"prólogo" en "te digo más y otros cuentos"

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Page 1: "Prólogo" en "Te digo más y otros cuentos"

Roberto Fontanarrosa Prólogo

“Te digo más… y otros cuentos”

Te digo más “La voix des livres”, Action Pédagogique Pilote Monde

Espagnol / Accueil

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uien escribe un prólogo es como un abanderado.

Es quien arremete contra la legión de lectores en

generoso gesto. Es quien se enfrenta en defensa

del texto posterior.

No acostumbro no obstante, lo confieso, a escribir

prólogos. Lo hice, y mucho, sí, en mis primeros tiempos de

literato, cuando el futuro se mostraba prometedor.

Hubo años en que los jóvenes escritores requerían de

mí para que yo guiara a sus lectores. Yo lo hacía de buen

grado, pese al esfuerzo psíquico que me representaba la

responsabilidad de abrir un espectáculo, porque cualquier

libro que se respete es un espectáculo para el espíritu.

Pesaba en mí la negativa recibida cuando, todavía yo

adolescente, solicité a don Ignacio Sobrino y Ávila un párrafo

suyo para encabezar mi primer volumen de poemas.

Ahora, lo comprendo.

Pero su rechazo me lastimó a un punto que yo hoy no

infligiría a ningún escritor joven.

Admito, sí, que en estos días dispongo de más tiempo

libre ya que mi tarea novelística parece ser poco solicitada.

Aparentemente, ya no interesan demasiado las

historias policiales basadas en una trama ingeniosa y

elegante, las novelas de detectives que deslumbran al lector

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con sus juegos de ingenio, sus diálogos agudos e

inteligentes.

Me cuentan que ahora la novela policial se ha volcado

a nuevas tendencias. No se busca en sus páginas la astucia.

El público actual, según me explican, se regodea ante

historias de violencia pura, de sexo, de falta de modales y

diferencia social. Basta ya de aquellos detectives que

fumaban en pipa, que reconocían un buen whisky y poseían

conocimientos acabados de música clásica.

Ahora triunfan rufianes malolientes que beben y se

drogan, que comercian con los propios delincuentes sin

reconocer ninguna ética. Y encima, todo ante la vista de los

niños, de los adolescentes, de los jóvenes que leen esos

libros y a quienes les da lo mismo degustar una confitura

refinada que una hamburguesa grasosa.

No está entre esos escritores, por supuesto, Abel

Rodríguez, autor de las páginas que usted, amigo lector,

encontrará a partir del final de mi corto prólogo. Corto pues

sé ocupar mi lugar. Entiendo cuándo mi función es accesoria

y no central.

Abel Rodríguez, es joven pero criterioso, es primerizo

pero con talento, y me ha concedido el privilegio de escribir

el prólogo a su libro Dos balas calibre 38.

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Soy así apenas un maestro de ceremonias que, tras la

presentación de la estrella principal, deberá hacer silencio y

dejar a los lectores con los personajes.

No me excederé, no me abandonaré a la tentación de

ver editado un texto mío, aun exiguo. Convengamos que han

pasado ya dos décadas de la publicación de mi último

volumen.

Abel Rodríguez, como escritor de las nuevas

generaciones, recrea la intriga. Con su libro, en uno crece la

ansiedad por conocer el final de la novela, la expectativa por

el desenlace.

Desde el comienzo, parece que la historia cuenta con

lo peor del género, cuando su personaje central, el policía

Auchin, afirma no tener dudas sobre la identidad del asesino.

Sólo vale la pena entonces seguir el desarrollo del libro para

conocer cómo hará Auchin para atrapar al criminal. Pero es

allí donde aflora la rebeldía del escritor, de un escritor que

abomina de fórmulas vendedoras: Auchin advierte de pronto

que está siendo víctima de un engaño, que se halla envuelto

en un enrevesado ardid.

De ahí en más, el libro gana en emoción y suspenso,

atrapando al lector en un crescendo formidable.

Abel Rodríguez, como es lo propio en la nueva

generación, plantea conjeturas, deducciones, escenas

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fuertes y situaciones hasta escatológicas. Y lo hace con la

misma naturalidad envidiable y el desparpajo con el que me

solicitó este prólogo al tiempo que me confesaba que no

había leído jamás ninguno de mis libros.

