!por fin! - ildiko von kurthy

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Vera acaba de cumplircuarenta años. Pero por lo demás,de momento, la vida le va bien.Hasta que descubre que su maridotiene una amante. Y entonces se veobligada a afrontar las siguientespreguntas: ¿Soy capaz deperdonarlo? ¿Quiero perdonarlo?¿Me quedo o me marcho?

'¡Por fin!' es una novela sobrela batalla contra el tiempo. Sobre la

segunda pubertad de las mujeresque de pronto se sienten taninseguras y desorientadas como alos catorce, con la única diferenciade que, en lugar de granos yespinillas, ahora les salen patas degallo y varices. ¿Será verdad quelas mujeres sólo son felices cuandoduermen?

ILDIKO VONKURTHY

¡Por fin!

Traducción de María AlonsoGómez

Vergara

Sinopsis

Vera acaba decumplir cuarenta años.Pero por lo demás, demomento, la vida le vabien. Hasta que descubreque su marido tiene unaamante. Y entonces se veobligada a afrontar lassiguientes preguntas:¿Soy capaz de

perdonarlo? ¿Quieroperdonarlo? ¿Me quedoo me marcho?

'¡Por fin!' es unanovela sobre la batallacontra el tiempo. Sobrela segunda pubertad delas mujeres que depronto se sienten taninseguras y desorientadascomo a los catorce, conla única diferencia deque, en lugar de granos yespinillas, ahora les

salen patas de gallo yvarices. ¿Será verdadque las mujeres sólo sonfelices cuando duermen?

Título Original: Endlich!Traductor: Alonso Gómez,

María©2010, Kurthy, Ildiko von©2012, VergaraColección: Novela VergaraISBN: 9788415420064

Generado con: QualityEbookv0.70

Si no cambias de vida,la vida te cambia a ti

Las mujeres sólo retrocedenpara coger carrerilla.

ZSA ZSA GÁBOR

Es un día, en apariencia, comootros tantos. Un día que empiezacon absoluta normalidad ytranscurre con absoluta normalidad,como suelen transcurrir los días. Almenos en mi vida. Son las ocho ydiez y es martes. Un martes defebrero. Así que es el día más feode la semana del mes más feo delaño. Apuesto lo que sea a queexiste una estadística que demuestraque los sucesos menos interesanteso los acontecimientos menos

transformadores para el mundoocurren en martes.

Eso, a excepción, claro está,de los años en que los martes, a lasdiez menos cuarto, echaban Dallaspor la tele. Aquélla fue la épocadorada de ese día de la semana tananodino, una época que duró treceaños —se dice pronto—, aunque enrealidad eso no sea más que unafugaz chispa en el castillo de fuegosartificiales de la historia universal,una minúscula migaja de dignidad,una pizca de glamour para el

martes, tras la cual volvió aconvertirse en lo que siempre fue ysiempre será: la zona gris de lasemana.

En ese sentido, no cabe dudade que ese día yo estaba inmersa enla más completa ingenuidad y noestaba de ninguna de las maneraspreparada para lo que iba asuceder.

No soy en absoluto unapersona que sospeche que, en elmomento más inesperado, su vidapuede dar un giro radical. Y mucho

menos un martes de febrero.Estoy sentada delante de la

tele, sin ningún tipo deexpectativas, comiendo unbocadillo de jamón con margarinabaja en grasa y rodajas reciéncortadas de pepino y tomateaderezadas con extracto delevadura sin sal. Para beber estoytomando un té verde. No porque meguste. Porque dicen que es sano.

Hace poco he entrado en esaedad donde en las reuniones con losamigos se conversa con más pasión

sobre la presencia de metalespesados en el pescado que sobre lapregunta del reality Germany’sNext Topmodel de ayer:

¿Qué adopta el jurado al finaldel programa?

a) Un elefante.b) Una decisión.Se valora mucho más saber

dónde está la consulta de un buentraumatólogo que dónde está elnuevo local de moda, y en micírculo de amigos ya no quedaprácticamente nadie que no sufra

problemas en las rodillas, tenga«alguna historia en la espalda» oacuse el desgaste de los cartílagosen alguna parte de su cuerpo cadavez más achacoso.

Y pobre de ti como nopractiques pilates, yogalates,qigong, tai chi o algo por el estiloque suene a plato exótico de pollocon salsa agridulce, porque teconvertirás en un bicho raro entrelos tuyos.

Tengo cuarenta años.Y confieso que todavía me

cuesta lo mío pronunciar el número.Me trabo al decirlo, y sigopensando que no me pega. Es comosi de pronto me hubieran puesto unapellido nuevo y me estuvieracostando Dios y ayudaacostumbrarme.

Vera Hagedorn, cuarenta años,redactora freelance, residente enStade, Baja Sajonia, y casada desdehace cuatro años.

¡Madre mía! ¡Ésa soy yo! ¡Unamujer adulta!

Así que ya no puedes

engañarte pensando que tienes todala vida por delante y que pertenecesa la «nueva generación», al«público objetivo» al que vandirigidos la mayor parte de losanuncios publicitarios, al grupo de«gente joven» que sale a correr sincalentar previamente durante uncuarto de hora. Esos que no quierenni oír hablar de estiramientos ni dealimentos que contribuyen acontrolar el colesterol y que en lasreuniones de amigos puedenpasarse horas sentados en el suelo

con las piernas cruzadas y hastavolver a levantarse solos sinpadecer después dolores en elpromontorio del isquion o rigidezen las rodillas durante días.

Es la edad de «media parte ydescanso». ¡Joder! Y si a esasalturas no has marcado ningún tanto,corres el riesgo de perder elpartido. Y un empate tampocotendría gracia. Y si a los cuarentano puedes comprarte lo que se teantoje, es que algo ha fallado.

Vera Hagedorn es adulta desde

hace exactamente diez días. Ytodavía estoy intentandorecuperarme del susto.

Cuando celebré mi veintecumpleaños uno de los invitadosacabó en el hospital con un comaetílico, tres parejas rompieron antesde las doce y, de ellas, dos seemparejaron de nuevo esa mismanoche.

Cuando celebré los treintaaños todavía hubo alguien queacabó vomitando en el váter, yencontré manchas de semen de

procedencia desconocida en misillón de lectura.

En la comida de celebraciónde los cuarenta nadie rompió ni unacopa. Hasta los regalos erancivilizados y decentes, aptos paratodos los públicos y adaptados a miedad: varios vales paratratamientos antienvejecimiento enlos mejores centros de estética deStade, un rallador de trufas demadera de cedro, un set decuchillos de queso, dos botellas dechampán de la cosecha del año y

una mascarilla de ojos de Shiseido.Mi marido me regaló un curso

de cata de vino en Hamburgo, quehicimos con otros dos matrimoniosamigos. «Matrimonios amigos»también es una expresión deadultos.

Algo significativo fue el hechode que durante la degustación mesentí bastante incómoda porque losvinos que más me gustaban, segúnla estirada de la profesora, eran«caldos intensos e invasivos» que«en realidad sólo sirven para

acabar a gatas».La fascinación por los grandes

vinos selectos y exquisitos no logrócautivarme. Cuando la profesoraanunció un Merlot de gran valor conel comentario de que se trataba deun caldo complejo y difícil, lesusurré a Marcus que ya teníabastantes problemas en casa comopara encima llevarme a casa unvino que causaba dificultades.

Abandonamos el curso sinhaber hecho nuevos amigos.

Desde que nací he tenido muymala suerte con mi cumpleaños. Esen enero. La gente es bastantereacia a aflojar dinero para losregalos porque todavía estáncelebrando que han terminado lasNavidades.

Antes, mis padres se limitabana dividir por la mitad la lista deregalos que le pedía a Papá Noel yme compraban los que quedabanpor mi cumpleaños. A mí siempreme ha parecido una enorme

injusticia, sobre todo encomparación con mi hermanomayor, que nació en julio y podíacelebrar su cumpleaños al airelibre, mientras que yo acababasiempre en una piscina de bolas deu n chiquipark gigante donde elmedio pollo sabía a chiclerequetemascado y siempre habíaalgún niño en paraderodesconocido.

Con el paso de los añosaparecieron los problemas típicosde cumplir años en enero. Hoy en

día la mayoría de los invitados seencuentran bajo los efectos de lospropósitos de Año Nuevo o bajolos efectos de los pecados que hancometido durante las fiestas.

Una reunión típica decumpleaños en enero consiste en losiguiente: la mitad de los invitadosno aparecen porque han decididosometerse a una cura dedesintoxicación o se han ido deexcursión en ayuno. De los ochoque quedan suele haberaproximadamente unos ocho

descontentos con el peso que se lesha instalado en zonas problemáticasdurante las fiestas, y que con losdías han ido tomando una formamás problemática aún.

Tres evitan desde Año Nuevolos hidratos de carbono, incluido elalcohol, y de ellos dos incumplenlos propósitos en los postres y hayque llevarlos a su casa a las nuevey media borrachos y en un estadolamentable.

Los demás hacen limpiezacorporal mediante el método

Buchinger de ayuno terapéutico o eltratamiento intestinal de F. X. Mayr,se traen termos de tés apestosos ybloquean durante horas el cuarto debaño cuando los laxantes de lamañana comienzan a hacer efecto.

En una ocasión, no se meocurrió otra cosa que citar unartículo de la revista Brigitte: «Nohay residuos que limpiar en elcuerpo; si acaso, ¡en el cerebro!Las curas de ayuno sólo sirven paracombatir la solitaria. La lombriz selarga a otra parte en busca de algo

que comer.»Pero mi observación no

contribuyó a levantar el ánimo delos presentes. Porque por lo generallas personas que ayunan suelentener un carácter bastante rígido,carecen de sentido del humor yestán plenamente convencidas deque su camino es el único correcto.

Esa actitud, como es natural,cambia en cuanto terminan la cura.Nada más ingerir la primera copade vino y la primera bolsa de mini-bounty «ahora con un veinte por

ciento más de regalo», hasta losdefensores más talibanes de ladesintoxicación vuelven aconvertirse en personitas de carne yhueso como tú y yo.

Yo ya lo sé, porque en elfondo también he probado unascuantas veces a empezar el añointentando reducir radicalmente lasampliaciones que ha sufrido micuerpo. Una fase que mi maridosuele afrontar con escepticismoporque en mi caso siempre vieneacompañada de una dosis

importante de mal humor y un odiomuy sentido hacia él por llevartreinta años con la misma talla depantalón.

La verdad es que todavía no heexperimentado nunca la tancacareada euforia del ayuno.Además de que, en un descuido, mimarido aderezó su plato de polloguisado con mis sales laxantes.

Y la verdad es que tuvo sugracia. A toro pasado, eso sí.

—¿Quieres un té? —preguntaMarcus ese martes de febrero.Estamos comiéndonos un bocadillomientras vemos la sesión de lasocho del telediario, tan tranquilos,sin sospechar nada.

Suena el teléfono, y nosmiramos de reojo con gesto dereproche.

Nadie que nos conozca llama acasa un día de diario a las ocho ydiez. Porque todo el que nos conocesabe que estamos comiéndonos unbocadillo mientras vemos el

telediario. Y aparte de eso, todaslas personas que conocemos estánhaciendo exactamente lo mismo aesa hora.

—¿Quién puede ser a estashoras? —pregunta Marcus, y sutono de voz me recuerda al de sumadre.

Ay, madre, qué mayoresestamos. ¿O debería decir«viejos»?

—Seguro que es tu padre —digo yo.

—Apuesto a que es Johanna

—responde Marcus.—Si es Johanna, es que pasa

algo importante.—Claro, en la vida de Johanna

todo es importante —responde.—Ya lo cojo yo.Aparto la silla de la mesa con

lentitud, doblo mi servilleta, lanzouna mirada de censura a Marcus yotra a Marc Bator, que siguepresentando el informativo, y medirijo al teléfono casi corriendo.Acaba de saltar el contestador, y lavoz de Johanna, que jamás, bajo

ninguna circunstancia, emplea untono moderado, traspasa la pareddesde el otro lado.

—Sé que es la hora sagradadel telediario, pero hazme un favor,palomita: deja el bocadillo dejamón en la mesa y levanta el culode la silla para coger el teléfono.Espero que todavía tengáis eseespantoso contestador que se oye entoda la casa. Buenas, Marcus,disculpa que os interrumpa, pero esque...

—Ya está, ya está, ya lo he

cogido.—Palomita, ¡necesito hablar

contigo!—Ya me imagino, si no, no me

habría puesto al teléfono.—Siéntate, que esto es serio.

Y prométeme que no se lo vas acontar a nadie, absolutamente anadie.

Me siento en el sillón delestudio y entorno la puerta con elpie. Parece que se cierne un nuevo,emocionante y tal vez trágicosecreto. Conozco todos los secretos

de Johanna y ella los míos. Mentira,no me he expresado con propiedad:yo conozco todos los secretos deJohanna y ella conocería los míos,si tuviera.

Cuando Johanna y yo noshicimos amigas, me convertí en sufirme y leal persona de confianza,lo cual me enorgullece y al mismotiempo aporta emoción a una vidasin secretos como la mía. Ahora, enrealidad, hay datos que no puedo nipodré revelar bajo ningún concepto.Datos existenciales de gran

importancia que uno sólo suele leeren los libros que tienen un finaltrágico.

No, no estamos hablando desecretitos sin sentido de niñas quese confiesan al oído que le hanpuesto agua con gas al vino, se hanhecho la depilación brasileña en lazona del biquini o han comprado enunas supuestas rebajas una blazerStella McCartney que en realidadno estaba de oferta.

Los secretos de Johanna sonde esos que dejan sin respiración, y

conmigo están a tan buen recaudocomo el busto de Nefertiti en...,ejem, bueno..., como se llame ellugar donde lo guardan.

No estoy diciendo que no megustaría tener unos cuantos secretospropios. Al fin y al cabo tengocuarenta años. Y ya es hora de teneralgún que otro cadáver en elarmario. Pero tengo el armariovacío, y el corazón limpio y puro.Por desgracia. Porque no sonrazones morales, éticas nireligiosas las que me impulsan a no

ocultar nada y a contarlo siempretodo. Sencillamente no hay nada enmi vida que merezca la penaocultar. ¿Para qué mentir si deentrada la verdad no interesaría anadie?

De todos modos, no quierodecir que siempre diga la verdad.¡Dios me libre! He leído quecualquier persona miente de mediaunas doscientas veces al día. Y enmi caso diría que en el primertercio del día ya he cumplido laestadística; algo que se debe a mis

circunstancias personales. Cuandouna vive en una ciudad pequeñadonde todo el mundo conoce a todoel mundo y en especial a ti porqueestás casada con el hijo del dueñode la tienda de baños y cocinas másgrande del vecindario, te convieneser lo menos sincera que puedas.

No quiero ni pensar eldesastre que supondría y la cizañaque podría llegar a sembrar sidijera la verdad cuando mepreguntan «¿Cómo le va?», «¿Quétal marcha el negocio?» o «¿Qué

opina de la exposición de susuegra? ¿No le parece que tiene undon extraordinario?».

«Gracias, estoy regular, y esque mi marido y yo practicamos elsexo una vez al mes, que ya esbastante horrible, pero lo cierto esque mientras tanto yo pienso cadavez más en Heino Ferch, y eso metranquiliza bastante. La tienda nomarcha tan bien como marcharía siel tiránico señor jefe, que estásordo como una tapia, fuese menoscabezota y no se negase a

abandonar su oficina con vistaspanorámicas a la autopista deHamburgo y las operaciones alcontado. Y sí, estoy de acuerdo enque mi suegra tiene un donextraordinario, ¡un donextraordinariamente malo! Lasobras de alfarería con las que hadecorado las parroquias, lasguarderías y las residencias de latercera edad de Stade son las máshorrorosas que he visto desde que,cuando tenía tres años, intentémodelar a mi hermano en

plastilina.»Esas cosas no las digo.He acabado convirtiéndome en

maestra del disimulo, los gestos decortesía fingidos y las sonrisasvacías.

La vida de Johanna es biendistinta de la mía. Imprevisible ycon frecuencia dramática. Siemprele pasa algo. A mí lo que me pasasiempre es que nunca me pasa nada.Nunca me han registrado en elcontrol del aeropuerto. Nunca mehe quedado encerrada en un

ascensor, y ni siquiera he vivido unsimulacro de emergencia, por nohablar de una emergencia real.

Los hechos más dramáticosque han acaecido en mi vida enestos últimos años fue que mipeluquero se equivocó de color aldarme los reflejos y que la tonta delbote de mi cuñada Michaela meprohibió que tratase con su hija, quees mi ahijada.

Según ella, corría el peligrode convertirme en una influencianegativa para su hija. Lo cierto es

que me lo tomé casi como uncumplido. Dicho así podría parecerque yo había tenido uncomportamiento malvado ytabernario y había colado a lachiquilla en una fiesta donde ladroga corría a mansalva y losasistentes montaban orgías. Pero miúnico pecado fue insinuarle a Fee,que tiene once años y parece unrinoceronte preñado, que no teníapor qué comerse el tercer postre sino quería.

Fee me gritó que no fuera mala

con ella, Michaela me gritó que nopensaba permitir que una mujer sinhijos se inmiscuyera en laeducación de su hija, mi hermanoClaus me gritó que en el futuroprocurase mantenerme al margen, yyo le grité que me producía lástimaver cómo en esa familia destrozadase cebaba a los niños como si lafalta de cariño pudiera sustituirsecon azúcar, y que, como volviese aoír la estupidez de que «sonmichelines normales en los niñospequeños», llamaría a servicios

sociales.Hecha una furia y temblando,

me levanté de la mesa y me fui. Y adecir verdad me sentí un poquitoorgullosa de haber quebrantado lahipocresía de esa pesadilla defamilia y haber dicho por fin lo quepensaba. Una experiencia de lo másexótica para mí.

El pequeño Claus, el hijo decatorce años de mi hermano, quecontemplaba la escena desde lapuerta con una barra de chocolateentre los dedos regordetes, me

siguió con una mirada burlona. Unavez en casa, Marcus me dijo: «Note sulfures, Vera, son así devulgares.»

Eso no me sonó a ningúnconsuelo; es más, me resultó unpoco ofensivo. Marcus opina quemi familia es vulgar, y mi amigacree que Marcus es demasiadoexagerado.

«Johanna tiene una atracciónmágica hacia la mala suerte», diceMarcus con frecuencia. Y desdeque le conté que mi amiga Selma ha

empezado a engañar a su maridocon el profesor de piano de su hija,ve a mis amigas con ojos muchopeores aún.

Según él, lo mejor que podríahacer es mantenerme alejada de lasdos. Como si las desgracias y eladulterio fueran igual decontagiosas que la gripe porcina.Respiras el mismo aire y ¡hala!, eldestino te fastidia la vida.

La verdad es que estoyprofundamente agradecida de queSelma y yo podamos vernos en mi

casa, aunque sea cuando Marcus seva a jugar al squash. Por fin una delas dos tiene algo que contar de loque nadie puede enterarse. Porquelas mesas del griego de la esquinaestán demasiado juntas para hablarde infidelidades, coartadas yprácticas sexuales que hasta esemomento yo no conocía ni siquierade oídas.

La mayor parte de lasconversaciones entre Selma y yoempiezan igual; ella baja la vozaunque esté sentada en el sofá de mi

casa y pregunta cosas como: «¿Tehas rociado alguna vez conMystical Sex Body-Lotion y luegohas hecho el amor en una sábana delátex?»

Por regla general, sacudo lacabeza con un respetuoso silencio yuna expresión que ayuda a ocultarla envidia, me pregunto si lassábanas de látex podrán lavarse enla lavadora y después entro a miraren internet, donde dice que MysticalSex Body-Lotion es para esasnoches en que «de ninguna manera

le dolerá la cabeza».En el fondo, lo que a Marcus

le da miedo es la inquietud queSelma y Johanna siembran en mivida y, por tanto, en la suya.Llamadas después de las ocho,reuniones improvisadas paraasimilar desgracias y dichas,conversaciones telefónicas en lasque cierro la puerta, y fines desemana en Berlín de los que vuelvocon ropa que jamás podría lucir enStade a menos que quiera que metomen por una prostituta

semiprofesional.Creo que Marcus teme que mis

amigas ejerzan influencia sobre mí.Y tal vez no le falte razón. Porquepone muy nervioso, sí, inclusopuede resultar doloroso que otrosconsigan satisfacer deseos que unoni siquiera siente.

Marcus es un hombre detemperaturas intermedias. Ni muchocalor ni mucho frío. Parece tibio,¿verdad? Sí, lo sé. Pero también séque la vida de verdad transcurreentre los extremos. Entre la

felicidad y la desgracia. Entre losbajos fondos y las alturas máselevadas. Entre el punto decongelación y el de ebullición.

Es como el termostato de lacalefacción central. Fijas latemperatura media de la habitaciónen diecinueve grados porque escomo se vive más cómodo.

La vida es en gran medida loque ocurre la mayoría de las veces.Eso que llamamos vida cotidiana.Bocadillo de jamón con panintegral y el telediario de las ocho.

El despertador siempre a la mismahora. Por la mañana Elmex, por lanoche Aronal. El martes por latarde Kundalini Yoga y el sábadopor la mañana la compra de lasemana en el Lidl.

Sí, el ochenta y cinco porciento de mi vida son las cosascotidianas. Como le sucede alnoventa y ocho por ciento de lagente. Y sin embargo, la palabra«cotidiano» no deja de tener unaconnotación negativa. Como si unotuviese que luchar por evitarla a

toda costa.Una vez tuve un novio con el

que me llevaba bien sólo encircunstancias excepcionales:vacaciones, escapadas de fines desemana, fiestas, sexo dereconciliación. El tipo perdía lospapeles cada vez que amenazabacon aparecer el menor atisbo derutina en nuestra relación. ¿Bajar labasura? ¿Cambiar las sábanas?¿Llevar el papel a los reciclados?Esa clase de cosas solía hacerlasyo porque él no estaba allí para

transmitirme la ilusión de que lavida podía funcionar también sinesas banalidades.

Antes de hacer el amorteníamos que encender tropecientasvelas y probar alguna droga distintacada vez. En la cocina había queutilizar raíces exóticas que meprovocaban explosiones en lastripas, y no había un solo fin desemana en el que no tuviésemosplanes.

El maratón de clímaxconstantes duró seis meses y,

cuando la relación acabó, me paséun fin de semana entero en la camacomiendo sopas de sobre ytragándome la última temporada deBoston Legal.

Volví a mi vida a diecinuevegrados, y eso me hizo feliz. La vidareal no transcurre en sábanas delátex, y la Mystical Sex Body-Lotion no es para todos los días.Sábanas ajustables de algodón paralavadora y Nivea Beautiful Age,«crema ultrahidratante para pielesmuy secas»; eso es la vida.

Marcus es el día a día. Mi díaa día. Un día a día agradable yarmónico. Él se encarga de bajar labasura, y yo de cambiar lassábanas. También son suyas lasparcelas «Cambiar bombillas»,«Impuestos y finanzas» y «Salsaspara la pasta y platos asiáticos».

Yo me ocupo de «Repostería ydulces», «Contactos sociales salvolos del club de tenis» y «Provocardiscusiones».

Nos complementamos a laperfección, prácticamente sólo nos

peleamos cuando tengo la regla ocuando hablamos de Johanna o deSelma.

En el cine me gusta posar lacabeza en su hombro. Cuando llegatarde de trabajar, lo primero quehacemos es tomarnos una copa devino juntos. Los domingos me trae ala cama los cereales con yogur quetomo por la mañana para regular eltránsito intestinal. Y cuando por lasnoches me masajea el cuello conuna mano —antes utilizaba las dos,pero con el tiempo ha aprendido a

acariciarme y a leer a la vez— mesiento casi feliz así, manteniéndomefiel a esa imagen del amor determostato fijado en laconfortabilidad de los diecinuevegrados.

¿Que si me gustaría hacer elamor en sábanas de látex? ¿Tenersecretos inconfesables? ¿Deseosinsaciables?

Qué va, no me hace ningunafalta. Mis deseos se mantienendentro de unos límites, y yo meconformo con rodearme de amigas

interesantes, asistir a los dramas desus vidas en lugar de vivirlos enprimera persona, y guardar sussecretos en lugar de tener los míospropios. No albergo grandessueños. Ni siquiera cuando duermo.

Cuando necesito un cambio,me voy a Berlín. Lo que en la vidacotidiana de Johanna Zucker es unaexcursión, para mí es una escapadade aventura.

—¿Qué pasa? —le preguntocon un agradable sentimiento de

expectación que una bajo ningúnconcepto espera experimentar unmartes por la noche de febrero y,por tanto, resulta más emocionante.

—Palomita, necesito tu ayuda.Tienes que venir.

Me doy cuenta de inmediato deque pasa algo. Johanna habla en untono de voz muy bajo, y másteniendo en cuenta lascircunstancias, y una décima desegundo antes de que ocurra algoterrible, intuyo que está a punto desuceder algo terrible.

Johanna dice:—Me tienen que operar.Un pánico terrible se apodera

de mí, y de pronto me pasa lo queles pasa a las personas que se estánmuriendo o al menos creen que seestán muriendo: entre dospestañeos, veo pasar ante mis ojostoda nuestra amistad, todo lo quenos ha pasado hasta el día de hoy yque posiblemente haya llegado a sufin.

Cinco años enteros: amores,trastornos hormonales, la muerte,

que llegó demasiado pronto, y luegoel increíble milagro que pudepresenciar con mis propios ojos. Yentretanto dudamos de la vida y denosotras una y otra vez, y nosdesesperamos, lloramos, seguimosrespirando, respiramos hondo yreímos. Y todo eso entre hectolitrosde Riesling y paquetes decigarrillos.

Johanna y yo sólo fumamoscuando estamos borrachas. Y a lolargo de esos cinco años nos hansobrado las razones para alzar las

copas.Hemos llorado mucho y nos

hemos divertido mucho.

¿El secreto del éxito de mimatrimonio? Que siempre he estadoenamorada, pero, naturalmente, ¡node mi marido!

La tía HELGA

Cuando Johanna entró en mivida, irrumpió con la misma fuerzacon la que aparecía el braquiosaurod e Parque Jurásico. Surgió depronto, la tierra tembló, y al abrirsepaso dejó tras de sí un inmensocaos.

Yo estaba sentada en una salade espera escondida tras unperiódico. En la estación me habíacomprado un ejemplar del diarioDie Zeit —algo que no suelo hacera menudo— pensando que, por su

gran formato, cumpliría la funciónque yo necesitaba.

En las inmensas y venerablessábanas de papel que lo componenesperaba recuperar protección yseguridad, y tal vez incluso unapizca de la dignidad que habíaperdido durante las tres horas detrayecto en tren. De Stade a Berlín,un transbordo.

Poco después de pasar porHamburgo ya me sentía unaauténtica piltrafa. Sabíaperfectamente la razón por la que

Marcus me había enviado a laconsulta de ese especialista enBerlín. Hablaba de que eran«expertos de reconocimientointernacional», y seguro que eracierto. Pero lo que en realidad leconvenció —aunque no lo dijo—era que en Berlín nadie mereconocería. Allí todo sucederíacon suma discreción, no circularíanrumores y nadie formularíapreguntas incómodas. Porque anadie le gusta que le saquen el temacuando está en el Club de Leones,

en el club de tenis o en lacelebración de Adviento de laparroquia.

Estaba muy cabreada conMarcus, pero sobre todo mecabreaba el hecho de que yo nopudiera criticar su manera depensar porque en el fondo yopensaba exactamente lo mismo. Meavergonzaba acudir a esa clínica.Los dos nos avergonzábamos. Peronunca lo habíamos reconocido.

Así que allí estaba yo,escondida detrás del periódico,

esperando a que me llamasen,cuando de pronto noté que laatmósfera de la sala cambiaba. Unamujer irrumpió en la estancia yexclamó a voz en grito:

—¡Buenos días a todos!Dónde se ha visto tanto

descaro.En una sala de espera, y más

en una de esa clase, no se puedeentrar diciendo «¡Buenos días!» avoces. Eso no se hace. No se haceallí igual que no se hace en losbaños turcos, en el metro o en la

oficina de empleo. En esa clase delugares nadie quiere que loviolenten con el saludo y learrebaten la coraza del anonimato.Allí nadie se mira, nadie se sonríe,nadie habla del tiempo. Ya quefísicamente uno no puede mantenerprotegido su espacio vital de lainvasión ajena, al menosmentalmente intenta preservarlo.

Yo pegué un respingo, mantuvela mirada fija en el suplementocultural del periódico y al instantesentí un odio profundo hacia la

escandalosa mujer que había al otrolado del diario.

La auxiliar parecía ser de lamisma cuerda que yo, porque oí quele preguntaba en un tonoexcesivamente malhumoradoincluso para el carácter berlinés:

—Dígame su nombre, porfavor, y el motivo por el que havenido.

—Me llamo Johanna Zucker, y¿cuál cree usted que es el motivopor el que estoy aquí? ¿Acasoestamos en el mercado? ¡Quiero

tener un niño! Si no, no estaría aquí.Yo seguía sentada como un

bloque de piedra tras mi frágil murode papel. En otras circunstanciasreconozco que aquella mujer mehabría caído bien. Gritona,divertida, segura de sí misma. Todolo que yo no soy, o soy sólo muy devez en cuando.

En los buenos momentos,admiro con una envidia sana a esaclase de mujeres. Igual que admiroa la Madre Teresa por su bondad, aHeidi Klum por su disciplina y su

pelo, y a todas las que han recibidoun Nobel por su inteligencia y sucapacidad para concentrarse en unasola cosa durante tantos años.

Pero, como decía, eso sucedeen los buenos momentos. Y aquélno era ni mucho menos un buenmomento. Era un momentoverdaderamente horroroso, y en esaclase de momentos no tengo ni lapaciencia ni el menor interés enesas imponentes mujeres queconstituyen un modelo a seguir.

No, soy una pequeñoburguesa

de provincias antipática, insegura yde mentalidad cerrada y no puedosoportar que otra no lo sea.

Prefiero a la señora que teníaa mi derecha, que iba vestida dearriba abajo de gris. Vestido gris,calzado gris y piel gris. No habíalevantado la mirada ni una sola vezy tenía las manos entrelazadas contanta fuerza que probablemente noiba a ser capaz de desenredar losdedos nunca jamás. La actitudejemplar a adoptar en un lugarcomo aquél.

En ese instante me llamaron.—¿Señora Hagedorn?

Acompáñeme, por favor.Seguí a la enfermera

silenciosamente y con la cabezagacha, aunque por un momento meaventuré a mirar a Johanna Zucker.

Por desgracia estaba deespaldas, pero esa visión bastópara alimentar de nuevo el odiohacia ella: alta, esbelta, cabellocorto y teñido de rubio.

En ese preciso instante supeque Johanna Zucker no tenía

problemas de aceptación con sucuerpo. Es más, probablemente erala típica a la que de niña su madre,en lugar de leche, le ponía nata enlos Cornflakes y en los restaurantesla animaba a pedir una porciónextra de patatas fritas.

A mí, sin embargo, desde bienpronto me quitaron los postres y meaconsejaron que tomase productoslácteos desnatados. Aprendí acontar calorías cuando todavía notenía espinillas.

Mi madre presintió muy pronto

que había heredado tanto su lentometabolismo como su propensión ala perseverante formación dereservas de grasas, de forma quecrecí con la conciencia de hallarmepermanentemente bajo la amenazade las calorías.

Nunca estuve gorda, perosiempre tuve miedo de llegar aestarlo. Me siento totalmenteidentificada con la frase quepronunció Marlene Dietrich: «Haceveinte años que me levanto conhambre de la mesa.»

Las piernas largas y esbeltasde Johanna Zucker desembocaban,para más inri, en unos botines detacón completamente inadecuadospara la ocasión y una faldaescandalosamente corta.

Esa mujer —ahora en serio—no tenía la menor idea de lo queeran la decencia y los buenosmodales.

¿Dónde creía que estábamos?¿En la versión alemana de

Granjero busca esposa?No, estábamos en la clínica de

fertilidad más prestigiosa deBerlín: Babyhope. Y en mi opinión,en un lugar así había que guardarlas formas, acudir bien vestido ybien tapado, y comportarse comomandan los cánones.

Todas las que nosencontrábamos allí viajábamos enel mismo barco y llevábamos lamisma etiqueta: «Sin hijos.»

Un montón de mujeresfrustradas que se resisten a aceptarque no pueden tener descendencia.Mujeres que quieren desafiar a la

naturaleza para satisfacer unaausencia, un vacío, un deseo.

Sin hijos.Uf, ¡qué rabia me da esa

etiqueta!«Sin hijos» suena como «sin

techo», «sin trabajo», «sin sentido»o —para mujeres que rondan loscuarenta y para las que ya no haynada que hacer con la parte fofa quecuelga de los brazos— «sinmangas».

La preposición misma loindica con claridad: falta algo.

Existe una carencia terrible quedebe subsanarse cuanto antes. Y nosólo para otorgar valor y sentido anuestra propia existencia, sinotambién para regalar a papá Estado,con nuestra responsable políticareproductiva, futuros contribuyentesque paguen impuestos.

Me encantaría poder afirmarque no me hace falta ser madre paraser feliz. Me encantaría ser una deesas mujeres que tienen una vida tanplena y rica sin hijos que seplantean muy en serio si de verdad

están dispuestas a asumir el estrésque supone un niño. Porque paraellas los hijos no son lo que dasentido a su existencia ni la guindadel pastel. Ellas dan sentido a suexistencia por sí solas porque sonsu propia guinda, y la maternidadlas obligaría a renunciar a algunascosas.

Yo no. No me estoy labrandoun espectacular futuro en miprofesión, ni ostento un importantecargo directivo, ni tengo una aficiónque me ocupe mucho tiempo, ni una

vida sexual desenfrenada, ni unosabdominales en forma de tableta dechocolate.

Me cuesta admitirlo, pero locierto es que un niño no meestorbaría en absoluto. Como dijeantes: diecinueve grados de media.La temperatura perfecta para criar aun niño. Además me encanta pasartiempo en casa, me gusta irme a lacama antes de medianoche, y loscuatro encargos sueltos que mesalen muy de vez en cuando podríahacerlos sin problema durante la

lactancia, en el parque y, cuandotenga edad de ir al colegio, si soydiscreta, en esas tediosas reunionesde padres que no se acaban nunca.

No me siento completa sinhijos. Tengo la horrible sensaciónde que estoy perdiéndome lo mejor.Maldita sea, ¡en mi vida todavíahay lugar! Y mi suegro, mi hermanoy su mujer con esos niños comobolas, odiosos y maleducados, nodesperdician una sola oportunidadpara comentar mi lamentablesituación.

En esos casos pienso quepreferiría tapiarme con hormigónlas trompas de Falopio antes quevivir con semejantes mocosos yengañarme pensando que me sientoplena. La verdad es que no puedodecir que me gusten mucho losniños. Pero tampoco a una le gustande manera sistemática todos loshombres cuando busca pareja.

La mayoría de los niños queuno ve correteando en libertad nocontribuyen mucho a fortalecer eldeseo de procrear. Sobre todo en

las piscinas de verano, en losúltimos años, yo albergaba lasecreta esperanza —pues era unpensamiento políticamenteincorrecto— de poder sacarleprovecho a dos alarmantesfenómenos universales: imaginabaque, gracias al calentamiento globaly al descenso de la tasa denatalidad, podría disfrutar de unplácido verano en el parqueacuático porque estaría casidesierto, o al menos desierto deniños.

Sin embargo, ha sido unadecepción tras otra. El tiemponunca acababa de acompañar, lapiscina de niños estaba a rebosarde bebés y de pis de bebés, y apartir de las cinco empezaban asaltar adolescentes inmensos que algolpear la superficie del aguaprovocaban un estruendo de los quesólo se oyen en las películas decatástrofes.

Tendida en mi toalla de baño,me esforzaba por mostrarmetolerante y conseguir un moreno

regular. Pero cuando un bebéenrabietado que estaba tomando elpecho vomitó y tres adolescentes seinstalaron a mi alrededor singuardar las distancias mínimas ycortaron una babosa a trocitos, yano pude soportarlo más. Recogí miscosas y farfullé en un tono iracundo:«Creía que los alemanes estaban enextinción, pero está visto que no esverdad.»

Como la mayoría de lasmujeres que conozco, yo tambiéntenía la idea de que algún día

tendría hijos. Algún día. Nuncahabía tenido prisa. O durante muchotiempo no la tuve. Luego Marcus yyo empezamos a salir, y al cabo dedos años me propuso dos cosas queparecían razonables. Que noscasáramos y que dejase la píldora.

Yo tenía treinta y seis años yél era tres años mayor.

—Ya es hora de ir procreando—exclamó el padre de Marcus undía en tono amenazador—. Avuestra edad ¡yo ya había tenido alprimogénito!

Un año más tarde comencé allevar un registro de mis espantosasmenstruaciones, cosa que no ibamucho conmigo, ya que no soydemasiado dada a la organización ylas agendas. Seis meses más tardefui a hacerme una revisión. Ningunacausa aparente. Otros seis mesesdespués Marcus accedió al fin a ir aun médico de Hamburgo, porque alos dos urólogos que pasabanconsulta en Stade los conocía delclub de tenis.

Cuando regresó reconocí por

el sonido de sus pasos en laescalera que la causa tampoco eraél. Subió los escalones de dos endos ondeando con orgullo el«sobresaliente espermiograma»,que era como supuestamente lohabía calificado el médico. Yo creoque le faltó poco para enmarcarlo ycolgarlo en el aseo de los invitados.

Para mí supuso un alivioenorme que él no fuese la causa.Marcus no es la clase de hombreque hubiera afrontado bien undiagnóstico así. Para eso debería

haber tenido, digamos, un egomenos delicado.

Es mucho más susceptible delo que se muestra de cara a losdemás. Mucho más blando einestable de lo que aparenta. Aveces me da la sensación de querepresenta el papel de encargadodel negocio porque es lo que todosesperan que haga.

Eso lo entiendo. Cuando tehaces mayor en una ciudadpequeña, cuando llevas un apellidoconocido y la gente sabe a la

perfección a qué te dedicarásmucho antes de que tú ni siquiera telo hayas planteado, no le dasmuchas vueltas, sino que te limitasa recorrer el camino que te hanpuesto delante porque crees que esel único que hay y además es elcorrecto. Porque todo el mundo locree así.

Marcus hace bien su trabajo,pero el mero hecho de que alguienhaga bien su trabajo no significaque esté haciendo lo que debe. Élse encuentra bajo presión, está

claro. Cuando se presenta, dicesiempre lo mismo: «Me llamoMarcus Hogrebe. Marcus con C.»Creo que eso lo dice todo sobre ély su autoestima. Se monta y sedesmonta con una letra. Yo loquiero por eso. Él no.

Después de la prueba, Marcusdio por hecho que la causa teníaque ocultarse en algún lugar dentrode mí. Barajaba como opciones elestrés, la tensión interna o un falloen el diagnóstico clínico. Yo di porhecho que tenía razón.

Pocas semanas más tarde meencontraba sentada en la clínicaberlinesa Babyhope, cuyo folletopublicitario rezaba: «Ofrecemos alas parejas que no logran satisfacerel deseo de tener hijos todos lostratamientos que existen en laactualidad. Una de cada seisparejas consigue concebir un niño.¡No estáis solos!»

En un principio el mensajesupuso un buen consuelo, pero enesos instantes yo habría preferidoestar sola en la sala de espera antes

que compartirla con JohannaZucker, a la que por lo visto noapenaba en absoluto su situación o,mejor dicho, la nuestra.

¡Qué poco me gustaba vermeallí sentada! ¡Y qué poco megustaba ella, a la que no parecíadisgustarle verse allí! Al contrario,parecía tomárselo como unaaventura emocionante que unodebiera anunciar a los cuatrovientos lleno de euforia y vestidode punta en blanco para la ocasión.

Seamos serios, lo que hacían

allí era ponerte un chute dehormonas para que tu cuerpo remisogenerase el mayor número posiblede ovocitos, anestesiarte pararecoger los huevos, como enPascua, y después, dentro de unacaja de Petri, forzarlos a un tête-a-tête con el semen del procreadorelegido.

Si tienes suerte, unos cuantoshacen buenas migas y al cabo dedos días te introducen hasta tresembriones en el útero, donde, confortuna, se comportarán tal como

nos contaron en clase de biología:se dividen una vez, y otra, y otramás, y así hasta que, dieciséis añosmás tarde, el desagradecido montónde células se descuelga con queprefiere celebrar las Navidades encasa de su novia.

A esas alturas yo ya teníamiedo de todo. Volví a lanzar unamirada fugaz a Johanna Zucker, queestaba a punto de encarnarse en unsaco de ovocitos, igual que yo, y mepregunté quién de los dos sería lacausa en su caso. ¿Ella? ¿Su

marido? ¿Los dos?Seguro que una vida de

libertinaje combinada con el excesode alcohol y drogas en la juventud.Ya sólo el nombre... JohannaZucker. Seguro que era su nombrede artista. Bueno, de esa gente quehoy en día se hacen llamar artistas.

En el teatro de Stade yo creoque nadie se daría cuenta si un día,para variar, los tramoyistas y losacomodadores protagonizasen lafunción.

No es que yo tuviese un

contacto excesivo con el mundo delarte. El abono del teatro me lohabía regalado Marcus por micumpleaños tres años antes.Sabiendo perfectamente que no mehacía una ilusión loca. Perosabiendo también que fingiría queme hacía una ilusión loca.

A ese respecto soy, lo admito,bastante perezosa e inconsecuente.Mi tía Rose a día de hoy todavía nosabe que no me gustan las pasas, ytodos los años durante el advientome hace como mínimo tres bollos

con cuatro apreciadas pasas porcentímetro cuadrado de superficie;y el tonto de mi hermano cree desdehace diecinueve años quecolecciono pitufos sólo porque,cuando me regaló uno a los onceaños, no quise hacerle un feo.Ahora tenemos el desván hastaarriba de esas odiosas figuritasazules.

He leído, dicho sea de paso,que en muchas ocasiones lasmujeres, a diferencia de loshombres, mienten por compromiso.

Cuando una mujer tiene quemantener una conversación conalguien que habla un inglésmacarrónico, por ejemplo, ellafinge que es culpa suya, y sedisculpa por su torpeza a la hora deentender al otro. Un hombre, sinembargo, diría: «Anda ya, eso quehabla no es inglés ni nada que se leparezca.»

Los hombres, por supuesto,también mienten, pero siempre paraobtener alguna ventaja, para quedarpor encima, para evitarse molestias

o para esconder algún fallo. Lasmujeres reconocen sus errores conmayor facilidad, y por eso pareceque cometen más.

Desde hace tres años, porculpa de esa propensión natural ygenética a la complacencia, voy unavez al mes al teatro con Marcus másque nada para que cumpla con susobligaciones sociales, porquetampoco es que él sea lo que sedenomina un amante de la escenaclásica. A nuestro lado, pordesgracia, se sientan sus padres, así

que ni siquiera nos queda la opciónde llevarnos algo para leer.

Además no me gusta eso deque en el teatro siempre haya unsilencio sepulcral. A veces unacome platos que resultan de difícildigestión, y en más de una ocasiónel ruido de tus tripas se oye másalto que el monólogo de Natán elsabio.

Pero lo que más me hace sufriren esas representaciones teatraleses mi suegro.

Hermann Hogrebe jamás ha

tenido ningún tipo de consideracióncon los demás. Levantó él solo elnegocio de «Cocinas y bañosHogrebe», una historia que no secansa de contar y que nunca duramenos de media hora. A lo largo desu vida pasó de aprendiz a montarun negocio propio, se casó con suesposa Erika, crió a un hijo y no harecogido la mesa una sola vez, ni haadmitido un error ni ha pedidoperdón. Con el paso del tiempo seha ido quedando sordo, aunque élculpa a los demás de que no

vocalizan bien.Va al teatro únicamente porque

siempre ha ido al teatro y porque noquiere ceder a nadie las butacas entercera fila de los estrenos.

Pero él se limita a sentarseahí, no se entera de la misa la mitady como mínimo una vez durante lafunción me pregunta —siempre agrito pelado— cuándo piensoregalarle un nieto, si no me planteodejar de trabajar definitivamente(porque para el poco dinero quegano no merece la pena) o si tengo

un pañuelo para prestarle.El resto de la representación

suele pasársela tosiendo dentro delcuello de la camisa, y de vezcuando algún hilillo flemoso, teñidode un color amarillento por culpadel tabaco, aterriza en el hombreque está sentado delante o en eldorso de mi mano.

La relación con mi suegro, sise me permite decirlo, está lejos deser una relación plácida.

En una ocasión vino invitada ala ciudad Judy Winter con la obra

Marlene. A mí me encantó. Me hizoañorar una época que no viví y quesólo conocía a través de laspelículas en blanco y negro. Cuandolas mujeres eran divas, sostenían laboquilla del cigarrillo entre losdedos enfundados en un guante,sabían lo que era el sufrimiento, eldesgarro y la desdicha másabsoluta, y los practicaban conregularidad.

«¡La fidelidad no esdivertida!», exclamaba Judy Winteren su papel de Marlene Dietrich en

la obra. Y de alguna manera parecíacierto, porque en el caso de laaventura de mi amiga Selma con elprofesor de piano y lasexperiencias en las sábanas delátex, Selma estaba tan radiante ytremendamente feliz que parecíamentira que esa euforia nodespertase sospechas en su marido.

Pero él no se enteraba de nada,como siempre, lo cual era, entreotras, la causa que había llevado ami amiga a esa aventura.

Selma, de todos modos, no

quiere dejarlo: «Dentro de diezaños tendría el mismo problemacon el profesor de piano. No, unamante es un hombre con el que nohay que casarse, precisamenteporque lo amas.»

En el futuro Selma quieretomar el camino que marcó su tíaHelga: «¿El secreto del éxito de mimatrimonio? Que siempre he estadoenamorada, pero, naturalmente, ¡node mi marido!»

Yo, personalmente, tengoopiniones contradictorias respecto

al tema de la fidelidad. De hecho,nunca he sido infiel. No tanto porprincipios como por incompetencia,todo hay que decirlo. En dosocasiones me acosté con un hombrecuando todavía mantenía unarelación con otro, me enamoré alinstante, me separé de inmediato ypasé a la siguiente relación sinsolución de continuidad.

Carezco de la agilidad y laprofesionalidad que precisan lasaventuras amorosas fugaces.Enseguida me implico y entablo una

relación íntima. No permito que mebese nadie que en principio no estédispuesto a casarse conmigo. Metomo esas cosas muy en serio y nosoy mujer para una noche.

Mi argumento es que nadie sebusca un lío sabiendo de antemanoque pasará con él una noche tanespantosa que será la primera y laúltima. Igual que en un restauranteno escoges un plato de la cartasabiendo que por nada del mundoquerrás volver a comerlo.

Por eso, no puedo por menos

que entender la capacidad para loslíos de una noche como laincapacidad para elegir bien a lapersona con la que te vas a acostar.Si paso una buena noche, quieromás. Tiene su lógica, ¿no?

En cuanto entran en juego lossentimientos, las cosas ya no sedisfrutan igual. Entonces hay quehacer planes, meter la barriga,poner en marcha el sentido común yprocurar, con ayuda de tácticasimaginativas, sentar las bases parauna convivencia duradera.

La última vez que me acostécon un hombre fuera de una relaciónfue con Marcus. Y el flechazo fuede tal calibre que dejé la ciudad, eltrabajo y el piso de una habitación ymedia donde vivía y me trasladé asu casa. Regresé a mi Stade natal, acuatro calles de la tumba de misabuelos, demasiado cerca de mihermano y su familia y, a causa deeso, regresé a una vida que habíadado por zanjada.

¿Que si me he arrepentidoalguna vez? Por supuesto que sí.

Igual que me arrepiento de todas lasdemás decisiones que he tomado enmi vida. No soy de la clase depersonas que toman una decisión ydespués se sienten en paz con ladecisión tomada.

Las mujeres por definiciónnunca están contentas. Ni consigomismas ni con sus maridos.Siempre hay posibilidades dereplantearse, reconsiderar o retocarlas cosas. El hombre es el proyectoinacabado de la mujer. Lo másfascinante de todo es que el sentido

de ese proyecto se basaprecisamente en que se hallainacabado.

Y no sólo sucede en el caso deprovincianas como yo, emancipadasa la remanguillé. No, ya lo dijoCatalina la Grande: «Todo hombrees un manuscrito que antes hay quecorregir.»

En los restaurantes siempretengo la sensación de que quizáshabía una mesa mejor. Cambio deopinión sobre lo que voy a pedir decomer tres veces como mínimo y, al

final, cuando traen la comida, acabomirando de reojo con envidia elplato del otro. Mientras veo la seriepolicíaca Tatort, no puedo parar depreguntarme qué estará pasando enla adaptación de las historias deRosamunde Pilcher que echa lacadena ZDF. Y en cuanto reservolas vacaciones de Navidad enTenerife, pienso en el mercado deNavidad tan lindo que ponen ennuestra ciudad y en el pavo resecoque prepara mi suegra todos losaños sin falta —sin que se aprecie

el menor atisbo de mejora— ysiento una nostalgia insoportable.Las mujeres siempre estánbuscando. Las mujeres seencuentran en un proceso deconstante evolución.

Por eso chocan siempre: loshombres encuentran, las mujeresbuscan. Ésa es la diferencia. A lasmujeres se les hace difícil pensarque tienen que decantarse por unhombre, y encima por uno que no essino una copia mala de lo quedesean. No pueden conformarse con

eso.Cuando aparece la seguridad,

se esfuma la pasión. Por elcontrario, si tienes a alguien que tedé aceite en la piel sobre unassábanas de látex, dudo de que esemismo alguien se preocupe dequitar las manchas y no suelaolvidarse de recoger a los niños delcolegio.

Las mujeres, en lo querespecta a sus necesidades siemprecambiantes, no pueden fiarse muchode sí mismas. Yo lo sé por mí: si

tengo cuerpo para que los operariosme silben desde las obras, esprobable que esté en los horriblesdías de menstruación y meencuentre a la busca de unprocreador.

Si, por el contrario, me derritosólo con mirar a un cajero delbanco vestido con chalecoestampado, probablemente es queya he terminado de ovular y estoy ala busca de un mantenedor.

Las mujeres harían bien entomarse menos en serio sus

inestables deseos y no dejarsellevar por el arranque repentino dereproducirse con un macho alfamusculoso.

En esos casos es mejor nohacer nada, o como mínimoconsultarlo una noche con laalmohada. En mi opinión.

Yo no soy infiel. Y Marcustampoco. A él le gusta y necesitauna relación donde las cosas esténclaras, una vida ordenada y muchaseguridad. Es lo que se llama,aunque suene un poco anticuado,

una persona «decente». Eso es algoque me encanta de él. Siemprecumple sus promesas, acude a lascitas con puntualidad y nunca dejalos recibos sin abrir con laesperanza de que se paguen solos.

No es persona fácil deprovocar, nunca es imparcial ydetesta los caprichos, el pintalabioscarmín, los gatos y a Hugh Grant.Nunca critica a los otros, no leinteresa la vida privada de BorisBecker, ni los amoríos de Madonna,y de hecho me ha suplicado por

activa y por pasiva que no le cuentenada de la aventura amorosa deSelma: «De verdad que no meinteresa lo más mínimo lo quesucede en las alcobas de la gente.»

Ese comentario me sorprendióy me causó cierto bochorno.

Porque, lo que es a mí, ¡meencantan las alcobas de la gente!Sobre todo desde que en la míapasan tan pocas cosasemocionantes. Últimamente inclusome he sorprendido a mí misma enalguna ocasión diciendo: «Hoy en

día el sexo está completamentesobrevalorado.» Hace un par deaños jamás habría hecho semejanteafirmación, pero también lopracticaba mucho más a menudo.

Marcus es un hombre adulto delos pies a la cabeza. Y siempre loha sido.

Estoy segura de que me dejaríasin pensárselo dos veces si seenterase de que lo estoy engañando.Existe un pacto tácito entrenosotros. La infidelidad no va connuestra relación. Con él mucho

menos que conmigo. Así que mejorlo dejo estar. Sería un riesgodemasiado grande. Porque hay algoque tengo muy claro: Marcus es elhombre adecuado para mí.

«Y si encontrase al hombreadecuado, tampoco eso me daríatranquilidad —suspiraba Marleneen el escenario mientras cantaba—.Si pudiera pedir un deseo, desearíasólo cierta felicidad, porque siobtuviera la felicidad plena,añoraría la tristeza.»

Yo me puse nostálgica y

comencé a soñar con una vida dediva, rodeada de varios amantessureños, sombreros elegantes ymasas de personas aplaudiéndome,cuando de pronto mi suegro mefarfulló al oído:

—El domingo Erika va a hacerun asado. ¿Vendréis?

Y acto seguido le dio la tos.Y Judy Winter dejó de cantar.A partir de ese momento, la

cantante interrumpía la función cadavez que a Hermann Hogrebe le dabala tos y esperaba a que se le pasara.

Ninguno de ellos cedió. Supongoque no es necesario aclarar quiénde los dos perdió la dignidad en esepulso.

Después de la última canción,Judy Winter abandonó el escenariosin saludar ni una sola vez. Elaplauso del público fue discreto. Enel vestíbulo el furioso público delestreno rodeó a mi suegro, que sehabía quedado ronco de tanto fingirque tosía. La indignación eraconsiderable. ¿Qué se había creídoesa mujer? El mero hecho de que

hubiera actuado en Estados Unidosy Japón no le daba derecho aofender a la honorable sociedad deStade. Le pedirían al alcalde queredactase un escrito de protesta.

Lancé una mirada a JudyWinter. Ella se apostó muy digna enla puerta, ataviada con el elegantevestido de Marlene, y tendió unsombrero a la gente. Por lo que yohabía leído, después de todas lasfunciones, independientemente dellugar y la pieza que representase,recaudaba dinero para un centro de

enfermos de sida y enfermosterminales.

—El que tiene sida es porquese lo ha ganado —gruñó mi suegro.

Eché cincuenta euros en elsombrero de Judy Winter, le pedídisculpas y me marché a casallorando de vergüenza.

¿Cómo he llegado hasta aquí?¡Ah, sí! Johanna Zucker, la

supuesta artista. Me habría gustadoque me cayese bien, pero no fui

capaz. Ese día no, no allí, en elcentro de reproducción asistidaBabyhope. Le lancé una últimamirada cargada de ira y en eseinstante descubrí una carrera en lamedia que surgía del botín derechoy le subía por la pantorrilla comouna culebra.

