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1 NOVELAS A LA SOMBRA Javier Vásconez Prólogo de Christopher Domínguez Michael

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Tras la sombra de Javier Vásconez se esconden relatos de familias en decadencia, de crímenes ocultos o de atentados que conducen a puntos de no retorno. Desenvuelto y erigido sobre los mapas literarios de Kafka, Faulkner, Conrad, Nabokov y La Carré, el espectro vasconiano no reconoce géneros puros y se aventura a crear una poética del ocultamiento: desde los paisajes andinos hasta Nueva York, París o Barcelona, la narrativa del escritor quiteño recrea una atmósfera laberíntica y lóbrega que hace creer al lector que se halla entre la neblina, a la vez que lo atrapa con la intensidad propia de la novela negra.

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NOVELAS A LA SOMBRAJavier Vásconez

Prólogo de Christopher Domínguez Michael

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Vásconez, JavierNovelas a la sombra / Javier Vásconez ; pról. de Christopher

Domínguez Michael. — México : FCE, 2016326 p. ; 21 x 14 cm — (Colec. Tierra Firme) ISBN: 978-607-16-3498

Fotografía del autor: Patricio Burbano

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NOVELAS A LA SOMBRA

Prólogo de Christopher Domínguez Michael

Javier Vásconez

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Prólogo

Tres importantes novelas del quiteño Javier Vásconez (1946) bastarían para fijar su lugar en el canon de la literatura latinoamericana contemporánea: El viajero de Praga (1996), La sombra del apostador (1999) y La piel del miedo (2010). En la primera, cumple la fantasía lograda por pocos escritores aunque soñada por una legión, la de conseguir que uno de sus personajes se desdoble, más que en Kafka, en Josef K, presentando al doctor Kronz, que junto a Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis, y otro doctor, Farabeuf, de Elizondo, es uno de los personajes literarios nuestros que con toda seguridad sobrevivirán a sus creadores. El doctor Kronz, de Vásconez, logra, según ha dicho Juan Villoro, el estado de perfección exigido por el místico agustino Hugo de San Víctor para el hombre que se considera, verdadero asceta, extranjero en el mundo entero. Muy distinta a su sucesora, La sombra del apostador, es una prueba de fuerza que el ecuatoriano se impone a sí mismo: “imitar”, en la acepción neoclásica del término, y duplicar la novela negra con una trama hípica que no sé si conozca el filósofo Fernando Savater, nuestro hombre en los hipódromos. Finalmente, La piel del miedo es esa novela confesional con la que casi todo escritor sueña con coronar su obra. Una verdadera Bildungs-roman, donde no falta la epilepsia, esa enfermedad de los iluminados, ni tampoco la proverbial violencia latinoamericana. Hay países muy extensos, prácticamente continentales, como Rusia, India o Brasil, que poseen literaturas pequeñas, cuyo repertorio de autores es posible agotar durante veinte

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años de lectura: algunas son verdaderas meriendas donde sólo se sientan los genios a la mesa, y en otras, la dimensión de la tierra no equivale necesariamente a la grandeza de su literatura. Están, desde luego, las equívocamente llamadas “literaturas menores”, tras la traducción literal de Kafka. Pour une littérature mineure (1975), de Deleuze y Guattari, que son, sencillamente, las de los países chicos, como ya lo era la entonces aún unida Checoslovaquia, cuya figura en el mapa es la sombra de Kafka, como es obvio, desdichadamente turística. O Irlanda, solar de varios de los grandes poetas de la historia (Joyce, cuyo museo en Dublín es pobretonamente joyceano, y Beckett incluidos), o Ecuador, cuyos pocos escritores trascendentes suelen ser inolvidables pues en ellos se nota la ambición legítima no de representar un país—recuerdo mi sonrisa durante aquella primera visita a Quito en 2004 al ver la ciudad llena de carteles postulando a Jorge Enrique Adoum para el Premio Nobel de Literatura, como si en Estocolmo les interesaran las elecciones provincianas al pie de los Andes— sino de encarnarlo desde el silencio, la fama póstuma o el exilio interior, ajenos a la gritería ideológica, ésa sí escuchada con mucha atención por los piadosos europeos. Ser provinciano, ya lo decía Valery Larbaud, es confundir lo real con lo oficial. El Ecuador—esa línea imaginaria inmortalmente fijada por Vásconez en un ensayo célebre— cuenta, al menos, con cuatro escritores relevantes: Juan Montalvo, Pablo Palacio, Alfredo Gangotena y el propio Javier Vásconez. Alguien añadirá, y hará bien, a un quinto, bueno o malo. De los cuatro, acaso el más solitario sea el novelista Vásconez. Montalvo fue un patricio cuyo verdadero público fue la humanidad liberal decimonónica y por ello le fue tan fácil lo imposible: continuar, con algunos

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capítulos, el Quijote. Palacio fue un extraviado o un loco. Vivió y murió rodeado de fantasmas, que siempre son legión, mientras que Gangotena fue, como Vicente Huidobro, poeta en francés y en español, además de geólogo formado en París y militante de la vanguardia, asociación mundial y delictuosa, acaso secreta, pero abundante en ingenios y catecúmenos. No puede ser un solitario quien recibe en casa a Henri Michaux y lo lleva a conocer el Ecuador. Vásconez, en cambio, no por casualidad aparece tardíamente como escritor, en 1982, con los relatos de Ciudad lejana, pues en ese año García Márquez gana el Premio Nobel. Nada más y nada menos: el boom, oficialmente nacido quince años atrás en la oficina de Carmen Balcells en Barcelona, aunque resultado de una acumulación creadora datada, al menos desde Rubén Darío se convierte (realismo mágico o no) en una de las escuelas literarias mundiales de la más alta alcurnia crítica y universitaria, con vastísimo público internacional y buen dinero en traducciones y conferencias. Se ha escrito mucho sobre lo que pesó el boom, ese feo anglicismo comercial según Octavio Paz, sobre las espaldas de las otras generaciones. Los nacidos antes, como Carpentier y Asturias, Revueltas y Yáñez, Bianco y Bioy Casares, quedaban en calidad de profetas de la revelación y sólo Rulfo y Borges reinaban intemporales en el feliz purgatorio de los paganos. Para los nacidos después, ya fuese en la década de los treinta o de los cuarenta, quedaba o la imitación servil y el ostracismo, o un camino más largo, oscuro y peligroso, que fue el emprendido por los mexicanos Salvador Elizondo, Juan García Ponce o Sergio Pitol, el mexicano y venezolano Alejandro Rossi, los argentinos Ricardo Piglia y César Aira o el propio Vásconez

