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La búsqueda de Alicia: lunes 15 de octubre de 2007 [ Cementerio General. Por la tarde ] Pues bien, Perro Loco, ya lo entenderás: ahí estaban, después de tanto tiempo, las enormes ventanas, el barandado y las escaleras de madera, el insoportable olor a humedad y a encierro que invadía la casa de la avenida 6 de Agosto. Como tú lo sabes, este día Alicia viene de enterrar a la abuela Zoila en el Cementerio General. Hace tan sólo unas horas atrás las amigas del Club 27 de Mayo al que la difunta había pertenecido durante años y años estaban ahí mirándola, ro- deándola, algunas preguntándose, otras tan sólo acusándome desde lejos con la mirada: esa de allá es la nieta descarriada, la que se había escapado de la casa hace años y encima miren esos cabellos mal cortados, qué horror, esos aretes brincando por aquí y por allá llenándole todo el rostro, qué terrible, los labios pintados de un rojo intenso, qué se habrá creído. ¿Y los zapatos? Amarillos, Alicia, amarillos, de caña alta y con vivos rojos. (Le dirás: sí, como esos que usa el Chapulín Colorado en la tele, Papá). Aunque lo peor de todo no comenzaba ahí, piensas, lo peor estaba aún por venir: tus brazos, Alicia, en uno de ellos el tatuaje de una víbora comiéndose su propia cola y en el otro el rostro de otro loco, tan loco como esta chica, los ojos desorbitados, la mirada demoníaca y la expresión depravada: Charles Manson, piensas, la foto que lo hizo famoso, la foto que salió en la portada de la revista «Life» el 19 de diciembre de 1969. Quién como tú, Charly. Y para finalizar, la polera negra con la leyenda puto el que lea. Pobre Perro Loco, las cosas que imaginará. Esa tarde en el Cementerio General

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La búsqueda de Alicia:lunes 15 de octubre de 2007

[ Cementerio General. Por la tarde ]

Pues bien, Perro Loco, ya lo entenderás: ahí estaban, después de tanto tiempo, las enormes ventanas, el barandado y las escaleras de madera, el insoportable olor a humedad y a encierro que invadía la casa de la avenida 6 de Agosto. Como tú lo sabes, este día Alicia viene de enterrar a la abuela Zoila en el Cementerio General. Hace tan sólo unas horas atrás las amigas del Club 27 de Mayo al que la difunta había pertenecido durante años y años estaban ahí mirándola, ro-deándola, algunas preguntándose, otras tan sólo acusándome desde lejos con la mirada: esa de allá es la nieta descarriada, la que se había escapado de la casa hace años y encima miren esos cabellos mal cortados, qué horror, esos aretes brincando por aquí y por allá llenándole todo el rostro, qué terrible, los labios pintados de un rojo intenso, qué se habrá creído. ¿Y los zapatos? Amarillos, Alicia, amarillos, de caña alta y con vivos rojos.

(Le dirás: sí, como esos que usa el Chapulín Colorado en la tele, Papá).

Aunque lo peor de todo no comenzaba ahí, piensas, lo peor estaba aún por venir: tus brazos, Alicia, en uno de ellos el tatuaje de una víbora comiéndose su propia cola y en el otro el rostro de otro loco, tan loco como esta chica, los ojos desorbitados, la mirada demoníaca y la expresión depravada: Charles Manson, piensas, la foto que lo hizo famoso, la foto que salió en la portada de la revista «Life» el 19 de diciembre de 1969. Quién como tú, Charly. Y para finalizar, la polera negra con la leyenda puto el que lea. Pobre Perro Loco, las cosas que imaginará. Esa tarde en el Cementerio General

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estaba todo eso. Sin embargo, la que no aparecía por ningún lado era la vieja que fue a buscarte para darte la noticia, Alicia. Ayer domingo fue el velorio de su abuelita, rugió la vieja, ¿y usted sin aparecerse por ahí?, ¿no está agradecida con Zoilita por todo lo que hizo para ayudarla? Escribiste no me grite, señora, ¿quién se cree usted?, y la vieja mañana a las tres de la tarde es su entierro en el Cementerio General, ojalá que por lo menos venga a despedirse de ella, con permiso.