¡Y en ese momento mipequeño mundo provinciano ysanturrón recobró el orden! Seamossinceros, nada nos asusta tantocomo la perfección. La perfecciónnos supera. Nos produce rechazo

por puro instinto de conservación.En ese instante volví a

recordar la historia de Heidi Klum.La mayor parte de las veces no

me doy cuenta de las cosas antesque los demás. No predije la crisiseconómica y la vuelta de lospantalones de campana, e incluso esprobable que no pronosticase laderrota de los socialistas alemaneshasta que no salieron los primerossondeos. Pero hubo algo que sí vivenir: la historia de Heidi.

Lo vi claro hace varios años.

Un mes después de que naciera susegundo hijo ella visitó en NuevaYork el glamouroso desfile demoda de la marca de lenceríaVictoria’s Secret.

Y no se sentó en un lugarcualquiera, a la izquierda, o atrásdel todo, con una túnica amplia quele disimulase el vientre abultado, unintercomunicador, un sacaleches enel bolso y un cojín de gomaespumapara los riñones. No, Heidi Klumse deslizó por la pasarela cualángel blanco de la lencería con un

bikini de diamantes. ¡Cuatrosemanas después del parto!

A modo de recordatorio diréque ése es el momento en que lasmujeres normales se miran labarriga con disgusto y se preguntansi la comadrona no se habráolvidado un niño dentro.

¿Y Heidi? Un abdomen liso yplano como el mar Báltico en losdías especialmente calmos. En esemismo instante tuve la certeza deque ninguna mujer se lo perdonaría.Era demasiado perfecta para ser

simpática.Y entonces, años más tarde, se

puso de manifiesto cuán atinadahabía sido mi sabia predicción: lahalagada y adorada mujer de éxitoalemana, Heidi de Renania, seconvirtió en una bruja trepa yoportunista que de vez en cuando sedignaba a cruzar el charco paramoderar con su falsa sonrisa unprograma donde se despreciaba alas mujeres.

Toda Alemania y yo nosindignamos, y ¿qué sucedió? Nada.

Ahí lo tienen.Nada se torció en la vida de

Heidi. A mí personalmente se mehace difícil no envidiar a una mujerque se queda embarazada sin ayudafarmacológica, limpia confrecuencia los zapatos y entrega ladeclaración de renta dentro deplazo.

Pero lo de Heidi esinconcebible: ¡cuatro niños en total!¡Y encima casi todos del mismopadre! La casa pagada, una carreraprofesional intacta a pesar de tanto

niño y el tejido conjuntivo comonuevo. ¿Hay alguien capaz desoportar algo así? No. Porque unavida sin dramas es como una novelapolicíaca sin cadáver. Y una sopasin pelo es como un plato sinsustancia.

Pero unas medias con carreras,¡eso sí que es vida! Ésa es la vidaimperfecta con la que yo meidentifico. Johanna Zucker, me dije,eres humana. Igual que yo, VeraHagedorn, procedente de Stade,Baja Sajonia, y sin hijos.

Sonreí satisfecha, mecondujeron hacia el fondo de laconsulta y, por primera vez, meolvidé de Johanna Zucker.

Criticarlo todo es morir envida.

MARLENE DIETRICH

Al abrir los ojos, vi una mano

con las uñas largas pintadas derojo. Colgaba flácida y pálida de lacama que tenía a mi lado. La pesadapulsera de oro que rodeaba lamuñeca estaba a punto de caer alsuelo.

Qué curioso, pensé, a mí medijeron que viniera a laintervención sin maquillar y sinningún tipo de joyas.

Un instante más tarde tuve quedejar de pensar porque me entraron

ganas de vomitar. Después meentraron ganas de llorar, y mástarde sufrí una paradacardiorrespiratoria y acabé hundidaen la almohada, casi inconsciente.

Así que no me enteré decuándo las uñas rojas seabalanzaron de maneraamenazadora sobre mí, y luego,contra todo pronóstico, comenzarona acariciarme las sienes con gestomaternal y entonces una vozatronadora arrancó a las pacientesdel profundo sueño de la anestesia:

—Disculpen, señores, pero mivecina no se encuentra muy bien.¿Les importaría llamar a unespecialista?

Nanosegundos más tarde unaenfermera apareció a mi lado, metomó la tensión, me administró nosé qué medicina y se echó a un ladoporque la doctora queríacomunicarme los resultados.

—Señora Hagedorn, no sabecuánto lo lamento, pero laproducción de ovocitos no ha sidodemasiado buena. Sólo tenemos

tres. Pero de todos modos, comodigo siempre, con uno basta.

Yo rompí a llorar otra vez.Tres ridículos óvulos después detantos esfuerzos: inyección diariade hormonas, unos cambiosrepentinos de humor típicos de unaadolescente y la barriga hinchadacomo si me hubiera zampado ochocazuelas de lentejas. Después oíque la médico le decía a la pacientede la cama de al lado:

—Enhorabuena, señoraZucker, hemos conseguido extraerle

dieciocho óvulos.En ese instante volví a

desmayarme.

Dos horas más tarde estaba enel White Trash en Berlín-Mittecomiéndome una patata asada condoble ración de nata agria ybebiéndome el segundo whisky. Noes mi estilo, en absoluto, y menoscuando están a punto de introducirtetres óvulos fecundados, pero porotro lado: si el asunto salía

adelante, iba a ser el último whiskyen mucho tiempo. Decidí que eramejor no contárselo a Marcus.Mejor que no me tomase por unamala madre que se da a la bebidaya antes de la concepción.

—A tu salud, Johanna Zucker—le dije—, heroína y modeloejemplar para todos los úteros. Portus óvulos y tus dieciocho hijos.

—A tu salud, Vera, y por queno vuelvas a presentarte nunca auna cita importante sin maquillar.Imagínate que hubieses muerto en la

intervención. ¡Con esas pintas!La verdad es que ahí tenía toda

la razón.—¿Llevas intentándolo mucho

tiempo? —le pregunté.—No, es la primera vez.—¿La causa eres tú?—Mi marido.—¿Lleváis casados mucho

tiempo?—Dos semanas.—Ah. No perdéis el tiempo.—No tenemos tiempo que

perder.

En ese momento apareció BenZucker a recoger a su mujer, yentonces comprendí de qué hablaba.

—¿Te has ido a tomar unwhisky con la mujer de BenjaminSamuel Zucker?

Se me escapó de la maneramás tonta, pero jamás imaginé queMarcus iba a tomárselo tan mal.

—Eh, que todavía no estoyembarazada. Ahora no exageres contanto instinto de protección de tudescendencia. Se trata de dostetracelulares y uno tricelular. Y

ahora mismo están nadandotranquilamente en una soluciónnutritiva en el laboratorio. Mañanahabré eliminado el alcohol desobra.

—Vera, no estoy hablando deeso. Al parecer no tienes ni lamenor idea de quién es Zucker. ¿Nohas leído el artículo que salía en laportada de la Wirtschaftswoche?

Pero bueno, ¿qué clase depregunta era ésa? Yo no he leídouna revista de economía en mi viday hasta la fecha jamás he tenido la

sensación de que me estuvieraperdiendo nada importante.

Yo consiento que se mereprochen algunas cosas, porejemplo que soy desordenada, oque soy olvidadiza. Pero ¿que noleo la prensa económica? Ésa noera razón para enfadarse de esamanera.

Miré a Marcus con expresiónde cabreo y me quedé callada.

—Zucker es uno de lospromotores inmobiliarios másinfluyentes y ricos del país —me

aleccionó Marcus—. Ese hombreha construido la mitad del distritogubernamental, y sus contactosllegan hasta la Canciller. Pero ¿quése le ha perdido a ese vejestorio enun centro de reproducción asistida?Tiene más de setenta años y treshijas bien mayorcitas.

—Ben tiene sesenta y nueveaños y dos hijas, una de cuarenta ysiete y otra de cincuenta. Se separóhace cuatro semanas y, hace dos, secasó en segundas nupcias conJohanna Zucker, que tiene treinta y

ocho años y de soltera seapellidaba Dagelsi. Viven juntos enun ático de trescientos ochentametros cuadrados de Berlín Mitte—le respondí con frialdad. Quérevista ni revista...

—¿Sabes los metroscuadrados que tiene su casa y nosabes a qué se dedica?

—Eso no me interesaba tanto.Marcus sacudió la cabeza. La

riqueza y el poder siempre lehabían causado una gran impresión.Ya a comienzos de los años

ochenta, cuando me ayudaba con lasmatemáticas, era la única personade diecinueve años que conocía quetuviera una cuenta de valores y unacuenta corriente en la caja deahorros de Stade y se estudiaba lasección de Bolsa del periódicolocal.

Eso a mí me impresionaba,tanto entonces como ahora. Porquela relación que mantengo con eldinero es similar a la que mantengocon el peso ideal: lo valoro, megustaría tenerlo, pero por alguna

razón nunca aguantamos juntosmucho tiempo.

—Y entonces, ¿cómo esZucker? —me preguntó Marcus.

No pude evitar sonreír.—Distinto de como tú te lo

imaginas.—Johanna, mi cielo, ¿cómo

estáis tú y nuestro futuro hijo? ¿Esésta la joven a la que tuviste quereanimar? Parece frágil como unapalomita.

A partir de ese día, Johanna yél empezaron a llamarme palomita.

Y hasta hoy.La palabra «frágil» me sonó

de lo más agradable porque jamásse la había oído utilizar a nadie conrelación a mí; y la verdad es quetampoco encaja mucho con miaspecto.

De hecho mi complexión esmás bien fuerte. Y, por muy mal queme encuentre, mis mejillas tienensiempre un odioso color rosadocomo si viniera del prado deordeñar unas cuantas vacas felices.

Incluso cuando estoy enferma,

parezco sana. La elegancia de lapalidez es para mí algodesconocido. Al menor apuro omentirijilla me pongo como untomate. Y cuando más roja mepongo es precisamente cuando mássuplico por favor que no me pongaroja porque va a parecer que estoymintiendo, o que soy una pazguataremilgada, o que soy la malaconciencia personificada.

Tengo unos ojos grandes,azules y redondos, y un culo grandey redondo y nada más. Tengo una

pelvis de lo más propicia paraengendrar, unos hombros bastanteanchos, unas manos que se podríandefinir de muchas maneras peronunca como «manos de pianista» yun color de pelo que no tienenombre propio.

—Como si alguien te hubierameado en la cabeza después decomerse un montón de espárragos—solía decirme mi hermano enotros tiempos. Cuando éramosniños no manteníamos una relaciónboyante, y para mí, que era la

hermana pequeña a la que hacíanrabiar a todas horas, no resultónada fácil desarrollar una relaciónestable con mi cuerpo.

Sin embargo diría que a día dehoy no lucho conmigo misma muchomás que la media de las demásmujeres neuróticas. Desde un puntode vista personal, no conozco anadie que se sienta plenamentesatisfecha consigo misma y semuestre indiferente ante temas como«Adelgazar durmiendo», «Mayorelasticidad en el cabello fino» o

«El secreto de cómo mantener unapiel joven y tersa».

La relación con mi aspectotiene el grado de perturbaciónnormal. No permanezco desnudamás tiempo del necesario en elvestuario comunitario de la piscinamunicipal. A lo largo de mi vida heprobado seis tintes de pelodiferentes, trescientos cuarenta ycuatro pintalabios y sesenta y doscremas de noche, de las cualestodas prometían una regeneraciónque alcanzaba las capas más

profundas de la piel.Llevo nueve años haciendo

experimentos sin ningún éxito conun cepillo rotatorio con bomba decalor y púas retráctiles para unalisado perfecto.

«¡Pero si yo no tengo rizos!»,me digo cada vez al finalizar lamaniobra, durante la cual me hequemado varias veces los dedos,me he chamuscado en dos ocasionesel cuello de una camisa, y un díaincluso le derretí un neceser aMarcus.

Jamás he estado demasiadodelgada. Jamás he podido comertanto como quisiera, pero enmuchas ocasiones lo he hecho.Prefiero comprarme ropa de tejidosun poco elásticos, tengo la partesuperior de los brazosdesestructurada y en los últimostiempos he percibido unainquietante caída en párpados ypómulos.

Después de leer que la propiaScarlett Johansson se quejaba deque tenía los muslos gordos, he

empezado a sentirme bastanteconforme con mi propioinconformismo.

De todos modos, de vez encuando me pregunto qué haríaScarlett Johansson si una mañana sedespertase y, al mirarse en elespejo, descubriese que tiene miaspecto.

Ben Zucker era pequeño, viejoy calvo. Pero enseguida comprendíla razón por la que Johanna se habíaenamorado de él.

—Iba sentado en el asiento de

al lado en un vuelo de doce horasLos Ángeles-Frankfurt —me contóJohanna con el primer whisky—.Siempre vuela en turista porquedice que las fanfarronadas de lagente que viaja en primera clase lehacen sentirse incómodo. En lugarde hablar de él y de sus millones,me hizo las preguntas más tiernasque jamás he oído hacer a unhombre. Parece que mis titubeos legustaron tanto como mis chistesverdes y mi ironía. Cuandosobrevolábamos Escocia me tomó

de la mano y me dijo que se casaríaconmigo en cuanto el aviónaterrizase y consiguiera el divorcio.

—Y tú, ¿qué le respondiste?—No fue una pregunta, fue una

afirmación. Estaba tan seguro que nise le pasó por la cabeza laposibilidad de que yo me negase. Ytenía razón. A su mujer la colmó dedinero para que accediera a firmarun divorcio exprés. Nosotros noscasamos en Ibiza. Y ahoraqueremos tener todos los hijos quepodamos. Un amor así sólo se vive

una vez en la vida.—Y a veces ni eso.Después de pasar unos minutos

con Ben en el White Trash,comprendí a Johanna. Era unhombre tan dueño de sí mismo ycon tanta capacidad para reírse desí mismo, tan varonil y tan cálido almismo tiempo que me sentícompletamente abrumada.

En una gigantesca limusinanegra de las que, hasta esemomento, yo sólo había visto en laspelículas americanas de gánsteres,

el chófer de Zucker nos llevó a unrascacielos de Alexanderplatz.

Pocos minutos más tardeestuve a punto de desmayarme. Elascensor nos trasladó al pisodiecinueve y se abrió en medio delvestíbulo de una casa que, a pesarde sus dimensiones palaciegas,parecía cómoda y acogedora.Johanna encendió la chimenea yBen sirvió champán rosado.

Yo me aventuré a insinuar quemi tren partía hacia Stade en unahora.

—Olvídate del tren —dijoBen—. Mi chófer te llevará a casacuando lo desees.

Johanna rodeó a su marido conel brazo y dijo:

—Prefiero viejo y rico quesólo viejo.

Los dos se echaron a reír, yBen observó:

—Los hombres aman con losojos, las mujeres con los oídos.

Parecían una pareja sacada deun cómic en el que el dibujante noha querido ahorrarse un solo cliché.

Johanna era muy alta, esbelta hastala delgadez, y tenía una exuberantecabellera rubio platino. Su aspectoera anticuado y moderno al mismotiempo, parecía melancólica ycomplicada, inteligente y con ungran sentido del humor.

Ben, sin embargo, era unhombrecillo bajo, rechoncho, calvoy de piel rosada con unas orejasenormes y unos preciosos ojossabios que parecían haberlo vistotodo en la vida.

No había dos personas que

encajaran menos que ellos dos, ysin embargo jamás había visto unapareja tan hermosa como la suya.

Hablamos durante horas sinpreguntarnos ni una sola vez pornuestro hotel preferido envacaciones. Todo versó sobre elamor. Sobre las veces que noshabíamos enamorado. Si los amoresbreves eran amores de verdad. Sihabía un momento en el que unotenía que tirar la toalla porque, deuna u otra manera, el amor al fin yal cabo no causaba más que

sufrimiento.—A mí nunca me ha hecho

sufrir el amor —explicó Ben—. Heconocido a mujeres de corazónpequeño y perezoso y a mujeres quequerían aprovecharse de mí.Ninguna de las dos cosas me hamolestado.

—¿Nunca has sufrido undesengaño? —le pregunté.

—No. Es muy difícil que yome sienta desengañado porqueprocuro no engañarme con laspersonas.

—¿Nunca te ha dolido que lasmujeres se te acercasen por dinero?

—No, en gran parte yo hehecho algo muy parecido parasentirme moralmente superior aellas. Además, es imposible que mehagan daño por asuntos de dineroporque tengo demasiado.

A partir de ese momento, cadavez que me encontraba con Benpara mí era como un surtidor deautoestima. Sabía transmitir a laspersonas que le caían bien lasensación de que eran únicas y

maravillosas. Veía lo bueno de losdemás, tenía un sexto sentido paralas virtudes y los talentos. Nuncahacía cumplidos falsos o vulgares,sólo encomiaba aquello que eradigno de encomio.

Ben siempre creyó en mí, másque ninguna otra persona de las queme rodean.

En el viaje de regreso a Stadehabía olvidado por completo mistres esmirriados embriones.

—Siempre había creído que ladesdicha requería mayor

imaginación que la felicidad —medijo Ben al despedirse—, peroJohanna me ha enseñado que es alcontrario. Ahora comienza miverdadera vida.

Su vida terminó poco tiempomás tarde.

Quien no se siente a gusto encompañía de sí mismo, suele ser

por una buena razón.COCO CHANEL

¿Cuánto tiempo llevo ensilencio? ¿Cuánto tiempo llevaesperando Johanna al otro lado dela línea telefónica mi reacción a lanoticia de que la tienen que operar?¿Y si ahora la pierdo? ¡No quieroni pensarlo!

—¿Una operación? ¡Quéespanto! Pero pase lo que pasetienes que ser optimista. El cuerpo

nota si confías en él. Lasprobabilidades de curarse sonmucho mayores.

—Yo tengo una confianzaplena en mis tetas, pero la confianzano las hace crecer.

—¿Cómo?—Vamos, tú sabes el aspecto

que tienen mis chicas. Tienencuarenta y tres años, y el hecho deque un bebé glotón las hayaexprimido durante ocho meses noles ha hecho ningún bien. Con estoscolgajos flácidos no puedo regresar

a los escenarios. Todos losvestidos de noche me quedan comoun globo desinflado. He ido ainformarme: entre doscientoscincuenta y trescientos cincuentagramos de silicona firme en cadauna y mis pechos volverán a estarcomo nuevos. ¿Qué te parece?

—Ah.Estoy tratando de recuperarme

del susto que supone el hecho deque en realidad no hay razones paraasustarse. De pronto la trascendenteexperiencia cercana a la muerte —

ahora que sé que no es un caso devida o muerte, sino un estúpidoaumento de pechos— se me antojaridícula.

Decido callarme. Y me callo.—Palomita, por favor te lo

pido, no me montes otra vez elnúmero del silencio cargado dereproche sólo porque tú yaconsideras que una buena base demaquillaje es un atentado contra lanaturalidad. Soy actriz y cantante.Dos mil vatios iluminan mis pechosy mis arrugas. Quien quiera ofrecer

un aspecto natural bajo la luz de losfocos, que se dedique a la política,pero no al espectáculo. Tepropongo una cosa. Antes de mioperación nos sometemos a unacura ayurvédica en el valle delMosela. Las semanas posteriores ala operación te vienes a mi casa yrevisas el texto de Damenwahl, quedebe de estar plagado de errores.Me ayudas a llevar a Sammy por elbarrio porque yo no puedo cargarpeso bajo ningún concepto. Sirevientan los puntos, se me podrían

caer los pechos en plena calle yquedar aplastados en el suelo comomedusas muertas en la playa.

Tengo que asimilar y filtrarprimero todo ese torrente deinformación. Por lo general, en lacabeza de Johanna reina el mismocaos que en mi armario ropero. Laropa limpia con la sucia, lasprendas que necesitan algún arreglocon las que son para tirar: todomanga por hombro.

Como ya he explicado antes,no me gusta mucho tener que tomar

decisiones y, cuando no me quedaotro remedio, necesito sopesar condetenimiento y para aburrimiento delos otros todos los pros y contras.Johanna, sin embargo, prefieredecidir rápido y sin pensar. Yoprefiero no decidir, y eso despuésde mucho meditar. Noscomplementamos de fábula. Ella esmi patada en el culo, y yo soy sulista de pros y contras con patas.Cuando actuamos juntas casi nuncanos equivocamos.

—Palomita, ¿estás ahí? ¿Estás

apuntando los argumentos en rojo yen negro en una tabla?

—Vayamos por partes. Eltratamiento ayurvédico...

—... lo hacemos en Traben-Trarbach. Dicen que es el mejorlugar de Alemania. El precio es delocos, pero no te preocupes, pagami agencia. A ellos también lesinteresa que en mi regreso a losescenarios parezca más joven yguapa de lo que soy.

—¿Y quién cuidará deSammy?

—Nuestra ama de llavesMartha. Sammy la quiere como auna segunda madre.

—¿Y qué pasa con el texto deDamenwahl. ¿Tan malo es?

—Es infame. Ya les dije en sumomento que el texto tendrías quehaberlo escrito tú. Ahora tenemosel doble de trabajo.

—Johanna, yo soy redactora,no dramaturga. Búscate unprofesional.

—Ha sido un profesional elque lo ha echado a perder. Además,

fuiste tú quien tuvo la idea de quevolviese al escenario después decuatro años desaparecida. JohannaZucker regresa con una obra que serepresentará durante toda latemporada en el Tigerpalast deBerlín: por favor te lo pido,palomita, ¡no me lo estropees!Dime que por lo menos intentarássalvar la obra.

—¿Y cómo has pensado queorganicemos todo eso?

—Tú llevas a Sammy por lamañana a la guardería y Martha se

encarga de recogerlo. Durante eldía, nosotras nos dedicamos atrabajar en la obra, y por la nochete vas de fiesta para ver siconsigues ser infiel de una vez portodas.

—¿Y quién se encargamientras tanto de hacer mi trabajo?

—¿Qué trabajo? Tú mismadices que apenas tienes encargosporque ha quebrado la últimaagencia de publicidad que quedabaen Stade. Y a Marcus tampoco legustó demasiado cómo redactaste el

último catálogo de su empresa.Johanna soltó una carcajada. Y

yo también.Me había aburrido tanto

redactando el folleto informativosobre baños rústicos que se meocurrió meter un pequeño chiste. Enuna imagen donde se mostraba unrevestimiento espantoso parabañera en madera de roble rústico,escribí: «Si se rodea de madera envida, tendrá ocasión dedisfrutarlo.»

Tras las primeras cartas de

reclamación enviadas porpensionistas y jubilados, Marcus ysu padre me leyeron la cartilla. Almenos tuve la suerte de que nadiereparase en la otra pequeña bromaque había insertado en el catálogo.A una cabina de ducha con unasbaldosas doradas espantosas lehabía puesto el nombre de «lluviadorada». Nadie se percató de que eltérmino provenía del pocoapetecible campo de la urofilia yque en los círculos sadomaso loemplean para denominar el uso de

la orina en la práctica sexual.Mejor así, porque el enfado deHermann Hogrebe conmigo era yabastante monumental.

El último día que fuimos acomer asado a su casa ya nos habíapreguntado abiertamente por qué noteníamos niños. Sin esperarrespuesta, soltó el puño y golpeó asu hijo en el costado con un gestode complicidad mientrasexclamaba:

—La culpa no puede ser de losHogrebe. Tenemos un esperma de

primera, ¿a que sí, Erika?Su mujer no dijo nada. Nunca

decía nada, y yo ya no contaba conque algún día lo hiciera. HermannHogrebe señaló sin mediar palabrala clásica copa marca Zwiesel, ysin mediar palabra Erika Hogrebele sirvió más vino.

Es lo que yo llamo unmatrimonio armonioso.

— E l risotto de setas te haquedado riquísimo, mamá —dijoMarcus.

Pero su padre todavía no

estaba dispuesto a cambiar de tema.—En confianza, Vera, tienes

que tomártelo con más calma.Trabajo y niños, eso no hay nadieque lo resista. Deja que sea tumarido el que traiga dinero a casa ytú relájate. Cuando Marcus llegue acasa por las noches, te tomas un parde copitas de vino tinto y ya veráscómo acabas quedándoteembarazada. Es así de fácil, ¿a quesí, Erika? Sírveme el arroz que hasobrado.

En ese instante tuve la

sensación de que no iba a podersoportarlo mucho tiempo más. Dosdías antes me habían llamado deBabyhope para informarme de queno estaba embarazada. Ya conocíaa los auxiliares y las enfermeraspor el nombre y, en cuanto me veíanllegar, me traían el medicamentopara los desmayos sin preguntar,como el camarero del bar de laesquina que te pone una caña alverte entrar por la puerta.

Había perdido la cuenta de losintentos fallidos de los últimos

cinco años. ¿Diez? ¿Doce?Habíamos probado varios métodosdistintos y hasta nos habíamosdesplazado a Bélgica porque allíexisten mayores facilidades legalespara aplicar técnicas dereproducción asistida. Me sentíacebada hasta arriba de hormonas,como un pavo de Navidad, habíaengordado como mínimo cuatrokilos y en mi rostro empezaban aapreciarse los primeros signos delos continuos fracasos.

Después de la lección

magistral de técnicas deprocreación de mi suegro, salíllorando del comedor y tardé másde media hora en tranquilizarme.Desde la habitación que Marcusutilizó de dormitorio durante suinfancia llamé a Johanna hecha unmar de lágrimas y ella me repitióuna vez más lo que llevabadiciéndome cuatro años:

—Palomita, deja de una vezesa tortura de los laboratorios. Tucuerpo se resiste. Acabaráscayendo enferma.

—Pero Marcus no quieredarse por vencido.

—Es tu cuerpo, así que túdecides.

—Pero los niños que notendremos son de los dos.

—Ya hablas igual que ese naziasqueroso de la procreación de tusuegro. No dejes que te convenzande que tú tienes la culpa. Acuérdatede lo que dijo la doctora deBruselas.

—¿Eso de que la combinaciónquímica no funciona?

—Exacto. Y que eso no tieneremedio.

—¿Y entonces qué hago?—Cambia la combinación

química, cielo.—¿Qué quieres decir?—Ya hablaremos de eso en

otro momento. Ahora suénate lanariz, respira hondo, vuelve a lamesa con la cabeza bien alta y dilesa esos señores que hagan el favorde dejar tus ovarios en paz.

Mucho más aliviada, me arméde valor y abrí la puerta del

comedor. Mi suegro se habíametido en la cama y mi suegraestaba haciendo lo de siempre:llenar el lavavajillas o vaciar ellavavajillas.

A Hermann Hogrebe jamásvolví a verlo.

Muchos de los que uno piensaque están muertos en realidad sólo

están casados.FRANÇOISE SAGAN

—Palomita, cielo, ven, hazlopor mí. Te necesito aquí conmigo.Y a ti te vendría muy bien undescanso.

Johanna me arrancó de mispensamientos, y aunque sabíaperfectamente a qué se refería, se lopregunté.

—¿Un descanso de qué?—De las hormonas, de toda tu

gente, de Marcus. Un poco dedistancia os vendrá bien a los dos.Lleváis demasiado tiempoencerrados en vuestro caparazón.Es un mes y medio, no un año. En elmejor de los casos hasta osecharéis de menos. En tu caso seríaalgo de lo más exótico, ¿no teparece?: echar de menos a tu propiomarido. A lo mejor así inclusopodrías dejar de imaginarte que esHeino Ferch cuando os acostáis. Laverdad es que nunca he entendidoqué ves en un muermo como él.

—Es como muy compacto.Espaldas anchas en las queapoyarse, seguridad, confianza,formalidad.

—Lo que yo decía, unmuermo. Si tienes uno igual en casa.La seguridad es una ilusión y es elfin del amor. Te sientas en un nido yte parece que estás tan cómoda queno te das cuenta de que te vaspudriendo poco a poco.

—Tampoco exageres.—Lo que yo te diga. Las

transformaciones lentas son

mortales porque se producen sinque uno se dé cuenta. ¿Sabes cómose cocinan las ranas? Si las tiras enuna cazuela con agua hirviendosaltan fuera del agua y se salvan.Pero si las tiras en agua tibia y lacalientas poco a poco, la rana no lonota y se queda dentro. Se quedahasta que el agua hierve y ellamuere y llega un devorador que sezampa las ancas.

Está claro que Johannaexagera. Como siempre. Pero comosiempre hay que reconocer que

tiene un poco de razón, aunque sólosea un poquito pequeñito. Y eso estan desagradable como cuando se tecuela una miga de pan seco en lasmedias, es muy molesto porquepica. De pronto se me quedóatascada la imagen de la ranaingenua en la cazuela y no podíaquitármela de la cabeza.

—¿Y qué le digo a Marcus?—pregunto—. No puedomarcharme un mes y medio a Berlíny no explicarle qué voy a hacer allí.

—Puedes contarle la verdad

sobre mis tetas. Le dará tantavergüenza que no creo que vayacontándolo por ahí.

La verdad es que no le faltarazón. Marcus nunca ha estado muya gusto en presencia de Johanna, ydesde que murió Ben, que hacía unesfuerzo por mediar entre ellos,Marcus sólo ha estado dos veces enBerlín. Una cuando Johannacumplió cuarenta años y la segundaseis meses después para celebrar elnacimiento de Samuel Zucker, miahijado.

Siempre me ha dado laimpresión de que a Marcus lefastidiaba que Johanna se hubiesequedado embarazada y yo todavíano. Se lo tomaba muy a pecho,como si fuese algo personal. Igualque se tomaba muy a pecho que yome encogiera de hombros cuando élintentaba sonsacarme quién era elpadre de Sammy. Ése era un secretoque no pensaba desvelar. Y yoquería al pequeño Sammy desde elprimer día con toda mi alma y sin elmenor asomo de envidia, como si

fuera mi propio hijo.No, a Marcus nunca le ha

gustado nada que tuviera que vercon Johanna Zucker, y no le haríaninguna gracia que yo me fuese aBerlín unas cuantas semanas. Peroella tenía razón, un descanso mevendría bien. Estoy en un puntomuerto y no me siento feliz, perotampoco me atrevo a liberarme. Soycomo la rana: el agua no estáhirviendo todavía, pero no le quedamucho para alcanzar el punto deebullición.

Los pechos esmirriados deJohanna son mi salvación. Y porprimera vez en mi vida tomo unadecisión rápida sin detenerme apensar. Algo de lo que jamás mearrepentiré.

Ya llevaba varios meses conla mosca detrás de la oreja aunqueintentaba mirar para otro lado, perode compras ya no pude seguirengañándome. No estaba bien, y enninguna otra situación queda tan

patente el verdadero estado deánimo de una mujer como cuandova de compras.

Todos los diciembres, desdeque conocí a Johanna y a Ben,viajaba a Berlín el fin de semanaantes de Navidad. Ya se habíaconvertido en tradición y meencantaba: recorrer durante todo elsábado las calles de tienda entienda, beber vino caliente a partirde mediodía, hincharse a almendrasgarrapiñadas y mantecados,probarse docenas de vestidos y

volver locas a las dependientas.Todos los años volvía

eufórica a Stade con algún vestidosobre el que Marcus,invariablemente, me decía:

—Muy bonito, pero ¿se puedesaber cuándo piensas ponerte eso?

Y no se trataba de unapregunta injustificada, teniendo encuenta el escándalo que se organizóen Stade el día que la mujer delalcalde inauguró el baile de SanSilvestre en el ayuntamiento conuna minifalda asimétrica de Marc

Jacobs y unas sandalias peep toecon plataforma de ChristianLouboutin.

De esa guisa, y a pesar de queera la mujer más divina de la sala,en una sola noche le salieron másenemigas que a Joan Collins en elpapel de Alexis Carrington en elcapítulo doscientos dieciocho deDinastía.

Las mujeres odian a lasmujeres más guapas que ellas. Ypor lo general en Stade el nivelmedio está por los suelos.

He oído que actualmente lareelección del alcalde es más queincierta a pesar de que, desde queaconteció el estremecedor suceso,su esposa ha sido vista con trajesazul marino de chaqueta y falda pordebajo de la rodilla.

Así que en el armario, al fondodel todo, tenía cuatro vestidos casisin estrenar. Tres acabévendiéndolos en eBay. Aunque conunas pérdidas considerables,porque, como ya he mencionado enalguna ocasión, las ventas no son lo

mío.De hecho mi amiga Selma

terminó recriminándome a gritosque era una «negada para losnegocios» en el último mercadillode Stade. Habíamos decididoalquilar juntas un puesto. Las dosmesas forradas de papel estuvierona punto de romperse por culpa denuestras sacudidas, y la borrascadel norte tampoco contribuyó ahacernos la estancia más agradable.

Todo había sido idea de Selmaporque yo detesto los mercadillos.

Y detesto a la gente que va a losmercadillos a comprar: sonbuscadores de gangasrevientaprecios que se abalanzansobre los artículos rebajados comoaves de rapiña, ¡puaj! Es gente queintenta regatear hasta en los objetosde un euro. No puedo evitartomármelo por lo personal.

Por eso me sentí como si mehubieran pegado una bofetadacuando una mentecata se acercó auna camiseta que acabábamos derebajar a cuarenta euros y me soltó:

—¿Tres euros? Mire, le doycincuenta céntimos y ya me parececaro.

Me volví hacia Selma, queasintió con discreción, luego mevolví hacia la despreciable mujerque sostenía sonriente mi camisetaen una mano y los cincuentacéntimos en la otra, y de pronto vimancillada la dignidad de miarmario, de mi persona y de toda miexistencia.

Le arrebaté mi camiseta yexclamé bien alto:

—¡Por cincuenta céntimosprefiero tirarla a la basura! —Ycon un ademán teatral la arrojé amis pies donde la borrasca delnorte no tardó en procurarle unamojada pero digna sepultura.

Al final de aquel día, ya sepuede uno imaginar, la cantidad querecaudé fue poco menos queridícula y tampoco puede decirseque hiciera grandes amigos en elmundo del mercadillo de Stade.

Mi vestido favorito, aunqueme lo he puesto una sola vez, es unvestido azul oscuro de Donna Karanhasta la rodilla que Ben compró amis espaldas la primera y últimavez que salimos juntos de compras.Lo conservo por razonessentimentales.

Johanna nos había pedido quela dejásemos una hora sola en lasección de lencería porque noquería estropearle a Ben lasorpresa de Nochebuena. Y de esemodo fue como tuve el placer de

ser durante sesenta minutos la únicaacompañante de Ben Zucker. Unaexperiencia digna de ser relatada:miradas despectivas de clientas,intentos disimulados de ligoteo deotros hombres y sonrisaspermanentes en las vendedoras queintuían el calibre del negocio.

Todo el mundo da por hecho alver a una pareja de ese tipo que eldinero lo tiene uno de los dos y queese uno es el hombre. Y la mayorparte de las veces aciertan. A nadiese le pasa por la cabeza que yo soy

una empresaria millonaria a la quese le ha antojado, por puradiversión, estar con un atractivoanciano treinta años mayor.

Es una pena que los tópicos setengan que cumplir precisamente enlos casos más bochornosos. El temade la elección de la pareja es unaverdadera tragedia. En lo que a esose refiere hombres y mujeres estána la par: a ellos les atrae la bellezay a ellas el estatus. Y ambas partesconfían en que el fruto de esacombinación salga bien.

En una ocasión leí que en unestudio habían enseñado a distintasmujeres unos hombres vestidos contraje y esos mismos hombres con eluniforme del Burger King. Despuéspreguntaban a las mujeres cuálesles parecían más atractivos. Ellamentable resultado es el que todoel mundo se imagina.

Luego dijeron a las mujeresdel experimento que, de loshombres con traje el cuarto por laderecha era médico, y todas sindudarlo se decantaron por él, que

obtuvo de lejos la mejorpuntuación. Las mujeres buscan unmacho alfa y no conceden tantovalor al atractivo, mientras que loshombres renunciarían sin dudarlo alestatus a cambio de una mujer.

Con Flavio Briatore y BorisBecker se demuestra qué es lo quelas mujeres están dispuestas aconsiderar sexy, cuando en realidadlo que huelen es una sólidacobertura financiera para supotencial descendencia.

Primero a la cama con el jefe y

luego con el empleado medio alaltar. Las mujeres también sonanimales.

Y por eso tanto en los yates delujo como en los armariosescoberos de este mundo confluyendos instintos básicos parareproducirse y afirmar acto seguidoque la verdadera belleza reside enel interior.

Johanna tiene una amiga que esla presidenta de una empresafarmacéutica gigantesca. Tienecuatro asistentes que la ayudan

también en las tareas personales,una colección de Porsches y unamansión de tres plantas a orillas dellago Heiliger de Potsdam.

Ahora se ha ido a EstadosUnidos para que le implanten elesperma de un premio Nobel.Siempre dice: «Gano más de lo quela mayoría de los hombres soncapaces de soportar. Se sientencastrados por mi dinero y miposición. Si les cuento por la nocheque esa mañana he echado a la callea tres trabajadores incompetentes,

tengo garantizados los problemasde erección en la cama. Elproblema es que el hombre que yobusco no me busca a mí. Esehombre quiere una mujer más joveny cariñosa que yo. Y si soy sinceraadmito que incluso lo entiendo.Estoy pensando en hacermelesbiana. No por gusto, sino porsentido común, por resignación.»

Entonces, ¿Johanna se habíaenamorado de la posición social deBen?

—¡Pues claro! —me contestó

ella en su día—. No se puedeseparar al hombre de su posiciónsocial, de su poder. Apuesto a quelas personas carismáticas,inteligentes y seguras de sí mismastienen más poder y dinero que lasque se quedan recluidas dentro decasa porque les interesa más unamaqueta de tren que el trabajo ypegan a su perro para sentirsesuperiores. Y eso vale tanto parahombres como para mujeres.Porque también están esas madresque son más tontas que un cubo

pero se sienten poderosísimas porel mero hecho de poder darinstrucciones a sus hijos. Esa clasede gente no me gusta. Yo nonecesito un hombre rico. Me gustanlos hombres inteligentes. Y lasmujeres inteligentes. ¿Que resultaque en el pack de inteligencia vienetambién dinero y una diferencia deedad de treinta años? Ningúnproblema, me lo quedo.

Al lado de Ben yo me sentíaguapa automáticamente porque,como todo el mundo sabe, la

belleza se encuentra en los ojos delobservador, y ese día todos los quenos miraban daban por hecho que,yendo acompañada de un tipo deesa edad, tenía que ser hermosa.

—Pruébate ese vestido,palomita, pruébatelo aunque seasólo por diversión —me dijo él.Como ocurría en todos los lugares alos que Ben entraba, aparecieron alinstante un montón de dependientaspara preguntarle qué deseaba. Unade ellas me ofreció ayuda en casode que quisiera probarme el vestido

de Donna Karan, del que colgabauna etiqueta con la descorazonadoracifra de «2.799 €».

Me sentía desbordada por elexceso de atenciones, pues pornorma general los vendedores sehacen los suecos cuando me ven yme atienden a regañadientesdespués de perseguirloshaciéndoles señas y gestos.

—El trato que recibes en lossitios no viene determinado por eldinero que tienes, sino por laactitud —me explicó Ben. Y

ciertamente Ben no parecía, ni delejos, tan rico como en realidad era,algo a lo que contribuía en granmedida la bolsa de plástico quesolía llevar siempre de la mano. Enel interior había seis periódicos alos que estaba abonado y dos o treslibros.

Cuando le hacían esperar enalgún sitio, vaciaba la bolsa y seponía a leer. En los viajes en avióno en tren, como ya lo sabía,reservaba dos asientos: uno para ély otro para la montaña de basura

que formaba a base de acumularpapeles.

Johanna y yo le regalamos porsu sesenta y nueve cumpleaños unmaletín maravilloso de piel decabra. Resultó que era el trigésimosegundo maletín que le habíanregalado en los últimos veinte años.Y en esa ocasión también optó porregalárselo a Martha, el ama dellaves, no sin preguntarle antes sitodavía quedaba alguien en suextensa familia que no hubieserecibido un maletín de los que él no

quería.—A mí me encantan las bolsas

de plástico —se excusó Ben—.Cuando he terminado de leer elcontenido, tiro la bolsa también. Dela otra forma, tendría que cargarcon el maletín vacío de un sitio aotro y sería muy poco práctico.

Cuando salí del probador,deseé con todas mis fuerzas ser lamujer que me miraba desde elespejo. El vestido me habíaconvertido en la diva elegante yatractiva que siempre había querido

ser.No sé cómo, pero el tejido

azul oscuro consiguió que mirosada piel de campesina y micomplexión más bien robustamutasen hasta convertirse en unadelicada tez pálida y un cuerpoesbelto y casi grácil. Hasta mi pelo—quienes me quieren lo calificande rubio oscuro o castaño claro,pero en realidad es una mezclabastante vulgar de ambos— vistojunto al vestido había adquiridociertas pretensiones y un asomo de

brillo.Me quité el vestido y

comprobé con desconsuelo quevolvía a ser yo misma.

Cuando regresé a casa eldomingo por la tarde, me encontréun paquete en el suelo con unatarjeta: «No necesitas este vestidopara ser hermosa, dulce palomita.Aun así, quisiera regalártelo ya queno soy hermoso, pero sí soy rico.Que pases unas Felices Navidades.Tu amigo Ben.»

Detrás de toda gran mujer hayun hombre que ha intentadodetenerla.

NAOMI BLIVEN

Entré en Quartier 206, pero mefallaba la actitud. No había lugar adudas. Ben había fallecido tiempo

atrás y Johanna y Sammy estaban enun cumpleaños infantil en el campo,así que yo vagaba sola como unalma en pena por ese exclusivoestablecimiento del centro deBerlín. La vendedora que cincoaños antes me dijo que tenía unaspecto inolvidable con aquel azulmedianoche me había olvidado porcompleto.

Sin que nadie me saludase nime prestara la menor atenciónrecorrí el departamento casi depuntillas preguntándome en qué

tienda me había dejado laautoestima. Tiene narices que,aunque tengas cuarenta años, endías malos te asalten los mismoscomplejos que te atormentaban ya alos dieciséis cuando te desahogabasen un diario con tapas forradas deseda india.

En esos casos vuelves asentirte una niña. Una niña en elpeor de los sentidos. Te sientesfrágil e indefensa. Una miradaceñuda puede estropearte el día, unconductor de autobús borde puede

sumirte en una crisis existencial, yla etiqueta del precio de unachaqueta de lana cachemir te ponelos pelos de punta.

Nunca he comprendido elconcepto «compra compulsiva».¿Salir de compras para combatir lafrustración? Pero si yo ya estoyfrustrada, ir a recorrer boutiquespijas tendrá sobre mí el mismoefecto que un somnífero en unapersona exhausta: ¡sólo contribuiráa empeorar las cosas! Y ver sutilesvestiditos de la talla treinta y cuatro

que dejan a la vista todas aquellaspartes del cuerpo que una, comomujer —o como dirían lasestadísticas, como mujer en lasegunda mitad de la vida—,preferiría llevar tapadas, no es algoque me levante la moral, la verdad.Más bien al contrario.

En una ocasión leí que lasvendedoras guapas sonperjudiciales para los negocios.Según las estadísticas, las clientascompran menos y abandonan elestablecimiento más rápido cuando

las atiende una mujerextraordinariamente guapa. Alleerlo me pareció de cajón.

No tiene gracia que no tequepan unos pantalones. Pero tienemenos gracia todavía cuando ladependienta lleva puestos losmismos pantalones dos tallas máspequeños y encima con cinturón.

No tengo nada contra lasmujeres guapas, salvo cuando se meponen al lado. En esos casos puedollegar a ser verdaderamenteintolerante. Es exactamente igual

que cuando aparcas tú Mazda grisjusto al lado de un BMW Coupéazul con acabado metalizado. Lacomparación directa no es algo quea uno suela dejarle contento.

Por esa razón sólo puedesentrar en Quartier 206 si tienes elego en plena forma y estásdispuesta a aceptar que el ochentapor ciento de las prendas quevenden no puedes ponértelas nipagarlas y que te atenderá unadependienta junto a la cualparecerás un coche usado que no

pasará la siguiente ITV.Si te apetece sentirte bien, si

necesitas repostar autoestima, si tesientes miserable y necesitassentirte un poco superior a losdemás, vete a Ikea.

Ay, cuánto echo de menos esatienda de muebles sueca donde todoel mundo es igual y todos los sofásson abatibles. Donde la moda esaquello que gusta a la mayoría.Donde el sabor de las albóndigasno ha cambiado ni un ápice enveinticinco años y siempre llaman

por megafonía a los padres de algúnniño —que por lo general se llamaLasse o Fynn— para que pasen porla piscina de bolas a recogerlo. Ésees el mundo, mi mundo, donde yo sémoverme. Pero ¿aquí? ¿En eltemplo del diseño en blanco y negrodonde en lugar de perritos conlimonada te dan champán concanapés de queso azul?

Acababa de sacar, temerosa,un traje de chaqueta y pantalóncuando de pronto una dependientase dirigió hacia mí. Asustada,

intenté volver a colgar la percha ensu sitio —quizá pensó que queríarobarlo, porque si no, ¿a qué veníade repente tanta atención?—, y oíque me preguntaba en un tonoamable:

—May I help you? Are youlooking for something particular?

Ups. Vaya, estudié inglésdurante más de diez años y hastaaprobé un curso de tres semanas enla costa sur de Inglaterra, dondellovió de manera ininterrumpida ysorprendí al padre de la familia que

me acogía en su casa echando unpolvo con la au pair en el lavadero.Con todo y con eso, no supe quéresponderle a la dependienta.

Por todos los Santos, estoydeprimida, me siento insegura,tengo cuarenta años y para colmo¿me piden que explique en unalengua extranjera por qué no tengonada que hacer con un traje dechaqueta entallado de la treinta ycuatro?

Me quedé callada, con elrostro desencajado, preguntándome

desde cuándo había dejado de serde buena educación dirigirse a laclientela de una tienda de lujo en lalengua del país.

En Stade nunca me habríaocurrido algo así. De pronto sentíuna profunda añoranza de mi nidovacío en el norte de Alemania,donde las dependientas te saludancon un rudo gruñido y las tallastreinta y cuatro y treinta y seis seconsideran especiales y tienen quepedirlas al almacén.

—I’ll get someone for you —

dijo la vendedora, y le hizo unaseñal a una segunda persona, que seacercó a nosotras y en un alemánmacarrónico con acento ruso mepreguntó si me interesaba el traje.

—¿Lo tienen en una talla másgrande? ¿Quizás en una treinta yocho? —respondí con un hilo devoz apenas audible, humillada porno dominar el idioma que hablabanen la tienda y no utilizar la talla quetenía el traje de confección. Y esoque pedir una treinta y ocho ya eratirar por lo bajo...

—Njet —respondió la mujer—. Perrrrro nuestrrra modelo puedeenseñar a usted este trrraje, si usteddesea. —Y señaló a una chica quemedía unos dos metros de estatura yera tan delgada que cabía dentro demis pantalones vaqueros con tiendade campaña y saco de dormirincluidos.

—¿Por qué? —preguntéirritada.

—Parrra que pueda verrr quetrrrraje queda bien.

Después de aquel deprimentefin de semana volví a casa con lacabeza gacha y una bolsa pequeñasin marca cuyo contenido escondíenseguida en un cajón oculto de miarmario ropero. Sé de sobra lomucho que dice del estado de ánimode una mujer el hecho de quevuelva a casa de una maratón decompras con una bolsa llena delencería modeladora.

Si en ese caso hasta yoprefiero el término inglés

shapewear.Se trata de unas prendas de

ropa interior especiales, como delátex, que son del color de la piel ycuando te embutes dentro aplanan lagrasa de los lugares no deseados yrealzan la de los puntos deseadospor medio de un brutalestrujamiento.

El eslogan publicitario «¡Unsolo día en que nadie le diga quetiene un trasero hermoso es un díaperdido!» me convenció al instante.

Sí, estaba claro, ya había

perdido suficientes días de mi vida.Pero esas tripas de salchicha

color carne que había comprado aprecio de oro no bastarían paracurar mi maltrecha psique; esotambién estaba claro. Porque en elfondo sabía a la perfección queestaba entrando en una fase de lavida difícil y conflictiva.

Daba igual, con o sin «PowerPanties» y «Slim Cognito», meencontraba en el umbral de misegunda pubertad.

Amigas, hermanas, mujeres en

el ecuador de la vida, me dirijo atodas vosotras para deciros que: lamujer de cuarenta años, como laadolescente en plena efervescenciahormonal, tiene la sensación de quela vida tiene que tener algo más queofrecer y, exactamente igual que lade catorce, sitúa el objetivo«realizarme» como primeraprioridad en la lista de cosaspendientes.

Y una mujer que se proponeencontrar la forma de realizarsecomo persona es una mujer en

guerra.Eso es algo que aprendí en la

cena de Navidad que Selmaorganizó una noche en su casa.Mandó al marido y los niños adormir a casa de sus suegros, le dioel día libre a su amante —ya hemencionado antes al profesor depiano— y cocinó un «pavo sólopara pavas».

¿Qué tal estuvo? Ese día lacomida era un poco lo de menos.Yo diría que no conozco a ningunaotra mujer que sea capaz de meterse

entre pecho y espalda, y sin malaconciencia, una carne de cerdo contocino y guarnición de lombardacocinada con manteca de cerdo yluego una crema de Mascarponecon sirope de frambuesa de postre.

De modo que esa noche, casipor hacernos un favor, se abstuvode entrada de preparar guarnición,salsas y postre, y sirvió el pavo sinpiel, aunque la ensalada llevabaaliño extra.

Como consecuencia, laabundante cantidad de vino tinto

que corrió por la mesa surtió unrápido efecto en nuestro estómagovacío y a las nueve y mediaestábamos ya enredadas en laespiral dialéctica «tejidoconjuntivo, matrimonio,sexualidad».

Porque hay que decirlo alto yclaro: no se puede tener cuarentaaños y ser feliz a la vez. Ninguna denosotras quería que su vidacontinuara siendo igual. La únicaque parecía conforme con el estadoactual de su existencia era Selma.

—Pero es que tú tienes todo loque uno podría desear —protestóKarin, que después de quince añosde matrimonio empezó a criticartodo lo que hacía su marido y aamenazarlo cada dos por tres con laseparación hasta que él se hartó yse largó con Melanie, la contablede veintiocho años de su empresa, yrehízo su vida con ella—. Tumarido tiene un trabajo estable, esun buen padre y no llega a casa máspronto de lo normal sin avisar. Tuamante tiene unas manos sensibles,

está casado y por tanto guardarávuestro secreto tan bien como tú.Tus hijos saben hablar y hacen cacasolos pero todavía no tienen edadde hacerte abuela en un descuido.¿Qué más se puede pedir?

—Tampoco exageres —respondió Selma—. Tengo muyclaro que las historias como la míano duran mucho tiempo. Si mearriesgo, mi matrimonio se va apique. Si no me arriesgo, dentro detres años me aburriré con mi amanteigual que me aburro ahora con mi

marido. Las aventuras son paradisfrutarlas porque nunca acabanbien.

—Al menos todavía disfrutasde la pasión del sexo —dijo Elli,cansada. Tenía cuatro hijos y, laspocas noches que podía escaparse,a eso de las diez y media empezabaa dormirse por los rincones. Más deuna vez Selma y yo la habíamossacado a rastras de bares, cines yboleras.

Recorrí con la mirada losrostros de insatisfacción. En

realidad, todas las mujeres allípresentes podían recostarsetranquilamente con su copita devino tinto y darse con un canto enlos dientes de haber llegado hastadonde estaban sin sufrir grandesdaños: tenían niños, una carreraprofesional, habían sido capacesdejar a su marido, su ciudad y sujefe, habían sobrevivido aldesengaño, enterrado a sus padres,mantenido relaciones largas yhabían entendido por fin que lasdietas no sirven para nada.

Sin embargo, yopersonalmente no conozco aninguna mujer que se tumbe a verpasar las horas. Las mujeres son,por naturaleza, culos de malasiento, son seres que nunca se danpor satisfechos, que siempre estáninmersos en la tarea deperfeccionar algo que casi siemprees: su cuerpo o su marido.

Si una cosa encanta esencontrar estudios científicos queconfirmen mis impresionespersonales. Pues bien, según uno de

esos estudios, el máximo grado deinsatisfacción en Alemania sealcanza a los cuarenta y dos años deedad.

Todos sabemos que un hombreinsatisfecho es completamenteinofensivo. Los hombres suben elvolumen de la televisión y dan porsentado que las cosas se arreglaránsolas. Una mujer insatisfecha, sinembargo, es una bomba de relojeríade carne y hueso.

Cuando llegas a esa edadcuestionas los matrimonios sólidos

varias veces al día, movilizas hastael último óvulo, te apuntas a cursosde salsa y consideras las aventurasextramatrimoniales un pilar delmatrimonio moderno y duradero.

Porque es la edad a la que otravez, por última vez, todo esposible. O lo parece.

Tu apariencia física esestupenda, en tu vida siguehabiendo ovulaciones regulares,vas y vuelves por el parque de laciudad ciento veinte veces sindespeinarte, tienes un trabajo

estable y no tienes hijos o, si lostienes, han superado ya la peoredad.

Ahora podrías comenzar unasegunda vida. Y entonces tecompras ropa interior de látex quemoldea el cuerpo y te preguntasquién eres y quién te gustaría ser enrealidad, cómo es tu vida y cómopodría ser.

Dudas de ti y del sentidomismo de la vida, y empiezas a leerlibros esotéricos, y te sientes otravez igual de perdida que cuando

tenías catorce años, sólo que enlugar de granos te salen patas degallo y, en lugar de espinillas,varices.

Sabes que los deseos que nohagas realidad ahora se pudrirán entu corazón y después la peste seráinsoportable. Pero también sabesque los errores que cometas ahoraya no tendrán solución.

Y vuelves a comprarsujetadores push-up, aunque mejorhechos y más caros que los quecomprabas antes de los veinticinco,

pero el objetivo es el mismo. ¿Yasoy sexy?, te preguntabas a losquince. Ahora te preguntas:¿Todavía lo soy?

