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PORTADA

39

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CONSEJO DE REDACCIÓN

Eikasia Revista de Filosofiawww.revistadefilosofia.com

Director Ejecutivo: Dr. Román García

Secretaría de redacción: Noemí Rodríguez y Pelayo Pérez

Consejo de Redacción (en constitución): Dr. Fernando Pérez Herranz (Universidad de Alicante), Dr. Patricio Peñalver (Catedrático Filosofía, Universidad de Murcia), Dr. Alberto Hidalgo Tuñón (Universidad de Oviedo), Dr. Román García (Dr. en Filosofía. Director Instituto de Estudios para la Paz), Mtro. Rafael Morla (Catedrático de Filosofía, Universidad de Santo Domingo, RD.), Dr. Antonio Pérez (Universidad de la Laguna), Dr. Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, Dr. Felicisimo Valbuena (Universidad Complutense de Madrid), Dr. Jose Antonio López Cerezo (Universidad de Oviedo), Dr. Silverio Sánchez Corredera, Dra. Alicia Laspra (Universidad de Oviedo), Dr. Pablo Huerga Melcón, D. Mariano Arias, Dr. Jacobo Muñoz (Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.) Dr. Félix Duque (Catedrático Historia Moderna Universidad Autonoma Madrid), Dr. Luis Álvarez Falcón (Universidad de Zaragoza).

Maquetado y diseño: Carlos González Penalva.

Edita: Eikasia Ediciones Bermudez de Castro 14 bajo c 33011 Oviedo. España. T: +34 984 083 210 F: +34 985 080 902www.eikasia.es [email protected]

ISSN 1885-5679

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NÚMERO 39Artículos / 4

Recapitulaciones del feminismo contemporáneo / 5Francisco Javier Gil Martín.

Críticas feministas a la democracia liberal / 13Iván Teimil García.

Donna Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios sociales sobre la ciencia y la tecnología / 38Noemí Sanz Merino

Justicia y diferencia en Iris Marion Young. La repolitización de la sociedad a través del concepto nuevo de justicia / 74Tamara Palacio Ricondo.

El encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional. Una aproximación a la teoría crítica de Nancy Fraser / 107Francisco Javier Gil Martín

Performidad y política en Judith Buttler / 133Franke Alves de Atayde.

La herencia ética y estética de Simone de Beauboir / 152Susana Carro Fernández.

Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com

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ARTÍCULOS 39Eikasía. Revista de filosofía

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Recapitulaciones del feminismo contemporáneoFrancisco Javier Gil Martín

El presente volumen de la revista Eikasia recopila varios artículos que

exponen y analizan diferentes contribuciones al feminismo de parte de

destacadas autoras de la teoría feminista contemporánea. La mayoría son de

origen anglosajón y trabajan en instituciones académicas estadounidenses. A

excepción de Simone de Beauvoir (1908-1986), de Betty Friedan (1921-2006),

de Susan Moller Okin (1946-2004) y de Iris Marion Young (1949-2006), el

resto de las autoras convocadas están en activo e incluso mantienen al día de

hoy una prolífica producción teórica: Judith Butler (1956-), Hélène Cixous

(1937), Nancy Fraser (1947-), Donna Haraway (1944-), Luce Irigaray (1932-),

Evelyn Fox Keller (1936-), Helen E. Longino (1944-), Catharine A. Mackinnon

(1946-), Kate Millett (1934-), Chantal Mouffe (1943-) y Anne Phillips (1950-).

Pese a que son tan sólo una nómina meramente representativa y por tanto harto

limitada y selectiva, esa selectividad y representatividad pueden ayudar

precisamente -o, al menos, esa es la intención que nos ha llevado a compilar

estos artículos- a componer y enmarcar algunos de los rasgos destacados y de las

principales tensiones dentro de un más amplio cuadro generacional.

En el artículo que abre el volumen, “Críticas feministas a la democracia

liberal”, Iván Teimil García elige tres enfoques del feminismo de gran

resonancia durante la década de los años noventa que, desde perspectivas bien

distintas, se muestran abiertamente críticos con la tradición liberal, se proponen

invertir el orden de sometimiento de las mujeres en las democracias realmente

existentes e intentan redefinir sus valores fundamentales de igualdad y libertad.

Ivan Teimil analiza, en primer lugar, la traducción de la célebre obra de

Catharine A. Mackinnon Toward a Feminist Theory of the State, de 1989. En

ese libro, la eminente jurista y activista ataca directamente la deficiente

conceptualización del Estado en la teoría feminista tradicional debido a la

adhesión de esta a los dos grandes paradigmas heredados del pensamiento

político, el liberal y el marxista. Para construir una auténtica teoría feminista del

estado, Mackinnon comienza destacando la necesidad de la toma conciencia por

parte las mujeres respecto de su situación fáctica de desigualdad sexual, y aporta

después importantes propuestas de transformación radical de las bases jurídicas

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relativas a esa desigualdad estructural, que atañen a cuestiones como la

violación y el acoso sexual, el aborto y el control reproductivo, la pornografía y

la explotación sexual de las mujeres. En último termino, Mackinnon aboga en la

obra citada por una reconfiguración auténticamente igualitaria del sistema

jurídico.

Los otros dos enfoques restantes contrastan de una manera muy clara con

la perspectiva postmarxista de Mackinnon. Por un lado, Iván Teimil glosa el

tratamiento de Anne Phillips de la insatisfacción feminista en torno a las tres

ideas liberales de ciudadanía, participación y heterogeneidad, si bien al

comienzo de su artículo Teimil adjudica sorprendentemente a esa autora una

perspectiva republicana que más tarde queda desmentida.

Finalmente, la malograda Susan Moller Okin trabajó desde dentro de una

perspectiva liberal y en las proximidades de la teoría de la justicia de John

Rawls, a la que sometió a una interesante crítica interna. El comentario de

varios artículos de Susan Okin le da ocasión a Iván Teimil para manifestar su

predilección por una noción política de imparcialidad que vaya más allá de la

neutralidad de las instituciones como mecanismos de protección de los derechos

iguales de los individuos y que sea acorde a las reivindicaciones de la diferencia

que buscan articular las demandas de los grupos desfavorecidos de la sociedad

con arreglo a criterios de justicia. El artículo concluye precisamente con una

apología (de resonancias habermasianas, más que rawlsianas) de esa noción

deliberativa de imparcialidad.

En su artículo “Donna Haraway. La redefinición del feminismo a través de

los estudios sociales sobre ciencia y tecnología”, Noemí Sanz Merino se fija

varios objetivos. En primer aporta un recorrido por los estudios sociales de la

ciencia y la tecnología, así como por el entronque de éstos con los estudios de

género sobre ciencia y tecnología. De este modo, Noemí Sanz puede resaltar

adecuadamente las críticas feministas de estos últimos estudios a los dudosos

compromisos antinormativos de que hace gala la tendencia hegemónica,

constructivista de aquellos primeros estudios CTS (con las variantes de la

Sociology of Scientific Knowledge de David Bloor y Barry Barnes, el Empirical

Programme of Relativism de H. M. Collins, el Social Construction of

Technology de T. Pinch y W. E. Bijker, y la Actor-Network Theory de Bruno

Latour). La relevancia de las críticas feministas al citado déficit normativo –

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tanto en lo epistemológico, como en lo moral y lo político-social- permite

igualmente resaltar las contribuciones específicas de dichos estudios de género.

En segundo lugar, Noemí Sanz dibuja una trayectoria de estos últimos en

correlación con la dinámica más general del feminismo de la segunda ola y, por

tanto, con la dialéctica entre el feminismo de la igualdad y las variantes del

feminismo de la diferencia. De hecho, Sanz contempla esa dialéctica

interiorizada en los estudios de género como una de las particulares “guerras de

la ciencia” y toma como exponentes de la misma las epistemologías feministas

de Evelyn Fox Keller y de Helen E. Longino.

Finalmente, Donna Haraway se nos presenta como la auténtica superación

de esas dinámicas. Dicho con las propias palabras de Noemí Sanz: “su interés

metacientífico permitirá a Donna Haraway poner patas arriba muchos de los

supuestos… aún presentes en los enfoques vistos hasta ahora, no sólo en

términos epistémicos y políticos, sino y especialmente a nivel ontológico, lo que

romperá con el debate entre igualdad y diferencia contribuyendo a una tercera

ola de la epistemología feminista. Al mismo tiempo, su trabajo ejemplifica una

lectura comprometida políticamente y reflexiva epistemológicamente que ayuda

a alejar ciertas perspectivas CTS de las Science Wars”. La exposición -

comprensiva y favorable- del feminismo cyborg de Haraway manifiesta, entre

otros aspectos, cierta predilección por los puntos de encuentro (no exentos de

crítica) con las posiciones de Bruno Latour y deriva, en el breve párrafo final, en

una interesante pregunta que cabe tomar como una incitación al lector.

El artículo de Tamara Palacio Ricondo, “Justicia y diferencia en Iris

Marion Young. La repolitización de la sociedad a través de un nuevo concepto

de justicia”, puede leerse en continuidad con el de Iván Teimil, puesto que

ambos artículos se inscriben dentro de la disciplina de la filosofía política y en

un ámbito de discusión compartido, y también porque ambos autores parecen

atender a una metodología parecida de lectura de los textos filosóficos. Iván

Teimil elige tres enfoques feministas que son partidarios de reformas profundas

de las instituciones democráticas que alcancen tanto a las políticas existentes

como a los conceptos e ideologías que las sustentan. Tal es el caso igualmente

del enfoque de Iris M. Young en Justice and the Politics of Difference, de 1990,

enfoque que se mueve entre la crítica postmarxista radical de Catharine

Mackinnon a la democracia como estructura del poder masculino y las críticas

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de las derivas anti-igualitaristas de la democracia liberal en que se centran tanto

Susan M. Okin como Anne Philips.

Tamara Palacio se centra fundamentalmente en la obra recién citada,

traducida al castellano en el año 2000. Comienza repasando las principales

críticas de Young al “modelo posesivo” de la justicia compartido por liberales y

marxistas, esto es, a las concepciones de la justicia centradas en la redistribución

equitativa de bienes materiales. Tras recordar esas críticas, que hacen referencia

a los procedimientos de la toma de decisiones, a la división del trabajo y a los

símbolos y significados culturales, Tamara pasa a la categorización de Young de

las formas de la opresión que operan en nuestras prácticas cotidianas: la

explotación, la marginación, la carencia de poder, el imperialismo cultural y la

violencia. El repaso de esas cinco categorías se concentra en su incidencia sobre

la autonomía y el desarrollo de las capacidades de las mujeres, a las que Young

considera uno de los principales grupos sociales afectados por la opresión como

categoría general.

Como no podía ser de otro modo, Tamara Palacio toma en consideración

las conocidas críticas de Young al ideal de imparcialidad como asimilación y

eliminación de la diferencia, así como la no menos influyente alternativa al

mismo y al modelo distributivo de la justicia con que está vinculado, a saber, las

nociones positivas de la diferencia y de la heterogeneidad en los espacios

públicos. Pero también toma en consideración aportaciones más recientes en las

que Young contrapone y defiende las políticas de la diferencia que se ajustan a

las cuestiones de justicia estructurales, como es el caso del movimiento

feminista, frente a las políticas de la diferencia cultural, que son las que han

dominado la agenda durante la década de los años noventa mediante los

movimientos sociales orientados por las cuestiones nacionales, étnicas y

religiosas.

El artículo concluye revisando algunos de los últimos trabajos de Young,

escritos poco antes de su fallecimiento, en los que la profesora de Chicago se

ocupó de problemas de orden transnacional. A este respecto, Tamara tiene muy

presente la obra de Nancy Fraser, de la que tal vez se sirve incluso a modo de

iluminación de contraste para enfocar y valorar dichos textos. En todo caso, es

en este parte final donde el artículo adquiere una tonalidad abiertamente crítica,

puesto que se cuestiona diversas insuficiencias e incongruencias de los

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planteamientos de Young sobre la justicia global, entre ellas las que atañen a la

problemática extensión de su modelo de la responsabilidad política con los

grupos oprimidos al plano de las relaciones entre Estados.

La contribución de Francisco Javier Gil Martín ofrece una exposición del

itinerario seguido por la teoría crítica de Nancy Fraser al tematizar la noción de

esfera pública en relación siempre con una concepción comprehensiva de la

justicia social. Comienza comentando las enmiendas críticas que Fraser planteó

a finales de los años ochenta a la teoría de la esfera pública de Habermas. A

continuación enlaza esa revisión con el modelo -inicialmente dualista- de la

justicia, que desde entonces encontró su amarre normativo en el principio de la

paridad participativa, y destaca que ese modelo singulariza el proyecto de Fraser

y las vicisitudes del mismo desde mediados de los años noventa hasta comienzos

de la última década. El artículo examina finalmente la reciente reconsideración

de la transformación estructural de la esfera pública bajo las condiciones de la

constelación postnacional, un tema central en la rectificación de dicho modelo

que Fraser ha ofrecido en su libro Escalas de la justicia.

Noemí Sanz termina su artículo enlazando las posiciones de Donna

Haraway con las de Judith Butler. Franke Alves de Atayde concluye el suyo,

titulado “Performatividad y política en Judith Butler”, entrelazando las

posiciones de la afamada teórica queer con la teoría política del pluralismo

agonista de Chantal Mouffe. Previamente, Franke Alves analiza con cierto

detenimiento dos nociones -disputadas y disputables- que desempeñan un papel

central en las propuestas de Butler, las nociones de género y de performatividad.

Por un lado, la crítica de Butler a la categoría identitaria de género y su

defensa del carácter cultural y socialmente construido no sólo del género, sino

también del sexo, comporta un profundo cuestionamiento del universalismo y

del esencialismo del sujeto feminista y, por consiguiente, una audaz mostración

de la insuficiencia del movimiento feminista mientras éste se atenga a la

categoría “mujer” como base de la solidaridad política.

Por otro lado, Butler puede sostener la construcción performativa de las

identidades sobre la base de una caracterización normativa de la

performatividad, que procede por reiteración y por exclusión. En un caso, tal

como lo traslada Franke Alves, “la performatividad se basa en la reiteración de

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normas que son anteriores al agente y que, siendo permanentemente reiteradas,

materializan lo que nombran. No se trata, pues, de una opción, sino de una

cohibición, aunque ésta no sea percibida como tal. De ahí surge su efecto

atemporal, que hace de ese conjunto de imposiciones algo aparentemente

‘natural’. El proceso de construcción de la identidad no es producido por un

sujeto, sino por una citacionalidad performativa que opera mediante la

reiteración de normas que producen tanto como desestabilizan la identidad”.

Por lo que hace a la exclusión, Butler enfatiza la construcción y la operatividad

de los cuerpos abyectos, incorformistas e inadaptados por contraposición a los

cuerpos inteligibles que se producen a través del acuerdo con las normas. Al

situarse fuera del régimen de inteligibilidad de la norma, los cuerpos abyectos

pueden descentrar y subvertir la construcción de la identidad. Y es entonces

cuando la performatividad adquiere radical relevancia política para la

transformación social.

Franke Alves detecta la relación de Butler con Mouffe en el rechazo

compartido de esquemas dicotómicos y esencialistas de pensamiento, en la

defensa del carácter constituido o producido del sujeto, en la consiguiente

resignificación de la categoría “mujer” y, en suma, en hacer de la inclusión de la

diferencia y la valoración de la pluralidad las condiciones para el logro de una

democracia radical, postliberal. Desde esa perspectiva, también para Butler el

conflicto aparece como categoría política fundamental y la política de

coaliciones contingentes como la estrategia adecuada, en particular para la

efectividad del propio movimiento feminista. En este contexto de acercamiento

de posiciones, la categoría política de la performatividad parece resultar a la

postre el equivalente butleriano para la apuesta de Mouffe por la variedad de

prácticas identitarias y movimientos pragmáticos que habrían de redefinir la

democracia en términos radicales.

En el artículo “La herencia ética y estética de Simone de Beauvoir",

Susana Carro Fernández conecta algunas de las reflexiones de El segundo sexo

con diversas teóricas que son exponentes bien del feminismo de la igualdad, bien

del feminismo de la diferencia. A través de unas y otras, Susana Carro comenta

igualmente una selección de creaciones plásticas contemporáneas que parecen

ilustrar, elaborar o incluso, en ocasiones, culminar dichas vinculaciones.

En relación con las feministas de la igualdad y su crítica a la razón

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patriarcal, Susana Carro indaga en la continuidad, por un lado, de la certera

apreciación de Beauvoir acerca de los mitos que recorren la historia de las

mujeres con la crítica mirada de Betty Friedan a la mística de la feminidad y a la

represión de la identidad; y, por otro lado, de la identificación beauvoiriana de

la situación de opresión con la identificación por parte de Kate Millet de la

sujeción de las mujeres bajo la política sexual del patriarcado. Mientras que los

fotomontajes de Bringing the war home, de Martha Rosler, presentan un agudo

comentario visual a la contribución de Betty Friedan, las instalaciones de la

célebre Womanhouse parecen hacer lo propio con las posiciones más radicales

de Kate Millet. Y mientras que la situación de opresión diagnosticada por

Beauvior la ve reflejada Susana Carro en la serie Femme Maison de la artista

coetánea Louise Bourgeois, la apelación de Beauvoir a una historia de las

mujeres con sus propios referentes y modelos la encuentra en cierto modo

comentada en The Dinner Party de Judy Chicago.

En relación con el feminismo de la diferencia y su crítica al logocentrismo

y al falocentrismo, Susana Carro se concentra en dos autoras europeas que, por

así decir, se valen de la ironía para recobrar en clave estética el Otro de Simone

de Beauvoir. La celebración por parte de Hélène Cixous y de Luce Irigaray de la

alteridad y del lenguaje recuperado en y mediante el cuerpo encuentra en este

caso su contrapunto en Interior Scroll de Carol Schneeman y en los Body Tracks

de Ana Mendieta. El resultado es una indagación en torno a conexiones entre el

arte y la teoría feminista tramadas o urdidas desde y con ideas claves de Simone

de Beauvoir.

Además de la relativa uniformidad temática de los artículos aquí

recopilados, existe otra afinidad entre ellos que creo que merece mencionarse.

Quienes contribuimos al presente volumen estamos o hemos estado vinculados

al Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo y los cinco artículos

que ahora se presentan son, de una u otra manera, resultado de esa vinculación.

Por un lado, Noemí Sanz Merino e Iván Teimil García fueron becarios de

investigación en dicho Departamento y leyeron sus tesis doctorales durante el

pasado curso académico. Iván Teimil presentó su tesis “Concepciones de la

justicia en la filosofía política contemporánea. Imparcialidad, universalismo y

diferencia” en octubre de 2009. Y Noemí Sanz presentó el día 21 de enero de

2010 “Estilos políticos de la ciencia y el giro ontológico en epistemología”, la

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primera tesis con mención europea en el título de doctor que se ha defendido en

el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Se trata en ambos

casos de trabajos de excelente calidad, como reconocimos los miembros del

jurado que tuvimos la oportunidad de evaluarlos.

Por otro lado, Tamara Palacio Ricondo y Franke Alves de Atayde fueron

alumnos del Máster Universitario en Filosofía del Presente, ofertado por la

Universidad de Oviedo, y elaboraron meritorios trabajos de fin de máster

durante el pasado curso académico. En la actualidad, Tamara Palacio es becaria

de investigación en el área de Filosofía moral del citado Departamento de

Filosofía, donde realiza la tesis titulada “El nuevo reto del feminismo:

reivindicaciones de la justicia en un marco global”. Mientras que Tamara

Palacio se especializa en cuestiones de feminismo y justicia global, teniendo en

su haber algunas publicaciones acerca de los planteamientos al respecto de Seyla

Benhabib y de Nancy Fraser, Franke Alves sigue una línea de investigación

centrada en las identidades colectivas. Licenciado en Ciencias Sociales por la

Universidade Federal do Pará (Brasil) y especialista en Ciencias Políticas por la

misma universidad, Franke Alves realiza en la actualidad el Máster en Modelos

y Áreas de Investigación en Ciencias Sociales en la Universidad del País Vasco,

adscrito al Departamento de Sociología II de dicha universidad; al mismo

tiempo, está redactando una tesis orientada hacia el estudio del cuerpo, la

sexualidad y la identidad nacional brasileña.

Finalmente, Susana Carro Fernández es Licenciada en Filosofía y Ciencias

de la Educación por la Universidad de Oviedo y doctora en la misma en 2006

con la tesis Del arte feminista al arte femenino. Es hasta la fecha autora de tres

libros: Educación para la igualdad de oportunidades (Ediciones FMB, 2001),

Tras las huellas de El segundo sexo en el pensamiento feminista contemporáneo

(KRK Ediciones, 2002) y Mujeres de ojos rojos (Editorial Trea, 2010). Y, en fin,

quien ha escrito esta introducción es profesor de ética y filosofía política en la

Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo.❚

Recapitulaciones del feminismo contemporáneo | Francisco Javier Gil Martín

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Críticas feministas a la democracia liberalIván Teimil García

Las últimas décadas del siglo XX nos dejan un amplio abanico de

perspectivas feministas articuladas desde posiciones políticas dispares. Todas ellas

tienen algo que reprocharle a nuestra democracia liberal, ora ensalzada ora

menospreciada según sea el discurso filosófico-político que pongamos en

circulación. Ahora bien, si en algo coinciden las autoras cuyas ideas se presentan

a continuación es en su insistencia en que la democracia actual debe volverse más

democrática y recuperar el contenido más profundo de los conceptos de igualdad

y libertad, que le confieren a nuestro sistema político su sentido más pleno. Por

supuesto, para estas filósofas (Catharine A. Mackinnon, Anne Phillips y Susan

Moller Okin) todo ello pasa por mejorar la situación de la mitad del género

humano que al amparo del poder democrático ha padecido una larga historia de

desventajas y discriminaciones. Desde las posturas más radicales hasta las más

moderadas las perspectivas feministas que se exponen en este artículo muestran

un menor o mayor descontento con la democracia liberal. Algunas -Catharine A.

Mackinnon- llevan su crítica hasta los cimientos mismos del sistema. Tales

cimientos están pervertidos desde el momento en que la democracia se articula

como un instrumento de coerción legal, social y política al servicio del “poder

masculino”. Otras –Anne Phillips y Susan Moller Okin- consideran que no es la

democracia misma pero si su deriva antiigualitaria la que ha de ponerse en

cuestión. Construyen sus argumentos desde perspectivas postmarxistas

(Mackinnon), republicanas (Phillips) o liberales (Okin). Y todas ellas opinan, al

igual que Iris Marion Young, que son necesarias reformas profundas, no solo en

las políticas sino también en las concepciones e ideologías de fondo, para invertir

la situación de sometimiento a la que todavía se ven abocadas muchas mujeres en

nuestra bienafamada sociedad de bienestar1.

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1 Algunas de estas críticas se articulan directamente contra el liberalismo político o la concepción de la justicia de John Rawls. Dado que el objeto de este artículo no es la filosofía política de Rawls, no haré más que las referencias imprescindibles a este autor. Por otro lado, las críticas de Phillips parecen dirigirse más bien contra el liberalismo radical o el libertarismo –representado por autores como Nozick- mas que contra el liberalismo de Rawls, cuyos rasgos le acercan en algunos puntos al republicanismo, lo cual le ha valido a Rawls la crítica de haber traicionado las promesas liberales.

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1. Catherine A. Mackinnon ha insistido igualmente en que la clave de la

emancipación de las mujeres con respecto a los modelos masculinos es la toma de

conciencia de sí mismas. En este sentido, y desde una perspectiva postmarxista,

Mackinnon insiste en que son ellas quienes han de subvertir los estereotipos, roles

y modelos que han pesado sobre las mujeres como imposiciones de la sociedad

patriarcal. En opinión de esta autora:

Igual que el método marxista es el materialismo dialéctico, el método

feminista es la creación de la conciencia: la reconstitución crítica y colectiva

del significado de la experiencia social de la mujer, tal y como la viven las

mujeres2.

Una de las críticas de Mackinnon a la teoría feminista tradicional es su

carencia de una concepción del Estado que defina, a su vez, la manera en que la

jurisprudencia debe obrar en favor de la mejora de la situación de las mujeres. A

falta de soluciones, la práctica feminista ha oscilado, según Mackinnon, entre una

teoría liberal del Estado y una teoría izquierdista. En la primera, el Estado se

concibe como árbitro neutral entre intereses enfrentados, y la ley basada en

principios (en principios de moralidad en algunas versiones) es un elemento de

incontrovertible imparcialidad. A juicio de Mackinnon, en esta concepción las

mujeres forman un grupo de interés dentro del pluralismo, un grupo que al igual

que otros padece problemas específicos de movilización y de representación y

está sujeto a un juego de ganancias y pérdidas. En la segunda de las concepciones

aludidas, en opinión Mackinnon, el Estado se convierte en una herramienta de

dominio y represión y la ley en instrumento legitimador de la ideología, de

manera que “cada aparente ganancia es un engaño y cada pérdida resulta

irreversible”. Según Mackinnon, tanto el liberalismo como el marxismo han

errado el camino a la hora de considerar los derechos de las mujeres debido a que

ninguna de las dos teorías reconoce a la mujer una relación específica con el

Estado:

El liberalismo aplicado a las mujeres ha admitido la intervención del

Estado en nombre de las mujeres como individuos abstractos con derechos

abstractos, sin examinar el contenido ni las limitaciones de estas nociones en

términos del género. El marxismo aplicado a las mujeres está siempre al

límite de aconsejar la abdicación del Estado como escenario, y con él aquellas

Críticas feministas a la democracia liberal | Iván Teimil García

Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com

2 Mackinnon, C. A., Hacia una teoría feminista del estado, Madrid, Cátedra, 1989, p. 155.

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mujeres a quienes el Estado no desoye o cuya situación no les permite

desoírlo. En consecuencia, el feminismo se ha quedado con estas alternativas

tácitas: o el Estado es una herramienta básica para la promoción de la mujer

y la transformación de su situación, sin análisis (por tanto estrategia) del

Estado masculino, o bien las mujeres quedan para la sociedad civil, que para

ellas ha parecido más fielmente un estado de naturaleza. El Estado, y con él

la ley ha sido omnipotente o impotente: todo o nada3.

Las cuestión fundamental para Mackinnon sería considerar cuál es la

estructura del Estado respetuosa con los intereses de las mujeres. A juicio de esta

autora, la teoría feminista no ha tenido en cuenta la relación entre el Estado y la

sociedad civil desde una perspectiva de género y, por lo mismo, ha eludido

preguntarse si el poder político encarna y sirve a los intereses masculinos en su

forma, dinámica, relación con la sociedad y políticas concretas, si está construido

sobre la subordinación de las mujeres y si es imaginable otra forma de poder que

no se erija desde la exclusiva consideración del punto de vista masculino. En este

sentido, la erección de la neutralidad de la jurisprudencia como presupuesto

fundamental del Estado liberal, sirve como estrategia legal para la aplicación

fáctica de aquel punto de vista. En palabras de Mackinnon:

El fundamento de esta neutralidad es el supuesto generalizado de que las

condiciones que incumben a los hombres por razón del género son de

aplicación también a las mujeres, es decir, es el supuesto de que en realidad

no existe en la sociedad desigualdad entre los sexos4.

A juicio de Mackinnon, el derecho positivo garantiza a su vez que el punto

de vista masculino será impuesto por la política estatal. El Estado protege así el

control masculino sobre la mujer, cuyas funciones primordiales son el uso sexual

y reproductivo. La mediación legal aparece como vestimenta de este control, al

servicio de un fin primordial: el presentar el dominio masculino como

carácterística de la vida y no como interpretación unilateral de un grupo

dominante. A juicio de Mackinnon, la ley institucionaliza el poder de los hombres

sobre las mujeres desde el momento en que quienes detentan el poder, que no son

las mujeres, diseñan las normas e instituciones de la sociedad. En opinión de esta

autora, la primera tarea para una transformación social es “enfrentarse a la

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3 Mackinnon, C., A., op., cit. p. 284.4 Mackinnon, C., A., op,. cit. p. 292.

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situación y darle un nombre”, un nombre que ni el feminismo liberal (que confia

en las leyes construidas por los hombres) ni el feminismo izquierdista (que no es

capaz de traducir la crítica radical en verdadera acción) han sabido darle a tal

situación. Habría que insistir en la desigualdad sexual de la mujer como su

verdadera y fáctica condición social. Para Mackinnon esta desigualdad tiene

como trasfondo igualmente fáctico una injusta, incorrecta y desigual distribución

del poder a favor de los hombres. Según Mackinnon, el método feminista parte de

esta situación de desigualdad, aprehendiendo la realidad de las mujeres desde

dentro y criticando sin cortapisas la sumisión que padecen. Este método comienza

con la creación de conciencia de esta sumisión y su objetivo no es simplemente

explicar el statu quo sino hacerle frente a través de la ley para transformarlo. Se

centra especialmente en los abusos más específicamente sexuales que sufren las

mujeres como género, abusos que las leyes de igualdad sexual no han resuelto en

su obsesión por los conceptos de identidad y diferencia. Para Mackinnon el punto

de vista masculino en las leyes ha permitido, subrecticiamente, la violación

reiterada de la integridad y los derechos de las mujeres. En palabras de esta

autora:

No hay ley que dé a los hombres derecho a violar a las mujeres. No ha

sido necesario, porque ninguna ley de la violación ha logrado jamás socavar

seriamente las condiciones del derecho de los hombres a tener acceso sexual a

las mujeres. No hay, todavía, ningún gobierno en el negocio de la

pornografía. No ha sido necesario, porque ningún hombre que quiera

pornografía tiene grandes problemas para conseguirla, independientemente

de las leyes sobre la obscenidad. No hay ley que dé a los padres derecho a

abusar sexualmente de sus hijas. No ha sido necesario, porque ningún Estado

ha intervenido jamás sistemáticamente en la posición social y el acceso a ellas

que tienen. No hay ley que dé derecho a los maridos a maltratar a sus

esposas. No ha sido necesario, porque no hay nada que se lo impida. No hay

ley que silencie a las mujeres. No ha sido necesario porque las mujeres ya

están silenciadas en la sociedad por el abuso sexual, porque no se las

escucha, porque no se las cree, por la pobreza, por el analfabetismo, por un

lenguaje que da sólo un vocabulario impronunciable a sus peores traumas,

por una industria editorial que practicamente garantiza que si alguna vez

alcanzan a tener voz no dejará huella alguna en el mundo. No hay ley que

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quite a las mujeres su intimidad. Casi ninguna mujer tiene nada que puedan

quitarle, y no hay ley que les dé lo que no tienen ya5.

Las experiencias de abuso sexual han permanecido excluidas de la doctrina

básica de la igualdad porque ocurren casi exclusivamente a las mujeres. Según

Mackinnon, la dependencia forzada de la mujer su relegación permanente a los

trabajos peor considerados viene unida a otra clase de desprecio normalmente no

considerados en su justa medida: los abusos sexuales contra las niñas en el seno

de la familia patriarcal, las violaciones, los reiterados malos tratos a las mujeres

en sus hogares, la prostitución y la industria de la pornografía (para la autora dos

caras de la misma moneda) son los más destacados ejemplos del sometimiento

femenino. Estas formas han quedado excluidas del lenguaje de la igualdad, al

considerarse como rasgos específicos de un grupo concreto, permitiéndose como

base para las reclamaciones de igualdad sólo las características que las mujeres

comparten con el grupo privilegiado. Mientras éstas sigan siendo condenadas

sileciosamente a la deshumanización y a la objetificación sexual, las leyes seguirán

siendo sordas ante su situación, pese a estar asegurada una igualdad

constitucional. En palabras de Mackinnon:

Las mujeres son deshumanizadas a diario, utilizadas en entretenimientos

denigrantes, se les niega el control reproductivo y están forzadas por las

condiciones de su vida a la prostitución. Estos abusos ocurren en un contexto

legal caracterizado históricamente por la privación de los derechos civiles, la

exclusión de la propiedad y de la vida pública y la falta de reconocimiento de

los daños específicamente sexuales. La desigualdad sexual, por lo tanto, es

una institución social y política6.

Traer a colación la desigualdad sexual es para Mackinnon la labor

primordial de una teoría feminista del estado. Problemas que habían estado

excluidos de la agenda política cobrarían así sus verdaderos relieves. Las leyes

contra la violación, que intentan ser neutrales con respecto al género tapan, según

Mackinnon, la especificidad de estos problemas. La violación, formalmente ilegal,

parece socialmente permitida ante la desventaja en que las mujeres se encuentran

con respecto a sus agresores. En opinión de esta autora, sólo unas leyes que

trataran la violación como una expresión de violencia física contra las mujeres

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5 Mackinnon, C., op. cit., p. 430.6 Mackinnon, C., op. cit., p. 438.

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serían realmente efectivas. Asimismo, el marco para tomar una decisión con

respecto al control reproductivo, debería centrarse en las mujeres como grupo

más que en la persona en general, poniendo freno a la tendencia que niega a la

mujer la capacidad de decisión sobre el uso de su cuerpo para la reproducción, y

otorga esta capacidad a los hombres. Para Mackinnon, la maternidad forzada es

una práctica de desigualdad sexual y, en este sentido el aborto debería ser

permitido e incluso, financiado. En palabras de la autora:

Quien controla el destino de un feto controla el destino de una mujer. Sean

cuales sean las condiciones de la concepción, si el control reproductivo de un

feto lo ejerce alguien que no sea la mujer, ese control reproductivo se quita

sólo a las mujeres como mujeres. Impedir a una mujer que tome la única

decisión que le deja una sociedad desigual es aplicar la desigualdad sexual7.

Según Mackinnon, dar a la mujer el control del acceso sexual a su cuerpo y

ayudas suficientes para el embarazo y el cuidado de los hijos, ampliaría la

igualdad sexual. En lo que respecta a la pornografía, a juicio de Mackinnon, la

producción masiva de la misma hace universal la violación de la mujer, “la

extiende a todas las mujeres, a las que explota, ultraja, y reduce como resultado

del consumo que los hombres hacen de ellas”8. Según Mackinnon, la pornografía

“sexualiza” la definición de lo masculino como lo dominante y de lo femenino

como lo subordinado. Lo que en el legalismo liberal es una forma de libertad de

expresión, supone la más cruda representación de los abusos que aquejan al

génenero femenino9.

A juicio de Mackinnon, los cambios que habrían de llevarse a cabo desde la

perspectiva de la igualdad sexual afectan a las propias leyes de la igualdad.

Tomando como telón de fondo la situación de desigualdad –y no la aparente

igualdad-, Mackinnon aduce que las leyes contra la discriminación no deberían

limitarse solo al empleo, la educación y la vivienda. Igualmente, tendrían que

reconocerse los derechos de gays y lesbianas como derechos de igualdad sexual,

por ser las formas de atentar contra estos grupos formas de discriminación

basadas en la sexualidad. Y por último, según Mackinnon, la explotación sexual

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7 Mackinnon, C., op. cit., pp. 441-442.8 Mackinnon, C., op. cit., p. 442.9 Véase también, Andrea Dworkin y Catharine A. Mackinnon, Pornogrphy and Civil Rights: A New Day for Women´s Equality, Minneápolis, Organization Against Pornography, 1988. Al respecto de la pornografía Andrea Dworkin mantiene una opinión similar a la de Mackinnon.

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de las mujeres, la prostitución y la maternidad de alquiler deberían ser

procesables como delitos. En opinión de Mackinnon, llevar a cabo estas medidas

exige, no obstante, reconocer el terreno ganado por la desigualdad sin aplicarle

atenuantes, y exigir la paridad civil sin disfrazar esta obligación como una

demanda neutra, con el fin de aplacar los ánimos masculinos. En el intento de

neutralizar las reivindicaciones como si fueran estándares, la teoría feminista

liberal y la teoría izquierdista han supuesto, para esta autora, el mismo

estancamiento en la conquista de los derechos de las mujeres. La jurisprudencia

liberal que afirma que la ley debe ser reflejo de la sociedad en la que surge y la

jurisprudencia de izquierda, que asume que la ley no puede más que extraerse de

la sociedad que la construye, contribuyen a la perpetuación del poder en su forma

masculina. Según Mackinnon, cuanto más se ajusta a los hechos objetivos, más

fielmente esta jurisprudencia aplica las normas masculinas que son las

socialmente institucionalizadas, y más elude considerar críticamente su propio

punto de vista. Por esta razón, una jurisprudencia feminista, con conciencia de

género, en opinión de Mackinnon, daría voz a quienes han estado silenciadas

promoviendo, más que reflexión, cambios concretos y sustantivos, leyes y

normativas específicas que permitieran a las mujeres alcanzar el status de

igualdad del que carecen y abandonar su papel como criaturas destinadas a la

reproducción y el sexo. La experiencia de este tipo de leyes es más bien escasa,

pero frente a las acusaciones de parcialidad –se dirá que esta legalidad sirve a los

propósitos de un grupo concreto- la autora tilda de igualmente parcial a la

“legislación masculina” y reivindica el derecho de las mujeres a decidir sobre su

destino, empezando por subvertir los modelos que, pese a ser tomados como

naturales, actúan como silenciosos mecanismos de exclusión y dominación.

2. Tras las palabras de Catherine Mackinnon encontramos los reclamos que

desde el incio del auge del feminismo, las teóricas afines a esta corriente –sin

ánimo de estandarizar sus perspectivas- han llevado al debate filosófico desde

posturas más o menos radicales, más o menos afines a las teorías izquierdistas o a

las liberales. Lo cierto es que como señala Anne Phillips, el feminismo ha estado

en pugna constante con la democracia liberal, que ha hecho un magro servicio a

las mujeres (pensemos, por ejemplo en la tardía concesión del derecho de sufragio

a las mujeres en todos los países democráticos. Ahora bien, en opinión de Phillips,

el liberalismo como corriente política desempeña un papel importante en el

desarrollo histórico de la tradición feminista y, en este sentido, ha servido tanto

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de elemento inspirador de la misma como de blanco predilecto para sus críticas10.

Para Phillips la ambivalencia está servida: en los años sesenta y setenta del siglo

XX las feministas se identificaron con los valores de una democracia local y

descentralizada, con una gran obsesión por la participación de la mujer, mientras

que en las décadas posteriores se produce un desdén hacia los mecanismos de la

democracia directa y un resurgimiento de la confianza en el potencial de la

democracia liberal –si bien esta confianza no es atribuible a todas las feministas,

como es el caso de Mackinnon. Según Phillips, la crítica feminista podría unirse

en este punto a la que muchos demócratas han esgrimido contra la debilidad de la

democracia liberal y su restricción del alcance del papel del ciudadano:

Para muchos/as demócratas, la debilidad decisiva de la democracia liberal

es la manera en que ésta ha restringido el alcance y la intensidad del

compromiso ciudadano, distanciándose tanto de los ideales clásicos de

democracia que se llegan a plantear algunas dudas sobre el uso del término11.

A juicio de Phillips, el movimiento feminista experimentó en conjunto una

transición desde la insistencia en la participación y los modos directos de llevarla

a cabo al énfasis en la idea de ciudadanía igual, uno de los ideales más

frecuentemente desmentidos por la democracia liberal. Sin embargo, según

Phillips, aunque habría que insistir en los graves déficits en el terreno de la

igualdad que ha permitido e incluso alentado la democracia liberal, no es fácil

demostrar que estas carencias estén ligadas a sus propios fundamentos:

A menos que se pueda demostrar que la democracia liberal se basa –y no

sólo históricamente, sino, en cierto sentido, en su propia lógica –en el

tratamiento diferencial de mujeres y hombres, ocuparse de esta diferencia

puede no alterar sus parámetros básicos12.

A través del análisis de tres ideas clave que vertebran la críticas feministas,

Phillips investiga si tales críticas ponen en cuestión las bases del propio sistema

político liberal o, lejos de ello, siguen en la línea de la denuncia de aquellos graves

déficits democráticos. Las tres ideas a las que Phillips alude son las siguientes:

ciudadanía, participación y heterogeneidad.

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10 Véase, Phillips, A., “¿Deben las feministas abandonar la democracia liberal?”, en Perspectivas feministas en teoría política, Carme Castells (comp.), Paidós, Barcelona, 1996, 1ªEd. 11 Phillips, A., op. cit., p. 80.12 Phillips, A., op. cit., p. 86.

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(1) Phillips se refiere en primer lugar a la idea de ciudadanía. La desigual

representación de la mujer en los organismos políticos mundiales y estatales

constituye para las feministas uno de los ejemplos más flagrantes de desigualdad.

Asimismo, el estado del bienestar que introduce los llamados derechos sociales –

acceso a la educación, al empleo o al subsidio en su caso- en el concepto de

ciudadanía funda, a juicio de Phillips, un nuevo régimen de dependencia de la

mujer, en tanto que ésta se entiende como al cargo del hombre, responsable de su

seguridad y manutención. Al igual que la distribución de estatus y poder político

en función del género, la distribución de trabajo remunerado y no remunerado,

también sesgada por el género, daña seriamente a la mujer y la coloca en una

posición de desventaja. Según Phillips, el logro de las feministas consiste en que

su llamada de atención sobre esta desigualdad ha conseguido desplazar el debate

en torno a la igualdad sexual del ámbito privado al ámbito público. Como

resultado de ello, este asunto se considera un aspecto más dentro de las

reivindicaciones de igual ciudadanía. Para muchas feministas el status de las

mujeres como ciudadanas se basa en unas premisas o acuerdos de desigualdad

sexual que son inherentes a la política liberal. Sin embargo, para Phillips, la

propia democracia liberal ha exhibido una cierta capacidad para reformular y

repensar conceptos que han estado en el punto de mira de la crítica feminista –la

distinción público/privado, por ejemplo- siendo flexible a la hora de adaptar estos

conceptos a las cuestiones de la diferencia grupal. Por lo tanto, en opinión de

Phillips, si la democracia liberal ha logrado, en alguna medida autocorregirse –de

ahí la sensibilidad de las legislaciones hacia la violación o los malos tratos de las

mujeres en el ámbito del hogar-, necesitaremos algo más que justificaciones

históricas para establecer una continuidad entre desigualdad y fundamentos

democráticos liberales:

La preocupación con respecto a la democracia liberal como sistema

totalizador respecto del que podemos manifestarnos <<a favor>> o <<en

contra>> no resulta de mucha ayuda, puesto que atribuye a la democracia

liberal una mayor rigidez teórica de la que en realidad su historia ha puesto

de manifiesto13.

En opinión de esta autora, las democracias liberales han extendido el

alcance legítimo de las interferencias del gobierno en los mercados en parte como

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13 Phillips, A., op. cit., p. 81

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consecuencia de la política llevada a cabo por laboristas y socialdemócratas.

Asimismo, debido al impacto del feminismo, los estados han accedido a elaborar

leyes que intentan proteger a la mujer de la violencia y garantizar la igualdad en

las condiciones de trabajo. La crítica de la ciudadanía desigual continúa

justificadamente siendo central para las tendencias feministas. Ahora bien, para

Phillips, ello no diverge demasiado de la tradicional objeción al sistema liberal

que exponen muchos demócratas: la democracia nos vende un concepto de

igualdad política formal, irrealizable dadas las acusadas diferencias en las

circunstancias materiales desiguales de los ciudadanos. Es por ello que desde el

concepto de ciudadanía, a juicio de Phillips, el feminismo no podría basarse en

nada original para dinamitar los cimientos de la democracia liberal. En caso

contrario, debería demostrar que alguno de estos cimientos es incapaz de sostener

el ideal de igualdad política y –por ende, de igualdad política de género- pero de

esto no tenemos, según Phillips, demostración satisfactoria.