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en el Ecuador, entre algunos otros. Se trataba de sacar beneficio de la oportunidad, lo cual no era gran cosa pues el boom era un pelotón que no podía adoptar demasiados novísimos ni rodearse de ahijados so pena de disolverse, pero, sobre todo, de aprovechar el lugar ganado por los Fuentes y los Vargas Llosa en el banquete de la civilización (Alfonso Reyes dixit) y explorar, desde allí, los numerosos caminos de la tradición de la novela que el propio boom desechaba, ya fuese por la vía del hiperexperimentalismo o por la de la innovación retrógrada intentada por un viejo como Manuel Mujica Láinez. Vásconez, como Pitol, votó por la literatura centroeuropea y, como es obvio, por Kafka, mientras otros se nutrieron de Joyce (Héctor Manjarrez) o de combinaciones diversas entre el neoformalismo de la nueva novela francesa y la riqueza poética latinoamericana (Jorge Aguilar Mora). En algunos casos, sin duda, el boom le tendió, generoso, la mano a un viejo olvidado, como fue el caso de José Lezama Lima. Vásconez, con El viajero de Praga, su verdadero nacimiento como escritor, se busca y se encuentra en Kafka, ya para entonces tan polisémico como Cervantes. Asume Vásconez, según dice una crítica literaria de tan buena pluma como Mercedes Mafla, que

en un país minúsculo como Ecuador, en el cual hay una modesta tradición de novelistas realistas, Vásconez es quizá el único que tiene plena conciencia de que a él—para decirlo en términos de otro checo insigne, el señor Kundera— la única historia que le compete es la historia de la novela. No sólo se aparta así de su circunstancia fatal, sino que incluso se aleja del espíritu de los novelistas latinoamericanos.¹

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Mafla se queda corta: inclusive en una literatura multitudinaria como la mexicana, no es otra la decisión tomada por Elizondo, García Ponce o Pitol. Huir del inmenso y hollado país de los realistas y su nacionalismo tras los pasos perdidos de Bataille, Musil o Gombrowicz. Ello es notorio si se lee todo Vásconez, que, como ocurre con Pitol, en cada libro sigue una huella distinta. Por ello, la publicación en Novelas a la sombra de cuatro de sus libros (Jardín Capelo, El secreto, El retorno de las moscas, La otra muerte del doctor) menos conocidos es una buena noticia. Jardín Capelo (2007) no sólo alude al “jardín secreto” de la propia biografía de Vásconez, la finca familiar en contraste con la neblinosa capital ecuatoriana. Esta novela, un himno a las ruinas, no hubiera disgustado a Lampedusa y tampoco, curiosamente, a un Mujica Láinez menos rococó. Pero me atrevo a suponer que lo mejor de la novela es aquello que no puede ocurrir y sabiamente va posponiendo Vásconez, el encuentro que parecía previsible, aunque fuese imposible, entre el victimado Jordi Sorella y la desaprensiva Manuela. Si yo tuviera que suministrar a un grupo de alumnos una prueba del famoso teorema—a veces atribuido a Hemingway, otras a Pedro Salinas—de la novela como la punta del inmenso iceberg destructor del Titanic que el lector no ve, ofrecería Jardín Capelo como ejemplo. Un libro de no-amor. El secreto es un relato de 1996 y el más “adolescente” de los libros de Vásconez. Adolescente desde la óptica dostoievskiana, es decir, universal. El ecuatoriano se atreve a presentar a un hombre del subsuelo que a la vez es un asesino de niñas, un enésimo Raskólnikov que encuentra en el crimen una forma de conocimiento, todo ello armado con una precisión de relojería, como en algunos de los otros relatos recogidos en Un extraño en el puerto (1998).

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De estas cuatro Novelas a la sombra la que menos me convence es El retorno de las moscas (2005), porque la entiendo como lo que es: un guiño y un capricho. Me puede gustar una novela de John Le Carré, otra de Raymond Chandler o de Arthur C. Clarke y hasta una de Agatha Christie, pero, anticuadísimo, descreo de las novelas de género. Nunca leería un libro porque en éste se comete un asesinato a descifrar, ni una novela porque ocurre en un futuro monopolizado por la ciencia o un relato donde los soviéticos espían a los estadunidenses en Londres durante la segunda posguerra, aunque desde luego, en cualquiera de los casos, pueden escribirse novelas magníficas. André Gide me habría reprobado a mí, no a Vásconez, quien con El retorno de las moscas rinde homenaje explícito a Le Carré. Está en ese momento de plenitud en que un novelista se puede permitir casi todo. Finalmente, el plato fuerte del cuarteto es La otra muerte del doctor, porque reaparece el doctor Kronz para morir simbólicamente, según nos anuncian los editores. Adoro las reapariciones, y no en balde, al inventarlas, Balzac pobló un mundo vacío. Esta reaparición del doctor Kronz, que espero no sea la última, hace honor al Times Square pintado por la infortunada Zelda Fitzgerald que le sirvió de portada a la primera edición del libro, a petición de Vásconez. Reaparición fragmentaria, esquiva, que nos lleva a un amor de juventud del doctor ante el cual no puedo sino sumarme otra vez al deslumbramiento de Mafla—prefiero siempre la cita que la paráfrasis:

Debo confesar—dice la crítica ecuatoriana—la absoluta fascinación que me provocó leerla una mañana de domingo. Aquí estaba nuevamente el doctor Kronz, siempre el mismo,

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pero admirablemente renovado. Seguramente algo se debió renovar en el propio autor. Le pregunté, en su momento, si escribir esa novela corta le había resultado difícil. Él me respondió que no. Más bien, confesó, había salido con bastante soltura. Yo pensé que quizá comprendía por qué. Isak Dinesen tiene, a propósito, algo parecido a una enseñanza o a una profecía. “En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver. Ellas te mostrarán lo que no puedes ver.” Vásconez es el escritor más fiel entre nosotros a las cosas que puedes ver. 2

Ser perdido y ávido de permanecer, concluye Mafla, el doctor Kronz a veces nos espera al doblar una esquina. Sea en Quito o en Nueva York. Desde esa orilla urbana del río Hudson donde este crítico, casualmente, aprendió a caminar, el doctor Kronz se busca a sí mismo, pero también es requerido por íncubos y súcubos, como si la suya fuera una vida casi eterna que, no sé por qué, supongo varias veces milenaria, como si su aspecto “actual”, el otorgado por un escritor ecuatoriano, fuese sólo un avatar del judío errante. Javier Vásconez, hijo de un escritor con quien nunca se entendió y de una madre lectora que lo empujo a Dante y a Freud, lo ha convertido, al doctor Kronz, en un personaje constante e imprevisible de nuestra comedia humana.