(Le dirás: me gustaría saber quién era esa señora, Papá. Y Papá: ya la conocerá, una señora buenísima, le pedimos por favor hágase pasar por amiga de la muerta y avísele del entierro. Le dirás: el primer indicio por el que me tendría que haber dado cuenta de todo este plan, Papá, ¿cómo sabía esa señora dónde vivía yo?, ¿cómo sabía mi nombre?).

Y desperdigados por aquí y por allá estaban las tías, los tíos cercanos y lejanos, los primos y las primas de quienes ya no recordabas sus nombres, a los que no veías hace siglos, a los que apenas saludé, Papá, y el Perro Loco pensando ¿sería la de allá la parentela de ella, Satán? Ya lo entenderás, Perro Loco, ya lo entenderás. Cierras la puerta de la casa de la avenida 6 de Agosto evitando hacer ruido, sin embargo, pese a ello, escuchas la carrera apresurada de decenas de patitas en el piso de arriba. ¿Ratas?, ¿gatos? Tal vez ambos, piensas. La casa de los abuelos, Alicia, ya estabas ahí una vez más. Caminas por el pasillo y a un costado de éste, sobre la pared y muy arriba, casi pegada al techo, todavía haciéndote daño, la fotografía de tus papás el día de su boda. Ella vestida de blanco, la cabeza descubierta, sin velo ya, adornada tan sólo por una coronita de perlas. Y él con un terno plomo de solapas enormes, los lentes de marco grueso, el peinado al estilo Leo Dan: cuidado, que ahí venían de nuevo. ¿Se refiere a los recuerdos una vez más, señorita? Sí, los recuerdos una vez más, Papá: los frenos metálicos del Toyota, el camión de Coca-Cola acercándose sin remedio, el grito de mi papá,

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¿quiere decir del joven Julián?, lo último que había dicho en vida, piensas, quién lo hubiera imaginado en él, tan recatado, tan bien hablado siempre: ¡mierda! Y como música de fondo la canción «Resistiré» interpretada por el inigualable Dúo Dinámico saliendo de la radio de ese coche, piensas, el Toyota en el que íbamos los tres. Y allá, en el Cementerio General, mientras introducen el ataúd con el cuerpo de la abuela Zoila en el nicho, el Perro Loco está a tu lado, el cabello largo, los jeans desteñidos, piensas, las botas militares llegándole más arriba de los tobillos, la polera del grupo Slayer con un dia-blo sonriente estampado a la altura del pecho y que con esa sonrisa parecía decir bienvenidos al infierno. Y tú pensando si ya ni le gusta Slayer, qué jodido este Perro. Sí: ése, de lejos, es tu mejor amigo, Alicia. Y cómo te seguía a todas partes, como una sombra, sin importarle tus desaires, es decir, esos arranques de melancolía como tú, como Alicia prefiere lla-mar a esos extraños trances que se reflejaban sin duda en el contenido de las letras de las canciones que ella escribe. Piensa: Aguas Putrefactas —Rodrigo, Emilio, la Chayo, el Perro Loco—, tu grupo, Alicia, que según todos los que lo oyeron hasta el momento hacía dark pop y que se hallaba a tan sólo un paso de grabar su primer álbum, y cuyo título tentativo hasta el momento era Tripas. Y cómo te miraba, ¿el tal Perro Loco me dice, señorita?, porque pese a ser tan dark, tan oscuro, tan ex satánico, tan ex metalero, él está enamorado de ti hasta las patas, sí, me refiero al Perro, Papá. ¡Y cómo no estarlo, Perro Loco! ¿No era una chica bonita después de todo?, los ojos negros, inquietantes, que cuando te miran parecen estar explorando algo profundo, no el alma, no el espíritu, sino algo más recóndito todavía, más intenso, ¿más misterioso, señorita?, y también están los labios, como dibujados por alguien que hizo bien su trabajo, un trabajo rea-lizado con esos pinceles que utilizan los artistas, con mucho cuidado, con extrema concentración, ni muy gruesos ni muy