(2) El segundo gran elemento de insatisfacción feminista que señala Phillips

se refiere a la idea de participación. Según esta autora, en este caso también hay

problemas a la hora de valorar si las críticas feministas añaden algo sustantivo al

ya célebre discurso contra el minimalismo de la democracia liberal. Las feministas

en su primera fase, vieron con buenos ojos las antiguas prácticas de democracia

directa. Sin embargo, estas prácticas trajeron consigo, según Phillips, algunas

consecuencias adversas:

El énfasis en las asambleas aumentó la participación e hizo que ésta fuese

más activa, pero los grupos de mujeres encontraron dificultades a la hora de

desarrollar los mecanismos necesarios para afrontar los conflictos, y

especialmente en la primera época (ya que más adelante las dificultades

disminuyeron) las mujeres esperaban descubrir hasta qué punto sus intereses

eran compartidos. La falsa homogeneidad de la <<hermandad>> impuso la

tremenda presión de alcanzar un consenso común, mientras que el modelo de

actividad política prácticamente familiar impuso <<un peaje que no siempre

es coherente con el interés feminista por la autonomía y el propio

desarrollo>>14.

No obstante, el énfasis en la participación de la mujer fue, a juicio de

Phillips, necesario y conveniente. La apariencia de homogeneidad puede

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14 Phillips, A., op. cit., pp. 86-87

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solucionarse, en opinión de esta autora, cuando tomamos en serio la verdadera

heterogeneidad de los intereses de grupo. Sin embargo, Las consecuencias

adversas aquí señaladas podrían constituir, según Phillips, un buen argumento de

los escépticos contra la democracia participativa. Para desarticular esta enmienda

a la totalidad que llevan a cabo los escépticos Phillips realiza algunas

aclaraciones:

Los escépticos reconocerán que éste es uno de los puntos de divergencia entre

la democracia liberal y la participativa, ya que el liberalismo acepta el

desacuerdo como algo inevitable y no culpa a nadie por ello. Sin embargo, el

compromiso activo en favor de la democracia participativa, acostumbra a ir

en sentido contrario, ya que, en lugar de considerar a las personas y a sus

intereses como algo dado, persigue un proceso de discusión, transformación

y cambio. Ello no quiere decir que la democracia participativa presuponga

necesariamente la convergencia en alguna <<voluntad general>>, aunque esas

tendencias, tenían mucho peso, sin duda alguna, en los primeros años del

movimiento feminista contemporáneo15.

Según Phillips, el aspecto más relevante a señalar en relación a las asambleas

ciudadanas es que sólo funcionan correctamente en el contexto de comunidades

pequeñas por lo que su aplicación a los estados-nación modernos es problemática

debido a lo numeroso de sus poblaciones. Por otro lado, la noción de ciudadanía

activa que esta política asamblearia exige –así como cualquier otro método de

participación activa en la vida pública- presupone, a juicio de esta autora, que

alguna otra persona se ocupa de las tareas del cuidado de los niños, necesarias

para el mantenimiento de la vida cotidiana. No todas las mujeres tienen esta

posibilidad por lo que “su tiempo para la política es más restringido que el

tiempo de los hombres”. Las feministas han insistido, según Phillips, en las

ayudas sociales y la responsabilidad compartida de hombres y mujeres para

posibilitar a las mujeres un acceso más pleno a la vida pública, sin que ello haya

redundado en una mejora total de su capacidad de acceso a la misma puesto que,

al fin y al cabo, son las mujeres las que siguen ligadas a las tareas de cuidado y

crianza de los hijos. Con todo, la política asamblearia puede acarrear efectos

desigualitarios que, en opinión de Phillips, la democracia liberal elude de manera

ejemplar en el principio del voto: en las elecciones cada voto cuenta como uno

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15 Phillips, A., op. cit., p. 87.

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con independencia de quién lo emita. Una participación más sustancial se expone,

según Phillips, a la pregunta: “¿quién te ha elegido a ti para decidir?” En este

sentido el voto y la firma de peticiones nos exigen menos tiempo y son

imparciales en el sentido de que cada voto o cada firma cuenta igual que todos los

demás:

Cualquier otra manifestación del compromiso democrático implica a unos

grupos a los que por lo general nadie ha elegido y que no tienen autoridad

para hablar en nombre de los demás. Por consiguiente, al reflexionar sobre

qué significa una representación equitativa e igual, vemos que la propia

debilidad de la democracia liberal se convierte en la mayor de sus fuerzas.

Precisamente porque sus exigencias son tan mínimas, y porque sólo nos pide

que vayamos ocasionalmente a depositar nuestro voto a un colegio electoral,

puede contar con el compromiso de la mayoría16.

A juicio de Phillips, la fuerza de la crítica feminista al minimalismo de la

democracia liberal reside precisamente en que el voto es insuficiente como

expresión de nuestros intereses y necesidades. El voto por si solo difícilmente

constituye una estrategia de control a manos de los ciudadanos, sobre todo

cuando los programas políticos están articulados vagamente y las diferencias

entre ellos (y, a mi juicio, esto lo constatamos cada vez más en relación a ciertas

políticas) son nimias. A su vez, las elecciones periódicas no deberían tomarse

como expresión incuestionable de preferencias. En opinión de Phillips, ello

colabora en el mantenimiento del statu quo y supone igualmente que las mujeres

pueden expresar como grupo sus reivindicaciones votando en una determinada

dirección. Sin embargo, parafraseando a Phillips, “la identidad femenina es

múltiple e inestable, llena de una variedad ingente de casos, no susceptible de ser

expresada a través de la simple elección periódica”. Las mujeres no sólo han

sufrido desigualdades materiales de renta o de ocupación sino también

marginación y falta de poder. En cambio, en opinión de esta autora, estos tipos

de opresión no se resuelven con el arma del voto democrático, a través del cual

las mujeres podrían apoyar la elección de un gobierno que prestara oídos a la

desigualdad que padece su colectivo. La solución pasa, a juicio de Phillips, por la

reestructuración de un contexto institucional que limita la participación y el

desarrollo de las capacidades de las mujeres. En este sentido la creación de

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16 Phillips, A., op. cit., p. 89

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conciencia –que proponía Mackinnon- y la liberación de la mujer como ser

dependiente vienen unidas a una intensificación de la presencia femenina en la

vida pública que sólo es posible a través de la lucha de las propias mujeres.

¿Significa esto que los principios de la democracia liberal impiden la consecución

de la igualdad o simplemente que el reto reside en una mayor democratización en

el marco de dicha democracia? Phillips contesta con estas palabras:

Así las cosas, el problema con la democracia liberal no reside tanto en que

sea intrínsecamente incapaz de ampliar formas de participación ciudadana,

como en la autocomplacencia con la que afirma haber satisfecho todas las

aspiraciones democráticas legítimas. Aunque dar fe de eso no significa que

sea más fácil ocuparse de ello.(...) La conclusión podría ser más bien

históricamente contingente que lógicamente determinada, pero en un período

de la historia en que los demócratas liberales creen haber ganado todas las

batallas políticas, esta autocomplacencia es un poderoso obstáculo a una

mayor democratización17.

(3) La democratización del sistema político liberal lleva a Phillips a

considerar un tercer elemento problemático (la heterogeneidad o diferencia de

grupo), que tiene que ver con la concepción del individuo como unidad básica de

la vida política. El problema, a juicio de esta autora, estriba en la homogeneidad

que el liberalismo prescribe a la hora de tratar las diferencias de grupo. Su

individualismo abstracto permite la diferencia a la vez que afirma que ésta no

debería ser tomada en cuenta. Según Phillips, en su aspecto positivo esta asunción

supone un igualitarismo profundo –recuérdese a Rawls cuando afirma que las

diferencias de status, raza, riqueza, o talento son moralmente irrelevantes. En su

aspecto negativo, esta homogeneidad al considerar las diferencias obra en favor

de la ocultación de las mismas, pues supone que no existe relación entre

diferencia y desigualdad, cuando de hecho así es.

En opinión de Phillips, el individualismo abstracto de la democracia liberal

es un impedimento al reconocimiento del género como factor político relevante,

porque asume un concepto de ciudadano cuyo sexo resulta irrelevante. Teniendo

en cuenta los escritos de Iris Marion Young, Phillips se pregunta si la igualdad

política puede ser algo significativo sin mecanismos formales de representación en

función del grupo. Entre las medidas concretas que Young propone destacan la

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17 Phillips, A., op. cit., p. 91

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concesión de subvenciones públicas para la organización de los grupos oprimidos,

la recepción de las propuestas de estos grupos por los políticos y el derecho de

veto en lo referente a políticas que les afectaran directamente. Ahora bien, para

para Phillips, la representación de grupo es un tema complejo, por la dificultad de

determinar cómo y quién debe legislar cuáles son los grupos que reúnen las

condiciones necesarias para adquirir una representación adicional, o cuáles son

las reivindicaciones de cada grupo. Por ende, la idea de grupo social también es

problemática debido a la ingente variedad de personas diversas que encierra,

amen de la coincidencia en la característica específica del grupo que las acerca. La

representación de grupo o, en su caso, el establecimiento de cuotas mínimas de

representación para hombres y mujeres (por ejemplo, la listas paritarias de los

partidos políticos), pueden constituir un avance en el terreno de la igualdad, pero

no estas medidas no son la solución a todos los problemas. Phillips argumenta

que el punto de vista de las mujeres ha de seguir articulándose constantemente sin

olvidar que éste es solamente uno más de los temas candentes en nuestra

democracia. A juicio de Phillips la insistencia de muchas feministas en los temas

de género parece granjearse el hastío del resto de la sociedad, que descalifica

como <<asuntos de mujeres>> las cuestiones tratadas por estas teóricas y

políticas. Por ello, para Phillips el reto del feminismo sería el de articular el punto

de vista de las mujeres sin claudicar ante la intención de incluir sus intereses bajo

los intereses del genérico “hombre”, pero a la vez sin centrarse exclusivamente en

los intereses de grupo. En palabras de Phillips:

[D]ebemos seguir articulando <<el punto de vista de las mujeres>> cuando

éste sólo es uno entre otros muchos temas candentes. Lo que inspiran estas

palabras no sólo es el temor a quedar confinadas en una vía secundaria (...)

sino un sentimiento más profundo que nos indica que la política se ocupa de

una amplia gama de asuntos y perspectivas que no se reducen a los intereses

o a las necesidades de un grupo determinado18.

A juicio de Phillips la democracia liberal, en su recurso al individuo como

unidad básica de la política, dificulta una consideración correcta de los grupos

desfavorecidos y de sus intereses (cuya satisfacción, a veces requerirá

representación de grupo). En opinión de Phillips, la cuestión de si este

individualismo a ultranza es algo inherente a la democracia liberal no es algo fácil

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18 Phillips, A., op. cit., p. 95.

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de determinar, puesto que las democracias occidentales han realizado gestos de

reconocimiento de las minorías y han introducido cambios en las legislaciones

para proteger los derechos de las mujeres, homosexuales o inmigrantes19.

Las tres áreas utilizadas por Phillips para exponer las insatisfacciones

feministas con respecto a la democracia liberal no parecen constituir, sin

embargo, una enmienda a la totalidad del sistema, sino más bien un refuerzo a los

argumentos a favor de una democracia fuerte: los individuos reclaman más poder

–materializado en políticas concretas- no sólo como individuos sino como

integrantes de colectivos concretos. En este sentido, para Phillips la crítica de la

dependencia de la mujer, y la necesidad de transformar la identidad de género a

través de una participación más activa constituyen elementos indispensables para

subvertir las políticas y prejuicios que fomentan la desigualdad sexual. A juicio de

Phillips, el amplio marco de la democracia liberal puede acoger a una democracia

más rica e igualitaria, sin embargo, hemos de considerar seria y críticamente las

carencias de la democracia presente. En palabras de la autora:

Lo cierto es que ni en la teoría ni en la práctica, la democracia liberal ha

logrado resolver el problema de la igualdad sexual, por lo que sería un magro

resultado para la democracia en general que los extraordinarios

acontecimientos políticos de las décadas de los ochenta y noventa

desembocasen en un período de celebración acrítica de la limitada

democracia de la que disfrutamos en la actualidad20.

En un artículo posterior al citado, Anne Phillips se cuestiona si el

republicanismo constituye una alternativa plausible a la hora de reconocer las

reivindicaciones de los grupos y en concreto los intereses de las mujeres21. Según

Phillips, el republicanismo actual se ha opuesto decisivamente a tres aspectos que

parecen acercarle a las insatisfacciones feministas con respecto a la política

democrática liberal: su oposición al pluralismo de los grupos de interés, la

insuficiencia de las definiciones de libertad como no interferencia y el declive de la

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19 Phillips cita dos nombres como contraejemplo a la idea de que el individualismo abstracto que impide la consideración de la diferencia es inherente a la democracia liberal: Will Kymlicka que plantea una defensa liberal del reconocimiento de los derechos de los grupos y Michalel Walzer que ha reformulado las críticas comunitaristas al liberalismo como un debate dentro del liberalismo. Véase Phillips, op. cit., p. 95.20 Phillips, A., op. cit., p. 97.21 Phillips, A., “Feminismo y republicanismo: ¿es ésta una alianza plausible?”, en Nuevas ideas republicanas, Ovejero, F., Martí, J. L., Gargarella, R. (comps.), Barcelona, Paidós, 2004, 1ª Ed., pp. 263-285.

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calidad de la vida pública de las sociedades contemporáneas. A juicio de Phillips,

el republicanismo se perfila como sustituto idóneo del socialismo y, al mismo

tiempo, mantiene la distancia necesaria con respecto al liberalismo.

Según Phillips, la crítica del republicanismo a la política de los grupos de

interés corre paralela con el rechazo feminista a la idea de la política como

mercado: está reforzará siempre los intereses de aquellos grupos más

privilegiados, por lo que parece un medio inapropiado para reflejar las

preocupaciones feministas. Pero además la consideración exclusiva del interés de

grupo refleja, a juicio de Phillips, “un esquema predeterminado e inalterable” que

impide la correcta percepción por parte de las propias mujeres sobre las

relaciones de poder que las colocan en situación de desigualdad. En palabras de

Phillips:

Si hay algo que subyace virtualmente a toda la política feminista es la

creencia de que las mujeres se han educado en el marco de relaciones no

equitativas de poder, y que las mujeres, tanto como los hombres pueden

llegar a internalizar estas relaciones hasta el punto de que les parezcan

inevitables. Y los reclamos que hacemos en tal caso (o los intereses que

expresamos) a menudo parecen ser débiles variantes respecto de las

condiciones actuales. De este modo, las madres que viven en una sociedad

que ha practicado durante mucho tiempo la mutilación genital femenina bien

pueden expresar su deseo de que sus hijas deban ser operadas en mejores

condiciones higiénicas que las que tuvieron ellas mismas, pero puede

resultarles más difícil rechazar sin más la operación, debido al miedo de que

esto provoque que sus hijas no puedan casarse22.

Ahora bien, según Phillips las feministas se han opuesto a los republicanos

en su hipostatización del interés común que ignora la importancia de los

conflictos de interés. El llamamiento de los republicanos a dejar de lado los

reclamos individuales y privados, no repara en que los intereses de hombres y

mujeres divergen. La exclusión de la mujer del usual concepto de bien común les

obliga a adoptar el camino contrario a la igualación. A juicio de Phillips, en el

caso de las mujeres, la identificación de un interés propio no va en detrimento de

su presencia pública sino que significa un paso hacia la emancipación. Así, las

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22 Phillips, A., op. cit., 2004, pp. 273-272.

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mujeres para librarse de la sumisión “han tenido que ser más y no menos

autointeresadas”23.

En opinión de Phillips el mayor punto de encuentro de las feministas con el

republicanismo es su clamor por una revitalización de la esfera pública –que en el

caso de las mujeres busca asegurar para ellas un papel más activo. Sin embargo, a

juicio de Phillips, los republicanos todavía operan con una dicotomía demasiado

tajante entre lo público y lo privado que somete a las mujeres a una exclusión

tanto práctica –por la menor participación de la mujer en el mercado de trabajo o

en la política- como conceptual –por la categorización de las actividades

femeninas como <<domésticas o privadas>>24 . A pesar de ello, a juicio de

Phillips, la alternativa republicana ha cobrado fuerza en las feministas frente al

inmovilismo y autocomplacencia de la tradición liberal. En expresión de Phillips:

El feminismo es en gran parte un descendiente del liberalismo: está

alimentado por una crítica similar de las posiciones inmutables de las

jerarquías tradicionales, por un compromiso similar con la autonomía

individual, por una creencia similar en que los seres humanos son iguales por

naturaleza, cualquiera que sea la vida que lleven adelante. Pero la tradición

liberal se desarrolló durante demasiado tiempo en un ámbito exclusivamente

masculino, y las presunciones que se formaron en su seno han sido fuente de

inquietud para todas las generaciones feministas posteriores. Durante gran

parte del siglo XX, las feministas han tratado de moderar los excesos del

liberalismo mediante la adopción del pensamiento socialista; ahora que el

socialismo mismo está en retirada, el republicanismo luce como un aliado

más prometedor25.

El liberalismo, a juicio de Phillips, se asocia igualmente con un sesgo

individualista-posesivo: “cada uno ha de velar por uno mismo”. Según Phillips, a

su vez, el republicanismo ha restado importancia a los conflictos de interés

anteponiendo su concepto de bien común, se ha centrado en lo político en

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23 Citando a Young, Phillips recuerda que las invocaciones al desinterés o a la imparcialidad han ido en contra de las reivindicaciones de los grupos que recientemente han articulado sus preocupaciones distintivas (véase, Phillips, A., op. cit., 2004, p.273). A mi juicio, la idea restringida a la que Young alude al referirse a la imparcialidad, una idea que según mi criterio muy pocos defenderán, es muy distinta de la idea de justicia como imparcialidad que yo defiendo, imprescindible –que no obstaculizadora- para una consideración abierta e inclusiva de los intereses legítimos de todos los grupos. 24 Una de las autoras que practica esta rígida distinción, a la que se opondrían las feministas es, según Phillips, Hannah Arendt (véase Phillips, op. cit., 2004, p 281)25 Phillips, A., op. cit., 2004, p. 284.

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detrimento de lo social y lo económico, y ha idealizado el ámbito público

olvidando que éste ha de ser reformulado para que su vigorización tenga

consecuencias relevantes para las mujeres. Estas clasificaciones son harto

simplistas pues, como ya he explicado, ni el liberalismo puede entenderse

unitariamente por su fijación en el autointés ni el republicanismo por la pura

homogeneización de los intereses en un concepto asbstracto de bien común26. Sin

embargo, Phillips reconoce que la tradición republicana tomada críticamente

puede constituir una alternativa o un correctivo a la democracia liberal tal como

la entendemos hoy. Coincido con la autora en que la revitalización de una esfera

pública en la que las mujeres puedan en pie de igualdad hacer valer sus intereses

parece más cercana al modelo de un republicanismo deliberativista.

Las reflexiones de Phillips arrojan una conclusión muy clara: no se trata de

asumir en bloque una tradición determinada –más aún, cuando existe

ambivalencia dentro de la propia tradición- sino que la adaptación de la teoría

feminista a una determinada corriente filosófico-política se debe refinar y matizar

hasta donde sea posible.

3. En contraste con la orientación que parece tomar el último artículo citado de

Anne Phillips, Susan Moller Okin opta por una reformulación de las críticas

feministas dentro de la teoría de la justicia rawlsiana. En opinión de esta autora,

la ausencia de reflexiones sobre justicia y familia y justicia y género plantea un

serio problema a la teoría de Rawls, no resuelto y, si cabe más desatendido en El

liberalismo político. En la tercera parte de Teoría de la justicia, señala Okin,

Rawls se refiere a la familia monógama como parte de la estructura básica de la

sociedad, admitiendo que las familias desempeñan un papel primordial en la

educación moral inicial. Sin embargo, a juicio de Okin, en El liberalismo político

contradice esta afirmación, sugiriendo que las familias al estar fundamentadas en

el afecto quedan fuera del radio de acción de los prinicipios de justicia. Asimismo,

Rawls en esta obra separa “lo político” de “lo personal y lo familiar” ámbitos

nuevamente regidos por la dimensión afectiva de la que carece lo político. Ahora

bien, desde un punto de vista político es importante, a juicio de Okin, que se

preste atención a la justicia en las familias y entre los sexos debido a los cambios

y transformaciones que las unidades familiares han sufrido en los últimos años:

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26 Phillips también repara en esta idea.Véase, Phillips, op. cit., 2004, pp. 284-285.

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Como es bien sabido, actualmente en los Estados Unidos casi la mitad de

los matrimonios acaban en divorcio; casi una cuarta parte de los niños/as

viven en hogares monoparentales (en un noventa por ciento de los casos, con

su madre); una todavía pequeña –aunque creciente- porporción de niños/as

son criados por parejas del mismo sexo, y la mayor parte de mujeres con

hijos menores de tres años trabajan fuera de sus hogares27.

La familia tradicional se ha quebrado dando paso a nuevas unidades. En

este sentido, Okin tiene razón en decir que las relaciones familiares deben

considerarse políticas en algunos aspectos, sobre todo frente a las incursiones de

otros grupos o colectivos que abogan por las familias entendidas al modo

tradicional. A mi juicio, una regulación de los derechos de las familias cuyos

padres son personas del mismo sexo (en lo que se refiere el derecho al

matrimonio, a la cobertura legal de la pareja y de los hijos) o de las familias

monoparentales (en lo que se refiere a ayudas económicas y sociales para poder

compatibilizar la crianza con el trabajo) es esencial desde el punto de vista de la

justicia social.

En opinión de Okin, las familias pertenecen claramente a la estructura

básica de la sociedad pese a que Rawls contradiga su primera opinión en El

liberalismo político. El intento de Rawls de evitar la construcción de una teoría

moral comprehensiva le habría llevado a limitar su concepción política de la

justicia a unos pocos aspectos básicos, definidos por las esencias constitucionales,

lejos de los cuales sería muy difícil mantener la estabilidad de tal concepción. Las

visiones de la vida de las diferentes escuelas, universidades, asociaciones, iglesias,

etc, quedan fuera del ámbito de lo político y del ámbito de la razón pública. Sin

embargo, esta suposición rawlsiana encierra considerables dificultades. A juicio

de Okin, parece posible mantener en privado la opinión de que quienes no creen

lo que nosotros creemos serán condenados y sostener en cambio (dado un aprecio

por los valores como la paz y la estabilidad política) que el Estado no debería

imponer la propia religión. Ahora bien, como expone Okin sostener en privado la

creencia de que los negros y las mujeres son inferiores por naturaleza, sin que ello

afecte a la propia capacidad de relacionarse con tales personas como ciudadanos

libres e iguales parece imposible. Coincido con Okin en que existen creencias que

difícilmente podremos poner entre paréntesis a la hora de relacionarnos

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27 Okin, S. M., “Liberalismo político, justicia y género”, en Perspectivas feministas en teoría política, Carme Castells (comp.), Barcelona, Paidós, 1996, 1ªEd., p. 130

31

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políticamente con los otros, por lo que la escisión tajante entre lo público y lo no

público, lo político y lo no político se vuelve más bien difusa y perjudica la

estabilidad que antes queríamos circunscribir a los principios de lo público como

blindados contra injerencias irrazonables.

Okin considera demasiado optimista a Rawls cuando afirma que la mayor

parte de las religiones históricas pueden ser consideradas como razonables. En

opinión de esta autora, hay serias dudas sobre si ciertas formas de

adoctrinamiento entrarían dentro de la categoría de <<razonable>> utilizada por

Rawls. Por ende, según Okin, existe un grave conflicto entre la libertad

confesional y la igualdad de las mujeres. Rawls parece ignorar que en muchas

ocasiones las sectas rechazan la tendencia hacia la igualdad sexual:

[L]as sectas infringen el principio anticastas que, en otros casos –por ejemplo,

cuando se trata en casos de raza y etnicidad- Rawls considera

razonablemente establecido por los principios de justicia28.

A juicio de Rawls, las asociaciones varias de la estructura básica de la

sociedad son libres para promover determinados cursos de acción a sus

miembros, siempre y cuando éstos tengan ya garantizado el status como

ciudadanos libres e iguales y sean tanto conscientes de las alternativas existentes

como libres para adoptarlas, en caso de que resulten más satisfactorias para el

desarrollo de sus proyectos racionales de vida. Sin embargo, Okin entiende que

esto no es posible en el seno de las familias y de las religiones que predican la

desigualdad entre los sexos, o por ejemplo, la esclavitud, o la inferioridad de

personas inmigrantes o de distinta raza. En estos casos, en opinión de Okin, el

liberalismo político no puede mantener su promesa de tolerancia tan amplia con

respecto a las diferentes concepciones del bien. Asimismo, para Okin es de

lamentar que en El liberalismo político se pierda el énfasis que Rawls puso en “la

familia como primera escuela de justicia” (por emplear el término de John Stuart

Mill), especialmente cuando las familias muchas veces practican la injusticia en lo

relativo a la distribución de trabajo, poder, oportunidades, ocio, acceso a los

recursos y otros bienes importantes. Muchas familias ni siquiera proporcionan un

entorno seguro en lo fundamental. A juicio de Okin, si excluimos a las

asociaciones, subcomunidades (y por ende a las familias) del ámbito de los

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28 Okin, S. M., p. 135.

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principios de justicia les damos la posibilidad de que inculquen a sus miembros

los valores de jerarquía y desigualdad en lugar de, por ejemplo, los valores

igualitarios que representa el principio de la diferencia. En palabras de Okin:

Al separar la esfera de lo político, a la que deber aplicarse la justicia, de la

esfera personal, asociativa y familiar, donde debe haber mayor tolerancia

ante numerosas creencias y estilos de vida muy distintos, Rawls parece cerrar

la posibilidad de que las familias (y asociaciones) sean justas29.

En la introducción a El liberalismo político Rawls afirma que las cuestiones

de la desigualdad y la opresión de las mujeres se pueden abordar apelando al

mismo principio de igualdad que Lincoln esgrimió para condenar la esclavitud.

Siguiendo el influjo de este principio, Okin considera que la sociedad debe

organizarse para restituir a la mujer aquello que históricamente le ha sido parcial

o totalmente negado, tal como ocurre en los sistemas de castas30. La justicia para

las mujeres es todavía un objetivo pendiente, debido a que la estructura de la

sociedad es heredera de aquel otro organigrama político en que la mujer estaba

legalmente subordinada y destinada a prestar servicios sexuales y domésticos. No

obstante, abolida la subordinación legal de la mujer en las sociedades

occidentales, los supuestos sociales que justificaban su subordinación continúan

vigentes:

No importa cuán formalmente iguales sean las mujeres, mientras que sigan

teniendo una responsabilidad desproporcionada respecto de las tareas

domésticas, la crianza de los hijos/as y el cuidado de las personas enfermas y

ancianas, y mientras su trabajo siga siendo algo privado, infravalorado, no

remunerado o escasamente remunerado, el principio anticastas seguirá siendo

violado y las mujeres estarán sistemáticamente en situación de desventaja31.

Okin explica que la explotación sexual y racial comporta diferencias

importantes. En primer lugar las mujeres blancas no han sido con mucho tan

explotadas como los negros de ambos sexos bajo la esclavitud. En segundo lugar,

siguiendo a Okin, la situación de las mujeres difiere al menos en tres aspectos de

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29 Okin, S. M., op. cit., p. 14330 Okin cita a Deborah Rhode, Catharine Mackinnnon y Cass Sunstein como teóricos, que junto con ella misma, han insistido en la idea de considerar al género como un sistema de castas que obliga a un replanteamiento de la sociedad en términos más igualitarios. Véase, Okin, S. M., op. cit., pp. 145-147.31 Okin, S. M., op. cit., p.146.

33

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la de los esclavos liberados. Primero, no hay alternativa establecida para el

trabajo no remunerado –esto es, el trabajo doméstico, incluyendo la crianza y el

cuidado de los hijos- mientras que existían al menos dos alternativas al trabajo

esclavista: el trabajo asalariado y la recolección por cosechas –aunque a veces

estas tareas estaban también mal remuneradas. Así, en lo referente a las mujeres

sería necesario que se reconocieran las tareas reproductivas como trabajos

socialmente necesarios. Segundo, Okin señala, que la vulnerabilidad física, sexual

y psicológica de las mujeres es menos visible que la de los antiguos esclavos,

quedando oculta en el hogar, y la vulnerabilidad económica no se hace explícita

hasta el divorcio o la separación. Tercero, la opresión de las mujeres, tal como

señaló Mill, se volvió un problema más complejo por el hecho de que la mayoría

de las mujeres convive íntimamente con un hombre y, a consecuencia de ello

cualquier cambio significativo en las relaciones entre los sexos provoca

sentimientos muy intensos y encontrados. Más allá de estas diferencias, para

Okin lo que las mujeres necesitan para superar su sumisión tiene algo en común

con lo que necesitaban los esclavos. Tal como a estos hubo que proporcionarles

tierra para que no se vieran obligados a pasar de la esclavitud a un trabajo

asalariado racista, las mujeres necesitan igualmente los medios económicos y los

cambios estructurales necesarios que les posibiliten, más allá de la igualdad

formal, acceder a los mismos puestos de poder social y económico que les estaban

vedados. Aunque parezca una reivindicación trasnochada, en multitud de

ocasiones los trabajos de mujeres y hombres están desigualmente remunerados en

función del sexo. Como otras feministas, Okin insiste en que es necesario

implementar las ayudas y la cobertura a las mujeres que van a dar a luz, para que

este hecho no se convierta en un elemento discriminatorio y permita a las mujeres

desarrollar una vida laboral en igualdad de condiciones y disfrutar de un permiso

parental con las garantías suficientes de poder reincorporarse a su anterior

trabajo32.

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32 Frente a las críticas feministas de Rawls, Okin intenta “redimir” la posición original rawlsiana aduciendo que la imagen de maximizadores puramente desinteresados refleja más que la elección entre egoístas racionales, la empatía, la benevolencia y la misma preocupación por los demás que por uno mismo. Aludiendo a textos de Rawls en los que éste habla de estos sentimientos morales, Okin intenta demostrar que ocupan también un lugar importante en su teoría de la justicia. Según Okin estas reflexiones de Rawls tienen como consecuencia la reducción de la oposición directa entre razón y sentimiento, justicia y cuidado, que han favorecido la exclusión de la mujer. Para esta interpretación véase especialmente, Okin, S. M., “Reason and Feeling in Thinking about Justice”, en Ethics, 1989, pp. 289 y ss.

34

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Acomodar las exigencias legítimas que los grupos desfavorecidos de la

sociedad plantean a nuestro sistema democrático sigue siendo uno de los retos

fundamentales a los que se enfrenta la teoría política actual. Como he mostrado

en otros trabajos gran parte de las teorías de la justicia y la democracia del siglo

XX han hecho explícito que las bases de tal sistema democrático deben erigirse

sobre fundamentos imparcialistas, escrupulosamente respetuosos con las

libertades y derechos de todos los ciudadanos que se han sedimentado en nuestra

cultura pública. En contraste, la filosofía política que aboga por la afirmación de

las identidades diferenciales, y en particular la filosofía feminista, ha denunciado

la cortedad de miras de las teorías imparcialistas a la hora de tratar con las

particulares reivindicaciones de cada grupo minoritario o desaventajado33. Según

los autores afines a esta línea, la teoría política no debería construirse sobre los

parámetros imparcialistas y universalistas que ha manejado el liberalismo e

incluso cierto sector del republicanismo, sino sobre la consideración de la

diferencia de grupo y la constatación de la opresión real que estos grupos sufren,

aún en las sociedades democráticamente más avanzadas. El compaginar la

atención y las medidas necesarias para paliar la injusta y arbitraria situación a la

que se ven sometidas las personas que integran sectores minoritarios o

desfavorecidos de la sociedad, con los derechos formales más fundamentales,

sigue siendo una de las tareas pendientes en nuestro presente democrático. Por lo

mismo, se vuelve perentorio el diseño de programas y políticas que dispongan una

convivencia más democrática y plural en el futuro.

Sin embargo, no es cierto que la idea de la justicia como imparcialidad sea

errónea para articular las demandas de los grupos desfavorecidos de la sociedad.

Tales demandas nos obligan a reparar en que concebir esta imparcialidad

exclusivamente como neutralidad de las instituciones –protectoras de los derechos

iguales- ante el quehacer de los individuos es insuficiente. Resulta fundamental

igualmente atender a su dimensión dialógica-discursiva. Si así lo hacemos la

justicia como imparcialidad no es contrapuesta sino, al contrario,

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33 El propio Rawls reconoce al inicio de El liberalismo político, el peso que tienen en su obra las cuestiones relativas a la tolerancia política y religiosa frente a otras relacionadas con la diferencia: “Podría parecer que mi énfasis en la Reforma y en la larga disputa acerca de la tolerancia como orígenes del liberalismo político resulta anacrónico a la vista de los problemas de la vida política contemporánea. Entre nuestros problemas más básicos están los raciales, étnicos y de género. Y podría parecer que éstos son problemas de naturaleza muy distinta que requieren principios de justicia distintos de los discutidos por la Teoría.” ( Rawls, J., El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 2006, p.24).

35

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complementaria de la justicia como atención a la diferencia. La justicia como

imparcialidad así concebida expresa que sólo son justas las normas, leyes y

consensos que recogen por igual el interés de todos los potencialmente afectados.

La imparcialidad en este caso, lejos de concebirse como criterio absoluto,

ciego ante las diferencias, es una pauta deliberativa que enfatiza precisamente la

obligación democrática de acoger a todos aquellos que esgrimen una

reivindicación legítima. La imparcialidad, que no supone exclusión ni

justificación acrítica del orden existente, como mantienen algunas feministas, sino

inclusión y disposición a la crítica, expresa -tal como recuerda Habermas- el

contenido de la justicia postradicional. Esto es así porque ésta ya no puede

medirse en ninguno de los ámbitos sociointegradores de nuestro sistema –moral,

política, derecho- por el rasero de las ideas justificatorias de un “ethos” concreto.

Al contrario, ha de expresar en cualquiera de los tres ámbitos aludidos, lo que

está en el interés de todos, o lo que es lo mismo, aquellos contenidos básicos que

tenemos buenas razones para proteger y salvaguardar en todo caso.❚

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Donna Haraway. La redefinición del feminismo a

través de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología34

Noemí Sanz MerinoUniversidad de Oviedo

Resumen: El pensamiento feminista dentro de la epistemología se abrió paso en la

década de los ochenta del pasado siglo. Los estudios de género, como parte de los

llamados estudios culturales dentro de la corriente de los Science Studies,

enriquecieron sobremanera este incipiente campo disciplinar a través de la

inclusión de nuevas categorías analíticas y objetos de estudio. Sin embargo, su

característica militancia política se veía limitada por los mismos debates internos

que afectaban al resto del feminismo contemporáneo desde su consolidación en

los años setenta. Con el presente trabajo se quiere destacar la importante

contribución de Donna Haraway a la superación de las llamadas Science Wars y,

especialmente, mostrar cómo, al mismo tiempo, redefinió el propio feminismo

epistemológico haciéndolo escapar de un debate interno que consideramos se

identificaba con la más general escisión entre feminismos de la igualdad y de la

diferencia.

Abstract: The Feminist thought makes its way within epistemology in the eighties

of the past century. Gender Studies, as part of the so-called Cultural Studies,

enriched the incipient Science Studies including new analytical categories and

focuses of attention. However, their characteristic political militancy became

limited by the same internal debates that had affected the rest of the

contemporary feminism since the seventies. In this work I stress the Donna

Haraway’s important contribution to overcome the Science Wars and,

particularly, I expose how, at the same time, she redefined the feminist

epistemology helping it to escape from its also division between “Difference

Feminism” and “Equity Feminism”. ❚

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34 Este trabajo no hubiera sido posible sin el apoyo del Ministerio español de Ciencia e Innovación a través del proyecto de investigación “Concepto y dimensiones de la cultura científica“ (FFI2008-06054/FISO).

38

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Donna Haraway. La redefinición del feminismo a

través de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología

Noemí Sanz MerinoUniversidad de Oviedo

I. Introducción

El feminismo contemporáneo obtiene su madurez como movimiento

teórico-político en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el contexto

de los movimientos contraculturales y por los derechos civiles, especialmente

destacados en EEUU. A este nuevo periodo se le llamó la “segunda ola” del

feminismo, para diferenciarlo de las primeras formas de defensa y reivindicación

de los derechos de la mujer que se habían sucedido desde la ilustración francesa

hasta los sufragismos inglés y norteamericano de principios del siglo XX. Pero, al

igual que aquella primera ola no estuvo constituida por un enfoque teórico y

político uniforme acerca de la figura femenina en la vida social occidental,

tampoco la segunda ola designa a un movimiento feminista homogéneo.

Si bien al comienzo de la misma existió brevemente una hegemonía del

posteriormente llamado “feminismo de la igualdad”, a principios de la década de

los setenta se puede hablar ya de la consolidación de una fuerte crítica a éste

desde el conocido como “feminismo de la diferencia”. Se podría pensar que,

como para ambos feminismos lo importante era que mujeres y hombres tuvieran

los mismos derechos civiles y reconocimiento social, ello sería suficiente para

hacer viable un proyecto político-social compartido. Pero, según no pocos

especialistas, el feminismo como movimiento social y político efectivo se vio

truncado en aquella segunda ola, precisamente, por la distinta manera de pensar

las condiciones de partida para esa igualdad social, las cuales parecían demasiado

vinculadas a la defensa o no de diferencias naturales y/o histórico-sociales entre

géneros. Se trata de lo que Nancy Fraser35 catalogó como el fracaso a la hora de

relacionar una política cultural de identidad y diferencia con una política social

de justicia.

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35 Nancy Fraser, “Multiculturalidad y equidad entre los géneros: Un nuevo examen de los debates en torno a la ‘diferencia’ en EE.UU.”, Revista de Occidente, n. 173, 1995, pp. 33-55.

39

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Como veremos en los siguientes apartados, se puede establecer un

paralelismo entre esta trayectoria teórico-política y lo sucedido con los llamados

estudios de genero sobre ciencia y tecnología. La epistemología feminista

mantendrá un interés reivindicativo por un lugar más destacado de la mujer en las

prácticas tecnocientíficas, primero, y más tarde defenderá el género como

categoría sociológica que habrá de tenerse en cuenta también en el análisis

epistemológico sobre la justificación de teorías científicas y en la aceptación de

determinados desarrollos tecnológicos. Con ello, enriquecerá los Estudios sociales

de la ciencia, habitualmente adolecientes de una interpretación prescriptiva sobre

el proceder científico-tecnológico. Sin embargo, sus representantes, escindidos

igualmente según sus interpretaciones epistemológicas fueran ofrecidas desde la

igualdad o la diferencia, serán también blanco de las críticas de lo que emergerá,

entonces, como una tercera ola del feminismo dentro de la epistemología

finisecular. Donna Haraway será una de las principales protagonistas de esta

nueva postura.

II. El “género” y la teoría feminista

El punto de vista feminista hegemónico hasta principios de los años setenta

fue aquel que defendía la posibilidad de un proyecto político profundamente

igualitario para hombres y mujeres. Según este feminismo de la igualdad,

cualquier diferencia a la que se pudiera apelar en la construcción de tal proyecto

común denotaba algún tipo de sexismo. Esta postura se mantuvo incluso cuando

la categoría de “género”, en tanto diferenciada de la de “sexo”, se hizo con el

protagonismo de las disputas entre esta postura y la del feminismo de la

diferencia en el ámbito de los estudios sociales y culturales propios del último

tercio del siglo veinte.

Aunque la categoría analítica “género” en las ciencias sociales, como una

condición humana no innata y vinculada al ámbito de la cultura, comenzó a

utilizarse en primer lugar en la psicología médica teórica y clínica interesada en

los trastornos de identidad sexual, fueron los estudios antropológicos donde

floreció el uso de la versión anti-biologicista de “género” 36, allanando con ello el

camino a la aparición de la primera versión del feminismo de la diferencia.

Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino

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36 Marta Lamas, “La antropología feminista y la categoría de ‘género’”, Nueva Antropología, Vol. VIII, n. 30, 1986, pp. 174-198.

40

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Hasta los años setenta, la tendencia generalizada dentro de los análisis

antropológicos era la de tener en cuenta la diferencia sexual como una variable

explicativa del estatuto social y/o la división del trabajo, es decir, de las

identidades culturales. El sexo, como un factor natural inmutable, determinaba

funciones tan fundamentales como la maternidad, la cual solía justificar, a su vez,

la tradicional reclusión femenina en el ámbito de la vida privada. La aparición del

“género” fue el comienzo del fin de modelos tan clásicos como el de la teoría

paleoantropológica que concedía una papel subordinado a la mujer-recolectora

respecto de las actividades propias del hombre-cazador (vinculándolas siempre a

consideraciones biológico-anatómicas).37

Durante los años setenta surgieron multitud de estudios de caso que

mostraban que, en distintas culturas, los hombres y mujeres desempeñaban las

mismas actividades (es decir, en unas comunidades eran las mujeres las tejedoras

de canastos, mientras que en otras podían ser los hombres, por ejemplo). Al

mismo tiempo y sin embargo, tal diferenciación en esas tareas era culturalmente

justificada como propias de cada sexo sobre los mismos argumentos. La división

de trabajo y poder, por tanto, ya no mostraba una correlación tan clara con las

características sexuales, sino con un rasgo que se presentaba relativo a cada

cultura concreta: el género. De esta manera, éste se convirtió en el centro de

atención. Ya no había que estudiar las diferencias biológicas como las diferencias

de género.

En este contexto, la antropología y otros estudios culturales que utilizaron

el prisma feminista hicieron suya aquella consideración de Simone de Beauvoir

acerca de que “no se nace mujer, se llega a serlo”38. El “género”, como producto

cultural, dentro del binomio naturaleza/cultura, no sólo permitía desvelar cómo la

condición sexual como argumento de las ciencias sociales se presentaba más bien

como el resultado de una naturalización del “género” (es decir, que el “sexo” era

Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino

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37 Las necesidades de la caza se presentaron durante mucho tiempo como el nicho de la cooperación, comunicación, uso de herramientas, etc. que habrían desencadenado la evolución cultural propia de los homínidos. Como alternativa a esta teoría del hombre cazador, establecida a mediados del siglo XX, paleoantropólogas como Adrianne Zihlman y Nancy Tanner presentaron la versión contraria basándose en similares argumentos: fue, precisamente, la necesidad de crianza el contexto para el desarrollo de la comunicación y la inteligencia, mientras que la recolección de frutos y plantas se presentó como la fuente alimenticia más segura y constante durante la evolución homínida. Véase: N. Tanner y A. Zihlman, “Women in Evolution. Part 1. Innovation and Selection in Human Origins”, Signs, n.1, 1976, pp. 585-608.38 Simone de Beauvoir, El segundo sexo, en Obras Completas, Vol. 2, Madrid: Aguilar, 1981 [original 1949], p. 247.

41

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un constructo social), sino que, además, ayudaba a esclarecer con mayor

precisión cómo esa supuesta diferencia natural se volvía política y socialmente

desigualdad.39

El feminismo de la igualdad había ejercido su militancia en la defensa de

una igualdad de derechos civiles, especialmente, fundamentándose en

reinterpretaciones de las polémicas contractualistas clásicas del XVII, pues las

relaciones entre hombres y mujeres bien podían ser vistas también como resultado

del contrato civil moderno: la libertad civil conseguida mediante el contrato social

no habría sido universal porque, a su vez, habría sido también un contrato sexual

que perpetuó la tradicional dominación masculina. Las propias mujeres habrían

sido, asimismo, objeto de tal contrato: “El contrato (sexual) es el vehículo

mediante el cual los hombres transforman su derecho natural sobre la mujer en la

seguridad del derecho civil patriarcal”.40

Con el uso de la categoría “genero” por parte del feminismo de la

diferencia, la teoría y el activismo feministas pudieron entrar a combatir

directamente los más profundos fundamentalismos biologicistas que habían

contribuido a perpetuar ese supuesto contrato sexual. Ahora bien, aún

considerándose el binomio entre géneros masculino y femenino un artefacto

cultural impuesto histórico-culturalmente que habría posibilitado las estructuras

socio-políticas subyugantes de la figura femenina en las diferentes culturas, para

las feministas de la igualdad cualquier diferenciación que se admitiese como

punto de partida era sinónimo de sexismo y sospechosa de esencialismo, por lo

que su postura continúo minimizando la diferencia misma entre ambos géneros.