Christopher Domínguez MichaelCoyoacán, invierno de 2015

2 Ibid., p. 17. 12V

¹ Mercedes Mafla, Leonardo Hidalgo, Francisco Estrella, Sergio Ramírez y Javier Vásconez, Travesía novelística. Javier Vásconez 1982-2012, Santillana, Quito, 2013, pp. 9-10.

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Jardín Capelo

El secreto

El retorno de las moscas

La otra muerte del doctor

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De regreso al dormitorio, Manuela leyó unas páginas de Marguerite Duras. Más que una escritora era una novelista resuelta a consignar sus historias coloniales transcurridas en Indochina, sus ideas acerca del amor, siguiendo el ritmo de una caligrafía reiterativa, casi obsesiva. Poco a poco, como una figura espectral que visita la nave abovedada de una iglesia, percibió la presencia de Jordi haciendo sonar sus pasos por la casa. El eco de una voz clamaba dentro de ella y pugnaba por salir. Alguien parecía estar cerca y la asediaba por los corredores. Cuando ya empezaba a bostezar, cerró la novela bruscamente y la depositó sobre el velador. Paralizada por el frío, extrajo un suéter viejo de la mochila, y se lo puso sobre la blusa sin abotonar. A pesar del viento que gemía y se colaba por las rendijas, creyó escuchar una bandada de pájaros nocturnos o de murciélagos que volaban chillando por encima de los tejados. Su mente se trasladó sin previo aviso hasta Cataluña, para caminar en compañía del jardinero por las playas de Mataró. ¿Qué era lo que le hizo volver los pasos? Acaso quería revivir una historia, aunque ella no conocía la totalidad de los hechos. Por eso era preciso retroceder hasta esos días, de modo que se había impuesto la tarea de rescatar a algunos habitantes del pasado, incluso de adjudicarle al catalán una realidad que justificara su presencia en aquella casa. ¿Cómo iba a recobrar la claridad lunar de ese hombre durante las noches de verano? ¿Cómo redimirlo de la lejanía y traerlo al presente? ¿Quién era en realidad Jordi Sorella? Supuso que sería un hombre sereno,

Jardín Capelo

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dinámico, incisivo, con una disposición natural hacia la felicidad. En consecuencia, lo imaginó trajinando amistosamente por el jardín en compañía de Collaguazo, probando injertos y cultivando nuevas especies de rosales, construyendo senderos y llevando una carpeta bajo el brazo, donde guardaba los planos del parque. Manuela apagó la luz. Durante media hora permaneció quieta, atrapada en el saco de dormir, pues le gustaba quedarse inmóvil, respirando el aire frío de la noche, sintiendo sobre sus párpados el tránsito sigiloso hacia el sueño. Por unas horas durmió bien. Había escuchado desde el lento discurrir del sueño un rascar de uñas en la pared, acompañado por unos impacientes susurros en la pieza vecina, hasta que oyó el sonido de las teclas de un piano proveniente del fondo de la casa. A la madrugada el frío la despertó. Una avanzada de insectos, activados por su imaginación, con los cuerpos blandos y cilíndricos, de color púrpura, irrumpieron en su sueño. Después todo fue de un azul cobalto, como si el reflejo de un mar inexistente hubiera cambiado la visión de las cosas. Bajo la luz de la madrugada, Manuela se imaginó un macizo de rosas tan blancas como la rara perfección de un sueño. Sintió frío dentro de la bolsa de tela y de repente tuvo la sensación de no poder gritar. Hundida en la tibieza del saco de dormir, con las piernas agarrotadas, vislumbró un mundo hecho de criaturas sin músculos, sin utilidad ni inteligencia, sin otro propósito que enroscarse y estremecerse en el sumidero de la cocina. Oyó una voz pidiéndole, entre susurros, que la sacara de allí, pero lo que sintió era un intenso malestar y un anhelo interior que crecía con la angustia de su conciencia. Más tarde, después de estirar los brazos y guardar el saco de dormir en la mochila, se asomó a la galería y contempló

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los limoneros en el patio. Sobre el tejado decrépito, el sol fulguró como una lenta explosión ante sus ojos. Atemorizadas, las palomas levantaron el vuelo a su paso. Al recorrer aquellas habitaciones vacías, podía imaginar sin esfuerzo la vida de quienes la habitaron, oyendo sus pasos lentos por el corredor, acaso acompañados por el rumor del viento. Empezaba a rendirse, nunca se sintió tan sola. Echaba de menos su apartamento de Bellavista, sus discos de jazz y más aún la posibilidad de ver alguna película en la televisión. Durante la noche había tenido la impresión de irse gastando con el roce del aire. Sus amigos estaban lejos y un hombre parecía vigilarle, pero cualquiera que fuese la leyenda que se rumoreaba acerca de él, lo cierto era que infundía terror. A Manuela le complacía caminar sobre esas baldosas azules con un fondo de estrellas blancas, aspirando el olor a pino que venía del parque. A su izquierda el sol parpadeaba entre los árboles. La luz tomaba bríos y se instalaría con fuerza y sin demora en la casa. Al cabo de un rato volvió a escuchar las notas discordantes de un piano. Manuela dio media vuelta y entró a la casa. Como si estuviera dando un paseo, se detuvo frente a un enorme salón casi vacío. En el interior había un piano, ante el cual cabeceaba borracho Saturnino. Tal vez no eran más que los gemidos de alguien incapaz de aceptar su condición de muerto, alguien que vivía entre las paredes de aquella casa en ruinas, pensaba Manuela. Un murmullo constante, una voz constreñida, resistiéndose a manifestarse abiertamente, hasta que escuchó ruidos y golpes como si alguien diera bastonazos. Collaguazo estaba solo, borracho, con una media sonrisa en los labios, y mordía sus palabras con el rencor de quien intuye que no puede atenuar su culpa, ni romper la distancia entre la vida

