haciendo todo lo posible para salvar la vida del muchacho. Si esto les consuela de algún modo, puedo anunciarles que si conseguimos sacarle adelante, muy probablemente quedará curado también de la diabetes que padece. A la vez que hemos empezado a aplicarle células madre para la reparación de las heridas que ha sufrido, hemos iniciado el tratamiento para librarle de esta enfermedad. Si todo sale como esperamos, los cultivos de células madre ya diferenciadas resolverán este problema en Alejandro. No tendrán que preocuparse más de la maldita diabetes.

—Si todo sale como esperan... —repitió el padre del chico. —Ahora les recomiendo que vuelvan a casa —les dijo Zuazo—. Aquí no pueden

hacer nada por él. Les avisaremos en cuanto haya alguna novedad. El proceso puede ser muy largo y ya saben que, después de ser sometido al shock, debe mantenérsele aislado. Pasarán bastantes días hasta que puedan volver a ver a su hijo.

—Gracias, doctor. —Esta vez habló la madre de Alex, menos nerviosa que unos

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minutos antes—. Sé que está en buenas manos. Alex nació aquí y siempre le han tratado muy bien. Pero llámenos, por favor, cuando tengan la más pequeña noticia que decirnos.

—Así lo haré. Por cierto —les dijo el doctor, antes de dejarles—, Alejandro no llevaba la pulsera cuando le trajeron al hospital. ¿Saben qué ha podido ser de ella?

—No, lo siento. La buscaremos en casa, pero no creo que esté. Siempre la llevaba puesta.

Se marcharon. Unas horas más tarde, el doctor Zuazo llamó a casa de Fernando Miralles, pero nadie cogía el teléfono. Era domingo, 5 de noviembre y, por lo visto, no iba a ser fácil dar con él. No había prisa, sin embargo. Podían esperar hasta el lunes. Le dejó un mensaje en su teléfono inalámbrico para que se pusiera en contacto con él en cuanto llegase.

Miralles no apareció hasta el lunes, después de comer. Algo le habría

entretenido. Aunque disponía de teléfono móvil, sólo lo utilizaba para llamar desde él. No deseaba estar localizado, como una gran mayoría de personas y, por ese motivo, nunca daba su número a nadie, de modo que para contactar con él había que dejarle recados. Así lo hizo Zuazo, avisando en recepción de que, si aparecía, le dijesen que le llamara a su teléfono interno. Lo mismo hizo con otros médicos del hospital. Entre los avisos que había dejado repartidos por todo el centro y la información que habían hecho circular los del equipo de guardia de la noche del sábado, casi todos los médicos estaban al corriente del ingreso de Alejandro en la UR y del estado crítico en el que se encontraba.

—¿Tú cómo te has enterado? —le preguntó Álvaro a Pilar, durante un momento de descanso, que aprovechó para ir hasta la planta baja a pasear un rato por el exterior.

—¿Quién te crees que estaba esa noche atendiendo las llamadas? Pues yo misma.

—Cuéntame más cosas. —Luego hablan del marujeo de las mujeres —se quejó Pilar—. Sólo te puedo

decir que a las diez atendí una llamada de una chiquilla que gritaba histérica pidiendo ayuda. Me dio una dirección que tuve que hacerle repetir tres veces hasta enterarme bien y salió una ambulancia a todo correr para recoger al chico. —Pilar se tomó un respiro y continuó—. Por lo visto, le habían cosido a navajazos un par de malnacidos. Llamaron a sus padres, que vinieron lo más rápido posible. Como da la casualidad de que el chico es uno de los catorce enfermos seleccionados para aplicarles la clonación terapéutica, le ingresaron enseguida en la UR y están tratando de sacarle adelante.

—¿Y qué dice Miralles? —No lo sé. Ha estado fuera toda la mañana, como yo. Pero si quieres saber mi

opinión, no creo que salga. Estaba muy mal cuando le trajeron. Si, encima, tiene alguna de esas enfermedades que hay que curar con terapias especiales, peor me lo pones.

Mientras hablaban, vieron al propio Miralles, a Zuazo y el doctor Díaz Herrero saliendo del ascensor camino del bar, conversando entre sí y Álvaro no desaprovechó la oportunidad.

—Perdonen —dijo en voz alta para llamar la atención de los médicos. Se pararon los tres, sorprendidos por la inesperada interrupción, aunque no

pareció molestarles. —¿Qué deseas, Costa? —le preguntó Miralles. —No soy yo —mintió—. Es Pilar. Estábamos hablando del chico que ingresaron

el sábado en la UR y nos preguntábamos cómo se encontraría. Pilar fue la que recogió la

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llamada de socorro y está muy preocupada por la evolución del muchacho. Se acercaron al mostrador. Pilar estaba pasando una llamada a una habitación y,

cuando terminó, la saludaron los tres afectuosamente. No en balde llevaba en el hospital desde los comienzos y conocía bien a todos los médicos y enfermeras. La consideraban como una buena amiga.

—Pilar —la saludó primero Guillermo Díaz—, ¿cómo estás? Perdona que te hagamos tan poco caso pero sabemos que tu labor aquí es muy eficaz.

—Es que siempre andamos corriendo de un sitio para otro —le dijo Miralles—. Valga el saludo y la dedicación que hoy te prestamos como compensación por las veces que no te decimos ni hola.

—Sólo quería saber cómo se encontraba Alejandro, el chico que trajeron el sábado —les dijo la mujer.

—Hemos conseguido cortar la hemorragia —le informó el doctor Zuazo—, pero ha habido que recurrir al electrochoque para provocar la proliferación rápida de las células madre que teníamos preparadas. Esperamos que funcionen bien. Además, hemos aprovechado la ocasión para iniciar el tratamiento contra la diabetes que padecía el chico con las células diferenciadas que manteníamos en cultivo. Si se salva, al mismo tiempo quedará curado de la enfermedad que sufría.

—Tranquila, mujer, que todo saldrá bien —intervino Díaz—. Aquí todo está bien programado y se curará cuando se tenga que curar. Ya lo verás.

Álvaro advirtió una mirada rápida de Miralles dirigida al doctor. —Te informaremos de cómo va todo, Pilar. Descuida —dijo Miralles. Continuaron su camino hacia el bar. —¿Conque soy yo la interesada en saber el estado del chico? —dijo Pilar cuando

se marcharon. —Bueno, mujer. Sabía que a ti te harían más caso que a mí. Además, fíjate en la

cantidad de atenciones que han tenido contigo. Se ve que les caes bien. —Más les vale. Soy la más antigua del lugar, no la más vieja, ¿eh? Y lo sé todo

de todos. —¿Te has fijado en la mirada que le ha echado Miralles a Díaz Herrero? ¿Por

qué lo habrá hecho? —No tengo ni idea. A Álvaro no le pareció sincera la respuesta, pero prefirió no decirle nada. «Lo sé

todo de todos.» ¿Qué sabría de él mismo? Un día de éstos tendría que ponerla a prueba para ver hasta dónde había sido capaz de enterarse sobre su vida en los pocos meses que llevaba en el Nou.

Sonó el teléfono. Pilar pidió disculpas a Álvaro, que se marchó para continuar con sus visitas, y atendió la llamada. Le sorprendió el número tan largo que aparecía en la pantalla del teléfono. Llevada por la curiosidad, lo copió rápidamente en un papel y contestó:

—Nou Hospital. Dígame. La voz que le respondió tenía acento francés y le pidió que le pusiera con el

doctor Fernando Miralles. —¿De parte de quién es, por favor? —Dígale que le llama el piloto. Pilar pasó la llamada a Miralles y, acto seguido, consultó la guía internacional de

prefijos telefónicos que tenía en el cajón del mostrador. La llamada procedía de algún

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lugar de Argelia. Hacía más de un mes que no se veían. Se citaron en el bar de Ahmad a las ocho

de la tarde. Cerca ya de diciembre, apetecía más un café caliente que un refresco. —Hola, chico —le saludó Ahmad—. ¿Qué va a ser? —Ponme un café con leche con un cruasán —le respondió Álvaro. —¿Y para el superpoli? —Yo tomaré un cortado, gracias —dijo Paco. En un par de minutos tenían sobre la mesa lo que habían pedido. —¿Cómo tenemos al pequeño Pablo? —Muy bien, gracias a Dios. —Me parece que no te he vuelto a preguntar por aquellos dos que robaron en la

joyería. ¿Habéis conseguido localizarles, al menos? —No, que yo sepa. Aunque empezamos a investigarlo juntos, el caso quedó en

manos del comisario Peláez y no me ha llegado nada de que tengan alguna pista. Tampoco hemos cogido a los que atracaron a ese chico que está en tu hospital, el que salía de la discoteca, aunque tenemos fichados a algunos que podrían ser los autores. ¿Sabes por qué sospechamos de dos en particular?

—No creo que pueda adivinarlo. —Por lo salvajes que fueron —dijo Paco—. La chica que le acompañaba se puso

tan nerviosa que no ha sido capaz de describir a sus atacantes y apenas se ha podido hacer un esbozo de retrato robot. Pero lo que sí está claro es que se trata de un par de desgraciados a los que no les importa llenar de navajazos a un chaval por nada.

—¿Se llevaron algo más que el dinero? Quiero decir que si ella llevaba alguna sortija o si el reloj del chico era de ésos que valen un pastón —le preguntó Álvaro.

—Además de vaciarle la cartera —señaló Paco—, le pidieron una pulsera que llevaba el muchacho. Por lo que me han contado, parece que tienen que llevarla puesta todos los pacientes de esa unidad especial que tenéis en tu hospital y, para quitársela, tienen que teclear un código. La chica contó que, al ver ese par de delincuentes que pulsaba unos botones para entregársela, se pusieron nerviosos pensando que estaba llamando a la policía y fue cuando empezaron con la navaja. ¿Por qué les hacen llevar ese trasto?

—Por lo visto, es una especie de transmisor parecido a un teléfono móvil que envía datos sobre el estado general del enfermo. Dispone de un pequeño teclado; escribiendo la fecha de nacimiento del que la lleva y al final dos ceros, pueden quitársela o ajustársela a la muñeca. Además, sirve de localizador vía satélite de la persona que lo lleva.

—¿Y para qué querrían la pulsera? Es que son como las urracas: van detrás de todo lo que brilla.

Álvaro se fijó en que el policía, como había visto hacer al comisario Peláez, también removía una y otra vez el azúcar en el café, sin dejar de cavilar.

—Has dicho que emite una señal de localización —dijo Paco—. Supongo que actualmente no estarán recibiendo nada en el hospital.

—Lo habrían comunicado a la policía, ¿no crees? La pulsera debió de romperse cuando se la robaron. Esos aparatos son muy delicados.

Álvaro le notaba cansado, aunque con ganas de charlar con alguien. Dejó la cuchara sobre el plato del café y le dijo, de improviso, a su amigo:

—Tú no sabes lo que cuesta educar bien a los hijos.

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—¿A qué viene eso? —le preguntó Álvaro. —Es que me acabo de acordar de una cosa. Es por lo que estábamos hablando de

esos dos desgraciados —se explicó Paco—. El otro día conociste a mi hija Teresa. ¿La crees capaz de acostarse con un tío de dieciocho años?

—Hombre, no lo sé. Parecía muy modosita. Tú lo sabrás mejor que yo. —El pasado fin de semana la invitaron a una fiesta que se organizaba en la

misma discoteca donde estuvo el chico que atracaron. ¡Mira qué casualidad! No me hacía ninguna gracia dejarla ir, pero confié en su buen criterio y acudió a la fiesta.

—¿Y qué pasó? —preguntó, Álvaro, intrigado. —Era la primera vez que iba a un sitio como ése. Sus amigas del colegio la

habían animado mucho: que si te lo pasas bomba, que si conoces a un montón de gente, que no te preocupes por el alcohol porque no nos lo sacan a los de nuestra edad, etcétera, etcétera. Y, efectivamente, como luego nos contó, todo iba muy bien hasta que se les acercó un chico algo mayor que los del grupo en el que estaba. Se sentó entre ella y una de sus amigas, forzando un hueco para meter su trasero en un asiento donde no cabían tres personas. Total, que casi le tenía encima. Se presentó como Borja, un amigo del dueño de la discoteca, y les dijo que invitaba a todas las chicas a una ronda de lo que quisieran.

—¡Qué generoso el tío! —Lo que mi hija quería en esos momentos no era precisamente tomarse una

Coca Cola sino que el tal Borja le dejase espacio al menos para respirar —continuó Paco—. Pues allí seguía el tío ése. Las amigas, en vista de que parecía que sólo se interesaba por Teresa, se marcharon hacia otros rincones del local y les dejaron solos. Entonces, empezó el toqueteo.

—¿Y qué quieres que haga un chico en una discoteca? Ligar con las tías que van.

—Ya, pero es que en este caso la tía era mi hija y no tenía ninguna gana de ligue ni de que la tocasen. Estaba asustada al verse sola con aquel chico. Fue en aquel momento cuando le propuso que se fuesen a su casa a pasar el resto de la noche.

—¿Y qué hizo tu hija? —¿Que qué hizo? Paco sonrió mientras lo recordaba. —Le soltó un bofetón que casi le tira al suelo. Se armó una buena y apareció el

dueño del local. En cuanto vio al chico, le echó a la calle de una patada, recordándole que no quería volver a verle por allí en toda su vida.

—O sea, que ni amigo del dueño ni nada. —Elemental, querido Watson. Tú vales para investigador. —Los hay con mucha cara. —Sí, pero lo malo es que las autoridades permiten que ocurran estas cosas —se

lamentó Paco. —¿Qué quieres decir? —Pues que ya podían informar un poco mejor a los chavales de que la

sexualidad no es mera genitalidad y de que la salud sexual no consiste solamente en no coger el sida o no quedarse embarazada. Han logrado que muchos identifiquen el embarazo con una enfermedad.

Paco parecía enfadado. —No sabes el cabreo que me cojo cuando voy de paseo por la calle con mi

mujer y mis cinco hijos, con el pequeño en su cochecito, y a algún cantamañanas se le ocurre gritar a Luisa: «¡Coneja!», haciendo una clara referencia al número de niños. Encima de que estamos sacando adelante al país contribuyendo a aumentar su mejor

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riqueza natural, que son las personas, algunos se creen con el derecho a insultarnos. —No les hagas caso, hombre. Es que no han tenido la suerte de conocer a

alguien como Luisa, capaz de cambiar su profesión por sacar adelante una familia numerosa.

—¿Y qué me dices del sida? Cualquier persona con sentido común sabe que no va a coger esta enfermedad si se abstiene de tener relaciones sexuales con personas desconocidas. Fíjate: hasta el mismísimo presidente de los Estados Unidos habla de la abstinencia como remedio. Habrá cosas en las que no esté de acuerdo con ese tío, pero creo que en eso acierta. Sin embargo, hay gente empeñada en tratar de convencer a la juventud de que es imposible vivir sin acostarte de vez en cuando con uno o con una.

Álvaro procuraba escuchar a su amigo con atención porque notaba que necesitaba desahogarse con alguien.

—¿Sabías que en Uganda han reducido el número de contagios simplemente por la campaña hecha desde el Gobierno fomentando la abstinencia entre los jóvenes? El índice de infecciones descendió en ese país de casi un tercio de la población en 1990 a menos de la décima parte nueve años más tarde(21). Incluso la ONU, a través de UNICEF, informaba a principios de año en su página web de que el único método 100 % seguro para no contraer la enfermedad es retrasar el momento de la primera relación sexual y guardar la fidelidad a la pareja. Sólo en tercer lugar hablaba de los preservativos como medio de prevención. Seguro que te suena lo que algunos llaman la estrategia ABC: abstinence, be faithful, condom. Abstinencia, fidelidad y, en último lugar, condón. Con un poco de fuerza de voluntad y una cabeza bien puesta sobre los hombros, cualquiera puede protegerse contra el sida sin necesidad de gomitas ni de nada.

Álvaro había oído la noticia que Paco le acababa de recordar sobre lo que habían hecho en Uganda hace unos años y le había parecido una posible solución al problema, aunque de difícil puesta en práctica.

—Y eso, por no hablar del aborto. Sí, me dirás que digo estas cosas porque soy cristiano y todo lo que quieras, pero el hecho es que el número de abortos en este país no ha parado de crecer desde que se aprobó la ley que lo despenalizaba, a pesar de todas las campañas que se han puesto en marcha. El preservativo falla en multitud de ocasiones. Y no te lo digo yo: te lo dice el mismo hospital de Badalona, que es pionero en España en repartir píldoras del día después: el 80 % de las mujeres que acuden, lo hacen por fallos del preservativo(22).

—Total, que vamos hacia el aniquilamiento de la raza humana, ¿no? El comentario divertido de Álvaro hizo que Paco sonriese, después de la diatriba

que acababa de soltar. Por lo menos, se sentía confortado por haber podido decir por una vez claramente lo que pensaba, aunque fuese «políticamente incorrecto», y porque su amigo había sido capaz de escuchar con atención los argumentos en los que se apoyaba.

—Bueno, quizás haya exagerado un poco. Pero, en el fondo, pienso que las cosas son como te las he dicho. ¿Y sabes qué me ayudó a cambiar de opinión?

—¿Cómo? ¿No has pensado siempre del mismo modo en estos temas? —¡Qué va! Hace años, yo tenía las mismas o parecidas ideas de las que puede

tener un joven en la actualidad. Fue a raíz de ver en la televisión un programa debate sobre el aborto en el que un médico se atrevió a mostrar un feto abortado. Se me puso la piel de gallina con lo que vi y con lo que ese doctor explicó a continuación.

Álvaro se acordó de su amigo Jesús. —Venga, acábate el café, que ni lo has probado, y vamos a dar una vuelta antes

de volver a casa. Quédate tranquilo, que pensaré en todo lo que has dicho.

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—Vale, en ese caso, hoy invito yo.

Capítulo 13

Por la mañana, como todos los 22 de diciembre de cada año, las niñas y los

niños del colegio de San Ildefonso se habían encargado de distribuir fortuna. Un año antes, la ciudad se había visto agraciada con el segundo premio, que dejó repartidos entre los valencianos unos cuantos millones de euros. En esta ocasión, no hubo tanta suerte y el premio gordo de la lotería de Navidad fue a parar a Puertollano, y el segundo, más repartido, había caído en varias poblaciones de la península. El tercero se fue directo a Canarias para hacer a estas islas más afortunadas todavía de lo que ya lo eran.

Nadie en el Nou Hospital se había hecho grandes proyectos con lo que podía tocarle en la lotería, pero lo que sí tenían planeado para esa noche muchos de los médicos y enfermeras que no estaban de servicio era la cena de Navidad que ofrecía el centro sanitario para su personal. No acudió todo el que pudo: siempre había alguien al que no le gustaban esas reuniones, o no podía dejar esa noche a los niños con otra persona, o simplemente, al ser viernes, había aprovechado la tarde para irse ya de vacaciones. En total se habían reunido unos cuarenta comensales.

La dirección del hospital había contratado una pequeña sala de fiestas para la celebración. El local estaba situado en una bocacalle de la Avenida de Francia, muy cerca de la torre del mismo nombre y de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Se había colocado una larga mesa reservada a los altos cargos y, distribuidas por toda la sala, había varias mesas más pequeñas sobre las que un grupo de camareros iba reponiendo platos según se vaciaban los anteriores. Algunos sofás completaban la disposición de la sala. La idea era facilitar el contacto y la conversación entre todos los asistentes, que podían ir de un grupo a otro, sin la necesidad, que a veces podía resultar odiosa, de tener que pasar toda la cena junto a alguien que no te caía bien. El ambiente musical corría a cargo de una pequeña banda contratada por uno de los médicos: guitarra, batería y solista, acompañados del saxo o del teclado, que los tocaba un joven calvo, amigo del médico en cuestión.

El viejo Miralles, Eulogio, acudía todos los años a la cena, también ahora que vivía en Madrid. Le recordaba los buenos tiempos pasados en el Nou y le ayudaba a distraerse un poco y distanciarse del tedioso trabajo burocrático que realizaba. No faltaba ninguno de los responsables de cada área de la UR ni, por supuesto, el gerente, Luis Cortés. Jaime y Álvaro asistían también a la cena. «Siempre conviene estar en estos eventos, dejarse ver, ya sabes... », le había dicho Jaime a su amigo. Después de más de tres meses trabajando en el hospital no les quedaban caras nuevas por descubrir, sobre todo a Jaime que, con su natural simpatía y sus ganas de hacerse notar, aparecía con frecuencia por todas las plantas y por todos los departamentos con motivo o sin él. El nombramiento de un novato como él, hacía ya un mes y medio, como miembro del grupo de investigación había servido para darse a conocer en todo el centro. «Además —continuaba animando a su amigo— este sistema de self service te facilita comer mucho y de todo sin quedar demasiado mal.»

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—Como no pares, te va a dar algo. Te estás poniendo como un tonel —le dijo Álvaro.

—Tú calla; come y deja comer. Para algo que nos regalan, hay que aprovecharse, ¿no? —le replicó Jaime mientras cogía otro sándwich de jamón y queso de una bandeja que había en una mesa cercana.

—¿A que no te has hecho todavía la revisión que te dije? —¡Ché! No te pongas pesado ahora con eso. Cuando llegó la hora del postre, Cortés, los dos Miralles y todo su equipo

decidieron levantarse, ya que hasta ese momento habían permanecido en la mesa presidencial saludando a los que se acercaban hasta ahí.

Todos los que ostentaban algún cargo dentro del hospital no querían desaprovechar la ocasión para alternar con unos y con otros. Dentro de un ambiente relajado y festivo —algunos se tomaban vacaciones a partir del día siguiente— podían restañar las viejas heridas que se hubieran producido en el trabajo diario o, sencillamente, mostrarse como uno más entre sus iguales, a quien le tocaba de cuando en cuando tomar decisiones y ejercer el mando en sus áreas respectivas. La verdad, pensaba Álvaro, es que se había logrado una atmósfera alegre y distendida en la pequeña sala de fiestas.

—Cuidado, que vienen hacia nosotros —bromeó Jaime, al ver acercarse a Fernando Miralles y al doctor Díaz Herrero.

—¿Te has fijado? Últimamente, siempre que veo al doctor Díaz, está Miralles con él. Parece como si no se fiase de dejarle solo.

—¡Feliz Navidad, muchachos! ¡Cuánto me alegra veros aquí! —les dijo Díaz—. ¿Cómo sigue mi nieta? Hace tiempo que no sé nada de ella.

El brillo en los ojos y el tono de su voz revelaban que ya llevaba unas cuantas copas encima.

—La última vez que la atendí se encontraba muy bien —contestó Álvaro—. Dentro de unos días tiene que volver a la consulta. Si quiere, puedo avisarle y así aprovecha usted la ocasión para saludarla.

—Sí, hazlo, por favor. Te lo agradecería. —Por cierto, doctor Miralles. Y perdone si el sitio no es el adecuado, pero me

gustaría preguntarle para cuándo se espera que Nuria pueda ser sometida al tratamiento con sus células madre. Después del éxito conseguido con Alejandro Ferrer, los padres de la chica están impacientes.

—Lo comprendo. Yo también lo estaría —reconoció Miralles—. No te lo puedo decir con exactitud. Todos los de la unidad estamos sorprendidos de la efectividad del tratamiento en ese chico. Hubo que aplicarle el shock encefálico en varias ocasiones, pero la pérdida de memoria se puede considerar un mal menor comparado con una muerte casi segura, como fueron los primeros pronósticos. Sus padres ya han podido visitarle en la unidad y dentro de unos días podrá estar en casa.

—Además, ha quedado curado de la diabetes, según publicaron los periódicos —intervino Jaime, para no quedarse en segundo plano.

—Ya te lo dije, muchacho —dijo Díaz, mientras dejaba su copa vacía de champán en la bandeja de un camarero que pasaba, y se hacía con otra llena—. En el Nou Hospital todo está bien programado: se curó porque se tenía que curar. ¡Brindemos por Alejandro! —gritó de repente—. ¡Por el milagroso doctor Miralles y su equipo infalible!

Alzó su copa y los que estaban a su alrededor hicieron lo mismo y las chocaron entre sí.

—Os lo digo yo —continuó tras el brindis, dirigiéndose a los dos jóvenes—.

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Ganaremos la batalla a esos malditos políticos que tratan de pararnos los pies porque no saben nada de lo que es el auténtico progreso.

Sus ojos brillaban aún más que antes. Miralles le cogió de un brazo y se lo llevó para conversar con otros grupos de médicos y enfermeras que había en la sala. Jaime procuró no perderle de vista.

—¿Le has oído? —le dijo Álvaro—. Otra vez ha repetido lo de las curaciones programadas y de nuevo Miralles lo ha quitado de la circulación. No sé si quiere transmitirnos algo con eso o es que simplemente está un poco majareta.

—¡En qué cosas te fijas, hombre! —dijo Jaime, mientras hacía esfuerzos para tener localizado al viejo doctor entre la gente—. Lo que a mí me parece es que empieza a estar bastante bebido y, como intente volver así a su casa, puede tener algún accidente.

Pilar, que andaba de grupo en grupo, se les unió y les deseó una feliz Navidad. —Me alegro de veros en la fiesta, muchachos —les saludó. —Uno no puede dejar pasar la oportunidad de codearse con la gente importante.

Si no te conocen, no eres nadie —le dijo Jaime. —Pues si quieres conseguir que tu nombre salga en los periódicos, lo tienes muy

fácil. Emborráchate, monta una bronca monumental, empieza a pegar a todo el mundo, empezando por el director, y ya verás lo conocido que resultas a partir de mañana.

—Hay otros métodos más delicados, mujer. —Creo que ha llegado el momento de aplicarlos. Por ahí vienen dos

«personajes» con los que ya he estado hablando un rato largo y no me apetece estar más. Os dejo.

El doctor Zuazo se acercó hasta los dos amigos acompañado por un hombre mayor al que ni Jaime ni Álvaro conocían.

—¡Feliz Navidad! —les saludó Zuazo. —Igualmente —respondieron los dos al unísono. —No sé si conocéis a Eulogio Miralles, el padre del doctor Miralles. —¡El Mago! —dijo Jaime, con evidente admiración. Al viejo Miralles se le encendió la cara de satisfacción. —¿Todavía se acuerdan de mí algunos jóvenes? Eso está muy bien, hombre. —Cuando estaba terminando los estudios, antes de entrar en la universidad —

recordó Jaime—, leí algunas noticias relacionadas con usted y su capacidad de llevar a cabo trasplantes con unos ínfimos niveles de rechazo. Pienso que fue El Mago, a través de esas noticias y de lo que se traslucía en ellas, quien me llevó a tomar la decisión de estudiar medicina. Y, mire por dónde, ahora le acabo de conocer.

—Me alegro mucho de haberte ayudado a tomar la decisión acertada. Tu nombre es...

—Jaime Puig, señor. —¿Y el de tu amigo? —pregunto Eulogio Miralles. —Álvaro Costa —respondió el propio Álvaro. —¡Ah, sí! Guillermo Díaz me ha hablado de ti. Estás cuidando de su nieta Nuria,

¿no es así? —En efecto. Y lo tengo como una gran responsabilidad que se me ha confiado. —No te preocupes. Guillermo me ha dicho que eres competente y piensa que la

chica está en buenas manos hasta que ingrese en la Unidad de Regeneración. —Le agradezco el cumplido, doctor Miralles. —No hay de qué, muchacho, no hay de qué —le dijo Miralles—. Bueno, ya nos

volveremos a ver; voy a continuar saludando a viejos amigos y disfrutando de esta excelente cena. Hasta la próxima vez que nos veamos, y que tengáis una feliz Navidad.

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Una vez que se alejaron un poco, Álvaro le dijo a Jaime, sin poder aguantarse

más. —¡Pero qué mentiroso eres! —le soltó—. Tú siempre me has contado que

querías estudiar medicina desde que tenías diez años. —A esta gente hay que estar adulándola sin parar si quieres sacar algo de ellos

—le dijo Jaime—. Además, no es del todo mentira lo que le he dicho. Cuando estaba en el último año del instituto, cayó en mis manos una revista en la que se hablaba de Eulogio Miralles, alias El Mago. Debía de tener un don especial para los trasplantes. El hecho es que me confirmó en mi decisión de empezar la carrera que hacía ya varios años había decidido estudiar. Ese tío era un fuera de serie.

Los dos amigos deambularon un rato de un grupo a otro, riendo los chistes de uno, escuchando los problemas de otro con su suegra, mientras Jaime continuaba picando de todas las bandejas que se ponían a su alcance.

Cerca de la medianoche, la mitad de los asistentes a la cena se habían marchado.

Jaime seguía preocupado por el doctor Díaz, que llevaba sentado en un sofá los últimos treinta minutos y con cierto aire de adormilado. Se acercó hasta él, le tocó en el brazo y el buen doctor se despertó.

—Doctor Díaz. —¿Sí? ¡Ah, eres tú, muchacho! —Ya es muy tarde. Quizá deberíamos irnos ¿Quiere que le acompañe hasta su

casa? —se ofreció Jaime. —No, no hace falta. Muchas gracias. He traído el coche y pienso que todavía

estoy en condiciones de encontrar el camino. Se le veía algo recuperado de su estado de semiembriaguez. El sueño le había

sentado bien. —Me gustaría, de todas formas, marcharme con usted. Yo también he venido en

coche y me sentiría más tranquilo si me permite hacer de «guardaespaldas» hasta su casa. En cualquier caso, tengo que ir ahora en esa dirección.

Guillermo Díaz vivía en un piso al final de la calle Colón y Jaime, por lo visto, tenía alguna cita en la zona centro de la ciudad; podría fácilmente ir detrás del doctor, siguiendo el mismo recorrido hasta su domicilio. Así se lo explicó y acabó convenciéndole para dejarse acompañar.

—Pues nos vamos cuando quieras —le dijo Guillermo Díaz. —Permítame un par de minutos para llamar a la persona que me está esperando

y decirle que no tardaré en llegar. Jaime sacó su teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta —llevaba tres semanas

sin dejárselo olvidado por ahí— y se dirigió a un rincón de la sala. Al cabo de tres minutos, volvió y le dijo a Díaz:

—Ya podemos irnos. Se despidieron de los dos Miralles, padre e hijo, y del resto de la plana mayor

del hospital que todavía permanecía en el salón, cada vez menos poblado Se dirigieron juntos al aparcamiento, subió cada uno en su coche y se incorporaron al tráfico nocturno de la ciudad, que ese día era algo más intenso del habitual. El 22 de diciembre era la fecha elegida por muchas empresas para organizar la obligada fiesta de Navidad antes de la celebración propiamente dicha, y eso se notaba en la cantidad de automóviles que

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circulaban a esa hora de la noche. La ciudad estaba alegremente iluminada, lo que, unido al grado de alcohol

acumulado en la sangre, hacía que Guillermo Díaz se encontrase especialmente contento. De vez en cuando, miraba por el espejo retrovisor para comprobar si su ángel de la guarda continuaba detrás de él. Observó en dos ocasiones que no paraba de hablar por el móvil. «Cuando le pongan una buena multa, ya aprenderá este jovencito.» No obstante, no parecía haber muchos agentes de la policía local por la calle. Quizás ellos también estaban celebrando su cena de Navidad.

Pasaron junto al Palau de la Música y, tras rodear la plaza de Zaragoza, el Ford Mondeo del doctor, seguido de cerca por el coche de Jaime, enfiló el puente que cruza el río y entraron en la Gran Vía Marqués del Turia. Torcieron por la calle Conde de Salvatierra para girar después a la izquierda por la calle Sorni. El semáforo que daba acceso a la calle Colón estaba en verde y lo pasaron.

A continuación, todo ocurrió muy aprisa. Un Grand Cherokee que surgió de la calle de la izquierda golpeó con fuerza el coche de Díaz. Circulaba a gran velocidad y se había saltado el semáforo en rojo. El choque fue tremendo, sobre todo para el Ford. Jaime tuvo el tiempo justo de frenar su Renault Mégane y no colisionar con la parte trasera del automóvil del doctor. El todoterreno, tras unos instantes en que permaneció parado, dio marcha atrás, retrocedió unos metros y salió disparado por la calle Colón. El conductor, quienquiera que fuese, no quería saber nada del asunto.

Jaime aparcó su coche junto a la acera para evitar posibles accidentes con los vehículos que circulaban. Salió con la mayor rapidez que pudo y se dirigió al Ford. El Grand Cherokee había embestido con fuerza la puerta del conductor y no era posible abrirla. A través de los cristales rotos de la ventanilla, Jaime vio al doctor con la cara llena de sangre, parte de la puerta incrustada en su costado y el cuerpo echado sobre el volante. No se movía. El coche era un modelo antiguo y no tenía airbags laterales, por lo que nada pudo amortiguar el golpe. Además, Díaz no llevaba puesto el cinturón de seguridad, aunque de poco le habría servido en esa ocasión.

Al no poder acceder al interior del coche por la puerta del conductor, Jaime trató de hacerlo por la de la derecha. Ésta sí se abrió. Se sentó en el lugar del acompañante, dejando la puerta abierta, y, con el mayor cuidado, enderezó el cuerpo del doctor hasta dejarlo apoyado en el respaldo del asiento. Díaz no hizo ningún gesto de dolor ni emitió señal alguna de vida. Jaime le cogió por la muñeca y comprobó el pulso. Era inexistente. Había fallecido en el acto.

Permaneció un tiempo quieto, sin saber qué hacer. Le invadió de pronto una terrible sensación de impotencia. Una mujer le tocó en el hombro desde fuera del coche, sacándole de ese estado.

—¿Cómo está? —le preguntó. —Ha muerto —fue la escueta respuesta. —¿Tiene un teléfono móvil? Si llamamos a una ambulancia, quizá todavía se

pueda hacer algo. —¡Le he dicho que está muerto, joder! Jaime se sentía aturdido y asustado. Después de gritar a la mujer, se volvió hacia

ella y se disculpó. —Lo siento. Es que se trata de un amigo al que acompañaba a su casa y no me

acabo de creer que haya muerto así, de repente. Al cabo de un rato, otros peatones y dos coches más se pararon para tratar de

ayudar en lo posible. Al convencerse de que no había mucho que hacer, algunos siguieron su camino pero otros se quedaron comentando lo sucedido. La ambulancia y un coche de la policía local tardaron cinco minutos en aparecer. Jaime había conseguido

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recuperarse un poco y les había avisado por su teléfono móvil. Entre él y la mujer, que había presenciado el accidente, trataron de reconstruir lo

sucedido y así lo relataron a uno de los policías, que tomaba nota en un bloc. —Un Grand Cherokee negro. ¿Y la matrícula? ¿Alguno de los dos pudo verla? Jaime contestó que no, pero la mujer sí había tomado nota mental de ella, sobre

todo al percatarse de la rápida huida del vehículo agresor. —Puedo estar equivocada, pero me parece que era 4910 CFB. Comunicaron el dato a la central. La matrícula pertenecía a un Ford Fiesta, color

plata. —Me temo, señora, que se ha debido de confundir en algún número o en alguna

letra. —Juraría que era ésa la matrícula —insistió la mujer. —Ya han empezado a trabajar con posibles combinaciones que se asemejen a

esa matrícula, pero hasta mañana no sabremos nada. El agente pidió sus datos a la mujer y ésta, después de facilitárselos, se marchó,

pues ya no tenía nada más que aportar. Jaime llamó por teléfono al Nou para comunicar lo que había pasado, de modo que se lo hicieran saber cuanto antes a Luis Cortés y a Miralles.

La ambulancia condujo el cuerpo del doctor hasta el hospital. Jaime se les adelantó y llegó antes. Contó lo ocurrido a los del servicio de urgencias y se fue a casa, cansado y abatido.

Al día siguiente, a una hora temprana de la mañana, se recibió una llamada en la central de la Policía Local. Un hombre quería denunciar la desaparición de su coche. Lo había aparcado la noche anterior a dos manzanas de su casa, ahora no estaba y lo necesitaba urgentemente porque iba a salir de viaje. Se trataba de un todoterreno, modelo Grand Cherokee, de color negro. La matrícula era 4916 CFB.

Dos días después tuvo lugar el entierro, precedido por el funeral en la capilla del

tanatorio municipal. La asistencia fue masiva por parte del personal del hospital. Se trataba, después de todo, de uno de los que habían empezado el centro. Nuria y sus padres acudieron también a la ceremonia. Saludaron a Álvaro y se dieron mutuamente el pésame.

—Le conocí lo suficiente para darme cuenta de su valía humana y profesional —les dijo Álvaro—. Por eso, también para mí ha sido una gran pérdida, aunque no tanto como para ustedes. Lo siento profundamente.

—Era un buen hombre —dijo Montserrat, la madre de Nuria—. Y hablaba de usted como de una persona competente. Él mismo le eligió para que se ocupase de Nuria.

—No me dijo nunca nada —confesó Álvaro, sorprendido—. Más bien pensaba que apenas me conocía.

—No —intervino Nuria—. Mi abuelo se informó bien antes de confiarme a tus cuidados.

Álvaro había recibido en herencia del viejo doctor a su nieta y haría lo que estuviera en su mano para sacarla adelante.

«Milagro en el Nou Hospital.» «Células madre embrionarias arrancan de la

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muerte a un joven.» La prensa nacional e internacional se había hecho eco los días anteriores del éxito alcanzado en la Unidad de Regeneración del hospital valenciano. El chico que había ingresado con cuatro navajazos en el vientre y una diabetes crónica estaba a punto de ser dado de alta cincuenta días después de su hospitalización.

El topo informático fue directamente a por el informe que había impreso el día 5 de noviembre. Estaba en la carpeta donde había guardado al resto del expediente sanitario del enfermo. Volvió a leer el encabezamiento: «Nombre: Ferrer Lucas, Alejandro. Motivo del ingreso: heridas de arma blanca. Estado del paciente: Fallecido».

Se internó en la red del hospital y llegó hasta los datos de Alejandro Ferrer: «Estado del paciente: dado de alta». Imprimió el informe actualizado. La fecha aparecía en un campo en la parte superior derecha del formulario: «27 de diciembre de 2006». Lo guardó cuidadosamente en el dossier que contenía la historia clínica del muchacho.

¿Se trataba de un simple error? No podía ser; no, al menos, en el Nou, donde la información se actualizaba cada poco tiempo y se revisaba diariamente. No era un error. Ese chico había muerto y ahora estaba vivo y en su casa. ¿Se debía la curación, acaso, a la increíble capacidad de la terapia celular que estaban experimentando en la UR? Lo juzgaba imposible: una cosa era curar y algo muy distinto, resucitar. Si alguien autorizado no hubiese constatado la muerte del chico, esa información nunca habría aparecido en su ficha.

¿Qué hacían, entonces, en esa zona restringida del hospital?

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Capítulo 14 Ese día era viernes, 29 de diciembre. Había transcurrido una semana desde el

accidente. Por la mañana había lloviznado y la capa de nubes seguía ahí arriba, en el cielo, como esperando una orden para descargar. Álvaro tenía dolor de cabeza, pero se estaba esforzando por atender bien su última consulta del año 2006. Se trataba, además, de su enferma preferida. Había venido acompañaba por su madre.

—¿Cómo van esos mareos? —Va por días. Unos tengo más y otros menos —contestó Nuria—. Además, no

siempre son iguales; cambian de intensidad de un día para otro. No sé, me siento rara con esas pastillas que me estás dando.

—Sí, pero por lo menos ahora no te caes al suelo de repente, como hace unas semanas —dijo su madre—. Aunque hay veces que no pronuncias bien cuando hablas y ya conoces lo nervioso que se pone tu padre con eso.

—¿Y yo qué le voy a hacer? Es algo que no puedo evitar. También me cuesta tragar, pero de eso no se da cuenta papá.

—De todas formas —continuó su madre—, a mí me parece que últimamente estás incluso más fuerte. Ya no te quejas tanto cuando vas y vuelves del colegio andando.

—Es verdad —reconoció la chica—. Desde que estoy en manos de mi nuevo médico, me encuentro mejor. Además, es más guapo que el anterior.

—¡Pero, Nuria! Ten un respeto al doctor. —Si es broma, mamá —le dijo, mirando a Álvaro con una sonrisa picarona—.

Entre su amigo Jaime y él estoy empezando a ser un poco menos seria que antes. ¿Cuándo vas a venir otra vez a casa a grabar?

Los últimos estudios realizados por médicos experimentados en la atención de enfermos que debían permanecer una larga temporada en hospitales recomendaban hacer lo posible para que el enfermo pudiera olvidarse de su internamiento y tuviese cierta sensación de encontrarse en casa. El doctor Miralles y su equipo de la UR habían decidido aplicar a sus pacientes esta ayuda a la terapia. Por ese motivo, los médicos que atendían a los chicos y chicas seleccionados para su futuro ingreso en la unidad visitaban de cuando en cuando las casas de los jóvenes y, al tiempo que mantenían una conversación con ellos o con sus padres o hermanos, grababan en vídeo la entrevista y otras escenas familiares. De este modo, durante el largo aislamiento previsto, podían ver esas imágenes, recordar su casa, su habitación, ver las caras de sus padres —aunque fuese en el televisor— y escuchar voces familiares, que les harían más agradable su prolongada estancia en la unidad.

—Pronto —le contestó Álvaro—. Probablemente, después de las vacaciones de Navidad.

—Pues, entonces, a lo mejor podemos ver las imágenes en mi nuevo ordenador —dijo Nuria, mientras miraba a su madre—. ¿Verdad, mamá, que los Reyes me van a traer un portátil?

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—Bueno, ya veremos —respondió Montserrat. —Y con conexión a internet —continuó insistiendo la chica—. Así voy a poder

ahorrarme un montón de dinero. No te haces idea de lo que me gasto en el local que tenemos cerca de casa cada vez que tengo que ver mi cuenta de correo o navegar un rato.

—¿Tienes dirección de correo electrónico? —le preguntó Álvaro—. Dímela, por favor. Me gusta tener la de todos mis amigos y amigas.

Se intercambiaron sus direcciones y quedaron en que Álvaro les visitaría un día de la segunda semana de enero. Ya les llamaría para fijar la cita. Se desearon feliz año.

Después de dejar todo recogido y ordenado, se despidió de su despacho hasta el año siguiente, que entraba al cabo de tres días. Él dispondría de otros dos más de vacaciones. No tenía pensado nada especial que hacer. Seguramente se quedaría en Valencia, dejando pasar los días leyendo y ordenando material de estudio que llevaba tiempo reclamando un poco de atención por su parte. Quizá se acercase uno o dos días a Madrid para estar con su madre y su hermano, a los que hacía mucho tiempo que no veía. En cuanto llegó a casa, les llamó por teléfono para saber qué plan tenían.

—¿Diga? —Mamá. Soy Álvaro. —¡Hola, hijo! ¿Cómo estás? ¿Has engordado algo? Álvaro pensaba que todas las madres del mundo siempre preguntaban por lo

mismo; después de todo, él no estaba tan delgado. —Sí, unos setenta u ochenta kilos. —Bueno, ahora sin bromas. ¿Cómo estás? ¿Qué tal el trabajo? —Muy bien, mamá. Acabo de empezar mis vacaciones de Navidad y estaba

pensando en acercarme a veros un par de días. —¿Hasta qué día estás libre? —Me incorporo de nuevo el día cuatro. —¡Vaya por Dios! —se lamentó su madre—. Resulta que tu tía Macarena nos ha

invitado a pasar el fin de año en su casa de Jerez y ya le he dicho que sí. A tu hermano le van muy bien los cambios de aires. Lo notará mucho.

—¿Cómo está, por cierto? —Aparentemente sigue igual. Aunque me parece que poco a poco va ganando

terreno la enfermedad. Pero lo lleva bien, gracias a Dios. ¿Por qué no te vienes con nosotros y saludas a tu tía? Hará siglos que no la ves.

Y más siglos que pasarán, pensó Álvaro. Había que inventarse una excusa sobre la marcha. Era superior a sus fuerzas aguantar más de un día conviviendo con la hermana de su madre.

—No, mamá. Ir hasta Jerez supone un viaje muy largo y, además, mi intención era estar uno o dos días solamente. Entre que voy y vuelvo allí se me pasa un día entero.

—Puedes venir en avión —le sugirió su madre. Le había pillado, pero no estaba dispuesto a ceder. —No, mamá. Déjalo. Ya os llamaré el día uno para felicitaros el año nuevo.

Cuídate mucho. Un beso. —Lo mismo te digo, hijo. Acababa de prepararse la cena cuando llamaron al timbre. No esperaba a nadie.

Acudió a abrir y se encontró en la puerta con Jaime. —¡Vaya! Tú por aquí. ¿No tenías qué llevarte a la boca y has pensado en tu

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viejo amigo, a ver si te invitaba a cenar? —El que debería invitarte a cenar soy yo. ¿Sabes con quién he estado esta tarde,

después de comer? —le preguntó Jaime. —Como no me lo digas tú... —Con Fernando Miralles. ¿Y a que no adivinas qué me ha propuesto? —Venga. ¡Suéltalo ya! —Me ha ofrecido ocupar el puesto del viejo en la UR —dijo, con aire triunfante. —¿Sustituir al doctor Díaz? —le preguntó Álvaro, asombrado. —Sí, muchacho. El doctor Puig se va abriendo camino poco a poco en su

trayectoria hacia lo más alto de la medicina en nuestro país. Les interrumpió una llamada al móvil de Jaime. Lo sacó del bolsillo de la

chaqueta, miró la pantalla y pulsó el botón de rechazo. —Nada, un tío pesado que me viene llamando desde hace varios días —

comentó—. Como te decía, me ha ofrecido trabajar en la Unidad de Regeneración. Miralles no me ha asegurado nada todavía porque quiere pensar bien qué persona es la más adecuada para sustituir al viejo Díaz, pero para mí que el asunto tiene buena pinta. Yo le he dicho que me gustaría, pero que también tengo que pensarlo; se lo he dejado caer así para darle cierta sensación de indiferencia. Desde luego que quiero ocupar ese puesto, pero hay que llevar estas cosas con tacto, amigo mío.

—¿Cuál sería tu trabajo exactamente? —preguntó Álvaro. —Continuar la labor que llevaba Díaz entre manos. Y conseguir que cuanto

antes se puedan aplicar los cultivos que se están elaborando a alguno de los enfermos cardiacos que hay entre los niños seleccionados. Si la cosa sale adelante, estos primeros días me ocuparía...

—...del chico que admitimos en el programa a finales de octubre, ése que no

estaba incluido, de entrada, en el proyecto. Así le tendremos entretenido durante unas semanas.

Fernando Miralles hablaba con Gil Gómez sobre el posible sustituto del doctor Díaz Herrero.

—¿Qué le ha explicado del proyecto? —le preguntó Gonzalo Gil Gómez desde Houston.

—Nada, por ahora. Ya llegará la ocasión. De momento, cubrimos la plaza, damos toda la impresión de normalidad que podamos y nosotros, a lo nuestro.

—Pero hará falta algo para mantenerle callado cuando usted le exponga claramente nuestros objetivos.

—No se preocupe, Gonzalo. Ya me las arreglaré. Es muy ambicioso, necesita ver que todo el mundo le tiene en gran consideración y, cuando se le acepte como miembro del equipo, hará lo que sea para cumplir bien su trabajo, agarrarse al puesto y subir y subir como la espuma. Sólo tendremos que pelear con su afán de protagonismo. Pero el chico es bueno, se lo aseguro.

—Espero que no se equivoque como ocurrió con Guillermo Díaz, que en paz descanse —dijo Gil Gómez—. Aunque suene un poco fuerte, la fortuna nos ha acompañado con ese accidente.

—Sí, empezaba a resultar un engorro con todo lo que iba diciendo por ahí. —Dejo el asunto en sus manos y espero sus noticias. —Le tendré al corriente —dijo Miralles, y se despidió. A pesar de la hora, Miralles había conseguido reunir en su despacho a todos los

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jefes de área de la UR. Cuando constituyó el grupo, pensó cuál podía ser el mejor cebo para cada uno. Con Hierro había sido fácil: buscaba a toda costa fama y dinero y ni lo uno ni lo otro le iba a faltar; a Carmen Alarcón le vendió la idea del progreso y de que era necesario que una mujer como ella liderase uno de los grupos de investigación, a pesar de no poseer apenas experiencia clínica, por haberse dedicado más a tareas investigadoras; aceptó de inmediato. Zuazo era un hombre sin escrúpulos; como subdirector del GIBI tenía información del proyecto desde hacía tiempo y siempre se había mostrado a favor. Y Camacho poseía dos cualidades que favorecían su elección: por un lado, era buen médico e investigador y, por otro, resultaba muy manejable. Su ingenuidad le llevó a meterse en el asunto sin cuestionarse si lo que estaba haciendo era o era no legal y, cuando se dio cuenta de dónde se había metido, ya estaba demasiado pringado como para dejarlo. Además, necesitaba dinero para seguir pagando la casa recién adquirida, el chalet de la montaña y el apartamento que se había comprado en la playa cuando vio crecer sus ingresos al ser nombrado miembro del grupo. Precisaba de una gran cantidad todos los meses para hacer frente a tanto gasto.

Guillermo Díaz había sido simplemente un error. Nunca tenía que haberle incluido en el equipo. Ahora el problema estaba resuelto y había que continuar trabajando.

—Ya habéis oído a 3G. ¿Qué os parece? El grupo había seguido la conversación gracias a la opción de manos libres del

teléfono. Ninguno de los presentes dijo nada. Desde luego, para todos había empezado a

resultar molesto el doctor Díaz, pero nunca habían pensado en un sustituto. La fuerza de los hechos se imponía y había que tomar una determinación

Zuazo decidió hablar. —Parece un buen tipo. Sólo tengo mis reservas respecto al modo en que

conseguirás que se amolde al proyecto sin irse de la lengua. Me parece un poco fanfarrón y es posible que hable demasiado.

—Precisamente, por eso mismo le interesará mantener silencio —contestó Miralles—. Lo que quiere es ir apuntándose tantos, y no tiene necesidad de decir cómo lo ha hecho. Dejádmelo de mi cuenta. Uno procura aprender de las equivocaciones. La experiencia con el doctor Díaz me ha servido.

—Como acaba de decir Gonzalo Gil, lo dejamos en tus manos —concluyó Carmen Alarcón.

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Capítulo 15 El día cuatro de enero, el hospital recuperó la normalidad de sus servicios y sus

horarios de consultas. Las vacaciones de Navidad, como siempre, habían parecido cortas. Jaime estaba citado con Fernando Miralles para verse en su despacho a las once.

—Buenos días, Jaime. Y feliz año nuevo. —Igualmente, doctor. —¿Has pensado en lo que hablamos antes de las vacaciones? —Sí, señor. Por mí, empiezo a trabajar hoy mismo. ¿Y ustedes? ¿Creen que

valgo para participar en el equipo? Miralles le sonrió antes de hablar. «Buena señal», pensó Jaime. —La dirección del hospital ha decidido que eres el mejor entre los candidatos.

En otras palabras, el puesto es tuyo. —¡Muchísimas gracias, señor! —exclamó Jaime, levantándose de su asiento y

tendiéndole la mano a Miralles —Sí, ya puedes dármelas —le dijo éste, estrechándosela—. He tenido que

defender tus grandes cualidades e insistir en que tu perfil era el más adecuado frente a otros de la dirección que tenían sus propios aspirantes. Ten en cuenta que sólo llevas unos meses en el hospital y hay médicos, en cambio, que están aquí desde hace varios años. En fin, que me he salido con la mía y he conseguido convencerles de que eras el mejor.

—De nuevo muchas gracias, doctor Miralles. Le prometo que no le defraudaré. No cabía en sí de gozo y no le importaba que se le notara. —Estoy seguro de ello. A propósito, ¿tienes teléfono móvil? Le daba una vergüenza enorme confesar que había vuelto a perderlo. —Sí, señor. Pero llevo unos días buscándolo. Debe de estar en casa, en algún

rincón. Miralles extrajo un teléfono de uno de los cajones de la mesa. —Todos los que trabajamos en la UR usamos un teléfono como éste. Cógelo y

procura no perderlo. En la agenda tienes los números de cada uno de los del equipo, de algunos enfermeros, del hospital y otros que te pueden ser de utilidad en algún momento. Cuando encuentres tu teléfono, si quieres, puedes pasar a la agenda de éste los números que te parezca oportuno, pero quiero que utilices el que te acabo de dar. Dispone de algunas funciones muy interesantes que no creo que tenga el que usas.

Jaime lo examinó durante un rato. Era infinitamente mejor que el suyo. —Conviene que estés siempre localizable; por eso te lo doy. Cuídalo, por favor. —Pondré todo de mi parte para llevarlo siempre encima y no perderlo. Al terminar el trabajo, Jaime esperaba impaciente a Álvaro en el vestíbulo de

entrada del Nou. No habían tenido posibilidad de hablar durante el día. Sólo había

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podido dejarle un mensaje en su inalámbrico, citándole a las siete y media en recepción porque tenía algo que celebrar con él.

—¿Dónde quieres que vayamos? ¿Al Astoria, al Meliá o al hotel Hilton, que lo tenemos aquí al lado? Me han dicho que el restaurante de este último es el mejor de todos.

—¿Puedo saber a qué se debe este arrebato de generosidad? —Por supuesto: Miralles me ha confirmado que soy el sustituto de Díaz Herrero

al frente de su área en la Unidad de Regeneración. —¡Sabía que lo conseguirías! —le dijo Álvaro, dando un abrazo a su amigo—.

Aunque nunca pensé que fuese en tan poco tiempo. —Ya te he explicado mil veces cómo has de actuar si quieres alcanzar algo en

esta vida. Hay que dejarse ver, hacer que tu nombre aparezca por aquí y por allí, disimular intenciones, etcétera, etcétera. Y, al final, logras el objetivo que te has propuesto.

—Pues muchas felicidades, chico. No sabes cómo me alegro, aunque la lástima es que esto haya ocurrido por la muerte de un colega. ¿Sabes si han dado con el conductor del todoterreno?

A Jaime se le nubló el semblante por un momento. —No sé nada de eso —contestó—. No pensemos en ello. Ahora se trata de

olvidar y de alegrarse por lo que he conseguido, ¿no? Venga, vamos a tomarnos algo para celebrarlo.

Acabaron, como era habitual, en uno de los bares cercanos al hospital. —Miralles me ha estado enseñando la unidad —continuó explicándole Jaime—.

Aunque es un ala del edificio de acceso restringido, no te vayas a creer que guardan grandes secretos. Le he pedido permiso para mostrártela mañana, si dispones de un rato libre. Ya verás que no hay nada del otro mundo; sólo quieren estar aislados del resto para poder trabajar sin ser molestados. Tiene incluso una entrada independiente desde la calle que yo no conocía.

Al día siguiente, a media mañana, se pusieron de acuerdo para visitar la Unidad de Regeneración, acompañados por Fernando Miralles. Accedieron a la UR por la entrada que se encontraba en la quinta planta del edificio de Servicios Generales. Álvaro pudo comprobar lo que le había anticipado Jaime el día anterior. Nada raro o que llamase la atención se descubría en lo que vieron. La puerta daba a un corto pasillo que terminaba en otra puerta de cristal que se abría automáticamente, y ésta servía de entrada a una sala relativamente grande. Álvaro supuso que se trataba de una especie de almacén, aunque en perfecto estado de revista; había una camilla, varios soportes para goteros, una silla de ruedas y varias alacenas con toda clase de medicamentos.

De la sala arrancaba otro pasillo, más largo que el primero; en uno de los lados había un ventanal de cristales translúcidos y en el otro se encontraban las tres habitaciones de que disponía la unidad para la estancia de los enfermos. Una de ellas estaba ocupada por Pilar, la niña de nueve años con anemia de Falconi que llevaba ingresada y aislada desde principios de noviembre. Al final de esa galería había un despacho a mano derecha y, a la izquierda, una amplia sala de descanso para el personal sanitario con un pequeño aseo. Dos enfermeros estaban charlando, mientras se tomaban un café al fondo de la habitación.

La quinta planta era la única de la UR que tenía esa distribución. Ocupando la misma superficie que la que Miralles les había mostrado, en cada una de las plantas inferiores se había instalado un enorme laboratorio, dividido en compartimentos según las necesidades de cada especialidad, y dotado de un ultracongelador y un contenedor de nitrógeno líquido. Todas estaban comunicadas por un ascensor independiente que

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llegaba hasta la planta baja, muy cerca de la entrada que Jaime había conocido el día anterior. Un aseo y una pequeña sala de esparcimiento en cada planta completaban las dependencias de la unidad.

Álvaro se despertó con una agradable sensación de bienestar. La mañana del

domingo se presentaba despejada. Hacía frío, pero soportable. Al cabo de un rato, la temperatura subiría varios grados. Desayunó un tazón de café con leche y unas galletas. Después de escuchar las noticias en la radio, decidió salir a correr por el cauce viejo del río, convertido en el pulmón de la ciudad. Grandes espacios verdes, campos de fútbol y, sobre todo, mucha gente de todas las edades, corriendo, montando en bicicleta o simplemente paseando, hacían del lugar un sitio realmente agradable.

Después de trotar durante 45 minutos estaba de vuelta en casa. Se duchó y se dispuso a leer el periódico, que había comprado en el quiosco de la esquina antes de subir a casa. Llevaba unos minutos leyendo, sentado en la mesa de la cocina, cuando un ruido amortiguado llegó a sus oídos. Al principio, no reconoció de qué se trataba. El sonido se convirtió en música: era la melodía que Jaime siempre ponía en cada uno de los móviles que iba comprando y perdiendo sucesivamente. Provenía del sofá de la sala de estar. Se acercó lo más rápido que pudo hasta allí, lo encontró entre dos almohadones pero, en el momento de apretar el botón de recepción, apareció en la pantalla: «Fin de llamada».

«Bueno, ya volverá a llamar, si quiere.» Al cabo de un minuto, el teléfono emitió otro sonido. «Acaba de recibir un mensaje: Llame al 123», se leía en el visor. Álvaro supuso que lo mejor sería telefonear a su amigo, decirle dónde había perdido esta vez su teléfono móvil y, de paso, avisarle de que alguien acababa de llamarle. Le entró la comezón de que quizá esa llamada que no había llegado a coger podía tratarse de algo urgente. Nada le impedía escuchar el mensaje que le habían dejado y comunicárselo a Jaime cuanto antes. Sin embargo, sintió cierto escrúpulo; después de todo, no era para él. Al fin, se decidió. No había nada malo en hacer un favor a un amigo.

Llamó al 123 y oyó el mensaje que alguien acababa de dejar. Después de escucharlo, pensó que se trataba de una broma. Siguió las

instrucciones para repetir la reproducción del mensaje; esta vez le pareció que la cosa iba en serio y se asustó.

No lo creía posible. Debía salir de dudas sin lugar a error y cuanto antes. Telefoneó a su amigo y le invitó a comer a su casa. Esperaba que él mismo le

aclarara lo que estaba ocurriendo. —No te quejarás. He encargado el tipo de pizza que te gusta y la tónica que

siempre pides en el bar. —Ha estado bien el detalle por tu parte —dijo Jaime, agradecido—. Sólo falta

ver qué tienes de postre. —Anda y cógelo tú mismo de la nevera —le dijo Álvaro. Jaime volvió a la mesa del salón con un par de gigantescas copas de mousse de

chocolate. —¡Qué tío más grande eres! Se ve que me conoces bien. —Sí. Por una vez no me voy a meter con tu abultado vientre, ya que me siento

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cómplice en esta ocasión. Acabaron el postre y se sirvieron café, que tomaron en el tresillo que ocupaba

una esquina del salón, junto a una mesita. —Te agradezco la invitación —dijo Jaime, después de echarse unas gotas de

sacarina en el café—. De vez en cuando echo de menos el piso que compartíamos hace años y la buena vida que nos dábamos cuando éramos unos simples estudiantes. Tenemos que repetir lo de hoy.

—Vale, pero la próxima vez te toca a ti. Álvaro no sabía cómo sacar el tema, pero tenía que hacerlo. No quería

permanecer mucho tiempo más en la incertidumbre. —Por cierto —le dijo a su amigo—, esta mañana he encontrado algo que se te

había perdido. —¿Mi antiguo móvil? —¿Cómo antiguo? ¿Ya te has comprado otro? —Sí —repuso Jaime—. Bueno, en realidad, me lo han regalado. Y éste me tiene

que durar. Jaime sacó el teléfono que le había dado Miralles en su despacho. Le explicó a

Álvaro que era el distintivo de los miembros de la UR y que iba a cuidar de él como oro en paño.

—Si lo pierdo, se me cae el pelo. —Bueno, pero éste —dijo Álvaro, sacándolo de su bolsillo— sigue siendo tuyo. —Sí, pero te lo puedes quedar. A mí ya no me hace falta —repuso Jaime—.

Aunque, pensándolo bien, antes debería copiar algunos teléfonos al nuevo. Déjamelo y luego haces con él lo que quieras.

Fue a cogerlo de la mano de Álvaro, pero éste la apartó con gesto rápido. —¿Pero qué haces? Dámelo, hombre. —Antes quiero que me expliques qué significa esto. Álvaro marcó el 123 y pulsó el botón de manos libres para que los dos pudiesen

escuchar el mensaje grabado: —«Jaime, soy Gerardo. Como llevas varios días sin coger el teléfono y me

dijiste que sólo me pusiera en contacto contigo llamándote al móvil, hoy ya no he tenido más remedio que dejarte un mensaje. Siento lo del viejo. Ya sé que habíamos quedado en que sólo había que dejarle un poco maltrecho y así apartarle de su trabajo pero, chico, se me fue la mano y ya viste el resultado. Por tu parte, lo hiciste muy bien: me avisaste justo en el momento en que el Mondeo iba a pasar y le di de lleno. De todas formas, no te preocupes por él. Ahora descansa en paz y nosotros también. Era un tío bastante pesado. Supongo que un día de éstos celebraremos tu nombramiento como jefe de área de la unidad. ¡Ah, y recuerda los 15 000 que me debes! El tipo que robó el coche me está agobiando porque quiere el dinero que le prometí. Espero tus noticias. Un saludo, chaval.»

Se quedaron un rato callados, uno mirando al suelo y el otro, esperando una respuesta.

Jaime levantó la vista hacia su amigo. Tenía los ojos brillantes. —¿Por qué tuviste que meterte donde no te llaman? —exclamó. —El teléfono sonó. Luego se oyó la señal del mensaje y pensé que podía ser

algo urgente. Por eso lo escuché. —¿Y ahora qué? ¿Vas a llamar a la policía para que me detengan? —No había pensado hacer tal cosa —le respondió—. Después de todo, no

parece que tuvieseis intención de matarle. Sólo quiero saber por qué lo hiciste. El aplomo y la serenidad con que Álvaro se había dirigido a él, hacían sentirse a

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Jaime como un niño a quien su padre le pedía cuentas de una trastada que acabase de hacer.

—¿Por qué lo hice? ¡Yo qué sé! Es una de esas locuras que se te pasan un momento por la cabeza. No te paras demasiado a pensarlas y las haces. ¿Nunca te ha ocurrido a ti?

—Algunas veces. Pero sigue, por favor —dijo Álvaro, esforzándose lo indecible para no mostrar su desagrado delante de su amigo.

—La idea partió de ese tío, Gerardo. No sé ni cómo se apellida. Lo único que sé de él es que está empleado como enfermero en la UR. Un día se me acercó mientras estaba almorzando. Yo no le conocía. Se me presentó y empezamos a charlar. Según me contó, llevaba varios años en el hospital y se le hacía insoportable trabajar con Guillermo Díaz.

—¿Qué edad tiene el tal Gerardo? —Tendrá entre 45 y 50 años. No creo que le hayas visto muchas veces. —Continúa. —Yo le dije que a mí tampoco me caía especialmente bien el doctor Díaz y que

me parecía que no ocupaba el lugar que le correspondía. Era viejo y debía dejar paso a la gente joven. Me dio la razón. Entre los dos, urdimos el plan para quitárnoslo de en medio, pero nos pasamos. Ahora el doctor está muerto, yo estoy ocupando su sitio y debo a ese tío 15 000 euros que no sé de dónde voy a sacar.

—¿Y qué piensas hacer? —¿Cómo que qué pienso hacer? Nada. Absolutamente nada. La policía no tiene

ninguna pista. Salvo nosotros dos... Bueno, ahora habría que decir nosotros tres, nadie sabe nada. Puedo fiarme de que no se lo contarás a nadie, ¿verdad? —le preguntó Jaime, con cierto tono de recelo en su voz.

—¿Tú que crees? —Que sí. Sabes que siempre me gusta apostar fuerte. Esta vez sobrepasé el

límite y el viejo se fue al otro mundo, aunque nadie quería su muerte. —Te has convertido en un depredador, Jaime. Los ojos de su amigo, clavados en los suyos, habían dejado a Jaime petrificado.

Nunca le había dicho algo parecido. —Creía conocerte bien pero veo que estaba equivocado —le confesó Álvaro—.

Como te he dicho, puedes confiar en mí; no te voy a delatar. Pero, a partir de ahora, ten mucho cuidado; y no me estoy refiriendo a la muerte de Guillermo Díaz, que es cosa pasada. Si en el futuro continúas yendo tras el poder y la fama a toda costa, pasando por encima de leyes y personas, te descubrirás un día convertido en un monstruo. Piénsalo bien, Jaime.

Esa noche, Fernando Miralles recibió una llamada en su casa. Reconoció a su

interlocutor por el nombre que apareció en la pantalla del teléfono de su dormitorio. —¿Qué quieres? —dijo directamente al descolgar. —El chico se lo ha confesado a su amigo. Éste se había enterado a través de un

mensaje que Gerardo le dejó en su móvil. Como siempre anda perdiendo el teléfono, se ve que se lo dejó olvidado en su casa la última vez que estuvo allí.

—¿Alguno de los dos ha dado muestras de sospechar algo? —No —contestó la voz al otro lado de la línea—. Jaime se autoinculpa, aunque

no deja de insistir en que fue idea de Gerardo. Por cierto: nuestro modesto enfermero le ha pedido 15 000 euros por su hazaña.

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—Eso no estaba previsto —se sorprendió Miralles. —Lo mismo me parecía a mí —dijo el otro—. ¿Quiere que haga algo más? —No. Permanece a la escucha y mantenme informado.

Pasaron un par de semanas, en las cuales los dos amigos apenas coincidieron.

Sin duda, el descubrimiento por parte de Álvaro de la complicidad de Jaime en la muerte del doctor Díaz había conducido a que ambos evitasen encontrarse durante algunos días. La amistad entre los dos continuaba, pero había sufrido un duro golpe que amenazaba con resquebrajarla.

Jaime, por su lado, se había sumido en el estudio de la historia clínica de Miguel Galdón y en el comienzo de los cultivos de células madre embrionarias del nuevo cliente de la UR. Las pocas veces que Álvaro le vio, le había dado la impresión de que se encontraba contento en su nuevo puesto, aunque al mismo tiempo se le notaba cada día más cansado. Los fines de semana los ocupaba durmiendo o estudiando y apenas salía de casa.

Por fin, el viernes de la última semana de enero encontraron un hueco para almorzar juntos. Aunque iban a tardar en volver al trabajo un poco más de lo permitido, se acercaron hasta El Sha. Ahmad se alegró de verlos.

—Caramba, creía que ya no ibais a venir nunca más. ¿Cómo os va en ese hospital? Cuentan maravillas de lo que están consiguiendo allí.

—Bueno, hacemos lo que podemos —dijo Jaime, sonriéndole. Ahmad les trajo una par de cafés con leche con sendos cruasanes y les recordó: —Para que no haya peleas al final, aviso de que hoy le toca pagar a Álvaro. —Siempre has sido un buen amigo, Ahmad —le dijo Jaime, guiñándole un ojo. —Vale, vale. Ya te dejaré el dinero encima de la mesa cuando nos vayamos —

dijo Álvaro—. Ahora déjanos, que tenemos que hablar de cosas serias. —Como gusten los señores. Ahmad no se sintió ofendido. Había confianza entre ellos y se notaba que ahora

querían estar solos. —Bueno, muchacho, no se te ha visto el pelo en estas últimas semanas —dijo

Álvaro, tratando de volver a una relación normal con su amigo. Habían pasado muchos días sin hablarse.

—Es que hay que empezar desde cero con este chaval. Se llama Miguel. No hay nada hecho. Bueno, el historial sí que está porque siempre ha sido tratado en el Nou, pero no se había puesto en marcha con él ningún trabajo para conseguir células madre embrionarias. Y lo que me extraña es el poco movimiento que veo en la unidad. Claro que yo estoy casi todo el tiempo en mi planta. No sé qué estarán haciendo en las demás.

—¿Tienes alguien que te ayude? —Sí, un tal Gerardo. ¿Te suena el nombre? Claro que le sonaba. ¡Vaya compañero que le había tocado! Un constante

recuerdo de algo mal hecho. —¿Y qué tal tipo es? Me refiero a cosas distintas a lo que ya sabemos sobre su

incapacidad para frenar un coche a tiempo. —Es un gilipollas. Se cree que lo sabe todo y me he enterado de que terminó

ATS por los pelos. Y lo que es peor, cada dos por tres me está exigiendo el dinero que le debo. Le he pagado una cantidad pero lo quiere todo y cuanto antes.

—¿De dónde vas a sacar el resto? —No lo sé —le respondió Jaime—. Creo que le voy a pedir un adelanto a

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Cortés. No me da miedo el asunto porque con mi nómina puedo pedir un crédito, pero no quiero verme envuelto en líos con bancos. Además, cuando me pregunten por el motivo, ¿qué les voy a decir: «extorsión por cooperación en un homicidio»? Quedaría bien, ¿eh? Y con todas las multas que tengo impagadas, no me conviene que aparezca mi nombre en la cuenta de ningún banco. Me pagan siempre con un talón porque así lo pedí.

—No revuelvas la mierda, Jaime, y trata de convivir con ese tipo. —Si es él quien lo hace. Es un hijo de puta. El proyecto debía seguir su curso y todo se estaba ralentizando con el asunto de

Díaz y su sustituto. Desde Houston exigían resultados rápidos. Miralles decidió que había que hablar claro con Jaime Puig y explicarle, al menos hasta determinado punto, dónde se había metido; y había que hacerlo cuanto antes. Podía ser esa misma mañana. No había motivo para retrasarlo más. Trató de localizarle con el teléfono interno y, en vista de que no lo cogía, le llamó al móvil.

—¿Jaime? —¿Sí, señor Miralles? Jaime se había acostumbrado a suponer que la llamada desde «Número

desconocido» procedía siempre del móvil de Fernando Miralles, al menos a esas horas del día. ¿Por qué le llamaba al móvil habiendo teléfonos inalámbricos en el hospital? Se palpó entonces el bolsillo de su bata y se dio cuenta de que se lo había vuelto a dejar encima de la mesa de su consulta.

—Me gustaría que sacases algo de tiempo para que hablemos un rato esta mañana. Será cosa de media hora.

—¿Le parece bien a las doce y media? —Estupendo. A esa hora te espero en mi despacho. A los doce y treinta y cinco, Jaime llamaba a la puerta de Miralles. —¡Adelante! —Buenos días, doctor Miralles. —Buenos días, Jaime. Pasa y siéntate, por favor. Se acomodó en el sillón frente al doctor, con la mesa entre ambos. La cara de

Miralles presentaba un aspecto sombrío. —Tenemos que hablar de un asunto muy serio, Jaime. —Sí, ya lo sé. Tendría que ir más aprisa en el trabajo con ese chico, pero le

aseguro, doctor, que... —Olvídate de eso ahora —le cortó Miralles—. Se trata de algo más grave. Jaime se puso tenso. No sabía a qué podía referirse y no se sentía a gusto cuando

notaba que no controlaba la situación en la que se encontraba. —Usted dirá. —Esta mañana he tenido una conversación muy interesante con Gerardo

Esteban. Sólo ha hecho falta presionarle un poco para que me contase algunas cosas que ya me suponía y otras que yo no sabía.

¡Maldito cabrón! Conque era eso. Le echaría todas las culpas a él. Diría que la idea había sido suya y que, en definitiva, fue Gerardo quien provocó la muerte del doctor. No podían hacer nada en su contra. Pensó, sin embargo, que quizá estaba adelantando acontecimientos; debía asegurarse de por dónde iban los tiros.

—¿Se puede saber qué son esas cosas que usted ignoraba? —Tú las conoces mejor que yo, Jaime. El asesinato se paga muy caro en este

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país. —Lo negaré todo. —Él también piensa hacerlo. Y si no consigue convencer al jurado, tiene

preparada una cinta grabada con vuestras conversaciones paras inculparte a ti también. He escuchado un trozo y me ha parecido de lo más interesante lo que hablabais.

El muy... Lo había planeado mejor que él. —Me ha dicho además que le debes un montón de dinero. ¿De dónde vas a

sacarlo? —Pensaba pedir un adelanto al director —le respondió Jaime. —Y quizá te lo dé, ¿verdad? Sobre todo si le dices el motivo. Miralles dejó de mostrar la ironía con la que acababa de dirigirse al joven y

adquirió un semblante serio; muy serio, consideró Jaime. —Mira, chico. Lo que hicisteis es algo muy grave. Miralles dejó caer cada palabra con todo su peso. Jaime se sintió arrinconado,

realmente culpable de lo sucedido. —Sin embargo —continuó el doctor—, si quieres, puedo ayudarte a resolver

este asunto porque si esto sale a la luz, se acabó la carrera del doctor Puig, se cerró el grifo de dinero que significa ahora tu sueldo y quién sabe los procesos judiciales en los que te puedes ver envuelto.

Le habían cogido y no sabía qué hacer. Accedió a agarrarse a la mano que le tendía su jefe.

—Se lo agradecería mucho, señor Miralles —le suplicó—. Me dejé embaucar por ese tipo. Quiero que sepa que nunca tuve la intención de matar al doctor Díaz. Fue Gerardo, que no supo controlar el coche.

—Puedes decir lo que quieras a la policía y quizá consigas que te caiga una pequeña pena, pero tendrás que olvidarte en adelante de ser alguien en la medicina. Sin embargo, yo no voy a decir nada. Te voy a proponer un trato al que no puedes negarte.

—Le escucho. A la una y media del mediodía, Gerardo Esteban se hallaba sentado en el mismo

sillón que unos minutos antes ocupaba Jaime. —Gerardo, he estado hablando esta mañana con tu jefe, Jaime Puig. Eso de «jefe» le sentó como una patada en sus partes íntimas. —Hemos estado conversando sobre el desafortunado accidente que tuvo el

doctor Díaz y sobre el modo como lo preparasteis entre los dos. ¿A qué venía eso ahora? No sabía a dónde quería llegar ese tipo. —Me ha dicho también que le estás reclamando un montón de dinero por el

trabajo que hiciste, un tanto defectuoso, por cierto. —Usted me dijo, doctor, que podía pedirle lo que me pareciese oportuno y así lo

hice. Además, recuerde que todo partió de este despacho. Yo sólo me limité a actuar un poco delante de ese chico y convencerle de que era muy fácil quitarse a Díaz de en medio.

—No recuerdo nada de eso que me cuentas —le dijo Miralles—. Los hechos son los hechos. Tú mataste al doctor y tu cómplice es Jaime Puig.

Nunca debería haberse fiado de él. Ahora se la estaba jugando. —Vamos a llegar a un acuerdo, Gerardo —le ofreció Miralles—. Yo me callo,

hago como si no supiera nada y tú dejas trabajar con tranquilidad a tu jefe. Y si no estás conforme, puedes empezar a buscarte un buen abogado porque la policía comenzará a

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recibir información a partir de mañana sobre cierto homicidio del que hasta este momento no tienen ninguna pista. Acuérdate de que conservo una cinta grabada y varias personas dispuestas a declarar lo que se les diga por una pequeña cantidad de dinero. ¡Ah! Y olvídate de cobrar lo que reste de los 15 000 euros. Confórmate con lo que te haya pagado ya y se acabó el asunto. ¿Qué me dices?

No tenía mucho donde elegir. —Como usted mande, doctor Miralles.

Después de las dos charlas mantenidas, el director de la UR podía sentirse satisfecho con la jugada a dos bandas que había realizado. Tanto Jaime Puig como el enfermero Gerardo tenían la boca cerrada y, por su bien, sabrían mantenerla así.

La conversación con Gonzalo Gil, en la que le había razonado la incorporación de Jaime a la UR, había resultado convincente. No había que preocuparse por la continuidad del grupo. Todo iba sobre ruedas. «De todas formas —le había dicho— procuraré animar un poco a ese chico. Se ve que le ha afectado lo que le he contado sobre el proyecto. No lo sabe todo; iremos poco a poco.»

—Habrá que estar muy encima de él —le dijo 3G—. Me parece bien que le aliente en su trabajo, que le ilusione y todo lo que quiera: hemos de mantener a nuestra gente contenta. Pero, a la vez, procure saber con quién habla, qué impresiones comunica a sus amigos y cualquier otra cosa que nos pueda comprometer.

—No debe intranquilizarse por eso, Gonzalo. Lo tenemos controlado día y noche.

No era cierto, pero se aproximaba a la realidad. —Conforme. Sabe que confío en usted.

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Capítulo 16 La primavera iba aproximándose poco a poco. Salvo algunos días de febrero, en

que los termómetros bajaron hasta los cuatro o cinco grados, se podía decir que habían tenido un invierno suave, como es habitual en Valencia.

La niña ingresada en la Unidad de Regeneración estaba de vuelta en su casa desde hacía varias semanas, curada para siempre de su anemia. De nuevo, la prensa local y nacional situó la noticia entre sus titulares durante un par de días y la televisión también se ocupó del asunto. Esa mañana había sido internado en la UR Emilio. Era un niño de cuatro años y sufría retinitis pigmentosa, que podía degenerar en ceguera.

Álvaro tenía la impresión de que se estaba dando, no sabía si voluntariamente o como fruto del desarrollo de la investigación, un escalonamiento en la aplicación de la terapia celular a cada uno de los niños elegidos. Era como si alguien quisiera distanciar las curaciones, seguro de su éxito, de modo que cada poco tiempo el Nou Hospital fuese noticia. Le recordaba, en cierto modo, a lo que había escuchado en varias ocasiones al doctor Díaz acerca de que todo estaba programado en ese hospital.

Sus encuentros con Jaime habían sido todavía más escasos durante los últimos dos meses. Un domingo de febrero habían comido juntos en El Sha, pero no habían hablado más que de temas intrascendentes. A las preguntas de Álvaro sobre su trabajo, Jaime respondía con evasivas, procurando cambiar de tema enseguida. No había duda: ya no era el mismo. Probablemente, el recuerdo del doctor Díaz y la constante compañía del autor del crimen le suponían una carga de conciencia que le impedía vivir con un mínimo de sosiego.

—Debes olvidar lo que sucedió, Jaime —le animó su amigo—. Es algo que estuvo muy mal pero que hay que enterrar.

—No te inquietes por mí, Álvaro. Ahora tengo lo que quiero y trabajo en lo que siempre he deseado.

Pero su amigo no dejaba de estar preocupado. Jaime había cambiado y no sabía qué hacer por él. De ahí sus constantes invitaciones a quedar juntos para almorzar o cenar. Un fin de semana que se le ocurrió ir a visitar a su madre y a su hermano a Madrid, le invitó a acompañarle para sacarle de la ciudad y del ambiente agobiante y enrarecido en el que se estaba metiendo. Jaime declinó la oferta y se quedó en casa, como había hecho casi todos los fines de semana desde Navidad.

Con la llegada de marzo, las calles de la ciudad se volvían a llenar de luces y de

adornos con motivo de las Fallas, los días de fiesta que, en honor de San José, tenían su apogeo desde el día 15 hasta el 19, en que se celebraba al santo. Si el buen tiempo acompañaba, Valencia se convertía durante esos días en un hervidero de gente venida de toda España. Ese año, el día 19 caía en lunes y no era difícil para muchos de fuera de Valencia pedir un día de permiso por asuntos propios para asistir al final de la fiesta, en

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el caso de ser día laborable en su comunidad. Para los valencianos ese día siempre era y seguiría siendo fiesta.

Desde el día uno del mes, se disparaba en la Plaza del Ayuntamiento la mascletá: un conjunto de petardos, tracas y cohetes que, combinados según el arte del pirotécnico contratado, conseguían el enardecimiento del público que día tras día se congregaba en la plaza a los dos de la tarde, hora en que la Fallera mayor de la ciudad daba la orden de encender la mecha.

Las jornadas anteriores al día 15 del mes, los diversos grupos de falleros —había cerca de cuatrocientas fallas en toda la ciudad— se afanaban en el montaje de su falla particular, diseñada por un artista, apalabrado con muchos meses de antelación, más o menos, según la calidad de la falla y de la cantidad de trabajo que tuviese que realizar. El diseño incluía los ninots, muñecos de cartón pintados con gran habilidad y que solían hacer referencia a sucesos y personajes conocidos de la vida pública, y la composición de los mismos, de modo que el conjunto ofreciese una imagen vistosa, alegre y divertida para que la gente que pasara por la calle se parase a admirar la obra.

La noche del 15 todas las fallas tenían que estar montadas —era la plantá— de modo que, desde la mañana del día siguiente, un jurado especializado pudiese calificar las de cada categoría e hiciese pública la concesión de los diversos premios otorgados por la Junta Central Fallera de la ciudad. La falla que resultaba ganadora, dentro de la sección especial —la que incluía a las de mayor calidad—, se veía inundada de público desde el momento en que se conocía el veredicto del jurado. Los chiringuitos, bares y otras atracciones situadas en el recinto de la falla o en sus proximidades se felicitaban por partida doble, ya que el premio traía público y ese público llevaba dinero destinado íntegramente a gastarse en la fiesta. La noche del día 19 todas las fallas quedarían reducidas a cenizas. Hasta entonces, los habitantes de la ciudad y los múltiples forasteros venidos de fuera tenían la oportunidad de contemplar esta expresión del arte, única en el mundo.

Álvaro había intentado por enésima vez que su madre participase en las

celebraciones, pasando alguno de los días en torno a San José en Valencia, pero tampoco este año había conseguido que viniera.

—Hijo —le había dicho, como siempre—, ya sabes que los ruidos me ponen fatal. Estuve un año en las Fallas y prometí no volver nunca.

En la misma Valencia había personas que opinaban como ella y aprovechaban esos días para desaparecer de la ciudad e irse a algún lugar más tranquilo, sin mascletaes, despertaes, ni castillos de fuegos artificiales, que hacían, en cambio, las delicias de muchos, sobre todo, los últimos días de las fiestas.

En vista de que no iba a tener compañía foránea, hizo lo posible por sacar a Jaime de su trabajo y de su casa, al menos durante unas horas, y conseguir que se distrajera con el ruido, los ninots o con cualquier cosa distinta de los manuales, tratados y cosas por el estilo que tenía siempre entre manos.

Logró quedar con él el sábado por la tarde, en la boca de metro de la calle Játiva, frente a la Estación del Norte. A esas alturas de las fiestas, esa calle y todas las que daban al centro de la ciudad estaban cortadas al tráfico. La gente deambulaba, visitando las diferentes fallas plantadas que, como todos los años, eran especialmente abundantes en esa zona de Valencia. A esa hora, además, desfilaban por delante de la estación de tren diversas comisiones, lo que dificultaba circular por la calle. Centenares de falleras, desde niñas de cuatro o cinco años hasta mujeres adultas, ataviadas con los trajes

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propios de las fiestas, se dirigían caminando hacia la plaza de la Virgen, para depositar la tradicional ofrenda de flores a los pies de una reproducción de enormes dimensiones de la patrona de la ciudad, la Mare de Deu dels Desamparats. Era un espectáculo digno de contemplar.

Como no resultaba fácil atravesar las comitivas que recorrían en ese momento la calle Játiva, decidieron entrar a uno de los bares de la calle Bailén. Quizá fuese ése el lugar donde más inmigrantes latinoamericanos podían verse en todo Valencia. Pegada a la estación, servía de punto de encuentro para los que iban y venían de la ciudad; contaba con un gran número de hostales y los locales de conexión a internet y de llamadas internacionales baratas crecían de día en día.

—Nos tomamos una horchata con fartons y luego nos vamos a ver fallas, ¿de acuerdo? —le propuso Álvaro.

