por josé luis f. d’amato - arquitectura sustentable · el autor propone investigar y rescatar...

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1 MEMORIA EN MOVIMIENTO ETNOHISTORIA LATINOAMERICANA. REENCUENTRO CON LAS EXPERIENCIAS REVOLUCIONARIAS DE JOSÉ INGENIEROS, FELIPE CARRILLO PUERTO Y OTROS. Por José Luis F. D’Amato SAN MARCOS SIERRAS - Córdoba Argentina

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1

MEMORIA EN MOVIMIENTO

ETNOHISTORIA LATINOAMERICANA. REENCUENTRO CON LAS

EXPERIENCIAS REVOLUCIONARIAS DE JOSÉ INGENIEROS, FELIPE

CARRILLO PUERTO Y OTROS.

Por José Luis F. D’Amato

SAN MARCOS SIERRAS - Córdoba – Argentina

2

ABSTRACT Las diferentes versiones de la historia de América tienen un denominador común: fueron escritas bajo el supuesto de que los pueblos

originarios estaban en vías de extinción y, por ende, al margen de la historia. Sin embargo, el clima etnopolítico que está recorriendo Latinoamérica de

norte a sur desmiente ese supuesto. Si durante la última década el margen ha comenzado a ocupar el centro de la historia, entonces necesitamos –es ésta una de las tesis del libro– volvernos hacia el pasado con una nueva

mirada para construir los marcos teóricos e históricos donde poder inscribir y hacer pensables los acontecimientos presentes y los escenarios futuros que

siguen esos rumbos. Una memoria que, hasta hoy detenida, precisa ser puesta otra vez en movimiento, mancomunadamente.

El autor propone investigar y rescatar del olvido las incontables empresas que durante quinientos años fueron llevadas a cabo –con amor, con inteligencia, con luchas– por las gentes de nuestros pueblos originarios que se aunaron

con quienes, venidos de otras partes, supieron adquirir el plan de vida implícito en esta tierra; aquellos que, conquistándose a sí mismos, llegaron a

transformarse voluntariamente en nativos de América. Por su carácter ilustrativo, se revisan y revisitan algunas de esas empresas conjuntas. Entre ellas, en esta obra se da primacía a la original gesta revolucionaria que se

desarrolló en Yucatán, México, entre 1921 y 1924, y en la cual José Ingenieros fue un destacado participante.

3

CONTENIDO

Agradecimientos …………..…….…………………..... 13

Propósitos……..…………………..…………………… 15

Parte Uno: Los Padres Fundadores

I - Olfatos ………….……..…..………………………. 19

II - Desprejuicios …………..……………………......... 33

III - Problemas ………………………………………... 49

IV - Desenmascaramientos ...………………………….. 63

V - Digresiones…………………………………………. 81

Parte Dos: Una Sorpresa Retrospectiva

I - Hechos …………………………………………...... 95

II - Afectos …………………………………………..... 111

III - Intuiciones ……………………………………...... 125

IV - Anotaciones finales................................................. 137

V-Addenda.Aportes para una filosofía etnohistórica…171

Bibliografía ………………………………………….... 187

Índice de nombres …………………………………… 195

4

AGRADECIMIENTOS

A todas las amigas y compañeros que, con sus comentarios y críticas, me permitieron

despejar algunas oscuridades en las versiones iniciales de este trabajo.

A Gabriel Angelotti Pasteur por haberme posibilitado, desde Mérida, México, un

material fundamental para la Parte Dos: el libro de Jorge Mantilla Gutiérrez que por

primera vez saca a la luz pública la correspondencia de Felipe Carrillo Puerto a José

Ingenieros (Universidad Autónoma de Yucatán; 1997).

A Eduardo Marcuzzi, Edgardo Saavedra, Sebastián Coffey y Marcelo Vallorani por

sus valiosas sugerencias de forma y fondo.

A Roger A. Koza por facilitarme su exótica y siempre actualizada biblioteca y por

guiarme sutilmente por ese laberinto.

A Florencio Malatesta por lo principal: por haber confirmado con su existencia qué es

una propuesta etnopolítica en la vida, en cada recodo de la vida.

A Teresa A. Reyes Razeto por su colaboración concreta y espiritual para que este

libro vea la luz.

A David Mayer, historiador austríaco del marxismo latinoamericano, por su aporte

para una vinculación y una certidumbre de continuidad entre dos acontecimientos:

Yucatán-1924 y Chiapas-1994.

5

PROPÓSITOS

A mi juicio el tiempo está vivo, y esto significa que buena parte de lo que vivimos en

cada presente tiene consecuencias retroprogresivas. Es decir, consecuencias lógicas

pero también vitales que llevan a reformular las representaciones que tenemos hechas

del pasado y del futuro.

La mayor novedad de nuestro presente latinoamericano es su clima etnopolítico ya

relativamente generalizado. Hace escasos diez años casi carecía de sentido anteponer

“etno” a “político”; hoy ya resulta necesario el nuevo término. Pero del mismo modo

que con esa palabra compuesta nadie puede pensar que nos estamos refiriendo a algo

así como “políticas para las etnias” o “políticas al interior de las etnias”, el presente

trabajo intenta situarse en una perspectiva etnohistórica que no debería ser confundida

con “una historia de las etnias”.

La presencia activa y actuante de lo etnopolítico durante la última década deriva

inevitablemente en la necesidad de volvernos hacia el pasado con una nueva mirada,

ya no la de la historia sino la de una etnohistoria. Las distintas versiones de la historia

se escribieron con la implícita y muchas veces explícita suposición de que los pueblos

originarios de América estaban en vías de extinción y, por ello, al margen de la

historia. Su actualidad desmiente esa suposición; el presente indica, entonces, que no

sólo el pasado sino también los escenarios futuros requerirán otras representaciones.

Si yo no colaborara en esta tarea incipiente o, mejor, en esta exigencia, me sentiría

retardatario del impulso colectivo, un asesino de estos tiempos.

Variados son los atentados y los crímenes contra el tiempo; todos apuntan a la

detención de la memoria. El diagnóstico que hizo Ezequiel Martínez Estrada me

parece incompleto pero justo: “En gran parte nuestra historia verídica [sic] está

inédita, pero en parte está escrita y no sabemos leerla”. Precisamente, cada una de las

secciones que componen este libro se corresponde con uno de esos dos síntomas

detectados por E.M.E., los cuales continúan esencialmente vigentes a pesar de que

aquel diagnóstico de nuestra enfermedad característica tiene ya más de cincuenta

años.

La Parte Dos de este trabajo está dedicada a rememorar una gesta etnopolítica y

revolucionaria de la década de 1920. Como creo que se evidenciará más adelante,

durante ochenta y cinco años los historiadores se encargaron de barrer bajo la

alfombra, hasta conseguir borrar de nuestra memoria colectiva, esa revolución

socialista. Esto resulta aparentemente inexplicable, dado que en ese barrido debieron

colaborar, acaso por distintos motivos, tanto las derechas como las izquierdas

latinoamericanas, de manera sostenida y enérgica, junto a académicos y a pensadores

políticos. Una de las tesis de este trabajo es que tal fenómeno de represión del

recuerdo y su explicación son sólo pensables en un marco etnopolítico y etnohistórico

como el que recién hoy día se está constituyendo a lo largo y ancho de nuestro

6

continente. Por razones expositivas y de método, prefiero no anticipar detalles de esa

gesta revolucionaria en la cual participaron, mancomunadamente, indios y blancos,

hombres y mujeres de las latitudes más distantes de América. Espero que, una vez

repuestos en la memoria dichos acontecimientos, el lector estará en condiciones de

sacar sus propias conclusiones y, además, de releer de muy distinto modo los

contenidos de la Parte Uno.

Anticipo ahora que este modo circular y retroprogresivo de exposición de los

hechos trata de ser fiel a una de las paradojas con que se nos manifiesta la percepción

del tiempo. Por un lado, éste es representado como una flecha unidireccional que

atraviesa pasado-presente-futuro y donde cada instante debería morir para que el

siguiente nazca. Pero por otro lado, hay fenómenos biológicos, psicológicos, sociales

que dan la impresión de que ciertos hechos del pasado no han muerto sino que se han

como ensemillado a la espera de condiciones “climáticas” que les permitan rebrotar.

Entonces, cada vez que se reactualizan esos embriones congelados de los pueblos

−efecto notable pero poco reflexionado del proceso de globalización−, surge, junto a

la fuerte sensación de que se agolpan esos pasados en el presente, la idea de que

siempre estuvo copresente lo que fue, lo que es y aun lo que anhelamos ser.

Por eso −para no invadir al lector y sí permitirle hacer su experiencia de reorientar

lo anterior en función de lo posterior− es que en la Parte Uno hago entrever que el

pasado de este continente, tanto en sus momentos precolombino como virreinal y de

los Estados-nación, admitió siempre una lectura más acorde con este presente de

resurgimiento de los pueblos originarios. (Lógicamente, se trata de una lectura a

contrapelo de las historias incompletas enseñadas de manera tal que no aprendamos a

reconocer el sentido de nuestros seculares pujos etnopolíticos; y que tampoco

aprendamos a escuchar las tendencias más orgánicas sólo propias de nuestro

continente, lo cual nos llevaría a indagar las leyes de su autodesarrollo).

No se extrañe el lector: al comienzo de la Parte Uno nos servirán de guía las

vacilaciones, las incongruencias e incluso los desvíos de una de las conciencias

intelectuales más claras de su época, José Ingenieros, quien sin embargo reaparecerá

bajo una luz muy diferente en la Parte Dos. Es en esta segunda parte donde considero

que se completa la vida y obra de Ingenieros; completamiento que seguramente

sorprenderá a muchos en tanto resignifica absolutamente la trayectoria de nuestro

“maestro de América” que las historiografías convencionales se empeñaron en dejar

trunca.

Podría decirse que ésta es y no es una obra de anticipación. No lo es si

entendemos el término anticipación como “figura retórica que consiste en formular de

antemano una objeción que otro pudiere hacer”; tampoco como “advertencia o

prevención”. Lo sería en cambio si interpretamos esa palabra como “suministro de

información de hechos aún no oficialmente expresados” o como “acción para que

ocurra algo antes de tiempo”. El hilo que recorre los hechos aquí consignados más

bien compone una historia historizante, es decir, una historia que se vincula a nuestro

presente en función de nuestros rumbos futuros hoy perceptibles. A mi juicio sólo esta

aproximación a la historia ayudaría a enderezar nuestro acontecer sin necesidad de

recurrir a una utopía. Porque, si ajustamos mejor la representación de nuestro andar, el

pasado está adelante y entramos al futuro siempre de espaldas, retrovisoramente.

San Marcos Sierras, Córdoba, Argentina – Diciembre de 2012

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Parte Uno

LOS PADRES FUNDADORES

Me lastiman las historias perdidas.

Alberto Rex González

Tu vida proviene del remoto pasado: ¿no te engañas

si lo pierdes tomándolo demasiado a la ligera?

Lao Tse

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I – OLFATOS

Hay una figura histórica que ahora, a la vuelta de los años, empezó a llamar mi

atención: José Ignacio Castro Barros, nacido en 1777 en La Rioja, muerto en Santiago

de Chile en 1849. Las primeras referencias que tuve de este cura fueron las

consignadas por Sarmiento en Recuerdos de provincia, y me resultaron suficientes por

mucho tiempo. Luego, en La evolución de las ideas argentinas, de José Ingenieros,

advierto que aquel personaje ocupa un lugar relativamente importante como epítome

de toda una tendencia política. En la Biblioteca Histórica de la editorial Problemas

que dirigía Rodolfo Puiggrós, la obra de Ingenieros mereció ser reeditada en 1946 con

una semblanza de Castro Barros abrochada como apéndice, la cual fue rescatada por

Aníbal Ponce y a la que éste le antepone la siguiente advertencia:

Al publicar [el libro II] “La Restauración”, Ingenieros suprimió [el parágrafo] que

en el original figuraba bajo el nombre de “El reverendo Castro Barros”.

Preocupado casi hasta el escrúpulo de la armoniosa arquitectura de sus libros,

nos dijo a los que le reprochábamos la injustificada supresión que la semblanza de

Castro Barros desequilibraba el amplio panorama que se había propuesto trazar en

[el capítulo] “La Vandea Argentina”.

No me convenció la explicación, y sospeché que alguna duda debió también

quedarle ...

La lectura de ese apéndice sobre la vida y obra de Castro Barros deja ciertamente una

impresión inconsistente y desequilibrada, pero no tanto por el retrato de la

personalidad del cura riojano, que ya nos llega así vía legado literario de Sarmiento,

como por lo que con él edifica Ingenieros encima de la construcción del sanjuanino.

Allí insinúa Ingenieros, sin pruebas ni desarrollos, que el Reverendo Castro Barros,

cuando encabezó un nutrido grupo de sacerdotes (con Acevedo, Pacheco de Melo,

9

Rivera, Sánchez de Loria y otros, algunos de ellos delegados de actuales tierras

bolivianas, chilenas y brasileñas) al Congreso de Tucumán de 1816-17, su propuesta

de adoptar y restablecer la monarquía de los Incas en el continente sudamericano fue

una maniobra urdida para el “descarrilamiento de la revolución argentina iniciada en

Buenos Aires por Mariano Moreno”. Esta interpretación de Ingenieros no es integrada

por él con el hecho de que muchos patriotas, de insospechable filiación anticlerical,

sostenían una solución semejante.1

Ingenieros tampoco toma vivamente en cuenta que la idea del Incanato fue

popular décadas antes de la gesta revolucionaria (levantamiento y martirio de Túpac

Amaru; los revolucionarios del Socorro; Miranda) y que, además, figuras como

Güemes, San Martín, Monteagudo, Bolívar en algún momento acariciaron el mismo

proyecto de monarquía atenuada, constitucional, de restauración del Inca –e inclusive

de refundación del Cusco como capital continental−, no sólo con el objetivo de

reparación histórica sino también con el más coyuntural e inmediato de subsumir el

ímpetu incontenible de los pueblos originarios en la nueva lucha emancipadora. De

hecho el programa revolucionario no representaba las reivindicaciones de la población

indígena campesina, pero igualmente había quienes pensaban que convenía respaldar,

con un acto político explícito como el nombramiento de un Inca, “el fomento de la

insurrección del Alto Perú” a que San Martín y Belgrano se veían reducidos

(Bartolomé Mitre dixit). Por otra parte, bastaría observar que en el Congreso de

Tucumán hubo dos líderes netos enfrentados (Castro Barros en pro y el porteño

Tomás de Anchorena en contra de la candidatura del Inca) para concluir que allí y

entonces lo que más estaban en juego eran las dicotomías Cusco-Buenos Aires, unión-

balcanización, multiculturalismo-racismo blanco, y no simplemente la dicotomía

república-monarquía o la actualmente anacrónica “civilización-barbarie”. Un hecho

histórico que constituye un fenómeno de larga duración en el tiempo y cuya vigencia

continúa hasta hoy a pesar o tal vez a causa de su latencia.

Se añade a aquella señalada inconsistencia de Ingenieros –y recordemos que, para

sus estándares intelectuales, los cabos sueltos y las incoherencias eran graves que, en

su versión definitiva de La evolución de las ideas argentinas, él tampoco quiso que

sobrevivieran constancias del papel que le cupo a Castro Barros durante el gobierno

liberal y unitario del general Paz, quien astutamente lo nombró Provisor de la Iglesia

de Córdoba.

(“Astutamente”: se puede leer en las Memorias de J. M. Paz –y también en el

apéndice de La evolución… restaurado por Aníbal Ponce– un agradecimiento póstumo

del general unitario por la colaboración de Castro Barros, cuando éste “llegó hasta

proponer a Paz verdaderos atentados contra los templos católicos para subsanar las

urgencias del Estado”. La propuesta de Castro Barros, hecha en su calidad de

Gobernador del Obispado de Córdoba, consistió en que “se tomase la plata labrada de

los templos que no fuese enteramente necesaria al culto ...y que el gobierno de Paz

nada tenía que hacer sino manifestar su voluntad, pues la autoridad eclesiástica [o sea,

el mismo Castro Barros] se encargaba de todo lo demás”. El General Paz expresa

además que él no aceptó el ofrecimiento debido a que “en un país tan religioso como

Córdoba” no resultaba conveniente dar más motivos a la campaña que hacía circular

que él era anticatólico, “que había prohibido el bautizo de los niños; que los templos

de la campaña estaban cerrados o convertidos en caballerizas y que los sacerdotes

eran perseguidos”).

* * *

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La historia es una introducción al delirio

pero como contrapartida

el delirio es la única introducción a la historia.

Gilles Deleuze

Probablemente Ingenieros no atinó a dar(se) una explicación satisfactoria, en el marco

de su concepción de las historias argentina y virreinal, acerca de las incongruentes

actuaciones de Castro Barros: por un lado, éste había fogoneado durante el Congreso

de Tucumán, del cual fue Presidente, la instauración de una monarquía al estilo

europeo pero “americanamente” traducida, pues proponía a la cabeza de ella un

descendiente de los Incas –según Ingenieros, como vimos, detrás de esto se ocultaba

un objetivo contrarrevolucionario; por otro lado, siendo Castro Barros ya una alta

jerarquía eclesiástica, propugnó una transferencia de las riquezas de la Iglesia a favor

del Estado –aporte revolucionario no sólo en el ámbito cordobés, y contradictorio con

la anterior interpretación–. No obstante, me parece que además hay otros elementos a

tomar en cuenta.

Algo que igualmente debía “desequilibrar” la estructura del libro de Ingenieros

era la trivializada imagen de Castro Barros. En su autocensurada semblanza,

Ingenieros hace una presentación de la personalidad del cura riojano ateniéndose casi

textualmente a lo expresado por Sarmiento en su obra Recuerdos de provincia,2

capítulo “Mi educación”. Y tanto aquella presentación como su original poco tienen

de retrato y, mucho, de cuadro psicopatológico. Según el sanjuanino, tenía él dieciséis

años (1827) cuando supuestamente conoció a Castro Barros durante algunas de sus

exhortaciones públicas en la ciudad de San Juan. Sintéticamente, el riojano le pareció

al juvenil Sarmiento un “fraile loco”, un “fanático religioso” con “boca espumosa de

cólera”; un “frenético, un furibundo”, un “inquisidor” cuya “bilis se iba exaltando, y

la rabia de un poseído se asomaba a sus ojos inyectados de sangre, y a su boca, en

cuyos extremos se colectaban babas resecas”. No deja de ser curioso que más de una

vez Sarmiento escribe en Recuerdos de provincia que se sintió arrobado y calado

hasta lo hondo por esta figura tan influyente para un muchacho de su edad.

La crítica y la clínica debieron confundirlo. Ingenieros era un psiquiatra

experimentado. Su tesis doctoral, Simulación de la locura,3 a pesar de haber sido

dedicada por él al portero de su facultad, fue premiada primero en Argentina, luego en

Francia, y por fin traducida a varios idiomas europeos y discutida en congresos

internacionales. Mi sospecha, que acaso es convergente con la de Aníbal Ponce, es

que Ingenieros decidió retirar de la circulación su parágrafo sobre Castro Barros no

por motivos estéticos o arquitectónicos sino por razones clínicas y médicas. Algo

disonante debe haber advertido el psiquiatra en aquel cuadro sarmientino de los

desórdenes del cura riojano. La suma de síntomas de desequilibrio presentada por

Sarmiento forma un conjunto con apariencia de fantochada (“un retrato

caricaturesco”, diría acaso Unamuno), que no se condice con las más cuidadas páginas

de Recuerdos de provincia, “de irreprochable estilo, brillantes de imágenes, nutridas

de ideas sanas”. Caricatura que no cuesta asociar con el Sarmiento irritable e

insultante que, pocos años después, en 1853, vuelve a aflorar contra Juan B. Alberdi

cuando, al no encontrar argumentos sólidos para responder a las Cartas quillotanas de

este último, se conforma con lanzarle vergonzosas invectivas: “tonto imbécil … que

causa náuseas”; “raquítico, jorobado de la civilización”; “mujer por la voz, conejo por

el miedo; eunuco por sus aspiraciones políticas” (Shumway; 1993, p. 207).

11

Aquella semblanza de Castro Barros, además de recordar al Sarmiento furioso –

que “se saca” cuando ve interrumpida su capacidad de reflexionar ante pensadores

más robustos que él–, se emparienta también con las páginas menos controladas de

Facundo, las que igualmente nos impresionan como un cuerpo extraño, descoyuntado

del resto del libro. Esta clase de desfiguraciones se pueden comprender por la

tendencia que mostraba Sarmiento a la identificación de Historia y biografías, su

inclinación a exponer, explicar y resumir una por las otras. Pero con ese proceder

mecánico, como con las metáforas, no es posible extraer más que lo inherente al

propio método: ilustraciones mitopoiéticas o reducciones enfáticas. Sirve, pero como

medio de hacer más comprensible lo abstracto para los niños. No es aconsejable

construir la historia o la civilización con métodos bárbaros, diría Alberdi. Ni con

vulgarizaciones fácilmente digeribles.

Hoy, cuando tenemos menos temor y aversión que las generaciones pasadas a

ciertas verdades psicológicas y psicopatológicas, nos resulta más fácil entender los

móviles de la insinceridad en la Historia y discernir, entre éstos, el impulso a alterar a

tout prix el carácter de una figura histórica para que simbolice el espíritu de una época

o de todo un grupo humano. En rigor, lo que hizo Sarmiento con los personajes

enemigos suyos, o que resultaban antipáticos a sus ideales, no fue muy distinto (sólo

lo inverso) de lo que hizo de su propia vida en sus autobiografismos: echar mano de

anécdotas y de rasgos extraídos del carácter global de una persona real y concreta para

construir, con ese material, una idealización sentimental, heroica y trágica que pudiera

quedar grabada, por exaltación, por desmesura, en mentalidades más simples y medias

que la suya –es decir, representaciones que se imprimieran en el mundo con la

verosimilitud de un cosmos modelado por un gran novelista (¿sabiduría=sabidiría?)−.

Pero para crear semblanzas históricas admirables es preciso hacer coincidir el genio

del personaje con el genio del tiempo, logrando que los valores que se intentan

destruir sirvan para dar relieve, como sombras, a los esquemas bidimensionales del

ideal que se pretende venidero. Esta es –o parece ser, al menos– la táctica que empleó,

con razón y sin ella, Donego F. Sarmiento para recortarse a sí mismo sobre la realidad

colectiva en estado de fluidez histórica.

Ingenieros adquirió su experiencia psiquiátrica tratando primero delincuentes

proclives a improvisar versiones personales de la locura para zafar de la ley. Cuenta él

en Simulación de la locura que necesitó de minuciosos acechos y mucha perspicacia

para desenmascarar a simuladores inteligentísimos. El desarrollo de ese olfato

detectivesco es quizá aquello que también lo detuvo para nunca escribir su siempre

proyectada biografía de Sarmiento –la construcción de creencias no religiosas no

justificaba, para Ingenieros, saltar certezas−. Él debe haber dudado de ese “recuerdo”

juvenil del trastornado delicioso, y es esa duda lo que debe haberle llevado a ceñirse,

en su versión definitiva de La evolución de las ideas argentinas, a las referencias más

prolijas de V. F. López, A. Zinny, J. M. Paz acerca de Castro Barros.4 Como también

debe haber dudado Ingenieros de las artes políticas de Sarmiento según constan en

Una excursión a los indios Ranqueles, de Lucio V. Mansilla. Pues allí cualquier

lector, no sólo Martínez Estrada, es capaz de captar que “la lección que se extrae de la

lectura [de Una excursión...] es que el gobierno presidido por Sarmiento procedía con

felonía; que trataba de arrojar a los indios al desierto con engaños; [...] y que el

cacique Mariano Rosas era un caballero y el emisario [Mansilla] de levita, chistera y

guantes, un embaucador”.5 Es reprochable y a la larga veneficioso (sic) edificar la

civilización con métodos bárbaros.

* * *

12

Me cargué de dudas como también debió ocurrirle a Ingenieros con Sarmiento, pero

yo a causa de los dos. Contaba más con incógnitas que con elementos para hacer del

enigma un problema. Pasaron los años, y un día me encontré con un libro de

Guillermo Furlong, S. J., donde desfilan centenares de pensadores y profesores de

filosofía que actuaron en estas tierras entre 1536 y poco más allá de 1810. Ese libro de

760 páginas es Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata.6 Dada la

permanencia subterránea del enigma, no me sorprendió que en la misma página (666)

donde el Padre Furlong inicia su referencia sobre Castro Barros, se desliza una

frasecita corta y precisa cual fórmula química: “el ambiente tóxico de Ingenieros”.

Cuatro líneas después arrancan catorce densas páginas dispuestas a reivindicar al

riojano, “sacerdote intachable, pensador robusto, escritor fecundo”. Pero esa

reivindicación, mirada con detenimiento, queda circunscripta a un solo punto

concreto, donde Furlong golpea con energía y actitud de picapedrero. Su larga

formación escolástica luce aquí hasta llegar a deshacer, a mi juicio, la insinuación de

Ingenieros acerca de que la postura de Castro Barros y adjutores en el Congreso de

Tucumán fue parte de una mera maniobra contrarrevolucionaria urdida por los

“apostólicos” de la época –aquel partido contrarrevolucionario que abogaba por la

vuelta al antiguo régimen; que apostaba por la restitución de las colonias a la corona

española con consentimiento tácito de la Santa Sede−. En el libro de Furlong no se

dice, pero se trasluce, que el cura riojano, con sus robustas exposiciones, escapaba con

demasiada frecuencia de la aprobación eclesiástica, y que tenía la incómoda

costumbre de desbaratar y complicar a la ortodoxia en muchos temas. Observado

alternativamente desde las distintas veredas ideológicas, Castro Barros hoy día se nos

manifiesta como un pensador políticamente incorrecto para la época, es decir, toma a

la distancia el aspecto de aquel que, a partir de los hechos concretos, se encarga de

crear marcos originales para pensar y actuar.

Releamos algunos fragmentos de la Oración Patriótica que pronunció Castro

Barros en Tucumán durante los festejos del 25 de mayo de 1815, con el objeto de que

el lector tenga elementos para sus propias conclusiones:

[La Patria existía antes del descubrimiento de América, y ella] en ninguna parte

del mundo realizó mejor este maternal deber que en nuestra América, antes de la

tiránica invasión de los peninsulares, la cual acaeció en el desgraciado año 92 del

siglo XV. [...] Fue una sociedad tan admirable y proficua que parece tuvo en ella

su existencia el ideal de la república de Platón, sin que se le pudiese asemejar ni la

de los romanos, aun en sus siglos de oro y de su mayor esplendor. [Apenas llegó

España] todo lo perdimos de improviso, porque su saña carnicera y el fuego

devorador de su codicia transformaron al instante el paraíso americano, con la más

lastimera metamorfosis, en un teatro de sangre, ruina y desolación, y representaron

en él escenas aún más horrorosas que los tiranos del paganismo en los primeros

siglos de la Iglesia. Así fue, amados compatriotas: un solo golpe de la mayor

injusticia decapitó todos nuestros derechos y nos privó aun de aquellos bienes

privilegiados que la naturaleza y la patria franquean hasta a los brutos, entre los

cuales ocurre primero el de la seguridad individual. Esta no es otra cosa que la

garantía, confianza o indemnidad que tiene el hombre para no ser ofendido en su

persona particular y derechos, mientras no la pierda por el crimen, y esta misma

garantía, considerada con respecto a toda comunidad, se llama seguridad pública

en la cual está vinculada la de cada individuo. De una y otra han sido privados los

13

infelices americanos por la tiránica legislación y comportación de los españoles.

No lo dudéis y al efecto haced acuerdo, en primer lugar, de aquellas vigorosas

leyes con que se nos ha prohibido tener fábricas de armas, comprarlas y usarlas.

[...] Así es que vemos a nuestra América no sólo idiota y supersticiosa, sino

igualmente pobre y desolada, sin escuelas en sus ciudades y pueblos, sin puentes

en sus ríos, sin compostura en sus caminos y sin otras obras públicas que tiene

para comodidad de sus habitantes el más infeliz país del mundo.

[...] En conclusión, señores, la dominación de los reyes de España sobre las

Américas, no sólo ha sido tiránica en su ejercicio, por haber privado a los

americanos de los principales derechos y bienes del hombre, sino también en el

título, por no haber tenido alguno legítimo como acabáis de verlo evidenciado. No

creáis que esta ilación la hace el dolor de un americano al ver el ultraje de su

patria, ni la emulación de un extranjero que mira con envidia el bien de otra

nación. Esta es una verdad vertida por españoles sabios, íntegros y

despreocupados como lo fueron el consejero Solórzano, el Ilmo. Feijóo y el

ejemplar obispo de Chiapa D. Fr. Bartolomé de las Casas, dignísimo apóstol y

padre tiernísimo de los indios, el cual, inflamado con el celo de la justicia que

asociaba a la santidad de su alma y abnegación propia por cuyas virtudes ya debía

ser adorado en los altares, en sentir de un Concilio de Francia, le dice al

emperador Carlos V estas formales palabras: “V. M. no es dueño de las Indias ni

por el título de conquista, ni el de sucesión, ni el de elección, ni el de compra y

venta: no le encuentro título alguno: siendo esto así, ¿con qué razón, con qué

justicia ha subyugado a los indios a una dura esclavitud, repartiéndolos por

encomiendas a los españoles para los trabajos y servicios personales? Plegue a

Dios y hago testigos a todos los coros de los ángeles y a toda la corte celestial, que

quince millones de indios, que los españoles han muerto sin darles el agua del

bautismo, infernando sus almas y, por lo que leo en las sagradas escrituras, algún

día será la España enteramente arruinada y desolada”. Yo entiendo ser ya llegada

la época de realizarse este terrible vaticinio.

Por tanto, pueblo heroico de Tucumán, digno atlante de nuestra Madre patria

que os distinguís entre todos los pueblos de las provincias argentinas con el

brillante de la insigne victoria del 24 de septiembre del año tercero de nuestra

libertad; vosotros todos, amados compatriotas, que me escucháis, quedad

plenamente convencidos que la actual guerra ofensiva de la España contra

nosotros es la más injusta, al paso que la nuestra, defensiva, es justísima y en mi

concepto obligatoria, miradas ambas en el terso espejo de nuestra sana moral,

examinadas con la luminosa antorcha de la razón natural y pesadas en la fiel

balanza de la ley eterna. (J.I.C.B.)

En lo anteriormente trascripto Castro Barros no hace más que poner sobre el tapete

verdades incontestables de larga data. Ya en las primeras décadas de la conquista de

América un cacique caribeño había expresado lo mismo, aunque más sucintamente,

como respuesta a la lectura que le hicieron del “Requerimiento” –aquel documento

asombroso destinado a justificar jurídicamente (leguleyamente) la guerra, la

expropiación y los desenfrenos, y del cual Las Casas decía que no sabía si reírse o

echarse a llorar–. Según ese cacique, célebre por sus últimas palabras, el rey de

España debía estar loco para pedir que se le obedeciera en tierras que no eran las

suyas, y el Papa tuvo que estar borracho el día que regaló tierras que no le

pertenecían.

14

En su desamparada soledad, librado a sus propios recursos, Sarmiento creó, para

el modo de saber histórico, un problema que ha sido arrastrado durante generaciones.

Es a la luz del destino reservado a los pueblos originarios de Sudamérica que se

ilumina la diferencia irreducible que separa al sanjuanino de Castro Barros; motivo

idóneo para una condenación entre dos fanáticos. ¿Podía desconocer “el loco”

Sarmiento los fundamentos del alegato que “el fraile loco” lanzó nuevamente a la

discusión pública con su Oración patriótica de 1815? ¿Podía desconocer Ingenieros

por un lado esa Oración, publicada oficialmente en 1910, y, por otro, la disposición

impostora de Sarmiento evidenciada en su política respecto al “problema del indio”?

¿Es posible reestablecer por conjetura rayana con la adivinación el texto de la Historia

que nos habita y que, transcurrido el tiempo suficiente, parece imponérsenos con toda

su acuidad?

¿Merecen respuestas estas preguntas? Yo creo que ni Sarmiento ni Ingenieros

desconocían aquella Oración patriótica y otras manifestaciones coincidentes del cura

riojano. A pesar que resulta medianamente plausible y verosímil, me inclino a pensar

que fue la clara posición de Castro Barros respecto al “problema del indio” la causa

principal de la animadversión de Sarmiento para con él –si bien, es sabido, ésta se

venía arrastrando en su familia por lo menos desde el Congreso de Tucumán−. Más

aun, considero que fue el conocimiento que tenía Ingenieros de esa Oración lo que

finalmente frenó su proyecto primero de incorporar a La evolución de las ideas

argentinas la semblanza de Castro Barros, y lo que además parcialmente incidió en

discontinuar después su biografía de Sarmiento. Tomarían consistencia estas últimas

dos suposiciones mías si lograra mostrar a lo largo de este trabajo que “el problema

del indio” tuvo para Ingenieros una evolución y un principio de superación políticos

durante la etapa final de su vida, más precisamente en su último quinquenio, entre los

años 1921 y 1925. Justamente, los documentos que revelan esa evolución intelectual

constituyen el tema de la Parte Dos. Antes de ello, porque queda un “residuo” aquí no

formulado, considero necesario hacer un sinuoso rodeo para actualizar

acontecimientos de nuestra historia continental que en otras épocas estuvieron muy

presentes en la memoria y que hoy aparecen cubiertos por las sombras; es decir,

acontecimientos que sólo pueden ser elicitados hurgando una historia fuertemente

reprimida. A partir de esos hechos haré una serie de señalamientos que concurrirán,

creo, a poder vencer ciertas dificultades de interpretación que, para espíritus libres

como el de Ingenieros y otros, presenta la historia argentina y la de la etapa virreinal

del continente. Y aun antes de ese rodeo, me parece pertinente cerrar este capítulo con

una frase de Recuerdos de provincia:

Es la detracción [crítica injusta] arma de dos filos envenenados, y cada golpe que

descarga hiere de rechazo la mano del que la maneja, y la herida supura largos

años y arroja mal olor…

Y me parece pertinente esta frase porque sólo es necesario dar a estas palabras un giro

de loop o búmeran para que se ajusten a su mismo autor. La pertinencia proviene de

que en ese juicio se manifiesta la psicología propia de Sarmiento, que era la de un

perseguidor perseguido. Así alimentó un ambiente nacional lleno de fanatismos

presentes y de terrores futuros.

15

II - DESPREJUICIOS

Da la impresión de que José Ingenieros −para mí la figura más representativa de la

generación del Centenario, y también una de las más vigentes en este Bicentenario−

no consideró la diferencia que existe entre teoría de la revolución y orientación

política. No es casual que la postulación de una monarquía incaica limitada,

constitucional, “haya encontrado adeptos sobre todo entre los eclesiásticos a los que la

Revolución [de Mayo] había invitado perentoriamente a justificarla desde la cátedra

sagrada” (Tulio Halperín Donghi).7 Y no es casual porque los frailes, de fuerte

formación escolástica, y en muchos casos suareciana (del teo-ideólogo jesuita

Francisco Suárez),8 tendían, tal como también señaló Halperín Donghi, a adaptar la

teoría de la revolución a un retroceso al origen: “Cualquiera sea el origen histórico

de la despótica monarquía española de los tiempos modernos, toda la acción de

España en América se había desarrollado bajo su signo; [por detrás de ese origen

histórico] lo que encuentran los americanos no es la monarquía estamentaria de la

Castilla medieval, sino los reinos indígenas de los cuales toda una literatura les

había propuesto una imagen fuertemente idealizada” (ibidem; cursivas, mías).

Imbuídos como estaban esos eclesiásticos de una prototeoría de la revolución que

contenía implícito un retroceso al origen (a algún origen), deberíamos reconocer en

cada uno de ellos orientaciones políticas diversas, aunque todas aparezcan para

nosotros bajo una pátina retro similar. Entonces, convendría concebir a esos

personajes históricos desde una óptica “retro-progresiva”, sin inscribirlos simplemente

en una escala de tipo conservadurismo-progresismo. Así, sus orientaciones políticas

serían unas más retroprogresivas que otras, y esto en sus dos sentidos: unos más retro-

retro (los que religionizaban lo político), otros más progre-progre (los que politizaban

lo religioso), hasta cubrir un amplio y rico espectro, pero todos buscando el modo de

no provocar un corte completo con el pasado. De ahí la necesidad de los más

(retro)revolucionarios de recurrir a un estrato monárquico pero prehispánico que

fundara lo nuevo sobre alguna roca suficientemente estable que nos protegiera contra

la anarquía.

Una mayor anterioridad histórica no siempre implicaba en aquellos tiempos ser

más conservador ni, en el otro polo del espectro, un corte abrupto con el pasado,

aunque incluyera cortes de cabezas, significaba ser más progresista. Por supuesto,

debido a que aún no existían, no era posible entonces leer la historia y el panorama

político empleando las ideologías spenceriana, darwiniana o marxiana, basadas todas

ellas en un Zeitgeist propio del capitalismo que actuaba desde el trasfondo a través de

una misma noción unilineal de progreso (ver el capítulo V -Digresiones al final de esta

Parte Uno). La Edad de Oro podía ser concebida tanto mirando al frente como detrás,

y también se podía pensar que dicha Edad es recursiva, tal como conjeturaba Vico.9

Lo que la historia comparada de las teorías revolucionarias parece indicar es que

aquello que está inexpresadamente en discusión son las diferentes formas y

apariencias que toma la noción de evolución en las diferentes épocas, en las diversas

culturas, y según las distintas “especies” de historias de los pueblos que sean

16

considerados. Lo que en toda teoría de la revolución está siempre en discusión es el

poder de ser el ayer y el hoy.

En los primeros años de la década de 1810 encontramos que, desde la cátedra, el

periodismo y el púlpito, curas como el Deán Funes (Córdoba), J. A. Neyrot (Sgo del

Estero), Áchega (Buenos Aires), Pacheco (Tucumán) y otros justificaban la

Revolución de Mayo como instrumento de la Providencia “para vengar los tronos

americanos” de esos conquistadores ultramarinos que “durmiendo insolentemente

sobre las cenizas de los virtuosos incas adoptaron el sistema bárbaro e inhumano de

repartir a los indios como esclavos” (Deán Funes), juntando en algunos de sus

discursos, insólitamente, los nombres de antiguos teóricos políticos católicos con los

de quienes habían sufrido hasta poco antes los vejámenes del púlpito: Vitoria,

Mariana y Suárez junto a Voltaire, Rousseau y Diderot.