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y la muerte. Incrédula, sin animosidad, Manuela miraba a través de los cristales de la mampara. De pronto el perro empezó a ladrar en dirección a la mampara, en tanto Saturnino dejaba de teclear. Entrecerrando los ojos, se volvió hacia el animal y, agitando una mano en el aire, logró tranquilizarlo. Manuela, que apenas podía oír, experimentó un cierto pudor ante el tono urgente y atropellado de las palabras. Comprendió que no se dirigía a nadie en particular. Saturnino había cogido la botella de aguardiente con negligencia. Bebió atropelladamente, sin parar, mientras se le escapaba un hilo de baba por la comisura de los labios. Ahora había empezado a farfullar, abandonado a lo que parecían ser sus visiones más íntimas. Hablaba con voz de borracho, desesperado, mascullando maldiciones como si implorase un poco de piedad, temiendo encontrarse con la hiriente luz de la mañana instalada de repente en el salón y resbalando ya sobre las teclas del piano. —Ay, Jordi, comiendo gusanos estarás—dijo el guardián en un tono tan aguardentoso y dolorido como el aullido de un perro—. En la tumba estarás, en la tumba hecha con piedras del río. Aguaitando debajo de los pencos, escondido entre las hierbas. Tantos años viviendo aquí, apegado como cal a estas paredes. No importa si estás muerto, Jordi, si estás dentro de un hueco. Entiérrale, me dijeron. Entiérrale bajo un árbol, me dijeron. Y como que Dios es grande fui y le enterré con estas manos. Saturnino vio su rostro reflejado en la mampara. Manuela sintió un momentáneo escalofrío. Miró de nuevo hacia el salón y se encontró con una prodigiosa figura sentada con indolencia al borde del piano: vio entonces sus mejillas lívidas y sus ojos mirándola con aire inquisidor. Hasta cuándo tendré que recordarlas, pensaba Manuela, observando con asombro esas manos tan rudas y encallecidas como las de un carnicero.

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Saturnino continuó hablando con voz adulterada. Le desagradó la forma como la miraba, pero no se imaginó que abandonaría el salón para decirle en tono acusador: —A los indios siempre nos andan aguaitando, niña. Usted ha vuelto a rastrearme los pasos.Luego volvió hasta el piano y cogió la botella. Bebió sin detenerse hasta vaciar su contenido. Manuela advirtió la hostilidad de su mirada. Para Saturnino ella era la misma muchacha que, muchos años atrás, solía pasear por el jardín con el catalán, siguiendo el camino del río donde los dos se desnudaban para tomar un baño.

Fragmento capítulo 4

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Al principio sólo fue un pañuelo y había ocurrido dos años atrás, cuando una fría tarde de noviembre, y como si se tratara de un acto inocente y sin importancia, extrajo subrepticiamente aquel pañuelo de la cartera de una adolescente. A los pocos días se dio cuenta de que ya no podía renunciar, porque el hecho de haber sustraído aquella prenda obedecía a una irresistible necesidad interior. A partir de ese día no pudo olvidar la escena del bus, pues volvía una y otra vez a su mente. Luego cayeron otros objetos en sus manos. Los guardó cuidadosamente en una caja de zapatos, pero el pañuelo blanco, bordado y fatal, seguía descansando como una ofrenda sobre la cama. Al cabo de unos días el cuarto se fue llenando de medias nylon, de pinceles como cejas de muñeca, de cepillos y peines de los que se desprendían pelos que quedaban flotando contra la luz de la ventana. Por la noche, cuando volvía vencido del trabajo, los contemplaba con ojos exaltados, de fanático. Al mismo tiempo una especie de fetichismo se apoderaba de él, renovando su lujuria acumulada durante la mañana. Su instinto le decía que esas polveras de carey o el esmalte que usan las mujeres en las uñas habían modificado verticalmente su existencia. Fue cuando empezó a faltar a la oficina. En silencio, sentado al borde de la cama, no lograba imaginar el efecto que sus pensamientos tendrían sobre el señor Gómez. Desde hacía algún tiempo había empezado a destilar un odio constante por ese hombre, por el dominio que había impuesto sobre él. Si le

El secreto

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había reprochado por su falta de ambición, por sus distracciones cuando se ponía a contemplar el crepúsculo rojizo y sin nubes del cielo, se debía a que Gómez despreciaba la belleza. Una mañana vino hasta su escritorio y se quedó mirando el cielo por la ventana, un cielo que amenazaba lluvia. Con un tono esperanzado y conciliador, palmeándole el hombro, le dijo: “Yo también tuve una vida secreta, porque me creía diferente. Eso me apartaba de los demás. Hasta que comprendí que el secreto está en levantarse temprano, desayunar, leer el periódico, vivir al día y superar los sueños con el trabajo”. El hombre sonrió, con astucia y por debajo de los pómulos, porque lo que había oído le pareció una frase tan gastada y familiar como una moneda fuera de circulación. Ahora estaba pensando que quería hacerle un homenaje al señor Gómez, para destruirlo en su propio terreno. Era el único plan que había logrado madurar en el hotel: consideraba que debía cambiar su inicial admiración hacia él por algo más ofensivo y liberador, algo que modificara el servilismo al que lo tenía encadenado. Podía imaginar un acto de amor, incluso concebir algo tan vengativo y cruel que acabaría por destruir los razonamientos de Gómez, pensaba con perversidad. Durante algún tiempo recorrió la ciudad con un mapa. En el bus se abría paso sin dificultad entre los pasajeros. Y como si no pudiera parar, infalible en sus profanaciones, revolvía carteras y bolsillos adueñándose de toda clase de trofeos. Sus itinerarios se volvieron fantasmales. Así llegó a zonas tan remotas e indescifrables como sus sueños. Una tarde se bajó junto a una estación abandonada. Miró casas con balcones clausurados, una calle desconocida y probablemente sin nombre, oyó el estrépito de un motor y por