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delgados y también la naricita, el tabique recto, decisivo, la puntita algo respingada, no mucho para no parecer operada, los dientecitos blancos, grandes, no de conejo, todos parejitos y el cuerpecito delgado, los senos medianos, no culona sino culoncita, que es distinto. Era ella, Perro Loco, espero que lo entiendas al final de esta historia. Llegas al segundo piso de la casa de los abuelos casi corriendo, dejando atrás la fo-tografía de tus papás, intentando espantar a esos fantasmas, agitando la cabeza, ¡fuera, cabrones! Una vez ahí aparece el largo pasillo que ahora te parece tan distinto, tan venido a menos, tan chiquito, piensas, y ya no la larga avenida que aparentaba ser cuando eras una niña e ibas de visita. A un cos-tado de donde finalizan las gradas se halla lo que había sido mi habitación, Papá, ¿la recuerdas? Ahora la hallas desnuda de muebles, sucia, el piso de parquet invadido por el polvo y las pelusas plomizas, los cristales de las ventanas que dan sobre la avenida 6 de Agosto cubiertos por una media docena de papel periódico amarillento, las paredes con lamparones oscuros, casi cuadrados, que evidencian que por ahí alguna vez habían estado pegados cuadros, afiches, piensas, que ahí habían convivido todos los integrantes de los Backstreet Boys, ellos que te habían visto dormir desde ese lugar. Piensas: ¡si los chicos de la banda supieran! De pronto allá en el Cementerio General una voz, Alicia, ¿señorita Soriano? En ese momento giras, lo hallas metido en su terno, alto, gordinflón, ¿unos sesenta años, Papá?, los lentes sin marco, la cara bobalicona, el cabello apelmazado con gel, el eterno maletín de cuero café en la mano derecha: sí, unos sesenta, señorita. Yo digo sí con la cabeza y Flores Maguiña se acerca. Siento mucho lo de su abuela, te dice. ¿Qué hacer?, ¿cómo responder? Entonces tú te encoges de hombros, soy el abogado de sus abuelos, continúa, mucho gusto.

(Le dirás: no hablando, Papá, más bien recitando, como si estuviera dando un examen).

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Flores Maguiña echa una mirada de desconfianza al Perro Loco y después dice ¿puedo hablarle un minuto? Respondes que sí con la cabeza y el Perro pensando me ba-surea así sólo por mi pinta, Juan Brujo. Es un encargo, te dice, un encargo de su abuela. De pronto calla, busca una libreta dentro del maletín. Echa un vistazo al nicho donde el cuerpo de la abuela Zoila empezará a podrirse, un encargo de su abuelo, más bien. Al lado de la que fue tu habitación, de la que fue mi habitación, está el baño: enorme y de techos altos, con la tina blanca a un costado, con las cuatro patitas semejantes a cabezas de anfibios sosteniéndola, el inodoro azul, el lavamanos del mismo color, los azulejos blancos y negros. ¿No te gustaba de chiquita imaginar que eran seres humanos? En esa época las cabezas eran los azulejos negros, los brazos los blancos, las piernas los negros otra vez. Y al lado del baño se halla la habitación de los abuelos. Éste era el ambiente más grande que cualquier otro de la casa. Te paras en el umbral, temiendo ingresar, pero desde ahí lo observas y lo hallas como siempre: lleno de esos recuerdos del abuelo de cuando fue a la guerra del Chaco —recortes de periódico enmarcados, los galones pegados a las paredes por medio de tachuelas— y del cerco a Boquerón también. ¿No hablaba el viejo de eso a veces? ¿De la vez que el ejército paraguayo los había rodeado y ellos habían resistido ahí dentro un montón de días sin comer y sin beber agua? También está la cama de dos plazas con la colcha multicolor tejida por la propia abuela Zoila, las estampitas de los santos en la cabecera, la enorme tele que te había pertenecido en el pasado a un costado, el tocador, el ropero del cual el abuelo Valentín se vanagloriaba de haber construido con sus propias manos.