La historia de Abel Rodríguez avanza y el lector se

encontrará cada vez más ávido por descubrir al responsable

del crimen. Su corazón palpitará más fuerte al llegar a las

últimas páginas, a los renglones definitorios, cuando olfatee

que se acerca el verdadero final.

Y cuando el lector llegue hasta el fin de esta

promisoria ópera prima de Abel Rodríguez, cuando se pegue

una palmada en la frente exclamando: “¡Cómo no me di

cuenta antes de que el asesino era Stevenson, el jardinero!”,

comprenderá que no ha perdido su tiempo y que ha leído una

de las más importantes novelas policiales de los últimos

tiempos.

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uien escribe un prólogo es como un abanderado. Es quien toma el pendón caído, lo enarbola y arremete contra la legión de lectores, alta la frente, abierto el

pecho, oferente la actitud, generoso el gesto. Es quien conduce, quien enfrenta, quien quiebra la

primera lanza —quien clava la primera pica, el asta de su bandera, tal vez— en defensa del texto posterior.

No acostumbro no obstante, lo confieso, a escribir prólogos. Lo hice, y mucho, sí, en aquellos mis primeros tiempos de literato, cuando el futuro se mostraba prometedor y la crítica amable. Crítica de críticos que asumían, con justicia y conocimiento, su función de observadores intelectuales al servicio del público, sin soberbia ni ensañamientos. Actitud tan diferente aquella a la de estos tiempos crueles que nos toca vivir, en los que el crítico adopta la forma física, la organización social y el comportamiento de los chacales y otras alimañas de presa.

Pero por cierto hubo años durante los cuales los jóvenes escritores, más que nada, requerían de mi pluma para que yo hiciera las veces de recepcionista ilustrado, acogiendo al lector en sus primeros pasos, guiándolo hacia la lectura consiguiente, como un lazarillo voluntario.

Yo lo hacía de buen grado, pese al esfuerzo psíquico que me representaba asumir la responsabilidad de abrir un espectáculo, porque no es otra cosa que un espectáculo para el espíritu cualquier libro que se respete.

Pesaba en mí, sin duda, la negativa que recibiera cuando, casi adolescente, tuve el atrevimiento de solicitar a don Ignacio Sobrino y Ávila un párrafo de su insigne pluma para encabezar mi primer volumen de poemas Improperios desde una cerbatana.

Ahora, quizás, lo comprendo, con el paso de los años y los acontecimientos. Pero mi decepción ante su rechazo — pese a lo cordial de sus argumentos y su argentina risa desdeñosa— me lastimaron a un punto que no me atrevería

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yo hoy por hoy, a infligir daño parecido a la autoestima de ningún escritor joven.

Admito por otra parte que, en estos días de fría globalización y educación ramplona, dispongo de más tiempo para ocupar en estos menesteres, ya que mi tarea novelística de escritor de relieve parece ser poco solicitada.

Aparentemente, según lo que dicen algunos editores, tan eficientes ellos y tan profesionales, ya no interesan demasiado las historias policiales basadas en una trama ingeniosa y elegante, las novelas de detectives que deslumbran al lector con sus juegos de ingenio, sus deducciones sorprendentes, sus diálogos agudos e inteligentes.

Me cuentan, esos mismos editores, jóvenes muchos de ellos, eficientes y muy modernos, que ahora la novela policial se ha volcado a nuevas tendencias y sensaciones.

No se busca en sus páginas la perspicacia o la astucia, la información ni la cultura. El público actual, según me explican desplegando complejos estudios de mercado y encuestas computarizadas, se regodea ante historias donde campea la violencia pura y el sexo, la grosería y la sevicia, la falta de modales y la diferencia social.

Basta ya de aquellos detectives que fumaban en pipa, que sabían reconocer un buen whisky o que tenían conocimientos acabados de música clásica. Ahora triunfan simpáticos desharrapados, rufianes malolientes que beben y se drogan, que comercian con los propios delincuentes sin reconocer Dios, ética ni hogar.

Todo ante la vista de los niños, de los adolescentes, de los voraces jóvenes que leen esos libros y a quienes les da lo mismo degustar una confitura refinada que una hamburguesa grasosa. No se alista entre los escritores que perpetran tales atropellos, por supuesto, Abelardo Rodríguez, autor de las páginas que usted, amigo lector, encontrará a partir del final de mi corto prólogo. Pues sé

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ocupar mi lugar por otra parte. Entiendo cuándo mi función es accesoria y no medular.