Ciertamente, esta originalidad, este curioso desprejuicio teórico de aquellos

tiempos es explicable, y comúnmente así parece serlo, por el hecho de que entonces

todavía continuaban vivas las influencias de las enseñanzas jesuíticas en las cátedras;

quienes en las aulas habían sido inoculados de suarecismo difícilmente podían ser

inmunes a Rousseau, por ejemplo. Además, la historia registra que en fecha tan

temprana como el 17 de agosto de 1810, en ocasión del Cabildo Abierto de Córdoba

convocado por el gobernador interino Juan Martín de Pueyrredón, el cabildante

Ambrosio Funes, presumiblemente a instancias de su hermano Gregorio, mocionó (y

así se aprobó) que el diputado Deán Gregorio Funes gestionara ante el gobierno de

Buenos Aires el restablecimiento de la Compañía de Jesús −reposición que debió

esperar hasta Rosas para concretarse.

Lo que en cambio la historiografía argentina normalmente no toma en cuenta, ni

por ende con ello produce frutos explicativos, es que la exitosa praxis (no sólo la

mera “imagen fuertemente idealizada”, según palabras antes citadas de Halperín

Donghi) plasmada entre los guaycurúes, chiquitos, vilelas, abipones, lules, tobas, jaros

y mocovíes que desarrollaron las (33) Misiones jesuíticas paraguayas, caracterizadas

por un comunismo hablado en guaraní (Sarmiento et al. dixit), necesariamente tuvo

que haber inspirado en algunos patriotas, fueran pertenecientes al clero fueran

anticlericales, el plan revolucionario de restaurar una forma de monarquía incaica no

para realizar un ideal, sino para retomar aquellas singulares y prolongadas

experiencias de autosuficiencia económica, de corte con los imperios europeos, pero

haciéndolas ahora en la era de la Independencia y ampliándolas hasta cubrir el

continente. Tal fue lo que se llevó a cabo en el aislado Paraguay, sacándose así

provecho del know-how de los obreros, artistas y militares aborígenes, hasta

exactamente cien años después de haber sido expulsados los jesuitas en 1767.

Escribía Jorge Abelardo Ramos, en 1968:

Los jesuitas habían organizado la producción en gran escala de la yerba mate. Del

mismo modo, la provincia paraguaya producía prácticamente todo el tabaco que se

consumía en el Virreinato. Yerba mate y tabaco constituían uno de los primeros

recursos fiscales del gobierno colonial, que había impuesto sobre esos productos

un Estanco oficial. Como el Paraguay contaba con las más variadas maderas y

cursos de agua navegables, nació asimismo una discreta industria naval, que

construía barcos de hasta 160 toneladas [el mayor de los cinco buques de

Magallanes en su vuelta al mundo era un cúter panzudo de 120 toneladas; los

otros no superaban las 60]. La ganadería y la agricultura eran prósperas y

abastecían cómodamente las necesidades de la laboriosa provincia. Se cultivaba

17

por añadidura el algodón, que permitía la materia prima para tejer los lienzos

necesarios a la vestimenta de las 60 000 almas que habitaban el Paraguay. [En la

época de la Independencia] la gran provincia paraguaya había heredado de las

Misiones Jesuíticas una estructura agraria sin latifundio, lo que permitió a sus

gobiernos posteriores fundar su estabilidad sobre una especie de democracia

agraria sólidamente arraigada. La fuerza militar del Paraguay en el siglo XIX se

asienta socialmente en el nivel de vida de sus campesinos, que no conocían la

pobreza, ni el servilismo, ni la esclavitud, ni el “pongo”, ni la “mita”.10

Ya en 1928 el peruano José Carlos Mariátegui había sostenido en El problema de la

tierra (cursivas, mías):

Tal vez las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España

fueron las Misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones,

especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes núcleos de

producción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores religioso, político y

económico, no en la misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más

famoso y extenso experimento, pero sí de acuerdo con los mismos principios. Este

aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha sido

aún estudiado. [...] El comunismo agrario del ayllu, una vez destruido el Estado

inkaico, no era incompatible ni con [el espíritu religioso ni con el carácter

político del Coloniaje].

Todo lo contrario. Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo

indígena, en el Perú, en México y en mayor escala en el Paraguay, para sus fines

de catequización.11

(Retener en submemoria aparte este párrafo, pues lo

volveremos a aludir en varios pasajes).

Como veremos más adelante, las comunidades jesuíticas hispanoamericanas dejaron

tras de sí, al desaparecer, núcleos comunales y artesanales, incluso protoindustriales e

industriales, a partir de los cuales hubiera sido viable una sociedad que, tiempo

después de 1810, progresara hasta aproximarse a una forma con fuertes

reminiscencias socialistas. Si consideramos la importancia que hasta 1848 tuvieron los

núcleos colectivistas en Paraguay, restos de las Misiones, hoy podemos pensar: la

sangre guaraní que el correntino San Martín sabía que corría por sus venas

(Chumbita; 2004) pudo haber sido el fundamento para más de un punto de su

praxis política. Por ejemplo, la activación y organización de las energías de los

aborígenes, los pardos y los negros en la constitución del Ejército de Cuyo sólo puede

significar que San Martín estaba en las antípodas de aquellos que durante siglos

sostuvieron que “el indio, como el gaucho, era flojo, haragán, ingobernable por

naturaleza”. Ni los resultados alcanzados en las Misiones jesuíticas ni en los ejércitos

de San Martín, Bolívar, Güemes o Artigas (cfr. el libro de Roberto A. Ferrero La saga

del artiguismo mediterráneo) apoyan esta persistente “hipótesis”, la cual aparece, a la

luz de la evolución posterior del capitalismo, más bien como una racionalización

justificadora de las ideologías y protectora de los autores de aquel (ante)proyecto de

país conocido como “de la generación de 1880”, hoy vivo pero decadente, como el

imperio que siempre lo sostuvo.

¿Tocar el pasado para no tocar el presente? Todo lo contrario. Las categorías

inventadas para clasificar las actitudes y las trayectorias de los actores de nuestra

historia siempre se han revelado estrechas y zigzagueantes, repletas de excepciones, y

18

hoy faltas de utilidad y pertinencia. Unitarios y federales; monárquicos y

republicanos; clericales y anticlericales; absolutistas y democráticos; civilizados y

bárbaros; revolucionarios y restauradores, fueron abstracciones cómodas y pasajeras

además de binarias y unidimensionales; categorías a priori que sirven para entender

nuestra realidad tanto como si clasificáramos a los seres vivos en dos grupos: los que

duermen y los que no duermen. Del mismo modo que parcializar la Historia es

parcializarnos, bipolarizarla es bipolarizarnos y renovarla es renovarnos. Por nuestro

propio bien es necesario “escapar de los chantajes intelectuales y políticos” que nos

conminan a declararnos a favor o en contra, como si sólo pudiéramos y supiéramos

navegar en el mar de los opuestos; una suerte de lógica aristotélica (“si es A, no puede

ser no-A”) acaso sea el mejor modo de tornar ilegible el pasado y más manejable aun

el presente y a sus actores. ¿Qué filiaciones y refinados planteos pueden extraerse o

imaginarse de un reduccionismo como el siguiente, hecho por Ingenieros en La

evolución de las ideas argentinas?:

Contra los principios del nuevo régimen, variamente representado por los

jacobinos y liberales que miraban al porvenir –Moreno, Castelli, el Triunvirato,

Monteagudo, Alvear, la Asamblea, Dorrego, los anarquistas del litoral, Sarratea,

García, Rivadavia– resurgieron los principios del antiguo régimen, sucesivamente

sostenidos por los reaccionarios y conservadores que apuntalaban el pasado:

Saavedra, Funes, la Junta Conservadora, el Cabildo, la Junta de Observación, el

Congreso, Tagle, Pueyrredón, los teólogos del interior, Anchorena, Maza, Rosas.

Dos filosofías políticas: la Revolución, la Restauración.12

Si nos dejáramos capturar por esa clasificación u otras análogas, ¿cómo contar con

mapas históricos legibles?; ¿cómo entender, por ejemplo, que Monteagudo (1787-

1825) fuera mucho más afín a Gregorio Funes (1749-1830) que a Alvear, Manuel J.

García o el último Rivadavia?; ¿cómo explicar que un “liberal y jacobino” como

Mariano Moreno accediera al pedido del Comisario de la Inquisición en Buenos

Aires, José Francisco de la Riestra, y dictara, el 16 de julio de 1810, una orden para

conducir a la Inquisición de Lima al fraile Pablo Joven procesado “por irregular

conducta y cierta causa de novedad”?, ¿o que otro “liberal y jacobino”, Bernardino

Rivadavia, exhibiera idéntica conducta de acatamiento a la Inquisición porteña en

1812, cuando en Paraguay la Junta Revolucionaria había declarado extinguida la

Inquisición ya en 1811 –recordemos que en el Río de la Plata el tribunal inquisitorial

será legalmente suprimido (recién) por la Asamblea de 1813– ?;13

¿cómo entender

entonces, si estaban enfrentados en diferentes bandos, que un “restaurador” como el

Deán Funes colaborara proactivamente para ejecutar la orden, enviada a Córdoba

desde Buenos Aires por el “revolucionario” Mariano Moreno, de fusilar a Liniers?

Únicamente podríamos ser captados por grillas interpretativas como ésa si

desconociéramos −como hace Ingenieros− el bolivarismo de unos, que bregaban por

la unión continental con inclusión del Paraguay, y la conducta política de los otros,

cuyas parábolas políticas fueron las de proyectiles útiles al imperio británico. Hasta

morir asesinado en Lima, Monteagudo había sido el principal asesor y acaso el más

lúcido ministro e ideólogo con que contó Bolívar (y antes San Martín) para el

desarrollo de una estrategia configuradora de una Patria Grande. Monroe, presidente

de EE.UU. entre 1817 y 1825, ya había explicitado su doctrina (“hasta Tierra del

Fuego América es nuestra”) cuando Bolívar, a instancia de Monteagudo, pergeñó un

encuentro panamericano en Mesoamérica con expresa exclusión de los yanquis.

19

Por otra parte, en esa misma época y durante varios años el Deán Funes fue

(curiosamente) nombrado por Bolívar embajador de la Gran Colombia ante Buenos

Aires (Vedia y Mitre, 1954; Halperín Donghi, 1980). Debido a su formación en

Córdoba y luego en España, Funes era considerado, desde antes de 1810, uno de los

mejores conocedores de los entretelones políticos del Vaticano. Al igual que

Francisco Miranda (quien, es sabido, integró el ejército que “ayudó” a los yanquis a

emanciparse de Inglaterra), Funes tenía conexiones con algunos de los trescientos

jesuitas que, entre mil, se encontraban encarcelados desde 1767 en el Vaticano,

muchos de los cuales se solidarizaron con, y hasta promovieron, la emancipación de

las colonias a partir de 1776.14

Con una bicromática reducción y oposición del tipo liberales-reaccionarios tampoco

sería posible captar el matiz que posteriormente diferenciaría, por ejemplo, a Alberdi

de Mitre y Sarmiento, en particular cuando el primero, tratando de ser didáctico con el

último de éstos, (no después de 1852, cuando se distanció de los otros dos, sino) en

1845 escribía acaso una de sus más cuidadas y citadas frases:

Una nación no es una nación, sino por la conciencia profunda y reflexiva de los

elementos que la constituyen. Recién entonces es civilizada; antes había sido

instintiva, espontánea; marchaba sin conocerse, sin saber adónde, cómo ni por qué.

Un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la

teoría y la fórmula de su vida, la ley de su desarrollo. Luego no es independiente,

sino cuando es civilizado. Porque el instinto, siendo incapaz de presidir el

desenvolvimiento social, tiene que interrogar su marcha a las luces de la inteligencia

extraña, y lo que es peor aun, tomar las formas privativas de las naciones

extranjeras, cuya impropiedad no ha sabido discernir. Es, pues, ya tiempo de

comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra

nación naciente, a todas las fases de nuestra vida nacional. Que cuando, por este

medio, hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro y deba quedar, y de lo

que es exótico y deba proscribirse, entonces sí que habremos dado un inmenso paso

de emancipación y desarrollo porque no hay verdadera emancipación mientras se

está bajo el dominio del ejemplo extraño, bajo la autoridad de las formas exóticas

(Alberdi; 1955, pp. 52 y 53).

No fue solamente la guerra con el Paraguay lo que impidió que el exiliado francés en

Buenos Aires, Amadeo Jacques, no formase parte de nuestra Historia por habernos

dado en 1865 su plan de instrucción de escuelas laicas para la formación de una

población industrial –profesionales mineros en Catamarca, La Rioja y San Juan;

mercantiles en la Mesopotamia; agrónomos en Tucumán y Córdoba−. Ese plan del

revolucionario socialista que decidió radicarse en estas tierras se oponía al proyecto

sarmientino de educación laica pero escolástica –: una programática cultural y

pedagógica pobre de espíritu práctico15 y era, para nuestros liberales de entonces,

riesgosamente parecido a la instrucción que impartían los jesuitas en los siglos 17 y 18

en sus Misiones. Toda vez que Sarmiento se refiere a éstos, los llama despectivamente

“jesuitas socialistas”, y en su libro de la vejez Conflicto y armonías de las razas en

América, aclara aún más: “pues socialistas eran por el espíritu de propaganda

religiosa, y por orgullo y alucinación de innovadores”. ¿Anacronismo o más bien

involuntaria clarividencia ésta de Sarmiento de motejar de “socialista” a un régimen

instaurado en el 1600?

20

Las Misiones jesuíticas en América son pasibles –como veremos en el próximo

capítulo− de diversas lecturas, al punto que para Michel Foucault ilustran casi a la

perfección el concepto de “heterotopía de compensación” por él creado. Cuando

define ese autor el término general “heterotopía”, expresa: “el último rasgo de las

heterotopías es que, en relación con el resto del espacio, cumplen una función. O bien

desempeñan el papel de crear un espacio de ilusión [...] o bien, por el contrario, crean

un espacio distinto, otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien repartido

como a su vez el [espacio] nuestro está desordenado, mal dispuesto y embrollado.

Ésta no sería una heterotopía de ilusión, sino de compensación, y me pregunto si no es

un poco así como han funcionado algunas colonias. [...] Pienso en aquellas

extraordinarias colonias fundadas por los jesuitas en América del Sur: colonias

maravillosas, absolutamente reguladas, en las que la perfección humana estaba

efectivamente realizada”.16

Desde esta perspectiva analítica, de alcances históricos pero también políticos, el

imperio jesuítico no puede ser visto como una mera utopía concretada, sino más bien

como una heterotopía de compensación en relación al espacio (vivido como) caótico

de la Europa entonces contemporánea. En cambio, los proyectos de país que, a pesar

de las obvias diferencias intentaron realizar tanto Rosas como Mitre, Sarmiento, Roca

y la “generación de 1880”, tienen en común que constituyeron una heterotopía de

ilusión en relación con el espacio real del ex-virreinato –Alberdi, creo, fue el primero

que lo vio así−. Mientras las heterotopías de compensación parecieran funcionar en

espacios disjuntos (colonias de ultramar), las heterotopías de ilusión desempeñarían

su papel en la medida que están emplazadas en el mismo territorio; burbujas “en cuyo

interior la vida humana está compartimentada. Quizás ése es el papel que han

desempeñado durante mucho tiempo aquellos famosos burdeles de los que ahora

estamos privados” (M. Foucault, ibidem).

Si diéramos en aplicar estos mismos conceptos a la historia argentina, veríamos

que, en relación al resto del país, las políticas ejecutadas para y desde la biorregión

Buenos Aires tendieron a configurar casi siempre una heterotopía de ilusión. No

solamente desde las provincias, sino también desde los países limítrofes

hispanoparlantes Buenos Aires es visto como un Estado compartimentado que se

concibe, en relación al espacio total compartido, como una heterotopía de ilusión; o

sea, en palabras de Foucault, como “un espacio de ilusión que denuncia como más

ilusorio aún todo el espacio real”. Si Buenos Aires y los porteños constituyen, como

creo, una heterotopía de ilusión desde la perspectiva de la Patria Grande

Sudamericana, debería ser excesivo esperar que, al interior de este tipo de espacio,

resulte posible visualizar realidades correspondientes a vidas vividas en una

heterotopía de compensación, y debería ser también difícil concebir lo que ese espacio

llegó a significar en su momento para el espacio europeo.

Esta percepción de la historia tomando en cuenta el espacio –o sea, a partir de lo

que doy en llamar las Tramas Telúricas Implícitas en nuestro continente (cfr. anterior

Nota 16 y próximas 32 y 35)– tiene puntos de contacto con la visión de Tulio Halperín

Donghi al respecto. En el prólogo de su libro Historia contemporánea de América

latina nos recuerda que “la historia no es sólo ciencia de lo que cambia, sino también

de lo que permanece”. Según el historiador argentino, se trata éste de un

descubrimiento de Fernand Braudel, “descubrimiento que es para el estudioso de

América latina incomparablemente más fácil”, dado que “es preciso admitir que, en

cuanto a ciertos planos de la realidad social, la historia se mueve acaso más despacio

aquí que en otras partes”. Si bien esta relativa lentitud de nuestra historia a mi

21

entender no está vinculada con nuestra “geografía atormentada, de desconcertantes

contrastes” sino más bien con las políticas de los centros para estas periferias –sus

amputaciones, sus cortes y, principalmente, sus estrategias de “mil microcortes”,

ninguno de éstos mortales a corto plazo–, es igualmente interesante advertir que

también Halperín acude a la categoría espacial de la geografía para tratar de rendir

cuenta de ciertos aspectos de la historia, la cual es comúnmente reducida a la mera

categoría temporal. Así, ese autor expresa al iniciar su libro:

El extremo abigarramiento de las realidades latinoamericanas suele ser lo

primero que descubre el observador extraño; con cautela acaso recomendable,

Lucien Febvre titulaba el volumen que los Annales dedicaron al

subcontinente A travers les Amériques latines. ¿Las Américas latinas,

entonces, tantas como las naciones que la fragmentación postrevolucionaria

ha creado? He aquí una solución que tiene sobre todo el encanto de la

facilidad: son muchos los manuales que la prefieren, y alinean diligentemente

una veintena de historias paralelas. ¿Pero la nación ofrece ella misma un

seguro marco unitario? Cuando [Lesley Bird] Simpson quiso recoger en un

libro el fruto de decenios de estudio admirablemente sagaz de la historia

mexicana le puso por título Many Mexicos; estos muchos Méxicos no eran tan

sólo los que van desde el esplendor indígena hasta la revolución del siglo XX;

también son los que una geografía atormentada y una historia compleja hacen

subsistir lado a lado sobre el suelo mexicano. La geografía antes que la

historia opone entonces a la meseta mexicana, de sombría vegetación, el

desierto y la costa tropical; [la geografía] que en otras naciones está en el

punto de partida de diferenciaciones no menos profundas: así como ocurría

con las Américas latinas, el plural parece imponerse también, contra toda

gramática, para reflejar los desconcertantes contrastes aun de países

relativamente pequeños, como Ecuador o Guatemala... (Halperín Donghi;

1991, pp. 9 y 10; los énfasis son míos).

La geografía está en el punto de partida; para nuestro continente, la geografía antes

que, y lado a lado con, la historia.

22

III - PROBLEMAS

Que me lance al agua para salvar a una persona que

está a punto de ahogarse es un hecho que puede

constatarse objetivamente; que lo haya hecho por

amor al prójimo, por afán de notoriedad o porque el

rescatado es millonario, es una cuestión para la que

no hay pruebas objetivas, sino sólo interpretaciones

subjetivas. Es ilusorio suponer que hay una realidad

“real” de segundo orden.

Paul Watzlawick

Heterotopía: Relativo a los “espacios o lugares diferentes”; vocablo que se diferencia

y que a la vez se asocia con “utopía”. Con él, Foucault ha creado un concepto que

parece ser una especie, una categoría sociológica, la cual, por remitir a la topología,

representa una abstracción de segundo o de tercer orden.

Sin embargo, ¿qué sentido puede tener la creación de una categoría que

contenga un solo ejemplar? ¿Cabe esto en la lógica tradicional? Entonces, ¿habrá

usado otra lógica Foucault? Sería conveniente suponer que sí, aunque no alcancemos

a entrever por qué. ¿Habrá querido significar, por ejemplo, que pueden existir

especies de un solo ejemplar? Teóricamente, no es imposible. Puede tratarse también

de una suerte de “tiro por elevación”, para él no entremezclarse en (ni contaminarse

con) las discusiones bicentenarias acerca de cómo calificar y clasificar las

experiencias sociales llevadas a cabo por los jesuitas en sus Misiones de América.

Esto también es posible como explicación. En un libro de reciente publicación, su

autor chileno Fernando Mires nos recuerda que fue moda prolongada discutir en

Europa esa temática, y al respecto dice:

El mito de los “estados independientes” tiene su origen en las apologías de la

obra jesuita, especialmente las surgidas de aquel esnobismo intelectual que

acompañó en Europa a los procesos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX.

En ese período fue casi una moda interesarse por los jesuitas del Paraguay o,

como dice M. Fabbinder [en su libro Der Jesuitstaat in Paraguay], “se vio en

Paraguay el cumplimiento de un ideal que en Europa no podía imponerse”.17

Hay coincidencia entre esa apreciación citada de Maria Fassbinder y la visión de

Foucault. No pretendo reflotar, ni inmiscuirme en, aquella discusión que creo que,

para los europeos, está absolutamente cerrada (ver próxima Nota 40). Entre nosotros,

en cambio, me parece que la discusión, entendida ésta como “análisis detenido”, se

frustró cada vez que fue iniciada por algún autor. Aquí no procuraré tampoco dar

respuestas; solamente me interesará retornar a la existencia algunas preguntas, y situar

algunos problemas.

Como es sabido, los distintos autores han construido a lo largo del tiempo, con

sus diversísimas interpretaciones, un espectro de opiniones. En un extremo:

comunidades sojuzgadas; en el otro: comunidades ejemplares. En el medio, casi todas

las variedades y variaciones de clasificación y calificación imaginables; incluso

híbridos lógicamente insostenibles. Es suficiente que me atenga a unos pocos autores

23

latinoamericanos para que el lector reciba la impresión de que nos encontramos ante

un conjunto de lecturas e interpretaciones que semejan los resultados de múltiples

tests de Rorschach. No obstante la dificultad, me detendré más en señalar algunos

silencios y puntos ciegos, algunas parcialidades y críticas por amor al criticismo, que

en elaborar diagnósticos que lleven a la exaltación o a la depresión.

Vimos más arriba a Mariátegui considerando que el comunismo agrario del ayllu

fue aprovechado por los jesuitas para sus fines, tanto en Perú como en México y en

Paraguay. También expresaba el autor peruano que esos núcleos de producción por

ellos creados asociaban los factores religioso, político y económico para lograr sus

objetivos de colonización, no de conquista. Por otra parte, tenemos que el mismo

autor antes citado, Mires, de algún modo primero atenúa y luego diverge de esta tesis

mariateguiana al escribir:

Parece estar claro que las formas de producción originadas en las reducciones

también estaban condicionadas por realidades contenidas en las propias

comunidades indígenas, basadas en el colectivismo agrario y dirigidas por

despóticas autocracias. Por cierto, sería un abuso decir que los jesuitas

gobernaron las reducciones del mismo modo que lo hicieron los incas en el Perú,

como una vez sostuvo, por ejemplo, el abate Reynal [aquí Mires no hace

referencia a Mariátegui sino a Paul Lafargue, yerno cubano de Carlos Marx que

investigó el tema en un libro titulado, curiosamente, igual que el de Fassbinder:

El Estado jesuita en Paraguay], pero también es evidente que entre el tipo de

economía practicado en las reducciones y los que primaban entre los indios

antes del período de conquista, hay una gran cantidad de elementos comunes (p.

247).

Desde luego, las comunidades jesuitas no fueron socialistas como muchos

autores lo han creído. Tampoco fueron paraísos terrenales o idílicos puntos de

encuentro entre los naturales y la civilización, como pensaron algunos

iluministas franceses. Fueron, sin duda, autoritarias y despóticas. Y no podían

sino serlo porque, mal que mal, los jesuitas también eran conquistadores (p.

286).

Mientras Mariátegui se detuvo expresamente en resaltar que “tal vez las únicas

falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España fueron las misiones de

jesuitas y dominicos” –incluyendo implícitamente aquí a Bartolomé de las Casas 18

y

a sus antecesores y contemporáneos dominicos, como Montesinos−, tenemos entonces

otros autores que sostienen lo contrario: las empresas jesuíticas en América no

habrían sido otra cosa que maniobras de conquista por otros medios, tal como

pensaban incluso muchos caciques guaraníes que se resistían a ser “reducidos”. Así

también lo ve Leopoldo Lugones en su célebre libro El Imperio jesuítico, 19 publicado

en 1904: “Salvo algunos detalles externos que hacían odiosa a la conquista laica, la

conquista espiritual [de los jesuitas] fue idéntica en esencia. […] Uno y otro

conquistador imperaron sobre el indio […] y éste, con rigor o con dulzura, fue

declarado incapaz” (p. 234).

En este fenómeno exclusivamente americano hay un punto central que parece no

quedar claro. Considero que es insuficiente explicar –como hicieron de algún modo

coincidentemente Mariátegui y el abate Raynal– los resultados sociales, productivos,

culturales de las Misiones apelando fuertemente a la preexistencia de un fundamento

establecido (o aprovechado) por los incas para configurar su comunismo agrario. En

24

México no existía el ayllu, y en Paraguay habría en todo caso que mostrar primero que

se dio, en tiempos prehispánicos, una difusión del comunismo agrario de origen

andino hacia las etnias guaraníes del llano. En esa hipotética investigación, hasta

podría descubrirse que su desarrollo se dio a la inversa.

Si bien no soy proclive a englobar mi pensamiento con esquemas evolutivos

lineales ni a suponer que haya una correlación necesaria entre el comunismo

altamente avanzado del ayllu y formas diversas de “comunismo primitivo”, tampoco

me resisto a razonar más allá de mi subjetiva proclividad. Me ha sucedido de pensar al

revés, o sea, de representarme exactamente lo opuesto de una tesis que venía

sosteniendo, y acertar. Desde el Caribe hasta el Río de la Plata, la diversidad guaraní

mostraba, al arribo de los jesuitas, formas más “primitivas” que otras de comunismo

agrario tanto en los grupos que formaban como en sus comunidades e incluso en sus

sociedades urbanas –que las hubo, y varias−. Probablemente las de comunismo menos

“primitivo” eran todavía tan plásticas en el año 1600 como para favorecer una

modelación hacia formas nuevas de organización colectivista. En cambio el ayllu,

institución acaso ya centenaria o milenaria en el mundo andino al tomar el poder el

linaje de los Incas, tenía características más consolidadas o fraguadas.

Si más arriba he calificado de “central” a este punto es porque el Pueblo o la

Patria Grande que estamos constituyendo necesita esforzarse por lograr su

autoconocimiento, el conocimiento de las leyes de su desarrollo, las que definen la

fórmula de su vida: Cuando hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro y

deba quedar, entonces habremos dado un inmenso paso de emancipación y desarrollo,

porque un pueblo es civilizado por la conciencia profunda y reflexiva de los

elementos que lo componen; es civilizado cuando posee la teoría y la fórmula de su

vida, la ley de su desarrollo (J. B. Alberdi).

Creo ver aquí, en las dificultades que crean estos planteos y en sus apasionantes

consecuencias, sólo una de las razones por las que todavía, ochenta años después del

genio e ingenio de Mariátegui, entre nosotros se encuentra tan depreciado el estudio

de la variante socialista de desarrollo social y productivo llevada a cabo por guaraníes

y jesuitas. Variante que, hasta donde hoy sé, recibió de parte de Marx un clamoroso

silencio –a pesar de que todo hace pensar que no era desconocida ni por él ni por sus

tres yernos libertarios−. Quizás otra razón es que las nuevas generaciones ya no

aceptan recaer en las viejas polémicas donde los agonistas creían lucirse

entrechocando ideologías con fervor libidinal.

Respecto de ese brumoso problema teórico, a mi juicio es menos lógico aunque

más ajustado plantearlo con un añadido; complementarlo con una explicación como la

unidimensional de Lugones, cuando dice que

los jesuitas tomaron por tipo de organización social a su propio instituto, basado

como sobre un triple cimiento, que da ya el plano del edificio, en tres principios

fundamentales: el comunismo, la autoridad absoluta y la renunciación de la

personalidad;20

pero los resultados hicieron comprender bien pronto [¿?] que

semejante estructura, eficaz para cuerpos pequeños y militantes, no era aplicable

a los pueblos (cursivas, mías; pp. 227 y 228).

Conociendo la personalidad de Lugones, zigzagueante, no llama demasiado la

atención que en otros pasajes de su mismo libro se contradiga al expresar que las

Misiones rindieron notables éxitos, tal como también han sostenido Jorge Abelardo

Ramos, J. C. Mariátegui e incontables autores más que no pretendieron hacer

25

apologías. Por ejemplo, dos páginas después de la anterior cita, Lugones “aclara” que

la eficacia (macrosocial) del imperio jesuítico no puede ser puesta en duda dado que

“la expulsión [en 1767] truncó la empresa en el momento de su logro definitivo” (p.

230).

Ese fue el momento en que el conjunto de las aproximadamente sesenta o

setenta Misiones de Sudamérica, gobernadas directamente por menos de un centenar

de misioneros, envolvía en total unas ciento cincuenta mil (150 000) personas. Según

estimaciones diversas de los diferentes autores, alrededor de 1750 la población

oscilaba entre 100 000 y 200 000 “indios reducidos”. Sea como fuere, de todos

modos el orden de magnitud de cualquiera de esas cantidades adquiere significación

actual si se considera que representa la cuarta parte, el 25%, de toda la población del

Virreinato del Río de la Plata, el cual, cuando se instituyó, incluía lo que actualmente

es Bolivia, Paraguay, Argentina, Uruguay y algo más (que quedó para Brasil y Chile).

Menos de un centenar de misioneros para toda esa población da una relación de uno

cada dos mil guaraníes: ¿nos imaginamos a los diez millones de argentinos hoy día

más sumergidos, más perseguidos y sin futuro, dándose a sí mismos, con la confianza

depositada en cinco mil coordinadores preparados, un nivel y una calidad de vida

sobresalientes y casi incomparables con los del resto del país? He aquí la dimensión

de la empresa que se malogró, como expresa Lugones, “en el momento de su logro

definitivo”, en el momento de la expulsión de los organizadores.

Si tomamos en cuenta que cada una de las Reducciones o comunidades urbanas

era gobernada por dos curas, y a veces sólo uno, viviendo aislados entre 3000-4000

guaraníes, y que en los 150 años que duró toda la experiencia −podemos decir: la más

longeva del socialismo intencional, deliberado– los conatos de alzamientos internos

fueron excepcionales, ¿es verosímil suponer o inferir que la constitución de las

Misiones fue obra de “despóticos autócratas”?21

La comunidad que alcanzó a contar

con mayor cantidad de habitantes (superando los 6000) era la llamada “San Miguel”;

fue dirigida durante casi una década, la última del siglo 17, por un único misionero, el

bávaro Adan Antonio Böhm.

En verdad, las Misiones tuvieron principalmente opositores y enemigos externos

a ellas: los encomenderos de la conquista “laica”, los bandeirantes o piratas de Brasil

cazadores de esclavos, (esporádicamente) los “indios irreducibles” y, al final, el rey de

España Carlos III junto a su consejero y ministro conde de Aranda. Las evidencias

indican que éstos fueron sin duda los enemigos visibles. En el próximo capítulo

conjeturaré algo más dudoso: quiénes pudieron haber sido los enemigos invisibles que

colaboraron en la creación de ese puzzle histórico que fue la extinción catastrófica de

la obra conjunta de nativos y jesuitas.

Es un espectáculo por lo menos curioso ver a ciertos hermeneutas de la historia

hacer malabarismos conceptualistas cuando los hechos no entran enteros en sus

creencias o cuando esos hechos remecen los paradigmas que ellos trasuntan.

Prestemos atención a los conceptos que parecen entrecruzarse en los siguientes

párrafos, pero que en rigor van por carriles de diferentes niveles –pertenecen al mismo

libro del cual anteriormente transcribí las citas de páginas 247 y 286, y las cursivas

son mías:

Parece no haber dudas de que el régimen político instaurado por los jesuitas en

sus misiones era de carácter despótico y, por cierto, en un doble sentido: porque

se basó en formas de despotismo existentes entre los indígenas y porque

introdujo formas típicas de despotismo religioso-medieval. Debe ser dicho, sin

26

embargo, que siendo un despotismo –que por definición no excluye la fuerza−

apuntaba, a la larga, a generar ciertas formas de cogobierno en las reducciones

(p. 255).

En muchas reducciones los jesuitas practicaron una suerte de despotismo que

duraba hasta el momento en que la “sociedad” de cada reducción se encontraba

internamente articulada. Así, pasada la fase despótica comenzaba a

desarrollarse otra que podríamos denominar de autorregulación (p. 285).

En este contexto histórico, ¿no llaman la atención términos como “cogobierno” y

“autorregulación”? ¿En qué marco que no sea uno “posmodernista” se puede primero

enfatizar el despotismo para, acto seguido, diluir lo afirmado mediante una suerte de

teleología democrática y un evolucionismo con tendencias libertarias en “fases

posteriores”? ¿Tendríamos entonces que las Misiones fueron experiencias

conceptualmente tan complejas que sólo pueden ser abarcadas con una polifonía de

voces desafinadas –tales como “dictadura”, “cogobierno”, “despotismo autocrático”,

“democracia tutelada”, “autorregulación”, “etapas de desarrollo”, “explotación”,

“(inclasificable) comunismo”, etc.?

No se sorprenda el lector; hay más. También aporta a esta indigesta circularidad,

con carácter notablemente improductivo, Paul Lafargue (1842-1911), aquel yerno

cubano de Marx casado con su hija Laura, quien en su libro ya citado trata de

demostrar que las Misiones tenían más elementos en común con el capitalismo que

con el socialismo. Hace también malabarismos para demostrarlo, los cuales, en su

caso, traslucen un fondo proudhoniano. Con otro trasfondo, parecida es por momentos

la posición del argentino Lugones, quien al advertir que no todo es “igualdad” ni

“despotismo” en las Misiones, adjudica a los jesuitas, para variar un poco, rasgos

capitalistas, y también mercantiles y modernos, como por ejemplo en este pasaje:

La Compañía de Jesús […contenía] en su fondo el escepticismo utilitario, que

con tal de llegar a su fin no repara mucho en los medios. [Pero] este modo de ver

las cosas no fue, como el fanatismo anticlerical ha pretendido, una especialidad

jesuítica. Su esencia está en la misma forma de la civilización comercial que

empezaba, iniciando a la vez nuevos conceptos morales [que se podrían

condensar así:] la indiferencia perfectamente moderna ante las consecuencias

morales de la propia actitud (pp. 55 y 56).

¿Estamos ante un hueso duro de roer para las respectivas ideologías; ante un misterio;

ante un intríngulis que cortocircuita los aprioris? A lo mejor deberíamos empezar por

el final. Como tantos otros autores en sus respectivos momentos de los últimos 240

años, Mires dice: “Para muchos autores, la expulsión de los jesuitas de las colonias

resulta todavía [en 2006] un misterio” (p. 286). A pesar que a veces puede saber agrio

comulgar con ideas de Lugones, creo que una parte de este misterio de la expulsión es

develada por él cuando en su estudio sobre el imperio jesuítico se preguntaba qué

hubiera sucedido de continuar semejante imperio con su organización social y

productiva comunista durante los años de la Independencia. Se responde a sí mismo

que ello habría sido perjudicial para la “América libre”, puesto que aquel sistema

económico era antagónico con la Independencia, la cual tenía un carácter

individualista, con sus anhelos más de libertad que de igualdad y con deseos de

engrandecimiento personal por el trabajo. Llega incluso a decir que “el triunfo del

sistema jesuítico habría implicado la perpetuación de la Edad Media” y, en otros

27

párrafos, que “aquel socialismo de Estado, más despótico que un imperio oriental […]

erró el camino al no comprender que el comunismo perpetuaba el ideal social de la

Edad Media” (¡?), y además que todo ello resultaba antagónico no sólo con la

Independencia sino también con “el capitalismo desarrollado como un fruto de la

riqueza que acumularon, en poder de la burguesía colonial, la explotación del

proletariado y los contrabandos” (pp. 225, 232, 237). 22

Esta última afirmación del autor argentino es como mínimo capciosa, insidiosa.

Lugones no registra que a pesar de su deterioro y decadencia casi absoluta, en el

primer cuarto del siglo 19, hasta 1823 (o sea, hasta 56 años después de la expulsión),

la estructura organizativa de las Misiones fue reflotada por los guaraníes acaudillados

por Andrés Guacurarí, quienes la reavivaron en el contexto de la Confederación

impulsada por Artigas –donde “los últimos eran los primeros”−, tan fieramente

combatida desde Buenos Aires y desde el exterior. El mundo parecía marchar en

sentido contrario, sin embargo el indio Andresito “volverá a recomponer y vivificar,

por el papel fundamental que jugaba en su pueblo, las formas organizativas de las

viejas Misiones guaraníes. Este es un problema central que los historiadores tampoco

mencionan: […] el autogobierno de los indios bajo el Comandante Andresito, en el

seno de la Confederación artiguista […que] organiza los yerbales y las estancias,

administrados por los cabildos de indios que vuelven a funcionar regularmente”.23

No obstante, terminemos de complementar aquel “develamiento” lugoniano que,

por parcial, oculta. Sería hoy ingenuo no considerar, además del (justificatorio)

“espíritu de los tiempos”, la presencia, tras las bamboleantes bambalinas de la

historia, de los grandes y más globales intereses capitalistas que, sabemos,

estimularon y hasta determinaron las acciones “emancipatorias”. (Si bien hasta ahora

no contamos con información “desclasificada” que verifique esa presencia fantasmal,

la ausencia de firmes pruebas nunca fue ni será una prueba firme de ausencia). Así

alertados, suena menos chirriante explicar el misterio histórico de la expulsión de los

jesuitas partiendo de la suposición de que, en ciertos centros de Europa, se digitó una

suerte de Recontrarreforma orientada a defenestrar al Imperio (¿Confederación?)

colectivista de estas tierras, para evitar que sus robustos, pujantes y replicables logros

llegaran a obstaculizar el desarrollo capitalista, ya maduro en la década 1750-1760

para su expansión mundial.