Aun con todo, la mayor limitación del feminismo de la diferencia se encontró en

su propia evolución.

El también llamado feminismo cultural surgió como rechazo interno a lo

que parecía un enfoque feminista aún androcéntrico, tanto en su análisis de la

historia de las mujeres como en su propuesta de una sociedad más justa. No le

faltaba razón al considerar que la aspiración del feminismo de la igualdad era la

inclusión de la mujer en la esfera pública tal y como ésta ya existía. El primer

feminismo no entraba a criticar las características estructurales de ese ámbito

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39 M. Lamas, op. cit., p. 184 y ss.40 Carole Pateman, El contrato sexual, México: Anthropos, 1995 [original 1988], p. 15.

42

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como resultantes del patriarcado histórico, sino que, además, al hacerlo, según las

teóricas de la diferencia, devaluaba la condición femenina misma: aceptaba la

masculinidad como norma en su caracterización de lo que debía ser una sociedad

igualitaria universal. Por otro lado, estaba su también homogenización sexista de

pensar en términos universales la condición de subordinación femenina,

ocultando su implicación en jerarquías de clase, raza, etnicidad y sexualidad. En

realidad, esta última consideración crítica será aplicable a ambos feminismos y

constituirá un elemento fundamental del malogrado proyecto político de la

segunda ola del feminismo.41

A mediados de los años ochenta, tras la orquestación política de los

distintos movimientos sociales resultantes de la contracultura42, el consecuente

protagonismo teórico y político del debate en torno al multiculturalismo y la

postmodernidad, y del florecimiento ya señalado de los estudios culturales

feministas desde las ciencias sociales, surge un segundo tipo de feminismo de la

diferencia en el que se pasarán a centrar las discusiones feministas, al menos,

hasta mediados de la década de los noventa. Lo que empezó como una

reconfiguración feminista interna en torno a la diferencia entre géneros

(masculino-femenino) se volvió, por aquellos años, una redefinición en términos

intra-género (es decir, en torno a las diferencias entre mujeres).

Como avanzábamos, la principal crítica dirigida desde el feminismo de la

igualdad al de la diferencia tenía que ver con su caída en el sexismo, pues su

exaltación de la femineidad en sí, si bien no se basaba en argumentos

naturalizados, respondía a estereotipos socio-culturales que perpetuaban las

diferencias de poder existentes entre géneros. Efectivamente, las primeras teorías

de la diferencia tendían a privilegiar el fenómeno femenino, como si su condición

histórico-cultural les hubiera dotado de unos valores mejores a nivel socio-

político, lo que según las críticas no hacía más que perjudicar a las mujeres, pues

destacaban como origen de tales virtudes las funciones domésticas, familiares, etc.

tradicionalmente desempeñadas. Además, aunque no todas las feministas de la

diferencia necesariamente presentaban como mejor a la femineidad frente a la

masculinidad, casi todas exaltaban la igualdad de género entre mujeres, a través

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41 N. Fraser, op. cit. 42 Aant Elzinga y Andrew Jamison, “Changing Policy Agendas in Science and Technology”, en Sheila Jasanoff et al. (Eds), Handbook of Science and Technology Studies. Sage Publications, 1995, pp. 572-597.

43

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de la defensa de la existencia de una suerte de solidaridad femenina universal

como consecuencia de la dominación compartida a lo largo de la historia. Pese al

explícito rechazo del tradicional innatismo de las teorías androcéntricas por parte

de las teóricas de la diferencia, tanto su apelación a un sexismo cultural como a

una supuesta solidaridad femenina las acercaban sobremanera también al

esencialismo, aunque se tratara de uno cultural más que biologicista.

En ese mismo esencialismo centrarán su atención las voces críticas de

feministas lesbianas, afroamericanas y de distintas etnias y clases sociales. Un

nuevo feminismo de la diferencia pone de manifiesto cómo no es lo mismo ser

mujer heterosexual y cristiana en EEUU que serlo afroamericana y pobre. De

hecho, no es lo mismo ser mujer en Europa que en la India. Para estas nuevas

teóricas, tanto el universalismo intra-género como la supuesta solidaridad

femenina defendidos hasta entonces eran quimeras igualmente cargadas de

valores culturales muy concretos: occidentales, blancos, heterosexuales, de clase

media, etc. A mediados de los ochenta se empezaba a hacer patente que no sólo

había dos géneros (masculino y femenino) sino que había una gran diversidad de

los mismos (transexuales, lesbianas, gays, travestidos, etc.), y, además, que todas

esas categorías, así como el reconocimiento social de tales condiciones, estaban

también profundamente contextualizadas en diversas circunstancias y discursos

socio-culturales.

A finales del siglo veinte había, pues, una constelación de teorías y

propuestas feministas que llegaron hasta el relativismo y el antiesencialismo más

radicales, afirmando, por ejemplo y respectivamente, que todas las formas de

feminismo y de cultura tienen el mismo valor, o que todas las identidades se

reducen a ficciones discursivas represivas43. Todas estas perspectivas eran, sin

duda, difícilmente reconciliables, lo que no facilitó un proyecto político concreto,

aunque, por otro lado, ello fue lo que constituyó el germen de la tercera ola

dentro del feminismo, tal y como mencionaremos al final de este trabajo.

Pese a estas cuestiones teóricas, a partir de los años setenta, el progreso civil

del colectivo femenino era a nivel de derechos civiles equiparable al masculino en

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43 En el citado trabajo de Nancy Fraser se puede encontrar una revisión breve de todas estas teorías y sus críticas mutuas. Véase, en relación al uso concreto de “género”, Donna Haraway, “‘Género’ para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra”, en Ciencia, Cyborgs y Mujeres: La reinvención de la Naturaleza, Valencia: Ediciones Cátedra, 1995 [original 1991], pp. 213-251.

44

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la mayoría de los estados desarrollados. Ahora bien, quedaban aún muchos

caballos de batalla en la vida cultural de estos países para poder hablar de una

paridad generalizada. La actividad científica, tan fundamental para la vida

pública de los países postindustriales, era un buen ejemplo de la falta de

participación femenina o, al menos, de uno de esos lugares donde se mantenían

blindados techos de cristal. De hecho, dado el incremento del protagonismo y

relevancia sociales de la ciencia y la tecnología durante el siglo veinte, no es de

extrañar que el feminismo encontrara en su estudio un importante escenario para

su activismo político. Antes de entrar a tratar específicamente los estudios de

género sobre ciencia y tecnología así como, más concretamente, la epistemología

feminista, veamos primero el contexto académico del que pasaron a formar parte:

los ahora en conjunto identificados indistintamente como Estudios sociales de la

ciencia y la tecnología o Estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS).

III. La guerra (civil) de la ciencia

La consolidación de los Estudios sociales sobre ciencia y tecnología se sitúa

en la década de los ochenta del pasado siglo, pero su aparición se remonta a dos

décadas antes. A este respecto suelen distinguirse dos orígenes paralelos de los

mismos aunque, sin embargo, hoy se consideran ya parte de un mismo colegio

invisible. 44

Por un lado, también en el contexto de los movimientos contraculturales

estadounidenses aparece un activismo intelectual y social que, en concreto, se

posiciona contra las consecuencias socialmente negativas de la implantación de

los desarrollos científico-tecnológicos para la sociedad y el medio ambiente,

apareciendo entre los años sesenta y setenta los primeros trabajos de lo que se

conocería como Science, Technology and Society (Estudios de ciencia, tecnología

y sociedad o CTS). Esta tendencia, también identificada posteriormente en la

bibliografía especializada como tradición americana, vertiente social o “baja

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44 No obstante este desenlace, en realidad la división entre una tradición europea y una americana en los estudios CTS no es tan simple. Los propios estudios feministas sobre ciencia y tecnología ejemplifican este hecho. La epistemología feminista, que comparte un interés político tanto por las consecuencias tecnocientíficas sobre la sociedad como por la caracterización de unas ciencia y tecnología mejores, tuvo en su origen una transcendental presencia en Estados Unidos. De hecho, los estudios Ciencia, Tecnología y Género (como también son denominados) engloban tal variedad de tendencias y estudios que nos invita a verlos como un movimiento amplio y complejo, con su propio devenir teórico-histórico, más allá de los estudios CTS en general.

45

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iglesia”45, tiene su origen simbólico en la obra de la bióloga Rachel Carson, La

primavera silenciosa (1962).

Tanto la obra de Carson como los movimientos sociales canalizaron otras

opiniones académicas sensibilizadas con el tema, politizándolas46. De entre ellas,

destacarían los propios estudios de género, en su origen vinculados esencialmente

al campo médico47. A los movimientos feministas y raciales, tanto políticos como

académicos, se les unirían pronto los ecologistas, cuyos activismo y expansión por

entonces les erigieron como un nuevo grupo influyente socialmente48. Es así

como, a finales de los sesenta, apareció una militancia concreta desde los propios

expertos que, no en vano, fue identificada ya entonces como la “academia

disidente”49. En fin, los estudios CTS se constituyeron como una serie de análisis

provenientes de muy diversas disciplinas científicas (técnicas, naturales y sociales)

que se unieron a la crítica popular, apoyándola con casos de estudio y

proponiendo soluciones prácticas cargadas de un fuerte compromiso ético-

político, lo que condujo en ciertas ocasiones a importantes reformas en las

políticas administrativas estadounidenses.

La tradición CTS norteamericana englobaba una serie de líneas de

investigación muy heterogéneas: historia de la cultura tecnológica, ética de la

ciencia y la tecnología, en torno al debate “determinismo” / “autonomía”

tecnológicos, crítica política de la tecnología, evaluación y control social, crítica

religiosa a la tecnología, didáctica de las ciencias, etc. En su desarrollo recogían

perspectivas teóricas como el pragmatismo, la filosofía clásica de la tecnología, la

fenomenología, el marxismo, etc. Más concretamente, lo que caracterizó a este

primer movimiento CTS fue:50 su énfasis en las consecuencias sociales de los

sistemas científico-tecnológicos; su atención a la tecnología y, secundariamente, a

la ciencia; su carácter práctico y prescriptivo; su marco valorativo principalmente

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45 Steve Fuller, “¿Se han extraviado los estudios de la ciencia en la trama kuhniana?: sobre el regreso de los paradigmas a los movimientos”, en Ibarra y López Cerezo (Eds.), Desafíos y tensiones actuales en Ciencia, Tecnología y Sociedad, Madrid: Biblioteca Nueva-OEI, 2001, pp. 71-98.46 Hilary Rose y Steven Rose (Eds.), The radicalisation of science, London: Macmillan, 1976; A. Elzinga y A. Jamison, op. cit.47 A. Elzinga y A. Jamison, op. cit. 48 Kirkpatrick Sale, The green revolution. The American Environmental Movement 1962-1992. New York: Ill and Wang, 1993.49 Teodore Roszak, El nacimiento de la contracultura, Barcelona: Kairós, 1970 [original 1968].50 Marta I. González García et al., Ciencia, Tecnología y Sociedad. Una introducción al estudio social de la ciencia y la tecnología. Madrid: Tecnos, 1996, p.69.

46

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desde la ética y la teoría de la educación; y, finalmente, su institucionalización

administrativa y académica en Estados Unidos (desde sus orígenes).

Por otra parte está el origen de la llamada tradición europea y/o académica,

“alta iglesia” o, más específicamente, los Science Studies (aunque también incluye

Science & Technology Studies), los cuales centraron su análisis y crítica en los

momentos de la generación científica y tecnológica, es decir, en el contexto de la

comunidad científica y sus procesos de producción. En este sentido, este enfoque

se originó y desarrolló él mismo exclusivamente en el ámbito universitario. Su

objetivo fue el posicionarse en contra de la línea epistemológica de la filosofía y

sociología de la ciencia que aún dominaba por entonces (lo que se puede

generalizar como “concepción heredada”, resultado de los más de cincuenta años

de dominio en el campo del positivismo y empirismo lógicos). Para ello amplió

disciplinarmente el punto de vista de la reflexión metacientífica con aportaciones

de la sociología, la antropología, la psicología, etc. Su origen específico se

enmarca en la reacción antipositivista de los años cincuenta y sesenta

(ejemplificada en los trabajos de Quine, Feyerabend, Hanson, etc.) y cuyo punto

culminante se sitúa en la publicación de La estructura de las revoluciones

científicas de Thomas Kuhn (1962). Todo ello dio lugar a la autodenominada

“interpretación radical” de éste nacida en la Escuela de Edimburgo. En particular,

esta tradición europea se identificó por: su énfasis en los factores sociales

antecedentes; su atención a la ciencia y, secundariamente, a la tecnología; su

carácter teórico y descriptivo; y por su institucionalización académica desde su

origen51.

Junto con el segundo Wittgenstein, ciertos trabajos en historia social de la

ciencia, la sociología del conocimiento de Durkheim sobre ordenamiento social y

la causalidad social del conocimiento, los trabajos de la filósofa Mary Hesse

sobre los modelos y analogías subyacentes a los paradigmas científicos, y los de la

antropóloga Mary Douglas sobre el simbolismo socialmente construido que sirve

de base a las normas de conducta permitieron a David Bloor y Barry Barnes52

traspasar definitivamente la tradicional frontera entre factores internos y externos

de la ciencia y proponer una “sociología del conocimiento científico” (Sociology

Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino

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51 Ibidem.52 David Bloor, Knowledge and Social Imagery. Chicago: The University of Chicago Press, 1991 [2ª edición, original 1976]; Barry Barnes, Interests and the growth of knowledge, Londres: Routledge, 1977.

47

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of Scientific Knowledge, también SSK). Es decir, las intérpretes radicales de Kuhn

buscaron el establecimiento de conexiones causales entre conocimiento científico

y factores sociales, frente a la tradición epistemológica imperante que sólo tenía

en cuenta factores epistémicos a la hora de explicar la aceptación de teorías y/o

hipótesis científicas53.

Siguiendo esta perspectiva, surgieron el EPOR (Empirical Programme of

Relativism) de H. M. Collins y el SCOT (Social Construction of Technology) de

T. Pinch y W. E. Bijker –que añadieron este análisis al desarrollo de tecnologías.

En su conjunto, estas propuestas epistemológicas se dedicaron a hacer una

revisión y reconstrucción de los episodios más paradigmáticos de la producción

del contenido de la ciencia moderna. Habitualmente, la Teoría del Actor-Red

(Actor-Network Theory o ANT), la única oficialmente superviviente y aún hoy en

expansión, suele describirse como el paso siguiente en la tendencia relativista que

parecía haber supuesto el constructivismo social radical de la tradición descrita

hasta ahora54.

De la mano de estos distintos programas epistemológicos comenzó un

rechazo explícito contra los supuestos teórico-metodológicos más importantes de

la concepción heredada, aquellos que se mantenían sobre una atención asimétrica

a los pares de categorías incluidas en los siguientes dualismos aceptados como

incuestionables: ciencia/sociedad, hechos/valores, factores epistémicos/no

epistémicos, contextos de descubrimiento/de justificación, etc. Tal nuevo enfoque

se fundamentó, por el contrario, en un mayor o menor énfasis compartido de los

siguientes principios:55

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53 La Teoría de los intereses de Barnes se presentó como el modelo interpretativo para dar cuenta del análisis sociológico según los principios teórico-metodológicos propuestos por Bloor, el Strong Programme (Bloor, op.cit.):Causalidad: la sociología del conocimiento científico ha de ser causal, esto es, ha de centrarse en las condiciones que producen creencia o estados de conocimiento.Imparcialidad: ha de ser imparcial respecto de la verdad y la falsedad, la racionalidad y la irracionalidad, el éxito o el fracaso. Ambos lados de estas dicotomías necesitarán explicación.Simetría: los mismos tipos de causas explicarán tanto las creencias falsas como las verdaderas.Reflexividad: en principio, sus pautas explicativas han de poder aplicarse a la sociología misma.54 E.g. González García et al., 1996, op cit.; Alain Sokal y J. Bricmont, Imposturas Intelectuales. Barcelona: Editorial Paidós, 1999 [original 1997]; Paul Boghossian, Fear of knowledge: against relativism and constructivism. New York: Oxford University Press, 2006.55 Emilio Lamo de Espinosa et al., La sociología del conocimiento y de la ciencia. Madrid: Alianza Universidad, 1994, pp. 520-521.

48

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Principio de naturalización: Si las variables sociales intervienen en el proceso de investigación científica (modos de producción y validación), las ciencias sociales pueden dar cuenta del corpus del conocimiento científico.

Principio de causación social: La actividad científica no la llevan a cabo sujetos epistémicos ideales, sino grupos sociales concretos que se inscriben en un medio social también concreto. El conocimiento científico es, así, resultado del tipo de estructuración de tales organizaciones sociales, convencionalmente llamadas comunidades científicas.

Principio del constructivismo: El conocimiento científico es una representación que no proviene directamente de la realidad ni es su reflejo literal. La experiencia no es neutral. El conocimiento y, en buena medida, la realidad se consideran socialmente construidos.

Principio del relativismo: No hay ningún criterio universal que garantice la verdad de una proposición o la racionalidad de una creencia. Todos los procesos de producción y validación son el resultado de la interacción social entre científicos y/o entre éstos y el entorno social.

Principio de instrumentalidad: La ciencia no difiere sustancialmente de otros tipos de conocimientos, tan sólo lo hace en tanto que tiene una mayor eficacia en la resolución de problemas (función instrumental y pragmática).

En términos generales podemos afirmar que tanto la SSK como las

posteriores versiones de esta nueva sociología de la ciencia –desde los estudios de

laboratorio (e.g. ANT) a los de controversias (e.g. EPOR)– siguieron dichas

directrices. Ahora bien, aunque muchos de aquellos principios han sido asumidos

en cierto grado desde entonces hasta nuestros días, no existió una duradera “paz

en el [nuevo] feudo” de la sociología del conocimiento científico. Las conocidas

como “guerras de la ciencia”,56 de la década de los noventa, no fueron –a pesar

de Sokal– más que la culminación de un proceso de revisión interna de aquellos

principios por parte de las distintas vertientes de la SSK, que se daba ya desde

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56 Con este nombre el editor de Social Text, Andrew Ross, presentaba en 1996 un monográfico dedicado a la reflexión sobre los factores sociales y políticos que inciden en la ciencia. Fue en este mismo número donde apareció el artículo de Alan Sokal donde se hizo pasar por un físico converso al postmodernismo (véase, “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, Social Text, 46/47, 1996, pp. 217-252). Dos meses después Sokal haría pública su “broma” y su denuncia, con ello, de la facilidad con que se podía publicar en una revista de ciencias sociales sin ningún tipo de fundamento científico (véase, “A phyisics experiments with Cultural Studies”, Lingua Franca, mayo-junio, 1996, pp. 62-64). No es necesario entrar aquí a explicar en qué consistieron estos años de recelo y crítica mutuas entre las ciencias naturales y las sociales, pues esta guerra explícita entre las dos culturas tuvo una gran repercusión en la bibliografía especializada. Ahora bien, el debate subyacente tenía que ver, más bien, con una lucha entre dos maneras de entender la ciencia misma, su respectivo estatuto epistémico y, por tanto, su prestigio social. En este sentido, los verdaderos contrincantes de los constructivistas fueron, no tanto los científicos en tanto tales, sino los defensores del racionalismo epistémico (de ahí que muchos fueran filósofos de la ciencia).

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finales de la década de los setenta57 . O, al menos, no sólo hubo una “guerra”

entre las ciencias naturales y lo que podría parecer una postura postmoderna

compartida en contra de éstas por parte, especialmente, de analistas sociales,

humanistas, feministas, ecologistas, etc. Hubo, en general y durante más tiempo,

una auténtica guerra civil entre estas últimas perspectivas, una protagonizada,

especialmente, por la discusión en torno a dos problemáticas distintas, aunque

relacionadas: la normatividad epistemológica y la normatividad socio-política. 58

La primera de estas contiendas internas giró especialmente en torno a la

radicalización de dos de los principios antes señalados: una derivada del giro

naturalista y la otra del giro sociológico, ambas íntimamente unidas. Con ello

surgió el temor epistemológico a lo que parecía una combinación de dos

relevantes consecuencias: por un lado, que el naturalismo parecía llevar al

abandono de la normatividad, por otro, que –con los estudios constructivistas–

aparentemente se emprendía un camino sin retorno al relativismo epistémico.

Como explicita Ronald N. Giere, según el “argumento del relativismo, […]

la filosofía de la ciencia sería incapaz de distinguir la ciencia buena de la mala.

[…] Tal filosofía de la ciencia sería, en el mejor de los casos, inútil, y en el peor,

perniciosa”. En cambio, el “argumento de la normatividad” defiende que “el

objetivo de la filosofía de la ciencia, sin embargo, no es simplemente el de

describir los métodos que emplean los científicos, sino el de prescribir qué

métodos deberían emplear”.59 Estos debates, que Giere presenta dentro de la

reacción filosófica antipositivista, no calaron posteriormente sólo en la tradición

filosófica poskuhniana, sino que fueron replicados dentro de los Science Studies y

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57 Antonio Arellano Hernández, “La guerra entre ciencias exactas y humanidades en el fin de siglo: el ‘escándalo’ Sokal y una propuesta pacificadora”, Ciencia Ergo Sum, Vol. 7, n. 1, México, 2000, pp. 56-66.58 Algunos ejemplos de todo ello son: David Bloor, “Anti-Latour”, Studies of History and Philosophy of Science, Vol. 30, nº 1 (marzo), 1999a, pp. 81-112; D. Bloor “Reply to Bruno Latour”, Studies of History and Philosophy of Science, Vol. 30, nº 1 (marzo), 1999, pp. 131-136; Harry Collins y Steven Yearly, “Epistemological Chicken”, en A. Pickering (Ed.), Science as Practice and Culture, Chicago: University of Chicago Press, 1992, pp. 301-326; Langdom Winner, “Constructivismo social: abriendo la caja negra y encontrándola vacía”, en Iranzo et al. (Coords.), Sociología de la ciencia y la tecnología, Madrid: CSIC, 1995, pp. 305-318 [original 1993]; Bruno Latour “For Bloor and Beyond: A reply to David Bloor’s ‘Anti-Latour’”, Studies in History and Philosophy of Science, Vol. 30 nº 1, 1999, pp. 113-129; Michel Callon y B. Latour, “Don´t throw the Baby out with the Bath School! A reply to Collins and Yearly” en A. Pickering, op. cit., pp. 343-368; S. Fuller, op. cit.59 Ronald N. Giere, “Filosofía de la ciencia naturalizada”, en Adelaida Ambrogi (Ed.), Filosofía de la ciencia. El giro naturalista. Palma: Universidad de las Islas Baleares, 1999, pp. 103-134 [original 1985]; la cita en la p. 106 [Cursivas en el original].

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entre éstos y los estudios CTS norteamericanos al entrar, todos ellos, a formar

parte de un mismo “colegio invisible” de estudios sociales sobre ciencia. Las

tempranas polémicas entre Latour, Bloor y Collins, por ejemplo, acerca del

excesivo constructivismo, relativismo y descripcionismo de uno u otro, son

muestra de esta primera dimensión de la guerra civil de los estudios sociales de la

ciencia.

Por otro lado, los enfoques CTS, con su origen fundamentalmente

contestatario, no compartían que la única preocupación normativa de la nueva

sociología de la ciencia y la tecnología tuviera que ver con cómo las ciencias

sociales han de explicar la actividad y producción científico-técnicas. Por ejemplo,

¿cómo se podría admitir, desde el feminismo epistemológico, la mera tarea de

descripción del quehacer de una ciencia patriarcal? De hecho, la preocupación

normativo-epistemológica se vinculará pronto a una reflexión normativa de cariz

socio-político dentro de este debate interno, es decir, un tipo de análisis que va

más allá de la valoración epistemológica acerca de qué es buena ciencia en su

dimensión teórico-metodológica (tarea clásica de la epistemología como teoría del

conocimiento científico)60. Además de que la ciencia es fundamentalmente una

práctica social, está el hecho de que es una práctica importante y determinante en

la sociedad. Surge así la cuestión en torno a su posible valoración también en

términos de su bondad socio-política. Se trata del debate en torno a la obligación

o no de un compromiso ético-político del analista de la ciencia y a qué objetivos

habría de responder éste. Es acerca de esta última preocupación respecto de la

cual destacarán las reflexiones feministas dentro de la epistemología, es decir,

para ellas será fundamental responder a preguntas tales como: ¿qué se considera

buena ciencia en tanto fenómeno social? o ¿a qué tipo de justificación y

legitimación sociales responde su práctica?

Ambos, los estudios de género y los estudios sociales sobre ciencia, como

parte de los llamados estudios culturales sobre ciencia, compartían muchas

similitudes e importantes giros epistemológico-metodológicos. Ambos defendían

la construcción social de los hechos científicos, exponiendo la inmutabilidad de la

Naturaleza a la flexibilidad de la Cultura. En general, mientras los estudios

sociales de la ciencia hicieron uso de factores sociales como “valores”, “intereses”

y “convenciones” para minar la preeminencia en las explicaciones positivistas y

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60 Javier Echeverría, La revolución tecnocientífica. México: FCE, 2003.

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racionalistas de los factores epistémicos como “evidencia”, “hechos”, etc.; las

feministas -en su lucha particular contra la hegemonía de los reduccionismos

biologizantes- hicieron similar movimiento poniendo su énfasis también en el

factor socio-cultural, pero de la dicotomía sexo/género. En fin, ambos partirán de

la artificialidad socio-cultural de los hechos científicos y su objetividad, hasta

entonces considerados representaciones fieles de una naturaleza independiente del

sujeto cognoscente.

Sin embargo, el matiz de la atención concreta por el género fue más

determinante de lo que pudiera parecer a simple vista. De hecho, hubo

importantes diferencias entre ambos enfoques, las cuales permanecieron durante

más de una década como conflictos aparentemente insolubles entre ambas

propuestas metacientíficas. En términos generales, las principales críticas que los

estudios sobre Ciencia, Tecnología y Género dirigieron a los demás estudios

constructivistas sobre ciencia y tecnología se centraron en su:61

Atención por la generación del desarrollo científico-tecnológico. Esta exclusividad como foco de análisis social supone ciertas limitaciones tanto analíticas como teórico-reflexivas. Por un lado, pierden la capacidad de dar cuenta de las consecuencias científico-tecnológicas sobre la sociedad, donde los sesgos de género presentes en los productos tecnocientíficos (ya sean a nivel simbólico y/o material) se intensifican. Por otro lado, corren el riesgo de caer en un modelo explicativo unidireccional que entienda la generación de conocimiento y artefactos únicamente como un proceso que va desde el sistema ciencia y tecnología hacia la configuración de la sociedad. Ello haría perder de vista tanto otros efectivos y potenciales productores como, lo que es más importante, la posibilidad de desarrollo de interpretaciones, modelos y productos alternativos.62

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61 Por supuesto, algunos de los siguientes puntos críticos irán más dirigidos a ciertos programas constructivistas que a otros, pero no creemos que una diferenciación de los mismos tenga relevancia para los objetivos de este trabajo. No obstante, para una panorámica algo más específica de las principales críticas feministas al análisis social sobre la ciencia, puede verse: V. Singleton, "Feminism, Sociology of Scientific Knowledge and Postmodernism: Politics, Theory and Me", Social Studies of Science, n. 26 (1996), pp. 445-468. Mientras que en relación a los enfoques en conflicto interesados más bien en el análisis de los procesos tecnológicos, véase: V. Sanz González, “El conflicto entre el constructivismo y los estudios feministas sobre tecnología en el estudio de las fases de uso y consumo”, Clepsydra: Revista de estudios de género y teoría feminista, Vol. 5 (abril 2007), pp. 129-146.62 Como se mencionará brevemente en el siguiente apartado, pues no es objeto concreto de este trabajo, dentro de la reflexión y análisis feminista hay un destacado grupo de investigadoras trabajando sobre los contextos de recepción y uso tanto de la ciencia como de la tecnología. De hecho, y como ya se había señalado, su amplitud temática y postura normativa en torno a la ciencia y la tecnología impiden que el enfoque feminista pueda ser fácilmente reducido a una de dos tradiciones señaladas de origen de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología.

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Homogenización de los agentes. Independientemente de que atiendan a los contextos de generación y/o difusión y uso del conocimiento y los artefactos en cuestión, no toman significativamente la diversidad de actores involucrados. Ello les impide ver las diferencias entre capacidades y poder de control, mientras que, dependiendo del caso y contexto, esas diferencias pueden explicar determinados cursos de acción, elección, justificación, etc. De nuevo, ello limita tanto la capacidad explicativa de sus programas epistemológicos como la propuesta de proyectos de acción o productos alternativos.

Producción de relatos asimétricos. Más significativo se les presentaba a las feministas el hecho de que los modelos constructivistas no daban cuenta de aquellos actores sistemáticamente excluidos u olvidados tanto en las prácticas tecnocientíficas como respecto de su apropiación social. Además de la clara reivindicación política que subyace a esta crítica, está el hecho de que el origen de algunos productos científicos y/o tecnológicos podrían ser explicados también por el triunfo de objetivos interesados, precisamente, en tal exclusión por parte de ciertos colectivos.

Ausencia de interés normativo y compromiso político. Las críticas anteriores, denunciadas igualmente por muchos representantes del enfoque de “baja iglesia”, vienen a confluir en esta acusación más general: los Science & Technology Studies carecen de interés normativo tanto epistemológico como socio-político por una ciencia y tecnología mejores. A este respecto, más concretamente, incluso cuando afirman pretender minar la imagen tradicional de la ciencia y la tecnología como productos y prácticas neutrales y objetivas, se olvidan de caracterizarlos también como fenómenos que encarnan los valores e intereses, en palabras de Haraway, del hombre blanco occidental.

En opinión de los enfoques feministas, si el resto de los constructivistas

incluyeran el “género” como una categoría más para el análisis social de las

prácticas científicas y de sus procesos de transferencia y uso sociales, podrían

subsanar muchas de las anteriores limitaciones, pues ello permitiría evidenciar

cómo, también a través de la toma del género como un hecho científico, se

estabilizan o desestabilizan, a su vez, diversas prácticas sociales y/o simbolismos y

representaciones culturales políticamente relevantes (entre ellas las de las propias

tecnociencias).

Efectivamente, los estudios feministas sobre ciencia desvelaron importantes

carencias en los análisis constructivistas, incluyendo por su parte interesantes

cuestiones a tener en cuenta en el estudio de la ciencia, tanto epistemológica como

ético-políticamente hablando. Pero su también amplia y heterogénea diversidad

no se salvó de las críticas internas, lo que en conjunto contribuyó a limitar la

posibilidad de propuesta común de un programa alternativo desde el que evaluar

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las prácticas tecnocientíficas y sus productos. Como veremos a continuación,

muchas de esas diferencias se debieron a una dualidad discursiva que podemos

identificar con la más general entre los feminismos de la igualdad y la diferencia.

A este respecto, nos centraremos, en todo caso, en la teoría de la ciencia

feminista.

IV. La epistemología feminista

Tal y como nos recuerda González García,63 el primer acercamiento de

género a la ciencia se hace a través de la evidencia del poco número de científicos

mujeres y con relatos acerca de la habitual falta de reconocimiento de las

relevantes aportaciones científicas de ellas a lo largo de la historia de la ciencia

desde la Antigüedad.64 Más tarde, lo que Sandra Harding habría llamado el paso

de la cuestión de la mujer en ciencia a la cuestión sobre la ciencia en el

feminismo65 sucedió a través de la reflexión derivada de una nueva manera de

enfocar el interés de género por la producción de conocimiento: “¿Habría sido

diferente una ciencia hecha por mujeres?”66 . Si bien, hay que hacer la

puntualización de que tal transición sólo se pudo dar dentro de un contexto

académico donde el análisis epistemológico había ya redefinido pragmáticamente

a la ciencia, el de los estudios constructivistas.

Los enfoques feministas surgen a la vez que el resto de estudios sociales de

la ciencia, precisamente, porque son el resultado de haber seguido igualmente los

distintos giros epistemológicos basados en los señalados principios naturalista,

sociológico, etc. Es decir, se constituyeron igualmente como investigaciones

teóricas y empíricas que destacaban la conexión entre la producción del

conocimiento científico y los intereses sociales de los actores implicados.

Asimismo, su primera reacción fue también contra las maneras tradicionales de

concebir la ciencia misma (crítica a la ciencia), de analizarla (crítica a la

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63 Marta I. González García, “Género y conocimiento”, en J.A. López Cerezo y J.M. Sánchez Ron (Eds.), Ciencia, tecnología y sociedad en el cambio de siglo, Madrid: Biblioteca Nueva-OEI, 2001, pp. 347-358.64 La introductora de la perspectiva de género en los estudios sociales sobre ciencia y en epistemología en general en España ha sido la Catedrática Eulalia Pérez Sedeño. Respecto de este tema en concreto, Pérez Sedeño tiene varias publicaciones. Un acercamiento ilustrativo acerca de la relación del acceso históricamente limitado de la mujer a la educación y prácticas científicas con la concepción tradicionalmente aceptada sobre la ciencia lo encontramos en su trabajo “¿El poder de la ilusión? Ciencia, Género y Feminismo”, en M. T. López de la Vieja (Ed.), Feminismo: del pasado al presente. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2000.65 Sandra Harding, Feminismo y ciencia. Barcelona: Morata, 1996 [original 1986], p.11.66 M.I. González García, op.cit., p. 349.

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metodología metacientífica), así como de apropiársela ciertos sectores sociales

(crítica a su moderna industrialización/burocratización).67 Lo que identificará al

conjunto de la reflexión “ciencia y género” en términos generales, y que

subyacerá a dichas tres dimensiones de crítica hacia la concepción heredada de la

ciencia y su traducción político-social, será la defensa de:68

La relevancia del sujeto que conoce, frente a la epistemología sin sujeto cognoscente anterior.

El carácter situado del conocimiento, frente a la tradicional defensa de la “visión desde ningún lugar”.

El nexo entre conocimiento y poder, frente a la hipótesis clásica de la neutralidad valorativa de la ciencia.

Desde sus orígenes hasta la actualidad, los estudios de género sobre ciencia,

como consecuencia de su interés por el papel de la mujer, ponen mucho énfasis en

el rol y naturaleza del sujeto cognoscente, y en la perspectiva del conocer. Es

decir, y en conexión con su atención por las relaciones de poder, para ellas la

producción de conocimiento está profundamente implantada en estructuras

sociales que sitúan a los actores en el punto de partida como dominadores o

dominados.

No es de extrañar, por tanto, que el marxismo haya influido sobremanera

en muchos de los primeros estudios de género también sobre la tecnociencia.69 Si

la posibilidad de ver un Marx determinista social de los modos de producción

subyace a las sociologías del conocimiento científico70, las relaciones de poder y

dominación encarnadas en convencionalismos sociales y perpetuadas luego por

los medios científico-tecnológicos se presentaron igualmente a los ojos de las

teorías feministas como los modelos de explicación más elaborados de los

disponibles para la denuncia de las estructuras patriarcales y los roles subyugados

de las mujeres en las sociedades capitalistas. Sin embargo, será la inclusión de la

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67 Helen E. Longino, “Feminist critiques of rationality: critiques of science or philosophy of science”, Women’s Studies International Forum, Vol. 12, n. 3, 1989, pp. 261-269.68 M.I. González García, op. cit., pp. 350 y ss.69 Aunque no lo mencionáramos antes, muchas teorías feministas beberían en general del marxismo y el socialismo, lo que no es de extrañar dado que su reflexión sobre las dinámicas sociales basadas en las estructuras familiares y laborales capitalistas permitían denunciar de manera similar los supuestos patriarcales aún presentes en las propias ciencias sociales y teorías políticas.70 Thomas J. Misa, “Rescatar el cambio sociotécnico del determinismo tecnológico”, en M.R. Smith y L. Marx (Eds.), Historia y determinismo tecnológico. Madrid: Alianza Editorial, 1996 [original 1994], pp. 131-157.

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condición sexual como elemento determinante en la producción científica y, por

lo tanto, como factor empírico no epistémico a tener en cuenta por los análisis de

las ciencias sociales sobre la misma, lo que diferenciará a las feministas tanto de

la concepción heredada como del resto de acercamientos constructivistas.71

Por otro lado, ha sido propio de la epistemología feminista atender a las

consecuencias epistémicas de la encarnación de valores culturales también en los

propios sujetos cognoscentes. A pesar de que no es una cuestión tratada en el

citado trabajo de González García, la verdad es que la atención al cuerpo como

soporte del sujeto y/o del objeto (femeninos) de la ciencia se podría mencionar

como una importante aportación de los estudios de género sobre ciencia. El

cuerpo femenino, como diferente, toma un especial protagonismo en la

epistemología feminista, de ahí también que el contexto médico destaque como

uno de los lugares más comunes de esta perspectiva. La diferencia sexual, y no

sólo de género, supuso un lugar perfecto también para la influencia de ciertas

filosofías, digamos “postmodernas”, en los feminismos teóricos posteriores a la

contracultura. No sólo fueron importantes las fuentes marxista y socialista para

la epistemología de género, también lo fue igualmente la filosofía francesa que

criticó el individualismo moderno (como, por ejemplo, la de la propia Beauvoir) y

que, en general, desarrolló una fuerte tradición de pensamiento sobre la alteridad.

Además, con la perspectiva microsocial feminista, al traducirse las estructuras de

poder en microfísicas de poder que pasan asimismo por la dominación de los

cuerpos, Foucault se presentará para estos estudios, también, como una

inspiración determinante.

Estas particularidades teórico-analíticas se verán, además, puestas en

práctica sobre diversos focos de atención72:

Efectos de la ciencia y la tecnología sobre las vidas de las mujeres: buscan analizar las consecuencias negativas de determinadas teorías científicas y prácticas tecnológicas para las mujeres, en tanto que éstas se relevan a menudo como instrumentos para la perpetuación de problemas sociales. Un ejemplo paradigmático de este foco de atención lo encontramos en el

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71 Sin embargo, de tal inclusión de la categoría de género no puede entenderse como antecedente la obra marxista. Véase al respecto, “‘Género’ para un diccionario marxista...” en D. Haraway, op. cit., 1995.72 Para una panorámica resumida de todos estos focos de atención así como sobre las diversas teorías feministas, véase: Marta I. González García y Eulalia Pérez Sedeño, “Ciencia, Tecnología y Género”, Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología, Sociedad e Innovación, n.2 (abril), 2002.

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análisis del diseño y uso de las tecnologías de reproducción asistida.

Sesgos de género en la construcción de la ciencia y tecnología: al igual que el resto de estudios sociales sobre ciencia, también se ocupan del análisis de las prácticas y teorías tecnocientíficas con la intención, eso sí, de identificar posibles sesgos sexistas presentes en las mismas.

El significado sexual de la naturaleza, la investigación y la innovación: también se ocupan habitualmente de detectar los sesgos de género que puedan estar presentes en el lenguaje de la ciencia (por ejemplo, en sus metáforas y explicaciones), en el discurso científico (por ejemplo, sobre la naturaleza) y en las concepciones sobre la propia ciencia y la tecnología (como cuando el progreso científico-tecnológico se identifica con una “carrera” o con otros ámbitos competitivos más bien vinculados a actividades y valores tradicionalmente masculinos).

Por último, sumado a este conjunto de estudios de caso, será también

propio de los estudios sobre ciencia y género, frente al resto de estudios

constructivistas, el desarrollo de teorías feministas sobre la ciencia y la tecnología

que prescriben no sólo un análisis epistemológico mejor sino una ciencia y

tecnologías también mejores. Centrándonos en nuestro interés por la

epistemología feminista, aquella que atiende a las prácticas de generación de

conocimiento y a los mecanismos de aceptación de teorías y/o hechos científicos,

encontramos que la mayoría de las distintas propuestas pueden incluirse en

alguno de los siguientes proyectos alternativos: 73

Sustituir el sujeto del conocimiento científico: se trata de las teorías feministas que consideran que el desarrollo del sistema ciencia y tecnología

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73 Ibidem. Podría igualmente incluirse la atención a las tecnologías. En todo caso, aún quedaría un tercer conjunto de teorías feministas sobre ciencia y tecnología, aquel que las entiende como instrumentos de liberación (ibidem). Al igual que los productos tecnocientíficos pueden perpetuar ciertas creencias y conductas culturales, algunos enfoques feministas apuestan por el desarrollo de aquellas teorías científicas y sistemas tecnológicos que, en cambio, podrían mostrar posibilidades emancipadoras para las mujeres. Se corresponderían, por un lado, con el criticado desde otros feminismos como “empirismo ingenuo”, en tanto que su objetivo se limita a encontrar rasgos pseudocientíficos o de mala praxis científica basados en consideraciones sexistas, sin entrar a cuestionar la propia imagen neutral de la ciencia ni el tradicional análisis epistemológico. Por otro lado, respecto de la tecnología, lo ejemplificarían las “tecno-optimistas” que buscan denunciar las tecnologías subyugantes de la mujer y apostar por aquellas que las liberen de/en el ámbito de la vida privada (como la píldora anticonceptiva o la lavadora). Estas últimas serán criticadas por el resto de feministas en tanto que proponen “apaños tecnológicos” que, al igual que la concepción tradicional sobre la tecnología, entiende ésta como una entidad autónoma y determinante de la sociedad, mientras que en el diseño de la misma concursan causas y estructuras sociales y culturales. Ambas consideraciones fueron pronto calificadas por el resto de feministas como posturas esencialistas, tanto acerca de los sujetos como de los objetos implicados en las prácticas y usos tecnocientíficos. De hecho, nos interesan más los dos conjuntos de teorías feministas explicitados a continuación porque son el resultado de haber seguido los supuestos epistemológicos y metodológicos supuestamente antiesencialistas propios de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, resultando en la dicotomía igualdad-diferencia.

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occidental es inherentemente patriarcal, precisamente, por el prominente lugar del hombre en su diseño y producción. De ahí que proponen, directamente como más apropiada, una ciencia hecha por mujeres.

Multiplicar los sujetos del conocimiento científico: generalmente tratando de preservar la objetividad y/o racionalidad de la producción científica, y partiendo del supuesto básico de los estudios sociales, de que la ciencia es una empresa eminentemente social, se propone como guía normativa la inclusión de un mayor número de puntos de vista en el proceso de construcción científica. Ello implica la defensa de una imagen de la ciencia contextualizada al mismo tiempo que abierta a ciertos estándares de crítica y legitimación universales.