—¿Ya no te importa que engorde? —¡Qué va, hombre! He leído esta mañana en el periódico que, según

especialistas de nuestra Facultad de Medicina, la horchata es cardiosaludable, reduce el colesterol y previene la arteriosclerosis y el cáncer. Casi una panacea.

—¡Vaya! Pues ahora me entero. Ya me podré quitar el complejo de culpabilidad que me entraba cada vez que me tomaba una. A partir de ahora, la sustituiré por el agua.

Parecía que Jaime se iba animando. Hasta gastaba bromas, como antes. —¿Te has hecho ya la revisión que te dije? —Sí, me la hice hace un par de semanas. Con todas tus advertencias, me habías

dejado un poco asustado. Nada, no tengo nada grave. Fui a la consulta de un compañero de la facultad que es cardiólogo; me dio algunos consejos y no quiso cobrarme, lo que me vino muy bien. Se llama Luis, Luis Perpiñá. ¿Te acuerdas de él?

Álvaro no sabía a quién se refería. Aunque habían convivido en el mismo piso durante sus años universitarios, cada uno se había creado su respectivo grupo de amigos entre los estudiantes de su especialidad. A éste no le conocía.

—No caigo en quién es. ¿Dónde tiene la consulta? —En la calle Cirilo Amorós —le contestó Jaime—. No me preguntes el número,

porque no me acuerdo. Si alguna vez necesitas hacerte una revisión a fondo, dile que vas de mi parte.

—¡Mira que somos raros! —exclamó Álvaro—. Trabajamos en un hospital y preferimos acudir a alguien de fuera cuando se trata de nosotros mismos.

—Quizá es que no nos fiamos... —¿Por qué dices eso? —le preguntó Álvaro. —Por nada, son cosas que se me ocurren. Además, estoy cansado y ya no siento

la ilusión que tenía los primeros días, cuando traspasaba las puertas del Nou. —Sí, no hace falta que me lo jures. —Hace un par de meses era el tío más feliz del mundo: trabajaba con ganas,

canturreaba a pesar de mi mala voz y de tener al lado a esa pesadilla que se llama Gerardo, me alegraba cuando salían noticias del hospital en la prensa... Hoy, por ejemplo, ni siquiera llevo el móvil que me dio Miralles y del que tanto me insistió que no me separara para nada. Y otros días me lo he dejado en casa a propósito. Quiere tenerme localizado en todo momento. ¿Para qué tanto control? No estoy contento, Álvaro.

La broma sobre la horchata había sido el resultado de un estado pasajero. Volvía a mostrarse triste y agobiado. Y, al menos en apariencia, no existían motivos para estarlo.

—Pero bueno, chico ¿qué te pasa? —le preguntó resueltamente Álvaro. —Nada especial. Simplemente se me ha pasado el entusiasmo que tenía antes.

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Ya volverá. No te molestes tanto por mí. Sé resolver mis propios problemas. Capítulo 17 La llamada al timbre de su casa sorprendió a Alfredo Albert leyendo el último

número de Nature. Aunque era de natural confiado y nunca había sentido temor a posibles atracos o encuentros con personas desconocidas durante sus paseos nocturnos, en esta ocasión quiso tomar precauciones antes de abrir la puerta, ya que no recordaba haber quedado con nadie esa noche.

Ajustó su ojo a la mirilla de la puerta y, gracias a la luz del porche, que siempre dejaba encendida, pudo ver a su inesperado visitante. Reconoció al amigo de su antiguo alumno Álvaro. ¿Cómo se llamaba? Se le había olvidado; tendría que preguntárselo de nuevo.

—Buenas noches, querido amigo —dijo al abrirle la puerta—. Pasa, por favor, y cuéntame qué te trae por aquí.

—Buenas noches, profesor, y perdone la molestia. No suelo presentarme en la casa de una persona sin avisar antes, pero no tenía su teléfono y necesitaba hablar con usted esta misma noche.

—¿Quieres tomar alguna cosa? No he hecho la cena todavía. Si te parece bien, podemos preparar algo y cenamos juntos. Me agradaría mucho.

—Gracias, profesor Albert. Acepto su invitación. —Pensaba hacer una tortilla de dos huevos y tomar algo de fruta. Pero quizá a ti

te apetezca tomar algo más. —No, muchas gracias. Ya ve lo gordo que estoy —le dijo Jaime, sonriendo—.

Algún día tendré que ponerme a régimen. Podría muy bien empezar hoy mismo con una cena ligera, ¿no le parece?

—Pues nada, como quieras. Quédate en el salón, mientras yo me ocupo de la cocina. Durante la cena me cuentas qué te ha traído hoy por aquí.

—No será muy largo. Entro de guardia esta noche y no me puedo entretener demasiado. ¿Podría usar su ordenador mientras prepara la cena?

—¡Cómo no! No tiene clave ni nada. —Gracias, profesor. Albert tardó menos de diez minutos en tener dispuestos sobre la mesa del salón

un par de servicios, con las tortillas recién hechas en los platos y el frutero. —¡Ah! Se me olvidaba el agua. ¿La quieres embotellada o te basta que sea del

grifo? —le preguntó a su invitado desde la cocina. Jaime desconectó su mente de lo que estaba escribiendo y volvió al mundo real. —Del grifo, del grifo. No se moleste. Jaime oyó cómo el profesor llenaba una jarra. —El otro día nos dijo que tiene internet en casa, ¿verdad? —preguntó—. Es que

quiero enviar a Álvaro lo que acabo de escribir. Se trata de algo importante y un poco urgente.

—Sí. Sólo tienes que hacer clic sobre el icono de la «e» grande. Cuando iba a pulsar sobre el acceso directo al explorador, se acordó de algo.

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—Mira que soy tonto. Tonto y con poca memoria para algunas cosas: no me acuerdo de su dirección de correo. Como casi siempre lo que le mando son mensajes internos en el hospital…

—Pero la tendrás en algún sitio, ¿no? —Sí, en la agenda. Y la agenda la tengo en el hospital —se lamentó Jaime—.

Bueno, pues ya se ve que tendré que enviarlo desde allí. ¿Tiene algún disquete a mano que me pueda llevar?

Albert abrió uno de los cajones de la mesa del ordenador y sacó una caja. —Coge el que más te guste. Jaime grabó el archivo en el disco y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

Al meterlo ahí, su mano tropezó con algo: esta vez no se había olvidado de llevar consigo el teléfono móvil. Miralles se pondría contento si le llamaba y respondía a la primera.

Pensó que sería conveniente avisar a su amigo del correo que le iba a enviar. Sabía que Álvaro solía pasarse varios días sin abrir su cuenta y deseaba que leyese su contenido cuanto antes. Le llamó a casa, pero tuvo que contentarse con dejarle un mensaje en el contestador, ya que no respondió a la llamada.

Sentados a la mesa, el joven comenzó a relatar a Albert su vida. La sencillez que había demostrado su antiguo profesor de universidad cuando le visitó por vez primera con Álvaro le había convencido de que podía contar con él como si de un amigo se tratara. Jaime le estaba explicando cómo había sido contratado en el hospital, cuando Albert le interrumpió.

—¿Cómo? ¿Álvaro y tú trabajáis en el Nou? —Sí. ¿No se lo habíamos dicho antes? —No, hijo. Has de saber que yo ejercí en ese hospital durante bastantes años,

cuando dejé de practicar abortos. ¿Ya os conté eso la otra vez que vinisteis? —Lo de los abortos sí, pero no nos dijo en qué hospital había comenzado a

trabajar. —Me dedicaba, entre otras cosas, a los trasplantes de corazón. Fue una buena

época de mi vida. ¿Tenéis noticias de Eulogio Miralles? —No. Nunca aparece por el hospital. Coincidí con él en la cena de Navidad y

nos lo presentaron a Álvaro y a mí. Ahora trabaja en Madrid, en la sede de la Fundación White. Su hijo Fernando le sustituyó al mando del hospital, aunque ahora sólo lleva la dirección médica y ha dejado la gerencia a otra persona.

—Sí, ahora me acuerdo; yo estaba allí cuando se fue a Madrid. Era un auténtico mago. Así le llamábamos: El Mago. Tenía un don para los trasplantes.

Albert parecía alegrarse al recordar los años pasados en el hospital. —Profesor. —¿Sí? —¿Considera que usted llegó a triunfar en su profesión? —Yo diría que sí —le respondió Albert—. Por supuesto, no me refiero a los

años en que me dedicaba a lo que con cierto eufemismo se llama ahora IVE. En el Nou conquisté todo lo que quería y fui feliz. Hasta que pasó algo y hubo que dejarlo todo.

—No quiero molestarle tratando de averiguar qué fue lo que ocurrió —continuó Jaime—. Pero sí me gustaría que me dijese si se sentía feliz por el propio trabajo que realizaba con los enfermos o más bien era por la gloria que conseguía con ello.

Alfredo Albert se quedó mirándole, sorprendido ante la confiada audacia del joven.

—Perdone la pregunta tan directa, pero necesito que me responda con sinceridad.

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—Se nota que vas directo a lo que te interesa, muchacho. No me importa decírtelo. Te responderé sin rodeos.

Tomó un sorbo del vaso de agua y contestó: —Al principio, me alegraba por el bien que procuraba a las personas que se

ponían en mis manos. Después de todo, para eso me había hecho médico. Más tarde, al comprobar que era capaz de realizar auténticas obras de arte con mis pacientes, empecé a encaramarme a la gloria, como tú decías. El éxito es un veneno que se toma poco a poco y va penetrando en uno sin ser consciente de ello. Eso fue lo que me pasó. Luego, como te he dicho, tuvo lugar un desgraciado incidente, que me llevó a recapacitar. Renuncié a grandes proyectos que había planeado, pero que no conducían a nada bueno, y la fama del doctor Albert pasó a mejor vida. Al cabo de un tiempo, me retiré del ejercicio de la profesión y ya nadie se acuerda de mí.

Jaime reflexionó unos segundos sobre lo que Albert le acababa de decir. —Gracias por su franqueza, doctor Albert —le dijo—. Créame si le digo que yo

sí me acordaré de usted. Pienso que lo que me ha dicho va a influir en mi vida más de lo que se imagina.

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Capítulo 18 Del tanatorio del hospital, donde había permanecido el cuerpo de Jaime todo el

domingo, los que velaban el cadáver salieron hacia el cementerio, siguiendo al coche que llevaba el ataúd. Como Cortés sabía que Jaime no tenía familiares próximos, excepto una tía, con la que no se trataba, preguntó a Álvaro, como persona más allegada, sobre las creencias de su amigo. Éste contestó que no tenía fe y que no echaría en falta ni el funeral ni a un sacerdote recitando unas oraciones.

Alfredo Albert no quiso dejar de decir su último adiós a Jaime y se presentó en el cementerio unos minutos antes de que llegase el cortejo fúnebre. El hospital había publicado una esquela que anunciaba la muerte de uno de sus médicos, el doctor Jaime Puig, y el profesor se había informado de la hora del entierro. Cortés, Miralles y algunos del Grupo de Investigación se habían congregado para la inhumación del cadáver. La tapa de la caja, a pesar de lo que había dicho Álvaro, llevaba un crucifijo. «Mejor así — pensó—. Que tenga un buen amigo en la otra vida.»

Al terminar la operación de cierre y sellado de la tumba, Albert saludó a Fernando Miralles, explicó el motivo de su presencia en el cementerio y, tras unas breves palabras, se alejó del grupo cogiendo a Álvaro del brazo.

—Lo siento muchísimo, Álvaro. —Gracias por haber venido, profesor. Necesitaba ver a alguien ajeno al hospital

—le confesó—, y ha aparecido usted como caído del cielo. Ha sido muy duro encontrarte muerto a tu mejor amigo de la noche a la mañana.

—Cuéntame qué ha pasado. —El sábado entró de guardia en el hospital. —Sí, eso ya lo sé. Vino a mi casa esa noche y cenamos juntos. Me dijo que tenía

que irse pronto para llegar a tiempo. —¡Vaya! —se extrañó Álvaro—. No me dijo que fuera a ir a visitarle. —Quería hablar de asuntos muy particulares y se ve que prefirió venir solo. Ni

siquiera me había anunciado su visita y a mí también me pilló de sorpresa. —A eso de las cuatro de la mañana, una enfermera que también estaba de

guardia se lo encontró caído en el suelo, con todos los síntomas de haber sufrido un infarto, como poco después se confirmó.

—Así que ha sido eso. Albert no pudo reprimir unas lágrimas, pero se controló enseguida. Imaginaba lo

que debía de haber sufrido Álvaro por el trágico suceso y procuró no aumentar su pena. —Esa noche —dijo, tratando de dar otro rumbo a la conversación— me dijo,

ante lo exiguo de la cena que le ofrecí, que podía ser un buen día para empezar un régimen. No creo que hablase en serio. Tenía chispa tu amigo, ¿verdad?

—Era una buena persona —contestó Álvaro, con la mirada en el infinito—. Con sus defectos, como todo el mundo, pero se volcaba en atenciones con quien necesitase su ayuda.

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Vuelto hacia Albert, le dijo: —Tenía un corazón inmenso y era mi mejor amigo. Anduvieron un rato, uno junto al otro, entregado cada uno a sus propios

pensamientos. —El sábado le noté bastante preocupado —señaló Albert tras el prolongado

silencio—. Quería saber si yo había tenido éxito en mi profesión y cómo lo había sabido llevar. Le contesté lo mejor que pude y pareció quedar satisfecho con lo que le dije. Hasta le vi sonreír cuando se marchó.

—Se le notaba muy nervioso los últimos meses —comentó Álvaro—. Hace apenas diez días estuvimos charlando en un bar, pero apenas me permitió ayudarle para salir de su estado.

Se detuvo y se quedó pensativo. —Lo que más me llama la atención de su muerte —continuó diciendo— es que

me contó que unas semanas antes se había hecho unas pruebas de corazón en la clínica de un amigo y los resultados reflejaban que no corría ningún peligro de sufrir un infarto. Pero nunca se sabe; quizá se le escapase algo a su amigo.

—¿Ya leíste el correo electrónico que te envió? —le preguntó Albert para volver a dar un giro a la charla—. Lo escribió en mi ordenador mientras yo preparaba la cena. Quería mandártelo desde mi casa pero no se acordaba de tu dirección. Dijo que lo haría desde el hospital, al entrar de guardia.

—Sí —le respondió Álvaro—. Lo leí ayer mismo por la tarde. Sólo me insistía en que no debía preocuparme por él. Que se encontraba en un pequeño bache del que estaba a punto de salir y que todo se arreglaría pronto. Lo que me pareció muy extraño fue que me mencionase que no estaba bien de salud y que su corazón no andaba bien; justo lo contrario de lo que me había dicho unos días antes.

—Bueno, Álvaro, yo no le daría más vueltas. Caminaron hasta la puerta del cementerio y se despidieron. —Me quedo un rato por aquí —dijo el profesor—. Aunque no tengo mucha

costumbre de rezar, creo que hoy sí voy a hacerlo. No sé si seré capaz, pero siento que lo necesito y quizá también le ayude a Jaime. Adiós, muchacho, y cuídate mucho.

—Muchas gracias, profesor.

El sábado por la mañana era el momento de la semana que Álvaro solía dedicar a

leer los mensajes recibidos en sus dos cuentas de correo electrónico y a buscar en internet referencias a temas que pudieran resultarle de interés. Estaba suscrito a un boletín de noticias médicas y, desde que conoció a Pascual Ferrando, solía leer también la edición digital de Vida y Ciencia.

Después de la muerte de Jaime, había recibido una llamada del periodista para interesarse por lo ocurrido y darle el pésame por la muerte de su amigo. «¡Qué mala suerte! Tenía mucho futuro por delante ese chico. Precisamente un ataque al corazón; aunque dado su peso y lo mucho que fumaba no era de extrañar.»

En contra de lo que pensaba el periodista, era completamente anormal que hubiese muerto de un infarto. Álvaro no basaba sus razones en la situación física de su amigo, sino en las diferentes informaciones que había recibido en pocos días. Dos semanas atrás, el mismo Jaime le había dicho que se sentía bien y que, según el cardiólogo que había visitado, no tenía de qué preocuparse. Sin embargo, al cabo de siete días, fallecía aparentemente a causa de un infarto. Y, como para dar firmeza al hecho, un correo electrónico del difunto corroboraba que su estado de salud no era

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bueno y que habían aparecido algunos síntomas previos a la angina de pecho. El conjunto de datos contradictorios empezaba a inquietarle. ¿Se había

equivocado el amigo de Jaime en su diagnóstico? Quizá podía ser que lo de la consulta al médico de corazón había sido una puro cuento para que le dejase en paz. Tendría que hacer una visita a ese Luis Perpiñá.

Contestó a los mensajes que había recibido los últimos días. Le consoló mucho el que Nuria le había mandado, condoliéndose por la muerte de Jaime. Le decía que las dos o tres veces que había coincidido con él en el hospital le habían bastado para hacerse su amiga por la simpatía y las ganas de vivir que irradiaba. «Esta chica es bastante despierta. La enfermedad le ha ayudado a madurar antes. Se nota que ya no es una cría», pensó Álvaro. Le envió un mensaje en el que le agradecía sus sentimientos por Jaime y le preguntaba qué pensaba hacer durante las vacaciones de Semana Santa y Pascua.

A mediodía, Paco le llamó a casa. —¿Cómo estás? —Bien, todo lo que se puede estar después de haberse muerto tu mejor amigo. Paco se había enterado del fallecimiento de Jaime por el mismo Álvaro, que se

lo comunicó el día del entierro. —Te llamaba sólo porque quería invitarte a cenar esta noche. Puedes venir

pronto y nos damos una vuelta antes. No me haría ninguna gracia que te hundieras ahora psicológicamente. Te conviene salir y quitarte de la cabeza lo que ha pasado.

Era un buen tipo. Se lo agradeció de veras pero declinó la invitación. —Muchas gracias, Paco, pero hoy quiero estar en casa —le contestó—. No es

que me sienta deprimido ni nada por el estilo, gracias a Dios. Sólo es que tengo ganas de quedarme aquí solo y dedicar tiempo a buscar en internet unas cosas que me interesan.

—De acuerdo, pero no me falles la próxima semana. —Conforme. Quedamos para el sábado que viene. Álvaro alargó ese sábado su sesión de trabajo y se pasó la tarde pegado al

ordenador. Se había propuesto reunir la mayor cantidad posible de información sobre medicina regenerativa y «navegó» por todo el mundo desde que acabó de comer hasta la hora de la cena. Al terminar, quedó satisfecho del trabajo realizado.

La posibilidad de obtener células de cualquier tipo de tejido a partir de células madre de médula ósea, en lugar de recurrir a las embrionarias, que tantas dificultades éticas y terapéuticas planteaban, aparecía mencionado en la mayoría de las páginas que visitó. Constituía uno de los recursos que se manejaba con frecuencia como posible solución para graves enfermedades, como el Alzheimer, el Parkinson, el infarto de miocardio o distintas enfermedades neurológicas degenerativas o traumáticas. Además, se había utilizado durante décadas para curar leucemias.

En la red proliferaban las noticias que reflejaban el interés por encontrar nuevas fuentes de células madre en tejidos adultos. Entre estos tejidos suministradores de células madre adultas, varios grupos de investigación habían centrado su trabajo en el tejido graso. Hasta el momento, se había comprobado que a partir de células madre obtenidas de grasa se conseguía obtener células de hueso, de cartílago, de músculo, de la piel y del propio tejido graso. Incluso se habían logrado otras tan específicas como neuronas. También estas células se habían utilizado de forma experimental, en procesos de formación de nuevos vasos sanguíneos.

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Hasta hacía poco tiempo, solamente un tipo de células madre adultas, las llamadas mesenquimales, presentes en la médula ósea, parecían ser las únicas que no producían rechazo al ser inyectadas en una persona distinta de la que las proporcionaba. Precisamente las células madre obtenidas de grasa se habían mostrado similares en este aspecto a las mesenquimales, como se afirmaba en un estudio publicado en la prestigiosa revista médica British Journal of Hematology(23). Si se acababan confirmando esos resultados, podría abrirse una interesantísima posibilidad para obtener células troncales a partir de grasa de desecho, con el fin de ser utilizadas en el tratamiento de pacientes distintos al donante que proporcionase la grasa. ¡La cantidad de enfermos que podría haber curado Jaime tras una buena operación de liposucción!

La noticia aparecida en todos los medios de comunicación del país sobre la decisión de los Príncipes de Asturias de conservar células madre congeladas del cordón umbilical de su hija Leonor en un centro especializado de los Estados Unidos hizo que mucha gente se empezase a interesar por esa fuente de células troncales. Sin duda, mostraban indudables ventajas. Eran fáciles de obtener y presentaban una menor incompatibilidad inmunológica y, por ello, un menor rechazo. En una página web que Álvaro había encontrado —www.vidacordon.com— se informaba claramente y por extenso sobre este tipo de células madre que, sin poder considerarlas adultas, no se obtenían como las embrionarias, por la destrucción del embrión en sus primeros días de vida. No era de extrañar que muchos investigadores, en los últimos años, estuviesen dedicando grandes esfuerzos a la búsqueda de técnicas de cultivo que permitieran incrementar el número de células madre que se obtienen de un cordón sin provocar la pérdida de su actividad funcional característica.

Por este motivo, también se habían empezado a crear bancos de células madre procedentes del cordón umbilical. Se podía considerar incluso como una alternativa al uso de médula ósea obtenida de niños-medicamento generados específicamente como fuente de células madre para tratar a un hermano suyo que padeciese una enfermedad hereditaria de la sangre. Aunque no se disponía de datos exactos, la información que Álvaro había consultado hablaba de no menos de 5 000 trasplantes celulares utilizando sangre de cordón umbilical, la mayoría de ellos realizados en personas con leucemia y, en un porcentaje menor, en pacientes con algún tipo de enfermedad hereditaria. En el año 2004 se llevaron a cabo alrededor de 2 000 de estos trasplantes.

Otros investigadores, como los de la Unidad de Diabetes de Bethesda, en Maryland, habían obtenido células de páncreas productoras de insulina a partir de células adultas de islotes pancreáticos obtenidos de cadáveres. Este hallazgo, afirmaban los componentes del equipo, abría nuevas posibilidades para el tratamiento de la diabetes de tipo 1, sin necesidad de recurrir a células madre procedentes de embriones(24). Hasta del pelo (en concreto, de los folículos pilosos) investigadores japoneses y norteamericanos habían demostrado que se podían obtener células nerviosas(25).

Aparte de los estudios sobre la posibilidad de diferenciación de las células madre

adultas, la aplicación clínica a enfermos ya se estaba aprovechando de los resultados de las investigaciones. Un equipo de la universidad de Innsbruck, por ejemplo, había conseguido tratar y mejorar la incontinencia urinaria en un grupo de veinte mujeres de entre 36 y 48 años, inyectándoles en la pared de su uretra y en el esfínter urinario células madre obtenidas de los bazos de las pacientes, tras cultivarlas y multiplicarlas durante seis semanas en el laboratorio(26). Después de un año de tratamiento, dieciocho

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de las veinte mujeres no sufrían incontinencia. Era, sin duda, una aplicación de gran interés práctico dado el elevado número de mujeres que padecen esta molesta anomalía.

Navegando entre páginas que trataban del uso de células troncales en lesiones de corazón, Álvaro descubrió que otro equipo, en este caso de la Universidad de Lovaina, había presentado un interesante trabajo en la LV Reunión Anual del Colegio Americano de Cardiología, en el que se habían incluido 67 pacientes que habían sufrido un infarto de miocardio agudo(27). A la mitad de ellos se les inyectaron intracoronariamente células madre de su propia médula ósea, veinticuatro horas después de habérseles practicado una reperfusión mecánica de la arteria asociada al infarto; a la otra mitad se les administró un placebo. Los resultados se valoraron comprobando la función del ventrículo izquierdo de los dos grupos de personas. Los pacientes se siguieron durante 36 meses, y los enfermos tratados con la terapia celular mostraron claros resultados de mejora funcional del corazón, sin que se observaran efectos secundarios negativos.

En cualquier caso, parecía admitido de forma general que distintos tipos de células madre adultas, especialmente los mioblastos, podían ser capaces de generar nuevas células del corazón o de regenerar a las allí existentes cuando se trasplantaban a un corazón que había sufrido un infarto, contribuyendo así a mejorar el funcionamiento del corazón enfermo(28). Eran muchos, probablemente más de doscientos, los ensayos clínicos experimentales que en ese momento se estaban realizando en todo el mundo para valorar esta terapia en el corazón infartado.

Quizás el caso más espectacular que Álvaro había encontrado era el de una mujer brasileña de 54 años, hemipléjica, que había conseguido recuperar la movilidad y el habla tras inyectarle en su cerebro células madre extraídas de su propia médula ósea. Era la primera vez que se conseguía en el mundo. Próximamente se iban a iniciar experiencias en otras mujeres y se calculaba que en unos cinco o seis años se podría aplicar este remedio en la clínica habitual(29).

Lo que más le había llamado la atención en todo el estudio que había llevado a cabo en internet sobre el tema eran las declaraciones de Juan Carlos Izpisúa, una de las mayores autoridades en esta cuestión en España, propuesto inicialmente para dirigir el Centro Nacional encargado de coordinar este tipo de experiencias y que ahora lideraba el trabajo de investigación del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona; afirmaba que «es lamentable escuchar a determinadas personas que con las investigaciones con células madre embrionarias se van a curar enfermedades como la diabetes, el Parkinson o el Alzheimer. Esto es jugar con el sentimiento humano y generar falsas esperanzas entre estos pacientes, sus familias y amigos»(30).

«¿Qué sentido tiene, entonces —se preguntaba Álvaro—, haber otorgado un permiso al Nou Hospital para tratar pacientes con sus células madre embrionarias?» Sin embargo, y Dios sabría cómo, se estaban obteniendo los resultados que nadie hubiera esperado.

Una vez que dio por concluida su investigación en la red, le entraron ganas de

tomar algo. Llevaba casi seis horas trabajando sin parar. Se preparó dos sándwiches de jamón y queso, cogió un yogur de la nevera y encendió el televisor. No había querido aceptar la invitación de Paco porque, además del trabajo que había realizado durante la tarde, tenía interés en ver el breve documental que iban a poner esa noche sobre el Nou Hospital. La fama del primer centro en España donde se estaban aplicando clínicamente con éxito células madre extraídas de embriones clonados había llegado lejos, y los directivos de la televisión estatal habían decidido que merecía la pena hacer un reportaje

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sobre el hospital valenciano. A lo largo de tres días de la semana anterior, un equipo de Televisión Española

había estado grabando imágenes, haciendo entrevistas y compartiendo mesa con médicos, enfermos y personal de administración y mantenimiento del centro. El documental elaborado sería el primero dentro del programa Informe semanal que se emitía ese sábado; era el programa decano de las televisiones españolas, el que más tiempo llevaba aguantando en las pantallas y seguía manteniendo un buen nivel de audiencia.

Como introducción al reportaje, se mostraban imágenes del edificio y del personal sanitario, que servían de marco a una breve explicación del trabajo que se estaba llevando a cabo en el Nou. A continuación, Luis Cortés era entrevistado por alguien que no aparecía en pantalla. Le siguieron más escenas de la vida corriente del centro, acompañadas de una voz que narraba las curaciones logradas entre las paredes del hospital, haciendo especial mención a la UR. Ahora era Fernando Miralles quien hablaba, como director de la Unidad de Regeneración. La entrevistadora —esta vez sí aparecía su rostro en la pantalla— le preguntaba acerca del funcionamiento de la terapia celular empleada en el hospital y Miralles contestaba con gran acierto, aportando datos sobre los enfermos beneficiados por el trabajo de todo el equipo, llegando incluso a conseguir cierto clima sentimental. El tinte emotivo llegó a su culmen con las declaraciones de la madre de Pilar, la niña curada de la anemia de Falconi: «Nunca agradeceré lo suficiente a Dios y al Nou Hospital lo que han hecho por mi hija». Mientras continuaba en off la entrevista a Miralles, el realizador ofrecía imágenes del interior de la unidad, en la que se veía a la doctora Alarcón hablando con una enfermera, al niño actualmente ingresado leyendo un tebeo y a uno de los enfermeros, trabajando en el laboratorio.

El reportaje concluía con una breve entrevista a Carmen Alarcón en la primera sala que Álvaro había visto cuando Miralles y Jaime le habían mostrado la unidad. En su opinión, ese espacio era algo relativamente inservible, dado el tamaño de la habitación. Los aparatos y otros útiles que guardaba podían ser recolocados en otra sala más pequeña. El centro vacío de la estancia hacía pensar en un lugar destinado a realizar, quizá, una transfusión de sangre de alguien que ocupase una camilla a otra persona que ocupara una camilla vecina, o para servir de quirófano, aunque el cuarto no parecía tener las condiciones suficientes para llevar a cabo operaciones quirúrgicas.

Una especie de alabanza del hospital ponía punto y final, y dejaba los dientes largos a todos aquellos que no habían tenido la fortuna de ser seleccionados para aprovecharse de las excelencias que la nueva terapia ofrecía.

«Sí, claro. Y en ningún momento han dicho que en el plazo de tres meses han muerto dos médicos que trabajaban en la milagrosa y pomposa Unidad de Regeneración. Parece como si quisieran ocultarlo». Álvaro no podía dejar de pensar en ello. Todo parecía muy bonito visto desde fuera.

Justo al terminar el reportaje, sonó el teléfono. Álvaro descolgó: —¿Dígame? La voz que oyó sonaba de una forma muy rara. —¿Estoy hablando con Álvaro Costa? —Sí, soy yo. ¿Quién es usted? —De momento, le diré que soy una persona amiga. Me perdonará que use un

distorsionador de voz para ocultar mi identidad. Así no sabrá si soy hombre o mujer y si

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me conoce o no. Mejor que sea así. ¿Una persona amiga que, sin embargo, se ocultaba tras una voz trucada? No

terminaba de gustarle. —Si se ha tomado la molestia de llamarme, debe de ser porque tiene algo

importante que decirme. —Dispongo de una información que puede interesarle. —¿De qué se trata? —He conseguido una copia de las historias clínicas de las chicas y chicos

seleccionados como pacientes de la Unidad de Regeneración que tan bonita nos han presentado en la televisión hace unos instantes. ¿Ha visto el reportaje?

—Sí, lo he visto —contestó Álvaro—. ¿Por qué piensa que podrían importarme esos historiales? Además, mucho me temo que si oculta su identidad debe de ser porque lo que ha hecho para disponer de esa información no es del todo legal. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca —contestó la voz—. Sé cómo entrar y salir del sistema informático del hospital, investigar su contenido y coger lo que más me interese sin dejar la más mínima huella de mi presencia.

—Le felicito por su habilidad, pero no me ha contestado a lo primero que le he preguntado. ¿Qué interés puedo tener yo en esos documentos?

—Usted sabrá extraer de ellos mucha más información que yo. Sólo le digo que puede ser el principio del camino que nos lleve a resolver determinadas cuestiones que muchos nos estamos planteando.

—¿Cómo cuáles? —Usted es médico y sabe más que yo sobre estos temas. —Tras unos instantes,

la voz continuó—. ¿No se ha preguntado cómo es posible que se consigan esas milagrosas curaciones en el hospital en el que trabaja?

—Supongo que recurren a la magia negra. La broma pareció no agradar a su interlocutor. —Quizá esté perdiendo el tiempo al dirigirme a usted. —Siento haberle contrariado con el chiste —se disculpó Álvaro—. Si usted

piensa que puedo sacar alguna conclusión después de estudiar todo ese material será porque debe de ser algo importante lo que se esconde detrás. Si no fuese así, no estaríamos hablando en este momento.

—Veo que empieza a entenderme. Le enviaré los historiales de esos muchachos a su casa.

—¿Cómo sé que puedo fiarme de usted y que no se trata de alguien del Nou que está probando mi fidelidad a la empresa?

La pregunta quedó suspendida en el aire. La respuesta llegó, por fin, clara y firme:

—Yo también apreciaba al doctor Díaz y a su amigo Jaime. Quizá la resolución de unas cuestiones nos lleve a encontrar respuestas a otras. Tendrá que fiarse de mí.

La voz dio por concluida la conversación y colgó. La pantalla del teléfono mostraba el mensaje que Álvaro suponía: «Número desconocido». Le sería completamente imposible establecer contacto otra vez mientras la otra persona no tomase la iniciativa.

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Capítulo 19 Mientras le llegaba la documentación prometida por la voz anónima, Álvaro

decidió empezar a actuar por su cuenta. Por la tarde del lunes, al terminar de trabajar, visitó a la familia de Miguel

Galdón, el chico que Jaime había comenzado a tratar cuando se incorporó a la UR. Tanto el muchacho como sus padres le recibieron con afecto, pues conocían la gran amistad que unía a Álvaro con el recientemente fallecido.

La pregunta que se había propuesto hacerles surgió al final de la visita. —¿Cómo consiguieron que Miguel fuese admitido como sustituto de la niña que

no siguió adelante? No se esperaban algo tan directo. —Nos tocó en suerte —contestó el padre de Miguel. —Me gustaría que me dijese la verdad, señor Galdón. Aunque sólo sea por el

aprecio que todos teníamos a Jaime. Le aseguro que le guardaré el secreto. ¿Cuánto les ofreció?

—Ciento cincuenta mil euros —contestó la madre del chico. —Gracias —dijo Álvaro—. No se preocupen. Si esta información sale algún día

a la luz, no será por mí. Se lo juro por nuestro amigo Jaime. Todavía le quedaba tiempo para acudir a la casa de Alex Ferrer, el muchacho

que había salvado milagrosamente su vida después de ser atracado a la salida de la discoteca. Había avisado de que llegaría sobre las ocho de la tarde.

La visita fue muy agradable. Los padres de Alex se consideraban unos afortunados por tener a su hijo con vida junto a ellos y estaban muy agradecidos al hospital por el trabajo realizado y el esmero que habían puesto en su curación. El hecho de que el muchacho hubiese regresado a su niñez, más atrás aún, incluso a una situación de tener que aprenderlo casi todo de nuevo, como si acabase de nacer, no suponía para ellos ninguna desgracia.

Tras los sucesivos shocks encefálicos que habían sido necesarios para conseguir la rápida proliferación y diferenciación de sus células madre embrionarias y lograr la regeneración de su maltrecho organismo, conservaba algunas de las destrezas más simples. Sabía andar y hablar, aunque ambas cosas las hacía con dificultad. Sin embargo, tuvo que volver a aprender a leer y escribir, a usar los cubiertos y a vestirse. No recordaba, al menos durante los primeros días después de su vuelta a casa, nada sobre sus padres, su hermano y otros familiares. Tampoco reconocía a sus amigos y

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amigas del colegio. El hogar, donde había vivido toda su vida, le resultaba algo extraño. Sin embargo, con el paso de las semanas y la perseverante ayuda de su madre,

Alex iba recordando nombres y detalles que tenía almacenados ahí dentro, en algún lugar de su memoria y que, poco a poco, salían a la superficie.

—El doctor Miralles nos advirtió de que el proceso de recuperación, si es que se daba, sería muy lento —le contó su padre—. La verdad es que mi mujer se pasa con él las veinticuatro horas del día para traerle de nuevo al mundo, a su vida, tal como era antes de aquel maldito suceso.

—Pienso que avanza bastante aprisa —apuntó su madre—. No obstante, vaya al ritmo que vaya, se trata de mi hijo, y mientras Dios me dé fuerzas, estaré a su lado para ayudarle todo lo que pueda. Soy su madre y las madres sabemos muy bien lo que es sacar a un hijo adelante, a pesar de todos los sacrificios.

Álvaro saludó al chico, que se encontraba sentado en un sillón de su cuarto. Le respondió un simple «Buenas noches, doctor», con una voz ciertamente débil y entrecortada. El aspecto externo que presentaba era pulcro y aseado pero Álvaro percibió su mirada como ida, y algunos de sus gestos, torpes, le recordaban a los de otras personas que habían sufrido algún tipo de traumatismo craneal. Al ver que el chico llevaba la pulsera en la muñeca derecha, como todos los pacientes de la UR, se acordó de que sus atracadores le habían robado la original.

—Veo que le han dado una pulsera nueva. —Sí. Se la pusieron nada más ingresar en el hospital, después de sufrir el atraco. —¿Me la puedes dejar un momento, Alex? —Él no se acuerda de cómo hay que quitársela. Tengo que hacerlo yo todas las

noches y ponerla a recargar. La única diferencia con la primera que tuvo está en lo que se teclea al final. En vez de 00, hay que teclear 02.

La mujer pulsó los botones correspondientes, le quitó la pulsera a su hijo y se la mostró a Álvaro. No se apreciaba nada que llamase la atención. Estaba formada por segmentos rectangulares unidos entre sí por conexiones eléctricas protegidas. En uno de los segmentos, algo más alargado que los demás, había un teclado, como el de cualquier teléfono, pero con los botones más pequeños para que ocupasen poco espacio. Después de la breve inspección, se la devolvió.

—Debe de tratarse de alguna maravilla de la ingeniería actual —le dijo la madre de Alex, mientras le volvía a poner la pulsera a su hijo.

—Sí, creo que tiene incorporada una tecnología nueva muy especial. Se despidió de ellos, agradeciéndoles el tiempo que le habían dedicado. —No tiene que agradecernos nada. Somos nosotros los que le debemos a usted y

al hospital donde trabaja que podamos disfrutar todavía de la compañía de nuestro hijo. Álvaro montó en su coche y se dirigió a la entrada más próxima a la V30, la

circunvalación que rodea la ciudad de Valencia. Bordeando el nuevo cauce del río Turia, tomó la desviación que le llevaba hasta El Saler. Tras circular unos pocos kilómetros por la autovía, cogió la salida que le conducía a la playa, en una zona próxima al Hotel Sidi Saler. Con frecuencia acudía allí; le gustaba pasear por el lugar, solitario a esas horas del día, mientras dejaba volar sus pensamientos. Aparcó el coche lo más cerca que pudo de la arena, se quitó los zapatos y los guardó en la mochila que siempre llevaba en el maletero. Se acercó hasta la orilla y dejó que el agua del mar bañase sus pies. La noche era hermosa. La luna creciente iluminaba parcialmente el cielo. Todo lo que le rodeaba en ese momento le hacía sentirse descansado, cómodo e,

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incluso, alegre. Acababa de morir su mejor amigo, pero lo había hecho «con las botas puestas»,

como le hubiera gustado. Hacía unos minutos había estado con una familia que había rescatado a su hijo de las garras de la muerte y no podían disimular su felicidad. De acuerdo: merodeaban por su mente ideas a las que debería dedicar tiempo si quería despejar las dudas que habían surgido en su interior, pero lo que ahora deseaba era disfrutar de la tranquilidad que le reportaba el momento actual. Necesitaba, aunque sólo fuese por una hora, olvidarse de todo y descansar.

Mientras caminaba junto a la orilla, rememoró, como otras muchas veces, los veranos pasados en la costa cuando, de pequeño, consumía los meses de julio y agosto en Cambrils, con su madre, su hermano y sus primos. Su padre sólo disfrutaba de las vacaciones durante el mes de agosto. Se celebraba como un acontecimiento el día que llegaba desde Madrid; la familia estaba reunida al completo.

Cambrils, un viejo pueblo de pescadores, a unos veinte kilómetros al sur de Tarragona, se había convertido con el pasar de los años en el lugar de veraneo para muchos turistas extranjeros y para no pocos españoles de toda la geografía nacional. El reducido número de apartamentos y chalés que había conocido en su niñez se había multiplicado por cuatro en los quince últimos años. Recordaba con cierta añoranza las tardes pasadas con su hermano y sus primos dando vueltas por el pueblo, de un lugar a otro, sin riesgo de atracos, violaciones y otras cosas por el estilo que empezaban a ser frecuentes en otros lugares.

Uno de sus primos tenía síndrome de Down. Su desarrollo físico y mental no alcanzaba lo suficiente para permitirle participar en los planes de los demás. Sin embargo, se acordaba del cariño y de la atención que sus tíos y el resto de sus primos tenían con él a todas horas. Álvaro no entendía entonces cómo para ellos no era una carga; no se daba cuenta de que en su familia era un hijo, un hermano. Estaba enfermo y había que cuidar de él. «¿Y pasarse así toda la vida?», se preguntaba Álvaro en su sencillez de chaval, que no llegaba a aceptar lo que suponía para el pobre chico y para su familia la enfermedad de su primo. Ahora la comprendía. Esa vida no valía menos que la suya. Y si su madre cuidaba de él todos los días con amabilidad y ternura, lo mismo, y más, merecía su primo.

Una amiga de su familia, estadounidense, que habían conocido durante un verano en los años noventa, tenía también una hija con síndrome de Down. La chica se llamaba Margaret. De cuando en cuando se escribían contándose novedades y nunca faltaba una felicitación en Navidad. La última vez que recibió noticias suyas se lamentaba de la cantidad de embarazos que se truncaban en su país debido al diagnóstico prenatal que anunciaba este síndrome en la criatura que iba a nacer. El resultado era evidente: «El viejo pediatra de Margaret —le decía—, me ha confesado que hace años acostumbraba a tener un flujo estable de pacientes con síndrome de Down. Ahora no. En la costa occidental de Los Ángeles ya no nace ninguno.»

¿Cuál era la mentalidad reinante en el mundo actual? En realidad, en algunos aspectos se había vuelto a la ley de la selva. El más fuerte, el más preparado era el que prevalecía. El débil era devorado o eliminado por la masa. En alguna ocasión, Álvaro había escuchado la idea de que en una sociedad donde empiezan a faltar los recursos morales, los más perjudicados son precisamente los más débiles, los enfermos. Sencillamente, sobran. Y muchos enfermos lo consideraban así en el fondo de su alma, aunque el valor de una idea como ésa nada tuviese que ver con la sinceridad de quien la expusiera.

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El paseo le había llevado hasta un espigón. Recorrió la hilera de rocas hacia el

interior, donde comenzaba a haber vegetación. Alcanzó una zona de aparcamiento, débilmente iluminada, en la que había una furgoneta estacionada. Se sentó a descansar sobre un poyete.

Aunque era noche cerrada, pudo descubrir un par de siluetas que se movían por uno de los caminos que recorrían aquel lugar apartado. Una de ellas estaba erguida y parecía pertenecer a una mujer; la otra era de una silla de ruedas en la que se adivinaba a un hombre de mediana edad. La mujer conducía la silla en dirección a la furgoneta, despacio, pausadamente. Álvaro esperó a que llegasen y les saludó. Se ofreció a la mujer para ayudarle a subir la silla al vehículo pero ella, agradeciéndole el gesto, le dijo que no lo necesitaba. Situó la silla junto a la furgoneta, abrió la puerta lateral y extrajo un pequeño mando. Pulsó el botón central y un sistema automático se puso en funcionamiento. La silla fue elevada por un brazo articulado y colocada suavemente sobre el suelo de la furgoneta. La pareja se despidió de Álvaro y el vehículo se alejó por el mismo camino por el que antes habían estado paseando. Él también emprendió el regreso hasta su coche.

El suceso le transportó al momento en que vio por primera vez la película Mar adentro. La había visto en el cine cuando se estrenó y recientemente la habían puesto en televisión. Sin duda, planteaba una situación difícil: un hombre postrado en una cama, incapaz de valerse por sí mismo, pidiendo ayuda para acabar con lo que le parecía un modo indigno de vivir. Álvaro se había preguntado en numerosas ocasiones qué habría hecho él en su caso. ¿Habría deseado la muerte como Ramón Sampedro? ¿O habría luchado por dar un sentido a su vida?

En el Hospital General había tenido ocasión de conocer a varios enfermos tetrapléjicos. En general, se quejaban de la actitud del protagonista de la película, aunque ya hacía tiempo que había muerto(31). Afirmaban que les había perjudicado mucho. Uno de ellos se lamentaba de que en las imágenes que la televisión mostraba de Sampedro, éste apareciese siempre en la cama, como si los tetrapléjicos estuvieran acostados todo el día. Él, le contaba, vestía habitualmente de traje y se desplazaba por sí mismo en una silla de ruedas eléctrica. Le llevaban al trabajo en furgoneta y había viajado por toda Europa. Iba al cine y salía con los amigos, con normalidad. Tenía sus limitaciones, pero con la ayuda de personas que se preocupaban por él y de instrumentos adecuados, podía hacer una vida casi normal.

Paco, otro enfermo que sufría parálisis —aún se acordaba de su nombre—, le había contado que, en una ocasión, había ido a comer a un restaurante con su esposa, y que el camarero, colocándose entre la silla de ruedas y su mujer, le preguntó a ella: «¿Y el caballero, qué va a tomar?». Le contó que casi se levanta de la silla (era un decir) para gritarle a ese señor que él también sabía hablar. «A tanto llega el desconocimiento sobre la tetraplejia en nuestro país —le resumía este hombre— que en uno de los documentos que certifican mi invalidez aparece una sola palabra para calificar mi estado: subnormal».

«Un enfermo no es un futuro cadáver para el cementerio.» Esa frase, que había escuchado uno de los primeros días de clase en la facultad, se le había quedado grabada fuertemente y había procurado actuar en todo momento conforme al profundo sentido que tenía y que había aprendido de varios de sus profesores. Siempre se debía hacer lo posible por curar; y si no era posible la curación, había que aliviar el dolor. En último caso, quedaba el consuelo, pero nunca provocar directamente la muerte del paciente. El famoso juramento hipocrático, que alguno de sus maestros les había recomendado aprender de memoria, lo afirmaba con rotundidad.

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El profesor de patología general les contó un día en clase cómo un buen amigo suyo, después de diecisiete años trabajando como oncólogo, sólo había recibido una petición expresa para acelerar la muerte de un paciente. La solicitud había partido de un hijo ante la metástasis de un cáncer que sufría su padre(32). Él no estaba dispuesto a hacer lo que le habían pedido; trató al paciente como a cualquier otro y, finalmente, falleció sin que le pidiera que le aplicara fármacos letales. Y lo más curioso es que ese hijo le regaló una caja de vino al darse cuenta de que para tener una buena muerte no había que recurrir a la eutanasia.

Se encendió enseguida el debate en clase: muchos de sus compañeros manifestaron que, en su opinión, no era justo ser un peso para la sociedad ni para los familiares que están atendiendo al enfermo terminal y que, por tanto, lo mejor era la muerte. El profesor les hizo reflexionar haciéndoles ver que el problema había que centrarlo, entonces, no en el enfermo, sino en esos familiares, en esa sociedad y, sobre todo, en esos médicos que no ayudan al enfermo a dar un sentido a su vida y acentúan su sensación de fracaso. «El problema —Álvaro recordaba perfectamente su explicación— no es el dolor del paciente, sino que se siente enfermo, se siente mal, está cansado y no se ve mejorar; y lo que es peor, está asustado y transmite su ansiedad y su frustración a los profesionales que le rodean. El sufrimiento que más daño hace es aquél que no se acepta. Habéis de ser conscientes de una cosa muy importante: cuando experimentamos un sufrimiento, lo que más daño nos hace no es tanto el sufrimiento en sí como su rechazo, porque entonces al propio dolor le añadimos otro tormento: el de nuestra oposición, nuestra rebelión, nuestro resentimiento y la inquietud que provoca en nosotros.» Había repasado una y otra vez los apuntes tomados ese día en clase, de modo que se los había aprendido de memoria, aunque no se incluyeran en el temario de la asignatura. Sí, en cambio, formaban parte de lo que todo médico, en su opinión, debía conocer, transmitir y poner en práctica.

«¿Qué lugar queda para los pobres o los discapacitados en un mundo en el que la persona sólo existe en función de su eficacia o del bien visible que está en situación de producir?», concluyó Álvaro después de todos esos recuerdos que le habían venido a la cabeza.

Ya era tarde y tenía que volver a casa. Mañana había que madrugar.

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Capítulo 20 Los informes anunciados por el anónimo llegaron al día siguiente. Un mensajero

le dejó un paquete en su casa a las ocho de la tarde. Se encontraba verdaderamente agotado. El día había sido de los que uno preferiría borrar de su vida. Llegar a casa, ponerse a leer el periódico y meterse pronto en la cama: esos eran sus objetivos al salir del hospital, tras despedirse de Pilar, que comenzaba entonces su turno.

Sin embargo, le picó la curiosidad y abrió el paquete. Contenía, efectivamente, el historial de los pacientes de la UR, cada uno dentro de un sobre de color marrón. Esperaba encontrárselos por orden alfabético, pero no fue así. El primero de toda la pila correspondía a Alejandro Ferrer, según constaba en la portada. Se fijó en que los demás sí estaban ordenados según la inicial de su primer apellido. Era como una llamada a iniciar su estudio por ese expediente.

Iba a empezar a hojearlo, sentado junto a la mesa del salón, cuando una hoja cayó al suelo. La recogió. Era el prematuro informe del fallecimiento del chico. Se fijó en la fecha y en la hora que aparecía en el formulario. La broma no estaba mal del todo. Comenzó a examinar el expediente, que no era demasiado largo. No había terminado de leerlo todavía cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, miró la pantalla: «Número desconocido».

—¿Dígame? —Supongo que sabrá quién soy —dijo la voz—. En este momento, ya debe de

haber leído el expediente de Alejandro Ferrer, ¿no es así? —Lo estaba acabando —contestó Álvaro—. ¿Por qué ha metido ese informe en

el que se declara el fallecimiento del chico? —Yo sólo me he limitado a copiar lo que en un momento dado alguien escribió

en su ficha de la base de datos. —¿No se trata de una broma, entonces? —A mí me parece más bien un asunto bastante serio. No es normal que resuciten

muertos, salvo en la Biblia, doctor Costa. —Pero pudo tratarse de una equivocación. —No lo creo. Cuando un paciente pasa a la UR, el acceso a su ficha se bloquea

salvo para algunas personas muy particulares: el médico de la unidad que le está atendiendo, el director del hospital y el doctor Miralles. La anotación sobre la muerte de Alejandro está hecha después de ingresar en la Unidad de Regeneración.

—¿Me está queriendo decir que el chico murió y que no se sabe por qué arte de magia ahora está vivo?

Álvaro recordó con nitidez en ese instante la cara de Alex, al que había visto por primera vez durante la visita que había hecho a su casa. Tenía una expresión un tanto

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encogida, pero no daba muestras de tratarse de un muerto viviente. —Ayer mismo estuve en su casa y conversé con él —continuó—. Parecía un

poco aturdido pero ya está en vías de recuperarse totalmente. —Le animo a continuar investigando el material que le he hecho llegar. Con

toda probabilidad —le dijo la voz—, descubrirá cosas interesantes, aunque me temo que no tanto como lo que acabamos de comentar. Seguiremos en contacto.

Se cortó la comunicación. El misterioso personaje no tenía nada más que decir. A continuación, Álvaro marcó el número de la casa de Paco. —¡Hola! ¿Quién es? —dijo una voz infantil. —¡Hola! ¿Está tu papá? —Sí, ahora se pone. Álvaro escuchó la misma voz gritando a pleno pulmón al otro lado de la línea de

teléfono: —¡Papá! —¿Sí? ¿Qué quieres? —Que te pongas. Es un señor. Oyó los pasos de Paco que se aproximaban al teléfono. —¿Sí? ¿Quién es? —¡Paco! Soy yo, Álvaro. —¡Hola! ¿Cómo estás? —Muy bien, gracias —le contestó—. ¿Cuándo podemos hablar un rato? —¿Pero no habíamos quedado para el próximo sábado? —Sí, pero esto es urgente —insistió Álvaro—. ¿Puedes venir mañana por la

noche a mi casa, a eso de las ocho y media? A esa hora ya estás libre, ¿verdad? —Bueno, lo que se dice libre, una persona con un trabajo de ocho horas al día y

cinco hijos que atender no dispone de mucho tiempo libre. Pero sí, a esa hora podré. Total, vivimos a un paso uno del otro.

Álvaro estuvo distraído todo el día, con ganas de acabar la tarea y largarse

cuanto antes a su casa. El hospital, a pesar de su pulcritud, la buena educación del personal y todas las excelentes cualidades que ostentaba, empezaba a infundirle cierto desagrado, como una especie de aprensión hacia lo desconocido. Comenzaba a sentirse extraño dentro de él.

Por fin, llegó la hora de recoger y marcharse. Cuando iba a cerrar la puerta de su consulta, sonó el teléfono inalámbrico, que había dejado en el soporte para recargar la batería. Era Miralles. Se disculpó por llamarle justo a la hora de salir y le citó para el día siguiente, en su despacho, después de comer. Quería hablar con él de algunos asuntos y hacerle entrega de las pertenencias de Jaime, que aún permanecían en su consulta; nadie mejor que él para saber qué se podía hacer con ellas.

A las ocho y media, Paco llegó a su casa. Álvaro no había preparado nada para comer. Se trataba de algo serio y, por otro lado, sabía que su amigo prefería cenar más tarde en casa con su mujer. Fue directamente al grano.

—Me parece que pasa algo raro en el Nou. —Pues tú sabrás. Trabajas ahí, ¿no? —Sí, pero la sensación que tengo viene precisamente de fuera del hospital. —A ver, explícate un poco. Con la promesa de su amigo de que no saliese de entre ellos dos, Álvaro le habló

de las llamadas del personaje anónimo, del material que había recibido y de la supuesta

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resurrección de Alex con el tratamiento recibido en la UR. —Álvaro, no puedes olvidarte de que soy policía y debo advertirte de que estás

trabajando con material confidencial sobre el que no tienes ningún derecho. —¡Eso ya lo sé! —protestó el joven—. ¿Vienes a ayudarme o a echarme un

sermón? Hay más cosas que no están claras. Es un detalle que me tiene intranquilo respecto a la muerte de Jaime.

—Ahora me vas a decir que alguien lo asesinó, ¿verdad? —No adelantes acontecimientos —le dijo Álvaro—. Según el informe forense

murió de un ataque al corazón. Todo cuadra: una persona gorda, que no sigue ninguna clase de régimen, que fuma dos cajetillas diarias y que nunca hace ejercicio. Es el prototipo de candidato a un infarto, aunque un poco joven, me reconocerás.

—¿Adónde quieres llegar? —Unos días antes de morir, me dijo que se había sometido a unas pruebas en la

consulta de un cardiólogo, antiguo compañero suyo de la facultad. Su amigo le dijo que no tenía de qué preocuparse. Le advirtió de que le convenía seguir un régimen, pero le garantizó que su corazón no corría ningún peligro, al menos, de momento. —Estaba nervioso y se le atragantaban las palabras—. Esta tarde he localizado a ese médico amigo suyo y me ha confirmado lo que Jaime me contó. De hecho, se mostró muy sorprendido cuando le dije que nuestro común amigo había fallecido de un ataque al corazón. Me aseguró que la revisión había sido muy completa porque Jaime le había insistido por todos los medios en que descartase el peligro de infarto.

—¿Te enseñó Jaime el resultado de la revisión? —No. Su amigo me dijo que lo metió en un sobre para que se lo llevara a casa,

pero él no quiso. Prefería que le abriese un expediente en la consulta y que lo guardara allí, porque ya tenía en el piso demasiados papeles.

—¿Y no puede haberse equivocado en el diagnóstico o habérsele pasado algo por alto a ese doctor?

—Sí, podría ser, desde luego —reconoció el médico—. Pero precisamente por eso, su amigo repasó delante de mí todos los análisis y los datos recogidos en la revisión y se reafirmó en lo que me había dicho antes.

—Mira, Álvaro. Sé que la muerte de Jaime te ha afectado mucho. —Las palabras de Paco adquirieron un tono consolador—. Tienes que dejar de pensar en cosas raras. Tu amigo murió porque le tocaba y tenía muchas papeletas para sufrir algo como lo que le mató. Yo no le daría más vueltas.

—Ya. ¿Y qué me dices del informe de Alejandro? —¿No puede tratarse de un error? Quizás alguien, digamos que para adelantar el

trabajo, escribió en su ficha que había fallecido, cuando todavía se debatía entre la vida y la muerte. Luego, evidentemente, tuvo que rectificar y rellenó el formulario correctamente.

—No me vengas con cuentos, Paco. ¿Dos errores que traen y se llevan vidas humanas así de fácil?

Ambos se quedaron un rato sumidos en sus propios pensamientos. —Me gustaría contar con tu ayuda si llegase el caso —dijo Álvaro. —Claro que te ayudaré en lo que necesites, pero lo que deseo es que no veas

fantasmas donde no los hay. Álvaro advirtió que su amigo no le comprendía. Él había pensado mucho en el

asunto, mientras que Paco quería resolverlo todo de un plumazo. Prefirió dejar de insistir en sus intentos de convencerle.

—Por cierto, ¿sabes algo de los chicos que atracaron a Alex? —Creo que estamos a punto de echarles el guante —le respondió el policía.

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—Cuando lo hagáis, te agradecería que me avisaras. Sobre todo, si encontráis la pulsera; me gustaría examinarla de cerca.

—De acuerdo. Si encuentras algún microfilm o algo parecido dentro, me lo dices, ¿vale?

—Anda, déjate de chorradas y vuélvete a casa, que Luisa te estará esperando para cenar.

Se dieron un apretón de manos y Paco se marchó. A las tres y cuarto del día siguiente, Fernando Miralles y Álvaro conversaban en

el despacho del primero sobre cuestiones generales del trabajo en el hospital. No en balde, Miralles ocupaba el puesto de director médico, a pesar de que cada vez estaba más centrado en la UR y menos en el gobierno del centro. Miralles le preguntó si estaba contento en el hospital —a lo que Álvaro contestó que por supuesto— y qué aspiraciones tenía dentro de su carrera profesional. Álvaro divagó con lo primero que se le vino a la cabeza y Miralles pareció quedar contento con la respuesta.

Pasaron después a charlar sobre Jaime. «Aquí es donde quería llegar éste», pensó Álvaro. El jefe de la Unidad de Regeneración volvió a mostrar su dolor por la pérdida de una persona tan valiosa, con una proyección de futuro tan fantástica y un talento fuera de lo común. «Sí —se decía Álvaro en su interior— a los muertos siempre hay que echarles flores. Venga, pregunta de una vez lo que quieres saber.»

—Supongo que debió de ser para ti un gran golpe perder a un buen amigo. —No era un buen amigo: era mi mejor amigo, doctor Miralles. —¿Te contó si tenía alguna preocupación, si había algo por lo que pudiera estar

pasándolo mal? —Le noté bastante serio las últimas semanas, aunque apenas conseguimos

quedar para pasar un rato juntos. Siempre estaba trabajando, durmiendo o estudiando. En ningún momento me dijo que le preocupase algo determinado.

—Yo también le vi un poco alicaído la última temporada, pero no consigo encontrar un motivo razonable para que se encontrase así. ¿Se te ocurre alguno, Álvaro?

—Quizá no estaba contento porque avanzaba lentamente en su trabajo con ese chico, Miguel. El último día que le vi me contó que había mucha tarea por hacer y que le agobiaba un poco no poder ofrecer resultados. Procuré tranquilizarle y darle ánimos para continuar trabajando; ya llegarían los frutos a su debido tiempo. También le dije que necesitaba descansar.

—Pienso lo mismo que tú, pero Jaime era demasiado responsable y no supo cuidar de sí mismo.

Álvaro tuvo la sensación de que su interlocutor se había quedado tranquilo con las respuestas que le había dado. Miralles sacó entonces una caja, de las que contienen paquetes de folios, y se la entregó.

—Toma; es lo que había en su despacho. Tú verás lo que haces con ello. No tenía familiares próximos, ¿verdad?

—Tiene una tía, hermana de su madre, pero hacía años que no se trataban y pienso que no tenían ninguna intención de verse próximamente.

—Por tanto, te puedes considerar la persona más allegada. Mira lo que hay y quédate con lo que quieras.

Álvaro echó un vistazo al contenido de la caja. Ahí estaban las llaves de su casa, las del coche, unos planos de diversas ciudades de España, varios encendedores, un teléfono móvil y un montón de libros. Junto a éstos, vio un sobre marrón. Lo cogió y

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sacó los papeles que contenía. Era el informe de una revisión médica reciente. —¿Y esto? —preguntó Álvaro—. Parece que se hizo una revisión hace poco

tiempo aquí, en el hospital. —¡Ah, sí! —recordó, de pronto, Miralles—. Me preguntó si podía someterse

gratuitamente a un reconocimiento. Le preocupaba su obesidad y le animé a hacerse uno lo más completo posible. Pero no llegó a decirme nada respecto a los resultados.

Álvaro leyó por encima el informe. Le sorprendió bastante lo que decía el diagnóstico, al igual que las recomendaciones finales.

—¿Ha visto lo que dice aquí, doctor? —Si ya te he dicho que no me dijo nada. ¿Qué pone? —«El paciente se muestra propenso a padecer complicaciones cardiovasculares.

Se prevé próxima angina de pecho. Debería someterse a un régimen severo» —leyó Álvaro—. Desde luego, añade algunas cosas más, pero lo importante creo que ya lo he leído.

—Esto quiere decir que él se lo esperaba y no quiso comunicárselo a nadie. Ahora ya no podemos hacer nada por él —se lamentó Miralles.

—Tiene razón. No vale la pena conservarlo. Me desharé del informe y de casi todo lo suyo.

Álvaro devolvió el sobre a la caja. —No me consta que hubiese hecho testamento. Lo buscaré en su casa. Me

pondré en contacto con su tía, si consigo dar con ella, para que disponga de su coche y de los bienes que tenga guardados en el piso. Creo que ya va siendo hora.

—Sí, tienes razón. —Por cierto, creo que el teléfono móvil pertenece al hospital. Me lo enseñó en

una ocasión y me dijo que se lo había facilitado usted para poder estar siempre localizable.

—Puedes quedártelo. Te servirá de recuerdo. —Gracias, doctor Miralles. Observó que estaba encendido y pulsó el botón de apagar. —¿Gonzalo? —¿Sí? —Soy Fernando Miralles. —¡Ah, buenos días, Fernando! ¿O quizá debo decir buenas tardes? Aquí, en

Estados Unidos estamos empezando la mañana. ¿Qué me cuenta? —Sólo quería informarle sobre el amigo de Jaime Puig. —Dígame. Le escucho. —No tenemos de qué preocuparnos. No sospecha nada. Está contento en el

hospital y parece que ha asumido bien la muerte de su amigo. —Estupendo, amigo Fernando. —Se ha tragado lo del informe médico que habíamos elaborado por si le

quedaban algunas dudas. —Muy bien —dijo Gonzalo Gil desde el otro lado del océano—. No obstante,

procure no perderle de vista. No es que me preocupe demasiado, pero no estaría de más que alguien le echase un vistazo de vez en cuando.

—Descuide, Gonzalo. Ya estamos en ello. —Le agradezco su llamada, pero podía haberme puesto un correo electrónico,

sin más.

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—No quería tenerle mucho tiempo sin noticias sobre lo que habíamos tratado. Después de colgar, Miralles marcó el número del inalámbrico de Gerardo

Esteban y le dijo que le esperaba en su despacho esa tarde, a las cinco. Necesitaba hablar con él.

El enfermero se presentó puntual a la cita. Miralles llegó diez minutos más tarde de lo previsto. Gerardo se levantó en señal de respeto y Miralles le indicó que se sentara.

—Espero que sabrás disculpar mi retraso. —No importa en absoluto. Usted tiene cosas más importantes que hacer que

atender a un simple enfermero como yo. —Gerardo, querría volver sobre un asunto que dimos por concluido hace unas

cuantas semanas, pero que quisiera repasar contigo. —Usted dirá. —Supongo que no te vendría mal conseguir cierta cantidad, al menos, de lo que

nuestro malogrado amigo Jaime Puig te prometió —le dijo Miralles. —Pensé que era algo zanjado, doctor Miralles —señaló Gerardo, extrañado. —Desde luego que lo es porque ese muchacho está muerto y no va a poder darte

ni un céntimo. Pero estoy seguro de que te vendría muy bien ganar unos cuantos euros de más a final de mes, fuera de nómina, por supuesto. Sólo tienes que hacer un pequeño trabajo que te voy a encomendar y que tiene relación con el amigo del doctor Puig.

—Soy todo oídos. Un día más, Álvaro esperaba ansioso la hora de dejar el hospital, aunque en esta

ocasión no se trataba de la desazón que últimamente sentía cuando se encontraba allí. Otro motivo le llevaba a desear salir cuanto antes del Nou. En cuanto acabó el trabajo, se dirigió a la consulta de Luis Perpiñá. Llevaba consigo los resultados de la revisión realizada a Jaime en el hospital. Tuvo que esperar a que el cardiólogo terminara de atender a los pacientes que hacían cola en la sala de espera. Eran más de la nueve cuando consiguió hablar con Perpiñá.

—Desde luego, este informe se asemeja al mío como un elefante a una hormiga. —Eso me parecía a mí. Ya sé que el otro día repasaste todas las pruebas que

hiciste a Jaime pero, ¿es posible que te equivocases en la valoración de algún dato o en algún parámetro de los análisis?

—Me extrañaría mucho. Además, fíjate en que el cuadro que se describe en el informe del hospital es el típico de un enfermo del corazón. Consultas un libro y aparecen todos y cada uno de los síntomas que se señalan aquí.

—¿Qué opinas de esto? —Si quieres que te sea sincero, te diré lo que pienso: aquí hay gato encerrado.

Desconozco qué motivos puede tener un hospital para elaborar un informe totalmente manipulado de uno de sus médicos, pero te puedo asegurar que lo que hay aquí escrito no es verdad.

—Gracias —le dijo Álvaro—. Es todo lo que necesitaba saber. Te ruego que no hables de esto con nadie. Podría dañar la reputación del hospital y del propio Jaime.

—Haré como me digas. Por mí, como si no nos hubiésemos visto nunca. —Me alegro mucho de haberte conocido, aunque haya tenido que ser por esta

razón. Hasta la vista, Luis. —Lo mismo digo. Ahora deseaba con toda su alma que su enigmático confidente se pusiera en

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contacto con él. Tenía una pregunta importante que hacerle y sólo él podría proporcionarle la respuesta.

Capítulo 21 Las vacaciones de Semana Santa habían llegado y Álvaro disponía de cuatro

días libres hasta el martes de Pascua. Empleó el viernes en hacer deporte y distraerse viendo un par de películas en su casa. El sábado entero lo dedicó a estudiar uno por uno los historiales clínicos de los catorce chicos de la UR. Los repasó una y otra vez, pero no consiguió dar con algo que le llamase la atención. El anónimo tampoco le había asegurado que fuera a descubrir grandes secretos. Por lo visto, sólo se podía considerar fuera de lo normal el informe sobre la muerte de Alex, rectificado con posterioridad. Esperaba su llamada para hacerle varias preguntas, pero ese día no dio señales de vida.

El domingo por la mañana estuvo en el piso de Jaime. Lo revolvió todo, buscando el posible testamento, pero, en medio del desorden que reinaba, no halló nada que se pudiera parecer a unas últimas voluntades. Prosiguió su búsqueda, esta vez con el objetivo de encontrar el teléfono de su tía. Dio con él en una agenda llena de números y direcciones que había en una estantería. La llamó y le contó lo sucedido a su sobrino. No sabía nada, por supuesto. Le explicó la situación y le recordó que ella era el único familiar conocido. Debía hacerse cargo, por tanto, de los bienes de Jaime y de arreglar todo lo relativo a la posible herencia. Ni la mujer ni Álvaro sabían cómo funcionaban las leyes del país en una circunstancia como ésta. En cualquier caso, Álvaro procuró dejar todo en manos de la tía de su amigo. Le dio el número de su casa, por si necesitaba algo de él, y también el de la señora Virtudes, que limpiaba una vez a la semana el piso, por si quería ponerse en contacto con ella.

Se dio cuenta entonces de que nadie había avisado a la buena señora del fallecimiento de Jaime. Álvaro marcó el número de su domicilio, seguro de encontrarla en casa en un día de fiesta como aquél.

La misma señora Virtudes fue quien cogió la llamada. Le dijo a Álvaro que se había enterado de la muerte de Jaime por la esquela publicada en el periódico. Le recordó en ese instante a su abuela, que todos los días leía las esquelas del ABC para enterarse del fallecimiento de personas conocidas y alegrarse por haberlas sobrevivido. Álvaro tenía la impresión de que todas las personas mayores hacían lo mismo.

La señora Virtudes le dijo también que esperaba que él le llamase algún día de éstos y ya se estaba extrañando de su tardanza. Álvaro le pidió disculpas. Le contó que había hablado con la tía de Jaime y le aseguró que ella se encargaría de todo lo relacionado con la casa y con lo que en ella hubiese.

—Pero usted, Álvaro, ya estuvo hace unos días en el piso de su amigo, ¿verdad? —¿Cómo dice? —Que usted estuvo hace unos días en casa de Jaime, concretamente el martes

pasado. ¿No es así?

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Álvaro prefirió decirle que sí. —Me lo figuraba —continuó la señora—. Lo noté por cómo había dejado la

toalla en el cuarto de baño. Álvaro no sabía a qué se refería, pero le siguió la corriente. —Él nunca la dejaba estirada sino toda arrugada y ayer, que estuve allí para ver

si había algún mensaje o alguna nota, la vi muy bien colgada en la barra del aseo. A usted siempre le ha gustado mucho más que a su amigo que las cosas estén en su sitio y bien ordenadas.

—Bueno, sí... es cierto. —Supongo que no le habrá molestado que no haya puesto un poco de orden en

la casa. Ya sé que estaba hecha un lío, como siempre, pero no he querido tocar nada hasta hablar con usted.

—Hizo muy bien, señora Virtudes —la tranquilizó Álvaro—. Ahora, lo mejor será que llame a la tía de Jaime y le pregunte si la necesita para algo. Tome nota de su teléfono, por favor.

Álvaro le dictó el número y se despidieron. Alguien se había adelantado en la inspección de la casa. Quizá el propio Miralles

había estado de visita unos días atrás buscando alguna información que Jaime guardase en su piso y que pudiera considerarse comprometedora. Probablemente, después de hurgar por toda la casa, sintió la necesidad de lavarse las manos. Un simple detalle, como había sido dejar bien colocada una toalla, había delatado su presencia.

Por la tarde, se acercó a casa de Alfredo Albert. Tenía bastante de qué hablar con

él. Habían quedado a las cinco y media, con tiempo por delante para charlar y exponerle todo lo que le rondaba la cabeza. Pensaba que era la única persona, aparte de Paco, en la que podía confiar ahora. Aparcó cerca de su chalé. El suyo era el único coche que había en la calle; todas las casas del entorno disponían de su propio aparcamiento y las calles estaban vacías. Como siempre, Albert había preparado algo para picar sobre una mesita del salón.

Álvaro le puso al corriente de las llamadas del anónimo con voz distorsionada. Le habló de la anotación en la ficha de Alejandro Ferrer sobre su supuesta muerte y cómo ahora estaba vivo y coleando. Le contó todo lo que había sobre el supuesto ataque al corazón de Jaime y le describió también su visita a la casa de su amigo y la interesante conversación que tuvo con la señora que se encargaba de limpiarla.

—Lo que me cuentas es muy serio, Álvaro —dijo Albert al final de la exposición—. Estás suponiendo muchas cosas acerca de ese hospital y no son nada buenas. Procura ir con pies de plomo. Si quieres mi consejo, pienso que quizá lo más conveniente sea que lo dejes y te busques otro trabajo.

—¿Qué lo deje, me dice? —preguntó Álvaro, enojado—. ¿Qué lo deje cuando puede ser que alguien se haya quitado de en medio a mi mejor amigo por un motivo que, además, desconozco? Si me voy, me quedará siempre la duda de si había hecho todo lo que estaba en mi mano por él. ¿Y qué me dice de esas curaciones milagrosas? Yo no me creo que estén realmente curando a los chicos. No sé qué hacen en realidad, pero me resulta muy difícil admitir que sea cierto lo que muestran al público.

—Tú mismo has visto a ese chico sano en su casa. No sólo lo sacaron adelante cuando nadie habría dado un duro por su vida sino que, además, le curaron la diabetes.

—Sí, profesor, pero tiene que haber algo que no vemos y que nos dé la solución de lo que está pasando.

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Albert se sirvió el resto de cerveza que quedaba en su botella y trató de dar un cambio a la conversación en vista de la ofuscación a la que había llegado Álvaro.

—¿Te dije que Jaime estuvo aquí la tarde del día que falleció? —Sí, ya me lo dijo, profesor —contestó Álvaro con voz cansada. No dejaba de

darle vueltas a sus ideas. —Comentó que tenía buena memoria para algunas cosas pero que no recordaba

tu dirección de correo electrónico y que te iba a enviar un e-mail desde el hospital. ¿Te llegó?

Álvaro estaba empezando a ponerse nervioso con el viejo. —Sí, me llegó. ¿Es que no se acuerda de que ya se lo dije en el cementerio? —Perdóname. Me voy haciendo mayor y a veces me olvido de las cosas. Era

para hablar de otra cosa, hombre. Para recordar un poco las buenas cosas que tenía ese muchacho. ¿No te apetece otra cerveza?

De pronto, Álvaro tuvo una corazonada. —¿Dónde tiene el ordenador, profesor? —Dentro, en mi cuarto. Lo metí ahí ayer porque pienso que no es su sitio el

salón de la casa. ¿Quieres usarlo? —Sí, por favor —le contestó. Parecía haberle entrado mucha prisa de repente. Albert le ayudó a trasladar el aparato, que tenía instalado sobre una mesa de

ruedas. Lo sacaron al salón y Álvaro lo encendió. Le pareció una eternidad el tiempo que tuvo que esperar hasta que, por fin, el reloj de arena desapareció por completo y empezó su búsqueda.

De entrada, no encontró ningún archivo de texto en el escritorio. Álvaro sabía que Jaime tenía la costumbre de crear cualquier archivo nuevo desde el escritorio y dejarlo ahí guardado. Después, si se acordaba, lo archivaba en el lugar más adecuado. Esto último no era frecuente y, por ese motivo, el aspecto de la pantalla de su ordenador siempre era deplorable. Decenas de iconos se acumulaban a la espera de ser colocados en otro lugar de la memoria.

—Profesor. ¿Me dijo que Jaime había escrito en este ordenador el mensaje que quería enviarme?

—Vaya, ahora eres tú el desmemoriado. Claro que te lo dije. ¿Por qué me lo preguntas?

—Él tenía la costumbre de dejarse en el escritorio prácticamente todo lo que hacía, pero aquí sólo veo iconos de acceso directo a programas.

—Es que yo soy más aseado —le dijo Albert—. A mí no me gusta que haya cosas inservibles a la vista. Fue uno de los consejos que me dio mi sobrino cuando me enseñó a utilizar estos cacharros. ¿Has mirado en la papelera?

No se le había ocurrido. El profesor acertó. Aunque la papelera de reciclaje sí estaba llena de cosas inservibles, fue fácil encontrar el archivo que Jaime había escrito la noche del 24 de marzo. El nombre del archivo era «Álvaro». Lo restauró a su posición inicial y, como esperaba, apareció en el escritorio. Todo era una simple conjetura, pero presentía que estaba cerca de algo importante. Lo abrió y leyó el contenido.

Alfredo Albert iba y venía del salón a la cocina, recogiendo los restos de la

merienda. Viendo cómo Álvaro se había quedado con los ojos clavados en la pantalla del ordenador, le sacó momentáneamente del estado de ensimismamiento en que se encontraba.

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—¿Lo has localizado? —Sí, profesor. —¿Y para qué lo quieres si ya te lo había mandado? Álvaro dudó sobre lo que debía decirle. Si el profesor veía lo que él acababa de

leer, equivaldría a meterle de lleno en un asunto peligroso; por otro lado, no deseaba enfrentarse solo a lo que la lectura del último mensaje de su amigo le había revelado. Albert podría ser un buen aliado.

—Profesor, ¿puede acercarse un momento al monitor? —¿Pero qué es lo que me quieres enseñar? —Esto. Le cedió el asiento frente al ordenador y esperó. Cuando Albert terminó de leer el archivo, se irguió en la silla y, mirando a

Álvaro, le preguntó, como esperando una confirmación a lo que ya daba por hecho: —Este no es el e-mail que recibiste, ¿verdad? —No, señor. —Luego, ya han empezado. —¿Ya han empezado? ¿Qué quiere decir, profesor? Albert se levantó de la silla y se dirigió a su cuarto. Cogió una chaqueta y

preguntó a Álvaro: —¿Has traído alguna prenda de abrigo? —No. La tarde es buena y no hace ninguna falta. ¿Por qué lo dice? —Vamos a dar una vuelta. Suelo dar un paseo todos los días muy tarde, a partir

de las doce, antes de acostarme. Pero no pasa nada si hoy adelanto la hora. Álvaro salió de la casa acompañando al profesor. Durante un largo rato, no

hablaron. Albert parecía reflexionar. Daba la sensación de que estaba buscando las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir. Álvaro no se atrevió a preguntarle nada, dejándole la iniciativa, hasta que Albert comenzó su relato.

Después de más de una hora de paseo por El Vedat, en la que el profesor descargó su conciencia con su joven amigo, Álvaro pudo hacerse una idea del proyecto que llevaba en marcha desde muchos años atrás, ideado por personas para los que la vida humana era un simple objeto de investigación, algo al servicio del que ostentase el poder político o económico y que hubiese tenido la suerte de nacer antes.

Personas que se habían olvidado de que lo propio de una generación es transmitir la vida a la siguiente y no apropiarse y manipular a su antojo la existencia de los que vienen después.

Sabía, por lo que le había contado Albert, el comienzo de la historia y podía adivinar el estado actual de la misma. El profesor, sin embargo, ignoraba hasta dónde estaban dispuestos a llegar.

—¿Cuándo fue usted consciente del sitio donde se estaba metiendo? —En realidad, siempre lo supe. Entre los médicos más veteranos del hospital se

hablaba de estas cosas como de algo posible que terminaría llevándose a cabo en el futuro. La única traba estaba en la legislación.

—Y el hecho es que no solamente era posible, sino que el proceso había comenzado ya.

—Sí. Yo estaba de acuerdo con la idea que impulsaba el proyecto, pero no terminaba de involucrarme. Fue Eulogio Miralles el que un día me dijo: «O dentro o fuera». Y elegí dentro. Sencillamente, me dejé convencer. Cada vez que recuerdo el instante en que di mi consentimiento, se me hace un nudo en el estómago. Me he arrepentido muchas veces de la decisión que tomé. Fue como volver a los tiempos en que practicaba abortos.

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—¿Qué pasó después? —Colaboré en campañas de desinformación de ámbito internacional. Había que

conseguir por todos los medios que los gobiernos se amoldasen a lo que los científicos más progresistas planteábamos como necesidades ineludibles. Daba igual si lo que decíamos era verdad o no; lo único que importaba era que las leyes proporcionasen cada día mayor libertad a los investigadores para llevar a cabo sus experimentos, por atrevidos o monstruosos que pudieran parecer. Todo era cuestión de adornar lo que se pedía con resultados fantásticos, reales o no daba lo mismo, e ir poco a poco metiendo en la mente de los políticos nuestras ideas. Había que lanzar promesas de importantes avances científicos, con aplicaciones clínicas a corto plazo, y ganarse con esto también la simpatía del pueblo llano. Con los políticos y el público a nuestro favor, el camino estaba hecho.

Álvaro reconoció que el profesor tenía razón. Una buena campaña era capaz de cambiar la opinión de la gente de un extremo al otro en cuestión de días.

—Yo era un cirujano con prestigio, ganado a pulso con las operaciones que realizaba en el Nou. Casi le hacía sombra al Mago. Esa fama me sirvió para intervenir en multitud de congresos y ser invitado a dar conferencias en las que defendía la libertad sin trabas de ningún género para lograr el progreso de todas las ciencias, y especialmente las biosanitarias. Había que erradicar temores y miedos, y eliminar las barreras éticas que sólo entorpecían la investigación para la mejora de la raza humana. Entonces, un suceso me llevó a ver las cosas de otra manera.

—¿Cuál fue, profesor? Albert guardó unos instantes de silencio. Álvaro pensó que quizá había sido

demasiado atrevido al preguntarle sobre el asunto, pero el profesor continuó. —Ocurrió hace ocho años. Llevaba trabajando en el hospital desde 1993. Ya te

he dicho que, entre otras intervenciones, hacía trasplantes de corazón. Desde el primer trasplante de este órgano, en el año 1967, hasta ahora, ha pasado mucho tiempo. Precisamente donde está la sede central de la WFD, en Houston, hay una gran cantidad de centros cardiológicos y este tipo de operaciones son ya algo rutinario. Lo mismo ocurre ahora, y ocurría hace ocho años en España. Por eso, había que hacer algo nuevo, distinto, que llamase la atención.

Albert se detuvo unos segundos para tomar aliento. La calle por la que estaban paseando era empinada, como la mayoría de las de la urbanización en que vivía. Tras el breve descanso, prosiguió.

—Un día se me presentó la ocasión(33). Se trataba de un bebé de pocos meses que requería con urgencia un donante de corazón. Sufría una valvulopatía. ¿Qué mejor oportunidad que aquélla para realizar una experiencia a la que estaba dando vueltas desde tiempo atrás? Fue pensat i fet, como decimos los valencianos. Implanté en el bebé un corazón de mandril que había adquirido a través de diversos contactos. El hecho fue conocido, no era un secreto. Y la excusa era fácil: no había ningún humano donante que pudiera salvar a la criatura. Convencí a los padres de que el niño sobreviviría y de que debían confiar en mí; no les quedaba otra alternativa. Hasta yo mismo me persuadí de que el trasplante podía tener éxito.

Álvaro recordaba la noticia, que fue muy comentada en la facultad. Se acordaba incluso de que lo había hablado con Jaime, sorprendido de hasta dónde podían llegar los avances en la medicina. Un trasplante de humano a humano no era noticia, pero sí resultaba mucho más interesante un trasplante de un órgano animal a un bebé.

—Me sentía el rey del mundo. Mi nombre volvía a salir en los periódicos con letra grande. —El profesor se detuvo y dijo mirando fijamente a los ojos de Álvaro—: El bebé murió a los pocos días. Un virus procedente del animal acabó con él. Y si no

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hubiese sido el virus, el propio corazón se habría encargado de hacerlo porque el rechazo empezó a manifestarse enseguida. El hospital se encargó de que la noticia se difundiese lo menos posible, a pesar de que no había nada malo en el asunto; después de todo, se había intentado salvar la vida del niño. Hasta dieron una buena cantidad de dinero a los padres del niño para que no hablasen del tema. Lo que nunca supieron ellos ni la prensa ni la televisión era que sí existía ese donante humano en el momento en que hice el trasplante. Un bebé de similares características acababa de fallecer en un accidente de tráfico y sus padres estaban dispuestos a ceder su corazón. Los análisis efectuados en el hospital indicaban que había grandes posibilidades de que el órgano donado no sufriese rechazo en su nuevo cuerpo. Ya te digo que de esto se enteraron algunos pocos: Fernando Miralles, Luis Cortés, un par de médicos y dos enfermeras. El asunto se silenció y nadie volvió a hablar de ello.

El paseo les llevó hasta la Avenida de San Lorenzo, que atraviesa todo El Vedat en su parte más alta. Albert se paró de nuevo a descansar. Pasado un minuto, siguió con su relato.

—A partir de entonces, volvieron a aflorar en mi memoria los recuerdos de los niños a los que no había permitido ni siquiera nacer, y se juntaron con imágenes del bebé con el que había experimentado. Los remordimientos de que había vuelto a hacer algo malo, muy malo, estaban ahí de nuevo. Y en esta ocasión simplemente me había dejado llevar por mi orgullo, por el sencillo deseo de destacar a costa incluso de la vida de un ser humano. Tomé la decisión de dejarlo todo. Lo hablé con Cortés y con Miralles. Ellos no comprendieron mi determinación por más que les expliqué que nos estábamos equivocando. Llegaron incluso a asustarse. Temieron que pudiera irme de la lengua y llegamos a un acuerdo. Yo no revelaría nada del proyecto en marcha y ellos continuarían manteniendo en silencio el asunto del bebé, que podría haber sobrevivido si se le hubiera implantado el corazón apropiado. Y así estamos hasta ahora. Continué trabajando un tiempo en el hospital y dando mis clases en la Facultad de Medicina hasta que me jubilé de ambas ocupaciones.