Pero antes de pasar a cuestiones más abstrusas aun, hagamos hablar a algunos

actores directos de aquella (nebulosa) experiencia etnopolítica. Proveniente del Tirol y

junto a otros 44 misioneros de casi todos los países de Europa, en abril de 1691 arriba

al puerto de Buenos Aires el Padre Antonio Sepp von Rainegg o von Rechegg (1655-

1733) para hacerse cargo de una de las Misiones. Remonta en balsa el Río Uruguay y,

días antes de alcanzar, más allá de los saltos del río, la primera Reducción (“Santa

Cruz” o “La Cruz”), mantiene un diálogo a través de intérpretes con un grupo de jaros

–parte de la etnia guaraní− que se hicieron notar mediante vivas señas desde la costa:

−Durante todo el día acompañamos la embarcación de ustedes. No nos

hubiéramos aparecido si no veíamos Padres en ella. Los Padres no cazan a los

indios.

−¿Por qué acuden a mí? ¿Qué quieren preguntarme?

−Hace ya mucho tiempo que esperamos un Padre blanco. ¡Ninguno llega hasta

nosotros!

−¿Por qué no van ustedes al sitio en que el Padre vive con los indios?

28

−Es muy lejos … más allá de las aguas que caen. Los indios de ahí arriba son

nuestros enemigos.

−Con el Padre blanco, los indios no son enemigos de ustedes. ¿Quién quiere

venir en la balsa y llegar hasta allí?24

Probablemente ese grupo de jaros no quería abandonar su tierra, o ellos no estaban

aún preparados para seguir al Padre Sepp. Si bien ninguno embarcó, el diálogo aquí

trascripto evidencia el pensamiento de los nativos, no el de europeos o americanos

difamadores puestos en su lugar: las súplicas por pertenecer a alguna Misión eran

espontáneas en ciertos grupos. Además, ello manifiesta que al menos entre esos

grupos la “libertad individual”, el “crecimiento o engrandecimiento personal”, la

“democracia”, el “paternalismo” o el “despotismo autocrático” de los jesuitas no eran

valorados del mismo modo que después lo han hecho los Lugones, los Mires y tantos

otros sentenciosos intérpretes de una experiencia notable de la historia universal que

cayó abruptamente de la civilización a la barbarie.

29

IV - DESENMASCARAMIENTOS En el estado actual de la historia, todo escrito político

sólo puede confirmar un universo policíaco.

Roland Barthes

Habitualmente se reconoce que el imperio capitalista británico comenzó a ser

construido a partir de dos acontecimientos: la instalación en 1615 del primer puesto

comercial inglés en India, y la llegada a Massachusetts de los Peregrinos

(expedicionarios del Mayflower) en 1620, punto de partida del posterior desarrollo de

los Estados Unidos. Pero mucho menos a menudo se recuerda que casi

simultáneamente también se inició la construcción (1610-1620) de lo que con el

tiempo llegaría a ser el imperio socialista jesuítico en Sudamérica. Ambos desarrollos

históricos no sólo deberían ser vistos como nacidos al mismo tiempo y coexistentes

durante 150 años en paralelo; también deberían ser correlacionados entre sí y con la

guerra de treinta años (1618-1648) que mantuvieron en Europa católicos y

protestantes, y que ganaron estos últimos. Sugiero además que ambos proyectos de

desarrollo podrían ser concebidos como paradigmas opuestos (capitalismo-

socialismo) que ya tempranamente, en el arranque de la era moderna, se escindieron

y entraron en colisión (¿a veces en colusión?), y cuya relación hostil marcó, durante

cuatro siglos, toda la era. Más aun; es en esa temprana división de paradigmas donde

sería posible basar el origen de la dualidad propia de la modernidad: justamente,

recién pocos años después de la escisión, ésta fue reflejada en el plano de las ideas por

la filosofía de Descartes ─quien contemporáneamente, entre 1606 y 1614, cursó

estudios en el Colegio Jesuítico de La Flèche, donde debía tener entonces fuertes ecos

la cuestión.

Para la voluntad de expansión capitalista de principios del siglo 18, un conjunto de

formas productivas socialistas, de desarrollo autosuficiente, era un obstáculo serio y

un ejemplo peligroso –tal como siguió siéndolo siempre−.25

Añádase que la poderosa

orden jesuítica, al igual que el capital, no conocía patria, teniendo por tanto ambos una

pareja superioridad sobre los gobiernos locales en cuanto a la unidad de su acción y a

la multiplicidad de sus medios. Deberíamos mudar la perspectiva y observar que el

enfrentamiento se daba entonces, en la primera mitad del siglo 18, entre dos poderes

antitéticos aunque de envergaduras mundiales conmensurables entre sí; ambos en una

guerra enmascarada, en una “guerra fría” durante décadas (y tal vez durante siglos si

consideramos al Paraguay del Doctor Francia y de los López resabio del imperio

jesuítico en la medida que éste fue causa inteligible del altísimo desarrollo industrial

alcanzado por ese país hasta 1866).26

La independencia de Paraguay se declaró menos de cincuenta años después de la

expulsión de los jesuitas del territorio de ese país y del actualmente argentino. A pesar

de la correspondiente pérdida de oficios y de know-how de la población durante todas

esas décadas –algo análogo y resonante, no idéntico, a lo que más recientemente

sucedió en Argentina entre 1966 y 2003−, después de la hermética e intransitable

“nueva muralla china” establecida por el Doctor Francia tanto en lo económico como

en lo cultural, a partir del acceso al poder del Dr Antonio Carlos López el Paraguay

logró en muy poco tiempo recuperar los conocimientos técnicos parcialmente

olvidados, movilizar al pueblo y remontar así la desindustrialización deliberadamente

provocada con la disolución del reino jesuítico y sólo fragmentaria y transitoriamente

30

sostenida por el Comandante Andresito, quien forma o debería formar parte de nuestra

historia oficial conjunta dado que, en 1815-16 fue Gobernador de la provincia de

Misiones y, entre 1818 y 1819, Teniente Gobernador de la de Corrientes.

En su apogeo, el reino o el Estado jesuítico abarcaba una zona de influencia que

sólo en Sudamérica llegaba a 400 000 km2, superficie equivalente a la totalidad del

Paraguay actual. De hecho, el “incendio” comunista de nuestras tierras no se extinguió

de una sola vez: numerosos fueron los focos de fuego que se reavivaron durante casi

un siglo. Como expresa sucintamente Lugones: “el régimen jesuítico se prolongó en

el Paraguay hasta 1823, entrando los indios desde entonces a trabajar por cuenta del

Gobierno, pero conservando la organización comunista. Ésta fue abolida por el

general López [recién] en 1848”.27

* * *

Las Misiones de Sudamérica no se concentraron únicamente en los territorios

ocupados por el imperio español. En Brasil tuvieron su despegue y con el tiempo

alcanzaron un desarrollo de tal magnitud que llegaron a constituir importantes núcleos

de actividad económica. Éstos determinaron en algunas regiones, durante más de un

siglo, las pautas de intercambio entre blancos y nativos –y no sólo las económicas–. A

diferencia del imperio español, el portugués estaba englobado en la órbita del imperio

británico desde mediados del siglo 17. Dada esta larga continuidad, la historia del no

fragmentado Brasil permite indagar con menos dificultad hasta qué punto la expulsión

de los jesuitas afectó el desarrollo social y económico del subcontinente. Es en el

interior de esa continuidad histórica brasileña donde más contrasta la discontinuidad

de las empresas jesuíticas y donde mejor resulta posible advertir –tal como expresa

Halperín Donghi en Historia contemporánea de América latina– “la presencia de

fuerzas centrífugas que fueron en Brasil, acaso, tan poderosas como en

Hispanoamérica”.

Según ese autor, en Brasil “la orden jesuita era la más poderosa: su predominio

era aun mayor que en Hispanoamérica”. Por ejemplo, en el extremo norte de

Marañón, la actividad económica vivió dos etapas bien diferenciadas. “En la primera

(dominada por las misiones de los jesuitas), la actividad económica principal era el

comercio de trueque con las poblaciones indias de la hoya amazónica”. Este comercio

“ha sido cronológicamente la primera de las formas de explotación económica de

Brasil: la exportación de maderas, algo de oro y piedras preciosas, obtenidas todas por

trueque con la población indígena”. La segunda etapa comienza con “la expulsión de

los jesuitas [en 1759] y la organización de compañías comerciales inspiradas en la

política de Pombal, el ministro del despotismo ilustrado portugués, [que] favoreció

–en compensación de la pérdida del comercio amazónico– una agricultura sobre todo

del algodón”, cuyo consumo por entonces había aumentado en la fábricas textiles

inglesas de la revolución industrial. Esas compañías comerciales fueron privilegiadas

por José Carvalho, el marqués de Pombal –adversario declarado de los jesuitas, tal

como lo fue también su paralelo, el ministro del despotismo ilustrado español conde

de Aranda (Pedro Pablo Abarca y Bolea)–, hasta el punto que, (i) los productos

ingleses pagaban en Brasil tasas aduaneras menores que los importados desde el

centro político, Portugal, y (ii) los comerciantes del centro económico, Gran Bretaña,

fueron liberados de la jurisdicción de los tribunales comunes brasileños, para gozar, a

la manera de los mercaderes europeos en Medio Oriente, de las ventajas de un tribunal

especial sólo para ellos.

31

Al mismo tiempo, en esta segunda etapa los productos brasileños de exportación

sufrieron un fuerte retroceso. Según Halperín, “la prosperidad de Brasil al comienzo

del siglo XIX esconde mal los profundos desequilibrios de un país que ha perdido

sucesivamente su núcleo azucarero [...] y su nuevo núcleo minero (mucho más

rápidamente borrado a partir de 1770). [...] A mediados del siglo XVIII se ha dado el

apogeo del Brasil del oro, con casi cinco millones de libras como valor total de las

exportaciones en 1760; quince años de decadencia conducen a un nivel de tres

millones en 1776”. Esta pérdida de núcleos productivos y extractivos, y su reemplazo

por nuevas necesidades de commodities de la metrópoli económica, es lo que hoy se

conoce como integración a la economía mundial. Brasil se adaptó a ésta muy

tempranamente; su oro, que en la primera etapa de acumulación de capital británica

resultaba casi imprescindible, después de pocas décadas fue desestimado: “De

comienzos del siglo XVIII es la total integración de la economía portuguesa en el

área británica: aun más que la plata hispanoamericana, el oro brasileño encuentra en

su metrópoli política [Lisboa] sobre todo un lugar de paso, y los historiadores de

Brasil, en la huella de Luzio de Azevedo, no dejarán de señalar en él [el oro] a uno de

los estímulos [sic] de la revolución industrial inglesa”.

De lo anterior surge que la orden jesuita, para llevar a cabo sus propios designios,

utilizaba al imperio portugués y también al español como “Estados-paraguas”. Un

Estado dentro de Estados que, evidentemente, fue “víctima de sus éxitos más que de

sus fracasos”. Se desprende además que la relación (de oposición) existente entre el

imperio inglés y la Compañía de Jesús resulta independiente del hecho de que las

Misiones operaran en territorios de un imperio aliado del británico o de uno

adversario de éste. “Acaso por eso su expulsión en 1759 fue seguida [en Brasil] con

indiferencia, en tanto que en la América española [la expulsión] iba a figurar, aun

luego de 1810, en más de una de las listas de agravios elevadas por los insurgentes

contra el poder regio” (todos los entrecomillados anteriores corresponden a op. cit.,

pp. 61 a 66).

A setenta años de iniciado el proyecto político y económico de la Compañía de

Jesús en Sudamérica ya existían indicios de que las Misiones establecidas en

territorios de ambos imperios tendían a ocupar regiones contiguas, a ambos lados de

las no muy definidas fronteras, y a unificarse en la “tierra de nadie” que era la zona

amazónica, particularmente en las vitales líneas de comunicación constituidas por los

grandes ríos. Dice Magnus Mörner al respecto:

Desde el altiplano andino, los jesuitas avanzaron hacia el Amazonas central: la

misión de Maynas, al oeste del río Napo, iniciada tiempo atrás [hacia 1665], fue

ampliada, en la década de 1680, por la misión de Omagua, por medio de la cual

los españoles habían tomado posesión de la región, prácticamente hasta el río

Negro; sobre los afluentes del río Madeira –los ríos Guaporé, Mamoré y Beni–, se

establecieron nuevas misiones, destinadas a los indios mojos [Moxos]. Desde

Belém do Pará y São Luiz de Maranhão, comenzaron a llegar misioneros de

Brasil, casi todos jesuitas, que avanzaron hacia el poniente hasta encontrar, en la

década de 1680, a sus colegas españoles establecidos al oeste del río Negro, y

siguieron el Madeira aguas abajo. Hacia fines del siglo, la pugna política entre los

españoles y los portugueses por las enormes extensiones de tierra alrededor del

Amazonas central –en la que las líneas de comunicación constituyeron un factor

decisivo–, alcanzó su punto culminante (Mörner; 1985, pp. 79 y 80).

32

Y este mismo historiador añade treinta páginas después, en sus conclusiones, algo

muy importante para nuestros análisis:

Siempre ha sorprendido a los observadores, aun de diferentes períodos [acaso se

refiere a historiadores como Cardiel, Charlevoix, Lozano, Peramás], que las

inapreciables contribuciones nacionalistas aportadas a la causa de España y la

América hispánica en su conflicto con el imperio portugués, hayan sido obra de

los miembros de la internacional Compañía de Jesús. En general, sólo es posible

explicar este fenómeno suponiendo que constituía una etapa en el intento jesuítico

de crear un “estado jesuítico” dentro del territorio español o bien en su propósito

de asumir el control económico y político de todo el continente (p. 111; cursivas,

mías).

Ejemplos de esas “inapreciables contribuciones nacionalistas a la causa de España”

son, en nuestra secularmente codiciada (por portugueses e ingleses) región del Plata,

las fortificaciones construidas por guaraníes (formados por jesuitas) en Buenos Aires,

Colonia, Montevideo, como así también las numerosas veces que bajaron, desde las

Misiones paraguayas –a pedido de las autoridades civiles–, milicias fuertemente

armadas y bien entrenadas de fieros y aguerridos abipones, lules, jaros, etc. Ya

durante la década de 1640 las Misiones del Paraguay –a diferencia de las del Maynas,

Moxos y Chiquitos– dejaron de solicitar al Virreinato apoyo de tropas y de pertrechos,

y suministraron en cambio ayuda militar a los españoles cada vez que éstos la

pidieron. Por ejemplo, sin la decisiva intervención de tres mil (3000) soldados

guaraníes que bajaron desde las actuales tierras de Paraguay, Corrientes, Misiones

–con 1500 caballos, abultadas provisiones y más de 500 armas de fuego–, al mando de

tres caciques (Coretú, Capiy y Amandau), hubiera sido imposible desalojar a los

portugueses, en la noche del 7 de agosto de 1680, de la base que dieron en llamar

Nova Colonia do Sacramento, frente a las costas de la pequeña aldea de Buenos Aires

–que 58 años después sólo tendría 4436 habitantes, o sea, menos población que una

única Misión jesuítica–. A partir de entonces quedó claro para los imperios europeos

que, en toda América, incluida América del Norte, no existía ejército mejor entrenado

que el formado por los guaraníes. Para peor, en la década siguiente el padre Antonio

Sepp descubrió hierro en los suelos de su Misión, hizo hornos de fundición y con el

metal así obtenido logró que no sólo se fabricaran palas, ejes y arados.

* * *

La pregunta que

retrospectivamente se alza, es: ¿En qué medida intervino el

capitalismo-fase-imperial-inglesa en la redacción del decreto que el rey Carlos III

firmó el 27 de marzo de 1767 para la expulsión de los jesuitas –en acción simultánea

en toda Sudamérica– y en el cual tomó parte activa su ministro y consejero Abarca y

Bolea, conde de Aranda, quien por entonces se desempeñaba además como Gran

Maestre de la masonería en España?28

Queda como tema pendiente para historiadores

desenmascarar ese trasfondo y averiguar cuál pudo haber sido la “contribución” del

capitalismo inglés –al margen de la moral protestante weberiana, naturalmente− a la

campaña de propaganda y a las intrigas contra la Compañía de Jesús en las cortes y

los cleros europeos. Tan temprano como en 1741 existió en los círculos comerciales

británicos un plan presentado al gobierno para liberar las colonias españolas, no así la

portuguesa, de Sudamérica (Almirante Vernon dixit; en John Street, 1967).

33

Vislumbrar aquellas “contribuciones” es condición para suponer que los capitalistas

debían prever entonces la posibilidad cierta de que un imperio rival se ampliase y

evolucionase hacia modos de producción no capitalista, autocentrado, autosustentable,

con un fuerte carácter tecnológico y socialista. Desde la perspectiva del capitalismo

más progresista de la época, la liberación de las colonias españolas debía ser

fundamental para su propia evolución económica: dado que Portugal había sido

consuetudinariamente probritánico, toda América latina, incluido Brasil, podía de ese

modo (dicho esto casi sin ironía) dejar de ser guarida de piratas para transformarse

progresivamente en residencia de contrabandistas.

Ciertamente, este tema merece una discusión y un tratamiento teórico serios, pero

que desbordan los marcos de este libro. No obstante, yo pregunto: ¿Qué nos impide

suponer hoy que los capitalistas del siglo 18 eran capaces de prever la posibilidad de

que las Misiones jesuíticas en América, dejadas en libertad, no reprimidas, con el

tiempo tenderían a ampliar peligrosamente su imperio para, en definitiva,

transformarse en un factor negativo de fuste que llegaría a bloquear la expansión del

capitalismo en nuestro continente?

En la actualidad nuestro entendimiento ya no está velado por el prejuicio teórico

de que “el socialismo es (necesariamente) una fase ulterior del capitalismo”, prejuicio

del que incluso empezó a desembarazarse el último Marx aun antes de que las

revoluciones socialistas del Tercer Mundo lo hubieran demolido empírica e

inconcusamente.29

Si hoy día, ya sin tamaños prejuicios históricos, nos

representásemos un cuadro con las decenas de experiencias socialistas evolutivas,

socialistas revolucionarias y anarcosocialistas conjuntadas (dado que sólo un loco

podría pensar seriamente que “el anarquismo debe ser concebido como una fase

ulterior del socialismo”) que se iniciaron y plasmaron a partir del siglo 17 –e incluso

antes, considerando la experiencia del incario y, por qué no, la del imperio chino

hacia el año 1070–,30

casi con seguridad llegaríamos a la conclusión de que existen a

veces mayores divergencias entre algunas de las diversas formas socialistas del siglo

20 que las que se dan entre ciertas revoluciones recientes y las experiencias

sesquicentenarias de los guaraníes en los siglos 17 y 18. Evidentemente, la mayoría

empírica de los componentes de ese hipotético cuadro que imagino constituyen

formas de pasaje al socialismo que no cumplieron pasos previos por formas

capitalistas maduras o incipientes. En un pequeño país asiático, al pie del Himalaya,

se viene dando desde hace años una experiencia de tipo socialista que es lo

suficientemente “anómala” como para que ella pueda ser comparada con las

organizadas por los jesuitas en Sudamérica: en Bután tenemos el caso de un estado

gobernado por un rey marxista con elevada conciencia ecológica y con aparentemente

llamativa tolerancia religiosa.

¿Cómo resistir a la tentación de reorientar lo que ha ocurrido a la luz de lo que ha

ocurrido después? La primera expulsión de los jesuitas fue decretada en 1759 por el

rey José de Portugal; tres años después hizo lo propio el rey de Francia –en ese

momento, allí era secretario de la embajada británica David Hume, el inglés filósofo

para quien Carlos III aparecía como “el rey más excelente con que la Providencia ha

favorecido a España en los tiempos modernos”−. No es necesario adentrarse en los

pormenores de cada tramo histórico para que resalten las fuertes semejanzas que se

manifiestan cuando comparamos los movimientos globales de pinzas desplegados

entre 1758 y 1767, con los procedimientos e intrigas también globales ejecutados

entre 1978 y 1987, y que condujeron a la desestabilización y decapitación de la URSS.

El rol jugado por el Vaticano en este último proceso resultó igualmente decisivo; la

34

elección de un Papa polaco que apuntara a hacer de la comunidad católica de Polonia

–junto al “formateado” Sindicato Solidaridad la cuña que dilataría las grietas que ya

venía insinuando el bloque soviético, es un hecho precozmente anticipado por el

mensuario New Internationalist y también precozmente publicado por la revista

argentina Mutantia.31

Brevemente, sugiero que el rey José de Portugal acaso fue, en su tiempo, una

pieza que cumplió idéntico papel de cuña en relación al bloque de la Europa católica,

el que también venía entonces manifestando grietas en estado de latencia, entre ellas

las discrepancias existentes entre regalistas, jansenistas y jesuitas –grietas que hacían

temer a algunos un nuevo cisma religioso−. El movimiento histórico alimentado

durante 150 años desde el Vaticano se discontinuó, volatilizándose así la “heterotopía

de compensación” que compensaba allá lejos, en un espacio ultramarino, el

autodesarrollo del propio espacio europeo. Una jugada que, a pocos años de hecha,

tendría consecuencias “sísmicas” no únicamente en América sino, sobre todo, en el

tablero de Europa.32

* * *

En 2010 se ha cumplido un doble bicentenario. Fue en 1610 que los jesuitas se

establecieron en Paraguay. A mi juicio, es hora que nos dispongamos a hacer un

balance que abarque toda nuestra historia, no solamente la etapa “independiente”. No

incluir en ella los acontecimientos anteriores a 1810 es algo peor que una parcialidad:

constituye una inconsciente falta de reconocimiento de que, hasta ahora, la

Independencia sólo ha sido una formalidad. De hecho, siempre conformamos la

periferia de algún centro, sea éste Cusco, Lima, Madrid, Londres o Washington. La

Revolución de Mayo aparece como ruptura o nacimiento sólo en las conciencias, y

especialmente en las posteriores. En los hechos ella no es comprensible tomando

únicamente en cuenta los cambios habidos en el centro (del imperio español); sí lo es

y mucho más si la consideramos como emergente y continuidad histórica de dos

realidades subterráneas amplias y no localizadas: Realidad Uno) las tensiones

existentes desde mucho antes en los virreinatos y, Realidad Dos) las fuerzas

expansivas del capitalismo en lucha a muerte contra todas las formas no capitalistas

de asociación.

Sin estas tensiones y fuerzas tampoco son comprensibles los extensos períodos

“perinatales” anárquicos que se repitieron como clones en el resto de los “países”

hispanoamericanos hasta mediados del siglo 19. Ya mencioné (en Nota 8) la rebelión

de los Comuneros del Paraguay que durante casi dos décadas desobedecieron a la

corona española a comienzos del siglo 18. Mutatis mutandis, es extensible al sur del

continente la siguiente rápida reseña que hizo Octavio Paz de las tensiones rupturistas

que se dieron en el virreinato de Nueva España:

La sociedad criolla tuvo aspiraciones separatistas desde su nacimiento pero sólo

hacia finales del siglo XVIII esas aspiraciones se manifestaron abiertamente. […]

Cuando los criollos comienzan a pensar en términos políticos, lo hacen bajo la

inspiración de los jesuitas [siguiendo por ende y seguramente el ideario de

Francisco Suárez: agrego yo]. La Compañía de Jesús se había convertido no sólo

en la educadora de la clase dirigente criolla sino en su conciencia moral y política.

[…] Los criollos y sus mentores jesuitas habían concebido el proyecto de un

Imperio de la América Septentrional. Esta idea, cuyos orígenes se remontan al

35

último tercio del siglo XVII, perduró en el Partido Conservador mexicano hasta la

mitad del siglo XIX. (Paz; 1983, pp. 54 y 55).

En el libro El silencio protagonista (Editoras: Laurencich & Numhauser; 2004) se

traslucen algunas de las tensiones subterráneas existentes aquí en el sur, en el

Virreinato del Perú. De algún modo esas tensiones son antecedentes, y revelan

semejanzas, de lo más arriba repasado por Octavio Paz en Nueva España y cuyas

resonancias también siguieron perdurando aquí en el sur hasta bien entrado el siglo

19.

Relevar y justipreciar la incidencia que tuvieron las Misiones jesuíticas en el país

que somos y en el que no fuimos,33

siempre fue una empresa con escollos cuasi

insalvables. Consciente de la dificultad que generaban, por eso Leopoldo Lugones,

entre tantos bandeos suyos, decía en su libro El imperio jesuítico −producto de una

investigación de campo en la que también participó Horacio Quiroga como fotógrafo:

Dando clericales y jacobinos por establecido que los jesuitas son absolutamente

buenos o absolutamente malos, el estudio de su obra no era ya una investigación,

sino un alegato; resultando así que para unos, las Misiones representan un dechado

de perfección social y sabiduría política, mientras equivalen para los otros al más

negro despotismo y a la más dura explotación del esfuerzo humano. ... Los odios

históricos, como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra

el infinito o contra la nada.

La audacia hoy no consistiría en colocarnos en un ahistórico e insípido punto medio,

sino en ser capaces de representarnos el reino, la república o el imperio jesuítico como

una trama implícita que dio sustento estructural, por primera vez en la historia europea

y americana, a la acción-en-concierto de masas desposeídas hasta lograr capacidad de

replicación o reproducibilidad social y organizativa. Esa trama, construida por

millones de acciones positivas reiteradas durante un siglo y medio –o si se prefiere,

para hablar biológicamente, durante diez generaciones, pudo haber alcanzado la

autoridad del prototipo: un conjunto articulado de “acciones paradigmáticas” que dan

nacimiento a, y sostienen en el tiempo, una nueva combinación de saberes, de

técnicas, de estilos operativos; y que, a pesar de haber sido frustrada y discontinuada

una y otra vez, continúa constituyéndose como trama a través de diversas aplicaciones

singulares hasta concretar, no por teoría sino por acumulación de empiria, un acervo

del general intellect (expresión de Paolo Virno tomada de Marx) o, si se quiere, del

inconsciente colectivo. La audacia consiste hoy en cocrear los marcos que permitan

pensar los arquetipos multiculturales e interraciales de la acción-en-concierto,

extraídos de las específicas experiencias históricas –o sea, la audacia estriba en hacer

historia historizante, una historia que se vincule a este presente en función de nuestros

rumbos futuros.

La gracia y la originalidad de Marx consistió en haber construido un relato, una

lectura estratégica que resultó funcional a la práctica política; no una mera “verdad

fiel”. Y lo hizo desde y para la mentalidad progresista europea de su época, a partir de

los argumentos que esa identidad tenía a la mano en aquel momento de ascenso

acelerado de la dominación capitalista. Como solía decir Simón Rodríguez, maestro

del joven Simón Bolívar, “aquí imitamos todo, salvo la originalidad”.

Más allá de la agradable efervescencia que desprende toda frase

autocontradictoria, en esa afirmación de Rodríguez resalta un contraste: el que se

36

produce al ver una autocrítica junto a un programa. O, mejor dicho, junto a un

metaprograma: el de aprender a captar y a practicar el espíritu de la originalidad. En

el tema específico de nuestra identidad continental, se trata de apuntar a una

construcción social que aún está en anteproyecto, en estado de potencia –y, como tal,

es la acción más creativa posible para un pueblo que se vislumbra a la vez unido y

dominado. 34

“La identidad es la conciencia, manifiesta en un relato, de una continuidad

temporal que no se interrumpe a pesar de los cambios, las crisis y las rupturas”

(Adolfo Colombres), ni siquiera a pesar de las derrotas, de la pluralidad de las

derrotas. Si bien se puede abandonar, destruir y autodestruir, la conciencia es ante

todo una construcción, y

tal construcción social está en un devenir incesante, pues más que la

recuperación fiel de las memorias que la sustentan importan las relecturas de las

mismas, cuyo objetivo es dar un sentido al presente. Señala por eso Joël

Candau [en Mémoire et identité; 1998] que la memoria es más un conjunto de

estrategias que un contenido preciso. La identidad se reelabora en cada relato,

según el modo en que se seleccione, articule y signifique la memoria (Colombres;

2004, p. 169).

El biólogo chileno Francisco Varela, discípulo de Humberto Maturana y cocreador,

junto a este último, de la noción de autopoiesis de las formas biológicas, lo ha

entendido de modo semejante cuando expresó que “el conocimiento se halla en la

interfase entre la mente, la sociedad y la cultura, y no en uno o aun en todos esos

elementos. El conocimiento no preexiste en ninguna forma o lugar sino que se

enactúa, por ejemplo cuando se narra un cuento popular” [enactuar: hacer emerger o

elicitar el sentido a partir de un trasfondo de comprensión hermenéutica].

Coincidentemente, el argentino Adolfo Colombres observa que

el trabajo de la memoria siempre ocurre en una mente, pero nunca es puramente

individual, pues se ajusta a las condiciones colectivas de su expresión, a esa

dialéctica de lo propio y lo ajeno que establece grupos de pertenencia, en los que

el sujeto se incluye, y grupos de referencia ante los que el sujeto se siente ajeno y

con los que a menudo entra en conflicto.

Hay memorias cortas, como las familiares, y memorias largas, que pueden cubrir

una gran dimensión temporal, proyectándose en algunos casos a varios milenios

atrás. Cuanto mayor sea la amplitud de la memoria, mayor será su incidencia

sobre la identidad, a la que reforzará con el peso de los siglos, a menos que una

acción colonial haya establecido un corte histórico, separando a las sociedades del

pasado de las del presente. Es que lo importante de eso que llamamos tradición es

su capacidad de otorgar al pasado, o a una determinada lectura de él, una autoridad

trascendente para incidir en la realidad actual y en el futuro de la sociedad. No

para trabar los cambios con un peso inerte, sino para denunciar las manipulaciones

coloniales e insuflar a aquéllos un verdadero sentido, recubriéndolos con el

prestigio de los valores consagrados. Para que esto sea así y no una rémora, el

pasado debe ser tallado a la medida del presente [Ibidem].

En el caso que nos atrevamos a terminar con el asesinato del pasado cometido por

todas nuestras historiografías; vale decir, en el caso que nos atrevamos a abrazar

37

globalmente nuestra Historia, ampliada en el tiempo más allá de 1810 y en el espacio

más allá de las fronteras argentinas, probablemente sacaríamos nuevas conclusiones y

conectaríamos hechos en apariencia muy dispersos. Por ejemplo, son llamativas las

discontinuidades extrañamente periódicas que marcan tres fechas: 1767, 1866 (el

conflicto más sangriento de la historia latinoamericana: la guerra de extermino al

Paraguay) y 1966. Como si cien y doscientos años después de la pulverización del

imperio jesuítico, el imperio capitalista hubiera continuado refrendando su indirecta o

directa acción destructiva inicial. Los bastones de Onganía fueron calculadamente

dirigidos, ante todo, contra la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA,

por entonces líder latinoamericana en investigación y desarrollo científicos. El

imperio logró así frustrar por tercera vez un peligroso esfuerzo, en este caso

continuado durante ocho años, que había arrancado en 1958 con la acción combinada

de un Rector y un Presidente de la República curiosamente correntinos, impregnados

acaso ambos, junto al hermano Silvio, de la trama telúrica implícita.35

38

V - DIGRESIONES

Cuando en El origen de las especies (1859) Darwin expresa:

The theory of natural selection is grounded on the belief that each new variety, and

ultimately each new species, is produced and maintained by having some

advantage over those with which it comes into competition; and the consequent

extinction of less-favored forms almost inevitably follows. (La teoría de la

selección natural está fundada en la creencia de que cada variedad nueva, y en

última instancia cada especie nueva, se genera y se sostiene debido a que posee

alguna ventaja sobre aquellas con las cuales entra en competencia; y [de esto] casi

inevitablemente se desprende la consiguiente extinción de las formas menos

favorecidas).

Y también cuando veinte páginas después vuelve Darwin a afirmar dos veces más el

mismo principio empleando múltiples metáforas de luchas, de victorias y derrotas, él

parece estar extrapolando a la biología una creencia social y una verdad que, por

parcial, es errónea. Darwin también era consciente de la importancia de la

cooperación en la selección natural −en el capítulo 7 de su obra analiza el desarrollo

de los instintos complejos en sociedades como las colmenas−, pero prefirió ser fiel al

espíritu epocal dado que era un ferviente creyente en el orden burgués. Es decir,

prefirió ser “políticamente correcto” cuando puso el énfasis en la presentación de un

mecanismo de selección natural que, en definitiva, estaba justificando su propio

presente sociológico mediante la incrustación fantástica de esa realidad en el pasado

biológico (retrogradación y extrapolación).

Hoy podemos comprender que, con su teoría, fundó, sin desearlo, el mito de

origen del que la sociedad de su época careció hasta 1859. Como el mismo Darwin

honestamente expresa en el capítulo 3 de su obra (cursivas, mías):

It is the doctrine of [Thomas Robert] Malthus applied with manifold force to the

whole animal and vegetal kingdoms. (Ésta es la doctrina de Malthus [economista

y Reverendo inglés, familiar de Darwin, que en 1798 sostenía que el aumento

mundial de la población es un peligro para la supervivencia de la humanidad: la

población sube por ascensores y los alimentos por escaleras] aplicada con

multirredoblada fuerza a la totalidad de los reinos animal y vegetal).36

Sobre esto mucho se ha escrito y seguramente se seguirá escribiendo. Paralelamente,

para mí entra en vigencia otra cuestión: ¿Por qué Marx, habiendo con

antelación criticado demoledoramente los argumentos de Malthus, apoyó y defendió

no obstante la teoría darwiniana basada (with manifold force) en tales argumentos, a

pesar de que el tándem teórico así constituido (Malthus + Darwin) tenía implicaciones

socialmente reaccionarias? Es cierto, por otra parte, que la teoría de la selección

natural asestaba un golpe mortal al Creador bíblico de las especies, pero nada hay en

las diferentes biografías de Marx que permita suponer que él −como luego Nietzsche,

Freud y otros (por ejemplo los “creacionistas”)− podía dar relevancia a esa

consecuencia de orden mitopoiético. Dado que para Marx la universalidad del proceso

evolutivo de las formaciones sociales parece estar más bien en el progreso continuo y

39

en su resultante histórica y no tanto en la unilinealidad de la vía de ascenso del

“primitivismo” a la civilización (Ribeiro; 1973, p. 135), muy específicos debieron ser

sus motivos últimos para adoptar la conceptualización implícita en los argumentos del

tándem Malthus-Darwin.

Un ensayo de respuesta es que, a juicio de Marx, la teoría de Darwin establecía

firme y “científicamente” una ley de evolución, una direccionalidad, una suerte de

mejoramiento inevitable entre una forma biológica y otra. Esa ley, una vez

reextrapolada al ámbito social, era capaz de sugerir por analogía que la historia

humana también puede ser concebida como una sucesión de pasajes de una forma

social a otra (mejor), y que por ende el capitalismo no tenía por qué ser

necesariamente visto como una forma social insuperable. Confirma esta percepción

una afirmación explícita de Marx en carta a Lasalle fechada el 16 de enero de 1861:

“La obra de Darwin es sumamente importante y me conviene como plataforma

científica de la lucha histórica de clases”37

(cursivas, mías). Del relato de Darwin para

dar cuenta de la transformación de las especies, Marx ante todo valoró su

promisoriedad; valoró el respaldo, la plataforma conveniente que brindaba la

narración darwiniana al relato funcional por él construido. (En este sentido, podríase

admitir o suponer que la propuesta por Marx fue en última instancia una historia

anticipativa). Queda por ver si el residuo teleológico de uno de esos dos autores se

encuentra en el otro.

En múltiples ocasiones se ha señalado que en parte alguna de su obra Darwin

emplea la expresión “evolución de las especies” o términos equisignificantes. Esa

expresión proviene más bien de la filosofía elaborada contemporáneamente por

Herbert Spencer, y no de la presentación, cuidadamente no teleológica, de El origen

de las especies. En rigor, ya antes de 1859 Spencer había incorporado a su sistema

filosófico la idea de una interpretación general de la realidad a base del principio de

evolución (Ferrater Mora). Fue la versión spenceriana de la selección natural

entendida como “evolución” de las especies la que después de 1859 se popularizó

rápida e interesadamente. La teoría darwiniana, aun en su primera formulación

incompleta, fue entendida de modo no teleológico por los biólogos, aunque no así por

los cientistas sociales, quienes en general adoptaron la noción de “evolución” sin

advertir que de este modo hacían ingresar, en su propio universo conceptual, una

especie de mamushka que dentro de la figura de Darwin contenía la de Spencer y, aun

más adentro, la de Malthus. Hoy la noción de “escala de progreso” está siendo

revisada, desde varios ángulos, en sus supuestos relativos a la “supervivencia de los

más aptos”; por ejemplo, a raíz de las evidencias de repetidas extinciones masivas

(catastróficas), particularmente a través de las críticas de Stephen Jay Gould, Niles

Eldredge (punctuated equilibrium theory) y del reflotamiento parcial de los planteos

de Richard Goldschmit (hopeful monsters hypothesis).

La extinción del 95% de la flora y fauna hace 530 millones de años hizo que se

perdieran planes de organización de los seres vivos y morfologías corporales que

nunca se han vuelto a repetir después. Esta evidencia de los registros fósiles condujo a

que, en el libro La vida maravillosa,38

el paleontólogo Gould, S.J., haya planteado y

desarrollado las dos siguientes tesis, entre otras:

1) “La vida es un arbusto que se ramifica copiosamente, y que es continuamente

podado por el torvo segador que es la extinción, [la vida] no es una escala de progreso

predecible. […] De ahí que continuamente cometamos errores inspirados por la

fidelidad inconsciente a la escala del progreso, aun cuando neguemos explícitamente

40

una concepción de la vida tan inhabilitada. […] Hacemos esto porque intentamos

extraer una única línea de avance de toda la topología de ramificación copiosa” (p.

31).

2) “Ciertos grupos [de seres vivos] pueden prevalecer o morir por razones que no

tienen relación alguna con la base darviniana del éxito en las épocas normales. Incluso

si los peces afilan sus adaptaciones a máximos de perfección acuática, todos morirán

si los estanques se secan” (p. 44).

Los filósofos del futuro (si los hubiere) a lo mejor dirán que este generalizado

interés de nuestra época por las extinciones masivas fue en realidad un reflejo de la

fase decadente del capitalismo, tal como las sesgadas visiones de Spencer y Darwin

parecen haber sido un reflejo correlativo de la etapa ascendente o culminante del

mismo. Sea como fuere, si extrapolamos a la sociología los más actuales hallazgos de

la historia biológica éstos llevan a pensar que la globalización capitalista, en todas sus

variantes, es un cataclismo para las formas socialistas que podrían emerger a partir de

sociedades marginales que, hasta hace poco tiempo, mantuvieron funcionando

remanentes “arcaicos” de las diversas variedades conocidas y no conocidas de

comunismo “primitivo”: con la globalización se perderá diversidad y también

disparidad (en el sentido que da Gould a este último término) de instituciones de

apoyo mutuo y de cooperación que, en distintas culturas, fueron probadas

secularmente y armoniosamente estabilizadas, y que podrían ser muy útiles en las

futuras y difíciles condiciones medioambientales que seguramente deberemos

enfrentar debido a las diferentes contaminaciones (y pérdidas de recursos y de flora y

fauna) provenientes de la industrialización y de todos los tipos de desarrollos

insustentables. Es decir, todos desapareceremos para siempre si las diversas

variedades de capitalismo (à la “occidental”, à la japonesa, à la china, à la india, à la

brasileña, etc.) logran que “los estanques se sequen”.