Como vemos, podemos decir que las distintas respuestas ofrecidas a aquella

inicial pregunta acerca de si una ciencia hecha por mujeres sería diferente subyace

como el eje vertebrador de la gran diversidad de versiones de las perspectiva de

género, algunas de ellas difícilmente reconciliables. Es, precisamente al atender a

tales diferencias, donde encontramos el paralelismo antes anunciado con la

situación propia del feminismo de la segunda ola. Para terminar con este

apartado mostraremos lo que queremos decir tomando brevemente como ejemplo

dos prominentes teóricas feministas de la ciencia que se podrían interpretar como

ejemplos paradigmáticos de una epistemología feminista de la diferencia y una de

la igualdad respectivamente.74

En 1983 se publica el libro A feeling for the organism de Evelyn Fox Keller,

obra con la que se considerará consolidada la crítica feminista de la ciencia75. Dos

años después de este ensayo sobre la vida y obra de la científico Barbara

McClintock, Fox Keller presenta su propia teoría de la ciencia, basada en el

concepto de “objetividad dinámica”76. Si la objetividad es la búsqueda de una

comprensión del mundo lo más fiable posible, “la objetividad dinámica es la

búsqueda de conocimiento que hace uso de la experiencia subjetiva (Piaget la

llama conciencia del yo) en interés de una objetividad más efectiva”77. Realizando

una relectura de la construcción cognitiva tanto del mundo que nos rodea como

de la propia ciencia desde una interpretación en clave feminista de la teoría de

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74 Una peculiaridad que habría de ser señalada, no obstante no supone una circunstancia significativa respecto de nuestra exposición de la cuestión, es que, en el caso de los estudios sobre ciencia y tecnología, lo que consideramos igualmente como feminismo de la igualdad habría surgido temporalmente algo más tarde que el feminismo epistemológico de la diferencia.75 M.I. González García et al., op. cit.76 Evelyn Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia. Valencia: Institució Alfons el Magnànim, 1991 [original 1985].77 Ibid., p. 127.

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Piaget y de cierto psicoanálisis contemporáneo, Fox Keller afirma que la

disyunción opuesta entre amor y dominación, que habría estructurado la

educación femenina y masculina respectivamente, es la que ha resultado en la

construcción del sujeto moderno y, a través de la primacía del hombre en la

historia, en la ecuación entre conocimiento y poder, cimiento de la práctica

científica actual.

La contienda que muchos científicos experimentan, tanto en su trato con la

naturaleza como un todo cuanto con los objetos particulares que estudian,

refleja la contienda que experimentan en su trato con otros humanos [...].

Los sentimientos de poder que aporta esta dominación no sólo se asemejan

al sentido del poder que se puede derivar de someter a los otros a la propia

voluntad; son exactamente los mismos sentimientos. En este sentido, pues,

el sueño de dominio sobre la naturaleza, que es compartido por tantos

científicos y científicas, es un reflejo del sueño que el hijo estereotípico

espera realizar cuando se identifica con la autoridad de su padre. Pero, por

su naturaleza misma, estos sueños son autolimitadores. Impiden que el hijo

llegue a conocer a su madre verdadera. Y por ello, podríamos argumentar

que, de manera similar, obstruyen los esfuerzos de los científicos por

conocer la naturaleza “verdadera”.78

Mientras la objetividad, según la lógica masculina, es una lógica “estática”

que ve “lo otro” como algo distinto e independiente sobre lo que hay que

imponer la propia voluntad, la “dinámica” se basa en una forma de autonomía

también dinámica. Desde su concepción, la alteridad no se interpreta como una

amenaza que hay que subyugar, sino que, aun reconociendo la diferencia, se

atiende a la misma interpretándola como posibilitante de una complementariedad

de lo propio. Tradicionalmente, las mujeres habrían sido educadas para

relacionarse con los demás según estas lógicas de simpatía y empatía; a nivel

epistémico sucede lo mismo: la objetividad buscada no se basa en el aislamiento

del objeto y la autonomía del propio sujeto cognoscente, sino en una visión

integradora –no reductora- de la complejidad de las cosas, según la cual el sujeto

se ve en continuidad con el objeto que estudia.

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78 Ibid., p. 134 (Cursivas en el original).

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Partiendo del hecho de que no es que la ciencia sea realmente “estática”,

sino que se trata de la ideología que la ha dominado tradicionalmente -haciendo

menos viables y visibles otras formas de relacionarse los sujetos conocedores y los

objetos conocidos-, Fox Keller propone la objetividad dinámica como criterio

para describir una ciencia más adecuada, precisamente, porque desde ella se

atiende y reconoce esa misma diversidad de enfoques que caracterizan a la propia

ciencia.

Tanto Evelyn Fox Keller como otras teorías feministas de la ciencia que

buscaron sustituir el sujeto de la ciencia79 tuvieron pronto que responder a las

críticas surgidas desde el propio feminismo de la diferencia, aquellas que pusieron

de manifiesto que existen muchas formas de dominación y opresión, así como que

hay muchas formas de cultura, educación, etc. Esa primera versión de

epistemología feminista no parecía haber escapado del esencialismo que tanto

criticaba. Aun con todo, el conjunto de epistemologías feministas de la diferencia,

todavía tendría que contestar a la siguiente pregunta: ¿cuál sería entonces, de

entre tal variedad de mujeres y oprimidos en general, el punto de vista que habrá

de privilegiarse?

Es frente al temor de una respuesta excesivamente relativista a esta última

pregunta contra lo que reacciona la que podría considerarse una epistemología

feminista de la igualdad. De esta teoría de la ciencia podemos considerar

característico el que emerge especialmente en el contexto de la filosofía de la

ciencia, también como una postempirista que critica tanto el esencialismo como el

individualismo epistemológico propios del análisis prekuhniano. Sin embargo, en

opinión de estas especialistas, las primeras reacciones feministas contra la

concepción heredada habrían radicalizado en exceso su discurso, llegando a

confundir las propias racionalidad y objetividad científicas con los resultados de

su ejercicio (las teorías científicas) o con las formas metacientíficas tradicionales

de dar cuenta del mismo80.

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79 Un versión quizá más radical de este feminismo epistemológico surgió de los feminismos de corte marxista y socialista –de entre los que destaca el de Sandra Harding, por ejemplo-, que proponían un concepto de “objetividad fuerte” en tanto que sólo podía ser encontrada en el punto de vista femenino, ya que sólo aquél es capaz de ofrecer la perspectiva desde la periferia: sólo los oprimidos pueden ser testigos de aquello que no es visible desde posiciones privilegiadas. Véase, S. Harding, op.cit.80 H. Longino, op.cit. 1989, p. 263.

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Los estudios sociales sobre la ciencia habían puesto de manifiesto una

imagen de la misma que ya no podía ser obviada por la epistemología finisecular.

Así lo entendieron una amplia variedad de filósofos de la ciencia que admitieron

la naturaleza profundamente social de la empresa científica pero que, en todo

caso, no quisieron abandonar la tradicional labor normativa de la epistemología.

La filósofa de la ciencia Helen Longino no sólo es considerada una epistemóloga

feminista sino que su propuesta teórico-metodológica, el Empirismo contextual,

es asimismo definida como una de las elaboraciones más sofisticadas dentro de la

nueva filosofía de la ciencia81.

Para Longino, reaccionar contra la racionalidad en tanto que masculina es

expropiar a la mujer de tal importante facultad humana82. Si bien es cierto que

los puntos de vista están contextualizados y que ello puede acarrear practicas y

productos científicos sesgados sexualmente, la solución no está en sustituir el

sujeto de la ciencia, sino en buscar los métodos y criterios apropiados para

evaluar la justificación racional de las creencias. Esta obtención de un común

terreno para un escrutinio epistémico libre de ideología es posible, en su opinión,

a través de multiplicar los sujetos cognoscentes, es decir, la objetividad científica

ha de pasar a ser definida en términos de intersubjetividad.83

Los argumentos antipositivistas sobre la carga teórica de la observación y la

infradeterminación de la teoría por la evidencia empírica, que ella reconoce hasta

cierto nivel (pues no admite que, sin embargo, nos conduzcan al relativismo

propio de la sociología del conocimiento científico), habrían ya contribuido a

mostrar la inconsistencia del individualismo epistemológico, según ella.

Efectivamente, ambos argumentos hacen más prudente al empirista, dirá

Longino, pues ha de tener en cuenta que la experiencia sensorial ya no es la única

legitimadora del conocimiento. Longino distinguirá entonces entre

consideraciones epistémicas y no epistémicas a la hora de evaluar la objetividad

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81 Como decíamos, especialmente a partir de los años ochenta, ciertos filósofos quisieron dar cuenta también de la naturaleza social de la actividad científica pero con el objetivo de mantener la confianza en sus productos, ofreciendo los criterios que habrían de identificar la “buena ciencia”. Así, empezaron a autoincluir sus propuestas en la llamada “epistemología social”, cuyo florecimiento se da en la década de las guerras de la ciencia. Son muchas y variadas las teorías que ahí pueden incluirse. Autores especialmente destacados serán -además de Longino- Philip Kitcher, Alvin Goldman y Steve Fuller.

82 Ididem.83 Helen E. Longino, Science as Social Knowledge: Values and Objectivity in Scientific Inquiry. Princeton: Princeton University Press. 1990.

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de las teorías propuestas. Ella los denominará respectivamente factores

“constitutivos” y “contextuales”, y ambos los presentará como consideraciones

empíricas y teóricas a tener en cuenta por el analista.

Los datos de la experiencia conservan con esta autora el estatuto

privilegiado como base para la justificación, ahora bien, ellos mismos están

sujetos a evaluación evidencial (aunque los datos provenientes de la experiencia

serán la base menos débil respecto de todas las consideraciones evidenciales). “La

objetividad en este análisis constituye un ideal al que las comunidades pueden

aspirar, pero que no tienen por qué alcanzar” 84, en concreto, no lo habrían hecho

aquellas comunidades científicas que han excluido históricamente a las minorías

raciales y a las mujeres. La objetividad de la ciencia y la racionalidad de su

proceder se basa en la acción colectiva, sólo así las propias “descripción y

relevancia de las experiencias particulares pueden ser corregibles a la luz de

consideraciones teóricas y, también, de consideraciones empíricas adicionales”85,

porque son el seguimiento de ciertas normas y actitudes sociales las que

mantendrán el conocimiento lo más objetivo posible. Es decir, es posible evaluar

la implicación de cuestiones adicionales no epistémicas en la ciencia y corregirlas.

Lo que en sus primeros trabajos se presentó como una guía de crítica,

también contra lo que hemos llamado feminismo epistemológico de la diferencia,

en su propia formulación de la epistemología social se presenta finalmente como

su particular receta para la buena ciencia. Longino especificará un marco

normativo, desde una perspectiva procedimental, sobre el que se supone se

mantendrá la objetividad del conocimiento científico como ideal regulativo para

la discusión crítica. En concreto, en el trabajo de Habermas, Longino encuentra

inspiración para su “igualitarismo matizado” (tempered equality):

Las comunidades deben ser caracterizadas por la igualdad de la autoridad

intelectual. [...] Donde exista el consenso éste no debe ser el resultado de

un ejercicio de poder económico o político, o de la exclusión de

perspectivas disidentes, sino resultado de un diálogo crítico en el que todas

las perspectivas relevantes están representadas.86

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84 Helen E. Longino, “Feminismo y filosofía de la ciencia”, en González García et al. (Eds.), Ciencia, Tecnología y Sociedad: Lecturas seleccionadas. Barcelona: Editorial Ariel, 1997, pp. 71-83 [original de 1990], p. 75.85 Ibidem.86 Helen E. Longino, The fate of Knowledge. Princeton: Princeton University Press, 2002, p. 131.

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Longino, al multiplicar los sujetos, no concede privilegio epistemológico a

ningún grupo social (no reduciendo, en última instancia, a un criterio político la

evaluación epistémica), ni tampoco cae en la defensa de una esencia, ya sea

natural o culturalmente determinada, diferente para hombres y mujeres87. Sin

embargo, no evita otros aspectos críticos, desvelados también desde la propia

epistemología social.

Por un lado, aunque Longino parte de un estudio empírico en su análisis de

las consideraciones epistémicas y no epistémicas que inciden realmente en la

práctica científica, dirigiéndola y, en ocasiones, sesgándola, su ulterior defensa del

criticismo y el consenso privilegiados apriorísticamente -como valor y marco,

respectivamente, para la acción científica- hacen de su teoría una aproximación

insatisfactoria respecto de la explicación del progreso científico (y, con ello, de su

propio concepto de objetividad) 88 . Es decir, su defensa de una objetividad

científica no está fundamentada en el mismo acervo empirista y contextualizado

que ella proclama. Si atendemos a la ciencia real ésta nos muestra que no

podemos partir de una sobrevaloración a priori de los factores o valores

epistémicos en el proceder de la ciencia, pues en muchos casos el éxito científico

viene también propiciado por factores valorativos de los que ella considera –

también apriorísticamente– como no deseables89.

Por otro lado, el trabajo de Longino, dado también su apriorismo

racionalista, seguiría obviando aquello que tanto los estudios feministas como los

sociales sobre ciencia en general habrían puesto satisfactoriamente de manifiesto:

que tanto la noción de comunidad como, especialmente, la consideración de

quiénes son los sujetos relevantes que han de concursar en el proceso que busca el

consenso, son también, al menos en cierta medida, construidos socio-

culturalmente.

En fin, a pesar de que los Science Studies no proponían un programa de

denuncia y/o propuesta para una ciencia mejor, el pensamiento feminista

tampoco encuentra consenso al ofrecer lo que debería ser una ciencia alternativa

a la definida desde el punto de vista androcéntrico. El fracaso descrito por Nancy

Fraser, citado al comienzo de este trabajo, demandaba, a finales del siglo pasado,

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87 M.I. González García y E. Pérez Sedeño, op.cit.88 Miriam Solomon, Social Empiricism. Cambridge: The MIT Press, 2001, p. 143 y ss.89 Ibidem.

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un “necesario replantarse de manera radical una política representativa que

pueda renovar el feminismo sobre otras bases [...] que libere a la teoría feminista

de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente

refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que

invariablemente niega”90.

Como veremos a continuación, su interés metacientífico permitirá a Donna

Haraway poner patas arriba muchos de los supuestos, heredados de la

Modernidad, aún presentes en los enfoques vistos hasta ahora, no sólo en

términos epistémicos y políticos, sino y especialmente a nivel ontológico, lo que

romperá con el debate entre igualdad y diferencia contribuyendo a una tercera ola

de la epistemología feminista. Al mismo tiempo, su trabajo ejemplificará una

lectura comprometida políticamente y reflexiva epistemológicamente que ayudará

a alejar ciertas perspectivas CTS de las Science Wars.

V. Haraway: el Feminismo Cyborg.

En la obra recopilatoria y revisada de trabajos previos (de entre 1978-1989)

de Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres,91 encontramos una perspectiva

filosófica que supondrá la reformulación misma de la postura feminista en sus

niveles epistemológico, político y ontológico. Para hacerlo beberá de las mismas

fuentes que el resto de los feminismos epistemológicos y de los estudios

constructivistas, pero su crítica y reformulación de ambos enfoques sobre la

ciencia contribuirá a un acercamiento posterior entre ellos, a la vez que

conseguirá ofrecer un discurso profundo, rico y liberador de los debates de género

anclados en el binomio igualdad-diferencia.

El interés de Haraway por la ciencia se origina en su formación como

zoóloga. Sus primeros trabajos atenderán a la reflexión metacientífica sobre la

primatología. Esto la llevará a centrar parte de su discurso en la construcción de

las distintas identidades que estas ciencias biológicas generan sobre los

organismos supuestamente naturales. En su estudio sobre la ciencia beberá de los

estudios constructivistas de Knorr-Cetina y de la obra conjunta de Latour y

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90 Judith Butler, El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós Ibérica, 2007 [original 1989, traducción de la segunda edición 1999], p. 52.91 D. Haraway, Ciencia, Cyborgs y Mujeres: La reinvención de la Naturaleza. Valencia: Ediciones Cátedra, 1995 [original 1991].

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Woolgar como superación de Kuhn. En su formación como humanista también se

dejará influir por la antropología (especialmente de Mary Duglas) y por la

filosofía con Derrida y Mary Hesse, por ejemplo. Todos ellos la embarcarán en la

caracterización semiótica de las ciencias naturales y las identidades construidas

por las mismas como prácticas narrativas.

Otro cimiento constitutivo de su pensamiento será su simpatía por la

ideología marxista y la militancia feminista (e.g. Judith Buttler y Sandra Harding)

y contracultural en general, perspectivas todas ellas que exaltaban el punto de

vista de los oprimidos. Esto le llevará a considerar la sociedad contemporánea

occidental como aquella que promueve interesadamente en todos sus productos

culturales los valores de un individualismo liberal, racista y masculino. Su

denuncia de estos rasgos será algo inherente a la totalidad de su obra.

Por último, está su destacado interés por los derroteros que ha tomado el

desarrollo tecnocientífico durante el siglo XX y su simpatía por la ciencia ficción.

En ambos, realidad y literatura, la estadounidense encontrará un mundo infinito

de metáforas y seres híbridos resultantes de prácticas de comunicación y cargados

de simbolismo. En su reflexión sobre la dimensión tecnológica actual también

citará a Winner y, en su atención a lo que llamará “biopolíticas de los cuerpos”,

se presenta ineludible el recuerdo de Foucault (aunque en pocas ocasiones se

refiera a él explícitamente).

Esta heterogénea perspectiva, interesada por los fenómenos científico-

tecnológicos y políticos señalados y su profundo compromiso con la crítica a la

Modernidad y sus consecuencias para la cultura y sociedad occidentales actuales,

la llevará entonces a recuperar imágenes y símbolos del saber popular y el

folclore, a fijarse en las identidades y entes cultural y naturalmente limítrofes y

problemáticos, pero también a tomar muy en consideración las materialidades de

las que además está constituida la sociedad.

Haraway optará por autodenominarse postmoderna, entendiendo esta

acepción tan sólo en tanto crítica y superación del pensamiento moderno, pero

sin vincularse a sus derroteros relativistas y/o nihilistas. No nacemos mujeres, dirá

también Haraway, pero las identidades creadas en las prácticas científico-

tecnológicas se encarnan en los sujetos y los objetos y, como tales, tienen

consecuencias sociales. Querer permanecer como un observador neutral de estas

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circunstancias es una ilusión moderna, pero tampoco la perspectiva de los

subyugados es más privilegiada para analizar las actividades científico-

tecnológicas y políticas por el mero hecho de estarlo. Así, criticó a sus colegas

coetáneas, presentando una imagen de la realidad social y natural alejada de los

supuestos modernos que los estudios de género aún compartirían. Para Haraway

las posturas feministas estaban teóricamente fundamentadas en las tramas

machistas y occidentales.

Será la hibridación creciente entre la sociedad y las tecnociencias la que

servirá a Haraway de catalizador para encontrar insatisfactorios los feminismos

de la igualdad y la diferencia. En concreto, ella presentará el “cyborg” como una

metáfora que le servirá en su obra en varios sentidos. Primero le permite mostrar

irónicamente en qué nos estamos transformando y qué tipo de entidades nuevas

están emergiendo: promesas aberrantes, peligrosas, limítrofes e híbridas cargadas

de simbología y que se escapan a los reduccionismos modernos entre natural-

artificial, material-cultural, sujeto-objeto, etc. Al mismo tiempo y reflexivamente,

su uso de la metáfora es también político, se convierte para ella en una

herramienta para una política auténticamente emancipadora.

En “Manifiesto para cyborgs” (1983) deja clara la relevancia de un

compromiso del analista que habría de seguirse del reconocimiento metacientífico

de tal situación híbrida de la nueva realidad en construcción, en tanto que no sólo

es suficiente con su puesta de manifiesto. Con ello, Haraway adelantaba las

cuestiones que poco más tarde protagonizarían las guerras de la ciencia.

A finales del siglo XX –nuestra era, un tiempo mítico–, todos somos

quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquinas y organismos; en

unas palabras, somos cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos otorga

nuestra política. Es una imagen condensada de imaginación y realidad

material, centros ambos que, unidos, estructuran cualquier posibilidad de

transformación histórica [...]. [frente a la conflictiva visión occidental

moderna de la relación máquina-organismo] El presente trabajo es un

canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su

construcción.92

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92 D. Haraway, op. cit., 1995, p. 254 [cursivas en el original].

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En el ámbito epistemológico, Haraway muestra la militancia contra

cualquier descripción teórica de la realidad con pretensiones de

neutralidad y objetividad. Todas esas reflexiones y argumentaciones están,

tal y como se denuncia en el trabajo “Conocimientos situados” (1987)93 ,

presentadas ya como sesgadas ideológicamente, pues están escondiendo un

compromiso moral e ideario político concretos. No existen perspectivas

inocentes y la suya está muy lejos de pretender serlo. Esta práctica de

reflexividad responde así al objetivo de eliminar o superar cualquier

tentación o impulso sustancializador.

Pero su fuerte rechazo del esencialismo va igualmente acompañado

del mismo desprecio hacia el relativismo. Éste también encierra, nos dirá,

una pretensión totalizadora. Mientras el objetivismo presume de mirar

desde ningún lugar cuando lo hace de forma clandestina desde una

perspectiva muy concreta, el relativismo promete mirar desde todas partes

por igual cuando en realidad no está situado en ninguna (ibid., p. 329), y,

al hacerlo, -al prestar el mismo valor a todas las miradas- no le concede

valor a ninguna. La mirada epistemológica, como la política, ha de ser

comprometida pero sin pretender ser totalizante. Ha de tener la conciencia

de la existencia de otras miradas, miradas igualmente parciales. Se trata de

mostrar que los conocimientos siempre son, y así han de ser, mostrados

explícitamente como situados.

No es que se esté negando la posibilidad de conocer, por tanto, sino

que se trata de defender que las formas de conocimiento están encarnadas.

Cualquier intención de presentarse como un punto de vista inocente (ya

sea en tanto neutral o en tanto más justo) será criticado por la autora

norteamericana, incluidas las perspectivas feministas: todas las miradas

denotan una política localizada y mediada, nunca ingenua ni privilegiada.

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93 “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial” y “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del s. XX” se encuentran ambos en Haraway, op.cit., 1995.

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En este sentido, y compartiendo similar concepción epistemológicamente

simétrica con Bruno Latour,94 criticará las propuestas feministas que toman

irreflexivamente la noción de identidad de género. La dicotomía sexo-género es,

tal y como ella denuncia,95 tan artificial y moderna como la establecida entre

naturaleza y cultura. Ambas están configuradas por relaciones de producción

contextualizadas, son resultado de las ciencias naturales y sociales y de su

historia. En tanto tales, están cargadas de una política de la que hay que ser

consciente y poner de manifiesto. Por lo tanto, el pensamiento feminista que

milite desde la oposición y diferencia de una supuesta naturaleza femenina no

repararía en que intenta privilegiar otro esencialismo moderno, cayendo

igualmente en la lógica capitalista de dominación de la naturaleza por la cultura,

pues toma el sexo como un recurso que –representado ahora como “género”– las

mujeres deberían controlar.

Tampoco se escaparán de su crítica aquellos análisis que pretendan no

comprometerse en absoluto (aunque partan de una crítica a los dualismos

esencialistas de la Modernidad) y que se presentan, irreflexivamente, como meros

descripcionistas. En este último sentido, y directamente –aunque sin utilizar esta

terminología- Haraway habla contra la idea de agnosticismo generalizado

presente en Latour.96 Haraway explica cómo el principio de simetría extendido

no conlleva necesariamente desatender la determinación de las identidades que se

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94 Bruno Latour es el principal teórico de la Teoría de Actor-Red. Ésta se basa, precisamente, en lo que este filósofo francés tomó como la “extensión del Principio de simetría” del Programa Fuerte de David Bloor, quien habría intentado superar el modelo anterior -aquel que establecía de manera asimétrica la verdad de la ciencia según los parámetros naturales y la falsedad de sus teorías según parámetros sociales– estableciendo la sociedad como causa tanto de los aciertos de la ciencia como de sus errores. Según Latour, con ello Bloor no superó dicho modelo y era necesario un segundo principio de simetría: el que establecería explicaciones simétricas acerca del estado de lo natural y del estado de lo social. Pero esto sólo es posible si partimos de que las ideas de “naturaleza” (el dominio de lo no humano) y “sociedad” (el dominio de lo humano) no son dos esencias bien diferenciadas que se influencian o no mutuamente, sino que ambas son consecuencias: son, también, el resultado de afirmaciones y juicios provenientes de las ciencias sociales y naturales (B. Latour, Post Scriptum a la edición española de Ciencia en Acción. Como seguir a los científicos e ingenieros a través de la sociedad, Barcelona: Labor, 1992 [original 1987].95 Véase el capítulo de Donna Haraway, “‘Género’ para un diccionario marxista...”, en Haraway, opt. cit., 1995, pp. 213-251.96 Según la metodología ANT, el analista nunca debe de partir de conocimientos previos de las tecnociencias que observa ni de preconcepciones sociológicas o epistemológicas; sólo ha de describir las transformaciones que suceden ante sus ojos y cómo ellas van generando nueva realidad natural y social. El analista es una tabula rasa, en este sentido, puede registrar los supuestos de partida de aquellos actores implicados pero nunca deducirlos por sí mismo ni entrar a valorarlos.

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encarnan en la producción de las nuevas entidades tecnocientíficas, las que

también se van constituyendo en las propias (re)configuraciones socio-técnicas97.

Haraway atiende entonces a las críticas feministas que suscitaba la obra de

Latour y que le convirtieron en un destacado protagonista de las Science Wars,

aquellas basadas en, por un lado, el miedo a estar ciego ante las diferencias de

poder dadas en y a través de las prácticas sociotécnicas, y, por otro, el miedo a la

limitación que de ello se puede deducir para una posible acción/intervención

política. Ella se alejará muy claramente de la pura descripción:

epistemológicamente, se puede mantener una teoría de la ciencia que mantenga la

insistencia en las significaciones legítimas de objetividad, pero en un sentido que

tenga más que ver con la ética y la política. Es viable un estudio de la ciencia

crítico (como el feminista) a la vez que interpretativo (como sería catalogado el

del propio Latour de los años ochenta).98 Un ejemplo posibilista de ambas

inquietudes lo ve ella ya en el trabajo de la filósofa feminista Sandra Harding:

Harding, como Latour, está comprometida con los procesos de formación

de la ciencia. Pero a diferencia de Latour de Ciencia en acción, Harding no

confunde las prácticas constitutivas y constituyentes –que acaban en

cuerpos marcados, versátiles e históricamente determinados por raza, sexo

y clase–, que generan y reproducen sistemas de desigualdad estratificados,

con categorías funcionalistas preconfiguradas. No comparto su eventual

terminología de la macrosociología, ni su identificación demasiado

evidente de lo social. Pero creo que su argumento básico es fundamental

para otro tipo de programa fuerte dentro de los estudios de la ciencia, uno

que no se acobarde frente a un proyecto de simetría ambicioso,

comprometido tanto con el conocimiento de la gente y las posiciones de las

que puede venir el conocimiento, y a quiénes es destinado este

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97 Donna Haraway, Testigo_Modesto@Segundo_Milenio. HombreHembra@_Conoce_Oncoratón. Feminismo y Tecnociencia, Barcelona: Editorial UCO, 2004 [original 1997], p. 53.98 Hay que señalar que, a pesar de la crítica anterior, proferida aún en esta obra posterior, Haraway reconocerá que, en cambio, el objeto de sus anteriores argumentos negativos contra el autor francés ha desaparecido en el Latour de los noventa, producto también de su mirada renovada al feminismo: “Especialmente al escribir y hablar a mediados de los años noventa, tanto Latour como Woolgar y otros estudiosos, evidencian un serio interés no defensivo en los estudios de la ciencia feministas, incluyendo la crítica de sus propias estrategias retóricas y de investigación de los ochenta” (ibid., p. 314, nota 19). Aquella crítica que giraba en torno a la lógica masculina de Ciencia en acción, se remontaba a D. Haraway, op. cit., 1991.

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conocimiento, como con la disección de las condiciones de producción del

conocimiento.99

Para Haraway el mayor peligro de la Modernidad actual es el no

reconocimiento de la parcialidad de los discursos esencialistas. Esto limita el

enriquecimiento epistémico, político y ontológico de nuestros discursos y

entidades. En cambio, invita, como el Latour de los noventa, a celebrar la

multiplicidad e hibridación de la realidad circundante y de las narraciones que se

corresponden con esta realidad. Sólo en este marco habrá que entenderse la

posibilidad de un conocimiento objetivo: asumiendo que todo punto de vista ha

de ser colectivo porque cualquier mirada es siempre parcial, manipuladora de

aquello que observa y de lo que da cuenta, e introductora de reivindicaciones

concretas: “La reflexividad crítica, o la objetividad fuerte, no eluden las prácticas

creadoras del mundo, utilizadas para forjar conocimientos que contienen en sí

distintas oportunidades de vida y muerte”100.

No basta, entonces, el mostrar la contingencia de los modos de producción:

se ha de ofrecer “una versión del mundo más adecuada, rica y mejor, con vistas a

vivir mejor en él y en relación crítica y reflexiva con nuestras prácticas de

dominación y con las de otros, y con las partes desiguales de privilegio y de

opresión que configuran todas las posiciones”101 . Como señala esta autora, lo

primero que surge del reconocimiento de la parcialidad en nuestras miradas hacia

el mundo, de la localidad de los conocimientos producidos y de las identidades

ontológicas resultantes, es la conciencia también de nuestra responsabilidad

respecto de nuestras prácticas. Buscar objetividad en la universalidad, y no en la

parcialidad autocrítica, nos hace irresponsables. Nuestras pretensiones de

objetivar el mundo generan modelos de realidad de los que debemos

responsabilizarnos porque ellos están estructurados, pero también porque son

estructurantes de la vida de la gente102.

Con todo, este intento de combinación entre el compromiso de la

epistemología feminista y el constructivismo social no resulta en una visión

idealista de nuestro entorno como un constructo meramente ideológico que nos

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99 Ibid., p. 55.100 Ibidem.101 D. Haraway, op.cit., 1995, p. 321.102 Ibid., p. 335.

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lleve a una epistemología relativista, como mencionábamos más arriba. Los

objetos del conocimiento científico son entidades semióticas que, si bien obtienen

su identidad del proceso de objetivación científica y de la interacción social –

procesos a través de los cuales se materializan sus propios límites–, no podemos

obviar la presencia material e inmediata de las propias entidades: “su

determinación final o única de lo que puede ser considerado como objeto de

conocimiento en un momento particular histórico”103.

En este contexto Haraway defenderá, como Latour, la disolución de la

distinción moderna entre sujeto y objeto, en tanto que también concede a este

último la naturaleza de agente.104 Los no-humanos y las realidades materiales no

son meros recursos pasivos del científico, quien supuestamente los usa y descubre,

son actores que determinan también el posicionamiento de los conocimientos

generados sobre ellos mismos y sobre el resto de realidades. Los objetos del

mundo abren y cierran posibilidades de acción y de significación. Ellos mismos

son estructurantes, no sólo los discursos interesados de los actores sociales

involucrados en las prácticas tecnocientíficas lo son. Es más, una epistemología

responsable como la de los conocimientos situados requiere “que el objeto de

conocimiento sea representado como un actor y como un agente, no como una

pantalla o un terreno o un recurso, nunca como un esclavo del amo que cierra la

dialéctica en su autoría del conocimiento ‘objetivo’”105 . No sólo todos, sino

también todo puede ser un cyborg, híbridos de naturaleza y cultura.

En fin, todo proyecto de conocimiento científico será, para Haraway, un

proyecto fronterizo mediante el que, a través de sus prácticas materiales y

comunicativas, se definen entidades materiales y semióticas que denotan y

encarnan estructuras de poder. Estas entidades, entre las que están incluidos los

humanos y las cosas, actuarán y se comunicarán en el mundo como los seres

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103 Ibid., p. 345.104 Este fundamental abandono del dualismo sujeto-conocedor-activo/objeto-conocido-pasivo como coordenadas de la explicación epistemológica es lo que, en otro trabajo, nos ha llevado a considerar a Latour y a Haraway como el padre y la madre respectivamente de un “giro ontológico” en epistemología. El primero por representar la primera propuesta del principio de simetria generalizada, y la segunda por dotar a esta nueva perspectiva de una dimensión profundamente política y comprometida. Pueden verse al respecto los capítulos cuatro y quinto de Noemí Sanz Merino, Estilos políticos de la ciencia y el ‘giro ontológico’ en epistemología, Tesis Doctoral, Universidad de Oviedo, 2010.105 Ibid., p. 341.

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híbridos que son porque –a pesar de las limitaciones de significado impuestas en

cada momento y lugar– siguen siendo encarnaciones tecno-orgánicas y textuales.

Como señala Broncano, el cyborg es más que una metáfora. La constatación

de su existencia real es la clave para abandonar las dicotomías aristotélicas entre

artificial-natural, acción-representación, cultura-técnica, etc., sobre las que, en

realidad, han partido todos los proyectos de epistemología, teoría política y

ciencias sociales modernas106. Al presentarlo, Haraway ofrece una postura

ontológica, epistemológica y política potencialmente reconciliadora para el

feminismo107, adelantado su tercera ola, la cual será igualmente propuesta por

autoras como Judith Butler: "Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace

mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujer es de por sí un

término en proceso, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar

tajantemente que tenga un origen o un final"108.

Butler propondrá el mantenimiento del uso de “género”, pero

reformulándolo frente aquellas que quisieron eliminarlo (las teóricas de la

igualdad), pero también frente a aquellas que lo presentaban como una esencia

diferenciadora. Admitirá la reflexividad interpretativa de la categoría de género,

su multiplicidad y cambio, y la definirá como un constructo tan artificial como el

de “sexo”, para finalmente proponerla, en cambio, como un concepto

prescriptivo: dado que de hecho es una construcción cultural que se sustenta en

prácticas y discursos culturales, convirtiéndose en un elemento normativo por su

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106 Fernando Broncano, Entre ingenieros y ciudadanos. Filosofía de la técnica para días de democracia, Barcelona: Montesinos, 2006, p. 26.107 También para los estudios de género y los constructivistas sobre la ciencia, como decíamos. En concreto, reconciliándolos con el criticado Latour: “la brillante y enloquecedora polémica aforística de Latour contra todos los reduccionismos, logra el consenso esencial para las feministas: ‘no os fiéis de la pureza, es el vitriolo del alma’ (Latour 1984). Latour no es, por otro lado, un notable teórico feminista, pero podría ser convertido en uno con lecturas tan perversas como las que hace del laboratorio” (Haraway, op. cit., 1995, p.315, nota a pie 2). Haraway y la propia evolución del pensamiento de los teóricos ANT (incluido Latour) abrieron las puertas a un acercamiento entre el microanálisis social y el feminismo a finales de los noventa. Un ejemplo de este acercamiento puede encontrarse, por ejemplo, en el caso de Anne Berg y Manete Lie, quienes destacarán el concepto ANT de “delegación” (“Feminism and Constructivism: Do Artefacts Have Gender?”, Science, Technology & Human Values, Vol. 20, nº 3, 1995, pp. 332-351) o en el de María Lohan, donde se destaca el de “actante” (“Constructive Tensions in Feminist Technology Studies”, Social Studies of Science Vol. 30, nº 6, 2000, pp. 895-916). Actualmente existen ya varias autoras feministas que se han posicionado sin remilgos en el universo ANT, como Annamarie Mol (The body multiple: ontology in medical practice. London: Duke University Press, 2002) y Charis Thompson (Making Parents: the Ontological Choreography of Reproductive Technology. Cambridge: MIT Press, 2005).108 J. Butler, op. cit., p. 98 [cursivas en el original]. Ella será considerada, por este trabajo, el inicio de la Teoría Queer.

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naturalización a través del lenguaje, las instituciones y otras físicas del poder,

mejor sería tomarlo como una muestra de la complejidad irreductible que es, con

el objetivo de legitimar las propias variedad y diferencia.

La imbricación contemporánea de la ciencia y la tecnología en las

sociedades avanzadas, en las vidas cotidianas e incluso en los cuerpos biológicos,

permitieron a Haraway, como acabamos de tratar, dotar al “cyborg” de similar

aspiración, tanto política como epistemológicamente hablando.

Cabría preguntarse, a continuación, si en tal híbrido no encontramos

germinando, también, el final de la necesidad misma de un proyecto político y/o

epistemológico propiamente feminista, aunque eso sería ya otra cuestión... ❚

Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino

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Justicia y diferencia en Iris Marion YoungLa repolitización de la sociedad a través

de un nuevo concepto de justiciaTamara Palacio Ricondo109

Universidad de Oviedo

Resumen: Este trabajo tiene por objeto examinar el concepto de justicia social

aportado por Iris Marion Young, con el que la escritora contribuyó a renovar la

vigencia del movimiento feminista. A pesar de que el mayor protagonismo recaerá

sobre su propuesta de la diferencia y la parcialidad (especialmente en lo que tiene

que ver con la opresión a que se ve sometida la mujer), también tendrán aquí

cabida las tendencias académicas que sedujeron a Young en sus últimos años,

llevándola a preocuparse por los problemas de justicia transnacional. Pretendo así

reivindicar el papel desempeñado por la teórica a la hora de entender el

feminismo como una cuestión de justicia global.

Abstract: This article examines the concept of social justice provided by Iris

Marion Young. It considers Young’s account on difference and partiality

(especially in connection to the oppression of women), as well as the concern on

problems of transnational justice that Young showed during her last years. These

reflections can be seen as an important contribution to the understanding of

feminism as a question of global justice.. ❚

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109 Este artículo ha sido posible gracias al apoyo de una beca doctoral (código UNOV-10-BECDOC) financiada por la Universidad de Oviedo.

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Justicia y diferencia en Iris Marion YoungLa repolitización de la sociedad a través

de un nuevo concepto de justiciaTamara Palacio Ricondo110

Universidad de Oviedo

Introducción

Lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, el movimiento feminista ha

sufrido en las últimas décadas una importante revitalización que ha convertido a

los movimientos en pro de la mujer en motor de numerosas reivindicaciones

sociales. Han sido especialmente dos los frentes que han hecho de estos

movimientos un protagonista indiscutible, tanto social como políticamente

hablando. Por una parte, las discusiones sobre cómo debe entenderse la justicia

han ocupado gran parte de la literatura feminista, preocupada por determinar

quiénes deben involucrarse en la toma de decisiones y cuáles son los mejores

procedimientos a la hora de resolver los conflictos de tipo político. Por otra parte,

pero en estrecha relación con esta preocupación por las cuestiones de justicia, nos

encontramos con las nuevas oleadas de movimientos sociales que, en un contexto

en el que las fronteras territoriales han comenzado a cuestionarse, reivindican la

ampliación y correspondiente redefinición de la esfera pública en un intento por

extender más allá de los límites nacionales los derechos civiles y políticos de las

mujeres.

Es precisamente en el seno de estos intentos por determinar qué es la

justicia, quién queda dentro de sus límites de aplicación y cómo deben

establecerse las reglas del juego político donde se inserta nuestro interés por Iris

Marion Young (1949-2006), una de las más importantes teóricas políticas

feministas de los últimos tiempos, cuyos revolucionarios planteamientos han sido

fuente de inspiración para activistas y movimientos sociales comprometidos con

una mayor democratización de todos los aspectos de la vida cotidiana.

Concretamente, es su obra de 1990 Justice and the Politics of Difference111 el

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110 Este artículo ha sido posible gracias al apoyo de una beca doctoral (código UNOV-10-BECDOC) financiada por la Universidad de Oviedo.111 Young, I. M., Justice and the Politics of Difference, Princeton University Press, Princeton, 1990. (Citaré por la traducción española de Silvina Álvarez, La Justicia y la Política de la Diferencia, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000).

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trabajo que mayor importancia cobró en este sentido, por ser donde Young

aportó una nueva visión de la justicia con la que trataba de repolitizar la esfera

pública y democratizar los organismos institucionales.

Su peculiar postura al respecto queda definida, en la obra citada, tomando

como punto de partida la larga tradición de la teoría crítica y por oposición a los

dos modelos hegemónicos que han sentado las bases del debate político moderno

y contemporáneo: el paradigma distributivo de la justicia social y el ideal político

de la imparcialidad. Puesto que su intención es hacer compatible la democracia

con la parcialidad y la diferencia culturales, Young se rebela contra estos dos

pilares fundamentales de nuestras democracias occidentales, a los que supone

articulados en torno un ideal común de asimilación. En clara confrontación con

este ideal, la profesora de la universidad de Chicago aporta una posible

alternativa política, centrada en la pluralidad y la heterogeneidad de la esfera

pública, cuyo pilar central se encuentra en las políticas de la diferencia.

Acerca de estas últimas políticas trataré en este ensayo, cuyo principal

objetivo es analizar las categorías y conceptos vertebradores de la noción de

justicia formulada por Young. La preocupación por estas cuestiones de justicia

nace de la idea de que la situación de la mujer, no sólo a nivel nacional, sino a

escala global, es consecuencia de numerosas injusticias institucionalizadas que

requieren de una urgente solución. Esto precisamente, el entender el feminismo

como una cuestión de justicia transnacional, hará derivar el interés del ensayo

hacia los últimos trabajos de Young, en los que la justicia es entendida más allá

de los límites nacionales. Al mismo tiempo, sin embargo, se tratará de hacer

explícitas aquí las limitaciones de esta noción de justicia global, cuestionada en

sus fundamentos por autores que se adhieren a modelos cosmopolitas.

De forma general, el presente ensayo se divide en cinco apartados. En el

primero de ellos, “El paradigma distributivo. Funciones ideológicas del modelo

posesivo”, plantearé las principales críticas de Young a las concepciones finalistas

de la justicia en las que se atiende, fundamentalmente, a la redistribución

equitativa de los bienes materiales. Serán tres los aspectos a los que me referiré en

la medida en la que hacen de las políticas redistributivas un análisis demasiado

superficial de las injusticias institucionales; a saber, los procedimientos para la

toma de decisiones, la división del trabajo y los símbolos y significados culturales.

En el segundo epígrafe, “Las categorías de la opresión y la desigualdad de

Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo

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género”, atenderé al concepto de “opresión” formulado por Young y cómo éste

se encuentra en numerosas prácticas cotidianas que atentan contra la autonomía

y el pleno desarrollo de las capacidades de las mujeres. A continuación, en “La

imparcialidad como modelo de asimilación y eliminación de la diferencia en la

esfera pública”, me centraré en la crítica de Young al ideal de imparcialidad, ante

el cual reivindica una noción positiva de la diferencia y la heterogeneidad en los

espacios públicos, esenciales ambas para la consolidación de la democracia y la

eliminación de la injusticia. Este punto será ampliado cuando en “Las políticas de

la diferencia” trate acerca de esta alternativa política propuesta por Young, a

través de la cual trata de superar los límites tanto del modelo distributivo como

del ideal de imparcialidad. Algo que, como veremos, solo será posible en la

medida en que adoptemos un modelo que cuestione las diferencias sociales en su

estructura misma, lo que Young define como “politics of positional difference”.

Finalmente, en “El cuestionamiento de las fronteras. Una teoría de la justicia

global”, remitiré a los últimos trabajos de Young, en los que emprendió la tarea

de hacer de los movimientos sociales agentes políticos comprometidos con una

revolución cultural e institucional a nivel transnacional.

1. El paradigma distributivo. Funciones ideológicas del modelo posesivo.

El enfrentamiento entre las políticas de la redistribución y las políticas del

reconocimiento ha sido el factor definitorio de la mayor parte de los debates

contemporáneos sobre la justicia. Frente a autoras como Nancy Fraser, quien

apuesta por la combinación de ambos puntos de vista en un único modelo dual de

la justicia social112, Young ha optado por la preeminencia de uno de estos ejes,

pasando a convertirse en una de las principales representantes y defensoras de las

políticas de la diferencia. Aun cuando las teorías de la justicia buscaban el reparto

equitativo de bienes y cargas entre los miembros de la sociedad, Young comenzó

a oponerse a dicha identificación entre justicia y distribución. Frente a este

“modelo posesivo” de la justicia, presente tanto en los enfoques liberales

capitalistas como en aquellos otros de tipo socialista o marxista, Young consideró

más importante atender no ya a la propia distribución de los bienes materiales,

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112 Fraser, N., “From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a “Postsocialist” Age”, New Left Review, I/212, 1995, pp. 68-93; Justice Interruptus. Critical Reflections on the “Postsocialist” Condition, Routledge, New York, 1997; “Social Justice in the Age of Identity Politics: Redistribution, Recognition, and Participation”, in Peterson, G. B. (ed.), The Tanner Lectures on Human Values, vol. 19, University of Utah Press, Salt Lake City, 1998. pp. 1-67; “Rethinking Recognition”, New Left Review, 3, 2000, p. 107-120.