Continuaron caminando en silencio por la avenida hasta toparse con la iglesia principal de la urbanización, dedicada a Nuestra Señora del Monte Vedat. Se veía mucha gente dirigiéndose al templo. Álvaro miró su reloj, que marcaba las siete. Se celebraba el Domingo de Resurrección.

—Ya que me he puesto en paz con mi conciencia, podría tratar de hacer lo mismo con Dios. Parece que va a empezar una misa. Yo hace años que no asisto pero me parece que hoy es un día muy especial y, aprovechando que estamos aquí, no voy a dejar pasar la oportunidad. ¿Me acompañas?

Álvaro no tenía otras cosas más importantes que hacer el resto del día y aceptó la invitación.

Terminada la ceremonia, salieron con el resto de feligreses y comenzaron el camino de regreso, esta vez cuesta abajo. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la casa del profesor. Fue éste quien rompió el silencio.

—Ahora ya sabes tanto como yo. Confío en que usarás la información que te he facilitado con prudencia.

—No lo dude, profesor Albert. —Por cierto, una última cosa. Es acerca de tu informador anónimo. Intuyo quién

puede ser. Álvaro prestó especial atención. —La primera vez que se puso en contacto contigo te dijo que disimulaba su voz

para que no supieses si era hombre o mujer, ¿verdad? —Sí, así es.

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—Pues ya sabemos que es una mujer. Los hombres somos todavía demasiado machistas en este país para ni siquiera hacer esa consideración. Además, tampoco quería delatarse como alguien conocido por ti, ¿no es cierto?

—Sí. Dijo, más o menos, que disimulaba la voz para que yo no supiese si la persona que me llamaba era alguien que yo pudiese conocer —recordó Álvaro—. Está suponiendo, profesor, que precisamente dijo eso porque sí le conozco. ¿Lo he adivinado?

—Efectivamente. ¿Sabes quién fue el diseñador del sistema informático del hospital?

Álvaro suponía que se habría encargado el trabajo a alguna empresa, pero nunca había pensado en una persona particular.

—No —le respondió. —Es alguien que seguramente tú conoces. Lo que pasa es que ahora se dedica a

otros menesteres. Se llama Pilar Vidal. —¿Pilar? ¿La telefonista? —La misma. Álvaro no salía de su asombro. La veía todos los días, la saludaba al llegar al

hospital y al marcharse, pero nunca había supuesto que pudiera tratarse de ella. —Te extrañará que ahora esté atendiendo llamadas, ¿verdad? Un día —le

explicó el profesor—, mientras tomábamos un café en el bar del hospital, me contó su historia. Lleva en el Nou desde sus comienzos. Al principio, trabajaba como administrativa a la vez que se iba sacando la carrera de matemáticas. Como es espabilada, no tardó en terminarla. Cuando descubrió el mundo de la informática, encontró su paraíso personal. Estudió todo lo que le llegaba a sus manos y se hizo una experta en poco tiempo. En un momento determinado, la dirección del hospital decidió implantar una red de ordenadores en el centro y le propusieron que se encargarse del asunto. Se sentía capaz de hacerlo y asumió el reto. Después, se dedicó al mantenimiento y mejora del sistema durante mucho tiempo. Hace cinco años aproximadamente, contrataron a un joven que, sobre el papel, estaba más al día en este terreno, aunque, por lo visto, no ha dejado de preguntarle cosas y de asesorarse con ella desde que llegó. Como Pilar tenía un contrato indefinido en el hospital tuvieron que recolocarla. No está casada, tiene sus necesidades económicas cubiertas y no es una persona ambiciosa. Le ofrecieron trabajar en tareas administrativas, como había hecho al principio, pero ella solicitó ocuparse de atender la recepción del hospital y hacer de telefonista.

—Pero eso debió de suponer un bajón tremendo en su posición. —A ella le daba igual. Le conservaron el sueldo que tenía como mantenedora

del sistema e imagino que se lo habrán ido subiendo conforme han pasado los años. Por lo visto, le gusta el trato con la gente y estar enterada de todo. Es posible que ya estuviese cansada de trabajar con tanta máquina que ni te saluda ni te pregunta cómo estás cada día y prefiriese el contacto directo con personas, sin abandonar el hospital.

—Nunca me lo habría figurado. —Es lista. Aunque no me parece lo correcto, se ve que dejó abiertos algunos

canales de entrada al sistema para olisquear cuando le viniera en gana y ahora continúa teniendo acceso a toda la información que se guarda en la red del Nou.

—Tendré que hablar con ella. —Si lo haces, procura tener tacto —le advirtió Albert—. Quizá niegue ser la

persona que buscamos y se cierre en banda. Sé prudente y ten mucho cuidado, hijo. —Lo tendré, profesor. Descuide. —Buenas noches, Álvaro —se despidió el profesor en el jardín de su casa—. Ha

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sido una tarde maravillosa, de verdad. Me has ayudado mucho con tu compañía. —Lo mismo le digo. Buenas noches, profesor Albert. Había sido un duro golpe descubrir la realidad de lo que verdaderamente ocurría

en el Nou Hospital. Ahora, Álvaro se sentía más seguro después de las revelaciones de Albert, pues ya sabía qué terreno estaba pisando. Incluso se alegraba por haber ofrecido al profesor una oportunidad de liberarse de un peso que llevaba encima desde hacía muchos años. El día había resultado intenso y lleno de descubrimientos importantes.

Se dirigió hacia su coche, procurando olvidarse por un rato de la conversación con Alfredo Albert. Al día siguiente era fiesta y tendría tiempo para reflexionar. Arrancó y comenzó a descender la calle donde vivía el profesor. Al doblar por la primera calle de la derecha, estuvo a punto de chocar con un Honda Civic blanco que estaba parado justo en la esquina. Podría jurar que cuando llegó a casa del profesor ese coche no estaba ahí y no pudo sino sorprenderse, pues no esperaba encontrarse con ningún vehículo aparcado en una calle donde todas las viviendas disponían de entrada de garaje. «Se tratará de una visita», pensó.

Desde niño guardaba la costumbre de fijarse en las matrículas, en una especie de competición con sus amigos para ver quién descubría cada día la más moderna: «V-0000-GE». Podía tratarse de un capricho del dueño o ser una simple casualidad. Pronto se olvidó del Honda y de su matrícula. Encendió la radio y conectó con su emisora de música favorita.

Una hora más tarde, Fernando Miralles recibió una llamada de Gerardo en la que

le informaba de la visita que Álvaro acababa de hacer al profesor Albert. Miralles se sentía contrariado por el hecho de que el joven todavía no hubiera utilizado ni una sola vez el teléfono móvil de su amigo. «Ya tendrá necesidad de usarlo. No hay que ponerse nerviosos.»

No podía dejar de temer por lo que Albert pudiera haberle contado. La conversación mantenida con Jaime el día de su muerte resultó inofensiva en ese sentido, aunque muy provechosa, ya que, en el caso de no haberla escuchado, no habría tenido conocimiento del correo que pensaba enviar a su amigo. El controlador del sistema interceptó justo a tiempo el e-mail de Jaime a Álvaro. Como todos los correos electrónicos pasaban por el servidor del hospital, resultó tarea fácil cambiar un mensaje por otro. El chico no había sido capaz de guardar el secreto y, desde ese momento, su vida pendía de un hilo.

La orden de eliminar al joven doctor Puig vino de arriba. Como siempre, Fernando Miralles se limitó a informar de lo ocurrido y a procurar tener las espaldas bien cubiertas en el caso de que se tomara una decisión equivocada. La gravedad del mensaje que Jaime había escrito a su amigo Álvaro Costa hacía necesario actuar con rapidez. Gonzalo Gil no dudó en que había que quitárselo de en medio y lo más pronto posible.

—Puede ser esta noche —le había dicho Miralles. —Pues que sea esta noche —sentenció 3G—. No podemos arriesgarnos más.

Espero dentro de unas horas la confirmación de que ese chico no nos dará más problemas.

Un somnífero en el café, oportunamente preparado por Gerardo, y una inyección

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de lidocaína, varias dosis por encima de lo normal, provocó el desenlace fatal. La muerte de Jaime por infarto cardiaco fue certificada por un compañero que se encontraba de guardia.

Capítulo 22 Las vacaciones de Pascua habían terminado. Las calles se volvieron a llenar de

niños a primera hora de la mañana y los autobuses escolares regresaron a sus rutas cotidianas. Habían rebasado la primera mitad del mes de abril y el calor empezaba a hacerse notar.

«La primavera la sangre altera y con la inquietud que llevo en el cuerpo —pensaba Álvaro al terminar una de las consultas del día— tendré que hacer algo y empezar a moverme.» Pero no sabía por dónde empezar. El trabajo, a pesar de todo, le servía de distracción, pero en cuanto terminaba la jornada no paraba de cavilar, buscando la manera de destapar todo lo que se ocultaba tras la bonita fachada del Nou Hospital. Con Albert no podía contar: se moriría con su secreto; ya se había arriesgado demasiado. No sabía a quién acudir. Quizá Paco empezase a entender que el asunto iba en serio, a pesar de lo que le había dicho la última vez que hablaron.

Esa noche decidió llamarle. No sabía muy bien qué le iba a decir. Quedaría con él y ya se le ocurriría algo para convencerle de que necesitaba su ayuda.

—¿Paco? —¡Buenas noches, Álvaro! ¿Qué hay de ti? ¿Has estado fuera estos días de

Pascua? —No. Lo pensé, pero preferí quedarme. —Pues menos mal que me llamas. Se me había olvidado por completo avisarte.

¿Sabes que atrapamos a los dos que asaltaron a Alejandro Ferrer? Álvaro sintió cómo se le aceleraba el pulso. —¿Y han confesado? —Sí. No tenían más remedio —contestó Paco—. Por un lado, teníamos el

testimonio de la chica, que les reconoció nada más verles. Por otro, uno de ellos conservaba en su casa la famosa pulsera que había robado al muchacho. Me parece recordar que tenías interés en verla de cerca, ¿verdad?

—Me harías muy feliz si me la prestases unas horas. —Ojo con ella. Es una prueba. No debería dejártela, pero puedo hacer la vista

gorda si es por un rato. No la pierdas, por favor. —Descuida. Mañana, después de comer, me acercaré a la comisaría a recogerla.

Te la devolveré por la noche, ¿de acuerdo? —Conforme. Por cierto, ¿a qué se debía tu llamada? —A nada en concreto. Tenía ganas de hablar contigo solamente —le respondió. Después de colgar, volvió a mirar por la ventana y comprobó que el Civic blanco

seguía allí. Llevaba varios días merodeando. Esa noche, el conductor estaba dentro y no se había movido desde que Álvaro llegó a casa, procedente del hospital. En otras

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ocasiones, sólo se dejaba ver el coche vacío, sin nadie en su interior. También lo había descubierto a menudo por el espejo retrovisor de su automóvil, siguiendo sus desplazamientos por la ciudad durante las últimas dos semanas. En ningún momento, sin embargo, había podido identificar a su perseguidor, porque siempre llevaba puesta una gorra con una gran visera, cuya sombra le cubría la cara casi en su totalidad.

¿Hasta cuándo pensaba seguirle y por qué motivo lo estaba haciendo? En cualquier caso, no era probable que quisiera hacerle daño; daba la impresión de que sólo trataba de no perderle de vista. Ahora tenía la oportunidad de cogerle por sorpresa si conseguía acercarse sin que el otro se diese cuenta, pero prefirió dejarlo. No tenía ganas de peleas a esas horas de la noche. Ya lo intentaría en otro momento. Se metió en la cama y apagó la luz. Mañana se prometía un día interesante, tenía que estar alerta y necesitaba descansar bien.

Pilar se sintió muy halagada por la invitación que su joven amigo le había hecho

esa mañana. Nadie había tenido la delicadeza de sacarla a comer fuera del hospital en los últimos cinco años. Era un buen detalle de su parte. Además, ninguno de los dos tenía que volver al Nou después de comer. Álvaro había pedido permiso para ausentarse esa tarde por motivos personales y ella había terminado su turno a las dos del mediodía. Media hora después, se encontraban los dos sentados alrededor de una mesa en el rincón preferido de Álvaro en El Sha.

—¿Sabes que eres el primer médico del hospital que me lleva a un restaurante en el último lustro? —le dijo Pilar—. Todo son sonrisas, palabras de ánimo y palmadas en la espalda por parte de los jefes, pero a nadie se le había ocurrido que podía apetecerme comer lejos de mi lugar de trabajo un día cualquiera, como hoy. Eres muy galante.

—No tienes por qué darme las gracias, Pilar —dijo Álvaro—. Después de todo, no hemos tenido ocasión para hablar despacio de Jaime desde su muerte. Ambos éramos amigos suyos.

—¿Y por qué habríamos de hacerlo? —La mujer no tenía ganas de recordar lo sucedido—. Murió y ya está. Dejémoslo en paz.

Llegó Ahmad y les ofreció la carta. A pesar de ser el dueño del establecimiento y tener camareros a sus órdenes, le gustaba atender personalmente a los buenos amigos como Álvaro. Eligieron lo que iba a comer cada uno y a los dos minutos tenían el primer plato servido.

—Perdona que insista, Pilar, pero hay cosas que debes saber sobre la muerte de Jaime.

—¿Para eso me has invitado a comer? —Escúchame un momento, por favor. Es importante. Álvaro le contó todo lo referente a la revisión real y a la inventada que Jaime

había pasado poco antes de morir. Insistió en el modo en que Miralles había tratado de hacerle creer que su estado de salud no era bueno mediante el falso informe médico.

Pilar le escuchaba atentamente. Si le sorprendía lo que estaba oyendo, no lo manifestó externamente. Entonces fue cuando Álvaro lanzó la pregunta.

—¿Podrías enterarte de la fecha de creación del archivo que contiene ese informe falso? Me gustaría saber si es posterior a su muerte.

La mujer se mostró perpleja. Dejó los cubiertos sobre la mesa y preguntó: —¿Y cómo quieres que haga eso? Yo sólo atiendo el teléfono. ¿Voy a ir a

Miralles y decirle: «Por favor, ¿me permites investigar un poco en la red del hospital a ver si encuentro un informe de una revisión que no se hizo nunca?»?

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—No te hace falta. Tú puedes conseguirlo sin pedir permiso a nadie. Pilar se le quedó mirando sin decir nada. —Tu imitación de Garganta Profunda no está mal del todo —le dijo Álvaro,

mientras comenzaba a sonreír. Ella se dio cuenta de que acababa de ser descubierta y sonrió también. Ya no

había nada que ocultar y era mejor así. Se miraron unos segundos y se echaron a reír. —¿Cómo has sabido que era yo? —le preguntó, después de calmársele la risa. —El doctor Albert me ayudó —contestó Álvaro. —¿Albert? ¿Le has hablado de mí? —Sí. Mejor dicho, le dije que un anónimo me estaba enviando información

confidencial de pacientes de la UR y enseguida adivinó de quién se trataba. —¿Qué le has contado? —Todo. No tenía más remedio y no se me ocurría nadie a quién dirigirme. Le he

explicado también lo del prematuro informe de la muerte de Alejandro Ferrer. —¿Y cuál ha sido su reacción? Álvaro pensó que tenía que confiar en alguien más y Pilar había demostrado

estar fuera del juego que se traían entre manos otras personas del hospital. —¿Tienes tiempo y el estómago preparado para escuchar una larga historia? —Sí. A las dos terminaba mi turno. No tengo nada que hacer hasta mañana. Álvaro pasó a relatarle la historia del profesor Albert y le habló del contenido

del e-mail que nunca llegó a su destino. Necesitaba su ayuda para seguir adelante. —Yo también tengo algunas cosas que contarte —dijo Pilar. La mujer le manifestó las sospechas que tenía de que los chicos elegidos para ser

pacientes de la unidad habían sido seleccionados mucho antes de hacerlo público; antes incluso de que el Gobierno hubiese otorgado al hospital el permiso para aplicar la nueva terapia. Le habló también de la extraña llamada que Miralles había recibido del «piloto» desde un número de teléfono de Argelia cuando Alejandro se hallaba internado en la UR con grave peligro de su vida. ¿O estaba ya realmente muerto?

—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó Pilar. Ahmad apareció para recoger los platos y preguntar si querían tomar café. Álvaro ignoró momentáneamente la pregunta de la mujer y se dirigió al iraní: —¿Sigue ahí? —Sí. No se ha movido desde que entrasteis. —¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó Pilar. Ahmad se retiró con el encargo de dos cafés cortados que aparecieron sobre la

mesa en un santiamén. Álvaro se disculpó y explicó a Pilar cómo había llegado a la conclusión de que alguien le estaba siguiendo desde hacía varios días. Acababa de confirmar que esa persona continuaba acechando en la puerta del restaurante.

—Esta tarde tengo una cita importante que puede aportarme algunas luces. Si averiguo algo, te lo haré saber. Ahora somos socios, no lo olvides —y la invitó a entrechocar las dos tazas de café, como dos copas de champán.

—Ten cuidado, Álvaro. —No te preocupes por mí. Todo debe continuar como si no hubiésemos hablado

de esto. Ha sido una comida para recordar a un amigo que se nos fue, ¿comprendido? —Comprendido —dijo Pilar—. ¿No convendría que pudiésemos comunicarnos

en cuanto uno sepa algo nuevo? ¿Tienes móvil? Álvaro recordó el teléfono que Miralles le había regalado en recuerdo de Jaime. —Sí, tengo uno pero no he empezado a usarlo todavía ni me sé el número. Está

en casa. —Anota ahora mismo el mío. En cuanto te sea posible, me llamas, y así guardo

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el tuyo en la memoria. Álvaro escribió en una servilleta de papel el teléfono de Pilar. —Lo haré. Y así, de paso, me dices cuál es el mío porque será la primera

llamada que haga. —De acuerdo. —Ahora vas a hacerme un favor. —Se aproximó a la mujer y en voz baja le

susurró—: Como te he dicho, hay un tipo que me sigue desde hace unos días. Permanece aquí sentada hasta dentro de cinco minutos, como si estuvieras aguardando mi vuelta, y luego te vas. Quiero sorprender a ese tío, enterarme de quién es y de por qué va tras de mí. ¿Conforme?

—Tú mandas. Álvaro se limpió con la servilleta y la dejó sobre la mesa. Pilar permaneció en la

mesa dando vueltas con la cuchara a un inexistente café. Mientras tanto, Álvaro se dirigió hacia la cocina del restaurante y, tras saludar a Ahmad, salió por la puerta de servicio.

El Honda Civic seguía plantado cerca de la entrada de El Sha. Esta vez tenía inquilino y el inquilino era conocido. Se aproximó por detrás del automóvil y, en un instante, abrió la puerta trasera y se sentó detrás de Gerardo.

—No sabía que, además de mal conductor, fueses tan tonto. ¿A quién se le ocurre seguir a alguien con el mismo coche un día y otro?

—¿Cómo has entrado? —le preguntó Gerardo sobresaltado, mientras se daba la vuelta en su asiento.

—Aunque el modelo es antiguo, tiene cierre centralizado. Deberías saberlo si es tuyo. ¿O quizás lo has robado como el Grand Cherokee negro?

—¡Yo no fui quien lo hizo! ¡Menudo imbécil habían mandado a seguirle! —Quiero que me digas por qué te veo en todos los sitios a los que voy. Gerardo probó con la primera y única idea que se le había ocurrido en el caso de

ser descubierto. —Es que estás como un camión, tío. Era lo último que le faltaba por oír. —¿Y qué me dices de las señoritas de la revista que tienes en el salpicadero?

¿Eres bisexual? No pensó que podría darse cuenta del truco tan pronto. —Venga, dime, ¿cuánto te paga Miralles por hacer de detective? —Bastante menos de lo que me debía tu amigo por hacerle aquel favor. —Sí, estoy al tanto del asunto. —¿Qué te contó? No nos salió tan mal, ¿verdad? —Lo decía con la mayor

ingenuidad—. Sólo se me fue un poco el acelerador. —Me dijo lo suficiente como para que te enchironen si se lo cuento a la policía

—le contestó Álvaro en tono amenazador. —Pero no tienes ninguna prueba. Le había entrado miedo de repente. —Es posible que Jaime dejase algo firmado de su puño y letra explicando lo

sucedido aquella noche y dando el nombre de su compinche y es posible también que un amigo suyo, como yo, lo tenga bien guardado para usarlo en caso de necesidad. —Álvaro vio en el espejo retrovisor cómo Gerardo empezaba a sudar—. Jaime está muerto y a él ya no pueden hacerle nada, pero a ti...

—¡Pero si todo fue idea de Miralles! Yo sólo tenía que convencer a tu amigo de que era muy fácil conseguir el puesto que ocupaba Díaz en la UR.

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A Álvaro le dio un vuelco el corazón. El plan para retirar de la circulación al doctor Díaz había partido de Fernando Miralles. Se lo tenía que haber figurado. Con esto podía disculpar en parte a su amigo; le fue presentada la manzana y mordió.

—Mira, Gerardo. Vamos a ponernos de acuerdo tú y yo. —¿Qué quieres que haga? Estaba dispuesto a venderse al mejor postor. —Yo mantengo bien guardada la información que poseo y tú continúas haciendo

como que me sigues pero, en cambio, me dejas en paz. Le vas diciendo a Miralles que no me muevo de casa ninguna noche después de trabajar y sigues cobrando lo que te prometió. ¿Qué te parece?

No tenía nada que perder. Lo que le importaba era el dinero. Después de todo, tampoco parecía que el joven médico tuviese intención de hacer nada especial. Visitaba a amigos y comía con compañeros de trabajo. Ya le había descubierto una vez y podría volver a hacerlo una segunda. No valía la pena continuar escondiéndose si iba a seguir cobrando lo mismo.

—De acuerdo. No te molestaré más. «¡Hay que ver qué simple que es el pobre!», pensó Álvaro. —Pero que no se te ocurra enseñar nada a la poli, ¿eh? —Tranquilo. Hemos hecho un trato. Tras aclarar con Gerardo quién manejaba ahora la situación, Álvaro pasó por

casa, se cambió de ropa y salió corriendo hacia la comisaría. Cuando estaba en el portal se acordó de que no había cogido el teléfono móvil. Subió de nuevo, lo agarró y se lo ajustó al cinturón con la pinza que llevaba adherida. Lo encendió. Un mensaje de bienvenida y varios más se sucedieron en la pantalla. «¿Y ahora me voy a poner a investigar cómo funciona este cacharro?». Lo dejaría para más adelante. No tenía tiempo y ya estaba llegando tarde a la cita con Paco. Lo apagó para no consumir batería.

Montó en su Seat León y le costó tan sólo diez minutos llegar a la Jefatura Superior de Policía, en la calle Ramón y Cajal. Paco le esperaba trabajando en la mesa de su despacho, detrás de un montón de expedientes.

—¡Hola! Ya estás aquí —dijo, mientras consultaba su reloj—. Un poco tarde, ¿no?

Eran las cuatro y media largas. —Quedamos después de comer. ¿A qué hora comes tú? —Bueno, vale. Dejémoslo El policía sacó una pequeña caja de cartón de un cajón de la mesa. Álvaro la

cogió. —¿Se puede tocar? —Sí. La información sobre huellas dactilares y todo lo demás ya está redactada

y lista para incluir en el sumario. Esta noche la quiero en casa, ¿ok? —Ok. La tendrás. Esta vez había tenido suerte. Aunque había dejado el coche con los intermitentes

puestos en el carril reservado a taxis y autobuses, no había pasado ningún policía local. O si lo había hecho, no le había multado. «Ahora, a ver a Peter.»

Peter Björklund era sueco, pero llevaba en España lo suficiente para quererla como a su misma patria. Se había casado con una antigua compañera de facultad de Álvaro, al poco de terminar la carrera. Como tenía cierta amistad con esa chica, Álvaro fue invitado a la boda y allí le conoció. Se intercambiaron teléfonos y quedaron en verse

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alguna vez. Peter había estudiado ingeniería de telecomunicaciones en Valencia. Sabía hablar inglés, castellano y sueco. Resultaba un tipo interesante para Ericsson y trabajó con esta compañía durante cuatro años. Después lo dejó y montó por su cuenta un negocio de reparación de aparatos electrónicos, desde ordenadores hasta equipos de alta fidelidad. Álvaro le había llevado en una ocasión el vídeo de su casa, que había dejado de funcionar. Además, habían quedado a cenar en dos o tres ocasiones. Trabajaba con otros dos amigos suecos que habían llegado recientemente a España. Álvaro tenía mucho interés en que Peter destripase cuidadosamente le pulsera Jove. No sabía si encontraría algo sospechoso, pero era su única oportunidad para descubrirlo. Desde el principio, le había resultado extraña la insistencia de los médicos de la UR en que sus pacientes la llevasen siempre puesta.

Aparcó el coche cerca del establecimiento, situado en la calle Juan Llorens, próxima a la Jefatura de Policía. Se apeó y miró en todas direcciones con la intención de descubrir un Honda Civic blanco, con matrícula V-0000-GE por algún sitio. «No creo que sea tan estúpido de seguir persiguiéndome en ese coche. ¡Caray! No me voy a pasar la vida mirando adelante y atrás buscando a alguien que seguramente ni siquiera está.» Efectivamente, Gerardo se encontraba en ese momento tomándose plácidamente una cerveza en un bar e informando a Miralles de que Álvaro permanecía en casa, después de haber comido en un bar con la telefonista del hospital.

Entró en el bajo comercial donde el sueco había instalado su negocio. En ese momento, Peter estaba atendiendo a un cliente y le hizo un gesto a Álvaro para que se sentase en un sillón de cuero, situado junto a otros dos, rodeando una pequeña mesa cuadrada en una esquina del local. Encima de la mesa había varias revistas de informática. Álvaro cogió la primera que vio y empezó a hojearla.

Al cabo de cinco minutos, el cliente se marchó y Peter salió de detrás del mostrador para saludar a su amigo. Se estrecharon las manos y se intercambiaron noticias, pues hacía más de un año que no se veían.

—Te he traído un aparato para que le eches un vistazo. —¿Qué es? —Preferiría enseñártelo ahí dentro —dijo Álvaro señalando la parte interior del

local. —Espera un momento. Voy a llamar a Nils para que salga y atienda a la

clientela. Ahora no ves a nadie, pero dentro de un cuarto de hora —eran casi las cinco— empezarán a entrar montones de chicos y chicas con su walkman que no les funciona o con el reproductor de MP3 que no les va bien y tiene que haber alguien para atenderles.

Entró en la trastienda y salió acompañado de un joven rubio, de unos veinticinco años. Éste saludó a Álvaro en un defectuoso pero inteligible castellano y ellos pasaron al lugar donde Peter y sus compañeros tenían dispuestas las mesas de trabajo con todo tipo de instrumental. Resistencias, condensadores, fuentes de alimentación a medio montar, cables de diversos colores y una infinidad de material electrónico poblaban la habitación. Sentado en un taburete, muy concentrado en una soldadura, estaba el otro amigo de Peter que trabajaba con él. Se llamaba Sven y sabía menos castellano aún que Nils.

—Bueno, déjamelo ver. Álvaro sacó la caja del bolsillo de su chaqueta. Extrajo su contenido y se lo

mostró a Peter. —¿Qué demonios es esto? —Lo llaman pulsera Jove. La llevan puesta todos los pacientes de la Unidad de

Regeneración del Nou Hospital. ¿Has oído hablar de él? —Algo me suena. Es ése en el que curan con células que sacan de embriones,

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¿no? —Ése es —le respondió Álvaro—. Y resulta que yo trabajo ahí desde septiembre

del año pasado. Peter le sonrió y le dijo: —¿Tengo que felicitarte o algo así? Álvaro no se acordaba de que, a pesar de haber nacido en Suecia, el contacto con

el mundo latino había hecho a su amigo un poco guasón. —No, no hace falta —le siguió la broma—. Ya lo hago yo todos los días. Sólo

quiero que me digas qué contiene esta pulsera, sin reventarla demasiado. Álvaro le explicó para qué servía. La pulsera estaba desplegada, lo que facilitaba

el trabajo. Habría sido más complicado estudiarla en caso contrario. —¿Qué esperas que encuentre? —No lo sé. Tú investiga y si ves algo que no cuadre con lo que te he explicado,

me lo dices. Los fabricantes de la pulsera aseguran que si se abre, el sistema se autodestruye. A mí, la frase me recuerda a Misión imposible; vamos, que no me lo creo. Así que no tengas miedo en hurgar lo que haga falta.

—Veré lo que puedo hacer. Peter puso manos a la obra. Después de un cuarto de hora dándole vueltas, le

dijo a Álvaro: —Oye. No hay modo de acceder al interior de este cacharro. —Si se ha cerrado, es que también se puede abrir. No creo que esté sellada ni

nada parecido. Venga, hombre —le animó Álvaro—. Encontrarás el agujero en unos minutos, ya lo verás.

Peter siguió trabajando hasta que en un momento determinado, se oyó un ligero clic. Otros cuatro sonidos semejantes siguieron al primero y, en un instante, Peter tenía sobre la mesa la pulsera con el interior de sus cinco segmentos a la vista.

—¿Lo ves? Te dije que lo conseguirías ¿Cómo lo has hecho? —Método de prueba y error. ¿Te has fijado en las pequeñas perforaciones que

tiene cada segmento de la pulsera? En principio, uno puede pensar que se trata de orificios de ventilación, y así es, sin duda. Pero, además, si introduces un alfiler en cada uno de los dos orificios más extremos del lado izquierdo de cada segmento... ¡Alehop! Se abre él solo mediante un pequeño fleje.

—Bueno, ya has conseguido la primera parte. Ahora, a por la segunda. Peter estuvo los siguientes 45 minutos examinando los componentes de cada

segmento. Mientras tanto, iba llenando de anotaciones una hoja de papel. Álvaro procuró no molestarle en todo ese tiempo. Al principio, se dedicó a fisgonear por la habitación. Sabía muy poco de electrónica y se aburrió pronto. Luego, se acordó de las revistas de informática que había fuera. Salió y regresó con un ejemplar de PC World del mes anterior. Por lo menos, estaría entretenido mientras el experto terminaba su trabajo.

Una vez concluida la exploración, Peter le invitó a sentarse en un taburete junto a él.

—No he encontrado nada extraño —comenzó a explicar—. En un principio, sirve para lo que me dijiste. Hay receptores de señal y un pequeño pero potente emisor que debe de ser el que manda toda esa información al hospital. El teclado sólo es numérico; no admite letras como el de un teléfono, pero creo que esto no te dice nada. Tiene una toma para recargar la batería que, por cierto, está descargada. Lo que más me ha llamado la atención es el micrófono, porque se trata de un modelo...

Álvaro le cortó. —¿Has dicho micrófono?

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—Sí. Te decía que es un modelo muy bueno, excepcionalmente sensible y omnidireccional. Debe de tener un alcance de seis metros, aproximadamente.

—Yo no contaba con eso. —Pues ahí está, te lo aseguro. El sonido entra por el orificio más próximo a la

tecla almohadilla y sólo por ahí. Mira, fíjate. Peter le señaló con un pequeño destornillador algo semejante a la cabeza de un

alfiler. Hizo el movimiento de cerrar el segmento principal de la pulsera y Álvaro observó cómo coincidía exactamente con la perforación situada junto al botón que le había indicado Peter.

—¿No esperabas encontrártelo ahí? —le preguntó. —La verdad es que no —respondió Álvaro—. ¿Se te ocurre algún modo de que

ese micrófono no recoja ninguna señal? —Muchos. Ajusta tan bien en el orificio que basta con poner un dedo encima,

tapando el agujero. Y si te cansas de apretar con el dedo, también puedes ponerle un poco de plastilina u otro material que lo cubra completamente.

Como no quería entrar en explicaciones, prefirió dejar correr el asunto. —¿No has encontrado nada más? —No —le respondió Peter—. ¿Puedo quedármela? —Ni lo sueñes —le contestó Álvaro—. Me la ha prestado un paciente y tengo

que devolverla esta misma noche. Y, por favor, ni una palabra de que has visto la pulsera ni, por supuesto, que has estado investigando su contenido. Le podría caer un buen paquete a quien me la ha dejado.

—Por mí, como si no hubieras estado aquí —dijo Peter, y empezó a cerrar cuidadosamente uno por uno los segmentos de la pulsera. Después, la guardó en la caja.

Álvaro pensó que debía informar a Pilar del hallazgo del micrófono en el interior de la pulsera por si le sugería alguna idea. No había motivo para esconder un micro ahí dentro. Se acordó del teléfono móvil y lo desenganchó del cinturón. Peter probablemente sabría explicarle las funciones básicas y podría empezar a utilizarlo.

Se trataba de un Nokia de última generación que debía de tener una infinidad de utilidades, pero Álvaro sólo estaba interesado, de momento, en lo principal: cómo llamar, almacenar números en la memoria y enviar mensajes. Alguna vez había usado uno prestado, pero había decidido prescindir de él. No lo veía como algo necesario.

—Peter, necesito hacer una llamada a una amiga y quiero hacerlo desde este móvil. —Se lo enseñó—. Me lo han regalado hace poco tiempo y sólo tengo una ligera idea de cómo se utiliza.

Peter lo tomó de su mano y se encogió de hombros. —Supongo que como cualquiera. En primer lugar, hay que encenderlo —le dijo,

mientras pulsaba el botón correspondiente—. Después... Sven, que se había fijado en el teléfono, se dirigió en ese instante a Peter y le

dijo algo ininteligible. Peter apagó el móvil. —¿Quién te lo ha regalado? —Me lo ha pasado un amigo. Y a éste, se lo había dado su jefe. Peter intercambió unas palabras en sueco con Sven y depositó el teléfono sobre

la mesa donde había estado trabajando antes con la pulsera. —Sven apenas entiende castellano, pero sabe mucho de teléfonos móviles. Yo

no me fiaría ni un pelo de lo que llevas ahí colgado. —¿Por qué? ¿No es bueno? —Al contrario. Es de una calidad excelente. Pero tienes muchas posibilidades de

que te hayan colocado un teléfono espía. —¿Un teléfono espía?

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—Sí. Desde hace unos años se comercializan en España. Deberían estar prohibidos, pero parece que de momento no ha habido denuncias.

—¿Puedes explicarme qué es eso de un espía en forma de teléfono? Es la primera vez que lo oigo en mi vida.

—Sven es el que se ha dado cuenta cuando me lo enseñaste —le dijo Peter—. Él ha trabajado en la fabricación de algunos modelos en Italia. En realidad, la modificación que transforma un teléfono normal en uno espía se realiza en el software; no se trata de nada externo. A simple vista, estos aparatos son idénticos a los normales y tienen sus mismas funciones, salvo una. Cuando desde otro teléfono, cuyo número se ha determinado en la agenda del teléfono espía, se llama a éste, el móvil trucado, sin sonar, vibrar o iluminarse, abre su sistema de escucha y permite al cotilla enterarse de todo lo que está ocurriendo en un radio de cinco o seis metros.

—¿Cómo sabe Sven que puede tratarse de un espía? —Porque me ha dicho que el modelo que tú tienes es uno de los más usados para

este fin. Por lo visto, su software permite fácilmente introducir esta función. Él mismo ha trucado teléfonos del modelo que tenemos encima de esta mesa.

Los dos se quedaron mirando el aparato como si se tratase de una bomba de relojería. Álvaro se alegró de no haberlo utilizado en ningún momento desde que Miralles se lo había regalado: «Te servirá de recuerdo», le había dicho. Lo que sí le vino a la memoria es que estaba encendido cuando lo vio por primera vez. Gracias a Dios había tenido la ocurrencia de apagarlo. De repente, le asaltó la duda.

—¿Y no nos estarán escuchando ahora? —No, tranquilo. Para que ocurra eso, tiene que estar funcionando. Por eso lo he

desconectado enseguida cuando Sven me ha dicho que podía estar trucado. Que podía estar trucado, no. Seguro que lo estaba. ¿Por qué, si no, Miralles se lo

habría dado encendido? Un teléfono, cuando no se usa, se suele apagar. Lo más probable era que Miralles lo hubiera encendido poco antes de ofrecérselo, ya que le parecía difícil que la batería hubiese aguantado tantos días —desde que murió Jaime— alimentando el aparato sin agotarse.

Sin duda, ésa era la explicación de cómo alguien, ocupado en controlar el servidor del hospital, se había enterado de la intención de Jaime de enviarle un e-mail el último día de su vida. Probablemente eso fue lo que le sentenció a muerte.

—El único modo de desactivarlo como espía es borrar todos los teléfonos de la agenda, porque no es posible saber desde cuál de ellos te están escuchando.

Peter le explicó cómo hacerlo, además de lo más elemental para usarlo. —Quería pedirte algo más —le dijo Álvaro—. Apuesto a que tú o tu amigo Sven

sois capaces de fabricarme un pequeño aparato. Le explicó lo que quería y quedaron en que intentarían construirlo. Recogió la

caja con la pulsera y enganchó el móvil —apagado— al cinturón de su pantalón. Dio las gracias a Sven, quien le contestó con un sencillo «de nada», y salió a la zona exterior de local. Saludó a Nils, que procuraba atender a tres o cuatro quinceañeros a la vez, cada uno con su reproductor de CD en la mano. Peter le acompañó hasta la puerta y allí se despidieron.

—Me ha alegrado mucho verte de nuevo. Estate tranquilo, que no diré a nadie que has estado aquí, aunque no creo que venga ni la CIA ni el FBI a preguntarme nada.

Le ofreció la mano y Álvaro se la estrechó. —Muchas gracias por todo, Peter. No te olvides de dar recuerdos a tu mujer de

mi parte. —Lo haré. Y tú, desconfía del jefe de tu amigo. No necesitaba el consejo. Ya lo estaba haciendo desde hacía mucho tiempo.

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Capítulo 23 El martes por la tarde era el momento en que Álvaro había quedado en acercarse

a casa de Nuria. Quería aprovechar la ocasión para grabar imágenes y diversas escenas familiares con la cámara de video. El uso de estas grabaciones estaba resultando de gran ayuda durante el internamiento del pequeño de cuatro años que ocupaba la única habitación de la UR actualmente en uso.

A última hora, la doctora Alarcón le dijo que quería acompañarle durante la visita para conocer más de cerca a la muchacha, ya que pronto iba a ser internada en la unidad para someterse al tratamiento del que se esperaba su curación definitiva. Quería ser ella, además, quien le anunciara la noticia, aunque todavía tendría que aguardar unas semanas.

Los padres de Nuria habían preparado una sencilla merienda. La chica estaba estudiando en su cuarto cuando llegaron Carmen Alarcón y Álvaro. Su madre le avisó y ella salió a saludarles y se incorporó a la conversación. No se sentía cómoda mientras Álvaro se dedicaba a grabar diversos ambientes de la casa; le parecía tan poco natural...

—¿Me llevas a tu habitación y tomo lo que más te guste recordar cuando te ingresen?

—Si crees que es necesario… Nuria le mostró su cuarto. Lo tenía bastante ordenado. Una cama, una mesa de

estudio, un amplio armario y otra mesa para el ordenador y la impresora era todo el mobiliario. Tenía algunos pósteres de diferentes cantantes enmarcados y colgados en la pared. La lámpara central, colgada del techo, daba luz a la habitación y otra más pequeña sobre la mesa estaba encendida iluminando un libro de matemáticas. Cámara en mano, Álvaro dirigió el objetivo al PC.

—¡Vaya! Veo que conseguiste el ordenador. —Sí. Los Reyes Magos se portaron muy bien conmigo este año. Claro que yo

también me porto bien con ellos. Además, fue una mezcla de regalo de Reyes y de cumpleaños.

—A mí también me ha regalado mi madre por mi cumpleaños esta camisa que llevo. La estreno hoy en tu honor, porque venía de visita a tu casa —le dijo Álvaro, con una sonrisa simpática —. Me ha llegado desde Madrid. ¿Te gusta?

La chica le miró despacio y le contestó con sencillez. —Sí. Realmente es muy bonita. El color azul te sienta muy bien. —Gracias. Se lo diré a mi madre de tu parte. ¿Ya te has instalado la conexión a

internet? —Fue lo primero que hice en cuanto monté el ordenador. Tenemos tarifa plana

en casa y puedo navegar todo lo que quiera sin gastarme un céntimo.

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—Se ve que cuando las mujeres os proponéis algo, lo acabáis consiguiendo siempre.

—No seas machista, hombre. —Si no es eso. Nos tenéis dominados. Mira con quién he venido hoy. —Y

apagando la cámara para acercarse a la chica, le susurró—: Viene a controlar mis movimientos.

—No seas tonto, hombre. Es la jefa del área de neurología de la UR, ¿verdad? —Sí —le confirmó Álvaro, ya con un tono normal—. Y viene a darte una

noticia importante. —¿Cuál es? —preguntó Nuria, repentinamente excitada. —Si volvemos al salón, se lo podrás preguntar tú misma. Álvaro tomó varias imágenes más y regresaron con los demás, que mantenían

una animada conversación. La chica se fijó en su madre y notó enseguida que algo pasaba; entonces se dirigió a la doctora.

—Doctora Alarcón. Álvaro me ha dicho que tiene que darme una noticia. Sus padres y la doctora se intercambiaron miradas de complicidad y sonrieron. —Lo estaba hablando ahora mismo con tus padres —le dijo Alarcón—. La

noticia es que dentro de unas semanas tendremos todo dispuesto para que puedas ser internada en la Unidad de Regeneración y conseguir que te cures de tu enfermedad. Tenemos casi terminados los cultivos de células para tu tratamiento y esperamos que en unos días podamos comenzar.

Nuria se quedó sin habla. Reaccionó a los pocos segundos y se echó a llorar. Se había emocionado. Álvaro dejó de grabar; no le parecía el momento oportuno.

—Gracias, doctora —le dijo, sorbiéndose las lágrimas—. Lo estaba esperando desde hace mucho tiempo. Siento que me haya puesto a llorar, pero es que...

Su madre se levantó y le dio un beso y un abrazo. Su padre hizo lo mismo y los tres se fundieron en uno durante un largo rato. Alarcón hizo un gesto a Álvaro para que tomase esa imagen pero éste le dijo que no con la cabeza. Una cosa era recrear escenas familiares y otra mostrar los momentos más íntimos de una familia.

Después del largo abrazo entre padres e hija, Álvaro grabó con la cámara, a instancias de la doctora Alarcón, unas breves palabras de cada uno —también a Nuria, como recuerdo para sus padres durante su ausencia de casa— y comenzaron las despedidas.

—Tengo que darles otra buena noticia —dijo la doctora ya en el recibidor de la casa—. El tiempo de internamiento de cada paciente es muy variable. Depende de diversos factores que, en el caso de Nuria, pienso que harán que su permanencia en la Unidad de Regeneración sea bastante breve. Quizá sólo de unos días, aunque no se lo puedo asegurar.

Se dirigió entonces a la joven. —En cierto sentido, has tenido suerte de que otros hayan pasado por la unidad

antes que tú —le dijo—. Durante estos primeros meses, hemos adquirido experiencia en la nueva terapia y hemos aprendido mucho sobre la diferenciación de las células madre embrionarias. De todo esto vas a poder beneficiarte tú.

—Muchas gracias, doctora Alarcón. —No me las des —le dijo ésta—. Estamos en deuda con tu abuelo por todo el

trabajo que ha realizado en el hospital durante tantos años. Necesitaba contar con alguien para ejecutar su plan. Y esa persona tenía que ser

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ella. No se le ocurría otro modo de conocer la verdad y llegar al fondo del asunto. Era joven, sí, pero, por lo poco que la conocía, mostraba tener la suficiente madurez y el coraje necesario como para comprometerse en algo cuya trascendencia se le escapaba. No podía hacerlo solo y decidió que era el momento de pedirle su ayuda. Entonces le envió el primer correo electrónico.

Habían pasado más de tres semanas desde la visita de Álvaro y la doctora

Alarcón a casa de Nuria. Sus padres esperaban que de un día para otro les avisaran para ingresar a la muchacha. Sin embargo, un pequeño percance les llevó a tener que acudir ellos al hospital antes de lo previsto.

Una noche después de cenar, Nuria cayó en la cuenta de que necesitaba con cierta urgencia una medicina que le había recetado Álvaro y que no había comprado todavía. Quería ser una enferma obediente y no lo estaba consiguiendo. Su madre le recordó dónde había una farmacia de 24 horas y le dio el dinero para comprarla.

Tenía la mala costumbre de no encender la luz del descansillo al salir de su casa, y no se percató de que la bolsa de basura de los vecinos más próximos a la escalera estaba todavía esperando a ser recogida por el portero de la casa. Tropezó con ella y se fue escaleras abajo hasta el final del primer tramo. Sus padres la oyeron gritar pidiendo ayuda y salieron corriendo al rellano. El vecino de la casa de enfrente también acudió al escuchar los gritos. Encendieron la luz y la vieron caída entre un montón de desperdicios. Entre su padre y el otro hombre la ayudaron a levantarse, pero la chica no se sostenía en pie. Le dolía bastante el tobillo y estaba muy excitada por el golpe recibido.

La condujeron al hospital para hacerle unas placas y descartar que hubiese alguna rotura. En la puerta de urgencias se encontraron con Álvaro, que estaba de guardia esa noche. Se sorprendió de verles. Le contaron lo sucedido y les dijo que estuviesen tranquilos, que él se encargaría de todo. Se hizo con una silla de ruedas, montó a Nuria en ella y desaparecieron por uno de los innumerables pasillos del Nou.

Al cabo de casi una hora, volvieron a verse, pero esta vez Álvaro venía solo. Les había indicado que le aguardasen en la recepción del hospital, junto a la puerta principal, y allí les encontró.

—Lo siento, pero va a tener que quedarse unos días ingresada. —¿Por qué? —preguntó Montserrat, asustada. —Ya vieron lo alterada que estaba a pesar de que no parecía nada importante —

les dijo Álvaro—. Se ha lesionado el tobillo derecho; no es nada grave. Le hemos practicado un vendaje fuerte que mantendrá inmóvil el pie un par de días y después podrá empezar a caminar con normalidad. Sin embargo, parece ser que, al tropezar y caerse, se golpeó la cabeza contra el suelo y esto es lo que la ha dejado un poco trastornada.

—¿Qué quiere decir «un poco trastornada»? —Quiere decir que vamos a tener que mantenerla en observación durante dos o

tres días —contestó Álvaro—. Pienso que no hay por qué preocuparse pero siempre conviene tomar precauciones. Los golpes en la cabeza pueden tener consecuencias impredecibles, y más en enfermos como Nuria.

—¿Podemos pasar a verla? —Naturalmente. Si quieren acompañarme… Álvaro les condujo hasta uno de los ascensores próximos a recepción. Saludó a

Pilar, que trabajaba esa noche. Pararon en la quinta planta y cogieron el pasillo de la

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derecha. En la tercera habitación estaba su hija acostada en una camilla. En cuanto les vio entrar, les saludó con la mano y les sonrió. —¡Hola, mamá! ¡Hola, papá! —¿Cómo estás, hija mía? —La madre se adelantó a darle un beso. —Algo aturdida —respondió ella—. Ya os habrá contado Álvaro lo que me ha

pasado. No quise deciros nada del golpe en la cabeza porque creía que no tenía importancia, pero este médico —dijo, señalando a Álvaro, como regañándole— me ha dicho que es conveniente que me quede un par de días en el hospital, hasta que esté del todo bien.

—¿Te duele la pierna? —le preguntó su padre. —El tobillo, un poco. Me lo han vendado fuerte para que no lo mueva. Espero

poder andar bien en unos días. Como se les notaba nerviosos, su propia hija intentó tranquilizarles y

convencerles de que no tenían por qué inquietarse; les insistió en que no había razón para que permaneciesen más tiempo en el hospital.

—No os preocupéis por mí. Me cuida Álvaro y ya sabéis que dice que soy su enferma favorita —les dijo, sonriendo—. Venga, marchaos a casa, que ya es tarde.

—Doctor, ¿no podría quedarme con ella esta noche? —preguntó su madre. —Mamá, ya te he dicho que estoy bien —insistió Nuria—. Además, mira la

habitación y verás que no hay ninguna cama donde puedas pasar la noche. Efectivamente, la habitación donde se encontraba sólo disponía del espacio

suficiente para la cama de la enferma y un pequeño sillón en el que difícilmente se podía conciliar el sueño.

En vista de la insistencia de su hija y de que no podían hacer nada más por ella, se despidieron con un beso cada uno y le desearon un buen sueño. Álvaro les acompañó hasta la puerta del hospital.

—Si hay alguna novedad, no duden en que me pondré en contacto con ustedes lo más pronto posible.

—Gracias, Álvaro. Sabemos que cuidará bien de nuestra hija. Tras pasar toda la noche durmiendo tranquila y sin molestias, al despertarse, en

cambio, la enferma se quejó de un dolor de cabeza intenso. Álvaro le suministró las medicinas que le pareció oportuno e instó a la enfermera encargada de atenderla a que no dejase de informarle si notaba algo fuera de lo normal. Después de visitar a otros enfermos, acudiría a verla y decidiría qué pruebas habría que hacer para descartar cualquier lesión interna. La doctora Alarcón se encontraba fuera de Valencia y no volvería hasta un día después. No existía, pues, la oportunidad de comentar el caso con alguien que conociera de cerca a la enferma. Prefirió actuar por su cuenta, a pesar de tener a mano dos especialistas en la misma planta. Él era el médico de Nuria y debía ser él quien la sacara adelante.

Sin embargo, poco antes de la hora de comer, la enfermera avisó a Álvaro de que la chica había empezado a tener convulsiones. Debía de haber perdido el conocimiento un rato antes, pero de eso no estaba segura. Álvaro corrió hasta la habitación 503 y vio cómo Nuria se agitaba en la cama y mostraba todos los síntomas de un ataque epiléptico. La enfermera, ayudada por una compañera que había acudido a auxiliarla, trataba por todos los medios de evitar que se tragase la lengua. El episodio duró en total unos cuatro minutos. Al final, exhausta, quedó como muerta en la cama. Las enfermeras vieron el desconcierto del médico en su cara, ya que, al comentar con ellas lo ocurrido,

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no era capaz de figurarse el motivo de tan repentino ataque. —No sé qué ha podido ser —les dijo—. Ignoro si se trata realmente de un

ataque epiléptico o si es una manifestación de su enfermedad, acentuada por el golpe que sufrió ayer por la noche. En este estado, no es posible hacerle un TAC.

Ordenó a una de las enfermeras que se mantuviera al lado de Nuria y que le avisase si se repetía algo parecido o si la enferma despertaba.

Comió lo más aprisa que pudo y, a continuación, buscó a Miralles y le expuso la situación.

—No puedo decantarme por un diagnóstico claro, doctor Miralles. Existe la posibilidad de un traumatismo que haya producido alguna lesión interna importante.

—La chica está en tus manos, Álvaro —le dijo Fernando Miralles—. Tú debes saber lo que hay que hacer con ella.

—Tengo entendido —continuó Álvaro— que dentro de unos días iba a ser ingresada en la UR porque ya está a punto todo lo necesario para su tratamiento. Si se confirma la lesión y se agrava su estado, quizá habría que acelerar su internamiento.

—Debería estar aquí la doctora Alarcón para decidir sobre ese asunto. —¿No podría ponerse en contacto con ella y pedirle su opinión? —le sugirió

Álvaro—. Puede tratarse de algo grave. —La llamaré esta tarde —le aseguró Miralles. —Cuanto antes lo haga, mejor. Es la nieta de Guillermo Díaz y pienso que

nuestro deber es poner todos los medios para salvarla. —Te informaré de lo que haya hablado con ella. Cuida de la chica, mientras

tanto. —Se lo agradezco, doctor Miralles. Los ataques se repitieron a primera hora de la tarde y Nuria seguía sin recuperar

el conocimiento. La situación empeoraba por momentos. Después de las primeras convulsiones, Álvaro le había suministrado sedantes pero, como pudo comprobar después, habían tenido escaso resultado. Volvió a hablar con Miralles, quien le anunció que Alarcón estaba de camino. Ya le había puesto al corriente de lo que ocurría y se había mostrado de acuerdo en ingresar a la joven en la unidad, pero quería estar ella presente para hacerse una idea de su estado y cerciorarse de la necesidad de internarla antes de tiempo.

Sólo quedaba esperar a que llegase la doctora y decidiera qué era lo mejor. Durante todo ese tiempo, Álvaro no se movió del cuarto de la enferma. Los minutos pasaban muy lentamente. A media tarde, Miralles se acercó hasta la habitación y preguntó si había alguna novedad. El médico le indicó que no con la cabeza. La preocupación se dibujaba en su rostro.

El teléfono inalámbrico de Álvaro sonó en varias ocasiones. —Sí. (...) Conforme, quedamos. (...) No me falles. —Sí. Gracias. (...) No, no les he dicho nada, prefiero no asustarles quizá sin

motivo. (...) De acuerdo, diles que les llamaré más tarde. (…) Sí, mejor que sea la doctora Alarcón.

—No, estoy bien. (...) Sí, he anulado las visitas que tenía esta tarde y Marcos me va a sustituir. (...) Bien, gracias, Pilar.

La enfermera que estaba de turno se asomaba de vez en cuando a la habitación

donde Álvaro hacía guardia y observó cómo la inquietud del médico iba aumentando según transcurrían las horas. Se levantaba, se acercaba a la enferma y le tocaba la frente,

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le tomaba el pulso cada poco tiempo… En ningún momento, en cambio, solicitó que alguien le sustituyese al cuidado de la chica. Incluso, cuando la propia enfermera había tratado de comprobar el pulso de Nuria, Álvaro se lo impidió con un movimiento brusco. Era su paciente y no permitiría que nadie, salvo la doctora Alarcón, se hiciese cargo de ella, ahora que podía ocuparse él personalmente de hacerlo.

Habían dado las nueve de la noche de lo que le estaba pareciendo el día más largo de su vida. Miralles se acababa de marchar a su casa, pero antes se acercó hasta la habitación para avisar de que Carmen Alarcón estaba a punto de llegar. Las convulsiones eran cada vez más frecuentes y Nuria se iba debilitando por momentos. Cada vez que Álvaro le tomaba el pulso parecía que debía hacer mayores esfuerzos para encontrárselo.

El teléfono inalámbrico volvía a sonar: —Por favor, Pilar, ahora no. (...) Sí, gracias. Por fin, apareció la doctora en la habitación de Nuria. Álvaro le explicó

rápidamente la situación y le metió prisa para que la llevasen cuanto antes a la Unidad de Regeneración.

—Necesitamos con la mayor urgencia esas células milagrosas, doctora. —No te preocupes, Álvaro. Ahora mismo la trasladamos y comenzaremos el

tratamiento esta misma noche. Hemos comprobado cómo se reparan grandes zonas del cerebro en muchos animales con células embrionarias cultivadas. Se han estudiado a fondo los experimentos realizados por el italiano que ha logrado curar esta enfermedad en ratones y estoy segura de que con Nuria funcionará también.

El ejemplo no le había parecido el más apropiado, pero prefirió no hacer ningún comentario.

Se presentó entonces en la habitación una enfermera a la que Álvaro apenas había visto en un par de ocasiones. Debía de trabajar en la unidad, sin relacionarse con el resto.

—¿Está todo listo, Laura? —Sí, doctora. Podemos llevarnos a la enferma. —¿Me permiten acompañarles? Ya sé que la UR es de acceso restringido, pero

déjenme ir con ustedes, por lo menos, hasta la entrada a la unidad. Álvaro se pegó a ellas como una lapa. Durante el tiempo que duró el traslado

hasta la Unidad de Regeneración mantuvo cogida la mano de Nuria, como si quisiera no separarse de ella. Llevaba un rato largo, como una media hora, más tranquila, pero no había despertado. En el momento de dejarla, el médico le dio un beso de despedida en la mejilla.

Carmen Alarcón sacó su tarjeta de acceso, la pasó por el lector que había junto a la puerta y ésta se abrió. Dado lo avanzando de la hora, no había nadie más trabajando en esa planta de la unidad en aquel momento. La enfermera conducía la camilla; la doctora entró detrás de ella y desaparecieron por el pasillo.

Álvaro permaneció un rato quieto, con la vista fija en la puerta que se acababa de cerrar. Cualquiera que le hubiese observado, habría pensado que se iba a quedar allí clavado toda la noche. No era eso, sin embargo. Estaba tratando de recordar algo.

De pronto, pareció como si aquello que intentaba traer a la memoria hubiese conseguido aflorar. Sacó su teléfono inalámbrico y marcó el número de la doctora Alarcón. Ésta le contestó a la primera.

—Doctora, necesito hablar urgentemente con usted. ¿Podemos vernos ahora mismo?

—¿Ahora? Pero si acabamos de dejarte hace un instante. —Sí, ya lo sé, pero acabo de recordar un detalle que puede ayudarnos a sacar a

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Nuria de su estado. Dígale a la enfermera que venga también, por favor, porque conviene que esté al tanto.

—¿Estás seguro de lo que haces, Álvaro? —No del todo, pero quiero intentarlo. —Tú verás. Dejamos a la chica aparcada y vamos enseguida —le dijo Alarcón—

. ¿No pasará nada por dejarla sola? —No lo creo —respondió el médico. Al cabo de un minuto, las dos mujeres salían por la puerta de la UR. Se

encontraron a Álvaro caminando de una punta a la otra del pasillo. Estaba al final del mismo, cuando las vio aparecer.

—¿Podemos hablar cinco minutos? —le sugirió a la doctora. —Eso depende de ti. Tú conoces mejor que yo la urgencia del caso. —Es que me parece que tengo la solución, aunque, para comprobarlo, tendrían

que volver a traerla. —¿No te estarás dejando traicionar por el corazón, Álvaro? —le insinuó

Alarcón—. Si el único remedio para salvarla es ingresarla en la unidad, no hay tiempo que perder.

—Precisamente se trata de evitar eso, doctora. Álvaro comenzó a explicarles cómo se había acordado repentinamente de un

caso muy parecido al cuadro clínico que presentaba Nuria y cómo un grupo de médicos había conseguido devolver al enfermo a su estado normal. Valía la pena intentar aplicarle el tratamiento que había dejado escrito en un artículo ese equipo médico antes de hacerla pasar por una terapia demasiado agresiva, como era la regeneración celular.

—Supongo, además, que dada la situación de Nuria, tendrán que ser sometida a uno o varios shocks encefálicos para acelerar la proliferación celular, con lo que podríamos curarla, pero, en el mejor de los casos, se la devolveríamos a sus padres como si fuese un niño pequeño. —El tono de Álvaro era grave—. Recuerden cómo quedó Alejandro Ferrer. Sus padres han tenido que volver a enseñarle a hacer casi todo y el muchacho no se acuerda de nadie de su familia ni de sus amistades.

La doctora dudaba. Álvaro trató de ayudarla. —Hemos de dar una oportunidad a Nuria y evitar que se quede tonta.

Tráiganmela, por favor. —¿Y cómo no se te ha ocurrido antes eso? —Es como si hubiese tenido la mente bloqueada todo el día viéndola sufrir —

respondió—. En el momento en que, por fin, parecía que ya no dependía de mí su suerte, ha sido cuando me he acordado de ese caso similar al de Nuria.

La doctora pensó unos instantes qué decisión tomar. —Conforme, Álvaro —aceptó Alarcón—. Pero quiero que quede claro que si

muere la chica, tú cargarás con toda la responsabilidad. —Doctora, eso no es justo. —Álvaro parecía desalentado. Alarcón quería evitar

a toda costa cualquier posibilidad de que la culpasen a ella si algo salía mal—. Yo sólo estoy procurando hacerlo lo mejor posible.

—Lo dicho, Álvaro. ¿Estás de acuerdo? Álvaro bajó la cabeza y dijo que sí. Alarcón y su ayudante Laura se internaron de nuevo en la unidad y regresaron al

poco tiempo con la enferma, que continuaba dormida. Esta vez cogió él la camilla y la condujo de nuevo hasta la habitación. Pidió a una de las enfermeras de la planta que estuviese con Nuria unos momentos, mientras él acudía al ordenador más cercano. Hizo una batida en internet y encontró lo que andaba buscando. Se trataba de un artículo publicado en una revista sueca de medicina. Copió sólo el texto dejando las fotos aparte

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e imprimió tres folios con el contenido del artículo. Volvió a la habitación y empezó a leerlo para dar con la clave que pudiera salvar

a la chica. Alarcón le pidió que le dejase leer las hojas impresas y Álvaro se las pasó. No entendía nada.

—¡Ah, perdón! Se me había olvidado decirle que el equipo de médicos era sueco y publicaron su trabajo en una revista de su país.

—¿Tú sabes sueco? —Pasé varios veranos de mi infancia en Malmö y allí lo aprendí. Caprichos de

mi padre, que en paz descanse. Si me lo devuelve, podré continuar leyendo. Dejaron trabajar al doctor, enfrascado en el estudio del artículo que sólo él era

capaz de entender. De vez en cuando, escribía alguna palabra castellana en un papel y cuando terminó, dijo a la doctora y a las enfermeras que estaban con él en la habitación:

—No se trata de la misma enfermedad que la que padece Nuria pero creo que, al menos, vamos a poder devolverla al estado en que estaba antes de ese golpe en la cabeza. Va a ser un proceso largo, pero creo que en estos papeles está la clave para curarla.

Pidió a una de las enfermeras una serie de medicamentos y ésta salió corriendo a por ellos.

—No necesito a mucha gente aquí. Bastará con que se quede ayudándome la enfermera que ha ido a buscar esas medicinas.

—¿Puedo hacer algo más? —preguntó Alarcón. —Sí, doctora. Rece para que todo salga bien.

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SEGUNDA PARTE

Álvaro: Te envío un e-mail porque siento vergüenza de contarte a la cara lo que te voy a

decir. Están... bueno, estamos engañando a la gente. No hay nada de investigación ni

de aplicación real de clonación terapéutica en el Nou Hospital, salvo la que estoy haciendo yo con Miguel. La aparente regeneración que se produce en los enfermos de la UR es sólo un trasplante de órganos o de células madre de hermanos gemelos que tienen escondidos en algún lugar que desconozco; y si uno se les está yendo y acaba muriéndose, lo sustituyen por un clon: es lo que han hecho con Alejandro Ferrer.

Todos los enfermos de la Unidad de Regeneración fueron engendrados por fecundación in vitro en el Nou. De cada embrión generaban cinco embriones gemelos más; uno de ellos iba a la madre verdadera y los otros eran implantados en madres de alquiler. Si los cinco nacían sanos, se quedaban sólo con tres y se deshacían del resto

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(no me preguntes cómo). A los tres gemelos se les va enseñando todo lo necesario para suplantar al

hermano nacido de la madre original; al menos eso es lo que les dicen a los clones de nuestros chicos para tenerles ocupados y para que mantengan la ilusión de poder sustituir a su hermano si es necesario. Por ese motivo se graban imágenes de su casa, de sus padres, etc.; pero quienes les preparan para esto conocen otras cosas sin que el niño se las haya contado a nadie siquiera: que se ha hecho una herida esa tarde, que se ha peleado con su hermano, una conversación que ha tenido con un amigo y un montón de cosas más que deben utilizar para preparar a los posibles sustitutos. Ignoro cómo se enteran de todo esto, pero tengo la certeza de que lo hacen. En alguna ocasión he mirado la ficha sanitaria de Miguel en la base de datos del hospital y he comprobado que alguien había añadido detalles que sólo me había contado a mí y que yo no he llegado a anotar. No sé si habrá un micrófono oculto en mi consulta o lo llevan ellos incorporado de algún modo.

Sin embargo, todo lo que aprenden no sirve para nada o casi nada, ya que, si es necesario traer un sustituto del original porque se les está muriendo, le hacen un lavado de cerebro de modo que no se acuerden de su vida anterior: resultaría muy peligroso dejar por ahí suelto a alguien que pudiera hablar sobre un auténtico depósito de niños de los que se extraen órganos o que están esperando el momento de suplantar a otra persona.

Por lo visto, no todo lo que les han enseñado respecto a su hermano original se pierde. Algo conservan en la memoria, y así, si el sustituto la va recuperando, parecerá, a los padres y a quienes le trataban antes, que empieza a reconocerles o a acordarse de cosas.

Álvaro, todo esto es una locura; no sabía dónde me metía pero me tienen cogido: me han amenazado con decir a la policía que fui yo el causante de la muerte del doctor Díaz. No sé qué hacer ni hasta dónde quieren llegar. Algo me desveló Miralles de la pelea que mantienen en la clandestinidad con las legislaciones de cada país y de que habíamos tenido suerte en España, pero no quiso explicarme más; me dijo que ya tendríamos tiempo más adelante. Estoy asustado, Álvaro. Me advertiste un día de que podía convertirme en un monstruo si seguía detrás del éxito y de la fama, pero no te hice caso. Ahora te necesito como nunca en la vida. Tú eres mi mejor amigo: cuento contigo para ayudarme a salir de esto porque no me gustan las cosas que estoy viendo aquí.

Tu amigo Jaime.

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Capítulo 24

—¿Me pone con Eulogio Miralles? —¿De parte de quién, por favor? —Dígale que le llama Gonzalo Gil Gómez. —Ahora mismo le paso la llamada. Unos segundos después, la voz del viejo Miralles se oyó en el despacho de 3G, en Houston. —¡Gonzalo! ¡Qué alegría volver a hablar con usted! —No podía dejar pasar el cumpleaños de un viejo amigo sin felicitarle. —Es usted muy amable, Gonzalo. Aquí nadie se ha acordado de decirme ni hola. —Además, quiero transmitirle la felicitación del señor Gordon por lo bien que está llevando todo el asunto del Nou Hospital. —Gracias, Gonzalo. Y déselas también al señor Gordon —dijo Eulogio Miralles—. Pero debo reconocer que todo se lo debemos a mi hijo. Es él quien dirige aquello y estoy muy orgulloso de cómo lo está haciendo. —Transmita, entonces, la felicitación a su hijo. —Así lo haré. Muchas gracias, Gonzalo. Es usted una buena persona. —No hay de qué, Eulogio. Sólo le llamaba con esta intención. Cuídese. Gil Gómez sabía que al viejo le quedaban pocos años de vida. Le acababan de descubrir un tumor en el pulmón izquierdo que fácilmente podía degenerar en cáncer. Habría que ir buscando un sustituto y no iba a ser fácil dar con uno. Su hijo Fernando era, por el momento, inamovible. No podían quitarle del hospital. Las diferencias que mantenía con él eran salvables, se tomaba el trabajo en serio y lo estaba llevando adelante cabalmente. Había cometido dos errores seguidos en la elección de los médicos encargados de área dentro de la UR, pero había sabido subsanarlos con elegancia. Era una pena no poder contar con Alfredo Albert para relevar a Eulogio Miralles. Le dolía recordarlo pero, años atrás, Gonzalo Gil había tenido que mostrar toda su firmeza para mantener a raya al profesor. Él prefería utilizar incentivos y, aunque el sistema de amenazas no era el mejor, con Albert había dado resultado. Estaba callado y desaparecido del mapa. De todas formas, habría que estar vigilantes.

Miralles le había informado de las visitas que esos dos jóvenes médicos contratados en septiembre estaban haciendo a su casa. Uno ya no iba a dar más problemas. Sobre el otro, no sabía demasiado. Era un buen profesional, atendía bien a los enfermos y parecía estar a gusto en el hospital. Sin embargo, no habían podido escuchar la larga conversación que, según el informante de Miralles, había mantenido con Albert en las vacaciones de Pascua. El teléfono móvil espía, que tan buen resultado había proporcionado con el otro médico, no había dado sus frutos con éste, de momento. En el fondo, Gil Gómez pensaba que Albert estaba demasiado viejo y asustado como para jugársela y hablar de lo que no debía con algún desconocido. Además, no se había vuelto a ver con el joven doctor desde aquella conversación. No, no tenía de qué preocuparse. El recuerdo de Albert le trajo a la memoria los comienzos del proyecto, cuyo final empezaba a atisbarse. Alfredo Albert había sido un auténtico fenómeno en el arte de ganarse a la gente para su bando, sobre todo a los políticos. Fue una lástima que se hubiese echado atrás, justo cuando les era más necesario. Convencer al mundo de las ventajas que ofrecía la reproducción asistida, como

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primera parte del proyecto, fue una tarea fácil. ¿Quién se atrevería a negar a una pareja el derecho a tener un hijo? Aún así, muchas voces se levantaron para impedirlo, como siempre con la Iglesia católica a la cabeza. Al igual que cuando fue aprobado el aborto en diversas naciones, los grupos provida también enseñaron sus armas, como lo llevaban haciendo durante años. Desde el primer momento en que se consideró en el mundo la posibilidad de aplicar técnicas de reproducción asistida en humanos, se planteó lo que algunos llamaban «estatuto del concebido y no nacido»; y desde ese primer instante hubo que dar la batalla para desposeer a ese pequeño grupo de células de cualquier derecho que otros querían otorgarle basándose en algo con tan poco fundamento como la famosa dignidad de la persona humana. ¿Desde cuándo había que considerar persona a ese conglomerado celular? Además, estaban en juego las futuras investigaciones con material humano, indispensables si se quería alcanzar un desarrollo real y racional del género humano. El invento del término preembrión surtió efecto. «Si todavía no es un embrión, si no es uno de los nuestros, hagamos con él lo que nos venga en gana», como con un trozo de carne, con un mosquito o con una piedra.

Ejemplos como los de algunas mujeres que, para conservar la vida de su hijo, habían rechazado someterse a una operación que les habría salvado del cáncer que padecían, se convertían en un auténtico peligro. Con esa actitud, reconocían públicamente un valor intrínseco y superior incluso al de su propia persona a ese hombrecito en potencia que, para muchas mujeres en su misma situación, no representaba más que un problema ¡Y la Iglesia se atrevía a ponerlas como modelo, elevándolas a los altares!(34). No sólo el Vaticano hacía cosas como ésas. En Estados Unidos se había llegado a plantear como crimen dañar o matar a un no nacido si sufría una agresión la madre gestante(35). Personas en contra, siempre las habían tenido y las seguirían teniendo, pero eso no era motivo para echarse atrás. Se hacía necesario continuar avanzando hacia el final del proceso liberalizador de las técnicas que iban a hacer del hombre del siglo XXI superior al de cualquier otra etapa anterior de la historia. España había resultado un buen campo en el que sembrar opiniones, que germinaban en ideas y daban sus frutos en forma de leyes. Las campañas para conseguir lo primero seguían unos pasos que, bien planificados y procurando darles el mayor eco en los medios de comunicación, no podían fallar. En la fundación eran bien conocidos y, desde el área dirigida por Gonzalo Gil, se habían llevado a la práctica en numerosas ocasiones.

En primer lugar, se trataba de buscar un caso lacrimógeno cuya solución pasara obligatoriamente por un atentado contra la legalidad vigente, para darle después toda la publicidad posible. Una vez conocido el caso por la gran mayoría de la población, se practicaba con él una transgresión abierta de la ley, procurando que la noticia se extendiese entre el público que seguía la historia. A continuación, se buscaba un enemigo para demonizarlo y ridiculizarlo de un modo caricaturesco y cruel, pintándolo como alguien radicalmente opuesto a lo que determinado individuo o grupo se había «visto obligado» a hacer por el bien de una persona o para evitar un sufrimiento. No era difícil encontrar ese enemigo, ya que habitualmente se presentaban como voluntarios la doctrina de la Iglesia o algún científico imbuido de ideas conservadoras, fáciles de tachar como intolerantes.

El paso siguiente consistía en difundir que ese acto transgresor de la ley era una

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«necesidad inaplazable», demandada por amplios sectores de la sociedad, e insistir después con tozudez en que el legislador debía regularla. Éste acababa cediendo a las presiones y elaboraba una ley con un carácter —sólo en su letra— altamente restrictivo. Una vez conseguida la aprobación de la ley, bastaba con ir interpretándola cada vez con mayor laxitud para llegar a la aceptación, en todos sus casos, del hecho que antes se calificaba como delito. Había funcionado con la ley del aborto. Había funcionado con la ley de reproducción asistida y estaba empezando a resultar con la nueva ley que, si bien hablaba de que debían darse circunstancias muy particulares para proceder a la creación de niños medicamento, la realidad era que bastaba cierta presión en forma económica o sentimental por parte de los padres para que algunos médicos incluyesen el caso como la excepción que confirma la regla. Algunas personas se daban cuenta del modus operandi de cualquier campaña que, como las que se orquestaban desde la WFD, tenía como objetivo cambiar la opinión, el modo de pensar y la legislación de un país, y organizaban su contraataque.

Los primeros y más peligrosos eran los periodistas con prestigio, que defendían desde sus posiciones los llamados valores tradicionales, con mayor o menor acierto. Contra éstos, siempre cabía la solución del contraataque desde los mismos medios que ellos utilizaban. El público terminaba cayendo en una confusión tal que le daba lo mismo lo que dijeran unos u otros, siempre que no le tocasen su bolsillo.

En segundo lugar, por lo que respecta a la influencia que podían ejercer, se encontraban los científicos. Personajes ya fallecidos como el genetista Lejeune continuaban contribuyendo a través de sus seguidores a ir con el freno puesto. Gonzalo Gil conservaba un breve texto, tomado de una conferencia pronunciada ante la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas, que había repasado varias veces con el fin de contrarrestar las ideas que ahí exponía el científico francés; calificaba el futuro de la genética como «brillante», «deslumbrador» y «cegador»:

Brillante, en cuanto que cada día nos permite saborear un nuevo hallazgo de la vida. Deslumbrador, porque nuestro análisis de las moléculas, vectores del mensaje de la vida, conlleva el riesgo de hacer olvidar al organismo que ellas animan. Cegador, porque el prestigio de las manipulaciones genéticas lleva a algunos a creer que todo lo que es posible hacer está permitido hacerlo. Para ellos la moral debería ceder el paso a la tecnología. Reclaman un nuevo Derecho que les proporcione todos los derechos. La manipulación, ciertamente, está en curso en numerosos países. Se crean Comités de Ética para proponer leyes nuevas que, una vez votadas, influirán sobre las costumbres, las cuales, a su vez, influirán sobre las leyes. Con un poco de destreza y unas gotas de pluralismo, el Bien y el Mal no serán ya los dictámenes inmediatos de la conciencia, sino el resultado del elástico consenso de una ética estatal.

Más adelante continuaba:

Ciertas enfermedades son muy caras: en sufrimiento para los que las padecen y para sus familiares, y en cargas sociales para la comunidad, que debe reemplazar a los padres cuando la carga es tan dura que puede llegar a ser insoportable para ellos. Pero el montante de este coste, en

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dinero y en abnegación, se sabe cuál es: es exactamente el precio que debe pagar una sociedad para permanecer plenamente humana.

En el fondo, Gonzalo Gil reconocía que tenía puntos en común con el difunto Lejeune: el futuro de la genética era ciertamente deslumbrador y estaba en gran parte en sus manos. Determinadas enfermedades eran muy costosas, pero ellos ofrecían otra solución al problema: convencer al enfermo de que lo mejor para todos era morir en paz, del modo más eficaz y rápido posible. La eutanasia no dejaba de ganar adeptos en muchos países y también en España. En el tercer lugar en el ranking de influencia social se encontraban los personajes públicos, aunque por ese lado no había nada que temer. Pocos cantantes, deportistas, actores, actrices o directores de cine se mostraban «conservadores»: era políticamente incorrecto y podía quitarles fama y poder de atracción.

Los políticos eran un caso aparte. Los votos eran lo que contaba y éstos, en ocasiones, iban y venían según el sentimiento del pueblo. El gobierno de Tony Blair casi se había dejado seducir unos años atrás para reducir el límite de tiempo en la práctica de abortos por razones sociales. Y todo, debido al influjo de unas imágenes obtenidas por nuevas técnicas ecográficas que se difundieron rápidamente por internet. Mostraban de un modo nunca visto hasta entonces al feto de doce semanas, moviéndose en el vientre materno con gestos y maneras plenamente humanas(36). Asunto aparte eran las declaraciones elaboradas en las grandes reuniones que tenían lugar en la ONU o en el Parlamento Europeo, en las que se trataban estas cuestiones. Éste último, por ejemplo, había adoptado en marzo de 2005 una resolución que, entre otras cosas, se mostraba contraria a la clonación humana. En dicha resolución, el Parlamento Europeo también manifestaba su satisfacción por la declaración de la ONU, entonces reciente, opuesta también a la clonación de hombres o mujeres, e instaba a la Comisión de Bioética a manifestar su disconformidad con la financiación de investigaciones dirigidas a este tipo de experimentos. La votación se ganó por 307 votos contra 199. Había mucho que hacer todavía en ese terreno.

Pero mientras la legislación se abría camino, ellos marchaban varios años por delante de las leyes.

El área de salud y bienestar de la White’s Foundation for Development se había propuesto a principios de los años setenta del siglo XX llegar hasta el máximo de sus posibilidades para alcanzar su objetivo: salud, bienestar y buena calidad de vida para toda la Humanidad. Para ello, un reducido grupo de expertos del área regentada en la actualidad por Gonzalo Gil había planificado los pasos que, a su entender, debían darse en el campo de la investigación biológica; pasos que deberían ir acompañados por una legislación que amparase los procedimientos propuestos. Había que trabajar, por tanto, en ambos terrenos, pero primordialmente en el científico, que abriría el camino a la ley. El derecho seguiría a la vida, y la vida iban a dirigirla ellos. Aparte de los motivos altruistas no desdeñables en el conjunto del proyecto, se contaba con obtener cuantiosos beneficios económicos durante el desarrollo del mismo y, sobre todo, en su etapa final. Multitud de empresas alimenticias, farmacéuticas y biotecnológicas llevaban tiempo fomentando alianzas entre ellas para favorecerse

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mutuamente de los progresos logrados por unas y por otras. Se trataba de algo perfectamente conocido para los que se movían en ese mundo. Las cifras que se manejaban no eran nada despreciables: la empresa Pharmasset y los laboratorios Roche habían formado un grupo de colaboración por valor de trescientos millones de dólares; la cooperación entre Merck y Lundbeck ascendía a 270 millones y la del mismo laboratorio con Nastch alcanzaba los 210 millones(37). Gonzalo Gil no se había quedado atrás y había lanzado sus tentáculos en todas direcciones, siempre con extremada precaución, ya que algunos de los productos que ofrecía se situaban más allá de los límites marcados por las leyes vigentes. Pero él no podía esperar a la norma. Debía adelantarse al futuro y tener dispuestas las mercancías y los servicios que en breve tiempo la sociedad moderna exigiría y las normativas nacionales permitirían. La WFD había firmado acuerdos secretos con varios de los grandes grupos surgidos por la unión de empresas interesadas en sus ofertas. Algunos gobiernos de países asiáticos, siempre parapetados detrás de algún importante empresario, también habían contratado sus servicios para determinados tipos de productos. Otros clientes eran simples hombres de negocios con la vista puesta en los años venideros, que servirían de intermediarios con terceras personas a las que Gonzalo Gil no tenía el más mínimo interés en conocer. También había particulares a los que les resultaba atractivo el asunto y no querían perder la oportunidad de beneficiarse personalmente. El total de ingresos previstos por los diversos acuerdos negociados ascendía a varios miles de millones de euros. La primera fase del proyecto de investigación pasaba por hacer realidad las posibilidades teóricas que ofrecía la reproducción asistida. El paso de los años había demostrado su eficacia. A la vez, el aborto libre debía abrirse camino como derecho inalienable de la mujer. Las dos cuestiones iban parejas: la primera llevaba consigo la muerte de embriones en sus primeros días de existencia; la segunda, eliminaba fetos con varias semanas de vida. Había que conseguir hacer ver a la gente que el efecto final era el mismo y, por tanto, si se admitía una realidad, no había motivo para rechazar la otra.

En España, la interrupción voluntaria del embarazo había conseguido carta de legalidad en 1985. La campaña de las «trescientas mil mujeres» que viajaban de España a Londres para acabar con su embarazo dio buen resultado. Poca gente se había puesto después a echar cuentas: desde el año 1985, en que se declararon oficialmente nueve abortos, hasta el año 2004, en que el número había subido hasta casi 85 000, la suma daba un total de 915 000. Las cifras nunca cuadraron con las de la campaña, pero pocos se acordaban ya de eso.

Poco después, en 1988, la reproducción asistida era aprobada por el Gobierno. A primera vista, no parecía un buen terreno por el que continuar el proceso, ya que iba bastantes años por detrás de otros países: el aborto se había generalizado en Estados Unidos en 1973 y la primera niña probeta había nacido en 1978. Sin embargo, la fundación no descartó la posibilidad de continuar trabajando en España y los esfuerzos en ese país se intensificaron para lograr los objetivos previstos. Desde que se generalizó la fecundación in vitro, había mucha gente empeñada en resolver el problema que constituía la enorme cantidad de embriones congelados producidos. Sólo en España se hablaba de más de 200 000 embriones crioconservados en las diversas clínicas. Había que aprovechar de algún modo ese material sobrante y se abrió la mano para investigar con él. Pero, como ya era sabido, por lo general resultaba de mala calidad, después de haber permanecido varios años en estado de hibernación.

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Si se podía investigar con embriones congelados que podían estar vivos después de llevar varios años congelados, ¿qué problemas había para experimentar con embriones frescos y extraer de ellos células pluripotentes? Sin duda, darían mejor resultado. Éste era uno de los aspectos que tocaba la nueva ley de reproducción asistida que se había promulgado precisamente en España. El territorio duro de roturar comenzaba a transformarse en posible tierra fértil. Al principio, los investigadores sólo tratarían de profundizar en el estudio del desarrollo embrionario para descubrir los complejos mecanismos que producían la diferenciación celular. Más tarde, algunos médicos se encargarían de llevar las conclusiones de esas investigaciones a la aplicación terapéutica. ¿Cómo no aprovechar esos descubrimientos para sanar a enfermos que habían perdido toda esperanza de curación?

El uso de embriones frescos que permitía la nueva ley no solventaba el

inconveniente de la incompatibilidad que se podía presentar al recibir células madre procedentes de otra persona. Si éstas, en cambio, provenían de un embrión clónico del enfermo, el problema desaparecía.

La clonación terapéutica, segunda fase del proyecto, se apoyaba, pues, sobre la primera, y ésta, sobre la consideración del embrión y del feto como sujetos carentes de derechos.

Con un poco de tacto y de paciencia, y tras la aprobación de la ley de Biomedicina, se había obtenido el permiso necesario para trabajar con la nueva terapia en el Nou Hospital valenciano, propiedad de la WFD. Era éste uno de los pasos más importantes de los programados para que el proyecto se hiciese realidad. Su consecución, dentro de la más completa legalidad, había sido ampliamente celebrada por Gil Gómez y las personas que trabajaban para él.

Ése era el momento previsto para volver a cambiar la mentalidad de la gente acerca del tratamiento que debía recibir el embrión. Se haría ver como un acto generoso y altruista dejar que esos hombres en miniatura alcanzasen su pleno desarrollo, permitiéndoles crecer hasta su nacimiento natural. ¿Por qué no dejarles continuar y llegar a convertirse en uno de nosotros? Al mismo tiempo, se silenciaría lo más posible la discriminación negativa practicada con aquellos otros embriones a los que se les denegaría la posibilidad de seguir adelante.

Con la aceptación de esta idea, la fase tres daba comienzo. La clonación terapéutica desembocaba en la reproductiva como un río en el mar. Era sólo un lugar de paso, pero absolutamente necesario, para introducir de modo natural la producción de clones humanos.

Entraba entonces en escena el multimillonario hombre de negocios que deseaba un ser clónico que le sirviera de reserva de órganos en el caso de que alguno le fallase en el futuro. ¿Y por qué no ofrecer la transmigración del alma? Después de todo, algunas culturales orientales creían en ella y muchos occidentales estaban imbuidos de esas doctrinas. En ese momento aparecería el ricachón con el deseo de perpetuarse en el tiempo y no se mostraría cicatero a la hora de financiar la investigación que dirigiese su alma a un cuerpo clónico del suyo, joven y, si fuera posible, libre de las enfermedades y achaques que había tenido el anterior. Sólo se necesitaba saber venderle la idea.

La cuarta y última fase del proyecto llevaba consigo traspasar una frontera.