Si bien para la perspectiva liberal y burguesa la supervivencia de los más aptos

alude a una lucha por la vida entre individuos, y no entre grupos de interés y clases

sociales como percibía Marx, de todos modos la concepción más ajustada de este

autor pierde coherencia al estar basada su doctrina sobre el modelo darwiniano-

spenceriano. Conseguir consistencia consistiría en demostrar empíricamente, para la

biología, aquello que a Kropotkin y a otros teóricos les resultaba obvio en la

sociología: la superioridad estratégica del apoyo mutuo para la supervivencia

−”empíricamente”: vale decir, inventando un relato plausible que contenga en sí los

mecanismos que regularían una inclinación natural a la cooperación, simétrica de la

tendencia también natural a la competición−. Se trataría de demostrar entonces (como

por ejemplo ha hecho Lynn Margulis con la asociatividad de los componentes

primarios procariotas de la célula eucariota) que las instituciones cooperativas pueden

igualmente emerger a pesar de la ausencia de intenciones de diseñar voluntariamente

una sociedad. Los seres vivos en general ni establecen contratos sociales rusonianos

ni se plantean utopías marxianas o de otro tipo. Sin embargo, ponen en práctica

múltiples conductas y mecanismos cooperativos que facilitan y aseguran su

supervivencia y hasta su coevolución. ¿Cómo han llegado a eso? Aprenderlo nos es

vital, toda vez que lo hagamos no deliberadamente: ya fue comprobado que la

voluntad y la conciencia (esos impulsos lábiles, episódicos) nunca dirigieron a los

pueblos durante el tiempo suficiente para estabilizar las nuevas formas.

* * *

41

Digresión en la digresión. Entre los primeros intentos de construir un relato de la

evolución centrado en la cooperación y el mutualismo se encuentran los que en la

década de 1870 pergeñaron algunos teóricos rusos como Petr Alekseevich Kropotkin

(1842-1921) y Pyotr Lavrovich Lavrov (1823-1900). Este último publicó en

septiembre de 1875 un artículo titulado “El socialismo y la lucha por la existencia”

donde proponía extirpar el malthusianismo implícito en la teoría de Darwin y así tener

argumentos más sólidos contra los críticos del socialismo que sostenían que, si la

lucha por la existencia era la ley primordial de la vida, entonces sería imposible

alcanzar algún día la generalización de una sociedad solidaria. La línea argumental de

Lavrov se basaba en una parcial desconstrucción de la noción de “lucha por la

existencia”, noción que tendría, según él, varios niveles: uno de los más bajos niveles

muestra efectivamente la lucha entre individuos, pero la más alta forma de lucha no es

esta sino la que se observa entre especies que están organizadas en sociedades como

las que forman los insectos (que se asocian para producir y reproducir, no sólo para

recolectar). En tales sociedades, empero, las más destacadas características son

evidentemente la cooperación, el apoyo mutuo. Y es el énfasis en esa potencial

solidaridad la mejor respuesta contra quienes objetan que el socialismo sería siempre

irrealizable.

En noviembre de 1875 Friedrich Engels dirige una carta a Lavrov en respuesta a

ese artículo (Wikipedia: Lavrov). Son seis los puntos repasados por Engels en esa

carta. Resumiendo: 1) “De la doctrina darwiniana yo acepto la teoría de la evolución,

pero no tomo el método de demostración de Darwin (struggle for life; natural

selection) más que como una primera expresión, una expresión transitoria e

imperfecta, de un hecho que acaba de descubrirse”; 2) Al igual que muchos

naturalistas (Liebig y otros) considero que “la interacción de los cuerpos naturales –

tanto los muertos como los vivos– implica la armonía como así también la colisión; la

lucha tanto como la cooperación”; 3) “Sin negar las ventajas del método de crítica que

usted emplea, y que llamaría psicológico, yo elegiría otro. Acaso su método sea mejor

para el pueblo ruso [y resulte más eficaz dirigirse] al sentimiento que une, al

sentimiento moral. Pero en Alemania el odio es más necesario que el amor –al menos

por el momento”; 4) “La diferencia esencial entre las sociedades humanas y las de

animales consiste en que estos, en el mejor de los casos, recolectan, mientras que los

hombres producen. Basta ya esta diferencia, única pero capital, para hacer imposible

la transposición sin más reservas de las leyes válidas para las sociedades animales a

las sociedades humanas. Como lo ha observado usted con razón, esta diferencia ha

hecho posible que: «el hombre no luche sólo por la existencia sino, además, por el

placer y por el aumento de los placeres». Sin poner en duda las conclusiones que

usted saca de ello, yo, partiendo de mis premisas, estimo lo siguiente: […] La lucha

por la existencia –si dejamos por un momento aquí en vigor esta categoría– se

convierte por tanto en lucha por los placeres, no ya solo por los métodos de existencia,

sino además por los medios de desarrollo, por los medios de desarrollo producidos

socialmente” [es tal vez advirtiendo la oscuridad de esta última frase que Engels

aclara al final de su carta: “Mis observaciones las he escrito de prisa y corriendo y, al

revisarlas, he querido cambiar muchas cosas, pero temo que el manuscrito sea

ilegible”]; 5) “Yo formularía de otro modo su tesis, perfectamente justa en el fondo: la

idea de la solidaridad para hacer el combate más fácil pudo finalmente surgir y crecer

hasta abarcar a toda la humanidad y contraponerla, como sociedad de hermanos

solidarios, al mundo de los minerales, de las plantas y de los animales”; 6) “Por otra

parte, no puedo estar de acuerdo con usted en que la lucha de todos contra todos fue la

42

primera fase de la evolución humana. A mi juicio, el instinto social fue uno de los

móviles principales de la evolución del hombre a partir del mono”.

En el libro La ecología de Marx, su autor J. B. Foster, al referirse al contenido de

esta carta de Engels (en pp. 206 y 207) interpreta que, en el fondo, le está aconsejando

a Lavrov que se cuide y no se distraiga demasiado con expresiones unilaterales tales

como “cooperación” o “lucha por la existencia”, pues podría perder de vista las

interconexiones dialécticas. Foster probablemente se refiere al punto 2) de esa carta,

es decir, a la extraña referencia a la lucha y la cooperación de los cuerpos naturales

muertos –lo cual para mí sólo adquiriría sentido si enmarcamos esta frase de Engels

en el epicureísmo de Marx al cual Foster alude con reiterado énfasis a lo largo de su

libro–. Sea como fuere, en su carta Engels adopta una postura entre paternal y de

superioridad que no alcanza para invisibilizar el trasfondo elemental de su respuesta,

cuya originalidad se reduce, a mi juicio, a tomar en cuenta la pertinencia regional de

los sentimientos: “aquí conviene poner el acento en el odio; allá, en el amor”. Lo cual,

de últimas, no me parece desacertado, pues de ese modo abandonaríamos “la

patología de las generalizaciones” (Wittgenstein).

La narración propuesta por Lavrov y otros se fue difundiendo de todos modos

durante las siguientes décadas con los aportes de diversos teóricos que colaboraron

para ajustarla. Afortunada o desgraciadamente, la evolución de estos relatos

alternativos no tuvo un desenlace exitoso; creo que la razón por la cual esos relatos no

se multiplicaron lo suficiente reside en que, entre los humanos en general, es exigua la

población que se siente atraída por la idea de formar parte de un hormiguero o de una

colmena –aunque, en los hechos, la mayoría enjambre en ciudades y megaciudades, y

se sujete hasta gozosamente al reinado de poderes invisibles trasmitidos y

reproducidos a través de los medios de comunicación.

Un aporte particularmente interesante para tornar más convincente y consensuable

el relato cooperativo fue, por ejemplo, el expuesto en el artículo “Darwin chez les

Samourai” (La Recherche, Nro 181; 1986, pp. 1276-80). En él su autor, P. Thuillier,

refiere los trabajos del Dr Imanichi, biosociólogo de la Universidad de Kyoto, Japón,

dedicados a demostrar que en la naturaleza son mucho más frecuentes los casos de

coevolución (evolución conjunta), coexistencias armoniosas, selección de parentesco,

altruismo recíproco, simbiosis y desarrollos compartidos que los casos que se

encuadran en la “lucha por la supervivencia”; este predominio se da en todos los

planos, desde la colaboración simbiótica de miles de millones de microorganismos en

nuestros tractos digestivos hasta las sociedades de insectos y los sistemas ecológicos

de los bosques maduros y viejos –en estos últimos las especies jóvenes que no

aprenden a cooperar con las que son codependientes invariablemente desaparecen.

Pero quizás el más conclusivo frente de investigación acerca de la importancia de

la cooperación se está desplegando hoy día en la base de la vida, es decir, en la

microbiología –una apertura de algún modo equivalente a la que suministró para la

física la experimentación microfísica–. Son los filósofos de la ciencia quienes están

tejiendo las fuertes implicaciones sociales de los últimos descubrimientos de la

genómica en el plano más básico de la vida, el reino microbiano. La trascendencia de

estos hallazgos y reflexiones reside en que el conjunto de los organismos

multicelulares, del cual los humanos formamos parte y somos una pequeñísima

fracción, nos componemos de un 90% de células que son simbiontes microbianos: las

mismas células que nos constituyen no son ni fueron nunca individuos aislados; esas

“unidades constituyentes” más bien deben ser vistas como parte de complejos

sistemas de cooperación de muchas clases diferentes de células.39

Esta reflexión

43

socio-ecológica de la vida, además de aportar a la biología una apertura equivalente a

la establecida en la física por la mecánica cuántica, parece estar manifestando una

reversión de la tendencia psicológica con que tradicionalmente se encaraban hasta

hace poco tiempo las investigaciones: un tipo de approach con características más

introvertidas que extravertidas.

* * *

Volviendo a nuestro plano, para los casos particulares de las experiencias socialistas

iniciadas por los jesuitas en sus Misiones y por los padres fundadores de la Unión

Soviética (150 años versus 75 años de existencia, claro que en muy diferentes

condiciones de desarrollo del capitalismo global),40

propongo explicar sus respectivas

extinciones en un marco teórico de tipo “catastrofista” en vez de hacerlo en uno de

tipo spenceriano-marxiano –el cual, dado que está basado en la noción de “escala de

progreso”, y no en la noción de red ni en la de “frondoso árbol de las formas

sociales”, restringe su validez y su campo de aplicación a la evolución normal

(intrínseca) de las formas capitalistas, y algunas precapitalistas, de producción. Porque

como bien expresara Darcy Ribeiro después de considerar un espectro amplio de

conclusiones aportadas por la arqueología, la etnografía y las distintas filosofías de la

historia:

Sólo en condiciones excepcionales las sociedades tienen oportunidad de

experimentar procesos evolutivos continuos puramente ascendentes que las

conduzcan a vivir sucesivamente diversas etapas de evolución. Por lo

general [esos procesos] son interrumpidos por varias causas que conducen al

estancamiento y a la regresión cultural o a desarrollos cíclicos de ascenso y

decadencia. Parece incluso haber cierta correlación entre madurez [de las

formaciones socioculturales] y tendencia a la regresión explicable, en ciertos

casos, por la coincidencia de la madurez con la saturación de la explotación

de las posibilidades creativas de una tecnología [o de todo un estilo

tecnológico], y en otros casos, por la tendencia al expansionismo que se

desarrolla con la maduración. Esta última, al conducir a la creación de

relaciones de dominio fuertemente tensas por su propia naturaleza opresora,

puede provocar la ruptura de la constelación sociocultural, a causa de la

reversión del contexto de pueblos dominados sobre el centro dominador

(Ribeiro; 1973, p. 150).

Si queremos separarnos de la tautología (y de su lógica) implícita en la noción de

“supervivencia del más apto” (en la cual el más apto es concebido como aquel que

sobrevive: una circularidad viciosa que sólo resulta pertinente para justificar al más

apto en la insolidaridad capitalista), y si también preferimos eludir torrenciales y

rutinarias polémicas, entonces la historia de las formas biológicas tiene hoy (otra vez)

paralelos interesantes que aportar a una nueva interpretación de la historia de las

formas sociales y de su coevolución. En la Parte Dos tendremos oportunidad de ver un

ejemplo diferente de extinción de una experiencia socialista a causa de un

“cataclismo” de origen claramente capitalista, si bien en un contexto (oscuramente)

socialista.

44

45

Parte Dos

UNA SORPRESA RETROSPECTIVA

Y mis ojos iluminaban algunos senderos

Y era yo tan mal poeta

Que no sabía llegar hasta el fondo de las cosas

Blaise Cendrars

46

I - HECHOS

En la Parte Uno he citado de Mariátegui (1894-1930) un párrafo a mi juicio clave en

su obra. Es cierto como dice Néstor Kohan, en su libro De Ingenieros al Che, que

entre los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana “sobresale [el

estudio] que realizó sobre el problema indígena. Resaltando la estrecha relación que

esta cuestión aún no resuelta en nuestra época −como lo demuestra la insurrección

indígena de Chiapas− tenía con el problema de la tierra, Mariátegui investiga un

objeto de estudio inexistente en el “modelo clásico” de Europa occidental que se

pretendía extraer de El capital. Ese nuevo objeto teórico es la comunidad indígena de

origen incaico, denominada «ayllu»”.1

Pero también es cierto que Mariátegui, como queda consignado en aquel párrafo

suyo anteriormente citado (Repongámoslo: “El comunismo agrario del ayllu, una vez

destruido el Estado inkaico, no era incompatible ni con [el espíritu religioso ni con

el carácter político del Coloniaje]. Todo lo contrario. Los jesuitas aprovecharon

precisamente el comunismo indígena, en el Perú, en México y en mayor escala en el

Paraguay”), no reduce su postulación teórica a la mera verificación de una cierta

afinidad entre las aspiraciones de las masas americanas y el marxismo, a causa del

comunismo o colectivismo originario aún sobreviviente en el área andina. En su

intento de bosquejar histórica y políticamente un sujeto social para la revolución en

nuestro continente, Mariátegui tampoco desconsidera ese siglo y medio de prácticas

(socialistas) que en áreas no andinas organizaron los jesuitas. El ayllu, pero también

las Misiones. Esto a mí me muestra que él, a diferencia de la mayoría de los marxistas

canónicos y de buena parte de los menos dogmáticos, daba prioridad absoluta a la

praxis, y que no tendía a prejuzgar ni a descalificar a ésta según sus respectivas

ideologías. Para un marxista atento más a los cánones y a las generalizaciones y

especulaciones teóricas abstractas que a las prácticas concretas como criterio de

validación de las verdades históricas, Mariátegui debió aparecer seguramente como un

hereje o, por lo menos, como un intuitivo que no se ocupó de fundamentar sus asertos

a partir de los textos respetables. Que a un Sarmiento le parezcan “socialistas” las

47

experiencias de los jesuitas colonizadores en América, vaya y pase. Pero, ¿qué clase

de marxista puede ser aquel que no sólo rompe la unicidad del sujeto histórico, el

proletariado, sino que, peor aun, se atreve a suponer, contra toda (políticamente

correcta) lectura progresiva de la historia, que en 1610, en Sudamérica −esa región

bárbara para Hegel y cuasi desdeñable para Marx−, se comenzaron a prefigurar

prácticas sociales que podrían llegar a ser significativas para una futura revolución

socialista?

Mientras residió en Europa, entre 1919 y 1923, Mariátegui no evidenció un pensar

diferenciado del “modelo clásico”. En “La revolución alemana”, de 1923, profetizó

con demasiado énfasis que “el instrumento de la revolución socialista será siempre el

proletariado industrial, el proletariado de las ciudades” (cursivas, mías). Es ya de

vuelta en América, entre 1924 y 1928, que su reflexión se vuelve mucho menos

eurocéntrica y se hace más receptiva a las realidades peruana, andina en general y

continental. De manera más finamente ajustada, este “giro doctrinario” parece que se

puede localizar mejor en el transcurso de 1925. Es preferencia de la investigadora

argentina Fernanda Beigel2

ubicarlo, junto a Oscar Terán, en 1925 y no en 1926 –tal

como, según ella expresa, hace Ricardo Portocarrero en su texto de 1995 “José Carlos

Mariátegui y las universidades populares González Prada”. Una tesis a desarrollar en

esta Parte Dos es que dicho giro en realidad debió ocurrir en el transcurso de 1924,

antes de que el 6 de diciembre publicara un artículo (Mariátegui; 1924) donde parece

hacer alusión al protagonismo intelectual de Ingenieros en (los entonces) candentes

hechos políticos de nuestra América indoespañola.

Es de lo más frecuente encontrar historiadores del marxismo latinoamericano que

hacen intentos de explicar la originalidad, la inclusividad y el corrimiento teóricos de

Mariátegui abordando el contexto epocal de las ideas; por ejemplo, sus convergencias

y divergencias con Vasconcelos, con Haya de la Torre y con la Unión

Latinoamericana lanzada por Ingenieros a fines de 1922 desde Buenos Aires.

Resueltamente, es una metodología que ha dado múltiples, innegables y fructíferos

resultados a los historiadores de las filosofías en general cuando ella fue aplicada a

pensadores cuya priorización de la praxis no excedía los marcos de una práctica de la

especulación abstracta acerca de teorías e ideologías. A mi juicio, no fue éste el caso

de Mariátegui. Por ende, sería preciso contextualizar de otro modo el surgimiento de

sus (novedosos) aportes.

Nuestra (mi) inclinación materialista seguramente nos hará coincidir en suponer

que las originales concepciones de Mariátegui no nacieron ex nihilo en su cabeza, sin

influjos externos, tal como tendería a creer y a hacer creer, con matices, la proclividad

idealista. Pero donde quizás pocos coincidamos es en el tipo de influjos externos que

se podrían considerar más probablemente determinantes de los corrimientos

doctrinarios de Mariátegui. Su trayectoria vital y su caracterología me indican que el

contexto de justificación tendría que buscarse menos en el plano de las ideas que en el

plano de los hechos y de los procesos políticos con que se encontró al retornar a

América en 1923.

Para un socialista de su cariz, ¿cuál pudo haber sido el acontecer más destacable

durante su ausencia de estas tierras, acontecer que estando en Europa −como solía

ocurrir entre nuestras izquierdas exóticas− pudo haber pasado desapercibido para las

vanguardias inmersas en las dificultades de la revolución rusa? Es ésta una pregunta

que dejo en suspenso, porque, antes que el mismo lector alcance a contestarla, hace

falta informarlo de algunas de las últimas noticias de la historia latinoamericana.

* * *

48

El día 6 de noviembre de 1921 se hacen elecciones en el Estado de Yucatán, en el

sureste de México, para elegir representantes de los distintos poderes para el período

1922-1926. Se presentan a las mismas cuatro partidos: el Liberal Yucateco

(conservador), el Socialista del Sureste (revolucionario) y otros dos menores, el

Democrático y el Liberal Constitucionalista. El Partido Socialista del Sureste, que

lleva como candidato a Gobernador Constitucional del Estado de Yucatán al líder

agrario Felipe Carrillo Puerto de 47 años –había nacido el 8 de noviembre de 1874–,

gana las elecciones por enorme mayoría (94,9%), con 60.127 votos.

De este modo, por primera vez en América acceden al poder por la vía

democrática representantes socialistas de las masas populares. Esta toma del gobierno

se da justamente en el contexto de una revolución socialista, la mexicana, que ya antes

de 1920 había adquirido un sesgo contrarrevolucionario, caracterizado del siguiente

modo por el mismo Carrillo Puerto en carta del 24 de febrero de 1920 a su hija Dora

Onfalia:

En lugar de mejorar, la condición del Partido Socialista se empeoró, porque los

llamados directores de los asuntos públicos en esta ciudad [de México D.F.] no

entienden nada de beneficiar al proletariado y creen que cualquier cosa que esté de

parte de estos infelices es hacer obra del bolcheviquismo, sin comprender los muy

imbéciles que es muy natural que los que hubieran sido electos popularmente

estaban obligados a hacer todo lo posible para beneficiar a sus representados, pero

a estos señores se les ha olvidado que el pueblo los subió al poder y por eso lo

están tiranizando.3

En 1910 Carrillo Puerto se había unido al movimiento maderista y militó luego con

los zapatistas. Perteneció al Partido Socialista Obrero, el cual dirigió desde 1917.

Carrillo es elegido diputado federal por el Estado de Yucatán en agosto de 1920,

después de un exilio obligado en Estados Unidos, dado que en noviembre de 1919 un

pelotón del ejército había destruido las instalaciones de la oficina de la Liga Central

de Resistencia del Partido Socialista del Sureste y había iniciado una brutal

persecución de los líderes de ese Partido yucateco. Carrillo Puerto fue miembro del

Partido Comunista Mexicano y de la International Association of Machinists, y es

importante consignar que además, al retornar de su destierro, antes de junio de 1920,

Carrillo Puerto se incorpora a las filas del Buró Latinoamericano de la Internacional

Comunista y que, apenas un mes después de hacerlo, renuncia (op. cit., p. 11).

Estando en la Cámara de Diputados en México D.F., y siendo al mismo tiempo

Presidente del Partido Socialista de Yucatán, el 13 de abril de 1921 le dirige una carta

a José Ingenieros en Buenos Aires, en la cual le expresa que busca “propagar

intensamente” sus ideas en México y le pide su colaboración y su asesoramiento en la

dirección de la masa de alrededor de ciento cincuenta mil campesinos y obreros que

representa. Con esta misiva de presentación, se inicia un diálogo epistolar de

frecuencia casi mensual, el que sólo será interrumpido por el fusilamiento, el 3 de

enero de 1924, de Carrillo Puerto y doce de sus compañeros en el gobierno.

Es llamativa la cantidad de iniciativas, leyes y obras que se pusieron en marcha y

en práctica durante los escasos dos años que el pueblo maya y socialista se mantuvo

en el gobierno. La reforma de la educación primaria; la fundación de una universidad

y de una escuela de artes y oficios; la apertura de carreteras hacia las más importantes

ruinas mayas y en el circuito productivo del henequén (principal producción agraria e

industrial boicoteada por el principal importador, Estados Unidos); el reparto de

49

latifundios; la edición de obras que rescatan la cultura quiché; la planificación y

control de la natalidad; el auspicio de la participación de las mujeres y de los indios

yucatecos en los cargos públicos; la traducción de la Constitución y de varios textos al

maya: éstas fueron algunas de las iniciativas que se emprendieron y cuyos efectos

(residuales) perduraron, en algunos casos, durante varias décadas y hasta el presente, a

pesar de la derrota del movimiento popular.

El primer discurso oficial de Carrillo Puerto como Gobernador fue dado en lengua

maya. En dos años repartió 664 mil 835 hectáreas, con las que resultaron beneficiadas

más de 30 mil familias −pensemos en la exigua población de aquellos tiempos y que

ganó las elecciones con sesenta mil votos−. En el primer año de su administración se

abrieron 417 escuelas públicas. El decreto número uno del gobierno socialista de

Yucatán establece “La Ley de Institución de la Escuela Racionalista”. Antes de 1921,

un grupo de maestros encabezados por José de la Luz Mena, había desarrollado en

Yucatán la corriente pedagógica denominada “racionalista”, la cual era considerada

por Carrillo Puerto un instrumento muy eficaz para formar a los socialistas desde la

educación básica. Una vez instrumentada oficialmente en Yucatán, posteriormente el

Secretario de Educación José Vasconcelos, también Rector de la Universidad

Nacional, con el objeto de federalizar la educación primaria extendió la educación

racionalista a otras regiones del país.

El 25 de febrero de 1922 (el 1 de febrero se traspasó el gobierno), se promulga un

decreto por el cual se funda la Universidad Nacional del Sureste de México −luego

llamada Universidad de Yucatán (UDY) y actualmente Universidad Autónoma de

Yucatán (UADY) −. En este acto fundacional tuvieron papel preponderante José

Vasconcelos, Felipe Carrillo Puerto e, indirectamente, José Ingenieros a través del

ideario de la Reforma Universitaria de 1918 en Córdoba, Argentina. El Consejo de la

universidad recientemente fundada aprueba el 13 de julio de 1922 el nuevo plan de

estudios para la carrera de abogacía; en dicho plan se lanzan principios novedosos de

Derecho Público, de Derecho Constitucional y se establecen los contenidos básicos de

Economía Política. Esta última tendía al “estudio detenido de las diversas escuelas

económicas liberales y socialistas, y dedicándose atención preferente al socialismo de

Estado, al cristianismo social [sic], al solidarismo y al régimen comunista implantado

por los revolucionarios rusos” (texto del Plan de Estudios para la Facultad de

Jurisprudencia).

El 22 de febrero de 1922 la profesora Esperanza Velázquez Bringas, vinculada a la

Liga de Maestros Racionalistas Francisco Ferrer Guardia de la ciudad de Mérida,

capital de Yucatán, dicta una conferencia sobre planificación de la natalidad; ésta fue

editada como folleto titulado “La limitación racional de la familia como mejoramiento

del proletariado y de la raza”. También en febrero de 1922 el Poder Ejecutivo hace

traducir y editar un folleto con el título “La regulación de la natalidad. (Medios

seguros y científicos para evitar la concepción)”, de la médica norteamericana

Margarita Sanger. Esta última publicación genera una fuerte polémica a partir del

rumor “de que se repartía a los niños en las escuelas” −la derecha y la Iglesia

movilizan sus clásicas usinas−. En carta a José Ingenieros, del 18 de marzo de 1922,

Carrillo Puerto le informa: “Asimismo le remito la contestación que por medio del

Procurador General de Justicia di a un grupo de beatos que escandalizáronse con la

reproducción de un folleto que el pueblo norteamericano y otros leen desde hace

mucho tiempo. Este documento tiene el interés de sostener la moral revolucionaria o

positivista enfrente de los prejuicios religiosos creadores de la hipocresía social”.

50

El 3 de abril de 1923 se decreta una nueva Ley de Divorcio. La reforma tiende a

hacer más expeditiva la disolución del matrimonio y a asegurar una mejor condición

de los hijos después de la separación de sus padres. Esta nueva ley es complementada

por un decreto del 14 de julio de 1923, donde se fijan fondos para la Casa del Niño:

“Que en nada se asemeje [la Casa del Niño] a las casas establecidas por las

corporaciones religiosas en que sólo se educa a los niños desamparados para hacerlos

después siervos de las familias burguesas” (Carrillo Puerto).

La primera obra vial que emprende el gobierno popular se termina y se habilita al

servicio público el 16 de setiembre de 1922; es la carretera Mérida-Kanasín, con una

longitud de 6,5 kms. Poco después, el 1 de enero de 1923, queda también disponible

la carretera Mérida-Chuburná, de 3,5 kms y el 22 de julio de 1923 se inaugura la más

larga de las tres, la carretera que une Dzitás con Chichén Itzá (longitud: 25 kms),

mediante la cual se facilita el acceso al grupo de monumentos arqueológicos de mayor

importancia de la región. El mismo año de 1923 se inician los trabajos de la carretera

Motul-Telchac Pueblo, de 12 kms, que recorrería una de las grandes regiones

productoras de henequén, y también empieza la construcción de la carretera entre

Telchac Pueblo y Telchac Puerto, de otros 12 kms de extensión y que no se alcanzará

a finalizar.

Algunos de esos trabajos contaron con el concurso comunista de los habitantes,

quienes, como los de Kanasín, se ofrecieron a trabajar gratis un día por semana. “En

este último pueblo −dice Carrillo Puerto a Ingenieros−, para rematar la obra de la

carretera se construyó un magnífico parque moderno con un monumento de piedra

que simboliza la redención del indio maya. Este monumento tiene en su pedestal dos

triángulos en que hemos vindicado la memoria de Jacinto Can Ek y Cecilio Chí, dos

jefes de revoluciones mayas a quienes la historia asalariada tenía como símbolos de

ferocidad y salvajismo, y que de hecho fueron dos grandes héroes que durante la

tiranía colonial y las descendientes de ella, tuvieron la suprema valentía de dar el grito

de redención en los campos del oriente” (carta datada el 9 de febrero de 1923, cuando

Alfredo L. Palacios estaba preparándose para viajar a Yucatán; el entonces Decano de

la Facultad de Abogacía de La Plata, Argentina, llegó a Mérida el lunes 22 de marzo

de 1923 para cumplir una misión en el contexto de la Unión Latinoamericana lanzada

cinco meses antes).4 En otra carta dirigida a Ingenieros, del 19 de junio de 1923,

Carrillo Puerto parece “rendir cuentas” a su maestro e ideólogo y, a la vez, parece

aleccionarlo sobre etnopolítica revolucionaria:

Para los días 14 y 15 del entrante mes de julio, hemos fijado la inauguración de la

carretera Dzitás-Chichén Itzá, cuya construcción se encuentra totalmente

terminada.

Nuestros deseos son que las fiestas de inauguración tengan todo el esplendor que

merecen por tratarse de acontecimiento tan significativo, y se está preparando

cuidadosamente un buen programa, que desarrollarán en las mismas ruinas. Para

mí, este acontecimiento tiene una trascendencia primordial relacionada con el

movimiento socialista, y creo que su influencia moral sobre la marcha de nuestro

programa será altamente beneficiosa.

Mi opinión es que la característica particular del socialismo en Yucatán, está

constituida por el resurgimiento de la raza maya cuyo valor en un pasado

desconocido por su tiempo fue tan grande que los vestigios de su civilización aún

pasman y pasmarán a muchas edades, y cuyo pasado inmediato ha sido exponente

de esclavitud y de servilismo.

51

Una mayoría decisiva del conglomerado de Yucatán está constituida por los

descendientes de esa nuestra raza; todos los campesinos de Yucatán pertenecen a

ella; antes de la conquista fueron los únicos dueños de estas tierras; su esclavitud

fue la esclavitud del país; luego su resurgimiento sería el resurgimiento de

Yucatán, y su adaptación definitiva y afianzada, a las normas verdaderas del

socialismo sería la completa adaptación del organismo social a las mismas

corrientes.

Cierto que todos los individuos de nuestra clase descendiente de la raza se han

dado cuenta de las mejorías que trae el socialismo y de su necesidad por todos los

conceptos, y cierto también que se han dado cuenta de la independencia

económica que les ha aportado el agrarismo para germen de todas las demás

independencias personales; pero todavía creo que no ha desaparecido en ellos el

resabio producido en sus espíritus por los años de esclavitud y humillación.

Saben que se les debe considerar ya como a todos los demás y que tienen derecho

a vivir como todos ellos. De lo que aún no están muy bien impregnados es de la

idea de que pueden también ser sujetos tan activos como todos los demás en el

funcionamiento de la sociedad.

El medio más fuerte para volver a despertar esta idea −porque otra vez la han

tenido−5 es exaltando las grandezas del pasado de la raza, haciendo conocer

ampliamente su civilización, sus adelantos, su arte, en fin todo lo que en la historia

represente un valor real y positivo.

Y por esta idea que tengo, dirijo mis esfuerzos a conseguir ese resurgimiento que

ya en poco tiempo ha reflejado sobre el presente social un influjo ventajosísimo,

sobre todo en el arte. Y por eso la carretera de Chichén Itzá, más que una mejoría

material, representa para mí un puente sociológico tendido entre el pasado

esplendoroso de los mayas y las condiciones actuales de sus descendientes. Ese

puente conducirá a los veneros del resurgimiento que anhelamos, para el mejor

afianzamiento de las reformas socialistas.

En su discurso de inauguración de esa misma carretera, el Gobernador Carrillo Puerto

insiste en el valor etnopolítico del socialismo yucateco al expresar: “La carretera a

Chichén Itzá es como un puente simbólico tendido entre la grandeza ancestral de la

raza cuyas reliquias mantiénense erguidas atravesando edades, y su nuevo

encumbramiento actual cobijado bajo la bandera triangular del socialismo, que viene a

dar otra vez a los descendientes de la raza aborigen su condición humana igual a la de

todos los demás hombres. Entre estos dos extremos media la noche que fue temible

para los indios de Yucatán, la noche que dejó sobre sus espaldas huellas de

disciplinas, y que arrojó sus cuerpos en la rudeza de los calabozos”.6

El mestizo Carrillo Puerto normalmente dirigía sus discursos a la población maya

en su propia lengua, que hablaba con fluidez y, según algunos, casi con la pureza

primitiva. Esta es la razón, junto con sus condiciones idiosincrásicas, del vínculo

fuerte creado con los campesinos, quienes, más allá de la piel y de la muerte, lo

consideraron siempre uno de los suyos hasta el punto de idolatrarlo con fervor durante

décadas. A los efectos de elicitar los contenidos históricos de la civilización maya,

también se contrataron arqueólogos e investigadores norteamericanos que pudieran

encarar el estudio de las ruinas mayas y su conservación. Además, por decreto del 25

de enero de 1923, se crea simultáneamente el Museo de Historia y Arqueología bajo

la dirección del escritor y poeta socialista Luis Rosado Vega, y a partir de mayo de

52

1923 se comienzan los trabajos de reorganización del material con que ya se contaba.

El mismo día que se decretó la Ley de Divorcio (3 de abril de 1923) el gobierno

socialista emite una circular “Tendiente a fomentar nuestro Arte Maya”, por la cual se

dispone que “en lo sucesivo no se dé permiso para ninguna construcción si no vienen

los planos con dibujos de nuestra arquitectura maya [...y] que no se dé permiso para

ninguna pintura que no venga con caracteres mayas”.

Convergentemente, se dispone la publicación de las obras yucatecas “más antiguas

y raras”, principalmente el Popol Vuh (Pop Wuj) o Génesis maya. Se edita también

una versión en castellano de Viaje al Yucatán, libro de John Lloyd Stephens (1805-

1852), abogado, diplomático y viajero norteamericano que “describió perfectamente

el país” (Carrillo dixit) tras sus visitas de 1841-42. Stephens es considerado el acaso

principal precursor de la arqueología maya en Mesoamérica. Como dice Juan Bonor

Villarejo, “no es aventurado afirmar que la arqueología maya y el interés por el

conocimiento de esta apasionante cultura nacieron, a pesar de la existencia de varias

exploraciones y trabajos anteriores, con los viajes que John Lloyd Stephens y

Frederick Catherwood [arquitecto, dibujante y arqueólogo inglés acompañante que

realizó los impecables grabados “fotográficos” de las expediciones] efectuaron por

tierras mexicanas y centroamericanas, a mediados del siglo XIX” (en Introducción a

Viaje al Yucatán).

Cada una de todas estas construcciones y reconstrucciones culturales pudo ser

iniciada pero no terminada al ser asesinados el 3 de enero de 1924 Carrillo Puerto y

los principales funcionarios de su gobierno por tropas del ejército. Dichas tropas

siguieron supuestamente órdenes del gobierno central de México. Esta versión resulta

hoy atendible dado que, después del fusilamiento, el Presidente Obregón hizo una

purga de los carrillistas influyentes dentro del Partido Socialista del Sureste. “Fue ésta

una época [la de Obregón-Calles] en que, para promover la unidad nacional y forjar

un estado moderno, el Gobierno central empezó a minar sistemáticamente el poder y

la autonomía de los caudillos regionales”.7

El libro de Stephens tampoco pudo llegar a sus lectores. Fue impreso pero nunca

llegó a circular: los militares subversivos ordenaron que sus pliegos fueran vendidos

como papel para envoltorios. Esa obra era y es efectivamente peligrosa. Allí el autor

no sólo describe los innumerables restos arqueológicos que encuentra en su trayecto;

también da detalles del agobiante panorama social sufrido por el pueblo maya de

Yucatán a mediados del siglo 19 y comenta algunas de sus prácticas comunistas.

Refiriéndose, por ejemplo, a una de las costumbres de redistribución de bienes por él

observada en una aldea, expresa, no sin cierto tono irónico anglosajón, que,

Este arreglo económico parece aproximarse mucho al mejorado estado de

asociación de que hemos oído hablar entre nosotros; y como el de estos indios

existe desde tiempo inmemorial, y no puede considerársele como un simple

ensayo para hacer la experiencia, acaso Owen y Fourier podrían tomar con ventaja

algunas lecciones de ellos. Difieren sí, de los reformadores de profesión, en una

particularidad muy importante, y es que estos indios no solicitan prosélitos.8

Pero, acaso lo peor de todo para los dominadores de linaje “blanco-occidental”, el

libro demuestra del modo más persuasivo e indudable que mucho antes de la llegada

de los españoles, y completamente fuera del eje historiográfico “evolutivo”

correspondiente a la línea Egipto-Fenicia-Israel, existió una avanzada civilización

que, a pesar del ambiente hostil de la selva tropical, levantó edificios y obras de todo

53

tipo comparables con las más admirables del pasado reconocido por la cultura

exclusivamente eurocéntrica. Por ende, el contenido del libro Viaje al Yucatán de

ningún modo se condice con la denigrante imagen impuesta al indígena americano

y que éste debió arrastrar durante siglos. Y esto, si es reconocido, resulta muy

peligroso.

En febrero de 1923 fue promulgada una ley contra “drogas prohibidas” y, por

acuerdo colectivo de los habitantes de numerosos pueblos de Yucatán (Opichén, Pisté,

Tinum, Muxupip, Tixcacaltuyub, etc.), se prohibió el expendio de bebidas

alcohólicas; finalmente, el 14 de junio de 1923 se dicta una ley que limita el comercio

de embriagantes en todo el Estado. Las bases populares toman conciencia de la

necesidad de esta política de salud pública en razón de que el alcoholismo seguía

siendo fomentado por los hacendados y capitalistas como medio de control y

explotación de la población obrera y campesina.

54

II - AFECTOS

En 1922, la reportera norteamericana Alma Reed (1889-1966) –su nombre completo:

Alma Marie Precott Sullivan Reed– llegó a México y dedicó gran parte de su trabajo a

documentar los hallazgos arqueológicos en Yucatán, que entonces estaban llamando

la atención de la opinión pública. Ahí conoció a Felipe Carrillo Puerto. Coincidieron

durante más de un año. Cuando el verbo coincidir le resultó corto a la pareja para

abarcar las dimensiones de su relación, decidieron casarse. Reed fue a Estados

Unidos, entre otros asuntos, para adquirir el ajuar de la boda, prevista para el 14 de

enero de 1924. Volvió después del 3 de enero, cuando todo había sido consumado …

De aquella relación quedó una canción que se hizo célebre en todo México, La

Peregrina, la letra de la cual Carrillo Puerto había encargado a su amigo Luis Rosado

Vega para expresar y festejar su amor. (Ver y escuchar en YouTube: María San

Felipe canta “Peregrina”).

