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Por una estética de la naturaleza: la belleza natural como argumento ecologista MARTA TAFALLA Universidad Autónoma de Barcelona RESUMEN. En este artículo defiendo la tesis de que la estética de la naturaleza puede ofrecer a la ética de la naturaleza uno de los mejores argumentos gistas. Creo que el valor estético de la naturaleza, tradicionalmente olvidado por la filosofía, puede revitalizar las dis- cusiones que tienen lugar en la ética de la naturaleza, y permite enfocar de un modo nuevo la cuestión de si la natura- leza posee un valor intrínseco o un valor instrumental. 1. LA EXPANSiÓN DEL CÍRCULO DE LA MORAL Aunque ya no cabe la menor duda de que la catástrofe ecológica que estamos provo- cando, y que no nos hace desmerecedores de la controvertida metáfora del cáncer, se ha convertido en la mayor crisis que ha tenido que afrontar la humanidad a lo lar- go de su historia y, a pesar de que no exis- te tarea más urgente que encontrar solu- ciones prácticas para cada uno de los diversos factores implicados en la drástica pérdida de biodiversidad o en la contami- nación y el consecuente calentamiento del planeta, sin embargo, todavía somos inca- ISEGORfAl32 (2005) pp. 215-226 ABStRACT. In this paper, I defend the thesis !hat aesthetics of nature can offer to the ethics of nature one of the best ecological arguments. I believe that !he aesthetic value of nature, which was tra- ditionally neglected by philosophy, can revitalize the discussions which take place in the ethics of nature, and allows to approach in a new way the question if nature has an intrinsic or an instrumen- tal value. paces de ofrecer una sólida respuesta uná- nime a la pregunta teórica de fondo: ¿ exis- te una buena razón o buenas razones para proteger la naturaleza? El consenso que hemos alcanzado en la conciencia de la crisis, se desvanece en cuanto nos plantea- mos los interrogantes filosóficos. Y es que cuestiones del tipo: ¿tenemos los seres humanos obligaciones morales respecto a los bosques y los océanos? o ¿por qué es un mal la extinción del lince ibérico o la deforestación del Amazonas? o simple- mente ¿por qué no debemos destruir la naturaleza?, no son preguntas que se ago- ten en sí mismas o en los problemas ticos a los que se refieren, sino que nos 215

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Page 1: Por una estética de la naturaleza: la belleza natural como ... · uno de los mejores argumentos ecolo~ gistas. Creo que el valor estético de la ... instrumental. 1. LA EXPANSiÓN

Por una estética de la naturaleza:la belleza natural como argumento ecologista

MARTA TAFALLAUniversidad Autónoma de Barcelona

RESUMEN. En este artículo defiendo latesis de que la estética de la naturalezapuede ofrecer a la ética de la naturalezauno de los mejores argumentos ecolo~

gistas. Creo que el valor estético de lanaturaleza, tradicionalmente olvidadopor la filosofía, puede revitalizar las dis­cusiones que tienen lugar en la ética dela naturaleza, y permite enfocar de unmodo nuevo la cuestión de si la natura­leza posee un valor intrínseco o un valorinstrumental.

1. LA EXPANSiÓN DEL CÍRCULODE LA MORAL

Aunque ya no cabe la menor duda de quela catástrofe ecológica que estamos provo­cando, y que no nos hace desmerecedoresde la controvertida metáfora del cáncer, seha convertido en la mayor crisis que hatenido que afrontar la humanidad a lo lar­go de su historia y, a pesar de que no exis­te tarea más urgente que encontrar solu­ciones prácticas para cada uno de losdiversos factores implicados en la drásticapérdida de biodiversidad o en la contami­nación y el consecuente calentamiento delplaneta, sin embargo, todavía somos inca-

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ABStRACT. In this paper, I defend thethesis !hat aesthetics of nature can offerto the ethics of nature one of the bestecological arguments. I believe that !heaesthetic value of nature, which was tra­ditionally neglected by philosophy, canrevitalize the discussions which takeplace in the ethics of nature, and allowsto approach in a new way the question ifnature has an intrinsic or an instrumen­tal value.

paces de ofrecer una sólida respuesta uná­nime a la pregunta teórica de fondo: ¿exis­te una buena razón o buenas razones paraproteger la naturaleza? El consenso quehemos alcanzado en la conciencia de lacrisis, se desvanece en cuanto nos plantea­mos los interrogantes filosóficos. Y es quecuestiones del tipo: ¿tenemos los sereshumanos obligaciones morales respecto alos bosques y los océanos? o ¿por qué esun mal la extinción del lince ibérico o ladeforestación del Amazonas? o simple­mente ¿por qué no debemos destruir lanaturaleza?, no son preguntas que se ago­ten en sí mismas o en los problemas prác~

ticos a los que se refieren, sino que nos

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conducen inevitablemente a algunas de lasmás decisivas y difíciles preguntas filosó­ficas, a cuestionamos la naturaleza y el al­cance de la moral, a definir cuál es el lugardel ser humano dentro del reino de la vida,o a decidir, a fin de cuentas, cómo quere­mos viviry convivir en este planeta.

