por quien suspiran las olas
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La historia de Medusa, la GorgonaTRANSCRIPT
Este microrrelato logró ganar el III Certamen Teseo. Si debo hacer caso a las críticas, es
un relato duro, y no es más que una revisión del mito de la Medusa, pero al jurado
popular le gustó lo suficiente como para proclamarlo ganador. Espero que también a
vosotros os guste :)
POR QUIEN SUSPIRAN LAS OLAS
—Medusa.
Sorprendida, dejó caer el puñado de incienso sobre las llamas que bailaban
eternamente en la vasija de piedra. El débil susurro de las brasas se apagó cuando sus
ojos se posaron en la figura que se erguía ante ella. Asombrada, observó cómo el pie
cubierto por las tiras empapadas de una sandalia se posaba en el umbral del templo,
creando un charco de agua salada.
Él entró sin vacilar y caminó hacia ella rápidamente. Sus ojos eran dos mares
embravecidos, relucientes. Cuando llegó hasta ella, alargó una mano y acarició su
rostro.
—Medusa —dijo Poseidón, esbozando una sonrisa torcida—. La de las bellas
mejillas.
El gesto se le antojó siniestro.
Un empujón y cayó al suelo. Un golpe, otro, un súbito pinchazo cuando la
espada rasgó su túnica. Su rostro contra el frío mármol del suelo. No podía respirar, su
cuerpo aplastado bajo el peso del dios. El olor a sudor, a mar y a algas estuvo a punto de
hacerla vomitar. Sus manos la hicieron desear estar muerta. Y el dolor...
—Atenea —dijo, bajito, las lágrimas corriendo por sus mejillas. La primera
embestida fue tan violenta que creyó ser incapaz de soportar más dolor. La siguiente fue
la agonía. Después, Medusa dejó de contarlas. Se mordió el labio, sollozando en
silencio, sin atreverse a moverse, a gritar, a hacer nada salvo quedarse inmóvil, mientras
el dios del mar clavaba los dedos en sus caderas cada vez que penetraba en ella.
Medusa se hundió los dedos en los brazos y rezó por poder morir, porque la
estatua de su diosa fuese lo último que vieran sus ojos. Poseidón la agarró del pelo, y
Medusa levantó la cara surcada de lágrimas hacia el rostro pétreo de Atenea. Entonces
él gritó y se desplomó sobre ella.
—Atenea... —Medusa extendió la mano hacia la estatua buscando algo a lo que
asirse, algo que la sacase de aquella pesadilla y la dejase refugiarse en el fondo de su
mente enloquecida.
La diosa le devolvió la mirada.
Medusa fue incapaz de apartar la mirada de los ojos inclementes de Atenea. La
diosa, tan furiosa que su cabello crepitaba, abrió la boca, y de sus labios brotaron
palabras que se clavaron en el alma de Medusa como dagas envenenadas:
—Has profanado mi templo —dijo, iracunda.
Medusa gritó de agonía cuando su rostro comenzó a arder, la carne
deshaciéndose como cera bajo la mirada incandescente de su diosa. Cayó al suelo
temblando tan violentamente que pensó que Atenea estaba robándole no sólo la vida
sino también el alma. Cerró los párpados, aterrada, sintiendo cómo sus ojos se derretían
en las cuencas. Los músculos de su cuerpo aullaron de dolor, los tendones se rompieron
con un chasquido seco que resonó como una risa siniestra.
Cuando abrió los ojos estaba sola.
Llorando amargamente, trató de incorporar su cuerpo dolorido, pero sólo pudo
arrastrarse hasta el pórtico, dejando tras de sí un camino de sangre y lágrimas, mientras