En los últimos diez años hasdejado que tus pechos campasen asus anchas en sujetadoresinofensivos. A los treinta años seestabilizan las trayectoriasprofesionales, las relaciones y losegos. La vejez queda tan lejos comolas tonterías de la juventud. La edaddorada. Es una época plácida paratodas las partes implicadas, pechos

incluidos.Ahora, sin embargo, nuestros

valerosos camaradas ya no son losuficientemente firmes, hay queforzarlos a levantarse y embutirlosen el sujetador aunque esténdispuestos a pasar el ocasoapacible de la vida en sujetadoresde algodón con goma elástica.

Y entonces empiezan ainteresarte las inyecciones de bótoxy las técnicas de estiramiento depárpados, la posibilidad deencontrar otra salida profesional,

someterte a hipnoterapia, buscarteun donante de esperma o hacer uncurso para convertirte en profesorade pilates.

Todo eso ya es, por sí solo,bastante triste.

Pero más triste aún es que alhacer cada cosa te preguntes:¿Merece la pena con la edad quetengo?, ¿Acaso no ha pasado ya lomejor de la vida?, ¿No deberíaempezar poco a poco aconsiderarme mayor, a velar por midignidad?, ¿No convendría que les

regalase a mis primas jóvenes lasfaldas cortas y los pantalones decuero e hiciera las paces de una vezpor todas conmigo misma y con elmundo e incluso puede que con mismuslos?

—¿A partir de cuándo seconsidera una mayor? —pregunté—. Selma todavía retoza en sábanasglamourosas de látex, pero encuatro o cinco años empezará aasaltarle el miedo a provocarse unadistensión muscular o una fractura.Y cuando te fracturas el fémur

comienza el principio del fin.—Sí, pasa lo mismo con el

sexo de coche —dijo Selma—.Suerte que ahora tengo unmonovolumen. Creo que mi debuten el mundo del sexo no fuesaludable, que el tío con el queperdí la virginidad era un torpe. Tútambién, ¿no, Karin?

—Y que lo digas. El torpe deSebastian Kaiser, el babeador deombligos. ¿Acaso no perdimostodas una parte de nuestra inocenciapor eso?

—¿Sabéis qué es lo que mehace darme cuenta de que estoymayor? —terció Elli—. Ayer en elparque se me acercaron un par dechavales jovencillos, de unosveintipocos. Y lo único que penséfue: No van lo bastante abrigados yvan a coger frío.

—Dentro de poco estaré conun amante y no sabré si estáexcitado o está sufriendo un ataquede asma —dijo Selma.

—Lo que me trae de cabeza —añadí yo toda compungida— es que

en este país tenemos ministros demi edad. Y sinceramente, ¿cómovoy a confiar en un gobiernoformado por hombres que escuchanlos mismos grupos musicales queyo y seguramente se dieron elprimer beso con lengua mientrasescuchaban la canción protesta 99Luftballons? Dentro de poco elpresentador de Wetten, dass...? serámás joven que nosotras. Y no meextrañaría que nuestro próximocanciller se llamara Justin o Emily.

—Una amiga mía estuvo liada

hace veinte años con el barón deGuttenberg —explicó Selma—.Imagínate, ¡ahora igual resulta queel tío que te inició en el sexo orales ministro! Sólo falta que un díallegue a canciller un tipo al quealguna de nosotras se tirase en losscouts. ¡Eso sí que da repelús! Amí ya me cuesta aceptar que eldirector de la sucursal bancariadonde tengo mi cuenta sea un tipo alque le hice una mamada hacediecisiete años.

—¿Steffen Klinkhammer? —

preguntamos todas al unísono.—Bueno, en ese momento no

quise pregonarlo a los cuatrovientos. Era la época en la que salíacon Tobias y me sentía muyculpable por todo aquello. Ahorapor suerte es un asunto que me traeal fresco. Lo bueno de hacersemayor es que dejas de sentirteculpable por tonterías. Laspromesas de fidelidad y losremordimientos de conciencia sonpara las personas jóvenes. En miopinión, la gente que a nuestra edad

todavía se escandaliza por lainfidelidad, hace el ridículo.

—Eso es fácil decirlo —objetó Karin—. El amante demomento te lo has buscado tú, peroespera a que tu marido te deje poruna jovencita. Ya veremos si escierto eso de que la infidelidad yano te escandaliza.

—Lo único que hacías eraquejarte a todas horas de tu marido,Karin. Ya ni siquiera soportabas suolor. Acuérdate: aguantabas larespiración cuando se te acercaba,

y por el día tendías las sábanaspara que se aireasen. Ahora ereslibre y puedes hacer y deshacer a tuantojo. ¿Dónde está el problema?

—No soy libre, estoy sola.—Sexo en monovolumen,

sábanas de látex, amante joven,ojalá yo tuviera también unosproblemas tan sofisticados comolos vuestros —resopló Elli,cansada—. Yo no tengo problemasporque no me lo puedo permitir. Nisiquiera tengo tiempo para sentirmesola. Cuatro niños y un marido que

trabaja a turnos: no doy más de mí.Por las mañanas desayuno en elcoche. ¿Cómo voy a encajar unamante en una vida tan apretada? Ami hijo pequeño le quitan lospólipos la semana que viene, y elmayor tiene fimosis y ha sacado uncinco en lengua. No tengo nada quecontar que os pudiera interesar. Mefaltan las fuerzas hasta para echarlas cosas de menos. Lo que másecho de menos es poder quedarmealgún día remoloneando en la cama.

Elli apoyó la cabeza en la

mesa, cerró los ojos y murmuró:—Una mujer sólo está

satisfecha cuando duerme.

Una tentación está ahíprecisamente para caer en ella.

MADONNA

Salchichas a la brasa. Estoy

rodeada de montañas de salchichasa la brasa. Las montañas se mevienen encima, están tan cerca quelas primeras salchichas grasientasme llegan rodando hasta los pies.Una tormenta gigante de mostazaviscosa se cierne sobre mí, y oigoun amenazador golpeteo cada vezmás fuerte. Es mi corazón, porqueme he llevado un susto de muerte.

Me levanto de un respingo. Ellatido de mi corazón se vacalmando poco a poco. Pero elgolpeteo continúa. Mierda, ¡estoy

completamente a oscuras! ¿Dóndeestoy? Ah, sí, en el hotel delayurveda.

Por suerte he dejado el móvilen la mesilla de noche: las tres ynueve. Alguien está aporreando lapuerta.

Al abrir, aparece ante mí unhombre bajo y rechoncho, con elcabello negro, enfundado en unalbornoz amarillo limón.

—¿Podrían callarse de unavez? —me recrimina de malasmaneras—. ¡Así no hay quien se

relaje!—¿Disculpe? —A las tres de

la madrugada soy incapaz de hablary de pensar.

—¡Usted y su amiga llevantres horas cotorreando sin parar!Sufro serios problemas de salud asíque le ruego que tenga compasión yrespete mis necesidades de reposo.

Me vuelvo hacia Johanna, queestá sumida en un profundo sueñoen nuestra cama de matrimonio.

—Como puede ver, es ustedquien no está dejando dormir a los

demás —le digo—. Vaya a quejarseal vecino del otro lado.

—La habitación del otro ladoestá vacía.

—Entonces... ¡buenas noches!Cierro la puerta. La gente es

de lo que no hay.Vuelvo a tumbarme en la

cama. Mi estómago continúaocupado con las salchichas a labrasa de la cena y las cuatro copasde vino siguen envenenándome lasangre a medida que recorren lasvenas de mi cuerpo.

Era nuestra última noche delibertad, por eso acordamos pasaruna noche de locura y desenfrenoantes de que al día siguiente, aprimera hora, los gurús delayurveda dieran cuenta de nosotras.

Después de ocho horas en trenhabíamos llegado por fin a Traben-Trarbach, un lugar a orillas del ríoMosela que, según nos explicó elrevisor del regional exprés, dabanombre la combinación de laspalabras «Trüb», que significanublado, y «Traurig» que significa

triste.Con razón, como pudimos

comprobar enseguida. Hasta esemomento siempre me habíaimaginado los viñedos como cerrosapacibles al estilo de la Toscanadonde los hombres mayores conboina se dedican a coger la uva delas vides.

Pero en la zona del Mosela noes así. Allí sólo hay montañas,montañas altas que tapan la vista entodas direcciones, montañas portodas partes que se interponen en el

camino de todo el mundo, incluidoel sol, que sólo llega a dar unas treshoras al día en la parte más alta dela copa de los árboles de Traben-Trarbach. Y eso cuando sale,porque la mayor parte de los días nise lo ve porque por lo visto seforman unas nieblas tremendas quetardan mucho en despejar o nisiquiera despejan.

Nos habíamos registrado aprimera hora de la tarde en el hotelParkschlösschen, un imponenteedificio modernista que me habría

encantado si no hubiese estadopegado a las montañas de viñedosque he mencionado.

«Preséntense a las ocho ymedia de la mañana en ayunas, sinducharse, maquillarse ni lavarse losdientes», rezaba la hoja informativaque nos entregaron al llegar.

Eso redujo de inmediato lamagnitud de mi ilusión.

Comentamos delante de larecepcionista que teníamosintención de dar un paseorefrescante por los alrededores y

nada más salir nos metimos sinrodeos en el primer restaurante queencontramos. Nos sentamos fuera,en unas sillas desvencijadas dejardín que había en un parterre juntoa la carretera, y nos entregamos alalcohol y la comida grasienta.

—Es casi como la últimacomida de los condenados —dijoJohanna— y pidió una racióngigante de carnes y embutidosllamada «surtido de matanza paralos muy hambrientos». Yo pedí unaración doble de salchichas a la

brasa con porción grande de patatasfritas, y me sorprendí a mí mismamirando alrededor con gesto deinseguridad.

Temía que alguien me viera,una sensación que cuando eres unamujer adulta no tienes con muchafrecuencia, y me hizo gracia, porqueme sentí como en la época en quefumaba a escondidas en losservicios, o cuando fumaba porrosa escondidas en mi habitación yguardaba la marihuana en elcongelador de mi primera casa a

escondidas, hasta que micompañera de piso la confundió conorégano y aderezó la pizza con ella,lo cual hizo posible el único rato dediversión que pasamos juntas.

A la mesa de al lado denuestro parterre se sentaba unhombre con una expresión tristeparecida a la de los Monchichis.Con un poco de suerte, no era unmédico ayurvédico ni el masajistaque al día siguiente iba a tener quearrancar con sus propias manos lagrasa sedimentada de mis músculos.

En cuanto oí que el hombrepedía una botella de vino tinto y el«plato típico del Mosela con lomejor del cerdo», se esfumarontodas mis preocupaciones.

Ya de noche, Johanna parecíahaber digerido su plato de matanzaa las mil maravillas, pues dormía ami lado plácidamente con ese ritmode respiración serena capaz desacar de quicio a cualquiera cuandono consigue conciliar el sueño.

Entonces me despertaron losgolpes en la puerta y tuvo lugar laescena con el hombre rechoncho.

Ahora vuelven a llamar, perocon más insistencia.

Me levanto dispuesta a peleary abro con violencia.

—¡Basta ya! ¡Que ya me estoyhartando! —le grito al hombrerechoncho.

—¡Yo también me estoyhartando! —replica con furia yenvuelto de nuevo en el tejido derizo amarillo limón—. Parlotean y

parlotean sin parar ni para respirar.He llamado a recepción paraquejarme de su falta deconsideración. Ahora mismo vendráalguien para llamarlas al orden.¡Típico de las lesbianas militantes!

Da media vuelta como unapeonza y enfila de nuevo hacia suhabitación.

—¿Es posible que sufraalucinaciones? —le grito a suespalda—. ¿Por eso está aquí?Sería mejor que pensara en ingresaren el psiquiátrico.

—¿Encima de guerrera ylesbiana me insulta? ¡Se va aenterar de lo que es bueno!

Y cierra de un portazo.En ese instante comienzan a

oírse voces, y el tipo asoma lacabeza como un relámpago por lapuerta de la habitación.

—¡Ahí lo tiene! —dice en tonotriunfal—. Ahora resulta que sucompañera de cotorreo tambiénhabla sola.

Todo es muy raro. ¿De dóndeproceden esas voces? ¿Puede una

cena aceitosa provocaralucinaciones?

—Tal vez debería haberrenunciado usted al plato típico delMosela y yo a mis salchichas a labrasa —le digo ya un poco máscalmada, y en eso reconozco altonel envuelto en rizo como elhombre que cenó a nuestro lado enel parterre.

—Ah —dice bajando lamirada con vergüenza—. Me sentíamuy solo entre todas esas montañasde viñedos y pensé: bueno, como a

partir de mañana ya tendré ocasiónde relajarme y desintoxicarme, hoyvoy a pegarme un homenaje. Perocréame, por lo general, cuidomucho mi figura.

—Disculpen. Tengo entendidoque tienen una queja.

Una trabajadora del hotel a laque alguien ha sacado de la camaestá en el pasillo.

—Sí —contesta el monitoMonchichi—. ¡Oigo voces sinparar!

—Señor, le ruego que se

calme. Sólo son los Vedas.—¿Quién?—¿No se lo han explicado mis

compañeros?El monito Monchichi sacude la

cabeza.—Tiene la radio encendida, y

está sintonizado nuestro canal, queemite los Vedas las veinticuatrohoras del día. Los Vedas son lasverdades que Dios reveló al granprofeta de la India. Se leen ensánscrito. Eso serena y calma alespíritu claro.

La empleada del hotel aprietaun mando a distancia y elinquietante susurro enmudece derepente.

Tras esto, el hombre deamarillo y yo nos quedamostomando un chupito a la salud delos Vedas, aunque no del minibarporque en ese lugar, por supuesto,no disponen de semejante servicio.Sin embargo, resulta que mi vecinolleva siempre consigo una bolsa deaseo de tamaño considerable con unsurtido de bebidas espirituosas. Eso

me da confianza.

Los días siguientes los pasocomo en trance. En el programaincluyen masajes sincronizados acuatro manos con aceite de sésamotemplado, yoga, shiro dhara en lafrente, en el ombligo, y entre unacosa y otra mucha agua caliente ymás relax. La comida es ligera,vegetariana, pero aun así está rica.Incluso sirven postre, aunque losirven antes de comer. Hacía mucho

tiempo que no desconectaba tanto yno me sentía tan tranquila yapartada del resto del mundo.

Con Marcus hablamos todoslos días por teléfono, pero sólo unmomento. Yo, por mi parte y parami relajación, no tengo nada quecontarle, y por lo visto él a mítampoco.

La verdad es que mesorprendió mucho que reaccionasecon tanta tranquilidad y sinprotestar cuando le conté lapropuesta de Johanna. Enseguida

intentó convencerme para que fuesey hasta se mostró dispuesto aprestarme su portátil para queacabásemos de ultimar los detallesdel texto de la obra. Sobre el hechode que fuera a saltarme comomínimo un ciclo y por tanto aperder una oportunidad potencial dequedarme embarazada, Marcus nohizo ni un comentario.

Por un momento me planteé sidebía enfadarme. ¿A qué venía depronto esa permisividad, esatolerancia, esa generosidad? ¿De

repente había dejado depreocuparle la influencia negativaque ejercían Berlín y Johanna sobremí? Pero después me dije que notenía sentido indignarse también porlas virtudes de mi marido. Porquebastante tenía ya con enfadarme porlos defectos.

Así que me tomé esa reacciónserena como lo que era: unareacción serena, y partí hacia latierra de los masajes con aceite, lasmanos sanadoras y los días deayuno.

Ya en la primera conversaciónel médico indio me dijo algo que enmi caso no era cierto: estadohormonal desequilibrado, estadoespiritual desequilibrado y tambiénalgún trastorno en el aparatodigestivo. Aparte de eso, teníatambién los doshasdesequilibrados, demasiado Pitta ydemasiado Vata.

Ajá, pensé. Pero la verdad esque parecía tener mucha razón.Después añadió:

—A usted lo que le falta es

claridad y luz mental. Tiene queaprender a dejar marchar aquelloque no le pertenece y renunciar aaquello que no puede tener.

Al escucharlo, no pude evitarromper a llorar.

No estoy acostumbrada a quenadie se preocupe por mi bienestar.Marcus es de esas personaspragmáticas que no te pregunta si tepasa algo hasta que no ve sangre, tutemperatura corporal supera loscuarenta y un grados o tienes la caramorada. No es una persona que se

vuelva loca sin necesidad o teagobie por exceso de preocupaciónsi has dormido mal o que se tomemuy en serio que estés alicaída.

En eso yo soy igual. Noconozco otra cosa. Mis padrestampoco eran muy melindrosos. Mimadre era enfermera y mi padretrabajaba en los ferrocarriles.Ninguno de los dos tenía tiempopara preocuparse por mí cuandoestaba enferma, así que de niñapasé sola varias enfermedades.Nuestra vecina se pasaba de vez en

cuando por casa para controlar ycomprobar que seguía con vida, yluego le daba el parte a mi madre.

Me acostumbré a no tomarmedemasiado en serio mis propiassensaciones, y por eso mismo nosuele molestarme que otra personatampoco lo haga. Por eso en losúltimos meses no me habíapercatado de que las cosas nomarchaban bien. Pero eso cambió eldía que el médico indio me sometióa aquel exhaustivo interrogatorio.

Lo cierto es que no hay nocheque duerma más de cuatro horasseguidas, y eso, teniendo en cuentaque todas las noches me bebo unabotella de vino. Tengo las ojerascorrespondientes, un color de pielexageradamente pálido y, porprimera vez desde la pubertad, mepaso largos ratos en el cuarto debaño quitándome espinillas, demanera que luego ya no tengotiempo para el masaje diariotonificante con suaves movimientos

de percusión.Me he comprado incluso unos

tapones y un antifaz, porque encierto momento empezaron amolestarme los ruidos que haceMarcus por la noche. Ahora chascola lengua, ahora gimoteo de placer,y luego de nuevo esa respiraciónregular del sueño profundo que yocada vez percibo más como uninsulto imperdonable.

Cuando eres insomne,acostarte al lado de alguien queempieza a roncar como un

descosido nada más apagar la luz escomo engordar por echarle un parde piñoncitos a la ensalada yconvivir con alguien que se zampatodas las noches una caja debombones rellenos y le sigueentrando el traje de laconfirmación.

De todos modos tengo quedecir que, en mi círculo de amigos,no hay una sola mujer que no sufrapor las noches los ronquidos de sumarido.

«Es que me dan ganas de

estrangularlo» o «¿Cómo he podidocasarme con un monstruo que sueltasemejantes gruñidos?» figuran entrelos comentarios habituales sobrelos hombres que roncan, aunqueéstos son de los afables.

Me he comprado una piel deoveja —para mantener bajo eledredón la temperatura óptima parael sueño, que son diecinueve grados—, una manta eléctrica individual yuna almohada cervical con unaforma perfecta que ayuda aconciliar el sueño. Nada ha

funcionado. A las cuatro como muytarde me despierto. Voyarrastrándome por ahí,desaprovecho el sueño de labelleza, mis pobres células viejasno tienen tiempo para regenerarse ypor las mañanas me levanto comoun basset viejo.

Por eso no es de extrañar queesté cada vez más tensa y lamayoría de los días me enfado conMarcus ya en el desayuno, bienporque se ha levantado de buenhumor o porque se ha levantado de

mal humor.El muy canalla duerme por las

noches, y eso ha despertado en míuna rabia desaforada, y además élno tiene que tomarse pastillas pararegular el ciclo hormonal despuésde desayunar, sino sencillamente unremedio natural para fortalecer lasdefensas.

Seguía llorando cuando elmédico indio posó la mano en miantebrazo y me aconsejó que tomasetodos los días agua caliente conjengibre para armonizar el espíritu

y acabara de una vez por todas conel tratamiento hormonal.

—Eso mismo es lo que llevoaños diciéndote, y no me hace faltaser india —protesta Johanna unosdías más tarde, mientras charlamosen el bar del hotel. Es su tema deconversación preferido.

—Para ti es fácil decirlo,Johanna, porque ya tienes un niño.

—Te estás presionandomucho.

—El tiempo corre en micontra.

—Ya no duermes bien, tienesun aspecto horrible, y te emocionasy te echas a llorar si entrademasiado aire y quieres cerrar laventana. Estás en el caminoequivocado. ¿A qué estásesperando para sacar conclusiones?

—Mantengo la esperanza deque algún día funcione.

—¿Sabes qué es lo peor? Quecuando mantenemos la esperanza,dejamos de hacer otras cosas. Siperdiésemos la esperanza másrápido, no malgastaríamos tantotiempo.

—No puedo tirar la toallatodavía. No después de tantosintentos fallidos. Si lo hago, todohabrá sido para nada.

—No quiero ofenderte, peroeso es una estupidez. Cometer un

error sólo merece la pena porque apartir de ahí uno puede subsanarlo ycorregirlo. ¿En serio quierescontinuar por el mal camino sóloporque te consuela, porque no teapetece desandarlo? A veces larenuncia es el camino más rápidohacia la victoria. Si tú no cambiasde vida, la vida te cambia a ti.

—Estoy en ello —le digomientras doy otro sorbo de aguacaliente con jengibre.

La última noche he dormidoocho horas de un tirón. Vuelvo a

reconocerme en el espejo. Lashormonas artificiales parecenhaberse desvanecido por todos losporos de mi cuerpo. Aquí me sientobien.

Me siento sabia y limpia pordentro. Tengo la sensación de queel mundo y yo somos una mismacosa y hasta las montañas cubiertasde viñedos han dejado deparecerme amenazadoras, y ahoralas veo como una cálida protecciónde mi espíritu sano.

En la mesa de al lado hay unos

tipos muy macizos conversandosobre sus intestinos y lascaracterísticas de sus heces.

—Yo ya hace días que nodefeco —se queja uno de ellos, yme apresuro a pedir otra tacita de tépurgante. Para ir a lo seguro.

Sonrío a lo Buda y dirijo ungesto dulce de asentimiento haciauna pareja mayor. Ella no se dejacontagiar por el buen humor de él niél por el mal humor de ella. Quéarmónico y equilibrado, pienso, asídeben ser las cosas.

—Dios mío, me estás sacandode quicio con ese rollo de laarmonía —protesta Johanna—. ¿Sepuede saber qué te pasa?Normalmente no eres tan amable.

—Me estoy encontrando a mímisma con la meditación —respondo de forma lacónica.

—Pues que te diviertas. Lamayoría de la gente que haconseguido encontrarse ha llegado ala conclusión de que no hay nada.

Está claro que a Johanna no leestá haciendo mucha gracia la

estancia en el hotel. Cada día estámás irritada.

—Me acabo de levantar y yatengo que volver a relajarme —prosigue—. Echo de menos la vidareal, el ruido, la gente que caga sindarle más vueltas, que no analiza laconsistencia de las heces niconversa sobre ello mientras come.

—Estás exagerando.—En absoluto. Ayer, mientras

me tomaba la sopa, una joyera deDüsseldorf me explicó que tieneuna cosa que se llama

«despeñamiento diarreico». Aquí,la verdad, me siento como unaameba gorda en aceite caliente.Todo ese asunto de la armonía metrae de cabeza. Mira, por favor, note lo pierdas, mira ese tío de ahí.

Johanna señala a unhombrecito corpulento de treinta ymuchos que luce un traje dechaqueta lila con la solapa forradade docenas de lentejuelas.

—Dios mío —comento por lobajo—, ese mariposón tiene unapinta tan horrible que ya le da todo

igual.—Es nuestro vecino.—¿El que oye voces por la

noche?—El mismo. El pobre tiene

una pinta espantosa.Le saludo con mi recién

estrenada dulzura como la reinamadre saluda a sus nietos. Alhombre se le ilumina la cara yrápidamente se dirige hacia nuestramesa.

—¡Me alegro mucho de verla!—dice dejándose caer en una silla

que hay a mi lado—. Por fin unapersona normal en medio de tantoflipado obsesionado por losproblemas de digestión. En la cena,que por cierto es el primer día queceno después de los tres días desopa de arroz aguada, han intentadoobligarme a conversar sobreenemas. Y después he descubiertoque lo que tenía en el plato, queparecía una pechuga de pollorebozada, en realidad era tofudisfrazado. ¡Puaj! El tofu es comocarne gay.

—Llega tarde, señor vecino —contesta Johanna—. Mi amiga se hacontagiado y ha dejado de ser unapersona normal. Ahora tendrá querecurrir a mí. He oído que lleva conusted una bolsa de aseo conproductos que ayudan a levantar elánimo.

Johanna entrechocó su taza deagua caliente con la de nuestrovecino para brindar. Él la miró conel rostro iluminado y dijo:

—Permítanme que mepresente. Küppers, me llamo Erdal

Küppers. Y si no recuerdo mal,ayer la vi en el supermercado delpueblo frente a la estantería de laspatatas fritas.

—¿Fuiste a comprar patatasfritas a escondidas? —le pregunté aJohanna con la expresión deseveridad propia del ayurveda.

—No las compré, me limité amirarlas. Necesitaba ver alimentosreales y personas reales. Aquí tesientes como si el resto de la Tierrahubiese quedado arrasado por untsunami de aceite de sésamo

caliente.—No sabe cómo la entiendo.

Yo ayer me fui con el coche hastaTrier sólo para cerciorarme de quehay vida más allá de estas malditasmontañas.

—¿Y?—Fue fantástico. El mero

hecho de oler algo distinto de lasmezclas indias de especias fue todoun consuelo. Y como en estos díashe perdido tres kilos, queríaprobarme unos pantalones de unatalla menos. Por desgracia soy de

complexión fuerte. Es cosa de losgenes. Mi padre, que era turco, erabajito y tenía un barrigón tremendo,y mi madre, que era de Westfalia,tampoco es que estuviera hecha unasílfide. De ella heredé las caderasanchas y el sano apetito que mecaracteriza. ¿Quieren que lesconfiese algo? Al volver de Trierhe visto el cartel del hotel y enlugar de Parkschlösschen he leídoMarkklöβen. Hasta ese límite hellegado. Pero ¿dónde me habíaquedado? Ah, sí, los pantalones.

Entro en una tienda y me embutodentro de esos vaqueros «TrueReligion» como los que llevaba elentrañable cantante de la bandaTokio Hotel. Por supuesto ceroelástico y cero juego en el trasero.Cuando al fin lo consigo, veo lo quecuesta la prenda: ¡doscientosochenta y cinco euros! Pregunto a lavendedora qué tienen de especialesos pantalones. Y entonces ella vay me responde: el precio.

—Ha hecho muy bien en nocomprarlos —digo para consolarlo

—. El equilibrio y la armoníainterior son mucho más importantesque una prenda de diseño con unprecio tan desorbitado.

—¡Por supuesto que los hecomprado! No pensará que voy adevolver a su sitio unos pantalones«True Religion» después deconseguir meterme dentro. Puedeque sólo quepa en esa prenda unosdías o incluso unas horas, así quequiero exprimir cada segundo.

—Adelgazar es algo hermosoy está bien —apunto con dulzura—,

pero ¿no tiene un objetivoespiritual? En esta estancia no sólopretendemos desintoxicar nuestrocuerpo, sino también nuestra alma.

Johanna posa una mano sobremi brazo.

—Señor Küppers, quierodisculparme en nombre de miamiga. Está echada a perder, perole juro que hasta la semana pasadaera una mujer con la cabeza bienpuesta a la que le interesaba muchomás el estado de su celulitis que lapaz mundial. Vera, a la que yo creía

conocer, renunciaba a loscarbohidratos en la cena y luegoantes de irse a dormir se zampabauna caja de bombones crocantes.Por favor, tiene que creerme, Veraes una persona capaz de reírse de símisma y con un gran sentido delhumor.

—La verdad es que cuestacreerlo, pero si usted lo dice,querida Johanna...

El señor Küppers me lanza unamirada de desconfianza y añade:

—La pregunta de su amiga, de

todos modos, no es ninguna tontería.Ciertamente es una motivaciónmental la que me ha traído hastaaquí. —Hace una pausa muyelocuente—. Estoy enfermo, muyenfermo.

Inmediatamente Johanna cogede la mano al señor Küppers.

Tiene una debilidad enorme —excesiva, a mi entender— porcualquier ser desvalido o enfermoque lo esté pasando mal o hayasufrido alguna pérdida, lo cualabarca desde peluches a los que les

falta un ojo hasta gatos sin dueño yniños que lloran.

Johanna ha llegado a coger aniños de su cochecito parallevárselos a la madre, que habíaentrado un segundo a la panadería acomprar un bocadillo. En losparques infantiles del barrioberlinés de Prenzlauer Berg seacaba ganando el odio de lostutores de los niños porque no dejallorar a los niños ni un minuto antesde incrustarles un osito de gominolaen la boca para consolarlos. Y no

quiero ni entrar en la cantidad deperros y gatos que Johanna hallevado a la protectora de animalescuando en realidad no se habíanescapado.

En el señor Küppers Johannaha encontrado una nueva víctima, ypor lo visto una muy agradecida.

—Por todos los santos, cariño,¿qué es lo que le pasa?

Erdal Küppers vuelve asumirse en un elocuente silencio.Después respira hondo, exhala unsonoro suspiro y anuncia con voz

quebradiza:—Sufro una fuerte depresión

postnatal.

Un amante es un hombre con elque no te casas porque lo amas.

VANESSA REDGRAVE

—Señora Hagedorn, disculpe

la interrupción, pero tiene unallamada. Si lo desea, puede pasar ami despacho y hablar desde allí.Me temo que se trata de una malanoticia.

El director del hotel se acercóa nuestra mesa en el precisoinstante en que Erdal Küppers nossorprendió con su enfermedad.

—¿Quieres que te acompañe?—pregunta Johanna.

Niego con la cabeza y sigo aldirector del hotel. La conversacióncon Marcus es breve. Aclaramos

rápidamente todo lo que hay queaclarar y regreso al bar.

—Mi suegro ha muerto.—Pensé que había pasado

algo malo —comenta Johanna.Decido marcharme al día

siguiente, y ella insiste enacompañarme. El señor Küppers seempeña en llevarnos en coche hastaStade y no conseguimos disuadirlo.

—Vivo en Hamburgo —dice—. Stade está a tiro de piedra. Yademás se trata de una cuestión dehumanidad, aunque signifique

renunciar a cuatro días de cura ydos lavativas. Yo siempre digo lomismo: ante todo hay que serpersona, sobre todo cuando otrossufren alguna necesidad.

En el camino, Johanna y elseñor Küppers se muestranincorregibles. En la primeragasolinera se compran uncargamento de chocolatinas, mini-salamis y una bolsa gigante deganchitos de cacahuete, y yo medigo para mis adentros que, aunquesea sin querer, está bien que la

muerte de mi suegro haya servidopara procurar la felicidad a dospersonas.

Me siento en la parte de atrás,me acomodo con mis libros nuevosAyurveda en el día a día, Los tresDoshas y Armonía en lamenopausia, e intento ignorar elirritante crepitar de los envoltoriosde las chocolatinas. Cuando elcoche se contamina del olor aganchitos de cacahuete, susurro mimantra estabilizador «Ong NamoGuru Dev Namo».

—Soy una persona muysensible —oigo que explica elseñor Küppers mientras mastica—.Por eso el nacimiento de mi primerhijo me sumió en una profundaconfusión postnatal. ¡De la noche ala mañana tienes que hacerteresponsable de la vida de otrapersona!

—¿Lo crió usted solo? —pregunta Johanna empatizando conél.

—No directamente, pero loscorazones sensibles como el mío no

pueden soportar el peso de laconciencia. Karsten y Leonie sonunidimensionales en cuanto a lossentimientos. A mí me parecebastante sospechoso que alguienconsiga superar el nacimiento de supropio hijo sin problemas y sinayuda de un terapeuta. Johann medaba toda la razón y por eso merecomendó la cura ayurvédica.

—¿Y puedo preguntarlequiénes son Johann, Karsten yLeonie?

—Johann es mi

hipnoterapeuta, un especialistamagnífico en los campos del estréspostraumático y el colon irritable.Karsten es mi novio y Leonie es lamadre de Joseph, nuestro hijo.

—¿Y podría ayudarme adesenmarañar ese lío derelaciones?

—Leonie es la prima de miamiga de la escuela RosemarieGoldhausen. En el entierro de unatía se reencontraron después deaños sin verse. Leonie vomitó en latumba de Bertolt Brecht y le

confesó a Rosemarie que estabaembarazada, pero que no sabíaexactamente de quién. Pordesgracia, tengo que admitir que lostiempos en que me acostaba conhombres de los que no sabía ni elapellido y que desaparecían de micama antes de que amaneciera yaquedaron atrás.

Me planteo si alguna vez mehe acostado con alguien de quien nosupiera el apellido. Reconozcoavergonzada para mis adentros queno, y tampoco consigo recordar

ningún momento de mi vida en quehubiera podido quedarmeembarazada sin saber de quién.

De nuevo el bichito de la dudaempieza a corroerme por dentro:¿Será que no he sabido pasármelobien? ¿Demasiadas pocas nocheslocas con hombres sin apellido, porejemplo? ¿Cuándo fue la última vezque llegaste a casa a las seis ymedia de la madrugada con loszapatos en la mano porque te dolíanlos pies de tanto bailar y el númerode móvil de un apuesto jovencito

apuntado en el antebrazo?¿Cuándo fue la última vez que

te quedaste embarazada y no sabíasde quién? ¿Cuándo fue la última vezque lavaste el coche debajo de unaguacero? ¿La última vez que tesentaste a las cuatro de la mañanaen el balcón con una amiga? ¿Laúltima vez que te llamó alguien alas ocho y diez mientras estabasviendo el informativo? ¿La últimavez que te enrollaste con alguien enla playa? ¿Que lloraste en unconcierto? ¿Que dormiste en el

suelo? ¿Que escribiste un poema?Y el olor de los ganchitos de

cacahuete sólo empeora las cosas.Me concentro en un punto

central de mi frente y pronunciopara mis adentros tres veces «OngNamo Guru Dev Namo» y al final,para asegurarme, «Sat Nam» dosveces más, y entonces vuelvo arecuperar el dominio de misdisparatados anhelos.

Por fin yo también tengo unosplanes innovadores para el futuro.Me he propuesto que de ahora en

adelante beberé agua caliente conjengibre todas las mañanas, melimpiaré la lengua con un rascadorde lenguas de plata y mantendré misdoshas en equilibrio.

El señor Küppers todavíacontinúa enfrascado en la tarea dedesenmarañar el lío de susrelaciones.

—Rosemarie sabía queKarsten y yo queríamos tener unhijo porque yo ya le había pedido atodas las mujeres que conocía enedad de procrear y sin problemas

acuciantes de figura si quería sernuestro vientre de alquiler. Leoniese mudó con nosotros a Hamburgo yahora tenemos un hijo encantadorque es igualito que yo porqueLeonie borró de la mente que sehabía acostado con un turco queestaba de paso por allí después decomerse una caja de galletas dehachís.

—¿Qué edad tiene su hijo?—El mes que viene cumplirá

dos años. ¿Tiene usted hijos?—Sí, un niño también. Se

llama Sammy y acaba de cumplirtres años.

—¿Y vive usted con el padrede Sammy?

—No.—¿Se largó, el muy cerdo?—No, no se trata de eso. No

quiero hablar de él.El señor Küppers lanza una

mirada de fascinación a Johanna.Ah, ojalá yo también tuviera unsecreto.

En la siguiente estación deservicio antes de llegar a Hamburgo

brindamos con agua caliente pornuestra amistad.

Una mujer que acude conpuntualidad a una cita no es unamujer de fiar.

JULIETTE GRÉCO

Me encuentro ante la tumba y

me avergüenzo por no sentirmetriste. Yo suelo estar triste en losentierros, independientemente dequién sea el difunto.

Por desgracia, la vida me habrindado diversas oportunidades enlas que he podido experimentar loque son los entierros: primero el deLady Diana; luego, hace diez años,mi padre; un año y medio más tarde,mi madre; después, mi tía favorita;luego, Ben; y, por último, el sepeliode Michael Jackson.

Las personas que acaban de

morir me inspiran compasiónautomáticamente. Soy incapaz deleer una necrológica sin pasarmeluego el resto del día dándolevueltas a la cuestión de ser o no ser.

Pero este entierro me dejacompletamente fría. Es más, si soysincera, me conmovió más eldesenlace del programa El amor eslo que cuenta.

De vez en cuando sollozo porcompromiso, y sin derramar unasola lágrima suelto el aire en elpañuelo. Todos los demás se

mantienen también bastante serenos.El párroco habla de un «pilarfundamental de nuestra comunidad»,de un «esposo y padre querido portodos» y de una «pérdida dura yexcesivamente temprana para todosnosotros».

Es su opinión. Por mí habríapodido palmarla mucho antes.

La ceremonia se celebra en elclub de tenis. Asiste hasta elalcalde de la ciudad. Yo compartomesa con Marcus y mi suegra. Ellase mantiene impávida, y resulta

imposible saber qué le pasa por lacabeza.

—Tengo miedo de que mimadre se venga abajo cuandoacaben las formalidades y respondaa las cartas de pésame —diceMarcus—. Quería mucho a mipadre. Sin él ya no encontrarásentido a la vida.

Estamos tendidos en la cama yconversamos sobre el día y losacontecimientos. Es lo que hacemossiempre que sucede algoimportante: apagamos la luz y

hablamos. Eso me gusta.Es nuestro ritual, y a veces

tengo la impresión de que a Marcusle resulta más fácil hablar conmigoa oscuras.

—¿Y tú cómo estás? —lepregunto.

—Estoy bien. Mi padre tuvouna vida plena, y morir de uninfarto a los setenta y un años no esninguna tragedia.

—¿Lo echarás de menos?—En la empresa, desde luego

que no.

Me alivia no tener queconsolarlo por la pérdida de un seral que yo no echaré de menos ni unminuto.

Lo oigo sollozar.¡Marcus llorando!—¿Qué te pasa? ¿He dicho

algo que te haya molestado?Estoy desconcertada. Marcus

nunca llora. No sé qué hacer.¿Cogerlo del brazo? ¿Seguirhablando?

Dios mío, si hay alguien quellore en nuestra relación soy yo.

Este nuevo reparto de papeles medescoloca. Me quedo en silencio, elpánico me paraliza, espero queMarcus lo interprete como un actode complicidad.

Parece que funciona, porquepoco a poco deja de sollozar.

—Es sólo que mi padre era...—Ya lo sé, cielo, ya lo sé —

digo por si acaso, aunquenaturalmente no tengo ni idea dequé habla.

—No, no lo sabes —respondeMarcus, y se incorpora con

brusquedad—. Mi padre no era elhombre que todos creíamos que era.

—¿Qué quieres decir con eso?Me incorporo yo también.

¿Acaso Hermann Hogrebe no era unviejo indeseable tiránico y sinsentido del humor?

—Estaba desnudo —dice él.—¿Cómo dices?—Cuando el médico forense

fue a certificar la muerte, estabadesnudo.

—Pero si... Creía que estabacon la señora Koch repasando el

cierre anual.—¿Es que no lo entiendes?—No.—Mi padre murió desnudo

cuando estaba con su asesora fiscal.Encontraron hasta restos deesperma...

—¡Marcus, por favor!Se me revuelve el estómago.

No soporto oír hablar de espermaen conexión con hombres viejos,aunque estén muertos.

¿Qué sé sobre Iris Koch? Unamujer refinada y reservada ya muy

entrada en los cincuenta. Habíaentrado a trabajar en lacontabilidad de la empresa hacíasiglos, y veinte años atrás seestableció como asesora fiscal enHamburgo. Su primer cliente fueHermann Hogrebe, y ambas partesse habían mantenido leales a lolargo de los años. Y no sólo eso:Iris Koch se había encargadosiempre de comprar los regalos deNavidad y de cumpleaños para laesposa de Hermann Hogrebe, yErika Hogrebe se había encargado

siempre de comprar los regalos deNavidad y de cumpleaños para laasesora fiscal de su marido. Lainvitaban a todas las celebracionesfamiliares importantes, estaba alcorriente de todo lo que sucedía enla empresa y, como muestra deagradecimiento por su abnegadaentrega al trabajo, HermannHogrebe le había puesto su nombrea una bañera. El modelo «Iris»disponía de más de veinte chorrosde masaje y era el más caro de todoel catálogo.

—¿Lo sabe tu madre? —lepregunto.

—No. Y no tiene por quéenterarse nunca. Esto la destrozaría.Ahora la gran pregunta es si mipadre incluyó a la señora Koch ensu testamento.

—Tendría su lógica.—¿Cómo dices? Esa mujer ha

estado a punto de destrozar a mifamilia. No quiero ni saber todo loque mi padre le habrá regalado a lolargo de estos años. ¿Y ahoraencima hay que compensarla?

—A lo mejor quería a tupadre.

—No seas infantil.—A lo mejor tu padre la

quería a ella.—Vera, eso es de mal gusto.Johanna abre los ojos como

platos.—¿Me lo estás diciendo en

serio?No sé si reír o llorar. Johanna

opta por soltar una de susescandalosas carcajadas de barrade bar.

—¿El asqueroso de tu suegrotenía una aventura con la asesorafiscal? ¡Menudo canalla! En casa lehacía la vida imposible a su mujer yen Hamburgo a su amante. Así quese lo ha montado para amargarles lavida a dos mujeres a la vez.

—Y la cosa no acaba ahí. Laverdadera bomba explotó cuandofuimos al notario a abrir eltestamento. En un primer momentotodo el mundo respiró tranquilocuando el notario anunció que todoslos bienes personales del difunto

iban para la viuda y que Marcusheredaría la empresa.

—¿Ni un céntimo para laamante?

—Nada. Para Marcus fue ungran alivio. Erika se mostrótotalmente impasible durante elproceso, como si hubiéramos ido ahacer un trámite cualquiera. Cuandoya nos estábamos despidiendo delnotario, llamaron a la puerta. Elcafé llega un poco tarde, pensé yo.Y entonces apareció en la puertaIris Koch, y yo ya no supe qué

pensar. Marcus se puso todonervioso y le gritó: «¿Qué estáhaciendo aquí, señora Koch?» Peroantes de que tuviera ocasión deresponder, Erika dijo con todatranquilidad: «Siéntese, por favor,señora Koch. La estaba esperando.»

—¿Y cómo reaccionó laseñora?

—Se quedó tan descolocadacomo nosotros, y miró a mi suegracomo si fuera un alien. En todosestos años yo no he oído a misuegra pronunciar más de tres

frases seguidas, y en ese momentosoltó un discurso soberbio: «Si unamujer no sabe que su marido la estáengañando es porque no quiere. Yono soy de la clase de mujeres quemiran para otro lado. Estoytotalmente al corriente de la doblevida que Hermann ha llevado en losúltimos veinticinco años, señoraKoch. Y soy plenamente conscientede todo lo que tengo queagradecerle. Hermann no era unhombre fácil de aguantar, por esosiempre creí que era una suerte

poder compartir esa carga conusted. Por desgracia, el hecho deque no la haya tenido en cuenta ensu testamento dice mucho del ladomás mezquino de mi difunto marido.No obstante, estoy segura de que mihijo corregirá con generosidad elerror de su padre.»

—¿Y qué dijo Marcus aloírlo?

—Preguntó tartamudeando:«¿Cómo? ¿Que llevaban juntosveinticinco años?» Luego la señoraKoch lo interrumpió: «Gracias,

querida Erika. Siempre he sabidoque usted era una mujer decente ymucho más fuerte de lo queaparentaba. Lamento mucho todoesto, pero hay algo que debe saber:Hermann y yo tenemos una hija.Lydia tiene veinticuatro años y porsupuesto tiene pleno derecho a laherencia de su padre.»

—Vaya, vaya, el bueno deMarcus tiene una hermanastra.

—Tras unos segundos enestado de shock, Marcus explotó.Que eso era todo un truco

despreciable, y que no pensabasoltar un solo céntimo a menos quele presentaran una prueba genética.Entonces la señora Koch sacó undocumento del bolso y dijo: «Aquítienen.» Mi suegra seguía siendo laserenidad en persona: «Porsupuesto su hija recibirá latotalidad de la parte que lecorresponda. Lo único que le pidoes discreción. Comprenda que nollevo veinte años manteniendo lafachada de la integridad familiarpara tener que aguantar un

escándalo bochornoso. Porqueentonces todo mi esfuerzo habríasido en vano. Y ahora, por favor, leruego que me disculpe. Llevoveinticinco años esperando parapoder vivir el resto de mi vida, y noquisiera desperdiciar ni un solosegundo.»

El cigarrillo que Johannasostiene entre los dedos se consumesolo hasta formar una larga barrainestable de ceniza que ahoraamenaza con caer. Le acerco elcenicero y siento cierto orgullo al

ver que por fin hay algo en mi vidacapaz de impresionar a JohannaZucker.

—¿Marcus va a pagar o quiereimpugnar la prueba genética?

—Va a pagar, con la máximadiscreción, porque no puedepermitirse montar un escándalo. Yasabes hasta qué punto le preocupasu reputación en el club de losLeones. En eso es idéntico a sumadre: la fachada debe mantenerseen perfectas condiciones, aunque lacasa se esté desmoronando por

dentro.—¿Y no quería que te

quedaras con él en un momento así?Yo podría haber atrasado laoperación unos días.

—Se lo ofrecí, pero dice quequiere refugiarse en el trabajo yhacer deporte. Cree que distraersees lo mejor para asimilar lo que hapasado, y teme que yo sea unincordio.

—¿Y tu suegra?—Ha vendido la casa y se

traslada a Mallorca a vivir con su

hermana. Tiene una tienda demuebles rústicos allí y quiere entraren el negocio como socia. Estácompletamente irreconocible.

—No sé si sentir admiración ocompasión hacia todos esos años desilencio. Sabiendo que él llevabauna doble vida, ¿cómo no sedecidió a dejarlo? —preguntaJohanna.

—También hay que entenderla.Hace veinticinco años, en unaciudad pequeña y provinciana, conun niño, no era tan sencillo

separarse.—Pero hay que echarle valor y

ser franco. Como te descuides, tevas a la tumba sin desvelar lamentira, como el viejo Hogrebe.Toda la vida engañando a todo elmundo, sin enseñar a nadie suverdadera cara. Tiene que serhorrible tenerse engañado a unomismo y a los demás respecto aalgo y no poder quitarte la máscaraantes de marcharte al otro barrio.Ya que todos tenemos que morir,qué menos que hacerlo al final de

nuestra propia vida.

No necesitas ninguna razónpara marcharte si ya no te quedanrazones para quedarte.

INA MüLLER

Intento mantener la serenidad,ya que me encuentro en un terreno

desconocido y muy pantanoso. Apesar de que Johanna ha hecho todolo posible por mentalizarme, larealidad supera con creces susespantosas advertencias y mishorribles imaginaciones.

La cosa no salió muy bien.—¡Esto ya lo tengo! —

exclamó Cosima-Valerie alarrancar el papel de regalo con untirón impaciente y dejar a la vistanuestro regalo.

—Vaya, cuánto lo siento —murmuré avergonzada.

«Cómprale cualquier cacharrode la princesa Lillifee», me habíaencargado Johanna. De modo quecon un calendario rosa y Sammy mepresenté en la fiesta de cumpleañosde Cosima-Valerie, que cumplíatres años y había invitado a losdieciocho niños de la guardería másotros cinco del curso de las tardesde «Fundamentos de música,movimiento y ritmo para los máspequeños».

Nada más cruzar la puerta mesentí aturdida por el ensordecedor

caos que reinaba en la casa. Antesde quitarle a Sammy la chaqueta yame habían aplastado los pies dosniños montados en correpasillos yuna niña se había limpiado losdedos pringados de chocolate enmis pantalones blancos.

—Me han dicho que no meensucie el vestido —dijo en unintento de justificarse.

Entretanto, Cosima-Valerie sehabía escondido debajo de una sillade la cocina chillando a gritopelado, no sin antes pisotear el

indeseado regalo.—Precisamente por eso envié

la lista de regalos de Cosima-Valerie, para evitar estas cosas —me reprocha la madre—. Mi hija essumamente sensible. Pero bueno, lopasado, pasado está. Espero queSammy y tú hayáis traído zapatillasde estar en casa.

En ese preciso instantecomienzo a envidiar a Johanna, queestá tumbada en el sofá tan a gusto,admirando sus pechos hinchadosrecién operados y tomándose una

botella de Prosecco en lugar de losanalgésicos mientras ve una de esaspelículas inclasificables dedomingo por la tarde.

Aquí se ha desatado elinfierno. En unos setenta metroscuadrados escasos hay veinticuatroniños de entre dos y tres años —buena parte de ellos todavía enplena fase de rebeldía— más lasmadres correspondientes, lamayoría de ellas con un bomboenorme o un bebé en una bandoleraen el pecho.

Y en medio yo: estéril ydescalza, porque por supuesto no hellevado zapatillas de andar por casapara mí ni para Sammy.

Johanna me lo habíaadvertido: «Te sentirás como si depronto estuvieras en un manicomio,y es que es tal cual. Las madrescreen que son seres completamentenormales, pero no es cierto. Mutany se convierten en seres extrañosque no ven nada malo en charlar,mientras se comen un pedazo depastel, de la expulsión de las

membranas fetales envueltas ensangre, la caca del bebé, lasmucosas nasales y los cólicos.Comparan las cicatrices de suscesáreas, intercambian trucos paradecorar los farolillos y las casitashechas con pan de especias ymientras tanto van soltándolesfrases a los niños como “¿Cuál esla palabra mágica?”, “Ay, mipequeño granujilla” o “¡Manosfuera de la pilila!”.» Y luegosostienen con un entusiasmoirreprimible que para ellas es de

una importancia vital que Fynn yEmily crezcan en un entorno depluralidad social y culturaladecuado para los niños y que semezclen con otros niños en laguardería, que en cada grupo teníaque haber al menos un hijo deinmigrantes. En la parte oriental deBerlín se oyen muchas tonterías.Las madres de la parte occidentalson igual de horribles, pero almenos son coherentes. Recogen alos niños en un Porsche Cayenne,les dicen a sus au-pairs que tienen

que plancharles las camisas deRalph Lauren como es debido a suschurumbeles y obligan a susmaridos a pagar dos mil quinientoseuros al mes de impuestoseclesiásticos para asegurarse deque los niños obtengan una plaza enla escuela católica de primaria.Aquí en el Este las madres estánigual de obsesionadas con los niñosy sufren el mismo grado de locurapero con un estilo desenfadado einformal. No planchan la ropa delos niños a propósito y yo creo que

algunas madres les esparcensuciedad por la cara a sus hijassólo para que parezcan más guaysantes de llevarlas a las fiestas decumpleaños. Porque en cuanto tepones un poco elegante, enseguidacausas mala impresión y te tomanpor una consumista superficial einculta. Y pobre de ti como se teocurra decirle a una de esas madrestan modernas que la víbora de suhija está apaleando a unos niñoscon una pala que no es suya. Eso seconsidera una intromisión

inadmisible y nadie te lo consiente.Así que te espera una tarde de lomás divertida. Ahora coge a Sammyy hasta luego. Una rubia muy legal2, con Reese Witherspoon, está apunto de empezar y me tiran lospechos. Necesito urgentemente unacopita de alcohol.

¿Habrá algo con alcohol poraquí?, me pregunto, e intentoabrirme paso hacia la cocinaprocurando no pisar nada que estévivo.

El menú consiste en bizcocho

de zanahoria y dieta cruda. Pepino,pimientos y colirrábanos cortadosen trozos muy pequeñitos aptos paralos niños. Me pregunto de dóndehabrá sacado entonces el chocolatela mocosa que se ha limpiado enmis pantalones.

—¡No quiero! —grita Sammyen tono de condena. Y acto seguido,con un aplomo inquebrantable queha heredado de su madre, añade—:Tía Vera, ¡me hecho caca en lospantalones!

Encima eso. Me abro paso con

el pestilente niño en brazos hastauna habitación infantil. ¡Mierda, nohay cambiador!

—¿Dónde podría cambiarlelos pañales a Sammy? —lepregunto con precaución a laanfitriona.

—¿Cómo? ¿Todavía moja laropa? Cosima-Valerie va alservicio sola desde hace ya un año.

—Bueno, Sammy en cambioestá aprendiendo a hablar muyrápido —respondo avergonzada.

Aunque es mentira, porque

Sammy sigue diciendo «papíamémola» en lugar de «papilla desémola».

—Lo mejor es que le cambieslos pañales en el suelo del cuartode baño. El cubo de los pañalesestá debajo del lavabo. Lo hedejado ahí a propósito por si veníaalgún niño de desarrollo tardío.

Lo entiendo como una ofensahacia mi ahijado y hacia mí, ytampoco consigo restituir midignidad mientras intento,arrodillada en las baldosas del

cuarto de baño, quitarle a Sammy elpañal sucio sin esparcir losexcrementos más de lo necesariopor las paredes y las instalaciones.

Madre mía, está claro que nosoy una experta en estas lides. Seme revuelve el estómago. ¿Cómopuede oler tan rematadamente malun niño tan pequeñito y encantador?Lo positivo es que Sammypermanece completamente quieto ycontempla interesado lo que lehago. Incluso me da una pista paraayudarme. Para colmo de males al

final me pillo un dedo con elpeligroso cubo de los pañales.

—Bueno, Sammy, ya puedesirte a jugar. Corre a ver siencuentras a Cosima-Valerie —digo forzando un tono de pedagogatemprana.

Me desplazo hasta la cocinaporque, pese al griterío de losniños, creo haber oído que handescorchado una botella dechampán.

—Cosima-Valerie es tonta —protesta Sammy.

Y en esta ocasión prefiero nocontestarle porque tiene toda larazón.

Luego observo emocionadacómo mi ahijado le arrebata convalentía el patinete a un niño másmayor y apisona a toda pastilla lospies de tres madres.

Un auténtico gamberro, nuestroSammy.

En la cocina descubro que eldescorche provenía de una botellade sidra sin alcohol.

Me desanimo.

—¿Tú no eres Vera, lamadrina de Samuel?

—¿Theresa? ¡Cuánto mealegro de verte!

Me alegro de verdad. ATheresa la conocí en el curso delPEKiP. Johanna me dijo que fueseporque eso reforzaría mi vínculo deunión con Sammy y también micompasión. «Tienes que ver lo quelas madres modernas tenemos quehacer para que de mayores losniños no cojan una motosierra y seconviertan en psicópatas asesinos.»

—¿Y qué es eso del PEKiP?—le había preguntado yo conrecelo.

—Es el Programa Prager parapadres e hijos —me explicóJohanna, y automáticamente meentusiasmé. Eso sí que estaba bien,era un invento magnífico, una ideagenial, pensé con regocijo.