Extender el círculo de la moral másallá de la especie humana parece ahorauna necesidad, y, sin embargo, ¿hasta dón­de debemos ampliarlo? Si examinamosbrevemente el proceso por el cual la moralintenta trascender la especie humana,podemos distinguir en él dos fases diferen~

ciadas. En la primera, que resulta todavíarelativamente sencilla en comparación conla segunda, la moral se extiende para abra­zar a los animales, y en especial, a aque­llos a los que los seres humanos hemos in­tegrado en nuestra forma de vida, ya seaporque los hemos adoptado como anima­les de compañía, o bien porque los utiliza~

mas como instrumentos en la producciónde alimentos, la experimentación o elentretenimiento. En este caso, extender elcírculo de la moral es una consecuenciarazonable de una convivencia secular. Ylos intentos de esa extensión son parellaigualmente seculares. Si el budismo ofre­ció en Oriente una moral de compasiónhacia los animales, en Occidente estacuestión se remonta a diversos filósofosgriegos y romanos que fueron ya defenso­res del vegetarianismo, como Pitágoras deSamas, Plutarco de Queronea o Porfirio deTiro; y de Plutarco sabemos también quese opuso públicamente a los cruentosespectáculos con animales del circo roma­no. Y aunque el cristianismo predominan­te en la filosofía medieval silenció esasvoces, sus demandas no tardaron en reapa­reCer en las voces de la Ilustración. Auto­res como Hume, Bentham, Rousseau, Vol­taire, Leibniz o Kant, no sólo coincidieronen su defensa de las libertades humanas ysu lucha por sociedades más justas, sinotambién en reclamar un trato más humanopara con los animales.

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Lo que permite realizar esa primerafase de la expansión sin demasiados pro­blemas teóricos, es que no necesitamoscambiar de lenguaje; la mayoría de con­ceptos básicos con los que hemos cons­truido teorías morales para los seres huma­nos, pueden seguir siendo utilizadoscuando extendemos la moral a nuestrarelación con los animales. Esto es así por­que, en primer lugar, los animales sonseres individuales. Ese chimpancé quehemos visto en el zoo, el perro que encon­tramos extraviado en la carretera, aquelelefante que actúa en el circo, la ballenavarada en la playa, el cerdo que muere enel matadero, son seres a los que podemosdar un nombre (y algunos responden a él),que tienen una historia que podría sernarrada (yen algunos casos así se ha he­cho), que poseen personalidad, sentimien­tos e inteligencia, aunque en diferente gra­do, y con lasque podemos relacionarnos.Yen segundo lugar, porque son Seres a losque podemos causar sufrimiento físico ypsíquico, y en cuya conducta podemos re­conocer ese sufrimiento; por lo que eldolor en sus diversos tipos funciona comoun indicador básico (aunque no siemprenecesario ni suficiente) para detectar cuán­do esas criaturas son tratadas de formainjusta. Así pues, emplear nuestro vocabu­lario moral tradicional y hablar de esclavi­tud, tortura, crueldad, maltrato, para refe­rimos a los animales, tiene pleno sentido.Hasta el punto de que, según diversos teó­ricos, la expansión del círculo de la morala los animales puede entenderse como lacontinuación de un proceso histórico porel que la humanidad ha ido superando, unatras otra, las ilusorias fronteras del racis­mo, el sexismo y finalmente el especismo.

Esta ampliación también puede expli­carse en otros términos: en los de expan­sión de la moral más allá de las relacionesrecíprocas. Desde hace unas décadas sonmuchos y de diversas procedencias teóri­cas los pensadores que trabajan en territo­rios de la moral antes considerados limí-

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trofes O marginales debido a esta ausenciade reciprocidad. Determinar qué deberesmorales tenemos hacia aquellos sereshumanos que no pueden reconocer ni asu­mir deberes hacia nosotros, ya sea porqueson enfermos en estado vegetativo, o por"que padecen graves carencias psíquicas,nos obliga a formular teorías morales queno pueden basarse en contratos ni diálo­gos, en los que no podemos confiar en quelos otros nos traten como los tratemos, yni siquiera esperar el mero reconocimientosi los tratamos con justicia. Aún más, losmovimientos que reclaman justicia paravíctimas que ya han fallecido, o que rei­vindican los derechos de las generacionesfuturas, extienden la moral no sólo másallá de la reciprocidad, sustituyendo eldiálogo por la memoria o por la imagina­ción, sino incluso, en el segundo caso,para exigirnos deberes morales hacia seresque ni siquiera sabemos si existirán. Nues­tra relación con los animales es sólo unomás de los diversos ámbitos en los que lamoral se expande trascendiendo la reci­procidad. y en todos estos casos, sabemosque existe una sencilla razón por la cual lamoral no puede detenerse allí donde la re­ciprocidad deja de ser posible: porqueaquellos seres (humanos o no, vivos o no)que no son capaces de comportarse moral­mente, que no son propiamente agentesmorales, son aquellos que más fácilmenteacaban siendo víctimas de injusticias.Simplemente porque el no ser agentes mo­rales no sólo significa que no pueden com­portarse con justicia hacia los demás; sig­nifica asimismo que no pueden exigirlapara sí, que no son capaces de defenderseo denunciar cuando son maltratados.

De todos modos, si alguien sigue con­siderando que los animales no merecenconsideración moral porque ellos mismosno son agentes morales con los que poda­mos dialogar o firmar contratos, es conve­niente prestar atención al argumento quese está empleando. Si decimos que, porquenosotros somos agentes morales y los

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otros animales no lo son, entonces pode­mos maltratarlos impunemente, resultaque hemos convertido el hecho de seragentes morales en una justificación paramaltratar. ¿Dónde queda entonces la mo­ralidad del agente moral?