Marx podría haber dicho, pero no dijo, que cuando el capitalista se adueña de la

tierra, expropia los afectos.9 O sea, se adueña del tú más entrañable, de aquel con el

que una persona o una comunidad pueden estar más íntima y estrechamente unidos. Y

es obvio que, allí donde no existe tú, no existe yo ni nosotros. Para diciembre de 1923,

en Yucatán se habían repartido, como ya dijimos, unas 665 mil hectáreas entre más de

treinta mil familias campesinas. Pero ya en las primeras semanas de 1922, al asumir

su gobierno, Carrillo Puerto decidió expropiar además los servicios públicos (tranvías,

luz eléctrica, fuerza motriz) que estaban en manos de empresas privadas. Esa decisión

fue tomada a partir de un acuerdo alcanzado en el Congreso Obrero de Izamal. Según

consta en carta del 18 de junio de 1923 de Carrillo Puerto a Ingenieros, para esta

última fecha se hallaba avanzada una reforma agraria que, en su primera etapa, había

consistido en entregar los ejidos o tierras comunales a los campesinos: “Son muy

contados los que todavía no disfrutan de sus ejidos. Todos los campesinos están ahora

dedicados a la siembra con la perspectiva de ser luego los únicos dueños de su trabajo

y los únicos que vendimien para su exclusivo provecho los productos de las mieses

que sus brazos depositaron en la tierra” (op. cit., p. 90).10

La voluntad de Carrillo Puerto y de la Liga Central de Resistencia del Partido

Socialista de Yucatán fue en todo momento la de implantar y efectivizar una ley de

expropiación y reparto de latifundios similar a la vigente desde antes de 1921 en el

Estado de San Luis de Potosí. Al respecto cuenta Ingenieros que: “Le expuse [a

Carrillo Puerto...] mi opinión sobre la absoluta necesidad de asegurar equitativas

indemnizaciones a todos los latifundistas cuyos bienes fuesen legalmente declarados

de utilidad pública, pues toda forma de expropiación no indemnizada, además de

injusta, resulta nociva por las formidables resistencias que levanta contra el gobierno

que la efectúa. Debieron coincidir mis opiniones con las propias de Carrillo, pues

todas ellas primaron en la práctica”.

Confirma esas coincidencias a que se refiere Ingenieros en su extenso artículo

recordatorio titulado “En memoria de Felipe Carrillo”, y publicado en junio de 1924

55

por la afamada revista Nosotros, de Buenos Aires (leída por la intelectualidad de

izquierda de entonces: los Ponce, Bermann, Moreau, Julio González, Astrada, etc.,

quienes asiduamente colaboraban en ella), el hecho de que el Congreso Obrero de

Izamal, presidido por Carrillo Puerto, expide una solicitud para contratar empréstitos

con el fin de indemnizar a los propietarios de los servicios públicos a socializar a

partir de febrero de 1922 −la correspondencia de Carrillo Puerto con Ingenieros

arranca, como ya dijimos, en abril de 1921.

Otra confirmación de la estrecha vinculación política que se dio entre el ideólogo

argentino y el líder agrario yucateco es fuertemente sugerida por un párrafo del libro A

la luz del relámpago. Ensayo de biografía subjetiva de Felipe Carrillo Puerto (1934),

de José Castillo Torre, amigo íntimo de Carrillo, abogado que fuera importante cuadro

de su gobierno, y principal redactor del Plan de Estudios, ya mencionado, de la

Facultad de Jurisprudencia de la naciente Universidad Nacional del Sureste. Dice

Castillo Torre en su libro:

Felipe Carrillo aguardaba con sana alegría la visita de José Ingenieros. Hablaba de

ella como de un suceso que redundaría en la utilidad de la organización socialista.

Al fin iban a encontrarse en Yucatán la acción práctica y emotiva del líder y la

ciencia y el fervor del sociólogo. Entre ambos complementarían la obra

emprendida, y afirmarían sus lineamientos formales y sus rumbos científicos. El

azar [sic] dispuso las cosas de distinta manera, y nunca los dos insignes amigos

pudieron estrecharse las manos. El arribo de José Ingenieros estaba anunciado

para el mes de diciembre de 1923, y en esa fecha la rebeldía habíase apoderado

militarmente del Estado y Carrillo Puerto, con un pequeño grupo de adictos, se

había refugiado en las ciénagas de la costa oriental (op.cit., p. 78).

Refrenda estas apreciaciones, acerca del rol trasmisor y energético de Ingenieros en la

gesta de Yucatán, un telegrama enviado por Carrillo a Buenos Aires el 1 de abril de

1923 (“Después conferencia Palacios, que recordólo cariñosamente, pueblo aclamó

su nombre afectuosamente”) y también un párrafo de la carta que Carrillo dirigiera el

9 de abril de 1923 a su amigo argentino:

El nombre y la personalidad de Ud. son ya tan conocidos de todos los elementos

afiliados al Partido Socialista del Sureste que hasta en los pueblos más pequeños y

más lejanos se le tiene la devoción que al mejor y más honroso amigo. Por esto, se

ha ido formando en el espíritu de la colectividad el deseo sincero de conocerle

personalmente y de que esté entre nosotros unos días al menos. Es un gran deseo

colectivo que rima maravillosamente con el mío, también de poderle dar un

estrechísimo abrazo cuerpo a cuerpo.

La irradiación de Ingenieros sobre el continente llegó acaso a su cenit en el preciso

momento en que, de la mano de Carrillo Puerto, su trayectoria y sus ideas fueron

estimadas por el pueblo maya de Yucatán, trascendiendo así el pensador argentino la

frontera de las razas. Si en otros tramos de su vida él cargó, como Aníbal Ponce11

y

muchos hombres de izquierda, con la pesada herencia de un racismo sociodarwinista

de cuño sarmientino, el anterior párrafo de Carrillo Puerto inclina a pensar que ya para

1923 aquel karma había caducado. Sería inútil tratar de tejer o de fraguar una

cohesión retroactiva. ¿Esconder evidencias, pero ahora de manera opuesta, para tratar

56

de dar consistencia y de embellecer la obra y la vida de Ingenieros? Me niego a usar

las armas que usaron sus enemigos, los “hombres mediocres y de mirada corta”.

Además, no tendría sentido: de todos modos sus contradicciones y sus límites se

patentizan inevitablemente en algunas dudosas decisiones de su existencia y en las

incertidumbres y los prejuicios que me he ocupado de señalar en la Parte Uno. Se trata

más bien de averiguar si en el contexto más completo y global de su obra y su vida

ésta se aclara y nos aclara.

¿Maestro de juventudes; líder de líderes; precursor de los tiempos nuevos para una

etnopolítica revolucionaria? Quizás todo ello. Ingenieros fue sin duda la más alta

conciencia intelectual de su época y su sociedad –y, en algunos aspectos, lo sigue

siendo de las nuestras–. Pero lo que hoy me conmueve y me sirve es comprender su

vocación de ajuste progresivo a las exigencias de nuestra realidad. Porque, para

participar tan decididamente en los sucesos de Yucatán, Ingenieros debió reelaborar

sus creencias más arraigadas, abandonar los paradigmas eurocéntricos y los prejuicios

etnocéntricos en que éstas se asentaban, sospechar incluso de los méritos de figuras

históricas para él ejemplares y, last but not least, crear(se) los marcos para un pensar

diferente escaso de precedentes. En pocas palabras, debió tener el coraje de hacer algo

que para muchos era imperdonable: pasarse del lado de los indios, “desertar”.12

A continuación de aquel párrafo donde Ingenieros es informado del afecto

conquistado entre los indígenas yucatecos, Carrillo insiste en convocarlo:

La consecuencia de este anhelo de cordialidad cercana, es una invitación reiterada

que hago a Ud. rogándole con todo encarecimiento que se sirva aceptarla, y

haciendo un pequeño paréntesis allí en Buenos Aires, la abandonara Ud. para

venir a Yucatán a visitar al Partido Socialista del Sureste. Sería un acontecimiento

de memoria indeleble, como la más, para el socialismo yucateco.

¿Vendrá Ud.? Ojalá que sí.

Suplícole que me responda ésta lo más pronto posible, para en caso de

concedernos el honor de su visita, desde luego le proporcionemos toda clase de

facilidades para el viaje. Que sea lo más pronto.

Notoria la ansiedad por el encuentro “cordial”, cuerpo a cuerpo. No pudo ser. La

efectiva reunión física del intelectual orgánico no faccioso con el lúcido líder local de

su pueblo recién pudo concretarse, en el Estado cercano de Chiapas y en el interior de

la misma etnia, en 1985, sesenta años después de las muertes de Carrillo Puerto en

1924 y de Ingenieros en 1925. En la esfera de los afectos, el tiempo tiene sus tempos,

y éstos no parecen responder ni a la ansiedad ni a la voluntad personal.

A título de síntesis de los logros en esos escasos dos años de auténtico y genésico

gobierno socialista, nada mejor que trascribir parte del manifiesto que, cuatro meses

después del fusilamiento, emitiera el Partido Laborista Mexicano, palabras que

reflejan de algún modo los contenidos que debieron quedar en la memoria colectiva

racial y regional:

Fue la industria henequera en aquel Estado [de Yucatán] una mina de riquezas

inagotables para los hacendados. Estos, en un tiempo, tuvieron la arrogancia de

verdaderos multimillonarios, que a expensas de los campesinos elevaban sus

fastuosas fortunas. Los indígenas mayas, esa raza que entre los aborígenes alcanzó

una exquisita cultura, como lo demuestran los monumentos arqueológicos que

57

tanto en Yucatán como en Centro América, se levantan para memoria eterna de la

civilización de aquella raza, fueron cruelmente explotados por el capitalismo. Y

bien: Carrillo Puerto palpó los infortunios de aquellos de esos oprimidos, los

compartió como si hubiesen sido los suyos propios, y se propuso con

extraordinaria fe y profunda simpatía, redimir aquellas abyecciones seculares. No

se limitó a abrirles el camino del bienestar material, por medio de una distribución

equitativa de las tierras, sino que se empeñó, con la energía de un verdadero

apóstol, en llevar la luz a aquellas inteligencias oscurecidas y asoporadas por

largas tiranías. Para fomentar los progresos de sus gobernados, fue muy activo,

abriendo carreteras que pusieran en contacto a los más lejanos poblados. Procuró,

por medio de las facilidades y estímulos a los exploradores, extender el estudio de

las grandes ruinas, con lo que contribuyó poderosamente a descorrer los velos que

encubrían aquellas. Tal fue, en pocas palabras, la obra maravillosa emprendida en

Yucatán por Carrillo Puerto, la que hoy queda fatalmente interrumpida por su

violenta desaparición.13

Y trascribiendo largamente la concepción forjada por Jorge Mantilla Gutiérrez de la

relación Carrillo-Ingenieros es como mejor alcanzaríamos a valorar nuestras propias

capacidades continentales para la acción política a advenir y para el pensamiento

futuro. Organizador del descubrimiento en 1997 de la mayor parte de las cartas aquí

mencionadas −que estaban, ignotas, en Buenos Aires, en las viviendas de Amalia y

Julio, hijos de José Ingenieros−,14

Mantilla Gutiérrez comprende así esa relación:

Puede afirmarse que la amistad epistolar entre Felipe Carrillo Puerto y el doctor

José Ingenieros resultó fundamental en ambas direcciones. Carrillo adquirió del

doctor Ingenieros la conciencia del antiimperialismo latinoamericano y sólidas

reflexiones sobre la situación política mundial transformada con la Primera

Guerra Mundial y la Revolución Rusa, con la cual Ingenieros proponía mantener

vínculos de solidaridad revolucionaria. Sin embargo, para Ingenieros el curso

del proceso social latinoamericano no tenía que desembocar necesariamente en

el paradigma de la Revol. Rusa. Ingenieros recuerda haber recomendado a

Carrillo en varias ocasiones que no resultaba conveniente adherirse a la III

Internacional, ni ligarse al Partido Comunista. Para la segunda década del

presente siglo, Ingenieros había concebido la revolución en América Latina

como un proceso de intensas reformas sociales que respetaran las condiciones

particulares de cada sociedad y de cada cultura latinoamericana. Este

pensamiento caló hondo en el gobernador socialista Carrillo.

[...]Al retomar las ideas bolivarianas, planteó el futuro de una “patria

continental” y en más de una ocasión le manifestó a Carrillo la ventaja de

otorgar al movimiento socialista yucateco un carácter latinoamericanista, pues

afirmaba que todos los países nuestros guardaban respecto a los Estados Unidos

de Norteamérica el carácter de proletarios.

Por su parte, el doctor Ingenieros adquirió a través de Carrillo Puerto una

visión de la Revolución Social Mexicana fundamental para la estructuración de

su pensamiento sobre el cambio social en América Latina. Para Ingenieros había

que ir hacia el gobierno agrario de la Revolución Mexicana, puesto que éste no

era el resultado de una ideología doctrinaria que intentaba violar la realidad

58

social, sino que emergía de las condiciones mismas de esa realidad. Refiriéndose

a la experiencia del socialismo en Yucatán, el doctor Ingenieros afirmó: «siendo

esencialmente un país agrario, como muchos de nuestra América Latina, su

socialismo ha brotado como una reivindicación de la tierra por la masa nativa».

[...] No quisiéramos dejar inocoluta [sic] la tesis de que entre 1920 y 1923 se

observa un proceso de búsqueda teórica y maduración política en el líder

socialista Carrillo Puerto.15

De hecho, quisiéramos llamar la atención sobre la

correspondencia que hoy se publica suscrita por Carrillo en 1923. En ella, se

observa que Carrillo asimiló el concepto de revolución social latinoamericana

aportado por el Dr José Ingenieros. En tal sentido parece no haber duda de que

la correspondencia de Carrillo a Ingenieros influyó enormemente en el

pensamiento político del intelectual argentino, sobre todo en lo referente a la

importancia del indígena en el desarrollo y consolidación de la política

socialista.

Quienes han considerado que la relación epistolar entre [ambos] fue

esencialmente unidireccional, han subvalorado la importancia de los

planteamientos carrillistas y el interés de Ingenieros por el proceso político

yucateco que consideraba fundamental en el ámbito mundial. Con seguridad

estas consideraciones deben extenderse en el futuro para comprender en todo el

significado del pensamiento carrillista.

Resulta importante indicar que la relación epistolar entre Carrillo e Ingenieros

expresó diversos intereses en momentos diferentes. Lo anterior resulta necesario

aclararlo para que no se desvirtúe la naturaleza dinámica de la relación. La

experiencia de Carrillo de gobernar el Estado de Yucatán con los principios y

programas del Partido Socialista del Sureste y de la Ligas de Resistencia y los

conflictos con los hacendados y los sectores reaccionarios de la sociedad

yucateca, aunados al cariño y conocimiento que tenía de la sociedad y la cultura

maya, y a las reflexiones políticas que mantuvo con Ingenieros durante 1921,

1922 y 1923, generaron en el líder socialista yucateco una visión que pretendía

la consolidación definitiva del socialismo, que sin duda debió sorprender al

propio Ingenieros por su agudeza, originalidad y proyección histórica.

En las cartas que Carrillo Puerto le dirigió a José Ingenieros en 1923

observamos que el líder socialista yucateco apunta los primeros elementos para

estructurar un socialismo que, partiendo de una amplia fundamentación

histórica, se proyectaría hacia el futuro como un sólido proyecto de etno-

desarrollo, matizado con principios sociales y éticos muy propios del doctor José

Ingenieros.

Al respecto, lo aquí reflexionado con detenimiento por Jorge Mantilla Gutiérrez

coincide en parte con lo expresado sólo tangencialmente por Aníbal Ponce poco

después del fallecimiento de su maestro Ingenieros: “Cuando se escriba la historia del

primer gobierno socialista de Yucatán, se verá cuán honda era la influencia de

Ingenieros en aquel glorioso Felipe Carrillo que llevó a la lengua de los Maya, el

verbo inflamado de la Revolución”.16

Pero lo más destacable de lo percibido por Mantilla Gutiérrez puede ser señalado

puntualmente así:

a) Fuerte influencia de Carrillo Puerto sobre Ingenieros “en lo referente a la

importancia del indígena en el desarrollo y consolidación de la política socialista”.

Ingenieros consideraba que el proceso político yucateco era, por varios motivos

fundamental en el ámbito mundial.17

Desde el plano de la teoría revolucionaria, el

59

caso yucateco ahondaba, y cimentaba a la vez, una meditada divergencia que

Ingenieros parece haber mantenido durante su vida con ciertas concepciones

primigenias de Marx –para no resultar anacrónicos, recordemos que recién a partir de

1926 (Ingenieros murió el 31 de octubre de 1925) se reveló que determinados

borradores, cartas y apuntes manuscritos del último Marx contenían una implícita

abjuración de su más juvenil (y hegeliano-spenceriano) progresismo eurocéntrico;

cambio revolucionario de paradigma al que Ingenieros llegó por lo tanto

independientemente y por su propia reflexión (por eso la necesidad que se me impuso

de insertar, antes de iniciar esta Parte Dos, el capítulo Digresiones), y unos tres o

cuatro años antes que su acaso principal epígono latinoamericano en este aspecto,

Mariátegui–. De allí que, como dice Mantilla Gutiérrez, “Ingenieros había concebido

la revolución en América Latina [respetando] las condiciones particulares de cada

sociedad y de cada cultura latinoamericana”: “El socialismo como una reivindicación

de la tierra por la masa nativa” (es decir, un approach que hoy propongo denominar

“eco-etno-política”).

b) Cuando Ingenieros llegó a la conclusión de que “todos los países nuestros

guardan respecto a los Estados Unidos de Norteamérica el carácter de proletarios”, no

estaba condensando en esa apreciación una mera declaración antiimperialista; más

interesante, estaba prefigurando, como precursor, una ideología (que después se

llamó) tercermundista al interior de un sistema que él ya concebía globalizado. En su

época, una percepción más provinciana del mundo hacía que, en Argentina por

ejemplo, se perdieran o se distrajeran los rumbos revolucionarios apuntando

(inmediatistamente) contra el capitalismo inglés, nuestro directo (y para otros

“dilecto”) dominador local.

c) La manera de “no violar la realidad social con una ideología doctrinaria”

consiste en concebir un proyecto de etnodesarrollo que emerja de las condiciones

mismas de esa realidad, especialmente partiendo de una fundamentación histórica

amplia; es decir, de una historia historizante que abarque la memoria no interrumpida

de las etnias originarias de América18

–razón por la cual Carrillo Puerto puso casi el

mismo énfasis en la reforma agraria que en un principio de elicitación de los altísimos

logros alcanzados por las culturas mayas en el pasado (apertura de carreteras hacia las

ruinas arqueológicas; publicación de libros centrales; contratación de arqueólogos

extranjeros; resurgimiento de las artes decorativas y arquitectónicas mayas; etc), con

el objeto de promover autoestima, self-reliance, autogobierno.

* * *

La importancia de los afectos en la tarea intelectual. Tan sólo tenía veinticuatro años

Sergio Bagú cuando apareció en 1936 la primera edición de su biografía de

Ingenieros. No obstante, en ella frecuentemente se trasluce que el joven autor supo

recobrar la intención menos manifiesta que animó, desde el interior, la voz de

Ingenieros, a pesar (tal vez a partir) de que jamás lo había visto y ni siquiera era

amigo de algún amigo suyo. Claramente, su aproximación afectiva y fresca le

permitió descubrir por qué el discurso de Ingenieros no podía ser distinto de lo que

fue; “en qué excluyó a cualquier otro; cómo ocupó, en medio de los demás discursos y

en relación con ellos, un lugar que ningún otro podría ocupar” (paráfrasis: Foucault;

1972, p. 45). Ejemplo. Cuando Bagú se refiere a los tres últimos años de vida de

Ingenieros y a sus escritos de ese período en la revista mensual Renovación –fundada

y patrocinada por él, y donde en cada número publicó varios artículos con

heterónimos (Raúl H. Cisneros, Alberto L. Solari, Julio Barreda Lynch, etc.) que

60

exhibían ideologías y personalidades entre sí contradictorias– también supo Bagú

sintetizar apropiadamente, con las siguientes palabras, la intención de Ingenieros, la

que hoy día nos alcanza como su legado-flecha en el tiempo:

En aquellas páginas [de Renovación] volvió a encenderse el viejo ideal de

federar las naciones de América latina, pero, a diferencia de la entente

gubernamental que se predicaba antes, se pensaba ahora en un acercamiento

de pueblos. Dirigirse primero a éstos y formar en ellos una nueva conciencia

nacional, ensanchando el concepto de patria y haciéndolo continental.

Trabajar después por la creación de una confederación de pueblos, dentro de

la cual cada uno pudiera acentuar y desenvolver sus características propias.

Tal fue la intención (Bagú; 1936, p. 230).

* * *

Del modo siguiente iniciaba Ingenieros aquel artículo recordatorio de la revista

porteña Nosotros: “Es una fatalidad demasiado grande [humana] que todos los

apóstoles de algún ideal sean fusilados por sus contemporáneos, cuando no por el

plomo o el puñal, por la maledicencia o la calumnia, y es su justa recompensa la gloria

póstuma, que a veces tarda, pero siempre llega, cuando el recuerdo de las virtudes se

sobrepone al rencor de los que por ellas se sintieron más heridos”.

Y terminaba el artículo diciendo: “Cuando allí [en el cementerio de Mérida] se

erija su monumento, cerca del que los intelectuales yucatecos levantaron a mi querido

amigo de juventud, el poeta Martín Goycoechea Menéndez, es mi deseo que en el

pedestal pueda leerse el testimonio de mi solidaridad moral, expresado en la más

sencilla placa: A Felipe Carrillo, su amigo, José Ingenieros. Sé que si en alguna

noche de luna pudiera su sombra levantarse para tomar fe de la lealtad sentimental,

esas palabras le arrancarían la misma lágrima conmovida que sentí caer sobre mi

mejilla cuando leí la noticia de su fusilamiento”.

El pueblo maya se las ha arreglado una vez más: para fijar en su fabulosa

memoria colectiva el recuerdo de aquel frustrado resurgimiento, ha logrado que

durante ochenta y cinco años no falten las flores en el monumento de ese levantador

de monumentos. En esa sentida y colectiva rememoración subyace, implícito, un

reconocimiento de la significativa coincidencia que se dio entre dos figuras

paradigmáticas como Carrillo e Ingenieros, coincidencia que, si hoy tiene sentido

actualizar, es menos para hacer justicia que para que ella reviva en otros sueños, otros

proyectos y otras voces.

61

III - INTUICIONES

Las versiones que la historiografía ha tejido omiten sistemáticamente tanto los

acontecimientos revolucionarios de Yucatán antes reseñados como la actuación

relevante de Ingenieros en los mismos. Por ende y por supuesto, la significación que

ambos hechos omitidos pudieron haber tenido en la historia de las luchas y las ideas

originales, propias de nuestro continente, seguramente fue materia de escasa o nula

reflexión19

durante todos estos años de silenciamiento transcurridos. Una materia

pendiente.

Ahora, con los episodios restituidos a la conciencia y a la memoria, contaríamos

con un fundamento concreto para explicar la razón por la cual el peruano José Carlos

Mariátegui desplazó su mirada del centro soviético hacia esta periferia. Además,

resultaría relativamente inmediato avizorar, mediante un único golpe de vista, que

cuando Ingenieros, en plena revolución yucateca, lanzó su llamamiento continental

para la constitución de la Unión Latinoamericana, aprovechando justamente

la presencia de (el enviado) José Vasconcelos en Buenos Aires, todo ese grupo de

intelectuales continentales presentes en la capital argentina estaba en cierto modo

replicando la estrategia de los revolucionarios rusos −concitar la adhesión y el apoyo

internacional en favor de los intereses nacionales; en nuestro caso, la convergencia de

las fuerzas progresistas latinoamericanas en favor de los intereses del pueblo

yucateco−, con la consiguiente dificultad debido a la descentralización global que esto

creaba para el campo de fuerzas ruso.

En cambio, si siguiéramos no tomando en cuenta los sucesos históricos de

Yucatán −y, por lo tanto, no se lograran vislumbrar siquiera los motivos más

profundos y tácticos de Ingenieros, o de los desplazamientos de Vasconcelos, Mediz

Bolio y Palacios−,20

el lanzamiento de la Unión Latinoamericana continuará

apareciendo en las versiones históricas a lo sumo como una excelente declamación

antipanamericanista, antiimperialista (al estilo de las de Manuel Ugarte, por ejemplo),

y nunca como una auténtica maniobra estratégica en medio de dos campos de batalla,

uno continental y el otro mundial. Con esto no quiero significar que, durante ese breve

período 1921-1924, Ingenieros ahora deba ser visto como nuestro Lenin y, Carrillo,

como nuestro Trotsky; las comparaciones son odiosas, siempre aproximadas y

metafóricas. Sin embargo, esta asociación de ideas, considerada a la distancia con

menos prejuicios, quizás resultaría más orientadora que descabellada.

* * *

(¿Debería aquí recordar lo que en su momento significó como estrategia oportuna la

Unión Latinoamericana? Atento a los lectores de las nuevas generaciones, pienso que

sí [como decía Ingenieros, “todo porvenir es obra de los que no tienen complicidad

con el pasado”]; pues la actitud, que todavía persiste increíblemente, de defender sin

revisar la revolución rusa, equivale para los más jóvenes a una antigualla, como si se

hiciera lo mismo con la revolución francesa. Respecto del lanzamiento de la Unión

62

Latinoamericana en Buenos Aires cuando faltaban escasos 25 días para cumplirse el

primer aniversario del triunfo electoral de Carrillo Puerto, dice en apropiada síntesis

Sergio Bagú:

El 11 de octubre de 1922, en el banquete que los escritores argentinos ofrecieron al

ilustre pensador mejicano [José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación de su

país], Ingenieros tomó la palabra y leyó un extenso discurso, en el que, después de

analizar los caracteres de la renovación mejicana y la personalidad del visitante,

entró de lleno a considerar la situación creada por la creciente expansión yanqui

[anexión de Puerto Rico; invasión a Nicaragua; ocupación de Haití y Santo

Domingo; etc.] y la realidad de la doctrina Monroe, trocada en militancia

imperialista. Más acá del istmo de Panamá, anunció, en donde algunos creen que se

detendrá la invasión, los agentes imperialistas trabajan sin descanso y ya hay

algunos gobiernos que viven bajo una tutoría de hecho. Nuestras nacionalidades han

sido puestas ante un dilema de hierro: entregarse sumisas en brazos de la Unión

Panamericana [engañifa histórica reeditada en el reciente anteproyecto de ALCA],

instrumento imperialista, o prepararse a defender su independencia, unificándose.

Una acción conjunta preliminar de las naciones latinas permitirá crear un Alto

Tribunal para resolver sus problemas políticos pendientes y un Supremo Consejo

Económico para regular la cooperación en la producción y el intercambio. Con ello

se iría hacia la resistencia colectiva a todo lo que implique un derecho de

intervención de potencias extranjeras [así, en plural] y hacia la extinción gradual de

los empréstitos que hipotecan la independencia de los pueblos. Con miras al logro

de ese alto ideal, su discurso finalizaba concitando a fundar organismos en todos los

países que se federaran en una Unión Latinoamericana, para perseguir el programa

enunciado. El discurso cumplió su misión de propaganda en el continente, donde fue

acogido con entusiasmo y muy pronto la empresa anunciada comenzaba a tener una

realización [hasta el punto que, en mayo de 1923, la propuesta de Ingenieros] fue

refutada en una carta abierta por Graham H. Stuart, del Departamento de Ciencias

Políticas de la Universidad de Wisconsin, Madison.21

En enero de 1923, Ingenieros apuntala su gran campaña continental publicando el

primer número del mensuario Renovación, órgano de la Unión Latinoamericana

lanzada dos meses antes).

* * *

Todo parecería indicar que es alrededor de un único punto central que giran los

motivos por los cuales se ha escondido, fragmentado, tergiversado, en fin, excluido de

la memoria colectiva, de las maneras más creativas, esta larga serie de

acontecimientos históricos desarrollados simultáneamente en Yucatán y Buenos

Aires. Ese punto −en algunos casos “ciego”, pero en otros necesariamente “focal”− se

correlacionaría con la predisposición de los historiadores, los políticos y los biógrafos

ante la III Internacional Comunista (Moscú, 1921) y sus resonancias y derivaciones

prácticas en la Patria Grande. Tengamos presentes las declaraciones de Trotsky al

referirse precisamente al punto que nos ocupa: “El Partido se ha encontrado en el seno

de la III Internacional con un Turatti que busca demostrar con sus discursos y sus

escritos que la III Internacional no es más que un arma diplomática entre las manos

del poder de los Soviets, el cual, bajo pretexto de internacionalismo, lucha por los

63

intereses «nacionales» del pueblo ruso. ¿No resulta monstruoso oír semejante opinión

de un «camarada»?. [...] El III Congreso dijo a los comunistas de todos los países: la

marcha de la revolución rusa es un ejemplo histórico muy importante, pero no una

regla política”.

Ingenieros pensaba igual que Trotsky en ésta, su última recomendación, e igual

que Turatti en el resto. O sea, no se “comía” ninguna. Hay hartas constancias de la

posición de nuestro pensador al respecto, como por ejemplo la siguiente:

Considero inútil entrar en explicaciones. Por mi parte, requerido mi consejo al

respecto por Carrillo, recuerdo haberle recomendado [en 1921] que, aun

manteniendo la más completa solidaridad moral con la Revolución rusa, no

convenía adherir a la Tercera internacional ni ligarse al Partido comunista,

aunque descartando toda vinculación con la Segunda internacional y con los

socialistas amarillos que servían los intereses de las potencias aliadas,

esencialmente reaccionarias en esa época. También le expuse la necesidad de

adaptar la acción de su partido al medio en que actuaba, recordándole que la

fuerza más grande de los revolucionarios rusos ha sido el profundo carácter

nacionalista de su obra. No le oculté la ventaja de dar un carácter latinoamericano

al movimiento, por considerar que nuestros países están en la situación de

“estados proletarios” frente al capitalismo imperialista de Estados Unidos, que

representa el único peligro común para la independencia de nuestros pueblos.

(Cursivas, mías; en revista Nosotros, junio 1924).

En su libro Manuel Ugarte, Norberto Galasso transcribe indirectamente el anterior

párrafo tomándolo de la primera edición, 1936, de Vida ejemplar de José Ingenieros,

de Sergio Bagú; libro este último que tengo ante mí y a través del cual me desasné por

vez primera acerca de los sucesos de Yucatán. Sin embargo, pareciera que Galasso y

yo leímos dos libros diferentes, pues este autor prefiere presentar la figura de Carrillo

de este fragmentario modo: “En esos meses [octubre de 1922], Ingenieros se

constituye en algo así como consejero de Felipe Carrillo Puerto, líder agrario de

Yucatán, quien enarbola banderas socialistas bajo el lema «Tierra y Libertad». A este

apóstol de las masas campesinas, Ingenieros le dijo [aquí, parte de las líneas de Bagú

que reproducen el anterior párrafo de Nosotros trascripto pocos renglones más

arriba]”.22

Con esa presentación que hace Galasso de Felipe Carrillo Puerto ningún lector

podría anoticiarse que Ingenieros estaba en realidad asesorando a un gobernador

socialista elegido democráticamente, y no a un líder agrario más de América, como se

intenta sugerir. Tenemos con este caso un excelente ejemplo de desplazamiento y

condensación, o de maniobra onirotécnica compuesta por algún tipo de censura que

no sería precisamente intrapsíquica à la Freud. 23

En la tercera edición de 1963 del (¿mismo?) libro, ahora titulado Vida de

Ingenieros, de Editorial Eudeba –entonces dirigida por José Boris Spivacow, del PC

argentino−, los acontecimientos de Yucatán 1921-1924 no tienen una relevancia

análoga a la de la primera edición.24

En el prólogo de 1963, el autor siente necesidad

de agregar una advertencia casi obvia: “Las ideas del biografiado […] no siempre

coinciden con las ideas del biógrafo, como puede comprobarlo fácilmente la lectura

de otros trabajos míos” –lógico, ya hacía más de una década que Bagú se había hecho

amigo de algunos “amigos” de Ingenieros, o por lo menos de algunos que lo habían

64

acompañado en los primerísimos episodios de la gesta de Yucatán−. Existe además

otra edición de la obra de Bagú, de Editorial El Ateneo, de 1953, que he visto referida

en la página 31 de De Ingenieros al Che, de Daniel Kohan, pero a ésta no he accedido

como para comprobar si en ella se relatan aun más abreviadamente los hechos

políticos desarrollados simultáneamente en Buenos Aires y Mérida –lanzamiento de la

Unión Latinoamericana, viajes de Vasconcelos, Palacios y Mediz Bolio; etc.–. Me

inclino a pensar que sí, porque en caso contrario un investigador concienzudo

como Kohan habría reformulado buena parte de su obra de haber tenido entonces

conocimiento de los sucesos y pareceres consignados en la primera edición. Por

ejemplo, quizás no habría afirmado tan taxativamente lo que aquí pongo en cursivas:

“la III Internacional Comunista, formada por los bolcheviques, a la que […] tanto

había defendido el último Ingenieros” (p. 77). O −un nuevo ejemplo− cuando

Kohan expone la principal hipótesis que en su libro pretende demostrar, la habría

seguramente elaborado realizando una integración o una síntesis entre las experiencias

socialistas yucatecas y los tres procesos entretejidos que menciona en el siguiente

párrafo:

En la producción de Ingenieros, la ferviente recepción y adhesión a la Revolución

Rusa es inseparable −con matices y densidades propios− de dos procesos

culturales y políticos contemporáneos y específicamente latinoamericanos: el

levantamiento estudiantil de la Reforma Universitaria de 1918 y el ideario

antiimperialista del cual nacerá la entidad denominada Unión Latinoamericana.

Sin dar cuenta del hilo rojo que une la trama de estos tres procesos entretejidos y

yuxtapuestos −ésa es nuestra principal hipótesis− no puede comprenderse la

originalidad con la que Ingenieros se apropia de nuestro continente y difunde el

“fantasma rojo” generando idéntica actitud en sus jóvenes discípulos argentinos y

latinoamericanos (p.30).

En fin; la omisión consciente o inconsciente25

de la principal acción política ejecutada

en sus últimos cinco años de vida impide representarnos con justeza y justicia cuál fue

la auténtica figura del último Ingenieros.26

Por otra parte, ciertamente, esa hipótesis

del entretejimiento de la trama de tres hilos que explicaría la originalidad de

Ingenieros, y también la difusión por él conseguida del “fantasma rojo”, resulta

efectivamente verificable en nuestra realidad histórica y política. Más aun, la ardua

mostración de la hipótesis queda para mí suficientemente desplegada a lo largo del

libro de Kohan. Para aprehender al último Ingenieros es preciso reconocer que, para

él, el lugar de la sociología no se encontraba en la actitud teorética frente a su objeto;

que ella más bien se vinculaba a su objeto mediante una relación afectiva y volitiva.

Para él, la sociología no era tanto una ciencia del logos como una ciencia del ethos;

menos soberana que responsable. De allí su captación inmediata por parte de nuestro

híbrido inconsciente colectivo latinoamericano.

No obstante, subsistiría de todos modos, a mi juicio, una cuestión que Kohan y

muchos autores rozan pero no pueden plantearse: explicar cómo, por qué y cuándo

hace Ingenieros su pasaje −y luego Mariátegui el suyo− de lo eurocéntrico a lo

amerindocéntrico; y, más particularmente, de lo “sovieticocéntrico” a lo autocentrado.

Existe una carta que Mariátegui fechó en Lima el 24 de junio de 1927, dirigida a

Alfredo L. Palacios, presidente entonces de la Unión Latinoamericana (U.L.A.),

donde la disposición de su autor se evidencia favorable a los lineamientos estratégicos

inaugurados por Ingenieros y donde, incluso, se trasluce la intención de colaborar con

65

la U.L.A. en el caso de afincarse el peruano en la región rioplatense. Expresa

Mariátegui en los párrafos finales de esa misiva:

Clausurada la revista [Amauta], secuestrada mi correspondencia, o más o menos

amenazado todo el que mantiene relación conmigo, atacada en su crédito y su

trabajo la Editorial e Imprenta Minerva, de propiedad de mi hermano, siento que

no me queda más camino que el destierro. Tengo el propósito de marchar con mi

mujer y mis hijos a Buenos Aires. En Buenos Aires o Montevideo estableceré mi

hogar y mi revista. La solidaridad de los intelectuales libres del continente es la

única fuerza moral que puede defenderme contra los atropellos que tal vez aún me

esperan.

Con un cordial saludo a los compañeros de la U.L.A. y devotos sentimientos de

amistad y gratitud a Ud. lo abraza: J. C. Mariátegui.27

Mariátegui fue puesto preso, después de un espectáculo de danza, en el Hospital

Militar de Lima durante cinco días y medio de junio de 1927 (J.C.M. dixit, con

humor: “todo un golpe de teatro”). O sea que la carta dirigida a Palacios el 24 de ese

mismo mes probablemente fue una de las primeras donde cuenta, a sus amigos

argentinos, sus tribulaciones y su plan de autoexiliarse en nuestra región rioplatense.

Recién tres meses después, el 30 de septiembre de 1927, Mariátegui comunica ese

plan a otro argentino, Samuel Glusberg, amigo epistolar del peruano que éste no

conoce personalmente. Cuando en el libro Mariátegui en la Argentina se expresa que

“Mariátegui escribe a Glusberg agradeciéndole el telegrama de los escritores

argentinos al gobierno reclamando su libertad, y anuncia por primera vez [cursivas,

mías] la posibilidad de abandonar Perú e instalarse en la Argentina”,28

su autor,

Horacio Tarcus, desconoce evidentemente la carta a Palacios trascripta parcialmente

más arriba. Lo importante aquí no es aportar precisiones historiográficas ni revelar

una primicia, sino deducir y exponer el vínculo estrecho que el peruano mantenía con

los compañeros de la U.L.A. y, en particular, con el presidente de ésta. La anterior

pequeña rectificación al incluyente libro de Tarcus persigue además la finalidad de

aportar un matiz a la realidad vivida, en aquel preciso momento, por los diversos

interlocutores argentinos de Mariátegui, quienes empujaban desde distintos ángulos

un mismo carro. Y que a partir de 1928 se fueron dividiendo y distanciando cada vez

más debido a ciertos “virajes estratégicos” volanteados desde muy lejos de Argentina,

Perú o México –desde fuera “de ese sistema silencioso pero efectivo de construcción

de redes latinoamericanas” (Tarcus; 2001, p. 37).