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Algún investigador se había lamentado de la incapacidad del hombre para regenerarse como lo hace una lagartija o un ajolote. Resultaba algo imposible. ¿Imposible? ¿Alguien había llegado a probarlo? ¿Qué pasaría si comenzaban a mezclarse las especies? ¿No se podría llegar a producir un hombre capaz de autorregenerarse?

Sin duda que no eran los primeros en pensar en esa posibilidad. El intelectual alemán Hans Magnus Enzensberger, galardonado con el premio Príncipe de Asturias de Humanidades en el año 2002, había denunciado hacía tiempo los intereses «del complejo científico-industrial» y era de los pocos que se había atrevido a hablar del intento de proceder a una «nueva cría de la especie»(38). Llegar a la cuarta fase supondría la culminación del proyecto: la creación, mediante quimeras y experimentación genética, de una raza de hombres autorregenerante. Una super raza de hombres y mujeres, libres de enfermedades y con capacidad ilimitada de repararse a sí mismos.

¿Qué no daría el gobierno de un estado en constante situación de guerra para disponer de soldados prácticamente inmortales? Sólo había que echar un vistazo al continente negro, con sus constantes e interminables conflictos bélicos, para darse cuenta de que no era una posibilidad disparatada. ¿Quién no querría pertenecer a esa nueva raza que dominaría el siglo XXI o, al menos, ofrecerle a sus hijos la posibilidad de formar parte de ella? Una simple inyección intracitoplasmática del núcleo de un superhombre en el óvulo de la madre y su hijo habría pasado a formar parte del grupo de los fuertes, que siempre acababan dominando.

La aceptación de la clonación terapéutica era un hecho consumado después de

los éxitos obtenidos en el Nou Hospital, que avalaban la nueva técnica. No obstante, para la Fundación White se trataba sólo un paso intermedio para llegar al objetivo final.

Fue necesario planear muy bien las cosas desde el principio y se preparó todo con tiempo para lograr la consecución de esa segunda fase del proyecto. El propio Gonzalo Gil ideó el procedimiento que se había puesto en marcha más de quince años atrás.

Muchas eran las parejas que acudían al hospital para obtener un hijo mediante fecundación in vitro. Una de ellas fue escogida para comenzar el experimento. Se aplicó la técnica habitual pero, antes del cuarto día de vida de uno de los embriones generados, se provocó una multigemelación del mismo. El equipo dirigido por Gil Gómez sabía que tan sólo unos días después, las células ahora totipotentes del embrión se convertirían en pluripotentes, es decir, mantendrían la posibilidad de diferenciarse en todos los tipos celulares, pero incapaces de dar lugar a un nuevo individuo. Ése era el instante preciso para generar los clones.

El grupo de biólogos que realizó la fisión gemelar se basó en los experimentos de Jerry Hall y de Robert Stillman, dos investigadores de la George Washington University que, en 1990(39) lo habían logrado por primera vez, aunque, en su caso, habían utilizado embriones no viables polispérmicos, resultantes de la fecundación de un óvulo por varios espermatozoides. Este fenómeno hacía al embrión inviable porque moría al cabo de unos días y, por este motivo, decidieron experimentar con él.

Estos investigadores provocaron una clonación del óvulo por división: lo incubaron durante un día a 37° C hasta que se dividió en dos células. Disociaron éstas cuidadosamente y las incubaron por separado durante seis días hasta que cada embrión contó con 32 células, momento en que dieron por finalizado el experimento. Repitieron la experiencia con otros 17 embriones polispérmicos, cada uno de ellos con diversa

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carga genética: eran embriones triploides, poliploides, etc. Consiguieron un total de 48 clones, que fueron los resultados de la primera clonación de seres humanos: un promedio de tres por original. Al tratarse de embriones no viables, ninguno fue implantado, por lo que el experimento se detuvo en ese punto.

Gil Gómez dio un paso más. Su equipo de investigadores consiguió la multigemelación de embriones viables y, después de muchos ensayos, obtuvieron seis embriones viables clónicos. Uno de ellos se implantó en la madre de todos ellos y los otros cinco fueron a parar a madres de alquiler. Nacieron los cinco y dos tuvieron que ser sacrificados, ya que no eran necesarios. El experimento se repitió en numerosas ocasiones, pues con frecuencia, los embriones gemelos no llegaban a formarse o eran inviables y había que intentarlo con otros. Se fijó en tres el número de clones a conservar por cada individuo original para asegurarse de que en el futuro no faltarían órganos, tejidos o incluso la persona entera en el caso de ser ineludible proceder a un reemplazo. La implantación de cinco embriones se tomó como medida preventiva por si alguno de los embarazos no llegaba a buen término. Cuando se dispuso de catorce grupos de cuatro gemelos, dejaron de realizar fisiones gemelares. Los niños y niñas engendrados tenían actualmente entre cuatro y dieciséis años. Uno vivía en el mundo real, con su familia natural, y tres en un mundo aparte, creado especialmente para ellos. El primero era el patrón, el modelo que los demás debían imitar.

Antes de implantar el embrión en el útero de cada madre verdadera, una pequeña

alteración genética controlada le produciría antes o después la aparición de una enfermedad. En otros casos de los catorce seleccionados, la enfermedad les sería inducida más adelante, una vez nacidos. Los tres gemelos «de repuesto» se encargarían de lograr el «milagro» de la curación del original, bien por trasplante del órgano dañado, bien por una sustitución completa de un individuo por otro. En este caso, era absolutamente necesario llevar a cabo una operación de limpieza de memoria. Los progresos conseguidos en el estudio de esta potencia del hombre habían llegado a encontrar la forma de borrarla casi por completo, como si se tratase de la de un ordenador.

Gil Gómez tuvo que diseñar una nueva ciudad de Los Alamos. Como la original, que había albergado a las personas implicadas en la fabricación de la primera bomba atómica, debía estar situada lejos de cualquier lugar poblado y el conocimiento de su existencia sólo podía ser patrimonio de unos pocos. Los nombres de los clones y de las personas que conviviesen con ellos pasarían a ser sencillas combinaciones de letras y números, al igual que ocurrió con los científicos que trabajaron en la construcción del arma que acabó con la Segunda Guerra Mundial. El secreto había formado parte de la vida cotidiana de esa población durante los dos años que duró el proyecto.

Sin embargo, el mundo que Gonzalo Gil debía crear tenía que ser algo verosímil y estable durante, por lo menos, veinte años. Al cabo de ese tiempo, era más que previsible que la segunda fase del proyecto estuviese concluida y el universo creado para los gemelos podía desaparecer, y ellos con él.

Como emplazamiento más adecuado eligió un lugar cercano a España: Argelia. La ciudad secreta se construiría como parte de unas instalaciones dedicadas a la explotación de hidrocarburos, propiedad de una empresa ligada a la fundación. En aquellos años en que el terrorismo hacía mella en el país norteafricano, las pocas inversiones extranjeras eran bienvenidas y los trámites burocráticos se agilizaban todo lo posible por el propio interés nacional. Así se montó en el año 1991 la pequeña Ville

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Blanche, en honor del padre de la fundación, a cincuenta kilómetros de Orán y veinte de la población más cercana. Sobre el papel, allí vivían las familias de los trabajadores del pequeño complejo. La empresa pagaba sus impuestos a las autoridades y nadie les molestaba con preguntas o inspecciones molestas.

Los niños se mantenían entretenidos aprendiendo a imitar al hermano que vivía en el mundo exterior, a quien un día el mejor preparado de los tres reemplazaría por un tiempo determinado. Para ello, se servían de las imágenes grabadas en su casa y de la información que les hacían llegar sus instructores, que a su vez recogían del micrófono oculto en la pulsera de cada paciente de la UR. Así, en el caso de intercambio de un individuo por otro, si el gemelo enviado al mundo real llegaba a recuperar algo de memoria, saldrían a la luz recuerdos aprendidos en Ville Blanche sobre su hermano original; y los que surgiesen relacionados con la vida que había llevado hasta entonces en ese lugar secreto serían achacados por los médicos a algún extraño síndrome.

Los clones se encontraban completamente aislados del mundo exterior, del que no recibían ninguna información, salvo la que sus instructores les filtraban. No tenían posibilidad alguna de comprobar si las cosas eran diferentes a como se las contaban. En esa pequeña ciudad-cárcel habían conseguido que las muchachas y los muchachos tuvieran como único afán la preparación para suplantar a su hermano en el momento preciso y vivían felices con esa ilusión, encerrados en el recinto de una explotación, e ignorados por el resto de la humanidad.

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Capítulo 25

Seis horas después de su regreso a la habitación desde la UR, en torno a las cuatro de la madrugada, la chica empezó a despertarse. Álvaro no se había separado de su cama ni un momento a lo largo de toda la noche. Sentado en un sillón frente a la enferma, no pudo evitar echar alguna cabezada. La puerta de la habitación permanecía abierta para que las enfermeras de guardia en la planta percibiesen cualquier novedad, en el caso de que el médico llegara a quedarse dormido. De hecho, una de ellas despertó a Álvaro cuando notó, en una de sus visitas a la habitación, que la enferma comenzaba a salir de su largo sueño. Álvaro se puso en pie de un brinco. Sus ojos se encontraron con los de la chica, que acababa de abrirlos. Ambos se miraron y sonrieron. El médico se acercó a la cabecera de la cama de la joven y comenzó a acariciarle el cabello. —¿Cómo te encuentras? —le preguntó. —Muy bien —respondió ella. Álvaro pidió a la enfermera que le dejase un momento a solas con la chica. Como médico suyo particular, quería explicarle lo que le había pasado la tarde anterior, porque dudaba que hubiese sido consciente en algún momento de su gravedad. Unos minutos después, permitió pasar de nuevo a la enfermera. —¿Sabes que, en vista de lo mal que te vimos, te habíamos ingresado en la UR? —le dijo ésta. —¿Tan mal me había puesto? —preguntó la chica. —Estabas más muerta que viva. Pero el doctor Costa consiguió sacarte adelante. —Sí, me lo acaba de contar. —¿Te duele la cabeza? —intervino de nuevo la enfermera. —No. Me encuentro muy bien, de verdad. Sólo tengo ganas de ir al baño. —Pues antes tendremos que quitarte estos goteros —le dijo, mientras le desembarazaba de los tubos.

—¿De veras te sientes con fuerzas para levantarte? —le preguntó Álvaro. —Que sí, hombre. Ya verás. Fue todo uno apoyar el pie derecho en el suelo y oírse un grito de dolor. —Pero, mujer —le dijo la enfermera—, ¿ya no te acordabas de que tienes el

tobillo hinchado? —Se ve que no —contestó la muchacha, con un gesto de sufrimiento contenido. —Espera un momento. Ahora mismo te traigo unas muletas. La enfermera salió a por ellas y, de paso, informó al resto de sus compañeras de

la recuperación de la chica. Volvió al cabo de un par de minutos. —Toma. Ahora ya podrás andar. —¿Dónde está el aseo, por favor? —Pues donde siempre —le contestó la enfermera—. Ésta es la habitación en la

que has estado ingresada otras veces. ¿Es que ya no te acuerdas? —Es la puerta que hay justo al entrar en la habitación —le dijo Álvaro. La joven consiguió ponerse de pie y sostenerse con ayuda de las muletas.

Anduvo despacio hasta el baño sin caerse. A las nueve de la mañana, Álvaro le contaba a la madre de Nuria todo lo

sucedido durante la tarde y la noche pasadas. La tranquilizó acerca del estado de su hija

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que, después de despertarse a media noche, había permanecido durmiendo hasta las ocho y media, hora en que había vuelto a abrir los ojos.

Pasaron a la habitación. La mujer trató de mostrarse serena aunque, después de lo que le había contado el médico, le resultaba difícil hacerlo. Todos sus temores se disiparon al ver la cara radiante de su hija.

—¡Hola, hija mía! —Se acercó a la cama y le dio un beso—. ¡Menudo susto le diste a Álvaro ayer!

—¡Hola, mamá! —le dijo ella—. Sí, ya me lo ha contado. Estaba recostada en la cama, desayunando con buen apetito. Le habían retirado

definitivamente los goteros. Álvaro las dejó un momento para que pudieran charlar con intimidad.

Después de unos minutos, entró de nuevo en la habitación e invitó a Montserrat a acompañarle fuera.

—Hemos tenido mucha suerte en acertar con el tratamiento. A veces, las cosas en medicina son así. Tienes que ir probando hasta dar con el remedio oportuno.

—Lo ha hecho muy bien, doctor Costa. Muchas gracias. —Tendrá que continuar ingresada unos días para asegurarme de su estado. —Lo que haga falta, doctor. Sabe que confiamos en usted. —Puede quedarse con ella todo el tiempo que desee —le dijo Álvaro—. Yo

ahora voy a casa a acostarme un rato. La noche ha sido movidita. Buenos días y que disfrute con su hija.

—¡Buenos días! Y tómese un descanso. Álvaro habló con la enfermera que le había acompañado en la atención de Nuria

y le dio instrucciones acerca de la medicación que debía administrarle durante las próximas horas. Antes de marcharse a casa, llamó a Fernando Miralles, pero tuvo que conformarse con dejarle un aviso en el contestador. Carmen Alarcón tampoco había llegado. Dejó una nota en recepción para ella, en la que le decía que se informase a través de la enfermera sobre cómo se habían desarrollado los acontecimientos durante la noche. Por último, llamó a Luis Cortés —éste sí estaba en su despacho— y le contó lo sucedido. Le pidió permiso para ir a su casa a descansar y que, por favor, pasase las consultas que tenía ese día a un compañero de planta. Cortés le animó a marcharse, después de felicitarle por el magnífico trabajo realizado.

Los pensamientos de Álvaro circulaban a la velocidad del rayo mientras

conducía hacia su casa. «Se ha realizado el cambio», pensó. La prueba de que Nuria había cumplido con su parte del trato se encontraba en la respuesta que siguió a las palabras con las que Álvaro había saludado a la chica al despertarse: «¿Cómo te encuentras?». La esencia del truco para confirmar el intercambio era muy simple: si no había tenido lugar y, por lo tanto, la chica que había regresado de la UR era la misma que había ingresado unos minutos antes, debería haber contestado: «Regular». En cambio, la joven que habían traído de vuelta desde la Unidad de Regeneración se sentía perfectamente y lo había confirmado con sus palabras: «Muy bien». El asunto era demasiado importante para pensar en un olvido. Además, con ese pequeño intercambio de palabras había comprobado que la muchacha no había sido sometida al electrochoque que habría borrado todo el contenido de su memoria. Había respondido con conocimiento de lo que decía, no como el pobre desgraciado que había sustituido a Alejandro Ferrer.

Acto seguido, Álvaro no había tenido más remedio que sacar de la habitación a

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la enfermera con la excusa de contar a su paciente con tranquilidad todo lo que le había ocurrido y someterla a un pequeño examen.

—Voy a tomarte la tensión y después te auscultaré, ¿de acuerdo? —Como quieras, pero me encuentro bien, de verdad. Sólo era una argucia para que quien tuviera el control sobre el micrófono de la

chica no se extrañara del silencio que habría a continuación. —No voy a hacer nada de lo que acabas de oír —le dijo, mientras mantenía

cerrado el orificio del micro de su brazalete. —Pero, ¿qué haces con mi pulsera? —Estoy tapando un micrófono que recogería todo lo que hablamos si no

estuviese poniendo mi dedo encima. —¿Dices que hay un micrófono en la pulsera? Nunca nos lo habían dicho. —¿De dónde vienes? —le preguntó Álvaro. —Del recinto. ¿De dónde va a ser si no? ¿No me esperabais? Álvaro se armó de valor para explicar a la joven el lío en que se había metido

por su culpa. Allí nadie sabía nada de ningún recinto ni persona alguna la estaba esperando.

—Pues en el internado me dijeron que me iban a llevar a Valencia porque Nuria estaba a punto de morirse y yo debía sustituirla —dijo sencillamente la muchacha.

Álvaro cayó entonces en la cuenta de que la chica que tenía delante estaba fuera de control por parte de Miralles y de los que habían planeado el reemplazo de Nuria. Debía haber sufrido el borrado de memoria pero no había sido así. Nuria había conseguido intercambiarse por ella, como habían planeado, y nadie se había dado cuenta de ello.

—¿Sabes quién soy yo? —le preguntó Álvaro. —Claro. Eres Álvaro Costa, el médico que cuida de Nuria. Te conozco por los

videos que vemos a menudo en el internado. Álvaro empezó a comprender un poco más el entramado del que Jaime no había

sabido explicarle más que una pequeña parte. —¿Me harás caso si te digo lo que debes hacer? —Por supuesto. Nuria siempre te obedecía. —Compórtate como si fueses la auténtica Nuria. Nadie debe enterarse de que

has venido a sustituirla. —¿Por qué? —preguntó la chica, desconcertada. Se había incorporado en la

cama—. No entiendo nada de lo que está pasando. ¿No puedes explicármelo? —Ahora no. Sería demasiado largo. Prométeme que harás lo que te he dicho. Es

más importante de lo que te crees. —Prometido —le dijo la chica—. Por cierto, ¿se ha muerto Nuria de verdad? Álvaro se estremeció al escuchar la pregunta de la joven que acababa de

conocer. —No; se encuentra bien —le contestó—. Todo ha sido un error. Por eso es

importante que la imites lo mejor que puedas. —Descuida: nos preparan para eso. —Y no olvides que alguien que no te quiere aquí estará muy atento a lo que

dices durante las veinticuatro horas del día. Ni una palabra del recinto, ni siquiera a tus padres. En otro momento hablaremos más despacio. Ahora no puede ser.

Álvaro liberó el orificio de la pulsera y dijo a la enferma: —Nada; está todo normal. Pero tendrás que quedarte unos días aquí todavía.

Necesito comprobar que estás del todo bien antes de volver a casa. —Si no hay más remedio... —le dijo la muchacha, guiñándole un ojo.

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Ahora sólo cabía esperar que la Nuria que había venido desde Argelia supiese interpretar bien su papel. Por lo menos, no tendría que fingir nada respecto a la torcedura del tobillo. A la chica que había vuelto de la UR le dolía el pie realmente, mientras que el vendaje que envolvía el tobillo de Nuria no era sino una manera de ocultar el localizador-móvil que estaba escondido en su interior; Nuria no se había lesionado el pie en ningún momento. Álvaro confiaba en que el invento que había encargado a Peter Björklund y sus amigos funcionara correctamente.

Respecto a la nueva chica, él era el único que sabía la verdad y tendría que ayudarla a desenvolverse con sumo cuidado en el nuevo mundo al que había llegado. La pobre no sabía ni dónde se encontraba el aseo de la habitación. Álvaro recordó entonces que nunca habían grabado imágenes que recogiesen la ubicación del cuarto de baño. Cualquier persona sabe que ese lugar se encuentra a la entrada de la habitación. Cualquier persona del mundo real. La chica que se encontraba en la habitación 503 no se sabía de qué extraño mundo provenía.

Hacia ese mismo lugar desconocido había enviado a la Nuria verdadera. Sólo le unía con ella un teléfono móvil integrado en el localizador extraplano que habían diseñado en el local de la calle Juan Llorens. Era de reducidas dimensiones y la batería podía durar bastantes horas, sobre todo, si se utilizaba poco el teléfono. En todo caso, la suerte de la muchacha dependía a partir de ese momento de ese aparato y de su propio ingenio para desenvolverse en las difíciles situaciones con las que se iba a encontrar.

Tiempo atrás, el joven doctor había trazado un plan que, por el momento, estaba

saliendo según lo previsto. Al principio, había temido que Nuria no quisiera involucrarse en el asunto. Sin embargo, la chica se fió de su amigo médico y se metió de lleno en la aventura. Tenía, además, motivos personales para hacerlo. El ir y venir de correos electrónicos entre los dos les había convertido en cómplices del engaño perpetrado. Una vez fijados los pasos a seguir, Nuria se destapó como una excelente actriz. La simulación de la torcedura, de los ataques epilépticos y las convulsiones habían persuadido a los que la rodeaban de la gravedad de su estado. Álvaro había solicitado cubrir la guardia durante la noche señalada para hacerse el encontradizo con ella y con sus padres y así poder encargarse él personalmente de todo. Él mismo le vendó la pierna y el tobillo, escondiendo en su interior el localizador.

Nuria comenzó su actuación y consiguió convencer a todos. Álvaro sabía que Carmen Alarcón se encontraba fuera de Valencia y que, por otro lado, no le habría sido posible hacerse cargo del estado de la chica ya que, tras varias conversaciones que había mantenido con ella sobre determinados pacientes, había comprobado que lo suyo era la investigación y no el diagnóstico ni la curación de un enfermo. Álvaro estaba convencido de que dejaría el asunto en sus manos y se haría lo que él dijese. Pilar se las había arreglado para tener ese día el turno de noche. De este modo, podía informarle de las llamadas entrantes para Miralles, gracias a su costumbre de no dar a nadie el número de su teléfono móvil.

—La traen —le había dicho a Álvaro cuando recogió una llamada dirigida a Fernando Miralles desde un número de Argelia.

Más tarde, le confirmó: —Vienen juntas. Alarcón llegaba desde al aeropuerto, detrás de la ambulancia que traía a la chica

destinada a sustituir a Nuria, cuya situación, al menos aparentemente, era muy grave y todo apuntaba hacia su fallecimiento. Estaba a punto de morir y ser desechada, y su

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repuesto acababa de aterrizar. El recambio, sin embargo, tuvo que volverse a casa. La chica había sanado

milagrosamente y no había sido necesario realizar el intercambio. Un afortunado recuerdo sobre determinado artículo publicado en una revista sueca de medicina había resuelto el difícil compromiso. Ante la posibilidad de que alguien le hubiese pedido que le tradujera el artículo, Álvaro había memorizado lo que tenía que decir. Con la ayuda de Peter, había aprendido a decir de un tirón algunas de las frases que aparecían y así poder convencer a cualquiera de su dominio del sueco, completamente inexistente, por otro lado.

En ningún momento se extrañó del mínimo interés mostrado por Alarcón y Miralles por el estado de la enferma al día siguiente de los graves sucesos. A las nueve y media de la mañana ni siquiera habían hecho acto de presencia en el Nou ni se habían dignado llamar para preguntar cómo había resultado el tratamiento ideado por los médicos suecos. Les traía sin cuidado que la chica sanara. Si lo hacía, mejor para ella; y si no, volverían a traer al repuesto que en esta ocasión había tenido que ser devuelto a su lugar de origen. Lo que desconocían por completo era quién era en realidad la joven que llevaban de camino a Argelia.

Peter le había explicado que el localizador mandaba su posición a una

determinada página de internet: latitud, longitud y probable población en la que podía hallarse el portador del aparato. Álvaro llegó a casa y encendió el ordenador. Tardó unos segundos, que se le hicieron eternos, en acceder a la página web, después de teclear un código de entrada.

Se llevó una sorpresa mayúscula cuando tuvo ante sus ojos los datos de la «Posición Actual»: ¡todos estaban en blanco! Con grandes letras y dígitos que ocupaban la pantalla entera, los días anteriores había comprobado el funcionamiento del emisor y la correcta transmisión que hacía de su situación: en cada comprobación realizada, había visto siempre la misma latitud, la misma longitud y las palabras «VALENCIA (ESPAÑA)», en el marco destinado a indicar la posición. ¿Cómo podía haber fallado el aparato? ¡Esos dichosos trastos electrónicos siempre se estropeaban cuando más falta te hacían! ¿Qué podía hacer ahora? No tenía ninguna referencia sobre su situación. Lo había perdido y, con él, la posibilidad de encontrar a Nuria. Todo se había ido al traste.

Tenía que pensar, reflexionar despacio a partir de la información que tenía, pero estaba muy cansado después de una noche en vela. Su cerebro funcionaba con lentitud y torpemente. Por lo menos, sabía que la nueva chica había sido recogida en el aeropuerto a una hora determinada y que probablemente venía de Argelia. Podía hacer averiguaciones acerca de algún avión o helicóptero que hubiese aterrizado a esas horas y enterarse de su procedencia. Suponía también que el viaje de vuelta habría seguido el mismo camino, pero no tenía certeza de ello. No era mucho para empezar.

Quizá la manera más directa de saber adónde habían llevado a Nuria sería preguntar a la muchacha que ahora ocupaba su puesto. Álvaro, sin embargo, tenía la sospecha de que probablemente no sabría qué contestarle. Con las pocas palabras que se habían intercambiado había podido darse cuenta de que la pobre había vivido engañada toda su vida. Era muy posible que el lugar donde había pasado sus días hasta ahora fuese un lugar apartado del resto del mundo: si no, ¿qué sentido tenían las preguntas que le había hecho y el desconcierto que había mostrado?

Estaba a punto de ponerse en contacto con Peter para decirle lo que estaba pasando, cuando se percató de lo que ocurría. «¡Mira que soy imbécil!». Con las ansias

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que tenía por saber el paradero de Nuria y la angustia que siguió al no hallarlo, no se le había pasado por la cabeza mirar un poco más abajo en la misma página web: sólo tenía a la vista la mitad superior, que era la que siempre había visto en las comprobaciones realizadas los días anteriores. Por debajo del lugar donde aparecía en blanco la información sobre la situación del localizador, descubrió una lista de registros. Cada uno de ellos constaba de los mismos elementos que la información que se daba sobre la posición actual, en letra más pequeña, uno debajo de otro, y la indicación de la fecha y la hora en que había sido enviada la señal. Los datos que aparecían al final estaban marcados en rojo con letra de mayor tamaño que el resto. Dio un suspiro de alivio. Por lo visto, el localizador informaba de su situación cada diez minutos, enviando una señal que quedaba recogida en esa página. Peter no le había explicado esto.

Álvaro comprobó de este modo que Nuria había permanecido en Valencia desde la diez de la noche del día anterior, hora en que la doctora Alarcón la había trasladado a la UR, hasta las dos de la madrugada. A continuación, las coordenadas de su situación cambiaban constantemente. La habían trasladado a Manises; sin duda, se dirigían al aeropuerto de la ciudad. Desde allí, tanto la longitud como la latitud cambiaban gradualmente según pasaban los minutos. Lo más probable era que la hubiesen embarcado en un avión o en helicóptero, porque la casilla en la que se debía leer la población estaba en blanco, y se mantenía así durante la hora y media siguiente. Durante todo ese tiempo, estaría sobrevolando el mar.

La primera población que aparecía después de varios registros vacíos era Orán, en Argelia. La hora indicaba las cuatro de la madrugada, aproximadamente la misma en que su suplente se había despertado por primera vez. Durante una hora, las coordenadas apenas variaban y como ciudad de paradero seguía apareciendo Orán. A las cinco y diez, según la señal enviada por el localizador, quienes llevaban a Nuria comenzaron a moverse en dirección sur. A las cinco y veinte, el aparato mandaba su última indicación, sin especificar ninguna población concreta.

No podía echar la culpa a nadie más que a él mismo: en ningún momento le había dicho a Peter que se trataba de seguir el rastro del aparato incluso fuera del territorio nacional. Su capacidad de transmisión debía de llegar hasta algunos kilómetros más allá de las fronteras españolas. El plan tan cuidadosamente pensado empezaba a mostrar sus fallos. No podía quejarse del aparato. Había funcionado bien y había seguido enviando información desde África, aunque fuera por poco tiempo.

La diferencia de coordenadas entre las últimas tres señales recibidas era mucho menor que la que se apreciaba entre señales consecutivas enviadas cuando supuestamente se hallaban cruzando el Mediterráneo rumbo a Argelia. El traslado en este caso habría sido, con toda probabilidad, en coche o en otro vehículo terrestre, por lo que el destino final no debía de encontrarse muy lejos de la ciudad argelina. Como no podía hacer nada más por ahora, y se hallaba al borde del agotamiento por la tensión acumulada durante las últimas horas, decidió que lo mejor que podía hacer era dormir un rato.

Se despertó a las cinco de la tarde. Se encontraba más relajado. Bajó al bar más próximo a su casa y pidió un bocadillo de tortilla y una cerveza. Después de la sencilla comida, se dirigió de nuevo al Nou para comprobar el estado de su «enferma». Consiguió hablar a solas con ella de nuevo y le preguntó si sabía dónde se encontraba el lugar de donde provenía. Como había supuesto, la chica le dijo que nunca, en sus quince

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años de vida, había salido del internado donde había permanecido hasta ese momento y que no tenía idea de en qué lugar del mundo se hallaba.

No convenía que la chica permaneciese mucho tiempo allí. Miralles, Alarcón y el propio Cortés se habían convertido, desde esa mañana, en personas peligrosas si, por cualquier circunstancia, se descubría la trampa. Álvaro se entrevistó con los dos primeros, quienes no dudaron en seguir confiando la joven a sus cuidados. Tenía las manos libres para hacer las pruebas que considerase oportunas, determinar el mejor tratamiento a seguir con la enferma y decidir cuándo había que enviarla de vuelta a casa. Recordó que Alex Ferrer había sido sustituido por un gemelo que no padecía diabetes. La chica de la que ahora debía cuidar probablemente no sufriese el trastorno que tenía Nuria. «Gracias a Dios que las manifestaciones de su enfermedad no son diarias y están en su primera fase», pensó. Disponía de unos días para empezar a mostrar extrañeza por la desaparición de todos los síntomas. Los mismos que tenían sus jefes para caer en la cuenta de que algo empezaba a no cuadrar: Nuria no podía haberse curado de su mal así como así. Esperaba tener para entonces alguna teoría que justificase la curación total de la muchacha.

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Capítulo 26 Nuria se despertó en lo que le pareció un dormitorio múltiple. Estaba acostada

en la cama inferior de una litera de tres pisos. Como el techo de la habitación era alto, no sintió ninguna sensación de agobio, ya que entre cama y cama había un amplio espacio. Sentada a sus pies, vio a una chica concentrada en la lectura de un cuaderno de notas. Se revolvió un poco en la cama, tratando de llamar la atención de la desconocida y ésta se volvió para mirarla.

Esta vez no se sorprendió. Era su segundo clon que veía en poco tiempo. Parecía que las cosas iban sucediendo como Álvaro había predicho.

Después de que la doctora Alarcón y su enfermera la abandonaran en el interior

de la Unidad de Regeneración, esperó inmóvil unos instantes. No se oía ninguna voz ni ningún ruido. Álvaro le había informado de que a esas horas no habría nadie trabajando en esa planta de la unidad y que dispondría de unos pocos minutos para realizar el cambio. Dejó de simular su estado inconsciente y se atrevió a abrir los ojos. No sabía lo que podía encontrarse junto a ella.

Álvaro le había advertido de que simplemente podía suceder que estuviera ella sola en la sala donde la habían dejado momentáneamente. En ese caso, no tendría que hacer nada más que esperar a que volviesen a por ella y representar al día siguiente el papel de la enferma que se había recuperado durante la noche del estado de extrema gravedad por el que había pasado.

Se incorporó en la camilla y comprobó, en cambio, que tenía compañía. Tal y como Álvaro había previsto, en una camilla igual a la suya se encontraba dormida una chica morena, con su mismo corte de pelo, con los mismos granitos en la cara —bueno, ella tenía menos— y vestida con un pijama como el que ella llevaba. ¡Una copia perfecta de sí misma! Se quedó mirándola, atónita. Observó que también tenía el pie derecho vendado. Era como si se estuviese viendo a sí misma en un sueño.

Sólo tenía unos segundos para tomar la decisión de enfrentarse a la aventura que se le ofrecía o dejarla pasar. Hasta ese momento, todo le había parecido un juego de Álvaro, incluso una invención, y ella le había ido siguiendo la corriente. Ahora estaba comprobando con sus propios ojos la verdad de lo que su amigo le había ido contando en los e-mails que le había enviado. Realmente existían clones de los enfermos y era evidente que, estando a punto de darla por muerta, tenían preparada a quien iba a suplantarla. Era como un cuento fantástico que, de pronto, se hacía realidad.

Álvaro le había dicho que iba a pedir que la devolviesen a la habitación para intentar salvarla porque se habría acordado repentinamente de una posible solución a su estado. Sabía que disponía de poco tiempo para hacer lo que tenía que hacer y se decidió.

Se acercó a la chica, que continuaba dormida, y tecleó en la pulsera Jove que llevaba el código que debería liberarla de su dueña. El brazalete no se abrió. «Recuerda que si no funciona con el 01, lo hará con el 2, el 3 o el 4.» Volvió a teclear su fecha de nacimiento, como lo hacía ella cada día para quitarse el brazalete y recargar la batería y, en lugar de los dígitos 01, escribió 02. El brazalete seguía sin soltarse. El tiempo corría muy aprisa y se estaba poniendo nerviosa. Fiándose de lo que le había dicho Álvaro, tecleó esta vez el número 3. La pulsera se abrió y dio un suspiro de alivio. A

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continuación, repitió la misma operación con su brazalete e hizo el intercambio. Sólo habían pasado un par de minutos pero, con los dos intentos fallidos, le habían parecido una eternidad.

A continuación, echó su camilla a un lado, colocó la de la otra chica donde habían dejado la suya, y puso ésta en el lugar de la de su clon. Un minuto más tarde, todo era igual que antes, pero al revés.

Se tomó el somnífero que llevaba guardado en el bolsillo del pijama y se tumbó a esperar, haciéndose la dormida. Justo a tiempo. A los pocos segundos, escuchó las voces de la doctora Alarcón y de su enfermera, que se aproximaban a la sala donde se encontraba. Cogieron la camilla de su compañera y desaparecieron.

«En buen lío me he metido. A ver cómo salimos de ésta.» Fueron sus últimos pensamientos antes de empezar a adormilarse, mientras

sentía cómo la iban llevando por el hospital, atravesando numerosos pasillos que acababan en un agujero sin fondo por el que la arrojaban. Desde arriba una chica igual que ella se reía a carcajadas. Al final del pozo veía a Álvaro, dispuesto a agarrarla. Ella gritaba y seguía cayendo, hasta que se durmió del todo.

Ahora sí que tenía pruebas irrefutables de lo que estaba sucediendo. Una vez de vuelta en casa, Álvaro llamó a Paco desde el antiguo teléfono móvil de Jaime. Como su amigo no se lo había reclamado, había decidido quedárselo y aprender a manejarlo con desenvoltura. Le narró al policía punto por punto lo ocurrido, con todos los detalles que recordaba. —¡Pero a quién se le ocurre meter a una niña de quince años en semejante aventura! —le abroncó Paco. —No tenía a nadie más con quien contar —se defendió Álvaro—. Además, lo ha hecho voluntariamente, con plena consciencia de lo que se jugaba. —De todas formas, Álvaro, pienso que ha sido una imprudencia. ¿Qué les dirás a sus padres si le ocurre algo? —Sus padres lo son tanto de Nuria como de la chica que está ahora en la habitación 503 del Nou Hospital. De momento, están contentos y felices con la hija que tienen. Ya trataremos de que Nuria regrese a casa lo más pronto posible. El policía pensó que su joven amigo tenía razón, en cierto modo. —Ahora no me dirás que me invento las cosas —le dijo Álvaro—. Aquí se está cociendo algo muy gordo y tenemos que movernos. —Déjame un tiempo —le dijo Paco—. Tendría que hablar con mis superiores de aquí y supongo que ellos moverán hilos más arriba. Pero no te puedo asegurar que las cosas vayan aprisa. Pedirán pruebas, documentos y un montón de cosas más. No querrán arriesgarse a dar un paso en falso y quedar en ridículo o dejar que el pájaro se escape por trabajar apresuradamente. Tenme informado de lo que vaya sucediendo y de lo que se te ocurra para resolver este lío cuanto antes. —De acuerdo, Paco, pero sé prudente. Lleva cuidado de con quién hablas. No sabemos quién más puede estar implicado en todo esto. Tienes mi número de móvil. —Tú también anda con cuidado. —Lo que más me preocupa ahora es qué estará pasando con Nuria. He dejado que se metiese en la boca del lobo y no sabemos ni siquiera dónde se encuentra.

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La chica que estaba sentada a los pies de su cama dejó la libreta que estaba

leyendo y le dijo: —Bueno, C3, casi consigues salir de aquí, ¿eh? Nuria notó que la voz era como la suya, aunque muy pocas veces se había

escuchado a sí misma. Recordaba haberse grabado alguna vez imitando a Celine Dion cantando la canción de Titanic y, por supuesto, no se había atrevido a reconocer como suya esa voz de pito, aunque no había tenido más remedio que admitir que lo era. Y ahora no podía ni quería engañarse: tenía delante de sí otro clon de ella misma. O, más bien, una hermana gemela, según lo que Álvaro le había hecho saber en los mensajes que le había ido enviando las últimas semanas. Había accedido a participar en la aventura que le había propuesto su amigo y médico y estaba comprobando, paso por paso, la realidad de lo que el joven doctor había supuesto. ¡Y bien real que era! Como la chica que tenía a su lado. Su saludo le pareció afectuoso.

—Pues sí, casi lo consigo; pero ya ves: aquí estoy de vuelta —comentó Nuria, no muy segura de qué decir. ¿Qué era eso de C3?—. Lo que me gustaría saber es por qué estoy aquí de nuevo.

—Se conoce que Nuria se recuperó cuando estaba a punto de irse al otro mundo y resulta que has hecho un viaje en balde —le dijo la chica, al tiempo que se ponía de pie—. Lo siento porque se veía que tenías muchas ganas de llegar a sustituirla.

Nuria se fijó en ese momento en los signos que había impresos, tanto por delante como por detrás, en el mono que vestía su compañera: C2. El color, amarillo sobre el fondo azul del mono, destacaba bien de modo que pudiera apreciarse de lejos.

Se incorporó un poco en su cama y comprobó que ella también estaba «marcada»: en la camiseta del pijama que le habían puesto aparecían impresos los caracteres C3. Desde ese instante, asumió que allí, fuera el sitio que fuese el lugar donde se encontraba, ella era C3; Nuria había dejado de existir. La situación empezaba a inquietarla. A su izquierda, al otro lado de la habitación, vio tres armarios empotrados, cada uno con el nombre de su dueña: C1, C2 y C3. Se preguntó dónde estaría C1. Entre los armarios y la litera había una mesa alargada con tres sillas. En la pared que se encontraba frente a la puerta de la habitación había una ventana con las cortinas echadas. Un gran espejo que quedaba oculto detrás de la puerta de la habitación cuando ésta se abría completaba el contenido del cuarto.

—Perdona, pero estoy todavía un poco atontada. Le pareció un comentario adecuado para tirar de la lengua a C2 e irse enterando

de cómo era el nuevo mundo en el que se hallaba. —No, si ya se te ve —le dijo C2—. A ti no te despierta ni un cañonazo. Ni te

enteraste cuando te cambiamos de pijama. Has debido de estar durmiendo casi veinticuatro horas.

—¿Ah, sí? ¿Tanto tiempo? —se sorprendió Nuria. —Sí. Te sacaron de aquí a toda prisa ayer, sobre las cuatro de la tarde. —C2

miró el reloj que había sobre la puerta del dormitorio—. Ahora son las dos y te has despertado hace cinco minutos. Se ve que te debieron de dar alguna pastilla para que pasaras todo el tiempo durmiendo. Por cierto, hablando de la hora, tendremos que movernos si no queremos quedarnos sin comer.

—Pues ahora que lo dices, estoy muerta de hambre. Era lo único de lo que tenía certeza en aquel momento. Se levantó e hizo ademán

de acercarse al armario marcado con C3. —¿Ya no te duele el tobillo? En ese instante, Nuria se acordó del localizador, escondido en el vendaje del pie,

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y de que debía simular la cojera, al menos durante un tiempo. Tuvo reflejos para reaccionar e hizo una mueca de dolor al apoyar el pie en el suelo.

—Todavía me molesta. Creo que me durará unos días. —Mira que es bestia I6: hacerte adrede una torcedura en el tobillo para

asemejarte lo más posible a Nuria. No debería haberte hecho eso. Luego fue y se disculpó, ¿te acuerdas? ¡Qué caradura! En fin —suspiró C2—, todo sea por nuestra preparación para imitar lo mejor que podamos a C0.

Nuria anotó mentalmente lo que acababa de oír. Aquellas chicas habían sido creadas para servir de relevo al modelo que vivía en el mundo real; en este caso, a ella misma, que era el original al que las chicas C debían parecerse lo más posible: C0. Incluso llegaban a lesionar intencionadamente a los clones para lograr la mayor identificación con la persona a imitar. ¡¿Pero qué lugar era aquél?! Seres humanos tratados como meros objetos, sin libertad. Tiempo tendría para pensar en todo eso y para continuar sonsacándole cosas a C2.

—Tendrás que ayudarme para ir al comedor —le pidió Nuria a su nueva amiga. De ese modo, resolvía el problema de no saber hacia dónde debía dirigirse.

—Pero no vas a ir en pijama. Tendrás que vestirte, ¿no? —le sugirió C2. —¿Puedes acercarme mi mono y las zapatillas? Como C2, Nuria supuso que ella dispondría de la misma vestimenta y calzado

que su compañera. A pesar de lo extraño de la situación, su inquietud inicial fue desapareciendo y

comenzó a sentirse mejor. Parecía como si C2 fuese una buena amiga suya, además —¡qué duda cabía!— de su hermana gemela. Lo que le había anunciado Álvaro en su último mensaje se estaba cumpliendo al pie de la letra: «Es posible que te envíe a un mundo raro, desconocido para ti y para el resto de la humanidad. No sé si encontrarás gente que te trate bien o no. Espero que sea lo primero. Eres muy valiente. Vale la pena correr el riesgo para conseguir que los que acabaron con la vida de Jaime y provocaron la muerte de tu abuelo sean castigados. Mucha suerte». Estaba segura de que la iba a necesitar.

Una vez vestida con lo que parecía ser el uniforme de aquel lugar, acompañada

de C2 y apoyándose en un par de muletas, salieron a un pasillo de unos quince metros de largo, en el que se veían tres puertas a cada lado. Cuatro de ellas estaban marcadas con diversas letras: la C —la de su habitación— y la E, en dos de la izquierda; la F y la H, en dos de la derecha. Nuria supuso que la otra puerta de cada lado eran los aseos. Quiso comprobarlo.

—Espera un momento, que tengo que ir al baño. —Vale, pero date prisa. C2 le abrió una de las dos puertas que no tenían ninguna marca y esperó fuera.

Al poco, continuaron su camino hacia el comedor. Atravesaron la puerta que cerraba el pasillo y aparecieron en otro de iguales

características al que habían dejado atrás. En él también había puertas marcadas: esta vez las letras eran la A, la B, la D y la G. Cuando pasaron junto a la puerta B, casi las atropelló un chico que salía a toda prisa de la habitación. No llegó a tocarlas ni tampoco les dijo nada. Nuria leyó en su mono, de color amarillo, los caracteres B1, impresos en color azul. Esquivó a las muchachas y desapareció por la puerta que cerraba el segundo pasillo.

—Este chico no cambia —comentó C2—. Siempre llega tarde a todas las

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sesiones generales. Menos mal que no nos ha tocado. —¿Por qué? Ni que tuviera la lepra —dijo Nuria. —¿Cómo que por qué? Pareces nueva —le dijo C2—. Lo que pasa es que tú

sigues pensando que no es verdad que controlen si estamos cerca una chica y un chico de los mayores.

—Bueno, quizá sí sea cierto. —Pues para que lo sepas, ayer mismo una del grupo E estaba conversando

tranquilamente con un chico del grupo A junto a su dormitorio y se les había olvidado pulsar la tecla almohadilla para la confirmación del permiso. ¡Menudo jaleo que se armó! Enseguida se oyó al instructor número 1 por los altavoces, echándoles la bronca por no haber solicitado la autorización antes de comenzar a charlar. Por lo visto, se estaban contando chistes al oído, se aproximaron demasiado uno al otro y debió de sonar una señal de alarma en algún sitio. Se ve que tienen un miedo tremendo a que haya alguna relación sexual y nos quedemos embarazadas. Figúrate que te hubiesen enviado a sustituir a Nuria con un niño en tu vientre. ¿Qué les habrías dicho a tus padres?

—¿Qué pasó después? —preguntó Nuria. —Nada. Se fue cada uno a su cuarto y se acabó todo. No sé cómo lo hacen para

detectar estas cosas, pero es así. Ni siquiera estaban cerca de una de las cámaras que hay en el internado.

No había caído en la cuenta de que, efectivamente, dos cámaras direccionables abarcaban con su objetivo todo el pasillo. Más tarde comprobó que no las había en las habitaciones. Por lo menos ahí podían tener un poco de intimidad. Hasta ese punto llegaba el control que «ellos» mantenían sobre lo que para Nuria era su nueva comunidad. Era lo más parecido a una cárcel.

Con la intención de averiguar algo más, se aventuró a hacer un comentario a su compañera:

—Siempre me he preguntado para qué sirven todos los demás botones de la pulsera.

—Yo también. La respuesta le confirmó lo que suponía. —Como aún son las dos y veinte —comentó C2—, podemos pasar por la sala

central para enterarnos de lo que han dicho en la sesión general del día. Quizás haya salido algo interesante.

—Como quieras. Nuria-C3 se dejó llevar por su compañera, haciendo esfuerzos para no olvidarse

de seguir cojeando y mantener así la apariencia de su lesión. Decidió que aquello debía durar el tiempo justo hasta encontrar un sitio para esconder el localizador donde nadie pudiese encontrarlo y deshacerse después del vendaje. «Ellos», sin duda, se llevarían una gran sorpresa si hallasen un aparato como ése en aquel lugar.

La sala central estaba situada en la tercera planta del edificio, una más arriba que

la de los dormitorios. C2 llamó al ascensor para evitar que su compañera tuviera que subir a pie. La habitación en la que entraron no era mucho más grande que cualquier aula de su colegio y tenía casi la misma disposición. Al fondo, pegada a la pared, había una pizarra blanca, para escribir con rotulador y, a su lado, ocupando la otra mitad de la pared, una pantalla. Miró al otro extremo de la sala y comprobó que había un proyector de video sobre un soporte que salía de un agujero en el falso techo. Los cables de

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conexión se perdían por el mismo agujero. Dispuestos en cuatro filas de sillas y pupitres, había un total de veinticuatro

sitios para los «alumnos». Nuria descubrió tres lugares vacíos; uno era el suyo, con la ya familiar C3 pintada en el respaldo de la silla; otro era el de su compañera C2. Por primera vez veía a C1, sentada dos puestos a la izquierda del pupitre que debía ocupar ella. El tercer sitio vacío correspondía a B2. En el lugar marcado con B1 reconoció al chico con el que unos minutos antes se habían cruzado. ¿O era el que estaba en la silla B3? Los dos eran idénticos. Estaba empezando a hacerse un lío.

—Vaya, ya se ha despertado nuestra amiga viajera —dijo el que parecía ser quien dirigía la sesión al ver entrar en la sala a las dos chicas—. Pasad y sentaos un instante, que acabamos enseguida.

Se acomodaron en sus respectivos lugares y asistieron al final de la sesión, que resultó ser un elogio de la recién llegada.

—Para terminar, sólo quiero destacar la disposición de vuestra compañera C3. Aún sabiendo que todavía le faltaban cinco años para coger el relevo de Nuria Díaz, se afanó en ser la primera dentro de su grupo y le cayó en suerte la oportunidad de ir al mundo exterior. Sin embargo, cuando todo estaba preparado para sustituir a C0, ésta se recuperó milagrosamente y no llegó a fallecer. Como resultado, tenemos de vuelta en casa a C3. Y sé que cualquiera de vosotros, todos los mayores de diez años que estáis aquí, tiene ese mismo deseo.

—Como hizo B2, ¿verdad? —dijo B1—. Ya me gustaría saber algo de él. Aquí desaparece uno y, si te he visto, no me acuerdo.

—No debes preocuparte por vuestro compañero, B1 —le contestó el profesor—. Lo que importa es que también ha cumplido lo que tenía que hacer y ya no está entre nosotros.

—¿Y qué fue de B0? —volvió a intervenir B1—. Espero que, por lo menos, tuviese un buen funeral.

—Sí, seguro que sí. Nuria procuró no exteriorizar el desasosiego que le estaba produciendo escuchar

lo que decía el instructor. No entendía absolutamente nada. Los demás, salvo ese chico marcado con B1, le oían como autómatas. Se preguntó si acaso les daban alguna droga para doblegar su voluntad.

—Por hoy, nada más —concluyó el instructor. Como cada uno de los chicos y chicas, también él estaba marcado con unos signos. En este caso, sobre el mono verde lucían con caracteres blancos los signos I4—. Sólo os recuerdo que esta tarde tenéis el examen teórico para las letras A, B y C a las seis, y una hora más tarde lo tendrán las letras D, E y F. Será en la sala 4. Podéis recoger vuestros apuntes y salir hacia el comedor.

«¿Examen teórico?». Nuria se alarmó con el anuncio de la prueba para esa misma tarde. Ya podía aprovechar la comida para enterarse bien de qué iba la cosa si no quería empezar con mal pie. Aunque no tenía ni idea de lo que iban a preguntar, estaba segura de que sería incapaz de contestar a la mayoría de las cuestiones. «Sobre todo, cuando llegues, procura pasar lo más desapercibida posible», era una de las recomendaciones que Álvaro le había remarcado en sus correos. Pues buen modo iba a tener de empezar a llamar la atención nada más llegar: un cero redondo en el primer examen.

El comedor se encontraba en la cuarta planta. Como ocurría en la sala central, la disposición de los lugares no permitía alternar demasiado con los compañeros, al menos, durante las comidas y las sesiones generales. Cada silla tenía escrito su nombre en la parte trasera, con lo que no había posibilidad de elegir dónde sentarse. Nuria fue a

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ocupar la suya; a su derecha se sentó B1. Entonces fue cuando le reconoció. Era igual que Alex, el chico que había sido atracado a la salida de la discoteca y que había salvado su vida milagrosamente. Lo conocía por la página web del Nou, que había publicado la noticia de su feliz recuperación en un tiempo récord, después del destrozo que unos salvajes le habían provocado con una navaja.

Ahora ya sabía por qué estaba vacío el lugar de B2 en la sala central. El supuesto milagro consistía en una simple sustitución, como la que habían estado a punto de llevar a cabo con ella. A eso se había referido B1 en la sesión, aunque Nuria dudaba de que llegara a imaginarse cómo se encontraba ahora el sustituto de Alex. Su indignación crecía por momentos. ¿Cómo era posible que existiera un sitio como éste? ¿Qué buscaban esas personas con todo el montaje que traían entre manos? ¿La fama, el dinero? Álvaro no había sabido explicarle nada de eso. Quizá porque también él estaba perplejo ante lo que había previsto sólo como una posibilidad y que ahora se estaba manifestando en toda su crudeza.

A su izquierda tenía a C2, que no dejaba de jugar con los cubiertos, aguardando a que diesen el permiso para comenzar a servirse.

Acababan de empezar a comer, cuando llegó el grupo de los pequeños organizando un gran alboroto. Debían de ser los menores de diez años, por lo que había podido entender al instructor en la sesión previa al almuerzo. Contó hasta quince niños. Los más pequeños, de unos cuatro años, eran los que más corrían, derechos a sus sillas marcadas con la letra O. Uno de ellos tropezó en su carrera y se fue de bruces al suelo. Nuria hizo ademán de levantarse para ayudarle a alzarse pero no hizo falta porque el niño se puso en pie enseguida, para continuar en dirección a su lugar en la mesa. El pequeño trastazo provocó que se fijase más en él que en los demás. Se le hizo un nudo en el estómago cuando se dio cuenta de que tenía los párpados del ojo derecho cerrados sobre el vacío: le había sido extraído el globo ocular.

—¿Desde cuándo tiene ese niño el ojo así? —le preguntó a C2. —Hará un par de semanas —le contestó—. Por lo visto, se lo tuvieron que quitar

porque se dio un porrazo tremendo un día que se cayó de la cama y se le clavó algo. Aunque él dice que no se enteró de nada. Se despertó un día sin ojo.

La sangre le ardía en las venas. Estaba a punto de explotar. ¿Quién era capaz de permitir una cosa así? Nuria supuso que en el Nou Hospital alguien se estaría apuntando otro éxito milagroso en medicina regenerativa, tras haber hecho recuperar la vista a un niño de cuatro años que estaría a punto de perderla por vaya usted a saber qué tipo de enfermedad degenerativa o lesión.

Estaba convencida de que se trataba de la doctora Alarcón, tan buena, tan atenta, tan delicada con sus pacientes... y tan cruel como para dejar tuerto a un pequeño que no había hecho ningún daño a nadie. Sintió de repente una furia tremenda y un odio indescriptible hacia quienes habían maquinado todo ese plan tan absurdo y monstruoso. Logró controlarse, sin embargo, y se concentró el resto de la comida en pensar cómo seguir averiguando cosas sobre el lugar al que había ido a parar.

A unos cientos de kilómetros de allí, Carmen Alarcón atendía en su despacho a

una joven madre, que había acudido a la revisión programada tras la intervención a su hijo de cuatro años, Emilio.

—¿Qué tal va ese ojo, hombrecito? —Ya puedo ver bien la tele. Mamá dice que se lo debo a usted. Muchas gracias. El pequeño se le acercó y le dio un beso.

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—¡Huy! ¡Qué cariñoso estás! —Me lo ha dicho mamá: «Cuando vayamos a ver a la doctora, le das las gracias

y un beso». —¡Qué menos podemos hacer! —manifestó con verdadero agradecimiento

Amparo, la madre del niño—. Hace dos meses apenas veía con ese ojo y ahora... Parece un milagro. De nuevo, muchas gracias, doctora.

—No tiene por qué dármelas —le dijo Alarcón, sonriéndole—. Es el fruto del trabajo de todo un equipo. La enfermedad que tenía su hijo es realmente rara. La retinitis pigmentosa se da en una de cada 4 000 personas. Como teníamos la certeza de poder curar a Emilio con la nueva técnica sólo ha hecho falta esperar a que sus líneas celulares estuvieran desarrolladas. Tras implantárselas, las mismas células se han encargado de todo —explicó la doctora—. Gracias a usted por confiar en nosotros. ¿No te llevas un caramelo, Emilio?

El niño alargó su mano y cogió un dulce de la pequeña cesta que le ofrecía la doctora.

—Gracias. —¿Cómo lo llevas? —preguntó Nuria a su compañera, mientras terminaba de

pelarse una manzana. —¿Cómo llevo qué? —respondió C2, que ya había terminado de comer hacía

tiempo. —¿Qué va a ser? El examen de esta tarde. —¡Ah, bueno! Es que no sabía a qué te referías. Pues supongo que bien y

también supongo que, como siempre, sacarás mejor nota que yo. Probablemente continúes siendo la primera de las letras C durante una semana más, a menos que nuestra compañera C1 lo haga mejor que tú. Me parece que sólo le faltan dos o tres puntos para volver a adelantarte.

La mencionada se encontraba sentada junto a C2, pero hizo caso omiso a la conversación que se traían sus dos vecinas.

—Pero, bueno, dime qué te has estudiado especialmente —volvió a preguntar Nuria, tratando de obtener la máxima información posible de su amiga.

—Pues todo: he repasado los nombres de los familiares conocidos de Nuria, cómo se llaman los amigos que hizo el otro día en la fiesta en la que estuvo antes de torcerse el tobillo, cuál es el último CD que se ha comprado... Vamos, todo lo que se me ha ocurrido. Y estoy segura de que sale alguna pregunta sobre ese médico que la está cuidando tan bien. Para mí que se está enamorando de él.

—¿Sí? ¿De veras lo piensas? —No estoy segura, pero yo creo que sí. Así que era cierto lo del micrófono en la pulsera. Álvaro se lo había anunciado

pero ella no se lo había creído. Sin embargo, ¿cómo, si no era porque el micro estaba ahí, podrían haberse enterado de la fiesta de la semana pasada en casa de Javi si ni siquiera se lo había contado a sus padres? Y de los nombres de los chicos que había conocido, es que ya ni se acordaba. Le había hecho gracia el comentario de C2 sobre Álvaro. Cuando saliera de aquel encierro, se lo contaría a su amigo para reírse un poco. Porque era sólo eso: un buen amigo. Sin embargo, al escuchar a su amiga, notó en el fondo de su corazón que comenzaba a sentir algo más por él que una simple amistad.

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Después de comer, los mayores se dirigieron a una sala de estar, situada en el

quinto piso, el más alto del edificio. Se oía música clásica por los altavoces y en un rincón había un televisor donde acababa de empezar un reportaje sobre animales. Algunos se pusieron a estudiar para el examen de la tarde en una mesa alargada que se encontraba en un ángulo de la sala, algo apartada del resto, mientras que otros permanecían sentados en los sillones que, en forma de tresillos, ocupaban el resto de la habitación. De vez en cuando, les llegaba el sonido amortiguado de las voces y gritos de los más pequeños que tenían su sala de recreo en la habitación contigua. C2 y Nuria, siempre acompañada de sus muletas, se sentaron en un par de butacas desde donde se veía el televisor, pero sin que les resultase molesto para charlar.

Se les acercó un chico de unos trece o catorce años, con el mono marcado con el distintivo D2, que se dirigió a Nuria:

—Me alegro de volver a verte, C3 —le dijo—. ¿Te acuerdas de que el último día que nos vimos quedamos en echar una partida de ajedrez? Claro, que yo no podía figurarme que te iban a mandar afuera. Como ahora estás de vuelta, si te parece, podemos jugar mañana después de comer, ¿vale?

Nuria sólo supo contestarle que de acuerdo; quedaron para el día siguiente y el muchacho las dejó y se acomodó en una silla frente al televisor. Menos mal que su abuelo le había enseñado a jugar cuando ella tenía diez años. La verdad es que nadie en la familia le había ganado desde que cumplió los doce y presumía mucho de eso. «En esto, al menos, sí puedo pasar como la auténtica C3.» ¿O sería, más bien, que C3 había aprendido a jugar al ajedrez porque ella misma, el modelo a imitar, sabía hacerlo? Como se estaba haciendo un lío otra vez, prefirió dejar de pensar en ello.

Desde su sillón, se distinguían los diversos grupos que se habían formado: unos chicos charlaban entre sí, otros jugaban a las cartas, mientras que unos pocos dormitaban. Y allí estaba ella, perdida en un entorno que poco a poco se le iba dando a conocer.

—¿Por qué no ha dicho nada C1 en toda la comida? Sólo ha abierto la boca para comer.

—Desde luego, no sé qué te pasa hoy: como si acabases de llegar nueva al recinto —le dijo C2—. Simplemente continúa con su promesa de no dirigirte la palabra hasta ver cómo te supera en el ranking de nuestra letra. Es una envidiosa de muerte.

—¿Todavía sigue con eso? —preguntó Nuria como si lo supiera de toda la vida. —Y lo que le durará. —¿Y qué le pasa a B1? —preguntó de nuevo Nuria—. Tampoco ha soltado

prenda en todo el tiempo que hemos estado en el comedor. —Es que aún le dura el cabreo por la bronca del otro día —le contestó su

compañera—. Quizá no llegaste a enterarte. —Pues no. Cuéntame qué pasó. —Es por lo de su actitud apática respecto a todo: los estudios, el modo de

comportarse, cumplir con lo que está mandado... Ya viste cómo llegaba tarde a la reunión general. Es lo que hace siempre.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó de pronto un chico alto, moreno y más bien fuerte que se había aproximado hasta ellas. Traía consigo una silla, en la que se sentó con el respaldo hacia delante.

—Pues de ti, precisamente, B1 —le dijo C2 con toda sencillez. —¿Y habláis bien o mal? Nuria se había sobresaltado un poco ante la inesperada aparición del muchacho.

Sin embargo, reparó enseguida en que representaba una nueva fuente de información

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para averiguar más cosas. —Me contaba C2 que todavía estás enfadado por la bronca que te echaron el

otro día —le contestó Nuria-C3. —Sí, fue el capullo ése del Instructor Mayor —contestó el chico. Se veía que,

después de comer, le habían entrado más ganas de hablar—. Sólo por llegar tarde a casi todas las clases y hacer lo que me viene en gana. No es grave el asunto, ¿verdad? —les preguntó a las chicas, con una sonrisa maliciosa.

—A mí me parece que sí lo es —contestó C2. —Tú, porque eres una chica muy aplicada, pero tienes tapado el agujero de

salida por tu amiguita —dijo B1 dirigiendo su mirada a Nuria—. No sé cómo os podéis llevar tan bien. Sí, ya sé lo que me vais a decir: tenemos que estar siempre preparados para sustituir a nuestro hermano original. Lo he oído miles de veces. Pues, ¿sabéis lo que os digo? —continuó, bajando la voz—: que de aquí, seguro que yo no voy a salir hasta dentro de cuarenta años. Ya se fue B2 a sustituir a B0. B3 no para de estudiar para mantenerse el primero del grupo, por si fuera el caso de que también a B2 hubiera que sustituirle, aunque me parece que va a tener que esperar los veinte años de rigor; y por lo que a mí respecta, sé que no voy a tener ninguna oportunidad. —Dio la vuelta a la silla y se recostó muy satisfecho en ella—. Por eso, paso de todo. Cuando tenga casi sesenta años, me darán una patada en el culo y me dirán: «¡Hala, a cargar con lo que te ha dejado tu hermano!».

A Nuria se le hacía cada vez más difícil entender el lenguaje que hablaban esos chicos. ¡Permanecer en aquel lugar cuarenta años!

—No sé por qué dices eso —comentó C2—. Si te esfuerzas, a lo mejor adelantas a B3 y sales antes de aquí. De todas formas, aunque no fuera así, yo pienso que vivimos muy bien en el recinto. A mí no me importaría quedarme toda la vida entre estas paredes. Sé que mi cabeza no da mucho de sí y que probablemente también tenga que esperar hasta los sesenta, pero mientras tanto, procuraré pasármelo bien. A los que están fuera de esta casa les toca luchar contra un montón de peligros que aquí no tenemos.

Se dirigió a Nuria. —¿Te acuerdas del video que vimos el otro día sobre el huracán que arrasó

Nueva Orleáns? A mí no me hubiera gustado nada encontrarme ahí en ese momento, te lo aseguro. Lo que te digo, B1: si me toca esperar, esperaré lo que haga falta.

—Pues sí que te resignas tan fácilmente —soltó el muchacho—. En fin, si tú lo ves así, puedes pensar y actuar como quieras. Yo seguiré haciendo lo que me dé la gana. Después de todo, lo que me parece a mí es que, en realidad, nos necesitan. No sé por qué motivo pero pienso que no pueden prescindir de nosotros. Vamos, que sería una buena putada para ellos que, de repente, nos muriésemos o nos escapásemos todos de aquí.

«No sabes cuánta razón tienes», pensó Nuria. «Es un tío rebelde; quizá pueda contar con él en el momento adecuado.»

—Además —continuó el chico—, me parece absurdo que no podamos tener la más mínima relación con las personas a las que vamos a encontrar cuando salgamos del recinto. Dicen que nos están esperando pero yo no me lo creo. Quizá ni siquiera saben que existimos.

—¡Eso no es cierto! —exclamó C2—. En una de las clases de la semana pasada, vimos en nuestra aula unas imágenes en las que aparecía la madre de Nuria, diciendo que aguardaba nuestra llegada a su hogar.

—¿Cómo puedes estar tan segura de que se trataba de su madre? —le preguntó B1 en tono desafiante—. Quizá cogieron a una persona muy parecida a ella y os tragasteis el cuento.

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—Estoy convencida de que era ella. La hemos visto muchas otras veces, cuando nos ponen escenas de su casa ¿Te acuerdas, C3? —dijo, volviéndose hacia Nuria—. Estaba mirando directamente a la cámara, mientras decía: «Tu padre y yo te esperamos».

Nuria, por supuesto, no sabía a qué se refería su amiga, pero confirmó como cierto lo que acababa de decir.

Siguieron hablando de otros asuntos hasta que a C2 le entraron prisas por ir a repasar el examen y se quedaron solos Nuria y B1.

—No estoy de acuerdo contigo —le dijo Nuria. Recordaba que tenía que conseguir no ser una nota discordante en el ambiente, como lo era el chico que tenía a su lado—. Sin embargo, me caes bien por lo sincero que te muestras.

Le vio sonreír por primera vez. —Espero que sigamos charlando en otro momento. Me voy a estudiar el

examen. —Hasta luego, empollona —se despidió B1, sonriendo—. Tú también me

empiezas a caer un poco mejor.

No tuvo demasiados problemas a la hora de responder a las preguntas del temido examen. Después de todo, ¡se trataba de ella misma! Había dejado una sin contestar, en la que se pedía el apellido de Álvaro, y en otra había escrito mal el nombre de su actor favorito. Con dos preguntas falladas sobre veinte, obtendría dieciocho puntos. «Lo suficiente —pensó— para continuar en primer lugar entre las C y no llamar demasiado la atención.» Durante los quince minutos que duró la prueba, una instructora —en este caso era I3— no dejó de repetir lo importante que era procurar ser el primero del grupo, sobre todo, para coger el primer relevo. Les recordó que a partir de los veinte años, momento en el que estaba previsto el primer cambio por el hermano que estaba en el mundo exterior, era cuando su tomaban las decisiones más importantes en la vida: todavía estaba uno a tiempo de cambiar de carrera, si no le gustaba la que había elegido el anterior; podía escoger marido o mujer; decidir dónde iba a vivir y un montón de cosas más. En cambio, los que llegasen con el segundo intercambio tendrían que asumir las decisiones de su hermano anterior o empezar a romper con todo lo que no fuese de su gusto, lo que resultaría seguramente muy desagradable.

Nuria necesitaba que alguien le explicase urgentemente las reglas del juego que había en el internado o acabaría volviéndose loca con tantos sinsentidos como estaba oyendo. ¿Qué era eso de un primer y un segundo intercambio? Probablemente debía de estar relacionado con lo que había escuchado en la sala de descanso a C2 y B1, respecto a la edad que tendrían cuando saliesen de allí. No sabía qué hacer y rezó para que, de algún modo, pudiese enterarse bien y pronto de todo aquello que ahora le parecía incomprensible. Después del examen, se planteó la urgente necesidad de esconder el localizador en lugar seguro. Primero debía sacarlo de su escondite y, para ello, tendría que deshacer el vendaje en un sitio a salvo de miradas indiscretas. Además, junto al aparato tenía adheridas varias cápsulas que le mantendrían en buen estado de salud, sin manifestarse externamente ningún síntoma de su enfermedad, al menos por unos cuantos días. El aseo le pareció el mejor rincón para no ser vista, suponiendo que en su nueva residencia fuesen lo suficientemente caballeros para no haber ocultado una cámara en alguna

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rendija del techo o de la pared. Tendría que ser muy cuidadosa, en cualquier caso. También estaba ansiosa por ponerse en contacto con Álvaro para contarle cómo era el lugar adonde había llegado. La cena se sirvió pronto, a las ocho y media. Al terminar, pasaron algo más de media hora en el salón, como ocurriera después de comer, hasta que sonó un timbre, indicando que era la hora de irse a la cama. Se encaminaron todos a sus respectivas habitaciones; Nuria más lentamente que los demás, apoyada en sus muletas y, pegada a ella, su fiel compañera C2. Pensó que esa noche, la primera que pasaba en el lugar desconocido, podría ser una ocasión propicia para llamar a Álvaro, pero no estaba segura. ¿Qué iba a contarle?

Se dio cuenta de que, en realidad, simplemente sentía unos deseos enormes de hablar con alguien de fuera, con alguna persona que no estuviera contaminada por esa especie de locura que parecían sufrir todos los chicos y chicas con los que estaba conviviendo. Sin embargo, era indudable que al día siguiente tendría muchas más cosas que contarle y habría dispuesto de más tiempo para pensar mejor en el lugar más idóneo para ocultar el localizador. Además, se encontraba agotada. Habían sido demasiadas emociones juntas y podía pasar un día sin tomar la medicación. Decidió que lo más conveniente sería retrasar la llamada veinticuatro horas. Hoy dormiría plácidamente y ya mañana planearía cómo debía actuar. Cuando las agujas del reloj que había encima de la puerta de la habitación marcaron las diez, se apagaron las luces automáticamente.

Alrededor de las once de la noche, se recibió una llamada en el despacho del director del internado.

—¿Instructor Mayor? —¿Sí? ¿Quién llama? —Soy I1 —¿Qué quiere? —Creo que debería oír una conversación que ha tenido lugar esta tarde en la sala

de recreo de los mayores. —Pásemela por correo interno y ya la escucharé. —Creo que es importante que lo haga ahora, si dispone de tiempo. —No se preocupe, I1, que así lo haré. Unos minutos después, el Mayor descargaba el archivo de sonido que el

instructor número 1 le había enviado:

«... en realidad, nos necesitan. No sé por qué motivo pero pienso que no pueden prescindir de nosotros. Vamos, que sería una buena putada para ellos que, de repente, nos muriésemos o nos escapásemos todos (…).

Además, me parece absurdo que no podamos tener la más mínima relación con las personas a las que vamos a encontrar cuando salgamos del recinto. Dicen que nos están esperando pero yo no me lo creo. Quizá ni siquiera saben que existimos.»

Ese chico, B1, continuaba en su actitud díscola y, además, se permitía transmitir a otros su manera de pensar y eso resultaba peligroso. Tendría que hablar sobre ello en la próxima reunión con todos los instructores.

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Capítulo 27

—Tú mueves.

La voz de D2 devolvió a Nuria a la realidad. Como su compañero de partida tardaba más de la cuenta en mover ficha, sus pensamientos le habían llevado a repasar lo que había sido su jornada hasta ese momento, la primera que pasaba completa en aquel lugar.

A las siete en punto de la mañana empezó a escucharse una suave melodía que llegaba a la habitación a través de un altavoz que había en el techo. El volumen de la música iba subiendo gradualmente como para asegurar que nadie se quedara dormido. «Por lo menos logran un despertar agradable», pensó. Cuando iba camino del desayuno, reparó en un expositor fijado en la pared que no había visto el día anterior. Estaba situado poco antes de llegar al comedor. Muchos de los chicos se pararon a mirarlo y ella también lo hizo. En unas hojas estaban escritos los horarios de las actividades para cada grupo de letras, junto al general de desayunos, comidas y cenas y otras reuniones comunes periódicas de todos los internos. Se fijó en que se respetaba el domingo como día de menor ocupación.

Después de desayunar, acudieron a la sala central para asistir a una sesión de Hábitos, como señalaba el horario del día. Estaban presentes todos los chicos y chicas, incluidos los pequeños. Dirigió la clase un hombre mayor, de unos sesenta años. Las letras IM impresas por delante y por detrás en el mono verde que vestía le identificaban como el Instructor Mayor. Durante media hora estuvo disertando acerca del compañerismo que debían vivir entre ellos, de las buenas relaciones que siempre había que mantener con todos y les puso ejemplos para que pudieran aplicarlos en el día a día. «Después de todo, no parecen tan desalmados. Te enseñan cosas buenas», pensaba Nuria según escuchaba las explicaciones del orador.

Cuando terminó la prédica, los que tenían en su mono la misma letra se reunieron con un instructor o una instructora y se fueron a su aula de trabajo. La de las letras C era una sala de cuatro por cuatro metros aproximadamente que se encontraba en la planta baja del edificio. A esa hora tocaba una clase teórica de noventa minutos, con un breve descanso a mitad. El aula disponía de un grabador-reproductor de video y DVD, un televisor, una cámara montada sobre un trípode, cuatro sillas con brazo abatible y una estantería con libros, álbumes de fotos y cuadernos.

I5, la instructora con la que iban a trabajar esa mañana, era una mujer que aparentaba unos cuarenta años. Para Nuria, toda persona que no era de su misma edad ya le parecía muy mayor y procuraba no aventurarse a adivinar los años que podía tener. Y con las mujeres, pensaba, eso era aún más difícil de determinar. Sin embargo, observándola bien, se fijó en las patas de gallo incipientes a ambos lados de la cara y en unas pequeñas arrugas que ya aparecían en el cuello. Su madre le había enseñado a intuir la edad de una mujer por esos dos detalles. «Debe de estar cerca de los cincuenta», concluyó.

La clase ya había empezado y, como estaba distraída haciendo cábalas sobre la edad de la mujer, apenas se enteró de la introducción que I5 había hecho, de pie, de espaldas al televisor. Por lo visto, la instructora había preparado un DVD para la sesión de esa mañana. De repente, se vio a sí misma en su cuarto, hablando hacia la cámara y enseñando a alguien el ordenador:

«Sí. Los Reyes Magos se portaron muy bien conmigo este año.» El video continuó mostrando escenas de su casa y de la charla entre la doctora

Alarcón y sus padres, cuando ésta les estaba anunciando su próximo ingreso en la UR. Nuria sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. La imagen quedó

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congelada, pero no así el sonido. Escuchó sus propios sollozos y los de sus padres mientras se abrazaban formando una piña para celebrar la noticia que la doctora les acababa de dar. Se le humedecieron los ojos al recordar esa escena, tan lejana ahora en el tiempo y en el espacio. Las voces continuaron oyéndose hasta que Álvaro y Carmen Alarcón se despidieron en la puerta de su casa. El sonido sólo podía provenir del micrófono oculto en la pulsera.

«Muchas gracias, doctora Alarcón», se oyó decir a ella misma. ¡Qué engañada se sentía ahora!

Se acordó en ese momento de lo que C2 había dicho el día anterior. Las imágenes a las que se había referido habían sido grabadas el mismo día que las que acababan de ver. Carmen Alarcón había insistido a Álvaro en que recogiese con la cámara algunas palabras de sus padres, a cada uno por separado, para que ella pudiera recordarles mientras durase su estancia en la Unidad de Regeneración. No tenía duda de que la doctora lo había hecho con la intención de que fuesen después reproducidas ante el grupo de las chicas C y conseguir el resultado que había tenido en su compañera. Fue a partir de esa visita cuando Álvaro comenzó a enviarle correos electrónicos en los que le explicaba lo que estaba sucediendo con los enfermos de la UR y le proponía participar en la aventura.

Cuando terminaron la sesión audiovisual, comenzó el diálogo. —Ésta es la segunda vez que veis estas imágenes —empezó diciendo la

instructora—. Y bien, ¿qué más podemos conocer de Nuria con todo lo que acabáis de ver y escuchar?

—Que cree en los Reyes Magos —contestó C1, con una sonrisa burlona. —No seas tonta —replicó C2—. Es una forma de decir que le han regalado por

Navidad lo que quería. —Y, dirigiéndose a I5, le preguntó—: usted se refiere a su modo de ser, ¿no es así?

—Sí, a eso me refiero —respondió I5—. C3, ¿tú qué piensas? ¿Llegaste a ver a Nuria cuando se iba a hacer el intercambio?

—No —contestó—. Yo estaba dormida. Me desperté en nuestra habitación, con C2 a los pies de la cama.

—Me he dado cuenta de que te has emocionado con las imágenes que hemos visto. ¿Qué te ha ocurrido?

Nuria se sobresaltó al verse descubierta. Se repuso en un instante y respondió con la verdad.

—Estaba pensando en que he estado muy cerca de experimentar lo que se siente al tener unos padres de verdad.

—¿Es que aquí no estás a gusto? —le interpeló I5—. Tienes todo lo que necesitas para vivir.

Nuria tardó un poco en contestar. —Sí, estoy bien. —¿A pesar de haber fallado tres preguntas del examen de ayer? —intervino C1. —¿Cómo? ¿Ya han sacado las notas? —preguntó C2. —Sí, las pusieron en el expositor mientras estábamos en la sesión general —le

respondió C1. Y, fijándose en Nuria, continuó—: ¿Sabes que ya no eres la primera del grupo?

—Mucho mejor —le contestó ella, mirándola a la cara. Después sonrió—. Así ya podremos hablar; siempre que quieras, claro.

La clase, dirigida por la instructora, continuó con preguntas, sugerencias y conjeturas que fueron formulando las cuatro mujeres, incluida la propia Nuria. Por primera vez desde que se encontraba allí, estaba logrando divertirse un poco al oír

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hablar de sí misma como si se tratara de un objeto de investigación. Acabaron concluyendo que sus padres eran unas personas estupendas, y que ella era muy sensible, además de que su comportamiento a veces resultaba algo infantil para la edad que tenía. «¿Y a mí, qué? —pensó ella— Me gusto como soy.»

Una vez terminada la clase, disponían de un largo rato de recreo. Al salir del aula en dirección al patio, Nuria tocó en el brazo a C1, que ya se iba, y le dijo:

—Me alegro de que volvamos a hablarnos. —¡Déjame en paz, segundona! —le contestó. C2 estaba colocando en la estantería el material utilizado durante la clase. Nuria

se acercó a ella y examinó con la mayor atención todo lo que había ahí. Los álbumes contenían montones de fotos en las que salía ella, desde su nacimiento hasta la última visita de Álvaro a su casa. En varias fotografías aparecían también sus padres y otros familiares y amigos. Se detuvo en una que le había hecho Álvaro un día que había ido a su consulta: junto a ella estaba su abuelo Guillermo. Pasó la mano delicadamente sobre la cartulina y cerró el álbum.

—Venga, chica —le animó C2—. No vas a pasarte el día mirando fotos. —Espérame un momento, por favor. Examinó uno por uno los libros almacenados en la estantería para ver de qué

trataban. Se dio cuenta de que eran simplemente novelas y cuentos; algunos títulos le sonaban, aunque no así otros. Se llevó una grata sorpresa al leer el título del último volumen que había en la repisa: Tu vida en el internado. Por fin había encontrado algo en donde esperaba hallar una explicación por escrito de lo que estaba intentando averiguar dando rodeos en las charlas con sus compañeros. Como era muy pequeño, prácticamente un cuaderno, se lo metió en el bolsillo del mono para leerlo cuando tuviese ocasión.

—¿Para qué te llevas eso? —le preguntó C2, que ya estaba empezando a impacientarse—. Si te lo sabes de memoria.

—Siempre conviene repasar lo que no te esperas que caiga. Quizá en algún examen pregunten algo de lo que hay aquí escrito.

—Apuesto a que a C1 no se le ocurriría repasar el manual de convivencia. ¿Has visto qué vanidosa es? Ahora ya puede ir presumiendo por ahí de que es la primera del grupo.

—Pues, por mí, le regalamos una medalla de oro y que la lleve colgando todo el día.

C2 sonrió ante la ocurrencia de Nuria y le dijo: —¿No te acuerdas de la cara que puso cuando se decidió que tú ibas a ser la que

sustituiría a Nuria? Se le echaron de repente encima más de veinte años de espera. Fue pura casualidad que te eligiesen a ti, ¿verdad? Ella habitualmente ha ido por delante salvo la última semana y siempre parecía ser la candidata número uno para salir de aquí la primera. Se ve que se confió y tú la pasaste; y eso que nos habían avisado de que pronto una de nosotras iba a cambiarse por el original.

—Sí, pero ya ves para qué ha servido: un viaje de ida y vuelta en el que, además, no me he enterado de nada —contestó Nuria—. Al día siguiente de irme ya estaba otra vez aquí y ahora vuelvo a ser una «segundona».

Trató de imitar el modo sarcástico en que C1 había pronunciado esa palabra y las dos se echaron a reír.

—Bueno, ¿vas a mover o te rindes? —Nuria hizo avanzar a uno de sus caballos

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en actitud desafiante hacia la reina de su contrario y se dispuso a esperar otro buen rato, mientras continuaba recordando cómo se había desarrollado el día.

C2 y ella dedicaron el tiempo de descanso a charlar sentadas en un banco, a la sombra de un árbol cuya especie no supo identificar. Si los cálculos no le fallaban, ese día era martes, 15 de mayo. El sol calentaba fuerte. No sabía en qué lugar del mundo se hallaba, pero lo que estaba claro era que allí el calor se hacía notar más que en Valencia. Cuando llamase a Álvaro tendría que preguntárselo. Resultaba incómodo desconocer la situación que una ocupaba en el globo terráqueo. El patio en el que se encontraban estaba flanqueado por tres muros altos y por el edificio donde pasaban todo el día, durmiendo, comiendo y recibiendo clases. Desde su posición no podía ver nada más que el azul del cielo.

Durante la conversación que tuvo con C2 se puso al corriente de la rivalidad que siempre había existido entre C1 y C3, incluso desde que eran pequeñas. Entre las preguntas que Nuria certeramente le hacía y la locuacidad de su compañera se enteró también de que ningún interno había salido nunca del recinto, como ellos mismos llamaban a las instalaciones en las que vivían.

—Tengo que confesarte que pocas veces me han entrado ganas de hacerlo —le comentó C2—. Aquí tenemos de todo y fuera no sabría cómo desenvolverme. Por eso, no me importa ir siempre la última en el grupo: si tengo que marcharme un día de aquí, preferiría que fuese lo más tarde posible.

Era realmente sorprendente esa muchacha. No deseaba en absoluto vivir fuera de esas paredes. Le recordó al protagonista de Novecento. El pobre hombre no había salido en su vida del barco donde un fogonero le encontró un día, cuando era un bebé de tan sólo unos días. Sin duda, había sido abandonado por sus padres, que nunca llegaron a reclamarlo. Jamás tuvo valor para bajar a tierra en ninguno de los puertos en los que el barco atracaba. Y murió en el buque, sin atreverse a dejarlo ni siquiera en el momento en que iba a ser volado por los aires y hundido para siempre en el fondo del mar. Prefirió perder la vida a enfrentarse con lo que le esperaba fuera.

Alguna vez había oído hablar a su padre del síndrome de dependencia que sufren algunas personas. Eso debía de pasarle a C2. Y los días siguientes pudo comprobar que muchos de los internos pensaban como su amiga. Tenía la esperanza de que la lectura del pequeño tomo que había cogido del aula le aclarase las ideas que ya empezaban a tomar forma en su cabeza.

La partida acabó en tablas. Como todavía les quedaba un rato largo antes de la

primera clase de la tarde, Nuria trató de conseguir más información del muchacho que tenía enfrente. Debía de tener un año menos que ella. Las letras, por lo que había podido comprobar, habían sido asignadas siguiendo el orden de nacimiento. Según eso, ella debía de ser la tercera en edad dentro del recinto.

—¿Cómo te fue el examen de ayer? —le preguntó, para empezar por algo que pudiera interesar al chico.

—Regular —respondió D2—. Yo siempre voy el último del grupo. —¿Y los instructores no te ayudan a mejorar? —¿Los instructores? —dijo el chico con cara de asombro—. A ellos les da igual.

Para un instructor somos simples combinaciones de letras y números a los que hay que cuidar y enseñarles cosas; incluso a los que hay que lesionar, como hicieron contigo. —D2 no parecía muy contento de su situación—. Nos tratan prácticamente como si fuéramos objetos con un código de barras, como los que se ven en algunas de las

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películas que nos ponen cuando uno de los personajes va al mercado. «Es como Forrest Gump en Vietnam.» Nuria se había acostumbrado a ver

mucho cine en su casa desde pequeña. Su padre conservaba una buena colección de películas y de nuevo se le vino a la cabeza el protagonista de uno de los innumerables filmes que había visto. Como el pobre Forrest, la entonces niña no entendía por qué los americanos andaban buscando en plena selva vietnamita a un tipo llamado Charly. Su padre le explicó que ésa era la manera que tenían de despersonalizar al enemigo y así, en el caso de encontrárselo de frente, no les importaría pegarle un tiro. Llamar a todos igual era como si fueran uno solo. Resulta más fácil matar a una persona cuyo nombre desconoces. En el recinto ocurría algo parecido: D2, C3, B1 no eran nombres; eran simples claves de identificación. En ese lugar se echaba en falta el calor humano.

Como la conversación estaba poniéndose interesante, Nuria siguió tirando de la lengua a su compañero.

—A lo mejor estás exagerando un poco. —A mí me parece que no. ¿Sabes? Yo creo que lo que nos identifica a cada uno

es la pulsera; es algo que llevamos siempre encima y no hay modo de quitárnosla. Lo he intentado varias veces pero no lo he conseguido. Además, con ella puesta, nos tienen siempre localizados: jamás un instructor nos lo ha confesado abiertamente, pero estoy seguro de que saben dónde estamos en cada momento; lo tengo comprobado.

D2 le contó que un día se había retrasado en la habitación antes de desayunar; decidió no ir al comedor y quedarse un rato más en la cama. Se acercó más tarde al aseo; estaba cepillándose los dientes cuando oyó la voz del instructor número 1 a través del altavoz del pasillo, que decía: «D2: acaba de una vez en el baño y ve corriendo a clase, que te están esperando».