Por todas estas razones, argumentar afavor de un trato justo hacia los animaleses una cuestión relativamente sencilla, yla mayoría de teóricos se limitan a exten­der a las otras especies animales las mis­mas teorías morales que hemos elaboradopara la nuestra. Así, existen defensores delos animales que son utilitaristas, otrosque emplean una moral de la compasiónde raíz schopenhaueriana, los que buscanargumentos en Kant, o los que toman laidea de los derechos humanos y tratan deaplicarla como derechos de los animales l.

y subrayo esa relativa sencillez por con­traste, porque una vez intentamos avanzarun paso más, e iniciamos la segunda fasede la expansión del círculo de la moral, nosólo más allá de la especie humana, sinotambién del reino animal, dejamos atrástoda posibilidad de extender nuestras teo­rías morales tradicionales.

Cuando comenzamos a preocuparnospor la naturaleza en su conjunto, y anali­zamos problemas tales como la contami­nación del ártico o la destrucción de losfondos marinos, con el fin de intentaresclarecer cuáles son nuestras obligacio­nes morales al respecto, nuestro lenguajemoral tradicional comienza a fallarnos. ynos falla, en primer lugar, porque esosproblemas ya no pueden plantearse alnivel de seres individuales. Lo relevanteaquí son los sujetos colectivos: por unlado, las especies, y por otro, los ecosiste­mas. O incluso hay quien argumenta queel verdadero sujeto que merece considera­ción moral es la biosfera, puesto que todaslas formas de vida conforman una unidadque es inútil e ilusorio dividir en unidadesmenores, ya que los problemas de unaespecie o de un ecosistema tienden a aca­bar afectando a otros. Y en segundo lugar,

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porque si los conceptos de malo de injus­ticia todavía siguen siendo válidos parareferimos a las especies, los ecosistemas ola biosfera, entonces ya nada tienen quever con el dolor, sino con la pérdida debiodiversidad o con el desequilibrio.

y la complejidad no acaba aquí.Encontrar buenas razones para proteger lanaturaleza también incluye dar buenasrazones para preservar elementos naturalesque ni siquiera están vivos. Esas razonestambién deben ser capaces de explicar porqué no deberíamos destruir las estalactitasy estalagmitas que han tardado miles deaños en formarse en una gruta, o por quéno deberíamos destruir las rocas modela­das por el viento de la ciudad encantada deCuenca para construir bloques de aparta­mentos en su lugar. Destruirlas nos pareceun mal, pero ¿qué tipo de mal es ése?¿Puede una entidad inorgánica ser víctimade un mal? ¿Podemos ser injustos con unapiedra? ¿Por qué sería incorrecto convertirla luna en un vertedero, si ni está viva ni lahabita ningún ser vivo?

y no olvidemos, para añadir una últi­ma dosis de complejidad, que aunque asu­mamos algún tipo de deber moral hacia lanaturaleza, renunciamos de entrada y porrazones obvias a introducir la moral en elámbito de las relaciones entre el resto deseres vivos. Es decir, consideramos que esjusto preservar la naturaleza tal y como es,a pesar de que en ella las criaturas vivansometidas a unas leyes amorales que lasobligan a vivir vidas de crueldad y dedolor. Con lo cual asumimos la obligaciónmoral de preservar un reino de la vidaamoral y cruel. Yeso otorga un caráctertrágico a cualquier ética de la naturaleza,como ya nos enseñaron Schopenhauer oDarwin, o como en el fondo nos han ense­ñado desde hace siglos el budismo y eljudaísmo. Debemos tratar con justicia auna naturaleza que no será jamás un reinojusto para sus habitantes, por mucho queel Génesis se inicie con la añoranza de unprimigenio jardín del Edén donde la natu-

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raleza no incluía la violencia y los anima­les no se devoraban entre sí, o que Isaíaspredijera una naturaleza reconciliada encuyo seno el león pacerá con el cordero.

Dada toda esta serie de dificultades,¿qué buenas razones podemos encontrarpara proteger la naturaleza?

2. EN BUSCA DE BUENASRAZONES PARA PROTEGER

LA NATURALEZA

El debate filosófico en busca de esas razo"nes se ha dividido en dos grandes co­rrientes opuestas, que se subdividen a suvez en muchas otras 2. Sintetizado de ma­nera brevísima, la posición más sencilla ymás frecuente nos dice que la mejor razónpara proteger a la naturaleza somos noso­tros, mientras que la posición más minori­taria y difícil argumenta que la mejor ra­zón para proteger a la naturaleza radica enella misma.

La primera de estas posiciones concibeel valor de la naturaleza como un valor ins­trumental para un sujeto. La versión mayo­ritaria de esta posición afirma que ese suje­to somos nosotros mismos (lo cual puedeincluir a las generaciones futuras), y se de­nomina por ello antropocentrismo. En unaversión minoritaria, el sujeto son todos losanimales entendidos individualmente, yhablamos de zoocentrismo. En ambos casosla naturaleza es concebida como el hábitat,fuente de recursos, materiales, energías uobjeto de estudio, y la razón para protegerlaes, por tanto, una razón egoísta.

Los detractores de esta posición hanintentado superar sus limitaciones afir­mando que la naturaleza, lejos de reducir­se a un mero instrumento, posee un valorintrínseco, y es en realidad un fin en símisma. Esta posición, denominada biocen­trismo, no sólo expande el círculo de lamoral hasta abrazar toda la naturaleza,sino que expulsa al ser humano de su cen­tro y entrona en su lugar a la vida misma,

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con lo cual podría entenderse como el últi­mo y definitivo paso en el proceso de des­centramiento del ser humano en el ordende la realidad que se inició con Galileo yprosiguió con Darwin. Algunos de sus de­fensores denuncian la posición anteriorcomo ecología superficial y apuestan porel salto a una ecología profunda; y aunquehay algo de cierto en intentar superar así laegoísta perspectiva humana, más cierto esaún que en la prometida profundidad delas teorías biocentristas nos acechan peli­gros nada desdeñables.