Evidentemente no había oídobien lo que dijo y entendí«Programa Prada para padres ehijos».

El PEKiP es una reunión de

bebés desnudos a los que tienden enunos colchones de goma dentro deuna habitación calentita para quesus motivadas madres los estimulendesde su más tierna edad. Yoenseguida me sentí incómodaporque no era capaz de recordar laletra de las canciones infantiles quecantaban a coro ni los nombres delos demás niños, y eso quefacilitaba bastante las cosas elhecho de que dos de los ocho niñosse llamaran Emily, una Emilia yotra Amelie. Hice un comentario

totalmente inofensivo al respecto,pero no fue muy bien recibido enese ambiente.

Las madres son, en todo lo quese refiere a sus bebés, áreas sinsentido del humor. Además, enaquella habitación asfixiante yo erala única mujer sin falta de sueño,sin manchas de puré de calabaza enla camisa o restos de leche resecaen el pelo.

Resulta absolutamenteimpresionante comprobar cómo unapersona que antes era crítica,

irónica y abierta de mente puedeperder cualquier asomo deobjetividad y la capacidad de tomardistancia de la noche a la mañana alconfrontarse con su propio bebé.

¿Cómo podría entenderse si noque la mayoría de los padres esténtan felices con sus hijos? En PEKiPvi con total claridad que las madresno se hallan en disposición depercibir el aspecto y elcomportamiento de sus hijos conobjetividad.

A las caras de pan sin cuello

ni nariz y sin ningún tipo deestructura reconocible las llaman«cara con personalidad» y a lasinformes protuberancias comopatatas carnosas que parecenhelipuertos «narices conpersonalidad». A los histéricoschillones con un desarrolladoinstinto agresivo sus madres losdescriben como «muy despiertos»,mientras que a los niños máscobardes que se asustan por todo ytienden a sufrir cólicos y diarreaacostumbran a adularlos y a

catalogarlos como «muy sensibles einteligentes».

Con las madres no se puedemantener una conversación normalni hacer cosas normales. Hanolvidado completamente loespantoso que es para una personacon una percepción normal sentarseen un café y verse invadido depronto por cuatro madres, cuatrocochecitos, cuatro bolsosgigantescos llenos de pañales ycuatro bebés de los que tres estángritando.

Han olvidado que un pañalbien cargado desprende un olor quesólo toleran los parientes de primergrado del sujeto causante de dichoolor y que para los demás resultaextraño que una madre se inclinesobre su bebé en un autobúsatestado y grite sin reparo:«¡Aymichiquitínrequetebonitoqueregorditoqueseestáponiendo!»

Hace poco, en una cena oficialen Stade, tuve la mala fortuna desentarme a una mesa con tresparejas de padres recién sacados

del horno. Al principio empezarona hablar de los lugares donde elbebé había vomitado ya—«Leopold adora la camisa delesmoquin de su papá»— y decuáles eran las nanas más eficacespara dormirlos: «El mío necesita demedia tres “La le lu” y dos “Weisstdu, wie viel Sternlein stehen?” ymedio.»

Después de todo eso alguienpreguntó:

—Y ¿cómo llamáis vosotros algran tema del niño?

¿El gran tema? Pensé que nohabía oído bien. ¿Iba a tener queaguantar, justo antes del primerplato, una conversación sobre cacasde niños?

Todos los comensales entraronal trapo de la conversación congran entusiasmo y sin planteárselo.

—Popó —exclamó OlafHildebrandt, un prestigiosoabogado fiscal.

—Cagarruta —replicó WalterBerg, representante empresarial delsector de la electricidad—. O

cacotas. Depende del olor y de laconsistencia.

—Caqui —susurró KarenKemmer, en posesión de undoctorado en biofísica.

—¿Caqui? —preguntósorprendido el señor Berg—. Asíse llama nuestra au-pair.

Oh, no, eso desató carcajadasen toda la mesa.

Hasta que alguien preguntó: ¿Yse puede saber qué tiene de malo lapalabra «caca», sin más?

Fui yo.

De pronto todos se callaron,perplejos, y el camarero, que estabarecogiendo los cuencos de la sopa,preguntó si no nos habían gustadolos entrantes.

El curso de PEKiP fue paramí, como mujer que no tiene hijospero quiere tenerlos, un verdaderoreto y un obstáculo difícil desuperar.

Sammy, eso sí, se lo pasó engrande arrastrándose entre gemidosy babas mil por los colchones, sehizo pis encima de una niña, una de

las Emilys, por supuesto, y ya alfinal de la sesión se cagó en mediodel túnel de tela.

Yo no le di importancia. Dipor hecho que, si decides permitirque unas criaturas con escapespermanentes e incapaces todavía decontrolar sus esfínteres gateen yretocen libremente desnudas, no teextrañará encontrarte algún que otroregalito por ahí.

Sin embargo, la moderadoradel grupo, que desafinaba como unacondenada y probablemente había

arruinado cualquier posibilidad deque aquellos niños tuvieran unfuturo en el mundo de la canción yla música, no compartía mi visiónnatural del asunto. Entre miradasfuriosas y un silencio cargado dereproches, limpió el túnel de telacon una dosis de Sagrotan con laque habrías podido limpiar unacasa entera llena de incontinentesmeoncillos.

Me marché de aquel lugar conlos nervios desquiciados yprecisamente fue Theresa la que me

propuso que fuésemos a tomar uncafé juntas. Qué maravilla, sentarseal fin con alguien que no hablase deniños y no llevara puesto un jerseyvomitado o tan destrozado que no leimportase que se lo vomitaran.

—¿Qué tal te va? —lepregunté a voz en grito a Theresa,porque el nivel de decibelios en lafiesta de Cosima-Valerie ya habíaalcanzado cotas insoportables.

—Mal. Lo único que meconsuela es que he traído dosbotellas de vino blanco,

supuestamente como regalo. Sinalcohol no soporto estas fiestas decumpleaños. Y sinceramente, tútambién tienes cara de necesitar doso tres copitas.

Asiento y la sigo sin decirnada pero profundamenteagradecida hasta el balcón, dondeha escondido las dos botellas detrásde una caja de zumo biológico deruibarbo.

—¡Chinchín, Vera! Brindemosporque me he arruinado la vida enlos últimos tres meses.

—¿Qué ha pasado?—No he podido perdonarlo.—¿A quién no has podido

perdonar?—A mi novio. Me estaba

engañando y no he podidoperdonarlo.

—¡Pero eso está muy bien!—No tengo más familia, soy

madre soltera y mi hija pequeña mepregunta todas las noches cuándoviene su papá. No me digas que esoestá muy bien. Maldigo el día enque descubrí la verdad. Ya sabes

que los hombres por principio loniegan todo durante todo el tiempoque pueden. Son capaces de estarenrollándose con la amante y seguirdiciendo que casualmente pasabandesnudos por allí y se cayeronencima de ella. Yo quiseasegurarme, porque salvo un par demensajes comprometidos en elmóvil y la sensación de que algo noiba bien, no podía probar nada. Asíque decidí espiarlo y esperar almomento oportuno.

—¿Y cuál era el momento

oportuno?—El clásico. Kai dijo que

tenía que asistir a unas jornadas dedos días en Tegernsee. Mi mejoramiga Anna y yo lo seguimos aescondidas. En el hotel, Annasobornó al hombre del servicio dehabitaciones con trescientos euros.A cambio él se comprometió aavisarnos cuando Kai pidiera unabotella de champán. Poco despuésde las nueve comenzó la acción.Kai había pedido una botella deTaittinger con frambuesas cubiertas

de chocolate. Yo conocía lacombinación. A mí me cameló igualen nuestra primera cita. Al oír lapuerta, pensó que era el servicio dehabitaciones que le llevaban elpedido, y abrió.

—¿Y qué pasó? ¡Es como unapelícula!

—Sí, sólo que es mi vida. Yen la realidad eso de irrumpir hechauna furia en la habitación,arrancarle la colcha de la cama a laamante de tu marido, lanzar su ropapor la ventana y gritar «¡Lárgate de

aquí, zorra!» no tiene la mismagracia que en las coproduccionesfrancoalemanas de las ocho ycuarto. Lo que sucede es que tepones a ti y a todos los demás enridículo. Fue bochornoso yhumillante, y ninguno podrá olvidarese mal trago. Ahora me arrepientode no haberme quedado en casa.

—¡Pero el que te engañaba eraKai! ¡El único que tiene la culpa esél!

—¿Crees que es cuestión deculpa? ¿Quién es más culpable, el

que engaña o el que no es capaz deaceptar el engaño? Yo no lo tengomuy claro.

—Mi suegra ha vividoveinticinco años sabiendo que sumarido tenía una amante, y nuncadijo nada.

—Una mujer lista. Lo mejor detodo, por supuesto, es no enterarsede que te engaña. Así no tienes quefingir que todo está bien porque deverdad crees que todo está bien.

La verdad es que yo no acabode verle mucho sentido a esa

lógica.—Ya sé lo que me vas a decir

ahora, Vera: que si la verdad, y lasinceridad, y la lealtad. Yo pensabalo mismo antes. Pero visto entérminos realistas, hay que escogerentre la felicidad y la verdad.Alcanzar las dos cosas a la vez esimposible. Si yo no me hubieraempeñado tanto en saber la verdad,hoy en día mi familia marcharíaviento en popa.

—¿Viento en popa?—Sí, o por lo menos igual que

todas las demás relaciones depareja que conozco que marchansupuestamente viento en popa. ¿Quéha sido de esas parejas felices quedespués de diez años siguenperdidamente enamorados y seaman con locura? ¿Esas quemantienen relaciones sexualesapasionadas, y son fieles, y crían alos niños, van a trabajar, tienen uncírculo de amigos fantástico y salena cenar una vez a la semana a surestaurante favorito y mantienen unaconversación cariñosa y

constructiva sobre su relación? Esono existe. Siempre hay que cederpor algún lado. ¿Que tu pareja esfiel? Quizás es porque es feo y notiene autoestima y entonces noencuentra a nadie con quienengañarte. ¿Tu pareja es infiel? Talvez resulta que es un padrazo y tehace reír. ¿Tu pareja es un inútilcon el taladro y se olvida de tucumpleaños? ¡Pero a lo mejor no tehas aburrido ni un segundo con él!Antes de marcharte porque echas demenos algo, tienes que pararte a

pensar en lo que tienes.—Perdóname, pero eso que

dices suena bastantedescorazonador.

—Ahora empiezas aentenderme. No hacerse ilusioneses la única forma de que lasrelaciones funcionen y se mantenganen el tiempo.

—Si lo tienes tan claro, ¿porqué no perdonas a Kai?

—Demasiado tarde. Ya noquiere volver conmigo.

Theresa llora. Yo guardo

silencio.Un niño con una rabieta

terrible grita «¡Yo también quieroun cumpleaños ahora mismo!».

—Y tú, Vera, ¿tú tambiénhaces concesiones?

—Sí, pero ninguna que mepese.

Me da la impresión de que hasonado de maravilla, y me quedounos segundos escuchando absortael eco de unas palabras que mecausan impacto.

Acto seguido me pongo a

pensar si lo que he dicho es cierto,hasta que de pronto una escenadesagradable me arranca de misprofundos pensamientos.

—¡Tía Vera! ¡Amanda me havomitado en la cabeza!

Rápidamente abandonamos lafiesta, Sammy oliendo a rayos y yohaciendo eses y abrumada por lasdudas. ¿Verdad sí o verdad no?¿Cuánta sinceridad es capaz desoportar el amor?

He leído que al menos untercio de las mujeres suelen fingir

el orgasmo por la sencilla razón deque prefieren gemir cuatro veces apasarse toda la noche hablando.Supuestamente la mitad de loshombres y el cuarenta por ciento delas mujeres son infieles. Elresultado, en Alemania, soncuarenta mil niños al año derelaciones extramatrimoniales.

Son cifras impresionantes queno he olvidado a pesar de que porlo general mi memoria es pésima yya he tenido que ir al banco tresveces a que me recuerden el

número PIN de mi tarjeta decrédito.

Uno queda en ridículo cuandootorga valor a la fidelidad. Hoy endía no puedes admitir en públicoque no engañas a tu marido. Quedascomo una tontaina que vive en otromundo, como una pacata anticuadaque no sabe disfrutar de la vida y elamor.

Las mujeres modernas seacuestan con el profesor de pianode su hija sin mala conciencia, ycuando retozan en las sudorosas

sábanas de látex, cantan como nanauna canción de Marlene Dietrich:

No sé a quién pertenezco,pero sí sé que sería una

lástima pertenecer a uno solo.Si ahora mismo te jurase

fidelidad a ti,estaría haciendo infeliz a otro

a la vez.Debe acaso algo tan hermoso

gustar sólo a uno,cuando el sol y las estrellas

nos pertenecen a todos.

No sé a quién pertenezco.creo que sólo me pertenezco a

mí.

Bah, yo sé a quién pertenezco,y la verdad es que hasta ahora meresultaba tranquilizador. Es cierto,a veces me ha parecido que mi vidadecente junto a un hombreprevisible en una apacible ciudadde provincias era un poco aburrida.Pero eso es lo que me he pasadobuscando los treinta y tres añosanteriores. En las fiestas

escudriñaba el material masculinocon mirada estudiada porque mepreocupaba que justo ese díaanduviera por allí el hombre de mivida y yo no supiera darme cuenta.

Me he enamorado del hombreequivocado y me he desenamorado,he bailado y llorado y me he pasadonoches enteras al teléfono.

He rehuido del amor y me herefugiado en el trabajo. Me maté atrabajar doce horas al día en unaagencia de publicidad de Hamburgodurante tres años, y aun así durante

un año y medio encontré tiempopara acostarme una vez a la semanacon mi jefe. Obviamente él tampocoera mi hombre; estaba casado. Lanoche que su mujer se puso de partoél estaba conmigo.

Y cuando al fin dejé decreerme toda esa historia de que ibaa separarse muy pero que muypronto y le apunté con una pistolaen el pecho, me quedé sin amante ysin trabajo en un mismo día.

Y entonces reemprendí labúsqueda. Organizábamos

divertidas noches de solteras,leíamos divertidos libros parasolteras y mirábamos en televisióndivertidas series de solteras queintentaban por todos los mediosdejar de ser divertidas mujeressolteras.

Celebrábamos nuestro estado.Y suplicábamos a los cielos quedurase lo menos posible. Y cadavez que el grupo de las divertidassolteras perdía a uno de susmiembros porque se enamoraba, secasaba o se quedaba embarazada, el

resto lo celebrábamos con mayordesenfreno y locura. Un grupo querecordaba cada vez más a laorquesta de baile del Titanic, quecontinúa tocando para luchar contrala desesperación de sentir que sehunde.

Y entonces me encontróMarcus.

Yo estaba sola en la barra, mesentía como ausente, como si micorazón se hubiese detenido.

Llevaba muchos años sin pasarpor allí, pero ese día albergaba la

esperanza de que la experiencia devolver a encontrarme con viejosconocidos y ver que había cosas enla vida que nunca cambiaban, comosolía ocurrir siempre, meconsolase.

Era Nochebuena, poco antesde medianoche, y en el Club Balude Stade nos reuníamos, comotodos los años, la gente de mi edadque regresaba a casa por Navidadcon los que vivían en la ciudad. Yahabíamos abierto los regalos, lospadres se habían ido a la cama y

era hora de celebrar que volvíamosa vernos.

Reconocí a Marcus al instante.Tenía la espalda más ancha, el

rostro más anguloso y varonil. Ibamejor vestido que antes y parecíamás decidido, aunque para mísiempre sería el chico que me dabaclases de refuerzo de matemáticasinútilmente y con el que me habríaencantado perder la virginidad a loscatorce años.

No llegamos a ese puntoporque Marcus no me correspondía

y mi padre lo despidió el día quevolví a casa con unas notas dematemáticas tan malas como las deantes.

Marcus levantó la copa, yo losaludé con la cabeza y, mientras sedirigía a mí abriéndose paso entrela gente, pensé que ya no llegaba atiempo para rescatarme.

—¡Vera Hagedorn!¡Cuantísimo tiempo sin verte!¿Cómo te va?

—Acaba de morir mi madre.Hace cuatro horas.

Una hora más tarde meencontraba debajo de MarcusHogrebe en el colchón de noventacentímetros de cuando era niña. Lassábanas amarillas con grandesflores blancas eran casi tan viejascomo yo.

Encima de nosotros habíacolgado un póster de Nena de 1984.Yo había escrito la letra de micanción favorita con la letraambiciosa y dinámica de una

adolescente de catorce que juega aser adulta.

Todo está a oscuras, en casano hace falta luz.

Las ventanas están cerradas,pero nada

ha cambiado mucho.Todo sigue exactamente igual

que antes,aunque vacío y abandonado.Los malos tiempos pueden

volverme loco,necesito volver a ver la luz

del sol.No poder olvidar es el

principio del fin.El reloj detenido señalaque algo está llegando a su

fin.

Mi padre me llevó por aquelentonces a tres conciertos de Nenaen Münster, Bremen y Düsseldorf.Para mí fue una vergüenza porquecon catorce años yo me sentía másadulta de lo que luego me hesentido jamás. De todos modos

nunca entró conmigo en el pabellón,sino que se quedaba esperándomeen el coche.

Cuando me marché de casa,nada cambió en mi habitación,salvo que a partir de ese momentoutilizaron mi armario ropero paraguardar las mantelerías y lassábanas. Tras la muerte de mipadre, mi madre metió allí el trastodesvencijado de hacer remo de mipadre, que afeaba la habitación,pero que protegió su corazón antesde sufrir el infarto.

Un año y medio más tarde ellamurió de cáncer. Nunca fue unapersona a la que le gustara estarsola.

La noche después de quemuriera dije adiós a mi infancia, yal mismo tiempo regresé a casa:Marcus y yo, ante los ojos de Nenay bajo las sábanas amarillas nosconvertimos en una pareja.

Por fin había llegado adondequería.

Todas las mujeres esperan alhombre de su vida, pero mientrasesperan acaban casándose.

IRIS BERBEN

No me puedo creer que estospechos sean míos.

Si el escote representa esa finalínea que define dónde se sitúa elbuen gusto de cada cual, es posible

que ahora mismo la línea de mibuen gusto esté situada a la alturadel betún.

Pero la verdad es que ya nisiquiera importa.

Al fin y al cabo en las últimasseis horas todo en mi vida se havuelto raro.

Ya nada es como era, o almenos nada es como yo suponía quesería. ¿Por qué iba a ser mi escoteuna excepción?

Me asomo una y otra vezabsorta al abismo profundo,

excesivamente prometedor yengañoso, que se abre a la altura demi pecho, y me admira que nadie sehaya acercado a hablarme de losdos entes extraños que llevoalojados en mi sujetador.

En la distancia corta he dejadode ser la mujer que era antes. Peroparece que nadie se ha percatado.¿Cómo puede ser?

A mi alrededor hay casiexclusivamente personas queconozco de la televisión. Ellos nome conocen, pero yo los conozco a

todos. Así que ¿por qué iba a darsecuenta alguien de que mi sujetador ymi existencia han explotado?

Veronica Ferres empuja alseñor Maschmeyer a través de lamultitud. Sin el bigote, esarepugnante y pornográficaescobilla, el hombre parecedirectamente antropomorfo. JanJosef Liefers da la impresión de sertan simpático y normal que estoydispuesta a abrirle mi corazón allímismo. La ex amante de OlivenKahn, que ahora sale con el ex

marido de Veronica Ferres, luce unvestido con el que consigue que unase olvide de que no es nadie.

Creo que hay presentes almenos dos mujeres que salieron conDieter Bohlen y tres que estuvieroncasadas con Lothar Matthäus.

El marido de Verona Pooth,antes Verona Feldbusch, ostenta unaspecto tan dudoso que me creo deinmediato todos los rumoreshorribles que circulan sobre él. Veoa Frank Elstner y de pronto meentran ganas de llorar porque llevo

viéndolo en televisión desde queera tan pequeña que no me dejabanver la televisión.

Mi corazón late más deprisabajo los trescientos gramos desilicona que llevo en sendospechos, uno de los diversos paresde prueba que Johanna me haprestado esta noche y que me hemetido en el sujetador. Se trata deuna imitación gelatinosa y de colorcarne en forma de gota.

—¿Forma de gota? —lepregunté escandalizada a Johanna,

porque no acababa de entender paraqué quería alguien hacerse unospechos nuevos exactamente igualesque los viejos—. Los míos yatienen forma de gota, para eso nonecesito que me anestesien.

Pero Johanna, que habíaacudido como mínimo a cuatrocirujanos plásticos para asesorarsebien, me aclaró:

—Sólo la gente vulgar se ponetetas como trampolines que hacenque cuando estás en la cama loshombres crean que van a explotar

en cualquier momento y les va atocar recoger los pedacitos. Lospechos perfectos son los queparecen unos pechos perfectamentenormales, es decir, imperfectos. Yome voy a poner sólo doscientosochenta gramos en cada lado. Hellegado a esa conclusión después desometerme a un sinfín de pruebascarísimas. Primero llevé globosllenos de agua en el sujetador,luego unas medias de seda rellenasde harina. Esos ensayos son muyimportantes para que pruebes la

sensación y calcules qué tamaño esel más adecuado para ti. ¿No te hecontado nunca que un día fui a ladroguería a comprar pañales y alcogerlos salió disparado uno de losglobos de agua y se rompió al caeral suelo? No te imaginas la cantidadde explicaciones que tuve que dar.Por cierto, ¿sabes que hay unadiferencia impresionante entre lasoperaciones de cirugía plástica quese practican en el norte y en el sur?En Múnich los pechos operadostienden a ser más grandes y tiesos

que en Hamburgo. En el sur lascosas suelen ser símbolo del estatussocial y es importante que losdemás vean el dinero que hasinvertido. Los disparates másdescabellados en temas de estéticase cometen, cómo no, en Renania.En los círculos del famoseo yaincluso se habla de los «labiosestilo Düsseldorf».

En ese instante hago undescubrimiento grandioso: ¡HeinoFerch! Está apoyado en unacolumna a menos de cinco metros

de mí. ¡Y está solo! Es unaoportunidad de oro para recuperarmi vida, mi ego y mi dignidad.

Una sola mirada, una palabrade reconocimiento, una sonrisa, unbeso para animarme, una noche deentrega y pasión con el señor Ferchy estaría curada para siempre.

Estoy a punto de devorar aHeino —en mi imaginación ya nostuteamos y espero un hijo suyo—con mi firme canalillo artificial desilicona.

Alcohol en sangre no me falta.

De pronto una criatura con almenos cuatrocientos gramos encada pecho —cómo me delata mimirada estudiada— aparece a sulado y le sonríe.

Un caso claro de «labiosDüsseldorf».

Heino le devuelve la sonrisa.Probablemente no quiere mostrarsedescortés. En realidad arde endeseos de reunirse conmigo, lonoto. Quedará fascinado por lanaturalidad propia del norte que mecaracteriza.

Le aliviará que debajo de miabultada pechera oculte unos senosauténticos de casi cuarenta años ycon forma de gota.

Me amará por ser una mujer deprovincias, porque todavía no heaparecido nunca en una película ysoy una mujer normal y corrienteque, como una de cada dos mujerescorrientes, ha sido engañada por sumarido no menos normal ycorriente.

Se me encoge el estómagocomo una ostra viva a la que

acabaran de rociar con zumo delimón.

Me planteo si debería ponermea llorar.

—¿Qué? ¿A que noexageraba?

Johanna se coloca a mi lado yme pasa una copa de champánrosado. Aquí lo regalan. Estamosencantadas. Desde el entierro deBen no hemos vuelto a cogernos unacogorza de champán.

—¿Has visto a Heino? —lepregunto por lo bajo, impresionada.

—Como verás, la vida puedeofrecerte algo más que unconstructor de retretes.

—Perdona que te diga, peroMarcus es el titular único de unestudio de reformas de cuartos debaño suprarregional con empresade instalaciones incorporada. Yademás, ¿no habíamos acordadoque no íbamos a hablar del temaesta noche?

—Tienes razón. ¿Qué tal conmis tetas en tu sujetador? Yo creoque te sientan bien, te quedan

estupendas. Tienes una complexiónque pide unos pechos más grandes.Podrías ponerte hasta cuatrocientosgramos. Creo que todavía tengo panrallado en casa. Por si quieres irpracticando...

—No gracias. En mi opiniónuno tiene que sacarle todo elpartido que pueda a lo que le hadado la naturaleza, y aceptarse talcomo es.

—¡Salud, pueblerina!—¡Salud, sexybomb!Johanna está verdaderamente

despampanante. Su cuerpo esbelto ylos nuevos pechos —que le sientande maravilla— resaltan en elinterior de ese vestido de nochediseñado especialmente para ella.Se ha peinado la rubia cabelleracon unos rizos al estilo añoscincuenta y su pálida tez contrastacon el rojo oscuro de los labios, elrimel de las pestañas.

Su aspecto es el de unaauténtica diva. Justo la clase demujer que despierta miedo yrespeto por igual en los hombres. Y

eso es precisamente lo que ella sepropone hoy.

—La recepción anual delembajador ruso es el marcoperfecto para anunciar mi regreso alsector y hacer gala de mis seis mileuros en tetas nuevas —dice—. Eledificio de la embajada es de losmás imponentes de la ciudad. Poreso allí se reúne todo el que tienedinero o glamour.

Y allí nos encontramos ahora,dos mujeres bien dotadas en unaestancia imponente con tarima de

madera en el suelo y el techodorado. Johanna saludando a suscolegas del gremio eintercambiando frases con unos yotros.

—Es fantástico —resoplaentre charla y charla—, ¡por finquedaré reducida a mis pechos! ¿Tehas fijado que hasta el yogurín deDaniel Brühl se ha quedadomirándome el escote? Me encantano tener que demostrar cada cincominutos que soy inteligente y tengosentido del humor. Sacas las tetas y

cierran la boca, así de fácil. Merecuerda mucho a mi embarazo.

Ciertamente durante elembarazo los pechos de Johannacausaban impresión. Y su inmensabarriga también. He perdido lacuenta de la cantidad de copas,floreros y adornos que serompieron en esa época porqueJohanna se equivocaba una y otravez al calcular su radio de giro.

En el último mes y medio yaapenas podía moverse y sóloutilizaba los pies para hacer los

trayectos imprescindibles. Engordóveintidós kilos y, cuando leyó enalguna parte que las embarazadasque ganaban mucho peso podíanacabar con los pies planos yaumentar una talla de calzado acausa del exceso de kilos, quedótraumatizada. Algo comprensible,por otro lado, sobre todo cuandoconoces la colección de zapatos deJohanna y tomas conciencia de queel número de pie es probablementela única talla invariable a lo largode la vida de una mujer.

En ese instante se nos acercaun hombre. A mí me suena de algo,pero no consigo recordar en quéserie lo he visto. Debía de ser elguardabosques de una serie de lanoche o tal vez un médico rural.

Le doy un codazo a Johanna ensu huesudo costado.

—¿De qué me suena ese tipode ahí?

—Es el hombre que conoce tuentrepierna mejor que ningún otro.¡Buenas noches, doctor Dietrich!¿Se acuerda de mi amiga Vera

Hagedorn? La mayoría de las vecesla ha visto desnuda, pero seguroque le pasa lo mismo con casi todaslas mujeres a las que conoce aquí.

Siento deseos de que metrague la tierra, pero el doctorDietrich —especialista enreproducción asistida de la clínicaBabyhope que nos había extraídoovocitos tanto a Johanna como a míy nos los había devuelto fecundados— sonríe con expresión alegre y meda un cariñoso apretón de manos.Probablemente no está

acostumbrado a que lo saluden enpúblico.

Al igual que los cirujanosplásticos, los agentes judiciales ylos candidatos de los cástings, losginecólogos en general y los que sededican a la reproducción asistidaen particular pertenecen a esa clasede personas que uno no deseaencontrarse fuera de su entornonatural.

¿De qué vas a hablar conalguien de quien no sabes nadasalvo que conoce todas tus

intimidades? ¿Con alguien queacaba de descubrir que tienes unhongo vaginal y con quien teencuentras por casualidad unashoras más tarde?

No, yo creo que esas personasdeberían quedarse en casa opermanecer con sus iguales. Haycongresos médicos estupendosdonde pueden ir a divertirse sindejar en evidencia a otras personas.

Una vez más Johanna es laúnica persona que no es en absolutoconsciente de lo incómoda que

resulta la situación y se pone acharlar sin ninguna clase de reparo.

—Me encantaría saber acuántas de las mujeres de esta salaha dejado embarazadas usted.¿Podría calcular el porcentajegrosso modo o es algo que elsecreto profesional le impiderevelar?

—Me temo que sí. Sinembargo, hay una de ellas a la quepuedo presentarles oficialmente:señora Zucker, señora Hagedorn,mi esposa Katja, la madre de mis

dos hijos.Esposa Katja sonríe con

escrupulosa corrección política ypor supuesto se abstiene depreguntar de qué conocemos a sumarido.

—Una fiesta fabulosa, ¿nocreen? —comenta y, tras un minutoy medio de comunicación más bienplomiza sobre que en Mallorca hayrincones encantadores al margendel turismo de masas, el matrimonioprosigue su camino y decide irse aaburrir a otros.

Los seguimos con la miradaasombradas.

—¿Te acuerdas? —preguntaJohanna.

Yo asiento con una sonrisa dealegría.

Claro que me acuerdo.Me coloqué a su lado, la cogí

de la mano y sentí miedo ysupliqué. Era la última oportunidad.Ben había muerto hacía casi un año,y me admiraba que Johanna, contodo lo que había pasado, no sehubiera venido abajo.

La ex mujer y la hija de Ben ledejaron muy claro que no querían niverla en el entierro oficial. Durantela lectura del testamento se portarontan mal con ella y fueron tanagresivas que yo estuve a punto deponerme violenta.

—Como la vea algún díamerodeando por su tumba, ¡le sueltoa mi perro! —la amenazó la exesposa de Ben—. No crea que nonos hemos dado cuenta de localculado que lo tenía. Seducir a unhombre rico y anciano y esperar

que muera pronto para heredar.Yo empecé a temblar de pura

indignación al escuchar esaacusación porque Johannaúnicamente iba a heredar el áticoque compartían en Alexanderplatz.La empresa, tal como había pactadocon Ben, fue para la hija, y todossus bienes personales los destinó auna fundación sin ánimo de lucroque se dedica a construir parquesinfantiles en Israel para que losniños israelíes y palestinoscompartan una zona de juego.

—Ben ya me ha dejadosuficiente —dijo Johanna—. Másque suficiente.

Al final del entierro de Ben, enel cementerio judío de Weißensee,Johanna cantó una canción deWarren Zevon:

Si te dejo no es porquete haya dejado de querer.Manténme un tiempo en tu

corazón,consérvame en tus

pensamientos,

llévame a tus sueños,tócame cada vez que me veas.Cuando llegue el invierno,deja la chimenea encendiday yo me quedaré a tu lado.Si te dejo no es porquete haya dejado de querer.Manténme un tiempo en tu

corazón.

Después no volví a verlallorar.

—Si queréis que descanse enpaz al otro lado, reíd y bebed

cuando penséis en mí —nos habíadicho Ben—. La gran tragedia de lavida no consiste en que los hombresmueran, sino en que dejan de amar.Si imaginásemos una vida sin lamuerte, querríamos matarnos todoslos días de pura desesperación.

Unas semanas después delentierro Johanna vendió el ático,invirtió la mayor parte de losmillones y con el resto se compróun piso de tres habitaciones enPrenzlauer Berg con ascensor ybalcón a dos pasos del parque

infantil de la torre del agua.—Ideal para niños —dijo

riendo. A mí tanto optimismo meproducía pánico.

Sabía por qué estaba tantranquila. Porque estabadepositando toda su esperanza en laverdadera herencia de Ben: su hijo.

Y me invadía el pánico alpensar que quizá esa vez tampocofuncionara y que perdería a Ben porsegunda vez, porque el diagnósticodel doctor Dietrich fue bastantedescorazonador. Ya sólo quedaba

un óvulo fecundado de las dosfecundaciones in vitro que Johannay Ben realizaron durante el pocotiempo que estuvieron juntos, y elóvulo llevaba congelado en elsótano de la clínica Babyhope casiun año.

—Es bastante poco probableque el blastocito aguante ladescongelación —le habíaadvertido el doctor Dietrich—. Yen caso de que aguante, lasprobabilidades de que se implante,madure, resista las primeras doce

semanas y logre prosperar hasta elparto están por debajo del cincopor ciento.

—Con un cinco por ciento mebasta —respondió Johannaimpasible, y me pidió que estuvierapresente en la transferencia y fuesela madrina.

Dos semanas más tarde mellamó para decirme que esperaba unniño de Ben Zucker.

Estaba convencida de que ibaa ser niño; se llamaría Samuel.Aunque al principio lo llamábamos

el Capitán Iglú en honor al tiempoque había vivido en la cámara decongelación, o a veces, después delcomentario cruel pero acertado quehizo Johanna, el «último mono».

Nadie salvo Johanna, el doctorDietrich y yo sabe quién es el padrede Sammy.

—Ya es mala suerteenamorarse de un ginecólogo —ledigo a Johanna cuando elmatrimonio Dietrich ya no puedeoírnos—. ¿No te parece que losginecólogos son un gremio tan poco

atractivo como los de las brigadasantiplagas o los sepultureros?

—El tuyo hace retretes y tepone los cuernos. Tampoco esningún dechado de virtudes.

—Marcus nunca te cayó bien.—Cierto. Pero si hubiera

pensado que era el hombreadecuado para ti, me habría dadoigual y habría mantenido la bocacerrada.

—¿Tú sabías desde elprincipio que esto pasaría?

—Al contrario. Era tan

aburrido que no lo creía capaz detener una aventura. Como tú biensabes, yo no condeno en esencia lasinfidelidades, pero sí condeno a unhombre que no es lo bastante buenopara mi mejor amiga y encima laengaña. ¡Abre los ojos de una vez!

—¿Para ver qué? ¿A una tía apunto de cumplir los cuarenta conunos pechos prestados, sin hijos,engañada y con unas caderasinmensas pero sin culo ni trabajofijo? Fantástico, soy el premiogordo, no me digas más.

Una lágrima gigante resbalapor el dorso de mi mano. Me hepintado las pestañas con rimelresistente al agua, pero de todosmodos, con el rimel corrido, no mehabría sentido peor de lo que ya mesentía.

Una mano que aparece pordetrás se posa en mi cadera decampesina, y una voz falseada dehombre exclama con júbilo:

—¡Buenas, señoras! ¡Pareceque todavía puede arreglarse lanoche!

—Tú podrías dar mucho másde ti.

Erdal Küppers me mira comoun obrero a una viga de acero quede pronto ha cedido.

—¿Quieres decir que Veratiene la culpa de que Marcus lahaya estado engañando? ¿Que lafidelidad es una cuestión de índicede grasa corporal?

—Exactamente, Johanna. Laautoestima también está relacionadacon el índice de grasa corporal. Yosoy un buen ejemplo de ello.

Durante la cura ayurvédica quehicimos perdí tres kilos, y despuésconseguí mantener relacionessexuales con la luz encendida yhasta me atreví a colgar un espejoencima de la cama. Ahora he vueltoa ganar seis kilos y cuando estamosen la cama me dedico a intentarcolocar mi barriga, que ya no hayforma de disimularla, de tal maneraque no proyecte una sombragigantesca o me impida ver a mipareja. Amigas mías, creedme, unospechos caídos no son nada frente al

tormento que me supone a mí mibarriga. Al menos vosotras podéisdejaros puesto el sujetador push-upen la cama. Sí, yo me avergüenzo,pero no me avergüenzo delante deKarsten, que por increíble queparezca me quiere tal como soy, meavergüenzo ante mí mismo. Yo soyel que no se quiere tal como es. Elque se siente a gusto consigomismo, tiene mayor autoestima, y elque tiene mayor autoestima, no estan fácil de engañar, o no le da tantaimportancia, o al menos puede

reaccionar como es debido.—¿Y a qué llamas tú

reaccionar como es debido? —pregunta Johanna con escepticismo.

Yo me limito a escucharloshablar sobre mis conflictospersonales y mi futuro, y mientrastanto voy picando de las bandejasde canapés de caviar, champán ychupitos de vodka que el diligenteservicio de camareros me ofrececon regularidad.

Desde que Erdal nosacompaña, nos tratan como reyes,

porque su empresa «Food.com» esla que se encarga del catering. Elencargo lo consiguió a través de sunovio, Karsten, que trabaja enBerlín y está muy bien relacionado.

—Deberíamos actuar endiversos frentes —dice Erdal conun brillo en los ojos—. Por un lado,tenemos que descubrir quién es esainfausta Karabella. Por otro, Veradebería trabajar en la optimizaciónde su ego y su cuerpo. A esterespecto yo ya tengo planesconcretos. Y paralelamente a los

puntos uno y dos, deberá intentarencontrar a un hombre.

—Pero yo no quiero unhombre nuevo —protesto mediobalbuceando.

El alcohol que llevo en lasangre comienza a hacer efectojusto en ese momento y convierte mipetulancia en melancolía.

—Querida, cuando te hayassometido a mi programa, no podrásquitarte a los admiradores deencima. Y eso que perteneces algrupo de las que más cuestan:

mujer, cuarentona, desesperada yque quiere ser madre. Piénsalo: lasgrandes mujeres necesitan grandesdiamantes. Y tú eres una granmujer. Y encima dentro de pocoestarás delgada.

—¡Palomita! Marcus era elhombre equivocado ya antes de quete engañase con esa Karabella —lointerrumpe Johanna—. Amas pordebajo de tus posibilidades.Tómate todo esto como una patadaen el culo que te obliga a cambiarde rumbo. Detrás de toda gran

mujer hay un hombre que haintentado detenerla. No dejes quesigan deteniéndote, palomita.¡Asume el papel protagonista de tuvida!

Me despierto y tengo quecerciorarme de que no lo he soñadotodo. El alivio que uno sientecuando consigue despertar de unapesadilla y abrir los ojos no llega.Mi pesadilla no es un sueño, y mesiento como si me estuviese

desangrando por dentro.Johanna está tumbada a mi

lado y ronca como un marineroafectado por la gripe porcina. Medesplazo de puntillas hasta el cuartode baño, maldigo el alcohol, eldolor de cabeza que tengo y elhecho de que la noche anterior mehaya olvidado de introducir laslentillas en el líquido.

Pestañeo con los ojos secosfrente al espejo y veo que miaspecto es bastante peor de lo quecreía. Soy una maldita ruina, tengo

la piel manchada de haber llorado,las comisuras de los labios caídashasta los pezones y un pelo cuyaconsistencia es una mezcla rara amedio camino entre las greñasalborotadas y lacias; un estado en elque uno no suele verse a menudo.

Son las cinco de la madrugaday, si pudiera, yo también meengañaría con una Karabella.

¿Qué aspecto tendrá ella?¿Qué edad tendrá? ¿Será más joveny guapa que yo? ¡Espero que sí! Noquiero ni pensar que mi marido

pueda habérmela pegado con unamujer de mi misma edad o inclusomayor, rechoncha, con las rodillasrollizas y un doctorado en físicacuántica. ¿En qué lugar me dejaría amí? ¿Cómo iba yo a contar algo asíen mi círculo de amigos? ¿Mimarido me ha dejado por una mujercon más arrugas, más grasa y máspersonalidad? Nadie locomprendería.

Camino con sigilo hasta elestudio de Johanna y abro elportátil que en un acto de gran

generosidad Marcus me ha prestadopara esos días en Berlín.

Y que el día anterior, a lasquince horas y treinta y dosminutos, me destrozó la vida.

Ocurrió cuando quise empezara revisar el texto de Damenwahl, laobra de Johanna, porque, pordesgracia, ella estaba en lo cierto.La obra era sosa y aburrida y notenía prácticamente nada que vercon lo que yo le había propuesto.La noche que vi a Judy Winterhaciendo de Marlene Dietrich en el

teatro de Stade se me habíaocurrido una idea.

El gran regreso de JohannaZucker debía ser un emocionante yvibrante programa propio de unadiva: los mejores textos y cancionesde figuras tristemente famosas comoZsa Zsa Gábor, Hildegard Knef,Coco Chanel, Pippi Langstrumpf yKarl Lagerfeld.

En este caso la versión que lehabían presentado constabaúnicamente de las canciones máslentas de Edith Piaf y los textos más

oscuros de Ingeborg Bachmann.Nada que despertase el deseo desalir a comprarse una barra delabios roja y fugarse con undesconocido. No me quedaba otroremedio que reescribir elespectáculo de principio a fin.

Cuando fui a encender elportátil me di cuenta de que estabaen reposo. Por lo visto Marcus sehabía olvidado de apagarlo.

Le di un golpecito en laalfombrilla táctil y en la pantalla seiluminó la página del Facebook.

Yo no acababa de verle lagracia a las redes sociales deinternet. ¿Para qué buscar nuevosamigos por la red cuando apenasencuentras tiempo para cuidar a losque tienes en la vida real? Depronto aparecen en tu pantallapersonas a las que teníascompletamente olvidadas —y lastenías olvidadas por algo— y derepente quieren ser tus amigosvirtuales para darte la lata todos losdías con las novedades de susaburridas vidas y sus monótonas

ideas.Siento un respeto saludable y

natural, creo yo, hacia internet. Meinquieta y me desconcierta, y encuanto recibo algún correo nodeseado en el que me ofrecenfórmulas para alargarme el pene oViagra a un precio de lo másventajoso lo borro en cuestión desegundos porque me da miedo queme contagien algún virus, que losgusanos se cuelen por el cable,encuentren todas mis contraseñas ylas descodifiquen, me vacíen la

cuenta bancaria, divulguen porFacebook toda clase de mentiras yvídeos donde aparezco desnuda yacaben por destrozarme la vida.

En una ocasión leí el caso deuna mujer que fue asesinada por sumarido de la manera más tontacuando él descubrió que habíacambiado el estado civil enFacebook de «casada» a «soltera».Vamos, hombre, esa clase de cosasson inadmisibles.

«Para mí Facebook es unaobligación profesional —me había

explicado Marcus—. Ahí cultivolas relaciones con los minoristas ypuedo llamar la atención de clientespotenciales sobre ofertas especialesy descuentos.»

No sé muy bien por qué mepicó la curiosidad. Hasta ese díanunca me interesó. Dicen que laocasión hace al ladrón, y la verdades que la vida me sirvió en bandejade plata la ocasión de echar unvistazo a una parte de la vida deMarcus a la que normalmente notenía acceso.

No puedo evitarlo. Si mepresta su ordenador y no se acuerdade cerrarlo correctamente... Si unapuerta no está cerrada, uno puedetraspasarla, ¿no? ¿Eso es espiar?Yo creo que no. Si alguien se ponea tu lado a hablar por teléfono a vozen grito no puede pedir que te tapeslos oídos para no oír nada.

A pesar de esa lógica tanaplastante tuve la sensación de queme adentraba en territorioprohibido, al menos en parte,cuando abrí el perfil de Marcus en

Facebook con un prometedorcosquilleo en el estómago. Aunqueno albergaba la esperanza de quetuviera algo emocionante queesconder, disfruté de esos segundosen que imaginé que tal vez meequivocaba.

Y es que, entre otras cosas,quería retrasar como fuera elmomento de ponerme a corregir laobra de Johanna. También podríahaberme puesto a vaciar ellavavajillas, pero el destino queríaque ese día conociera el mundo

virtual de mi marido y yo no opuseresistencia.

La foto y el perfil fueron laprimera decepción. Sí, el hombreque me miraba desde la pantalla sinsonreír era exactamente como yo loconocía. La foto se la había hechoyo. En Rügen, hacía dos años.Marcus sonríe por lo generalbastante poco, y mucho menos enlas fotos. Más de una vez me hepreguntado para qué se hace laslimpiezas de boca, si igualmentenadie le ve los dientes.

Su perfil tampoco era nadajugoso desde el punto de vista delas revelaciones que provocanhormigueos en el estómago: casado,residente en Stade, Baja Sajonia,licenciatura en empresariales enMünster y Bremen, propietario yúnico gerente del «Estudio debaños y cocinas Hogrebe».

Echando una ojeada porencima a los mensajes del murosólo encontré comentarios deremitentes como «SanitariosSchmollke» y «Bidet International».

El hormigueo en el estómagocesó. Qué decepción.

Pero ¿por qué?Según la bibliografía

especializada de referencia, ladesconfianza es siempre un signo demiedo e inseguridad. Uno espía aotro porque tiene miedo de sussecretos y se siente amenazado poraquello que no sabe.

A mí me hace sentir másintranquila lo que sé. Es decir,todo. Porque ¿qué pasa si descubresque el otro no tiene ningún secreto?

No tiene ninguna gracia. Porque noes fácil reconocer que uno no tienenada que reprocharle a su pareja.

«Te he estado espiando y hedescubierto que no tienes nada queesconder, ¡canalla! ¿Puedes hacerel favor de explicármelo?» Ésesería un comentario bastanteinsólito en una discusiónprobablemente poco constructiva.

Ya me disponía a cerrar lapágina, aburrida y un poco crispadacon mi marido, cuando descubrí unmensaje entre «Cocinas rústicas

para todo el mundo» y «Elprofesional de las cocinas» de seisdías de antigüedad enviado porKarabella.

Decía: «¿Mínimo cuatrosemanas? ¿En serio?»

Lo más probable es que setratara del plazo de entrega de unaspuertas de cocina de madera depino, así que ya me disponía a salirpara ponerme manos a la obra conla revisión, cuando vi la respuestade Marcus más abajo:

«Sí! Se marcha a Berlín con

Johanna, ya sabes, la “artista”. Casino me lo creo, me ha costadodisimular la ilusión. Se va dentrode cinco días. Vente a casa por lanoche. Hace mucho que no vienes.Y esta vez incluso puedes quedartea desayunar... ☺»

Dos minutos más tarde habíallegado la respuesta de Karabella:

«Me gusta la macedonia, lamacedonia casera... ���¿Nosllamamos esta noche y hacemosplanes para nuestro mes sin Vera?Podríamos escaparnos un fin de

semana a París, como hacen lasparejas de verdad... ������Yalo he mirado en el calendario. Seacomo sea tenemos que vernos el 25de agosto. Ya sabes por qué... ;-) ;-)»

Marcus había contestado alinstante: «Te llamo a las ocho ymedia. Esta noche estoy solo. V.tiene noche de mujeres en casa deSelma, la que está liada con elprofesor de piano de su hija. Chicamala... ���Ciao, Bella!»

La conversación virtual

acababa con un mensaje deKarabella: «Tengo ganas de verte,Obélix. Ciao, Amore!»

Durante unos segundos mequedé embobada delante de lapantalla sin saber qué sentir, quépensar ni poder articular nadainteligente.

¿«Ciao, Bella»? ¿«Ciao,Amore»? ¿«Obélix»? ¿Quién eraése? ¿Se suponía que era mimarido? ¿Marcus H. de S.? ¿El quetenía uñeros en los dedos de lospies?

¿«Amore»?El perfil de Facebook de

Karabella, por desgracia, nocontenía información valiosa. Comofotografía —por razones obvias yen un gesto poco gracioso— habíacolocado una imagen de laKarabella de «Astérix», habíaintroducido como lugar deresidencia «Norte de Alemania» yentre los seis amigos, a excepciónde Marcus, no había nadie que yoconociera.

Poco a poco empecé a

hacerme una idea de qué era lo queacababa de leer y tuve que tomaraire. ¡No podía ser cierto!

Tenía que tratarse de unridículo malentendido. Aturdida porel incontrolable aluvión depensamientos teñidos de pánicobusqué y rebusqué en el buzón paraver si encontraba más mensajes deKarabella. Pero Marcus habíaborrado todo lo que era de fechasanteriores.

Leí una y otra vez laconversación entre ellos dos. Tenía

que haber una explicación sencillae inofensiva de todo aquello. Hastaese momento todo en mimatrimonio, en Marcus, en mí,había sido inofensivo.

No podía ser cierto.Ya no se trataba de ese

cosquilleo agradable que sientes almeter las narices en las cosas deotro. Si lo que acababa de leer ahíera cierto, mi vida entera acababade salir volando por los aires. Yanada volvería a ser como antes.Todo habría terminado.

Por suerte mi cerebro senegaba a asimilar la información.Se quedó paralizado y convencidode que tenía que haber unaexplicación lógica para todo eso.

Respiré hondo, me recompusee hice lo único razonable que cabehacer en un momento así: me bebíun vodka doble y le pedí a Johannaque viniera inmediatamente a micasa y que de camino comprase dosbotellas de vino blanco bien frío.

Después de que Johannahubiera leído varias veces la

conversación, se recostó en la sillay resumió:

—Entonces, ¿qué es lo quesabemos? Que Marcus tiene unaaventura con una mujer que se llamaKarabella y a la que le gustaadornar sus mensajes con iconos.Eso indica que o bien esa mujertiene menos de catorce años o estonta. Está claro también que lahistoria viene de lejos y queKarabella ha estado más de una vezen tu casa. El hecho de que llame«Obélix» a Marcus es síntoma de

que no ha estado con muchoshombres. El hecho de que tu maridohaya utilizado para mí la palabraartista entre comillas muestra queme tiene tan poco aprecio como yoa él.

Johanna hizo una pausa.—Y ahora viene lo bueno,

palomita: el portátil de Marcuspermanece automáticamenteconectado a Facebook. Si Bella yAmore vuelven a chatear, podremosleerlo.

Hizo una segunda pausa.

—Aunque me temo que por elmomento no tendrán muchosmotivos para chatear. Mientras túestés en Berlín, los tortolitospodrán susurrarse las cosasdirectamente al oído.

El enfoque analítico deJohanna me vino muy bien, y enparte consiguió tranquilizarme, almenos por el momento.

—¿Quieres decirle a Marcusque te has enterado de lo deKarabella?

—No lo sé.

—No me estarás diciendo quequieres guardarte esta historia parati.

—No lo sé.—Palomita, ¿qué estás

pensando?—No lo sé.—De acuerdo, estás en estado

de shock. Voy a prepararte labañera y mientras tomas un bañorelajante te cocinaré quinientosgramos de espaguetis que serviránde colchón al alcohol. Después teprobarás ropa, peinados y pechos.

Y mientras tanto escucharemos Iwill survive de Gloria Gaynor atodo trapo. A las nueve iremos aesa fiesta en la embajada rusa. Allícaerá en tus garras un oligarcaatractivo en cuyo jet privadovolarás mañana a Miami. Y cuandosobrevueles Stade tendrás queacordarte de tirar de la cadena paracagarte encima de «Marcus con C».

Ahora son las cinco de lamadrugada y vuelvo a encontrarme

ahí, en el mismo lugar dondeempezó todo: delante delordenador.

Leo esas líneas una y otra vez:«Se va dentro de cinco días...nuestro mes sin Vera... tenemos quevernos el 25 de agosto... Ya sabespor qué...»

El 25 de agosto es dentro dedos semanas y media. ¿Por quétienen que verse? ¿Acaso será eldieciocho cumpleaños de la jovenKarabella? ¿O es que celebran suquinto aniversario? ¿Cuánto

llevarán juntos? ¿Cómo he podidoestar tan ciega y ser tan estúpidapara creerme que mi estafa derelación marchaba bien?

Aunque ni siquiera ahora aposteriori veo nada que hubierapodido hacerme sospechar.

¿O sí?¿Las tardes en la oficina hasta

altas horas? ¿Los encuentros parajugar al squash? ¿Las ferias desanitarios en Frankfurt? Te puedesvolver loca si detrás de cadaretraso o de cada viaje de negocios

crees que hay un engaño.Hace como unos seis meses

cambió de aftershave. Y un día medi cuenta de que había tirado a labasura los calzoncillos que teníanlas gomas dadas de sí. Ya era hora,me dije. Nada más.

Jamás he desconfiado deMarcus. Él no me dio razones paraello y yo no tenía ningunanecesidad. Desconfiar es unejercicio agotador.

Para él engañarme era pancomido. ¿Tendrá mala conciencia?

¿Se habrán reído alguna vezdespués del coito de miingenuidad? ¿Y lo habrán hecho ennuestra cama de matrimonio?¿Esconderá Marcus el osito depeluche que le regalé y que tiene enla mesilla cuando ella viene? ¿Sepondrá Karabella mi albornoz parair al cuarto de baño?

¿Qué tendrá ella que no tengayo?

¡Cómo he podido acabarconvirtiéndome en una mujer que sehace unas preguntas tan

disparatadas!No me encuentro bien.¿Qué debería hacer? ¿Pedirle

explicaciones? ¿Escuchar una sartade excusas o de recriminacionespor trastear con su ordenadorportátil? Estoy convencida de queMarcus sería capaz de darle lavuelta a la tortilla y echarme laculpa a mí.

¿O tal vez debería callarme yhacer como si no supiera nada,como ha estado haciendo mi suegradurante veinticinco años?

¿O debería intentar pillarlo infraganti, como Theresa?

Pero con estos mensajes deFacebook es suficiente. Son unaprueba irrefutable.

¿Qué voy a sacar?¿La verdad?¿La felicidad?¿Verdad o felicidad? Nunca

las dos cosas a la vez.Ahora conozco la verdad. ¿Y

con eso no se ha esfumadoautomáticamente mi felicidad? A lomejor conseguiría disimular delante

de él y hacer como si no pasaranada. Pero en el fondo de mi almacontinuaría siendo consciente deesa infausta verdad. ¿Puedo vivircon eso?

La decisión está en mis manos.En cualquier momento puedocontinuar sencillamente como sinada hubiese ocurrido. Yo soyquien decide si mi descubrimientotiene consecuencias o no.

Pero mi felicidad, me parece,se ha ido al traste de una manera ode otra. La verdad ha destruido mi

felicidad. Lo que me queda es laopción de elegir entre dos variantesde infelicidad:

1) Perder al hombre al queamo, con el que deseo tener hijos,el que representa mi hogar y mirefugio.

2) Perder la fe y dejar depensar que ese amor es exclusivo.

Una vida con Marcus en elfuturo significaría una vida condudas. Con suspicacias. ¿Estaráhablando con ella mientras yo memeto en la ducha? ¿Será de ella el

mensaje de móvil que está leyendode espaldas a mí? ¿Realmente laferia dura tres días? Y ¿por quésiempre me trae algún regalito delos viajes de negocios? ¿Paralimpiar su mala conciencia? Sisospechas de todo, todo resultasospechoso.