(Y Papá: los malos recuerdos la tenían ya enferma, señorita).

En realidad es un encargo de su abuelo, repite Flores Maguiña en el Cementerio General, pero sólo quería que se

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lo dé cuando, entonces hace una pausa y observa el nicho una vez más, la escalera de madera tosca y astillada abandonada por los sepultureros aunque todavía apoyada en la pared del cuartel, cuando la señora Zoila falleciera. En ese momento el Perro Loco ríe: no es una carcajada de malicia, sino una risa de sorpresa. Un encargo de ultratumba, abuela Techa, piensa, como pasa con esas familias antiguas. Flores Maguiña lo observa por algunos segundos, enfadado, Papá, si no puede hablar ahora la entiendo, te dice el abogado, ¿quiere que ha-blemos mañana o prefiere que nos veamos el miércoles? Alicia niega con la cabeza y observa al Perro Loco. El pobre Perro sabe que cuando lo mira así debe empezar a dar algunas ex-plicaciones. Alicia es muda, susurra el Perro Loco señalándose los labios. Entonces Flores Maguiña parpadea, lo siento, no sabía, turbadísimo, sus abuelos nunca me dijeron, actorazo, balbucea poniéndose rojo y después de un rato tose bajito.

(Le dirás: todo tan bien planificado que ni lo sospe-chaba, Papá).

Se produce un momento de silencio. Lejano, se oye el llanto de una mujer. Entonces Alicia acciona las manos: hable nomás, dice después el Perro Loco, yo puedo traducir. Flores Maguiña se aclara la garganta, es un encargo de su abuelo, dice una vez más. Entras a la habitación al fin. Entonces in-tentas recordar lo que el abogado, lo que Flores Maguiña me había dicho en el Cementerio luego del entierro casi gritando y tú habías accionado las manos para que el Perro Loco le dijera dice que no grite, que no está sorda. Detrás del ropero que está en la habitación de sus abuelos, explica Flores Ma-guiña como recitando algo aprendido durante toda la noche, del lado derecho, ahí hay un hoyo y dentro algo que le dejó su abuelo. Hay un hoyo, continúa describiendo Flores Maguiña, está cubierto con un papel blanco. Piensas arrepentida: habría sido mejor traer al Perro, ese ropero debe ser pesadísimo y tú tan chiquita de cuerpo y con esos bracitos tan finos no ibas

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a poder moverlo. Acercas ambas manos, sujetas el borde del mueble y empujas y por fortuna el ropero estaba vacío y se mueve sin problemas: aparece el hoyo cubierto por un papel blanco —la abuela o el abuelo, vaya uno a saber, había ase-gurado los costados con diminutos clavos plomos—. Alicia busca en el tocador algo con qué romperlo y hallas una aguja de tejer torcida. Cortas los extremos y luego hincas la aguja en medio. El papel cae y lanzas la aguja sobre la cama. El hoyo no es muy profundo. Te acercas, observas y descubres que asoma un objeto y cuando lo extraes compruebas que se trata de una vieja lata de chocolates Mackintosh’s Quality Street. En la tapa aparece el sonriente guardia de rojo, la mujer de celeste, el paraguas chiquito en la mano derecha de ella. Y después Flores Maguiña agrega: y también necesito hablar con usted sobre la herencia que le dejaron sus abuelos, ¿po-demos tratar ese tema el miércoles? Te diriges hacia la cama, te sientas, colocas la lata sobre tus muslos y entonces la abres. ¿Puede el miércoles entonces?, vuelve a preguntar y dices que sí con la cabeza y el Perro Loco todo un cojudazo dice que sí puede. El abogado te pasa una tarjeta, venga por mi oficina, pero tú le pides un bolígrafo al Perro y luego de que se lo paso, ella escribe algo en el reverso, Satán: calle Cañada Strongest Nº 416 a eso de las nueve y media de la mañana ¿puede venir usted? Flores Maguiña lee y dice entendido, cierra la libreta, la guarda en el maletín de cuero café y se despide con un hasta luego. Sin embargo, antes de irse te entrega las llaves de la casa y dice si quiere puede ir a verla ahora. Alicia acciona las manos y dices voy más tarde y el Perro Loco traduce dice que va a ir más tarde.