En primer lugar, lo que se hace evi­dente con celeridad es que instaurar lavida como centro del círculo de la moralsignifica en realidad disolver la moral ysumirse en la amoralidad natural. Las teo­rías biocentristas identifican la vida o lonatural con lo bueno, y, en consecuencia,se precipitan en la falacia naturalista. Ade­más, algunas de ellas extraen la conclu­sión de que ciertas formas de violenciapueden ser justas, siempre que sean natu­rales (por ejemplo, la caza, y aquí hallamosuno de los puntos de enfrentamiento entreecologistas biocentristas y defensores delos animales). y en segundo lugar, unaamplia mayoría de biocentristas se decla"ran holistas, disolviendo al individuo en laespecie, en el ecosistema O simplementeen el todo de la naturaleza. Me parece ob­vio que conceder mayor peso a entidadessupraindividuales y amorales como losecosistemas o la biosfera que a los sereshumanos, es una vía segura para acabarperdiendo de nuevo los derechos y liberta­des que tanto tardamos en lograr. (Si po­nemos los intereses de la biosfera absolu­tamente por encima de los nuestros, elmayor interés de ésta es, sin duda alguna,que reduzcamos de inmediato nuestrapoblación en un 90 por 100.) En realidad,el biocentrismo no es exactamente unateoría moral. Tiende a suspender la moralpor renunciar a la perspectiva individual ypor sumisión a la amoralidad de la natura­leza, y se construye como una cosmovi-

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sión metafísica, religiosa o mística, algu­nas de cuyas versiones, demasiado inspira­das en Heidegger, se sitúan más bien a laultraderecha. Como advierte Tom Regan,en el holismo acecha el totalitarismo 3.

Así pues, si todo cuanto podemoshacer es escoger entre el egoísmo de fon­do del antropocentrismo, que es un límitepara formular razones sólidas de protec­ción de la naturaleza, y la suspensión de lamoral en el biocentrismo, más que antedos opciones, parece que nos encontremosante el cruce de dos callejones sin salida.

Tras afirmar la imposibilidad deencontrar razones morales para proteger lanaturaleza, y describir las dificultades paraformular razones éticas, concluye JürgenHabermas: «En algunos aspectos, las razo­nes estéticas son incluso de más peso quelas éticas. Pues en la experiencia estéticade la naturaleza, las cosas se retiran porasí decir a una inaccesible autonomía eintangibilidad, y sacan entonces a la luz suvulnerable integridad con tanta claridadque nos parecen inviolables por sí mismas,y no meramente como partes deseadas deuna forma de vida preferida» 4. ¿Es estotan sólo la excusa de un filósofo moralintentando pasarle a otra disciplina un pro­blema que él no sabe resolver? ¿O debe­ríamos tomarnos la idea en serio? J. BairdCallicott, un biocentrista de cuya preocu­pación ecologista no cabe duda, reconoceigualmente: «many more of our conserva­tion and preservation decisions have beenmotivated by beauty than by duty 5». ¿Po­dría ése ser realmente un camino? ¿Podríala estética abrimos un camino nuevo allídonde la colisión entre antropocentrismo ybiocentrismo nos dejan atrapados?

3. LA BELLEZA NATURALCOMO ARGUMENTO

Suspendamos por ahora la discusión sobresi la naturaleza posee un valor intrínseco oinstrumental. De lo que no nos cabe duda,

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es que posee un valor estético, pues estállena de seres vivos, entidades inorgánicasy paisajes que reconocemos como bellos.y que reconocemos esa belleza significaque nos deleitamos en su contemplación:que nos agrada contemplar flores de hibis­co de las que vienen a alimentarse los coli­bríes; que pasear por una playa desierta enuna mañana de invierno nos devuelve lacalma perdida en la ciudad; que contem­plar altas cumbres nevadas nos despiertasentimientos de admiración, humildad yrespeto. La belleza natural, en su infinidadde formas, incluso es capaz de provocamosuna sensación de libertad, de encontramoscon nosotros mismos; por ello a menudoescogemos parajes naturales para retirar­nos por unas horas a pensar, a tomar deci­siones o a recuperamos de un disgusto. Ymás allá de 10 que percibimos de formainmediata, si un microscopio nos invita apenetrar en lo minúsculo, o un telescopionos permite viajar con la mirada a lo máslejano, lo que descubrimos continúa siendobello. (De algunas de esas cosas diríamosincluso que, más que bellas, son sublimes,pero dada la brevedad de mi exposición,no puedo abordar aquí la cuestión de losublime natural.) Creo que la mayoría deseres humanos valoramos esas experien­cias, y que vemos privados de ellas nosparecería un mal. Así pues, ¿podría labelleza de la naturaleza alzarse como unabuena razón para protegerla?

En una primera impresión, podría pa"recer que mi argumento «debemos prote­ger la naturaleza porque está llena decosas bellas» en el fondo es equivalente a«debemos proteger la naturaleza porque alos seres humanos nos produce placer~~ y,por tanto, sería un argumento del mismotipo que «debemos proteger la naturalezaporque está llena de productos que podríanusarse en la industria farmacéutica». Y,sin embargo, ¿es el valor estético un valorinstrumental? Considerar que la naturalezatiene un valor estético, ¿implica reducirlaa un mero instrumento?