En aquel párrafo de la carta de Mariátegui a Palacios, más allá de la observable

aunque velada alusión o sugerencia de “aguante en el exilio”, para nuestros propósitos

es suficiente remarcar que existía aparentemente entre ellos una relación

suficientemente acordada, lo cual hace improbable la hipótesis (que alguien podría

esgrimir) de que Mariátegui podía desconocer las directrices ideológicas aportadas por

Ingenieros en la experiencia de Yucatán y que podía estar al margen de los

entretelones de la (conflictiva) relación entre la III Internacional y la génesis de la

U.L.A.

Si, como sospecho, Mariátegui no desconocía ni estaba al margen de tales hechos,

tenemos aquí un aporte más al intento de “contestar una pregunta que todavía está

abierta en el campo mariateguiano: ¿qué condiciones hicieron posible la aparición

del marxismo de Mariátegui en los [años] 20?” (Beigel);29

aporte que –habría que

investigar– tiene importancia para determinar en qué medida resultó aglutinante (para

66

unos) y dispersante (para otros) en el desarrollo de las prácticas políticas gestadas por

los primeros núcleos socialistas y comunistas de nuestro continente. Dicha

investigación conducirá acaso a sopesar otra interrogante: ¿fue el movimiento

comunista internacional el vehículo principal de la actividad política o del desarrollo

teórico del marxismo en América latina? (Tengamos presente esta simultaneidad:

Carrillo muere el 3 de enero de 1924; apenas transcurren unos días y fallece Lenin; a

los pocos meses, también ese año, viaja el argentino José Fernando Penelón a Moscú

y se crea a su vuelta el Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista; en

marzo de 1924 las fuerzas revolucionarias de Yucatán en cierto modo recuperan el

control del Estado, aunque a partir de mayo de 1924 se nombra un Gobernador

sustituto alineado con el gobierno central de México. El 6 de diciembre de ese mismo

año Mariátegui publica en Lima su artículo “La unidad de la América indoespañola”,

justamente pocos meses después de recibir el racconto de la experiencia de Yucatán

que Ingenieros hiciera en el número de junio de la revista Nosotros. Es en ese artículo

suyo que el autor peruano decide elevar al argentino al grado de “maestro y director”

de las nuevas generaciones “pro-unión-latinoamericana”).

Uno encuentra que se sigue afirmando a veces que Ingenieros sostuvo siempre una

posición “sarmientina” o “sociodarwinista” o “sociomarxista” –lo que es casi lo

mismo− en lo referente al indio y a la rémora que éste significaba para toda clase de

progreso. ¿Sería defendible esta caracterización si incorporáramos el retrato que de él

nos aporta su actuación en favor de un socialismo maya? ¿Nos acerca o nos aleja de él

intuir que sus ideas no tienen tanto el valor de la originalidad como el de una

inspiración de rumbos a tomar para los resurgimientos étnicos de Chiapas, Bolivia,

Ecuador y Nación Mapuche, que determinan nuestro actual clima histórico? ¿Sería

revolucionario o reaccionario quedarnos con las historiografías hechas a medida −en

vez de tornar más fluidas las ideologías para permitir la introducción de (realmente)

nueva información? Recobrar al marxismo latinoamericano de las estructuras

excéntricas en que se da, ¿es una tarea procurable o ímproba? ¿Estaremos finalmente

frente a los tiempos nuevos en que la reflexión es gobernada por “la desocultación de

lo impensable”? Estas preguntas no son retóricas ni superfluas. Junto a ellas se

levantan muchas más, y muy pocas podrán ser contestadas sin un esfuerzo colectivo

que sobrepase las potencialidades de cualquier individuo.

Entre 1924 y hoy el imperialismo ha desarrollado una sofisticada ingeniería social

y ha ajustado sus técnicas de control para contener las esferas del pensamiento

político y académico. Por tanto, en los frentes profundamente contrahegemónicos, ¿no

necesitaremos con urgencia de otros ingenieros para el desarrollo de próximos y

nuevos marcos y submarcos morales?

67

IV – ANOTACIONES FINALES

Un cura supuestamente loco que emite juicios hoy muy sensatos. El diagnóstico,

preparado por un fiscal motejado también de loco por sus contemporáneos. Interviene

experimentado médico psiquiatra con ciertas veleidades de juez histórico.

Hermandades ideológicas trasuntan favoritismo inicial por “fiscal-loco”. Pero el

psiquiatra-juez duda, investiga. Signos de salud. Al mismo tiempo ocurren hechos

mundiales y principalmente locales que le obligan a contradecirse. Decidido

seguimiento de los hechos y veloz adecuación de su ideología. Transfiguración. Los

hermanos, los discípulos no lo siguen. Sensibles rupturas, con las familias de origen;

individuación, soledad y muerte. No obstante, hay frustraciones históricas y muertes

individuales que dan semillas. Un hermano peruano aprende a verlas; las recolecta –

las más recientes le permiten reconocer las más antiguas. El campo de recolección es

vasto: Yucatán, Buenos Aires, las selvas misioneras, los Andes centrales. Si bien

todas de diversos colores, una misma conformación genética. Confabulación general;

durante décadas la última semilla recogida es enterrada, es ocultada a la vista.

Razones hay. Pero el clima cambia. Y cuando llueve, todas brotan simultáneamente,

sin importar su antigüedad. Semilla: Memoria. Y ésta opera por analogías, para la

acción. Lo que se ve está hecho de lo que no se veía.

* * *

Hacia el final de la Parte Uno propongo que nos tomemos el atrevimiento de terminar

de una vez con el asesinato del pasado30

perpetrado por las historiografías de todos los

signos que se han sucedido. Es tarea propia del actual clima histórico la creación de

una nueva memoria que extienda el multiculturalismo en el tiempo y que multiplique

los ejes historiográficos. Agrego ahora que la empresa no es fácil: hace falta salirse

de la procesión para verla y, más aun, es imprescindible dejar de proceder como Jack

El Destripador, por partes. En la historia “argentina”, por ejemplo, que es la que a mí

más me concierne, hemos fabricado dos sajaduras −producto de una doble

abstracción−, una de orden espacial y otra temporal, las que, si bien hoy poseen

entidad, también pueden ser entendidas como virtualidades o ilusiones. Uno de esos

cortes (“abstraer” = arrancar, poner aparte) es aquel que divide virreinato y nación, en

la dimensión geográfica. El otro corte, en el orden temporal, se produce cuando

pensamos en, y nos referimos a, “un antes y un después de 1810”. Lo he insinuado

más arriba: si nos habituamos a pensar nuestra historia analíticamente, es decir,

separando la historia conjunta de la Patria Grande en historias (abstractas) de patrias

chicas, nacionales, luego deberíamos terminar el procedimiento lógico emprendido

mediante una operación sintetizadora, mínimamente suturadora, que complete el acto

quirúrgico que el análisis abrió. Y esto que es válido para el corte espacial, también

vale para el temporal. Del confinamiento en las partes se sale deviniendo conscientes

de nuestro cuerpo en el tiempo. Contracción y expansión: “Al contraer nuestro sentido

infinito captamos lo Múltiple; al expandirlo, captamos lo Único” (William Blake).

* * *

En la Parte Uno, a través de las perspectivas históricas sostenidas por José Ingenieros,

me aboqué también a una reflexión sobre los (en última instancia) efectos de la

68

revolución francesa en Sudamérica, del mismo modo que, en la Parte Dos –

igualmente centrado en la actividad política del maestro argentino–, he intentado

revisar las nociones más convencionales acerca de algunas de las resonancias de la

revolución rusa en nuestro continente. Hay ideas que aumentan considerablemente la

percepción de los sentidos, como hay otras que sólo la nublan y la adormecen.

Mirando globalmente nuestra historia; hechas las correspondientes operaciones

sintetizadoras del orden temporal, en estas Anotaciones Finales me esforzaré por

poner la memoria en movimiento e intentar así arribar a algunas conclusiones

necesariamente provisorias.

Más acá y por debajo de las abstracciones, he tratado de contactar y retener las

verdades de carne y hueso que, como las montañas, los salares y los ríos,

sobrevivieron a las sucesivas caídas de los imperios. En el contexto mundial, lo

llamativo y específico de América latina, para mí rayano con lo extraordinario, es que

ha existido en cada fase de su historia –tanto en la época precolombina como en la

virreinal y en la de los Estados-nación−, una tendencia a la creación y estabilización

de formaciones socialistas. Este impulso recurrente es una verdad que, para atravesar

los tiempos, debió conservar sus leyes más elementales y oscuras; diríase, su

“voluntad de poder”: una trama telúrica implícita que, si bien por períodos parece

estar ausente, podemos igualmente reconocer, explícitamente, en las conexiones

espirituales con la tierra que habitamos y siempre nos habita. Ese impulso que nos

atraviesa da la impresión de ser un rizoma que cada tanto se desarrolla con fuerza, que

transitoriamente se oculta y que luego vuelve a hacerse visible con formas y

regímenes novedosos. Diría el poeta chino: “Hicieron diferentes cosas, pero con las

mismas intenciones; tomaron diferentes caminos, pero con la misma meta. ¿Cómo

pudo permanecer esto desconocido?”. Invaginaciones, brotes y rebrotes de formas

organizativas socialistas que van transmutando para adaptarse a las nuevas

condiciones históricas, como si la trama implícita retuviera, en cada momento que su

arquetipo reaparece, el recuerdo de su lejano pasado.

* * *

En una época en la cual el espacio europeo se encontraba social y políticamente

“desordenado, mal dispuesto y embrollado” (Foucault), aquí se logró constituir

durante diez generaciones una experiencia etnopolítica que dio por resultado un

espacio comparativamente mejor regulado, con un nivel y una calidad de vida muy

superiores, por ejemplo, a los del campesinado de cualquier coordenada de Europa, y

lisa y llanamente situado en una dimensión inconmensurable con las infrahumanas

condiciones de (in)subsistencia del proletariado que allá estaba emergiendo.

Si en lugar de comparar las experiencias jesuíticas con la Europa

contemporánea a ellas, lo hacemos con el resto del espacio americano regulado por las

autoridades civiles, veremos que, mientras allí la demografía nativa global cayó en

picada de modo inexorable, en las Misiones creció la población originaria casi

vertiginosamente, incluso más rápidamente de lo que estaba empezando a ocurrir en el

espacio europeo –allí, debido tanto a los nuevos alimentos llegados de América como

al incipiente control de las epidemias seculares–. Los nativos residentes entre los

jesuitas estaban en general sin contacto y distantes de los blancos; esto los protegió no

sólo de la explotación y el maltrato de los encomenderos, sino también de las

frecuentes epidemias, lo cual, unido a la prohibición de bebidas alcohólicas en las

Reducciones, contribuye a explicar ese contraste tan notable entre el crecimiento de

unas poblaciones de nativos y la disminución de las otras.

69

Entre los problemas abordados –y que, espero, acaso reciban la atención de

investigadores del porvenir que naveguen en un océano global, no en los ríos de los

“ismos”−, considero como el de mayor relevancia teórica, y como el más promisorio

para el espacio futuro de nuestra Patria, aquel en que presumo que las comunidades e

incluso las sociedades urbanas guaraníes presentaban, al arribo del europeo, formas

igualitarias de organización menos consolidadas que el ayllu andino (con su milenaria

estructura cooperativa del trabajo de la tierra y su comuna agraria). En los espacios

amazónicos y chaqueños se seguía dando aún entonces una expansión horizontal que

continuaba multiplicando las etnias, en tanto que en el mundo andino desde hacía

siglos (acaso un milenio o más) venía dándose una orientación organizacional en

sentido vertical, que impulsaba la fusión de las distintas unidades étnicas en entidades

cada vez mayores (Ribeiro; 1973). Por ende, debía existir una mayor plasticidad en

las formaciones sociales guaraníes que en las andinas. Todo lo cual pudo favorecer los

objetivos jesuitas de difusión de lo que era, según Lugones, uno de los pilares de su

propia organización institucional: el comunismo militante de la Compañía de Jesús y

su concomitante renunciación de la personalidad.

A la luz de los aportes etnográficos, podríamos hoy plantear una discusión que

abarque las distintas expresiones y estratificaciones de nuestra identidad

sudamericana. Descontando desde ya su ideología anacrónica,31

para mí lo interesante

de los jesuitas en América reside en las comprobaciones empíricas de su casi centenar

de experiencias. En conjunto, ellas cubrieron el continente desde la Patagonia hasta

México; una inmensa área que no se intersectó con la de la “intrusión” protestante

−marco esta obviedad por aquello de la consabida correlación weberiana

protestantismo-capitalismo−. Nuestro continente presentaba, a principios del 1600,

casi todas las formas imaginables de estados de organización social. Situándonos en la

mentalidad típica de un intelectual europeo del siglo 19, esos estados se podrían

caracterizar mediante un espectro denso que va desde el semisalvajismo nómada y

tribal (por ejemplo, el correspondiente a las etnias patagónicas y a algunas

amazónicas) hasta la unión o confederación de (seis) naciones iroquesas, con

quinientos años de existencia a la llegada de los “carapálidas” a América del Norte, y

hasta las civilizaciones y los imperios más desarrollados en Meso y Sudamérica;

inclusive había existido una civilización como la maya clásica –acaso en su época la

más sofisticada del mundo−, que en 1600 ya tenía seis o siete siglos de decadencia.

Esas investigaciones del porvenir que deberían considerar los diversos marcos

etnográficos ya han sido propuestas, sugeridas, aludidas hace muchas décadas, y en

ciertos casos hace siglos, por estudiosos de las Misiones que no necesariamente

fueron projesuitas, sino a veces todo lo contrario. Tales los casos del geógrafo alemán

Otto Quelle, el etnógrafo sueco Erland Nordenskiöld, el antropólogo francoamericano

Pierre Métraux, el historiador paraguayo-español José Cardiel, o el mismo historiador

sueco Magnus Mörner (ver, particularmente pp. 108-111 y sus Notas

correspondientes, en Mörner, 1985). Además de esa deuda que tenemos con nosotros

mismos, con nuestra historia que nos habita aunque no lo sepamos (¿inconsciente

reprimido?), un estudio pormenorizado de este fenómeno sociológico de dimensión

continental nos abriría todo un campo de investigación donde, siguiendo algunos de

los pasos (y métodos) inaugurados por Foucault de mapeo de las discontinuidades

europeas de largo plazo, buscaríamos “saber cómo se ejerció [en nuestras propias

tierras] el principio del gran autor” (Foucault; 1983, p. 127). Entre nuestros “grandes

autores” escindidos de la historia cívico-militar que a veces nos abruma, sin duda se

70

encuentran, entre otros, Antonio Sepp von Rainegg, Giovanni Primoli y Manuel

Gervasio Gil. Este último fue discípulo y estrecho colaborador del destacado

matemático y astrónomo dálmata Roger Boscovich (1711-1787), y autor además de

tratados de física muy adelantados a su época (Furlong; 1952, pp. 514 y 515). En uno

de esos tratados sostiene Gil, contra las entonces divididas opiniones de Newton y

Huyghens acerca de la naturaleza corpuscular u ondulatoria de los rayos lumínicos,

“que las partículas [corpúsculos] de luz deben tener un movimiento oscilatorio” que

las haría comportarse también ondulatoriamente. Esta hipótesis sobre la constitución

de la luz, que admite teóricamente que los rayos lumínicos son, juntamente,

corpúsculos y ondas, recién fue adoptada finalmente por la física del siglo 20, ciento

diez años después de proponerla rudimentariamente Gil para superar las

contradicciones provenientes de la empiria.

No todas las numerosas experiencias socialistas de jesuitas y nativos tuvieron

parejo éxito, si bien todas contaron con casi idéntico apoyo externo de la poderosa e

internacional orden. La explicación para rendir cuenta de esta dispersión de resultados

se basa, hasta donde conozco, en considerar el mayor o menor aislamiento de cada

Misión respecto de las respectivas sociedades virreinales. Sería absurdo negar la

importancia del aislamiento de las Misiones en general, dado que todo el proyecto

jesuita fue planificado así, aisladamente, después de conocerse las consecuencias

negativas de las experiencias comunitarias lindantes con los encomenderos que

hicieron Bartolomé de las Casas y otros en el siglo 16, en Mesoamérica .

Sin embargo, esa explicación me parece insuficiente si pretendemos rendir

cuenta del relativo éxito o fracaso de cada experiencia. Por ejemplo, si tomamos en

cuenta el grave y deletéreo peligro que constituía la cercanía de los bandeirantes de

San Pablo, Brasil, para las Reducciones paraguayas, no se explica que éstas hayan

sido finalmente más exitosas (en cuanto a población englobada, en cuanto a

replicación) que las Misiones Maynas, Moxos y Chiquitos (ver mapa en Parte Uno), o

que aquellas más alejadas de todas, intentadas junto a la desembocadura del río

Colorado (Argentina), las cuales no obstante fracasaron rápidamente. A mi juicio,

debe existir una causa concomitante –una concausa, se decía antiguamente– que no

apele a explicaciones simplistas, tales como por ejemplo “la dulçura destos indios

guaraníes”.

La explicación de la variedad de resultados generales de las Misiones en

Sudamérica podría tener como fundamento menos su respectivo aislamiento que la

diversidad de medios sociales preexistentes a los “injertos” jesuitas. Las múltiples

tradiciones existentes eran en última instancia el reflejo de nuestras diversas Tramas

Telúricas Implícitas (TTIs); eran la expresión, en la dimensión humana, de cada uno

de los terrenos donde se intentó implantar un mismo modelo de organización

socialista, tal vez sin atender suficientemente a las especificidades biorregionales.

Mörner sigue una variante, si bien no convergente, paralela a esta línea de reflexión

cuando sugiere: “el hecho de que las Misiones, en lugar de haber sido tan sólo un

estadio transitorio, se hayan prolongado durante períodos ilimitados, en especial

entre las tribus de bajo nivel cultural, fue el resultado inevitable de las condiciones

etnográficas. […] Las Reducciones guaraníticas demostraron, sin duda, un grado más

elevado de colectivismo y, al mismo tiempo, una estructura más diferenciada que las

otras Misiones, lo cual probablemente obedeció a factores etnográficos” [p. 108]. “Los

guaraníes eran, por una parte, la población más avanzada, desde el punto de vista

cultural, en el este de la región del Plata y carecían, por la otra, de las tradiciones

71

culturales y religiosas y de la conciencia política de los indígenas andinos” (cursivas,

mías; Mörner, 1985, p. 110).

En suma, la importancia que le atribuyo a esta experiencia única de la historia

universal nada tiene que ver con reivindicaciones, con recetas o con ideologías. Su

relevancia se vincula, i) con la desusada extensión geográfica del experimento, ii) con

la uniformidad del modelo aplicado y, iii) con la pluralidad de resultados obtenidos.

Lo cual hace que el conjunto de las experiencias no sea desdeñable desde una

perspectiva que valore la constatación empírica y que rescate la tradición pertinente

sin el objetivo de hacer de esa tradición una prescripción.

* * *

Como bien resalta Pierre Clastres en La sociedad contra el Estado:

Si en nuestro lenguaje popular decimos “trabajar como un negro”, en América del

Sur por el contrario se dice “holgazán como un indio”. [Encontramos aquí un

prejuicio tenaz, curiosamente coextensivo a una idea contradictoria]. Entonces,

una de dos: o bien el hombre de las sociedades primitivas, americanas y otras,

vive en economía de subsistencia y pasa la mayoría del tiempo en busca del

alimento; o bien no vive en economía de subsistencia y puede pues permitirse

ocios prolongados fumando en su hamaca. Es lo que sorprendió, sin ambigüedad,

a los primeros observadores europeos de los indios de Brasil. Grande era su

reprobación cuando constataban que los mocetones llenos de salud preferían

emperifollarse como mujeres con plumas y pinturas en lugar de transpirar en sus

huertos. Gente, pues, que ignoraba deliberadamente que hay que ganar el pan con

el sudor de su frente. Era demasiado y eso no duró: rápidamente se puso a los

indios a trabajar y murieron a causa de ello. Efectivamente, parecen ser dos los

axiomas que guían la marcha de la civilización occidental desde sus comienzos:

el primero plantea que la verdadera sociedad se desarrolla bajo la sombra

protectora del Estado; el segundo enuncia un imperativo categórico: hay que

trabajar.

Los indios, en efecto, sólo dedicaban poco tiempo a lo que se llama trabajo. Y

sin embargo no morían de hambre. Las crónicas de la época son unánimes al

describir la hermosa apariencia de los adultos, la buena salud de los numerosos

niños, la abundancia y la variedad de los recursos alimenticios. En consecuencia,

la economía de subsistencia, que era la propia de las tribus indias, no implicaba

en absoluto la búsqueda angustiada, a tiempo completo, del alimento. Una

economía de subsistencia es, pues, compatible con una considerable limitación

del tiempo dedicado a las actividades productivas. Es el caso de las tribus

sudamericanas de agricultores, como los tupí-guaraníes por ejemplo, cuya

holgazanería irritaba tanto a los franceses y a los portugueses. La vida económica

de estos indios se fundaba principalmente en la agricultura y accesoriamente en la

caza, la pesca y la recolección. Un mismo huerto era utilizado de cuatro a seis

años consecutivos. Después se lo abandonaba, a causa del agotamiento del suelo,

o más posiblemente de la invasión del espacio despejado por una vegetación

parasitaria difícil de eliminar. El trabajo mayor, efectuado por los hombres,

consistía en desbrozar la superficie necesaria con hacha de piedra y fuego. Esta

tarea, realizada al final de la estación de las lluvias, movilizaba a los hombres

durante uno o dos meses. Casi todo el resto del proceso agrícola --plantar,

72

desyerbar, cosechar– estaba a cargo de las mujeres, de acuerdo con la división

sexual del trabajo. El resultado es esta graciosa conclusión: los hombres, es decir,

la mitad de la población, ¡trabajaban alrededor de dos meses cada cuatro años!

(pp. 164 y 165).

Repito: “Una economía de subsistencia es compatible con una considerable limitación

del tiempo dedicado a las actividades productivas”. (Lo que realmente resulta

incompatible con una economía de subsistencia es, a) la mentalidad extractiva

occidental –capitalista o socialista–, y. b) el desierto a que ya sin duda nos arrastran

las corporaciones). Tengamos presente que “economía de subsistencia” no

necesariamente es homologable a “comunismo primitivo” ni a “bajo nivel de cultura”,

pues es comprobable que en una de las civilizaciones más altas que ha dado América

al mundo, entre los mayas, fue tan sofisticado y eficiente el sistema de agricultura

basado en el complejo de siembra maíz-calabaza-poroto que ellos solamente

necesitaban 50 (¡cincuenta!) días de trabajo al año para que una familia produjera su

alimentación básica –el resto del tiempo, dedicación a las artesanías, a la arquitectura,

a la matemática, a la astronomía (Carstensen; 1991).

No obstante, considero que deberíamos estudiar de modo comparativo,

analizar y discutir en detalle, los aspectos históricos correspondientes a las diferentes

economías del continente, en sus distintas épocas, pero discriminando las realidades

andina, selvática, pampeana, costera para atenernos a la diversidad psicocultural en

ellas presentes, la cual, a su vez, se refleja en la multiformidad de las formas

socialistas que pocos europeos supieron interpretar. A mi juicio, tenemos aquí una

deuda secular pendiente. Acaso deberíamos revisar nosotros, los alienígenas, los

conceptos de “trabajo” y de “economía de subsistencia” que hemos tendido a

sobreponer a la realidad americana con que sorpresivamente hemos topado. Esos

conceptos son quizás atavismos que nos constituyen intrínsecamente: nuestra cultura

occidental fue conformada por hábitats ecológicos de comparativa escasez (Europa) y

arrastró indirectamente hábitos mentales del desierto (Medio Oriente), la cuna de

nuestro tronco judeocristiano, donde trabajo y sudor, por un lado, y parición y dolor,

por el otro, eran nociones muy estrechamente ligadas. Dejo el resto a la imaginación

del lector.

* * *

En lo que respecta a las lagunas de esta historia, una de las conclusiones que me

queda es que existe, a pesar de las visibles diferencias ideológicas y metodológicas,

un rasgo común a los historiadores de todas las épocas y de cada una de las “familias”

que he visitado. Ese rasgo común, que cada tanto se trasluce en las obras, aunque

nunca resulta explicitado valientemente, constituye otra prueba de que el tiempo está

vivo como nosotros y de que el pasado está adelante y, en rigor, copresente en su

necesario transcurrir retroprogresivo. De los variados historiadores que directa e

indirectamente he frecuentado, el Padre Pedro Lozano, SJ, en su libro Historia de las

revoluciones de la provincia del Paraguay, es el único que he encontrado que se

atrevió a explicitar mínimamente dicho rasgo (a confesarlo) acaso para tranquilizar

católicamente su conciencia:

Aunque mi principal intento es sacar a luz la verdad con modestia, no podré

decirla toda, acomodándome al dictamen de quien dijo que, si bien el historiador

73

ha de decir la verdad en todo lo que refiere, no debe referir todo lo que es verdad.

[…Aquí] habré de decir lo que bastase a hacer patente la verdad, ocultando

muchas cosas, que no siendo necesarias más podrían ofender.

Una curiosidad. Mörner, en su destacable libro (1968) sobre las Misiones, no

menciona la investigación de campo de Lugones (El imperio jesuítico), que

aparentemente no ha consultado; sin embargo, ambos autores rescatan la misma frase

de Lozano arriba trascripta. Esta coincidencia, ¿será síntoma de la idéntica patología

con que ambos historiadores, molestos, se han encontrado?

No me resultó fácil hallar en las historiografías autores que expliciten cuánto

significó para los hombres de la Independencia el recuerdo de la expulsión. Fue

necesario recorrer sendas embrolladas, muchas veces borroneadas y reescritas, para

sólo poder llegar a vislumbrar este recuerdo. Algunos pocos ejemplos. Si el lector se

tomara el trabajo de releer únicamente seis páginas (61 a 66) de la Historia

contemporánea de América latina, de Halperín Donghi, advertiría tal vez el trabajo

que me ha dado expurgar ese texto para poder extraer (descoyuntar) las citas que hice

en la Parte Uno, capítulo IV-Desenmascaramientos, referidas a la significación en

Brasil de la actividad económica jesuítica, y al contraste que se dio entre

hispanoamericanos y lusoamericanos respecto de la posibilidad de un retorno de los

expulsados durante el siglo 19. Otro tanto sucede cuando se recurre a autores

provenientes de países tradicionalmente protestantes o anglicanos, es decir,

provenientes de otro costado de esta historia: hay que unir enunciados desperdigados

para encontrar el sentido, tal como sucede entre las páginas 204 y 207 del libro Los

Jesuitas, del historiador británico Jonathan Wright, de la universidad de Oxford,

donde se expresa:

Tal vez entenderemos mejor la supresión [de la Compañía de Jesús] si la

interpretamos como una pura demostración del poder estatal de la época y un

hecho que nunca debió ocurrir, como luego lo demostró el arrepentimiento de los

papas y los soberanos católicos [obviamente, aquí excluye a los soberanos no

católicos] tras treinta años de tribulaciones y experiencias acumuladas [o sea, ellos

comprendieron los efectos cuando ya era tarde, hacia fines del siglo 18]. […]

Hacia comienzos de junio de 1767 llegaron a Buenos Aires órdenes de arrestar a

los clérigos y hermanos jesuitas de las colonias. En conclusión, 2267 jesuitas

fueron despachados a Europa [Wright cita aquí un libro de Mörner (1965)]. El

recuerdo de este arbitrario comportamiento borbónico jugaría su papel en el

independentismo decimonónico en América Latina [esta última conclusión no

tiene mayores fundamentos ni desarrollos; cursivas, mías].

(Sólo alusiones dentro de fárragos. Historias inocentes. O sea, un historiador alude a

que en Sudamérica el recuerdo de la expulsión no tuvo, en la etapa independentista, la

misma significación y presencia de un lado y del otro de la frontera (ex)luso-

hispánica, que había estado siempre en litigio. El otro, a que los portugueses

interpretaron la expulsión como una liberación; los españoles, y con ellos la jerarquía

católica, la interpretaron como un error político o, al menos, como un mal cálculo de

sus antecesores).

Acaso para poner de relieve nuestros respectivos conformismos

historiográficos, el sueco Mörner decidió terminar su libro, sintomáticamente, con

esta frase que semeja una advertencia: “Resulta significativo que, en cuanto atañe a la

primitiva comunidad de San Pablo, [Alfonso de] Taunay [en su extensa História geral

das bandeiras paulistas, publicada entre 1924 y 1936] no haya encontrado sino muy

74

escasa información en los archivos existentes en Brasil y Portugal y, en consecuencia,

se haya visto obligado a recoger la mayor parte de su material en fuentes españolas y,

especialmente, jesuitas” (p. 162). He aquí una de las tantas “evaporaciones mágicas”

que únicamente son capaces de resaltar aquellos que no se sitúan ni de un lado ni del

otro de las fronteras mentales.

Las Misiones, que en reiteradas ocasiones mostraron un contundente poder

militar, fueron, en cada intento de ataque, un grano molesto para el expansionismo

portugués, aliado y socio menor, para nuestro subcontinente, del globalmente

expansionista imperio británico. Es lógico que las historiografías provenientes de esos

hilos se nos aparezcan hoy como muy creativas en sus modos de embrollar y

borronear ciertos recuerdos. Pero éstas, a simple vista, no parecen razones válidas

para rendir cuenta de la “evaporación mágica” del recuerdo de las Misiones en las

historiografías procedentes de los católicos en general y de los hispanoamericanos en

particular –incluyendo las anticlericales que entraron en la historia cuando ésta ya

estaba hecha y sus lagunas cegadas–. Deberíamos remontar la filogenia de nuestra

identidad actual, menos para eludir anacronismos ortodoxos que para reconocernos

detrás de las respectivas fronteras y máscaras. Los encomenderos de la era colonial no

sólo eran enemigos acérrimos de la construcción del “Estado” jesuítico cuya

vanguardia representaban las Misiones; también tenían de su lado, contra esas

novedosas experiencias sociales, económicas e interraciales, la fracción de la Iglesia

cuyos dientes mostraba la Inquisición. Fueron los descendientes y clones de tales

encomenderos e inquisidores quienes definieron la constitución de nuestros países y

conformaron, por ende, sus historiografías ortodoxas, llenas de deshistorizaciones

para poder presentar sus inocentes historias locales.

“Católicos A” y a la vez “encomenderos”: ésta es la genealogía que

dolorosamente se desprendió de las raíces que ahora nos resultan tan difíciles de

seguir y de desenredar. Justamente de eso se trata, “de descubrir que en la raíz de lo

que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la

exterioridad del accidente, de las desviaciones, de los errores, de los fallos de

apreciación, de los malos cálculos que ha producido aquello que existe y es válido

para nosotros” (Foucault).

La figura difusa y tantas veces confusa que se perfila al investigar nuestra

historia de 500 años parece formar un hexágono, con tres pares de lados enfrentados

que se agolpan en este presente: Protestantes/Católicos; Portugueses/Españoles;

Católicos A/Católicos B. Tres desmembramientos históricos de datas sucesivas,

aunque también de espacios encajados y embutidos, como fractales: al primer par

corresponde un espacio planetario, global; al segundo, un espacio continental,

sudamericano; al tercero, los espacios de cada una de las patrias locales y chicas, ex

hispánicas. Filamentos de diversas filogenias. Los descendientes y clones de los tres

hilos que hago figurar como primeros términos de los pares, conforman, después de

este período de 500 años, una única trenza. Sus menos malos cálculos han producido

“aquello que existe y es válido para nosotros”. Por debajo de lo visible, por detrás de

lo que conocemos y de lo que (nos hicieron creer que) somos, las raíces. Algunas

borradas del hexágono, acaso muertas y compostadas para nutrir otros anhelos e

impulsos. No obstante, una figura más arcaica y compleja (para la mentalidad

occidental moderna) parece querer manifestarse.

Considero que estamos lejos de haber siquiera empezado a constituir un

discurso regular para abordar una empresa crítica en este dominio, con sus diversas

perspectivas y sus diversos modos de delimitación del objeto. Las interdicciones que

75

notoriamente afectan a los discursos en su conjunto –desde lo político, lo religioso, lo

económico y, last not least, desde lo concerniente a la historia de las ideas– hacen

pensar que los estudios críticos no podrán realizarse más que escudriñando,

detectando y siguiendo una pluralidad de series en las que funcionan, en cada una,

diferentes maneras de interdecir. Muy heterogéneos son los enunciados referidos a un

mismo tópico, y también lo son los puntos de vista formulados por protestantes y

católicos (quiero decir, de testimonios y de historiadores que provienen de espacios

tradicionalmente protestantes o católicos); por moralistas o comerciantes (de la

cultura, descontando a los suboficiales de ésta); por historiadores paraguayos,

argentinos o brasileños demasiado comprometidos con sus respectivas versiones

oficiales; en fin, por quienes defienden con alegada imparcialidad la libertad de

investigación y publicación pero que, en este particular, prefieren su anulación o se

conforman con la estrechez de los enfoques. De todos modos, por más lejos que aún

estemos de un principio de regularización, llegará sin duda la ocasión de tener que

enfrentarnos a la comparación de los distintos discursos irregulares, a la localización

de las diferentes interdicciones que permean (es decir, mucho más que “atraviesan”)

los enunciados y, finalmente, a la elaboración de algún sistema más o menos

coherente de modelos teóricos factibles de rendir cuenta del conjunto, de sus lagunas

y de las curiosas superposiciones de éstas cuando comparamos discursos que

aparentemente son opuestos –sería una especie de “historiografía de la

deshistorización y la obliteración”–. La empresa es apasionante aunque de ninguna

manera infusa y tranquilizante, pues ha sido en toda época escamoteada con irrisoria

malevolencia.

* * *

Comentando el artículo de Mariátegui “Heterodoxia de la tradición” (aparecido en

Mundial, noviembre de 1927), Beigel expresa que el peruano

planteaba que era necesario distinguir entre la tradición y el tradicionalismo.

Como actitud política o sentimental conservadora, este último le parecía el mayor

enemigo de la tradición, porque terminaba restringiéndola a una “receta escueta y

única”, a un “conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos”. Mientras la

tradición se caracterizaba –para él– “precisamente por su resistencia a dejarse

aprehender en una fórmula hermética”.

La tradición era, para él, profundamente “heterodoxa”, en el sentido de que era

el resultado de transformaciones de la realidad y de experiencias históricas

movidas bajo la acción de un ideal. Todo esto la convertía en algo “heterogéneo y

contradictorio”. La única forma de reducirla a un concepto unívoco era buscando

su supuesta “esencia” y renunciando a distinguirla respecto de sus diversas

cristalizaciones. Un revolucionario que pretendía negar –transformar− la realidad

no podía negar la tradición en bloque, sino ejercer frente a ella una mirada

selectiva, atenta a sus múltiples contradicciones.

Y la autora argentina cita a continuación una frase terapéutica de Mariátegui: “Los

verdaderos revolucionarios no proceden nunca como si la historia empezara con ellos.

Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse

con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas” (Beigel; 2003, pp. 176 y

177).

Esa distinción mariateguiana entre tradición y tradicionalismo fue aludida en la

Parte Uno cuando consideramos las heterogéneas figuras y las aparentemente

76

contradictorias actuaciones políticas de Castro Barros y del Deán Funes. También,

cuando criticamos las taxativas bipolarizaciones de Ingenieros en su interpretación del

período “perinatal” de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pero principalmente

creo haberme acercado más a esa noción de tradición cuando señalé que existía, entre

algunos revolucionarios de la Independencia, un concepto de revolución “que

contenía implícito un retroceso al origen” –por ejemplo, el re-curso a una Edad de

Oro−, para finalizar expresando que “lo que en toda teoría de la revolución está

siempre en discusión es el poder de ser el ayer y el hoy”. 32

Digresión. Ese “retroceso revolucionario” debía contemplar, para algunos, el

rescate, el reciclaje y la puesta nuevamente en marcha de la larguísima tradición

establecida por las Misiones en todo el continente, acaso teniendo como trasfondo un

marco teórico en el que convivían sin dificultad los planteos políticos del sacerdote

jesuita Francisco Suárez con los de J-J. Rousseau, los cuales, como surge de lo

expuesto en la Nota 8, Parte Uno, son complementarios y fácilmente integrables. Al

respecto, un caso ejemplar, paradigmático, es un documento emitido el 10 de marzo

de 1812 a las autoridades de Buenos Aires por la Junta Superior Gubernativa de

Paraguay –formada en ese momento por Caballero, Yegros y La Mora, es decir, ya sin

la presencia del Doctor Francia–, donde no entra en contradicción la fidelidad a las

enseñanzas de la Iglesia Católica con el aprecio por obras como el Emilio, de

Rousseau, y La educación de los niños, de Locke, destinadas a ser repartidas entre

padres de familia y maestros de primeras letras paraguayos (Lewin, 1980, p. 111;

Sánchez Quell, 1964, p. 39). También en los orígenes de la emancipación de

Colombia es dable advertir una voluntad integradora de “el ayer y el hoy” en, por

ejemplo, Fray Diego Padilla (1751-1829), vocal de la Primera Junta Suprema de

Gobierno y director del periódico Aviso público, de Bogotá, quien en 1810 –en muy

llamativa simultaneidad con Mariano Moreno, traductor del Contrato social en el Río

de la Plata– traduce y publica el artículo “Economía política”, también de Rousseau, y

que forma parte de la Enciclopedia francesa (Lewin; 1980, p. 132).

(Por razones entendibles y otras que no lo son tanto, hemos quedado

confinados al aprendizaje y a la investigación de las propias historias particulares,

nacionales. Uno de los modos de poner en movimiento la memoria y de volvernos

más conscientes de la unidad en el tiempo conservada por nuestro cuerpo continental

–Braudel: “la historia no es sólo ciencia de lo que cambia, sino también de lo que

permanece”– sería dejar de desconocer las biografías de nuestros vecinos, no sólo

para eludir las convencionales versiones locales y estancas del pasado, o para

emprender líneas de investigación menos estériles que las habituales, o para descubrir

desde nuevas perspectivas cuánto nos asemejamos unos a los otros sino, más

importante para mí, para acercarnos a la (operativa) visión del Otro que construyó y

aún conserva el imperio, y así entender de antemano los planes de mediano y largo

plazos diseñados para nuestra región). Fin de la digresión.