La verdad ha venido aemponzoñar mi confortable nido.Puedo quedarme, y taparme lanariz.

Puedo hacerme responsablepor haber sido tan ingenua y pueril

de creer que la fidelidad va unidaal amor.

Puedo hacerme responsable deque el funcionamiento de mimatrimonio se basara en que mimarido consiguiera todo lo quequería, y no sólo de mí. En todocaso puedo decir que estoy casadacon un hombre feliz y equilibrado.Que no es poco.

Era una completa locura darpor hecho que yo sola podríaprocurarle la felicidad. Una locuray un acto de prepotencia por mi

parte.Es una forma de discurrir

estúpida y de patio de colegio.¿Qué me había creído? ¿Que mivida era como la de una muñecaperfecta de las que las niñasadmiran con una sonrisa en elrecreo? Ahora ya no es perfecta.

¿Y qué?¿De qué iba? ¿De que era la

princesa Lillifee de Stade?Bienvenida a la realidad, Vera

Hagedorn.Ya era hora.

Entonces un pensamientonuevo me asalta como un canicherabioso. ¿Y qué pasa si Marcusquiere dejarme? ¿Qué pasa si vanen serio? ¿Si Amore y Bella handecidido por su cuenta que prontome convertiré en una abuela solteradifícil de emparejar, que se compraraciones individuales congeladas yse anuncia en Parship.de como«mujer con experiencia en la vida»,lo que irremediablemente significa:«Tengo más de cuarenta, me handejado plantada, estoy desengañada

y busco un hombre que pase de lossetenta o sea tan discretoponiéndome los cuernos que yopueda vivir en la ignorancia sinnecesidad de cerrar los dos ojos. Acambio yo prometo depilarme laspiernas con regularidad, noquejarme por todo y no espiarlenunca. Porque si hay algo que jamásquiero volver a saber es laverdad.»

Por un momento se me para elcorazón del susto. ¿Igual la decisiónsobre mi vida no depende del todo

de mí?En ese momento aparece una

ventana en el margen inferiorderecho de la pantalla delordenador. Debajo de la foto de lamaldita Karabella sonriente pone:«¿Cómo es que mi Obélix estádespierto ya a estas horas? Amore!»

Mi corazón, que hasta eseinstante se hallaba en un estado deparálisis permanente, se dispara.Ay, madre mía, ¿y ahora qué hago?¡La muy zorra está delante delordenador y quiere chatear con su

amante!Me asusto como si ella

pudiera verme.Respiro rápido, sin moverme,

y contemplo la pantalla como siacabara de abrirse ante mí lamismísima puerta del infierno. Lastecnologías modernas todavía meproducen desconcierto.

Al cabo de dos minutos vuelvea aparecer la ventana:

«Oh, qué pena. Ya me parecíaa mí que era el ordenador y no tú elque estaba despierto. Debes de

estar durmiendo y cargando fuerzas,Obélix mío. Ya sabes, ¡¡¡el 25 seacerca ☺☺☺!!! La última nochedejamos el listón (☺) muy pero quemuy alto. ¡¡¡Fue súper chachi!!! Nome costaría acostumbrarme. Tedejo, bambino, me piro pitando alcurro. Ciao, Amore!»

En ese momento me sentí yafrancamente mal. Una obsesa de losemoticonos que emplea «súperchachi» sin darle un tono irónico ala frase y dice «bambino» y «Ciao»me ha robado el marido y pasa

noches «chachis» con él.¿Cuándo fue la última vez que

yo pasé una noche chachi con mimarido? ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómohe acabado convirtiéndome en unamujer a la que engañan con una tíalerda que se llama Karabella? ¿Mehe abandonado demasiado? ¿Me heconfiado demasiado? ¿No he puestosuficiente empeño en cuidar mirelación, mi aspecto físico, miinterior, mi vida?

He leído que las mujeres quemantienen una relación estable

automáticamente ganan entre tres ycuatro kilos. Cuando la narizfemenina huele a lo largo de muchotiempo al mismo hombre, el cuerpolo entiende como un signo de quedebe prepararse para procrear yacumula reservas. Estupendo, en micaso lo de los cuatro kilos es cierto.Ahora, lo de la procreación, ni porasomo.

Si verdaderamente esofunciona así, la separación deberíasignificar la pérdida de cuatro kilossin variar la ingesta de calorías, lo

cual al menos es un consuelo.—Tú podrías dar mucho más

de ti —dijo Erdal. Y por desgraciatenía razón, en todos los sentidos.

Cuando conocí a Marcusestaba decidida a convertirme enuna gran publicista de gran ciudad.Uno o dos años más y habríallegado a ser la directora de laagencia.

Tenía un buen piso, una buenapeluquería, un sueldo que no estabamal, posibilidades de ascender, y ni

por un solo momento se me habríaocurrido ir al supermercado sinmaquillar y con zapato plano. Esoes algo que no haces cuando estásen el mercado y contemplas laposibilidad de toparte con elhombre de tu vida en la sección dequesos.

Ahora bien, yo me topé con élel día de Nochebuena en el ClubBalu de Stade. Eso no es algo queuno pueda elegir.

Y la verdad es que, si soysincera, fue un alivio enorme tener

una buena razón para apartarme delmundillo de la publicidad y la granciudad. Alejarme de ese mundo tanestresante donde vives con lalengua fuera porque no lograsseguir el ritmo.

En realidad yo respondo másbien al perfil de mujer comodona,más miedosa que valiente, máscasera que aventurera, con unaambición considerable, una granpropensión a las series desobremesa y una tremenda afición alas comidas de cuchara que sacian

el estómago.Mi imagen responde

exactamente a lo que soy: tengobuena circulación, soy ordenada,mis deseos son fáciles de contener,tengo un sentido común sano ycarezco de inclinación a lasprácticas sexuales que se salen delo generalmente aceptado.

Con Marcus podía llevar enStade una vida que cubría todas misnecesidades medias. A mí ya meiba bien, todo estaba en su lugar,habría podido quedarse así.

Johanna y Ben siempre habíandado una visión distinta del asuntocada vez que había salido en laconversación.

—Dios mío —protestabaJohanna—, ¡hablas como siestuvieras muerta! Te hasacomodado demasiado. ¿Es que yano piensas volver a hacer planes?

—¿Por qué te molesta tantoque esté contenta?

—Tú vas de que estáscontenta. Hay una diferenciaenorme entre una cosa y otra. Eres

lista, tienes talento, eres guapa yencima tienes sentido del humor. Tumarido ahonda en tus debilidades,no en tus virtudes. A su ladopareces más pequeñita de lo queeres. Piensa por un momento porqué sientes esa inseguridadconduciendo en cuanto Marcus sesienta a tu lado.

—Porque cree que conducemejor que yo. Ahora ya hasta seniega a subir al coche conmigo.

—Y tú te dejas influir por suopinión y ya no te acercas a los

espacios para aparcar a menos quequepa un autobús. Marcus te hacepeor en lugar de mejor. Búscate unhombre que aumente tu seguridad enti misma y te ayude a echar a volar.Marcus no quiere que te crezcanalas y pierdas el miedo, porquesabe perfectamente que lo primeroque harías sería dejar la ciudad ydejarlo a él.

—¿Por qué todo el mundo semete con lo que hago o dejo dehacer? —protesté irritada. En Stadetodo el mundo me tiene por una

arrogante, y en Berlín por unareprimida. Los unos piensan que mecreo mejor de lo que soy, y losotros que me infravaloro.

Estoy empezando a cansarmede que todo el mundo me critique.

Pero Johanna se subía por lasparedes de pura rabia y al parecerno estaba dispuesta a abandonarmea mi suerte sin luchar.

—Palomita, ¡eres tanasquerosamente sensata que meentran ganas de vomitar!

Racional. ¿Por qué cuando te

dicen «Qué sensata eres» pareceque te están insultando? Como sipor el hecho de irte pronto a lacama te perdieras lo másinteresante de la vida, como si teperdieras la mejor parte de la fiestasólo por querer levantarte al díasiguiente descansada y con energía.

«Descansada y con energía»,¡lo que hay que oír! Ya no tienesilusión, te has comprado unhumidificador y bebes un vaso deagua entre copa y copa de vino.Ronca.

La sensatez es para los niños.A ellos los obligamos a practicarla:«No se come nada después delavarse los dientes. A las ocho seapaga la luz. ¡Y mañana no sales decasa sin el gorro!» Los demáscomienzan más tarde, mucho mástarde, a hacer por voluntad propiaaquello a lo que sus padres losobligaban antes, y se convierten enpersonas que no se mean en labañera.

En medio se sitúa laadolescencia, una fase que dura

entre quince y cincuenta años —depende de la persona— y queconsiste principalmente enenamorarse y sentirse desgraciado,dormir lo menos posible y salir decasa sin gorro.

Entonces empieza un procesomuy lento, que en mi caso comenzócuando dejé de despreciarme a mímisma por el mero hecho dequedarme dormida antes demedianoche.

Ahora cada vez con mayorfrecuencia apago la luz antes de que

Anne Will me desee buenas noches.No sólo me lavo los dientes conregularidad, no, es que además melimpio los espacios interdentalescon los cepillos específicos queexisten para mantener la higieneinterdental en diferentes tamaños.Verdes, rojos y azules.

Procuro comenzar el día conun desayuno equilibrado y nutritivo,cenar algo ligero a las ocho y evitarel azúcar cristalizado, losenfrentamientos innecesarios y loszapatos de marca con tacones

vertiginosamente altos.De todos modos, no soy la

única de mi grupo de amigos queestá infectada por el virus de lasensatez; a excepción de Selma, quedesde que se ha liado con elprofesor de piano de su hija y haexperimentado la vuelta a lainsensatez se comporta como unaadolescente asalvajada.

Johanna, por supuesto,tampoco se cuenta entre lossensatos, y Ben ha fallecido con sualma infantil intacta.

Todo pura cuestión decarácter.

Sin embargo, en los últimosaños cada vez es mayor el númerode gente que conozco que no bebealcohol con regularidad, ayuna unavez al año, envía postales deNavidad con fotos de sus hijos,planea someterse a una cura en unbalneario, bebe como mínimo treslitros de agua hervida al año y estáplanteándose «la posibilidad decomprarse algo» aunque a serposible un poco más a las afueras

«porque es más verde».En mi vida también empiezan a

tener un papel conceptos como«fácil de digerir», «equilibrado» y«Work-Life-Balance». Ha llegadola hora de los chequeospreventivos, la creación dereservas financieras, las comidasprolongadas con asientos asignadoscon un cartel en el plato y lalencería reductora.

¿Y qué?—¿Por qué no puedes dejarme

que viva mi vida en paz? —le

pregunté a Johanna indignada.—¡Porque eso de que es tu

propia vida es una puñeteramentira! Cuando te decidas de unavez por todas a abandonar el nido,alucinarás al ver lo alto que elpajarito es capaz de volar, si es quepara entonces no te has puesto comouna bola a base de engullirbombones crujientes de chocolate yeres como un pavo que ya no puedealzar el vuelo medio metro.

Y con eso, aplazamos una vezmás el problema sin darle solución.

Dos días más tarde recibí unatarjeta postal de Johanna en la quehabía escrito un poema sincomentarios ni saludos.

Si pudiera vivir nuevamentemi vida,

en la próxima trataríade cometer más errores.Intentaría no ser tan perfecto,me relajaría más.Sería más tontode lo que he sido,de hecho tomaría muy pocas

cosas con seriedad.Sería menos higiénico.Correría más riesgos, haría

más viajes,contemplaría más

atardeceres, subiría másmontañas,

nadaría más ríos.Si pudiera volver a vivircomenzaría a andar descalzo

a principiosde la primaveray seguiría descalzo hasta

concluir el otoño.

Jugaría con más niños,si tuviera otra vez la vida por

delante.Pero ya ven... tengo ochenta y

cinco añosy sé que me estoy muriendo.

Ahora era el momento. Tenía

que echar a volar del nido. Y porfin sentía algo parecido a la rabia yla voluntad de lucha en mi almapetrificada. ¡Porque yo soy VeraHagedorn! O al menos un día lo fui.

Lucharé por mi marido y por

mi matrimonio. Repararé mipersonalidad, conseguiré que micuerpo cuarentón recobre lafirmeza, alimentaré mi carne concomida fácil de digerir y mi almacon paz interior.

Una gran mujer. Un grandiamante.

Y entonces veremos quién salevencedor.

Tesoro, te digo una cosa: VeraHagedorn se convertirá en una divaa la que nadie querrá engañar ynadie querrá perder.

Largo, fuera de mi vida.Así como lo oyes: «Ciao,

Bella.»¡Y además para siempre!

La edad es irrelevante, amenos que seas un queso.

HELEN HAYN

Estoy tendida en el suelo y

tengo miedo de que me vaya aexplotar el trasero. En estosinstantes estoy tan lejos de ser unadiva como una furgoneta de unLamborghini.

Los ojos azules grisáceos delhombre que debería salvarme lavida están clavados en mí, y sientoque su mirada inexorable atraviesami pelvis temblorosa.

«No abandones —alcanzo apensar—. Resiste, Vera Hagedorn,

el camino al éxito es largo ypedregoso.»

—Un minuto más —dice laoscura voz del hombre por el queyo haría cualquier cosa. Lo doytodo, pero por desgracia no essuficiente. Al cabo de cincosegundos mi cuerpo flácido sedesmorona, mi culo dolorido chocacontra la alfombrilla verde de gomacomo una boñiga de vaca, y almismo tiempo con el poco alientoque me queda se escapan de mispulmones blasfemias obscenas e

improperios contra mí misma.—Vera, tienes que superar tus

propios límites —dice mientrenador.

—No soy esa clase de persona—me atrevo a replicar.

—Pues tendrás que serlo.Después se vuelve hacia Silke,

que está a mi lado, es quince añosmás joven, pesa veinte kilos menosy consigue mantener durante elúltimo minuto el culo en el aire singruñir ni jadear. Baja sus nalgas deacero con un gesto elegante y lanza

una sonrisa coqueta a mientrenador.

Al mirarle el cuerpo te da laimpresión de que chocar contracualquiera de sus partes podríacausarte serios daños. Sus pechos,por supuesto, no necesitan sujetadorpara mantenerse erguidos, y tieneunos brazos que son lo que losexpertos denominan «definidos».

Silke luce un ceñido topvioleta que enseña el ombligo, unpantalón corto a juego, igual deceñido, y calentadores de punto

blancos sobre unas zapatillasdeportivas azul claro con suela degel rosa con la que da la impresiónde que se pudiera correr porJúpiter.

Silke lleva rimel en laspestañas, sus labios lucen un brillocolor cereza y en la visera de lagorra un nombre que seguramentetodo el mundo conozca porque seráuna playa surfera de Maui o un clubde moda de Malibú.

Agacho la miradaavergonzada. Mis pantalones grisesde footing están para el arrastre —es más, en su día eran negros— y lacamiseta la he tomado prestada deJohanna, que la llevó por última vezen el paritorio.

Tengo que admitir que nuncahe estado a la cabeza en asuntos demoda. Y eso a pesar de que tengoun agudo olfato para las nuevastendencias de la moda. Lasreconozco a la legua porque lasprendas me resultan espantosas,pienso que se trata de un error, ocomo mínimo de una absurdaaberración del gusto.

Todo empezó con lospantalones que se compran ya rotos,siguió con los tacones de cuña, alos que los iniciados llamamos

«Wedges» y que parecen bloquesde leña cortada clavados a los pies,continuó con las botas Ugg —esascon las que pareces el oso Fozziede los teleñecos— y alcanzó el quees por el momento su grado máximocon el estilo Harem: pantalonesbombachos de colorines con unexceso importante de tela en eltrasero que conforma una suerte dereserva de caca.

Por supuesto yo me consideromás moderna y de alguna forma unapersona más ambiciosa desde el

punto de vista de la moda, aunquesiempre estoy a la caza de prendasde ropa que sean actuales a la vezque bonitas y con las que noparezca que he perdido la cabeza.

Hay momentos en la vida deuna mujer que resultanespecialmente degradantes. Y ahorano quiero empezar a hablar deincisiones del perineo, catástrofesen torno al tema de la higienemenstrual ni cumpleaños en los quete regalan una visita a «Botox togo». Y una de las cosas que, por

crueldad, se lleva la palma encuanto a la situación de odio entremujeres es probarse prendas deropa de moda bajo la vigilancia deuna dependienta vestida a la moda.

—Esto se lleva así —dicenesas mujeres con severidad.

—Sí, pero ¿por qué? —legustaría poder exclamar a una condesesperación cuando se haquedado atascada a medio caminode un vestido imperio color caquide la colección de otoño que vaatado por debajo del pecho.

La moda, y eso es algo queconviene saber, nunca es unacuestión de gustos. No se trata deque algo te guste o te siente bien. Setrata de que sea moderno.

Mi teoría es que la mayoría delas personas tienen que hacer ungran esfuerzo para adaptarse a lastendencias. De igual forma que losnervios gustativos de la bocapueden acostumbrarse a losalimentos bajos en sal, los nerviosgustativos de la cabeza tambiénposeen la capacidad de

acostumbrarse a la moda de loscolores «nude», que parecen imitarel sarro de los dientes de unfumador empedernido. A mí en unmomento u otro acaba por gustarmetodo.

La moda me llega después depasar por tres estaciones:

1. Horror espontáneo.2. Adaptación paulatina.3. ¡Comprar!Por desgracia, cuando por fin

me encuentro en el punto tres y medesplazo hasta la tienda, la moda ya

ha dejado de ser moderna. Esosignifica que a pesar de que mecompre unos pantalones bombachoscolor «nude» y unas botas Ugg a unprecio estupendo en las rebajas, esmás que probable que no me sirvanpara presumir de modernidad.

Mientras adopto la posición deinicio para el siguiente ejercicio —tres series de veinte flexiones—,miro de reojo a Silke de acero.Nunca se me habría ocurrido quehoy en día hubiera que maquillarsey vestirse a la moda hasta para ir al

gimnasio. Mañana mismo pienso ira comprarme un conjunto de fitnessdel morado de moda. No megustaría que mi entrenador seavergonzase de mí. Al menos nomás de lo necesario. Si bien haquedado bastante claro desde elprincipio que en este seminario nopertenezco a la élite deportiva, almenos que no quede atrás porrazones estéticas.

—Ya te he apuntado a «Cómogustarse más desnudo» —me dijoErdal—. Tienes que presentarte allí

el viernes.Johanna, Erdal y yo habíamos

quedado para comer al día siguientede la fiesta en la embajada rusa, nossentamos al sol en el patio interiordel Borchardt, nos metimos entrepecho y espalda un filete empanado,una ensalada de pepino y un vinoblanco ligerito para contrarrestar laresaca, y continuamos charlandosobre los pormenores del«Escándalo Amore».

—¿Dónde dices que me hasapuntado?

—A un seminario de fin desemana en Travemünde, en el marBáltico. Te prometo que ése es elprimer paso para estrenar una vidanueva.

—En primer lugar no quieroestrenar una vida nueva, sinorecuperar la mía. Y en segundolugar: «¿Gustarse más desnudo?»¿De qué va eso? ¿Es que quieresque me gane la vida como actrizporno en el futuro?

Erdal me entregó el recibo dela inscripción sin mediar palabra.

«¡SIÉNTETE MEJORDESNUDO! —rezaba—. En esteseminario conseguirás transformartu cuerpo y a ti mismo. LEOPOLD,el entrenador personal de lasestrellas, te enseñará desde el puntovista teórico y práctico cómo, conel entrenamiento adecuado, puedesalcanzar tus objetivos en la vida.¡Olvídate de tener un cuerpo deconsolación! Cultiva tu autoestima ytu valía. El precio incluye tambiénun examen a fondo de tu piel amanos del prestigioso dermatólogo

Alfred Bauer. El seminario duradesde el viernes a mediodía hastael domingo por la noche y el precio,con alojamiento y media pensión,asciende a 899 €.»

—¿Ochocientos noventa ynueve euros? ¿Te has vuelto loco,Erdal?

—No te preocupes por eso,cielo, a ti no te costará ni uncéntimo. Leopold y la nutricionistason amigos míos.

—He oído hablar de eseLeopold —terció Johanna—. Es el

que entrena a los famosos en Berlíny trabaja de guardaespaldas cuandovienen a la ciudad estrellas deHollywood. ¿Cuánto cobra porhora? ¿Ciento cincuenta euros?

—Eso si te hace precio amigo.Por el entrenamiento postnatal conCaroline Beil nos colocó unafactura de doscientos euros porhora. Cuatro semanas después deque naciera su hijo parecía comonueva. He acordado con él que tepreste especial atención. Teniendoen cuenta tu estado de forma doy

por hecho que vas a necesitaralguna que otra hora suelta despuésen Berlín. Eso también estáarreglado. Él sabe lo mucho que tejuegas.

—¿Se puede saber quédemonios significa todo esto? ¿Quéle has contado a Leopold de mí?

—La pura verdad: que te lastendrás que ver con unacontrincante que no conoces y queen tres semanas tienes que estarpreparada para la lucha cuerpo acuerpo. Los objetivos del

entrenamiento son el ego, losmúsculos y la forma física.

No existen las mujeres feas.Existen las vagas.

HELENA RUBINSTEIN

Hasta ahora yo siempre mehabía considerado una persona

deportista. Una vez a la semana, unahora de resistencia: pan comidopara una atleta como yo. El hechode que a menudo, en la ronda por elparque, me adelantaran perrossalchicha gordinflones y grupos dejubiladas renqueantes nunca memolestó.

Porque he leído diferenteslibros sobre el tema y en todosellos dicen que la mejor manera dequemar grasa es mediante el trabajoaeróbico, sin sofocones y sin sudar.

«Conviene que mientras

camina pueda hablar sin que ello lesuponga demasiado esfuerzo», ésaes la regla de oro a la que me heceñido siempre. Y el concepto delejercicio de baja intensidad seajustaba a la perfección a minaturaleza lenta y mi carácterdiseñado para evitar todo aquelloque entrañe esfuerzos desmedidos.

De vez en cuando, como unassiete veces al año, incluso voy conSelma al «Fitness-Oasis» parahacer gimnasia de tonificación delas zonas más conflictivas. Una

clase que, por falta de personal y departicipantes, está dirigida tambiéna embarazadas y jubiladas. Por esono es de extrañar que salgamos deallí sintiéndonos como sílfides ymás jóvenes que nunca.

No hay nada mejor para lamente que hacer sentadillas al ladode una mujer que está en el octavomes y ya no puede activar ni un solomúsculo del abdomen. Encomparación con ella una se sientecapaz de hacer maravillas. Y en lasauna también es recomendable

ponerse al lado de una de ellas yasí no tienes que esforzarte en meterbarriga.

En algunas ocasiones, noobstante, me he preguntado por quémi cuerpo parece mantenersetotalmente inalterado pese al duroprograma de entrenamiento a que losometo. ¿Dónde están los brazos alo Michelle Obama, la tableta dechocolate en la musculaturaabdominal y los muslos de acero?

Y ¿por qué, cada vez que tengoque subir una caja de botellines de

cerveza hasta el segundo piso mesiento como una embarazada tardíaen medio de fuertes contracciones?

Y ¿cuando seré por fin lobastante mayor para apoltronarmeen un sillón de orejas sinpreocuparme por el aspecto quetengo cuando estoy desnuda, ymucho menos por cómo podríamejorarlo?

Esas y otras preguntassimilares son las que me ocupan lamente al salir hecha polvo delentrenamiento de prueba con

Leopold y solicitar una plaza contoda mi frustración en el seminario.Mantengo una considerabledistancia de seguridad con Silke deacero y me siento por instinto deprotección junto a la participantemás rechoncha.

Leopold se coloca delante delgrupo. Naturalmente es un hombremusculoso, de espaldas anchas,corpulento, aunque tampoco es unode esos armarios roperos que seven en el «Fitness-Oasis», quesueltan unos gemidos al levantar las

pesas como si acabaran deeyacular. Un ambiente sonorobastante poco apetecible, a decirverdad, el que suele reinar en lassalas de máquinas.

Leopold, en realidad, no es unhombre especialmente guapo. Debede andar por los cuarenta y pocosaños, tiene un mentón anguloso ymuy masculino y esas profundasarrugas que descienden por amboslados de la nariz hasta lascomisuras de la boca y que dotan deun aire serio e imponente.

Leopold es el hombre junto alcual no debes tener miedo de nada,que cogería por la solapa a esepesado borracho que estámolestándote y lo echaría del bar enlugar de quejarse al camarero. Esehombre que te cuida, te protege, queno llama a la policía sino que es tuamigo y está ahí para socorrerte.

No lleva puesta ropa dedeporte moderna, luce una sencillacamiseta blanca y unos pantalonesde deporte azul oscuros. Nada dechorradas, nada de pamplinas.

Recto, justo, bueno, fiel. Ya megustaría a mí un hombre así, medigo, y me siento como unaquinceañera.

Enseguida me percato de queSilke de acero, por desgracia, estápensando exactamente lo mismo queyo. No es la clase de mujer, comodesafortunadamente me ocurre a mí,que oculta su entusiasmo agachandola cabeza como una niña, mira alsuelo, se tira de la falda y esperaque nadie, y sobre todo elvenerado, repare en el ligero rubor

que le cubre las mejillas.Silke se levanta los pechos

tonificados y musculados, estira laslumbares y mira fijamente a nuestroentrenador con una sonrisa que dejabien claro que sería capaz dearrancarse allí mismo la poca ropaque lleva y empezar a emitirbramidos salvajes.

A mí me asusta y meamedrenta tanta desvergüenza ytanto descaro. Si me interesa unhombre, aparto la mirada porprincipio todo lo que puedo hasta

que él tiene la completa seguridadde que no me interesa en absoluto.

Soy incapaz de flirtear, decoquetear, y tampoco me heenrollado, y mucho menos me heacostado, con un hombre con el queno estuviera casada.

Y eso no es debido a que estéchapada a la antigua o sea unamojigata. No, sencillamente es unjuego que no se me da bien. Ésa esla razón por la que me cuesta tantoaceptar el tema de los push-ups ylos grandes escotes y los

sujetadores con relleno. Mis pechoshablan un idioma que no entiendo, yenvían señales cuyos efectos mehacen sentirme desbordada.

Johanna, en cambio, es unagran maestra en esas lides. Flirteacon elegancia, sabe dosificarse, eserótica y domina el uso de laambigüedad.

Ella jamás se muestra tanvulgar y tan descarada como Silkede acero, que ahora se pasa la manopor la cabellera rubia con toda lalentitud de que es capaz para

presumir de la tersura de sus axilas,sus tríceps musculados a fuerza delevantar pesas y su ancho músculodorsal (para que no se diga que noaprendí nada en clase de biología).

—Bienvenidos al seminario defin de semana «Cómo gustarse másdesnudo» —dice Leopold,mostrándose totalmente indiferenteante los ejercicios provocadores ylas miradas seductoras de Silke—.De entrada tengo que comunicarosuna mala noticia. Cada uno devosotros puede ser como quiera ser.

El entrenamiento de prueba de hoyme ha demostrado que no hayexcusa en vuestro cuerpo paraescaquearos de los ejercicios.Estáis sanos, tenéis resistencia, y loque tenéis que hacer es eso, resistir.Y eso significar llegar hastavuestros límites y superarlos. Lamayor parte de la gente cierra losojos ante esa verdad y prefierequedarse en la cinta de correr,fijarla a ciento veinte pulsaciones yhojear la revista Fit for Fun. Eso esuna pérdida de tiempo. Si queréis

cambiar, tenéis que esforzaros. Yen cuanto sintáis dolor, debéispensar: ¡el dolor es un síntoma deque la debilidad está abandonandoel cuerpo!

Lo escucho boquiabierta ypienso en la cantidad de años quehe tirado a la basura haciendoejercicio tranquilamente en la cintade correr o en el step.

De pronto me vienen a lacabeza todas las sentencias quepadres, profesores y otros sabiospedagogos me han enseñado a lo

largo de la andadura de la vida:«No hay rosa sin espinas», «En lavida nadie te regala nada», «No haybeneficio sin sacrificio».

Por mala suerte todo parecehallarse en la misma línea, mientrasque mi máxima en la vida de «Bajarbarriga sin fatiga» ha demostradoconducir directamente a un callejónsin salida.

—Ahora por favor me gustaríaque cada uno de vosotros explicarapor qué está aquí. Sarah, ¿quieresempezar tú?

La chica regordeta a mi ladorespira hondo antes de hablar.

—Hola, me llamo Sarah, tengoveinticuatro años, vengo deHamburgo y estoy gorda. Heprobado todas las dietas del mundo,casi no como, cierro los ojos alrecorrer el pasillo de las chucheríasdel supermercado y paso todo mitiempo libre en la cinta de correr. Ya pesar de todo eso no consigoadelgazar. Aquí espero descubrirpor qué y qué puedo hacer paracambiar.

Leopold asiente conamabilidad y me mira.

—Yo me llamo Vera, estoyviviendo temporalmente en Berlín ytengo cuarenta años. Me cuestamucho esforzarme y no tengo muchadisciplina. Mis límites creo que nisiquiera los conozco, pero megustaría descubrir qué cosas sonposibles todavía, si es que no esdemasiado tarde.

A mi lado está sentadoMichael, el único participantemasculino del grupo.

—Hola, me llamo Michael ysoy de Berlín. Tengo treinta y cincoaños y el año pasado pesaba veintekilos más que ahora. Hace dosmeses corrí mi primer maratón, hedejado de tomar carbohidratos porla noche y sólo me emborracho lossábados. Estoy aquí porquenecesito motivación para seguir. Yaes bastante difícil cambiar dehábitos, pero más difícil aún esmantenerlos.

Bueno, me digo, oír lasopiniones de esta gente sí que sube

la moral.En último lugar le toca a Silke.

Devora a Leopold con la miradacomo si estuvieran solos en la salay dice:

—Yo soy Silke. Tengo treintay cuatro años y me paso el díaentero preguntándome cuáles sonmis puntos débiles, pero por másque lo intento no se me ocurreninguno. A lo sumo, diría que miprincipal defecto es que medesmotivo enseguida y que sueloaburrirme en los cursos de fitness.

El tema es que me sobra energíapor todas partes.

Soy incapaz de reprimir lapregunta.

—¿Y eso es algo que necesitescambiar urgentemente?

Silke parece ofendida.—Siento mucho que no pueda

compartir vuestras mismaspreocupaciones. Soy demasiadojoven para la menopausia. Me gustami cuerpo tal como es —hace unapausa y lanza una mirada difícil demalinterpretar—, y me gusta lo que

puedo hacer con él.—¿Puede ser entonces que te

hayas equivocado de seminario? —pregunto, ya francamente irritada—.¿De verdad quieres gustarte másdesnuda o simplemente quieresdemostrarnos que eres mejor quenosotros? Tal vez en tu caso seríamás adecuado un seminario que setitulara «Cómo causar buenaimpresión vestida».

Silke de acero resoplaescandalizada y compruebo consatisfacción que en un tiempo

prudencial no se le ocurre unarespuesta aguda. Ja, estoy en buenaforma.

Qué gusto me da ver que soycapaz de canalizar mi odio haciaKarabella, hacia Marcus y hacia mímisma de una manera tan útil.

—Muchas gracias por vuestraconfianza —dice Leopold, y melanza una mirada fugaz con unaexpresión donde creo adivinar unasonrisa—. Nos vemos todos dentrode una hora en el bufé libre de lacena. Allí la nutricionista os dará

una serie de pautas iniciales sobrealimentación.

—Hola, soy yo.Hago un esfuerzo para que mi

voz destile un aire de tranquilidad eincluso despreocupación.

—¡Vera! Llevo dos díasintentando localizarte.

Bien. Eso es algo que hastaahora Marcus no había tenido quedecirme nunca. Yo siempre estabalocalizable.

—He estado muy ocupada.Eso también es algo que en los

últimos años no he podido decirmuy a menudo.

—¿Con qué? —pregunta.—Estoy corrigiendo la pieza

del estreno de Johanna, me encargode Sammy y ahora mismo estoy enTravemünde en un seminario.

—¿Cómo? ¿Que estás enTravemünde? Y ¿qué clase deseminario es ése?

—Un coaching para reforzarlos puntos fuertes y fijarse nuevos

retos.—¿Qué clase de nuevos retos?Genial. Veo que estoy

consiguiendo desconcertar aMarcus. Eso tampoco lo habíalogrado nunca.

—Eso ya se verá. ¿No teparece que uno debe permanecersiempre abierto a los cambios quevayan surgiendo?

—¿Qué clase de pregunta esésa? ¿Dónde estás pasando la nocheen Travemünde? Y ¿con quién estásahí? ¿Con Johanna? ¿Quién se

encarga de cuidar a Sammy?No recuerdo cuándo fue la

última vez que Marcus me hizotantas preguntas. Algo quenaturalmente, he de decir en sudefensa, se debe también al hechode que yo casi nunca tenía nadanuevo que contar, a excepción delas respuestas a las preguntas:«¿Qué hay hoy para cenar?» o«¿Ponen algo esta noche en la tele opaso de camino por el videoclub?».

—Estoy en el spa-resortArosa, y Johanna se he quedado en

Berlín. Erdal le echará una manocon Sammy este fin de semana.

—¿Erdal? ¿Es su nuevoamante?

—No, Erdal es gay. Es eldueño de una empresa de cateringde Hamburgo, y tiene un niño de unaño que se llama Joseph.

—¿Cómo es que un maricatiene un hijo? Y ¿desde cuándopuedes permitirte tú un spa-resort?

Perfecto. Marcus estáenfadado y se siente inseguro. Todomarcha según lo previsto.

—La prima de una amiga deErdal y su novio estaba embarazaday no sabía de quién. Ahora vivenlos cuatro en casa de Erdal, yJoseph tiene dos padres y unamadre. Y en cuanto al spa-resort nohe tenido que pagar nada porqueErdal conoce a mi entrenadorpersonal.

—No entiendo absolutamentenada. ¿Puedes explicármelo tododespacio desde el principio?

—Claro, pero ahora no puedo.Tenemos una reunión y tengo que

irme ya. ¿Por allí está todo bien?—No. La señora Koch me ha

dicho que a su hija le gustaríaparticipar en la empresa. Voy atener que aguantar a esacazaherencias de mesa en mesa porla oficina, ¿te lo puedes creer?

—No olvides que es la hija detu padre, y que si...

En ese instante oigo de fondoel timbre de nuestra casa.

—¿Esperas a alguien? —pregunto alarmada, y al instante meenfado conmigo misma. ¡Qué tonta!

Quería mostrarme fría,desinteresada y hasta misteriosa, talcomo planeé con Johanna y Erdal.Una diva no hace preguntas, unadiva deja que otros le pregunten.

—¿Por qué? No, claro que no.Mañana te vuelvo a llamar. Hastaluego, Vera.

Marcus ha colgado. Se meforma un nudo en el estómago.

Nunca suena el timbre de casaa las ocho de la tarde si no estamosesperando a alguien. Ya no tenemosesa edad a la que te presentas

espontáneamente en casa de losamigos con una botella de vino yuna bolsa de ganchitos decacahuete.

A mí siempre me hanencantado las visitas improvisadas.Antes, en Hamburgo, las mejoresnoches eran esas en que sonaba eltimbre a las diez y de pronto sepresentaba en la puerta una amigacon el corazón destrozado y uncartón de tabaco debajo del brazo,o unos colegas graciosos queestaban por la zona comiendo algo.

Pero ¿hoy? Hoy nadie quieremolestar a nadie. Los colegasdivertidos son una pareja que al díasiguiente tiene que madrugar y noquieren perderse la serie policíacade turno, o unos padres quedesconectan el timbre a partir delas siete y se quedan dormidosviendo la serie policíaca de turnoen el sofá antes de que se descubraquién es el asesino.

No, Marcus Hogrebe sabeperfectamente quién está llamandoahora mismo a la puerta de casa. Y

yo también. Lo que no tengo claroes cómo voy a sobrevivir a la tardey la noche de hoy.

—Hola, Erdal, perdona queahora mismo no tenga ganas dehablar, pero ¿está Johanna en casa?

—No, tesoro, ha quedado consu director.

—Vaya. Y tú, ¿qué tal estás?¿Está todo bien? Casi no se teentiende.

—No, todo fantástico. Joseph

y Sammy están sentados en labañera intentando asfixiar al patitode goma. Oye, ¿qué te pasa? Tienesuna voz espantosa.

—Acabo de hablar conMarcus por teléfono, y durante todala conversación he conseguidomantenerme fría, tal como habíamoshablado. Pero al final he oído quealguien llamaba al timbre de casa yMarcus me ha colgado deprisa ycorriendo. Estoy hecha polvo.

—No, cielo, antes de esaconversación ya estabas hecha

polvo.—Gracias, Erdal, tú sí que

sabes consolar a una mujer.—Lo que quiero decir es que

no has descubierto nada nuevo. Tumarido tiene una amante, eso ya losabías.

—Pero es muy distinto cuandosabes que te están engañando eneste momento y que ahora mismoestarán echando un polvo en nuestracama de matrimonio.

—Por tu cama de matrimoniono te preocupes. Hace tan poco que

se han enamorado que seguro queestarán revolcándose por el suelo oen la mesa de la cocina, y quegemirán hasta...

—¡Erdal!—Cariño, te prometo que

quiero ayudarte, pero sólofuncionará si te ciñes punto porpunto a nuestra estrategia. Tienesque transmitirle a Marcus laimpresión de que en Berlín estásresurgiendo y estás experimentandoemociones fuertes. Muéstratedistante, eso le provocará

inseguridades y celos. De repente leasaltará el miedo a perderte. Yentonces mandará a la porra aKarabella para quedarse contigo.

—¿Y si no?—Entonces quedará

sobradamente demostrado que es uncompleto gilipollas sin gusto nipersonalidad, y tú no quieres estarcon un tipo así, o al menos deberíasconvencerte de que no es lo quequieres. A mí siempre me hafuncionado bien. A día de hoysiento que jamás me han

abandonado; las personas que medejaron en realidad me liberaron. Yno olvides que las estadísticas estánde tu parte. Sólo en uno de cadadiez casos la amante consiguearrebatarle el puesto a la esposa.

—Pero si de todas manerasvoy a acabar ganando, ¿para quéaguantar este sufrimiento? Ahoramismo podría marcharme a Stade,echar a esa tía de mi cama o de lamesa de mi cocina, montarle unbuen numerito y dejar que Marcusme reconquistara poco a poco y en

el proceso incluso embolsarmealguna que otra joya valiosa.

—Cielo, yo soy un granaficionado a las escenasdramáticas, sobre todo en los casosen que hay desmayos y ataques deasma, pero cuando se trata de losproblemas sentimentales de otraspersonas me gusta ser sensato. Siahora te marchas a Stade y obligasa Marcus a decidirse deprisa ycorriendo, se quedará para siemprecon la sensación de que lo pillastein fraganti y lo forzaste a decidir.

Y antes o después eso le pesará. Esmejor que te ciñas a nuestro plan.Una mujer inteligente siempreconsigue que un hombre tenga laimpresión de que ha decididolibremente. Pregúntale a Karsten. Adía de hoy sigue convencido de queconduce un Audi ranchera con unapegatina de «Bebé a bordo» porquelo ha decidido él.

—Pero a lo mejor lo que pasaes que Marcus ya no me quiere.

—¿Y qué?—Que ésa es una buena razón

para separarse.—¡Tonterías! Separarse sólo

porque uno ya no quiere es comomínimo igual de disparatado quecasarse sólo porque uno quiere. Eh,osito Josi, ¿qué tienes en la mano?Mierda, mi hijo se ha cagado en labañera. Vera, tengo que colgar.Aguanta y dale a Leopold un besoenorme de mi parte. No, osito Josi,en la boca no...

Al igual que la caridad, elglamour debe empezar también poruno mismo.

LORETTA YOUNG

Nunca he intentado evadirmeen los momentos sentimentalesdifíciles. Los he vivido a fondo.Cortinas cerradas, música triste yvelas, una botella de vino y aescribir un diario, o cartas, o una

novela autobiográfica sobre midestino, o al menos las cuatroprimeras páginas.

Y luego: echar toda la salposible en la herida. Ver sus fotos,leer sus correos electrónicos,llamar a su buzón de voz para oír suvoz y decirle que todavía está atiempo de cambiar de opinión y devolver, llamar a su buzón de voz ydecirle que olvide el mensajeanterior y que lo borre.

No, nunca he intentadoahorrarme el dolor.

Y así, como yo, son la mayoríade las mujeres. Casi ninguna serefugia en el trabajo, en ladiversión o en los primerosgenitales que se le presenten en elcamino para distraerse.

Eso quedó demostradotambién en la encuesta que noshicieron a los participantes delseminario durante la cena. Aunquetal vez la palabra «cena» esté fueralugar considerando la triste raciónque logré reunir en mi plato conayuda de la nutricionista Leonie.

A la pregunta de Leonie «¿Quéhacéis cuando estáis bajos deánimo?», todos respondieron conunanimidad: «Esconder la cabezadebajo del edredón y tomar en elmenor tiempo posible la mayorcantidad posible de chocolate yalcohol.»

Casi todos. Michael dijo queél intentaría practicar el sexo ytrabajar para pensar en otra cosa,cosa que por lo general funcionabastante bien. Y Silke de acero dijoencogiéndose de hombros:

—Pues yo, cuando me sientomal, cosa que no ocurre muy amenudo, salgo de casa para tomarel aire y corro el doble de ladistancia normal.

Ya en el autoservicio volvió aponerme nerviosa cuando se dirigiócomo una flecha al bufé deensaladas y anunció delante detodos que ella no necesitaba unasesor nutricional porque el cuerpole indicaba exactamente quénecesitaba.

Poco más tarde estaba

masticando los alimentos crudosdel plato con la misma intensidadque si se tratara del chuletónestoposo de una ternera entrada enaños. Probablemente tambiénquería ejercitar los músculos yquemar grasa durante la comida.

Miré mi plato condesconsuelo, en el que echaba demenos algunas cosas. Porque al verel bufé mi cuerpo también me habíaindicado qué era lo que necesitaba:una pechuga de pavo empanada consalsa de champiñones y fideos de

mantequilla, un poco de pasta contrufa de segundo y de postre untiramisú servido en copa conbarquillos de almendra y guindascalientes.

Sin embargo, nuestranutricionista pasó de largo todas lasexquisiteces del bufé, condujo atoda la tropa de hambrientos de«Cómo gustarse más desnudo»hacia unos platos de pescado a laplancha con verduritas y dijo:

—Tu cuerpo no puede quemarlos fragmentos de carbón, es decir,

los hidratos de carbono, si loalimentas con bolitas de papel, esdecir, con grasa. Pero lo quequeremos es acabar con la grasa.Quien quiera adelgazar tiene queevitar, en la medida de lo posible,los hidratos de carbono, pero sinpasar hambre, porque si no tucuerpo se ajustará a los malostiempos y almacenará todo lo quereciba. Pensad una cosa: no debéispasar hambre nunca, vuestrometabolismo debe estar siempre enfuncionamiento.

Después de eso nos contó quelas zanahorias con salsas bajas engrasa eran perfectas para controlarel hambre, y me sugirióamablemente que retirase la salsabechamel que en un momento dedescuido yo había rociado sobre mipescado a la plancha.

Durante la cena, Sarah laregordeta exclamó con entusiasmomientras contemplaba su pedacitode pescado:

—Bueno, una dieta siempreserá una dieta.

Leopold respondió en tonoanimoso:

—Mentira. Esto no es unadieta. Es nuestra nueva vida.

Y con esa frase casi me quitael apetito.

Después de la cena fui un ratoal bar con Leonie, nuestranutricionista.

—¿Cómo le va a Joseph? —me preguntó.

—Muy bien, según parece. La

última vez que hablé con Erdal porteléfono Joseph acababa de hacersecaca en la bañera. ¿De qué conocesa los chicos?

—Joseph es mi hijo.—¿Cómo? ¿Entonces tú eres la

mujer que no sabía de quién estabaembarazada y que ahora vive conErdal y su novio Karsten?

—Sí. ¿No te lo ha contado?No vamos por ahí pregonándolo alos cuatro vientos, pero nuestrosamigos, por supuesto, sí que losaben.

Leonie se acaricia el vientre.—Dentro de poco seremos

cinco.—¡Qué fantástico!

¡Enhorabuena! ¿Estás embarazadade Erdal?

Ésa, naturalmente, es unapregunta indiscreta y poco habitual,pero dadas las circunstancias mepareció lógico preguntar.

—No. El propio Erdalconsidera que su material genéticotiene una calidad... digamos quediscutible. El niño es de Karsten.

Como puedes imaginarte, lafecundación no ha sido por métodosnaturales. Es difícil pensar en unpadre mejor que Karsten, ¿no teparece?

—No lo sé. No conozco aKarsten.

Leonie se echó a reír y sacudióla cabeza.

—No me lo puedo creer,típico de Erdal. Karsten dice queprofesionalmente le perjudica quetodo el mundo sepa que es gay. Leha pedido a Erdal que no vaya por

ahí contándole a todo el mundo queson pareja. Pero ya conoces aErdal, es incapaz de callarse lascosas. Así que su reacción suele serofenderse, enfadarse y mantener unsilencio sospechoso. Contigoparece que ha probado la fórmulade la discreción.

—¿De qué trabaja Karsten?—Antes era policía. Hace dos

años, cuando nació Joseph, decidióempezar a trabajar por su cuentacomo entrenador personal. En lugarde hacer turnos ahora puede

gestionar él su propio tiempo. ParaJoseph es fantástico.

—¿Y también se dedica aentrenar a famosos, igual queLeopold?

Leonie se echó a reír otra vez.—¿Todavía no has caído? Sí,

exactamente igual que Leopold.Utiliza su apellido como nombrecomercial. Su nombre completo esKarsten Leopold. El novio deErdal, uno de los padres de mishijos y tu nuevo entrenadorpersonal.

Lo que nos atrae de un hombrepocas veces es lo que nos une a él.

JOAN COLLINS

Me siento malvada y perversa.Como una de las divas en blanco ynegro del espectáculo de Johanna,como una figura trágica con voz de

fumadora, como una mujer que nodeja las cosas a medias, que sepinta las uñas de rojo pasión ysiempre quiere más, más y más.

Son las tres de la madrugada.La brisa estival mece las cortinas yfuera susurra el mar. Estoy tendidaen la cama destapada y desnuda,bebiendo whisky y fumando, yarrojo la ceniza en una botella deagua mineral que tengo en lamesilla.

A pesar de que me encuentroen una habitación de no fumadores

en el hotel Arosa en Travemünde,en la costa del Báltico, en elseminario «Cómo gustarse másdesnudo», me siento igual que lavaliente ama de casa Thelma, deThelma y Louise, que después deatracar un banco, en la huida aMéxico echa el mejor polvo de suvida en un motel mugriento con unautoestopista joven y guapo.

Vale, es cierto que él le robatodo el dinero, y que al final ellamuere. Pero de alguna formatambién es verdad que ella ya

cuenta con ello. Lo principal es elsexo y una vida llena de emociones,aunque sea breve.

¿Era eso verdad? ¿O erafalso? Bueno era, de eso no cabeduda, aunque no significa por fuerzaque siente bien.

Lo más bonito de las aventurasamorosas es el inicio. Ya veremossi mañana me despierto con resacade sexo. Todavía queda muchanoche por delante.

Deslizo las manos entre losmuslos desnudos y musculosos que

tengo al lado, nada que ver con laspiernas fláccidas de gerente deMarcus. Jugando al squash dosveces al mes no se te van a ponerlas piernas como a Usain Bolt,señor Hogrebe. Si es que enrealidad estabas jugando al squash,capullo rompematrimonios, y noquemando calorías extra conKarabella.

Bah, no lo pienses más, medigo. Ahora no. Tengo queconcentrarme totalmente en elexperimento «Sexo y no

preocupaciones».Tres de la madrugada: hago el

cálculo y me pongo loca de contentaporque eso significa que enrealidad he estado las últimas treshoras y media en la cama. Y no debrazos cruzados.

Poco después de las once noshemos retirado todos a nuestrashabitaciones. A las once y veinte,tal como habíamos acordado, hanllamado a la puerta con golpessuaves, y poco después de las docey media yo ya me había dirigido sin

rodeos al primero de variosorgasmos.

Eso me sitúa por encima de lamedia alemana de 6,3 parejassexuales por persona.

Desde hoy he practicado elsexo con 7,5 hombres, porque laeyaculación precoz de Achim L. en1985 en el campamento scout de laisla de Usedom la cuento sólo comomedio punto.

Como ya he dicho nunca me heacostado con un hombre cuyonombre desconozca. Pero mi

desesperada situación me hallevado a adoptar medidasdesesperadas.

Miro a Michael, el hombre delmaratón que está tendido a mi ladoy que recuerda un poco aWentworth Miller, el actor dePrison Break. Un hombre de pocaspalabras, pero de aspecto muyresultón.

De todos modos deboreconocer que en mi habitaciónapenas se ve y en estascircunstancias lumínicas hasta Karl

Dall podría recordar a WentworthMiller.

Michael tiene los ojosabiertos, y me está mirando. Eso meincomoda por dos razones. Laprimera, porque estoy apoyadasobre el codo derecho y meencuentro en una posición, mediotumbada, mirando a Michael, en laque los pechos sin operar y la paredabdominal de una mujer que acabade someterse a la primera hora deentrenamiento personal caen conuna flojera que dista mucho de ser

bella.Todo lo que tengo en el cuerpo

que es susceptible de colgar cuelgaen estos momentos hacia el ladoderecho.

Me tumbo rápidamente deespaldas, apago el cigarrillo en labotella de agua mineral y sitúo bajola luz perfecta pechos, vientre y elresto de mi cuerpo con un único yágil movimiento, arropándomehasta el cuello.

Ahí se acabaría el problema.Pero tenía un segundo problema.

¿Qué decir? En mi opinión no haynada tan angustioso como elsilencio después de acostarte conun hombre al que apenas conoces.Cuando te acuestas con tu marido,puedes volver tranquilamente a larutina y ponerte a hacer lastradicionales albóndigas bávaras depan tamaño testículo para cenar.

Pero ¿qué pasa cuando no hayrutina a la que volver?

Meterme directamente en laducha me parecería un pocomaleducado, igual que encender la

tele, sentarme en el escritorio arevisar el correo o salir al balcón ahablar por teléfono con Johanna yErdal para describirles el panoramapor encima y debatir las posiblesalternativas.

Busco una salida a ladesesperada. ¿Qué haría MarleneDietrich en un caso así? ¿O CocoChanel? ¿O Madonna? ¿O JohannaZucker?

Probablemente harían loprimero que les viniera en gana sindarle demasiadas vueltas.

Dios mío, no tengoabsolutamente nada que perder. Ninada que ganar. No estoyenamorada del hombre que estátumbado a mi lado, apenas loconozco, tiene cinco años menosque yo, una caja torácica como unapiedra de modo que no puedesacurrucarte encima, no se haquedado dormido nada más acabarni ha abierto el libro y ha seguidoleyendo donde lo había dejado uncuarto de hora antes, cuatro minutosarriba o abajo. Todo eso es nuevo

para mí.De hecho ahora mismo podría

limitarme a ser sencillamente comoyo soy, o como siempre he queridoser.

Pero ¿cómo soy yo? ¿Cómo megustaría ser? ¿He sido alguna vezcomo quería ser? ¿Cuándo he sidoasí? Y ¿cómo era? Seguramente esofue hace mucho tiempo.

A los veinte años no vivía sinpreocupaciones, claro que no, perono había ninguna razón para nohacerlo. Podía comer lo que

quisiera, y no había perdido nadairrecuperable, salvo mi virginidad,y a ese respecto estaba tan contenta.

Mis padres vivían, y siempreque quería podía ir a casa y ser suhija y pedirle a mi madre que mehiciera sopa de pollo, que era elmejor remedio contra losresfriados, y contra las penas, ycontra las adversidades de laexistencia.

Después de jubilarse mi madrese volvió mucho más maternal, asíque cuando caía enferma disfrutaba

metiéndome en mi cama con lassábanas de flores y dejando que metrajera a la cama la manzanilla quede niña solía tener que prepararmeyo.

Podía emborracharme sinluego tener que guardar dos días decama. Podía sufrir mal de amores ycreer que no se me pasaría jamás delos jamases. Y cuatro semanas mástarde podía sentirme enamorada ycreer que no se me pasaría jamás delos jamases.

Era más joven, más libre, más

radical, tenía menos miedo acometer errores con los queposiblemente tendría que cargar elresto de mi vida. Porque en esemomento el resto de mi vida medaba igual. Por normal general nopensaba más allá del siguiente finde semana.

Y eso que en verdad uno tienemuchas más razones para serradical a los cuarenta años que alos veinte. Ya no tienes tiempo paradesperdiciarlo con el hombreequivocado, el jefe equivocado, los

amigos equivocados, el programade televisión equivocado. A loscuarenta, dos años tirados a labasura pesan mucho más. Vasperdiendo células ovulares,cerebrales y musculares, yempiezan a decaer el ánimo y lospechos y la convicción de que aúnte quedan fuerzas para cambiar decamino e incluso de rumbo.

—El robo de tiempo es uno delos mayores delitos que existen —me había dicho Ben en una ocasión—. Yo ya no despilfarro ni un solo

minuto de mi vida, por eso siemprequedo por las noches en dos turnos:la persona número uno de las ochoa las diez y la persona número dosde las diez a la una. Cuando sabesque sólo tienes dos horas ya nopierdes la primera media horahablando de las propiedades quetienes en Mallorca ni de cómoevoluciona la úlcera de estómago.Si no me gustan las primeras quincepáginas de un libro, lo regalo. En elteatro y el cine procuro sentarmesiempre cerca del pasillo para no

molestar a nadie si decidomarcharme antes. Ya no como nadaque no me guste y prefiero el aguaantes que el vino mediocre. Cuandotengo la sensación de que unaconversación no va a ninguna parte,pido la cuenta. Soy viejo, tengotiempo, pero no tengo tiempo queperder.

Una mujer está perdida cuandole tiene miedo a su rival.

MARIE-JEANNE DUBARRY

Me quedo mirando a Michael,que a medida que despunta el díaadquiere cada vez más contornos yrecuerda cada vez menos aWentworth Miller.