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Cuando yo digo que la mUSica deMahler, la pintura de Pollock O la literatu­ra de Marsé me proporcionan experienciasestéticas muy placenteras, nadie me res­ponde que estoy instrumentalizando esasobras de arte. En realidad, estoy haciendotodo lo contrario. La mirada estética inte­rrumpe el quehacer práctico, pone fin alreino de la razón instrumental y a nuestrasansias de dominio más egoístas sobre todocuanto existe. Por ello, en cuanto le re­conocemos a un objeto un valor estético,dejamos de verlo como un instrumento, de­jamos de usarlo como un medio para con­seguir nuestros fines, y en vez de eso, nosdetenemos para contemplarlo y admirarlo.Nuestra voluntad se detiene ante éL Lorespetamos. Ésa es una intuición que losfilósofos del arte llevan siglos intentandoconceptualizar, e incluso podría afirmarseque la historia de la estética ha sido la his­toria de intentar diferenciar la esfera de loestético de la esfera de la utilidad. Kant loformuló con la idea del desinterés. Scho­penhauer argumentó que la contemplaciónestética era capaz de suspender la ansiedadpermanente de la voluntad de vivir en sulucha por la supervivencia. Adorno busca­ba en la experiencia estética el fin de lavoluntad de dominio sobre todo cuantoexiste, y el lugar donde el ser humanopuede descubrir y aprender a valorar lo di­ferente de sí mismo.

Es cierto que el arte también nos per­mite realizar, además de experiencias esté­ticas, experiencias de aprendizaje moral,de protesta política o de muchos otros ti­pos. Pero lo importante aquí es que esaexperiencia estética es posible. Así pues,si la experiencia estética del arte nos per­mite tener con él una relación no instru­mental, la experiencia estética de la belle­za natural también debe permitimos teneruna relación no instrumental con la natura­leza. Mientras que normalmente tendemosa concebir y valorar la naturaleza comouna fuente de materias primas, energía,alimentos, productos farmacéuticos o

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como un objeto de estudio, la experienciaestética nos abre a otra forma de verla yvalorarla. Somos capaces de extraerla dela esfera de la utilidad y contemplarla talcomo lo hacemos con las obras de arte. Enesos momentos se detiene nuestra volun­tad de dominio, nuestra razón instrumentaly los cálculos de utilidad, y nos limitamosa admirarla y respetarla. Y es así como laexperiencia estética de la belleza naturalnos enseña a proteger la naturaleza. Aun­que la naturaleza sigue siendo una fuentede recursos que necesitamos para vivir,aprender a admirarla estéticamente nosenseñará a limitarnos, a poner límites ennuestro uso de la naturaleza.

y aquí recuperamos un hilo argumen­tal anterior. Habíamos dicho que la mayordificultad para hablar de la protección dela naturaleza es que nos falla el lenguaje,que los conceptos morales de siempre yano nos sirven. ¿Podría ser entonces que ellenguaje más apropiado para hablar de laprotección de la naturaleza fuese en reali­dad el mismo lenguaje que usamos parahablar de la conservación de las obras dearte?

Cuando la mala gestión de la catástro­fe del Prestige inundó de chapapote lasplayas gallegas, afirmamos con indigna­ción que eso era un mal, y exigimos unplan urgente de recuperación de las zonasafectadas. ¿No es ésa la misma indigna­ción que sentimos al saber que los solda­dos estadounidenses en Irak están dañandogravemente las ruinas de la ciudad deBabilonia y exigimos que sean restaura­das? ¿No es el mismo tipo de mal? La de­saparición de culturas minoritarias, la pér"dida de diversidad cultural, ¿no es unapérdida del mismo tipo que la extinción deespecies, que la disminución de biodiver­sidad? Nuestro deseo de que no desaparez­can culturas, géneros artísticos, tradicionesartísticas, ¿no es afín a nuestro deseo deque no se pierdan ecosistemas o especies?¿No existe además una profunda semejan­za entre una cultura y un ecosistema, en

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tanto que entidades supraindividuales queson algo más que los individuos que lasforman? ¿No coinciden incluso nuestrasdificultades para hablar moralmente deambas, y el peligro de ponerlas demasiadopor encima de los derechos de los indivi­duos? O, por otra parte, la ambigüedadque sentimos ante los museos, con nuestraadmiración hacia su voluntad de preservarelementos de culturas ya desaparecidas,pero al mismo tiempo la añoranza haciaesas culturas cuyos restos sólo citan y evo­can, o a menudo la indignación porqueesos museos son en realidad botines deguerra de los vencedores, que a vecesincluso traicionan el sentido de la culturaexpuesta, ¿no recuerda la ambigüedad delos zoos, al mismo tiempo ecos del intentode Noé de salvaguardar la diversidad de lavida, pero que a menudo parecen más bienla exposición del botín de una guerraganada contra la vida salvaje?

Mi tesis es que para elaborar un len­guaje con el que defender la preservaciónde la naturaleza, podemos aprender másdel lenguaje sobre la conserv.ación del artey la cultura, que no del lenguaje moral tra­dicional. y creo que eso no sólo es válidopara las semejanzas, que acabo de intentarsugerir, sino también para las profundasdiferencias que existen entre la experien­cia estética del arte y la experiencia estéti­ca de la naturaleza. Veamos ahora esasdiferencias.

La primera gran diferencia tiene quever con los sentimientos y pensamientossobre nosotros mismos que las experien­cias estéticas nos provocan. Cuando admi­ramos la pintura de Pollock, esa admira­ción nos conduce de manera casiinmediata a admirar a su autor, de ahí aadmirar la cultura de la cual surgió suobra, y finalmente, a enorgullecemos de lainteligencia y la creatividad del ser huma"no. Delante de uno de los cuadros dePollock, podemos decimos que a pesar detodo lo que hacemos mal, la especiehumana merece la pena aunque sólo sea

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por las obras que ha creado, por haberinventado la pinmra, la música o la litera­tura, y haber hecho el universo más her­moso.