No obstante, la distinción mariateguiana no adquiere toda su chispa si la

dejamos confinada en el pasado. La historia no empieza con nosotros, ni siquiera

cuando intentamos despegarla de un “relato histórico” para poder contemplarla

también “geográficamente”. Puesto que ya hace tiempo que quedó configurada una

rica tradición marxista y una no menos rica y heterogénea tradición anarcosocialista

latinoamericanas, considero que es un buen momento para atender nuevamente a

aquella original distinción Tradición-Tradicionalismo, y ejercitarla o aplicarla en

nuestro actual ámbito del pensamiento progresista. Para detonar ese ejercicio que

propongo, pueden servir, entre otras, las siguientes interrogaciones: ¿Existirían hoy

77

mentalidades factibles de ser enmarcadas en un “tradicionalismo revolucionario”?

¿Cuáles signos indican una propensión a ejercer, frente a la tradición, una mirada

selectiva, y cuáles síntomas no? ¿De qué depende que un autor (todavía) termine

restringiendo la tradición a un conjunto de reliquias (revolucionarias o no

revolucionarias) y otros no? ¿Es teóricamente débil, o fuerte, ejercer un tipo de

selectividad que, a la vez que rescata una tradición heterodoxa (respecto, por ejemplo,

de la ortodoxia marxista durante el período estalinista), tiende a reforzar una tradición

latinoamericana ortodoxa (referida a un conjunto hermético de pensadores

revolucionarios “esenciales”)? ¿Qué posiciones teóricas facilitan la inclusión y cuáles

la exclusión? ¿”Brújulas” como las que orientaban a Ingenieros y a Mariátegui, o en

cambio selección de citas escrupulosas y archivos de textos más escrupulosos?

Descuento que al lector se le ocurrirán muchas otras preguntas más.

A menos que sólo se pretenda reconstruir “una historia de la familia”, las

últimas noticias de la Historia que aquí hemos traído hacen caducar la tesis

convencional sostenida durante décadas de que Mariátegui ha de ser rescatado, ante

todo, como el precursor de la reflexión etnopolítica americana en clave socialista. Más

ajustado a la realidad sería reformular hoy esa tesis y en adelante partir de una visión

abarcadora de los hechos. Si Mariátegui se consideró alumno de Ingenieros al

llamarlo “maestro de una entera generación de nuestra América (indoespañola) y

director de su mentalidad”, a mi juicio ha sido porque la determinante participación

del argentino en la experiencia democrática y revolucionaria yucateca le enseñó al

pensador peruano el camino para desmarcarse del centro soviético y activó la

“brújula” que lo condujo a encontrarse con nuestra propia realidad y tradición. Es

decir, el pensador peruano supo recoger las reflexiones del último Ingenieros a

propósito de “respetar las condiciones particulares de cada sociedad y de cada cultura

latinoamericana”, las cuales implican toda una actitud: concebir el socialismo no

como una violación de la realidad social con una ideología doctrinaria, sino como una

reivindicación de la tierra por sus nativos; el socialismo como una eco-etno-política –

diríamos hoy.

El gran mérito de Mariátegui ha sido el de haber realizado, a partir de los

acontecimientos de Yucatán, una extrapolación pertinente al contexto sudamericano;

más específicamente, a la realidad de su mundo andino. En esa extensión o

prolongación, superó a su maestro. Porque teniendo raíces más profundas que

Ingenieros en la tierra americana, su copa alcanzó otras alturas: él supo justipreciar,

con menos prejuicios eurocéntricos, las prácticas y las instituciones colectivistas

andinas juntamente con los precedentes socialistas sentados por guaraníes y jesuitas.

La gracia y originalidad de Mariátegui reside principalmente en su fluida capacidad de

adecuación y acomodación, la cual lo llevó a convertirse en cocreador de una historia

historizante. Ingenieros-Mariátegui: nombre de la ley o del relato que la realidad

presente pide investigar o prolongar a todos aquellos que se consideren nativos

voluntarios de América. Mejor aun: Carrillo-Ingenieros-Mariátegui –o Caringmar. 33

* * *

La mirada de algunos observadores extranjeros –hayan sido espías de sus países o no,

como “los viajeros ingleses o los vecinos [de Quilmes, hoy Florencio Varela] de

Hudson, en su autobiografía” (M. Estrada)– supo aportarnos una comprensión más

acabada de la vida, la historia y las mitologías argentinas. En su libro La invención de

la Argentina, el profesor norteamericano Nicolás Shumway, al estudiar las ficciones

78

orientadoras34

y los paradigmas retóricos que nos constituyen, observa que nuestra

historia está permeada por una secuencia ininterrumpida de redundancias (¿síntoma de

verdades que no advienen?), entre las cuales la “mitología de la exclusión” aparece

como englobando a las demás.

Variaciones variopintas de una particular fruición por las polarizaciones

extremas: la forma más vulgar y accesible de la división, de la categorización anche

del totemismo. Nuestro nunca superado “problema argentino” no es simplemente el

sempiterno conflicto por oposición, sino una insuficiente polarización. Me explico con

ejemplos no críticos ni clínicos. En la Parte Uno, capítulo II-Desprejuicios, al citar al

autor Pérez Amuchástegui (Nota 13), traje a colación la existencia subterránea (para la

historiografía convencional) de “dos partidos bien definibles: el americanista y el

localista”. Pero aquellos que en los inicios de la historia “independiente” podrían ser

vistos como dos “partidos” transversales respecto de las remanidas divisiones

federales-unitarios, restauradores-revolucionarios, clericales-anticlericales, etc., hoy

son pasibles de ser concebidos no como dos partidos sino como dos categorías que en

verdad parecen atravesar las bicentenarias historias de nuestras diversas patrias

hispanoamericanas. Localismo/Americanismo, un par categorial que, si es integrado al

anterior, ya definido por Mariátegui (Tradicionalismo/Tradición), nos aportaría un

cuadro o un esquema cuyos cuatro “tipos” o categorías facilitarían una caracterización

más ajustada de las ideologías y las prácticas de los actores de nuestras historias, se

traten éstos de individuos, de grupos de interés o de movimientos sociales y políticos.

Entre actores como por ejemplo Bolívar, San Martín, Belgrano, Monteagudo,

G. Funes, Villafañe, J.M. Paz, Castro Barros, se observan diferencias idiosincrásicas

atribuibles a las respectivas capacidades y voluntades de integrar la Tradición –con

sus contradicciones y su heterogeneidad– al ideal americanista que todos ellos

compartían y que los asemeja entre sí. De este modo, los cuatro nombrados en primer

término, acaso menos influidos o formados por las experiencias guaranítico-jesuitas,

resultan netamente distinguibles de los cuatro restantes. A su vez, en el interior de

cada uno de esos dos cuartetos, elegidos a efectos puramente ilustrativos, podrían ser

diferenciados unos de otros según su (relativo) mayor Localismo y/o Tradicionalismo.

Lo mismo podría hacerse, aunque resultaría menos interesante, si tratamos de

caracterizar a actores cuyas ideologías y prácticas se recortaron más sobre el eje

Localismo-Tradicionalismo que sobre su opuesto, el eje Americanismo-Tradición, en

el cual correspondería enmarcar al grupo anteriormente citado. Rivadavia,35

Rosas,

Mitre, Sarmiento se diferenciarían entre sí menos por su Localismo (bastante parejo

en todos ellos) que por sus distintas proporciones de rasgos Tradicionalistas. Por su

parte, las semejanzas y diferencias entre Artigas, Güemes y Antonio Carlos López

necesitarían ser interpretadas, quizás, no a la luz de uno sino de los dos ejes

simultáneamente: los tres personajes se nos aparecen como actores más complejos

que todos los anteriores: tienen la particularidad de compartir, en distintas

proporciones, rasgos y matices que involucran los cuatro “tipos” –tal vez esto se deba

a que ninguno de ellos ha respondido a las expectativas típicas de la clase social de la

que provenían y cuyos intereses contradijeron.

Localismo y Tradicionalismo son categorías que tienen en común ser ambas

excluyentes, mientras que Tradición y Americanismo se asemejan entre sí, y se

diferencian de las otras dos, en que son ambas incluyentes. El Tradicionalismo

restringe la tradición a una “receta escueta y única” (Mariátegui) y, por tanto, excluye

(olvida, niega) los acontecimientos que no responden ni respondieron a su propia

tendencia, conservadora del individualismo competitivo. El Localismo tiene

79

características obviamente excluyentes en tanto resulta disgregador y entrópico debido

a su tendencia a rehusar una integración en comunidades más amplias –el

nacionalismo patriótico, xenofóbico y chauvinista forma claramente parte de esta

categoría–. Complica la lectura de la historia, de la política y de sus actores según

estos ejes, el hecho de que la Tradición se ejerce y se sostiene con distintas amplitudes

de la memoria: “hay memorias cortas, como las familiares, y memorias largas, que

pueden proyectarse en algunos casos a varios milenios atrás” (Colombres). Los

actores individuales, los grupos de interés, los movimientos sociales y políticos que

toman en cuenta la Tradición, pero con memoria corta, tienden a parecerse a la

distancia a los Tradicionalistas, con sus memorias casi exclusivamente familiares o

linajudas. Revolucionarios como Mariátegui y Carrillo Puerto –quienes tomaban en

consideración tanto la memoria larga como una superlarga– no aparecen muy a

menudo en la historia, ni siquiera en la actualidad.

* * *

Si “Memoria: semilla”, entonces también “Historia: semilla”. ¿Qué entendemos por

“una buena semilla”? En última instancia una semilla es un artilugio que permite el

teletransporte en el espacio pero también en el tiempo. En el espacio, para poder

multiplicarse; en el tiempo, para poder revivir ni bien cambien las condiciones

climáticas y edafológicas adversas. Mala sería la semilla que brota a pesar de que no

se dan las condiciones necesarias de temperatura y humedad del suelo; una semilla

impertinente, desatinada. Mediocre, aquella que tiene escasas probabilidades de ser

transportada: será sólo de multiplicación supernumeraria y, a menudo, raquítica, en el

espacio, o de multiplicación incierta, en el tiempo. Mediocre también la semilla que

no dará nuevas semillas.

Una semilla atinada sabrá medir temperatura y humedad, y discernir si ambas

variables son las adecuadas para su acción en el mundo. También la memoria

involucra un mecanismo (intrínseco, implícito) de medición y discernimiento. Ante

todo tiene una función de supervivencia: evocar las experiencias y percepciones

pasadas que son análogas a una experiencia/percepción presente; nos sugiere así la

decisión más útil para emprender una acción o responder a un reto. Medido el reto o

las condiciones de la situación, sus vías de evocación son múltiples, tendientes a

formar un conjunto de estrategias (J. Candau). Pero si no estamos “dormidos”, todas

las variantes de esa multiplicidad tienen en común que toman en consideración las

capacidades y las posibilidades (bien actuales) de respuesta de mi cuerpo-mente.

Pertinente es la memoria que discierne cuáles recuerdos iluminan mejor mi acción en

función tanto del reto como de mi estado (corporal-mental) de respuesta. En la

memoria de la vigilia, dos movimientos simultáneos: uno de contracción, por el cual

se extraen los antecedentes y sus respectivas consecuencias; el otro de rotación sobre

sí misma, por el cual la memoria nos trae la cara más útil del pasado y la expone

frente a la situación presente (situación externa + interna; es decir, del entorno y de la

organización de mi organismo –las estrategias que en ese determinado momento yo

puedo hacer, descontando implícitamente todas aquellas que no puedo).

Una buena memoria, atenta a lo que se está viviendo, no podría ser entonces

análoga a la de Don Quijote ni semejante a la de Funes El Memorioso. No debería

confundir percepciones con recuerdos o con viejos pensamientos y lecturas, ni debería

80

perderse en una infinitud evocativa propia del ensueño o de la contemplación. He aquí

elementos primarios para definir y reflexionar de otro modo acerca de una historia

historizante.

El silenciamiento sistemático de los acontecimientos revolucionarios –o,

mejor, “evolucionarios”, en tanto se dieron por la vía democrática– de Yucatán, y la

omisión también sistemática de la actuación de Ingenieros en los mismos, son hechos

que podrían ser interpretados entonces, en una perspectiva de largo plazo, como una

represión funcional del recuerdo: hasta hace escasos diez años no existía en América

latina, o era poco visible, un marco etnopolítico que hiciera que tales acontecimientos

fueran pensables, recordables, digeribles. Faltaba una situación externa o una suma de

situaciones que requirieran de la apelación a esa memoria. “Pues la memoria para la

acción no consiste en una regresión del presente al pasado, sino por el contrario en un

progreso del pasado al presente. El mecanismo cerebral de la memoria contribuye a

evocar el recuerdo útil para la acción, pero más todavía a alejar provisionalmente

todos los demás. Tiene por función menos pensar que impedir que el pensamiento se

pierda en el ensueño, en la idealidad; hace conscientes los recuerdos capaces de

insertarse en la praxis sin cesar cambiante: logra que el resto de los recuerdos

permanezcan en el subconsciente. […] Podría decirse que no tenemos poder alguno

sobre el futuro sin una perspectiva igual y correspondiente sobre el pasado. Cuanto

mayor es la porción de pasado que [la persona de acción] retiene en su presente, más

pesada es la masa que lanza en el porvenir para ejercer presión contra las

eventualidades que se preparan: su acción, semejante a una flecha, se dispara con

tanta mayor fuerza cuanto más prolongada está su representación hacia el pasado”

(Bergson; 1959, p. 772; enfatizaciones, mías).

* * *

Lo que para mí resulta más llamativo de la experiencia etnopolítica de Yucatán es su

fuerte rumbo anarcosocialista, entendiendo aquí el término “anarquista” no tanto en su

connotación de individuación como de actitud autocentrada, self-reliant. Ésta parece

ser también una de las características centrales del proceso, menos fugaz, de Chiapas

–el cual ya lleva (19 visibles más 10 invisibles) muchos años−. Fue justamente ese

componente self-reliant,36

presente en las personalidades de Carrillo e Ingenieros, la

determinante de la sólida aleación que se produjo inmediatamente cuando ellos se

pusieron en contacto a la distancia para constituir entre ambos una suerte de prototipo

novedoso y eficaz de dirección bifocal de un proceso revolucionario.

Durante las nueve décadas transcurridas desde entonces parece haberse

sedimentado y fijado en la memoria del pueblo yucateca la imagen de Carrillo Puerto

como un apóstol, un santo y un mártir que se encendió por las causas populares y las

reivindicaciones ancestrales. Esta constatación es un hecho que, nos guste o no, lo

acepten o lo rechacen nuestras respectivas formaciones ideológicas, merece reflexión.

Porque, aunque con otro alcance, algo semejante ocurrió y sigue ocurriendo con otras

figuras, como por ejemplo la del Che Guevara, considero que la esfera del

pensamiento político precisa de una “topología” (acorde con la producción de

agenciamientos) que sirva para aproximarnos a las operaciones del inconsciente

colectivo que se repiten una y otra vez con características análogas. Necesitamos de

una mirada neotópica (Roig; 2009, p. 348) para aprender a operar con esos símbolos –

que toda persona conoce y que conciernen a experiencias comunes–, los cuales se

hallan encastrados en el imaginario colectivo.

81

Cada una de estas figuras que son reconocidas y conservadas ejemplarmente

por la memoria popular, y que a pesar de su denostación inicial son aprovechadas y

finalmente fetichizadas por las organizaciones religiosas o políticas de cualquier

signo, han dado muestras en sus vidas de un factor común: un componente

autocentrado e incluso autosuficiente que se condice por ejemplo con la percepción

que Christian Ferrer tiene del anarquista radical:

[Para los anarquistas] la vida misma, entendida como “ejemplo moral”, resultaba

ser tan valiosa como las ideas, los libros y los manifiestos que editaron. En cada

vida se realizaba, mediante prácticas éticas específicas, la libertad prometida.

Cada existencia de anarquista, entonces, se transformaba en la prueba, en el

testimonio viviente, de una libertad del porvenir. Ellos se percibían a sí mismos

como esquirlas actuales de un futuro que era obturado una y otra vez por fuerzas

más poderosas. De allí que las biografías de anarquistas se nos presenten como las

vidas de los santos, como existencias exigidas, que todo lo sacrificaban en

beneficio de su ideal: amistades, familia, ascenso social, tranquilidad, previsión de

la vejez 37 (cursivas, mías).

La maquinaria cultural y mediática tiene interés en reproducir el ícono del anarquista

tirabombas, terrorista que se inmola por una causa que (es insinuado por debajo) debe

ser tan cuestionable como los rasgos aberrantes que ese ícono resalta. Hay un plano en

que la percepción (inconsciente; o sea, la intuición) popular no se deja engañar. La

experiencia histórica enseña que, sin un sostenido componente autocentrado, el

espíritu revolucionario decae prontamente en fervor fascista, en fascismos amigables,

siguiendo una deriva entrópica: el impulso inicial se enloda, luego se hunde,

estremeciendo en su camino anquilosadas estructuras y organizaciones. Con

acrobacias, algunas de esas organizaciones se acomodan para finalmente tejer,

encapsular y fagocitar mejor. Antes, ellas trabajaron e hicieron que otros trabajaran

todo el tiempo para la cancelación y detención de la memoria, proceso durante el cual

logran instrumentar la hipnosis colectiva.

* * *

Visto desde otra distancia. Las parcialidades y deformaciones históricas señaladas en

la Parte Uno, integradas a las evaporaciones y los silenciamientos mostrados en la

Parte Dos, no solamente corresponden a una historia aún inédita de nuestra América

ni, como expresaba Martínez Estrada, a “una historia que en parte está escrita y no

sabemos leerla”. Tienen además algo fundamental en común: se corresponden con

empresas que fueron llevadas a cabo con amor, con inteligencia, con luchas y

esfuerzos, por hombres y mujeres americanos aunados con los blancos europeos que

rompieron con su propia tradición colonial. Que, en lugar de conquistar América, se

conquistaron a sí mismos y lograron transformarse (deliberada, voluntariamente) en

nativos de América. Las gentes de nuestros pueblos originarios se integraron sólo con

aquellos venidos de otras partes que supieron adquirir la fórmula, el plan de vida

implícito en esta tierra; con aquellos hombres y mujeres que comprendieron la trama

telúrica implícita porque, primero, supieron someterse a ella.

Vislumbro que nunca podremos agotar los florecimientos de esta especie que

se dieron en nuestra historia, los cuales, para fortuna de los historiadores del porvenir,

fueron arrojados del barco de la historia como propaganda. Si es, y para mí es, un

82

imperativo reapropiarnos de la historia y cocrear la que más nos impulse, sugiero

iniciar la cronología etnopolítica de América rescatando los siguientes

acontecimientos y sus implicaciones:

Mientras el hermano de Cristóbal Colón, Bartolomé, se encontraba a cargo del fortín

La Isabela, ocurrió un hecho “policial” que tuvo consecuencias insospechadas. Era el

año 1494. Entre los pobladores de ese asentamiento español en la isla Hispaniola, se

hallaba un joven aragonés, Miguel Díaz, que se mandó mudar del fuerte a raíz de un

altercado con un compañero: tras haberlo herido en una riña, y creyendo que podía

haberlo matado, huyó, cruzando toda la isla en dirección al sudeste. Cuando llegó a la

desembocadura del río Ozama, en sus inmediaciones Miguel descubrió un poblado de

la etnia Taína gobernado por una mujer, inteligente y también joven. Las crónicas

existentes la mencionan bajo el nombre de Catalina.

Todavía en esos momentos los pueblos más pacíficos recibían a los españoles

como si fueran −al decir de algunos dominicos− ángeles ultramarinos venidos de otra

dimensión. Exageración o no, al menos eran recibidos con delicadezas y despliegues

de hospitalidad. La historia de Miguel Díaz verifica esos testimonios y ese

comportamiento: él y Catalina pronto se enamoraron. El mutuo flechazo debió haber

sido profundo, porque ella no sólo le propuso en seguida convivencia sino, además,

que se quedara a cogobernar entre ambos la comunidad. Miguel aceptó. Durante los

seis años que les fue permitido vivir y gobernar juntos tuvieron dos hijos, seguramente

los primeros frutos hispanoamericanos del amor.

Acaso para retenerlo, acaso para colmarlo, a poco de iniciada la relación Catalina

le contó a Miguel de la existencia de un yacimiento de oro en la margen occidental del

río Haina. Miguel lo exploró, advirtió que era realmente importante y volvió a cruzar

la isla en dirección a La Isabela para comunicar de su hallazgo a los Colones. Su ex

compañero herido no había muerto. Bartolomé abandonó su puesto y, con Miguel y

otros, constató la existencia e importancia de la mina de oro en el sur de la isla. Para

explotarla a fondo, ordenó prestamente levantar allí un nuevo fuerte, que se llamó San

Cristóbal o Buenaventura.38

Poco después, en 1496, los españoles deciden fundar la primera ciudad en tierra

americana, Santo Domingo. Lo hacen a unos veinte kilómetros de donde estaba

situada la aldea cogobernada por la taína y el aragonés. No obstante, Miguel volvió a

desarraigarse: fue nombrado primer alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, y

aceptó.

Cristóbal Colón vino por tercera vez en 1498. Cuenta la historia que debió retornar

a España antes de lo calculado y cargado de cadenas. Las calumnias y envidias de sus

enemigos, sumadas a la dificultad que mostró el Almirante, Virrey y Gobernador para

manejar una rebelión de los “colonos” en la Hispaniola fueron los motivos alegados

(pretextados) para que los reyes españoles enviaran en el año 1500 a Francisco de

Bobadilla, quien hizo prisionero a Colón junto a Miguel Díaz en Santo Domingo.

Mientras el “descubridor” de América fue llevado a España para ser juzgado, el

aragonés fue encarcelado en su tierra de adopción. Hasta donde he podido averiguar,

la historia no cuenta de qué fue acusado Miguel ni por qué la suerte corrida por éste

resultó paralela de la corrida por Colón; tampoco por qué fueron separados.

El hecho es que Díaz fue trasladado a España una vez muerto Colón en 1506. Pero

antes estuvieron en un tris de reunirse nuevamente los tres o cuatro personajes de

aquel drama: Bobadilla, Colón, Miguel y el oro que este último tanto había

83

contribuido a revelar. Defendido por los reyes de España, Colón pudo retornar, en su

cuarto viaje, con la condición de que no desembarcara en Santo Domingo.

Casi simultáneamente a su partida, en las márgenes del río Haina, en un paraje

conocido hoy como Madrigal, se encontró una pepita de oro de tamaño extraordinario.

Bobadilla se la incautó con la intención de llevarla a España.

Ironías del destino. Colón cruzó el Atlántico en tiempo récord. A pesar de la

prohibición, decidió dirigirse a Santo Domingo, tal vez a causa de las peligrosas

condiciones climáticas imperantes: el mismo día que avistó la ciudad, el 23 de junio

de 1502, Bobadilla estaba a punto de zarpar con treinta navíos rumbo a España; Colón

intentó avisar al nuevo gobernador Nicolás de Ovando que se acercaba un temible

huracán, y que por tanto le permitiera entrar a puerto para resguardar su flota. Ovando

se negó a tomar contacto con el emisario de Colón. Éste condujo entonces su escuadra

a una ensenada protegida.

Bobadilla partió con sus barcos. No bien la flota sobrepasó Punta Engaño, el

extremo oriental de la isla, el huracán la alcanzó. Veinte navíos se hundieron

inmediatamente, entre ellos la nave-almirante en que viajaba Bobadilla con su

descomunal pepa de oro. Murieron quinientos en total. Apenas el huracán amainó,

Colón abandonó su refugio y con todas sus naves enfiló hacia las costas de Panamá.

Después de diez años de cautiverio Miguel Díaz fue finalmente llevado a España y

allí juzgado. Se lo mantuvo prisionero hasta 1514, año en que murió.

Año en que Bartolomé de las Casas tuvo su primera conversión. Después de doce

años de estar en América y ser encomendero de indios −había llegado el 15 de abril de

1502, en la expedición de Ovando− renunció a sus posesiones en Cuba y se

transformó en el más radical defensor de los pueblos originarios. Según sus propias

palabras, su conversión se debió a “una compasión natural y lastimosa que tuve al ver

padecer a los nativos”. Frailes dominicos de la Hispaniola dirigieron por esos años

una carta a la Corte de España: calculaban ellos que, del millón de habitantes

encontrados en esa isla, sólo quedaban ya doce mil.

El extremo occidental de la bahía de Santo Domingo se llama Punta Catalina.

Entre ésta, el sitio de la primera mina de oro (San Cristóbal) y la ciudad inaugural se

forma un perfecto triángulo isósceles de base muy ancha.

¿Cuándo comprenderemos que la clave no está en arreglar a América, sino en

someternos a ella y adquirir el plan de vida que le es implícito?: Rodolfo Kusch.

84

V - ADDENDA

APORTES PARA UNA FILOSOFÍA ETNOHISTÓRICA٭٭

Ni una filosofía “nueva” ni una filosofía “otra”. Si hacemos el experimento mental de trasladar los ejes historiográficos y

cosmológicos de Europa a América, toda la era moderna aparece bajo un cariz diferente. Toma el aspecto de una película donde muchos extras desconocidos y mal

pagos por lo menos reciben los créditos al final.

Discontinuidades macrohistóricas

Tres veces treinta. Un trío de tres décadas que movieron los ejes del mundo y

conmovieron las conciencias y las ideologías establecidas. En el tercer puesto del

podio, las tres décadas correspondientes a ambas guerras “mundiales” & a la

revolución rusa. En el segundo puesto, las décadas de la revolución francesa & de las

independencias americanas. Primer puesto: los treinta años que cubren el

descubrimiento de América, la Reforma protestante & la circunnavegación primera del

Planeta (1522). Para una lógica de las discontinuidades macrohistóricas, esas

posiciones en el podio tienen tanto o más sentido que la serie de años que se puede

formar con sucesivos semi-intervalos: 1494+282=1776; 1776+141=1917; 1917+71=

1988.

Cada uno de aquellos tres shocks o campanazos históricos se produjo en el lapso

de una única generación; también cada uno de ellos repicó de modo análogamente

conmovedor para sus actores, sus espectadores y los más próximos descendientes de

todos ellos. Empero, cada uno de los tres resuena diferentemente: acordes

superpuestos que, en largos plazos, se corresponden con ciclos peculiares y acelerados

que más adelante trataré de interpretar. El shock en las conciencias que he situado en

lo alto del podio (1494-1524: ya veremos por qué 1494 y no 1492), recién ahora,

transcurridos 500 años, fue integrado de manera grave e infrauditiva a los otros dos,

produciendo una aparente inversión de signo en los ánimos respectivos de un lado y

del otro del Atlántico. En la margen oriental, esa inversión de ánimos ha sido

destacada por el filósofo alemán Peter Sloterdijk cuando, en su libro Esferas II-

Globos, intentó ilustrar lo que él denominó acertadamente “la autoincertidumbre

europea”. Expresa este autor: “Se obtiene una impresión especialmente clara del

profundo cambio de ánimo si se comparan los tonos triunfantes que dominaron las

celebraciones del 400 aniversario del viaje de Colón, en 1892, con la atmósfera

flagelante del 500 aniversario, en 1992” (cursivas, mías; p. 913). En nuestra margen

occidental del Atlántico, explicitar y tematizar las repercusiones también profundas de

nuestro propio cambio de ánimo es una de las tantas tareas que aquí tenemos

pendientes.

__________ ٭٭ Este texto forma parte de un libro que está en construcción y que gira en torno de la noción de Trama

Telúrica Implícita. A pesar de sus reiteraciones, he decidido incluirlo aquí para obviar ciertas omisiones

y, además, porque me parece que no desequilibra, sino que completa y pone en foco, algunas visiones

relativamente borrosas de Memoria en Movimiento.

85

Buenas y malas noticias

La serie de descubrimientos que se inició con los primeros viajes de Colón tuvo en

Europa impactos de reculé no previstos ni deseados. Sobre el mundo paneuropeo, esos

impactos fueron causas concurrentes de la división de la cristiandad o, mejor dicho, de

la mitosis de la Iglesia, la cual había jugado, durante un milenio, el rol de metarreino

unificador para todos los reinos; un invernadero para la reproducción y la

administración de la escasez material y su ideología correspondiente. Esa serie de

descubrimientos abrió paso a la forma de conciencia específicamente moderna –si bien

los europeos en general prefieren adjudicarlo a causas no extrínsecas, como el

Renacimiento–, pero esto ocurrió menos por la renovación de las representaciones del

mundo renacentistas que por las consecuencias intraeuropeas de los novedosos

hallazgos. Trataré de re-establecer esta verdad reprimida por Occidente.

En el Tratado de Tordesillas de 1494, el Papa no solamente establece los límites

entre España y Portugal para sus futuras posesiones territoriales; además

implícitamente establece per sæcula sæculorum que el globo (todavía virtual o

potencial) pertenecería casi en exclusividad a las coronas portuguesa y española. ¿Qué

elementales resquemores y heridas se abrieron entonces en las cortes de Europa que no

habían recibido participación del Vaticano? Los primeros navíos con oro llegaron en

1495. A medida que en los años subsiguientes el plus de riquezas inimaginadas afluía

hacia la península ibérica, e indirectamente hacia Roma, las buenas noticias para unos

eran muy malas para los otros.

Las agitaciones que en definitiva llevaron a la Reforma se iniciaron justamente en

1517, cuando el monje agustino alemán Martin Lutero se opuso de modo terminante a

las indulgencias (o perdón de los pecados) pagadas cash al Vaticano, el cual por ello

se había convertido en una agencia de ventas anticipadas de localidades en el Paraíso.

Vale decir, la oposición manifiesta emergió en el norte de Europa solo dos décadas

después que comenzaron a afluir al sur los “excedentes” de la Conquista y a

acumularse esas riquezas en las manos de españoles y portugueses, (por ende)

privilegiados compradores de tickets al Cielo.

Es de este modo como se enlazaban, en las creencias de la época, riquezas

materiales y bondades/premios espirituales. “Si es así como se puede entrar al Cielo –

se dirían los (luego) protestantes–, entonces también nosotros tenemos que conquistar

todos los recursos posibles de esta tierra, cosa de demostrar(nos) nuestra propia

bondad y superioridad espiritual”. Esta disposición contracultural de los protestantes

no habría podido expandirse y luego naturalizarse –hasta el punto de valorar ellos el

éxito material como un fin prioritario, es decir, de hacer de la economía un objetivo

último de la vida– si no hubiera sido favorecida y alimentada, en el origen, por la

oferta de nuevos espacios vitales, hecha por el Vaticano, tanto en la Tierra

(Tordesillas) como en el Cielo (Indulgencias).

Fueron dos largas décadas en que las riquezas que América prometía eran

infinitamente mayores que las hasta entonces efectivamente encontradas y

reconocidas. Parece que ya en 1510 los europeos sabían, o por lo menos soñaban, que

en Sudamérica existía un reino “fabuloso y dorado”, socialista y solar, el cual llegó a

inspirar a Tomás Moro para su obra Utopía, publicada en 1516 (un año antes del

levantamiento de Lutero) y rápidamente leída y comentada por la intelligentsia

eurocontinental vía Erasmo de Rótterdam. El autor norteamericano Arthur E. Morgan,

en su libro Nowhere is Somewhere (Univ. North Carolina), procura y logra

aparentemente demostrar que si se hace una detallada contrastación del contenido de

86

Utopía con la información existente (en Europa, entre 1510 y 1516) acerca de la

estructura social incaica y sus instituciones, surgen semejanzas suficientes como para

descartar toda tesis que pretenda sostener una mera coincidencia accidental. Acaso

independientemente, también el autor inglés Stanley Jevons desarrolló un argumento

similar. Dice este último autor:

Relatos referentes a los incas llegaron probablemente a oídos de los españoles,

quienes desde 1510 se habían establecido en el istmo de Panamá. […] Vasco

Núñez de Balboa trabó amistad con los nativos para sonsacarles todo lo que

pudiera acerca del país y sus riquezas; en 1513 llegó a un punto del Océano

Pacífico situado a unas cien millas al sur del lugar de partida. Un año después

enviaba al rey de España la relación completa de sus descubrimientos; y Moro

empezó a escribir Utopía en 1515. Es probable que gracias al comercio

desarrollado en la costa del Pacífico, los habitantes de América Central estuvieran

enterados de la existencia del imperio incaico, al que describían como un lugar al

que se llega por mar. Esto concuerda con la descripción que hace Moro de los

viajes de [su personaje] Raphael Hythloday, realizados primero por tierra y luego

por barco. Me parece verosímil que algún viajero o navegante regresara a España,

desde Panamá, con el grupo que llevaba el informe de Balboa, y que luego

conociera a Moro en Amberes [a donde para ese entonces Moro se había

trasladado como integrante de la embajada inglesa en Flandes]” (Berneri; 1960, p.

79).

Por más vago que haya sido el conocimiento del régimen incaico, es verosímil y hasta

plausible que Tomás Moro se haya inspirado para su obra –línea de largada de la

totalidad de las utopías modernas posteriores– en la exitosa y llamativa (inclusive para

el conjunto de los pueblos americanos precolombinos) organización socialista del

imperio andino, que todavía en 1515 estaba en franca expansión. Con su Utopía Moro

buscaba un modo de evitar, o de hacer un by-pass, a la corrupción del poder y de la

economía implicada en el ascenso de la nueva burguesía inglesa, en particular, y

europea continental en general. Para él esto podía llevarse a cabo mediante la creación

de una nueva sociedad de características comunistas que respetara la igualdad de

todos los individuos. Esta idea, se supone convencionalmente, fue derivada por Moro

en parte de las ideas de Platón y en parte del concreto accionar de las comunidades

cristianas primitivas. Por lo visto, deberíamos añadir: y derivada en parte de la

estructura y la dinámica social incaica que, vaga o deformada, llegó a sus oídos –

veremos más adelante cómo se repite una y otra vez, en las biografías de las

tradiciones europeas inventadas por europeos, este tipo de resistencia-negación a

incluir los factores y los méritos exógenos (los aportes de los Otros) en el

desenvolvimiento de la realidad propia.

Erasmo, principal divulgador en el continente de aquel libro de su amigo Moro,

pretendía introducir reformas en la Iglesia que la revitalizaran sin destruir ni atentar

contra su organización –tendencia esta que finalmente lo llevó a la ruptura de su

amistad con Lutero–. Cuando Moro fue encarcelado y luego, en 1535, decapitado por

Enrique VIII, de quien había sido el canciller y bajo cuyo reinado Inglaterra se separó

de la Santa Sede, la Reforma ya estaba consolidada en el norte de Europa y habían

sido expropiados o “secularizados” todos los bienes de la Iglesia romana. El autor de

Utopía (Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla Utopía: su título

completo y más revelador) con su obra no solo hacía una crítica a la situación social

87

de su país e introducía los postulados del socialismo (psicológico y) económico de

Estado. Tengamos presente además que Utopía en última instancia está proponiendo

una exacerbación de la insularidad. La noción de “Estado-nación” como isla

diferenciada del entorno debería ser inalienablemente correlacionada con esa

primigenia proposición de absoluta insularidad, noción que ochenta años después

reaparecería reelaborada en la segunda utopía (también insular) determinante, La

Ciudad del Sol, del monje dominico Tomás Campanella. Otro hecho a considerar:

después de su ejecución por orden de Enrique VIII, el autor de Utopía fue canonizado

por la Iglesia católica, como si Santo Tomás Moro hubiera sido un mártir de aquellos.

En la misma época, en Europa, mientras unos salían a buscar nuevos territorios

otros arriesgaban sus vidas en buscar nuevas formas de expresión para las

instituciones políticas y religiosas. La Reforma no fue sentida en el seno de la Iglesia

como una bofetada; fue una herida incurable que pronto generó una especie de agonía

político-religiosa paneuropea. Durante muchísimo tiempo los todavía católicos

desdeñaron hacerse cargo de su responsabilidad directa en el cisma. Una medida de

este afán de descargo es que, para tranquilizar sus conciencias, algunos católicos de

sofisticada tradición escolástica imaginaron argumentaciones curiosas e insostenibles,

y hasta llegaron a invertir las relaciones causa-efecto: para muchos de ellos, la

Providencia o Dios había sacado un as de la manga –revelándoles y concediéndoles la

ganancia de América– justo en el momento que más lo necesitaban, en el de la pérdida

(de fieles y bienes debido a la Reforma). Este curioso ardid –de la mente, no de Dios–

es clara evidencia de lo indigeribles que resultaban para los católicos residuales las

consecuencias de la situación que sus mismas autoridades habían motivado. Es

también un claro antecedente de “la indiferencia perfectamente moderna ante las

consecuencias morales de la propia actitud” (Lugones).

Casi cien años después del Tratado de Tordesillas, en 1590, el monje dominico

calabrés Tomás Campanella propuso la constitución de un Estado-Iglesia Universal

gobernado por la hipermajestad del Papa, primero, o por los reyes de España y

Francia, después. Propuesta tardía: ya estaba sólidamente instalado el resentimiento

en el alma nordeuropea, “el ojo venenoso del resentimiento” (Nietzsche). Esa alma se

había autoenvenenado con el odio ante la ofensa imperdonable, irremisible, para la

que no cabían indulgencias. Los derroteros específicamente modernos de la envidia y

de la sed de venganza estaban marcados. Si se comparan los ánimos de los tiempos en

que apareció Utopía con los imperantes hacia fines de ese mismo siglo, la propuesta

unificadora y universalizadora de Campanella era impracticable por excesivamente

anacrónica. Equivalía a forzar la marcha atrás cuando la caja de cambios funcionaba

en tercera hacia delante. Pero, con la perspectiva que ahora nosotros tenemos, también

se la puede entender como una propuesta demasiado temprana: el imperio europeo de

mil años, desmembrado, ya entonces mostraba que su centro de gravedad se iba

desplazando lentamente. Era cuestión de tiempo para que otro elenco de actores

pusiera finalmente en escena la obra de anticipación campanellana –una Iglesia

Global otra que en la actualidad también intenta, por todos los medios a su alcance,

naturalizar sus correspondientes herejes, establecer su propia Inquisición y construir

una red mundial de Comisarios asistidos por tecnologías menos celestiales que

satelitales.

(Dos sistemas sacrificiales mitóticamente reproducidos y que “contienen la

violencia en el doble sentido de la palabra: porque les es ínsita a ellos mismos y

porque impiden que la violencia lo inunde todo” (Pierre Dupuy). Para reconocer

cuánto contiene el protestantismo de lo peor del cristianismo romano del que se

88

escindió, recomiendo ver o volver a ver el filme Días de furia, de Carl Dreyer,

ambientado en Dinamarca-1623, cuando se cumplían exactamente cien años del

cambio danés de orientación religiosa, y sintomáticamente estrenado en 1943 bajo la

“égida” nazi).