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un instante creyó advertir una réplica de esa misma calle en otra ciudad, una ciudad por la que él no había caminado sino entrevisto, como envuelta por el vaho del sueño y la madrugada, la amenaza concreta de la muerte. Y como obedeciendo a un impulso ajeno a su voluntad, sin acercarse demasiado, pasó junto a un depósito de basura dispuesto delante del portal de una casa, de donde rescató con la mirada y sin llegar a tocar la fotografía de una mujer rota por la mitad. A pesar del ambiente desolador se otorgó el privilegio de creer que era libre en aquella ciudad sitiada por el deseo de los otros. Había tardado en ejecutar ese proyecto, aunque era consciente de que si quería tener otra vida y llegar con éxito al porvenir debía tomar una decisión. En todo caso, había resuelto seguir su propio camino, solo y voluntarioso, actuando bajo los preceptos de un dogma que lo liberara de los demás. Sólo sintió seguridad cuando volvió a tener un pañuelo de lino suave, blanco, oloroso entre las manos. Fue un acto instintivo, puramente emocional. Él conocía esa sensación de antes. Sabía lo que iba a suceder cuando retirara la mano. Durante unos segundos sintió el sudor pegado a la piel. Pero cuando tocó al azar el hombro de una muchacha comprendió que estaba perdido, pues su mano le conduciría hasta la inocencia de la niña. Y entonces se bajó del autobús. Esto fue al comienzo, antes de haber madurado un plan definitivo y cuando aún no creía en la posibilidad del riesgo, del desafío impuesto desde fuera. Luego se exilió en un hotel y pagó el precio de una semana para estar solo. Allí elaboró un severo método de trabajo, sin concederse un minuto de descanso. A menudo se paraba delante de la cama y, torciendo desconfiado la cabeza, se ponía a mirar el pañuelo que se destacaba con

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blanca precisión sobre la colcha. En la quinta semana de hotel, estrepitosa y sin ataduras, la lluvia y una serie de voces llegaron hasta su ventana. Se sentía incómodo con esas voces. Alguien había susurrado su nombre, como acusándolo. También improvisaba escapadas hasta un chifa que estaba al otro lado de la calle. Entraba esquivando una lámpara de papel y se iba a sentar, tolerante y pensativo, en una mesa próxima a un biombo lleno de pájaros. Desde allí observaba la silenciosa actividad de los chinos. Una linterna, cuya luz rojiza giraba incesante sobre la pared, hurtaba claridad al movimiento de sus manos cuando inclinado sobre el plato los escuchaba conversar detrás del mostrador. A veces asistía, temblando de frío, al espectáculo del amanecer que ya se anunciaba con un brillo dilatado sobre el borde de la ventana y luego se concentraba como un coágulo de luz en el pañuelo. De tanto despertar y volver a dormirse, pensando que faltaba muy poco para que estallaran los gritos y campanillazos del panadero en la calle, comprendió que estaba desprotegido, pero al borde de la verdad. En todo caso, se sentía trastornado, incongruente ante la posibilidad de haber hecho del robo un estilo de vida. Pero odiaba el tedio, la sumisión a la que esta ciudad lo había sometido. Y despreciaba a esa muchedumbre abyecta, obediente, y a la que debía sumarse cada mañana en la parada de los autobuses. También aborrecía a quienes le impedían vivir la impunidad de la noche o la fantasía implícita en un pañuelo. Le bastaba mirarlos para asegurarse una indigestión, pues todos ellos hacían un trabajo consecutivo y llenaban su existencia con un conformismo tan servil como equivocado. Durante catorce años se había sentido culpable y excluido de la vida, mientras viajaba en autobús a su trabajo.

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Iba contemplando con una mezcla de envidia y curiosidad la temprana luz del sol. No sabía si debía alegrarse por su suerte, ya que durante todo ese tiempo se había dejado transportar a la oficina sin otro fin que el de encontrarse con su jefe. Aquel hombre le había arrebatado sus sueños y le había impuesto un mundo ordenado, maduro, hasta anular sus más secretas fantasías que ahora estaban ocultas en un armario. Y un buen día se cansó de ser el hombre que marchaba con camisa blanca y terno recién planchado al matadero. Fue cuando se dejó arrastrar por el gozo solitario, sensual, de hostigar a las niñas en los buses. Abrió la ventana, sacó los objetos del armario y los tiró a la calle. Había escuchado una voz en la sombra, una voz tan persuasiva que no aceptaba réplicas ni demora. Podía haber desaparecido impunemente de la ciudad, pero consideraba que debía moverse con cautela, conocía a sí mismo en el espejo cuando escuchaba aquella voz interminable en su conciencia. Eso fue lo que oyó y tal vez vio, una especie de horror instalado como un reptil en sus pupilas. A la mañana siguiente, mientras caminaba de regreso al hotel, se prometió ir esa misma tarde al correo. Después almorzó donde los chinos sintiendo que uno de ellos lo miraba desde la sombra. Bebió cerveza y comió sin apetito. No esperó que trajeran la cuenta para cancelarla. Se levantó y pagó a una máscara parada detrás del mostrador. Luego salió a la calle y empezó a recorrerla corrigiendo sus gestos mientras observaba los rostros de la gente con la que se iba cruzando en los portales. Entró en una papelería, compró papel de regalo y sujetó con una cuerda los extremos del paquete. Después de haberle echado una rápida mirada, pronunció algunas palabras insultantes y hasta se permitió sonreír mientras pegaba con esmero las estampillas.

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El paquete llegó al tercer día y con el reparto de la tarde. El hombre estaba fumando, con la cara vuelta hacia el platillo desbordado de puchos, cuando vio entrar al mensajero. Un ruido de máquinas de escribir, de sillas giratorias y susurros femeninos vibraba en el aire de la sala. En el escritorio opuesto al suyo, una mujer había empezado a maquillarse, igualándose con el índice el carmín de los labios. El hombre desvió la mirada hacia una bandera diminuta que descansaba tristemente junto a un legajo de papeles. La mujer se arregló el pañuelo para ocultar su papada y después guardó con disimulo el espejo en el bolso. Ahora lucía un rostro fresco, despreocupado. Con una sonrisa complaciente, maternal, volvió la cabeza hacia el señor Gómez. En la sala hubo un murmullo de aprobación cuando Gómez levantó el paquete a la altura de los ojos, para que todos pudieran verlo. El azul satinado del papel y una serie de lunas y de estrellas parecieron ascender en espiral hasta el techo donde acabaron desvaneciéndose entre las hirientes luces de neón. Por un segundo todos se quedaron sin respiración, hechizados, creyendo que las lunas y las estrellas volverían a caer sobreellos. Sólo cuando alguien solicitó una tijera las cosas cobraron una cierta realidad. —Debe ser algo lindo— murmuró la mujer, dirigiéndose al centro de la sala. El hombre se balanceaba con las dos manos sobre la mesa, anticipando la sorpresa que el contenido del paquete iba a causar entre sus compañeros. Cuando se disponía a cerrar el escritorio sintió una gran opresión en el pecho. Entre tanto, Gómez había cortado con cuidado la cuerda, después de haber retirado la cinta adhesiva. Con una sonrisa vanidosa, extrajo del interior un bulto envuelto en papel de estraza. La mujer abrió los

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Fragmento capítulo 1

ojos, emocionada, pero al ver lo que había dentro del envoltorio se llevó las manos a la boca. La risa vino del fondo y se extendió poderosa y entre- cortada por toda la sala. La mujer le pidió que se callara y el señor Gómez fingió una engañosa dignidad. Había dejado caer asqueado el envoltorio, como si no quisiera ser tocado ni vulnerado por su contenido. Agitando las manos sobre la mesa, el hombre seguía riendo y señalaba con el dedo la toalla higiénica que Gómez había empujado con la punta del zapato por debajo de la mesa.