¿He cometido un error? Quizá.Pero ha sido divertido. Y desdeluego no he perdido el tiempo. Esoestá bien. Además ahora sé cómo

me gustaría ser.—Ha estado muy bien, pero

ahora me gustaría quedarme sola —me oigo decir. Michael sonríe, algosorprendido, pero con expresión deamabilidad y posiblemente un pocoimpresionado.

Al final parece que no pasanada tan grave cuando uno dice loque está pensando y lo que quiere.Tendré que tenerlo en cuenta.

Al despedirse me da un besoen la frente y se marcha sin decirnada. Me gusta. Es bueno no decir

nada cuando no hay nada que decir.Mi propia claridad me irrita

mucho, es algo a lo que no estoyacostumbrada. Por lo general enesas situaciones le doy mil vueltasa cómo debo comportarme y cuál esla mejor manera de contentar alotro.

Un vicio muy extendido entrelas mujeres. Precisamente en eltema del sexo y las técnicasamatorias tendemos al altruismoinsano.

Por eso en ocasiones las

mujeres soportan gimiendoestoicamente prácticas a las quecuesta acostumbrarse, sondeos enorificios insensibles o mordiscoscon intenciones eróticas pero queen el fondo resultan dolorosos. Ytodo eso sólo para que elcompañero de copulación no selleve la impresión de que es maloen la cama.

En realidad sería un acto decortesía y un signo de solidaridadentre mujeres si uno educase a sumarido con las maneras de un buen

amante, aunque sólo fuese para quela que venga detrás de ti no tengaque preguntarse cómo pudisteaguantar a un tío que te susurrabanombres de animales al oído.Porque ésas son cosas que te dejanen mal lugar.

En el fondo la falta de calidadde un amante siempre recae sobrela última mujer que se ha acostadocon él. A mi predecesora conMichael yo no podía sino darle lasgracias de todo corazón. Ella debíade tener un talento natural o bien

había dejado escapar de sus brazosa un hombre perfectamente bienenseñado.

Yo por el contrario no hecumplido en absoluto esaobligación para con mis hermanas.

Si existe un lugar en el infiernodestinado especialmente a lasmujeres que no ayudan a otrasmujeres, arderé en el infierno por lasatisfacción que siento al pensarque Karabella estará pasando lanoche con un hombre que enrealidad es un maníaco que te

perfora la oreja con la lengua.Aunque yo he desmoralizado a

Marcus durante años resistiéndomey apartando la cabeza, estoyprácticamente segura de que élcontinuará practicando esadesagradable obsesión con laesperanza de encontrar algún díauna mujer con tímpanos erógenos.

Me siento en el balcón enalbornoz, contemplo el amanecer yme pregunto cómo debería sentirme.

Le he puesto los cuernos a mimarido, que me los pone a mí.

¿Puede uno engañar a quien leengaña, o se trata sencillamente deuna forma políticamente correcta dedefenderse o, dicho de otro modo,de vengarse? «Si lo que buscas esvenganza, lleva contigo dosataúdes», me dijo Johanna no hacemucho con voz monitoria, citandoun supuesto proverbio chino muypopular. Pero también cabe laposibilidad de que se lo inventarasólo para prevenirme contra lastonterías.

Cuando ayer por la noche en el

bar Michael empezó a cortejarmede una forma tan llamativa quehasta la persona más torpe se habríapercatado, me quedé sorprendida,encantada de la vida, pero tambiénen cierta medida un poco recelosa.

El único tipo heterosexual quehay entre una inmensa mayoría demujeres más jóvenes y parte deellas más tersas e inclusoprovocadoras y dispuestas va y seinteresa precisamente por mí. Porun instante me pregunté incluso siErdal y Johanna se habrían puesto

de acuerdo para enviarme a ungigoló. Los dos habían mostrado uninterés enternecedor en levantarmela moral, aunque Erdal se habíaencargado más del lado fisiológicoobligándome, por ejemplo, a llevarun diario de todo lo que comía, nodejándome salir de casa sinmaquillar y forzándome a depilarmelas piernas todas las mañanas.

—No puedes, bajo ningúnconcepto, seguir dejándote como tehas dejado en los últimos años —me dijo—. Así que me he

informado de cuáles son las últimastendencias en depilación de zonasíntimas.

Poco después me envió unpaquete con una plantilla en formade corazón para el vello púbico.«En forma en la cama», se titulabael prospecto que venía dentro de lacaja. «Sorprenda a su pareja conuna depilación íntima original.También plantillas disponibles conforma de “pista de aterrizaje” y“triángulo de las Bermudas”.»

Me parece, de todos modos,

que ya tengo bastante con cuidarmeel pelo de la cabeza y que puedoseguir viviendo perfectamente sinesa reflexión adicional sobre «¿Quédibujo encaja mejor con sus partesíntimas?».

Al final opté por regalarle laplantilla a Sammy. Seguro que élencontraría la forma de utilizarlapara crear alguna variante modernade los grabados en patata.

Por su parte, Johanna se habíadedicado más a mi recuperaciónmental obligándome a seguir

trabajando en su espectáculo,impidiéndome que volviera a Stadey me lanzara a los pies de Marcus yrepitiéndome una y mil veces queyo no era una mujer que merecieseque la engañaran.

Hacía ya tres semanas que mehabía marchado de Stade sinimaginar ni por un momento lo quese me venía encima. No habíanpasado ni dos semanas después dela breve cura ayurvédica y el

entierro del padre de Marcus.Y desde hacía exactamente

doce días y trece horas era unamujer engañada. Y sin embargoseguía sin saber qué debía hacer ycómo debía sentirme. Misestrategias se transformaban a cadaminuto, mis sentimientos también, yprobaba a afrontarlo a vecesodiándolo y a veces odiándome, aveces con rabia y otras condesaliento.

¿Acaso no tenía yo la culpa?Me había convertido en una

gruñona apoltronada en mimatrimonio que en lugar de niñostenía ya las primeras canas, habíadejado de teñirme las raíces con laregularidad de tiempos anteriores ya veces ya ni siquiera me pintabalas uñas de los pies, y me dedicabaa despotricar desde el sofá contralas concursantes del realityGermany’s Next Topmodel , lapolítica mundial y mi marido.

No me interesaban lastendencias actuales en depilacióndel vello púbico, mientras hacía el

amor pensaba en que la barandilladel balcón necesitaba una mano depintura, y al llegar a casa me poníalo primero que pillaba sin tener encuenta ningún criterio estético.

Estaba descontenta. Pero no lobastante descontenta como paracambiar las cosas.

Estaba contenta. Pero no lobastante como para querer que lascosas se quedaran como estaban.

Me debatía permanentementeentre el miedo, el valor y la razón.Envidiaba a las mujeres que reunían

valor para volver a empezar decero y veía a algunas de ellasdesesperarse por haber tirado porla borda una vida estable a cambiode un sueño imposible de realizar.

Las que habían roto con todoiban por ahí presumiendo sinpiedad del brazo de los maridos delas que se habían quedado. Unmarido nuevo era todo cuanto hacíafalta para volver a ser admitida enel viejo mundo de las mujeres queno se fían de nada. Absurdo.

En mi mesita de noche enStade se habían formado dosmontañas de libros a los querecurría en función de mi estado deánimo dominante. En una seencontraban obras como Buen sexoa pesar del amor, Más diversióncon las patatas con piel y Elogiode los matrimonios deconveniencia. En las noches envela me dedicaba a subrayar enrojo los pasajes que más meconsolaban:

Buscar una pareja duradera

significa buscarse unos cuantosproblemas duraderos. Al fin y alcabo no se trata de llevarse biensino de soportarse. Eso significaque la renuncia a la solución delproblema es la propia solución. Elproceso abarca desde la ilusión queuno alberga de que conseguirállevarse bien a la conclusión de quehay que conformarse consoportarse. El objetivo es, portanto, la resignación.

De la segunda pila

últimamente casi no había cogidoninguno. Los títulos como Vive lavida a tope, Cierra la boca, dejade llorar y vive de una vez o Lasniñas buenas van al cielo, lasmalas van a todas partes meponían cada vez de peor humor.

Ya podía olvidarme deconciliar el sueño si leía acerca deeso que los especialistas denominan«la zona de confort»: «Todo elmundo necesita esa zona. Lo

sabemos todo, lo hemos probadotodo, sabemos lo que nos espera. Esnuestra base. Pero no sucede nadanuevo. La evolución y elcrecimiento sólo son posibles en lazona de alrededor: la zona delriesgo. Allí residen lasexperiencias y los éxitos, allí residela posibilidad de madurar y sercada vez más libre. Sin riesgo nohay evolución.»

Dejé de subrayar losenunciados de ese tipo después decasarme, porque la verdad es que

no era algo que me gustase recordarconstantemente. Las frases de esetipo causan en las noches deinconsolable desvelo pensamientostormentosos en divas, en figurasfemeninas dramáticas con destinosimponentes que dicen cosas taninquietantes como: «Si tuviera queescoger entre dos desgracias, mequedaría con aquella que todavía noconozca.» O «No me arrepiento delas cosas que he hecho, mearrepiento de las que no he hecho».

Y por supuesto todas las

quejicas cuarentonas que vamos porahí lamentándonos sabemos quehemos hecho muy pocas cosas en lavida. Yo sin ir más lejos sólo me heexcedido en una cosa: las esperas.

He pasado semanas esperandoen la cola de mi compañía deteléfono: «Le rogamos quepermanezca a la espera. En estosmomentos todos nuestrosoperadores están ocupados. En unosminutos le atenderemos.»

Me he pasado meses sentadadelante del ordenador tratando de

entrar con insistencia en páginas enconstrucción y viendo cómo sellenaban las barras de descarga.

Estoy segura de que al menosun año y medio me lo he pasado enfiestas esperando que pasara algo, ybebiendo mientras tanto sin ningunanecesidad: Persico en los añossetenta, Blue Curaçao en losochenta y, a partir del cambio demilenio, vino tinto con notasafrutadas de salida.

De hecho, me he pasado lavida esperando: el momento

oportuno, el día más adecuado,reunir el valor para hacer algo,reunir el valor para dejar algo, lasiguiente vez o la otra, el autobús,las vacaciones, tener plaza en launiversidad, que se acabe de unavez el plazo de aviso de renuncia,el año de prueba o esa malditanoche.

La vida te ofrece una cantidadpasmosa e impresionante deoportunidades buenas y malas,tantos caminos y entre ellos tantastrampas, que entre todos los

proyectos de vida posibles unoacaba escogiendo aquel que resultamenos equivocado o al menosentraña menos riesgos.

¿Un año en el extranjero?Mejor que no. Luego podríacostarme mucho entrar de nuevo enla rueda. ¿Escribir una carta deamor? ¿Y si no recibo respuesta?¿Tomarme dos meses de permisosin sueldo e ir en autobús deMontevideo a la Patagonia? Y¿quién me va a regar las plantas?¿Dejar a ese hombre? ¿Y si no

encuentro uno mejor?

Me he quejado y hedespotricado hasta la saciedad,pero siempre he sido demasiadocobarde para cambiar las cosas. Enlugar de callarme la boca yquedarme —o callarme la boca ylargarme—, nunca me he callado laboca, estúpida de mí. Y con eso loúnico que he conseguido es arrojardirectamente a mi marido a losbrazos de esa Karabella de eterna

sonrisa que lo llama «Amore» yseguro que se depila la zona púbicacon la plantilla del triángulo de lasBermudas.

Cuando alcanzo ese punto enmi discurrir, el pánico me invadehasta el punto de que ya no soycapaz de albergar ni un solopensamiento claro. Soy incapaz dehacer caso a todas las normas decomportamiento que Johanna yErdal me han aconsejado en caso deapuro:

«Si sientes la tentación de

llamarlo, llámanos antes a algunode nosotros.»

«Si crees que te estásvolviendo loca, respira hondo diezveces, pégate una ducha y escucha atodo volumen La vie en rose deGrace Jones.»

«Tómate media botella dechampán en cinco minutos y repiteuna y otra vez el mantra de ladesintoxicación: “Me llamo Marcuscon C, me llamo Marcus con C...”»

Llamo a Marcus al móvil. Sonlas seis y media de la mañana de un

sábado, una hora a la que jamássuelo llamarlo. Podría tratarse deuna emergencia, así que deberíacoger el teléfono porque de locontrario resultaría sospechoso.

Da señal. Cuatro veces. Cinco.—Vera, ¿qué pasa? ¿Sabes

qué hora es?Jadea casi sin respiración.

Como si lo hubiera arrancado de unsueño profundo o hubiera salidocorriendo de la habitación para notener testigos ni permitir que lotraicionara un ruido de fondo.

—Sólo quería decirte que teecho de menos.

—¿Cómo? ¿Estás borracha,Vera?

No puedo evitar echarme allorar.

—¿Ha pasado algo, Vera?Intenta tranquilizarte y cuéntamequé ha pasado.

—Nada, no ha pasado nada.Te quiero. Y quiero que lo sepas.

—Ya, Vera, y eso es muytierno, pero ya sabes que sólopuedo dormir hasta más tarde los

fines de semana.—Me gustaría verte.—¿Cuándo?—El día veinticinco. Es el

viernes de dentro de dos semanas.Johanna y yo estamos organizandouna pequeña fiesta.

—¿Y qué celebráis?—Nuevas tetas, nuevos

amigos, el regreso de Johanna a losescenarios, mi trabajo en elespectáculo...

—¿Ya has terminado la obra?—No, todavía no, pero voy

muy adelantada. Entonces, ¿qué?¿Vienes?

—Ahora mismo no te lo puedodecir. Tengo la agenda en eldespacho.

—Es un viernes por la noche,¿qué compromiso vas a tener?Venga, te lo pido por favor, para míes muy importante.

—Déjame que consulte laagenda y lo vemos entre los dos,¿de acuerdo?

—¿Qué vas a hacer a ahora?—Seguir durmiendo, si me

dejas.—¿Me echas de menos?—Pues claro.—¿Me quieres?—Lo sabes de sobra.

Sudo y pienso para misadentros. Mientras los demásparticipantes se han ido a dar unpaseo por la playa hastaTimmendorf, yo he decididosumergirme en la niebla de losvapores de eucaliptus.

No me gusta pasear. O caminoporque voy a algún sitio, o quemocalorías con una intencióndeterminada. Pero desplazarme deA a B y volver sin una intenciónprecisa la verdad es que no megusta y tampoco le veo ningúnsentido.

Miro mi cuerpo brillantecubierto de sudor y por primera vezdesde hace mucho me veo de nuevosexy. Una categoría a la que sinlugar a dudas le he prestado muypoca atención en los últimos años.

Pero es inevitable cuandoreduces tu cuerpo a un útero y unosovarios y la única emocióncorporal que todavía te interesa esel dolor de mal agüero que anunciala llegada de la odiadamenstruación.

Pero esa noche Michael, elhombre maratón, había devuelto ami vida el sexo que uno practicaporque quiere y no porque tiene queaprovechar los días fértiles.

Eso, sin lugar a dudas, mehabía sentado de maravilla y me

había levantado la moral. Un éxitohermoso que yo sin embargo habíaarrojado por la borda al llamar aMarcus en un arrebato incontrolado.

Johanna tampoco se mostrómuy entusiasmada cuando, en el parde minutos de descanso entre elcurso de salsa y la clase decardioboxeo, le confesé mi error. Yla idea de tener que organizar unafiesta para mantener a Marcusalejado de su amante el díaveinticinco tampoco le hizodemasiada gracia.

A Erdal, sin embargo, le hizomucha ilusión y empezó a pensarenseguida a quién debíamos invitary dijo que su labor como asesorsentimental sería infinitamente mássencilla después de haber visto porfin con sus propios ojos a Marcus.

Y cuando les conté que mehabía acostado con un participantedel curso que estaba cachas, aErdal ya no hubo manera dedetenerlo. Que ése era un pasogigantesco hacia delante, si no elpaso definitivo, me dijo, y que tenía

que conseguir por todos los mediosmantenerme en esa línea:

—El sexo con distintas parejassexuales sería lo ideal en tu actualsituación, pero si no hay otroremedio, puedes volver a acostartepor segunda vez con el hombremaratón.

—¿Distintas parejas sexuales?Salvo Michael maratón sólo hay unhombre disponible en este curso, yda la casualidad de que es gay yestá cogido. Pero eso nadie lo sabemejor que tú. Podrías haberme

dicho que Leopold es tu Karsten yLeonie la madre de Joseph.

Erdal repuso que él era unhombre escrupulosamente discretoy que sería mejor que colgara parano llegar tarde a cardioboxeo.

Si bien es cierto que en salsa,si soy autocrítica, diría que mitalento es más bien escaso —noconsigues así como así que unacuarentona del norte de Alemaniacon las caderas de hormigón semenee con erotismo—, miactuación en el boxeo fue una gran

revelación. ¡Aquello era lo mío!Golpeé las manos de Karstenenfundadas en unos guantes, logrérealizar combinacionescomplicadas de juego comoderecha-izquierda-arriba-abajo ypegué con una fuerza y unaconstancia que Karsten alabó sinreparos.

En clase de salsa, no pudeevitar soltar una amarga carcajadacuando Karsten nos invitó a todos aimaginarnos el contoneo de caderascon el que nos gustaría acercarnos a

nuestra pareja en plan seductor. Meimaginé en el salón de casameneando las caderas con actitudprovocadora al pasar entre Marcusy la televisión de plasma.Evidentemente en mi caso esavisión no sirvió para motivarme.

Sin embargo, las instruccionesque nos dio en clase de boxeo—«Pensad en alguien a quien osgustaría partirle la boca»—conseguí seguirlas al pie de la letray con gran eficacia.

Michael me había dedicado

una sonrisa un poco sorprendente yalgo picarona, y yo le devolví unasonrisa todo lo seductora que pude.

De pronto el erotismo delboxeo se abrió ante mí.

El retiro contemplativo delbaño de vapor se acaba cuando dosmujeres con una imperiosanecesidad de comunicarse entran enla bañera. Una de ellas está a puntode sentarse encima de mí porque elvapor le impide verme.

Cuando ambas se acomodanpor fin, empieza la sesión demarujeo.

Que si Carolina de Mónaco,que la verdad es que no ha tenidouna vida nada fácil..., que si Uwe,al que le han tenido que quitar unfurúnculo del trasero..., que si esmejor quitarse los callos de lospies raspándolos con un cepillo ocon una lima.

Sudo y siento vergüenza ajenade esas dos cotorras y de todasaquellas personas que no se saben

comportar.De toda la gente que se pone a

hablar por teléfono en el cine, quedejan a su novio por el móvil desdeel asiento del tren, que cuelgan lasfotos más íntimas en Facebook, quedocumentan sus accidentes sexualespor YouTube o van a programas detelevisión a anunciar que tienen unaaventura con el novio de su mejoramiga.

Me avergüenzo de todosaquellos informadores indeseablesque me importunan con las

banalidades de su vida privada enautobuses, ascensores, salas derelajación, blogs, periódicos, librosy grotescos shows televisivos.

Y sí, Boris Becker, tú tambiéneres uno de ellos. Ya es bastantehorrible que tuviera que enterarmede que concebiste a tu hija en unescobero. Pero el detalle de que elescobero está en las escaleras quesuben al retrete me lo podías haberahorrado.

No es que no sepa valorar unabuena sesión de cotilleo, pero me

pregunto por qué serán siempre laspersonas menos interesantes las quemuestran menor interés porpreservar la privacidad de su vidaprivada. Es el mismo fenómeno queen la playa: precisamente los quevan desnudos son siempre aquellosa los que uno preferiría vervestidos.

Durante un tiempo healbergado la esperanza de que latelevisión acabase copando elcampo de la distracción en loslugares públicos. ¿Por qué llamar

hoy al urólogo delante del pequeñopúblico del autobús cuando mañanapodrías ir a la televisión y silbar lamelodía de Where have all theflowers gone? con los labiosmenores?

Pero me equivoqué. En todaspartes la gente te tiraniza con susintimidades. Y lo peor es que tetachan de maniática intolerante queva chistando «chsss» a la menorocasión sólo porque quieresrelajarte en una sala de relajación yno quieres enterarte de que la

persona que tienes enfrente tiene unproblema con la digestión de loscopos de avena de grano entero.

Me siento avergonzada en elinvernadero de la desvergüenza, enel erial con olor a eucalipto delinsulso parloteo, y me pregunto siyo seré interesante.

En esencia es posible que no.Pero de vez en cuando puede que sí.

La situación actual otorga a miexistencia una dimensión deprofundidad desconocida hastaahora. Soy la heroína que sufre, la

heroína trágica de una historiafascinante con final incierto: ¿sefugarán finalmente juntos losamantes?, ¿deparará el futuro a lapérfida Karabella el destino quemerece?, ¿habrá un final feliz? Y silo hay, ¿cómo será?

La noble heroína perdona a suamado arrepentido, regresa a lavivienda común —treshabitaciones, tarima bienconservada y limpieza semanal dela escalera comunitaria incluida enel alquiler— y retoma de nuevo el

proyecto «un hijo a cualquierprecio».

O bien: la noble heroínaabandona a su traidor marido y lasimplona Karabella en su pueblo demala muerte y con el corazóndestrozado se marcha a conocermundo para comenzar una nuevavida con un final incierto.

«En el último año ya he tenidoque quitarme dos varices», dice unavoz procedente del vapor de agua.Salgo de la sauna y me marcho conla conmovedora sensación de

formar parte de una historia cuyofinal no quisiera perderme.

En la sala de relajación meencuentro con Michael, que no tieneningunas ganas de relajarse. Mepropone que hasta la hora de laconferencia «El canalla que todosllevamos dentro: reconocer ysobreponernos a las trampas demotivación del día a día», pasemosel rato en la habitación analizandosi ya nos gustamos desnudos unpoco más.

¿Valores interiores? ¡Yo noutilizo radiografías paramasturbarme!

WOLFGANG JOOP

Me presiona con dos dedos enla cara y dice:

—Ahora sonría.

Sonrío con valentía. Me sujetalas mejillas, me pide que vuelva aadoptar mi expresión facial normaly dice:

—Aquí tenía antes lasmejillas.

Le había pedido al hombre contoda mi ingenuidad que alexaminarme el rostro no me pusieraninguna hoja delante de la boca.Ahora empezaba a arrepentirme.

El atractivo dermatólogodoctor Alfred Bauer es, según elcurrículum que aparece en el

prospecto de «Cómo gustarse másdesnudo», cinco años mayor que yo,pero sospechosamente parece seisaños menor.

No sé si a otras mujeres lespasa lo mismo, pero a mí cuandomás me gustan los médicos, si sonmayores y feos, es cuando teexaminan sin maquillar y con unespejo de aumento.

Ahora mismo estoy bajo esagigantesca lupa iluminada en la quecada arruga parece una obra de artecontemporáneo malograda y cada

poro un cráter que conducedirectamente al infierno. No puedoafirmar que me sienta del todocómoda.

Siempre había consideradoque mi piel era una de las partesmás virtuosas de mi cuerpo y poreso en ningún momento mepreocupó la cita con eldermatólogo. Sin embargo lo que yoconsideraba hoyuelos provocadospor las actuales circunstancias, eldoctor Alfred Bauer lo denomina«Arruga Angela Merkel», lo cual

básicamente sirve para ponerte deun humor mucho peor aún. Además,descubre que tengo una arrugaporque frunzo a menudo elentrecejo, una especie de ceñopermanente, un mentón como laarena de una playa pisoteada y dosarrugas pronunciadas nasolabiales.

—Pero no tiene por quépreocuparse —asegura el doctor,animoso— porque usted no tieneproblemas con su aspecto físico.

Eso mismo creía yo. Perosiempre cabe la posibilidad de que

uno esté equivocado.Me miro afligida en el espejo

de aumento en el que se puededistinguir mi ceño con lujo dedetalles y sin embargo mi ego casini se vislumbra. Pienso en mimadre, que siempre solía decirme:«No arrugues así la frente que tevan a salir arrugas.» Cuánta razóntenía.

—Muchas personas se sientenmás jóvenes de lo que aparentan —dice el doctor Bauer—. Sienten unadiscrepancia entre su edad interior

y su edad exterior. Por eso vienen averme.

—Yo también siento unadiscrepancia entre mi edad interiory mi edad exterior. El caso es queme siento mayor de lo que aparento.

—Eso es debido a su estadopsíquico. Físicamente usted tienemuchos menos defectos que lamayoría de las mujeres de su edad.Tiene unos buenos genes. Yo en sulugar intervendría lo mínimo.

—Y ¿qué haría usted conmigosi fuese su mujer?

En el preciso instante en queacabo de formular la pregunta medoy cuenta de que no se trata de unenunciado muy afortunado.

El exquisito médico con gafassin montura me dedica una sonrisaencantadora.

—La invitaría a cenar estanoche.

Por supuesto, me quedo depiedra y pienso que hay pocassituaciones tan bochornosas paraque se te suban los colores comocuando te encuentras debajo de una

lupa sin maquillar.—Yo me refería desde el

punto de visto dermatológico —respondo con frialdad, y meesfuerzo por mantener la dignidad apesar de que parece prácticamenteimposible.

—Un poco de bótox entre losojos y una inyección de ácidohialurónico para rellenar lasarrugas derecha e izquierdanasolabiales. Pero la decisión estáen sus manos. Por mi parte, puedequedarse exactamente como está.

—¡Eso no lo he dudado enningún momento!

—¿Qué le parece si me ocupoprimero de la siguiente paciente?De esa forma tendría un cuarto dehora para tomar una decisión.

En cuanto el doctor Bauer seva a la sala contigua, me apresuro asacar el móvil y le envío unmensaje de texto a Johanna y Erdal:«¿Dejo que el dermatólogo que estácomo un queso me infiltre lasarrugas y/o que me invite a cenar?¡Necesito respuesta! ¡Ya!»

Acto seguido me recuesto en lasilla acolchada y me pregunto a quéedad se hace uno mayor, y si unodebería oponerse a la fuerza de lagravedad de los tejidos adiposos y,si es así, con cuánto empeño ymediante qué métodos.

No puedo dejar de pensar enlas madres que tienen el mismoaspecto que sus hijas, supongo queporque a unas y otras las desfigurael mismo cirujano. Mujeres que consu frente infiltrada a base deinyecciones de hormigón parecen

patos asustados. Labios tansobredimensionados que podríanindependizarse y hacer su propiavida. Caras tan tensas y estiradasque el único gesto que permiten escerrar los ojos.

—Ésos son casos de lasaberraciones más lamentables —comentó el doctor Bauer—. Pordesgracia hay personas degeneradasque no saben cuándo convieneparar. Créame, en mis pacientes nose aprecian las correcciones.Después de la intervención su

apariencia es sencillamente la dealguien que acabara de regresar deunas largas vacaciones en las queha dormido mucho.

Sonaba tentador. Pero resultadifícil, porque tu cuerpo es como unpiso antiguo deteriorado. Cuando tedecides a reformar la cocina,entonces te das cuenta de lo viejoque se ve el cuarto de baño. Y encuanto pintas las paredes, te dascuenta de que los rodapiés estáncasi amarillos.

Así que debes encontrar tu

propio camino entre el bótox yBeethoven, entre el culto al cuerpoy la cultura, entre la superficie y eltejido del alma.

Caída de párpados no. Arrugasexpresivas sí.

Envejecer con dignidad, sinparecer innecesariamente viejo.

La presión procede de doslugares: por un lado, de los listillosgruñones que en cada ejercicioabdominal, en cada caloríaahorrada y cada párpado caídoestirado advierten la decadencia de

Occidente; y por otro, de losobsesos de la belleza, las barbiesde talla cero, siempre de punta enblanco, y los yonquisdescerebrados del deporte quealaban sus perfectos envoltorios yque, cuando tienen que contar hastacuatro, no atinan ni a la de tres.

Hasta ahora yo siempre habíasido una defensora del«envejecimiento natural», peroestaba dispuesta a reconsiderar mipunto de vista y rectificar miposición, porque al fin y al cabo

también había acabadodesengañándome con el concepto«parto natural».

Es relativamente fácilposicionarse contra el estiramientode los tejidos y a favor del uso delos medicamentos homeopáticoscuando todavía no tienes colgajosen el cuello ni bolsas en la laringeni un bebé asomando por el canalde parto.

Johanna había dicho adiós al

plan del parto natural en el propiocamino hacia el hospital. Cuando yasalió de cuentas y pasaron dos díasde la fecha prevista para el parto, lacomadrona le dijo: «Mañana aprimera hora intentaremosprovocárselo con un cóctel demedicamentos.» Lógicamente toméel primer tren para estar presente enel parto.

Yo había leído un sinfín delibros especializados en el tema delparto natural y me había anotado enfichas los ejercicios básicos y unos

mantras para el dolor.El cóctel compuesto por aceite

de ricino, crema de almendra ychampán a Johanna le hizo efecto enmedia hora. A partir de ahí ya noquiso saber nada de pasar lasprimeras contracciones respirandocon calma en la bañera, practicarejercicios de yoga en la cama pararelajar el suelo pélvico y al cabo deunas horas irse tranquilamente, yamedio dilatada, hacia el hospital.

Las contracciones de Johannaempezaron con tal intensidad que ya

en el asiento trasero del taxi iba acuatro patas, una posición que,según mis anotaciones de las fichas,era especialmente relajante ycontribuía a retrasar lascontracciones.

No funcionó del todo porque ala siguiente contracción Johannachilló como si fuera a morir allímismo. Ella se lo había imaginadotodo mucho menos primitivo, asíque descartó la alternativa del partonatural y en cuanto entró por lapuerta de la clínica pidió que por

favor pusieran a su disposicióntodo el equipo de anestesia.

—«Imagina que tu suelopélvico es una alfombra de flores»—le leí una de las anotaciones demis fichas.

—¡A la mierda con tus flores!—exclamó Johanna entre jadeos.

—Vamos a repetir las dosjuntas el mantra ONG NAMOGURU DEV NAMO —le propusealegremente.

—Cállate la boca de una vez—me espetó.

Y entonces rompió aguas.Yo sólo llevaba un pañuelo en

el bolso, lo cual, teniendo en cuentael enorme torrente de agua quearrojó en el asiento trasero del taxi,era como intentar combatir untsunami con un rollo de papel decocina.

El conductor del taxi se mostrócasi aliviado cuando al fin pudodejarnos en el hospital,especialmente al ver que Johannavomitaba en la plaza deaparcamiento del jefe de servicio y

luego maldecía a voz en grito atodas las mujeres que sostenían queel nacimiento de su hijo era elmomento más hermoso y que másles había llenado en la vida.

Poco a poco comencé acuestionar con actitud crítica miidea preconcebida del parto naturale incluso mi deseo de tener un hijoen general. Una adopción tambiénes una cosa hermosa, no entrañariesgos médicos, resulta apeteciblee incluso es una obra loable desdeel punto de vista humanitario.

Dos horas más tarde me vivestida con un gorrito verde, unabata verde, una mascarilla verde yunas pantuflas verdes junto aJohanna, que decía que jamás habíavisto a nadie que le sentase el colorverde tan mal como a mí.

No hubo modo de conseguirque Samuel Zucker abandonase lamatriz por la vía prevista, así quelas comadronas y el médicoadjuntos decidieron sacar alcabezón del niño, en el sentidoliteral de la palabra, mediante

cesárea.El cuerpo de Johanna quedó

dividido en dos partes por unaespecie de mampara que, porsupuesto, era de color verde. En laparte superior estábamos lacomadrona, un anestesista y yo. Enla parte inferior calculé que habríaentre doce y dieciocho personastambién vestidas de verdetrabajando sobre el vientre deJohanna con unos utensilios que yo,por fortuna, sólo les oía utilizarpero no alcanzaba a ver.

Nos hallábamos tan lejos delparto natural que habíamos previstoen el inicio como Dolly Parton detener un aspecto natural.

Intenté respirar hondo ydespacio para no desmayarme, meconcentré en la parte central de lafrente —una técnica de relajaciónque había leído un rato antes en unade mis fichas— y me pareció oírentre el barullo que el cirujano queestaba operándola preguntabaacerca de unos desagradablesdetalles sobre el grueso de la pared

intestinal y la posibilidad deseparar diferentes capas de tejidos.

Johanna volvió a sentirseconfiada, ahora que no sentía laparte del cuerpo implicada en elparto, y le preguntó al equipo decirugía si no podían aprovechar laoportunidad para ponerle recto eldedo martillo y tal vez levantarle unpoquito las nalgas con la placenta.

—Ahora notará una ligerapresión y un tirón —dijo el médicounos minutos más tarde—, y acontinuación sacaremos al niño.

Johanna me apretó la mano, yme sentí aliviada de poderagarrarme a ella en un momentocomo aquél. Aunque en teoría yo losabía todo sobre el proceso delparto, que por regla general culminacon la salida del bebé, en elinstante en que levantaron a Sammypor encima de la sábana verde,como si fuera el telón de un teatrode títeres, sentí que no estaba losuficientemente preparada.

Algunas madres, por lo que heleído, se vuelven locas de

contentas, otras se echan a llorar yotras acaban muertas deagotamiento.

Yo estaba muerta del susto.Porque la visión de un reciénnacido es una visión aterradora.

En esencia se trata de una cosamorada cubierta de sangre y de unhumor de perros con una formacaprichosa en el cráneo y losbracitos y las piernas hechos unhigo. Uno sólo puede esperar contodas sus fuerzas que con el tiempotodo eso mejore.

—Parece una rana bizca, ¿leimportaría limpiarlo un poco? —preguntó Johanna indignada,desmintiendo con ello ese supuestode que las madres automáticamenteven bonitos a sus bebés.

Veinte minutos más tarde lasdos estábamos de acuerdo en que,visto desde un punto de vistaobjetivo, Samuel Zucker era el niñomás bonito del mundo, y que en elfuturo nos pronunciaríamos de unamanera menos dogmática sobre eltema del parto natural.

Los dos tonos seguidos de mimóvil me arrancan de mispensamientos. Johanna y Erdal hanrespondido a mi mensaje.

Johanna contesta: «Haz las doscosas! Primero quítate las arrugas yluego vete a cenar con eldermatólogo. Es el momento de losexperimentos. Haz algo de una vez,aunque sea una metedura de pata.Ya sabes que no hay nada tanaleccionador como un fiasco.»

Erdal escribe: «Pero por elamor de Dios, reina, eso ni se

pregunta. Si yo no tuviera miedo alas agujas, hace tiempo que tendríaun cutis como el de Diana Ross.Espero por tu bien que no te limitesa cenar con él porque no hay mejorremedio contra las enfermedadesque el sexo, querida. Además,siempre he querido tener undermatólogo en la familia. Así quesi te acuestas con él estaráshaciendo una gran inversión. ¡A porello!»

Oigo voces en el pasillo. ¿Y silos espío? Me encantaría saber a

quién más tiene de paciente. Al finy al cabo ya soy casi una experta entemas de espionaje.

Entorno la puerta un par decentímetros, y veo a Silke piernasde acero, que justo en ese momentoda un apretón de manos a mi doctorBauer. Cierro la puerta, arrugo lafrente una última vez y decidoaventurarme.

¡Fuera la arruga Merkel!—Dos caliqueños, un bótox y

toqueteos varios: creo que es unresultado provisional que habla por

sí solo.Erdal está tan contento como si

los méritos fuesen suyos. Hatomado prestado el kimono de sedamarrón de Johanna y parece untrozo de turrón de chocolate.

Johanna está tumbada en elsofá en pantalones cortos ycamiseta. Una mujer que a loscuarenta y tres puede llevarpantalones cortos ajustados y unacamiseta sin sujetador debajodebería regalarles un ramo deflores todos los días a su creador y

a su cirujano, creo yo.Es domingo por la tarde. He

regresado de Travemünde hace unahora y acabo de meter a Joseph ySammy en la cama.

—¿Todavía se usan palabrascomo «caliqueño»? —preguntaJohanna.

—Los jóvenes dicen «echar unquiqui» o un «casquete».

—Sólo porque te hayasacostado con un corredor demaratón cinco años más joven novengas ahora de especialista en el

lenguaje de calle de los jóvenes.Bueno, eso ahora da igual,explícame cómo te enrollaste con eldermatólogo en un columpio deplaya. ¿Qué dijiste cuando el señordoctor pasó al ataque?

—Haga el favor de quitarmeahora mismo la mano de las bragas.Voy a contar hasta mil...

La frase era de una comedia dela RTL, pero me vino a la mentejusto en el momento oportuno. Yeso también es algo de lo que unopuede sentirse orgulloso.

Al entrañable doctor Bauer lehizo mucha gracia, aunque no paróni un solo instante de besarme ymeterme mano.

¡Y qué besos! Ni demasiadasaliva ni demasiado poca. Y, algoque es fundamental en términos decalidad: una actividad en la lenguade lo más equilibrada.

Hay personas que, cuando tebesan, parece que pretendan queese apéndice húmedo e inerte haganoche en tu boca. Otras lenguas, porel contrario, se mueven como un

niño de cinco años con trastorno dedéficit de atención porhiperactividad. Por esa regla detres podrías ponerte una batidora enla campanilla, que es igual deerótico.

Estuvimos como una hora en elcolumpio de playa besándonos ytoqueteándonos mientras nosbebíamos una botella de SancerreRosé que habíamos comprado en elrestaurante del hotel. Hacía unanoche muy cálida y a unos cincuentametros de nosotros había una

docena de adolescentes tocando laguitarra alrededor de un fuego ycantando canciones que hasta yosabía de memoria.

He sido guía durante variosaños y todavía sé tocar los sieteacordes básicos que se necesitanpara poder acompañar a la guitarracualquier canción de campamento.

A nuestro lado cantabancanciones de los años setenta:

El día que murió ConnyCramer

estábamos tumbados en lahierba,

teníamos la cabeza llena deideas locas

y él dijo de broma:«Vámonos de viaje.»El humo sabía amargoy Conny me contó lo que veía:un mar de luz y de colores.No imaginábamos lo que iba

a ocurrirel día que Conny Cramer

murióy todas las campanas

repicaronel día que Conny Cramer

murióy todos los amigos lloraron

por él.Fue un día duroy a mí se me desmoronó todo

un mundo.

—De pronto me siento como situviera quince años —me murmuróel dermatólogo en el pelo.

—Yo también me siento comosi tuviera quince años —le

respondí entre susurros—, y graciasa ti casi doy el pego.

Y ése fue el momento en el queel doctor Bauer se quitó sus gafassin montura y se desabrochó lospantalones.

Yo negué con la cabezasonriendo y traté de abrochárselosotra vez. Pero era más sencillo enel campamento de los scoutscuando los jóvenes llevaban losgenitales encerrados tras unacremallera que se podía subir ybajar sin problema con una sola

mano.—Una pena —suspiró el

doctor, y me ayudó a abrochar elbotón. Un gesto muy caballerosoque yo supe apreciar.

—Tal vez otro día —susurré,acompañada por las voces quecantaban There is a house in NewOrleans, they call the Rising Sun.

Me sentí adulta, madura ydueña de mí misma. A los cuarentaaños, ya no tienes por qué sentirteresponsable de sofocar todas laserecciones que provocas.

A nuestro lado el fuego se ibaextinguiendo, y los jóvenescantaban el canto de despedida:

Llegado ya el momentode la separaciónformemos compañerosuna cadena de amor.Que no nos separemos,porque un mismo corazónnos une en apretado lazoy nunca dice adiós.

Todas las mujeres tienenderecho a adoptar medidasdesesperadas para cazar al hombreque han elegido.

AGATHA CHRISTIE

—Sinceramente, Vera, esto nome da buena espina.

—A mí tampoco.

—¿No prefieres que nosvayamos a casa y nosemborrachemos? En estos casossuele ser una alternativa inteligente.

—Ya estoy borracha.—Pero está claro que no lo

suficiente.Eso era cierto porque por

desgracia la absurdidad de lasituación en la que me encontrabame mantenía en una despiadadasobriedad.

Johanna ya había intentadodetenerme cuando la desperté y le

pedí prestado el coche.—¿Se puede saber para qué

quieres un coche a estas horas? —me había preguntado mediodormida pero muy alarmada.

—No aguanto más. Necesitosaber quién es esa mujer. Si ahoramismo me marcho, a las siete estoyen Stade. No creo que un sábadosalgan de casa antes de esa hora.

—Y ¿qué harás entonces?—Vigilar la casa.—¿Te has vuelto loca?

Imagínate que Marcus te ve.

¡Menuda forma de hacer el ridículo!—No me reconocerá. Selma y

su hija fueron al último baile dedisfraces del club de tenisdisfrazadas del dúo ModernTalking.

—Lo siento, pero creo que mehe perdido.

—Acabo de hablar porteléfono con Selma y...

—¿A las tres de lamadrugada?

—Todavía estaba despierta.Su marido se ha ido con los niños a

navegar todo el fin de semana y ellaestá con el profesor de piano. Estábuscando las pelucas en el trasteroy me ha dicho que cuente con ella.

—Vera, por favor, unmomento, piénsalo bien. Ya hasdado pasos muy importantes. Tienesya dos hombres en tu palmarés, hasentrenado cinco veces con Karstenen los últimos seis días y ayer, porprimera vez en veinticinco años,volviste a ponerte una camiseta detirantes. Gracias al ácidohialurónico y al bótox tienes la cara

de una jovenzuela de veintiocho queha dormido a pierna suelta, y elviernes que viene es díaveinticinco. Lo más seguro es queMarcus venga a Berlín. Se va aquedar sin habla cuando te vea, y túte darás cuenta de que eres milveces más feliz sin él. Si ahoramismo te embarcas en esa misiónde vigilancia, lo tirarás todo por laborda.

—Ya lo sé.—¿Entonces? Vera, dame una

sola buena razón para hacer algo

así.—Que no puedo evitarlo.—De acuerdo, llévate mi

coche, pero prométeme que tú tepondrás la peluca de Dieter Bohlen.

Conozco a Selma desde quetengo memoria. Vivíamos en lamisma urbanización de casasadosadas, donde todas las casas separecían hasta en el último detalle,así que crecimos rodeadas de lamisma grifería de ducha, la misma

bañera, la misma barandilla en laescalera y la misma caseta deherramientas en el jardín.

Selma ocupaba, igual que yo,la habitación más pequeña, quedaba a la calle, y durantediecinueve años supe en cadainstante si Selma estaba en casa ohasta qué hora se quedaba leyendo.Fuimos a la misma escuela, nosacostamos, al menos en parte, conlos mismos hombres, y cuando tuveque enterrar a mis padres, uno pocodespués del otro, Selma fue quien

me agarró de la mano y lloróconmigo.

Ahora está sentada a mi lado,en el asiento del copiloto del cochede Johanna, lleva puesta una pelucarubia de media melena y saca unosbocadillos que ha preparado paralas dos. Me conmueve de talmanera que si no estuviera llorandoya, me echaría a llorar.

Las greñas morenas de lapeluca de Thomas Anders mecuelgan sobre la cara hinchada. Mehabía pasado llorando todo el viaje,

tres horas bajo la lluvia por latediosa autopista de Berlín a Stadevía Hamburgo.

Había escuchado en modo derepetición infinita las cancionesmás tristes, desde la típica canciónque te hace llorar a moco tendido—«If I Could Fly», la única canciónbuena de Boy George— hasta lainsoportable «Un-Break My Heart»de Toni Braxton.

Don’t leave me in all thispain

Don’t leave me out in the rainCome back and bring back my

smileCome and take these tears

awayI need your arms to hold me

nowThe nights are so unkindBring back those nightsWhen I held you beside meUn-break my heartSay you’ll love me againUn-do this hurt you causedWhen you walked out the door

And walked outta my lifeUn-cry these tearsI cried so many nightsUn-break my heartMy heart.

Una canción que me removía a

muchos niveles. En primer lugar,me di cuenta de la cantidad detiempo que había pasado desde laúltima vez que lloré con esacanción y, en segundo, del malgusto que tenía en su día para lamúsica.

—¡Vera, ya sale!Estoy medio adormilada y

pego un respingo.Enseguida lo veo. Marcus. Mi

marido. En el otro lado de la calle,a menos de veinte metros dedistancia.

Lleva puestos unos pantalonesvaqueros, unas zapatillas Conversey la camisa azul marino de JilSander que le regalé por su últimocumpleaños.

Por desgracia está guapo, tieneun aspecto juvenil, desenfadado. Se

mueve como si fuera a ponerse adar saltos de alegría. De pronto sevuelve y mira hacia arriba. Unamano golpea el cristal en elsegundo piso, asoma entre lascortinas de la ventana. Saluda.

Marcus sonríe y le devuelve elsaludo.

Las cortinas las escogí yo. Sonlas cortinas de mi dormitorio.

Selma me mira con gesto depreocupación.

—¿De verdad quieressometerte a todo esto?

Asiento. Selma suspira.—Seguro que va a comprar

bollitos para desayunar —aventuro.Acierto. Diez minutos más

tarde Marcus vuelve con una bolsade la panadería en una mano y unramo de flores en la otra.

—Ay —dice Selma.Permanezco callada.Poco después vemos que

cierran las cortinas del dormitorio.Reconozco, aunque es una visiónfugaz, un cuerpo desnudo tras laventana.

—Desayuno en la cama —digocon amargura. Y cada una de laspalabras me duele como si tragaseun alfiler.

—Vámonos, Vera.—No, quiero verla.Son las doce y media. Hace

horas que no se ve movimiento allíarriba.

—Y ¿qué pasa si piensanquedarse todo el día en la cama? —pregunta Selma.

—Tú eres la experta en eso —respondo con toda mi malicia—.

¿Alguna vez te has planteado lo queestás haciéndole a tu marido cadavez que lo engañas?

—No creo que sea el momentode mantener esta conversación, ¿note parece?

—Sí lo es. Explícamelo, porfavor. ¿Os importa un carajo eldolor que causáis? ¿No osremuerde la conciencia?

—¿A quién incluye ese plural?—A ti, al profesor de piano, a

Marcus y a todos losdestrozamatrimonios que lo tiran

todo por la borda por echar unacanita al aire de vez en cuando.

—Entiendo perfectamente queestés furiosa y dolida, pero piensapor un momento que hace un mes notenías absolutamente nada en contrade mi aventura. Ni siquiera estabassegura de si los matrimonios podíanmantenerse en el tiempo sinromperlos de vez en cuando.

—¿Ahora encima defiendes aMarcus?

—Entiendo a las dos partes.Sólo sé que después de diez años

las relaciones se vuelven muymonótonas, se estancan. Bragasenormes en lugar de tangas y pelospúbicos hasta las rodillas. Así esverdaderamente difícil reprimir latentación de volver a sentirse vivoy deseado. Toda mujer quiere quesiga importando la ropa interior quelleva puesta debajo.

—Hay que luchar contra esatentación. Si uno es fiel de maneraespontánea es que es amor.

—Eso no te lo crees ni tú. Yano tenemos dieciséis años.

¿Cuántos de nuestros supuestosgrandes amores se han evaporadosin dejar ni rastro? Ahora ya no leprometerías a nadie en serio amor yfidelidad eternos, al menos no conla conciencia limpia. Permítemeque te recuerde que en los últimosdos días has estado con doshombres.

—Era un caso de emergencia.—¿Estás segura de que jamás

habrías engañado a Marcus? ¿A lomejor lo que en realidad te cabreaes que se te haya adelantado?

—¡Eso ha sido un golpe bajo!¿Es que no te haces una ligera ideade cómo me siento? ¿De cómo sesentiría tu marido si se enterase deque follas a sus espaldas?

—Mira, no tengo por quéjustificarme delante de ti. Hace unpar de semanas mi aventura teinspiraba incluso envidia, y ahorate comportas como si fueras unasanta que no ha roto un plato en suvida y estuvieras en posesión de laverdad moral absoluta. Míralo deotra manera: si uno es capaz de

perdonar la infidelidad, es que esamor de verdad; si uno comprendeque no es la única pareja posibledel otro, es que es amor; si uno escapaz de vivir sabiendo que nadielo es todo para otro, es que esamor.

Selma hizo una pausa.—¿Sabes cuál es el problema

en realidad? Que no amas aMarcus, pero eres demasiadocobarde para reconocerlo.

—Y ¿de dónde sacas laconclusión de que no lo amo? ¿Sólo

porque me molesta un poco que meesté engañando? Tal vez deberíasocuparte menos de tus deseos y másde tu cabeza. Si el profesor depiano de tu hija no te la metierahasta la cocina, a lo mejor sepodría mantener una conversaciónnormal contigo.

—¡Se acabó!Selma baja del coche, cierra

de un portazo y se marcha.Por el retrovisor veo que lanza

la peluca de Dieter Bohlen conrabia detrás de un seto.

A las cinco de la tardecontinúo inmóvil en el asiento delcopiloto. No ha ocurrido nada,absolutamente nada, en las últimashoras, salvo que mi miseria es cadavez mayor y el cenicero está cadavez más lleno.

Me avergüenzo de mí. Erdal yJohanna han intentado llamarmevarias veces, pero no he cogido elteléfono. ¿Qué voy a decirles? ¿Queestoy tan enferma y tan amargada depena y autocompasión que heacabado insultando y echando a mi

amiga de toda la vida? ¿Que mesiento como una mierda aquísentada delante de mi casaacechando a mi marido y suamante? ¿Que tengo una pintadeplorable con la peluca y parezcola versión para pobres de ThomasAnders?

Y eso que el Thomas Andersoriginal ya es la versión de símismo para pobres.

Llamo a Marcus al móvil.Buzón de voz. Me imagino por quéno puede contestar.

Tengo un dolor de cabezaespantoso y cierro los ojos por unmomento. Esos dos de ahí arribaestán ocupados.

Me van a clavar en una cruz.Está justo debajo de la ventana

de mi dormitorio, y grito cuando elclavo me atraviesa la palma de lamano. Pero las cortinas del segundopiso no se mueven. Sale sangre aborbotones. Sangre mía. Elmartilleo es cada vez más fuerte.Mis gritos también.

Me despierto sobresaltada y

sin saber dónde estoy.Se oyen unos golpes. Se me ha

dormido la mano derecha y meduele.

Alguien llama a la ventanilladel coche. Fuera es casi de noche.Está lloviendo.

¿Quién es?Un hombre. Pero no lo

reconozco. Bajo un poco laventanilla, con suma cautela, hastaabrir una pequeña ranura.

—¿Sí?—Soy yo, Vera. Ya es

suficiente. Nos vamos a casa.

Karsten y yo no hablamosmucho durante el viaje a Hamburgo.Me explicó que Selma habíallamado a Johanna a Berlín, yJohanna había llamado a Erdal aHamburgo. Entre todos habíandecidido que alguien tenía queobligarme a salir de Stade, aunquefuese en contra de mi voluntad.

Naturalmente habíandesignado a Karsten para llevar a

cabo esa misión. Por el efectocalmante que ejerce sobre losdemás y porque Erdal padece unaceguera nocturna casi total y tieneuna tendencia notable a ladramatización y la hiperventilación.

—¿Ahora me despreciáistodos? —le pregunté a Karsten.

—Por supuesto que no. Erdalestá entusiasmado con lo que hashecho. Lo único que lamenta es nohaber podido verlo con sus propiosojos. Johanna está aliviada porqueno lo hayas echado todo a perder. Y

Selma..., tienes suerte de tener unaamiga tan formidable.

—¿Y tú qué piensas?—Pienso que ahora mismo lo

que necesitas es darte un baño ycomerte un buen plato de espaguetisa la boloñesa. Y después dormirtodo lo que te pida el cuerpo.

Las personas que no tienen

fallos sólo tienen un defecto: que notienen ningún interés.

ZSA ZSA GÁBOR

No sabía si lo mejor eravolver a colgar el teléfono. Al fin yal cabo no sabía prácticamente nadade ese hombre. ¿Y si era un asesinoen serie? O, peor aún, ¿y si estabacasado?

Pero Erdal insistió:—Llámalo porque si no nunca

te perdonarás que no pasara de un

lío sin sexo. Es como cerrar lascortinas la noche de Nocheviejajusto antes de las doce. Pasarás elresto de tu vida preguntándote si tehas perdido los mejores fuegosartificiales de tu vida.

—No sé, un domingo a las seisde la tarde no llamas a alguien paraacostarte con él.

—En tu anterior vida quizá no.Pero ahora todo es distinto. Y,Vera: ten en cuenta siempre el sabioconsejo de mi amiga Sabine: «Sihaces lo que siempre has hecho,

recibirás lo que siempre hasrecibido.»

Después de pronunciar esafrase, Erdal se marchó y me dejó asolas en la terraza de su casa.

Yo había pasado un díafantástico y mi acción espía del díaanterior me parecía casi obra deotra persona, y eso a pesar de queErdal se pasó todo el tiempopreguntándome por cada uno de losdetalles, alabando mi absolutadeterminación a hacer el ridículocontra todo lo razonable y

colocándole la peluca a su hijo dedos años, Joseph, mientras cantabadesternillado Cheri, Cheri Lady.

Karsten y yo salimos por lamañana a hacer footing por el ríoAlster, aunque no en la zona delconfort aeróbico, claro. Fue laprimera vez en mi vida que adelantéa otras personas corriendo, y lossprints que hicimos en mediofueron para mí toda una experiencialímite. Después de desayunar llené

la piscina para niños de Joseph yél, sin dudarlo, se cagó dentro.Erdal y Leonie se tumbaron al sol yKarsten los observaba mientrascortaba el césped. Me comí unapastilla de caramelo Ahoi Brause;sabía exactamente igual que hacetreinta y cinco años.

El sabor de Ahoi Brause encombinación con el olor a plásticode la piscina y el aroma a cremasolar Nivea y césped recién cortadome provocaron una maravillosasensación de nostalgia. En mi caso

parece que el centro neurálgico delos recuerdos de infancia estásituado directamente encima de lanariz. Y cuando detecto un olor queme resulta familiar —sales de bañocon esencia de pino, Nutella, crepeso bálsamo para el resfriadoPinimenthol— me trasladoinmediatamente al pasado.

No tengo nada contra misrecuerdos del pasado, salvoaquellos de episodios bochornosos,como el día que, del ataque de risaque me provocó un chiste que conté

yo misma, me hice pis delante detodos los niños del vecindario.

En la época previa a lasNavidades, por ejemplo,prácticamente no puedo movermesin que me asalten infinidad derecuerdos de la infancia: almendrasgarrapiñadas, ramas de abeto, velasde cera de abeja, kipferl devainilla.

Soy incapaz de pasar junto aun kipferl sin tener la sensación deque antes todo era mejor. EnNavidades siempre había nieve,

siempre me regalaban lo que habíapedido y en torno a ese escenarioidílico se respiraba siempre elaroma, cómo no, de los kipferl devainilla.