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sino a los mecanismos por medio de los cuales ésta tiene lugar así como al

contexto institucional que lo favorece. Al afirmar que “los conceptos de

dominación y opresión, antes que el concepto de distribución, deberían ser el

punto de partida para una concepción de la justicia social”113, trató también de

poner de manifiesto que el paradigma distributivo al que tanto han recurrido los

teóricos en su afán por eliminar las diferencias sociales cumple, en el fondo, una

importante función ideológica en el más estricto sentido marxista del término.

Retomando el concepto de ideología como el conjunto de ideas que

presentan el contexto institucional en que surgen como natural o necesario114 ,

Young nos desvela dos problemas que, bajo el prisma de las políticas

redistributivas, más que eliminarse o erradicarse parecen reforzarse. En primer

lugar, el paradigma distributivo pasaría por alto el análisis de las estructuras

sociales que condicionan las medidas distributivas, inclinándose la balanza a

favor de las cuestiones de tipo práctico en detrimento de las de tipo

procedimental, a pesar de ser estas últimas centrales en numerosos casos de

injusticia social que, por ser de carácter simbólico y cultural, no pueden reducirse

a cuestiones meramente distributivas. En segundo lugar, el paradigma distributivo

no reconocería los límites de su aplicación lógica pues -si como afirma Rawls- la

justicia consiste en la correcta distribución de derechos y deberes115, el paradigma

distributivo se extendería a cualquier valor social que, en las cantidades

apropiadas, pudiera ser poseído por los agentes sociales, con total independencia

de que nos estemos refiriendo a derechos, oportunidades o, en un caso extremo, a

la autoestima y el poder de los individuos. Todos estos aspectos de la vida social a

los que nos venimos refiriendo serían entendidos por esta conceptualización

finalista de la justicia, sin distinción alguna, más que como relaciones e

interacciones sociales, como objetos, puesto que el paradigma distributivo se

encuentra asociado a una ontología social incompleta así como a un modelo

estático de lo social. Al pasar los individuos a ser vistos a la manera de átomos,

completamente independientes del contexto social en que se encuentran y, por lo

tanto, anteriores a las instituciones sociales de las que forman parte, nos

encontramos ante una concepción de la sociedad extremadamente acotada o

restringida en la que el valor de los procesos y de las relaciones sociales se torna

Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo

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113 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 33. 114 Young, I. M., op. cit., pág. 129.115 Young, I. M., op. cit., pág. 46.

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completamente irrelevante. Son consecuencias materiales de este planteamiento,

según Young, la fragmentación de la vida social en pequeños grupos de interés y

la privatización de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos; o, dicho de

manera más general, la despolitización de la esfera pública que tiende a la

producción y reproducción de ciertas injusticias presentes en nuestras sociedades

de bienestar capitalista.

Con objeto de hacer frente a esta naturalización del status quo y del

discurso político a que atiende el modelo distributivo, Young pone en entredicho

los eslabones que permiten mantener fuertemente unida la cadena del poder116 .

Para ello cuestionará (1) los actuales procedimientos de toma de decisiones, (2) la

división del trabajo y, finalmente, (3) los distintos símbolos y significados

culturales. De este modo pone en entredicho el contexto institucional en que se

insertan las medidas redistributivas, las cuales lo asumen como dado sin plantear

posibles alternativas a través del cuestionamiento de sus principios más básicos y

fundamentales.

(1) Los procedimientos de toma de decisiones

La sociedad capitalista de bienestar es el contexto en que más se ha

discutido acerca de la sustancia de la justicia. No debemos olvidarnos de que

estos intensos debates se han desarrollado bajo el imperio de las políticas

distributivas. No es de extrañar si tenemos en cuenta que en el seno de estas

sociedades han pasado a ser considerados principios fundamentales el que la

sociedad, con vistas a la maximización del bienestar colectivo, sea responsable de

la regulación económica, el que prevalezca el derecho a que aquellas necesidades

básicas de toda persona sean satisfechas, y el que los procedimientos

institucionales sean impersonales, garantizando al máximo la igualdad formal de

todos.

Sin la menor intención de negar la importancia que estos principios han

tenido en el proceso de democratización de nuestras sociedades de bienestar,

Young apunta a su especial contribución a la hora de despolitizar la esfera

pública, haciendo que, cada vez más, lo político se defina por analogía al

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116 Young se adhiere a la noción de poder establecida por Foucault en un intento por negar aquellas perspectivas -de corte liberal y marxista- en que el poder es entendido como una relación diádica entre “gobernante” y “gobernado”.

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mercado117. Apelando al rótulo de “sociedad reglada”, Young llama la atención

sobre el hecho de que los trabajadores, dentro del conjunto social donde prima el

control burocrático, no necesitan involucrarse a la hora de tomar decisiones,

puesto que los fines de su actividad están pautados por la propia gestión

burocrática. El individuo en cuestión únicamente debe adaptarse a la “ética de la

profesionalidad” que le es propia en función del cargo que desempeña,

permaneciendo fiel a las normas previamente establecidas y en función de las

cuales las decisiones son evaluadas, no por ser correctas o injustas, sino por su

validez legal. El verdadero problema de todo esto se da cuando nos topamos con

lo que Habermas denominó “colonización del mundo de la vida”118 , lo cual

parece ser el centro de atención de las críticas de Young cuando atiende a

nuestras actuales sociedades del bienestar capitalista. Y es que hemos llegado a un

punto en que nuestras políticas son resultado de la competencia y la negociación

establecida entre los diferentes grupos de interés. Lejos de lo que puedan suponer

los modelos formales, no es la persuasión la que determina cuáles son las mejores

medidas o cuáles son las decisiones más justas, pues el elemento deliberativo que

debiera orientar las cuestiones de interés colectivo queda pervertido, al ser los

ciudadanos excluidos de los procedimientos para la toma de decisiones, en la que

primaría, en realidad, la razón técnica o instrumental, carente de toda carga

valorativa.

Ante esta mercantilización de lo político, y por oposición al paradigma

distributivo, Young apuesta por una democratización de las instituciones, no

únicamente entendida como la distribución del poder, sino como una

“reorganización de las reglas para la toma de decisiones”119. Se trata así de

cuestionar a las instituciones vigentes y de plantear, a través de la discusión

pública y abierta, posibles alternativas con miras a repolitizar la vida social. Algo

que ya fue reivindicado por diversos movimientos sociales de insurrección que

trataban de limitar el poder del Estado, y que fueron de tanta influencia desde su

fundación, en los años 60, que, desde entonces, la política que defienden ha

quedado definida por su radical oposición a las instituciones vigentes,

preocupadas por reabsorber las demandas de los movimientos de insurrección a

favor de su propio status quo.

Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo

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117 Young, I. M., op. cit., pág. 125.118 Habermas, J., Teoría de la Acción Comunicativa, 2vols., Taurus, Madrid, 1987.119 Young, I. M., op. cit., pág. 140.

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(2) La división del trabajo

Young pone de manifiesto su oposición a los actuales criterios de

cualificación, que permiten la división del trabajo entre quienes están cualificados

y quienes no lo están, cuando afirma que, “dado que el ocupar cargos y puestos

de trabajo afecta fundamentalmente al destino de los individuos y las sociedades,

la toma democrática de decisiones sobre estos temas es una condición esencial de

la justicia social”120.

Entre los criterios de cualificación a las que se opone abiertamente habría

que destacar el mérito, según el cual es común suponer que los mejores empleos

deben asignarse a quienes están mejor cualificados, asumiéndose con ello el igual

valor moral y político de las personas. Ello supone, para autores como James

Fiskhin, la garantía de que, a la hora de seleccionar a los empleados y

trabajadores, se respete la equidad procesal, mientras que para otros como John

Rawls la asignación de los empleos en función de la cualificación personal es tan

arbitraria como la distribución de los puestos en función de la raza o el sexo, pues

el individuo es tan poco responsable de sus capacidades como pueda serlo de

estos últimos factores.121 De modo que, tomando en cuenta esta crítica rawlsiana,

pero yendo aún más lejos, Young señala que la idea de un criterio del mérito

objetivo es tan utópica como pueda serlo el ideal de imparcialidad. Señala

fundamentalmente tres problemas al respecto: en primer lugar, los trabajos son

demasiado complejos como para evaluar su correcto desempeño de una forma

neutral; en segundo lugar, es muy difícil determinar cuál es la contribución de

cada uno de los miembros de la organización industrial o administrativa, así

como poder precisar cuáles hubieran sido los resultados si el trabajador hubiera

actuado de otro modo (o simplemente no hubiera intervenido); y, finalmente,

debemos tener en cuenta que la división del trabajo implica, por lo general, que

quienes son encargados de evaluar el trabajo de sus subordinados no están

familiarizados con la tarea en cuestión.

Por todo ello, el criterio del mérito nunca puede medir de manera imparcial

la productividad o las capacidades de un trabajador. Mas bien, nos encontramos

ante un criterio de tipo político en la medida en que valora y jerarquiza

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120 Young, I. M., op. cit., pág. 356.121 Véase Fishkin, J., Justice, Equal Opportunity, and the Family, Yale University Press, New Haven, 1983, pp. 22; Rawls, J., A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, 1971, pp. 101-104; Young, I. M., op. cit., pág. 337.

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determinadas cualidades y aptitudes que debieran quedar sujetas a un debate

público, donde se discutiera, por ejemplo, quiénes tienen autoridad para

determinar cuáles son las capacidades adecuadas para un determinado cargo o

quiénes disponen de las capacidades necesarias. Sólo en un debate de este tipo

podría quedar garantizada la equidad en la toma de decisiones, los criterios serían

explícitos y públicos y ningún grupo permanecería excluido para que, de este

modo, la cualificación de los individuos fuera completamente independiente

respecto de determinados valores o una cultura específica. La excepción, es decir,

el otorgar cierta prioridad a los miembros de un grupo definido, únicamente

podría darse si con ello se lograra socavar la opresión. Con esta crítica Young no

trata de cuestionar la especialización como tal o la posibilidad de la paga

diferenciada, sino que trata mas bien de poner en entredicho la distinción entre

los llamados bienes dominantes, o la planificación de las tareas, y la propia

ejecución de las labores según lo dispuesto por los especialistas, que en razón de

su cargo tendrían el derecho a un sueldo mucho más elevado, a un mayor

prestigio y un mejor acceso a los recursos. Punto de vista éste en el que la justicia

social requiere de una democratización del trabajo que corra pareja a la

democratización misma de la esfera pública y del Estado, para así permitir a

todas las personas ejercer sus capacidades con plena libertad en espacios

socialmente reconocidos.

(3) Símbolos y significados culturales

A la hora de cuestionar los símbolos y significados culturales que favorecen

la discriminación sistemática de determinados grupos, marcados y estigmatizados

como “los otros”, Young apela a la constitución de la racionalidad moderna.

Permanece, en este sentido, muy próxima a las reflexiones de autores como

Foucault acerca de la razón científica moderna que, al instaurar la idea de un

sujeto trascendente e impersonal, habría contribuido de manera directa a la

eliminación de la particularidad y la diferencia. Tal proceso de homogeneización

y exclusión -según los propios términos de Foucault- serviría a la imposición de

los valores pertenecientes a aquellos grupos privilegiados, cuyos caracteres

quedarían recogidos en jerarquías y metáforas en las que se mantienen, de forma

implícita, ciertos sesgos de tipo racial, sexual y de clase. Esto es algo evidente si

atendemos, por ejemplo, a la construcción de cuerpos feos o degenerados o a las

virtudes típicamente masculinas que por tradición han sido asociadas al científico,

Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo

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al tiempo que la naturaleza, el objeto de estudio que ha de ser dominado y

controlado por su investigador, ha adquirido aquellas particularidades propias de

la mujer.

Tal vez la fundación de esta mentalidad moderna queda ya alejada de

nosotros. Sin embargo, a pesar de que las normas sociales y legales prohíben

cualquier tipo de conductas discriminatorias, lo cierto es que no podemos pensar

que las injusticias sociales hayan desaparecido por completo en nuestras actuales

sociedades del bienestar. Aunque la discriminación social ya no forme parte de la

conciencia discursiva de los individuos122, lo cierto es que existen distintas formas

de injusticia social que dependen de procesos inconscientes que generan

reacciones de rechazo y aversión para con los miembros de los grupos oprimidos.

Sólo en la medida en que se produzca una afirmación positiva de la

identidad de los grupos oprimidos, al tomar éstos conciencia de su situación y

crear sus propias imágenes culturales, y en la medida en que los agentes sociales

privilegiados se hagan responsables de sus acciones y las consecuencias que de

ellas se derivan, será posible llevar a cabo una revolución en la que se modifiquen

los hábitos culturales y se politice la cultura misma.

2. Las categorías de la opresión y la desigualdad de género

En su intento por poner de manifiesto que los problemas de justicia van más

allá de las cuestiones distributivas, Young se refiere de manera explícita a las

deudas que su concepto procedimental de la justicia tiene para con el “concepto

ético-político incompleto de la justicia” de Agnes Heller, según el cual la justicia

haría referencia a los procedimientos que permiten evaluar las normas

institucionales; y, ante todo, a la influencia que en su obra ha tenido el modelo

habermasiano de la “ética comunicativa”123 , de acuerdo con el cual únicamente

pueden considerarse justos los contextos sociales en que todos los individuos

puedan ejercer sus libertades. Así entendida la noción de justicia, habría dos

condiciones sociales que definen la injusticia: mientras que la dominación estaría

referida a todas aquellas situaciones en que las normas institucionales impiden a

todos los individuos determinar las circunstancias de sus acciones, o sus acciones

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122 Young toma el concepto de conciencia discursiva, conciencia práctica y sistema básico de seguridad de los planteamientos de Anthony Giddens en The Constitution of Society, University of California Press, Berkeley, 1984. 123 Habermas, J., Conciencia Moral y Acción Comunicativa, Península, Barcelona, 1985.

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mismas, sin relación de reciprocidad, y otorgando una mayor autonomía a unos

que a otros; la opresión, en cambio, incluiría todos los procesos institucionales

que, de manera sistemática, “impiden a alguna gente aprender y usar habilidades

satisfactorias y expansivas en medios socialmente reconocidos, o procesos sociales

institucionalizados que anulan la capacidad de las personas para interactuar y

comunicarse con otras o para expresar sus sentimientos y perspectivas sobre la

vida social en contextos donde otras personas pueden escucharlas”124. De modo

que el concepto de “opresión” no debe entenderse tal y como ha sido entendido

tradicionalmente, entrelazado con la tiranía por parte de los gobernantes y

cargado de connotaciones de conquista, pues ha sido reemplazado por la noción

de opresión característica de los movimientos sociales emergentes en los años 60 y

70, con los que ha pasado a designar aquellas injusticias posibilitadas por

nuestras prácticas cotidianas a pesar de que, a primera vista, resulten inocentes.

En el momento en que se trata de llevar a cabo un análisis de estos

mecanismos inherentes a la injusticia social, podemos percatarnos de lo complejo

de la situación, lo que, de manera directa, parece contribuir a que las causas de

estas desventajas e injusticias no se sometan a revisión, permaneciendo estables

los hábitos y símbolos culturales que las generan. Determinar qué es un grupo

social o cuándo un grupo es oprimido son problemas que ocuparon la atención de

Young, plenamente consciente de que a pesar de que todas las personas oprimidas

sufren impedimentos al desarrollo y ejercicio de sus capacidades, no todos los

grupos sociales sufren la opresión en la misma medida. A este respecto, debemos

tener presente, en primer lugar, que los grupos sociales, tal y como Young los

entiende, no son meras colecciones de gente, sino que nos encontramos ante “una

clase específica de colectividad con consecuencias específicas respecto de cómo las

personas se entienden a sí mismas y entienden a las demás”125. A diferencia de los

llamados “conjuntos”, el grupo social no quedaría definido por un atributo, sino

por el sentido de identidad definitorio o constitutivo del individuo, que no podría

ser entendido con anterioridad al grupo social al que pertenece, sino que los

miembros de cada grupo presentarían ciertas afinidades entre sí, identificándose,

todos y cada unos de ellos, con una identidad mutua y reconociéndose en una

historia compartida (lo que también diferenciará a los grupos de las asociaciones,

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124 Young, I. M., op. cit. pág. 68.125 Young, I. M., op. cit. pág. 77.

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constituidas de manera voluntaria y consciente por individuos ya formados y con

una personalidad claramente definida).

Por otra parte, el problema de determinar cuándo un grupo está oprimido

llevó a Young a afrontar el problema de la injusticia social a partir de un

concepto plural de la opresión en el que se pueden diferenciar cinco categorías

diferentes: explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y

violencia. Podemos entonces afirmar que nos encontramos ante un grupo

oprimido cuando aparece, al menos, una de estas categorías enumeradas. Me

interesaré aquí en lo que ellas tienen de relevante en la cuestión del género, dado

que a lo largo de toda su obra Young se preocupó de manera especial por la

situación de la mujer, a la que consideró uno de los principales grupos sociales

afectados por la opresión. Según sus propias palabras: “En cuanto grupo, las

mujeres están sometidas a la explotación en función del género, a la carencia de

poder, al imperialismo cultural y a la violencia”126.

(I) La explotación

En las últimas décadas, la noción marxista de explotación por la cual la

masa de trabajadores no cualificados no sólo transferiría su poder a los

propietarios de los medios de producción, sino que vería disminuir su propia

autonomía y poder a favor de los intereses de la clase dominante, se ha revelado

demasiado limitada. Al centrar su interés en las diferencias de clase, el enfoque

marxista resulta poco explicativo a la hora de dar cuenta de fenómenos tan

comunes en nuestra vida cotidiana como la explotación sexual o racial, lo que ha

hecho que la mayoría de las feministas se desvinculen del marxismo, al que por

tradición y desde su origen han estado estrechamente asociadas.

El principal foco de atención de estas nuevas feministas es la explotación

sexual pues consideran que la mujer sufre, en cuanto grupo, un tipo especial de

sometimiento en el que se ve desposeída de su poder a favor del dominio

masculino. Young señala, en este sentido, que “la explotación de género tiene dos

aspectos: la transferencia a los hombres de los frutos del trabajo material y la

transferencia a los hombres de las energías sexuales y de crianza”127. Fruto de un

proceso de socialización marcado por el cuidado, es la mujer quien generalmente

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126 Young, I. M., op. cit., pág. 112.127 Young, I. M., op. cit., pág. 89.

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se ve responsable de una serie de tareas de las que su compañero se verá

liberado, pudiendo éste incorporarse libremente al mercado laboral. De este

modo, mientras que el varón puede desempeñar oficios creativos que le

permitan reforzar su estatus, la mujer se ve abocada a desempeñar trabajos

socialmente considerados femeninos, todos ellos poco valorados y

recompensados, que convertirán a la mujer en una menor de edad de por vida

al depender económicamente de su marido, a quien deberá proporcionar no

ya sólo descendencia, sino también cuidado emocional y satisfacción

sexual128.

Puesto que estas injusticias, basadas en una “transferencia de energías a

través de la cual los servidores refuerzan la categoría de los servidos”129, no se

eliminan, como bien indica Young, a través de la redistribución de bienes:

“Hacer justicia donde hay explotación requiere reorganizar las instituciones y

las prácticas de toma de decisiones, modificar la división del trabajo, y tomar

medidas similares para el cambio institucional, estructural y cultural”130.

(II) La marginación

Por marginación entiende Young aquellas situaciones en que el sistema no

quiere -o bien no puede- usar a ciertos individuos que quedarían excluidos de la

participación útil en la sociedad y que, al estar estrechamente relacionadas las

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128 En este sentido, el punto más escabroso en que últimamente se han centrado todos los focos de atención es el aumento de la trata de seres humanos con fines sexuales, donde la explotación de la mujer (incluidas las menores de edad) hace aún más evidente el concepto de opresión formulado por Young. Contra esta explotación sexual, numerosas instituciones internacionales como Naciones Unidas o la Unión Europea, así como importantes organizaciones no gubernamentales, se han lanzado durante las últimas décadas a una campaña por la concienciación de los ciudadanos. Así, por ejemplo, en su “Plan integral de lucha contra la trata de seres humanos con fines de explotación sexual”, el Ministerio de Igualdad español ha definido este tipo de explotación como (i) una cuestión de género, (ii) una violación de los derechos más fundamentales, (iii) un hecho trasnacional que requiere de la cooperación internacional y (iv) finalmente, como un delito que requiere de la contundente acción policial y judicial. De hecho, son muchas las normas de derecho internacional que tratan de eliminar estas conductas opresivas no ya sólo a nivel nacional, sino en un marco mucho más amplio. Esto es consecuencia de que tales formas de esclavitud desbordan los límites territoriales. Un claro ejemplo de ello es España puesto que, aunque el nuestro no es un país de origen, recibe numerosas víctimas de la trata procedentes de zonas como República Dominicana, Brasil, Colombia, Nigeria, Ucrania, Rumania, Marruecos... Ante tales injusticias el Ministerio de Igualdad incluye en su Plan medidas de sensibilización, educación y formación, además de medidas de tipo legislativo y de asistencia y protección a las víctimas.129 Young, I. M., op. cit., pág. 92.130 Young, I. M., op. cit., pág. 93.

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nociones de independencia y autonomía con la noción de ciudadanía, quedarían

sujetos a un tratamiento paternalista y degradante ante los servicios sociales y las

administraciones, públicas o privadas.

Conforme a una noción tal de la marginación, la esfera de lo militar y lo

policial son un genuino ejemplo de estos ámbitos en que, por tradición, se ha

impedido la aplicación de las capacidades de las mujeres en los espacios públicos.

Esta estrecha conexión entre la dominación masculina y la lógica militarista

que claramente tendería a marginar a la mujer en la medida en que la considera

carente de capacidades útiles para la seguridad del Estado, tiene cabida en “The

Logic of Masculinist Protection Reflections on the Current Security State”131 ,

donde Young analiza cómo el poder patriarcal se funda en la dedicación del

hombre a la seguridad de la comunidad o el Estado: en el ámbito del hogar

(entendido o visto como refugio), es el hombre quien goza de plena autonomía en

la medida en que sea capaz de tomar las decisiones que permitan vivir seguros a

quienes de su virilidad dependen. Entre tanto, la subordinación femenina no sería

entendida como una forma de sumisión al varón, puesto que la mujer estaría

obligada a obedecer y manifestar su agradecimiento y admiración a la figura

masculina, cuya autoridad quedaría revestida bajo los ideales de la virtud o el

amor a los suyos.

En La justicia y la política de la diferencia, nos dice Young que esta

presunción de que la dependencia es por sí misma opresiva es un error, un mero

prejuicio, si nos atenemos a las experiencias propias de grupos no hegemónicos,

entre las cuales podemos encontrar visiones completamente diferentes en las que

la dependencia no supone una pérdida de la elección personal o de la

respetabilidad social, pudiendo ser considerada, incluso, una condición básica del

ser humano. Entender la dependencia como opresiva es, por tanto, una

consecuencia de los valores y símbolos culturales hegemónicos, “De modo que

aunque la marginación implica claramente importantes cuestiones de justicia

distributiva, conlleva además la privación de condiciones culturales, prácticas e

institucionales, para el ejercicio de las capacidades en un contexto de

reconocimiento e interacción”. 132

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131 Young, I. M., “The Logic of Masculinist Protection Reflections on the Current Security State”, Journal of Women in Culture and Society, vol. 29, no. 1, 2003.132 Young, I. M., La Justicia y las Políticas de la Diferencia, op. Cit., pág. 97.

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(III) La carencia de poder

La carencia de poder, al estar íntimamente relacionada con la respetabilidad

profesional y laboral, se manifiesta en numerosas prácticas cotidianas a través de

conductas racistas y sexistas. En este último caso, es muy común el que las

mujeres se dediquen al mantenimiento de la casa y el cuidado de los hijos, siendo

el principal sustentador de la familia el varón. En aquellos casos en que la mujer

se decide a combinar estas labores del hogar con el trabajo fuera de casa, y a

pesar de las numerosas medidas que se han tomado contra esta discriminación133,

lo cierto es que, fruto de una socialización marcada por el cuidado, las mujeres

tienden a ser asociadas con empleos poco valorados y, por tanto, poco

remunerados, presentándosele numerosos obstáculos a la hora de ocupar cargos

de cierta responsabilidad. Por el contrario, los empleos que requieren de una

mayor especialización y profesionalización son más accesibles a los hombres, lo

que les confiere un mayor estatus frente a las trabajadoras no profesionalizadas.

Fundamentalmente la diferencia entre estas dos categorías radica en que son los

trabajadores no especializados quienes obedecen y ejecutan las tareas según lo

pautado, mientras que los trabajadores especializados (generalmente varones de

raza blanca) son quienes planifican las labores, lo que les garantiza la

oportunidad de ir progresando en la jerarquía laboral, obteniendo cada vez

puestos de más autoridad y responsabilidad, en los que, si bien no gozan de una

absoluta capacidad para tomar las decisiones últimas por sí mismos, pueden

ejercer su poder sobre aquellos trabajadores cuyo trabajo son los encargados de

supervisar. Y esto es algo que generalmente no se limita a lo laboral, sino que los

profesionales gozan de una respetabilidad de la que en pocas ocasiones pueden

disfrutar quienes ocupan los cargos menos valorados, ya se trate de miembros de

minorías raciales, sexuales, etc.

(IV) El imperialismo cultural

La opresión, en cuanto imperialismo cultural, conlleva la universalización

de la experiencia y los valores del grupo dominante socialmente, quien proyecta

sus propias experiencias como representativas de la humanidad en su conjunto.

Las perspectivas de los grupos minoritarios, en cambio, se volverían invisibles e

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133 Por ejemplo, en el caso de la legislación española, la ley 3/2007 de 22 de marzo (BOE 71, 23 de marzo) por la que se define, conforme al principio de la igualdad de oportunidades dentro del ámbito laboral, el acoso por razón de sexo como situación discriminatoria, reafirmándose en su artículo 48 la igualdad de oportunidades dentro del ámbito laboral.

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irían adquiriendo gradualmente connotaciones negativas, al ser los miembros del

grupo estereotipados e identificados con una esencia inferior y generalmente

vinculada a sus cuerpos. La injusticia radica, por lo tanto, en que el grupo

dominante impone su propia visión de la vida social a los demás grupos, sin

considerar sus propias experiencias y valores como una perspectiva más entre

otras. Young lo expresa afirmando que “las experiencias e interpretaciones de la

vida social propias de los grupos oprimidos cuentan con pocas expresiones que

afecten a la cultura dominante, mientras que esa misma cultura impone a los

grupos oprimidos su experiencia e interpretación de la vida social”134.El llamado

“eterno femenino” supondría un claro ejemplo de imperialismo cultural, en la

medida en que la mujer no es definida por sí misma, sino en función de unos

valores masculinos que determinarían una esencia definitoria de lo que es la

mujer. Una esencia, por otra parte, dada negativamente en la medida en que es

entendida como la carencia de aquellos caracteres y capacidades socialmente

valorados y entendidos como neutrales cuando lo cierto es que se trata de un

perfil claramente masculino.

(V) La violencia

Entendiendo bajo el rótulo de violencia sistemática no sólo los ataques

físicos a los miembros de los grupos marcados socialmente, sino también todas

aquellas formas de acoso o intimidación provocados con la intención de

ridiculizar o humillar a dichas personas, Young contempla todas estas conductas

no ya como el acto particular de un individuo concreto, sino atendiendo al

contexto social que lo rodea y que hace de estos actos hechos posibles e incluso,

en los casos más extremos, aceptables. Así, puesto que “lo que hace de la

violencia un fenómeno de injusticia social, y no sólo una acción individual

moralmente mala, es su carácter sistémico, su existencia en tanto práctica

social”135 , Young afirma que no debemos entender exclusivamente como

violentos los actos mismos de agresión y humillación de los individuos, sino la

posibilidad misma de que, en función de su identidad de grupo, estos individuos

sean vejados socialmente136. Una vejación, por otra parte, que resulta irracional y

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134 Young, I. M., op. cit., pág. 105.135 Young. I. M., op, cit., pág. 107. 136 Según datos ofrecidos por el Ministerio, entre 2007 y 2008 se han presentado en los juzgados españoles 268.418 denuncias por parte de mujeres que sufrían malos tratos a manos de sus parejas. Además, el número de mujeres muertas como resultado de la violencia doméstica habría ascendido, entre 2003 y 2008, a 414 mujeres.

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guiada por procesos inconscientes como el temor y el odio. En palabras de

Young:

“La opresión de la violencia consiste no solo en la persecución directa,

sino en el conocimiento diario compartido por todos los miembros de

los grupos oprimidos de que están predispuestos a ser víctimas de la

violación, sólo en razón de su identidad de grupo. El solo hecho de

vivir bajo tal amenaza de ataque sobre sí misma o su familia o amigos

priva a la persona oprimida de libertad y dignidad y consume

inútilmente sus energías”137

La violencia, en cuanto forma de injusticia, no puede ser abordada desde

parámetros distributivos, sino que requiere de un cuestionamiento mucho más

profundo que afecte a los pilares más básicos de nuestras sociedades actuales.

Únicamente en la medida en que sean transformadas las imágenes culturales y los

estereotipos en que se basan nuestras conductas cotidianas, podrá eliminarse la

violencia sistemática que día a día afecta a los miembros de los grupos

minoritarios.

3. La imparcialidad como modelo de asimilación y eliminación de la diferencia en

la esfera pública

Hasta aquí la crítica de Iris Marion Young al paradigma distributivo. Pasaré

a continuación a ocuparme de su otro gran foco de atención en La justicia y la

política de la diferencia: el ideal de la imparcialidad.

Para referirse a este ideal normativo, que se ha instaurado como la seña de

identidad de la racionalidad moral, Young toma de Adorno la expresión “lógica

de la identidad”, y lo describe no sólo como un ideal imposible, sino como un

paradigma que atiende a fines ideológicos en la medida en que busca eliminar del

razonamiento moral las diferencias (tanto contextuales como sentimentales) a

favor de la unidad. Al suponer que el razonador imparcial es aquel capaz de

alcanzar un punto de vista universal, se buscaría una “subjetividad moral

trascendente” reduciendo la pluralidad de agentes morales a una única

subjetividad por lo que, más que en términos de procesos o de relaciones, esta

lógica de la identidad trataría de conceptualizar los entes en términos de

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137 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 108.

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sustancias y de categorías lo más estables posibles. Lo paradójico es que, a pesar

de que se busque dominar (o en su caso extremo eliminar) lo heterogéneo para

negar lo que las distintas situaciones tienen de particular, en el fondo lo que se

consigue es totalmente lo contrario pues, lejos de acercarse a un último principio

unificador, la lógica de la identidad genera tajantes dicotomías que únicamente se

pueden eliminar cuando uno de los elementos en cuestión es suprimido. De modo

que el intento de unificación de los agentes morales en una misma voluntad

general fracasa necesariamente porque, como ya mostraron Derrida y Adorno, la

experiencia forma parte de la realidad que se trata de unificar, no pudiéndose

eliminar nunca los sentimientos e intereses del sujeto. En la medida en que el

punto de vista moral surge de la interacción con otras personas, es imposible

alcanzar un punto de vista neutral, imponiéndosenos la necesidad de tener en

cuenta las reivindicaciones y necesidades de las demás personas; es decir, una

racionalidad dialógica, o como Habermas la define, ética comunicativa.

A pesar de todas estas críticas, la lógica de la identidad no solo ha sido

protagonista de los debates morales, sino que se ha instaurado también,

especialmente desde finales del siglo XVIII, como principio fundamental de la

teoría política normativa. Nuevamente, en este ámbito se buscaría la

homogeneidad mediante la exclusión de lo diferente a través de la eliminación de

todos los aspectos corporales y afectivos, por cuanto que es la razón la única que

nos permite dar expresión a nuestra verdadera naturaleza humana y ejercer

nuestra más plena libertad al participar de la voluntad general.

Una vez mas, Young hace aquí hincapié en el hecho de que “la

imparcialidad no sólo es imposible, sino que el compromiso con este ideal tiene

consecuencias ideológicas adversas”138. Concretamente, señala tres funciones

ideológicas que, según su punto de vista, cumpliría el ideal de la imparcialidad y

ante los cuales habría que buscar la estabilidad y equidad social en un contexto

de plena pluralidad y heterogeneidad. En primar lugar, la imparcialidad estaría

estrechamente relacionada con el paradigma distributivo por cuanto que ambos

se sustentan en la necesidad de un Estado neutral. Por otra parte, legitimaría

tanto el control burocrático como la jerarquía en los procedimientos de tomas de

decisión, resultando innecesarios los procedimientos de tipo democrático,

redundantes en un contexto en que los agentes buscan la imparcialidad en sus

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138 Young, I. M., op. cit., pág. 190.

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decisiones. Finalmente, lejos de eliminar la opresión, la imparcialidad tendería a

reforzarla al convertir el punto de vista de los grupos privilegiados en expresión

de la humanidad en su conjunto, lo que encuentra su máxima expresión en la

filosofía hegeliana, donde “concebido como miembro del Estado el individuo no

es un centro de deseos particulares, sino el portador de derechos y

responsabilidades universalmente articuladas”139.

En su apología de la democracia y de la idea de una esfera pública lo más

heterogénea y diversa posible, cuya defensa desarrollará posteriormente en

Inclusion and democracy140 , Young incluye estas objeciones, junto a las cuales

recurrirá a la noción de inclusión, tan importante para la democracia como pueda

serlo para la justicia. Estas tres nociones (justicia, inclusión y democracia)

constituyen, en definitiva, un único y mismo ideal, según el cual una decisión

únicamente puede considerarse justa cuando la gente delibera bajo condiciones

democráticas. Ahora bien, como ya hiciera en “Communication and the other:

Beyond Deliberative Democracy”141, Young trata de ir aún más lejos y pretende

fundar lo que ella denomina como “modelo comunicativo de la democracia”. Un

sistema que, por tener en cuenta la pluralidad, resulta más amplio que el ideal

deliberativo; el cual, en ocasiones, puede resultar excesivamente excluyente y

ponerse al servicio de los mecanismos de opresión y dominación. Es por ello

precisamente por lo que, en Young se opone abiertamente a este modelo

normativo de la democracia deliberativa, demasiado acotado frente a su ideal de

la reciprocidad asimétrica. Este último estaría fundado en el reconocimiento de

las diferencias culturales entre los participantes de la discusión pública, así como

en el cuidado de los distintos intereses personales y las posibles vinculaciones de

éstos con la posición social del individuo en cuestión.

Pero esto no es todo. El modelo comunicativo estaría orientado hacia unos

fines muy distintos de aquellos a los que atienden los deliberativistas,

preocupados por alcanzar el bien común a través del consenso de todos los

afectados, cuyos intereses se rendirían a la fuerza y la evidencia del mejor de los

argumentos. Young sostiene que inclusión y heterogeneidad únicamente son

posibles en el seno de una democracia comunicativa con un marcado carácter

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139 Young, I. M., op, cit., pág. 192.140 Young, I. M., Inclusion and Democracy, Oxford University Press, Oxford, 2000.141 “Communicaton and the Other: Beyond Deliberative Democracy” quedó recogido como tercer capítulo en Intersecting Voices, Princeton University Press, Princeton, 1997.

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transformativo que pretenda modificar no sólo los parámetros del debate, sino los

mismos temas y asuntos que se sitúan en la cabecera de la agenda política.

4. Las políticas de la diferencia

Young nos presenta en La justicia y la política de la diferencia tres ejemplos

de opresión (con marcadas referencias a los EE.UU.) que requieren de una

solución urgente: el caso de los indígenas, el caso de los latinos y el caso de las

mujeres. Ve en todos ellos manifestaciones de la opresión de las minorías,

perpetuadas en nuestras sociedades del bienestar capitalista generación tras

generación de manera inconsciente y, por tanto, sin ser cuestionadas en sus

fundamentos. Acto seguido, apunta a una posible solución con vistas a maximizar

la igualdad de los individuos y a garantizar el pleno desarrollo de sus facultades y

capacidades en espacios públicos reconocidos. Esta solución que nos presenta se

funda en la parcialidad y en la heterogeneidad, principios que desde los años 60 y

70 vienen siendo reivindicados por los grupos minoritarios, en lucha por obtener

el reconocimiento de su condición y por elaborar una imagen positiva de su

propia especificidad de cara a la sociedad. Entre todos ellos destacarían de

manera especial, por ser los abanderados de la lucha por la diferencia, el

Movimiento Negro y el Movimiento Indígena, a los que pronto se unieron

movimientos de gays y lesbianas, así como diversos movimientos que luchaban

por el reconocimiento positivo tanto de los valores como de las experiencias de

las mujeres. Es, sobre todo, a finales de los años 70 cuando despega esta oleada

de movimientos dentro de la sociedad civil que, ante aquellas actividades

socialmente valoradas por estar asociadas a la masculinidad, pretende revalorizar

el cuidado y la crianza, así como promover la autoorganización de la mujer a

través de asociaciones e instituciones fundadas en análisis ginecéntricos en los que

se trata de dar cabida a la diferencia entre las propias ciudadanas (ya fueran

diferencias raciales, de clase, etc.).

A pesar de sus múltiples diferencias, el objetivo fundamental de estos

movimientos sería esencialmente hacer ver que el ideal de la asimilación que ha

marcado las tendencias políticas de los últimos tiempos no es solo un ideal

imposible, sino que, en la medida en que atenta contra las diferencias individuales

y de grupo, ni siquiera es deseable. Bien es cierto que estamos obligados a

reconocer los logros de este ideal de humanidad de corte kantiano. Como afirma

Young:

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“No cabe duda de que el ideal de liberación entendido como la

eliminación de las diferencias de grupo ha sido enormemente

importante en la historia de la política emancipatoria. El ideal de

humanidad universal que niega las diferencias naturales ha sido un

desarrollo histórico crucial en la lucha contra la exclusión y la

diferenciación por categorías. Dicho desarrollo ha hecho posible

afirmar el igual valor moral de todas las personas y, de este modo,

afirmar el derecho de todas las personas a participar y ser incluidas en

todas las instituciones y posiciones de poder y privilegio”142.

Por tanto, sin la menor intención de negar todas estas ventajas que nos ha

reportado el ideal de lo cívico público, Young se imbuye de lleno en la tradición

de la teoría crítica para oponerse al ideal de asimilación que subyace bajo la

superficie de tan idílico fundamento político, y se adhiere a los movimientos

sociales y políticos que han buscado la no adecuación a un ideal humano

elaborado conforme a unos valores y unas experiencias, en el fondo, sesgadas y

ligadas a determinados intereses grupales, sirviendo a la diferenciación entre

quienes se adecuan a tal ideal humano y quienes, por una naturaleza

esencialmente distinta (e inferior), se mantienen en los peldaños más bajos de la

jerarquía social. Como bien indica la profesora de Chicago, el insistir en la

homogeneidad no sólo nos hace insensibles a la diferencia, sino que además

permite a los grupos privilegiados identificarse a sí mismos con un punto de vista

neutral y universal que queda definido como “lo propio del hombre”.

Paralelamente a este encumbramiento del grupo dominante, quienes forman parte

de grupos oprimidos tienden a desarrollar una conciencia negativa de sí mismos,

cuando en el fondo todas esas diferencias y esos puntos de vista alternativos

tienen un significado positivo al contribuir al enriquecimiento de nuestras

sociedades, caracterizadas cada vez más por la pluralidad.

En el seno de esta heterogeneidad Young propone la autoorganización de

los grupos oprimidos con objeto de relativizar la cultura dominante al poner de

manifiesto que no se trata, como se pretende, del punto de vista natural humano,

sino de una posible visión entre otras muchas. Así, frente al tradicional

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142 Young, I. M. La Justicia y la Política de la Diferencia. op. cit. pág. 268.

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significado opresivo de la diferencia, funda una nueva noción en la que la

heterogeneidad cobra tintes emancipatorios al reclamar “la definición del grupo

por el grupo, como una creación y construcción, antes que como una esencia

dada”143. De modo que la diferencia, al cobrar el sentido no de una sustancia,

sino de una relación inmersa en un contexto preciso, lejos ya de contribuir a la

dominación de unos grupos sobre otros (tal parece ser el temor de quienes se

oponen a estas políticas de la diferencia), garantizaría la igualdad efectiva de los

individuos en su vida cotidiana, puesto que la diferencia no sería vista desde

principios esencialistas. Únicamente cuanto todos los grupos sean reconocidos en

lo que tienen de diferente y cuando estas diferencias se reconozcan públicamente

como positivas, podrán todos los individuos ser considerados en pie de igualdad.

Por supuesto ello precisa, y la propia Young es consciente de ello, de un conjunto

de derechos básicos iguales para todos que garanticen el que la diferencia no sea

motivo de exclusión. La novedad con respecto a los sistemas clásicos radica en

que, junto a este sistema básico de derechos, debe incluirse una serie de medidas

políticas más específicas y compatibles con derechos sensibles a las diferencias de

grupo, que sirvan a la defensa y el mantenimiento de la diferencia y la

heterogeneidad, fundamental para los sistemas políticos democráticos tanto en lo

procesal como en lo sustantivo.

En lo que tiene que ver con el procedimiento democrático mismo, la

representación de los diferentes grupos aseguraría la equidad a la hora de tratar

los asuntos de dominio público, quedando así recogidos en las deliberaciones los

intereses de todos los grupos, por diferentes que ellos puedan resultar. Por ora

parte, y en cuanto a lo sustantivo, Young aparece en deuda con los

planteamientos habermasianos, pues al igual que éste se muestra a favor de la

obtención de mejores resultados y la adopción de medidas más justas a través de

la deliberación pública, fuente de un mayor conocimiento social y de una mayor

implicación política por parte de los ciudadanos144. La necesidad que tengamos

de dar razones ante los demás miembros de la sociedad aseguraría el encuentro

dialógico intersubjetivo145 que haría compatibles los intereses privados y

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143 Young, I. M. op. cit. pág. 289. 144 Para una versión más reciente acerca de la democracia deliberativa ver Habermas, J., “¿Tiene aún la Democracia una Dimensión Epistémica? Investigación Empírica y Teoría Normativa”, ¡Ay, Europa!: Pequeños Escritos Políticos, Trotta, Madrid, 2009.145 Aspecto éste que ha sido destacado en Martinez, Máriam, “Diferencia, Justicia y Democracia en Iris Marion Young”, en Ramón Máiz Suárez (coord.), Teorías Políticas Contemporáneas, Tirant lo Blanch, 2009, pp. 477-505.

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personales con las necesidades ajenas146, permitiendo además que se den cabida

en el razonamiento político y moral no sólo los factores racionales, sino también

aquellas emociones y sentimientos que como puso de manifiesto Seyla Benhabib,

no pueden sustraerse de la perspectiva del “otro concreto”147.