Ahora bien, cuando es la naturalezaquien nos cautiva, cuando nos maravillanlas formas, los colores y los cantos de lasaves o cuando reconocemos la magnifi­cencia del firmamento estrellado, recono­cemos al mismo tiempo todo lo que nosomos capaces de crear, la belleza que yaexistía en el universo antes de nuestra lle"gada y que en cambio nosotros estamOsponiendo en peligro. Gozar de la bellezanatural es también una lección de humil­dad, que nos invita a tomar conciencia denuestra pequeñez frente a las maravillas dela naturaleza, ya sean criaturas vivas,lunas, estrellas o nebulosas. Esa bellezanos recuerda nuestras limitaciones, perotambién nos enriquece al permitimos vermás allá de nosotros mismos. Asumir lapropia finitud significa abrirse a descubrircriaturas y paisajes que no seríamos capa­ces de inventar. Incluso cuando intenta­mos colaborar con la naturaleza, cuandopracticamos el arte milenario de la jardine­ría, o su versión actual de la gestión depaisaje, sabemos que no somos verdaderosartistas, sino que nos parecemos más bienal curador de una exposición o el conser­vador de un museo, que cuida, reordena ypresenta aquellas obras que no es capaz decrear.

Existe una segunda diferencia queresulta incluso inquietante. En las obras dearte, que son obra nuestra, no podemosentrar. Las obras de arte son la invenciónde otros mundos, pero esos mundos rehú­san nuestra entrada en ellos. Por muchoque las obras existan físicamente, estándefinidas y protegidas por unos marcosque no podemos traspasar; no son en reali­dad más que mundos cerrados en sí mis­mos. Una pintura podemos contemplarla,una novela leerla, una sonata escucharla,pero siempre existe una distancia infran­queable entre la obra y nosotros. Tan sólo

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la arquitectura nos permite entrar en ella,pero por ello mismo siempre ha sido con­siderada la forma artística donde el arte seconfunde en mayor grado con la utilidad.

En cambio, la naturaleza, que no esobra nuestra, carece de límites y marcos, yno sólo nos lo permite, sino que nos invitaa entrar en ella y recorrerla. La experien­cia estética de la naturaleza es la experien"cia de algo que se abre para acogemos,que nos envuelve. Dejamos de ser merosespectadores distantes para encontramosdentro de ella, participando de ella, descu­briéndonos como habitantes, como miem­bros del mundo natural. Un paseante reco­rriendo un paisaje pasa a formar parte deese paisaje, y por eso la naturaleza es laúnica obra de arte de la que podemos for­mar parte como individuos físicos, ennuestra corporalidad, si se me permite de­cirlo así.

La tercera diferencia la encontramoscuando decidimos entrar en la naturaleza.En cuanto nos adentramos en un bosque oemprendemos el ascenso a una montaña,la naturaleza nos ofrece estímulos para loscinco sentidos; en ella podemos acariciarla corteza de los árboles, oler la hierbamojada tras la lluvia, escuchar cantar a losmirlos, probar si las moras ya están madu­ras, y contemplar la luz de la mañana. Yno sólo apela a nuestros cinco sentidos,sino a todas nuestras capacidades. Tantopuede despertamos la atención y la curio­sidad del naturalista que observa una oru­gaen la palma de su mano, como estimu­lar nuestra imaginación o los más diversossentimientos. y ese mundo que nos hablaen todas las lenguas que nuestro cuerporeconoce, no cesa de hablamos nunca,porque es un mundo vivo, plural y enconstante transformación, impredecible einagotable regalador de sorpresas. No haydos instantes idénticos, nada vuelve arepetirse jamás. Aquella noche de agostoen que fuimos a la playa a contemplar lasestrellas fugaces es irrepetible, como lo esla nevada que nos sorprendió de excursión

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en la montaña. Nunca vuelve a darse lamisma combinación de luz, colores, olo­res, sonidos y sabores. Uno vuelve una yotra vez al mismo lugar preferido, y cadavez es distinto. La experiencia estética dela naturaleza es de una riqueza, pluralidady diversidad infinitas, capaz de proporcio­narnos formas distintas de belleza por todala eternidad. Si este tipo de experienciadesapareciera, no podríamos sustituirlapor ninguna otra. El arte y la naturalezanos provocan algunas de las experienciasmás placenteras que podemos tener a lolargo de nuestra vida, pero ninguno de losdos puede sustituir al otro. Si perdiéra­mos la belleza de la naturaleza, si per­diéramos la diversidad de especies y depaisajes, ninguna obra de arte podría com­pensamos por esa pérdida. La bellezanatural, una vez destruida, no puede serrecuperada. y es así, por tanto, muchomás frágil que nuestras obras de arte, delas que siempre podemos al menos hacercopias.