Mis pesquisas, de todosmodos, han arrojado la conclusiónde que ¡eso no es cierto! La zona deHamburgo es la última en la lista deregiones alemanas donde cabríaesperar que nevase en Navidades.Mis padres siempre fueron unosfanáticos adeptos a los juguetes demadera. Yo, en cambio, prefería las

Barbies rubias en caballos deplástico rosas, lo cual condujo adramáticas escenas bajo el árbol deNavidad y sigue suponiéndome, adía de hoy, un conflicto irresuelto,que se manifiesta en una inclinacióncasi irreprimible hacia lo kitsch ytodo aquello que sea rosa o estéadornado con lentejuelas.

También el recuerdo del olorque desprendían los panes reciénhechos es una invención posteriorde mi cerebro. Porque, en honor ala superación —aunque con retraso

— de mi pasado debo admitirabiertamente que a mi madre se ledaba fatal la repostería y que ellame traspasó a mí el gen de«Prefiero comprar la masa ya hechay aun así me olvido del únicoingrediente que hay que añadirle».

¿Acaso mi infancia no fueentonces tan feliz como yo creía?¿No eran los veranos largos ycalurosos? ¿No tenía mi camavarios metros cuadrados y unagigantesca zona celestial llena decojines? ¿A qué otros jueguecitos

perversos piensa jugar mi memoria,aparte, claro está, de que se nieguepermanentemente a recordar losnombres de pila de personas a lasque conozco bastante bien?

Esas preguntas ocuparon micabeza durante bastante tiempohasta que un día, en una fiesta deSan Martín donde nos reunimos acomer el tradicional ganso asado,me tocó al lado de un investigadorde la memoria que me aclaró loshechos con la siguiente explicación:«La memoria es un siervo

desobediente, y como es naturalusted recuerda mejor la Navidadque nevó que todas las demás. Deigual modo que olvida los días devacaciones lluviosos y aburridos yconserva en la memoria lossoleados. Recordamos loextraordinario. Por eso losrecuerdos de infancia y de juventudson tan intensos, porque muchas delas cosas que nos suceden en esaépoca son nuevas y especiales. Casitodo el mundo, cuando se lepregunta por el libro que más le ha

impactado, escoge alguno que leyóantes de los veintitrés años. Y lamayoría de las personas idealizanla música que escuchaban dejóvenes y están completamenteconvencidas de que poco despuésla calidad cayó en picado.»

Pero ahora en serio: despuésde Reinhard Mey, The Cure, DavidBowie y Human League no huborealmente mucho más.

Antes no todo era mejor. Peroantes todo era nuevo. Claro, laprimera vez que vas al cine es una

aventura, la centésima suele ser másbien una decepción.

La primera puesta de solacaramelados: ¡qué romántico! Másadelante empiezas a desencantartehasta que llega un día en quepiensas que vista una, vistas todas.

La costumbre se vaarraigando, irremediablemente, y lamente elimina todo aquello que yaha ocurrido antes de forma idénticao similar. Cuanto más se repiten lascosas, menos hay que recordar. Elinvestigador me contó la historia de

una mujer de Estados Unidos que nopodía olvidar nada. De los quinceaños en adelante tenía la memoriaintacta. Todas las banalidades, laspalabras pronunciadas, lascomidas, las películas, no era capazde olvidar nada de lo que le habíaocurrido. El tiempo no curaba susheridas. Acabó sumida en unaprofunda depresión.

—Olvidar es una bendición —me dijo el hombre—. Su cama de lainfancia era y será siempre grandeporque usted era pequeña y porque

para usted era una cama muyespecial.

Es posible que mi infanciafuese feliz sólo porque tengo muymala memoria. ¿Y qué? Me alegrode que esa realidad esté sepultadaen algún lugar de las profundidadesde mi masa encefálica.

Me doy cuenta, por ejemplo,de que los recuerdos más viejos yagradables se extienden y, comouna cortina que tamiza la luzcegadora, van cubriendo lasexperiencias más recientes y

dolorosas.Poco a poco mi padre vuelve a

ser un hombre guapo, firme y nadamiedoso. Mi madre una mujerenérgica, silenciosa y sincera. Mitía una mujer divertida, chillona,valiente y espabilada. Y BenZucker un hombre sano y lleno devida.

Yo los vi morir a todos.Desfigurados por la enfermedad,marcados por el miedo, débiles,desvalidos, cansados.

Mi madre decidió morirse

unos minutos después de que yosaliera de su habitación. Quisoahorrarme ese momento.

Las últimas palabras de mipadre fueron muy típicas de él: «Noos preocupéis por mí.» Luego entróen coma y su rostro desapareciótras una máscara de oxígeno. Sucorazón necesitó otros tres mesespara darse por vencido.

Mi valiente tía gritó de dolor.Y de rabia, por tener que marcharsetan pronto. Junto a su lecho demuerte podían verse las marcas de

las uñas en el papel pintado. Hizolo imposible por aferrarse a lavida.

Ben Zucker siempre fue unamigo de las despedidas rápidas.Entre el diagnóstico de «cáncer dehígado» y la expedición delcertificado de defunción pasaronseis semanas.

Y como es natural Bentampoco esperó a la muerte. Jamásen la vida esperó nada, y desdeluego nunca entró en sus planeshacer una excepción precisamente

con algo tan existencial.Ben se citó con la muerte

como si fuese un cliente más. Por lamañana se duchó, se enfundó uno delos trajes negros que compraba enSavile Row en Londres y encargóun opíparo desayuno en los lujososgrandes almacenes berlinesesKaDeWe.

—Como yo no estaré en elentierro, tenemos que adelantar elconvite —dijo sonriente—. Osruego comprensión si en laselección de los platos no he

reparado en el asunto delcolesterol. Y, por favor, nada decaras compungidas. El que muereangustiado ha vivido en vano.

Después de desayunar meabrazó y me dijo:

—Eso de las últimas palabrasestá sobrevalorado. El filósofoHegel dijo en su lecho de muerte:«Sólo ha habido una persona queme haya entendido.» Y acontinuación agregó, resignado: «Yni siquiera me ha entendido bien.»Es petulante y pomposo. Así que

sencillamente limítate a vivir, miquerida palomita, y sé feliz.

Después llamó a su médicopersonal y se retiró a su dormitorio.

Cuando el médico se marchó,Johanna y yo nos sentamos junto ala cama de Ben y contemplamoscómo se sumía en un sueño eterno.

Ese secreto también haquedado entre nosotras.

Me alegra que mi memoriaotorgue prioridad a los buenosrecuerdos. Los días calurosos del

verano, las Navidades con nieve ycómo vivieron mis seres queridosen lugar de cómo murieron.

De todos modos, me preocupaolvidar tantas cosas. Hagodemasiadas cosas de las quedespués me olvido. Sencillamenteporque no merece la penarecordarlas. Porque son demasiadoaburridas, demasiado normales,irrelevantes, insípidas.

¿Cómo puede uno evitar sertan olvidadizo?

¡Haciendo cosas inolvidables!

Llamando al doctor Bauer undomingo estoy en el buen camino.

Sigue sonando. Qué raro, ¿nosalta el buzón de voz? Estoy a puntode colgar, a medio camino entre elalivio y la decepción, cuando depronto contesta.

—Bauer.—Soy yo, Vera.—¡Vera! ¡Qué sorpresa tan

agradable!—Tengo dos preguntas: ¿estás

casado? Y, si la respuesta es sí: ¿teapetece engañar a tu mujer esta

noche?

Cuando un hombre abre lapuerta del coche a una mujer, o bienel coche es nuevo o lo es la mujer.

USCHI GLAS

El hombre al que estoyabrazando huele a pasta de dientes

de frambuesa y crema hidratante ylleva puesto un pijama de franelaazul claro con un estampado deositos. Tiene el pelo ligeramenteondulado y rubio oscuro, todavíahúmedo del baño, mira absorto eltelevisor con la boca abierta de paren par y los ojos clavados en lapantalla.

Es el momento sagrado deldía: Sammy y yo estamos viendolos dibujos del hombrecillo dearena: Sandmännchen.

Jamás habría imaginado que un

día llegaría a interesarme elprograma infantil de la tarde ysabría de memoria a qué horacomienzan Heidi y La estrella deLaura. Y que me daría rabiaperdérmelos.

Johanna ha ido al gimnasio conKarsten para someterse a suprimera sesión de entrenamientodespués de la operación de pechos.Sammy y yo nos hemos bañadojuntos, hemos cenado salchichascon kétchup y nos hemosacurrucado en la cama gigante de

Johanna con unos sándwiches deleche de Kinder frente al televisor.

Ay, cómo me gusta este mundotan sano de los niños. No creo quehaya nada más eficaz para olvidarsepor un rato de las malditaspreocupaciones de adulto quesentarse a las siete menos diez en lacama con un niño recién bañado.

Hundo la nariz en el cuello deSammy. Él se deja, aunquerefunfuña algo molesto, pero estádemasiado ocupado con los dibujosdel hombrecillo de arena como para

oponerse activamente a mis mimos.Suena mi móvil. ¡Mierda! A

estas horas tiene que tratarse de unignorante sin hijos.

Es Erdal.—¡Erdal, estamos viendo

Sandmännchen!—Ya lo sé, pero es la única

hora del día a la que mi hijo medeja hablar por teléfono tranquilo.

—Dime, ¿qué tal estás?—Necesito contárselo a

alguien. Tengo el cerebro casi sinestrenar...

—¿No crees que es unaautocrítica demasiado dura?

—Mis pulmones ventilan a laperfección, tengo las paredes de lavesícula biliar delgadas y la arteriamesentérica transparente como unjovenzuelo...

Entonces me acuerdo: Erdaltenía programado hoy su chequeoanual completo.

—Mi cuerpo prácticamente noha envejecido. Según el médico,mis resultados son los de un chavalde diecinueve años, he estado a

punto de pedirle una cita. Alparecer ni siquiera mi hígado acusaque beba vino en unas cantidadesque con toda seguridad superan lasrecomendaciones de la OMS. ¿Noes maravilloso?

—Desde luego, pero ¿haspodido aguantar dentro del tubo?Tiene que ser una auténticapesadilla para un claustrofóbicocomo tú, que sólo sube a unascensor si va acompañado de unaenfermera colegiada.

—Fue un infierno, Verita. Me

tuvieron una eternidad dentro de esetubo asfixiante que encimatraquetea. Con una mano sostenía elbotón de auxilio y con la otraintenté rezar. ¿Sabes si cuandorezas con una sola mano cuentaigual?

—Tendríamos queinvestigarlo...

—Un segundo... Sí, Joseph, elhombrecillo de arena también tienepilila, pero ¡guárdate la tuya en lospantalones! Oye, Vera, ¿Sammytambién tiene esa obsesión con los

genitales? Hace poco Josephtropezó con un hombre en elsupermercado e intentó bajarle lospantalones. ¡Quería comparar supene con el suyo! No veas quévergüenza. La gente debe de creerque yo le enseño esas cosas al niño.Bueno, y ¿a que no adivinas quiénestuvo ayer en casa?

—Erdal, por favor, que estoyviendo Sandmännchen...

—¡El doctor Bauer! Tudermatólogo de confianza. Vinopara organizar con Karsten y Leonie

el próximo seminario de «Cómogustarse más desnudo». Unaauténtica monada, la verdad, guapoy con buena planta.

—Cualquiera que te oigacreería que estás hablando de unYorkshire Terrier.

—A mí me recordaba másbien a un perro salchicha, igualporque llevaba el pelo un pocolargo. Hablamos de ti. Me permitíel lujo de invitar al señor doctor avuestra fiesta del día veinticinco.

—¿Te has vuelto loco? ¡El

veinticinco viene Marcus!—Por eso. Eso nos da la

posibilidad de darle la emoción yla gracia necesarias al asunto.Ahora es tremendamente importanteque Marcus crea que eres una mujercodiciada y que vea que otroshombres te encuentran atractiva.

—¡Soy una mujer codiciada!Precisamente hace diez minutos herecibido un mensaje de Michaelpreguntando si podemos vernospronto.

—Perfecto. A él también

deberías invitarlo. Me encantan losenredos. Piensa por un momento entodas las escenas inolvidables quepodría provocar esa constelación.

—Yo no quiero escenitas.Quiero recuperar a mi marido. Y sihay algo que él no soporta es verseimplicado en escándalos.

—No estarás diciendo en serioque quieres que todo vuelva a sercomo antes. No después de todo loque hemos invertido en ti.

—Me hablas como si fuerapresidenta de un país en desarrollo

o algo así.—Entiendo que quieras

recuperar a tu marido. Pasa lomismo que con los negritos dechocolate: te sientes empachado,pero en cuanto alguien alarga lamano para comerse el último, se loarrebatas para evitar que se lointroduzca en la boca, aunque sepasque te va a sentar fatal.

—¿Quieres decir que sóloquiero a Marcus porque él quiere aotra?

—Bingo, tesoro. Pero ésa no

es la peor de las razones. Y en elmejor de los casos, a Marcus lepasará lo mismo después de lafiesta cuando se dé cuenta de quehay otra persona interesada en ti.

—Pero yo no quiero queMarcus me quiera sólo porque mequiere otro.

—Ay, Vera, no compliques lascosas más de lo necesario. Loprincipal es que te quiera, da igualpor qué. ¿Adónde iríamos a parar sitodos nos preguntásemos lasrazones de todo? ¿Acaso crees que

a los hombres les molesta que losquieran por el dinero o el poder quetienen? Lo único que te tienes queprocurar es no caer otra vez en lomismo de antes y dentro de tresmeses estar sin depilar y casi sinhacer nada y echando barriga enprovincias. Porque si pasa esodentro de un año tu marido volveráa buscarse una amante, y si de lanoche a la mañana ella se quedaembarazada, uf, entonces el asuntosí que se pone feo. Las mujerespelean con todas las armas que

tienen, y tú tienes que hacer lomismo. En los últimos tiempos hasganado mucho atractivo, y asídeberías quedarte.

Erdal ha puesto el dedo en lallaga: yo no puedo ofrecerle aMarcus lo que quiere. Marcus nobusca una mujer interesante, buscauna mujer embarazada. Y era en esecampo donde yo tenía queadelantarme...

Busco consuelo en el cálidocuello de Sammy, pero ya no loencuentro.

Al terminar SandmännchenSammy se ha quedado dormido.Johanna ha llamado para avisar deque llegaría un poco más tardeporque después del entrenamientoquería probar a introducir suspechos nuevos en la sauna.

—Todavía no me lo puedocreer —exclamó apasionada porteléfono—. En el vestuario me hepuesto crema en los pies sinvestirme. Hacía por lo menos tresdécadas que no me quedabadesnuda delante de otras personas.

Estoy impaciente por ver qué tal enla cama. Por fin podré volver aconcentrarme en el sexo y no en quemis tetas se mantengan en unaposición más o menos decente. Laverdad es que en la sauna ya nosabía a qué atender: si a lasmiradas de entusiasmo de loshombres o a las caras de envidia delas mujeres. Ahora por fin ya no memiran y saben de inmediato queacabo de tener un hijo.

El embarazo de Johanna fue unproceso sensacional. Su cuerpo

sufrió una serie de transformacionesimportantes que, con el paso deltiempo, llegaron al grado deinquietantes. Casi desde el mismodía de la concepción tuvo quedespedirse de su cintura.

Si bien algunas mujerespueden guardar el preciado secretohasta el sexto mes, en el caso deJohanna a partir de la sexta semanatodos los esfuerzos por disimularlofueron en vano. Barriga, pechos,culo, brazos, piernas, todo se lepuso redondo, muy redondo.

Lo más desagradable fue quese quedó embarazada a la vez queClaudia Schiffer, que con casicuarenta años esperaba su tercerhijo.

«Bienvenida al club de losembarazos de riesgo y lamaternidad tardía —dijo Johanna alenterarse—. Tenemos muchas cosasen común. Las dos somos deRenania, tenemos los ojos azules ynos negamos a que se publiquenfotos nuestras en topless. Ademáspresumo que al natural tendríamos

el pelo del mismo color.»Cinco meses y catorce kilos

más tarde Johanna ya no se reía. Sibien en las noches del mundillo dela farándula más glamourosa laseñora Schiffer paseaba su delicadabarriguita y sus impecables piernaspor las alfombras rojas subida aunos tacones de doce centímetros,Johanna a partir de las siete de latarde tenía que poner en alto sustobillos de elefante.

—Es muy triste —se quejó—que la primera y probablemente la

única prenda a medida de tu vidasean unas medias de compresiónque te ha prescrito tu médico.

—Su cuerpo está acumulandoagua, es totalmente normal —le dijoel ginecólogo tratando de quitarlehierro al asunto.

—Eso no me parece mal —respondió ella—, pero ¿por qué micuerpo acumula agua por mí y porClaudia Schiffer?

En la vigésimo quinta semanaJohanna tenía exactamente el mismoperfil redondeado por delante que

por detrás, como si estuvieraembarazada de gemelos y llevarauno en la barriga y otro en eltrasero.

—Si hoy te llevaran alquirófano para practicarte unacesárea, tendrías que estarpendiente para que nadie cometierael error de abrirte por el ladoequivocado —comenté con guasa.

—Ayer volví a infravalorar mienvergadura y me quedé atascadaentre un contenedor de basura y uncoche que había aparcado —

respondió disgustada—. ¿Cómo voya conservar así la poca dignidadque me queda? Haz el favor deguardarte los chistes sobre micuerpo para ti porque en mi fuerointerno soy consciente de que en sudía tenía un aspecto espléndido. Yhaz el favor de dejar de contarmelas historias de los partos de tucírculo de amigos porque pareceque sólo conozcas a mujeres a lasque no les hizo efecto la epidural, oque después de treinta y seis horasde contracciones tuvieron que

practicarles una cesárea, o que dosaños después de dar a luz seguíancon incontinencia y sólo podíansentarse en una pelota de goma. Ycomo colofón, siempre la mismafrase: «Pero en el instante en quetienes a tu hijo en brazos, te olvidasde todo.» ¿Cómo se puede ser tanmentiroso? ¿Por qué todas lasmujeres cuentan siempre esahistoria para no dormir de que sehan olvidado de todo? Ayer unacolega del teatro me dijo: «Despuésde veintidós horas de

contracciones, la ventosa obstétricame pareció un hallazgomaravilloso, y eso que la sensaciónfue como si me desgarraran pordentro. Te lo juro, el ruido del corteque te hacen en el perineo no loolvidaré jamás.»

En esa época iba dos veces almes a Berlín para seguir de cerca laevolución intrauterina de mi ahijadoy tenerla documentada.

Tomé fotos de la barriga deJohanna, la obligué a hacerse unmolde en yeso, y la animaba a

tomar aire fresco y zanahoriascrudas frescas. Johanna ni siquierase encontraba en el quinto mescuando compré un moisés enormepara el recién nacido, que limpiévarias veces con toda clase dejabones hipoalergénicos antes deplancharlo con devoción.

Por supuesto compré tambiénun body de manga larga de seda ylana, pues parece que según loscánones actuales hoy en día esimprescindible para cualquier bebé.Por suerte lo leí justo a tiempo en el

mamotreto de quinientas páginasLas primeras cuatro semanas consu bebé. ¡No quiero ni pensar loque debió de sufrir el niño!

Lo peor fue que la espantosaprenda encogió considerablementedespués del primer lavado. Esepequeño contratiempo intensificó eldeseo de Johanna de tener un bebédelicado con la cabecita pequeña ylos hombros estrechos. No sólosería más guapo, decía, sino queademás a ella le resultaría más fácilponerle y quitarle las prendas de

seda y lana. Pues nada, al final noconsiguió ponerle ni quitarle aSammy el body de seda y lana.

Al parecer la mezcla de seda ylana está muy de moda. Hasta lasalmohadillas que se introducen enel sujetador para proteger lospechos contra la sequedad se lascompré de seda y lana siguiendo elconsejo de mi amiga Elli, la quetiene cuatro hijos y se va quedandodormida por los rincones.

Esas cosas tan feas merecordaban mucho a las agarraderas

que bordábamos en la guarderíapara no quemarse las manos en lacocina. Un día llegué tarde a laclase de manualidades y me tocóenrollar todo el ovillo de lana colorblanco sucio que había sobrado.

Jamás había vivido unembarazo tan de cerca, y jamás mehabía importado tanto el resultado.Incluso viajé expresamente para verla legendaria ecografía en 3D y meescaqueé de una reunión que teníacon la diseñadora del catálogo de«Baños y cocinas Hogrebe».

En esa exploración me abstuvede hacer comentarios y preguntas.Unas semanas antes, con laecografía que le hicieron para elreconocimiento de los órganos, yahabía metido la pata.

—Oh, Dios mío —habíaexclamado alarmada—, el niñotiene un agujero en el cerebro.

—Disculpe, pero eso es elestómago —me corrigió el médico.

Una ecografía en tresdimensiones cuesta lo mismo que unmenú de cinco platos en un

restaurante de alto copete, pero lainversión no tiene ni punto decomparación. No convieneimaginárselo como una experienciatan brutal como ver Avatar en 3D.

Sammy se mostraba muy pococolaborador, tanto que parecía queJohanna hubiera tenido ya ocasiónde malcriarlo. Siempre tenía la caraescondida detrás de los puños outilizaba la placenta como escudoprotector natural.

El médico, que era un expertoespecialista en 3D, probó de todo

con el granuja de Sammy. Golpeteóalegremente la barriga de Johanna,le hundió el ecógrafo entre lascostillas y por último, sin exagerar,le tocó un par de canciones con laarmónica. Y eso funcionó.

El niño, que por lo visto eraaficionado a la música, se asomó unmomentito por detrás de laplacenta, pero lo suficiente paraque la instantánea tridimensional locapturase.

Sinceramente, a día de hoy,sigo preguntándome por qué los

médicos entregan a las madres unasimágenes tan horribles. Lo únicoque consiguen es destrozarcualquier esperanza que la futuramadre pueda tener depositada en laposibilidad de que su hijo noparezca una patata recocida ymalhumorada.

Por suerte Johanna lo vio deotro modo y dijo haber reconocidoen la foto algunos rasgos del padre,y no los peores.

Como siempre abro el portátilcon el corazón acelerado, y como

siempre, antes de ponerme atrabajar en el espectáculo deJohanna, miro la cuenta delFacebook de Marcus.

Encuentro mensajes nuevos deKarabella y Marcus de hoy amediodía:

—Dime, Obélix, entonces eldía veinticinco vas a esa fiesta enBerlín, ¿verdad?

—Tengo que ir. ¿Qué excusavoy a poner para no ir?

—¡Di que te has puestoenfermo! Ponle alguna excusa de

que te duele el estómago y tienesdiarrea.

—Es demasiado arriesgado.Ya te he dicho que la semanapasada V. estaba muy rara porteléfono. Tenemos que tenercuidado. Es posible que se huelaalgo.

—Cuidado, cuidado, ¿paraqué? ¡Pon las cartas sobre la mesade una vez! Tu matrimonio estácompletamente acabado. ¿A quéestás esperando?

—Deja eso ahora, por favor.

Mi padre acaba de morir, mihermanastra quiere meter baza en laempresa, mi madre se ha mudado aMallorca y mi mujer quiererealizarse en Berlín. Ya sonbastantes frentes abiertos, ¿no teparece? ¿Acaso crees que a mí meapetece ir a esa fiesta?

—No lo sé, a lo mejor lo quete apetece es ver a tu mujer. Nosería la primera vez que unaseparación física vuelve a darimpulso a una relación. Anoche medio la sensación de que no estabas

muy centrado. ¿Te has vuelto aacostar otra vez con ella?

—En estos momentos tengootras cosas en la cabeza. Pero laverdad es que te agradecería quemostrases un poco más decomprensión.

—Si lo que quieres escomprensión, ¡vete con tu mujer!

—Vamos, cielito, no te pongasasí. ¿Nos vemos esta noche?

Pero cielito ya no contestó.Me recuesto en la silla con una

sonrisa de satisfacción. Todo

apunta a que la idílica pareja se hapeleado. Por mí. Y Marcus ya no secentra en la cama. También por mí.

Karabella empieza a apretarle,a quejarse, a ponerlo de losnervios. Conozco a Marcus. Nopuede soportar que nadie lopresione.

Esa tonta del bote lo estáestropeando todo. No está haciendolas cosas como debería. Comoamante tienes que mostrarte siemprede buen humor, complacer al otro,no crearle problemas. No

preguntarle nunca por qué llegatarde, ni cuándo piensa dejar a sumujer, ni si piensa quedarse a pasarla noche.

Marcus ya tiene en casa unamujer que protesta. Para eso nohace falta que arruine sumatrimonio.

En mi opinión es un granavance.

De golpe noto un fuertesubidón de moral y tengo ganas dedivertirme un rato.

Van a dar las nueve. No son

horas de trabajar, pero tampoco esdemasiado tarde para hacer algunatontería. Mi cuerpo remodeladonecesita estar urgentemente entreotras personas.

Escribo un mensaje a Michael,el hombre maratón, que no dejalugar a interpretaciones: «¿Sexo?¿Ahora?»

Diez minutos más tarde recibouna respuesta que tampoco dejalugar a interpretaciones:«Bergmannstrasse, 28, tercer piso.»

En el amor las mujeres quierenvivir novelas y los hombres relatoscortos.

DAPHNE DU MAURIER

Así debe de sentirsenormalmente Ivana Trump cuandose divierte en su cama lujosa con

sábanas de raso y vistas sobreManhattan: el rostro retocado conbótox y junto a ella un hombrefrancamente joven sobre cuyotrasero puede posar la copa delchampán de buena cosecha.

Aunque yo bebo cerveza amorro y estoy en el barrio deKreuzberg de Berlín tumbada enuna cama de Ikea que se llamaAspelund —tenemos el mismomodelo en casa—, Michael tiene unculo extraordinario.

Pienso en el trasero con el que

estoy casada. Lo que hacen diezaños menos y una buena formafísica. Nada más realizar lacomparación directa veo claro quela edad no ha pasado en vano pormi marido de cuarenta y cinco años.Pero como mujer una suele estar tanocupada desesperándose con supropia decadencia que no prestaatención al deterioro de la formafísica que tiene lugar en la otramitad de la Aspelund.

Marcus y su trasero se habíantransformado mucho en los últimos

años. Después de que su padre letraspasara la dirección del negocio,la poca flexibilidad que le quedabaen el carácter se desvaneció igualde rápido que los últimos rasgos dejuventud del cuerpo. Marcus seconvirtió en un hombre de negociossiempre preocupado, un bebedor devino blanco con agua con gas quejamás olvidaba que al día siguientetenía que madrugar.

Le salieron canas en lassienes, eso le sentaba bien, pero sushombros adquirieron la rigidez de

las personas que cargan con másresponsabilidad de la que soncapaces de soportar.

Las arrugas de la boca y losojos se le hicieron más profundas,pero a mí no me parecía un signo devejez, sino varonil, y me burlaba delos pelillos sueltos a lo TheodorWaigel, absurdamente largos, quele sobresalían cada vez más en elentrecejo.

Por su cuarenta y cuatrocumpleaños le regalé unamaquinilla para cortarse los pelos

de la nariz. Con una ilusiónmoderada, enterró inmediatamenteel aparato en el fondo de nuestrocajón del baño. Con el tiempo, sinembargo, empezó a recurrir a ellacada vez con mayor frecuenciahasta convertirse en una compañerahabitual, como el Mobilat en crema,las gafas de leer y el frasquito deOrthomol Vital M.

Creo que a Marcus no le sentóbien hacerse cargo de la empresa,pienso ahora. Ni a él ni a mí. Él sevolvió intolerante y disperso, y ya

no se entera de los argumentos queesgrimen en las tertulias de la tardenoche porque tiene la cabeza en eltrabajo. En el fondo creo que meinspira un poco de lástima.

El sexo tiene lugar, cuandotiene lugar, principalmente por lasmañanas. Selma me explicó en unaocasión por qué ocurre así en lasrelaciones largas:

—El sexo por la mañanaalcanza su máximo grado deeficacia. El hombre ya está en lacama y no tiene que dedicar tiempo

a juegos previos ni posteriores muylargos porque está claro que tieneque irse al trabajo. Y muchas veces,además, ya la tiene levantada.

Estupendo.Marcus juega al tenis para

cuidar a los contactos y hacernuevos clientes. Marcus acude a losestrenos teatrales para demostrarque forma parte de la sociedad deStade. Marcus hojea por encima lasección de cultura del periódico ylas primeras páginas de la nuevanovela de Herta Müller para no

causar la impresión de que es unempresario con un bajo nivelcultural que sólo tiene tablas deExcel en la cabeza. Marcus quieretener niños sólo porque hay quetener niños. Marcus conduce unAudi A3 para que los clientes no selleven la sensación de que puedepermitirse pagar una limusinacarísima con su dinero. Invita acenar con mayor frecuencia a suscolegas de trabajo que a susamigos. Se toma dos cucharadas delinaza remojada en agua en ayunas

para mejorar el tránsito intestinal.Y mantiene relaciones sexuales devez en cuando para aprovechar almáximo la erección matutina.

Ese hombre ya no disfruta dela vida. Ya no hace nada porvoluntad propia, todo lo hace porobligación, por convención o porrutina. Y la verdad es que yo ya noestoy de humor.

No siempre fuimos así. Un díatuvimos una vida de la que ningunode los dos queríamos huir. ¿Yahora? Ahora mi marido se acuesta

con otra para sentirse viril, deseadoy libre. Y para olvidarse por unrato de la maquinilla para cortar lospelillos de la nariz, de los idiotasdel club de tenis y de mí, que mepaso el día quejándome, y a cuyolado ya no es capaz de sentirsejoven.

¿Y yo? Yo hago tres series detreinta flexiones al día, pido que meinyecten en el rostro la juventudperdida y utilizo a dos hombrespara distraerme del hecho de que elhombre al que realmente quiero en

realidad no me quiere.Uno, Michael, es un soltero

empedernido incapaz de vivir enpareja que cambia permanentementede novia y trabajo, es treintañeropero inmaduro, jamás se queda dosnoches seguidas en casa durante lasemana, los fines de semana estáinvitado como mínimo a cincofiestas, habla por el móvil sin parary siempre tiene miedo a perdersealgo o a comprometerse. Tiene unabombilla pelada en el pasillo comoúnica iluminación, como si una

lámpara fuera un acercamientoexcesivo a la vida burguesa.

¿Fidelidad?—Es que es una pena dejar a

todas las demás por una —sostiene—. Me gustaría de momento dejar aun lado todo lo que significa viviren pareja. Cuando un hombre lepone los cuernos a una mujer, paraél es como una sesión en un spa.Por eso las mujeres no deberíanvolverse locas.

El otro, el doctor AlfredBauer, es un padre de fin de semana

de tres hijas, melancólico y dosveces divorciado que ha triunfadocomo dermatólogo y ha fracasadocomo marido. Tiene un apartamentolujoso en Hafencity y una malaconciencia respecto a sus hijas queno se puede arreglar con dinero.

—Por supuesto que megustaría vivir en pareja —dice—,pero hace tiempo que he perdido laesperanza de que exista una mujerpara mí. ¿Casarme otra vez? ¿Paraqué iba a sustituir los problemasviejos con unos nuevos?

El primero no tiene ni una solacarga del pasado, el segundo tienedemasiadas. Ninguno es mi hombre.

Poso la mano sobre la mejillade Michael y le acaricio la barbillacon el dedo pulgar.

Un gesto tal vez demasiadocercano, demasiado afectuoso entredos personas que no se aman, quesólo pasan el tiempo. Pero yo echode menos mi propio sentir, y conese gesto desesperado pretendoconsolarme a mí misma yconsolarlo a él por no estar juntos.

Todavía no estoy muyacostumbrada a ese estado carentede calidez que sigue al sexo sinamor.

No me siento mal. No es nadahorroroso. Nada para llorar o algoasí. El sexo estuvo bien.

Probablemente hasta acabe dehacer algo totalmente liberador: heutilizado a un tío. He conseguidodistraerme follando. He hecho elamor sin sentir nada. He bebidocerveza junto a un hombre al queprobablemente no volveré a ver en

toda mi vida y cuyo culo meimporta mucho más que su carácter.Un principio muy masculino.

Es curioso que se diga tan amenudo que una mujer estáemancipada cuando se comportacomo un hombre; cuando dirige unaempresa y ve a los niños por lamañana y los fines de semana;cuando tiene un amante joven quetrabaja de modelo y piensa que uncredit crunch es un nuevo tipo demuesli; cuando escribe prosaescatológica sobre las costras en la

vagina y el sabor de las secrecionesde las heridas; o cuando se levantaa las tres y media de la madrugadadespués de echar un polvo y dice:«Me tengo que ir.» Y no dice más.

Yo digo: «Me tengo que ir.» Yno digo más.

Michael me acompaña a lapuerta, me da un beso fugaz bajo laluz de la bombilla desnuda nadaburguesa de su pasillo y cierra lapuerta detrás de mí.

Ni un aspaviento, ni un fingidoy estúpido adiós en el rellano, ni un

todavía más estúpido «Ya tellamaré». Yo tampoco lo esperaba.Los dos sabemos a qué hemosvenido.

No debería sorprenderme.Pero al subirme en el coche, echode menos estar con alguien conquien sí me apeteciera dormir.Supongo que eso vuelve a sertotalmente contrario a laemancipación de la mujer.

En realidad no sé si soy unamujer emancipada. De algunamanera hoy en día una tiene la

sensación de que ha fracasado porcompleto como mujer moderna sino es madre de cinco hijos yademás dirige un ministerio delgobierno.

La mayoría de las mujeres quese declaran emancipadas concontundencia y sin dudarlo o queaparecen así descritas en lasrevistas me dan un poco de miedo.He leído que las mujeres de carrerade más de cuarenta años pertenecena la clase de mujeres más difícilesde colocar. Porque ellas en efecto

—exactamente igual que si jamáshubiera existido la emancipación—quieren un hombre que les alcanceel agua y las trate de tú a tú oincluso con superioridad.

Pero seamos sinceros, ¿a quiénvas a mirar con respeto si eres laministra de Defensa de EstadosUnidos o la nueva directora generalde Airbus? Es francamente difícil.

Sobre todo porque, comotodos sabemos, los hombres noconceden ninguna importancia a laigualdad. A mí me deja de piedra

una y otra vez la clase de chavalitasinsulsas con las que acaban algunoshombres, en cuanto fracasa suprimer matrimonio bien porque laquerida esposa había renunciado asu realización personal o bienporque no lo había hecho. En losdos casos como hombre tienes encasa a una tía que no te admira losuficiente y no te deja vivirtranquilo.

Nada es más angustioso paraun hombre que la vida con unamujer que pretende emanciparse.

Y para los amigos del caminofácil siempre existe la opción deencontrar una tía tonta que eche aperder los precios del mercadohaciéndole creer a un mentecatoreaccionario que está en su derechode no cambiar jamás las sábanas dela cama o meter en agua lascazuelas pegadas para que seablanden cuando el fin de semana,para relajarse, decide ponerse acocinar una receta del popularcocinero Jamie Oliver, deja lacocina echa un desastre y se siente

un hombre moderno.Conozco muy pero que muy

pocos hombres modernos deverdad. A los que no les importeque sus mujeres ganen más queellos. Que corran con los gastos dela casa y trabajen media jornadapara tener más tiempo para losniños.

Y por desgracia conozcotambién a muy pocas mujeresmodernas de verdad que quieran unhombre moderno de verdad.

¿Y yo? Yo soy una de esas

almas perdidas a las que lasfeministas no quieren ni ver porqueresponden a demasiados clichésfemeninos.

Tengo un marido que no sabeplanchar, y estaría dispuesta arenunciar a mis aspiracionesprofesionales para no tener quedejar al niño en la guardería todo eldía.

Soy una de esas mujeresblandas, mediorresueltas,mediocultas y mediofuertes que apesar de considerarse en teoría

emancipadas, en la práctica nocumplen los requisitos de una mujeremancipada adulta.

Cuando cumplí cuarenta añosSelma me regaló un libro muyinquietante. La autora tieneexactamente la misma edad que yo yha basado su nombre artístico en eldel filósofo Theodor Adorno. Algoque ya de por sí me parece un pocoextraño.

En todo caso, la inquietanteThea Dorn opina que yo necesitocon urgencia modelos que me

iluminen porque pertenezco a laclase de mujeres «que debido a laconfusión que le provoca laacumulación de todo lo que se lepide, cada vez tiene menos clarocuál podría ser su caminopersonal».

Eso, en principio, es cierto,pero también es verdad que lasonce «mujeres que aportan sutestimonio» y cuentan su historia enel libro tienen tan poco que verconmigo como Heidi Klum y HeidiKabel.

Ahí por ejemplo leí que laautora y la ex presentadora jamás seencerrarían solas en la cocina acocinar para unos invitados. «¿Quéimagen daría?», se pregunta. Sólose pondrían a cocinar en compañíade su pareja «para que nadie selleve la impresión de que siempresoy yo la que cocina para lafamilia».

Naturalmente resultaangustioso tener que evitar siempreaquellas cosas que a una le gustanpara fingir que es una mujer

emancipada. Y además no tienemucha gracia.

A mí, por ejemplo, me gustaplanchar para relajarme. Limpiarlos zapatos es como meditar. Meencanta cocinar sola, y leo aescondidas en la bañera libros quepor lo general se encuentran en lasección de «Mujeres» o, peor aún,en la de «Mujeres atrevidas». Y hayveces que hasta me entra la risa conlos estereotipos y con lo mucho queencajo en ellos. Nunca se me habíaocurrido avergonzarme por eso.

Hasta el día en que Selma, quedesde que engaña a su marido seconsidera una emancipadahardcore, me regaló justo ese libro,La nueva clase F, y acto seguidome leyó en voz alta unas cuantasfrases de Charlotte Roche:

«Soy la última que va adefender el tema de los estereotipossexuales [...] No puedo enamorarmede un hombre que cree que yo, sóloporque tengo vagina, tengo quehacerme cargo de las cosas de lacasa [...] que él, sólo porque tiene

pene, tiene que traer el dinero acasa. Por suerte nunca he estadocon un hombre que me haya dichoalgo así [...] Sin embargo, nodebería hablar de suerte. No escoincidencia que siempre me hayarodeado de hombres buenos. Locierto es que nunca me enamoro dehombres-hombres-cerdos. [...] Asíque no me cabe en la cabeza cómopuede haber mujeres que se quedenprendadas de hombres a los que hayque enseñarles el camino allavavajillas todos los días, no

entiendo por qué hay hombres quese juntan con fieras malhumoradasque no quieren pasárselo bien [...]Por eso me pregunto una y otra vez:“¿Por qué las mujeres tienen tantosproblemas con los hombres?” O loque es lo mismo: “¿Qué clase demujeres son en realidad aquellasque están con hombres con los quehay que discutir quién friega losplatos?”»

Ésas son mujeres como yo,querida señora Roche, mujeres condudas, con debilidades, con

problemas, con hombres que no sehan emancipado. Mujeres normalesy corrientes para las que no haysitio en su vida moderna.

—Y ¿se supone que CharlotteRoche es el modelo que tengo queseguir? —le pregunté a Selmafuribunda—. Esa mujer medespreciaría. No se dignaría ni amirarme. No querría dirigirme niuna sola palabra de purarepugnancia hacia mi marido que noplancha y mi miserable vida llenade estereotipos. No, gracias,

prefiero tener como modelo a unamujer que tenga como mínimo unaligera idea de lo que significa sercomún.

—Pero ¿tú no quieres seguirsiendo común, o sí?

—No, la verdad es que no,pero necesitaría modelos que meden fuerzas, no que me inspirenmiedo. Porque para tener miedo yame basto yo sola.

Y tras decir esa frase coloquéel libro en la estantería y me puse aplanchar las camisas de Marcus.

Pero ni siquiera así conseguírelajarme.

Si tengo que escoger entre doscosas malas, prefiero quedarme conla que no haya probado todavía.

MAE WEST

Berlín a las cuatro de la

madrugada. Acabo de dejar aMichael en su piso de Kreuzberg yvuelvo a casa en el coche deJohanna.

Esta noche tomo a propósito laruta desagradable. La quenormalmente pone nervioso: através de los jardines delTiergarten hasta la columna de laVictoria, luego dirección Puerta deBrandemburgo y por último porAlexanderplatz.

Es el camino de los valientes.Te hace sentirte más pequeñito

todavía si es que no te sientes yacomo una piltrafa. Da fuerza a losfuertes.

Las calles son amplias. Losmonumentos grandiosos. El alientode la historia te alborota el pelo.Nunca reina el silencio. Nunca seextinguen las luces. No existe elaburrimiento ni la rutina, nada a loque uno pueda o quiera intentaracostumbrarse.

Siempre hay alguna callecortada porque al día siguientellega una visita de Estado. Siempre

hay un foco de color procedente dealgún lugar apuntando a la Puerta deBrandemburgo. Prácticamentesiempre te adelanta algún cochepatrulla en acción o alguna limusinacon los cristales tintados en la queprobablemente viaja Jenny Elvers.

«Berlín es una afirmación», leíen una ocasión. Para mí siempre esla afirmación de que mi vida podríaser distinta. Más aventurera yemocionante. Más intensa, másapasionada, más llena de vivenciasde las que nunca me olvidaría.

Y al final de mi ruta se elevala torre de la televisión.

Como un dedo que me llama,que me advierte. Que penetra conun gesto certero en mi herida.

Siempre me ha puesto comomínimo igual de nerviosa que lasmujeres emancipadas, la literaturade autorrealización y la música queempieza lento y luego vaaumentando de velocidad. Como elcsárdás de Kitty Hoff.

Hace siglos que no lo escucho.No encajaba con mi vida, que en

lugar de ir cada vez más deprisa,iba más despacio.

Pero esta noche puedosoportar el csárdás sin problema.Porque por primera vez tengo lasensación de que soy capaz deseguirlo. Seguir el ritmo trepidantede Berlín. El ritmo arrollador eimpetuoso. Y puedo soportar queBhagwan haya dicho que «el únicomodo de vivir es caminar siemprepor el filo de la navaja».

¡Estoy en ello!Sonrío a mi amiga, la torre de

la televisión, y subo el volumen dela música:

Vamos, vamos,empecemos yaantes de que la vida se

extinga.¿Por qué llorar o esperara que ocurra un milagro?Esta noche acabaremos con

todo:las lágrimas, la tristeza, la

esperanza, la mierda.Vamos, vamos,

¡empecemos antes de que lavida se extinga!

Desmaquillarse es como poneral día la vejez.

LIZ TAYLOR

Ojalá mi estado emocionalinterior fuese tan bueno como mi

aspecto exterior.La amiga de Johanna, Sabine,

que se dedica a la caracterizaciónteatral, se ha pasado una hora enteramaquillándome la cara y me hadejado tan impecable que cuandome lo quite voy a echarlo de menospor los restos de los restos.

Hacía mucho tiempo que nohabía pasado una noche tan mala.Por un lado, porque hoy esveinticinco de agosto y voy a ver aMarcus en la fiesta. Por otro,porque le he entregado a Johanna la

nueva versión de la obra y esperosu opinión con nerviosismo.

El rosado vulgar de mismejillas, que indica una lozanía máspropia de las campesinas, hadesaparecido bajo los polvos demaquillaje mates. Mis pómulosexhiben una uniformidad perfectagracias a la sombra del coloreterojo parduzco aplicada con brocha,y mis ojos asoman con glamour trasla máscara de pestañas más gruesaque jamás he visto.

Hasta mi pelo exhibe un

aspecto desenfadado fuera de locomún. Con ayuda de unacombinación de un rizadoreléctrico, unas placas de frío y unasvarillas, Sabine ha conseguidohacerme un magnífico peinado deestética berlinesa moderna. Algúnque otro mechón cayendo sobre lafrente como sin querer y otrosmechones que en su estado naturalsiempre se muestran lacios. Sabineha logrado darle un toque rebelde yanárquico. Y ese aspecto da un airedistinto a toda mi estética.

Ahora mismo podría pasar poruna mujer con personalidad.

Sabine ha fijado la obra dearte que me ha hecho en el pelo conmedio bote de laca. Ahora mismomi pelo tiene el mismo tacto que lapeluca de Thomas Anders, peroesta noche el aspecto de mi fachadaes crucial. Aun así, he renunciado acolocarme en los pechos lasalmohadillas de silicona deJohanna.

A Marcus no voy aimpresionarlo con unos pechos de

pega. Él conoce mejor que nadie latriste realidad. Pero estoy segura deque una cierta sorpresa sí se llevarácuando vea mi cuerpo definido yesbelto.

Desde el punto de vista de laropa, también me he puesto a tonocon el estilo nocturno de fiestaberlinesa: vaqueros estrechos yoscuros con botines negros de tacónalto, y una camisa de corteasimétrico color lila que deja unhombro al descubierto y permitever de vez en cuando el tirante de

mi sujetador nuevo con el interioracolchado marca La Perla.

—¡Estás maravillosa, reina!—exclama Erdal al verme—. Unopodría olvidarse fácilmente de queeres una mujer de campo a la que unconstructor de retretes lleva añosengañando. Dime una cosa, Marcusviene a la fiesta, ¿verdad?

—Sí. Pero parece ser quellegará un poco más tarde.

—¿Y ha dicho por qué?—Supuestamente porque hay

follón en la oficina. Pero en

realidad yo creo que ha tenidobronca con Karabella y ha decididopasar a verla antes de venir.

—¿Se quedará aquí a dormir?—No. No ha querido.

Demasiada Johanna para él. Hereservado una habitación en BestWestern Hotel para los dos.

—¿En ese antro tan cutre? Nihablar. Pasaréis la noche en elHotel de Rome. Karsten entrena aljefe de los conserjes y así pagarásla noche a precio de alberguejuvenil. Ah, por cierto, esta noche

pienso enamorarme de ti.—¿Que piensas hacer qué?—Como sólo has invitado a la

fiesta a uno de tus admiradores, yparece que el señor contratista esun discreto hombre de carrera conestilo, esta noche voy a representarel papel del ligón molón que teprovoca y te erotiza a la vez. Unmacho man, es lo único que puedodecirte. Con mi número del macholatino voy a provocar en Marcusverdadero pánico.

Lo miro perpleja sin decir

palabra.Erdal luce una camisa de

Dolce&Gabbana —muy ceñida,brillante y desabrochada— quetiene unas calaveras negras cosidasen el cuello. En los pantalonesblancos —que al menos a él lequedan muy apretados— lleva uncinturón desmesurado con lainscripción «ROCKER». Yalrededor de su enorme cuello llevacolgado un eslabón de una cadenade tanque con una cruz de orotremenda con la inscripción «I

LOVE PARIS HILTON».Me vuelvo hacia Leonie con

una mirada de desesperación.Ella posa una mano sobre el

brazo de Erdal y le dice:—Tengo una pregunta, Erdi.

¿Qué crees que va a pensar Marcusal ver que el único tipo que quiereligarse a su mujer es un sarasa deorigen inmigrante que ama a ParisHilton? Karsten, igual tienes algoque decir.

—Ya lo he dicho.—Es preferible que te

concentres en conocer mejor aMarcus y hacerte una idea de cómoes —dice Leonie—. Eso es milveces más importante para el éxitode esta operación.

Erdal asiente con actitudcomprensiva.

—En eso tienes razón, unopuede confiar ciento por ciento enmi conocimiento de la naturalezahumana. Como no podré ocuparmede ti durante la fiesta por culpa deMarcus, tienes que prometerme unacosa: si te agobias en algún

momento, pon las piernas en alto ytómate una pastilla de magnesio. Noquiero asumir ningún riesgo.

Erdal recorre nuestros rostroscon mirada de orgullo.

—Hoy entramos en el sextomes.

Me resulta conmovedor. Yesta vez no lo siento como unaespina en el corazón. Nada deenvidia, nada de amargura, nada de¿por qué ella sí y yo no?

—¿En el sexto mes? —exclama Johanna—. Y ¿se puede

saber dónde metes la barriga,Leonie? Yo en el sexto mes eracomo hipopótamo capaz deengendrar bebés humanos. Teníaque llevar medias de compresión ydormir medio sentada. Cada vezque se me caía algo al suelo,valoraba la posibilidad de dejarloallí hasta después del parto.

Johanna va a la cocina yvuelve con unas copas y una botellamagnum de champán rosado.

—Antes de que empiecen avenir los invitados, me gustaría

decir algo. Como todos sabéis,Vera ha pasado las últimas semanasintentando salvar el espectáculo demi regreso a los escenarios, y lo hahecho a pesar de las difícilescircunstancias que todos conocéis.Vera ha convertido Damenwahl enuna obra excepcional, una obra paradivas y de divas, triste e inteligente,divertida y aguda, delicada y sabia.Es un honor para mí actuar en unaobra así. Eres una autora fantástica,Vera, y estoy muy orgullosa de sertu amiga. Por ti, palomita, y por

esta noche. ¡Porque nosotrasdecidimos!

Y acto seguido canta con esavoz sin filtros que pone la carne degallina:

Deberían llover rosas rojaspara ti

y cumplirse todos losmilagros,

tu mundo deberíatransformarse

y guardarse suspreocupaciones para sí.

Después alza la copa, todos se

ponen en pie y entrechocan lascopas, y en ese momento tengo quepedirle a Sabine por favor que mereconstruya el maquillaje porque depuro alivio, de la emoción y delorgullo que siento rompo a llorar yel rimel se me corre hasta labarbilla.

Los maridos también pueden

ser buenos amantes, sobre todo sitienen mala conciencia.

LIZA MINNELLI

¡Qué fiesta tan inolvidable!O alternativamente podría

denominarse también: desastre.Selma llegó de las primeras.

Por suerte me había perdonado porla actitud que tuve en la acción deespionaje. De la mano llevaba a un

hombre esbelto y depilado queparecía un poco agobiado.

—Es Stefan, el profesor depiano —me susurró al oído un pocodespués—. Mi marido me dijo quedisfrutase de un agradable fin desemana en Berlín. Me lo he tomadoal pie de la letra.

Stefan sostenía con ciertaafectación una botella de cerveza yfumaba cigarrillos de liar quesuccionaba a trompicones.

—Es tan tímido, el típicoartista —suspiró Selma encantada

—. Es maravilloso estar en un lugardonde no tengamos queescondernos. De pronto cogerse lamano y besarse delante de otraspersonas se convierte en unaliciente nuevo cuando por logeneral no puedes hacerlo.

—¿Es posible que estés másenamorada de lo que quieresadmitir?

—Puede ser. A veces megustaría descubrir cómo sería vivircon Stefan. ¿Cómo sería yo? ¿Cómosería nuestro día a día? Antes

siempre había pensado que lasseparaciones eran cosa de idiotasque no sabían ver que con otrohombre, al cabo de unos años,acabaría pasando lo mismo que conel primero. Pero ya no tengo tanclaro que eso sea así. De todosmodos, yo no tengo valor. ¿Y tú?¿No es extraño estar nerviosaporque vas a volver a ver a tumarido? Gracias a Karsten ahoratienes un cuerpo con el que ganar aKarabella. Dios mío, me odio porser tan superficial, pero tu culo es

un escándalo, ¡es tremendo!—Estoy de acuerdo.Detrás de mí apareció el

doctor Alfred Bauer, que esbozóuna sonrisa ruborizado por elcomentario que acababa de hacer.

Volvía a estar tan guapo comosi acabase de florecer de unasemilla. Yo no sabía muy biencómo saludarlo, y me decanté pordarle dos besos en las mejillasseguido de un abrazo demasiadolargo.

Selma nos dejó a solas con

mucho tacto.—Me alegro mucho de volver

a verte, Vera.—Lo mismo te digo. Mi

marido también va a venir. Tieneque estar a punto de llegar. Losiento muchísimo.

—No te preocupes. Yo yasabía que estabas casada. De todosmodos, quizá prefieres que memarche.

—Si te soy sincera, sí. Lascosas no marchan bien en mimatrimonio, pero no pienso darme

por vencida sin pelear porarreglarlas. Y tú sólo conseguirásdistraerme.

—¿Es un cumplido?—Sí, un cumplido de los

gordos.—Pasamos una noche

estupenda.—Estoy de acuerdo.—Hasta la próxima.El doctor Bauer me dio un

abrazo largo y cariñoso y se dirigióhacia la puerta.

Allí estaba Marcus.

Observándonos.No había venido solo. A su

lado estaba Thorsten, mirandoperplejo hacia la pista de baile.

Allí Selma y el profesor depiano bailaban al ritmo de «StripFor You» de R. KellyKlammerblues y se morreabancomo si tuvieran quince años yestuvieran sentados en la última filadel cine viendo El lago azul.

Thorsten —un dato importante,probablemente— es el marido deSelma.

No hacía falta ser unvisionario para darse cuenta de queestábamos a punto de presenciar undrama en toda regla. Yo queríadesenmarañar discretamente el líode miembros de Selma y el profesorde piano, pero Thorsten seadelantó.

Se interpuso entre ellos ysusurró:

—¡Selma!Ella se echó hacia atrás como

fulminada por un rayo. Le brillabanlos labios, mojados por la saliva

del profesor de piano.Miró a Thorsten con una

extraordinaria perplejidad y, entono de reproche, le dijo:

—Y ¿quién está cuidando a losniños?

Estamos tumbadas en la cama,yo y Johanna, fumando. Lo de fumaren el dormitorio sólo está permitidoen ocasiones especiales, pero elproceso de asimilación de este finde semana es, sin lugar a dudas, unade ellas. Es domingo por la tarde yme estoy perdiendo otra vez el

capítulo de mi serie de polisfavorita porque mi vida es muyemocionante.

—Selma es una supermujer —dice Johanna—. Su marido la pillain fraganti y ella le monta unnúmero, ¡hay que ser valiente!

—Es que la actuación deThorsten fue lamentable. Todotartamudeos y palabrería.

—A mí las frases «Podemoshablar de todo esto» y «Piensa enlos niños» me habrían resultadomotivo más que de sobra para

separarme. Así que, si yo hubiesesido Selma, también me habríapuesto hecha una furia.

—Selma dice que si Thorstenhubiera tenido una actitud másbásica y le hubiese soltado unpuñetazo al profesor de piano, ellahabría reaccionado de otra forma.Pero un hombre que ni siquiera sealtera al sorprender a su mujerliándose con otro, jamás será elcompañero de vida sentimental conpropensión al romanticismo y a laferocidad ocasional que una

desearía. Creo que en el fondo paraella es un alivio que se hayadescubierto el pastel.