—¿Cómo iba a saber que estaba en el aseo si no hay cámaras allí? —Quizá te vieron entrar desde alguna cámara del pasillo y, como no te veían

salir, te llamaron la atención. —Te insisto en que tienen un sistema de localización. No es que me importe

demasiado, porque no tenemos muchos sitios adonde ir, pero me parece excesivo tanto control.

Lo que nos identifica a cada uno es la pulsera; es algo que llevamos siempre encima y no hay modo de quitárnosla. Claro, por eso había observado la noche anterior cómo sus compañeras de habitación habían recargado la batería de su brazalete sin quitárselo. ¡No sabían cómo hacerlo! Ella había actuado del mismo modo, sin comprender muy bien el motivo. Ahora ya lo entendía.

Se dio cuenta entonces de que jugaba con dos ventajas a su favor: conocía el modo de liberarse de la pulsera y hacer, si fuera el caso, que señalara su presencia en un determinado lugar, engañando al receptor sobre su localización real dentro del recinto; además conocía la existencia del micrófono oculto en la pulsera y cómo hacerlo inoperante: «Recuerda: el micrófono que recoge el sonido está en el orificio que hay junto al botón almohadilla del teclado. Si lo tapas con un dedo, no captará ninguna señal.» Ignoraba cómo había sido capaz Álvaro de enterarse de todo eso, pero si quería salir de allí y ayudar a todos sus compañeros de prisión, el único agarradero que tenía era seguir fielmente las indicaciones que su joven doctor le había ido señalando mensaje tras mensaje. Cuando faltaban cinco minutos para que terminase el rato de reposo después de comer, apareció en la sala un instructor al que Nuria no había visto todavía. —¡C3! —Sí. Estoy aquí —contestó Nuria desde su silla. —Tienes que venir conmigo a la enfermería. Vamos a ver cómo sigue ese

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tobillo. Una angustia tremenda se apoderó de la chica. ¡Debería haber escondido el maldito aparato la noche anterior! Como no se le ocurriese algo y pronto, tendría que empezar a dar explicaciones y no quería imaginarse lo que podía ser de ella si se enteraban de quién era en realidad. Procuró disimular su alarma moviéndose lentamente —después de todo, estaba lesionada—, y disponer así de más tiempo para pensar el modo de salir bien parada de aquella situación. —¿Me puede acompañar C2? —No hace ninguna falta. Ella, además, tiene clase ahora. Vamos. —Ya voy. Cogió las muletas y se dirigió perezosamente hacia la puerta por donde se había asomado el instructor. Recorrieron un pasillo con ventanas en ambos lados que debía de servir de comunicación con otra zona del recinto. Recordaba haberlo visto en el patio durante el recreo: era un simple pasadizo adosado a una de las altas paredes que limitaban el patio y que unía las instalaciones dedicadas a los internos con otras cuyo fin desconocía. Al final del pasillo, una puerta daba a un amplio vestíbulo. De frente, otro corredor seguía más allá, en la misma dirección del que habían dejado, y en las paredes del recibidor pudo ver varias puertas. Una de ellas tenía una gran cruz roja pintada. —Perdone, I6. —¿Qué pasa ahora? —Cuando entró en la sala para avisarme de que debía acompañarle a la enfermería estaba a punto de dirigirme al cuarto de baño. Todos los días tengo necesidad de ir después de comer y, con la partida de ajedrez que tenía pendiente, hoy no me ha dado tiempo todavía. ¿Puedo? —¿Ves esa puerta de la derecha? Es un aseo. Venga, date prisa, que tengo muchas cosas que hacer. —Gracias. Enseguida acabo. Entró en el aseo y cerró la puerta con pestillo. Rápidamente, desenrolló las vendas justo hasta que tuvo a su alcance el localizador y lo extrajo de su escondite. Aprovechó la oportunidad para hacer una breve llamada a Álvaro, quien se alegró muchísimo de escuchar su voz. Hablaron sólo un minuto; no era prudente alargar demasiado su tiempo de estancia en el servicio para evitar que el instructor se extrañara de su tardanza en el aseo. A continuación, lo guardó momentáneamente en el bolsillo del mono. Rehizo el vendaje como pudo y se puso a pensar en un sitio donde ocultarlo.

No quería esconderlo entre su ropa. Un bulto del tamaño del localizador sería fácilmente visible en el bolsillo de su mono y, si lo guardaba ajustado a su ropa interior, corría el riesgo de que se le cayese y fuese a parar al suelo. El aseo era, pues, su última oportunidad. Después de examinar el cuarto unos segundos, se dio cuenta de que no había ningún recoveco ni nada parecido. Elevó los ojos al cielo, como pidiendo ayuda, y fue entonces cuando encontró lo que buscaba.

El techo estaba formado por planchas de escayola colocadas sobre una estructura de aluminio. Se acordó de la broma que le había gastado en una ocasión uno de los chicos de su clase, cuando le escondió el libro de matemáticas encima de una de las planchas; se había subido sobre un pupitre y, levantando una de ellas, había dejado el libro en la plancha vecina. Afortunadamente para Nuria, el techo no se elevaba demasiado. No obstante, necesitó encaramarse a lo alto del lavabo y ocultó el aparato justo encima. Luego, vació la cisterna como justificante de los minutos pasados en el aseo y salió al vestíbulo, donde la esperaba el instructor enfermero.

Éste, una vez dentro de la enfermería, examinó el estado de su tobillo y quedó sorprendido al observar que, inexplicablemente, la hinchazón había desaparecido por

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completo. Sí lo notó un poco caliente —la chica lo había mojado un rato largo con agua casi hirviendo para aparentar una inflamación— pero se podía decir que estaba casi curada.

—¡Qué curioso! —le dijo—. Ya lo tienes prácticamente bien. En un par de días te quito la venda y a correr.

Nuria se sintió aliviada por el hecho de que el enfermero no mostrase demasiada extrañeza ante la repentina curación. Quizá la lesión que habían provocado a su suplente había sido de poca entidad.

—De todos modos, se te nota como blandita —le dijo el instructor—. Tendrás que hacer deporte y ponerte más fuerte.

«Blandita», pensó la chica. La flacidez de los músculos de todo el cuerpo, debida a la maldita enfermedad que padecía, no se arreglaba con ejercicio físico. Prefirió olvidarse del comentario de I6.

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Capítulo 28

Después de cenar, Nuria se aisló del resto de sus compañeros y, sentada en una esquina del salón de descanso, se dispuso a leer despacio Tu vida en el internado. El libro era pequeño y confiaba en terminarlo antes de irse a dormir. Según pasaba las páginas, su asombro y su indignación crecían por momentos. ¡Todo lo que se contaba ahí no era más que una pura patraña! Por fin comprendía lo que habían comentado C2 y B1 sobre la duración de su estancia en el recinto y muchas cosas más que aún le quedaban por ver. El manual comenzaba con una felicitación al lector por pertenecer a ese pequeño grupo de convivencia. Dentro del recinto tenía todo lo que podía desear y su vida allí, sin duda, era feliz. A continuación explicaba el motivo que dio lugar a la existencia del internado: en el año 1991, el gobierno español había aprobado una ley por la que, ante casos de partos múltiples, sólo uno de los nacidos podía incorporarse a la familia, ya que, de lo contrario, eso supondría un aumento de la población en las ciudades y en todo el país, insoportable para la economía de la nación. Además, de ese modo, se descargaba a los padres de la pesada e inesperada obligación de criar y educar a uno o varios hijos no previstos y se evitaba el agobio y el estrés que producía la convivencia de mucha gente en una misma vivienda.

Mediante un diagnóstico prenatal, se escogía al primero de los hermanos que viviría con su familia. El más débil o el que padeciese una enfermedad sería el elegido para ocupar en primer lugar un puesto en el mundo. Era lo más justo; quizás ni siquiera llegase a vivir el tiempo previsto para su permanencia fuera del recinto.

Los demás hermanos debían permanecer en internados, a la espera de sustituir al que les había precedido. Calculando la vida media de una persona en ochenta años, los grupos de cuatro gemelos vivirían fuera del recinto veinte años cada uno. En grupos de tres gemelos, cada uno tendría la oportunidad de vivir veintiséis años fuera. Si fuesen dos, les tocaría cuarenta años a cada uno. El hermano sustituido pasaría a vivir en otro internado, con personas de edades similares a la suya. El lugar donde Nuria se hallaba era un centro especializado en grupos de cuatro hermanos; el primero que había sido designado para ocupar un lugar fuera del recinto era, en todos los casos, cliente del Nou Hospital valenciano. Ese hospital era la entidad encargada de supervisar todo lo relacionado con la salud de cada individuo y de los sucesivos intercambios que se darían en el futuro.

La aplicación de la ley, continuaba el libro, había sido considerada beneficiosa para la sociedad, y otros países habían seguido el ejemplo de España. Decenas de centros como ése se repartían por todo el mundo, instruyendo a los internos para poder sustituir en el momento preciso al hermano que vivía en el mundo exterior. Allí, su familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo le estaban esperando, y era de suponer que sería y se comportaría del modo más parecido posible al hermano que le había precedido en su puesto. Por tanto, en su preparación para ello se jugaba la buena acogida que tendría al llegar como alguien nuevo al lugar ocupado hasta ese momento por su hermano gemelo.

Tuvo que parar al llegar a ese punto. ¿Cómo era posible que los muchachos y muchachas que residían allí se creyeran todas esas mentiras? No obstante, debía reconocer que la explicación recogida en el libro que tenía en sus manos era convincente y, de no ser por el conocimiento que ella tenía de la verdad de las cosas, habría caído en la trampa; sobre todo, si no disponía de ninguna otra fuente de información.

Comprendió en ese momento que ése era el problema que, a la vez, constituía la

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ventaja de los instructores sobre los internos. Los primeros podían contar a los chicos cualquier cosa y éstos no tenían más remedio que creérsela, ya que no había ningún medio a su alcance para comprobar su veracidad. A sus compañeros no les llegaba ni les había llegado en toda su vida ninguna noticia del exterior que no hubiese sido filtrada por alguien del recinto. Durante los ratos pasados en el salón había comprobado que lo que emitía la televisión era todo grabado. Había visto, junto a los horarios, la programación que se vería cada día. Por supuesto, no se mencionaba ningún noticiario ni nada similar; todo eran documentales, películas bien seleccionadas y algunas series de televisión. Ése era su único contacto con el mundo real. En el aparato del salón no existía la entrada de antena que había en cualquier televisor.

Como se conocía la mayoría de los títulos que había en la videoteca del internado, comprobó días después que no había ni una sola película en la que apareciesen presidiarios, cárceles, motines o alguna referencia a la libertad o a la lucha por conseguirla. Era una palabra que los instructores se esforzaban en evitar, ya que ninguno de sus alumnos sería capaz de entender. Ese concepto era algo desconocido allí.

Continuó leyendo con la intención de terminar antes de que sonase el timbre. La ley aprobada en 1991 prohibía tener relación alguna entre los internos y las personas de fuera. En el exterior se conocía su existencia, se sabía que un día determinado se incorporarían a su mundo, pero se les ignoraba hasta que llegase ese momento.

El tiempo de sustituir al hermano que vivía fuera estaba determinado, como ya había leído unas páginas antes, por el número de hermanos gemelos. Pero se podía dar el caso de que falleciese antes de tiempo la persona que debían sustituir: en esa circunstancia, el cambio se produciría inmediatamente. El suplente ocuparía el lugar del fallecido sin esperar el tiempo previsto inicialmente. Era lo que habían hecho con Alex Ferrer y lo que estuvieron a punto de hacer con ella. El libro no explicaba, sin embargo, el estado en el que el nuevo hijo llegaba a la familia: con la mente completamente en blanco. Tampoco se decía que, en realidad, se trataba de engañar a los padres, haciendo pasar a un hijo por otro.

Álvaro le había explicado que el fondo del asunto consistía en convencer a todo el mundo de que la supuesta clonación terapéutica que se practicaba en el Nou Hospital estaba siendo un éxito. Con Alex había funcionado a la perfección, mediante el sencillo hecho de cambiar a una persona por otra, «salvándole de la muerte» y haciendo desaparecer, de paso, la diabetes que padecía. La niña que había sido curada de su anemia de Falconi habría recibido, sin duda, un trasplante de células madre de cualquiera de sus hermanas gemelas, y no precisamente de algún embrión clónico generado en el Nou. Ella había salvado el pellejo por muy poco; estaba previsto su ingreso en la Unidad de Regeneración para las próximas semanas. Una de las tres C ocuparía su lugar desde ese momento y prefería no imaginarse qué tenían pensado hacer con ella, una vez reemplazada por un ejemplar clónico sano.

El libro acababa señalando algunos criterios de convivencia en el recinto: no estaba permitido circular por las zonas que no fuesen las destinadas a los internos, a no ser que se hiciera en compañía de algún instructor; las relaciones sexuales serían castigadas implacablemente; había que cumplir con los horarios de actividades previstos sin faltar a ninguna clase o reunión...

Nuria apoyó el libro sobre sus rodillas y cerró los ojos. Ahora ya sabía cómo debía comportarse y el por qué de tantas cosas absurdas como había visto y oído en el poco tiempo que llevaba en aquel lugar. Necesitaba hacerse a la idea de que tendría que permanecer allí, resignándose a ese modo de vida, respetando las normas y mimetizándose con el resto de sus compañeros hasta que Álvaro viniera a por ella… Si

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es que lo lograba. Como ordenaba el manual de convivencia que había leído, el horario marcado

para cada día se fue cumpliendo a rajatabla. Dos veces a la semana —los miércoles y los sábados— tocaba clase de educación física; los chicos por un lado y las chicas por otro. Ella estaba exenta de hacer ejercicio y aprovechó la primera ocasión que se le brindó para fijarse bien y guardar en su memoria todos los detalles que pudieran servir a Álvaro para encontrarla.

La zona deportiva del recinto ocupaba una gran explanada de forma rectangular, donde se distribuían un campo de fútbol-sala, una pista de baloncesto, un campo de balonvolea y una piscina; ésta última estaba rodeada de una verja que la aislaba del resto. Circundando tres de los cuatro costados de la explanada, se había construido un muro de unos cuatro metros de altura. En lo alto del muro, un estrecho corredor pegado a la pared lo recorría en toda su longitud. Una barandilla que miraba hacia la explanada servía de protección para evitar posibles caídas. Desde esa posición, cualquier persona podía observar el exterior de la explanada y vigilar el interior. Era lo más parecido al patio de una cárcel de las películas de presidiarios.

Nuria trataba de imaginarse qué tapadera utilizaban para mantener esas instalaciones en el país donde se encontraban. Con lo que había visto hasta el momento, no podía hacerse ni siquiera una pequeña idea. En un instante determinado, vio alzarse hacia el cielo unas columnas de humo o vapor —no habría sabido decirlo con exactitud— que salían desde detrás del edificio en el que vivían, pero eso no le ayudó demasiado en su propósito. Podía tratarse de cualquier tipo de fábrica o de la misma salida de humos de las cocinas. Durante el día, siempre se escuchaba como música de fondo el ronroneo de muchos motores y otros tipos de ruidos que daban a entender que se hallaban muy próximos a algún tipo de factoría. Pensó entonces en los suministros que necesitaba aquella pequeña ciudad. Probablemente, una o dos veces por semana, o bien un camión traía mercancías al recinto, o bien alguien del complejo acudía a comprarlas.

Continuaron las partidas de ajedrez con D2 en los ratos de descanso; una vez

ganaba ella y otras se dejaba ganar. C1 le había dirigido la palabra en contadas ocasiones en los tres días que llevaba allí, y eso que se mantendría en esa primera posición por lo menos hasta los siguientes exámenes. Fue conociendo poco a poco a los otros internos. Cada mañana saludaba a sus compañeras de pasillo: las de los grupos E, F y H. Eran más pequeñas que ella; debían de tener entre once y trece años. Al tercer día de su llegada, las tres H aparecieron en el comedor con gafas. Por lo visto, la chica original había acudido hacía poco al oculista y éste le habría mandado ponérselas. Nuria sólo esperaba que no fuesen tan salvajes en aquel sitio como para producirles en la vista la misma lesión que estuviera padeciendo H0. Pero todo era posible. Prefirió no pensar en ello.

Los A eran tres chicos de unos dieciséis años, bastante gruesos. Como suponía que debían de ser los primeros residentes del internado, intentó aprender más cosas a través de uno de ellos.

—Muchas veces me he preguntado cómo os debíais de sentir al principio —le dijo un día a A1—. Me refiero a que debíais cuestionaros si estabais solos en el mundo

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o si había alguien más ahí fuera. El chico la miró extrañado. —No sé qué quieres decir. Explícate mejor, C3. —Pues quiero decir que cómo os enterasteis de lo de la ley por la que se creó el

internado y todas esas cosas. —¡Vaya tontería! Pues como cualquiera de los demás. Nos lo dijeron desde el

principio y aquí estamos desde que nacimos, esperando nuestro momento de ocupar el lugar del hermano que nos ha precedido. No hay más.

Nuria se dio cuenta de que la pregunta no tenía ningún sentido para el muchacho. Ésa había sido su vida desde su llegada al mundo y no se planteaba que las cosas pudieran ser de otro modo. Ella era la excepción, la única interna que sabía que vivían dentro de un continuo engaño.

—¿Y nadie ha tratado de escapar alguna vez? —continuó Nuria—. Tú debes de saberlo bien, ya que eres de los mayores.

—¿Escapar? ¿Adónde? —¿Adónde va a ser? Fuera de estos muros. —¿Y por qué habría de hacerlo? —Pues por no estar de acuerdo con el sistema, por ejemplo —le respondió

Nuria. —Tú haces unas preguntas muy raras últimamente. Aquí todos seguimos lo que

está pensado, y si existe una ley, no hay más remedio que cumplirla. ¿Acaso piensas que hubiera preferido nacer antes de 1991?

—Eso lo sabrás tú. —Pues te aseguro que no. Aquí estoy bien; es posible que cuando me toque

marchar, me guste la idea. Pero, por el momento, me quedo como estoy. Y respecto a fugas, te puedo responder lo que tú misma ya sabes: nadie lo ha conseguido. Alguno lo ha intentado en alguna ocasión pero le pillaron antes de que pudiera acercarse a la puerta. Hay mucha vigilancia que no vemos.

¡Y tanto! Con un sistema de localización de cada interno era muy difícil que alguien consiguiera evadirse. Pero sobre eso, A1 no sabía nada.

Las dudas acerca de la formación que tenían sus compañeros en cuestiones tan fundamentales como la historia o la geografía se le disiparon con las clases a las que asistió el tercer día de llegar al recinto.

Por el atlas que usaron en una de las sesiones comprobó que conocían el planeta en el que vivían; se trataba de un atlas normal y corriente, como el que ella utilizaba en el colegio. La cuestión que quedaba en el aire era si esos muchachos sabían en qué lugar del mundo se encontraban.

C2 le facilitó la respuesta cuando preguntó a la instructora encargada de la clase por qué no podían relacionarse con sus padres, aunque no salieran del recinto hasta el momento determinado.

—Lo sabes perfectamente —le contestó I5—. Así lo marca la ley. Además, ellos desconocen dónde te encuentras y es mejor así porque de ese modo se evita que puedan venir a conoceros antes de tiempo.

—¿Y por qué yo tampoco sé dónde estoy? La respuesta a su pregunta era sencilla. —¿Para qué necesitas saberlo? Con respecto a sus conocimientos históricos, comprobó, echando una mirada al

libro de la asignatura, que se explicaba una historia del mundo troceada. Aparecían los hechos fundamentales protagonizados por la Humanidad, pero en ningún momento se hacía referencia a guerras, rebeliones o violencias de ningún tipo. Todas las transiciones

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de un régimen a otro o las conquistas de nuevos territorios siempre se habían logrado pacíficamente y con una estricta observancia de la ley emanada de la autoridad. Parecía como si en el mundo no existiera el pecado original.

La insistencia en el peligro que suponía llegar a índices de superpoblación era abrumadora. En una de las clases vieron un breve documental que reflejaba la hambruna que se sufría en algunos países menos desarrollados, que hacía ponérsele a uno los pelos de punta. Nuria se percató enseguida de que se trataba simplemente de convencer a los internos de la necesidad absoluta de controlar la población, de modo que los que vivían en el exterior pudieran gozar de un mundo sin estrecheces.

La lección número 15 del libro se titulaba «La explosión demográfica». Comenzaba con una seria advertencia acerca de la paulatina reducción de los recursos alimenticios y energéticos del planeta y recordaba que el consumo siempre había sido regulado por leyes estrictas y que, durante los próximos años, iba a serlo aún más. «Dentro del recinto, poco se puede gastar», pensó, mientras leía esa lección. De ahí derivaba la norma legal por la que debían esperar unos años para ocupar un lugar fuera de esos muros. Tenían que justificar de algún modo la existencia de la famosa ley del año 91. Todo estaba bien maquinado y constituía un auténtico alarde de imaginación por parte de quien lo había pensado. Lo único malo era que prácticamente nada de lo que se decía en ese libro era verdad.

Nuria se acordaba de haber oído hablar a su padre en alguna ocasión sobre ese mismo tema. Le contaba que, cuando era más joven, era un asunto de frecuente discusión el temor a un excesivo crecimiento de la población pensando en la posible carencia de riquezas con las que cubrir las necesidades de la humanidad en el futuro. Todas esas teorías habían caído por la fuerza de los hechos. Cientos de toneladas de productos agrarios se tiraban o se dejaban perder en la actualidad por los excedentes que se producían, y las fuentes de energía no iban a desaparecer de un día para otro. Es más, Nuria había escuchado más de una vez a su padre que, en muchos casos, la investigación en este campo era frenada por los respectivos gobiernos para seguir llevándose un buen pico de lo que el ciudadano de a pie pagaba por el combustible para su automóvil.

Con lo que había escuchado en esos días, se convenció de que sólo les enseñaban lo imprescindible para que tuvieran un ligero conocimiento del mundo exterior y no se extrañasen de nada de lo que pudieran ver en el televisor, aunque algunas cosas las aprendiesen directamente de la pequeña pantalla. En ese supuesto, nunca se trataba de conceptos o ideas que fomentasen la rebeldía. Simplemente se asombraban al ver aparatos de los que no disponían en el recinto, pero que tampoco echaban en falta, o asimilaban modos de comportarse o costumbres que incluso favorecían la convivencia pacífica entre todos. No faltaban, en ese sentido, documentales y películas sobre personas o instituciones que se dedicaban al servicio desinteresado a los demás.

Nuria acabó sacando sus propias conclusiones después de su tercera jornada encerrada: todo el mundo es bueno, es una suerte vivir en el recinto, hemos de obedecer a lo que está establecido porque así nos irá bien. Nadie cuestionaba el sistema porque nadie había sido enseñado a pensar por cuenta propia. Ella tendría que hacerlo por los demás.

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Capítulo 29 Hacía dos días desde su paso por la enfermería y se había propuesto recuperar

sin falta el teléfono. No podía seguir teniendo a Álvaro sin noticias suyas y, además, necesitaba tomar una cápsula para mantener a raya la enfermedad. Durante la comida, le había costado mucho tragar y sabía que eso no era un buen síntoma. Para ello, tendría que regresar al aseo donde lo había ocultado, lo que no iba a resultar nada sencillo. El manual que había leído recordaba que ningún interno podía deambular por los pasillos de las instalaciones sin permiso o sin que estuviese acompañado por un instructor o una instructora. Seguramente por ese motivo, no había cámaras de vigilancia en las áreas del recinto prohibidas para los muchachos. Se había fijado en ello en su anterior visita a la enfermería. Sólo las había visto en el edificio donde vivían.

Podía aparentar que no se encontraba bien y que necesitaba ser examinada de nuevo en la enfermería; a su paso por el vestíbulo, le entrarían de repente unas ganas tremendas de orinar y así podría acceder al aseo. El plan era factible, pero prefirió actuar de otro modo. Quería ir sola y, de paso, averiguar hacia dónde conducía el otro pasillo. La enfermería estaba situada en el quinto piso del edificio, a una altura suficiente para descubrir, a través de las ventanas, algo más de lo que podía distinguir desde la zona donde vivían los internos. Aunque el salón se hallaba en la misma planta, lo único que se veía desde los ventanales era un terreno seco y casi exento de vegetación. Al fondo del paisaje se adivinaba una pequeña cadena montañosa que hacía de horizonte. La orientación del edificio era fácil de adivinar observando la sombra que proyectaba a las distintas horas del día. Las ventanas que daban a poniente sólo ofrecían la vista de la explanada de la zona deportiva y, más allá de los muros, el mismo panorama que se apreciaba desde los ventanales que miraban al norte. Había una sola diferencia: aproximadamente a un par de kilómetros se vislumbraba un conjunto de ruinas de lo que en su tiempo debía de haber constituido un pequeño poblado. Ahora no vivía nadie allí.

Decidió que el momento más adecuado para intentar su empresa era el descanso que tenían después de comer. Ya no usaba las muletas, aunque todavía llevaba el vendaje. Miró en todas direcciones y le pareció que nadie se fijaba en ella; cada cual estaba entretenido viendo la televisión, leyendo un libro o jugando a las cartas o al ajedrez. Se acercó a la puerta por la que dos días antes había aparecido el enfermero. Probó el pomo y dio gracias a Dios de no encontrarla cerrada con llave. La abrió sigilosamente, lo justo para colarse al otro lado, y salió al pasillo, cerrándola después, procurando no hacer ruido con el picaporte. Entonces empezó a andar con normalidad. Era la primera vez que lo hacía desde que se encontraba allí.

Había caminado unos pasos cuando oyó una voz a su espalda: —De modo que ya estás curada y tú, haciéndote la coja. Se quedó helada. No se atrevía a volverse. Aunque la voz le era perfectamente

conocida, un sudor frío le invadió todo el cuerpo. Rezó para que fuese C2 quien la había descubierto y no su querida rival C1. Afortunadamente, se trataba de la primera.

—Me has pillado —le dijo—. Es que, si sigo cojeando, todo el mundo me trata con más consideración. Ya estoy bien y mañana seguramente me quitarán la venda.

—Pero, ¿se puede saber a dónde vas? —le preguntó C2—. Me he fijado en cómo te ibas acercando a esta puerta, vigilando a todo el mundo para asegurarte de que no te viese nadie y, de pronto, te has atrevido a abrirla. ¿No sabes que no puedes estar por aquí tú sola?

—Por favor, no se lo digas a nadie. Nuria había recuperado la serenidad, aunque no dejaba de sentirse inquieta. C2

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era su amiga y tendría que acabar confiando en alguien, aunque todavía era pronto para hablar claramente con ella y explicarle algunas cosas que desconocía sobre C3.

—Ya sé que no debería estar aquí, pero tengo que recuperar algo que perdí el otro día, cuando me llevaron a la enfermería.

—Pues te acompaño —le dijo C2—. Mejor es que pesquen a dos que no a una sola, ¿no te parece?

Nuria se sintió mejor. Quizá tuviera razón su amiga. Entre ambas podrían inventar una buena excusa si alguien las encontraba por allí. Además, recordó que todo lo que estaban diciendo quedaba registrado en algún sitio; tarde o temprano, el Instructor Mayor o alguno de los de su equipo se encargarían de llamarles la atención y quizá también les impondrían un castigo. Si eso no era suficiente, con la señal de localización que emitía la pulsera se suponía que en pocos minutos algún instructor aparecería por allí para mandarlas de regreso a su zona.

—¿Estás segura de que nadie te ha visto entrar aquí? —le preguntó. —Por lo menos, más segura de lo que tú estabas me parece que sí —le contestó

C2, sonriendo—. Nadie ha salido por esa puerta después de que yo lo hiciese. Avanzaron por el pasillo y abrieron una rendija de la entrada al gran recibidor.

Estaba vacío. Todo el mundo debía de estar en el comedor. Dejaron el pasillo y pasaron al vestíbulo.

—¿Me puedes decir qué es lo que se te ha perdido? —le preguntó C2. —Una cosa —contestó Nuria. —Pero, chica, ¿te cuesta tanto decirme lo que es? Ése no era el momento para entrar en detalles y se le ocurrió una idea. —Vale. Se trata de un pendiente que no encuentro. Estoy casi segura de que se

me cayó en el aseo que hay ahí —dijo, señalando la puerta—. Entré un momento antes de que me revisasen el pie y, al lavarme la cara, noté un pequeño ruido, pero no le di importancia. Ahora ya sé de qué se trataba.

—Pues te acompaño a buscarlo. Entre las dos, tardaremos menos. —¡Nooo! —le gritó Nuria. C2 se asustó de la reacción de su amiga. —¡Caray! Que no me lo voy a quedar, mujer. ¿Para qué quiero yo un pendiente

desparejado? —Perdona —se disculpó Nuria—. Lo buscaré yo sola. Gracias. Tú, quédate aquí

y, si oyes que viene alguien, me avisas, ¿vale? C2 no tuvo más remedio que permanecer en la puerta del cuarto de baño

mientras su amiga buscaba el pendiente perdido. Después de un par de minutos, Nuria salió del aseo.

—¿Qué? ¿Lo has encontrado? —¡Qué va! Han debido de barrer el suelo y no queda ni rastro. —¿Y qué podemos hacer? —le preguntó C2, visiblemente preocupada. Le fastidiaba haber tomado el pelo a su amiga, que aún seguía pensando en el

pendiente perdido, pero no había tenido más remedio que hacerlo. C2 era la bondad en persona. Veía en ella un reflejo de sí misma; pero sólo de su parte buena, ésa que se sentía incapaz de negarse a prestar su ayuda cuando alguien se lo solicitaba. Al fin y al cabo, corría la misma sangre por sus venas.

Nuria no sabía si proseguir con el plan de investigación que había pensado o dejarlo para otro momento. Quizá no se presentase de nuevo una circunstancia como ésa. Había que aprovechar la oportunidad y juzgó que lo más oportuno era continuar con su exploración.

—No te preocupes por el pendiente; olvídalo —le contestó—. Pero, ya que estamos aquí, tengo mucha curiosidad por conocer qué hay más allá de esa puerta.

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—Tú no sabes dónde te estás metiendo. —¿Y qué puede pasarnos? ¿Qué nos dejen un día a pan y agua? Pues nada, nos

servirá para adelgazar un poco y cuidar la línea. ¿Vienes o no? C2 se mostró dubitativa, pero al final se decidió. —Vamos. El corredor que arrancaba al otro lado del recibidor sólo tenía ventanas en el

lado izquierdo, según avanzaban desde el vestíbulo. Nuria supuso que la parte derecha debía de estar ocupada por parte de la enfermería, ya que en toda la pared sólo había una puerta, casi al final del pasillo. Era una puerta metálica, con toda la apariencia de ser la entrada a un almacén.

Lo más interesante fue lo que descubrieron al echar una mirada a través de las ventanas. Ahí encontraron la supuesta fábrica o explotación que servía de careta para las personas ajenas al recinto. Había tanques de diferentes colores y tamaños y una infinidad de tubos que circulaban por toda la extensión de la planta, uniendo unos depósitos con otros. Un edificio de cuatro pisos, pared con pared con el que les servía de residencia, limitaba la explanada hacia el norte. A continuación de ese edificio, se levantaba un muro de unos tres metros de alto, en el que se encontraba la puerta principal del complejo. Se sorprendieron del pequeño tamaño de la factoría o lo que demonios fuera eso. El espacio ocupado por las instalaciones quedaba cerrado hacia el sur con otro muro, mucho más alto que al anterior, con el que hacía esquina, y que debía de terminar muy cerca de la puerta de seguridad en la que acababa el pasillo donde se encontraban. La visibilidad que tenían desde su posición no llegaba a más. Los que mandaban allí no temían que alguien tratase de escapar por el muro que tenían enfrente, aunque ni Nuria ni su compañera estaban tan seguras de lo mismo en lo que se refería a la zona sur.

Las dos dieron un respingo cuando observaron lo que había al otro lado del muro que rodeaba esa zona. Desde la explanada de la factoría no era posible ver la malla de alambre de espino enrollado que lo recorría en toda su longitud porque se encontraba en la fachada interior de la pared, casi en lo más alto. Daba la impresión de que estaba dispuesta así, en primer lugar, para no ser vista desde el otro lado y, a la vez, como si tratara de evitar que lo que estuviera ahí recluido no pudiera nunca llegar a saltar el muro. Su situación les permitía observar gran parte de esa zona de las instalaciones.

Todo lo que alcanzaba su vista estaba limitado por el mismo muro que las separaba de la explanada de la fábrica. Por debajo de la barrera de púas había una pasarela, a modo de antepecho, igual a la que Nuria había visto junto a las paredes de la explanada en la que hacían deporte. Dos hombres armados con rifles, con todo el aspecto de ser guardias de seguridad, estaban apoyados en la barandilla y miraban hacia el interior de ese área del recinto. Se trataba de un espacio más o menos cuadrado, ocupado en parte por un edificio del que sólo podían ver parte de la fachada que daba al muro. La puerta que había al final del pasillo daba directamente a ese edificio. Probaron a abrirla pero estaba cerrada con llave.

—¿Qué pueden guardar ahí? —No lo sé. Seguramente es el sitio donde meten a las chicas traviesas como

nosotras que están donde no deben —le contestó Nuria. A continuación, llevó su dedo índice a los labios de su amiga para indicarle que

guardara silencio. Luego, tapó con el dedo pulgar el agujero que había junto a la tecla almohadilla de su pulsera y, utilizando la otra mano, hizo lo mismo con el orificio de la que ella llevaba.

—Esta noche hablamos —le dijo—. Ahora continúa como si no te hubieses extrañado de nada.

213

C2 asintió con la cabeza. Estaban a punto de emprender el camino de vuelta cuando vieron por la ventana

de la galería cómo se abría la puerta de la fábrica. Entró un camión del que se apeó un grupo de hombres que empezaron a descargar la mercancía que traían: alimentos, medicinas, material de oficina y todo lo imprescindible para cubrir las necesidades del complejo durante los próximos días. Dejaron a aquellos hombres con su trabajo y volvieron sobre sus pasos, de regreso a la sala de descanso. Inexplicablemente, no se cruzaron con nadie en su camino de vuelta. Todavía tuvieron tiempo para jugar una partida a las cartas antes de empezar con las clases de la tarde.

El timbre que anunciaba la hora de irse a la cama acababa de sonar. Se apagó el

televisor, los chicos recogieron los libros y tebeos y guardaron los tableros de juegos hasta el día siguiente. Estaban abandonando el salón, cuando apareció I5 y cogió del brazo a Nuria y a C2.

—Venid conmigo un momento. La acompañaron —no tenían otro remedio— hasta el despacho del Instructor

Mayor. Ya se lo esperaban. Lo que les había extrañado era que hubieran tardado tanto. IM, de muy buenas maneras pero en un tono contundente, les dijo que habían sido descubiertas en una zona prohibida y exigía una explicación de inmediato. «¡Qué hipócrita! Con lo que han escuchado a través del micrófono de la pulsera lo sabe perfectamente», pensó Nuria.

La chica repitió el cuento del pendiente perdido y pidió mil excusas. Prometió que no volvería a hacerlo y suplicó que disculparan a su compañera. Sólo ella había sido la causante de ese desorden. Esperaba que les preguntase también acerca de su pequeño viaje a través del pasillo que daba al edificio sur, pero IM no lo hizo. Mejor; así él mismo no tendría que inventarse alguna historia que justificara la alambrada que habían visto, y ellas se libraban de ser interrogadas sobre algo que no terminaban de entender.

—No me gusta que los internos anden sueltos por el recinto —dijo IM a I5 una

vez que ésta regresó, después de dejar a las dos chicas en su dormitorio—. ¿Dónde podían estar cuando se preguntaron lo que podíamos guardar «ahí»? ¿De qué lugar podían estar hablando?

El Instructor Mayor no podía disimular su disgusto por lo que había ocurrido esa tarde. Lo que más le irritaba, por encima de todo, era que nadie se hubiera enterado.

—No sabría decirle a qué se referían, señor —respondió I5. —¿Todavía no guarda memoria el ordenador sobre la posición de cada interno? —No, señor. La información que tenemos sobre la localización de cada uno de

los chicos es únicamente la actual. Llevamos tiempo detrás del programador para que resuelva el problema, pero no hay modo de hacerle venir. No le gusta trabajar para nosotros.

—¿Y no hay nadie en toda la instalación que sea capaz de arreglarlo? —preguntó IM.

—Lo siento, Mayor, pero ninguno de los instructores sabe cómo hacerlo. —Hable con I7 de mi parte y dígale que necesitamos que ese informático venga

como sea. Le pagaremos lo que pida. No podemos continuar sin conocer dónde ha estado cada interno a lo largo de las veinticuatro horas del día.

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—Mañana mismo lo haré. IM sabía que todo se había debido a un descuido de I1 y de I2, que deberían

haber estado atentos a los movimientos de los muchachos. Era su única función en todo el día. Habían abandonado la sala de control una media hora para almorzar juntos, precisamente en el momento en el que las dos chicas salían del salón. Conocían de sobra que uno de los dos debía permanecer siempre de guardia, pero ese día se saltaron la norma. Ya había hablado con ellos del asunto, dejándoles claro que de ninguna manera podían abandonar la vigilancia de los internos un solo instante.

—¿Hemos tenido últimamente algún problema con las grabaciones? —No, ninguno. El programa funciona a la perfección. Gracias al sistema experto

instalado, los vacíos se ignoran y las palabras clave son localizadas enseguida. Aún así, los instructores 1 y 2 necesitan varias horas cada noche para repasar todas las conversaciones. —I5 conocía bien el sistema de escucha—. Por otro lado, casi nunca se descubren diálogos que puedan preocuparnos. Conocemos perfectamente quiénes son los más reticentes, pero sólo son capaces de hablar y fanfarronear; no pueden hacer nada más.

—De todas formas, me preocupa que esto ocurra —le confesó IM—. No debería pasar. Al menos, deberíamos conseguir que los muchachos sean felices aquí. Hemos de evitar a toda costa que se sientan como en una cárcel.

—Ninguno, Mayor, ha oído jamás esa palabra ni sabe, por tanto, qué quiere decir. Toda la información que les llega a través de la televisión o de las imágenes y diálogos que escuchan en las clases se examina minuciosamente para que jamás oigan palabras como libertad, emancipación, rebeldía, prisión, guardián... Esas ideas les resultan completamente desconocidas.

—Sí, ya lo sé, I5, y pienso que ese trabajo se está haciendo bien. Pero deberíamos pensar en los motivos por los que chicos como B1 se convierten en lo contrario de lo que pretendemos: unos rebeldes. Los ejemplos que les mostramos son de sumisión y de obediencia a las leyes y les enseñamos a vivir en paz unos con otros.

—No olvide, Instructor, que el deseo de libertad no es algo que haya que aprender: es innato al hombre y, por eso, no es extraño que surjan reacciones frente al sistema —repuso la mujer.

—Quizá estemos intentando algo imposible. —Es probable, Instructor Mayor. IM tenía ganas de desahogarse con alguien. —Sabe, número 5, que confío en usted más que en otros compañeros suyos y

que, por ese motivo, puedo hablarle con mayor franqueza. A pesar de las dificultades que plantean los muchachos, el trabajo que estamos llevando a cabo en este lugar debe continuar realizándose con la mayor perfección y con el mismo nivel de secreto. Ya sabe que estas instalaciones han servido durante muchos años como pretexto para que nadie de fuera se haya extrañado nunca de oír y ver a niños por aquí: usted misma aparece como esposa de I2 y tiene a varios de los chicos asignados como hijos.

I5 lo sabía y nunca le había agradado la idea, pero eran las condiciones de su trabajo.

—El hecho de que todos los instructores tengan un puesto aquí como profesores de la escuela para los hijos de los trabajadores o como personal auxiliar del complejo puede contribuir a que se cree cierta familiaridad entre ustedes y los chicos. Sin embargo, no hemos de bajar la guardia: debemos seguir conservando y mejorando el sistema de seguridad y es preciso continuar manteniendo las distancias con los muchachos. Por eso, hemos de tenerles controlados si queremos que nuestra empresa continúe como hasta ahora.

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—Tiene toda la razón, Instructor Mayor. —Me alegro de que me comprenda, I5. Ha sido muy amable por su parte

escucharme. Buenas noches y no se olvide de hablar mañana con I7. — Buenas noches, Mayor —dijo I5, mientras abandonaba el despacho. La instructora número 5 ya sabía que era una de las personas en las que más

confiaba IM. Pero eso no era obstáculo para que empezase a sentirse asqueada por la vida que llevaba dentro del recinto. Se había permitido el lujo de pensar por su cuenta y, cada día que pasaba, experimentaba con mayor intensidad el rechazo que le provocaba lo que veía a diario en ese lugar. No eran de extrañar conductas como la de ese chico del que se quejaba IM. El mundo irreal que se había creado para los internos se le hacía cada día más insoportable y había llegado a desafiar a su propia conciencia, poniendo en tela de juicio todo lo que estaban realizando en Ville Blanche. ¿Con qué derecho mantenían encerrados y engañados a aquel grupo de muchachos? Era una pregunta que se hacía cada mañana, cuando se levantaba, desde varios meses atrás. Su desazón se había transformado en auténtico horror cuando sometieron al pequeño O3 a la extracción del globo ocular que serviría para curar a su hermano gemelo original. ¡Qué original! Tan original era uno como el otro, pero O3 no había tenido la suerte de ir a parar al seno de su madre, sino al vientre de una mujer que se había encargado de su gestación. No había más diferencia entre uno y otro, aunque en la vida real no fuera así.

Algo estaba empezando a cambiar en su modo de ver las cosas, pero no sabía qué podía hacer ella para arreglar todo aquello.

Nuria y su amiga llegaron a su habitación cuando C1 ya se había acostado en la

más alta de las literas, marcada con su nombre. Las luces continuaban encendidas. —¿Qué? Buena bronca os han echado, ¿no? —les saludó C1 desde su cama. —¿Y tú qué sabes? —le dijo C2. —Como que te crees que no me he dado cuenta de lo que ha pasado esta tarde.

He visto cómo os escabullíais las dos del salón. —¿Y a ti qué más te da? —dijo, de nuevo, C2—. Íbamos a buscar un pendiente

que C3 perdió el otro día cerca de la enfermería. —Vale, vale. Eso se lo contáis a otra. Estabais fisgoneando en lugares

prohibidos y eso baja mucho la nota. Seguid así, que vais muy bien. Nuria se rió en su interior. A ésta sólo le interesaba estar por encima de las

demás. Se le había escapado la primera oportunidad de salir de allí, aunque a la postre no hubiese resultado bien, y no estaba dispuesta a perderse la próxima. Recargaron la batería del brazalete, se pusieron el pijama y se acostaron.

Durante las dos horas que siguieron al momento de apagarse la luz, Nuria estuvo

luchando con todas sus fuerzas contra el sueño que trataba de apoderarse de ella. Cada cinco minutos, miraba el reloj colgado en la pared sobre la puerta del dormitorio, apenas iluminado por la luz de emergencia. Por fin, las dos agujas se juntaron en la parte más alta. En ese instante, se levantó de la cama. A esas horas de la noche todo el mundo debía de estar roncando. Sin embargo, antes de hacer nada, tomó sus precauciones; quería comprobar que C1 no se despertaría. La zarandeó ligeramente pero la chica no dio señales de haberse enterado. En el caso de que se hubiera despertado, se habría inventado cualquier excusa y tendría que haber dejado su aventura nocturna para otro

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día. A continuación, puso todo su empeño en sacar a C2 del intenso sueño en que estaba sumida. Lo consiguió, después de menearla varias veces de un lado a otro de la cama, y le hizo el mismo gesto que la tarde anterior para que no hablara.

Cuando se aseguró de que C2 estaba bien despierta, ante el asombro de su compañera, Nuria pulsó unos botones en el teclado de su pulsera y se la quitó. C2 se quedó pasmada. ¡Nunca había visto a ningún interno conseguir lo que su amiga acababa de hacer con la mayor naturalidad! Ella lo había intentado alguna vez por pura curiosidad, pero se había aburrido al poco tiempo. Iba a decir algo cuando Nuria le tapó la boca. Tomó la mano derecha de su amiga y pulsó las mismas teclas, cambiando la última: en este caso, pulsó el botón marcado con el número 2. La pulsera se desprendió de la muñeca de C2 con la misma facilidad con que lo había hecho unos segundos antes de la mano de Nuria. Sin dejar de ordenarle silencio, poniendo el dedo índice sobre su boca, dejó cada brazalete dentro de la funda de la almohada de sus respectivas camas, indicó a C2 que la siguiese y las dos chicas salieron de la habitación. Entraron en el aseo y cerraron la puerta con pestillo para asegurarse de no ser molestadas.

Una vez a salvo de miradas y escuchas indiscretas, Nuria trató de hacer entender a su hermana gemela quién era ella y qué estaba haciendo allí. Intentó explicarle con la mayor delicadeza y simplicidad posible el papel que jugaban los chicos y chicas que, como ella, se habían criado y vivían desde el principio de sus días en el recinto.

A la pobre muchacha se le cayó el mundo encima. C2 no conseguía articular palabra. ¡Lo que había vivido y creído hasta ahora era una pura y simple mentira! Todo le que había escuchado a C3 le parecía tan... increíble. Pero no. La realidad era distinta y estaba ahí afuera, esperándola. Allí mismo tenía a Nuria; la auténtica Nuria, a quien trataba de imitar y conocer lo mejor posible para sustituirla el día que fuera necesario. No le hacían falta pruebas. Le había bastado ver cómo se había liberado del brazalete sin ninguna dificultad, sabiendo lo que hacía, con total soltura.

Nuria, no obstante, quiso enseñarle el localizador que ahora le iba a servir para intentar escapar de allí, usándolo como teléfono móvil. Lo había escondido en el aseo más próximo a su dormitorio. Le habló de Álvaro, a quien ya conocía por las sesiones audiovisuales, y de las circunstancias que le habían llevado a sospechar de la existencia de un lugar como ése, donde ahora se encontraba. Le habló también del micrófono oculto en la pulsera, explicándole la manera de anularlo, y del sistema de localización que había en el recinto gracias a la señal emitida por el brazalete. Por último, como para terminar de convencerla, le mostró su tobillo, completamente sano.

—Pues yo vi cómo te lo retorcían —dijo la muchacha, desconcertada. —Te repito que ésa no era yo. Fue a la auténtica C3 a quien lesionaron. —¿Y cómo lograron producir cuatro hermanas gemelas? —No te lo puedo decir porque lo ignoro. Lo único que sé es que llevamos la

misma sangre y que ahora debemos permanecer más unidas que nunca. Quedaron en seguir comunicándose a iniciativa de Nuria, siempre por la noche y

en el mismo sitio, o por escrito, con notas breves que deberían hacer desaparecer nada más leer su contenido.

Antes de regresar a la habitación, C2 le preguntó a su hermana: —¿Entonces no era cierto que estabas a punto de morirte? —No. Todo fue una invención para poder llegar hasta aquí. —¿Por qué lo has hecho? Estabas muy bien y muy segura en tu casa. —¿Tú qué habrías hecho? —le respondió Nuria—. Pensé que era mi obligación.

No podía permitir que una hermana mía estuviese más tiempo encerrada y sin posibilidad de conocer la verdad. Además, tenemos unos padres estupendos que nos esperan en casa. Te encantará conocerlos.

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—Gracias —le dijo C2—. Muchas gracias por haberte atrevido a llegar hasta aquí.

La muchacha le dio un beso en la mejilla a su hermana, venida de fuera para ayudarla. Estaba prohibido entre los mayores y no lo había hecho con nadie desde que dejó el grupo de pequeños; pero en ese momento se sentía realmente querida por alguien y no se le ocurrió otro modo de manifestarlo.

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Capítulo 30 Los acontecimientos se iban desarrollando conforme a los planes trazados.

Álvaro había recibido una llamada de Nuria un par de días después de que la dejase a las puertas de la UR. Hablaba en voz muy baja y sólo pudo decirle que se encontraba bien y que volvería a llamarle en cuanto le fuera posible. También le preguntó en qué lugar del mundo estaba. «Te han llevado a Argelia. Lo siento, pero el localizador dejó de emitir cuando entraste en África y no sé con exactitud dónde te encuentras», le contestó Álvaro. A la chica no le gustó la respuesta, pero no podía hacer nada para remediar su situación. Tuvieron que cortar la comunicación y despedirse hasta la próxima vez. Después de tres días mantenida en observación, C3 regresó a su casa. Álvaro aprovechó la primera oportunidad que tuvo para explicarle detenidamente a la muchacha lo que él había tenido como simples conjeturas y que con su presencia allí se habían transformado en certezas. Le expuso el plan que había ideado con Nuria y el papel que ahora le tocaba a ella representar. C3, por su parte, le contó con detalle todo lo que le habían enseñado en el internado desde pequeña. Álvaro le confirmó la inexistencia de la ley del año 91, que ella tomaba como el origen de su situación en el mundo. —O sea, que todo es mentira —dijo la chica, consternada. —Ya sé que es un golpe muy duro aceptar lo que te estoy diciendo, pero no tienes más remedio que hacerlo: es la verdad. —Álvaro. Estoy muy asustada —le confesó C3— y no sé si sabré hacer las cosas bien.

—No debes preocuparte —procuró tranquilizarla el médico—. En el lugar de donde provienes te han preparado para hacerlo. Ya verás como no te pasa nada.

—¿Hasta cuándo tendré que estar fingiendo ser quien no soy? —preguntó la chica, preocupada.

Álvaro no tenía respuesta para esa pregunta. —No lo sé —le respondió—. Lo siento de veras. Sabes que puedes contar

conmigo en cualquier momento, pero no debes confiar en nadie más. —Te figuras que llegas a un lugar donde te están esperando con los brazos

abiertos —C3 parecía estar hablando para sí misma—, y resulta que soy una intrusa. Encima, si me descubren como impostora, nadie sabe lo que me puede pasar. —No dejaré que te ocurra nada. Te lo prometo.

Álvaro había conseguido que nadie se inmiscuyera en el seguimiento que estaba haciendo a la enferma. Alarcón prefirió no intervenir, ya que, al fin y al cabo, Álvaro era el artífice de la curación de Nuria y había demostrado saber más que cualquiera. De ese modo, ningún médico planteó la necesidad de hacer un TAC ni ninguna otra prueba, que podrían haber puesto en evidencia que algo raro estaba sucediendo, ya que los resultados no reflejarían ningún síntoma de la enfermedad que Nuria seguía padeciendo. Sus padres la visitaron a diario durante los días que estuvo ingresada. Recibieron con enorme alegría la noticia de que por fin se la podían llevar a su casa.

Álvaro había podido comprobar que la torcedura era real en el caso de la chica que tenía a su cargo. La mañana del día en que le dieron el alta le propuso echar una mirada al tobillo y constató que lo tenía todavía hinchado. Afortunadamente, la lesión no era importante y se curaría pronto. En un par de días podrían quitarle la venda y la férula. Sintió compasión por ella; alguien, en el sitio del que venía, era capaz de producirle un daño físico con tal de que sirviese para sus propósitos.

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Llevaba esperando varios días noticias de Nuria. No entendía tanto retraso y se

estaba temiendo que podía haberle ocurrido algo grave. Cuando vio en la pantalla del antiguo móvil de Jaime la palabra «Nuria», le dio un vuelco el corazón de la alegría. Eran las once y media de la noche.

—¿Nuria? —¿Álvaro? Sí, soy yo. —¿Cómo estás? ¿Te están tratando bien? —Sí, perfectamente. La voz era apenas un susurro. Álvaro supuso que debía de llamarle desde algún

lugar seguro, pero con la incertidumbre de ser descubierta en cualquier momento. —Estoy haciendo lo posible por llegar hasta ti —le dijo, para tranquilizarla. —Ya me lo figuro —le aseguró Nuria—. No temas; estoy bien, me tomo la

medicación y ya me he hecho algunos amigos. Le refirió en pocas palabras la vida que llevaban en el recinto, le habló del resto

de los internos y de los instructores y le resumió el contenido del libro que había leído. De momento, nadie parecía haber notado el cambio.

—¿Y qué tal lo está haciendo mi doble? —Soltó una pequeña risita al preguntarlo.

—El tiempo que ha estado en el hospital ha actuado a la perfección. Se ve que es tan buena actriz como tú. Ella también me ha contado todas las mentiras entre las que ha vivido toda su vida. Me parece que ha encajado bien el golpe, aunque está muy asustada.

—¡Claro! Como yo aquí los primeros días. —Por cierto, me han invitado sus padres... —Querrás decir «mis» padres. —Perdona, pero te equivocas —la corrigió Álvaro—. Son tan padres suyos

como tuyos, aunque a ella no la conozcan. —Tienes razón. Soy una egoísta —reconoció Nuria—. Va a ser difícil

acostumbrarse a esto. Me decías que te habían invitado mis padres. —Sí. Me han dicho que vaya a comer con ellos el domingo. Quieren devolverme

el favor de haber arrancado a su hija de las garras de la muerte. —Pues te recuerdo que aún te queda trabajo. Otras hijas suyas se encuentran

perdidas y encerradas en un país de África y especialmente una se acuerda mucho de ellos. ¿Se lo dirás de mi parte?

Álvaro se alegró al comprobar que la muchacha no había perdido su sentido del humor, a pesar de su complicada situación.

—Descuida. Les daré recuerdos. —Había que terminar—. Eres muy valiente, Nuria. Confía en mí. Te sacaré de allí enseguida, pero antes tengo que convencer a algunas personas de lo que está ocurriendo.

—Álvaro, no dejo de soñar ni un solo día con el momento en el que aparecerás aquí para llevarme de nuevo a casa. Si no confiase en ti, ¿me habría metido en este embrollo? Te volveré a llamar en cuanto pueda.

La comida en casa de los padres de Nuria fue muy agradable. No sabían cómo

volcarse en atenciones para compensar el trabajo que el joven doctor había realizado. La chica —Álvaro no sabía cómo llamarla— se había aprendido muy bien la lección. La

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información recibida a través de las imágenes grabadas y, sobre todo, a través del micro del brazalete había sido bien asimilada por la mente de la muchacha y ése era el momento de ponerla en práctica. Sus padres disfrutaban de la compañía de «su hija» como si nada hubiera pasado.

Aprovechó la visita para volver a hablar con C3 y ayudarle un poco más a comprender lo que había sucedido con Nuria. Estaban tomando café, cuando pidió a la joven que le dejase usar su ordenador para enviar un mensaje urgente a un amigo que lo estaba esperando. La chica se extrañó, pero le acompañó a su habitación. Álvaro le hizo un gesto indicándole que cerrase la puerta y C3 lo hizo así. Encendió el ordenador y esperó a que apareciese el cuadro «Enter password». C3 conocía la clave de entrada porque en una ocasión Nuria se la había dicho a su madre y el dato no cayó en saco roto. Tecleó la contraseña.

—Es tuyo —le dijo la chica. Álvaro sacó un pequeño pedazo de plastilina y lo aplicó sobre el orificio del

micrófono. —¿Cómo va todo? —le preguntó Álvaro, mientras se sentaba delante del

ordenador—. No tengo intención de enviar nada a nadie. Sólo ha sido una excusa para mostrarte una cosa.

C3 se encogió de hombros y dijo: —De momento, no parecen haber notado nada. Procuro hablar poco para no

meter la pata y escuchar atentamente lo que me dicen mis padres. —Perfecto. ¿Sabes qué es internet? La chica se sorprendió de la pregunta. —Sí, claro. Salía en algunas películas que veíamos en el internado. —¿Y conoces su funcionamiento? —No. Allí disponíamos de ordenadores y algunos aprendimos a usarlos, pero

nunca entramos en internet. —Te voy a enseñar lo imprescindible. De ese modo, podrás acceder a los

mensajes que envié a Nuria. En ellos leerás cómo trazamos el plan que la ha llevado a ocupar tu puesto en Argelia.

En unos minutos, Álvaro le explicó lo suficiente para enviar, recibir y leer mensajes. Le mostró el primero que había mandado a Nuria y toda la lista que seguía al que había sido su primer contacto.

—Después de leerlo todo, bórralo. Le indicó el modo de hacerlo y salieron del cuarto. —Perdonen que hayamos tardado tanto —se disculpó—. Es que el acceso a

internet iba un poco lento y me ha costado más de lo que pensaba escribir el mensaje a mi amigo.

—No pasa nada, hombre —le dijo Javier, el padre de Nuria. —Tengo que confesarles que me siento realmente contento y satisfecho por

haberles devuelto a su hija en perfectas condiciones. Supongo que saben a qué me refiero: estuvo a punto de ser ingresada en la Unidad de Regeneración y ya conocen cómo vuelven de allí.

—Sí —intervino Montserrat—. Con la cabeza vacía como la de un niño. Por cierto, nos extrañó una cosa la primera noche que pasó de nuevo en casa.

—¿A qué se refiere? —No sabía cómo quitarse la pulsera para recargar la batería. ¿Verdad, cariño?

—dijo, dirigiéndose a C3. La chica no dijo nada. —Se la tuve que quitar yo; y también tuve que ponérsela y fijar el cierre.

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—Bueno, yo no le daría demasiada importancia —la tranquilizó Álvaro—. Alguno de los fármacos que he tenido que administrarle puede producir pérdidas temporales de memoria. Quizá no se acuerde durante una temporada de personas conocidas o no se apañe con actividades que siempre ha sabido desarrollar sin dificultad. Pero en unos días se le pasará. No hay nada que temer.

Acabaron de tomar café y Álvaro se excusó diciendo que tenía una cita veinte minutos después en la otra punta de la ciudad y debía marcharse si no quería llegar tarde. Le acompañaron hasta la puerta, como la última vez que había estado allí con la doctora Alarcón.

—Voy a tener que acompañarle hasta el portal —le dijo la madre de Nuria—. El portero no está hoy y se necesita llave para salir.

Bajaron juntos en el ascensor. Cuando se abrieron las puertas, salieron al amplio recibidor de la finca y, al pasar junto a un pequeño sofá, la mujer cogió del brazo a Álvaro y le invitó a sentarse. Parecía que quería decirle algo.

—Álvaro. —Era la primera vez que le llamaba por su nombre—. Necesito manifestarle algo importante. No he querido hacerlo en casa para no alarmar a mi marido, y pienso que si hay alguien con quien debo hablar de esto es con usted.

El joven médico se encontraba perplejo ante la inesperada petición de la mujer. —La niña que volvió a casa hace unos días desde el hospital no es mi hija.

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Capítulo 31

—¿Me pone con el inspector Agulló? —¿De parte de quién? —De Álvaro Costa. —Un momento, por favor. Era lunes, a primera hora de la mañana. La llamada la estaba haciendo desde el móvil de Jaime. El otro, el posible espía, lo conservaba en su casa bien guardado por si en algún momento llegaba a serle de utilidad. —¿Álvaro? —Sí, soy yo, Paco. ¿Has avanzado con los de arriba? —Debes reconocer que es una historia que resulta difícil de creer, Álvaro. Necesitaría más tiempo y algo con mayor fundamento que corrobore lo que me has contado. —Paco, te he mandado toda la información de la que dispongo. —El tono de Álvaro revelaba claramente la frustración que sentía. No tenía ninguna sensación de que el policía estuviese de su parte—. Ahí tienes un montón de datos que hacen sospechoso a ese hospital de actuaciones poco lícitas. Tienes mi testimonio escrito y firmado de lo que ha ocurrido con Nuria. ¿Qué más necesitas? —Lo que quiero es no dar un paso en falso. —Ayer estuve comiendo en casa de los padres de Nuria. —¿Por qué dices «de los padres de Nuria»? ¿Es que no estaba ella? —Ya te he dicho mil veces que se trata de un clon. No sé cómo lo habrán conseguido, pero te repito que no es ella. La propia chica te lo podría contar, como lo ha hecho conmigo. Me ha explicado cómo era su vida en el lugar de donde procede y tienes que creerme si te digo que se trata de una mentira muy bien montada. Nuria se encuentra ahora en algún lugar de Argelia, cerca de Orán. —Eso del clon me lo tendrás que explicar mejor. ¿Cómo quieres que se lo crean los que mandan si ni yo mismo lo entiendo? Y lo de la historia que te ha contado esa chica, me gustaría escucharlo en primera persona. Álvaro estaba comenzando a desesperarse. —Te voy a dar dos noticias frescas —le dijo—. A ver si te sirven de algo. La primera: la chica que vive con los padres de Nuria no sabe quitarse la pulsera, cuando es algo que Nuria ha hecho todos los días durante los últimos meses. Lo ha tenido que hacer su madre, al menos las primeras noches. Recuerda que se necesita teclear un código: sencillamente no se acordaba. O mejor diría: pienso que nunca lo ha sabido y que jamás se la ha podido quitar en el sitio desde el que ha venido. Debe de ser el modo de tener localizados a todos los chicos donde quiera que los tengan escondidos. Acuérdate de que emite una señal de seguimiento. Además, aunque procura mantenerse callada y hacerse pasar por Nuria lo mejor que puede, no puede evitar que se le escapen preguntas desconcertantes sobre asuntos de lo más normal, que cualquier niño de cinco años ni se plantea. Es como si hubiese venido de otro planeta. —¿Y la segunda? —Escucha esto y no necesitarás oír la historia que me ha contado la muchacha. Te la contará otra persona. Álvaro se había tomado la libertad de grabar las dos conversaciones que había mantenido con Nuria a través del teléfono móvil instalado en el localizador. Pulsó el botón del Play y aplicó el altavoz al articular. Cuando terminó la reproducción, le preguntó a Paco: —¿Sabes de quién es esa voz?

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—No, pero me lo figuro. —¿Te parece que está fingiendo?

—No —contestó Paco, convencido de lo evidente—. Lo siento, Álvaro. Tendrás que perdonarme por no haber tomado este asunto más en serio hasta ahora.

Tras una breve pausa, continuó. —Te creo. Y te aseguro que vamos a llegar hasta el fondo.

Álvaro se sintió nuevamente animado. —Envíame por e-mail lo que me acabas de contar junto con una copia de la grabación —le pidió el policía—. Te prometo que voy a poner todos los medios para que esto llegue a las personas que pueden tomar decisiones y consigamos resolverlo cuanto antes. —Gracias, Paco

Ya se iba a despedir cuando recordó algo más. —Por cierto, incluye en tus planes convencer a alguien para que estudie la zona

desde el cielo. —¿Qué quieres decir? —Quizá haya algún satélite que pase por encima del lugar donde tienen a todos los clones y se puedan hacer fotografías. —Sí, claro. Pero, como comprenderás, para eso primero hay que conocer las coordenadas de ese sitio. —Eso corre de mi cuenta. Tú ve moviendo hilos para conseguirlo —le dijo Álvaro—. De aquí a unos días espero tener la posición exacta. Te llamaré para decírtela. ¡Ah! Se me olvidaba una cosa: me harías un gran favor si te comprases un móvil; facilitaría que te localizase en cuanto te necesite. —La verdad es que tengo uno desde hace tiempo, por lo mucho que me ha insistido mi jefe en tenerme localizable —confesó Paco—. Tendré que romper algunas reglas. Nunca he dado el número a nadie ajeno a la policía o a mi familia, pero creo que ésta es una excepción que debe tenerse en cuenta. Toma nota. Álvaro grabó el número en su móvil. —Muchas gracias, Paco. Estaremos en contacto.

Álvaro no había contado a Paco la comprometida situación por la que había pasado el día anterior. Había sentido cómo se le cortaba la respiración cuando la madre de Nuria le dijo que no reconocía a su hija en la chica que vivía ahora con ellos. Se lo tenía que haber figurado: es imposible engañar a una madre tan fácilmente sobre su propia hija. Se estaba preparando para hacer una confesión completa de lo que había sucedido, cuando Montserrat continuó:

—Entiéndame bien. Nuria sigue siendo Nuria, pero no es la misma desde que sufrió ese percance, con todo lo que vino después.

Álvaro respiró tranquilo. Afortunadamente, no se trataba de lo que se había imaginado. La mujer continuó explicándole lo que sentía.

—Nuria era una chica simpática y habladora, y ahora no suelta palabra. Y cuando lo hace, me pregunta por cosas rarísimas, como si acabase de llegar al mundo.

—No debe preocuparse, de verdad —le dijo Álvaro—. Ha pasado por varios ataques similares a los que sufre una persona epiléptica, aunque éstos son de otra naturaleza. Y, la verdad, debo confesarle que no sé hasta qué punto han podido afectarle a la memoria y a otras facultades de las que antes disfrutaba sin problemas.

—¿Es por la enfermedad? — le había preguntado la mujer.

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—Sin duda. Y lo peor es que, con todo lo que ha ocurrido, la doctora Alarcón ha decidido que se retrase su ingreso en la Unidad de Regeneración hasta que pase un tiempo oportuno.

Álvaro había convencido a la doctora de que era lo mejor para Nuria. El motivo que había dado para ello era que la chica necesitaba tiempo para recuperarse y que él debía hacer un estudio más profundo para evaluar el avance de la leucodistrofia que padecía. En realidad, lo que Álvaro pretendía era mantener alejada a esa chica de la UR por todos los medios. Había podido comprobar durante sus tres días de convalecencia en el Nou que, aparte del tobillo lesionado, esa joven estaba completamente sana. No presentaba ningún síntoma de la enfermedad que Nuria sufría. Cuanto más lejos estuviese del hospital, mucho mejor.

—Comprendo cómo debe de sentirse, Montserrat, pero tendrá que acostumbrarse.

Álvaro se había dirigido a ella usando el nombre de pila de la mujer, para mostrarle mayor confianza.

—Mientras no podamos iniciar el tratamiento que nos lleve a liberarla de su enfermedad, tendremos que seguir con la medicación habitual.

—¿Se curará, Álvaro? —Eso quiero y espero. Montserrat le tomó la mano entre las suyas y le dijo: —De nuevo, muchas gracias por lo que está haciendo por nuestra hija. De todo

corazón.

Ahora que compartía su secreto con C2, Nuria se encontraba más acompañada. Sin embargo, no podía evitar sentirse intranquila. Si ella había tardado tres días en desvelarlo, su hermana podría hacerlo en menos tiempo incluso. Quiso asegurarse de que guardaría silencio mientras fuera necesario. Por eso, al día siguiente de su charla nocturna en el aseo, le dejó una nota escrita dentro del cuaderno de apuntes que solía utilizar. El texto era muy sencillo: «Por lo que más quieras, no hables con nadie hasta que yo te diga». Esa misma tarde, Nuria vio la misma nota dentro de la libreta que usaba ella en clase: «Fíate de mí. Llevo toda mi vida viviendo engañada y ahora que voy a poder conocer la verdad, no te voy a fallar». Metió el papel en un bolsillo de su mono y aprovechó la primera oportunidad que tuvo para romperlo en mil pedazos y tirarlos al inodoro. Podía confiar en ella.

Como en todas las comidas tenía de vecino a B1, acabó por trabar amistad con él. La impresión que le había causado el primer día fue desvaneciéndose y acabó por convencerse de que era un buen tipo. La cercanía entre chicos y chicas durante las comidas y los ratos que estaban en el salón de descanso sin duda habría provocado que saltase la alarma de la que C2 le había hablado al principio de su estancia allí. Se enteró después de que, como eran zonas vigiladas por cámaras, y éstas a su vez por algún instructor, se desactivaba en esos espacios de tiempo el aviso de proximidad entre varón y mujer. Después de todo, no le parecía mala norma de funcionamiento, aunque le disgustase el control tan férreo al que estaban sometidos.

En alguna ocasión, mientras charlaba con B1, estuvo a punto de escapársele un comentario sobre el estado en que había quedado su compañero B2, después de pasar por la Unidad de Regeneración. Se acordaba de la pregunta que le oyó hacer el primer día que pasó en el internado y quería que supiera la verdad. Pero no era ése el momento.

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El original seguramente había muerto después del brutal ataque que había sufrido. La memoria del suplente, B2, según sabía por Álvaro, había sido borrada. Ése era el procedimiento previsto por los de la UR para que los que llegaban desde donde ahora se encontraba no pudieran revelar nada acerca del recinto y de los años pasados en él. El pobre muchacho había tenido que aprender de nuevo a leer y escribir, y no reconocía a nadie. La cara de alelado que tenía en la foto de la página web del Nou mostraba a las claras que el tratamiento —el famoso electrochoque— le había dejado marcados sus efectos destructores.

B1 continuaba haciendo comentarios despectivos sobre su situación y apenas estudiaba. Seguía llegando tarde a las sesiones y no dejaba de denigrar a los instructores y a los números uno de cada grupo de letras.

—Son unos meapilas —le dijo a Nuria durante una comida—. Y me alegro por ti de que esa tonta de C1 quiera ser de por vida la primera de las C. Así mejor, que se vaya cuanto antes.

B1 sabía que la primera de las C no se perdía palabra de la perorata que estaba soltando, pero le daba igual. La chica, por su parte, lo despreciaba y no entraba al trapo. Sin embargo, no desaprovechaba la ocasión para meterse con C2 y con Nuria. Uno de los peores momentos fue cuando, durante la cena del día siguiente a la aventura vivida más allá del vestíbulo de la enfermería, le dijo con toda claridad: —Lo del pendiente perdido, C3, no se lo cree nadie. —Nuria se quedó con la cuchara a medio camino entre el plato y su boca—. Tú siempre llevas el mismo par de pendientes y nunca te he visto con uno solo. O sea que ya me contarás algún día qué hacías en la zona de la enfermería. Si hubiera podido, la habría estrangulado allí mismo. C2 se limitó a seguir comiendo, como si no se hubiese enterado del comentario, y B1 miró a Nuria con cara de extrañeza. —Lo de vuestra incursión a escondidas en la zona de la enfermería ya lo sabe todo el mundo —le dijo el chico—. Pero tendrás que explicarme qué es ese asunto del pendiente. —Ya te lo contaré otro día, ¿vale? —Conforme, mujer. La llamada de IM a Miralles fue puntual, a las nueve y media de la noche. En ese momento, con la hora de retraso que se llevaba con España, tenía la seguridad de encontrar a Miralles en casa. El director de la Unidad de Regeneración siempre le insistía en que quería estar al día de las novedades que se hubieran producido en Ville Blanche. —Buenos tardes, señor Miralles. —Buenas tardes, instructor ¿Qué me cuenta hoy? —No tengo muchas noticias que darle. —Prefería no hacer mención a la escapada de las dos chicas a la zona prohibida, ya que podía jugarse el puesto—. Seguimos teniendo a B1 bastante indolente y crítico con el sistema, pero no es más que un bravucón. Por cierto, desde que C3 hizo el viaje de ida y vuelta al hospital, se han relacionado más entre sí y hablan con frecuencia; claro que, por otro lado, es normal, ya que desayunan, comen y cenan a diario uno al lado del otro. —Tenga cuidado, Instructor —le advirtió Miralles—. Nuria, la chica original, puede darnos un susto otra vez y quizá necesitemos traer de nuevo a una suplente, aunque su médico ha recomendado que no se la ingrese enseguida en la UR. Vigile con

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quién se relaciona C3 y procure tenerla preparada. Los malos hábitos se pegan. —Descuide, Miralles. Ahora no es la primera del grupo. En el caso de enviar a una, C1 sería la que volaría a Valencia. —Haga usted como le parezca oportuno. Por cierto —recordó Miralles—, hay algo que nos ha llamado la atención. —Usted dirá. —La madre de Nuria ha comentado que, tras su regreso a casa, después de los días que pasó internada en el hospital, la chica no recordaba el código para quitarse el brazalete. ¿No le parece curioso? —Sí que lo es —respondió IM—. Salvo que el médico que la trató le hubiese dado alguna medicina que le haya producido cierta pérdida de memoria. —Eso es lo que les dijo a sus padres hace unos días. Le invitaron a su casa para mostrarle su agradecimiento por haber curado a su hija. —De todas formas, aquí también hemos notado algún comportamiento extraño de C3 desde que viajó a Valencia. El primer día andaba como perdida y hemos recogido trozos de conversaciones que ha tenido con sus compañeros que resultan un tanto chocantes. —Haga el favor de estudiar el asunto y manténgame informado, se lo ruego. —No se preocupe, señor Miralles. Me pondré en contacto con usted si descubrimos algo anormal. —Buenas tardes. —Buenas tardes, señor Miralles. —¿I1? —Sí, soy yo. —Soy el Instructor Mayor. Querría que esta noche usted y su compañero I2 pusieran todo su empeño en el análisis de las grabaciones procedentes de la pulsera de C3 durante los últimos días. Si escuchan algo que les llame la atención, avísenme. Es importante. —Así lo haremos, señor. El rutinario trabajo nocturno había cobrado ese día cierto aliciente. Quizá hubiera algo significativo que descubrir en lugar de los diálogos insulsos que noche tras noche se veían obligados a escuchar. En primer lugar, estudiarían lo que se había grabado ese día; más tarde, harían un repaso del contenido de los días anteriores.

—Lo del pendiente perdido, C3, no se lo cree nadie. Tú siempre llevas el mismo par de pendientes y nunca te he visto con uno solo. O sea que ya me contarás algún día qué hacías en la zona de la enfermería.

—¿Qué pueden guardar ahí? —No lo sé. Seguramente es el sitio donde meten a las chicas traviesas

como nosotras que están donde no deben

—De modo que ya estás curada y tú, haciéndote la coja. —Me has pillado. Es que si sigo cojeando todo el mundo me trata con

más consideración. Ya estoy bien y mañana seguramente me quitarán la venda.

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—Tú haces unas preguntas muy raras últimamente.

—¡Qué curioso! Ya lo tienes prácticamente bien. En un par de días te

quito la venda y a correr.

—Me he dado cuenta de que te has emocionado con las imágenes que

hemos visto. ¿Qué te ha ocurrido?

—¿Y qué le pasa a B1? Tampoco ha soltado prenda en todo el tiempo

que hemos estado en el comedor. —¿Por qué no ha dicho nada C1 en toda la comida? Sólo ha abierto la

boca para comer. —Desde luego, no sé qué te pasa hoy: como si acabases de llegar nueva

al recinto. —¿Cómo que por qué? Pareces nueva.

Había muchas cosas ilógicas en el comportamiento de esa chica desde el día en el que fue llevada y devuelta del hospital. Informaron a IM y le preguntaron qué debían hacer.

La respuesta del Mayor no se hizo esperar. Era necesario sacarla de la cama y aclarar con ella qué estaba ocurriendo. Todos esos olvidos, el tobillo curado milagrosamente, el tema del pendiente... Había algo que no le gustaba. IM les dijo que avisaran a I5, que era la que más conocía al grupo C, para que estuviese delante durante el interrogatorio. A primera hora del día siguiente quería recibir una información detallada de lo que hubiesen averiguado.

La instructora número 5 apareció en el dormitorio de las chicas. Todavía no

habían dado las diez y las luces permanecían encendidas. Indicó a Nuria que la acompañara.

—¡Huy! Otra bronca... —comentó C1 desde su cama. —Y tú, a callar —le ordenó la mujer. Nuria se vistió con el mono —no le gustaba andar en pijama por ahí— y siguió a

I5 hasta un despacho situado en la quinta planta, muy próximo al salón. Allí la esperaban dos instructores más, I1 e I2. Había oído que se dejaban ver poco y eran casi unos desconocidos para los internos, salvo por los avisos que de cuando en cuando les llegaban de ellos a través de los altavoces. Se comentaba que se encargaban del control del recinto y no de tareas de enseñanza, como el resto. Nunca nadie les había visto impartir una lección o dirigir una clase.

—Buenas noches, C3 —le dijo I1—. Puedes sentarte. —Buenos noches —contestó Nuria. Estaba asustada. No era normal que sacasen

a alguien de la habitación cuando estaba a punto de acostarse. —Sólo queremos hacerte unas preguntas y podrás volver a tu cuarto enseguida. La frase le sonaba al típico interrogatorio que había visto en tantas películas. El

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poli corrupto comenzaba con buenas maneras para acabar haciendo confesar al pobre hombre que tenía enfrente algo que no había hecho.

—Ustedes dirán —dijo, tratando de mostrarse lo más serena posible. —Con tu ayuda, vamos a repasar algunos sucesos que te han ido ocurriendo

desde que hiciste ese viaje para sustituir a C0. Había que estar preparada. Puso en guardia sus cinco sentidos porque la pelea no

iba a ser nada fácil y jugaba en terreno contrario. I2 fue al grano. —Sabemos que el primer día te mostrabas extrañada de todo lo que ocurría a tu

alrededor. —¿Podría explicar a qué se refiere? —le preguntó Nuria con aparente

indiferencia. —Nos referimos, por ejemplo, a tu desconcierto cuando B1 pasó a tu lado

evitando aproximarse demasiado; todos vosotros sabéis las normas estrictas que hay aquí al respecto.

—También nos llama la atención —intervino I1— que no recordases el motivo por el que tu compañera C1 no te habló hasta el día siguiente, una vez que te hubo superado en la posición dentro del grupo.

—Es que no sé qué me pasaba —respondió Nuria—. Me encontraba muy rara ese día. Quizá fuese por los somníferos que me habían dado. El caso es que estaba muy desmemoriada, tienen razón.

Nuria recordaba haber visto a su padre reconocer ante un policía de tráfico la infracción que había cometido cuando éste estaba dispuesto a multarle. El guardia se apiadó de su padre y no hubo denuncia. Aunque también recordaba ocasiones en las que no le había salido bien el truco y el agente le hizo entrega de la nota. Por lo que siguió, no parecía haber hecho efecto la estratagema.

—No nos vengas con cuentos, muchacha. Tú sabrás por qué actuaste así y queremos que nos lo expliques.

La chica contraatacó. —A mí también me gustaría saber cómo se han enterado ustedes de todo esto.

¿Es que hay micrófonos escondidos en las habitaciones y por los pasillos? ¡Vaya modo de comportarse!

—No es de tu incumbencia saber cómo conocemos todo lo que habláis entre vosotros —dijo tajantemente I2.

Nada más pronunciar esas palabras, notó cómo su compañero le daba una discreta patada por debajo de la mesa. Se había pasado. Esa chica estaba logrando sonsacarles a ellos, cuando se trataba precisamente de lo contrario. I5 no había dicho nada hasta el momento.

—Dejemos el asunto de los olvidos —dijo I2—. El enfermero nos contó que tu tobillo se había curado prácticamente en un solo día y eso no es normal.

—Fueron dos días, no uno —replicó ella—. A mí también me extrañó lo rápidamente que sanó, pero más todavía el que tuviese que provocarme el esguince. Si mis padres esperaban mi llegada, cuanto más sana llegase a Valencia, mejor, ¿no les parece?

Las palabras de Nuria respondían a la realidad y los instructores sabían que por ese camino ya no iban a lograr nada.

—Yo lo único que hice fue no forzarlo, como me indicó el propio enfermero justo después de haberme producido él mismo la lesión. ¡Si será burro el tío!

—Estaba obedeciendo a las instrucciones que le habían dado —intervino I5—. No olvides que después te pidió perdón.

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—Sí, claro. A buenas horas, mangas verdes. —¿De dónde has sacado esa expresión? —preguntó I1 asombrado. Nuria no pudo disimular su sobresalto. ¿Por qué le preguntaban eso? Era algo

que le había oído decir a su madre muchísimas veces, aunque no sabía de dónde venía el dicho.

—Es la primera vez que la oigo en muchos años —dijo I2. —Pues mi madre... perdón, la madre de Nuria la repite constantemente. La chica sintió la urgencia de defenderse: —Ustedes no han visto las imágenes grabadas que a mí me han puesto decenas y

decenas de veces ni han escuchado las grabaciones que yo oigo cada día hasta hartarme. Nuria sabía que estaba llevando las cosas al límite. No tenía ni idea de si había

alguna grabación en la que su madre utilizase esa expresión. Además, para poner las cosas más difíciles, tenía delante a la instructora número 5, la encargada de formar a su grupo; ella habría escuchado las grabaciones tantas veces como cada una de las chicas C.

—Queda el asunto del pendiente —continuó I1—. Hemos oído esta misma tarde a tu compañera C1 que sólo tienes un par de pendientes y siempre te ha visto con los dos puestos. ¿Qué me dices a esto?

—Que piensa que es una sabelotodo, pero que no se entera ni de la mitad de las cosas. ¿Cómo puede estar tan segura de eso? ¿Me revisa todos los días mi armario? ¿O son ustedes quienes lo hacen? —La chica les estaba dejando con la palabra en la boca—. ¿Y si el día que fui a la enfermería tenía puestos unos pendientes que ella no había visto nunca?

—En ese caso —dijo I5—, conservarás la pareja del pendiente perdido. —No. Me deshice de él tirándolo por la ventana del salón. ¿Para qué quería

conservar un pendiente sin su pareja? Viendo que no sacaban nada en claro, decidieron dar por terminada la

conversación. I5 acompañó a Nuria hasta la segunda planta, donde se encontraban los dormitorios, y continuó por los pasillos que conducían hasta su habitación. Le habían retirado la venda del pie y andaba con normalidad.

Antes de dejarla en su cuarto, la instructora le dijo: —Eres muy lista. Has manejado la conversación a tu antojo. —Iluminada por las

luces de emergencia, a Nuria le pareció ver que sonreía. Agarró la muñeca de la chica en la que llevaba el brazalete y tapó disimuladamente el orificio del micrófono—. Me parece que sé quién eres, aunque me sorprende cómo has logrado llegar hasta aquí y no entiendo por qué lo has hecho; pero puedes quedarte tranquila: no diré nada. Yo también tengo ganas de que esto acabe cuanto antes.

Se dio la vuelta y regresó por donde habían venido. Nuria la vio alejarse y tardó un rato en reaccionar. ¿La había descubierto?

Probablemente sí, aunque no daba muestras de querer delatarla; en caso contrario, no habría tapado el micrófono. Se metió en la cama tratando de dormirse, pero su cabeza no paraba de dar vueltas a lo que le había dicho I5 y al mal rato que acababa de pasar con los otros dos instructores.

Eran demasiados problemas para una chica de quince años. Se sentía tremendamente sola y completamente impotente en medio de un universo sin sentido. Se acordó de sus padres, de su casa y de su cuarto en Valencia. Le costaba admitir que no podía hacer nada por aliviar su situación. Si, por lo menos, pudiese hablar con Álvaro todo el tiempo que quisiera... Necesitaba a alguien con quien desahogarse pero no lo tenía. Las lágrimas acudieron a sus ojos y lloró silenciosamente. Por fin, el sueño la venció y acabó durmiéndose.

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Había salido airosa de la encerrona que le habían preparado la noche anterior,

pero notaba que ya no estaba segura en aquel lugar. Un solo desliz más y lo más probable era que averiguaran quién era. Por otro lado, no sabía qué pensar de I5. Lo que le había dicho al dejarla en su habitación mostraba que no todo el mundo en aquel sitio estaba tan contento como parecía. Tenía la certeza de que esa mujer no iba a desvelar lo que había intuido acerca de quién era en realidad. De no ser así, sus horas estaban contadas, pero algo le hacía sentir confianza hacia la instructora. Debía hablar con C2 y contarle lo que había pasado. Quizá a ella se le ocurriera algo. Dudaba sobre la conveniencia de llamar a Álvaro. La última vez que había usado el móvil se fijó en el nivel de la batería: quedaba energía para hacer una o dos llamadas más, como máximo.

Aprovechó el descanso de la mañana para reunirse con C2 y explicarle lo sucedido. No podía esperar a la noche para hacerlo. Hablaron mientras daban vueltas por el patio interior, sin olvidarse de tapar al agujero del micrófono. Su hermana la escuchó y, lejos de apaciguarla, consiguió que ambas se pusieran más nerviosas de lo que ya estaban. No podía culparla a la pobre. Se había encontrado, de golpe, con una situación que ni siquiera podía haber soñado. Eran un par de chiquillas asustadas.

—¿Y por qué no llamas a Álvaro? Habría que avisarle de que les falta poco para que sepan quién eres.

¡Vaya ánimos que le daba! —No quiero hacerlo todavía —le dijo Nuria—. Sólo queda batería para un par

de llamadas, a lo sumo, y quiero reservarlas para el último momento, cuando ya no haya más remedio.

—¿Y no puede ser éste uno de tus últimos momentos? Se lo estaba poniendo muy negro. Estaba saliendo a la luz su visión pesimista de

las circunstancias, que tanto le fastidiaba. De nuevo, se reconocía a ella misma en la actitud de C2 cuando las dificultades arreciaban y no conseguía superarlas.