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Algunos días después, muy aliviado, como si aquel viaje significara un cambio en su vida, Smiley dejó atrás el húmedo, deprimente clima de Londres, imponiéndose la tarea de olvidar sus temores durante el vuelo. Mientras el avión despegaba, se dijo que su vida consistía en ir de un lugar a otro, de una ciudad a otra, de un hotel a otro, de una cama con Ann a otra llena de periódicos inservibles. A las once en punto el avión avanzó sobre la pista, las hélices giraban envueltas en la llovizna. Desde un sitio protegido, un hombre señalaba la ruta con familiaridad. Detrás quedaba el aeropuerto. Smiley empezó a sentir frío, a medida que aumentaba el sonido cada vez más poderoso de los motores. Le Carré le había dicho que el asunto era importante, y él quería creerlo. De pronto se dio cuenta de que todo se había tornado silencioso a su alrededor. Vio a la señora que estaba a su lado, a la azafata vestida de azul y a la pareja de viejos sentada en el asiento delantero. Oyó entonces el ruido zumbando en medio de la noche. A Smiley le había costado acomodar sus pensamientos al sonido del avión y al recuerdo de los suplicantes sollozos de Ann. “No te vayas, George, no soporto quedarme sola.” Su insistencia lo dejaba siempre en inferioridad de condiciones. Una vez más miró su reloj. Contemplar cómo saltaba el segundero bajo la esfera de cristal se había convertido en una costumbre en él. A esa hora Ann estaría dormida o quizá se habría levantado a tomar un café para despejarse del somnífero de la noche anterior.En los últimos tiempos Smiley casi no había salido de su casa.

El retorno de las moscas

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El año pasado había ido a Oxford durante unos días de diciembre, porque deseaba visitar algunas librerías especializadas y asistir a la feria anual de libros antiguos. Acostumbrado a improvisar un viaje en todo momento, Smiley saltaba a un tren como si fuera el metro o se presentaba sin equipaje en los aeropuertos, aunque esta vez, sin embargo, le tomó tiempo hacer la maleta. Quizá se había habituado al calor de su hogar, a los versos deslumbrantes de los poetas alemanes. Al cabo de catorce horas de vuelo, el avión rugió sobre una cadena de montañas. Al mirar hacia abajo por la ventanilla, vio que la lluvia inundaba el campo de aterrizaje, una garúa que había venido del norte impulsada por el viento nocturno y que se quedaría allí durante buena parte del año. También vio algunos camiones y grúas entre los árboles, el edificio casi invisible del aeropuerto rodeado por unos individuos que corrían señalando con una linterna la pista de aterrizaje.Unos minutos después, descendió y unas cuantas casas de tejas avanzaron vertiginosamente, le dieron la impresión de confundirse con el centro de las hélices en el momento de tocar tierra. Parecía que hubiera descendido sobre un sendero cubierto de piedras. A Smiley le dominaba el agotamiento. Lo sentía en las rodillas, en todo el cuerpo. Paciente, observó a la mujer que se hallaba a su lado, esperó a que se pusiera el sombrero y agarrara un maletín lleno de regalos. Luego avanzó por el pasillo levantándose el cuello del abrigo, bajó por las escaleras hasta la pista, sintió un viento glacial en la cara y vio, a pocos pasos de él, un solitario policía junto a una puerta de cristal. Una vez concluida la revisión de los documentos, no fue difícil retirar el equipaje de la aduana. Después se dirigió al

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restaurante donde una mujer vestida de azul le sirvió una taza de café. A esa hora el aeropuerto permanecía casi desierto. Smiley se preguntó si siempre tendría el mismo aspecto desolado, con los empleados empujando sus escobas y bayetas mojadas por aquella sala mal iluminada. Le dio la impresión de que algunos viajeros llevaban años sentados en aque- llos sillones, aguardando con aire ensimismado oír la voz de un funcionario o quizá la orden de una azafata que les indi- cara por dónde debían llegar a la oficina de inmigración. Había notado que tenían un aspecto insólito, disgustado, hablaban en voz baja como si temieran ser oídos. Tal vez intentaban pasar desapercibidos entre las autoridades, ejerciendo la facultad de ignorar lo que no querían ver y aceptando la condición de islotes humanos. A lo mejor actuaban así por miedo, y se comunicaban entre ellos casi sin abrir los labios, tan inmovilizados por el silencio como una estatua congelada en el tiempo. Sobre el cristal de una ventana se desplegaba el cartel de una mariposa donde se anunciaba un ciclo de conferencias dictadas por un célebre entomólogo ruso de nombre Nikolai. Junto al afiche, había un borracho vestido de marrón, indiferente, sentado con la cabeza entre las piernas. Cada uno de los viajeros parecía rodeado por el silencio de los otros, y se reconocía en su vecino por la desesperación de la espera. Smiley miró con indiferencia hacia la pista. No fue la exuberante vegetación de una jardinera colocada a la entrada, sino la débil iluminación de la sala y los almacenes construidos con materiales baratos lo que le hizo pensar que había vuelto a un país de Europa del Este. No se atrevía a mirar hacia un grupo de militares congregado junto a la salida, algunos no paraban de fumar y otros parecían pegados a la pared con su uniforme

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de combate, falsamente arrogantes, fingiendo una bravura que no tenían. De golpe fue como si regresara a un amanecer de invierno, en el que las húmedas calles de Budapest estaban desiertas. Parecía que todos los habitantes, salvo los policías, hubieran huido al escuchar la sirena de alarma, y experimentó la misma sensación de pérdida, de desamparo, como si hubiera errado el blanco durante toda su vida. Desde las entrañas del edificio surgió la voz de una mujer que pedía al señor George Smiley que se dirigiera al mostrador de información. A los pocos segundos volvió a escuchar la misma voz, junto a la escalera. Fue recibido por una azafata de rostro ajado, definitivamente triste, que le entregó un sobre. Con una letra grande, desigual, Philip Albee se disculpaba por no haber ido a recibirlo. Debía acompañar al embajador a inaugurar un busto de George Washington fuera de la ciudad. “Nos veremos más tarde”, le decía, y le daba la dirección del hotel. Smiley salió a la calle y vio un taxi aparcado en la acera. Lo tomó y se dirigió al hotel Colón.