Abelardo Rodríguez, joven pero criterioso, primerizo pero con talento, me ha convocado, me ha concedido el privilegio de escribir las notas introductorias a su libro Dos balas calibre 38, pero no por eso he de caer en el error de tomarme el codo cuando me han ofrecido la mano.

Sé que soy apenas un maestro de ceremonias que, tras la presentación de rigor de la estrella principal, deberá hacer mutis por el foro y dejar a los lectores con los personajes, sin excederme, sin abandonarme al entusiasmo de recuperar el placer de ver editado un texto mío, aun exiguo.

Convengamos que han pasado ya dos décadas desde el último volumen de mi exitoso personaje, El Inspector Finch y sus apasionantes investigaciones.

Abelardo Rodríguez, con la percepción de las nuevas generaciones, alcanza la fusión, el crisol, la mezcla, la amalgama. Y recrea, por fin, la intriga, la vieja y querida intriga vapuleada, violada y defenestrada por tantos y tantos escritores americanos que escriben con dedos amarillentos por la nicotina y aliento que apesta a alcohol. En Dos balas calibre 38 torna el suspenso, la ansiedad por conocer el final de la novela, la antigua y sana expectativa por el desenlace de toda trama.

Arranca Rodríguez, se lanza, se catapulta (lo verá usted, afortunado lector) desde el comienzo, en un impulso que parece emparentarlo con lo peor del género, con la contaminante Serie Negra, cuando su personaje central, el policía marginal Rod Auchincloss, afirma deducir que, a juzgar por el cuerpo masacrado de la víctima, no caben dudas sobre la identidad del asesino. Allí, Dos balas… amaga con convertirse en otro ejemplo más del nauseabundo estilo de un Chandler o un McCoy, donde la intriga está abortada desde el comienzo y sólo vale la pena

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seguir el desarrollo del libro para conocer cómo hará Auchincloss para atrapar al criminal y con cuántas rameras de alta sociedad deberá revolcarse en una cama.

Pero es allí donde aflora la rebeldía de Rodríguez, la casta de un escritor que abomina de fórmulas vendedoras y se resiste a convertirse sólo en un disparador de los más repugnantes y bajos instintos.

Rod Auchincloss —encantador, tuerto, con un fragmento de su cráneo recompuesto a nuevo con una placa de teflón y fibra de vidrio— advierte de pronto en un ramalazo de clarividencia que está siendo víctima de un engaño, que se halla envuelto en un ardid tan enrevesado como el enrevesado dibujo que trazan los 78 tajos que decoran el cuerpo de la persona asesinada.

De ahí en más, el libro gana en emoción y suspenso, atrapando al lector en un crescendo formidable. Abelardo Rodríguez, militante de una nueva generación, audaz, agresivo por momentos, irrespetuoso si se quiere, plantea un entretejido clásico de conjeturas y deducciones sin desdeñar, como una concesión al mercado, escenas fuertes y situaciones quizás escatológicas, como la de la doctora Gerstner y el chancho de lengua curiosa en la granja educativa de Silverstone.

Y lo hace con la misma naturalidad envidiable y el desparpajo con el que me solicitó este prólogo al tiempo que me confesaba, ingenuo y cristalino, que no había leído jamás ninguno de mis libros pero que se rendía ante mi prestigio. Prestigio al que calificó como “tal vez, evanescente”.

No menoscaba al maravilloso mecanismo del misterio un tratamiento algo rústico y bestial del lenguaje. No aminora en un ápice la avidez del lector por descubrir al responsable de las atrocidades, una cierta desprolijidad en el uso de los diptongos. Habrá, sin duda, en el corazón, un palpitar más fuerte al pasar las últimas páginas. Será más veloz, más ansioso el discurrir de la vista por los renglones definitorios

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en los suburbios mismos de Dos balas calibre 38, cuando el lector olfatee que, tras tantas sorpresas y descubrimientos, se acerca el verdadero desenlace.

Y cuando el lector llegue hasta el fin de esta promisoria y consagratoria ópera prima de Abelardo Rodríguez, cuando se haya pegado ya una palmada en la frente exclamando, abismado, “¡Cómo no me di cuenta antes de que era Thomas Stevenson, el jardinero!”, comprenderá que no ha perdido su tiempo y que ha leído uno de los más importantes aportes de los últimos tiempos a la novela policial.

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Le colporteur

École française, XVIIe siècle, huile sur toile

Alumno: …………………………………………………………...