—Una vez leí una de esas frases famosas que a la gente le gusta citar para dárselas de culta.

—¿Cuál es? —le preguntó C2. —«La situación comienza a ser desesperante cuando empiezas a pensar que es

desesperante.» Creo que la pronunció Lincoln. —¿Quién has dicho? —Nada, déjalo. —No sé quién es ese señor, pero supongo que lo que querría decir es que

debemos pensar siempre en positivo —dijo C2. Y, con la cara seria, continuó: —Pero no resulta nada fácil en determinadas circunstancias. —Habrá que dejar de hablar en secreto. Puedo tener más problemas si les da por

cotejar las horas en las que nos han visto hablando y los ratos de silencio. De todos modos —prosiguió Nuria, con cierto tono de miedo en su voz—, me parece que esta noche van a volver a por mí para continuar con la entrevista de ayer. Mucho me temo que habrán hablado entre ellos y con el Instructor Mayor y quizás hayan encontrando algo que se me ha podido escapar. Seguro que ya me han descubierto.

C2 se dio cuenta entonces de que su hermana necesitaba apoyo de verdad. —Ya verás cómo no te pasa nada, mujer. —Eso lo dices para animarme porque tú no estás en mi lugar. Nuria estaba empezando a angustiarse pensando en lo que podría ocurrirle esa

noche. Tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.

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—Prométeme una cosa —le dijo a C2, casi llorando. —Lo que tú quieras. —Si me pasa algo —le dijo, secándose con el dorso de la mano las lágrimas que

resbalaban por sus mejillas—, tú te encargarás de seguir adelante con lo que he venido a hacer. Conoces el modo de neutralizar el micrófono y conseguir que no se enteren de lo que dices, y sabes también cómo deshacerte del brazalete para que no puedan controlar tus movimientos.

C2 la escuchaba tensa, tratando de no perderse una palabra de lo que le decía su hermana, a pesar de que no creía que la situación pudiera llegar tan lejos como se la estaba presentando.

—Sabes dónde está escondido el teléfono. Sólo tienes que pulsar el botón que hay en el centro y podrás hablar con Álvaro. Tendrás que ser breve porque ya te he dicho que le queda muy poca batería. Él te dirá lo que debes hacer. ¿Me prometes que lo harás?

—Te lo prometo. El resto del día transcurrió sin novedades. Habían paseado un buen rato por la

mañana y también por la tarde, y las dos chicas estaban cansadas. Llegó la hora de acostarse.

—¡Eh! Que ésa es mi cama —le dijo Nuria a C2. Su compañera ya se había echado sobre la litera inferior, marcada con los signos C3.

La chica cerraba los ojos y hacía como que no la oía. Ante la insistencia de Nuria, le dijo:

—Es que estoy agotada y es la que tenía más a mano. —C2 la miró con una sonrisa pícara—. Anda, déjame por esta noche, que ya estoy tumbada y no sabes lo que me va a costar volver a levantarme

—Mira que eres vaga. Venga, quédate ahí. Pero sólo por hoy. Dieron las diez y se apagaron las luces. Al poco, estarían dormidas las tres.

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Capítulo 32

Como cada noche, la enfermera de la doctora Alarcón se encontraba en el despacho de la quinta planta de la UR repasando las grabaciones de los pacientes que tenía asignados. Era una labor tediosa pero necesaria, según le había advertido muchas veces la doctora. El más exacto conocimiento de los enfermos y de sus circunstancias haría que el proyecto continuase con buen rumbo, como hasta el momento. Le tocó el turno a Nuria Díaz. Desde que se había repuesto del grave estado que le había llevado por unos instantes a la unidad, notaba un tono distinto en su voz. Antes se mostraba más segura y despierta. Ahora, parecía que pedía perdón cada vez que se dirigía a alguien.

El programa que analizaba el sonido grabado en formato digital permitía saltarse la mayoría de las señales recogidas durante las veinticuatro horas del día. No había tiempo para examinar minuto a minuto la jornada completa. Los espacios vacíos eran grandes. Además, estaba diseñado para que la persona que lo manejase sólo tuviera que escuchar lo que decía el enfermo, gracias al patrón que se había elaborado con el timbre de su voz. El programa ofrecía la opción de oír también al interlocutor, pero raramente se usaba; sólo cuando, por algún motivo particular, el contenido de la conversación merecía una escucha más atenta. Con estos arreglos, el análisis de la grabación diaria de cada enfermo sólo llevaba media hora a lo sumo. La chica había estado en clase y, por la tarde, acompañada por su madre, acudió a la consulta del doctor Costa. Nada anormal; el médico les recomendó mantener el tratamiento indicado el último día. Al salir del hospital, la muchacha se paró a saludar a un amigo. Éste parecía que no le había hecho mucho caso. —Espera un minuto, mamá. Quiero hablar un momento con ese chico. Unos segundos después, en voz más baja, oyó: —Hola, B2 ¿No te acuerdas de mí? Soy C3. ¿Cómo te va tu nueva vida? Lo siguiente que oyó le sorprendió aún más. —Pero, ¿qué te pasa? ¿No me reconoces? (...) Bueno, ya hablaremos otro día. Por ahí se acercan unos señores que... ¡Ahí va! ¡El micro! ¡Se me ha olvidado! Laura notó cómo se le aceleraba el pulso. Aquello no le había ocurrido nunca. No entendía cómo esa chica conocía la existencia del micrófono: ningún paciente de la unidad lo sabía. Escuchó de nuevo lo que acababa de oír y pensó que debía hacer algo. —¿Doctor Miralles? Eran las once de la noche. Un poco tarde, pero debía transmitirle cuanto antes lo que había descubierto. —¿Quién es? —Soy Laura, la enfermera de la doctora Alarcón —contestó la mujer. —¿Se puede saber qué quiere de mí a estas horas? —Me parece que es urgente informarle de una conversación muy extraña que ha tenido hoy Nuria Díaz con otro chico en el hospital.

—¿Puede ponerme la grabación o tengo que acudir allí?

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—No es necesario que venga. Escuche, por favor. La mujer colocó el altavoz del reproductor junto al auricular del teléfono y la

voz de C3 llegó hasta Miralles. Éste pidió que reprodujese de nuevo la conversación. Después de oírla por segunda vez, comprendió al instante que algo no marchaba bien. Agradeció a Laura que le hubiese llamado y le pidió que seleccionase ese trozo de la grabación y lo enviase en un archivo a la dirección electrónica de Gonzalo Gil.

Miralles puso su cerebro a trabajar tratando de adivinar qué podía haber ocurrido con esa muchacha. Después de recapacitar durante unos minutos y de pensar en las diversas posibilidades, decidió llamar a 3G a su despacho en Houston. Le explicó lo que acababa de conocer por la enfermera de Carmen Alarcón y le avisó del envío del archivo de sonido con las palabras con que C3 se había delatado a sí misma. —Nuria es falsa. Nos han dado el cambiazo ante nuestras propias narices. —Pues ya podrá explicarme cómo ha sido posible. ¿No se equivocaría de camilla la doctora cuando se iba a proceder a la sustitución? —No diga estupideces, Gonzalo —le contestó Miralles malhumorado. Se estaba poniendo muy nervioso—. ¿Qué habría dicho entonces la auténtica Nuria al despertar de repente en un lugar que no era el hospital ni su casa? Gil Gómez encajó el golpe y continuó sacando conclusiones. —¿Me está usted diciendo, por tanto, que tenemos una niña suelta en Valencia, venida desde Argelia, a quien no se le ha borrado la memoria? —Así es. Lo siento, pero es la realidad. —Entonces, si no voy mal encaminado, es de suponer que Nuria Díaz está ahora en Ville Blanche haciéndose pasar por C3. —Creo que eso es lo que ocurre —le confirmó Miralles—. Ayer mismo hablé con el responsable del internado y me dijo que habían notado comportamientos extraños en la chica desde que volvió de Valencia. —No hay duda de que ha sido algo preparado. ¿Pero por quién? —Sólo puede tratarse de Álvaro Costa, el médico que está al cuidado de la muchacha.

Miralles explicó a Gil Gómez como Álvaro había conseguido sacar a Nuria del grave estado en que se encontraba justo cuando iba a ser ingresada en la unidad y cómo, poco después de que Alarcón la hubiese dejado en el vestíbulo de la unidad, donde ya se encontraba C3 preparada para sustituirla, había requerido la presencia de la doctora unos minutos para consultarle sobre la posibilidad de aplicar a la enferma un tratamiento urgente que recordaba haber leído en una ocasión. Debió de ser el momento en que la chica dio el cambiazo, incluida la pulsera Jove. —¿Quiere decir que estaban compinchados? —No encuentro otra explicación. Todo debió de ser una comedia muy bien preparada. La torcedura del tobillo, las convulsiones... Vamos, que nos la han pegado. —¿Por qué diablos iba a organizar ese médico un plan tan arriesgado, metiendo además a esa chica en todo el embrollo? ¿Y con qué fin? —Tiene que haber sido Albert —dijo Miralles. —Explíquese, por favor, y rápido, porque veo que no hay tiempo que perder. Miralles le recordó las diversas visitas que Álvaro había hecho a Alfredo Albert. Siempre había sospechado que el viejo doctor le había contado algo del proyecto pero, como no estaba seguro, tenía las manos atadas y no podía hacer nada para confirmar lo que era simples suposiciones. Álvaro, por otro lado, se mostraba contento con su trabajo. Había sufrido un bajón anímico por la muerte de su amigo Jaime Puig pero, aparte de eso, no se le había notado nada extraño en su comportamiento. Para mayor seguridad, Gerardo llevaba vigilándole desde varias semanas atrás y no había recibido

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noticias de que hubiera vuelto a verse con Albert ni de que se hubiese puesto en contacto con la policía. —Luego ese tipo, Costa, se ha convertido en alguien peligroso. —Así es, Gonzalo. —Y el doctor Albert está con él, ¿no es cierto? —Eso parece. En caso contrario, no me explico de dónde ha podido sacar la información para llevar a cabo un plan tan atrevido. —Ya sabe lo que hemos hecho en otras ocasiones con las personas que se convierten en un peligro para nuestros intereses. —¿No querrá usted eliminarlos? —No, yo no voy a hacerlo. Pero usted sí —afirmó 3G—. Y quiero que sea hoy mismo. Hay mucho en juego y no podemos andarnos con falsas prudencias, que pueden echar abajo el trabajo de muchos años. —Haré lo que pueda, Gonzalo. —No, Fernando —dijo Gonzalo Gil, imponiendo su autoridad—. Hará lo que le he dicho. Y no se olvide de la niña que está suplantando a Nuria. Tiene que hacerla desaparecer o impedir, del modo que le parezca, que pueda irse de la lengua. Me da igual la hora que tengan en Valencia en este momento. No podemos correr el riesgo de que cuente a alguien lo que sabe. Se ve que hasta ahora ha interpretado bien su papel, pero debemos asegurarnos de que hoy ha hecho su última representación. Las instrucciones de Gonzalo Gil eran claras y contundentes.

—Téngame informado y avisen a los de Argelia de que la chica original está con ellos. Que no hagan nada con ella de momento. Sólo quiero que la aíslen del resto hasta que decidamos para qué puede servirnos.

En el recinto, los relojes marcaban las diez y veinte. El instructor número 1 entró en el dormitorio de las letras C y sacó de su cama a la joven que llevaba el pijama marcado con los signos C3. Le ordenó que guardase silencio y, agarrándola del brazo, la condujo hasta al despacho en el que habían hablado la noche anterior. Las otras dos chicas de la habitación no se percataron de nada. Siguieron durmiendo a pierna suelta.

Una vez en el interior del despacho, hizo que se sentara en la misma silla donde había sufrido el interrogatorio hacía poco menos de veinticuatro horas. La puerta quedó entornada.

I2 comenzó con la acusación. —¿Quién eres? C3 no dijo nada. —¿Se te ha comido la lengua el gato? ¡Contesta! —exclamó I2, dando un golpe

sobre la mesa. La chica siguió sin abrir la boca. —Mira, muchacha. O nos lo dices tú misma o te lo decimos nosotros. ¿Quieres

hablar o no? Ella dijo que no con la cabeza. —De acuerdo. Hoy estás muda. Ya tendrás tiempo para confesarlo todo cuando

se nos acabe la paciencia y empecemos a trabajar contigo. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la muchacha. —En primer lugar, sabemos que no eres C3, sino Nuria Díaz. ¿Tienes algo que

decir a eso? Silencio.

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I2 llevaba la pauta. I1 estaba sentado junto a él, al otro lado de la mesa, y se limitaba a escuchar.

—En segundo lugar, queremos que nos expliques por qué estás aquí. C3 seguía sin hablar. La cosa se estaba poniendo fea y no sabía en qué podía

acabar. —La señorita no quiere contestar. —I2 se dirigió entonces a su compañero—.

¿Se te ocurre cómo podemos convencerla para que abra el pico de una vez? Entonces, aprovechando el pequeño instante en el que había desviado su mirada

de ella, la joven se lanzó hacia la puerta y salió corriendo, escaleras abajo. Los dos hombres reaccionaron en un abrir y cerrar de ojos, pero la chica les llevaba cierta ventaja. Mientras descendía los escalones lo más rápido que le permitían sus piernas, se planteó qué haría al llegar abajo: no iba a vivir escondida el resto de sus días. Miró hacia atrás y pudo ver a sus perseguidores a medio piso de distancia. El despiste resultó fatal. Apoyó mal el pie en un escalón, resbaló y acabó rodando por las escaleras. En la caída, se golpeó la cabeza varias veces con la pared y los escalones, hasta que quedó tendida en el piso siguiente, sin conocimiento.

Sus perseguidores tomaron la precaución de descender despacio el tramo que les quedaba hasta la muchacha. Se agacharon para examinarla y comprobaron que tenía contusiones en los brazos y en las piernas. La cabeza le sangraba. No se había matado de milagro.

Pilar volvía a tener el turno de noche. No era algo que le resultase forzosamente molesto como les ocurría a otros compañeros. Uno de los motivos por los que había aceptado su actual ocupación dentro del Nou era precisamente la especial necesidad de consuelo y compañía que notaba en la gente que acudía al hospital a esas horas. En su mayoría, se trataba de personas que habían sufrido algún accidente y que entraban directamente por urgencias. Muchas veces, los familiares o los amigos que habían traído al herido, mientras esperaban a que el médico de guardia les informase de su evolución, apaciguaban sus nervios paseando de un extremo al otro de la planta baja, y no era raro que alguno llegase hasta la zona de recepción. Era el momento de interesarse por la persona ingresada, de manifestarle su apoyo o de decir una palabra de ánimo. De noche, apenas sonaba el teléfono. Casi no había médicos ni personal de otro tipo y, si alguien quería interesarse por alguno de los recién ingresados, prefería habitualmente llamar al móvil del familiar más que al hospital. Sin embargo, a las once y cuarto entraron dos llamadas casi simultáneamente. Pilar atendió la primera y Julia, la compañera de turno esa noche, se encargó de la segunda. Se trataba de una señora muy alterada. Pilar no conseguía entenderla y le pidió con amabilidad que se serenase y que tratara de explicarle de nuevo qué deseaba. A la segunda, pudo enterarse de que había recibido una llamada de la Guardia Civil; le habían dicho que su marido había sido atropellado cerca de Bétera, cuando volvía de trabajar, y que le habían llevado al Nou. La mujer le dijo el nombre de su esposo y Pilar le pidió que esperara unos instantes mientras averiguaba su paradero. Consultó la base de datos pero el hombre en cuestión no aparecía por ningún lado. —Lo lamento mucho, señora, pero han debido de llevarle a otro hospital. Aquí no aparece su nombre. —Pero ése es el Nou, ¿verdad? El Hospital Nou d’Octubre. —Me temo que se ha equivocado, señora —le dijo Pilar—. Éste es el Nou

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Hospital. El Nou d’Octubre es otro. Si quiere, puedo darle el teléfono. —Sí, por favor —contestó la mujer, angustiada. Pilar le dictó el número de teléfono y se despidió de ella, deseándole que lo de su marido no fuera nada grave. —¿Has oído? —le preguntó a su compañera, que también acababa de colgar—. Otra confusión con nuestros vecinos. Habría que pensar en un cambio de nombre, ¿no te parece? —No creo que a estas alturas vayan a hacerlo —le respondió Julia. —¿Quién llamaba por tu línea? —Luego dices que no eres curiosa —se burló su compañera—. Nada importante. Era un señor que preguntaba por el doctor Costa. Le he dicho que no estaba y me ha pedido que le diese su teléfono.

—¿Y qué has hecho? —Le he respondido que no puedo facilitarle los teléfonos privados de los

médicos. El hombre se ha enfadado bastante porque quería preguntarle urgentemente una cosa sobre su hija. Pilar prestó más atención. —¿Qué cosa? —No, si ya te digo que te gusta saberlo todo. —Bueno, mujer, desembucha. Total, de algo tenemos que hablar, ¿no? —Pues resulta que ha ido a su casa una ambulancia del hospital para recoger a su hija porque tenía que pasar la noche aquí. Por lo visto, hay que prepararla para unas pruebas que tienen que hacerle mañana. El hombre se ha mostrado extrañado de que apareciesen a esa hora y más, cuando su médico, el doctor Costa, no le había anunciado nada al respecto. —Sí que es raro el asunto. ¿Cómo se llama la chica? —Nuria Díaz. —¡Ah, sí! Ya sé quién es. —¿Lo ves? Si cuando se dice por ahí que conoces todo de todos será por algo. —¿Es que no sabes quién es esa chica? Es la nieta del doctor Díaz Herrero, la que se salvó de milagro hace una semana. —¡Ah! Ya me acuerdo —respondió Julia. —¿Ves? Después de todo, no es tan difícil estar al día de lo que ocurre en este hospital. Pilar cogió el teléfono móvil del bolso y se lo guardó en el pantalón. —Voy un momento al baño. Enseguida vuelvo. Pilar pasó de largo frente a la puerta del aseo más cercano y se metió en uno de los despachos vacíos de la planta baja. Marcó el número de Álvaro en su teléfono y esperó pacientemente. Después de casi un minuto, escuchó la voz del médico. —¿Pilar? —Sí, soy yo —contestó—. Veo que ya me tienes metida en la agenda del móvil. —Sí, me voy acostumbrando a usarlo y ya sé cómo funciona. —Se oyó un bostezo al otro lado de la línea—. Estaba a punto de irme a la cama. ¿Qué quieres? Pilar no estaba segura de si se estaba metiendo donde no le llamaban o si, por el contrario, su intuición lograría evitar un desastre. —Perdona que te haga esta pregunta, pero tengo la mosca detrás de la oreja. ¿Tú has citado a Nuria Díaz, o quien esté haciendo sus veces, me da igual, para hacerle unas pruebas mañana por la mañana? —No —contestó Álvaro. —Me lo figuraba.

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Una luz de alerta se encendió en la mente del médico. —¿Por qué lo dices? ¿Qué pasa? —le preguntó, excitado. Pilar le explicó lo que le había contado su compañera. —No sé quién habrá ordenado que la lleven al Nou pero, desde luego, te puedo asegurar que no he sido yo. —Esto no me gusta, Álvaro. —A mí tampoco. ¿Se te ocurre algo? —Voy a investigar en la base de datos, a ver si se ha hecho alguna anotación en su ficha que nos pueda proporcionar pistas. Si encuentro algo, te volveré a llamar. Ten a mano el teléfono. —Conforme. Espero tu llamada, aunque no tengas nada especial que decirme. Quizá sea alguna equivocación, aunque mucho me temo que está pasando algo. Pilar regresó a su puesto y, sin perder un instante, buscó en el ordenador el paradero de Nuria Díaz. «Acceso denegado. La enferma ha sido ingresada en la Unidad de Regeneración.» Desde el hospital no tenía posibilidad de introducirse en la red informática y saltarse las barreras que ella misma había enseñado a poner al nuevo programador. Tenía que salir del Nou y llegar a su casa cuanto antes para trabajar desde allí. Le dijo a Julia que no se encontraba bien porque le dolía mucho el estómago. Insistió lo suficiente para que la otra la dejara marchar con la promesa de que otra noche le devolvería el favor. Dejó una conexión oculta abierta a internet desde su terminal, como siempre hacía al ausentarse del hospital. Al cabo de veinte minutos estaba sentada delante de su ordenador, capaz de abrirle todas las puertas necesarias para conseguir la información que estaba buscando. No tardó ni un minuto en tener en la pantalla el formulario con el estado de la enferma Nuria Díaz. En el cuadro «Anotaciones», leyó: «Ingresada en la Unidad de Regeneración por vía de urgencia a las 23:35 horas del día 23 de mayo de 2007 en estado inconsciente, acompañado de fuertes convulsiones que comenzaron al poco tiempo de recogerla de su domicilio. Habiéndole suministrado calmantes y los fármacos utilizados en situación semejante sufrida el pasado día 13 de mayo, permanece sin recuperar el conocimiento y en situación de extrema gravedad». ¿Qué se supone que estaba ocurriendo? Álvaro no había mandado ir a por la chica. Unos hombres del hospital la habían recogido sin previo aviso y la habían dejado directamente en la UR porque se encontraba, de pronto, en estado crítico. Ahora, según lo que acababa de leer, estaba en observación dentro de la unidad. Antes de comunicar de nuevo con Álvaro, quiso cerciorarse de que sus sospechas eran ciertas y llamó al domicilio de Nuria. —¿Señores Díaz? —Sí, soy Javier Díaz. ¿Con quién hablo, por favor? —Soy Pilar Vidal, del Nou Hospital. —¿Le ha ocurrido algo a mi hija? Pilar no quería entrar en detalles. Sólo deseaba saber una cosa. —Supongo que no —le respondió—. Yo no la he visto siquiera. Ya me disculpará por llamarle a estas horas. Trabajo en la recepción del hospital y me he enterado de que han traído aquí a su hija y que usted andaba buscando el teléfono del doctor Costa para preguntarle algo. —Sí, es cierto —le dijo el padre de Nuria—. Pero la mujer que me atendió no quiso dármelo. Son órdenes del hospital, según me dijo. —Sí, bueno, es que mi compañera es muy estricta en estas cuestiones. Yo lo tengo. Si quiere, puedo facilitárselo.

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—Sí, por favor. Así podré hablar con él porque, la verdad, me ha extrañado que vinieran a por Nuria sin que el doctor nos lo hubiera anunciado. —Tome nota. Pilar le dio el número del domicilio de Álvaro. —Muchas gracias. —No hay de qué. Por cierto, quería hacerle una pregunta. —Usted dirá. —¿Cómo se encontraba la chica cuando fueron a recogerla? —Perfectamente. Incluso llevaba muchos días sin mareos ni ningún síntoma de su enfermedad. ¿Por qué me lo pregunta? —Como sé que es la nieta del doctor Díaz, que en paz descanse, tengo especial debilidad por ella. Su padre y yo, señor Díaz, éramos buenos amigos. —Muchas gracias por su preocupación. —No hay de qué. Buenas noches. —Buenas noches. Nada más colgar, llamó al móvil de Álvaro, que contestó enseguida. —¿Qué novedades tienes? —En primer lugar, no cojas el teléfono de tu casa cuando suene. Será el padre de Nuria que quiere preguntarte por qué no les habías avisado de que se iban a llevar a su hija esta noche. Déjale que insista hasta que se canse. No había terminado de pronunciar estas palabras cuando el sonido de una llamada telefónica le llegó a través del auricular. —¿Lo ves? No descuelgues. —¿Por qué? Explícate, por favor. Pilar le contó lo que había averiguado. —Pobre chica —dijo Álvaro, consternado—. Esperamos que no le hagan daño. —Y pobre de ti como no hagas algo, Álvaro. —¿Qué quieres decir? —le preguntó éste, sin entender a qué se refería. —¿Es que no te das cuenta? De algún modo, se han enterado de lo que pasó ese día en la UR y de que todo ha sido una artimaña. —Pilar parecía muy segura de lo que estaba diciendo. Mientras, el teléfono del salón sonaba por tercera vez—. Acaban de neutralizar a la primera persona que podía crearles problemas si, por algún motivo, dejaba de representar su papel tan bien como lo había hecho hasta ahora. Una niña no aguanta fácilmente un secreto como el que ha tenido escondido durante el tiempo que ha estado en el mundo real. Representaba un peligro y han decidido retirarla de la circulación. Y el siguiente de la lista eres tú. —¿Yo? —¿Quién fue el que ideó el plan que llevasteis a cabo tan hábilmente entre Nuria y tú? No les será difícil adivinarlo. Si se han dado prisa en secuestrar a la chica, no irán más despacio contigo. Y muy probablemente no se limiten a darte unos buenos consejos: quizá hayan decidido deshacerse de ti. —¿Matarme? —exclamó Álvaro—. No creo que lleguen a tanto, mujer. —¿Te acuerdas de lo que hicieron con Jaime? Álvaro notó que se le ponían los pelos de punta. Pilar podía tener razón. —¿Y qué le habrá pasado a Nuria? Sin duda, la habrán descubierto. —Ahora no puedes hacer nada por ella, pero sí puedes ponerte tú a salvo. Si yo estuviera en tu lugar, haría la maleta y me marcharía ahora mismo a otro sitio. Fernando Miralles sabe dónde vives. Esos hombres fueron a buscar a la suplente de Nuria a su casa y se la llevaron sin forzar las cosas, aparentando normalidad. Con el doctor Costa pueden tener menos delicadeza.

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—Quizás estés en lo cierto, Pilar. —Álvaro sopesó unos instantes lo que le decía su amiga—. Me gustaría tenerte cerca; no te separes del móvil, por favor. —Lo llevo siempre encima. Confía en mí —le aseguró la mujer—. Oficialmente, me he puesto enferma y por eso estoy ahora en casa. Puedo hacer que mi malestar dure los días que haga falta y así estar disponible por si me necesitas. —Gracias. Eres una buena chica —le dijo Álvaro, aliviado de contar con alguien en quien apoyarse—. Te llamaré mañana, en cuanto haya decidido lo que voy a hacer. —¿Y si no llegas a mañana? Álvaro sintió un nudo en el estómago. Lo que le decía Pilar podía ser cierto. Quizá se dieran más prisa de lo que había supuesto. Pensando en lo peor, le dejó instrucciones a su amiga. —Si me ocurre algo, ponte en contacto con el inspector Agulló, de la brigada de la policía científica de Valencia. Está informado de todo. Cuéntale lo que ha pasado esta noche y deja el asunto en sus manos. —Espero no tener que hacerlo. —Hasta mañana, Pilar, y no dejes que te descubran. —No te preocupes por mí. Y muévete. No había tiempo que perder. Metió en una bolsa de viaje lo que creyó necesario, apagó las luces de la casa, bajó las persianas de todas las ventanas y se dispuso a salir. «No, antes tengo que hablar con Paco y ponerle al corriente», pensó cuando iba a abandonar la casa. Miró su reloj, que marcaba casi las doce y media de la noche. Era muy tarde, pero la situación también era lo suficientemente crítica como para despertarle, fuese la hora que fuese. Buscó el número de su casa en la agenda del móvil y le llamó. Cogió el teléfono Luisa, su mujer. Paco no estaba; se había ido a Madrid por un asunto urgente y volvería mañana. Sí, llevaba el móvil encima. Se entretuvo un minuto más tratando de localizar a su amigo, pero hubo de conformarse con escuchar el mensaje al que ya se estaba acostumbrando, desde que había empezado a utilizar ese aparato: «El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento».

Volvió al salón para recoger la bolsa y marcharse, pero pensó que debía hacer una última cosa antes de irse. Se sentó en un sillón, cerca de la ventana. La habitación estaba en penumbra, vagamente iluminada por la luz que entraba de la calle a través del hueco y de las rendijas de una persiana que había dejado a medio bajar. No se molestó en encender la luz. Tomó de nuevo el móvil y llamó a Pascual Ferrando. «Éste seguro que está despierto; todos los periodistas que conozco se acuestan tardísimo.» Tuvo suerte. —Hola, ¿quién es? —¿Pascual? Soy Álvaro Costa. ¿Te acuerdas de mí? —le preguntó mientras se fijaba en un coche aparcado enfrente de su casa, con la luz interior encendida. —Sí, claro. ¿A qué viene tu llamada a estas horas de la noche? ¿No tendrás una exclusiva para la edición de mañana? —Quizás. ¿Qué estás haciendo? —Precisamente estoy cerrándola ahora. —Pues espera y escucha lo que te voy a contar. Pon la grabadora en marcha, por favor: no quiero que te pierdas detalle. —Dos hombres habían bajado del coche y se dirigían al portal de su casa. Gracias a la generosa iluminación que proporcionaban las farolas de la calle pudo apreciar que no eran vecinos del inmueble. No les había visto

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nunca—. Aunque me da la impresión de que va a ser muy breve lo que te voy a decir porque me parecen que ya están aquí. Los dos matones contratados por Miralles decidieron que era el momento de actuar. Ya habían esperado bastante. Hacía varios minutos que las luces de la casa se habían apagado y el chico ya estaría durmiendo. No obstante, no dejarían de andar con cuidado; podía encontrarse en una habitación interior, cenando o viendo la televisión. Debían hacerlo limpio y rápido, ésa era la consigna. El portal opuso cierta resistencia. Se trataba de una de esas cerraduras de seguridad que se ponían en las casas modernas. Precisamente por la proliferación que había de ellas, las tenían bien estudiadas y conocían el truco para abrirlas. Al cabo de un minuto, estaban subiendo las escaleras. Su objetivo vivía en el segundo piso, puerta seis. El hombre al que se había confiado la eliminación de Albert confirmó, como primera medida, que el profesor no estaba en casa. Debía de encontrarse vagando por las calles de El Vedat en su paseo cotidiano antes de acostarse. Las doce y media. No tardaría en regresar. Dada la hora, debía de levantarse tarde. La mayoría de los chalés que se habían construido durante los últimos veinte años en la urbanización disponían de alarma antirrobo. Para saltársela, nadie mejor que un antiguo empleado de la propia empresa instaladora. Éste se encargaría de desactivar el sistema de seguridad y él se ocuparía de Albert. Una vez desconectada la alarma, entraron en la casa practicando un agujero circular en el cristal de una de las puertas del salón que daba al jardín. Después de terminar su trabajo, el experto en seguridad regresó al coche. Albert confiaba tanto en el sensor de movimiento conectado al sistema que no había mandado colocar rejas en los diversos accesos a la casa, como había hecho la mayoría de sus vecinos.

La información que le habían dado era que el doctor no tenía hora fija de vuelta a casa, una vez que cada noche, puntualmente a las doce, comenzaba a pasear. A la luz de una linterna de baja intensidad procedió a la inspección de la vivienda, según le había ordenado Miralles. No se trataba sólo de Albert; había que hacer desaparecer cualquier información comprometedora que el profesor pudiera guardar. La cosa no iba a ser fácil. Debían de haberle avisado antes porque aquello llevaría su tiempo. No podía solicitar la ayuda de su acompañante; era sólo un revientapisos y ni siquiera sabía para qué querían entrar en esa casa. Había hecho su tarea y ahora le esperaba fumándose tranquilamente un cigarrillo en el coche, que habían dejado cincuenta metros calle abajo. No tardó en encontrar algo que le pareció importante. Se trataba de una carpeta de anillas que había junto al ordenador, con un buen montón de folios dentro. La primera hoja decía simplemente: «El proyecto». Estaba escrita con impresora y caracteres grandes. Comenzó a hojearlo y se asustó de lo que vio. Eso debía de ser lo que Miralles temía que se encontrase. Lo guardó en la bolsa de lona negra que había traído y continuó con el registro. La una menos cuarto. No disponía de mucho más tiempo. Decidió entonces cambiar su plan. Resultaba imposible encontrar el resto de la información que Albert podría tener guardada en casa en los pocos minutos que le quedaban. Por otro lado, en el caso de esperar la llegada del profesor y de obligarle a entregar todo lo que tuviese, nunca sabría si le habría engañado. En el ordenador probablemente conservaba el documento que había encontrado encuadernado dentro de

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la carpeta y quién sabe cuántas cosas más. Había que destruirlo todo. Se dirigió a la cocina. Afortunadamente, no tenía placas de vitrocerámica sino el modelo antiguo de cuatro fuegos alimentado por bombona de butano. Cortó con una navaja el tubo y procuró hacer algunas muescas en la goma para darle la apariencia de estar cuarteado. Era una cautela para el improbable caso de que se investigara lo que iba a suceder a continuación. Rápidamente se extendió por toda la casa el olor a gas. Extrajo de la bolsa de lona una pequeña bomba incendiaria de fabricación casera. No era ése el plan inicialmente previsto pero no cabía otra solución. Le conectó un detonador accionable por control remoto y dispuso a su lado una carga de explosivos que estallarían por simpatía en cuanto lo hiciese la bomba incendiaria. Los vecinos de los chalés colindantes que estuviesen despiertos a esas horas recordarían que antes de la explosión se apreciaba un fuerte olor a butano. Recogió la bolsa, abandonó la casa y se dirigió al coche, donde le esperaba el otro. Cinco minutos después vio desde su posición cómo el profesor entraba en la vivienda. Desde el automóvil, llamó a su casa. El profesor se apresuró a coger el teléfono, no sin una pizca de extrañeza, preguntándose quién podía ser a esas horas. —Dígame. —Buenas noches, profesor Albert. El olor a gas llenaba la habitación. —Buenas noches. ¿Con quien hablo, por favor? —No nos conocemos. Me han encargado que le diga que no ha hecho nada bien al escribir eso que tenía junto al ordenador. Albert echó una rápida mirada hacia la mesa donde estaba el aparato y vio que la carpeta había desaparecido. —¿Quién es usted? —Eso no importa. Nunca se debe dejar abierta la llave del gas cuando uno sale de casa, profesor. En ese momento, pulsó un botón del mando a distancia y se oyó una potente explosión. Arrancaron el coche y desaparecieron. A la una de la madrugada, Miralles recibió una llamada en su móvil. Se trataba de los dos hombres que se iban a encargar de Álvaro Costa. —El chico ha volado. —¿Cómo que ha volado? —preguntó Miralles, incrédulo. —Lo que le he dicho —repitió el otro—: se ha escapado.

—Explíquenme lo que ha ocurrido y rápido. —Esperamos unos minutos después de que se apagasen las luces de la casa.

Nuestra intención era acabar con él cuando estuviese en la cama. Entramos en la finca y subimos hasta el segundo piso. Forzamos la cerradura y, una vez dentro, descubrimos que había una habitación iluminada. Como daba a un patio interior, no se podía ver desde la calle. —¿Y no estaba allí? —volvió a preguntar Miralles, pareciéndole imposible lo que estaba oyendo. —No. Le acabo de decir que en la casa no había nadie. —La voz del hombre sonó contundente en los oídos de Miralles—. La luz provenía de la cocina. A su lado, había otra habitación de la que salía una rendija de luz por debajo de la puerta. Supusimos que se trataba de un cuarto de baño y que nuestro hombre estaba dentro.

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Pensábamos esperar a que saliera y matarle vestido como Dios manda. El punto de delicadeza del asesino desconcertó por un momento a Fernando Miralles. —¿Qué pasó entonces? —Después de cinco minutos, empezamos a impacientarnos. Por otro lado, no se oía ningún ruido al otro lado de la puerta, por lo que nos extrañamos aún más. Decidimos echarla abajo y terminar de una vez. La abrimos de una patada pero el cuarto estaba vacío. —¿Cómo es posible? —Eso no lo sé —dijo el hombre—. No había nadie ahí ni en ninguna otra habitación de la casa. La registramos de arriba abajo. El chico se había esfumado. —¿No habría bajado a tomarse una cerveza en un bar o a dar una vuelta? —Imposible —contestó el otro—. Después de que se apagaran las luces de la vivienda, nadie salió del portal del edificio hasta que entramos nosotros. Quizá estaba en casa de un vecino esperando a que llegásemos para escabullirse. Cuando, por fin, nos convencimos de que no teníamos nada que hacer allí y nos disponíamos a salir, nos fijamos en una habitación que había nada más entrar en la casa. Es posible que estuviera ahí encerrado y escapara mientras nosotros esperábamos en la cocina. Miralles no se lo terminaba de creer. —¿Es así como hacen ustedes su trabajo? ¡Menudo par de imbéciles! —Señor como se llame. Usted nos aseguró que el pájaro estaba en el nido y que no sospechaba nada. Se ve que su información no era correcta. Nosotros hemos cumplido con nuestra parte del trato. —¡No, no lo han hecho! ¡Han dejado que huyera! —Si hubiéramos sabido que estaba sobre aviso, habríamos sido más cautelosos —le dijo tranquilamente el otro—. Usted se equivocó. Nos quedamos con lo que ya nos ha pagado y asunto resuelto. —¡Tienen que encontrarle! —exclamó exasperado Miralles.

—¿Y si no lo hacemos? ¿Va a llamar a la policía?

El reloj marcaba la una y cuarto. En Houston debían de ser las seis y cuarto de la tarde. Miralles llamó desde su teléfono móvil a Gil Gómez, no sin cierto temor por lo que le iba a decir. —Sus órdenes se han ejecutado casi en su totalidad. —¿Puede explicarse mejor? —En primer lugar, le diré lo que no ha salido bien. —Miralles se armó de valor y continuó—. Álvaro Costa se nos ha escapado. —¿Cómo dice? —preguntó 3G, sin creerse lo que acababa de decirle Miralles—. ¡Si era el elemento más importante! ¿Cómo ha podido ocurrir? —Sin duda, alguien le ha avisado. Los hombres que se iban a encargar de él se dejaron engañar por un señuelo. Resultó más listo que ellos y se les escurrió sin que se diesen cuenta. —¿Tenemos alguna idea de dónde puede haberse metido? —No. He puesto a un hombre a vigilar su casa para que dé la alarma si aparece. También he avisado a mi padre para que haya alguien al acecho en el domicilio de su madre en Madrid. Quizá se le ocurra ir allí. Me ha dicho que va a contratar un detective privado de su confianza y le he enviado un archivo con la foto de Costa para que pueda

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reconocerle. —Espero que le encuentre pronto, Fernando. —Haremos lo posible, Gonzalo. —¿Qué hay del resto? —Alfredo Albert ha saltado por los aires junto con su casa. —¿Era necesario armar tanto jaleo? —preguntó Gil Gómez.

—Sí, si queríamos que no dejara ninguna huella relacionada con nosotros —contestó Miralles—. El hombre que se encargó de él inspeccionó antes su chalé y descubrió un documento firmado por Albert en el que se explica con todo lujo de detalles el proyecto que tenemos entre manos. Había que hacer desaparecer toda posible información; podía tenerla guardada en cualquier lugar de la casa. No dio tiempo a registrarla por completo y nuestro hombre decidió organizar un pequeño castillo de fuegos artificiales.

—¿Qué hay de las niñas? —La que vino desde Ville Blanche está aislada dentro de la UR. Oficialmente,

ha sufrido un ataque agudo como el que le llevó a la unidad hace diez días. —¿Y la de Argelia? —La sacaron de la cama y empezaron a interrogarla. La chica se asustó y trató

de huir. Cuando estaban a punto de atraparla, tropezó y se cayó por las escaleras. Se dio un golpe tremendo y casi se mata.

—Fernando, esta chica ya se ha caído dos veces por una escalera. La primera fue un truco. ¿Cómo saben que esta vez no está fingiendo?

—¿Fingir? Han comprobado que tiene contusiones en varias partes del cuerpo y una herida en la frente que ha habido que suturar. Todavía no ha recuperado el conocimiento.

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Capítulo 33

La música comenzó a oírse a las siete, como todas las mañanas. Nuria aguantó un rato en la cama. Llevaba despierta desde una hora antes, cosa rara en ella ya que solía dormir como un tronco. Le había extrañado que nadie hubiese venido a molestarla durante la noche. La certeza de que ese día iba a ocurrir algo hizo que el sueño la abandonase antes de lo acostumbrado. Se dejó caer de la litera intermedia al suelo. Vio con sorpresa que la cama inferior estaba vacía y se sentó en ella. C2 debía de haberse levantado ya. C1 seguía acostada. Sentada en la cama, iba a ponerse los pendientes cuando la instructora I5 entró en la habitación. —Vuestra compañera C3 ha tenido un accidente esta noche y no la veréis en todo el día —les anunció. —¿Un accidente? —preguntó C1 sorprendida, mientras se incorporaba en su litera. —Sí —respondió I5—. Nadie sabe por qué le ha dado por salir a dar una vuelta por el internado poco después de acostarse. Como todo estaba a oscuras, ha tropezado en las escaleras que van al salón y se ha dado un buen golpe. Ahora está en la enfermería, tratando de recuperarse. —¿C3? —dijo Nuria—. Querrá decir... La instructora, tras comunicar la noticia a las dos chicas, cerró la puerta y se marchó sin escuchar lo que Nuria le estaba diciendo. La joven no entendía lo que había pasado. C3 era ella, por lo menos hasta ayer por la noche.

Se puso en pie y se miró en el espejo como hacía todas las mañanas al levantarse para comprobar su aspecto. En su pijama aparecían impresos los caracteres C3. Era extraño que la instructora se hubiera equivocado de ese modo.

Fugazmente, se le pasó por la cabeza una idea. Abrió el armario donde guardaba su ropa interior, el par de monos que utilizaba y un pijama limpio. El pijama no estaba. Se palpó su pulsera y notó que no tenía el pequeño arañazo en el segmento de cierre que había advertido en la de la auténtica C3 desde el día en que se cambió por ella. Inmediatamente se acordó de lo que le había dicho el día anterior a su amiga: «Eso lo dices para animarme porque tú no estás en mi lugar», y comprendió lo que probablemente había ocurrido.

Nuria se imaginó que, amparándose en la oscuridad y aprovechando el profundo sueño en el que solían caer las tres hermanas nada más acostarse, su compañera debió de intercambiar las pulseras y ponerse después la muda de pijama con los caracteres C3. El cansancio de la noche anterior que le había llevado a echarse en la cama que no le correspondía, no había sido más que una excusa para que la confundieran con ella si alguien venía a buscarla por la noche. C1 terminó de levantarse y se colocó junto a Nuria delante del espejo. Después de restregarse un poco los ojos, volvió a mirarse en el espejo. La chica que llevaba el pijama con los signos C3 seguía plantada delante de él, contemplándose como abobada, pensando en lo que habría sido de C2. —Pero si tú eres...

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—Si soy, ¿qué? —continuó Nuria la frase—. ¿Ya te estás metiendo conmigo como todos los días? C1 estaba a punto de contestarle de malas maneras, cuando Nuria, con un movimiento rápido pero suave, puso su mano sobre la boca de la chica, indicándole de ese modo que guardara silencio. Sin decirle nada, pero gesticulando de todos los modos que se le ocurrían, le suplicó que se callase. Al mismo tiempo, escribía unas palabras en una hoja de su cuaderno de notas, que le pasó a C1.

«Sí, soy C3, pero actúa conmigo como si fuera C2. En el descanso del mediodía te lo explicaré todo. ¡No digas nada a nadie, por favor! Hay micrófonos que graban lo que hablamos. Se trata de algo muy serio. No es una broma, te lo aseguro.» C1 se dio cuenta de que algo estaba ocurriendo y asintió; interpretó correctamente lo que Nuria quería decirle y le siguió el juego. Por una vez, se guardó su arrogancia habitual, aguardando una explicación convincente. —Bueno, hoy te dejaré en paz, aunque cada día que te veo me pareces más tonta. ¿Te has fijado en la cara de lela que tienes por las mañanas? —Pues mira quién fue a hablar. Nuria se sobrepuso al susto inicial. Comprendió enseguida que no era fácil hacerse pasar por otro, aunque ese otro fuese tu hermana gemela. Lo había conseguido al llegar allí, escudándose, ante las posibles diferencias que alguien hubiese podido notar, en el trastorno que le había producido el viaje de ida y vuelta y la fuerte sedación a la que le habían sometido. C1 se había dado cuenta enseguida del error en que se encontraba I5, pero Nuria había logrado pararla a tiempo. Ahora, en vista de las circunstancias, lo primero que debía hacer era vestirse con el mono de C2 y tratar de comportarse como ella. No sabía qué podía pasar con los demás internos y, sobre todo, con los instructores. Esperaba que nadie notase el cambio. Por segunda vez en pocos días, se veía obligada a interpretar el papel de otra persona. «Anda menos erguida y muéstrate lo más simple que puedas, casi tonta. Y quítate los pendientes: C2 nunca los lleva», anotó C1 debajo de lo escrito por Nuria; ésta lo leyó y le indicó con la cabeza que la había entendido. La mañana transcurrió con normalidad. Afortunadamente, ese día no tocaba clase en el aula, sino una hora y media de educación física. Al terminar, C1 y Nuria insistieron en que les dejasen visitar a su compañera en la enfermería, pero no obtuvieron permiso. Llegó la hora del recreo. Las dos chicas salieron a la explanada donde unos minutos antes habían hecho deporte. Algunos de los muchachos mayores estaban jugando a fútbol-sala y cinco o seis de los pequeños correteaban de un lado a otro de la pista de baloncesto. Hacía bastante calor. Se sentaron en un banco a pleno sol con la intención de que el efecto prolongado de sus rayos sobre la piel las asemejase todavía más, marcando diferencias con su compañera que se encontraba aislada. Nuria repitió con C1 la operación que unos días atrás había llevado a cabo con C2. En primer lugar, le explicó mediante una nota de su libreta dónde estaba oculto el micrófono del brazalete y le mostró cómo evitar que recogiera ninguna señal, porque lo que iba a contarle no debía ser escuchado por nadie. Una vez anulado el micrófono de las dos pulseras, le habló de cómo tenían localizados a todos los internos en cualquier momento del día.

Luego llegó lo más difícil. Debía convencerla que quién era, por qué se encontraba allí y cómo había llegado, tal y como lo había hecho con C2. Ello incluía

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echar por tierra la entera concepción de la vida que tenía hasta ahora esa chica, pues no podía dejar de descubrirle las mentiras contenidas en el manual del internado.

C1 parecía no inmutarse con lo que estaba escuchando. Nuria le contó también la sesión nocturna a la que se vio sometida hacía dos noches y de lo que había imaginado sobre la actuación de C2 y los motivos que había tenido para hacerlo. Cada poco, las dos chicas levantaban el dedo pulgar del orificio del micrófono y simulaban estar hablando de su compañera C3, de cómo se encontraría y de otras cosas más o menos triviales. —¿Por qué habría de creerme una historia tan disparatada? —le dijo, de pronto, C1. —Te voy a mostrar algo que no has visto nunca en tu vida. A ver si con esto te convences —le contestó Nuria.

Miró delante y detrás, a un lado y al otro, y comprobó que no había nadie en las proximidades. Pulsó en el teclado del brazalete los botones de los números que componían su fecha de nacimiento, mientras le explicaba a su compañera lo que estaba haciendo y, a continuación, los dígitos 03. Sin embargo, en contra de lo que Nuria esperaba, la pulsera no se abrió. —¿Pero qué se supone que estás haciendo? —le preguntó C1. La pobre chica no sabía lo que pasaba. ¿Por qué no se abría el brazalete? —Espera un momento. Algo no funciona —le contestó, un tanto angustiada. —¿Me estás tomando el pelo, o qué? Sus ojos se clavaron entonces en los signos impresos en el mono de la otra muchacha. —¡Pero qué tonta soy! Volvió a teclear su fecha de nacimiento despacio, seguida, esta vez, por los números 02. El brazalete se soltó de su muñeca. —¿¡Cómo lo has hecho!? Nuria le hizo un gesto para que bajara la voz. Le explicó el truco para abrirlo y cerrarlo y lo ejemplificó volviendo a ponerse la pulsera, asegurando el cierre. —Pero no se te ocurra quitártela mientras no sea absolutamente necesario. —No podría ni aunque quisiera. No me he fijado en qué botones tecleabas —le dijo C1—. Eso del cumpleaños es algo desconocido para nosotros. Tenemos cierta idea de en qué año nos toca salir de aquí, pero nada más. «¡Qué pena!», pensó Nuria por un momento. Se encontraba en un universo sin fiestas de cumpleaños ni nada que celebrar. Le entraron unas ganas locas de regresar cuanto antes al mundo real, a su mundo.

Siguieron hablando, con el micrófono en abierto, del buen tiempo que hacía y de lo morenas que se iban a poner.

—Si te queda alguna duda sobre la verdad de lo que te he dicho —continuó Nuria con los micros tapados—, la próxima vez que contacte con Álvaro, podrás hablar tú misma con él.

—Eso tendré que verlo con mis propios ojos —le dijo—. Entonces, ¿cómo tengo que llamarte: C3 o Nuria?

—Pareces tonta: ahora soy C2. Era para volverse loca. La chica estaba casi convencida, pero no podía evitar la

misma sensación de desconcierto por la que C2 había pasado unos días atrás. El mundo era completamente distinto a lo que siempre le habían dicho. Su altanería estaba a punto de ser vencida por la sencillez y naturalidad con que Nuria le había contado todo. —¿Y qué piensas que ha podido pasar esta noche? —le preguntó, aparentemente ganada por la sinceridad de su compañera.

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—Eso del paseo nocturno no se lo cree nadie —le respondió Nuria—. I5 ha dicho que se tropezó en las escaleras que van al salón. Nadie se tropieza y se cae subiendo unas escaleras. Seguramente se la llevaron al mismo despacho de la otra noche y debieron de someterla a un montón de preguntas que la pobre no sabría contestar. Quizá se asustaría tanto que trató de escapar escaleras abajo. —¿Y si se ha matado y por eso no nos dejan ir a verla? —sugirió C1 alarmada. —Prefiero no pensar eso. A lo mejor, ni siquiera está en la enfermería. Es posible que hayan descubierto que la chica que volvió de Valencia no era la misma que enviaron y piensan que ahora la tienen localizada, encerrada e incomunicada del resto. Estarán decidiendo qué deben hacer con ella.

—¿Tú crees que pueden hacerle daño? —Los hombres que me interrogaron la otra noche parecían unos tíos duros, pero

no creo que lleguen a tanto. Lo había dicho con el fin de tranquilizar a C1. Nuria tenía grabada en su

memoria la imagen de los dos hombres armados que había visto en la zona sur. No podía olvidar tampoco el motivo principal que le había llevado hasta allí; continuamente le venía a la memoria la frase de uno de los últimos correos que había recibido de Álvaro antes de emprender su aventura, referente a los responsables de la muerte de Jaime y de su abuelo. Por supuesto que podían llegar a tanto; esos hombres eran capaces de cualquier cosa con tal de conseguir lo que se habían propuesto.

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Capítulo 34

Álvaro se encontraba en un cibercafé cercano a la plaza de Colón, en Madrid, con una taza en la mano, un papel escrito sobre la mesa y terminando de revisar los pasos que había planeado seguir. Su intención era dar cuanto antes con el paradero de Nuria y, a la vez, continuar manteniendo a salvo su pellejo. La noche anterior se había librado por los pelos. El truco de las luces encendidas en la cocina y en el cuarto de baño había dado resultado y le había proporcionado el tiempo suficiente para fugarse sin que los hombres que le buscaban se diesen cuenta de nada. La salita de la entrada le sirvió de escondite en el momento en el que se introdujeron en su piso para acabar con él. Para no dejar pistas sobre su paradero, prefirió no usar su coche y cogió un taxi que le condujo hasta el aeropuerto de Manises. Tuvo que pasar casi toda la noche allí hasta que embarcó en el primer vuelo a Madrid que disponía de una plaza libre. El avión aterrizó a las ocho de la mañana. Una vez en Barajas, se dirigió a un quiosco y preguntó si recibían la revista Vida y Ciencia. Sinceramente, no esperaba una respuesta afirmativa y, por eso, mostró su asombro cuando le dijeron que les acababa de llegar el número de esa semana. Probablemente, había viajado desde Valencia en su mismo avión. Lo compró y aprovechó el trayecto en autobús hasta Madrid para leer lo que él mismo había dictado a Ferrando casi palabra por palabra.

La noticia aparecía en la sección de última hora. Decía que la noche anterior una chica de quince años llamada Nuria Díaz, perteneciente al grupo de los seleccionados meses atrás para recibir tratamiento con las nuevas técnicas de clonación terapéutica en el Nou Hospital, había sido recogida en su casa por una ambulancia a altas horas de la noche y trasladada a la Unidad de Regeneración de ese centro sanitario, sin previo aviso a los padres. El periodista introducía ahí el dato de que, unos días antes, la joven había sufrido fuertes ataques nerviosos que habían estado a punto de terminar con su vida y lanzaba la sospecha de que quizá aún corría grave peligro y de que la dirección del hospital no había querido comunicar nada a su familia sobre el asunto.

Continuaba el relato con las declaraciones del médico que estaba al cargo de la enferma, en las que afirmaba no saber nada del repentino ingreso de la muchacha y declinaba toda responsabilidad de lo que había ocurrido. La noticia terminaba, gracias a la acertada intervención de Ferrando, con un buen número de conjeturas y suposiciones maliciosas que cuestionaban a la famosa UR del hospital valenciano y a sus milagrosas curaciones, tomando pie de lo sucedido hacía tan sólo unas horas. Una foto de la entrada principal del Nou ocupaba el espacio final de la columna en la última página de la revista. «¡Buen trabajo! ¡Sí, señor!», pensó Álvaro. Solicitó una conexión a internet y navegó por diversas páginas buscando una determinada información. «A las 17:05. Y no hay otro.» Tomó nota de la hora en la que salía ese avión. Aprovechó la oportunidad para visitar las ediciones digitales de los periódicos de tirada nacional con el objetivo de descubrir alguna referencia a la noticia publicada en la revista de Ferrando. Como había supuesto, no encontró nada. Todavía era pronto para hacerse eco del suceso que, por otro lado, no era algo especialmente reseñable. Sólo iba a necesitarlo para echar mano de él en el momento en que charlase con Miralles padre.

Echó una mirada también a la edición on line de la prensa local valenciana con el mismo fin, pero tampoco mencionaban el hecho. Sin embargo, en la página web de uno de los dos principales diarios valencianos le pareció reconocer una foto de Albert junto a un titular; pulsó sobre él para acceder a la noticia completa. El diario informaba de una explosión ocurrida en la casa del antiguo profesor de la Facultad de Medicina

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Alfredo Albert, que se había cobrado la vida del doctor y había destruido casi en su totalidad la vivienda. Un vecino que paseaba cerca del chalé del profesor un par de minutos antes de la explosión atestiguó haber notado un fuerte olor a gas que salía de la casa. Los bomberos y la policía estaban investigando la causa del siniestro. Álvaro permaneció un largo rato pensativo. Albert no había tenido tanta suerte como él. Le dolió profundamente su muerte; era como si hubiese perdido a un amigo entrañable. El profesor le había abierto su corazón en aquel paseo por El Vedat y eso era algo difícil de olvidar. Se prometió a sí mismo no parar hasta ver a Miralles y su grupo de criminales pagando por todo lo que estaban haciendo. Consultó su reloj. Las nueve y media. Era buena hora para poner en marcha su plan. Encendió el móvil que Fernando Miralles había dado a Jaime y buscó el teléfono de su padre, Eulogio Miralles, que estaba grabado en la agenda. No le importaba si alguien estaba a la escucha; es más, lo deseaba. —¿Dígame? —Buenos días. ¿Eulogio Miralles? —Sí, soy yo. ¿Quién es usted y de dónde ha sacado mi número de teléfono?

El hombre mostraba cierto recelo en su voz. —Me llamo Álvaro Costa y su número está en la agenda del teléfono móvil que su hijo Fernando regaló a Jaime Puig. Eulogio Miralles se sorprendió de la respuesta. Era la última persona que esperaba que pudiera llamarle. Intentó mostrar indiferencia; actuó como si no supiera nada de lo ocurrido la noche anterior, tratando de ver cómo reaccionaba el muchacho. —¡Ah, sí! Ya me acuerdo de ti. Nos conocimos en la fiesta de Navidad, ¿no es cierto? —Sí. Allí fue. —Álvaro decidió ir directo al grano—. Fue la misma noche en la que uno de sus hombres provocó la muerte al doctor Díaz Herrero. —¿Cómo dices? —No se haga el tonto, doctor Miralles. Los dos sabemos lo que se está cociendo y no vamos a andar con disimulos. ¿Estamos? —De acuerdo —admitió Eulogio Miralles—. ¿Qué quieres? —Un millón de euros en una cuenta que le voy a dar si hace el favor de tomar nota. Eulogio Miralles no daba crédito a lo que oía. ¿Quién se creía que era ese estúpido? —¿Y por qué debería entregarte esa cantidad? —le preguntó, procurando encubrir su irritación. —Es muy sencillo. —Álvaro había ensayado la conversación con Miralles y las posibles preguntas y respuestas una decena de veces por lo menos—. Dispongo de cierta información que pondría en serios apuros al Nou Hospital y a la WFD si saliese a la luz pública. —¿Qué tipo de información? —Se trata de algo lo suficientemente importante como para asesinar a la persona que me lo ha revelado. —¿Albert? —Sí. Se han dado mucha prisa en hacerle callar. Yo he tenido más suerte y estoy vivo todavía. —Tú lo has dicho, muchacho: «todavía». —Y por muchos años, doctor Miralles. —Álvaro pasó a las amenazas—. Esta mañana he dejado toda la documentación que tengo y una declaración firmada en el despacho de mi abogado con las instrucciones de que lo dé a conocer si me ocurriese

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algo o si no me pongo en contacto con él en intervalos de dos días. —Lo has preparado bien. —Lo mejor que he podido. Tiene una prueba de que voy en serio en lo que se

publica hoy en la revista Vida y Ciencia. Le aconsejo que lo lea. Búsquelo en la sección de última hora. Puede ser el comienzo de una guerra particular entre ustedes y yo o una simple anécdota que acabe cayendo en el olvido. Depende de lo que decidan. En cualquier momento puedo dar a conocer dos o tres noticias demoledoras sobre el Nou que saldrían en la prensa nacional en menos que canta un gallo. —Supongo que sabrás que conocemos el domicilio de tu madre y tu hermano. —También Miralles decidió empezar con las intimidaciones—. Podría darse el caso de que hoy o mañana alguno de ellos sufriera un desgraciado accidente. —No ocurrirá tal cosa, Miralles. Porque si llega a suceder, soltaré todo de golpe. —Había que seguir mostrándose duro—. Tengo amigos en la policía que se mueven muy arriba y les encantaría echar el guante a una panda de mafiosos como ustedes. —En ese caso, te quedarías sin tu dinero. —No me importa. Tengo mucho en el banco.

Había llegado el momento previsto para cambiar de táctica —Mire, Miralles. El dinero me vendrá bien pero, por ahora, puedo arreglármelas

con la mitad. Me contento con medio millón hoy y medio cuando cerremos el trato que le voy a hacer. —Tú dirás. —Albert era un pobre hombre que no tenía nada más que hacer en la vida y por eso no le importó contarme todo lo que sabía. Ha sido muy fuerte lo de liquidarle pero, en fin, se pasó de listo. —¿Adónde quieres llegar, Costa? —Es muy sencillo. No sé qué informes le habrán dado sobre mí. Quizá le hablasen más sobre mi difunto amigo Jaime Puig y sobre su afán por destacar. Era una persona muy valiosa y fue una pérdida grande, pero se fue de la boca y comprendo que decidieran tapársela definitivamente. Álvaro rezaba para que se fuera tragando el anzuelo poco a poco. —Yo también tengo mis pretensiones en esta vida y siempre me he visto eclipsado por mi amigo. Ahora que ya no está, puedo aspirar a ocupar alguno de los lugares que quizá él habría alcanzado si estuviese todavía con nosotros. —¿Cuál, por ejemplo? —La dirección de su establecimiento en Argelia. —¿Cómo te has...? —...enterado? Albert sabía mucho más de lo que parecía. Ya le digo que me lo contó todo. —Álvaro siguió echando carnaza—. Han hecho bien en hacerlo desaparecer. Así estamos más seguros. Debe de ser impresionante moldear mentes y hacerles vivir en un mundo irreal. Un experimento fascinante. —Como comprenderás, yo no tengo poder para decidir nada. Tendría que hablarlo con Gonzalo Gil, que es el responsable del área en la fundación. Te adelanto que no creo que vaya a gustarle: sería como tener el enemigo en casa. —Le ruego que no retrase la consulta a su superior y que no me considere un enemigo. Después de todo, perseguimos los mismos fines: el progreso de la ciencia y nuestro progreso económico particular. Ustedes me ponen a dirigir su experimento y yo me callo y disfruto de mi dinero y de las investigaciones que llevemos a cabo en esas instalaciones. —Podría resultar. Pondré todos los medios para contestarte lo más pronto posible.

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—No se moleste en llamarme. Ya lo haré yo. Dígame una hora y me pondré en contacto con usted. —Ahora no puedo decirte cuál es el mejor momento. De aquí a un par de horas, ya lo sabré. —Perfecto. ¿Tiene papel y bolígrafo a mano? —¿Para qué? —Para dictarle el número de cuenta, hombre. Álvaro se lo dio. —Por último, una cosa más, doctor Miralles. —Álvaro sabía que se jugaba mucho con lo que iba a decir a continuación—. Como ahora estamos en el mismo bando, me veo en la obligación de advertirle del peligro que suponen los hackers. Tengo un amigo que consiguió entrar en la red informática del Nou y no estoy seguro de que venza la tentación de intentarlo también en la WFD de Madrid, después de lo que ha salido hoy publicado en Vida y Ciencia y de la noticia de la muerte de Albert. De todos es conocida la relación del Nou con la fundación y también que Alfredo Albert trabajó en el hospital. Ya sabe, luego se lo vende a un periodista que publicará la noticia como más le convenga.

—¿Qué estás queriéndome decir? —Si yo fuera usted, pondría toda la documentación relativa a la fundación en

lugar seguro. Me haría una copia para llevarla siempre encima. Y no me refiero sólo a documentos guardados en soporte electrónico, sino a cualquier papel que tenga relación con el proyecto que tenemos en marcha. Acuérdese del edificio Windsor: de la noche a la mañana todo se convirtió en cenizas.

—Pensaré en lo que me has dicho. Gracias. —No hay de qué. —No convenía alargar más la conversación; era el momento

de despedirse—. Dentro de dos horas le llamaré. Para entonces deberá saber cuándo me puede confirmar nuestro acuerdo y espero que haya hecho el ingreso en la cuenta que le he dado. Buenos días, doctor.

Había apostado muy fuerte pero le dio la impresión de haberle convencido. Las

9:45. Disponía de mucho tiempo todavía antes de pasar al punto siguiente. Recorrió a pie el camino que le separaba de la oficina de correos, en la plaza de Cibeles. Compró un sobre, escribió en él la dirección de la Jefatura Provincial de la Policía de Valencia y añadió: «A la atención del inspector Francisco Agulló». Puso su nombre como remite, certificó el envío y le dio trámite de urgencia. Al día siguiente, Paco tendría sobre su mesa una cinta con la grabación de la charla que acababa de tener con Eulogio Miralles. En el sobre, Álvaro había metido un papel escrito en el que le explicaba lo ocurrido la noche anterior y lo que se proponía hacer a continuación.

Después llamó a su madre para anunciarle que estaba en la capital y que iría a comer a casa. La mujer se alegró mucho al oír a su hijo y le preguntó si quería algo especial en la comida.

—Nada, mujer. No te molestes. Lo que tengas preparado para hoy y ya está. La siguiente persona con la que se puso en contacto fue su amigo Alexis. Se

conocían desde el colegio. Después, sus caminos tomaron rumbos muy distintos; él continuó estudiando mientras que su amigo se buscó la vida en negocios poco claros. Acabó convirtiéndose en heroinómano y pasó dos años en la cárcel por tráfico de drogas. De vez en cuando le llamaba y así se enteró de que últimamente estaba en pleno proceso de desintoxicación y de integración en el mundo laboral. Aunque solía residir

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en una comunidad que ayudaba a desengancharse de la droga, llevaba unas semanas viviendo en su casa y había logrado no probar nada durante todo ese tiempo. En algunas ocasiones, Álvaro le había prestado dinero que sabía que no volvería a ver nunca, pero para eso estaban los amigos. Ahora era él quien necesitaba pedirle un pequeño favor.

Marcó su número de teléfono y se puso enseguida. Álvaro le explicó lo que quería y Alexis le aseguró que se encargaría de hacerlo.

Le tocaba el turno a Pilar. Contestó a la llamada tras la primera señal. Fiel a su promesa, ese día no había ido a trabajar poniendo como excusa sus molestias estomacales. Álvaro le contó su huida de la noche anterior, le dijo que estaba en Madrid y que se encontraba bien.

—Para ti, que eres un as de la informática, te resultará fácil entrar en los ordenadores de la fundación en Madrid, ¿verdad?

—Lo siento, Álvaro, pero no lo he conseguido. Lo intenté una vez, cuando empezaron a suceder cosas raras en el hospital, pero no logré penetrar en su red. —La respuesta no contrarió al médico. Era lo que había supuesto, después de todo. Una cosa era introducirse en un sistema diseñado casi enteramente por uno mismo y otra muy distinta hacerlo en otro del que no se tenía la más remota idea—. Enseguida pensé que ahí podían guardar más información, pero no fui capaz de avanzar un paso. El sistema está bien protegido.

—No te preocupes, Pilar. Voy a pedirte un favor. —Lo que quieras. —Coge el primer avión que vuele hacia Madrid y, en cuanto llegues, llámame.

¿Podrás hacerlo? —Cuenta con ello. ¿Cuánto tiempo tendré que pasar en Madrid? —Si todo sale bien, esta misma noche estarás de vuelta en Valencia. Y no te

preocupes por los gastos; ya te lo pagaré todo en cuanto pueda. —Olvídate de eso ahora. Hace años que tenía ganas de darme otra vez una

vuelta por la capital. —No creo que tengas mucho tiempo para ello. Acuérdate de llamarme. —Descuida. Como estaba muy cerca del parque del Retiro, aprovechó el tiempo que le

sobraba para deambular un rato, perdiéndose entre los jardines que formaban el principal pulmón de la ciudad. El paseo le ayudó a liberarse un poco de la tensión acumulada. Lo que estaba haciendo era más propio del protagonista de una novela de acción que de un sencillo médico que empezaba a abrirse camino en la vida.

Alquiló una barca del reducido estanque del parque para distraerse remando un rato; con el ejercicio físico, confiaba en poder olvidarse de todo, aunque sólo fuese por un par de horas. A las 11:45 telefoneó a Eulogio Miralles, como habían quedado.

—Mañana, a las cinco de la tarde de España, espero poder responder a tu proposición. Para entonces, ya lo habré hablado cara a cara con Gonzalo Gil.

—Mañana, a las cinco en punto, le llamaré. Después de una hora remando, dejó la barca y se compró un helado. El mes de

mayo era caluroso en Madrid y apetecía un pequeño refrigerio. Por otro lado, en esos momentos no podía hacer nada más que esperar a que alguno de sus amigos le llamase para comunicarle alguna novedad. No quería ponerse en contacto con Paco hasta más tarde, cuando tuviese a buen recaudo lo que pensaba conseguir esa tarde.

Alexis le llamó cerca de las dos.

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—El viejo ha salido más cargado que un burro. —¿Te fijaste en lo que llevaba? —Sí. Una cartera de ésas para guardar carpetas y documentos y un ordenador

portátil. —¿Y la marca? —le preguntó Álvaro, ansioso—. Te dije que te fijases en el

modelo. —Tranqui, tío. Lo hice. En el maletín ponía con letras grandes «Toshiba». —Eres un tío grande. El truco del hacker había dado resultado. Álvaro estaba convencido de poder

engañar a Miralles y parecía que lo había conseguido. Esa cartera debía de estar repleta de información confidencial y no tenía duda de que en la memoria del ordenador estarían archivados muchos documentos interesantes. Podía apostar su mano derecha a que el modelo del PC que llevaba era el mismo que habían proporcionado a cada médico cuando se incorporó al hospital. El pez había mordido el anzuelo y ahora sólo había que esperar el momento oportuno para sacar la presa del agua.

—Le seguí hasta una agencia de viajes y entré también, como me dijiste. Me interesé por un viaje a las Caimán. ¿Sabes? Nunca he estado allí y no sé ni dónde están, pero siempre me ha hecho ilusión viajar a ese sitio.

—Vale, pero, ¿te enteraste de cuál era el destino de su viaje? —Sí, claro. —Álvaro respiró—. El tío se va a Houston, y su avión sale a las... —Cinco y cinco de la tarde, ¿verdad? —Si ya lo sabías, ¿para qué me haces seguirle hasta el fin del mundo? —

protestó Alexis. —Necesitaba confirmarlo y tú te has encargado de hacerlo. —Después, paró un taxi y le dio una dirección que no pude oír. Me subí a la

moto y comencé a seguirle, como en las películas. ¿Sabes que me he comprado una Honda 500 que es una pasada? Coge los 210 kilómetros por hora.

—De acuerdo, ya me la dejarás. ¿Dónde estás ahora? —Donde me dijiste que me quedara: vigilando su casa por si se le ocurre salir. —¿Me puedes decir la dirección? Le dio un número de la calle Arturo Soria. —Lo has hecho muy bien, Alexis. Voy hacia allá. Mientras tanto, no le quites el

ojo a la casa. Si sale, síguele. —¿Hasta Houston? —No, no creo que se vaya a Houston antes de que llegue yo. ¿Te has acordado

de coger el otro casco y las gafas oscuras? —El casco sí, pero no tengo otro par de gafas. Tendrás que agenciártelas tú. —Conforme. Nos vemos en un rato. Nada más despedirse de su amigo, le sonó de nuevo el móvil. Era Pilar. —Vaya, por fin dejas de comunicar. —Perdona, es que estaba hablando con un amigo. —Ya me tienes aquí, en Barajas. ¿Qué quieres que haga ahora? —¿Llevas dinero? —le preguntó Álvaro. —Me he traído la tarjeta del banco, por si acaso. Álvaro le explicó la parte del plan que le tocaba a ella y se despidieron.

Antes de coger un taxi que le llevase a la dirección donde Alexis le estaba esperando, Álvaro compró las gafas de sol más grandes que vendía un hombre de color

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que tenía su puesto a la salida del Retiro. Durante el trayecto se miró en el espejo retrovisor para comprobar si le cubrían lo suficiente como para ocultar sus rasgos. «Entre el casco y las gafas no me reconoce ni mi madre.» «¡Mi madre!». Se acordó de que le había dicho que iría a comer; eran cerca de las dos y media y no se dirigía precisamente a su casa. —¿Mamá? —¿Sí? —Soy Álvaro. Lo siento, pero no voy a llegar a comer. —Vaya. Tu hermano se había animado un poco con la idea de verte. —Pídele perdón de mi parte —se disculpó—. Sin embargo, me acercaré más tarde, a eso de las cinco o las seis. Estaréis, ¿verdad? —Sí, hijo. No pensaba moverme de casa esta tarde. —Mamá, ¿tienes algún compromiso importante para los cuatro próximos días? —¿Por qué me lo preguntas? —Su madre se mostró extrañada—. Pero, ya que te interesa, te diré que no. Siempre hay cosas que hacer, pero pueden esperar. ¿Quieres decirme qué te traes entre manos? —Es un secreto. Luego te lo contaré, mamá. Hasta dentro de unas horas. El taxi le dejó frente a la acera donde se encontraba su amigo. Alexis estaba sentado en un banco a la sombra de un árbol. A pesar del calor, vestía como un auténtico motero: pantalón vaquero, cazadora de cuero de varios colores con refuerzos en los codos y botas de tacón alto acabadas en punta. No podía decirse que pasara desapercibido. Se dieron un fuerte abrazo; hacía mucho tiempo que no se veían. Después de los saludos, Alexis le dio novedades. —No ha salido de casa. —¿Has comido? —le preguntó Álvaro. —No, ya lo haré más tarde. Estamos en una misión importante, ¿no? Ya llegará el momento de comer. Álvaro no tuvo más remedio que acomodarse al régimen de su amigo y se sentó junto a él a esperar. A las tres menos cuarto, llegó Pilar en un Seat Ibiza de matrícula reciente. Se dirigió al portal de la casa y llamó por el portero automático. Al cabo de unos segundos, la vieron desaparecer dentro del edificio. Ahora tocaba aguardar la salida de Miralles. Alexis empezó a sentir hambre a las tres y media. —Oye, ¿y si me acerco a ese supermercado que hay ahí enfrente y compro algo que llevarnos a la boca? —¿Pero no estábamos en una misión importante? —le preguntó Álvaro, en tono burlón. —Sí, pero si la intendencia falla en este tipo de misiones, estás perdido —argumentó su amigo. —Venga. Corre y trae algo para los dos. Yo me quedaré aquí vigilando. Alexis cruzó la calle y se metió en la tienda. Llevaba cinco minutos dentro cuando Álvaro vio salir de la casa a Eulogio Miralles y, con él, a Pilar. «¡Vaya, justo

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ahora! A ver si se da prisa este tío.» Desde la distancia a la que se encontraba, podía entender lo que hablaban. —No tardaremos ni quince minutos desde aquí —oyó decir a Pilar. —De acuerdo, pero conduce aprisa porque no quiero llegar tarde —le contestó Miralles. Álvaro vio cómo Pilar abría la puerta trasera izquierda para que Miralles metiese dentro del coche la cartera, el ordenador y una pequeña maleta, que era lo que constituía su equipaje. —No, la cartera y el ordenador los llevaré encima —dijo Miralles. —Pero, hombre, ¿tienes miedo de que te los roben? —Hasta ahora todo había ido bien. Sólo restaba ese punto final—. ¿No sabes —le dijo Pilar— que estos coches modernos bajan automáticamente el pestillo de todas las puertas cuando pasan de 20 kilómetros por hora? Nadie las puede abrir desde fuera. No hay ningún peligro, ya lo verás. —De acuerdo —dijo Eulogio Miralles, convencido por el razonamiento de la mujer. Pilar desplazó la maleta hacia la derecha, y el ordenador, junto con la cartera, quedó en el asiento trasero del conductor. —Ya podemos irnos.

Montaron en el automóvil y el motor se puso en marcha. «¿Dónde estará este glotón?». Cuando el coche comenzaba a moverse, Álvaro vio salir del supermercado a Alexis y le hizo gestos para que se acercase corriendo. —¿Qué pasa? —Arranca la moto y olvídate de todo esto. ¿Ves ese Ibiza que va por ahí? —Sí. —Pues llevan en el asiento trasero una cosa que tengo que conseguir. Ponte a su rueda y procura acercarte todo lo posible en el primer semáforo en que se paren. ¿Has traído lo que te dije? —Sí. Está en una de las cajas traseras de plástico; en la de la derecha. Álvaro se montó detrás de su amigo, con la visera del casco bajada y las gafas de sol puestas, y salieron tras el coche que conducía Pilar.

No disponían de muchas oportunidades. El trayecto hasta el aeropuerto sería corto y seguramente habría pocas paradas. Debían aprovechar la primera ocasión que se presentase. Contaban con la complicidad de la conductora del vehículo, que trataría de coger todos los semáforos en rojo que pudiera. Llegó el momento. Acababa de cambiar la luz de ámbar a rojo y el Ibiza se había quedado en la segunda línea de coches, incapaz por tanto de reaccionar con rapidez. Alexis aproximó la moto al automóvil y la colocó a la altura del asiento trasero. Álvaro actuó con la mayor velocidad que pudo. Se bajó de la moto, agarró el mazo que Alexis había metido en el pequeño maletero y descargó un golpe con todas sus fuerzas sobre el cristal de la ventanilla. Sólo fue necesario un impacto para abrir el hueco suficiente que le permitió hacerse con la cartera y con el ordenador. Los metió aprisa en la caja maletero de la moto, se subió encima y salieron disparados. Dentro del coche no se dieron cuenta de la maniobra hasta que oyeron el ruido de cristales rotos. Cuando trataron de reaccionar, la moto ya había desaparecido y los dos bultos del asiento trasero no estaban. Miralles se puso histérico. —¡Corre, desgraciada! ¡Hay que cogerlos como sea! —¿Cómo quieres que corra si tengo un coche delante que no me deja moverme? Eulogio Miralles se bajó del automóvil y empezó a gritar, completamente fuera de sí, al conductor del coche que tenían delante para que se apartase. Éste no entendía nada porque no se había percatado de lo ocurrido unos metros detrás de él. Cuando, por

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fin, el semáforo se puso en verde, Pilar pisó a fondo el acelerador para ir en persecución de los ladrones. Llevaban todas las de perder porque habían visto cómo la moto se metía por una calle lateral un poco más adelante y, a partir de ahí, la habían perdido de vista. Giraron por donde lo había hecho un minuto antes la motocicleta, pero ya no había rastro de ella, ni nadie en la calle a quien preguntar.

Miralles se quedó hundido en su asiento. Le acababan de robar un buen montón de documentos, todos de la mayor importancia, relacionados con la fundación. Eso, sin contar con lo que había guardado esa mañana en el ordenador: toda una serie de informes confidenciales acerca del estado actual del proyecto, una base de datos sobre personas e instituciones que apoyaban o estaban interesados en el mismo, y bastantes más archivos que no debían haber salido nunca del ordenador central de la WFD.

Pensó que probablemente se trataría de simples delincuentes que se desharían de todo al comprobar que no llevaba dinero ni otras cosas de valor. Aún así, no esperaba que fuese posible recuperar nada de lo robado. En cualquier caso, le aterraba pensar que el hecho llegase a oídos de Gil Gómez, con quien se iba a entrevistar al cabo de unas horas. Evitaría, por todos los medios, hablar de lo sucedido. Más adelante, se encargaría de resolver el problema de manera convincente. Un día de la próxima semana, diría, se había encontrado con que su ordenador no estaba en el despacho y que la caja fuerte donde guardaba toda la documentación había sido desvalijada.

—¿Te has fijado en la matrícula? —le preguntó Pilar. —Sí, pero no creo que sirva de mucho. Lo más probable es que sea falsa. Llegaron al aeropuerto y Miralles denunció a la policía el robo de que había sido

objeto unos minutos antes. Dio el número de matrícula de la moto pero resultó pertenecer a un camión que había sufrido un grave accidente el año anterior y que actualmente se encontraba en un desguace próximo a Madrid.

Pilar trató de consolar al viejo doctor y se despidió de él. Miralles se quedó contemplando cómo se marchaba y se fijó en la pegatina de «Móvil-Alquilia» que el coche llevaba pegada en la parte inferior del parachoques. No volvió a acordarse del detalle hasta pasados unos días.

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Capítulo 35

A las cinco de la tarde, Pilar y Álvaro se encontraron en el bar de la calle Narváez donde habían acordado verse una vez ejecutado el plan. —Parecemos los protagonistas de la última película que vi en la tele —se le ocurrió decir a Pilar para aliviar un poco la tensión de las últimas horas. —Sí. A mí también me ocurre algo parecido —dijo Álvaro—. Sólo que esta vez va en serio y no estamos en el cine. —Bueno, hombre. Se trata de que nos relajemos un poco. Hasta ahora todo ha salido según lo previsto. ¿Qué es lo siguiente? Alexis había regresado a su casa después de dejar a Álvaro en el bar. Antes habían pasado por El Corte Inglés para comprar algo barato, pero lo suficientemente grande como para meter la cartera y el ordenador de Miralles dentro de la bolsa con el logotipo de esos grandes almacenes. Eligieron un póster enmarcado de Valentino Rossi, con el que Alexis se quedó encantado. Era una simple precaución para no andar por ahí con material robado a la vista. Álvaro pensaba, sobre todo, en la persona que, muy posiblemente, habrían apostado para vigilar el domicilio de su madre.

—Tú puedes volver a Valencia en autobús y llevarte el ordenador a casa para extraer de él toda la información que pueda servirnos de algo —le sugirió Álvaro.

—Probablemente tenga clave de acceso —le dijo Pilar. —Ya he pensado en eso y creo que tengo la solución. —¿Cuál es? —Cuando empecé a trabajar en el Nou nos dieron a cada médico un ordenador

nuevo marca Toshiba, el mismo modelo para todos. El negocio había empezado en Madrid, en la sede de la fundación, donde esa casa de ordenadores había colocado un buen número también. Estoy prácticamente seguro de que el ordenador que hemos birlado esta tarde a Miralles es igual que los que tenemos en el hospital. Eso facilita el trabajo, ¿no?

—Mucho, desde luego —respondió Pilar—. Basta con sacar el disco duro del ordenador de Miralles y meterlo en otro igual. Pero no te creas que es tan fácil. Hay que saber hacerlo.

—Estoy seguro de que para ti no representa ningún problema —le dijo Álvaro—. Cuando llegues a Valencia, pásate por mi casa y recoge el ordenador portátil que tengo en mi dormitorio. Por fortuna, tenía que acabar un informe ayer por la noche; si no, habrías tenido que ir a buscarlo al hospital. Guardas mi dirección, ¿verdad?

—Sí. Pero necesitaré unas llaves para entrar. —No te preocupes. La vecina de enfrente, que es una ancianita encantadora,

tiene una copia. Ahora mismo la llamo para decirle que te las preste. Álvaro había pedido un refresco y un sándwich mixto. Era lo primero que tomaba desde el desayuno aparte del helado, pero con el ansia acumulada durante el día se le habían ido las ganas de comer. Pilar saboreaba un café con hielo. Continuaba haciendo calor. —¿Cómo te recibió Miralles? —le preguntó Álvaro—. ¿Se extrañó de tu visita? —No, en absoluto. Le dije que tenía unos días libres, que había aprovechado para venir a ver a unos familiares y que no quería dejar de saludarle. La verdad es que nos conocemos desde hace muchos años y me trató como a una antigua y vieja amiga. Me apena que haya caído tan bajo el pobre hombre —se lamentó Pilar—. Tendrías que

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haber visto la cara de angustia que tenía cuando le robasteis la cartera y el ordenador. —¡Y a mí me hubiese gustado estamparle un puñetazo en esa misma cara que a ti tanta pena te da!. O sea que, de pobre hombre, nada —dijo Álvaro—. No te apiades de él. Ahí tienes a Albert y a nuestro amigo Jaime. Ahora son cadáveres. Álvaro se había puesto de mal humor, recordando lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas. —Volviendo a mi visita, a Miralles le pareció de lo más natural que fuese a verle y enseguida me invitó a comer a su casa. Si te soy sincera, me parece que hasta se alegró de verme. Luego fue fácil convencerle de que me dejara llevarle al aeropuerto. Le dije que me había prestado el coche un sobrino mío que vive aquí. —Sólo puedo felicitarte, Pilar. Lo has hecho muy bien y te has jugado mucho con esto. Álvaro parecía haberse calmado tras el repentino calentón. —Venga, hombre, que no es para tanto. Total, estoy enferma en casa, ¿no te acuerdas? —le dijo, sonriendo. Pagaron la cuenta y se dirigieron a la boca de metro más próxima. Le dio instrucciones para llegar hasta la estación desde donde salían los autobuses que iban a Valencia, y se despidieron. —Y ahora, ¿qué vas a hacer? —De momento, voy a ir a ver a mi madre, que me espera desde hace tres horas. Tengo algo pensado pero ya decidiré más tarde. Acuérdate de llamarme mañana con los resultados que hayas obtenido del ordenador. A mediodía, como muy tarde, ¿de acuerdo? —Tranquilo, lo haré. Adiós, Álvaro. Y cuídate mucho. —Hasta pronto, Pilar. Y gracias por todo.

La familia de Álvaro vivía cerca, en la calle Antonio Arias, junto al Hospital Gregorio Marañón. Hasta los dieciocho años, ése había sido su barrio y cada vez que iba a Madrid se acordaba de pequeños detalles relacionados con su niñez y su adolescencia. La tienda de churros seguía en el mismo sitio de siempre y la panadería donde solía ir a comprar los encargos de su madre había cambiado de dueño, se había modernizado pero ocupaba el mismo local que Álvaro había conocido durante toda su vida. Estaban viendo una película cuando llamó al timbre. Fue recibido con un par de besos de su madre y un abrazo de su hermano. Enseguida, la buena mujer le preguntó si quería algo para merendar y si había comido bien o en cualquier sitio, como hacía con frecuencia. Álvaro se dejó cuidar un rato. Apagaron el televisor; ya seguirían con la película en otro momento. Carlos, el hermano de Álvaro, no se encontraba bien y su madre le recomendó que se acostase. Había querido esperar a que llegara para saludarle antes de retirarse a descansar. —¿Cómo sigue? —preguntó Álvaro, una vez que su hermano se metió en su habitación. —Ya lo has visto. Algunos días está mejor y otros no hay modo de levantarle de la cama. Madre e hijo se sentaron en un sofá que ocupaba gran parte del comedor. Álvaro no se atrevía a solicitar la ayuda que necesitaba de su madre, pero fue ella quien se le adelantó. —Álvaro, antes me preguntaste si disponía de cuatro días libres por delante. Supongo que será para que te acompañe a algún sitio o algo parecido, ¿no es así?