Fragmento capítulo 5

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Lo que temía ya había ocurrido. Como si se hallara ante una galería de rostros familiares colgados en el muro de su memoria, Cecilia había emergido en un punto intermedio entre la tensa conversación mantenida con Mr. Sticks y la impresión de haberse alejado momentáneamente de Nueva York. De repente, su imagen acudió con claridad a la mente de Kronz. La recordó en un taburete de madera, tomando un vino barato de la botella y corrigiendo con lápiz rojo sus cuadernos. Debía de ser muy temprano, porque le había pedido salir a dar un paseo con él, pero ella estaba tan replegada en sí misma, siguiendo con fascinación el dibujo de las palabras que iba componiendo con caligrafía infantil sobre el papel. Un poema es un sentimiento de armonía entre el poeta y el mundo, un estremecimiento de gratitud con la vida, le había dicho sin mirarle a los ojos. El doctor experimentó un relámpago de frío al iniciar su caminata por el páramo. Tomaba impulso y respiraba con pesadez a cada paso que daba. De todas las humillaciones a las que la vida le había sometido, ninguna le había provocado más aflicción que el hecho de respirar como un asmático para hurtarle un poco de oxígeno al aire. Por fin había emprendido la marcha hacia el límite nublado de la cordillera, tratando de apurar el paso, pero el aire era tan denso que parecía retenerlo. Tardó en habituarse a la pesadez del ambiente, iba meditando con serenidad sobre los poemas de Cecilia, ¿cuál sería la definición apropiada? Poemas escritos con ceniza volcánica sobre el porvenir del páramo. Del mismo modo que las piedras esparcidas en medio de la

La otra muerte del doctor

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explanada, a Kronz le resultaban a veces excesivos esos poemas, incluso le costaba asimilarlos en toda su dureza cuando ella los leía con voz suave y melodiosa. Ahora, desde las orillas del río Hudson no lograba recordar ninguno de ellos. Esa mañana se había despertado sobresaltado, con un intenso calambre que le había sacado del sueño, como si la humedad del río hubiera tirado de los músculos de su pierna enferma hasta hacerle daño. El aire con olor a tubería mecía la cortina que cubría la ventana del dormitorio en el hospital. En pocas ocasiones había experimentado tal plenitud como cuando leía los poemas de Cecilia Cortez, a pesar de que en su momento lo llenaron de inciertas cavilaciones. Aunque no entendía con exactitud el sentido que tenían, ni siquiera cuando algunos de ellos adquirían voz propia y le susurraban en los oídos: “Eran las aguas cristalinas del río/Así probamos el primer capulí del verano/Ante mi ignorancia el mundo giraba aturdido a nuestro alrededor”. Esas palabras parecían haber sido escritas para llegar al fondo de su memoria, también hablaban del asombro o quizá del amor. Y aunque Kronz había dedicado muchas horas a esos poemas, incluso a dibujar y asimilar en su mente los arbustos y los riachuelos de aguas heladas, ella tenía un don especial para ocultarse entre las palabras. Cuanto más pensaba en Cecilia, más lejos estaba de ella. Ahora, en Nueva York, la recordaba sentada sobre la colcha cortándose las uñas con una navaja de mango de hueso. Tras un largo paseo por el páramo, el doctor se había sentado a descansar en una roca elevada como un mirador contra el horizonte nublado y monótono de la explanada. Fue cuando alcanzó a ver entre los erizados frailejones las alas destruidas de un avión. De todos los insectos que habían volado impunemente

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por aquella apartada región del mundo, supuso que aquel aparato con el tren de aterrizaje estropeado y la hélice clavada en la arena era el único que le resultaba familiar. Desde ese momento iba a poner toda su atención en procurar entender el vuelo emprendido por un piloto hasta el corazón de la cordillera. Pensativo, Kronz sacó un cigarrillo y empezó a golpearlo contra el lomo de una roca. El avión, descoyuntado, había quedado en una posición extraña, como si fuera un pájaro aleteando desesperadamente en el aire. Probablemente, el piloto había aterrizado durante la noche. Dedujo el miedo que debió de experimentar mientras efectuaba aquel vuelo nocturno, pero también imaginó algo más patético y conmovedor, acaso era un desertor huyendo del infierno de la guerra, porque el avión era indudablemente de combate y tenía el ala derecha rota por la mitad, lo que le daba el aspecto de un insecto mutilado, incapaz de levantar el vuelo. Aunque no lo experimentó personalmente, el doctor podía imaginar el rugido de los Stukas cuando volaban por los cielos de Europa. El ruido era sin duda inconfundible y provocaba en quienes lo oían desde las ciudades una impresión aterradora. Dio una vuelta alrededor del aparato y vio que estaba a punto de desplomarse. No conseguía hacerse una idea de cómo el piloto había aterrizado entre las rocas y la maleza de aquel lugar. Una tupida capa de musgo se había adherido a la cola del avión. Aquel aparato semioculto entre la niebla le había impedido ver a un conejo de pelo castaño, de aspecto sigiloso, con los ojos muy abiertos, parado a dos pasos de él. Su postura vigilante dejaba traslucir la intensidad de su pánico frente a todo el desamparo del lugar: el cuerpo palpitante, tembloroso, y los ojos redondos, vivaces, que centelleaban junto al doctor al mismo tiempo que su nariz seguía olfateando el peligro como si estuviera moviéndose