(Y Papá: yo rezándole a mi Rayo, diciéndole Rayito, haz que le pique la curiosidad a la señorita Alicia para que vaya a ver lo que le dejó su abuelo).

La cosa es que ahora estás ahí, en esa casa antigua de la avenida 6 de Agosto, luego de haber seguido las instrucciones

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de Flores Maguiña, y tus dedos sacan de la lata de chocolates una bolsa negra. La abres con cuidado y aparece una foto en blanco y negro donde se ve a tu abuelo, el subteniente Va-lentín Soriano, mirando hacia la cámara con una expresión satánica y cadavérica, piensas: tan parecido a Charly Man-son, quién lo hubiera creído. El abuelo Valentín viste lo que parece ser el uniforme utilizado durante la guerra del Chaco, las botas negras hasta casi tocar las rodillas, los pantalones en bolsa a la altura de los muslos, la chaqueta puesta de cual-quier manera, como si se la hubiese colocado con rapidez, tenía un guante oscuro en una mano y la otra estaba libre, no traía gorro y menos galones. Al fondo, como una mancha, se distinguía un camión estacionado y a un costado de éste una pinta que decía Aguatero 85. Al pie de la foto había otra inscripción hecha con letras blancas: Boquerón, se leía, 29 de septiembre de 1932. Alicia deja la foto a un costado pues comprueba que dentro de la bolsa hay algo más: una libreta de tapas negras con una decena de hojas cuadriculadas. Lee el encabezamiento de la primera: libreta de investigaciones, y más abajo el nombre y el grado de su abuelo, y a un extremo dos palabras: una confesión. Estas dos últimas parecen haber sido escritas hace poco, pues pueden leerse con mucha mayor facilidad que las otras.

(Le dirás: era la letra de mi abuelo, la conocía a la perfección, pues no en vano la había falsificado centenas de veces para inventar excusas y justificar así las ausencias al colegio, Papá).

Lees las hojas de la libreta, lo haces esforzándote mu-chas veces, a ratos comprendiendo lo que dicen y a ratos no. Cuando terminas te rascas la cabeza. ¿Era cierto eso que contaba? ¿O se trataba de una broma? ¿Un invento del abuelo? ¿Había ocurrido todo lo que decía ahí? ¿Que él había conocido a quién en el cerco a Boquerón? ¿Y que ese quien le había enseñado a comer qué?

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(Y Papá sonriendo: toda nuestra historia escrita en esta libreta, señorita).

Levanta la cabeza. Ves el ropero desplazado, ambas puertas abiertas. ¿Por qué tu abuelo te dejó esa libreta? ¿Qué quiso decir con eso? ¿Y quién era la tal Julia?

(Le dirás: yo no sospechaba nada de lo que estaba por suceder, Papá).

De pronto tu celular vibra primero y luego suena una marcha fúnebre. Alicia abre la mochila, extrae el teléfono y lee la pantalla. Se trata de un mensaje de texto que le habías pedido al Perro Loco que te envíe luego del entierro, mañana tenemos ensayo, casa de Rodrigo, 7 PM, decía. Qué inoportuno era el amor, Alicia.