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—Sí, se trata de algo parecido —le contestó. Tras el ofrecimiento por parte de su madre, dejándole las cosas tan fáciles,

Álvaro le explicó lo que quería de ella. Tenía que tomar un tren que salía esa misma tarde a las ocho hacia Valencia y

debía llevarse consigo a su hermano. Le dio las llaves de su casa para que fuesen a vivir allí los cuatro o cinco próximos días. No deberían abrir la puerta a nadie, a no ser que él les hubiese advertido antes de que tendrían visita. Lo mejor sería que no salieran de casa y, si necesitaban hacerlo para comprar comida o por algún otro motivo, deberían ir los dos juntos y procurando tener siempre mucha gente alrededor. Él les llamaría para ver cómo estaban y si precisaban de algo. —No cojáis el teléfono si suena. ¿Llevas tu móvil? —Sí, lo tengo siempre en el bolso cuando salgo de casa. Pero… Álvaro no la dejó hablar y siguió con sus instrucciones. —Si alguien te tiene que llamar de mi parte, le diré que lo haga a tu teléfono. Será mejor que dejéis descolgado el de la casa, como si estuviera comunicando.

—Hijo, voy a hacerte caso en todo lo que me has pedido aunque, sinceramente, no me gusta nada esto. ¿No podrías contarme en qué lío te has metido? ¿Te busca la policía? Dímelo y ya verás cómo, entre los dos, lo arreglamos todo.

La mujer procuró mostrarse serena, pero se le hacía muy difícil ante el secreto que parecía guardar su hijo.

—Mamá, es preferible que no sepas nada más por ahora. Se trata de un asunto muy grave. Sólo te pido que me creas si te digo que no estoy haciendo nada ilegal. —Álvaro pensó que esas palabras podían dejar más tranquila a su madre—. Hay unas personas empeñadas en hacerme daño y quiero tenerlas despistadas sobre mi paradero durante un tiempo. Voy a hablar ahora con Carlos para explicarle lo que tiene que hacer. Ya verás, mamá, como no pasa nada. Confía en mí.

Lo más conveniente, sin duda, era no dar a su madre más explicaciones de las imprescindibles. Quería evitarle que lo pasara mal en la medida de lo posible, aunque en esos casos siempre resulta difícil despistar a una madre. La mujer aceptó lo que Álvaro le propuso y, después de dejar la casa arreglada, comenzó a hacer las maletas. Mientras tanto, Álvaro habló unos minutos con su hermano, que ya se encontraba algo mejor y, a continuación, bajó a la casa del portero, que vivía en la planta baja. Quería averiguar algo. —¡Cipriano! ¡Qué alegría volver a verte! —¡Álvaro! ¿Cómo estás? —le saludó el portero de la finca, con un apretón de manos—. ¿Vienes para quedarte el fin de semana? —No. Me voy con mi madre esta tarde a Valencia. Dejaremos a mi hermano con unos familiares y nosotros nos vamos para que ella pueda descansar un poco. —Me parece muy bien, hombre. —Oye, ¿podrías hacerme un favor? —Tú dirás. —Mira —le explicó Álvaro—. Me ha dicho mi madre que hay un tipo que anda detrás de ella desde hace unos días. Se conoce que le ha echado el ojo. Como ella no es muy mayor y se conserva bastante bien, todavía hay hombres a los que les gusta. —Ya. Comprendo. —El caso es que a mi madre no le hace ni pizca de gracia que vayan siguiéndola por ahí, y menos, un desconocido. ¿Puedes echar una mirada por la calle y me dices si hay alguien que parezca que está paseando, perdiendo el tiempo, mirando distraídamente un escaparate...? Vamos, cualquier cosa para entretenerse mientras espera a que salga.

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—Eso está hecho. Al cabo de tres minutos, Cipriano estaba de vuelta. —Me he subido y bajado la calle dos veces y he visto a un tío al que no conozco de nada. Lleva desde esta mañana sentado en el banco de la acera de enfrente leyendo un periódico. Bueno, supongo que se habrá movido algo, pero a primera hora, que he salido a hacer un recado de mi mujer, ya estaba ahí. No es del barrio; eso te lo puedo asegurar. A menos que se haya mudado recientemente. —¿Qué aspecto tiene? —Nada especial. Entre treinta y cinco y cuarenta años. Lleva unos vaqueros y una camisa azul a cuadros y tiene una bolsa de cuero colgada a la bandolera. —Gracias, Cipriano. —¿Quieres que haga algo con él? —No, déjalo. Ya se irá. No te preocupes.

Subió a la casa, donde su madre ya tenía todo preparado para marcharse. Como había supuesto, había alguien vigilando las entradas y salidas y lo mismo pasaría en Valencia en cuanto diesen la noticia de que iban hacia allá. Bien, no le preocupaba. Cuanto más empeño pusieran en vigilar la casa, mejor para él.

Carlos estaba en el descansillo llamando al ascensor, mientras Álvaro se despedía de su madre. Las cosas se habían puesto muy feas y no pudo evitar la sensación de que podía ser la última vez que la veía. Procuró quitarse la idea de la cabeza.

—Gracias, mamá. Dentro de unos días te contaré a qué se debe todo este jaleo en el que te he metido.

—Como tú me has pedido antes, confío en ti. No te preocupes por nosotros, que sabremos cuidarnos. —La mujer dio un beso a su hijo—. Llámame, por favor.

—Lo haré. Adiós, mamá.

El hombre de la camisa a cuadros llamó al teléfono indicado por la persona que le había contratado. Informó de que, a las cinco y media de la tarde, el chico de la foto había entrado en la casa que le habían señalado que vigilase, y que a las siete y cuarto había salido acompañado por una señora de unos 55 años. Se habían subido a un taxi que les dejó en la estación de Atocha. Iban a coger el tren Alaris que tenía prevista su salida a las veinte horas. Solicitaba instrucciones. Le dijeron que le llamarían enseguida. Al cabo de cinco minutos, su móvil vibró en el bolsillo de su camisa. —¿Márquez? —Sí. Dígame. —Consiga billete para ese tren y continúe vigilándoles. Si se apean en alguna estación que no sea la última, sígales y avíseme de inmediato, aunque lo más probable es que no se bajen hasta Valencia. Allí otro hombre le relevará. En cuanto lleguen a la estación del Norte, puede olvidarse de ellos. ¿Comprendido? —Sí. No es tan complicado. —Tenga cuidado. Ese chico se ha escapado ya una vez ante nuestros propios ojos y puede volver a hacerlo. Seguramente sospecha que alguien le sigue y no creo que se atreva a intentar nada; menos, llevando a su madre consigo. —Estaré atento. No se preocupe.

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Fernando Miralles se encontraba en casa cuando recibió una llamada de Álvaro. —Buenas noches, doctor Miralles. —Buenas noches, Álvaro. ¿Cómo te encuentras? —Bien, gracias a Dios y a mi intuición. Habría sido un error acabar conmigo. Supongo que ya habrá hablado su padre con usted. —Sí. Me ha contado lo de tu abogado y lo del chantaje que quieres hacernos. —¿Chantaje? Creo que no me ha entendido bien, Miralles. Ahora estamos en el mismo equipo. Ya se lo dije a su padre: a mí me dejan investigar en África y permanezco callado por toda la eternidad; mientras tanto, ustedes continúan trabajando tan bien como lo han hecho hasta ahora para lograr que la opinión pública les siga en sus intenciones. Es muy sencillo. —Lo meditaré. De todas formas, ya sabes que eso no depende de mí. Supongo que no me has llamado para decirme algo de lo que ya estaba enterado, ¿verdad? —Efectivamente —le dijo Álvaro—. Ahora voy de camino hacia Valencia con mi madre. El hombre que nos sigue es una persona de pocos recursos y ya se le ha terminado su repertorio de trucos para pasar desapercibido. —No será un buen profesional. —No. Se ve que usted paga poco.

—Fue mi padre quien le contrató —se defendió Miralles hijo. —Los dos hombres que vinieron a por mí tampoco se lucieron en su trabajo. —

Álvaro llevaba ventaja y quería restregársela en la cara—. Es de esperar que tendré mi casa de Valencia bien custodiada por otro de sus muchachos. Le he llamado exclusivamente para decirle una cosa: quiero que nos dejen en paz. ¿Está claro? —No veo por qué habrían de molestarte. —Yo tampoco. Sobre todo, sabiendo por dónde les tengo cogidos a sus jefes. —Será vuestro ángel de la guarda. Se ocupará de que no os ocurra nada. —Veo que ha entendido. Mañana hablaré con su padre y me dirá lo que han decidido. Luego, me tomaré unos días de descanso y le vuelvo a insistir, no quiero que nadie me moleste; ni a mi madre ni a mí. —Descuida, Álvaro. Estamos en el mismo equipo, ¿no? Las once y media de la noche era la hora en la que Nuria se había puesto en contacto con él la última vez que hablaron. Con el cambio al horario de verano, en Argelia debían de ser las diez y media. La incertidumbre sobre lo que había ocurrido para que las cosas se hubieran precipitado de ese modo le hacía temer por la muchacha. Si en España los acontecimientos se habían acelerado, en Argelia debería haber pasado algo parecido. Al menos, eso era lo que Álvaro suponía.

El móvil comenzó a sonar. Miró la pantalla: «Nuria». Las once y treinta y dos. —¿Qué ha pasado? —le preguntó directamente. —Chsst. Habla bajo, que se te puede oír. Te cuento en un segundo lo que sé

porque la batería está empezando a agotarse. Nuria le habló del interrogatorio de hacía un par de noches, del intercambio

entre ella y C2 y de que no sabían nada acerca de cómo estaba ni de su paradero real. —Nos han dicho que se está recuperando en la enfermería, pero no nos han

dejado visitarla. ¿Tiene esto que ver con algo que haya sucedido en Valencia? Álvaro le contó a grandes rasgos su huida, el internamiento de C3 en la UR y

que estaba urdiendo un plan para llegar hasta ella. —Algo ha sucedido para que me estén persiguiendo, pero no se me ocurre qué

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puede ser. Supongo que han descubierto de algún modo que C3 está ocupando tu lugar. —¿Y qué van a hacer con ella? —No lo sé. De momento, parece que la tienen aislada en la Unidad. Ahora lo

que debes hacer es preocuparte de que no te descubran. —Ya lo estoy haciendo. —Es más importante de lo que te puede parecer. Estos hombres son capaces de

cualquier cosa. —Álvaro dudaba sobre la conveniencia de contarle todo lo ocurrido en Valencia. Decidió hacerlo para que la muchacha tomase conciencia de con quién se la estaba jugando—. Te he hablado del profesor Albert en alguna ocasión, ¿verdad?

—Sí, en varios de tus e-mails le citabas. —Eso que sucedió ayer, y que no sabemos aún qué es, ha provocado una

respuesta muy fuerte por parte de estos tipos. —¿Qué quieres decir? —Ayer por la noche el profesor fue asesinado en su casa. La hicieron volar con

una explosión. Nuria se quedó paralizada, incapaz de reaccionar o de decir algo. ¿Cómo podían

ser capaces de hacer algo así? —He querido que lo sepas para que te des cuenta de con qué tipo de personas

estamos tratando. Si te localizan, es muy probable que no duden en hacer lo mismo contigo. —Debía soltarlo de un tirón; si no, no lo conseguiría—. Eres un peligro grande para ellos. Pon todos los medios para parecerte a C2, o como se llame, y para que no se enteren de quién eres en realidad, por el amor de Dios.

—Por lo que me has dicho, me va la vida en ello —consiguió decir. Nuria estaba hablando en la habitación junto a C1, que tenía la oreja pegada

también al auricular. Ésta le hizo señas para que le pasara el aparato. —Te doy las gracias por atreverte a decírmelo. —Álvaro estaba asombrado del

aplomo que estaba mostrando la muchacha—. Ahora ya sé que estoy rodeada de lobos. Voy a poner todo de mi parte para continuar con el engaño.

La otra seguía insistiendo en que le dejase el móvil. —Tengo a mi lado a C1. He tenido que contarle nuestro secreto porque necesito

la ayuda de alguien. Te la paso. La muchacha cogió el teléfono con cierta fascinación. Se extrañó del papel

pegado con celo que había en la parte inferior, pero se olvidó al instante de ello. Era la primera vez que hablaba por teléfono móvil. Lo había visto utilizar en alguna película, pero esto era distinto: ahora se trataba de ella misma y, además, iba a hablar con alguien del exterior. Estaba excitadísima.

—Álvaro, soy C1. ¿Cómo estás? El médico se dio cuenta enseguida de la sensación tan extraña que debía de estar

experimentando la chica. —Muy bien. Me alegro de conocerte. —No sabía qué más decirle—. Cuento

contigo para que ayudes a Nuria para sacaros cuanto antes de allí. ¿Puedes ponerme otra vez con ella?

—Sí, por supuesto. La joven se había quedado en una nube. Era su primer contacto con alguien de

fuera, del mundo que Nuria le había descrito como el real. No se lo podía creer: acababa de hablar con el Álvaro que tantas veces había escuchado en las grabaciones que les hacían oír una y otra vez. Nuria se hizo otra vez con el teléfono.

—¿Tienes algo más que decirme? Date prisa porque el indicador de la batería se está acercando al mínimo.

—Sólo un par de cosas más. La primera es que apenas tengo una ligera idea de

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dónde os encontráis. ¿Puedes facilitarme algún dato? No sé, algún punto de referencia que hayas visto por las ventanas, una montaña, unos árboles...

Nuria apenas pudo aportarle alguna información. Le describió lo que se veía desde los ventanales del salón, sin olvidarse del poblado en ruinas que se divisaba en dirección oeste. Hablaron de algunos detalles más en los que Nuria se había fijado durante su estancia en aquel lugar.

—Muy bien. Puede ayudarme. La segunda: muy cerca de la toma de corriente del localizador hay una pequeña luz que ahora no debe de estar encendida. ¿La ves?

Nuria comprobó lo que le había dicho Álvaro. —Sí. Está apagada. —Pedí al amigo que me lo fabricó que restringiese las llamadas entrantes de

modo que sólo yo pudiera llamar al móvil. En el caso de recibir una llamada, el aparato no debería vibrar ni emitir sonido alguno; sólo se encendería esa luz que te he indicado. Lo probé antes de mandarte allí y funcionaba.

Nuria quería terminar cuanto antes porque temía que se cortase la conexión de un momento a otro y había que reservar batería para un último contacto con Álvaro.

—Permanece atenta los próximos días a una llamada que te haré a las diez y media en punto. Espero que sea la última. En ella te daré las indicaciones precisas para que me ayudéis desde dentro a sacaros de ahí.

—Comprendido. Corto y hasta la próxima. Nuria colgó y apagó el teléfono. A las diez y media de los días siguientes lo

volvería a conectar con la esperanza de ver encenderse la pequeña luz. Como C1 apenas se había enterado de lo que Álvaro le había contado, Nuria se lo explicó detalladamente. A la muchacha se le hacía difícil creer que alguien se fuese a presentar en el recinto al cabo de unos días para llevarles al mundo exterior.

—Pues allá tú. Me parece que te he dado pruebas de que todo esto va muy en serio y de que nos mantienen con vida mientras les sirvamos para algo. Quizás ya no les seamos útiles y estén empezando a pensar en cómo quitarnos de en medio.

Tendría que ir preparando la huida y complicando a otros internos para no tener que hacerlo sola cuando llegase el momento.

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Capítulo 36

Al día siguiente, Álvaro se dispuso a estudiar detenidamente los documentos que Eulogio Miralles había guardado en la cartera robada. La noche anterior, un rato después de hablar con Nuria, había recibido una llamada desde el móvil de su madre. Le decía que ya estaban en su casa y que no habían tenido ningún problema en el viaje. Le hizo algún comentario acerca de lo poco que había visto en una primera mirada que había echado a la nevera y le dijo que no se preocupara por ellos. Le volvería a llamar en un par de días. Álvaro no pudo menos que sonreír ante la observación de su madre y sintió el alivio de que esa noche podría descansar bien. Estaba en lugar seguro y con las espaldas bien cubiertas. Dentro de la cartera encontró todo lo que había supuesto. Había estudios de viabilidad económica de algo a lo que se denominaba «El proyecto», contratos con diversas empresas de biotecnología para vender las patentes de los resultados de investigaciones que la fundación estaba desarrollando, planes para llevar a cabo campañas informativas sobre los beneficios y la efectividad de la clonación reproductiva y diferentes informes sobre personas influyentes en los medios de comunicación social: cómo llegar hasta ellos, modo de plantearles las cuestiones más acordes con los intereses de la fundación, puntos débiles y trapos sucios que podían sacar a cada uno... Todo un tesoro. A las dos del mediodía, le llamó Pilar, tal y como habían quedado el día anterior. —¿Cómo te fue el viaje? —Perfectamente. Fui directamente a tu casa y tu vecina me abrió la puerta. Se ve que no se fiaba demasiado de mí porque no soltó las llaves ni un momento. Cogí el ordenador y me marché. Esta mañana he telefoneado al hospital para comunicarles que seguía enferma. Me pusieron con Cortés y me dijo que me quedara en casa hasta el lunes; ya conseguiría a alguien para sustituirme y que no me preocupase. —Mira por dónde, te has conseguido unos cuantos días de vacaciones extras. ¿Has logrado sacar algo del ordenador? —De momento, estoy destripándolo. Efectivamente, se trata del mismo modelo que el tuyo y no parece que vaya a ser muy complicado intercambiar los dos discos duros —Cuando lo hayas conseguido, echa una mirada al contenido y envíame cuanto antes lo que te parezca más interesante. Tengo que hacer una llamada muy importante esta tarde a las cinco y necesito disponer de la mayor cantidad de datos posible. Álvaro le dictó su dirección de correo electrónico, distinta de la que el hospital había tenido la gentileza de facilitarle. —Busca, sobre todo, algún archivo en cuyo nombre aparezca la palabra «proyecto». Éste será, seguramente, el de mayor interés, si es que lo encuentras. Creo que es el nombre que le han dado a todo este montaje. —Me daré toda la prisa que pueda —le dijo Pilar—. Tenme informada de lo que vayas haciendo, por favor.

—Te iré llamando. Adiós, Pilar.

Eran las cuatro y media y todavía no había llegado nada a su cuenta de correo.

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Llevaba en el cibercafé una hora, pero sólo había leído mensajes antiguos, a los que no había hecho caso las veces anteriores que había accedido a su cuenta. La mayoría era publicidad. Un amigo de la facultad le decía que ese año estaba seguro de que aprobaría el examen del MIR para hacer la especialidad. «A la quinta, no está mal», consideró Álvaro, divertido. Estaba leyendo un mensaje de un compañero que había tenido en el Hospital General cuando le llegó el aviso de un correo nuevo. ¡Ahí estaba! Después de un breve saludo de Pilar, aparecían cuatro archivos adjuntos. Los descargó y los guardó en un pen drive que llevaba siempre encima. Sin leerlos siquiera, reenvió el mensaje a Paco, advirtiéndole de qué se trataba. Ya le llamaría más tarde para explicarle despacio lo que le había mandado y preguntarle, de paso, si había conseguido convencer a alguien de que la historia del Nou era cierta. El nombre del primer archivo le produjo buenas sensaciones: «El Proyecto desde 1970 hasta 2006». Era un archivo de texto bastante grande. De los otros tres, dos eran también archivos de Word y el tercero era una base de datos. Comenzó con el primero. A pesar de que Alfredo Albert ya le había adelantado algo, le resultaba increíble lo que estaba leyendo. El tiempo se le pasó volando. La última vez que se había fijado en el reloj marcaba las cuatro y cuarenta. Volvió a mirarlo: ¡las cinco y diez! Pagó la sesión a la chica que estaba a cargo del local y fue corriendo a su casa. Desde allí podría llamar más cómodamente que desde la calle. Marcó el número de Eulogio Miralles. —¿Dígame? —¿Doctor Miralles? —¿Quién iba a ser si no? Te has retrasado un poco respecto a la hora que quedamos. Eran las cinco y cuarto. —He pensado que no les iría mal disponer de quince minutos de más para acabar de definirse. —En todo momento debía parecer que era él quien controlaba la situación—. Tenía mis dudas de que el teléfono que su hijo regaló a mi amigo pudiese conectar con Estados Unidos, pero veo que sí es capaz. Les felicito; usan material de primera calidad. ¿Y bien? ¿Qué han decidido? —Te pongo con Gonzalo Gil. —Buenos días, Álvaro —le saludó éste—. Creo que no nos conocemos personalmente, pero Eulogio me ha contado lo suficiente para hacerme una idea de ti y de lo que quieres. —Espero que haya sido bastante claro y explícito. —Lo ha sido, sin duda. Sobre todo, en lo que se refiere a tus pretensiones de dirigir el centro que nuestra fundación tiene en Argelia. Debo reconocer que me parecen algo exageradas. Necesitamos más tiempo para pensar el asunto. —Cuanto más tarden en decidirse, menos ganas me van a quedar de seguir en el equipo, porque eso querrá decir que no se fían de mí. —Mira, Álvaro —continuó 3G—. Te voy a ser sincero. Me parece que, aparte de cierta información que has conseguido Dios sabe dónde y cómo, no tienes mucho más que ofrecer a cambio de lo que nos pides. En pocas palabras, me parece que te estás marcando un farol. La conversación interoceánica estaba siendo grabada por las dos partes. Más material comprometedor. Gil Gómez había pulsado el botón del altavoz en el móvil para que Miralles pudiera seguirla. —¿De verdad lo cree? Tengo un amigo que me ha pasado el ordenador de Eulogio Miralles. Se lo encontró en el asiento trasero de un coche. Gonzalo Gil miró a Eulogio; fue éste quien contestó a Álvaro:

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—No podrás sacar nada de él. Tiene una contraseña de entrada que le será imposible descubrir. —La contraseña no vale para nada si lees el disco duro desde un ordenador idéntico. Fue un detalle por parte del Nou el dotar a cada médico de un portátil nuevo hace unos meses. Su modelo, Eulogio, y el que yo uso, coinciden. Mi amigo sólo ha tenido que intercambiar los discos. Un silencio elocuente llegó desde el otro lado de la línea. —Resulta realmente impresionante la descripción de las fases tres y cuatro del proyecto; tal y como están escritas podrían servir para el guión de una película de ciencia ficción. ¿De verdad vamos a fabricar hombres-lagartija auténticos? Eso de la «nueva cría de la especie» es realmente fascinante.

—Con ese tipo de documentos no conseguirás nada. Puedes haberlos escrito tú mismo durante una noche de insomnio —le repuso Gonzalo Gil.

—Sí, tiene razón. Son más interesantes los contratos firmados con todas esas empresas por unos cuantos cientos de millones de euros.

—No sé a qué te refieres. —Pregúnteselo a su amigo Eulogio. Junto a su ordenador, mi amigo encontró

también una cartera repleta de informes, estudios y otras cosas que, si llegasen a manos de algún juez con ganas de salir en la prensa, no tardaría ni cinco minutos en llamarles para declarar.

Álvaro no pudo ver la mirada criminal que 3G dirigió a Miralles. —Después de lo que he leído, me parece que el millón que les he pedido resulta

un granito de arena comparado con lo que nos vamos a llevar cuando consigamos todas esas patentes, ¿no les parece? Para empezar, me conformo solamente con cinco millones.

—Tú estás loco, muchacho —le contestó Gil Gómez. —Los locos serán ustedes si continúan dando largas al asunto de Argelia. Quiero

todo el dinero dentro de tres días en la cuenta que les he dado. Una vez que haya comprobado el ingreso, les volveré a llamar para que me digan lo que han decidido acerca de mi participación en el proyecto. Adiós.

Gonzalo Gil oyó cómo cerraba la comunicación Álvaro y estalló: —¡Eres un viejo chocho! ¡Dejas que te roben como a un niño de teta! Estaba a punto de acelerar la marcha de Eulogio Miralles al cementerio después

de lo que acababa de escuchar. Tras desahogarse con gritos y amenazas al hombre que tenía delante, consiguió calmarse.

—¿Y ahora qué hacemos? Miralles se había quedado mudo. Debía haberlo dejado todo hacía tiempo pero la

ambición había podido con él. Sabía que el tumor que le habían descubierto pronto se convertiría en cáncer y probablemente, a su edad, la cosa iría rápida. Cada vez veía más difícil poder contemplar el final del proyecto. Y más, si un joven entrometido se dedicaba a estropearlo todo.

—¿Vas a ayudarme o te vas a quedar ahí callado para siempre? Eulogio recogió el maletín que había llevado al despacho de 3G y, sin

despedirse, se marchó al hotel donde se alojaba. Álvaro no paraba de felicitarse: había conseguido tres días de tregua de un modo

sorprendentemente fácil y seguía llevando él la batuta en la negociación. Sabía que la propuesta que les había hecho y la argumentación con que la acompañaba no eran en

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absoluto consistentes. Cualquier tonto podría adivinar que, de entrada, cederían ante todo lo que les pidiera con tal de hacerle callar; más tarde, se desharían de él como lo habían hecho con Jaime y el profesor Albert. Pero también se daba cuenta de que el miedo a ser descubiertos jugaba a su favor y no les dejaría arriesgarse a dejarle escapar con toda la información que ahora estaba en su poder. Disponía de setenta y dos horas para moverse libremente antes de tener que volver a contactar con Gil Gómez y Eulogio Miralles.

Terminó de estudiar la documentación, en busca de algún indicio sobre el lugar de Argelia donde se encontraba el centro de experimentación que probablemente sería el mismo en el que estaban retenidos Nuria y todos sus compañeros de cautiverio. Sólo sabía que se hallaba próximo a Orán y que, cerca de allí, unas ruinas recordaban que había habido un pequeño poblado en otros tiempos. No era mucho para empezar.

La vibración de su teléfono le avisó de que alguien le llamaba. Era Paco. —¿Dónde estás? —le preguntó el policía. —En Madrid, en casa de mi madre. Aunque para Miralles me encuentro en mi

piso de Valencia. —No te comprendo, muchacho. O estás en Madrid o estás en Valencia. —Ya te lo explicaré en otro momento. ¿Te ha llegado el paquete? —Sí. Desde luego, estos tíos van en serio. —Pues ahora te enviaré otra cinta con la conversación que acabo de tener con

Gonzalo Gil Gómez, un mandamás de la fundación en Houston, y con el propio Eulogio Miralles. Lo de dirigir las instalaciones de Argelia va en broma, no te lo vayas a creer.

—Como si te quieres dedicar al circo. A mí, mándame todo lo que puedas, que estoy a punto de conseguir que me hagan caso.

—Supongo que también habrás echado una mirada a tu correo electrónico en las últimas horas.

—No, no lo he hecho. —Pues ya lo estás mirando, por favor. Te llevarás una grata sorpresa. Verás

algunos de los archivos que más daño pueden hacer a estos cabrones. Estaban en el ordenador de Miralles. Se lo pedí prestado, al igual que una cartera donde guardaba algunas cosas muy interesantes.

—¿Y lo has hecho todo tú solo? —No, me ha ayudado un amigo de aquí y Pilar, la telefonista del Nou Hospital. —¿Una telefonista? —Sí. Lo mejor será que la llames de mi parte y os mantengáis en contacto para

lo que haga falta. Ella te contará cómo lo logramos. Toma nota de su número. Paco lo apuntó. —Tengo encima de mi mesa los documentos que Eulogio Miralles extrajo de los

archivos de la fundación y que estaban dentro de su cartera. Éstos les van a hacer más daño todavía. Si con todo lo que he conseguido no logras que cierren ese hospital y metan a toda esa gente en la cárcel es que no eres un buen policía.

Álvaro deseaba depositar toda la documentación que tenía acumulada en un lugar más seguro que la casa de su madre.

—¿Cómo puedo hacértelos llegar? Aquí, lo único que pueden hacer es coger polvo.

—En eso estaba pensando yo también. —Si los llevo a alguna comisaría, quizá te los puedan enviar desde allí. Mejor si

hacen la entrega en mano y cuanto antes. Paco le dijo dónde podía dejar el material, asegurándole que él lo tendría en

Valencia en veinticuatro horas.

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—Una última cosa, por ahora —le dijo Álvaro. —Pide lo que quieras. —Mi madre y mi hermano están en mi casa de Valencia y alguien contratado

por Fernando Miralles les está vigilando. Como te he dicho antes, piensan que yo también estoy en la casa. Si te pasas a verles, entenderás por qué. Quiero que haya algún policía de paisano que les proteja. No creo que se atrevan a hacerles daño, pero debo asegurarme de que están a salvo.

—Déjalo de mi cuenta. —Ahora mismo te envío una foto de mi madre en formato jpg para que se la

hagas llegar a quien se encargue de su custodia. Paco —le suplicó—, no permitas que les pase nada. Me estoy jugando la vida por este asunto y mi madre me está ayudando. Es lo menos que se merece.

—No te preocupes —le tranquilizó el policía—. Si no te importa, la llamaré de tu parte y quizá le haga una visita.

—Sí, convendrá que lo hagas. No les llames al fijo porque no lo cogerán. Apunta su número de teléfono móvil.

Álvaro se lo dictó. —Ni ella ni mi hermano saben lo que está pasando. Sólo les he pedido que

vayan a Valencia y permanezcan en casa unos cuantos días hasta que les avise. De este modo, los que piensan tenerme controlado no sabrán dónde me encuentro realmente.

—Pues sigo sin entender por qué piensan que estás en Valencia si en verdad sigues en Madrid.

—Ya te darás cuenta cuando vayas a verles. —¿Qué estás pensando hacer? —Mañana me voy a Argelia. Te llamaré desde allí en cuanto sepa el

emplazamiento exacto de las instalaciones donde tienen a Nuria. ¿Cómo llevas lo del satélite?

—Quizá lo consiga con todo el material que me vas a mandar. ¡Mucha suerte! —Gracias. La voy a necesitar.

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Capítulo 37 Después de buscar un largo rato en internet algún vuelo directo desde Madrid a

Orán, se convenció de que, al menos, esa noche no iba a ser posible encontrarlo. No había conseguido dar con alguno que no hiciese una o dos escalas. En cambio, desde Alicante, había vuelos con mucha frecuencia. Cogió un avión en Barajas que le dejó en esa ciudad una hora después de despegar. Después de tres horas de espera en el aeropuerto, pudo embarcarse en el que le dejaría definitivamente en Orán. En cuarenta y cinco minutos había cambiado de continente. Argelia estaba realmente cerca, aunque para la mayoría de los españoles resultaba completamente desconocida. La distancia recorrida desde Madrid era casi la misma que si hubiese viajado a Cádiz o a Girona.

La guía que había comprado en el aeropuerto de Alicante le sirvió para aprender algo más sobre el lugar adonde se dirigía, ya que, hasta ese momento, tan sólo conocía del país africano lo que publicaban los periódicos que, por otro lado, era poca cosa. Orán aparecía como la segunda ciudad del país, después de la capital. Se advertía al visitante de los contrastes que podía encontrar, como en cualquier población del norte de África, dentro de un país en proceso de apertura a la cultura occidental. El turismo ya era una buena fuente de ingresos, aunque la principal riqueza del país la constituían las explotaciones de hidrocarburos, muchas de ellas en manos de capital extranjero. La guía hacía especial hincapié en el centro histórico, que guardaba memoria de la presencia española y de la religión cristiana en la ciudad hasta el año 1792; nombres de calles o plazas y alguna iglesia recordaban sesenta años de dominio español sobre la región. Para estrechar más los lazos con el turista que venía de España, se recordaba, como parte de la historia del país que, durante la época de la independencia de Francia, se habían asentado en la península ibérica en el año 1962 unos cincuenta mil «pieds noirs», los llamados pies negros; eran argelinos de origen europeo cuyos antepasados habían llegado con la colonización francesa. Con el tiempo, algunos habían regresado después a su tierra. Los dos países se hallaban, pues, en condiciones de tener buenas relaciones.

El folleto mostraba fotos de edificios modernos que se habían levantado en los últimos años y le habían dado a la ciudad el aspecto, al menos en parte, de cualquier otra ciudad de Europa. Sin embargo, Álvaro sabía que la inestabilidad del régimen durante la última década hacía que muchas personas y empresas prefiriesen dejar de lado el país en sus vacaciones o en sus intereses comerciales. La guía informaba de que una gran campaña de privatización dirigida desde el Gobierno había atraído a algunas compañías extranjeras y, poco a poco, la situación económica había ido mejorando, lo que ayudaba también a que el ambiente de normalidad en el país fuese cada vez a más. El paro era elevado y muchas personas sobrevivían gracias a la vitalidad de la economía informal. Todavía una parte importante de la población vivía con lo mínimo imprescindible, mientras que otros se enriquecían escapando del fisco y de la regulación, como sucedía también en los países occidentales.

Álvaro había tenido que cambiar en el aeropuerto cien euros por dinares argelinos, ya que estaba así previsto por ley para los extranjeros no residentes; era una manera de asegurarse una buena fuente de divisas. La ciudad se hallaba a diez kilómetros del aeropuerto de Es Senia; el taxista se llevó sus primeros trescientos dinares en el trayecto hasta el hotel.

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El joven médico no había querido estar solo en el país africano: no sabía francés

ni árabe y no conocía las costumbres del país. Desde que fue consciente de la necesidad de viajar hasta allí, inició la búsqueda de alguien que le acompañase. Él no conocía a ningún argelino, pero en poblaciones próximas a Valencia —y en la misma capital levantina— vivía un buen número de personas procedentes de ese país. Iban a España para trabajar en la recogida de la naranja, principalmente, y algunos se quedaban, ganándose la vida como podían a la espera de la siguiente temporada. Como las variedades del cítrico eran tan abundantes, del mismo modo la temporada se alargaba desde finales de septiembre hasta casi el mes de mayo, por lo que apenas les faltaba trabajo. Contaban, además, con la constante necesidad de mano de obra que siempre había en la construcción y, durante los meses de verano, en la infinidad de bares y restaurantes distribuidos a lo largo del litoral mediterráneo.

Después de diversos intentos fallidos con algunos conocidos que se dedicaban a la naranja, fue Ahmad quien le resolvió el problema. Además, se ahorraría el billete de ida y vuelta del acompañante porque la persona que conocía el iraní vivía precisamente en Orán. Tenía unos treinta años, era completamente de fiar y hablaba perfectamente castellano, además de árabe y francés. Se llamaba Brahim Malek y había vivido tres años en Valencia.

Ahmad le había conocido a través de un amigo argelino que trabajaba con un proveedor del restaurante. De vuelta en su país, con el dinero ganado en España y unas ayudas familiares había abierto, a imitación de Ahmad, un pequeño restaurante en la parte moderna de la ciudad, en la calle Le Front de Mer. Se había especializado en comida española y así figuraba en internet. Procuraba que las agencias de viajes y los tour operadores españoles le incluyesen en sus listas de locales para comer, de modo que los turistas que llegaban de España pudieran disfrutar de una buena paella o de un gazpacho en su punto lejos de su lugar de origen. La idea había funcionado y el negocio marchaba lo suficientemente bien como para vivir con holgura; tenía tres empleados y podía disponer de tiempo libre para acompañar al visitante valenciano algunas horas durante los días que estuviera en Orán.

—Ahmad, tiene que ser un tipo discreto, que no haga preguntas innecesarias —le había advertido Álvaro—. Deberá servirme de guía y ayudarme a conseguir cierta información que un extranjero no lograría fácilmente.

—Por lo que sé de él —le había dicho su amigo—, creo que es el hombre que necesitas. Me debe algunos favores y tendrá ganas de saldar su deuda.

—Eres un genio, Ahmad. Muchas gracias. Ya te llamaré. Al llegar a la ciudad, Álvaro dejó su equipaje en la habitación del hotel Le Bel

air, que había reservado desde Madrid, y acudió al restaurante de Brahim, aprovechando el mismo taxi que le había llevado desde el aeropuerto. Entró en el establecimiento y preguntó por él a un camarero que circulaba entre las mesas llenas de gente. Pudo oír alguna conversación en español, lo que le alegró: siempre resulta agradable encontrar compatriotas en el extranjero. El camarero le hizo un gesto con la mano para que le siguiese y le condujo hasta un cuarto situado cerca de la cocina. El olor a pescado frito llenaba todo el espacio. Por lo visto, no había sido posible ubicar su despacho de trabajo en un sitio más alejado de donde se preparaba la comida.

El argelino estaba sentado frente a un ordenador, instalado en una mesa lateral.

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Era delgado, de aspecto serio y lucía un fino bigote. Por lo que Álvaro pudo ver en la pantalla debía de estar haciendo cuentas o realizando algún cálculo referente al próximo pedido de comestibles. Se levantó, le estrechó la mano y le pidió disculpas porque todavía debía dedicar unos minutos a la labor que tenía entre manos. Álvaro le dijo que no se preocupase y Brahim se afanó en acabar de cerrar los balances o lo que quiera que fuese. A los cinco minutos, salía por la impresora el resultado y llamó a voz en grito a alguien que estaba en la cocina. Apareció una mujer mayor. Brahim le pasó la hoja recién impresa y le dijo unas palabras en árabe, mientras se levantaba y le dejaba su sitio. Todavía no habían salido del despacho y la mujer ya estaba al teléfono, marcando el número del primero de los proveedores.

—No conviene enviar el pedido por fax y olvidarte de él —le explicó a Álvaro—: puede que no tengan algo de lo que les pido y no enterarme hasta pasada una semana, o que el precio de un producto haya variado en los últimos días; nunca se sabe.

Álvaro asintió. Recordaba que su madre siempre le decía que era preferible ir al mercado y ver el género de cerca, a pesar de tener que volver a casa cargada de comida, que fiarse de lo que iban a llevar. A saber lo que una se podía encontrar después en el carro que te traían a casa. Era algo parecido a lo que hacía Brahim.

Comieron en una mesa situada en un rincón del local. Ahmad le había pedido a su amigo argelino que atendiese al médico español lo mejor que pudiera. Sólo tendría que acompañarle en algunas gestiones e ir con él a visitar los lugares adonde le condujese la información que pretendía conseguir.

La intención de Álvaro era tratar de descubrir cuanto antes la situación de la fábrica o factoría —Nuria no había podido especificarle lo que era— donde tenían recluida a la muchacha. La presencia de varias decenas de niños viviendo junto a unas instalaciones de ese tipo no podía pasar desapercibida a las personas que conocieran o trabajaran en el complejo. Debería de tratarse de una escuela o un internado anejo, o quizá de cara al exterior fuese considerada como la residencia de las familias de algunos de los empleados. Nuria le había hablado también del camión de suministros. Al preguntarle por el número de matrícula, la pobre chica le tuvo que decir que no se había fijado en ella: no se le había ocurrido tener en cuenta ese detalle, ni mucho menos memorizarlo.

Había pensado dirigir sus indagaciones por dos vías distintas. La más directa era preguntar si alguien sabía de la existencia de un lugar como el que Nuria le había descrito. Sin embargo, tenía serias dudas de los resultados que podía obtener debido a los pocos datos de que disponía sobre lo que estaba buscando. El segundo camino era descubrir alguna relación entre la ciudad y el Nou Hospital. A partir de ese punto, trataría de averiguar dónde podía estar la factoría. Decidió empezar por ahí.

Cuando acabaron de comer, Álvaro le explicó a su nuevo amigo lo que quería. Le dijo a Brahim que estaba interesado en comprar embriones congelados para investigación privada. Le explicó que en España no resultaba fácil hacerse con ellos de manera legal y sabía de buena tinta que cerca de Orán, o en la misma ciudad, había un banco donde se conservaban varios cientos. El argelino le miró perplejo. Desde luego, no se esperaba una petición de ese tipo, pero Ahmad ya le había advertido de que debía ayudar a Álvaro y no hacerle preguntas.

—Me interesa conseguirlos cuanto antes —le instó Álvaro. —Como si los vendieran en las esquinas de las calles —le dijo Brahim—. No va

a ser fácil conseguir lo que me pides. —Ahmad me dijo que conocías a mucha gente; y de todos los tipos. —Veré lo que puedo hacer. —Te esperaré aquí.

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—¿Pero los quieres ya, ahora mismo? —Sí. Te he dicho que los necesito cuanto antes —le insistió Álvaro. —De acuerdo, pero quiero que sepas una cosa. Aquí, en Argelia, la legislación

en estos temas es absolutamente restrictiva: no se permite el aborto ni la reproducción asistida.

La advertencia de Brahim no era como para olvidarse de ella. Álvaro estaba pisando terreno peligroso y debía andar con cuidado.

—De todos modos, conozco a un hombre que está metido en ese tipo de negocios. Viene alguna vez por aquí a comer y es fácil acabar enterándote de todo sobre tus clientes. Un amigo mío que tenía problemas para tener hijos me preguntó un día si sabía dónde podía someterse a algún proceso que facilitase conseguir descendencia. Le dije que llamase a ese hombre de mi parte y, desde entonces, se le ve más en el restaurante. Parece que le alegró que le enviara un cliente. Voy a tratar de localizarle, pero no me gusta nada el asunto ni relacionarme demasiado con ese tipo. Más vale guardar distancias con esa gente.

A Brahim no se le veía muy entusiasmado con la idea, pero se acordó de Ahmad y se resignó a cumplir con lo que le había pedido su amigo iraní.

—Si todo esto está prohibido en Argelia, ¿cómo tiene este hombre un negocio así? —le preguntó Álvaro.

—Supongo que con dinero y amigos se resuelven muchas cosas. ¿No ocurre lo mismo en tu país?

—Sí, por desgracia —reconoció Álvaro. —¿Quieres que te traigan un té helado, mientras hago unas cuantas llamadas? —Te lo agradecería. Durante el tiempo que Brahim dedicó a buscar la información que Álvaro le

había solicitado, éste se sumergió en el estudio de la guía turística que había comprado en el aeropuerto. Sabía que no le iba a aportar mucho, pero era lo único que tenía a mano para ir adelantando en su investigación. Buscaba alguna pista, cualquier cosa que le aproximase a su objetivo. Leyó con detenimiento algunos apuntes de la historia reciente del país, se aprendió el nombre de las principales ciudades y de su número de habitantes y se puso al corriente de la floreciente industria de alfombras, uno de los productos por excelencia de Argelia. Las más famosas, decía la guía, eran las de Ghardaia, al sur de Argel. Tendría que esperar otra ocasión para comprar alguna.

Las explotaciones de hidrocarburos, como ya había leído, ocupaban la primera posición en la economía; eran el origen de la gran mayoría de los ingresos de la nación. Álvaro recordaba haber leído algo acerca de diversos contratos de empresas españolas con Sonatrach, que tenía el monopolio del sector en todo el territorio nacional. La ley de Hidrocarburos que se había aprobado en 2005 permitía a las empresas extranjeras una participación mucho mayor de la que habían tenido hasta el momento. El resultado inmediato fue la firma de nuevos acuerdos de asociación por parte de compañías no argelinas con la empresa que acaparaba la industria del país.

Por toda Argelia se repartía una gran cantidad de pozos petrolíferos y de gas, que se veían rodeados de todo el aparato necesario para su extracción y su refinamiento. Después estaba el difícil trabajo de su traslado hasta los puntos de destino. En medio de las dos tareas aparecía la necesidad de almacenar los recursos energéticos para controlar mejor su producción, transporte y distribución, asegurando de ese modo un abastecimiento abundante y regular de las industrias y de los consumidores. Así, habían surgido plantas dedicadas exclusivamente a servir de depósito de gas o de petróleo a la espera de ser repartido más adelante.

Con toda probabilidad, el lugar donde Nuria había ido a parar era una instalación

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relacionada con esa industria. El problema era encontrar la explotación correcta entre las muchas diseminadas por el país.

Brahim regresó al cabo de diez minutos. Antes de que le pudiese explicar el

resultado de sus pesquisas, Álvaro probó con él la primera opción que había pensado y le preguntó directamente si sabía de algún lugar dedicado a la extracción de gas o de petróleo o de alguna refinería que tuviera adjuntas unas viviendas y una escuela. El argelino no estaba muy al día en ese tema y no pudo proporcionarle ninguna información al respecto. Tendría que abandonar su investigación por ese camino de momento. Trataría de descubrir dónde se encontraba el lugar secreto a partir de quienes sospechaba que habían colaborado en la gestación y nacimiento de los niños. No confiaba demasiado en lograr algo por esa vía; sabía que era como dar palos de ciego, pero había que intentarlo.

Brahim había conseguido la dirección de una clínica situada a las afueras de Orán. Aparentemente se trataba de una simple clínica de maternidad, pero en su interior se practicaban todo tipo de actividades e intervenciones relacionadas con embarazos, tanto deseados como no deseados, tratamientos de fertilidad y muchas otras, algunas legales y otras no tanto. Atendían partos, practicaban abortos y llevaban varios años atendiendo a parejas con problemas para tener descendencia. Las fecundaciones in vitro llevadas a cabo para resolver algunos de estos inconvenientes habían dejado como producto de deshecho muchas decenas de embriones crioconservados, como había dicho Álvaro.

—¿Podemos acercarnos ahora? —No servirá de nada —le repuso Brahim—. Me he supuesto que querrías ir

enseguida y le he dicho al dueño que en unos minutos estaríamos allí pero, por lo visto, se iba a ausentar en ese momento y no podrá atendernos hasta muy tarde. Se trata de un tipo duro y muy ocupado. Tiene negocios de la misma clase en España. Se ve que le he caído bien y me ha dicho que se fía de mí: no es normal hacer este tipo de comercio todos los días y debe asegurarse de que nadie le va a denunciar.

—¿Le has explicado quién soy? —Sólo le he dicho que se trata de un médico amigo mío que está interesado en

ese material, pero no he mencionado que eras español ni ningún otro dato acerca de ti. —¿No podríamos ir, mientras tanto, e informarnos de lo que tienen? —le

propuso Álvaro—. Luego, cuando tu amigo regrese, volvemos a la clínica y acabamos la operación.

—Que conste que no es mi amigo. Sólo se trata de un cliente. Brahim avisó a uno de los camareros de que estaría fuera unas horas y salieron

del restaurante. En la misma puerta, cogieron un taxi que acababa de dejar al pasajero anterior y llegaron a la clínica en quince minutos.

Se presentó como amigo de Yazid Madani, el dueño del establecimiento, y dijo que acababa de hablar con él. La mujer que les atendió les dijo que no estaba en ese momento y que tardaría en regresar. Brahim pidió ver al que mandase en la clínica en esas circunstancias y, al cabo de unos minutos, apareció un hombre de unos cincuenta años, vestido con bata blanca. Se llamaba Alí Hamdi y era el subdirector de la clínica. Brahim le dijo quién era, le explicó lo que había solicitado a Madani por teléfono y cómo había decidido pasarse por la clínica aunque no estuviese él para comprobar que disponían del material que necesitaban. Ya cerrarían la operación cuando volviese el dueño. El hombre de la bata blanca se disculpó, y al cabo de unos minutos estaba de

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nuevo con Brahim y Álvaro. Les dijo —todo en árabe, que Brahim iba traduciendo a Álvaro— que había hablado con Madani y que no había problema en ir ganando tiempo para cuando él regresase.

Álvaro buscaba algo muy concreto. Como el registro del centro sanitario estaba en condiciones de facilitarle la fecha exacta de la concepción de cada embrión, solicitó concretamente embriones concebidos entre trece franjas diarias muy estrechas. Mencionó, a modo de excusa, que estaba haciendo un estudio sobre la supervivencia de los embriones tras diferentes tiempos de congelación. Obtuvo resultado con diez de los trece. Preguntó el precio y le indicó a Brahim que le dijera que le interesaba la mercancía y que volverían más tarde para cerrar el trato con Madani. Quedaron en regresar a las diez de la noche, hora en la que el dueño ya estaría de vuelta.

Antes de dejar el pequeño hospital, Álvaro quiso enterarse de si el hombre que les había atendido conocía a alguna mujer que se prestase a ser «madre de alquiler». Le explicó, a través de Brahim, que su negocio estaba necesitado de varias mujeres en el extranjero, ya que la legislación española prohibía esa práctica. La pregunta no estaba fuera de lugar en un sitio como ése: después de la solicitud que acababa de realizar, no se extrañarían de su interés por mujeres que pusieran su vientre al servicio de una pareja que no podía engendrar.

Lo único que Brahim deseaba en ese momento era salir de allí cuanto antes y acabar de hacer averiguaciones para el joven médico español metido en negocios turbios. Solicitó la información que quería Álvaro y le dieron cuatro direcciones de la ciudad.

Una vez fuera de la clínica, Álvaro llamó a Paco para informarle de la supuesta adquisición a la que se acababa de comprometer.

—¿No irás a comprar todos esos embriones? —No es mi intención. Lo más fácil sería enviarlos a España y hacer allí un

análisis de su ADN. Si coincidiese con uno o varios de los chicos seleccionados por el Nou tendríamos otra prueba más en su contra. Pero para eso habría que descongelarlos y probablemente morirían al cabo de poco tiempo, sólo para que nosotros podamos hacer una comprobación. He aprendido mucho en los últimos meses y no quiero ser el causante directo de su muerte. De momento, me contento con saber que conservan en esa clínica diez embriones concebidos en fechas muy similares a cuando lo fueron los chicos de la UR. Esto aporta nuevos datos que podrías soltar a tus superiores, a ver si se deciden a hacer algo ya.

—He conseguido que llegue la información que me has ido mandando hasta la Dirección General en el Ministerio del Interior y ya se han convencido de que las cosas no están nada claras en ese hospital —le anunció Paco—. Tú olvídate de embriones y pon todos los medios para conseguir las coordenadas de las instalaciones que hay que fotografiar desde el satélite. En el ministerio se han tomado en serio el asunto y han hablado con los americanos. Parece que pueden hacerlo, pero date prisa.

—Estoy intentándolo, Paco. ¿Ya has ido a ver a mi madre y a mi hermano? —No, todavía no lo he hecho. —Acércate mañana, si puedes. Ya les he avisado de que un policía muy

simpático se pasará a verles. Diles de mi parte que estoy bien. —Lo haré, no te preocupes —Te dejo, Paco, que hoy todavía tengo muchas cosas que hacer. —Buenas tardes y que tengas suerte —se despidió el policía.

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Brahim no salía de su asombro con su nuevo amigo. Había escuchado la conversación que Álvaro había mantenido con Paco y su desconcierto no había hecho sino aumentar. Álvaro no tuvo más remedio que darle una explicación que justificase su proceder y le dijo que andaba detrás de una banda de traficantes de material de investigación genética; el argelino se contentó con la aclaración. No deseaba saber nada más, si era posible.

El paso siguiente era hablar con las mujeres. Posiblemente en un par de horas podrían visitar a las cuatro. Les dirían que venían de parte de la clínica para verificar unos datos. La primera de la lista no se encontraba en casa y se dirigieron a la segunda dirección. Les abrió la puerta una joven de aspecto tímido; tendría poco más de veinte años. Brahim le dijo quiénes se suponía que eran y, sacando una pequeña libreta que llevaba en el pantalón, le preguntó sencillamente si recordaba en qué fechas había dado a luz por cuenta de la clínica. La chica no lo recordaba con exactitud y le dictó a Brahim dos días de los tres últimos años. Le agradecieron la información y se despidieron.

—Se te da muy bien averiguar lo que necesitamos —le dijo Álvaro en el taxi, de camino a la siguiente dirección.

—Esas mujeres viven de lo que pueden conseguir con su propio cuerpo —le dijo Brahim—. Ya sabes a qué me refiero. Si no es prestando su vientre, prestarán otra parte de su físico a quien se lo pida. ¿No te has fijado en lo miserable que es su casa? Yo creo que no nos ha pedido ninguna identificación por miedo a perder el siguiente encargo que puedan hacerle desde esa clínica.

—Tienes razón. Ha sido extremadamente dócil. Álvaro no podía decir precisamente que estuviera disfrutando con esas visitas,

pero pensaba que era necesario hacerlas. Los datos que reuniese al final los compararía después con las fechas de nacimiento de los clientes de la UR. Estaba convencido de que alguna iba a coincidir, con posibles diferencias de uno o dos días. Desconocía cómo habían podido producir las multigemelaciones pero estaba seguro de que lo habían logrado y así habían obtenido los clones que servían de recambio, en parte o totalmente, a los chicos y chicas de la Unidad de Regeneración.

Desde que supo que Nuria estaba en Argelia y se cercioró de la existencia de los tríos de hermanos gemelos, Álvaro supuso que la gestación de los niños que no iban a parar al seno de la madre original tenía lugar en la propia Argelia. Era la solución más sencilla y consideraba muy posible que esa tarde hubiesen estado en la clínica donde se había practicado la FIVET de los muchachos y donde habían venido al mundo. En España podría haberse logrado también, pero en el país en el que ahora estaba parecía más fácil conseguir mujeres que se prestasen a dejar que creciese en su vientre un niño ajeno. Quizá no estuviese en lo cierto, ya que desconocía cómo era la realidad de la vida en Argelia, pero comprendía que el hambre y la pobreza llevasen a hacer cualquier cosa para mejorar una situación que a veces se mostraba desesperada. Era algo que, por desgracia, ocurría en cualquier país, incluso en el suyo.

Una mujer mayor —tendría más de sesenta años— les abrió la puerta en el tercer domicilio que les habían facilitado. Le contaron la misma historia que a la joven que habían visitado hacía unos minutos y dieron el nombre que les habían proporcionado en la clínica, correspondiente a ese domicilio.

Al oír que trabajaban para la clínica de Madani, la mujer se puso hecha una fiera. Comenzó a gritarles, con la intención de echarles de ahí a patadas. Los dos hombres no entendían nada. Después de conseguir que se calmara, Brahim intentó enterarse del motivo por el que la señora había reaccionado así. La mujer les dijo que la persona que buscaban era su hija y que no podían hablar con ella. Al preguntarle Brahim por qué, respondió:

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—Porque está muerta —tradujo Brahim—. Ustedes saben muy bien que hace quince años se quedó en un parto por el que le pagaron una miseria.

Brahim no supo qué decir en un primer momento. Luego, se disculpó ante la mujer diciendo que eran nuevos en la clínica y que les habían encargado recoger una información. Sentían muchísimo lo de su hija, aunque se tratase de un suceso ocurrido hace ya mucho tiempo.

—Pregúntale la fecha del parto —le dijo Álvaro. —El lunes, 10 de febrero de 1992 —contestó la mujer en árabe. Se acordaba

perfectamente. Cuando Álvaro escuchó la fecha de los labios de Brahim, notó un

estremecimiento en todo su cuerpo. —Que te diga, por favor, si sabe adónde fue a parar la niña que dio a luz su hija. —¿Cómo sabes que parió una niña? —Tú pregúntaselo. Intercambiaron unas palabras en árabe y Brahim tradujo el diálogo. —Me ha dicho que no sabe qué hicieron con la niña. A ella sólo le importaba su

hija. También me ha preguntado que cómo sabía que era una niña. —Ha sido una intuición —contestó Álvaro. Le dijo a Brahim que le diera las gracias a la mujer y se despidieron. Anduvieron un trecho de calle, mientras el argelino buscaba otro taxi que les

llevara a la última dirección. —¿Cuál es la siguiente? —le preguntó—. A lo mejor podemos ir andando y te

ahorras el taxi. Con todos los viajes que hemos hecho, ya llevas gastada una fortuna. —No hay siguiente. Se acabó por hoy. —Brahim volvió a sorprenderse de la

conducta de Álvaro—. Ya sé lo que quería averiguar con estas visitas. Vamos, te dejo en tu casa y yo me marcho al hotel. Mañana será otro día.

—¿Y no vamos a ir a comprar los embriones? —No. Sólo quería enterarme de algo que ahora ya sé y conseguir las direcciones

de estas mujeres. —Como te parezca, pero en lugar de ir a casa, yo preferiría pasar por el

restaurante. Llevo toda la tarde fuera y querría echar un vistazo para ver cómo van las cosas.

El taxi condujo a cada uno a su destino. Antes de que Brahim se apease del coche, Álvaro le insistió en que necesitaba localizar esa explotación con viviendas anejas de la que le había hablado al principio de la tarde.

—Trataré de encontrarlo. —Quizá te sirva conocer que seguramente hay muchos españoles trabajando en

esas instalaciones y que, con toda probabilidad, consuman comida española. ¡Ah! Otra cosa. Hay unas ruinas de un antiguo poblado cerca de ese lugar.

—Tomo nota. Dame tu número de teléfono por si me entero de algo. Álvaro se lo dio y le citó para el día siguiente: —Mañana, a las nueve, en el restaurante. Tenemos que seguir trabajando. —Conforme —contestó el argelino, resignado. Álvaro llegó al hotel y se dejó caer en la cama de su habitación. Estaba rendido.

Al comenzar la jornada, estaba en Madrid y a estas horas del día había recorrido casi todo Orán de un extremo a otro, tratando de conseguir información. La mujer que tanto se había enfadado con Brahim y con él le había dado el dato que confirmaba sus sospechas. Nuria había celebrado su quince cumpleaños el 12 de febrero pasado, y el 10 de febrero de 1992, la hija de esa mujer había fallecido al dar a luz a una niña. Álvaro estaba convencido de que había traído al mundo a una de las hermanas gemelas de su

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joven amiga. Yazid Madani regresó a la clínica poco antes de las diez de la noche. Habló con

Alí Hamdi y éste le explicó la petición tan concreta que había hecho el médico extranjero que acompañaba a Brahim Malek y el motivo que había aducido. Le dijo que debía de ser español y que Brahim le servía de intérprete; Hamdi sabía algo de castellano por el contacto con algunos médicos y enfermeros españoles que habían trabajado en la clínica años atrás y le sonaban algunas palabras que había pronunciado. También le dijo que volverían en torno a las diez. Mientras se hacía la hora, Madani se dedicó a estudiar la solicitud tan específica del español y acabó sacando sus propias conclusiones. Eran ya las doce de la noche y los compradores de embriones no habían aparecido.

Como Alí Hamdi continuaba en la clínica a esas horas, habló con él y le mostró su extrañeza; éste sólo pudo decirle que habían quedado en aparecer más tarde y que no sabía nada más. Yazid Madani le preguntó sobre el aspecto del médico; Hamdi le describió como de unos treinta años, de pelo castaño tirando a rubio, delgado y de estatura media. Madani pensó que quizá debería hacer una llamada rápida a España, pero decidió dejarlo para el día siguiente. Ya era demasiado tarde.

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Capítulo 38

Álvaro se presentó a las nueve de la mañana en el restaurante de Brahim.

Preguntó por él como el día anterior y consiguió entender a un camarero que aún no había llegado y que había telefoneado dejándole un recado. El empleado lo había copiado, con la esperanza de que el médico español entendiese lo que quería decirle su jefe. Le pasó un papel donde había escrito: «Pour Álvaro: espera, voy pronto». Álvaro agradeció al hombre el recado y le pidió que le sirviera un café con leche y algo sólido para mojar. El camarero asintió y Álvaro tuvo en su mesa muy pronto lo que había pedido.

Brahim llegó al cabo de media hora, sudando. Pidió mil perdones a su invitado y se sirvió él mismo un té con hielo. Se había entretenido tratando de encontrar en su casa los datos de dos proveedores españoles que conocía y que quizá podrían conducirles hasta las instalaciones que Álvaro andaba buscando. Después de revolver varios cajones y estantes de su despacho, se rindió. Debía de tenerlos en el restaurante, aunque, como hacía tiempo que no mantenía trato con ninguno de los dos, pensaba que guardaba esa información en casa, donde conservaba las cosas que no le cabían en el pequeño cuarto de trabajo de su establecimiento. Sólo tardó un minuto en localizar los dos papeles en donde tenía anotados la dirección y el teléfono de cada uno. Sin esperar más, llamó al primero. Contestó el propio interesado y Brahim, después de interesarse por él y por sus negocios, le preguntó si alguna vez había servido material comestible o de otro tipo en alguna explotación como la que Álvaro le había descrito. El hombre sólo hacía repartos en la ciudad y excepcionalmente viajaba a poblaciones cercanas; en cualquier caso, los dos clientes que tenía fuera de Orán no eran explotaciones petrolíferas o de extracción de gas, sino que se trataban de un hospital y un cuartel del ejército. Probaron con el segundo distribuidor, pero nadie atendió la llamada. —Quizá esté fuera y regrese a mediodía. No tengo su número de teléfono móvil, si es que lo usa —dijo Brahim—. Podemos volver a llamarle entonces. —Bien. Esperaremos entonces Álvaro no aguantaba la idea de quedarse de brazos cruzados. Preguntó a Brahim si podía usar su ordenador y si tenía conexión a internet. Éste le dijo que sí y pudo dedicar el resto de la mañana a realizar una búsqueda pormenorizada de todas las explotaciones de hidrocarburos próximas a Orán y a estudiar las posibilidades de que alguna fuese la que perseguía. Fernando Miralles recibió a las diez de la mañana una llamada desde Argelia. Era Yazid Madani. Hacía más de cuatro años que no sabía nada de él. Hablaron en castellano. Tras el intercambio de saludos pertinente, el argelino entró en materia. —Señor Miralles, ayer se presentó en mi clínica un joven español, acompañado de un conocido mío, con la intención de comprar unos embriones congelados muy particulares. —¿Tiene algo que ver conmigo el asunto, amigo Yazid? —Sólo quería hacerle saber que me llamó la atención que pidiera embriones concebidos en las mismas fechas que los que usted y su padre me han ido mandando

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para ser gestados por madres de alquiler. Miralles se puso alerta. —¿Y usted se los vendió sin preguntar el motivo de esa solicitud tan concreta? —No —le tranquilizó Madani—. Les atendió el subdirector de mi clínica y quedaron en volver más tarde para efectuar la compra, porque yo me encontraba fuera. Pasadas las doce de la noche, no habían aparecido todavía. Mucho me temo que sólo andaba buscando información. —¿La persona que estuvo con ellos sería capaz de describir al joven español? Madani le repitió lo que había escuchado a Alí Hamdi y se despidieron. Miralles no perdió el tiempo y, como primera medida, quiso cerciorarse con una llamada al hombre encargado de seguir a Álvaro en Valencia de que éste permanecía encerrado en casa. El guardián le informó de que sólo le había visto salir y volver a entrar en el portal un par de veces desde su regreso a Valencia. Miralles no acababa de comprenderlo: la descripción coincidía con la que cualquier persona podía haber hecho de Álvaro; sin embargo, acababa de comprobar que se encontraba en Valencia y no en Argelia. Debía de ser otra persona que se le parecía pero, en cualquier caso, enterada de todo el asunto de los clones. Si no, no tenía sentido que hubiera preguntado por unos embriones tan concretos. A continuación pensó que debía ponerse en contacto con Gonzalo Gil, pero cayó en la cuenta de que, a esas horas, en Houston era noche cerrada. Tendría que esperar hasta después de comer. De todas formas, para ganar tiempo, le llamó al teléfono móvil y esperó a que se activara el buzón de voz. Le dejó un mensaje en el que le explicaba brevemente lo que había pasado y le pedía que se pusiera en contacto con él lo más pronto posible. Todo era muy extraño y había que enterarse de qué estaba ocurriendo en Argelia. Paco se presentó en casa de Álvaro esa misma mañana. Antes había avisado de su visita a la madre de su amigo. Llamó al timbre y le abrió la puerta un joven de unos treinta años, delgado y de pelo castaño casi rubio. —¡Álvaro! Pero, ¿qué haces aquí? ¿No estabas en Argelia? —Perdone, pero creo que se equivoca —respondió el joven—. Yo no soy Álvaro. Me llamo Carlos y soy su hermano gemelo. Usted debe de ser el inspector Agulló, ¿no es así?

—Sí —respondió Paco, con la boca abierta. —Álvaro nos pidió a mi madre y a mí que nos viniésemos a Valencia unos días

mientras él se ocupaba de unos asuntos en Madrid —continuó explicándole—. ¿Sabe? Yo no me encuentro muy bien de salud, estoy de baja laboral y por eso puedo tomarme estas libertades.

«El muy... les ha estado tomando el pelo a los hombres de Miralles como le ha dado la gana», pensó Paco con una sonrisa maliciosa en los labios.

Fernando Miralles recibió la llamada de Gil Gómez a las dos y media de la tarde.

Su padre, que aún se encontraba en Houston, acompañaba a Gonzalo Gil en su despacho. La conversación estaba abierta a los tres, después de pulsar el botón de manos libres.

—¿Y si efectivamente se trata de él y está tratando de engañarnos? —sugirió Gil

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Gómez—. Aunque si es así, sinceramente no acabo de entender sus intenciones. —Desde luego no es posible que esté en dos sitios a la vez —objetó Miralles

hijo. —Habría que hacer algo para saber quién es quién —le dijo su padre—. Quizá

Madani pueda enterarse de algo más e informarte antes de la noche —Le llamaré —dijo Fernando—. En cualquier caso, la persona que se ha

interesado por esos embriones sabía a por lo que iba. Sea o no Álvaro Costa, no me gusta nada que alguien empiece a husmear en nuestros asuntos.

—Usted, Fernando, averigüe lo que pueda sobre ese joven español y no deje de avisarnos si descubre algo —le dijo Gil Gómez.

—De acuerdo, pero pongan su cabeza a pensar. —No se preocupe. Ya sabe que las decisiones importantes salen de aquí, pero

necesitamos información para tomarlas. —Gonzalo, tenga el teléfono a mano. —Descuide, Fernando. Álvaro no había conseguido localizar pozos petrolíferos en las proximidades de

Orán, aunque sí que había encontrado varias refinerías en un radio de cien kilómetros alrededor de la ciudad. Había también dos instalaciones de almacenamiento de petróleo y gas en el interior del círculo imaginario, pero no se mencionaba ninguna escuela o vivienda que estuviese en las mismas instalaciones de la explotación. Varias refinerías pertenecían a empresas españolas y francesas muy conocidas y había una más, norteamericana, que figuraba como propietaria de una de las plantas de almacenaje.

Brahim logró dar con el segundo proveedor a las dos de la tarde. Se llamaba Pepe y era de Málaga. Llevaba diez años en Argelia, dedicándose al mismo negocio desde que llegó. Sí, conocía un sitio como el que Álvaro decía. Se trataba de una de las dos plantas de almacenamiento próximas a Orán. Servía su mercancía en ese lugar desde hacía cinco años y, en alguna ocasión, había preguntado por la finalidad de un edificio grande, separado de los tanques y del resto de las instalaciones, que se alzaba donde terminaba el complejo. Le habían explicado que se trataba de la residencia de las familias de algunos de los empleados. Eso explicaba la gran cantidad de comida y material que le pedían cada semana.

Álvaro cogió el teléfono de la mano de Brahim, se presentó como amigo de éste y le preguntó:

—¿Podría decirme si se trata de unas instalaciones que llevan el nombre de Ville Blanche?

—Sí, son ésas. Era la de la empresa estadounidense. —¿Está cerca de las ruinas de un antiguo poblado? —Sí. ¿Las conoce? —le preguntó el hombre, sorprendido—. La carretera que

lleva hasta la planta atraviesa esas ruinas y no tenemos más remedio que pasar por allí cada vez que vamos.

—No, no las conozco, pero unos amigos me han dicho que son muy interesantes de visitar.

—Pues no sé qué tendrán de especial. —Deben de esconder alguna maravilla artística —le dijo Álvaro—. Muchas

gracias por su información, amigo. —No hay de qué, hombre.

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Álvaro no perdió el tiempo y telefoneó inmediatamente a Paco para decirle dónde estaba exactamente el lugar que buscaban.

—Lo has logrado, chaval. —Mi trabajo me ha costado, no te vayas a creer. —Ahora no hagas nada más hasta que yo te vuelva a llamar. Déjalo todo en mis

manos, por favor. Me temo que si sigues por ahí llamando la atención, como supongo que lo has hecho hasta ahora para conseguir esta información, quizá llegue a oídos de quien no nos interesa que te encuentras en Argelia. O sea que estate quietecito unas horas y descansa hasta que yo te avise. ¿De acuerdo?

—Conforme. ¿Has visto a mi madre ya? —A quien he visto, sobre todo, ha sido a tu hermano. ¡Vaya susto que me dio!

—confesó el policía—. Más tarde, hablando con él, me fijé en algunos detalles que os distinguen. Pero, de entrada, podéis pasar uno por el otro para cualquier persona que no os conozca demasiado.

—Como el pobre hombre al que habrán encargado vigilarme. —Efectivamente; ahí seguirá en su puesto, pensando que te tiene perfectamente

controlado. —Pues dejémosle unos días en su idea. —Quedamos en eso —le recordó Paco—. Espera mi llamada y relájate. —Hasta pronto, Paco. Álvaro se había marchado al hotel y Brahim podía por fin dedicarse a sus tareas

administrativas. Sin embargo, le duró poco la tranquilidad. A primera hora de la tarde, Yazid Madani le hizo una visita en el restaurante. Quería saber quién era la persona a quien había acompañado a su clínica y dónde se alojaba. Brahim se dio cuenta de que algo marchaba mal y procuró ser lo más escueto posible. Le dijo que se trataba de un médico, amigo de un conocido suyo de España que le había pedido que le hiciese de guía durante unos días en algunas gestiones que debía hacer en Orán; aparte de eso, no sabía nada más de él. Madani le preguntó dónde se alojaba y Brahim prefirió no jugársela y darle el nombre del hotel donde estaba Álvaro. Debía dar la impresión de que quería colaborar, si llegara el caso de que las cosas se pusieran feas. Había que estar a bien con personas como Yazid Madani.

—Parecía un buen tipo —le dijo Brahim. —Pues me da la sensación de que ha abusado de tu confianza —le contestó el

otro. Cuando salió del restaurante, muy probablemente con destino al hotel que le

había indicado, Brahim llamó a Álvaro y le recomendó vehementemente que lo mejor que podía hacer era irse cuanto antes de allí. Le contó la visita de Madani y le dijo que no le había gustado nada la expresión de su rostro mientras le preguntaba por su amigo español. Álvaro le agradeció su llamada y todo lo que había hecho por él

—Quizá no volvamos a vernos en mucho tiempo, Brahim —le dijo Álvaro, en lo que parecía una despedida.

—Si te he servido de algo, me alegro. Cuídate y da recuerdos a Ahmad de mi parte cuando vuelvas a Valencia.

—Lo haré. Hasta la vista, Brahim, y muchas gracias por todo. Álvaro obedeció a su amigo. Hizo la maleta a toda prisa, dejó la habitación y

pagó la estancia en el hotel. Esperó a que pasara un taxi y lo paró. Subió en él y pidió al conductor que le llevase a una pensión barata, a ser posible en el centro de la ciudad. El

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taxista le dejó junto a una casa antigua, en el barrio Sidi El Houari, y le indicó, todo en una mezcla de francés y español, que allí tendría cama y comida por muy poco dinero. Álvaro recordaba el nombre de esa zona de la ciudad por un amigo que había participado allí en un campo de trabajo organizado por el Ayuntamiento de Valencia en el año 2004. Su amigo era arquitecto y se había encargado de restaurar algunos edificios, aplicando las técnicas y los materiales tradicionales.

La mujer que regentaba el hostal hablaba algo de castellano y Álvaro pudo hacerse entender. Ya disponía de un lugar más seguro, a salvo de los perros de presa que alguien había mandado en su busca. Quizá había sido demasiado atrevido pedir unos embriones tan específicos en la clínica de Madani, pero el riesgo había valido la pena. Se hallaba cada vez más cerca de terminar con toda esta aventura.

A las seis, el hombre que hacía guardia ante la casa de Álvaro llamó a Fernando

Miralles, como habían convenido en el caso de que se moviese de su domicilio. Le comunicó que había salido con su madre hacía un minuto y que no tenía idea de cuándo podía estar de vuelta. Miralles estaba dispuesto a aclarar las cosas y asegurarse de que era él. No había intentado subir a su casa porque con toda seguridad no le habría permitido entrar, por lo que debía apresurarse si no quería perder la oportunidad de abordarle en la calle. Según le acababa de informar Madani, el joven español que andaba por Argelia ya no estaba en el hotel en el que se había alojado y se había ido sin dejar ningún rastro. Había que dejar zanjado el asunto de su identidad cuanto antes.

Diez minutos después de recibir el aviso, Miralles rondaba ya el portal de la casa, esperando el regreso de la madre y el hijo. Quizá podría pasarse aguardando su vuelta varias horas, pero no le importaba. Al menos, después tendría la certeza de que la persona que había en Orán no era el joven médico que trabajaba en su hospital.

Tras dos horas de paciente espera, les vio aparecer por el extremo de la calle. Según se iban aproximando, Miralles se convencía cada vez más de que no había error: era Álvaro la persona que se acercaba por la acera, acompañado de una mujer mayor. No obstante, quería aprovechar la ocasión para cruzar con él unas palabras. En el momento en el que iban a entrar en el portal de la casa, se hizo el encontradizo.

—Buenas tardes, Álvaro —le saludó. Al instante, se dio cuenta del desconcierto del joven que tenía delante. Aunque

éste bajó la cara hacia el suelo, Fernando fue consciente inmediatamente de lo que ocurría. Cogiéndole de la barbilla, se la levantó y se fijó detenidamente en su rostro.

—Te pareces condenadamente a él. Ha estado bien el juego pero hasta aquí ha llegado.

Miralles corrió en dirección al hombre que estaba apostado frente a la casa de Álvaro y le dijo que su trabajo había terminado. Podía irse a casa. Después, montó en su coche y en cinco minutos se hallaba en su despacho del Nou, llamando a Houston.

—¿Gonzalo? —Dígame, Fernando. —Siento decirle que hemos estado vigilando a un hermano gemelo de Álvaro.

Nos ha estado engañando todo este tiempo. —¿Qué dice? ¿Cómo ha sido posible? —¿Quién iba a saber que tenía un hermano gemelo? —se defendió Miralles—.

El hombre que le vigilaba era un profesional, pero no le conocía personalmente. Solamente tenía una buena foto de él. El muy cabrón ha hecho pasar a su hermano por sí mismo.

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—Con lo que podemos concluir que el joven que anda por Argelia es el auténtico Álvaro Costa. ¿O quizá no? —La ironía de Gonzalo Gil no hacía sino tratar de ocultar la irritación que le producía todo lo que estaba sucediendo—. Quizá se trate de otro gemelo y Álvaro esté ahora en las islas del Caribe disfrutando de los rayos del sol.

—No es posible eso, Gonzalo —le explicó ingenuamente Miralles—. Los gemelos sólo se dan de dos en dos.

—Supongo que ya se le habrá ocurrido algo, ¿verdad? —preguntó Gil Gómez en tono exasperado.

—Que hemos de encontrar el lugar donde se esconde y acabar con él. Sin duda, ha montado una gran trampa en la que está tratando de hacernos caer sin que nos demos cuenta —concluyó Miralles.

—¿Y qué pasará con toda la información que tiene? —se preguntó Gil Gómez, sin poder ocultar su nerviosismo—. Recuerde que si el chico muere, su abogado sacará a la luz todo lo que ha dejado en su poder. Se producirá un terremoto cuando lo dé a conocer.

—No sabemos qué puede ocurrir —respondió Miralles—. En cualquier caso, siempre podemos contratar a un buen número de abogados que hagan bien su trabajo y no permitan que las acusaciones que se planteen lleguen a término.

—Usted lo ve muy fácil. Fernando Miralles había meditado sobre la necesidad de ir borrando huellas si

empezaban a surgir problemas, como ya estaba ocurriendo. —Gonzalo, he de decirle que ya había pensado en alguna ocasión que esto

podría ocurrir un día y opino que podríamos deshacernos de determinado instrumento que comienza a ser algo más molesto que útil.

—Explíquese —le pidió 3G. —No pasaría nada si Ville Blanche dejase de existir. Los segundos de silencio que siguieron reflejaban la sorpresa ante lo inesperado

de la propuesta. —¿Insinúa que debemos desmantelar las instalaciones? —preguntó Gil Gómez. —Sí —contestó Miralles—. Han cumplido su misión: hemos convencido al

mundo de que la clonación terapéutica funciona. Podríamos continuar con los trasplantes de órganos y con las sustituciones de unos muchachos por otros, pero con lo que se ha hecho hasta ahora, pienso que es bastante. Nadie se va a atrever a negar la evidencia y ya tenemos abierto el camino hacia la próxima aceptación de la clonación reproductiva.

—¿Y qué hacemos con los niños? —Lo que se planeó hace años cuando llegara una situación como la actual:

eliminarlos. Eulogio Miralles, que había estado atento a toda la conversación, intervino en

ella: —Fernando, ¿no crees que puede haber otra solución? —Hola, papá. —Fernando Miralles no se extrañó de oír la voz de su padre—.

Recuerda que yo no fui el que ideó esto; fuisteis vosotros, los que ahora estáis allá arriba, dirigiendo desde lejos el proyecto. Yo no tuve otra opción que incorporarme al plan trazado desde la fundación y asumir los compromisos que no he dejado de sacar adelante. Al enterarme de lo que habíais pensado hacer cuando fuese necesario acabar con las instalaciones de Argelia, también puse el grito en el cielo. Después, acabé por convencerme de que era la única posibilidad razonable. No se podía dejar sueltos por ahí a varias decenas de niños que, en cualquier momento, podían contar dónde y cómo habían pasado los primeros años de su vida.

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Gonzalo Gil y Eulogio Miralles recordaban el momento en que habían tomado esa decisión que ahora les parecía excesiva.

—Padre —continuó Fernando—, cuando una cosa ya no sirve, se tira. Gonzalo: hace unos días, usted no dudó en ordenarme que eliminase o neutralizase a tres personas que representaban un peligro para nuestros intereses y así se hizo, salvo con Costa, que se nos escapó. ¿Ahora se va a echar atrás ante una decisión que tomó fríamente hace unos años?

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Capítulo 39 Álvaro permaneció el resto del día en la pensión. Ya avanzada la tarde, llamó a

su madre. —¿Mamá? —¿Álvaro? ¿Cómo estás? No sabes cómo me alegra oírte. —Estoy perfectamente. ¿Y vosotros? —Muy bien, hijo, gracias a Dios. —¿Os ha molestado alguien estos días? —No —le respondió su madre—. Sólo ha venido a vernos el policía que nos

dijiste. Aunque también ha ocurrido una cosa muy rara que me parece que no te va a gustar.

La mujer le contó su encuentro con el desconocido que se les había acercado cuando iban a entrar en casa y cómo parecía haber caído en la cuenta de quién era la persona que le acompañaba.

—Dijo algo así como «el juego hasta aquí ha llegado». Álvaro le pidió que le describiera al desconocido y reconoció en él a Fernando

Miralles. —¿Os ha hecho algún daño? —No. Desapareció enseguida. Mejor dicho, se dirigió a un hombre que estaba

sentado en un banco en la calle, leyendo un periódico; hablaron un momento entre sí y se marcharon los dos.

Álvaro se quedó callado unos instantes, reflexionando, y su madre aprovechó el silencio para volver a hablar.

—¿Qué pasa, Álvaro? ¿No me lo puedes contar, por favor? —le suplicó. Álvaro pensó que ya no había nada que ocultar. El peligro para su familia había

pasado. —Llama a Paco y cuéntale lo que ha pasado. Él te explicará dónde estoy y por

qué. —¿Quién es Paco? —Perdona, quiero decir el inspector Agulló —rectificó Álvaro—. Toma nota de

su número de móvil. —No hace falta que me lo des. Lo guardé en la agenda del mío cuando nos

llamó para avisarnos de su visita. —Estupendo. Dile que ese hombre que os ha parado en la calle es Fernando

Miralles y que ya se habrá dado cuenta del engaño. Él os dirá lo que tenéis que hacer. Confía plenamente en él, mamá.

Sentía unas ganas tremendas de poder estar a su lado en ese momento y estrecharla contra su corazón.

—Lo habéis hecho muy bien, mamá. —Como digas, hijo. Pero espero que esto acabe pronto y que ese policía amigo

tuyo me aclare en qué asunto nos has metido a tu hermano y a mí sin que nos diésemos cuenta.

—No te preocupes, mamá. Volveremos a vernos en unos días, ya lo verás. —Eso espero. Cuídate mucho. —Gracias, mamá. Después de hablar con su madre, Álvaro reconsideró la situación y acabó

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concluyendo que, en el fondo, ahora tenía un motivo menos para inquietarse. Su madre y su hermano ya no corrían ningún peligro. Era a él a quien buscaban. Sabía que Miralles no se atrevería a hacerles ningún daño. Sólo había querido enterarse de quién era la persona a quien estaban vigilando en Valencia y ahora ya lo sabía. Álvaro contaba además con el policía que hacía guardia ante su casa. Había tenido un importante descuido al permitir que un desconocido se aproximara a su madre sin previo aviso, pero por lo visto, la persona puesta por Miralles para vigilarles había sido retirada de su posición. Ya no les interesaba patrullar en una zona donde no se encontraba la presa. Por otro lado, el asunto que le había llevado hasta Orán no dependía ahora de él; había hecho cuanto estaba en su mano.

A la mañana siguiente, se despertó pronto. Desayunó en el hostal y prefirió no

moverse ese día hasta que Paco le llamara, si es que lo hacía. Se entretuvo viendo la televisión y leyendo un libro que había traído en su equipaje en previsión de encontrarse con ratos muertos como el que ahora estaba pasando.

A las cinco y media de la tarde, sonó su teléfono. Era Paco. —Álvaro, has dado en la diana —le felicitó su amigo—. Los americanos

accedieron a sacar unas fotos en el momento en el que uno de sus satélites pasaba por la posición de la planta que me indicaste y, ¿sabes lo que se ve?

—Como no me lo digas tú... —Aparecen en una explanada muy grande, vestidos con ropa de deporte, grupos

de dos y de tres chicos ¡idénticos! —La voz de Paco mostraba todo su asombro—. No te imaginas la definición que consiguen esos tíos. Alguna vez había oído hablar de la potencia óptica de estos aparatos pero hay que verlo para creerlo.

Álvaro se sentía orgulloso. Pero faltaba una cosa. —¿Y los que tienen que actuar? ¿Se han convencido con eso de que ya es hora

de hacer algo? —Sí. Ha sido definitivo. —Pues diles que se den prisa. Álvaro le preguntó si había recibido una llamada de su madre y Paco se lo

confirmó. —He hablado con tu madre y con tu hermano y ya les he informado de lo que

está pasando y del papel que han jugado en el plan que ideaste. Tu madre está más tranquila, ahora que lo sabe todo. Le he asegurado que estás a salvo y que no va a ocurrirte nada.

Álvaro le contó la repentina huida que se había visto obligado a hacer del hotel tras la advertencia de Brahim.

—Saben que estoy en la ciudad y que me he pasado por la clínica con la que mantienen contactos. No sé hasta qué punto pueden ponerse nerviosos, y tomar decisiones drásticas.

—¿En qué estás pensando? —En Nuria y todos los niños y niñas que están con ella —le dijo—. En que

quizá sospechan que he descubierto dónde está su escondite y se deshagan de los muchachos para eliminar rastros.

—No creo que se atrevan a ello. —Recuerda que ya han matado una vez y pienso que no dudarán en volver a

hacerlo si se ven acorralados —le advirtió Álvaro. —Meteré toda la prisa que pueda a los del ministerio —le aseguró Paco—.

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Mientras tanto, dirígete al consulado español. Según me he informado, está en el número 7 de la calle Mohamed Abdeslem. Búscalo en una guía y, cuando llegues, di quién eres. Te están esperando. No creo que sea muy grande, pero sí lo suficiente para que te dejen un hueco donde poder dormir. Por lo menos, ahí estarás seguro.