Viejos resentimientos morales

Las resonancias de un ciclo largo de 500 años son, para nosotros, casi infrauditivas

pero no por ello inoperantes. En 1992 Europa concretó, no sin dificultades de último

momento, una nueva (semi)unificación. Es consabido que los principales

constructores de la actual macrocúpula de ese incipiente reino son los descendientes

norteamericanos de la antigua Reforma, habiendo ellos desplegado previamente su

paraguas-Plan-Marshall y desactivado (1988) la hegemonía soviética sobre Europa

oriental.

Pero para comprobar los efectos de las intenciones de largo plazo es necesario

comparar las configuraciones de los centros y las periferias tanto al principio como al

final del ciclo más largo, de 500 años. Antes de 1492, para el europeo el mundo

colonizado se limitaba al centro –la cultura mediterránea helenístico-romana– y, en la

periferia, el resto de Europa (primer aro) y Asia Occidental + África del Norte

(segundo aro). Ese centro, meridional y mediterráneo, coincidía casi exactamente con

los territorios que ya hacia 1550 quedaron como piezas o despiezos del lado católico

apostólico romano.

En 1992 y aún en 2012, ¿qué son y qué representan Grecia, Italia, España,

Portugal e Irlanda en el interior de la Unión Europea? En relación a los restantes

integrantes originales de la UE, son los países económicamente periféricos y los que

fueron alcanzados primero por el crack de 2008. No casualmente, también representan

los resabios históricamente más resistentes del Viejo Orden católico. Irlanda del norte,

por no pertenecer a la cultura meridional y ser en cambio “enclave” en la

septentrional, es el caso más demostrativo para poder afirmar: en este sentido, la

modernidad puede ser definida, desde el ámbito de los afectos, como “todo aquel

período histórico teñido de envidia y de sed de venganza contra los ofensores

originales”. Para nuestra mirada, tanto o más interesante que la correlación weberiana

capitalismo-moral protestante podría ser la estrecha vinculación capitalismo-

resentimiento moral.¹ El reemplazo del Viejo Orden se corresponde con el secular __________ ¹ El capitalismo no cambia: se va desenmascarando cada vez más. Esta noción general y global de

vínculo entre capitalismo y resentimiento moral también está siendo advertida por otros, si bien en el

contexto muy acotado del capitalismo (financiero) moderno, como si se careciera de espejo retrovisor.

En El Dipló, edición Cono Sur de julio de 2012, el lector puede encontrar un artículo donde su autor,

Ignacio Ramonet, director de Le Monde diplomatique edición española, no tiene empacho en hablar de

“sadismo económico” al referirse a las políticas de austeridad salvaje que aplica la Unión Europea

(centrada en Nordeuropa) con su persistencia en exigir crueles sacrificios a las poblaciones de los

países euromeridionales. Así empieza ese artículo: “¿Sadismo? Sí, sadismo. ¿Cómo llamar de otro

modo esa complacencia en causar dolor y humillación a personas? En estos años de crisis hemos visto

cómo –en Grecia, en Irlanda, en Portugal, en España y en otros países de la Unión Europea– la

inclemente aplicación del ceremonial de castigo exigido por Alemania (congelación de las pensiones;

retraso de la edad de jubilación; recortes en los servicios del Estado de Bienestar; merma de los fondos

para la prevención de la pobreza y de la exclusión social; reforma laboral; etc.) ha provocado un

vertiginoso aumento del desempleo y de los desalojos. La mendicidad se ha disparado. Así como el

número de suicidios”.

89

desplazamiento (intercambio) de centro-periferia. Justamente a esto aludía, en la

década de 1980, la expresión Nuevo Orden Mundial que luego, eufemísticamente, se

cambió a Globalización para (es mi hipótesis) no seguir hiriendo susceptibilidades de

larguísima data.

Una ardua tarea para el hogar

Para una conciencia extraeuropea a la cual no le interese detenerse demasiado

en conflictos intrafamiliares milenarios; para una mirada que en su relativa penumbra

no pueda ver a los actores de esos conflictos ni tan claros ni tan distintos, se verifica

que todos ellos, de habitar un mundo de notorias escaseces materiales y de curiosos

idealismos metafísicos, pasaron a existir en un nuevo mundo de abundancia de bienes

y de concretas ideologías materialistas. Claramente, para los habitantes

autosuficientes de la antigua América nunca fue novedad la extrema abundancia.

Tampoco lo fue compartir conjuntamente cosmovisiones mucho más materiales y

físicas que metafísicas. Tan destacable como la nivelación material –sive explotación

unidireccional– producida en los últimos 500 años, es la correlativa nivelación que se

llevó a cabo entre las cosmovisiones de un lado y otro del Atlántico: la caída que en

todo este trayecto se auto-administró la rancia teometafísica europea también permite

hoy equiparar ambas caras de la especie humana divididas por un océano. El género

literario utopía, aparecido súbitamente y a la par del descubrimiento de América,

ayudó a organizar una cultura pos-metafísica del deseo que a posteriori contribuyó

eficazmente a concebir y provocar otra caída: la del Cielo a la Tierra. Raramente en

América las utopías tuvieron esa función correctiva, tal vez porque Cielo y Tierra acá

nunca estuvieron tan separados y/o porque, en ninguno de sus Génesis, pertenecer a la

Tierra recordaba una “caída”.

Cuando llegaron, aún no desunidos, los cristianos al “Nuevo Mundo”, los

americanos éramos para ellos todos idólatras, patológicamente carentes de la noción

de un dios único. Utilicemos aquí criterios o sistemas de valores equisignificantes,

aunque ucrónicos, para hacer la doble traslación siguiente.

Primera. Cualquier viejo filósofo amauta que en la actualidad visitase Europa

recibiría idéntica impresión: todos ellos son idólatras; si bien de ideologías desparejas,

la mayoría carentes de un único dios y, entre los que lo tienen, no siempre el mismo.

Segunda. Inversamente, si el sistema de referencia fuese en cambio la actual

concepción científica del mundo, entonces lo que in illo tempore los europeos

suponían que representaba aquí una “idolatría del Sol” sería actualmente visto por

ellos mismos como un aceptable reconocimiento, de parte de los viejos amautas, del

núcleo energético (antientrópico) que sostiene de cabo a rabo a la totalidad de la vida

sobre este planeta. Para este segundo tramo del ejercicio o experimento mental,

compárese además la cosmogonía presente en el Pop Wuj (o Popol Vuh)², por un lado,

con la Biblia judeocristiana, y por el otro, con la noción de evolución científicamente

vigente desde mitad del siglo 19. No caben dudas que la Biblia americana se aproxima

muchísimo más que la otra a la actual concepción científica del mundo. Huelga enton-

__________ ² El Génesis con que se inicia ese relato sigue la secuencia formativa que resumo a continuación: 1º,

Solamente una nube; 2º, Nace la Tierra sin continentes visibles –pura agua; 3º, Del agua emergen las

pequeñas y grandes montañas; 4º, Surge el reino vegetal; 5º, Nace el reino animal en general; 6º,

Aparecen los monos; 7º, Amanece la (verdadera) humanidad.

90

ces señalar que hace solo quince décadas hubiera sido imposible establecer algún

patrón, canon o sistema común de referencia donde montar, y desde el cual poder

inter-traducir, para ambos lados del Atlántico, las tan diversas cosmologías y

cosmovisiones que se habitaban en Europa y en América hace 500 años. Un filósofo

o un amauta de estas tierras sudamericanas sacaría entonces la conclusión de que lo

único que cabe es seguir siendo pacientes con los hermanitos menores.

Por su parte, los europeos parecen estar incapacitados para una meditación

filosófica de las implicaciones que, para la historia del desarrollo de su propia

conciencia, tienen “sus” descubrimientos. Algo incongruentemente, de algún modo

vislumbra esto Sloterdijk cuando expresa:

Es evidente que se ha agotado la forma de pensar y de vida de la vieja Europa: la

filosofía (ibidem, p. 24). […] La historia de los descubrimientos ha sido escrita

innumerables veces como novela de aventuras náuticas, como historia de los

éxitos e historia criminal de los conquistadores, como historia de los celos de las

grandes potencias imperiales y como historia neoapostólica de la Iglesia. “La

expansión europea” ha sido objeto de todo tipo de glorificación y condena; se ha

convertido hoy, sobre todo en el Viejo Mundo, en un campo en el que la

autoincertidumbre europea recoge una segunda cosecha. Por el contrario, hasta

donde alcanza nuestro saber, nunca se ha considerado la posibilidad de una

historia filosóficamente meditada de los descubrimientos […]; los conceptos

rectores de un resumen filosófico de los procesos de globalización –exterioridad,

conversión en imagen, descubrimiento, delegabilidad, registro, inversión,

ecúmeno, riesgo, deudas, anonimato, interconexión, sistema de ilusión– sólo

ocupan lugares desclasados, en cualquier caso marginales, en el léxico filosófico

(ibidem, p. 750).

Lo señalado por Sloterdijk revela una resistencia y una negación (más). Puede decirse

que entre los europeos no ha habido “una historia filosóficamente meditada de los

descubrimientos” ni “un resumen filosófico de los procesos de globalización” que

ocupe un lugar destacado en el léxico de la filosofía, ante todo porque la niveladora

revolución de la conciencia recién ahora está terminando de producir sus resultados

(sus insights) en las generaciones más jóvenes de Europa. Nivelación paralela y

simultánea en dos planos que se cruzan: comparados con sus ancestros de hace 520

años, los europeos de hoy han subido en un plano (el económico) a la vez que en el

otro (el metafísico) se han desinflado. Las actitudes y muchos rasgos intelectuales de

los filósofos turistas que nos visitan así lo traslucen, aunque ninguno de ellos

manifiesta el desapego y la autocrítica necesarios para iluminar su propia oscuridad –

una tarea que no harán paternalmente otros por nosotros.

Un detalle que redondea la idea germinal con que inicié la presente addenda.

Aquella sugerida serie de fechas (1494; 1776; 1917; 1988) de la que surgen tres

sucesivos semi-intervalos (282; 141; 71 años) por un lado estaría reflejando, con el

llamativo acortamiento de los lapsos, la aceleración de las transformaciones históricas

más relevantes y, por otro, debería ser interpretada como un conjunto de “cuerdas del

tiempo” copresentes, no como ciclos que se cierran y que nunca más se volverán a

pulsar. No es impropio tomar el año 1988 para datar la muerte de un proyecto iniciado

en 1917 y, a la vez, para establecer el inicio de la fase más acelerada (y sin obstáculos

psicopolíticos) de la Global Age. Esta última etapa tendría acaso su inherente e

inescapable límite en 2023, o sea, 35 años (la mitad de 71) después de 1988, cuando

91

las actuales generaciones jóvenes europeas (las que no por azar se vuelcan

crecientemente a los estudios teológicos) terminen de vislumbrar que la forma de

conciencia específicamente moderna ya es una parte apolillada del vestuario teatral de

la Historia. En otros términos: este aquí-ahora –esta actualidad 1988-2023 en pleno

acto de ejecución– subsume en sí mismo, porque en él se agolpa, una realidad

histórica realizada: el trío de erupciones y disrupciones ideológicas señalado al

principio. Desocultar esas discontinuidades macrohistóricas lleva necesariamente a

una exégesis de esto que nos toca vivir, que es la realidad realizante –última

discontinuidad, definitivo desprendimiento de la entera conciencia moderna, esa

exageración que fue la esquizoide (“protestólica”) expansión europea.

Pero también, y en segundo término, puede decirse que la resistencia o la

negación de los europeos a encarar “una historia filosóficamente meditada de los

descubrimientos” y “un resumen filosófico de los procesos de globalización” tiene

fundamentos sólidos y juntamente evanescentes: “Sin la distinción entre verdad y

falsedad es difícil pensar no solo la literatura y la filosofía, sino también la política”

(Ricardo Piglia) –aquí “verdad” se debe entender, creo, como “correspondencia con la

realidad”–. Y además, en esa meditación y en ese resumen se revelarían hechos y

contrarrelatos que divergen de la autoimagen que se manifiesta también en las

doctrinas de la historia instaladas por convención y conveniencia. Esto es lo que

trataré de mostrar en seguida con el período o campanazo que he colocado en segundo

puesto en el podio (1776-1806) y que recientemente se ha exhibido como tradición

inventada o como mito (fundador o de origen) aprovechando la presentación de las

Olimpíadas Londres-2012 ³. Mi intención no será desvirtuar el carácter ficticio de lo

ficticio, sino otra.

__________ ³ Esta referencia se basa en el concepto de “tradición inventada” desarrollado por Eric Hobsbawm en la

introducción de su libro The Invention of Tradition, concepto que extiende, en nuestro contexto, la

distinción mariateguiana Tradición-Tradicionalismo señalada anteriormente. En Hobsbawm puede

leerse: “Es claro que muchas de las instituciones políticas, grupos y movimientos ideológicos

[europeos] carecían a tal grado de precedentes que hubo que inventar hasta su continuidad histórica,

creando, por ejemplo, un pasado remoto más allá de la continuidad histórica real, ya fuera por medio

de la semificción o por la falsificación”.

“La fuerza y la adaptabilidad de las tradiciones genuinas no deben confundirse con la «invención de la

tradición». Donde las viejas formas están vivas, no hay que resucitar ni inventar las tradiciones”.

“La hostilidad general al irracionalismo […] y a las prácticas que recordaran el oscuro pasado,

formaron seguidores impasibles de las verdades de la Ilustración, como los liberales, los socialistas y los

comunistas, sin receptividad ellos para con las tradiciones antiguas o nuevas”.

Después de preguntarse Hobsbawm “¿Qué beneficios pueden sacar los historiadores al estudiar la

invención de las tradiciones?”, expresa: “Primera, y principalmente, puede sugerirse que son síntomas

importantes y por lo tanto indicadores de problemas que de otra forma no serían fáciles de identificar o

de ubicar en el tiempo. Son evidencias. […] La historia de las finales del campeonato de copa [de

fútbol] en la Gran Bretaña nos dice más, del desarrollo de la cultura urbana de los trabajadores, que

otras fuentes o datos. Pero por lo mismo el estudio de las tradiciones inventadas no puede estar

desligado de un estudio más amplio de la historia de la sociedad; e igualmente, tampoco puede

esperarse avanzar más allá del mero descubrimiento de tales prácticas sociales a menos que esa labor se

integre a una investigación más profunda. En segundo lugar, el estudio de la invención de las

tradiciones arroja una luz considerable sobre las relaciones humanas del pasado [europeo] y, por lo

tanto, sobre la propia materia y oficio del historiador. Ya que todas las tradiciones inventadas usan la

historia tanto como pueden, como legitimadora de la acción y como aglutinadora de cohesión social”.

(Cursivas, todas mías).

92

Sustitución de paradigmas históricos

La revolución industrial es presentada escolarmente haciendo que se entrevean rasgos

de carácter como los siguientes: 1) la pericia capitalista en la creación de mercados, 2)

la capacidad para el manejo de los aspectos organizativos (“management”) de las

primeras fábricas, 3) las habilidades técnicas que permitieron los aumentos de la

producción, 4) la persistencia para mantener la expansión, en todo el globo, del

aparato económico en su conjunto.

Sin embargo, todo frente tiene su dorso. Las distintas versiones explicativas de la

llamada Revolución Industrial comúnmente silencian series interrelacionadas de

hechos históricos que no contradicen, pero que sí darían credibilidad y continuidad

histórica real, a esos autoelogiosos rasgos de carácter a partir de los cuales prefieren

describirse alrededor del mundo los europeos septentrionales y en particular los

anglosajones. Entre esas series interrelacionadas me interesa enfatizar aquí tres que se

vinculan con: Uno) la acumulación original de capital (pericia para la expoliación de

los recursos provenientes de las colonias propias y ajenas), Dos) el aprovechamiento

de las innovaciones organizacionales de los Otros y previas al inicio de la revolución

industrial (habilidad para reformatear en el propio territorio experiencias observadas y

replicadas en tierras lejanas), y, Tres) los aparatos de logística, control y guerra

desplegados para la anulación de las fuerzas opositoras a la introducción de los

productos de las fábricas y a la posible expansión del mercado global (capacidad para

detectar y paralizar variantes alternativas –de organización, de tecnologías y de

productos– desarrolladas al margen de los dominios ingleses para el autoconsumo y el

mejoramiento de la calidad de vida y trabajo).

Uno) A comienzo del siglo 18 la economía portuguesa se encontraba totalmente

integrada al imperio británico y, como señala el historiador brasileño Luzio de

Azevedo, el oro proveniente de las minas de Brasil solo hacía escala en Lisboa: su

destino final era Londres; allí se convirtió en el "estímulo" necesario para dar inicio a

la revolución industrial.

Buena parte de la plata expropiada del Cerro Rico de Potosí tuvo idéntico destino,

aunque por otras rutas. Los estudiosos difícilmente se pondrán alguna vez de acuerdo

para llegar a una evaluación certera del monto total aportado a la corona británica por

sus asociados, los corsarios, entre cuyos descendientes (es consabido) hoy se

encuentran jefes principales del capitalismo financiero. No obstante, es posible recurrir

a un caso mensurable con el cual se podría vislumbrar y estimar la magnitud global de

esta forma de acumulación de capital. En un testimonio escrito por Francis Pretty, uno

de los “caballeros” al servicio de Francis Drake –el primero de los grandes piratas

ingleses–, se cuenta que en la primera incursión en Hispanoamérica ellos incautaron el

7 de febrero de 1579 en el puerto de Arica, hoy Chile, y días después al abordar el

navío Nuestra Señora de la Concepción, 26 toneladas de barras y monedas de plata y

un peso algo menor de oro –unos cuantos millones de dólares fácilmente calculables

atendiendo a las cambiantes cotizaciones–. Cuando la flota recaló en Plymouth

(Inglaterra), Drake, además de entregar a la reina Isabel una parte indeterminada de su

botín, le regaló una corona y una cruz de plata tachonadas con piedras preciosas que

había saqueado en las iglesias de California y de otras provincias del imperio español.

La reina le dio en recompensa diez mil libras esterlinas y el título honorífico de Sir.

93

Dos) Según el autor norteamericano Jack Weatherford, fue justamente en la

fabulosa mina de plata de Potosí donde se creó y organizó la primera fábrica a escala

industrial de la historia. Dice ese autor:

La revolución industrial no se inició en los talleres de los experimentados

artesanos urbanos ni en las fábricas de Manchester y Liverpool: se inició en las

minas y [continuó luego] en las plantaciones [de azúcar] de América. […] Debido

a la carencia de suficiente mano de obra, los americanos tuvieron que improvisar

todo un conjunto de nuevas tecnologías que ayudaran a extraer los recursos

naturales y la riqueza potencial.

Estas innovaciones tecnológicas se impusieron primero en la industria minera.

Los españoles llevaron consigo la más avanzada tecnología minera existente [en

el siglo 16] en Europa, pero rápidamente comprendieron que era inapropiada para

las inusuales condiciones ambientales del Alto Perú. Las técnicas de fundición no

funcionaban a causa de la liviandad del aire en esas alturas: la falta de oxígeno

impedía alcanzar una temperatura suficiente para fundir el mineral. Los españoles

consultaron a los artesanos incaicos, los que les mostraron un dispositivo

conocido como guayra u horno de viento que era tradicional en los Andes. Los

altoperuanos fabricaron quince mil (15 000) guayras para los españoles, quienes

entendían tan poco la tecnología que durante los dos primeros años dejaron

exclusivamente en manos de los indios el trabajo y el gerenciamiento de la mina.

[…] La gran escala de la minería en Potosí, el ambiente inusual y el tipo de

mineral requerían una organización y un approach completamente nuevos

(Weatherford; 1988, pp. 49-50; traducción y cursivas, mías).

Una evidencia de la escala de trabajo del Cerro Rico la aporta el hecho de que la

ciudad de Potosí llegó a tener en pocas décadas 160 000 habitantes, o sea, se hizo

rápidamente una gran ciudad comparable al Londres y al París de esa época. El paisaje

industrial que presentaba Potosí en la década de 1570-80 sería fácilmente reconocible

para cualquiera de los que asistimos, en los últimos doscientos años y en cualquier

lugar del planeta, a la revolución industrial: la forzada migración campo-ciudad que

implicó el crecimiento abrupto de la ciudad de Potosí se completaba con la fábrica

gigante, de producción manufacturera en gran escala, que empleaba a cientos o miles

de esclavos-proletarios alienados y pauperizados, forzados a hacer trabajos

fragmentados y repetitivos en un medioambiente invivible.

Después de la puesta en marcha de las 15 000 guayras se introdujeron importantes

innovaciones que aceleraron, facilitaron y aumentaron la producción. Un minero

mexicano descubrió en 1556 un proceso que utilizaba mercurio para extraer la plata

del mineral. En 1572, cuando se abrieron minas de mercurio en Huancavélica, hoy Sur

de Perú, se adoptó esa técnica en Potosí no solo para el nuevo mineral extraído sino

para reprocesar además la montaña de residuo ya entonces existente, dado que el

nuevo procedimiento permitía sacar mucha más plata del mineral.

Otra innovación que dio un nuevo desarrollo a la producción se relaciona con el

suministro constante de agua para mover los molinos que pulverizaban el mineral.

Para ello los españoles forzaron a miles de quechuaymaras a excavar treinta (30) lagos

en las alturas de las montañas que rodean al Cerro Rico y a construir los canales

necesarios para conducir el agua. La energía de las paletas de las grandes ruedas

hidráulicas conseguía accionar una serie de enormes martillos que desmenuzaban las

piedras hasta conseguir un polvo con la consistencia de la harina.

94

Por otra parte, tanto la fabricación de las barras de plata como el amonedado de

las mismas eran realizados por diversos equipos de indígenas organizados de manera

tal que constituían verdaderas líneas de trabajo en cadena. Hoy se reconoce que esta

“innovación” organizativa constituye un particular modo de producción de los

quechuaymaras para ciertas tareas transitorias y específicas que requieren el concurso

de mano de obra en gran escala y en corto tiempo (minga o minkha). Una institución

social paleoandina milenaria.

La forma de trabajo en cadena fue una tecnología (novedosa para los europeos)

que luego se transfirió a los ingenios azucareros del Caribe y del nordeste brasileño.

La caña de azúcar tiene la dificultad de que debe ser procesada apenas se la cosecha

para que la sucrosa no decaiga inmediatamente, lo cual exige montar una fábrica

procesadora en el mismo lugar para los sucesivos procesos de molienda, hervido,

reducción, clarificación y cristalización. Las características problemáticas de esta

elaboración requieren un montaje altamente sincronizado y preciso que implica

molinos, enormes hornos y grandes calderas. El autor Stanley Mintz define a las

plantaciones de azúcar como “una síntesis de campo y fábrica de un tipo tal que era

desconocido en la Europa de aquella época”. Todos estos desarrollos organizativos

indo-ibéricos (más “indo” que “ibéricos”) fueron aprovechados por los ingleses

primero para sus plantaciones-fábricas caribeñas y luego para su propia revolución

industrial (Weatherford; 1988).

Renuentes a introducir esclavos africanos en las islas británicas para conformar su

propio proletariado industrial, los capitalistas prefirieron una vía alternativa a la

desplegada en sus plantaciones-fábricas azucareras del Caribe. La historia de esta vía

es consabida y ha sido desmenuzada y meditada filosóficamente bajo todo punto de

vista. Es parte de nuestro acervo común de personas ilustradas, globalizadas y,

principalmente, desterritorializadas.

Tres) Recordemos que hacia 1610-1620 tuvo lugar el nacimiento en paralelo de

dos series de acontecimientos que marcaron fuertemente el resto de la era moderna. Si

bien habitualmente se reconoce que el imperio capitalista británico inició su

construcción a partir de dos acontecimientos claves –la instalación en 1615 del primer

puesto comercial inglés en India y la llegada a Norteamérica, en el barco Mayflower,

de los Padres Peregrinos en 1620, punto de partida del posterior desarrollo de

EE.UU.–, poco se toma en cuenta que al mismo tiempo, en 1610, se estaba empezando

a construir lo que un siglo después sería caracterizado como “el imperio jesuítico

sudamericano”.

Esa experiencia tan abarcadora fue liquidada en 1767 con la expulsión de los

jesuitas de todos sus territorios. Solo en Europa se cerraron 600 de sus bibliotecas y,

en todo el mundo, fueron desactivados 728 establecimientos pedagógicos que pasaron

a las manos de otras órdenes católicas (Wright; 2005). La disolución de la Compañía

de Jesús fue precedida por una larga campaña denigratoria e injuriosa: de la misma

categoría que hoy día emplean las corporaciones (no sólo mediáticas) que buscan

debilitar o derrocar a un gobierno democrático.

Los actores manifiestos de esa campaña han sido históricamente identificados, lo

cual permite que no hagamos hincapié en ello. Pero lo que siempre quedó poco claro

es cuál o cuáles fueron los poderes políticos y económicos que se encontraban detrás

de esa campaña denigratoria. Al respecto, los historiadores de todo signo, pero

también los filósofos, han colaborado hasta la actualidad con su silencio. No se trata

de resolver un puzzle histórico, solamente. Esos coordinados silencios aumentaron la

95

tristeza del mundo. Como expresa el escritor dominicano Junot Díaz, “el poder, la

impunidad y la opresión operan en silencio. Romper el silencio es aumentar la suma

total de alegría del mundo”.

También es cierto que la fabricación industrial de tristeza es una característica de

quienes tienen el poder o quieren usurparlo (Spinoza). El poder de esclavizar y

oprimir, de restar potencia al Otro y a los otros. En nuestro caso particular, sabemos

que hacia 1740 estaba amaneciendo en Gran Bretaña un proyecto de industrialización

en gran escala que se manifestó nítidamente en los años subsiguientes. Se estaba

entonces concibiendo darle un salto cuantitativo al poder global. La pregunta que cabe

es: ¿en qué y cómo podía oponerse el expansivo “imperio jesuítico sudamericano” a

ese proyecto capitalista emergente?

Durante más de un siglo ambos poderes, el capitalista y el católico-jesuítico, se

desarrollaron en paralelo y mostraron fuerzas equisignificantes. La orden jesuita, al

igual que el capital, no conocía patria; por ello ambos tenían una pareja superioridad

sobre los gobiernos locales en lo referente a la unidad de su acción y a la riqueza y

diversidad de sus medios. Ambos poderes intentando copar el globo por distintos

caminos –los capitalistas, comercial y financieramente; los jesuitas, concretando en la

realidad su milenarismo (un paraíso social en la Tierra). No sería posible conseguir

una continuidad histórica real ni concretar una meditación filosófica coherente y

global si no tomamos en consideración hechos (facts) que marcaron tan fuertemente la

era moderna.

Hasta tal punto tuvo éxito la empresa jesuítica en Sudamérica que los territorios

bajo su organización, y separados del Virreinato del Perú, cubrían en 1767 más de 400

mil km2 y estaban entonces en acelerada expansión hacia toda la región chaqueña. En

ese momento, camadas de nuevos misioneros estaban siendo formados en Europa y

varias decenas habían desembarcado en Buenos Aires pocos días antes de la llegada de

los liquidadores. Pero el éxito se dio además en otra dimensión, seguramente mucho

más peligrosa desde la óptica capitalista. Como mostramos en el capítulo III-

Problemas, en los últimos 250 años varios autores han coincidido con el siguiente

juicio de Michel Foucault: “[Los jesuitas crearon] un espacio distinto, otro espacio

real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien repartido como a su vez el nuestro [de

Europa] está desordenado, mal dispuesto y embrollado. […] Las colonias fundadas por

los jesuitas en América del Sur: colonias maravillosas, absolutamente reguladas, en las

que la perfección humana estaba efectivamente realizada” (Foucault; 1999).

Ya muchos sabemos cuáles medios utilizó el capitalismo para conseguir una

nueva expansión del poder político y del mercado en la década de 1980-90. En el

capítulo IV-Desenmascaramientos (pp. 72 y 73), mostré los curiosos paralelismos

históricos que se dieron entre la defenestración del imperio jesuítico y la del imperio

soviético. Además digo allí que de no haberse liquidado esa experiencia en 1767 con

la expulsión de los jesuitas de todos sus territorios –excepto los pertenecientes a la

corona británica (¡!), agrego ahora–, difícilmente los ingleses hubieran podido

conquistar casi por completo el mercado sudamericano, tal como en el siglo 19

hicieron. Esto se deduce fácilmente considerando el alto grado de industrialización, de

autosuficiencia económica, de calidad de vida y last but not least de potencia bélica

que a mediados del siglo 18 habían alcanzado las Misiones, donde se encontraba el

ejército mejor entrenado y pertrechado de todo el continente americano, incluida

América del Norte.

A los efectos de lo que aquí incumbe, también es necesario refrescar la memoria

respecto del salto industrial producido en las Misiones, salto que se evidenció post

96

mortem en la fácil replicación del mismo durante la etapa independiente de Paraguay –

hasta que se declara la guerra fratricida de la triple alianza contra ese nuevo rebrote de

autosuficiencia, industrialización y autodefensa–. A diferencia del autor Jack

Weatherford, algunos otros han llegado a la conclusión de que la revolución industrial

realmente comenzó hacia 1720 en esos territorios sudamericanos recortados de los

virreinatos; o sea, que tal revolución industrial vio primero la luz en un contexto

económico más socialista que capitalista, lo cual, de ser así, cambiaría radicalmente

ciertas verdades históricas y políticas establecidas. Como se vio en el punto Dos), para

aceptar esa conclusión sería primero necesario integrar (lo que no es sencillo ni

pertinente) a los desarrollos guaranítico-jesuíticos las transferencias de tecnologías que

en los siglos 16 y 17 hizo la población altoperuana a la industrialización europea,

aportes gratis en los cuales sin duda ha incidido su tradición comunitaria del ayllu.

(Bajar de internet el documental Los Puentes de Ichu o Los Puentes Dorados si se

quiere deslindar nuestra común ignorancia acerca de sus milenarias técnicas

comunitarias de trabajo en cadena y de producción en gran escala). Pero en segundo

término también sería necesario discutir hasta qué punto existe o no contradicción

entre los modos de producción y las relaciones de producción en los distintos

contextos sociales aquí sobrevolados. Para este tipo de discusiones, la historia

silenciada de nuestro continente sudamericano representa una riquísima cantera.

Ya lo expusimos pero vale la pena reiterarlo. En las Misiones guaraníes el primer

impulso grave hacia una verdadera industrialización comenzó alrededor de 1695,

cuando el cura Antonio Sepp descubrió las itacuras, piedras ferruginosas que se

hallaban en superficie, a la vista o bajo el pasto, en muchas regiones del territorio

argentino y paraguayo. Tal como el mismo Sepp escribió en su Diario de Viaje, “aquí

no es preciso, como en Europa, cavar profundamente y abrir minas de centenares de

metros. […] Cuando fundí las piedras comprobé que se mudaban en hierro. Este

descubrimiento me fue sumamente gustoso porque [hasta entonces] estábamos

precisados de hacer traer de España las herramientas que nos eran necesarias. […] Con

el acero así obtenido la habilidad de los indios realiza palas, ejes, hasta arados. […]

Nuestras Reducciones podrán ahora no solo avanzar paso a paso: podrán dar un salto

inmenso en su desarrollo. El hierro vale para nosotros más que el oro” (Braumann;

1980).

En ese momento y en aquel preciso lugar se inició realmente la Edad de Hierro en

América. No se equivocaba Sepp en cuanto al salto tecnológico y productivo que ese

hallazgo significaba. En poco tiempo se instalaron numerosos hornos de fundición y,

además de herramientas de acero, se fabricaron máquinas, instrumentos quirúrgicos,

imprentas, relojes mecánicos, aserraderos, e incluso armas, que los habitantes

virreinales contiguos estaban mayormente impedidos de consumir. Cuarenta años,

hasta su muerte, estuvo el tirolés Sepp en las tierras coloradas paraguayas y argentinas

organizando y dirigiendo la notable empresa que él mismo había iniciado. La

elevación del nivel de vida de la población guaraní se vio reflejada en que, a la vez que

cundían las pestes y crecía la mortalidad infantil en el resto del virreinato, en las

Misiones ocurría todo lo contrario.

Una de las diferencias fundamentales de la revolución industrial que arrancó entre

los guaraníes, con características muy propias y en gran parte incomparables, consiste

en que ni siquiera en sus producciones de mayor envergadura (yerbatales, industrias

tabacal y textil algodonera,) el leit-motiv era capitalista –es decir, el de maximización

de la ganancia a toda costa, impulsor del maquinismo pero también del robotismo del

trabajador–. Otra de las diferencias que exigirá una sustitución de paradigmas

97

históricos es que, si bien encontramos fuertes analogías entre los modos de

producción tanto en la mina-fábrica de Potosí como en las plantaciones-fábricas

azucareras del Caribe y en los primeros establecimientos industriales de Liverpool –y

semejanzas además en las relaciones de producción en esas tres instancias (haciendo

aquí caso omiso de la diferencia entre esclavitud y proletarización, que a nuestros

efectos es accesoria)–, da la impresión de que las relaciones de producción dentro del

experimento social misionero se parecen más a las de los grandes talleres de

artesanos medievales que a cualquiera de los anteriores tres casos mencionados. Y es

la comprobación que proviene de esta contrastación lo que justamente permitiría

desmentir que “la revolución industrial se inició en los talleres de los experimentados

artesanos urbanos” de Europa –otra de las “verdades” acríticamente sustentadas–. Ni

urbanos ni de Europa ni conclusiva causa eficiente.

Las estrategias de desarrollo industrial desplegadas por los británicos fueron

adoptadas luego por otros países europeos. Una invariante continental: a la vez que

todos ellos transferían a sus propios territorios algunas de las tecnologías ajenas que,

mediante convenientes adaptaciones, aceleraban o expandían su propia

industrialización, eliminaban siempre, en los países menos desarrollados, la tecnología

vernácula que chocaba con sus intereses. Los diversos grados de este tipo de sub-

desorrallización parecen a primera vista correlacionarse con los distintos grados de

descarga de resentimiento moral contra cada región colonial o periférica que hubiera

aportado, o implícitamente desafiado, al propio devenir de esos países europeos, tal

como parecen indicarlo los casos históricos de Paraguay, Bolivia y Haití en nuestra

región, y de otros en otras. Como señalé antes, esa invariante histórica ha quedado

desenmascarada últimamente, al refluir como estrategia contra la misma Europa, es

decir, contra aquellos países europeos (los PIGS: Portugal, Irlanda & Italia, Grecia,

España) que el poder central busca también periferizar y gobernar de facto mediante

imposiciones (dictaduras) macroeconómicas.

* * *

Espero que esta revisión más autocentrada ayudará a cuestionar con cierto fundamento

la inevitabilidad de los modelos de industrialización tal y como se han desarrollado

bajo el capitalismo industrial. Esa inevitabilidad es una interpretación ideológica,

síntoma de la presencia en nuestras tierras de un yuyo más exótico y dañino que la soja

transgénica: nuestro bastardo eurocentrismo. A lo mejor también sirva esta meditación

para estrechar el enorme abismo que existe entre el pensamiento histórico-filosófico y

la reflexión de las cuestiones críticas e ideológicas de las tecnociencias que moldean

nuestra vida cotidiana y reducen dramáticamente nuestra potencia y nuestra alegría.

“Sin la distinción entre verdad y falsedad es difícil pensar no solo la literatura y la

filosofía, sino también la política” (Piglia). En octubre de 1980, Michel Foucault dio

una conferencia en Berkeley que se tituló Truth and Subjectivity. En ella contrapone al

análisis de las estructuras epistemológicas el estudio de las formas “aletúrgicas”, es

decir, las formas productoras de una verdad que surge y se manifiesta no como

correspondencia con la realidad sino como potencia capaz de transformar el

conocimiento en forma de vida. En palabras del filósofo napolitano Roberto Espósito,

allí Foucault habla de “una verdad que, en lugar de brotar del sujeto, penetra desde el

exterior al interior del mismo, dando expresión a la historia que hemos construido y,

junto con ella, al diagnóstico de aquello que somos. De este modo, la filosofía puede

asumir finalmente una dimensión política. [«Dimensión política» en el sentido de

98

ayudar] a definir, y a separar, lo aceptable de lo inaceptable. Lo que podemos

consentir de lo que debemos rechazar, en el mundo, del mundo” (Espósito; 2012).

Hacia el final del punto Dos) dije que la formación del proletariado en la propia

patria de los ingleses no siguió la misma vía de importación de esclavos injertados en

sus colonias (azucareras y algodoneras) de América, y que la historia de la

constitución de ese proletariado es ampliamente consabida, dado que ha sido

desmenuzada y meditada filosóficamente hasta el hartazgo. Hayan sido laudatorias o

profundamente críticas esas meditaciones, el hecho es que se focalizaron casi todas

ellas meramente en el nacimiento o amanecer de la revolución industrial en Inglaterra.

Que yo sepa, poco o nada se ha revisado y discutido acerca de su período de gestación

“extra-placentaria” tomando otros ejes historiográficos y cosmológicos; ni tampoco se

han hecho estudios finos acerca de los sujetos de la “noche anterior” que han

contribuido, desde estas tierras y bajo distintos regímenes sociales y políticos, a la

emergencia de dicha revolución. Ni al principio ni al final de la película están esos

créditos. Considero que no será posible continuar más allá la tarea filosófica exigida

por pensadores como Sloterdijk, y en otro sentido Foucault, si no se ejercita una

mirada que reduzca la miopía eurocéntrica, y así, juntamente, se realice el trabajo

terapéutico consistente en desocultar lo que Occidente ha fuertemente reprimido.

El índice de los traumas determinantes ya ha sido prolijamente editado por

incontables autores. En su oportunidad, Carlos Marx lo recordó así: “El

descubrimiento del oro y la plata de América, la extirpación, la esclavización y el

entierro en las minas de la población aborigen, el inicio de la conquista y el saqueo de

las Indias Orientales, la transformación de África en un coto para la caza comercial de

negros, marcaron fuertemente el rosado amanecer de la era de producción capitalista”.

Lo problemático de ir más allá de un resumen abreviado de los traumas (o sea, de

hacer una simple anamnesis) es que en medio de esa tarea filosófico-terapéutica de

búsqueda de las formas “aletúrgicas” de la verdad se producirá necesariamente la

deflación del ego occidental y cristiano, tanto en su vertiente protestante como

católica. (Este es quizás el resultado más temido si se encaran reflexiones como estas;

temor que seguramente alimentó las resistencias seculares de los europeos y que

sostiene su fuerza de represión). El léxico filosófico necesita nuevos conceptos

rectores de y para los procesos de globalización, pero si estos conceptos no han podido

ser elaborados por la autoincapacitada cultura europea por suerte nos tocará a nosotros,

los que nos sentimos menos eurocentrados y más marginales, paulatinamente

construirlos. Tendremos tarea para rato, y ardua. Porque mi intención aquí no fue

restablecer la Historia. Es restablecernos a Nosotros Mismos.

THE END

99

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