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en territorio enemigo. Después de la caminata, el doctor preparó café y lo tomó con Cecilia en la cocina bajo la luz de una bombilla. Mientras fumaba conjeturó que el piloto había aterrizado en la oscuridad por falta de combustible, aprovechando la amplitud de la explanada. Tan concentrado estaba en la visión del avión que se puso de pie con aire distraído y se dirigió al fregadero para refrescarse la cara. —Iba a seguir paseando, pero encontré un avión—dijo de forma un tanto impersonal el doctor. —Ah, ese avión—repuso Cecilia con una sonrisa resignada, desviando la vista. Su rostro iluminado con el resplandor del fogón brillaba en la penumbra—. ¿Qué habrá sucedido? Hace muchos años que está ahí. —No lo sé. ¿Encontraron el cadáver del piloto?—indagó el doctor. —Que yo sepa, no hallaron ninguna pista. Pero hay rumores de que era nazi y que ahora trabaja con nombre falso en la Volkswagen. El doctor negó con la cabeza. —Tonterías. Un piloto alemán no pudo hacer ese viaje. Cecilia ignoraba cómo había podido llegar a tal conclusión, pero estaba segura de que tenía razón. —Imagino que algo deben haberse preguntado—insistióel doctor—, pues no aterrizan muchos aviones por estos parajes.Cecilia guardó silencio, vacilando un instante antes de responder. —¿Qué quieres decir? —Es insólito que un piloto aterrice y desaparezca en medio el páramo. —Aquí se pierde todo el mundo. Eso ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo todavía no daba clases en la escuela.

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Fragmento capítulo 8

Deberíamos poner más interés en esos niños—dijo Cecilia. Inmóvil, fumando con las piernas cruzadas, el doctor se preguntaba cómo podía romper el hielo y comunicarse con Cecilia, si era tan reservada y furtiva. Si a menudo se volvía tan invisible y hasta dejaba de existir. De repente ella comenzó a llorar con los brazos extendidos sobre la mesa. —¿Cuántos han desaparecido?—preguntó el doctor con el rostro vuelto hacia el fulgor de la leña, pero antes de que Cecilia dijera nada intervino de nuevo—. Al páramo no llega nadie—dijo—. Ni siquiera la policía. Lo normal es que aquí uno viva de los recuerdos, de las pesadillas, de las alucinaciones, de la presencia de los muertos, porque incluso el tiempo funciona de otra manera. —Por lo menos una mujer y dos niños—respondió Cecilia, pasando por alto las palabras anteriores del doctor. —¿No fueron esos niños un tanto irresponsables al salir con amenaza de tormenta? —Desaparecieron cuando iban a la escuela—se lamentó Cecilia—. Pero nunca encontraron los cadáveres.

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Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) es uno de los críticos literarios hispanoamericanos más reconocidos. Historiador y ensayista, es autor de la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989 y 1991); La utopía de la hospitalidad (1993); Tiros en el concierto; Literatura mexicana del siglo V (1997); Servidumbre y grandeza de la vida literaria (1998); Toda suerte de libros paganos (2001); La sabiduría sin promesa; Vidas y letras del siglo XX (Premio del Círculo de Críticos de Chile, 2009); El XIX en XXI (2010); Para entender a Jorge Luis Borges (2010); Profetas del pasado (2011) y Los decimonónicos (2012). Su Diccionario crítico de la literatura mexicana, 1955-2011 (2007 y 2011) fue traducido al inglés en 2011. Ha antologado en dos ocasiones la obra de José Vasconcelos (Obras selecta, Biblioteca Ayacucho, 1992, y Los retornos de Ulises, 2010). En 1995 preparó, con José Luis Martínez, La literatura mexicana del siglo XX. En 1997 publicó una novela, William Pescador y en 2004 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Vida de Fray Servando, biografía histórica. Participó en el consejo de redacción de la revista Vuelta entre 1989 y 1998. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores del FONCA desde 1993, y en 2006 obtuvo la Beca Guggenheim. Es miembro del consejo editorial de Letras Libres y columnista del cultural del periódico Reforma de la Ciudad de México. Desde 2010 es investigador asociado de El Colegio de México y actualmente es profesor visitante en la Universidad de Chicago. En 2014 publicó Octavio Paz en su siglo, una biografía y un recorrido exhaustivo por la obra del poeta mexicano.

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Javier Vásconez nació en Quito. Estudió literatura en la Universidad de Navarra y posteriormente en París. En 1982 inició su trayectoria narrativa con Ciudad lejana. En 1983 ganó la Primera Mención de la revista Plural de México con Angelote, amor mío. Ha publicado El hombre de la mirada oblicua (1989); la novela El viajero de Praga (1996). En 1998, Un extraño en el puerto (antología de cuentos); la novela La sombra del apostador (1999) fue finalista del Premio Rómulo Gallegos; el libro de cuentos Invitados de honor (2004); la novela de espionaje El retorno de las moscas (2005), y la novela Jardín Capelo (2007). En 2009 apareció en España una selección de sus cuentos titulada Estación de lluvia con prólogo del escritor argentino Horacio Vázquez Rial, y un año después una edición conmemorativa de El viajero de Praga con prólogo de Juan Villoro. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al alemán, francés, inglés, hebreo, sueco, griego y búlgaro. En 2010 salió en España y Colombia la novela, La piel del miedo (finalista del premio Rómulo Gallegos). En 2012 El Antropófago publicó la edición bilingüe del español y francés de El secreto. En este mismo año apareció la sexta edición de La sombra del apostador. En 2012 la editorial Everest, de Turquía, publicó Jardín Capelo. En 2012 aparece la novela La otra muerte del doctor. En octubre de 2012 el Centro de Arte Moderno de Madrid preparó una edición numerada y firmada por el autor del cuento Un extraño en el puerto, con grabados originales de Hernán Cueva, y una nota de Julio Ortega. En 2013 Alfaguara de México publicó su novela La piel del miedo. En noviembre del 2013 la editorial Arte y Literatura de Cuba publicó La sombra del apostador. En 2014 la editorial Foc de Barcelona publicó la edición digital de El secreto. En noviembre 2014 se estrena el documental Ciudad de tiza, ciudad de lluvia

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dirigido por Christian Oquendo y basado en el cuento La carta inconclusa. En 2016 Fondo de Cultura Económica de México ha publicado cuatro novelas de Javier Vásconez con prólogo de Christopher Domínguez Michael, bajo el título Novelas a la sombra. Las novelas son Jardín Capelo, El retorno de las moscas, El secreto y La otra muerte del doctor. En octubre de 2016 la editorial Pre-Textos publicará su novela Hoteles del silencio.

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Novelasa la sombra

Javier Vásconez

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