—Gracias, Paco. Estás en todo. —Desde allí, nos mantendremos en contacto. Conocen el asunto y están

hablando con las autoridades argelinas. —Conforme —le dijo Álvaro—. Ahora mismo salgo hacia allá, pero antes tengo

que pedirte una cosa. —Dime lo que quieres. —Temo por Pilar. Se ha metido demasiado en esto y puede que acaben

relacionándola con el material que he usado para amenazarles. Cuidad de ella, por favor —le suplicó.

— No te preocupes. No dejaremos que la toquen. —Gracias. Estaré en el consulado esperando tus noticias.

Álvaro volvió a hacer su maleta, que apenas había tocado, y se dirigió en taxi a la dirección que Paco le había dado. El cónsul español estaba esperándole. Se llamaba Antonio Pereda. El consulado sólo era una oficina, pero Pereda había conseguido adaptar una pequeña habitación, en la que el joven podría dormir y pasar el tiempo que quisiera y se le ofreció para cualquier cosa que necesitara. —Para que usted esté tranquilo y sepa a qué atenerse, me han dicho que le informe de que estoy al corriente del asunto que le ha traído hasta aquí. —Muchas gracias, señor Pereda —le dijo Álvaro—. No sabe las ganas que tengo de terminar con todo esto y volver a España de una vez. —Los colegas argelinos de nuestro Ministerio del Interior parece que se han convencido de que deben intervenir, pero ya sabe usted que las cosas diplomáticas llevan su tiempo. —Ojalá no se decidan a actuar demasiado tarde. Pasaron las horas y, a las ocho de la tarde, el cónsul se despidió de él. —Me hubiese gustado más que durmiera en mi casa, pero no es muy grande. Tengo hijos pequeños y no hay ninguna habitación libre. Álvaro le agradeció el ofrecimiento. —No se preocupe por mí. Aquí estaré bien. —Si, por razones de seguridad, prefiere no salir a la calle —continuó Pereda— junto al aseo hay una pequeña habitación donde dispone de todo lo necesario para cenar y desayunar. Tiene una nevera llena, un microondas y una mesa con varias sillas. En ocasiones, alguno de los que trabajan en el consulado la usa para comer o prepararse un café. —Lo más probable es que yo también la utilice. Muchas gracias. —No hay de qué. Que duerma bien. El día siguiente por la mañana, el cónsul avisó a Álvaro de que había sido requerido para entrevistarse con el wali, que era el representante del Gobierno en la zona. Un coche oficial vino a recogerle y estuvieron hablando durante más de una hora. Regresó al consulado a la hora de comer. El plan estaba en marcha. A las diez y media de la noche, Álvaro se dispuso a hacer la que sería la última llamada a Nuria. Al llegar a Argelia no había olvidado retrasar una hora las agujas de su reloj. En esta ocasión la hora prevista coincidía en el reloj del dormitorio de Nuria y el de la muñeca del médico. El mensaje que debía darle era muy corto. Esperó unos segundos y oyó la voz de la chica. —¿Álvaro?

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—Claro, mujer. ¿Quién va a ser si no? Habían perdido un tiempo precioso. —Dentro de dos días... La comunicación se cortó de repente. La batería no había dado más de sí y el mensaje que tenía que haberle comunicado no llegó a salir de sus labios.

Álvaro procuró dominarse: ¡sólo le habrían bastado diez malditos segundos! Habría sido suficiente para explicar a la joven lo que debía hacer. ¿Por qué, cuando se hallaba tan cerca del final, la suerte se le volvía en su contra? Ahora no había más remedio que continuar con el plan previsto sin contar con la colaboración que podían prestarles desde dentro.

Nuria pasó gran parte de la noche pensando qué había querido decirle Álvaro con las pocas palabras que había logrado transmitirle. Después de la llamada, habló con su compañera de habitación y le comunicó el corto mensaje recibido del exterior. Tampoco a ella se le ocurría ninguna interpretación. Por fin, se dejó vencer por el sueño y no fue consciente de nada hasta que oyó la melodía que cada mañana anunciaba la hora de levantarse. Álvaro quería advertirle, sin duda, de algo importante que ocurriría dos días después, pero no tenía la más mínima idea de lo que podía ser. Pensó que, mientras tanto, debía buscar más personas con las que compartir su secreto para estar preparados en el caso de que hubiese algún tipo de operación de rescate. Decidió hablar con B1. En el comedor, aprovechando su proximidad con él, le pasó discretamente una nota. La distancia que debía salvar era mayor desde que se hacía pasar por C2, pero el chico agarró el papel y lo escondió ágilmente en el bolsillo de su mono. Le citaba esa noche a las once al final del corredor donde se encontraban las habitaciones de los chicos. «Se trata de algo muy importante y no es nada de lo que te imaginas.» Quería dejar claras sus intenciones desde el primer momento. Pasó el resto del día como cualquier otro y, a las diez de la noche, se apagaron las luces de los dormitorios. Cinco minutos antes de las once, Nuria se quitó la pulsera para engañar a quien pudiera estar de guardia en la sala donde controlaban todos los movimientos y conversaciones de los internos. La luz atenuada procedente de las lámparas de emergencia era suficiente para poder ver dónde pisaba. En todo momento había supuesto que las cámaras situadas en la zona de dormitorios no captarían ninguna imagen nítida, ya que la luz que emanaba de esas bombillas era de muy baja intensidad. Se aproximó en silencio al final del pasillo que comunicaba con las habitaciones de sus vecinos y vio allí a B1. Se llevó el dedo índice a la boca para que guardara silencio y, acercándose a él, tapó con el dedo pulgar el orificio del micrófono en el brazalete del chico. —Por ese agujero se cuela todo lo que hablamos —le dijo en voz baja—. Cada noche repasan nuestras conversaciones para saber qué nos decimos entre nosotros y comprobar que seguimos siendo mansos corderitos. —¿Puedo hablar, entonces? —le preguntó el muchacho. Nuria le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Sí, pero muy bajo, por favor. —¿Sabes que es la primera vez que estoy a solas con una chica en mitad de la noche? —le dijo el muchacho, con cierta excitación.

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—Pues ya puedes olvidarte de hacer cosas raras —le aclaró la joven—. Escúchame bien. Nuria pasó a explicarle detalladamente lo que ya había contado a C1 y a C2. El pobre muchacho se quedó completamente desconcertado, como les había ocurrido anteriormente a las dos compañeras de Nuria. Lo que esa chica le estaba contando era demasiado increíble para ser verdad. Le pidió pruebas. —¿Has visto que yo estoy hablando sin tapar ningún agujero? B1 no había caído en la cuenta hasta ese momento. Nuria le enseñó cómo quitarse el brazalete, pues se había aprendido de memoria el código de apertura de su pulsera. El chico estaba completamente desconcertado. Aún así, tampoco terminaba de admitir el cambio que, según Nuria, C2 había llevado a cabo unos días atrás. Estaba seguro de que quien tenía delante era C2. —Sigues sin creerme. —Nuria tuvo que armarse de paciencia e insistir—. ¿Recuerdas el día que llegué aquí? Estábamos los tres hablando en el salón y C2 se marchó a terminar de repasar el examen de la tarde. —Te marchaste tú —insistió el chico. —Mira que eres testarudo. Ya te he dicho quién soy y a quién representaba ese día. Tú me dijiste, después de que C2 se marchara, que estaba empezando a caerte bien. ¿Lo recuerdas? B1 se acordaba perfectamente. De hecho, desde ese día había tenido más trato con esa chica y había llegado a congeniar con ella. —¿Puedes darme alguna prueba más de que lo que dices es verdad? Nuria sacó del bolsillo de su pijama el localizador. —¿Sabes qué es esto? B1 lo tomó de su mano y lo examinó despacio. —No tengo ni idea —dijo, devolviéndoselo a la muchacha. Nuria le habló de los contactos que había tenido con Álvaro desde que llegó al internado y le puso al corriente de lo que había ocurrido fuera los últimos días. B1 trataba de asimilarlo pero le resultaba difícil. Era la primera vez que oía hablar de un proyecto en el que él estaba participando de modo pleno, sin ser consciente de ello. En unos minutos, su visión de la vida y del mundo exterior había cambiado totalmente con lo que esa chica le estaba contando. A pesar de todo, tenía todas las garantías de ser verdad. Es más, en el fondo de su alma esperaba que algún día sucediera algo como lo que estaba viviendo en esos momentos, pero no se había figurado que fuese a ocurrir tan pronto y de un modo tan sorprendente.

—Vale, me has convencido —se rindió B1—. ¿Y ahora, qué? —En el último mensaje, Álvaro iba a explicarme cómo nos iban a sacar de aquí, pero se cortó la comunicación nada más empezar a hablar porque la batería del teléfono no dio para más. Sólo pudo decirme cuatro palabras: «Dentro de dos días». No tengo ni idea de a qué podía estar refiriéndose. —A mí tampoco se me ocurre —le confesó el chico. —He querido contarte mi secreto porque pienso que va a ocurrir algo próximamente y no quiero estar sola cuando llegue el momento. —¿Quién más lo sabe? —Mis dos compañeras de habitación. Bueno, actualmente sólo está en condiciones una de las dos. La otra la tienen en la enfermería. —Sí, ya me he enterado. —¿Piensas que hay alguien en el que puedas confiar para hablarle de esto? —le preguntó Nuria. —Es posible. Lo pensaré y mañana te digo.

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—Tenemos que estar preparados para algo que desconocemos —le advirtió Nuria muy seriamente—. Así que estate muy atento a cualquier comportamiento extraño de alguno de los instructores. Quizá indirectamente, a través de ellos, nos enteremos de si se está preparando algo aquí dentro o fuera de estos muros. —Tendré los ojos bien abiertos. Confía en mí. —Ya lo he hecho esta noche —le hizo caer en la cuenta la muchacha. En la sala de control, I1 observó el movimiento de B1 en la pantalla del ordenador. Volvía a su cuarto después de estar un rato junto a la puerta del pasillo que daba a las habitaciones de las chicas. —O tenía mucho calor y ha salido a dar una vuelta o ha quedado con una del otro lado que no ha venido —le comentó a su compañero I2. —De todas formas, se habría quedado con las ganas —comentó éste—. Si se hubiese acercado, se habría activado enseguida la señal de proximidad. No le dieron importancia. Ya era tarde y apagaron el aparato. Conectaron la alarma que sonaría si algún interno salía de la zona de dormitorios y se fueron a dormir. No ocurrió nada extraordinario al día siguiente, que transcurrió con la regularidad de cualquier otra jornada. B1 aprovechó algunos huecos de tiempo para hablar con determinados internos de los que se podía fiar y, por la noche, le contó a Nuria a quién había confiado su secreto. Sólo les restaba esperar. Con la misma puntualidad de todos los días, las luces se apagaron a las diez. A esa misma hora, IM por fin pudo anunciar a Fernando Miralles desde su despacho en Ville Blanche que ya habían recibido el producto. —Esta tarde lo han traído desde Argel —le dijo—. No ha sido fácil de conseguir. Hay dosis suficientes para todos. —Muy bien, Instructor Mayor —le felicitó Miralles desde Valencia—. Actúen mañana mismo y terminemos con este desagradable asunto cuanto antes.

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Capítulo 40

El ruido acostumbrado procedente de las máquinas de la planta dejó de oírse ese día antes de la hora de comer. Hasta pasado un rato, ninguno de los chicos se dio cuenta. Fue en el comedor cuando lo hablaron entre ellos, pero no pasó de un simple comentario. Después de la comida, se dirigieron al salón como todos los días. Algunos habían pedido ver una película, sabiendo que deberían dividirla en dos sesiones, ya que el descanso del mediodía no se prolongaba tanto como la duración del film.

Cuando los internos hubieron abandonado el comedor, les tocó el turno de comida a los instructores. El Instructor Mayor había dado órdenes de que estuvieran todos presentes, salvo I4, que había acompañado a los chicos durante la comida y ya había almorzado con ellos. Ahora estaba cuidando a los más pequeños en su sala de recreo. Incluso habían dejado abandonada temporalmente la sala de control. Después de la aventura de las dos chicas y de la reprimenda sufrida, ningún interno se atrevería a moverse por lugares prohibidos.

La comida tenía toda la apariencia de que iba a servir también como reunión de trabajo, a juzgar por el modo en que estaban dispuestas las mesas. En una se habían sentado IM y los instructores 1 y 2. El resto de los instructores ocupaban tres mesas, unidas entre sí por sus extremos y enfrentadas a la otra. La comida la servía I6 quien, además de enfermero, era también el cocinero del internado. Después de que los muchachos terminaran de comer, había mandado al resto de personal de servicio a casa. Habían acabado su trabajo por hoy.

Los hombres y mujeres sentados frente al Instructor Mayor no paraban de cuchichear. No cabía duda de que iban a comunicarles algo importante. Los dos primeros platos fueron ligeros y los apuraron rápidamente, con lo que en apenas quince minutos estaban en el postre y, algunos, tomando café. En vista de la expectación reinante, IM comenzó a explicar el motivo de la reunión.

—Todos ustedes conocen el trabajo que se ha desarrollado aquí durante muchos años. Algunos están desde el principio y otros se incorporaron más tarde. En cualquier caso, son personas que han realizado bien su tarea, han guardado el oportuno silencio con el exterior y han colaborado en un proyecto que, con los años, toda la Humanidad reconocerá como uno de los mayores avances de la ciencia.

Se llevó el vaso de agua a los labios y prosiguió. —El sacrificio que tuvieron que afrontar al abandonar la familia, los amigos y

un trabajo de mayor relevancia de cara a la gente está a punto de dar sus frutos. Y, por ese mismo motivo, ha tocado a su fin. —Los instructores le miraron con cara de incredulidad—. Debo anunciarles que estas instalaciones se clausurarán en breve y todos nos incorporaremos al mundo del que provenimos. La fundación se encargará de nuestra reinserción en la sociedad, proporcionándonos un nuevo trabajo, una nueva vivienda y, si es necesario, una nueva identidad.

La noticia cayó como una bomba entre los instructores. —¿Qué será de los niños, Instructor Mayor? —preguntó I3, con cierta

preocupación. —Como no es posible que vayan a vivir con sus auténticos padres, los

llevaremos a diversos orfanatos del país para que cuiden de ellos hasta su mayoría de

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edad. La explicación no convenció en absoluto a ninguno de los presentes; como

solución era sencillamente absurda, irrealizable. Nadie, sin embargo, volvió a preguntar sobre el tema. Al fin y al cabo, no era problema suyo.

—Como habrán observado, los empleados de la planta se han ido hoy a sus casas antes de comer. Se les ha indicado que no regresen hasta nueva orden porque se va a proceder a una inspección de seguridad en las instalaciones. Dentro de unos días, habrá que decirles la verdad. Se les pagará lo justo y terminará su relación con nosotros.

—¿Y qué va a pasar con las instalaciones de la zona sur, el pequeño zoo y los laboratorios que ahí se encuentran?

—Se procederá a su traslado a otro lugar aún no determinado —respondió IM—. Los hombres que investigan allí también han abandonado temporalmente su ocupación. Hoy ya no han venido, aunque con eso se ha echado a perder un experimento en el que algunos estaban trabajando y que requería su presencia. No importa. Continuarán su labor en otro momento. ¿Alguien tiene alguna pregunta más?

Todos se sumieron en un profundo silencio; no podían dejar de pensar en lo que acababan de oír, tratando de asimilar lo que iba a suponer un completo cambio en su vida.

I5 se levantó y se dirigió a la puerta. —¿Dónde va, instructora número 5? —preguntó el Instructor Mayor. —He quedado en sustituir a I4 a esta hora —respondió la mujer—. Ya sabe que

yo no tomo nunca café y a ella no le ha dado tiempo antes. No puede pasar sin una taza bien cargada después de comer y me ha pedido que, si no me importaba, ocupase su puesto los últimos quince minutos del recreo de los pequeños.

—No se olvide de que, tras el descanso, todos los internos deben ir a la enfermería. Van a ser vacunados contra algunas de las enfermedades a las que se verán expuestos cuando salgan de aquí. Usted misma puede encargarse de llevarles hasta allí. A las 15:45 les espera el enfermero. ¿No es así, I6?

—Sí, a las cuatro menos cuarto en punto, por favor. —Allí estaremos —le aseguró I5. I5 abandonó el comedor en dirección al salón de los pequeños. La excusa de

sustituir a la otra instructora funcionó; no había motivo para que no la creyesen. Ville Blanche desaparecería, y con ella, el trabajo de los instructores y también los niños. ¿Quién se iba a creer que iban a dejarlos en orfelinatos, para que luego fuesen contando de dónde provenían y la vida que habían llevado hasta entonces? Conocía los métodos de la casa y la crueldad del sistema. Lo más probable era que les eliminasen ese mismo día: el paso por la enfermería no le hacía presagiar nada bueno. Quizá fuese allí donde acabarían con ellos; una simple inyección de algún fármaco mortal podía hacer que poco a poco se fuesen apagando. O quizá habían preparado algo más rápido y eficaz para terminar cuanto antes con los chicos.

La suerte estaba echada para los internos. Sin embargo, algo le decía en su interior que no podía quedarse con los brazos cruzados. Tras escuchar las falsas promesas de IM, decidió tomar partido y optó por el grupo que presentaba las peores perspectivas. Sentía, al menos, el deber de avisarles de lo que les esperaba y trataría de ayudarles a salir de allí sin que se enterase el resto de los adultos. No disponían de mucho tiempo.

Se dirigió al salón de los pequeños. Allí estaba I4, sentada en un sillón y con

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todos los chicos alborotando a su alrededor. Se fijó en su cara: estaba muy pálida. —¿Qué te ocurre? —le preguntó, preocupada. —No lo sé —respondió I4—. No me encuentro bien. Ha debido de sentarme mal

algo de la comida. —Vete a descansar. Yo me ocuparé de los críos hasta que sea la hora. —Muchas gracias, amiga. I5 ni siquiera conocía su nombre verdadero. Les estaba prohibido hacer

referencia alguna a sus apellidos, su procedencia y otros datos personales. I4 salió del salón, cogió el ascensor y desapareció.

Si los que mandaban habían decidido acabar con los chicos esa misma tarde, no había tiempo que perder. Sin embargo, quiso asegurarse antes de que lo que iba a hacer tuviera sentido.

Dejó a los pequeños solos, entró en el salón de los mayores, que estaban viendo la película, y se dirigió a la puerta que conducía a la enfermería. Estaba cerrada con llave. Se veía que, desde la expedición de C2 y C3 por esa zona de los edificios, habían tomado la medida de asegurar mejor los accesos a determinadas áreas del recinto. Ella siempre llevaba encima el manojo completo de las instalaciones y conocía perfectamente qué llave correspondía a cada puerta. La abrió y atravesó el pasillo que acababa en el gran vestíbulo. La puerta de la enfermería también tenía la llave echada. Escogió la que abría esa puerta, entró en la habitación y pudo confirmar sus sospechas: las dosis de 100 mg de morfina, suficiente para provocar la muerte a las personas no acostumbradas a la droga, ya estaban preparadas para ser inyectadas a los internos. Bastaba con clavar la aguja y apretar hasta el fondo para acabar con su vida en unas horas.

Regresó lo más aprisa que pudo al salón que ocupaban los mayores. Apagó el televisor y, ante las protestas que surgieron, les ordenó silencio. Nuria, C1 y B1 se pusieron alerta.

La mujer se hizo entender como pudo. Los muchachos la miraban con ojos como platos. No podía ser verdad lo que les estaba diciendo. Sí, sabían que tenían que acudir a la enfermería en diez minutos, pero resultaba difícil de admitir que, de pronto, quisieran librarse de ellos, así como así, y de ese modo.

—¿Queréis ver la vacuna que os tienen preparada para esta misma tarde? I5 les mostró una aguja y una jeringuilla; en la otra mano sostenía un pequeño

frasco con el producto mortal. Les explicó cómo actuaba y consiguió convencerles. A1 intervino. —¿Pero qué sentido tiene que quieran deshacerse de nosotros? La verdad es que

no entiendo nada. Nuria tomó la palabra y explicó por cuarta vez lo que ya conocían C1, B1 y otros

internos con los que éste había hablado el día anterior. B1 le ayudó en su exposición. —Ya han conseguido el objetivo que pretendían manteniéndonos aquí

encerrados y ahora no les hacemos falta. Es más —insistió el chico—, lo razonable es lo que nos ha dicho la instructora. Si se desmontan estas instalaciones y nos dejan libres en el mundo exterior, cualquiera de nosotros podría desvelar lo que ha sido nuestra vida hasta ahora y eso pondría en serios aprietos a todas las personas que nos han retenido aquí.

A1 volvió a hablar, dirigiéndose a I5. —Pues si ha venido sólo para avisarnos de que vamos a morir dentro de unas

horas y no nos dice qué podemos hacer para evitarlo, más le valdría no haber aparecido. —¿Acaso me has preguntado cómo hacerlo, jovencito? —le atajó la

instructora—. Me he arriesgado mucho advirtiéndoos del peligro que corréis. Tengo una

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idea que puede resultar. Todos los chicos escucharon con atención. No les quedaba más remedio que

hacerlo si querían salvar su vida. —Hoy es jueves; es el día que viene el camión de suministros a las instalaciones.

Suele llegar a las cuatro de la tarde. —I5 miró su reloj—. Disponéis de treinta minutos. Si conseguís estar en la puerta principal en el momento en que llegue el camión, podéis llamar la atención de los que traen las mercancías y ninguno de los instructores se atreverá a tocaros. Bastará con que contéis lo que pensaban hacer con vosotros.

—Sí, claro —dijo A2—. Como que nos van a creer. —¿Se te ocurre alguna idea mejor? —le preguntó I5, encarándose con el

muchacho—. Venga, te escuchamos. El chico se quedó callado. Esta vez fue Nuria la que habló. —Ha dicho «si conseguís». ¿No viene con nosotros, instructora? La mujer se había puesto la soga al cuello ella misma. Con la urgencia por

advertir a los chicos del peligro que corrían se había olvidado por completo de que lo que decía estaba siendo recogido en la sala de control. No tenía otra salida que unirse al grupo de fugitivos si no quería acabar con una dosis de morfina concentrada en su cuerpo como las que tenían preparadas para ellos.

—Sí, debo acompañaros. Después de pensar unos instantes el camino a seguir, dijo: —Desde aquí no podemos huir por las escaleras: nos encontraríamos

directamente con el comedor y con todos los demás instructores. Hay que escapar por el pasillo de la enfermería y, desde allí, acceder a la zona sur. ¿Alguien tiene una hoja de papel?

—Yo tengo varias —dijo A3, ofreciéndoselas a la mujer. —Gracias. Cogió una de ellas y dibujó un sencillo plano. Los chicos se arremolinaron a su

alrededor. —Esa zona dispone de tres entradas: la que hay al final del pasillo que continúa

después del vestíbulo de la enfermería; otra está situada a ras de suelo: atraviesa el muro de división con la explanada de la planta y da directamente a la puerta principal, por donde entrará el camión. La tercera es una puerta de acceso directo desde el exterior que siempre está cerrada, salvo cuando los guardias la abren para los hombres que trabajan en los laboratorios y en el pequeño zoo que tienen allí. Tenemos que llegar hasta la puerta principal a través de la segunda entrada.

—Siendo así, hay que apresurarse si queremos llegar a tiempo —dijo B1—. Instructora, ¿podría traer a los pequeños a esta sala para irnos todos juntos?

—Sí. No hay nadie ahora con ellos porque debería estar cuidándoles yo. Voy a por ellos.

Cuando regresó a la sala, con todas las criaturas siguiéndola, se quedó desconcertada ante lo que vio: la mitad de los mayores no llevaban ya la pulsera en su muñeca y la otra mitad estaba acabando de liberarse de ella. Cada uno, tras quitársela, la había dejado en el asiento que ocupaba mientras veía la película.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó estupefacta. —He sido yo —respondió Nuria—. Traje desde Valencia la fecha de nacimiento

de todos los internos escrita en un papel que llevaba pegado a un teléfono móvil. I5 le sonrió. Con lo que había escuchado antes a la chica y lo que estaba viendo

ahora, acababa de confirmar por fin sus suposiciones acerca de la muchacha que había vuelto desde España.

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—Empecé a sospechar quién eras desde el momento en que te emocionaste al verte a ti misma y a tus padres en el vídeo. Pero lo que no entiendo es cómo, en el momento preciso, te cambiaste por C2.

—Fue ella quien lo hizo por la noche sin que yo me enterara —le desveló Nuria—. Quiso hacer ese sacrificio por mí porque se temía que podían hacerme daño esa noche precisamente. Estoy en deuda con ella y es posible que hasta la deba la vida.

—Siempre fue muy bondadosa; la más sensible de las tres C —recordó I5. —Venga. Hay que darse prisa y liberar también a los pequeños de su pulsera —

dijo B1, devolviendo a las dos mujeres a la realidad—. Así, si nos buscan a través de la señal de localización, les haremos creer durante un rato que estamos todos aquí.

Nuria le dio a su compañero el papel con los códigos para liberarles de la pulsera.

—¿También sabías lo del sistema de localización? —preguntó I5 a Nuria, asombrada.

—Sí, y bastantes cosas más que he ido comprobando al llegar aquí. La joven desconocía hasta qué punto los instructores del recinto participaban en

los proyectos que planeaban los que dirigían la fundación. —En España —dijo a I5—, todo este asunto ya se ha llevado por delante la vida

de varias personas. La instructora se sobresaltó con lo que acababa de oír y le costaba creerlo. Sin

embargo, no había motivos para que Nuria la estuviese engañando. Ella misma les estaba ayudando a salvarse de una muerte segura, perfectamente diseñada por su propio jefe. B1 terminó de liberar de la pulsera al resto de los internos en un par de minutos y todos se dispusieron a abandonar la sala.

—¡La cámara de vigilancia! —recordó de repente la mujer—. I1 o I2 pueden regresar a la sala de control en cualquier momento.

—Hace un rato que ya no funciona. Me he encargado de ello —dijo B1, que estaba empezando a tomar las riendas de la escapada junto con Nuria y la instructora.

Treinta y siete adolescentes precedidos por una mujer comenzaron su huida a través del complejo que era Ville Blanche, en grupos de tres chicos o chicas por cada letra desde la A hasta la O. Faltaba C2, ingresada en la enfermería y una B, por el intercambio realizado en Valencia. Faltaba también el grupo entero de las N: las tres niñas que fueron eliminadas cuando sus padres renunciaron a la nueva terapia revolucionaria por motivos de conciencia.

Las tres y treinta y cinco. Disponían de diez minutos antes de que les echasen en

falta cuando los demás instructores notasen que no había nadie en ninguna de las salas ni que tampoco se encontraban esperando en la enfermería, como había prometido I5. La instructora cerró con llave la puerta de la sala que daba a las escaleras y, una vez hubieron pasado todos, también la del pasillo que conducía a la enfermería. «Dos barreras que les retrasarán un poco», pensó. Procuraron no correr para evitar en lo posible hacer ruido. Atravesaron el primer pasillo y llegaron al gran recibidor.

Al pasar junto a la enfermería, Nuria se detuvo y pidió al grupo que la esperase unos segundos. I5 le abrió la puerta y la chica regresó en menos de un minuto.

Continuaron por el segundo pasillo, desde donde pudieron ver la entrada principal a través de las ventanas. Allí tenían que estar en el momento preciso, pero todavía tenían unos cuantos obstáculos por delante. A llegar al final del corredor, I5 extrajo el manojo de llaves e introdujo una en la cerradura. La puerta parecía blindada y

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el cierre, con tres puntos de ajuste, hacía imposible cualquier intento de echarla abajo. La mujer contaba con interponer esa dificultad insalvable entre el grupo que guiaba y sus posibles perseguidores.

Mientras los chicos iban pasando uno tras otro, empezando por los más pequeños, Nuria le dijo a C1:

—He visto a C2. Está en la enfermería, viva pero inconsciente. He tratado de despertarla, pero me parece que está sedada. Le he dicho al oído que pronto se pondrá bien y se ha removido en la cama; parecía que murmuraba algo.

—Gracias por decírmelo. Tendremos que pensar cómo sacarla también a ella de aquí.

—Sí, pero en su estado actual, no podemos llevárnosla. Confiemos en que no le metan en el cuerpo eso que tenían preparado para nosotros.

Fueron las últimas en atravesar la puerta. A continuación, I5 metió la llave por el otro lado de la cerradura, le dio dos vueltas y, de una fuerte patada, la rompió. Parte de la llave quedó dentro. Con esa maniobra se aseguraba de que nadie más iba a poder entrar ni salir por allí.

—¿Qué guardan en esta parte de las instalaciones? —preguntó Nuria a la instructora—. El otro día me fijé desde el pasillo en que había dos hombres armados y no me gustó verlos ahí.

—Es un animalario, pero de grandes dimensiones —contestó I5, mientras se encaminaba hacia la cabeza del grupo—. En todos los centros de investigación en biotecnología disponen de un lugar como éste con pequeños mamíferos. Aquí también conservan en cautividad mamíferos mayores, como leones, camellos, vacas y varias especies de primates; incluso tienen ejemplares de pequeños y grandes reptiles. Los hombres que viste serían, probablemente, los guardias de seguridad. El pequeño zoo está en la planta baja del edificio y las otras plantas están ocupadas principalmente por laboratorios.

—¿Laboratorios? —preguntó Nuria, que se había pegado a la instructora, mientras continuaban su huida a través de puertas y pasillos.

—Sí, hay cuatro laboratorios en los que trabaja un pequeño grupo de biólogos y médicos. Los guardias no están sólo por el peligro de que algún animal se escape. Las investigaciones que están llevando a cabo en los laboratorios deben de estar consideradas como alta tecnología y no querrán arriesgarse a que ocurra algún siniestro que provoque la pérdida de todo ese trabajo o que alguien lo robe.

—¿Qué se supone que están investigando? —No lo sé con exactitud porque ningún instructor forma parte del equipo de

científicos y nunca se nos ha informado de lo que hacen. De todas formas, en una ocasión coincidí con uno de ellos en nuestra zona y me contó que están ensayando quimeras.

—¿Qué es una quimera? —le preguntó la chica. —Una mezcla de animal y hombre —contestó la mujer—. Por lo visto, quieren

crear hombres con gran resistencia al calor, o con una fuerza mucho mayor que la habitual en nuestra especie, o que sean capaces de regenerar parte de su cuerpo, como hacen las lagartijas o los ajolotes.

—¿Y todo eso funciona bien? Me parece una monstruosidad. —A mí también, pero desearía no hablar del asunto —concluyó I5. En ese momento, la mujer se sintió mareada y comenzó a andar haciendo eses, a

punto de caerse. Entre Nuria y B1 la sostuvieron y le ayudaron a sentarse en el suelo, mientras ella se llevaba las manos al vientre.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó el chico.

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—No lo sé. Me he mareado de repente y siento un fuerte dolor en el estómago. —Será algo que le han dado para comer —sugirió Nuria. I5 se acordó de pronto de la palidez de la cara que había visto en I4 unos

minutos antes y cayó en la cuenta de lo que estaba pasando: el plan de eliminar a los internos sin duda incluía también a los instructores. No quería aceptar la idea, pero entraba dentro de la lógica. Si no iban a dejar escapar a los niños con todo lo que sabían, con mayor motivo debían hacer callar para siempre también a los adultos. Seguramente, junto con el Instructor Mayor quedarían a salvo sus hombres de confianza: I1, I2 e I6, que era quien debía encargarse de la inyección letal. Quizá, después, también se desharían de él.

Aceptó su destino, se puso en pie como pudo y continuó guiando al grupo, sin hacer mención alguna al veneno que suponía que ya llevaba en su cuerpo.

El comedor del internado se había convertido en la antecámara del infierno.

Todos los instructores, a excepción de los que había supuesto I5, se debatían entre dolores, mareos y vómitos. Algunos yacían en el suelo, incapaces ya de levantarse. Los desaparecidos habían cerrado con llave la puerta tras de sí, ajustando dos pasadores exteriores que nunca se utilizaban. Esta vez les sirvieron para dejar encerrados a los moribundos en su inesperada cámara mortuoria.

—Ha sido muy elocuente en su discurso, Mayor —comentó I1. —No he querido que muriesen sin la satisfacción de haber cumplido con su

deber hasta el último instante. Las 15:50. Acudieron al cuarto de control. —El monitor de la cámara está en blanco —comentó extrañado I1—. Debe de

fallar una conexión. —No te preocupes —le dijo I2—. Ya no va a servir de mucho. Les sorprendió comprobar, a través de la señal de localización, que todos los

internos, incluidos los pequeños, estaban todavía en la sala de los mayores. —Se ve que les está gustando la película —comentó I6. —Me da igual —dijo IM—. Tenemos que acabar con ellos cuanto antes. Eso es

lo que nos han ordenado. —Vamos —dijo I2 al instructor número 6—. Te acompaño a sacarlos de allí y

llevarlos a la enfermería. —Un momento —intervino de nuevo el Mayor—. I5 debería estar con ellos.

Además, no he visto llegar al comedor a la instructora número 4. Dijo que vendría a tomar un café.

—Me da la impresión, Mayor —dijo I1— de que ninguna de las dos debe de estar ahora en condiciones de nada. I4 comió antes que los demás y, a estas horas, estará ya muerta. En cuanto a I5, probablemente se haya quedado en la sala de los pequeños al empezar a sentirse mareada y por eso habrá mandado a todos a la otra habitación.

—Compruébenlo, de todos modos, y comuniquen conmigo si ocurre algo anormal.

IM se quedó con I1 en la sala de control esperando novedades y reflexionando. En unos minutos, los niños tendrían el fármaco mortal dentro, que no tardaría en hacerles efecto. Sería un dulce paso a la otra vida. Con los instructores había tenido que ser más diligente. Alguno podía haber sospechado algo y despedirse antes de tiempo. Sí, había hecho lo correcto.

Pensando en la nueva vida que tenía por delante, no percibió el pequeño sonido

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de su teléfono inalámbrico que le avisaba de una llamada. I1 se lo advirtió. —¿Qué ocurre? —preguntó. —La puerta de la sala está cerrada con llave y no se oye ningún ruido dentro —

informó I2. —¡Imposible! —exclamó I1—. Las señales de todos los brazaletes indican que

están ahí. Estarán en silencio atendiendo a la película. —Negativo. No se escucha ningún ruido, repito. Ni siquiera se oye el televisor.

Además, no entendemos cómo han podido cerrar la puerta con llave. —¿Han comprobado si I5 está en la otra habitación? —No. Vamos a verlo ahora mismo. Al cabo de unos segundos, volvieron a oír la voz de I2: —No aparece por ningún lado. —¡Esa maldita mujer! ¡Seguro que está con ellos! Hasta el último minuto no se había decidido a incluirla en el grupo de los

instructores que había que eliminar. Ahora se alegraba de haberlo hecho. —Pero, Mayor, no llegará muy lejos. Debe de estar a punto de caer desfallecida

—apuntó I2. —Pero mientras tanto está llevando a esos chicos por todas las instalaciones. Lo

que me pregunto es hacia dónde los conduce. —¡El camión! —exclamó de repente I6 desde el otro lado del auricular. —¿Qué camión? —preguntó el Instructor Mayor. —El camión de suministros. Viene todos los jueves a las cuatro de la tarde. Hoy

es jueves y quedan menos de diez minutos para que llegue. Si la instructora consigue que los hombres que nos traen las provisiones vean a los chicos y éstos comienzan a pedir socorro, se acabaron nuestros planes.

IM contrajo los músculos de la cara. Su crispación aumentaba por momentos. —Entren en el salón y persíganlos. No pueden haber ido muy lejos treinta y

tantos chavales juntos por muy listos que sean. Regresaron a la sala de control para hacerse con una llave de la sala. —Cojan también la del pasillo —les dijo IM—. Desde el salón no hay otra

salida y esa zorra habrá cerrado la puerta al huir. Agarraron una cuerda de la que colgaban más de quince llaves y corrieron de

nuevo hasta la sala de descanso. Abrieron la puerta y comprobaron que estaba vacía. Vieron todas las pulseras encima de las sillas y sillones de la habitación, pero sus dueños habían desaparecido. Lo comunicaron a su jefe.

—Nos han engañado. Esa mujer les está ayudando y quiere llegar hasta el final con ellos.

Se dirigieron a la puerta que conducía a la enfermería. Como IM se había imaginado, la encontraron también cerrada con llave. Tardaron casi un minuto en dar con la que abría. No vieron a nadie en el pasadizo. Alcanzaron el vestíbulo y llegaron hasta el final del segundo pasillo. De nuevo, otra puerta con la llave echada. Probaron con la única que entraba en la cerradura pero no consiguieron abrirla. Lo intentaron con otras, pero ninguna más encajaba.

Por la ventana vieron al instructor número 1 aproximándose a la puerta principal. Había que dar una completa sensación de normalidad cuando llegase el camión de provisiones. Il se encargaría de atender a los hombres.

—Instructor Mayor, tenemos el camino cerrado —informó I2—. Creemos que han pasado a la zona sur y han bloqueado la puerta. La llave es inútil.

—Bien, por lo menos, sabemos dónde están —dijo IM. Reflexionó unos instantes y ordenó a continuación:

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—Que uno de ustedes permanezca en la puerta por si intentan salir por ahí y que el otro acompañe a I1 para recibir a los del camión. Voy a avisar a los guardias del zoo.

I6 se quedó junto a la puerta y su compañero, I2, se reunió con el número 1. El camión estaba a punto de llegar.

Los guardias armados de la zona sur actuaron con rapidez. Resultaba muy difícil

que un grupo numeroso de muchachos que huían avanzara sin hacerse notar. Los localizaron enseguida, cerca ya de la puerta de comunicación con la explanada de entrada. La alcanzaron antes que ellos y les cerraron el paso, apuntándoles con sus armas.

Algunos de los más pequeños pensaron que el juego se había terminado cuando los guardias les dieron caza. Los mayores no se atrevían a dar un paso. No estaban seguros de si esos hombres dispararían de verdad si intentaban alguna treta y ninguno estaba dispuesto a comprobarlo.

—Mayor —informó uno de los guardias a través de su transmisor—, los tenemos controlados junto a la puerta que atraviesa el muro. Hay una instructora con ellos. ¿Qué hacemos con ellos?

Un ese instante, se oyó un fuerte toque de claxon. El camión anunciaba su llegada desde el otro lado del acceso principal de la planta. La voz del Mayor se escuchó tajante a través del transmisor:

—No permitan que nadie grite pidiendo auxilio: una sola voz y disparen a matar. El guardia que había hablado con IM se dirigió a los muchachos. —Ya lo habéis oído. Y lo mismo va por usted, instructora. La mujer, después de que los guardias les impidiesen seguir adelante, sintió que

le abandonaban las pocas fuerzas que le quedaban y se dejó caer. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Nuria se agachó y se arrodilló junto a ella, tratando de ofrecerle un poco de calor y consuelo.

—¿Por qué ha hecho esto por nosotros, instructora? La mujer casi no podía hablar y le costaba respirar. —No lo sé, querida. Quizá es que hay un momento en el que una no aguanta

más la voz de su conciencia. Tomó aire de nuevo. Con su mano derecha acarició suavemente la cara de la

muchacha. —Casi lo logramos, ¿verdad? —le dijo—. Cuando me pareció descubrir quién

eras, decidí que era la ocasión de empezar a cambiar, pero no sabía cómo. Y mira hasta dónde he llegado. Poco me ha faltado para lograr sacaros de aquí.

Dijo las últimas palabras con el semblante sonriente. Nuria le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—Muchas gracias, I5. —Mi nombre fuera de este lugar era Raquel —murmuró la instructora. —Gracias en nombre de todos, Raquel —le dijo Nuria, juntando sus manos con

las de la mujer. Apenas le quedaban fuerzas. —Han debido de envenenarnos a todos. Debí figurármelo al ver el estado en el

que se encontraba I4. —No se preocupe —trató de animarla Nuria—. Saldremos de ésta. La instructora quedó como desmayada, con la cabeza apoyada en el hombro de

la chica. Al otro lado del muro, a tan sólo diez metros de donde se encontraba el grupo de

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adolescentes, se abrió la puerta principal y el camión entró en el recinto. —Buenas tardes. Aquí estamos otra vez —dijo el conductor mientras descendía

de su asiento. —Buenas tardes, amigo —le contestó I1. —Hoy hay poca gente por aquí, ¿no? —Sí. Les hemos dicho a todos que se vayan a casa y se aprovechen del largo fin

de semana. Vamos a preparar las instalaciones para una inspección de seguridad que tendremos dentro de unos días.

La explicación era muy simple pero pareció convencer al conductor. —¿Dejamos las cosas donde siempre? —Sí, donde siempre. Los hombres del camión comenzaron su trabajo habitual de descarga y

transporte de las mercancías. Ninguno de los instructores solía atender al proveedor. Era una tarea que correspondía al capataz de la planta.

—Nos dijeron que trajésemos otro camión vacío para dejárselo unos días —les dijo el que dirigía a los demás—. ¿Dónde lo coloco?

Ni el instructor número 1 ni el número 2 sabían nada del asunto. «Debe de ser cosa del Mayor, previendo el traslado de los cuerpos de los chicos y de los otros», pensó I2.

—Déjelo en esa esquina de allí —dijo, señalando el extremo del muro que cerraba la zona sur.

Los chicos oyeron pasar el camión muy cerca hasta que el conductor paró el motor. Escucharon sus pasos de vuelta hasta a la entrada y cómo le decía a I2:

—Aquí tiene las llaves. Supongo que sabrán conducirlo. —Descuide. Mi amigo tiene carné para llevar estos trastos. —Conforme. La semana que viene vendremos a recogerlo. El grupo retenido al otro lado del muro podía adivinar la actividad que se estaba

desarrollando por el sonido de fondo que les llegaba: carretillas que transportaban diversos productos, diálogos en árabe y en francés y algún que otro golpe de cajas contra el suelo o contra las paredes del camión. Al cabo de cinco minutos, el ruido se apagó.

Sus últimas esperanzas de salvación se estaban desvaneciendo. El sonido del motor del camión poniéndose en marcha llegó hasta ellos.

—Por hoy hemos terminado. La próxima semana, más. —Muchas gracias, amigo. Alguien tenía que hacer algo, pero ninguno se atrevía a ser el primero en recibir

un balazo. Mientras se mantuviesen con vida, había posibilidades de salvación. —Hasta dentro de siete días, entonces —se despidió el conductor. Acababa de pronunciar esas palabras cuando unos fuertes gritos les llegaron a

los instructores y al conductor del camión desde el otro lado del muro. —¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Ayud...! Acto seguido oyeron un disparo. —¿Qué ha sido eso? —No se preocupe —le tranquilizó rápidamente I1; y, señalando al muro,

continuó—: Venía del pequeño zoológico que tenemos detrás de esa pared. Hemos alquilado esa zona de las instalaciones a una empresa de investigaciones biológicas. Tienen de todo: desde pequeños insectos hasta leones y chimpancés. Seguramente, alguna de las mujeres que trabajan ahí se ha acercado demasiado a alguna fiera y los guardias le habrán disparado un dardo sedante al animal. ¿Lo ve? Ya no se oye nada; tendrá más cuidado la próxima vez.

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—Eso espero. Bueno, nos vamos. Que tengan una buena semana. —Adiós. El camión dio media vuelta en la explanada y salió del recinto. Los instructores

cerraron la puerta. —¿Inspector Mayor? —¿Sí? —Ya han descargado lo que traían y se han marchado. —Muy bien. Hagan que pasen los chicos a la explanada y esperen a que baje

hasta allí. El disparo del guardia alcanzó de lleno a Raquel en el pecho, que murió al

instante. No tenía nada que perder; apenas le quedaba un aliento de vida por efecto de lo que le habían echado en la comida. Con su grito, sin duda, aceleraría su muerte, pero quizá también podía lograr que se desbaratara el plan de quienes les tenían prisioneros. No fue así. Entre B1 y A1 la levantaron y la trasladaron al otro lado de la puerta. Muchos de los niños y de los jóvenes comenzaron a llorar.

IM se presentó en la explanada acompañado de I6 y contempló a sus 37 cautivos, pegados al muro, como si se tratara de un grupo de condenados a muerte esperando el pelotón de fusilamiento. En el suelo yacía el cadáver de la instructora número 5.

—Habéis cometido la mayor torpeza que se os podía haber ocurrido: tratar de escapar de este lugar. —Sus palabras llegaban con fuerza al grupo de muchachos, que escuchaban con una enorme sensación de impotencia—. Vuestra trágica decisión ha llevado a la muerte a una de nuestras instructoras. Realmente, se me hace imposible entender los motivos que le han llevado a tratar de ayudaros a salir de aquí.

«Como si él no lo supiese», pensó Nuria. El Instructor continuó: —Ha sido un lamentable accidente que no se repetirá en el futuro, pero que

puede ser olvidado y perdonado. Los chicos, arrinconados por los guardias, no terminaban de entender lo que

acababan de oír. ¿Y si, a fin de cuentas, I5 estaba equivocada? —Continuaremos con el horario de la jornada, como estaba previsto: todos a la

enfermería para proceder a las vacunaciones. No, la instructora no les había engañado. El plan previsto para acabar con ellos

seguía su curso. —¡Yo no quiero que me metan ese asqueroso veneno en el cuerpo! —gritó B1—

. Deje de fingir de una vez, Instructor Mayor. Si quiere matarnos, hágalo aquí, disparándonos uno a uno si tiene huevos.

Al Mayor se le había terminado la paciencia. —¡Guardias! —¡Sí, señor! —respondieron los dos al unísono. —¡Ya me he hartado de estos muchachos! —les dijo—. Y ya que nos lo han

puesto tan fácil, empiecen a vaciar su cargador empezando por ese engreído de B1. —Pero, señor... —¡Hagan lo que les he dicho! En ese instante, como salidos de la nada aparecieron veinte hombres de uniforme

militar apuntando con sus armas al grupo que dominaba la situación hasta ese momento. Cinco de ellos corrieron a interponerse entre los adultos y los muchachos, que contemplaban la escena sin creer lo que veían sus ojos.

302

Casi simultáneamente, todos oyeron una voz que provenía del camión aparcado en el extremo del muro y que ordenaba con autoridad: «¡Suelten los rifles y pónganse de cara a la pared con las manos arriba!». Los guardias dejaron caer las armas al suelo y apoyaron sus manos levantadas sobre el muro; en vista de su reacción, los cuatro instructores hicieron lo mismo. Después del desconcierto inicial, los muchachos se fijaron en la lona trasera del camión, que estaba alzada. Los soldados habían permanecido esperando ocultos en el vehículo hasta que las circunstancias les obligaron a intervenir.

Un estruendo de aplausos y gritos de alegría resonó en la explanada. ¡Habían venido a rescatarlos! La explosión de júbilo fue incontenible. Los chicos se abrazaban unos a otros y saludaban a los militares que se habían desplegado; las chicas no dejaban de reír y de llorar y los pequeños, sin darse mucha cuenta de lo que pasaba, reían y daban palmas, alegres del alborozo general.

Nuria estaba abrazada a su hermana C1, sintiéndose la persona más feliz del mundo, cuando vio descender de la cabina del camión una figura conocida. Aquel hombre no iba vestido de uniforme como los demás. Llevaba unas zapatillas deportivas, un pantalón vaquero y la camisa azul que tanto le gustaba a ella. Se deshizo de los brazos de su hermana y corrió a los de Álvaro, que la envolvió en los suyos y la elevó por los aires. Se fundieron en un abrazo lleno de ternura. Las lágrimas de ambos corrieron sin freno hasta hartarse de llorar.

A quinientos kilómetros de allí, en el Nou Hospital, Pilar se dirigía al despacho

de Fernando Miralles. El director del Grupo de Investigación necesitaba hablar con ella de un tema importante, según le había adelantado.

—Buenas tardes, Pilar. ¿Cómo te encuentras? —Muy bien, gracias a Dios. —Hoy tienes un aspecto inmejorable. Veo, además, que te has cambiado el

peinado. Ese moño que sueles llevar no te queda nada bien. ¿Ya no sientes ningún malestar en el estómago?

—No. Ha desaparecido por completo. Miralles se levantó de su sillón, se acercó a la puerta y echó el pestillo. —No debía de ser tan grave cuando aprovechaste uno de los días de baja para

visitar a mi padre —le dijo, situándose detrás de ella. Pilar tragó saliva. Sabía que en un momento u otro iban a descubrirla. —Lo siento. Fue sólo una excusa para dejar Valencia unos días y estar con un

sobrino que tengo en Madrid. —Que fue quien te prestó el coche para ir a ver a mi padre, ¿no es así? —Sí, así es. Fue muy amable. —No sabía que tu sobrino tuviese una empresa de alquiler de coches llamada

«Móvil-Alquilia». Le estaba pillando en todas. —Pues sí. Eso es —respondió, sin más, la mujer. Miralles continuaba a su espalda. Pilar temía que en cualquier momento le

echase las manos al cuello para estrangularla. —Ese sobrino tuyo debe de tener, además, un listín muy actualizado con las

direcciones de todos los residentes en Madrid. —¿Por qué lo dices? —Por la sencilla razón de que mi padre lleva viviendo en la casa donde le

303

visitaste un par de semanas y no le ha comunicado a nadie, salvo a mí y a su secretaria, la nueva dirección.

Pilar ya no sabía qué contestar. —Has hecho mal en guardarte secretos y confiar más en ese muchacho que en

nosotros, Pilar. —No sé de qué me hablas. —Mujer, no me vengas ahora con estupideces. Miralles dio un rodeo y se plantó frente a Pilar, con las palmas de las manos

apoyadas sobre la mesa y mirando amenazadoramente a la pobre mujer. —Sabemos que planeasteis juntos el robo del ordenador y de la cartera; también

es fácil adivinar quién facilitó a Álvaro las primeras informaciones que llevaron a nuestro amigo a sospechar algo: el hurto y difusión de información confidencial están gravemente penados en este país. Deberías saberlo, Pilar.

La hipocresía de ese hombre no conocía límites. Era el momento de lanzar el cebo.

—Sí, pero es peor matar a una persona, para decir después que murió de un ataque al corazón. O deshacerse de un viejo profesor de universidad haciendo volar su casa por los aires.

—Alfredo Albert había hablado demasiado y se merecía lo que le ocurrió. Y ese joven pretencioso se asustó enseguida y tenía intención de delatarnos. No podíamos permitir que lo hiciese.

Pilar se llevó las manos a la cabeza, como no queriendo oír lo que estaba diciendo Miralles.

—Todo se descubrió al revisar una noche las grabaciones de la pulsera de la muchacha que vino de Argelia. ¿Sabes qué hizo? No se le ocurrió otra cosa que saludar con su nombre clónico al chico que había reemplazado a Alejandro Ferrer. ¡El pobre no sabía quién era la que le hablaba!: le habíamos hecho un buen lavado de cerebro antes de dejarlo en manos de sus nuevos padres.

—¿Cómo es posible llegar tan lejos, Fernando? —¿Tan lejos? ¡Si aún estamos a la mitad del camino! —exclamó Miralles—.

Los clones ya han cumplido su parte en el proyecto. A estas horas, las instalaciones de Argelia están siendo desmanteladas y sus inquilinos habrán pasado a mejor vida.

La mujer le miró horrorizada y como sin comprender. —¿Es que no lo entiendes? Necesitábamos mostrar al mundo la potencia

curativa de las células madre embrionarias como paso previo para conseguir la aceptación de la clonación de seres humanos. Después, entre las aclamaciones de la opinión pública, a renglón seguido se levantarían todas las barreras morales y legales para la nueva cría de la especie humana. Y nosotros siempre iríamos por delante.

Pilar quedó espantada ante el panorama que Fernando Miralles le acababa de desvelar: quería tener el mundo a sus pies.

—Pero has tenido que entrometerte —continuó— y no llegarás a verlo. Después de lo que parecía toda una confesión, se sentó frente a Pilar. —¿Qué te propones hacer conmigo? —le preguntó ésta. —Quiero que seas tú misma quien te la tomes. —Miralles le mostró una cápsula

de color rojo—. No te preocupes. Será rápido y no sufrirás. Sentirás un sueño profundo y todo se acabará en unos minutos.

—¿Y cuál será el motivo de mi muerte? —preguntó la mujer con frialdad—. No será fácil explicar cómo entré viva en este despacho para acabar saliendo con los pies por delante.

—Recuerda que estamos en un hospital y que yo soy el que manda aquí —le

304

repuso Miralles—. Puedo llamar al mismo médico que certificó la muerte de Jaime Puig, que me rellenará un certificado tal y como se lo dicte. ¿Motivos? Diré que me contaste que la baja por molestias intestinales era en realidad debida a una profunda depresión y que delante de mí te tomaste la cápsula porque querías acabar con tu vida.

—Es difícil de creer. —No, si se dispone de una carta de tu puño y letra en la que has escrito que estás

harta de todo y que has decidido suicidarte. Conozco a un buen imitador que es capaz de hacer auténticas maravillas —dijo Miralles mientras le enseñaba a Pilar una cuartilla. Estaba escrita por las dos caras con una letra idéntica a la suya—. Conservo muchos de tus avisos de llamadas y no le ha resultado complicado copiar tu letra tan cuidada.

—Se ve que has pensado en todo. ¿Se me permite pedir una última voluntad? —preguntó Pilar con voz segura.

—Si está en mi mano... Pilar alzó la voz: —¡Por favor, entren ya! ¡No aguanto ni un minuto más aquí dentro! La puerta del despacho saltó de sus goznes y entraron cuatro policías de paisano.

Dos de ellos se plantaron en un segundo detrás de Miralles y le sujetaron los brazos a la espalda, inmovilizándole. El médico no se resistió.

—¿Sabes? Yo también llevo un micrófono en la pulsera —le dijo Pilar, mientras se recogía el pelo en su habitual moño, dejando a la vista un pequeño auricular en su oído izquierdo—. A pesar de tu opinión, pienso seguir llevando el pelo recogido toda mi vida.

Al salir del despacho, se despidió de los policías. —Buenas tardes y muchas gracias, inspector Agulló. —Gracias a usted, Pilar.

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Capítulo 41 Todo el proceso de declaraciones de los testigos llevaría mucho tiempo, aunque

los hechos eran irrefutables. Sólo faltaba que el caso no cayese en manos de algún juez sin conciencia que dejara escapar a los culpables, aunque a Álvaro le resultaba difícil pensar que eso ocurriese: todavía confiaba en la justicia del país. Además, el asunto había traspasado las fronteras, con lo que los tribunales de varios estados estaban involucrados en la causa.

Aquello ya no era cuestión suya. Él había llegado hasta donde había podido y ahora deseaba descansar y olvidarse de todo. Sólo le quedaba una cita a la que no quería faltar: los padres de Nuria y de sus tres hermanas Pilar, Raquel y Montse —como se llamaban ahora C1, C3 y C2, ya recuperada de su caída— habían preparado una fiesta muy especial al día siguiente, a la que estaba invitado. Él sugirió ir acompañado por Pilar, lo que alegró más todavía a la pareja. Sabían que, gracias a su colaboración, habían conseguido recuperar a Nuria y se habían encontrado, de la noche a la mañana, con tres hijas más, a las que ya querían con toda su alma.

En lo que restaba de tarde, tenía pensado terminar de repasar su declaración tal y como le había indicado el fiscal que llevaría el caso. Sin embargo, el teléfono que estaba encima de la mesa empezó a sonar. No quería que le molestaran ahora. Estaba cansado y no tenía ganas de hablar con nadie. A pesar de eso, acabó descolgando después del cuarto zumbido.

—¿Dígame? —¡Ah! ¡Por fin! —¿Con quién hablo, por favor? —Buenas tardes —dijo una voz joven—. Soy Eugenio Carratalá, el párroco de

Nuestra Señora del Monte Vedat. ¿Es usted Álvaro Costa? —Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle? —No sabe lo que me he alegrado cuando ha contestado a mi llamada. Llevo

bastantes días tratando de hablar con usted, pero el teléfono siempre estaba comunicando.

Álvaro recordó las instrucciones que había dado a su madre. No se había fijado en que el teléfono había permanecido descolgado hasta una semana después de volver a Valencia.

—Es culpa mía, lo siento —se disculpó—. Lo he dejado descolgado unos días para que no me molestaran, pero se me había olvidado volver a colocarlo correctamente. Como ahora casi siempre uso el móvil...

—No tiene importancia —le tranquilizó el sacerdote—. El motivo de mi llamada es decirle que tengo en mi casa una carta y un paquete que Alfredo Albert, que en paz descanse, me dejó para usted. Cuando me los entregó, me indicó que se los hiciese llegar si a él le ocurría algo grave, y ya ve, se nos fue en un triste accidente doméstico.

—Sí, ya lo sé. Álvaro se dejó vencer por la curiosidad y aparcó por un rato el cansancio que

notaba unos minutos antes. —¿Puedo ir a recogerlo ahora? Me haría mucha ilusión conservar ese recuerdo

de un amigo tan querido. —Por supuesto. Vivo en el chalé que hay frente a la parroquia. Le estaré

esperando.

306

El Vedat de Torrent, 20 de mayo de 2007

Querido Álvaro:

Si lees esta carta es que habrá llegado mi final. Le he encargado a este curita que te entregue un paquete con un resumen de todas las cosas malas que me propuse hacer un día y que, gracias al Cielo, dejé de lado; he puesto mi firma en todas las hojas para que sirva de testimonio. El buen hombre me escuchó en confesión y me explicó lo que no he encontrado en ningún libro de ciencia.

¿Te acuerdas? Alfredo Albert: doctor en Medicina, médico brillante y no era capaz de darte una sencilla explicación sobre el fundamento de lo que todos llamamos dignidad de la persona humana. Eugenio me lo dijo: cada hombre, cada mujer es imagen del Creador desde el seno de su madre. Con eso basta. Algunos dirán que chocheo, pero yo creo que tiene razón. Álvaro, la vida es bella y vale la pena vivirla procurando hacer el bien a los demás. Dificultades siempre las tendrás; pero no debes dejar de luchar por superarlas, como lo hizo el pequeño Samuel. ¿No sabes quién es Samuel? Quizá alguien considere estas cosas como propias de una persona mayor, que se emociona con facilidad, pero quiero contarte su historia porque a mí me ha ayudado mucho.

Samuel era un niño muy pequeño; tan pequeño que aún no había nacido. Llevaba 21 semanas dentro del seno materno cuando se le diagnosticó una espina bífida. Nunca sobreviviría si se le extraía de la matriz de su madre.

Un médico se propuso ayudarle a vivir y anunció que él podría llevar a cabo la operación para curar al bebé. Durante la intervención, el cirujano extrajo el útero de la madre de Samuel y, a través de una pequeña incisión, consiguió operar al pequeño. Cuando terminó la intervención, con éxito, Samuel sacó su reducido pero bien desarrollado brazo a través del corte que había servido para sanarle. El médico acercó su mano al brazo del bebé y Samuel cogió con fuerza el dedo corazón de la mano izquierda del doctor, como un primer movimiento inconsciente pero, a la vez, indudable, de agarrarse a la vida y, quizá, de agradecimiento a la persona que le había ayudado a salir adelante.

He conservado durante algunos años la foto en la que se ve el abrazo de Samuel a su salvador, pero prefiero que la guardes tú para que puedas enseñársela a todo el mundo. Álvaro, te lo repito, vale la pena vivir. Díselo a todos de mi parte. Un abrazo de tu amigo

Alfredo Albert

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EPÍLOGO En el prólogo de la novela indico que la trama que se narra en este libro es

ficción, aunque esté mezclada con declaraciones y acciones de personajes del mundo real a las que hago referencia con la oportuna llamada a la fuente de donde procede cada información.

Debo confesar, no obstante, una licencia que me he permitido en la narración, adelantando en tres años la fecha de los experimentos de Jerry Hall y Robert Stillman sobre multigemelación. En la novela los sitúo en el año 1990, cuando en realidad tuvieron lugar en 1993. El resultado con éxito de este experimento que continúan los hombres de la WFD y la mutación que provoca la enfermedad, junto con el electrochoque para conseguir la pérdida de memoria de los chicos es lo único que entraría dentro de lo que podríamos llamar ciencia ficción. Todo lo demás —experimentos, declaraciones, reuniones y congresos— está enmarcado en su lugar y tiempo verdaderos.

Confío en que el breve glosario que se recoge al final del libro, con los términos y expresiones de carácter técnico que pueden resultar desconocidos para el lector no especializado, haya servido para la recta comprensión de la historia. También, para no perderse en el relato, he considerado oportuno añadir una relación de los personajes principales.

Varias fotos de la pequeña mano de Samuel agarrando con fuerza el dedo del doctor Bruner, el médico que le operó, del Centro Médico Universitario de Vanderbilt, en Nashville, y la veracidad del hecho viene netamente explicada (en inglés) por el mismo fotógrafo que las hizo en el sitio http://www.michaelclancy.com/story.html, aunque algunos han puesto en duda su autenticidad. Remito al lector a esa página de internet. Lo importante es que Samuel nació sano y curado de su enfermedad. Sus padres buscaron y encontraron un remedio distinto al aborto o a la eutanasia para evitar su sufrimiento y ahora disfrutan de la compañía de su hijo.

A la hora de los agradecimientos, quiero empezar por todos aquellos que colocan información de verdadera utilidad en internet. Muchos datos los he obtenido de esta fuente. Una de las personas a quien más debo, en este sentido, es el doctor Justo Aznar, que periódicamente me envía por correo electrónico el boletín Provida Press. Doy las gracias también a todo el equipo que saca adelante ese boletín. Por cierto, conviene saber que cualquier persona puede consultarlo gratuitamente en su página web.

No quiero olvidar a quienes han tenido la paciencia de repasar y corregir el libro; a José Rafael Blesa, por sus indicaciones en lo que se refiere al aspecto científico de la novela y a la ayuda prestada en la elaboración del glosario final; a José Manuel Mora y a mi hermana Nuria, por las sugerencias que han aportado y que me han servido para dotar al relato de una mayor viveza; a Alejandro Medina, por su colaboración teórica y práctica en las cuestiones relacionadas con la informática y a todos y cada uno de los que me han facilitado un dato, una palabra o una idea que han hecho posible la redacción final de la novela. Entre estas personas, quiero citar expresamente a Fatiha Belkharroubi, del consulado de España en Orán, que atendió muy amablemente a mis peticiones.

Existe un blog (http://www.proyectoprohibido.blogspot.com) en el que se pueden encontrar enlaces a muchas de las fuentes que cito como origen de la información que se aporta. Además, cualquier lector puede expresar ahí su opinión acerca de la novela. Agradezco de antemano las sugerencias y críticas que reciba. Ahí nos vemos.

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José María Ferreira

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Nombre Papel Agulló, Paco Inspector de la brigada de policía científica de Valencia Alarcón, Carmen Jefa del área del sistema nervioso en la UR Albert, Alfredo Antiguo profesor de Álvaro y Jaime Ahmad Dueño del restaurante El Sha, amigo de Álvaro y Jaime Camacho, Carlos Jefe del área de endocrinología en la UR Cortés, Luis Actual director gerente del Nou Hospital Costa, Álvaro Médico neurólogo del Nou Hospital. Protagonista de la

historia Díaz Herrero, Guillermo Jefe del área de aplicación clínica a tejidos cardiacos y

pulmonares en la UR Díaz, Nuria Nieta del doctor Guillermo Díaz. Paciente de la Unidad

de Regeneración (UR) Esteban, Gerardo Enfermero del Nou Hospital Ferrando, Pascual Redactor de la revista Vida y Ciencia Peláez, José Ramón Comisario jefe de la comisaría del distrito de Patraix

(Valencia) Gil Gómez, Gonzalo (3G ) Director del Área de Salud y Bienestar Físico de la

WFD Gordon, Michael Actual presidente de la White’s Foundation for

Development (Fundación White para el Desarrollo) Hierro, Lucas Jefe del área del sistema inmunológico en la UR Luisa Mujer de Paco Agulló Miralles, Eulogio (El Mago) Director de la delegación española de la WFD y antiguo

director del Nou Hospital Miralles, Fernando Director médico del Nou Hospital y director del GIBI y

de la UR Montserrat Madre de Nuria Díaz Puig, Jaime Médico cardiólogo del Nou Hospital Vidal, Pilar Recepcionista y telefonista de Nou Hospital Virtudes, señora Señora de la limpieza del piso de Jaime White, Frederick Fundador de la WFD Zuazo, Diego Subdirector del GIBI y jefe del área de regeneración de

tejidos epiteliales y estructura ósea en la UR

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CITAS SEÑALADAS EN EL LIBRO N.º FUENTE (1) Germano de Sousa, presidente de la Orden de los Médicos Portugueses, al diario

Público (15-12-2004). (2) Kohji Nishida, M.D., Ph.D., Masayuki Yamato y otros autores. «Corneal

Reconstruction with Tissue-Engineered Cell Sheets Composed of Autologous Oral Mucosal Epithelium», New England Journal of Medicine, vol. 351, 2004, pág. 1187-1196.

(3) Javier Gómez, La Razón, 08-08-05, pág. 26. (4) Basado en el artículo de Marta Villaba, «De la teleasistencia fija a la móvil»,

ABC, 21-07-04, pág. 46. (5) Testimonio personal del doctor Jesús Poveda, recogido en Provida Press, n.º 96

(15-03-02). (6) «Violencia contra las mujeres piloto de tamizado de detección en consulta para

interrupción voluntaria del embarazo». Informe de la Fundación Mujeres y de la Clínica Dator. Madrid, julio 2003.

(7) «La raíz del aborto: el dinero», Alfa y Omega, 22-4-04, pág. 4. (8) Datos obtenidos de la dirección:

http://www.centromedicoaragon.com/castellano/barcelona/tarifas.htm. (9) "Génétique, nature humaine et dons de l'Esprit", Revue des Sciences morales et

politiques 1990-Nº3. 325-337. Conferencia pronunciada por el Profesor Jérôme Lejeune en la Sesión del 2 de Julio de 1990 en la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas.

(10) CRÓNICA. El Mundo (Panamá), 19-01-03. (11) Katka Kosner. «Gypsy women launch claim following sterilisation». British

Medical Journal 2005; vol. 330:275. (12) Justo Aznar, informe «La ONU contra todo tipo de clonación humana; España, a

favor», Las Provincias, 27-03-05, pág. 27. (13) «Nacen los dos primeros “bebés medicamento” concebidos en Bélgica»,

Aceprensa, servicio 67/05 (01-06-05) y «Viaje al hospital de los bebés a la carta», por Fernando Gotilla, El Semanal, 27-02-05, pág. 36.

(14) Tony Sheldon. «Dutch doctors adopt guidelines on mercy killing of newborns». British Medical Journal 2005; vol 331:126. Ver también: «Eutanasia para recién nacidos en Holanda», por Elisa García González. Aceprensa servicio 68/05.

(15) Santiago Mata. «Avances de la medicina regenerativa con células madre adultas», Aceprensa servicio 158/04 (15-12-04).

(16) Bridget M. Kuehn. «Genetic Flaws Found in Aging Stem Cell Lines». JAMA. 2005; vol. 294, pág.1883-1884.

(17) Josu de la Varga; «Células madre adultas: Científicos consiguen que el páncreas de un diabético produzca insulina»; ver también Justo Aznar. «Nuevos hallazgos en relación con la terapia celular del infarto de miocardio», Provida Press, n.º 185 (16-03-05).

(18) Justo Aznar; «Utilización de células madre adultas en el tratamiento del infarto de miocardio», Provida Press, n.º 173 (04-10-04).

(19) «Calendario de algunos de los principales acontecimientos científicos y sociales relacionados con la clonación». Provida Press, n.º 175 (02-11-04).

(20) James Brooke, The New York Times; recogido en La gaceta de los negocios, 14-06-05, pág. 59.

(21) Diario Baltimore Sun in Yomiuri (16-07-02); sobre el informe anual de UNICEF, ver ACI, 19-01-06.

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(22) 20 MINUTOS (18-2-2005), edición de Barcelona; entrevista a Mari Àngels Avecilla.

(23) Puissant B, Barreau C y otros. «Immunomodulatory effect of human adipose tissue-derived adult stem cells: comparison with bone marrow mesenchymal stem cells». British Journal of Hematology 2005; vol. 129: 118.

(24) Jennifer Couzin «Islet Transplants Face Test of Time» Science 1 October 2004: Vol. 306. no. 5693, pp. 34-37.

(25) Amoh Y, Li L, Katsuoka K, Penman S, Hoffman R. «Multipotent nestin-positive, keratin-negative hair-follicle bulge stem cells can form neurons». Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States 2005; vol. 102:5530-5534.

(26) «Muestran la eficacia de células madre en incontinencia urinaria». Diario Médico, 30-11-2004, pág. 26.

(27) Clara Simón. «Nuevos datos confirman la seguridad y eficacia de la terapia celular en IAM ». Diario Médico, 09-03-2005, pág. 16.

(28) Justo Aznar, «Nuevos hallazgos en relación con la terapia celular del infarto de miocardio», Provida Press, n.º 185 (16-03-05).

(29) El Observador de Uruguay, 25-11-04 (AFP). (30) Justo Aznar, «Células madre y embriones humanos», Provida Press, n.º 171 (10-

09-04). (31) Cristina López Schlichting. Datos extraídos de un reportaje publicado en ABC,

18-01-98, pág. 48-51. (32) Testimonio personal de José María Viéitez en Revista Arvo, suplemento marzo

2005. (33) El caso está tomado de un hecho real que se recoge en el libro Bioética.

Consideraciones filosófico-teológicas de un tema actual, Reinhard Löw, Ed. Rialp, 1992, pág. 158.

(34) Carmen Imbert. «Santa Gianna Beretta Santa madre de familia»; http://www.fluvium.org/textos/lectura/lectura380.htm

(35) Aciprensa, 29-02-04. (36) Helen Barratt, «Dodging the Elephant», en Nucleus, octubre 2004, pág. 2-5. (37) María Jesús Pérez, «Lucha por el negocio de la salud», Nuevo Trabajo, ABC, 12-

06-05. (38) Hans Magnus Enzensberger, «Golpistas en el laboratorio», La Vanguardia, 10-

06-01. (39) Datos obtenidos de la dirección http://www.agea.org.es/content/view/155/41/ . El

experimento tuvo lugar en realidad en 1993, no en 1990 como se dice en la novela. La publicación original es: Hall JL, Engel D, Gindoff PR, Mottla GL, Stillman RJ. «Experimental cloning of human polyploid embryos using an artificial zona pellucida». Fertility and Sterility 1993; vol. 60(2 sup):S1.

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GLOSARIO DE TÉRMINOS E INSTITUCIONES

Aborto: interrupción del desarrollo embrionario de un feto, antes del nacimiento. Hay

distintos métodos para provocar una interrupción voluntaria: — por envenenamiento salino: se extrae el líquido amniótico que hay en el interior

de la bolsa que protege al niño en gestación. Se introduce una larga aguja a través del abdomen de la madre, que llega hasta la bolsa amniótica y se inyecta en su lugar una solución salina concentrada. El feto ingiere esta solución, que le producirá la muerte doce horas más tarde por envenenamiento, deshidratación y hemorragia del cerebro y de otros órganos. Esta solución salina produce quemaduras graves en la piel del niño. Unas horas más tarde, la madre da a luz un niño muerto o moribundo. Este método se utiliza después de las 16 semanas de embarazo.

— por succión: se inserta en el útero un tubo hueco que tiene un borde afilado. Una fuerte succión (de una potencia veintiocho veces superior a la de una aspiradora doméstica) despedaza el cuerpo del niño que se está desarrollando, así como la placenta, y absorbe «el producto del embarazo», depositándolo después en un balde. A continuación, el médico que está practicando el aborto introduce una pinza para agarrar y extraer el cráneo, que difícilmente habrá salido por el tubo de succión. La mayoría de los abortos en los países desarrollados se realizan de esta forma.

— por dilatación y curetaje: en este método se utiliza una cureta o cuchillo provisto de una cucharilla filosa en la punta con la cual se va cortando el cuerpo en pedazos con el fin de facilitar su extracción por el cuello de la matriz con ayuda de los fórceps. Es la técnica usada habitualmente durante el segundo y el tercer trimestre del embarazo, cuando el niño ya es demasiado grande para extraerlo por succión. Este método y el anteriormente descrito son los más usuales.

— por nacimiento parcial: suele practicarse cuando el niño se encuentra muy próximo a su nacimiento Después de haber dilatado el cuello uterino durante tres días y guiándose por la ecografía, el médico introduce unas pinzas y va agarrando y extrayendo diversos miembros del cuerpo, como si éste fuera a nacer, salvo la cabeza, que permanece dentro del útero. Como ésta es demasiado grande para ser extraída intacta, la persona que practica el aborto inserta unas tijeras en la base del cráneo del bebé (recordemos que está vivo), y las abre para practicar un orificio. Se introduce un catéter y se extrae el cerebro mediante succión. Este procedimiento hace que el niño muera y que su cabeza se desplome. A continuación, se extrae el cuerpo entero, separándolo de la placenta.

— por operación cesárea: este método es exactamente igual que una operación cesárea hasta que se corta el cordón umbilical, con la salvedad de que, en vez de cuidar al niño extraído, se le deja morir.

— por prostaglandinas: se trata de un fármaco que provoca un parto prematuro durante cualquier etapa del embarazo. Se usa para llevar a cabo el aborto, principalmente, a la mitad del embarazo y en las últimas etapas de éste. Una dificultad que plantea es que, en ocasiones, el fármaco no llega a producir la muerte del niño, que es dado a luz todavía con vida. También puede causarle graves daños a la madre. Recientemente las prostaglandinas se han usado con la RU-486 para aumentar la efectividad de éstas.

— mediante la píldora RU-486: se trata de una fármaco abortivo empleado conjuntamente con una prostaglandina, que es eficiente si se administra entre la

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primera y la tercera semana después de faltar la primera menstruación tras una relación sexual. Actúa matando de hambre al feto, al privarlo de un elemento vital: la hormona progesterona. El aborto se produce después de varios días de dolorosas contracciones.

<Se pueden ver documentos gráficos sobre métodos de interrupción voluntaria del embarazo en la página http://www.aciprensa.com/aborto/foto-abo.htm>

Anemia de Falconi: trastorno hereditario que afecta principalmente a la médula ósea,

generando una disminución en la producción de todo tipo de células sanguíneas. La carencia de glóbulos blancos predispone el paciente a las infecciones, mientras que la carencia de plaquetas y glóbulos rojos puede producir sangrado y fatiga (anemia) respectivamente. También está asociado con una gran variedad de anomalías físicas.

Banco de células madre de cordón umbilical: almacenamiento de células madre

obtenidas del cordón umbilical después de un parto. Blastocisto: fase del desarrollo fetal anterior a la implantación, en la que el embrión

cuenta con un número de células que varía entre 60 y 200 y que se manifiesta entre los 5 y 7 días posteriores a la fecundación. Tiene la forma de una esfera con una cubierta externa de células (trofoectodermo, que dará lugar a la placenta), una cavidad con un líquido interno (blastocele) y una masa de células en su interior (masa celular interna, que son las llamadas células troncales o madre).

BMJ: British Medical Journal. Revista científica internacional dedicada a medicina

general Célula indiferenciada: célula que no ha sufrido los cambios que la convierten en una

célula especializada. Célula madre: célula relativamente indiferenciada que puede continuar dividiéndose

indefinidamente, dando lugar a células hijas que pueden derivar hacia distintos tipos celulares particulares. Tiene, por tanto, la capacidad de convertirse en una célula de cualquier órgano o tejido. Una explicación más completa se puede consultar en http://es.wikipedia.org/wiki/C%C3%A9lula_madre.

Células madre adultas: células madre que se encuentran en el individuo desarrollado.

Son aquellas con las que cuenta el organismo adulto para reparar de modo natural órganos o tejidos dañados. Se encuentran distribuidas por todo el organismo.

Células madre embrionarias: son las derivadas de la masa interna de un embrión en

fase de blastocisto. Células madre de médula ósea: comprenden dos tipos, las hematopoyéticas (que en

condiciones normales son formadoras de sangre) y las mesenquimales, que formarán el estroma de la médula ósea (estructura de sustento).

Células madre multipotentes: células madre que pueden derivar en unos cuantos tipos

celulares, pero no a todos; es otro modo de denominar a las células madre adultas, en este caso, en función de su potencialidad.

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Células madre pluripotentes: células madre capaces de formar cualquier tipo celular,

pero no un organismo completo porque no pueden desarrollar la placenta. De este tipo son las células madre embrionarias.

Células madre totipotentes: células madre que tienen la capacidad de desarrollar un

individuo completo, incluyendo la placenta; proceden de embriones de menos de cuatro días de gestación y son capaces de derivar en cualquier tipo celular.

Células germinales embrionarias: células que se encuentran en una parte específica

del embrión/feto denominada cresta gonadal y que normalmente dan lugar a gametos maduros.

Célula somática: cualquier célula de un organismo que no es una célula germinal

(óvulo o espermatozoide) o precursora de ésta. Células troncales: nombre que reciben las células capaces de derivar en otros tipos

celulares. Se ha hecho común referirse a ellas como células madre. Clonación: en general, se refiere a la obtención de una copia exacta de alguna cosa. En

biomedicina se utiliza actualmente para referirse al proceso de Transferencia Nuclear Somática por el que se obtienen de modo asexual embriones genéticamente idénticos al donante que aporta el núcleo de una de sus células.

Clonación reproductiva: se refiere a la clonación que tiene como objeto generar un

nuevo individuo con las mismas características genéticas que otro. Clonación terapéutica: se refiere a la clonación que tiene como fin la curación de un

individuo, obteniendo células madre del embrión en su fase de blastocisto, deteniendo, por tanto, su natural desarrollo. La obtención de células madre embrionarias lleva consigo la destrucción del embrión. Actualmente, se están investigando métodos para conseguir esas células sin dañar al embrión en desarrollo.

CNRHA: Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida. Compatibilidad inmunológica: respuesta inmune negativa ante el trasplante de un

órgano de un individuo a otro debido a la similitud del sistema inmune de ambos. Se manifiesta en la ausencia de rechazo.

Cromosoma: estructura compuesta de una molécula de ADN muy larga y proteínas

asociadas que lleva parte (o toda) la información hereditaria de un organismo. Cultivo celular: término utilizado para denominar el crecimiento de células in vitro,

incluyendo el cultivo de células aisladas. En los cultivos celulares, las células no están organizadas en verdaderos tejidos.

Diagnóstico genético preimplantacional: estudio del ADN de un embrión obtenido

por fecundación in vitro, antes de ser implantado en la madre. Su fin es determinar, en la medida de lo posible, si la persona desarrollará alguna

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enfermedad genética en el futuro. Diferenciación celular: proceso por el cual una célula madre se transforma en otro tipo

de célula especializada. Tiene lugar de modo primigenio en el desarrollo embrionario. La diferenciación celular de células madre, derivando éstas hacia las que se necesitan en una persona determinada, es la base de la medicina regenerativa.

Embrión: primer estado en el desarrollo de un nuevo individuo después de la

fecundación; ocupa desde el inicio de su vida hasta el final de la octava semana de gestación, pasando a denominarse feto. Desde ese momento, la aparición de los distintos órganos está prácticamente terminada.

Embrión congelado o crioconservado: embrión obtenido por FIV y congelado

después en tanques de nitrógeno líquido a –196 ºC. En algunos casos puede mantenerse vivo durante varios años y continuar, incluso, su desarrollo una vez descongelado.

Embrión sobrante: cualquiera de los embriones que se producen por exceso en los

procesos de fecundación in vitro y que no son implantados en el útero de la madre. Eugenesia: aplicación del estudio de la herencia genética al perfeccionamiento de las

cualidades de la raza humana. El término se aplica a la eliminación de individuos a los que se les ha diagnosticado, antes de nacer, alguna tara física. Dejó de ser disciplina científica en torno a 1935.

Feto: etapa del desarrollo embrionario a partir de la octava semana de gestación. FIVET: Fecundación In Vitro y Transferencia de Embrión. Fecundación de un óvulo

por un espermatozoide llevada a cabo en un laboratorio (in vitro) con el fin de transferir el embrión producido al útero de la madre.

ICSI: inyección intracitoplasmática de esperma. Consiste en la introducción de un

espermatozoide en el citoplasma de un óvulo por medio de una micropipeta. IVE: interrupción voluntaria del embarazo; otro modo de denominar al aborto

provocado. IVI: Instituto Valenciano de Infertilidad. JAMA: The Journal of the American Medical Association. Revista de medicina

general, publicada por la Asociación Médica Americana. Línea celular: Población de células de origen animal o vegetal capaces de dividirse

indefinidamente en cultivo. Masa celular interna: es una masa de células que se encuentran en el interior del

blastocisto. Estas células son las que formarán el embrión más desarrollado y posteriormente el feto. De ella se obtienen las células madre embrionarias.

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Medicina regenerativa: nueva idea en medicina que pretende la recuperación de

tejidos lesionados o perdidos mediante la reparación o regeneración de los mismos, utilizando células indiferenciadas que se convertirán en las del órgano o tejido dañados.

Mioblasto: célula precursora de la célula muscular. Miocitos: células musculares del corazón. MIR: Médico Interno Residente. Periodo de formación establecido en España para los

médicos que quieren obtener una especialización; varía entre cuatro y cinco años. Nature: revista de ciencia de periodicidad semanal, de ámbito internacional, que abarca

todos los campos de investigación en ciencia y tecnología. Es una de las más importantes del mundo.

Niño medicamento: niño seleccionado y concebido mediante FIVET para que presente

compatibilidad inmunológica respecto a un hermano suyo enfermo. Ovocito: célula sexual femenina, también llamado óvulo, resultante de la ovogénesis. Placebo: se llama efecto placebo al fenómeno por el cual los síntomas de un paciente

pueden mejorar tras un falso tratamiento, porque el enfermo piensa que se están poniendo los medios para sanarle. En medicina el efecto placebo suele tener su utilidad en el diagnóstico de ciertos procesos psíquicos o psicosomáticos. Un placebo es una sustancia farmacológicamente inerte que es capaz de provocar un efecto positivo a ciertos individuos enfermos si éstos creen o suponen que la misma es o puede ser efectiva.

PNAS: Proceedings of the National Academy of Science. Una de las más prestigiosas

entre las publicaciones médicas en habla inglesa, dedicada sobre todo a la investigación básica en medicina

Polispermia: fecundación de un óvulo por más de un espermatozoide. Da

lugar a un embrión anormal que progresa poco y termina muriendo. Preembrión: embrión de menos de catorce días. Es un término que se ha acuñado con

la intención de distinguir la fase previa a la individualización (ese embrión aún podría dar lugar a varios embriones gemelos), de la fase posterior, en la que sólo es posible el desarrollo de un solo individuo. Algunos investigadores se apoyan en este hecho, la posibilidad de subdividirse dando lugar a dos o más individuos, para afirmar que antes de los primeros catorce días no se puede hablar de que haya vida propia en el embrión. Sin embargo, éste es el mismo antes y después de la implantación; la capacidad de división no le niega la individualidad que posee en todo momento.

Reducción embrionaria: eliminación de embriones anidados en el útero de una mujer

después de un proceso de FIVET con el fin de dejar sólo uno.

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Reproducción asistida: técnicas para lograr la fecundación de un óvulo por mecanismos artificiales.

Teratoma: tumor de origen embrionario. Transferencia nuclear somática: proceso por el cual se introduce el núcleo de una

célula somática en un ovocito al que previamente se le ha extraído el suyo. El núcleo de cualquier célula, excepto en los glóbulos rojos de mamíferos, contiene el ADN, portador de la información genética, por lo que, en principio, la nueva célula es genéticamente igual a la célula somática que ha aportado el núcleo. Cada individuo tiene los mismos genes en todas sus células.

Triploide: organismo o célula que presenta una dotación cromosómica anormal,

concretamente tres copias de cada cromosoma, cuando lo normal en mamíferos son dos.

Valvulopatía: complicación de algunas enfermedades, que distorsiona o destruye las

válvulas del corazón. La afección de las válvulas cardiacas puede consistir en su estrechamiento (estenosis), que obstruye el flujo sanguíneo, o en su ensanchamiento o cicatrización, que permite que la sangre vuelva hacia atrás (insuficiencia).

**************************************** Para otros términos, se puede consultar: http://www.biomeds.net/biomedia/glosario.htm.