Ahora bien, pese a que Young apuesta por las políticas de la diferencia

como la principal alternativa a la dominación y la opresión que sufren estos

grupos, es plenamente consciente de que no todas las políticas de la diferencia ni

todas las reivindicaciones de los grupos sociales se encuentran al mismo nivel, ni

sirven con la misma fuerza al fin perseguido. En “Structural Injustice and the

Politics of Difference” 148 apunta ya a esta cuestión cuando reconoce dos frentes

abiertos: por una parte, las que llama “politics of positional difference” incluirían

las reivindicaciones que, sobre todo, a lo largo de la década de los 80, guiaron a

los movimientos feministas, así como a las minorías raciales y sexuales; por otra

parte, las definidas como “politics of cultural difference” habrían dominado

durante la década de los 90, en que los movimientos sociales comenzaron a

decantarse por las cuestiones nacionales, étnicas y religiosas. A través de estas dos

categorías, Young diferencia aquellas cuestiones de justicia a las que entiende

como estructurales, de aquellas otras que, sin carecer de importancia, dependen

en cierta medida de las anteriores. El profundo abismo que se abre entre sendas

perspectivas, las cuales no sólo difieren por la manera que tienen de entender la

constitución de los diferentes grupos sociales, sino por los principios sobre los que

se fundan sus reivindicaciones y los principios políticos a los que toman como

centro de sus críticas, no ha sido, sin embargo, tenido en cuneta por las

discusiones más recientes acerca de la justicia. Ello es problemático porque

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146 Los límites entre lo privado y lo público fueron ya tratados por Young en su ensayo de 1986 titulado “Impartiality and the Civic Public: Some Implications of Feminist Critiques of Moral and Political Theory”, donde trata de otorgar un nuevo sentido a lo privado. Éste dejaría de verse como el ámbito apartado de la mirada de los demás para pasar a ser entendido como aquella parcela de lo íntimo de la que toda persona tiene derecho a excluir a los demás. Nuestra teórica de la diferencia trata con ello de replantear los límites entre lo público y lo privado, lo emocional y lo racional, con el afán de instaurar una esfera pública en la que impere la pluralidad de subjetividades y en la que se hagan públicos todos aquellos temas que hasta el momento habían sido considerados privados.147 Benhabib, S. “The Generalized and the Concrete Other”, , en Benhabib, S., Cornell, D. (eds.), Feminism as Critique, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987, pp. 77-95, 174-81; Benhabib, S., Situating the Self, Routledge, New York, 1992.

148 Young, I. M. “Structural Injustice and the Politics of Diference”. Justice, Governance, Cosmopolitanism and the Politics of Difference, Du Bois Lectures, Harvard University, 2004/2005.

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mientras que las políticas de la diferencia de tipo cultural, entre las cuales Young

incluye la obra de Will Kymlicka149, enfatizan la importancia que tienen las

diferencias culturales para los individuos, definiéndose, por tanto, en oposición al

individualismo liberal que supone que el individuo es previo a los diferentes

grupos, de los que sólo posterior y voluntariamente formará parte, las políticas de

la diferencia de tipo estructural se revelan contra el ideal político de la

imparcialidad y lo cívico público, buscando así la representación de los grupos

oprimidos. Esta última categoría supondría, en definitiva, un ataque contra todas

aquellas injusticias estructurales que, reproducidas de forma sistemática,

impedirían a los individuos ejercer sus capacidades y oportunidades en igualdad

de condiciones; algo muy distinto de los impedimentos a la libre expresión de sus

creencias, a la libre asociación y reunión, a la posibilidad de educar a sus hijos

según sus propios ideales de vida… en que se ven envueltos quienes sufren algún

tipo de injusticia cultural.

Pese a todo son, como decimos, estas últimas cuestiones las que han

cobrado un mayor protagonismo en los trabajos más recientes de teoría política,

lo que ha llevado a Young a señalar en su trabajo tres consecuencias negativas al

respecto: (i) en primer lugar, estas cuestiones culturales desvían la atención de los

principales problemas de justicia, pasándose por alto aquellas injusticias

estructurales que debieran ser el foco de atención; (ii) en segundo lugar, las

políticas de la diferencia que se centran en estas cuestiones culturales tienen como

centro de atención las injusticias producidas por la acción y la autoridad del

Estado, cuando muchas de las injusticias que afectan a los grupos oprimidos

tienen lugar en la vida cotidiana, por efecto de las conductas toleradas y

admiradas en la sociedad civil; y por último (iii), las políticas de la diferencia

centradas en las discriminaciones de tipo cultural favorecen la normalización de

la cultura dominante.

(i) Cuando Young afirma que las políticas de la diferencia de corte cultural

tienden a oscurecer algunos usos de la justicia se está refiriendo al proceso (más

o menos inconsciente) por el que se oscurecen aquellos procesos en que

determinadas personas son asociadas a ciertos estereotipos, siendo por ello

segregados de los grupos más privilegiados y viéndose apartados de los cargos de

autoridad. Ello no supone exclusivamente un problema de tipo cultural, sino que

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149 Kymlicka, W., Multicultural Citizenship, Oxford University Press, Oxford, 1995.

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más bien tiene que ver con la igualdad de oportunidades de los individuos para

desarrollarse y ejercer sus capacidades en los distintos ámbitos políticos que

influyen directamente en sus vidas.150

(ii) En cuanto al Estado y la sociedad civil no debemos olvidar que ambos

son decisivos a la hora de solventar las injusticias que dañan a los grupos

oprimidos. Ahora bien, parece que las políticas culturales van de la mano de las

políticas liberales al suponer que el Estado debe interferir lo menos posible en las

relaciones entre individuos o grupos. En tales circunstancias, el principal

problema al que las teorías políticas (de corte liberal) se enfrentan es el de

determinar los límites precisos entre la esfera pública y el ámbito de lo privado,

para así fijar de manera definitiva y rotunda los límites de la acción del Estado.

Mientras, la sociedad civil pasaría desapercibida para estos enfoques liberales,

contribuyendo las políticas culturales a perpetuar las injusticias estructurales,

presentes en la vida cotidiana a pesar de que las leyes vigentes hayan reconocido

abiertamente la igualdad formal de todos los individuos.151

(iii) Finalmente, Young acusa a las políticas culturales de normalizar la

cultura al enmarcar todos los debates sobre el multiculturalismo bajo unos

valores y unas costumbres típicamente occidentales. Al preguntarnos si debemos

tolerar determinada conducta que nuestra cultura entiende como cuestionable,

nos estamos situando a nosotros mismos como los sujetos decisivos en el debate.

El nuestro es el punto de vista de la cultura dominante, la cual, conforme a sus

hábitos y costumbres -entendidas como neutrales-, decide permitir y tolerar

ciertas expresiones culturales. Esto es claro si atendemos a los debates acerca de

la mujer, en cuyo seno se evalúa la discriminación sexual en función de valores

masculinos que contribuyen a degradar a la mujer y a hacerla más vulnerable. Y

es algo aún más evidente cuando, en el marco de las injusticias transnacionales,

las categorías en que se basan nuestros análisis y mediante las cuales tratamos de

mejorar la situación de países vecinos, lo que en realidad conseguimos es todo lo

contrario. Así, por ejemplo, en el caso de la mujer, los debates que se han llevado

a cabo en Europa acerca del multiculturalismo pueden contribuir aún más a

degradar a las mujeres del Tercer Mundo.152

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150 Young, I. M. op. cit. pág. 103-106.151 Young, I. M., op. cit., pág. 106-109.152 Young, I. M., op. cit., pág. 109-111.

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Young acusará a Kymlicka de no tener en cuenta estos matices cuando en

Multicultural citizenship se centra en las cuestiones culturales. En este tipo de

injusticias, el conflicto es la consecuencia de que una de las comunidades políticas

(no siendo necesariamente la mayoritaria) limita la capacidad de una o mas

comunidades a la hora de expresarse y vivir conforme a su ideal. Por lo que, al

menos en este contexto, es completamente normal que los miembros de esas

comunidades demanden para sí derechos especiales que les permitan proteger su

forma de vida y que, en la medida de lo posible, les sitúen en el mismo nivel de

autonomía y desarrollo en que se encuentra la cultura privilegiada o dominante.

Pero, independientemente de la importancia que todas estas injusticias culturales

puedan tener y de lo necesario que sea el erradicarlas, lo cierto es que existen,

según Young, una serie de injusticias aún más profundas o fundamentales que no

podemos pasar por alto. Las clases socio-económicas, los grupos definidos por la

incapacidad, el género o la raza son los principales afectados por una serie de

injusticias estructurales derivadas de la división social del trabajo, de la jerarquía

en los procesos de toma de decisiones, de los distintos estereotipos asumidos

socialmente…. Ante todas ellas, es necesario reconocer que existen ciertas

instituciones que asignan a los distintos individuos valores completamente

diferentes, no siendo reducibles estas injusticias a políticas culturales. Por ello,

aunque Young considera a las políticas de tipo cultural defendidas por Kymlicka

importantes para la supresión y eliminación de la opresión, son, pese a todo, las

políticas de la diferencia estructurales aquellas que, según ella, tienen una mayor

importancia por cuanto que ponen a la luz las injusticias sistemáticas, llamando

la atención sobre los procesos de explotación, marginación y normalización que

mantienen a ciertas personas en situación de subordinación.

5. El cuestionamiento de las fronteras. Una teoría de la justicia global

El nuevo rumbo que en las últimas décadas tomaron los problemas de

justicia, cada vez más centrados en las cuestiones transnacionales, hizo que el

peso de la obra de Young en sus últimos trabajos girara en torno al problema de

la justicia global. A pesar de que ya en La justicia y la política de la diferencia la

teórica feminista incluyó un último epígrafe referido a este tipo de problemas, es

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sobre todo a partir de 1997 cuando categorías como “empowerment” o

“responsibility” adquieren un mayor protagonismo153.

En términos generales, su planteamiento consiste en la aplicación de las

políticas de la diferencia, a las que presenta como alternativa a las políticas

opresivas basadas en la distribución y la imparcialidad, no ya solo en el seno de

nuestras sociedades democráticas, sino en un nuevo contexto político que

desborda los límites nacionales. Por ello, en debates posteriores ha sido muy

discutida la estrecha relación existente entre su concepción nacional y su

concepción global de la justicia. En lugar de actualizar sus planteamientos

tratando de ajustarlos lo más posible al nuevo escenario político, actitud que llevó

por ejemplo a Fraser a enriquecer su modelo dual de la justicia mediante la

noción de misframing154 , Young se mantiene fiel a los conceptos de poder y

opresión aportados en trabajos anteriores.

En un ambiente en el que cada vez son más frecuentes los problemas de tipo

global (tales como el cambio climático, el terrorismo internacional, la

feminización de la pobreza, etc.), Young emprendió la tarea de establecer vínculos

entre la noción de responsabilidad y su tradicional concepto de justicia a través de

lo que denominó “social connection model of responsability”155. Aporta así un

modelo de la justicia global que toma como punto de partida no ya la idea de una

supuesta humanidad común, sino la responsabilidad que tenemos para con todos

aquellos individuos con los que mantenemos relaciones institucionales. Por lo

que, así como en el nivel nacional es preciso que los grupos dominantes sean

conscientes del rol que desempeñan y, por tanto, de las consecuencias opresivas

que de ello se derivan, es necesario que los distintos Estados se hagan

responsables de aquellas injusticias de las que son copartícipes.

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153 Young, I. M., “Punishment, Treatment, Empowerment: Three Aproaches to Policy for Pregnant Addicts”, Intersecting Voices: Dilemmas of Gender, Political Philosophy, and Policy, Princeton University Press, Princeton, N.J., 1997; Inclusion and Democracy, Oxford University Press, Oxford, 2000; “Responsibility and Global Justice”, Journal of Political Philosophy, 2004,vol. 12, nº4: 365-88.154 Fraser, N., Scales of Justice, Columbia University Press, New York, 2009. (Traducción al castellano de Antoni Martínez Ruiz, Escalas de Justicia, Herder, Barcelona, 2008). Sobre el concepto de misframing en N. Fraser ya he trabajado en el texto, escrito en colaboración con Francisco Javier Gil Martín, “La Justicia Desencuadrada. Consideraciones Sobre la Pobreza Global a Partir de la Teoría Crítica del Marco en Nancy Fraser”, Ética del Desarrollo Humano y Justicia Global, VIII Congreso Internacional de IDEA, Nau Llibres, Valencia, 2010, pp. 363-367.155 Young, I. M., “Responsability and Global Justice: A Social Connection Model”, Social Philosophy and Policy, 2006, Vol. 23, nº1: 102-30.

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Precisamente este aspecto condujo a Young a desarrollar toda una crítica a

las concepciones de corte nacionalista y al concepto de soberanía a ellas asociado.

Al quedar obligado a respetar la igualdad formal de todos los individuos

mediante la aplicación de las mismas leyes para todos los ciudadanos, el Estado

podría convertirse en un medio de opresión y eliminación de la diferencia que, a

nivel nacional, no daría cuenta de las demandas de los grupos minoritarios. Es

más, sería incluso frecuente el que el Estado se convirtiera en un mecanismo de

opresión transnacional, cada vez que tratara de extender su autoridad a los

vecinos más débiles156 . A ello habría que añadir además que, bajo estos mismos

presupuestos nacionalistas, no habría obligación alguna para con los demás

Estados al estar la soberanía limitada por las fronteras territoriales.

Hay, por otra parte, un segundo paralelismo entre la justicia nacional y la

justicia global en el planteamiento de Young; vínculo que, como sucediera en el

caso anterior, ha sido objeto de controversia. Al querer hacer compatibles las

medidas cosmopolitas que transgreden los límites territoriales con la libre

determinación local, Young entiende a esta última como pareja al autogobierno

de los grupos oprimidos: el empoderamiento de éstos dependería de su capacidad

para producir una imagen positiva de sí mismos frente a la concepción

dominante, quedando ésta relativizada, del mismo modo a como es preciso que,

en la esfera transnacional, se de una federación descentralizada de democracias.

No obstante, el ambicioso proyecto de Young parece resultar, en última

instancia, demasiado limitado. A pesar de la profundidad a la que llega en su

tratamiento de las cuestiones nacionales, su planteamiento de la justicia global no

logra reformular nociones tan fundamentales como la noción de poder o la de

opresión. En primer lugar, surgen dificultades en lo que respecta a su idea de la

responsabilidad de los grupos privilegiados para con los miembros de las

minorías. Si partimos de la necesidad de que la responsabilidad se funde en el

reconocimiento de que los propios valores y conductas son un instrumento

opresivo, nos encontramos con la dificultad de que, para Young, la mayor parte

de estas conductas se funda en mecanismos inconscientes. Algo que se torna aun

más complejo cuando nos enfrentamos al problema de empatizar con los

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156 Young, I. M., “Self-determination and Global Democracy”, Inclusion and Democracy, Oxford University Press, New York, 2000; “Hybrid Democracy: Iroquois Federalism and the Postcolonial Project”, en Ivison, Patton, and Sanders (ed.), Political Theory and the Rights of Indigenous Peoples, Cambridge University Press, Cambridge, 2000.

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miembros de culturas radicalmente distintas a la nuestra. En segundo lugar, si,

como propone Young, tratamos de solventar estas dificultades impulsando la

autonomía local de las distintas sociedades, nos veremos inmersos en nuevas

contradicciones. En este sentido, cabe destacar que su modelo de la federación

descentralizada de democracias promueve la revalorización del autogobierno de

las culturas minoritarias (es decir, cierto nacionalismo), al mismo tiempo que se

hace hincapié en la necesidad de privilegiar la perspectiva global. En tercer y

último lugar, Young no desarrolla lo suficientemente el concepto de poder. En vez

de establecer diferentes modalidades del poder -en función de si se trata de un

poder colectivo o individual-, y de analizar las relaciones que estas distintas

modalidades guardan entre sí y en relación a las categorías de dominación y

opresión, Young nos aporta un concepto de poder unificado. Pasa por alto así

cuestiones centrales de la injusticia global que no jugaban ningún papel dentro de

los límites estatales pero que son fundamentales para entender las injusticias

transnacionales. Un ejemplo de tales cuestiones sería, sin ir mas lejos, analizar en

qué medida el empoderamiento colectivo contribuye al individual.

Sin embargo, más allá de todas las posibles críticas, es preciso reconocer que

la obra de Young, especialmente en lo que tiene que ver con la justicia

transnacional, quedó incompleta. Queda abierta, por tanto, la cuestión de si

Young hubiera permanecido fiel a su análisis de la justicia o si, por el contrario,

de seguir con vida, hubiera optado por reformular sus principales categorías para

adaptarlas a los problemas más recientes de justicia global. Hubiera cumplido, en

tal caso, con el objetivo apuntado ya en su obra de 1990, La justicia y la política

de la diferencia, donde señaló:

“Los cinco criterios de opresión que he desarrollado pueden ser puntos de

partida útiles para preguntarnos qué significa opresión en Asia, América Latina, o

África, pero tal vez sería necesario realizar una importante revisión de algunos de

estos criterios, o incluso reemplazarlos completamente”157 ❚

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157 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 431.

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Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional.

Una aproximación a la teoría crítica de Nancy FraserFrancisco Javier Gil Martín158

Nancy Fraser es una de las principales representantes actuales de la teoría

crítica de la sociedad, tradición de pensamiento político y social que ella ha

enriquecido con una original reformulación feminista que incorpora, entre otras,

perspectivas y estrategias postmodernas y pragmatistas. En este artículo me

aproximaré a un tema que aparece de manera reiterada en sus publicaciones

desde hace más de dos décadas. Me refiero a la revisión del concepto de esfera

pública, que ella considera indispensable para los cometidos de una teoría crítica

cuyo principal objetivo es cuestionar la injusticia institucionalizada. La

selectividad de mi acercamiento implicará desestimar otros aspectos relevantes de

la obra de Fraser y con ello tal vez desdibuje la riqueza de sus planteamientos.

Pero la centralidad de sus reflexiones sobre la función de la esfera pública servirá

al menos de hilo conductor para repasar la evolución de sus propuestas de

desenmascarar las formas existentes de injusticia y para ofrecer una panorámica

general de su actual posición sobre la justicia global. Y en último término es

preciso tener presentes esas reflexiones para entender por qué Fraser, lejos de

restringir su prioritaria ocupación teórica al ámbito académico, combina su

aspiración a una teoría crítica comprehensiva con la esperanza de contribuir en la

práctica a la concertación de compromisos y al enriquecimiento del entramado de

razones que han de movilizarse en los procesos de justificación pública.

Para cumplir mi propósito comenzaré recordando las enmiendas críticas que

Fraser planteó hace más de dos décadas a la teoría de la esfera pública de

Habermas (I). Enlazaré después esa revisión con el modelo -inicialmente dualista-

de la justicia como paridad participativa, que singulariza el proyecto de Fraser y

las vicisitudes del mismo desde mediados de los años noventa (II). Finalmente

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158 Este artículo se inscribe en el Proyecto de I+D: “Concepto y dimensiones de la cultura científica” (FFI2008-06054). Reelabora una ponencia titulada “Paridad participativa y esfera pública transnacional. Nancy Fraser y el encuadre postwestfaliano de la justicia”, que defendí en junio de 2008 en el Congreso Internacional “Las mujeres en la esfera pública”. Agradezco a Carlos Thiebaut sus comentarios a aquella presentación oral.

107

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examinaré la reciente reconsideración de la transformación estructural de la

esfera pública bajo las condiciones de la constelación postnacional, un tema

central en la rectificación de dicho modelo que Fraser ha ofrecido en los últimos

años (III).

(I) Una forma indirecta, pero creo que iluminadora, de comenzar a situar las

reflexiones y aportaciones de Fraser que quiero destacar consiste en aludir a

cuatro estadios de la teoría habermasiana de la esfera pública. Habermas

introdujo su teoría mediante un fascinante argumento histórico en

Strukturwandel der Öffentlichkeit, obra publicada en 1962 que luego conocería

una extraordinaria divulgación mundial a raíz de su traducción al inglés en el año

1989. No obstante, antes de esta reedición, Habermas había reelaborado su

teoría con la compleja argumentación sociológica de Theorie des

Kommunikatives Handeln. Desde finales de los años ochenta articuló además su

concepción de la esfera pública dentro de una teoría política que adquirió forma

madura en Faktizität und Geltung. Finalmente, desde mediados de los años

noventa en adelante, Habermas extendió su concepción deliberativa de la esfera

pública al marco ampliado de la condición postnacional, haciéndola desempeñar

un papel central en su reivindicación del ideario cosmopolita de tradición

kantiana.

En “Rethinking the Public Sphere”, un artículo escrito con motivo de la

publicación en 1989 de la citada traducción inglesa del libro de Habermas, Fraser

defendió la pertinencia para la teoría social crítica y para la práctica democrática

de la concepción habermasiana de la esfera pública como un ámbito vinculado a

la esfera privada y a la vez separado por igual del Estado y del mercado159. No

obstante, cuestionó diversos supuestos del modelo liberal de la esfera pública

burguesa analizado por Habermas en 1962, así como el que éste, pese a concluir

que dicho modelo era insostenible en las condiciones de la democracia de masas

del Estado del bienestar, no hubiera elaborado una clara concepción alternativa

de la esfera pública postburguesa. Las críticas de los supuestos del modelo liberal

-y, por extensión, a la reelaboración sociológica del mismo por parte de

Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín

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159 “[Dado que es un] lugar para la producción y circulación de discursos que pueden ser críticos con el Estado […] y una arena para debatir y deliberar en vez de para comprar y vender”, “este concepto de esfera pública nos permite tener ante la vista las distinciones entre los aparatos del Estado, los mercados económicos y las asociaciones democráticas, distinciones que son esenciales para la teoría democrática” (Fraser, 1992, pp. 110-111). Para lo que sigue a continuación en este primer apartado, véase Fraser, 1992, 117-136; y 2007a, 11-13.

108

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Habermas en la segunda etapa antes citada160 - apuntaron ante todo a la

presunción de legitimidad de la esfera pública como ámbito inclusivo de las

personas privadas reunidas en calidad de libres e iguales y a la presunción de

eficacia de la esfera pública como mecanismo institucional destinado a

racionalizar la dominación política.

Por un lado, Fraser subrayó la incidencia de las desigualdades existentes en

la sociedad civil sobre el acceso y la participación en la esfera pública y, frente al

monismo del modelo liberal y del propio modelo habermasiano, destacó la

necesidad de una pluralidad de públicos alternativos (subaltern counterpublics)

para promover el ideal democrático de la inclusión y la igualdad a través de la

comunicación intercultural y de la contestación frente a los públicos dominantes

(1). Por otro lado, la por entonces profesora de la Northwestern University

también subrayó que la capacidad de la opinión pública para conseguir eficacia

política dependía de que se reforzara, frente al dualismo liberal de Estado y

sociedad civil, la interrelación entre los “públicos fuertes” parlamentarios y los

“públicos débiles” de las asociaciones no gubernamentales de la sociedad civil (2).

(1) Fraser criticó el supuesto del modelo liberal de que quienes accedían a la

esfera pública podían poner entre paréntesis -sin por ello eliminar- sus diferencias

de clase y de estatus y emprender así un proceso de deliberación como si

participaran en pie de igualdad. Frente a tal idealización Fraser defendió que las

desigualdades sociales impactaban de suyo sobre la deliberación en la esfera

pública, la cual podía enmascarar formas internas de dominación incluso

mediante impedimentos informales a la participación; y que, en realidad, la

eliminación de tales desigualdades era una condición necesaria para la

participación paritaria efectiva. De este modo, la realización de la democracia

política desafiaba de hecho la pretensión liberal de la autonomía de la esfera

pública y la neutralidad de las instituciones políticas con respecto a otros ámbitos

y procesos no políticos en los que operaban sistemáticamente las relaciones

sociales de desigualdad.

Por otro lado, frente al monismo de la versión que Habermas priorizara en

su reconstrucción histórica, esto es, frente a la descripción y a la normatividad de

una única esfera pública de corte liberal como contrapartida de las instituciones

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160 Véase una crítica previa a los principales elementos de dicha reelaboración sociológica en Fraser, 1985.

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de la democracia representativa, Fraser enfatizó la proliferación de públicos

alternativos con la capacidad de articular las interpretaciones de los grupos

socialmente subordinados acerca de sus propias identidades, necesidades e

intereses, y con la capacidad de movilizar discursos contestatarios frente a los de

los públicos dominantes. Además defendió que esa proliferación podría mejorar y

ampliar las oportunidades de la participación democrática paritaria, siempre que

se diera “la comunicación a través de las líneas de la diferencia cultural” (Fraser,

1992, 127).

El movimiento feminista durante el último tramo del siglo XX promovió,

según Fraser, uno de esos públicos alternativos y contestatarios con sus propios

foros y vocabularios. Y, como tal, no sólo cuestionó los sesgos sexistas que

lastraban la propia discriminación liberal de lo que se debía considerar asuntos

públicos, objeto de deliberación y debate en la esfera pública burguesa en

detrimento de los asuntos privados, relegados a la vida doméstica y personal. Ese

movimiento social fue también -argumenta convincentemente Fraser- el principal

referente de los intentos de remodelar las propias fronteras entre lo público y lo

privado, al mostrar la contingencia histórica y la eficacia retórica de tales

clasificaciones culturales y al mantener una continuada lucha en el debate público

por la clarificación y revalorización de ciertos temas, intereses y puntos de

vista161.

(2) Fraser también cuestionó el modelo liberal de la esfera pública desde el

punto de vista de su eficacia. Según el supuesto liberal, una esfera pública

democrática que funcione con éxito requiere una nítida separación entre la

sociedad civil y el Estado. Fraser cuestionó ese supuesto al mantener que tal

eficacia precisa más bien de la interconexión entre “públicos débiles” y “públicos

fuertes”. Los primeros, emplazados dentro de la sociedad civil, son generadores

de la opinión pública, pero no son responsables de la toma de decisiones ni del

establecimiento de leyes vinculantes. Los segundos, emplazados dentro del

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161 Fraser pone el ejemplo de la violencia doméstica: “Hasta hace muy poco, las feministas estaban en minoría al pensar que la violencia doméstica contra las mujeres era una cuestión de interés común y, por tanto, un tema legítimo del discurso público. La gran mayoría de la gente consideraba que ese tema era un asunto privado entre lo que se suponía que era un número bastante pequeño de parejas heterosexuales (y tal vez los profesionales sociales y legales que se suponía que lo trataban). Entonces las feministas formaron un público alternativo (subaltern counterpublic) desde el que nosotras difundimos un punto de vista de la violencia doméstica como un rasgo sistémico generalizado de las sociedades dominadas por varones. Finalmente, después de una continua contestación discursiva, hemos logrado convertirlo en una preocupación de interés común” (Fraser, 1992, 129). Véase también Fraser, 1992, 132.

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sistema estatal, se encargan de las deliberaciones que resultan en la toma de

decisiones y son así la sede para la autorización discursiva del empleo del poder

estatal. Según Fraser, “el carácter excesivamente débil de algunas esferas públicas

en la sociedades del capitalismo tardío despoja a la "opinión pública" de fuerza

práctica” (Fraser, 1992, 137). Por eso, la eficacia democratizadora de la esfera

pública depende no sólo de que “la fuerza de la opinión pública se fortalece

cuando un cuerpo representativo tiene el poder de trasladar una tal "opinión" a

decisiones con autoridad” (Fraser, 1992, 134-5), sino también de que existan

diseños institucionales que mejoren el modo en que los públicos fuertes rindan

cuentas ante los débiles o que activen los mecanismos para que se vean

efectivamente forzados a ello.

No deja de tener interés que, en sus publicaciones de la primera mitad de los

años noventa, Habermas adoptara y elaborara dentro de su modelo discursivo de

la política deliberativa (y en su discusión sobre las “luchas del reconocimiento en

el Estado democrático de derecho”) las referidas contribuciones críticas de Fraser

sobre la pluralidad de la esfera pública, la crítica feminista a las políticas de

equiparación y el reacoplamiento entre públicos fuertes y públicos débiles162. Pero

no resulta menos interesante el hecho de que, desde mediados de esa década,

Habermas ampliara su enfoque deliberativo de la esfera pública en relación con lo

que denominó desde entonces la “constelación postnacional” y la “condición

cosmopolita”. Como es obvio, no ha lugar discutir aquí las vicisitudes de esos

desarrollos de la teoría habermasiana de la esfera pública, pero conviene no

perder de vista que existen evidentes correlaciones con las más recientes (y

comparativamente tardías) preocupaciones de Fraser, que son las que nos

ocuparán más adelante, en el tercer apartado.

(II) Desde que presentara la versión madura del modelo dual de justicia

social a mediados de los años noventa, y en especial en las Tanner Lectures on

Human Values que impartió en 1996, hasta su debate con Axel Honneth sobre el

sentido y alcance de la noción de reconocimiento, debate con el que ambos

contendientes buscaban clarificar los fundamentos y cometidos de la teoría social

crítica, Fraser defendió la necesidad de integrar de manera coherente la

redistribución y el reconocimiento, entendidas como dimensiones primigenias e

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162 Véase por ejemplo los capítulos 7 y 8 de Faktizität und Geltung (Habermas, 1992, pp. 349-467 y en especial las pp. 373-382) o el capítulo 8 (“Kampf um Anerkenung im demokratiscehn Rechtstaat”, un texto de 1993) de Die Einbeziehung des Anderen (Habermas, 1996, pp. 237-276).

111

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irreductibles, pero interdependientes de la justicia social y, de hecho, también

como las dos perspectivas hegemónicas de la misma en la teoría y la práctica

contemporáneas163. Una y otra vez planteó esa defensa con vehemencia frente a

las “falsas antítesis” a que conducían otros enfoques centrados unilateral o

exclusivamente en la política de clases o en las políticas de identidad. Para sortear

los reduccionismos (economicista y culturalista) de ese tipo de posiciones

antagónicas, la perspectiva dualista de Fraser no sólo trataba de imbricar las

respectivas especificidades y fortalezas de cada uno de los dos puntos de vista de

la justicia social, sino que ante todo se proponía pensar de manera estereoscópica

el texto económico subyacente a las relaciones de reconocimiento y el texto

cultural implícito en las relaciones de redistribución. De ese modo, analizaba las

formas de injusticia, las denuncias y los remedios a las mismas desde el

entrecruzamiento de las dos perspectivas, particularmente en relación con los ejes

de subordinación asociados al género y la raza (considerados “colectividades

bivalentes”, “categorías híbridas” o “diferenciaciones sociales bidimensionales”),

pero también, aunque por lo general en menor grado, a las subordinaciones por

clase social y por identidad sexual. Además, este enfoque explicativo

bidimensional se entrelazaba con un monismo normativo, de modo que (a) los

modos en que se materializan las injusticias, (b) las reivindicaciones justificadas

que las denuncian y (c) los remedios eficaces que tratan de atajarlas se medirían

siempre con arreglo al criterio normativo de paridad participativa. Por tal se

entiende una norma universalista fundada en el principio de igual valor moral

que, al tiempo que respeta el pluralismo moderno de valores y formas de vida,

exige acuerdos u ordenamientos sociales que permitan a todos los miembros de la

sociedad interactuar unos con otros en pie de igualdad y participar como pares en

la vida social.

(a) De acuerdo con el citado modelo dualista, incluso las situaciones de

explotación, marginación y privación económicas podrían ser formas de injusticia

distributiva estructuradas también en cuanto a género y/o raza y para las cuales se

precisaría entonces un planteamiento teórico estereoscópico. Pues tales

situaciones deberían analizarse no sólo -desde el punto de vista de la distribución-

como una forma de injusticia social enraizada en la estructura económica de la

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163 Para cuanto se comenta en este apartado, véase Fraser, 1998; y Fraser y Honneth, 2003. Véase también Fraser, 1995, que -al igual que “Rethinking the public sphere” (Fraser, 1992)- fue luego incorporado en lo esencial a Justice Interruptus, así como la tercera parte de este libro (Fraser, 1997, 173-235).

112

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sociedad y en las formas de exploración exigidas por ella, sino también -desde el

punto de vista del reconocimiento- como una forma de injusticia enraizada en

previas categorizaciones y clasificaciones de estatus y en la infravaloración de

ciertos roles y de ciertos grupos asociados a ellos164 . Para referirse a tales

materializaciones de la injusticia, Fraser acuña las expresiones “mala

distribución” (maldistribution) y “reconocimiento erróneo” (misrecognition). De

acuerdo con el monismo normativo de ese modelo dualista, el criterio de la

paridad participativa insta a superar ambas formas de injusticia, entendidas

básicamente como impedimentos institucionalizados que niegan a algunos

individuos y grupos la posibilidad de participar en pie de igualdad con otros en la

interacción social.

(b) En consecuencia, las reivindicaciones justificadas a favor de la igualdad

social, elevadas frente a injusticias debidas en último término a una estructura

que establece desigualdades económicas y subordinaciones de clase, tendrían que

estar por lo general inextricablemente trabadas -con variadas modulaciones según

el caso- con las reivindicaciones justificadas a favor del reconocimiento de las

diferencias, dirigidas contra las injusticias derivadas en último término del orden

cultural de la sociedad que establece jerarquías y subordinaciones de estatus. A

Fraser le interesa especialmente esa trabazón en temas de género. Dado que

atañen a uno de los “grupos bidimensionales” que sufren a la vez los efectos de la

mala distribución y del reconocimiento erróneo, las reivindicaciones feministas se

han de dirigir tanto contra las injusticias de género que comportan desigualdades

económicas, toda vez que socavan la independencia de las mujeres y les impiden

participar en igualdad de condiciones en la vida social, como contra las injusticias

que comportan mermas de reconocimiento derivadas de la institucionalización de

rasgos masculinos que han sido erigidos como valores universales.

(c) De igual modo, las reparaciones de la mala distribución y del

reconocimiento erróneo tendrían que combinar estrategias diversificadas. Podrían

adoptar un sentido afirmativo, esto es, ser puramente correctivas y orientarse a la

rectificación de resultados injustos generados socialmente, pero sin amenazar el

marco subyacente que los produce; o bien adoptar un cariz transformador, esto

es, tender de manera más ofensiva a la reestructuración de las relaciones

socioeconómicas existentes y al cambio cultural -o incluso a la subversión- de los

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164 La feminización de la pobreza sigue, por ejemplo, estos parámetros; véase Gil, Palacio, 2009.

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patrones de interpretación y evaluación. En este sentido, ciertos sectores

feministas preconizan, por ejemplo, un cambio de raíz de la estructura económica

que elimine la división del trabajo -retribuido y no retribuido- por géneros y/o el

desmantelamiento del androcentrismo que estructura el orden de estatus de la

sociedad por la vía de disolver los patrones institucionalizados que sancionan la

interpretación y la subordinación socio-cultural de lo femenino. Las estrategias

también podrían asumir una vía intermedia y compatibilizar el carácter

pragmático de la afirmación, concentrada en reformas factibles, con el empuje de

la transformación, que ataca las injusticias en su raíz. O podrían, en fin,

decantarse por determinadas modalidades de reparación transversal, que empleen

medidas distributivas para reparar las injusticias por subordinación de estatus y/o

medidas de reconocimiento para reparar la mala distribución. Esas modalidades

de reparación transversal, a su vez, han de combinarse por lo general con

estrategias de contención en vista de los posibles impactos que pueden provocar

las diferentes estrategias de reparación susceptibles de aplicarse en cada caso.

Esta articulación de una ontología social dualista con arreglo a una

concepción universalista de la justicia como paridad participativa explica uno de

los principales posicionamientos de Fraser ante lo que consideró en su día la

tendencia dominante de la “época postsocialista”. Me refiero a su crítica del

modelo unilateral del reconocimiento basado en la identidad y a su detallada

defensa de un modelo alternativo basado en la noción de estatus, algo en lo cual

Fraser ha seguido batallando con posterioridad165. Fraser defiende que, mientras

que el modelo identitario reifica la identidad –por ejemplo, la feminidad- y trata

el reconocimiento erróneo -la depreciación y deformación de esa identidad- como

un daño cultural independiente, en cambio su modelo no identitario es capaz de

entrar en sinergia con la distribución y de concebir el reconocimiento recíproco

como una cuestión de estatuto social de quienes cuentan o deben contar como

plenos interlocutores en la interacción social (y el reconocimiento erróneo, en

consecuencia, como una forma injustificada de subordinación social por la que se

les impide a éstos participar como pares en la vida social). La reparación de la

justicia requiere, por tanto, una política de reconocimiento orientada a superar

esa subordinación de estatus que se ha establecido mediante unos patrones

institucionalizados de valoración e interpretación cultural que niegan a algunos

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165 Además de Fraser 2000, 2001 y de Fraser y Honneth, 2006; véase Fraser 2007b, las réplicas a Linda Alcoff y a Nikolas Kompridis en Fraser 2007c, pp. 306-312, 320-327; y la recopilación de Olson, 2008.

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sujetos dicha participación paritaria, que menosprecian los rasgos característicos

de esos sujetos o que les asignan rasgos en cuya construcción dichos sujetos no

han tenido oportunidad de participar por igual. La consecución de una igualdad

de estatus depende entonces de que se lleve a cabo una desinstitucionalización de

determinados patrones de valor -por ejemplo, de patrones androcéntricos de

valor- que impiden la paridad –por ejemplo, en cuanto al género-, así como de su

reemplazamiento por otros patrones que favorezcan efectivamente esa paridad.

Una tal política de reconocimiento y la consiguiente justificación del

desmantelamiento de valores y normas que obstaculizan la paridad de

participación debería modular y engarzar diversas estrategias, dependiendo

siempre de las condiciones y contextos de cada caso. Fraser presta atención, por

ejemplo, al controvertido asunto del velo en el caso de niñas musulmanas que

tuvo lugar en Francia durante los años noventa y comienzos del nuestro siglo (y

que posteriormente ha conocido episodios equiparables en otros países europeos)166. De acuerdo con el punto de vista de la autora, las defensoras (en particular,

las provenientes de filas feministas) de la autorización para llevar el foulard en las

escuelas públicas estarían obligadas a justificar con razones públicas que la

prohibición del velo es una imposición injusta y que, en cambio, la tolerancia de

esa vestimenta más que exacerbar la subordinación de la mujer acredita un

símbolo de identidad que merece ser reconocido en los marcos de una sociedad

multicultural. De igual manera, esas abogadas de la causa del velo, en tanto que

se embarcan en la búsqueda de un remedio para lo que consideran un

reconocimiento erróneo, podrían practicar una estrategia mixta de reforma no

reformista, esto es, una estrategia en principio afirmativa, volcada sobre una

discriminación concreta que afecta al derecho de un grupo a la participación

plena en la educación pública, pero que a la larga podría llegar a tener

consecuencias transformadoras en la cultura política, tales como la

reinterpretación multicultural de la identidad nacional o de la cultura

mayoritaria, la adaptación de la población islamista a un régimen pluralista e

igualitario respecto al género o acaso la depotenciación de la relevancia política

de la religión.

En términos generales Fraser sostuvo desde las Tanner Lectures en adelante

que (a) la detección de injusticias, (b) la articulación de reivindicaciones y (c) la

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166 Véase Fraser y Honneth, 2003, pp. 41-42, 81-82 (trad. 46-47, 79).

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habilitación de reparaciones remiten a la participación ciudadana dentro de la

esfera pública. Por un lado, las reivindicaciones de justicia por parte de los grupos

e individuos afectados estarán justificadas si son capaces de identificar y de

cuestionar de manera adecuada los obstáculos institucionalizados a la paridad de

su participación en la interacción social, tanto en el plano de las desigualdades

socioeconómicas cuanto en el plano de los patrones y valoraciones

socioculturales. La identificación del daño y la justificación de las reivindicaciones

tienen que formularse y hacerse valer en el espacio de la esfera pública,

sometiéndose con ello a los procesos de deliberación colectiva167 . La propia

norma central de la paridad participativa se entiende de manera dialógica y sólo

se puede desempeñar en procesos democráticos de deliberación pública168. Por

otro lado, la habilitación de las estrategias de reparación de las injusticias en y

desde las dos dimensiones, cultural y económica, competen igualmente a los

procesos de deliberación ciudadana y han de articularse e implementarse dentro

de los parámetros del debate público.

Pese a que apelara de esta guisa a la participación en la esfera pública y a la

necesidad de la justificación pública de las reivindicaciones y estrategias

reparadoras dentro de un marco normativo de democracia deliberativa, en sus

Tanner Lectures y otros textos posteriores Fraser defendió como posición general

que lo político podía entenderse como una categoría interna a las dimensiones

económica y cultural de la justicia, toda vez que la redistribución y el

reconocimiento tenían que ver con las asimetrías de poder y las estructuras de

subordinación. Esa posición general perdura aún en su confrontación con Axel

Honneth. Al hacer frente a la concepción del reconocimiento del francfortiano,

Fraser siguió concibiendo las relaciones de injusticia ante todo en términos de

obstáculos económicos y culturales institucionalizados para la paridad en la

participación dentro de la vida social y, por tanto, desde el esquema dualista del

entrelazamiento de la dimensión distributiva orientada a corregir las

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167 Véase Fraser 1998, pp. 37-38 n. 39; Fraser y Honneth, 2003, pp. 42-45 (trad. pp. 47-49). Para la consideración que sigue a continuación sobre la canalización deliberativa de las estrategias reparadoras, véase Fraser y Honneth, 2003, pp. 70-88 (trad. 69-84).168 “La paridad participativa sirve como lenguaje de discusión y deliberación públicas sobre cuestiones de justicia. Más aún, representa el principal lenguaje de la razón publica, el preferido para llevar a cabo la argumentación política democrática sobre temas de distribución y reconocimiento… [Es] una norma que se ha de aplicar de forma dialógica, en procesos democráticos de deliberación pública. Ninguna visión dada -ni la de los reclamantes ni la de los “expertos”- es intocable… Solo la participación plena y libre de todas las partes implicadas puede bastar para justificar las reivindicaciones” (Fraser y Honneth, 2003, p. 43; trad. pp. 47-8).

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desigualdades de clase y la dimensión del reconocimiento orientada a transformar

las jerarquías de estatus. Desde ese enfoque dual trataba de apuntalar un marco

conceptual para la teoría crítica que vinculara el análisis de teoría social acerca de

la subordinación con un enfoque de filosofía moral sobre la injusticia. Aunque

Honneth también se manifestaba a favor de integrar ambas dimensiones169 ,

Fraser consideraba que el proyecto de ese autor, consistente en fundar la teoría

crítica en una teoría del reconocimiento, estaba lastrado por la combinación de

una ontología social monista y un sectarismo normativo, frente a lo cual ella

proponía imprimir un giro dentro de la teoría crítica desde una política del

reconocimiento que ignoraba la economía política a una política integrada de la

redistribución y del reconocimiento. Esa concepción integrada ajustaba dentro del

enfoque dualista una noción de lo político amplia en apariencia, pero en el fondo

restringida. Su amplitud aparente deriva de su amarre normativo en los procesos

deliberativos de los ciudadanos en los espacios públicos e incluso del marcado

énfasis en los potenciales de ciertos movimientos sociales, como los vinculados al

feminismo, para llevar adelante las estrategias de reparación a las que antes nos

hemos referido. Sin embargo, su enfoque limitaba de hecho el alcance de lo

político al interiorizarlo en las dos dimensiones citadas, considerando por regla

general las obstrucciones a la paridad normativa impuestas en la ciudadanía o en

la expresión y representación en las esferas públicas un aspecto relativo a las

mermas en la distribución o a la subordinación de estatus.