Así caracterizada brevemente la expe­riencia estética de la naturaleza (y soyconsciente de que tal brevedad deja algu­nos cabos sueltos que aquí no tengo espa­cio para abordar), creo poder afirmar quesu valor estético es una razón fuerte y sóli­da para proteger la naturaleza. ¿Dónde sesitúa este argumento en la discusión entreantropocentristas y biocentristas? Talcomo he afirmado, el valor estético no esun valor instrumental, sino que, todo ]0

contrario, nos enseña a valorar la naturale­za como algo que no es un mero instru­mento. Sin embargo, tampoco podemosasumir que el valor estético sea un valorintrínseco del tipo que defienden los bio­centristas, pues la experiencia estética essiempre la experiencia de un sujeto quecontempla un objeto, y en este sentidotoda experiencia estética es antropocéntri­ca. (Quizás un día descubriremos quealgunos animales también tienen experien­cias estéticas y hablaremos de zoocentris­mo, pero desde luego carece de sentido

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hablar de biocentrismo de la estética.) Miconvicción es que el reconocimiento de labelleza natural nos permite debilitar elantropocentrismo, pero evitando precipi­tarnos en el biocentrismo. Si el peor defec­to del antropocentrismo era justamente suegoísmo, creo que éste puede corregirsesin necesidad de disolver al individuo enel todo, que es la drástica solución biocen­trista. Creo que el mejor modo de no re­nunciar a la individualidad ni a la moral,pero que al mismo tiempo nos hace cobrarconciencia de nuestra finitud como sereshumanos, eS aprender a reconocer y gozarde lo diferente, a descubrir frente a lo dife­rente nuestros límites y limitar nuestroegoísmo, es simplemente aprender a admi­rar la belleza natural.

Antes de finalizar, debo hacer dos pre­cisiones respecto al status de este argu­mento. En primer lugar, el recurso a laestética para lograr un antropocentrismodébil, y dar así una razón fuerte para prote­ger la naturaleza, no debe verse como unarenuncia a la moral. Se trata tan sólo deuna de esas muchas y diversas ocasionesen que la estética le echa una mano a lamoral. Muchas obras de arte nos han ayu­dado a plantear con mayor precisión con­flictos morales difíciles, han educadonuestra libertad o formado nuestros senti­mientos morales. Y aún más, a veces inclu­so consideramos que algunas obras de artepueden hacer justicia de algún modo,como cuando una obra recupera la memo­ria de personas que fueron víctimas deinjusticias. Aquí se trata tan sólo de que lamirada estética nos permita ver con mayorclaridad dónde están los límites entre eluso del medio natural y su preservación.

La segunda precisión se refiere a queestoy afirmando que el valor estético de lanaturaleza es una buena razón para su pro­tección, pero de aquí no debe deducirseque nuestra actividad de conservación dela biodiversidad deba guiarse exclusiva­mente por un criterio estético. Hacerlosería un disparate y tendría sin lugar a

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dudas consecuencias catastróficas. No setrata de conservar sólo lo que nos parecemás bello y desatender lo que pueda pare­cemos feo. La belleza natural nos enseñaque debemos proteger la naturaleza, perocómo debamos hacerlo es una pregunta detipo práctico que debe responderse en cadacaso concreto teniendo en cuenta diversasdisciplinas científicas.

Aclarados estos aspectos, y asumiendode nuevo que dejo muchos cabos sueltosen mi exposición, queda, sin embargo, unapregunta central que no puedo obviar. Sila belleza natural es una razón tan buenapara proteger la naturaleza, entonces, ¿porqué apenas se la emplea?

4. EL aLVIDa DE LA ESTÉTICADE LA NATURALEZA

A finales de la década de los sesenta delpasado siglo, se alzaron dos voces paraprotestar por el olvido de la estética de lanaturaleza. Una de ellas era la de RonaldHepburn, quien en 1966 publicó un artícu­lo titulado «Contemporary Aesthetics andthe Neglect of Natural Beauty» 6. La otraera la voz de Theodor W. Adorno en uncapítulo de su Teoría Estética, que apare­ció publicada póstumamente en 1970 7• Larelativa coincidencia de fechas no escasual. Ambos, ante la conciencia de unacatástrofe que era ya visible, en medio delas primeras voces de alarma, unían a sudenuncia de la explotación desmedida dela naturaleza su lamento por el modocomo la filosofía había desatendido laestética de la naturaleza. Y no sólo desa­tendido, sino incluso deslegitimado. Puesaunque en todas las épocas una considera­ble mayoría de las personas han gozado deun modo u otro de la belleza natural, elhecho de que la filosofía no prestara aten­ción a esas experiencias, les negaba unareflexión teórica que permitiera hablar deellas con precisión, analizarlas, compren­derlas y defenderlas.

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No es que el olvido haya sido unánime,pero sí mayoritario. Cierto es que la estéti­ca moderna, que nació en aquella Inglate­rra próspera y en paz forjada por la revolu­ción de 1688, en la que florecieron artes yciencias, nació como reflexión estéticasobre el arte y la naturaleza; y que el pro­yecto kantiano de incluir la estética en susistema trascendental continuó abrazando ala vez a ambos. Según Adorno, inclusohabría que afirmar que las más penetrantesapreciaciones de la Crítica del Juicio sonlas que se refieren a la belleza natural 8.

Pero esa feliz convivencia apenas se pro­longó unas décadas. El idealismo se encar­gó de ponerle fin, reduciendo la estética afilosofía del arte, y su dictamen fue escru­pulosamente respetado por la gran mayoríade filósofos. Así, mientras cada vez másartistas de todas las disciplinas se inspira­ban en la belleza natural o la recreaban; yal mismo tiempo que la apreciación estéti­ca de la naturaleza estaba presente enmuchos viajeros y descubridores; y se con­vertía en un tema literario desde Melville oTolstoi a Thomas Mann, la filosofía conti­nuó sin prestarle atención. No fueron filó­sofos académicos quienes formularon, porejemplo, lo que denominamos estéticapositiva de la naturaleza, forjada en losescritos de Henry David Thoreau, JohnMuir, Aldo Leopold y otros, quienes des­cubrieron y describieron en el continenteamericano una naturaleza virgen que ya noexistía en Europa, y exaltaron el paisaje notocado por la mano hUmana, ofreciendoargumentos que en su día sirvieron para lacreación de parques nacionales en EstadosUnidos y que hoy siguen siendo de inspira­ción para muchos ecologistas. y esa ausen­cia de reflexión filosófica tiene seguramen­te mucho que ver con que, cuando Adornodenuncie el olvido de la belleza natural, yano llegue a tiempo de ofrecer una estéticapositiva de exaltación de la naturaleza vir­gen, sino que tenga que limitarse a unaestética negativa que descubre a una natu­raleza dañada, llena de cicatrices, deforma-

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ciones y ruinas. La belleza natural que aAdorno le toca contemplar es una forma debelleza que reclama ya la ayuda de lamemoria, pues ha iniciado el proceso de sudesaparición.