Selma agarró al profesor depiano y se marchó de la fiesta.

—Llevo seis mesesengañándote —le había espetado asu marido—. Tengo el físico de unachica de veinte años, siempre estoyde buen humor y cuando camino porla calle los hombres se vuelven amirarme. ¿Y mi propio marido? ¡Mimarido no se entera de nada! Yahora te quedas ahí como un

pasmarote y me hablas de «lanecesidad de retomar lacomunicación entre nosotros». Voya decirte algo: no tengo ganas dehablar contigo, así que me largo.

Y se marchó.Marcus se sopló dos gin-tonic

seguidos, cosa rara en él, y seacomodó en el sofá.

—Parece que Berlín te sientabien. Estás fantástica.

—Gracias.—¿Y quién era ese tipo?—¿Qué tipo?

—Cuando he llegado, había unhombre despidiéndose de ti con unefusivo abrazo.

—Ah, es un médico deHamburgo —dije sin dar másdetalles y sin especificar apropósito la especialidad. Aunquedermatólogo no suena tan mal comoginecólogo o coloproctólogo,tampoco es tan chic como untraumatólogo o un neurocirujano.

—Espero no haber molestado.—A él, quizás. A mí no.—¿Quiere algo contigo?

—Creo que sí. Pero sabe queestoy casada.

—Eso está bien.Marcus me agarra y me da un

beso inesperadamente intenso conlengua y una importante dosis depasión.

Vaya, funciona.

Tres horas más tarde acabépor fin en los brazos de mi parejalegítima y aplaudí todas lascomodidades de nuestra suite de

lujo en el Hotel de Rome.Desde la gigantesca cama se

veía el edificio de la ópera de laavenida Unter den Linden, y sobreuna mesa supletoria había champány unas rosas con una tarjeta del jefede conserjería: «Karsten y Erdal mepiden que les desee una nocheinolvidable de su parte.»

—Por el amor —dije, y brindécon mi esposo desnudo.

—Por nosotros —respondióMarcus—. Estoy muy, muy contentode haber venido a vuestra fiesta,

aunque he estado a punto de moriratravesado por el hueso afilado detu cadera.

Ésa era la forma, típica de unalemán del norte, de hacercumplidos. Sonreí halagada ydeslicé la mano por debajo deledredón. A por la segunda ronda.Tenía que ser una nocheinolvidable.

Y el principio del fin de laaventura de mi marido.

—Al final, quieras que no, lascosas han salido bastante bien —

comenta Johanna mientras enciendedos cigarrillos para nostras—.Selma goza de una nueva libertad, yVera Hagedorn regresa a su niditoligeramente manchado y continúacomo si nada hubiera pasado.

—No voy a continuar como sinada hubiera pasado, pero sí quierocontinuar. Hace poco he estadoviendo las fotos de nuestra boda.De todas las parejas sólo cincosiguen juntas, o mejor dicho cuatro,porque Selma y Thorsten ya nocuentan. A mí me gustaría ser de los

que permanecen juntos.—Pero permanecer juntos no

es algo bueno por sí mismo.—Yo creo que sí. A mí me

gustaría tener un pasado común conel hombre con el que estoy:vivencias bonitas, catástrofes, ratosmaravillosos, aburridos,enfermedades. Hacernos mayores.Que el tiempo nos una.

—Yo sólo espero que sea elpasado adecuado para ti.

—Todavía no he ganado. PeroKarabella está empezando a

ponerse nerviosa. La amante celosade la esposa, tiene gracia, ¿no teparece?

—¿Alguna noticia deKarabella?

—Sí. Cuando Marcus ha ido ala zona spa del hotel esta mañana,yo le he cogido el iPhone: nuevellamadas perdidas, todas de la«Caja de ahorros de Stade», y enfin de semana. No me digas que noes un apodo fantástico el que haescogido mi marido para su amante.A las tres de la madrugada ella le

ha mandado un mensaje. Quiereverlo esta tarde sí o sí a las ocho ymedia y que, como no vaya, no lavuelva a llamar.

—¿Qué hora es ahora?—Las nueve pasadas.—¡Fantástico! Así que en

estos instantes Marcus y Karabellaestán en vuestro salón teniendo unacrisis de pareja aunque ni siquierason pareja. ¿Todavía tenéis esecontestador automático tanespantoso en el que se oye elmensaje que dejas en toda la casa?

Asiento y Johanna añade:—Pues ya está, dales la

puntilla. Ya sabes lo que tienes quehacer...

Cojo el móvil, llamo alteléfono fijo de mi casa y espero aque salte el contestador. Cuandosuena el pitido, grito tan alto comopara que se me pueda oír hasta en elrincón más recóndito de nuestropiso de noventa metros cuadrados:

—Hola, cariño, ¿has llegadobien a Stade? ¡Qué noche taninolvidable! Mucha más pasión y

aguante de lo que yo esperaba de unviejo matrimonio como el nuestro.¡Dentro de poco, más! Un besogrande.

He perdido mi buena fama,pero nunca la he echado de menos.

MAE WEST

Me siento ridícula. Y todos los

demás también me resultanridículos. Es lo que sucede cuandouno no acude a un lugar con todo elentusiasmo y no puede dejar depensar que está haciendo el ridículoy que si una persona normal pudieraverlo sería una auténtica tragedia.

Por suerte aquí no haypersonas normales. A mi lado hayuna rana, en el bufé de pasteles hayun elfo extraordinariamente rollizorepartiendo crepes recién hechas, y

en el cuarto de juegos Epi y Blasson los árbitros de una carrera desacos.

A mí nunca me han atraído lasfiestas temáticas, los bailes dedisfraces ni los carnavales. Elalemán del norte sencillamente serelaciona de otras maneras. Notiene la necesidad de disfrazarse,de bailar la polca ni de cantarcanciones de carnaval.

A veces se tiene suerte.Y a veces no tanto,

Mahatma Gandhi

En estos momentos mepersigue un abejorro. El regordeteinsecto me obliga a balancearme,restriega con placer su traje depeluche a rayas amarillas y negrascontra mis caderas casi huesudas yestá a punto de sacarme un ojo alagitar peligrosamente las antenas.

Ahora mismo el orondoabejorro me obliga a recorrer lamitad de la habitación y tengo queandarme con ojo para no pisar a un

par de mariquitas, un bombero yunos cuantos enanos.

El abejorro canta:

Las mujeres gordas tienennombres hermosos.

Se llaman Tosca, Rosa oCarmen.

Las mujeres gordas mevuelven loco.

Las mujeres gordas sonenviadas del cielo.

Ya está bien. Yo no he nacidopara esto. Me vuelvo, digo «Tengo

que ir al servicio» y dejo plantadoa Erdal, que es el entusiastaabejorro.

Se puso loco de contentocuando fui a quejarme con un granpesar y le dije:

—El domingo tengo que ir conSammy a una fiesta de carnaval y esobligatorio ir disfrazado, para lospadres también. Johanna, la muysuertuda, tiene una prueba deiluminación en el Tigerpalast.

—¿Una fiesta de carnaval enseptiembre?

—Los padres del niño encuestión son unos radicales delcarnaval de Colonia que llevan tanmal el hecho de que en Berlín no secelebre el Jueves Lardero, el Lunesde Carnaval y todo ese rollo quehan puesto en marcha unmovimiento de protesta y celebranel Carnaval dos veces al año: enCarnaval y a principios deseptiembre.

—¡Qué buena idea! Yotambién soy de Renania y a loscuatro años ya salía a desfilar de

majorette. Después coseché grandeséxitos como bailarina de harén ycerdito Babe. No te imaginas lo quesufro yo en febrero en Hamburgo.Es con diferencia el mes másmiserable del año: gris, triste,enfangado. Se estira y se estira apesar de ser el mes más corto delaño. Estoy seguro de que elCarnaval se inventó, igual que losjuegos de mesa y las series de latele, por puro aburrimiento,sencillamente porque nadie sabíaqué hacer con su vida en el mes de

febrero. Yo, por desgracia, tengoademás la mala suerte de convivircon un hanseático. A Karsten nisiquiera le gusta que me corte lacorbata el Jueves Lardero. Si seniega incluso a bailar conmigoencima del sofá y ni siquiera hasido capaz de aprender apronunciar bien en kölsch la letrade Superjeile Zick. Ojito al escogerpareja, eso es lo que aconsejo atodo el mundo.

Tras esa declaración me quedómuy claro que estaba haciéndole un

favor enorme al pedirle que meacompañase a esa fiesta. Actoseguido prometió traer paranosotros unos disfraces de suvariado fondo de armariocarnavalesco.

Erdal, Sammy y Joseph ibandisfrazados de familia de abejorros,aunque Sammy se había empeñadoen llevar también un tomahawk yuna espada láser. Yo lo interpretécomo un instinto de salud.

No llevábamos ni cincominutos en la fiesta cuando dos

niños salieron disparados chillandoy un tercero se hizo pis encima nadamás verme.

A mí ya me pareció, en cuantolo vi, que el disfraz que Erdal mehabía prestado no era adecuadopara la ocasión, pero él insistió enque a los colonienses les encantaríay además sabrían apreciar undisfraz tan convincente.

Pero no fue así.Como «esqueleto zombi

deluxe» no fui muy bien recibida, yeso a pesar de que, por prudencia,

había dejado en casa unos intestinossaliéndose que formaban parte deltraje.

El anfitrión me sugirió que mequitase también el cuchilloensangrentado que llevaba clavadoen la espalda y la máscara decadáver con una herida abierta en lafrente, y me pidió que les dijera alos niños que era un tierno caballitode mar.

No tengo la menor idea de quérelación podía llegar a existir entremi traje pintado, que representaba

un cuerpo humano en estado desemidescomposición envuelto enlianas viscosas, con un caballito demar. Pero a los niños puedescontarles lo que quieras.

De todos modos, a lo largo dela fiesta, no dejé de encontrarmecon nuevos gestos de reproche.Especialmente de dos madres, cuyoúnico disfraz eran unos calcetinesrojos y blancos con ropa normal,que no dejaron de lanzarme miradasde censura y meneaban la cabezacon gesto de desaprobación cada

vez que Erdal me empujaba contraellas cantando a voz en grito.

Ahora estoy sentada en elcuarto de baño, contemplando mispiernas de cadáver descompuesto yplanteándome la posibilidadcontraer de repente un virusgastrointestinal. En esta fiesta ya notengo nada que perder, y me constaque la historia de la gastroenteritisa Johanna le suele funcionar a lasmil maravillas en las fiestas de

cumpleaños aburridas o en lascargantes reuniones de madres.

—Las madres son enemigasnaturales a muerte de los virus —me explicó—. Cuando te encuentresatrapada en una situación de la quenecesites salir con urgencia, sólotienes que mencionar que tu hijo ytú habéis tenido un poco de diarrea,nada grave, por supuesto, y queestás convencida de que se ospasará. Automáticamente todo elmundo te invitará amablemente amarcharte, deseándote que te

mejores lo antes posible, y encuanto cierren la puerta detrás de tiempezarán a despotricar en voz altamientras desinfectan la silla dondehas comido, los picaportes de laspuertas, las manos de los niños y elasiento del váter con Sagrotan.

Yo continuaba coqueteandocon la posibilidad de aplicar esaestrategia cuando sonó mi móvil.Número desconocido. Encircunstancias normales no sueloresponder a esas llamadas porquela mayor parte de las veces es una

compañía telefónica de lacompetencia que quiereengatusarme con una tarifa planasupuestamente baja o —unaposibilidad mucho másdesagradable— mi cuñada.

En estos momentos, sinembargo, estoy dispuesta a dar labienvenida a cualquier cosa queretrase mi regreso a ese infierno,sobre todo porque a través de lapuerta estoy oyendo cómo animan alos hijos y los padres a salir todosjuntos a bailar. Ahora mismo suena

la canción Hörst du dieRegenwürmer husten?

—¿Dígame?Silencio al otro lado de la

línea.—¿Hola?Miro el teléfono. Por falta de

cobertura no puede ser.—¿Hola?—¿Es usted Vera Hagedorn?—Sí. Y ¿quién es usted?—Necesito decirle algo.—Disculpe, pero ¿con quién

hablo?

—Soy la amante de su marido.Me da un vuelco el corazón;

me falta el aire como si acabase dehacer veinte flexiones.

¿Qué se supone que tengo quedecir? ¿Cómo debo reaccionar?

Por suerte me viene a la menteel consejo que Johanna me dio enuna ocasión: «Cuando no quierasdecir una tontería, mejor no digasnada. El silencio estáinfravalorado. En realidad es lamejor manera de lanzar la pelota altejado del otro mientras uno reúne

fuerzas.»Así que me quedé en silencio.

Durante mucho más rato de lo quenormalmente soy capaz de soportar.

Funciona. Al final el otrocede.

—Oiga, ¿sigue usted ahí?—Sí.—¿Por qué no dice nada?—Es usted quien me ha

llamado.—Sí, bueno, pensé que debía

saberlo.—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Acasono le interesa saber que su maridotiene una aventura desde hace casiun año?

—No. No si a mi marido no leha parecido lo bastante interesantecomo para contármelo él mismo...

—Yo lo digo por usted. Piensadejarla.

—Lo dudo mucho. Ambascosas.

—Marcus sólo está esperandoel momento adecuado. Y créame, nofalta mucho. Yo sólo quería ser

justa y decirle la verdad de mujer amujer.

¿La verdad? No me hagas reír.¡Ya me estoy cansando de esahistoria de la verdad!

Un día oí a un reportero deguerra que contaba en una tertulia:«Cuando alguien me entrevista porteléfono y me hace una pregunta queno puedo o no quiero responder, ledigo: “¿Oiga? Creo que estáfallando la conexión...”, y cuelgo.»

Dada la situación esa tácticame parece de lo más oportuna,

porque al fin y al cabo yo tambiénme encuentro en una zona deconflicto.

—¿Sigue usted ahí? —La vozde Karabella suena crispada—.¿Qué le parece si quedamos parahablar cara a cara?

—¿Oiga? Creo que estáfallando la conexión...

Salgo del cuarto de baño yobservo el grupo de padres y niñosque se ha formado alrededor de

Erdal y que en estos momentos estácantando:

Tengo una cebolla en lacabeza,

soy un kebab porque te dabelleza.

Me abro camino entre loslocos bailarines, aparto a un lado aBob Esponja, piso el mocasín de unindio y mis lianas se enredan en lastrenzas de Pipi Calzaslargas. Estoes una pesadilla. Estoy convencidade que ahora mismo, aunque no

lleve la máscara, también parezcoun zombi.

—¿Erdal? ¡Erdal!—Ah, ya estás aquí, cielo. Por

todos los santos, pero ¿qué te pasa?—Vámonos. Creo que tengo

gastroenteritis.Erdal está sentado a mi lado

en un columpio comiéndose unSnickers Maximus de la ediciónlimitada: extralargo y con muchocaramelo y más cacahuetes.

—Necesito comer algo paralos nervios —dijo cuando

abandonamos la fiesta, y se detuvoen la siguiente gasolinera.

Ahora estamoscolumpiándonos los dos, unabejorro y un zombi, en un parquemientras Sammy y Joseph juegan enel foso de arena.

—Entonces todo está saliendomucho mejor de lo que nuncaimaginé —dice Erdal—. Tu rivalacaba de reconocer que te tienemiedo. Lo más estúpido que puedeshacer como amante es llamar a lamujer. Eso no es más que un paso

atrás porque los hombres noperdonan algo así. A ese respectoson sorprendentemente sensibles.

—Pero Marcus jamás seenterará, al menos yo no piensodecírselo. Eso sería caer muy bajo.Creo que es mucho mejor que ellosdos se enfrenten sin que yointervenga. Llevan todo un añojuntos. No es una aventura, es unadoble vida.

—Míralo por el lado positivo:a tu marido le va la estabilidad.Con un poco de suerte, vuestro

matrimonio seguirá funcionando sinKarabella.

—¿De qué estás hablando?—Bueno, un hombre que se ha

acostumbrado a tener dos mujerespodría ponerse de mal humor altener que renunciar a una. Así quelo de la amante es como el ejerciciode mantenimiento. En vuestromatrimonio tú te encargas delejercicio aeróbico básico yKarabella del entrenamientocomplementario de algunosmúsculos. Los hombres se ponen

flácidos si les quitan uno de losdos.

—¿Y entonces cuál es lasolución? ¿Un matrimonio abierto?

—Me temo que el problema esque los dos sois demasiadoconvencionales. Pero yo teaconsejaría que en el futuro no loespíes más. Evita la verdad. Ahoraestás sufriendo en tus propiascarnes las complicaciones que tepuede ocasionar.

—¡Pero eso es absurdo!—Sí, ¿y?

A la tarde siguiente —en esetiempo he recibido seis llamadas denúmeros privados y no herespondido a ninguna— me sientofrente al portátil y leo en Facebookuna conversación entre Karabella yMarcus transcurrida apenas unahora antes:

—Me siento muy mal. Desdeque el domingo pasado oí la voz detu mujer en vuestro contestadorautomático, ya no sé qué estoy

haciendo contigo. Tú siemprehabías dicho que vuestrasrelaciones sexuales estabanmuertas. Y de pronto la oigo hablarde «aguante y pasión». ¿Qué estápasando entre vosotros? Estáisviviendo una segunda primavera ¿oqué? Y ¿por qué no le cuentas laverdad de una vez? ¿Hablaste conella anoche? ¿La notaste rara?

—No saques las cosas dequicio, por favor. No me digas queahora tengo que justificarme cuandome acuesto con mi mujer. Claro que

hablé con ella ayer. Como siempre.¿Tienes algo en contra? Y no, noestaba rara. ¿Por qué?

—Por nada. Tú dijiste quetenías la sensación de que se olíaalgo. ¿La oíste rara?

—En absoluto. Ya no creo quesospeche nada. No estaría de tanbuen humor. Está demasiadoocupada con el estreno de Johanna,el entrenamiento y ese niño al queestá cuidando.

—Ay, Dios, qué mujer tanmoderna e independiente. ¿Vuelves

a sentirte atraído por ella?»... Hola, ¿señor Hogrebe?

¿No piensas responderme? ¿Esposible que tu querida Bella te hayadado donde te duele?

—Para de una vez, ¿quieres?Ya te he dicho que ese tema estáresuelto. Y ahora tengo que irme atrabajar...

—¿Sigue en pie nuestra citapara este fin de semana?

—Espero que sí, aunque cabela posibilidad de que tenga quetrabajar.

—Una pregunta más, y ya tedejo en paz: ¿te has preguntadoalguna vez qué se trae tu mujer entremanos en Berlín? ¿Por qué derepente adelgaza, hace deporte, estásiempre de buenas y le importáisuna mierda tú y tus problemas? ¿Esque tienes una venda en los ojos?¿En serio crees que hace todo esoporque sí? O está con otro o quiereestar con otro. O está pensando ensepararse de ti en cuanto alcance supeso ideal. Deja que te diga unacosa: una mujer no adelgaza para

cambiar su figura, adelgaza paracambiar su vida.

—Ella no es de esa clase.Creo que la conozco un poco mejorque tú.

—Espero que te equivoques.Así solucionaríamos todos nuestrosproblemas de un plumazo. Ellasería la mala porque ella sería laque te abandonaría, y tú salvarías lacara en el Club de los Leones ydespués de un plazo razonablepodrías presentarte del brazo deuna nueva mujer.

—Interesante. Así que según tútengo que desear que mi mujer meengañe.

—¿Qué te pasa ahora, derepente? ¿Qué ha sido de nuestrosplanes? ¿Ya no te gustan? ¿O es queahora que tu flor marchita haresucitado un poco después de suviaje interior berlinés yo ya no soysuficiente? Llevas un añosusurrándome al oído que tu mujerya no es tan cálida y dulce comoantes, y que no puede tener hijos.¿Ahora tus promesas ya no sirven?

¿Eres uno de esos capullos a losque se les hincha el pecho cuandoquieren echar una canita al aire yque luego esconden la cabezacuando ven que va en serio? Dentrode dos semanas tu mujer volverá aStade. Y entonces, ¿qué?

—Bella, por favor, ¿a quéviene ahora ese tono? Las cosasentre nosotros están bien. Y yasabíamos desde el principio queVera volvería a Stade. ¿Dónde estáel problema?

—Tú tienes dos mujeres, yo

tengo medio hombre. A lo mejoralgún día te das cuenta de que esopara mí es un pequeño problema.Últimamente tengo la sensación deque te gustaría llevar el mismo tipode vida que tu padre. ¿Crees que yosoy tu Iris Koch? ¿Piensasmantenerme en secreto hasta quemueras?

—No metas a mi padre enesto. Estás empezando a pasarte dela raya.

—Ah, ¿sí? Tú siempre tequejas de que tu mujer se siente

incómoda en Stade porque se creesuperior. ¿Qué cara crees quepondría tu «Vera, ay qué elegantesoy» si se enterase de que suMarcus lleva un año liado con unaesteticista de Harsefeld? Esoestaría francamente por debajo delnivel de tu refinada dama, ¿verdad?

—¿Me estás amenazando?¡Bella, contéstame! ¡Bella, no hagasninguna tontería! ¡Bella! Malditas ea , Bella, al menos contesta alteléfono.

Cierro el portátil. Y cuando mi

móvil pita, me doy cuenta de quellevo un buen rato sin respirar. Unmensaje de un número desconocido:«Buenos días, señora Hagedorn,soy yo otra vez, la amante de sumarido. Propongo que nos veamos.En Berlín mismo. ¿Le viene bieneste fin de semana? Usted digalugar y hora y yo estaré allí. Porfavor, es muy importante. ¡Para lasdos! Un saludo.»

Medio minuto más tarde,cuando todavía no he conseguidorecobrar la respiración, vuelvo a

recibir un mensaje. Esta vez deMarcus:

—Vera, cielo, acabo derevisar la agenda. Este fin desemana, por una vez, podríaescaquearme de la feria de cocinas.¿Te apetecería que nos viéramos enBerlín o hiciéramos un viaje a Paríso Barcelona?

La mayoría de las mujeresescogen el camisón con el queduermen con más juicio que a sumarido.

COCO CHANEL

Erdal echa un vistazo a sualrededor.

—Las de Johanna son, condiferencia, las más bonitas ynaturales aunque sean perfectas.Mirad las tetas de esa de ahí, si lospezones parecen los botones de mis

botas de invierno. O las de la toallaroja: las tiene como acartonadas yle hacen formas raras, como si enlugar de silicona se las hubieranrellenado con grava. Es un alivio notener que lidiar con ese asunto,aunque es cierto que uno puedellegar a vivir sorpresas muydesagradables con el escroto. Elescroto sufre de una manera tanimprevisible como los pechos lasconsecuencias de la fuerza de lagravedad y la edad. ¿No te parece,pichurri?

Karsten farfulla algoincomprensible y se levantarápidamente de la tumbona paraayudar a Sammy y a Joseph aconstruir un castillo de arena.

Karsten no es la clase depersona que disfruta hablando sobrelas partes de los órganos sexuales,pero Erdal no es la clase depersona que se reprima por eso.

La idea de Ibiza encajaba a laperfección.

—Tú necesitas distancia, yonecesito tranquilidad antes del

estreno, así que cuatro días en Ibizaes exactamente lo que nos hace falta—había dicho Johanna—. Mientrastú y yo comemos langostas en unchiringuito de playa, dejaremos queMarcus y la amante que le montalos pollos se maceren en su propiasalsa y se atormenten uno al otro.

Erdal y su pequeña familia seapuntaron también. Por eso al finalhicimos la reserva a través de laCasa Munich de Las Salinas en elhotel más familiar y acogedor de laisla. A Marcus le expliqué que no

podíamos vernos sin darle mayorimportancia y le consoléprometiéndole que no pasaría delfin de semana:

—El viernes es el estreno dela obra de Johanna, así que nosveremos sin falta.

El hecho de que ni siquiera mehubiera planteado pedirle queviniese a Ibiza le molestó un poco,pero hizo todo lo posible paradisimularlo:

—Bueno, pues pásatelo muybien, aunque tampoco te pases.

A los mensajes y llamadas desu amante no contesté. Erdal yJohanna estaban de acuerdo en quehasta ese momento yo me habíamostrado fría y sensata y que éseera el tono que debía mantener.

En el avión Erdal resumió elestado de la cuestión para todo elmundo con un entusiasmoostensible:

—Ahora mismo los dosdesconfían del otro. A Karabella leatormenta la posibilidad de queVera le cuente a Marcus lo de la

llamada y, al mismo tiempo, ledesconcierta que no lo haya hechoya. Marcus se estará preguntando sila amenaza de Karabella decontarle a Vera lo de su aventuraiba en serio y, de ser así, cómopuede ser que Vera no hayamontado en cólera. Y los dos vivencon la gran incógnita de si Veratendrá una aventura y por eso semuestra tan indiferente. Bravo,tesoro, en esta ocasión, comoexcepción, lo has hecho todo bien.De aquí a dos semanas tu marido

volverá a ser tuyo y sólo tuyo, y laesteticista de Hasenhausen podrávolver a lo suyo y concentrarse enquitar espinillas.

—Es de Harsefeld. Y,sinceramente, me da un poco depena. Ya es bastante horrible queMarcus me engañe y vaya por ahídiciendo que no puedo tener hijos.Pero encima a ella también la estáengañando al darle largas yprometerle un futuro con él. Sólo hahecho falta que su mujer pierda unpar de kilos y se pase unos días por

ahí para que ya no quiera sabernada de la amante. Es todo tantípico que me dan ganas de vomitar.

—Está claro que no tienesremedio. Tú has ganado, ella haperdido. Has salvado tu matrimonioy Marcus vuelve a ser tuyo. Eso eslo que querías.

—Sí, pero porque creía queMarcus era una persona honrada.

—Cielo, cielo, las personassin defectos en el carácter tienen ungran defecto: que no tienen el menorinterés. Además los hombres

honrados no existen, sólo hay dosexcepciones: Karsten y el DalaiLama. Si quieres una vidamonógama, cásate con un cisne.

—Yo me alegro de que ahorapuedas decidir con total libertaddónde y con quién quieres vivir —lo interrumpió Johanna—. Estanoche pensaba contártelo en laplaya y con una botella de vino,pero creo que éste es el momento:mi director está tan entusiasmadocon el texto que quiere estrenar unaobra nueva conmigo la temporada

que viene, y la condiciónirrenunciable es que la escribas tú.Además de eso quiere pasarte unpar de guiones que no salieronadelante para que los corrijas. Esoes trabajo para un año. Así que yano tienes por qué quedarte en Stadeponiéndole textos a los retretes.Ahora no puedes quejarte por faltade opciones. ¡Te sobran opciones!Es un avance.

La fidelidad no es permanecerpara siempre, sino regresar una yotra vez.

ANNA MAGNANI

Debo declarar que la caderaespañola se articula con mayorfacilidad que la cadera alemana, oal menos que la alemana del norte.No, definitivamente yo no llevo enla sangre ni el impulso ni el

entusiasmo necesarios.Tengo la sensación de que mi

condicionamiento genético de lavergüenza se ha visto superado porel consumo intensivo de drogas enel club nocturno Blue Marlin deCala Jondal.

Me encuentro en el borde de lapista de baile, luzco una fina túnica,una falda corta y sandalias y, encomparación con los demásclientes, voy vestida de invierno.

Chicas delgadas y de largoscabellos en bikinis minúsculos

bailan al caer la tarde y mirananonadadas a un joven español quesalta con unos ceñidos pantalonescortos sobre la barra y gira laregión lumbar como si fuese elcampeón mundial de hula-hoop.

—¿Se puede aprender a sererótico? —le pregunto a Johanna.

—Sólo hasta cierto punto.Johanna contempla el mar con

la mirada perdida.—¿Qué te pasa?—La última vez que estuve

aquí fue con Ben. Nos casamos en

la iglesia de Santa Gertrudis ybailamos en el Blue Marlin hastaque se puso el sol.

—Tal vez no deberíamoshaber venido.

—La idea fue mía. No quierotener que huir de los recuerdos másbonitos.

—Ya, pero ponen el listóndemasiado alto. A mí me daríamiedo que en el futuro las cosassólo fueran a peor. Yo al menos conMarcus no tengo ese problema.

—¿Quieres dejar a Marcus?

—No. Soy demasiadocobarde. Marcus no es mi granamor, pero tal vez sea el másgrande que me corresponde. ¿Cómopuedo saber si mi corazón no esdemasiado pequeño y manso parapoder amar a lo grande y a losalvaje? Yo no siento las cosas conla misma intensidad que tú. Siemprehe soportado mis sentimientos sindificultad. El amor jamás me haquitado el sueño, y ni siquiera lospeores desengaños amorosos mehan llevado a plantearme el

suicidio ni por un segundo. Meencantan las películas románticasde Hollywood, pero siempre medejan cierto mal sabor de bocaporque me pregunto por qué nopuedo experimentar esossentimientos. No me gustan lastemperaturas bajo cero ni el calorexcesivo, prefiero la piscina a laplaya y jamás he cometido unaestupidez por amor.

—No olvides que espiaste a tumarido con una peluca de ThomasAnders.

—Cierto, ése ha sido el puntoálgido que ha alcanzado latemperatura constante de miexistencia. ¿Qué pasa si ahorarompo con mi vida y dentro de unaño me doy cuenta de que megustaba? Te mudas a Tailandia y tedas cuenta de que el curry te resultademasiado picante. Has renunciadoa todo por un sueño, y luego resultaque es una pesadilla.

—¿Te acuerdas de lo que tedecía siempre Ben? Tussentimientos y tus talentos se están

cocinando a fuego lento. Tienesmuchas más virtudes y talentos delos que crees. En las últimassemanas ha salido a la luz lo que enrealidad llevas dentro. Si quieresser una rana cocinada a fuego lento,en Stade te espera la cazuela. Y note lo tomes a mal, pero la esteticistaencaja mucho mejor con Marcusque tú. No sólo eres un estorbo parati misma, también para él.

—Eso es lo que tú te crees.Pero yo estoy plenamente segura deque mi deseo de tener un hogar es

mucho más fuerte que el deseo devivir aventuras. Con el drama deestas últimas semanas ya tengo elcupo cubierto para el resto de mivida. Las tragedias y las divasprefiero verlas en la televisión y enel teatro. Yo me conozco. Jamásseré una diva elegante.

—Tienes miedo.—Sí, y con razón.Johanna desvía de pronto la

mirada por encima de mí.—¡Buenas tardes, señoras!Me vuelvo, y mi pequeño

corazón pega un tremendo vuelco.Es Marcus.

Dos días más tarde meencuentro en el vestíbulo delaeropuerto esperando el vuelo deregreso a Berlín. Me siento como siacabase de enamorarme.

Marcus había tomado un aviónmás tarde y se había encontrado enla Casa Munich a Karsten, queestaba cuidando a Sammy y Josephy le contó que estábamos en el Blue

Marlin.Yo no acababa de saber si

Marcus había decidido venirporque me echaba de menos oporque estaba celoso. Lo mismo da,porque tanto lo uno como lo otroson sentimientos que llevaba añossin provocar en mi marido.

Pasamos una noche loca.Bailamos, nos acurrucamos y nosbesamos en la playa delante delBlue Marlin y a las cuatro de lamadrugada tomamos un baño en lapiscina. Me sentía una hippie loca,

malvada y sexy, y todo eso al ladode mi propio marido. Unacombinación de lo másextraordinaria. Y perfecta.

Al día siguiente comprobé queMarcus había apagado el móvil.Por lo visto le daba igual que lacaperucita esteticista de Harsefeldcorriera desesperada en su busca ytratara de encontrarlo. Tal vez elfinal de la aventura ya era oficial.

Yo sólo puedo decir: ¡Ciao,Amore!

No hay nada como conocerse

muy bien y tener la oportunidad deredescubrirse de nuevo. Ya sé quees una perogrullada de esas quesueltan todos los consejerossentimentales, pero normalmenteuna lee esas cosas cuando no leafectan. Ahora, sin embargo, estoyfirmemente resuelta a llevar esaidea a la práctica.

A partir de ahora, porejemplo, sólo veré el episodio deTatort un domingo de cada dos, ydejaré de seguir la serie dePolizeiruf. Pienso tirar a la basura

todas las bragas con la goma rota yprometo que no volveré a ponermelos patucos de lana para estar porcasa en presencia de Marcus.Trabajaré desde Stade para eldirector de Johanna, viajaré conregularidad a Hamburgo y a Berlíne incluso acudiré de vez en cuandoa ver las exposiciones de JonathanMeese.

Y dejaré de lado el tema delembarazo. No más hormonas, nomás estrés psicológico, no más sexoprogramado. Si es sin niños, sin

niños. Tengo que dejar de exagerar,de creer que sin niños mi vidacarece de sentido.

Al fin y al cabo soy una mujerinteresante con el vello púbico biendepilado y talento para la escritura,y podía imaginarme perfectamentequedando de vez en cuando parapasar la noche con el doctor AlfredBauer y Michael Maratón. Esomantiene el matrimonio y la libidoen equilibrio.

La fidelidad estásobrevalorada. De aquí en adelante

mi lema será aventura y diversión.Regreso, pero para no retomar

las cosas en el punto donde lasdejé.

Estoy planteándome incluso laposibilidad de poner un espejogigante en el dormitorio.

Sí, estoy en el caminoadecuado.

Por fin un final feliz. Y estavez me lo he ganado a pulso.

Lo he hecho todo bien. Loúnico que me da un poco de pena esque Marcus no sepa hasta qué punto

he luchado por él al tragarme lahistoria de su infidelidad y no decirni pío. Eso me deja cierto malcuerpo. Es como gastar dineroanónimo. No es mi estilo. Tal vezalgún día se lo cuente.

—Tesoro, voy a comprar unasrevistas para el avión —diceMarcus, y se levanta para ir alquiosco.

Él toma el avión a Hamburgo yyo, media hora más tarde, a Berlín.

Suena un mensaje de móvil.No es el mío. Tiene que ser el de

Marcus. Ha dejado la chaqueta enel asiento de al lado.

¿Me arriesgo a echar unvistazo muy rápido?

Sería interesante saber si elmensaje es de la Caja de ahorros deStade.

No creo que sea buena ideacomenzar mi vida nueva con unavieja mala costumbre.

Bah, por qué no. Sólo esta vez.De despedida.

Con suma destreza saco elmóvil de la chaqueta de Marcus.

Veintidós llamadas perdidas.Y un mensaje de la «Caja

ahorros Stade»:«Amore, ¿dónde te has metido?

He estado intentando localizartedesesperadamente. Por favor, bastaya de niñerías y llámame de unavez. Tienes la razón más bonita delmundo para llamarme. Qué suerteque nos viésemos antes de que tefueses a la fiesta de Berlín. ¡Quépuntería! ¡Lo conseguimos! Ahoratodo se arreglará. ¡¡¡Estoyembarazada!!! ¡¡¡Por fin!!!»

Las grandes mujeres necesitangrandes diamantes.

ELIZABETH TAYLOR

A partir de este instante pierdoel mundo de vista. No entiendo quéocurre, me siento como unamarioneta.

Me despido de Marcus. Unabrazo largo. Él me dice:

—Te quiero.Alguien le contesta:—Yo también.Debo de haber sido yo. Pero

no me reconozco la voz.No se me pasa por la cabeza

montarle un número. Ni pedirleexplicaciones. Ni matarlo. Nimatarme yo.

Porque no soy capaz depensar. Ni de sentir.

Vuelo de regreso. A mi lado

van sentados Johanna y Sammy.Mantengo los ojos cerrados. Elsilencio inquietante de mi interiorme da miedo porque sé que en esosinstantes se está gestando unatormenta de dolor que no escomparable a nada de lo que hevivido hasta ahora.

Me siento como alguien quecontempla a su torturadorpreparando el instrumento para elcastigo, comprobando la cuchilladel escalpelo, colocando lastenazas por tamaños. El dolor

llegará, de eso puedes estar seguro,pero no cabe esperar una muerterápida.

—Palomita, no hace falta quefinjas que estás durmiendo —diceJohanna al cabo de unos minutos enel avión—. ¿Qué te ocurre? Haspasado cuatro días de sol y playa yhas reconquistado con éxito a tumarido, pero cualquiera diría quese te ha aparecido el mismísimoAnticristo.

Me tiembla todo el cuerpo, yJohanna posa la mano sobre mi

antebrazo. Aunque veo la mano, nola siento. ¿Estaré muerta? Noestaría mal.

—Cuando esperábamos en elaeropuerto Marcus ha recibido unmensaje en el móvil. Lo he leído aescondidas.

—¿Y?—Karabella está embarazada.—¡Joder!En ese instante mi torturador

me arranca la primera uña.Despierto de nuevo a la realidad yme veo en los brazos de Johanna

anegada en lágrimas y sollozos.Estoy demasiado destrozada

para odiar a Marcus. Ni siquieratengo fuerzas para estar furiosa.Pronto ya no quedará nada de mí.Sólo puedo pensar en que nuncapodré tener un hijo. Que por eso heperdido a mi marido. Y que éltendrá con otra todo aquello que yohabría deseado tener.

Me pregunto si se quedarán avivir en nuestra casa y dóndepondrán al niño. El cuarto que hayjunto al dormitorio es perfecto,

cambiador en lugar de escritorio,cuna en lugar de estanterías. Lasventanas habría que reforzarlasporque cuando sopla el viento secuela por las rendijas. Una cenefa amedia altura quedaría muy bien, talvez con enanitos de colores quelleven gorros en punta divertidos.

Eso es lo que me he imaginadomiles de veces, cuando todavíacreía que el tratamiento hormonalacabaría dando resultado.

Marcus, eso lo sé, quiere unniño. Yo habría preferido tener una

hija.Ésa habría tenido que ser mi

vida. ¡Mi vida!Temo volverme loca.

Cuatro días más tarde mesorprende seguir con vida. Estoydestrozada en todos los sentidos.No puedo dormir ni comer, y aunasí vomito tres veces al día.

Johanna está preocupadísimay, aunque están ya con los ensayosgenerales del estreno, han

organizado turnos entre Karsten,Leonie y ella para no dejarme solani un minuto.

Ahora mismo camino conapatía por el parque deFriedrichschain. Karsten insistió enque tenía que levantarme de lacama, comer un tazón de muesli confruta y salir a caminar con él.

—¿Ya sabéis qué va a ser? —le pregunto.

—Ayer tocaba ecografía.Parece que casi seguro será unniño.

—¿Y? ¿Estás decepcionado?—En absoluto. Con un hijo

sólo tienes que estar pendiente deun pene, con una niña tienes queestar pendiente de todos.

—¿Crees que se puede llegar aser feliz sin hijos?

—Sí. La felicidad es unacuestión de capacidad. Si no eresuna persona capaz de ser feliz, unniño tampoco te hará feliz. Yoentreno todos los días a mujeresque pregonan a los cuatro vientosque son madres felices. Pero

cuando las miro a los ojos, lo queveo es mal humor y rabia contenida.Sus caras dicen: «Ahora que tengohijos sé que no quiero tenerlos.»Los niños son un juego de sumacero. La felicidad que te dan por unlado, te la quitan por otro. Apenastienes tiempo para ti y para tusamigos, abandonas tu cuerpo y a tumarido y acabas admitiendo que losmejores momentos del niño soncuando está dormido o cuando tienetreinta y nueve grados de fiebre.

—¿Crees que yo puedo llegar

a ser feliz sin un niño?—Sí, tú tienes la capacidad de

ser feliz, pero te has obsesionadotanto con la idea de tener un hijoque eso ha terminado cegándote.Mira los gays: ¿crees que debenpasarse los días enteros llorando?¿Que el hecho de no poder tenerhijos convierte su vida en unatragedia?

—Pero vosotros tenéis un niñoque es un cielo, y no me vengasahora con que eso no te hace feliz.

—Sí, yo ya no podría

imaginarme la vida sin Joseph, perotambién era feliz antes de que élnaciera.

—Te agradezco mucho quequieras consolarme, pero todo estome suena como si le dieraspalmaditas en la espalda a un cojo yle dijeras: «Ánimo, chaval, ¡yaverás cómo todo se arregla!»

—Entreno a una mujer que enuna ocasión subió a un taxi y no sepuso el cinturón de seguridad. Elconductor del taxi se saltó unsemáforo en rojo y ella perdió las

dos piernas. Esa mujer tiene unaenergía y unas ganas de vivir quepara mí son una inspiración. Apartede Erdal, no hay nadie que meponga de tan buen humor como ella.Lo más importante para ser feliz noes lo que te pasa, sino cómo loencajas.

—Pues ése es precisamente elproblema que yo tengo ahoramismo, que me están pasando máscosas de las que soy capaz desoportar.

—Pues cambia de perspectiva.

Marcus tendrá lo que siempre habíadeseado: una vida estable con unamujer normal y corriente quecuidará del niño y le respaldará enlo que haga. Y tú tendrás lo quesiempre habrías tenido que desear:un trabajo emocionante dondeconocerás a personas interesantes yuna vida en la que todo volverá aser posible.

—¿Me estás diciendo que atodas las personas implicadas enesta historia nos aguarda un finalfeliz?

—Exactamente.Le agradezco mucho a Karsten

que me anime y me consuele, perono tengo ocasión de decírselo. Meestoy mareando. Al caer al suelopienso en las cacas de perro quehay por todas partes. Pierdo elconocimiento.

El carácter de una mujer no

sale a la luz cuando comienza elamor, sino cuando termina.

ROSA LUXEMBURG

El médico me mira conexpresión seria y se queda calladoun rato demasiado largo.

No, eso no es buena señal.Ayer, después de perder el

conocimiento, Karsten me llevóinmediatamente a su internista, eldoctor Schröder, y le pidió que mehiciera un chequeo completo.

—Muy bien, hágame todas laspruebas que estime necesario —ledije al médico.

Tras someterme a unaexploración, el doctor Schröderintentó tranquilizarme:

—Después de lo que me hacontado sobre su estado nervioso,es más que probable que eldesvanecimiento se deba a la faltade sueño y las carenciasalimentarias. De todos modos,podremos saberlo con exactitudcuando tengamos los resultados de

los análisis de sangre. Mañana porla mañana nos pondremos encontacto con usted.

Esta mañana, la auxiliar mellamó sobre las diez y media y mepidió con voz ronca que acudiera ala consulta con la mayor rapidezposible. A mi pregunta de quéocurría, la mujer respondió en untono un poco borde:

—Lo lamento pero no estoyautorizada a revelar ningún dato porteléfono.

Yo me puse en lo peor y le

pedí por favor a Johanna que meacompañase a la clínica.

Ahora mismo estamos sentadasfrente al doctor Schröder con elcorazón en un puño esperando a quepronuncie sentencia.

El médico respira hondo ydice:

—Señora Hagedorn, lolamento muchísimo.

Ya estoy viendo mi entierro:Johanna canta con la voz quebradaNiemals geht man so ganz deTrude Herr; Erdal se abalanza

sobre las coronas de floresaullando de dolor, a Karsten lebrotan de los ojos unas lágrimasenormes, y al fondo, en la últimafila, está Marcus, pálido y con loslabios temblorosos porque sabe quejamás podrá volver a ser feliz.

En realidad la visión no estátan mal.

—El diagnóstico provisionalque le di ayer era incorrecto —prosigue el doctor Schröder. Yentonces lo veo claro.

—Tengo sida —susurro

horrorizada.Agarro a Johanna de la mano.

La única vez en mi vida quepractico el sexo sin protección y eldestino se ensaña conmigo de estamanera.

—No, señora Hagedorn —dice el doctor Schröder—. Estáembarazada.

Los aplausos no cesan.Los espectadores que han

agotado todas las entradas del

teatro Tigerpalast se ponen de pieal unísono.

Algunos exclaman el clásico«¡Bravo!», otros silban con losdedos o golpean el suelo con lospies. El público lanza rosas rojas alescenario.

Johanna luce un vestido blancode terciopelo y unos guantes negroslargos. Alumbrada por el haz de luzde un foco, se inclina para saludaral público.

No habrá bis, así lo hemosacordado.

Una diva no concede bises, nose deja nada en el tintero. Cuandoacaba es porque ha acabado. Nadiepuede convencerla de nada. Semarcha sin volver la vista atrás.

Como yo, me digo. Y esepensamiento me emociona.

Lo he decidido. Trabajarépara el director de Johanna, y lasemana que viene me trasladaré ami piso nuevo en Berlín. Karstenirá a recoger mis cosas a Stade. Lehe explicado con todo detalle dóndeencontrará el peine de Marcus.

Es una locura que hoy en díapuedan hacerse las pruebas depaternidad ya durante el embarazo.Con una raíz capilar del potencialcandidato es suficiente.

De Marcus me separéanteayer. Con un mensaje de móvil.Me pareció lo más adecuado.

Tres horas más tarde leí en suFacebook la siguienteconversación:

—Tesoro, acabo de recibir unmensaje de Vera. ¿Le has contadolo nuestro?

—¿Por qué lo preguntas?—Porque ha roto conmigo.

¡Con un mensaje de móvil! Casinueve años casados y ahora esto.No cuadra, ¿no te parece?

—¿Te ha dado alguna razón?—Que nos habíamos

distanciado y ya no compartíamosnada. La próxima semana viene esetal Karsten a buscar sus cosas.

—¿Quiere la mitad de tudinero?

—No. Es raro, pero dice querenuncia a la parte que le toca de

todo.—¡Eso es fantástico! Tu mujer

se larga sin montar ningúnescándalo y nosotros podremoscomprar esa casa de la que te hablé.¡Nuestro hijo tendrá un jardínenorme!

—Pero ¿por qué me deja así,deprisa y corriendo, de la noche ala mañana? ¿De verdad que no lehas contado lo nuestro? No me voya enfadar, pero te ruego que medigas la verdad.

—No he dicho ni pío, ¡te lo

juro! Y ahora dime la verdad:¿dónde estuviste el fin de semanapasado? Intenté localizarte en elmóvil y te llamé como veinte veces.

—Ya te lo dije. Estuve en unapresentación de novedades de laempresa Dornbracht en Iserlohn. Seme acabó la batería del móvil y meolvidé el cargador. ¡Te lo prometo!

—De acuerdo, cari. Nosvemos esta noche. Ciao, Amore!

Tras un largo paseo, cuandocayó la noche, arrojé el portátil de

Marcus al río.Ciao, Bella.

El aplauso dura ya más de diez

minutos.El director sube al escenario,

recoge las rosas y se las entrega aJohanna.

—Ha estado fantástica —exclama Erdal con un suspiro.

—¡La obra ha quedadomaravi l l osa , palomita! —diceKarsten, y me da un beso en lafrente.

De pronto Johanna levanta losbrazos para pedir silencio. Lasrosas rojas se extienden a sus piescomo una alfombra roja.

Se crea un silencio sepulcralen la sala, y se me acelera el pulso.La actuación ha sido perfecta. ¿Quépiensa hacer ahora?

Johanna da la espalda alpúblico por un momento y alvolverse, con un gesto degrandilocuencia, lanza una palomablanca hacia el cielo. La orquestarompe el silencio con gran ímpetu y

Johanna canta un solo verso delcsárdás de Kitty Hoff:

«Vamos, vamos, empecemosya, antes de que la vida se extinga.»

Epílogo —Ahora cada vez que sonríes,

te sonríe también el orificio uterino.—¡Cállate la boca!—¿Quieres ponerte en la

postura de la vaca que hemosestado ensayando?

—¡Caca para la vaca! ¡Tieneque salir de una maldita vez esacosa! Es como si estuviera cagandomi pelota terapéutica.

La comadrona permanececallada, como si la cosa no fuese

con ella. Yo me agarro con las dosmanos al antebrazo de Karsten.

—¿Es el padre del niño? —había preguntado el médico deguardia.

—No, es mi entrenadorpersonal —respondí yo.

Eso había sucedido dos horasantes, cuando llegamos al hospital ytodavía podía hablar.

Ahora sólo soy capaz de emitirgemidos.

Johanna va cada dos o tresminutos a echarle un vistazo a

Erdal, al que le han ofrecido unacamilla en el pasillo porque se hadesmayado.

—Tranquilos, chicos, que ésteya es mi tercer parto —anunció alos enfermeros de urgencias contono vanidoso cuando llegamos alhospital en ambulancia.

—Con un poco de suerte estavez estarás consciente —habíadicho Karsten. Johanna habíapreguntado muy nerviosa si podíafumar, y Erdal no había queridodecir nada, pero ya en la entrada

del hospital había preguntado sihabía un lugar donde pudieratumbarse y poner las piernas enalto.

Tengo que decir que haylugares más apropiados pararomper aguas que el restauranteGrill Royal de la calleFriedrichstraβe de Berlín.

Se me adelantó dos semanas,todavía no me había comido ni lamitad de la dorada al horno con

patatas al romero cuando me pusede parto.

Y de pronto me vi allí tendidacomo una morsa espatarrada, conlos pies sobre el banco y la cabezasobre la americana enrollada deKarsten, mirándome las piernashinchadas y mojadas, y la barrigamonstruosa, y mirando tambiénhacia la mesa de Bernd Eichinger,que celebraba el estreno en la granpantalla de su película El milagroazul. Junto a Eichinger estabansentados los protagonistas

principales Nora Tschirner y HeinoFerch.

Qué mala suerte. Al principiotraté de mantener un mínimo gradode dignidad y atractivo, pero notardé en darme en cuenta, a pesar demi estado de alboroto, de que todosmis esfuerzos eran en vano.

Cuando diez minutos más tardeme tumbaron sobre una camilla,todo el local rompió en aplausos.Bernd Eichinger exclamó:

—¡Mucha suerte!Nora Tschirner levantó los

pulgares y Heino Ferch me mirócon expresión de ánimo.

En la ambulancia, Erdal metomó de la mano para consolarme ydijo:

—No te desanimes, cielo, aHeino no le ha parecido oportunopasarte su número de teléfono enuna coyuntura como ésta.

Entonces sufrí la primeracontracción, y el tema, por elmomento, quedó zanjado.

—¿Todo bien por aquí?El adjunto se asoma a la puerta

con expresión de indiferencia.Seguro que tiene que atender a unascuantas parturientas de su clínicaprivada.

—Sí —responde lacomadrona.

—¡No! —grito yo.—¡Ahora apriete! —ordena

ella. Con esos modos podría dirigircon el mismo éxito una cárcel demujeres.

—Es preciosa —susurraJohanna.

—¿A quién se parece? —

pregunto temerosa.—Tiene la nariz de Michael

Maratón —dice Karstenenjugándose las lágrimas de losojos.

—Si te fijas en la parte de losojos, recuerda más al bellodermatólogo —apunta Erdal, quesigue blanco como la pared. Unaenfermera lo ha traído en silla deruedas.

—Lo que está claro nada másverlo es que no es de Marcus —dice Johanna—. Nos podríamos

haber ahorrado el episodio delpeine y las pruebas genéticas.

La comadrona lanza irritada unguante de látex ensangrentadocontra el suelo.

—¿Va a figurar en la partidade nacimiento «padredesconocido»? —pregunta Erdal.

—Lo más correcto sería:«Padre: indiferente» —respondo.

Jamás he sido tan feliz.Pienso fugazmente en el

momento en que estaba comiendoun bocadillo de jamón con

margarina baja en grasa.Y en el instante en el que sonó

el teléfono.A las ocho y diez.Un martes de febrero.

Fuentes bibliográficas ymusicales

Wenn ich mir was wünschen

dürfte: Marlene Dietrich.Fragmento traducido al castellano.Composición y letra: FriedrichHollaender. Rolf BuddeMusikverlag GmbH.

Ich weiß nicht, zu wem ichgehöre: Marlene Dietrich.Fragmento traducido al castellano.Composición y letra: Friedrich

Hollaender. Rolf BuddeMusikverlag GmbH.

Der Anfang vom Ende: Nena.Fragmento traducido al castellano.Composición y letra: Nena Kerner.Edition Hate Music. c/o EMI SongsMusikverlag GmbH & Co. KG.

Keep me in your heart:Warren Zevon. Fragmento traducidoal castellano. Composición y letra:Jorge A. Calderón, Warren WilliamZevon. Imagèm Music GmbH yMelodie der Welt. J. Michel GmbH& Co. KG.

Wenn ich mein Leben nocheinmal leben könnte. En castellano:«Instantes. Si pudiera vivirnuevamente mi vida.» Poema deautor desconocido.

Am Tag, als Conny Kramerstarb: Juliane Werding. Fragmentotraducido al castellano.Composición: Jaime RobbieRobertson. Letra: Hans-UlrichWeigel. Neue Welt MusikverlagGmbH & Co. KG.

Nehmt Abschied, Brüder. Encastellano: «Canto de la

despedida.» Texto: Claus LudwigLaue, 1946.

Un-break my heart: ToniBraxton. Fragmento traducido alcastellano. Composición y letra:Diane Eve Warren. Sony/ATVMusic Publishing (Germany)GmbH.

Traducción de un fragmentodel artículo original alemán deCharlotte Roche. Die neue F-Klasse. Wie die Zukunft vonFrauen gemacht wird. Thea Dorn.Publicado por la editorial Piper en

2007.Für mich soll’s rote Rosen

regnen. Fragmento traducido alcastellano. Composición: HansHammerschmid. Letra: HildegardKnef. Musik-Edition Europaton.Peter Schaeffers.

Ma hat ma Glück, ma hat maPech, Mahatma Gandhi: BerndStelter. Fragmento traducido alcastellano. Composición y letra:Christoph Ebener / Uli Winters.Edition 97. c/o EMI MusicPublishing y Roba Musikverlage

GmbH. (Elbsilber MusikverlagAndreas Jörg Holtz.)

Dicke Mädschen habenschöne Namen: Höhner. Fragmentotraducido al castellano.Composición y letra: HenningKrautmacher, Peter Werner-Jates,Jan-Peter Fröhlich, HannesSchöner. Vogelsang Musik GmbH.

Superjeile Zick: Brings.Composición y letra: Peter Brings,Stephan Brings. Vogelsang MusikGmbH.

Ich hab ’ne Zwiebel auf ’m

Kopf, ich bin ein Döner: TimToupet. Fragmento traducido alcastellano. Composición: KlausHanslbauer, Erich Öxler, StefanPössnicker. Letra: Iris Sauer.Musikverlage Hans Gerig KG.

Csárdás - Komm schon: KittyHoff. Fragmento traducido alcastellano. Composición y letra:Kathrin Oberhoff. Edition Mote toyou. c/o Arabella MusikverlagGmbH.