Curiosamente, la profesora de la New School for Social Research de New

York se inclinó en ocasiones por considerar que tal vez lo político (o, como dirá

con posterioridad, la representación política) fuera una tercera dimensión,

independiente y diferenciada de la redistribución y del reconocimiento170. En

relación con esto llegó a afirmar que las relaciones políticas pueden ser injustas en

sí mismas siempre que existan obstáculos políticos para la paridad participativa,

incluso con independencia de los efectos de dichas relaciones sobre la mala

distribución y el reconocimiento erróneo. A éstas se le añadía entonces la

injusticia de la “marginación política” o “exclusión política”, cuyo remedio sería

la “democratización”. Sin embargo, Fraser también contempló explícitamente la

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169 Como señalara Thomas McCarthy en una reseña de la edición inglesa, “pese al “o” en el título del libro, Fraser y Honneth argumentan que también se requiere un “y”, aunque cada uno de ellos lo haga de una manera muy diferente” (McCarthy, 2003, 398).170 Véase en especial Fraser, 1998, pp. 30-1, n. 31; y Fraser y Honneth, 2003, pp. 67-69, 73 (trad. pp. 67-68, 71)

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“marginación política” y la “exclusión en las esferas públicas y en los cuerpos

deliberativos” como formas específicas de subordinación de estatus y, por tanto,

como “injusticias de reconocimiento”171, lo cual es difícilmente conciliable con

las afirmaciones que acabamos de recordar sobre la autonomía de lo político. En

todo caso, Fraser pospuso el desarrollo teórico de la nueva y compleja armazón

conceptual que implicaba esa autonomía de lo político en su teoría de la justicia y

sólo posteriormente -como veremos en el siguiente apartado- ha sustituido

efectivamente el “enfoque perspectivista” inicial por un “modelo tridimensional”

de la injusticia institucionalizada.

Es evidente que no sólo en el encaje concreto de la dimensión política, sino

en toda la concepción de Fraser -dualista en cuanto a su ontología social, pero

monista en lo normativo- resulta esencial el modelo de esfera pública de doble

recorrido a que aludimos páginas atrás, con su juego conjunto entre los públicos

fuertes dentro del sistema político y las redes informales de comunicación y

asociación en la sociedad civil. A este respecto es interesante recordar una atinada

objeción de Honneth sobre la prioridad de la esfera pública172 . Para este autor, la

concepción bidimensional de Fraser adolece de un sesgo en el modo de filtrar el

estatuto público de los tipos de agentes y reivindicaciones relativas a las

cuestiones de justicia, sesgo en buena medida explicable por el enclave

usamericano tanto de los debates ante los que reacciona la autora como de los

movimientos sociales en quienes busca los destinatarios del teorizar crítico-social.

Para Honneth, el filtrado de la visibilidad y de la resonancia en la esfera pública

sobre la base de la capacidad de amplificación de los temas relevantes por parte

de determinados movimientos sociales políticamente organizados no puede llegar

a saturar la justificación de los daños morales y de las reivindicaciones legítimas

que asociamos a la gramática de la (in)justicia. Aquende la esfera política pública

se libran, a menudo callada e inadvertidamente, muchas luchas sociales que

carecen de ese tipo de portavocía de los públicos débiles, capaces bien de

presionar, bien de acoplarse con los públicos fuertes; esto es, del tipo de

portavocía que Fraser encuentra en los movimientos sociales especializados con

mayor o menos exclusividad en el reconocimiento cultural.

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171 Fraser y Honneth, 2003, pp. 21, 23 (trad. pp. 29, 31). Por lo demás, la asunción de la dimensión política (y de su relativa autonomía con respecto a las otras dos dimensiones) brilla más bien por su ausencia en está la segunda de las contribuciones de Fraser al debate con Honneth: véase las pp. 222-236 (trad. 167-175).172 Véase la réplica de Honneth, en Fraser y Honneth, 2003, pp. 114-125 (trad. pp. 93-97).

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Para finalizar vale la pena señalar otro aspecto que está tímidamente

apuntado en su debate con Axel Honneth acerca de la idea de reconocimiento y

que luego ha ganado en relevancia dentro de los escritos recientes de Fraser.

Dicho debate giraba en torno a los presupuestos, destinatarios y tareas actuales

de la teoría social crítica, pero junto con ello estaba en cuestión igualmente la

solvencia de “la teoría crítica de la justicia en la era de la globalización”173. A ese

respecto, Fraser pretendía que su teoría estaba mejor pertrechada que la de su

contrincante porque era capaz de hacerse cargo de un hecho decisivo de nuestro

tiempo presente, a saber, que la globalización está desencajando el marco de

referencia que en el pasado delimitaba de antemano las luchas por la justicia y el

conjunto de los sujetos relevantes de las reivindicaciones y prestaciones de la

justicia, marco de referencia que no era otro que el Estado-nación. De ahí -

concluye Fraser- que al tratar hoy por hoy de las deliberaciones sobre la

institucionalización de la justicia nos topemos con el problema del marco, esto es,

con el problema de asignar adecuadamente el alcance del propio criterio

normativo de la paridad participativa en vista de los múltiples niveles en los que

puede darse dicha institucionalización: “Dada la creciente relevancia de los

procesos transnacionales y subnacionales, el Estado soberano westfaliano ya no

sirve como la auténtica unidad o ámbito de la justicia… El Estado es un marco

entre otros de una nueva estructura emergente de muchos niveles. En esta

situación, las deliberaciones sobre la institucionalización de la justicia deben

cuidarse de plantear las cuestiones en el nivel adecuado, determinando cuáles son

genuinamente nacionales, cuáles locales, cuáles regionales y cuáles mundiales.

Deben delimitar diversas áreas de participación, para distinguir el conjunto de

participantes con derecho a la paridad en cada una… Por tanto, la discusión del

marco debe desempeñar un papel central en las deliberaciones sobre las

disposiciones institucionales” (Fraser y Honneth, 2003, pp. 87-88; trad. p. 84).

Como consecuencia, el ajuste de la justicia pasaba necesariamente por enfrentarse

también al consiguiente problema del “desencuadre” o encuadre erróneo

(misframing), un problema que Fraser aún se limita a identificar como la indebida

asignación de la paridad o como la exclusión de los sujetos que deberían contar

como pares en uno u otro nivel, pero sin llegar a desarrollar por el momento sus

notables implicaciones para la citada “teoría crítica de la justicia en la era de la

globalización”.

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173 Fraser y Honneth, 2003, p. 233 (trad. p. 175). Para lo que sigue, véase las pp. 87-94 (trad. pp. 84-88).

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Estos dos problemas imprimen en adelante un nuevo significado al lema de

la “lucha por la justicia”, un lema con el que cabe caracterizar a toda la

trayectoria teórica de Fraser. La autora que en su día intentara atajar el sesgo

distributivo de las teorías liberales de la justicia reivindicando la “lucha por las

necesidades” (y con ella la pugna por las interpretaciones discursivas en la esfera

pública)174, quien años más tarde -como hemos visto- tratara de superar la deriva

culturalista de la “lucha por el reconocimiento” supeditando las reivindicaciones

identitarias a la justificación pública en condiciones paritarias, hará explícito –

como veremos en el siguiente apartado- un programa de politización del marco

como parte esencial de la respuesta a la “anormalidad” de la justicia. Y esa

“lucha por el marco” (o por el adecuado encuadre) se pone en perspectiva una

pugna continuada por la hegemonía en la propia configuración de los marcos que

se ha de dirimir dentro de los espacios públicos transnacionales.

(III) Es a partir de sus Spinoza Lectures de 2004 en la Universidad de

Ámsterdam cuando Fraser rectifica explícitamente su inicial enfoque

bidimensional con la consideración de que la representación política constituye

una tercera dimensión de la justicia175. De acuerdo con esta rectificación, que es

una de las líneas de vertebración en todos y cada uno de los artículos,

conferencias y entrevistas recopilados en su libro Scales of Justice, existen tres

dimensiones conceptualmente irreductibles de la justicia que se delimitan a la vez

que se interrelacionan sobre la base de sendos órdenes de subordinación que se

hallan entrelazados, aun cuando sean analíticamente diferentes: además de las

desigualdades económicas de clase y de las jerarquías socioculturales de estatus,

hay que contemplar el orden de subordinación derivado de la constitución

política de la sociedad. Esos tres órdenes de subordinación se corresponden a su

vez con tres géneros igualmente entrelazados de injusticia institucionalizada,

puesto que a la mala distribución y al reconocimiento fallido se les suma ahora la

representación errónea (misrepresentation). Dado que todas estas variantes de

injusticias violan el mismo principio de la participación paritaria, un objetivo

prioritario de la teoría crítica que asume como parte esencial de sus cometidos la

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174 Véase los dos últimos capítulos de su libro Unruly Practices (Fraser, 1989, pp. 144-160 y 161-187).175 Las Spinoza Lectures -“Refraiming Justice in a Globalizing World” (Fraser, 2005) y “Two Dogmas of Egalitarianism”- han sido recopiladas respectivamente como los capítulos 2 y 3 de su libro Scales of Jusice (Fraser, 2009a, 12-47; trad. 31-96). Véase también Nash y Bell, 2007, especilamente las pp. 75-6 (la entrevista que ha sido también recopilada como último capítulo de Fraser 2009a); y Fraser, 2007c, 312-4.

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“crítica de la injusticia institucionalizada” consiste ahora en combinar esa

ontología social pluralista o tridimensional con el monismo normativo de la

paridad participativa a la hora de establecer el trenzado conceptual para las

cuestiones sustantivas -o para el “qué”- de la justicia176.

Como no se cansa de repetir en Scales of Justice, esta remodelación (que

concierne al propio estatuto de una “teoría crítica de la justicia”) tiene el

propósito declarado de abordar el tipo “anormal” de injusticias que predominan

como resultado de la globalización y de clarificar -e incluso ponerse en función

de- los potenciales emancipatorios de aquellos movimientos sociales que tratan de

responder a las mismas, conscientes de que sólo pueden hacer valer sus

reivindicaciones dentro de una constelación postnacional. Con el fin de afrontar

críticamente las situaciones de injusticia y las consecuentes denuncias de las

mismas en un momento histórico en el que el estado nacional, territorialmente

circunscrito, está dejando de ser el enclave apropiado para concebir y manejar las

cuestiones de justicia y el foro adecuado en donde entablar las demandas y las

luchas para conseguirlo, la empresa de habilitar un discurso suficientemente

complejo ante tales desafíos precisa plantearse como una “teoría crítica del marco

o del encuadre” (framing) y al mismo tiempo rehabilitar una “teoría crítica de la

esfera pública” (Fraser, 2009a, pp. 6, 78). Y esto implica -tal como argumenta de

manera detallada entre otros lugares en “Abnormal Justice”177- que la sustancia

de la justicia depende en buena medida del marco y que los modos de abordar las

cuestiones de justicia con arreglo a los marcos pertinentes han de replantearse en

respuesta a las nuevas redes y estructuras de gobernanza. De ahí la elección de la

anfibológica expresión inglesa para el título del libro: scales of justice.

Scale sugiere no sólo la imagen de la balanza, sino también la imagen del

mapa. La primera imagen remite a la ponderación proporcionada con que el juez

imparcial que sopesa los méritos relativos de las pretensiones en conflicto. No hay

que olvidar que el verbo deliberar procede del latín deliberare y este verbo a su

vez de libra, balanza. Traigo a colación esta etimología porque, como vimos, en el

modelo de Fraser la detección de injusticias, la articulación de las reivindicaciones

y la justificación concreta de las estrategias de reparación han de canalizarse a

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176 Véase, por ejemplo, Fraser 2007c, pp. 328 y 337, n. 24.177 Se trata de un artículo dedicado a Richard Rorty que se publicó originalmente en Critical Inquiry y que luego fue recopilado como el cuarto capítulo de Scales of Justice (2009a, pp. 48-75; trad. pp. 97-144). Para un tratamiento más reciente, véase Fraser, 2010.

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través de los espacios de discusión de la esfera pública informal y de los cuerpos

deliberativos oficiales, espacios tradicionalmente delimitados con arreglo a un

marco de referencia nacional. La segunda imagen, la de la métrica de que se sirve

el geógrafo para representar las relaciones espaciales, remite al encuadre

adecuado. Veremos enseguida que estos cambios de escala y de formatos hacen

exigible a su vez un principio normativo que vaya más allá de la ciudadanía

nacional (tratado con la citada teoría crítica del marco), así como un nuevo juego

conjunto entre instituciones globales y esferas públicas transnacionales

(tematizado mediante la citada teoría crítica de la esfera pública).

Antes de entrar a considerar esas dos cuestiones conviene prestar atención al

notable partido que Fraser saca a otra anfibología, la de la noción de

representación, que comporta el sentido de inclusión democrática a la vez que la

connotación de un marco de referencia simbólico. Se sirve de ella, en primer

lugar, cuando subraya que la mala distribución y el reconocimiento fallido

dependen en buena medida de la representación errónea como forma

institucionalizada de injusticia que deriva de la constitución política de la

sociedad. Tras la remodelación antes aludida, está claro que la dimensión política

resulta decisiva para establecer los criterios de pertenencia social y las reglas de

decisión dentro de una comunidad y, por ello, para esclarecer y fijar qué vale

como asuntos atendibles de justicia, quiénes cuentan como sujetos de justicia y

miembros autorizados para hacer reclamaciones justificadas y cómo han de

arbitrarse y resolverse sus reivindicaciones. De este modo, la representación

política ahora resulta clave con vistas a especificar el alcance de las otras dos

dimensiones, es decir, determinar quién está incluido o excluido del círculo de los

que tienen derecho a una justa redistribución y a un reconocimiento debido. O,

dicho de otra manera, no tendrán capacidad de hacerse oír, de ser tenidos en

cuenta y de hacer las reivindicaciones oportunas quienes no cuenten como

miembros relevantes, esto es, quienes no sean sujetos debidamente representados

con arreglo a los procedimientos que estructuran los procesos públicos de

confrontación y los mecanismos para tomar decisiones.

Fraser explota igualmente la citada anfibología al distinguir dos clases de

representación errónea. Un primer tipo de representación errónea tiene lugar en el

terreno de la política ordinaria y es la que niega a ciertos individuos dentro de

una comunidad la oportunidad de participar como iguales. Acabamos de aludir

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precisamente a una de las consecuencias de esta clase de misrepresentation. En

cambio, el “desencuadre” o “encuadre erróneo” (misframing) consiste en una

injusta delimitación del marco que excluye de la comunidad a ciertos sujetos y les

priva del derecho a hacer en ella cualesquiera reivindicaciones de redistribución,

reconocimiento y representación político-ordinaria. Al situar en un primer plano

la discusión sobre la propia determinación del marco o encuadre en que se aplica

la justicia, este metanivel de la misrepresentation afecta al pluralismo socio-

ontológico sobre el qué de la justicia porque establece de antemano quiénes

cuentan en las reivindicaciones de justicia y cómo se fijan los límites para el qué y

para el quiénes. Como sostiene Fraser en un paso central de su argumentación, en

el “marco westfaliano-keynesiano” se ha dado por supuesto que las demandas de

justicia solamente son aplicables dentro del Estado-nación, donde se atendían y

atienden a los intereses y necesidades de los ciudadanos de ese Estado. Pero hoy

en día la territorialidad ya no puede funcionar siempre y en todo lugar como

criterio para delimitar quiénes son los sujetos de justicia y cuál es el cariz y el

alcance de los problemas de justicia. Cuando éstos tienen un carácter

transnacional y aún así se mantiene unilateralmente la manera tradicional de

abordarlos como cuestiones redistributivas dentro del Estado territorial nacional,

entonces no sólo se los está abordando desde el marco equivocado, sino que se

está cometiendo además otra forma de injusticia. Nos encontramos así ante el

desencuadre como una modalidad de la injusticia característica de la era de la

globalización (Fraser 2009a, p. 21; trad. p. 48-9).

De acuerdo con esta revisión de sus propias premisas westfalianas, la misión

de la teoría crítica comprometida con la emancipación se orienta, en primer lugar,

a describir la nueva gramática de pretensiones políticas en la que lo que está en

cuestión ya no son sólo las cuestiones de justicia de primer orden, sino también

las cuestiones de segundo orden acerca de cómo deberían enmarcarse las

dimensiones entrelazadas de la injusticia de primer orden. Pero, una vez que se

pone así en cuestión los parámetros de la “justicia normal” del marco nacional, la

misión crítica tiene que orientarse hacia el misframing como el tipo de injusticia

que se ubica en el metanivel de la representación política e impide a determinados

colectivos sociales y a los individuos que los integran participar en igualdad de

condiciones en el proceso decisorio sobre cuestiones que les atañen. Dado que las

cuestiones de justicia de primer orden quedan enmarcadas de un modo que

excluye indebidamente a ciertos grupos o colectivos de la consideración

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equitativa, tal meta-injusticia también desvirtúa las propias injusticias de carácter

transnacional por la vía de territorializarlas o de nacionalizarlas. Existen

posiciones, como la mantenida de manera paradigmática por John Rawls, que

relegan una buena parte de tales injusticias a asuntos domésticos de Estados

débiles, impotentes o fallidos. Al igual que los teóricos y que los colectivos y

movimientos sociales en los que se inspira, Fraser trata de cuestionar en su raíz

ese encuadre nacional restringido a problemas distributivos, el cual a sus ojos

parece resignificar el provecto adagio latino, haciéndole decir fiat domestica

iustitia et pereat mundus;

Al redirigir la atención a las “exclusiones que surgen transnacionalmente

cuando se entrecruzan procesos que operan en diferentes escalas” (Fraser 2007c,

p. 317), la teoría crítica de Fraser asume que para el adecuado cuestionamiento

del desencuadre ya no basta con una idea de ciudadanía que subsuma la norma

de la paridad participativa. Antes bien, sostiene que ese cuestionamiento requiere

de un principio normativo de inclusión que tiene que estar desacoplado de la

ciudadanía nacional para operar de manera reflexiva y poder determinar el marco

adecuado en cada caso. Y en ese punto, si la territorialidad ya no es la

circunscripción única de la justicia ni ésta atañe exclusivamente a los intereses de

los ciudadanos miembros de este o aquel Estado nación, entonces lo decisivo es

cómo delimitan los propios sujetos sometidos a estructuras transnacionales de

gobernanza y dominación los marcos en los que tematizar, reclamar y gestionar

sus pretensiones de justicia.

En su búsqueda del principio normativo con el que llevar adelante ese

cuestionamiento político del misframing, Fraser considera insuficientes no sólo, y

por razones obvias, el principio de ciudadanía o nacionalidad compartida, sino

también el principio cosmopolita que apela a rasgos distintivos de todo ser

humano, al que considera demasiado abstracto e incapaz de cribar entre las

relaciones sociales pertinentes. Tampoco le satisface un principio transnacional

que tome en consideración a todos los afectados, como ocurre con el principio de

universalización de la ética del discurso habermasiana o el all-affected principle

que ella misma defendió con anterioridad. Podemos dejar a un lado las razones

que le han llevado a esa autocrítica y abandono del principio de todos los

afectados y concentrarnos en el hecho de que la autora opta finalmente por el all-

subjected principle, esto es, por el principio que sostiene que lo que hace de un

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conjunto de personas sujetos de justicia (y, por ende, miembros de pleno derecho

en la esfera pública política de que se trate) es su sujeción conjunta a una

estructura de gobernanza que determina las reglas básicas de su interacción. En el

caso de las situaciones de injusticia donde esas estructuras sobrepasan las

fronteras nacionales y remiten a organismos que establecen las reglas básicas de

ámbitos de acción que operan a nivel global, aquellos que son sujetos de justicia

por estar sometidos a determinadas estructuras relevantes de gobernanza están

autorizados desde el punto de vista normativo, y con independencia de su

ciudadanía política, a participar como pares en el debate público y elevar sus

reivindicaciones para que sean consideradas en la toma de las decisiones que les

atañen. En tanto no atiendan a ese derecho a ser debidamente representados y se

beneficien de la vigente compartimentación del espacio político internacional que

impide siquiera plantear tales reivindicaciones, determinados países (que

normalmente son los más desarrollados económicamente y que quedan

salvaguardados por su forma de organizarse como sistema internacional de

Estados soberanos) son responsables de la situación de injusticia de esas

poblaciones allende sus fronteras.

Acorde con todos estos ajustes del enfoque teórico que convergen en la

politización del marco, Fraser se ha volcado en reformular la teoría crítica de la

esfera pública con objeto de identificar las posibilidades de democratización

dentro la presente constelación histórica178. Trata pues de actualizar el sentido

normativo de la concepción de la esfera pública por referencia a los encuadres

políticos de la teoría de la justicia. Para dibujar el contraste deseado, Fraser

regresa de nuevo a la obra del primer Habermas, Strukturwandel der

Öffentlichkeit, esta vez para explicitar seis supuestos que mantienen al concepto

de esfera pública y a la propia teoría crítica que lo analizó, así como a una buena

parte de los seguidores y de los críticos de la misma, irremediablemente cautivos

del esquema “westfaliano” del espacio político y del proyecto político de la

democratización del Estado nación. Tales supuestos son la correlación de la esfera

pública con un aparato estatal dotado de poder soberano exclusivo sobre un

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178 Véase “Transnationalizing the Public Sphere. On the Legitimacy and Efficacy of Public Opinion in a Post-Westphalian World” (Fraser 2007a), reeditado como quinto capítulo de Fraser 2009a, 76-99; trad. 145-184. Si en “Rethinking the Public Sphere”, Fraser señaló que el concepto de esfera pública “es indispensable para la teoría social crítica y la práctica política democrática” y para “los esfuerzos constructivos que se necesitan con urgencia para proyectar modelos alternativos de democracia” (Fraser, 1992, p. 111), en el artículo recién citado afirma que la “noción de una ‘esfera pública transnacional’ es indispensable para quienes intenten reconstruir la teoría democrática en la actual constelación postnacional” (Fraser, 2007a, p. 8; 2009a, p. 77; trad. p. 147).

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territorio, la delimitación de la ciudadanía como población nacional dentro de ese

territorio, la focalización del interés público en cuestiones de economía nacional,

la condensación y el carácter centrípeto y unitario de la esfera pública sobre la

base de una infraestructura nacional de comunicaciones y medios de

comunicación, la lengua vernácula como condición de posibilidad de la

inteligibilidad y operatividad de los debates públicos y, en fin, la producción

literaria nacional como elemento configurador de mentalidades, suministro del

imaginario colectivo y fuente de solidaridad social.

En el marco westfaliano delimitado junto con estos supuestos, las esferas

públicas cumplen una función democratizadora y emancipatoria cuando la

opinión pública que se forma dentro de ellas es a la vez legítima y eficaz, esto es,

cuando surge mediante procesos de comunicación suficientemente equitativos e

inclusivos y cuando tiene la doble capacidad de influir sobre el empleo del poder

público y de responsabilizar a los funcionarios públicos para que den cuenta de su

gestión. La legitimidad sólo se logra si las esferas públicas nacionales son

auténticamente inclusivas y capacitan a todos los ciudadanos para participar

como pares en los procesos comunicativos de la formación de la opinión pública;

y la eficacia sólo se logra si la opinión pública nacional obtiene la fuerza política

suficiente como para incidir sobre el poder administrativo dentro del sistema

político y para someter bajo el control de los ciudadanos las acciones de los

funcionarios del estado nacional.

Fraser considera que los seis supuestos sociológicos que eran constitutivos

de la esfera pública están siendo desestabilizados en las coyunturas globales

actuales. Y a partir de ahí deriva la tesis de que la doble funcionalidad antes

aludida ya no se cumple de igual forma en la publicidad transnacional, donde no

existe un pueblo ni un estado ni, por tanto, cabe trazar un paralelismo con el

flujo comunicativo entre ambos polos del modelo westfaliano. Por lo que hace a

la legitimidad, los interlocutores no son conciudadanos con iguales derechos de

participación política y con un estatuto común de igualdad política. Y por lo que

hace a la eficacia, la opinión pública no se dirige a un estado soberano capaz de

implementar la voluntad de los ciudadanos y de resolver sus problemas. En el

plano transnacional, por tanto, no cabe esperar sin más un alineamiento de la

esfera pública a nivel global con el poder legitimatorio que asociamos a la

soberanía popular, por un lado, ni tampoco un alineamiento con el poder

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administrativo de las instituciones estatales, por otro lado. Esto genera problemas

de legitimidad y de eficacia. Existe un déficit de legitimidad democrática porque

la transnacionalización política de las instituciones formales diverge de la

transnacionalización de la sociedad civil. Un ejemplo de esta deficiencia lo ofrece

la UE, donde los cuerpos legislativos y administrativios no cuentan con el

contrapeso de una esfera pública europea que pueda obligarles a rendir cuentas.

Existe un déficit de eficacia política, porque los públicos transnacionales

existentes no se ven acompañados a nivel global por poderes administrativos y

legislativos. Un ejemplo de esto lo ofrecieron las manifestaciones mundiales

contra la guerra el 15 de febrero de 2003, que movilizaron una masa ingene de

opinión pública transnacional, pero se mostraron impotentes para impedir las

decisiones tomadas unilateralmente por la administración Bush y sus aliados.

La “lucha por el marco” (o por el adecuado encuadre) que pone en

perspectiva un proceso en escalada hacia la desterritorialización de la justicia

consiste ante todo en una lucha por la hegemonía dentro de la

transnacionalización de la esfera pública. De ahí que Fraser esté empeñada en

imaginar por dónde podría avanzarse en la solución a los déficits citados. Para

superar el déficit de legitimidad es preciso, sostiene la autora, que emerjan y se

estabilicen esferas públicas transnacionales en las que impere el planteamiento

normativo de que todos los afectados puedan participar como pares; y para

superar el déficit de eficacia se requiere igualmente la creación de poderes

públicos transnacionales que puedan implementar modalidades de voluntad

popular transnacional formadas democráticamente. Con esta consideración de

carácter normativo no se persigue -subraya la profesora neoyorkina- una especie

de alineamiento entre esferas públicas cuasi-nacionales y poderes públicos cuasi-

estatales que logre recrear algo parecido al imaginario westfaliano a gran escala y,

por lo tanto, no haga sino obturar las separaciones que son imprescindibles para

que resurjan formas de reflexividad crítica. Antes bien, las esferas públicas

postwestfalianas aparecen como los espacios para contestar los marcos centrados

en el Estado y para traspasar las fronteras de los estados territoriales, porque en

la medida en que hacen uso de la capacidad de reflexividad, de su capacidad de

saltar a otro nivel y reflexionar sobre las prácticas de primer orden, dan lugar a

una forma de metapolítica o de política del marco. Y lo que la situación de

anormalidad en que vivimos actualmente hace necesario es la creación de

instituciones globales a las que acompañen o salgan al encuentro esas nuevas

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esferas públicas transnacionales para que, de este modo, se reactive en otro nivel

un juego conjunto entre públicos débiles y públicos fuertes de nueva hornada. No

por casualidad el subtítulo del libro Scales of Justice -subtítulo que extrañamente

no aparece en la traducción castellana- es Reimagining Political Space in a

Globalizing World. Pues, en suma, lo que Fraser nos invita a imaginar o a buscar

mediante la imaginación es una nueva configuración post-westfaliana de

múltiples esferas públicas con nuevos poderes públicos.

(IV) Es probable que este planteamiento no constituya la última palabra de

Fraser. En todo caso, esa posición, si nuestra simplificadora interpretación no la

traiciona en exceso, suscita numerosos interrogantes. Concluiré este artículo

enunciando únicamente la duda razonable de que la propuesta de Fraser no

aporta demasiada visibilidad, pese a lo que ella pretende, toda vez que no puede

sino dejar inconclusa su reformulación de la teoría crítica de la esfera pública

transnacional179.

Ciertamente, Fraser aboga por redefinir el espacio político transnacional en

la dirección de impugnar los procesos, organizaciones y mecanismos

institucionales que operan transnacionalmente para obstruir la paridad

participativa de quienes están sujetos a estructuras de gobernanza (Fraser 2009a,

76-79). En ese enclave de luchas y aspiraciones sitúa precisamente los principales

desafíos que ha de asumir hoy la nueva etapa del movimiento feminista, el cual

habría progresado desde una inicial preocupación dominante por la

redistribución, pasando por la cresta de la ola del reconocimiento, hasta el actual

cuestionamiento de los modos de representación en relación con los marcos180 .

Pero, por otro lado, Fraser también admite que su intento de redefinir las

coordenadas de la esfera pública transnacional y el modo en que se debería

reactivar sus funciones críticas constitutivas -la legitimidad normativa y la eficacia

política- es una tarea apenas esbozada. Si bien el sentido de esa tarea consiste,

Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín

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179 He formulado esta y otras críticas a Fraser en Gil, 2010. Acerca de su pretensión de emular el intento de Habermas en los años ochenta de buscar claridad en una situación empañada por una creciente falta de transparencia (die neue Unübersichtlichkeit), véase la entrevista del capítulo final de Fraser, 2009a. En esa entrevista, Fraser declara que una de sus tareas como teórica al emprender el diagnóstico del presente es clarificar conceptualmente y ponerse en función de los potenciales emancipatorios de los colectivos y movimientos sociales que se enfrentan a situaciones transnacionales de injusticia inmersos en la imperante falta de claridad acerca de las alternativas al orden existente. Al poner su teoría crítica al servicio de los activistas de la globalización, Fraser declara, un tanto pretenciosamente, que el “desencuadre” es uno de los supuestos que muchos activistas manejarían de manera confusa y sobre el que vendría a arrojar luz su teoría crítica del marco.180 Véase en especial Fraser 2009a, cap. 6; y 2009b. Para un comentario, véase también el último apartado de Gil, Tamara, 2010.

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según la autora, en extraer desde la constelación histórica presente los criterios

normativos y las posibilidades de emancipación política, en realidad Fraser se

limita a la defensa de que las mencionadas funciones irrenunciables mantienen en

plena vigencia la deliberación y la contestación de la esfera pública a la vez que en

las condiciones de transnacionalidad actuales, donde ya no cabe trazar

paralelismos con el tipo de mediaciones entre los polos -pueblo y Estado- del

modelo westfaliano, fuerzan a reconsiderar la inclusión de los interesados allende

su ciudadanía y la implementación vinculante de las decisiones democráticas

allende las organizaciones estatales.

De hecho, el trayecto a la constelación postwesfaliana queda en buena

medida desdibujado, supeditado al deseado tránsito hacia -y encuentro entre-

instituciones globales y esferas públicas transnacionales. Pese a las reiteradas

apelaciones a las posibilidades de la imaginación política, en Scales of Justice se

echa en falta la proyección de medidas y diseños institucionales sobre los que

concretar las potencialidades utópicas. Y esto vale tanto en lo referente al proceso

de institucionalización transnacional de la esfera pública como en lo referente a la

creación de poderes públicos transnacionales con capacidad de garantizar las

reivindicaciones democráticas de los públicos débiles y de hacer valer las

decisiones políticas frente a los organismos oficiales globales y a los poderes

organizados que no están legitimados ni controlados democráticamente. Ahora

bien, sin una mayor concreción acerca de esas reclamadas instituciones

representativas globales, que habrían de funcionar en el sistema multiestratificado

de gobernanza globalizada, y sin una mejor visualización del propio proceso de

institucionalización transnacional de la esfera pública, mediante el que tendrían

efecto las transferencias entre los públicos débiles y los públicos fuertes de nueva

hornada, el trayecto al desperfilado espacio político postwesfaliano que Fraser

nos invita a imaginar tal vez apenas alcance a ser un mero desiderátum. ❚

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Performidad y política en Judith ButlerFranke Alves de Atayde

“Las fábulas de género inventan y divulganlos mal llamados hechos naturales”

Judith Butler (El género en disputa)

Resumen: Este artículo discute el concepto de performatividad de Judith Butler

como una categoría política, explorando su relación con la concepción de

‘democracia radical’ de Chantal Mouffe. Argumentase que al rechazar los

esquemas dicotómicos y esencialistas de pensamiento y defender la producción

político-discursiva de lo social las autoras plantean una refundación de la

democracia, percibida como el espacio privilegiado del conflicto, que requiere una

variedad de prácticas ‘identitarias’ y movimientos pragmáticos destinados a

ampliar las fronteras de lo inclusivo.

Abstract: This text discusses Judith Butler´s concept of performativity as a

political category, exploring its relation with Chantal Mouffe´s conception of

‘radical democracy’. It´s argued that, rejecting the dichotomic and essentialist

schemas of thought and supporting the political-speech production of the social,

the authors propose a refoundation of democracy, perceived as the privileged

space of conflict that requires a variety of ‘identitary’ practices and pragmatic

movements in order to expand the borderlands of the inclusive. ❚

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Performidad y política en Judith ButlerFranke Alves de Atayde

Los escritos de Judith Butler han sido muy discutidos. Teórica con una

amplia influencia en el pensamiento social capaz de extrapolar los estudios de

género y los queer studies, Butler es una autora polémica, de amplio recorrido,

que ha llegado a ser tan apasionadamente atacada como vehementemente

defendida181.

Su primer libro de gran impacto, también su obra de mayor circulación y

repercusión, es Gender Trouble, cuya primera edición es de 1990182. Su tentativa

de entender, exponer, diseccionar, criticar y cuestionar el funcionamiento de los

mecanismos por los cuales los hechos naturales son naturalizados ha sido

difundida y popularizada en el discurso de la militancia política y académica en

Estados Unidos, Europa y más recientemente en América Latina.

En otra obra, Deshacer el Género, expone la forma cómo su pensamiento

ha sido influido por la Nueva Política de Género (New Gender Politics), una

nueva configuración política que en otro de sus trabajos había caracterizado

como “una combinación de movimientos que engloban al transgénero, la

transexualidad, la intersexualidad y a sus complejas relaciones con las teorías

feminista y queer” (2002a, p. 17).

Más adelante, Butler ha reiterado su reconocimiento a las contribuciones

teóricas del feminismo. La filósofa comprende que éste aún propone desafíos a los

movimientos sociales e identitarios y que no se puede perder de vista que el

feminismo se ha enfrentado siempre a la violencia (sexual o no) contra la mujer.

Entiende, además, que tal posición puede (y debe) servir de base para una alianza

del feminismo con otros movimientos, ya que “la violencia fóbica contra los

cuerpos es parte de lo que une el activismo antihomofóbico, antirracista,

feminista, trans e intersexual” (2002a, p. 24).

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181 Nussbaum (1999), expone sistemáticamente las críticas más comunes al pensamiento de Judith Butler. 182 La edición en castellano, utilizada en este artículo, es de 2007.

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Dado que considero que es crucial situar la obra de Butler en relación a

estas alianzas teórico-políticas, lo que me he propuesto en este texto es

justamente localizar y contextualizar su pensamiento en la intersección entre

política y reflexión teórica. Por ello tengo presente que estas dimensiones son

complementarias, pero no idénticas. Entre otras, esto significa que la reflexión

teórica y el repertorio conceptual de Butler no permiten utilizar el compromiso

político de manera que influya en el ejercicio analítico, en el sentido de disminuir

el carácter de rigor filosófico.

Este pequeño ensayo está compuesto de tres partes. En la primera

presentamos la crítica butleriana a la categoría identitaria de género. El

argumento es que el género es algo socialmente construido a través del discurso y

que las diferencias sexuales deben ser percibidas como efectos del género. Al

enfatizar el carácter socialmente construido no sólo del género, sino también del

sexo, el discurso es concebido como la fuente primaria del poder. Es desde estas

coordenadas desde donde Butler hace la crítica al universalismo y al esencialismo

del sujeto feminista. Como mostraremos a través de la interpretación de los textos

de Butler, la identidad ‘mujer’ como sujeto del feminismo representa una unidad

totalizadora que crea distintas relaciones de subordinación y exclusión. Si ‘mujer’

es una identidad fragmentada, que no consigue representar las distintas demandas

de los feminismos, entonces la categoría no debe ser utilizada como base para la

solidaridad política.

A continuación abordaremos la construcción performativa de las

identidades. El performativo es el dominio en el cual el poder actúa como

discurso. La fuerza normativa de la performatividad, o su poder de establecer lo

que importa (cuerpos masculinos o femeninos, por ejemplo), opera a través de la

reiteración de las normas y también por medio de la exclusión, creando los

cuerpos inteligibles – aquellos que se producen a través del reconocimiento, del

acuerdo, con las normas – y los cuerpos abyectos – aquellos que no se adaptan a

la norma. Por situarse fuera del régimen de inteligibilidad de la norma, el abyecto

posee las condiciones de subversión. En esta perspectiva política, la

performatividad adquiere un papel central en el proceso de transformación social.

En la tercera sección del texto intentamos relacionar la perspectiva

butleriana de las identidades performativas con la democracia radical de Chantal

Mouffe, puesto que en ambas concepciones se ofrecen elementos para pensar una

Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde

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nueva política. Veremos cómo las autoras rechazan los esquemas dicotómicos y

esencialistas de pensamiento, defendiendo la inclusión de la diferencia y la

valoración de la pluralidad como medio para alcanzar una democracia radical

donde el conflicto sea fundamental. Concluyendo, presentaremos las

consideraciones finales de esta reflexión.

1. Crítica al sujeto del feminismo

Uno de los temas centrales de las investigaciones de Judith Butler es su

crítica de las categorías identitarias, específicamente de la identidad de género. En

El Género en Disputa, desconstruyó el concepto de género, en el cual se había

basado toda la teoría feminista. La división sexo/género funcionaba como una

especie de pilar fundacional de la política feminista, en la medida en que ésta

partía de la idea de que el sexo es natural y el género es socialmente construido.

Discutir esa dualidad fue el punto de partida para que la pensadora cuestionase el

concepto de mujer como sujeto del feminismo.

Las feministas adoptaron la distinción sexo/género para destacar la

variabilidad histórica y cultural del género y argumentar así en contra del

esencialismo en la definición de la identidad de género. El concepto de género, su

categorización como algo culturalmente construido, se delimitó por contraste con

el concepto de sexo, como algo naturalmente adquirido, y ambos formaron el par

sobre el cual las teorías feministas inicialmente se basaron para defender

perspectivas ‘desnaturalizadoras’, que desafiaban la asociación de lo femenino

con la fragilidad y la sumisión.

El modelo sexo/género, al reforzar la dicotomía sexo/natural contra género/

cultural, permaneció dentro del marco epistemológico de la distinción naturaleza/

cultura, donde el cuerpo sexuado macho/hembra se correspondía con la

diferenciación en el género masculino/femenino, esencializando y limitando de

este modo las propias posibilidades del género. Como afirma Butler:

“La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera

implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la

cual el género refleja el sexo o, de lo contrario, está limitado por

él” (Butler, 2007, p. 54)

Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde

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La oposición binaria del género al mismo tiempo que contrapone los dos

términos de la oposición, construye la igualdad de cada lado de la oposición y

oculta las múltiples identificaciones entre los lados opuestos, exagerando por

tanto la propia polarización a la vez, que oculta el múltiple juego de las

diferencias de cada lado de la oposición.

Se trata de un juego de exclusión e inclusión. Con eso, cada lado de la

oposición es presentado y representado como un fenómeno unitario. La represión

de las diferencias en el interior de cada grupo de género, como argumenta Judith

Butler, funciona para construir las reificaciones del género y de la identidad,

alimentando las relaciones de poder y cristalizando las jerarquías sociales. Según

la autora, “insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha

negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en

que se construye el conjunto concreto de ‘mujeres’” (2007, p. 67). En este

sentido, la categoría ‘mujeres’, al pretender ser globalizante, se torna normativa y

excluyente e ignora otras dimensiones que marcan privilegios, como las

dimensiones de clase y de raza.

El desmonte de esa concepción de género representa el desmonte de una

ecuación en la cual el género es concebido como la esencia y la sustancia,

categorías que solo funcionarían dentro de la metafísica que Butler también

cuestiona. Así como Derrida desmontó la estructura binaria significante/

significado y la unidad del signo, y de ahí hizo la crítica a la metafísica y a las

filosofías del sujeto, Butler desmontó la dualidad sexo/género e hizo su crítica al

feminismo (Pérez Navarro, 2008).

La principal crítica de Butler se dirige contra la premisa por la cual se

origina la distinción sexo/género: como ya dijimos, el sexo es lo natural y el

género es lo construido. Butler libera a la noción de género de la idea de que la

propia diferenciación de género ha de derivar del sexo y discute en qué medida

ese binarismo sexo/género es arbitrario. “Tal vez el sexo siempre haya sido el

género, de tal forma que la distinción entre sexo y género se revela absolutamente

ninguna” (Butler, 2007, p. 57). Butler indica así que el sexo no es natural; él es

también discursivo y tan cultural como el género.

En el debate con Beauvoir, Butler indica los límites de estos análisis de

género que, según ella, “presuponen y definen por anticipación las posibilidades

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de las configuraciones imaginables y realizables de género en la cultura” (2007, p.

28). Partiendo de la emblemática afirmación “no se nace mujer, se llega a ser”,

Butler apunta al hecho de que “no hay nada en su estudio [de Beauvoir] que

asegure que la ‘persona’ que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo

femenino” (2007, p. 57).

En esa tentativa de “desnaturalizar” el sexo, Butler propuso liberarlo de

aquello que ella define –en referencia a Nietzsche– como metafísica de la

sustancia. Según Butler, en la mayoría de las teorías feministas el sexo es aceptado

como sustancia, como aquello que es idéntico a sí mismo y, por tanto, como una

proposición metafísica. Algunas teorías feministas incluso sitúan el sexo en un

campo prediscursivo, lo que garantiza la estabilidad interna y el marco binario

del sexo, pero sin llegar a percibir que esa prediscursividad es resultado de las

construcciones culturales del género.

Para Butler el sexo es una categoría ‘generizada’. Una categoría construida

discursivamente a través del género. No es posible, según ella, establecer un

cuerpo natural antes de la cultura porque tanto el observador como el cuerpo

mismo están embebidos de un lenguaje cultural. Así, no tiene sentido definir el

género como la interpretación cultural del sexo. Como observa Soley-Beltran:

“Esta línea de razonamiento no considera la fisiología como la base

para los valores culturales, sino, por el contrario, como el recipiente de

la impresión de valores culturales a través de los cuales es interpretada.

El cuerpo se convierte entonces en una ocasión para el

significado” (2009, p. 35).

Butler sigue argumentando que, al contrario de lo que defendían las teorías

feministas, el género sería un fenómeno inconstante y contingencial, que no

denotaría un ser sustantivo, “sino un punto de unión relativo entre conjuntos de

relaciones culturales e históricas específicas” (Butler, 2007, p. 61). La noción

butleriana de género rompe con modelos sustanciales de identidad. El género no

es una identidad estable, es una categoría que requiere una conceptualización de

‘temporalidad social’, ya que es una identidad débilmente constituida en el

tiempo. La identidad de género no es más que una ‘ficción reguladora’,

construida por actos performativos. Aparece así la noción de performatividad,

dotada de una función constructiva y constitutiva en el universo discursivo. “La

Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde

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performatividad debe entenderse como la práctica reiterativa y referencial

mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (Butler, 2002, 18).

La dicotomía sexo/género es reflejo de lo que Butler denominó Matriz

Heterosexual, o sea, una red de inteligibilidad cultural a través de la cual se

naturalizan cuerpos, géneros y deseos183. Como argumenta Butler:

“Los géneros ‘inteligibles’ son los que, de alguna manera, instauran y

mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género y

deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia,

concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de

continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente

por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o

expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la

‘expresión’ o ‘efecto’ de ambos en la aparición del deseo sexual a

través de la práctica sexual” (2007, p. 72).

Hemos visto que Butler está en contra de cualquier definición esencialista de

la identidad de género. Por ello presenta el género como actuación. El género es

un efecto de la repetición constante de una serie de gestos. Y si, como decíamos,

la identidad de género no es más que una ‘ficción reguladora’ constituida por

actos performativos, es evidente que no existe un yo verdadero, que la identidad

personal no está fijada en un núcleo esencial, sino que está cambiando

permanentemente, ya que está construida culturalmente.