¿Por qué ese olvido? Adorno habíaaprendido de Simmel que la filosofía haolvidado demasiadas cosas. El dolor, losanimales, el paisaje y las mujeres formanla constelación de aquellos temas que hansido persistentemente olvidados por la his­toria de la racionalidad occidental. yAdorno nos recordaba que toda forma deolvido es una forma de dominio 9. Lo queese olvido encubre es nuestra violenciacontra lo olvidado.

Las protestas de Hepbum y Adornolograron que los filósofos que se ocupabande la belleza natural dejaran de ser unamera excepción, aunque tan sólo parapasar a ser una digna minoría. Un pequeñogrupo de autores en lengua inglesa, comoAllen Carlson, Arnold Berleant, MalcolmBudd, Thomas Heyd, Emily Brady, Hol­mes Rolston 11I, Noel Carroll y otros, y unreducido grupo de autores en lengua ale­mana, que incluye a Gemot Bohme y Mar­tin Seel, han emprendido un proceso derehabilitación de la estética de la naturale­za que pretende devolverla al debate filo­sófico !o. Que lo consigan no será indepen"diente de que logremos salvar a la biosferade la catástrofe que la amenaza.

Los estudios de estos autores, juntocon los de algunos biólogos e historiado-

res, nos están permitiendo descubrir queel disfrute de la belleza natural siempreha formado parte de la existencia huma­na, en todas las épocas y culturas, pormucho que la racionalidad oficial la desa­tendiera o reprimiera 11. Probablementenacimos admirando la naturaleza en laque nacimos; nuestra primera experienciaestética de la naturaleza debió de ser lade la sabana africana en la que nos desa­rrollamos como especie. Algunos se pre­guntan incluso si ese primer paisaje quenos maravilló no habría inspirado la des"cripción del jardín del Edén, o si no seríaesa imagen recordada de la sabana, deextensiones de hierba salpicadas de árbo­les y recorridas por riachuelos, con eleva­ciones y refugios, lo que continuamosintentando evocar en una gran mayoría delos jardines que creamos. Que todavíaconservemos esa imagen del primer pai­saje contemplado en nuestra memoria deespecie, y que incluso nuestros gustosestéticos en materia de paisaje puedanestar influidos por ella, es algo que nosomos capaces de demostrar. Pero sitenemos esa memoria, más nos vale con­servarla. Dado el camino que ha tomadola humanidad, es bien posible que dentrode algunos siglos, lo único que nos quedede ese primer paisaje que vio al nacer lahumanidad, y de tantos otros que descu­brimos después en la historia de una granaventura de conquista, sea, precisamente,la memoria.

NOTAS

I Un compendio de las diferentes opciones puedeencontrarse en M. Tafalla (ed.), Los derechos de losanimales. Barcelona, Idea Books, 2004.

2 Una exposición sistemática de la diversidad decorrientes puede encontrarse en Andrew Light y Hol­mes Rolston II1 (eds.), Envi1'Onmental Ethics. An An­thology. Blackwell, 2003.

3 Citado en Andrew Light y Holmes Rolston II1(eds.), Environmental Ethics. An Anthology. ed. cit.,p.25.

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4 Jürgen Habermas, Aclaraciones a la ética deldiscurso, Madrid, Trolla, 2000, p. 231 (las cursivasson mías).

5 Baird Callicott, Companion to a Sand CountyAlmanac. University of Wisconsin Press, 1988, p. 158(las cursivas son mías).

6 Publicado en B. Williams y A. Montefiore (eds.)British Analytical Philosophy, Londres, Routledge,1966.

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7 Frankfurt Suhrkamp, 1970. Traducida en Aka!,Madrid, 2004.

8 T. W. Adorno, Teoría Estética, Madrid, Akal,2004, p. 88.

9 M. Tafalla, Theodor W. Adorno. UnafilosoJUl dela memoria, Barcelona, Herder, 2003.

10 Véase, entre otros, M. Seel, Eine iisthetik derNatur, Frankfurt, Suhrkamp, 1996; A. Berleant yA. Carlson (eds.), Journal 01Aesthetics and Art Criti.cism. Special lssue: Environmental Aesthetics, 56:2,

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1998; G. Bohme, Für eine okologische Naturiisthetik,Frankfurt, Suhrkamp, 1999; A. Carlson, Aestheticsand the Environment, Londres, Routledge, 2000;E. Brady, Aesthetics 01 the Natural Environment, TheOniversity of Alabama Press, 2003; A. Carlson yA. Berleant (eds.), The Aesthetics 01Natural Environ·ments, Ontario, Broadview Press, 2004.

" Véase, entre otros, E. O. Wilson, Biophilia, Har·vard UniversityPress, 1986; E. O. Wilson (ed.), TheBiophilia Hypothesis, Island Press, 1995.

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