Fue a través de la crítica a las dicotomías producidas por la división sexo/

género como Butler desarrolló su crítica del sujeto y contribuyó al desmonte, a la

deconstrucción de la idea de un sujeto unitario. Butler no recusa completamente

la noción del sujeto, pero propone la idea de un género como efecto en lugar de

un sujeto centrado. Dicho con sus palabras: “la presunción aquí es que el ‘ser’ un

género es un efecto” (2007, p. 58). Aceptar ese carácter de efecto sería aceptar

que la identidad o la esencia son expresiones, y no un sentido en sí del sujeto. No

existe una identidad de género por detrás de las expresiones de género.

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183 La matriz heterosexual instaura la producción de oposiciones asimétricas entre femenino y masculino, entendidos como atributos que designan hombre y mujer, y requiriendo que identificación y deseo se excluyan mutualmente, eso implica que “quien se identifica con un determinado género debe desear un género diferente” (Butler, 2002b, p. 76).

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Así, la identidad ‘mujer’ como sujeto del feminismo no es más que una

unidad totalizadora que crea distintas relaciones de subordinación racial, de clase

y heterosexista, entre muchas otras. Para Butler la insistencia feminista en la

“coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la

multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el

conjunto concreto de ‘mujeres’” (2007, p. 67).

Con esta crítica, Butler estaría intentando a la vez dislocar el feminismo del

campo de los ismos (humanismo, racionalismo, liberalismo…) como práctica

política que presupone el sujeto como identidad fija y redirigirlo, hacia un

emplazamiento conceptual y político que deje en abierto la cuestión de la

identidad, que no ‘organice’ la pluralidad, sino que la mantenga en permanente

vigilancia. Partiendo del pensamiento de Foucault, Butler concibe el sujeto como

un ente socialmente constituido en el discurso. Descarta pues la posibilidad de

concebir un sujeto presocial, porque eso implica acceder a sujeto antes de que

llegue a serlo. Según una penetrante apreciación de Soley-Beltran, esta estrategia

comporta un atentado a la modernidad política:

“Butler quiere deshacerse de la ficción de un sujeto anterior a su

subjetivación, puesto que cree que es una reminiscencia de la hipótesis

liberal del estado natural y una estrategia del poder para esconder sus

mecanismos de producción, ya que el poder alcanza su legitimidad

mediante la articulación de la idea del sujeto como un ser presocial

que puede consentir, consciente y libremente el contrato social” (2009,

p. 41).

¿Es posible hacer política sin un sujeto? Para Butler, sí. Es posible la política

sin que sea necesaria la constitución de una identidad fija; no se precisa la

asistencia de un sujeto a ser representado para que esa política se legitime. Y

como consecuencia de esta línea de razonamiento, hay que repensar las

restricciones que la teoría feminista enfrenta cuando procura representar a las

mujeres. ¿Quién constituye el ‘quien’, el sujeto para el cual el feminismo busca

una liberación? Frente a lo que ella considera una exigencia de la política que el

feminismo compartiría con otras modulaciones modernas en la familia de los

ismos, esto es: la presencia de un sujeto estable. Butler sostiene el carácter

excluyente que comporta de suyo tal exigencia: “Afirmar que la política exige un

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sujeto estable es afirmar que no puede haber oposición política a esa

afirmación” (2007, p. 53).

En estas condiciones, ¿cómo pensar la agencia, la capacidad de acción del

sujeto? Para Butler la relación entre el sujeto y la agencia se presenta como una

circularidad inevitable, ya que el sujeto es a la vez el efecto del poder, concebido

como anterior al sujeto, y la condición para una agencia que ha sido formada por

las condiciones del poder que constituye el sujeto. La complicidad con el poder y

la ambivalencia en las formas de resistencia serían inevitables. En el proceso de

subjetivación debe suspenderse el ‘yo’, pero se debe recuperar para pensar la

agencia. Podemos formular el sentido de esta ambivalencia citando de nuevo

Soley-Beltran:

Por medio de esa estrategia, Butler trata de distanciarse tanto de la

noción del sujeto como obsoleto – un punto de vista que sostiene la

extinción del sujeto debido a que está implicado en su propia

subordinación, como de la noción liberal del sujeto, cuya agencia se

opone al poder. (…) Estas posiciones implican un fatalismo político y

optimismo naïf respectivamente” (2009, p.46).

Y ¿cuándo surge la agencia? Surge al darse una discontinuidad entre el

poder que inicia el sujeto y el poder que el sujeto asume. La agencia reside en el

hecho de que, aunque los discursos sean considerados como constitutivos del

sujeto, este sujeto no es determinado por las reglas del discurso. De hecho, las

reiteraciones de las reglas nunca son simples repeticiones, sino que siempre

generan una especie de excedente, pequeñas variaciones que desestabilizan los

significados instituidos de esas normas, lo que abre espacio para su

desestabilización. En este sentido, la agencia excede el poder que la hace posible.

En otras palabras, Butler redefine la agencia como una posibilidad contingente y

la sitúa dentro de matrices de poder. Los “sujetos están constituidos en el

lenguaje, pero el lenguaje [al tener que reiterarse constantemente] es también el

lugar de su desestabilización” (2007, p. 113).

2. La (de) construcción pragmática de la identidad

En la obra de Butler, el concepto más difundido fue el de performatividad, a

la que ya me he referido páginas atrás. Su popularización vino acompañada de

una mala interpretación que asociaba performatividad a performance, y que

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inducía a creer equivocadamente que este concepto se refería a la capacidad de los

sujetos de rebelarse en relación a las normas. La consecuencia de este equívoco

fue confundir la teoría performativa con una construcción voluntarista de la

identidad (Pérez Navarro, 2008). En su variante extrema, esa lectura errónea que

invitaba a creer que uno puede levantarse por la mañana, mirar en el armario y

decidir qué género va a ser hoy, no hace sino tomar el género como una especie

de consumo, un estilo de vida. Por tanto, tras la banalización de la noción de

performatividad lo que hay es una comercialización del género.

En Cuerpos que importan, Butler retomó de modo esclarecedor el concepto

de performatividad y lo disoció de la idea voluntarista de representar un “papel

de género”, en que el sujeto construye para sí, libremente, un cuerpo que expresa

y marca su identidad de género. Por el contrario, ella demostró que la

performatividad se basa en la reiteración de normas que son anteriores al agente y

que, siendo permanentemente reiteradas, materializan aquello que nombran. No

se trata, por tanto, de una opción, sino de una cohibición, aun que ésta no sea

percibida como tal. De ahí surge su efecto atemporal, que hace de ese conjunto de

imposiciones algo aparentemente ‘natural’.

El proceso de construcción de la identidad no es producido por un sujeto,

sino por una citacionalidad performativa que opera mediante la reiteración de

normas que producen tanto como desestabilizan la identidad. El proceso de

identificación con las normas es el proceso de citación de estas. La norma deriva

su poder de ser citada como tal, pero también de las citas que provoca.

Para Butler, performatividad y performance son dos formas distintas de

comprender la construcción de la identidad. El constructivismo como

performance es la autorrepresentación, “la libertad de un sujeto para formar su

identidad según le plazca” (Butler, 2002, p.145); y representa la construcción

como artificio. En cambio, el constructivismo como performatividad se define por

la reiteración forzosa de la norma y tiene en cuenta las restricciones que impulsan

y sostienen dicha reiteración.

Según Butler, los cuerpos son materializados performativamente a través de

la matriz binaria de género. Los cuerpos que encarnan la norma del sexo,

repitiéndose y naturalizándose, son los que importan socialmente porque son

aquellos que hacen realidad la norma. Son los cuerpos inteligibles, “aquellos que

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se producen como consecuencia del reconocimiento de acuerdo con las normas

sociales vigentes” (Butler, 2006, p.15). Aquellos que no se conforman con la

norma no llegan a ser calificados como humanos, son los cuerpos abyectos.

Butler sigue argumentando que la estructura social, por ser temporal, debe

ser reiterada, ritualísticamente, una y otra vez. Está en la temporalidad de la

estructura su condición de subversión. El espacio entre las reiteraciones es el lugar

para el surgimiento del riesgo y del exceso. Este exceso subversivo se configura

como una expropiación de los actos mediante los cuales la normatividad se

presenta a sí misma como original. Así los cuerpos abyectos estarían siempre en

condiciones de subvertir la norma, ya que, al existir fuera del régimen de

inteligibilidad de la norma, pueden descentrar y subvertir la construcción de la

identidad.

En este sentido, el feminismo, considerado como un sistema normativo,

produce el sujeto que representa a través de la exclusión de aquellos que no se

encajan, los abyectos. Según Butler, estos forman los vacíos representativos, o sea,

los excluidos por la definición de ‘mujer’. Estos vacíos representativos pueden ser

evitados si la política feminista abandona la búsqueda de una base universal en la

identidad femenina y se ocupa de las funciones productivas y jurídicas del poder,

desarrollando una genealogía crítica del sexo, género y deseo. El abandono de

categorías esencialistas es “necesario para poder acomodar, sin domesticarlas, las

críticas democratizantes que han reconfigurado y reconfigurarán los contornos

del movimiento de una forma que todavía no podemos prever con

exactitud” (Butler, 2002, p. 60).

Como forma de superación de las definiciones sustancialitas de género,

Butler propone una ‘política de actos performativos de género’ que exponga las

estrategias de reificación de esta categoría vaciando su significado y reconociendo

la complejidad del género.

La agenda política consiste en desestabilizar la polarización política del

género (hombre/mujer) a través de la incorporación deliberada de la ambigüedad.

Como posibilidades subversivas, metáforas de la parodia de género, Butler

destaca el drag, las identidades femme/butch184 y las performances del activismo

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184 Butch se refiere al sujeto lesbiano que tiende hacia comportamientos y actitudes ‘masculinas’, mientras que Femme designa al sujeto lesbiano que tiende a identificarse con comportamientos y actitudes femeninas.

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queer. En todos estos casos asistimos a la repetición de una categoría

convencional que crea nuevos contextos, desestabilizando la masculinidad y la

feminidad como identidades sustantivas y naturales. Como explica Soley-Beltran:

el género es expuesto “como una categorización, una forma artificial y un rol que

pueden ser adoptados con éxito sin tener en cuenta la anatomía. […] Las

categorías [de género] son des-familiarizadas, luego negadas, y luego retornadas

con un significado transformado” (2009, p. 62). Es un proceso de expropiación

de los actos mediante los cuales el género se presenta a sí mismo como original.

Proceso que desenmascara el ‘original’ como un mito.

En su análisis de la performatividad, la parodia sirve como analogía

explicativa del carácter repetitivo que concede materialidad y sustancia a las

normas de género. La repetición cómica de las normas las desnaturaliza y las

subvierte: “Al imitar el género, la drag manifiesta de forma implícita la estructura

imitativa del género en sí, así como su contingencia” (Butler, 2007, p. 269). De

cualquier modo, la filósofa alerta que no toda parodia es subversiva, dado que

puede ser simplemente una repetición convencional que solo reconstituye los

términos de la matriz hegemónica del género. Y subraya igualmente que el

contexto es determinante de la posibilidad de subversión, ya que el género es una

identidad tenuemente constituida en el tiempo.

3. Performatividad y Democracia Radical. Pensar una nueva política.

¿Con la desconstrucción del sujeto ‘mujer’, está el feminismo condenado al

fracaso de su acción política? ¿Para pensar en la práctica política, es necesario

concebir con antecedencia la existencia de un sujeto? Hemos visto en las páginas

antecedentes que con estas interrogantes se pone en tela de juicio la

categorización del feminismo como política identitaria.

Judith Butler defiende de forma explícita que desconstruir el sujeto no es

declarar su muerte. O, dicho de otra manera, con la desconstrucción de la

categoría ‘mujer’, la autora no está proponiendo el abandono de la categoría, sino

su resignificación. Ella está convencida de que la unidad no es necesaria para la

acción política efectiva y de que, en lugar de fragilizar la práctica política

feminista, la crítica al esencialismo y la defensa de la diferencia pueden contribuir

a su revigorización. Así lo expresa Judith Butler, por ejemplo, en la siguiente cita:

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“¿Es precisamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad

la causa de una división cada vez más amarga entre los grupos?

Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de

una coalición, justamente porque la ‘unidad’ de la categoría de las

mujeres ni se presupone ni se desea. (...) Sin la presuposición ni el

objetivo de ‘unidad’, que en ambos casos se crea en nivel conceptual,

pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones

especificas cuyos propósitos no son la organización de la

identidad” (2007, p. 69).

Para Butler, la idea de identidad de género tiene siempre un carácter

normatizador, porque implica que se construye algún tipo de unidad, y la

búsqueda de la unidad es en sí misma normatizadora y excluyente, reificando las

nociones de sexo y de género. Por eso, para la autora, la crítica de la política

identitaria y del fundamentalismo como política de exclusión es una cuestión

central para el feminismo y los demás movimientos sociales. Pero eso no

representa riesgos para la política de esos movimientos. Al revés, es su propia

posibilidad. Desde esa perspectiva, la política de identidad presenta límites para la

movilización política en la medida en que la tentativa de unificación acaba por

producir resistencias y formación de facciones en el interior del movimiento.

El objetivo de Butler es abrir caminos que puedan tornar vidas más viables,

más posibles de que sean vividas. Permitir un futuro incierto, abierto,

imprevisible, maleable, no cerrar definiciones, no delimitar el espacio en el cual se

reconoce la vida humana, mantener espacio para nuevas posibilidades. Su sistema

filosófico es políticamente comprometido con una concepción de ciudadanía

dinámica y revisable, marcada por constantes diálogos y negociaciones.

Siguiendo esa lógica, en vez de teorías que conciben el sujeto como

anterioridad, necesitamos teorías que se propongan pensar cómo el sujeto es

constituido y cómo las diferencias y jerarquías son construidas y legitimadas en

esas relaciones de poder. Como enuncia Butler,

“Podemos estar tentados a creer que asumir el sujeto por anticipado

es necesario para salvaguardar la agencia del sujeto. Pero afirmar que

el sujeto es constituido no es afirmar que es determinado: por el

contrario, el carácter constituido del sujeto es la precondición misma

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de su agencia. [...]¿Necesitamos asumir teóricamente desde el principio

un sujeto con agencia antes de que podamos articular los términos de

una tarea social y política significativa de transformación, resistencia y

democratización radical? Si no ofrecemos por anticipado la garantía

teórica de ese agente, ¿no estamos condenados a renunciar a la

transformación y a la práctica política con significado? Lo que yo

sugiero es que la agencia pertenece a una forma de pensar acerca de las

personas como actores instrumentales que confrontan un campo

político externo. [...] En un sentido, el modelo epistemológico que nos

ofrece un sujeto o agente previamente dado se recusa a reconocer que

la agencia es siempre y solamente una prerrogativa política. Como tal,

parece crucial cuestionar las condiciones de su posibilidad, no darla

por hecho como una garantía a priori” (2001, p. 27-28).

Así, aquello que es supuestamente representado como categoría apriorística

es realmente ‘producido’. Esa noción desestabiliza la base estable del género. Pero

no elimina categorías como ‘hombres’ y ‘mujeres’; por el contrario, las redefine.

¿Eso significa recrear la universalidad? A este respeto Butler señala lo siguiente:

“Puede parecer al principio que estoy simplemente abogando por una

más concreta y diversa “universalidad”, una noción de lo universal

más sintética e inclusiva y de esa manera comprometida con la propia

noción fundamental que estoy tratando de minar. Pero pienso que mi

tarea es significativamente diferente de la que articularía una

universalidad abarcadora. En primer lugar, tal noción totalizadora

podría lograrse sólo al precio de producir nuevas y más profundas

exclusiones. El término “universalidad” tendría que quedar

permanentemente abier to , permanentemente d isputado,

permanentemente contingente, para no dar por cerrados reclamos

futuros de inclusión por adelantado. De hecho, desde mi posición y

desde cualquier perspectiva históricamente restringida, cualquier

concepto totalizador de lo universal suprimirá en vez de autorizar los

reclamos no previstos ni previsibles que serán hechos bajo el signo de

lo “universal”. En este sentido, no estoy acabando con la categoría,

sino tratando de aliviar a la categoría de su peso fundamentalista para

convertirla en un sitio de disputa política permanente” (2001, p. 17-8).

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Si tomamos la identidad como performativamente construida, negar la

esencia de la identidad no implica negar la existencia de sujetos políticos y de

práctica política, pero sí redefinir su constitución. En ese aspecto, Judith Butler

defiende la política de coaliciones sin presupuestos fundacionalistas.

Por tanto, Butler distingue entre ‘política de identidad’ y ‘política de

coaliciones’, en lo cual se advierte una cercanía con las posiciones de Chantal

Mouffe. Mientras que la política de identidad implica la afirmación de una

unidad, la política de coalición se abre a la constitución de alianzas contingentes.

Aplicada al caso del feminismo, “la política de coalición no exige ni una categoría

ampliada de ‘mujeres’ ni una identidad internamente múltiple que describa su

complejidad de manera inmediata” (2007, p. 70). Y en otro texto posterior,

Butler incide sobre el mismo contraste y sobre la posibilidad de resignificar sus

términos:

“Yo argumentaría que cualquier esfuerzo por darle un contenido

universal o específico a la categoría de las mujeres, presumiendo que

esa garantía de solidaridad se requiera por anticipado, necesariamente

producirá faccionalización, y esa “identidad” como punto de partida

nunca se podrá sostener como la base solidificadora de un movimiento

político feminista. Las categorías de identidad no son nunca

meramente descriptivas, sino siempre normativas, y como tales son

excluyentes. Esto no quiere decir que el término “mujeres” no deba ser

utilizado, o que deberíamos anunciar la muerte de la categoría. Por el

contrario, si el feminismo presupone que “mujeres” designa un

indesignable campo de diferencias, que no puede ser totalizado o

resumido por una categoría descriptiva de identidad, entonces el

término mismo se convierte en un sitio de apertura y resignificabilidad

permanente” (2001, p. 32-34).

Chantal Mouffe considera que el rechazo del esencialismo y la inclusión de

las diferencias son puntos cruciales para la realización de un proyecto de

democracia plural y radical, realización que pasa a través de la desconstrucción

de las identidades esenciales. De acuerdo con esa interpretación, las luchas

políticas contemporáneas tienen sus conflictos y antagonismos marcados por

sujetos constituidos por un conjunto de posiciones. La identidad de ese sujeto

múltiple y contradictorio es construida discursivamente por varios componentes

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como sexo, raza, etnia, clase, edad y sexualidad. Los actores sociales son

portadores de diferentes posiciones de sujeto en situaciones diferentes en la

sociedad, lo cual impide que cualquiera de esas posiciones se torne en

completamente fija. Así, no es posible hablar de la categoría “mujer” ni en cuanto

sujeto universal ni en cuanto identidad esencial del feminismo. En estas

condiciones, el aspecto de la articulación es decisivo. Para la supervivencia del

movimiento feminista es fundamental que se ponga en práctica una política

articulatoria entre las distintas posiciones de sujeto, o expresiones de género

como prefiere Butler, que luchan por un significado particular de libertad e

igualdad (Mouffe, 1993).

Así pues, la crítica a la identidad esencial no conduce necesariamente al

rechazo absoluto de cualquier concepto de identidad. Dentro de esta

interpretación aún es posible, con las reservas y límites, retener nociones como

‘clase obrera’, ‘hombres’, ‘mujeres’, ‘negros’, u otros significantes que se refieren a

sujetos colectivos.

Al desarrollar el concepto de “democracia radical”, Chantal Mouffe, ofrece

una contribución específica para nuestra aclaración de las posiciones de Butler.

Mouffe hace una distinción entre “la política” y “lo político”. En la primera

expresión se hace referencia al mundo de la política entendido como la

organización institucional del Estado y de las instituciones representativas, como

partidos políticos, sindicatos, iglesias, asociaciones de clase, y otras más. La

segunda expresión refiere, en cambio, a una comprensión teórica según la cual la

sociedad estaría pulverizada por una diversidad de situaciones de conflicto y de

relaciones de opresión, donde se evidencia la lucha por la igualdad y libertad en

determinados espacios de lo social, en una clara indicación de que el proyecto

político moderno elaborado por el liberalismo no completa en el propósito de

extender, a todos y a todas, tales beneficios.

Al reconocer la naturaleza necesariamente diversificada de las relaciones

sociales, y en ellas las condiciones para el surgimiento de conflictos en

determinados emplazamientos de lo social, Mouffe establece las bases para la

defensa de una teoría política opuesta a la perspectiva liberal. Frente a la

entronización liberal del acuerdo, el “pluralismo agonista” de Mouffe sostiene la

importancia del disenso en una sociedad democrática. La naturaleza radical de la

democracia estaría, por tanto, en la imposibilidad de erradicación del

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antagonismo. Algo muy próximo del pensamiento de Butler. Mouffe distingue

igualmente entre su posición y lo que ella define como “pluralismo extremo”,

entendido como la valorización de todas las diferencias y sobre el cual expresa

abiertamente sus reservas debido de nuevo a su aspiración de una democracia

radical: “A pesar de su pretensión ser más democrática, considero que esa

perspectiva [de pluralismo extremo] nos impide reconocer el modo en que ciertas

diferencias se construyen como relaciones de subordinación y, en consecuencia,

deberían ser cuestionadas por una política democrática radical” (2003, p. 37).

A mi modo de ver, Judith Butler y Chantal Mouffe comparten la idea de que

las respuestas a los problemas acerca del encaje entre igualdad y diferencia, del

rechazo al esencialismo y a las normatizaciones, están en la manutención de los

conflictos. Para ambas, la articulación feminista en el campo político, si se

pretende democrática y no esencializada debe, diferentemente de los abordajes

funcionalistas y positivistas así como de algunos abordajes liberales, desarrollar

una noción operativa del conflicto.

Rechazar los esquemas dicotómicos de pensamiento, no ocultar las

diferencias internas de cada categoría, pensar en términos de pluralidades y

diversidades y rechazar los abordajes esencialistas son temas en los que las dos

autoras están plenamente de acuerdo. El camino para una democracia radical

pasa por una crítica deconstructiva de la identidad y por la (de)construcción

performativa de los sujetos. En este sentido los planteamientos de Butler y Mouffe

representan la tentativa de una refundación de la democracia.

4. Consideraciones finales.

El punto común entre esas dos pensadoras es la necesidad de romper el

esquema heredado de las tradiciones filosóficas occidentales que se basan en

modelos dicotómicos de pensamiento, y así desconstruir el pensamiento binario.

Vimos que las autoras parten de la constatación de que el discurso

humanista, y de los demás ismos, que han caracterizado a la teoría moderna,

juntamente con sus nociones de sujeto e identidad intrínsecamente esencialistas,

fundacionalistas y universalistas, tienden a ocultar las especificidades de los

diferentes ‘sujetos’ que ocupan otras fronteras políticas fuera de aquellas con que

se atrinchera el hombre blanco, heterosexual y propietario.

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Esas críticas ponen en evidencia el hecho de que la noción de sujeto está

marcada por particularidades que se pretenden universales y, en la medida en que

pretenden universalizar las especificidades de un sujeto particular, acaban por

crear una categoría normativa y opresora, para utilizar la definición de Judith

Butler.

Al desconstruir la identidad como categoría sustancial, estas autoras

instauran como política los términos mismos con los que se estructura la

identidad. A través de esta cuestionan el marco fundacionalista en que se ha

organizado el feminismo como política de identidad. Como hemos comentado en

este trabajo, de las tesis de Butler se desprende que la división de los cuerpos entre

masculinos y femeninos es una interpretación política de esos cuerpos y que el

sexo ha de ser comprendido como una categoría normativa, y no simplemente

descriptiva, que produce, circunscribe y regula los cuerpos al posibilitar o

imposibilitar determinadas identificaciones que, a su vez, producen cuerpos

sexuados culturalmente inteligibles. En ese sentido, estamos de acuerdo con

Soley-Beltran en que “todo el trabajo de Butler y su teoría del género se pueden

considerar una estrategia [política] subversiva, puesto que tratan de ‘des-

ontologizar’ la categoría del sexo colapsando retóricamente la distinción sexo/

género” (Soley-Beltran, 2009, p. 65).

Vimos con Butler que el poder que tiene el discurso para realizar aquello

que nombra está relacionado con la performatividad y, en consecuencia, la

convierte en un ámbito donde el poder actúa como discurso. La misma

reiteración normativa que garantiza la eficacia de los actos performativos que

refuerzan las identidades existentes puede significar también la posibilidad de

interrupción de las identidades hegemónicas. La repetición puede ser

interrumpida, cuestionada y contestada. En esa interrupción residen las

posibilidades de instauración de identidades que no representen simplemente la

reproducción de las relaciones de poder existentes. Es esa posibilidad de

interrumpir el proceso de citacionalidad que torna posible pensar en la

producción de nuevas y renovadas identidades, que permitan una nueva acción

democrática. Butler está preocupada en entender como la vida humana obtiene su

legitimidad social, ya que toda la legitimidad es siempre socialmente dada;

entender como la vida se delimita, e que ese proceso de delimitación deja fuera e

debe dejar para que la delimitación ocurra, y cómo es posible alterar eses límites,

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explorar su permeabilidad. Esa es la política de Butler. Una política que como

refiere Mouffe, no requiere de una teoría de la verdad y de nociones de validez

universal, sino más bien de una variedad de prácticas y movimientos pragmáticos

destinados a persuadir a la gente de que amplíe el espectro de su compromiso con

los demás, de que construya una comunidad más inclusiva, que pueda suprimir

los vacíos representativos ampliando el campo de la institución política y, como

había dicho antes, creando un espacio para la refundación de la democracia. ❚

Bibliografía

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______ (2002a), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del ‘sexo’. Paidós, Barcelona.

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La herencia ética y estética de Simone de BeauvoirSusana Carro Fernández

Schopenhauer, filósofo de la misantropía y la identidad femenina, afirmó

«Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundo desde todos los puntos de

vista, hecho para que esté a un lado y en un segundo término» (Schopenhauer,

1961: 378).

El argumento del «sexo segundo» utilizado por Schopenhauer en 1851

debía ser contestado por una mujer y así sucede cuando, en 1949, Simone de

Beauvoir convierte la voz «segundo sexo» en el título de la obra canónica del

feminismo. «No se nace mujer, se llega a serlo» (Beauvoir, 1987 II: 13); no hay

naturaleza que se constituya como destino, sino sólo costumbres que, desde la

infancia, moldean los roles de género y la jerarquía sexual. La sociedad, continúa

Beauvoir, no define a las mujeres por sí mismas, sino como lo Otro del varón, la

alteridad frente a lo esencial y absoluto. Mientras el hombre tiene el privilegio del

acceso al ámbito público y puede afirmarse a través de los proyectos que en él

desarrolla, la mujer «está encerrada en la comunidad conyugal», el hogar es el

lugar donde su ser acontece, donde su vida cobra sentido y desde donde es

definida. Desde esta perspectiva, el hogar adquiere un sentido cuasi ontológico: la

mujer como «ser-en-su-casa» (Molina Petit, 1994: 135) frente al «ser-en-el-

mundo» heideggeriano.

Tal es la situación que la sociedad patriarcal crea para las mujeres; una

situación que impide el ejercicio pleno de su trascendencia en la vida pública y la

relega a la inmanencia. Situación infligida, impuesta y, por tanto, dirá Beauvoir,

de opresión. Alguien que vivió de cerca la experiencia de tal situación escribía en

su diario: «Siento mi casa como una trampa» (Bourgeois en Museo Nacional

Centro de Arte Reina Sofía, 1999: 42). Las declaraciones pertenecen a la artista

francesa Louise Bourgeois (nacida en 1911), contemporánea de Beauvoir a quien

la sociedad de su tiempo no le concede realizarse a través de un proyecto de vida

que trascienda los límites del hogar. En busca de alguna estrategia para escapar

de tal situación, Bourgeois escribe: «Ojalá pudiera hacer mi privacidad más

pública y al hacerlo perderla» (Bourgeois en Museo Nacional Centro de Arte

Reina Sofía, 1999: 47). Con este propósito en mente a mediados de la década de

los cuarenta Bourgeois inicia la serie de las Femme Maison.

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En las Femme Maison la casa es una metáfora de la existencia de la propia

artista, el reflejo de una vida definida por el ámbito doméstico. En los cuatro

dibujos que componen la serie, el cuerpo de la mujer brota a partir del edificio y,

allí donde debería residir el intelecto, no hay más que estructura arquitectónica.

Aunque no hay rostros que comuniquen emociones en el primer dibujo de la

serie185, sí hay un gesto: un pequeño brazo levantado. A juicio de ciertos críticos

el brazo miniaturizado practicaba un saludo cordial, manifestando así la felicidad

de quien acepta «la identificación “natural” entre mujer y hogar» (Chadwick,

1992: 303). Sin embargo, esta lectura no se corresponde con las declaraciones que

posteriormente haría la propia autora: «Las pequeñas manos que surgen de la

estructura están pidiendo ayuda a gritos: “¡Por favor, no me olvide. Venga a

buscarme. Estoy herida!”» (Bourgeois en Museo Nacional Centro de Arte Reina

Sofía, 1999: 42).

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185 Véase figura 1: Femme Maison. Tinta sobre lienzo, 1946-47.

Figura 1.

153

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Pero la Femme Maison no sólo invoca ayuda, sino que representa también

una solución: destruye lo privado al hacerlo público. Exponer los hechos a la luz

pública significa colocarlos bajo la lupa de la razón y lo que ésta desvela son

prejuicios de género sustentados sobre mitos. Los hechos y los mitos es

precisamente el título del primer volumen de El segundo sexo donde Beauvoir nos

desvela cómo los mitos de la feminidad convierten a las mujeres en seres definidos

por el hombre.

«A lo largo de la historia las mujeres se han visto a sí mismas como madres,

esposas, mujeres fatales, ídolos de belleza, brujas pérfidas, vírgenes o sumisas

sirvientas» (Beauvoir, 1987 I: 67); es decir, la sociedad ha atribuido a las mujeres

un número determinado de papeles, máscaras y disfraces que se ven obligadas a representar si quieren ser aceptadas. Por tanto, el hombre no busca en la mujer un

igual, sino una idea, y la condena a participar en un sueño que ella no ha

construido. Cuando las mujeres sueñan lo hacen a través del sueño de los

hombres.

A través de la deconstrucción de los mitos de la feminidad, Beauvoir dejará

sus huellas más inmediatas en la periodista americana Betty Friedan quien retoma

este tema en La mística de la feminidad (1963). Esta obra, a medio camino entre

el ensayo y la novela autobiográfica, denuncia cómo la sociedad impone a la

mujer un código de conducta que pasa necesariamente por el matrimonio, la

maternidad y el trabajo en el hogar. Heterodesignación cuyo efecto queda

perfectamente descrito en la siguiente declaración: «Soy la que sirve la comida; la

que viste a los niños y hace las camas; alguien a quien puede llamarse cuando se

desea algo. Pero, ¿quién soy yo realmente?» (Friedan, 1974: 43).

Ni la comunidad científica ni la sociedad en general están dispuestas a

catalogar esta situación como problemática y qué mejor solución para ignorar un

problema que no otorgarle nombre alguno. Friedan será la encargada de

denunciar el problema que no tiene nombre y lo hace nombrándolo: represión de

la identidad. En enero de 1964 la artista alemana Eva Hesse escribe en su diario:

“No puedo ser tantas cosas a la vez: mujer, hermosa, artista, esposa,

ama de casa, cocinera, señora de la compra, todas esas cosas. Ni

siquiera puedo ser yo misma ni saber quién soy. He de hallar algo

claro, estable y en paz dentro de mí”

(Hesse, citado en Bochner et al. 1993: 166).

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Entre 1967 y 1972 la artista neoyorquina Martha Rosler (nacida en 1945)

elabora una serie de fotomontajes y, en uno de ellos,186 contemplamos a una

joven e impecable ama de casa que, equipada con los más sofisticados

electrodomésticos, parece realizada en el ejercicio de «sus labores», una guerra

personal contra el polvo y la suciedad. El fotomontaje representa, sin duda, la

«perfecta ama de casa» entregada a la tarea de convertir el hogar en un santuario

de paz, tranquilidad y orden para el esposo.

Pero cuando la sociedad americana estaba convencida de que el sueño del

hombre se había encarnado en este arquetipo de lo femenino, se produce una

distorsión: la joven esposa, en su afán de limpieza, aparta una cortina y descubre,

al otro lado de la ventana, dos soldados en una trinchera. En otro de los

fotomontajes de Bringing the War Home: House Beautiful, la vidriera del

sofisticado salón se abre al campo de batalla, mientras que, en un tercer

fotomontaje, las escaleras del lujoso apartamento son transitadas por una mujer

vietnamita con un niño mutilado en brazos.

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186 Figura 2: Bringing the War Home: House Beautiful. Serie de veinte fotomontajes, 1967-1972.

Figura 2.

155

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Aunque Rosler nos está hablando sobre el modo en que los medios de

comunicación importan imágenes de muerte a los hogares norteamericanos,

tampoco hemos de olvidar que en su obra subyace una crítica a la psicopatología

de lo cotidiano (Eiblmayr, en C. de Zegher, 1999: 158). Entonces, la noción de

«la guerra exterior, la guerra en casa», podría leerse también como una crítica al

hogar en tanto que espacio de alto potencial de violencia (tema que la autora

retomará en Semiotics of the Kitchen). Es evidente que Rosler pretende exponer la

distorsión de la realidad cotidiana: el hogar como plácida burbuja en medio de la

violencia, el ama de casa que ha de sentirse realizada a través de una actividad

que no le permite la afirmación singular, el ámbito doméstico como lugar de

reclusión y la perfección de la mística de la feminidad... En definitiva, paradoja,

error visual, contraste, desplazamiento repentino hacia una realidad desfigurada.

Tal vez el hogar «ideal» quedó allí donde había nacido, en las mentes de los

soldados durante la batalla.

Friedan consideraba que la mística de la feminidad constituía un problema

de desigualdad y, como tal, sería superable a través de reformas que permitieran

conciliar las tareas de ama de casa con el mercado laboral. En este punto se

distancia de Beauvoir quien calificaba de opresión la situación de la mujer en la

sociedad. El punto de fractura entre Beauvoir y Friedan es también el nexo de

unión entre la feminista francesa y el feminismo radical. Kate Millett reconoce la

impronta que sobre ella ejerce Simone de Beauvoir y decide hallar las causas de la

situación de opresión descrita por la filósofa francesa. La respuesta de Millett

apuntará hacia la política sexual del patriarcado, es decir, hacia el entramado

ideológico, económico, social y psicológico destinado a conseguir la sujeción de

las mujeres. Precisamente la expresión Política sexual es la que da título a la obra

que Kate Millett publica en agosto de 1970. Dicha obra supuso toda una

revolución en la teoría política feminista; convulsión que quedó sintetizada bajo

el eslogan «lo personal es político» y cuyo calado fue de tal magnitud que sus

consecuencias resonaron incluso en el ámbito artístico.

Efectivamente, a partir de este momento el llamado arte feminista da un

nuevo paso: expresa públicamente el mundo de vida doméstico para así desvelar

una situación de opresión encubierta por la ideología patriarcal. El mejor

exponente de esta simbiosis entre arte y feminismo es, sin duda, la Womanhouse.

Surgida como proyecto dentro del programa educativo de arte feminista

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impartido por Judy Chicago y Miriam Schapiro en la Universidad de California

en Valencia (Los Ángeles, -CalArts-), consistió en intervenir en una casa

pendiente de derribo. Del 30 de enero al 28 de febrero de 1972, las alumnas del

programa convirtieron cada habitación en un espacio artístico público con el que

revelar y sancionar la realidad de la mujer en el hogar. Bridal Staircase187 (Kathy

Huberland), Nurturant Kitchen (Hodgetts, Weltsch y Frazier), Menstruation

Bathroom188 (Judy Chicago), Linen Closet189 (Sandy Orgel) o Waiting (Wilding)

son algunos de los reveladores títulos de las instalaciones de la Womanhouse. Los

ambientes atestados de imágenes y objetos no evocan una casa real, sino un

simulacro, una interpretación hiperbólica y mordaz del hogar como espacio

donde acontece el ser de la mujer.

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187 Figura 3: Bridal Staircase. Instalación de Kathy Huberland, 1972.188 Figura 4: Menstruation Bathroom. Instalación de Judy Chicago, 1972.189 Figura 5: Linen Closet. Instalación de Sandy Orgel, 1972.

Figu

ra 3

.

Figu

ra 4

.

157

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Pero la influencia del feminismo radical no se traduce sólo en la crítica

teórica al ámbito de lo privado, sino en la conquista de los espacios públicos. Los

grupos de autoconciencia en torno a los que se organizan las asociaciones

radicales son los primeros espacios a disposición de las mujeres, experiencia que

animará a la conquista de espacios mayores y más notorios. Es así como se

multiplicarán las agrupaciones, asociaciones políticas, sociedades culturales, foros

y congresos, a la par que se toman también las calles, el espacio público por

excelencia. Las mujeres artistas constituyen una manifestación particularmente

evidente de esta colonización de lo público: primero se multiplicarán sus

asociaciones y los espacios destinados al arte hecho por mujeres, para después

pasar a reivindicar como propios los lugares tradicionalmente asignados al arte

masculino. Durante la Conferencia de Mujeres Artistas de la Costa Oeste

celebrada en la Womanhouse en enero de 1972, Miriam Schapiro animó a las

artistas a «salir de nuestros talleres-comedores, de nuestros estudios-mesa de

cocina» para buscar su lugar en el mundo más amplio del arte (Wilding en

Broude y Garrad, 1994: 35).La «habitación propia» reivindicada por Virginia

Woolf permanece, medio siglo después, como premisa indispensable para la

conquista de los espacios públicos.

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Figura 5.

158

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La conquista del espacio llama también a la conquista del tiempo por

antonomasia: la Historia. Si ya en 1929 Virginia Woolf nos hablaba de un

espacio propio como premisa indispensable para lograr la paridad en la creación

artística, en 1949 Simone de Beauvoir reflexiona sobre la necesidad de una

historia para las mujeres, unos referentes, unos modelos que confirmen que es

posible una vida propia. Las artistas, apoyadas por críticas, sociólogas e

historiadoras rastrearán una genealogía de mujeres que constituyan el referente

pasado para la acción emancipadora en el presente. The Dinner Party,190

instalación realizada por Judy Chicago y un amplio número de colaboradoras

entre los años 1974-1979, es el caso paradigmático de las nuevas inquietudes.

Con esta instalación Judy Chicago pretende recuperar a aquellas mujeres que

«han sido dejadas fuera de la Historia» (Stein, en Broude y Garrard, 1994: 227) y

para ello las congrega en torno a un monumental banquete. La ceremonia se

organiza en torno a un tablero equilátero de casi quince metros de lado.

Alrededor de la mesa figuraban 39 asientos reservados a distintos personajes

femeninos, tanto reales (Georgia O’Keeffe, la reina egipcia Hatshepsut, Cristine

de Pisan o la emperatriz bizantina Teodora) como mitológicos (Ishtar, Isis,

Artemis, la Diosa Madre). En cada puesto de la mesa había una composición

formada por manteles bordados, cálices, servilletas, paños y platos de cerámica en

los que las invitadas eran encarnadas por una mariposa-vagina abstracta. El resto

de las convocadas a esta ceremonia de la Historia estaban representadas en el piso

de azulejos pulidos que Chicago denominó The Heritage Floor y donde aparecían

inscritos en letras doradas un total de 999 nombres. No comparto la opinión de

aquellos críticos que confieren a The Dinner Party un valor puramente

anecdótico, pues considero que, al convertirse en eco de la lucha por un espacio

público y un reconocimiento histórico, la instalación articula los mayores ataques

contra el modernismo estético: el recelo hacia cualquier hegemonía de la forma, el

compromiso con el contenido político, la plena aceptación de las artes

consideradas «menores» (la artesanía, el vídeo, el arte escénico), la crítica del

culto al genio, el uso de nuevos materiales o el desarrollo de los trabajos en

colaboración.

Pero la influencia de Simone de Beauvoir no sólo se puede encontrar en el

feminismo de la igualdad y en el arte feminista de los setenta, sino que a través de

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190 Figura 6: The Dinner Party. Instalación dirigida por Judy Chicago y realizada en colaboración con otras artistas (1974-1979).

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la conceptualización de lo Otro, llega también a las herederas del discurso de la

excelencia y sus ramificaciones estéticas. Ahora bien, será esta una influencia por

inversión: si para Beauvoir lo Otro es el reducto en el que el pensamiento

occidental confina y silencia a la mujer (sombra frente a luz, intuición frente a

reflexión, naturaleza en lugar de cultura, pasión frente a razón...), para las

feministas de la diferencia lo Otro es el lugar sobre el que construir la subversión,

recuperar la identidad femenina, explorar lo extraño, lo ajeno a lo Mismo. Desde

la alteridad, dirá Hélène Cixous, surgirán otras escrituras, otras formas de leer y

de nombrar (Cixous, 1995: 101) pues la mujer, al escribir, retorna al reino de lo

imaginario, lo poético e indiferenciado. Lo Otro se convierte así en el lugar para

una estética a la búsqueda de un tiempo anterior al nombrar, a la sintaxis, al

orden simbólico, a la superación del tejido gramatical.

En la misma línea de feminismo de la diferencia, Luce Irigaray identificará el

cuerpo femenino con el lugar desde el que la mujer recuperará su lenguaje

siempre censurado: parler femme. Interrogar al cuerpo sobre la identidad

femenina es una estrategia que se traslada a las artes plásticas de la mano de

Carol Schneeman. En la performance Rollo Interior (Interior Scroll) (1975)

Schneemann se va quitando poco las vendas que oprimen su cuerpo hasta quedar

desnuda sobre una plataforma. A continuación, va desenrollando de su vagina un

rollo hecho de papeles prensados y, asumiendo una serie de poses torpes y

acrobáticas, Schneemann irá leyendo el texto en voz alta. Dicho «rollo interior»

contiene la proclamación de un tiempo más allá del control patriarcal y misógino

del cuerpo de la mujer. Recordando a Cixous, el cuerpo de la mujer es ya un

texto y la escritura sería «el cuerpo articulado al máximo». Esta actitud de

escribir de y por el cuerpo es la que retoma también la artista cubana Ana

Mendieta en las action paintings tituladas Body Tracks (1974): tras cubrir sus

manos y brazos con sangre los aplicaba sobre la pared hasta escribir «Ella

consiguió amor».

Tras la publicación de Para una moral de la ambigüedad (1947) Beauvoir

decía sentir «la necesidad de escribir en la punta de los dedos y el sabor de las

palabras en la boca» (Beauvoir 196Ib: 135-136), pero dudaba pues no sabía qué

emprender. El resultado de tal vacilación fue El segundo sexo una lúcida mirada

que desveló cuál era la situación de la mujer en la sociedad y los mitos que

perpetuaban su opresión. Beauvoir trasladó a sus herederas el ejercicio de la

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sospecha y esta mirada crítica se bifurca en dos tendencias: crítica a la razón

patriarcal (feminismo radical) y crítica al logocentrismo (feminismo de la

diferencia). En ambos casos se revela la falsa neutralidad del sujeto y la razón

trasladándose dicha denuncia al ámbito de la representación. La consecuencia del

cruce entre arte y feminismo será el ataque directo al modernismo estético: se

rechaza el imperativo formalista de Greenberg, se impone el contenido de la obra

como denuncia política, la reflexión autobiográfica triunfa, se pone en cuestión la

categoría de genio, son recuperadas las artistas olvidadas por la Historia, la

performance se convierte en técnica para la representación, se investiga con

materiales tradicionalmente desestimados... Y en el vértice de la convulsión que

sacudió los cimientos éticos y estéticos encontramos a Simone de Beauvoir, una

autora que quiso comunicar lo que había de original en su experiencia, «arrancar

al tiempo y a la nada el esplendor de la vida» (Beauvoir, 1961 I: 19). ❚

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